Literatura Francesa Del Siglo XX: Sartre, Camus, Exupery, Anouilh, Beckett - Alfonso López Quintas
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Descripción: Literatura Francesa Del Siglo XX: Sartre, Camus, Exupery, Anouilh, Beckett - Alfonso López Quintas...
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ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS
LITERATURA FRANCESA DEL SIGLO XX Sartre, Camus, Saint-Exupéry, Anouilh, Beckett
EDICIONES RIALP, S.A. MADRID
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© 2016 by ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS © 2016 by EDICIONES RIALP, S. A. Colombia, 63. 28016 Madrid (www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com ISBN: 978-84-321-4612-1 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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A Helena Ospina, con la unidad que genera el amor a las letras
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ÍNDICE
PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA PRÓLOGO INTRODUCCIÓN I. P OSIBILIDAD DE UNA LECTURA «GENÉTICA» DE OBRAS LITERARIAS 1. La obra literaria no es un mero objeto, sino un ámbito de realidad 2. Tres análisis de textos 3. Distinción entre meros hechos y «hechos históricos» o acontecimientos 4. Distinción que media entre significado y sentido 5. La producción artesanal y la creación artística 6. Oposición polar entre las experiencias de vértigo y las de éxtasis 7. El sentido profundo de ciertos términos, realidades y experiencias que forman el tejido de las obras literarias 8. La razón profunda del poder expresivo del lenguaje II. META DE LA OBRA LITERARIA Y TAREA DEL INTÉRPRETE 1. El objeto básico de la obra literaria 2. La tarea del intérprete es entrar en juego con la obra 3. El buen intérprete re-crea las obras III. LA EXPRESIÓN DE LAS REALIDADES AMBITALES 1. Las experiencias relevantes se expresan en imágenes 2. La espléndida ambigüedad de los fenómenos expresivos IV. CARACTERÍSTICAS DEL MÉTODO LÚDICO-AMBITAL 1. Fidelidad creadora al texto 2. Exigencias del método 3. La lectura «ontológica» y la lectura «lúdico-ambital» 4. El realismo eminente de la obra literaria 5. Fecundidad del método lúdico-ambital V. APÉNDICE 1. Una clave de interpretación: los niveles de realidad y de conducta 2. Breve descripción de los ocho niveles PRIMERA PARTE. LA NÁUSEA DE JEAN-PAUL SARTRE (1905-1980) 5
INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS DE LA NÁUSEA I. LA EXPRESIÓN NOVELÍSTICA DE UNA INTUICIÓN FILOSÓFICA II. ANÁLISIS SINTÉTICO DE LAS EXPERIENCIAS NUCLEARES 1. La experiencia de la raíz 2. La experiencia de la sonrisa 3. La experiencia de la canción III. ANÁLISIS EXTENSO DE LAS EXPERIENCIAS NUCLEARES 1. La experiencia de la raíz 2. Las experiencias de la sonrisa y de la canción II. VALORACIÓN DE LA NÁUSEA SEGUNDA PARTE. TIERRA DE LOS HOMBRES DE ANTOINE DE SAINTEXUPÉRY (1900-1944) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS DE LA TRAMA DE ÁMBITOS I. LA LÍNEA II. LOS CAMARADAS III. EL AVIÓN IV. EL AVIÓN Y EL PLANETA V. EN EL CENTRO DEL DESIERTO VI. LOS HOMBRES II. VALORACIÓN DE LA OBRA TERCERA PARTE. EL EXTRANJERO DE ALBERT CAMUS (1913-1960) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE LA OBRA I. FALTA DE CREATIVIDAD II. ACTITUD FUSIONAL INMERSIVA II. VALORACIÓN DE LA OBRA I. QUÉ SIGNIFICA MEURSAULT PARA CAMUS II. LA NOCIÓN Y LA EXPERIENCIA DEL « ABSURDO» III. El PREDOMINIO DEL PRESENTE Y LA DISCONTINUIDAD NARRATIVA IV. EL SENTIDO DEL HUMOR EN CAMUS V. NOTA FINAL 6
CUARTA PARTE. CALÍGULA DE ALBERT CAMUS (1913-1960) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE CALÍGULA II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE CALÍGULA ACTO I: LA ENTREGA AL VÉRTIGO DEL PODER ABSOLUTO ACTO II: LA NOSTALGIA POR LA VIDA INFRAPERSONAL ACTO III: EL VÉRTIGO DE LA AMBICIÓN CONDUCE AL ABSURDO II. VALORACIÓN DE CALÍGULA QUINTA PARTE. EL PRINCIPITO DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY (19001944) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE EL PRINCIPITO II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. EL ENCUENTRO INTERHUMANO Y SUS DIVERSAS FASES I. LA NOSTALGIA DE LA AMISTAD Y LA CAÍDA EN EL « DESIERTO» II. EL PRINCIPITO Y LA REVELACIÓN DE LO SUPEROBJETIVO III. P RIMERA ETAPA DEL PROCESO DE ENCUENTRO ENTRE EL PRINCIPITO Y EL PILOTO: ACTITUD DE DISPONIBILIDAD Y ACOGIMIENTO
IV. SEGUNDA ETAPA DEL ENCUENTRO: EL SECRETO DE LA AMISTAD Y DEL CONOCIMIENTO PERSONAL
V. T ERCERA ETAPA DEL ENCUENTRO: LA FIESTA DE LA SOLIDARIDAD EN EL RIESGO VI. CUARTA ETAPA DEL ENCUENTRO: LA PLENITUD DEL ENCUENTRO Y LA PRUEBA DE LA AUSENCIA
II. VALORACIÓN DE EL PRINCIPITO SEXTA PARTE. LA SALVAJE DE JEAN ANOUILH (1910-1987) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS DE LA SALVAJE I. INTERFERENCIA COLISIONAL DEL ÁMBITO DE LA RIQUEZA Y EL ÁMBITO DE LA POBREZA II. EL DINERO Y SU HIRIENTE SIMBOLISMO III. INMERSIÓN COLISIONAL DEL ÁMBITO DE LA POBREZA EN EL ÁMBITO DE LA RIQUEZA IV. EN BUSCA DE UNA AUTÉNTICA PARTICIPACIÓN Y PLENITUD II. VALORACIÓN GENERAL DE LA SALVAJE I. LA ALTA COTA DE LA SOLIDARIDAD II. UN PROCESO DE MADURACIÓN SÉPTIMA PARTE. EURÍDICE DE JEAN ANOUILH (1910-1987) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA 7
II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE EURÍDICE I. EL AFÁN IMPOSIBLE DE PURIFICACIÓN II. EL AMOR, VISTO EN EL PLANO OBJETIVISTA (NIVEL 1) III. GRAVITACIÓN DEL PASADO SOBRE EL PRESENTE IV. LA OPRESIÓN ACTUAL DEL ENTORNO V. LA MUERTE COMO PURIFICACIÓN DEFINITIVA Y POSIBILIDAD ÚNICA DE ENCUENTRO VI. VIDA ENVILECIDA O MUERTE PURIFICADORA II. VALORACIÓN GENERAL DE LA OBRA OCTAVA PARTE. ESPERANDO A GODOT DE SAMUEL BECKETT (1906-1989) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. T EMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS TIPOLÓGICO DE LOS PERSONAJES I. ESTRAGÓN II. VLADIMIR III. P OZZO IV. LUCKY V. MUCHACHO 1 VI. MUCHACHO 2 VII. GODOT II. EL PECULIAR TRAGICISMO DE UNA VIDA «ABSURDA» I. FALTA DE CREATIVIDAD II. ACTIVIDAD SIN SENTIDO, « ABSURDA» III. EL SOMETIMIENTO AL DECURSO TEMPORAL Y EL SENTIMIENTO DE TEDIO III. VALORACIÓN DE LA OBRA I. EL TRAGICISMO DE LA OBRA ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS
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PRÓLOGO
El propósito básico de este libro es presentar un método de análisis literario que convierta la lectura de cada obra de calidad en una sugerente y fecunda lección de ética. Este método implica algunos conceptos un tanto nuevos que debe el lector conocer con la mayor precisión posible. Entre ellos destacan el de «ámbito» —o realidad abierta — y el de «nivel de realidad y de conducta». Para familiarizar al lector con el sentido que se dará en este libro a los tres primeros niveles positivos —el 1, el 2 y el 3—, ofrezco una exposición esquemática de los ocho niveles —cuatro positivos y cuatro negativos— al final de la Introducción. Analizaré ocho obras de autores franceses de renombre: Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Antoine de Saint-Exupéry, Jean Anouilh y Samuel Beckett[1]. Siguen orientaciones distintas, pero comparten un mismo empeño: ahondar en el enigmático ser del hombre. Por esa voluntad de profundización, solo les hacemos justicia si las leemos con un método adecuado. Ofrezco uno que se ha mostrado sumamente eficaz. Pero conviene observar que un método no es una llave maestra que permite abrir puertas sin esfuerzo. Es un modo de ver y valorar la realidad, una realidad que, en los niveles superiores, se muestra muy exigente. El complejo ser del hombre y la sutil naturaleza de los valores solo se revelan a quien esté dispuesto al difícil ejercicio del diálogo y la respuesta acogedora; pues el hombre se manifiesta en el encuentro, y los valores se dan a conocer a quien acoge su apelación a realizarlos en la vida. El método que ofrezco —al tiempo que lo someto a prueba— nos permitirá ver las obras de modo genético —como si las estuviéramos gestando de nuevo—, si lo aplicamos de forma creativa. Al hacerlo, no solo comprendemos a fondo las obras analizadas; nos acercamos al enigma siempre indescifrado del hombre y acrecentamos no poco nuestra capacidad creativa. Nos espera una tarea bien fecunda en diversos aspectos. Los análisis siguientes los he agrupado en un volumen para facilitar su lectura a los estudiantes de filosofía y filología, y en general a las personas afanosas de leer obras que promueven la capacidad reflexiva. Inicialmente, aparecieron en las siguientes obras: Estética de la creatividad. Juego. Arte. Literatura (Rialp, Madrid 1998); Cómo formarse en ética a través de la literatura (Rialp, Madrid 2008); El arte de leer creativamente (Stella Maris, Barcelona 2014). Agradezco a los editores su buena acogida al proyecto de realizar esta nueva edición remodelada.
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Alfonso López Quintás Madrid, junio 2015
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[1] Como es sabido, Samuel Beckett nació en Irlanda, pero vivió largo tiempo en Francia y escribió sus principales obras en francés. Por eso se incluye su producción en la historia de la literatura francesa. Algo semejante a lo que sucedió con nuestro Jorge Santayana y la filosofía estadounidense.
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INTRODUCCIÓN
I. P OSIBILIDAD DE UNA LECTURA «GENÉTICA» DE OBRAS LITERARIAS 1. La obra literaria no es un mero objeto, sino un ámbito de realidad Hay autores que muestran interés en destacar que la obra literaria, una vez terminada, se independiza del autor y posee autonomía propia[1]. Para marcar esta independencia respecto al sujeto creador, afirman que la obra es un «objeto», una «cosa». Tal interpretación empobrece el alcance de la obra literaria de forma inaceptable y amengua en medida proporcional las posibilidades del hombre respecto a la misma. En efecto, si la obra es un objeto, yo no puedo encontrarme con ella, asumirla como propia, como una voz interior. Y al no poder asumirla, no soy capaz de interpretarla creadoramente, vivirla por dentro, como si la estuviera gestando. Con lo cual dejo de enriquecerme con el mensaje profundo que ella me transmite. Vamos a precisar bien los términos, que es condición indispensable para pensar con rigor. ¿Qué se entiende por «objeto»? Podríamos decir, en principio, que es toda realidad que no se reduce a un apéndice del sujeto, que tiene independencia respecto a él. Bien, pero la palabra «objeto» presenta otra significación muy conocida, y no podemos permitir que se aplique a la obra literaria. Por objeto se entiende, en la filosofía actual (Jaspers, Marcel, Heidegger...), toda realidad que es mensurable, asible, pesable, situable en el espacio y tiempo, sometible a análisis científico... Un ejemplar concreto de una obra literaria presenta estas condiciones: se lo puede medir, pesar, agarrar, manejar, analizar… Pero, como obra literaria, no está en ningún lugar determinado, no puede ser asida con la mano, ni cabe someterla a un análisis científico en cuanto a composición, valor, alcance cultural y humanístico... No reúne, por tanto, las condiciones de objeto. ¿Es, acaso, un sujeto? De ningún modo. El eminente esteta francés Mikel Dufrenne afirmó que la obra artística es un quasi-sujeto, por cuanto presenta cierta iniciativa[2]. Pero esa denominación ambigua no puede satisfacernos. Hemos de precisar qué tipo de realidad ostenta la obra literaria. Si no es ni objeto ni sujeto, ¿cómo debe ser caracterizada? Antes de responder a esta pregunta, quisiera invitarte, amable lector, a realizar una experiencia que te va a dar luz para resolver por tu cuenta el problema. Así empezarás ya a ver por dentro el asunto y vivir el proceso de génesis de cada obra literaria, así como la
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experiencia de interpretación de la misma. Aprende de memoria un poema o un fragmento del mismo. Puede ser muy corto: «Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuan presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor. cómo, a nuestro parescer, cualquier tiempo pasado fue mejor». «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos, derechos a se acabar y consumir»[3]. Una vez aprendido el poema, repítelo una y otra vez, con intención de darle todo su alcance, su plenitud de sentido. Altera el tempo, para conceder a cada palabra y a cada verso su valor sonoro, su sentido en el conjunto, su colorido. Apaga la luz para quedarte a solas con el poema. Verás cómo, al cabo de un rato, te parece que eres el autor del mismo, porque lo modelas a tu gusto, lo vas re-creando en virtud de una voz interior que te lo dicta. En realidad, lo vuelves a crear, como si fuera la primera vez. No tienes, obviamente, el mérito del autor, pero te corresponde el privilegio de dar vida al poema en ese instante preciso, y, sin tu colaboración, el poema no existiría plenamente. Las meras letras sobre el papel no son el poema. El poema es esa fuerza que te mueve desde dentro a expresar unos pensamientos y sentimientos de una determinada forma. Ahora dime: ¿Qué tipo de realidad es esa que, siendo distinta de ti y, en principio, externa, extraña y ajena, se te acaba de convertir en íntima, en el sentido profundo de que es el principio de tu obrar como declamador del poema? Un objeto nos es siempre distinto, externo y ajeno. No podemos asimilarlo como propio. Un alimento lo asimilamos, pero, al hacerlo, lo fusionamos con nuestra realidad, y pierde su autonomía, su identidad propia. El poema, en cambio, refuerza su identidad e independencia cuanto mejor y más intensamente lo asimilamos como una fuerza propulsora. ¿Te das cuenta de lo maravillosas que son estas realidades: un poema, una obra musical, un paso de danza...? Es fantástico descubrirlas y ahondar en su modo de ser, pues tal descubrimiento nos abre perspectivas colosales en nuestra vida. 13
Para determinar el modo de realidad del poema tuve que introducir un término nuevo, el de «ámbito» o «realidad abierta». Acompáñame en estas sencillas experiencias de la vida cotidiana y verás cómo te ves también llevado a utilizar dicho vocablo. Estoy ante una persona desconocida. Con una cinta métrica puedo medir rápidamente lo que abarca de alto y de ancho; puedo pesarla, tocarla, empujarla, como si fuera un paquete. Presenta los caracteres de objeto. Pero sé perfectamente que esa persona, aunque no la conozco, no se reduce a lo que yo oigo, toco, mido... Estoy seguro de que en su vida abarca cierto campo en diversos aspectos: el afectivo, el profesional, el estético, el religioso... Más que un objeto, bien delimitado, ese ser humano es un campo de realidad, que no es delimitable, ni asible, ni localizable, como lo son los objetos, pero es real. Llamémoslo campo de realidad o ámbito de realidad. «¿Dónde termina el que ama; dónde comienza el ser amado?», preguntaba una mujer a su esposo en un drama de Gabriel Marcel. No lo podemos determinar, porque se trata de un ámbito de realidad que es difuso como una atmósfera, pero no por ello menos real. Cuando nos acostumbramos a ver como perfectamente reales ciertos seres que no tienen las condiciones que presentan los objetos, ampliamos inmensamente nuestra visión de la realidad, sobre todo de nuestra realidad personal, y ganamos una gran madurez como personas. Pero no solo los seres humanos son ámbitos, además de presentar una vertiente de objetos, por ser corpóreos. Un piano, como mueble, es un mero objeto. Puede ser medido, tocado, pesado... En cuanto instrumento, no se reduce a objeto. Es una fuente de posibilidades de sonar. Se abre, por así decir, a toda una serie de relaciones posibles; relaciones, por ejemplo, con obras de un carácter u otro (clásico, barroco, romántico...), a intérpretes de distinta técnica, mentalidad, orientación estética... Como realidad abierta y dotada de cierta iniciativa, el piano es un ámbito, no un objeto. Algo semejante puede decirse de un barco. En cuanto puede ser medido, localizado, pesado..., constituye un objeto. Pero tampoco se reduce a tales condiciones; presenta diversas posibilidades: la de comer, pasear, pescar, navegar, luchar... Es, por tanto, además de objeto, ámbito. Leemos un poema, y descubrimos fácilmente en él una fuente de posibilidades: de declamación, de configuración sonora y verbal, de expresión, de evocación... En cuanto está expresado en un material concreto, por ejemplo en este papel —que puedo tocar con mi mano y ver con mis ojos—, es un objeto. Pero, como obra literaria —fruto de un proceso creativo—, supera inmensamente la condición de objeto. Constituye todo un ámbito. Este descubrimiento preciso de la condición «ambital» de ciertas realidades encierra la mayor importancia por una razón decisiva: los ámbitos pueden encontrarse entre sí; los objetos no. Y ya sabemos que el ser humano vive como tal, se desarrolla y perfecciona creando encuentros de uno u otro orden. Un bolígrafo que está sobre la mesa se yuxtapone a esta, pero no se encuentra con ella. El barco que se desliza desde el dique al mar choca con este, porque en un aspecto ambos son objetos, pero, al mismo tiempo, se encuentra con él, porque los dos —mar y barco— son ámbitos. De ahí el valor 14
simbólico de una botadura. De modo semejante, el piano y el pianista se encuentran, porque entreveran sus posibilidades respectivas: la de sonar, por parte del piano; las de hacer sonar y crear formas musicales, por parte del pianista. Este entreveramiento de dos ámbitos da lugar a un ámbito nuevo de mayor envergadura: la obra musical interpretada. El término «ámbito» puede referirse a tres formas de realidad distintas: Una realidad no delimitable, no asible, no pesable, dotada de iniciativa y de la capacidad de abarcar cierto campo en diversos aspectos. Muy sensible a este tipo de realidades, Martin Buber solía decir que «el tú no limita»[4]. Un campo de posibilidades de acción. Un tablero de ajedrez, una red vial, un campo de deporte, un instrumento musical, un barco, un avión, el mar, el lenguaje, una obra de arte y tantas otras realidades presentan una vertiente objetiva, pero no se reducen a ella; ofrecen al hombre diversas posibilidades de juego creador y deben ser consideradas como ámbitos. Tocarlo al piano —como objeto— es distinto de tocar el piano —como instrumento—. Lo primero es una actividad objetivista (una relación con un objeto); lo segundo es una actividad lúdica; significa un tipo de juego, un intercambio de posibilidades. Cuando se da esta forma de intercambio, acontece el fenómeno del encuentro, que implica la fundación de modos relevantes de unidad, el alumbramiento de sentido y la eclosión de belleza. Si hablamos con rigor, el juego no constituye un mero pasatiempo; es la fundación de ámbitos llenos de sentido (jugadas deportivas, formas musicales y artísticas, diálogos personales...) bajo unas normas precisas. Las diversas formas de juego están formadas por ámbitos que se entreveran, no por objetos que se yuxtaponen. El fruto de la interacción o entreveramiento de dos o más ámbitos. Una obra musical existe propiamente en el momento de ser interpretada. Es un ámbito de realidad creado por el entreveramiento de varios ámbitos: el autor, la partitura, el intérprete, el instrumento. Lo mismo cabe decir de un diálogo, de la botadura de un barco, etc. Ahora podemos comprender por dentro la experiencia que hemos realizado con el poema. Las posibilidades que este nos ofrece las asumimos activamente y les conferimos un cuerpo expresivo merced a nuestra capacidad de revivir las experiencias a que alude el poema y la capacidad de dar voz y sentido a sus palabras, frases y estrofas. Este intercambio de posibilidades, que da lugar a una realidad nueva —el poema en acto de ser revivido, declamado creadoramente—, constituye un encuentro. Todo encuentro es una experiencia «reversible», de dos direcciones: yo configuro el poema y el poema me configura a mí. Procuremos hacernos cargo de la riqueza que encierran estas experiencias «reversibles», porque la familiaridad con ellas nos permitirá descubrir las formas de unidad más valiosas que podemos fundar con las realidades del entorno. Es tan importante en nuestra formación como personas este descubrimiento que debemos dedicar un esfuerzo suplementario al análisis de la distinción que media entre objetos y ámbitos. Tenemos que conseguir que sea para nosotros algo transparente. Para ello vamos a realizar varios ejercicios, tan sencillos como eficaces. Este pequeño esfuerzo nos permitirá realizar otra serie de distinciones —hecho y acontecimiento, 15
significado y sentido...—, decisivas para la elaboración de nuestro método de análisis literario. 2. Tres análisis de textos La tragedia de Macbeth, de Shakespeare Asediado por la conciencia de haber asesinado a su buen amigo, el rey Duncan, Macbeth se halla fuera de sí. Su mujer le insta a que tome un cuenco de agua y borre de sus manos las huellas del crimen. Con infinita tristeza, Macbeth contesta: «¿Todo el océano inmenso de Neptuno podría lavar esta sangre de mis manos? ¡No! ¡Más bien mis manos colorearían la multitudinosa mar, volviendo rojo lo verde!»[5]. Esta frase impresiona por su escalofriante fuerza expresiva. ¿A qué se debe tal expresividad? Sencillamente, a la interferencia de dos niveles de realidad distintos. Lady Macbeth se movía en el nivel de los objetos: la sangre y el agua, vistos como realidades que pueden ser tocadas, delimitadas, desplazadas de un lugar a otro... En ese plano de la realidad —nivel 1—, es claro que un poco de agua puede limpiar un poco de sangre pegada a unas manos. Macbeth, impresionado por el sentido negativo de su acción criminal, no se limita a considerar la sangre en el nivel objetivo (nivel 1); la ve como signo de una agresión letal injusta (nivel -3). Una agresión es un entreveramiento colisional de dos ámbitos de realidad, en este caso: dos seres humanos, Macbeth y Duncan. Al ser testimonio vivo, sensible, de este entreveramiento, la sangre adquiere poder simbólico. En cuanto objeto, la sangre puede ser lavada fácilmente con un poco de agua. Como símbolo de una escisión violenta entre dos personas, con su carácter extremadamente negativo en el aspecto ético, la sangre no puede ser eliminada ni por toda el agua del océano (nivel -3). Queda patente que la distinción de objetos y ámbitos constituye una fuente de recursos literarios extraordinariamente valiosos. Este descubrimiento no hará sino ampliarse a medida que analicemos obras de calidad. Hernani, de Víctor Hugo En el Capítulo IV, el autor nos presenta a Don Carlos, que baja a la cripta en que se halla el sepulcro del emperador Carlomagno, y exclama conmovido: «¡Carlomagno está aquí! ¡Haber sido tan grande como el mundo..., y que todo quepa aquí..., y ved el polvo que hace un emperador!» Estamos también aquí ante una frase sumamente expresiva, y su expresividad procede asimismo del entreveramiento de dos planos de realidad: el objetivo y el ambital. En la frase «¡Carlomagno está aquí!» se confunden dos modos de realidad dispares. Al decir el nombre del emperador, nuestra atención se dirige al configurador de estructuras políticas que no han perecido con su muerte, sino que han pervivido de alguna forma en los siglos 16
posteriores. Carlomagno, con cuanto implica, no yace en el sepulcro (nivel 1). En este se halla su cadáver. La realidad que llenó el mundo y toda su época y modeló una forma de vivir y abrió perspectivas inéditas a la cultura europea no cabe en la estrechez de un sepulcro ni se disuelve en un puñado de polvo. Pertenece a otro nivel de realidad: el de los ámbitos y los «acontecimientos» políticos, sociales, espirituales (nivel 2). El autor, con fina sensibilidad literaria, pasa subrepticiamente de un plano superior a otro inferior: considera a Carlomagno como un objeto corruptible. De ahí el choque entre la grandeza del monarca y la miseria de unos despojos corpóreos. Ese choque es fuente de gran expresividad. En el texto de Shakespeare, el salto de un nivel a otro se daba en sentido inverso: de abajo arriba. La sangre era considerada no como objeto sino como «ámbito», como realidad cargada de hondo valor simbólico. Aquí se impone preguntar si este paso de un nivel a otro es legítimo. Al darlo, se juega con la ingenuidad del lector u oyente, que suele hallarse desprevenido y no tener muy en cuenta la diversidad de modos de realidad que existen. A mi entender, este recurso es del todo aceptable en literatura, por cuanto constituye una fuente de metáforas y comparaciones de la mayor belleza y expresividad. En el discurso filosófico, sin embargo, ha de usarse con tino, ya que el pensamiento filosófico no busca tanto la expresividad y la belleza cuanto la verdad, la exactitud en el análisis de cada realidad. Y esta exactitud solo es posible cuando se considera cada ser en el nivel al que pertenece. «La Historia es, como la uva, delicia de los otoños». De esta forma indica Ortega y Gasset que la preocupación por historiar los hechos patrios es propia de sociedades maduras, de modo semejante a como la uva no está pronta para la cosecha en primavera, sino que es un producto otoñal. Esta comparación, además de muy lograda en el aspecto literario, resulta pertinente en el plano filosófico, porque expresa lúcida e inequívocamente lo que intenta sugerir el autor. No podría, en cambio, elogiarle cuando afirma que el ser humano es por esencia soledad, y aduce, como ejemplo y prueba de ello, el hecho de que nadie puede sentir el dolor de muelas del otro ni gozar la delicia que le produce un pastel. Estos ejemplos están tomados del nivel de la realidad biológica, y, al hablar del «ser humano», nos referimos a un nivel superior: el de la realidad personal. No es justo deslizar la atención de un plano a otro y aplicar a un plano superior una consideración válida solamente para un plano inferior. Premières méditations poétiques, de A. de Lamartine En esta obra el gran poeta romántico francés nos legó este expresivo verso: «Un seul être vous manque et tout est dépeuplé»: Un solo ser os falta y todo queda despoblado. ¿Qué tipo de ser es ese que nos falta y, al faltar, deja nuestro entorno despoblado? Vives en una ciudad populosa o en una pequeña aldea. Si se muere una persona, ¿quedan desiertos esos núcleos ciudadanos? De ningún modo. La trama de relaciones humanas, económicas, paisajísticas y de todo orden que constituyen un pueblo siguen prácticamente intactas. Pero figúrate que has creado con otra persona una relación íntima de tal forma que toda tu vida está centrada en ella, y esa persona desaparece. ¿No es verdad que «el mundo se te viene abajo», como solemos decir? ¿O se trata de una mera 17
metáfora? Mil veces no. Literalmente, el mundo de la relación afectiva que habías configurado con esa persona se ha derrumbado. Y poco te importa en ese momento saber que a tu alrededor se mueven millones de seres humanos, pues ninguno de ellos ha creado contigo una relación estrecha, un «ámbito de convivencia». Son para ti no solo distintos sino, distantes y externos, extraños, ajenos. No cuentan en lo que toca a tu vida íntima, afectiva, creadora de vínculos profundos. El ser fallecido era para ti «único en el mundo», en el sentido de que estaba colaborando contigo en la realización de multitud de experiencias reversibles. Tú le ofrecías posibilidades; él te las ofrecía a ti, y entre los dos formabais un campo de juego, de libre iniciativa, de amor mutuo, de ayuda, de entrega incondicional. Era para ti un campo de posibilidades absolutamente disponible. Constituía, por tanto, un campo de realidad, un «ámbito». No se reducía a un ser humano entre otros, un mero número, un caso del universal «hombre». Falta este ser y todo queda despoblado. Naturalmente. Una ciudad inmensa en la que no tienes la menor relación con nadie ni con nada, que no te ofrece rutas que te orienten en orden a emprender actividades que tengan un sentido en tu vida es para ti un desierto, por superpoblada que esté. Aquí vemos, bien perfilada ante la vista, la distinción de dos modos de realidad distintos: las personas vistas como ámbitos y las personas consideradas no como objetos, pero sí como ámbitos externos y ajenos, no operantes como tales ámbitos. Bien realizados estos tres análisis, disponen nuestra mente para captar la diferencia que existe entre los meros hechos y los acontecimientos, el significado y el sentido, un proceso artesanal y un proceso creativo. 3. Distinción entre meros hechos y «hechos históricos» o acontecimientos Alguien te pregunta si te gusta Brahms, y contestas que sí. Esta contestación es un hecho, un mero hecho. Has realizado el acto de responder, has sido cortés, lo cual tiene su importancia en la vida humana, pero esta acción tuya no opera ningún cambio en tu vida, y menos todavía en la historia de tu país y de la humanidad. Pero imagínate que deseas estudiar dirección de orquesta con un gran maestro que está enamorado del compositor hamburgués, y, al responder tú afirmativamente, decide tomarte como alumno, privilegio que te abre un camino en tu vida profesional. Esa breve contestación —«sí»—, exactamente la misma en el aspecto objetivo (en cuanto a duración, tono, intensidad...), adquiere aquí un valor histórico en lo tocante a tu biografía individual, y, si llegas a adquirir una posición excepcional, incluso en la historia de la interpretación musical. Cuando un hecho abre campos de posibilidades —y, en casos, cierra otros—, orienta la existencia de ciertas personas o grupos de personas de una determinada manera, constituye un hecho histórico, un acontecimiento. Advirtamos que todo pende del contexto en que se da un determinado hecho. Se cuenta que a Napoleón, en Waterloo, no se atrevió a despertarle su ayudante porque sufría un agudo dolor de muelas. Debido a ello, no tomó las medidas pertinentes y perdió esa batalla decisiva. Un hecho tan corriente como ese malestar biológico decidió el curso 18
de la Historia. En ese preciso contexto, constituyó un hecho histórico. Tal dolor de muelas pudo haber sido igual en intensidad a otros muchos padecidos a lo largo del tiempo. Pero, en ese preciso instante, dicho padecimiento adquirió un valor especial, un sentido peculiar. Sopesemos la circunstancia de que todo contexto humano no está formado por un puñado de objetos yuxtapuestos, sino por una serie de ámbitos integrados entre sí. Lo que significaba Napoleón, como personaje aguerrido y prepotente, era todo un ámbito complejo: cultural, político, militar, sociológico, religioso... Cuanto implicaban en todos los aspectos los países europeos agredidos formaba otro ámbito, tan rico como difuso y amplio, pero absolutamente real y eficiente. Esos dos ámbitos entran en colisión en un momento determinado de la historia, y las fuerzas de ambos quedan desniveladas por el retraso que supuso un rato más de descanso, a causa de una vulgar dolencia. En esa peculiar colisión de ámbitos, tal indisposición adquirió un sentido histórico. Este sencillo ejemplo nos lleva de la mano a otra distinción importantísima que debemos hacer a la luz de la diferencia que existe entre los objetos y los ámbitos. Me refiero a la distinción entre significado y sentido. 4. Distinción que media entre significado y sentido El dolor de muelas que tuvo Napoleón en la madrugada de la batalla de Waterloo y los dolores que había tenido en ocasiones anteriores tuvieron la misma significación, pero su sentido fue muy distinto. El sentido surge siempre en un contexto, en una trama de relaciones entre ámbitos. De ahí que, para captar el sentido de un hecho, una palabra, una idea, haya que sobrevolar los distintos elementos que entran en juego y ver el papel que juega cada uno respecto a los demás y al todo. Vas por la calle, sientes hambre y observas que un grupo de personas se dispone a entrar en un restaurante para celebrar un banquete. Tú te unes a él y tomas asiento rápidamente alrededor de la mesa. El responsable del grupo advierte tu presencia y te invita a que te retires, pues en ese banquete no hay sitio para ti. Tú puedes argüir que hay sitio de sobra, y parece un desperdicio injustificado no ocuparlo, pues te acucia el hambre. Él reargüirá diciendo que efectivamente hay sitio, pero no un «puesto» para ti, porque no perteneces a ese grupo y no tiene sentido que participes en un banquete celebrado con motivo de un acontecimiento que no te afecta. Tú puedes insistir indicando que para ti encierra un enorme significado ponerte inmediatamente a comer, no solo para saciar tu apetito, sino porque la compañía de esas personas te resulta muy grata. De poco valdrían estas razones, porque te harían ver que comer en ese lugar y momento determinado puede significar mucho para ti pero carece de todo sentido, y debes por tanto abandonar la reunión. El comer es un hecho y tiene siempre un significado igual: reponer fuerzas, complacer el gusto..., pero en cada situación este significado adquiere sentidos diversos. Sentido y significado no se oponen; se complementan. Por eso nuestra vida se enriquece cuando sabemos ver cada hecho en dos niveles distintos: el nivel del significado (nivel 1) y el nivel del sentido (nivel 2). 19
Recuerde el lector el conocido pasaje de El principito, de Saint-Exupéry, en el cual se narra que el pequeño se acercó al piloto, ocupado en arreglar el avión, y mirando hacia este le preguntó: «¿Qué es esa cosa?». El piloto lo corrigió inmediatamente: «No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi avión». «Y me sentí orgulloso —añadió— haciéndole saber que volaba»[6]. El principito vio algo extraño e inmóvil sobre la arena. Ignoraba para qué podía servir, qué relación era capaz de establecer con otras realidades, por ejemplo el aire, las nubes, otros países... Por eso lo consideró, en principio, como una cosa. Pero el piloto sabía que es una realidad hecha para volar, es decir, para crear rutas aéreas y fundar vínculos con otras tierras y otros cielos y servir de medio a los hombres para relacionarse rápidamente. Lo veía como fuente de posibilidades (nivel 2). El avión le ofrecía a él, como piloto, tales posibilidades (energía, forma aerodinámica, espacio interior...), y él le ofrecía su capacidad de pilotar; es decir; de asumir activamente esas posibilidades. El piloto consideraba el avión como un «ámbito» —o realidad abierta—, no solo como un objeto o realidad cerrada. Por eso se sentía orgulloso de su relación con él. Eso que está ahí, abatido sobre la arena del desierto, no parece ser un «avión», sino un conjunto de objetos, dispuestos de una determinada forma. Al que no sepa para qué sirve, de qué es capaz, qué tipo de relaciones puede establecer, tenderá a verlo más bien como una cosa u objeto que como un ámbito. De hecho, si se estropea y no puede ser arreglado, deja de funcionar como avión y se convierte en «chatarra». Pierde el sentido que le es propio: el ser medio de transporte aéreo. Cabe decir que el significado básico sigue siendo el mismo: es un artefacto de tales medidas, tal peso, tal situación en el espacio y tiempo, tales materiales, tal potencia en el motor, tal envergadura, tal amplitud de vuelo... Pero cierto fallo le impide volar. Con ello pierde su sentido propio. Sin embargo, podría ser utilizado para otros fines, por ejemplo como restaurante en un club juvenil. Su significado no cambiaría sustancialmente, pero cobraría un sentido nuevo. El ideal de todo escritor eminente es penetrar en los estratos nucleares de la vida humana y clarificar su sentido genuino —escribe Enrik Stangerup: «El deber del escritor es plantear al lector las verdaderas preguntas existenciales». «Si, al terminar el libro, el lector [...] comienza a preguntarse sobre el sentido de la vida, puedo decir que he alcanzado mi objetivo»[7]. Cuando nos habituamos a distinguir objetos y ámbitos, hechos y acontecimientos o hechos históricos, significado y sentido, estamos en disposición de comprender a fondo la distinción que media entre la producción artesanal y la creación artística. 5. La producción artesanal y la creación artística El simple artesano —el que no es, además de artesano, artista— transforma unos objetos para dar lugar a otros distintos. Se mueve siempre entre objetos. Por eso dirige su actividad a su arbitrio, determina cuándo produce tal o cual objeto, con qué material y qué forma le imprime según el fin que pretenda conseguir. Un carpintero, por ejemplo, tiene libertad absoluta para hacer una simple mesa de cocina —que no tenga intención artística alguna—. Puede realizar su trabajo en cualquier momento y lugar. Le basta 20
disponer de una materia e idear una forma, que posiblemente le venga ya dada por el cliente según la finalidad a que destine tal objeto. El artista procede de manera muy distinta. Puede proponerse hacer una mesa, pero esta no se reduce a una tabla sostenida por unas patas y destinada a un fin determinado, como puede ser escribir, o que coma cierto número de personas. Tiene que responder a un estilo preciso, encarnar una idea, dar lugar a una experiencia de belleza. Todo ello significa que el artista ha de vivir intensamente en relación con su época y cuanto esta implica en diversos aspectos. Cada uno de estos es un ámbito. Una mesa rococó plasma un mundo de ideas, sentimientos y anhelos muy distinto a una mesa barroca o clásica. De ahí que el proceso de creación de una mesa artística sea un encuentro entre ámbitos, no una mera actividad fabril, dominadora y transformadora de objetos. Anteriormente, hemos advertido que un poema no es un objeto, sino un ámbito. Lo es porque el proceso de elaboración del mismo es creativo, no meramente artesanal. El poeta se encuentra con algunos aspectos de la realidad, que son ámbitos, y el fruto de tal entreveramiento de ámbitos es el poema. Por eso el poeta no puede fijar el lugar y momento de crear versos, como el carpintero determina el momento y lugar en que va a hacer mesas o sillas. No puede determinarlo porque no es dueño de los posibles encuentros que vayan surgiendo en su vida. Con motivo del 80 cumpleaños del gran poeta Jorge Guillén, unos jóvenes admiradores le hicieron una visita en su apartamento de Málaga, frente al mar. Uno de los jóvenes le preguntó si seguiría «haciendo» versos. El poeta se levantó fatigosamente del sillón, se acercó a la ventana, la abrió hacia fuera y dijo, mirando al ancho mar: «Es posible que algún día haga esto, y vea pasar las gaviotas, y el aire húmedo me dé en la cara, y llegue hasta mí el olor fuerte de las algas, y se me ocurra un poema». Los jóvenes quedaron perplejos. Pensaban, seguramente, que un poeta insigne es capaz de «hacer versos en todo momento». Y lo es, sin la menor duda. Lo que sucede es que los versos auténticos no se «hacen», se «crean», y toda creación es, por esencia, dialógica. Pero el diálogo nadie puede forzarlo sin hacerlo imposible. He aquí la grandeza y la menesterosidad de todo proceso creativo. Al distinguir cuidadosamente los objetos y los ámbitos, ganamos la perspectiva necesaria para advertir la distinción de hechos y acontecimientos, significado y sentido, proceso artesanal y proceso creativo. Se trata de un ascenso notable en la marcha hacia la madurez intelectual. Pero todavía se abre una posibilidad más, sumamente fecunda: la de advertir la oposición que existe entre las experiencias de vértigo o fascinación y las de éxtasis o encuentro. 6. Oposición polar entre las experiencias de vértigo y las de éxtasis El proceso de fascinación o vértigo Si soy egoísta, tiendo a convertir cada realidad de mi entorno en medio para mis fines. Cuando veo algo que me atrae poderosamente, mi actitud interesada me lleva a dejarme arrastrar por la ambición de dominarlo, poseerlo y disfrutarlo. El afán de obtener 21
ganancias inmediatas, gratificaciones fáciles, me fascina, es decir, me seduce y me empasta con la realidad deseada. Ante un estímulo halagador, mi respuesta parece darse de modo automático. No hay distancia libre de juego entre la realidad y yo. Por eso no se da el encuentro. Puedo dominar tal realidad apetecida, pero no puedo encontrarme con ella. Al no encontrarme, no me realizo como persona, porque el hombre es un «ser de encuentro», un ser que se desarrolla como persona mediante la realización de diversas formas de encuentro. Cuando me doy cuenta de que estoy bloqueando mi desarrollo personal, siento tristeza. El dominio, que halaga, produce en principio exaltación, euforia, pero se traduce pronto en decepción. Al verme una y otra vez aislado y bloqueado, me siento vacío interiormente, porque el hombre solo se plenifica al encontrarse con realidades valiosas. Si me asomo a ese tremendo vacío, soy presa del vértigo espiritual: la angustia. Este género de angustia suele ser irreversible, porque la entrega a la fascinación debilita la voluntad y la lanza por un plano inclinado. Cuando todas las vías hacia la plenitud personal aparecen cerradas, surge el sentimiento de desesperación. La amargura profunda de verse anulado como persona lleva a la destrucción: la propia en el suicidio, la ajena en el homicidio. Numerosas obras literarias y cinematográficas plasman de modo impresionante este proceso de vértigo, que en principio no te pide nada, te insta a que te dejes arrastrar por el afán de poseer aquello que te atrae, te lo promete todo y acaba quitándotelo todo. Lean, por ejemplo, El túnel, de E. Sábato. Verán lúcidamente ejemplificado este proceso de vértigo. Castel, el protagonista, se deja llevar por el vértigo de la ambición de dominar a María. La somete a interrogatorios constantes, para conocerla y «ficharla». Ella quiere conservar su intimidad, y se repliega. Esta actitud irrita a Castel, que pone en juego su inmensa capacidad de cálculo para avanzar en su proceso de conquista de la intimidad de la joven. Con ese fin, se empeña en sostener con ella relaciones sexuales, pero estas no incrementan su unión con María, porque significan una unidad de empastamiento, no de encuentro. Castel se enfurece cuando se entera de que María está casada, lo que la hace más difícilmente poseíble, y que comparte la intimidad erótica con un tercer hombre. Desconcertado y airado, se entrega a diversos vértigos, que —como suele suceder— se provocan e incentivan entre sí: se embriaga, frecuenta casas de prostitución, abusa de la velocidad... Debido a ello, pasa de la tristeza a la angustia, de esta a la desesperación, y de aquí al frenesí destructivo, que lo lleva a matar a María. En la cárcel se pregunta cómo es posible que haya eliminado a la única persona en el mundo que le hacía compañía y le mostraba afecto. Todo el relato novelesco es un intento de aclarar este interrogante que no le deja respiro. No logró dar una respuesta. Nosotros podríamos ofrecerle una tan sencilla como certera: «Cometiste un error de base, que altera la realidad personal en su raíz, y la realidad no perdona estos ataques. Confundiste el amor personal y el afán de dominio. Por eso no te encontraste con María. Intentaste una y 22
otra vez dominarla. Pusiste en juego tu inmenso poder de calcularlo todo, tenerlo bajo el control de tu inteligencia fría y astuta, pero no movilizaste las energías del corazón de modo sencillo y generoso. En una palabra: te despeñaste por la vía del vértigo y no encontraste sino tristeza, vacío, angustia, profunda amargura y desesperación. Tu gesto destructor final no fue sino un momento más de un proceso todo él violento, iniciado con tu entrega a la fascinación: la voluntad de poseer aquello que encandila»[8]. El proceso de éxtasis o encuentro Si soy generoso, no convierto a los seres del entorno en satélites míos; los respeto en lo que son y en lo que están llamados a ser. Este respeto me lleva a no tomarlos como medios para mis fines, sino como compañeros de juego en una tarea creadora. Esta voluntad colaboradora da lugar al encuentro. Al encontrarme, me desarrollo como persona y siento alegría. La alegría se trueca en entusiasmo cuando la realidad con la que me encuentro me ofrece posibilidades creativas de tal magnitud que, al asumirlas activamente, me elevo a lo mejor de mí mismo. Esta elevación se traduce en un sentimiento de felicidad interior, el cual, a su vez, suscita una actitud de mayor confianza en el poder constructivo de todo lo valioso y una total decisión de entregarse a la tarea común de fundar modos muy elevados de unidad. El entusiasmo conduce, así, a la edificación plena de la persona humana y de la comunidad. El proceso de creatividad o éxtasis perfecciona a todas las realidades que entran en relación de encuentro. Sobrevolemos lo antedicho. El proceso de creatividad o éxtasis te pide todo al principio, te lo promete todo y te lo concede todo al final. ¿Qué te exige el éxtasis? Generosidad, apertura de espíritu, disponibilidad... No hay una sola acción creativa —en deporte, en arte, en vida de amistad, en la práctica religiosa y ética...— que no lleve en la base una actitud generosa. El proceso de éxtasis no empasta, no seduce; mantiene la distancia del respeto y, al final, une de modo muy fecundo. El proceso de vértigo quiere evitar toda distancia y acaba alejando, porque nos obsesiona con una realidad distinta y distante con la que no podemos hacernos íntimos. La intimidad se logra a través del encuentro, y este pide creatividad, entreveramiento de «ámbitos», no mero dominio de objetos. El vértigo me saca de mí, me enajena y aliena. El éxtasis, en cambio, me acerca a mi plena identidad personal. Releamos El principito, y convendremos en que su tema básico es el proceso de éxtasis. El pequeño abandona a la flor de su asteroide porque piensa que el defecto de la vanidad que observa en ella impide el encuentro. Viene a la tierra en busca de amigos, y, tras cometer una serie de errores y con la ayuda del zorro —que encarna aquí a la inteligencia— acaba creando una auténtica relación de amistad con el piloto. Este encuentro personal lo transfigura todo: el adusto paisaje desértico, la muerte, la soledad de los espacios siderales... Si queremos analizar en pormenor el relato y poner al descubierto su carácter extático, debemos realizar un análisis muy fino. Con un hacha de leñador no se puede arreglar un reloj. Con un análisis basto de los términos y experiencias que constituyen el tejido de 23
una obra literaria no es posible hacer justicia al verdadero alcance de esta. Al leer una obra, debemos estar constantemente elevándonos de nivel: del nivel del argumento al del tema, del nivel de los hechos al de los acontecimientos, del nivel del significado al del sentido, del nivel de los objetos al de los ámbitos, del nivel de los procesos artesanales al nivel de los procesos creadores. Veámoslo en un pasaje concreto de El principito. 7. El sentido profundo de ciertos términos, realidades y experiencias que forman el tejido de las obras literarias Lo primero que hace el principito al ver al piloto en pleno desierto es pedirle que le dibuje un cordero. El piloto, preocupado por arreglar el motor del avión siniestrado, dibuja precipitadamente una figura y se la da al pequeño. Este se muestra descontento y la rechaza. Tras otros intentos fallidos, el piloto recurre a una astucia para liberarse del acoso del niño. Dibuja una caja con agujeros, y le dice: «Esta es la caja. El cordero que quieres está dentro». En vez de molestarse, como hubiera sido de temer, el principito abre los ojos con alegre sorpresa y exclama: «Es exactamente así como yo lo quería». ¿Qué quiere decir el autor con este episodio? Las palabras y las frases están tomadas de la vida ordinaria. En principio, uno se ve tentado a tomarlas en su significado más inmediato. Meditémoslas en su contexto, descubramos el campo de juego en que están inscritas y descubriremos su verdadero sentido. El principito viene de muy lejos buscando amistad. La amistad solo es posible entre personas que tienen una actitud creativa ante la vida y sienten necesidad de dar sentido a todos sus actos. Tengamos en cuenta esto, y notemos que el principito es un niño que aparece de repente en el desierto y no muestra señal alguna de fatiga, de sed o de miedo, y, en vez de preguntar dónde está y pedir que lo lleven a casa, solicita que le dibujen algo tan extraño en esa situación como es un cordero. Es obvio que el autor quiere dejar claro que no se trata de una figura «realista» que hayamos de interpretar en sentido pedestre. Tenemos que verla como portadora de un sentido que no resalta ni a la vista ni al oído, pero que puede revelarse a una mirada profunda. Esta mirada tiene fuerza de penetración cuando actúa sinópticamente, ve en bloque, sobrevuela los pormenores para captar la función que ejerce cada uno en el conjunto[9]. Hagámoslo nosotros así y, para ello, sigamos considerando el texto. Una vez que el pequeño se aquieta en cuanto al cordero, le pregunta al piloto por el sentido que tienen las espinas de las flores. El piloto se desazona, pues no quiere distraer la atención, y le contesta que las espinas son expresión de la pura maldad de las flores y que él tiene que ocuparse en «cosas serias». Ante esta respuesta poco convincente y desabrida, el niño se desconsuela y rompe a llorar. Inmediatamente, el piloto abandona su tarea, toma al niño en sus brazos y lo consuela. «¡En una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que consolar. Lo tomé en mis brazos. Lo acuné... No sabía cómo llegar a él, dónde encontrarle... Es tan misterioso el país de las lágrimas...!»[10].
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Si queremos interpretar bien este pasaje, debemos penetrar en el sentido de cada uno de los términos y expresiones que usa el principito en la alocución que culmina en el llanto. «Conozco un planeta donde hay un señor carmesí. Jamás ha olido una flor. Jamás ha mirado una estrella. Jamás ha querido a nadie. No ha hecho más que sumas. Y todo el día repite como tú: ¡Soy un hombre serio, soy un hombre serio!, y esto lo infla de orgullo. Pero no es un hombre, ¡es un hongo!» [...] «Y ¿no es serio intentar comprender por qué (las flores) se esfuerzan tanto en fabricar espinas que no sirven nunca para nada?»[11]. Estas palabras son pronunciadas por el principito después de la petición reiterada al piloto de que le dibuje un cordero. Ya el piloto había utilizado el verbo dibujar cuando quiso dejar constancia de que en su niñez se encaminaba hacia el arte y «los mayores» lo encaminaron hacia otras actividades menos creativas. Evidentemente, dibujar alude aquí a toda actividad creativa. Podía haber dicho interpretar música o teatro o diseñar edificios. Sería lo mismo, en definitiva. Lo importante era, para él, marcar la diferencia entre consagrarse al manejo de objetos y a la creación de ámbitos. En la misma línea hemos de interpretar el hecho de «oler una flor» o «mirar una estrella». Se trata de acciones que no reportan beneficios, pero nos ponen en relación viva con la naturaleza. El perfume es una especie de salida de sí de la flor, que a su vez es la expresión cabal de la planta. Al oler una flor, me siento unido a la planta que se me comunica amablemente y me transmite todo el encanto de la naturaleza con la que ella está íntimamente vinculada. Oler una flor es una experiencia reversible, en la cual dos seres nos salimos al encuentro. Si no me quedo en la mera sensación agradable, el acto de aspirar el perfume de una flor me une muy profundamente con la naturaleza entera. En el fondo es un acto de amor. Como lo es el mirar la estrella cuando, en tal mirada, está uno contemplando el brillo que llega a mis ojos como el resultado de un larguísimo caminar de la luz a través del espacio insondable. Una simple mirada me llena de profunda admiración, casi diría de pasmo, ante un conjunto de hechos abismalmente grandes, que se traducen en un espectáculo de indefinible belleza y despiertan en mí sentimientos de amor y no de temor y aversión. No es extraño que a continuación hable el principito del amor. «Jamás ha querido a nadie». En el amor auténtico cobra el ser humano su plenitud, y por tanto su sentido. Pero notemos bien que el amor se da en el plano de la creación de ámbitos, no del manejo de objetos. Eso lleva al principito a subrayar que el señor al que alude se mueve exclusivamente en el plano del cálculo, del dominio y control de las realidades cuantificables. «No ha hecho más que sumas». Ese control y dominio le parece el colmo de la seriedad y lo llena de orgullo. Pero se equivoca. El pequeño fulmina su soberbia revelándole que no es un hombre. Se mueve en un nivel infracreador, y por ello infrahumano: «Es un hongo». Pensar que su actividad meramente fabril, dominadora de objetos, es lo propio del hombre adulto y lo auténticamente «serio» es un sarcasmo.
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La mera sospecha de que todos los hombres tengan tan poca sensibilidad para la vida creativa de amistad como este primer ejemplar de hombre que acaba de encontrar en el desierto hace entrar al principito en un estado de desconsuelo y le provoca el llanto. ¿Qué sentido tiene el llanto en una persona adulta? Ya sabemos que el principito, a pesar de su apariencia de niño, representa a las personas adultas que tienen alma de niño y van buscando el encuentro a través de múltiples tanteos y errores. El método que propongo consiste en no pasar por encima de las experiencias humanas que se sugieren en las obras, sino en detenerse y ahondar en el sentido de cada término, cada acontecimiento, cada experiencia. El llanto obedece a un desmoronamiento interior. Te habías hecho una ilusión, habías puesto tu corazón en un proyecto, de él pendía en buena medida tu futuro, y de repente adviertes que todo se ha desvanecido. Esta decepción puede provocarte el llanto. Ante el derrumbamiento del enigmático pequeño, el piloto lo deja todo y lo atiende. No lo conoce, se siente incómodo ante sus preguntas impertinentes, intenta desentenderse de él, pero ante las lágrimas intuye que algo en su interior se ha hundido. No sabe de qué se trata, pero abandona su tarea, pese al riesgo que ello implica, y atiende al pequeño. «... ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas...!». Con esta entrega generosa del piloto se inicia la primera fase del encuentro que va a tener lugar entre él y el principito. Al llegar a este punto, si sobrevolamos todo lo leído desde el comienzo del relato, podemos vislumbrar el verdadero sentido de la actitud del pequeño respecto al piloto. Este no desea propiamente tener un dibujo de un cordero; quiere elevar al piloto del nivel de los objetos y del manejo de objetos al nivel de la actividad creativa y de la preocupación por el sentido de cuanto existe y se hace. Esta elevación era indispensable para iniciar una relación de amistad, que es un acontecimiento creador de una forma de unidad muy alta. El piloto estaba obsesionado por salvar su vida biológica. El principito representa esa parte noble de nuestro ser que, incluso en los momentos límite de la existencia, intenta salvar ante todo el sentido de la vida. El piloto había caído en el «desierto», lo que significa que se hallaba en el grado cero de creatividad por haberse alejado de los suyos, como el principito había abandonado a su flor. Tarea de ambos será afinar su sensibilidad y comprender que a las personas hay que amarlas más allá de sus cualidades. Una vez que logren descubrir en sus propias vidas el secreto de la amistad y su inmensa riqueza, retornarán a sus respectivos hogares. En el análisis de obras literarias tendremos que estar constantemente realizando este ascenso del significado más a mano de unos términos al sentido profundo que adquieren en cada contexto. Sin tal ascenso, nuestra interpretación se quedará en el plano del mero argumento; no penetrará en el tema propio de la obra. Al contemplar Yerma, la gran obra de Federico García Lorca, observamos que la protagonista siente cada día con más vehemencia la necesidad de que venga el hijo que tanto anhela y no acaba de llegar. No pocos intérpretes estiman que Yerma es una mujer obsesionada por conseguir la maternidad biológica y convierte su esterilidad en una tragedia. Ascendamos de nivel. ¿Qué sentido tiene el término «hijo» en este contexto? Una lectura atenta, abierta a los ámbitos que se van creando en la obra y a los que se van anulando o dejando de crear 26
por falta de talante creativo, nos permite descubrir que la verdadera preocupación de Yerma desde el comienzo de la obra es encontrarse con las realidades de su entorno, sobre todo con su marido. Reducir la angustia de Yerma a la falta de un niño empobrece la obra hasta el extremo y no permite explicar cumplidamente multitud de pormenores muy significativos. El conflicto es provocado en esta obra no por la ausencia del hijo deseado sino por el desequilibrio que supone la disparidad de las actitudes básicas de Juan y Yerma ante la vida. Yerma ansía crear ámbitos de afecto e intimidad personal (nivel 2). Juan pone todo su empeño en aumentar su hacienda y tener posesiones (nivel 1), entre las que cuentan para él, sobre todo, «una casa, una vida tranquila y una mujer». Verse relegada, así, al nivel 1, acabó de exacerbar el ánimo de Yerma. 8. La razón profunda del poder expresivo del lenguaje Visto con rigor, el lenguaje es el vehículo viviente de los ámbitos de realidad que el hombre va creando en su vida. Por eso da cuerpo expresivo a los símbolos y a las imágenes. El lenguaje no es un fenómeno huidizo, como sucede en el plano objetivo, en el cual se reduce a una vibración pasajera del aire; tiene un poder expresivo insospechado porque posee diversas capacidades que conviene conocer de cerca. 1. El lenguaje expresa los ámbitos que se van creando a lo largo de la vida y les da una especial densidad. Dos jóvenes se tratan, se van cobrando afecto, pero no saben con precisión hasta dónde llega esta atracción y qué calidad tiene. De repente surge la palabra reveladora: «te amo». Y todo el ámbito de cariño que se había ido formando cobra cuerpo, queda definido, perfectamente delineado ante los ojos. Lo mismo sucede con el ámbito de malquerencia que puede irse creando entre dos personas. Uno siente que aumenta la aversión mutua, pero es posible la convivencia porque ese campo de enemistad se halla difuso, no tiene contornos agudos, hirientes. Pero en un momento malhadado surge la palabra de ruptura: «te odio, no quiero verte». Y, a partir de ahí, la escisión es inevitable. De esta capacidad del lenguaje de adensar los ámbitos se deriva su carácter agradable o doloroso. Es muy frecuente en las obras literarias la expresión: «No me lo digas, pues lo que hace daño es hablar». En el plano de los meros hechos, lo que hace daño es lo que ocurre cuando es adverso, no el hablar de ello. Cuando somos sensibles a los ámbitos que se crean o se anulan en la vida diaria, el lenguaje adquiere un poder especial, que puede reportar mucho gozo o mucho dolor. En La salvaje, de Jean Anouilh, la protagonista decide abandonar a su novio. Este le indica que no la dejará marchar nunca. Ella replica: «Sí, Florent, no habrá más remedio... Deberías dejarme subir a mi cuarto sin decirme nada. Irás a trabajar como de costumbre, y esta noche te darás cuenta de que ya no estoy, sin saber en qué momento me fui para que no podamos hablarnos todavía otra vez. Esto es lo que hace más daño: hablar»[12].
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En La malquerida, de J. Benavente, Raimunda no llama a su marido «asesino» sino cuando ya ha roto con él los lazos del amor y la convivencia. Antes daba rodeos para no pronunciar una palabra que encarna todo un ámbito de escisión y lo pone ante los ojos en toda su crudeza. El lenguaje otorga dominio. Merced al lenguaje podemos otorgar perfiles netos a ámbitos de realidad indefinidos, que parecen escapar a nuestro conocimiento y control. Sientes un dolor difuso en un costado, y no sabes con precisión de qué puede tratarse. Sientes preocupación y acudes al médico. Este analiza tu dolencia y te da el diagnóstico, es decir, le pone nombre al dolor. Con ello sabes a qué atenerte; y sientes una sensación de seguridad y de alivio, si se trata de dolencias pasajeras. El dolor persiste, pero se lo tolera mejor. Se considera uno superior a él. Está localizado, definido merced al poder del lenguaje. Poner nombre a las cosas es, desde Adán, señal de soberanía. El lenguaje permite la comunicación. El entorno del hombre está constituido más bien por ámbitos —realidades abiertas, un tanto indefinidas— que por objetos. ¿Cómo es posible que podamos pensar y expresarnos con un mínimo de precisión si buena parte de lo que pensamos y expresamos no tiene contornos precisos? Voy a una ciudad y admiro la multiplicidad de elementos de todo orden que la constituyen. Pensar en esta ciudad y hablar de ella plantea un problema. Para resolverlo viene en nuestra ayuda un don prodigioso, que difícilmente podremos admirar y agradecer lo suficiente: el lenguaje. Figúrense que no dispusiera de la palabra Berlín, y para indicar que estuve en esa ciudad tuviera que indicar todo cuanto ella implica. Sería imposible expresarme. Pero basta pronunciar una breve palabra —Berlín— para que ese cúmulo inmenso de realidades y relaciones de todo orden quede acotado, perfectamente definido. Tal vez no conozcas apenas esa ciudad. A pesar de ello, puedo hablar contigo de ella, y tú sabes a qué me refiero, y acrecientas en alguna medida tu conocimiento de la misma y de mi relación con ella. El lenguaje es vehículo del encuentro. En un plano más profundo que el de conceder a los ámbitos una especial densidad, el lenguaje es el medio en el cual puede el hombre crear vínculos personales o destruirlos. Con frecuencia hablamos con otras personas sin tener nada que decirnos. Si lo hacemos con amor, creamos vínculos de amistad o los incrementamos. Si procedemos con odio, destruimos todo vínculo. Dado que el hombre es un «ser de encuentro», hemos de concluir que el lenguaje auténtico, el adecuado al ser propio del hombre es el lenguaje dicho con amor. El lenguaje dicho con odio se fagocita a sí mismo, se destruye; es un antilenguaje. Y el poder expresivo que pueda tener lo debe a su fuerza destructiva. II. META DE LA OBRA LITERARIA Y TAREA DEL INTÉRPRETE 1. El objeto básico de la obra literaria A la luz de todo lo antedicho, podemos ahora contestar de forma precisa a la pregunta decisiva de toda hermenéutica o teoría de la interpretación: ¿Cuál es la meta de las obras literarias? ¿Qué intenta el autor en su obra? A mi entender, el buen literato no pretende 28
contar hechos, por interesantes que resulten, ni transmitir meros significados. Quiere expresar el tejido de ámbitos que se van creando o destruyendo a lo largo de una peripecia vital, en la cual ciertas vidas humanas se van cargando de sentido o despojando de él. Esta relación entre alumbramiento de sentido y fundación de ámbitos constituye el tema nuclear de las obras. Lee San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, obra en la que este, según confesión propia, puso lo más profundo de su alma agónica. Encontrarás a un párroco que duda de la existencia de la vida eterna, pero no confía a sus feligreses su zozobra para no privarlos de la fuente de esperanza y felicidad que es la fe religiosa. Se consagra de lleno a practicar la caridad con las gentes y mantenerlas unidas. Un librepensador, Lázaro, se deja prender por el ejemplo de Don Manuel, el párroco, y se adhiere a esa tarea de creación de unidad. Al final, la hermana de Lázaro, Ángela, buena feligresa de Don Manuel, advierte que tanto este como Lázaro murieron creyendo que no creían, pero ella está convencida de que en el fondo tenían fe. ¿Qué sentido tiene esta obra? Son numerosos los críticos que se quedan en la superficie de la misma y juzgan a Don Manuel como un farsante que prosigue su labor de cura de almas sin tener verdadera fe. Intentemos dar alcance al sentido profundo de cada uno de los términos y experiencias que tejen la obra. Veremos que la meta del autor es ensanchar el concepto de fe y vincularlo con la creación de unidad, con la adhesión personal de unas personas a otras. Tal ampliación y profundización de la idea de fe — demasiado pobre en tiempos de Unamuno— la había iniciado este en su Diario íntimo, y ahora intenta darle cuerpo en una trama novelesca. Don Manuel se ve a sí mismo como un subnormal que repite mecánicamente lo que ha oído aunque no crea en ello. Esa idea que el párroco tiene de sí mismo es representada con la imagen de «Blasillo el Bobo». La idea brillante que tiene el pueblo de Don Manuel quiere expresar el buen nombre de que gozaba Unamuno ante la opinión pública. La idea que él tenía de sí mismo —y que se refleja en la feroz autocrítica que realizó en el Diario íntimo— es semejante a la del párroco. Pero la esperanza que empezó a vislumbrar Unamuno en dicho Diario de que la fe no signifique tan solo una adhesión intelectual a un elenco de verdades dogmáticas, sino una entrega personal, toma cuerpo en la figura adorable de Ángela, la «portadora de la buena nueva», según la etimología griega de su nombre. Cuando se lee a fondo el Diario íntimo de Unamuno, en el que se refleja toda la conmoción religiosa que sufrió hacia 1897, y a continuación se medita atentamente San Manuel Bueno, mártir, se adentra uno en un mundo muy profundo, inmensamente más significativo que todo lo que el mero argumento pueda sugerir[13]. El propósito de todo artista y literato no consiste en reproducir y narrar hechos, respectivamente, sino en plasmar ámbitos de vida y revelar la lógica interna que los articula. En el prólogo de la obra Germinie Lacerteux, los hermanos Goncourt se esfuerzan por mostrar que todo suceso humano, por anodino que sea, es digno de ser tomado como tema principal de una obra literaria, pues «en estos años de igualdad en que vivimos [...], en un país de castas y sin aristocracia legal, las miserias de los pequeños y de los pobres deben despertar el mismo interés, emoción y piedad que las 29
miserias de los grandes y los ricos». Esta razón es válida en el campo ético y social, pero no en el estético. En este, la verdadera razón para conceder honores de primera figura a un argumento sórdido radica en su condición de ámbito de realidad. Todo lo que signifique un mundo lleno de sentido puede ser asumido como tema literario. Plasmar un mundo, un ámbito de realidad, es la meta de todo arte, que no atiende tanto a lo objetivo —los argumentos— cuanto a lo ambital —los temas profundos—. La realidad está constantemente cambiando, incrementando su riqueza de ámbitos o bien amenguándola. Los procesos de enriquecimiento o de depauperamiento son el tema propio de todo arte, el plástico y el literario. El gran poeta y escritor Pedro Salinas, en el primer capítulo de su obra La realidad y el poeta[14], estudia las diversas vertientes de la realidad: la vida interior del hombre, la realidad exterior, el mundo de lo fabril —lo producido por el ser humano—, las acciones y gestas del hombre, la realidad cultural. Advierte con razón que estas vertientes de la realidad son potencialmente poéticas, pero lo poético las trasciende a todas ellas. No indica, sin embargo, cómo puede el poeta «trasmutar la realidad material en realidad poética»[15]. Por eso, aun subrayando con acierto que la poesía de Jorge Guillén asume las más diversas realidades del mundo, no acierta a precisar qué tipo de realidad o qué aspecto de la realidad es lo que convierte a cada ser en «materia poética»[16]. Se acerca al tema, lo bordea una y otra vez, pero lo deja en suspenso. «Lo bello del mundo, lo que tenga de poético, se da de un modo vago, disperso, genérico; hay poesía en todas partes, en ninguna. El primer paso de la actividad poética es dejarse apoderar de esa belleza, recibirla, entregarse a ella [...]. Pero cabe una actitud reactiva: la de apoderarse a nuestra vez de aquello que dejamos se apoderara de nosotros. ¿Y cómo? Pues simplemente cobrando conciencia clara, plena, de ello»[17]. Obviamente, no queda con esto clarificado el paso o salto de lo prosaico a lo poético. A mi ver, este salto coincide con el tránsito del nivel objetivo al ambital[18]. El verso de Jorge Guillén «No hay soledad. Hay luz entre todos. Soy vuestro», está situado en el nivel poético porque no se limita a describir hechos, antes plasma un acontecimiento decisivo: la luz que brota en el encuentro interhumano. Salinas destaca que «la poesía tiene el deber primordial de crear». Ciertamente, pero lo decisivo es mostrar que la creación poética consiste, ante todo, en plasmar ámbitos de vida. «Eran las cinco en punto de la tarde. Las heridas quemaban como soles a las cinco de la tarde, y el gentío rompía las ventanas a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. ¡Ay qué terribles cinco de la tarde! ¡Eran las cinco en todos los relojes! 30
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!» Estos versos del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Federico García Lorca, trascienden el nivel prosaico de la mera indicación de un dato horario objetivo para convertirse en creación poética, porque con esa indicación repetida, a modo de tañido de campanas, no se limita a indicar algo en plan signitivo; funda un ámbito de encuentro, el encuentro múltiple que tiene lugar a las cinco de la tarde en un día de toros[19]. 2. La tarea del intérprete es entrar en juego con la obra Según hemos indicado ya, la obra literaria, como toda obra artística, no es mero producto de un proceso fabril; es fruto de un encuentro. El autor vive intensamente su relación con la realidad en torno, crea con ella un campo de interacción, y en este campo se le ilumina el sentido de cuanto es y acontece. Cada campo de juego es un campo de luz. Te pones a tocar el piano, y en este juego artístico se te ilumina el camino a seguir, es decir: el ritmo que has de imprimir a la obra, el sentido que has de darle. Lo mismo sucede en una interpretación teatral. Es el juego mismo de la interpretación el que te sugiere la forma concreta en que has de pronunciar tal frase, realizar tal gesto, ritmar esta y aquella escena. A lo largo del juego creador de la vida diaria, el literato va penetrando en el sentido profundo de diversos acontecimientos y procesos de la vida humana, y plasma esa experiencia de relación y búsqueda en una obra. Esta es, por tanto, un campo de juego y de iluminación. Si esto es así, la tarea interpretativa debe consistir, lógicamente, en entrar en juego con la obra, y, a través de ella, con la realidad con la que en su día se encontró el autor. Pero ¿qué significa rigurosamente «entrar en juego»? Rehacer personalmente las experiencias básicas de la obra. Al hacerlas, el autor ganó luz, intuyó el sentido de diversas realidades y aspectos de la vida. Al rehacer tales experiencias, el lector ganará también luz suficiente para acceder al sentido de la vida en sus distintos aspectos. Lea El jugador, obra —en parte autobiográfica— del gran Fedor Dostoievski. En ella se nos invita a rehacer la experiencia de fascinación que arrastra a dos personas a la ruleta y las lleva a la desesperación de la ruina económica y moral. Pero ¿cómo voy a rehacer tal experiencia de vértigo si nunca he participado en juegos de azar?, me dirá usted. Sí, pero no dudo de que habrá usted tomado parte en alguna actividad que le prendía la atención fuertemente y lo llevaba a continuar como por una especie de fuerza de gravitación. Hay, por ejemplo, melodías pegadizas que, si usted las entona, le instan a continuar sin fin. Esta experiencia le basta a usted para comprender que podemos sentirnos fascinados por ciertas experiencias que nos quitan libertad para despegarnos y cambiar de ocupación. El cometido de esta obra es poner de forma emotiva ante nuestros ojos el poder succionante que tienen ciertos juegos de azar, capaces de encandilar a una persona de edad hasta el punto de jugarse el futuro en una noche. El tema de la obra, aparte del argumento, consiste en hacernos sentir personalmente la impresión de ser arrastrados que produce toda experiencia de fascinación. Después de narrar que una anciana rusa había perdido a 31
la ruleta cuanto le quedaba, Dostoievski hace esta observación: «No podía ser de otro modo: cuando una persona así se aventura una vez por ese camino, es igual que si se deslizara en trineo desde lo alto de una montaña cubierta de nieve: cada vez va más deprisa»[20]. «Esperando a Godot»: vinculación de tedio y falta de creatividad. La trágica situación límite que describe Samuel Beckett en Esperando a Godot no podrá comprenderla sino el que se esfuerce en hacer de algún modo —aunque sea solo con la imaginación— la experiencia de lo que significa hallarse cada vez más cerca del grado cero de creatividad. Los protagonistas —Vladimir y Estragón, Pozzo y Lucky— ya no son capaces ni siquiera de enhebrar un diálogo con sentido y viven sumidos en el tedio. Al descubrir que el aburrimiento surge cuando falla la capacidad creadora o no se ejercita, se comprende la obra hasta el pormenor más diminuto. Los mendigos-payasos no se lamentan de su pobreza, del hambre y del frío que los atenaza, sino de la lentitud insufrible con que transcurre el tiempo. «No ocurre nada, nadie viene, nadie se va. Es terrible», exclama uno de ellos[21]. De ahí que el gran protagonista de la obra sea el tiempo, no la miseria ni el desvalimiento físico. Si sabemos en qué consiste ser creativos en la vida, y qué diferentes formas hay de creatividad, no dudaremos en señalar la falta de creatividad como la raíz común de los rasgos que ostentan los protagonistas de esta obra inquietante. No se comprometen; no dialogan; no se ayudan ni ayudan a otros en situaciones de extremo peligro; reducen la llamada de auxilio de un siniestrado a motivo de posible diversión; se mantienen a la espera sin tener verdadera esperanza. Al asomarse al vacío de su propia nada como personas, sienten el vértigo de la angustia. Como el mero esperar un salvador no redime al hombre de esta situación angustiosa, los protagonistas, al final de la obra, no tienen sino dos opciones igualmente faltas de sentido cabal: ahorcarse o seguir a la espera. «Vladimir: Nos ahorcaremos mañana (pausa). A menos que venga Godot. Estragón: ¿Y si viene? Vladimir: Nos habremos salvado»[22]. Godot, al fin, no viene. Su venida no hubiera podido salvar como hombres, elevándolos a una auténtica condición personal, a quienes por su falta de creatividad no le habían salido al encuentro. «El extranjero»: Una vida infracreadora, absurda. El hombre es un ser complejo que se mueve al mismo tiempo en diferentes niveles de la realidad y los integra en un todo expresivo. Puede darse el caso de que alguien opte por moverse en uno solo de tales niveles y provoque con ello un grave desequilibrio. Es el caso de Meursault, el protagonista de El extranjero, de Albert Camus. El intérprete debe hacerse por cuenta propia una idea de lo que significa tal desgarramiento espiritual. Camus narra unos hechos que presentan un significado neto. Se trata, por así decir, de la vertiente «figurativa» de la obra. La comprensión estética exige al hermeneuta, si quiere realizar su 32
labor de modo cabal, desbordar el plano de los meros hechos y captar el sentido profundo de los mismos. Para ello debe revivir con el protagonista, Meursault, la experiencia de inmersión fusional en la vertiente sensible de las realidades del entorno, y rehacer un modo de vida planteado lúcidamente y desarrollado tenazmente en el plano infracreador, a-ético, in-comprometido, conforme a la orientación vital del «hombre absurdo» descrita por Camus en El mito de Sísifo[23]. Meursault es «absurdo» porque en el nivel en que se mueve no hace juego y no alumbra sentido. Estas dos circunstancias interconexas permiten clarificar los puntos decisivos de su existencia. Interna a su madre en un asilo porque no tiene nada que hablar con ella; ama el agrado que le produce la presencia física de María pero no entiende el alcance de su propuesta de matrimonio; no comprende el lenguaje del juez que lo condena a muerte; rechaza al capellán, que lo insta a arrepentirse; hace una confesión de entrega a la vertiente sensorial de la tierra, y, antes de ser ejecutado, escribe el siguiente párrafo: «Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio»[24]. El método que permita descubrir el sentido hondo de esta dramática confidencia, no solo su significado a flor de piel, mostrará una eficacia superior a los modos de lectura que suelen aducir razones extraestéticas, no lúdicas, para explicar las manifestaciones «paradójicas» de los personajes. La tarea del hermeneuta radica en descubrir los distintos tipos de lógica que operan en una obra y permiten explicar como «perfectamente lógicos» los pasajes que, a una mirada superficial, parecen contrarios a toda lógica o coherencia racional. Todo autor, sobre todo si es muy cualificado, conjuga expresivamente en sus obras distintos niveles de la realidad (el objetivo y el superobjetivo-ambital) y diferentes actitudes del hombre ante lo real (la actitud objetivista, manipuladora y la actitud lúdica, dialógica, reverente). Si ha de ser lúcido, todo análisis de textos debe precisar con sumo cuidado el plano de lo real en que se hallan situados los acontecimientos y las realidades descritos. Para interpretar el párrafo antes citado, se necesita descubrir el sentido que encierran el odio y el amor en el nivel infracreador en que se movió Meursault durante toda su vida. Meursault vive atenido en exclusiva al mundo de lo sensible, del halago inmediato, de lo tangible y constatable. Durante el entierro de su madre fija la atención únicamente en detalles sensibles: colores, olores, formas. Ama a María en tanto puede disfrutar de su cercanía física, y se desinteresa totalmente de ella cuando se halla distante. Esta actitud infracreadora, propia del «primer estadio en el camino de la vida» (Kierkegaard), explica en pormenor y desde dentro las incidencias que tejen la trama de la obra. Meursault rechaza por principio cuanto en alguna medida implica creatividad: el sentido del matrimonio, del lenguaje humano, del asesinato, de la condena en nombre del «pueblo francés», del arrepentimiento, de la palabra compasiva que algún espectador pueda dirigirle el día de su ejecución. Si una persona desconocida le mirara con piedad en ese momento límite de su existencia, tal mirada bondadosa constituiría para él una apelación, una invitación a dar una respuesta agradecida y crear una relación, siquiera fugaz, de mutua benevolencia. Una simple mirada o palabra sería una enérgica llamada a elevarse 33
al plano de la creatividad personal en el que Meursault nunca había desarrollado su existencia. Arrepentirse es, asimismo, un acto creador, consistente en asumir el pasado y proyectar el futuro conforme a un proyecto existencial renovado. Arrepentirse hubiera significado para Meursault renunciar a su identidad personal de «hombre absurdo» y romper abruptamente la lógica de la no-creatividad que había regido toda su vida. Esta ruptura lo hubiera abismado en una insufrible soledad, por cuanto al iniciar una relación de encuentro se sentiría invadido por la luz que este fenómeno produce, y se vería enfrentado de repente con su verdadera imagen, la imagen que ofrecía a quienes vivían una existencia creadora en cierta medida y no se sentían «extranjeros» en el mundo de los hombres. Rodeado, en cambio, de miradas de odio —que no invitan a crear vínculos, sino a llevar al límite la voluntad de romperlos—, Meursault no se sentiría solo, aunque sí «extraño», ajeno por principio a la posibilidad de estar en compañía, que no es fruto de mera vecindad física, sino de rigurosa actividad creadora. Meursault desea sostener hasta el fin su actitud infracreadora y mantenerse a resguardo de la luz que proyecta sobre la vida del hombre la actividad lúdica. Se trata de un anhelo semejante al expresado por Calígula al exclamar: «¡Ah! Si, por lo menos, en lugar de esta soledad envenenada de presencias que es la mía, pudiera gustar la verdadera, el silencio y el temblor de un árbol»[25]. Hombre del absurdo es, según Camus, el que percibe nítidamente el sinsentido de su existencia, hace las paces con él y lo mantiene hasta el fin, desesperadamente, al modo de Sísifo, el héroe mítico condenado a realizar la inútil labor de elevar una roca hasta la cima de una montaña para verla seguidamente caer, y volverla a subir para que vuelva a caer, y así indefinidamente. El sinsentido de la existencia surge por la imposibilidad de llevar una vida creadora. La Biología contemporánea destaca que el hombre nace prematuramente con el fin de acabar de troquelar su ser fisiológico en relación con el entorno, sobre todo con la madre. Pero ¿se ajusta el entorno humano al hombre, de modo que sea posible un entreveramiento armónico de sus campos de posibilidades de acción? Esta pregunta constituye una auténtica encrucijada. Si el entorno es distinto del hombre, distante y extraño, el ser humano se halla «arrojado» en el mundo, desajustado en forma tal que no puede instaurar relaciones de encuentro y alumbrar sentido. Si el entorno, por el contrario, es distinto del hombre, pero puede llegar a no serle distante ni extraño, el ser humano está «instalado» en el mundo, ajustado en tal suerte que puede crear relaciones de encuentro y conferir sentido pleno a su vida. Esta plenitud de sentido es fuente de gozo. La medida colmada del gozo viene dada por el entusiasmo, fenómeno polarmente opuesto a la desesperación. He aquí en marcha las dos orientaciones básicas de la antropología contemporánea: la antropología del sentido y la antropología del absurdo[26]. En ellas se inspiran buena parte de las realizaciones culturales del momento actual. La «literatura del absurdo» intenta plasmar en imágenes la orientación antropológica del absurdo, con una evidente intención catártica, purificadora. No se trata en modo alguno de una literatura absurda, sino de una orientación literaria que, con plena lucidez 34
y alta perfección técnica, quiere plasmar el desmoronamiento del mundo humano, el derrumbamiento que sigue, como la sombra al cuerpo, a la quiebra casi total de la capacidad creadora. Este acercamiento asintótico al grado cero de creatividad constituye para el hombre una tragedia personal por cuanto implica un proceso consciente de autodestrucción. Meursault se entrega con serena y fría lucidez a la seducción de lo sensible. Lo sensible autonomizado fascina al hombre. Lo fascinante succiona, produce vértigo. El vértigo en principio exalta, pero al final destruye al hombre porque le roba la posibilidad de fundar campos de juego entre él y las realidades circundantes. Meursault decepciona a María, mata al árabe, asiste impasible a su juicio, parece estar más allá del bien y del mal, pero acaba destruyéndose moralmente por el hecho fundamental de moverse en nivel infracreador. El acontecimiento de la ejecución pública, rodeada de espectadores adversos, no es sino la imagen plástica de tal autodestrucción en el plano lúdico, creador de ámbitos. Meursault no hizo nunca en su vida un juego auténticamente creador. Se puso sistemáticamente fuera de juego, y la sociedad acabó desplazándolo como una rama desgajada. Desde el advenimiento del vitalismo en el período de entreguerras, se observa en la cultura contemporánea un difuso sentimiento de nostalgia hacia el plano infracreador, aético, donde el sentido del lenguaje se diluye, la conciencia de responsabilidad se difumina y el hombre experimenta la relajante sensación de retornar al sereno mundo de la vida ajena a las tensiones propias del espíritu. Este movimiento de regreso a la falaz placidez naturalista ha provocado en la sociedad actual conmociones de gran alcance. Y no por azar, pues nada hay más temiblemente destructivo que el reduccionismo, la tendencia a bajar de nivel, a explicar lo superior por lo inferior, lo complejo por lo simple, lo irreductible por los elementos que lo integran. Pese a su apariencia liberal, correlativa a un movimiento que se autodenomina «progresista», el reduccionismo es la raíz primaria de la violencia. Constituye, en definitiva, la meta del sadismo. Hombre sádico es el que intenta por cualquier medio reducir a los otros a la condición de objetos para hacer posible la estrategia de la manipulación y adquirir un fácil poderío sobre ellos. Tras una breve exaltación, el hombre manipulador depaupera su ser personal al anular su capacidad de juego y de encuentro. Un ser que se constituye por vía de encuentro no puede reducir a los demás a meros objetos y envilecerlos sin pagar el alto precio de envilecerse y destruirse a sí mismo, ya que el hombre solo puede crear campos de libre juego con seres personales — o, más ampliamente, «ambitales»—, no con meros objetos. El ser humano está lastrado por una especie de fuerza de gravitación que lo hace tender a lo «objetivo», como el gato tiende a caer sobre las cuatro patas, en frase de Jaspers. La autenticidad personal solo puede adquirirla el hombre si es capaz de contrarrestar esta tendencia reductora y dar el salto al nivel lúdico, nivel de compromiso creador en todos los órdenes. Cuando el hombre no alcanza, por una u otra razón, a dar este salto liberador, se abisma en el absurdo. La imagen singular que ofrece este ser autoanulado queda plasmada con rasgos sobrecogedores en la literatura del absurdo. 35
Por diversas causas, las obras de esta corriente literaria ofrecen cierta resistencia al análisis estético. Sirven, por ello, de piedra de toque para comprobar la eficacia de un método. Con frecuencia, los críticos interpretan las obras del absurdo desde una perspectiva sociológica, y afirman que el carácter trágico de las mismas pende de la situación amenazada en que se halla el hombre de la era atómica. Esta razón, del todo precaria, lanza el análisis crítico por derroteros equivocados. Más amenazado se sentía, en realidad, el hombre medieval, y creó obras de serenidad sobrehumana. Mozart vivió una existencia desgarrada por la injusticia y la menesterosidad, pero nos legó una música de belleza y equilibrio sobrecogedores. El sentido de la literatura del absurdo radica, a mi entender, en un hecho que afecta al núcleo mismo del alma contemporánea: la falta casi absoluta de rigurosa creatividad. Esta carencia de poder y voluntad creadores impide la fundación de relaciones de encuentro, frena el desarrollo del hombre y lo sume en la tristeza. La medida colmada de la tristeza es la desesperación. Como describió certeramente S. Kierkegaard en La enfermedad mortal, se dan tantas formas de desesperación cuantos son los modos en que puede el hombre romper con aquello que lo hace existir plenamente como persona. Esta ruptura es provocada de ordinario por el «resentimiento», sentimiento de pesar que experimenta el hombre altivo ante las realidades valiosas que lo superan. El hombre resentido pretende amenguar el valor de las realidades reduciéndolas a sus elementos integrantes mediante la explicación de lo superior por lo inferior, lo estructurado por lo amorfo. En cambio, el hombre agradecido se abre con todo su ser a lo valioso, entrevera su ámbito personal con los campos de posibilidades que la realidad le ofrece, responde a su apelación, funda ámbitos de encuentro, se desarrolla, alcanza la madurez y siente la singular alegría que produce el verse en camino de pleno logro. El hombre agradecido no tiende a reducir las realidades relevantes, sino a tomarlas en toda su complejidad y riqueza para instaurar relaciones de encuentro. 3. El buen intérprete re-crea las obras Toda lectura auténtica constituye una re-creación. Para recrear una obra, el lector ha de asumirla como si la estuviera gestando por primera vez; debe tomar sus elementos integrantes —conceptos, frases, escenas...— en su albor, en su interno dinamismo, en su poder de vibración, en su capacidad de conferir cuerpo expresivo a mundos de sentido, es decir, de vida en relación. Ello es posible si lee los textos a la luz ganada en la propia experiencia, experiencia tematizada, ahondada y articulada a través de una reflexión filosófica rigurosa que permita ver la trabazón estructural de acontecimientos, conceptos y términos. Gabriel Marcel, a la luz de su triple experiencia de filósofo, músico y dramaturgo, captó con perspicacia el carácter re-creador de toda interpretación auténtica: «Interpretar un texto literario —escribe— implica una verdadera creación, como sucede con el intérprete musical que quiere descubrir el sentido profundo de una obra más allá del significado inmediato que cualquier conocedor de la escritura musical puede ver en los 36
signos de la partitura. Esta interpretación creadora es una “participación” efectiva en la inspiración misma del compositor»[27]. Si «participamos» de esta forma co-creadora en la obra de J. P. Sartre, La náusea, lograremos penetrar en su núcleo y comprenderla hasta en sus últimos pormenores. Roquentin, el protagonista, se halla sentado en un banco del jardín, mirando fijamente la raíz de un árbol[28]. De repente, siente que todo el mundo de las significaciones desaparece y las realidades se funden y nivelan en un magma amorfo, carente de sentido, de cualificación y razón de ser. Todo está de más, y el suicidio no disminuirá en grado alguno el número de seres oprimentes, abotargantes, pues los «huesos mondos y lirondos bajo la tierra también estarán de más». Pero uno se pregunta cómo la mirada de la raíz puede provocar todo este proceso de interpretación de lo real. He aquí el punto nuclear de la obra que todo hermeneuta ha de intentar esclarecer. Para lograrlo, se debe ahondar en los diversos modos de mirada. El análisis de los pasajes anteriores de la obra nos permite entrever que se trata de una mirada fija, obsesionada, fascinada. Si realizamos la experiencia de la fascinación, advertimos que esta fusiona, empasta, anula la capacidad de crear un campo de libre juego entre la realidad que fascina y el hombre fascinado, y apaga la luz que brota en este campo de iluminación y permite captar el sentido de las realidades que lo fundan. Al mirar Roquentin la raíz con mirada fascinada, fusionante, que responde a una actitud de relax extremo —opuesta a la tensión propia de la creatividad—, las cosas pierden su significación peculiar y los nombres dejan de ser lugares de vibración de las realidades a que aluden. Los nombres adquieren su sentido de tales en el dinamismo de la interrelación creadora entre el hombre y las realidades del entorno. Anulado este dinamismo —que funda ámbitos de interacción y de sentido—, los nombres y las cosas se escinden y pierden su sentido peculiar[29]. Las cosas aisladas de sus nombres y de las tramas de interrelaciones que les dan sentido, ajuste y significación, se le aparecen a Roquentin como grotescas, informes, deformes, vacías de sentido, masivas, tercas, empeñadas en imponer su existencia sin una justificación interna de la misma. Sin embargo, cuando Roquentin se levanta, se acerca a la verja y contempla el jardín en su conjunto, observa que este le sonríe, y esta sonrisa «quiere decir algo», y su significación constituye «el verdadero secreto de la existencia». Roquentin experimenta súbitamente una transformación al abandonar su actitud de inmediatez fusional. Al tomar cierta distancia frente al jardín y verlo sinópticamente en su trama de realidades e interrelaciones, funda un campo de juego y de iluminación, y capta a esta luz la expresión benevolente del jardín: su sonrisa[30]. El fenómeno de la sonrisa es un fenómeno humano de sorprendente riqueza por ser creado de desde dentro hacia afuera, con espontaneidad expresiva, y ser irreductible a los elementos que lo integran. Si se sonríe uno forzadamente, hace una mueca. La sonrisa constituye la puesta en acto de una actitud personal de alegría y beneplácito. Para comprender el significado del fenómeno de la sonrisa, hay que verlo en bloque, como lugar en el cual la persona vibra toda ella y se expresa. Si se lo desvincula del conjunto de la vida personal o se lo reduce a la suma de ciertos gestos faciales, la sonrisa como fenómeno integralmente humano desaparece. 37
Algo análogo acontece en la tercera gran experiencia de La náusea: la canción [31]. La melodía se despliega por encima del disco con tal independencia y libertad frente a todo lo existente que Roquentin siente vergüenza de sí y de cuanto «existe de modo cotidiano». La melodía no «existe», «es». La cantante que entonó la melodía «existía», y puede haber fallecido. El disco «existe», y con el tiempo es posible que se deteriore o se rompa. La melodía en sí queda al margen de estas circunstancias y se conserva lozana, pues las obras musicales se recrean en cada acto de ejecución. La melodía se halla «más allá», siempre «más allá de todo, de una voz, de una nota de violín». «Yo ni siquiera la oigo, oigo sonidos, vibraciones del aire que la develan»[32]. Las últimas páginas de La náusea dejan entrever que la experiencia de Roquentin no se reduce a la inmersión fusional en el entorno. Esta forma de unión intensa pero pobre —fruto de experiencias más bien de vértigo que de éxtasis— debe ser superada mediante el salto al nivel lúdico, nivel del juego musical, forma de actividad estrictamente creadora. Ello nos revela que era sin duda más adecuado al contenido de la obra el título original: Melancholia, sentimiento de añoranza hacia un plano de realidades más elevadas que las que forman el entorno vital. La náusea describe tres experiencias: una que sume en la depresión, dos que elevan a un plano de plenitud y gozo. Esta elevación se produce a través de un descubrimiento intelectual y un proceso de conversión personal, una «metanoia» o salto —categoría fundamental del pensamiento contemporáneo—. Una vez realizado este salto, mediante el cual se asciende del nivel objetivista —nivel de manipulación de objetos— al nivel lúdico —nivel de creación de ámbitos—, la existencia anterior queda transfigurada. La descripción de las experiencias de la sonrisa y de la canción es muy breve, pero constituye una especie de fulguración que lo pone todo bajo una nueva luz. La experiencia de la canción subraya el papel relevante que juega la música en la literatura contemporánea. La música —según G. Marcel— «tiene un valor más grande que todas las ideas». La música es, por esencia, configuradora de ámbitos y órdenes, y en cuanto tal constituye un antídoto de la «náusea», sentimiento provocado por la inmersión fusional en el entorno y el consiguiente desdibujamiento de los perfiles que otorgan a cada ser delimitación y sentido. Al anularse las significaciones, toda la realidad queda diluida en un polvo atómico de presentes desligados, puntuales, inconexos. En cambio, una melodía —y, en mayor grado, la obra musical en que se integra— presenta una interna trabazón, una fuerte cohesión orgánica en la cual el pasado, el presente y el futuro se ensamblan estructuralmente y forman un conjunto dotado de relieve, de un modo de temporalidad superior cualitativamente a la temporalidad que marca el reloj y coordinable con ella. Cuando se integran estos modos diversos de temporalidad, se siente una impresión de dominio del decurso temporal y se vence la opresión del tedio, sentimiento que invade al hombre cuando, por falta de creatividad, queda sometido a la marcha implacablemente monótona de los instantes temporales. A este modo de temporalidad vive sujeto Roquentin cuando se entrega fascinado a las realidades meramente «existentes». De ahí su falta de memoria, que —como resalta en Esperando a Godot— no suele indicar en la literatura contemporánea un rasgo psicológico de ciertos 38
personajes sino una actitud básica ante la existencia: la falta de voluntad de re-cordar, de «volver a pasar por el corazón», de revivir, de re-crear. Un análisis profundo de La náusea nos muestra que esta obra se despliega a partir de dos intuiciones (la de la precariedad de las realidades que simplemente existen, y la importancia de las realidades que son fruto de un proceso creador), y tales intuiciones se alumbran en tres experiencias: 1) la experiencia de relax extremo que fusiona al hombre con los estímulos visuales que proceden de la raíz; 2) la experiencia de la sonrisa llena de sentido expresivo que le dirige el jardín al protagonista cuando este lo contempla en su conjunto, a distancia de perspectiva; 3) la experiencia de la audición musical de la canción, que revela el mundo de las realidades que son fruto de un acto creador, realidades que no perecen como las realidades materiales y corpóreas. Es muy posible que el lector se esté preguntando cómo puede advertir, al hilo de la lectura, que una experiencia es básica, decisiva para entender la obra, y debe ser revivida con especial cuidado. No siempre es fácil, en una primera lectura, distinguir las experiencias básicas de las accesorias o de relleno. Con frecuencia vamos leyendo una obra y advertimos que se nos escapa el sentido de ciertos pasajes. Entonces, debemos volver atrás y ahondar en ciertas experiencias conectadas con ellos. Puede muy bien ser que entonces se nos aclare todo radicalmente. Confieso que de mi primera lectura de La náusea apenas extraje más que el argumento, bien endeble por lo demás. En la segunda lectura me mantuve alerta constantemente a fin de encontrar la clave de las ideas pesimistas que tiene en principio Roquentin acerca de todas las realidades, y del cambio que se verifica en su espíritu hacia el final de la obra. No fue demasiado difícil descubrir que tal clave se halla en las tres experiencias antes reseñadas. Una vez rehechas, el texto se torna transparente, y hasta el último pormenor estilístico y de contenido queda al trasluz. Hay que tener en cuenta que, al leer textos literarios, no es posible a menudo entender cabalmente ciertos pasajes. Debe uno entonces dejarlos en suspenso, pacientemente, y ponerlos en relación con otros anteriores y posteriores. En vinculación con ellos se irá clarificando paulatinamente su sentido. Al comienzo de Yerma no sabemos a punto cierto qué significa el sueño de la protagonista, y quienes son el pastor y el niño vestido de blanco que este lleva de la mano. El enigma se revela al final del primer cuadro del primer acto, cuando aparece Víctor, el sencillo pastor de carácter abierto con el cual Yerma estima que hubiera podido tener una relación de encuentro y el fruto consiguiente, que es el hijo. III. LA EXPRESIÓN DE LAS REALIDADES AMBITALES 1. Las experiencias relevantes se expresan en imágenes Las experiencias básicas de las obras literarias suelen hallar una expresión cumplida, ambigua pero intensa, en las imágenes. Encierra el mayor interés afinar la sensibilidad para percibir la doble vertiente —la sensible y la metasensible, la objetiva y la ambital— de las imágenes, y descubrir su verdadero sentido. 39
En La metamorfosis, Kafka nos enfrenta con una imagen repelente: un sencillo corredor de comercio convertido en bicho. ¿Se trata de una mera ficción para montar sobre ella un relato inquietante? Esta interpretación privaría a la obra de toda profundidad y trascendencia. Veamos el bicho como una imagen con dos vertientes: una objetiva —la figura externa— y otra ambital —el ámbito de realidad que quiere expresar—. Si observamos que Gregorio, una vez convertido en bicho, sigue pensando, sintiendo, queriendo, sufriendo..., caeremos en la cuenta de que no estamos ante una metamorfosis realista. El cambio no es perfecto. No se trata de un bicho, sino de un ser humano que ha perdido la capacidad de actuar como tal y carece de toda libertad de acción creadora. El único hilo que lo vincula al plano de la creatividad —plano en el que se mueve toda persona que se desarrolle normalmente como tal— es el deseo de ayudar a su hermana a cursar estudios de música en el conservatorio de la capital. Cuando esa hermana, angustiada por las dificultades en que se ve envuelta la familia por la presencia del transformado Gregorio, le dice a sus padres que la culpa de sus desdichas la tienen todos ellos por seguir llamando a «eso» Gregorio, el desdichado Samsa desaparece de la escena; se volatiliza; queda definitivamente fuera de juego. Si vemos en suspensión, sinópticamente, toda la obra desde este episodio revelador, comprendemos perfectamente el sentido de la transformación de Gregorio en animal indefenso. Es una imagen que quiere hacer palpable, accesible a la vista, el proceso de envilecimiento a que se había visto sometido este hijo de familia, reducido a mero medio para sostener la economía familiar con un trabajo anodino. Gregorio vivió siempre asfixiado en el aspecto lúdico, no pudo nunca hacer el juego propio de una persona. Su vida se reducía al trabajo, y este no tenía más sentido que ser medio para un fin: sostener la familia. Pero tampoco la vida de familia significaba para Samsa un campo de juego creador. Samsa desgastaba energías, se deslizaba a través del tiempo, pero no creaba ámbitos llenos de sentido; no desarrollaba, por tanto, su personalidad. En rigor, no se movía en el mundo humano, pues le faltaban las posibilidades creadoras, que son las que permiten al hombre sobrevolar lo insignificante para consagrarse a lo valioso. Poco a poco, en su interior se fue fraguando la convicción de que no vivía, vegetaba; no se movía, reptaba. Pero la vida seguía transcurriendo en aparente serenidad. Kafka, que algo sabía de tales frustraciones, hace un corte en la marcha de los acontecimientos y nos sacude el espíritu con una imagen patética para suplir nuestra falta de sensibilidad espiritual y de capacidad para intuir lo que trasciende las apariencias. Toda imagen es punto de unión y vibración expresiva de lo real-sensible y lo realmetasensible o lúdico. De ningún modo puede considerarse como mera ficción, aunque en su aspecto «figurativo» represente un acontecimiento irreal. En cuanto a su apariencia externa, Samsa parecía un ser humano, pues ostentaba figura de hombre. En el plano lúdico, en el campo de juego de la vida cotidiana, Samsa desempeñaba de modo patente una irritante función de insecto, por cuanto se movía en un plano infracreador, no creaba los campos de juego en que florece el conocimiento y la libertad. Tras la metamorfosis, solo eleva un tanto el ánimo al oír las notas de una melodía tocada por su hermana en el violín. Este tímido esbozo de ascenso al nivel de creatividad que marca la música 40
presenta un carácter extraordinariamente dramático por ir precedido del trágico descenso a un plano de conducta infrahumana. Un gesto aparentemente esperanzador y positivo ofrece un aspecto sombrío, casi siniestro, porque no hace sino subrayar el desconsuelo absoluto de quien ha sido objeto de una torsión radical en su ser, una metamorfosis que lo aleja años luz de toda posibilidad lúdica. Es un efecto semejante al que producen los desesperados esfuerzos que realizan Vladimir y Estragón, en Esperando a Godot, por elevarse al nivel de creatividad propio del diálogo desde el abismo del silencio de mudez en el que han caído por falta de poder creador. Kafka no tergiversa la realidad; intuye los acontecimientos que tienen lugar tras las apariencias sensibles y los traduce en imágenes. Este poder de plasmación literaria, de grandes intuiciones, resalta en forma espléndida cuando Kafka anota con genial sencillez y mordaz ironía que a Samsa, tras su reducción a insecto, se le dejaba en entera libertad, modo de libertad vacía que no surge en el momento de plenitud existencial propio del juego, sino en el desamparo de la asfixia lúdica[33]. En Siddharta, Hermann Hesse nos muestra a Govinda acompañando con frecuencia al protagonista. El lector puede creer que se trata de un personaje más de la obra. En realidad, es una imagen que representa la voluntad de buscar la sabiduría en la enseñanza de los maestros. Cuando Siddharta acude a los samanas del bosque o al gran sabio Buda, Govinda lo acompaña. Cuando su amigo se lanza a los caminos de la vida para ganar en sabiduría a través de la propia existencia, Govinda desaparece. Es un personaje-imagen, cuyo sentido es plasmar sensiblemente un aspecto del espíritu del protagonista. Bodas de sangre, de García Lorca, está transida de parte a parte por la figura del caballo. Veámosla como una imagen, y descubriremos en ella un profundo sentido: encarna el vértigo de la pasión erótica, el proceso espiritual que empieza exaltando pero provoca angustia, desesperación y destrucción. El principito, en el relato de Saint-Exupéry, aparece en el desierto al alba. No podía ser de otra manera, pues el alba es la imagen de la luz, y el principito es el heraldo del encuentro, que es fuente de luz para quienes lo realizan. Recordemos la bellísima observación del ciego a su lazarillo Marianela en la obra homónima de Pérez Galdós: «Es de día cuando estamos juntos tú y yo; es de noche cuando nos separamos»[34]. La importancia decisiva de las imágenes en los textos literarios nos insta a reflexionar sobre el tipo peculiar de ambigüedad que muestran los fenómenos expresivos. 2. La espléndida ambigüedad de los fenómenos expresivos Ningún artista auténtico configura sus obras con ideas descarnadas, sino con imágenes. El artista da cuerpo sensible, definido y palpable, a realidades no asibles, no delimitables, suprasensibles. El vehículo por excelencia de esa expresión sensible de lo metasensible es la imagen. ¿Qué tipo de realidad ostenta la imagen? Conviene analizar de modo sumamente aquilatado este espinoso tema, pues de su recta solución pende la posibilidad de conceder a la expresión literaria un alto rango como actividad reveladora de lo real. 41
Cada época muestra una proclividad especial hacia el estudio y valoración de un aspecto de la realidad. Nuestro tiempo se caracteriza por su sexto sentido de lo ambiguo, por la capacidad de comprender el valor de los fenómenos de interacción, que dan lugar a complejos de realidad reacios a dejarse analizar, pero rebosantes de virtualidades decisivas para la existencia humana. Uno de los acontecimientos interaccionales más menesterosos de análisis es la expresividad del cuerpo humano, singularmente del rostro. Toda forma de expresión es bipolar, compromete dos elementos —el expresante y el expresivo—, pertenecientes a dos planos distintos de lo real. La visión de un término remite al otro por la conexión interna que existe entre ambos. Tal remisión significa una especie de tensión de trascendencia que confiere un singular relieve al elemento expresivo. En el caso de la expresión corpórea, este relieve presenta unas características sobresalientes debido a la hondura de la vertiente humana que hace acto de presencia en el medio expresivo. Alejada decididamente de toda interpretación dualista del alma y del cuerpo, la antropología actual vincula la vertiente corpórea y la espiritual en forma tan estrecha que el lenguaje humano —plegado en su origen a realidades menos ambiguas, más toscamente delimitadas— apenas se siente capaz de transmitir con una mínima precisión. Siempre se ha dicho, por ejemplo, que los ojos son las ventanas del alma, pero hoy se intenta ir más allá y evitar que se entienda el alma como una realidad interior al cuerpo humano, visto como una especie de continente externo de la misma. El esquema «interior-exterior» es superado netamente por los fenómenos expresivos. Los ojos no son lugares a los que se asoma una realidad extraña a los mismos. Son centros de vibración de una realidad compleja que está constitutivamente abierta a todas las formas de comunicación sensible: visión, audición, tacto, olfato... Cada día se muestra más claramente a la investigación filosófica la vecindad entre lo sensible y lo metasensible, la sensibilidad y la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación, la sensibilidad y la razón. Actualmente, Xavier Zubiri subraya con tal intensidad el nexo estructural de estas vertientes humanas que fuerza al lenguaje a convertirse en vehículo viviente de dicha interacción. Así, sus últimas obras se polarizan en torno a la «inteligencia sentiente» o «sensibilidad inteligente[35]. El punto privilegiado de engarce lo hallan estos diferentes planos de la realidad humana en la imagen, entidad ambigua, bifronte, poderosamente simbólica, que remite a zonas recónditas del ser del hombre por constituir un lugar viviente de confluencia y encuentro. Merced a esta rica complejidad, la imagen supera en profundidad a la mera figura. La imagen es un lugar de vibración en el que palpita la realidad entera del ser vivo. La figura es lo que resta de la imagen cuando se autonomiza su apariencia sensible. La imagen se configura de dentro afuera, en virtud de una urgencia expresiva. La figura presenta una contextura plana, que puede ser fruto de una elaboración artificial. Cuando la sonrisa no responde a un movimiento expresivo espontáneo de la persona y se la intenta «dibujar» sobre el rostro en atención a una determinada circunstancia externa, pierde su carácter creador y degenera en «mueca». La mueca es la reducción de la imagen a mera figura. 42
A este carácter profundamente expresivo de la imagen aludía certeramente, con su poderosa intuición, Saint-Exupéry cuando advertía que «los intelectuales desmontan la cara y pierden de vista la sonrisa». El estudio analítico de una imagen corre el riesgo de reducirla a mera figura, contexto de líneas ordenadas de cierta manera y reproducibles artificiosamente conforme a la técnica del dibujo. Una imagen brota de repente, como un todo irreductible que debe captarse al vuelo, sinópticamente. Si una determinada expresión del rostro se reconstruye rasgo a rasgo, con técnica artesanal, ante el espejo — es decir, «de fuera adentro»—, no obtendremos una imagen, sino una mueca o máscara, degeneración objetivista de la imagen. Este proceso degenerativo se plasma de modo sobrecogedor en diversas obras literarias contemporáneas: Niebla, de Unamuno, Calígula, de Camus, La náusea, de Sartre... Merced a su expresividad espontánea, reveladora de la intimidad, la imagen constituye una forma de auténtico lenguaje humano, que no solo comunica algo que ya existe, sino que colabora instaurando ámbitos nuevos de sentido. Una sonrisa compartida funda un campo de benévola acogida, de aquiescencia, de complacencia serena. Un gesto airado crea un clima de desapego y distanciamiento. La imagen es elocuente, es una forma de palabra, y, como tal, pide el campo de resonancia del silencio. De ahí la necesidad de cuidar la calidad de la imagen, tratarla con un recto sentido del equilibrio y la economía, no someterla a un ritmo trepidante. La imagen, por su condición bipolar, simbólica, remitente, solo adquiere todo su relieve cuando se la contempla con un tempo adecuado. Un chorro de estímulos visuales parece aportar una gran riqueza de contenidos; pero, de hecho, no alcanza el vigor expresivo de una sola imagen. La imagen pide al contemplador que se tome tiempo y funde con ella un campo de juego. El fluir frenético de figuras exige al espectador que se deje llevar y se abandone al vértigo succionante del torrente estimulador. La contemplación de la imagen no invita al vértigo sino al éxtasis, a sumergirse de modo activo en el mundo que en la imagen se expresa, fundar con él un campo de juego y elevarse así a un plano de mayor madurez personal. Inspirada en este poder remitente de la imagen, la filosofía actual revaloriza el papel de la imaginación como la facultad de lo «ambital» —lo que constituye, más que un objeto, un campo de realidad capaz de apelar al hombre y hacer juego con él—. A diferencia de la fantasía de carácter evasivo, cercana a la mera ensoñación pseudorromántica, la imaginación humana es profundamente realista porque permite al hombre dar alcance a los modos de realidad que solo se ofrecen a los sentidos que van subtendidos por un impulso creador. El hombre imaginativo tiene un poder sorprendente de captación sensorial de realidades no sensibles. Oye la ternura de un andante de Mozart, ve la gracia del espíritu mediterráneo en las curvas de un jarrón helénico, huele la fragancia de la naturaleza exultante en los pétalos de una flor, siente la solidez de un organismo sano en la firmeza del andar, palpa la grandeza y luminosidad del misterio religioso al sumergirse en las amplias naves de una catedral. Bien analizada, la imagen no solo constituye el lugar viviente donde vibra y hace acto de presencia el sentido de las realidades ya existentes; también confiere cuerpo expresivo 43
a las realidades que se fundan a lo largo del tiempo como fruto de la interacción y el encuentro. El agua que encuentran los protagonistas de El principito al final de la obra, tras buscarla juntos en una situación límite, es imagen del acontecimiento del encuentro, modo de realidad que surge como fruto de una interacción de ámbitos. La imagen posee, en el fondo, una contextura relacional, y presenta —consiguientemente— una ineludible ambigüedad. Esta condición fue vista durante siglos como signo de precariedad, por parecer oponerse a la exactitud con que se muestran los objetos del conocimiento científico. Tras años de investigación tenaz —vertebrada en torno a movimientos como la filosofía de la acción, el historicismo, la fenomenología, el pensamiento existencial y el dialógico personalista...—, nos hallamos hoy en disposición de investigar a fondo los enigmas de lo real sin falsos complejos de inferioridad ante la metodología científica. Autores como G. Marcel y A. Brunner nos han enseñado a ver con nitidez que el conocimiento exacto responde tanto a perfección en el conocer cuanto a pobreza en el objeto de conocimiento, y que existen formas de ambigüedad gnoseológica que no indican necesariamente deficiencia en el saber sino adaptación al modo de ser de los fenómenos interaccionales[36]. Poco a poco, la filosofía se va haciendo a la fecunda idea de que su meta no es el logro de saberes seguros, sino el adentramiento tanteante en los estratos más hondos y complejos de la realidad. Esta mayor sensibilidad para lo interaccional, indefinido e indelimitable, dispone al hombre de hoy para captar el grado eminente de realidad de las entidades «ambitales», que constituyen el elemento nuclear que vertebra las obras literarias y les confiere su plenitud de sentido. IV. CARACTERÍSTICAS DEL MÉTODO LÚDICO-AMBITAL 1. Fidelidad creadora al texto El método que propongo de lectura de obras literarias intenta ser fiel a los textos, con un modo de fidelidad re-creadora de su intención más honda, de sus experiencias nucleares. En todo juego, el criterio de justeza interpretativa se basa en la luz que alumbra la actividad lúdica misma. La interpretación literaria es justa cuando se realiza al hilo del juego re-creador de la obra. Al existir la posibilidad de que diversos intérpretes funden con una misma obra diálogos diferentes instaurados desde la perspectiva propia de cada uno, pueden darse interpretaciones distintas, todas ellas legítimas y en cierto modo complementarias por cuanto ofrecen diversas posibilidades de realización de un mismo núcleo expresivo. La verdadera interpretación no es, en principio, una explicación de la obra, sino una patentización de la misma mediante la instauración de una forma de presencia dialógica. Entrar en relación de presencia es un acontecimiento complejo y difícil, pues debe conjugar una forma de inmediatez con una forma de distancia. La distancia, que no implica alejamiento sino perspectiva, no aleja de las realidades que deseamos conocer; nos entraña en ellas a través de los elementos que intervienen en este proceso 44
cognoscitivo. Al dar su versión, el intérprete no cae necesariamente en el subjetivismo, si se atiene con rigor a la luz que brota en el diálogo. Toda interpretación auténtica es relacional, pero no relativista. La comprensión de las experiencias básicas de las obras se logra adivinando las actitudes que las inspiran e impulsan. Lo decisivo en la vida humana no son los meros hechos, ni los actos plenamente humanos, ni los hábitos personales que los actos forman y de los que proceden nuevos actos, ni las costumbres sociales a que dan lugar dichos hábitos y de las que a su vez dependen y se derivan otros hábitos y usos. Lo básico es, sin duda, la actitud radical del hombre frente a la realidad y a los ámbitos interrelacionales que se van fundando a medida que el ser humano entra en relación creadora con el entorno. El entreveramiento del hombre con las realidades circundantes puede ser armónico o colisional, puede dar lugar a un ámbito nuevo o destruir todo género de relación. El análisis de obras literarias debe prestar suma atención a estos ámbitos y actitudes, porque a su luz se aclaran mil cuestiones que la crítica atenida en exclusiva a los pormenores estilísticos no alcanza a interpretar con un mínimo de adecuación. A través del campo de iluminación que es el lenguaje debemos analizar de modo preferente si en la intención profunda de los personajes alienta una voluntad de creatividad o no, y verificarlo con detalle a través del texto. Para analizar Esperando a Godot, el recurso más eficaz es advertir si se dan las condiciones que caracterizan el auténtico diálogo o bien las que provocan la quiebra de todo diálogo. Dialogar es una actividad netamente creadora. Todo fallo en la actividad dialógica delata inequívocamente una falta correlativa de creatividad. El grado de creatividad que se da entre dos personas puede precisarse con bastante aproximación mediante un análisis del poder de comunicación efectiva que posee el lenguaje empleado por las mismas. De hecho, a la primera lectura de la obra de Beckett se entrevé ya que los protagonistas apenas superan el grado cero de creatividad. Al releer la obra a esta luz, se comprende toda su estructura, su articulación y su estilo hasta los mínimos detalles. Este análisis solo es posible si se conocen, de modo preciso, las condiciones del auténtico diálogo y las formas degenerativas del mismo. No es empresa fácil precisar hasta dónde llega el alcance real de un texto y dónde empieza la creación personal del comentarista. Un criterio válido de discernimiento podría ser el siguiente. Al leer una obra, se rehacen personalmente las experiencias fundamentales que el autor quiere describir. Si, al ir reviviendo tales experiencias, se consigue vibrar con el texto, de modo que se dé razón de cada uno de sus pormenores hasta el término en apariencia más anodino, existe motivo para confiar —debido al criterio de coherencia— en que uno se mueve dentro de la órbita delimitada por el autor. Coherencia y eficacia interpretativa son las cualidades básicas de un método justo. 2. Exigencias del método Este método de lectura de obras literarias se muestra fecundo, e incluso seguro, cuando se lo maneja con cierta firmeza. Esta firmeza se consigue a lo largo de un 45
esforzado proceso de formación humanística y filosófica que dote al lector de la sensibilidad metodológica necesaria para adivinar, en cada momento, en qué nivel de la realidad se mueve un autor, qué esquemas mentales moviliza, qué sentido adquieren en tales esquemas los conceptos básicos y cómo se articulan estos entre sí. Como hemos dicho, los términos filosóficos, sin perder su significado nuclear, cobran un sentido distinto al ser movilizados en contextos diferentes. Romano Guardini, un excepcional virtuoso de la pedagogía, solía recomendar a sus alumnos que no se aferrasen a los conceptos, como si su sentido viniera dado de una vez para siempre, sino que los considerasen como entidades vivas que reclaman libertad para contraponerse entre sí, limar sus aristas, adensar su significación. La actividad filosófica comienza en rigor cuando se intuye la articulación profunda de los diversos conceptos. Tal intuición se produce a medida que se descubre la lógica interna de los procesos creadores. En Estética de la creatividad queda de manifiesto el nexo que media entre el juego, la fundación de ámbitos, el alumbramiento de sentido, la eclosión de belleza, la instauración de campos de libertad, la inmersión activo-receptiva en realidades envolventes, la configuración del lenguaje, el salto del nivel objetivista al nivel lúdico, la fundación de ámbitos de encuentro y otros temas afines. Este nexo mutuo enriquece los conceptos, les concede una sorprendente complejidad y capacidad de vibración expresiva. El hombre avezado a la vida intelectual renuncia por principio a tomar los conceptos de modo rígido, acotado; les concede libertad de despliegue para que depuren y potencien su capacidad expresiva. Al hacerse cargo de la rica complejidad que encierran los conceptos —vistos como algo vivo, vivaz, irradiante—, se cobra conciencia de la necesidad de movilizar los términos del lenguaje con sumo cuidado, más como quien entra en relación de trato con un ser vivo que como quien manipula un objeto inerte. La movilización de los conceptos estéticos exige una metodología extremadamente cuidadosa, atenta a los más sutiles matices del lenguaje, y pronta a evitar todo empleo expeditivo de términos, solo posible cuando se ignora o se desprecia la capacidad que tiene el lenguaje de enriquecer en forma insospechada el sentido de los vocablos. La manipulación de términos actúa de modo precipitado, basto, elemental, frívolo. La puesta en juego de una metodología flexible y respetuosa exige, por el contrario, la adopción de un tempo lento, pues implica la realización de hondas experiencias personales que dotan de sentido pleno a los términos y conceptos. El auténtico pensador es siempre un creador de lenguaje, un poietés, un poeta que no toma las palabras como un producto elaborado por otros sino como una realidad en estado naciente, originaria, que vuelve de algún modo a surgir cada vez que se usa de modo rigurosamente personal. «The poet is a maker» (Dreyden). Por este carácter re-creador de toda palabra genuina, nos sorprenderemos al observar la riqueza inédita que adquieren ciertos términos al ser usados en determinados contextos. Para comprender el lenguaje de los grandes creadores de obras literarias, debemos ir a lo hondo, desbordar el significado más a mano, para adivinar el sentido último y evitar que las palabras y expresiones resbalen sobre nuestra sensibilidad y se 46
limiten a transmitir un conjunto de conceptos desgastados. Hemos de vibrar con ellas para que sus armónicos resuenen en nuestro interior. El lenguaje —cuando se lo vive con talante creador— constituye un campo de iluminación y expresa más de lo que dice. La carga de sentido que presenta el lenguaje supera notablemente el elenco de significados que comunica. Para elevarse a este mundo de sentido, se requiere vivir las palabras como acontecimientos que instauran encuentros, ámbitos. Las palabras son «moradas» (Cayrol), campos de resonancia de mil realidades que en ellas se entreveran, cobran cuerpo y se expresan. Lo decisivo es captar la resonancia de los vocablos y de los conceptos, anudarlos en una especie de anillo y potenciar su expresividad como en un «juego de espejos» (Heidegger). En cada término, en cada idea y acontecimiento, late una lógica soterrada que el intérprete debe diligentemente descubrir y seguir hasta sus últimas vibraciones. Piénsese en la lógica de la ambición que impulsa a Macbeth (Shakespeare); la lógica de la piedad que inspira la actitud tenaz de Antígona (Sófocles, Anouilh); la lógica del poder arbitrario que sume a Calígula (Camus) en una forma de soledad asfixiante; la lógica del vértigo metafísico que fusiona al protagonista de La náusea (Sartre) con la realidad circunstante y lo aleja del mundo de las significaciones; la lógica del encuentro que adentra a los protagonistas de El principito (Saint-Exupéry) en una noche de pacientes purificaciones, a fin de pasar de la actitud objetivista a la lúdica. Al leer o contemplar una obra, deben rehacerse las experiencias a que alude cada vocablo, frase, gesto, acontecimiento, para otorgarles su plena capacidad expresiva y alumbrar su sentido más hondo. Cuando Teresa, protagonista de La salvaje, de J. Anouilh, exclama fuera de sí: «¡Cochinos libros!», al tiempo que arroja contra la pared los ejemplares de la biblioteca de su prometido Florent, carga de sentido, e incluso de simbolismo, una frase más bien banal en el uso cotidiano. Esta sencilla frase viene a ser, en este contexto, el punto de interacción colisionante de dos «ámbitos»: el de la pobreza —representado por Teresa— y el de la riqueza —encarnado en Florent—. Al plasmar un ámbito de colisión, dicha frase adquiere poder «poiético», valor rigurosamente poético, instaurador de ámbitos. En la obra dramática de G. Marcel La mort de demain, una joven rompe a llorar al darse cuenta de que ha pasado a hablar de su madre en tercera persona. ¿Qué significa, en rigor, el fenómeno del llanto? Un desmoronamiento interior. ¿En qué relación se halla con la reducción del tú a ello? El dramaturgo entrevió este profundo nexo y lo plasmó en una escena. Si deseamos adentrarnos en el juego que la misma implica y asistir a la génesis de su específica belleza dramática, debemos vivir por dentro, personalmente, la experiencia de la reducción envilecedora de una realidad personal «íntima» al mero ser distante, del que se puede hablar y al que se puede enjuiciar como si fuera un objeto. La «intimidad» se pierde cuando se anula el campo de juego común que supera la distancia física. Al perder la peculiar vecindad de la vida íntima, se impone la distancia, y rebrotan las actitudes «objetivistas» —manipulación, afán posesivo, falta de compromiso personal, etc—.
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Una vez más, resalta aquí el hecho luminoso de que la belleza no es una cualidad estática propia de ciertas realidades. Es una realidad relacional, que surge como fruto de un encuentro, de la interferencia de diversos ámbitos de realidad. La realidad toda es estructural, constelacional, dinámica. La realidad humana constituye un ámbito de realidad dotado de un dinamismo peculiar que lo impulsa a entrar en relación lúcida y libre con el dinamismo de todas las realidades, incluso de la suya propia, y asumirlo y encauzarlo. Cuando el hombre actúa con dinamismo creador, acoge todas las posibilidades que hacen posible una acción con sentido. El entorno del hombre creador no está formado por una suma de objetos, sino por una trama orgánicamente trabada de ámbitos, que le ofrecen la posibilidad espléndida de fundar nuevos ámbitos y enriquecer así la realidad. Estas múltiples interferencias de ámbitos dan lugar a modos diversos de belleza. El concepto de belleza adquiere con esta diversificación una insospechada ampliación y radicalización a la par. El fenómeno de lo bello no pende solo ni radicalmente de las percepciones sensibles, sino de los acontecimientos relacionales. En principio, Estética significó —con Baumgarten— «tratado de la sensibilidad». Actualmente, a la luz de la teoría de los ámbitos, descubrimos que el sentir propio de la estética presenta una enigmática profundidad y luminosidad por cuanto en él se perciben los distintos géneros de luz que brotan en la interacción de diversas realidades o vertientes de lo real. Esta interacción da lugar a modos nuevos de realidad. En la misma medida, podemos afirmar que la Estética, vista con amplitud y hondura, tiene por cometido el estudio radical de la creatividad. Esta concepción de la Estética desde la vertiente de la creatividad se asienta en una idea relacional-estructural de la realidad —sobre todo de la realidad humana—, y tiende a obtener una visión del universo más dinámica, más creadora y exigente. Sin duda es este el modo de visión que exige el género de Humanismo nuevo que hoy anhelan los pensadores más calificados. Esta visión del universo se halla en la línea del «esprit de finesse» (Pascal), de la metafísica relacional o respectivista (Kierkegaard, Amor Ruibal, Zubiri, Whitehead), de la atención a la vertiente inobjetiva de la realidad (Jaspers, Heidegger, Marcel), del compromiso dialógico (Rosenzweig, Gogarten, Ebner, Buber, A. Brunner, Lacroix, Mounier, Levinas), de la apertura a lo envolvente (pensamiento trascendental). La integración de los mejores hallazgos de estas corrientes permite abrir una vía fecunda de acceso a la complejidad de lo real[37] y pone en forma la capacidad de los intérpretes para advertir, al hilo de la lectura o de la representación escénica: 1) los ámbitos que se van fundando, las interferencias mutuas a que dan lugar y los ámbitos de mayor envergadura que estas originan; 2) los ámbitos que son anulados en virtud de la lógica de la destrucción; 3) los ámbitos que se dejan de crear por falta de las condiciones debidas, en el fondo por falta de creatividad y de actitud dialógica. La actitud dialógica implica apertura, disponibilidad, reconocimiento del valor personal de los otros, voluntad de entreverarse creadoramente. A esta actitud se opone drásticamente el odio, como voluntad decidida de anulación de toda relación personal creadora de ámbitos de 48
convivencia. Hay ámbitos de amor y ámbitos de odio. Correlativamente, existe un lenguaje que funda interrelaciones de convivencia y un lenguaje que funda campos de tensión y repulsa[38]. Para captar los mundos que plasman estas diversas formas de lenguaje se necesita un conocimiento bien articulado de la temática filosófica. No es posible, por ejemplo, traspasar el umbral del sentido estético riguroso de las obras pertenecientes a la «literatura del absurdo» —que, por su carácter contestatario, van a contracorriente de la normativa estética común y solo pueden ser comprendidas cabalmente de modo genético, a la luz de la intención soterrada que las anima— si no se acierta a precisar los diversos modos que hay de temporalidad y espacialidad, la diferencia entre causalidad y apelación, el nexo entre falta de creatividad y tedio, el significado del miedo, la angustia y la desesperación, la diferencia entre mantenerse a la espera y tener esperanza, el nexo entre lenguaje y amor, las exigencias del encuentro y otras cuestiones afines. En síntesis, cabe afirmar que la formación filosófica necesaria para rehacer genéticamente el proceso de instauración de una obra literaria implica la realización de diversas tareas complementarias entre sí: Estudiar a fondo el modo de ser del hombre y de las realidades que constituyen su entorno peculiar. La realidad humana no es meramente «cósica», sino «ambital». Descubrir las leyes de desarrollo de la realidad humana. El hombre se despliega creando vínculos con otras realidades «ambitales» que le ofrecen campos de posibilidades de juego. Distinguir los diversos niveles de realidad en que se mueve simultáneamente el hombre y las distintas actitudes que puede adoptar: niveles de realidades objetivas o superobjetivas; actitud de dominio, manipulación, goce, o bien actitud de respeto, colaboración, creatividad dialógica. Estudiar las condiciones del auténtico encuentro y la relación que media entre este y el alumbramiento de luz y belleza. Captar de modo sinóptico el nexo orgánico entre los principales acontecimientos que tejen la trama de la vida humana y los correspondientes conceptos y términos. Realizadas cuidadosamente estas cinco tareas, se está en óptima disposición para poner en juego un método de análisis —como el que aquí propongo— que arranca de un cambio de mentalidad o estilo de pensar: del objetivista al ambital, del estanco-rígido al dinámico-flexible, del unidireccional al relacional-constelacional, del manipuladorposesivo al dialógico-lúdico. 3. La lectura «ontológica» y la lectura «lúdico-ambital» El método hermenéutico que intento aquí esbozar presenta algunos rasgos comunes con el tipo de lectura que B. T. Fitch denomina «ontológica»[39]. Ostenta, sin embargo, un carácter peculiar por basarse en una concepción relacional, constelacional, ambital, de la realidad en general, del hombre y del juego. De esta concepción se deriva la 49
posibilidad de realizar un análisis aquilatado de las nociones fundamentales —inmediatez, distancia, presencia, objeto, objetivo, superobjetivo...— y de los esquemas mentales básicos —«interioridad-exterioridad», «en mí-ante mí», «acción-pasión», «sujetoobjeto», «apelación-respuesta»...—. La teoría relacional de la realidad nos revela que la densidad o «espesor existencial» del ser humano no se logra mediante una forma de actividad difusa, centrípeta, que acrecienta la amplitud del espacio en que uno se encuentra, sino mediante la fundación de ámbitos relacionales. La realidad humana no alcanza su plenitud de sentido en el «interior» o en el «exterior», sino en el «entre», en los campos de juego en los cuales se desbordan felizmente los modos cotidianos de espacio-temporalidad que distancian al hombre de los seres de su entorno. El ser humano, más que un objeto —delimitado, mensurable, asible—, es un ámbito de realidad, y, como tal, «no limita» (Buber), se expande, se interrelaciona, se perfecciona cofundando nuevos ámbitos. La vida humana es una actividad creadora de ámbitos, promotora de entreveramientos de ámbitos. Todo se torna ambital en la vida del hombre cuando su actitud es creadora. El entorno auténtico del hombre no está configurado por objetos, sino por ámbitos y entramados de ámbitos[40]. En el juego creador de vínculos entre el hombre y la realidad se produce —como hemos visto reiteradamente— un alumbramiento de sentido y una eclosión de belleza. Esta eclosión y ese alumbramiento son percibidos con singular intensidad por esas «abejas de lo invisible» (Rilke) que son los artistas, y toman cuerpo expresivo en las obras de arte. El intérprete debe re-crear este fecundo dinamismo ambital, revivir el proceso creador de ámbitos cuya trama intenta encarnar cada obra literaria[41]. Solo esta experiencia cocreadora permite asistir al alumbramiento de la belleza. La tarea hermenéutica no puede reducirse a una descripción de hechos y a un análisis psicológico de personajes. Su cometido es sumergirse comprometidamente en los procesos creadores y captar la lógica que rige cada género de interrelación humana. El entreveramiento de ámbitos y la confrontación mutua de diversas lógicas es fuente inexhaurible de expresividad literaria y de belleza. La honda expresividad de Antígona no procede del conflicto entre dos personajes atrapados en los condicionamientos sociopolíticos de su época, sino de la interferencia colisional de dos grandes ámbitos de la realidad humana: la piedad fraterna, encarnada en Antígona, y la ley implacable, representada por Creonte. Las condiciones concretas que dieron lugar a esta colisión de ámbitos en tiempos de Sófocles tienen mero valor argumental, son contingentes y carecen de auténtico valor estético, «poético», creador de ámbitos. El ámbito de conflicto fundado por la colisión de la piedad y la ley puede darse en todo momento y situación. Ello confiere a Antígona su neta condición de obra «clásica», superadora de los límites de la espaciotemporalidad objetivista y fundadora de modos eminentes de espacio y tiempo. El dinamismo dramático de La salvaje, de J. Anouilh, no responde a motivos psicológicos de amor y de repulsa. En el plano de los intereses y afectos individuales no existe conflicto entre Teresa —la hija de una menesterosa familia de músicos ambulantes — y su prometido Florent —el prototipo de hombre triunfador en todos los terrenos—. 50
El drama se origina al entrar en colisión el ámbito de la pobreza —como carencia de posibilidades de todo orden— y el ámbito de la riqueza —como superabundancia de posibilidades—. Teresa no actúa nunca en nombre propio. Si lo hiciera, su conducta fácilmente podría ser calificada de «histérica» —como ha sucedido—, pero esta penosa circunstancia hubiera carecido de valor estético. Teresa se mueve en todo momento con una conciencia lúcida de su condición de representante del ámbito de la pobreza. De ahí la coherencia lógica de su proceder, que eleva a esta obra dramática muy por encima de un mero remedo de «la cenicienta». La obra de E. O’Neill Todos los hijos de Dios tienen alas tampoco debe su poderoso dramatismo a un conflicto psicológico entre dos personas de distinta raza que anhelan unir sus destinos para siempre. Jim, el joven negro, y Ella, la joven blanca, no son sino el rostro viviente de dos ámbitos de vida irreconciliables. Ir dándose cuenta de que el amor personal, por sincero, profundo y generoso que sea, no puede evitar el conflicto entre dos realidades «envolventes» —el «mundo» de los blancos y el «mundo» de los negros — constituye un trauma que acaba alterando el equilibrio psíquico de los protagonistas y desgarrando su armonía conyugal. La colisión, al parecer inevitable, de los ámbitos en que ambos se sienten inmersos, ineludiblemente opera en la obra como una suerte de destino fatal que confiere al drama condición de tragedia. Una gran obra de teatro es una trama de ámbitos en interacción dinámica que se constituyen en fuente de iluminación creciente y de emotividad. En su obra Todos eran mis hijos, Arthur Miller analizó un argumento —posiblemente tomado de la vida real— y mostró, en forma trabada, las diversas interacciones de ámbitos a que podía dar lugar. Todo el desarrollo es verosímil. Con perfecta lógica se va desplegando la existencia de un puñado de hombres, se enreda la madeja, se ciegan las vías de salida, se agudizan los conflictos, sacando a luz acontecimientos y actitudes veladas. Esta obra es un proceso de complejización y, por lo mismo, de clarificación de un mundo a partir de un acontecimiento nuclear. Se trata de un mundo turbio, violento, trágico y, a la postre, verdadero, porque la interferencia colisional de ámbitos acaba derrumbando los muros e inundándolo todo de luz. Es un mundo de cobardía, de mentira, de amor por una parte y crueldad por otra, el que adquiere aquí un cuerpo luminoso. El resplandor que desprende la luz de la verdad propia de tal género de mundo es la fuente de la belleza específica de esta obra literaria[42]. A través de su trama argumental vibra en ella, inexpresa pero dramáticamente operante, una pregunta azarosa: ¿Debe decirse siempre la verdad? ¿Está obligado el hombre a inquirir la verdad aunque el encuentro descarnado con la misma pueda trastornar su vida? Ya Sófocles, en Edipo rey; Ibsen, en El pato salvaje; y Unamuno, en San Manuel bueno, mártir, se habían asomado al brocal de este hondo enigma. Para sorprender los diferentes modos de interacción de ámbitos que tienen lugar en el campo de juego del proceso argumental de las distintas obras, el crítico literario necesita conocer de cerca los fenómenos creadores que acontecen en cada una de las vertientes del hombre y se revelan en la experiencia cotidiana y en la experiencia depurada de las diversas disciplinas filosóficas y científicas. Si ha de ser clarificadora de los estratos 51
profundos de las obras, la exégesis literaria debe movilizar, además de la sensibilidad artística, los amplios recursos cognoscitivos que ofrece al hombre la cultura de cada momento histórico, y de modo singular, la investigación filosófica. La fecundidad de esta movilización la expongo en el análisis que realizo, en este libro, de tres obras literarias: La náusea, de Sartre y El extranjero y Calígula, de Camus. La lectura lúdico-ambital se muestra capaz de clarificar pasajes fundamentales, cuyo más hondo sentido permanecía oculto en buena medida a otras formas de lectura. 4. El realismo eminente de la obra literaria Vista como trama de ámbitos, no como mera representación de objetos, la obra literaria se manifiesta profundamente realista. Constituye una ficción en cuanto que los hechos representados no están aconteciendo ahora en la vida real. Significa, sin embargo, un mundo de sentido plenamente real porque funda una serie de ámbitos básicos en la vida del hombre y los engarza conforme a una lógica que a menudo rige la existencia humana. Al plasmar en imágenes tal lógica y tales ámbitos, la imaginación creadora no se revela como una facultad de lo irreal, sino de lo ambital. Obviamente, visto desde el plano objetivista y con mentalidad objetivista, que considera lo «objetivo» —asible, mensurable, delimitable— como módulo de realidad, lo ambital aparece identificado con lo no-real. Analizado con una metodología elaborada «a medida» de cada modo de realidad, lo ambital ostenta las características de una realidad eminente. Los estudios realizados a esta luz acerca de la racionalidad específica del arte nos permiten adoptar una lúcida posición crítica frente a los autores que, desde Platón a Sartre, proclaman la condición «irreal» de las obras artísticas[43]. Los textos literarios de calidad, cuando se los ve en toda su complejidad de niveles, nos permiten reinstaurar los campos de iluminación que fundaron los autores mediante su contacto intenso con los aspectos más profundos de lo real. Los momentos más densos de sentido en la vida del hombre son los consagrados a la tarea creadora. Tal densidad se traduce en luz. A esta luz es posible adentrarse paulatinamente en los enigmas de la existencia humana. La capacidad de revelar al hombre los estratos más relevantes de la realidad deja en claro que la literatura auténtica no se reduce a mera ficción, producto de una fantasía evasiva, vecina a la «Schwärmerei» romántica. La literatura tiene por cometido clarificar los aspectos de la realidad que se escapan a una visión superficial. Presenta, por ello, un realismo de alto estilo. Por el sorprendente poder que alberga de crear formas expresivas que dan cuerpo sensible a realidades y acontecimientos no sensibles, la literatura constituye una fuente de conocimiento y posee, en la misma medida, una forma de racionalidad específica. No deben los literatos alterar su línea propia de búsqueda de la verdad por una improcedente añoranza de la racionalidad científica. La única forma de rigor posible ha de conseguirla cada disciplina cultural mediante la fidelidad al propio genio, a la lógica que guía internamente sus procesos de conocimiento y creación. Como campo privilegiado de iluminación de las capas más hondas de la realidad, la literatura ha de ser tomada absolutamente en serio por cuantos tienen la responsabilidad 52
de configurar la vida humana en todas sus vertientes: la personal y la comunitaria, la ética y la religiosa. 5. Fecundidad del método lúdico-ambital Los análisis realizados en la Estética de la creatividad me permitieron ampliar el concepto de belleza y ponerlo en intima relación con el de juego y el de encuentro. En la línea de Friedrich Schiller —según el cual «solo juega quien es plenamente hombre, y solo es plenamente hombre el que juega»[44], la Biología más reciente subraya que el ser humano vive como persona, se desarrolla y perfecciona por vía de encuentro, fundando relaciones con los seres del entorno. El nexo profundo de encuentro, juego y belleza nos permite comprender que una obra literaria de calidad no se mueve en un plano de mera ficción. Ahonda, más bien, en los modos de realidad que permiten al hombre hacer juego y desarrollar la personalidad. La fuente de belleza literaria no radica solamente en las condiciones estilísticas del autor. Pende, sobre todo, de la plasmación expresiva de los diversos mundos humanos, de su articulación mutua, de los mundos nuevos que surgen merced a la intercomunicación. El análisis literario, si ha de ser auténtico e integral, no puede limitarse a modos de lectura dirigidos en exclusiva a destacar los aspectos formales de las obras. Debe poner al descubierto el contenido verdadero de estas, no su mero argumento, sino su tema, constituido por los ámbitos de vida que el autor desea plasmar. Los grandes literatos desean encarnar en sus obras los aspectos lúdicos de la existencia humana: armonías y conflictos, pasiones y luchas, deseos y frustraciones, mundos que se instauran y entrelazan para potenciarse, mundos que se desmoronan y colisionan entre sí. Este tipo de realidades y acontecimientos solo se conocen por vía de experiencia comprometida, de juego co-creador. La realización de este juego es la raíz de la más honda belleza literaria. Por esta profunda razón destaco más en mis análisis los acontecimientos creadores que los aspectos estilísticos y técnicos de los textos. El método «lúdico-ambital» no pretende desplazar las formas de lectura de textos ya consagrados, sino —a lo sumo— complementarlas mediante una mayor profundización en el sentido último de las experiencias humanas más significativas. A lo largo de los últimos años, he podido comprobar en diversos centros culturales de España y del extranjero que el método de lectura basado en la teoría del juego y de los «ámbitos» es fácilmente asimilable por los jóvenes, a los que facilita la perspectiva justa para penetrar en el tema nuclear a través del argumento. Esta visión profunda de las obras permite sobrevolar con soberanía de espíritu los diversos argumentos y descubrir su verdadero sentido, que es mostrar la articulación interna de la vida humana. De esta forma, incluso las obras que pueden parecer poco «edificantes» a la luz de cierta escala de valores se convierten en aleccionadoras, porque dejan al descubierto las consecuencias que acarrea la entrega fascinada a procesos de vértigo. Una de las obras maestras de la literatura española, La Celestina, puede parecer a una mirada superficial poco recomendable desde el punto de vista ético, por cuanto en ella se 53
narran diversas relaciones eróticas que provocan más de una muerte violenta. Una lectura atenta de la obra, realizada a la luz de la teoría de los ámbitos y del juego creador, descubre en la obra una intención de largo alcance: delatar ante los hombres de su época los riesgos que encierra la entrega al vértigo del erotismo. Esta forma de acceder a las obras nos enseña a sobrevolarlas y destacar su tema básico y, por tanto, su intención global. Vistos desde esta perspectiva comprehensiva, los pormenores un tanto escabrosos que pueda contener una obra pierden su carácter nocivo y contribuyen a una tarea formativa de gran alcance. El análisis «lúdico-ambital» de obras literarias de calidad ayuda a poner en forma la capacidad de valorar las experiencias humanas naturales que tejen la vida diaria; ver las realidades del entorno como «ámbitos» o campos de posibilidades, no solo como objetos; descubrir las tramas de ámbitos que se van formando en la vida del hombre cuando se pone en juego la creatividad y las que se destruyen en caso contrario; adivinar la lógica que orienta los diversos procesos humanos. Esta capacidad implica un alto poder de discernimiento y supone un giro notable en el modo de ver el universo; todo se hace más denso de sentido, más solidario y responsable, más complejo y rico. Basta enumerar los grandes temas de ética que afloran en los análisis realizados en las tres obras que he consagrado al estudio para entrever el amplio horizonte cultural y formativo que abre la lectura de las grandes creaciones literarias. V. APÉNDICE 1. Una clave de interpretación: los niveles de realidad y de conducta Cuando nos acostumbramos a descubrir el nivel de realidad y de conducta en que se mueve cada persona en cada momento, adquirimos luz para comprender a fondo lo que ocurre en las obras literarias de calidad y, derivadamente, las cinematográficas. El análisis de los cuatro niveles positivos y los cuatro negativos lo realicé en varias obras[45]. En atención a los lectores que no las tengan a mano, ofrezco seguidamente una descripción esquemática de los ocho niveles. Con solo hacerse una idea general de los mismos, estarán en disposición de convertir la lectura de cada obra en una valiosa lección de ética. Si, al leer el bello y sugerente poema de Antonio Machado Caminante, son tus huellas, advertimos que se mueve constantemente entre el nivel 1 y el 2, no nos parecerá ambiguo sino muy preciso y profundo. Lejos de aparecernos como mera literatura bella pero imprecisa, la veremos como una fuente de luz acerca del carácter creativo de nuestra vida cotidiana. Es posible que, al principio, más de un lector estime que la alusión a los distintos niveles dificulta la lectura. Ciertamente, exige un punto más de atención. Pero si el lector se hace cargo rápidamente de lo que significan los niveles, podrá situar cada afirmación de los escritores en el nivel adecuado, con lo cual se adentrará con toda naturalidad en las profundidades donde se forja su pensamiento. Entonces se moverá por sus obras como por las avenidas de un parque familiar. Esa forma de lectura profunda, que revive la génesis de las obras, nos vuelve familiares a los escritores, los convierte en colaboradores 54
nuestros en la búsqueda de la verdad y de la felicidad. Con ello, la lectura se hace más fácil, más luminosa y fecunda. Leamos el siguiente texto de Romano Guardini: «La doctrina moral se ha vuelto excesivamente doctrina de lo prohibido; estas consideraciones quieren hacer justicia a la soberanía viva, la grandeza y belleza del bien. Con demasiada frecuencia se ve la norma ética como algo que se impone desde fuera a un hombre rebelde; aquí el bien ha de entenderse como aquello cuya realización es lo que de veras hace al hombre ser hombre. El joven Glaucón, ante las palabras de su maestro (Sócrates), se sintió poseído de un éxtasis de veneración: este libro lograría su intención si el lector percibiera que el conocimiento del bien es motivo de alegría»[46]. Si logramos situar cada frase de este texto en el nivel que le corresponde según el autor, llegaremos hasta la raíz de la emoción que embargó al joven discípulo y sentiremos la alegría que se desprende de la vecindad con el bien. 2. Breve descripción de los ocho niveles Niveles positivos Nivel 1. En la vida cotidiana poseemos y manejamos diversos objetos o cosas. Por «objeto» se entiende una realidad mensurable, pesable, asible, manejable..., que podemos situar frente a nosotros porque no nos sentimos comprometidos con ella[47]. Podemos comprarla, canjearla, venderla, usarla o tirarla, según nuestros intereses. Este tipo de realidades que están a nuestra disposición y esos modos de conducta posesiva y utilitarista podemos considerarlos como el nivel 1 de realidad y de conducta. Nivel 2. Una hoja de papel es un mero objeto, en el sentido indicado. Si un compositor escribe en ella unos signos que expresan una obra musical, deja de ser una realidad cerrada en sí y se convierte en realidad abierta, porque se dirige a quien entienda el lenguaje musical y le revela una composición. Por haber sufrido una transformación, esa hoja de papel recibe un nombre distinto: el de partitura. Al estar abierta a quien pueda entenderla, la partitura es una realidad que abarca cierto campo y se parece más a un ámbito de realidad que a un objeto cerrado. Podemos llamarla sencillamente «ámbito». No ha sido «producida» por un artesano a lo largo de un proceso fabril, sino «creada» por un artista a través de un proceso creador. El intérprete que compra la partitura la posee en cuanto es una hoja de papel, pero, en cuanto partitura, no puede tratarla a su arbitrio; debe respetarla, estimarla y colaborar con ella para dar nueva vida a la obra que en ella se expresa. Ya tenemos un nuevo tipo de realidad y un modo distinto de conducta respecto a ella. Constituyen el nivel 2. En un plano superior dentro de este nivel, la persona humana, por ser corpórea, puede ser delimitada, asida, manejada.., como si fuera un objeto. Pero presenta una sorprendente apertura y capacidad de iniciativa: puede pensar, desear, proyectar, colaborar, amar, ofrecer toda suerte de posibilidades y recibir las que le son ofrecidas. Al hacerlo, crea toda suerte de encuentros. Abarca, por ello, mucho campo de realidad;
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debe ser considerada como el «ámbito» por excelencia. En cuanto tal, ha de ser tratada con sumo respeto, estima y voluntad de colaboración. Nivel 3. Para adoptar de manera estable la actitud de generosidad y colaboración que nos exigen las realidades ambitales —sobre todo las personas e instituciones—, necesitamos estar vinculados de raíz no solo a ellas, sino a ciertas realidades más sutiles y difíciles de captar, pero que se muestran sumamente fecundas en nuestra vida. Me refiero a valores tales como la bondad, la verdad, la justicia, la belleza, la unidad. El animal, por tener «instintos seguros» —instintos que ajustan su actividad a las condiciones de supervivencia—, no necesita inspirar su modo de actuación en esos grandes valores. El animal actúa bien con solo dejarse llevar por sus pulsiones instintivas. El ser humano necesita orientar dichas pulsiones y armonizarlas con las energías que se generan en su espíritu cuando se orienta hacia el ideal auténtico de la vida. El ideal verdadero viene dado por la unidad y sus cuatro valores complementarios: la bondad, la verdad, la justicia y la belleza. El vínculo profundo con estos valores solo es posible cuando adoptamos una actitud alejada de toda voluntad de dominio, posesión, manejo arbitrario e interesado —nivel 1 — y cercana a los sentimientos de respeto, estima y admiración —nivel 2—. Precisamente por ser muy elevados, esos valores no se nos imponen coactivamente, pero muestran un poder imponente para atraernos y colmar nuestra vida de sentido, creatividad y libertad interior. Cuando sabemos responder positivamente a la llamada de tales valores, experimentamos su fuerza transfiguradora. Esa energía interior la adquirimos en el nivel 3. Nivel 4. Para lograr que nuestra vinculación radical al bien, la verdad, la justicia, la belleza y la unidad sea incondicional, de modo que se mantenga por encima de cualquier vicisitud, debemos sentirnos religados por nuestra misma realidad personal a un Ser que no cambia y constituye la encarnación perfecta de tales valores. Dios, por amor, creó a los seres humanos a su imagen y semejanza. Este acto creador los dotó de una dignidad suma e inquebrantable, que los hace en todo momento acreedores de un respeto absoluto, es decir, absuelto o desligado de cualquier condición. Podemos hallarnos, por propia culpa, en un estado de desvalimiento total, e incluso de envilecimiento e indignidad. No somos dignos de alabanza por ello, pero, como personas, merecemos ser tratados con respeto y bondad compasiva, pues nuestro origen es el Señor absolutamente bueno. Al sentirnos religados, en el núcleo de nuestra persona, a Quien es la bondad, la verdad, la justicia, la belleza y la unidad por excelencia, situamos nuestra vida en el nivel 4. La experiencia propia del nivel 4 hace posible la del nivel 3, que es, a su vez, la base de la vida de encuentro propia del nivel 2. En un ser corpóreo-espiritual como es el hombre, estos tres niveles se apoyan en el nivel 1. Y, en consecuencia, la vida en el nivel 1 adquiere un sentido personal en las experiencias propias del nivel 2, que, para ser auténticas, remiten al nivel 3, que, a su vez, requiere la fundamentación última del nivel 4. Esta implicación mutua y jerarquizada de los cuatro niveles es indispensable para verlos en toda su riqueza y con su poder configurador de nuestra personalidad. 56
Niveles negativos Nivel -1. Si, por haberse debilitado nuestra relación con el ideal de la unidad, carecemos de energía interna para ascender a los niveles 2, 3 y 4, nos movemos exclusivamente en el nivel 1 y tendemos a adoptar una actitud egoísta. En consecuencia, damos primacía a nuestro bienestar, consideramos a los demás como un medio para nuestros fines, intentamos poseer y dominar cuanto nos rodea para incrementar nuestras gratificaciones de todo orden. Al no estar compensada esta tendencia al propio bienestar (nivel 1) con la voluntad de hacer felices a los demás (nivel 2), corremos riesgo de tornarnos egocéntricos e insensibles, poco o nada preocupados de ser bondadosos, justos y veraces, así como de unirnos a ellos y procurarles una vida bella. Al unirse esta insensibilidad con la costumbre de considerar a los otros como un medio para nuestros fines, podemos llegar a hacérselo ver y sentir abiertamente, con lo cual herimos su sensibilidad y quebrantamos su autoestima. Con este ultraje, iniciamos el proceso de vértigo y bajamos al nivel -1. Nivel -2. Si alguien considera a otra persona como un medio para sus fines —por tanto, como una posesión—, y no ve satisfechas sus pretensiones, puede llegar a desahogar su frustración con insultos e incluso con malos tratos psíquicos y físicos. Se trata de una ofensa de mayor gravedad que la anterior y supone la caída en el nivel -2. Actualmente, la sociedad se halla confusa e indignada ante el fenómeno de los malos tratos entre cónyuges. Se reclaman toda clase de medidas policiales y judiciales. Pero apenas hay quien se cuide de investigar las fuentes de esta degeneración social. El análisis de los niveles de realidad y de conducta nos permite radiografiar este fenómeno degenerativo y poner al descubierto algunas de las causas básicas del mismo. Nivel -3. Una vez entregados al poder seductor del vértigo del dominio, podemos vernos tentados a realizar el acto supremo de posesión que es matar a la persona que decide recobrar su libertad abandonándonos. De este modo, somos nosotros quienes decidimos de un golpe todo su futuro. Al hacerlo, nos precipitamos hacia el nivel -3. No pocas personas manifiestan su estupor ante el hecho de que alguien elimine a quien comparte con él la vida. Visto aisladamente, es un hecho que parece inverosímil. Si lo situamos en su verdadero contexto (nivel -3) y lo vemos como continuación del nivel -2, con cuanto implica, advertimos que estamos ante una caída por el tobogán del vértigo. Lo que sucede en esta caída es injustificable, pero resulta previsible cuando alguien se deja seducir por la voluntad egoísta de dominio. Nivel -4. En esta caída hacia el envilecimiento personal, cabe la posibilidad de llevar el afán dominador al extremo de ultrajar la memoria de los seres a quienes uno mismo ha quitado la vida. No pocos terroristas han mancillado las lápidas que guardan los restos de sus víctimas. Esta vileza los hunde en el abismo del nivel -4. La burla es una forma prepotente de dominio, propia de quien disfruta altaneramente al presenciar el espectáculo del ídolo caído. En el fondo, las actitudes propias de los niveles negativos son formas cada vez más agresivas de dominio. Están inspiradas por el ideal egoísta de dominar, poseer y disfrutar, así como las actitudes características de los niveles positivos responden al ideal generoso de la unidad y el servicio. 57
Este proceso de envilecimiento en cuatro fases es recorrido por la figura literaria de Don Juan, configurada en el Siglo de Oro español por Tirso de Molina y recreada posteriormente por numerosos autores: Molière, Zorrilla, Torrente Ballester..., y, de modo singular, por Daponte-Mozart en la genial ópera Don Giovanni.
[1] Cf. J.P. SART RE: Escritos sobre literatura I (Alianza Editorial, Madrid 1985)175-177; J.M. IBÁÑEZ LANGLOIS: La creación poética (Rialp, Madrid, 1964) 91. [2] Cf. Phenoménologie de l’ expérience esthétique, PUF, Paris 1959, vol. II: La perception esthétique, p. 526. [3] Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. En José Gaos (ed.): Diez siglos de poesía castellana, Alianza Editorial, Madrid 1983, 3.ª ed., pp. 58-70. [4] Cf. Ich und Du, en BUBER: Schriften über das dialogische Prinzip, Schneider, Heidelberg, 1954, p. 8. [5] Cf. Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1943, p.1225. [6] El principito, Alianza Editorial, Madrid 1972, 2.ª ed., p. 18; Le petit prince, Harbrace Paperbound Library, Nueva York 1943, p. 11. [7] Cf. Studi Cattolici, VII-VIII, Milán 1991. [8] Esta obra es analizada ampliamente en mi libro El arte de leer creativamente, Stella maris, Barcelona 2014, pp. 291-323. [9] Un análisis de este tipo de mirada se halla en mi obra El arte de leer creativamente, o.b. cit., pp. 41-77. [10] Cf. El principito, pp. 37, 30-31; Le petit prince, pp. 38, 31. [11] Cf. El principito, pp. 36-37; Le petit prince, pp. 28-29. [12] Cf. La sauvage, La Table Ronde, París, 1958, p. 111; La salvaje, en Teatro. Piezas negras, Losada, Buenos Aires, 1968, 4.ª ed., p. 124. [13] Un análisis pormenorizado de esta obra puede verse en mi libro Literatura y formación ética, Puerto de Palos, Buenos Aires 2005, pp. 147-191. [14] Ariel, Barcelona, 1976, pp. 15-34. [15] Cf. ibid, p. 209. [16] Cf. ibid, pp. 209-210. [17] Cf. ibid, p. 209. [18] Sobre la transformación del espacio físico en ámbito lúdico, cf. mi Estética de la creatividad, Rialp, Madrid, 1998, 3.ª ed., pp. 233-253, y, sobre todo, La ética o es transfiguración o no es nada, o.b. cit., 277-325. [19] Una explicación amplia de la teoría de los ámbitos y su fecundidad para comprender el carácter específico del fenómeno literario puede verse en mi Estética de la creatividad, pp. 298 y ss. [20] Cf. Op. cit., Alianza Editorial, Madrid 1980, pp. 126-127. [21] Cf. En attendant Godot, Les Editions du Minuit, París 1952, pp. 57-58; Esperando a Godot, Barral, Barcelona 1970, p. 46. [22] Cf. En attendant Godot, p. 113; Esperando a Godot, p. 103. [23] Cf. Le mythe de Sisyphe, Gallimard, París, 1942, 49.ª ed. [24] Cf. El extranjero, Alianza Editorial, Madrid 1971, p. 143; L’etranger, Gallimard, París 1957, p. 186. [25] Cf. ALBERT CAMUS: Calígula, Gallimard, París 1958, p. 83. [26] Una caracterización más amplia de ambas orientaciones puede verse en mi obra La revolución oculta, manipulación del lenguaje y subversión de valores, PPC, Madrid 1991, pp. 331-353. [27] Cf. Présence et immortalité, Flammarion, París, 1959, pp. 23-24.
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[28] Cf. Op. cit., Losada, Buenos Aires, 1975, 15.ª ed., p. 144; La Nausée, Gallimard, París, 1938, p. 179. [29] Puede verse una descripción pormenorizada de esta experiencia en mi Estética de la creatividad, Op. cit, pp. 386 y ss. [30] Cf. La náusea, p. 153; La Nausée, p. 190. [31] Cf. La náusea, pp. 193-194; La Nausée, pp. 243-244. [32] Cf. La náusea, p. 195; La Nausée, pp. 245-246. [33] El profundo tema de la libertad vacía adquiere un inusitado relieve en Le Sursis, de Sartre, sobre todo en esa especie de «desnudo literario» que es el parágrafo que comienza: «Se paró en la mitad del Pont Neuf, se puso a reír [...]». Cf. Los caminos de la libertad II. El aplazamiento, Losada, Buenos Aires 1967, 5.ª ed. pp. 327 y ss. [34] Cf. Marianela, Alianza Editorial, Madrid 1984, p. 70. [35] Cf. Inteligencia sentiente, Alianza Editorial, Madrid, 1981. [36] Cf. A. BRUNNER: Glaube und Erkenntnts. Philosophisch-theologische Darstellung, Kösel, Munich 1951, pp. 52-108; R. AUBERT : Le problème de l‘acte de foi, Louvain, 1950; H. FRÍES: Glauben-Wissen. Wege zu einer Lösung des Problems, Morus, Berlín 1960 (versión española: Fe-Saber, Cristiandad, Madrid 1963). [37] Es el tema desarrollado en El triángulo hermenéutico, PPC, Madrid 1975, 2.ª ed., obra a la que me permito remitir al lector que desee comprender en su génesis el método de análisis literario que aquí presento. [38] Más amplias precisiones sobre estos temas pueden verse en mi Estética de la creatividad, pp. 354-363. [39] Cf. L’Etranger d’Albert Camus, Larousse, Paris 1972. [40] Para fundamentar sólidamente el método lúdico-ambital de análisis de obras literarias, encierra el mayor interés advertir la vinculación que se da entre el concepto de «ámbito», por una parte, y el de «espacio existencial» en Flaubert, el de «habitar» en G. Bachelard, M. Heidegger, M. Merleau-Ponty, O. F. Bollnow, y el de «lo abierto» en R. M.ª RILKE. Cf. Estética de la creatividad, pp. 163-192, 271-274 y 457-464. [41] El prestigioso crítico literario G. POULET funda sus análisis en la convicción de que los grandes textos literarios y filosóficos son testigos de hondas experiencias personales. Ello lo insta a remontarse a los «hechos de conciencia» que están en la base de los procesos creadores. Cf. Etudes sur le temps humain, Plon, París, 1945, pp. 47 y ss.; Les métamorphoses du cercle, Plon, París, 1961, p.381; Les chemins actuels de la critique, Plon, París 1967. [42] Cf. La experiencia, estética y su poder formativo, Verbo divino, Estella, 1991, pp. 125 y ss. [43] El análisis —a la luz de la Estética de la creatividad— de la obra de J.-P. SARTRE; L’imaginaire (Gallimard, París 1948, pp. 239-246) pone de manifiesto la urgencia de clarificar los equívocos provocados por la tendencia a aplicar al estudio de los procesos creadores esquemas mentales solo adecuados al estudio de procesos artesanales. [44] Cf. Cartas sobre la educación estética del hombre, Aguilar, Madrid 1969, 2.ª ed., pp. 91-93. Edición original: Ueber die ästhetische Erziehung des Menschen, Scherpe, Krefeld 1948, pp. 56-57. [45] Los más recientes son Descubrir la grandeza de la vida, Desclée de Brouwer, Bilbao 2009; y La ética es transfiguración o no es nada, BAC, Madrid 2014. [46] Una ética para nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid 1974, p. 12. Versión original: Tugenden. Meditationen über Gestalten sittlichen Lebens, M. Grünewald, Maguncia 1987, 4.ª ed., p. 30 (El paréntesis es mío). [47] El término «ob-jeto» procede del verbo latino objacere —estar enfrente-, del que se deriva objicere, cuyo participio es objectum, objeto.
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PRIMERA PARTE LA NÁUSEA de Jean-Paul Sartre (1905-1980)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE LA OBRA Por tratarse de un diario, el argumento presenta un carácter disperso. Destacan en él tres experiencias: el protagonista, Antoine Roquentin, está sentado en un banco de un jardín, mira fijamente la raíz de un castaño que se hunde en el suelo y advierte de repente que se difuminan las significaciones de todos los seres del entorno. Descubre, entonces, la contingencia de los seres y piensa que «todos estamos de más». Luego se levanta, mira el jardín en conjunto y ve que «le sonríe». Más tarde, entra en un bar, oye en un tocadiscos una conocida canción y advierte que existen dos niveles de realidad: 1) la realidad contingente que perece (la cantante que entona la canción puede haber muerto y desaparecido; el disco puede haberse rayado y perdido calidad); 2) la realidad que supera la sumisión al espacio y al tiempo (la melodía tiene un modo de existencia que le permite seguir tan lozana como el día en que fue grabada). Movido por este descubrimiento, el protagonista abandona sus estudios de historia — disciplina que trata con realidades contingentes, perecederas— para consagrarse a tareas creativas, cuyos frutos son imperecederos; por ejemplo, la creación literaria. II. T EMA DE LA OBRA Al vivir personalmente esas tres experiencias, se ve la obra en su génesis. Al hacerlo, descubrimos que 1) en la primera experiencia (la de la raíz), el protagonista se empasta sensorialmente con la raíz del castaño y deja de pensar, perdiendo de vista el mundo de las significaciones, como sucede en la «experiencia del espejo». Cuando se le concede la primacía, esta experiencia provoca estados de soledad, entrega a procesos de fascinación, sentimientos de tedio o aburrimiento; 2) en la segunda experiencia (la de la sonrisa), Roquentin contempla el jardín cerca pero a cierta distancia y capta la significación de las realidades que lo componen porque ellas se le manifiestan; esta manifestación es expresiva como una sonrisa (nivel 2); 3) en la tercera experiencia (la de la canción), el protagonista descubre una realidad del nivel 2 (la obra musical) que solo se revela plenamente cuando vivimos con ella una experiencia reversible, creativa en vinculación. III. CONTEXTUALIZACIÓN
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Jean-Paul Sartre nace en París, el 21 de junio de 1905. Su abuelo, protestante, era tío de Albert Schweitzer. Muere su padre en 1907, y en 1919 contrae su madre nuevas nupcias. De 1917 a 1929 realiza estudios en el Liceo de La Rochelle y en la Escuela Normal Superior de París. En 1926 conoce a Simone de Beauvoir. De 1929 a 1930 realiza la Agregación. En octubre de 1931 escribe un trabajo sobre el «hecho de la contingencia». En 1932 descubre a Edmund Husserl, Céline, Dos Passos y Ernest Hemingway. Tras un viaje a Londres e Italia, reside en el Instituto Francés de Berlín de 1933 a 1934, con el fin de estudiar la Fenomenología de Husserl y el pensamiento existencial de Martin Heidegger. Redacta el ensayo sobre La trascendencia del ego y concluye la segunda versión de La melancolía (que será publicada con el título de La náusea). En 1934 redacta Lo imaginario. En 1934 regresa a París y reanuda su labor docente hasta 1945, fecha en que la abandona voluntariamente para dedicarse a escribir. En 1936 viaja a Italia y publica La imaginación. En 1938, la editorial Gallimard edita La náusea. La labor investigadora filosófica iniciada en las obras anteriores da lugar a una copiosa lista de escritos, en la que sobresalen El ser y la nada. Ensayo de una ontología fenomenológica (1943) y la Crítica de la razón dialéctica (1960). Movilizado en la Segunda Guerra Mundial, Sartre cayó prisionero el 21 de junio de 1940 y fue liberado en 1941. En el campo de concentración escribió, en atención a un compañero católico, una especie de auto sacramental titulado Barioná, el hijo del trueno. En 1939 publica los cinco relatos de El muro. En 1945 y 1949 editó los tres tomos de Los caminos de la libertad. Entre sus obras teatrales destacan, por su intensidad y su postura beligerante, Las moscas (1943), A puerta cerrada (1944) y Las manos sucias (1950).
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I. ANÁLISIS DE LA NÁUSEA
I. LA EXPRESIÓN NOVELÍSTICA DE UNA INTUICIÓN FILOSÓFICA En principio, Sartre concibió La náusea en forma de ensayo filosófico y le dio el título de Melancholía, en recuerdo del famoso grabado de Durero, por el que sentía gran predilección. A instancias del editor Gallimard, cambió el género ensayístico por el novelístico y puso a la obra un título más agresivo y ambiguo: La náusea[1]. Esta segunda versión fue terminada en 1934. En 1936, la editorial Gallimard rechazó la propuesta de publicación; la aceptó en la primavera del año siguiente. La publicación tuvo lugar en 1938. El trasvase de un contenido filosófico al género novelístico tuvo por resultado una obra marcadamente ambigua y, como tal, poderosamente expresiva. La expresividad es, a menudo, fruto de la interacción brusca de elementos significativos diversos. De ahí la potencialidad expresiva de la metáfora y las extrapolaciones de conceptos. Esta interacción de elementos extraños da lugar a un género literario falso (Brice Parain), en sentido de híbrido[2]. Tal hibridismo responde a una intención manifiesta del mismo Sartre: «Expresar en forma literaria verdades y sentimientos metafísicos»[3]. La idea filosófica que Sartre deseaba exponer era la de la «contingencia» o no-necesidad de los seres. Para dotar a esta idea de ropaje novelístico, Sartre desciende al nivel de la experiencia humana y adopta un estilo narrativo en primera persona. La narración novelesca describe las diversas fases de las distintas experiencias realizadas, sobre todo por el protagonista. Ello confiere al relato la indispensable unidad y tensión dramática. A través de diferentes anécdotas y episodios, descritos con técnicas estilísticas diferentes, Sartre intenta mostrar cómo el protagonista, Antoine Roquentin, va experimentando un profundo cambio en su modo de ver las cosas y, consiguientemente, en su actitud hacia el entorno. Es una aventura intelectual y vital al mismo tiempo, pues al cambio en la valoración de las cosas sigue una mutación en el modo de valorar la vida y conducir la propia existencia. En realidad, el sentido de lo que son las cosas se alumbra en el trato del hombre con las mismas. De ahí que la vertiente intelectual y la vertiente práctica de la existencia humana vayan profundamente vinculadas. Debido a las exigencias del estilo novelesco de narrar, esta multiforme experiencia de Roquentin no aparece a los ojos del lector de modo articulado y sucesivo, sino fragmentado y discontinuo. Se requiere particular atención para no reducir este proceso 63
experiencial a una sola de sus fases, como acontece cuando se identifica la experiencia de Roquentin con la experiencia de la raíz en el jardín[4]. Nuestro análisis pondrá singular interés en destacar la génesis y el sentido cabal de la doble experiencia que lleva a Roquentin, en principio, al sentimiento de la «náusea» y a la revelación de la «contingencia» de todo y, posteriormente, le permite vislumbrar una puerta de salvación en la creatividad estética. Los temas de la investigación histórica, la aventura, el erotismo, el humanismo y otros semejantes, que constituyen la trama argumental de la obra, solo serán considerados en cuanto esclarecen la experiencia fundamental del protagonista. Roquentin se muestra deslumbrado por la vertiente «objetiva» de las cosas (vertiente mensurable, asible, verificable por cualquiera) y por la consiguiente posibilidad de unirse fusionalmente a ella (nivel 1). Simultáneamente, siente añoranza por un modo de realidad superior, metaobjetiva, con la cual el hombre pueda relacionarse a distancia de perspectiva y fundar un verdadero campo de libre juego, es decir, un ámbito de libertad (nivel 2). Se ve atraído por la fascinación de lo objetivo (lo corpóreo, sensible, asible, susceptible de darse a conocer por vía de inmediatez táctil) y experimenta un profundo horror ante la posibilidad de empastarse o coagularse en lo meramente objetivo, pues — no obstante la intensidad fascinante, embriagadora, con que se vincula a los objetos— sigue teniendo conciencia viva de ser un hombre y no una mera cosa. Esta doble orientación de la experiencia de Roquentin compromete el tema de la relación del hombre con las realidades del entono, y consiguientemente, el tema de la temporalidad, esencial asimismo en la obra de Beckett Esperando a Godot. II. ANÁLISIS SINTÉTICO DE LAS EXPERIENCIAS NUCLEARES Toda lectura debe ser una re-creación de la obra. Para volver a crear una obra, el lector ha de asumirla como si la estuviera gestando por primera vez; debe tomar sus elementos integrantes —conceptos, frases, escenas...— en su albor, en su interno dinamismo, en su poder de vibración, en su capacidad de conferir cuerpo expresivo a mundos de sentido, es decir, de vida en relación. Ello es posible si lee los textos a la luz ganada en la propia experiencia, experiencia tematizada, ahondada y articulada a través de una reflexión filosófica rigurosa que permita ver la trabazón estructural de acontecimientos, conceptos y términos. Gabriel Marcel, a la luz de su triple experiencia de filósofo, músico y dramaturgo, subrayó el carácter creativo de toda interpretación auténtica: «Interpretar un texto literario implica una verdadera creación, como sucede con el intérprete musical que quiere descubrir el sentido profundo de una obra más allá de su significado inmediato que cualquier conocedor de la escritura musical puede ver en los signos de la partitura. Esta interpretación creadora es una “participación” efectiva en la inspiración misma del compositor»[5].
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Rehagamos, como ejercicio de lectura creativa, participativa, las tres experiencias básicas del protagonista de La náusea, de Jean-Paul Sartre. 1. La experiencia de la raíz Roquentin se halla sentado en un banco del jardín, mirando fijamente la raíz de un árbol[6]. De repente, siente que todo el mundo de las significaciones desaparece, y las realidades se funden y nivelan en un magma amorfo, carente de cualificación y razón de ser; injustificado, contingente, sobrante. Todo está de más, y el suicidio no disminuirá en grado alguno el número de seres oprimentes, abotargantes, pues los «huesos mondos y lirondos bajo la tierra también estarían de más». Al terminar la lectura de este pasaje, uno se pregunta cómo la mirada de la raíz puede provocar esta interpretación de lo real. He aquí el punto nuclear de la obra que todo intérprete o hermeneuta ha de intentar esclarecer. Para lograrlo, debemos ahondar en los diversos modos de mirada. El análisis de los pasajes anteriores de la obra nos permite entrever que se trata aquí de una mirada fija, obsesionada, fascinada; una mirada sin distancia. Recordemos que el conocimiento humano auténtico supone una relación de presencia con la realidad conocida, y la presencia debe conseguirse conjugando una forma de inmediatez y otra de distancia[7]. Si realizamos la experiencia de la fascinación, advertimos que esta fusiona, empasta, anula la capacidad de crear un campo de libre juego entre nosotros y la realidad que nos fascina y, con ello, extingue la luz que brota en este campo de iluminación y permite captar el significado de las realidades que lo fundan[8]. Una realidad sin significado es absurda. Por eso, cuando repetimos maquinalmente —es decir, no creadoramente— un nombre conocido —por ejemplo, mesa—, acaba pareciéndonos absurdo. Al relajar la atención y decir «mesa, mesa, me/samé, samé...», la palabra «mesa» se reduce a una cascada de sonido, a un susurro. Una vez situada la palabra en un nivel meramente sensible, su significado se desvanece. Estamos en el estadio inferior del nivel 1 (nivel 1a). El significado de la raíz se alumbra cuando se considera su relación con otras realidades a ella conexas. Seguimos en el nivel 1, pero hemos subido unos peldaños, pues nos hemos elevado al mundo de las relaciones, en el que se alumbra el significado (nivel 1b). Un proceso análogo tiene lugar respecto a la vista cuando se adopta una actitud de relax extremo, opuesta a la tensión propia de la creatividad. Al mirar Roquentin la raíz con este tipo de mirada fascinada, fusionante, carente de la distancia que exige el juego (nivel 1a), las cosas pierden para él su significación peculiar y los nombres dejan de ser lugares de vibración de las realidades a que aluden. Los nombres adquieren su significado propio en el dinamismo de la interrelación creadora entre el hombre y las realidades del entorno (nivel 1b). Anulado este dinamismo, los hombres y las cosas se escinden y estas pierden su significado peculiar. Las cosas, aisladas de sus nombres y de las tramas de interrelaciones que les dan una significación peculiar, se le aparecen a Roquentin como grotescas, informes, deformes, excesivas, masivas, empeñadas tercamente en imponer su existencia sin una justificación interna de la misma. 65
2. La experiencia de la sonrisa Cuando Roquentin se levanta, se acerca a la verja y contempla el jardín en su conjunto, observa que este le «sonríe», y esta sonrisa «quiere decir algo», y su significación constituye «el verdadero secreto de la existencia». Roquentin experimenta súbitamente una transformación al abandonar su actitud de inmediatez fusional. Al tomar cierta distancia frente al jardín y verlo sinópticamente en su trama de realidades e interrelaciones, funda un campo de juego y de iluminación, y capta a esta luz la expresión luminosa del jardín: su «sonrisa». El fenómeno de la sonrisa encierra una sorprendente riqueza por ser creado de dentro afuera, con espontaneidad expresiva, y ser irreductible a los elementos que lo integran. Si se sonríe uno forzadamente, no hace sino una mueca. La sonrisa constituye la puesta en acto de una actitud personal de alegría y beneplácito. Ya estamos en el nivel 2. Para comprender el significado del fenómeno de la sonrisa, hay que verlo en bloque, como lugar en el cual la persona vibra toda ella y se expresa. Si se lo desvincula del conjunto de la vida personal o se lo reduce a la suma de ciertos gestos faciales, la sonrisa como fenómeno integralmente humano desaparece. 3. La experiencia de la canción Un salto semejante, del nivel 1 al nivel 2, acontece en esta experiencia. La melodía se despliega por encima del disco con tal independencia y libertad frente a todo lo existente que Roquentin siente vergüenza de sí y de cuanto «existe de modo cotidiano» (con el tipo de existencia propia del nivel 1). La melodía no existe con este modo precario de existencia. La cantante que entonó la melodía existía y puede haber fallecido. El disco existe, y con el tiempo es posible que se deteriore o rompa. La melodía en sí queda al margen de estas circunstancias y se conserva lozana, pues las obras musicales se vuelven a crear en cada acto de interpretación (nivel 2). La melodía se halla «más allá», siempre «más allá de todo, de una voz, de una nota de violín». «Yo ni siquiera la oigo — advierte el protagonista—, oigo sonidos, vibraciones del aire que la desvelan»[9]. Las últimas páginas de La náusea dejan entrever que la experiencia de Roquentin no se reduce a la inmersión fusional en el entorno. Esta forma de unión es intensa pero pobre —por no dar lugar a una relación de presencia y encuentro—, y debe ser superada mediante el salto al nivel 2, el nivel del juego musical, forma de actividad estrictamente creativa. Ello nos revela que era sin duda más adecuado al contenido de la obra el título original —Melancholía—, sentimiento de añoranza de un plano de realidades más elevadas que las que forman el entorno vital. La experiencia de la canción subraya el papel relevante que juega la música en la literatura contemporánea. La música es, por esencia, configuradora de ámbitos y de órdenes y, en cuanto tal, constituye un antídoto de la «náusea», sentimiento provocado por la inmersión fusional en el entorno y el consiguiente desdibujamiento de los perfiles que otorgan a cada ser delimitación y sentido. Al anularse las significaciones, toda la realidad queda diluida en un polvo atómico de presentes desligados, puntuales, inconexos. En cambio, una melodía —y, en mayor grado, la obra musical en que se 66
integra— presenta una interna trabazón, una fuerte cohesión orgánica en la cual el pasado, el presente y el futuro se ensamblan estructuralmente y forman un conjunto dotado de relieve, de un modo de temporalidad superior cualitativamente a la temporalidad que marca el reloj y coordinable con ella. Cuando se integran estos modos diversos de temporalidad, se siente una impresión de dominio del decurso temporal y se vence la opresión del tedio, sentimiento que invade al hombre cuando, por falta de creatividad, queda sometido a la marcha aburridamente monótona de los instantes temporales. A este modo de temporalidad vive sujeto Roquentin cuando se entrega fascinado a las realidades del entorno. De ahí su falta de memoria, que —como resalta en la obra de S. Beckett Esperando a Godot— no suele indicar en la literatura contemporánea un rasgo psicológico de ciertos personajes, sino una actitud básica ante la existencia: la falta de voluntad de re-cordar, de «volver a pasar por el corazón», de revivir y re-crear. Un análisis profundo de La náusea nos revela que esta obra se despliega a partir de dos intuiciones (la de la contingencia radical de unas realidades y la de la no-contingencia de otras), y estas intuiciones se alumbran en tres experiencias: 1) la del relax extremo, que fusiona al hombre con los estímulos visuales que proceden de la raíz; 2) la de la sonrisa llena de sentido y expresividad que le dirige el jardín al protagonista cuando este lo contempla en su conjunto, a distancia de perspectiva; y 3) la de la canción, que revela el mundo de las realidades que son fruto de un acto creador, no mero producto de un proceso fabril. La descripción de las experiencias de la sonrisa y la canción es muy breve, pero constituye una especie de fulguración que lo pone todo a una nueva luz. Bien realizadas estas tres experiencias, que significan otras tantas formas de juego, se alumbra la luz necesaria para comprender el sentido de todos los acontecimientos de la obra y clarificar hasta el último pormenor estilístico. Sirva de ejemplo el párrafo siguiente: «La raíz, las verjas, el jardín, el banco, el césped ralo, todo esto se había desvanecido: la diversidad de las cosas, su individualidad, solo era una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas y blandas en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena»[10]. ¿Qué sentido tiene la aplicación extrapolada de una calificación ética («desnudez espantosa y obscena») a un acontecimiento metafísico, es decir, relativo a la realidad en cuanto tal? Una realidad, cuando ostenta una significación, un modo de ser peculiar, posee cierta delimitación y autonomía, es decir, «intimidad». En los tiempos antiguos, la cualificación de las personas venía expresada por el vestido, que era el custodio de la «intimidad» del ser personal —en sus dos vertientes: corpórea y espiritual—. Perder la cualificación, la significación peculiar que uno tiene por ser lo que es, equivale a despojarse del vestido que lo caracteriza. Esta pérdida de la intimidad resulta obscena por ser injustificada; y aparece como espantosa porque altera el orden natural y produce sobresalto.
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He aquí cómo una expresión de carácter ético adquiere un sentido metafísico preciso. Ante este pasaje de la obra, el método que proponemos no se limita a sugerir que estamos ante una metáfora, una licencia concedida al escritor para lograr un efecto expresivo. Ahonda en las experiencias fundamentales para alumbrar el sentido cabal de cada pormenor, en la seguridad de que todo gran autor suele operar conforme a una lógica, es decir, a una coherencia interna que el intérprete debe descubrir. III. ANÁLISIS EXTENSO DE LAS EXPERIENCIAS NUCLEARES 1. La experiencia de la raíz Para comprender la marcha de la experiencia de Roquentin en sus diversas fases, se requiere captar el nexo que media entre la actitud personal de pasividad, de falta de tensión creadora, y la propensión a vincularse con las cosas de modo fusional, sin la distancia de perspectiva que es presupuesto de la verdadera relación de presencia y, correlativamente, del alumbramiento de sentido. Nuestra interpretación de la conducta de Roquentin será plenamente lograda si conseguimos advertir cómo se conecta su actitud ante la existencia y la revelación del sinsentido y contingencia de la misma. Actitud objetivista y sentimiento de soledad A juicio de Roquentin, la verdadera realidad del anciano doctor Rogé es «que está solo, sin experiencia, sin pasado, con una inteligencia que se embota, un cuerpo que se deshace» (84-85, 102). Para evitar el reconocimiento de esta verdad, el doctor Rogé recurre a un «pequeño delirio de compensación», intentando compensar la falta de capacidad vital presente con una supuesta riqueza experiencial adquirida a lo largo de la vida (85, 103). El único criterio para juzgar en verdad lo que es actualmente este hombre viene dado —según Roquentin— por la mirada sensible. Si se mirara al espejo, se vería cada día «más semejante al cadáver que será» (84, 102). Como las dimensiones humanas a las que alude el concepto de «experiencia de la vida» no son accesibles a la simple mirada sensible, Roquentin las considera sin más como inexistentes. Esta convicción inspira un estilo irónico al hablar de la «experiencia» que el doctor Rogé cree haber acumulado. De modo semejante, alude irónicamente a la creencia de Anny en los «momentos perfectos», y confiesa: «Yo no sé aprovechar las ocasiones: voy al azar, vacío y tranquilo, bajo este cielo inutilizado» (85, 103). «Es por pereza, supongo, por lo que el mundo se parece de un día a otro» (92, 112). Una y otra vez, Roquentin confiesa su temor a la soledad. Respecto al cuadro titulado La muerte del soltero, hace esta observación: Este hombre no había vivido sino para sí. Por un castigo severo y merecido, nadie había acudido a su lecho de muerte a cerrarle los ojos. Este cuadro me daba un último aviso: aún era tiempo, podía volver sobre mis pasos (98, 120).
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Hablando de Anny, anota: «Tomarla en mis brazos... ¿Para qué? No puedo hacer nada por ella. Está sola como yo» (170, 213). «Puede ser la última vez que la veo. Yo no estoy abrumado simplemente por alejarme de ella; tengo un miedo horrible a reencontrar mi soledad» (172, 215). «Estoy solo [...]. Solo y libre. Pero esta libertad se parece un poco a la muerte» (175,220). Tras advertir que el Autodidacta, debido al escándalo producido en la biblioteca al descubrirse su relación con un joven, debe «marchar sin rumbo, abrumado de vergüenza y horror», pues los hombres lo rechazan (179, 224), comenta: «Era necesario que un día se encontrase solo. Como el señor Achille, como yo: es de mi raza, tiene buena voluntad. Ahora ha entrado en la soledad, y para siempre. Todo se derrumbó de un golpe, sus sueños de cultura, sus sueños de entendimiento con los hombres [...]. Siento no haberlo acompañado, pero no ha querido; es él quien me ha suplicado lo dejara solo: comenzaba el aprendizaje de la soledad» (179, 225). El sentimiento de soledad se hace tan absoluto que se transforma en conciencia de vaciedad, y Roquentin se siente desvinculado de todo, incluso de sí mismo como ser firme y sustante. «Ella (Anny) se ha vaciado de mí de un golpe y todas las otras conciencias del mundo también están vacías de mí. Esto me resulta extraño. Sin embargo, yo sé bien que existo, que yo estoy aquí» (189, 237). «En la actualidad, cuando digo “yo”, me parece algo hueco. Ya no consigo muy bien sentirme a mí mismo; de tal modo estoy olvidado. Todo lo que queda de real en mí es la existencia que se siente existir. Bostezo dulcemente, largamente. Nadie. Para nadie existe Antoine Roquentin. Esto me divierte. ¿Y qué es eso de Antoine Roquentin? Es algo abstracto. Un pálido recuerdo de mí vacila en mi conciencia. Antoine Roquentin... Y de repente el yo palidece, palidece y, ya está, se extingue.» «Lúcida, inmóvil, desierta, la conciencia está puesta entre paredes; se perpetúa. Nadie la habita ya [...]. He aquí lo que hay: paredes, y entre las paredes, una pequeña transparencia viviente e impersonal. La conciencia existe como un árbol, como una brizna de hierba. Dormita, se aburre. Pequeñas existencias fugitivas la pueblan, como pájaros en las ramas. La pueblan y desaparecen [...]. Y he aquí el sentido de su existencia: ser conciencia de estar de más. Se diluye [...]. Pero no se olvida jamás; es conciencia de ser una conciencia que se olvida» (189, 237-238). El concepto de conciencia humana como conciencia aislada, conciencia de estar «de más» es, en Roquentin, el reflejo teórico de su falta de actitud creadora. Roquentin pasa años sin hablar con los demás hombres. Adopta actitud de «espectador», incluso respecto a la patrona del bar con la que tiene relaciones «íntimas». «Yo no iré a ninguna parte —escribe—, no tengo trabajo» (121, 149). «No quiero que se me integre [...]. No soy humanista, eso es todo» (135, 168). «Desearía tanto dejarme ir, olvidarme, dormir» (143, 178). «Y yo —flojo, lánguido, obsceno, digiriendo, removiendo melancólicos 69
pensamientos— también yo estaba de más» (146, 181). «...Me dormí. El mozo acaba de despertarme y he escrito esto en estado de duermevela» (174, 218). Esta actitud de somnolienta inactividad, inspira toda su existencia. «...He aprendido que se pierde siempre. Solo los cochinos creen ganar. Ahora quiero hacer como Anny, quiero sobrevivir. Comer, dormir. Dormir, comer. Existir lentamente, dulcemente, como estos árboles, como un charco de agua, como el asiento rojo del tranvía» (175-176, 220). Esta vida que transcurre en un nivel de inactividad infrahumana anula el ritmo creador y produce una entera sumisión a los instantes temporales. Con ello suscita el tedio: «Yo me aburro, eso es todo [...]. Es un tedio profundo, profundo, el corazón profundo de la existencia, la materia misma de la que estoy hecho» (176, 220). Roquentin se siente inmerso en cada instante, rodeado por él y limitado; y al mismo tiempo tiene conciencia de que ese instante del que él «está hecho» (176, 221) se va a desvanecer inmediatamente. Se siente lejos de los demás habitantes, a los que contempla, desde lo alto de la colina, de modo objetivo, no-creador de ámbitos (176, 221). Esta actitud no creadora lleva al soltero Roquentin a criticar en sus conciudadanos «la extrema tontería de hacer hijos» (177, 222). La reducción del dialógico «crear» (nivel 2) al monológico «hacer» (nivel 1) revela una posición objetivista ante la existencia que se traduce en sentimiento de aversión hacia la misma. Reducida al nivel meramente objetivo, la existencia carece de sentido, y los existentes no hacen sino ocupar un lugar, robarse el espacio mutuamente, succionarse unos a otros el oxígeno. La falta de creatividad sitúa al hombre en un nivel de la realidad en el cual se justifica la inacción. «Yo sé muy bien que no quiero hacer nada: hacer algo es crear existencia, y ya hay existencia sobrada» (192, 242). La falta de creatividad explica el escepticismo de Roquentin frente a cuanto muestra una cualificación peculiar: el tiempo festivo (54,63; 76,90; 177, 222), las «situaciones privilegiadas» (168, 211), las significaciones delimitadas por los nombres. «...Yo soy siempre la misma cosa, una pasta que se estira, que se estira..., esto se parece de tal modo que uno se pregunta cómo las gentes han tenido la idea de inventar nombres, de hacer distinciones» (168, 211). Desde ese nivel objetivista (nivel 1), se explica que Roquentin sienta miedo de las ciudades (174, 218), a las que describe desde la mera vertiente sensible (olores, ruidos...). No repara en las múltiples posibilidades que la ciudad ofrece a la capacidad creadora del hombre. Más bien, tiende a refugiarse en el mundo inorgánico de los minerales por ser estos «los existentes menos horribles» (174, 219). Relación de inmediatez sin distancia con las cosas Debido a esta añoranza (de ascendencia y temple vitalista) por los niveles de realidad infrahumanos, Sartre suele confinar a sus personajes a la frontera entre el sueño y la vigilia. «Yo no sabía adónde iba, estaba demasiado absorto» (86, 104). Esta frase, escrita a propósito de un día de niebla, refleja la actitud fascinada del hombre de temple objetivista. La falta de actitud creadora provoca la tendencia a dejarse «fascinar» o 70
«seducir» por las cosas. La fascinación opera una reducción del campo de libre juego que media entre la realidad fascinante y la fascinada, anula la distancia de perspectiva y empasta al fascinante con el fascinado, de modo que este pierde la capacidad de tomar opción y de moverse con libertad. En el episodio del exhibicionista, Roquentin destaca el aspecto «fascinado» del rostro de la niña y el de su propio espíritu al contemplar la fascinación de aquella (94, 115). Esta característica y otras semejantes que afloran a lo largo de la obra deben ser entendidas en plano lúdico —ambital, relacional—, no meramente psicológico. Roquentin se entrega con frecuencia a la laxitud espiritual (120, 136; 113, 139), al sueño (113-114; 140) o al ensueño (114-115; 141). Vistas con esta actitud de relax, las realidades pierden su delimitación y se empastan, intercambiando blandamente sus características. De esta forma, los objetos cobran vida y las partes del cuerpo humano adquieren cierta independencia. «Esto (el banco) podía también ser muy bien un burro muerto...» (142, 177). «Veo mi mano que se extiende sobre la mesa. Vive, soy yo. Se abre, los dedos se expanden y apuntan. Está vuelta hacia arriba. Me muestra su vientre graso. Tiene el aire de una bestia invertida. Los dedos son las patas. Me divierto en hacerlos mover muy deprisa, como las patas de un cangrejo que ha caído de espaldas» (115, 141)[11]. Roquentin actúa con frecuencia de modo maquinal (114, 140), ansía perderse, no sentir su ser (113, 140; 114, 141), mantenerse inactivo (114, 141). «¿Qué es lo que voy a hacer ahora? Sobre todo no moverme, no moverme...» (114, 141). Esta propensión a la inmediatez fusional predispone a Roquentin contra la actividad intelectual, que implica una actitud de tensa vigilia. ...Si al menos pudiera cesar de pensar, esto iría mejor. Los pensamientos es lo que hay de más insulso. Más todavía que la carne (115, 142). ¡Si yo pudiera impedirme pensar! [...]. Yo no quiero pensar... Yo pienso que no quiero pensar. Es necesario que no piense que no quiero pensar. Porque esto es también un pensamiento. ¿No se acabará, pues, jamás con esto? (116, 142-143). Los pensamientos nacen por detrás de mí como un vértigo, los siento nacer por detrás de mi cabeza..., si cedo, se van a venir adelante, entre mis ojos, y sigo cediendo siempre, el pensamiento se agranda, se agranda, y helo aquí, el inmenso, que me llena todo entero y renueva mi existencia (116, 143). También las palabras son algo que me constituye, se identifica conmigo y me llena a mi pesar. Y, además, las palabras están dentro de los pensamientos; las palabras inacabadas, los esbozos de frase que retornan siempre [...]. Esto es peor que lo otro, porque yo me siento responsable y cómplice. Por ejemplo, esta especie de rumia dolorosa: yo existo, soy yo el que la realizo. Yo. [...] El cuerpo, una vez que ha comenzado, vive de por sí. Pero el pensamiento soy yo el que lo continúa, el que lo desarrolla. Yo existo. Yo pienso que yo existo. Oh, qué larga serpentina es este sentimiento de existir, y yo lo desarrollo muy dulcemente...» (115-116, 142). En alusión irónica, casi sarcástica, al cogito cartesiano, Roquentin advierte: Yo soy mi pensamiento: he ahí por qué no puedo pararme. Existo por eso de que pienso... y no puedo impedirme pensar. En este momento mismo —es horrible—, si yo existo es 71
porque tengo horror de existir [...]. El odio, el hastío de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia (116, 143). El pensamiento funda cierto género de distancia de perspectiva respecto a las cosas y a uno mismo. Roquentin no admite esta distancia debido a la fascinación de la existencia vista en su faz objetivista (respecto a la cual solo es posible obtener una cercanía de mera inmediatez táctil, nivel 1). Se mofa del cogito cartesiano, que en cierta medida distingue el pensar del existir y concede al pensar cierta primacía[12]. Roquentin quiere mostrar que el pensar y el existir están enrolados en un círculo o tornillo sin fin que no aboca sino al absurdo de un existir sin sentido. «Yo soy, yo existo, yo pienso, luego existo; yo soy porque pienso, ¿por qué pienso? No quiero pensar más, yo existo porque pienso que no quiero existir, yo pienso que yo... porque... ¡puah!» (117, 144). «...Él dice que está hastiado de existir [...], fatigado de hastiado de existir» (118, 146). El hombre se siente acorralado en su existencia, sin libertad para someterla a un pensamiento lúcido. «La existencia toma mis pensamientos por detrás y dulcemente los despliega por detrás [...]; se me fuerza por atrás a pensar» (118, 146). El pensamiento no aborda las cuestiones de la existencia por delante, a distancia de perspectiva, con cierta autonomía y capacidad creadora. Es forzado a pensar, como la pequeña Lucila fue «asaltada por detrás» (119, 146), sin posibilidad de tomar opción creadora ante la persona que se cruzaba en su camino. Sartre mezcla, en este pasaje, diferentes sensaciones, episodios y vertientes de la existencia, para dar una imagen ambigua, abigarrada y fusional de la realidad. El sinsentido de la vida Falto de la distancia de perspectiva respecto a lo real entorno que funda el conocimiento, Roquentin se siente inmerso en un clima de sinsentido. «Salgo. ¿Por qué? Bien, porque no tengo razones para no hacerlo» (116, 144). No aduce una razón positiva, el deseo de crear alguna relación o realizar alguna actividad. De dos jóvenes que van a casarse, escribe: «Pronto, entre ellos dos no formaran sino una vida, una vida lenta y tibia que ya no tendrá sentido alguno, pero ellos no se apercibirán de ello» (124, 153). «Cuando se hayan acostado juntos, será necesario que hablen de otra cosa para velar el enorme absurdo de su existencia» (128, 158). Confróntese esta sumisión del amor al instante temporal con la doctrina kierkegaardiana del poder creador de la «rutina» familiar. Kierkegaard se adelantó en un siglo a los pensadores contemporáneos que destacan el poder creador que late en la vida cotidiana cuando se la vive con intensidad[13]. Actualmente, existe una copiosa literatura filosófica en torno a la realidad familiar. Por diversas que sean, estas obras responden, en el fondo, al movimiento de reivindicación del carácter creador de los actos monótonos, incesantemente repetidos, que tejen la vida diaria de los hombres[14]. Roquentin confiesa al Autodidacta su convicción de que no hay «ninguna razón de existir» (128, 159). El Autodidacta le indica que ha leído un libro titulado «¿Vale la pena vivir la vida?», pero Roquentin manifiesta que no es esa la cuestión que él ha planteado. El Autodidacta, como buen humanista, ve en los hombres el sentido de la vida misma 72
(129, 160; 130-132, 162; 133-134, 164-165), y afirma que para captar este sentido hay que comprometerse en la acción, lanzarse a una empresa, de forma que, cuando uno reflexione, la suerte ya esté echada. Roquentin considera esta convicción como una mentira que se cuentan los hombres a sí mismos perpetuamente (129, 159-160). La experiencia que está haciendo del sinsentido de la existencia afecta a todos los seres, incluso a los hombres, ya que en la posición fascinada de inmediatez fusional que adopta frente al entorno todas las realidades pierden su significación y su sentido. Todo se trasmuta, se altera, da vueltas, produce vértigo, provoca la náusea. Esta experiencia de náusea es producida por la desfiguración de la realidad que se opera cuando el hombre mira fijamente las cosas. El sentimiento de náusea como fruto de una mirada fascinada La experiencia de la náusea es producida por la torsión de la realidad que se opera cuando el hombre mira obsesivamente las cosas, con un modo de mirada fascinada. Las consecuencias de este género de fascinación visual resaltan en la experiencia del espejo, que debemos analizar en un nivel lúdico-ambital, relacional (nivel 2). Lo que desea describir Sartre mediante la anécdota del espejo no es un rasgo psicopático de un hombre llamado Antoine Roquentin, sino la imagen de sí misma que adquiere la humanidad cuando se entrega al vértigo de la mirada fascinada, incrustada sin distancia en un haz de estímulos sensibles. Esta actitud de entrega a la forma de caída que implica el vértigo se contrapone a la actitud creadora, que entraña una toma de opción, un distanciamiento táctico. La diferencia que media entre la caída pasiva y la opción creadora debe constituir el objeto nuclear de nuestro análisis si queremos descubrir el verdadero sentido de la obra sartreana. En un diálogo de Roquentin con Anny, esta advierte: «No es bueno que fije la vista demasiado tiempo en los objetos. Los miro para saber lo que son, pero es necesario que vuelva rápidamente los ojos». Roquentin pregunta por qué, y Anny responde secamente: «Me hastían» (163, 204). Roquentin subraya la importancia que tiene la experiencia de mirar de forma obsesiva una realidad; por ejemplo, el propio rostro. «Mi tía Bigeois me decía cuando era pequeño: “Si te miras demasiado tiempo al espejo verás en él un mono”. Debí de mirarme todavía más tiempo: lo que veo está muy por debajo del mono, al borde del mundo vegetal, al nivel de los pólipos» (29, 30). Lo que hace descender a Roquentin al plano de la vida animal y vegetal no es el mirarse lentamente, sino obsesivamente, convirtiendo la mirada en una actividad autónoma, desligada de las otras vertientes del ser humano: el pensar, el querer, el sentir, el crear relaciones... Cuando se mira durante largo rato a una persona para establecer contacto con ella y fundar relaciones auténticamente creadoras, la actividad sensible es un medio en el cual tiene lugar un acto de plenificación personal. Esta mirada constante no es en tal caso obsesiva, es decir, rígida, autonomizada, fusionante. Si, al mirar, adoptamos una actitud de relax y nos convertimos en mero aparato de mirar, y miramos fijamente sin atender al conjunto de la realidad en que nos hallamos insertos, nos quedamos literalmente pasmados, incrustados en una marea de impresiones sensibles, sin la 73
distancia que implica la reflexión, el hecho de hacerse cargo de las significaciones de cada entidad. Al diluirse las significaciones esenciales, que son las que configuran y delimitan las diferentes realidades, estas se deshilachan, pierden su forma y figura cotidianas, confiadas, y ofrecen un aspecto insólito, extraño, desazonante. Al llevar al límite la inmediatez meramente física, no potenciada por forma alguna de distancia de perspectiva, las realidades del entorno, incluso las más familiares, se desdibujan y adquieren un aspecto extraño y temible. «...Veo una carne insulsa que se expande y palpita con abandono. Los ojos, sobre todo, vistos de cerca, son horribles. Es algo vidrioso, blando, ciego, bordeado de rojo, se diría escamas de pescado» (29, 30-31). Vistos los ojos fuera del conjunto orgánico personal, ámbito o campo de juego en el que adquieren su potencia expresiva y su belleza, se reducen a un mero trozo de materia viva. Cuando se acerca mucho una cámara fotográfica a un objeto, este se desorbita y adquiere en la fotografía un aspecto peculiar, de modo que resulta irrecognoscible para el que lo contempla sin poseer la perspectiva de conjunto del mismo. Como el sentido de las realidades complejas se alumbra en la interrelación de los elementos que las constituyen, si se mira el rostro humano desde una cercanía excesiva, deja de verse la vertiente corpórea como algo rigurosamente humano. Esta reducción del mirar humano a un mero captar estímulos produce al hombre una impresión de «embotamiento». «Acerco mi cara al espejo hasta tocarlo. Los ojos, la nariz y la boca desaparecen: ya no queda nada humano [...]. Es un mapa geológico en relieve. Sin embargo, este mundo lunar me resulta familiar. No puedo decir que reconozco sus detalles. Pero el conjunto me da una impresión de algo ya visto que me embota: me deslizo lentamente hacia el sueño.» «Me duermo con los ojos abiertos, y el rostro crece, crece en el espejo, es un inmenso halo pálido que se desliza en la luz...» «Lo que me despierta bruscamente es que pierdo el equilibrio. Me encuentro a horcajadas sobre una silla, aturdido todavía» (29-30, 31). Al mirarse Roquentin en el espejo fijamente y desde muy cerca, pierde la distancia de perspectiva necesaria para enmarcar lo que ve en un conjunto de sentido y comprenderlo. En consecuencia, la vertiente sensorial de la realidad contemplada pasa a primer plano en el interés del contemplador; se agranda desmesuradamente, se independiza y desarraiga, dejando de ser vehículo viviente de la presencialización de las realidades que en ella se manifiestan. Con ello, el hombre que mira deja de moverse conforme al esquema netamente humano «inteligencia-realidad», para atenerse al esquema propio del animal: «estímulo-respuesta». Se trata de un descenso de nivel, del nivel de la reflexión al del enquistamiento, del plano de la vigilia al del sueño o abotargamiento. En el hombre, el estado de sueño es el más cercano a la vida de vigilia del animal. «Dormir con los ojos abiertos» indica desarrollar la existencia en plan nocreador, irreflexivo, incrustado en la vertiente sensible-estimúlica de la realidad en torno. Con esta frase no quiere el autor expresar un pensamiento paradójico, sino el estado real del hombre que ha perdido la tensión de creatividad humana y queda coagulado en lo meramente sensible, desorientado, aturdido, como un ser que es presa del mareo y del
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vértigo. Estar «aturdido» significa aquí, en todo rigor, hallarse fuera de la situación de vigilia y creatividad que es la situación normal en el ser humano. Esta experiencia de descenso a una forma de inmediatez meramente vital con el entorno quiere —de un lado— subrayar la posibilidad por parte del hombre de acercarse asintóticamente —es decir, de alcanzar una cercanía límite sin lograr nunca la plena identificación— a los estratos infrahumanos de realidad, y —por otro— «desinflar los idealismos y reducir el hombre a la materia». El término «idealismo» presenta diversas significaciones. En este contexto, es utilizado de modo abiertamente despectivo para aludir a las doctrinas que conceden relevancia a las vertientes no materiales de la realidad. El verbo «desinflar» es utilizado en plan estratégico para sugerir, de modo subrepticio, que el empuje de las doctrinas idealistas carece de arraigo en la realidad, como un globo que asciende por la mera presencia de un elemento gaseoso. Queda, en este texto, patente el propósito reduccionista que anima la tendencia a situar al hombre en posiciones de inmediatez con lo real no matizadas por forma alguna de distancia. De ahí la necesidad de poseer un conocimiento a fondo del «triángulo hermenéutico» si se desea poner al descubierto todas las implicaciones de la experiencia primera de Roquentin, que compendia una de las tendencias básicas del hombre contemporáneo. (Confróntese, por vía de ejemplo, la experiencia del espejo descrito en La náusea con la que relatan Unamuno en Niebla y Camus en El mito de Sísifo). Primera experiencia de Roquentin: el sentimiento de la náusea Ya con anterioridad a la experiencia de la raíz (144, 179 y ss.), Roquentin se había sentido afectado, invadido, incluso a veces casi aniquilado por el sentimiento de náusea. A menudo habla de su crisis, de su náusea, como de una niebla que surge de repente y lo paraliza y trastorna. Este sentimiento de revulsión se provoca a medida que Roquentin — fascinado por la vertiente objetiva de las realidades del entorno, nivel 1— se siente coagulado en la misma, falto de la distancia que hace surgir la iluminación del sentido, y palpa de cerca el sinsentido de la existencia. Acostumbrado a moverse, como los demás, en un entorno confiado de realidades conocidas, bien determinadas y señalizadas, Roquentin siente que todo da un vuelco cuando advierte que nada tiene sentido, nada está justificado, no ejerce función alguna y está, por tanto, de más. «Mi sitio no está en ninguna parte. Yo estoy de más» (139, 172). Roquentin no «habita» —en sentido transitivo—, no crea ámbitos de interrelación, no tiene «casa», no posee un «chez soi» acogedor. Se siente de más, como un huésped molesto, como una pieza inarticulada, desajustada en el conjunto de los seres. En su diario aparece esta anotación expresiva: «Martes. Nada. Existido» (119, 147). La nada y la existencia —vista en una posición de excesiva inmediatez, es decir, de una inmediatez no potenciada por una distancia de perspectiva— van de la mano, se acercan, se fascinan mutuamente. Falta de una actividad creadora, religante, alumbradora de sentido, la existencia se reduce al hecho de ocupar injustificadamente un lugar en el universo. Este modo de existir injustificado, incualificado, se parece inevitablemente a 75
una mera nada. Es dramático observar que la nada y la existencia —de por sí contrarias — aparezcan hermanadas, amistosamente yuxtapuestas. Al relacionarse con la realidad en torno de modo inmediato-fusional, el trato personal se reduce a mero contacto. Estas reducciones de unos niveles a otros hacen que Roquentin tienda a verlo todo nivelado, confuso, difuminado, como cuando vemos un paisaje con los ojos entornados. Este modo de mirar lánguido, falto de tensión creadora, altera el orden de las cosas. En virtud de esta alteración, las realidades inferiores tienden a elevarse hacia el plano de las superiores, adquiriendo cierto poder expresivo de corte surrealista. La pelusa del banco del tranvía se le presenta a Roquentin como una multitud de patitas que se alzan al aire. La raíz del castaño es vista por él como una pata de animal que rasca la tierra. No estamos ante una mera comparación literaria, sino ante una nivelación de los distintos órdenes de la realidad y, por tanto, ante un desajuste metafísico. En el mundo de Roquentin, nada está en su verdadero sitio, todo aparece desajustado, desambitalizado, escindido. De esta ruptura de órdenes metafísicos procede la expresividad peculiar de su discurso filosófico. Tal fuerza expresiva, al ser fruto de una actitud disolvente, no implica verdadera creatividad humana —la que funda relaciones firmes de convivencia, de mutuo entendimiento—. Por eso, sintomáticamente, no alude Roquentin a conceptos de orden, de estructura, de firmeza. En la confusa ambigüedad producida por la cercanía fusional con la realidad, todo aparece blando, líquido, viscoso, evanescente, acariciante, dulce, abotargante, excesivo, flotante. Flotan las realidades que carecen de peso específico, de arraigo en la tierra —símbolo de la realidad sustante—, de configuración delimitada y firme. «Yo existo. Es dulce, tan dulce, tan lento y ligero: se diría que flota solo en el aire» (114, 141). «...Mi cuerpo es tibio; yo me siento insulso» (116, 143). Estas expresiones deben ser leídas en clave metafísica, no solo fisiológica o física. Los calificativos que emplea Sartre no intentan en este caso sino mostrar la realidad humana como un modo de existencia difusa, diluida, inarticulada, imprecisa, indelimitada, falta de configuración y de significación precisa. El calificativo dulce se empareja aquí con lo blando, difuminado, evanescente. Al faltar los límites y las configuraciones y significaciones de las realidades, todo se mezcla y confunde. Roquentin se identifica con lo externo a él, y en cambio siente los miembros de su cuerpo como algo ajeno, distanciado (114, 141). Según acontece en las experiencias de relax, siente su mano como un elemento que le pesa al final del brazo (115, 142). Por moverse espiritualmente en nivel infracreador, meramente objetivista —el nivel de las realidades asibles, mensurables, manipulables, nivel 1—, Roquentin somete sus reflexiones y experiencias al esquema espacialoide «interior-exterior», visto “dilemáticamente”: o estoy ensimismado o estoy enajenado, o me siento dentro de mi o me siento fuera de mi. Los esquemas son implacables con el que se somete a ellos inadvertidamente, sin tener en cuenta si son o no adecuados al fenómeno que trata de analizar. Casi todas las experiencias de Roquentin son modos diversos de extrapolación de categorías y esquemas. No advierte que, al adoptar el hombre una actitud creadora, 76
las relaciones espacio-temporales se transmutan, ganan valores nuevos. Por ser la suya fundamentalmente una actitud de relax espiritual[15], no de creatividad, Roquentin considera su cuerpo en plan espacialoide como sometido a las condiciones espaciales de los meros objetos, y lo ve a distancia (distancia de alejamiento). En el nivel objetivista (nivel 1), lo más cercano a mis ojos es mi rostro, y lo más lejano son las extremidades del cuerpo. En el nivel ambital, el hombre es un ser creador cuyos elementos integrantes están engarzados lúdicamente en el juego de la existencia. Se puede estar lejos físicamente y hallarse cerca lúdicamente. Las relaciones de espacialidad y temporalidad cobran muy diversa matización según la actitud que adopte la persona. Cuando vive en plan creador —como es normal en toda persona humana—, el hombre es su cuerpo. No puede ob-jetivarlo, proyectarlo a distancia, ponerlo enfrente, como si se tratase de un objeto. Incluso el instrumento que maneja un intérprete viene a constituirse en algo propio, en algo así como la prolongación orgánica de sí mismo. El intérprete forma con el instrumento una especie de tercera realidad, y, cuando ejecuta una obra, tiene el sentimiento de que no se reduce a hacer sonar el instrumento; es él, unido orgánicamente a este, quien toca la pieza. Al interpretar de este modo una obra, el artista alcanza una forma de unidad eminente con el instrumento y con la realidad sonora. A través del vehículo viviente de los dedos que incrusta en el teclado, el pianista entra en una relación de inmediatez muy honda —inmediatez verdaderamente presencial— con la obra que interpreta y con todas las vertientes de la realidad que para ello moviliza. Al decrecer la actividad creadora, la inmediatez pierde calidad y se reduce —en medida proporcional— al mero tacto. El que no conoce la técnica de la interpretación y no puede entrar en el juego creador del arte, al tocar físicamente el teclado no adquiere con él la forma de inmediatez eminente que establece el buen intérprete. Primer esbozo de la segunda experiencia Frente a la condición blanda, muelle, informe, deforme, de la existencia, que es una «imperfección» (117, 145), aparece de pronto, suscitada por la audición de un disco, un ejemplo de realidad rigurosa: una melodía (119, 147). Roquentin experimenta una elevación del ánimo porque ve en la melodía un modo de realidad precisa, delimitada, no sometida a las condiciones precarias de la realidad objetivista —asible, mensurable, material—. El disco que reproduce la melodía puede romperse; la melodía como tal es inquebrantable. La cantante de color que hizo la grabación puede haber fallecido. La melodía conserva hoy toda su lozanía. El acto de grabación fue realizado en un aquí y ahora determinados. La melodía desborda la delimitación espacial y temporal. La audición de una sencilla melodía reproducida en un humilde tocadiscos de bar descubre a Roquentin un modo nuevo de realidad: la realidad que no «existe», sino que «es». La relación del hombre con estas realidades in-objetivas debe ser creadora e implica, en cuanto tal, cierta distancia de perspectiva, que supera la inmediatez-defusión que —como veremos seguidamente— da lugar al sentimiento de náusea. El descubrimiento de la vertiente «inobjetiva» de la realidad abrió ante Sartre la fecunda vía de la creación de ámbitos en todos los órdenes de la vida humana. Sin embargo, esta 77
experiencia positiva no iba a jugar en su vida un papel decisivo debido a la primacía que otorgaba a las actitudes de relax, de las que se deriva la experiencia que da título a la obra: la náusea. Tenemos ya —siquiera en esbozo— los elementos que van a formar el entramado de la experiencia de Roquentin en su triple vertiente (experiencia de la raíz, experiencia de la sonrisa y experiencia de la canción). A esta altura del análisis podemos comprender en qué nivel de radicalidad se mueve Roquentin y cuáles son las razones que le impiden adherirse a la opinión del humanista para quien los hombres son el fin que da sentido a nuestra vida. El sentido brota en la interrelación de realidades, y, para relacionarse el hombre con las entidades del entorno, debe mantenerse a cierta distancia de las mismas sin perder la vecindad, la tensión hacia la unidad. Puesto que Roquentin —debido a su actitud no creadora— tiende a tratar las cosas en una relación de inmediatez-sindistancia, casi fusional, todo alumbramiento de sentido se hace radicalmente imposible. A esta luz se comprende hasta en sus pequeños pormenores la descripción sartriana de las tres vertientes de la experiencia de Roquentin (139-153, 173-191; 193-198, 243-249). El Autodidacta, representante del humanismo, acosa a Roquentin para que reconozca su amor a los hombres. Roquentin baja la cabeza, no contesta, se limita a musitar en su interior: «Los hombres. Hay que amar a los hombres. Los hombres son admirables.» Pero seguidamente agrega: «Tengo ganas de vomitar, y de repente ahí está: la náusea». (139, 173). Los términos vómito y náusea están extrapolados del nivel biológico al espiritual. En el nivel biológico, el vómito puede ser provocado por una sensación fuerte de asco ante una realidad repelente. A Roquentin la presencia de las realidades que en número indefinido lo rodean le producen una sensación de abotargamiento porque, al no establecer con ellas ninguna relación creadora, no ejercen una función que pueda darles sentido. La proximidad de realidades sin sentido resulta pesada, como un alimento indigerido que provoca el vómito. Cuando el tacto con una realidad no responde a una intención personal de trato, produce repulsión, adquiere el carácter de entremetimiento, de acoso. Las realidades inútiles, injustificadas, no hacen sino succionar el espacio, acorralar al hombre. En la misma medida, están de más, y parecen excesivas, como una bebida al que la toma sin sed. Este sentimiento de repulsa frente a la realidad es polarmente opuesto al sentimiento vinculante y gozoso del amor, que implica una actitud fundamental de acogimiento. En vano sigue el Autodidacta insistiendo dulcemente al oído de Roquentin acerca de la necesidad de amar a los hombres. Roquentin confiesa que ya no sabe en absoluto de qué habla; aprueba maquinalmente con la cabeza. No se trata de una disparidad de criterios entre ambos, sino —lo que es más grave— del hecho de que Roquentin se halla ausente del mundo del sentido y la inteligibilidad. La causa de esta ausencia es la excesiva cercanía con las cosas: «Mi mano está crispada sobre el mango del cuchillo de postre. Siento este mango de madera negra» (139, 173). Este tacto sin distancia no deja surgir el campo de libre juego (entre el hombre que toca y las cosas tocadas) en que surge el sentido (el sentido de las cosas, el del hombre y el de la relación entre ambos). «Personalmente, yo dejaría más bien este cuchillo tranquilo; ¿a qué sirve tocar cosa 78
alguna? Los objetos no están hechos para que se los toque. Vale bastante más deslizarse entre ellos, evitándolos lo más posible. A veces se coge uno en la mano y se está obligado a dejarlo con la mayor rapidez» (139, 173). Roquentin autonomiza las sensaciones sensibles, las desarticula del conjunto de la actividad humana en el que cobran su verdadero sentido. AI usar un cuchillo para cortar un alimento, se siente la sensación que produce en la mano el material de que está hecho. Pero, de ordinario, esta sensación queda integrada fugazmente en la trama de acciones y sensaciones que implica una comida. Solo en un segundo momento y en determinadas circunstancias nos detenemos a considerar la impresión sensible que produce el tacto del cuchillo. Roquentin aísla, desde el principio y por principio, este tipo de sensaciones, y, en vez de tomar distancia frente a ellas, considerándolas como un elemento que juega un papel en el conjunto lúdico del comer, incrusta la atención en las mismas, se empasta en la sensibilidad y pierde de vista el sentido de las acciones humanas. De esta forma, lo sensible pasa a primer plano, se adensa, pero, con ello —en aparente paradoja— no acrecienta su sentido, antes lo pierde y cobra un aspecto absurdo. A medida que vaya Roquentin empastándose con la realidad en su vertiente meramente sensible, irá tendiendo a considerar todas las realidades como absurdas, carentes de sentido. Al no potenciar la inmediatez con la distancia, Roquentin va experimentando el aspecto desolado que ofrece la realidad cuando se la contempla sin la debida perspectiva. Roquentin se pregunta si la náusea consiste en la «evidencia cegadora» de que tras la significación de cada cosa está la existencia de la misma, desnuda, a-significativa, amorfa, evanescente, blanda, inevitable. «Yo existo, el mundo existe, y yo sé que el mundo existe. Eso es todo» (139, 173). Esta evidencia es solo el punto de partida de la experiencia de la náusea. Lo decisivo son las consecuencias de la actitud que provoca tal «evidencia». Estas consecuencias aparecen inmediatamente en el texto. En primer lugar, la indiferencia. «Pero esto me da igual. Es extraño que todo me sea también igual: esto me espanta» (139, 173). El hombre es un ser que solo puede desplegar su personalidad en un entorno de seres con significación y cualificación. La nivelación que se opera cuando se ciega la fuente de alumbramiento de sentido provoca la actitud de indiferencia del hombre frente al entorno. Pero el hombre no puede menos de comprender que tal actitud implica la paralización de la vida personal. El hombre se sostiene como persona en la existencia cuando actúa con impulso creador. Si la creatividad cesa, el desarrollo de la personalidad se paraliza, y el hombre afectado por tal forma de parálisis fundamental se aterra, como el piloto al que le fallan los motores de su avión. Esta quiebra de la actividad creadora es provocada por la actitud de indiferencia, y esta —a su vez— procede de la nivelación de las realidades del entorno humano. Al carecer de significación propia, todas las realidades quedan niveladas en el seno de un magma amorfo, donde nada tiene una cualificación. Este carácter informe, inestructurado, masificado, de la realidad que rodea al hombre impide a este orientarse en la existencia y dar a su vida una meta y una razón de ser. La realidad carente de significación es para el hombre, de hecho, una realidad vacía, ineficiente en el sentido funcional. Por eso ningún 79
lugar del mundo presenta una cualificación para Roquentin, y este advierte despavorido que en plan lúdico no tiene a dónde ir (176, 141). Cuando el hombre, en un momento de sinceridad y lucidez, se asoma a este vacío, siente el espanto que produce el vértigo. Es la náusea. La náusea empieza a caracterizarse como un sentimiento de espanto provocado por la escisión de la existencia y las significaciones peculiares de las cosas. Esta escisión abre una sima ante el hombre —ser nacido para desplegar su personalidad en un entorno de realidades dotadas de sentido— y le produce vértigo, una sensación desconcertante de caer en el vacío de la nada. Cuando una entidad existe con una determinada cualificación está de por sí ajustada en un conjunto de realidades, y en este conjunto realiza su juego. Al enfrentarse con ella, el hombre la ve situada, articulada dentro del campo de libre juego que forma el ámbito de acción del hombre en su vida cotidiana. Esta realidad queda situada a distancia en vecindad, a distancia de perspectiva. Uno puede tocar esta realidad sin perder de vista su situación en el conjunto, su ambitalización propia. La situación tiene un valor más alto que la mera localización. En el juego de las relaciones sociales, que convierte los espacios en ámbitos, uno puede tener muchos lugares pero ningún sitio. El huésped indeseado tiene tal vez mucho lugar en la casa, pero no un sitio. El hombre situado es el que ocupa un puesto, un lugar dotado funcionalmente de valor en el dinamismo del juego de las relaciones y jerarquías sociales. Para captar esta significación lúdica de las determinaciones espaciales, el hombre debe acceder en principio a estas mediante la sensibilidad —como vía primaria de adentramiento en el entorno—, pero sin enquistar la atención en los estímulos sensibles, sino guardando las distancias necesarias para percibir las realidades en relieve, en su situación o ensamblaje. De este modo, el tacto —sentido de la inmediatez— se potencia con la vista y oído —sentidos de la distancia— y aporta su peculiar impresión de cercanía al conjunto de ese ámbito viviente de encuentro e iluminación que es la sensibilidad humana. La experiencia cotidiana nos muestra claramente la necesidad de integrar diversas formas de inmediatez y distancia. Cuando una madre encuentra a su hijo tras larga ausencia, se funde con él en un abrazo, rodea su cuello con las manos, palpa lentamente su cabeza. El tacto produce una impresión de inmediatez muy intensa. (Entre los sentidos del tacto, la vista y el oído se da una integración prodigiosa en orden a captar el relieve de los seres). Pero, tras unos minutos de contacto casi fusional, madre e hijo se separan un poco para verse a cierta distancia, decirse una palabra, verse en conjunto. Es posible que vuelvan una y otra vez a abrazarse para saturarse de la conciencia de que el ser amado está vivo y presente. Pero, al fin, tomarán cierta distancia para crear el campo de libre juego donde se da el diálogo y el trato personal. Quedar abrazados para siempre sería una condena, porque la inmediatez de fusión necesita coordinarse con la distancia de perspectiva si ha de dar lugar a modos de presencia, que son los únicos modos de inmediatez auténticamente personal. El tacto a solas —cuando esta soledad responde a falta de actitud creadora— impide el conocimiento, hace imposible el trato.
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Si la forma de inmediatez intensa pero opaca, fusional, que engendra el tacto se autonomiza y no se deja potenciar por la distancia de perspectiva que fundan los sentidos de la vista y el oído, despierta en el hombre un sentimiento inevitable de reclusión, de adherencia miope a lo concreto, de empastamiento en lo que se tiene a mano, o —más delimitadamente todavía— en la mano. (De ahí el empeño de Heidegger de superar lo «Vorhanden»). «Después de esto, tuve otras náuseas; de tiempo en tiempo los objetos se ponen a existir en la mano» (139, 173). En la mano: es decir, de modo unilateralmente táctil, inarticulado respecto a los demás seres, desvinculado del campo de libre juego en que existen las realidades que se dan a distancia, a la distancia necesaria para crear posibilidades de acción recíproca, ámbitos de «co-acción» (Maurice Blondel) y, por ello, de sentido. Esta cercanía produce una peculiar «fascinación» (que Francis Ponge, escritor admirado por Sartre, ha descrito una y otra vez en sus obras) y un temible «vértigo», ya que el hombre siente una especial complacencia en dejarse caer, en entregarse a ritmo gradualmente creciente al mundo de la inconsciencia. Tal entrega implica un descenso a estratos de realidad inferiores al humano. Este descenso fue exaltado por la corriente vitalista como el recurso ineludible para lograr la autenticidad [16]. En este nivel de fascinación e indiferencia todo queda nivelado: los seres y las acciones. Roquentin confiesa que, al estar inmerso en la experiencia de la náusea, «podía hacer cualquier cosa», por ejemplo, hundir el cuchillo en el ojo del Autodidacta (140, 174). Nada le impide hacerlo, a no ser el carácter «superfluo» del gesto que tendría que realizar para ello y de los acontecimientos que el mismo provocaría: gritos, correr de la sangre, sobresalto de las gentes... Roquentin se siente a sí mismo extraño, peligroso, reducido de hombre a cangrejo, e incluso a cangrejo de patas arriba, totalmente inerme, ridículo, sin sentido (140, 175). Tamaña metamorfosis no responde a un delirio o desvarío mental, sino al lúcido designio de bajar del nivel humano al nivel animal, desde el cual el hombre lo ve todo como una pasta amorfa, informe, deforme, carente de significación. Esta nueva óptica altera de raíz todo el mundo propiamente humano. Al ser total y absoluta, semejante alteración es vivida por Roquentin como una danza delirante: «Todo da vueltas» a su alrededor, lo marea, le produce náusea (140, 174), pero le descubre la «verdadera faz de la realidad». Para mostrarlo, Roquentin describe el mundo ordenado de las gentes que encuentra al borde del mar: se sienten en «fiesta» porque hace sol, y se miran con aire confiado y alegre. El sacerdote ve en el mar un breviario que habla de Dios. Roquentin, en cambio, piensa que «el verdadero mar es frío y negro, lleno de bestias; se arrastra bajo esta débil película verde que está hecha para engañar a las gentes». «Yo veo por debajo» (141, 176). Muy a menudo se advierte en la historia de la filosofía la tendencia a juzgar que la verdad se halla más allá, por debajo de las apariencias sensibles y la percepción espontánea. El pensamiento dialógico-trascendental se esfuerza actualmente por superar esta concepción en exceso dependiente de estilos espacialoides de pensar, y tiende a considerar que la verdad aflora en los ámbitos que se crean entre el objeto de conocimiento y el sujeto.
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La sensibilidad queda con ello potenciada y convertida en campo viviente de encuentro y patentización («aletheia»). La verdad de las realidades no hay que buscarla debajo o más allá de estas, en un pretendido reino de la realidad verdadera, nuclear. No debemos ver por debajo de las apariencias sino a distancia de perspectiva de las mismas para captar los entramados de relaciones y el sentido que en ellos se alumbra. La verdad no va vinculada tanto con el ver cuanto con el crear, actividad humana que no se da ni dentro ni fuera ni debajo de los seres, sino entre ellos. En el entre creador aflora y resplandece la verdad. Las realidades dicen lo que son al entreverarse con otras realidades. La verdad no se opone a las apariencias sensibles como lo profundo se opone a lo superficial. La verdad se ilumina en las apariencias cuando se las ve en toda su plenitud de implicaciones. Una fiesta es el punto de interacción de diversas realidades que, al relacionarse, alumbraron un día un campo fecundo de posibilidades. Por eso es un acontecimiento lleno de sentido y de luz. Las gentes de Bouville no actúan de «mala fe» —como juzga Roquentin— al celebrar el domingo como una fiesta, porque no se trata de una creencia ilusa basada en apariencias falsas. Si el domingo es fiesta, no es debido al hecho de hacer sol, sino a la interacción de diversas circunstancias: el encuentro del hombre creyente con el Señor que le ordenó consagrarle un día de la semana, el encuentro de los hombres entre sí, la interacción del mundo laboral con el mundo deportivo y artístico. De modo análogo, el mar canta —como el breviario— las alabanzas del Creador si no se lo ve desvinculado, des-ambitalizado, sino entramado en la red de vínculos que implica el universo considerado en su plenitud de órdenes e implicaciones. Este modo de visión exige una distancia de perspectiva de la que carece el que autonomiza la sensibilidad e incrusta en ella la atención del espíritu. Una vez y otra, la impresión táctil autonomizada y agrandada le produce a Roquentin repulsión. «Apoyo la mano sobre el banco, pero la retiro precipitadamente: esto existe» (142, 177). Tocar algo que es informe, deforme, indelimitado y viscoso, como una masa amorfa, no tiene sentido para el hombre y le causa desazón, sobre todo si —debido a la nivelación y confusión de planos de realidad— ve borrosamente lo inanimado como animado, y los simples objetos adquieren aspecto de bichos inmóviles. Roquentin intenta elevarse al nivel de las significaciones mediante el empleo de las palabras para liberarse del modo extremo de inmediatez con que está ligado a las cosas. «Yo murmuro: es un banco, un poco como un exorcismo. Pero la palabra queda sobre mis labios: rehúsa ir a posarse sobre la cosa. Esta sigue siendo lo que es, con su felpa roja, sus miles de patitas rojas al aire, rígidas, miles de patitas muertas [...]. Esto podría muy bien ser asimismo un burro muerto, por ejemplo, hinchado de agua [...] en un gran río gris [...]. Las cosas se han librado de sus nombres. Están ahí, grotescas, tercas, gigantes, y parece imbécil llamarlas bancos o decir algo sobre ellas: yo estoy en medio de las Cosas, las innombrables. Solo, sin palabras, sin defensas. Las Cosas me rodean debajo de mí, encima de mí. No exigen nada, no se imponen: están ahí» (142, 177). 82
Roquentin acude al lenguaje porque el lenguaje instaura modos de distancia de perspectiva que desbordan el enquistamiento fusional en los meros estímulos. Solo puede hablar el ser capaz de ganar tal distancia frente a lo real. El loro repite sonidos; no habla, por estar incrustado en el entorno estimúlico y no penetrar en la realidad en cuanto tal. El hombre, a través de los estímulos, percibe la realidad y la nombra. Dar nombre implica un gran poder, una toma de posesión del universo. El inventor que crea una nueva realidad le da nombre. A través de este nombre, los demás accedemos a dicha realidad. Hay una singular gravitación mutua entre el nombre y la realidad. Cuando oímos una palabra, nuestra atención se lanza hacia la realidad aludida, se instala en ella. Roquentin quería desligarse de las cosas, superar el modo tosco de unidad fusional que lo vinculaba a las mismas de forma fascinante. Pero, así como autonomizó la sensibilidad, autonomiza ahora las palabras, como si fueran objetos; las somete a las condiciones empíricas de espacialidad conforme al esquema «en mí-fuera de mí». Al no moverse en nivel creador, desconoce el hecho decisivo de que el lenguaje está estructurado sobre un esquema mucho más flexible y fecundo: el esquema «apelaciónrespuesta». Cuando el lenguaje es fruto de una actitud creadora, no va de un lugar a otro, no sale de un hombre para ir a otro; suscita entre los dos un ámbito de apelación y respuesta. Los nombres adquieren su significado cabal en el dinamismo de la interrelación creadora entre el hombre y las realidades del entorno. Anulado este dinamismo que funda ámbitos de interacción y de sentido, los nombres y las cosas se escinden y pierden su sentido peculiar. Tener nombre no es fruto de una convención social inspirada en motivos utilitarios; significa tener capacidad de desempeñar una función peculiar en el entramado de órdenes del universo. Si esta función es ejercida de modo eminente, el nombre reduplica su valor, se convierte en re-nombre. Los seres humanos tienen nombre propio debido a su condición de realidades que pueden asumir su realidad como propia, apelar y ser apeladas, tomar opción, asumir responsabilidades, crear interrelaciones. Los nombres no son meras etiquetas sociales. Son la vibración de cada realidad en su apertura a las demás. Las cosas, aisladas de sus nombres y de la trama de interrelaciones que les dan sentido, ajuste y justificación, se le aparecen a Roquentin como grotescas —informes, vacías de sentido—, tercas —empeñadas en imponer su existencia sin una justificación interna de la misma—, gigantes —excesivas, como todo aquello que está de más y ocupa un lugar injustificado en el espacio—. Al estar solo, en la soledad causada por la falta de creatividad, Roquentin no ve las cosas como presentes delante de él, a modo de recursos y fuentes de posibilidades; las ve como masas que lo acosan por detrás, por debajo, por encima. Si los paquetes amontonados en un vagón de tren pudieran reflexionar, sin duda se verían como masas que se roban mutuamente el espacio y se estrujan sin sentido. Sentirían el tacto de los otros como excesivo, molesto, repelente, absurdo. Sin esperar la parada del tranvía, Roquentin sale fuera, al no poder «soportar que las cosas estuviesen tan próximas» (143, 178). Entra en un jardín, se sienta en un banco entre «grandes troncos negros, entre las manos negras y nudosas que se tienden hacia el 83
cielo». Desearía llevar el proceso de acercamiento fusional a las cosas hasta su grado de máximo anonadamiento. «Quisiera tanto dejarme ir, olvidarme, dormir». Pero solo consigue avivar más la conciencia de hallarse en una situación de embotamiento en las cosas. «...No puedo, me ahogo: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca...» (143, 178). La sensación de exceso que produce la existencia de las realidades del entorno se agudiza en Roquentin al sentir la impresión de ser inundado internamente y quedar lleno hasta rebosar de seres sin sentido. Esta sensación de lleno no es leve y gozosa como cuando se trata de una plenitud espiritual; es pesada y abotargante como la que produce un alimento indigerido. No se trata de una interferencia creadora que produce plenitud, sino de un mutuo anegamiento fusionante y nivelador que diluye la persona humana en el magma caótico de la existencia. En esta situación de angustioso desgarramiento interior —provocado por la gravitación hacia el olvido de sí y por la conciencia inevitable y lúcida de tal olvido— Roquentin siente que el «velo se desgarra», y lo comprende todo con auténtica claridad de visión[17]. He aquí la experiencia de la raíz, cuyo auténtico sentido y alcance debemos analizar seguidamente. La experiencia de la raíz Todo lo que Roquentin ha barruntado acerca de la existencia humana cobra ahora, en la experiencia de la raíz, una claridad definitiva y se articula en una concepción filosófica de lo que es la existencia. Pero esta iluminación no produce a Roquentin la exaltación interior que hubiéramos sin duda esperado de la misma. Se siente «aplastado» (144, 179) porque tal revelación no lo libera de la náusea; le revela que esta no es una enfermedad de su yo; es su yo mismo. La náusea es su propia condición humana. Todo es náusea, está empapado en náusea y sinsentido. Roquentin advierte con nitidez que no se trata de una concepción de lo real, sino de una actitud existencial ante la vida y la realidad. Se halla Roquentin sentado en un banco del jardín, con el rostro apoyado en sus manos, levemente inclinado hacia la tierra en la que se hunde una raíz. Mira la raíz con actitud relajada, poniendo en distensión el espíritu como cuando repetimos maquinalmente una palabra conocida: mesa, mesa, mesa... o miramos con fijeza obsesiva un objeto. Los sonidos llegan a incrustarse en nuestro espíritu, convirtiéndose ellos en meros sonidos y nosotros en mero aparato de registrar sonidos: mesa, mesa, me / samé, samé... La palabra mesa se convierte en una mera cascada de sonidos que ya no remite a una significación, sino que se cierra en un mero valor sensorial. Por eso, a fuerza de repetir maquinalmente un nombre, llega a parecernos absurdo, sin sentido. Un fenómeno semejante se da en el aspecto visual cuando fijamos la vista obsesivamente, unilateralmente, en un objeto sin atender al conjunto de realidad en que está inserto. Roquentin mira con mirada obsesiva la raíz. Con ello, él se convierte en mero aparato de mirar y la raíz se reduce a un haz de estímulos visuales; pierde su sentido o, lo que es lo mismo, su conexión con las demás realidades; el árbol al que nutre y afirma, la tierra de la que absorbe el alimento… Falta de significación, la raíz se convierte en mera materia visible, algo delicuescente, masivo, in-forme. 84
Pero cuando una realidad no tiene forma, fácilmente es vista por el hombre como deforme, y se torna para él desconocida, extraña, y lo extraño se halla a dos pasos de lo hostil. Si entramos en nuestro despacho y encontramos los objetos cambiados de orden, sentimos extrañeza. Si los muebles están en distinto orden e incluso han sido cambiados, y los objetos que los han sustituido carecen de forma que nos permita identificarlos, caracterizarlos y considerarlos como algo confiado, nuestra extrañeza se convierte en perplejidad y temor. Retrocedemos un paso y nos ponemos alerta. Pero figurémonos que de repente todo el mundo en torno sufriera esta ultrakafkiana trasmutación. Nos asaltaría una perplejidad angustiosa. La angustia surge efectivamente cuando no hay apoyo, cuando todo se torna hostil e inseguro. Si se pierde el mundo de las significaciones que fundan un conjunto de sentido e instauran un entorno confiado, y todo se torna delicuescente, viscosamente deforme, siente uno que el mundo da vueltas alrededor y parece entrar en una danza loca y absurda. He ahí la náusea. Al surgir el sentimiento de náusea, las palabras se desvanecen «y con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres han trazado en su superficie» (179, 144). Todo movimiento de retorno fusional a la naturaleza debe empezar por restar importancia a los seres en lo que tienen de autonomía, configuración y robustez entitativa. Con habilidad de estratega del pensamiento, Sartre insinúa subrepticiamente la gravísima idea de que la significación de las cosas es una débil marca trazada en la superficie de estas por el hombre para saber a qué atenerse. Da, con ello, por supuesto que el mundo está formado por un conjunto de seres opacos que el hombre debe señalar a efectos de una mínima posibilidad de distinción. ¿En qué consiste el ser mismo de las cosas si estas carecen de significación? Tener significación implica tanto como constituir un ámbito de ser, abrir un campo de autodespliegue y desempeñar un papel específico e incanjeable en la trama de la existencia. Faltas de significado propio, las cosas se convierten en existentes sin calificación, desvanecidos, masivos, monstruosos. Monstruoso es lo deforme, lo amorfo o no configurado. «La raíz, las verjas del jardín, el banco, el césped ralo, todo esto se había desvanecido; la diversidad de las cosas, su individualidad solo eran una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido, quedaban masas monstruosas y blandas en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y obscena» (144, 180). El vestido se adhiere a la figura humana en la tarea de «configurar» al hombre y calificarlo. La persona distinguida se caracterizó durante siglos por su atuendo. Vestido y figura son los medios expresivos de una significación interna. Por otra parte, la realidad dotada de la calidad que le otorga el hecho de tener una significación ofrece un carácter íntimo, ya que intimidad no alude propiamente a un reducto interno, sino al poder de implantarse en la existencia con una cualificación que genera cierta autonomía. La falta de intimidad se traduce en desnudez, y esta es obscena por no estar justificada, ya que lo normal es que cada ser tenga una cualificación propia. Sartre moviliza esta expresión del ámbito moral —«desnudez obscena»— para conferir fuerza expresiva a un pasaje en que se ventilan muy graves cuestiones relativas al estudio de la realidad. Se trata de una extrapolación categorial muy halagada por el éxito que no debe inducimos a error. 85
¿Qué valor ostentan estas realidades «masivas», «blandamente» —impersonalmente— fundidas con la existencia global y amorfa? Un valor de mera existencia abortada y obscena, embarazosa, superflua. Al carecer de significación, todos estamos de más. Por eso la vecindad de los objetos incomoda a Roquentin, que los encuentra demasiado exuberantes en su modo de existir. Exuberantes en exceso por no tener justificación; muelles y blandos por carecer de configuración precisa (144, 180). Roquentin alude de paso al carácter puro y firme de las líneas musicales para subrayar con más fuerza la condición abotargada, somnolienta y confusa de los existentes que lo rodean: «Árboles, pilares azul nocturno, el estertor feliz de una fuente, olores vivientes, neblinas de calor suspendidas en el aire frío, un hombre pelirrojo que digería sobre un banco: todas estas somnolencias, todas estas digestiones tomadas en conjunto ofrecían un aspecto vagamente cómico [...]. Éramos un montón de existencias incómodas, embarazadas de nosotros mismos; no teníamos la menor razón de estar allí [...]» (141, 181). La raíz, la verja, el niño que corretea, el árbol que se aprieta contra mis ojos con fuerza desabrida, el rumor de la fuente que anida en mis oídos llenándolos de suspiros, las mil y una cosas y seres del universo que se despliegan unos junto a otros «confiándose su existencia abyectamente» —por carecer de la indispensable intimidad o cualificación entitativa que interrelaciona y distingue a la par—, «todos están de más». Desvanecido el mundo de las significaciones, no cabe establecer comparación alguna entre los seres, a fin de conferirles un cierto sentido referencial. «De más: fue la única relación que pude establecer entre los árboles, las verjas y los guijarros. En vano trataba de contar los castaños, de situarlos respecto a la Vélleda, de comparar su altura con la de los plátanos: cada uno de ellos huía de las relaciones en que intentaba cerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario de estas relaciones (que me obstinaba en mantener para retardar el derrumbamiento del mundo humano, de las medidas, de las cantidades, de las direcciones); ya no hacían mella en las cosas. De más el castaño, allá frente a mí un poco a la izquierda. De más la Vélleda...». (145146, 181). Anulado el modo de ser propio de cada realidad, se ciega de raíz la fuente de toda inteligibilidad racional. La mirada obsesiva que fijó la atención de Roquentin en la raíz se ha ido dirigiendo — sin distinción— a todos los seres: cosas, acontecimientos y personas, entre las que se halla el protagonista mismo. Su actitud de ser reducido a pura mirada se refleja en los adjetivos con que se califica: «flojo, lánguido, obsceno, digiriendo, removiendo melancólicos pensamientos». «Y yo también estaba de más», como cualquiera de las innumerables cosas del universo. Ante la mirada vaga, falta de tensión espiritual del que ansía fundirse con el entorno, todos los seres se asemejan en un proceso de banal nivelación. «Soñaba vagamente con suprimirme para destruir por lo menos una de esas existencias superfluas. Pero mi misma muerte habría estado de más. De más mi cadáver, mi sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente. Y la carne carcomida hubiera estado de más en la tierra que la recibiese y,
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al fin, mis huesos, descortezados, aseados y netos como dientes, todavía hubieran estado de más; yo estaba de más para toda la eternidad» (146, 181-182). Reducidos los seres a muñones de existencia masiva, el hombre se encuentra en el mundo desvalido, solo, con todas las salidas cerradas, pues la única salida auténtica del hombre viene dada por la intercomunicación creadora de ámbitos. La presencia del otro no invita a esta creación, antes la hace imposible, pues en el aspecto espiritual su mirada ejerce una función de espionaje y reduce al espiado a mero objeto de inquisición, y en el aspecto corporal todo tacto resulta repelente e incómodo al no tener más sentido que la mera succión violenta del espacio. La vinculación sin sentido de los seres del mundo se traduce en reclusión, en clima de habitación cerrada y fétida, ya que, al no crearse ámbitos de interrelación auténticamente personal, la masa corpórea de los seres vinculados pasa a primer plano para imponer sus implacables leyes físicas. Pero tampoco la vuelta sobre sí mismo ofrece el mínimo consuelo del egoísmo narcisista, pues, al carecer de significación, todo resulta inapetecible. Vuelto sobre sí, el hombre «se bebe sin sed», se considera excesivo, falto de sentido, carente de razón para existir, dispuesto solamente a la repulsa y al resentimiento. Nada extraño que la palabra absurdo venga espontáneamente a los puntos de la pluma de Roquentin, a pesar de que «no la había buscado ni la necesitaba», porque «pensaba sin palabras, sobre las cosas, con las cosas» (146, 182). Roquentin pensaba sin palabras, fusionado con los estímulos sensibles, sin la distancia de perspectiva que funda el lenguaje como instaurador que es de un campo de libre juego entre los objetos de conocimiento y el sujeto cognoscente. Vista desde esta situación de cercanía excesiva, la raíz se presenta como un trozo de masa amorfa que puede recibir indiferentemente cualquier calificación, porque de suyo no ofrece configuración alguna. «El absurdo no es una idea en mi cabeza, ni un soplo de voz, sino esta larga serpiente muerta a mis pies, esta serpiente de madera. Serpiente o garra o raíz o uña de buitre, poco importa» (146, 182). En un nivel inferior al de las formulaciones netas —propias del plano de la creatividad —, Roquentin cree haber descubierto la clave de la existencia, de sus náuseas y de su propia vida. Ahora no se contentará con utilizar el verbo ser de modo expeditivo y confiado para calificar las cosas («es verde», «es una gaviota»...). Roquentin advierte que el hombre se reduce de ordinario a calificar las cosas, a etiquetarlas para saber a qué atenerse a su respecto y moverse con dominio entre ellas. Pero apenas se detiene a pensar seriamente qué es ser, existir, más allá de cada determinación concreta. No basta decir rápidamente: esto es una mesa, una gaviota, un hombre, porque más allá de tales calificaciones se impone la pregunta decisiva ¿en qué consiste ser, existir? El verbo existir ya no será un simple término utilizado usualmente en plan copulativo. Las cosas ya no serán una decoración para contemplar a distancia (distancia de indiferencia), en plan «espectacular». La existencia de las cosas no se esconderá, como suele hacer, bajo la capa superficial de las determinaciones cualitativas. La existencia perderá su carácter inofensivo de categoría abstracta para convertirse en la pasta misma de las cosas (145, 180), algo inferior a toda configuración, estructura y determinación cualitativa. 87
Roquentin se esfuerza en transmitir con palabras una experiencia que anula toda posibilidad de lenguaje y es anulada a su vez por el lenguaje, ya que este funda ineludiblemente una distancia de perspectiva entre el ser locuente y las cosas. «Me debato con las palabras; allá abajo yo tocaba la cosa» (146, 182). Las palabras nos permiten establecer con las cosas una forma de contacto a distancia. Roquentin quiere lograr la inmediatez fusional del tacto. Vista la raíz desde una posición de vecindad excesiva, todo en ella se muestra absurdo; la raíz es absurda de modo absoluto. Nada puede explicarla. Un círculo tiene una razón interna de ser, posee una estructura bien determinada, tiene plenitud de sentido, no es absurdo, pero, a cambio, carece de existencia (147, 183). He aquí en juego el temible esquema, aparentemente dilemático: «lo eidético-lo fáctico», que con frecuencia orientó a los pensadores hacia dos extremos: el idealismo y el materialismo. Para Roquentin, la raíz existe en la medida en que no puede ser explicada. Por eso el contacto inmediato con la misma es una relación fascinada, absorta, sin capacidad de libre juego, llena hasta los bordes, saciada. Roquentin alude con frecuencia a la sensación de lleno. «La cosa [...] se ha abalanzado sobre mí, se desliza dentro de mí, estoy lleno de ella» (114, 141). Decirse a sí mismo «es una raíz» no hace mella, pues en esa situación de enquistamiento en lo sensible las palabras no significan nada. Las palabras responden al ajuste de cada entidad en el concierto de la realidad, y aluden por tanto a su situación, su funcionalidad, su génesis y articulación orgánica. Pero todas estas determinaciones no dicen nada al que se ha convertido en un mero aparato de registrar sensaciones. A esta luz se comprende el sentido de la frase siguiente: «Yo veía bien que no se podía pasar de su función de raíz, de bomba aspirante a esto, a esta piel dura y compacta de foca, a este aspecto aceitoso, calloso, terco. La función no explicaba nada: permitía comprender en general lo que era una raíz, pero de ninguna manera esta» (147, 183). Esa raíz concreta, vacía de significación, reducida a un haz de estímulos sensibles, no puede ser explicada de modo racional. Las cualidades de las cosas son objeto posible de denominación, de precisión. Roquentin tiende a separar cada cosa y sus cualidades, a dejar la cosa descortezada, descualificada en su mera apariencia sensible, que es fascinante (es decir, fusionante y embriagadora). La sensibilidad tiene un peculiar poder de embriagar, de succionar la atención y polarizarla en los meros estímulos. A las personas dotadas de escasa tensión creadora lo sensible las fascina y seduce, congela su capacidad de imaginar y crear y — consiguientemente— de dar nombre y calificar. En el nivel de la infracreatividad no tiene sentido por ejemplo, calificar de negra a la raíz. «¿Negra? Yo sentí que la palabra se deshinchaba, se vaciaba de su sentido con una rapidez extraordinaria. ¿Negra? La raíz no era negra, no era lo negro lo que había sobre este pedazo de madera, era... otra cosa: el negro, como el círculo, no existía. Miraba la raíz: ¿era más que negra o casi negra? Pero cesé pronto de interrogarme porque tenía la impresión de estar en el país del conocimiento. Sí, yo había ya escrutado con esta inquietud objetos innominables, había intentado —vanamente— pensar algo sobre ellos; y ya había
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sentido sus cualidades, frías e inertes, desplazarse, escurrirse entre mis dedos» (147148, 183-184)[18]. Del guijarro solo grabó Roquentin «su resistencia pasiva» (148, 184). La mano del Autodidacta, al tocarla con la suya y apretarla, no le pareció una mano, sino «le hizo pensar en un gran gusano blanco, sin ser tampoco esto» (148, 184). Al tocar una mano, de ordinario lanzamos la atención al significado que tiene la acción dialógica de dar la mano, ofrecer —desnuda— la mano del ataque, la diestra, como señal de actitud pacífica. No nos quedamos en la mera impresión táctil que produce el contacto con la mano ajena. Roquentin, en cambio, se queda en esta impresión. Con ello, todo se desdibuja, se difumina, se hace «turbio»: los sonidos, los perfumes, los gustos. A la mirada fascinada del que mira de modo relajado, totalmente distenso, el color le parece como fusionado con otras impresiones sensoriales y acaba perdiéndose y anulándose en el conjunto caótico de las sensaciones: «Yo no veía simplemente este negro: la vista es una invención abstracta, una idea limpia, simplificada, una idea de hombre. Este negro concreto, presencia amorfa y floja, desbordaba con mucho la vista, el olfato y el gusto. Pero esta riqueza se tornaba en confusión, y al fin esto no era nada porque era demasiado» (148, 185). El hombre está abierto a la realidad a través de todos sus sentidos, que son vías de acceso a lo real específicas y complementarias. Roquentin no advierte que las diversas sensaciones se integran en orden a fundar un campo de rigurosidad y presencialización de la realidad. Las diferentes sensaciones se neutralizan y anulan al ser recibidas por un sujeto entregado —en actitud de relax espiritual— a la fascinación de lo sensibleinmediato. Esta entrega fascinada anula el campo de libre juego que hace posible la acción del hombre y apaga el entusiasmo, el ardor peculiar que suscita la presencia de realidades dotadas de sentido. Roquentin advierte que su situación se sale de lo ordinario en un ser, como el hombre, hecho para fundar ámbitos de sentido, de rigurosa presencialidad con los seres del entorno, presencialidad que implica una forma de inmediatez-a-distancia. «Este momento fue extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado, sumergido en un éxtasis horrible» (148, 185). La vinculación de los adjetivos «extraordinario» y «horrible» nos advierte que se trata de una experiencia a-normal que, lejos de elevar al hombre, lo lleva a horizontes que limitan con el estrato meramente vital. El calificativo «extraordinario» sugiere en castellano una idea doble: rareza y valor. «Éxtasis» alude, asimismo, a una situación que se sale del cauce normal. La vertiente de relevancia que implican ambos términos contrasta bruscamente con las ideas peyorativas que sugieren los términos inmóvil, helado, horrible. Para comprender de modo preciso que no se trata de un mero juego expresivo, debe advertirse que «inmóvil» indica en este contexto «falto de creatividad»; «helado» sugiere el estado de carencia —en grado límite— del calor que genera el dinamismo creador. El calificativo «horrible» aplicado al sustantivo éxtasis significa que se trata de una salida de sí que no plenifica sino desgaja del recto orden de las cosas, orden decisivo en el juego de la vida humana. Horrible alude siempre a un
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acontecimiento que supone un desmoronamiento de la existencia, un desajuste extraordinariamente grave, una conmoción radical del orden normal de los seres. El salir de sí para fusionarse con la vertiente sensible de la realidad implica la obturación de las posibilidades fundamentales del hombre. Es un «ec-stasis» — literalmente: una salida de sí— que no produce gozo, sino depresión. Al unir un término que lleva una connotación de algo muy importante con un calificativo que alude a una ruptura de consecuencias demoledoras, Sartre logra una expresión de gran fuerza literaria. Pero su significación precisa de carácter filosófico debe ser clarificada con el mayor rigor para evitar que el prestigio literario sea extrapolado indebidamente al campo filosófico. En esta situación de éxtasis fusional, la palabra apenas puede configurarse en el espíritu del hombre. Roquentin lo apunta: «A decir verdad, yo no me formulaba mis descubrimientos» (148, 185). Sin embargo, Roquentin intenta elevarse al nivel de la expresión locuente, e incluso al de la expresión filosófica. Al verter su ensayo filosófico al estilo novelístico y exponer las ideas en forma de experiencias[19], Sartre deja al descubierto una profunda inconsecuencia: poner en labios de Roquentin frases de alto contenido filosófico para explicar su experiencia de fusión fascinada con la realidad en torno. Evidentemente, se trata de una extrapolación de niveles de experiencia. Sin duda, un pensador inspirado en la experiencia de fusión en la vertiente sensorial del entorno debiera —para ser consecuente— entregarse al silencio de mudez. Inmerso en tal experiencia, no podría en rigor ni pensar, ni hablar, ni escribir. Sartre, en cambio, no vacila en elevar al rango de tesis filosófica de valor universal una experiencia personal de incrustación en el entorno estimúlico. «Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí, simplemente: los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero no se los puede nunca deducir» (149, 185). Lo puramente existente, el factum brutum que no tiene una significación interna, una razón propia de ser, una articulación y estructura que le confiera firmeza e inteligibilidad, no es deducible de principios generales —como sucede, en cambio, con ciertas realidades geométricas—, no puede ser tomado como consecuencia necesaria de determinadas premisas. Es algo contingente; sucede que está ahí, y eso es todo. Roquentin no duda en pasar de la experiencia de fusión en la vertiente sensible de la realidad a los juicios contundentes de valor. A su entender, se equivocan los que fundamentan los seres contingentes en un ser necesario. La contingencia es el absoluto, la gratuidad perfecta que nadie puede disipar ni aminorar. Al hacerse cargo de esto, «el corazón da un vuelco y todo se pone a flotar [...]: He aquí la náusea» (149, 185). Inmediatamente después de estas afirmaciones, cuya concepción y formulación exigen un gran poder abstractivo, es decir, la singular capacidad de situarse a distancia de perspectiva respecto a las realidades concretas, Roquentin vuelve a subrayar su estado de inmediatez casi fusional con la realidad en torno. Sartre pendula estratégicamente entre dos experiencias antagónicas: la experiencia de reflexión y la de fusión. «Yo era la raíz del castaño. O, más bien, era todo entero conciencia de su existencia. Todavía 90
separado de ella —porque tenía conciencia de la misma— y, sin embargo, perdido en ella, en nada distinto de ella» (149, 185-186). Se trata de una conciencia que gravita voluntariamente con todo su peso hacia un trozo de madera inerte (149, 186). Esta gravitación será interpretada por Sartre como la intencionalidad que define al «poursoi», visto como mera «decompresión de ser»[20]. Es una forma de gravitación sin distancia, más semejante a una tensión fusional que a la creación de un ámbito interrelacional. «Yo estaba dentro.» «La existencia no es algo que se deje pensar de lejos: es necesario que os invada bruscamente, que se detenga sobre vosotros, que pese duramente sobre vuestro corazón como una gran bestia inmóvil, o de lo contrario no hay absolutamente nada» (149-150, 186). Al ser un hombre lúcido, reflexivo, pero no creador, Roquentin estima que se halla al mismo tiempo separado de la realidad y fundido con ella. Se trata de la separación que permite al hombre hacerse cargo de las experiencias que realiza. No es la separación fecunda que implica el campo de libre juego que el hombre establece entre él y las demás realidades cuando adopta una actitud creadora. Esta actitud falla en Roquentin, que se ve a sí mismo lanzado con frenesí sobre los objetos, absorbido por ellos, entregado a ellos, reducido a ser «conciencia de la existencia de la raíz». La conciencia humana le aparecerá a Roquentin como un mero espejo de la realidad, sin una positiva capacidad creadora, sin densidad entitativa, apenas otra cosa que la mera capacidad por parte de lo real de reflexionar, de volver sobre sí. Roquentin interpreta lúcidamente esta entrega total a los objetos como un modo de peculiar fascinación. Ello le hace sentir una impresión de alivio al contemplar el balanceo de las ramas. «No me disgustaba ver moverse alguna cosa, esto me desviaba de todas esas existencias inmóviles que me miraban como con ojos fijos» (150, 186). Hay una especie de mutua fascinación obsesiva entre el hombre y las cosas. Esta fascinación fusiona al hombre con la vertiente sensorial de la realidad y diluye ante su conciencia toda posible significación y cualificación interna de los seres. Al no haber cualificación, todo queda nivelado, tiene el mismo valor; todo está de más, en cuanto carece de sentido, todo es relleno —ganga despreciable e inútil—, todo está lleno (150, 187); la realidad nos cerca y acosa sin dejarnos un campo de libertad. Si se mira el entorno con mirada relajada, todo —lo inmóvil y lo móvil— se cuaja, se queda fijo, se aísla, se desambitaliza, se petrifica y cosifica (150, 187) porque no entra en el ámbito de realidad y de sentido en que debiera hallarse articulado. Estos ámbitos de realidad constituyen campos de libre juego en los cuales es posible moverse. Lo pleno de Sartre se opone al campo de libre juego en que florece la libertad. «Mis ojos no encontraban nunca más que lo pleno» (150, 187), lo ya hecho, lo cósico, lo simplemente existente-sin-cualificación. Roquentin no advierte en el entorno las formas de articulación que ensamblan las cosas y dan lugar a las diferentes fases de los procesos genéticos. Todo es, sin más, fáctico: «El estremecimiento no era una cualidad naciente, un paso de la potencia al acto: era una cosa.» «Todo estaba lleno, todo en acto». «Y todos estos existentes que se afanaban en torno al árbol no venían de ninguna parte y no iban a ninguna parte. De golpe existían 91
y seguidamente, de golpe, no existían: la existencia no tiene memoria; de los desaparecidos no guarda nada, ni el recuerdo. Existencia en todas partes, hasta el infinito, de más, siempre y en todo lugar [...]. Yo me dejé estar sobre el banco, aturdido, abrumado por esta profusión de seres sin origen: en todas partes eclosiones, florecimientos, mis oídos me zumbaban de existencia, mí carne misma palpitaba y se entreabría, se abandonaba al borbotar universal; era repugnante» (150-151,187). Roquentin ve las realidades del mundo totalmente desvinculadas, tanto respecto al pasado como al futuro. El pasado (historia, progenitores, Creador) apoya al hombre en el desarrollo de su vida. El futuro —con sus metas e ideales— lo impulsa a proyectar su existencia en acciones con sentido. La memoria no es un mero almacenaje de datos; responde a una voluntad creadora. La versión al futuro no se reduce a un pasivo estar a la espera del porvenir: es la proyección activa de un conjunto orgánico de acciones en virtud de la serie de posibilidades que alumbra el decurso histórico. Vincularse al pasado y proyectar el futuro son actividades imposibles para quien rehúsa adoptar en la vida una actitud creadora. Para Roquentin cada realidad se halla reducida a los diversos instantes del decurso temporal, sin el relieve que le confiere la asunción del pasado y la proyección del futuro. La sumisión a esta forma elemental de temporalidad —que no es sino mero cambio— priva a los seres de todas las condiciones específicas que adquieren merced a la capacidad creadora de la historia. Dos realidades absolutamente iguales desde el punto de vista cuantitativo adquieren un carácter irreductible, incanjeable, al ser vistas en el juego de las interrelaciones humanas, en el juego creador de la historia. Lo mismo que —según indicamos anteriormente— las teclas del teclado son exactamente iguales en el plano objetivista, pero presentan cualidades específicas y nuevas en el plano del juego musical. En el nivel infracreador en el que todo se nivela por estar falto de la cualificación y ordenación que confiere el sentido, los seres se convierten en algo inquietantemente igual, repetido, y lo que se repite sin sentido aparece como obsesivo y maquinal, en definitiva fallido. Roquentin se desliza insensiblemente de un nivel de consideración a otro; de la sensación de igualdad que le producen las cosas al verlas con el espíritu «entornado», en actitud de extremo relax, pasa a dar un juicio ético: «¿Para qué tantos árboles semejantes, tantas existencias fallidas y obstinadamente recomenzadas y de nuevo fallidas —como los esfuerzos desmañados de un insecto caído de espaldas (yo era uno de estos esfuerzos)?» (151, 187-188). La abundancia de tales realidades fallidas no despierta en Roquentin sino un sentimiento de hastío, de hartura destemplada. Frente a los vitalistas que ven en la pujanza de la vida vegetal una «voluntad de poder y de lucha por la vida» (Friedrich Nietzsche), Roquentin considera que los árboles «continúan existiendo a contragusto, simplemente porque son demasiado débiles para morir y la muerte no puede venirles sino del exterior» (151, 188). De nuevo vuelve a elevarse —en virtud de no se sabe qué extraño impulso— a un nivel de afirmaciones generales: «Todo existente nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por azar» (151, 188-189).
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Seguidamente, el protagonista retorna a su intento de enclaustrarse en su soledad interior y vaciarse de existencia, pero se ve una vez más empastado de materia, fusionado con todo lo existente. «Me dejé ir hacia atrás y cerré los párpados. Pero las imágenes, inmediatamente alertadas, se encabritaron y vinieron a llenar de existencias mis ojos cerrados: la existencia es un lleno que el hombre no puede abandonar» (151, 189). El hombre se halla inerme ante esta «enorme presencia», muelle, gelatinosa, todopoderosa, espesa como una confitura, que asciende hasta el cielo y lo invade todo. El hombre no puede separarse de esta «innoble mermelada» y tomar posiciones, moverse con libertad; debe flotar en ella, hundirse hasta el cuello en su falta de sentido. Roquentin se rebela en su interior al comprender que esta visión es la del mundo contemplado al desnudo, y se ahoga de cólera contra «este gordo ser absurdo» (152, 189-190), del cual no acierta a comprender por qué existe. «Yo me ahogaba en el fondo de este inmenso tedio» (153, 190). Así como la unión de los amantes es extraordinariamente venturosa, ya que significa la integración de realidades que se acogen mutuamente por juzgarse valiosas, verse invadido por algo informe, carente de toda significación, marca el límite de lo espiritualmente tolerable, o —dicho con una frase extrapolada del plano orgánico— causa náuseas, provoca el vómito. 2. Las experiencias de la sonrisa y de la canción Tras la experiencia de intensa inmediatez fusional con el entorno realizada en el jardín, Roquentin se levanta, se acerca a la verja y contempla el jardín en su conjunto, con distancia de perspectiva. Entonces observa que «el jardín le sonríe», y esta sonrisa «quiere decir algo», y esta significación constituye «el verdadero secreto de la existencia» (153, 190). Roquentin experimenta súbitamente una transformación al abandonar su actitud de inmediatez fusional. Al tomar cierta distancia frente al jardín y verlo en conjunto, en su trama de realidades e interrelaciones, capta la expresión benevolente del mismo, es decir, su «sonrisa». La sonrisa es un fenómeno humano de sorprendente riqueza por ser creado de dentro a fuera, con espontaneidad expresiva, y ser irreductible a los elementos que lo integran. Si se sonríe uno forzadamente, hace una mueca. La sonrisa constituye la puesta en acto de una actitud personal de alegría y beneplácito. Para comprender el significado del fenómeno de la sonrisa, hay que verlo en bloque como lugar en el cual la persona se expresa. Si se lo desvincula del conjunto de la vida personal o se lo reduce a la suma de ciertos gestos faciales, la sonrisa como fenómeno desaparece[21]. Al interpretar la expresividad del jardín como una sonrisa, Roquentin sugiere que es un modo de expresividad —como la del rostro humano— dotada de una profunda significación. Este trasfondo significativo y valioso redime a la existencia de su carácter meramente fáctico, bruto, opaco, absurdo, muelle. La presencia de realidades con cierto poder de expresividad y apelación le recuerda a Roquentin que tres semanas antes había adoptado frente a las cosas cierto aire de complicidad o participación. Al recordar esta voluntad de participación y de algún modo renovarla, las cosas adquieren para él un 93
carácter personal, un rostro, una mirada, una cierta carga de sentido que las desborda. Roquentin se muestra enojado porque no puede comprender este sentido (153, 191). La adivinación de realidades no «existentes» La verdadera significación de La náusea radica, sin duda, en la voluntad de Sartre de comunicar la diferente impresión que produce la existencia cuando se la contempla en una situación de inmediatez fusional o bien a cierta distancia. Esta distancia cabe tomarla frente a realidades que no son mera existencia, aunque se den ligadas de algún modo a ella, tomada como medio expresivo. Ejemplo de tal género de realidad que es más que mera «existencia» son las melodías musicales. La experiencia de esta nueva vertiente de la realidad es descrita por Roquentin al final de la obra a propósito de una canción. Sin la comprensión y plena valoración de tal experiencia quedaría truncado el sentido de la experiencia de la raíz[22]. Ya anteriormente (119, 147) había manifestado Roquentin que, al aparecer en el aire la melodía, el mundo de las «existencias» se desvanece. La mujer que cantó esta melodía había existido como él, y lo mismo el aire que fue golpeado por su voz, la voz que imprimió el disco, y el disco que ahora gira. Pero la melodía como tal no «existe» con este modo común de existencia «densa, pesada y dulce». La melodía muestra un modo de realidad cercana y lejana a la par, joven, implacable y serena, rigurosa (119, 147). Poco antes de abandonar definitivamente Bouville, Roquentin oye de nuevo su disco favorito. Se encuentra deprimido, taciturno y tranquilo, y ve los objetos del entorno como hechos de la misma materia que él, y cargados de «fealdad y sufrimiento» (193, 243). Empiezan a sonar las notas del saxofón, con su tristeza mesurada, rítmicamente domeñada, áridamente pura y, como tal, modélica (193-194, 243-244). La melodía se desgrana por encima del disco con tal independencia y libertad frente a todo lo existente que Roquentin siente vergüenza de sí y de todo lo que existe de modo cotidiano. La melodía no «existe»: la melodía «es». La cantante que entonó la melodía «existía», y puede haber fallecido. El disco «existe», y con el tiempo es posible que se deteriore o se rompa. La melodía en sí queda al margen de estas circunstancias y se conserva lozana, pues las obras de arte se vuelven a crear en cada acto de interpretación. La melodía se halla «más allá, siempre más allá de todo, de una voz, de una nota de violín». «A través de los espesores de existencia, ella —la melodía— se revela delgada y firme, y cuando se la quiere captar no se encuentran más que existentes, se tropieza con existentes desprovistos de sentido. Ella está detrás de estos: yo ni siquiera la oigo, oigo sonidos, vibraciones del aire que la develan. Ella no existe, porque no tiene nada de más: es todo el resto el que está de más respecto a ella. Ella es» (194, 244). Roquentin confiesa su deseo de «ser» —por encima de todo mero «existir»—, y ahuyentar la existencia fuera de sí, purificarse, endurecerse «para dar al fin el sonido neto y preciso de una nota de saxofón». Quisiera moverse espiritualmente en la región en que se inspiran los pintores, escritores y músicos, en «ese otro lado de la existencia, ese otro mundo que se puede ver de lejos, pero sin jamás acercarse a él». De esta región procede esa melodía que suena, y que no es afectada por los defectos físicos del disco. 94
Ella está más allá, detrás de todo lo «existente» (194 245). «...Detrás de lo existente que cae de un presente a otro, sin pasado, sin porvenir, detrás de estos sonidos que día a día se descomponen, se escaman y se deslizan hacia la muerte, la melodía permanece la misma, joven y firme, como un testigo despiadado» (195, 245-246). A través de la melodía, Roquentin piensa en su compositor, convertido, un día caluroso de julio, en «una charca de grasa fundida» (196, 247), pero transfigurado por la gloria de la melodía, elevado en cierta medida —por la fuerza de su acto creador— al plano de realidad al que pertenece el fruto de su creación. «Es la primera vez después de años que un hombre me parece conmovedor» (196, 247). El Autodidacta no había logrado convencer a Roquentin de que se debe amar a los hombres. Pero, al descubrir este por sí mismo el modo singular de realidad que ostenta una melodía, se abre al gozo de encontrar un ser humano que, a través de la creación musical, queda inmerso en un proceso de transfiguración que le hace participar en este modo elevado de realidad. Al oír la melodía, piensa Roquentin que dos personas, el compositor y la intérprete, se han salvado, se han «lavado del pecado de existir» (196, 248). Muy expresivamente, Roquentin confiesa que esta idea lo conmovió de golpe, porque no esperaba tal cosa, y sintió que algo desconocido lo rozó tímidamente: «una especie de alegría» (197, 248). Al final de la obra —que describe la asfixiante tristeza del que vive respecto al entorno en una situación de inmediatez fusional— vemos por primera vez surgir un sentimiento de gozo al desbordar el plano de la mera existencia. Cuando supera la vertiente meramente objetiva de los seres (nivel 1) hacia la super-objetiva (nivel 2), Roquentin se siente impresionado ante la posibilidad entreabierta de justificar una forma de existencia. Y piensa en un posible libro que tuviese las excelentes condiciones de una melodía y llevase al lector a adivinar «detrás de las palabras impresas, detrás de las páginas, algo que no existiera, que estuviera por encima de la existencia» (197, 248). En consecuencia, decide abandonar el libro de historia que estaba escribiendo, porque «un libro de historia habla de lo que ha existido, y nunca un existente puede justificar la existencia de otro existente» (197, 248). Roquentin no se detiene a deslindar los diferentes niveles de realidad que se dan en una realidad humana histórica. Solo en el caso de la música se abre decididamente al plano de lo superobjetivo. Si se tratase de una obra de invención, una novela por ejemplo, Roquentin intuye que en ella quedaría de algún modo plasmada la vertiente «no-existencial» de su vida. Mientras lo esté escribiendo, él seguirá «existiendo» y «sintiendo que existe». Pero, una vez concluido, el libro arrojará, sin duda, cierta claridad sobre su pasado. Y él podrá llegar a aceptarse a sí mismo (197, 249). Este libro fue escrito y lleva por título La náusea. Un libro es fruto de un acto de creación en el cual se entreveran diversos ámbitos de realidad. Esta interpelación transfigura y potencia la vertiente de la realidad humana más a mano, la sensible-asible-mensurable. La potencia y le da sentido. Ello explica que, cuando Roquentin se entrega a la contemplación pasiva, laxa, del entorno, se hunde en el magma amorfo del sinsentido, y, no bien se consagra a tareas creadoras (contemplación del jardín a cierta distancia de perspectiva; audición atenta de la melodía; composición de una novela), siente que se alumbra el sentido de las cosas y de su propia vida, y, con el 95
sentido, aflora el sentimiento de gozo, que va hermanado siempre con el logro de cierto grado de plenitud. El hombre desarrolla su personalidad a medida que se abre de modo creador a realidades dotadas de sentido y de cierta capacidad de apelación. Los conceptos de apelación, respuesta creadora, sentido, plenitud y gozo están estrechamente vinculados. Diversas formas de vecindad con lo real En la obra Critiques littéraires (Situations I) hace Sartre diversas observaciones respecto a Francis Ponge que son reveladoras de su propia postura en La náusea. El propósito radical de Ponge de acercarse a las cosas lo más posible para verlas desde dentro y mostrar la fusión de la conciencia y el objeto en la percepción es considerado por Sartre equivalente al «axioma que está en el origen de toda la Fenomenología: el “retorno a las cosas mismas”» (319-320). Según Sartre, Ponge realiza sus descripciones intencionadamente de modo extrapolado —describiendo las cosas inanimadas como si estuvieran dotadas de «formas de conducta», y los seres humanos como si fueran cosas — con el fin de lograr la deshumanización del hombre (326). En La náusea, Sartre moviliza diversos recursos para desdibujar los perfiles del ser humano y situar a este en una estratégica vecindad con los seres inferiores. Por ejemplo, utiliza un mismo término «rascar»[23] para describir la acción humana de introducir la uña en el cuero cabelludo y la necesidad vegetal por parte del castaño de hundir sus raíces en la tierra. A mi entender, esta pretensión deshumanizadora intenta realizarla Ponge anulando la principal característica del hombre: poder tomar distancia frente a la realidad. «Se trata menos de observar el guijarro que de instalarse en su corazón y ver el mundo con sus ojos» (320). En principio, este lema puede parecer fiel a la exigencia husserliana de «retorno a las cosas mismas». Sin embargo, para precisar su grado de fidelidad a tal exigencia es necesario descubrir cuáles son los modos de inmediatez con lo real que permiten un conocimiento más exacto. No puede darse por supuesto que las formas intensas de inmediatez implican de por sí grados elevados de conocimiento, pues cada modo de inmediatez debe ir potenciado por un modo determinado de distancia si ha de dar lugar a géneros auténticos de presencialidad, que son los únicos que engendran formas de conocimiento riguroso. En la primera fase de la experiencia fundamental de La náusea, Sartre parece identificar sencillamente inmediatez y conocimiento[24], e incluso el sujeto cognoscente y el objeto de conocimiento: «Yo era la raíz del castaño». Estima que esta tendencia fusional se halla en la línea de la intencionalidad husserliana. De ahí su preocupación por describir la conciencia como una especie de movimiento gravitatorio hacia las cosas. «...El deseo de cada uno de nosotros es existir con su conciencia entera según el modo de ser de la cosa. Ser todo entero conciencia y todo entero cosa. A este sueño le da el materialismo una satisfacción básica porque le dice al hombre que no es sino algo mecánico. Así, yo tengo el placer sombrío de sentirme pensar y saber que soy un sistema material. A lo que me parece, Ponge no se satisface con este puro saber 96
teórico; ha hecho un esfuerzo totalmente radical para convertir en intuitivo este conocimiento puramente teórico» (351). Los recursos literarios deben consagrarse a suscitar en el lector la sensación de que esta inalcanzable meta es posible. A ello se dirige la técnica que pone en juego Ponge para llevar al lector «a dudar de si la materia no estará animada y si los movimientos del alma no serán temblores de la materia» (348). Sería necesario para ello —puesto que «la fusión real de la conciencia y la cosa» no se da—, promover un «parpadeo de interioridad y exterioridad» y «hacer oscilar de la una a la otra con gran velocidad» (351). Esta oscilación se produce constantemente en el ánimo de Roquentin, que intenta vincular la extrema inmediatez fusional con las cosas y la distancia que implica el juicio filosófico sobre la experiencia vivida. Lo decisivo en orden a valorar la viabilidad de su empeño es determinar de modo preciso el tipo de inmediatez y de distancia que Roquentin pone en juego. Si se trata de una distancia de alejamiento, la «oscilación» entre el alejamiento y la inmediatez, por rápida que sea, no producirá una auténtica experiencia de presencia. La segunda fase de la experiencia de Roquentin (la experiencia de la canción) pone de manifiesto que la meta de Sartre es conseguir, respecto a la realidad, formas de distanciamiento que permitan entrañarse en la misma ganando niveles de inmediatez eminentes en los cuales se alumbra el sentido de la realidad y del hombre. Distintas formas de temporalidad Teniendo en cuenta el nexo que media entre la falta de creatividad, la tensión hacia la inmediatez fusional con los objetos y la anulación de las significaciones de las realidades, quedan en claro las razones por las que Sartre atribuye a la «existencia» y a la «música» modos de temporalidad diferentes. Cada modo de realidad tiene un género específico de temporalidad. Al diluirse las significaciones, la distensión temporal ostenta perfiles imprecisos, blandos, pastosos, lacios[25]; pierde unidad, continuidad, amplitud (195, 246). Los instantes que la componen carecen de trabazón y se desgranan y desvinculan. Es un conjunto de presentes sin pasado y sin futuro (45, 50). En cambio, la melodía se muestra «joven y firme» (195, 246), ensamblada, ambitalmente distensa en pasado, presente y futuro. Cuando vive atenido a las realidades objetivas con actitud fascinada, Roquentin está sometido al modo precario de temporalidad característico de la mera «existencia». De ahí su falta de memoria (78, 94; 111-112, 137) y el carácter discontinuo, incoherente de su vida (17, 14). Ansía una forma superior de temporalidad y la busca a través de la investigación del pasado histórico (la vida de Rollebon). Pero observa que la figura humana que va reconstituyendo a través de los documentos carece de auténtica solidez y trabazón. Todos los datos se diluyen. No parecen concernir a la misma persona (25, 25). El orden que él quiere conferirles no les afecta desde dentro. Roquentin concluye que no hay modo de dominar el pasado y ampliar la temporalidad precaria del presente puntual. El pasado no existe, no perdura (78, 94). El amor —anota Roquentin— se hace en el presente, tensionadamente, sin dejar escurrirse nada al pasado. Al amenguar la capacidad 97
de sostener esa tensión, los amantes (Roquentin y Anny) se separan, y entonces de un solo golpe los años de amor se precipitan en el pasado, y surge un inmenso vacío (78, 94). Roquentin aborda el tema del tiempo en un plano objetivista (nivel 1) en el cual no caben, por principio, formas de auténtico dominio del fluir temporal. «No se mete el propio pasado en el bolsillo; hay que tener una casa para albergarlo en ella. Yo no poseo más que mi cuerpo; un hombre solo, con su cuerpo únicamente, no puede retener los recuerdos; le pasan a través. Yo no debería lamentarme; solo he querido ser libre» (80, 96). La contemplación de los cuadros de los hombres ilustres de Bouville confirma a Roquentin en su idea de que no es posible retener el pasado, concentrar experiencia, dominar el fluir del tiempo mediante la acumulación de experiencia y sabiduría (83, 101). Pensar lo contrario es producto de la mala fe de quienes pretenden tener derecho a poseerlo todo. Tras muchas reflexiones, Roquentin adivina un medio de salvarse del fluir amorfo del tiempo propio de la mera «existencia»: dar sentido a los acontecimientos escribiendo un libro de imaginación en el cual se pueda alcanzar el nivel de la realidad «metaexistencial» que cabe entrever al oír una melodía. Poco después de escribir La náusea, Sartre consagró atención al estudio de la temporalidad en diversos artículos reunidos en la obra Critiques littéraires (Situations I)[26].
[1] Cfr. Simone de Beauvoir; La force l’ âge, Gallimard, París 1960, pp. 292, 308. [2] Véase el testimonio del mismo Sartre en La force de l’ âge, p. 307. [3] Cf. Op. cit., p. 293. [4] Cf. La Nausée, Gallimard, París, 1938, p. 179. Citaré en primer lugar, para orientación del lector, la edición española (La náusea, Losada, Buenos Aires, 1975, 15.ª ed., p. 144) y, en segundo lugar, la francesa. Las citas irán, entre paréntesis, en el texto. La versión que ofrezco de las mismas la he remodelado un tanto, para lograr una mayor justeza. [5] Cf. Présence et immortalité, Flammarion, Paris 1959, pp. 23-24. [6] Cf. La nausée, pp. 179 y ss; La náusea, pp. 144 y ss. [7] Véase, sobre ello, mi obra Inteligencia creativa, BAC, Madrid 2003, 4ª ed., pp. 160-165. [8] La experiencia de fascinación, seducción o vértigo es descrita —en contraposición a la de éxtasis— en la obra Vértigo y éxtasis, Rialp, Madrid 2006. [9] Cf. La Nausée, pp. 190-191; La náusea, p. 153. [10] Cf. La Nausée, p. 180; La náusea, p. 144. [11] Sobre la independencia de las partes del cuerpo humano, cf. pp. 30, 31; 32, 33; 105, 129; 178, 223. [12] Acerca de la interpretación paródica que da Sartre del cogito cartesiano, véase G. POULET , «La nausée de Sartre», en Le point de départ, Plon, Paris 1964.
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[13] Cf. KIERKEGAARD:Dos diálogos sobre el amor y el matrimonio, Guadarrama, Madrid 1961. [14] Cf. G. MARCEL: Homo Viator, Aubier, Paris 1944; J. Guitton: L’amour humain, Aubier, Paris 1948; Paul Archambault: La famille, oeuvre d’ amour, Editions Familiales, Paris, 1950; Henry Duméry: Regards sur la philosophie contemporaine, Casterman, Paris 1956. [15] Relax indica aquí el cese de la tensión creadora y el descenso a niveles de mera espontaneidad sensible. [16] La filosofía contemporánea se divide de hecho en dos grandes corrientes: la que considera el descenso humano de nivel como una defección, y la que lo exalta considerándolo como la instalación en el estrato modélico de la realidad. Esta segunda corriente considera al espíritu como el fundador de la distancia —vista como alejamiento— entre el hombre y el entorno, y juzga expeditivamente que la verdadera unidad con lo real solo puede conseguirse desplazando el influjo del espíritu y asimilando la conducta humana lo más posible a la del animal, ser de instintos seguros. Los autores de la primera corriente estiman que la aparición del espíritu en el universo significó el origen del distanciamiento del hombre respecto a lo real, distanciamiento que desborda la inmediatez de fusión propia del animal (que actúa sometido al esquema «estímulo-respuesta») para conseguir modos superiores de inmediatez. Este género de distanciamiento hace posible la reflexión y la responsabilidad, con lo que implica de grandes riesgos y de amplias posibilidades. Los autores de la segunda corriente consideran el estrato de la vida animal como modélico —debido a su serenidad y seguridad—, y concluyen que el espíritu es un elemento superfetario (Ludwig Klages), que está de más y convierte al hombre en un «ser monstruoso» (A. Gehlen). Una vez que el hombre perdió sus instintos seguros de animal, el papel del espíritu —y, correlativamente, del entendimiento y la voluntad— es ejercer el papel secundario de «aparato ortopédico que vicaría los instintos perdidos» (José Ortega y Gasset). Véase mi Metodología de lo suprasensible, Madrid, 1963, pp. 146 ss. Nueva edición facsímil en Universidad Francisco de Vitoria, Madrid 2015. [17] En su obra Critiques Litteraires (Situations I), p. 151, Sartre escribe —a propósito de la obra de M. Blanchot Aminadab—: «Todo es una pura desdicha: las cosas sufren y tienden hacia la inercia sin llegar jamás a ella; el espíritu humillado, en esclavitud, se esfuerza sin lograrlo hacia la conciencia y la libertad». [18] También G. Marcel destaca la diferencia que media entre las cualidades de una realidad y esta realidad en cuanto tal. Pero la razón profunda de esta distinción es polarmente opuesta en Marcel y en Sartre debido a su distinto concepto de existencia. Cfr. Marcel, Le mystère de l’être, 2 vols., Aubier, París 1951. [19] Cómo una experiencia «novelesca» se convierte en experiencia «metafísica» a lo largo de La náusea es analizado por M. Blanchot en «Les romans de Sartre». (Cf. La part du feu, Gallimard, Paris 1949.) [20] Cf. L’être et le néant, Gallimard, Paris 1943. [21] Recuérdese el texto —ya citado— de A. de Saint-Exupéry: «Los intelectuales desmontan la cara, para explicarla por partes, y pierden de vista la sonrisa. Conocer no es desmontar ni explicar. Es acceder a la visión. Pero para ver conviene empezar por participar. Es un duro aprendizaje» (Piloto de guerra, Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1958, p. 47). [22] El alcance significativo de la experiencia musical es subrayado por muy pocos comentaristas. Sin duda, este es uno de los motivos por los que Sartre ha manifestado que, al leer a sus críticos, suele recibir la impresión de que se refieren a otro pensador. Cfr. Prólogo a la obra de F. Jeanson, Le problème moral et la pensée de Sartre, Du myrhe, París, 1947. [23] Cfr. La náusea, pp. 143, 178. [24] A juzgar por el interés que muestra en unir los sentidos y la cosa percibida: «El castaño se oprimía contra mis ojos»; «el ruidito del agua de la fuente Masqueret se deslizaba en mis oídos y anidaba en ellos». [25] Cfr. La náusea, pp. 51, 59. [26] Véanse, por ejemplo, los análisis de obras de W. Faulkner (pp. 9-18, 85-99), y J. Dos Passos (pp. 18-32).
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II. VALORACIÓN DE LA NÁUSEA
Las últimas páginas de La náusea revelan que la experiencia de Roquentin no se reduce a la inmersión fusional en el entorno. Si destaca Sartre con gran amplitud esta primera fase de la experiencia, es con el propósito de mostrar la importancia de la segunda fase: el salto del nivel objetivista al nivel lúdico, creador, superobjetivo. Ello nos indica que era más adecuado al contenido de la obra el título que le había puesto en principio el autor: «Melancholia», añoranza hacia un plano de realidades más elevadas que las que constituyen el propio entorno vital. La náusea es la descripción de dos experiencias: una que sume en la depresión y otra que eleva a la plenitud y al gozo. Esta elevación se da a través de un descubrimiento fenomenológico, un salto, categoría fundamental del pensamiento contemporáneo. Una vez realizado este salto, toda la existencia anterior queda transfigurada. Aunque la descripción de la experiencia de la canción sea muy breve, su significación en el conjunto de la obra es decisiva. Viene a ser como una fulguración que lo pone todo a una nueva luz. Por moverse de modo oscilante entre estas dos experiencias, Sartre es un autor bipolar, ambiguo, en el fondo nostálgico, pese a la apariencia adusta de su estilo, un tanto desgarrado. En literatura y filosofía, grandes creadores son los que descubren a los hombres las regiones de la realidad por las que sienten melancolía. La experiencia de la canción es un ejemplo más del importante papel que juega la música en la literatura contemporánea[1]. La experiencia musical desempeña un papel singular en la Pedagogía contemporánea debido a su alto poder configurador. La música, según Marcel, tiene «un valor más grande que todas las ideas»[2]. El P. Joseph Chenu comenta: «En realidad, la música nos pone en relación con el mundo de las realidades espirituales más profundas. Sin recurso a las ideas, por el solo juego de los ritmos y sonidos, nos sitúa directamente en la armonía, y no es temerario llegar a decir que la música nos permite más que todo otro arte participar con toda el alma en esta ‘paz’, que supera todo entendimiento y que es el fondo mismo del ser. La música tiende a restaurar en nosotros un cierto ‘espacio cósmico interior’, que nos libra de la pesadez que hay en nosotros[3]. El artista se abre al mundo y a los hombres, y se constituye en mediador de estos, para enseñarles a tener una actitud receptiva y una voluntad de comunión. La pobreza de los hombres procede de que no saben crear nada porque no saben recibir nada[4]. La música es por esencia configuradora, creadora de ámbitos y órdenes, y, en cuanto tal, constituye un antídoto de la náusea, sentimiento producido por la inmersión fusional 100
en el entorno y el consiguiente desdibujamiento de los perfiles que dan a cada uno de los seres delimitación y sentido. Al anularse las significaciones, toda la realidad queda diluida en un polvo atómico de presentes desligados, puntuales, inconexos. En cambio, una melodía —y, por supuesto, toda obra musical en conjunto— presenta una interna cohesión, una trabazón orgánica, en la cual los tres éxtasis de la temporalidad —pasado, presente, futuro— se ensamblan estructuralmente y forman un conjunto dotado de relieve, es decir, de un modo de temporalidad superior cualitativamente a la temporalidad que marca el reloj e integrable con ella. Cuando se integran estos modos diversos de temporalidad, se siente una impresión de dominio del decurso temporal y se vence la opresión del tedio, sentimiento que invade al hombre cuando se somete —por falta de creatividad— a la marcha implacablemente monótona de los instantes temporales. A este modo de temporalidad vive sometido Roquentin cuando se entrega fascinado a las realidades meramente «existentes». De ahí su falta de memoria, que —como resalta en Esperando a Godot de Beckett— no suele indicar en la literatura contemporánea un rasgo psicológico de ciertos personajes, sino una actitud básica ante la existencia: la falta de espíritu creador.
[1] Cfr. H. HESSE, El lobo estepario; J. ANOUILH, La salvaje y Eurídice; G. MARCEL, Prólogo al libro de K. T. Gallagher, La filosofía de Gabriel Marcel, Edic. Razón y Fe, Madrid 1968. [2] Cfr. Dard, acto 11, escena 2. [3] Cfr. G. MARCEL: Homo Viator, Aubier, Paris 1945, pp. 341-342. [4] Cfr. Le Thêatre de G. Marcel et sa signification métaphysique, Aubier, París 1948, pp. 202, 341.
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SEGUNDA PARTE TIERRA DE LOS HOMBRES DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY (1900-1944)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE LA OBRA En ocho breves capítulos describe el autor sus experiencias de piloto novel en la línea Toulouse-Barcelona-Casablanca; recuerda emocionado a varios de sus compañeros de profesión (Mermoz, Guillaumet...); destaca la nueva forma de ver el mundo que le otorga el avión; narra cómo un beduino les salva la vida, a él y a su compañero André Prévot, cuando se hallaban exhaustos en el desierto de Libia; diserta sobre la verdad en las noches del desierto... II. T EMA DE LA OBRA Al hilo de diversas anécdotas e incluso situaciones límite provocadas por su actividad de pionero del correo aéreo, Saint-Exupéry se esfuerza por descubrir el verdadero sentido de la vida humana, la fecundidad de la amistad —sobre todo la forjada en situaciones difíciles—, la capacidad de las actitudes generosas para revelarnos el valor decisivo de la convivencia, la necesidad de volver a lo esencial y devolver a nuestra existencia su condición genuina, la urgencia de descubrir el carácter relacional de la vida humana en todas sus vertientes y hacerse cargo, consiguientemente, de la importancia del habitar, visto en sentido transitivo. III. CONTEXTUALIZACIÓN A Saint-Exupéry le interesó siempre desentrañar el sentido de la vida, el enigma de la existencia humana, lo que la hace noble y digna de ser vivida. Para realizar esta labor de ahondamiento en el ser del hombre tejió varias historias, que, a primera vista, querían relatar diversas aventuras de la aviación comercial balbuciente, pero, en el fondo, tenían un solo empeño: descubrir la grandeza de la vida humana cuando en ella alienta un impulso creativo. Y, como la creatividad se da en realidades concretas, Saint-Exupéry consagra su atención a realidades que le salen al paso en la vida cotidiana. A menudo, son realidades de apariencia hosca, incluso hostil, pero imponentes, formidablemente expresivas, como el mar, el desierto, la cordillera... Esa atención a lo concreto inspiró al autor notas y crónicas en las que se vinculan y enriquecen mutuamente la narración inmediata y el pensamiento de lo esencial, la levedad de expresión y la densidad reflexiva, 103
lo arriesgado y lo tierno, lo efímero y lo permanente. Estas notas y crónicas, unidas por la voluntad de adquirir «una cierta luz espiritual»[1], constituyen la trama, endeble pero robusta, de la obra Tierra de los hombres [2]. Saint-Exupéry fue desde joven un hombre de acción. En el nivel 2 en que él la entendía, la acción era su gran fuente de conocimiento, el recurso inagotable para abrirse a nuevos horizontes. Símbolo máximo de ello era para él el avión, que, al ascender, nos permite ver el mundo desde nuevas y sugestivas perspectivas. El avión no significaba en su vida un mero medio de transporte, un lugar de trabajo, un magnífico utensilio. Era, ante todo, un medio para ver la vida con otro ritmo y desde otros ángulos. «SaintExupéry —escribe Sartre, refiriéndose a Tierra de los hombres— nos ha abierto el camino; ha mostrado que el avión, para el piloto, es un órgano de percepción»[3]. En realidad, el verdadero protagonista de esta obra es el hombre que aprende a ver el mundo desde la perspectiva del vuelo, y descubre así nuevos sentidos en la existencia humana. En su primera noche de vuelo en Argentina, aislado en la cabina de un avión sin radar, Saint-Exupéry presta constante atención a «las escasas luces dispersas por la llanura», cada una de las cuales «señalaba en aquel océano de tinieblas el milagro de una conciencia». Y pensaba para sí: «Tenemos que procurar unirnos. Tenemos que intentar comunicar con alguna de esas hogueras que, de vez en cuando, arden en el campo»[4]. Esa nueva visión de la vida, facilitada por un modo relacional de pensar y vivir, era lo que Saint-Exupéry quiso transmitir a sus contemporáneos, con objeto de formar guías espirituales capaces de mostrar la orientación recta en momentos de general desconcierto. Tal orientación es la que da sentido a la vida de los hombres. De ahí su conciencia de responsabilidad como escritor: «...Si salgo con vida de este “job necesario e ingrato”, solo tendré un problema: ¿qué se puede, qué se debe decir a los hombres?»[5]. ¿Qué palabras tendremos para restaurar el sentido de la vida en momentos de confusión y dar a la propia existencia un mínimo de riqueza espiritual? Saint-Exupéry siempre tuvo palabras encendidas de aprecio hacia sus camaradas, cuya compañía significaba para él un «elemento vital». Admiraba su rectitud, su nobleza, su diafanidad y lealtad. Tanto más lamentaba, por ello, sus limitaciones espirituales. «Necesitarían tanto tener un dios....»[6]. Lo que siempre deseó Saint-Exupéry ardientemente fue comunicar lo que consideraba su gran intuición: el carácter relacional de la vida humana en todas sus vertientes. «Después de él, después de Hemingway -escribe Sartre-, ¿cómo podremos imaginarnos la forma de describir? Necesitamos dar movilidad a las cosas: su densidad de ser será valorada por el lector según la multiplicidad de relaciones que establezcan con los personajes»[7]. Esta visión relacional de la existencia la va descubriendo y asumiendo Saint-Exupéry a lo largo de los distintos avatares de su vida, sobre todo en los momentos límite que describe en Tierra de los hombres, en sus ocho episodios, que vienen a ser otras tantas escalas del gran vuelo de su existencia. La meta de este vuelo es el «habitar», entendido en sentido transitivo como «habitar la casa», convertirla en un hogar espiritual mediante la creación de vínculos valiosos. «Los pueblos no tienen otra morada que las moradas espirituales —escribe M. 104
Quesnel—, y ya en ´Piloto de guerra´ proponía Saint-Exupéry a los franceses acoger la catedral cristiana. Antes de edificarla en el corazón de los hombres y para que ella se despliegue en su espacio interior, Saint-Exupéry va a edificar su ciudadela en el espacio concreto de su libro. ‘Las palabras son también moradas’, dice admirablemente Cayrol. La obra ‘Ciudadela’ es, ante todo, una casa de palabras»[8]. La descripción del múltiple habitar humano, con sus tramas de interrelaciones amistosas, la realiza el autor con un estilo depurado, denso de contenido y expresivo, no tan preocupado de la pureza academicista cuanto de transmitirnos la elevación poética que ostenta la verdad de las cosas. «Yo creo tanto en la verdad de la poesía...»[9]. Esta confesión —ya citada— de Saint-Exupéry figura como lema al comienzo del bello libro de Michel Quesnel: Saint-Exupéry ou la vérité de la poésie (p. 7). El carácter poético que adquiere la vida humana cuando se revela luminosamente y logra toda su verdad intenta mostrarlo Saint-Exupéry en ocho momentos destacados de su vida, unidos por el empeño de escalar la alta cota de una vida en unidad.
[1] Cf. Carta al general X, en Tierra de los hombres, p. 229. [2] Cf. Op. cit., Círculo de Lectores, Barcelona 2000; Terre des hommes, Gallimard, Paris 1939. [3] Apud Jean-Louis MAYOR: «Saint-Exupéry, L´Écriture et la Pensée», en Les critiques de notre temps et Saint-Exupéry, Garnier, París 1971, p. 63. [4] Cf. Tierra de los hombres, p. 22; Terre des hommes, p. 8. [5] Cf. Carta a un general X, en Tierra de los hombres, p. 229. [6] Cf. O. cit., p. 230. [7] Apud J-L. MAYOR: op. cit., p. 63. [8] Cf. Saint-Exupéry ou la vérité de la poésie, Plon, París 1965, p. 161. [9] Cf. Carnets, Gallimard, París 1953, p. 152.
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I. ANÁLISIS DE LA TRAMA DE ÁMBITOS
I. LA LÍNEA Siempre atento al sentido profundo de las imágenes —sentido que se revela en los contextos concretos-, Saint-Exupéry nos transmite en todo momento la nueva visión de la vida que se obtiene al desplazarse en avión. Al carecer de radar, el encanto de volar sobre un mar de nubes se convierte fácilmente en una trampa mortal. De ahí la advertencia de un veterano: «No lo olvide: bajo el mar de nubes... está la eternidad»[1]. (En adelante se citará en el texto, indicando solo las páginas, las de la edición española y las de la francesa). «Allí abajo no reinaban, como se hubiera podido pensar, ni el agitado mundo de los hombres, ni los tumultos, ni el vivo trajín de las ciudades, sino un silencio más absoluto todavía, una paz más definitiva» (26; 23). Saint-Exupéry no se limita a describir su actividad como piloto; quiere dejar constancia de su historia interior, la peripecia vital de alguien responsable de una tarea difícil y socialmente muy significativa, que le imponía severas renuncias y lo exponía a peligros temibles (29-30; 17-18). Comienza su carrera de piloto de correo nocturno con zozobra, pero animado por «la magia del oficio», que lo abriría enseguida a un mundo desbordante de vida y de riesgo, y lo liberaría de la angostura de la existencia aburguesada de quienes lo acompañaban en el viejo autobús camino del aeropuerto, a las tres de la mañana de un día invernal. «Nadie te ha cogido por los hombros y te ha zarandeado cuando aún estabas a tiempo. Ahora, la arcilla de la que estás hecho se ha secado y endurecido, y ya nadie será capaz de despertar al músico dormido, al poeta o al astrónomo que tal vez habitaban dentro de ti al principio» (34; 24). Perdido entre las nubes, busca desesperadamente una luz que lo oriente y le permita aterrizar, al alba, en Casablanca. Allí podrá, con su ayudante Neri, recibir «el regalo matutino de la vida»: una taza de café con leche y unos croissants. Al tomar estos sencillos alimentos, el fatigado piloto se verá amamantado y acogido por la tierra entera. «...Para mí, el gozo de la vida se concentraba en aquel trago perfumado que abrasaba 106
la garganta, en aquella mezcla de leche, café y trigo, con la que comulgaba con los apacibles pastos, las exóticas plantaciones y los días de siega, con la que comulgaba con toda la tierra» (39; 30-31). Este texto nos sumerge de lleno en la visión relacional que tenía Saint-Exupéry de la vida humana y de las realidades que constituyen el entorno vital del hombre. Pero el vuelo prosigue entre mil riesgos, que el piloto debe esquivar descifrando los signos que le ofrece el entorno. No se halla ante un espectáculo cambiante, propicio a una contemplación relajada. Se ve instado a librar una dura batalla con fuerzas potentes y, en buena medida, desconocidas. «Él no admira esos colores de la tierra y del cielo, esas marcas del viento en el mar, esas doradas nubes del crepúsculo; los medita. [...] Descifra signos de nieve, signos de bruma, signos de noche feliz. La máquina que, en un primer momento, parecía apartarlo de ellos, lo somete con mayor rigor todavía a los grandes problemas de la naturaleza» (43; 37). El avión nos lleva a ver la naturaleza, no con la serenidad indiferente del espectador —que admira por igual la belleza tranquila y la bravura amenazante—, sino con la inquietud de quien se halla enfrentado al poderío insospechado de «tres divinidades elementales: la montaña, el mar y la tempestad» (43; 37). II. LOS CAMARADAS Saint-Exupéry siente por sus compañeros de trabajo una indecible admiración y se complace en describir las hazañas del piloto Mermoz, que abordó una cuádruple tarea, considerada entonces como imposible: abrir la ruta de Casablanca a Dakar a través del desierto; vencer los siete mil metros de los Andes con un avión capaz de ascender solo a cinco mil doscientos metros, para inaugurar la línea Buenos Aires-Santiago de Chile; dominar las tinieblas de la noche con aviones todavía no dotados de radar con objeto de hacer viables los correos nocturnos; acortar distancias a través del océano con el fin de llevar el correo desde Toulouse a Buenos Aires en cuatro días. Tras doce años de aventuras en la vanguardia de la investigación aérea, Mermoz hizo su última escala sobre las olas del Atlántico Sur, cuyo cielo era para él un segundo hogar. Después de narrar su desaparición, Saint-Exupéry canta un himno a la amistad con los compañeros de la gran familia profesional, que trabajan en lugares muy distantes pero se guardan una admirable fidelidad. De ahí la alegría con que se abrazan tras un largo esperar. Tanto mayor es su duelo cuando deben asumir que no volverán a oír la risa de un compañero porque el infortunio ha talado un árbol de su bosque familiar (47-48; 43-44). «Esta es la moral que Mermoz y otros nos han enseñado. La grandeza de un oficio estriba, tal vez y ante todo, en unir a los hombres: solo hay un lujo verdadero: el de las relaciones humanas» (48; 44). A la vida abierta y cordial, propia de los niveles 2 y 3, contrapone inmediatamente el autor la vida recluida y angosta que llevamos en el nivel 1[2]. «Al trabajar solo por los bienes materiales, construimos nuestra propia prisión. Solitarios, nos encerramos con 107
nuestro rescoldo de cenizas, una calderilla con la que no se puede adquirir nada por lo que valga la pena vivir» (48; 44). En una ocasión, tres tripulaciones del Aeropostal sufrieron simultáneamente una avería y hubieron de aterrizar en la costa de Río de Oro, donde, un año antes, tres de sus pilotos habían sido asesinados por los rebeldes. En un descampado, se agruparon para darse ánimo en la tensa espera nocturna. Saint-Exupéry comenta: «...De pronto, llega la hora del peligro y nos apoyamos mutuamente, descubrimos que pertenecemos a una misma comunidad, nos enriquecemos al descubrir otras conciencias, nos miramos con una franca sonrisa. Nos parecemos a ese prisionero liberado que se maravilla al ver la inmensidad del mar» (50; 47). Ese enriquecimiento mutuo de quienes se acogen sinceramente es la señal inequívoca del encuentro. Seguidamente, Saint-Exupéry entona un himno emocionado a su amigo Guillaumet, el gran piloto desaparecido en la desolación del invierno andino. Durante cinco días y cuatro noches el bravo piloto luchó contra la energía indomable de una tormenta de nieve. Más de una vez se vio tentado a entregarse a la dulzura de la llamada «muerte blanca». «Te bastaba con cerrar los ojos para que en tu mundo reinara la paz. Para borrar del mundo las rocas, el hielo y la nieve. Con cerrar esos párpados milagrosos ya no habría golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni hielo abrasador, ni esa carga de la vida que hay que arrastrar cuando se marcha como un buey y que pesa más que un carro. Ya comenzabas a paladear ese frío que, convertido ahora en veneno, te llenaba, como la morfina, de felicidad. Tu vida se refugiaba en tu corazón. Algo dulce y precioso se acurrucaba dentro de ti, en tu mismo centro. Tu conciencia, poco a poco, abandonaba las lejanas regiones de ese cuerpo que, entontecido por tanto sufrimiento, comenzaba ya a adquirir la indiferencia del mármol» (57-58). Pero Guillaumet buscaba fuerzas en el recuerdo de su mujer y sus amigos, y reemprendía una y otra vez la marcha. «Lo que salva es dar un paso. Y otro paso más. Siempre se trata de volver a dar el mismo paso...» (59; 59). Lo que renovaba sus energías incesantemente era su sentimiento de responsabilidad. «Responsabilidad de sí mismo, del correo, de los camaradas que esperan. Sabe que su dolor o su alegría están en sus manos. Responsable de lo que se está construyendo allí, entre los vivos, y en lo que él debe participar. Un poco responsable, en la medida de su trabajo, del destino de los hombres» (60; 61). »Ser hombre es, precisamente, ser responsable. [...] Es sentir, al poner su propia piedra, que uno está contribuyendo a edificar el mundo» (60; 62). Su sentido de la responsabilidad llevó a Guillaumet a colaborar con la fuerza aérea francesa durante la Segunda Guerra Mundial. El 27 de noviembre de 1940 fue derribado en el Mediterráneo, entre Cerdeña y Túnez. La desolación interior que provocó esta 108
pérdida a Saint-Exupéry la mitigó este pensando que «si la casa demolida se reduce a un montón de piedras, el amigo muerto se transforma en semilla». «El desaparecido, si se venera su memoria, está más presente y es más poderoso que el que está vivo»[3]. «La presencia del amigo que en apariencia se ha alejado puede volverse más densa que una presencia real»[4]. Hasta en los momentos límite de la existencia, Saint-Exupéry es siempre fiel a su lema favorito: «Yo no vivo de las cosas, sino del sentido de las cosas»[5]. III. EL AVIÓN Saint-Exupéry fue un enamorado de su profesión y sintió por los aviones un afecto fraternal. Pero nunca puso su corazón en el poderío de la técnica; lo sobrevoló para ponerlo al servicio del «habitar poéticamente sobre la tierra», en frase de Friedrich Hölderlin. «...Quien siembra con la única esperanza de lograr bienes materiales no recoge nada por lo que valga la pena vivir. La máquina no es un fin. El avión no es un fin: es una herramienta. Una herramienta como el arado» (62; 65). Los períodos de investigación técnica se le aparecen a Saint-Exupéry como tiempos de conquista, en los que la acción apenas deja huelgo a la meditación, a la búsqueda del sentido de las cosas y de la vida. Esta unilateralidad empobrece nuestra vida. De ahí la urgencia de vincular ambas tareas: dominar las fuerzas naturales y aprender el difícil arte de «habitar» y «colonizar», que es actividad creadora de vínculos. «¡Oh ciudadela, yo te construiré en el corazón del hombre. [...] Porque he descubierto una gran verdad. A saber: que los hombres habitan y que el sentido de las cosas cambia para ellos según el sentido de la casa»[6]. Por eso, «ahora tenemos que colonizar, llenar de vida esta casa nueva, que todavía no tiene rostro. [...] Así, poco a poco, nuestra casa se hará más humana»[7] (64; 67). A medida que la técnica perfecciona nuestros aviones, podemos trascender durante el vuelo lo puramente mecánico (nivel 1) y cultivar «nuestra auténtica naturaleza, la del jardinero, la del navegante o la del poeta» (65; 69). Por su condición de poeta, SaintExupéry atendía simultáneamente a los niveles 1 y 2 cuando apretaba los mandos y se hacía cargo del avión. Adviértase cómo destaca en el texto siguiente la relación reversible que se da entre el piloto y el hidroavión en el momento del despegue: «Con el agua y con el aire entra en contacto el piloto al despegar. Cuando marchan los motores y el aparato surca el mar con un chapoteo duro, el casco resuena como un gong, y el hombre puede sentir ese esfuerzo en el temblor de sus riñones. Advierte cómo, segundo a segundo, a medida que gana velocidad el hidroavión se carga de poder. Siente cómo en esas quince toneladas de materia se gana la madurez que propicia el vuelo. El piloto aferra los mandos con las manos y, poco a poco, recibe 109
en el hueco de sus manos este poder como un don. A medida que lo recibe, los órganos metálicos de los mandos se transforman en los mensajeros de su fuerza. Cuando esta llega a su punto, el piloto, con un movimiento más suave que el de agarrar algo, separa el avión de las aguas y lo instala en el aire» (65; 69). Esta experiencia reversible se da en el nivel 2, o —dicho con mayor precisión— en el primer plano de este nivel. Al usar un utensilio, recibimos las posibilidades que nos ofrece, pero son posibilidades que el hombre puso en él al producirlo. Se establece así una especie de interacción que podemos considerar como una forma incipiente de experiencia reversible. Incipiente, porque el utensilio es considerado por nosotros, al usarlo, como medio para un fin, modo de valoración propio del nivel 1. Es innegable, sin embargo, que cuando conducimos un coche o pilotamos un avión, se crea una forma notable de unión —un verdadero campo de juego— entre nosotros y esos artefactos, que utilizamos para desplazarnos. Al unirse las posibilidades que ellos nos ofrecen con nuestra capacidad de asumirlas activamente, el coche y el avión dejan de ser meros «objetos» para ganar rango de «ámbitos». Por eso, cabe afirmar que, al verlos en el acto de desplazarse merced a la acción de los pilotos, ambos artefactos se sitúan en el primer plano del nivel 2. El pensamiento relacional nos permite advertir las transformaciones positivas —es decir, las transfiguraciones— que experimentan las realidades al intercambiar sus posibilidades y capacidades[8]. En cambio, al declamar un poema, asumimos sus posibilidades expresivas para darle vida y enriquecer la vida humana con una nueva fuente de luz y de belleza. Esta realidad se muestra sumamente «útil» para nosotros, pero no se reduce a un mero «medio para un fin»; es un fin en sí misma. Estamos en el segundo plano del nivel 2[9]. IV. EL AVIÓN Y EL PLANETA Al desplazarnos en avión, ganamos una perspectiva más amplia sobre el paisaje, nos desligamos de la sujeción a las carreteras y los pueblos y podemos extender libremente la mirada sobre los campos, las montañas, las ciudades. Pero, sobre todo, esta forma rápida de desplazamiento nos permite vivir la experiencia de sentirnos solos sobre una tierra inhóspita, nunca hollada anteriormente, y tomar conciencia de cuánto necesitamos en la vida unos puntos de referencia que le den orientación y sentido. Tanto si vagamos por un desierto como si callejeamos sin rumbo por una populosa ciudad desconocida, en la que no podemos crear vínculos, un impulso interior nos lleva a buscar cobijo en los lugares de la tierra que habitamos transitivamente, de forma creativa. Mi vieja y querida casa «no importaba que estuviera lejos o cerca, que, reducida a simple sueño, no pudiera darme calor, ni protegerme: bastaba con que existiera para que su presencia llenara mi noche. Yo ya no era un cuerpo varado en una playa; yo ya me orientaba. Era hijo de aquella casa y me sentía colmado por el recuerdo de sus olores, repleto del frescor de sus vestíbulos, de las voces que la animaban. [...] Yo necesitaba de esos mil puntos de referencia para encontrarme conmigo mismo, para descubrir las ausencias que
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daban sabor a aquel desierto, para encontrarle un sentido a aquel silencio hecho de mil silencios, en el que incluso las ranas callaban» (76; 84-85). No es el acogimiento material que nos procura nuestra casa lo que nos atrae cuando estamos en una lejanía hosca. Es su condición de lugar de encuentro, de creación de vínculos amorosos. San Agustín condensó en una fórmula broncínea la gravitación del hombre hacia el amor: «Amor meus, pondus meum» (mi amor es mi peso, la fuerza de gravitación que polariza mi ser en torno a la realidad amada). «No sé lo que me ocurre. [...] ¡Siento que mi peso me arrastra hacia tantas cosas! Mis sueños son más reales que estas dunas, que esta luna, que estas presencias. ¡Ah! lo maravilloso de una casa no estriba en que nos abrigue o nos proporcione calor, ni en poseer sus paredes, sino en que ella, lentamente, ha ido depositando en nosotros tales provisiones de amor, ha ido formando, en el fondo de nuestro corazón, ese macizo oscuro del que brotan, como el agua de una fuente, los sueños...» (78; 8788). V. EN EL CENTRO DEL DESIERTO En el corazón del desierto —lugar sin rutas, carente de posibilidades de existencia—, dos hombres jóvenes, fuertes y ansiosos de labrarse un futuro, se encuentran casi rebajados al grado cero de creatividad. En esa situación límite darán el gran salto del nivel 1 a los niveles 2 y 3. El piloto de un avión rudimentario está acostumbrado a las renuncias, pero se aferra a los mandos como su punto de apoyo en la realidad que le sostiene y le salva. «No obstante, yo medito. No tenemos luna y carecemos de radio. Ni el más tenue vínculo nos ligará al mundo hasta que nos topemos con el hilillo de luz del Nilo. Estamos alejados de todo; solo nuestro motor nos sostiene y nos permite permanecer en este asfalto. Cruzamos el gran valle negro de los cuentos de hadas, el de la prueba. Aquí, nada de auxilio. Aquí no se perdonan los errores. Estamos a merced de la voluntad de Dios» (127; 158). Después de volar varias horas durante la noche, sin ver ninguna luz que les sirviera de referente para orientarse, Saint-Exupéry y su amigo André Prévot empiezan a descender y, de repente, chocan «tangencialmente contra una pendiente suave en la cumbre de una meseta desierta». Ahora comienza su lucha contra la sed, que en el desierto tiene una autonomía muy corta (137; 174). Caminan, se fatigan, vuelven al avión, encienden hogueras por la noche para llamar la atención y pedir ayuda. «Pero ¿dónde están los hombres? La llama se eleva. Religiosamente contemplamos cómo arde nuestro fanal en el desierto, miramos cómo resplandece en la noche nuestro silencioso y deslumbrante mensaje. Pienso que, si transmite una llamada que ya es patética, también transmite mucho amor. Pedimos ayuda para beber, pero también pedimos ayuda para comunicarnos. ¡Que otra hoguera alumbre la noche! 111
Los hombres son los únicos que disponen de fuego. ¡Que nos respondan!» (138; 175). De momento no hay respuesta, y los dos empiezan a angustiarse al pensar en el dolor de quienes les esperan con ansia (140; 177). «Después de veinte horas, los ojos se inundan de luz y comienza el fin: la marcha de la sed es relampagueante» (142; 181). Intentan obtener agua del rocío nocturno, pero fracasan. Los espejismos les causan, una y otra vez, una amarga decepción que los deprime. En esa situación límite, Saint-Exupéry reflexiona sobre el sentido de su vida de aviador y confiesa que volar no era para él una meta sino un medio para evadirse de «la ciudad y sus contables» y encontrar una «verdad campesina» (158; 205) «En las ciudades ya no hay vida humana», y se echa a perder a muchas personas, hasta el punto de que su vida muestra tal pobreza de recursos espirituales que roza con el absurdo (159; 206). En cambio, «(los aviadores) desempeñamos trabajos de hombres y conocemos preocupaciones de hombres. Estamos en contacto con el viento, con las estrellas, con la noche, con la arena, con el mar. Hacemos trampas a las fuerzas de la naturaleza. Esperamos el alba como el jardinero espera la primavera. Aguardamos la escala como una tierra prometida, y buscamos la verdad en las estrellas» (158-159; 205-206). Pero todo ello no lo hacemos por el afán de vivir peligrosamente. «Lo que yo amo no es el peligro. Yo sé lo que amo. Es la vida» (160; 207). Por eso, al verse perdido en la inmensidad de un desierto desconocido, hace esta confesión: «He intentado encontrar a mi especie, cuyo albergue en la tierra había olvidado» (159; 206). Se despide de sus seres queridos y lamenta que su cuerpo de hombre no sea capaz de resistir tres días sin beber. «No me creía tan cautivo de las fuentes. No sospechaba que mi autonomía era tan limitada. Creemos que el hombre puede avanzar en línea recta. Creemos que el hombre es libre... No vemos la cuerda que nos ata al pozo, que nos une, como un cordón umbilical, al vientre de la tierra. Si damos un paso de más, morimos» (158; 202). A medida que «la sed se va convirtiendo cada vez más en una enfermedad y es, cada vez menos, un deseo» (161; 209), la sensibilidad se entumece, el ánimo se quiebra, el espíritu pierde la esperanza y el hombre queda a merced de sus automatismos. «Ayer caminaba sin esperanza. Hoy estas palabras han perdido su sentido. Hoy andamos por andar. [...] Yo no siento nada en mí, solo una gran aridez en el corazón. Me voy a caer y no estoy desesperado. Ni siquiera siento pena. Lo lamento: para mí la pena sería dulce como el agua. Uno se compadece y se queja con un amigo, pero ya no tengo amigos en el mundo. [...] El desierto soy yo. Ya no tengo saliva, pero tampoco soy capaz de componer imágenes a las que implorar. En mí, el sol ha secado la fuente de las lágrimas» (162; 210-211).
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Cuando todo parecía perdido, una simple señal grabada en la arena lo transforma todo. Unas huellas humanas convierten el silencio oprimente del desierto en una invitación elocuente a saltar de gozo: «¡Estamos salvados, hay huellas en la arena!...» «¡Ah! habíamos perdido la pista de la especie humana, nos habíamos alejado de la tribu, nos encontrábamos solos en el mundo, olvidados por una migración universal, y he aquí que descubrimos, impresos en la arena, los pies milagrosos del hombre» (163; 212). Divisan, a lo lejos, a un beduino en camello, intentan gritar pero ya no pueden, y la figura anhelada del hombre del desierto desaparece tras las dunas. La vida entera de los dos jóvenes depende en ese momento de que alguien, por humilde que sea, tuerza la cabeza, los vea y esté dispuesto a ayudarles. Eso acontece seguidamente, pues otro beduino, al pasar, los ve y reparte con ellos la ración de agua que había calculado para la larga travesía del desierto. Esa generosidad inspira el milagro de la solidaridad y la fraternidad. «Aquí no hay razas, ni lenguas, ni divisiones... Lo que hay es ese pobre nómada que sobre nuestros hombros ha puesto sus manos de arcángel» (165; 215). Las puso para invitarles a tumbarse y beber boca abajo para no marearse. Al recobrar la vida, el piloto entona un himno a esa realidad humilde que, recatadamente, hace «renacer en nosotros los manantiales agotados de nuestro corazón»: el agua. «¡Agua!, [...] tú no eres necesaria para la vida; eres la vida. Nos llenas de un placer que los sentidos no pueden explicar. Contigo entran en nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Gracias a ti, se abren en nosotros todas las fuentes cegadas de nuestro corazón». «Eres la riqueza más grande del mundo, y también la más delicada, tú, tan pura en el vientre de la tierra» (165; 215-216). Y, dirigiéndose a quien había hecho el sacrificio de buena parte del agua reservada para el viaje, no se limita a expresar su agradecimiento por haberles salvado la vida biológica; le comunica que, con su ejemplo admirable de generosidad, les ha salvado su vida espiritual, haciéndoles volver a la comunidad de los hombres. «En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos has reconocido. Eres el hermano bienamado. Y yo, a mi vez, te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y de bondad, gran señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo ya no tengo un solo enemigo en el mundo» (165-166; 216217). VI. LOS HOMBRES
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Impresionado profundamente por la experiencia vivida, el autor confiesa que ha conocido la paz, se ha encontrado a sí mismo y se ha transformado en su propio amigo. Ahora se ve liberado y enriquecido por un «sentimiento de plenitud que satisface en nosotros no sé que necesidad esencial que no conocemos» (167; 219). Así serenado el espíritu, ve con lucidez que la vida del hombre se teje de paradojas: «No sabemos prever lo esencial. Cada uno de nosotros ha conocido las más cálidas alegrías cuando nada permitía esperarlo. Nos han dejado tal nostalgia que hasta llegamos a añorar nuestras desdichas si de estas han brotado aquellas alegrías. Todos hemos saboreado, al encontrar a nuestros compañeros, el encanto de los malos recuerdos». «¿Dónde se aloja la verdad del hombre?» (168; 219-220). Saint-Exupéry parece haber llegado a la alta cota que perseguía desde el comienzo del libro: el descubrimiento del sentido de la vida humana. Es esta una tarea ineludible en una época en que los hombres ignoran que desconocen el verdadero sentido de su existencia. «He aquí [...] un gran misterio del hombre. Pierden lo esencial e ignoran lo que han perdido»[10]. Para responder a la pregunta sobre qué es la verdad, Saint-Exupéry no recurre a la especulación filosófica, con sus mil respuestas a tal cuestión. Profundiza en su experiencia diaria y la convierte en fuente de luz: «La verdad no es lo que se demuestra. Si en esta tierra, y no en otra, los naranjos echan hondas raíces y se cargan de frutos, esta tierra es la verdad de los naranjos. Si esta religión, esta cultura, esta escala de valores, esta forma de actividad, y no otras, favorecen en el hombre esta plenitud y liberan en él a un gran señor que se desconocía, es porque esta escala de valores, esta cultura, esta forma de actividad son la verdad del hombre. ¿La lógica? que se las arregle para rendir cuentas de la vida» (168; 220). Su forma relacional de contemplar la vida humana lleva a Saint-Exupéry a admirar la actitud de ciertas personas, como aquellas cuyas proezas describe en sus obras, pero seguidamente subraya que «ante todo, lo admirable es el terreno que las ha fundado» (168; 220). En determinadas circunstancias, muchas personas se revelan «más grandes que ellas mismas», pero, si carecen de nuevas ocasiones propicias, «se vuelven a dormir, sin haber creído en su propia grandeza». «Noches aéreas, noches del desierto... son ocasiones singulares que no se ofrecen a todos los hombres. Y sin embargo, cuando las circunstancias los estimulan, todos muestran las mismas necesidades» (169; 221). Lo decisivo es que cada uno encuentre su verdad, la que colma nuestra vida de sentido, como sucede a las gacelas cuando sienten nostalgia por los amplios espacios donde van a saborear el miedo y correr fatales riesgos. Nuestras nostalgias van unidas con nuestra verdad más profunda; la definen en buena medida. La verdad del sargento, instado a entrar en un combate aventurado, venía dada sin duda por la nostalgia del amor, que toma cuerpo en la camaradería de quienes se sienten frágiles. 114
«Solo cuando estamos unidos a nuestros hermanos por un objetivo común, ajeno a nosotros, respiramos, y la experiencia nos demuestra que amar no es mirarse el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección. Solo hay compañeros cuando se unen en una misma cordada, hacia la misma cumbre, en la cual se encuentran. De lo contrario, ¿cómo, en el siglo mismo del confort, podríamos experimentar una alegría tan plena al compartir nuestros últimos víveres en el desierto? [...] A todos los que, entre nosotros, han conocido el profundo gozo de los accidentes en el Sahara cualquier otro placer les ha parecido luego fútil» (178; 234-235). Nuestra verdad surge en nosotros cuando nos entregamos al logro de una meta, un ideal. La verdad de Mermoz, el aviador que arriesgó su vida centenares de veces para abrir la ruta de los Andes, era el hombre que en él surgía cuando dominaba esta cordillera con su frágil aeroplano (179; 236). «La verdad, para un hombre, es lo que hace de él un hombre» (180; 237). «El presidio reside allí donde se están dando golpes sin sentido, golpes que no vinculan a quien los da con la comunidad de los hombres. Y nosotros queremos evadirnos del presidio» (182; 239-240). Saint-Exupéry subraya que infinidad de personas ven su vida carente de sentido y «quisieran nacer». «Desde lo hondo de sus ciudades obreras claman por ser despertados» (182; 240). No basta cubrir sus necesidades materiales, transmitirles una cultura científico-técnica que les permita en cierta medida dominar la realidad cuantificable, aureolar su vida con diversos simbolismos —guerreros, conquistadores, patrióticos...—. Hay que abrir su espíritu a los grandes valores, sobre todo los que fomentan la solidaridad, la camaradería, la unión personal profunda. Para unirnos de verdad y ser solidarios hemos de liberarnos de la actitud egoísta, que nos aísla en nosotros mismos. Esa liberación se consigue, sobre todo, cuando orientamos la vida hacia «una meta que nos vincula a unos con otros». Tal orientación nos insta a cultivar el sentido de la responsabilidad, la firmeza para responder a la llamada que nos hace el papel que debemos jugar en nuestro entorno. «Cada centinela es responsable de todo el imperio». «Y así es, hasta llegar al sencillo pastor, pues quien, bajo las estrellas, vela el sueño de algunos corderos, si es consciente de su papel, descubre que es más que un servidor. Es un centinela» (184185; 243-244). La fidelidad a las exigencias de la función que estamos llamados a desempeñar en cada momento nos confiere una especial plenitud. Y el sentimiento de plenitud suscita la felicidad. «Solo seremos felices cuando tengamos conciencia de nuestro papel, incluso del más discreto. Solo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, pues lo que da sentido a la vida da sentido a la muerte. Esta es tan dulce cuando está situada dentro del orden de las cosas..., cuando el viejo campesino de Provenza, al término de su reinado, entrega en depósito a sus hijos su lote de cabras y de olivos para que ellos, a su vez, lo transmitan a los hijos de sus hijos. En una dinastía campesina solo se
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muere a medias. Cuando le toca el turno, cada existencia se abre como una vaina y ofrece sus granos» (185; 244). De generación en generación se transmite así la vida, y, además, la conciencia, la capacidad creativa, el poder de crecer en sabiduría verdadera. Ese sencillo campesino provenzal no solo llamó a la vida a sus hijos; les enseñó un lenguaje y los introdujo, con ello, en un rico patrimonio espiritual: tradiciones, conceptos, cánones de conducta, cánticos y costumbres que dan sentido y elevación a la vida en cuanto van inspirados por una voluntad de convivencia solidaria. «Camaradas, amigos camaradas, yo os emplazo como testigos: ¿cuándo hemos sido felices?» (187; 247-248). La obra termina como comenzó: reflexionando sobre el sentido de la vida al hilo de una anécdota. El autor acompañó a cientos de obreros polacos que fueron expulsados de Francia y volvían a su patria con sus familias. El largo viaje lo hicieron arracimados en incómodos vagones de tercera. Daban «la impresión de haber perdido a medias la calidad humana», la calidez y la dignidad del sencillo hogar, el encanto del minúsculo jardín, el toque estético del geranio en la ventana. Entre dos esposos vencidos por la fatiga duerme plácidamente un niño, «un logro del encanto y la gracia». Y SaintExupéry piensa en lo que podría llegar a ser esta «bella promesa de vida» si fuera protegida, atendida, cultivada. Como «no existe un jardinero para los hombres», esta especie de «Mozart niño» quedará muy a medio desarrollar. Lo inquietante —concluye — no es la situación en que se hallan estas personas, que tal vez no sufran tanto como una persona cultivada puede suponer. «Lo que me angustia no puede ser curado con comedores de beneficencia. [...] Es Mozart, un poco asesinado en cada uno de estos hombres» (188-191; 248-253). Y concluye: «Seul l´esprit, s´il souffle sur la glaise, peut créer l´homme». (Solo el espíritu, si sopla sobre la arcilla, puede crear al hombre) (191; 253).
[1] Cf. Tierra de los hombres, p. 26; Terre des hommes, p. 23. [2] Véase la descripción esquemática de los tres primeros niveles positivos de realidad y conducta que hemos realizado al final de la Introducción. [3] Cf. Citadelle, en Oeuvres, Bibliotèque de la Pléiade, Gallimard, París 1953, p. 514. [4] Cf. Lettre à un otage, en Oeuvres, Bibliotèque de la Pléiade, Gallimard, París 1953, p. 392. [5] Cf. Lettre à un otage, en Oeuvres, p. 392. [6] Cf. Ciudadela, págs. 24-25. Citadelle, págs. 23-24. [7] Cf. Ciudadela, p. 64; Citadelle, p. 67. [8] Sobre el pensamiento relacional y su fecundidad pueden verse amplias precisiones en mi obra Cuatro
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personalistas en busca de sentido, Rialp, Madrid 2009. [9] En el curso tercero de los tres que imparto on line —con un equipo de profesores— se matizan cuidadosamente los diversos niveles de realidad y de conducta y los distintos planos que se dan en cada uno de ellos. Estas matizaciones son ampliadas en la obra La ética o es transfiguración o no es nada, BAC, Madrid 2014. En XXXX y matizo las ideas que sobre cuestiones metodológicas he realizado en diversas obras, sobre todo en la Metodología de lo suprasensible, El triángulo hermenéutico, Cinco grandes tareas de la filosofía actual, Estética de la creatividad, Inteligencia creativa, Descubrir la grandeza de la vida, El secreto de una vida lograda, Cómo lograr una formación integral, El poder formativo de la música, y en el trabajo «Hacia una renovación de la Hermenéutica desde la experiencia estética» , en J. M. Aguirre (ed.): Pensamiento crítico, ética y absoluto, ed. Eset, Vitoria 1990, pp. 303-324. [10] Cfr. Citadelle, p. 59; Ciudadela, p. 58.
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II. VALORACIÓN DE LA OBRA
A instancias de André Gide, su padrino literario, Saint-Exupéry renunció en esta obra a crear una trama argumental y consagró su fina sensibilidad literaria y ética a reflexionar sobre diversos aspectos de la vida y dar un testimonio vivo de su concepción relacional de la vida humana. No quiso escribir un ensayo sobre ética, es decir, sobre la forma óptima de desarrollar la personalidad del hombre. Quiso ahondar en el sentido de algunos acontecimientos que había vivido en su azarosa actividad como aviador. Pero pronto se advierte, al leer sus páginas, que el autor —en la línea de sus obras anteriores— trasciende en todo momento la anécdota para profundizar en las cuestiones nucleares de la existencia humana. Por eso sus escritos, en buena medida autobiográficos, resultan entrañables a todo tipo de lectores, al sentirse concernidos en su propia existencia. Resulta admirable advertir con qué sosiego interior describe Saint-Exupéry sucesos que dejan traslucir la zozobra angustiosa de una sociedad desgarrada por un conflicto bélico sin precedentes. Este equilibrio espiritual viene inspirado sin duda por la actitud de esperanza que mantuvo en esa situación límite, que implicaba un trauma aparentemente demoledor, pero en realidad constructivo, por ser un trauma de crecimiento. Queda ello patente de forma impresionante en el capítulo VII, en el que relata el retorno espiritual de los protagonistas al reino de la solidaridad con los demás hombres. «Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez —le dice al humilde beduino que, con su generosidad, le ha salvado la vida—. [...] Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo ya no tengo un solo enemigo en el mundo» (165-166; 216-217). Esta actitud esperanzada del autor procede de su tendencia a situarse en niveles de realidad y de conducta elevados. Desde su primera obra, Courrier Sud —Correo del Sur—, se advierte que tenía un sexto sentido para adivinar que el hombre no adquiere su grandeza en el nivel 1 sino mediante el ascenso al nivel 2, en sus distintos planos. Este nivel adquiere su fundamento en el nivel 3, el de la opción incondicional por los grandes valores: la unidad, la bondad, la justicia, la verdad, la belleza. Nada ilógico que los pasajes más entrañables de sus obras sean los consagrados a ensalzar la lealtad de los camaradas, el amor de los familiares, la tenacidad en el cumplimiento del deber —dentro de los cauces de una misión—, la red de vínculos que da sentido a nuestra vida, los polos o campos de fuerza que orientan nuestra existencia... El nexo profundo que hay entre el estilo literario de Saint-Exupéry y su pensamiento 118
—su idea del hombre y de cómo colmar la vida de sentido— resalta en diversos párrafos de su emocionada Carta a un rehén, escrita en el exilio de Nueva York, en 1943, a su fraternal amigo León Werth, entonces refugiado en un pueblo de la Francia ocupada por las tropas nacionalsocialistas. El autor, conmovido por el drama de la fulminante derrota francesa de 1939, escribió esta carta al mismo tiempo y con idéntico propósito que redactó El principito: elevar el ánimo de sus compatriotas abatidos; instarles a subir al nivel de la creatividad (nivel 2), una vez aniquilada la confianza en las posibilidades bélicas que les ofrecía la técnica (nivel 1). El gozo suscitado por la actitud de esperanza queda fielmente expresado en la belleza del estilo literario: directo, conciso, sugestivo, lleno de simbolismo y nostalgia. «He vivido en el Sáhara durante tres años. También yo, como tantos otros, he soñado con su magia. Quien ha conocido la vida sahariana en la que todo, aparentemente, es soledad y desarraigo añora aquellos años como los más bellos de su vida». «Y como el desierto no ofrece ninguna riqueza tangible, como en el desierto no hay nada que ver u oír pero en él, lejos de adormecerse, la vida interior se fortifica, no nos queda más remedio que reconocer que el hombre es impulsado, ante todo, por llamadas invisibles. El hombre es gobernado por el Espíritu. En el desierto yo valgo lo que valen mis divinidades». «... El desierto no se encuentra ahí donde cree la gente. El Sahara está más vivo que una capital; y la ciudad más bulliciosa se vacía si los polos de la vida se desimantan». «Y ahora, cuando Francia, a consecuencias de la ocupación total, en bloque, con toda su carga, se ha sumido en el silencio como un navío con todas las luces apagadas, del que se ignora si sobrevive o no a los peligros del mar, la suerte de cada uno de los que yo amo me angustia mucho más que una enfermedad que se hubiera apoderado de mí. Me siento amenazado en mi esencia a causa de su fragilidad»[1]. Las observaciones que hace Saint-Exupéry en sus obras acerca de la forma óptima de desarrollar nuestra personalidad encierran una dosis notable de sabiduría y buen sentido. Tiene una intención constructiva y se atiene a las condiciones de los diversos niveles de realidad y de conducta. En cambio, sus severas críticas al aburguesamiento decadente de la sociedad actual y a su insensibilidad para las cosas del espíritu necesitarían una cuidadosa matización.
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[1] Cf. Carta a un rehén, en Tierra de los hombres, pp. 202, 204, 205. Versión original: Lettre à un otage, Gallimard, París 1944, pp. 19, 21, 23).
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TERCERA PARTE EL EXTRANJERO, DE ALBERT CAMUS (1913-1960)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE LA OBRA[1] El protagonista, de nombre Meursault, ingresa a su madre en un asilo y entabla relaciones íntimas con una joven llamada María. Sin motivo aparente, mata a un árabe en la playa. Sufre cautiverio, es sometido a juicio y condenado a muerte. II. T EMA DE LA OBRA En esta obra se narran diversos hechos que presentan un significado neto. El buen intérprete se esfuerza por captar el sentido profundo que alienta en tales hechos. Para ello debe revivir con el protagonista, Meursault, la experiencia de inmersión fusional en la vertiente sensible de las realidades del entorno, y rehacer un modo de vida planteado lúcida y tenazmente en el nivel infracreador, incomprometido, infraético, conforme a la orientación del «hombre absurdo», el que intenta hacer las paces con un modo de existencia falto de sentido. Meursault se convierte en un ser «absurdo» porque se mueve constantemente en el nivel 1 y no hace juego ni alumbra sentido. Estas tres circunstancias interconexas permiten clarificar los puntos decisivos de su existencia. a. Interna a su madre en un asilo porque, según testimonio de un amigo que él mismo aduce, no tiene nada que hablar con ella. Si el lenguaje es el vehículo viviente de la creatividad y del encuentro, no tener nada que hablar con una persona indica que no se ha creado con ella una relación creadora[2]. b. Por esta falta de creatividad, Meursault aprecia el agrado que le produce la presencia física de María (nivel 1), pero no entiende el alcance de la propuesta de matrimonio que esta le hace. Casarse es un acto eminentemente creador (nivel 2). En la Segunda Parte de la obra, Meursault —ya encarcelado— manifiesta que ahora María no le interesa nada. Su apego primero no ha resistido la prueba de la ausencia; se revela como pura atracción sensible —nivel 1— que no merece el nombre de amor, sentimiento que implica cierta dosis de creatividad y pertenece al nivel 2. c. Al moverse en nivel infracreador (nivel 1), el protagonista no comprende el lenguaje del juez que lo condena a muerte (nivel 2), rechaza al capellán que lo invita a arrepentirse (nivel 2), hace un acto de entrega a la vertiente sensorial de 122
la tierra (nivel 1) y, antes de ser ejecutado, escribe esta frase: «Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y me recibiesen con gritos de odio»[3]. El método que permita descubrir el sentido hondo de esta desconcertante confidencia, no solo su significado a flor de piel, mostrará una eficacia superior a los modos de lectura que suelen aducir razones extraestéticas, no lúdicas, para explicar las manifestaciones supuestamente paradójicas de los personajes. La tarea del hermeneuta radica en descubrir los distintos tipos de lógica que operan en una obra y permiten explicar como perfectamente lógicos los pasajes que a una mirada superficial parecen contrarios a toda lógica o coherencia racional. Una explicación análoga cabe hacer de la actitud violenta de Meursault respecto al capellán, ya que arrepentirse es, asimismo, un acto creador, consistente en asumir la vida pasada como propia y proyectar la futura conforme a un proyecto existencial nuevo y adecuado (nivel 2). Arrepentirse hubiera significado para Meursault renunciar a su identidad de hombre absurdo (nivel 1) y dar un giro total a su existencia. III. CONTEXTUALIZACIÓN Nace en Mondovi (Argelia), en 1913. Al morir su padre en la Primera Guerra Mundial (1914), su madre se traslada al barrio de Belcour en Argel, justo el barrio en que vivirá Meursault, el protagonista de El extranjero. Se cría en un ambiente de pobreza. En 1918 ingresa en la escuela estatal de Belcourt. En 1923 comienza sus estudios en el liceo, merced a una beca. En 1929 inicia la lectura de André Gide. Al año siguiente termina el bachillerato e inicia la lucha contra la tuberculosis, enfermedad que lo acosará durante toda su vida. A partir de 1931 realiza estudios superiores en Argel, bajo la dirección —entre otros— del filósofo Jean Grenier, del que será discípulo y amigo. Obtiene, en 1936, el Diploma de Estudios Superiores, con un trabajo sobre «Las relaciones del helenismo y el cristianismo». Cultiva la lectura de Pascal y Kierkegaard. Su mala salud le impide, en 1937, presentarse al cargo de Agregado de Filosofía. Escribe La revolución de Asturias y publica un ensayo revelador de su orientación intelectual: El revés y el derecho. En 1938 lee a Nietzsche e inicia la redacción de la obra dramática Calígula. En 1940 abandona Argel y termina la redacción de El extranjero, que será publicado en 1942. En 1941 publica la primera Carta a un amigo alemán y el notable ensayo El mito de Sísifo, fundamental para precisar su concepto del absurdo. Además de sus múltiples actividades de carácter político, se compromete en el movimiento de resistencia contra la ocupación de Francia por parte de los nazis. En 1944 estrena El malentendido y entra en relación con Jean-Paul Sartre. En 1945 representa Calígula y entabla relación con el renombrado actor Gérard Philipe. En 1946 viaja a Estados Unidos, entabla a amistad con René Char y descubre la obra ensayística de Simone Weil. En 1947 publica la novela La peste, que pronto destacará en su producción. En 1948 viaja a Argel y representa El estado de sitio. Al año siguiente 123
representa Los justos, a pesar del recrudecimiento de su enfermedad. En 1951 publica uno de los ensayos más destacados de su producción: El hombre en rebeldía, y sostiene encendidas polémicas con la prensa de extrema izquierda. En 1952 rompe la relación con Sartre. Al año siguiente publica Actualidades II, una serie de escritos sobre temas actuales, sobre los que solía tomar posición con su habitual vehemencia. Recuérdese su postula favorable a la insurrección de Berlín-Este. En 1956 publica La caída, y al año siguiente El exilio y el reino, un conjunto de novelas cortas. En 1957 recibe el Premio Nobel de Literatura y el 4 de enero de 1960 muere en un accidente de coche cerca de Montereau. En 58 años de vida frenética, Albert Camus supo enfrentarse a la miseria económica de la infancia, la temible tuberculosis que minó lentamente su salud y los mil avatares de una época socialmente convulsa con el ánimo necesario para realizar una labor literaria que en la década del 50 al 60 lo convirtió en el escritor francés más leído fuera de Francia, sobre todo por los jóvenes.
[1] Cfr. A. CAMUS L´étranger, Gallimard, París 1957, p. 188; El extranjero, Alianza Editorial, Madrid 1971. [2] Cfr. A. LÓPEZ QUINT ÁS: Inteligencia creativa, BAC, Madrid 2003, pp. 178, 203 ss. [3] Cfr. A. CAMUS: L´étranger, p. 188; El extranjero, p. 143.
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I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE LA OBRA
El extranjero fue publicado en 1942 por ediciones Gallimard de París durante la ocupación nacionalsocialista. Su éxito, espectacular desde el principio, se ha mantenido inalterable, como lo prueba el hecho de que hasta comienzos de 1970 se hayan vendido 1.650.000 ejemplares. Forma, con Calígula y El mito de Sísifo, la «trilogía del absurdo» y constituye el punto de partida de la «novela objetiva»[1]. Para comprender con exactitud El extranjero y la verdadera intención de su autor, debemos precisar qué entiende este por «absurdo» y qué medios moviliza para darle cuerpo expresivo. Frente a la tendencia de algunos críticos a catalogar expeditivamente su obra literaria bajo la etiqueta de «literatura del absurdo», Camus manifestó que este término —puesto en boga por él mismo— provoca malentendidos graves y tergiversa el sentido de su labor creadora. El análisis estético no debe quedarse en el plano de las denominaciones vagas; ha de precisar con todo rigor el sentido peculiar de cada obra artística. Para ello nos presta gran ayuda la teoría de los ámbitos y del encuentro. Si nuestro estado normal de seres humanos, el que posee pleno sentido, consiste en hallarnos dinámicamente empeñados en una tarea creadora de ámbitos en colaboración con el entorno —el entorno de realidades abiertas propio del nivel 2—, el absurdo sobreviene fatalmente cuando renunciamos a nuestra capacidad creativa y dejamos de configurar activamente nuestra vida, para limitarnos a vivirla según las apetencias instintivas (nivel 1). Al entregarnos pasivamente a las sensaciones, nos relacionamos con el entorno en un nivel superficial, el de los objetos y las realidades superiores reducidas a condición de objetos. En este nivel no se alumbra en nuestro interior el sentido de las diversas realidades, ni se aviva la capacidad intelectiva, la volitiva y la sentimental. El hecho de que vivimos en un nivel superficial (nivel 1) queda patente cuando rehuimos, por principio, crear ámbitos de convivencia (nivel 2). Si tal actitud es plenamente lúcida, da lugar inevitablemente a un sentimiento de reclusión paralizante y —en definitiva— de asfixia espiritual y de angustia, entendida como un sentimiento de radical inseguridad. El comportamiento incomprometido del protagonista, Meursault, resalta en la Primera Parte de la obra (entierro de la madre, relación amorosa con María, asesinato de un árabe desconocido). El carácter lúcido del mismo queda patente en la Segunda Parte, la del encarcelamiento y el juicio). 125
I. FALTA DE CREATIVIDAD El esquema fundamental en torno al que se polariza esta obra no es el de «reflexiónirreflexión», sino el de «creatividad-no creatividad». En la Primera Parte, Meursault apenas se eleva a planos de reflexión y enjuiciamiento. En la Segunda Parte, los acontecimientos del juicio le instan a tomar cierta distancia respecto al entorno y emitir algunos juicios. Pero este distanciamiento no implica en Meursault la menor voluntad de crear ámbitos. Los juicios que emite respecto a los demás y a sí mismo (reconociendo por primera vez que es culpable) responden a una actitud indiferente e incomprometida. Cuando el fiscal y, sobre todo, el capellán le invitan a que tome una opción verdaderamente creativa, como es el reconocimiento de la propia culpa, el arrepentimiento y el propósito de configurar el futuro conforme a un proyecto existencial renovado, Meursault se enfurece, rechaza indignado la proposición y confiesa abiertamente su decisión de mantener los vínculos de inmediatez fusional con la naturaleza. Este tipo de unión es tan precario que no le permite tomar la distancia de perspectiva necesaria para conocer. Tal género de distancia no implica alejamiento, porque va unida con una relación de inmediatez[2]. El ascenso al nivel de las significaciones (que se realiza, aunque tímidamente, durante el proceso) no significa la elevación a un plano de auténtica responsabilidad asumida. Lo que gana Meursault progresivamente es lucidez respecto a su condición de hombre inmerso en el entorno con un tipo de inmediatez fusional o empastante. Esa clarificación acentúa el carácter dramático de su estado, que culmina en la explosiva reacción frente al capellán. La distancia propia de la lucidez es de género diverso a la distancia de participación. La actitud fundamental de Meursault viene caracterizada por su falta de creatividad, tanto antes del proceso como durante el mismo. Al ver puesta su vida en tela de juicio, Meursault tiende a ganar distancia frente a los demás y a sí mismo, pero ello no indica un cambio radical de actitud. Así se explica que, al ganar el nivel de las significaciones y enjuiciamientos, Meursault se rebele con todo su ser, como sucede en la escena final de la obra. Esta repulsa lúcida (lúcida por no darse en el nivel de la mera inmediatez fusional, sino a cierta distancia de perspectiva) de la invitación a crear relaciones ambitales comprometidas con los demás (invitación del juez) y con Dios (invitación del capellán) da cuerpo a la interacción conflictiva del ámbito de la comprensión del posible sentido de la vida con el ámbito de la incapacidad creadora. Este ámbito de interacción conflictiva constituye el mundo del absurdo, fenómeno relacional que surge por la desproporción que media entre la luz intelectual y la incapacidad para crear auténticos vínculos convivenciales. El significado preciso de la noción de absurdo será estudiado más adelante a fin de conceder ahora a El extranjero plena atención y soslayar el riesgo de reducirlo a mera encarnación en imágenes de la obra filosófica El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo, aparecida un poco después de él pero escrito al mismo tiempo. El extranjero no es una mera novela de tesis (al modo de la obra análoga de Sartre, La náusea), plasmación concreta de una concepción filosófica. Albert Camus, al comentar La náusea, 126
había indicado que «una novela no es nunca más que una filosofía puesta en imágenes»[3], pero él, por su parte, no quería pasar como filósofo. La profunda afinidad que media entre el contenido significativo de El extranjero y la tesis defendida en El mito de Sísifo inclinó a los críticos y comentaristas a considerar la novela como una mera aplicación de una teoría filosófica y les hizo perder de vista su valor irreductible de creación literaria. Sin embargo, un análisis aquilatado de esta obra nos permite descubrir que es una fuente originaria de conocimiento, de penetración en el enigma del alma humana. II. ACTITUD FUSIONAL INMERSIVA Para explicar la falta de creatividad de Meursault, se requiere advertir el rasgo fundamental de su actitud ante la vida, su carácter inmersivo-fusional, que lo lleva a atenerse casi en exclusiva u obsesivamente a la vertiente sensorial del entorno (ya que la vertiente metasensible solo se comunica al que toma cierta distancia respecto a las realidades del entorno, se sitúa así a distancia de perspectiva y adopta una actitud de participación creadora). Sorprende en la primera parte de la obra la fina atención que presta Meursault a los diversos datos sensibles del entorno (visuales, auditivos, táctiles, olfativos) y la insensibilidad que muestra respecto a las realidades metasensibles (la existencia de la madre, el amor a María, el matrimonio, el sentido de su vida, el significado de un acto tan grave como el matar…): «... Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio» (12, 15). «La noche habíase espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. [...] Quedé cegado por el repentino resplandor de la luz» (13, 17). «La temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta abierta entraba el aroma de la noche y de las flores» (14, 18). Incluso durante el velatorio y el entierro de su madre se muestra extremadamente sensible a todos los pormenores sensoriales y figurativos: «... Ni un detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad» (14 19). «Sobre las colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento que pasaba por encima de ellas traía hasta aquí un olor a sal. Se preparaba un hermoso día» (17,22). «El cielo estaba ya lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba rápidamente» (20, 27). «La tarde, en esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy el sol desbordante, que hacía estremecer al paisaje, lo tornaba inhumano y
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deprimente (21, 27). «... El campo resonaba con el canto de los insectos y el crujir de la hierba» (21,28). Las impresiones sensoriales de todo tipo constituyen para Meursault una fuente primaria de gozo y alegría de vivir, pero, cuando son muy intensas, lo enervan y embolan: «El resplandor del cielo era inaguantable.» «Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol, del coche, del barniz y del incienso, y la fatiga de una noche de insomnio me turbaba la mirada y las ideas» (22, 29). Esta turbación y pérdida de Meursault no era provocada tanto por la avalancha de sensaciones cuanto por el hecho de que la atención preferente a las mismas lo situaba en un nivel objetivista (nivel 1), inferior al nivel de la vigilia, reflexiva y creadora (nivel 2). En el párrafo que cierra la descripción del entierro de su madre, Meursault destaca sucesivamente el colorido peculiar de los geranios, la tierra y las raíces, el murmullo de las conversaciones, el ronquido del motor, y la alegría que él sentía al pensar que iba a poder dormir doce horas seguidas. Esta entrega ilusionada al sueño y la atención pormenorizada a la vertiente sensible del entorno durante un acontecimiento —como es el entierro de la propia madre— que debiera ser del todo absorbente, se hallan en una misma línea de actitud objetivista (nivel 1). Principales características de Meursault La actitud de no-creatividad y embotamiento que adopta por principio Meursault ante la vida explica los rasgos básicos de su conducta. 1. Su aire ausente, distraído (53,71), aburrido (27, 36; 81, 109; 90, 122; 93, 126), taciturno (77, 104), despegado, perezoso (27, 35; 76, 103) somnoliento (12, 15; 14, 18). Se duerme incluso en el velatorio de su madre (8, 10; 12,15; 14, 18; 16, 21) y tras la violenta escena entre Raimundo y el agente (46, 61). En pleno juicio no muestra sino deseo de irse a dormir (122, 163). Es indiferente respecto al matrimonio con María (52,69-70), a la amistad que le brinda su vecino (37, 49; 41-55), a la proposición de servir a este de testigo (47, 62), a la oferta que le hace su jefe de mejorar de empleo (51, 68). Niega o asiente por inercia y cansancio (80, 108; 123, 163). Ante el crimen cometido no experimenta sino una sensación de aburrimiento (78, 105; 81, 109); le aburre el capellán cuando le habla de temas decisivos (137, 181). 128
Nunca toma la iniciativa. En su relación con María es esta quien inicia siempre el diálogo y hace proposiciones. Meursault se limita a responder de modo un tanto inercial (52, 69). 2. Su falta de atención a lo relevante y su escasa sensibilidad para valorarlo. En momentos de gran significación se ocupa en destacar cuestiones anodinas. Esta contraposición es fuente de expresividad y revela cierto sentido del humor así como ternura hacia las cosas pequeñas, por ejemplo la toalla limpia del servicio de la oficina (32-33, 43-44). Pero, en un nivel más hondo, pone al descubierto una actitud objetivista ante la vida. No siente gusto por los días festivos (27, 36), que responden a acontecimientos de alta significación humana y ostentan modos de espaciotemporalidad eminentes. Tras describir, como desde fuera, un día de domingo, concluye: «Pensé que, después de todo, era un domingo de menos[4], que mamá estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado» (31, 41). En el nivel 1 todo se nivela, el tiempo es monótonamente igual (93, 126), y la muerte de una madre no opera ningún cambio en la marcha de las cosas. (De modo semejante, en Eurídice de Jean Anouilh el padre de Orfeo intenta convencer a este de que la ausencia de Eurídice no debe alterar en nada la marcha de su existencia.) Tiende a restar importancia a las cuestiones decisivas de la vida: el amor (52, 69), el matrimonio (52, 69), la vida humana (132, 175), las certezas religiosas (140, 185), la existencia de Dios (135,178). «Nada, nada tenía importancia, y yo sabía bien por qué [...]. Desde lo hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más reales que los que estaba viviendo. ¿Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre? ¿Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, puesto que un único destino debía escogerme a mí mismo y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos?» (140-141, 186). 3. Su actitud meramente «espectacular» ante acontecimientos de la mayor importancia. Asiste al velatorio y entierro de su madre a distancia de observador desinteresado (10-24, 11-31). Acude a su propio proceso con curiosidad, porque nunca había tenido ocasión de hacerlo en su vida (96, 130). «Aun en el banquillo de los acusados es siempre interesante oír hablar de uno mismo» (114, 353).
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Esta fría actitud desinteresada, que reduce los acontecimientos más hondamente personales a meros objetos de contemplación es compartida por los periodistas, a cuyo juicio durante la estación veraniega —vacía de noticias — «lo único que valía algo era su historia (el homicidio de Meursault) y la del parricida» (98, 132). Si es necesario tener un abogado defensor lo pregunta «simplemente por saber» (73, 99). No toma en serio al juez de instrucción, y considera como un juego su entrevista con él (74, 100). Al sentarse en el banquillo de los acusados, solo tuvo la impresión de estar en un tranvía espiado por los viajeros anónimos con el fin de notar lo que tenía de «ridículo». Entre el ridículo y el crimen «la diferencia no es grande» (97, 131). 4. Su tendencia a nivelarlo todo, anulando la jerarquía de valores. «... Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas valían igual...» (51, 68). «Pensé en ese momento que se podía tirar o no tirar» (69, 91). «Quedar aquí o partir, lo mismo daba» (69, 91). «(María) quería saber simplemente si yo habría aceptado la misma proposición (de matrimonio) hecha por otra mujer a la que estuviese ligado de la misma manera. Yo dije: “Naturalmente”» (52, 70). Niega la afirmación hecha por María de que el matrimonio es «una cosa grave» (52, 70). 5. Su propensión a reducir los fenómenos humanos a la vertiente objetivistasensorial. Un fenómeno tan complejo y rico de vertientes y niveles como es la ciudad de París es descrito por Meursault con estas escuetas frases: «Es sucio. Hay palomas y patios negros. La gente tiene la piel blanca» (53, 70). El amor de Meursault hacia María se reduce a un sentimiento de complacencia. «La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero» (43, 57). «...Fuera de nuestros cuerpos, ahora separados, nada nos ligaba ni nos recordaba el uno al otro» (134, 177). Una y otra vez, Meursault subraya las sensaciones placenteras que le produce su trato con María (44, 58), pero ante la posibilidad de que este trato florezca en una unión matrimonial, creadora de un ámbito hogareño, Meursault reacciona con indiferencia (45, 59; 52, 69). No tiene reparo en manifestar que María, una vez muerta, dejaría de interesarle por completo (134, 177), y que a él, próximo a ser ajusticiado, no le importa que María sea cortejada por otro amante (141, 186).
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El amor de Raimundo hacia su amante se mueve en nivel meramente corpóreo. Solo así es posible vincular la unión erótica y el ultraje (38-39, 5152; 40, 53). Las relaciones eróticas de Meursault y María suelen tener como contrapunto las disputas y golpes que tienen lugar en los pisos vecinos (44-46, 58-59). 6. En este nivel objetivista-sensorial, Meursault no alcanza a comprender el sentido de las palabras y expresiones que aluden a realidades metasensibles. La Segunda Parte de la obra (el proceso) significa la puesta en tela de juicio de la vida anterior de Meursault hasta el asesinato. Las palabras en que toma cuerpo este enjuiciamiento carecen para Meursault de auténtico sentido, ya que toda palabra decisiva es vehículo de una interpelación de ámbitos que no puede ser captada por quien vive en un nivel meramente objetivista (nivel 1). Meursault confiesa no entender al fiscal cuando habla de «su amante», puesto que para él «ella era María» (115, 155). La palabra «amante» encarna un tipo peculiar de interrelación que sobrevuela la realidad de cada una de las personas relacionadas. La noción «pueblo francés» le parece excesivamente imprecisa (128, 169). Meursault se extraña, por ello, de que se le condene en nombre de una realidad tan indefinida y que la condena esté decidida en una simple frase pronunciada por un hombre que todas las mañanas debe asearse y cambiarse la ropa interior (es decir, que está sometido a las necesidades normales del hombre). No puede hacerse a la idea de ser un criminal (81, 109). La palabra «criminal» condensa en sí diversos aspectos y actos de la vida humana. Para comprender su sentido, se requiere poseer capacidad de atención, tensión comprehensiva hacia los complejos significativos. Esta tensión implica cierta voluntad de creación. En consecuencia, ninguna palabra que aluda a un complejo de realidad puede ser comprendida por quien rehuye adoptar en su vida una actitud creadora. Esta falta de comprensión del lenguaje por parte de ciertas personas no amengua, sin embargo, su eficiencia en la configuración de la vida humana. Meursault se vio obligado a reconocer que, a partir del segundo en que la sentencia había sido dictada, sus efectos se volvieron tan reales y serios como la presencia del muro a lo largo del cual aplastaba él su cuerpo (128, 169). Una frase puede desencadenar toda una trama de actos porque el lenguaje de una sentencia judicial tiene todo el poder que se deriva del entreveramiento de dos ámbitos: el de la sociedad y el de la persona juzgada. El asesinato le parece a Meursault un suceso «muy simple» (77, 105) porque ve todos sus elementos de modo superficial yuxtapuesto, sin ahondar en el sentido que pueden encerrar tomados uno a uno y en su conjunto (77-78, 104-105). Por eso considera el proceso como un largo episodio inútil (122, 163), sobre todo cuando recuerda los elementos que habían constituido las más «pobres y más firmes» de sus alegrías: «los olores del verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de la tarde, la risa y los vestidos de María» (122, 162-163). Al verse forzado a moverse en el nivel del lenguaje —por tanto, de ciertos ámbitos que se interfieren— y de la responsabilidad, Meursault recibe la impresión de que todo se 131
vuelve «un agua incolora» en la que siente «vértigo» (122, 162). El vértigo es un sentimiento de caída suscitado por el vacío del sinsentido. «Agua incolora» significa aquí que todo es igual, que todo está nivelado al carecer los seres y acciones de una significación peculiar. Por hallarse atenido al entorno con un modo de inmediatez sin distancia y estar falto de auténtica comprensión de las significaciones profundas que encarnan las palabras, Meursault no podía sentir arrepentimiento, sentimiento humano que implica poder y voluntad creadores, capacidad de asumir la propia vida y rehacerla. El fenómeno del arrepentimiento implica tomar opción ante la vida pasada y proyectar una vida nueva. Hay actos en la existencia humana que deciden toda su orientación y su sentido. El arrepentimiento no rehace lo ya hecho; altera la orientación de la vida futura. Para realizar este giro radical se requiere tomar la vida en bloque, con amplia perspectiva. Al estar absorbido en el instante, Meursault carecía del poder de asumir su propia vida y considerarla en la plenitud de implicaciones que le dan su sentido peculiar. «No lamentaba mucho mi acto». «...Nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa alguna. Estaba absorbido siempre por lo que iba a suceder, por hoy o por mañana» (117, 156-157). El arrepentimiento no se refiere a meros hechos, sino a actos creativos, cuya realización y valoración exige cierta distancia. Al carecer del sentido de la distancia, Meursault es insensible a la muerte de su madre (aunque a veces aluda a ella con cierta ternura) y al acto criminal que cometió y que reconoce de pasada (74, 100). Ante la pregunta del abogado de si había sentido pena al perder a su madre, Meursault reacciona con una sensación de sorpresa y responde que ha perdido la costumbre de interrogarse. «Sin duda quería mucho a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban» (75, 102). La falta de creatividad de Meursault resalta en la conversación con el capellán. Al indicarle este que la justicia humana no había lavado su pecado, Meursault le indica que «no sabía qué era un pecado». «Se me había hecho saber, solamente, que era culpable. Era culpable, pagaba, no se me podía pedir más» (137-138, 181). La relación de culpabilidad y expiación es entendida aquí en el plano objetivo de los meros hechos, de la actividad humana positiva, sin motivaciones hondas y significaciones profundas. Lo mismo sucede cuando manifiesta Meursault haberse reconocido culpable por primera vez (104, 141). El capellán le advierte que «podrían pedirle más»: ver surgir de la oscuridad «un rostro divino». Meursault responde que el único rostro que buscaba en los muros de su habitación «tenía el color del sol y la llama del deseo: era el de María» (138, 182183). El capellán insiste: «¡Estoy seguro de que ha llegado usted a desear otra vida!» Meursault asiente, pero subraya que ello «no tenía más importancia que desear ser rico, nadar muy rápido o tener una boca mejor hecha. Era del mismo orden» (139, 183-184). 7. Reconoce que carece de temas de conversación incluso con su madre (109, 147). «Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso me callo» (77,104).
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Durante el proceso apenas habla, ni siquiera en contestación a las graves preguntas que se le hacen (79, 106; 139, 183). 8. Vive inmerso en el entorno con una relación casi fusional de inmediatez que lo enerva, satura y embota, lo hace vivir sin auténticas motivaciones reflexivas y lo lleva a sentirse «de más» (97, 132). Esta característica emparenta a Meursault directamente con el protagonista de La náusea de Sartre. Todas las observaciones que hace Meursault respecto a los fenómenos naturales —luz, calor, agua...— que le afectan de algún modo en los momentos anteriores al asesinato presentan un carácter agresivo y obsesivo: «...El calor era tal que me resultaba penoso también permanecer inmóvil bajo la enceguecedora lluvia que caía del cielo.» «Persistía el mismo resplandor rojo. Sobre la arena, el mar jadeaba con la respiración rápida y ahogada de sus pequeñas olas.» «Todo aquel calor se apoyaba sobre mí y se oponía a mi avance» (69, 91-92). El sol le produce una «opaca embriaguez» (69-70, 92). Los rayos de luz actúan sobre sus ojos como espadas que lo deslumbran y hacen crispar las mandíbulas. Avanza hacia la sombra de la roca como «sin pensarlo» (70, 93). En el «aire inflamado», la imagen del árabe «danzaba» delante de sus ojos (70, 93). Era el mismo sol ardiente del día en que enterró a su madre, y, como entonces, le dolía la frente y «todas sus venas se batían juntas bajo la piel» (71, 94). Detrás de una cortina de lágrimas y sol tenía los ojos ciegos. «No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indistintamente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí» (72, 95). La fuerza de la luz y el calor se hace poderosa hasta producirle dolor. «La espada ardiente me roía las cejas y excavaba mis ojos doloridos» (72, 95). Meursault se sentía distendido, desgarrado penosamente en el soplo «espeso y ardiente» que procedía del mar; se veía reducido a un punto ígneo de vibración entre el mar y el sol. La fusión de mar y sol constituye su nombre. Mer + soleil = Meursault. Fruto espontáneo, fatal, de esa reducción turbadora fue el gesto de crispar el dedo índice sobre el gatillo de la pistola al tiempo que apretaba la palma de la mano contra la culata (72, 95). Una y otra vez advierte Meursault que su naturaleza es tal que las sensaciones y estados físicos alteran a menudo sus sentimientos y no le permiten hacerse cargo de la situación (75-76, 102; 80, 108; 119, 159). El cansancio le impidió darse cuenta de lo que pasaba el día del entierro de su madre (76, 102). A causa del calor y los moscardones no siguió el razonamiento del juez (79, 107). Cuando Meursault atestiguó ante el tribunal que mató «a causa del sol» (120, 160), en la sala hubo risas, sin duda por el contraste aparente entre la causa aducida y el trágico efecto seguido. Si se analiza cuidadosamente el carácter y conducta de Meursault, y no se entiende la causalidad ejercida por el sol de modo superficial, cabe observar que tal manifestación no es del todo disparatada, y ha de ser tomada en serio. Debe notarse como punto decisivo el efecto embriagante, succionante, que ejerce el sol poderoso del julio norteafricano sobre un hombre que vive por principio atenido a las sensaciones en una relación de inmediatez casi fusional que bloquea las funciones superiores del espíritu. De modo semejante a como el protagonista 133
de La náusea, tras la experiencia de enquistamiento obsesivo en la visión de la raíz, siente que todo da vueltas a su alrededor por cuanto se desvanecen las verdaderas significaciones de las cosas, Meursault, invadido por las oleadas de sol ardiente y luz cegadora, advirtió que todo vacilaba (72, 95), con el modo de vacilación espiritual que significa un desmoronamiento de los órdenes que regulan el obrar. Fuera de estos órdenes, la actividad humana queda a merced de eventualidades e impulsos que Meursault no sabe calificar sino como «azar» (102,138) y su amigo Celeste como «una desgracia» (107-144). El influjo del sol no ha de entenderse en sentido físico-objetivista, como si se tratase de una exaltación turbadora que sacara de sí a Meursault y lo privara momentáneamente de poder reflexivo, sino en sentido lúdico-creador, por cuanto lleva a un grado límite su incrustación en el entorno sensorial, desconectándolo con ello de cualquier instancia — realidad o valor— que pudiera oponerse a una actuación instintiva. La exactitud de esta interpretación queda patente si se advierte la lucidez con que Meursault, inmediatamente después de disparar, comprendió que «había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz» (72, 95). No es la falta de lucidez mental la que decide la actitud de Meursault, sino su voluntad —en principio espontánea, más tarde refleja— de realizar su vida en el nivel objetivista, infra-ambital (nivel 1), en el cual no es posible ganar respecto al entorno una auténtica distancia de perspectiva. 9. Esa decisión de vivir empastado en un entorno de estímulos lo hace responsable de los actos «irresponsables» que realiza. La decisión de no tomar distancia respecto al entorno y no captar, consiguientemente, el sentido de los actos que lleva a cabo determina el grado de culpabilidad del acto realizado por Meursault. No cabe, por ello, afirmar que este fue condenado debido a su silencio, ya que, en rigor, en el nivel en que se movía no tenía nada válido que decir, como él mismo reconoce. Conviene insistir en que Meursault no es un demente o un atolondrado. Es un hombre lúcido y observador. Pero la lucidez no va de por sí unida necesariamente con la actitud creativa, como resalta en El túnel, de Ernesto Sábato, obra filial, en cierta medida, de El extranjero. A la luz de esta interpretación se comprende la evolución experimentada por Meursault a lo largo del proceso. Al principio, instado por las observaciones reiteradas que se le hacen sobre su conducta, gana un tanto en capacidad reflexiva e incluso en poder de enjuiciamiento. «En cierto modo parecían tratar el asunto prescindiendo de mí. Todo se desarrollaba sin mi intervención. Mi suerte se decidía sin pedirme la opinión. De vez en cuando sentía deseos de interrumpir a todos y decir: «Pero, al fin y al cabo, ¿quién es el acusado? Es importante ser el acusado. Y yo tengo algo que decir». Pero, pensándolo bien, yo no tenía nada que decir. Por otra parte, debo reconocer que el interés que uno encuentra en atraer la atención de la gente no dura mucho» (114-115, 153-154). Esta incipiente conciencia de compromiso que adquiere Meursault no indica — insistimos— que este altere su actitud inicial, caracterizada por una relación de 134
inmediatez fusional con el entorno. La dota, más bien, de lucidez, la amarga lucidez que le inspira el amplio parlamento final que pronuncia cuando rechaza violentamente la invitación al arrepentimiento que le hace el capellán. A Meursault, que nunca había creado un ámbito de auténtica convivencia, solo le queda —tras la sentencia capital— una posibilidad de elevarse a un nivel de creatividad humana: restablecer los vínculos con la comunidad y con Dios mediante el arrepentimiento. Meursault rechaza esta última oportunidad, y, libre del acoso de la conciencia, se entrega con más decisión y claridad que nunca a la unión fusional con la naturaleza. «Como si esta tremenda cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, delante de esta noche cargada de presagios y de estrellas, me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraternal, en fin, comprendía que había sido feliz y que lo era todavía» (142-143, 187). Esta fusión total con la naturaleza podía verse turbada por la posibilidad de establecer relaciones de simpatía con los espectadores que le dirigieran miradas compasivas el día de su ejecución. Deseoso de salvar ese riesgo, Meursault escribe: «Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, me quedaba esperar que el día de mi ejecución hubiese muchos espectadores y me recibiesen con gritos de odio» (143, 188). A la luz de la teoría de los ámbitos, la aparente paradoja de superar la soledad con el odio adquiere un sentido muy preciso. Si, al dirigirse Meursault hacia el patíbulo entre las filas de los espectadores indignados, uno de estos le mirara con piedad, tal mirada bondadosa significaría para él una apelación; le invitaría a dar una respuesta agradecida y crear una relación, siquiera fugaz, de mutua benevolencia. Una simple mirada o palabra sería una enérgica llamada a elevarse al plano de la creatividad personal —nivel 2— en el que Meursault nunca había querido desarrollar su existencia. La aceptación por parte de este de tal sugerencia rompería abruptamente la lógica de la no-creatividad que había regido toda su vida. Esa ruptura lo hubiera abismado en una insufrible soledad, por cuanto, al hacer juego e iniciar una relación de encuentro, se vería invadido por la luz que la actividad lúdica alumbra, y se hallaría enfrentado de repente con su verdadera imagen, la imagen que ofrecía a quienes vivían una existencia en cierta medida creadora y no se sentían «extranjeros» o «extraños» en el mundo de los hombres. Rodeado, en cambio, de miradas de odio —que no apelan a crear vínculos, sino a llevar al límite la voluntad de romperlos—, Meursault no se sentiría solo, pues la multitud que lo acosara mostraría hallarse como él en niveles infracreadores. De ahí el afán que siente Meursault de sostener hasta el final su actitud infracreadora y mantenerse a resguardo de la luz que proyecta sobre la vida del hombre la actividad lúdica. Esa obstinación en aferrarse a una actitud no creativa es la que define —según Camus— la figura del «hombre absurdo». Esta vinculación fusional de Meursault al entorno clarifica, entre otros, los temas siguientes: La condición «extranjera» de Meursault. Su pretendida «inocencia». 135
El sentido de Meursault para Camus. La noción y la experiencia del «absurdo». El peculiar estilo narrativo de la obra. El predominio del uso del presente de indicativo y la discontinuidad narrativa. El sentido del humor en Camus. La condición «extranjera» o «extraña» de Meursault Se han escrito multitud de comentarios acerca del carácter y la actitud de Meursault. Incluso, en algún centro se ha vuelto a juzgarle para determinar si ha de ser condenado o absuelto. Sobre su psicología se han hecho precisiones de todo tipo. A mi entender, ninguna de estas es del todo válida, pues el fin de Camus no es describir un personaje al modo de la novela psicológica. Afirmar que se trata de un temperamento «atormentado», «desconcertante», «incoherente» es exacto, pero no toca el fondo de la cuestión. Consignar —como hace Alain Robbe-Grillet— que para entender a Meursault hay que revisar la noción de personalidad propia del humanismo clásico no es ni siquiera plantear el problema. El paso decisivo solo se dará cuando se precise la razón honda de una personalidad tan singular como la de Meursault. La lectura atenta de El extranjero y su confrontación con el ensayo gemelo El mito de Sísifo nos permiten concluir que el propósito de Camus no fue dejar constancia testimonial de un tipo humano característico de una época, sino mostrar cómo vive y se comporta un hombre que de modo tácito o expreso desarrolla su existencia en una relación de inmediatez casi fusional con el entorno y limita de este modo al extremo su capacidad creadora de ámbitos humanos. La interpretación de Meursault no ha de ser, pues, psicológica, sino lúdico-ambital. A la luz de una teoría de los ámbitos y del juego creador, su conducta no resulta desconcertante —como opinan diversos críticos—, sino perfectamente lógica. De modo semejante a como las reacciones de Teresa, en La salvaje, de Jean Anouilh, no responden a su condición personal, sino constituyen el reflejo fiel de lo que acontece al interferirse dos ámbitos humanos tan distintos y a menudo distantes como son el mundo de la riqueza y el mundo de la pobreza. Meursault es argelino, hombre extraordinariamente sensible al sol, a la luz cegadora que lo rodea por todas partes, al encanto sensible de los baños de mar, al conjuro de lo sensorial en sus diversas formas. Se muestra, en cambio, opaco a las diferentes vertientes de lo metasensible. Esta doble característica —con cuanto implica en el plano ético y religioso— se hace plenamente comprensible si se piensa que Meursault desarrolla su vida en el nivel de inmediatez fusional con el entorno al que descendió el Roquentin de La náusea tras la experiencia de la raíz, experiencia de enquistamiento en los estímulos sensibles y pérdida consiguiente del mundo de las significaciones y los ámbitos. Esta relación de inmediatez-sin-distancia con el entorno es transferida por Camus al lector mediante el empleo del relato en primera persona, que trasmite las vivencias en estado naciente, sin la distancia que introduce el relato en tercera persona, en el cual es casi inevitable tomar posición ante los sucesos descritos, La confesión personal del 136
protagonista gana, en cierta medida, al lector y lo sitúa en la perspectiva adecuada para seguir la marcha de los sucesos sin esforzarse demasiado en comprenderlos, actitud que sería difícil de sostener ante un relato en tercera persona. Meursault lleva al lector a su pequeño mundo de goces sensoriales, de relaciones con vecinos de dudosa condición, de despreocupada atenencia al presente más a mano. Toda forma de preocupación por el pasado o el futuro implica una actitud creadora que no tenía en modo alguno Meursault. Solo al final, tras el acoso espiritual que significó el juicio y las visitas del capellán, Meursault rompió su caparazón de fría indiferencia para tomar opción expresa y asentarse definitivamente en su mundo de adherencia fusional a la tierra. En ningún momento se sintió Meursault extraño o extranjero respecto a la realidad humana. Siempre estuvo profundamente entrañado en ella a su modo y en su nivel. Su elemento natural, aquel en el que se movió y configuró su personalidad, estaba constituido por estas realidades, firmemente trabadas: el sol, la luz, el mar, el cuerpo femenino, los ruidos y olores que suscitan el recuerdo de realidades y lugares amados. En el entorno constituido por tales entidades, Meursault se siente como en casa, verdaderamente instalado. Es coterráneo de lo que se ofrece al hombre de modo inmediato-directo. Todo cuanto desborda este mundo sensorial queda desplazado de su campo de atención preferente. Meursault no entra en relación creadora con ello. Lo ve desde fuera, incomprometidamente, como un forastero que contempla a modo de espectáculo una tierra extraña. Por eso se siente forastero ante las realidades que no se dan del modo inmediato-sensorial que es su modo peculiar de acceso al entorno. Esto explica que se considere ajeno al mundo del matrimonio que le propone María, de la amistad que le brinda Raimundo, de las leyes en virtud de las cuales se lo juzga y condena, del capellán que le habla de arrepentimiento y de un rostro divino invisible. Nada extraño que aparezca raro a quienes lo tratan y sorprenda penosamente a su patrón —por no aceptar el puesto de París—, a María —por no conceder importancia a la pregunta de si la ama y quiere desposarla— y al abogado —por renunciar a defenderse —. El abogado y el capellán desean que Meursault reconozca que su mano en el momento de disparar fue «extraña» a su auténtico yo, a su corazón y espíritu, y le exhortan a recobrar la unidad perdida, coordinar su personalidad, asumir la dirección de sus actos, sentirse responsable y rehacer su vida mediante el arrepentimiento. Meursault no acepta esta proposición, pues, a su juicio, nunca ha habido en él semejante ruptura interna ni ha sido en su conducta extraño a sí mismo. Más bien piensa que tal intento de insertarle en la vida normal de la sociedad lo privaría de su modo propio de ser. La indignación de Meursault contra el juez y, sobre todo, contra el capellán responde a su convicción de que le juzgan desde criterios externos a su verdadero modo de ser, al modo de relacionarse con el entorno que él considera como específicamente suyo[5]. En realidad, Meursault es extraño a sí mismo por no vivir en el plano de profundidad en el cual los hombres se adentran en sí mismos y conceden a su personalidad la debida amplitud y capacidad creadora. Ni el juez ni el capellán se propusieron negar a Meursault el derecho a evadirse de las reglas de la psicología tradicional (como parece sugerir P. L. Rey). Se limitaron a reprocharle que hubiera vivido en un nivel de no-creatividad, 137
nivel inadecuado al despliegue normal de la personalidad y propicio, en cambio, a la realización de actos irresponsables que toda sociedad —no solo la «burguesa»— tiene a su cargo evitar por todos los medios. La supuesta inocencia de Meursault Este reproche de la sociedad es sin duda justo, pero no pone al descubierto la verdadera causa de la conducta delictiva del protagonista. Hubo comentaristas que lo declararon «inocente», por su «paradisíaca indiferencia ante el bien y el mal», su absentismo respecto a las normas de la vida moral. No procede considerar como «inocente» tal absentismo, por cuanto respondía a una actitud deliberada y voluntaria. Meursault reflexiona, toma distancia respecto a sí y su vida, pero destaca en exclusiva la vertiente de la misma que constituye su «elemento vital» —las puras sensaciones— y se proclama extraño y ajeno a las demás vertientes de la vida y la realidad. Esta reducción no puede ser considerada como un heroico ponerse en verdad. Es cierto que, con objeto de dar a entender que somos más de lo que somos y vivimos más hondamente de lo que vivimos, nos inmergimos a menudo en el ámbito solemne del lenguaje, que, con sus reverberaciones, amplifica el valor de cada acto. Pero también debe aceptarse con igual decisión que «el hombre supera infinitamente al hombre» (Pascal), pues su ser es «ambital» y está engarzado con otros ámbitos y se acrecienta creando ámbitos. En consecuencia, la verdadera amplitud de cada hombre supera con mucho la visión que él mismo tiene de sí en la experiencia cotidiana. Elevarlo a su verdadero conocimiento es tarea de las personas más lúcidas e intuitivas. Meursault se muestra tal como es en nivel objetivista (nivel 1), y esta sinceridad no lo torna más verdadero, pues la verdad no consiste en llevar al límite la contención expresiva, sino la capacidad creadora de la personalidad (niveles 2, 3 y 4). Cuando Camus afirma que Meursault «acepta morir por la verdad»[6], utiliza el término verdad en un sentido inadmisiblemente restringido. No cabe, por consiguiente, afirmar que Meursault fue condenado por no querer jugar la comedia del lenguaje, con un tipo de juego usual en una sociedad que concede a las palabras un alto valor a sabiendas de que con frecuencia no responden al verdadero ser de quien las pronuncia. El hecho de que esta inadecuación ocurra demasiadas veces no indica que el lenguaje sea de por sí falaz. En muchos casos da cuerpo a los deseos y propósitos de quien habla más que a su estricta realidad actual. Ello acontece en los actos de arrepentimiento y promesa, que en modo alguno pueden ser considerados como alteraciones falaces del propio ser. Lo que, por fortuna, cambia el lenguaje necesariamente es el modo de existencia en inmediatez fusional con el entorno, porque el lenguaje, al poner nombre, nos distancia de la realidad nombrada, pero no nos aleja de ella, pues, al conjugarse con la inmediatez o cercanía, nos permite entrar en relación de presencia[7]. Meursault mismo advierte que, si apenas habla, es por no tener gran cosa que decir, incluso en el juicio, de modo análogo a como desea en pleno proceso retirarse a dormir porque, en el fondo, no alcanza a ver exactamente de qué se le acusa. Las palabras de acusación que se le dirigen y las palabras de defensa que hubiera podido pronunciar solo 138
tienen sentido en niveles de creatividad en los que él no se movía. Por eso se resiste a entrar en la red de causalidades en que lo encierra el juez para mostrar su condición de culpable. La causalidad y la responsabilidad consiguiente implican una trama de interpelaciones que son ajenas al mundo de la inmediatez-fusional en que se movía Meursault, incapaz de tomar verdadera distancia respecto al río anegante de las impresiones sensoriales. Desde esta perspectiva cabe ahondar todavía más en el sentido que puede tener la relación establecida por Meursault entre el asesinato y el sol. La risa que provocó la declaración de Meursault fue suscitada por la lejanía que parecía haber entre el efecto y la causa aducida. Para quienes piensan que la raíz de cada acto se halla exclusivamente en la personalidad del que actúa, toda influencia física externa apenas es tomada en consideración. El modo de causalidad peculiar que puede ejercer el sol (así como el calor y la luz) sobre una persona que vive atenida de modo absorbente a la vertiente sensorial del entorno solo puede ser debidamente precisado a la luz de una teoría del «triángulo hermenéutico» y de los ámbitos que aclare en pormenor las consecuencias éticas que entraña el hecho de vivir en relación de inmediatez fusional con el mundo. En la adopción sistemática de tal actitud radica la parte de posible responsabilidad que puede tener Meursault. La confesión, a primera vista extemporánea, de haber matado a causa del sol no indica simplemente «una mentalidad primitiva de inadaptado a la sociedad»[8], sino una mentalidad que se mueve, por una refinada opción, en un nivel infraambilal de mera inmediatez-sin-distancia. Una mente primitiva carecería de la fina sensibilidad que muestra Meursault para describir las impresiones sensoriales, apreciar el grado de exactitud del lenguaje de los otros, valorar en casos su actitud, y analizar su propia conducta antes, en y después del juicio. Antes del juicio, Meursault parece moverse en un plano de espontaneidad en el que no cabe someter el comportamiento a un código de valoraciones morales. A la luz del «triángulo hermenéutico», sin embargo, tal espontaneidad no puede considerarse como inocencia porque —en una persona mayor— significa una evasión consciente y deliberada del plano de la creatividad y la responsabilidad[9]. Asimismo, todo intento de emparejar la figura de Meursault con la de Cristo carece de fundamento, ya que Cristo se dejó llevar a la muerte tras una vida de pleno ejercicio del amor a los demás. Al no pronunciar una palabra de defensa, su silencio cobró un valor de máxima expresividad. En cambio, cuando Meursault se calla en el juicio porque no sabe de qué le acusan ni entiende exactamente por qué se pone en relación su asesinato y su actitud de frialdad para con su madre, antes y después del fallecimiento de esta, su silencio es totalmente inexpresivo. Se calla, según propia confesión, porque apenas tiene nada que decir. Es un «silencio de mudez». La actitud de despego y separación en que ha vivido Meursault respecto a los demás no indica inocencia sino culpabilidad en un ser nacido para crear ámbitos de convivencia. El mismo Meursault, muy a su pesar y a contrapelo de toda su actitud, manifiesta en dos o tres episodios que su modo espontáneo de relacionarse con el entorno es fruto de una decisión que debe ser tomada con violencia. La violencia 139
soterrada con que se iba determinando a vivir atenido a la vertiente sensible del entorno, sin cultivar sus dotes creativas, se manifestó, en un determinado momento y lugar, bajo forma de violencia externa, ocasionando la muerte de un semejante. Por eso, al serle presentado el resultado de su acción, a la distancia de la fría confrontación judicial, Meursault advierte por primera vez su culpabilidad. Pero ello no será obstáculo para que poco después reitere con dura firmeza, frente a los consejos del capellán, su voluntad de seguir haciendo su vida en un nivel en el que no tiene sentido hablar de crimen, culpa, arrepentimiento y perdón. La inmersión de Meursault en el entorno sensible no responde, pues, a una actitud de inocencia, ya que arranca de una opción deliberada y lúcida —aunque en principio inexpresa— que lo desconecta radicalmente del entorno humano. Esta positiva y nefasta desconexión queda patente en la segunda parte de la obra cuando Meursault, aislado de su entorno sensorial, lo suple con los precarios medios de que dispone en la prisión y acentúa todavía más, y asume expresamente, su distancia-de-alejamiento respecto al mundo humano. Solo muy de pasada manifiesta simpatía hacia algún conocido, por ejemplo Celeste, que se esfuerza a su modo por defenderlo. Sin embargo, es sintomático que en pleno proceso apenas busque la mirada de María, la única persona con la que había tenido cierta intimidad. El empastamiento de Meursault en el entorno sensible tampoco implica una actitud neutral, indiferente e incomprometida, sino la opción por el sinsentido de la vida. Durante largo tiempo, tal opción había estado latente en su existencia, pero, cuando el capellán le puso amistosamente la mano en el hombro y le indicó que rogaría por él (140, 184), Meursault sintió que algo se rompía dentro de su ser, sin duda, su modo tácito de tomar opción sin ponerse a distancia de perspectiva, que es la que permite la reflexión. Entonces, el taciturno se puso a gritar al rostro del sacerdote que no rogara, que «ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer», y que él, Meursault, estaba seguro de sí, de la vida que había llevado y de la muerte que iba a llegar. Esta seguridad elemental que sentía ante todo lo que había hecho o hubiera podido hacer dependía de una convicción decisiva: «Nada, nada tenía importancia» (140, 184). En esta dramática escena entre el capellán y Meursault, este se manifiesta totalmente comprometido con su actitud ante la vida. Su tan decantada neutralidad no indica indiferencia, sino enquistamiento fascinado en la vertiente sensorial de la realidad. Esta forma de atenencia no permite conseguir el modo de distancia que requiere la relación de presencia entre las personas. Por eso no cabe hablar, en rigor, de presencialidad obsesiva, porque, si la forma de mirar la vertiente sensorial es obsesiva, no puede lograrse una forma auténtica de presencia. Meursault, desde el principio de la novela, se mueve en el nivel 1, el mismo en que se sitúa Roquentin —protagonista de La náusea, de Sartre— en su experiencia de la raíz. Por haber adoptado desde siempre como plenamente normal la actitud de atenencia en exclusiva a lo sensible, Meursault se siente a gusto en la atmósfera de halago sensorial que constituye —según propia expresión— su «elemento». No sentía «náusea», como Roquentin, porque no se daba en él forma alguna de conflicto entre la supuesta no-racionalidad del mundo y el deseo 140
innato de claridad que late en el ser humano. De ahí la sensación de serenidad que emana del relato que Meursault hace del entierro de su madre, narración cuajada de sutiles alusiones a datos sensibles, pero falta totalmente de auténtica reacción humana ante el acontecimiento profundo que había tenido lugar. El estado de embotamiento en que pareció estar Meursault durante el acto del asesinato e, incluso, durante el juicio no lo exime de culpabilidad, pues su incapacidad de pensar no estuvo provocada tanto por un exceso de calor y de luz cuanto por su decisión de vivir en una relación de extrema cercanía respecto a lo real.
[1] La versión castellana de Bonifacio del Carril fue publicada por Emecé Editores (Buenos Aires, 1949) y Alianza Editorial (Madrid, 1971). Citaré en primer lugar la edición española y seguidamente la edición francesa (L’étranger, Gallimard, París, 1957). [2] Al unir una forma de inmediatez con otra de distancia se logra el modo de presencia que da lugar al conocimiento. En la obra El triángulo hermenéutico (Madrid 1971) describo dieciséis tipos distintos de «triángulos». Una exposición más sencilla puede verse en la obra Inteligencia creativa, BAC, Madrid 2003, 4.ª ed., pp. 164-166. [3]Cfr. Essais, Gallimard, París, 1967, p. 1417. [4] Confróntese este pasaje con la descripción que hace Roquentin en La náusea del domingo vivido en Bouville. [5] P. L. Rey parece compartir esta convicción en su obra L’étranger de Camus, Hatier, París 1970, p. 36. [6] Cfr. Theâtre, Récits, Nouvelles, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, París 1963, 2.ª ed., p. 1928. [7] En la obra La ética o es transfiguración o no es nada, op. cit., pp. 498-515, indico que 1) la relación de inmediatez fusional con el entorno se da en el nivel 1a; 2) la relación de cercanía a cierta distancia («distancia de perspectiva») con un objeto tiene lugar en el nivel 1b; 3) la relación a distancia de perspectiva con una realidad ambital (obra musical, poema, persona…) acontece en los niveles 2b, 2c. La descripción de los niveles adquiere, en estos cursos, un grado especial de precisión. [8] Cfr. P. L. REY, op. cit., p. 40. [9] Una descripción amplia de dieciséis «triángulos hermenéuticos», en los que se armoniza una forma de inmediatez con otra de distancia para dar lugar a modos peculiares de presencia, puede verse en mi obra El triángulo hermenéutico, Madrid 1971, pp. 59-111.
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II. VALORACIÓN DE LA OBRA
I. QUÉ SIGNIFICA MEURSAULT PARA CAMUS A la luz de lo antedicho, estimo —frente al pesimismo de ciertos autores[1]— que cabe determinar con bastante precisión lo que significa Meursault en el pensamiento de Camus: Es el hombre que ejemplifica el vivir en un plano infraambital, en relación de pura inmediatez sin distancia con el entorno. En este sentido, puede afirmarse que es un «símbolo negativo de la naturaleza humana[2], si bien el término «símbolo» debe ser reservado para otros contextos. En este, bastaría tal vez utilizar el término «representante». Esa actitud de inmediatez fusional, aparentemente inofensiva en principio, provoca un acontecimiento luctuoso, y la sociedad desplaza de su seno a Meursault, no —como a veces se afirma— por negarse a decir su secreto a gentes que ansían saberlo todo y prefieren la idea que se hacen de un hombre al hombre mismo, sino por haber obrado sin sentido con daño de otra persona. Meursault hace varias alusiones satíricas a las instituciones jurídicas. En el fondo de las mismas late cierta justificación, pues con frecuencia las investigaciones judiciales solo tienden a constatar ideas preconcebidas. En nuestro caso, sin embargo, debemos consignar que Meursault, al moverse en nivel objetivista (nivel 1), debía entender como absurdo todo tipo de lenguaje que aludiese a realidades metaobjetivas, abiertas, ambitales, como son la culpa, el asesinato, el perdón, el «pueblo francés», los tribunales de justicia... No puede, en consecuencia, considerarse justa la metáfora que usa Sartre al indicar que Camus intercala entre los personajes de que habla y el lector un tabique de vidrio que parece dejar que pase todo, pero intercepta el sentido de los gestos que realizan los hombres que se mueven detrás[3]. Ese vidrio es la conciencia del «extranjero». «Es, en efecto, una transparencia: vemos todo lo que ella ve. Solo que se la ha construido de tal modo que es transparente para las cosas y opaca para los significados»[4]. Lo decisivo es notar que esta opacidad es resultado lógico de la posición de inmediatez fusional que adoptó Meursault, posición desde la cual no puede captar en realidad sino la vertiente sensorial que describe. No necesita hacer un esfuerzo especial para dejar de lado el mundo de las significaciones.
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II. LA NOCIÓN Y LA EXPERIENCIA DEL « ABSURDO» Sartre afirma que Camus nos da, en El mito de Sísifo, la noción del «absurdo», y en El extranjero nos comunica el sentimiento del mismo[5]. Esta fórmula encierra el grave riesgo de sugerir que la novela se reduce a plasmar en imágenes una concepción de la vida y carece, por ello, de independencia y autonomía. De otro lado, contraponer noción y sentimiento puede muy bien inducir a más de un lector desprevenido a situar el ensayo (El mito de Sísifo) en el plano racional y la novela (El extranjero) en el irracional, distinción acorde a ciertos esquemas mediocres y aparentemente avalada por la actitud de Meursault ante la vida. Solo en esta línea de calificaciones demasiado gruesas, faltas de la imprescindible finura analítica, cabe afirmar que Meursault no es «bueno ni malo, ni moral ni inmoral», pues «forma parte de una especie muy singular», la que Camus denomina «absurda»[6]. La existencia «absurda» se halla, según tal interpretación, más acá de la distinción del bien y del mal, en un reino de inocencia inquebrantable. La neutralidad de la actitud absurda se debe a la convicción lúcida de la no-racionalidad o sinsentido de la existencia humana y del universo en general. Esta lucidez se trueca en dramatismo debido a la contraposición entre la opacidad de una realidad ininteligible (por no-racional) y el afán de claridades últimas que impulsa la vida mental del hombre. La capacidad de ver con lucidez la falta de claridad del universo indica que el hombre se halla de por sí naturalmente en un nivel de creatividad (de vinculación creadora con el entorno), que es fuente de luz. Concluir lúcidamente que no es posible al hombre conocer nada con seguridad, debido al dualismo insuperable de espíritu y naturaleza, implica una contradictio in adjecto, que se traduce en un desgarramiento interior. De ahí, por una parte, la posición indecisa de Meursault entre la incomprensión y la comprensión, el embotamiento y la clarividencia, y, por otro, la impresión de artificiosidad que produce su atenencia en exclusiva a las impresiones sensoriales, lo que lleva a Sartre a calificar de «ceremonioso» el procedimiento narrativo empleado por Camus[7]. Descartes advirtió que, para poner en tela de juicio mediante la duda hiperbólica todo el campo del conocimiento objetivista —es decir, de los conocimientos que no llevan en sí su propia justificación—, el hombre necesita estar inmerso en una realidad de tal riqueza que la relación con ella se convierta en una fuente altísima de inteligibilidad. Solo el que posee una perspectiva muy amplia puede distanciarse de la realidad con la soberanía que implica tal género de duda. Análogamente, podría decirse que el mero plantear la cuestión de si el universo es racional o no ya implica en el hombre una elevación gnoseológica tan alta que resulta contradictorio aplicarle la calificación de «absurdo». Todas las cuestiones relativas a la racionalidad del mundo y la instalación del hombre en el mismo requieren un análisis sumamente delicado si no se quiere enturbiarlas con multitud de equívocos. No basta suscitar el conjuro de ciertas ideas generales pesimistas (azar, pluralismo de las verdades y los seres, ininteligibilidad de lo real...) y vincular la doctrina de Camus con la de los moralistas franceses, a los que a veces se desorbita y lee 143
fuera de su verdadero contexto—[8]. Toda doctrina ha de ser analizada por principio en sí misma, para captarla en su irreductibilidad y su valor especifico. El mismo Sartre advierte que lo absurdo no es objeto de una simple noción, es revelado por una «iluminación desolada», que tiene lugar en la interacción del hombre con el mundo[9]. El concepto de absurdo es relacional. Surge como fruto de una depotenciación: la que se produce cuando el hombre —ser nacido para desarrollarse en vinculación nutricia con el entorno— ve disminuida o anulada su capacidad creadora y, correlativamente, su poder de comprensión. Los enigmas de la existencia son clarificados en cierta medida a la luz que se desprende de los actos de creación de ámbitos. A medida que decae la capacidad y la voluntad creadoras, la luz natural que ilumina la mente del hombre por ser una realidad relacional se convierte en luz-de-destrucción, luz que sirve para declarar lúcidamente que el mundo no tiene sentido y que la vida humana como ser-en-el mundo es absurda. Si el hombre adopta ante el entorno una actitud no-creadora, y rehúye fundar ámbitos interferenciales y crear vínculos, se siente alejado del mundo con distancia de desconocimiento e indiferencia, y por tanto exiliado. La iluminación que acontece cuando el hombre se relaciona con el mundo es «desolada» si tal relación no posee auténtico carácter creador y se reduce a un agitado y banal desgaste de energías que no produce sino hastío y desencanto. «Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, comida, sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo...»[10]. Al carecer de la luz que proporciona la creación cotidiana de ámbitos, el hombre tiende por una especie de lógica del oscurecimiento a considerar como una mera ilusión cuanto sobrepasa el plano de la realidad sensible y controlable, y a aferrarse con tenacidad de náufrago a las certezas de la unión fusional (a las que se atiene Meursault con aire exaltado en su alegato contra el capellán). «... Si sabemos rechazar —escribe Sartre— la ayuda engañosa de las religiones o de las filosofías existenciales, obtenemos algunas evidencias esenciales: el mundo es un caos, una “divina equivalencia que nace de la anarquía”; no hay día siguiente puesto que se muere»[11]. «... En un universo privado repentinamente de ilusiones y de luces —anota Camus— el hombre se siente como un extraño. Es este un exilio sin remedio, pues está privado de los recuerdos de la patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida»[12]. Esta privación de cuanto se considera mera ilusión por desbordar el campo de lo único pretendidamente real responde —insistamos en ello— a la falta de creatividad que se sigue de la carencia del sentido de la distancia y de la añoranza por modos de inmediatez fusional, más propios de seres infrahumanos que del hombre. El sentimiento de «extrañeza» que el hombre siente a veces ante el entorno pende de su falta de creatividad. Camus escribe:
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«Si yo fuese un árbol entre los árboles, gato entre los animales, esta vida tendría sentido, o más bien, este problema no lo tendría, pues yo formaría parte de este mundo. Yo sería este mundo, al que me opongo ahora con toda mi conciencia y con toda mi exigencia de familiaridad. Esta razón tan irrisoria es la que me opone a toda la creación»[13]. De esta nostalgia por la vinculación fusional se deriva el cultivo por parte de Camus de las experiencias que anulan la distancia entre el hombre y el entorno, experiencias que hallan en la experiencia de la raíz descrita por Sartre en La náusea un ejemplo modélico. Se trata de la experiencia de absurdo que produce un nombre repetido maquinalmente, o un objeto visto con mirada obsesiva, sin tomar distancia del mismo mediante el pensamiento, el recuerdo, la articulación de tal objeto en un conjunto. En esta situación de inmediatez intensa, absorbente, no matizada por forma alguna de distancia, el hombre vive en un presente sin relieve, fiel a los hechos en su mera existencia fáctica, sin atender a las posibles significaciones que pudieran adquirir al ser engarzados en determinados conjuntos de realidad. El hombre enquistado de este modo en los objetos y los hechos del entorno nada tiene que justificar, no es «responsable», pues no se ve llamado a responder a ningún valor que lo inste a realizarlo. En este plano radical debe entenderse la repulsa de Meursault a seguir las reglas de juego de la sociedad y las normas de conducta usuales entre los hombres. No es una repulsa heroica de lo gregario y «sedentario», como parece sugerir Sartre[14], sino la negativa general a moverse a distancia del entorno y elevarse al plano de las significaciones, de la auténtica comunicación humana y la responsabilidad. Ello explica que Meursault se desconecte por principio del mundo del lenguaje, del plano de la existencia donde el lenguaje es vehículo normal y necesario de la creatividad. Falla en Meursault el lenguaje, como falta la capacidad de amar. Camus afirma, en El mito de Sísifo, que «un hombre es más un hombre por las cosas que calla que por las cosas que dice». Un testigo de descargo afirmó de Meursault en el juicio que este era «un hombre» y que apenas hablaba para evitar el no decir nada. Sartre presenta a Meursault como «un ejemplo de este silencio viril, de esta renuncia a contentarse con palabras»[15]. Estas expresiones y juicios son equívocos porque no distinguen suficientemente los dos tipos fundamentales de silencio: el silencio de mudez y el silencio que es resonancia de la palabra auténtica. En El extranjero queda de manifiesto que el silencio de Meursault es silencio de mudez, provocado por la lejanía de la auténtica palabra, que es esencialmente comunicativa y vinculante por ser vehículo de un ámbito interrelacional. Encerró a su madre en un asilo porque «ya nada tenían que decirse», como nada tenía que comunicar al tribunal que lo juzgaba. Sartre, después de caracterizar a Meursault como un hombre lúcido, indiferente, taciturno, indolente, opaco, difícil de entender plenamente, sugiere que poseía la «gracia del absurdo»[16]. A la luz de los análisis anteriores podemos concluir que esta «gracia» no es sino la arriesgada característica de vivir en relación de inmediatez fusional con el entorno. Si se analiza en profundidad cuanto implica esta posición fundamental, la figura de Meursault se convierte de opaca en transparente y nos ofrece el secreto que ocultó a 145
los jueces y al que aludió María cuando, después de declarar en el juicio —con frases tomadas del lenguaje corriente—, estalló en sollozos y manifestó que todo era muy distinto de lo que sus palabras podían haber indicado (109, 147). Si el sentimiento del carácter absurdo de la existencia es provocado —según indica Camus en El mito de Sísifo— por la certeza de la muerte ineludible entendida como un trance de absoluta anulación, es difícil calificar de «absurda» la existencia plácida de Meursault, que se deja llevar indolentemente por la existencia diaria, vista en sus pormenores sensibles más seductores, y rehuye plantearse los temas que exigen cierta tensión espiritual. Ello hace concluir a Sartre que «hasta para una mirada absurda el personaje tiene una opacidad propia». «Está ahí, existe, y nosotros no podemos comprenderlo ni juzgarlo plenamente; vive, en fin, y solo su densidad novelesca puede justificarlo a nuestros ojos»[17]. A causa de esta opacidad, afirma Sartre —como ya indicamos— que El extranjero quiere inspirarnos el sentimiento del absurdo mientras El mito de Sísifo intenta clarificar su noción. Esta dualidad de noción y sentimiento debe ser interpretada con cautela, sin extremar las aristas, porque todo sentimiento es de por sí lúcido si se lo ve como la emoción que provoca el acto de creación o anulación de ámbitos. «Como las grandes obras —anota Camus—, los sentimientos profundos significan siempre más de lo que dicen conscientemente»[18]. Resulta por ello un tanto simplista afirmar que El extranjero «nos sumerge sin comentarios en el ‘clima’ de lo absurdo» y El mito de Sísifo aclara racionalmente el sentido del mismo[19]. Sartre vuelve sobre sus pasos y aclara que esta dualidad de experiencia y explicación ya se da en El extranjero, cuya primera parte nos ofrece «el flujo cotidiano y amorfo de la realidad vivida», y la segunda nos trasmite «la recomposición edificante de esa realidad por la razón humana y el discurso»[20]. La sensación de absurdo se produce en el lector, según Sartre, cuando en la segunda parte experimenta la imposibilidad de «pensar con nuestros conceptos, con nuestras palabras, los acontecimientos del mundo», del «mundo anterior a las palabras»[21]. Sartre no aclara aquí con la debida precisión que este mundo anterior a las palabras no es un mundo (para serlo, se requeriría cierta ambitalidad y, por tanto, distancia), sino una situación de empastamiento con el entorno. De ahí la confusión con que trata el tema de la posibilidad de traducir ese mundo en palabras y el de la primacía del silencio sobre la palabra[22]. El absurdo no procede tanto de la imposibilidad de pensar la existencia vivida en inmediatez fusional con el entorno, sino de la tensión violenta que produce este modo de existencia en un ser nacido para desarrollarse creando ámbitos. En consecuencia, no es absurda la justicia —como afirma Sartre[23]— por juzgar a Meursault desde un nivel de existencia distinto al suyo, ya que todo hombre debe moverse en planos de significación y responsabilidad, distancia de perspectiva y compromiso. Las palabras y los pensamientos, cuando son auténticos, se muestran adecuados a los ámbitos que creamos y a los que anulamos. Las palabras que usa el juez son expresivas de los ámbitos que
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Meursault dejó de crear (por ejemplo, con su madre) o anuló violentamente, como el ámbito de convivencia ciudadana con el árabe asesinado. III. El PREDOMINIO DEL PRESENTE Y LA DISCONTINUIDAD NARRATIVA Al faltar en el hombre la tensión creadora de ámbitos, su lenguaje pierde relieve y trabazón orgánica, se diluye en frases sueltas coordinadas por vía de mera yuxtaposición, sin el hondo engarce de las partículas causales y conjuntivas. Cuando se abre una zanja profunda en una calle, a menudo sucede que el agua del subsuelo se filtra, el terreno arenoso pierde cohesión y los edificios se resquebrajan. De modo semejante, lo sensible tiene coherencia y poder expresivo merced a la carga de significaciones que alberga. El descubrimiento de la ineludibilidad de la muerte viene a ser, para Camus, como practicar un tremendo corte en el subsuelo del espíritu por el que se desvanecen, como en una hemorragia, los sentidos y valores de la realidad. Lo sensible se queda a su merced y se diluye. Sigue siendo luminoso por fuera, pero su interioridad está vacía. «Yo no sé si este mundo tiene un sentido que lo supera. Pero sé que yo no conozco este sentido y que me es imposible por el momento conocerlo [...]. Lo que toco, lo que me resiste, eso es lo que comprendo»[24]. Esta comprensión por vía de tacto deja escapar lo esencial, como acontece con la mera visión de un hombre gesticulante al que no se oye. Acaba antojándosenos «absurdo». Esta impresión de absurdo solo será, sin embargo, real cuando el hombre que habla no diga de hecho nada verdaderamente significativo en el nivel humano. Ese es el caso de quienes, por falta de actitud creadora, se mueven en una relación de inmediatez fusional con el entorno. El intento de explicar la actitud de Meursault como el producto de una técnica artificiosa de Camus empobrece el alcance de su obra. Afirmar —al modo de Sartre— que el autor quiso intercalar entre los personajes y el lector, a modo de tabique de vidrio que deja ver pero no oír, la conciencia de «el extranjero», conciencia «pasiva» que no registra sino los meros hechos, carentes de significado, es una interpretación un tanto brillante pero infecunda, por reduccionista. Lo que intenta, más bien, Camus es mostrarnos, desde la interioridad misma de Meursault, cómo orienta su vida un hombre que adopta una actitud no-creadora ante el entorno y solo capta las vertientes de la realidad que se ofrecen de modo inmediato fusional. El sentido de las realidades y acciones brota en la interacción creadora. Si esta falla, no se ilumina el sentido, y todo queda sumido en la oscuridad del sinsentido. Sartre considera este modo de conciencia enquistada en lo sensible como «una pura translucidez», «casi nada», «una pasividad pura que registra todos los hechos»[25]. Estas expresiones equívocas deben clarificarse mediante una precisa articulación de los modos diversos de inmediatez, distancia y presencia que integran el fenómeno del conocer en diversos planos y vertientes. Sartre se limita a advertir: 1) que esta técnica de retener los fenómenos sensibles facilitados por la experiencia más inmediata-superficial y filtrar las significaciones que contiene toda 147
experiencia humana auténtica procede de Hume e inspira el procedimiento analítico del neorrealismo americano actual; 2) que, frente a esta tendencia, la filosofía contemporánea destaca que los significados también constituyen «datos inmediatos». Esto es, sin duda exacto, pero, si deseamos abordar profundidamente el tema, debemos precisar además los diferentes modos de inmediatez con que se da lo sensible (nivel 1) y lo metasensible (nivel 2), y los diversos tipos de espacio-temporalidad que ostentan las realidades objetivas (asibles, mensurables, propias del nivel 1) y las superobjetivas o ambitales, propias del nivel 2. Las diversas técnicas narrativas. Estos diversos modos de temporalidad y espacialidad deciden los diferentes géneros de técnicas narrativas. Solo en el nivel de las realidades ambitales tiene lugar la positiva eclosión del tiempo en los «tres éxtasis» (Heidegger) o dimensiones: pasado, presente, futuro. No es la consideración de la muerte inevitable la que priva al hombre de futuro y reduce su temporalidad al mero suceder puntual de presentes sin relieve. Es el descenso a un plano de inactividad y de inmediatez sin distancia frente al entorno[26]. Según propio testimonio, Camus emplea el estilo narrativo americano para adaptar la forma al tema y dar cauce expresivo al mundo peculiar de Meursault, no por mera opción estilística. Puede decirse que su técnica narrativa responde a un análisis profundo del hombre que vive en nivel infraambital. El objetivismo literario contemporáneo, notoriamente influido por Camus, configuró una técnica análoga por caminos más restringidamente lingüísticos, pero en el fondo de todo el procedimiento de reducción objetivista se halla operante la aversión a lo metasensible-ambital y el deseo de anular el «mito de la profundidad» (Robbe-Grillet). La desarticulación del estilo en virtud de la cual cada frase emerge como un islote en el fluir de la narración responde a la quiebra del poder configurador que sufre un hombre cuyo entorno viene constituido por cosas u objetos que están simplemente ahí, delimitadas y desvinculadas, no por realidades ambitales que nos apelan a una tarea creadora. La falta radical de creatividad decide la atenencia de Meursault a lo presente discontinuo y concreto, e inspira su repulsa de todo sentimiento permanente que brota al hilo de la creación de ámbitos de realidad. Esta fluidificación de la vida en instantes discontinuos se traduce estilísticamente en un género de narración entrecortada, un tanto asmática, desambitalizada[27]. Sartre afirma que determinados autores, por amor a las cosas en su irreductible singularidad, se resisten a «diluirlas en la corriente de la duración»[28] y se esfuerzan por autonomizarlas y desconectarlas de las demás, utilizando frases cortas y acentuando la soledad de las mismas mediante el empleo del pretérito perfecto. Sin duda, aquí se confunde estratégicamente integrar con diluir. La integración de una frase en un período no diluye su significación; la potencia y enriquece. Véase, a este respecto, la obra literaria de M. Ponge, A. Robbe-Grillet, Azorín y la teoría de algunos teóricos de la música serial para los cuales cada sonido solo adquiere su valor específico cuando es dejado en la soledad típica de las obras desarticuladas. La gravedad de esta posición nos
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insta a considerar con la debida lentitud si el valor de cada realidad no vendrá dado exclusivamente en su estado de integración. Precisamente porque los escritores del absurdo están convencidos de ello, perfeccionan al máximo sus técnicas de desintegración, con el pretexto de cortar el cuello a la retórica tradicional y ofrecer una visión sobria de la realidad. Por eso elaboran con gran esmero sus obras para lograr el efecto estético del orden, pero vacían sus relatos de cuanto implique una profunda ordenación ambital. Los escritores del absurdo no ofrecen un modo de expresión caótica, reflejo espontáneo de un mundo desarticulado. Su lenguaje es el vehículo fiel de una lúcida y sistemática ruptura de los ámbitos que tejen la personalidad del hombre. Esta «nueva escritura neutra» no es, en modo alguno, una «escritura inocente», como estima Roland Barthes[29]. Es un modo de escritura refinadamente desgarrada, la «más alejada de la verdadera inocencia»[30]. IV. EL SENTIDO DEL HUMOR EN CAMUS La contraposición entre la lucidez de la expresión literaria y la ruptura de los ámbitos que son nuestra única fuente de luz para orientarnos en la vida inspira el peculiar humor de Camus, que, bajo su apariencia amable, encierra un profundo desgarramiento espiritual. El desajuste entre la visión que se obtiene de la realidad desde una perspectiva objetivista (nivel 1) y la concepción integral de la misma que es propia de una personalidad normalmente desarrollada (niveles 2 y 3) puede producir en casos efectos hilarantes. Pero esta risa lleva en su base un contrapunto dramático. El efecto humorístico en El extranjero responde al sutil contraste entre la perspectiva objetivista que caracteriza a Meursault y la perspectiva ambital que orienta el proceder de los jueces. Analícense a esta luz diversas observaciones de humor, sátira y crítica que hace el autor en las páginas 101, 104, 106, 107, 110, 111, 115, 130 y 131 de la edición española. V. NOTA FINAL El extranjero de Camus es una obra de corte clásico, bien compuesta en su andadura aparentemente suelta, tan profunda como clara cuando se posee su clave hermenéutica. Esta clave es compleja debido a la diversidad de vertientes que ofrece la obra y a los diferentes tipos de lectura que tales vertientes hacen posible. A la vista de la copiosa bibliografía que ha suscitado esta obra, se advierte que de ella se han realizado ya los siguientes géneros de lectura: sociológica, política, psicoanalítica, ontológica, metafísica, existencial, biográfica, ética, estética y estructuralista[31]. Cada una de estas lecturas descubre aspectos nuevos de la obra y riquezas inéditas. No parece quedar hueco para un modo de lectura distinto. Sin embargo, las perspectivas que abre la Estética de la Creatividad en orden a la comprensión y valoración de las motivaciones humanas y la génesis de la belleza constituyen un campo de iluminación en el que es posible clarificar puntos decisivos de la obra todavía en sombra.
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[1] Cfr. P. L. Rey, op. cit., p. 51. [2] Cfr. P. L. Rey, op. cit., p. 50. [3] «Explicación de “El Extranjero”, en Critiques Litteraires (Situations I), Gallimard, París, 1947, p.139. (Edición castellana: El hombre y las cosas, Losada, Buenos Aires 1947, p. 139.) Citaré siempre en segundo lugar las páginas de la edición francesa. [4] Cfr. op. cit., pp. 85-6, 140. [5] Cfr. op. cit., pp. 74, 134. [6] Cfr. op. cit., pp. 74, 121. [7] Cfr. op. cit., pp. 85, 138. [8] Cfr. op. cit., pp. 75, 122. [9] Cfr. op. cit., pp.76, 124. [10] Cfr. Le mythe de Sisyphe, Gallimard, París 1942, p. 23. [11] Cfr. op. cit., pp. 76. [12] Cfr. op. cit., pp. 18. [13] Cfr. op. cit., p.74. Sobre la raíz vitalista de esta postura, véase mi trabajo «La verdadera objetividad de la obra de arte», en La experiencia estética y su poder formativo, Universidad de Deusto, Bilbao 2010, 3.ª ed., pp. 173-199. [14] Cfr. op. cit., pp. 77-8. [15] Cfr. op. cit., pp. 80-130. [16] Cfr. op. cit., pp. 81, 133. [17] Op. cit., pp. 81-2, 133. [18] Le mythe de Sisyphe, p. 24. [19] Cfr. SART RE, op. cit., p. 82, 134. [20] Ibid. [21] Op. cit., pp. 82-83, 134-135. [22] Op. cit., pp. 83, 135. [23] Ibid. [24] Cfr. Le Mythe de Sisyphe, p. 73. [25] Cfr. op. cit., pp. 86, 140. Confróntese esta interpretación de Sartre con la vinculación entre conciencia, libertad y nada que el mismo expone en L´être et le néant, Gallimard, París 1957, 49 ed., pp. 37-84. [26] Sobre el tema de la temporalidad, véase A. BRUNNER, Der Stufenbau der Welt, Kösel, Munich 1950; H. E. HENGST ENBERG, Philosophische Anthropologie, Kohlhammer, Stuttgart 1957; J. GUIT T ON, La existencia temporal, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1953; H. Urs VON BALT HASAR, Wahrheit, Benziger, Zurich 1947. Acerca de la interrelación, en Ortega y Gasset, del concepto de realidad y la primacía de la narración como modo de explicación filosófica pueden verse mi Metodología de lo Suprasensible, Madrid 1963, y El pensamiento filosófico de Ortega y d’Ors, Guadarrama, Madrid 1972. [27] Confróntese esta noción del «presente» con la del «instante» en Sören Kierkegaard. [28] Cfr.ob.cit., pp. 89-145. [29] Cfr. Le degré Zeró de l’ écriture. Du Seuil, París 1953. [30] Cfr. P. L. Rey, op. cit., p. 53. [31] Puede verse un excelente resumen —y amplias referencias bibliográficas— de estos tipos de lectura en la obra del especialista en Camus Brian T. Fitch, L’étranger d ‘ Albert Camus. Un texte, ses lecteurs, leurs lectures, Larousse, París 1972.
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CUARTA PARTE CALÍGULA, DE ALBERT CAMUS (1913-1960)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE CALÍGULA Por afán de dominio, Calígula, el emperador romano, quiere alterar el orden de las cosas. Vive en situación de incesto, quiere poseer la luna, dispone del bienestar e, incluso, de la vida de los ciudadanos. Al unir esa tendencia posesiva con el ejercicio de un poder sin límite desequilibra radicalmente su conducta, pero él se considera como el único ciudadano libre. Desea confundir el bien y el mal, lo justo y lo injusto y subvertir, así, todo el orden moral. Al quedarse espiritualmente solo debido a su conducta arbitraria y violenta, siente nostalgia por el mundo infrahumano. Después de estrangular con sus manos a Cesonia, a quien estima, reconoce que buscó la verdadera libertad en el ejercicio desmedido del poder y abocó a la nada del sinsentido, al abismo del absurdo. II. T EMA DE LA OBRA Calígula adopta, ante cuando lo rodea, la actitud posesiva, dominadora y egoísta propia del nivel 1. Quiere extender su poder dominador a todas las vertientes de la vida. Al no poder, se siente frustrado y decide alterar el orden de las cosas y conseguir una libertad sin fronteras. Para vivir en alguna medida este tipo de libertad, se extralimita en el ejercicio de su poder político, rompe los lazos del respeto y el amor a sus semejantes, y sigue el proceso de envilecimiento propio de los niveles negativos. Tras afirmar que esa «libertad espantosa» nos procura una «felicidad demente», estrangula a su confidente Cesonia (nivel -3). Ello lo sume en una forma de soledad insufrible, que lo lleva a añorar la soledad del árbol. Calígula presiente que ese deseo ilimitado de poder y libertad arbitraria no llena de sentido su vida, pero persiste en su decisión de anular los órdenes naturales, vinculando la lógica de la posesión a la del poder sin fronteras. Aboca, con ello, a una vida sin sentido, absurda, que se refleja dramáticamente en la «risa loca» con que recibe a los conjurados. El clima de inmensa tristeza que rodea el final de Calígula refleja la incapacidad del nivel 1, vivido de forma unilateral y desmadrada, para generar verdadera alegría y felicidad. III. CONTEXTUALIZACIÓN
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Además de los datos biográficos ofrecidos en la Contextualización referente a la obra El extranjero, conviene tener en cuenta los siguientes. Calígula fue comenzado a redactar por Camus en 1938, fecha de publicación de La náusea de J. P. Sartre. Su estreno tuvo lugar en 1945, en el teatro Hebertot de París. Es de notar que El extranjero fue concluido por Camus en 1940 y El mito de Sísifo en 1941, pero su gestación fue simultánea. En esta obra escénica ejemplifica Camus de modo dramático las características de la relación yo-ello y el proceso que sigue hacia su total destrucción el hombre que se deja seducir por la voluntad de poder y se entrega a la lógica interna del afán de dominio.
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I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE CALÍGULA
ACTO I: LA ENTREGA AL VÉRTIGO DEL PODER ABSOLUTO Las tres escenas primeras instauran una atmósfera de nerviosismo e incertidumbre, vacío y desesperación. La palabra «nada», utilizada en diversos sentidos (nada de noticias, nada de respuestas, nada de soluciones, nada de importancia, nada de posibilidades...) sirve para dar cuerpo expresivo a dicha atmósfera. En este clima de desconcierto, uno de los patricios hace saber al espectador que Calígula, el emperador, está fuera de sí por haber muerto Drusila, su hermana, con la que él mantenía relaciones amorosas. La primera relación de Calígula que se consigna en la obra es un incesto, relación prohibida enérgicamente desde antiguo incluso en las sociedades menos desarrolladas. Al aparecer en escena, Calígula ofrece una estampa de hombre abatido y enajenado. Se detiene ante el espejo, al ver reflejada su imagen. Recordemos que la «experiencia del espejo» es turbadora para quienes adoptan respecto al entorno una actitud de inmediatez fusional, falta de auténtica capacidad creadora de vínculos personales[1]. Como razón de su largo vagar por los campos, aduce Calígula su deseo de poseer la luna. La segunda relación de Calígula con su entorno es de carácter posesivo. Para dejar en claro que no se trata de una afirmación demente ni de un tipo de posesión ingenuo, como la del niño que desea la luna como un juguete, Calígula subraya que nunca ha sido tan razonable. Un hombre razonable no es un vulgar demente[2]. Parece serlo, porque de algún modo invierte la actitud normal del hombre frente al entorno. Si los hombres suelen aceptar el orden de las cosas y acontecimientos tal como está establecido, Calígula se revela frente a ello. Su actitud de enajenado no fue provocada por el desmoronamiento espiritual que significa la pérdida súbita de un ser muy unido a la propia existencia. «Esa muerte no significa nada», afirma el mismo Calígula[3]. No significa nada en cuanto ruptura de una relación establecida entre dos personas humanas, pero encierra para él una tremenda importancia como refrendo de un orden implacable que el hombre no puede cambiar. «Los hombres mueren y no son felices» —afirma. «Es una verdad muy simple y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar» (64, 26). No basta acostumbrarse a ella, como parece sugerir Helicón. Calígula quiere alzarse lúcidamente contra la sumisión a la rueda dentada de la necesidad cósmica. «Quiero que se viva en la 154
verdad» (64, 27). La verdad será para el emperador reconocer el estado real de las cosas y de la vida humana y rebelarse contra él hasta el fin, con una lógica implacable. «Las cosas no se consiguen porque nunca se las sostiene hasta el fin» (64, 26). De ahora en adelante, Calígula permanecerá absorto y fascinado en la idea de alterar el orden de las cosas. Calígula no es un desalmado, falto de toda preocupación por el amor y de todo sentido de los valores. Llora ante la muerte de la mujer amada. Pero, al tratarse de un amor polarizado en la vertiente corpórea, piensa que el amor es «poca cosa» y que la muerte de la mujer amada «no significa nada». Para ayudar a Escipión a soportar la dureza de la vida, subraya la importancia que tiene «la religión, el arte, el amor que se nos brinda». Y repite a menudo que «hacer sufrir es la única manera de equivocarse» (66, 30). Con frecuencia hace protestas de querer que los hombres vivan en la verdad. No es Calígula un hombre superficial que no sepa o no quiera plantearse en serio los grandes temas de la vida y se entregue a la embriaguez irracional del poder y el dominio. ¿Cómo pudo llegar a la situación anormal que describe la obra de Camus? Toda anormalidad radical procede en el hombre de alguna forma de unilateralidad y desarraigo. Los confidentes de Calígula —Helicón y Cesonia— coinciden en afirmar que este sigue su idea, solo ve su idea, y nadie puede prever a dónde lo llevará. Esta actitud de oclusión frente a los demás, vistos como personas, parece atemperarse al afirmar Escipión que Calígula no era insensible al amor. Pero Cesonia, antigua amante de Calígula, manifiesta que este nunca tuvo otro dios que su cuerpo (66, 31). Su amor se movía, sin duda, en un nivel de posesión sensible y placentera (nivel 1), no en el de la auténtica creatividad personal (nivel 2). En una escena posterior (70, 39) manifiesta su extrañeza de que Calígula llore por la muerte de Drusila, cuyo amor compartía con el de ella y otras amantes. Calígula le advierte duramente que su llanto responde a una motivación distinta, al hecho de que «las cosas no son lo que deberían ser» (70, 39). Siguiendo de modo unilateral y desarraigado su idea de alterar violenta y arbitrariamente el orden natural de las cosas, Calígula se entrega a la lógica interna que regula los procesos propios del nivel posesivo (nivel 1). Esta entrega se inicia en el momento en que el intendente de palacio le indica que debe arreglar unas cuentas pendientes con el tesoro público. Astutamente, Calígula toma esta indicación como señal de que el intendente se mueve en el nivel 1, pues, a su entender, el dinero es lo más importante. Calígula falta de casa hace tres días, vaga por el campo, siente tristeza por la muerte de Drusila. Al encontrarse de nuevo con los patricios, estos se apresuran a plantearle un problema de finanzas. Calígula los toma por la palabra, y proclama con su autoridad de emperador que todo está en el mismo plano: las finanzas, la moralidad pública, las leyes agrarias, la política exterior, la grandeza de Roma y la crisis de artritismo que padece el intendente. Esta nivelación implica una reducción de lo personal a algo impersonal, y de lo impersonal-uniforme a algo irrelevante. Calígula mismo advierte que, cuando todo tiene la misma importancia, nada tiene importancia alguna (67, 34).
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Dado que el intendente le propone una cuestión económica, Calígula improvisa violentamente una reforma de la economía política en dos tiempos. Todos los patricios deberán testar a favor del Estado. Luego serán ejecutados, siguiendo un orden prefijado arbitrariamente por el Estado. Ante la sorpresa del intendente, Calígula le reprocha su falta de lógica. «Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y tener su vida en nada, ya que el dinero lo es todo. Entretanto yo he decidido ser lógico, y, como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica. Exterminaré a los opositores y a la oposición» (68, 34-35). Cesonia le pregunta si se trata de una broma. Calígula replica que no, que es más bien pedagogía. Quiere mostrar a dónde lleva la lógica de la posesión unida a la del poder sin fronteras, autonomizado. Calígula no desata el poder con la irresponsabilidad del demente, sino con el calculado descaro del que asume el poder sin género alguno de control. «Hoy y en los tiempos venideros — afirma— la libertad no tendrá fronteras». Cesonia —con su buen sentido común— puntualiza tristemente: «No sé si hay que alegrarse por ello, Cayo» (69, 36). Ella entrevé que el gozo solo brota como fruto del ejercicio de una libertad vinculada a instancias valiosas. Sin atender a la profunda idea sugerida por Cesonia, Calígula se entrega a la lógica interna del concepto desarraigado de libertad, y se apresura a quitar sentido y valor a todos los seres, a fin de conferirles él su único sentido. «Este mundo no tiene importancia y quien así lo entiende conquista su libertad». «Soy el único libre». «Id a anunciar a Roma que al fin le ha sido devuelta su libertad y que con ella empieza una gran prueba» (69, 38). Como todos los manipuladores —meros ilusionistas de conceptos —, Calígula no se cuida de matizar los términos que utiliza. Al hablar de «libertad», parece aludir a la mera «libertad de maniobra», capacidad de actuar arbitrariamente, sin atenerse al ordo rerum, el recto orden de las cosas. Calígula se queda a solas con Cesonia y rompe a llorar, y advierte que los hombres lloran porque las cosas no son lo que deberían ser. Ello le hace sentirse desesperado. «Yo sabía —comenta él mismo— que se podía estar desesperado, pero ignoraba lo que esta palabra quería decir. Creía, como todo el mundo, que era una enfermedad del alma. Pero no, el cuerpo es el que sufre. Me duele la piel, el pecho, los miembros. Tengo la cabeza vacía y el estómago revuelto. Y lo más atroz es este gusto en la boca. Ni de sangre ni de muerte ni de fiebre, sino todo a la vez. Basta que mueva la lengua para que todo se ponga negro y los seres me repugnen. ¡Qué duro, qué amargo es hacerse hombre!» (70, 39-40). Nótese que la expresión «enfermedad del alma» aplicada a la desesperación procede de la obra de Sören Kierkegaard: La enfermedad mortal o de la desesperación y el pecado[4]. Camus prefiere situar la desesperación en un nivel más bien corpóreo, y lo hace con una descripción que recuerda a la letra frases de La náusea sartriana. Cesonia piensa que Calígula desorbita las cosas a causa de la fatiga corpórea, y le recomienda que duerma, que se deje llevar y no cavile. Calígula le indica que se trata de una fatiga espiritual, la que sobreviene cuando el hombre cobra resentimiento por no poder alterar el orden de las cosas: «Es indiferente dormir o permanecer despierto si no 156
tengo influencia sobre el orden de este mundo» (71, 40). El resentimiento es el movimiento de aversión que suelen provocar las realidades valiosas en los espíritus mal dispuestos para aceptarlas por lo que encierran de superioridad. El poder, la gloria, el saber y el mando son cualidades que suelen provocar resentimiento en los espíritus altaneros. Consciente de esto, Cesonia advierte con toda gravedad a Calígula: «No podrás hacer que el cielo no sea cielo, que un rostro hermoso se vuelva feo, que un corazón humano se torne insensible». Calígula se exalta y exclama transportado: «Quiero mezclar el cielo con el mar, confundir fealdad y belleza, hacer brotar la risa del sufrimiento». Cesonia rearguye: «Hay lo bueno y lo malo, lo grande y lo bajo, lo justo y lo injusto. Te aseguro que todo esto no cambiará.» Calígula insiste: «Mi voluntad es cambiarlo. Haré a este siglo el don de la igualdad. Y cuando todo esté nivelado, lo imposible al fin en la tierra, la luna en mis manos, entonces quizá yo mismo seré transformado y el mundo conmigo; entonces, al fin, los hombres no morirán y serán dichosos» (71, 41). Cesonia le indica que no podrá negar el amor. Y Calígula sacude a Cesonia, y le grita al rostro con acento duro que el amor no es nada y vivir es lo contrario de amar. Calígula entiende el vivir como el ejercicio del poder y del cálculo, de la avidez de tomar a los demás como objeto de espectáculo incomprometido. Por eso convoca a todos a una «fiesta sin medida», y pide público para asistir al espectáculo de ver «al único hombre libre del imperio» (72, 42). Convierte la libertad en algo autónomo y objeto de contemplación «espectacular» —en sentido de desinteresada—, cuando la libertad auténtica solo la consigue quien se compromete con metas valiosas, promocionantes. Calígula se entrega a la lógica de la libertad arbitraria, dominadora, y se enajena, golpea el gong, da voces e insta violentamente a Cesonia a hacer promesas sin sentido que la enloquecen. Cuando termina el climax dramático de exaltación, Calígula lleva a Cesonia hacia el espejo, y exclama: «Nada, ya ves. ¡Ni un recuerdo, todos los rostros han huido! ¡Nada, nada más! ¿Y sabes lo que queda? Acércate un poco más. Mira. Acercaos. Mirad». Colocándose ante el espejo fija en él la mirada, y exclama con voz triunfante: « ¡Calígula! » (72-73, 44). Al mirarnos a nosotros mismos fijamente, con mirada obsesiva y fascinada, perdemos la distancia de perspectiva que abre entre nosotros y las realidades del entorno un campo de libre juego. Como es en este campo donde creamos, a una con las realidades circundantes, ámbitos interaccionales, y, al cocrearlos, se alumbra la verdadera significación de cada realidad, al optar por la relación de inmediatez fusional propia de la mirada fascinada —la mirada del que se convierte en mero órgano de visión — quedamos desambitalizados, y perdemos de vista el sentido de los seres y de nosotros mismos. Por eso Calígula se desmadra y adopta actitudes que recuerdan a los que han perdido la razón y, con ella, el equilibrio. ACTO II: LA NOSTALGIA POR LA VIDA INFRAPERSONAL En virtud de la lógica interna de la libertad sin fronteras, Calígula confisca bienes, hace matar a ciudadanos honorables, rapta mujeres; en una palabra: anula todos los ámbitos 157
de convivencia con los demás. Los patricios y el pueblo lo juzgan insensato. Pero Quereas se da cuenta de que no es un vulgar demente. «Lo que detesto en él —afirma— es que sabe lo que quiere» (75, 51). Calígula no solo intenta hacer daño con su poder ilimitado, sino dominar a los hombres en lo más profundo que poseen: el sentido de su existencia. «Ver cómo desaparece [...] nuestra razón de existir es insoportable. No se puede vivir sin razón de ser». Calígula «transforma su filosofía en cadáveres». Es una «filosofía sin objeciones» (76, 52), lógica como una rueda dentada, con un tipo de lógica que al fin se convierte en demencia absoluta cuando aboca a una total soledad y asfixia espiritual por desambitalización. «Organicemos su locura —propone Quereas—. Llegará un día en que esté solo frente a un imperio lleno de muertos y de parientes de muertos» (77, 53). En la escena quinta se rompen todos los vínculos normales, así como la lógica usual de la expresión humana. Desde ahora, para ser ejecutado no necesita un hombre haber dado motivos. Calígula anuncia a Mucio que va a abusar de su mujer; insulta a un patricio anciano; aprovecha el dolor de Lépido, cuyo hijo fue hecho ejecutar por él, para pasar un rato divertido; obliga a reír a quienes tiemblan de miedo y de ira. La risa no se puede provocar coactivamente de modo directo, sino de modo indirecto, suscitando una emoción interna que haya de expresarse mediante ese fenómeno expresivo. Forzar a la risa en situaciones nada hilarantes significa hacer violencia a la naturaleza humana. En la misma línea de extorsión de las auténticas relaciones humanas, Calígula se complace viendo a los honorables patricios hacer el ridículo, y exclama: «La honestidad, la respetabilidad, el qué dirán, la sabiduría de las naciones, nada significa ya nada. Todo desaparece ante el miedo» (80, 60). Calígula mezcla la crueldad con Mucio y la unión erótica con la mujer de este. Provoca el hambre del pueblo y se goza en suscitar a su arbitrio calamidades públicas. Vincula lo más bajo en la vida de sociedad (la prostitución) con lo más alto (la condecoración como héroe) para conseguir aumentar los ingresos del Tesoro. El que no colabora en este negocio es desterrado o ejecutado. Si ha de hacerse lo uno o lo otro lo decide él arbitrariamente. «Lo esencial es que él pueda elegir» (84, 69). Calígula no cree en la palabra de Mereya, que le asegura no haber tomado un contraveneno. Creer en los demás, tener fe (fides) en ellos, en su veracidad, y prestarles asentimiento, confianza (fidutia), es condición indispensable para establecer relaciones de encuentro. Al constatar, después de haberlo hecho morir, que se había equivocado, Calígula exclama con cínica sobriedad: «No importa. Es lo mismo. Un poco antes, un poco después...» (86, 73). En ningún momento parece aceptar Calígula que la vida de los demás hombres sea algo indisponible, digno de todo respeto. Hace comedia con el dolor del joven Escipión, cuyo padre había sido torturado y asesinado por orden suya. Crea en la conversación con Escipión un clima refinado, para lograr más tarde un efecto violento al descubrir su actitud implacable de dominio a todo precio. Escipión, que había empezado a entregarse al conjuro de la conversación, se estremece de ira, y pone el dedo en la llaga del espíritu de Calígula. «¡Qué soledad inmunda debe de ser la tuya!». Calígula acusa el golpe, y, sacudiendo a Escipión, exclama desconcertado «¡La soledad! ¿Acaso tú conoces la 158
soledad? La de los poetas y los impotentes. ¿La soledad? ¿Pero cuál? ¡Ah! ¡Tú no sabes que solo no se está nunca! Y que a todas partes nos acompaña el mismo peso de porvenir y de pasado. Los seres que se ha matado están con nosotros [...]. ¡Solo! ¡Ah! Si por lo menos en lugar de esta soledad envenenada de presencias que es la mía, pudiera gustar la verdadera, el silencio y el temblor de un árbol! ¡La soledad! No, Escipión. Está poblada de un crujir de dientes y en toda ella resuenan ruidos y clamores perdidos» (90, 83). Hay muchos modos de soledad: la soledad llena de paz del que evita el bullicio y ajetreo para mejor entrar en comunicación auténtica con los demás; la soledad del que quiere, en sosiego, entregarse al sobrecogimiento en presencia de lo verdaderamente valioso; la soledad cuajada de presencias que acogen y arropan, soledad propia del que está unido con otros hombres de modo espiritual-creador y se ve en un momento dado alejado físicamente de ellos. Pero hay también la soledad empobrecida del hombre egoísta que no crea auténticas relaciones dialógicas, sino que polariza todos los seres en torno a su yo y sus intereses; la soledad atormentada del que no puede desentenderse de la presencia espiritual de los seres que alejó físicamente de modo violento. Estas presencias hacen imposible una soledad pacífica; la corroen desde dentro, porque la única paz verdadera de un ser nacido para la comunicación creadora de ámbitos viene dada por la armonía de sentimientos y el intercambio fecundo de iniciativas. Calígula, asediado por la presencia de los que mandó ajusticiar y de los que ultrajó personalmente, solo desea descender al nivel vegetal, en el que no cabe forma alguna de presencia. Es la vía —tan añorada, al parecer, en los últimos tiempos— de la abdicación de la dignidad personal. ACTO III: EL VÉRTIGO DE LA AMBICIÓN CONDUCE AL ABSURDO En su deseo de llevar hasta el fin el proceso de la lógica interna del poder desarraigado, Calígula no se detiene ante el último reducto que salvaguarda la dignidad humana: el sentimiento religioso. Somete a humillación a quienes abrigan alguna convicción y sentimiento religiosos, y mezcla impíamente las bufonadas blasfemas con la crueldad de sentimientos. Escipión se arriesga a decirle la verdad. Calígula le advierte que corre peligro, y Cesonia —que ha ido adoptando al lado de Calígula un cierto aire de prepotencia— ironiza indicando al emperador que su reinado ya tiene lo que le faltaba: «una bella figura moral» (95, 93). Pero Escipión no se deja disuadir, y afina el escalpelo de la crítica, acusando a Calígula de envidiar a los dioses. Calígula contesta que su única intención es hacer «un pequeño progreso en la vía del poder y de la libertad» (95, 94), suprimiendo la rivalidad irritante de los dioses. Escipión arguye que el odio no compensa el odio, y que Roma está escombrada de cadáveres. Calígula no se irrita; juega a la ironía fácil, indicando que, al rechazar varias guerras, ahorró más vidas humanas que las que ha sacrificado de modo arbitrario. Escipión hace notar que, al morir en una guerra, se tiene una razón para justificar el sacrificio de la vida, «y lo esencial es comprender». Calígula aprovecha esta observación justa para revelar el secreto último de su conducta: «Nadie comprende el destino, y por eso me 159
erigí en destino. He adoptado el rostro estúpido e incomprensible de los dioses» (97, 97). Esta actitud no constituye, a su juicio, una blasfemia; es arte dramático, y para representarlo «basta endurecer el corazón». Escipión le hace saber que ese arte dramático de elevación de sí mismo al rango de dios pueden ejercerlo también otros hombres, y suscitarse así una reacción en cadena de exaltaciones violentas y desordenadas. Pero Calígula no puede ya detenerse en su marcha implacable hacia la destrucción total de los demás y de sí mismo. Quiere cambiarlo todo, alterarlo todo; lo imposible hacerlo posible, poseer la luna. De ahí su versatilidad, sus cambios constantes, sus irritantes paradojas. A un viejo patricio le advierte que no tolera al hombre que traiciona a un amigo, pero él, Calígula, se ha deshecho de todos los suyos. El descanso para Calígula radica en contradecirse. Actúa sádicamente, es decir, practica la crueldad para reducir a los demás a condición de meros objetos. Declara ser insensible y ordena matar lentamente. En la febril caída hacia la destrucción, primero ve todas las cosas niveladas, y todas las acciones como equivalentes. Más tarde acabará invirtiendo los órdenes y los valores, y trastrocando el sentido básico de los conceptos humanos, por ejemplo, los conceptos de compañía y soledad. «Cuando no mato —le confiesa a Cesonia—, me siento solo. Los vivos no bastan para poblar el universo y alejar el tedio. Cuando estáis todos aquí, me hacéis sentir un vacío sin medida donde no puedo mirar. Solo estoy bien entre mis muertos» (118, 143). En esta situación límite, saber que nada dura, que hasta el dolor carece de sentido, y estar liberado del recuerdo y de la ilusión es para Calígula «una felicidad demente». Cesonia se resiste a creer que tal «libertad espantosa» sea la felicidad (120, 148). Calígula manifiesta que lo es. Sin ella hubiera sido un hombre satisfecho; gracias a ella obtuvo la «divina clarividencia del solitario» y ejerce «el poder delirante del destructor, comparado con el cual el poder del creador parece una parodia». «Eso es ser feliz. Esto es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que tritura vidas humanas, que te tritura, Cesonia, para lograr por fin la soledad eterna que deseo» (121, 148-149). Al concluir esta frase, Calígula crispa sus dedos en torno al cuello de Cesonia y la estrangula. En este último parlamento, Calígula reconoce que su búsqueda de la plenitud en el ejercicio del poder violento no lo condujo a la verdadera libertad, sino a la nada. Buscó la infinitud sin salir de sí, y ahora el amor desordenado a sí mismo se trueca lógicamente en odio. En el plano de la actitud posesiva, no pueden florecer ni la auténtica libertad ni el auténtico amor por falta de verdadera decisión creadora, personalmente comprometida[5]. Al carecer de actitud creadora, el reconocimiento del propio fracaso no lleva a Calígula a elevarse de plano hacia una actitud constructiva. Persiste en su actitud de lúcida anulación de los órdenes naturales. Fiel a la meta que Camus había propuesto para el hombre «absurdo» en su ensayo El mito de Sísifo, Calígula se obstina en el absurdo, lo asume y se consume en él. Sus 160
últimos gestos carecen, en consecuencia, de todo sentido en una persona normal —es decir, atenida a la lógica de la creatividad, de la creación de auténticos ámbitos interhumanos—, pero presentan una interna conexión lógica con la actitud de que proceden. Calígula arroja una banqueta contra el espejo en que se refleja su propia imagen, mientras grita presintiendo su fin inminente: «¡A la historia, Calígula, a la historia!» (122, 151). A los conjurados los recibe con una risa loca, una forma de risa desajustada a la conducta normal del hombre. La risa en el hombre significa una explosión de alegría interna producida por la visión de un contraste amable. La risa amarga de Calígula expresa el desgarramiento interior provocado por la ruptura total de su existencia humana. Por haber aquí un cierto tipo de contraste —el contraste entre la figura que presenta el emperador y la que debiera haber presentado—, se produce el fenómeno de la risa. Por ser un contraste violento —un contraste que ya no es un elemento colorista dentro del conjunto ordenado de la vida humana, antes significa la quiebra absoluta de toda ordenación—, estamos ante una forma de risa loca. Calígula cierra su vida trágica con una bufonada, para dar al absurdo una estremecedora expresión plástica.
[1] En mi obra Vértigo y éxtasis, una clave para superar las adicciones (Rialp, Madrid 2006) pueden verse diversas precisiones sobre la experiencia del espejo en Miguel de Unamuno (pp. 34-36), en el Mito de Narciso (pp. 122-125), en La náusea, de Sartre (p. 138). [2] De modo semejante, al estudiar la obra de Samuel Becket Esperando a Godot debe consignarse que los protagonistas, Vladimir y Estragón, no son una mezcla extraña de retrasados mentales, mendigos y payasos. Su actitud es lúcidamente inconexa, y este vínculo aparentemente paradójico entre la inconexión y la lucidez produce un peculiar alumbramiento de sentido que el análisis filosófico debe clarificar con toda precisión. [3] Cfr. Teatro, Losada, Buenos Aires 1957, 4.ª ed., p. 64. Edición francesa: Caligula, suivi de Malentendu, Gallimard, París 1945, 60.ª ed., p. 26. La primera cita corresponderá siempre a la edición española; la segunda, a la francesa. [4] «La desesperación —escribe Kierkegaard— es una enfermedad propia del espíritu, del yo [...]» (op. cit., Guadarrama, Madrid 1969, p. 47). [5] «Amar a una persona —afirma— es aceptar envejecer con ella. Yo no soy capaz de este amor» (120, 147).
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II. VALORACIÓN DE CALÍGULA
No se trata de una crónica dramatizada de la figura patética de Calígula. Siempre preocupado por el problema de determinar si la vida humana tiene sentido, Camus nos pone ante los ojos, con el modo de intensa presencia que se vive en el teatro, a dónde nos conduce el error de situar la vida en un nivel inferior al adecuado, aferrarse a su lógica siniestra y hacer las paces con el sinsentido que provoca. No procede, por ello, analizar esta obra con mirada y método de psiquiatra, pues no se trata de un perturbado mental, en el sentido patológico del término, sino más bien de un espíritu desquiciado, porque el quicio de la vida humana viene dado por la unión fecunda de los niveles 1, 2 y 3, y Calígula tiene a gala vivir exclusivamente en el nivel 1, con el riesgo de caer, una y otra vez, en los niveles negativos (-1, -2, -3, -4). El sentido de esta obra resplandece cuando la vemos a la luz de la teoría de los niveles; se oscurece si la analizamos solo desde el punto de vista de la psicología clínica. El interés estético de la obra radica, sobre todo, en el arte de expresar de forma sobrecogedora los estados de alma de quien toma en la vida una orientación fallida. El estado de angustia a que aboca el que no tolera la presencia de sus víctimas no puede expresarse de forma más certera que en la respuesta de Calígula a Escipión: «…¡Ah! Si por lo menos en lugar de esta soledad envenenada de presencias que es la mía, pudiera gustar la verdadera, el silencio y el temblor de un árbol...». Se comprende que desee bajarse al nivel vegetal, en el que no es posible, por principio, ni la presencia ni la soledad. Resulta sobrecogedor observar que el hombre más poderoso de la tierra, al querer convertir su vida en un acto de posesión, pierde de tal modo la capacidad de convivencia que llega a envidiar la soledad negativa de los vegetales. No se puede dejar más al descubierto la falsedad radical de la vida consagrada al afán obsesivo de poseer, dominar, manejar y disfrutar, propio del nivel 1, cerrado a todo tipo de trascendencia.
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QUINTA PARTE EL PRINCIPITO DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY (1900-1944)
«He aquí [...] un gran misterio del hombre. Pierden lo esencial e ignoran lo que han perdido». (Saint-Exupéry, Citadelle, p. 59; Ciudadela, p. 58) «Los hombres dilapidan así su bien más preciado: el sentido de las cosas». (Ibídem, p. 27)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE EL PRINCIPITO El protagonista, piloto de aviación, confiesa estar decepcionado de las personas mayores por su falta de imaginación. Cuando se halla reparando el motor de su avión en pleno desierto, advierte la presencia de un pequeño de noble porte que le suplica que le dibuje un cordero, y le hace diversas preguntas sobre temas al parecer anodinos. El piloto, acosado por la necesidad urgente de resolver el problema mecánico del avión, responde con cierta acritud. El pequeño, disgustado, rompe a llorar, y el piloto adopta frente a él una actitud acogedora. Confiado, el niño le cuenta que viene de un asteroide muy pequeño y que visitó diversos planetas en busca de amigos, para mitigar la decepción que le había producido la vanidosa flor de su asteroide, pero todos ellos —con la excepción, tal vez, de un farolero— carecían de la creatividad necesaria para fundar una auténtica relación de encuentro. Ansioso de hallar amigos en la tierra, el pequeño sube a una montaña y comienza a llamar a los hombres. Solo le responde el eco. La desilusión que esto le produce se acrecienta al descubrir una multitud de flores semejantes a la suya. En esta situación límite de desamparo, un zorro —como representante aquí de la sabiduría— le revela el secreto del valor de los seres, de la amistad y del verdadero conocimiento. Esta lección le permite reconocer los errores cometidos anteriormente y disponerse para la realización perfecta del encuentro con el piloto. Ambos, piloto y principito, uniendo su esfuerzo con riesgo de la vida, encuentran agua en el desierto, un tipo de agua especial que es «buena para el corazón como un regalo». Próximo a su partida, el pequeño recomienda al piloto que vuelva al trabajo mecánico de reparación del motor, con el fin de retornar a los suyos, como él volverá a su casa, junto a su flor, de la que se siente responsable por haberla «domesticado». Con sensibilidad de amigo, prepara al piloto para que soporte la prueba de fuego de la ausencia. El desaparecerá, pero merced a su presencia en un planeta, todas las estrellas le mostrarán un rostro expresivo nuevo. «Parecerá que me he muerto, y no será verdad». Muerto el niño, mediante el concurso de una serpiente, el piloto contempla la inmensidad adusta del desierto, y la ve como «el más bello y más triste paisaje del mundo», pues ahí fue «donde el principito apareció en la Tierra, y luego desapareció». II. T EMA DE LA OBRA 164
El tema básico de esta obra consiste en subrayar la importancia que encierra el encontrarnos verdaderamente con las personas que constituyen nuestras raíces, nuestro entorno vital primario. Cuando todo parece haber fracasado, una voz interior —el «principito» que llevamos dentro— nos advierte que tenemos todavía una salida airosa: dar el salto a un nivel superior de realización personal, el nivel de la creatividad (nivel 2). Dos personas cometen el error de abandonar a los suyos por la decepción que les produce observar en ellos un defecto (nivel 1). No pierden, sin embargo, el deseo básico de vivir creativamente. Este deseo lleva a una de ellas —el «principito»— a buscar en otra parte auténticos amigos (nivel 2). La otra —el piloto— cae en la tentación de entregarse a las realidades que puede dominar y manejar (nivel 1). Esas realidades hacen quiebra y dejan a quien puso en ellas su corazón en el grado cero de creatividad, el desierto lúdico, la aparente falta absoluta de posibilidades para hacer juego creador. A instancias del principito, el piloto se une a él en la búsqueda de lo que es la verdadera amistad. Una vez que la descubren a través de su trato mutuo, regresan cada uno a los suyos, para reanudar la relación perdida (nivel 2). III. CONTEXTUALIZACIÓN Los escritores que se revelaron en Francia entre 1925 y 1930 escogieron la novela no tanto para contar una historia (al modo de F. Mauriac o Martin du Gard) cuanto para exponer su concepción de la vida humana, su interna lucha por acercarse a la verdad. La novela, como género literario, se acerca con ello sugestivamente al tratado moralístico, al poema, al ensayo filosófico. Claramente influidos por Charles Péguy y M. Barrès, estos escritores (G. Bernanos, A. Malraux, A. de Montherlant, L. Aragon, J. Giono, A. de Saint-Exupéry) forman una «generación ética» de muy notables valores humanos. Desde niño, Saint-Exupéry se mostró proclive a cultivar por igual la acción y la contemplación, afanoso de descubrir los estratos profundos de la vida y el enigma del universo a través del compromiso creador. Su actividad como piloto —iniciada a los 21 años— no fue para él primariamente una experiencia aventurera de riesgo y dinamismo febril, sino una forma privilegiada de relacionarse con la realidad y de ver a la debida distancia el mundo de los hombres y las cosas. «No se trata de vivir peligrosamente —escribe—. Esta fórmula es pretenciosa. [...] No es el peligro lo que amo. Yo sé lo que amo. Es la vida»[1]. «Con el avión se aleja uno de la ciudad y sus contables, y se encuentra una verdad campesina [...]. Se está en contacto con el viento, con las estrellas, con la noche, con la arena, con el mar. Se bandea uno astutamente con las fuerzas naturales. Se espera el alba, como el jardinero espera la primavera. Se espera la escala como una tierra prometida y uno busca su verdad en las estrellas»[2]. Destinado en 1927 al aeropuerto de Cap Juby (Río de Oro), Saint-Exupéry hace su primera experiencia intensa del fenómeno del desierto, que jugará en casi todas sus obras un papel relevante. Aquí escribe su primer libro: Correo del Sur (1927). En 1929 es nombrado director de la compañía aeropostal argentina y responsable de la línea de 165
Patagonia. Fruto de esta arriesgada actividad es la obra Vuelo nocturno (Premio Femina 1931). De 1931 a 1933 realiza vuelos nocturnos (de Casablanca a Port-Etienne), vuelos en hidroavión (de Marsella a Argelia) y vuelos de pruebas en Toulouse y Perpignan. Al intentar batir un récord de París a Saigón, cae en el desierto de Libia. Es salvado en situación extremadamente crítica el 1 de enero de 1936. En ruta de Nueva York a la Tierra de Fuego (febrero de 1938), sufre un accidente grave. Durante el período de convalecencia en Estados Unidos, escribe Tierra de los hombres (1939, Gran Premio de novela de la Academia Francesa), En 1938, inicia la redacción de Citadelle, densa obra que no lograría terminar y sería publicada póstumamente en 1948. En mayo de 1940 realiza la misión de guerra sobre Arras que describe en Piloto de guerra, obra escrita en el exilio de Nueva York (1941). En febrero y abril de 1943 publica, respectivamente, Carta a un rehén y El principito. El 31 de julio de 1944 fue abatido en Córcega momentos antes de regresar de la última misión bélica que —por insistente petición suya— se le había encomendado. «Desapareció en el cielo sin dejar rastro —escribe su esposa, Consuelo—. Fue una muerte como la que él necesitaba, una muerte hecha para él. Como un meteoro apareció en esta tierra, irradió luz y luego se desvaneció, pulverizado»[3]. La primera obra —Correo del Sur— es la más plegada a los hechos, pero ya destaca una circunstancia espiritual: la lucha entre la tendencia a acogerse a la ternura del mundo femenino y la voluntad de entregarse al mundo varonil de la acción. En Vuelo nocturno describe Saint-Exupéry las peripecias de un viaje pionero —el correo aéreo nocturno—, a fin de subrayar la importancia de una vida humana recia que sabe hacer frente a los mayores obstáculos. La figura admirable de Rivière quedará como prototipo de jefe entregado a su difícil tarea: «Obramos —pensaba Rivière— como si algo sobrepasase, en valor, a la vida humana», como si el hombre no hallara su finalidad en sí mismo sino en la entrega a algo superior que lo nutre y plenifica[4]. A. Gide escribió sobre este libro: «Le estoy reconocido, sobre todo, por evidenciar esta verdad paradójica, que es, a mi parecer, de una importancia psicológica considerable: que el hombre no encuentra la felicidad en la libertad, sino en la aceptación de un deber. Cada uno de los personajes de este libro está total y ardientemente consagrado a lo que debe hacer, a esa tarea peligrosa en cuya realización encontrará —y solo en ella— el descanso de la felicidad»[5]. El avión es para Saint-Exupéry el instrumento que le permite abrirse al conocimiento de las vertientes más hondas del ser humano. «La tierra nos enseña más sobre nosotros que todos los libros. Porque ella nos ofrece resistencia. El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo. Pero, para lograrlo, necesita un instrumento. Necesita un cepillo o un arado. El campesino, en su trabajo, arranca poco a poco algunos secretos a la naturaleza, y la verdad que obtiene es universal. De modo semejante, el avión, utensilio de las líneas aéreas, sumerge al hombre en todos los viejos problemas»[6]. «El avión,
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indudablemente, es como una máquina, pero ¡qué instrumento de análisis! Este instrumento nos permitió descubrir el verdadero rostro de la tierra»[7]. Ante la perspectiva angustiosa de una conflagración mundial, Saint-Exupéry se esfuerza por recordar a los hombres la necesidad de fortalecer las bases de su amenazada civilización. Este es el propósito de la obra maestra Tierra de los hombres. Para realizarse, el hombre necesita habitar, encontrar el abrigo de una casa, de una tierra propia, auténticamente humana. «Nuestra moral fue, durante la conquista, una moral de soldados. Pero ahora necesitamos colonizar. Necesitamos dar vida a esta casa nueva que no tiene todavía rostro. La verdad para el uno fue construir, para el otro es habitar. Nuestra casa se hará sin duda, poco a poco, más humana»[8]. El secreto del habitar transitivo radica en fundar vínculos creadores con las realidades que le ofrecen al hombre campos de posibilidades de juego. La lógica interna de esta maravillosa forma de interacción lúdica queda patente de modo espléndido —apasionante para Saint-Exupéry— en la relación osmótica que tiene lugar entre el piloto y el avión. «Con el agua y con el aire entra en contacto el piloto que despega. Cuando los motores están embalados, cuando el aparato hiende ya el mar contra un duro chapoteo el casco suena como un gong, y el hombre puede seguir este trabajo en el estremecimiento de su cuerpo. Siente cómo el hidroavión se carga de poder, segundo a segundo, a medida que gana velocidad. Siente cómo se prepara en esas quince toneladas de materia la madurez que permite el vuelo. El piloto cierra las manos sobre los mandos, y poco a poco en sus palmas huecas recibe este poder como un don. Los órganos de metal de los mandos, a medida que se les concede este don, se convienen en mensajeros de su potencia. Cuando esta se halla madura, con un movimiento más simple que el de coger algo, el piloto separa el avión de las aguas y lo instala en los aires»[9]. Pocos escritores han vivido con la intensidad que Saint-Exupéry la experiencia de interacción lúdica entre el piloto y el avión que da lugar a una realidad relacional: el piloto en acto de pilotar, el avión en acto de ser pilotado. «Todo este lío de tubos y cables se ha tornado red de circulación. Yo soy un organismo extendido en el avión. El avión produce mi bienestar cuando giro un botón que calienta progresivamente mis ropas y mi oxígeno. Y es el avión quien me alimenta. Antes del vuelo, todo esto me resulta inhumano, pero ahora, amamantado por el avión mismo, experimento por él una especie de ternura filial»[10]. Esta vinculación entre el hombre y los seres del entorno adquiere, en el caso de la relación interpersonal, una importancia singular en orden al logro de la auténtica «tierra de los hombres». «El hombre no es más que un nudo de relaciones. Solo las relaciones cuentan para el hombre»[11]. Saint-Exupéry subraya incesantemente que el hombre solo llega a plenitud cuando participa de algo que lo desborda y, en casos, supera. De ahí la significación de clave de bóveda que otorga en Citadelle al concepto de «intercambio». «Yo no amo a los sedentarios de corazón. Los que no intercambian nada no llegan a ser nada. Y la vida no habrá servido para madurarlos. Y el tiempo corre para ellos como un puñado de arena y los pierde»[12].
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La ruptura total del vínculo nutricio que une al hombre con los demás provoca una situación límite. Recobrar la unidad perdida, restablecer el encuentro es fuente siempre renovada de luz y de belleza. La contemplación de tal género de belleza y de luz confiere al capítulo VII de Tierra de los hombres («En el corazón del desierto») un poder expresivo sobrecogedor. Los pilotos, a punto de perecer de inanición en la inmensa soledad del desierto, son avistados por un humilde beduino que les ofrece su más preciado tesoro: parte de su necesaria provisión de agua. Este gesto de absoluta generosidad produce la reconciliación definitiva de los dos hombres caídos en el desierto —situación límite de desarraigo— con la humanidad lejana. «¡Ah! Habíamos perdido la pista de la especie humana, nos habíamos alejado de la tribu, nos encontrábamos solos en el mundo, olvidados por una migración universal, y he aquí que descubrimos, impresos en la arena, los pies milagrosos del hombre»[13]. «En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, tú te borrarás sin embargo para siempre de mi memoria. No me acordaré más de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con el rostro de todos los hombres a la vez. No nos has visto nunca y ya nos has reconocido. Eres el hermano bienamado. Y a mi vez, yo te reconoceré en todos los hombres». «Tú me apareces bañado de nobleza y de bondad, gran Señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos en ti marchan hacia mí, y yo no tengo ya un solo enemigo en el mundo»[14]. Iniciada la Segunda Guerra Mundial con la fulminante derrota francesa, Saint-Exupéry, consciente de servir —por lo que toca a la actividad militar— a una causa perdida, se compromete en la urgente tarea de levantar la moral de sus compatriotas (Piloto de guerra, 1942) y restaurar su unidad quebrantada (Carta a un rehén, febrero 1943). En la congoja del exilio, aislado de nuevo en el «desierto» de la humillación patria, SaintExupéry suscita, en El principito (abril de 1943), la aparición súbita y brillante de su otro yo, de la vertiente infantil que todos —hombres y pueblos— llevamos dentro y que, a la hora sombría en que hace crisis el mundo confiado de los objetos y posesiones, nos recuerda el valor inquebrantable de lo aparentemente efímero: el encuentro interhumano, la fidelidad a la flor débil e imperfecta del pequeño asteroide perdido en el espacio. El principito representa el «alma vigilante», vertiente del hombre «que se ríe de los muros» y trasciende hacia las estructuras nucleares de los seres, los «conjuntos», los «nudos divinos que anudan las cosas»[15]. He aquí la tarea decisiva, cuyos perfiles venía precisando Saint-Exupéry desde hacía años en una densa obra de acento bíblico: Construir en el «desierto» la gran ciudad de los hombres, un lugar de fervor creador, de impulso vital, de convivencia. «Ciudadela, yo te construiré en el corazón del hombre». «Porque yo he descubierto una gran verdad. A saber, que los hombres habitan, y que el sentido de las cosas cambia para ellos según el sentido de la casa»[16]. «El hombre, decía mi padre, es aquel que crea»[17], que funda lugares de habitación 168
—en los que se delimita el espacio y se acoge al hombre— y ritos —que confieren al tiempo una cualificación y sentido peculiares—. El rito estructura la sucesión temporal de la vida comunitaria; alberga al hombre en el tiempo como la casa lo alberga en el espacio. «[...]. Es bueno que el tiempo que se desliza no parezca que nos gasta y nos pierde como un puñado de arena, sino que nos lleva a plenitud. Es bueno que el tiempo sea una construcción. Así, yo voy de fiesta en fiesta, de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, como iba, siendo niño, de la sala del consejo a la sala de estar en la amplitud del palacio de mi padre, donde cada paso tenía un sentido»[18]. «Yo recreo los campos de fuerza»[19]. Cuando Saint-Exupéry leyó unas cuartillas de Citadelle a varios amigos, estos creyeron sobresaltados haber perdido al auténtico Saint-Exupéry, al fascinante relator de experiencias humanas. No advirtieron que ya sus obras anteriores intentaban descubrir el trasfondo de la realidad, adentrarse en el enigma de los acontecimientos básicos de la existencia. Lo que en estas obras era intuición fugaz, expresión aparentemente perdida en la fronda del relato, se hace en Citadelle tema de contemplación remansada. El paso de un estilo al otro viene dado por una narración luminosa, fruto de una imaginación creadora que penetra en el sentido de la vida al hilo de una descripción fantástica: El principito. El gran tema de esta obra consiste en proponer un cambio de actitud existencial frente a la realidad y el modo correlativo de lectura interpretativa de los fenómenos reales[20]. Tan grave apelación al hombre contemporáneo se inspira en una intuición básica, la de la vecindad que media entre la plenitud humana y la fidelidad creadora a todo aquello que constituye para el hombre una apelación fundamental: los deberes, los otros hombres, la propia tierra... Con un estilo directo y transparente, Saint-Exupéry contribuyó a configurar un modo de literatura realista y poética a la par, cargada de fuerza simbólica y poder de penetración en la realidad más honda. Esta conjunción fue posible, sin duda, porque Saint-Exupéry tenía un sexto sentido para captar los fenómenos ambitales y descubrir la fecundidad del juego. Al plasmar ámbitos, surge el lenguaje poético, y, al interferirlos, se alumbra la luz del símbolo. Simbolismo y poesía no alejan de la realidad; la revelan, ponen brillantemente de manifiesto que el hombre alcanza las cotas más altas de su existencia cuando cumple las condiciones del auténtico encuentro. Las obras de Saint-Exupéry están tejidas de encuentros logrados y encuentros fallidos. Si adivinamos las razones profundas de tal fracaso y tal éxito, poseeremos una clave para descifrar el secreto del singular poder que muestran los escritos de Saint-Exupéry para transmitir la experiencia de la vida en un lenguaje denso y noble, que se preocupa por adquirir la belleza formal sin perder la inmediatez jugosa del reportaje y la elevación característica de la penetración filosófica. Saint-Exupéry, hombre de acción incesante, consagró toda su vida a la tarea de «distinguir lo importante de lo urgente». «Es urgente, por supuesto, que el hombre coma, porque si no come no es hombre y no se plantea problema alguno. Pero el amor
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y el sentido de la vida y el gusto de Dios son más importantes»[21]. «Yo creo firmemente en la verdad de la poesía»[22]. De Saint-Exupéry, del curso de su vida y del acontecimiento fulgurante de su muerte, podría decirse lo que él escribió sobre el protagonista de Vuelo nocturno: «[...] Su hambre de luz era tal que remontó el vuelo»[23]. Saint-Exupéry consagró su gran poder intuitivo y su talento literario a la configuración de una ética humanista del amor, de la realización plena del sentido del hombre y de las cosas. Con intensidad creciente, intentó hallar el secreto de la plenitud humana, el que aúna las diferentes líneas de fuerza que integran la personalidad del hombre y le confieren su más alta justificación. Una y otra vez, este noble empeño se vio frenado en buena medida por la fascinación que ejercía el relativismo filosófico y el positivismo cientificista sobre el espíritu de Saint-Exupéry, que no contó, lamentablemente, con una sólida formación filosófica y religiosa. A lo largo de Citadelle, sin embargo, parece entrever Saint-Exupéry en la trascendencia religiosa el polo que imanta las diversas vertientes de la compleja vida humana y las orienta hacia su definitivo logro: «Tu pirámide no tiene sentido si no termina en Dios. Porque este se difunde sobre los hombres después de haberlos transfigurado»[24]. «Entonces comprendí que quien reconoce la sonrisa de la estatua o la belleza del paisaje o el silencio del templo a quien encuentra es a Dios. Pues supera el objeto para alcanzar la clave, y las palabras para oír el canto, y la noche y las estrellas para experimentar la eternidad. Porque Dios es, ante todo, sentido de tu lenguaje, y tu lenguaje, si cobra sentido, te muestra a Dios»[25]. «Muéstrateme, Señor, pues todo es duro cuando se pierde el gusto de Dios»[26]. En qué medida este gran sensitivo de lo profundo que fue Saint-Exupéry hubiera podido llevar esta adivinación de lo religioso a una clarificación precisa y robusta en los años de madurez que le fueron negados es una cuestión abierta e insoluble. Cabe, no obstante, señalar que quien ha sabido descubrir las riquezas del «habitar», de la «casa», la «ciudad» y la «catedral» estaba óptimamente dispuesto para comprender la Iglesia cristiana como el lugar por excelencia donde puede hacerse la experiencia luminosa de la fe en un Ser supremo personal. La función que desempeña este Ser en la vida humana es descrita por Saint-Exupéry en Citadelle de forma sugestiva y melancólica. «Me sobrevino una laxitud extrema y me pareció más simple decirme que estaba como abandonado de Dios. [...] Era exactamente la clave de bóveda lo que faltaba porque nada de mí podía ya servir»[27]. Muy en la línea del Kierkegaard de La enfermedad mortal, Saint-Exupéry vincula una y otra vez la situación desesperada del hombre actual y la ruptura de los vínculos básicos con la trascendencia. «[...] Tú lo has desimantado todo al deshacer este nudo divino que anuda las cosas»[28].
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[1] Cfr. Terre des hommes, Gallimard, París 1939, p. 207. Versión española: Tierra de los hombres, Círculo de lectores, Barcelona 2000, p. 161. [2] Cfr. op. cit, p. 205-206; Tierra de los hombres, pp. 158-159. [3] Cf. Vol de nuit, Gallimard, París 1964, p. 184. Versión española: Vuelo nocturno, J. Janés, Barcelona 1951. En esta edición no figura el texto citado. [4] Cf. Vol de nuit, p. 12; Vuelo nocturno, p. 10. [5] Cfr, Vol de nuit, Prólogo, p.11; Vuelo nocturno, p. 9. [6] Cfr. Terre des hommes, p. 7; Tierra de los hombres, p. 21. [7] Terre des hommes, p. 70; Tierra de los hombres, p. 66. [8] Cf. Terre des hommes, p. 67; Tierra de los hombres, p. 64. [9] Cf. Terre des hommes, p. 69; Tierra de los hombres, p. 65. [10] Cfr. Pilote de guerre, Gallimard, París, 1942, pp. 36-37. (Versión castellana: Piloto de guerra, Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1958, pp. 39-40. [11] Cfr. Pilote de guerre, p. 154; Piloto de guerra, p. 147. Los conceptos de «relación» y «vínculo» van estrechamente unidos, en Saint-Exupéry, con el de «participación»: «El oficio de testigo me ha causado siempre horror. ¿Qué soy yo si no participo? Para ser, necesito participar. Yo me alimento de la calidad de los compañeros [...]. Forman, con su trabajo, su oficio, su deber, una red de vínculos [...]. Y yo me embriago con la densidad de su presencia». «Admiro las inteligencias límpidas. Pero, ¿qué es un hombre si carece de sustancia, si no es más que una mirada y no un ser?» (Pilote de guerre, p. 166, 168-169; Piloto de guerra, pp. 158-159, 160-161). [12] Cfr. Citadelle, Gallimard, París 1948, p. 38. Versión española: Ciudadela, Círculo de lectores, Barcelona, 1992, p. 38. [13] Cfr. Terre des hommes, p. 212; Tierra de los hombres, p. 163. [14] Terre des hommes, pp. 216-217; Tierra de los hombres, pp. 165-166. [15] Cfr. Citadelle, p. 263; Ciudadela, p. 243. [16] Cfr. Citadelle, p. 24; Ciudadela, pp. 24-25. [17] Cfr. Citadelle, p. 50; Ciudadela, p. 49. [18] Cfr. Citadelle, p. 25; Ciudadela, p. 26. [19] Cfr. Citadelle, p. 26; Ciudadela, p. 28. [20] Leída con rigor, esta obra presenta en esbozo varios de los grandes temas del pensamiento existencial (Jaspers, Marcel, Heidegger). [21] Cfr. Citadelle, p. 80; Ciudadela, p. 77. [22] Cfr. Carnets, Gallimard, París 1953, p. 152. [23] Cfr. Vol de nuit, p. 137; Vuelo nocturno, p. 126. [24] Cfr. Citadelle, p. 229; Ciudadela, p. 212. [25] Cfr. Citadelle, p. 218; Ciudadela, p. 202. [26] Cfr. Citadelle, p. 198; Ciudadela, p. 184. [27] Cfr. Citadelle, p. 217; Ciudadela, p. 201. [28] Cfr. Citadelle, p. 320; Ciudadela, p. 296.
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I. EL ENCUENTRO INTERHUMANO Y SUS DIVERSAS FASES
I. LA NOSTALGIA DE LA AMISTAD Y LA CAÍDA EN EL « DESIERTO» El narrador-piloto comienza revelando su drama personal, la situación de soledad espiritual en que se halló desde niño por no encontrar personas que supieran descubrir los procesos creadores que se ocultan a menudo tras las apariencias cotidianas. El afán de seguridad lleva al hombre a conceder primacía a los modos de conocimiento exactos, controlables, incuestionables, y a relegar a un segundo plano, como algo falto de solidez, no serio —y, por derivación, infantil, en sentido despectivo— los modos de conocimiento intuitivos que se arriesgan a desbordar las «figuras» más a mano (nivel 1) para sorprender el sentido de las «formas» que laten en su trasfondo (nivel 2). Una figura, vista como lugar de vibración expresiva de una forma, se convierte rigurosamente en imagen (nivel 2), realidad bifronte que ensambla dinámicamente la vertiente sensible y la meta-sensible de los seres. Como facultad instauradora y perceptora de imágenes, la imaginación no significa el poder humano de evadirse de lo real a mundos de ensueño y mera ficción, sino la capacidad de dar alcance a los diferentes modos de realidad que — no siendo sensibles y figurativos— pueden hacer acto de presencia en la faz expresiva de lo sensible. Debido a esta condición bipolar de la imaginación —facultad decisiva en todo proceso creador—, el análisis literario y el artístico deben apoyarse en un estudio sumamente preciso de los diversos planos de realidad en que se mueve el conocimiento humano y de las diferentes actitudes que el sujeto cognoscente puede adoptar respecto a los mismos. Si a las vertientes de la realidad que son mensurables, asibles, ponderables, susceptibles de control y cálculo, reducibles a datos inventariables, fíchables, manipulables, las denominamos «objetivas» —por darse tales cualidades de modo especialmente nítido en las entidades que reciben el nombre de «objetos», pertenecientes al nivel 1—, las vertientes de la realidad que no ofrecen estas características aparecen, en principio, como «inobjetivas», término arriesgado porque sugiere una condición meramente negativa. Estas realidades no mensurables, no asibles, no ponderables, no susceptibles de control y cálculo, no inventariables ni manipulables —piénsese, por ejemplo, en una obra de arte, vista de modo integral, no en su mera apariencia sensible —, presentan, de hecho, las siguientes condiciones positivas:
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—Son originarias, irrepetibles, únicas, incanjeables. —No se reducen a meros casos de un universal. —Surgen de modo súbito, como fruto de un encuentro, de un juego creador, no de un acto meramente artesanal. —Poseen modos de espacio-temporalidad superiores a los de las realidades objetivas. Si se considera la espaciotemporalidad propia de las realidades objetivas como «modélica», se tiende a caracterizar las realidades metaobjetivas como intemporales e inespaciales, lo cual suscita problemas insolubles a la hora de integrar el plano de las realidades objetivas y el de las in-objetivas, o mejor: super-objetivas o ambitales. —Muestran capacidad de sorpresa, poder de iniciativa y expresividad, de apelación y respuesta. Son realidades abiertas, no cerradas. —Ostentan un carácter envolvente, es decir, constituyen campos de posibilidades de acción con sentido, «espacios lúdicos» o «ámbitos» en los que puede el hombre inmergirse de modo activo-receptivo. —Merced a este carácter ambital, pueden entreverarse fecundamente con otras realidades ambitales y fundar campos de iluminación (de alumbramiento de sentido y eclosión de belleza). Esta fecunda posibilidad de interacción constituye una de las razones fundamentales de la vuelta de la filosofía contemporánea a lo concreto. —Se revelan a «distancia de perspectiva», que vincula una forma de cercanía con otra de distancia. Se ocultan al que está fusionado con ellas; se descubren al que forma con ellas un campo de juego por cuanto acepta el riesgo que implica el compromiso personal, el diálogo creador, la dialéctica de apelación y respuesta. Para subrayar la existencia de estas condiciones positivas, conviene denominar «superobjetivas» a las realidades que las ostentan[1]. En virtud de esta doble vertiente —objetiva y superobjetiva— de las realidades del entorno, el hombre puede adoptar frente a ellas dos actitudes: 1. Una actitud objetivista, que intenta reducir todo género de objetos de conocimiento a meros objetos, con vistas a una fácil manipulación, cálculo y control de los mismos. Por afán interesado de dominio, la actitud objetivista gusta de reducir lo complejo a lo simple e interpretar los fenómenos estructurales como una mera suma de elementos integrantes. 2. Una actitud integradora[2], que respeta los distintos modos de realidad en toda su posible riqueza. Es una posición desinteresada, atenta a responder a las apelaciones provenientes de los distintos planos de la realidad. De ahí su disposición a valorar el alto rango ontológico de las realidades que brotan en los acontecimientos de encuentro, con su condición relacional y su carga expresiva y simbólica. La hermenéutica, disciplina filosófica orientada a la interpretación de textos y fenómenos expresivos, ha sabido poner al descubierto —tras innumerables tanteos, desde el pionero F. Schleiermacher hasta el contemporáneo H. G. Gadamer— que solo la actitud integradora constituye la base de un método adecuado al estudio de las realidades 173
superobjetivas, no susceptibles de «explicación» científica sino de «comprensión» filosófica. El rigor cognoscitivo admite modos diversos en conformidad a los distintos objetos de conocimiento. Los objetos de conocimiento más simples son susceptibles de una explicación exacta, sobre la base de mediciones y observaciones verificables por cualquiera. Los objetos de conocimiento más complejos no son susceptibles de este género de clarificación; solo se revelan a un modo esforzado de «comprensión», de intuición inmediata-indirecta, es decir, de un modo de intuición que a través de ciertos elementos expresivos (o mejor: en ciertos elementos expresivos) entra en relación de presencia con las realidades que se manifiestan en ellos. El hombre que se mueve en nivel creador no busca tanto la seguridad en el conocer cuanto el ahondamiento en los enigmas de la realidad. Por ello valora más, en el conocimiento, el grado de riqueza que el de exactitud[3]. II. EL PRINCIPITO Y LA REVELACIÓN DE LO SUPEROBJETIVO En esta línea de añoranza de lo valioso —lo que, en el nivel 2, supera el plano de los meros objetos, propios del nivel 1—, el piloto solía practicar una forma de dibujo sorpresiva. «Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digería un elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudiesen comprender. Siempre necesitan explicaciones». «Las personas mayores nunca comprenden nada por sí solas, y es fatigoso para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones»[4]. La forma de niñez que exalta Saint-Exupéry es una actitud existencial de apertura y disponibilidad creadora, conquistada a lo largo de la vida. El «niño» es el hombre que ha aprendido el difícil arte de jugar, de adentrarse en los campos de juego, asumiendo activamente las posibilidades de todo orden que estos le ofrecen: «... El gran fastidio de los niños es ser despojados de una fuente que hay en ellos y que no pueden conocer y a la cual vienen a beber cuantos han envejecido del corazón para rejuvenecer». «... El niño se acurruca sobre su tesoro para dejarse iluminar por él en su interior, de golpe, tan pronto como el regalo le ha impresionado, como hacen las anémonas de mar. Y huiría si lo dejaras huir. Y no hay esperanza de alcanzarlo. No le hables; ya no atiende»[5]. Este ensimismamiento dialógico de la contemplación será uno de los rasgos básicos de la figura enigmática del principito: «... Se hundió en un ensueño que duró largo tiempo. Después, sacando mi cordero de su bolsillo, se inmergió en la contemplación de su tesoro» (19,12). Desde la perspectiva de la creatividad, puede decirse en rigor que «el niño es padre del hombre» (Wordsworth) y representa la vertiente poderosa del ser humano: «... Verás al 174
niño poner el pie sobre la cabeza del gigante y destruírtelo de un taconazo»[6]. Los hombres, en cuanto «niños», se asfixian cuando no «intercambian» sus vidas con campos de posibilidades fecundas. Fomentar en el hombre la ceguera para los valores y agostar sus posibilidades creadoras significa cegar la vida espiritual de las gentes, asesinar al «Mozart» virtual que cada ser humano alberga[7]. A causa de su actitud «objetivista», las personas «mayores» orientaron al piloto, de niño, hacia el estudio de disciplinas «serias»: geografía, historia, cálculo, gramática. Él procuró colocarse al alcance de quienes solo se mostraban capaces de hablar de bridge, golf, política y corbatas, todo ello entendido —abusivamente— en sentido superficial, casero, manipulable como un objeto, un útil de uso cotidiano (13, 5). El intercambio de ideas acerca de objetos manipulables no funda verdaderas relaciones de diálogo y convivencia. Sume en la soledad, la forma de soledad lúdica o incapacidad de jugar a que aludirá la serpiente cuando le advierta al principito que «también con los hombres se está solo» (74, 72). Saint-Exupéry tematiza esta situación de soledad y la plasma simbólicamente en la imagen del desierto. El término «desierto», entendido en nivel no objetivista sino lúdico, suele significar el estado anímico de desolación suscitado por el aislamiento total respecto a los múltiples elementos «objetivos» —mensurables, asibles, manipulables...— que uno juzga como un mundo seguro, confiado, inquebrantable. «Por eso yo la voy a seducir: la llevaré al desierto y le hablaré a su corazón», dice en el libro del profeta Oseas (2,16) el esposo burlado respecto a la esposa infiel. Llevar al desierto alberga el sentido purificador que ostenta en los escritos místicos adentrarse en la noche. La noche corre un velo sobre las innumerables realidades objetivas que dispersan durante el día la atención del hombre. Al quedarse —por así decir— en blanco, la capacidad reflexiva humana gana distancia de perspectiva respecto a las múltiples realidades y acontecimientos diarios. Esta distancia se traduce en un singular poder para sobrevolar los hechos singulares, captar sus interconexiones y asistir a la génesis del sentido. De ahí esos momentos de especial «lucidez nocturna» que destacan los psicólogos. El término «noche» sugiere todo un proceso ascendente: el salto del plano objetivista (nivel 1) al plano de los ámbitos, el juego creador, el encuentro. En esta ascensión radica su carácter purificador, que lo conecta estrechamente con la «angustia», sentimiento que surge —según Martin Heidegger— al desmoronarse el mundo confiado de lo «objetivo» y dispone al hombre para elevarse al plano de lo «superobjetivo» y hacer juego[8]. «Angustia», «noche» y «desierto» aluden a situaciones de desamparo que constituyen para todo espíritu sensible una invitación a convertirse a lo esencial, a recogerse para dejarse sobrecoger por lo valioso. «Mi desierto —advierte Saint-Exupéry—, con solo que yo te muestre las reglas de su juego, se torna para ti tan poderoso y cautivador que puedo elegirte trivial, egoísta, miserable y escéptico en los arrabales de mi ciudad, o en el encenagamiento de mi oasis, e imponerte una sola travesía del desierto para hacer surgir en ti al hombre, como una semilla fuera de la cáscara, y dilatarte de espíritu y de corazón»[9]. 175
Forzado a configurar su existencia entre realidades «objetivas», el piloto vivió largo tiempo distanciado del entorno. «Viví así solo, sin nadie con quien hablar verdaderamente, hasta que tuve una avería en el desierto del Sahara, hace seis años. Algo se había roto en mi motor» (13, 5). Al fallar lo mecánico —símbolo del confiado mundo «objetivo»—, el piloto queda arrojado en la soledad del «desierto». En tal situación límite —«era, para mí, cuestión de vida o muerte» (14, 6)— todo hombre sensible a lo profundo siente la ausencia de lo superobjetivo, lo ambital, lo lúdico; echa en falta la vertiente creadora de la realidad que de ordinario es velada por la presencia absorbente de lo mensurable, lo asible y controlable[10]. Por la fuerza de este sentimiento de añoranza, surge la revelación de lo superobjetivo en la figura enigmática —«inexplicable»— del principito, que no se presenta a sí mismo —no aduce datos inventariables sobre su persona—, ni hace las preguntas que en su caso serían de esperar: dónde estoy, qué lugar es este, quién es usted, cómo puedo llegar a un lugar poblado... Sobrevolando con increíble soberanía todo este mundo de cuestiones más bien objetivistas —tendentes a hacer la «ficha» de la situación y conferir dominio—, el principito se eleva de súbito al plano de la creatividad: «Por favor... ¡dibújame un cordero!» (14,6). Plantea, con ello, la conversación en nivel lúdico. Dibujar es jugar, en el sentido estricto de crear ámbitos —campos de interacción— bajo unas determinadas normas. Dibujar un cordero no se limita a reproducir la figura de un animal. Implica establecer una relación existencial con el mismo. Por eso, aun no siendo visible su figura por estar encerrado en una caja, desempeña su función, hace juego. «Esta es la caja —dijo el piloto al principito—. El cordero que quieres está dentro». «Quedé verdaderamente sorprendido —agrega— al ver iluminarse el rostro de mi joven juez: ¡Es exactamente así como yo lo quería!» (17,10). La irrupción del mundo de lo superobjetivo, lo relacional-ambital, es decidida. El piloto se siente sorprendido, sacudido, y no se atreve a resistir. «Cuando el misterio es demasiado impresionante, no osa uno desobedecer» (16, 8). Distingamos —como sugiere G. Marcel— problema y misterio. El término «problema» designa algo desconocido actualmente pero cognoscible en el futuro, por ser algo objetivable, susceptible de ser puesto a distancia y sometido a análisis incomprometido, aséptico. El «misterio» no es tanto algo recóndito, incognoscible, cuanto algo «envolvente» que potencia la capacidad cognoscitiva y, en general, la existencia de quien se adentra en su campo de juego. Es una realidad que por su riqueza constituye un campo de posibilidades y apela al hombre a relacionarse con ella de modo activo-receptivo y a conocerla por vía de trato, co-creadoramente. Las realidades «misteriosas» no son objetivables, no cabe proyectarlas a distancia del que desea conocerlas. El ser, el lenguaje, la persona humana, la comunidad, una obra de arte, un estilo, un valor ético, las realidades religiosas son entidades «misteriosas». Yo que planteo el tema 176
del ser, soy un ser. No puedo desdoblarme, situar el ser a distancia. Yo que abordo la cuestión del lenguaje, soy un ser locuente. Yo que analizo el sentido de la maternidad estoy de tal modo ambitalizado con mi madre que no la puedo considerar como una tercera persona, a distancia de alejamiento. Yo que me abismo en la reflexión religiosa, debo aceptar en principio que Dios, si existe, compromete mi ser de modo nuclear. No puedo considerarlo como un objeto, por privilegiado que lo suponga. ¿Es posible conocer estas realidades no objetivables? ¿Pueden ser objeto-de-conocimiento las entidades que no son objetos, seres situables a distancia? He aquí una de las cuestiones más relevantes de la investigación filosófica actual, en concreto de la Hermenéutica. Una teoría de la interpretación basada en una concepción finamente articulada del juego y de los ámbitos está bien dispuesta para configurar una lógica de la creatividad y clarificar las exigencias que plantean al conocimiento humano las realidades no objetivables. Tal clarificación pone de manifiesto que las realidades «misteriosas» —en el sentido filosófico indicado— deben ser caracterizadas más bien por su riqueza ontológica que por la dificultad de ser conocidas. Son, ciertamente, incognoscibles desde una perspectiva objetivista. En general, puede afirmarse —como una especie de ley gnoseológica— que cada modo de realidad solo se manifiesta a quien aborda su conocimiento desde un punto de vista adecuado. Si se toman las realidades objetivas como modélicas y se adapta a ellas el conocimiento, polarizándolo en torno a categorías y esquemas objetivistas, no es viable por principio dar alcance y hacer justicia a las realidades superobjetivas, que en tal caso son caracterizadas automáticamente —por la fuerza misma del lenguaje— como «irreales», meramente «ideales». En virtud de sus características peculiares, las realidades «misteriosas» se revelan en medida directamente proporcional a la intensidad con que el sujeto cognoscente se inmerge de modo activo-receptivo en el campo de posibilidades que ellas le ofrecen. Esta actividad inmersiva funda un campo de iluminación, en el cual las realidades «envolventes» («misteriosas») se abren de modo gradual a un género de «comprensión» (Verstehen) que no logra el modo de «exactitud» propio del conocimiento científico, pero alcanza formas muy hondas de entrañamiento en la realidad. Solo cuando se restringe abusivamente el alcance y las posibilidades del conocimiento humano, cabe considerar lo «misterioso» como incognoscible, irracional. La Hermenéutica lúdica —la teoría de la interpretación basada en la teoría del juego, visto como asunción creativa de posibilidades — pone nítidamente al descubierto que lo misterioso es cognoscible de modo riguroso — con el tipo de rigor específico de este modo de realidad— por constituir, en vinculación al sujeto cognoscente debidamente dispuesto, una fuente de luz[11]. No por azar, el principito —que encarna la nostalgia humana por la vida lúdica— aparece al alba, como una fuente de luz siempre nueva. Lo superobjetivo no está localizado. Hace acto de presencia, surge, se impone, muestra su eficacia y su riqueza, pero no indica de dónde viene, no lleva al flanco los datos que caracterizan a lo mensurable, asible, verificable: lugar y fecha de nacimiento o producción, localización, medidas, etc.[12]. Es algo que surge de un salto, de modo originario, irreductible[13]. Lo superobjetivo ostenta un modo superior de espacialidad y 177
temporalidad. No puede ser delimitado mediante el mero acopio de datos inventariables. El hombre, afanoso de dominar, tiende a fijar a los demás en la malla de los datos objetivos que se obtienen expeditivamente en la experiencia cotidiana y pueden conservarse en una ficha. De ahí la desazón que experimentamos al ser sometidos a interrogatorio y correr el riesgo de ser rebajados de nivel, reducidos a la condición de objetos[14]. III. P RIMERA ETAPA DEL PROCESO DE ENCUENTRO ENTRE EL PRINCIPITO Y EL PILOTO: ACTITUD DE DISPONIBILIDAD Y ACOGIMIENTO
La primera toma de contacto entre los dos protagonistas abre un campo de posibilidades de juego interpersonal que puede abocar a un acontecimiento de encuentro. Conviene analizar con cierto rigor las actitudes que cada uno va tomando y los ámbitos de convivencia que las mismas hacen posible. Al verse sorprendido por la presencia del principito, el piloto se entregó al sentimiento de asombro. Se asombra y admira el que acepta en principio la grandeza de una realidad o acontecimiento. Tal aceptación implica una actitud de apertura, de acogimiento generoso. Esta actitud de sensible estar a la escucha de instancias valiosas sitúa al sentimiento de asombro en el comienzo mismo del filosofar. El asombro se diferencia polarmente del resentimiento, sentimiento de pesar provocado por una realidad que nos supera y humilla nuestra actitud prepotente y crispada. La aparición repentina, inesperada, del noble pequeño provoca en el ánimo del piloto un sobresalto. Constituye un acontecimiento extraño que a mil millas de toda tierra habitada aparezca un niño con aire principesco, sin mostrarse desorientado, ni presentar síntoma alguno de fatiga, hambre, sed o miedo. Esta sorpresa debió de acrecentarse al oír nítida la voz del pequeño que le instaba a dibujar un cordero. El piloto no se replegó sobre sí mismo, en busca de refugio frente a lo desconocido, ni acudió al fácil recurso de la repulsa, como forma expeditiva de defensa, Dejó de momento su urgente tarea mecánica y se puso a dibujar. «Cuando el misterio es demasiado impresionante, no osa uno desobedecer» (16, 8). Obedecer presenta aquí el sentido de sobrecogerse, responder a la apelación de una realidad admirable, entrar en el juego de la convivencia. ¿Cómo fue posible este primer paso hacia la comunicación por parte de dos seres tan distintos, en un contexto vital inhóspito? Sin duda porque ambos se movían en nivel lúdico, instaurador de ámbitos. Todo piloto es un creador de ámbitos. Funda con el avión una tercera realidad, un ámbito dinámico de energía propulsora. Cuando el principito, por error, ve el avión en nivel objetivista, como si fuera un mero objeto, una cosa, el piloto le corrige inmediatamente: «No es una cosa. Vuela. Es un avión. Es mi avión. Y me sentí orgulloso haciéndole saber que yo volaba» (18,11). Volar significa crear rutas aéreas, ámbitos de tránsito, vínculos entre tierras y personas. En tiempo de vuelo, el piloto está convirtiendo constantemente el avión de objeto en ámbito, y con ello lo ludifica, lo eleva a la condición de campo de juego, lugar donde acontece la acción lúdica de volar, de vencer la fuerza de gravitación y trazar rutas autónomas. 178
El principito, enteramente consagrado a la fundación de vínculos personales, ignoraba todavía el secreto de la misma. Pero su actitud de disponibilidad era absoluta en orden a recibir enseñanzas y apelaciones. Ambos —principito y piloto— están solos en la soledad del «desierto», que expresa aquí simbólicamente el kilómetro cero en la marcha hacia las formas auténticas de convivencia. El piloto parece preocuparse en exclusiva de reparar el avión y retornar a la tierra habitada. Pero antes ha confesado su frustración ante la vaciedad de las personas «serias» que no saben adivinar la presencia de lo profundo más allá de lo útil. Era, pues, un hombre a la búsqueda de autenticidad, a medio camino entre la actitud objetivista y la lúdica. Esta condición itinerante le permitió descubrir en la presencia desconcertante del principito un «misterio», algo hondo que albergaba múltiples virtualidades (19,11). El principito, tras las diferentes decepciones que le produjo el conocimiento de los pintorescos habitantes de los asteroides que visitó, se hallaba en una angustiosa urgencia de encontrar seres capaces de establecer amistad. Era también un ser en camino, tenso hacia la creación de vínculos. Impulsado por esta búsqueda, el principito apela súbitamente al piloto a elevarse al plano de la creatividad, dibujándole un cordero. Debido al estado de mal humor en que se hallaba y a la prisa que sentía por concluir el arreglo del motor del avión, el piloto hizo dos intentos fallidos de dibujar un cordero. Al fin optó por la solución artera de diseñar expeditivamente una caja con varios agujeros. El principito supo ver inmediatamente tras esa figura (nivel 1) el acontecimiento que significa la aparición de un cordero vivo que se adentra en el juego de su vida (nivel 2). Este modo de ver lúdico —ver en virtud de la fuerza iluminadora del juego— presenta una notable dificultad debido a la tendencia del hombre a recaer en la actitud objetivista. El ver depende del crear. El ver del hombre se orienta hacia realidades diversas según el tipo de juego en que se halla inmerso. (Ciertos tests psicológicos, bien conocidos, se basan en el hecho de que el hombre percibe en un diseño amorfo figuras diferentes, relativas al juego que está haciendo en la vida). Al responder el piloto a la apelación del principito, quedan ambos situados en el nivel donde es posible entreverar los ámbitos personales e iniciar la creación de una amistad (nivel 2). En esta primera etapa, el principito y el piloto entran en contacto, empiezan a conocerse, pero todavía no se encuentran. De ahí el clima de cierta tensión que se funda entre ambos. Llama la atención que el principito se muestre tenaz en preguntar y parco en responder. Una lectura psicológica haría, tal vez, radicar este hecho en un rasgo de carácter. La hermenéutica lúdica considera esta posible explicación como irrelevante en el plano estético. Relevancia ostenta, en cambio, el hecho de que el principito, por encarnar la vertiente del hombre que siente nostalgia por el plano superobjetivo y la actividad lúdica a él correspondiente (nivel 2), haga caso omiso de las preguntas que se le dirigen desde el plano objetivista (nivel 1) y no constituyen para él auténticas apelaciones, e insista, por su parte, en cuestiones relativas al sentido de los seres y acontecimientos (nivel 2)[15].
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En principio, para liberar al piloto de la sumisión excesiva a la tarea mecánica de reparar el motor del avión —sumisión que puede implicar una forma de crispación en lo meramente objetivo—, el principito trae, socráticamente, al primer plano de la atención temas anodinos para una mentalidad objetivista (nivel 1) pero importantes en orden a sugerir la necesidad de vivir con talante creador (nivel 2). Tales temas son las relaciones del cordero y la flor, los baobabs y el asteroide, la razón de ser de las espinas que ostentan las rosas, la melancolía y belleza de los crepúsculos. Más adelante, en plano de mayor hondura, relata su relación personal con la flor de su asteroide a fin de mostrar el secreto de la amistad verdadera. Cuando el principito intentó dar el paso hacia una comprensión radical de las relaciones humanas, se produjo un desfase entre su óptica y la del piloto (34-37, 27-30). Este se hallaba enfrascado en el trabajo mecánico de arreglar el motor. —Lo «mecánico» se opone a lo «creador»—. Le iba en ello la vida (nivel 1). El principito encarnaba la preocupación por desvelar el secreto de las cosas. Le iba en ello el sentido de la vida (nivel 2). Desde su perspectiva, el piloto juzga que preocuparse por descubrir el sentido de las espinas que tienen las rosas no es «serio» cuando se lucha contra reloj en el desierto por resolver una avería. El principito estima que pasarse la vida ocupado en resolver problemas referentes a cosas manipulables, con las que no se pueden crear verdaderas relaciones personales, es descender a un nivel meramente biológico; significa perder la vida auténtica, malograrse como ser humano. «Conozco —advierte conmovido— un planeta donde hay un señor carmesí. Jamás ha olido una flor. Jamás ha mirado una estrella. Jamás ha querido a nadie. No ha hecho más que sumas. Y todo el día repite como tú: ´¡Soy un hombre serio! ¡soy un hombre serio!´, y esto lo infla de orgullo. Pero no es un hombre, ¡es un hongo!» «¿Y no es serio intentar comprender por qué (las flores) se esfuerzan tanto en fabricar espinas que no sirven nunca para nada? [...] Y si yo conozco una flor única en el mundo que no existe en ninguna parte, salvo en mi planeta, y que un corderito puede aniquilar una mañana, así, de un golpe, sin darse cuenta de lo que hace, esto ¿no es importante?» (36-7, 28-9). A medida que hablaba, el principito se fue acalorando hasta enrojecer, y al final rompió a llorar. El llanto responde al desmoronamiento de un mundo. En el interior del principito empezaba a desplomarse la esperanza de encontrar personas sensibles a lo superobjetivo, lo que aparece como inútil e irreal cuando se lo ve desde el plano de las realidades objetivas y con la actitud manipuladora a ellas correlativa. El piloto —que desde niño sabía ver a través de las apariencias— comprendió ahora de súbito la lección práctica que había intentado darle el enigmático pequeño al reprocharle que había hablado como las «personas mayores», confundiéndolo todo, mezclándolo todo. Era necesario, en verdad, conceder el debido valor a lo singular irreductible, sobre todo a lo personal, a costa del mundo objetivista. El valor de lo concreto irreductible procede de su capacidad de vincularse con otras realidades y fundar ámbitos de mayor envergadura y hacer emerger, así, campos de iluminación. 180
«No pudo decir nada más. Estalló bruscamente en sollozos. La noche había caído. Yo había dejado mis herramientas. Me importaban un comino mi martillo, mi perno, la sed y la muerte. ¡En una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, había un principito que consolar! Lo tomé en mis brazos. Lo acuné [...]» (37, 30-31). Cuando más parecía agrandarse el abismo entre la actitud del piloto y la del principito, el llanto de este le reveló de pronto a aquel el valor de lo personal-irreductible: una persona se hallaba en desconsuelo y había que abandonar las tareas más urgentes. Sin comprender del todo la realidad personal del principito, el piloto se entrega a él, lo acoge, establece una relación tutelar. Para tratar a una persona como tal, no se requiere tener de ella un conocimiento exhaustivo. Basta encontrarse en presencia de una realidad que se muestra toda ella, si bien no del todo. «No sabía cómo llegar a él, dónde encontrarle... ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas...!» (38, 31). Esta opción del piloto a favor de la vida personal da origen a su relación de encuentro con el principito. Solo el que se eleva al plano de lo superobjetivo-relacional-ambital puede abrirse de modo creador a los demás y fundar con ellos ámbitos de convivencia, vínculos personales. Para establecer un auténtico nexo con una flor, hay que verla no como un objeto sino como un ámbito, campo de realidad dotado de cierta iniciativa — poder expresivo, capacidad expansiva...—, singular, único, irreductible a un mero caso del universal. «Si alguien ama a una flor de la que no existe más que un ejemplar entre los millones y millones de estrellas, ello es suficiente para que sea feliz cuando mira a las estrellas» (37, 29-30). La flor de su asteroide constituirá para el principito el ser que polarice su atención en orden a purificar su mirada y hacer el difícil aprendizaje del auténtico encuentro. En principio, por ser demasiado joven, no supo amar a su flor y, a la luz que desprende el amor, comprenderla debidamente, adivinar su ternura tras la capa un tanto decepcionante de su vanidad y sus pobres astucias (39-42, 33-37). IV. SEGUNDA ETAPA DEL ENCUENTRO: EL SECRETO DE LA AMISTAD Y DEL CONOCIMIENTO PERSONAL
Merced a su actitud de apertura, el principito y el piloto inician un diálogo. Actúan con personalidad, pero sin cerrazón, abiertos a la sorpresa de la iniciativa ajena, corrigiendo en caso necesario el propio punto de vista y revelando paulatinamente su modo de ser — sobre todo la actitud ante las realidades del entorno— y su lugar de origen (18,11; 19, 12; 26, 19; 27, 20; 28, 24). Todo cuanto significa apertura realizada en clima de mutuo acogimiento funda vínculos. La confidencia inspirada por la confianza —que es fe en la veracidad y fidelidad del otro— convierte estos vínculos en un campo de intimidad[16]. En todo diálogo auténtico, los coloquiantes respetan la intimidad del otro, no la fuerzan a manifestarse, le dejan seguir su propio tempo. El piloto —ansioso por descubrir el misterio del principito— lo acosa a preguntas. Aunque el principito elude una y otra vez la respuesta, el piloto no se cierra sobre sí; prosigue el diálogo, para otorgar al desconcertante niño plena libertad de autodespliegue (19, 22; 20, 12-13). De este modo, 181
el piloto se fue adentrando en la comprensión de la «pequeña vida melancólica» del principito poco a poco (32, 24), sabiendo esperar, como hay que esperar las puestas de sol (33, 24-26) y el surgir de la amistad (83, 84). En este clima de serena confianza y libertad, el principito revela al piloto la extraña y aleccionadora historia de su viaje sideral. Decepcionado de su flor, a causa de su infantil arrogancia, inicia un largo periplo en busca de una amistad verdadera[17]. Visita diversos asteroides y entra en contacto con personas que encarnan diferentes papeles y actitudes: el rey, el vanidoso, el bebedor, el hombre de negocios, el farolero, el geógrafo... El farolero, fiel a la consigna de encender y apagar el farol con agotadora frecuencia, despierta la simpatía del principito por entregarse generosamente a algo distinto de sí mismo, a un trabajo aparentemente inútil pero bello. «... Es el único que no me parece ridículo. Quizá porque se ocupa de una cosa ajena a sí mismo» (64, 61). Ridículo se opone a serio, digno. La máxima dignidad la adquiere el hombre cuando despliega su ser personal abriéndose creadoramente a las realidades del entorno. Los otros personajes le parecen ridículos por no consagrarse a fundar auténticas relaciones con lo real. —El rey reduce a los hombres a súbditos, a objeto de mero espectáculo (46, 42). —El vanidoso considera a los demás tan solo como posibles admiradores (52, 48). —El bebedor es un hombre entregado al silencio de mudez, a la reclusión que sigue al vértigo de la gula (55, 52). Quiere olvidar por no haber adoptado en la vida una actitud lúdica (actitud creadora de relaciones de inmediatez a distancia), sino fusional. —El hombre de negocios solo considera serio aquello que conduce a la posesión de bienes. Esta atenencia fascinada a lo poseíble le impide salir al encuentro de las personas en cuanto tales (55-60, 52-57). —El geógrafo toma el mundo como objeto de cómputo y registro. Únicamente muestra interés por las realidades que no cambian. Es insensible a lo efímero, lo que se agosta, como las flores, en breve tiempo (64-69, 62-66). El principito, siempre anhelante de nuevas luces sobre lo superobjetivo, lo no asible ni manipulable, lo que solo a una mirada totalmente generosa ofrece su cabal sentido, hizo diversas preguntas insistentemente. Pero apenas recibió una respuesta atinada. Estas «personas mayores» le parecieron muy extrañas. Y partió para la Tierra pensando en su flor (69, 66). Viene en busca de amistad. Y parte de cero, desde la soledad del «desierto». En un primer momento, intenta hacerse amigos por la vía contundente de subir a una colina y hacer oír su voz. Pero solo percibe el eco de sus palabras. El eco suena a hueco. Más que una respuesta, es una mera repetición mecánica provocada por determinadas circunstancias físicas. El principito estimó de forma expeditiva que ello respondía a la falta de imaginación de los hombres, que no saben sino repetir cuanto se les dice (76, 76), a diferencia de su flor que siempre tomaba la iniciativa en el diálogo. Muy pronto, el zorro —que en esta narración encarna el espíritu de sabiduría y no el de astucia— le iba a sugerir dulcemente dónde se hallaba el error. Pero antes tendría el principito que pasar por una gran prueba, que le serviría para ganar en madurez.
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En ruta hacia la morada de los hombres, el principito encuentra un jardín florido de rosas, semejantes a la flor de su asteroide. Esta abundancia de flores iguales parece, en principio, reducir la suya a mero individuo de una especie. Al constatar que su flor no era única en el universo, el principito sintió una profunda decepción, que le provocó el llanto. Esta situación límite lo puso en disposición de aprender definitivamente que la auténtica unicidad no responde al mero hecho de carecer de semejante, sino a la decisión positiva de establecer vínculos amistosos, actividad que en el plano de las relaciones hombre-animal se llama «domesticar» (apprivoiser). Domesticar —aclara el zorro— es «crear lazos», fundar ámbitos de convivencia o campos de juego en los que cada ser despliega sus virtualidades y alcanza su configuración genuina, que le otorga una condición peculiar y lo convierte en algo incanjeable, irrepetible, único. «... Si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...» (82, 80). El principito acaba de ser apelado a elevarse al nivel lúdico, creador de ámbitos rigurosamente personales. En un primer momento, al ver al zorro, destacó su belleza y le rogó que viniese a jugar con él para disipar la tristeza que lo embargaba. A esta proposición, inspirada en el propio interés, respondió el zorro negativamente por entender la acción de jugar de modo estricto, no como mero pasatiempo, sino como creación de ámbitos, en este caso de ámbitos interpersonales (80-81, 78-80). «No puedo jugar contigo —dijo el zorro—. No estoy domesticado» (81, 78). Estas palabras, un tanto enigmáticas en principio, revelaron al principito que entre él y su flor se había iniciado un proceso de «domesticación» mutua. La «domesticación» funda calidad, novedad, sorpresa, luminosidad; vence la monotonía aburrida del mundo en que todos los seres están nivelados, igualados, amorfamente indiferenciados, por tratarse de modo objetivista, sin ímpetu creador de ámbitos de convivencia (82-83; 8083), de esa «red de lazos que hace llegar a ser»[18]. La creación de ámbitos permite superar el nivel de lo meramente objetivo y el afán correlativo de posesión. El trigo es inútil para el zorro en el plano de las necesidades vitales y de la avidez instintiva. Pero en adelante será muy útil para él como suscitador del recuerdo del ser amado. Recordar es una actividad creadora. El trigo, de mero objeto, se convierte así en lugar viviente de cruce de ámbitos: el del principito y el del zorro. En cuanto tal, gana un poder simbólico, poder de remisión a una realidad distinta que en él se hace de algún modo presente. Esta presencia le confiere un relieve y luminosidad peculiares. Cuando acontece una relación de encuentro, el entorno se transfigura en la medida en que se adentra en el juego creador. En buena medida, se convierte en ámbito, se «ambitaliza». Este ascenso al nivel de creatividad marca el comienzo de la vida ética, —vida de relación comprometida— y estética —vida de relación con fenómenos luminosos en que se patentiza la realidad relacional de los seres—.
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«Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! —explicó el zorro. El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...» (83, 83). En virtud del encuentro, las impresiones sensibles adquieren una densidad de sentido inédita. El género eminente de luz que se alumbra en los fenómenos de apertura creadora hace posible el conocimiento profundo de los seres. «Solo se conocen las cosas que se domestican, dijo el zorro» (83, 83)[19]. La creación de lazos interpersonales se da en el plano superobjetivo, ambital (nivel 1), muy por encima de toda banal actitud manipuladora, expeditiva, mercantilista. Por eso exige tiempo, paciencia y discreción. «Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero, como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos» (83-84). En el nivel creador de lazos personales, el tiempo se cualifica, adquiere un carácter festivo y da lugar a los ritos, aquello «que hace que un día sea diferente de los otros días: una hora, de las otras horas». «Entre mis cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso» (84-86, 84-86). La creación de vínculos constituye una forma de juego que produce una eclosión de luz y permite ver la realidad desde una perspectiva más alta. «Vuelve a ver de nuevo las rosas —indicó el zorro al principito—. Comprenderás que la tuya es única en el mundo»[20]. «El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.». He aquí el secreto de la actividad cognoscitiva del hombre: «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos»[21]. Lo esencial se hace patente cuando uno se entrevera comprometidamente con otra realidad y se responsabiliza de ella. «Los hombres han olvidado esta verdad, dijo el zorro, pero tú no debes olvidarla. Tú te haces responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...» (86-88; 86-88). Se es responsable de alguien cuando previamente se ha respondido a su apelación. Yo me hago responsable de lo que «domestico» por cuanto la realidad plena de este ser queda pendiente de mi actitud colaboradora. Colaborar con una realidad es responder a sus apelaciones sucesivas. Ser responsable de alguien con quien se estableció una relación de trato mutuo implica la obligación de desplegar la personalidad de este mediante una actitud de apertura a la respuesta, o «responsabilidad». Persona responsable es la que se mantiene abierta a toda apelación digna de respuesta por su parte. Tras el diálogo con el zorro, el principito cayó, sin duda, en la cuenta de que sus gritos en la colina pidiendo amigos no obtuvieron respuesta porque no constituían una auténtica apelación. La amistad debe sugerirse discretamente, de persona a persona, en la intimidad del trato dual, pues el encuentro implica relación personal, entrega, fundación
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de ámbitos de convivencia, y esta tarea no puede realizarse a través de formas de comunicación masivas. El trato discreto que implica la vida íntima exige la adopción de un tempo lento. La temporalidad eminente propia de la actitud creadora contrasta con la agitación alocada de los hombres que se desplazan de un lado a otro sin perseguir ninguna meta valiosa, con lo cual giran sobre su propio eje sin avanzar (88-89, 88-89; 94, 94). No crean ámbitos de entreveramiento, no se plenifican, no sienten gozo, no se instalan en el campo de iluminación que tales ámbitos fundan, y quedan ciegos para los símbolos. El símbolo es una luz peculiar que surge en los fenómenos de encuentro. Las realidades constituidas por un cruce de campos de realidad son realidades simbólicas no porque remitan a algo que las trasciende sino porque en ellas se alumbra el sentido cabal de los elementos que las integran. La carretera del film La Strada —de F. Fellini— se convierte en símbolo de vida desarraigada y desvalida porque en ella se cruzan los ámbitos existenciales que integran la vida de los protagonistas. Para realizar este cruce integrador, debe el hombre tomarse tiempo. Es justo lo que hacen los «niños», es decir —interpretado este vocablo en plano lúdico—, las personas que adoptan ante la vida una actitud de co-creación, no de manipulación expeditiva. V. T ERCERA ETAPA DEL ENCUENTRO: LA FIESTA DE LA SOLIDARIDAD EN EL RIESGO Tras varios días de agotadora estancia en el desierto, el piloto se muestra angustiado por la falta absoluta de agua. En esta situación límite, el principito vuelve a destacar el valor de un acontecimiento lúdico: La amistad. «Es bueno haber tenido un amigo aun si vamos a morir». El principito parecía insensible a las penalidades. Pero de repente exclamó: «Tengo sed también... Busquemos un pozo...». Esta apelación hizo surgir en el piloto virtualidades nuevas, las virtualidades que afloran en el encuentro. Pese a no ignorar que «es absurdo buscar un pozo, al azar, en la inmensidad del desierto» (91, 9192), comprendió de golpe, sin duda imantado por la convicción del principito, que la búsqueda en común, comprometida y solidaria, alberga tesoros tan valiosos como el agua que apaga la sed física. «El agua puede también ser buena para el corazón...», como lo es la contemplación de las estrellas debido a la flor que tal vez exista en ellas ocultamente (92, 92)[22]. Iluminado por esta idea, el piloto entrevió que el verdadero sentido de la figura del principito, lo que la tornaba sobrecogedora no era su porte gentil, la gracia de su risa espontánea, el enigma de su conducta, sino algo más escondido y frágil: su fidelidad hacia una flor lejana y efímera (93, 93). Como fruto de una búsqueda esforzada y solidaria, aparece en la soledad del desierto, al despuntar el alba, un pozo. No es un pozo del Sahara, sino un pozo de aldea europea, con roldana, balde y cuerda, para indicar que lo que en el fondo iban buscando el principito y el piloto no era tanto el agua que es medio para saciar la sed corporal cuanto el agua que es medio en el cual se dan cita y se unen dos personas con voluntad de compromiso[23]. Lo que en definitiva perseguía el principito era el encuentro personal a través de una marcha fatigosa compartida en el estrecho pasillo que separaba en aquel 185
momento la vida de la muerte. Y todo encuentro constituye una fiesta llena de luz, un don que eleva el tono del espíritu y lo nutre. Dos símbolos de fecundidad —el agua y la luz— surgen aquí como fruto natural del encuentro, tema clave de la obra. Una fuente que mana de lo hondo de la tierra presenta un alto poder simbólico porque es el lugar de confluencia de diversos campos de realidad: el océano, el sol, la lluvia, las capas terrestres que la albergan, las circunstancias que la impulsan a aflorar a superficie, el caminante exhausto, la escasez de agua en el contorno... «Yo, se dijo el principito, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente...» (90, 90). Caminar hacia la fuente es uno de los momentos que dan lugar al fenómeno «fuente», visto en su condición relacional. Encaminarse hacia lugares donde acontecen fenómenos de encuentro confiere sentido al carácter itinerante de la vida humana. Este alumbramiento de sentido calma la ansiedad del hombre y lo eleva a un estado de exultación festiva. En las fiestas hay profusión de luz porque todo acontecer festivo es luminoso de por sí, de dentro afuera. Esta luz que brota en los momentos festivos del encuentro interpersonal era la meta que impulsaba la inquieta búsqueda del principito a través del desierto. «Tengo sed de esta agua —dijo el principito—. Dame de beber...» «Y yo comprendí lo que él había buscado». «Levanté el balde hasta sus labios. Bebió con los ojos cerrados. Todo era dulce como una fiesta. Esta agua era algo muy distinto de un alimento. Había nacido de la marcha bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era buena para el corazón, como un regalo» (96, 96)[24]. El simbolismo del agua buscada solidariamente y con afán en la soledad tórrida del desierto no se alumbra cuando se intenta saciar la sed expeditivamente con un preparado químico, fruto del saber técnico (89-90, 89-90). En cambio, las realidades más adustas se iluminan y adquieren valor simbólico cuando se las asume en el dinamismo de la creación de ámbitos. Incluso el desierto es bello, en cuanto puede esconder alguna corriente de agua, elemento que, al entreverarse con el caminante sediento, da lugar al fenómeno de la «fuente» como cruce luminoso, como símbolo. «Sí, dije al principito; ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que los embellece es invisible» (92-93, 93), algo tan frágil como la luz de una lámpara, pero decisivo para conferir sentido a la vida. «No se ve lo que es importante» (103, 103). «Lo más importante es invisible» (93, 93). «... Los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón» (97, 97), comprometiendo el ser entero. El generoso compromiso mutuo elevó al principito y al piloto a un alto nivel de comprensión. Tras haber creado un ámbito de convivencia con el principito, el piloto sentía la risa de este como algo profundamente simbólico, semejante a la fuente del desierto. El principito, ante su inminente partida, se esfuerza por ampliar todavía más la mirada de su amigo, su capacidad de captar lo superobjetivo, para que en adelante acierte a ver las estrellas como realidades simbólicas, en las que se entrecruzan y vibran a una sus dos vidas. Será un regalo, como su risa expresiva y el agua refrescante del desierto.
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«Tú tendrás estrellas como nadie las ha tenido». «Cuando mires al cielo, por la noche, como yo habitaré en una de ellas, como reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír!» (104-105, 104). La captación del sentido simbólico —interferencial— de las realidades altera radicalmente el modo de ver el universo. Todo se dinamiza, se humaniza y carga de sentido. «Es este un misterio muy grande. Para vosotros, que también amáis al principito como para mí, nada en el universo sigue siendo igual si en alguna parte, no se sabe dónde, un cordero que no conocemos ha comido, sí o no, a una rosa...» (111-111). Este cambio de perspectiva es fuente de muy honda belleza, porque el fenómeno de lo bello presenta una estructura relacional. «Este es, para mí, el más bello y más triste paisaje del mundo. Es el mismo paisaje de la página precedente, pero lo he dibujado una vez más para mostrároslo bien. Aquí fue donde el principito apareció en la Tierra y luego desapareció» (113-113). Para el piloto, este adusto paraje desértico, que muy bien pudo convertirse en su tumba debido al fracaso de lo objetivo —la realidad mecánica del motor del avión—, constituye el más bello paisaje de la tierra porque en él se inició y llegó a plenitud su relación de encuentro con una persona excepcionalmente dotada. «Porque el desierto no está allí donde se cree. El Sahara está más vivo que una capital y la ciudad más atestada de gente se vacía si los polos esenciales de la vida se desimantan»[25]. VI. CUARTA ETAPA DEL ENCUENTRO: LA PLENITUD DEL ENCUENTRO Y LA PRUEBA DE LA AUSENCIA
El encuentro engendra intimidad personal, integración de sentimiento y voluntad, respeto mutuo. Las personas unidas por el amor no se fusionan, conservan la capacidad de distanciarse sin alejarse, porque, al atender a aquello de que son responsables, siguen manteniéndose unidas a distancia. El encuentro libera a la vez de la soledad y de la sumisión a los modos egoístas de inmediatez. Con esa libertad interior —o creativa—, pudo el principito sugerir al piloto que se aplicara al arreglo del avión. «Ahora debes trabajar —dijo el principito al piloto—. Debes volver a tu máquina» (99, 98). «Estoy contento de que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Vas a poder volver a tu casa...» (102,100). Una vez logrado el encuentro, como una cima existencial, el principito sugiere al piloto que consagre su atención a una tarea objetivista (nivel 1), tomada no como fin sino como medio para rehacer el camino hacia la amistad con sus semejantes (nivel 2). Desde esta altura se advierte que, cuando el principito instaba al piloto a posponer el arreglo del motor y consagrarse a dilucidar cuestiones aparentemente anodinas, quería establecer un orden de prelaciones para conferir pleno sentido a la existencia cotidiana.
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El juego del encuentro interhumano lo pone todo a una nueva luz. «Yo también vuelvo hoy a mi casa», una casa lejana, con una lejanía de hondura y enigma (102-103, 102103). El principito sentía miedo y pena ante la partida, pero se entregaba a lo verdaderamente importante y superaba la sumisión a las apariencias, la apariencia por ejemplo de que iba a morir, cuando en realidad se trataba de una vuelta a casa (105-106, 106-107). La separación final no deberá sumir al piloto en tinieblas; transformará, más bien, su modo de ver el universo, al que llenará de luz y alegría por hacerlo depositario de un tesoro recóndito, invisible, pero real. «Tú tendrás estrellas como nadie las ha tenido». «... Cuando te hayas consolado [...], estarás contento de haberme conocido. Serás siempre mi amigo». «Yo también miraré las estrellas. Todas las estrellas serán pozos con una roldana enmohecida. Todas las estrellas me darán de beber...» (104; 105, 104-105). He aquí la transfiguración que opera el encuentro, acontecimiento inverso al despueble del mundo que sigue a la pérdida de un ser amado. A través de un severo aprendizaje y un lento proceso de purificación, el principito y el piloto han logrado la forma eminente de unión personal que llamamos amistad. Seguidamente, en virtud de la fidelidad que implica el amor auténtico, se ven instados a renunciar al halago de la inmediatez física para restaurar, en un plano de mayor autenticidad, la vinculación a los seres de su entorno hogareño: los familiares y amigos — por lo que toca al piloto—, la flor —por lo que atañe al principito—. Merced al proceso de esforzada depuración espiritual a que ambos se han sometido, el reencuentro tendrá lugar ahora en nivel lúdico, nivel creador de auténticos ámbitos. La madurez de espíritu nos permite establecer vínculos personales muy intensos a través de los diversos elementos que sirven de vehículo a la unión[26]. Entre tales elementos figuran los rasgos de carácter que uno puede considerar defectuosos. Todo —lo positivo y lo aparentemente negativo— queda transfigurado y hecho transparente cuando es puesto en tensión dinámica por la generosidad de un amor oblativo. Esta transfiguración hace posible la actitud de fidelidad, que mantiene la relación de presencia y encuentro a través de los cambios que provoca el tiempo en los seres que se aman.
[1] En mi Metodología de lo suprasensible. Descubrimiento de lo superobjetivo y crisis del objetivismo, Madrid 1963, expongo con amplitud el tema del descubrimiento de las realidades «in-objetivas» («ungegenständliche») y la superación del objetivismo, la tendencia a conceder primacía a las realidades «objetivas» («gegenständliche»). Para subrayar el carácter positivo de las realidades «inobjetivas» las denominé «superobjetivas», término que, en obras posteriores (Estética de la creatividad, Rialp, Madrid 1998, 3.ª ed., e Inteligencia creativa, BAC, Madrid 2003, 4.ª ed.), cambié por ambitales, adjetivo derivado del sustantivo «ámbito», que jugó desde entonces un papel
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central en mi investigación. [2] En mis primeras obras la denominé «ana-léctica», para destacar que integra niveles de realidad de rango distinto. [3] Para situar estas precisiones dentro del contexto de la filosofía contemporánea, recuérdese que «objetivo» e «inobjetivo» se dicen en alemán «gegenständlich», «ungegenständlich», y en francés «objectif», «inobjectif». La traducción alemana de «asible» es «handgreiflich»; la de «comprender», «verstehen», y la de «explicar», «erklären». Entre el nivel objetivo y el superobjetivo no media una relación dicotómica de escisión sino de integración expresiva. La contraposición se da entre la actitud objetivista y la superobjetivista o lúdica; entre la manipuladora-egoísta-posesiva y la respetuosa-creativa. [4] Cfr. El principito, Alianza Editorial, Madrid 1972, 2.º ed., p. 12. Le petit prince (Harbrace Paperbound Library, Nueva York 1943), p. 4. En lo sucesivo citaré en el texto mismo, indicando en primer lugar las páginas de la edición española —no del todo lograda—, y, en segundo lugar, las de la edición francesa. Los textos que ofrezco han sido traducidos por mí del original francés. [5] Cfr. Citadelle, pp. 296-297; Ciudadela, p. 274. [6] Cfr. Citadelle, p. 373; Ciudadela, p.344. [7] Cfr. Terre des hommes, pp. 250-253; Tierra de los hombres, pp. 188-191. [8] Véase, sobre esto, mi obra El triángulo hermenéutico, Editora Nacional, Madrid 1971, pp. 477-496. [9] Cfr. Citadelle, p. 319; Ciudadela, p. 295. [10] Sobre la importancia de la melancolía en el punto de partida del filosofar, véase R. Guardini: Vom Sinn der Schwermut, M. Grünewald, Maguncia 1966, 6ª ed. Versión española: Sobre el sentido de la melancolía, en Humanitas, nº 51 (2008) págs. 558-578. [11] En la Estética de la creatividad (pp. 33-180) se ofrece un amplio estudio del juego, a la luz de valiosas investigaciones filosóficas sobre el tema. [12] Véase la bella descripción que hace N. Hartmann del ser ideal en su obra Zur Grundlegung der Ontologie, Hain, Meisenheim am Glau 1948³, p. 244. [13] Esta idea de lo irreductible que se implanta en la existencia de modo súbito es expresada por Heidegger mediante el término «Ursprung» (salto a lo originario). [14] De ahí que las entrevistas no deban montarse sobre la base de interrogaciones, porque estas muestran un cierto carácter violento, ya que implican una especie de irrupción en la intimidad. Deben, más bien, sugerirse los temas para que el entrevistado acepte libremente la invitación a clarificarlos. [15] «[...] Lo esencial no radica en las cosas sino en el sentido de las cosas [...]». Cfr. Citadelle, pp. 319-320; Ciudadela, p. 295. [16] Adviértase la raíz común —«fid»— de los términos confidencia, confianza («fidutia»), fidelidad, fe («fides»). [17] Este viaje ejerce la función del vértice b del «triángulo hermenéutico». Permite al principio tomar, respecto a la flor, la distancia de perspectiva que le permita llegar a verla en su núcleo «personal» —por así decir—, más allá de la figura decepcionante que ofrecía a una mirada excesivamente cercana (modo de visión inmediatadirecta). Véase mi obra: Inteligencia creativa, BAC, Madrid 2003, 4.ª ed., pp. 160-163. [18] Cfr. Pilote de guerre, p. 179; Piloto de guerra, p. 170. [19] «Yo no estoy ligado sino a aquel a quien doy algo. No comprendo sino a aquel con quien me uno. No existo sino en cuanto me abrevan las fuentes de mis raíces» (Cfr. Pilote de guerre, p. 174; Piloto de guerra, p. 166) [20] El verdadero conocimiento implica una con-versión, un retorno al objeto de conocimiento desde una perspectiva nueva, la abierta por los elementos mediacionales que permiten tomar distancia y contemplar la realidad en cuestión de modo más comprehensivo. Es la vuelta platónica desde las sombras hacia la luz. [21] Sobre la vinculación de conocimiento, compromiso y amor —uno de los temas nucleares del pensamiento actual— se hallan precisiones muy valiosas en las obras de M. Scheler, F. Ebner, R. Guardini, H. Urs von Balthasar, G. Marcel, K. Jaspers, E. Levinas... Cfr. mis obras Cinco grandes tareas de la filosofía actual, op. cit., pp. 169 y ss., El triángulo hermenéutico, op. cit., pp. 391-424, 501, 558. [22] En Citadelle se anudan con frecuencia los términos sed, fuente, corazón: «Cuando (el niño) te abraza, te hace sentir alrededor del cuello algo que es fuente para el corazón y de lo cual tienes sed». Cfr. Citadelle, p. 296; Ciudadela, p. 274. [23] El fenómeno del «pozo», visto en la gama íntegra de implicaciones que presenta en el juego de la vida humana, desempeña un papel relevante en Citadelle, obra que intenta dar forma al bullente mundo interior del que han brotado las restantes obras de Saint-Exupéry. Véase como ejemplo la vinculación que se establece en las pp. 318-323 entre «el ceremonial de los pozos en el desierto», la necesidad de tensar el espíritu hacia las grandes
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metas de la existencia siguiendo las «líneas de fuerza» que la naturaleza instaura, el acrecentamiento de la propia «densidad interior», mediante el ajuste esforzado al campo de juego que es el desierto, con su inmensa aridez y sus pozos bien contados que hay que buscar sin intentarlos nunca poseer. [24] «Yo te enviaré a morir de sed en los desiertos a fin de que las fuentes puedan encantarte. Luego te enviaré seis meses a picar piedra a fin de que el sol de mediodía te aniquile. Después de lo cual te diré: «Aquel a quien ha vaciado el sol de mediodía es en el secreto de la noche caída cuando, habiendo escalado la crestería de estrellas, se abreva en el silencio de las fuentes divinas. Y creerás en Dios»» (Cfr. Citadelle, p. 216; Ciudadela, p. 200). [25] Cfr. A. de SAINT -EXUPÉRY: Lettre à un otage, Gallimard, París, 1944, 1974, p. 23. [26] Debido a su carácter creador, «la presencia espiritual puede hacerse más densa que la presencia física». Cf. A. de SAINT -EXUPÉRY, A. de: Oeuvres, Gallimard, París 1957, p. 392.
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II. VALORACIÓN DE EL PRINCIPITO
En su leve ropaje de fábula para niños, El principito se revela a una lectura lúdica — creativa y comprometida— como una escuela de encuentro, acontecimiento personal que exige un largo aprendizaje y una dura ascesis. En principio, el piloto y el principito sentían nostalgia por la vida creativa, pero se hallaban lejos de conocer el secreto de su poderosa e ineludible lógica interna. Contra lo que pudiera parecer en principio, debido a su enigmático descenso de una región superior, el principito no representa el papel de maestro infalible que viene a transmitir un mensaje de sabiduría. Se muestra como un niño de figura noble, preocupado por plantear con radicalidad, de frente y en exclusiva, los temas básicos de la vida personal. El piloto era un joven sensible a toda suerte de actividad creativa, pero se hallaba atenazado por urgencias de carácter artesanal, objetivista, y debía realizar un giro en su sistema de prioridades. Ambos —piloto y principito— procedían por tanteo, cometían errores, aumentaban su caudal de experiencias pacientemente, aceptaban y agradecían las lecciones que alguien les daba. Tras un tiempo de ejercitación valerosa, muestran una sorprendente madurez. Su trato personal empieza a ostentar las características del encuentro y se convierte en un campo de iluminación que arroja luz sobre toda la obra y la inunda de ese enigmático «resplandor» que llamamos belleza. No por azar las últimas páginas de la obra desprenden una luz especial, que orla las figuras amigas del principito y del piloto y baña, de horizonte a horizonte, la inmensa aridez del desierto. Para comprender genéticamente cómo se alumbra la belleza peculiar de esta obra, debemos practicar un modo de lectura lúdico-ambital —no meramente psicológica—, pues los fenómenos bellos no son una propiedad estática de determinados objetos — considerados «en sí», aparte de todo sujeto—, ni son producidos en la «interioridad» de un sujeto: acontecen en el campo de juego que se funda entre diversos seres que entreveran sus campos de posibilidades lúdicas. Estos acontecimientos interaccionales no pueden ser analizados adecuadamente por la psicología; exigen una teoría de la creatividad que explique el alcance cabal del fenómeno del juego.
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SEXTA PARTE LA SALVAJE DE JEAN ANOUILH (1910-1987)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE LA OBRA Teresa, hija de una familia muy humilde de músicos ambulantes, y Florent, joven compositor adinerado, se enamoran. Teresa, joven inteligente aunque poco cultivada, siente sobre sí el peso y la vergüenza de las carencias de todo orden que implica el ámbito de la pobreza, entendido este término en un sentido amplio y radical a la vez. Se siente humillada al observar la avidez de sus padres por el dinero que Florent acaba de arrojar al suelo. Pero ella tampoco puede superar la fascinación que le producen los billetes desparramados, y se lanza al suelo a recogerlos. Para hacer comprender a Florent que ella pertenece a un mundo no integrable con el suyo, le ruega que invite a su padre a vivir con ellos en su mansión. La falta de modales del padre sonroja profundamente a Teresa, que le incita, sin embargo, a cometer nuevos errores, y los celebra a carcajadas. El padre juzga muy severamente a su hija. Teresa reacciona airadamente contra los libros de la biblioteca de Florent, y contra la madre de este que luce su aspecto noble en un retrato de la sala. Florent no comprende el verdadero sentido de tal reacción, y confía en que todo se solucionará fácilmente cuando Teresa se adapte al clima de su nueva posición. Tampoco sabe medir el alcance de la colisión de ámbitos que Teresa provoca al interrumpir la bella canción de cuna que él estaba cantando con la cancioncilla burda, casi soez, que le cantaba a ella su madre cuando era niña. Teresa intenta convencer a Florent de que deben separarse. Pero, al advertir que este se conmueve ante tal perspectiva, estima que puede ser necesaria en su vida, y decide quedarse. A pesar de los esfuerzos desesperados de Costa, su antiguo amante, por recobrarla, ella prosigue su nuevo camino. Ya inminente la boda, vuelve a convencerse de que no será en la vida de Florent sino un elemento más de los muchos que colman su existencia de felicidad. La perfección de la música que toca al piano es para ella una imagen fiel de una vida sobresaturada de posibilidades de todo orden. El mero presentimiento de que siempre habrá alguien en el mundo que necesite imperiosamente su compañía, mueve a Teresa a abandonar la casa de su prometido y quedarse de nuevo en desamparo. II. T EMA DE LA OBRA Se plantea aquí un tema de gran alcance: el de la viabilidad del amor conyugal entre personas de clases sociales muy distintas. Es un conflicto más bien entre ámbitos de 193
realidad —el ámbito de la pobreza y el ámbito de la riqueza— que entre personas individuales, como sucede en la Antígona de Sófocles y en El burlador de Sevilla y Convidado de piedra de Tirso de Molina. Por consiguiente, la interpretación de la obra no debe hacerse tanto a la luz de la psicología cuanto bajo la inspiración de la teoría de la creatividad, de los ámbitos y de los niveles de realidad y de conducta. De esta forma, logramos una interpretación más positiva y valiosa de la actitud de Teresa, la protagonista. No era una desequilibrada mental, sino una persona castigada por la vida que maduró espiritualmente hacia una actitud de generosidad incondicional. La fidelidad a los que consideraba como «los suyos» la llevó a renunciar a su dicha particular. Su decisión final parece muy dura respecto a su prometido, pero responde a una actitud de ternura hacia quienes compartieron con ella una vida deplorable. III. CONTEXTUALIZACIÓN Jean Anouilh, nacido y fallecido en Burdeos (1910-1987) estudió Derecho en París y trabajó como secretario de Louis Jouvet. Gran aficionado al teatro, fenómeno cultural cuya íntima esencia supo describir en textos inspiradísimos[1], Anouilh se adentró tempranamente en las obras de Musset, Marivaux, Claudel, Pirandello y B. Shaw. La apelación decisiva a cultivar la vida literaria la recibió al presenciar el Sigfried de Giraudoux. «[...] A aquella tarde de primavera de 1928 —escribe—, en la que, único entre todos los espectadores, hasta las frases cómicas me hacían llorar, he de agradecer si logré dar un pequeño paso más allá de esa noche». A partir de 1930, Anouilh realiza una multiforme actividad como director de escena, autor teatral y adaptador de obras literarias a guiones cinematográficos. Todas sus obras —las «negras» y las «rosas», las «brillantes» y las «agrias»— muestran el tono amargo característico de quien se plantea a fondo el estudio de la situación humana y vive intensamente el desajuste entre la voluntad de absoluto que alienta en el hombre y la sumisión ineludible a los condicionamientos de la vida cotidiana. La lucha sin sentido entablada tras la primera guerra mundial entre el vitalismo y el espiritualismo no contribuyó a fundar el clima propicio para clarificar las grandes cuestiones que apasionaban al joven Anouilh: ¿Puede el hombre vivir el amor a lo largo del tiempo sin degradarlo? ¿Cabe la posibilidad de comunicarse dos personas a través de las barreras impuestas por las diferencias sociales? ¿Es posible recobrar el paraíso perdido de la autenticidad humana en un mundo dominado por el afán de poseer? ¿Es inevitable el envilecimiento que produce el dinero sobre el espíritu humano? El contraste violento entre la búsqueda de lo absoluto —en lo tocante a la pureza de costumbres y la autenticidad del amor— y la entrega a las condiciones degradantes de la vida concreta es la fuente del dinamismo dramático que presentan las obras de Anouilh. La lectura meramente psicológica o sociológica de las mismas resulta perturbadora porque no alcanza el plano de hondura en que se sitúa el autor. Solo una lectura lúdicoambital permite comprender la brillantez de los planteamientos que hace Anouilh y la fragilidad de muchos de sus desarrollos. 194
El análisis sincero de dos temas particularmente densos de contenido por adentrarse de lleno en la esfera religiosa —la historia heroica de Juana de Arco y el «honor de Dios» en Tomás Beckett— concedió al Anouilh de la madurez luz suficiente para desbordar su actitud pesimista y acceder a esferas de la vida humana más luminosas. En La salvaje, Anouilh matiza y ahonda un tema ya esbozado de forma desgarrada en El armiño y en Jezabel: el enfrentamiento inevitable entre el mundo sórdido de los desheredados en algún aspecto —fortuna, virtud, saber, educación...— y el mundo brillante de los que sobreabundan en posibilidades de todo orden. El autor ya no se limita a delatar la función degradante del dinero y a subrayar el sentimiento de envidia —o, incluso, de resentimiento— que suele despertar en los seres mancillados la visión de la pureza absoluta. Plantea un tema más constructivo: la reacción noble de una joven al verse inmersa en el conflicto provocado por la interferencia del ámbito de la pobreza y el ámbito de la riqueza. Teresa, representante del mundo de la pobreza, inaugura la galería de heroínas del teatro de Anouilh.
[1] Cfr. «El teatro francés contemporáneo», en Cuadernos Ínsula, 2, 1951.
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I. ANÁLISIS DE LA SALVAJE
I. INTERFERENCIA COLISIONAL DEL ÁMBITO DE LA RIQUEZA Y EL ÁMBITO DE LA POBREZA El propósito de La salvaje consiste en dar cuerpo y mostrar plásticamente al espectador el fenómeno de colisión que se produce al interferirse dos mundos diversos, dos ámbitos de vida distintos y distantes, extraños y a veces hostiles: el mundo de la pobreza y el mundo de la riqueza. Al decir aquí «mundo» —de modo semejante a cuando hablamos del mundo del intelectual, del obrero, del explorador, del ama de casa... —, no aludimos al conjunto de realidades que constituyen el medio en que se mueve cada hombre; sugerimos el ámbito de interferencia que se forma entre el entorno y las antedichas personas a medida que estas van realizando dialógicamente la tarea de su vida. Se trata de un ámbito lúdico, co-creador, interferencial, integrado por una trama complejísima de líneas de sentido, interrelaciones, sentimientos… En un serial radiofónico inglés tuvo lugar el siguiente diálogo: «—Once I was very rich. Do you understand “very rich”? —Yes. You had a lot of money. —That’s right. I had much money and many lovely things...[1]». ¿Es justa esta interpretación de la riqueza? La conducta de Teresa en La salvaje encarna la respuesta y deja patente que todo es más complejo, por cuanto la riqueza y la pobreza son estados directamente relacionados con la creatividad humana y con el papel que esta juega en el proceso de desarrollo de la personalidad del hombre. La pobreza no radica en la mera carencia de dinero. Es un ámbito de vida que te envuelve y atosiga, como una atmósfera dañina. El ámbito de la pobreza significa para Teresa, en principio, una atmósfera de dolor, violencia, desprecios, bajezas, suciedad, enfermedad, degeneraciones, fealdad, vergüenza, odio. El ámbito de la riqueza se le aparece como un campo donde florece la comodidad, el entorno lujoso, la alegría de vivir, el éxito, la tranquilidad, el dominio, la seguridad, el talento, amistades, finura de modales, belleza de sentimientos, amplias posibilidades de todo orden. A lo largo de la obra, Teresa va matizando, a golpes de dolorosa experiencia, sus ideas acerca del mundo de la riqueza y de la pobreza. Tanto el tener objetos, poseer cosas y manipularlas como el carecer de todo ello pertenece al plano de lo «objetivo» (lo asible, mensurable, ponderable, nivel 1). El 196
hallarse instalado vitalmente en un ámbito determinado implica una posición receptivoactiva por parte del hombre (nivel 2). Pertenece al plano de lo «superobjetivo», modo de realidad que es fruto de la relación creadora del hombre con el entorno. El tipo de unidad que el hombre puede fundar con los ámbitos es —en consecuencia— más fuerte e íntimo que el que puede unirle a los objetos. El ámbito de la pobreza, al no ofrecer apenas posibilidades creativas, envuelve al hombre a modo de realidad opaca que impide la respiración, es decir, no ofrece campo de libre juego; más bien lo achica y anula. Teresa dirá plásticamente que el sufrimiento de los otros «cae encima como una manta»[2]. El ámbito de la riqueza envuelve al hombre en cuanto constituye para él un campo de posibilidades, que lo invita a fundar relaciones creativas que ensanchan su horizonte personal y le permite, siguiendo el símil anterior, respirar a pleno pulmón. De esta posibilidad de llevar las virtualidades personales a plenitud pende el sentimiento de felicidad. En principio, Teresa estima que la felicidad se aloja por ley natural en el ámbito de la riqueza. Pero, a medida que va viendo de cerca la actitud de las personas pudientes ante la realidad, adivina que el mundo de la verdadera riqueza humana no coincide siempre con el ámbito del poder económico. Tal adivinación se torna más clara y matizada a medida que Teresa va madurando espiritualmente. Este proceso de maduración se encarna de modo plástico en La salvaje. El mundo de la pobreza está representado en ella por un grupo de artistas que ganan su pan cotidiano amenizando con música de fondo las veladas de balnearios y cafés. Un día y otro, sus sórdidos instrumentos musitan sus melodías durante las largas horas de las veladas nocturnas. Este grupo de cinco miembros encarna el ámbito de la pobreza, con sus peculiares características: penuria económica, educación tosca, inseguridad en la vida, dependencia de los demás, falta de iniciativa por carencia de posibilidades. Representaremos este mundo mediante un círculo de proporciones reducidas. El mundo de la riqueza toma cuerpo en la familia de un joven compositor, adinerado y victorioso —Florent France—, que se enamora de Teresa, la hija de la familia pobre. Podemos representarlo mediante un círculo de mayores proporciones. La mayor amplitud de este círculo indica la multiplicidad de interrelaciones de todo género que se derivan de la riqueza y generan una amplia gama de posibilidades. Anouilh no intenta describir un mundo y otro, tomados aparte. Quiere dar cuerpo en las tablas al ámbito interaccional que se crea cuando, por azares de la vida, ambos mundos se entrelazan. La acción de la obra reproduce el campo de interferencia de ambos círculos.
En conformidad con el precepto estético de expresar lo general del modo más concreto posible, Anouilh afina todavía más la caracterización, y personifica el mundo de la 197
pobreza en Teresa y el mundo de la riqueza en Florent. A través de ellos pondrán en juego ambos mundos todo un elenco de posibilidades de interacción: indiferencia, distanciamiento, aprecio mutuo, amor, repulsa, alejamiento apenado... Teresa es una mujer joven, lúcida de ideas y de carácter delicado, pero de maneras poco cultivadas; un diamante en bruto, que, a causa de diversas circunstancias adversas, apenas ha tenido ocasión de tallar las aristas más hirientes. En un encuentro fortuito, Teresa conoce a Florent, y ambos se enamoran. Florent, cuya educación esmerada no corre pareja con su capacidad de penetración, confía en que los problemas de la joven, los innumerables problemas que plantea a una adolescente despierta y sensible el verse sumida en el ámbito de la pobreza, hallarán rápida solución al instalarse de modo definitivo en su mansión familiar (112-124). Si hubiera acaecido esto, nos hallaríamos ante una obra «rosa», en la cual el círculo pequeño, el de la vida sórdida, se disuelve felizmente en el grande, el de la vida saturada de posibilidades. Pero aquí es inviable tal disolución, por cuanto Teresa no renuncia a su mundo, el de los suyos y el de su niñez, y, al trasladarse a la casa señorial de su prometido, lo lleva consigo como una herencia inalienable. Ello determina que su inmersión en el mundo de Florent, pese al carácter promocional que encierra, constituya una interacción conflictiva, no un mero choque, fenómeno que se da en nivel infra-ambital, meramente objetivo. Teresa se siente arraigada en un tipo peculiar de mundo, que, por incómodo y displicente que le resulte, constituye el ámbito de despliegue en el que había troquelado su personalidad desde la primera infancia. Una persona de carácter recio, auténtica y consecuente en su conducta no puede desprenderse de cuanto integra la trama de su mundo como de un vestido que se ha quedado corto o pasado de moda. II. EL DINERO Y SU HIRIENTE SIMBOLISMO La colisión de ambos mundos —el de Teresa y el de Florent— se produce de modo abrupto cuando Teresa descubre la superioridad de Florent respecto a todas las personas que constituyen el mundo de ella: su madre, mujer tosca, burda, cínica e interesada (61, 99); su padre, tan débil de carácter como escaso de talento artístico y educación cívica; Gosta, el amante de su madre, que la pretende apasionadamente a ella misma. «Su misma manera de hacerlo (de consolarme) —dice Teresa a Florent—, tan delicada, tan justa, me ofende un poco». Florent contesta: «No te comprendo, querida». Teresa agrega: «Sí. Es curioso. Tampoco yo me comprendo muy bien. Hace un rato, cuando usted quiso pelear con el pobre Gosta, yo sabía que usted era más fuerte que él, a pesar de su aire femenino. Hubiera debido enorgullecerme, ya que le quiero. Casi lo detesté por ser también el más fuerte en eso. Por ser siempre el más fuerte» (63, 100). El tipo de fortaleza que más impresiona a la clase humilde es, sin duda, la que implica el poder económico[3]. La posibilidad de un enlace matrimonial de Teresa con Florent es celebrada por sus familiares debido a las ventajas económicas que llevará consigo. Tal supervaloración del factor dinero humilla e indigna a Teresa (62, 96), no solo ni primordialmente por el temor de que su prometido la juzgue también a ella interesada, 198
sino porque tal actitud marca todavía más la diferencia de nivel que existe entre el ámbito de la pobreza y el ámbito de la riqueza. Cuando Florent ofrece dinero a los padres de Teresa, que no se recatan de exponerle sus dificultades financieras, Teresa se opone violentamente: «¡Ah, no! No volváis otra vez con el dinero. Ya me habéis hecho bastante daño con él. Me hicisteis perder bastante felicidad por hoy. No quiero dinero. Y además no quiero que pongáis ese aire de éxtasis porque quiere casarse conmigo. Soy guapa, tengo veinte años, le quiero. ¡Esto vale tanto como su gloria y su dinero! No hay necesidad de hablar de dinero. Usted me dio ayer un poco para comprar maletas. No lo quiero» (65-66, 101-102). Y, al tiempo que solloza su madre, que siente vivamente la pérdida, arroja los billetes a los pies de Florent. «Estás loca —le grita la madre—. ¡Si te lo ha dado!». Teresa contesta jadeante: «Sí, estoy loca» (66, 102). Florent ríe despreocupadamente, porque no entrevé el nudo de ámbitos que se está formando en la vida de Teresa, y le dice: «Querida, eres maravillosa. Pero, ¿qué importancia tiene el dinero? Nosotros no hablaremos nunca más de él; ¡ni siquiera lo tendremos, si tú quieres! Se puede vivir muy bien sin dinero». Teresa le indica con seriedad: «Qué sencillo es todo para ti. Yo estoy fría de vergüenza, y tú juegas un bonito juego». Florent arroja al suelo el dinero, mientras dice: «Vamos, basta de dinero [...]. ¡En adelante no sabremos lo que es el dinero!» Los padres tiemblan de ansiedad por recoger el dinero desparramado. Al fin se abalanzan hacia él. Teresa le dice fríamente a Florent: «Mire a esos dos. Les hacen daño esos billetes en el suelo... Usted los ha tirado con gracia. Nosotros no tenemos ese talento. Mire esas cabezas» (67, 102). De repente se transmuta, y añade a voz en grito: «Soy una imbécil por haber empezado. A mí también, a pesar mío, me hace daño ese dinero en el suelo. ¡Me he pinchado demasiado los dedos con la aguja, estuve demasiado tiempo encorvada sobre las telas hasta dolerme los riñones para ganar algo. Quise hacerme la orgullosa, pero mentía» (68, 102). Se pone de rodillas exaltada, y, mientras recoge ávidamente el dinero, dice sollozando: «De rodillas, de rodillas. Lo recogeré de rodillas para no mentir, soy de esta raza». Florent sigue sin entender, y su amigo Hartman le susurra al oído: «Habrá que tener cuidado, Florent». El primer acto encarna el ámbito colisional que se origina cuando el poder del dinero se interfiere con el desvalimiento de la pobreza. El acto segundo dará cuerpo al ámbito interferencial creado por la colisión del ámbito de la pureza de costumbres con el ámbito de la obscenidad más desgarrada, el ámbito de la finura de modales con el ámbito de la bastedad. III. INMERSIÓN COLISIONAL DEL ÁMBITO DE LA POBREZA EN EL ÁMBITO DE LA RIQUEZA Para hacer comprender a su prometido que la solución no dependía de ellos, pues, al intentar entreverar sus existencias, dos mundos diversos —en buena medida antagónicos — entraban automáticamente en conflicto, Teresa le rogó que invitara a su padre, el Sr. Tarde, a vivir con ellos en su mansión. La falta de modos sociales del padre avergüenza profundamente a Teresa, que le incita a cometer más y más errores, y los celebra con carcajadas. El padre estima que su hija trata desconsideradamente de tomarlo como 199
objeto de diversión (74-75, 106-107). Teresa, sin embargo, no se mueve nunca en nivel individual, sino en nivel ambital, por la misma razón que no toma el dinero en sentido objetivo sino en sentido simbólico, como expresión sensible de los campos de posibilidades que tienen ante sí los grupos pudientes. Ni su prometido ni su padre aciertan a adivinar esto. Florent la llama tiernamente «loca mía» (68, 103), «pequeña salvaje mía» (35, 88). El padre la considera «rara», y no sospecha siquiera que su hija se mueve en un plano superior al de los meros intereses individuales por cuanto representa a un grupo social, una vertiente o ámbito de la vida humana: «¡Crees —pregunta Teresa— que si hubiera venido aquí con la intención de ser feliz hubiera insistido en traerte, papá?» (83, 110). El padre, deslumbrado por las opulentas comidas, el alcohol y el excelente tabaco, se reduce a tachar simplistamente a su hija de «orgullosa» (85, 111). En rigor, no se trata de orgullo, ni de ninguna otra condición personal de Teresa. Esta quiere tan solo poner de manifiesto el resultado conflictivo de la interferencia de dos mundos a su juicio insalvablemente disociados. De ahí que, al exclamar su padre, irritado: «¡He engendrado un monstruo, un monstruo de orgullo!», ella replica: «¿Tú crees que soy orgullosa? [...]. Sería una suerte, papá, si no fuera más que orgullo» (85, 111-112). Un sentimiento personal cabe encubrirlo, matizarlo, transformarlo. Pero la colisión de dos mundos difícilmente puede ser evitada por parte de quienes los integran. Teresa, muy a su pesar, se comporta de modo extraño y violento, como llevada por un hado enigmático e ineludible. Esta sumisión a una instancia superior concede a la obra un peculiar dramatismo. La conciencia viva de estar arraigada por todos sus poros en un determinado ámbito existencial impide a Teresa adentrarse en el ámbito nuevo que le brinda su prometido. La instalación en una casa que representa un campo de juego distinto no puede sino provocar en su ánimo una violenta sacudida, fenómeno harto más grave que una mera reacción extemporánea. Tal conmoción se da siempre que Teresa tropieza con una realidad que de algún modo encarna el mundo de Florent, visto como un inaccesible ámbito de riqueza, poder, bienestar, finura, pureza. Teresa se siente acosada y reacciona como una fierecilla herida. Si, al pasar por el salón, acelera el paso para no oír los reproches de los muebles que la tachan de entrometida, ello responde a que su sensibilidad se halla exacerbada por las humillaciones pasadas. Si se pasea desnuda ante los cuadros de las nobles damas que la miran con aire severo, no intenta realizar simplemente un gesto procaz, sino poner al descubierto su viejo desamparo espiritual. Al arrojar violentamente los libros al suelo, no realiza un vulgar acto de gamberrismo, como juzga su padre; expresa la ira que le produce a una persona sensible, carente de formación, encontrarse frente a frente con el mundo de la cultura. Las paredes de la habitación donde se halla Teresa con su padre están cubiertas de libros bellamente encuadernados. Todo parece respirar paz y serenidad en esta pequeña sala típica de la alta burguesía. Pero he aquí que la joven, tras contemplar fijamente algunos de los libros, los va cogiendo con gesto desabrido y aire de exaltación, y los arroja contra el suelo mientras grita repetidamente con voz descompuesta: «¡Cochinos libros!» (89, 113). Esta frase, enmarcada en su contexto, pierde su primera tosquedad y se carga de valor 200
poético, es decir, expresivo de una interferencia colisional de ámbitos. En el lábil cuerpo sonoro de esta expresión banal toma cuerpo el drama de la colisión de dos mundos, el ámbito nuevo que se forma al interferirse dos ámbitos de vida contrapuestos irremediablemente. A la novedad del ámbito creado en ese preciso momento responde el carácter irreductible, el valor específico de tal frase. Las dos palabras que la integran —«cochinos», «libros»— se hallan aquí en su justo medio, y en él encuentran su plenitud de significación y su máxima capacidad expresiva. Al presenciar esta escena inesperada, el espectador atento advierte que el lugar viviente en que se interfieren dramáticamente los dos mundos es el espíritu de la joven. No se trata de un acto de agresión por parte de esta. Teresa no se enfrenta activamente —en sentido social moderno— a la clase de los poderosos, ni siente aversión hacia la misma. Más bien, su espíritu se halla internamente subyugado por el poder irradiante y apelante que tiene la riqueza. Pero, al no querer desarraigarse de su mundo propio, la inmersión súbita en el mundo superior (inevitablemente ajeno e inaccesible como mundo, aunque accesible como mero entorno superponible) despierta en su interior un sentimiento airado de protesta. Con su certera intuición de mujer del pueblo, intuición que le permite ver el todo en la parte, Teresa advierte que los libros encarnan el ámbito de la riqueza, porque el saber se traduce en poder, y el poder en técnica, y de la técnica se deriva el confort y las amplias posibilidades que confieren a la vida del hombre amplitud de horizontes y seguridad (87, 113). Debido a su formación tosca, Teresa no podía tematizar esta cuestión de modo explícito y buscar una salida positiva al conflicto. Reacciona con espontaneidad de animal acosado, y zapatea los libros contra el suelo. Este gesto inicia el proceso dramático, al poner a plena luz el sentido que fue adquiriendo el ámbito de interrelación creado por ambos jóvenes. Este alumbramiento de sentido va vinculado con una eclosión de belleza, la peculiar belleza dramática. Para advertirlo, se requiere vivir la representación de la obra en nivel ambital (nivel 2), más allá del mero nivel objetivista (nivel 2), notando con precisión desde el principio cómo se van interfiriendo los dos ámbitos, y cómo se dan todas las condiciones necesarias para que la interferencia sea conflictiva. El joven Florent no parece haber vivido sus relaciones con Teresa en este plano ambital, y cuando entra en la sala se queda perplejo al observar la actitud descompuesta —a su entender, inexplicable— de su prometida. También el padre de Teresa juzga «incoherente» la actitud de esta (89, 113). Se limita a preguntarle, sorprendido, por qué maltrata unos libros que no le han hecho el menor daño. (En el nivel 1, esto es obvio. Tales libros, en cuanto objetos, no eran sino un elemento decorativo perfectamente inocuo). Teresa, con acento duro, manifiesta a Florent que no dará explicaciones a quien se muestra incapaz de comprender por sí mismo; pero le revela que fue ella quien hizo venir a su compañera Jeannette para que descubriese que había sido amante de Gosta, y que provocó intencionadamente a su padre a cantar canciones obscenas y beber en demasía, y que todas las noches ultraja el retrato de una noble dama —la madre de Florent— que expande un aire de dignidad por toda la sala.
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Florent, desconcertado, piensa que la actitud de Teresa se debe a la sensación de extrañeza que ha debido de producirle su primer contacto con personas ajenas, y, para familiarizarla, le enseña los diversos lugares y enseres de la casa. Al presentarle a su madre en el retrato, y recordar complacido la canción de cuna con que le hacía dormir de niño, Teresa se puso a entonar con acento desgarrado, entre ensoñadora y agresiva, la cancioncilla tosca y burda que había cantado en el primer acto su madre. Lo hace ocultando la cara y sollozando, fuera de sí, transportada de repente a un mundo sórdido e inhóspito. Florent, sorprendido, mira con escalofrío a la joven y le pregunta qué está cantando. Ella contesta: «Una canción que me cantaba mi madre». Él agrega: «¿Por qué cantas esa imbecilidad?». Teresa agrega, sollozando: «Porque mi madre es una mujer dura y fría que me avergonzaba y me pegaba» (109, 123). Teresa rompe a llorar, y Florent no acierta a comprender la razón de este desmoronamiento espiritual. Una escena que pudo haber sido idílica se trocó en dramática por la colisión de dos mundos distintos, difícilmente armonizables. Dos ámbitos complejos se encarnan en el grácil cuerpo sonoro de una canción de cuna, y adquieren así la posibilidad de encontrarse con un modo de interferencia conflictiva. Todo espíritu sensible posee la capacidad de advertir cómo ciertas realidades, fenómenos o acontecimientos especialmente expresivos tienen un poder de vibración tal que en ellos se hace presente todo un ámbito de realidad, un período de la vida, e incluso la existencia entera de una persona o de un pueblo. Estas realidades cobran un especial poder simbólico, ya que en ellas se entreveran las mil y una líneas de sentido que integran la trama que estructura internamente los ámbitos. Las dos nanas dan cuerpo expresivo a dos ámbitos existenciales, dos mundos. La escena en que las dos canciones se interfieren marca el momento más alto del climax dramático y revela el agudo sentido estético del autor, que supo revelar a los espectadores el drama íntimo de una joven, de una familia, de una clase social, de toda una vertiente de la humanidad a través de un elemento expresivo tan aparentemente sencillo e inocuo como es una canción de cuna. El joven no adivinó este drama interior, e interpretó el gesto de la muchacha como una salida de tono propia de una persona poco cultivada. En realidad, no se trataba de una tosquedad superficial que pudiera superarse rápidamente al trasplantar a Teresa a un medio refinado. Pues lo que estaba aquí en juego no era el contraste de los modales personales de Teresa y Florent, sino la contraposición de los ámbitos que encarnaban, de tal modo que, conforme estos ámbitos se fueran interfiriendo al hilo del cultivo de las relaciones, la fricción se agravaría y haría insostenible la vida en común. Florent intenta consolarla desde su punto de vista (110, 123). Teresa, desde su mundo, lo interrumpe y le dice muy suavemente: «Escucha, será necesario dejarme ir. Mira, no te pido otra cosa». Florent, acercándose a ella, responde, nervioso: «Estás loca, Teresa». Ella retrocede y le advierte: «No me toques». Florent: «No te dejaré marchar nunca». Teresa: «Sí, Florent, no habrá más remedio... Deberías dejarme subir a mi cuarto sin decirme nada. Irás a trabajar como de costumbre, y esta noche te darás cuenta de que ya no estoy, sin saber en qué momento me fui para que no podamos hablarnos todavía otra vez. Esto es lo que hace más daño: hablar» (111, 124). 202
En el lenguaje toman cuerpo los ámbitos de colisión que se forman al entrecruzarse diversos ámbitos irreconciliables. Por eso se acoge Teresa a su padre para volverse a su ámbito propio y salirse del campo de interferencia en que se halla desgarrada: «Ah, sí, papá, quédate... sobre todo con este traje [...]. Qué contenta estoy de que seas tan sucio, tan ridículo, tan vulgar...». El padre se siente humillado ante Florent, y recomienda a su hija que no olvide que, al fin, él es su padre. Teresa, un tanto fuera de sí, con alegría desentonada, exclama: «Oh, no lo olvido, papá, soy tu hija. Soy la hija del hombrecito de las uñas negras y la caspa; del hombrecito que hace hermosas frases, pero que intentó venderme, un poco en todas partes, desde que estoy en edad de gustar...» (115,125). Este gesto de acogerse al hombre que desprecia y alejarse del joven a quien ama y admira representa plásticamente el estado desgarrado del alma de Teresa, que se sabe marcada para siempre por un pasado amargo que Florent jamás podrá comprender y menos compartir. «Sí, ahora que estoy desesperada, me he escapado de ti, Florent. Acabo de entrar en un reino al que tú nunca has venido y hasta el cual no podrías seguirme para recobrarme. Porque no sabes lo que es [...] perderse, ensuciarse, encenagarse... No sabes nada humano, Florent [...]. Nunca tuviste un verdadero dolor, un dolor vergonzoso como un mal que supura... Nunca has odiado a nadie, se te ve en los ojos, ni siquiera a los que te han hecho daño» (116-117, 126). Al indicarle Florent que luchará por superar cuanto le ha hecho a ella la miseria, Teresa le dice burlonamente: «¡Lucharás! ¡Lucharás! ¡Luchas alegremente contra el sufrimiento de los demás porque no sabes que cae encima como una manta, como una manta que se te pega a la piel. Si hubieras sido malo o débil, o cobarde, tomarías precauciones infinitas para tocar esa manta sangrienta. Hay que poner mucho cuidado para no ofender a los pobres...» (119, 127). Florent se siente desvalido al ir observando que sus mejores cualidades no sirven para ayudar a Teresa en su aflicción, antes aumentan su desconsuelo al comprobar que es imposible una auténtica convivencia con una persona fuerte, limpia, dichosa, que no puede comprender el mundo del abandono. Esta ignorancia es lo que más daño le ha hecho (120, 127). Significativamente, en este momento decisivo de la obra Teresa se dirige a Florent en plural, como representante del mundo de los bien dotados, y habla como portavoz del mundo de los desheredados: «Tú no sabes nada. Vosotros no sabéis nada, tenéis el privilegio de no saber nada. Ah, me colma esta noche toda la pena que desde siempre atenazó el corazón de los pobres al darse cuenta de que las gentes felices no sabían nada, que no había esperanza de que algún día supieran. Pero esta noche sabrás, sabrás lo mío, por lo menos, si no sabes lo de los otros. Vamos, explícale tú, papá, sí tienes valor, todas las pobrezas, todas las bajezas que no pudo conocer y que me han dado esta triste ciencia, a mí que soy más joven que él [...]. Cuéntale de cuando tenía nueve años, lo de aquel anciano que era tan bueno...» (120-121, 128). «Explícale [...] que mamá me impulsó a que cediera a Gosta para conservarlo ella.» «Dile que a los quince años, ni siquiera, a los catorce, tuve un amante» (122, 128). El padre de Teresa interpreta la confesión de esta como una extravagancia fruto del orgullo (124, 129). No advierte que sus palabras, más que una actitud personal tomada 203
deliberadamente, reflejan la colisión provocada en su ánimo al interferirse dos ámbitos antagónicos. Florent había entrevisto la capacidad sorprendente de Teresa para trasmutar el mal en bien. «De su libertad, de los amantes que tuvo antes que yo, ha sacado esa pureza sin máscara ni recato» (33, 88). Hartman se hace cargo en parte de ello, y hace notar a Florent que los poderosos, como los reyes de antes, lo han recibido todo con profusión y deben ser un poco «extranjeros en la tierra» (126, 130). Él mismo, en principio, había sentido odio hacia él debido a su indignante superioridad. Por primera vez en su vida, Florent se siente desvalido, escindido internamente. Ama a Teresa, desea hacerla feliz, y ahora advierte que la está sometiendo de hecho a tortura (112, 120; 124, 127). Este desmoronamiento del mundo confiado y seguro en que había vivido hasta entonces le provoca el llanto. Al despedirse de él, Teresa adivina su situación espiritual, y afronta el problema en su raíz. «Si intentaras por una vez —le dice— ser como los demás: cobarde, malo, egoísta.» «Si, en lugar de conseguirlo todo con solo aparecer, intentaras abrirte trabajosamente paso como los otros, fracasando, empezando de nuevo, sufriendo, pasando vergüenza. Si lo intentaras, ¿eh?, quizá me sentiría liberada» Florent contesta: «Comprendo esta noche que también el sufrimiento es un privilegio que no conoce todo el mundo» (129-130, 132). Teresa se conmueve al adivinar que es posible una auténtica comunicación entre ambos: «¿Por qué no me gritaste que llorabas para que estuviera menos sola?». «Ten necesidad de mí. Necesítame, para que no sufra demasiado» (130-131, 132). La común participación en el sentimiento de dolor y desvalimiento hace posible el entrelazamiento de los ámbitos personales de Teresa y Florent. Fundado un ámbito básico de intercomunicación, Teresa se siente ya de algún modo solidaria del ámbito luminoso que es la vida de Florent y no siente aversión hacia todo aquello que fundamenta su felicidad. «Recuérdalas rápido (todas las otras alegrías). Ahora ya no me dan miedo [...]Tú eres mi casa, tú eres mi familia, tú eres mi buen Dios» (131-132, 132-133). Esta adhesión al mundo de Florent despega a Teresa de su mundo anterior, encarnado aquí por su padre. «Soy feliz porque te irás solo, papá, con las dos maletas de cartón, porque al fin me he desprendido de ti». Teresa se siente feliz al verse desligada del ámbito de pobreza y sordidez que en este momento estaba encarnado ante Teresa por la figura tosca del padre, a quien sin duda amaba como persona. Este, despavorido y sin hacerse cargo de la situación, exclama: «¿Irme solo? Pero ¿adónde?». «Donde quieras, papá —puntualiza Teresa—. Lo más lejos posible». «¿Y tú te quedas?», inquiere tristemente el padre. Teresa, transfigurada —en virtud del trastrueque de ámbitos— y mirando a su padre desde el ámbito de acogimiento que funda con ella su prometido mediante el gesto de tenerla entre sus brazos, proclama su nueva situación en estos términos: «¡Sí, yo me quedo y no tengo vergüenza, y soy fuerte y estoy orgullosa, y soy joven y tengo toda la vida por delante para ser feliz!» (132, 133). Con este aire de exaltación concluye el segundo acto. IV. EN BUSCA DE UNA AUTÉNTICA PARTICIPACIÓN Y PLENITUD
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Recordemos que el primer acto se cerró con una dramática confesión gestual, por parte de Teresa, de pertenecer inevitablemente a la raza de sus progenitores. El segundo acto culmina en una liberación de este ámbito de sordidez. Teresa manifiesta con cruda sinceridad, en todo momento, los sentimientos psicológicos que producen en su ánimo los diferentes ámbitos que se van formando a lo largo de la trama escénica. Tales sentimientos —conviene subrayarlo de nuevo— no se refieren a las personas como tales —en el caso anterior, a su padre, el señor Tarde—, sino a los ámbitos de pobreza, desorden, ruptura y desgarramiento interior en que se vio sumida Teresa hasta el presente. El tercer acto nos muestra a la protagonista moviéndose en el ámbito luminoso de la mansión de su prometido. No tarda en advertir el contraste existente entre el concepto de trabajo que se ha hecho María, la hermana de Florent, desde una posición de abundancia, y el que ha ido configurando ella a lo largo de una vida indigente. Diferencias no leves de criterio se van haciendo patentes entre dos personas inmersas aparentemente en el mismo ámbito existencial. Teresa, que en el fondo se siente superior en sabiduría humana a las personas que la rodean en su nueva morada, se sitúa a cierta distancia de reflexión, y a través de los diálogos va penetrando en el mundo interior de estas gentes pudientes, y se esfuerza por adentrarse en él y asimilarlo (149, 141). No puede desprenderse, sin embargo, de su ámbito originario de vida, como si fuera un traje que se ha quedado pequeño y se cambia por otro adaptado a las nuevas circunstancias. De ahí su reacción frente a la modista que se ha extenuado durante días para prepararle su traje de boda. «Escucha, quería decírtelo, Leontine, yo también sé que [...] se hace largo trabajar, que es cansado, que es triste y que hay que hacerlo todos los días... [...]. Perdóname por mi vestido, Leontine...» (147-148, 140). A los de la casa los encuentra encantadores, claros y duros, seguros de sí mismos, conscientes de ser justos y buenos (151-142), felices con un tipo de felicidad que se le aparece como una «extraña comedia» (152, 142). El papel que debe desempeñar ella en esta comedia se esfuerza por aprenderlo. Merced a tal esfuerzo se siente «bañada de felicidad, de dulzura». «Me siento menos dura, menos pura también... Siento que la quietud hace seguros estragos en mí, cada día, como un vicio. Ya no busco el fondo de las cosas: comprendo, explico, exijo poco... Sin duda me voy haciendo también menos vulnerable. Pronto todas mis penas se habrán ido a ocultar arrastrándose bajo las piedras y solo tendré dolores de pájaro como ellos» (153, 143). Teresa advierte que ya no ahonda; se deja mecer por la superficie halagadora de las cosas. Al no participar en la vida de los otros, la toma más bien como tema de consideración espectacular. (Recordemos la gama de armónicos que sugieren los términos «espectáculo» y «participación», categorías eje del pensamiento contemporáneo). Teresa observa la superficialidad de esta vida feliz, fácil como la música que brota de los dedos de Florent sobre el piano. «Escuche cómo toca. Qué fácil es todo cuando toca [...]. Cada nota restituye algo a su lugar ideal... ¡Ah, es una organización maravillosa y temible, Hartman, la felicidad de ellos! El mal se convierte en un ángel malo a quien se combate alegremente para hacer ejercicio y al que siempre se abate. La miseria, 205
una ocasión de probar la propia bondad siendo caritativo... El trabajo [...] un pasatiempo agradable para ociosos... El amor..., esta alegría lisa, sin sobresaltos, sin dudas, sin desgarramientos. Escuche cómo toca, Hartman, sin preguntarse nunca nada» (153-154, 143). La música restituye el orden, la configuración justa, como contrapartida al desgarramiento o ruptura de órdenes. La música es tierra de promisión; representa una forma paradigmática de orden. La vida de Teresa era una vida rota. Para ella, la música constituía un lugar ideal de acogimiento. Su sentimiento ante la música es profundo, rigurosamente lúdico. No se reduce a mera caricia. Objetivamente., más acariciador podría resultarle el terciopelo de los sillones y el ambiente cálido de la mansión de Florent. Florent había mostrado en el segundo acto necesitar a Teresa. Esta se inmergió en su ámbito. Pero ahora lo ve saturadamente feliz, entregado a la exaltación del ritmo musical. La música satura, envuelve, plenifica. «Estoy saturado de música, sobre todo de Brahms», afirmó en una ocasión Arturo Rubinstein. Estaba saturado ambitalmente —no psicológicamente— por la música. No se hallaba anegado, ahíto, sino saturado con un tipo de plenitud que otorga libertad y levedad, por ser de tipo promocional. Teresa vuelve a ver a Florent totalmente seguro de sí en un mundo de orden y plenitud. Florent había manifestado que deseaba unirse en matrimonio a Teresa no porque tocaba el violín, ya que lo hacía deficientemente, sino «para ser feliz toda la vida con ella» (30, 86). Esta preocupación por convertirlo todo en un elemento más de la atmósfera de felicidad que lo acogía fue perfectamente captada por Teresa cuando confesó: «Yo no soy más que una alegría entre sus otras alegrías. En cuanto creyó que me había encerrado en su felicidad, una vez venida la lagrimita, no volvió a dudar de nada. Está seguro de mí como de todas las cosas». «Ni siquiera necesita mi amor; ¡es demasiado rico! ¡Ah! pero no estoy completamente domada todavía, y hay cosas que no quiero comprender» (154, 143). Teresa tiene una personalidad lo suficientemente definida para no aceptar de modo pasivo que se la asuma en un ámbito halagador, cómodo, muelle, desligado de toda conciencia de los problemas que atenazan a los seres que viven en situaciones muy diferentes. Teresa necesita un ámbito que la acoja y arrope (155, 152; 144, 142), pero exige que sea un ámbito auténtico, creado con esfuerzo, no la atmósfera adormecedora de la vida pudiente (153, 142-143). Dejarse llevar por el vértigo de la molicie significaría para ella una forma de inacción semejante a la muerte (156, 144). Teresa renuncia lúcidamente a toda forma de vértigo —que significa una entrega a formas de unión fusional, muy intensas, pero en el campo de la creatividad humana nada fecundas— para dedicarse por entero a la creación de ámbitos interpersonales. No se resigna a contemplar solo la faz feliz de la existencia y vivir al margen de sus aspectos sombríos. Sería bueno no saber nada más (157, 145), no entrar ni siquiera mediante el conocimiento en el ámbito de los desheredados, pero ella no ignora que todos los personajes de su pasado vendrán a buscarla uno tras otro. Y aunque sean feos, sucios, llenos de pensamientos rastreros, no es lícito pasar rápido a su lado como hacen los pudientes (174, 152). Florent se siente satisfecho porque el andante que está componiendo marcha bien (181, 154). Pero Teresa advierte que para ella es inútil 206
disimular y cerrar los ojos con todas las fuerzas. «Siempre habrá un perro perdido en alguna parte que me impedirá ser feliz» (181, 155). El desgarramiento interior que produce en el ánimo de Teresa la interferencia de dos ámbitos que se muestran inconciliables y a los que se siente vinculada, por razones distintas pero igualmente poderosas, queda patente al final de la obra cuando de manera sucesiva se confrontan entre sí el mundo sórdido, abotargado, del padre y de Gosta, por una parte, y el mundo resplandeciente, perfecto, de Florent (174-175, 152-153). Teresa rechaza con decisión a su padre y a su pretendiente, manifestando que ya no puede pensar en ellos y llevarlos en su corazón (174, 152). Seguidamente, se adentra en el ámbito artístico que crea Florent con sus interpretaciones musicales (el autor subraya que la música envuelve a Teresa y a Gosta mientras dialogan, 175, 152), y en el ámbito de vida que iba a significar el acontecimiento nupcial y el viaje de bodas por Italia y Suiza. Justo en el momento en que una modista subraya el carácter fascinante de estos ámbitos, con el asentimiento expreso de Teresa, esta se estremece súbitamente, se separa de las modistas que prueban su vestido de novia y rompe el bloqueo que estaba a punto de imponerle el mundo de Florent. No se deja fascinar por él, se conserva a distancia del mismo, y con plena libertad abandona definitivamente la mansión de su prometido para volver a los suyos. En el rostro contraído de Teresa que mira por última vez a Florent en el umbral de la casa vemos reflejada la tensión que produce en su ánimo la colisión de dos sentimientos opuestos: la voluntad de unirse a la persona amada y la fidelidad inquebrantable al mundo propio. Esta última interferencia conflictiva confiere a la obra un cierre altamente dramático. El acto tercero encarna el conflicto que produce la interferencia de los dos mundos, el de la pobreza y el de la riqueza, cuando se enfrentan a través del mero recuerdo o del simple presentimiento. En los actos primero y segundo, ambos mundos se enfrentan de modo directo e inmediato. En el acto primero, el conflicto tiene lugar en el campo ocupado por el ámbito de la pobreza, que se ve interferido por el ámbito de la riqueza representado por Florent. En el acto segundo, este acontecimiento interferencial se da en el campo propio del ámbito de la riqueza, representado por la casa señorial de Florent, en la que se hallan hospedados Teresa y su padre. En el acto tercero, el ámbito de la pobreza hace varias incursiones en el ámbito de la riqueza mediante las visitas de Jeannette, la compañera de Teresa, y Gosta, el pretendiente. Teresa parece rechazar estos intentos de restituirla a su mundo primigenio con recursos de fuerza. Sin embargo, ella misma renuncia espontáneamente a la dulce felicidad personal que la acoge, como una atmósfera tibia, por el mero presentimiento de que nunca faltará en la tierra un necesitado que la impida sumergirse despreocupadamente en el mundo de la saciedad y ser feliz. Ya no es la presencia de la pobreza lo que mueve a Teresa. Le basta presentir que tal pobreza existe en algún lugar. Ello nos indica que ahora el conflicto se desarrolla en la interioridad misma del espíritu de Teresa. Al tiempo que Florent se deja embriagar por las bellas armonías que crea en el piano, Teresa «se va—como musita Hartman— menudita, dura y lúcida, a golpearse por el mundo» (182, 155).
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[1] «—En un tiempo yo fui muy rico. ¿Comprende usted lo que significa “muy rico”? —Sí. Usted tenía mucho dinero. —Exacto. Poseía dinero abundante y muchas cosas bellas». [2] Cfr. ANOUILH, J.: La sauvage, La Table Ronde, París 1958, p. 119. Edición castellana en el vol. Teatro. Piezas negras, Losada, Buenos Aires 1968, 4.ª ed., p. 127. Citaré, en el texto, por ambas ediciones. La primera cifra corresponderá a la edición francesa; la segunda, a la española. [3] Según comprobaciones de laboratorio, los niños muy pobres, al ver una moneda, perciben agrandado su tamaño, debido sin duda a la avidez de la mirada.
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II. VALORACIÓN GENERAL DE LA SALVAJE
I. LA ALTA COTA DE LA SOLIDARIDAD Anouilh intenta describir los ámbitos de ansiedad, codicia, rebelión, ira, compasión, odio, desesperación y desgarramiento interior que se fundan al interferirse los mundos de la riqueza y de la pobreza, y dejar en claro que —en frase de Teresa— «no es nada cómodo llegar a ser feliz» (164, 148). No trata de dibujar caracteres en plan psicológico. El simple análisis psicológico depaupera, inevitablemente, la figura de Teresa. La diferencia fundamental entre los personajes viene dada por su mayor o menor sensibilidad para captar las diversas situaciones fundadas por el entreveramiento de ámbitos y el sentido profundo de tales situaciones. Los padres de Teresa apenas advierten este sentido. Viven en nivel puramente objetivista (nivel 1), nada ambital; valoran el dinero por su poder adquisitivo; se mueven en plano posesivo; buscan la satisfacción de sus gustos individuales aun a costa de envilecerse espiritualmente. Florent se mueve en nivel personal-psicológico, no en nivel ambital-comunitario (nivel 2). En Teresa ve a una joven atractiva, de finura natural poco cultivada pero perfectible. No advierte que ella actúa siempre como representante de una de las dos vertientes que constituyen la humanidad. Hartman es un hombre lúcido que se mantiene en un segundo plano, a distancia de reflexión, y adivina con bastante claridad los distintos niveles en que se desenvuelven los personajes. Desempeña en cierta medida la función clarificadora del coro griego, que Anouilh restauró tímidamente en Antígona. Teresa es la personificación de los seres humanos que viven las peripecias de su vida con plena lucidez, sin mitigar el propio desamparo, sino poniéndolo más bien al descubierto. Procede con absoluta sinceridad, reaccionado en cada momento según lo exigen los ámbitos que se van fundando en las relaciones humanas. Las actitudes y acciones de Teresa no responden a meras condiciones de carácter, sino a la lógica que rige las interferencias de ámbitos. Al ser de por sí espontánea y abierta, Teresa acusa con vivacidad, en su conducta, las alteraciones de ámbitos que se producen a su alrededor. Quien no se haga cargo de que Teresa se mueve en este nivel ambital tenderá a juzgar su conducta como exabrupta, ilógica e, incluso, histérica. El análisis lúdico-ambital-relacional de La salvaje pone de manifiesto que la voluntad de Teresa de mantenerse siempre en un estado de perfecta lucidez no responde a forma alguna de «convulsión psíquica» —como indica Juan Guerrero Zamora[1]— sino a un 209
firme sentimiento de arraigo en el ámbito que troqueló su existencia. Que este arraigo no es un simple apego vegetal a la tierra madre, sino tensión integradora de tipo personalcomunitario lo indica el hecho de que Teresa se mueve en nivel de grupos humanos: «los pobres», «los sucios», «los feos», «los obscenos», «los de algún modo abandonados». Al final de la obra, Teresa gana una cota superior. Desborda su mundo, en cuanto suyo, para preocuparse de cualquiera que la necesite, en cualquier forma, situación o lugar. Ya no habla de «los suyos», sino de «un perro cualquiera». A las condiciones de lucidez, firmeza, sinceridad, debemos añadir ahora la generosidad. Teresa se libera de lo que seduce (nivel 1), del campo de posibilidades que abre la riqueza, y queda en franquía absoluta para crear ámbitos de interrelación con cualquier persona. Por eso la frase genérica acerca del «perro abandonado» tiene un alto valor estético, en cuanto indica un cambio de actitud ambital. Las reacciones de Teresa, aparentemente exabruptas y sin justificación, están determinadas por corrientes profundas de sentimiento que afloran solamente en instantes determinados. Así, su oposición a Florent, su indignación ante la facilidad absoluta con que triunfa, su pureza intachable, su felicidad sin sombra, no responde a la mera «susceptibilidad exacerbada de los humillados» (Guerrero Zamora), sino a su deseo insatisfecho de una solidaridad humana que mitigue el desamparo absoluto de los débiles. Teresa había crecido en un hogar en el cual la esposa tenía un amante a la vista del marido. En este ámbito roto y desequilibrado, Teresa cobró un sentimiento casi violento de añoranza por el orden, por la solidaridad profunda del auténtico amor. En Jezabel —obra anterior de Anouilh—, Marc confiesa a una joven: «Es cierto. Yo os admiro con odio. Usted es tan bella, y todo es aquí tan sucio, tan pobre, tan contrahecho». En La salvaje, Teresa advierte a Florent: «Hay que poner mucha atención para no ofender a los pobres». «Si intentaras ser una vez como los otros: flojo, malo, egoísta, pobre…». No pretende con ello Teresa rebajar a Florent de condición o hacerlo caer de su nivel humano y social. Sería entender su actitud en nivel individual, no ambital. Teresa anhela restablecer la solidaridad humana perdida por las excesivas diferencias de formación y de vida. Por eso ofrece excusas a la modista, que ha de extenuarse en la confección de su traje de novia; confronta bruscamente una y otra vez la pureza nunca empañada de Florent con las bajezas de los miembros de su grupo y con las suyas propias, y, en el acto tercero, insiste en la condición desarraigada de la felicidad de las gentes pudientes. Al realizar tal confrontación, Teresa no actúa con odio hacia los poderosos ni con orgullo de reina destronada. Teresa no es una revolucionaria social. Quiere sencillamente restaurar la solidaridad humana. Cuando Gosta reacciona violentamente ante la posibilidad de que la joven a quien ama pueda casarse con Florent y resuelve matar a este, Teresa le advierte: «... Voy a decirte yo lo que era tu justicia, si no lo has comprendido solo: era tu odio. ¡Tu odio de fracasado por todo lo que es más hermoso, más logrado que tú! [...]. ¡Qué orgullo, qué vanidad odiosa! Quiero compadecerte. Tenerte lástima, pero, si creíste que nuestra
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miseria, nuestra mugre, nuestra pringue eran títulos de nobleza, te equivocaste» (174, 151). Al alejarse de la casa de Florent y abandonar su vestido de novia, Teresa anula conscientemente una posibilidad de dicha personal para solidarizarse con los desvalidos que vagan solitarios fuera del ámbito de la felicidad y aminorar su soledad. No cabe dictaminar que esta reacción de Teresa haya sido provocada por el egoísmo, sin consideración a la otra «víctima» que ella causa —como a veces se afirma—, porque su determinación final fue tomada al advertir que Florent era demasiado rico y no necesitaba ni siquiera su amor (154, 143). Las últimas frases que intercambian Teresa y Florent muestran que la felicidad de este se polariza en su arte musical, y, en cambio, la de aquella está puesta en entredicho por la posible existencia de seres abandonados. En el momento en que Teresa hace un esfuerzo desesperado por entregarse sin reservas a la felicidad que le ofrece Florent, se propone olvidar todo cuanto signifique sufrimiento y desamparo. «¿Por qué entraste? —pregunta airada a su pretendiente Gosta—. No quiero verte, soy feliz aquí, ¿entiendes? Soy feliz y le amo. No quiero tener nada que ver con tu pena y tu miseria [...]. ¿Qué viniste a hacer aquí con tu desdicha en las manos?» (172, 151). Pero, al constatar la facilidad de Florent para sentirse completamente feliz en el ámbito de la música, sin necesitarla a ella —ser personal— como algo básico, retorna a su actitud fundamental de solidaridad humana y se aleja de su casa, de modo semejante a como se había vinculado a él súbitamente cuando, al final del segundo acto, advirtió que su decisión de marcharse le había conmovido el ánimo. En ningún momento intenta Teresa ausentarse y frustrar su boda «sin razón alguna», como afirma Guerrero Zamora[2]; lo hace siempre en virtud de los ámbitos que se crean al hilo de la peripecia argumental. No ha juzgado y amado Teresa «sin humildad», ni ha «idealizado el objeto de su pasión por encima de lo humano», ni ha intentado «que su condición coincida absolutamente con la del amante»[3]. Esta interpretación solo es posible cuando no se mueve el análisis en el nivel ambital. Así sucede, patentemente, en el comentario dedicado a esta obra por Guerrero Zamora, a cuyo juicio el error de Teresa, «el principio larvario que se oculta en su aparente claridad consiste en que de la persona amada ha hecho una imagen, más hostil cuanto más fijada, precisamente porque en ella se resume cuanto de noble hay en el mundo»[4]. Teresa no reduce la persona de Florent a una imagen; la ve inserta constelacionalmente en el ámbito de la riqueza del que forma parte y al que representa. Una persona lúcida no puede tratar a las demás de modo individual-desarraigado, ya que las ve necesariamente como puntos de vibración de las realidades ambitales a las que pertenecen. Según Guerrero Zamora, la naturaleza última del error que padece Teresa radica en que, a su juicio, el dinero no es un haber sino un ser, pues de su posesión o carencia se deriva una distinta condición personal. Vista la obra con la debida profundidad, se observa que no se trata de un «error», sino de una gran intuición: la de que los «haberes» del hombre abren campos de posibilidades ante él y le permiten desarrollar su personalidad fundando ámbitos-de-cocreación. No piensa Anouilh, en 211
modo alguno, que «el dinero sea el único responsable de la mentira universal» (según escribe J. Mauduit), confundiendo así la causa con el efecto, ya que Teresa no muestra aversión hacia el dinero sino hacia el apego instintivo que sienten hacia él quienes no lo poseen, y no fustiga simplemente su posesión, como piensa ingenuamente y en nivel objetivista Florent, sino la insolidaridad de quienes se encapsulan en los ámbitos de confort que el dinero funda, y, al no elevarse mediante las posibilidades económicas a niveles de esforzada creación —creación de ámbitos de auténtica convivencia—, convierten los bienes materiales en fuente de irreparable escisión entre los hombres. No es el dinero, para Anouilh, «la raíz de la intima corrupción humana»[5], sino la incomprensión mutua que se deriva de la consideración unilateral de los otros como personas con determinados caracteres y no como elementos orgánicamente trabados en ámbitos que ellos mismos contribuyen en parte a crear. Este sentimiento profundo de arraigo que muestra Teresa encierra un alto valor moral por ser constructivo, e implica gran capacidad creadora por cuanto el ámbito de la pobreza carece del poder de seducción que ostenta el ámbito de la riqueza. Como es sabido, los que viven en condiciones muy precarias de existencia y son promocionados a niveles superiores suelen mostrar escaso interés por tender la mano a sus antiguos compañeros de infortunio. El calificativo de «negra» aplicado por Anouilh a esta obra responde, sin duda, a la amarga sinceridad de Teresa en descubrir las bochornosas experiencias que se vio forzada a vivir. Su sacrificio final, tan lúcido como generoso, redime a esta sinceridad de lo que pudiera tener de procaz y convierte a Teresa en «la heroína más cristiana de Anouilh», en frase de Mauduit. II. UN PROCESO DE MADURACIÓN A lo largo de la obra se da un proceso de maduración por parte de Teresa. En principio, sentía atracción hacia Florent y se dejaba llevar por ella sin problematismo alguno. Al final del primer acto se plantea por primera vez abiertamente el conflicto entre los ámbitos que ambos encarnan. En el acto segundo, Teresa siente el tormento de elegir entre un ámbito u otro, a los que considera irreconciliables. En el tercer acto, parece acogerse al ámbito de Florent por haber entrevisto que también en él son posibles las lágrimas, y sospechar que esta comunidad en el dolor podía servir de base a un verdadero encuentro. Pero, al conocer de cerca a las personas que integran el mundo de su novio, advierte que su felicidad tiene un carácter desarraigado, distanciado del mundo de los menesterosos. Gosta intenta recobrarla. Teresa se niega a retornar a su auténtico mundo. Al poco rato, sin embargo, abandona la casa de Florent por el mero presentimiento de que siempre habrá alguien —pobre o rico, manchado o puro— que necesite el consuelo de su compañía. Teresa supera aquí la dicotomía en que se ha movido hasta ahora —el mundo de la pobreza, el mundo de la riqueza—, y se abre a toda la humanidad en su vertiente de desamparo, sea este económico, moral o afectivo. El análisis de la obra nos permite ver en esta actitud de Teresa un ascenso a un nivel de mayor madurez espiritual y de una 212
absoluta generosidad. El hecho de que se haya quedado en casa de Florent cuando observó que la necesitaba moralmente nos hace pensar que no era el dinero el que constituía para Teresa una barrera infranqueable sino la autosuficiencia de los pudientes. Ella acaba ofreciendo su compañía a todo el que se sienta abandonado y necesite solidaridad. Este proceso de maduración espiritual de Teresa contrasta con el estancamiento de su padre y la degeneración gradual de Gosta, que se mueve en el nivel objetivista de posesión y acaba siendo presa del vértigo de la ira y el odio; sostiene relaciones ilícitas con la mujer del jefe de la orquesta, al que mantiene atemorizado; pretende a Teresa de modo altivo, como si fuera propiedad suya, y considera un agravio personal que haga uso de su derecho a crear vínculos con otro hombre. Teresa sabe mantenerse lúcidamente a distancia de perspectiva y valorar el sentido de la actitud de Gosta. Cuando su padre le pregunta qué intenta conseguir Gosta al proyectar el asesinato de Florent, responde con serenidad: «Perderme de forma irremediable, papá. Llegar por fin al término de su desgracia. Vosotros no lo sabéis, pero al final de la desesperación hay una blanca luminosidad en la que se es casi feliz», «una felicidad singular que no tiene nada de común con la vuestra. Una felicidad horrible. Una felicidad sucia, vergonzosa» (167, 149). Se trata del precario gozo que implica el vértigo, con su sensación específica de dejarse caer, de despeñarse en virtud de la lógica de la degradación, que articula el paso del hombre hacia modos de actividad cada vez más disolventes (173, 151).
[1] [2] [3] [4] [5]
Cfr. Historia del teatro contemporáneo, Juan Flors, Barcelona 1962, p. 224. Op. cit., p. 225. Ibíd., p. 224. Ibíd. Ibíd., p. 225.
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SÉPTIMA PARTE EURÍDICE DE JEAN ANOUILH (1910-1987)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE LA OBRA Una joven, Eurídice, oprimida por el recuerdo de relaciones amorosas de poca calidad, quiere redimirse de su pasado uniéndose a Orfeo, hacia el que cree sentir un verdadero amor. Pero ambos entienden la relación amorosa en un plano meramente sensible y no adivinan la posibilidad de crear entre sí una forma de unidad verdadera. La opresión espiritual que le produce a Eurídice el recuerdo del pasado y las presiones que ejercen sobre ella quienes desean someterla a condición de amante la lleva a alejarse de Orfeo y de todos sus conocidos. Muere en accidente, y Orfeo la recobra con la condición de no mirarla al rostro durante toda una noche. Convencida de que Orfeo no acaba de entenderla, se aleja de él. Orfeo sufre el trance de la muerte, y vuelve a encontrar a Eurídice, a la que ya no volverá a perder. II. T EMA DE LA OBRA El mito de Orfeo da pie a Anouilh a plantear el tema de la posibilidad de purificar el amor conyugal, cuestión que elevó Mozart a un altísimo nivel estético en su ópera La flauta mágica. Los protagonistas no aciertan a dar la debida altura a su sentimiento amoroso porque lo plantean en el nivel 1, el del tacto corpóreo y el afán de posesión del ser amado. La reducción del amor al halago producido por el tacto resalta en el exquisito diálogo sostenido por Orfeo y Eurídice, en el Acto tercero, sobre la felicidad de la mano que acaricia. Una severa advertencia sobre la imposibilidad de mantener una relación amorosa auténtica si se tiene afán de dominio la recibe Orfeo al oír que, para conservar a su amada Eurídice, ha de renunciar a mirarle al rostro durante una noche. Ya sabemos que el sentido de la vista es el más posesivo después del tacto. Para decidirse a renunciar durante toda la vida a la seducción del dominio es necesario «morir» a las tendencias propias del nivel 1 y ascender al plano de la generosidad y el encuentro (nivel 2). Tal vez por ello piensan los protagonistas que solo a través de la muerte pueden purificar su amor, es decir, entenderlo y vivirlo en todo su alcance y autenticidad. III. CONTEXTUALIZACIÓN Anouilh, instado por su nostalgia de pureza absoluta —entendida un tanto al modo rousseauniano—, retoma en esta obra el tema del envilecimiento a que es sometido el 215
amor humano a lo largo de la vida. A su juicio, el paraíso de la integridad personal lo pierde el hombre un poco más cada día, pues todo está sometido a un proceso fatal de degeneración. La pobreza deprava a los hombres, los hace rudos e insensibles; el tiempo corrompe las ideas e intenciones más nobles; los intereses individuales esclerosan las actitudes en principio más abiertas; la edad hace estragos irreparables en la belleza; el amor personal encalla con demasiada frecuencia en los bajos fondos del vértigo erótico. Para mostrar de modo plástico que la vida es desgaste inevitable y el amor solo encuentra su necesaria purificación en el trauma de la muerte, Anouilh acude a la vieja escuela de sabiduría de los mitos helenos. El mito relata unos acontecimientos de cuya interacción se desprende luz para comprender vertientes muy cualificadas de la vida humana. El que cuenta un mito no solo transmite una historia; «se asoma al brocal del pozo más hondo», como indica bellamente Unamuno en el prólogo a su drama El otro. Lejos de reducirse a una mera trama de hechos, el mito ensambla un conjunto de actos y fenómenos que plasman y revelan realidades ambitales[1]. Durante largo tiempo se relataron las leyendas griegas en forma de historias, descripciones dotadas de gran plasticidad y expresividad pero carentes de una significación especial de carácter moral, filosófico o religioso. En el siglo XX se vuelve a conceder a estos relatos toda su dimensión de mitos[2]. A través, sobre todo, del medio expresivo de las sagas —historias de familias relevantes, cuajadas de acontecimientos profundamente simbólicos—, los griegos se propusieron realizar una tarea superior a todo mero avatar biográfico: plasmar la interferencia de los ámbitos que pueden fundarse entre la piedad y la ley, el individuo y la ciudad (tema de Antígona), el hombre y el destino (tema de Edipo), la justicia y el orden (tema de Electra). En la vinculación del ser humano y el destino resplandece la lógica de la fatalidad, que lleva al hombre paso a paso a procesos ineludibles de anulación. Estos nexos relacionales entre piedad y ley, hombre y destino, individuo y sociedad se dan en todo tiempo. De ahí la perennidad de las obras «clásicas», que no están sometidas a las circunstancias huidizas de tiempo y espacio, antes se mueven en el plano nuclear del ser humano como tal. Para trascender la circunstancia argumental concreta, se requiere poner en juego la imaginación creadora, pero ello no implica que el fruto de este difícil paso a lo perenne pertenezca al mundo de la mera ficción, pues la imaginación no es una facultad de lo irreal sino de lo ambital. Hoy día, los grandes dramaturgos intentan dar cuerpo a las formas peculiares de interacción que acontecen entre el hombre y las realidades circundantes. Lo decisivo en sus obras no viene dado por el relato argumental, sino por la plasmación, a su través, de los ámbitos de realidad que se fundan al entreverarse diversas entidades dotadas de cierta iniciativa. Las circunstancias sociales, políticas y religiosas cambian sin cesar. No así el hecho de que entre el hombre y el entorno se instauran toda clase de interrelaciones, armónicas y conflictivas, que forman el tejido del destino humano. Al tomar como base de obras actuales los mitos antiguos, no se consideran estos como mero pretexto argumental para expresar ideas y sentimientos ajenos al mundo clásico. Se intenta mostrar en qué forma asume el hombre actual los riesgos abismales que en todo 216
tiempo implica su condición inteligente y creadora. El mito alberga, en consecuencia, un sentido universal, a-crónico y u-tópico. La figura de Orfeo se mueve en la franja brumosa que divide la historia y la leyenda. Esta imprecisión se ajusta al sentido más hondo de las ideas que se nos han transmitido a través de la corriente «órfica». Orfeo simboliza la fuerza singular que ostenta la poesía y la música, dos poderes expresivos que desbordan los límites de lo «objetivo», lo asible, mensurable, ponderable... —propio del nivel 1—, para adentrarse en el reino de las realidades «superobjetivas», ambitales, lúdicas, propias del nivel 2. Esta capacidad de trascendencia aparece estrechamente vinculada con la superación, por parte de Orfeo, de los límites de la vida y de la muerte, lo corpóreo-temporal y lo espiritual-eterno. A ello se debe que Orfeo —héroe consciente de sus limitaciones, de la impotencia de la poesía y la música ante el fenómeno de la muerte— logre mediante la expresividad cautivadora de sus melodías que los poderes del reino de la muerte le devuelvan a la amada Eurídice. Con permiso de los dioses, Orfeo abandona el «sepulcro» del cuerpo, se libera de la materia mediante la muerte para rescatar a Eurídice. Logra su objetivo, con la única condición de no mirar al rostro de la amada durante cierto tiempo. Al no cumplir este requisito, vuelve a perder a Eurídice, y se convence, al fin, de que hay leyes intangibles que rigen el destino del hombre. En la obra Eurídice[3] de Anouilh, Orfeo se mueve asimismo en el filo agudo que divide la vida y la muerte, la vida de una existencia con plenitud de sentido y la muerte de una vida en estado de envilecimiento. La vida anterior a la muerte es, para Anouilh, desgaste y degeneración inevitables. Orfeo y Eurídice, cuando cruzan sus vidas por primera vez en ese lugar de tránsito que es una estación de ferrocarril, son ambos jóvenes, han vivido lo suficientemente poco para poder todavía decir no —como es usual en los grandes héroes de Anouilh— al tiempo y a su humillante poder corrosivo. Pero su intento de purificación será malogrado en agraz por quienes ya han hecho el viaje sin retorno de una existencia degradada y por una falsa concepción del amor y de la gravitación del pasado sobre el presente. El dramático pesimismo de Anouilh arranca en esta obra del desajuste fundamental que existe entre el deseo ferviente de una purificación absoluta y el planteamiento «objetivista» —no creativo— del amor y la regeneración personal. La preocupación de Anouilh por los problemas existenciales del ser humano no se vio asistida y encauzada por un conocimiento sólido de la filosofía existencial de Kierkegaard, Jaspers, Marcel y Heidegger. Esta laguna explica el desnivel que existe entre la brillantez de sus planteamientos y la endeblez de algunos desarrollos. Una Filosofía de la existencia un tanto aquilatada destaca con precisión que la muerte —en cuanto distancia físicamente a quienes se aman— los purifica de las formas de inmediatez fusionales, modos de entrega al halago producido por la vertiente sensible del ser amado. Cuando falta una auténtica voluntad de creación de ámbitos de convivencia personal, la vecindad física se reduce a mera conexión de cuerpos que se yuxtaponen tangencialmente o chocan, se acarician o se rechazan, pero en ningún caso se integran mediante un modo de verdadero entreveramiento ambital[4]. El logro de modos rigurosos 217
de presencia no pasa necesariamente por la muerte física, sino por el trauma de crecimiento que es el salto de la actitud objetivista a la actitud lúdica. Todas las obras de Anouilh claman, de modo inexpreso, por esta radical metanoia o conversión, que la filosofía dialógica y la existencial postulan en forma temática.
[1] Sobre el mito como forma de conocimiento puede verse la obra de Luis CENCILLO: El mito, BAC, Madrid, 1970. [2] Recuérdense, por vía de ejemplo, las obras siguientes: Electra de Giraudox, Medea de Unamuno, La machine infernale de Cocteau, Eurídice y Antígona de Anouilh. [3] Escrita en 1941, Euridice fue publicada por La Table Ronde, París 1958, junto con la obra Romeo et Jeannette. Citaré, en primer lugar, las páginas de la edición francesa y, seguidamente, las de la edición española de la Editorial Losada (Buenos Aires, 1968 4.ª ed.) [4] Sobre los diversos modos posibles de inmediatez y distancia que pueden darse entre el hombre y el entorno y las distintas formas de presencia a que da lugar la integración de un género de inmediatez con uno de distancia, pueden verse mis obras El triángulo hermenéutico, Madrid 1971, pp. 59 y ss.; Inteligencia creativa, BAC, Madrid 2003, 4.ª ed., pp. 164-166.
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I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE EURÍDICE
I. EL AFÁN IMPOSIBLE DE PURIFICACIÓN Una joven, Eurídice, quiere redimirse de su pasado degradante y de su precaria situación actual uniéndose a un joven, Orfeo, por el que cree sentir auténtico amor. El recuerdo asediante de sus amantes pasados y las pretensiones de los amantes actuales le impiden prolongar esta unión más allá de un día. Muere en un accidente. Es devuelta a Orfeo con la condición de que este no le mire al rostro durante una noche. Orfeo no puede dominar su deseo, y queda privado de aquella a quien ama. Solo la muerte le permitirá re-encontrarla. La obra se centra en torno a los temas fundamentales de Anouilh: el dinero, la felicidad, el amor y la muerte. Su estructura responde al conflicto entre la actitud erótica posesiva y la actitud amorosa desinteresada. El afán de posesión se opone frontalmente a la donación generosa y oblativa que implica el encuentro humano. El dinamismo dramático de la obra se produce al interferirse en esta colisionalmente la actitud posesiva con el deseo de fundar una verdadera relación de encuentro. Se trata de una interferencia colisional de ámbitos: el ámbito de amor posesivo que se ha fundado entre Dulac y Eurídice, Matías y Eurídice, y el ámbito de amor integralmente personal que Eurídice y Orfeo desearían crear, aun no sabiendo exactamente en qué consiste y cuáles son sus exigencias. La voluntad de establecer una relación de encuentro en un ambiente dominado por la pasión de poseer provoca muy altas tensiones espirituales. El pasado de Eurídice está marcado por las huellas de la pasión de poseer que caracterizó a los hombres que asediaron su vida de comediante de la legua. Cuando Orfeo decide crear con ella un ámbito de auténtico amor, este pasado se interpone como un muro. Orfeo intenta a toda costa descubrir el pasado de Eurídice (55, 241). Esta lo vela para no desfigurar la bella imagen que Orfeo se hizo de ella en principio. La obra de Anouilh plasma este conflicto personal entre ambos jóvenes, y encarna: 1) la interacción colisional de una vida pasada envilecida y una vida presente que desea regenerarse; 2) la contraposición entre una voluntad de purificación y la conciencia de que la vida envilece los sentimientos de modo inevitable; 3) el desajuste entre la tendencia a orientar la vida en el nivel 1, nivel posesivo objetivista, en el que no caben relaciones de auténtico encuentro, y la decisión de desarrollar la personalidad en un plano ambital-relacional, con las exigencias de generosidad y respeto que ello implica. 219
Eurídice es hija de una actriz presuntuosa, histriónicamente ligada a un amante de nombre Vicente. Ha tenido varios amantes en su azarosa vida teatral, y ahora se halla unida a su empresario, Dulac, al que detesta y, no obstante, se somete para evitar que expulse de la compañía al regidor de escena, un ser acomplejado e inepto. De modo semejante a Teresa, la protagonista de La salvaje, Eurídice es una joven precoz en sufrimiento y en sabiduría humana (70-247). Orfeo, violinista ambulante, es hijo de un arpista pobre inclinado a los placeres de la mesa y a los amores fáciles. Al verse por primera vez, Orfeo y Eurídice adivinan que su destino consiste en unir sus vidas para siempre. No toman el tren que los somete a la rutina de la vida desarraigada. Se evaden, con decisión súbita, de los ámbitos que los retenían en una línea personal de escasa creatividad. El padre de Orfeo reacciona ante este hecho maldiciendo a su hijo, es decir, afirmando por su parte una voluntad de separación espiritual (67, 246). Orfeo y Eurídice siguen su camino. Se van juntos y solos a una habitación de hotel. Hasta este refugio vendrán los emisarios de un género sórdido —por posesivo— de relaciones humanas a disolver en agraz el primer ensayo de encuentro que intentan vivir Orfeo y Eurídice con más ilusión que acierto, pues también ellos plantean el tema del amor en un nivel inadecuado. II. EL AMOR, VISTO EN EL PLANO OBJETIVISTA (NIVEL 1) La unión amorosa es vista por Orfeo y Eurídice en un nivel objetivista-corpóreo, en el cual no se desborda el modo de inmediatez táctil y no cabe fundar ámbitos auténticos de presencia, que ostentan modos de espaciotemporalidad superiores a los meramente empíricos (nivel 1). El amor es reducido a un contacto placentero y huidizo. Al no entender a las personas que se aman como seres ambitales que, al entrecruzarse con voluntad oblativa, crean en común ámbitos estables de convivencia, la relación amorosa queda limitada a los instantes de unión física, inevitablemente pasajera y superficial — por no creadora—, aunque sea intensa psicológicamente o parezca serlo. «¡Porque al fin —observa Orfeo— es intolerable ser dos! Dos pieles, dos envoltorios impermeables alrededor de nosotros, cada uno para sí con su oxígeno, con su propia sangre haga lo que haga, bien cerrado, bien solo en su bolsa de piel. Uno se aprieta contra el otro [...] para salir un poco de esta espantosa soledad. Un pequeño placer, una pequeña ilusión, pero pronto vuelve uno a encontrarse completamente solo, con su hígado, su bazo, sus tripas, sus únicos amigos» (142, 280). Orfeo no adivina el valor de la alteridad, la fecundidad creadora que puede encerrar la relación de dos seres que, siendo irreductiblemente distintos, se unen para integrar sus ámbitos de vida. La unión más perfecta con la amada Eurídice es —a su juicio— el anegamiento fusional. Mirarla es sumergirse en el fondo de sus ojos como en el agua, y permanecer allí y ahogarse... (142, 279). Si no se acierta a ver al hombre como una realidad ambital que desborda los límites propios de su vertiente corpórea, la unión interhumana queda sometida a las condiciones precarias de la espaciotemporalidad empírica. 220
Eurídice parece adivinar las poderosas virtualidades que laten en la relación dual entre personas («Es una dicha que seamos dos», 83, 254) y ruega a Orfeo que se calle. Pero él insiste en su desconsolada visión objetivista de las relaciones humanas y su vehículo nato que es el lenguaje. «Entonces uno habla [...]. Ese ruido del aire en la garganta y contra los dientes. Un alfabeto sumario. Dos prisioneros que golpean contra el muro del fondo de su celda. Dos prisioneros que no se verán jamás. Estamos solos. ¿No crees que estamos demasiado solos?» Eurídice no sabe sino sugerirle que se abrace fuertemente a ella. Orfeo, al tiempo que la abraza, murmura: «Un calor, sí. Un calor distinto del propio. Eso es algo casi seguro. También es una resistencia, un obstáculo. Un obstáculo tibio. Vaya, hay alguien. No estoy completamente solo. ¡No hay que ser exigente!». Eurídice le recuerda que al día siguiente podrá verla. Orfeo contesta: «Sí. Entraré un momento en ti. Creeré por un minuto que somos dos ramas enlazadas en la misma raíz. Y después nos separaremos y volveremos a ser dos. Dos misterios, dos mentiras. Dos [...]. Mira, un día tendrías que respirarme con el aire, tendrías que tragarme. Sería maravilloso [...]». Eurídice, dejándose fascinar por el halago de la vertiente sensorial-objetivista, exclama: «No hables más. No pienses más. Deja que tu mano se pasee sobre mí. Déjala que sea feliz sola. Todo volvería a ser tan sencillo si dejaras que tu mano sola me quisiera. Sin decir nada más». Orfeo pregunta si es a eso a lo que llama felicidad. Eurídice asiente: «Sí. Tu mano es feliz en este momento [...] Acepta ser feliz, por favor...» (144, 280). Al indicar Orfeo que no puede, Eurídice lo invita a guardar silencio, a fin de entregarse a la complacencia de la inmediatez sin distancia que toda palabra disolvería, pues el lenguaje funda ineludiblemente cierto género de distancia e insta a los hombres a unirse con formas elevadas de presencia que superan los modos primarios, elementales, de inmediatez. El lenguaje establece distancias y, merced a ello, funda orden, lo sitúa todo en su lugar justo. El lenguaje es implacablemente clarificador. Así, cuando alguien dice a otro «tenemos que hablar», suscita a veces cierta inquietud, porque a la luz del lenguaje los seres y situaciones adquieren una luz fría que no tolera actitudes confusas. El lenguaje tiene efectos psicoterapéuticos porque trae a los enfermos al recto orden de las cosas, los instala en la realidad, los engrana de nuevo en los órdenes normales de la vida humana. Orfeo replica que tampoco puede callarse, y que es necesario decir todas las palabras y llegar hasta el fin en el análisis de la situación mediante el vehículo sin par del lenguaje. «¿No oyes? Desde ayer (las palabras) forman un enjambre en torno a nosotros. Las palabras de Dulac, mis palabras, tus palabras, las palabras del otro, todas las palabras que nos han conducido aquí» (144-145, 281). Pero Orfeo de repente exclama: «¡Ah, no, no quiero más palabras, basta! Estamos embadurnados de palabras desde ayer. Ahora tengo que mirarte» (145, 281). El participio «embadurnados» presenta un matiz despectivo. El lenguaje, cuando no se entiende como medio en el cual se fundan ámbitos de convivencia, sino como medio para comunicar determinados contenidos que pueden ser verdaderos o falsos, puede ser visto como un conjunto de palabras que
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envuelven y anegan a quienes las pronuncian y oyen y les impiden ver, de por sí, las cosas en su auténtico rostro. Orfeo desea con toda vehemencia vincularse a Eurídice, pero no lo consigue, por situar la relación amorosa en un nivel objetivista totalmente inadecuado para crear los ámbitos de convivencia que implica el auténtico amor. En el plano objetivista (nivel 1), el pasado que Orfeo quiere escudriñar con su mirada gravita amorfo e inmutable sobre el presente de Eurídice, pues la posibilidad de una asunción regeneradora del pasado pende de esa capacidad creadora del hombre que llamamos arrepentimiento. Una vez depauperado el concepto de amor, con lo que entraña de creatividad, se deprecia el concepto de vida. Al rogar Eurídice a Orfeo que no la mire todavía hasta que llegue el alba (condición para seguir viviendo), Orfeo grita con tono destemplado: «¡Vivir, vivir! Como tu madre y su amante, quizá, con enternecimiento, risas, condescendencias luego y buenas comidas después de las cuales se hace el amor y todo se arregla. ¡Ah no! Te quiero demasiado para vivir». Entonces, Orfeo se vuelve, la mira, e inmediatamente le pregunta: «¿Te tuvo unido a sí el gordo ese? ¿Te tocó con sus manos llenas de sortijas?» (146, 282). III. GRAVITACIÓN DEL PASADO SOBRE EL PRESENTE La preocupación por las acciones pasadas cobra en el nivel objetivista, infracreador, un singular dramatismo, porque en él toda acción se presenta como irremediable, como algo que está ahí de modo ineludible, al modo de los objetos. La capacidad de rehacer la vida y elevarse a un plano de existencia digno implica un poder creador que no se aprecia en la conducta de Orfeo y Eurídice. La misma reacción de esta ante los abusos de su jefe, Dulac, delata la pobreza de recursos que ofrece la actitud objetivista en orden a purificar una existencia que se siente manchada. «Apenas me soltabas —dice a Dulac—, yo me escapaba, me desnudaba completamente en mi cuarto, me lavaba, me cambiaba toda» (147, 282). Nada de extraño que el pasado de Eurídice, con su larga experiencia de envilecimiento, le caiga encima como una manta odiosa e inevitable. Todo lo que ha sucedido en la propia vida le acompaña a uno de modo implacable (85-86; 255-256). En la estación, Eurídice vio pasar ante sí los personajes de su vida y creyó quedarse a solas con Orfeo, de modo semejante a como Teresa pensó en un momento haberse liberado de todo su mundo anterior al instalarse en la casa de Florent. Pero pronto se sintió de nuevo acosada por los que había dejado atrás (73, 248). El primer acto termina con un breve diálogo entre Orfeo y Eurídice, que se revelan sus nombres, gesto que significa un primer paso en el largo proceso hacia la intimidad. «¿Cómo te llamas? Orfeo. ¿Y tú? Eurídice» (76, 250). El encuentro de Orfeo y Eurídice, que en una escena anterior (40, 234-235) había mostrado un poder singular de transfiguración del entorno, parece aquí cobrar cuerpo. Ambos se sienten fuertes merced a la peculiar fortaleza que implica la unidad, y presienten que el recuerdo de este primer día de convivencia será para ellos una defensa (79, 252). Pero otra clase de recuerdos antitéticos acude en tropel a disolver este esbozo 222
de encuentro. Tras recordar a diversas personas que han visto en las últimas horas, Orfeo observa: «... Tanto los buenos como los malos han pasado por tu vida [...]. Están en ti de esa forma para siempre» (86, 255). Eurídice medita esta frase y pregunta: «Así que, supuesto que uno haya visto muchas cosas feas en su vida, ¿quedan todas en uno?» Orfeo asiente, y Eurídice insiste: «¿Estás seguro de que hasta las palabras que uno ha dicho sin querer y que nunca ha podido retirar están todavía en nuestra boca cuando hablamos?». Ante la respuesta afirmativa de Orfeo, Eurídice agrega: «Pero entonces nunca se está solo, con todo eso alrededor de uno. Nunca se es sincero aunque uno lo quiera con todas sus fuerzas... Si todas las palabras siguen ahí, así como todas las carcajadas sucias, si todas las manos que te han tocado están todavía pegadas a tu piel, uno nunca puede llegar a ser otra distinta [...]. Cuando uno dice a otro estas cosas, a la persona que uno quiere por ejemplo..., los sabios que tú dices ¿creen que eso las destruye alrededor de uno?». Orfeo responde afirmativamente: «Sí. A eso le llaman confesarse. Después, parece que uno queda lavado, reluciente [...]» (88, 256). La palabra que expresa fielmente la propia intimidad y es asumida de modo confiado por una persona que ama y se esfuerza por comprender al que habla funda un campo de relucencia en el cual los actos realizados y confesados ganan una peculiar clarificación y sentido. Si este sentido es negativo respecto al proceso de desarrollo integral de la propia persona, todo hace suponer que uno quiera separar esos actos pasados del juego futuro de la actividad creadora. Esta separación no anula los actos, en su carácter de meros hechos, pero sí en su valor lúdico, en su papel de elementos integrantes de un juego creador. Esta anulación lúdico-funcional se denomina «arrepentimiento». Eurídice se mueve, más bien, en el plano objetivista, y terne que los hechos y las circunstancias, al ser actualizados por el recuerdo y la confesión, dupliquen su fuerza y su vivacidad (89, 256). En el nivel objetivista, la acción recordada es una acción repetida, y las múltiples acciones repetidas por el recuerdo se agolpan y dan lugar a representaciones en casos grotescas y repelentes (92-93, 258). Eurídice comienza a sentir que el pasado se transfiere al presente y lo ahoga en cada momento. Reprocha a Orfeo la capacidad que tiene, como varón, de desconectar el presente de las acciones pasadas mediante el recurso del lenguaje. Ella experimenta una «absoluta necesidad de estar completamente limpia» (88, 256), liberada de todas las acciones que hizo a pesar suyo. El mozo del hotel se hace portavoz de la visión objetivista, que no advierte el carácter original de cada encuentro humano y la peculiaridad de cada frase que el hombre pronuncia con talante creador (92-93, 258). Miles de personas pronuncian un día y otro las mismas palabras, objetivamente idénticas, y tales palabras adquieren en cada caso un sentido inédito en cuanto crean una relación originaria, irrepetible. Ello impide que el pasado se arremoline de forma amorfa en el presente, pues cada acción humana queda engranada en un conjunto de sentido y no puede sumarse a otras en orden a formar un simple «montón». Visto el acto amoroso desde fuera, en su vertiente objetivista, sin la transfiguración que lo dota de un sentido personal peculiar en sus distintas realizaciones, ofrece inevitablemente un aspecto desmadrado, incontenido, grotesco, deshumanizado.
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«¡Ah! —exclama el mozo, testigo de multitud de escenas íntimas cuyo sentido interno no se cuida de adivinar—. El amor no es bello» (93, 258). Ninguno de los personajes parece advertir que la gravitación del pasado sobre el presente puede ofrecer signos muy diversos. El pasado puede amparar o acosar, afirmar o demoler. En cualquier caso, esta acción no es automática, porque los actos que el hombre realiza y las acciones en que de algún modo participa no son meros hechos sino acontecimientos. El pasado, para que de verdad tenga vigencia en el presente y de este modo exista, debe ser asumido por el hombre, es decir, insertado activamente en su proyecto actual de existencia. Tal inserción implica un modo nuevo de configuración creativa. Para el hombre —ser dinámico y creativo— el pasado no es de por sí un peso muerto. Al no hacerse cargo de esta situación liberadora, Eurídice se sobrecoge ante la opresión de un pasado visto en toda su pesadez masiva, y no tolera que Orfeo la abrace (87, 256), le haga preguntas (53, 240) y la mire (96, 259). Mirar al rostro con intención de descubrir la intimidad de una persona puede ostentar el carácter violento de una invasión. «No me mires. Cuando me miras, tu mirada me toca. Se diría que has apoyado tus manos en mis caderas y que has entrado ardiendo en mí. No me mires» (96, 259). En nivel objetivista, no es fácil descubrir los diferentes modos de mirada que puede practicar el hombre: mirada tierna o cruel, acogedora o fulminante, indulgente o áspera, colaboradora o disolvente, sumisa o dominadora, sincera o pérfida, dialogante u opaca, ingenua o espiadora... En el plano lúdico-creador, la mirada humana ofrece toda la gama de matices que puede presentar la interrelación personal. IV. LA OPRESIÓN ACTUAL DEL ENTORNO Con todo sigilo, aprovechando una breve salida de Orfeo, el mozo del hotel entregó a Eurídice una carta (92, 257). En ella, su empresario y amante Dulac la conmina a que se presente en la estación a las ocho y doce (120, 270). Al leer Eurídice esta misiva, irrumpieron en su nuevo ámbito de mujer enamorada los elementos del entorno que hasta el presente habían hecho imposible una auténtica vida de convivencia personal creadora. Oprimida por el peso inevitable del pasado y la presión del entorno —que provoca la interferencia de diversos ámbitos colisionantes—, Eurídice decide alejarse de Orfeo y todos sus conocidos (112, 266-267; 139, 278). En vez de encaminarse a la estación, toma el ómnibus de Tolón, y muere en accidente. El mozo lo cuenta, y un joven misterioso, que dice llamarse señor Enrique, oye el relato sin inmutarse, para decir sencillamente al final: «Ordene que preparen la cuenta. Me voy esta noche» (124, 271). De esta forma termina el acto segundo, y se empieza a adivinar la relación enigmática en que se halla este personaje con el destino y la muerte. V. LA MUERTE COMO PURIFICACIÓN DEFINITIVA Y POSIBILIDAD ÚNICA DE ENCUENTRO
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En el acto tercero, el Sr. Enrique aparece conduciendo a Orfeo y reconfortándolo. Se muestra como persona íntegra: no bebe, no fuma, no miente nunca, es fidedigno, compasivo y un tanto misterioso (105, 264); odia el dolor, habla con autoridad en nombre del destino acerca de temas límite: la vida, la muerte, la felicidad humana. Con aire confidente, le revela a Orfeo este secreto: «La muerte tiene una cosa que nadie sabe. Es buena, es horriblemente buena. Le asustan las lágrimas, los dolores [...]. Ella desnuda, afloja, desata, mientras la vida se obstina, se aferra como una miserable, aunque haya perdido la partida, aunque el hombre ya no pueda moverse, aunque esté desfigurado, aunque tenga que padecer siempre. Solo la muerte es una amiga. Con la punta del dedo devuelve al monstruo su cara, sosiega al condenado, libera (130, 274; 75, 250). «La muerte es bella. Solo ella confiere al amor su verdadero clima» (189, 302). Orfeo, indignado, grita de pronto: «¡Yo hubiera preferido a Eurídice desfigurada, doliente, vieja». El Sr. Enrique, abrumado, replica: «Por supuesto, cabeza de chorlito, sois todos iguales». Irónicamente, Orfeo contesta: «¡Sí, la amiga me robó a Eurídice!». El Sr. Enrique, inquieto, le asegura que ella se la devolverá, y le hace saber que, pese a su amor por Eurídice, la desconoce y deberá muy pronto llorar quizá no su muerte pero sí su huida. Orfeo, impulsivamente, manifiesta su deseo de recobrarla, aunque sea imperfecta, y vivir, aunque sea con manchas, raspaduras, desesperaciones y vergüenza. El Sr. Enrique acepta, entre tierno y desdeñoso a la vez, y, al tiempo que le muestra a Eurídice, devuelta a la vida, le recuerda la condición para no perderla de nuevo: no mirarla al rostro antes del amanecer (132, 275). Curiosamente, Orfeo no pregunta por qué. Se encuentra con Eurídice y comenta con ella las circunstancias de su muerte. Orfeo insiste en saber si Eurídice ha sido amante del empresario Dulac. Eurídice lo niega decididamente. Orfeo no se confía, quiere conocer por sí mismo el pasado de Eurídice escrutando su mirada (141, 279). Eurídice le suplica que no se vuelva para mirarla; que la deje vivir. Orfeo no considera valioso un género de vida puramente vegetativa y se vuelve para mirar a Eurídice. Tras un silencio angustioso, Orfeo le pregunta, implacable, mirándola a los ojos: «¿Te tuvo unida a sí el gordo ese?». Eurídice.—Sí. Orfeo.—¿Desde cuándo eres su amante? Eurídice.—Desde hace un año. Orfeo.—¿Es cierto que estabas con él anteayer? Eurídice.—Sí, el día antes de encontrarte vino a buscarme a la noche después del espectáculo. Me chantajeó. Siempre me chantajeaba» (146-147, 282). En esto entra Dulac e intenta arrancar a Eurídice la confesión de que ella actuaba voluntariamente. En el curso de la conversación aparece el regidor de escena y declara que, en efecto, el empresario amenazaba a Eurídice con despedirle a él de su cargo si ella no consentía (150, 283). Revela, asimismo, que Eurídice se levantaba a las seis de la mañana para ayudarle en su pesada tarea de despachar los equipajes. Orfeo exige a 225
Eurídice que se defienda, que diga la verdad. Eurídice, desalentada, observa nuevamente: «El chico dice la verdad, pero también Dulac la dice. La cosa es demasiado complicada» (156, 286). Orfeo, siempre en nivel objetivista, sin comprender la trama de ámbitos diversos que va co-creando una persona en las distintas situaciones de la vida, se limita a consignar: «Es cierto. Es demasiado difícil, todos los que te han conocido están alrededor de ti; todas las manos que te han tocado están aquí, se deslizan sobre ti. Y todas las palabras que has dicho están en tus labios» (157, 286). Eurídice, agobiada, esboza una tenue sonrisa, y le dice: «Ya lo ves, es preferible que yo siga donde estaba». En esto llega el chófer del ómnibus accidentado y manifiesta que Eurídice, antes de morir, había estado escribiendo una carta a Orfeo. Este pregunta a Eurídice: «Si me querías, ¿por qué te ibas?». Eurídice contesta decidida: «Pensaba que nunca conseguiría [...] hacerte comprender» (159, 287). Orfeo, en efecto, no acababa de adivinar por qué había perdido a Eurídice y la volverá a perder. Orfeo desea, a todo precio, penetrar en el pasado de su amada (141, 279; 190, 302). El pasado significa los orígenes, las raíces en que se asienta la persona y en parte se nutre, el misterio de la vida, lo recóndito de cada personalidad. Eurídice se encuentra lastrada por un pasado turbio que le impide rehacer su vida y fundar una auténtica relación de encuentro. En el fondo, intuye que la vida humana es sobremanera compleja y difícil de comprender, por constituir el punto de confluencia de muy diversas líneas de sentido que dan lugar a ámbitos de realidad irreductibles. De ahí la dificultad extrema de explicar lo que uno ha hecho en circunstancias muy peculiares (138, 278; 148, 282; 156, 286; 162, 288) y saber exactamente lo que implica y abarca una persona humana (122, 270). La desesperación de Eurídice se produce cuando llega a la convicción de que Orfeo jamás llegará a conocerla (159, 287). Si Eurídice se resiste a que Orfeo penetre en su pasado, ello no se debe al rechazo de la condición humana, o a una exigencia extremista de pureza, o a una ambición orgullosa de absoluto que rehúye hacer al amante el obsequio de un cuerpo mancillado —como indica G. Neveux[1]—, sino a la sospecha de que, en el plano en que se mueve Orfeo, tal penetración en el pasado no dará lugar a un encuentro sino a un choque. Eurídice se aleja de Orfeo (166, 290). El padre de este intenta consolarlo con su vieja costumbre de hablar de pequeños goces prosaicos. «¡Ya sabía yo que tú no abandonarías a tu anciano padre! Para festejarlo, tomaremos un buen desayuno en Perpignan. Fíjate, querido, que conozco allá un restaurante de quince francos sesenta y cinco, con vino, café y una copita...» (168, 291). El final del tercer acto nos deja en la retina la imagen de Orfeo desolado que ha perdido a Eurídice —más enigmática que nunca— y recobra a su padre, tan pragmático y sórdido como siempre. Orfeo se halla totalmente solo, debido a su actitud de odio hacia los demás. «Los odio a todos, uno a uno... De modo que no intenten hacerme considerar a la multitud como una hermana mayor enternecedora. Se está solo. Se está muy solo. Es la única cosa segura» (184, 299). Forzado por las circunstancias, Orfeo se reúne de nuevo con su padre, pero no se encuentra con él (168, 291). El Sr. Enrique le 226
advierte que, al convivir con su padre —en el clima de sordidez que este crea a su alrededor—, se hallará más solo que viviendo a solas (173, 293). En el acto cuarto, el Sr. Enrique aconseja a Orfeo que olvide a Eurídice y reanude con su padre la vida anterior como violinista de restaurante. «Todavía tienes una buena carrera de ser vivo por delante». El padre corrobora la misma idea: «La vida está ahí. ¿Qué quieres? ¡No hay más remedio que vivirla! (175, 295). «La vida es magnífica, querido» (177, 296). «Las sensaciones. Todas las sensaciones. Una vida de sensaciones. ¿Dónde está tu pena? Humo. Pero toda la vida no es eso» (180, 297). El Sr. Enrique tercia irónico, mordaz, en el monólogo exuberante del padre de Orfeo: «La vida está hecha de tal modo que los padres imbéciles saben tanto sobre ella, y a veces más, que los padres inteligentes. La vida no tiene necesidad de la inteligencia. Es incluso lo más incómodo que pueda encontrar en su marcha gozosa» (182-183, 299). A Orfeo, en estos momentos, no le importa pensar en la vida, tomada en su generalidad, ni para acusarla de su infortunio, ni para entregarse a su fascinación. «¿Qué me importa a mí lo que sea la vida..., que un millón de granos de arena sean barridos al mismo tiempo que yo?» (184, 300). En el espíritu lúcido del Sr. Enrique se confrontan los ámbitos de la vida y la muerte, tal como él los entiende. El sórdido canto a la vida que acaba de entonar el padre de Eurídice va a interferirse colisionalmente con la exaltación de la muerte que hace seguidamente el Sr. Enrique. En tono adusto, este hace observar a Orfeo que, de no haberse ido Eurídice, la vida un día le hubiera dejado solo junto a Eurídice viva (184, 300). Ante las protestas de amor eterno que hace Orfeo, el Sr. Enrique agrega: «La vida no te hubiera dejado a Eurídice, hombrecito. Pero Eurídice puede serte devuelta para siempre. La Eurídice de la primera vez, eternamente semejante a sí misma» (189, 302). Orfeo rechaza la proposición porque odia la muerte. El Sr. Enrique le reprocha: «Eres injusto. ¿Por qué odias la muerte? La muerte es bella. Solo ella da al amor su verdadero clima. Has escuchado a tu padre hablarte de la vida hace un momento. Era grotesco, ¿verdad? [...]. Esta payasada [...] es la vida [...]. Sal a pasearte por ella con tu pequeña Eurídice; la encontrarás a la salida con el vestido lleno de manchas de manos [...]. Te ofrezco una Eurídice intacta, una Eurídice de rostro auténtico que la vida nunca te hubiera dado [...]. Mira bien a tu padre, Orfeo, y piensa que Eurídice te espera». Orfeo pregunta: ¿Dónde? El Sr. Enrique responde sonriente: «Siempre quieres saberlo todo, hombrecito... Te tengo cariño. Me afligió que sufrieras. Pero se acabará ahora. Verás cómo todo va a ser puro, luminoso, límpido... Un mundo para ti, pequeño Orfeo...» (190, 302). Orfeo acepta. A las nueve en punto tiene una cita con la muerte. Eurídice pregunta al Sr. Enrique si Orfeo podrá mirarla, y él contesta: «Ahora sí, sin temor de perderte». Pasar a través de la muerte significa en este contexto renunciar a la 227
voluntad de poseer, de dominar mediante los medios que suele el hombre poner en juego en su vida cotidiana, entre ellos la mirada. La unión personal, lograda mediante una actitud creadora, purificada de impulsos egoístas, alberga en sí el germen de la perennidad. Eurídice corre hacia Orfeo y lo abraza diciendo: «¡Querido, cuánto has tardado!» (195, 304). Al preguntar al padre por Orfeo, el Sr. Enrique le contesta: «¡Orfeo está al fin con Eurídice!» (196, 304). Transfigurados Orfeo y Eurídice, el padre de esta no puede verlos. Todo el que se mueve exclusivamente en nivel objetivista (nivel 1) carece de perspectiva para captar las realidades superobjetivas, ambitales (niveles 2, 3 y 4). VI. VIDA ENVILECIDA O MUERTE PURIFICADORA El dilema «vida degenerada o purificación a través de la muerte» lo resuelve Anouilh a favor del segundo término. El primer término —la vida en estado de envilecimiento— viene representado en la obra por el padre de Orfeo, músico mediocre que se refugia en los pequeños consuelos que le procuran la vida sensorial (14, 224; 15, 225; 179, 297) y las aventuras amorosas —que él exagera ante su hijo (65-66, 245)—, la madre de Eurídice —«animal de teatro» que se entrega despreocupadamente a la pulsión del instinto (24, 228)—, y Dulac, el empresario sin escrúpulos que arrastra a Eurídice a una vida que ella en el fondo repudia. El segundo término del dilema —la purificación a través de la muerte— se clarifica a través de tres episodios: la muerte en accidente de Eurídice, que huía de la presión ejercida sobre ella por el recuerdo del pasado y el afán posesivo de su empresario actual; el alejamiento de Eurídice —abatida por su convicción de que Orfeo no comprenderá nunca su vida pasada—; el diálogo de Orfeo con el Sr. Enrique —emisario del destino y de la muerte—, que le convence de que la vida, con su ineludible poder de desgaste y envilecimiento, llegará a alejarlo de la mujer amada. Orfeo acepta la muerte como único ámbito posible de un auténtico encuentro humano. Este planteamiento dilemático confiere a la obra cierto carácter fatalista, ineludible. Como Teresa en La salvaje, Eurídice se encuentra inerme, batida por dos corrientes antagónicas que no puede coordinar: 1) su deseo de crear un auténtico ámbito humano; 2) el modo como entienden la vida los hombres que la rodean. Antes de conocer a Orfeo, Eurídice tuvo por amantes a Matías (21, 227) y a Dulac. Estas relaciones respondían, en el fondo, al espíritu acogedor de Eurídice, que, según revela la madre a Vicente, su amante, «protege a ese muchacho» (Matías), «como protege, sabe Dios por qué, a todo lo que está mal hecho en esta tierra, a los gatos viejos, a los perros perdidos, a los borrachos». Eurídice es, como Teresa, «una chica de buena índole, pero brutita» (27, 230). Ello le permite sentir con lucidez el desgarramiento que le produce constatar que la vida, con su temible fuerza de gravitación hacia lo instintivo, hace imposible una auténtica relación amorosa, estable y digna. Se enamora de Orfeo, en principio, por la seducción que le produce su arte musical (108, 265). La música instaura orden, un orden admirable y en su género perfecto, que atrae poderosamente a quienes en un entorno desgarrado sienten la nostalgia de la unidad. 228
Eurídice.—¡Qué bien toca! Orfeo.—¿De veras? Eurídice.—¿Cómo se llama eso que tocaba? Orfeo.—No sé. Lo invento... Eurídice.—Es una lástima [...]. Me hubiera gustado que tuviese un nombre (30-31, 231). El nombre delimita, determina, especifica, ordena. La nostalgia por formas estables y duraderas de convivencia insta a Eurídice a pedir a Orfeo que le jure fidelidad incluso por su propia vida. Jurar significa sellar con la palabra una decisión interior, darle cuerpo y firmeza. Eurídice adivina con claridad el valor del encuentro. «No es que tenga miedo de ser desgraciada, como lo soy en este momento. No, eso hace daño, pero es más bien bueno. Lo que me da miedo es sentirme desgraciada y sola cuando usted me deje» (32, 232). Vicente confirma esta adivinación al declamar un párrafo de Perdican: «Hay en el mundo una cosa santa y sublime: ¡la unión de esos dos seres tan imperfectos y tan horribles!» (35, 233). Aquí se insinúa que en la unión interpersonal surge algo nuevo que renueva y purifica. La mirada de Orfeo y Eurídice, una vez unidos, se transfiguró y les permitió ver el entorno de modo distinto: «¡Ahora que estamos solos —anota Orfeo — todo vuelve a su sitio, todo es luminoso y simple! Me parece que veo por primera vez lámparas, plantas verdes, bolas de metal, sillas... Una silla es algo encantador» (41, 235). Hasta tal punto llega esta trasmutación que la extrema indigencia no impide a Orfeo planear con Eurídice una comida para celebrar el acontecimiento del encuentro. «Exactamente como si tuviéramos dinero. Es un milagro que nunca comprenderán los ricos...» (103, 263). Orfeo sugiere a Eurídice que compre fruta aunque no tienen cuchillos para cortarla, y flores, aunque no disponen de mesa para colocarlas. Al crear con sincera voluntad creadora un ámbito de interrelación personal, todo comienza de nuevo (56, 241), se crea el futuro y se re-crea el pasado. En diversas ocasiones, Orfeo y Eurídice parecen adivinar fugazmente esta fecunda capacidad del hombre. Pero una y otra vez, su proclividad a moverse en nivel objetivista cierra ante ellos el camino de la verdadera solución de su problema personal. La prueba de no mirarse a la cara durante una «noche» —período de purificación en todo proceso de ascensión espiritual—, comunicándose solo a través del lenguaje (132, 275; 140, 279), era una invitación a purificar la actitud ante la vida, a superar la vertiente objetivista de la realidad (nivel 1), en la cual suele prenderse la vista —facultad específica de las figuras, las configuraciones espaciales, los espacios corpóreos—. A través de la vista, el hombre parece tomar posesión de las realidades, asirlas a distancia, tenerlas bajo control y dominio. El oído, en cambio, es un sentido orientado más bien a las realidades indelimitadas, inasibles, inmanipulables[2]. Orfeo no resiste la prueba. Su afán de conocer el pasado de Eurídice responde en buena medida a su deseo de poseer una mujer intacta. Por eso la acosa, y quiere forzar la puerta de su intimidad mirándole a los ojos con fuerza casi agresiva. 229
Eurídice, atenida a una mentalidad objetivista —a causa de la cual no acierta a ver la posibilidad de redimir un pasado sombrío—, se siente impulsada a obrar en contra de sus sentimientos personales. Ama a Orfeo, pero se aleja de él (138, 278).
[1] Cfr. «Los mitos griegos en el teatro francés de hoy», en El teatro francés contemporáneo, Cuadernos Insula, 2, 1951, p. 75. [2] «¿No se hará nunca de noche?», pregunta airado Garcin en Huis Clos de Sartre. La mirada de Estelle anula la relación de intimidad entre Garcin e Inés, e implica cierto dominio porque responde a una actitud objetivista (Cfr. Théatre: Les Mouches, Huis Clos..., Gallimard, París 1947, p. 18).
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II. VALORACIÓN GENERAL DE LA OBRA
Anouilh no desarrolla con amplitud estas ideas y no clarifica la capacidad tansfiguradora y regeneradora del encuentro humano. Los esfuerzos de Eurídice por retener a Orfeo se muestran precarios (49, 238), y la duda hace imposible la felicidad de ambos. Eurídice, golpeada por la vida —durante su sórdido desarrollo en un plano objetivista de mera posesión— duda de la fidelidad futura de Orfeo. Este, amante de la verdad por encima de su interés personal (54-55, 241), desconfía de la integridad de Eurídice. Ambos quieren ganar seguridad, y hacen imposible una vinculación estable de por vida. Eurídice abandona su puesto de trabajo, que constituye su entorno humano, para fundar con Orfeo un ámbito personal de convivencia, pero presiente que esta vinculación no podrá perdurar cuando su pasado sea descubierto por el ansia incontenible de claridad que muestra Orfeo. Orfeo abandona a su padre —que personifica el ámbito de la vida desgastada y anodina, sórdida y casi vegetal— y es maldecido por él, o sea: desgajado de su ámbito de comunión. Se entrega al amor de Eurídice, pero su afán de saber crispa su atención en el pasado y le resta capacidad creadora de un verdadero encuentro. Orfeo siente la necesidad ineludible de conocer el pasado de Eurídice para poner al descubierto las raíces de su personalidad, la génesis de su modo de ser. Eurídice —al contrario que Teresa en La salvaje— rehúye descubrir su vida anterior por temor a que Orfeo se desilusione y la abandone. Ambos comparten la idea de que el pasado del hombre gravita sobre el presente como un fardo, de modo inevitable, de suerte que, si el recuerdo de una historia sombría abruma al hombre, este no puede reaccionar positivamente asumiendo lo acontecido y rehaciéndolo mediante el poder transfigurador de un nuevo proyecto de vida. —Recordemos que arrepentirse implica asumir y remodelar—. Solo le cabe la actitud negativa del rechazo, el intento de olvido, para evitar que el recuerdo confiera nueva actualidad y vigencia al pasado. La conciencia asediante de las debilidades pasadas lleva a los personajes de esta obra a pensar que la vida envilece inexorablemente y solo la muerte purifica. No es posible que el hombre, al jugar el juego de la vida, trascienda el nivel erótico, manipulador, hacia un nivel lúdico, creador de relaciones personales, llenas de mutuo respeto y sentido. Orfeo acepta la cita con la muerte, vista como un crisol, para lograr la posibilidad de reencontrar a Eurídice y mirarle al rostro, lugar por excelencia de revelación de la intimidad personal. 231
Los dos amantes deben recurrir a la evasión que implican el alejamiento y la muerte para purificar el amor y hacer su unión duradera. Este recurso precario viene decidido por una falta básica de clarividencia acerca del sentido de la vida humana. Si es cierto que la vida puede desgastar los sentimientos más nobles, no lo es menos que ofrece al hombre medios para purificarlos de modo esforzado y generoso. Este concepto promocional de la vida humana le falta al mismo Sr. Enrique, el hombre lúcido que intenta clarificar los temas más hondos suscitados por la peripecia argumental. Este personaje desempeña un papel análogo al de Hartman en La salvaje y al del coro en la Antígona de Anouilh. Al proclamar la incompatibilidad del amor auténtico con la vida humana real, Anouilh no parece haber advertido la posibilidad de que el amor se redima desde sí mismo en el curso de la vida, y no solo en la muerte. Por eso no enfrenta a Orfeo y Eurídice con la existencia y con los peligros de envilecimiento que implica, a fin de lograr una profunda armonía, no eliminando del amor su vertiente erótica sino transfigurándola, concediéndole su plenitud de sentido en el ámbito de una vida de convivencia oblativa. Orfeo no busca a Eurídice en los «infiernos» para rescatarla, liberándola de la entrega en exclusiva a las actitudes posesivo-eróticas. Falta, en esta obra, la experiencia de la vida como tiempo de lucha y búsqueda de equilibrio, equilibrio armónico entre el erotismo y el angelismo, entre el cultivo meramente pasional de los impulsos corpóreos y la interrelación paradisíaca de las almas en estado de desencarnación (34-35, 231). Este difícil equilibrio ha de lograrse mediante una ordenación ajustada de todos los medios con que el hombre cuenta para desarrollar su existencia, no mediante su simple eliminación. El proceso humano de perfeccionamiento se realiza a medida que el hombre domeña sus recursos naturales y los asume en una tarea de servicio al desarrollo integral de la personalidad. En el fondo, son los grandes temas filosóficos de la libertad y la mediación los que se hallan aquí en juego. Anouilh parece abrigar el deseo de elevarse al vértice c del triángulo hermenéutico sin pasar por el vértice b, que representa el trauma de la mediación purificadora[1]. A la luz del análisis anterior se advierte que el interés de la literatura contemporánea por la música y los mitos y su atención a temas como el dinero, el amor, la felicidad, la corrupción y la muerte adquieren una especial clarificación y alcance en un contexto lúdico-ambital. Si pensamos que la gravitación del hombre hacia la posesión de bienes económicos y el establecimiento de relaciones humanas superficiales responde a un género de inercia fatal, de vértigo inevitable, el conflicto entre la situación de envilecimiento y la añoranza de una vida íntegra no suscita sino un sentimiento de impotencia. Considerada, en cambio, dicha gravitación como el resultado de una defección humana, de un descenso del nivel lúdico-creador al nivel meramente objetivista, tal conflicto adquiere una singular complejidad y diversidad de matices. La tragedia antigua encarnaba plásticamente la sumisión del hombre al destino impuesto por los dioses. La tragedia actual intenta mostrar que el hombre, cuando es sincero y no se halla esclerosado, está sometido a los ámbitos de realidad que surgen en su interacción con el entorno. Si se da por supuesto que la relación del hombre con el 232
entorno es puramente pasiva, se interpretará esta forma de sumisión a tales ámbitos como una dependencia alienante, despersonalizadora. Entendida la atenencia del hombre al entorno como receptivo-activa, se gana una especial flexibilidad para armonizar la sumisión y la libertad, y comprender el carácter circular, bipolar, de la interacción hombre-mundo. Estar inserto en una circunstancia no indica de por sí hallarse alienado, no ser dueño de sus actos, actuar a modo de autómata, exento de toda capacidad creadora. Al abrirse al mundo, el hombre no solo se relaciona con objetos que lo acosan; se adentra en ámbitos que le ofrecen campos de posibilidades de juego. Anouilh, en Eurídice, describe los momentos privilegiados en que se cruzan los destinos de dos jóvenes y deciden su futuro. Tal interferencia de ámbitos es fuente de hondo dramatismo pues —como insinúa el enigmático Sr. Enrique— «esos cortos instantes en los que uno descubre el destino en el momento de poner las piezas de juego son muy turbadores» (108, 265). Análoga turbación acontece en la brillante y profunda leyenda de Lohengrin y Elsa, inmortalizada en la ópera Lohengrin de Richard Wagner. Elsa, a punto de ser condenada injustamente, es salvada por Lohengrin, apuesto joven desconocido que aparece cabalgando sobre un cisne aguas abajo de un río cercano. Ambos se enamoran y deciden casarse. Lohengrin pone a Elsa una sola condición para permanecer junto a ella: que no inquiera sus orígenes. Incitada por su natural curiosidad y por la pérfida Ortrud, que encarna el espíritu de la duda y la intriga, Elsa insta a Lohengrin a revelarle su pasado. El joven se siente obligado a acceder, y en su célebre relato-confesión «In fernem Land» confiesa ser un caballero, hijo de Parsifal, residente en el castillo de Monsalvat. Hecha esta confesión, Lohengrin se aleja, y Elsa retorna de nuevo a su situación primera de soledad y desvalimiento. Este mito pone de manifiesto, a través de imágenes concretas, que la búsqueda de la felicidad debe ser acometida por el ser humano con clara conciencia de la dificultad de la tarea y con un espíritu de sobria contención. «No hay que creer exageradamente en la felicidad —advierte Orfeo—. Sobre todo cuando se es de buena raza. No se procura uno sino decepciones» (110, 266). El estado de felicidad auténticamente humano solo se da cuando se ha alcanzado denodadamente la otra orilla: la vida que no se reduce al halago de la sensación inmediata, antes se consagra a la fundación generosa de relaciones profundas. Las evasiones de Eurídice encarnan expresivamente esta necesidad de trascender toda forma de comportamiento crispado en el propio yo, atenido egoístamente a lo que Marcel denomina «registro de la posesión y manipulación». Para lograr el auténtico encuentro amoroso, se debe pasar por el trauma de la muerte. Pero el término «muerte», como el análogo «noche», tiene un sentido simbólico de purificación. El hombre se purifica cuando sustituye la actitud posesiva por una actitud de respeto y acogimiento, cuando da el «salto» del plano objetivista al plano lúdico.
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[1] Cfr. El triángulo hermenéutico, op. cit., pp. 59 y ss.
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OCTAVA PARTE ESPERANDO A GODOT DE SAMUEL BECKETT (1906-1989)
«No está loco el que carece de razón, sino el que carece de todo menos de razón» (Chesterton)
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INTRODUCCIÓN
I. ARGUMENTO DE LA OBRA Vladimir y Estragón, mitad mendigos, mitad payasos, se hallan a la vera de un camino que no conduce a ninguna parte por estar rodeado de barrancos, a la espera de un ser desconocido, de nombre Godot, que tal vez venga a salvarlos. No tienen voluntad alguna de comprometerse con lo que este les diga si llega a venir. Se mantienen únicamente a la espera, bajo un árbol sin hojas. Entre ellos intercambian constantemente frases, pero no logran tejer un solo diálogo auténtico. Carecen de todo, pero solo se quejan del tedio que los atenaza. Cuanto hacen tiene por fin matar el tiempo y evitar la asfixia que les produce el lento transcurrir del mismo. Incluso el hecho penoso de ver a dos transeúntes —Pozzo y Lucky— en un estado de grave necesidad es tomado por ellos como mero motivo de entretenimiento. No les prestan el menor auxilio. Ni siquiera entre ellos, a pesar de compartir una extrema indigencia, fundan vínculos de amistad. Godot no viene, y los mendigos se ven abocados a elegir entre seguir esperando o ahorcarse. Deciden marcharse, pero no se mueven del sitio. Al confrontar, lúcidamente, su total incapacidad creativa con la sorprendente vitalidad del árbol, que en el segundo acto apareció cubierto de hojas, confiesan amargamente que «solo el árbol vive». II. T EMA DE LA OBRA Samuel Beckett no intentó elaborar una obra «absurda» —carente de sentido—, sino mostrar el sinsentido de una vida humana carente de creatividad, de orientación y, por tanto, de auténtico sentido. Tener sentido una acción —o toda una vida— equivale a estar bien orientada. Llama la atención, en principio, que haya sido considerada como «la más trágica del siglo XX francés» una obra, como esta, en la que apenas sucede nada, ni hay notables conflictos que aboquen a situaciones catastróficas[1]. Lo verdaderamente catastrófico para el ser humano es que cuatro representantes de la humanidad se muestren incapaces de hacer o decir algo que tenga sentido y se hallen bordeando el grado cero de creatividad. Al sumirnos en un profundo tedio — sentimiento derivado de la falta de creatividad—[2], esta obra realiza una labor «catártica», purificadora, pues nos hace sentir en lo más vivo las consecuencias de una actitud infracreadora, centrada en el propio yo y cerrada a la vibración empática con los demás. 236
III. CONTEXTUALIZACIÓN La redacción de Esperando a Godot data —según L. Janvier— de 1948. Fue editada con Fin de partida y Acto sin palabras en Editions du Minuit (París) en 1952[3]. Su estreno tuvo lugar en el teatro Babylone de París el 5 de enero de 1953. Jean Anouilh consideró el estreno de esta obra como un acontecimiento semejante en importancia a la presentación del primer Pirandello en el París de 1923. El 19 de noviembre de 1957 se representó Esperando a Godot en el penal de San Quintín (California). Se cuenta que los reclusos acudieron a la sala con la intención de pasar un rato festivo a costa de las actrices. Al no existir papeles femeninos en la obra, sus proyectos se vinieron abajo, pero, lejos de entregarse al descontento, se dejaron prender por el diálogo y permanecieron atentos hasta el final. Indudablemente, estos penados estaban en condiciones óptimas para comprender la obra de Beckett, que no intenta reproducir determinadas escenas de la vida humana sino suscitar en el oyente la impresión dramática que produce el hallarse asintóticamente cerca del grado cero de vida creadora y hacer la experiencia límite de la desolación y la soledad. Samuel Beckett nació en Dublín en 1906 y se abrió a la vida en un clima de graves tensiones sociales y espirituales. La historia de Irlanda presenta el dramatismo peculiar de los países internamente desgarrados. En los siglos XVIII y XIX, la sociedad irlandesa estaba integrada por dos mundos superpuestos violentamente: los poderosos y los indigentes, los señores y los esclavos, la colonia inglesa asentada en la isla y la masa popular de los indígenas desheredados. Todavía hoy, el pueblo irlandés se ve forzado frecuentemente a emigrar a Gran Bretaña masivamente y se inserta con cierta dificultad en la sociedad inglesa. La historia patria se halla incrustada en el espíritu de los irlandeses de modo profundo y a veces lacerante. Beckett fue secretario de James Joyce, uno de los escritores —como es sabido— que ha llevado más adelante el empeño de desarticular el lenguaje normal. (Véanse sus obras Ulyses y Finnegans Wake). A Beckett, siendo joven, le advirtió crudamente su profesor de lengua italiana, W. Starkie: «Tienes tal caos en ti que crearás tu propio infierno». En 1939, Beckett se trasladó a Francia y luchó en las filas de la resistencia. A partir de 1946 comenzó a escribir directamente en lengua francesa[4], movido sin duda por la atracción que sentía hacia el sabor del francés hablado en los barrios populares. El estilo de Beckett es correcto, pero con marcado acento barriobajero. Hacia 1948, el pueblo francés empezó a sentirse decepcionado al observar que la ilusión de obtener un mundo mejor tras la ansiada «liberación» (1945) se estaba diluyendo ante la presión de la incipiente sociedad de consumo. Frente a esta nueva invasión, que operaba desde el interior mismo del hombre, dominado por un afán incontrolado de confort, era casi imposible organizar un modo eficaz de resistencia. En esta atmósfera de desilusión surge Esperando a Godot, obra que supone el paso de Beckett de la novela al teatro, de la narración a la plasmación viva, de la primera persona narrada a la primera persona encarnada. En el género novelístico, la narración en primera persona engendra intimidad y dramatismo, pero plantea dificultades especiales al narrador, pues, cuando se habla de otras personas, no es fácil evitar el distanciamiento. 237
El carácter descarnado y directo que Beckett intentaba otorgar a los diálogos solo podía conseguirlo en el género dramático. En este, la relación de inmediatez que se funda entre público y actores es más intensa por cuanto los personajes no son presentados a través del medio expresivo del lenguaje; hacen acto de presencia personal. Debe notarse, sin embargo, que el género de inmediatez ansiado por Beckett no es tanto de presencialidad cuanto de fusión (en la línea de Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus). El propósito de Beckett es comprometer al espectador en la acción, inmergirlo en su juego, visto como algo casi fatal. Hasta Malone muere, los «héroes» de Beckett viajan a la búsqueda de un objeto desconocido. Viajar es buscar. En Watt, el viajante se convierte en mero caminante, hombre desprovisto de todo, errante, solitario. En Esperando a Godot, el caminante se detiene; solo queda el camino y un árbol sin hojas. El camino, bordeado de precipicios, no conduce a ninguna parte. Más que camino, es un callejón sin salida, una situación límite. La aspiración hacia algo lejano y mejor que implicaba el viajar y el caminar se reduce aquí a mera espera, un tanto formal y pasiva. Los protagonistas no están a la espera de algo en que esperan. Soportan el fluir del tiempo de modo vacío e inactivo. Por ser vacía la espera, el tiempo se espesa, se hace lento y aburrido. Los poetas han cantado desde siempre las delicias de la existencia y han suplicado que el tiempo se detenga. Recordemos el «Carpe diem» de Horacio y el verso de Lamartine: «O temps, suspends ton vol». Los «héroes» de Beckett, por el contrario, sienten el tiempo como un maleficio, una distensión insufriblemente lenta, y solo intentan matarlo, rehuir el vértigo que produce su inmensa vaciedad. En Fin de partida, ya no hay camino ni género alguno de esperanza. La existencia de sus cuatro personajes se desarrolla en una habitación angosta. Los ancianos Nell y Nagg aparecen embutidos en dos cubos de basura. Se hallan inmóviles en un lugar de desecho. Hamm está paralítico y ciego. Solo Clov puede moverse, pero apenas logra ver algo a través de los dos ventanucos que se abren en lo alto de la pared. Cada vez más, los personajes de Beckett sienten la impresión de hallarse inmóviles, esclerosados en un punto inextenso del espacio y del tiempo. Al carecer de verdadera creatividad y de auténticos horizontes humanos, se sienten bloqueados, tanto si se mueven como si están fijos en un lugar. Su movimiento es mera agitación. Su esperanza, mera espera. Su vida, mero desgaste de energías. Nótese la distinción entre agitarse y moverse. Si un coche gira sobre su propio eje, puede sugerir al que se halla dentro la idea de que avanza, pero en realidad se trata de una amarga ilusión. El cansancio que experimenta una persona tras andar y progresar hacia la meta se halla unido al entusiasmo por lo conseguido. Si no ha logrado progresar nada, cunde en su ánimo el desaliento. En Fin de partida, la «literatura del absurdo» vive con singular intensidad su «viaje al final de la noche», su estremecedora incursión en los subterráneos sombríos de una vida falta de creatividad. Diversos dramaturgos actuales —entre ellos Jean Anouilh— plantean con crudeza el tema de la posibilidad del auténtico amor y comunicación entre los hombres, Beckett se sitúa ya desde el principio en un nivel de desamparo tal que cuando uno de los mendigos de Esperando a Godot pregunta al otro si se encuentra mal no provoca en él sino un 238
acceso de risa (pp.11, 11). Este crudo planteamiento inicial obliga al espectador a adoptar frente a la obra una actitud peculiar, no la de quien busca un posible sentido a la vida, sino la de quien vive decididamente su existencia en un nivel meramente objetivista, infracreador.
[1] A pesar de que Samuel Beckett era irlandés de origen y de formación, suele ser considerado como un autor francés debido a su larga estancia en Francia y al uso del francés en sus obras. [2] El tedio se produce en nuestro ánimo cuando, por falta de creatividad, nos vemos rebajados del nivel 2 —el de los ámbitos, la creatividad y el encuentro— al nivel 1, el del mero dominio y manejo de objetos y utensilios para nuestros propios fines. El tedio o aburrimiento parece un sentimiento totalmente negativo. Sin duda es desagradable, penoso y deprimente, pero puede suscitar en nosotros un efecto positivo: abrirnos los ojos a la necesidad de abandonar el plano de la apatía ante lo valioso y dar el salto al plano o nivel de la creatividad, donde florece la alegría y la ilusión de vivir, como bien subrayó el pensamiento existencial (M. Heidegger, K, Jaspers, G. Marcel…). [3] Las citas serán hechas conforme a estas ediciones: En attendant Godot, Les Editions du Minuit, París 1973; Esperando a Godot, Barral Editores, Barcelona 1970. En primer lugar citaré la página de la edición española y seguidamente la de la edición francesa. La bibliografía de y sobre Beckett es aportada por E. J ACQUART ,: Le théâtre de dérision, Gallimard, París 1974, pp. 290-297; R. FERDERMAN y J. FLET CHER: Samuel Beckett: His Works and his Critics, University of California Press, Berkeley 1970. Entre los trabajos sobre Beckett destacan los de L. J ANVIER: Pour Samuel Beckett, Minuit, París 1966, y O. BERNAL: Langage et fiction dans le roman de Beckett, Gallimard, París 1969. [4] Cf. Mercier et Camier, publicada en 1970.
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I. ANÁLISIS TIPOLÓGICO DE LOS PERSONAJES
Los personajes o dramatis personae de esta obra son seis, si contamos al ausente y esperado Godot e identificamos al muchacho del acto primero con el del acto segundo. De modo expreso y lúcido, el autor sume a los personajes y a su comportamiento en un clima de ambigüedad en el que resulta difícil determinar cuántos y quiénes son, y si ejercen un papel realista de personas concretas, o bien un papel simbólico de vertientes del ser humano. Sin despejar de antemano ninguna de estas incógnitas, destacaremos los rasgos fundamentales de cada personaje con toda objetividad, pero sin rigidez, viéndolos más como ámbitos de realidad que como seres definidos de una vez para siempre. De este modo, acaso se nos aparezcan como vertientes diversas, contrastadas y complementarias, del ser humano, y no como personas bien delimitadas por un carácter peculiar. Es muy significativo que los personajes que salen a escena aparezcan todos en parejas. Estragón y Vladimir (los mendigos-clowns), Pozzo y Lucky (amo y criado) sostienen relaciones primero entre sí solamente; más tarde, se interfieren ambos grupos. Los dos muchachos mensajeros no se relacionan directamente entre sí, pero están vinculados fundamentalmente por su condición de «hermanos» (57, 71). Los cuatro primeros personajes —sobre todo, los dos mendigos— constituyen, a su vez, un polo de la relación enigmática que media entre ellos y Godot, ser cuyas características desconocen, pero a quien esperan sentados al borde del camino, junto a un árbol descarnado, sin saber exactamente por qué ni para qué. El elemento mediador entre los mendigos y Godot viene dado por los dos muchachos mensajeros, personajes desvaídos que responden con monosílabos, casi mecánicamente, a las preguntas de los mendigos, y se limitan a manifestar que Godot vendrá al día siguiente, es decir, que la espera ha de prolongarse. Por lo que toca a los mendigos-clowns, la sobriedad extrema de la acción indica que el papel de ambos se reduce a tejer y destejer diversos diálogos o conatos de diálogos. Se advierte que el interés primario del autor no es tanto dibujar caracteres a través del diálogo cuanto servirse de dos caracteres un tanto distintos para crear cierto tipo de diálogos. Estos constituyen en la obra una meta, un elemento central. Están bien trabajados, cincelados con esmero y con intención más que literaria. En ellos se expresan significaciones que revelan el carácter de los personajes y su peculiar posición espiritual. 240
Pero la configuración misma de los diálogos es mucho más significativa porque revela la actitud básica de los protagonistas ante la existencia y ante los demás hombres. Pozzo y Lucky representan la vertiente humana de las relaciones amo-esclavo. Los muchachos encarnan el papel de intermediarios entre los hombres y la instancia desconocida que constituye el objeto de la espera. Godot no forma pareja con ningún otro personaje ni funda auténticas relaciones personales. Constituye únicamente un polo de referencia que no suscita sino un vago impulso a la espera, sentimiento difuso y débil que no cuaja en auténtica esperanza y no puede evitar que los protagonistas acaricien ideas de suicidio (18, 21; 59, 74; 102,132; 103, 133). I. ESTRAGÓN Se manifiesta poco hábil (9, 9; 64, 83), necesitado de ayuda (10, 10; 59, 74; 64, 83), pedigüeño (42, 54), dubitativo (15, 18), tendente a la desesperación (59, 74; 102, 132; 103, 133), inconstante, ansioso de marcharse y evadirse (21, 25; 59, 73), egoísta (31, 38; 42, 54; 84, 110; 86, 113; 88, 116), dormilón (16, 19; 89, 116; 98,127), afectuoso en unos casos (18, 21; 34, 43; 58, 73), burlón y despegado en otros (38, 48; 42, 53; 44, 55; 64, 83), cruel (95, 124), olvidadizo (65, 84; 66, 85; 72, 93-94), cínico (89, 115; 96, 124), irreflexivo (64, 83). Los rasgos tipológicos de Estragón son los siguientes: 1. Primacía de lo sentimental-patético sobre lo racional-lógico. La facultad lógicorazonadora está de tal modo ausente en Estragón que este no capta el verdadero sentido de las situaciones vitales en que se halla: Pozzo.—¿Son Uds. bandidos? Estragón.—¡Bandidos! ¿Tenemos aspecto de bandidos? Vladimir.—¡Vamos! Es ciego. Estragón.—¡Vaya! ¡Es cierto! (92, 120). Estragón debe ser traído a la realidad una y otra vez. Él se limita a aceptar la situación con un casi mecánico «es cierto». Estragón.—Vayámonos. Vladimir.—No podemos. Estragón.—¿Por qué? Vladimir.—Esperamos a Godot. Estragón.—Es cierto. (54, 67; 91, 118). El carácter mecánico de la respuesta delata la actitud no creadora, no lúdica, no ambital. Tal actitud —que se revela en el diálogo mismo— inspira el comportamiento de este y determina la estructura de diversas escenas de la obra. Estragón no logra identificar a las personas que encuentra, y confunde, por ejemplo, a Pozzo con Godot (24, 29; 83, 109). Vive sumido en un nivel inferior a aquel en que 241
florece la memoria. No es este un rasgo psicológico sino ambital-lúdico. Estragón no quiere acordarse. Carecer de memoria supone aquí un rasgo trágico porque indica ruptura con el entorno[1]. La memoria no debe entenderse como la facultad de almacenar datos al modo objetivista (nivel 1), sino como la capacidad creadora de dar vida a experiencias pasadas. Se recuerda lo que se quiere «volver a pasar por el corazón» debido a la alta estima que se le tiene. Para recordar, hay que reconocer lo pasado como propio y, en cierta medida, estimarlo. «No me lo recuerdes», se dice cuando uno quiere romper amarras con algo que no desea incorporar a la propia vida. En el plano lúdico, rechazar es relegar al olvido. Para conocer, se requiere crear. Para recordar, es necesario re-crear. «Recordar es vivir» (Unamuno). La memoria como facultad creadora florece en cuanto el hombre estructura ámbitos de acción, y se anula cuando el hombre se limita a recibir impresiones sin penetrar en las realidades profundas que en ellas pueden expresarse. Estragón representa la vertiente del hombre que olvida cuando quiere. La condición olvidadiza de Estragón no revela un rasgo psicológico sino el hecho decisivo de moverse en nivel infracreador. El olvido se ha incorporado a su conducta de tal modo que olvida sus propias preguntas (32, 40), las circunstancias de su desgracia personal y su misma decisión de suicidarse: Vladimir.—Poco faltó para que nos ahorcáramos... ¿Recuerdas? Estragón.—Lo has soñado. Vladimir.—¿Será posible que lo hayas olvidado? (65, 84-85). Estragón se encuentra «arrojado» a un tipo de vida que no acepta. Su negativa a recordar es una forma de rebelión contra un modo de existencia que juzga infrahumana. Estamos ante una figura de mendigo lúcido hasta cierto punto. El tragicismo brota de la lucidez del hombre que vive en una situación de desamparo absoluto y se percata de ello. De la conciencia de la ineludibilidad del sinsentido brota el tragicismo al modo griego. Estragón y Vladimir no son seres subnormales. Si lo fueran, su condición sería triste, pero no trágica. Son mendigos-clowns que representan lúcidamente dos vertientes básicas de la humanidad. Estragón no quiere prestar atención a los pormenores de una existencia que rechaza, ni grabarlos en la memoria, porque atender a algo es reconocer en cierta medida su valor. «Yo soy así —confiesa—. O me olvido en el acto o no me olvido nunca» (65, 85). De hecho, recuerda al que lo golpeó y al que le dio unas sobras de comida. Pero, al preguntarle Vladimir si reconoce el lugar donde esto aconteció, Estragón se enfurece de repente y exclama: «¡Reconoces!». «¿Qué hay que reconocer? ¡He arrastrado mi perra vida por el fango y quieres que distinga sus matices! ¡Mira esta basura! ¡Nunca he salido de ella!» (66, 85-86). Como ya indicamos, el brusco cambio de tono encierra una gran significación, que debe ser analizada de modo lúdico, en el nivel 2, el de la creatividad y el encuentro. Estragón se enfurece sin motivo aparente. Un espectador desprevenido podría pensar que se trata de un rasgo patológico. Estragón, sin embargo, no tiene alteradas sus facultades mentales. Se fija lúcidamente en la palabra «reconocer», 242
y en el trasfondo de su espíritu advierte que para reconocer es necesario amar. Al poner en relación tensa el reconocimiento y el amor, Estragón pierde la paz, porque entiende que Vladimir le pregunta si ama el lugar a que alude. Esta pregunta lo desazona en extremo. Cuando Vladimir intenta convencerle de que ambos estuvieron un día en Vaucluse, Estragón contesta: «Tal vez. No puse atención» (66, 86). Ello explica que recuerde ciertos datos referentes a su bienestar o malestar (71, 93), pero no las circunstancias de tiempo y lugar que considera accidentales e indignas de atención por no haber creado en ellas nada importante. 2. Tendencia a la evasión. Esta actitud de repulsa frente a la vida propia y cuanto la integra se traduce en afán de absentismo y evasión. Repetidas veces muestra Estragón su voluntad de marcharse, en compañía de Vladimir o solo, e incluso de suicidarse, que es la forma de evasión definitiva. A menudo rompe el diálogo o quiebra la tensión de la espera sencillamente por absentismo. El cambio inmotivado responde únicamente a este carácter evasivo. No tiene a dónde ir. Si se marcha o anuncia que se va, no lo hace porque tenga alguna meta ante sí (18, 22; 59, 74; 102, 132; 103, 133). No toma nunca iniciativas positivas. Se halla casi en el grado cero de creatividad. Busca solución a los problemas del momento en el mero cambio de postura. Vladimir, en cambio, la busca en la espera. 3. Inhabilidad para defenderse y necesidad de protección. Esta postura absentista y evasiva resta a Estragón capacidad de defensa y lo expone a todo género de riesgos y necesidades. Es golpeado por diversas personas e incluso por Lucky (10, 10; 35, 44; 63, 82; 64, 83); es alimentado (21, 26; 73, 96) y arropado en su sueño (76, 100) por Vladimir; mendiga (29, 36); se queja una y otra vez hasta provocar el fastidio de Vladimir (11, 11; 77, 100), que lo tilda de egoísta (88, 116); se adormece continuamente (16, 19; 76, 99; 88, 116; 99, 128; 101, 131). Adormecerse responde a la voluntad de absentismo. Estragón es dormilón, no porque tenga sueño, sino por su actitud fundamental ante la vida, actitud de defección, de descenso a un plano de unidad fusional con el entorno donde se anula el campo de libre juego entre el hombre y la realidad y se hace innecesaria toda forma de actividad libre y responsable. Estragón.—Si pudiese dormir… Vladimir.—Ayer tarde has dormido. Estragón.—Voy a intentarlo. (Adopta una postura uterina, con la cabeza entre las piernas). (75, 98). La adopción de esta postura indica una clara nostalgia —de ascendencia vitalista— por la seguridad del seno materno, el período prenatal anterior al tiempo de la responsabilidad y el riesgo. 4. Incapacidad para fundar verdaderos ámbitos de convivencia. Aunque no faltan en Estragón rasgos de buen corazón (cuando consuela a Lucky, 35, 43, y deja sus zapatos para otro, 58, 73), su actitud fundamental de desarraigo le impide fundar relaciones de 243
auténtica convivencia. Estas relaciones deberían crearse al hilo de diálogos verdaderos. Pero Estragón corta incesantemente el diálogo con preguntas que responden a ausencia espiritual, o bien interrumpe la conversación bruscamente para indicar que se marcha (13, 14). Cuando Vladimir le pregunta si lo aburre, contesta cínicamente que no «porque no le está escuchando» (13, 15; 19, 23; 67, 86). Escuchar indica tensión, atención a los dos niveles de realidad que integran el lenguaje signitivo: el nivel físico-objetivista del sonido y el nivel de las significaciones. La técnica del relax consiste en lograr que ceda la tensión de la atención y se mueva uno al nivel de las meras impresiones. Vladimir le recrimina dulcemente esta actitud: «Veamos, Gogo, tienes que devolverme la pelota de vez en cuando» (13,15). Más adelante, le dice amargamente: «Es difícil convivir contigo, Gogo» (67, 86). Ello explica que la unión de Estragón con Vladimir responda más bien a la incapacidad para arreglárselas por su cuenta que a verdadera comunión de espíritus. Estragón.—A veces me pregunto si no sería mejor que nos separásemos. Vladimir.—No irías lejos. Estragón.—Cierto. Eso sería, en efecto, un grave inconveniente (17, 20). No aduce Estragón razón alguna para abandonar a Vladimir. En ciertos momentos, Estragón exalta la vida de unión y pide a Vladimir que lo bese (18, 21) y abrace (81, 107), pero en el fondo piensa que está mejor a solas (64, 83). II. VLADIMIR Presenta rasgos coincidentes con Estragón (desamparo, situación de espera, mezcla extraña de bondad y crueldad) y rasgos distintos (es decidido, en cierto sentido orgulloso, reflexiona e intenta comprender las situaciones en que se halla, siente preocupación por el tiempo y su decurso, se esfuerza por ser consecuente y dar a la vida un sentido (86, 113). Sus rasgos tipológicos básicos son los siguientes: 1. Predominio de lo racional sobre lo instintivo. Ya desde el comienzo de la obra se alecciona a «ser razonable» (9, 9). Estragón se extenúa intentando quitarse una bota, y, al fin, dice: «No hay nada que hacer». Vladimir aparece en escena diciéndose a sí mismo: «Sé razonable». En esta línea de relativo esfuerzo, procura reconocer sitios, personas y situaciones (54, 67; 71, 93; 83, 109), razonando con bastante lucidez (45, 57; 86,113) y advirtiendo pormenores que se le escapan a Estragón (64, 83; 65, 84; 70, 92). Mientras Pozzo lanza gritos de socorro, Vladimir se enfrasca en consideraciones acerca del sentido de una existencia temporal que discurre a la espera de Godot. A menudo confronta su situación de abandono con el ansia humana de felicidad (10, 10), se plantea el problema del decurso temporal y el tedio que asedia a quien no tiene recursos para llenar el tiempo. Indigente al extremo, no se queja del hambre, frío o desnudez, sino del tedio producido por el lento discurrir del tiempo. A la luz de tal confrontación, afirma que «lo terrible es haber pensado» (65, 90; 70, 91). Su actitud lógico-racional florece en diversas sentencias de alto estilo que implican una singular lucidez mental, superior a la 244
que podría esperarse de un mendigo (11, 11, y otras). Vladimir posee una excelente memoria y se esfuerza por hacerse cargo de cada situación. No pierde nunca de vista que está esperando a Godot, y retiene una y otra vez a Estragón cuando hace ademán de irse. 2. Conciencia de seguridad y fortaleza. Vladimir lleva siempre la iniciativa, está dispuesto a defenderse y a defender a Estragón (10, 10; 64, 83; 95, 123), a ayudarle en caso de necesidad (35, 44); no se resigna a mendigar (42, 53); ataca a Pozzo (89, 116) y a Lucky[2], pero esta crueldad no le impide interesarse tiernamente por lo que ambos hacen «cuando caen en donde nadie puede ayudarles» (97,126). Vladimir se da cuenta de las situaciones, pero no tiene voluntad creadora. Cuando Pozzo se ve en extrema necesidad y pide ayuda, Vladimir se entretiene en hablar y no se la concede. 3. Preocupación por dar un sentido a la vida. A través de los diálogos se observa — pese a la superficialidad de casi todos sus argumentos— una voluntad clara, por parte de Vladimir, de penetrar en niveles de hondura. Cuando Estragón le indica que debe abrocharse, asiente y subraya: «No hay que descuidarse en las cosas pequeñas». A lo que Estragón replica: «Qué quieres que te diga, siempre esperas al último momento». Vladimir, ensoñadoramente, agrega: «El último momento [...] se hace esperar, pero será interesante [...]. A veces me digo que, a pesar de todo, llega. Entonces me siento muy raro. ¿Cómo decirlo? Aliviado y al mismo tiempo... Aterrado, A-TE-RRA-DO» (11, 12). Al principio parece que Vladimir y Estragón van a enhebrar un auténtico diálogo. Cuando Estragón dice: «siempre esperas al último momento», se rompe ya la lógica. Vladimir parte de la expresión «último momento», y engarza una consideración que se despega del contexto. Dirige la atención a momentos especialmente significativos, se exalta y adopta una actitud de sobrecogimiento. Es este un procedimiento muy usado por el teatro del absurdo, que suele extrapolar los niveles y campos de atención. El resultado en este caso es un diálogo sin-sentido, lúcidamente elaborado para reflejar la condición absurda del hombre en sus diferentes vertientes. Estamos ante una obra del absurdo, no ante una obra absurda. La ruptura del ritmo normal del diálogo no responde a una incapacidad técnica del autor o a una deficiencia psicológica de los personajes. Es una característica voluntariamente impresa al diálogo por Beckett para reflejar una actitud de no creatividad. Su sensibilidad para lo valioso insta a Vladimir a ocuparse, siquiera fugazmente, de temas religiosos (el buen ladrón, 13-13, 13-15; la santidad y fidelidad, 86, 112), a desbordar las situaciones a mano y vivir en actitud de espera de un ser desconocido que promete adentrarse, de algún modo, en su vida y salvarla, redimiéndola del vacío absoluto y haciendo innecesario el recurso al suicidio (103, 133). Su existencia no tiene en conjunto más sentido que estar a la espera de una instancia que venga y lo salve, liberándolo del vacío del absurdo y de la necesidad de anular su existencia. Cuando tengo esperanza en algo altamente valioso, ello gravita sobre mi vida y le confiere sentido. Los momentos de mi existencia quedan envueltos en esa realidad en que espero y se cargan de sentido. No están vacíos, no se reducen a meros instantes en la línea de la espera. Estar solo a la espera de una realidad que desconozco no me colma de sentido. Es un 245
mero dejar que los instantes de tiempo discurran sin tener yo que tomar iniciativa creadora alguna. No domino el tiempo. La sucesión temporal puede dividirse en infinidad de instantes. A ellos quedo sometido si no los configuro con mí acción. Vivir infinitos momentos subdivide la atención una y otra vez, adensa el tiempo, lo hace infinitamente largo y provoca el tedio. Vladimir y Estragón están solo a la espera. No conocen a Godot ni se comprometen con él porque no adoptan la actitud creadora propia de la esperanza. Aunque Godot viniera, no los salvaría, porque no se comprometen. No hacen sino esperar. Así es comprensible que, al final, propongan como alternativa esperar a Godot o suicidarse. La ayuda no viene cuando falta la disposición para hacerla fecunda. La amistad no se fuerza. Es un acontecimiento dual. Vladimir y Estragón no se muestran dispuestos a forma alguna de entrega amistosa, única que podría traerles la salvación, redimirlos como hombres. En esta situación de franquía absoluta, de total desarraigo, el tiempo se torna autónomo y cobra una pesadez especial. El mayor empeño de Estragón y Vladimir es «matar el tiempo» (90, 116), «pasar el rato», pero sin evadirse, sin abandonar el lugar en que ha de efectuarse el encuentro con Godot (54, 67; 91, 118). El vacío abierto por esa espera sin contenido positivo, esa actitud de mero esperar una realidad desconocida de la que no se sabe quién es, ni cuándo vendrá, ni apenas si vendrá, va siendo llenado precariamente con retazos de diálogos cortados en agraz, con discusiones sin sentido (6770, 87-92), insultos (81, 106), vejaciones (53, 66). Cualquier acontecimiento, por anodino que sea, es aprovechado codiciosamente por los mendigos para evitar el vértigo del vacío que implica el aburrimiento. Al inclinarse sobre el vacío metafísico de la nadade-la existencia, surge el vértigo que succiona al hombre. Frente a la angustia provocada por esta succión, el mero insultarse y reconciliarse, no obstante su carácter artificioso y provocador, produce un cierto sentimiento de alivio, que hace exclamar a Vladimir: «¡Cómo pasa el tiempo cuando uno se divierte!» (81, 107). El carácter, la mentalidad, la actitud ante la vida de Vladimir quedan netamente al descubierto cuando, al final de la obra, Pozzo pide ayuda, y Vladimir propone a Estragón ayudarle y «especular con su agradecimiento». Al indicar Estragón que Pozzo ha dejado de suplicar, Vladimir anota que ello responde a haber perdido la esperanza. Pero inmediatamente destaca la necesidad de no perder el tiempo en vanos discursos y responder a la llamada de Pozzo que va «dirigida a la humanidad entera», humanidad que en ese momento está representada por ellos, Vladimir y Estragón. Estragón no escucha. Y Vladimir agrega que también representan honrosamente su condición humana si se quedan con los brazos cruzados. En una sucesión rapidísima de sentimientos e ideas, Vladimir plantea la cuestión del sentido de su vida, y concluye: «En medio de esta inmensa confusión, una sola cosa está clara: estamos esperando a Godot». Viendo su vida en conjunto, agrega: «Hemos acudido a la cita. ¿Cuántas personas podrían decir lo mismo?» (86, 112). Pozzo reanuda su petición de ayuda, y Vladimir prosigue su discurso acerca de la lentitud del tiempo y la costumbre humana de «llenarlo con manejos que, cómo decirlo, a primera vista pueden parecer razonables y a los cuales 246
estamos acostumbrados». Ante la insistencia de Pozzo —que se halla en extremo peligro —, Vladimir ofrece con cierta sinceridad, no exenta de cinismo, un ejemplo de la presunta «racionalidad» de los manejos utilizados para evitar el tedio: «Esperamos. Nos aburrimos [...]. Se nos presenta un motivo de diversión, y ¿qué hacemos? Dejamos que se pudra. Vamos, manos a la obra. Dentro de unos instantes, todo habrá terminado, volveremos a estar solos, en medio de tanta soledad» (86-7, 113). En este nivel de actitud posesiva, en el cual la relación con los otros se convierte en medio para el logro de los propios fines, se comprenden ciertos rasgos de Vladimir, aparentemente contradictorios. Se alegra de la vuelta de Estragón, pero manifiesta que, aun echándolo de menos, estaba contento (64, 82). Ayuda a Estragón cuando Lucky lo hiere (35, 44), y reacciona con crueldad ante la desgracia de Pozzo (89, 116) y Lucky (95, 124). No actúa para crear relaciones de encuentro, sino para satisfacer intereses individuales. El trato entre Vladimir y Estragón ofrece ciertos rasgos de ternura, pero no presenta la energía necesaria para crear rigurosos ámbitos de convivencia. De ahí que se muevan fuera del campo de iluminación que se funda por la interferencia de ámbitos y que tiene su máxima expresión en el lenguaje cuajado de sentido. Nada extraño que Pozzo sienta dificultad en considerarlos como hombres. Más que dos personajes, Vladimir y Estragón representan dos vertientes del hombre en situación de radical desamparo: la vertiente más reflexiva y vivaz (Vladimir) y la más inercial (Estragón). Mediante la lucidez de Vladimir, este tipo de hombre se hace cargo de que su capacidad creadora se halla bordeando el grado cero. ¿Qué pasa con nosotros — parece preguntar Vladimir a Estragón una y otra vez—, que queremos hablar y no podemos? Las palabras que profieren no alumbran sentido y quedan como diluidas en un oprimente silencio. Los silencios constituyen en esta obra la atmósfera densa sobre la que se destacan débilmente los esbozos de diálogo para desaparecer enseguida sin apenas dejar rastro. En las páginas 67-88 de la edición francesa se cuentan once silencios, dos de ellos amplios. III. P OZZO Representa al «hombre de sociedad» que necesita a los otros como meros testigos de su comportamiento, términos de confrontación que le permiten afirmarse en la existencia. No los toma como personas que lo apelan a una actividad creadora. Se muestra cruel, orgulloso, endiosado, egoísta, opresor de aquel a quien necesita (Lucky) y al que decide vender a modo de objeto (34, 43). Intenta aparecer como un ser libre, superior a los demás (26, 32), seguro de sí; «¿Parezco yo un hombre al que se le hace sufrir?» (37, 47). Se declara consciente de pertenecer a la especie humana y ser, por tanto, de origen divino (25, 30), pero confiesa que su comportamiento es poco humano (31, 38). Pozzo representa la vertiente del ser humano que lleva al extremo la lógica de la manipulación, de la actitud objetivista, del vértigo del poder y la ambición. En el segundo acto, aparece ciego, desvalido, casi nivelado a su esclavo. Cuando se encuentra abandonado y no puede valerse por sí mismo, pide ayuda, y, al no recibirla, ofrece recompensa. Pozzo es 247
el ídolo con pies de barro que, tras un breve momento de autoexaltación, pasa a un estado de abyección y desvalimiento. IV. LUCKY Constituye la encarnación del hombre oprimido, que carece de rostro humano y obedece de modo servil, irracional. No por ello es el contrapolo de Pozzo —como representante de la actitud absolutamente antihumana—, porque se muestra agresivo con los desconocidos (35, 44). Su facultad de pensar es un tanto mecánica, pues viene condicionada al hecho de ponerse el sombrero (47, 58). Por razones que no se explican en la obra, esta actividad intelectual, sometida brutalmente al arbitrio del amo, degeneró hasta tal punto que en la actualidad solo produce una lastimosa palabrería cuajada de ideas deshilvanadas en las que aflora de modo inconexo la idea de un Dios personal y la del infierno (43, 54-55; 47-48, 59-62). En el segundo acto, Lucky se vuelve mudo (98, 127). En otro tiempo había tenido elevación suficiente para lograr que Pozzo fuera capaz de pensar y sentir «la belleza, la gracia, la verdad máxima» (36, 45). Ahora se ha convertido en una bestia de carga, un infrahombre. Tras una temporada larga de relación «amo-siervo», Pozzo —ciego— y Lucky —mudo— acaban cayendo definitivamente en una misma fosa (98, 127). V. MUCHACHO 1 Personaje misterioso, sirve de enlace entre Godot y los mendigos a los que lleva un mensaje: «El señor Godot me manda decirles que no vendrá esta noche pero que mañana seguramente lo hará» (56-57, 71). El diálogo entre Vladimir y el muchacho no aclara nada acerca de Godot y de la actitud vital de quienes viven con él (57, 71-72). VI. MUCHACHO 2 Es sin duda el mismo muchacho del día anterior, aunque él lo niega. Su mensaje no hace sino dilatar la llegada de Godot para el día siguiente. El diálogo tampoco aclara nada sustancial acerca de Godot y su mensajero (100, 129-130). VII. GODOT Aunque invisible, es el personaje decisivo. Los mendigos aparecen vinculados a él con una relación de súplica (19-20, 23-24), vaga, indefinida, y, sin embargo, suficientemente poderosa para mantenerlos a la espera, a pesar del carácter ambiguo de la respuesta que Godot les había dado: «Que no podía prometer nada» (20, 23). Al indicar Vladimir a Estragón que su papel es el de meros suplicantes que han vendido sus derechos, Estragón pregunta si no estarán atados de pies y manos al «buen hombre» de que habla Vladimir, a Godot, que, según el mensajero, «no hace nada» (100, 129).
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[1] Ténganse en cuenta las investigaciones que acerca del sentido creador de la memoria se han realizado en los últimos lustros siguiendo la vía heurística abierta por Henri Bergson. Cf. PH. FAURE-FREMIET : Pensée et Récreátion, Alcan, París 1934. El tema de la temporalidad y el correlativo del recuerdo y la memoria gozan de gran vigencia en la literatura y la filosofía actuales. [2] El pasaje correspondiente de la edición castellana (p. 97) falta en la edición francesa.
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II. EL PECULIAR TRAGICISMO DE UNA VIDA «ABSURDA»
Esperando a Godot es una obra estructurada en forma de diálogo sin apenas acción alguna. Analizada su estructura en pormenor, se observa que no se da en ella ni una sola relación de auténtico encuentro, pues no se cumplen las exigencias del mismo. Falta en los protagonistas la voluntad de entreverar sus ámbitos personales y fundar ámbitos de verdadera convivencia. Este fallo radical explica que el trato mutuo dé lugar a choques y colisiones, y culmine casi siempre en deseo de separación. Los cuatro seres humanos plantean sus relaciones en el registro egoísta de la posesión. Con ello, sus personalidades se esclerosan, haciendo imposible el intercambio creador que llamamos encuentro, categoría fundamental en toda obra dramática. De la carencia básica de creatividad en las relaciones interpersonales se derivan las características fundamentales de la trama específica de esta obra: sentimiento angustioso de soledad y tedio, posición inestable y ambigua entre la compañía y la soledad, impotencia para configurar una vida humana digna, ruptura de toda posibilidad de enhebrar un auténtico diálogo, inmersión en un clima espiritual de sinsentido y absurdo. I. FALTA DE CREATIVIDAD La voluntad creadora se manifiesta de ordinario en el deseo de conversar, pues el lenguaje, si responde a una actitud de amor, es vehículo viviente de los ámbitos que se crean al entreverarse dos o más seres personales, que constituyen de por sí más bien un «ámbito» que un «objeto». La conversación auténtica implica: 1) aceptación de la intimidad de los coloquiantes, intimidad que de algún modo se expresa en la conversación; 2) espíritu de colaboración; 3) veracidad por parte de cada coloquiante y confianza en la veracidad de los demás; 4) voluntad de entrar en el juego que implica la dialéctica de apelación-respuesta; 5) clarificación progresiva de ideas y actitudes; 6) insistencia, por vía de ahondamiento, en los temas propuestos; 7) atención constante a las proposiciones de los otros coloquiantes y apertura a lo que estos puedan ofrecer de sorpresivo y chocante. Al auténtico conversar se oponen: 1) las interrupciones injustificadas y los cambios ilógicos de tema; 2) las repeticiones mecánicas; 3) la falta de atención y espíritu colaborador; 4) la actitud agresiva; 5) la laxitud espiritual que predispone a olvidarlo todo y no profundizar de verdad en ningún tema; 6) la falta de lógica, que lleva a mezclar los 250
temas arbitrariamente, extrapolar distintos planos de la realidad y desorbitar las propias reacciones ante los distintos acontecimientos de la vida. Estas características —que convierten los diálogos en «monólogos alternantes»— son de hecho las que deciden la configuración peculiar de Esperando a Godot. 1. Todo intento de iniciar el tratamiento de un tema es cortado en agraz por alguno de los interlocutores (12, 13; 13, 14-15; 17, 19; 17-18, 20-21, y otras), aunque se trate de algo importante y largamente esperado, como sucede con el mensaje de Godot que vienen a transmitir los muchachos (56-57, 68-70). A menudo, cuando más expectación provoca con sus manifestaciones uno de los interlocutores, este detiene la conversación para manifestar que no sabe dónde iba (33, 41), o bien el otro corta bruscamente el hilo del diálogo diciendo que se marcha, o propone cambiar de tema sin tener nada que decir (90-91, 118). De esta forma, en toda la obra solo hay esbozos de diálogos entrecortados por pausas. Son frecuentes los monólogos alternantes, que provocan, merced al ritmo sucesivo de la conversación, efectos cómicos (90, 117-118). 2. En algunos momentos parecen los interlocutores decidirse a tejer una verdadera conversación, pero en realidad solo se trata de expresar una misma idea alternativamente, de forma un tanto mecánica, por el mero afán de inmergirse en una cuestión durante unos instantes. Estragón.—¿Qué contestó? Vladimir.—Que ya vería. Estragón.—Que no podía prometer nada. Vladimir.—Que necesitaba pensar. Estragón.—Con la mente despejada. Vladimir.—Consultar con la familia. Estragón.—Los amigos. Vladimir.—Sus agentes. Estragón.—Sus corresponsales. Vladimir.—Sus registros. Estragón.—Su cuenta corriente. Vladimir.—Antes de pronunciarse. Estragón.—Es natural. Vladimir.—¿No te parece? Estragón.—Lo supongo. Vladimir.—Yo también. (19-20, 23-24; cfr. asimismo 38, 47; 41, 52; 67, 88). 3. A menudo, uno de los interlocutores (sobre todo Estragón) manifiesta abiertamente que no escucha (13, 15). Para obtener una respuesta, Vladimir debe preguntar seis veces a Pozzo si quiere deshacerse de Lucky (34, 42-43). Tampoco Vladimir y Estragón contestan a Pozzo cuando este les pide auxilio o les pregunta sencillamente si es de noche (92, 120-121).
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La falta de espíritu colaborador lleva con frecuencia a uno de los coloquiantes a no elevarse al nivel de lo significado en el diálogo y reaccionar exclusivamente al estímulo de la frase anterior, interpretada en un plano inferior a aquel en que fue pronunciada. Véase, por vía de ejemplo, cómo en el diálogo de las páginas 13-14, 15-16, frena Estragón el discurso de Vladimir acerca de los ladrones, primero con su negativa a oír la historia, después con sus preguntas acerca del sentido de cada palabra, al final con su juicio «la gente es estúpida», que no responde a una valoración de la actitud de la gente respecto al problema tratado, antes se reduce a una reacción instintiva frente a una cuestión que ofrece dificultad. Una y otra vez, Vladimir y Estragón se niegan a oír lo que uno de ellos intenta relatar con el fin de abrir la propia intimidad. Estragón.—No eres nada amable, Didi. ¿A quién quieres que cuente mis pesadillas más íntimas, sino a ti? Vladimir.—Que sigan siendo muy íntimas. De sobra sabes que no las soporto (17, 19). En diversos casos, las frases del diálogo no se suceden conforme a la lógica de las significaciones expresadas, sino conforme a ciertos armónicos de las locuciones pronunciadas. A veces acontecen en el diálogo deslizamientos de sentido dentro de un campo determinado de significación: Estragón.—Para que todo fuera bien, habría que matarme, como al otro. Vladimir.—¿Qué otro? (Pausa). ¿Qué otro? Estragón.—Como a billones de otros. Vladimir (sentencioso).—Cada cual con su cruz. (Suspira). Al principio pesa, pero, cuando llega el fin, uno casi ni la nota (67, 87). 4. La falta de colaboración es debida con frecuencia a la actitud poco amistosa o abiertamente agresiva de los dialogantes. Al verse interrumpido bruscamente por Vladimir, Estragón le pregunta con dulzura: «¿Quieres hablarme? ¿Tenías algo que decirme? Dime, Didi». Vladimir responde, sin volverse: «No tengo nada que decirte». Estragón le pregunta si está enfadado, y se esfuerza porque Vladimir le dé la mano y lo bese, pero al momento lo rechaza debido a su mal olor (17-18; 20-21). Las conversaciones de Vladimir y Estragón con Pozzo y Lucky e incluso con el muchacho mensajero están llevadas con un ritmo impulsivo y un tanto brusco que fragmenta los diálogos y los torna, con frecuencia, incoherentes. 5. La voluntad de no comprometerse lleva a Estragón y Vladimir a la inacción. Estragón.—No hagamos nada. Es lo más prudente [...] Vladimir.—Tengo curiosidad por saber qué va a decirnos (Godot). Sea lo que sea, no nos compromete a nada (19, 22-23). El hecho de estar esperando a Godot no influye de ningún modo en la conducta de ambos. Cuanto hacen no tiene más sentido que llenar el hueco de la espera. Al no 252
sentirse comprometidos con nada ni con nadie, no realizan ningún gesto creador que dé sentido a su vida. Hacen movimientos inútiles (9, 9; 11, 12; 12, 13; 77, 101), permanecen inmóviles tras haber decidido marcharse (13, 14; 60, 75; 103, 134), no habitan —en sentido transitivo—, no crean moradas humanas y, en consecuencia, tampoco construyen; se reducen a matar el tiempo al borde de un camino que ni siquiera es un lugar de tránsito por estar bordeado de barrancos. Faltos de todo poder inventivo, no toman iniciativa alguna en orden a procurarse verdadero amparo y cobijo; se adaptan a lo que encuentran, por ejemplo un foso, sin someterlo a un mínimo proceso de adaptación, como hace el animal con su guarida (10, 10). 6. El desarraigo mutuo y la falta de compromiso permite a los dialogantes: a) mezclar arbitrariamente los más diversos temas y actitudes; b) extrapolar distintos planos de la realidad; c) desorbitar la valoración de los hechos y acontecimientos. De la Biblia, como libro religioso, pasa Estragón a los mapas en color y al Mar Muerto y a su viaje de luna de miel (12-13,14). Vladimir, Estragón y Pozzo mezclan las protestas de respeto a los demás con los actos de crueldad (26, 31-32; 33, 41), la voluntad de convivencia y las palabras de compasión con el despotismo de negrero que trafica con otro ser humano (35, 44-45), el deseo de estar juntos con la prohibición de comunicarse (63, 82). En la conversación se suceden de modo mecánico (es decir, sin razón interna que lo justifique) diversos tonos y actitudes (40-41, 51-52). Se entretejen expresiones tan diversas como una llamada de auxilio y la manifestación del deseo de pasearse por Ariège (87, 114). Los gritos de socorro de Pozzo no alteran la conversación anodina de Estragón y Vladimir (86, 113). Estragón considera los actos de insulto y reconciliación como acciones que el hombre puede realizar a voluntad en cualquier momento. «Eso es, insultémonos [...] Ahora reconciliémonos» (81, 106). Pozzo ordena a Lucky que piense, al tiempo que lo degrada aplicándole un nombre de animal: «¡piensa, cerdo!» (47, 59). Pozzo considera el bailar, pensar y cantar como actividades que cabe hacer como respuesta a una orden (43, 55). A Lucky le colocan el sombrero como si se tratara de una estatua. En el trato que Pozzo da a Lucky se entremezclan constantemente las formas personales y las impersonales (47, 55). Muchos gestos y actitudes de Vladimir y Estragón tienen carácter impersonal, desarticulado, desorbitado. Episodios tan penosos, casi trágicos, como las escenas entre Pozzo y Lucky son considerados por Vladimir y Estragón como mero pasatiempo (53, 66) y motivo de diversión (78, 102).
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Pozzo toma como objeto de consideración temática (es decir, proyecta a distancia) vertientes de su actividad que en condiciones normales ejercen de modo discreto un papel mediacional dentro de un conjunto expresivo. Convertir en un micro-discurso lo que debiera ser mero fragmento de un diálogo sencillo, y preguntar al coloquiante qué tal ha estado la actuación y solicitar que lo animen constituye una incoherencia llamativa (40-42, 51-52). Pozzo llama enfáticamente «instalarse» al mero sentarse en una silla plegable colocada en medio del camino (31, 38). Pozzo, Estragón y Vladimir consideran como objeto de alta deliberación y gran esfuerzo acciones que el hombre normal realiza con toda espontaneidad (9, 9; 10, 10; 53, 65-66; 91, 118). Vladimir y Estragón realizan a menudo gestos y adoptan actitudes de impaciencia y agitación que no responden a su estado de profundo aburrimiento (16, 19; 21-25). Vladimir crea un clima de expectación ante las declaraciones de Pozzo, aunque presiente que no va a decir nada (32, 40). Pozzo exagera su desesperación, como si fuera el esclavo y no el señor (37, 46). Vladimir y Estragón ponderan el encanto de la anodina conversación de ambos con Pozzo: Vladimir.—Encantadora velada. Estragón.—Inolvidable. Vladimir.—Y aún no ha acabado. Estragón.—Parece que no. Vladimir.—Acaba de empezar. Estragón.—Es terrible. Vladimir.—Es como si estuviéramos en un espectáculo. Estragón.—En el circo. Vladimir,—En un music-hall. Estragón.—En el circo (38, 47-48). Vladimir declara «apasionantes» las grotescas declaraciones de Pozzo (46)[1]. Vladimir y Estragón ponen énfasis en términos como «irse», «separarse», regresar»..., que en su conversación apenas significan nada. Vladimir considera el re-encuentro con Estragón digno de una «celebración». Esta se reduce a un abrazo un tanto enfático (9-10, 10). Pozzo, Vladimir y Estragón se dejan llevar por la lógica interna de las frases y se embriagan con su ritmo (17, 20; 20, 23-24; 37, 47; 39, 48; 41, 52; 65, 84; 67, 88; 82, 107). II. ACTIVIDAD SIN SENTIDO, « ABSURDA» 254
La deficiente capacidad creadora se traduce en una forma de actividad caótica, amorfa, desarticulada, ineficaz, sin sentido. Desde el comienzo de la obra, cuando Estragón se esfuerza, jadea y se agota para quitarse las botas sin conseguirlo (9, 9), hasta el final, en que él y Vladimir proponen marcharse y no se mueven (103, 134), los protagonistas tejen una trama de ideas inconexas, deseos incumplidos, acciones absurdas. Vladimir.—Vaya, ya estás ahí otra vez. Estragón.—¿Tú crees? Vladimir.—Me alegra volver a verte. Creí que te habías ido para siempre. Estragón.—Yo también (9, 9). No saben en qué día viven, y, para averiguarlo, Vladimir «mira enloquecido a su alrededor como si la fecha estuviera escrita en el paisaje» (16, 18). Pozzo no sabe cómo sentarse. Pide a Estragón que le insista en que lo haga, como si se tratara de algo importante, y Estragón le invita a hacerlo para que no se enfríe y enferme (39-40, 49-50). Vladimir y Estragón esperan sin saber a quién ni por cuánto tiempo ni exactamente por qué (25, 30). Solo Vladimir adivina al final que tal vez sea para no tener que ahorcarse (103, 134). Una y otra vez concluyen ambos que «no hay nada que hacer» (23, 28; 25, 31; 58, 73). III. EL SOMETIMIENTO AL DECURSO TEMPORAL Y EL SENTIMIENTO DE TEDIO La incapacidad para configurar de modo activo la vida determina que el hombre se mueva exclusivamente en el nivel objetivista del espacio y tiempo meramente empíricos (el espacio de la distensión material; el tiempo del reloj ajustado al movimiento sideral). Configurar la vida significa tejer a lo largo del tiempo y a través del espacio formas de existencia. En este plano creador de formas —que agrupan e integran multitud de unidades de tiempo y espacio—, el hombre domina la sucesión temporal y la distensión espacial, y ello de modo directamente proporcional a su capacidad creadora. Cabe observarlo de modo perfecto en la experiencia artística. Si carece de tal poder configurador, el hombre queda sometido a la distensión espacial y al fluir temporal, provocando el fenómeno del aburrimiento, del tedio o hastío. Los protagonistas subrayan el carácter deprimente de la inactividad. Estragón anota con acento dramático: «No ocurre nada, nadie viene, nadie se va. Es terrible» (46, 57-58). Ni siquiera su conversación ofrece interés alguno. «... Anoche estuvimos charlando sobre naderías. Hace medio siglo que hacemos lo mismo» (71, 93). Su incapacidad para conversar se revela en la tendencia de repetir mecánicamente las mismas frases. 255
Estragón.—Vámonos. Vladimir.—No podemos. Estragón.—¿Por qué? Vladimir.—Esperamos a Godot. Estragón.—Es cierto (54, 67; 65, 84; 68, 88). El verdadero problema de los protagonistas radica en no tener qué pensar y qué decir. Estragón.—Pasemos ya a otra cosa, ¿quieres? Vladimir.—Era justo lo que iba a proponerte. Estragón.—Pero ¿a qué? Vladimir.—¡Ah, este es el problema! (90-91, 118; 54, 66-67; 81, 107). Estragón.—Mientras se espera, nada ocurre. Pozzo.—¿Se aburren? Estragón.—Más bien. Pozzo.—¿Y usted, señor? Vladimir.—No es divertido (42, 53). La preocupación de Vladimir y Estragón es hallar medios de «matar el tiempo» (13, 14; 40, 50; 53, 66; 86-87, 112-113; 90, 117; 98,127), y la de Pozzo, hacerles más corto el tiempo (42, 54). Los protagonistas son conscientes del nexo que medía entre la falta de creatividad y el vacío que provoca el tedio. El sufrimiento que les provoca el aburrimiento es totalmente lúcido. Vladimir: «Ya no estamos solos para esperar la noche, para esperar a Godot, para esperar, para esperar [...]». «El tiempo ya corre de modo distinto. El sol se pondrá, se levantará la luna, y nos iremos de aquí» (83, 109). Pozzo se enfurece súbitamente cuando Vladimir le pregunta desde cuándo es mudo Lucky: «¿No ha terminado de envenenarme con sus historias sobre el tiempo? ¡Es insensato! ¡Cuándo! ¡Cuándo! Un día, ¿no le basta? Un día como otro cualquiera se volvió mudo, un día me volví ciego, un día nos volveremos sordos, un día nacimos, un día moriremos, el mismo día, el mismo instante, ¿no le basta?» (98, 126). El tiempo juega un papel fundamental en la configuración de ámbitos de sentido. Cuando no se crean tales configuraciones ambitales, todo queda nivelado, fundido en una sucesión temporal inarticulada y amorfa. Esta misma lucidez se advierte en Vladimir, Estragón y Pozzo respecto al sentido general de su vida. Pozzo comprende la relación que media entre «dirigir la palabra» y «encariñarse», entre «ser poco humano» y «resultar insoportable» (31, 38), entre la atención y la eficacia (40, 51). A menudo no escucha a los otros, pero reclama su atención (40, 51). Estragón manifiesta expresamente que es desgraciado (56, 70). Vladimir pregunta al muchacho si es infeliz (57, 72). 256
Estragón, tan banal y olvidadizo siempre, piensa en un determinado momento en la felicidad de los otros, y manifiesta que durante toda su vida se comparó con Jesús por el hecho de ir descalzo (58, 73). Vladimir mira en conjunto su vida y examina con perfecta lucidez su extrema depauperación. «¿Habré dormido mientras los otros sufrían? ¿Acaso duermo en este instante? Mañana, cuando crea despertar, ¿qué diré acerca de este día?» (99, 128). Lo que confiere a Esperando a Godot su más hondo dramatismo es esta vinculación de sinsentido y lucidez, el absurdo de una existencia en la que fulguran de vez en cuando extrañas luces que no se sabe de dónde vienen y lo iluminan todo para dejar al descubierto el desamparo total de una vida que no hace sino moverse sobre su propio eje y se consume en una espera tal vez vana. Vladimir.—Qué ¿nos vamos? Estragón.—Vamos. (No se mueven) (103, 134). Los protagonistas se comportan de modo desajustado, extravagante, ilógico, desgarrado, pero no son dementes o idiotas, sino hombres del absurdo que carecen de auténtica voluntad de crear ámbitos de convivencia con las personas de su entorno a quienes ven, y convierten así en estéril su espera del desconocido a quien no ven. Estragón y Vladimir se hacen perfectamente cargo de que no logran convivir de modo satisfactorio y proponen una y otra vez la separación como precaria salida al embarazo en que se hallan (17, 20; 59, 75; 63, 81; 67, 86). Acaban portándose cruelmente con Lucky, aunque en principio consideran injustos los malos tratos a que lo sometía Pozzo (30, 37). Se ensañan con Pozzo y se dan cuenta de que han hecho mal (89)[2]. Manifiestan que no pueden irse porque esperan a Godot, a quien desconocen, no porque les pida auxilio Pozzo, a quien reconocen haber maltratado y abandonado (89, 116; 91, 119). Esta falta de solidaridad con los semejantes confiere un sentido irónico y dramático a la contestación que da Vladimir a Pozzo cuando este, tras pedir auxilio en vano, le pregunta: «¿Quiénes son ustedes?», y él contesta: «Somos hombres» (88, 115).
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[1] Este pasaje falta en la edición francesa (cfr. p.57). [2] Este pasaje falta en la edición francesa (Cf. p. 56).
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III. VALORACIÓN DE LA OBRA
En Esperando a Godot se pespuntea una figura de hombre desarticulado, inerme, angustiosamente encallado a la vera de un camino, sin otro quehacer que esperar a un ser lejano, desconocido, indiferente a la suerte del mundo. Que este personaje enigmático representa en la mente del autor al Dios de los cristianos parece indicarlo la semejanza de los nombres (Godot-God), y sobre todo, la alusión que hace Lucky, en su lenguaje inarticulado, al Dios personal «fuera del tiempo, del espacio, que desde lo alto de su divina apatía [...] nos ama mucho con algunas excepciones no se sabe por qué...» (4748, 59). ¿Redime al hombre de su condición radicalmente absurda la atenencia a un Dios de este género? Si la redención consiste en crear una auténtica relación de encuentro, la respuesta ha de ser negativa, pues, como resalta en esta obra, el mero esperar a un desconocido enigmático no nos salva del egoísmo, la soledad y la desesperación. Para plasmar esta idea, el autor presenta en las tablas a dos parejas de hombres que simbolizan las relaciones horizontales de amistad (Estragón, Vladímir) y las verticales de dominio entre señor y siervo (Pozzo, Lucky). Digo hombres y no varones, porque en esta obra no juega un papel básico la diferenciación sexual. La calificación de «afeminado» que aplica Vladimir a Lucky no parece encerrar valor alguno en el conjunto de la obra. Más que la distinción complementaria hombre-mujer, interesa al autor destacar diversas vertientes del ser humano que luchan entre sí, se contraponen y necesitan a la vez, configurando en tal forma la imagen de ese ser multipolar que es el hombre (85, 112). Los cuatro personajes son, en realidad, uno solo difractado —el hombre—, y encarnan plásticamente las relaciones que se fundan entre las diferentes vertientes de la humanidad en determinadas circunstancias. Pozzo es el ser poderoso que maltrata al que le sirve y recorre los caminos de la vida sin dirección determinada (96, 125), sin más ilusión que satisfacer sus necesidades e imponerse. El siervo soporta su humillación con amargura, sin elevación de espíritu. Ambos carecen de esperanza, y tras caer en el endiosamiento (Pozzo) y la abyección (Lucky), acaban sucumbiendo en la misma fosa. Vladimir y Estragón se alegran de encontrarse, saben que de algún modo se necesitan y complementan, pero sufren al estar en compañía y no sienten complacencia en el trato. Ambos esperan la salvación de una instancia que los desborda. La dualidad EstragónVladimir representa al hombre escindido en sí y anhelante del otro, abierto a una posible venida redentora que haga brotar en él la vida, como sucedió con el árbol que se cubrió 259
de hojas en una sola noche. «Solo el árbol vive» (102, 132). Este tipo de hombre reconoce que no es justo ni perfecto, pero espera, tal vez con la confianza de seguir la suerte del «buen ladrón» y pertenecer a este «porcentaje decente» de los que se salvan (12, 13). Es sintomático que, en el umbral mismo de la obra, Vladimir —la vertiente reflexiva del hombre no creador— exalte la importancia del «último momento» (11, 12), proponga a Estragón arrepentirse (12, 13), comente ampliamente la historia del buen ladrón (12-14, 13-15) y subraye que es delante del árbol donde han de esperar a Godot (15, 17). Sin embargo, al no darse una auténtica relación de encuentro entre estos compañeros de fatigas que son Vladimir y Estragón, la fidelidad en la espera no puede sino aparecer como una actitud vacía y casi irracional. Entre Vladimir y Estragón hay rasgos de relación oblativa: son en cierta medida amigos, se alegran al volver a verse, se ayudan, recuerdan tiempos pasados y riesgos compartidos, son francos y se toleran mutuamente las debilidades, se injurian y reconcilian, hablan, se interrumpen, cambian de conversación, guardan silencio, comparten el aburrimiento y lo combaten con medios precarios. Casi se diría que logran dialogar y relacionarse personalmente. Para ello, sin embargo, les falta voluntad de compromiso. El interés mutuo no parece sobrepasar el nivel de lo sentimental (63, 8283). Al no haber auténtica voluntad de crear ámbitos de rigurosa convivencia, el diálogo entre ambos se reduce a mero juego verbal un tanto formalista, carente de fuerza personalizadora. Digo «mero» porque se trata de un juego incomprometido que no tiende a crear ámbitos interpersonales, sino a conseguir fines ajenos al acto mismo creador, como —en este caso— llenar el tiempo vacío de la espera. Vladimir.—[...] La historia de los ladrones. ¿La recuerdas? Estragón.—No. Vladimir.—¿Quieres que te la cuente otra vez? Estragón.—No. Vladimir.—Así matamos el tiempo… (13, 14). Vladimir y Estragón se oponen continuamente al tímido deseo manifestado por cualquiera de ellos de crear un ámbito de presencialización y mantienen violentamente el diálogo en un nivel de superficialidad en que es imposible el verdadero proceso intimativo. Vladimir.—¿Dónde has pasado la noche? Estragón.—¡No me toques! ¡No me preguntes nada! ¡No me digas nada! ¡Quédate conmigo! (63, 81). Así, al cabo de dos días de espera, la unión de sus espíritus sigue en el punto de ambigüedad y precariedad que refleja la confesión de Vladimir a Estragón: «Te echaba de menos, y al mismo tiempo, estaba contento. Es curioso, ¿no?» (64, 82). Esta confluencia aparentemente paradójica de sentimientos resulta lógica si se la ve sobre el telón de fondo de las exigencias que plantea al hombre el fenómeno del encuentro (nivel 2). Para que haya encuentro y verdadera relación de presencialidad, se 260
debe articular y potenciar una forma de inmediatez con una forma de distancia de perspectiva que mediaciona (no mediatiza) y, por tanto, no aleja, sino que entraña. Esa distancia de perspectiva es la distancia que instaura el respeto a los valores del otro, a su capacidad de crear con uno relaciones valiosas, ámbitos de mayor envergadura que los constituidos por cada una de las personas que los forman. Este género de respeto falta por completo en Estragón y Vladimir, y mucho más en Pozzo y Lucky. Sus relaciones mutuas se dan en el plano de los intereses individuales y no superan el estadio de la inmediatez estimúlica. (Recuérdese cómo Estragón abraza a Vladimir y lo rechaza seguidamente debido a su mal olor). Al no crear ámbitos de auténtica amistad, no adquieren la luz que se alumbra en los acontecimientos de encuentro y que hace posible conocerse con gradual penetración y amarse, con mayor intensidad, en un proceso de fecundación circular. Ello los incapacita para situar en su debido nivel de «misterio» la cita con el personaje desconocido, cuya llegada salvadora esperan. Misterio no significa aquí mera condición enigmática, sino modo de ser cualitativamente superior, cuya misma existencia compromete y enriquece a quienes la aceptan. Los «hombres» de esta obra no se comprometen en sus relaciones mutuas, no «habitan» —en el sentido transitivo-creador de «crear vínculos»—; prolongan la existencia a la vera de un «camino» (lugar más de tránsito que de morada) con una sensación fatalista de ser llevados (23, 28; 73, 96; 80, 105) y tener que volver siempre al mismo sitio y no poder configurar autónomamente su vida. Se adaptan a lo que hay, y, a la hora de cobijarse, buscan «por ahí» un foso para dormir (10,10). Esta actitud pasivofatalista se refleja en el uso de expresiones impersonales para hablar de sí mismos. Falta de la firmeza que confiere la estructuración, la vida de estos hombres se halla abierta por todos sus poros a la inseguridad y al sentimiento consiguiente de angustia y de «náusea». La náusea o tedio de la existencia sobreviene cuando el hombre, tras agitarse en la vida, cae en la cuenta de que no se ha movido un solo palmo, que está dando vueltas sobre su eje y todo vuelve a pasar ante él en remolino, como el estribillo de la canción que entona Vladimir al comienzo del segundo acto (61, 79-80). Puesto que darse cuenta es obra de la reflexión, y esta lo es de la capacidad de pensar, no resulta extraño que Vladimir afirme dramáticamente que «lo terrible es haber pensado» (69, 90). Cuando Estragón —el indolente olvidadizo— observa que «habría que volver de una vez a la naturaleza», Vladimir recuerda que ya lo han intentado, pero que lo peor no es eso, sino el «haber pensado», y de ello hubieran podido abstenerse (70, 91). La actividad de pensar solo es ejercitada expresamente, ante una orden de Pozzo, por el abyecto Lucky, que se entrega a una declamación confusa, delirantemente reiterativa y asmática. A esta pérdida de la fe en la razón por parte de Estragón, Vladimir y Pozzo responde su falta del «sentido de la distancia», su posición de enquistamiento en el «aquí y ahora», que les impide ganar una visión clara de que estar a la espera de la salvación no es sencillamente pasar los días y las noches en un camino inhóspito, llenando el tiempo con charlas y actos insustanciales, sino colmar la vida con actos de auténtica creación personal. Únicamente cuando se eleva el hombre al nivel lúdico creador gana luz 261
suficiente para comprender que el salvador esperado solo redimirá al que espera perfeccionándose. Pozzo y Lucky viven al margen de toda realidad trascendente. Se hallan desambitalizados, deshumanizados en grado límite, desvalidos y abyectos. Vladimir y Estragón conjugan una conducta no-creadora con la espera de una instancia desconocida que venga de fuera a salvarlos. Esperan obstinadamente a pesar de las dilaciones de Godot. Pero su modo de esperar no se perfecciona, no se eleva a condición de auténtica esperanza. La redención, en consecuencia, no tiene lugar, pero el hecho de que los dos mendigos prolonguen su existencia sin perder el habla y la vista —como sucedió respectivamente a Lucky y Pozzo— quiere sin duda indicar que, si los hombres aun siendo imperfectos acuden a la cita (86, 112), comparten los azares de la vida aunque su unidad mutua sea precaria, pertenecen a ese «porcentaje decente» (12, 13) que, siguiendo al «buen ladrón», logra salvarse muy a última hora y recobrar la vida, como retoñaron las ramas secas del árbol en virtud de una reacción enigmática, llena de hondo simbolismo. Estragón.—Juntos no nos las arreglamos del todo mal, ¿verdad, Didi? Vladimir.—Claro que no [...] Estragón.—Siempre encontramos algo que nos produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi? Vladimir.—Claro que sí, claro que sí, somos magos [...] (74, 97). I. EL TRAGICISMO DE LA OBRA Algunos críticos sostienen que Esperando a Godot supera en fuerza trágica a las obras de Giraudoux, Anouilh, Camus y Sartre. Si se busca el tragicismo en los grandes conflictos desencadenados por la acción y el sentimiento humanos, tal afirmación no puede sino resultar chocante. Los autores citados presentan personajes de gran significación que plantean temas de hondo alcance humano y los expresan con lenguaje certero y acerado. Beckett sitúa a cuatro seres anodinos en situaciones límite que lindan con el mundo animal, y los hace expresarse de modo inconexo, balbuciente, desgarrado. Esta condición extremadamente adusta del lenguaje —visto como el medio en el cual configuran su personalidad los coloquiantes, no como un mero recurso para cortar el cuello a la elocuencia retórica— nos ofrece una clave de interpretación. La fuente del tragicismo de la obra de Beckett no radica en lo que se hace sino en que no se logra hacer nada propiamente creador, humano; no consiste en lo que se dice, sino en que no se acierta a tejer un solo diálogo que signifique un modo riguroso de comunicación interpersonal. La expresividad y densidad de sentido del lenguaje pende en medida directa del impulso creador del que habla. Falto de voluntad y poder creadores, el hombre entra en un estado de semivigilia, de somnolencia, y su lenguaje se desdibuja, pierde la capacidad reveladora de realidad que le confiere el hecho de ser vehículo de actos de entrelazamiento creadores de ámbitos[1].
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Esta penosa decadencia vivida con lucidez provoca un desgarramiento interno en quien lo padece, abre una sima insalvable entre la conciencia de lo que uno debiera ser y lo que realmente es. Tal escisión implica el desmoronamiento del mundo humano y la aparición consiguiente de una forma de tragicismo radical. Al advertir que la posibilidad misma de actuar como hombres y hablar con sentido ha hecho quiebra, se toca el fondo mismo del tragicismo latente en el alma contemporánea. Estos despojos humanos que están a la espera de un presunto salvador, entregados al vértigo del tedio por hallarse suspendidos sobre el vacío de toda creatividad, no necesitan recurrir al pathos de los grandes gestos para configurar un argumento trágico. Sus sórdidas expresiones de invalidez llevan el patetismo en lo más hondo. Ninguna estampa más patética que la del hombre desvalido que se hunde conscientemente en la soledad a medida que intenta desbordarla por una vía equivocada. Cuando el hombre rehúye fundar los vínculos interpersonales que han de constituir la trama de su personalidad, se ve afectado en su ser por un sentimiento de soledad, la soledad radical que se experimenta al sentir la falta de una vertiente constitutiva de la propia realidad. Debemos movernos en plano metafísico, siguiendo de cerca la configuración de los diversos modos de realidad, si hemos de entender la obra de Beckett en su verdadero sentido y alcance. De cuando en cuando, en la oscuridad de conversaciones anodinas, carentes de sentido, se produce una eclosión de luz al surgir una frase especialmente significativa. «Lo terrible es haber pensado», exclama Vladimir cuando aborda el tema de la felicidad (69, 90). Esta frase debe ser vista a la luz de la campaña sostenida por el vitalismo contra el espíritu y el pensamiento. En ella late la añoranza vitalista por los estratos infrahumanos que inspira buena parte de la literatura del absurdo[2]. Los análisis literarios realizados a la luz de una concepción rigurosa de la creatividad ponen al descubierto el valor expresivo del estilo. En Esperando a Godot no cabe escindir el fondo y la forma. El contenido es la forma misma, esos diálogos a medio gestar, rotos, deshilachados, que los protagonistas van como improvisando a lo largo de la obra. El hecho de no poder expresarse con una mínima coherencia y sentido es sobremanera elocuente. No hacen falta declaraciones o actos espectaculares. La tartamudez radical de este género de expresión asmática es suficientemente reveladora de un mundo roto. Beckett profesa un ardiente amor al lenguaje: «Estoy enamorado de la palabra —escribe en Una obra abandonada—; las palabras han sido mis únicos amores, no muchos...». Sin embargo, en el contexto infracreador de las obras de Beckett el lenguaje aparece en el estado de profundo desvalimiento y humillación propio del balbuceo. Él mismo ha dicho que intentar comunicarse cuando no es posible resulta «horriblemente cómico», como la locura del que habla a los muebles. Para interpretar por vía de re-creación Esperando a Godot, se requiere hacer la experiencia viva de la dificultad para comunicarse que siente el hombre cuando carece de creatividad. De ahí la necesidad por parte del intérprete de ajustarse al ritmo sinuoso, zigzagueante, de los diálogos, lugar de patencia de la zozobra espiritual producida por la bancarrota del hombre como persona.
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A veces se afirma que late una serena alegría en esta situación de radical desamparo cuando el hombre sostiene apasionadamente una actitud de rechazo de toda ilusión y esperanza. Si, a impulsos de ciertos prejuicios, se entiende como una superestructura irreal la vida creadora de vínculos, atenida a instancias normativas y valiosas, se tiende a pensar que la falta de creatividad nos lleva a hacer pie en la realidad, nos acerca a las cosas en su radical verdad y nos permite conocerlas de modo auténtico y riguroso. Si, por el contrario, se tiene un concepto relacional de la realidad y se consideran los entes más bien como ámbitos que como cosas, se descubre que el conocimiento, para ser realista, debe superar la vertiente meramente objetivista de los seres (nivel 1) y tener muy en cuenta los ámbitos de realidad que se fundan en la conexión de las diversas realidades entre sí (nivel 2). Beckett des-ambitaliza, la vida de todos los personajes de sus obras, es decir, contempla en nivel objetivista las diversas vertientes de la existencia humana. El término objetivista se contrapone en este contexto a creador, lúdico, dotado de sentido, y se empareja con mecanicista, manipulador, desarraigado, absurdo. El encadenamiento mecánico de la canción burda que canta Vladimir al comienzo del segundo acto y el intercambio malabarista de sombreros no son meros juegos circenses, sino manifestaciones plásticas del carácter mecanicista, inercial, de la actividad no-creativa, en la cual todo queda nivelado dentro del fluir de actos sin sentido que no intentan sino llenar el hueco de una vida absurda. Al hablar para rellenar de alguna forma el silencio de mudez y no verse obligados a pensar, el intercambio de palabras no florece en auténtico diálogo y se esclerosa en formas estereotipadas, faltas de verdadera inventiva y novedad. El carácter sedentario de muchos personajes de Beckett no expresa la vuelta a lo esencial, propia de la serenidad del contemplativo, sino el descenso a la elementalidad de los estratos inferiores al ser humano. Representa la actitud pasiva del hombre que se halla perdido en un espacio vacío, con todas las salidas cerradas. El espacio vacío carece de toda cualificación y no ofrece al hombre posibilidad alguna de acción con sentido. Vladimir y Estragón ignoran en qué entorno se encuentran (94, 122), no tanto por simple ignorancia sino por extrañeza radical. Son «extranjeros» en un medio natural totalmente despojado, inhóspito, que no ofrece apenas elemento alguno que apele al hombre a crear con él un ámbito de interacción que se convierta en fuente de conocimiento mutuo. Se conoce un lugar cuando se crean con él ámbitos de «habitación», campos de juego. Si falta toda creatividad, el entorno del hombre constituye para este un conjunto amorfo de realidades distantes, externas y extrañas. El hombre que, con plena lucidez, renuncia a la creación de ámbitos auténticos de convivencia pierde, en medida directamente proporcional, la capacidad de expresarse en sentido riguroso y pone su vida personal en trance de agostamiento. En el segundo acto, los protagonistas se manifiestan tan faltos de creatividad como en el primero; no han dado un solo paso hacia la madurez personal. En cambio, el arbusto descarnado aparece cubierto de hojas. Tal contraste hace exclamar, desolado, a Vladimir: «Solo el árbol vive» (102, 132).
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Esta conciencia clara de la quiebra de la existencia personal debido a una actitud insolidaria va unida con un sentimiento de culpabilidad. «¿Y si nos arrepintiésemos?», pregunta en una ocasión Vladimir (12,13). El sentimiento de culpa surge en el hombre cuando hay desequilibrio entre la propia actividad y una instancia valiosa normativa. Esta realidad superior no necesita ser el hado, la «ananke», los dioses…, como ocurría en la tragedia griega. Puede venir dada por la urgencia ética —radicalmente humana— de fundar ámbitos de convivencia con los semejantes. Cuando el hombre contraviene esta especie de ley de intergravitación hacia el amor, su personalidad se anula y desguaza. El tragicismo que implica este desguazamiento arranca de las profundidades en que se deciden las actitudes básicas del hombre: la actitud comunitaria o la insolidaria, la actitud de respeto o la de manipulación. El tragicismo no se da solamente en las grandes acciones, pasiones y deberes —que subrayan con trazos escultóricos las obras de Sófocles, Shakespeare, Tirso de Molina, Racine y Molière—. Puede anidar también en las raíces de la vida cotidiana más sencilla. Mostrar el tragicismo latente en la falta de acción constituye el tema —no el argumento— de las obras de Beckett. Su falta de trama argumental es paralela a la renuncia a las figuras por parte del arte no-figurativo, mal llamado «abstracto». Se trata de un teatro ambital, no-figurativo, no meramente psicológico. De la interacción de ámbitos —interacción armónica o colisional— brota el simbolismo. En Esperando a Godot, la interferencia del ámbito de extrema depresión que implica la sordidez —física y moral— con el ámbito de comicidad que funda el atuendo y ciertos gestos de los personajes crea un clima tragicómico que simboliza la actitud del hombre que acepta un destino adverso con una sonrisa desolada. En esta obra, Beckett quiere expresar de modo amargo, mitigado con ciertos rasgos de humor e ironía, el destino del hombre que se sabe escindido en sí (pareja Pozzo-Lucky), solitario, incapaz de auténtica amistad (pareja Vladimir-Estragón), y anhela la llegada de un ser desconocido (Godot) que le traiga de fuera la salvación. Vladimir y Estragón se mantienen a lo largo de la obra estancados en una situación de impotencia y tedio, oscilando entre la espera y la desesperación. Persuadidos de que «no hay nada que hacer» (9, 9; 73, 80) y es inútil esforzarse (23, 28), se entregan a una forma de vida que es mera agitación, dar vueltas sobre el propio eje, volver una y otra vez a empezar. Se ejemplifica aquí el fracaso de las relaciones humanas de convivencia en plano de igualdad. La pareja Pozzo-Lucky pone de relieve la lógica de la degradación, en virtud de la cual el hombre va deteriorando progresivamente su imagen a medida que anula sus posibilidades creadoras. Lucky —que en un tiempo supo pensar y expresar cosas muy bellas y aleccionadoras— acaba sumido en un silencio de mudez. Pozzo pierde la vista. Tras haber vivido exclusivamente el uno para el otro, en calidad de señor y de esclavo, respectivamente, ambos terminan nivelados en un común sentimiento de desesperación. Ejemplifican, así, el fracaso de las relaciones humanas en plano de desigualdad. Este tipo de hombre, en sus cuatro vertientes, se halla apostado en un camino, lugar de tránsito y no de habitación. Por carecer de poder creador, es un «homo viator» que se mueve en nivel sensorial, en una relación de inmediatez casi fusional con las realidades 265
circundantes (nivel 1), no crea con estas los campos de libre juego en los cuales se alumbra el sentido de las realidades que se dan a cierta distancia y no son objeto de conocimiento objetivista (nivel 2). Falto de luz para comprender el modo específico de realidad de las entidades suprasensoriales, no funda vínculos rigurosamente personales ni con los demás hombres (nivel 2) ni con los valores (nivel 3) ni con la trascendencia (nivel 4). Esta incapacidad radical para «habitar» significa el grado más alto de desvalimiento y desamparo que es posible entre los hombres. El sentimiento a él correspondiente es la desesperación.
[1] Cf. Estética de la creatividad, Rialp, Madrid 1998, 3.ª ed., pp. 291-370. Con fino sentido de lo que define la esencia de lo trágico, los hermanos Goncourt, en el polémico prólogo de su novela Germinie Lacerteux, sugieren la posibilidad de que el análisis realista de los modos más sórdidos de existencia humana constituya la forma actual de la tragedia antigua. E. Auerbach indica que los relatos realistas de Flaubert se ocupan de temas anodinos pero trágicos. Lo hace, sin embargo, con timidez debido a la falta de un estudio aquilatado de los diversos modos de realidad que intentan plasmar los diferentes estilos literarios. (Cfr. Mímesis. La realidad en la literatura, FCE, México 1975, 2.ª ed., p. 460). [2] Sobre la aversión vitalista al espíritu pueden verse mis obras Metodología de lo suprasensible, Editora Nacional, Madrid 1963; La revolución oculta, PPC, Madrid 1998, pp. 331-353.
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ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS es sacerdote mercedario, catedrático emérito de Filosofía en Madrid y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Cofundador del Seminario Xavier Zubiri y fundador de la Escuela de Pensamiento y Creatividad, sus numerosas publicaciones sobresalen por su valor pedagógico. En Rialp ha publicado, entre otros libros, Estética de la creatividad, La novena sinfonía de Beethoven, Cuatro personalistas en busca de sentido, La palabra manipulada y Cuatro filósofos en busca de Dios.
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Índice PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA ÍNDICE PRÓLOGO INTRODUCCIÓN
2 3 4 5 9 12
I. POSIBILIDAD DE UNA LECTURA «GENÉTICA» DE OBRAS LITERARIAS 1. La obra literaria no es un mero objeto, sino un ámbito de realidad 2. Tres análisis de textos 3. Distinción entre meros hechos y «hechos históricos» o acontecimientos 4. Distinción que media entre significado y sentido 5. La producción artesanal y la creación artística 6. Oposición polar entre las experiencias de vértigo y las de éxtasis 7. El sentido profundo de ciertos términos, realidades y experiencias que forman el tejido de las obras literarias 8. La razón profunda del poder expresivo del lenguaje II. META DE LA OBRA LITERARIA Y TAREA DEL INTÉRPRETE 1. El objeto básico de la obra literaria 2. La tarea del intérprete es entrar en juego con la obra 3. El buen intérprete re-crea las obras III. LA EXPRESIÓN DE LAS REALIDADES AMBITALES 1. Las experiencias relevantes se expresan en imágenes 2. La espléndida ambigüedad de los fenómenos expresivos IV. CARACTERÍSTICAS DEL MÉTODO LÚDICO-AMBITAL 1. Fidelidad creadora al texto 2. Exigencias del método 3. La lectura «ontológica» y la lectura «lúdico-ambital» 4. El realismo eminente de la obra literaria 5. Fecundidad del método lúdico-ambital V. APÉNDICE 1. Una clave de interpretación: los niveles de realidad y de conducta 268
12 12 16 18 19 20 21 24 27 28 28 31 36 39 39 41 44 44 45 49 52 53 54 54
2. Breve descripción de los ocho niveles
PRIMERA PARTE. LA NÁUSEA DE JEAN-PAUL SARTRE (1905-1980)
55
60
INTRODUCCIÓN 61 I. ARGUMENTO DE LA OBRA 61 II. TEMA DE LA OBRA 61 III. CONTEXTUALIZACIÓN 61 I. ANÁLISIS DE LA NÁUSEA 63 I. LA EXPRESIÓN NOVELÍSTICA DE UNA INTUICIÓN FILOSÓFICA 63 II. ANÁLISIS SINTÉTICO DE LAS EXPERIENCIAS NUCLEARES 64 1. La experiencia de la raíz 65 2. La experiencia de la sonrisa 66 3. La experiencia de la canción 66 III. ANÁLISIS EXTENSO DE LAS EXPERIENCIAS NUCLEARES 68 1. La experiencia de la raíz 68 2. Las experiencias de la sonrisa y de la canción 93 II. VALORACIÓN DE LA NÁUSEA 100
SEGUNDA PARTE. TIERRA DE LOS HOMBRES DE ANTOINE 102 DE SAINT-EXUPÉRY (1900-1944) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS DE LA TRAMA DE ÁMBITOS I. LA LÍNEA II. LOS CAMARADAS III. EL AVIÓN IV. EL AVIÓN Y EL PLANETA V. EN EL CENTRO DEL DESIERTO VI. LOS HOMBRES II. VALORACIÓN DE LA OBRA
TERCERA PARTE. EL EXTRANJERO DE ALBERT CAMUS (1913-1960) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA
103 103 103 103 106 106 107 109 110 111 113 118
121 122 122
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II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE LA OBRA I. FALTA DE CREATIVIDAD II. ACTITUD FUSIONAL INMERSIVA II. VALORACIÓN DE LA OBRA I. QUÉ SIGNIFICA MEURSAULT PARA CAMUS II. LA NOCIÓN Y LA EXPERIENCIA DEL «ABSURDO» III. El PREDOMINIO DEL PRESENTE Y LA DISCONTINUIDAD NARRATIVA IV. EL SENTIDO DEL HUMOR EN CAMUS V. NOTA FINAL
122 123 125 126 127 142 142 143 147 149 149
CUARTA PARTE. CALÍGULA DE ALBERT CAMUS (1913-1960) 151 INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE CALÍGULA II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE CALÍGULA ACTO I: LA ENTREGA AL VÉRTIGO DEL PODER ABSOLUTO ACTO II: LA NOSTALGIA POR LA VIDA INFRAPERSONAL ACTO III: EL VÉRTIGO DE LA AMBICIÓN CONDUCE AL ABSURDO II. VALORACIÓN DE CALÍGULA
QUINTA PARTE. EL PRINCIPITO DE ANTOINE DE SAINTEXUPÉRY (1900-1944) INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE EL PRINCIPITO II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. EL ENCUENTRO INTERHUMANO Y SUS DIVERSAS FASES I. LA NOSTALGIA DE LA AMISTAD Y LA CAÍDA EN EL «DESIERTO» II. EL PRINCIPITO Y LA REVELACIÓN DE LO SUPEROBJETIVO III. PRIMERA ETAPA DEL PROCESO DE ENCUENTRO ENTRE EL PRINCIPITO Y EL PILOTO: ACTITUD DE DISPONIBILIDAD Y ACOGIMIENTO IV. SEGUNDA ETAPA DEL ENCUENTRO: EL SECRETO DE LA 270
152 152 152 152 154 154 157 159 162
163 164 164 164 165 172 172 174 178 181
AMISTAD Y DEL CONOCIMIENTO PERSONAL V. TERCERA ETAPA DEL ENCUENTRO: LA FIESTA DE LA SOLIDARIDAD EN EL RIESGO VI. CUARTA ETAPA DEL ENCUENTRO: LA PLENITUD DEL ENCUENTRO Y LA PRUEBA DE LA AUSENCIA II. VALORACIÓN DE EL PRINCIPITO
181 185 187 191
SEXTA PARTE. LA SALVAJE DE JEAN ANOUILH (1910-1987) 192 INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS DE LA SALVAJE I. INTERFERENCIA COLISIONAL DEL ÁMBITO DE LA RIQUEZA Y EL ÁMBITO DE LA POBREZA II. EL DINERO Y SU HIRIENTE SIMBOLISMO III. INMERSIÓN COLISIONAL DEL ÁMBITO DE LA POBREZA EN EL ÁMBITO DE LA RIQUEZA IV. EN BUSCA DE UNA AUTÉNTICA PARTICIPACIÓN Y PLENITUD II. VALORACIÓN GENERAL DE LA SALVAJE I. LA ALTA COTA DE LA SOLIDARIDAD II. UN PROCESO DE MADURACIÓN
193 193 193 194 196 196 198 199 204 209 209 212
SÉPTIMA PARTE. EURÍDICE DE JEAN ANOUILH (1910-1987) 214 INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS LÚDICO-AMBITAL DE EURÍDICE I. EL AFÁN IMPOSIBLE DE PURIFICACIÓN II. EL AMOR, VISTO EN EL PLANO OBJETIVISTA (NIVEL 1) III. GRAVITACIÓN DEL PASADO SOBRE EL PRESENTE IV. LA OPRESIÓN ACTUAL DEL ENTORNO V. LA MUERTE COMO PURIFICACIÓN DEFINITIVA Y POSIBILIDAD ÚNICA DE ENCUENTRO VI. VIDA ENVILECIDA O MUERTE PURIFICADORA II. VALORACIÓN GENERAL DE LA OBRA
271
215 215 215 215 219 219 220 222 224 224 228 231
OCTAVA PARTE. ESPERANDO A GODOT DE SAMUEL BECKETT (1906-1989)
235
INTRODUCCIÓN I. ARGUMENTO DE LA OBRA II. TEMA DE LA OBRA III. CONTEXTUALIZACIÓN I. ANÁLISIS TIPOLÓGICO DE LOS PERSONAJES I. ESTRAGÓN II. VLADIMIR III. POZZO IV. LUCKY V. MUCHACHO 1 VI. MUCHACHO 2 VII. GODOT II. EL PECULIAR TRAGICISMO DE UNA VIDA «ABSURDA» I. FALTA DE CREATIVIDAD II. ACTIVIDAD SIN SENTIDO, «ABSURDA» III. EL SOMETIMIENTO AL DECURSO TEMPORAL Y EL SENTIMIENTO DE TEDIO III. VALORACIÓN DE LA OBRA I. EL TRAGICISMO DE LA OBRA
236 236 236 237 240 241 244 247 248 248 248 248 250 250 254
ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS
255 259 262
267
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