Asdrúbal Aguiar
La DEMOCRACIA DEL SIGLO XXI y el FINAL de los ESTADOS
Reflexiones para estudiantes universitarios
Asdrúbal Aguiar
Académico Correspondiente de las Academias Nacionales de Ciencias Morales y Políticas y de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires Miembro Asociado de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.
© Asdrúbal Aguiar, 2009 © Observatorio Iberoamericano de la Democracia, 2009, 2012 © Rumbo a la Democracia, 2012 1a. edición mexicana Coordinación editorial: Julio Bolívar
[email protected] Diseño gráfico y diagramación: Isabel Valdivieso Portada: Isabel Valdivieso ISBN: 978-980-12-3985-7 Depósito legal: lf25220093203580 Impresión:
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_“Miramos al que rehúye ocuparse de la política, no como a una persona indiferente, sino como un ciudadano peligroso; y si hay pocos entre nosotros que sean aptos para proponer, todos somos buenos para decidir en los negocios del Estado. Es opinión nuestra que el peligro no está en la discusión, sino en la ignorancia”. Plutarco (45-125 a.C). _“Diríase que los soberanos de nuestro tiempo sólo tratan de hacer grandes cosas con los hombres. Preferiría que pensasen un poco más en hacer hombres grandes; que dieran menos importancia a la obra y más al obrero, y que tuviesen siempre presente que una nación no será durante mucho tiempo poderosa si los hombres que la componen son individualmente desvalidos”. Alexis de Tocqueville (De la démocratie en Amérique: 1835-1840, vol. II. Flammarion, París, 1982)
_“Cuando al ciudadano se le pregunta si está o no satisfecho con la democracia, normalmente piensa no sólo en algunos avances económicos, sino en las deficiencias del sistema político, en las del Estado y sus instituciones y en los problemas económicos y sociales que le atribuye a la globalización”. César Gaviria (La OEA: 1994-2004: Una década de transformación. Washington, 2004)
Al movimiento estudiantil venezolano
A María Andrea Antonella, Juan Andrés Antonio y Santiago Andrés Antonio, estudiantes, los dos primeros universitarios, con amor paternal
Sumario pág. 9 pág. 17 pág. 27 pág. 43 pág. 59 pág. 77 pág. 97 pág. 111 pág. 127 pág. 133 pág. 149 pág. 159 pág. 173 pág. 183 pág. 191 pág. 197 pág. 207 pág. 221 pág. 247 pág. 267 pág. 273
Prólogo Introducción, para comprender el presente Entre el ideal planetario y el regreso a las cavernas Crisis de la ciudadanía democrática De vuelta al hombre y a su dignidad inmanente Grecia, partera de la democracia La fragua de la república antigua y medieval En la hora de las revoluciones Un balance provisorio De la democracia formal y del ejercicio efectivo de la democracia Hacia la Carta Democrática Interamericana El derecho humano a la democracia Los estándares contemporáneos de la democracia La participación democrática La gobernabilidad Otra recapitulación necesaria: El núcleo pétreo de la democracia La agonía del Estado, cárcel de ciudadanos La democracia contra la democracia Epílogo, para imaginar el porvenir Post Scriptum Bibliografía general
Prólogo Con la atención en América Latina dedicada casi exclusivamente a frenar y revertir el potencial expansivo de la corriente autocrática inspirada en el llamado “Socialismo del Siglo XXI”, perdemos la perspectiva necesaria para advertir que la dinámica general del momento histórico actual, en acelerado proceso de transformación como resultado del advenimiento de la era digital, amenaza con resquebrajar los fundamentos estructurales de la democracia moderna. Con este extraordinario libro, Asdrúbal Aguiar nos exige levantar la mirada para fijarla más bien en el horizonte aún incierto al que apunta la Humanidad en su tránsito hacia un nuevo ciclo en la historia de la civilización. Sólo así, nos ayuda a entender el autor, podremos reconocer que el desafío verdaderamente sustantivo de la hora presente, mucho más amplio incluso al de superar las nuevas autocracias del hemisferio, consiste en refundar la democracia— crearla ex novo—para impedir que las verdades permanentes sobre lo humano sucumban arrastradas por la inercia de nuevas realidades que, de no ser debidamente canalizadas, amenazan la vida del hombre y la sociedad. Asdrúbal Aguiar organiza su reflexión en cuatro partes principales. En la primera de ellas, se dedica a evaluar las consecuencias de la acelerada erosión del vínculo conceptual entre nación, territorio y soberanía. Con el progresivo predominio de los bienes intangibles de la información, el núcleo del poder decisorio del moderno Estado-Nación se desplaza hacia arriba a manos de redes trasnacionales o centros globales no estatales. Es el caso, por ejemplo, de lo que ocurre en los ámbitos de las finanzas, el comercio y las comunicaciones. El autor, sin embargo, y allí uno
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de los elementos más valiosos y novedosos de esta obra, complementa esta discusión sobre la tendencia a la mundialización o globalización, con el análisis detallado de un fenómeno paralelo, caracterizado por los procesos agudos de desagregación o fragmentación que se vienen produciendo al interior de los países. Más allá de la declinación del Estado soberano, el autor advierte sobre una situación de polaridad o tensión existencial que, en dirección opuesta al creciente sentimiento cosmopolita de la humanidad, tiende hacia la pulverización de las sociedades nacionales en diversos sectarismos grupales. Se desdibujan las líneas fronterizas que separan a los Estados pero, simultáneamente, surgen nuevas líneas divisorias—no geográficas—al interior de éstos. El hombre contemporáneo, perdido en su propia patria, pero renuente a diluir su singularidad en una vasta muchedumbre global, busca una nueva identidad ciudadana al refugio de grupos sociales que no sólo arguyen el derecho a ser diferentes sino que “proclaman un multiculturalismo cargado de rechazos al otro”. En efecto, cuando no sucumbe al ensimismamiento, a la distracción permanente, o al potencial hipnotizador de muchas de las tecnologías emergentes, el hombre contemporáneo tiende a buscar nuevas seguridades al amparo de grupos sociales que, además de “tachar y expulsar a quien no estiman semejante”, conciben su identidad ciudadana bien en términos exclusivos de su capacidad para reclamar y exigir del Estado la satisfacción plena de sus intereses particulares y aspiraciones materiales, bien en función de la radicalidad de su crítica a todo orden establecido y de su capacidad para cuestionar y subvertir los valores de la tradición. De allí la creciente propensión de los pueblos a consentir con entusiasmo la aplicación de prácticas inconstitucionales, incluida la violación de las garantías indispensables a la dignidad humana, pues estiman que el logro de la eficiencia social y la recuperación de las seguridades perdidas exige subordinar las normas constitucionales del Estado de Derecho a los objetivos urgentes del llamado Estado
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Social o de Justicia. Este también es el contexto para comprender mejor la renovada—y cada vez más alarmante—vulnerabilidad de los pueblos al mensaje demagógico de caudillos mesiánicos que prometen una historia nueva y diferente, con un “hombre nuevo” redimido de todas las fuerzas del mal. Se concentra, pues, el autor a considerar los procesos de transformación de este un nuevo ciclo histórico desde la perspectiva de sus manifestaciones y efectos en el mundo interior del hombre contemporáneo, para encontrar allí, en sus angustias, temores, deseos y esperanzas, los factores esenciales que amenazan la democracia. Diagnosticadas aquellas tendencias que de permanecer y desarrollarse se tornarán en insostenibles a mediano plazo, dedica el autor las siguientes partes de su reflexión a la identificación de criterios necesarios para dar respuesta a las preguntas fundamentales que nos plantea este libro: (i) ¿Puede la democracia representativa, a la luz de las nuevas circunstancias globales, “asegurar la titularidad y plenitud del poder decisorio del pueblo como elemento constitutivo del Estado”? (ii) ¿Son los procedimientos democráticos, a través de los poderes públicos constituidos, “efectivos o pertinentes a los condicionantes de la Era digital o a la teleología o finalidades que se le asignan como sustanciales a la democracia para que siga siendo considerada como tal”? Estas interrogantes, nos argumenta el autor, sólo pueden ser debidamente respondidas a partir del reconocimiento de lo que siempre permanece vigente en la experiencia humana, más allá de los cambios en la historia. Nos ayuda entonces a descubrir el autor, mediante una magnífica síntesis histórica de la democracia— verdadero tour de force—a la que dedica la segunda parte de este
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libro, que la problemática actual, inédita en tantos sentidos, no es en el fondo tan distinta a la que encontramos en la historia. En efecto, la tensión existencial actual entre fuerzas que tienden en sentidos opuestos hacia los polos extremos de la integración mundial y la fragmentación local, encuentran su expresión política en la histórica confrontación que coloca la voluntad de poder de los pocos—representado hoy por los poderes trasnacionales en control de la información—frente a la aspiración de los muchos a gobernarse a sí mismos, que en el presente se manifiesta a través del reclamo de participación y democracia directa de ciudadanos y grupos sociales. Esta perspectiva nos permite comprender que desde los albores de la democracia en Grecia hasta las revoluciones que sirvieron de fundamento a la experiencia moderna de la democracia, la búsqueda de equilibrios críticos basados en la justicia ha sido, y deberá seguir siendo, la tarea permanente para adecuar el deber ser y el ser democráticos, la democracia instrumental y la democracia final, con vistas a un sistema político que responda a la dignidad de la persona humana. Atento a las circunstancias concretas que caracterizan el desarrollo histórico de la democracia en América Latina, el autor dedica la tercera parte de su libro a la consideración de las oportunidades y amenazas que las transformaciones de la Era digital presentan a la democracia en el hemisferio. A diferencia de Europa y Estados Unidos, las estructuras institucionales y jurídicas de la democracia no se desplegaron de manera orgánica sino se desarrollaron sobrepuestas a una realidad social aún en proceso de formación. Este desencuentro o falta de sincronía entre las sociedades políticas y la realidad social en Latinoamérica caracterizó por más de un siglo el período de gestación de la democracia en el hemisferio, y de allí la situación de anarquía y violencia recurrentes
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que fueron aprovechadas, y más bien exacerbadas, por autócratas y caudillos militares. De manera paulatina, sin embargo, los pueblos de América Latina han dejado de concebir la democracia como una mera forma organizativa de gobierno para reconocerla como parte sustantiva e inseparable del ejercicio de los derechos esenciales de la persona humana. Los instrumentos políticos y jurídicos del orden interamericano, cuya evolución en materia de definición de la democracia el autor nos permite recorrer, constituyen una expresión cabal de esta progresiva evolución hacia la simbiosis democrática Estado-sociedad en América Latina. También estos documentos, especialmente aquellos producidos a partir de la última década del siglo XX, y en particular la Carta Democrática Interamericana suscrita al inicio de este nuevo siglo, permiten reconocer la tendencia en el hemisferio a abandonar la tradicional concepción de la democracia en términos procedimentales, enfocados en la llamada “legitimidad de origen”, para colocar también y hasta de manera preferente el énfasis en la “legitimidad de desempeño”, que supone el cumplimiento de una serie de condiciones que permitan a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal, con especial atención a la lucha solidaria contra la pobreza crítica y la defensa y promoción de los derechos humanos. Esta comprensión de la democracia en los pueblos de América Latina, que identifica el sistema de gobierno con una situación esperada de bienestar individual y social, el ser de la democracia con su deber ser, coloca a los países del hemisferio en una posición singular en este tránsito hacia un nuevo ciclo de la historia. Desde el punto de vista positivo, la comprensión de la democracia en términos sustantivos, referidos a los derechos esenciales de la persona humana, otorga un fundamento sólido y mayor flexibilidad a los países de la región para deslastrarse de aquellos procedimientos formales de la democracia que, en tanto régimen político de gobierno, se hacen inoperantes
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frente a las realidades emergentes del nuevo momento histórico. Al mismo tiempo, sin embargo, resulta preciso reconocer la propensión en nuestros países a señalar la democracia como responsable de nuestros males endémicos, situación que se agudiza como resultado de la proliferación global, antes descrita, de grupos sociales que demandan del Estado la satisfacción completa de sus necesidades y expectativas. De allí, entonces, la especial vulnerabilidad de nuestros pueblos a dejarse engañar por autócratas de nuevo cuño que utilizan los conceptos del bien común y la justicia social para encubrir sus abusos y menoscabos a la libertad. Se apoyan también estos autócratas en la situación de orfandad y desarraigo del hombre contemporáneo para ofrecer, a través del resentimiento mutuo entre clases y grupos sociales, el sentido perdido de pertenencia e identidad ciudadana, profundizando con ello la tendencia general hacia la fragmentación interna de las sociedades. Nos ayuda entonces el autor a reflexionar sobre los factores más específicos del momento histórico que amenazan los componentes fundamentales del ejercicio de la democracia en América Latina. Termina el autor este libro con una recapitulación de las interrogantes fundamentales de la hora presente para reafirmar, recordando a Jacques Maritain, que la democracia no es una forma vacía sino una concepción específica de la vida social y política que ella ha de defender y que presupone una vocación y una obra común que debe llevarse a cabo en nombre de la justicia. En definitiva, la emergencia de retículas sociales impermeables e introspectivas, conformadas por seres humanos en situación de angustioso desarraigo por los efectos de la Era digital, podrán reconstituirse en auténticas comunidades humanas inspiradas por la solidaridad y llamadas al cumplimiento de una vocación común, en la medida en que la democracia, como estilo de vida y estado del espíritu,
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continúe su movimiento desde el plano institucional como sistema político de gobierno hacia su cristalización como derecho humano fundamental. Hace bien el autor en dedicar especialmente esta obra a los estudiantes universitarios venezolanos, que ojala reconozcan en este magnífico libro una sólida guía para reflexionar, con urgencia serena, sobre los grandes desafíos del momento histórico presente. Llamados, como están, a rescatar los valores trascendentes del ser humano para construir una auténtica democracia en nuestro país, encontrarán en este libro razones sólidas para mantener la esperanza en la firme convicción de que el bien y la justicia siempre prevalecen. Francisco Plaza, PhD Profesor de Ciencias Políticas Palm Beach Atlantic University
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Introducción, para comprender el presente
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La Era de nuestra historia, varias veces milenaria, que hace de la naturaleza objetiva y espacial como de sus bienes asiento de las ideas — nuestras ideas son nuestros anteojos dice Alain o Émile Chartier — y de las culturas que éstas forman, llega a su final. O acaso, permaneciendo aquélla, se desplaza, pierde su importancia y actualidad. No por azar un viejo amigo, insigne estudioso del Derecho y de las relaciones internacionales, fallecido antes de caer la Cortina de Hierro, se refiere a esa Era, conocida como la del laboreo de los metales y comenzada hace más o menos veinte mil años en el cuaternario, para observar que hay quienes dicen — con razón — que la crisis que vive la Humanidad no es simplemente el anuncio de una nueva época histórica (Juan Carlos Puig, Promoción de la dignidad humana y la justicia en el ámbito internacional: propuestas para el cambio, discurso pronunciado en el 24° Congreso de la International Studies Association, México, 6 de abril de 1983).
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Las cosas, renovables o no — la tierra sujeta a límites políticos y geográficos, los instrumentos para la labranza e incluso para la guerra, las obras de ingeniería o del arte manual, los medios para el transporte, los alimentos — pero dispuestas por la Naturaleza para colmar las necesidades del hombre, por tener valor económico y también espiritual son durante ese largo período de nuestra civilización la fuente del poder real y el núcleo racional, qué duda cabe, de los credos civiles y hasta religiosos.
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A manera de ejemplos y en las antípodas, aún el socialismo marxista y el capitalismo debaten — a partir de tales cosas u objetos y de su acumulación — sobre las opciones convenientes para asegurar el bienestar de la Humanidad y organizarla social y políticamente. Aquél, bajo la forma de democracias populares tuteladas por el Estado, que sujeta dentro de sí al hecho económico y a la realidad cultural transformándolos en sus sirvientes. Éste, en pugna contra el Estado, predicando la democracia liberal y republicana, que afirma en sus autonomías y especificidades a las relaciones sociales y las de producción. Empero, lo veraz es que los bienes objetivos como las estructuras productivas o públicas que los hacen realidad y que son motivo de la diatriba entre las corrientes ideológicas enunciadas, se desplazan y son sustituidos — sobre este puente inacabado entre el siglo XX y el siglo XXI — por otros bienes intangibles e inasibles, que le marcan un estilo propio y un sentido y derrotero radicalmente distintos a la vida del hombre. El tiempo que emerge bajo nuestros pies implica una ruptura profunda con el tiempo conocido. No es ni será mejor o peor, sino otro y en extremo distinto. 23
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La Era en cierne, dominada por la inteligencia artificial y la biotecnología, por las comunicaciones satelitales y la información, se la comprende por medio de la razón y el entendimiento o a la luz de los efectos de sus productos inéditos e ingeniosos, como las redes telemáticas, los computadores, los chips de memoria, los televisores de plasma, los juegos electrónicos, la robótica, la nanobótica, la genética de alimentos o de las medicinas. O acaso la observamos, sin entenderla, cuando se expresa en las prácticas de clonación o de creación de la vida sin sexo, o en el propósito que anida la reciente puesta en marcha de la llamada Máquina de Dios, que recrea el Big-Bang o momento originario del Universo.
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Lo instrumental o lo que cubre o encierra a esta suerte de alma o chispa del ingenio contemporáneo como sus derivados mercaderiles o políticos quedan en un plano de subordinación. Lo esencial son la acelerada fragua de la realidad virtual y sus efectos sobre el individuo como especie y como persona. En otras palabras, vivimos el tránsito desde el tiempo de la explotación del hombre por el hombre y a propósito de la materia hacia el tiempo de la explotación por éste del mismo tiempo y su velocidad. Se trata de nuestro ingreso como especie humana a la revolución tecnotrónica y a su inédita sociedad de vértigo, en movimiento constante, sin concesiones para el tiempo.
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Los beneficios de tal Era nueva son ingentes e innegables, ciertos y constatables, pero asimismo sus consecuencias, a veces alienantes, no discriminan pues desbordan el criterio de la localidad material y humana; a un punto tal que los sectores sociales preteridos del mundo o urgidos hasta de los insumos vitales para la subsistencia, reciben antes y como símbolo de estatus e inclusión los medios — es el caso de los teléfonos celulares y el Internet — aportados por la citada y descrita revolución del intelecto. De modo que, desde hace algunas décadas, una generación apenas, se habla de la fractura epistemológica, del quiebre en los fundamentos del conocimiento humano y científico. Y quienes siguen apegados al antiguo lenguaje — espacial, procedimental y materialista — describen dicho fenómeno con el nombre de globalización o mundialización de la economía y del comercio, de los mercados en suma, por lo demás tachándolo según el libelo de que atenta contra el orden social dado, nuestras soberanías políticas y modos de ser nacionales u originarios.
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Fernando Bazúa, sociólogo y politólogo mexicano, fija el evento en curso con vistas a su expresión estructural y dual, económica y política: Desde mediados de la década de los ochenta — dice — el término globalización fue rápidamente incorporado al lenguaje académico y al popular para designar: primero, los fenómenos asociados a la mundialización de los mercados (o a su integración mundial) por virtud del acelerado avance tecnodigital, y, posteriormente, los fenómenos asociados a la des-soberanización de los Estados al romperse el carácter Estado-céntrico y territorial del sistema económico internacional o la lógica capitalista Estado soberano-mercado nacional (Del autor, Mundialización, en Perfiles Latinoamericanos, FLACSO, México, # 17, 2000).
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Entre el ideal planetario y el regreso a las cavernas
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Luigi Ferrajoli, eminente filósofo italiano del Derecho, refiriéndose a esta incierta transición que vivimos habla también sobre los procesos de globalización y de integración mundial que comprenden como dominantes a la economía, las finanzas y las comunicaciones; pero destaca en paralelo y más allá de la acusada declinación del Estado soberano e hijo de los espacios limitados — demasiado grande para las cosas pequeñas y demasiado pequeño para las cosas grandes— la emergencia de procesos de desagregación animados por instancias de autonomía política y fundados en reivindicaciones localistas y comunitarias, nacionalistas, étnicas o religiosas entendidas como factores de identidad cultural. No deja de sorprenderle que tal bipolaridad u oposición entre el sueño planetario que imagina Emmanuel Kant en pleno siglo XVIII, y el apreciado desarraigo ciudadano en explosión, que pulveriza las sociedades nacionales y las convierte en miríadas de sectas, cavernas o retículas sociales neoreligiosas, indígenas, ecologistas, comunales, de género y otras tantas, llegue anidado por los miedos, preocupaciones de reciente cuño, bajo el atropello del mismo cambio histórico y dada su ineditez. 31
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El carácter fragmentario o celular que acusa el tejido o entramado social posmoderno da lugar a una suerte de cosmovisión casera, según la óptica del intelectual argentino Albino Gómez. Ella parece explicarse, según sus reflexiones acerca de la sociedad moderna, en la pugna no resuelta entre los sistemas nacionales tecno-económicos — que se desplazan hacia lo mundial— y burocrático estatales: como instituciones utilitarias básicas de la moderna sociedad occidental, y el sistema social y cultural, víctima del tiranicidio — lo dice Habermas — por parte de éstas y mejor ganado para la dimensión estética y racional de la vida (A. Gómez. Aproximación a la sociedad moderna. Clases magistrales. Revista Noticias. Buenos Aires, 18 de julio del 2009).
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Miguel de Unamuno, situado con su lúcido pensamiento en los albores del siglo XX concluido tiene para entonces el tino de otear — sobre los efectos del libre cambio mundial — lo raizal o permanente de la persona humana: su dignidad; para explicar lo que ahora aprecia Ferrajoli preocupado. Palabras más, palabras menos, advierte que al final de cuentas lo hondo, lo verdaderamente original, es lo originario, lo común a todos, lo humano. Señala, así, que a medida en que crece el sentimiento cosmopolita de humanidad también aumenta el apego a la pequeña región nativa, la llamada por él patria de campanario.
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Unamuno, con espíritu beligerante opone ésta a la patria de bandera que juzga artificio — como lo cree — del patriotismo de las grandes agrupaciones históricas, cuya idea de nacionalismo es hija de la fantasía literaria de los grandes centros urbanos e impuesta por una suerte de señores feudales o gendarmes quienes a nombre de ella han teñido de sangre de hermanos las banderas todas. Habla pues y en su circunstancia de un despertar de los sentimientos primitivos — una vuelta espiritual — que tendría su base histórica en la primitiva comunidad de tierras. Y al recordar que toda la historia humana es la labor del hombre forjándose habitación humana, destaca la lucha del hombre por desasirse de la tierra para ser él quien la posea y no ésta a él, en un continuo objetivo y de objetos que, como lo vemos en la actualidad deja de ser tal en su valor y significado para el hombre digital del siglo nuevo en cierne (Del autor, La dignidad humana, Espasa-Calpe, Madrid, 1967). La polaridad o tensión existencial en cuestión — el mundo vs. las retículas que se miran o expresan en la patria chica unamuniana — sigue siendo, según parece, una constante de todos los tiempos.
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Sea lo que fuere, pues, la savia del movimiento o sismo histórico que mejor se describe como Era de las autopistas de la información: esas que apelando a los recursos de la cibernética achican las distancias entre extremos geográficos y humanos, sobredimensionan las realidades, y también concitan la protesta de los excluidos o la rabia de los insatisfechos, tiene y dice algo aún más profundo y extraño a lo corriente. Es algo más que un accidente de nuestra historia, pues parece implicar a otra historia que traza formas desconocidas y apenas nos revela sus primeras manifestaciones.
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El propio Bazúa destaca en su narrativa, inductivamente y por lo mismo, los múltiples efectos de ambos procesos — la mundialización y la desestatización — en prácticamente todas las dimensiones de la vida social. No era impertinente, pues, que el popular catedrático de las letras canadienses Herbert Marshall McLuhan (1911-1980), prefiera significar bajo el nombre de Aldea Global dicha realidad sobrevenida; que hace posible la comunicación virtual y en tiempo real entre unos y otros seres humanos situados a distancias extremas, pues al derivar el mundo en una pequeña comarca, sus logros pero sobretodo sus problemas más agudos dejan de estar confinados a los viejos espacios territoriales o culturales y se transforman en asuntos de interés común para todo el género humano. Incluso, aquellos asuntos más angustiantes, como la pobreza o la criminalidad, sin que olvidemos las consecuencias del crecimiento demográfico, se muestran más escandalosos en sus verdades inocultables en virtud de su despliegue exponencial o mayor capacidad ejemplarizante sobre los rieles de la información instantánea mundial.
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Es como si ahora el velo protector de la vieja polis o ciudad, de nuestra intimidad nacional y soberana, por insuficiente, hubiese caído para dejarnos en la desnudez total, diluyéndonos a los viejos ciudadanos en la muchedumbre. Es como si al pequeño drama de nuestras existencias se le suma el drama igual de los demás hasta hacérnoslo propio y cotidianamente insoportable. De allí nuestra acusada vuelta a las cavernas, a las patrias chicas como también las llama e identifica Giovanni Sartori, uno de los más respetados teóricos sobre la democracia: suerte de regazo materno que aún nos protege y hace posible la vida introspectiva como políticamente inútil de nuestros contemporáneos. ¿O no es acaso esto lo que le ocurre a los sectores juveniles del mundo, en especial a las llamadas tribus urbanas, declinantes en sus curiosidades (Guillermo Jaim Etcheverry, El declive de la curiosidad, La Nación Revista, Buenos Aires, 7 de septiembre de 2008) y excluyentes de todo aquello que no se les parezca; quienes prefieren vivir anestesiados y abstraídos bajo los audífonos de un minicomponente musical de última generación?
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Sobre tal telón de fondo, Jean-Marie Guéhenno escribe en 1995 sobre el fin de la democracia, arguyendo que 1989, antes que cerrar el tiempo iniciado en 1945, superada la Segunda Gran Guerra, o en 1917, con la instalación del comunismo en Rusia, le pone fin a la era de los Estados — naciones, se clausura aquello que se institucionalizó gracias a 1789. Y dice bien que la nación no tiene más definición que la histórica, es el lugar de una historia común, de comunes desgracias y de comunes alegrías, pero a fin de cuentas es el lugar. Pero lo cierto es que en el tiempo de las relaciones globales que marcha con ritmo creciente, el territorio y la proximidad territorial pierden importancia. El mundo se hace más abstracto e inmaterial, señala Guéhenno, para luego ajustar que la nación está amenazada como espacio natural y del control político. Su observación no deja ser pertinente, en medio de la cruda realidad que dice tener ante sí. Habla de libanización del mundo, pues las comunidades se convierten en fortalezas y prisiones, a un punto tal que las líneas punteadas que separan a los Estados surgen al interior de cada Estado, sin que por ello mengüe la actividad relacional, incluso global, pero, eso sí, entre individuos semejantes por necesidades o en su indignación común – ¿acaso el Tea Party Movement o los acampados de la Puerta del Sol en Madrid? - y no entre diferentes, aun siendo compatriotas.
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Las conclusiones de Guéhenno son terminantes. Señala, de manera preliminar, que de la antigua ciudadanía nada queda y es un cómodo medio de manifestar mal humor hacia unos dirigentes. Durante dos siglos, en efecto, hemos pensado la libertad, léase la democracia, a través de la esfera política que había de organizarla. Y advierte, por otra parte, que se ha entablado una carrera entre la difusión de la técnica a nivel global, que aumenta los medios de la violencia, y la difusión relacional del poder por obra de la difuminación social o la ruptura del tejido social que soporta a nuestros Estados Naciones, que la desactiva en una suerte de paradoja.
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Ha lugar, en síntesis, un cambio de ciclo en la historia de la civilización. Más allá de su vocación mundial o de su consecuencia: el agotamiento del Estado y de su organización republicana, por impersonal y patrimonial e hija del espacio material, tiene por objeto y sujetos al individuo o individuos y a la Humanidad Totalizante. Deja en espera o sujeta a revisión a todas las formas sociales, geopolíticas intermedias y subsidiarias conocidas: las regiones, las provincias, las municipalidades y hasta las comunas. Los individuos quedan libres de ataduras y sujeciones asociativas, abandonan sus identidades ciudadanas o correspondencias con la patria de bandera y en paralelo pierden las seguridades que les aporta el propio Estado o sociedad política moderna. De suyo, en lo sucesivo medran huérfanos, solitarios, en espera de otras seguridades que sustituyan a las anteriores pero que no llegan con la urgencia reclamada. De allí el regreso a las cavernas, cabe reiterarlo, y los nuevos miedos o angustias que al igual que los sufre el hombre medieval hacen presa del hombre de nuestro tiempo.
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La lección de este relato, en apariencia especulativo, no se hace esperar. Nos dice lo que George Orwell observa con presciencia en su novela de ficción política 1984, editada en 1949: la emergencia de una dictadura gris en el mundo. Pero igualmente indica que ingresamos sin percatarnos, como actores o espectadores, al teatro de la razón y del intelecto; por lo mismo, a un escenario proclive en teoría a la exaltación de la vida humana cuando se la entiende como algo más que mera expresión biológica y terrenal. No obstante lo cual, quizás por la premura de los sucesos en curso y la sobreabundancia de informaciones que acompaña al uso de los ordenadores y las redes satelitales, nos arrastra de modo tan violento que provoca una parálisis o dislocación de la voluntad individual y también social. Nos torna a la mayoría en escépticos escrutadores del presente e incapaces, por lo pronto, de hacer de nuestras concordancias una voluntad común y canalizarlas adecuadamente para beneficio del cambio efectivo e inevitable de las cosas planteado.
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El asunto en cuestión reside en no saber qué nos espera o en nuestra sobrevenida incapacidad para detenernos y mirar con calma lo que nos rodea y reconocernos, mejor aún, como señores del mundo y de nuestro entorno; en suma, es nuestra falta sobrevenida de aldabones a los cuales asirnos fuertemente — como lo son, cabe repetirlo hasta la saciedad, nuestras identidades ciudadanas y sus garantías dentro del Estado — mientras logra sedimentar el tránsito hacia ese otro estadio de la vida humana más ganado para lo imaginario. El dilema es que en la medida en que la nueva cosmovisión se afirma y llega con sus provisiones a buena parte del género humano y éste las recepta con ánimo crítico y constructivo, otra parte, la mayor cuota, o no tiene más opción que la servidumbre digital o acaso les resulta confortable dejarse arrastrar por las corrientes adormecedoras que fluyen vertiginosas por el ciberespacio.
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De modo que — he aquí lo central — a falta del Estado Nación y la mengua inevitable de sus correas de transmisión — los poderes públicos y sus instituciones, la organización geopolítica vertical, los partidos políticos, la misma ciudadanía y el sentido de pertenencia que apareja — el hombre, varón y mujer de nuestra Era, sintiéndose moralmente abandonado, si corre con suerte puede dar un salto cuántico hacia planos de desarrollo personal integral nunca antes imaginados. Pero si usa de las ciencias de la información con criterio logofóbico y a ellas se ata apartando los conceptos y haciendo de los símbolos e imágenes computados la finalidad y no el medio para su realización personal en plenitud, puede moverse apenas hacia un estadio de alienación y neomaterialismo más gravoso que el precedente.
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En las Universidades de París-Dauphine y de Cornell, en los Estados Unidos, como en la London School of Economics, otra vez se habla y debate, en fin, acerca del materialismo filosófico, para dar cuenta no de los problemas del dinero, de la acumulación o del denominado capitalismo salvaje tan denostado por el populismo de transición, sino para apuntar — lo narra Alberto Benegas Lynch, miembro de las Academias de Ciencias y de Ciencias Económicas de Buenos Aires — que el hombre, desatado de las mediaciones sociales conocidas — la ciudad, los Estados, la propia organización regional o universal que reúne a éstos — y expuesto como queda al dominio cibernético en curso arriesga perder su libre albedrío y hasta la conciencia, programables por anticipado a manos de los land lords del siglo XXI (La incongruencia del materialismo, La Nación, Buenos Aires, 20 de agosto de 2008).
Crisis de la ciudadanía democrática
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El problema que propone el cambio de Era y que interesa escrutar no es tan sencillo y formal como lo presenta Sartori con su innegable autoridad. Dice él, en línea distinta a Ghéhenno, sobre la paradójica coincidencia de ser 1789 el año de ignición de la chispa revolucionaria que nos lleva a la república moderna o al Estado gobernado por las leyes y, luego, con la primacía de los derechos del hombre y del ciudadano, a la moderna democracia; y que sea en 1989 cuando prende la otra chispa que cierra el ciclo revolucionario comenzado en París exactamente doscientos años antes.
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El autor reduce el contexto de su análisis a dar cuenta de la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre del último año citado, para afirmar que la disolución del comunismo nos deja en presencia de un vencedor absoluto: la democracia liberal, al haberse extinguido, por falaz, la oposición de medio siglo entre la supuesta democracia formal (capitalista) y la real (comunista) y, de suyo, al señalar que la real y probadamente legítima democracia, por llevada a cabo y supérstite, es la liberal. De modo que, a la luz de dicho razonamiento, la macro democracia moderna puede resolver sobre las relaciones entre el ciudadano y el Estado y reconocer que la persona humana tiene un valor intrínseco que desborda a la propia ciudadanía, la sociedad y al Estado mismo, y se niega a la fórmula totalitaria todo dentro del Estado o todo por el Estado, inherente a la experiencia soviética. No imagina Sartori, sin embargo, que veinte años después, así como cae la Cortina de Hierro sobrevienen el efecto Wall Street y el derrumbe de las Torres de Nueva York, que en esta hora ponen en duda y sobre el tapete la viabilidad futura de la experiencia social y política del liberalismo.
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Lo esencial a tener en cuenta, como lo creemos, es que la lógica de ambas perspectivas se inscribe en la mayor o menor proximidad del individuo a la sociedad política y al Estado que la expresa; pero ambas se encuentran cuestionadas en su validez y vigencia por efecto de la misma globalización y su contrario, el ensimismamiento señalado del hombre por huérfano de identidad. Para una u otra perspectiva, qué duda cabe, el Estado sigue siendo el referente necesario. Lo veraz, cabe repetirlo, es que ese Estado, como necesidad impersonal e instrumental — según la prédica intelectual de Maquiavelo, de Juan Jacobo Rousseau y también de Hegel — y que asume por cuenta de la voluntad general de los ciudadanos la gestión profesional de los asuntos públicos mientras éstos o la propia sociedad civil — todavía sedentaria — se ocupan de sus asuntos particulares, cede y declina. Las razones huelgan. Quizás, en la medida en que se hacen más complejos los cometidos del mismo Estado impersonal y en proporción a la madurez que alcanza la tradicional sociedad sedentaria por obra de la sobreabundancia informativa, ésta se vuelve crítica y más autónoma, desborda con sus demandas y aquél deriva en un andamiaje infuncional para los intereses cotidianos de la gente.
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Lo anterior es constatable, todavía mejor, mediante la apreciación de la crisis profunda y corriente del Derecho o del Estado de Derecho, que tanta incomodidad social y colectiva procura. Su mejor emblema lo encontramos, dentro de las Américas, en el impune desafío por la mayoría de los gobiernos a la denominada razón jurídica: que no sea para disponer de las formas constitucionales y legales al servicio de la fuerza o del interés partidario de los mismos gobernantes. Tal invocación de la crisis actual de seguridad jurídica no es un ejercicio de autolapidación obra de la incertidumbre y en una coyuntura en la que, en defecto de las mismas instituciones del Estado se hacen espacio los traficantes de ilusiones: ventrílocuos de un poder público y político inanimado.
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En los países de mayor tradición civil como democrática se aprecia una igual falencia de legalidad constitucional, aun cuando se la muestre atenuada — lo refiere el mismo Ferrajoli — y se manifiesta en la ineficacia de los controles y contrapesos institucionales sobre quienes detentan el señalado poder público; esos que imagina necesarios para la garantía de los derechos fundamentales de la persona humana — bases de la democracia liberal — el Barón de Montesquieu (1689-1775). De allí que, quienes son titulares del poder lo ejercen a la manera de gendarmes de nuevo cuño, sin recato; pero al igual que los del pasado lo usan como arbitrio propio y ejercitan prácticas de evidente corrupción constitucional y legislativa al fragmentar el andamiaje normativo e interpretarlo a conveniencia bajo una supuesta finalidad legítima: la eficiencia social o la seguridad interior reclamadas por las mayorías. Los casos de Hugo Chávez en Venezuela y de Rafael Correa en el Ecuador, como los de George W. Bush en Estados Unidos y Silvio Berlusconi, en Italia, situados en los extremos expresan tal denominador común.
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Ello revela el otro ángulo de la crisis global corriente, cual es la contradicción — que menciona Ferrajoli — entre el citado Estado de Derecho, que marca límites y prohibiciones generales y abstractas — la igualdad de todos ante la ley, en la ley, y en la aplicación de la ley — dirigidas a los poderes del Estado y a la sociedad, y el llamado Estado Social, que se ve obligado a la desarticulación de las leyes o al dictado de leyes de emergencia selectivas — incluso contrarias a la primacía del bloque de la constitucionalidad — sobre la base del señalado desbordamiento en los reclamos sectoriales o particulares de grupos sociales en movimiento incontenible, que arguyen el derecho a ser diferentes.
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Ha lugar, por lo demás, a la coetánea crisis de la noción de soberanía que soporta al moderno Estado Nación, cuyo poder decisorio se desplaza hacia arriba — a manos de centros globales no estatales y con mayor potencia: las redes financieras, telemáticas o de las comunicaciones, o gestoras del comercio universal — o hacia abajo, fracturándose la misma en su unidad e imperio jurídico, por presión de las localidades y comunidades de base emergentes y el sostenimiento de sus intereses primarios o culturales, de suyo excluyentes de la otredad. En fin, el sentido de coherencia, de plenitud, de generalidad, de integralidad, y de acotamiento jurisdiccional alcanzados por el Derecho bajo la égida del Estado moderno y para el avance del hombre desde su estadio de naturaleza hasta el estadio de ciudadanía, hace aguas. En su defecto privan, en lo inmediato, la anomia social y la ingobernabilidad política.
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No es un accidente, en este orden, una vez superada la oposición democracias versus dictaduras que rige antes y luego de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, que en 2001 la Cumbre de las Américas se muestre sorprendida por la emergencia de otras y muy distintas amenazas contra la democracia. Los Jefes de Estado en ella presentes, tomando nota del gobierno peruano de Alberto Fujimori se ven obligados a discernir entre los clásicos golpes de Estado cuarteleros y la ruptura inconstitucional del orden democrático de un Estado, también denominada grave alteración constitucional. Toman nota, así, de la tendencia en curso, propia del cambio histórico atinadamente descrita por Alain Touraine: la democracia es víctima de su propia fuerza. En otras palabras, la legitimidad democrática formal de los gobiernos nacidos del voto se ve sucedida por una pérdida de la legitimidad en sus desempeños, no pocas veces mediante el ejercicio del poder fuera de los odres de la democracia, practicando exclusiones políticas, confrontando a los sectores sociales y, lo que es más sorprendente, mediante prácticas inconstitucionales tácitamente consentidas por la población. 53
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En síntesis, así como el logro fundamental de la democracia en su visión moderna reside en la política del reconocimiento del otro (Charles Taylor, The politics of recognition, Princeton University Press, 1992), o en el principio del pluralismo o la diferenciación, según lo ajusta Sartori, cabe observar con Touraine y además de lo dicho que entre la economía mundializada y las culturas agresivamente reafirmadas sobre ellas mismas y que proclaman un multiculturalismo cargado de rechazos al otro, el espacio político se fragmenta y la democracia se degrada por falta de su unidad instrumental. Y al perder su eficacia el asiento formal — el Estado o la polis — que le sirve de apoyo a los mismos instrumentos de la democracia, cabe, sí, la honda y atinada reflexión del catedrático hispano Javier Roiz que hacemos nuestra y es punto de partida de la reflexión sobre la democracia y sus perspectivas hacia el siglo XXI que consta en estas páginas.
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Luego de retomar en su libro El gen democrático (1996) la máxima de la antigüedad a cuyo tenor la república… dependía de la disposición de sus miembros para vivir según las prescripciones del «humanismo cívico» y para preferir la vida cívica a la vida privada, escapando a lo estructural y yendo a lo medular Rois considera que la teoría democrática no parece tomar muy en cuenta el mundo interior — el llamado self— o inconsciente que subyace y no pocas veces presiona a cada individuo y a todos los individuos en la hora actual: sus temores, sus impulsos, sus deseos, como los mecanismos y funciones psicológicas que trabajan sobre la conducta humana sin que su ritmo o alcance puedan ser afectados por la voluntad soberana o racional del mismo sujeto.
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Pensemos, a manera de ejemplo, en quien, llamado por su conciencia al ejercicio de la ciudadanía democrática, depende, para subsistir — no hablemos de su existencia humana plena — en un mundo virtual y de acelerada competitividad, de su adhesión forzada a parcialidades que no comparte o de la aceptación de una dádiva corruptora. Rois prefiere recordar el caso complejo de la conciencia del ciudadano — ¿hasta dónde llega? — emergido de los horrores de la guerra o de las víctimas del Holocausto último, para al final preguntarse en el hoy lo que todos debemos preguntarnos: Si el sujeto atribuido a la democracia no es sino un muñeco de deseos — una presa de sus miedos e inseguridades, agregamos — implantados en él a través del binomio poder/conocimiento o por imperativo de su señalado repliegue hacia las cavernas o patrias de campanario ¿cómo — y dónde — debemos buscar al nuevo sujeto de la democracia del siglo XXI?
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No es ocioso trasladar textualmente la reflexión in extensu de Rois, porque mejor expresa y resume nuestra larga consideración inicial: En una situación de anulación de fronteras, de tanta desaparición de límites, y en la que la vida fluye por todas partes sin orden aparente, ya no digamos concierto, el individuo de la democracia actual se encuentra que ha ido demasiado lejos. Azuzado por el miedo a la tiranía; asustando por el abuso físico del hambre, la carencia afectiva o la humillación pública; y melancólico siempre por la decadencia de su cuerpo, las enfermedades, las agresiones a su salud y la vejez; se ha sumado a la carrera despavorida que sólo tiene una meta, dejar las pesadillas y los miedos bien atrás y guardados bajo llave. Encerrarlos en el pasado de una historiatren con furgones estancos, en donde estos fantasmas se mantengan bajo control con sus ataques desactivados.
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La conclusión no se hace esperar. La historia universal cierra un ciclo y abre otro ante nuestras narices. De allí que, sin que todavía expanda sus pulmones el ciclo de la civilización naciente, aquí y allá surgen pitonisas del pasado, quienes, con aparente buena fortuna y de modo contrario a la humana condición le ofrecen a cada individuo, huérfano de ciudadanía, borrarle toda memoria pretérita y hacer de él un hombre nuevo— lo pide Ernesto Che Guevara y lo repite Hugo Chávez en Venezuela — con historia igualmente nueva y diferente. Una revolución, podría decirse, quiere comenzar la historia, no continuarla, ajusta Rois con agudeza.
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Por lo pronto, ayudados por Jacques Maritain y su ideario permanente podemos afirmar, sin necesidad de apelar a los astrólogos o brujos de oficio, que para reducir las incertidumbres del presente y domeñar el futuro cada individuo y cada persona ha de confiar en su perfectibilidad. Su primera tarea — no por ello menos ciclópea e impostergable — es, por lo mismo, separar lo efímero y volátil de lo que no lo es. Las generaciones en formación han de abandonar, si pueden, la citada sobre posición del lenguaje o los símbolos que hacen posible sus diarios y necesarios chateos virtuales o correos electrónicos, pues les impiden reeditar con sentido penetrante y vivificador el diálogo humano verdadero y les obstaculizan dejarse atrapar por el juego constructivo de las almas y del afecto societario. No es el lenguaje el que da vida a los conceptos, son los conceptos los que hacen al lenguaje, dice M. Jacques, epígono de la filosofía política cristiana del siglo XX finalizado. La polis griega, esa que sirve de primer asiento a la experiencia de la democracia, es, como cabe recordarlo en esta hora, una prolongación de la ética y del espíritu familiar y luego asociativo, por vocaciones, que prende primero y antes en quienes luego se hacen ciudadanos y hombres políticos a carta cabal.
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De vuelta al hombre y su dignidad inmanente
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Volvamos al análisis de Ferrajoli. Montado sobre la realidad descrita y desde su perspectiva de filósofo del Derecho, afirma no saber si al final del tránsito histórico corriente se realiza el proyecto cosmopolita o vivimos en medio de guerras civiles y bajo el dominio de la fuerza, de los sectarismos grupales. Y es que la crisis del Derecho y de la misma política que soporta a las leyes es el reflejo igual, reiteramos, de la indicada crisis del hombre como ciudadano y también como hombre, por defecto sobrevenido del Estado que lo contiene y de las seguridades que le ofrece.
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De modo que el destino de la transición planteada y más allá de los odres declinantes del Estado Nación vuelve a depender, inevitablemente, de la política y del Derecho; tanto como depende de éstas el nacimiento del mismo paradigma de ese Estado constitucional que nos acompaña durante los dos últimos siglos e incluso desde mucho antes, desde el propio Renacimiento, cuando Bartolo de Saxoferrato reclama del Sacro Imperio Romano Germánico la capacidad de las ciudades de hacer sus propios estatutos y de organizar su gobierno de la manera que ellas prefieran: en semejante caso — arguye el posglosador de las leyes civiles de la antigua Roma — la ciudad misma constituye sibi princeps, es un Emperador en sí misma.
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Al margen de las concepciones de la política y del Derecho anejas a la democracia que decanta dentro del Estado moderno, lo innegable es que a pesar de la anomia corriente cabe reconocer una suerte de radicalización intensiva y extensiva del principio de la misma democracia; si nos atenemos, que no basta, a su alcance etimológico: el poder del pueblo. Hay, como lo indica la doctrina alemana más reciente, un desangramiento popular de reivindicaciones normativas y materiales. Crece la participación de la gente a un punto tal que supera los ámbitos que le son reconocidos a la ciudadanía en el modelo de representatividad democrática y segmentación del poder conocido.
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César Cansino, joven pensador mexicano, refiere que en América Latina se observa una sociedad civil cada vez más madura y que a pesar de los anquilosados políticos profesionales nuestras democracias persisten bajo la terquedad ciudadana. Hoy — señala el autor de La muerte de la ciencia política — la persistencia de la democracia se juega en el espacio de lo públicopolítico como la calle, la plaza, la escuela, la fábrica, la ONG, el barrio, el chat, el blog, lugares donde los ciudadanos ratifican su voluntad de ser libres y donde producen contenidos simbólicos que ponen en vilo al poder constituido (La Nación, Buenos Aires, 21 de septiembre de 2008).
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No obstante, Ulrich Rödel, Gunter Frankenberg y Helmut Dubiel, miembros del Proyecto alemán de transformación de la concepción de la democracia, afirman, en línea con nuestro comentario sobre la crisis terminal del Estado moderno, que los canales existentes para la configuración de la opinión y de la voluntad políticas si bien son utilizados con mayor intensidad por obra, qué duda cabe, de la revolución digital,… precisamente esta utilización intensiva da ocasión para las dudas, desde el punto de vista del autogobierno, de la conveniencia de las formas institucionales existentes. Y también es cierto que junto a lo anterior o en paralelo a ello hay expresiones de violencia intestina sostenida marcadas por la intolerancia y por el extremismo en distintos lados de la geografía global; pero, llámenseles adherentes o no a la mundialización y sean o no militantes del multiculturalismo varias veces citado, todas a una tachan y expulsan a quien no estiman semejante. Vivimos, junto a la movilización de una ciudadanía activa y autónoma, la globalidad del egoísmo y la localidad de las exclusiones. Una y otra acarician por igual sus dogmas, sus pensamientos únicos, y son, de conjunto, los símbolos del poder no institucional que nos acompaña; en lo cual ha de coincidir Cansino con los alemanes. 67
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A Ferrajoli le preocupan, por lo anterior, los efectos que las circunstancias anotadas tienen para el futuro de las garantías de los derechos fundamentales del ser humano — por las acusadas falencias de espíritu ciudadano, de Estado, y de Estado de Derecho — y para el mismo porvenir de la democracia; ya no sólo la formal u originada en el voto o ejercicio de la soberanía popular, sino la sustantiva, la que evita que la mayoría tumultuaria afecte con sus reacciones de coyuntura la rigidez constitucional de los derechos humanos y la supremacía del principio axiológico fundacional de la dignidad humana junto a sus garantías indispensables.
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Por consiguiente, reconstruir a partir de la globalidad o mundialización dominante implica como hipótesis postergar la pluralidad o la diferenciación social que es sustantiva a la democracia y también el poder decisorio de los pueblos y comunidades que reivindican su antigua titularidad soberana o acaso intentan hacerse de una autonomía de la voluntad mejor adecuada a sus sobrevenidas condiciones de pequeñas patrias o retículas sociales. No se olvide que el mismo Saxoferrato, a finales del Medioevo y al defender la autoridad e independencia de las ciudades dentro del llamado Regnum Italicum, y al preguntarse quién sirve como juez de apelaciones a falta del Sacro Emperador y gobernándose las ciudades a sí mismas, responde que en tal caso, el pueblo mismo debe actuar como juez. Lo cierto es, sin embargo, que los problemas y asuntos de carácter global, por diferentes, muestran una entidad y complejidad tales que, en principio, las decisiones sobre éstos quedan reducidas a la opinión más calificada y experta de la aristocracia digital emergente.
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En la otra banda o hipótesis alternativa, reconstruir desde la localidad o desde la multiculturalidad, sin que medie un hilo conductor o hasta un mito movilizador común, provoca el mismo efecto negador del pluralismo por el carácter excluyente que apareja la respectiva localidad cultural, étnico originaria, ambientalista o neoreligiosa, con su concepción introspectiva del cosmos; y también relativiza la noción democrática, al pretender que todas las experiencias de la política y de la civilización concurrentes queden subsumidas bajo los fueros particulares de la localidad o cultura fragmentaria que logre dominar. Empero, es un dato de interés respecto de lo último que quienes, como actores políticos y gubernamentales, propulsan la corriente crisis de la legalidad comentada antes y hasta estimulan la disolución de los lazos sociales conocidos, fundados en la tolerancia social y política, no aceptan — como ocurre en los casos de Venezuela, Ecuador o Bolivia — que sus propuestas de ruptura histórica o revolucionaria sean antidemocráticas, todo lo contrario. ¿Trátase de una vuelta ingenua y estéril a la antigua polaridad entre democracia occidental y democracias comunistas o acaso media, como lo creemos, una deliberada prostitución del lenguaje y de los símbolos para restarle significado a la democracia verdadera?.
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Al constatar lo inmediato, observando el agua sobre el delta y sin reparar sobre su explicado recorrido desde la fuente, sea cual fuere la historia de nuestra democracia liberal moderna lo demostrado es que no vive su mejor momento. Sus categorías o estándares conocidos revelan un agotamiento e infuncionalidad manifiestos, tanto como le ocurre a la mal denominada y desaparecida democracia popular. A la merma general de la confianza hacia la política, hacia los políticos y lo que representan, en conclusión, se le unen dos cuestiones en principio antagónicas pero que alimentan de concierto la reedición del populismo y de la antidemocrática personalización del poder y su ejercicio. Tiene lugar, cabe insistir otra vez en ello, una adhesión tácita o expresa, una sensibilidad creciente hacia el abuso de poder de los órganos ejecutivos, como lo refiere Ferrajoli, y la misma gente, cabe reiterarlo, desborda los canales hechos y constituidos para la construcción de la opinión pública y acude a prácticas y manifestaciones no convencionales, teñidas en su mayoría de desobediencia civil e insostenibles, aquélla y éstas a mediano plazo.
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Somos convencidos junto a la doctrina alemana invocada del inmenso daño que a la concepción democrática y a su práctica le hace la señalada oposición democracia liberal versus democracias populares, instaladas hasta finales del pasado siglo tras la Cortina de Hierro. Como lo apuntan Rödel y sus colegas, ambas compiten por el mismo bien normativo: realizar la soberanía popular y la citada autodeterminación mediante estrategias institucionales diametralmente antagónicas; pero una y otras se hacen espacio — cultivándolo o en conflictividad — dentro de la realidad histórica del Estado Nación y confundiendo a la democracia con éste, que es medio o continente. Mas olvidan que la democracia, en esencia y como contenido es primariamente derecho subjetivo, si se quiere un derecho humano totalizante o el mismo derecho a los derechos humanos y a sus garantías. Es algo más que dice más, incluso, que la mera práctica de la ciudadanía.
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Quizás, por ello, el espacio de la política y para la política es creado por la Grecia Antigua para el ciudadano (polites), y la titulada polis, que expresa la idea de muro, desborda la idea de la frontera de la ciudad como protectora frente a las coacciones externas; en otras palabras, no se reduce ésta al poder político organizado. Es, en sustancia, el muro que divide o separa la esfera de la libertad, el espacio entre la esclavitud y la tiranía, lo precisa Cynthia Farrar, investigadora de Cambridge, en la obra colectiva de John Dunn. Por su misma naturaleza, la ciudadanía en la polis estaba al mismo tiempo íntimamente relacionada con el bienestar personal, sin antagonizar; pero la polis como espacio público, eso sí, es considerada o nominada to meson, es decir, el centro o punto medio donde ha de resolverse la posibilidad de conflictos entre la personalidad del individuo y su identidad cívica.
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No es posible creer o sostener, a la altura del descomunal terremoto histórico en curso que nos hace presa, que el vino nuevo cabe vaciarlo en odres viejos. Como es ingenuo pretender que el vino nuevo es inmune a las uvas de la corrupción. De donde, sea lo que fuere, admitidos — con los teólogos de la ética global Hans Küng y Kuschel y mutatis mutandi — los conceptos clave del presente: el hundimiento del comunismo, la globalización en sus múltiples ámbitos vitales, la expansión del poder de la prensa sin rostro, el predominio de lo económicofinanciero, los saltos cuánticos en la biotecnología, el choque de las culturas, la fractura del tejido social de las naciones, el aumento sea de la criminalidad transnacional sea del terrorismo deslocalizado, o la revolución digital que a todos nos engloba, no queda otra alternativa que construir ex novo y con la mirada puesta en los orígenes. Y a partir de éstos, reconocer lo que permanece más allá de las diferencias y de la experiencia humana temporal. El arco, a fin de cuentas, mientras más se tensa lanza mejor la flecha hacia su objetivo.
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Hemos de apostar otra vez al hombre con sus falencias muchas, obligándolo a la profilaxis del cinismo y provocando en él su reencuentro con las leyes fundamentales de la decencia; leyes universales que se reducen a tratar humanamente a todos los seres humanos, a ejercer la libertad reconociendo en los otros lo distinto y aceptando la igualdad en la dignidad y a no hacer a los otros lo que no quiere cada persona que se le haga a sí misma, léase, promover el espíritu de la solidaridad entre todos, varones y mujeres. Libertad, igualdad y fraternidad, es, en efecto, la magistral síntesis que subyace en el ideario de la Revolución Francesa de 1789; síntesis que no cesa con independencia de los moldes u odres formales o institucionales cuya finitud ahora nos deja viudos a los demócratas y cultores de la razón jurídica, tanto como la caída de la Cortina de Hierro hace viudos a los practicantes del socialismo real, luego de 1989.
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Nada distinto de esta síntesis inspira al Decálogo, a las Tablas de la Ley en la más remota Antigüedad. Nada extraño a la misma - la unidad y unicidad irrepetible de cada persona como proyecto humano y las carencias materiales y morales que la obligan a la alteridad, a su encuentro con los otros - es el soporte ético de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Nada que no sea el reconocimiento de esa línea transversal que a todos nos ata más allá de las células diferenciadas o retículas sociales que nos cobijan en la transición, le da validez a la norma que en buena hora introduce la Constitución alemana de 1949, nacida sobre el mal absoluto: La dignidad humana es intangible. Así que, en cuanto a lo que nos interesa, las preguntas esenciales no se hacen esperar.
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¿En defecto del Estado — acaso cárcel de la ciudadanía — y de sus poderes declinantes, que erróneamente se hacen sustantivos y no instrumentales a la libertad del ciudadano y cuyo lugar — el del Estado y también el del ciudadano — lo ocupan en el instante quienes en calidad de gendarmes neosocialistas o neoliberales dicen representar a las víctimas de la pobreza y del desafecto social o a los esclavos de la violencia terrorista, cuál es la alternativa? ¿Y ante la tiranía de la expansión tecnotrónica global o la dictadura gris, que no conoce de fronteras materiales ni humanas, existen opciones? ¿Cuál es el punto medio o el centro para la renovación de la experiencia democrática y para la fragua de la polis del siglo XXI y qué imagen o forma — material o virtual — podemos hacernos de ésta, como fiel expresión que ha de ser, a su vez, del polites o ciudadano planetario y también del nuevo hombre de las cavernas?
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Por lo visto y por lo pronto es pertinente la observación del Director de la Escuela de Altos Estudios sobre Ciencias Sociales de París, Pierre Rosanvallon: La démocratie n’a cessé de constituer un problème et une solution pour instituer une cité d’ hommes libres. Es la tarea pendiente de realizar otra vez como en los orígenes más remotos de la democracia o de nuestra moderna república constitucional.
Grecia partera de la democracia
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La historia de la democracia en tanto que experiencia real y esencialmente humana — Protágoras la asienta en la naturaleza humana— es más antigua que la propia historia escrita, si partimos de la obra magna y en prosa del griego Heródoto de Halicarnaso, nuestro primer historiador. Si las circunstancias de la democracia hoy son otras, radicalmente distintas según lo anticipamos, tal ejercicio de revisión hacia el pasado remoto puede permitir la prevención acerca de lo que Sartori llama las trampas nominales de la democracia; a objeto de sortearlas y también para entender la necesidad, ante una recreación ex novo, de adecuar el deber ser y el ser democráticos con vistas a la democracia posible, mejor aún a la democracia perfectible, en tanto y en cuanto no deje de mirarse en la naturaleza humana señalada y obvie los pecados del extremismo: Desde siempre considero la democracia instrumental y la democracia final como dos caras de la misma moneda, dice el maestro de maestros Norberto Bobbio, antes de ajustar que quien cree que puede lograr tener la una sin la otra, termina tarde o temprano por perder ambas.
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La mal llamada democracia popular o el socialismo real que anida tras los muros de la antigua Unión Soviética, no lo olvidemos, cede y fracasa tanto por querer reducir la realidad del hombre a su mitad, a su dimensión social de Ser humano, como por afincarse sobre un ideal democrático extremo — realizador de la igualdad — que obvia los procedimientos democráticos que facilitan la práctica de la libertad individual y cristalizan en periódicos ejercicios de voluntad libre por parte de aquél. Los reemplaza por la voluntad única y totalizadora del Estado. Pero, del mismo modo, los graves problemas que acusa la democracia liberal actuante se explican, en que reduce su experiencia a la otra mitad, la dimensión individual del hombre: proyecto vital irrepetible, Ser uno y único, y por olvidar que requiere de los otros y de estar junto a los otros para colmar sus carencias — nadie ejerce sus derechos ante sí mismo — y para realizarse a plenitud como persona. Centra su cometido, únicamente, en los procedimientos para la práctica de la libertad y en la garantía de la plena separación entre el individuo y el Estado. En aquélla, en suma, como lo precisa José Rubio Carracedo, catedrático malagués de teoría y filosofía política, el demos predomina sobre el etnos, en tanto que en ésta ocurre a la inversa.
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La siembra de la democracia a partir de la Grecia antigua, quizá influida por los fenicios y acerca de la que Heródoto como Aristóteles se explican con amplitud, muestra tanto el desarrollo paulatino como las condiciones geográficas y sociales particulares que la hacen posible como aquellas que determinan su sucesivo agotamiento; e ilustra, como experiencia germinal, sobre las exigencias de los equilibrios críticos que demanda la práctica del modelo de ciudadanía, que en la Hélade no se reduce a uno solo. Se trata, en efecto, de un sistema de democracia participativa o directa — en lo particular en Atenas — que combina la complejidad y sofisticación de la actividad política (incluida una actitud muy severa hacia la responsabilidad individual), por un lado, con el principio de una casi absoluta no profesionalización política por el otro.
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Superado el período aqueo, que corre desde lo más distante hasta el año 1000 a.C., la dominancia del elemento familiar y de la monarquía hereditaria que funciona con el apoyo de los anaktes o cabezas de casa: ancianos reunidos en Consejo (boule) del rey (basileus), quien a su vez y para las decisiones más trascendentales — como las militares — convoca al ágora o asamblea popular compuesta por todos los individuos libres, cede como modelo político ante la preeminencia sobrevenida del espíritu asociativo localizado en todos los ámbitos de la vida griega: el religioso, el deportivo, que incluye — fue el caso de Esparta — hasta la sustracción de niños a sus familias para los fines educativos. Y también, quizás se agota dado el proceso de formación de la misma ciudad o polis, que deja de ser un mero sistema de organización parental en oikos, para darle paso a la formación de aldeas integradas por distintas familias o genos, y a la final reunión de varias aldeas pertenecientes a distintas tribus o phyles. La fragmentación originaria de la misma organización social que deriva en política, bien se explica en la misma circunstancia accidentada de la geografía griega.
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La monarquía hasta entonces predominante — que inicialmente ostenta todas las funciones que ejercen las cabezas de las tribus y que luego se reduce a la función religiosa o simbólica — se fisura y es progresivamente sustituida por una aristocracia de administradores, a saber el arconte — verdadero jefe del gobierno — quien junto al polemarca o comandante en jefe auxilian al Rey o basileus, y los legisladores o guardianes de las leyes o tesmotetes. Pero llega el momento en que todos estos, primeramente nombrados de por vida y dadas sus rivalidades ven limitado su poder en el tiempo y también el mismo rey, único y hereditario hasta el siglo VII, quien termina de vitalicio en monarca decenal y sucesivamente anual. Luego, todos a uno y en número de nueve, forman, ahora elegidos, un colegio de arcontes, inicialmente integrado por nobles y más tarde por individuos idóneos por la riqueza, quienes desempeñan como tales la autoridad y plenos poderes para juzgar. Es el tiempo de la polis aristocrática. De allí que se hable de timocracia y no todavía de democracia o quizás de democracia moderada (aristocracia + democracia), por el carácter censatario de la elección respectiva. Y es cuando, pasado el mencionado siglo, el areópago o Consejo de ancianos o jefes de la nobleza, reunido en la colina de Ares también encuentra su contrapeso en los mismos arcontes, quienes además, una vez como dejan sus cargos, pasan a integrar dicho Consejo, eclipsando al paso la importancia de la misma asamblea popular o eklessia.
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Mediando una suerte de tiranías en distintas polis griegas y en las del Mar Egeo, por degeneración de la aristocracia y el malestar popular con el gobierno de ésta, es Solón (594 a.C.), reconocido como el gran legislador y uno de los siete sabios de Grecia, quien a finales del período helénico (1000-500 a.C.) fija las primeras bases del desarrollo democrático ordenado en la polis ateniense de predominio aristocrático. Favorece la emergencia de una élite ciudadana integrada por los viejos aparceros o trabajadores — los llama Aristóteles allegados o sextarios — de la tierra, con quienes realiza un cierto principio de justicia e igualación de clases. Aquéllos, en efecto, entregan antes la sexta parte de su producción agrícola a los pocos propietarios, y luego, por decisión soloniana y ante la explotación que sufren dentro del gobierno aristocrático dominante, se hacen propietarios de sus mismos minifundios en el Ática o territorio circundante de Atenas: la lucha por la tierra llegó a ser, en el siglo VI, el grito de guerra de la democracia naciente, lo recuerda Thadée Zielinski (Historia de la civilización antigua, Aguilar, Madrid, 1950), a cuyo efecto éstos adquieren, como tales propietarios, la posibilidad de acceder al arcontado o a los cargos de gobierno.
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Sobre tal realidad nueva y siendo Atenas el punto de unión entre la ciudad y el campo o Ática: que se ve representada en su conjunto dentro del areópago nobiliario, crea Solón el célebre Consejo de los 400 (bulé), que alcanza ser de los más importantes medios del gobierno: suerte de tercera fuerza entre el areópago citado y la asamblea popular o eklessia — que se reúne 40 veces al año con 6.000 de los 30.000 miembros con derecho a voto que tiene — y que en la práctica eclipsa la fuerza de ésta y la de aquél. Arístoteles refiere que, desde antes de Solón y declinado el régimen primero o monárquico — durante el arcontado de Aristecmo — Dracón reduce la discrecionalidad de la aristocracia gobernante o eupátridas, hace públicas las leyes y fija severas medidas de control y rendición de cuentas a los arcontes y surge el llamado Consejo de los 401; elegido éste a la suerte entre los ciudadanos y custodio de dichas leyes y si alguno de los consejeros falta a una sesión debe pagar una multa. Pero el Consejo de suyo sigue siendo aristocrático en la práctica, pero sujeto, sí, a leyes escritas y ahora conocidas por todos.
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De modo que, en medio de la pugna entre la aristocracia que no quiere cambios y el proletariado que reclama la abolición de la pérdida de su libertad por deudas y pide la confiscación de las tierras y su repartición: una reforma agraria que no llega a realizar plenamente el mismo Solón — según Rubio Carracedo — sino el tirano Pisístrato que lo sucede, hubo aquél de encontrar un justo medio. Clasifica a los ciudadanos en cuatro clases o censatarios: los ricos o pentakosiodimnoi quienes hasta entonces hacen parte de la misma clase social de los caballeros, los hippeis o caballeros: propietarios capaces de criar a un caballo, los zeugittes o pequeños propietarios: poseedores de una yunta, y los sin tierra — jornaleros — o thetes. A partir de ello, las tres primeras clases acceden a los distintos cargos de gobierno — el de arcontes se lo reserva la primera clase — y cada una de ellas, integrantes de las cuatro tribus existentes y con 100 miembros por phyle o file, hacen parte en lo sucesivo del señalado Consejo de los 400. La última clase, en todo caso, queda libre de tributos y hace parte de una asamblea popular que participa en la elección de los magistrados supremos pero cuyas atribuciones no precisan los exégetas o historiadores. Lo importante, a todas éstas, es que Solón prescribe la rendición de cuentas de los magistrados y crea, seguido más tarde por Clístenes, los tribunales populares — la llamada heliaia — competentes para conocer de las injusticias de los magistrados: todos los ciudadanos de cierta edad desempeñaban allí las funciones de jueces (cerca de seis mil) y éstos se dividían en diez colegios de seiscientos miembros cada uno, narra Zielinski.
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Cabe observar, empero, que si la política o la vida de la ciudad ocupa ahora todo el tiempo de los ciudadanos y en las manos directas de éstos reposa la gestión diaria de la misma polis, la experiencia se desarrolla dentro del cuadro de una ciudad comunidad y no como se cree de una ciudad-Estado, suerte de expresión impersonal de los ciudadanos que sólo conoce la modernidad a partir del autor de El Príncipe, el citado Maquiavello. La ciudad es entendida, según lo explican los filósofos de la época, como una prolongación del orden natural o del cosmos. La ciudadanía es, ante todo, moderación (sophrosyne), negación de la hybris o desmesura, y una como otro — la ciudad y el ciudadano — la reunión de la inteligencia o logos con la dike o el sentido de la justicia, que se consideran virtudes inherentes al hombre, pero que sólo se desarrollan — por potenciales — a través de la educación cívica y la aplicación a la política. Los ciudadanos participan, es verdad, pero pueden hacerlo porque trabajan para ellos los esclavos. Quien tiene necesidad para vivir, lo recuerda Aristóteles y lo repite Sartori, no puede ser ciudadano; de donde la condición ciudadana deja también por fuera a un número muy elevado de atenienses.
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Sólo la naturaleza comunitaria de la polis y su carácter territorial reducido hace posible tal experiencia de ciudadanía democrática, que se agota dentro de la misma por presa de su realidad espacial y humana, sin posibilidades de extensión hacia odres sociales y políticos más complejos. Otra cosa es que Atenas puede llevar y hasta imponer su experiencia de polis a distintas ciudades-comunidades bajo su influencia y a partir de las Guerras Médicas (490479 a.C), que le transforman en un poder marítimo y tributario importante, habiendo lugar a la forja de lo que algunos llaman el período de la democracia imperial.
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Antes de que esto ocurra, la reforma de Solón se apaga en medio de las pugnas partidarias y sobreviene con Pisístrato el tiempo de mayor esplendor económico ateniense conocido: se incrementan el monocultivo del olivo, el comercio, y las obras públicas; dado lo cual la nobleza, negada a un régimen de vocación popular, emigra, y éste, dictador, reparte las tierras de los emigrados entre los labriegos pobres. La nueva reforma democrática sólo llega con el período Ático (500-323 a.C.) y es Clístenes, según Heródoto, el creador verdadero de la democracia, hacia el año 509. Apoya la causa popular con evidentes fines militares: que junto a la religión son los factores determinantes del interés público. Y sobre el antiguo orden de tres clases o clanes gentilicios que rige en el Ática (pediéneos, paraliéneos, y diacriéneos) constituye diez nuevas tribus basadas en la residencia — la costa, la ciudad, el campo — y no en el nacimiento o la condición propietaria; dando con ello origen al demos o circunscripción política e integrando aquéllas con éstos, que llegan a un número de cien.
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Al favorecer Clístenes la señalada integración de las nuevas tribus por un número fijo de aldeas o demoi, éstas proporcionan mediante elección consejeros — sólo elegibles por un año y dos veces en vida — para el Consejo que ahora se llama Consejo de los 500: el cual alcanza reunirse durante 275 días cada año. La aristocracia, los pocos, mantienen su posición prevalente, pero la última palabra en esta democracia mixta reafirmada ahora la tiene, como órgano de decisión, la Asamblea de los ciudadanos o eklessia. A ésta le compete incluso castigar con el ostracismo o destierro a los ciudadanos más destacados… cuando el pueblo sospechaba que podían convertirse en tiranos.
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Las nuevas tribus o trytties son construidas, por lo visto, de modo artificial y sobre la base, diríamos hoy, de una concepción geopolítica. Están fundadas cada una sobre tres elementos cruzados: la ciudad, el interior del país, y la costa, aportando a la vez cada tribu 50 consejeros con un efecto cierto dada su integración con miembros de las tres clases originarias y territoriales: evitar la predominancia de representación del elemento urbano o el censatario ateniense sobre el Ätica e impedir que cada tribu original o región, como los citados diacriéneos, paraliéneos, o pediéneos, pudiese deliberar por si sola sin la presencia de los otros. Ello da lugar, por su parte, a que el Consejo tenga la iniciativa de las leyes que luego aprueba la Asamblea Popular y a la vez fiscalice la labor de los arcontes y magistrados, a quienes pide rendición de sus cuentas, y por la otra, permite que se hable en lo sucesivo de isegoría o igualdad de palabra — lo propio de la libertad es hablar libremente dice Protágoras — y también se asocie a Clístenes con la expresión isonomía o igualdad política, en un momento en que la palabra demokratia o poder del pueblo — gobierno de los parientes del campo— resulta insultante. 93
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Antes que concluya el tiempo de los reformadores democráticos, Efialtes y su joven colaborador Pericles — quien le sucede luego de ser asesinado aquél por oligarcas en el año 461 a.C — llevan a cabo las innovaciones que afirman la denominada democracia radical y asimismo imperial. Es reducido el papel del areópago o consejo de ancianos y se le transforma en mero tribunal religioso, redistribuyéndose sus poderes entre el Consejo — en el que participan miembros mayores de 30 años de las tres primeras clases ahora distribuidas en las 10 tribus o files — y los tribunales populares de justicia (Heliaia), con unos 5.000 miembros. Lo que es más importante, se profundiza con Efialtes — cabeza de los democráticos atenientes y opositor a Cimón, cabeza de los aristócratas — la rendición de cuentas de los magistrados (euthuna) y el cargo de arconte pasa a ser accesible a las otras clases: los hoplitas — soldados de armadura — o zeugitas y los thetes, la clase más inferior.
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El Consejo de los 500 ve reducida su fuerza y es puesto a depender de la Asamblea Popular a la que sirve como una suerte de secretaría, y los mismos Tribunales de Justicia se limitan a juzgar en las cuestiones que en lo adelante les delega aquélla. De modo que, incluso quedando luego los arcontes como cargos de honor, al final de la jornada, con Pericles a la cabeza la Asamblea monopoliza todos los poderes cediendo la división entre éstos — legisla y controla la ejecución de las leyes, elige y castiga a los magistrados, y juzga en primera y última instancia, con la Heliaia como órgano intermedio de apelación — y, además, los estrategos asumen todo el poder militar y su financiación y el primero de éstos — que es el propio Pericles — se convierte en Jefe de Gobierno, como lo explica Rubio Carracedo. Una vez alcanzada por Grecia su condición de potencia y pudiendo, amén de exportar su modelo hacia el Mar Egeo, sufragar por vez primera los honorarios de la actividad política ejercida por su élite ciudadana, también hace más exigente y restrictivo el acceso a la ciudadanía limitándolo a los hijos de su tierra por línea paterna o materna (año 451 a.C.). Pero, así como los cargos superiores en la práctica se los reservan los poseedores de tierras en el Ática, la subvención citada alcanza a los pobres que ejercen las otras actividades públicas y al final todos los magistrados, en una tendencia anti aristocrática, terminan siendo elegidos mediante sorteo puro.
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Tucídides, en su Historia de la Guerra del Peloponeso, da cuenta de la final degeneración del modelo de democracia radical que puede sostener con su moderación y liderazgo permanente sobre la Asamblea el mismo Pericles, a pesar de la falta de preparación de sus miembros. Pero luego de éste la experiencia se torna en demagogia y populismo, y bajo el argumento posterior de que alguien tiene que llevar a cabo el trabajo duro de la política y también las cuentas, llega la hora de los especialistas en la política, cuyo arquetipo desclasado lo será, a la muerte de Pericles (429 a.C.), Cleón. La democracia se apaga finalmente a propósito de las guerras del Peloponeso y la pérdida por Grecia del Imperio, siendo restaurada hacia el año 403 a.C. cuando pueden codificarse las leyes atenienses, se sostiene la retribución por asistir a la Asamblea que ahora tiene menos poderes: en la que figura todo ciudadano mayor de 20 años, se especializa la gestión pública, y como lo dice Simón Hornblower la democracia se hizo más eficiente, pero también menos democrática (Del autor, Mundo griego 479-323 AC, Editorial Crítica, Barcelona, 1985).
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El motivo de la degeneración de la democracia radical la explica más tarde el historiador griego Polibio (203 -120 a.C) con su tesis de la anacyclosis. Observa el igual agotamiento padecido por la República romana mixta y fija un parangón con la misma vida finita del ser humano: nace, crece, madura y se extingue. Y es que, en verdad, tanto Grecia como Roma parten de regímenes que para alcanzar la democracia abandonan la monarquía y le encargan el gobierno a los mejores, a la aristocracia; pero para impedir que ésta facilite la corrupción por los menos de los más, sucesivamente ensayan los equilibrios entre los más y los menos distribuyéndose entre todos el poder. Y al final, cuando los más asumen el poder total (como oclocracia o gobierno de la plebe) sobreviene la violencia y la guerra civil, y a ésta la práctica demagógica que termina en tiranía. De modo que, por una parte, el carácter plebiscitario como absorbente de la democracia radical, sólo realizable dentro de límites comunitarios o de la comunidad o koinonía, le abre espacio a la idea de que quien no hace vida política es un idión (o privado): nuestro idiota dice Sartori; con lo cual, ocupados todos de la política la economía decae afectando al conjunto, y por la otra, la autoridad igual de la ley termina considerándose susceptible de ser subvertida: era absurdo que el demos no tuviera derecho a hacer lo que quisiera, cuenta Jenofontes (406 a.C.).
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Así las cosas, bajo Pericles, arquitecto de la democracia ateniense y parte del colegio de los estrategas o militares electos por su capacidad, la democracia subsistía de nombre y se vivía de hecho bajo la dominación del mejor ciudadano, hasta que muere y los demagogos y los líderes populistas se hacen del espacio público creando las condiciones para la confrontación. Todo termina cuando Macedonia, hacia el año 322 a.C., luego de ocurrida la guerra social para el fallido sostenimiento por Grecia de su segunda confederación helénica, se hace de su territorio y suprime finalmente a la democracia. Han de pasar casi 2.000 años antes que renazca de sus cenizas y deje de ser émulo o corrección temporal durante la república romana y luego con las repúblicas del Regnum Italicum en el Medioevo.
La fragua de la república antigua y medieval
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En lo inmediato, la democracia que florece y también se extingue sobre la realidad griega hace buena la prédica de Aristóteles, quien alcanza sistematizar y discernir entre los buenos y los malos gobiernos luego de criticar a la democracia como el gobierno del pueblo, léase de los pobres y en interés de éstos, excluyente de la idea del interés común o general. La monarquía, la aristocracia, y la república, como gobierno de uno, de pocos, o de muchos, en interés común o de todos, vienen opuestas a la tiranía, la oligarquía, y la democracia, como gobierno de uno, de pocos, o de muchos, en interés propio.
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Roma, sin que pueda calcarse exactamente su experiencia a la república medieval y menos a la contemporánea y a la democracia liberal que es obra de las revoluciones del siglo XIX de nuestra Era, es quien ensaya sobre la experiencia griega el modelo republicano de gobierno, con características propias. Su influencia intelectual y práctica se hace sentir sobre los espacios del Occidente que buscan situarse en las antípodas de las monarquías durante los sucesivos siglos y hasta nuestra modernidad. La república romana alcanza, en efecto, la fusión y un equilibrio inteligente entre las formas de la monarquía, la aristocracia y la democracia.
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El Senado romano (integrado por 300 a 500 miembros), la Magistratura (inicialmente representada por 2 Cónsules) asesorada por el anterior es quien ejerce el verdadero gobierno, y la Asamblea Popular o de la plebe (Comitia centuriata o Comicios centuriados y Comitia tributa o Comicios tribunados convocados por el Cónsul o el Pretor, y el Concilio de la plebe o Concilium plebis convocado por los Tribunos o los ediles de la plebe), constituyen las expresiones primeras del modelo. En lo particular, los Comicios centuriados se reúnen para las elecciones de magistrados (Cónsules, pretores, censores) y los tribunados para el resto de las magistraturas. En las asambleas populares, sin embargo, a diferencia de las griegas, se decide por grupos políticos, pero unas y otras se controlan dentro de un sistema de elecciones y repartición funcionarial en el cual el pueblo participa de todas las instancias y cargos, salvo en el Senado. No obstante hay siempre dominio aristocrático en las instituciones señaladas de la antigua república romana.
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En su primera fase, dicha república, tildada de república senatorial y entendida, según la definición de Cicerón, como consociación de hombres que aceptan las mismas leyes y tienen intereses comunes, encuentra en el Senado la sede del partido de los patricios, quienes validan el imperium de los magistrados pudiendo elegir a los Cónsules y decidir sobre los asuntos fundamentales; en tanto que la función legislativa y los juicios de alta traición pesan sobre los llamados Comicios centuriados, abiertos a todos los ciudadanos romanos, así como lo están los Comicios tribunados, que aparte de legislar igualmente juzgan los crímenes de Estado y eligen a los ediles curules, a los cuestores, a los tribunos militares y a magistrados especiales. El pueblo llano o estrictamente plebeyo se encuentra reunido, a su vez, en el citado Concilio de la Plebe, donde asume los juicios ordinarios y elige a los tribunos y ediles de la plebe.
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La primacía aristocrática tiende a ser solucionada o moderada luego mediante las reformas que introducen los hermanos Graco: Tiberio y luego Cayo, creadores del partido popular. Ellos impulsan una reforma agraria que no llega a término total — como no llega la de Solón en Grecia — y también la remoción por el mismo Concilio de la Plebe de aquellos Tribunos de la Plebe — Marco Octavio fue el caso — que no defienden sus intereses. Las tierras, que son conquistadas y pertenecen a la res publicae, quedan en manos de los aristócratas y Tiberio Cayo hace aprobar una ley que las limita a 250 hs. Por familia y a tener que arrendarse 7,5 hs. por persona a cambio de un canon anual y su disposición para cultivos autorizados por un colegio integrado por los mismos hermanos Graco. Cayo, una vez asesinado su hermano, siendo elegido tribuno de la plebe en el año 123 a.C. acota las reformas porque parte del pueblo — y no solo la aristocracia — nos las comparte; pero mejora la condición de la pequeña burguesía y la clase urbana, y extiende la ciudadanía a todos los latinos de la península itálica, en una suerte de sutil tendencia democratizadora.
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Más tarde, muerto también Cayo, sobreviene la reforma del General Mario, quien resentido contra los patricios extiende la ciudadanía a toda la península, aun cuando luego no tiene más opción que tomar medidas contra los demagogos por exigencias del propio Senado. Pero es Sila, elegido Cónsul en el año 88 a.C., quien lidera la contra reforma que reduce al partido popular y con apoyo del Ejército se hace de poderes ilimitados y del título de Dictador, sin que reaccionen ni el Senado ni la Plebe. Luego de lo cual, habiendo purgado a unos 4.700 ciudadanos, incluidos patricios favorables al partido popular, restituye la república senatorial o aristocrática dándole al Senado potestades gubernativas y autoridad para sujetar y controlar la actividad legislativa de los comicios populares: centuriados, tribunados, o de la plebe. No obstante no puede expulsar la demagogia de las asambleas populares y hacia el año 56 a.C., a partir de un Triunvirato pactado por César, Pompeyo y Graco, la república romana le abre espacio al Principado: fórmula política de gobierno en la que un primer ciudadano se convierte en primer gobernante, que por sus méritos se ha ganado el respeto de todos (auctoritas) y que conlleva el mantenimiento armónico de la república, narra Rubio Carracedo.
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Cicerón, el mejor exégeta de la experiencia narrada, la sintetiza señalando que la constitución mixta de la república permite que sus tres instituciones, los Cónsules (autoridad real), el Senado (autoridad aristocrática) y el pueblo romano (con libertad de decisión), rijan sin prevalecer la una sobre las otras. Y afirma que el equilibrio final de la república sólo se encuentra en una virtud suprema: la Justicia, que es la verdadera garantía de tal equilibrio.
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Santo Tomás de Aquino, tanto como lo hace Brunetto Latini (1266), maestro del Dante, observa siglos más tarde la realidad del gobierno comunal que toma cuerpo en las ciudades italianas que logran desembarazarse de sus sujeciones medievales a la diarquía Papa — Emperador. Y que se expresa en Pisa, Milán, Génova, Boloña, Padua, Siena, Venecia, entre otras, dando lugar a la fractura del régimen monárquico hereditario: que se limita a vender los cargos públicos al mejor postor. Inspirada la misma, qué duda cabe, en la experiencia republicana de la Roma antigua, da lugar a la división de la ciudad en comarcas o contrade, cuyos respectivos ciudadanos eligen mediante sorteo al que les representa en el Gran Consejo de gobierno integrado por unas 600 personas; y quienes, a su vez, eligen un podestá o potestad — que sucede a la primigenia figura del Cónsul — para el manejo de los asuntos ejecutivos y judiciales en la ciudad y por tiempo determinado: seis meses o un año, quedando obligado a consultar con los Consejos rectores de la ciudad y a someterse a rendición de cuentas por su conducta en el poder (sindicatus).
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Si bien la ciudad - comunidad de los griegos y la república medieval o ciudad comunal italiana dan cabida y hacen posible, en el primer caso, a la experiencia de democracia directa donde el hombre es todo ciudadanía, y en el segundo, a la república como alternativa de gobierno popular electo y de suyo representativo, donde el individuo es ciudadano a ratos y preferentemente hombre, una y otra — a pesar del uso que de la expresión hace por vez primera el autor de El Príncipe— siguen siendo realidades territorialmente acotadas. Mucho distan del Estado como un conjunto complejo y vastísimo de estructuras de mando, de administración y de legislación, sostenido por una variedad de aparatos, en la opinión de Sartori, y que es realidad abstracta y distinta, hay que subrayarlo, que sólo se conoce en propiedad y como tal a partir de los siglos XIX y XX. Y es a éste al que queda indefectiblemente atada, justificándose dentro de él o marcando distancia, la realización de la democracia, como la conocemos hasta nuestros días.
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Quentin Skinner, quien escribe ampliamente — para la obra colectiva de Dunn — sobre las ciudades repúblicas italianas medievales, tiene el tino de recordar que éstas — mirándose para su fragua, cabe repetirlo, en la antigua república romana y en sus raíces griegas — si bien implican una crítica a la ineficiencia de la gestión de un rey o monarca quien pretende gobernar a varias ciudades a la vez — de donde el autogobierno se muestra propicio a la vida comunal acotada — también la atomización de la misma ciudad le abre las puertas a la anarquía y a la reversión de su mando a manos del Príncipe o de los signori hereditarios.
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Al intentar la nobleza su control sobre el podestá de la república comunal del medioevo, acto seguido y en reacción los ciudadanos que se sienten afectados crean sus propias sociedades independientes y eligen sus propios Consejos y los capitani a quienes confian sus asuntos públicos (res-publicae) entrando en conflicto con la autoridad del podestá e instaurándose una lucha social endémica que le pone fin a la primera. Skinner recuerda, a título ilustrativo, el conflicto inmortalizado por Shakespeare en Romeo y Julieta, que narra la confrontación entre los Montesco, defensores de los popolani o individuos del pueblo, y la nobleza de rancio abolengo.
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No obstante lo anterior, Aquino, al escribir hacia el siglo XIII de nuestra era su De regimine principum, muestra su admiración por la experiencia de las repúblicas italianas, en las que una sola ciudad administrada por magistrados electos a los que se cambia cada año, a menudo es capaz de lograr mucho más que un rey que rige a tres o cuatro ciudades; dado lo cual considera que un gobierno recibe el nombre de democracia cuando es inicuo y cuando es conducido por un gran número de personas: forma de poder popular donde la plebe, por pura fuerza de los números, oprime al rico, con el resultado de que el conjunto del populacho se convierte en una especie de tirano, explica Skinner.
En la hora de las revoluciones
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No cabe duda en cuanto a que es a partir de la Revolución norteamericana — que para algunos crea la democracia norteamericana siendo lo cierto que su modelo trasiega como referente fundamental hacia todas las repúblicas de las Américas desde finales del siglo XVIII — cuando surge con fuerza original la particular experiencia democrática occidental que se extiende hasta hoy. Y tanto lo es que los mismos intelectuales europeos de la época, entre éstos Alexis de Tocqueville, la fijan como el laboratorio de sus reflexiones, del que surge la misma obra magna de éste teórico de la política francés titulada La democracia en América, cuyo primer volumen se publica el 21 de enero de 1835 haciendo de su autor ilustre en un instante, como lo sentencia Lacordaire, citado por Aguilar.
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El secreto de lo ocurrido está en la búsqueda de una opción constitucional fundada en la teoría del gobierno equilibrado, que no le hace espacio a los riesgos de degeneración que implican las reseñadas formas puras de monarquía, aristocracia, y república, a partir de las cuales, el uno apuntando a su lado deriva en tirano, los pocos se dividen en partidos, y los muchos tirando de la cuerda propician la anarquía u otra forma de tiranía, la de las mayorías sobre las minorías. De modo que la inspiración de esa forma mixta apreciada todavía de necesaria — y visto el tiempo histórico recorrido — la tienen a mano los colonos americanos, pues la sociedad británica con sus tres clases o estamentos — el rey, la nobleza, y el pueblo — logra lo que resulta imposible para la Revolución Francesa: encarnar a éstas y hacerlo de un modo funcional al interés común (commonwealth), en las instituciones de la Corona, de la Cámara de los Lores, y de la Cámara de los Comunes.
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Al principio, parte de los revolucionarios americanos apuesta a la idea de la república pura y no democrática, que sólo elige y legitima el poder de quien manda y en donde la elección se dirige de ordinario hacia los llamados virtuosos: quienes pueden sacrificar su interés particular en aras del interés público; no siendo éstos sino los hombres independientes económicamente o libres de ocupaciones — al mejor estilo de los griegos de la antigüedad — y que por tanto no esperan provecho de los cargos. La Constitución de Pennsylvania de 1776, quizás inspirada en dicha idea, decide prescribir que la función pública no se remunera.
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En banda distinta, presionados por la idea de la igualdad que es la más cara a sus anhelos, dada la misma condición paritaria de los colonos y justificativa de sus rupturas con la Corona otros de éstos apuestan por un sistema unicameral legislativo sin senado ni gobernador, en una versión democrática sólo realizable en el marco de una comunidad estrecha o limitada. Es el caso de los mismos constituyentes de Pennsylvania, pero cuyo texto fundamental se reforma 15 años después al demostrarse inviable el planteamiento. Los constituyentes de otros Estados ensayan la mixtura de formas de gobierno señalada, disponiendo al gobernador como el uno, al senado como los varios, y a los diputados o representantes como los muchos o representantes del pueblo llano, pero con poder mayor frente al senado y al mismo gobernador.
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Entre ensayo y error, mediando debates esclarecedores descubren los norteamericanos que es posible el gobierno de uno, de pocos y de muchos a la vez, sin que el uno sea una suerte de monarca o los pocos la expresión de una aristocracia incompatible con la idea de la igualdad. El uno, los pocos y los muchos son todos, con fundamento en la idea dominante de la igualdad, individuos procedentes de la calle, sin distingos de clases; pero a la vez, todos a uno adquieren la condición de elegibles mediante el voto de los más, de los muchos, siendo todos los norteamericanos al final electores y a la vez representantes del todo: sean gobernadores, jueces, legisladores, etc.
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El pueblo queda representado en toda la organización del poder y no asume identidad en una sola parte de este — como sólo la tiene en la Cámara de los Comunes británica — y desde aquél, con perfil propio, puede presionar a las otras clases sociales formantes del gobierno; lo que equivale, según algunos, a que en lo sucesivo el pueblo está en todas partes y gobierna sobre el todo, lo que para otros implica no gobernar en ninguna parte. Los norteamericanos habían separado por completo al pueblo, como estado social, del gobierno, y por lo tanto destruido la identidad entre estado y sociedad que tanto habían apreciado los teóricos desde Aristóteles. De allí que James Madison (1788), como lo cuenta Gordon S. Wood para la obra de Dunn, escribe que la verdadera distinción de los gobiernos norteamericanos, el elemento que los separaba de las antiguas repúblicas radica en la exclusión total del pueblo, en su capacidad colectiva, de toda coparticipación en el gobierno; de donde la representación fragua en una república y nada más.
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Alexander Hamilton (1788) cree bien y con mejor propiedad que la vieja noción de la democracia — como la noción tradicional de la república — mal se aviene con la originalidad del experimento norteamericano, prefiriendo la denominación de república democrática o democracia representativa. En efecto, la realidad es que a la vieja separación de clases sociales (nobleza, aristocracia, pueblo llano) que decanta en el ejercicio del gobierno condicionando sus formas (monarquía, república, democracia), la democracia norteamericana opone la mera división del poder (gobernador, senado, representantes) para frenar los abusos del poder sea quien fuere el que lo detente y proveer a lo que hoy en día se conoce como el check and balance.
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Tras una matización de la idea de la república mixta, la determinación de que todos los órganos de gobierno se integran con personas venidas del pueblo por virtud de la igualdad y adquieren su legitimidad mediante el voto libertario del pueblo, dicta de suyo que éstos de conjunto representan al pueblo. El pueblo gobierna sin confundirse con el Gobierno librándose de sus ataduras y separando la circunstancia personal de sus miembros de sus condiciones como ciudadanos. Así, el voto igual y libre — que para 1825 alcanza a toda la población blanca, masculina y adulta — adquiere un valor crucial y no incidental dentro del funcionamiento de la democracia, y la idea unitaria de la representación popular — que, repetimos, ya no es de clase o estamento — para el ejercicio de poderes de gobierno varios y divididos, por fundarse en el voto se explica y legitima en su mismo ejercicio.
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Queda resuelta así, en principio, la interrogante que no deja de angustiar a Tocqueville: No existe hoy día soberano alguno — dice — lo bastante hábil y fuerte para establecer el despotismo restaurando las diferencias permanentes entre sus súbditos; tampoco hay ningún legislador tan sabio y poderoso que sea capaz de mantener instituciones libres sino adopta la igualdad como su primer principio y bandera; no obstante lo cual, agrega el referido maestro de la democracia, ella provoca dos alternativas: una impulsa directamente a los hombres hacia la independencia y puede llevarlos a la anarquía, y otra los conduce por un camino más largo y más oculto pero más seguro hacia la servidumbre.
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La experiencia revolucionaria francesa de 1789, a la luz de sus exégetas es, a su vez, la que crea el primer gobierno republicano europeo que logra extenderse más allá de una minúscula referencia comunitaria, para situarse en el ámbito del Estado moderno. Es, según Biancamaría Fontana, autora en el libro de Dunn, la que nos da las leyes e instituciones que todavía hoy constituyen un modelo para los gobiernos democráticos del mundo. No obstante, el ideal de democracia pura o directa que se intenta imponer bajo inspiración, en el criterio de algunos, del acervo greco-romano que dice sobre la participación activa y constante de los ciudadanos en las decisiones políticas, se revela inviable y hasta trágico. Tanto que, las instituciones republicanas en apresurada forja terminan en manos del autócrata Napoleón Bonaparte, a partir de 1799. Y lo cierto es que, por una parte, ha lugar a la idea de la soberanía nacional como fuente de legitimidad para el ejercicio del poder y en la Constitución de 1791 se consagra el sufragio universal masculino, que alcanza a unos cuatro millones de franceses; y por la otra, la adopción de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, sirve de límite y marca sus finalidades al mismo poder organizado del Estado.
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La quiebra por ineficacia y desorden del modelo francés se produce, cabe explicarlo, primero por una falta de experiencia en elecciones directas y para la conformación de una Asamblea integrada por 745 miembros, que ha de renovarse al principio cada dos años y luego cada año, dentro de un ambiente de caos y huérfano de organizaciones partidarias como de intereses locales definidos; y luego, una vez como se entroniza el jacobinismo con su Comité de Salvación Pública, al encargarse éste de decidir en tanto que cumbre ejecutiva del partido revolucionario por sobre las deliberaciones parlamentarias. La caída de Robespierre y su ejecución mediante la guillotina junto a 21 de sus seguidores, en 1794, le pone fin al Reinado del Terror, luego de lo cual la Constitución de 1795 reduce el padrón electoral transformando en censatario el ejercicio del sufragio, pero la institución republicana pierde su total credibilidad.
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Hacia 1812 toma cuerpo una lúcida iniciativa en España, que no logra hacerse realidad sino espasmo — entre 1812 y 1814, durante el trieno liberal 1820-1823, y en 1836-37 — pero que también influye en el constitucionalismo liberal de Italia, Portugal y América Latina. Las Cortes Generales y Extraordinarias reunidas en Cádiz durante la invasión napoleónica adoptan la celebérrima Constitución Política de la Monarquía Española o Constitución de Cádiz, llamada también La Pepa por su sanción durante el día de San José. Con ella provocan la ruptura no traumática con el Antiguo Régimen y dan a luz un modelo de monarquía constitucional limitada y de ordenación y separación de los poderes públicos bajo el principio de su legitimación por la soberanía nacional y de representación de ésta en cabeza del parlamento, donde aquélla reside y que no preside el monarca.
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El sufragio, visto a la luz de su tiempo, adquiere virtuales condiciones de universalidad al quedar extendido como derecho a todos los varones españoles — europeos y americanos — mayores de ventiún años; si bien el régimen electoral es todavía discriminatorio, escalonado e indirecto y opera mediante un sistema de elección que va desde las Juntas Electorales de Parroquia, de Partido y luego de Provincia, hasta conformar éstas las Cortes con la elección de los diputados. Asimismo, se establece una separación moderada de los asuntos entre la Iglesia y el Estado, al quedar la jurisdicción eclesiástica subordinada en última instancia a la civil y no a la inversa; y se consagra como fundamento del modelo la libertad de imprenta: hoy reconocida como columna vertebral de la democracia. La libertad civil, la propiedad y un conjunto de derechos fundamentales quedan asegurados por el principio de sometimiento del Estado y de los ciudadanos a las leyes, que es potestativa de las Cortes: quien las decreta, las interpreta y las deroga; ejecutables por el Rey y aplicables por los tribunales, únicos con competencia judicial, que es negada tanto al propio Rey como a las Cortes. 127
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En cuanto al gobierno de los pueblos y provincias, si bien el Rey nombra al jefe político de éstas, las diputaciones provinciales son objeto de elección por los electores de partido, tanto como son electos los Ayuntamientos mediante voto popular y directo de los pobladores, quienes designan a sus alcaldes, regidores y síndicos. Se trata, en fin, de un régimen liberal democrático de monarquía constitucional limitada, novedoso por sus equilibrios y de sujeción por todos, el Estado y el ciudadano, a una Constitución escrita como ley fundamental; que a su vez reclama de su control permanente a manos de los jueces, quienes han de preferir dicha tarea a los asuntos ordinarios de que conozcan. Queda así afirmado, desde entonces, el control de constitucionalidad que plantean los textos fundamentales democráticos en la actualidad.
Un balance provisorio
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A la luz de éstos antecedentes, tres grandes tradiciones históricas y filosóficas residen en la concepción contemporánea de la democracia y de ellas son tributarias sus diversas expresiones normativas; encontrándose en cuestión por razones de actualidad y sustantivas sólo la última. Norberto Bobbio es quien mejor realiza una síntesis cabal al respecto, cuando al escribir sobre la teoría de la democracia las describe en el orden siguiente: a) la teoría clásica, trasmitida como teoría aristotélica, de las tres formas de gobierno, según la cual la democracia, como gobierno del pueblo, de todos los ciudadanos o bien de todos aquellos que gozan de los derechos de ciudadanía, se distingue de la monarquía, como gobierno de uno solo, y de la aristocracia, como gobierno de pocos; b) la teoría medieval, de derivación romana, de la soberanía popular, con base en la cual se contrapone una concepción ascendente a una concepción descendente de la soberanía según que el poder supremo derive del pueblo y sea representativo o derive del príncipe y sea trasmitido por delegación del superior al inferior; y c) la teoría moderna, conocida como teoría maquiavélica, nacida con el surgimiento del Estado moderno en la forma de las grandes monarquías, según la cual las formas históricas de gobierno son esencialmente dos, la monarquía y la república, siendo la antigua democracia una forma de república (la otra es la aristocracia) donde tiene origen el cambio característico del período prerrevolucionario entre ideales democráticos e ideales republicanos, y el gobierno genuinamente popular es llamado, antes que democracia, república. (Norberto Bobbio et al. Diccionario de política. México. Siglo XXI Editores, 1997).
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Repensando la democracia hacia el siglo XXI, lo que cabe preguntar a título de corolario es si la república democrática o la democracia representativa — que modernamente y ab initio se resuelve, como lo dice el mismo Bobbio en su libro El futuro de la democracia (1986), en una suerte de sistema o de reglas que establecen quién está autorizado para tomar las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos — es o no capaz, a la luz de las nuevas circunstancias globales supra anotadas, de asegurar la titularidad y plenitud del poder decisorio del pueblo como elemento constitutivo del Estado; y si acaso los procedimientos para su decisión inmediata o mediata — a través de los poderes públicos constituidos — resultan efectivos o pertinentes a los condicionantes de la Era digital o a la teleología o finalidades que se le asignan como sustanciales a la democracia para que siga siendo considerada como tal.
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El asunto anterior no es baladí. En cierta forma toca al dilema que acompaña a la historia del pensamiento político y sobre el cual vuelve con sus reflexiones el mismo Bobbio: ¿Cuál es el mejor gobierno, el de las leyes o el de los hombres? O mutatis mutandi ¿quién ha de predominar en la democracia, el Estado, el ciudadano, o el individuo?, ¿el Estado de Derecho o el Estado de justicia?, o mejor, ¿la vuelta predicada hacia las cavernas replantea, como consecuencia, la democracia directa griega o acaso la complejidad de lo global repropone una suerte de neomodelo aristocrático medieval, mudado en aristocracia digital? Avanzar sobre tales interrogantes e intentar responderlos siquiera a tientas demanda tener presentes los estándares que acerca de la democracia nos muestra la experiencia corriente en las Américas, con independencia de sus denunciadas falencias y más allá de que se intente o sea pertinente mirar, en búsqueda de nuevas orientaciones, el pasado remoto.
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De la democracia formal y del ejercicio efectivo de la democracia
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Así como la idea de la república democrática logra permear como modelo hacia nuestros distintos Estados americanos, por oposición a la idea de la legitimidad monárquica auspiciada por el Congreso de Viena de 1815 y su Santa Alianza, no cabe duda que la emergencia de la Segunda Gran Guerra del siglo XX provoca una polaridad distinta: dictaduras versus democracias.
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Cabe tener presente que, salvo en la experiencia norteamericana, cuya democracia decanta sobre el denominador común cultural de sus colonos y emerge sucesivamente como forma de organización y de ordenación de su res publicae, en el resto de las Américas la misma democracia se traslada y prende constitucionalmente — bajo las enseñanzas revolucionarias americana, francesa e incluso la gaditana de 1812 — como una estructura dentro del Estado y sobrepuesta a la realidad social en formación y aún pendiente de su mixtura entre razas y culturas originales diferenciadas. De donde la república, al nacer sobre un vacío y dentro del señalado Estado impersonal como por preceder a la conformación de la misma sociedad, hace lugar a una suerte de desencuentro y falta de sincronía no superado entre las llamadas sociedades políticas y sociedades civiles latinoamericanas.
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Las sociedades civiles, es el caso de Venezuela, adhieren culturalmente al Estado y a su forma republicana, más a la manera de un pacto utilitario que por obra de convicciones arraigadas o la conciencia de su propia valía; lo que explica porque, de tanto en tanto, esas mismas sociedades ora prohijan repúblicas militares o verdaderas autocracias que se sostienen bajo el uso y manipulación de las reglas de juego republicanas, ora rechazan acremente a las repúblicas civiles que ajustan, sin prostituirlas, sus conductas a las citadas reglas y al sentido final de la experiencia democrática de la ciudadanía. Y es que, en el fondo, como que siguen considerando al Estado y al poder un extraño cuya presencia se acepta a condición de que retribuya con prodigalidad la entrega en sus manos por los ciudadanos del mismo destino de la ciudadanía.
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A partir de 1948, así como la democracia representativa adquiere textura y contextura regional como propósito o deber ser y una vez como son adoptadas la Carta de Bogotá, que instituye la Organización de los Estados Americanos, y la Declaración Americana de Derechos Humanos, ella se nutre seguidamente de finalidades que le aproximan paulatinamente a las realidades humanas subyacentes, aun cuando sin perder su perfil moderno de sistema hecho de reglas de juego para la práctica de la ciudadanía y la organización del poder.
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El texto de la Carta de la OEA, adoptado durante la Novena Conferencia Internacional Americana, es ilustrativo. En su preámbulo dispone que la solidaridad americana y la buena vecindad no pueden alcanzarse ni pueden tener otro propósito que consolidar en este Continente, dentro del marco de las instituciones democráticas, un régimen de libertad individual y de justicia social, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre. El Comité Jurídico Interamericano, según consta en el acta final de su sesión extraordinaria de 1959, ajusta de modo preciso que el medio de asegurar en América sistemas democráticos de gobiernos sería el de reconocer y proteger los derechos de la persona humana; lo cual es consistente con el reconocimiento a ésta de un espacio propio, distinto de la clásica ciudadanía y por ende separado del Estado como abstracción y expresión política organizada que ha sido de la señalada sociedad civil.
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La V Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, reunida en Santiago de Chile, se atreve a enunciar sin carácter limitativo, en 1959, los principios y atributos del sistema democrático para la efectividad de su desempeño. Los desarrolla tanto en la sustancia de sus formas como a la luz de su relación con los ciudadanos y los individuos. Los principios del caso, suerte de estándares de la democracia representativa o de la república democrática, tal y como constan en la Declaración de Santiago son los siguientes: 1. Imperio de la ley, separación de poderes públicos, y control jurisdiccional de la legalidad de los actos de gobierno. 2. Gobiernos surgidos de elecciones libres. 3. Proscripción de la perpetuación en el poder o de su ejercicio sin plazo. 4. Régimen de libertad individual y de justicia social fundado en el respeto a los derechos humanos. 5. Protección judicial efectiva de los derechos humanos. 6. Prohibición de la proscripción política sistemática. 7. Libertad de prensa, radio y televisión, y de información y expresión. 8. Desarrollo económico y condiciones justas y humanas de vida para el pueblo.
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La Declaración citada es reconocida en su fuerza moral para la época y así lo es hasta que se aprueba la Convención Americana de Derechos Humanos (1969) o Pacto de San José, en cuyo Preámbulo se expresa el compromiso jurídico vinculante de los Estados para consolidar en este Continente, dentro del cuadro de las instituciones democráticas no fuera o al margen de él, un régimen de libertad personal y de justicia social, fundado en el respeto a los derechos esenciales del hombre. No sólo eso. A tenor de su artículo 29, los Estados partes adhieren expresamente como contexto para la hermenéutica o interpretación de la Convención a la forma democrática representativa de Gobierno, en una singladura que marca luego una relación de interdependencia o de unidad de doble faz entre los derechos humanos y la democracia, y al afirmarse, según se desprende del artículo 32 que le sigue, que así como no puede entenderse a la democracia sin su teleología o compromiso con la realización de los derechos humanos, éstos, a su vez, encuentran como límite las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática. Se trata pues, de un equilibrio distinto al que conoce nuestra remota antigüedad y que en cierta forma arrastran hacia sí las revoluciones del siglo XIX.
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La asunción de la democracia como algo más que una forma organizativa del gobierno y, eso sí, como parte sustantiva e inseparable del ejercicio de los derechos esenciales de la persona humana: protegidos y garantizados internacionalmente, determina, en fin, que los conceptos de orden público, bien común, seguridad nacional, tantas veces utilizados para encubrir abusos y menoscabos a la libertad y a los mismos derechos fundamentales a fin de privilegiar al Estado republicano contemporáneo e impersonal, no puedan ser explicados en lo sucesivo fuera de los propios límites estrictos de la democracia.
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De la misma manera en que el orden público ha de entenderse como las condiciones que aseguran el funcionamiento armónico y normal de las instituciones sobre la base de un sistema coherente de valores y siendo el bien común un concepto que ha de interpretarse como elemento integrante del orden público en un Estado democrático, cuyo fin principal es la protección de los derechos esenciales del hombre, se conviene, pues, en que el mismo hace referencia — como bien común — a las condiciones de la vida social que permiten a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal y la mayor vigencia de los valores democráticos. La simbiosis democrática, tan esperada desde el nacimiento de nuestras repúblicas: Estado/sociedad, queda así resuelta, al menos nominalmente.
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Sobre el puente histórico del cambio global que se hace sentir hacia finales de los años ’80 del siglo XX, ocurre otro hecho singular producto de la simplificación en el análisis del hundimiento del socialismo real en los países miembros de la antigua Unión Soviética y europeos orientales. La república democrática que sirve de soporte a la relación política entre las distintas naciones de las Américas, se torna en un deber inexcusable; a un punto tal que el apartamiento de sus reglas por cualquier Estado despega un sistema de seguridad colectiva democrática compulsivo, que bien evoca la práctica de la Atenas Imperial durante el período ático y a propósito de la Liga de Delos: Introducir por todas partes un gobierno democrático, pensando muy justamente que un gobierno así, que sería deudor de su existencia a Atenas, llegaría a ser un sostén para la política atenófila de la comunidad era entonces el desiderátum, lo recuerda Zielinski.
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En 1991, tanto el llamado Compromiso de Santiago como la Resolución 1080 que le sigue, nacidos dentro del seno de la OEA y que anteceden a la reforma de la Carta de dicha organización multilateral en 1992 (Protocolo de Washington), son apreciados por un crítico de las mismos, el diplomático mexicano Ismael Moreno Pino, así: Se trata, sin duda, de una resolución de muy particular importancia ya que es un eslabón más de la tendencia, al parecer irresistible, de encomendar a la Organización la tutela de la democracia representativa como forma de gobierno de todos y cada uno de sus Estados miembros. (Omissis). Junto con el antes referido Protocolo de Washington viene a constituir un parte aguas en lo que a los objetivos y al funcionamiento de la Organización se refiere: en lo sucesivo, materias tales como la legitimidad del ejercicio del poder público o el funcionamiento de los procesos políticos internos, parecen haber sido arrancados de lo que tradicionalmente constituía el dominio reservado de los Estados, o corren al menos el riesgo de serlo.
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El Compromiso de Santiago (Compromiso con la democracia y renovación del Sistema Interamericano), marca, en efecto, un giro dentro del Sistema Interamericano. Del principio de adhesión por los Estados a la democracia representativa se pasa hacia la consagración militante de la defensa de la democracia representativa como la forma de gobierno de la región. Como se aprecia en el mencionado Compromiso, todos los Gobiernos presentes en la Asamblea, democráticamente elegidos, tienen conciencia clara, ante el fin de la Guerra Fría, del avance cierto pero no garantizado hacia un orden mundial más abierto y democrático, fundado en la revitalización de la diplomacia multilateral y de las organizaciones internacionales.
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El Compromiso de Santiago hace posible un intento germinal e inédito — quizás por preverse o intuirse ya la crisis democrática que sobreviene y hoy es visible en el Occidente — para trascender hacia una conceptualización nueva del modelo democrático representativo. Más allá de la voluntad de fortalecer la democracia representativa, como expresión de la legítima y libre manifestación de la voluntad popular (legitimidad formal), los Estados miembros adoptantes de la Declaración hacen expresa la relación entre la democracia representativa y el deber de intensificar la lucha solidaria y la acción cooperadora contra la pobreza crítica y de promover la observancia y defensa de los derechos humanos, de modo especial, la participación política de grupos étnicos minorados o minoritarios (legitimidad de desempeño).
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Hacia la Carta Democrática Interamericana
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La apreciación en cuanto a que el término o final de la Guerra Fría provoca un cambio estructural e ideológico en las relaciones internacionales contemporáneas; seguidamente, la convicción acerca del papel dinamizador que las nociones de libertad, respeto y garantía de los derechos humanos, Estado de Derecho, en fin, vigencia universal de los valores democráticos tienen dentro del orden mundial emergente; y, la preocupación por la insurgencia de fuerzas disolventes que, en la transición, caracterizan al agotamiento de la bipolaridad Este-Oeste, no dejan de ser constatadas por los Cancilleres del Hemisferio en el Compromiso de Santiago de 1991, al señalar que los cambios dirigidos hacia un sistema internacional más abierto y democrático no están plenamente asegurados.
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Dentro de dicho contexto ha lugar a la posterior iniciativa norteamericana de convocar e institucionalizar, al más alto nivel político, con la presencia de los Jefes de Estado y de Gobierno del Continente, un vértice o cumbre inserto dentro del mismo Sistema Interamericano, para atender los nuevos desafíos históricos. Nacen de tal suerte las Cumbres de las Américas como puntos de reflexión y decisión acerca de la democracia y los peligros contemporáneos que la acechan. Es en el seno de las mismas donde fragua la idea de la Carta Democrática Interamericana en vigor.
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Tanto como existe la convicción acerca de que la democracia es el único sistema que garantiza el respeto de los derechos humanos y el Estado de Derecho, y a la vez salvaguarda la diversidad cultural, el pluralismo, el respeto del derecho de la minorías y la paz en y entre las naciones, la Primera Cumbre (Miami, 1994) queda persuadida en cuanto a que la democracia se basa, entre otros principios fundamentales y en consonancia con su regla de base histórica, en elecciones libres y transparentes, e incluye el derecho de todos los ciudadanos a participar en el gobierno. Pero es consciente, a la vez, de los nuevos retos que tiene encima, como la modernización del Estado, que incluye aquellas reformas que agilizan su funcionamiento, reducen y simplifican las normas y procedimientos gubernamentales, y aumentan la transparencia y la responsabilidad de las instituciones gubernamentales: la independencia del poder judicial pues constituye un elemento crucial para la existencia de un sistema jurídico eficiente y de una democracia duradera; y como desiderátum mejorar la satisfacción de las necesidades de la población...
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Puede decirse, entonces, que lo esperado de la democracia, vista desde el ángulo de las obligaciones del Estado, es ser una democracia de servicio, y desde el ángulo de las pretensiones del ciudadano, ser un derecho a la democracia que desborde la mera forma política de organizar el poder constituido. Quizás por ello y por la desconfianza que hacia la propia democracia anida en los ciudadanos del presente por defecto lo anterior, la Cumbre citada concluye afirmando que la democracia efectiva requiere que la corrupción sea combatida de manera integral, toda vez que constituye un factor de desintegración social y de distorsión del sistema económico que socava la legitimidad de las instituciones políticas.
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La Declaración de Santiago, adoptada seguidamente por la 2ª Cumbre de las Américas en 1998, durante su encuentro de Chile amplia el cuadro de elementos dogmáticos e integradores de la democracia representativa, acotando el clásico principio de la No intervención y la independencia de los Estados para determinarse políticamente. La fuerza y el sentido de la democracia representativa, reza la Declaración, han de residir, por una parte, en la participación de los ciudadanos y ya no sólo y como antes en el ejercicio del poder sino en todos los niveles de la vida ciudadana. Por otra parte, implica junto a la participación más activa de la sociedad civil el fortalecimiento de las capacidades de los gobiernos regionales y locales. En otras palabras, la democracia ha de correr en línea contraria a la centralización del poder político. Pero hace hincapié tal Declaración en que la prensa libre desempeña un papel fundamental en la materia; de donde reafirma la importancia de garantizar la libertad de expresión, de información y de opinión, como exigencia sustantiva de la experiencia democrática y de su renovación.
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Sin solución de continuidad, en línea con las elaboraciones precedentes, la 3ª Cumbre de las Américas celebrada en Québec el año 2001, prefiere mostrarse más consciente en cuanto a que las amenazas contra la democracia hoy en día asumen variadas formas. El ejemplo queda a la vista por su novedad y como una suerte de preanuncio del peligro real y no hipotético que enfrenta la democracia en lo sucedáneo y que no la opone como en el pasado inmediato a las dictaduras. Se tiene a la democracia, a ella misma, como su enemiga. El caso es que el presidente peruano, Alberto Fujimori, electo en comicios democráticos, contando con suficiente legitimidad de origen opta por comprometer su legitimidad de desempeño democrático al usar de las formas o reglas de la democracia para vaciarlas de contenido.
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Dos elementos esenciales destacan, por ende, en la Declaración de Québec. Uno de carácter inédito, que fija una diferencia entre la democracia formal y la democracia de desempeño. Otro, de cara a la realidad contemporánea y más allá de la razón que — por obra del Compromiso de Santiago, de la Resolución 1080 y del Protocolo de Washington — hace posible fortalecer la acción colectiva de defensa de la democracia ante los clásicos golpes de Estado, que añade como nuevo presupuesto las llamadas «alteraciones de efecto grave» sobre el orden democrático.
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El 11 de septiembre de 2001, fecha en la que el tiempo clásico e internacional de los Estados soberanos cesa a manos del terrorismo fundamentalista deslocalizado y cuando se hace espacio otro quiebre cruento — el primero del siglo XXI — en las leyes elementales de la ética y la decencia humanas, la Asamblea General de la OEA, cuidando de éstas hacia el futuro adopta en Lima la Carta Democrática Interamericana. Su texto, cuyo proyecto presenta el Gobierno del Perú a la Asamblea General de la OEA celebrada en San José de Costa Rica durante el mes de mayo precedente, ya caído Fujimori, es aprobado por consenso de los Cancilleres incluido el venezolano: cuyo mandante, el Teniente Coronel Hugo Chávez Frías, es el único Jefe de Estado disidente acerca de los estándares democráticos consagrados durante la Cumbre de Québec y al alegar que la democracia verdadera no es representativa sino directa y participativa.
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El derecho humano a la democracia
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Seis capítulos encierran el texto de la Carta Democrática Interamericana y compendian la doctrina y la práctica sobre la democracia en las Américas, con vistas a su relanzamiento y en el marco de sus nuevas exigencias en el siglo XXI. En orden sucesivo, la Carta Democrática se refiere y fija en sus artículos 1 a 6 del capítulo I (La democracia y el sistema interamericano), el concepto de la democracia que asume como propio el Sistema Interamericano y que califica el artículo 1 como derecho de los pueblos de América que ha de ser garantizado por los gobiernos.
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En el capítulo II (La democracia y los derechos humanos), que corre desde los artículo 7 a 10 ejusdem, la Carta ratifica el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales como elemento esencial de la democracia; y hace constar el locus standi del que gozan de manera directa e inmediata los individuos, en el plano internacional, para lograr el amparo directo e inmediato — la tutela judicial efectiva — de sus derechos más allá de la personalidad clásica y envolvente de los Estados nacionales.
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Los artículos 11 a 16 integrantes del capítulo III (Democracia, desarrollo integral y combate a la pobreza), fijan la interdependencia entre la democracia y su ejercicio con el desarrollo económico y social, considerando dentro de dicho espectro la incidencia de la democracia en la conservación del medio ambiente y el papel clave que juega la educación en la lucha para la superación de la pobreza y la exclusión, por ende, en el fortalecimiento de las instituciones democráticas.
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El capítulo IV (Fortalecimiento y preservación de la institucionalidad democrática) desarrolla cuidadosamente, desde el artículo 17 hasta el artículo 22, los medios y procedimientos dispuestos por la Carta para las hipótesis de violación — en distintos grados o niveles — del derecho a la democracia, a objeto de que el Sistema Interamericano cumpla a través de sus órganos o mecanismos de seguridad colectiva democrática con sus tareas, ora de asistencia, ora de preservación, sea de normalización, sea de restablecimiento de la institucionalidad garantista o del ejercicio democrático vulnerado.
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Finalmente, los capítulos V (La democracia y las misiones de observación electoral), artículos 23 a 25, y VI (Promoción de la cultura democrática), artículos 26 a 28, disponen lo necesario para que, tanto los Estados miembros como la OEA, dentro del marco de sus respectivas competencias y responsabilidades hagan lo necesario para la realización y garantía de procesos electorales libres y justos y para la creación, con apoyo de la sociedad civil, de las condiciones y las prácticas necesarias para alcanzar — en elecciones auténticas y mediante el voto universal, igual, libre y secreto — la gobernabilidad democrática.
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En lo relativo a las misiones de observación electoral, el capítulo correspondiente distingue claramente las siguientes: Las misiones preliminares para asesoramiento y asistencia por la OEA a los Estados con vistas al fortalecimiento y desarrollo de sus procesos electorales; las misiones de observación electoral propiamente dichas, que determinan la existencia o no de las condiciones necesarias para la realización de elecciones libres y justas; finalmente, las misiones especiales, que de cara a la circunstancia anterior, han de contribuir con la creación previa de las condiciones en cuestión.
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Un aspecto particular, de crucial significación, merece destacarse a propósito de la adopción de la Carta. Esta califica a la democracia como derecho los pueblos, en línea diversa a su consideración como sistema o régimen político de Gobierno, según puede apreciarse en su artículo 1 y que mejor se entiende en sus alcances a tenor de cuanto afirma Melkevic remitiendo a Jürgen Habermas. Según éste el derecho de los pueblos ha de entenderse como derecho cosmopolítico, de donde el ideal a realizarse es una democracia planetaria consistente en espacios políticos donde hombres y mujeres pueden participar y recíprocamente decidir su suerte por medio de procesos democráticos. Mal puede entenderse a la democracia, pues, sin que se repare en sus realizadores y destinatarios, los ciudadanos. De allí que, al igual que ocurre con todos y cada uno de los derechos humanos, es deber del Estado respetarla y garantizarla mas no apropiársela, o como lo dice la señalada disposición del artículo 1 de la Carta y en lo relativo al mencionado derecho a la democracia, corresponde a los gobiernos la obligación de promoverla y defenderla.
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El otro aspecto se relaciona con lo afirmado por la Carta, en cuanto a que la democracia es y la entiende ésta, sin ambages, como democracia representativa. Pero la participación, que mal puede desnaturalizarla en cuanto a lo que es, no obstante contribuye, según ella, al reforzamiento y profundización de dicho modelo democrático, tal y como se desprende de la lectura de los artículos 2 y 6 ejusdem. El Estado, por consiguiente, no puede sustituir o postergar a la ciudadanía a fin de hacer cierta la experiencia democrática y menos aún puede sustituir al ciudadano transformándolo en su elemento subsidiario, con el propósito de hacer de la misma democracia potestad o competencia del Estado y a un punto tal que considere atributo suyo v.g. el desarrollo de la personalidad humana.
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El Estado es un elemento instrumental, artificial u obra del dios-hombre si se quiere y busca hacer buena la tesis del autor del Leviatán: Thomas Hobbes (1588-1679). Es subsidiario —o mejor garantista— del individuo y de su libertad o, bien, según sea la calidad y el contenido institucionales del primero, una expresión más de la dimensión social de la persona humana. De allí la clara prescripción del mencionado artículo 6 de la Carta Democrática: La participación de la ciudadanía en las decisiones relativas a su propio desarrollo es un derecho y una responsabilidad. Es también una condición necesaria para el pleno y efectivo ejercicio de la democracia (Omissis).
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Ello precisa, pues, el carácter de la democracia como experiencia que viaja en línea contraria al tumulto, a la oclocracia, a la despersonalización que es propia de los sistemas políticos colectivistas y totalitarios. Lo que es así, bueno es advertirlo, sin mengua de la referida calificación de la democracia como derecho de los pueblos de América que hace el ya citado artículo 1 y que intenta indicar, sí, que la democracia como vivencia cotidiana de los valores democráticos — conforme nos lo recuerda la Declaración de Santiago de 2003, en línea con la mejor tradición maritainiana — adquiere sentido pleno en la alteridad, es decir, en la relación de cada ser humano con los otros sin que los unos y los otros pierdan sus identidades como experiencias unas, únicas, e irrepetibles. La democracia, en suma, como vivencia no es un acto de introspección aun cuando la convicción personal sobre la democracia y sus estándares o exigencias sí lo sea, en tanto que ejercicio libre del pensamiento, de la opinión, de la expresión y, en última instancia, del voto. No obstante lo cual, Bobbio recuerda, mutatis mutandi, que la libertad de juicio y de decisión en la democracia tiene como límite la supervivencia de la propia democracia.
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La Carta, al trasponer los umbrales del viejo concepto de la democracia como régimen político de Gobierno y al deslastrarse de su antigua concepción formal, fija la distinción anunciada entre las llamadas legitimidades de origen y de desempeño democráticos. No basta para lo sucesivo que los gobiernos democráticos sean producto de la voluntad popular, como lo hace presente César Gaviria, Secretario General de la OEA, al introducir la edición de la Carta Democrática Interamericana (Carta Democrática Interamericana, 11 de septiembre de 2001, edición realizada por la Unidad para la Promoción de la Democracia, Washington D.C.). La Carta, justamente, perfecciona la idea sobre la defensa de la democracia, entendiendo ésta no sólo como la preservación del gobierno popularmente electo, sino como el cumplimiento de una serie de condiciones que incluyen la defensa de los derechos humanos, y garantías, como la separación de poderes.
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El artículo 3 de la Carta define los elementos esenciales de la democracia representativa — no restringidos como antes a las elecciones y al voto — y el artículo 4 fija los componentes fundamentales de su ejercicio. La efectividad de la democracia deriva de la concurrencia, correspondencia, reciprocidad, y funcionalidad de sus elementos y componentes como del contenido y alcance no estancos de cada uno de ellos. No hay democracia fuera de los elementos esenciales que la definen en su ingeniería garantista y le fijan, a la par, objetivos o cometidos inexcusables. Pero, como tal y de existir en sus elementos esenciales, sufre la democracia en su calidad y condiciones de gobernabilidad cuando su ejercicio no responde, de manera conjunta e interdependiente, a sus componentes fundamentales.
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Los estándares contemporáneos de la democracia
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A tenor de sus descriptores normativos en la Carta Democrática Interamericana como de sus interpretaciones según el principio ordenador pro homine et libertatis y de las enseñanzas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, los elementos esenciales de la democracia representativa y los componentes fundamentales de su ejercicio, sin que se les entienda numerus clausus, son básicamente doce.
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Elementos esenciales de la democracia representativa
a. Respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales. La Corte ha dicho que la democracia representativa se asienta en el Estado de Derecho y éste presupone la protección vía ley de los derechos humanos (OC-6/86, Párr. 29) b. Acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de Derecho. El principio de legalidad, como lo reafirma la misma Corte se encuentra en casi todas las Constituciones elaboradas desde finales del siglo XVIII, que es consustancial con la idea y el desarrollo del derecho en el mundo democrático y que tiene como corolario la aceptación de la reserva de ley, de acuerdo con la cual los derechos fundamentales sólo pueden ser restringidos por ley, en cuanto expresión legítima de la voluntad de la nación (OC-6/86 idem). c. Celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo. Los ciudadanos en una democracia, lo señala la Corte de San José, tienen el derecho de participar en la dirección de los asuntos públicos por medio de representantes libremente elegidos. El derecho al voto es uno de los elementos esenciales para la existencia de la democracia y una de las formas en que los ciudadanos ejercen el 178
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derecho a la participación política. Este derecho implica — según la misma Corte — que los ciudadanos puedan elegir libremente y en condiciones de igualdad a quienes los representan, como se lee en el fallo del Caso Yatama versus Nicaragua (Párr.198). d. Régimen plural de partidos y de organizaciones políticas. Al respecto, la jurisprudencia interamericana observa que no existe disposición en la Convención Americana que permita sostener que los ciudadanos sólo pueden ejercer el derecho a postularse como candidatos a un cargo electivo a través de un partido político. No obstante, reconoce la importancia que revisten los partidos políticos como formas de asociación esenciales para el desarrollo y fortalecimiento de la democracia… a cuyo efecto observa que deben tener propósitos compatibles con el respeto de los derechos y libertades para ser reconocidos como tales (Caso Yatama, cit., Párr. 215 y 216). e. Separación e independencia de los poderes públicos. El estándar dicho es característico del Estado democrático y supone su carácter finalista: como lo es proteger a la persona humana y sus derechos, que no al Estado mismo o a cada uno de sus poderes en sí. De donde se supone que ningún poder del Estado— salvo la ley y como lo declara la Corte — puede predeterminar la conducta de los otros en un régimen democrático de separación de poderes y de distribución de funciones (Caso Myrna Mack, 2003, Voto García Ramírez, Párr. 86). 179
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Componentes fundamentales del ejercicio de la democracia
a. Transparencia de las actividades gubernamentales. Ella ha lugar o se propicia, según la Corte, a través de la opinión pública que no sólo fomenta la transparencia sino que promueve la responsabilidad los funcionarios sobre su gestión política, de donde, debe existir un margen reducido a cualquier restricción del debate político o del debate sobre cuestiones de interés público (Caso Herrera Ulloa, 2004, Párr. 127). En efecto, el actuar del Estado debe encontrarse regido por los principios de publicidad y transparencia en la gestión pública, lo que hace posible que las personas que se encuentran bajo su jurisdicción ejerzan el control democrático de las gestiones estatales. No sólo eso. El acceso a la información bajo control del Estado, que sea de interés público, — lo señala la Corte — puede permitir la participación en la gestión pública, a través del control social que se puede ejercer con dicho acceso… Por ello, para que las personas puedan ejercer el control democrático es esencial que el Estado garantice el acceso a la información de interés público bajo su control (Caso Claude Reyes, 2006, Párr. 86). b. Probidad de los Gobiernos. Para la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el asunto vuelve hacia los predios de la libertad de expresión 180
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por ser una de las formas más eficaces para denunciar la corrupción, siendo que en una democracia la regla debe ser la publicidad de los presuntos actos de corrupción y ello necesariamente importa en una sociedad democrática (Caso Ricardo Canese, 2004, Párr. 72 y 93). c. Responsabilidad de los gobernantes en la gestión pública. La obligación de garantizar los derechos humanos, que es propósito de la democracia y del Estado de Derecho, no se agota con la existencia de un orden normativo dirigido a hacer posible el cumplimiento de esta obligación, sino que comporta la necesidad de una conducta gubernamental y asimismo la posibilidad de que el Estado también responda por los actos u omisiones de cualquier autoridad pública que comprometan tales derechos (Caso La Masacre de Pueblo Bello, 2006, Párr. 111). Pero para alcanzarlo, según la Corte, es incompatible con el Estado de Derecho que los secretos escapen de la ley, esto es, que el poder tenga ámbitos en los que no es responsable porque no están regulados jurídicamente y que por tanto están al margen de todo sistema de control (Caso Myrna Mack, 2003, Párr. 181). d. Respeto a los derechos sociales. El Protocolo de San Salvador, adicional a la Convención Americana, es preciso al observar, en primer término la interdependencia entre los derechos sociales y los derechos políticos, a un punto tal que su reafirmación y desa181
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rrollo la juzga fundamental para la consolidación del régimen democrático representativo de gobierno; y al ser unos y otros de tales derechos su sentido y propósito final dentro de la concepción moderna que posterga la lejana y clásica visión del Estado minimalista y de abstención. e. Libertad de expresión y de prensa. Es tal libertad, lo ha dicho repetidamente y hasta la saciedad la Corte, una piedra angular en la existencia misma de una sociedad democrática (OC-5/85, Párr. 70), un elemento fundamental sobre el cual se basa su existencia y condición para que los partidos políticos, los sindicatos, las sociedades científicas y culturales, y en general, quienes deseen influir sobre la colectividad puedan desarrollarse plenamente. Sin una libertad de expresión efectiva, materializada en todos sus términos, la democracia se desvanece, el pluralismo y la tolerancia comienzan a quebrantarse, los mecanismos de control y denuncia ciudadana se comienzan a tornar inoperantes y, en definitiva, se crea el campo fértil para que sistemas autoritarios se arraiguen en la sociedad (Caso Canese, 2004, Párr. 82 y 86). f. Subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida. El caso paradigmático de la experiencia latinoamericana es la tutela por el elemento militar de nuestras sociedades, sobre lo civil y lo político. De allí que, con vistas al fortalecimiento 182
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democrático de nuestras sociedades, la Corte reitere sobre el carácter restrictivo y excepcional que tiene la jurisdicción penal militar en un Estado democrático de Derecho, sólo competente para la protección de intereses jurídicos especiales vinculados con las funciones que la ley civil asigna a las fuerzas militares (Caso La Masacre de Pueblo Bello, 2006, Párr. 189); pero incompetente para conocer cuando los militares en actividad violan los derechos humanos. g. Respeto al Estado de Derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad. Entendida la idea del bien común como el conjunto de las condiciones de la vida social que permiten a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal, viene de suyo como imperativo, en criterio de la Corte, la organización de la vida social en forma que se fortalezca el funcionamiento de las instituciones democráticas y se promueva la plena realización de los derechos de la persona humana (OC-6/86, Párr. 31).
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La participación democrática
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La Carta Democrática Interamericana como la jurisprudencia de la Corte de San José invocan el carácter no transable de la democracia en su expresión representativa. Aquélla pone de manifiesto en su texto dos aspectos centrales acerca de la participación ciudadana en la democracia y como condición de su efectividad, que cabe destacar. Por una parte, como ya consta, la Carta Democrática, en consonancia con la Carta de la OEA y la Convención Americana de Derechos Humanos: de las que es su interpretación auténtica, adhiere al modelo democrático de representación política. Seguidamente, valora la función mediadora de los partidos en la realización de los llamados derechos políticos sin considerarlos, como lo expresa la misma Corte, medios únicos, exclusivos o excluyentes para la participación ciudadana. Empero y por lo dicho, la Carta Democrática consagra la participación como derecho y como responsabilidad, mejor aún como condición necesaria o dinamizadora de la democracia: a los fines de precisar que es a través de la participación y de su práctica permanente como la representación democrática adquiere y se renueva en su legitimidad y la democracia alcanza efectividad o se legitima en su desempeño.
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Los redactores de dicho instrumento internacional, adoptado de forma unánime por los Estados miembros de la OEA, rechazan de plano la tesis venezolana que abona en favor de una democracia participativa — suerte de democracia directa a vocación plebiscitaria — en defecto de la democracia representativa. Mas acogen, sí, el reclamo de la participación ciudadana permanente, no reducida al voto electoral esporádico, y operante, cabe repetirlo, como condición necesaria de la misma democracia representativa. Nos atrevemos a decir, entonces, con Manuel Ramírez, Catedrático de la Universidad de Zaragoza, que la participación es presupuesto de la democracia; conclusión a la que llega el autor luego de escrutar las experiencias de las mal llamadas democracias orgánicas o corporativas — encubridoras de los totalitarismos — o las de partido único: tutelares de la democracia, o aquella otra que afirma la teoría elitista de la democracia, haciendo del ciudadano comparsa y no actor central de la democracia.
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Si tenemos presente la enunciación lúcida que de las reglas de juego de la democracia hace Norberto Bobbio, se aprecia cómo sitúa, dentro del principio de la igualdad democrática, a la condición o regla de la inclusividad: para decir que un régimen es democrático a condición de que todos los destinatarios de las decisiones políticas tengan el derecho-poder de participar en el proceso de decisión sin discriminaciones.
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Sin separarnos del alcance que el teórico italiano del Derecho le otorga a cada regla de juego de la democracia, cabe agregar por vía de conclusiones que la participación es en la actualidad — dentro del contexto que le señala la Carta Democrática — una de las condiciones de supervivencia de la democracia. (Apud. M. Bovero, Los destinos actuales de la democracia y la enseñanza de Bobbio, en la obra colectiva de Filippi). Nos explicamos. Si la participación es una de las reglas de juego que integran o hacen parte, según Bobbio, del universal procedimental de este sistema llamado democracia y que cada vez más deriva en derecho humano a la democracia, ella también hace parte de las reglas preliminares que permiten o hacen factible el desarrollo del juego democrático.
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Éstas reglas de suyo se concretan en los célebres y denominados presupuestos intangibles para que el juego democrático pueda darse, antes de que nos atrevamos a plantear el problema de su sostenimiento y supervivencia, a saber: la libertad personal, la libertad de pensamiento, el derecho de reunión, y el derecho de asociación. Se trata, en suma, del aseguramiento de las cuatro grandes libertades de los modernos que, apreciadas de conjunto, nunca pueden faltar para darle carácter cierto a la participación ciudadana y para el correcto funcionamiento de los mismos mecanismos esencialmente procedimentales que caracterizan un régimen democrático.
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Por consiguiente, la participación ciudadana, al ser garantía necesaria para el pleno y efectivo ejercicio de la democracia, según lo prescribe el artículo 6 de la Carta Democrática, ha de trasegar los componentes fundamentales del ejercicio democrático, pero no solo eso; ha de servir juntamente, en nuestra opinión, como vector o justificador de los elementos existenciales de la propia democracia representativa, enunciados en el artículo 3 ejusdem, es decir: del respeto a los derechos humanos, del ejercicio del poder conforme al Estado de Derecho, de la celebración de elecciones, del pluralismo partidista, y de la separación e independencia de los poderes.
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La gobernabilidad
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La Carta Democrática, como lo reconoce la novísima Declaración de Santiago sobre Democracia y Confianza Ciudadana: Un nuevo compromiso de gobernabilidad para las Américas adoptada por Asamblea General de la OEA en 2003, es hoy, quiérase o no, el principal referente hemisférico para la promoción y defensa de principios y valores democráticos compartidos en las Américas al inicio del siglo XXI. Otra cosa, cabe reiterarlo, es que dichos estándares reclamen de una valoración crítica con vistas a las realidades globales y las neo tribales fundamentalistas en oposición — o complementariedad ¿? — que pugnan bajo el techo de la aldea digital.
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No se olvide que así como la gobernabilidad constitucional — lo dice con precisión Diego Valadés — implica racionalización del ejercicio del poder y, de ordinario, alude a la calidad de la democracia, la ingobernabilidad indica o sugiere, por argumento a contrario, los peligros y riesgos que en el presente viven y asumen los valores de este modelo político milenario y espacialmente limitado: la democracia a secas, reclamada en su universalidad vocacional pero ahora, como nunca antes, víctima de los denuestos y señalada, sobre todo en la América Latina, como responsable de nuestros males endémicos.
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La Declaración de Santiago (2003) identifica y enuncia de un modo puntual las exigencias para el restablecimiento de la gobernabilidad democrática, luego de aceptar expresamente la existencia de amenazas, preocupaciones y otros desafíos multidimensionales a la paz y la seguridad que afectan el goce de los derechos de todas las personas y la estabilidad democrática. Señala como prioridades, entre otras y sin perjuicio del Programa de Gobernabilidad Democrática en las Américas cuya preparación solicita de su Secretaría General la Asamblea de la OEA, las siguientes: 1. La participación de todos los actores sociales en la construcción de consensos para el fortalecimiento de la democracia. 2. El reforzamiento de la credibilidad y confianza ciudadanas en las instituciones democráticas, promoviendo la plena participación de la ciudadanía en el sistema político. 3. El fortalecimiento del respeto a la libertad de expresión, al acceso a la información y a la libre difusión de las ideas, instando a los medios de comunicación y a todos los actores sociales a propiciar una cultura de paz. 197
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4. El fortalecimiento de los partidos políticos como intermediarios de las demandas de los ciudadanos en cualquier democracia representativa. 5. La modernización del Estado, a objeto de elevar los niveles de eficiencia, probidad y transparencia en la gestión pública. 6. La reforma y modernización de la administración de Justicia, como eje central de la consolidación del Estado de Derecho. 7. La superación de la pobreza y de la exclusión social y la promoción del crecimiento económico con equidad, mediante políticas públicas y prácticas de buen gobierno que fomenten la igualdad de oportunidades, la educación, la salud y el pleno empleo. 8. La valoración de la diversidad cultural y étnica.
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Otra recapitulación necesaria: el núcleo pétreo de la democracia
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A manera de síntesis, para una acabada comprensión del derecho a la democracia y su núcleo pétreo nada mejor que volver a Jean Maritain y a la exégesis que de sus enseñanzas realiza Piero Viotto. El filósofo francés, responsable de la renovación intelectual y espiritual del catolicismo durante el siglo XX, luego de reflexionar acerca de los cimientos y las expectativas de la vida democrática como filosofía general de la vida humana y de la vida política concluye que la tragedia delle democrazie moderne consiste nel fatto que esse non sono ancora riuscite a realizzare la democrazia.
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Maritain, sin ser testigo de las circunstancias que preceden y explican a la Carta Democrática Interamericana, desde mucho antes y en su conocida obra Man and the state (1951) observa que la democracia no es una forma vacía sino una concepción específica de la vida social y política que ella ha de defender; pero que tampoco es una teoría o una filosofía: es una suerte de credo civil y de fe democrática secular que mal alude a la suerte de religión civil predicada por Rousseau. No es la democracia, por lo mismo, neutra. Exige convicción política y acuerdo de los espíritus, pero no puede negar los derechos políticos —lo recuerda Maritain— a los heréticos de la política: sin perjuicio de que el Estado se defienda de la agresión antidemocrática con información y sobre todo con educación, y en particular con educación escolástica.
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La democracia —agrega el autor de Chistianisme et démocratie (1943)— presupone una vocación y una obra común que debe llevarse adelante, no en nombre de la guerra, del prestigio, de la potencia, sino en nombre de la emancipación de las personas y de los pueblos, de la justicia y de la civilización. De allí que, como lo interpreta Viotto luego de leer y sistematizar la obra magna de su maestro, la misma exige iniciativa y responsabilidad, rechaza al Estado soberano omnipresente, exige la soberanía de las multitudes, quiere el sufragio universal, un gobierno republicano, la participación del pueblo sin la hegemonía - léase, sin el monopolio - de los partidos.
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De cara a la experiencia de Hitler, luego de sostener que la democracia abdica a los instintos y es un esfuerzo dirigido en la historia y no fuera de ella al desarrollo de la razón y de la justicia, Maritain no guarda reservas al sostener que sólo por vía de las organizaciones internacionales es posible instruir a la razón con vistas a la democracia como experiencia netamente humana. De allí la necesidad, según él, de entender que es algo superior a la mera filantropía lo que debe hacernos valicare all’ impegno di soliedarietá le frontiere chiuse dei gruppi social naturali, gruppo familiare e gruppo nazionale, allargandolo a tutto il genere umano; con lo cual sitúa la experiencia democrática más alla de los Estados y al defenderla como necesariamente compatible y realizable en sede universal y de la Humanidad. Pero a su vez reclama, en beneficio de la misma, la superación del fenómeno de aislamiento social celular y de los nichos o retículas que se excluyen entre sí y propician la desestructuración del Estado nación, la implosión de las sociedades nacionales fundadas sobre la ciudadanía.
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Una visión retrospectiva e integral de las normas o estándares relativas a la democracia, apreciada, ésta, ora como sistema político de Gobierno, ora como derecho de los pueblos o soporte indispensable para la cultura de los derechos humanos, nos permite, por lo pronto y a manera de soporte para una reconstrucción democrática hacia el porvenir, constatar lo siguiente: 1. La democracia, atada a la exigencia del respeto y la garantía universal e internacional de los derechos humanos, se presenta con inédita fuerza y es expresión renovada de la contemporaneidad global. Sin embargo, víctima de su propia fortaleza y de las contradicciones inherentes a la transición en curso, pierde, por una parte y por obra de la mundialización su soporte en la idea del Estado como estructura límite de la soberanía y, por la otra, en línea tanto contraria como reactiva, el empeño por rescatar del torbellino la idea de la soberanía hace que no pocos la desvirtúen, a un punto de hacerla incompatible con las ideas de pluralidad y convivencia inherentes a la democracia como estilo de vida y estado del espíritu.
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2. Luego de 1959 se elaboran y sistematizan los primeros estándares interamericanos del modelo de ejercicio efectivo de la democracia, titulada como representativa desde 1954, y que unen, por vez primera, las exigencias de la legitimidad formal con la denominada legitimidad de desempeño democrático. En términos próximos a los dispuestos por la Carta Democrática Interamericana, ensambla dentro de su núcleo, a manera de corrección ética y valorativa, las ideas del desarrollo y de la justicia social acogidas por el Sistema Interamericano desde 1945. 3. En 1969, la democracia cristaliza como obligación jurídica plena y de derecho internacional particular en el Continente americano, quedando sujeta en su realización a la protección inmediata e institucional por los órganos de la Convención Americana de Derechos Humanos. De modo que, lo que es desiderátum en 1948, asume en lo sucesivo carácter prescriptivo para los Estados: la democracia se integra en la tríada indisoluble Derechos humanosDemocracia-Estado de Derecho y hace parte del orden público internacional forjado luego de la Segunda Gran Guerra y constante en los instrumentos constitucionales universal y americano: la Carta de San Francisco, que crea la ONU, y la Carta de Bogotá, que instituye a la OEA. 206
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4. La democracia se mueve, histórica y normativamente, desde el plano formal que le corresponde inicialmente, como sistema político de Gobierno, hacia su cristalización reciente como derecho humano fundamental: el derecho a la democracia, que teóricamente hemos defendido en su emergencia y juzgamos comprehensivo y condicionante de los demás derechos humanos, de primera o segunda generaciones (civiles y políticos, económicos, sociales y culturales).
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La agonía del Estado, cárcel de ciudadanos
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Pensar en el día después, a la luz de los cambios de paradigma que acompañan al siglo XXI en curso e imposibles de detener, no es fácil tarea. Las referencias históricas, hijas de la civilización que nos alberga, dejan de ser tales y en apariencia los anclajes son otros hacia el futuro. La reciente crisis de Wall Street, como indicador señalado de un supuesto final del capitalismo, sugiere la reedición por vía de consecuencias del Estado interventor. Pero quienes esto afirman invocan fantasmas de ultratumba. La dictadura económica fenece junto a la dictadura política con el derrumbe del Muro de Berlín, hace casi dos décadas. Es un dato de la realidad.
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Lo cierto es que el denunciado final del capitalismo — vale decir del capital como fuente única de riqueza y bienestar — es una cosa y otra predicar la muerte de los mercados o el restablecimiento de las fronteras económicas, en un tiempo diferente, que arrastra como postulado la caída de todas las murallas geopolíticas y culturales por obra de las autopistas de la información. Pero algo cabe decir a propósito de la crisis financiera mundial en curso, como lo es que los efectos del desmoronamiento de Wall Street son y se muestran tan globales que ningún Estado o nación por sí solo puede contenerlos. Todos a uno restan paralizados y ayunos de voluntad. Apenas se muestran relativamente capaces para el diagnóstico situacional.
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Cabe repetir, pues, que el comunismo llega a su término por querer fundarse sobre una de las mitades de la naturaleza humana, la que le pide al hombre alteridad y le sitúa en comunidad para saciar sus carencias, olvidando que éste es, de igual modo, voluntad libre y una, experiencia única e irrepetible. Mas la cosmovisión Wall Street, que cede luego de haberse creído victoriosa, es reduccionista y barata. Sigue midiendo a cada persona desde su otra mitad, desde el egoísmo sin contención e imaginándola como una suerte de animal que engulle sus intestinos mientras le alcanzan y luego muere de inanición, en la soledad de su caverna.
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Llámense neoliberales o capitalistas, o comunistas quienes por pudor ahora se autodenominan socialistas del siglo XXI, todos a uno construyen sus dogmas a partir de la otra realidad que observamos en su crisis terminal: el moderno Estado Nación, hijo de Maquiavelo y de Hegel; forjado sea para servir, sea para esclavizar a los ciudadanos según la perspectiva que domine, ora respetándoles a éstos una cuota de sus vidas, ora haciéndolas parte integral de la cosa pública (res publicae). Nadie tiene existencia que no sea dentro del Estado o en conflicto permanente contra él, a la luz de las indicadas cosmovisiones.
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Lo veraz es que ese Estado, delimitado geográfica y normativamente, para no verse como ente fallido explica la política sólo alrededor del poder que le da el espacio que ocupa o los recursos materiales que acopia. Es el mismo sentido o razón que otrora le da forma a los Imperios que ayer declinan: el Imperio Romano y la misma URSS, en una suerte de anacyclosis que esta vez hace presa de la sociedad política contemporánea.
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Basta un alto en la marcha cotidiana para constatar sin más, dado lo anterior, que las cosas no son ni serán como fueron, volvemos a insistir en ello; no serán ni mejores ni peores, sino distintas. En medio de la crisis corriente lo que se aprecia es el tránsito entre una Era y otra, que no un simple cambio de Edad en la historia conocida. Significa cuanto ocurre, mejor todavía, una ruptura profunda e inédita en las formas de organización de la vida humana y en la esencia de la civilización.
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El Estado del que hablamos es apenas un átomo ante los desafíos y problemas que hoy interpelan a la Humanidad y al orden global en cierne. Y las patrias de bandera con sus escudos antimisiles y fusiles AK-42 a cuestas, desnudas se muestran como parques jurásicos. George W. Bush antes y Hugo Chávez Frías ahora, situados en las antípodas, en el Norte y en Sur del Occidente, no son lo que creen ser como gendarmes de circunstancia ni sus dramas se tornan tan invasivos, ni la pobreza ajena se nos suma hasta hacérsenos más gravosa y casi propia, a no ser por las imágenes satelitales de CNN y sus efectos concentradores y multiplicadores de la realidad.
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No obstante, si lo anterior es irrebatible e inevitable, cabe considerar, cuando menos, que el vendaval de palabras y símbolos — la logofobia digital — no basta para saciar el hambre de los desnutridos y sí basta, probablemente, para atenuar los síntomas del desafecto que acompañan en su silencio y en sus cavernas a los solitarios del mundo.
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El tiempo de la materia y de la explotación del hombre por el hombre queda atrás en todo caso y emerge ante nosotros, golpeándonos de frente, el tiempo de la explotación por éste del mismo tiempo y su velocidad. Hasta las instituciones de las suficientes y muy soberbias repúblicas liberales o las populares, acotadas por los cascarones del Estado soberano: los partidos, los parlamentos, las fuerzas militares, no son sino curiosidades para los museos de la memoria, o andamiajes corroídos, sea a la vista tanto de los excluidos como de las generaciones del inmediato porvenir; lo que es ya, a todas luces, una máxima de la experiencia.
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Cabe construir ex novo y no sólo reconstruir, en suma. Queda, por lo pronto, la verdad presente e indiscutible del hombre digital: desarraigado y expectante. Su voluntad, individual o concordada, como principio moderno de legitimación del poder, si acaso no cede desconoce por lo pronto cuáles son los odres espaciales o virtuales restitutorios de las seguridades ciudadanas perdidas.
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No es ocioso que tengamos presente, a propósito de la democracia como estilo de vida y estado del espíritu, connatural a la persona humana y urgida de su renovación, lo que de ella dicen tanto Maritain como Bobbio: se niega en los extremos y reniega de los extremistas. Y en el vacío o en la anomia de transición, según la aguda afirmación de Max Weber dicha a finales de la Segunda Gran Guerra cuando habla sobre el futuro de Alemania, no debe olvidarse que la cátedra no es ni para los demagogos ni para los profetas.
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Sabemos qué es la democracia, cuales sus escollos a lo largo de la historia y sus estándares vigentes a la luz de las descripciones normativas y de las consideraciones ético políticas dominantes. Como ideal que nos acompaña podemos contrastar los estándares dados con las realidades en movimiento, auxiliados por el mismo Bobbio sin comprometerlo, determinando lo que ahora y para lo sucesivo son sus falencias. Y nada más. En otras palabras, es posible realizar un ejercicio dentro de la misma democracia, no fuera de ella, mirándonos en la democracia que soñamos y en las democracias que tenemos, en la espera de dibujar la democracia realizable.
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En lo inmediato, no olvidemos que si la democracia nace como el gobierno de los muchos, donde los muchos legitiman desde abajo la existencia de la ciudad y la ordenación de sus potestades, no es ella un medio que por si sola legitima sino que viene atada a finalidades que se explican en la misma voluntad humana originaria: la realización integral de la persona y sus derechos fundamentales. O como lo prefiere Bobbio, no basta ni la atribución del derecho a participar directa o indirectamente en la toma de decisiones colectivas por los muchos ni la existencia de reglas de juego o procedimentales para que los muchos hagan valer sus decisiones mediante la mayoría o la unanimidad, sino que es necesaria una tercera condición: que quienes deciden tengan y cuenten con las condiciones reales para decidir libre y razonadamente. De donde es indispensable que aquellos que están llamados a decidir o a elegir a quienes deberán decidir, se planteen alternativas reales y estén en condiciones de seleccionar entre una y otra, teniendo garantizados, por lo mismo, sus derechos a opinar, a expresarse, a reunirse, a asociarse, entre otros.
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Ahora bien, dicho esto, la pregunta que cabe es ¿cómo puede el ciudadano digital decidir autónomamente sobre las realidades globales que surgen con vocación de dominio político y cultural, siendo que la democracia directa —tan demandada por algunos en la hora presente— se agota en la Grecia antigua al intentar desbordar los límites de la comunidad y haciéndose por lo mismo inviable? ¿El huérfano de ciudadanía que, en otra banda, decide refugiarse en su caverna o «micropolis», dentro de la que puede recrear imaginariamente la antigua polis griega, acaso puede decidir sobre alternativas reales y con autonomía a falta de alternativas: salvo la que lo ata a su propia retícula social étnica, racial, religiosa, cultural, urbana, para solo mencionar algunas de las emergentes?
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A título de mero ejercicio caben algunas reflexiones de actualidad en orden a la democracia que tenemos y a luz de sus elementos esenciales, como del malestar que provocan la política y los políticos de la democracia sin que todavía se nos haya convencido de que existe una opción mejor a la misma democracia, como experiencia perfectible que es.
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La democracia es respeto a los derechos humanos y libertades fundamentales. Tal es la razón inicial y la teleología o finalidad de la experiencia democrática. Alrededor de dicho estándar existe un acuerdo tácito y casi de conciencia entre el Oriente y el Occidente, que hace posible la adopción de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Mas cabe preguntar, ¿cómo logran conciliarse las ideas de universalidad e inherencia de dichos derechos con el relativismo que prohija la sociedad del vértigo en curso y la reclamada multiculturalidad: ese que identifica o hace posible el llamado cruce de las culturas y de las civilizaciones? Por lo demás, existe una suerte de fatalidad en cuanto a la idea o desviación que fragua en sede internacional — he allí el Informe Caputo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo — y dice sobre la primacía y preferencia real de los individuos por los derechos sociales, con prescindencia, si ello fuere necesario, de los derechos civiles y políticos, esenciales en la democracia.
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La democracia es acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de Derecho. Cabe destacar, al efecto, que ha lugar a situaciones que se repiten de manera endémica y muestran a los gobernantes de actualidad accediendo al poder mediante las reglas de juego de la democracia pero intentando retenerlo sine die y con apoyo — o manipulación — de las mismas formas del Derecho. Sobre todo en América Latina, son corrientes las reformas constitucionales para inhibir el criterio de la alternabilidad, sustantivo a la experiencia democrática. Por lo demás, así como rige el principio de la legalidad o de sujeción de los titulares de los poderes públicos a los dictados de la ley, también es cierto que, o bien ésta carece hoy de la unidad sistemática e integralidad que le es característica — derivando en una trama de hilachas normativas que cambian o son modificadas con la misma rapidez que impone lo circunstancial — o en no pocos casos, sea el abuso de las mayorías parlamentarias, sea la práctica de la delegación de potestades legislativas en beneficio de los Gobiernos, hace que la ley quede sujeta a la voluntad de los mismos gobernantes y no a la inversa. Y no faltan, en este orden, los novedosos criterios que, bajo la idea de realizar, más allá del Estado de Derecho, un Estado de Justicia, piden que la ley se interprete y aplique conforme a las conveniencias y dictados políticos estratégicos o circunstanciales de las mayorías.
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La democracia exige la celebración de elecciones periódicas, libres, justas, basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo. Al respecto procede otra consideración, esencial al argumento que arrastramos desde el principio de esta exposición. El voto democrático, desde sus remotos orígenes es censatario, es decir, como derecho del ciudadano llega atado a la propiedad de la tierra, a la renta, o al pago de los impuestos, o a la condición alternativa o conjunta del votante en cuanto a saber leer y escribir. Progresivamente se hace sustantivo el sufragio universal, al incorporarse la mujer como votante activa y pasiva. De modo que, la visión oligárquica del voto da paso a una visión democrática. Los pocos pasan a ser los muchos. _ No obstante, si dentro del modelo de democracia representativa y por oposición a la antigua democracia directa media una coetánea y casi necesaria renuncia — mediante el voto y luego de él — a la autonomía de la voluntad del ciudadano — que es el ideal o principio de la democracia — en beneficio de una élite gubernamental y política, la eventual vuelta hacia el modelo de participación democrática permanente, tal y como la experimentan las ciudades comunidades griegas, no se muestra consistente ni viable dentro de las complejas realidades del Estado Nación hoy
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declinante, menos aún en los espacios ilimitados de la Aldea Global. _ Dice Bobbio no creer en la computocracia electoral, es decir, la hipótesis a cuyo tenor cada votante transmite su voto o decisión soberana a un cerebro electrónico imparcial, impersonal y no partidario, como vía de solución a la pérdida progresiva por éste de su autonomía en beneficio del Estado y del partidismo. Pero, sea lo que fuere, el efecto inmediato de la digitalización de los comicios sobre el acto primario que, en principio, le permite a los muchos decidir como ciudadanos en democracia, es la formación de una aristocracia digital o de entendidos, única capaz de descifrar los códigos que guardan el secreto electoral. _ Los entendidos acerca de los programas o de los software que controlan el acceso y salida de los votos ciudadanos desde las máquinas electrónicas de votación hacia sus servidores y viceversa, tienen el poder — casi a la manera de taumaturgos — y los conocimientos que les permiten revelar y hasta mutar esa voluntad electoral, por expresada en bytes o megabytes ininteligibles para la mayoría. Es como una suerte de vuelta atrás, un regreso por otras vías al sistema del voto arcaico, que sólo cuenta como derecho garantizado a los instruidos. _ Finalmente, en cuanto al voto como premisa esencial de la democracia caben dos preguntas en una, que nos la sugiere con sus reflexiones el mismo Bobbio:
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¿La periodicidad electoral que hoy muta en rutina o cotidianidad mediante la ampliación — caso de los referenda — de la actividad democrática o el paso desde el antiguo quién vota hasta el actual dónde y cuantas veces se vota, no produce una saturación de ciudadanía que puede desembocar en indiferencia democrática?
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Es esencial a la democracia el régimen plural de partidos y organizaciones políticas. Cabe recordar aquí, a manera de reflexión y guiados otra vez por Bobbio, que la democracia encuentra sus orígenes modernos en una especie de pacto social o contrato — por entendérsela como forma de Gobierno — entre los individuos aspirantes a la ciudadanía. Es el mismo Estado democrático, por ende, un producto artificial o abstracción — ya lo hemos dicho — que de manera libre forjan los integrantes de la sociedad civil en su estadio de naturaleza para luego asegurarse en común la garantía de sus recíprocas libertades. De modo que, la doctrina democrática habría ideado un Estado sin cuerpos sociales intermedios. Lo veraz, sin embargo, es que en la oposición o relación entre el individuo y el Estado aquél crea, hoy más que nunca, otras asociaciones o personas morales distintas, amortiguadoras e intermedias, como los mismos partidos, los sindicatos, las contemporáneas organizaciones no gubernamentales, las iglesias, las comunidades culturales o vecinales, etc. El ideal primigenio de la sociedad democrática centrípeta ha derivado en una sociedad política centrífuga y más que plural, no cabe duda. _ La consecuencia de lo anterior es manifiesta. La democracia representativa plantea la elección de
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representantes quienes, al ser electos, se desvinculan de sus electores para poder servir y decidir en nombre y procura del bien común; que no para actuar como si estuviesen sometidos a un mandato privado e imperativo de los grupos electorales o de interés, y al que están atados de modo indisoluble. No obstante, vuelve por sus fueros una pregunta clave y fundacional, que otra vez se hace cotidiana: ¿los gobernantes, los legisladores, a quién y en nombre de quién ejercen sus mandatos? ¿Acaso por cuenta de sus partidos y organizaciones políticas y con lealtad hacia sus programas respectivos? ¿Deben velar, mejor aún, por los intereses de sus propias asociaciones o vínculos de origen: empresariales, laborales, culturales, religiosas, de derechas, de izquierdas, incluso por reclamo de la transparencia democrática? _ Es rutina observar distintas ópticas al respecto. Los partidos acusan de tránsfugas y traidores a quienes como representantes y en sede parlamentaria no acatan sus líneas y se escudan bajo el voto secreto, argumentando que quien así lo hace olvida que es electo como parte de un partido o comunidad política. Deben lealtad al compromiso o mensaje parcial y específico adquirido, que dio lugar al voto popular sobre una alternativa. La decisión política dividida que nos acaba de mostrar el Congreso de los Estados Unidos de América a propósito de la crisis 235
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de Wall Street es ilustrativa en orden distinto. Los partidos republicano y demócrata no logran contener a sus representantes y senadores, y no pocos de ellos deciden en conciencia, o cuidando sus intereses personales o a la luz de cuanto les indica la probable reacción - a favor o en contra de lo que se decide de las comunidades de electores quienes les dan sus beneplácitos. _ Una suerte de solución transaccional reciente, propia de las últimas décadas como lo recuerda Bobbio, es la creación dentro de la gestión democrática de mecanismos tripartitos que desbordan el ámbito puro de la decisión política representativa. Por consiguiente, se crean mesas y hasta instituciones constitucionales — los célebres Consejos Económicos y Sociales — que llevan a su seno, junto a la representación política o gubernativa propiamente dicha, la de los empresarios y los trabajadores. Pero cabe otra pregunta acerca de este aspecto. ¿Es suficiente ello con vistas a una sociedad que emerge cada vez más integrada en su carácter militante pero disuelta y sin tejido, hecha de corporaciones o grupúsculos casi neomedievales y variadas, con visiones parciales pero igualmente legítimas acerca de la experiencia democrática?
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La separación e independencia de los poderes públicos es elemento esencial de la democracia representativa. La cuestión, que se plantea desde los orígenes de la democracia moderna, desde el propio tiempo revolucionario francés y como una exigencia indiscutible para la contención del poder mismo y la garantía de que el individuo y la sociedad cuenten con la tutela efectiva de sus derechos, esta vez hace relación con la idea de la legitimidad democrática de desempeño; en otras palabras, con el manido asunto de la gobernabilidad y la eficiencia democráticas. _ Dice Bobbio acerca de esto último que primero el Estado liberal y después su ampliación, el Estado democrático, han contribuido a emancipar a la sociedad civil del sistema político. Dado lo cual ésta, al haber madurado, se hace más crítica y exigente con relación al dicho Estado y para pedir del mismo ventajas, beneficios, facilidades, una más equitativa redistribución de la riqueza. Pero la rapidez y el crecimiento exponencial de tales demandas, a medida en que se hace más compleja la vida personal y social, está en contraste — ajusta el autor in comento — con la lentitud de los complejos procedimientos del sistema político democrático para la toma de las decisiones, aún más dentro del marco de la sociedad digital globalizada, explotadora del tiempo y cultivadora de su velocidad. 237
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_ No huelga volver a repetir que el tratamiento del crack americano reciente es un ejemplo al respecto. La opinión pública mundial revienta en su angustia dado de que los mecanismos institucionales y de concertación democráticos entre el Ejecutivo y el Congreso norteamericanos, a pesar de ser expeditos en la circunstancia, lo aprecian lento los afectados dentro del mundo de las finanzas, a la luz de la velocidad y expansión geométrica tomadas por la crisis en cuestión. La observación de Bobbio vuelve a ser válida como punto para la reflexión acerca de este estándar o elemento esencial de la democracia representativa. En la democracia la demanda es fácil y la respuesta difícil; por el contrario, la autocracia tiene la capacidad para dificultar la demanda y dispone de una gran capacidad para dar respuestas. Este es el dilema grave de la Era digital en cierne y un desafío para la seguridad democrática dentro del Estado de Derecho; lo que sugiere repensar, sin complejos, las formas y la funcionalidad nuevas que ha de adoptar un principio fundacional e insustituible dentro de toda democracia, como este de la separación, desconcentración y descentralización del poder público y político. _ Cabe al margen otra consideración, a manera de pregunta. Junto al procedimiento democrático como del tránsito desde realidades sociales elementales — que son las propias al nacimiento 238
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de la democracia dentro del antiguo odre familiar y luego de las fronteras del Estado nación — hacia realidades sociales más complejas; y aun cuando el pueblo llano es ahora más instruido para los asuntos de la ciudadanía — ¿acaso no sugiere o propone lo anterior un necesario avance hacia el gobierno de los tecnócratas o de las oligarquías digitales ilustradas? Las grandes mayorías ¿cómo logran decidir y pronunciarse acerca de tales realidades, como ésta de la crisis financiera mundial, o del crecimiento del agujero de la capa de ozono, o de la solución de las migraciones en masa, o de la lucha contra la pobreza mundial, o de las nuevas pandemias? ¿No es cierto que ante el drama y la impotencia que les plantea lo dicho, prefieren, antes que decidir esperar, mirando lo que reciben o les ofrece el poder — sea cual fuere — utilitariamente y ayuno de la racionalidad de criterio que demanda la propia ciudadanía y la participación democrática responsable?.
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Siguiendo la orientación de la Carta Democrática Interamericana, otro tanto cabe analizar sin prejuicios ni ataduras y a la luz de las exigencias contemporáneas a los llamados componentes fundamentales del ejercicio democrático: esos que le dan textura a la democracia representativa más allá de su legitimidad originaria.
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El respeto a los derechos sociales es el primero de los componentes del desempeño democrático, y en la perspectiva de los más acérrimos críticos de la experiencia democrática liberal, la finalidad o teleología de la democracia. Sin mengua de lo anterior, lo cierto es que las demandas ciudadanas crecen y se hacen exponenciales al igual ritmo en que la sociedad civil alcanza su mayor maduración crítica, por obra incluso de la información sobreabundante que alcanza a través de las redes satelitales de todo el planeta. En contrapartida, la capacidad de respuesta del aparato público estatal y de sus instituciones es inversamente proporcional y por presión de tal demanda, para los fines de una gestión pública eficaz, la burocracia estatal crece hoy hasta límites que la hacen fiscalmente insostenible y operativamente torpe. _ Todavía más, la responsabilidad histórica de la democracia ha sido la de crear sujetos autónomos, capaces de transitar por el camino de la ciudadanía convencidos de que sus logros y tropiezos son el producto de decisiones propias, no de fuerzas extrañas o ajenas e incontrolables. Pero la solución urgente de la pobreza y la exclusión social que 241
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lleva aparejada, transformadas en desiderata de la experiencia democrática reciente, cada vez más da lugar a dos fenómenos que horadan en sus cimientos a la misma democracia. _ Por una parte, los partidos, de suyo debilitados con la transición histórica se desdibujan en sus identidades políticas para procurarse el favor de los votantes, que nos les llegan a caudales y bajo presión de la inmediatez que demandan en su realización los derechos sociales. Lo que es más grave, los votantes deciden — lo decimos antes — teniendo presente cuánto les reporta o beneficia la elección en términos de inputs ciudadanos y no con vistas a aquello que deben aportar para la forja colectiva de la polis y la garantía del Bien Común; de donde dice bien el ex presidente argentino Raúl Alfonsín que el déficit de futuro que han acumulado los pobres en estos años compromete las posibilidades reales de la democracia y en definitiva de la política, pues para resolver dicho problema no sirve ni la ayuda populista y clientelista, ni la concepción neoliberal que separa lo económico de lo social. _ Cabe, en orden a lo último, una reflexión adicional que facilita volver a las ideas iniciales de este escrito. La democracia pura o primaria — pensemos otra vez en la antigua Grecia — separa el ámbito de lo 242
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familiar de aquello que considera activae civitatis o ciudadanía activa, y ello por una razón incuestionable. La ciudadanía se entiende, lo repetimos, como un muro protector frente a las coacciones externas y los desafueros de los tiranos. Hoy, antes bien, es observada y criticada la insensibilidad — o incapacidad para ser sensibles a las cosas pequeñas — del Estado y la república democrática. Mas, en la medida en que la personalidad humana, lo social y cultural, ya no sólo lo económico, adquieren dimensión ciudadana y por ende política, se abren los espacios para que la ciudad transponga con su autoridad normativa los muros del hogar doméstico, politizándolo y hasta dominándolo, con mengua del hábitat mínimo de libertad e intimidad que requiere el individuo como Ser que es.
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La libertad de expresión y de prensa es componente fundamental del ejercicio democrático y a la vez elemento esencial de la democracia representativa al ser, como tal, uno de los derechos humanos y libertades fundamentales. Su teleología, qué duda cabe, sirve a la consecución de los otros componentes fundamentales para la realización de la democracia, como la transparencia en las actividades gubernamentales, la probidad, y la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública. No por azar aquélla es considerada, lo hemos señalado siguiendo las enseñanzas de la jurisprudencia interamericana, la columna vertebral de la democracia. Y es que la propia democracia griega se inicia con la isegoría o igualdad de palabra en los consejos y asambleas — he aquí lo esencial — que deliberan y deciden a la luz del día y en las plazas públicas. _ En cuanto a la libertad de prensa propiamente dicha, considerada a partir de nuestra modernidad como un factor externo al poder constituido y para controlarlo desde afuera y en sede de la opinión pública, no cabe duda en cuanto a que el ingreso de la comunidad universal en la Era de la globalización de las comunicaciones hace de aquélla algo más vertebral y menos circunstancial al sostenimiento de las relaciones entre las denominadas sociedad civil y sociedad política. La prensa, en general, es
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el articulador verdadero de la opinión pública y de su fragua contemporánea como poder político; a un punto que ya desplaza por imperativo de la revolución tecnológica y de la anomia social de coyuntura a las estructuras clásicas de participación democrática: los partidos y las asociaciones políticas. _ No obstante lo anterior, el acceso ciudadano a la información pública, que es sustantivo a la libertad de expresión, condición o coadyuvante de la transparencia gubernamental, factor inhibitorio de las prácticas de corrupción, y modalidad que propicia la rendición de cuentas por parte de los magistrados — como una de las exigencias más antiguas y cardinales de la democracia, según lo recuerda nuestro primer historiador, Heródoto — tropieza con obstáculos que lo someten a dura prueba. Uno lo representa la emergencia de lo que llama Bobbio — apelando a Alan Wolfe, escritor norteamericano — el Estado invisible o paralelo, el criptogobierno o el conjunto de acciones realizadas por fuerzas políticas subversivas que actúan a la sombra y en relación con los servicios secretos, o con una parte de ellos. Los ejemplos huelgan y no es necesario mencionarlos entre nosotros. _ El otro obstáculo — nacido bajo el supuesto de una mayor eficacia en la gestión pública — es el desplazamiento que ha lugar del debate parlamentario y público de las leyes por obra de las leyes o habilitaciones extraordinarias de legislar 245
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que actualmente se otorgan a los gobernantes de forma más que rutinaria, para que realicen por sí las tareas de la legislatura y a su conveniencia. Estos, por consiguiente, dictan leyes mediante decreto y de forma secreta, protegidos por los muros de sus gabinetes, y casi siempre obviando la prédica de Kant en su Apéndice a La Paz Perpetua: Todas las acciones referentes al derecho de otros hombres cuya máxima no puede ser publicada, son injustas. _ Pero el obstáculo más importante para la transparencia y rendición de cuentas gubernamentales y fuente indiscutible de corruptelas que minan a la democracia, lo representa la autocracia digital— distinta de la varias veces mencionada aristocracia digital. En otras palabras, se observa la disposición gubernamental creciente de recursos tecnológicos de última generación para controlar a los ciudadanos antes de que éstos, mediante la opinión pública y el acceso a la información pública, controlen a quienes detentan el poder. Ningún déspota de la Antigüedad, ningún monarca absoluto de la Edad Moderna, aunque estuviese rodeado de mil espías, logró tener toda la información sobre sus súbditos que el más democrático de los gobiernos puede obtener del uso de los cerebros electrónicos, señala con pertinencia indiscutible y preocupación Bobbio.
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La subordinación de las instituciones del Estado a la autoridad civil y el respeto por la sociedad al Estado de Derecho, se expresan como el último componente fundamental de la legitimidad democrática de desempeño. Aun así, sin mengua de la certeza teórica del estándar mencionado, el cuadro dominante de anomia social e internacional y la ausencia de referentes constitucionales e institucionales distintos de los conocidos que la resuelvan, posterga a la razón jurídica y le da preeminencia la razón de facto. Y como tendencia toma cuerpo, por una parte, el reclamo creciente por los miembros de la fuerza pública y armada de derechos ciudadanos y como civiles de uniforme y, por la otra, sobre el puente de esta consideración toma lugar la idea de que el ciudadano ha de prepararse en los menesteres de la milicia, para la defensa de la ciudad y sobretodo de sus conquistas sociales y económicas. Se debilita, así, la antiquísima distinción entre el arcontado y los estrategas o polemarcas griegos como la actual diferenciación entre el gobierno civil y la organización militar que, en democracia y en teoría, ha de quedar sujeta a la voluntad ciudadana. _ Además, no es que se aprecie una suerte de unidad o confusión sobrevenida y en forja entre el mundo civil y el militar que despeje la idea de la primacía de 247
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uno por sobre el otro, sino que, admitida la mixtura de fueros ella no ha lugar dentro de un espacio ciudadano unitario y sujeto, en su conjunto y como lo era, a la primacía de una ley única, igual, sistemática, con validez general para el mismo conjunto, tal y como es lo propio del Estado de Derecho. _ En ausencia o por la misma ineficacia sobrevenida del Estado Nación, en tanto que centro o punto de articulación de la ciudadanía democrática, ha lugar a la emergencia acelerada de una sociedad neocorporativa— como la llama Bobbio y lo señalamos con insistencia — en la que cada grupo, sector o comunidad de intereses sociales, culturales, económicos, étnico-raciales, religiosos y hasta mercaderiles, no sólo busca su reconocimiento específico como parte de la cosa pública o res publicae sino que aspira a un tratamiento diferenciado dentro de la ley general. Todavía más, procuran alternativas de solución de conflictos sociales al margen del Estado de Derecho y consistentes con la realidad de sus intereses localizados. Así ocurre dentro de las comunidades sociales de base y en las comunidades indígenas u originarias de América Latina, cuyos derechos casi familiares o consuetudinarios adquieren estatus y reconocimiento constitucional progresivo. Todo ello — cabe subrayarlo — bien recrea la experiencia de los signori durante el Medioevo italiano, cuyas sociedades o comunidades más estrechas coexisten en pugna con la autoridad del Podestá de la República. 248
Epílogo, para imaginar el porvenir
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Son innumerables los asuntos e interrogantes por resolver acerca de la democracia y de su crisis corriente dentro de la misma democracia. Pero no cabe el pesimismo. Una razón se impone casi a título de máxima de la experiencia, por reciente que sea. Hasta los gobiernos que mayores falencias acusan o muestran un déficit democrático elevado no dejan de rendirle culto y hasta justifican sus dislates y arbitrariedades arguyendo lealtad al ideal democrático.
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La democracia se agota como experiencia instrumental dentro de los odres de la república conocida, y en las cárceles de ciudadanía en que derivan los Estados Naciones de nuestra contemporaneidad. Pero la realidad histórica de aquélla y la de éstos no deja de aportar una lección extraordinaria. El tiempo de la democracia se hace generoso y los peligros que la acechan disminuyen cuando la misma — a manos de sus verdaderos hacedores, la gente — se funda en los equilibrios y niega a los extremos.
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No sabemos aún sobre las nuevas formas o los intereses distintos que es necesario reequilibrar de cara a la renovación de la democracia y a la luz del siglo ya en curso, de sus tendencias globales y también de sus muchos nichos, casi todos recreadores de una suerte de Medioevo posmoderno. Pero la regla del equilibrio vale, hoy como nunca antes.
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Es cierta la reprobación que sufre la democracia ante la opinión pública dominante y que Bobbio ausculta oponiendo el ideal democrático con la realidad democrática. Pero lo cierto es que la reprobación ha lugar porque el común asimila la expresión democrática con su instrumental histórico: el Estado, los poderes públicos, los partidos políticos, el voto periódico y su ineficacia para conjurar las urgencias y exigencias de la vida cotidiana.
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No es la primera vez que ocurre una crisis de fe en la democracia, como lo muestran las páginas anteriores. El ex presidente venezolano, Rafael Caldera, recuerda que el mundo más adelantado la vive en los años 10 al 40 del siglo XX, a un punto que, en 1939, la opción fatal es el totalitarismo de izquierda o derecha. Y dos razones abonan al respecto. Una, la mala fortuna de coincidir la Revolución Liberal con el auge del capitalismo, incriminándose a aquélla de las culpas de éste. Otra, las dificultades derivadas de la falta de elasticidad de las estructuras políticas para amoldarlas a las necesidades de la gente (Del autor, Reflexiones de la Rábida. Seix Barral. Caracas, 1976). Sea lo que fuere, como lo creemos, si se le pregunta a ésta si acaso está dispuesta a renunciar a la libertad recibiendo a cambio mayor bienestar económico, a buen seguro dice que no; porque en el fondo lo que se reclama de la democracia es lo que Protágoras predica de ella: su identidad con la naturaleza humana, con las cosas simples en pocas palabras.
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No es panfletario afirmar que la democracia, en su crisis corriente dentro de la misma democracia, vuelve a sus orígenes. Deja de ser forma de organización o modelo de gobierno para reivindicar su carácter como derecho humano: el derecho a la democracia; pero cuyas garantías adquieren formas variables según el tiempo histórico de que se trate y sus exigencias variables. Lo esencial, lo que nunca puede cambiar dentro de ésta es su identidad con el espíritu de tolerancia, el reclamo de la perfectibilidad humana, y su basamento ético: la dignidad de la persona, que impone, a fines legítimos, medios legítimos y viceversa.
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Se trata, entonces, de no perder el rumbo frente a esas reglas universales de la decencia, inscritas en el Decálogo. El respeto a los otros — que pueden ser discrepantes o adversarios pero no enemigos — nos aleja de las verdades absolutas, no le da tregua a los fanatismos, y en el debate libre de las ideas se procuran los cambios de poder sin sangre y ha lugar al espíritu de la convivencia, a la posibilidad de la creación en común en medio de las diferencias. Pero la perfectibilidad, el saber que nuestra condición de humanos nos torna obras inacabadas y de quehacer constante, nos impulsa a la restauración periódica de la experiencia humana; y ese es, justamente, el desafío inacabado que tiene la democracia a lo largo de más de 2.500 años desde su nacimiento.
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La diatriba reciente sobre la democracia intenta fijar el debate en una suerte de oposición entre la democracia representativa y la democracia adjetivada de participativa. Pero el asunto reviste mayor complejidad, aun cuando, para resolver tanto el problema de la impersonalidad histórica del Estado como el distanciamiento de los representantes políticos con relación a sus electores, la Carta Democrática Interamericana prevea una regla adecuada: La democracia representativa se refuerza y profundiza con la participación permanente, ética y responsable de la ciudadanía.
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Como lo creemos, el tiempo por venir no es ni será mejor o peor sino distinto. De modo que, los paradigmas instrumentales de la democracia a buen seguro serán otros en el siglo XXI balbuceante. Pero cabe observar que así como la idea de la representación se hace necesaria e imprescindible, para sacar a la democracia de sus límites comunitarios y hacerla extensiva a grandes espacios geográficos y humanos, la idea de la participación permanente de la ciudadanía y hasta la absorción por la política del mundo íntimo del individuo, también hace morir a la democracia cuando deriva aquélla - la participación - en trivial por exceso. Así ocurre, en su primera experiencia, durante la Grecia de los antiguos.
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De modo que, la idea de los equilibrios y del alejamiento de los extremos vuelve otra vez por lo pertinente y ha de machacarse sin tregua. La representatividad debe llevarse hasta el punto que reclama la eficacia en la gestión de los objetivos democráticos complejos y de dimensiones espaciales importantes, pero no puede ser desplegada hasta el extremo en que la democracia pierda su sentido como proyecto político e intente reducir el conjunto de la vida humana a ciudadanía totalizante: tesis que, cambiando lo cambiable, es común al pensamiento de Marx y de Rousseau.
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La participación democrática, que en la actualidad y a la manera de práctica de la democracia directa se encuentra en las asambleas populares, de base o vecinales, en las que los ciudadanos deliberan y deciden acerca de sus intereses comunes inmediatos, o en la práctica de los referenda, cabe ampliarla a los nuevos espacios que integran lo que se da en llamar ahora la democracia social; esa que posibilita la deliberación y decisión en áreas que escapan al interés de la clásica ciudadanía política, como las relaciones laborales, estudiantiles, de usuarios, de consumidores, etc. Pero mal puede extenderse al plano de lo mundial o global o hacia arriba, hasta hacer ineficiente o perturbador el proceso decisional urgente y especializado sobre problemas universales inherentes a la sociedad digital, sin perjuicio de la imaginación necesaria de mecanismos para su control; o hacia abajo, hasta un punto en que el ser humano, hacedor y destinatario de la experiencia democrática, pierda su identidad y autonomía.
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No se trata que sea válida y a la manera de un principio, hacia arriba, hacia la globalidad planetaria emergente, la redención del régimen aristocrático. La vigencia de una democracia depende de que se perciba que los miembros de la sociedad están todos en cierta forma capacitados para gobernar, lo recuerda el ex presidente Alfonsín. Pero cosa distinta es y así cabe entenderlo, el reclamo de la jerarquía funcional, la especialización o las delegaciones que impone la decisión sobre asuntos complejos, donde la idea moderna de la representación aporta algo sustantivo.
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Hacia abajo, no se trata que la participación ciudadana se detenga en las fronteras del individuo inútil e incapaz de servirse asimismo como ciudadano, por indiferente frente a todo aquello que ocurre en la ciudad. Se trata, antes bien, que la regla del consenso o de la mayoría democrática, por principio, favorezca la regla del disenso y el respeto al disidente. La mayoría democrática cede allí y pierde legitimidad donde se la usa para aniquilar a la democracia, con su mismo instrumental.
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Bobbio bien se pregunta acerca de ello. ¿Qué valor tiene el consenso donde el disenso está prohibido? Y, antes de volver a interpelar y admitido que todo consenso da lugar a disensos, ajusta con otro interrogante. ¿Qué hacemos con las personas que disienten?, ¿las aniquilamos o las dejamos sobrevivir?; y si las dejamos sobrevivir ¿las detenemos o las hacemos circular, las amordazamos o las dejamos hablar, las rechazamos como desaprobadas o las dejamos entre nosotros como ciudadanos libres? He aquí la prueba diabólica. Es el desafío que han de atender y del que no podrán escapar quienes, más allá de las imposturas, se dicen y son demócratas a pie juntillas y esperan ser los artesanos de la nueva democracia.
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Un último aspecto o denominador que sin ser excluyente de otro cabe considerar, como una vuelta al punto inicial de nuestras reflexiones sobre la democracia en el siglo XXI y el final de los Estados, es el relativo al condicionante contemporáneo que implica el desarrollo tecnológico o tecnotrónico; ese sobre cuya base ha lugar a los avances hacia la mundialización planetaria o el repliegue social y cultural actual hacia las micropólis o patrias de campanario. A momentos se le asume sólo como eso, como un condicionante y no como un favorecedor del desarrollo integral del hombre. De donde vale la oportuna enseñanza de Benedicto XVI en su última Carta Encíclica Caritas in veritate (2009): La técnica — conviene subrayarlo — es un hecho profundamente humano… es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja.
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Si acaso el desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, de un a priori a lo humano, ello ocurre, según el magisterio eclesial, si el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués lo impulsan a actuar. Y ello vale como reflexión epilogar y respuesta para la definición de lo permanente, de la ética democrática: la relación citada entre medios legítimos y fines legítimos. Y dice bien, asimismo, sobre la importancia del sentido último o la teleología de la experiencia democrática.
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¿Cuál es el camino posible para alcanzar la democracia posible, hija de los ideales y realizable dentro de la historia? Alfonsín, a quien le cabe la grave responsabilidad de conducir a su país — la Argentina — luego de una muy larga y ominosa dictadura militar, responde: Es bueno recordar que el futuro se construye en parte con acontecimientos imprevisibles, pero fundamentalmente con lo que hagamos en el presente. Y con lo que hagamos oteando sobre el porvenir y en beneficio de las generaciones del futuro, agregamos.
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Frente a los riesgos del porvenir, parodiando a otro artesano de la democracia citado, Rafael Caldera, quien escribe sobre la virtud indestructible del pueblo venezolano, cabe algo que no deben olvidar las nuevas generaciones y es que nuestro pueblo se acostumbró a vivir en libertad (Del autor, Los causahabientes, de Carabobo a Punto Fijo, Editorial Panapo, Caracas, 1999). Hemos de reparar con optimismo, pues, en las Ingentes posibilidades que nos ofrece la misma democracia y su perfectibilidad en el siglo que corre y en los espacios del Occidente que son cuna de la ley y que en lo sucesivo han de ser, como en el Oriente, cuna de luz que ilumine el horizonte de lo posible.
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En síntesis y anudados a cuanto piensa Ghéhenno, con cuya obra nos topamos al concluir la escritura de estas reflexiones breves, queda pendiente una auténtica revolución democrática en este espacio de prehistoria del tiempo naciente. No hay sitios para el llanto y cabe aceptar el fin de la era institucional del poder, el término de la misma Ilustración. En contrapartida, la arborescencia social, como lo apunta dicho autor, se complica hasta el infinito. Se trata de realizar, cabe repetirlo, una revolución, que no es política sino espiritual. Volver a las fuentes del orden institucional que desaparece es un desatino, pues a falta del orden político superado no hay capacidad para reproducirlo, que no sea para jugar al engaño durante un tiempo magro y dejarle campo libre a los impostores.
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Los debates por venir se referirán a la relación del hombre con el mundo. Se trata de debates éticos y acaso es por vía de éstos que ha de renacer la política en un proceso que partirá de abajo, de la democracia local distinta de la vieja institucionalidad municipal, regional y nacional y de la definición que una comunidad dará de sí misma para elevarse, y para que encuentre junto a sus pares, como lo creemos, ese hilo de Ariadna que les aproxime, relacionándolas y ofreciéndoles una identidad en cuanto a los objetivos de mayor trascendencia.
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La advertencia autorizada no se hace esperar al respecto. La solidaridad que debe permitir superar el repliegue comunitario — la emergencia de las retículas sociales impermeables e introspectivas mencionadas — no será, en fin, inicialmente “política”, encontrará su soporte en el sentimiento de una común responsabilidad ante un mundo cuyos límites deben circunscribir la ambición de los hombres. No existe, pues, receta política para hacer frente a los peligros — y desafíos — de la era post-política, concluye Ghéhenno, salvo asumirlos con coraje y esperanza.
_ “El demócrata es un filósofo al aire libre, en quien el optimismo de la voluntad triunfa perpetuamente, por deber y por fe, sobre el pesimismo de la inteligencia”. Jean Lacroix, apud. L. Herrera Campíns et. al.
Buenos Aires, octubre de 2011.
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La democracia del siglo XXI y el final de los estados, Reflexiones para estudiantes universitarios Se terminó de imprimir en los talleres de , en ; en el mes de octubre del año 2012, con un tiraje de _______ ejemplares En la composición se utilizaron caracteres En su impresión se usó papel ______ ____ grs. en la tripa y la tapa en cartoné. Esta edición estuvo a cargo de Julio Bolívar. Finis coronat opus