Lida de Malkiel Mª Rosa Introduccion Al Teatro de Sofocles
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P A E D O S S T U D IO
Esta Introà ícción al teatro de Sójf< las excepcionales dotes histórico-ci ría Ros·;. Lida de Malkiel, investigac tigio internacional, desarrolló la ma le?; listados Unidos, en especial en Berkeley, Uj or California, y recibió honores y distinciones ¡ tros de altos estudios en su especialidad. Sófocles fue, para ella, una compleja síntesis de nes: su poesía se nutre de experiencias centrales,! con los problemas últimos del ser y de la conductj El propósito de este libro es precisamente ser para la lectura de «el más homérico de los trágiel comentario en la revista Sur, Amado Alonso del sólo la lucidez y solidez de su crítica y la e| presentación de la Antigona, el Filoctetes y el sensiblemente concentrada en sus valores poéj además, el encanto de la exposición misma. Editorial Paidós se complace, pues, en publicí ción de esta «pequeña obra maestra», tan espeij estudioso de la literatura y que resultará de ij valor también para el lector que desee introduci mundo apasionante.
María Rosa Lida de Malkiel
INTRODUCCION AL TEATRO DE SOFOCLES
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ediciones PAEDOS Barcelona Buenos Aires
Cubierta de Julio Vivas
1.a reimpresión en España, 1983
© de todas las ediciones en castellano, Editorial Paidós, SA IC F; Defensa, 599; Buenos Aires. © de esta edición, Ediciones Paidós Ibérica, S. A .; Mariano Cubl, 92; BarceIona-21. ISBN: 84 -7509-229-2 Depósito legal: B -27.599/1983 Impreso en Romanyá/Valls Verdaguer, 1; Capellades (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain
INDICE
P r e f a c io
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la
segu n d a
mundo Lida
e d ic ió n ,
por Ray7
I. Sófocles, poeta trágico
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II. Antigona
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III. Filoctetes
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IV. Edipo rey
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PREFACIO PARA LA SEGUNDA EDICION
Recuerdo a María Rosa, muy niña, inclinado el rostro —hora tras hora, domingo tras domingo, ve rano tras verano— sobre las páginas amarillentas de la Biblioteca Clásica: Homero y Virgilio, el teatro griego, los “líricos”, los “bucólicos” . . . Recuerdo su inverosímil intensidad de concentración y entusias mo, sus protestas contra el español ridículo de aquel Sófocles, las cordiales y admirativas carcajadas con que interrumpía su lectura de Aristófanes, su fasti dio (un fastidio muy articulado y fértil) cuando el traductor anotaba sobriamente al pie: “equívoco intraducibie” o, muy especial, cuando ciertos pasajes no aparecían en español siquiera, sino en pudibundo latín. Con cada obstáculo, redoblaba su voluntad de conocimiento inmediato, y muy pronto se sumer gió en el estudio del latín y del griego, y exploró, pluma en mano, las dos literaturas. Programa libre y gozoso, pero inexorable, con que en su espíritu se fue constituyendo una vastísima, nueva, personal biblioteca clásica, al par que se ejercitaban sus ex cepcionales dotes histórico-críticas. Esta Introduc ción a Sófocles sería, después, muestra admirable de cualidades que las grandes obras de María Rosa iban a llevar finalmente a tan rara excelencia. Obras ya no dedicadas a la literatura griega o a la latina, sino, como venía haciendo desde años antes, a la
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acción y perduración de las culturas clásicas en las modernas. María Rosa, helenista. No es azar que vibraran de entusiasmo sus estudios ni que con tanta frecuen cia acudiese a su pluma, y a su conversación, el contraste entre el sentir clásico y el moderno. Ha bía en esto mucho más que el honrado afán de comprender las épocas lejanas con el necesario rigor histórico. Había una tensa, alarmada protesta con tra las seducciones —tan siglo xx— del irracionalismo fácil, de la pereza mental (y las inmoralidades y crueldades que suelen acompañarla), del arte con fuso e informe. Había una constante y a veces com bativa lealtad a valores intelectuales tan a menudo despreciados en zonas del quehacer humano que ni razón de ser tendrían si no se rigieran por ellos: adhesión que se expresaba en su afirmar y reafir mar, para el estudioso, los deberes de la observación estricta en lugar de la seudo-intuición, los deberes del conocimiento cuidadosamente documentado, con trastado y pensado en lugar de la “inspirada” seudoidentificación emocional. Pero eran las formas haraganas de la literatura moderna las que hacían a María Rosa invocar, ante todo, el modelo griego —congruencia, reflexiva construcción unitaria—; con tra tanta declamación y desahogo neorrománticos, palabreros y caóticos, subrayaba la sobriedad de aquella literatura de esencias. Es natural que hasta cierto punto justificara el auge de la novela policial Como exigencia de racionalidad, frente a “la novela al uso, desarticulada, sensiblera e indecente”, según escribe en carta a Alfonso Reyes (1959). Tema que la llevaba, en los conversados y animadísimos pá rrafos de esa misma carta, a prorrumpir graciosa
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mente en vivas a Aristóteles, al Edipo rey y a los relatos detectivescos. Su afirmación del supremo intelectualismo del arte griego no excluye distinciones ni jerarquías. Ni siquiera Sófocles fue para ella el solo ejemplo de perfecta arquitectura dramática. Alguna carta suya de 1958 comenta una representación de la Orestía en el teatro griego de la Universidad californiana y exalta a Esquilo por el maravilloso equilibrio de su trilogía y “lo tremendamente teatral que es, con su gran escena de tribunal, votación, empate y des empate”. Pero sí fue Sófocles, para ella, una com pleja y portentosa síntesis de perfecciones, rebosante de vida aún hoy. Unidad de altísima tensión, en un juego de ambigüedades y terribles equívocos; unidad poética soberana que funde la nobleza del tono y —como es natural en "el más homérico de los trágicos”— el realismo de las circunstancias. Y María Rosa acude con toda conciencia a este difícil concepto de realismo, cuya validez reivindi caría firmemente, muchos años después y en muy otro plano, para el arte de Fernando de Rojas y, desde luego, para el de Shakespeare. A su vez la Introducción, ceñida a su oficio de guía para el lector de Sófocles, logra dentro de estos límites una ejemplar dignidad y unidad. Ardor y razonamiento estricto, ímpetu y sordina, todo con fluye en una magistral didáctica, sin didactismo que atraiga sobre sí la atención desviándola : del autor estudiado. Meses después de publicarse la Introduc ción, Amado Alonso la comentó en Sur. “Pequeña obra maestra”, la llamaba ahí con razón, y desta caba no sólo la lucidez y solidez de su crítica, no
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sólo la excepcional presentación de la Antigona, el Filoctetes y el Edipo rey, tan sensible y fervorosa mente- concentrada en sus valores poéticos, sino ade más el encanto de la exposición misma. El lector lo apreciará sin esfuerzo. Percibirá, por lo pronto, la admirable antología que a lo largo del libro van formando los trozos —no sólo del teatro de Sófo cles— traducidos por María Rosa del griego, en un sobrio y vigilado español que sabe evitar por una parte todo meloso neoclasicismo y, por otra, el vicio opuesto, la moda opuesta: el falseamiento del tono originario por afán de cotidianidad y afectada cha bacanería. Pero el buen lector comprobará que el encanto de la exposición no se reduce a ninguna simple elegancia exterior. ¿No había fascinado a María Rosa, desde su adolescencia, la profunda com plejidad de un Píndaro, cumbre de lirismo y de invención mitológica, de misterioso “folklore” tra dicional y de elevada doctrina moral y religiosa, todo ello unificado por el canto infalible del poeta? No eran sueltas elegancias y exterioridades las que en sus autores buscaba y analizaba. No podían serlo, como que para ella la más alta poesía era, en primer lugar, mostración de experiencias humanas centrales y eternas. Concepción estética, y ultraestética, que María Rosa ha aplicado minuciosamente a la trage dia de Sófocles (y con extraordinaria elocuencia y vivacidad) como a un excelso paradigma, pero que es indispensable tomar en cuenta para comprender cabalmente la producción íntegra de la autora. Porque esa visión de la literatura suprema —esencialidad, humanidad permanente: clasicismo en su más acendrada significación— recorre en lo hondo toda la ingente obra crítica de María Rosa Lida de Malkiel.
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Experiencias centrales nutren la poesía de Sófo cles, no reducible a una serie de arranques líricos, sino enlazada con los últimos problemas del ser y de la conducta. La tragedia sigue siendo rito, y re zuma la crueldad del rito arcaico; pero Sófocles parece vislumbrar una concepción sobrecogedoramente “avanzada” de la vida y la responsabilidad del hombre. Todo esto se nos muestra en continuas comparaciones (y contrastes) con Homero y Esqui lo, con Platón, Heródoto y Píndaro. Inútil insistir en la magnitud y delicadeza de esta red de relacio nes, que no se limitan a la antigüedad clásica. Todo lector de María Rosa tendrá bien presente la increí ble maestría con que ha sabido ella seguir las rami ficaciones de la cultura clásica en la medieval y la moderna, sin excluir la de nuestro propio siglo. No es este el momento de recordar tantos de sus estu dios especiales, y tanta breve y certera observación incidental, sobre las literaturas de occidente, de Dante a Gracián, del Arcipreste a Bécquer, de la Chanson de Roland al Filoctetes de Gide, a la Elec tra de O’Neill o al Homero en Cuernavaca de Al fonso Reyes. Pasmosa es la pericia con que suele po'ner ante los ojos del lector los influjos indirectos, ocultos, desfiguradísimos después de haberse filtrado a través de quién sabe cuántas versiones sucesivas. Pero no conozco, en este sentido, pasaje más revela dor que aquel en que María Rosa, comentando la General estonia de Alfonso el Sabio, señala sus abun dantes traducciones y glosas de Ovidio y, refractados en ese prisma, trozos de la Eneida y de las Geórgicas, de Horacio y Lucrecio, de Tucídides y Homero. El Rey se detiene aquí, con admiración particular, ante la grave belleza de unos versos de la Metamorfosis, y los ofrece al lector en latín y a continuación en
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romance, “porque son buenos”. Es verdad, confirma sonriendo María Rosa: son buenos. Pues son aqué llos (Metam., I ll, 135-137) en que Ovidio advierte, a propósito de Cadmo y su efímera felicidad, que el hombre debe mantener fija la mirada en el último día, y que a nadie hay que llamar dichoso antes de su muerte y de sus funerales. Son buenos. El Rey medieval ensalza en ese momento, sin sospecharlo, lo que los versos de Ovidio han absorbido de la sabiduría griega, de la historia de Creso y la senten cia de Solón, que la tragedia de Sófocles recoge y transforma. Buenos versos, sí. “C'omo que son en efecto —concluye María Rosa— los versos finales del Edipo rey." R
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SOFOCLES, POETA TRAGICO De muchos artistas antiguos (Safo, Esquilo, Fidias, por ejemplo), lo que se sabe de su biografía es tan inseguro, tan escaso y externo, que no merecería discusión aparte: la obra es casi el único documento biográfico. En el caso de Sófocles la biografía es apenas más rica, no menos insegura ni menos exter na. Si vale la pena considerarla es porque, así y iodo, ha creado de Sófocles una silueta olímpica que a su ' vez, ha contribuido eficazmente a falsear la apreciación de su obra. Sófocles es un típico ateniense del siglo de Peri cles; mejor dicho: fue y tuvo todo lo que un típico ateniense de aquella edad hubiera deseado ser y te ner. Nace entre 497 y 496 antes de Cristo, hijo de un rico industrial (fabricante de armas), lo que en Atenas no estaba reñido con las amistades aristocrá ticas de que, en efecto, aparece rodeado. Atleta y músico, gana premios atléticos y de música. Nota blemente hermoso, le eligen para encabezar el coro de niños que celebró la victoria de Salamina (si no es leyenda). Es sociable, jovial y enamoradizo, como ilustran muchas anécdotas de buena fuente. De ca rácter afable y pacífico: en la mala vida literaria, sorprende la amistosa relación de Sófocles con Es quilo, el creador de la tragedia, a quien vence rui-
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dosameme antes de cumplir treinta años.1 Así se desprende de Las ranas, la comedia de tema litera rio en que Aristófanes, a la muerte de Sófocles, pinta la peregrinación de Dioniso a los infiernos, en busca del mejor de los dramaturgos. En los infiernos, el viejo Esquilo ocupa el trono de la tragedia; cuando Sófocles llega, le besa y le da la mano y, a s.u vez, Esquilo le hace lugar en su trono. Pero no es menos cordial su actitud con el revolucionario Eurípides: pocos meses antes de morir, Sófocles vestía luto y en un ensayo introducía su coro sin la habitual co rona, en homenaje a Eurípides que acababa de mo rir lejos de Atenas, y con quien había estado en fecunda relación de enseñanza y aprendizaje. Siendo ateniense típico, claro es que participó en la vida pública. La inscripción de 443/442 conserva su nombre como presidente del tesoro del imperio ateniense; en 440 se le designa general “por su éxito en la representación de la Antigona”, dice un argu mento antiguo de esta tragedia; vuelve a serlo más tarde (en 426, como colega de Nicias). Seis años antes de morir (en 412), es uno de los diez conse 1 Plutarco, Cimón, VIII: “En m em oria de ese suceso [tras lado de los restos de Teseo a Atenas] se celebró una contienda de trágicos que se hizo célebre; porque habiendo presentado Sófocles, que aún era joven, su p rim er ensayo, como el arconte Afepsión, a causa de haberse m ovido disputa y altercado entre los espectadores, no hubiese sorteado los jueces del cer tamen, cuando Cimón se presentó con sus colegas en el teatro para hacer al dios las libaciones prescritas por la ley, no los dejó salir, sino que tomándoles juram ento los precisó a sen tarse y a juzgar, siendo diez en 'número, uno por cada tribu: as< esta contienda se hizo mucho más im portante por la mis ma dignidad de los jueces. Quedó vencedor Sófocles; y se dice que Esquilo lo sintió tanto y lo llevó con tan poco sufri miento. que ya no fue mucho el tiempo que vivió en A te nas . . . ” (Traducción de Antonio Ran?. Romanillos.)
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jeros que se encargan del gobierno de Atenas, tras el desastre de la expedición de Sicilia, antes del establecimiento de la oligarquía; y muere a los no venta años, uno antes de la batalla de Egospótamos, que sella la derrota definitiva de Atenas en la gue rra del Peloponeso: hasta en esto feliz. El pueblo que le confería cargos políticos en tan avanzada edad le aplaüdió con entusiasmo. Hay rastro de desavenencia entre Esquilo y su ciudad, y Esquilo murió en Sicilia; Eurípides, en vida, no pa rece haber sido aclamado sino por una minoría de intelectuales, y también murió lejos de Atenas. Só focles venció veinticuatro veces en los certámenes trágicos y, según se afirma, nunca en tercer lugar. Una anécdota, típica de la inventiva griega,2 cuenta que murió repentinamente, de alegría, al recibir la noticia de una nueva victoria escénica. De su ad mirable vejez dan testimonio las siete tragedias con servadas, todas posteriores a los cincuenta, y princi palmente el Filoctetes, representado a los ochenta y siete años, y el Edipo en Colono, postumo. Cuentan además que era muy devoto y, vale la pena recor darlo, no de los dioses olímpicos, demasiado cerebra les, que figuran en sus dramas, sino particularmente de los dioses de la salud: hospedó en su casa a Asclepio, mientras se le preparaba templo digno en la ciudad, y le compuso un peán, cuando se introdujo eLculto del dios a raíz de la peste de Atenas. Por lo cual recibió, a su muerte, adoración como semi diós, mientras sobre su tumba, en las afueras de Atenas, una sirena simbolizaba el hechizo de su poe 2 Conservada por Plinio, H istoria natural, VII, 53: "Murie ron de a le g ría ... Sófocles y Dionisio, tirano de Sicilia, ambos al recibir la noticia de una victoria trágica."
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sía. Los poetas cómicos, que no perdonaron a Peri cles ni a Sócrates, ni a Esquilo, y se encarnizaron con Eurípides, gastan con él rara cortesía, y uno de ellos, Frínico, escribía al año siguiente de su muer te: “(Bienaventurado Sófocles ( μάκαρ Σοφοκλήες ), varón feliz y sabio, que murió después de larga vida, después de componer muchas hermosas tragedias! Bueno fue su fin, y no padeció ningún mal.” Unos ochenta años más tarde se levanta en el teatro de Dioniso, en Atenas, su retrato ideal, la estatua de que probablemente es copia el majestuoso mármol del Museo Laterano, que le representa de pie, en vuelto en su manto, en perfecta belleza. Μάκαρ· Σοφοκλήες Pero al hombre moderno, romántico y sentimen tal, interesado menos por los resultados que por los procesos que conducen a los resultados, al hombre moderno que se complace en padecer y sobre todo en verse padecer, no le atrae esta vida de bonanza perpetua: le atrae un Homero ciego, un Camoens mendigo (o se los inventa); le sorprende como cosa prosaica encontrarse con que Virgilio era millona rio, y de la envidiable prosperidad de Sófocles in fiere contento superficial, estrechez de pensamiento: en una palabra, falta de sentido trágico de la vida. Y, lo que es peor, toma las obras de Sófocles para hallar en ellas la confirmación de esta caricatura plácida, originada en la interpretación arbitraria de los pocos hechos que corren como biografía del poeta. Otra causa, aparte la biografía, que ha contri buido a esta interpretación trivial de la obra de Sófocles es su relación con los otros dos grandes
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trágicos. Esquilo y Eurípides dejan una impresión muy neta, y dócil al encasillamiento de la historia literaria. Esquilo, el creador de la tragedia, es el más lírico, el de dicción más oscura, a fuerza de querer verter en imágenes el contenido intelectual de su pensamiento; es el poeta del conflicto teoló gico y ético; el problema de la providencia, de la justicia, del crimen y su expiación en la sociedad es el tema central de la Orestia. Una generación más tarde, Eurípides, discípulo de Anaxágoras y amigo de Sócrates, dentro de un nuevo espíritu de crítica, examina las creencias y las convenciones de la socie dad y es así, genuino continuador de los problemas de Esquilo, cuyas soluciones empero traspone en la clave de su momento. Por su estilo, Eurípides, dis cípulo de los sofistas, es el más intelectual de los trágicos; dicho de otro modo, el más prosaico, y, como intelectual, cae a veces en la retórica y en el sentimentalismo, lo que le hace infinitamente acce sible y moderno. Todo esto explica que, si bien impopular en vida, por su espíritu de crítica y re beldía, es popularísimo desde el siglo iv. Su crítica, su esencial prosaísmo, le recomiendan a filósofos y ■oradores. Su enorme influencia se revela en el nú mero de obras conservadas: dieciocho, de unas cien to, mientras se conservan sólo siete bajo el nombre de Esquilo, que compuso unas noventa, y quedan siete completas de Sófocles, autor de unas ciento treinta. ¿Qué es lo que ha determinado esta selección y, en general, la de la literatura antigua? No un cri terio estético? Se han conservado las obras estudia das en la escuela. Lo mismo sucede ahora. Si Buenos Aires se convirtiese de improviso en objeto de ex cavaciones o investigaciones arqueológicas, las come
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dias que se salvarían de Lope serían sin duda El mejor alcalde, el rey o la espuria y mediana Estrella de Sevilla y no El castigo sin venganza, Las paces de los reyes o La viuda valenciana, que no se estu dian en nuestros colegios. Ahora bien: en la Anti güedad la educación era fundamentalmente retó rica, destinada a formar hombres que hablasen bien en público. Por eso se ha perdido la lírica lisa y graciosa de Safo, y se han conservado los ochenta discursos de Dión Crisóstómo, modelos de prosa ática, tan impecables como vacuos. El orador ha llaba muchas útiles sugerencias en Eurípides; en cuanto a los otros dos trágicos, le bastaba conocer media docena de obras. Eurípides, pues, es el más leído en la Antigüedad y, principalmente, a través de las brillantes y detestables imitaciones de Séneca, influye en el teatro europeo moderno. El romanti cismo, con su gusto por lo enorme, con su antipatía por el razonamiento, aclama al fin a Esquilo como titánico precursor. Swinburne, hijo del romanticis mo, saluda en la Orestía “la obra espiritual más grande del hombre”. Esquilo, grandioso lirismo, pensamiento teológico y ético; Eurípides, pensa miento teológico y ético, fino espíritu prosaico. El encasillamiento es claro y satisfactorio. Pero no es fácil encasillar a Sófocles con relación a los otros dos trágicos; en rigor, en cuanto a su pensamiento, ni concuerda con ellos ni se les opo ne. Está aparte; podemos trazar su perfil por excluIsión: en Sófocles no predomina el soliloquio lírico; iel coro no debate a lo largo del drama la conducta ! de los dioses y de los hombres; tampoco hallamos la ! crítica viva y generosa de Eurípides, la discusión de los problemas del momento —forma de gobierno, esclavitud, guerra—. Para caracterizar a Sófocles los
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historiadores de la literatura dicen que es el áureo medio entre Esquilo y Eurípides, que no tiene el entusiasmo del primero ni la duda del segundo, la oscuridad de aquél ni la locuacidad de éste, etc. Al llegar a la caracterización positiva leemos —en uno de los primeros intérpretes actuales de la cultura griega—3 juicios como éstos: “perfección formal, lú cida objetividad, piedad inconmovible y plácida, su verdadera fuerza no consistió en dramatizar proble mas”. Otros historiadores, no menos calificados, ha blan de su pensamiento tradicionalista, de su inge nuidad, claridad, gracia, de su inspiración más poé tica que moral o religiosa. Otros —la mayoría— se hacen lenguas de su proporción, mesura, armonía, etcétera, para justificar la reputación de que ha go zado. Dios, dice el Libro de Job, no necesita las mentiras de los hombres, y Sófocles no necesita los cumplidos de los helenistas. Hay una circunstancia de que debe partir toda apreciación del drama de Sófocles. Jae ger, en la obra citada, la formula así: “¿Cómo po demos explicar el hecho de que todas las tentativas de satisfacer el gusto de hoy, poniendo en escena a Esquilo y a Eurípides, han fracasado —aparte unas pocas representaciones experimentales ante audito rios más o mepos especializados—, mientras Sófocles es el único dramaturgo griego que mantiene su pues to en el repertorio del teatro contemporáneo?” El citado helenista y muchos otros antes y después ha llan la explicación de la actualidad de Sófocles en su talento como creador de caracteres. Encuentro esta respuesta insostenible. En nada son inferiores las criaturas de Esquilo y de Eurípides: Prometeo, 3 W. Jaeger, Paideia. Sófocles y el personaje trágico.
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Etéocles, Clitemnestra, Medea, Fedra, Hipólito, y la maravillosa serie de villanos y villanas del teatro de Eurípides. Merece recordarse, además, que Aristó teles, casi todas las veces que menciona a Sófocles, lo hace para elogiarle por la estructura de su drama, no por los caracteres. El trazado de caracteres, aun que admirable, no es a todas luces mérito específico de Sófocles dentro de la tragedia griega. Por eso se ha buscado otra solución: la más difundida, la más influyente, es la que emitió en 1917 el helenista prusiano Tycho von Wilamowitz Möllendorff, hijo del más ilustre Ulrich von Wilamowitz Möllendorff, según la cual la perduración del drama de Sófocles en la escena moderna —su actualidad, digamos— se debe a su teatralidad. Se debe a que Sófocles, antes de componer una tragedia, escogía el argumento que le parecía capaz de producir más efecto teatral, y mientras la componía enderezaba todo su esfuerzo a obtener efecto teatral. Un ejemplo: al comienzo de su obra postuma Edipo en Colono, Sófocles pre senta una descripción del paisaje de ésta, su aldea natal, repetida luego en su más famosa oda coral. Pues bien: lo que se proponía Sófocles con ésta y otras descripciones era suplir la escenografía muy rudimentaria, como sabemos, en el teatro antiguo. “Al comienzo del Edipo en Colono —dice un pre cursor de Wilamowitz—4 se menciona el laurel, el olivo, las viñas y los ruiseñores de Colono y, a la distancia, los muros de Atenas, todo lo cual se pre sentaría al público en una ópera wagneriana, espe cialmente los ruiseñores.” Todo esto y mucho más dicen Wilamowitz y los suyos. En cambio, leemos * C. R. Post, The Dramatic A rt of Sophocles. H arvard Studies of Classical Philology, 1912, tomo XX1I1, pág. IIS.
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en Aristóteles, Poética, 1453&: “El argumento debe estar constituido de tal modo que, aun sin ver la obra [esto es, sin asistir a la representación, sin escu char los ruiseñores wagnerianos] el que oye cómo suceden las cosas, debe llenarse de horror y de com pasión por los hechos, que es lo que experimentaría cualquiera que oyese el argumento del Edipo." ¿Por qué, pues, vive hoy la obra de Sófocles? Creo que las impresiones formadas directamente en su lectura, no las generalizaciones a vuelo de pájaro, permiten contestar con una sola palabra: porque es clásica. Veamos ahora las principales notas de lo clásico, en cuanto sea posible separarlas. 1. Una es el humanismo. El arte clásico no sólo se ocupa exclusivamente del hombre, sino además de sus condiciones esenciales, anteriores, superiores a las circunstancias históricas variables, condiciones que, por consiguiente, sobreviven a todo cambio, perduran eternamente vivas en todo tiempo. 2. Otra nota de lo clásico es su verdad u objeti vidad, que los griegos dirían franqueza: el arte clá sico se encara con realidades, no con esperanzas ni con ensueños. En este sentido no es clásica la Divina Comedia, no es clásica la novela dé caballerías de Sir Thomas Malory sobre la muerte del rey Arturo, no es clásica la comedia de Menandro, conjunción de casualidades que corren fatalmente al desenlace feliz, ni la comedia española del Siglo de oro, ni el cine de hoy, con su realismo en ropas y zapatos, pero con su rigurosa justicia poética y su riguroso desenlace feliz. 3. El arte clásico —y ésta es su nota más evidente— es arte universal, no particular. No trata, diría Aris tóteles, de este hombre Calias, sino del hombre. Si tratase de este hombre Calias, con estas peculiari-
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dades, producto de estas circunstancias, productor de estas reacciones, no sería arte humano en el sen tido apuntado. Ahora bien: lo que existe es sólo el hecho particular. El artista clásico nö acepta pasivamente los hechos particulares: es decir, pro cede ni más ni menos como procede el hombre de ciencia para formular una ley científica —porque también la ciencia es invento griego—. El arte grie go es selección y organización, es arquitectura. La vida, dice Macbeth (v, 6) es un cuento mal contado, “contado por un tonto, lleno de estrépito y furia, sin sentido”. El artista clásico lo cuenta bien, y en forma que destaca su sentido: en este aspecto el arte clásico es idealizador y universal. Por eso, en la extraordinaria economía del arte clásico se descu bren sentidos tan densos, y lo que se dice acerca de tal o cual héroe en un verso de Homero, de Pin daro o de Virgilio, despierta eco perenne y se cum ple tan hondamente en cada individuo. Por ejem plo: en el libro XVI de la Iliada, Sarpedón y Glau co, dos príncipes licios, combaten al lado de los troyanos. Sarpedón muere. Su amigo Glauco no ha podido defenderle, ni puede siquiera defender su cadáver porque tiene ej brazo derecho traspasado por una lanza. Entonces invoca a su dios, Apolo, y le dice (versos 515-16): “óyeme, Rey, ya estés en el opulento pueblo de Licia o en Troya, pues desde cualquier punto puedes escuchar al hombre que te llama en su aflicción.” Lo cual es perfectamente oportuno en la situación'de Glauco, pero es además la actitud humana de donde arranca la idea moral de Dios. O bien Pélope en la primera Oda Olím pica de Píndaro: después de una complicada bio grafía entre la tierra y el cielo, en la víspera de afrontar el peligroso certamen por la mano de Hipo-
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damía, Pélope, junto al mar, invoca al dios de su niñez “a solas, en la tiniebla”, en la noche oscura de toda comunión religiosa. Entre los personajes, no ya secundarios, sino apenas ocasionales, de la Eneida, Virgilio presenta a Ripeo (II, 426), “el más recto de los troyanos y fidelísimo guardador de la justicia”. Sin embargo, este varón justo muere como uno de tantos en la destrucción de Troya, y el poeta comenta en tres palabras: Dis aliter visum, “a los dioses les pareció de otro modo”. ¿Quién puede saber —problema mucho más grave y eterno y pro fundo que el del incendio de Troya— qué es lo justo o lo injusto a los ojos de los dioses? Como humana, como verdadera, como universal, la poesía griega es la más clásica de todas y, dentro de ella, Homero y Sófocles —a quien los antiguos llamaron el más homérico de los trágicos— son los dos clásicos por excelencia. Por eso es Sófocles po pular en el momento clásico de Atenas, el siglo de Pericles, y por eso, pasado ese siglo, reconoce su grandeza el filósofo clásico, Aristóteles. Consideremos por separado, aunque claro es que no andan separados, forma y fondo en el drama de Sófocles. En cuanto a la forma, es muy clara la ori ginalidad de Sófocles; también en esto está aparte de Esquilo y de Eurípides. Las tragedias de Esquilo apenas tienen argumento: largos cánticos de los co ros cuentan los antecedentes, explican cuáles son las culpas de antaño que motivan las penas de hoy, se interrumpen para alternar en diálogo con el héroe o con algún otro personaje; la aéción es mínima y se desarrolla linealmente. Dentro de la producción de Eurípides, algunos dramas presentan argumento finamente dibujado: ante todo, la Ifigenia en Tau
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ros, alabada por Aristóteles. Pero es un argumento novelístico, y de novela poco grata hoy: aventuras por mar y tierra, lances, encuentros y desenlace feliz. Si miramos de cerca, vemos que los dramas de Eurí pides con argumento esmerado, como esta Ifigenia, la Helena, la perdida y admirada Andrómeda, no son propiamente tragedias. Por el contrario, en sus grandes creaciones trágicas —Heracles furioso, Hipó lito, Las bacantes—es evidente que el poeta no se ha propuesto delinear un argumento cerrado; volunta riamente retrocede más allá de Esquilo, y emplea un rígido prólogo y epílogo, pronunciado por un personaje divino o semidivino que, como ha demos trado Gilbert Murray,5 implica un retorno delibe rado al origen ritual del drama y que, como nos atestigua Aristófanes,6 chocaba tanto a los contem poráneos como a nosotros. La obra de Sófocles es la antítesis de esta rigidez, de este desarrollo en línea recta. Su obra es ante todo un argumento cuida dosamente trazado; es ante todo-acción, y acción en griego se dice draina. Según Aristóteles, Poética, 1450a, la tragedia consta de seis elementos: esceno grafía, caracteres, argumento, dicción, música y pensamiento. El más importante de éstos es la com• Excursus on the R itu al Forms Preserved in Greek T ra gedy. Incluido en Themis, de Mis Harrison. e [.os acarnienses, v. 47 y sigs.: “Soy un inm ortal. Anfiteo fue hijo de Ceres y Triptólem o; de él nació Celeo; Celeo se casó con Fenáreta, mi abuela; de ésta nació Licino, que me engendró inm ortal. Únicamente a mí perm itieron los dio ses que pactase una tregua con los lacedemonios, etc.” El traductor, Federico B aráibar y Zumárraga compara, en nota, el comienzo de Ifigenia en Tauros: "Pélope, h ijo de Tántalo, cuando vino de líisa se casó con la h ija de Enomao, de la cual nació Atreo; de Atreo nacieron Menelao y Agamenón; éste se casó con la hija de T índaro; y yo, Ifigenia, fui el fruto de este himeneo.”
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binación de los hechos, porque la tragedia no es imitación de personas sino de acciones, de vida, de dicha y desdicha. Y la dicha o desdicha se dan en las acciones. . . Así pues, los personajes trágicos no actúan para retratar caracteres, sino que incluyen al mismo tiempo los caracteres por causa de la ac ción. . . Si uno alinea una hilera de discursos que expresen carácter, bien compuestos en cuanto a dic ción y pensamiento, no realizará la función propia de la tragedia, pero la logrará la tragedia, muy in ferior en estos aspectos, que posea argumento, com binación de hechos. Además, los más grandes atrac tivos de la tragedia —peripecias y reconocimientosson partes del argumento. Aun otra prueba es que los principiantes logran éxito en la dicción y en los caracteres primero que en la combinación de los hechos, y así también casi todos los poetas primiti vos; el argumento, pues, es el principio y como el alma de la tragedia; en segundo lugar vienen los caracteres. Ahora bien: a juicio de Aristóteles y de cualquier lector, Sófocles es el mejor seleccionador, el mejor estructurador de hechos, el mejor argumen tista. Esto, que era vitalmente importante para el griego clásico, con su exigencia de construcción or gánica cerrada, en tensión, no atrae gran cosa al arte moderno romántico, que no posee ese estricto sentido de limitación. Compárese. con el Edipo rey o con el Filoctetes de Sófocles la informe novela ca balleresca o picaresca, ristra de ejemplos donde se suceden sin clímax aventura tras aventura, picardía tras picardía. Hoy, la novela introspectiva es un soliloquio psicológico sin principio ni fin, que co mienza y acaba arbitrariamente en cualquier punto de una biografía, o recortada artificialmente por un período de tiempo —las veinticuatro horas del
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Ulysses de Joyce—, lo que subraya su ilimitación, su falta de forma, de selección, dentro de lo particular, En cambio, en el Edipo rey, el argumento es firme y muy sencillo en sus grandes líneas, pero se va articu lando con finos cambios e incidentes cuyo número, necesidad y coherencia sólo se revelan cuando se intenta narrarlo. Todas estas menudas desviaciones que trazan la curva del destino de Edipo son obvias, lógicas, todas convergen cada' vez más acelerada mente a hundir a Edipo con diabólica naturalidad. Por otra parte, en el drama esquiliano, Prometeo encadenado, el carácter del héroe es tan inmóvil como la roca a que está clavado; su rebeldía impa sible se expresa hasta el último verso en grandiosos, parlamentos. En las tragedias de Sófocles el carác ter de cada personaje es cosa viva; reacciona con · gran variedad ante cada recodo de la acción, guar dando siempre una unidad superior, la ley de su naturaleza, como diría Aristóteles. La impresión de sencillez lúcida, de naturalidad sin esfuerzo que da la obra de Sófocles se basa en una técnica muy sabia y detallista. Se ha comparado infinidad de veces el arfe de Sófocles con el de Fidias, su contemporá neo; y, ante la exquisita y compleja sobriedad del argumento del Edipo rey, no se puede menos de recordar las rectas columnas del Partenón, cuyos fus tes son en realidad superficies curvilíneas, con curva tura calculada para dar al observador la impresión de línea recta, que no le daría la recta verdadera. Esquilo y Eurípides son teólogos y moralistas; de fienden tesis y caducan con sus tesis. Claro que, además, son poetas y poseen valores que los sostie nen por encima de ese particularismo caduco. Se le ha reprochado a Sófocles su falta de sistema teo-
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lógico y crítico, en una palabra, el no ser —como en efecto no es— poeta de tesis; y no se ha percibido bastante que es, en cambio, el poeta de la realidad humana universal. Dos ejemplos bastarán para co tejarlo con Esquilo y con Eurípides. El problema central de la trilogía de Esquilo, la Orestia, es cri men y castigo. El crimen es hereditario en la familia de los Atridas: en la primera tragedia de la trilogía, Clitemnestra mata a su esposo Agamenón; en la se gunda, Orestes, en castigo, mata a su madre Clite mnestra; en la tercera, las furias evocadas por la sombra de Clitemnestra acusan al matricida. Pero interviene la diosa razonable, Palas, la Virgen de Atenas, y da su veredicto: el matricida es absuelto porque, arguye la diosa que nació sin madre de la cabeza de Zeus, la madre es menos importante que el padre en la creación del hijo; para la sociedad, la muerte de Clitemnestra pesa menos que la de Aga menón. No son nuestros días los primeros en los que la seudociencia'sirve para reforzar un prejuicio sigs.) no contiene una sola nota descriptiva: De antiguo son afortunados los erecteidas, hijos de los dioses bienaventurados, nacidos de sagrada tierra, nunca devastada. Nutridos en la más gloriosa sabiduría, andan delicadamente, envueltos en el aire más sutil, allí donde, dicen, en un tiempo, las nueve Musas piérides crearon a la rubia Harmonía; donde es fama que Cipris, recogiendo las corrientes del Cefiso, de hermosas ondas, espiró sobre la comarca suaves brisas, y, ceñida siempre su cabellera de una perfum ada guirnalda [de rosas. envía a la Sabiduría séquito de Amores, auxiliares en toda excelencia.
Mito de Erecteo, mito del nacimiento autóctono de la población ática, la creencia de que el Atica era inexpugnable, la creencia de que al aire fino de Atenas se debía la finura del ingenio ateniense. A estos mitos y creencias corrientes en Atenas, como consta por varios testimonios, Eurípides agrega toda vía dos mitos de su invención, teñidos de orfismo: el nacimiento de Harmonía, merced a la reunión de todas las Musas en suelo ático, y la acción benigna de Afrodita sobre su clima, y subraya la delicada irrealidad del todo con el “dicen”, el “es fama". No queda nada local, nada tangible, lo cotidiano se ha transustanciado en creencia y mito, viejo y nuevo: no puede concebirse mayor contraste con el elogio de Colono. Varios dioses nombra el coro del Edipo: Dioniso, las Dos Diosa^, las Musas, Afrodita, Zeus,
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y alude al mito de la contienda por la posesión del Atica en la cual Atenea hizo surgir la oliva y Posei don el caballo. Sófocles no dramatiza las acciones de los dioses, y en los últimos veinticinco versos, en lugar de describir el agón de los dos patronos de Atenas, se explaya en la pintura de sus dones: esto es, en la pintura de la realidad ateniense. Pero no encontramos en Sófocles la objetividad homérica; su paisaje está animado del sentimiento de la presencia divina (de la presencia de lo no-humano, si se quie re), que se impone fuertemente al griego ante el paisaje virgen, ante los prados “floridos y nó holla dos”, ante lo inaccesible, lo no tocado y no apro vechado por el hombre. Otra vez, pues, frente a la imagen personificada de Esquilo, frente a la idea lización etérea de Eurípides, Sófocles es el único que lleva la emoción de la tierra patria al paisaje literario, y la lleva con las dos notas características de todo su arte: acogida y no huida de la realidad, a la vez que reconocimiento, como parte de esa realidad, de un algo no humano y superior a lo físico. Ante la amenaza del hambre, implícita en la pér dida del arco, parece que Filoctetes hubiera olvi dado su mal, pero un nuevo acceso agrega su anti gua desgracia a la reciente, y el Coro vuelve a ex hortarle a que deponga su rencor y se reúna con ellos. Y el consejo benévolo del Coro, que repre senta el pensamiento de su caudillo, trae a escena a un Neoptólemo resuelto, restituido a su propia naturaleza, que se enfrenta triunfante con su mentoi político, empeñado en impedir la restitución del arco involuntaria: “Habla a todos, pues es más grande el dolor que llevo por éstos que por mi propia alma.” Conmo vedoras razones y, a la vez, admirable justificación del escenario fijo del teatro griego, comparable a los ya señalados aciertos condicionados por las circuns tancias materiales con que contaba el poeta: la máscara inmutable de Electra o el cuarto acto de Las traquinias. En un diálogo lleno de sombríos equívocos, Creonte refiere la orden del oráculo —arrojar la contaminación del país matando a los matadores del rey Layo— y explica a Edipo cuanto se sabe en Tebas sobre la muerte de su predecespr. La única inverosimilitud del drama, es ésta en que Sófocles entera al espectador de los detalles de la muerte de Layo, que difícilmente estarían fijados
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en la leyenda, y que el poeta necesitaba subrayar para entretejer toda la trama del reconocimiento. Precisamente porque el espectador tampoco ha te nido ante sus ojos estas minucias, porque las ignora a la par de Edipo, Aristóteles (Poética, 14546) dis culpa esta inverosimilitud. De las palabras de Creonte se desprende que todo lo que sabe Tebas del fin de Layo es la mentira piadosamente contada por el viejo pastor que salvó de la muerte a Edipo, niño de tres días: gran banda de salteadores, y no un solo hombre, acabó con el Rey. Y Edipo, en su ansia de averiguar y remediar, fija al punto su pen samiento en buscar a este hombre que posee la ver dad, y cuya palabra, arrancada muy a pesar suyo, hundirá irremisiblemente a aquél a quien salvó de niño. Si el asesinato de Layo no se vengó en su sazón, continúa Creonte, es que Tebas padecía la amenaza de la Esfinge, de que la libró Edipo; y Edipo, alentado con el recuerdo de aquel triunfo que le ha dado el trono, empeña seguro de sí mismo la confiada promesa de salvar a Tebas nuevamente (verso 132 y sigs.): • .Edipo. —Pues otra vez yo lo aclararé todo de raíz. Bien lo ha hecho Febo y bien habéis tomado sobre vosotros esta solicitud por el muerto y, como es justo, también me veréis como aliado para ven gar a esta tierra y, a la vez, al dios. Pues no borraré esta mancha por bien de amigos lejanos, sino por el mío propio porque, cualquiera que fuese el que mató a Layo, quizá con igual mano querría castigarme a mí. Defendiendo a aquél a mí mismo favorezco. Ea, hijos, cuanto antes le vantaos de estas gradas y alzad estas ramas supli
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cantes; reúna alguien aquí todo el pueblo de Cadmo, que yo lo haré todo. Con la merced del dios, hoy nos veremos felices o habremos caído. Si el oxymoron no es en Sófocles simple figura retórica sino el módulo en que concibe el conflicto trágico, también la ironía pertenece a la esencia de su drama: el debatirse a ciegas del héroe trágico entre las palmas de los dioses se proyecta en escena en el contraste entre el sentido ilusorio con que profiere su palabra, y el mensaje inesperado, total mente contrario, que lleva verdaderamente en sí. Él Edipo rey representa la culminación en el manejo delicado y audaz de esta arte; también en los otros poetas se halla, y no sin poderosa resonancia, un tipo simple de ironía. Cuando, en el Agamenón de Esquilo, el héroe se niega a hollar el costoso tapiz de púrpura que la esposa ha tendido desde su carro hasta el interior del palacio, y que anticipa el rastro de sangre que pronto ha de dejar, y ella le tranquiliza con estas palabras: “Está el mar, ¿quién le agotará?” (verso 949), el público ve muy bien que Clitemnestra no alude a la riqueza acumu lada por los Atridas sino al crimen que es heredi tario en ese linaje y que se renueva en cada gene ración. También la ironía con que los personajes de Eurípides encubren sus acciones' (Hécuba, Medea, [figenia en Tauros, Helena, Las bacantes) es intere sada, y por eso, más aún que la de Esquilo, arti ficiosa y fría. Emparentada con este tipo es la de Ayante (verso 646 y sigs.), pero ya distinta, en cuan to no le sirve al héroe para secundar su provecho, sino para que la solicitud del coro no le estorbe su propósito de muerte. En el Edipo rey la ilusión es completa; el equívoco envuelve a todos los per
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sonajes del drama. El sacerdote, en nombre de Tebas (versos 33-34), juzga a la desdichada y ciega víctima de los dioses, el primero en fortunas huma nas y el más sabio en las vías divinas. Edipo, para garantizar al pueblo su celo en la búsqueda de los asesinos de Layo, le asegura que obra en su propio interés, sin sospechar, él ni nadie, el sarcástico al cance de sus palabras, como no lo sospecha al decla rar que jamás ha visto a Layo (verso 105), al preguntar dónde podrá encontrarse el matador (ver so 108); como no lo sospecha el sacerdote que alude al fausto agüero con que Edipo ha salvado a Tebas y confía en que vuelva a salvarla; como no lo sos pecha Yocasta, cuando al describir a Layo, a ruegos de Edipo, le dice: “Su figura no distaba mucho de la tuya” (verso 745), o el Coro cuando presenta cortésmente la Reina al Mensajero que ha preguntado por Edipo (verso 928): “Ésta es su mujer y madre —y, separado por la pausa de la cesura,— de sus hijos.” Tal ironía, mucho más compleja y total, en vuelve compactamente a todos los personajes de] tablado, sólo visible para el espectador. Como en la vida real, el sentido verdadero de los actos escapa a los actores y, si perceptible, sólo lo es para las criaturas que contemplan el juego fuera de la es cena —para los dioses—. Por eso Sófocles carga de doble sentido irónico las escenas más importantes de esta tragedia; y los versos de personajes princi pales y secundarios rozan tantas veces ía verdad en un crescendo que para de golpe cuando el Edipo que creía ser reconoce al Edipo que es, en el choque violento de verdad e ilusión que da por tierra con su destino. La primera aparición del Coro, justificada por la orden de Edipo, da forma lírica y ritual a la angus-
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dosa descripción, ya conocida, de la peste. En Es quilo, como es sabido, el Coro es la más importante de las voces trágicas, y su cántico es ante todo una larga plegaria informe, que fluye a lo largo del dra ma —la acción—. En Sófocles, y particularmente dentro de la perfecta arquitectura del Edipo rey, el Coro domina la escena sólo entre páso y paso de la acción, tan netamente que es verosímil ver en los cinco estásimos y los cinco episodios del Edipo rey el modelo vivo.que inspiró a la crisis peripaté tica (para la que el·' Edipo era la obra maestra del . teatro griego), el precepto de los cinco actos del dra ma que Horacio heredó y legó.12 Cada uno de estos interludios del Coro está vertido en un molde exac to, aquí la plegaria en su forma litúrgica estricta, de tres tiempos, desdoblados cada uno en estrofa ÿ antistrofa, conforme a las evoluciones simétricas de la danza del Coro. El primer tiempo expresa en la estrofa la incertidumbre y angustia que trae la or den del oráculo, “la hija de Zeus”, que manda cas tigar al asesino ignorado de Layo; 13 la antistrofa correspondiente invoca a Atenea, “hija de Zeus”, y a otros dioses patronos para que den a Tebas el so corro que ya antes le han prestado. El segundo tiempo de la plegaria describe líricamente, con pre ñado lenguaje, rico y decorativo, los efectos de la peste en la ciudad, enlazando sus dos mitades con la repetiéión inicial de la misma palabra: “Innume rables males’1, “perece innumerable la ciudad”. El último tiempo cierra el pensamiento circular de la 12 W . Kranz, Stasimon, 1933, pág. 203. 13 No es eso lo que el Coro, ingenuamente, esperaba del Oráculo, versos 278-279: "A Febo, que ordenó la búsqueda, tocaba declarar quién ha cometido el crimen." Las nuevas dificultades creadas p or la búsqueda inquietan al Coro.
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plegaria con nuevos llamados a los dioses, en los que se vislumbra aún su origen mágico; la estrofa trata de ahuyentar al dios maligno, de llevarlo al mar o al despoblado, mientras la antistrofa insiste en invocar a los dioses tutelares (versos 151-215): ¡O h voz de Zeus, de suave ¿Cómo vienes desde Delfos, a la esplendida Tebas? Me atormento, p alp ita de m iedo m i alm a oh peán delío, temerosa de
sonl abundosa en oro,
amedrentada, ti.
¿Qué pago m e exigirás, nuevo o repetido con el volver de los tiempos? Dfmelo, oh h ijo de la dorada Esperanza, R um or inm ortal. A nte todo, a ti invoco, h ija de Zeus, in m ortal Atenea; y a Artem is, tu herm ana, q u e posee nuestra tierra y y se asienta gloriosa en e l trono redondo del ágora, y a Febo, que de lejos flechea. ¡Salve, tres alejadores del m al, apareceos! Si ya, cuando la anterior fatalidad que se lanzó contra [Tebas, alejasteis la llam a de la desgracia, venid también ahora. ¡O h dioses! innum erables males soporto. T odo mi pueblo está enferm o y no h ay lanza de pensam iento con qué alejar el daño, pues n i crecen los retoños de la gloriosa tierra, n i en el parto soportan las m ujeres sanas fatigas. IM irai U no tras otro, como ave bien alada, se lanzan con m ás fuerza q u e el fuego furioso, hacia la p laya d el dios del ocaso.
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En ellos perece innum erable la ciudad: en tierra, im placablemente, yacen sus hijos, trayendo m uerte, no compadecidos. Entretanto, p or aquí y p o r allá, las esposas y las canas [madres gimen ju n to a la rib era del altar, alzando súplicas p or sus funestos dolores. B rilla e l peán, y lam entable voz le acompaña. P or todo ¡oh dorada h ija de Zeus) envia el Socorro, de hermoso Tostro. Y al violento dios de la guerra que ahora, sin bronce de escudos, me quema, m e acomete tum ultuoso, haz que, desterrado, dé la espalda a la patria, lanzándose en inversa carrera, ya hacia la vasta estancia de A n fitrita, ya hacia la ola de T racia, y a su p u erto inhospitalario. Pues si algo perdona la noche, llega e l día p ara acabarlo. Consúmelo con tu rayo, oh p ad re Zeus, tú que riges la fuerza de los relámpagos, portadores de [fuego. R ey licio [Apolo] ¡o ja lá se distribuyeran tus dardos [invencibles, que p arten del curvo torzal de oro, como socorro y defensa, y los Igneos destellos de Artem is, con que se lanza p o r los m ontes liciosl E invoco a l de m itra de oro, cuyo nom bre es e l de esta tierra, a Baco Evio, faz d e vino, com pañero de las Ménades, p a ra que se acerque como aliado, abrasando con resplandeciente pino a l dios despreciable en tre los dioses.
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Ahora vuelve Edipo y dirige al Coro una gran alocución donde campea la ironía sofocléa subra yando con los más variados matices la absoluta ce guera en que se mueve el protagonista. En cada una de sus confiadas palabras, pronunciadas con inequívoco tono de superioridad, se desenvuelve ante el espectador el carácter de Edipo, generoso, emprendedor y seguro de sí mismo. El amor a sus súbditos tebanos es bien claro desde la primera pa labra de la tragedia, pero no lo es menos cómo Edipo subraya que él, el extranjero que ha llegado a Tebas después de la muerte de Layo, que nada supo de su historia, ni tiene que ver con ella, lo resolverá todo. Comienza por fijar recompensas para quien declare al culpable (verso 232: “Yo le cumpliré su ganancia, en mí le será guardada gra titud”) y terribles imprecaciones para el encubierto criminal, que se realizarán en él. Riñe suavemente al Coro, formado por ancianos de Tebas, por su negligencia: él, un extraño, será el campeón del rey muerto, olvidado por su pueblo (versos 258-266): Ahora, pues yo poseo el poder que aquél poseyó antaño, pues poseo su lecho y la mujer que él también fecundó y, si su descendencia no hubiera sido infortunada ,14 también tendríamos comunes los hijos (pero, en fin, el infortunio le acome tió), por todo esto, yo lo recorreré todo, y lucharé por él como por mi padre, tratando de apode rarme del culpable de su muerte. w Form a eufemística de expresar que no le ha sobrevivido h ijo que cuide de su hon ra y, a la vez, equívoco que alude a las desgracias que aguardan al h ijo de Layo, esto es, a Edipo mismo.
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• La ironía, casi humorística al principio, cuando Edipo se destaca frente a los débiles tebanos, como el hombre capaz _y_práctico, despliega gradualmente su contenido de tragedia, hasta culminar dentro de los equívocos versos transcritos en el “como por rtii padre”, o en los versos finales en que invoca, para todos los que estén de acuerdo con sus medidas, la alianza de la Justicia y de los dioses, cuando preci samente su propia desventura plantea la más hon da contradicción con el concepto tradicional de la providencia divina. La recargada ambigüedad de este discurso —y de toda la obra— sugiere ominosa mente si toda palabra que sale de la boca del hom bre no tiene también dos filos, y si un espectador más avisado no sentiría piedad y horror ante la ab soluta oposición entre el sentido en que piensa el que la dice y su alcance real, como nosotros nos horrorizamos y apiadamos ante las ciegas palabras de Edipo. Para resolver el problema que Febo debió resol ver, Edipo en conformidad con el Coro llama—aL· profeta ciego Tiresias, y le ruega que ponga su in comparable ciencia al servicio de la ciudad, decla rando el nombre del asesino de Layo, ya que, anun cia el generoso Edipo, "hacer un hombre beneficios con su poder y ciencia es la más hermosa de las fatigas” (versos 314-315). Sólo que el dueño de ese saber que traza vías a la acción, tiene muy distinta estima de su valor: “jAy! jCuán terrible es el saber —responde el viejo profeta— cuando no rinde pro vecho al que sabet Bien lo sabía yo y lo he olvi dado, que si no, no hubiera venido aquí.” En vano quiere el profeta callar y retirarse, aún insinuando que le va mucho a Edipo en que se mantenga silen cio (.versos 329 y 331). Edipo, obcecado por su comΎ
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pasión a la ciudad, estalla en cólera furiosa. Nuevo rasgo, y muy importante para el carácter del pro tagonista: Edipo, además de saberse capaz y respon sable, es colérico y lo ha sido siempre; ése es el resor te de su vocación trágica. En el mito estaba profe tizado que Layo había de morir a manos de su hijo, pero si de hecho muere es, según Sófocles, porque Edipo no ha sabido refrenar su impulso de cólera ¡en la riña con los criados del Rey. Por esa cólera y precipitación —reverso de su apasionada generosidad y amor— Edipo, siempre ciego, piensa mal de Tire sias, y luego de Creonte, y luego de Yocasta. Si el profeta no quiere hablar, infiere Edipo, es que sobre él pesa la culpa del crimen (verso 345 y sigs.): Edipo. —Tal es mi cólera que no dejaré pasar por alto nada de lo que entiendo. Óyeme, pues: creo que tú concebiste el crimen y que, salvo el cometerlo con tus propias manos, tú lo ejecutaste. Y si tuvieras vista, diría que esta obra es toda tuya. Tiresias. —¿De veras? Pues yo te digo que te atengas a tu propio decreto, como proclamaste, y que desde este día no dirijas la palabra ni a éstos ni a mí, pues tú eres el impío profanador de esta tierra. ' Todo lo que tiene de humanitario el viejo profeta llega a no querer enterar a Edipo de su destino (bien sabe que, de todos modos, la infamia saldrá a luz: verso 341); la desatentada acusación del Rey le devuelve a su verdadero ser; ya se ha acabado su escasa piedad; seguro de su ciencia, arroja con sar casmo implacable su firme profecía, y triunfa en cada réplica de la ira y desconcierto del Rey, que se lan za en nuevas y falsas sospechas (verso 354. y sigs.):
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Edipo. — ¿Tan desvergonzadamente proferiste esa palabra? ¿Y crees quizá que te librarás del castigo? Tiresias. —Libre estoy, porque abrigo la verdad que es mi fuerza. Edipo. —¿Quién te la ha enseñado? No por cierto tu arte. Tiresias. —Tú me la enseñaste, pues contra mi voluntad me has forzado a hablar. Edipo. —¿Qué palabras? Dilas otra vez, para que las comprenda mejor. Tiresias. —¿No entendiste antes? ¿o quieres ten tarme con tus palabras? Edipo. —No lo entendí como para saberlo; ha bla de nuevo. Tiresias. —Digo que tú eres el asesino que buscas. Edipo. —A fe que no dirás alegremente dos ve ces tal escarnio. Tiresias. —¿He de decir otros, pues, para que más te irrites? Edipo. —Cuanto quieras: vano será lo que digas. Tiresias. —Digo que no adviertes que vives en infame trato con la que más quieres, y que no ves a qué mal has llegado. Edipo. —¿Crees que repetirás eso y quedarás contento? Tiresias. —Sí, si algo vale la fuerza de la verdad. Edipo. —Vale, sí, pero no para ti; no para ti, que eres ciego de oídos, de entendimiento y de ojos. Tiresias. — ¡Desdichado tú, que me reprochas lo que pronto no habrá nadie que no te reproche! Edipo. —Te nutres de continua noche; no me
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podrás hacer daño, ni a mí, ni a nadie que vea la luz. Tiresias. —No quiere el destino que caigas bajo mi mano; basta Apolo, que se ocupará de ejecutar el golpe. Edipo. —¿Son de Creonte o tuyos estos ha llazgos? Tiresias. —Creonte no es desgracia para ti, tú eres tu propia desgracia. El corte nervioso y rápido del altercado convierte en diálogo moderno la antigua esticomitía que en Esquilo es principalménte responsión simétrica, su brayada en Eurípides con rigidez arcaizante. Pero, como queda dicho, no hay déspliegue de maestría técnica. Sófocles no tiene flaquezas de virtuoso y, cuando más admirable parece el aspecto formal o episódico de una· escena, más orgánico es el enlace con la arquitectura esencial del drama. Al final de este cambio de amenazas y sospechas, ha surgido en la mente de Edipo la conexión entre la increíble imputación de Tiresias y el hombre que medraría con la ruina de Edipo. Inútilmente niega Tiresias la conexión. Edipo se desboca, hallando en todo la confirmación de su precitada sospecha; y es forzoso que así sea, insinúa el poeta que traza aquí la cari catura del propio genio de Edipo: así como ha re suelto el enigma de la Esfinge con sus propias fuer zas, con la sola presteza de su ingenio, así Edipo confía resolver la angustia de Tebas, así se lanza a concebirlo todo según planes demasiado claros. En el teatro sofocleo cada personaje es unidad tan firme que preexiste al drama y en parte lo causa. Ya hemos visto que Creonte no se sorprende de la determinación de Antigona: desde su nacimiento la
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sabía “insensata” (verso 562). El intrépido Edipo, que resuelve el enigma de Tebas, es el hombre que ha huido, insatisfecho, de Corinto para resolver el. suyo propio, el hombre siempre fecundo en conjeñiras (versos 124, 346 y sigs., 378, 1062), y que no pararaTiasta dar con la verdad, tanto más fascina dora cuanto más temible (verso 917). El viajero que encolerizado por un golpe mata a Layo y a su escolta, es el rey que ante la protesta de sus vícti mas (Tiresias, Creonte, el Servidor) reacciona uni formemente con la amenaza de poner las manos sobre ellos (versos 403, 623, 1152). Ahora, imagi nando que Tiresias le amenaza para desposeerle —como en Antigona |cuánto ciega, aun al buen go bernante, la inquietud por la posesión del reino!—, y favorecer al príncipe nativo Creonte, Edipo, orgu lloso de su anterior salvación de Tebas, increpa duramente al profeta, enrostrándole su incapacidad de entonces, y acumulando dicterios no nuevos sobre çl fraude y el lucro de los agoreros. Bien es verdad que el suceso los desmiente: lo que importa es que están pensados y proferidos a voces en la escena y que, a su vez, Edipo tenga razón cuando pregunta por qué él y no el agorero profesional salvó a Tebas de la Esfinge. La decantada adhesión del teatro de Sófocles a la profecía y al oráculo es un modo de sentar lo oscuro e irracional de la vida, y de ningún modo fe ingenua, como la de Píndaro, en la comu nicación sobrenatural con la divinidad. Hasta el hecho, trasmitido por úna anécdota, de que el poeta diera algún crédito a los sueños en la vida real, cuando no se sirve gran cosa de ellos como recurso artístico, apunta lo erróneo de la concepción crí tica que hace de su mejor tragedia una obra de propaganda de Apolo Délfico (verso 380 y sigs.):
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Edipo. — ¡Oh riqueza, oh imperio, oh arte que superas toda arte, cuánta envidia se atesora en vosotras para la vida que todos codician! A causa de este mando que la ciudad puso en mis manos como dádiva y no por ruego mío, Creonte el fiel, el amigo antiguo, se me acerca a escondidas y ansia arrojarme de sí, en manejos con este hechi cero, zurcidor de intrigas, echacuervos astuto, que sólo ve su ganancia, aunque ciego para su arte. Porque, vamos, di ¿cuándo has sido tú adivino certero? Cuando la fiera [la Esfinge] entonaba aquí su canto ¿cómo no pronunciaste ante los ciu dadanos medio de salvación? Y cierto que des cifrar el enigma no era de hombre vulgar, sino requería ciencia . agorera. ■■Tú no te apareciste, nada sabías por los agüeros ni por obra de dios alguno. Yo vine, yo, el Edipo que nada sabe, y le puse fin, venciéndola con mi sabiduría, sin aprendizaje ele agüeros, yo, a quien tú ahora in tentas arrojar, con el pensamiento de quedarte muy cerca del trono ocupado por Creonte. Con lágrimas, pienso yo, has de purificar esta tierra tú, y el que contigo ha urdido esta trama; y si iio fuera por tu semblante de viejo, a fuerza de padecer conocerías qué propósitos son los tuyos. Coro. —A nuestro entender, nos parece que con cólera han sido dichas las palabras de Tiresias y las tuyas también, Edipo. Y no es esto lo que se necesita, sino examinar cómo daremos el mejor cumplimiento a los oráculos del dios. Tiresias. —Aunque tú eres el monarca, a ambos ha de concederse la igualdad en la respuesta: tam bién yo poseo ese derecho, pues no soy siervo tuyo, sino de Loxias [Apolo], y tampoco me em padronaré entre los protegidos de Creonte. Digo,
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pues, ya que me has motejado de ciego: tú ves, pero no ves en qué males te hallas, ni dónde moras, ni con quién vives. ¿Sabes acaso cuáles son tus padres? Se te oculta que eres abominación de los tuyos, sobre la tierra y bajo tierra, y que la maldición de temible pie, maldición de doble filo, de tu padre y de tu madre, te arrojará un día de esta tierra a ti, que ahora ves bien y que luego verás tinieblas. ¿Cuál no será el puerto de tu clamor, qué paraje del Citerón no resonará pronto a tu lamento cuando adviertas la boda sin -refugio en que te embarcaste en tu propia casa, con feliz navegación? No sientes la muchedumbre de tus otros males, que te igualarán a ti contigo mismo y con tu hijos. Ahora, .acumula injurias contra Creonte y contra mi boca, que no hay mor tal alguno que jamás haya de ser aniquilado más vilmente que tú. La fría inhumanidad de Tiresias (inhumano, pues en contraste con el hombre normal nada hace y lo ve todo sin engañarse) despierta vivos reproches de Edipo, hasta el de necedad, al que el profeta res ponde dando nuevos sesgos a la inquietud más se creta de Edipo y al curso del drama (verso 435 y sigs.): Tiresias,—Así soy yo: necio según tu parecer, pero discreto para los padres que te engendraron. Edipo. —¿Qué padres? Aguarda. ¿Qué mortal me engendró? Tiresias. —El día de hoy te engendrará y te destruirá. Edipo. —Todo cuanto dices es oscuro e indesci frable enigma.
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Tiresias. —Esa misma fortuna es la que te ha perdido. Edipo. —Insúltame, que en esto que me repro chas me hallarás grande. Tiresias. — ¿No eras tú el mejor resolvedor de enigmas? Edipo. —No me importa, si ha salvado a esta ciudad. Tal profesión de generosidad destaca un rasgo esencial del héroe, ya no teóricamente sino en la prueba. La recapitulación que formula ahora Tire sias (versos 449-462), que detalla para el espectador los horribles cargos, subraya la incongruencia entre el carácter del héroe salvador y su inexplicable in fortunio. El Coro, portavoz de la impresión mo mentánea que surge del curso de la representación (y en este sentido es ciertamente el espectador ideal), se atormenta revolviendo esta antinomia básica del Edipo rey, y la expresa pintando en la primera par te la suerte del culpable que en vano trata de huir, con el símil del toro montaraz: como siempre en Sófocles, la imagen animalista más que lo físico, más que la descripción objetiva, realza lo misterioso, lo no humano de la criatura, de la montaña (verso 474 y sigs.): Desde el nevado Parnaso ha resplandecido Lina voz: “Rastread todos al hom bre desconocido”, pues vaga bajo la espesura silvestre, p or cavernas y peñascos, como toro solitario, miserable y con m iserable pie, evitando el oráculo del centro de la tierra, que con vida eterna revolotea a su alrededor.
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La segunda parte de este cántico muestra que la \cludai ya se ha insinuado en su ánimo; el Coro se esfuerza en persuadirse que Tiresias es un hombre y puede equivocarse, pero, por debajo de su volun tad de hallarle en falta, corre la persuasión de su infalibilidad, y la probable ruina del rey amadolle mueve a una. promesa de adhesión que corresponde a la profesión de generosidad de Edipo (versos 510 y 511): "En la prueba le vimos sabio y bueno p ara la ciudad; por eso nuestra alma no le condenará nunca.”
Entretanto, Creonte, enterado de la acusación que le ha dirigido Edipo en su altercado con el profeta, viene a justificarse indignado. Todo es inútil. Edipo se aferra a su concepción de los hechos y no sufre reparos. Sólo la intervención de Yocasta y del Coro salvan a Creonte. Retirado éste, la Reina pregunta por el motivo de la querella y, al repetir Edipo la acusación del adivino, toma la palabra para ense ñarle su incredulidad,j que ella ha aprendido en sufrimientos anteriores a su vida con Edipo. Así, por distintos caminos —Edipo por su triunfo, Yo casta por su antiguo padecer—, el rey y la reina doblemente unidos desdeñan esta sabiduría no ra cional cuya exactitud verificarán con su propio ejemplo (verso 707 y sigs.): ( Yocasta. —Desembarázate de eso que dices, óye me y aprende que no hay criatura mortal que posea el arte adivinatoria, y de ello te daré su cintas señales. Una vez recibió Layo un oráculo —no diré que de Febo mismo, sino de sus servi dores—: era su destino morir a manos del hijo que naciese de él y de mí. Pero, como es fama,
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ciertos salteadores forasteros le mataron en un lu gar donde se cruzaban tres caminos. No pasaron tres días del nacimiento del niño cuando aquél, atándole por las articulaciones de los pies, lo arro jó por otras manos a un monte inaccesible. Y así ni a él le cumplió Apolo que fuese matador de su padre, ni a Layo la calamidad que temía, mo rir a manos de su hijo. Asi se han realizado las voces de los adivinos. No te cuides nada de ellos; cuando un dios juzga necesaria una cosa, él mismo la revela. Una ironía trágica, no de palabras sino de situa ciones, hace que la confidencia en que Yocasta, a costa de su doloroso pasado quiere tranquilizar a Edipo, le evoque a él una escena de su propio pa sado que le acerca un paso a la temible profecía. Lleno de inquietud interroga a Yocasta sobre la muerte de Layo y, a su vez, responde al afectuoso interés de ella (verso 771 y sigs.): Edipo. —Ya que llegué a este extremo en mis zozobras, nada he de mezquinarte. ¿A quién me jor que a ti podría decirlo al pasar por tal trance? Era mi padre Pólibo de Corinto y mi madre la doria Méropa. Yo era tenido por el más impor tante de todos los ciudadanos hasta que me acon teció este caso, digno de admiración, indigno, en verdad, de mi inquietud. En un banquete,'Tin hombre lleno de embriaguezüñe dice, en medio del vino que yo era hijo supuesto de mi padre. Yo,. afligido, apenas me contuve^ durante ese día; ál siguiente me llegué a mi padre y a mi madre y les interrogué; ellos llevaron a mal el insulto del que había lanzado la palabra. Yo estaba contento
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con la respuesta pero siempre me punzaba aquella injuria, pues había penetrado hondo. A escondi das de mi padre y de mi madre me encamino a Delfos, y Febo me despidió sin dignarse responder a las preguntas por las que había venido, pero me reveló otras desgracias, terribles y lamentables: que había de unirme con mi madre, que presen taría insufrible descendencia a los ojos de los hom bres y sería matador del padre que me había en* gendrado. Y yo, al oír tal, calculando por las estrellas el resto del camino, huí de la tierra co rintia, adonde jamás viese cumplido el oprobio de mis malignas profecías. En mi marcha llego a esos lugares donde tú dices que pereció el monar ca. Mujer, te diré la verdad. Cuando en mi ca mino estuve cerca de aquella triple senda, entonces se encontraron conmigo un heraldo y un hombre que iba en una carroza tiraSa por potros, como tú dices. El conductor y el mismo anciano me arrojaron violentamente del camino y yo, airado, golpeo al conductor que me apartaba. El ancia no, como lo ve desde el carro, aguarda que me acerque y me da en medio de la cabeza con su látigo de doble aguijón. No lo pagó igual. Inme diatamente, golpeado con el bastón por esta mano, cae de espaldas, rueda desde el medio de la ca rroza, y mato a todos. Si aquel forastero tenía algún parentesco con Layo ¿quién hay ahora más desdichado que yo? ¿qué hombre podría haber más aborrecido de los dioses? Ya que a ningún extranjero ni ciudadano le es lícito recibirme en su casa, ni dirigirme la palabra, y han de echar me de sus moradas. Y no otro que yo fue quien fijó estas maldiciones destinadas a mí mismo. Mancho el lecho del muerto con estas manos mías
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por las que pereció. ¿No soy un malvado? ¿No soy todo infamia si debo partir desterrado y en mi destierro no me es dado ver a los míos ni po ner el pie en mi patria, o bien debo unirme con mi madre y matar a mi padre Pólibo, que me crió y me engendró? ¿No acertaría quien dijese que una cruda divinidad mueve contra mí estos ma les? Nunca |oh pura santidad de los dioses! vea yo tal día. Desaparezca de entre los mortales an tes de ver que ha caído sobre mí tan desastrada mancha. Lo que tortura ahora a Edipo es una sospecha infinitamente más leve que la realidad, la de ser el asesino de Layo, ya que, para cumplir con sus pro pias imprecaciones, deberá desterrarse y, por otra parte, el fatal agüero le prohíbe la entrada a Corinto, donde viven los que cree sus padres. Por eso, animado por el Coro, pone empeño en interrogar al único sobreviviente del séquito de Layo: esa entre vista, anunciada ya (verso 118 y sigs.) y destacada ahora, cerrará el argumento, dejando espacio sólo para la ceguera y la muerte. Y a su vez, Yocasta, que insistirá en evitar la entrevista definitiva, ahora, cuando todavía nadie conjetura su verdadero alcan ce, también preferiría que Edipo desistiese: de todos modos, arguye con amargura, dejando traslucir su no olvidado cariño por el hijo expuesto por Layo para satisfacer el oráculo —el hijo que tiene delan te—, aunque Edipo fuese el matador de Layo, no atina Delfos, pues predijo que el hijo de ella mata ría a Layo, y el desdichado no pudo hacerlo, pues murió antes que su padre. Hasta ahora todo son profecías cuyo cumpli miento no se ve cómo puedan realizarse frente a los
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hechos encarados tal como los encaran los persona jes; en esta tragedia, como también en Las traquinias, Sófocles expresa una inquietud que ronda toda su obra: los oráculos se cumplen, tanto los más deseados como los más temidos, pero ]qué lejos de las vías imaginadas por el hombre se realiza cada promesa de los dioses! Aquí se sitúa el pasaje de interpretación más discutida: el Coro, tan descon certado como el espectador, no sabe qué pensar y cementa positivamente las palabras de su Rey, ne gativamente las de su Reina. Edipo ha expresado su horror a las profecías que le condenan a violar las santas leyes.no escritas (versos 827-828): la pri mera mitad del C'oro medita sobre ía inviolabilidad de estas leyes. Yocasta se empeña maternalmente en tranquilizar á Edipo tratando de inculcarle su pro pio desprecio y rencor al oráculo que le ha arran cado su hijo de tres días: el Coro no puede creei que los santuarios consagrados no administren de bida justicia, y pide una prueba que los justifique inequívocamente, sin presumir —como cuando en el cántico anterior se complacía en la pintura del cul pable acosado— que está suplicando al dios enemi go, “la cruda divinidad” a quien Edipo teme, que ejecute la ruina del soberano que ama (verso 863 y sigs.): I O jalá fuera mi destino llevar conmigo la santa pureza en mis palabras y en todas mis obrasl Para ellas están fijadas leyes de alto pie, engendradas en el éter celestial, , cuyo solo padre es el Olimpo, que no las engendró el ser m ortal de los hombres, ni jamás las adormecerá el olvido.
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Grande es el dios que vive en ellas, y no envejece. La Violencia engendra a l tirano: la Violencia, si vanam ente se harta de muchos deseos, no oportunos, no convenientes, escala el más alto baluarte para lanzarse al precipicio de la desgracia, donde no puede servirse del pie. Ruego a Dios que jamás deshaga el certamen honroso [para la Ciudad. Siempre será Dios mi guía. Pero quien anda con desdén en las manos o en la boca, sin tem or de la justicia, sin venerar los sitiales de los dioses, ' m al destino arrebátelo en prem io a su m alhadada soberbia; si gana y no con justicia su ganancia, si ejecuta impiedades, si en su vanidad se aterra a las cosas intocables. En tales pasos, ¿qué hom bre alardeará todavía de rechazar de su alm a los dardos de los dioses? Si tales acciones merecen honra, ¿para qué estas danzas? No más iré a venerar el intocable centro de la tierra, ni al templo de Abas, ni a Olimpia, si esto no se cum ple exactamente, si todos los m ortales no lo señalan con el dedo. |Oh Zeus! T ú, poderoso, tú, que sobre todos reinas, si con razón así eres llamado, no escape esto n i a ti n i a tu poder, siempre inmortal. Pues arrumban los viejos y ruinosos oráculos de Layo; en ninguna parte brillan las honras de Apolo. Perece todo lo divino.
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Después de este estásimo que cierra la primera parte, bien trazada exposición de amenazas y temo res vagos que no se complican con la realidad, la acción corre con aceleración de cuento popular: las presunciones maduran y se discuten, los hechos de realización externa al héroe se precipitan uno tras otro; el primero —intervención fecunda del azar:en la búsqueda de Edipo— es la llegada del Mensa jero de Corinto con buenas nuevas que anuncia al Coro y a Yocasta, quien, deseosa de que Edipo re cobre su tranquilidad, ha vuelto a escena para ofrecer sacrificios a Apolo. Es difícil que otro poeta introdujese a una Yo casta que ofrece sacrificios al dios mismo a quien acaba de desautorizar. Pero esta Yocasta “como debe ser” está presentada, al igual de Antigona, Ffc loctetes y Edipo, con sus virtudes y con los vicios de sus virtudes. En contraste con Edipo, siempre en tensión fogosa hacia su doble fin —salvar a Tebas y descubrir la verdad—, Yocasta, femenina, mater nal, vive, como aconsejará enseguida (verso 979), “al azar”, desencantada por experiencia de los oráculos, pero propiciando al dios, si ello es nece sario para tranquilizar a Edipo, y lista a escárñecerlos si las circunstancias parecen desmentirlos y si, a su vez, eso es más eficaz para devolver la Calma al hijo-esposo. La verdad no le interesa y ella mis ma miente: no fue Layo, como ha contado (verso 718 y sigs.), sino la propia Yocasta quien entregó el niño de tres dias (verso 1173), y Edipo la com padecerá por ello (verso 1175). Pocos versos des pués (758 y sigs.), al contar cómo acordó al Servi dor, testigo de la muerte de Layo, su ruego de vivir lejos de la Tebas en que reina Edipo, recalca que era esclavo que merecía esta y mayor merced. En
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efecto: ¿no era acaso el hombre en cuyas manos entregó al niño destinado a la muerte? La bondad señoril con que la Reina cumple el deseo de un viejo criado se nimba sombríamente de complicidad y crimen. Lo irónico es que ella ve antes que nadie la verdad; es la primera en advertir que Edipo ha asesinado a Layo y por eso quiere disuadirle de en trevistarse con él'Servidor (verso 848 y sigs.); cuan do, la primera también, reconoce en Edipo el hijo que ella sacrificó para que Layo viviera sin miedos, trata desesperadamente de detener su búsqueda, e impotente para ocultar la verdad como ha ocultado su testigo, el Servidor, y su pasado, huye a morir, incapaz de afrontarla. El Mensajero trae la ilusión dç desenlace feliz: en lugar del Servidor, acompañante de Layo, compa rece el Mensajero que anuncia cómo los corintios se disponen a alzar por rey a Edipo, pues ha muerto el viejo Pólibo. La Reina triunfa irónica, y se apre sura a llamar a Edipo, señalando la vanidad del oráculo que le atormentaba (verso 946 y sigs.): |Oh oráculos de los diosesl ¿Dónde estáis? Te meroso de matar a este hombre, hace tiempo se desterró Edipo y ahora por su fortuna murió, no a manos del R ey. . . Oye a este hombre, óyele y mira adónde paran los venerables oráculos del dios. Edipo oye y se satisface —no del todo—. Caracte rístico de Sófocles es variar la reacción de distintos personajes ante un mismo hecho. Yocasta está se gura en su descreimiento. Edipo, el hombre que ha vencido a la Esfinge y a quien ha sido dado el pen samiento para torturarse, sutiliza (verso 967 y sigs.):
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Pólibo ha muerto, la tierra lo esconde, y yo estoy aquí sin haber tocado arma, a menos que no se haya consumido por echarme de menos, pues de este modo también habría muerto por mí. La razón y las afirmaciones de Yocasta le confir man en su desprecio de la sabiduría oracular. Sin embargo, queda la segunda parte del terrible vati cinio (verso 976 y sigs.): Edipo. —¿Cómo no ha de inquietarme el lecho de mi madre? Yocasta. —·¿Para qué ha de temer el hombre, si no tiene clara previsión de nada y la fortuna es dueña de sus actos? Lo mejor es vivir al azar^ cada cual como pueda. Tú no te llenes de temorpor las nupcias de tu madre, pues ya muchos mortales se han unido en sueños con sus madres.16 Y quien no tiene en nada estas cosas es quien vive mejor. Persuasivas palabras, simpáticamente humanas, en su esfuerzo intelectual por rechazar una arraigada superstición. Pero, por implacable ironía, la fábula de Edipo y Yocasta apunta al trasfondo de realidad de ese sueño y a la frágil sabiduría de las gentes 16 Entre ellos, Hipias, cuando, en compañía del ejército persa, se dirigía a Maratón (Heródoto, VI, 107), y lo in ter pretó como agüero favorable, que le entregaba el dominio de la tierra m adre común. Igual sueño con idéntica interpreta ción atribuyen Suetonio, Plutarco y Dión Casio a César; y Artem idoro, en su Onirocritica, lo tiene por agüero favorable para hombres públicos. Qué lejos está el pensam iento hondo y lim pio de Sófocles de la complacencia en lo morboso, p ro p ia dél arte alejandrino, lo señala la m aestría exquisita y malsana con que Ovidio analiza el sueño incestuoso de Biblis, Metamorfosis, IX, 468 y sigs.
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que no tienen en nada las cosas poco razonables. Edipo, como antes, aunque reconoce que las pala bras de ella son inobjetables, permanece en su aprensión, porque, como aún vive su madre Méropa, esa mitad del oráculo podría cumplirse. Ente rado el viejo Mensajero de los temores del Rey, se apresura a disiparlos con solicitud paternal. ¿No es él, acaso, el criado que hace muchos años salvó ya la vida al pequeño de tres días a quien ahora llama ‘‘hijo”, al actual rey de Tebas, a cuyo lado piensa envejecer feliz, según declara en candorosa confesión de egoísmo? (verso 1016 y sigs.): Mensajero. —Pólibo no tenía ningún parentesco contigo. Edipo. —¿Cómo dices? ¿No me engendró?... ¿Por qué, pues, me llamaba hijo? Mensajero. —Sábelo: en un tiempo te tomó como regalo de mis manos. Edipo. —¿Y tomándome así, de mano ajena, me amó tanto? Mensajero. —Persuadióle el no haber tenido antes hijos. Edipo. —¿ ΐ ή me compraste o me hallaste poi acaso y me entregaste? Mensajero. —Te encontré en los repuestos va lies del Citerón. Edipo. —¿Con qué fin recorrías esos lugares? Mensajero. —Allí apacentaba las manadas de la montaña. Edipo. —¿Eras pastor, de los que por salario recorren las tierras? Mensajero. —Sí, y en ese momento, hijo, fui tu salvador...
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Edipo. —¿Me recibiste de otras manos? ¿No me hallaste tú mismo? Mensajero. —No, otro pastor te me entregó. Edipo. — ¿Quién fue? ¿Podrías indicarlo con tu palabra? Mensajero. —Sí, en verdad. Se decía uno de los pastores de Layo. Edipo. —¿Acaso' del que hace tiempo fue mo narca de esta tierra? Mensajero. —Precisamente. Era un pastor a su servicio. Edipo. —¿Vive todavía y podría verme? Mensajero. —Vosotros, los de la tierra, sois quienes mejor lo sabéis. Edipo. —¿Hay alguno, entre los que estáis aquí a mi lado, que haya visto al pastor que éste dice, ya en los campos, ya aquí? Indicadlo, que ha lle gado la sazón del descubrimiento. Coro. —Creo que no es otro aquel hombre de campo que ya antes te esforzabas en ver. Pero Yocasta es quien mejor podría decirlo. Edipo. —¿Conoces, Yocasta, a aquél a quien hace un instante deseábamos que viniera? ¿A él se refiere el Mensajero? Nuevas ironías erizan el diálogo: Edipo se da prisa a acelerar la sazón del descubrimiento; el Coro, inocente, remite al Rey a Yocasta para que informe sobre el Servidor, a quien ella misma ha entregado su hijo. Aquí se despliega el arte sofocleo de gra duar la posesión de la verdad: no hay dos que la posean en igual medida en un mismo momento. Al comienzo, cuando nadie osaría sospechar nada del Rey protector (cf. verso 276 y sigs., donde, con iro nía trágica, el Coro se excusa vehementemente de
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toda sospecha de asesinato ante el verdadero asesi no), y toda la ciudad le invoca como mediador ante la divinidad, Tiresias, el ciego, posee la verdad en tera y la declara a su pesar cuando Edipo le acusa injustamente. También la posee el Servidor de Layo, que no aparece hasta el último paso del des cubrimiento. Más adelante Edipo comienza a cavi lar si será él el asesino de Layo, de quien no sos pecha que sea su padre, mientras Yocasta prefiere negar totalmente el hecho. Ahora ella ha compren dido que el niño de tres días que entregó para ex poner en el Citerón es Edipo. Edipo, el Coro, el Mensajero se mecen en esperanzas venturosas; ella, sola con su antiguo y su nuevo dolor, emprende la última lucha para resignarle a la ignorancia que le permitirá vivir feliz, al desprecio del oráculo —aun que la actitud en que ella persiste sea horriblemente falsa—. Todo en vano. Edipo nada sospecha. Ar dientemente empeñado en su problema, la resignada amargura con que Yocasta le contó su experiencia de los oráculos le ha hecho tan poca mella que no asocia con el relato de los pastores el del niño ex puesto. Pese a la insistente súplica de Yocasta, Edi po, tan orgulloso de su raciocinio, se empeña en ir adelante hasta llegar a la verdad toda. Al mismo tiempo, el poeta presenta la faz ingrata de Edipo, igualmente responsable del drama: en su precipi tación, Edipo toma la solicitud maternal de Yocas ta, empeñada en evitarle la mayor pena, por despe cho mujeril al enterarse de que no es hijo verdadero de los reyes de Corinto y, por primera vez en la tragedia, le responde con sarcasmo y despego (verso 1056 y sigs.):
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Yocasta. —¿Qué importa quién diga? Nada te inquiete, ni quieras acordarte, que es inútil, de todas estas palabras. Edipo. — No puede ser que poseyendo estas se ñales no descubra mi linaje .16 Yocasta. —No, por los dioses, si en algo cuidas de tu propia vida, no lo averigües. Bastante pa dezco yo. Edipo. —Ten buen ánimo, que aunque sea tres veces esclavo, de madre esclava, hija de esclava, tú no resultarás vil. Yocasta. —Sin embargo, obedéceme, te lo supli co, y no lo hagas. Edipo. —No te obedeceré, e investigaré esto hasta la evidencia. Yocasta. —Mi pensamiento es benévolo y te digo lo mejor. Edipo. —Ese “mejor” precisamente es el que hace tiempo me atormenta. Yocasta. — |Oh infortunado! ]Ojalá nunca sepas quién eres! Edipo. —¿No irá allí alguien y me traerá al pastor? A. ella, dejadla que se deleite con su opu lento linaje. Y_ocasta. — ¡Ay desventurado! Éste es el único nombre con que puedo llamarte, y ya nunca más te he de dar otro. Coro. —¿Por qué, Edipo, se habrá retirado la Reina, precipitándose con salvaje dolor? Temo que de su silencio estallen desgracias. 18 Parecería que Edipo hablase consigo mismo, todo absor bido en su búsqueda, sin rep arar en el consejo de Yocasta. Cf. Antigona, verso 513: “Re una misma sangre, de la misma madre y del mismo padre." Anttgona repite las palabras de su interlocutor en un distraído “aparte” en que medita dolorosamente sobre la discordia de sus hermanos.
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Edipo. —Estalle lo que quiera. Yo deseo ver mi origen, por pequeño que sea. Ella quizá, so berbia como mujer, se avergüenza de mi bajo nacimiento. Pero yo me tengo por hijo de la For tuna bienhechora, y no quedaré deshonrado por ello. De esa madre soy, y las horas que conmigo nacieron me hicieron pequeño y grande. Tal soy, y nunca podría ser otro ni dejar de inquirir mi linaje. Sólo falta un paso, la entrevista con el pastor de Layo, anunciada y suspendida desde las primeras escenas, para dar con la verdad. Todavía queda tiempo para el engaño y el Coro se engaña y cele bra con cariño y maravilla los orígenes semidivinos de Edipo en el Citerón, la montaña santa de Tebas (verso 1088 y sigs.): 17 Si adivino soy y sagaz en m i pensamiento, no quedarás ipor el Olimpol no. quedarás, |oh Citerón! sin parte en la festividad de la lu n a llena de mañana No dejaré de enaltecerte como patria, nodriza y m adre de Edipo, i? R. W . Livingstone, The Exodos of the "Oedypus Tyran nus", en Greek Poetry and Life. O xford, 1936, pág. 163, señala finamente la “calidad mística, im aginativa, que hay en su temperamento e irrum pe cuando la tensión es extre ma”. Una muestra señalada se h alla en estos últim os versos orgullosos que ha pronunciado y en el com entario lírico si guiente, doblada de profunda ironía: Edipo envuelve amo rosamente en su imaginación a la m ontaña que le acogió y fue así el comienzo de su actual grandeza, y el Coro piensa que es hijo de un consorcio divino. Conocido su verdadero ser, Edipo se retirará como abom inable phárm akos purificador al Citerón, que será, sólo de este modo, origen de su divinidad y verdadera grandeza.
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ni de dedicarte nuestra danza, pues diste auxilio a m i soberano. Salvador Febo, sea todo grato a tu voluntad. ¿Quién, hijo, quién de las inm ortales te dio a luz, unida a Pan, que recorre la montaña, o consorte de Loxias [Apolo], pues todas las cumbres agrestes le son caras? O bien el que reina en Cilena [Hermes], o bien la báquica deidad que m ora en las cimas de [los montes te recibió como hallazgo de una de las ninfas Heli coniades, con las que más retoza.
Y ahora se pone en escena el careo entre el Men sajero, lleno de buena voluntad para con Edipo —versión delicada del Guardia de la Antigona—, y el viejo Servidor de Layo que lo sabe todo, el único que sobrevivió al encuentro entre padre e hijo y que, al volver a Tebas y ver a Edipo en el trono, pidió a Yocasta que le enviara a cuidar de los re baños para alejarse cuanto podía de la vista de la ciudad (verso 756 y sigs.). Ahora, frente a Edipo y al Mensajero, no quiere hablar, se presenta como separado definitivamente de aquel hecho por todos los años que han pasado, pero la implacable memo ria del benévolo Mensajero le arranca concesión tras concesión (verso 1132 y sigs.): Mensajero. —Yo le haré recordar claramente lo que ignora. Bien sé que se acuerda de cuando él con dos rebaños y yo con uno pasábamos juntos tres semestres enteros, desde la primavera hasta el surgir de Arcturo. Durante el invierno yo me retiraba a mis rediles y él a los apriscos de Layo. ¿Es o no es cierto lo que digo?
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Servidor. —Verdad dices |aunque hace tanto tiempol Mensajero. —Di, pues, ahora: ¿recuerdas que me diste un niño, para que lo criara yo como cosa mía? Servidor. —¿Y bien? ¿Para qué cuentas esa his toria? Mensajero. —Amigo, ves aquí al que entonces era niño. Servidor. —¿No te irás en mal hora? ¿No has de callar? Edipo. — ¡Ah, no le reprendas, anciano! Tu conducta, más qúe sus palabras, necesitan re prensor. Servidor. —¿En qué yerro, oh el mejor de los señores? Edipo. —No hablando del niño de quien éste cuenta. Servidor. —Es que habla sin saber nada, y en balde se fatiga. Edipo. —Tú, pues, ya que no de grado, a fuer za de lágrimas hablarás. Servidor. —No, por los dioses, no afrentes a un viejo como yo. Edipo. —¿No habrá nadie que a toda prisa le ate las manos a la espalda? Servidor. — ¡Desdichado! ¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres saber? Edipo. —¿Le entregaste el niño que dice? Servidor.—Se lo entregué. ¡Ojalá me hubiese muerto ese día! Edipo. —A eso llegarás si no dices lo que debes. Servidor. —Y aun más, a fe, si lo digo. . . Edipo. —¿De dónde lo hablas tomado? ¿Propio era o de algún otro?
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Servidor. —No mío, por cierto; de alguien lo recibí. Edipo. —¿De cuál de estos ciudadanos y de qué techo? Servidor. —No, por los dioses, señor, no averi gües más. Edipo. —Date por muerto si he de repetir la pregunta. Servidor. —Bien; era de la casa de Layo. Edipo. —¿Esclavo o nacido de su familia? Servidor. — ¡Ay de mí, que estoy al borde mismo de la palabra terrible de decirl Edipo. —Y terrible de oír. Pero fuerza es oírla. Servidor. —Suyo, sí, llamaban al niño. Tu mu jer, que está dentro, es quien mejor podría expli carte todo. Edipo. —¿Acaso ella te lo dio? Servidor. —Así fue, Rey. Edipo. —¿Para qué? Servidor. —Para que acabase con él. Edipo. —¿Ella, desventurada, que lo dio a luz? Servidor. —Por miedo de malignos oráculos. Edipo. —¿Cuáles? Servidor. —Era fama que mataría a sus padres. Edipo. —¿Cómo, pues, se lo entregaste a este anciano? Servidor. —De piedad, Señor, pues me pareció que se lo llevaría a otra tierra, allá de donde él era. Y él lo salvó para terribles males. Si eres tú el que éste dice, sabe que naciste con mal hado. Edipo. — ¡Ay! Todo ha salido claro. ¡Oh luz, así te contemple ahora por última vez! Pues veo que nací de quienes no debiera, casé con quien no era lícito, maté a quien no había de matar.
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Por su eficacia teatral, por lo que significa en el drama y más allá del drama, esta anagnórisis en que Edipo se enfrenta con el verdadero y desconocido Edipo, con el culpable de la muerte de Layo y de la peste de Tebas, buscado empeñosamente desde el comienzo, es la cumbre del arte sofocleo y su expre sión más genuina, por la límpida expresión, por el firme y escultural trazado. También aquí se encua dra dentro de la más honda y dolorosa ironía: el soberano entre dos siervos no es sino el niño mal dito de quien dos esclavos se apiadaron, para ha cerle sufrir mucho más. El daño que le hicieron entonces al salvarle sólo es comparable con el que le hacen ahora, al revelarle su ser; y la ironía se subraya por el amor que le profesan ambos, ahora como entonces. Como en la escultura de su siglo, las figuras, de grandiosa perfección a distancia, es tán exquisitamente acabadas en detalle. Nada más opuesto que los caracteres de los dos salvadores: 18 el Mensajero de la gran ciudad, optimista, activo, locuaz, modela el destino: él tomó el niño, él lo trajo, él lo entregó al rey de Córinto, él corre aho ra, lleno de cariño un poco egoísta, como de viejo, a recibir las albricias de las buenas nuevas que trae a) que es hoy rey de Tebas y, cuando le ve apesa rado, quiere aliviarle, con la misma solicitud con 18 Es inevitable el recuerdo de E l arbitraje, II, de Menan dro, en que el pastor Dao, hom bre de pocas palabras, encuen tra en el bosque al hijo recién nacido de Carisio, expuesto por su madre, y lo entrega al verboso carbonero Sirisco, quien se lo lleva para criarlo. Por el argum ento, Menandro parece haber seguido m uy de cerca la Alopa, tragedia perdida de Eurípides. Dentro del teatro conservado de Sófocles, consti tuye un paralelo al Mensajero y al Servidor del Edipo rey la pareja de Licas y el Mensajero, dibujada con fina varia ción psicológica en I.as traquinias.
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que quitó los hierros que herían los pies del niño desamparado del Citerón. El Servidor, en cambio, es reservado y pasivo, y lejos de crear su destino aspira a huir de él. Ha recibido el niño con orden de matarle; pero se ha apiadado, y se ha satisfecho con alejarle, pensando conjurar así la profecía. Cuando la ve cumplida en la muerte de Layo, su pensamiento es, nuevamente, alejarse y callar. A pe sar suyo habla; y aun no deja de detenerse por última vez, antes de pronunciar la revelación deci siva (verso 1169: “¡Ay de mí, que estoy al borde mismo de la palabra terrible de decir!”). Sus últi mas palabras, vibrantes de grave y contenido afecto, son un noble ejemplo de la aristocrática reserva del gran arte griego. Dos Edipos se enfrentan mortalmente en esta anagnórisis: el Edipo que hace y el Edipo que ve y, por lejos que estén al comienzo del drama, mar chan inexorablemente al encuentro, determinados por actos anteriores a lo que se representa en esce na: el Edipo que no se deja aquietar por la duda y desesperanza de Yocasta y exige oír cuando el Ser vidor vacila en infligirle tanta pena es, ya lo sabe mos, el mismo que, no satisfecho con la respuesta de sus supuestos padres, acude al oráculo de Delfos, que lo lanza a nuevas aventuras. Del mismo modo, el Edipo que con sus arrebatos de generosidad y cólera pone en movimiento la tragedia, el que con su actividad envía a Creonte al oráculo, y se ade lanta a los pensamientos del Coro haciendo llamar a Tiresias, es el mismo que en el calor de la reyerta mató a Layo, el mismo que salvó a Tebas y obtuvo en fatal recompensa el reino y la mujer del rey muerto. En este choque muere el Edipo activo. Ya no hay acción ni argumento en el escenario; el Men-
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sajero aparecerá para narrar lo acontecido en el in terior, y un Edipo contemplativo reaparecerá sólo para repasar y meditar sobre el panorama de su vida. Snell (Obra citada, pág. 159) ha comparado a los tres dramaturgos de Atenas desde el punto de vista de la relación entre hacer y conocer. La com paración puede pecar de indebidamente generali zada, siendo tan escasa la parte conocida de Esquilo y Sófocles, pero es hondamente válida para los dra mas elegidos como representativos. En Esquilo el pensar es intervalo interesado en la acción (se está haciendo esto, se delibera y luego se hace aquello), es un estado transitorio entre un comienzo activo y un activo fin. En Eurípides, se comienza tanteando y se acaba en un heroico u osado hacer. Edipo, en cambio, pasa de la acción segura de sí misma a la reflexión que entraña el derrumbe de su acción: dicho de otro modo, pasa de la ceguera al ver. En Sófocles el hacer desemboca en el pensar. Con su delicado arte de gradación, el poeta no trae directamente a escena al nuevo Edipo, el con templativo: el puro conocer y reconocer a que ahora está reducido el héroe, resuena previamente por boca del Coro girando entre dos polos: el de lo particular concreto —el de este hombre Edipo im perfecto, pero bueno, intensamente amado y mons truosamente atormentado—, y el de lo general abs tracto, el ejemplo, como el Coro mismo dice, del caso de Edipo para las generaciones de los mortales (verso 1186 y sigs.): |Oh generaciones de los mortales! ¡Cómo tengo vuestra vida p or igual a la nadal ¿Pues quién, quién logra más felicidad que la apariencia.. y tras la apariencia la caída?
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Sí, ahora que poseo tu ejem plo y tu destino, tu destino ¡oh desventurado Edipol nada m ortal juzgo feliz. A lo más alto lanzaste tu saeta, y te apoderaste de la más bienhadada opulencia, |oh Zeus! cuando aniquilaste a la virgen agorera de curvas garras, y surgiste para mi país como torre contra la m uerte. Por eso te llamas mi rey y has recibido los mayores [honores, como señor de la gran Tebas. Ahora, ¿qué historia más miserable? ¿Quién más ligado a atroces fatalidades, a fatigas, por vicisitud de la vida? |Ay gloriosa cabeza de Edipol Un ancho puerto, un mismo puerto bastó a hijo y padre para caer como esposos. ¿Cómo, cómo pudo jamás, oh desdichado, sufrirte en silencio, durante tanto tiempo, el surco de tu padre? A tu pesar te descubrió el tiempo, que todo lo ve, y condena las imposibles nupcias de engendrador y en gendrado ¡Oh h ijo de Layo! ¡O jalá, ojalá no te hubiese visto nunca! Me lamento como quien derram a de la boca canto de plañideras. Pues, para decir lo justo, por ti recobré el aliento, por ti adormecí los ojos.
Muchas definiciones se han propuesto del Coro, erigiendo en esencia exclusiva lo que son notas no
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incompatibles, que aquí aparecen reunidas. En esta típica oda el Coro es sin duda el espectador ideal que expresa la reacción de las graderías ante las for tunas de Edipo, da validez universal a esta particu lar fábula trágica, como lo declara expresamente el final de la primera estrofa, y es también vocero del autor, de su profundo pesimismo que, por última vez, resuena en el Edipo en Colono (verso 1211), cuando, ante la miserable vejez del héroe, el anciano Sófocles deplora los males de la vejez. Pero en el drama de la madurez no es la lamentable miseria de la vida humana la que estremece dolorosamente al Coro, sino su horrible instabilidad, que ha an gustiado al bienaventurado Sófocles ya en el más antiguo de los dramas conservados (Ayante, verso 121 y sigs.). Todas estas actitudes se expresan en esta oda, no por encima del argumento —su univer salidad es, al contrario, en hondo— y, como especta dores llenos de interés por lo que acaban de pre senciar, el comentario lírico se adhiere a cada paso al drama. Si al recordar el inesperado descubri miento y protestarle de su piedad y gratitud, el Coro llama solemnemente, por primera y única vez “|Oh hijo de Layol”, el apelativo no es indiferente: ése era su verdadero ser, ignorado, buscado, recién des cubierto; ésa era la raíz de su tragedia. Involunta riamente, en el primer horror por los hechos que ha cometido el rey amado, el Coro repite la misma imagen del puerto ilícito con que Tiresias los había insinuado y, ahora que la vida activa de Edipo ha concluido, comprendemos el sentido de las palabras del odioso profeta (verso 425): “males que te igua larán contigCLmismo”. Es la formulación trágica de aquel acendrado precepto de Píndaro. “Apréndete, y sé como eres”: Edipo realizará su esencia —ser el
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salvador de Tebas— como lo indica la insistencia del Coro en su gratitud por el vencido peligro de la Esfinge, pero no como rey glorioso, sino como la víctima expiatoria que ha aprendido que es. A la meditación del Coro sucede enseguida, ahora que ha cesado el drama que se representaba en el escenario —la revelación deliberada del matador de Layo e involuntaria de la identidad de Edipo—, la noticia de los hechos horribles que se cumplen den tro de palacio, para evadirse de ese insoportable conocimiento. La primera parte de la relación del Mensajero detalla con amargo realismo el anuncio que cabe holgadamente en un verso (1325): “Ha muerto la divina cabeza de Yocasta.” Edipo, sin saber que la Reina se hubiera ahorcado, como mis teriosamente guiado, irrumpe en la alcoba donde se mece suspendido su cadáver (versos 1268-1279): Mensajero. —Entonces arrancó de las ropas de Yocasta los broches de oro labrado que las ador naban, los alzó y se hirió las cuencas de los ojos, diciendo a voces estas palabras: “Pues no visteis el mal que sufría ni el que causaba, en las tinie blas veréis desde hoy a quienes no debía ver y no reconoceréis a quienes quisiera reconocer.” Así plañía, y alzando los broches muchas veces, no una sola, se hería los párpados; los sangrientos ojos empapaban la barba y no manaban gotas de sangre fresca, sino que a un mismo tiempo corría negra lluvia y sangriento granizo. Ya la leyenda presuponía este fin diferente para Edipo y para Yocasta (cf. Odisea, XI, verso 278): ella se mata inmediatamente, él debía sobrevivir hasta su mística apoteosis en Colono, y Sófocles
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funda psicológicamente la difícil solución. Yocasta aparece en toda la tragedia, por efecto de su vida anterior, fatigada, sin rumbo, sin fe en los dioses ni en el orden que mantienen, sin atracción por la verdad. No es ella la vencedora de la Esfinge ni está poseída del incontenible ansia de conocer que hostiga a Edipo. Por eso no sobrevive. Edipo sí, porque es el hombre del pensar y saber. Edipo sobrevive para conocer y reconocerse, pero, para to mar posesión de sí, necesita primero arrancarse los ojos que le distraían de su búsqueda, que le han extraviado en lo que lleva de vida. En efecto, dos motivos se entrelazan en las escenas siguientes: el vivo horror de Sófocles a la miseria física —tan im portante elemento de su obra— que subraya lo grave del castigo que se ha infligido Edipo, y su convicción, que se va formulando gradualmente,19 de que es preciso librarse de los sentidos para alcanzar la sabiduría, convicción expresada en la anécdota de la República, 329be, y puesta insistentemente en escena en la persona de Tiresias, el profeta ciego. En las palabras que como queja fúnebre pronuncia Edipo al arrancarse los ojos, la ceguera es el castigo tie su ignorancia anterior, y por ella se condena a no ver a aquellos cuya vista le regocija y a ver con los ojos de la conciencia las dos figuras de remor dimiento, Layo y Yocasta. Ya aquí se perfila el valor simbólico de la mutilación —la ignorancia expiada por su equivalente, la ceguera—, pero el ~Üoro no lo recoge, abrumado de piedad por su rey, y éste destaca a su vez su nueva desgracia pintando sus nuevas sensaciones (versos 1309-1311): no sabe i» R. W. Livingstone, The Exodos of the “Oedypus Ti nnums". eil Greek Poetry and U fe . O xford, 1936.
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adonde le llevan sus pasos, no sabe por dónde vuela fugitiva su propia voz, hasta dónde se ha abalan zado su mal genio. El Coro continúa el pensa miento de Edipo: hasta un desastre que no se puede escuchar ni ver. Así se insinúa la solución: sólo en el no oír y en el no ver podrá refugiarse Edipo, y él describe ahora su densa oscuridad, en la que sólo penetran el dolor físico actual y el recuerdo del mal pasado (verso 1313 y sigs.): |Ay tenebrosa nube mía, nube abominable, indeciblemente arrolladora, invencible e irremediablel |Ay de mí, una y m il vecesl |Cómo me traspasa juntam ente el dolor punzante de estos [aguijones y la memoria de mis desgracias!
En nuevos lamentos va surgiendo más claro el convencimiento de que esa noche sin sensaciones es S14 refugio (versos 1334-1339), mientras el Coro vuelve al punto de partida que le impone su piedad hacia el ciego, más fuerte que su raciocinio: “Más te valía no vivir que vivir ciego.” 20 Aquí se yergue Edipo con el mismo brío intelectual de Antigona en su último discurso, para justificar intelectualmen te su acción ante esta incomprensiva conmiseración: se ha arrancado los ojos para no ver ni en éste ni en el otro mundo las víctimas que hizo cuando veía, y del mismo modo se privaría de los demás sentidos (versos 1386-1390). Envuelto en su noche de refu gio, repasa su miseria (con el sentido de asociación 20 Apenas variante del verso 365 del Ayante·. "Más vale estar oculto en el Hades que enferm o sin razón."
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sentimental del paisaje ya señalado en el Filoctetes), desde el momento en que el Citerón acogió al niño maldito hasta que la grandeza de sus males le da conciencia de la grandeza de sus fuerzas (versos 1391-1415): ¡Oh Citerónl ¿Por qué me recibiste? ¿Por qué no me tomaste y me mataste al punto, para jamás mostrarme ante los hombres de quienes había nacido? ¡Oh Pólibo, oh Corinto, oh antigua mo rada qué yo llamaba paternal En mí habéis nu trido .un esplendor que, como mal cerrada cicatriz, encubría desgracia. Y ahora hallo que soy mal vado e hijo de malvados. ¡Oh tres caminos y valle escondido, encinar y senda en la encrucija da, que de mis manos bebisteis la sangre mía, la sangre de mi padre! ¿Recordáis acaso qué hice allí y luego qué hice al llegar aquí? ¡Oh bodas, bodasl Me engendrasteis, y luego de engendrar me, nuevamente hicisteis brotar la misma simien te, y presentasteis padres, hermanos, hijos, sangre de una misma familia, desposadas, mujeres y ma dres, y las mayores abominaciones posibles entre los hombres! Pero, ya que no es bueno proferir lo que no es bueno cometer, por los dioses, ocul tadme cuanto antes en alguna parte fuera de aquí, . o matadme, o arrojadme al mar, donde nunca me veáis más. Id, dignaos tocar a un desdichado. Obedecedme, no temáis, que salvo yo, ningún mortal es capaz de soportar mis males. Ha llegado Edipo a lo más bajo del infortunio humano, al punto mismo en que, por cargar a sa biendas y deliberadamente con todos los males y las deshonras que los hombres temen, ve que su
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fuerza es más que humana y, con la matemática de la redención, compensadora de todo èl mal que ace cha a los suyos. Aquel primer deseo de huir del contacto de los hombres (versos 1340 y 1410) se con vierte ahora en mística conciencia de su nueva vida, no sujeta a vulgares peligros, en la montaña que le pertenece de nacimiento (verso 1451 y sigs.): Déjame vivir —dice a Creonte— en los montes, allí donde está ese Citerón que me pertenece, el que mi padre y mi madre, cuando vivían, me fi jaron como señalada tumba, para que muera por mano de los que intentaron matarme. Bien sé que ni la enfermedad ni nada me destruirá, por que jamás me hubiera salvado, estando a punto de morir, sino para algún terrible mal. Pero corra mi destino, adondequiera corra. Queda por romper lo más difícil: el suave lazo que le une a sus hijos; y aquí, con la misma segura osadía de siempre, Edipo muestra sin rebozo su ex clusiva ternura para las hijas —intelectualmente jus tificada—. El sofisma intelectual de Edipo resalta porque Sófocles recuerda evidentemente los versos que la viuda de Héctor dirige al huérfano Astianacte (Iliada, XXII, 490 y sigs.): el compartir el alimento ¿por qué había de ser más peculiar de sus hijas que de sus hijos? Como siempre, Sófocles in sinúa tras cada acción un largo pasado que la enlaza orgánicamente con el carácter del personaje: Edipo, el esposo de su madre, ha preferido siempre a sus hijas, aun cuando no existía la excusa razonable de su mayor desamparo, que ahora alega (verso 1459 y sigs.):
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Creonte, no agregues a tus cuidados el de mis hijos varones: son hombres, nunca les faltará me dio de vida, dondequiera estén. Pero a mis dos infortunadas y tristes niñas, para las que jamás se aderezó la mesa sin mi presencia, que siempre tenían parte en todo lo que yo tocaba, cuídame las; y, sobre todo, déjame tocarlas con mis manos y llorar mis males. Ea, Rey, tú que eres noble por tu nacimiento [y no impuro como yo, sugieren amargamente las palabras de Edipo], si las toco, me parecerá que son mías, como cuando tenía vista. ¿Qué digo? Por los dioses ¿no creo oír el llanto de mis dos amadas niñas? ¿No se ha com padecido de mí Creonte y me ha enviado las hijas que más amaba? ¿Es verdad? Creonte, —Verdad es. Yo soy quien lo ha dis puesto, conociendo el placer que ahora te darían por el que antes te daban. Edipo. —Así seas afortunado, y por este acto tu buen genio te guarde mejor que a mí. ¡Oh hijas! ¿dónde estáis? Venid, llegad a estas hermanas vuestras, mis manos; ellas os aparejaron ver así los ojos antes brillantes del progenitor que os en gendró, al cual ¡oh hijas! sin verlo ni entenderlo hizo padre el mismo campo en que había sido sembrado. Por vosotras lloro, ya que no puedo veros, cuando pienso en el futuro de la amarga vida que por fuerza os depararán los hombres. ¿A qué reuniones de ciudadanos iréis, a qué fies tas, de donde no volváis llorosas a casa, en lugar de compartir el espectáculo? 21 Y cuando lleguéis 2i Persiste el recuerdo homérico: así como un niño que tiene padre arrojará del festín al huérfano Astíanacte (Iliada, X X II, 496 y sigs.), así las dos hijas de Edipo no serán adm i
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a sazón de bodas, ¿quién será, hijas, el que se arroje a cargar con tales oprobios que fueron la ruina de mis padres y serán a la vez la vuestra? Pues ¿qué mal falta? Vuestro padre mató a su padre, aró a la que le había dado a luz, y donde había sido sembrado, de ese mismo regazo de que había brotado, os cobró a vosotras. Así os afren tarán. ¿Y quién os desposará? Nadie, hijas: sin duda alguna habréis de consumiros estériles y so las. Hijo de Meneceo, Creonte, pues quedas como único padre de ellas —ya que los dos que las en gendramos, ella y yo, perecimos— no permitas que siendo de tu sangre vaguen mendigas y sin mari do, ni las equipares con mis desgracias, antes com padécelas, al verlas a tal edad abandonadas de todos, salvo en lo que a ti hace. Promételo, noble Creonte, dándome tu mano. A vosotras, hijas, si ya tuvierais cordura mucho os aconsejaría, pero rogad esto: dondequiera os toque vivir, lograd más feliz vida que la del padre que os engendró. Toda esta atención realista a las circunstancias a las que tendrán que acomodarse las hijas del Rey apunta al descenso de la tensión patética, usual en la tragedia ática. Edipo va inscribiendo su desgra cia, efecto de su conducta involuntaria, en el cuadro normal de la vida en la ciudad griega. Él, por sí, más que nunca desea estar a solas con sus delitos, lejos de la ciudad, aunque a la vez, con muy hu mana inconsecuencia, no se decide a desprenderse del abrazo de las hijas. Interviene Creonte, duro e tidas a las festividades religiosas colectivas, que llenaban tanto espacio en la vida griega, y sobre todo en la de las mujeres.
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irreprochable: “No quieras dominar en todo, que ni las cosas en que dominaste te han acompañado toda la vida” (versos 1522-1523). Esta lección, la inestabilidad de la vida, es la tónica en que acaba la tragedia. Ante el hombre que lleva sobre sí el peso de todos los horrores y temores y que, para salvar a la ciudad humana, se encamina lejos de ella, a la soledad que es del animal y de Dios,22 los hom bres salvados gracias a su sufrimiento repiten su vieja y cansada sabiduría (versos 1524-1530): ¡Oh moradores de Tebas, nuestra patria! Ved: este Edipo que supo los famosos enigmas y fue el hombre más poderoso, cuya fortuna nadie entre los ciudadanos contemplaba sin envidia ja qué enorme ola de desgracia ha llegado! A nadie que sea mortal juzguéis feliz mientras aguarda el últi mo día, antes de que traspase la meta de la vida sin sufrir ningún dolor. Final opaco —“apagada toda pasión”, como en el Samson Agonistes—, pero no trivial, y que expresa además un pensamiento que obsede a Sófocles ya que, aparte de cerrar el Edipo rey, lo encontramos en un fragmento, en el comienzo de Las traquinias y, como núcleo del episodio de Solón y Creso, en las Historias de Heródoto, amigo del poeta. Aunque a ninguna tragedia pertenece más que a esta dramatización de la inseguridad de la vida, donde el im previsto cambio, la peripecia de dicha en desdicha 22 Aristóteles, Politica, 1253α: "El hombre es por n a tu ra leza anim al social, y aquel que por naturaleza, y no por azar, no pertenece a una sociedad, o es inferior o es superior al hom bre.”
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(que constituye el orden normal del mundo según el Ayante, verso 646 y sigs., y el Edipo en Colono, verso 607 y sigs.) está destacada en su faz subjetiva, dentro de la conciencia del hombre que no es su agente sino su víctima. Porque el hombre no hace sus fortunas: las recibe. Pecado y expiación no se liquidan pulcramente dentro de la unidad ideal del linaje. No hay más que la unidad real del individuo que, por la ley de su carácter, hace tales o cuales actos, y esa actividad suya forma parte del gran azar que es todo el mundo y al que podemos desig nar también con los viejos nombres usuales: Zeus, los dioses. Los dioses son lo agentes únicos. Al presenciar el combate singular que decidirá de Tro ya, Príamo dice a Helena (Iliada, III, verso 164): “Para mí no eres tú la culpable, los dioses son los culpables” y Sófocles lo afirma desde la primera 23 hasta la última de sus tragedias conservadas. La última revisa, en efecto, el planteo del Edipo rey, casi treinta años anterior. Edipo (y el poeta) han envejecido y meditado. Al héroe del Edipo rey, abrumado por el descubrimiento, no se le representa la posibilidad de rechazar su culpa; aquí, a distan cia, puede ser más justo consigo mismo, y al res ponder a los extraños, interesados o curiosos, insiste en su inocencia. Tal evolución, que Sófocles pre senta como cumplida durante la vida de un solo hombre, en los años de miseria de Edipo, es la lar ga etapa en la historia de la moral que desplaza el foco de la atención desde el hecho en sí, que apri sa Ayante, verso 383: “Con el querer de Dios ríe el hombre y llora el hombre"; verso 970: “A manos de los dioses murió, no a las de ellos"; versos 1039-1040: “Yo digo que los dioses han tramado esto y tram an sicmpTe todos los sucesos de los hombres.”
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siona en su realidad al agente, aunque involuntario, hasta la conciencia deliberada de los hechos. Un juramento, aun proferido a ciegas, como el de Hi pólito en la tragedia de Eurípides, obliga a quien lo pronuncia; un crimen involuntario exige retri bución; no por la culpa, sino retribución física, por la sangre derramada. Pero si los dioses son los auto res, arbitrarios y hostiles, de cuanto acontece, el hombre sólo es responsable de su acción espiritual, de lo que quiere, de lo que ama, de lo que sabe; y en su tragedia póstuma Sófocles traza la afirmación obstinada de la moral interior, en cuanto el viejo Edipo se desase enérgicamente de la moral mágica o ritual que aprisiona al hombre primitivo. “Me arrojáis por temor de mi nombre —dice Edipo a los ancianos de Colono (verso 264 y sigs.)—, no por temor de mí ni de mis obras, pues mis obras más las he padecido que cometido.” Más adelante, cuan do Creonte le enrostra el parricidio y el incesto, Edipo se defiende con la soberbia y franqueza de siempre. No es el arte ático, humano' y realista, el que se arrepentirá en polvo y ceniza de un pecado imaginario para sacar sin tacha a la justicia divina (verso 963 y sigs.): Arrojaste de tu boca muertes, bodas, desgracias que yo, miserable, sufrí a mi pesar, porque así lo quisieron los dioses. Quizá están airados desde hace tiempo contra mi lin aje24 ya que, en mí -4 No hay alusión precisa a que su desgracia sea expiación de las culpas paternas, de modo que, cuando menos en el balance de todo el linaje, quede a salvo el funcionamiento de la justicia de los dioses. Cf. en cambio Esquilo, Los siete contra Tebas, verso 742 y sigs., 842.
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mismo, no podrías reprocharme ninguna culpa por lo que cometí contra mí y contra los míos. Y lo que aquí se desarrolla en acusación y defensa bien concertadas está dramatizado en un vivísimo instante de coloquio entre el protagonista y el Coro, que intercambia frases apenas completas, pero den sas de sentido (verso 537 y sigs.): Coro. — ¿P u d iste...? Edipo. — Pude sobrellevar horrores. Coro. — ¿Com etiste. . . ? Edipo. — No cometí. Coro. — ¿Cómo? Edipo. — Recibí un don.
Edipo se refiere a las bodas de Yocasta con que Tebas premió en mal hora su victoria sobre la Es finge. Para el espectador de Sófocles, nutrido en Homero, y para Sófocles, el más homérico de los trá gicos, se cierne sobre esta dádiva la ya mentada' reflexión de Paris sobre los dones irrecusables de los dioses, que nadie escogería por su propio que rer. En la apoteosis de Edipo muestra Sófocles más firme que nunca su concepción pesimista, ya que la santidad del héroe es otro tardío e inexplicable don de los dioses (verso 394): “Ahora te levantan.los dioses que antes te perdieron.” Toda esta sucesión de cosas imprevistas, desmesuradas e incomprensi bles, son lo que hacen las palmas de los dioses (Filoctetes, verso 176), son Zeus (Las traquinias, 1278), y entre estas vicisitudes anda tanteando el hombre, incapaz de verlas ni de preverlas. Cada situación de su vida es un juego irónico entre apa riencia y realidad, en el cual la palabra verdadera
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no es reconocida ni por el que la dice ni por el que la oye, en el cual quien más desea un hecho, no lo entiende cuando se realiza, y arrastra triunfalmente a su error al que ve claro (anagnórisis de Electra, verso 910 y sigs.) y en que el Edipo que supo los lamosos enigmas y salvó la Ciudad, la hace perecer con su ignorancia sobre sí mismo. “¡Oh tiniebla, mi luz!” dice un verso de Sófocles que se evade de su contexto (Ayante, 394). ¿Cómo conducirse en las tinieblas que son toda la luz que los dioses han dado al hombre para ordenar su vida? Los poetas de la Antigüedad rara vez han incurrido en confidencias o manifiestos. Sófocles no necesita abandonar ni interrumpir su arte para enumerarnos sus opiniones, pero ha legado su lección en el pró logo del Ayante, cuando pone en escena la misma escena trágica (verso 89 y sigs.). Es teatro sofocleo, en el que no falta ni el dios hostil, ni el mortal ciego que cree triunfar en el momento de su pér dida irreparable, que cree vengarse de su enemigo cuando le sirve de espectáculo; ni falta siquiera la ironía verbal, pues la escena termina con el deseo de Ayante de tener siempre igualmente propicia a la diosa que se goza en perderle. La diosa, que fuerza a Odiseo a presenciar el espectáculo de Ayan te enloquecido (de igual modo que el semidiós Sófocles nos presenta a sus torturadas y extraviadas criaturas), vuelta al discreto espectador, comenta (verso 118 y sigs.): Atenea. —¿Ves, Odiseo, cuán grande es la fuerza de los dioses? ¿Qué hombre hallaste más prudente que éste o más sabio para hacer lo oportuno?
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Y el mortal amado de los dioses responde: Ocliseo. —Ninguno, y me compadezco de su aflicción, aunque sea mi enemigo, porque está uncido a maligna fatalidad; y pienso tanto en su caso como en el mío, pues veo que nosotros, todos cuanto vivimos, no somos más que espectros o sombras leves. Como en el retablo del Ayante, también en la tragedia póstuma de Sófocles el rey justo de Atenas dice al mendigo que le pide amparo (versos 567568): “Bien sé que. soy hombre y no más dueño que tú del día de mañana”, y el mendigo, así equipa rado al joven y próspero Teseo, no es otro que el ciego Edipo, la visión trágica más alta de la inse guridad del hombre, "ciego entre enemigos”.
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