February 14, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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2 Y todo comenzó de nuevo Memorias de una democradura
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Memorias de Octubre
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Grupo Los Cronistas Mónica Navia
Y todo comenzó de nuevo
Memorias de una democradura
Y todo comenzó de nuevo
Y TODO COMENZÓ DE NUEVO Memorias de Octubre Primera edición 2004 Depósito Legal: 4-1-291-04 P.O.
©Grupo Los Cronistas ©Mónica Navia e-mail: los cronistas@hotmail/
[email protected]
Defensor del Pueblo Instituto Superior Simón Bolívar
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Editoras: Mónica Navia y Patricia Jiménez Diseño: Asterisco. Arte y Comunicación Impresión: Artes Gráficas Latina Fotografías: David Mercado, Carlos Barria, Fundación Jonny Fernández, José Luis Quintana y Danilo Balderrama
Defensor del Pueblo Calle Colombia Nº 440, La Paz Teléfonos 2490033 - 2490044 Instituto Superior Simón Bolívar Avenida del Maestro, sin número, La Paz Teléfonos 2732274 - 2730304
Producido en Bolivia
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Agradecimientos Los autores agradecemos al Defensor del Pueblo, Waldo Albarracín, a la ex Defensora del Pueblo a.i., Carmen Beatriz Ruiz, a las Directoras General y Académica del INSSB, Mercedes Mallea y Nelly Balda, al Jefe de Formación Docente del INSSB, Omar Rocha y a David Mercado, por el apoyo brindado a este proyecto.
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Oración del guerrero Jorge Campero
Cocuyos grillos Y silbacos Musicalizan la noche triste Venado herido En círculos Hasta alcanzar El viaje celestial Llorando carbones De chuchi Así el destino De los solitarios El que no entiende El miedo a morir Tarde para aprender El día nublado Brisa... ayuda a viajar A cruzar la Gran Lágrima Que finados y ausentes Somos parientes Perros mudos en el viento
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Presentación Indice Escritura como un diálogo Regreso a casa Aniversario de bodas / Rómulo Marca Una noche de terror / Dimelza Casas Días difíciles de vivir / Harry Yana La gota fría / Teresa Tuco Ida y vuelta / Roxana Cussi La muerte paseó por El Alto / Mary Jiménez
La prepotencia Democradura / Harold Yujra El casquillo de la bala / Brígida Laura Un día bañado en sangre / Leonor Vargas Pájaro de mal agüero / Iván Salazar El reflejo del helicóptero / Marisol Espejo Como en la dictadura / Matilde Choque Una eternidad en cinco minutos / Nelson Huaycho La noche del espanto / Rolando Condori En mi cuarto / Carmen Rosa Mamani Un día más / Bertha Mamani La vida es un tesoro / Gerson Salinas Desde el rincón de mi casa / Nelly Huallpa Disturbios en mi barrio / Santos Casas Aquella mañana de octubre / Nieves Mamani Escenas cortas / Erick Cutipa Fidelidad / Erika Loayza Reportaje de un hecho “no reportado” / Gabino Coarite
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“Vamos adelante, porque igual moriremos” / David Mamani En El Alto / Miguel Huanca Crueldad en mi barrio / Rubén Capquipe El gas en el hogar / Verónica Romero La lucha contra un gobierno oligárquico / Freddy Butrón ¿Cómo confiar en la Policía? / Gladys Tapia Escrito con sangre / Eliana Chura Un día diferente / María Luz Domínguez Un sentimiento extraño / Jhonny Chambi La lucha fue de todos / Hugo Cusi Contagioso / Edwin Guarachi Días que no olvidaremos / Gloria Tazola Sin poder defendernos / Reynaldo Quilla Como en una guerra / Víctor Hugo Yucra Jueves 16 de octubre / Verónica Olmos Morir o matar... / Mery Quispe Yo puedo ayudarte, pequeño / Samuel Coronel ¡Viva Bolivia, carajo! / Zulema Flores Tarde de luto en el barrio / Erick Sirpa Un día teñido de sangre / Ángela Yujra Un enfrentamiento inesperado / Juan Pablo Burgoa Las premisas del pueblo unido / Marina Tejada Muertes inesperadas / Patricia Aguilar Los hechos sangrientos de octubre / Erica Gutiérrez Tarde oscura / Loyola Mamani Duelo en el trayecto a Río Seco / Heidi Reinal ¿Cuándo aprenderemos? / Edwin Quispe Pueblo en agonía / Rosario Merma La masacre del 12 de octubre / Lourdes Mamani Testigo / Jhonny Álvarez Angustia incesante... / Edgar Mamani El carácter de la gente frente a la muerte / Carolina Luna Imágenes en la TV / Marisel Casas Trueno a las cuatro de la tarde / Marina Velastique Mientras la noche pasa lentamente, el miedo nos consume / María Gonzáles Tragedia en los conflictos de octubre / Verónica Mamani La noche del jueves / Fanny Porcel Las zanjas en las calles / Ángel Mamani Pánico en una noche fría / Beto Cochi “Una tensa calma” / Clara Alejo Los hechos de octubre negro / Olivia Manrríquez Pasankeri y Tembladerani se visten de luto / Flora Avalos
Luz y sombra / Daysi Jarandilla Conflictos en la feria de Viacha / Lourdes Tarqui Pequeños inocentes, grandes culpables / Maribel Flores Marchas y turismo / René Casas Los desastres en mi zona en octubre / Eveline Condori Un lunes de octubre / Juan Vargas El atentado de Achachicala / Ricardo Tapia Saña entre bolivianos / Sergio Lorcano La noche del sábado / Débora Calle Hubo de todo / Elizabeth Fernández Panes, “aunque sea duros, señora” / Franklin Tarquino ¿Cómo enfrento los problemas económicos? / Miriam Aduviri De un punto en una América Latina 2003 / Marcelo Argollo “Así es el precio” / Irma Quispe Las dos caras de la moneda / Rodrigo Gutiérrez Un matrimonio diferente / Jhacqueline Romero La maldición del gas y un matrimonio / Edwin Requeza “¡Quememos esta casa!” / Jacinto Quispe Días de saqueo / Pamela Chuquimia El clima de la plaza Rioshinio / Dayana Cárdenas La Paz y Santa Cruz a la misma hora / Rocío Mamani “Haga patria: mate un militar” / Lourdes Chirinos También en Amayapampa y Capasirca / Limbert Crispin Miedo y falsedad en los medios de comunicación / Rosmery Tintaya En busca de nuestra reivindicación / Yvan Condori Quiero cambiarme de barrio / Marcelo Copa Los conflictos sociales y mi zona / Iván Laura Fatídico 12 de octubre / Carmela Pacosillo Desde el cuartel / Roberto Ríos La chispa que encendió el conflicto / Margarita Surco No supe qué hacer / Pamela Alarcón El policía del barrio / Santos Paredes Lo que ninguna calle se atreve a pronunciar / Sandra Mariño
La organización Goni me ayudó en la guerra / Julián Condori Octubre rojo en El Alto / Sady Cruz ¡El Alto de pie, nunca de rodillas...! / Samuel Huañapaco ¿La estación del amor o la tragedia? / Eddy Gutiérrez Achumani envuelta en pánico / Elsa Ticona
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La rabia
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La danza “Los Tobas” / Rosa Huanca Conflicto social / René Llusco La noche más larga / Rosa María Aruquipa Bombas molotov / Ceferina Llanos ¡El pueblo ha ganado! / Roberto Luna Lucha, fortaleza y esperanza / Fidelia Sirpa La participación de mi barrio en los conflictos / Miriam Roledo Armados con palos y piedras / Edgar Quispe
Mujeres Negro, oscuro... / Jhaneth Callisaya El desabastecimiento de alimentos / Lourdes Copa Lo que indigna a cualquiera / Estela Blanco Impotencia... / Jhoana Segales La señora de las verduras / Juan Carlos Fernández Días de gran sufrimiento / Corina Quispe El desabastecimiento del gas / Alina Velasco Las dos caras / José Campos Incendio en la Sagárnaga / María Rosa Mayta Conflictos en mi casa / Paola Vargas El día más triste / Judith Tarqui Las armas de la resistencia / Margaret Mamani Pechos de acero / Walter Huayllani La valentía de las mujeres alteñas / Florentino Tola La Paz, 13 de octubre del 2003 / Catalina Acarapi La piedra / Cinthya Machaca Más vale dar que recibir / Victoria Mamani Por voluntad o por obligación / Mónica Escobar
La marcha Uno más... / Hernán Tumiri Pies cansados / Elías Tancara Caminando de cabeza / Benigno Condori Un niño perdido en la calle / Romer Tapia Se ofrecían cortaplumas, navajas... / Omar Corani Crónica: el pueblo en la lucha ante un gobierno oligárquico / Luz Pérez Las brasas desparramadas en la ciudad / Jaime Quinteros Inconformidad social / René Nina Somos más / José David Condori El padre Jesús Lorenti / Emily Fernández El minero / Fanny Suxo
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Llegaron a mi barrio / Magaly Huanca Mirada minera / Verónica Quispe Participación en mi barrio / Dora Huanca ¡Si se pudo!/Arturo Barrenoso Mi padre, no / Juan Tintaya Sufrimos, pero vencimos / Kathia Suxo Cara o cruz / Alfredo Huanca El día inesperado / Grees Conde Ruego a Dios / Carlos Callisaya Decisión colectiva / Ruddy Maidana Un día después / Pamela Mayta Un día después de la masacre de El Alto / Daniel Quispe Campo de guerra / Edgar Castillo La multitud está lista para la marcha / Lourdes Marín Un adiós o un hasta luego / Marisol Yujra La unión del pueblo por una causa / Lucía Huanca
Y ahora, ¿qué? “¡Los militares se nos vienen encima!” / Mario Mamani Pobre tanque, ¡pobre Bolivia! / Américo Mollo Días de tormento / Lilian Alcón Lo mismo o peor / Nelly Alave Nos están matando / Huascar Pinto El costo de la democracia / Javier Oblitas Valora lo que tienes / Verónica Choque Un cadáver exquisito y... / Jhonny Mamani El que quiera entender que entienda / José Luis Yujra Una semana de conflicto / Gustavo Calle Mi participación en los conflictos / Ariel Morales Cuando se hizo presente / Fredy Vargas La dictadura y la impotencia social / Nelly Paredes Aprendí a ser... / Erika Torrez Fueron horas de desesperación / Freddy Limachi El mal tiempo de la paz / Raúl Zeballos Para no creer / Tania Gutiérrez Amor en tiempos de gasificación / Vania Velasco Cómo se ven las avenidas sin autos / Lilian Choque Un barrio tranquilo / Yessica Requena “Lo oculto en un conflicto mayor” / Mariana Chambi Regresó todo a la normalidad... / Gabriel Vargas
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Presentación
L a educación del siglo XXI plantea formar espíritus capaces de organizar sus conocimientos. Las maestras y maestros tenemos ante la sociedad la responsabilidad y el desafío de formar personas críticas, creativas, que resuelvan problemas, que se conciban como mentes abiertas al cambio, respetuosas de la diversidad, siendo la enseñanza un ejercicio de práctica permanente de autonomía y emancipación. El trabajo Y todo comenzó de nuevo. Memorias de Octubre, del grupo Los Cronistas y la Lic. Mónica Navia, profesora de Lenguaje del Instituto Normal Superior Simón Bolívar, nos invita a concebir la escritura como un diálogo de creación colectiva donde estudiantes, futuros maestros, testimonian con inusitada complejidad y hondura los conflictos sociales de octubre de 2003. Este esfuerzo, que recoge la experiencia de 176 estudiantes normalistas, enfatiza la educación para la palabra y la expresión precisa como adquisiciones permanentes, apreciadas en todos los oficios y en todos los ámbitos de la vida. Muestra que la enseñanza del lenguaje ofrece un marco de referencia analítica y propicia una relación más estrecha con la acciónreflexión a partir de las prácticas de escritura creativa como espacios reveladores de fortalezas y debilidades. El diálogo enlaza un cuerpo de herramientas que permiten ir más allá del placer por la expresión y alcanza una praxis enriquecida por el andamiaje teórico del lenguaje y la reflexión de la realidad social.
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Mónica Navia plasma con singular acierto y fe inquebrantable, uno de los propósitos fundamentales de las y los profesores de lenguaje y literatura: provocar en sus alumnas y alumnos la necesidad de descubrir la relación entre la realidad y el lenguaje por sí mismos, no para encontrar en ellas certezas inamovibles sino para generar dudas que sigan mostrando que las certezas absolutas sólo habitan el mundo de la quietud y la repetición mecánica. El lenguaje, como bien señala Hans-Georg Gadamer, debe ofrecer perplejidades clásicas inmersas en una conciencia histórica que proyecte la fusión de horizontes de sentido. La revelación que alcanzamos con el diálogo nos coloca frente a experiencias nuevas y afecta nuestra capacidad de seres cognoscentes y críticos en un mundo desazonado y turbulento. Estas crónicas, que tengo el honor de presentar, son expresión elocuente de que la lectura del mundo precede a la lectura de la palabra; que lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente y devienen en la comprensión crítica de lo que se observa; que Bolivia puede cambiar y que es capaz de concebirse plural y tolerante con aquellos que piensan diferente.
Nelly Balda Cabello Directora Académica INSSB
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Escritura como un diálogo Un proyecto colectivo
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scritura como un diálogo: diálogo con la familia, con la cuadra, con el barrio, con la escuela, con la ciudad, con las instituciones, con uno mismo. De esa manera se concertó este libro de crónicas y testimonios escritos por estudiantes del Instituto Normal Superior Simón Bolívar agrupados bajo el nombre “Los cronistas”, quienes nos muestran sus percepciones sobre los conflictos sociales ocurridos en octubre pasado. Y se piensa como diálogo porque en estos escritos tan hondos, tan sensibles, tan humanos, intervienen, además de los autores, todos quienes habitan sus espacios públicos y privados. Habitan en estos discursos los padres de cada parroquia, que se enfrentan cuerpo a cuerpo con manifestantes iracundos y soldados prepotentes; la Defensoría del Pueblo, que, pese a la crisis institucional provocada por el cuoteo político, trabaja para proteger la vida de las personas; las señoras de las tiendas, las que mantienen sus precios y aquéllas que los elevan; los policías, los agresores y los agredidos; los grupos compuestos por centenares de personas que tuvieron que cruzar la autopista de noche, en medio de balaceras y gases lacrimógenos, para regresar a sus casas; los que salieron a las esquinas a prender fogatas; los que enfrentaron, a metros de distancia, a los soldados; los que agredieron a policías y a sus familias por el sólo hecho de tenerlos al alcance de la cuadra; las personas que, dentro de sus casas, recibieron impactos de armas de guerra; los dirigentes de las juntas vecinales, los mallkus, todos. Son testimonios narrados por la ciudad desde las miradas que en ese momento padecieron los impactos de lo que ellos mismos llaman una guerra. Son, asimismo, el resultado de una creación colectiva que se planteó la misión de mostrar su modo de entender esta historia, que podría resumirse con la expresión “entonces comenzó de nuevo”, punto de partida desde la razón, y también, desde la sinrazón de nuestras acciones; pero que mira y apuesta por creer que sí es posible transformar ese instante de nuestra historia en un inicio desde el cual podamos construir todos juntos un modo auténtico de habitar nuestras vidas. Este proyecto es parte de uno mayor y especialmente significativo: la educación en el lenguaje. En tal orientación educativa nos hemos embarcado docentes del área de Lenguaje y del área de Literatura y Comunicación del INSSB. De acuerdo con ésta, educar en el lenguaje no se limita a la mejora o corrección de un instrumento de comunicación; sino que
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implica y compromete existencialmente a los estudiantes. El empeño, rigor crítico y honestidad en los trabajos que presentaron revela que educar en el lenguaje se orienta a decir, y, en ese decir, a mostrar; revela también que el lenguaje se utiliza no sólo para informar, sino también para interpelar, para dialogar y, por ende, para acordar. Ésa es la proyección de estos escritos.
La incertidumbre Durante los primeros días del paro cívico de la ciudad de El Alto, la situación puso a todos en duda. Teresa Tuco relata lo que le sucedió cuando regresaba a su casa. En plena autopista, el chofer del autobús detuvo la movilidad y les dijo a los pasajeros que debían bajarse, pues no era posible avanzar más. Ya en uno de los carriles, se encontraron en medio de un enfrentamiento entre manifestantes y militares. Todos corrían. A medida que corríamos, veía a señoras desesperadas cargando a sus bebés; niños a punto de caer desmayados; muchachas llorando, rogando que todo acabe. Nosotros corrimos agarrando bien nuestras cosas para escapar del lugar que era asfixiante; corríamos peligro todos en ese momento; no podía creer que personas que estaban en dirección a sus hogares después de estudiar o de trabajar sean afectadas de esa manera; mi indignación era inmensa después de haber salido del lugar. En el camino comentamos cuán injusta era la sensación que habíamos vivido; llenos de desesperación y angustia nos preguntamos: ¿qué hacemos?, ¿adónde corremos?, ¿volvemos?, ¿seguimos?
La situación se fue agravando cada vez más, y ese terror se fue mostrando desde distintos espacios: la pasarela, la ventana, el umbral, la esquina de la casa, etc. La Guerra del Gas conmovió la vida social y familiar de cada alteño y paceño; traspasó las fronteras de lo público para invadir los espacios privados. Desde allí se comentaba sobre lo que estaba sucediendo, se esperaba lo peor y, también, se tomaban decisiones: quedarse en casa o participar en las movilizaciones. 16
El horror como símbolo Éste es un testimonio de guerra. Hubo enfrentamientos en gran parte de la ciudad de El Alto y en varias zonas de la ciudad de La Paz. Se utilizaron armas de guerra, no sólo balines; varias de estas balas, en El Alto y en La Paz, atravesaron las fronteras de los hogares; un hombre fue muerto en el patio de una casa por una bala que atravesó la pared; un niño fue herido de bala mientras dormía en su cuarto. Un helicóptero aterrorizó a las dos ciudades al ser utilizado, desde baja altura, para perseguir ciudadanos y disparar ráfagas de ametralladora, balas y gases lacrimógenos indiscriminadamente; paradójicamente, como dice un estudiante, el mismo helicóptero que trasladaría a los miembros del ex gobierno al exilio. También tanques de guerra, si así puede llamársele a la vieja chatarra cuyo cañón apuntaba a la Ceja de El Alto. A su alrededor –comenta Américo Mollo–, se encontraban soldados que parecían posar para una vista de cámara fotográfica. Se escuchan expresiones: ¡Estamos en una guerra!; era un campo de guerra; esta película de guerra; una guerra como en las películas; era como ir a una guerra; parece que afuera se está librando una verdadera guerra, una
Estas pasarelas se habían convertido en excelentes posiciones de disparo a “blanco seguro” –sin fallar, a matar– para los soldados y comandantes de las Fuerzas Armadas; desde esas posiciones mataban, pues la visión era buena, con municiones de guerra con mayor precisión, a personas que comandaban los bloqueos o a personas que no participaban de éstos. Además, estas pasarelas destruidas se usaron para bloquear el ingreso de tanques y una posible radical militarización de las zonas.
Las referencias al helicóptero que sobrevolaba por la ciudad de El Alto y La Paz son constantes; es señalado desde cualquier espacio de la cuidad. Lo horrendo es aquello para lo cual fue utilizado: ...era un helicóptero que llegaba en auxilio del distrito policial, tripulado por militares; este aparato ya sobrevolaba el distrito policial y la gente miraba hacia el cielo atónita por la incertidumbre de lo que podría suceder. En ese momento empezaron a brillar luces por el cielo; eran las balas que parecían un gran número de juegos pirotécnicos que, como en Año Nuevo, se ve por los cielos... (Rolando Condori)
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batalla campal con balas, dinamitas, palos. Estos testimonios son un llamado de atención a gobernantes y gobernados del horror que podría haberse evitado, y del horror que no debe repetirse jamás. Fue una guerra donde se enfrentaron intereses de un lado, y sueños, sobre todo, sueños, del otro. Lo que se vivió durante esos días fue el miedo que alteños y paceños estaban enfrentando, miedo por la violencia en la que se enmarcaban los encuentros entre civiles y uniformados; pero también miedo de sentirse vulnerables en sus propias casas, desprotegidos durante la noche, paralizados durante la espera de allanamientos que se realizaban en busca de dirigentes de las juntas vecinales, acrecentado cuando uno de los miembros de la familia era parte de las movilizaciones. Las percepciones de la noche son dramáticas; son relatos de sonidos de los allanamientos: los disparos, el ruido de los automóviles que se detienen a poca distancia, los golpes, los gritos. Frente al miedo ante los allanamientos, y también ante los saqueos, se responde, se contesta, nacen movilizaciones nocturnas: fogatas, grupos de vigilancia, espera no pasiva. Frente a los enfrentamientos, y el paso del helicóptero cuyos reflectores iluminaban y luego disparaban a los grupos de personas que se convertían en sus blancos, nacen más movilizaciones. La violencia fue extrema de un lado y del otro. El Ejército se apostó en las pasarelas para disparar sin miramientos; los disparos se dirigían a quienes tenían al frente. Son varios los relatos sobre personas que no estaban interviniendo en los conflictos y que fueron alcanzadas por balas de fuego o balines. La orden era disparar a quien sea, sobre todo, cuando se trataba de dar paso a los carros cisternas: “Los soldados se apostaron en las pasarelas y, por primera vez, conocí el sabor de la impotencia. Empezaron a disparar desde una distancia de más o menos 300 metros. ¿Y nosotros qué? ¿Acaso podríamos hacerles llegar por lo menos una piedra desde esa distancia?” (Harold Yujra). Dice el mismo cronista: “Éstos, entre otros detalles terminaron por convencerme de que vivíamos una democradura.” Añade Iván Laura:
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Y lo que más impacta de los relatos y descripciones sobre este objeto son las percepciones sobre el mismo: desde los niños, que jugaban a disparar cuando los veían desde sus casas, hasta los adultos, que evaluaban su papel protagónico en la represión.
La guerra por el gas El tema del gas fue como un síntoma de esta crisis; mientras unos manifestantes gritaban consignas rechazando la venta del gas a Estados Unidos, otros hacían largas filas para poder comprar una garrafa, la mayor parte de las veces sin lograrlo o como antesalas de enfrentamientos con los militares. Parecía que el gobierno se hubiera impuesto como una bandera el traslado de gas y de gasolina a la Hoyada, cueste lo que cueste. El domingo 13, murieron 26 personas; sólo uno de los muertos era militar; varios de ellos murieron por balas de guerra disparadas desde convoyes de militares que escoltaban a los carros cisternas; los militares disparaban a todo lado, haya o no manifestantes cerca. Detrás de las declaraciones del entonces ministro de Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, mientras daba lectura a una lista de estaciones de gasolina abastecidas de La Paz, emergían nombres de muertos, heridos y se develaba la soberbia gubernamental: “se impuso” la autoridad del gobierno. Testimonios y la prensa relatan escenas desgarradoras que muestran que murió más gente cuando los carros cisternas atravesaban avenidas, puentes o la Autopista que en los enfrentamientos con los manifestantes. Corrieron porque en ese momento estaban pasando las caravanas de cisternas y camiones de gas licuado custodiadas por dos camiones de militares y otros dos de policías quienes no esperaron provocación alguna sino que pasaron disparando a ráfaga balines y gases lacrimógenos. (Mery Quispe) Los militares usaron la violencia y causaron muertes tan sólo para dar paso a unas cisternas. Este hecho ocurrió el sábado aproximadamente de seis a ocho, en la tarde, en mi zona Santiago II (Rosario Merma).
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Paradoja de dos guerras. En El Alto se trataba de impedir el traslado de gas y de gasolina a La Paz; en La Paz, se dependía de esta ciudad para obtenerlos. En La Paz, la gente hacía largas filas para obtener gas y gasolina que procedían de El Alto; en El Alto, se reclamaba por el derecho de la ciudadanía a adquirir una garrafa de gas. Quienes no pudieron comprarlo, y fueron los más, se vieron obligados a cocinar con leña que obtenían de cajas y muebles viejos de la casa o de lugares cercanos a sus casas. Es decir, a la escasez de alimentos y a la especulación en los precios, se añadía la escasez de gas, combustible indispensable en muchos hogares. Para mi peor desgracia, el martes 14 se acabó mi insumo principal: el gas. Mi preocupación fue muy grande, y tuve que dar solución inmediata al problema. Gracias a mi madre, estaba en mi poder una cocinilla a leña, la que tuve que adaptar en el patio y empezar a reunir leña del monte y toda la madera que poseía en casa para poder atizarla y preparar, de esta forma, la alimentación diaria que no debía faltar a mi familia. (Lourdes Copa)
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Tres panes costaban un Boliviano; eran extremadamente pequeños y simples; parecían panecillos en vez de panes. Lo más sorprendente fue que no lo vendían a cualquier persona; solamente a los que llevaban leña con la cual horneaban el pan en las madrugadas y en las noches. Si no llevabas la leña, no conseguías pan; ésa era la condición que había puesto el dueño. (Irma Quispe) En mi casa se terminó el gas el 12 de octubre. El 13, desde temprano, salimos a recoger leña para poder cocinar... Al llegar al bosquecillo, nos encontramos con mucha gente; era sorprendente cómo desde tan temprano ya había personas recogiendo leña. (Erika Torrez)
Era de esperarse, entonces, que la desesperación y la bronca por la escasez de gas saltara de cualquier manera, más aún cuando los vecinos tenían que presenciar las violentas acciones militares para “garantizar” el abastecimiento de gas a la ciudad de La Paz. Los testimonios relatan la secuencia de circunstancias bajo las cuales se proveyó de gas a la Hoyada: La desesperación de ambos grupos era notoria. Unos queriendo impedir el paso y otros queriendo hacer pasar la diligencia de vehículos. Algunos soldados, por su parte, se resistieron a disparar. Llorando, imploraban a sus superiores que los saquen de aquel lugar; pero en respuesta sólo recibían golpes, reprimendas y, en último caso, eran sustituidos por otros soldados. Era notorio que los soldados no querían ser partícipes de aquellos acontecimientos, pues disparaban a ciegas y sin dirección. Apegados unos con otros, y haciendo grupos reducidos de diez o quince soldados, la diligencia de vehículos seguía su marcha (Wilfredo Condori).
. ¿Cómo es posible, parece ser una de las preguntas de estos jóvenes, que un conflicto originado por este tipo de políticas: vender gas en condiciones desventajosas para Bolivia se refleje en las actitudes discriminadoras como transportar a balazos garrafas de gas para satisfacer las necesidades de las familias de unos cuantos? ¿Quién dio la orden de disparar? Esta pregunta cobra importancia a partir de testimonios que, como el anterior, muestran que los soldados de base se negaban a disparar. Es que muchos de estos soldados que fueron forzados a disparar viven en El Alto, es decir, eran sus familiares a quienes enfrentaban.
Los milicos y polis La reacción del pueblo de El Alto fue tan drástica, que en determinado momento el Gobierno se vio obligado a trasladar a esa ciudad y a La Paz a conscriptos de otras regiones de Bolivia, en condiciones extremas. Algunos testimonios hablan de ellos: Uno de ellos –conscriptos– decía: “Señora, en la madrugada nos han traído; mis padres no saben que estoy aquí; no conozco La Paz, y nos hacen dormir completamente atados con soga a nuestra cama para que no huyamos. Así como me ve con esta ropa, así he llegado; no tengo ni un calcetín de cambio ni un boliviano en el bolsillo, y no sé si volveré a ver a mis padres... Tengo miedo...” (Carmela Pacosillo)
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La violencia de los militares contra los civiles nos obliga a buscar explicaciones sobre lo que hacían y por qué lo hacían; nos obliga a buscar diferentes miradas. En muchos de estos testimonios se puede notar el rigor de la mirada de los jóvenes y los distintos significados que se construían ante lo que veían en sus calles. Mery Quispe comenta la muerte de un subordinado que se niega a disparar a la gente: Pero también pensé en aquel que disparó a los protestantes e hirió a uno de ellos: ¿cuál de los dos era el que cumplió órdenes y quién patriota? Uno es un héroe callado y el otro, ¿un soldado obediente, con subordinación y constancia? Uno no cumplió órdenes y fue muerto; y el otro, ¿cumplió órdenes para no morir; pero sí matar?... Termino con una frase que me llega a la mente después de lo ocurrido: “Morir o matar”. Eso ocurrió el 12 de octubre.
Violencia desde los dos lados. Saqueo, destrozos a instalaciones públicas y privadas; presión, la presión para que un miembro de cada familia salga a bloquear las calles, a las movilizaciones; agresión, agresiones a los policías y a sus familias, e incluso el intento de marcar sus casas... Una de las crónicas, escrita por la hija de un policía, relata lo que representó para ella y su familia esta violencia, y reflexiona críticamente en busca de una explicación. De esta acción irracional –comenta–, no se salvaba ni su hermano: Y lo irónico de esto es que mi hermano, que ya está casado y tiene su hogar con su familia cerca de la casa de mis padres, venía por la calle gritando: “Mate a un militar y haga patria”. Tal vez lo decía por el momento, por lo que ocurría; empero, dicha frase me molestó. Quizás yo no esté en lo correcto; pero eso es lo que pienso. (Lourdes Chirinos)
Lourdes, confrontada por un compañero de curso, que le reclama el hecho de que defienda tanto a los uniformados, señala: “yo le respondí que soy hija de un policía”. Quien la interpelaba, narra hechos que explican las razones por las que rechaza al Ejército, pues había participado, mientras hacía el servicio militar, en la masacre de Amayapampa y Capasirca:
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Recordé la imagen de campesinos mineros que caían al son de las metrallas; no podía evitar que mis camaradas, los instructores, digan que había que disparar sin compasión a estos “desgraciados”, y ver cómo mi instructor tomaba el fusil y, sin pensarlo dos veces, disparaba de frente. Los cuerpos caían como bultos, rodando hacia nosotros. En ese momento me preguntaba si vale la pena ser militar; parece que no, y que Dios me perdone porque yo estuve presente en ese momento, y digo por ello gloria a esos mártires de ese centro minero. (Limber Gutiérrez)
Otras crónicas relatan hechos brutales contra los policías, algunos de ellos, como reacción a las masacres. El clima era de desconfianza, al extremo de dudar de los propios compañeros de lucha: En una de las reuniones que se realizaban en el barrio, se corrió el rumor de que había un policía entre los reunidos; la reacción del grupo fue brutal: lo agarraron y agredieron; lo
Los extremos de la violencia se muestran igualmente en el caso de los dos uniformados asesinados por la gente; se trataba de dos militares que desde una motocicleta disparaban “a dos manos”, y que fueron derribados por los manifestantes; uno de ellos sobrevive a las torturas; el otro muere. Ésta es parte del relato:
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torturaron y lo dejaron amarrado en el puente; después de un tiempo pudo ser rescatado y alojado en radio San Gabriel. (Yvan Condori)
A uno de ellos lo llevaron a una plaza muy cercana a mi casa; allí lo quisieron colgar; los rostros de todos mis vecinos eran de rabia y tristeza por la gran impotencia de no poder vengar a tantos hermanos que murieron; algunas personas se opusieron a matarlo; pero, de todas formas, el militar estaba demasiado golpeado; parecía que estaba agonizando. Después de unas dos horas llegó la ambulancia para llevarse a los heridos que estaban en la posta de mi barrio; también se llevaron al militar golpeado. Sin embargo, cuando la ambulancia estaba llegando a la avenida Juan Pablo II, los vecinos de ese sector revisaron la ambulancia y, al ver que un militar se encontraba dentro de ésta, lo sacaron para matarlo. Primero: lo pusieron en el fuego; luego lo bajaron para ir a matarlo en Río Seco.... (Rosmery Tintaya).
Este hecho refleja la irracionalidad de esta violencia ejercida desde un lado y desde otro, puesto que finalmente la violencia que se ejercía contra el otro partía del principio, fundamental, de que el otro no tenía derecho a la vida, ni siquiera derecho a la compasión. Se trató, en muchos casos, de la negación de la calidad de humano del otro. Ello se vio también reflejado en casos en los que algunos vecinos, por el sólo hecho de tener la piel un poco más blanca fueron perseguidos y torturados hasta verse obligados a pedir perdón de rodillas para salvar su vida.
“Para que no vuelva a pasar” En la Guerra del Gas la familia cumple un papel importante en la construcción de la memoria histórica, pues mientras se relata lo vivido, no sólo se transmite, sino se construye, se intenta comprender la realidad; una realidad de ahora, pero también de otros momentos de la historia de Bolivia. Como nunca, los padres relatan a sus hijos o los señores que participan en la vigilia o en las reuniones del barrio a sus compañeros ocasionales lo que habían sufrido durante la dictadura, algunos, desde el Ejército cuando cumplían el servicio militar, otros, desde la familia. Se cita a varios dictadores, y los estudiantes recogen estos testimonios insertos en los suyos para convertirlos en razón suficiente para sostener su lucha: “Para que no vuelva a pasar”. Ésa era la expresión que corría por la ciudad de El Alto y La Paz. Era imposible mantenerse al margen, si de hecho la familia estaba siendo invadida en su territorio íntimo por gases, balas, allanamientos y presiones vecinales; en esas circunstancias, los padres obligan a los hijos a refugiarse en su cuarto y a guardar silencio durante toda la crisis; los hijos temen que allanen sus casas porque un miembro de la familia pertenece a la junta vecinal; familiares esperan a quienes aún no llegan a casa; personas atraviesan campos de batalla,
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piquetes de huelga, calles oscuras para llegar a sus casas a proteger a su familia; hijos salen a buscar a sus parientes y los encuentran saqueando con la turba. No poder mantenerse al margen fue lo que influyó en la determinación de formar parte de las movilizaciones, marcadas con una complejidad de múltiples respuestas, de diversos significados, que aquí nos muestran los relatos. Es el caso de Rómulo Marca, que relata el recorrido de su trabajo, ubicado en la ciudad de La Paz, a su casa, ubicada en El Alto: parte de la ciudad de La Paz en la tarde y llega a las cinco de la mañana del día siguiente, luego de vivir una noche de terror, en medio de enfrentamientos, huidas, tomas de movilidades precipitadas, pagos de “peaje”, entre otras. Ya en casa, pretendía mantenerse aislado del problema, estar con su familia festejando su aniversario de bodas. Pero el problema no era ajeno a su familia. Es así que decide integrarse a los grupos de bloqueo: Seguía con el propósito de no involucrarme; pero minuto que pasaba era un minuto que golpeaba mi inconsciente donde empezaba a germinar o más bien a despertar de ese sueño aletargado mi sentimiento de compromiso, de lucha; me decía a mí mismo: “Sal, comprométete”. En ese momento me decidí. Me vestí, y salí dispuesto a entregarme a lo que el movimiento requiriera.
Regreso a la “normalidad”
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Quedan los sueños de mejorar y la bronca por tanta corrupción y servilismo con los de afuera... “¡Maldito gobierno, ¿por qué quieres vender aún más a Bolivia?”; la esperanza de la lucha por la dignidad del país y por el cambio, para que las cosas mejoren. Mientras todo eso pasa, uno mira llegar a los mineros con sus ropas que son dos tallas más grandes, a pie, sin un peso en los bolsillos, y dejando a sus familiares en las mismas condiciones; pero deseando también, como muchos, que esto acabe, es decir, el robo en todo lado y las diferencias y las exclusiones; llegan a pie, de a montones, discursean en la Pérez Velasco, en La Ceja, gritando: “Hermano paceño, Oruro está contigo”, para regresar como héroes luego, igualmente pobres, y desamparados; sin esperanzas de que sus vidas, lo cotidiano, las oportunidades para ellos y sus hijos hayan cambiado un poco aunque sea después de esta revolución. ¿Hemos recuperado a Bolivia de los corruptos realmente? ¿Qué cambiará de Bolivia a partir de ahora? ¿Cuáles son las expectativas de que éste sea un triunfo real contra las injusticias?: El 17 de octubre la patria ha vuelto a ser nuestra. El presidente criminal huía rumbo al norte. Tengo que alegrarme. A la victoria hay que ponerle un penacho de alegría. He buscado afanosamente en mi interior la alegría que necesita la victoria. Me cuesta encontrarla. Quiero poner júbilo en mi rostro y prender en el alma el optimismo que da el triunfo. ¡Hoy ha caído el gringo! Tengo que pensar intensamente que los vencidos son ellos, los vendepatrias. Pero la derrota y la victoria tienen la misma máscara. Porque así como en el 52 otros se beneficiaron de la lucha del pueblo, nuevamente la historia vuelva a repetirse. Me siento hueco. (Mario Rubén Mamani).
Experimentamos una oquedad que nos traspasa a todos, cuando vemos a nuestro presidente en ejercicio tratar de poner sentido a este gobierno en una lucha desesperada por mantener una estabilidad que incomoda a unos pocos quienes ya no pueden robar como antes y que, desde sus espacios de poder, el Parlamento y los ministerios, están viendo la manera de seguir robando, o eliminar al “intruso historiador”. ¿Cómo podremos creer que este país tiene esperanzas con esta gente en el poder? Parecería fácil –y cómodo– extremar posturas y descalificar al gobierno derrocado mientras se aplaude al gobierno entrante. Adjetivos van y adjetivos vienen. Es fácil hacerlo desde este momento de la historia de Bolivia; pero surge la pregunta de quiénes gobiernan detrás de cada gobierno, y si no es más bien el problema de un sistema de exclusión para muchos y de ventajas para algunos con cara de democracia. ¿No lo vimos durante el gobierno pasado, que distribuyó las instituciones públicas entre los partidos políticos y agudizó (no la creó: llevamos casi doscientos años de vida republicana confrontándonos con ella) la corrupción? ¿Y no lo vemos ahora, pese a los intentos del actual Presidente de la República de sanear el Estado? Fue mucho lo que se vivió durante estas jornadas de octubre: la prepotencia del gobierno, la rabia del pueblo, la intermediación de instituciones de la sociedad civil, la organización, la solidaridad, también la desconfianza, pero sobre todo la esperanza de que algo haya cambiado. “Ya no soy la misma persona después de estos hechos”, dice Iván Salazar. Está en manos de todos nosotros mirar el horror de estos hechos para que no vuelvan a repetirse, ni del lado de los gobernantes ni del lado del pueblo, y para que tengamos el coraje de creer y confiar, de practicar ciudadanía sin robos, sin mentiras y sin corrupción. Lo tuvieron estos hombres y mujeres normalistas que nos muestran cuán maravillosos y horrendos podemos ser cuando nuestro país sigue tan dividido entre quienes lo tienen todo y más, los propietarios de los cuatro por cuatro, y los sin empleo, sin jubilación, sin seguro de vida; entre estas dos Bolivias que nos negamos a mirar.
Mónica Navia
Intro ducció n
Y vencimos. Regresó todo a la normalidad: los de la zona sur manejando sus cuatro por cuatro y los de El Alto sin empleo, sin jubilación, sin seguro de vida. Todo se normalizó. Entonces, ¿para qué tanto show?; ¿valía la pena tantos muertos para llegar a lo mismo? Hay analistas que dicen que se hirió a la corrupción. Espero que así sea, por el bien de nuestros hijos. (Gabriel Vargas)
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La antesala, los obstáculos, el trayecto hacia la casa, en medio de la batalla
Aniversario de bodas Rómulo Marca
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ra sábado 11 de octubre. Amaneció nublado y frío. Me acobardé, pero debía salir, pues tenía planificado participar en una feria expositiva. Desperté en la casa de mis padres porque la noche anterior me había sido imposible llegar a casa debido a los bloqueos intensos que se llevaban a cabo en la ciudad de El Alto por el paro indefinido declarado por la Federación de Juntas Vecinales. Esa semana había sido de constante incertidumbre: salía de mañana, sabiendo que debía caminar para llegar a mi destino; lo mismo por las noches: regresaba tarde, con la esperanza de pasar los bloqueos. Todo eso lo viví porque me dije a mí mismo que no me afectaría, que no me comprometería. El día de la feria pasó sin mayores contratiempos. A la hora del retorno (ya eran las seis de la tarde), empecé a sentir los efectos del bloqueo que noche antes se había intensificado. No había movilidad que se dirigiera a El Alto; un grupo de personas animó a un bus a realizar el recorrido bajo el riesgo de ser apedreado. “Hasta donde se pueda”, era el anuncio que el señor decía, lo que significaba que no estaba obligado a llegar a la ciudad de El Alto. Era un bus azul que no estaba en condiciones de realizar ese trayecto, pero el deseo del conductor de ganar unos centavos pudo más y se animó tomando la carretera que sale directo a Ciudad Satélite. Así, partimos de la Pérez Velasco. El recorrido fue normal; pero, faltando cinco cuadras para llegar, el bus se paró en seco; el conductor tenía el rostro congelado; el terror se había apoderado de él; la causa era que, como almas que se aparecen en la noche, así se había aparecido un grupo de vecinos amenazándonos con palos y piedras. Nos vimos obligados a abandonar el bus; nadie podía decir palabra; el miedo se contagió en todos los que mascullábamos nuestra rabia e impotencia. A partir de allí, caminamos en grupos hasta llegar a Ciudad Satélite. A esa hora de la noche, podía quedarme en la casa de mis padres, pero recordé que el 12 de octubre era mi aniversario de bodas, así que decidí llegar a casa a cómo dé lugar. La ceja de El Alto, distribuidora natural a todas las zonas de la ciudad, estaba vacía; pocas movilidades se atrevían a circular; un minibús anunciaba: “Villa Adela, cinco Bolivianos”. Parecía un robo (en comparación con un Boliviano, que es la tarifa normal del recorrido); pero como
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yo, muchos más querían llegar a sus casas tomando el móvil, que, momentos después, nos permitió vivir unas escenas de película de terror, pues más parecíamos un bus que escapa de muertos vivientes que se alimentan de carne humana. Tan pronto como partimos, divisamos un grupo que corría para detenernos. El chofer giró intempestivamente; logramos escapar; pero mas allá había otro grupo; aceleró y lo esquivamos subiendo a las aceras. Había que destacar al intrépido conductor que, con las manos bien templadas, dirigía el minibús con la sola idea de llegar a su destino. Durante el trayecto, algunos de los pasajeros nos bajamos e hicimos de observadores y sólo cuando no había peligro dábamos orden de avanzar. Tras una lluvia de piedras y varios sobresaltos, logramos llegar a Villa Adela. Debía hacer 30 minutos más de caminata para llegar a mi destino, que es Villa Mercedario. En el camino, pude ver fogatas en cada esquina; parecía ser que estábamos en la tradicional fiesta de San Juan, cuando la gente se calienta precisamente alrededor del fuego de las fogatas; pero en esta ocasión estaban encendidas para velar que el paro sea total y además para prevenir que ningún carro oficial pueda tomar presos a los dirigentes de sus casas. Caminé hasta llegar al puente que separa Mercedario de Collpani sobre el Río Seco. Me detuve para ver una fogata que está en el puente; me sorprendí, y traté de explicarme: ¿por qué? Estaba desubicado, porque Mercedario es una zona de viviendas de interés social construidas por el Fonvis. La gran mayoría de sus habitantes son trabajadores públicos que poco tiempo tienen para dedicarse a los movimientos de tipo sindical y vecinal; se me acercó otro compañero de caminata y me explicó que la fogata se debía a que un día anterior las poblaciones aledañas de San Felipe de Seque, compuestas por comunarios e inmigrantes del campo, habían ido a apedrear nuestras casas, y que la única salida era plegarse al movimiento a través de la vigilia. Cuando llegué a la fogata, paso ineludible para llegar a casa, fui sorprendido por un vecino que me pidió un peaje o derecho de paso; todos los que estaban allí eran adolescentes y jóvenes que tenían el rostro deformado por el efecto del alcohol y que, con las sombras del fuego, parecían seres de Ultratumba. Pagué y pasé sin detenerme ni mirar atrás. De nuevo, el miedo se apoderó de mí y no lo podía creer; caminé rápido; estuve a punto de correr. Eran las cinco de la mañana, y por fin tenía mi casa en frente; pero noté algo extraño para esa hora: las puertas estaban abiertas y de la ventana alguien me observaba. Por mi mente pasaron varias imágenes de lo que podía haber sucedido y aceleré mis pasos. Era mi esposa la que me observaba: “Eres un inconsciente”, fue el saludo que recibí, acompañado de un llanto casi histérico que me impactó. Lo que había sucedido era que, al estar ella en casa, había escuchado todo el día las noticias de radio y televisión que daban cuenta de varias muertes, y no podía comprender cómo, con todos esos riesgos, me había atrevido a ir a casa. Lo único que atiné a decirle fue: “Feliz aniversario”. Eran las nueve de la mañana. Yo había preparado un desayuno para agasajar a mi familia. Todos nos sentamos a la mesa; pero nadie probó bocado, pues alguien puso las noticias, que eran muy alarmantes, y no permitieron disfrutar de lo preparado. Yo aun pensaba que nada me impediría disfrutar de mi aniversario, y los convencí de apagar las radios y los televisores. Nos abstrajimos de todo, y pude tener un bonito día familiar. Al llegar la noche, nos recogimos a nuestros aposentos cuando empezaron a estallar petardos que llamaban a reunión vecinal. Seguía con el propósito de no involucrarme; pero minuto que pasaba era un minuto que golpeaba mi inconsciente donde empezaba a germinar
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o más bien a despertar de ese sueño aletargado mi sentimiento de compromiso, de lucha; me decía a mí mismo: “Sal, comprométete”. En ese momento me decidí. Me vestí, y salí dispuesto a entregarme a lo que el movimiento requiriera.
Una noche de terror Dimelza Casas
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ran las 8 de la noche del sábado 11 de octubre de 2003. Sonó el celular –mi madre y yo nos encontrábamos en la ciudad de La Paz–; era mi hermanita quien llamaba. Muy asustada y llorando, nos pedía que regresáramos rápido a casa, que estaba ubicada en El Alto, zona Ascinals, porque los vecinos de zonas aledañas habían obligado a mi papá y a otros señores a salir y llevar llantas o lo que sea para hacer fogatas y participar en la vigilia que se estaba organizando. Ellos tuvieron que salir, pues, de lo contrario, entrarían en las viviendas y las saquearían, pues éstas eran viviendas de militares. Los más audaces incluso amenazaron con hacer daño a los hijos y a las esposas de los militares ya que, según ellos, de algún modo debían pagar por las muertes y los enfrentamientos que se estaban realizando en diferentes lugares. Fue entonces cuando salimos corriendo de donde estábamos, y tomamos una movilidad; pero en ésta sólo llegamos hasta la mitad de la autopista. De ahí tuvimos que seguir a pie, pese a que el camino se hizo cada vez más peligroso porque las personas que estaban en las laderas de la autopista estaban arrojando piedras a los que pasaban por allí. Estas personas metían bulla golpeando y arrojando fierros; además gritaban y silbaban. Justo en ese momento vi que estaba viniendo en sentido contrario a nosotras una camioneta con militares en la parte trasera que se pusieron a disparar a las personas que estaban apedreando la autopista. Queríamos escapar; pero la camioneta ya estaba frente a nosotras. Lo único que pudimos hacer fue agacharnos. No sabíamos a cuál lado ir, pues de un lado venían las piedras y del otro las balas. Quisimos seguir avanzando después de que pasó la camioneta; pero la pedradas aumentaron. Encontramos, al fin, un lugar por donde pasamos y llegamos al camino antigüo, donde las cosas estaban más calmadas. Llegamos a la Ceja a las 11 de la noche; estaba vacía y oscura; en el cruce Viacha, a altura del Aeropuerto, la gente estaba atizando fogatas, poniendo alambres de púas de un extremo de la avenida a la otra para que no pasasen los ciclistas. Éstos a su vez hicieron de las suyas: aprovechando el caos, se pusieron a transportar a las personas hasta donde podían llegar, pero a precios muy altos; algunos cobraban Bs. 20 por cuadra y otros de Bs 10 a 15 hasta la avenida Bolivia desde el cruce, que no es muy lejos. Mi mamá y yo seguimos caminando hasta que a la altura de Santiago II, la Policía nos desvió de la avenida, pues dos cuadras más abajo había un enfrentamiento. Bueno, no podía asegurar que era tal, porque no vi más que algo parecido a cohetes, o no sé si eran balas. Se veía como chispitas que desaparecían a cierta altura. De lo que sí estoy segura es de que escuché disparos. Estuvimos caminando por calles oscuras hasta que llegamos a la plaza de
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Santiago II; pero también estaba vacía, demasiado, diría yo. Continuamos caminando hasta que llegamos al Kenko, donde a cada paso se veían fogatas y gente que protestaba en contra del gobierno y los militares. Parecía San Juan; pero el sentimiento no era el mismo. Por fin llegamos a mi casa; era ya la una de la madrugada. En la zona, vecinos estaban quemando objetos y haciendo vigilia. Al entrar en la casa nos encontramos con las cosas fuera de su lugar; además, el garaje no estaba bien asegurado. Nos asustamos aún más de lo que ya estábamos; pero al ver a mis hermanitas con mi papá nos tranquilizamos un poco. Ellos habían buscado las cosas de valor, lo que explicaba el desorden, porque los vecinos querían destruir y saquearlo todo. Mi papá había salido a acompañarlos cierto tiempo evitando que eso suceda. Todos estaban asustados y preocupados por nosotras, al igual que nosotras por ellos. Como ya era tarde, decidimos dormir; pero eso fue imposible a pesar del cansancio que teníamos. Por un lado, estaba la preocupación y el miedo de que en cualquier momento pudiera venir la gente a molestarnos; por otro lado, estaba el sonido de la metralletas, de las dinamitas, de los helicópteros y de las avionetas que pasaban y repasaban haciendo a esa noche cada vez más terrorífica. Rato después, por fin pude dormir; pero no por mucho rato. Al despertar, ya no había bulla, y pensé que todo lo que había pasado era sólo una pesadilla. Mas esa ilusión pronto desapareció al encender la televisión y escuchar que había más muertos, y justo por los lugares por donde habíamos pasado esa noche. Entonces comenzó de nuevo el terror, pues las balas, las dinamitas, los aviones, la desesperación y la inseguridad estuvieron presentes por muchos días más.
Días difíciles de vivir Harry Yana
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Qué pasaba con mis compañeros? Sucedía que algunos de ellos habían comenzado a llegar tarde a clases; se trataba de personas que viven en la ciudad de El Alto. Según ellos, fue porque hubo disturbios como, por ejemplo, bloqueos de manifestantes que impedían el tránsito de los automóviles en los que ellos se trasladaban a la Normal. Esta situación me afectaba también a mí porque algunas veces yo acompañaba a mi enamorada hasta su casa que se ubicaba en la ciudad de El Alto. Ésa era una ciudad conflictiva, ya que cuando me trasladaba a su casa, había pocas movilidades. Yo estaba preocupado por llegar hasta su casa, que se ubicaba en Villa Adela; pero también porque tenía que retornar a la mía, que se encontraba en la ciudad de La Paz. Con muchas dificultades llegaba hasta Villa Adela; pero después tenía que pensar en cómo volver porque ya no transitaban muchos autos debido a que los conflictos cívicos y sindicales comenzaron a agravarse más; en esas circunstancias, los automóviles no podían transitar libremente porque la gente se lo impedía, porque encendían fogatas en el camino, y porque les lanzaban piedras si se acercaban. Este problema se fue extendiendo a la ciudad de La Paz, ya que los manifestantes comenzaron a
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31 Policías militares resguardan el peaje de ingreso a la ciudad de El Alto el 12 de octubre de 2003. Días después, ese puesto sería quemado y parcialmente destruido por turbas de alteños que pedían la renuncia de Sánchez de Lozada. Foto: David Mercado.
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Soldados del Ejército retiran piedras de la carretera hacia Copacabana cerca de Huarina, a unos 70 kilómetros de La Paz el 22 de septiembre. Los bloqueos de caminos en el Altiplano y El Alto fueron determinantes en las protestas contra las políticas energéticas del gobierno de Sánchez de Lozada. Foto: David Mercado
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obstruir terriblemente los caminos más importantes como la avenida Mariscal Santa Cruz. Para mí también era difícil trasladarme hasta la Normal; pero, por suerte, en horas de la tarde el tránsito de vehículos era fluido. Un domingo por la mañana, al ir a Villa Adela en mi bicicleta, me topé en el trayecto con muchos obstáculos como piedras, pedazos de vidrio y otros objetos que impedían el paso. Al llegar a la Ceja de El Alto, vi con gran asombro un tanque. También noté que la gente sólo se trasladaba en bicicleta o caminando. Seguí avanzando, y observé que en la carretera habían abierto zanjas y también barricadas que no permitían el paso fácilmente. Cuando volví desde Villa Adela a mi casa, escuchaba por las radios y por conversaciones de las personas que transitaban que se estaban dando terribles enfrentamientos, que en la zona Ballivián había heridos y muertos a causa de éstos. Yo creía que sólo eran especulaciones; pero más tarde, al llegar a mi casa, observé en las noticias que, efectivamente, todo esto había ocurrido. Desde ese día, mis padres no me dejaron salir fácilmente de mi casa. Lamentablemente, con los días, este problema se trasladó a la cuidad de La Paz. Yo pensaba que los vecinos, al igual que los alteños, se iban a organizar para salir a protestar por los graves atentados que se suscitaron; pero no sucedió así, ya que en mi zona no existe una dirigencia muy activa. Un día, vi que el retén policial que hay en mi zona fue atacado por manifestantes de otras zonas; por suerte, algunos de los vecinos, incluido yo, fuimos a hablar con estas personas para que no lo destruyeran. Después de discusiones, esos manifestantes aceptaron, y abandonaron el lugar. Luego, los alimentos empezaron a ser más caros. Ello afectó terriblemente a mi economía; mi familia y yo teníamos que ir a buscar por muchos lugares algunos alimentos de primera necesidad. Por suerte, no sufrimos tanto como otras familias porque teníamos tres envases de gas licuado que, en esos días, era muy difícil de comprar. En mi familia comenzamos a acostumbrarnos a estos problemas; pero ya estábamos aburridos de esta situación, queríamos que esto se termine. Un viernes escuchamos que ya existía la posibilidad de que renuncie el Presidente. Todos estábamos muy felices porque renunció ese mismo día. Luego, todo comenzó a tranquilizarse, y las actividades a partir del día lunes empezaron a ser normales. Todos llegamos sin problemas a pasar clases en la Normal.
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La gota fría Teresa Tuco
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ue un día miércoles 8 de octubre cuando en la ciudad de El Alto comenzó un paro indefinido de actividades, de transporte público y privado y cierre de mercados. Tenía clases ese día en la Normal, donde estudio. Después de pasar las clases, a las nueve y veinte de la noche, estaba rumbo a mi casa. Me encontraba en el bus con algunos compañeros. De pronto, en media autopista, el bus se detiene; el chofer, con el rostro que inspiraba susto,
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desconfianza, no simplemente por su persona, también por el bus que conducía, nos dice que nos bajemos, que no se puede pasar porque en ese lugar había duros enfrentamientos. Nos bajamos y nos pusimos a caminar rumbo a la Ceja sin ser parte de esos problemas. Mas los policías habían arrojado un gas lacrimógeno casi delante de nosotros; no lo habíamos visto, así que seguimos caminado; pero el gas lacrimógeno se expandió muy rápido y comenzamos a lagrimear; era un momento confuso, no sabíamos qué hacer. Era evidente que habíamos terminado en medio del problema. Los policías eran muy crueles al dispersar a las personas que estaban bloqueando, y, entre ellas, a los que estábamos de paso. Así que corrimos para escapar del lugar. Todos corrían. A medida que corríamos, veía a señoras desesperadas cargando a sus bebés; niños a punto de caer desmayados; muchachas llorando, rogando que todo acabe. Nosotros corrimos agarrando bien nuestras cosas para escapar del lugar que era asfixiante; corríamos peligro todos en ese momento; no podía creer que personas que estaban en dirección a sus hogares después de estudiar o de trabajar sean afectadas de esa manera; mi indignación era inmensa después de haber salido del lugar. En el camino comentamos cuán injusta era la sensación que habíamos vivido; llenos de desesperación y angustia nos preguntamos: ¿qué hacemos?, ¿dónde corremos?, ¿volvemos?, ¿seguimos? Duró unos cuantos minutos; el sufrimiento ya había pasado. Llegamos a la Ceja. Un compañero comentaba que él se encontraba igual o más desesperado que todas las personas; temía por él y por toda la gente que estaba ahí en ese momento. Se despidió de nosotros y con un compañero seguimos caminando; encontramos un minibús. Era un alivio estar acercándonos a nuestros hogares.
Ida y vuelta Roxana Cussi
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na noche como ninguna. Un grupo de compañeros y yo nos encontrábamos en camino hacia nuestros hogares. Eran las ocho y media de la noche. De pronto, el chofer de la movilidad en la que nos trasladábamos nos dijo que no iría por la ruta habitual porque había una marcha que no permitía el paso. Todos bajamos en la plaza Murillo y caminamos con dirección a la Pérez Velasco. Al llegar, vimos un gran movimiento de gente que se apresuraba a subir por la calle Pichincha. En ese momento no comprendíamos el porqué; pero en cuestión de segundos percibimos los efectos del gas lacrimógeno que cada vez se hacía más fuerte. En ese momento, también nosotros nos apresuramos a huir de los gases; subimos también mientras todos corrían sin mirar a nadie. Sin darse cuenta, un hombre empujó a una señora que cargaba a su niño de unos tres años que gritaba y lloraba sin explicarse por qué sentía ese ardor en los ojos y en la garganta. La madre, sin pensarlo dos veces, se levantó, abrazando fuertemente a su hijo; siguió corriendo y, con palabras tiernas, trataba de calmarlo mientras él la miraba desconcertado y lloroso. Nosotros tratábamos de seguir unidos, uno cuidando al otro para no sufrir ningún accidente. Entramos, aún con los efectos del gas, a un restaurante. La gente que estaba allí
La convocatoria. El silencio de la madrugada fue interrumpido por el sonido de una voz agitada: era del presidente de la zona, que convocaba a una reunión urgente. Eran las cinco de la mañana; aún no amanecía. Yo salí hacia mi terraza para ver lo que pasaba. Todos los vecinos de la calle hicieron lo mismo, muchos aún con los pijamas puestos. Todos nos apresuramos para asistir a la reunión. En ella, los vecinos acordaron participar en las marchas de protesta que se estaban llevando a cabo por la llamada Guerra del Gas. La hora de concentración acordada fue las nueve de la mañana; el lugar, el mercado de la zona. Cuando la hora de concentración se acercaba, los dirigentes de la zona pasaban por las diferentes calles haciendo sonar un silbato. Paulatinamente, hombres y mujeres fueron saliendo de sus casas; algunos sujetaban palos; otros llevaban agua en diferentes recipientes. Se disponían a dirigirse al centro de la ciudad. Yo veía todo lo que sucedía desde mi terraza porque mi padre, temeroso por lo que pudiera pasar y cuidando nuestra seguridad, no dejó que saliéramos, ni siquiera a la puerta. Toda mi familia se encontraba angustiada por los resultados que podrían traer estos acontecimientos; temíamos también por lo que les pudiera pasar a los vecinos que habían ido a la marcha, pues la mayoría de ellos son amigos, conocidos y hasta parientes. En ninguna otra ocasión tantos vecinos se habían reunido por alguna causa. Había también personas que nunca habíamos visto, ni siquiera por casualidad; pero se hicieron presentes en ese momento. Agrupados en bloques, los vecinos iniciaron su camino. En el transcurso, se unieron a la hilera otras zonas que limitan con Vino Tinto, haciéndose cada vez mayor el número de personas con gritos de reclamo y de protesta contra el gobierno, que había sacrificado muchas vidas innecesariamente. Llegaron así a la Plaza de los Héroes, donde encontraron mucha gente más, que tenía los mismos reclamos.
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trataba de serenarse y conservar la calma; unos aprovecharon para comer algo y se sentaron tranquilamente; otros, como yo, sólo esperaban poder salir lo más pronto posible. Yo tenía que encontrarme con mi madre y mi hijo en esos momentos y no puede evitar sentir miedo por lo que pudiera sucederles. Me desesperé por conseguir un teléfono que me comunique con ellos para obtener noticias; mi desesperación fue mayor cuando no pude comunicarme con ellos. Después de unos minutos, salimos a la calle. Lo más grave ya había pasado, y nos sentimos tranquilos. Empezamos a bajar las gradas; al caminar, veíamos personas que seguían fumando, fogatas que seguían ardiendo, gente que caminaba rápidamente buscando un medio de transporte para dirigirse a sus hogares. El grupo se reunió para despedirse y se dividió en parejas para que, caballerosamente, los varones acompañen a las mujeres para tomar una movilidad, sin importarles irse solos a sus casas.
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La muerte paseó por El Alto Mary Jiménez
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na semana ha quedado marcada por un acontecimiento que nadie jamás olvidará: el conflicto, la lucha por la defensa del gas. Mientras unos bloqueaban las calles pidiendo que el gas no se venda, otros sufrían las consecuencias. A mí me ha tocado vivir una realidad que pensé me era ajena. Me encontraba un domingo semidesierto en el centro de la ciudad; las calles estaban vacías de peatones y vehículos; los que lo hacían, trajinaban por la Pérez Velasco; los obreros de Clima hacían su trabajo; pero este lugar no tardaría en llenarse de basura y escombros; la Pérez sería un botadero, ya que la gente no está acostumbrada a usar los contenedores y basureros de la empresa de aseo. Había hombres de traje y corbata, ebrios, un tanto formales. Hablaban además muy fuerte; su tono se elevaba cuando alguno de sus cuates le interpelaba algo. La calle comenzaba a cobrar vida ante la afluencia de personas que llegaban para realizar un negocio; algunas vendedoras, quizás buscando más ingresos, pernoctaban, ofreciendo a sus clientes nocturnos bebidas, dulces, un chicle de menta para quitar el mal olor de bebida, ron, whisky, o quizá un coctel. Pero se trataba de un domingo que sería diferente de los demás, y que cambiaría la historia de nuestro país. En mi deseo de llegar a la Ceja de El Alto, abordé un minibús cuyo chofer indicó: “Hasta donde lleguemos los llevaré”. Con la duda de llegar a nuestro destino en ese minibús, de todos modos, los pasajeros lo abordamos. Emprendimos el viaje, ya tensos por las noticias que se oían en la radio, los conflictos entre los alteños y los policías; unos que no permitían el ingreso a sus dominios, y otros que hacían resistencia a los insultos, apedreamientos, etcétera. Era de esperarse que los nervios ya estuvieran en “punta de crisis”, al borde del pánico. Al bajar de la movilidad, comenzamos a caminar con algunos pasajeros hacia nuestros destinos, cuidando de no quedar envueltos en medio del conflicto. Los petardos o disparos se oían cada vez más cercanos; por un momento dudé y quise volver, pero debía llegar a casa. Al llegar a la autopista, el conflicto había cobrado mayor vida: gente de a pie gritaba sandeces, insultos a quienes les hacían frente; el puente estaba rodeado de personas, gente común, de clase media, de clase baja, obreros, campesinos; algunos botaban piedras al camino exigiendo derechos, atención del gobierno. Al fin pudimos llegar a La Ceja, y lo que nunca esperé fue ser parte, sin desearlo, de una lucha sin cuartel. Los policías, cargados de municiones y de gases lacrimógenos, con fusiles de guerra, con balines y escudos en mano, se cubrían de las ofensas de los campesinos y obreros, que estaban agazapados en una ladera y que, tratando de impedir que los dispersen, lanzaban piedras y lo que encontraban en el camino. Ruidos de fusiles era lo que predominaba, en un intento de dispersarlos. Quedé estupefacta, paralizada, cuando una bomba de gas cayó cerca de nosotros; el humo se dispersó y corrimos cuanto pudimos; los ojos, como la boca, no respondían; no aguantábamos respirar ese gas que invadía todo nuestro sistema nervioso. Al fin, pude abrir los ojos y las lágrimas corrían por mi mejilla como presintiendo una tragedia: a unos dos metros, un grupo de gente se reunía alrededor de alguien; era un joven
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con mochila, pantalón jean, camisa y unos tenis; no sé si le había alcanzado una bala o un balín en el pecho; la gente gritaba, lloraba, pedía una camilla; “un médico, por favor”, gritaban; lo levantaron por fin en una frazada simulando una camilla; el grupo pasó frente a mí; acerque la mirada; el rostro se le había puesto pálido, no tenía color; todo hacía parecer que no salvaría la vida; todos lloraban. Buscaban alguna farmacia, algún doctor. Al final, la calle se quedó vacía; sólo se veían las casas de media agua y nosotros, testigos de la fatal tragedia. Comenzaron a escucharse entonces las melodías de duelo; aparecieron banderas rojo, amarillo y verde con un crespón negro; todos estaban de luto; el silencio invadía cada uno de los rincones de las calles; también el dolor y la impotencia de haber vivido lo ocurrido sin poder hacer nada, pues ya la muerte había cobrado una vida; y muchas vidas más serían señales de lo que ocurrió aquel día.
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Las pasarelas, los helicópteros, los disparos dentro de la casa, los enfrentamientos, la acera, las calles, el paso de las cisternas, Senkata, la estación de gasolina, “a blanco seguro”, los heridos, los muertos, los allanamientos
Democradura Harold Yujra
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iernes 17 de octubre. Se posesiona un nuevo presidente... La gente lo ovaciona porque ve en él una especie de salvador además de que, por ahora, representa el símbolo de su victoria. Suenan petardos por toda La Paz; se confunden los vítores entre aplausos, llantos, abrazos; entre consuelos y felicitaciones. ¿Quién iba a pensar hace una semana atrás el abrupto giro que daría nuestra historia nacional? ¿Quién iba a pensar que en menos de siete días se viviera una especie de dictadura, al viejo estilo de los ochenta, cuando se decía que debía andar uno con el testamento bajo el brazo? Tal vez ni siquiera García Meza, en sus sueños más ruines, volvería a imaginar que la historia se repetiría, que se volvería a manchar con la sangre, esta vez, de más de setenta muertos y un centenar de heridos, víctimas de un gobierno que mal o bien fue el producto de nuestro propio error electoral. ¿Quién lo iba a imaginar? Les aseguro que yo no. La mañana del 11 de octubre me levanté muy de madrugada, algo inusual en mí. Tenía un examen; era sábado, y lo peor es que no había servicio de transporte en El Alto. Otra vez, y a regañadientes, mientras me vestía, pensaba... “¡Qué tontería más grande!, ¡mientras pasamos hambre y penurias en El Alto, en el Centro parecería que no se han dado cuenta siquiera de lo difícil que la estamos pasando aquí, y, para colmo de los males, nos programan un examen! ¡Qué desconsideración!” No era la primera vez que iba a caminar; total, lo había hecho ya por muchos días y es que tal vez el tedio de caminar, incluso el fin de semana, comparando el ambiente tan distinto que se vivía en ambas ciudades era lo que lo hacía intolerante. Dos realidades de las cuales no podía encontrar un justificativo ideal. Recuerdo que muchas veces pensaba: “¿Venta del gas?, ¡pues que lo vendan si esto acaba de una vez
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con nuestra ruina económica! ¿Qué van a robar? ¡Quién no lo ha hecho! ¿Qué del Mallku y del Evo? ¡Son el producto de la estupidez de la desinformación en el campo! ¡Si fuera el presidente, los mandaría al exilio o al paredón! ¡Ah, finalmente me vale...!” Ésta y muchas otras opiniones tan desinteresadas corrían por mi cabeza confundidas entre un mar de maldiciones hacia quienes provocaban y alentaban el paro. Era un resumen de mi estupidez... la ignorancia frente al tema y un total “nomeimportismo”, propio, creo, de muchos de los estudiantes que sólo vivimos egoístamente nuestra realidad. Ese mismo sábado, al retornar a mi casa, todo cansado, soleado y por demás molesto, divisé como entre sueños, a la altura de la avenida Bolivia, un montón de gente arremolinada en plena carretera a Oruro. “¿Qué será?, son las seis de la tarde...” Sólo los miré y me fui. Por la noche, alrededor de casi las ocho, empezó a resonar una especie de tiroteo que parecía provenir de muy lejos, tal vez de Senkata. Enseguida busqué en los diferentes canales de televisión respuestas a mi alarma; en uno de ellos indicaban sobre los caídos en el día anterior, allá en Ventilla, lo que probablemente había hecho que los vecinos del lugar tomaran otras medidas. Una hora más tarde, la pesadilla había llegado a mi zona; los medios informaban los sucesos usando a los propios vecinos quienes, como improvisados reporteros, llamaban y narraban, a veces en detalle, y otras veces entre sollozos que confundían sus palabras, lo cruento y trágico del momento. Uno a uno los sucesos trágicos de gente que moría como animales de presa, de gente que llamaba y que en un estado de desesperación daba a conocer lo cruento de su realidad terminaron por despertar en mí un sentimiento de ira incontrolable. “¡Mamá, voy a salir a dar una vuelta!”, ésas fueron mis palabras. Divisé a mi alrededor la cara de angustia que ponía mi madre y el miedo reflejado en el rostro de mi hermana y mi hermano menor. Por un momento pensé: “¿Pero qué estoy haciendo?... ¡Pero es lo correcto!” Cogí mi chamarra, me dispuse a salir; pero apenas crucé la puerta hacia mi patio sentí penetrar en mí el gas. Enseguida tomé a mis perros y los metí a mi cuarto. Luego, ordené a los míos no abrir la puerta. Los minutos, cual si fueran horas, fueron pasando y por mi calle se escuchaba silbar los proyectiles entre ráfagas y tiro por tiro. El ruido constante de una metralla insinuaba no salir. Por tanto, la impotencia de no poder ayudar a aquellos que supuestamente se encontraban tirados en plena avenida, tal vez moribundos o muertos, creaba un sentimiento indescriptible en mí. A la mañana siguiente, me desperté muy de madrugada para salir y constatar mis dudas. Lo primero que me llamó la atención fue una pequeña reunión que se llevaba a cabo, donde hombres y mujeres, vecinos todos del lugar, manifestaban su descontento y furia contra lo sucedido y es que mucho más temprano se habían dado casos de gente que, entre sollozos, buscaba a sus parientes, entre ellos a sus maridos, hijos y otros. Como era de suponerse, todo esto creó un marco de intolerante dolor dando lugar en todos a una idea común: había que defenderse... Seguí caminando por el lugar entre una alfombra de cenizas, vidrio y quién sabe qué cosas más, lo que le daba el aspecto de un campo de batalla. Para completar la imagen, cerca de la puerta de Electropaz había un camión de la empresa que terminaba de arder y ni qué decir del edificio: se encontraba en completa ruina y en cenizas. Al volver por el lugar donde se había realizado la reunión minutos antes, recién me percaté de lo difícil que habría sido trasladar los contenedores que ahora impedían el paso por la carretera. Un grito me sacó de mi letargo: “¡Ya vienen los militares!” Por un momento,
La prepotencia
me asusté al ver a lo lejos la tanqueta y el contingente militar que la respaldaba. Ya cuando empezó a pasar por entre los contenedores vi cómo aquélla cortaba y movía los objetos cual si fueran de papel. Los soldados se apostaron en las pasarelas y, por primera vez, conocí el sabor de la impotencia. Empezaron a disparar desde una distancia de más o menos 300 metros. ¿Y nosotros qué? ¿Acaso podríamos hacerles llegar por lo menos una piedra desde esa distancia? Era frustrante ver cómo nos vencían sin siquiera podernos defender; el humo y los balines terminaron por convencerme de que hay que ser un estúpido o un verdadero héroe para enfrentarse contra lo inevitable. Así y día tras día fui recabando información tanto de la prensa como de mis propios vecinos o conocidos de todo cuanto pasaba. Me contó un amigo con indignación: “¡No se puede caminar cerca de los camiones de combustible! ¡Hace rato vi cómo un hombre que andaba en bicicleta cerca del convoy, sin más ni más fue bajado de un tiro y luego una camioneta militar cargaba su cuerpo con quién sabe qué destino! Éstos, entre otros detalles terminaron por convencerme de que vivíamos en una democradura. Y ahora cambiamos de mandatario. Él menciona algo que tiene valor y que responde a lo que queremos escuchar: “Ni venganza ni olvido, simplemente justicia.” En el recuento de los daños, sólo se mencionarán las pérdidas materiales y serán tomados los caídos como simples números, y tal vez nadie se enterará de aquellos héroes anónimos, aquellos que ofrendaron su vida por defender su derecho a elegir su propio destino; pero gloriosamente quedarán en la memoria de los que vivimos el momento, el momento del despertar del patriotismo boliviano. Sólo espero, y ruego, que no se vuelva a repetir esta pesadilla. Como dice la canción: “Sólo le pido a Dios...”
El casquillo de la bala Brígida Laura
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Tírense al suelo! Fue el grito desesperado de doña Felicidad, al oír un estruendo proveniente del techo de calamina de su casa. Ella pensó que se trataba de una bala, lo que era posible dada la coyuntura que por esos días vivía el país. En su casa se hallaban ella y tres de su hijas: Reyna, Ximena y Aideé, cuyas reacciones a la súplica de su madre fueron diferentes: Reyna, asustada, obedeció de inmediato; Ximena, desconcertada, sólo atinó a quedarse inmóvil escuchando los sonidos de guerra que venían de la calle; Aideé, la menor de las tres, se reía irónicamente pensando tal vez que lo que su mamá suponía, que una bala podría alcanzar a una de ellas, era imposible. Pasados los sonidos terribles y agonizantes, y después de casi diez minutos de haber estado en el suelo, doña Felicidad se levantó porque un sentimiento indescriptible de vacío recorrió su cuerpo. Se había percatado de que su familia no estaba completa, que a esa hora justamente debían venir en camino hacia su casa su esposo Martín, su hijo Armando y yo, su hija. Entonces ya no le importó el “peligro”; salió de su casa, llegó a la esquina y allí se
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estacionó; sus manos intranquilas se estrechaban una y otra vez, su rostro reflejaba su preocupación; sus ojos estaban húmedos; y sus dientes no se mostraban; pero mordían nerviosamente sus labios. Eran las cuatro y media; mi papá, mi hermano y yo regresábamos a casa y oímos disparos de metralleta, creo, que venían de la misma dirección hacia donde nos dirigíamos. “No hay que andar en grupo”, dijo papá; “No se separen de mí”, dijo luego. La preocupación también se había apoderado de él, tanto, que no se dio cuenta de su contradicción. Para llegar a casa, habíamos escogido un recorrido diferente al habitual, donde había sólo árboles y pastura, para no ir por el camino principal, donde estaba el “peligro”. Cuado retornamos al camino hacia Chasquipampa, nos enteramos de lo ocurrido: en “un campo de batalla”, en eso se había convertido Chasquipampa. Al recorrer las calles, vimos a la gente con la cara manchada de preocupación y de ceniza; restos de llantas, después de haber sido quemadas, aún humeando; las casas lucían la bandera nacional con el crespón negro, sumándose a la congoja de sus propietarios. Ese paisaje se repetía según íbamos avanzando. Al llegar a la calle 44, vimos a mamá, parada en la esquina de la 46 sonriendo por vernos. Ella nos relató con lágrimas en los ojos lo que había ocurrido. Llegamos a la casa. Mamá y papá fueron a ver cuál había sido el origen de ese estruendo que la había intranquilizado tanto. Había sido una bala que dio justo en el poste metálico que está contiguo a la pared de la casa; el casquillo de esa bala había rebotado del poste y había caído al techo; y ese sonido horrible fue el resultado. Por la noche, la familia reunida recordaba y comentaba lo que ocurría en nuestro mundo. Ahora que ese conflicto pasó, nos preguntamos: ¿qué nuevas preocupaciones les aguardan a las familias bolivianas?, ¿en qué nuevos campos tendremos que batallar?
Un día bañado en sangre Leonor Vargas 44
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n día de incertidumbre se vivió en la ciudad de El Alto; era el quinto día de paro indefinido. Ese día se derramó mucha sangre; murieron muchas personas de todas las edades, hasta niños que nada tenían que ver en estos problemas del país. Marchas y protestas fue lo que se vio en la ciudad; movilizaciones por todos lados contra el gobierno por la disconformidad con que se estaban llevando las propuestas de la venta del gas. El 8 de octubre empezó el paro indefinido; pensé que sería como cualquier otro paro y que iba a terminar pronto; pero no fue así; hubo una organización sectorial donde todos estaban participando, ya sea de manera voluntaria u obligatoria. Se esperaba que el 12 de octubre sea como cualquier otro día de paro. Nadie sospechaba que ese día nos traería tanta tragedia. Por la mañana, todo estuvo tranquilo, aunque nos informaron que vecinos de la zona Ballivián habían sufrido ataques de los militares, que habían matado a varias personas. Toda la avenida Juan Pablo II estaba bloqueada con escombros, vidrios, alambres y otros objetos. Un miembro de mi familia tenía que estar
Pájaro de mal agüero Iván Salazar
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sa mañana de domingo me levanté con el pie izquierdo. Recordé la frase tan usada por todos de que este hecho marcaba un día de mala suerte; pero no imaginé que esa señal fuera a durar más de un día, sino toda una semana llena de situaciones malas, aunque también buenas. Es de este modo que observé y viví en carne propia el conflicto
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presente en tales bloqueos. La zona Ballivián se encuentra lejos de Río Seco, donde yo vivo. Por la radio, me enteré de que habían muerto muchas personas, entre ellas, jovencitos que sólo estaban de curiosos. Aproximadamente a las tres de la tarde, vecinos que pasaron por una calle cercana a la mía comentaron que venían militares por el camino de Copacabana que conecta hacia la avenida Juan Pablo II; venían limpiando todos los escombros que estaban dispersos en la avenida y que bloqueaban el paso vehicular y, algo peor, estaban disparando a los que se oponían. Me causó un miedo profundo. Pensé en los muertos de la zona Ballivián. Decidí no salir más de mi casa; pero mi hermana, con lágrimas, me contó lo que estaba ocurriendo. Por mi casa pasaron vagonetas y cuatro tanques llenos de soldados, como si se tratara de una guerra; el terror se apoderó de cada vecino, y mi hermana que había salido junto a su hijito no logró llegar a mi casa. Faltando una cuadra le pidió a una vecina que los alojara; los tanques pasaron; tras esos tanques, una vagoneta; la vecina lloraba desconsolada y le contó a mi hermana que su único hermano estaba en el cuartel y que probablemente estaría expuesto a morir en el enfrentamiento entre militares y vecinos; era como vivir una guerra; al paso de los tanques, la gente se escondía. Desde la ex tranca de Río Seco se oyeron disparos que parecían perforar el cielo; eran los militares que estaban disparando sin control. Según cuenta un vecino, fueron provocados por seis vecinos que, al parecer, estaban ebrios; los militares sólo querían llegar al cuartel de la Fuerza Aérea. En medio de ese caos hasta un soldado se amotinó. Tal fue mi curiosidad, que salí de mi casa a ver lo que estaba pasando. Muy cerca de mi casa traían a un herido; le fabricaron una camilla de palos y manta; trataban de llevarlo al centro de salud más cercano; pero estaba cerrado por ser domingo. Más allí había un señor mayor, aproximadamente de cincuenta años, que tenía una herida cerca de su pecho; se estaba desangrando. Aparecieron dos vecinos que estudian medicina con sus maletines, dispuestos a ayudar. Se lo llevaron cargado. Era horroroso todo lo que había pasado. Ya por la noche, se supo exactamente cuántas personas habían muerto. Este día en particular fue el más trágico. Se vivió una masacre. Militares armados contra vecinos que sólo tenían palos y, en algunos casos, piedras. Los militares armaron su emboscada en las pasarelas disparando desde ahí sin que nada puedan hacer los vecinos. Un día negro que marcó a muchas familias. Nada ni nadie podrá devolverles a sus seres queridos; ojalá encuentren resignación en sus corazones y la democracia se consolide en nuestro país.
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de aquellos días. Por cierto, hablando de carne, cómo extrañé el no poder comer un buen asado con harta llajua en esos días. Comentario aparte, poco a poco comprendí que iba a lamentar y renegar de muchas cosas más. Más allá de esto, les puedo indicar que asumí una perspectiva personal del conflicto guiada por dos vertientes, ambas relacionadas con las manifestaciones callejeras y con los destrozos ocasionados en la ciudad, es decir, que más allá de estar o no de acuerdo con las protestas, tuve la oportunidad de relacionarme con los demás seres que componen nuestra ciudad, y que hasta ese entonces pasaban desapercibidos para mí. Les hablo, por ejemplo, de mi vecino Lucho, un señor ya cuarentón que se manifestaba solidario con los marchistas mineros a los cuales les proporcionaba un poco de alivio con un vaso de agua, y que me hablaba de las épocas de la UDP, tal vez con algo de nostalgia; también menciono a las doñas de casa, que preparaban una olla común para calmar el hambre de la gente que no tuvo posibilidades de abastecerse de alimentos porque carecía de dinero. Particularmente me llamó la atención doña Elvira, una anciana que toda su vida se la pasó siendo cocinera en residencias de gente rica. Esta señora, quizás haciendo un esfuerzo sobrehumano, recolectaba todo lo que se podía en materia de verduras, fideos, y con eso preparaba una especie de sopa que distribuía entre las personas que rondaban por las calles. Algunos eran marchistas llegados del interior, otros eran simplemente gente pobre del barrio. Estos dos ejemplos me hablan de la enorme solidaridad que tenemos los paceños, quizás porque ya hemos vivido épocas parecidas a éstas. Más allá de estar en permanente temor e incertidumbre por lo que pudiera pasar de un momento a otro, se respiraba en el ambiente un malestar general; pero también de combatividad y resistencia solidaria del conjunto de la población. Instituciones como la Iglesia, Derechos Humanos y El Defensor del Pueblo, no ése elegido a empujones, sino los trabajadores, luchaban para frenar esta violencia, en vano. Un hecho que me llamó la atención fue el constante trajinar en el cielo de un helicóptero que pasaba una y otra vez, no sólo por mi barrio, sino por toda la ciudad. Cada vez que esto ocurría se me ponía la carne de gallina, puesto que sentía que en cualquier momento podía abrir fuego contra mí o contra algún miembro de mi familia. En esos momentos sólo atinaba a protegerme y cuidarme de no ser visto. Por cierto, una anécdota que se me quedará grabada en la mente por mucho tiempo fue el ver cómo mi sobrino Charly, de tan sólo ocho años de edad, y que en esos momentos se encontraba en mi casa, apuntaba imaginariamente, como si tuviera un arma de verdad, a ese helicóptero y lo hacía caer con unos disparos, y al mismo tiempo repetía todas las frases que se escuchaban en contra del gobierno: ¡Gringo ladrón!, o ¡El pueblo no se rinde! Lo hacía con tal rabia y emotividad que realmente me quedé frío del asombro. Por estos hechos, ese helicóptero simbolizaba para mí una especie de pájaro de mal agüero que sólo traería desgracias para mi ciudad; pero, paradójicamente, al final fue ese mismo artefacto el que se llevó a Goni, protagonista principal de este episodio negro de nuestro diario vivir, a un destino incierto. La segunda vertiente de sensaciones, sentimientos y conflictos personales fue el ver a mi querida ciudad de La Paz en un estado caótico y descuidado; los adoquines sueltos, los escombros de basura por doquier, las calles sucias y malolientes hicieron de mí presa de malestar, porque me daba pena ver así al entorno urbano, tan maltratado por todos. Uno de esos días, en medio de esos escombros y basuras, alguien había botado una gran cantidad de
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frutas y verduras en mal estado; en torno a éstas volaban las moscas. En ese mismo lugar también pude observar a unos pequeños niños. Inmediatamente me acerqué a ellos para impedir que recogieran esos alimentos ya descompuestos; y lo que me dijeron se me clavó muy hondo en el corazón: “Señor, usted es una persona muy mala porque no quiere que comamos por lo menos esto y no quedarnos con hambre todo el día.” Me quedé estático, sin saber qué hacer o decir. Realmente ese momento se me nubló el corazón y sentí cómo el hambre y la pobreza podían desarrollar pensamientos y acciones de una supervivencia tan miserable. Pero, más allá de todo esto, también tuve la sensación de que mi ciudad y sus componentes, las calles, las casas, su gente, emitían un rugido también de protesta y de solidaridad por la lucha que cada uno de nosotros libraba, ya sea marchando, protestando o defendiendo su barrio; es decir, la ciudad alzó su voz y fue nuestra cómplice, en nuestras grandezas y en nuestras flaquezas de todos y cada uno durante esa semana. Por último, ya no soy la misma persona después de estos hechos; cambié mi manera de pensar y sentir la democracia y la ciudad. En definitiva, mi vida se queda sometida hacia el futuro, a valorar mi libertad y fortaleza para suscitar cambios hacia un bienestar común.
El reflejo del helicóptero Marisol Espejo
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¡Vamos, vamos! Todos adentro, ahí viene otra vez ese helicóptero mal agüero”, dijo mi madre a mis hermanos menores ese sábado 11 de octubre cuando el helicóptero una y otra vez sobrevolaba mi zona (Zona Ballivián). Justo ese día era el cumpleaños de mi hermano más pequeño. Por la noche, después de que terminara la pequeña reunión que se había organizado, mis padres decidieron salir a la calle al oír por el altavoz que se llamaba a los vecinos a la vigilia: “¡Señores vecinos, salgan todos, estemos atentos y unidos, no permitamos que este gobierno nos ultraje, están viniendo personas del Ejército vestidas de civiles que quieren atacarnos!” A partir de ese momento, desde las ocho y media hasta las nueve y cuarto, los vecinos empezaron a salir poco a poco de sus hogares; lo mismo hicieron mis familiares (mis padres, mis tíos, mis primos). Nosotros sacamos una llanta de goma muy grande; otro vecino, un poco de alcohol; otros, cigarros y coca. Con todo eso se armó la fogata. Pero ni bien nos sentamos o acomodamos en las piedras o ladrillos alrededor de la fogata, apareció ese helicóptero que buscaba a personas reunidas. Nosotros y todos los vecinos corrimos a las murallas a protegernos porque pensábamos que iban a disparar. Pegados a las murallas permanecimos en silencio, mientras el helicóptero nos buscaba enfocando con luces muy grandes que se reflejaban en el suelo de mi calle. Al no lograr su objetivo, después de cinco minutos sentimos un fuerte olor a gas que no sólo afectó a los que estábamos en la fogata, sino también a las casas y habitaciones donde se encontraban personas ancianas y niños que dormían.
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Pasado ese hecho, que nos asustó bastante, surgieron muchos comentarios sobre los malos actos del gobierno. Entonces, la ira y la impotencia estaban candentes. Ese momento también ya se sabía que había personas muertas en otras zonas a causa del gobierno. En horas de la madrugada retornamos a nuestros hogares. A mis vecinos se les notaba en el rostro tristeza, dolor, ira y miedo por lo que esta injusticia social traía consigo. Lo mismo sentíamos en mi familia.
Como en la dictadura Matilde Choque
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i persona y mi barrio estuvimos ligados muy de cerca a los conflictos por la exportación del gas llegando a pasar momentos que en mi vida podía imaginar. Ver tales hechos fue terrible; en minutos, vi pasar toda mi vida por mis ojos. En la zona Santiago II, cerca de Senkata, desde la terraza de mi casa podía observar cómo los militares gasificaban a mis vecinos que se encontraban bloqueando el camino a Oruro sin respetar a niños o mujeres que nada tenían que ver con el problema. Así pasaban las cosas; en el día, la gente no podía transitar con normalidad porque estaba expuesta a ser gasificada. Desde donde yo observaba, podía ver a una anciana que caminaba con mucha tranquilidad, como si para ella estuviera llegando la muerte o como si pudiera decir: “Ya estoy anciana, y no me importa morir”. Al mismo tiempo, a un extremo de la calle, observaba una muchacha que corría aterrada por los gases esparcidos por los militares. Comparando su actitud con la de la anciana, se puede distinguir que la muchacha aun no vivió la vida, y que corría así por la salvación de su vida. En la noche, se podía sentir una leve tranquilidad, ya que los militares se encontraban acuartelados en un extremo de la avenida y mis vecinos también realizaban una vigilia en el otro extremo, de manera pacífica. De repente, se escuchó un dinamitazo que lanzaron los mineros, vecinos nuestros, e instantes después se produjo un enfrentamiento sangriento, ya que los militares comenzaron a responder con ráfagas de metralletas disparando a quemarropa a quien se le cruzara enfrente. Pude observar cómo mis vecinos caían por los proyectiles que recibieron; algunos fueron disparados directamente al corazón de los hombres; había personas que habían sido heridas en la oreja. Esa batalla duró cincuenta minutos. Al vivir esas escenas en carne propia, me pareció volver a la época de los ochenta, cuando el gobierno de García Meza, al igual que hoy en día, estaba matando al pueblo; era como si estuviéramos en dictadura viviendo en democracia. Así transcurrieron las horas de tensión e intranquilidad. Con la familia reunida, podíamos conversar de lo que estaba ocurriendo. Mi padre nos contaba que en el gobierno de García Meza también el pueblo de Bolivia fue militarizado por orden del gobierno; que, como hoy en día, el pueblo no podía mostrar sus disconformidades a las leyes asignadas; que, como ahora, el pueblo se levantó contra las imposiciones que nos querían implantar, ya que nuestro pueblo no estaba conforme
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porque sus acciones traían más pobreza y no satisfacían las necesidades que tiene nuestra gente. Es así como mi padre nos iba relatando cómo fue la época de los ochenta. Pero pienso que, al sentarnos a narrar esos hechos, mi padre buscó una táctica para que, por un momento, dejemos de estar tan angustiados como lo estábamos. Él no nos dejó salir en ningún momento a la calle; por eso mi padres y mis hermanos permanecimos sin salir a los enfrentamientos, porque mi padre velaba por nuestra seguridad diciendo nosotros somos muy importantes para ellos. La tarde del viernes, escuchamos que los conflictos se podían arreglar, sintiendo así una tranquilidad en mi corazón y una alegría que no podría explicar. Del mismo modo se sintieron mis padres, confirmando así, al ver la televisión y oír la radio, que el Presidente se estaba marchando fuera del país, dejando así el gobierno en manos del vicepresidente Carlos Mesa. Fue cuando mi padre dijo: “El pueblo ha triunfado derramando sangre de nuestro pueblo”.
Una eternidad en cinco minutos Nelson Huaycho
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l domingo doce me vi envuelto en una pesadilla sin estar dormido. Eran alrededor de las cinco de la tarde de un domingo cualquiera del mes de octubre. En cinco minutos vi pasar toda mi vida ante mis ojos. Rato antes, el Sol se escondía, como no queriendo ser testigo de una tarde manchada en sangre; un grupo de amigos animábamos una pequeña fogata, en medio de opiniones y debates acerca del gas; cuando a lo lejos se oyó que el Ejército venía a quemarropa. Corrimos a escondernos; pero era una falsa alarma. Así nos pasó muchas veces. De pronto se desató una tormenta, como preludio a lo que iba a pasar; el cielo anticipadamente ya lloraba, y el ambiente se empezó a llenar de un aire pesado y negro, como un manto maldito que abrazaba a todos los que en la avenida Juan Pablo II nos encontrábamos. En una de esas tantas alarmas en las que la gente, y yo particularmente, ya no creía de pronto, en medio de la avenida, como si saliera de la nada apareció el Ejército, y sin reparar en las personas, nosotros, empezó a disparar. Por mis oídos pasaban zumbando, como abejas, ráfagas de balas; los pies me temblaron; un aire frío, pero a la vez caliente, recorrió todo mi cuerpo. De pronto me vi convertido en un ratón. Busqué el agujero más próximo para esconderme; al tratar de correr, un amigo cayó herido y con su sangre no sólo manchó el suelo de rojo, también tiñó el cielo color sangre. No podía escapar, era mi deber, más que una obligación, ayudarle. Grité a los cuatro vientos: “¡Ayuda!” Y otros vecinos, que me parecían también ratones, salieron de sus “escondites”. Entre todos lo levantamos y lo llevamos al hospital más cercano; pero las malditas balas, como enjambres de abejas, seguían zumbando... muchas pasaron entre nosotros, pero qué importaba, porque si no llevábamos a nuestro amigo, éste podría sucumbir por una causa sin sentido...
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Al llegar al hospital muchos vecinos traían consigo a personas, los más afortunados, amigos con vida entre sus brazos; pero otros sólo cuerpos rígidos y tiesos... Al ver todo esto, mi alma se ensombreció, y por mis mejillas caían lágrimas que se confundían con la lluvia que caía del cielo y mis ojos se mezclaban con la mirada perdida de una gran multitud confundida igual que un crepúsculo de manto rojo y negro... Me fijé en el reloj; apenas habían pasado cinco minutos desde que estábamos confrontando ideas en la avenida; sin embargo, sentía que había ya vivido bastante, una eternidad en cinco minutos... Sólo me consolé cuando el médico salió y nos dijo: –Su amigo se salvará. Pero mirando a un grupo de personas a nuestro lado les dijo: –No pudimos hacer nada, hicimos nuestro mejor esfuerzo... ¡Qué impotencia sentíamos!, gente inocente moría, y en la mente me rondaba el pensamiento que una vez leí: “Cuando los fuertes pelean, los débiles sufren las consecuencias”. ¡Qué injusticia!
La noche del espanto Rolando Condori
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os acontecimientos ocurridos en el mes de octubre tuvieron lamentables consecuencias ya que en los enfrentamientos de policías y manifestantes que protagonizaron una contienda bélica se perdieron muchas vidas. La historia que doy a conocer en esta crónica comienza un sábado por la mañana, cuando la gente empieza a sentir los efectos de los movimientos sociales que han bloqueado los caminos del altiplano y de los valles. A causa de éstos empezaron a faltar alimentos de la canasta familiar. Eran las tres de la tarde, y las calles de mi barrio estaban desoladas; el contingente policial estaba a punto de salir del Distrito Policial N° 5; la gente del lugar estaba temerosa, y no se atrevía a salir de sus casas. Ya pasada la tarde, y con la llegada de la noche, estaba enardecida por los hechos suscitados en las distintas zonas de El Alto: el maltrato de los policías y militares hacia las personas que estaban luchando contra un gobierno déspota. Era una acción sin sentimientos; llegaron al extremo de quitarles el don más preciado que tiene un ser humano: la vida. Los vecinos de mi zona, iracundos por las cifras de muertos que daban las informaciones en la televisión, salieron en un número impresionante, dispuestos a hacer justicia por sus propias manos. ¿Cómo?, se preguntarán; una masa gigantesca humana se dirigía hacia el Distrito Policial N° 5 con un solo propósito, que era el de desarmar a los policías que se encontraban en el lugar. Había cerca de 800 policías acuartelados en ese recinto, listos para salir y luchar contra su propio pueblo por órdenes del gobierno. Los vecinos en dicho lugar estaban tan cegados de ira, que formaron una cadena humana alrededor del recinto policial, armados de picos y palas, y empezaron a cavar zanjas de un metro de profundidad para que los
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efectivos policiales no pudieran salir a ningún lado, tomándolos como si éstos fueran unos rehenes. Los policías adentro se sentían con un gran temor que les recorría el alma entera al no poder salir, y con el peligro de que en cualquier momento los vecinos de ese lugar entren por la fuerza y ocasionen una verdadera batalla en la que ellos no dudarían en disparar a quemarropa a quien sea por el nerviosismo que tenían. Eso me lo contaron días después mi cuñado y algunos camaradas que estuvieron en ese cuartel aquel día. Eran las ocho de la noche, y los vecinos continuaban en el lugar, dispuestos a entrar a cómo dé lugar. En ese momento se podía sentir un gran alboroto producido por el millar de vecinos que gritaban en el lugar; se había tornado en un verdadero caos que en cualquier momento podría estallar; la magnitud era terrorífica. Pero, de pronto, fue acallado por un ruido muy extraño y ensordecedor. Yo, desde mi ventana, sentía un miedo indescriptible que corría por todo mi ser, dejándome inmóvil y sin tiempo de gritar a toda esa gente lo que se acercaba; era tal la impotencia de mi persona que no llegaba a atinar un grito que los alertara; era un helicóptero que llegaba en auxilio del distrito policial, tripulado por militares; este helicóptero ya sobrevolaba el distrito policial y la gente miraba hacia el cielo atónita por la incertidumbre de lo que podría suceder. En ese momento empezaron a brillar luces por el cielo; eran las balas que parecían un gran número de juegos pirotécnicos que, como en Año Nuevo, se ve por los cielos; sólo que esa vez esas luces no eran de diversión, sino de un tremendo caos y terror dirigido contra los vecinos que se encontraban en el lugar. El horror que sentía la gente era tan grande que corría sin dirección hacia todo lado, sin importar adónde iba ni a quién atropellaba en su huida; tal era su nerviosismo que empezaron a caer en las mismas zanjas que ellos habían cavado. Era lamentable ver lo que ocurría allí abajo donde caían tanto mujeres como niños, y yo sin poder hacer nada para poder evitarlo ya que en mi casa no me dejaban salir para ver lo que ocurría afuera. Ésa fue la noche de más espanto que tuve en toda mi vida, al no poder hacer yo nada para evitarlo. Todo esto me lleva a comprender que cuando se desafía al pueblo, no hay fuerza ni represión que pueda contener esa ira que tienen los habitantes de un pueblo que siempre obedecía y no podía tener voz ni voto para reclamar sus derechos y obtener lo que en verdad merece como un pueblo digno y valiente, un pueblo que, cuando se une, es la imagen de los verdaderos bolivianos...
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En mi cuarto Carmen Rosa Mamani
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l día domingo 12 de octubre es el día que nunca olvidará mi esposo; yo no podría describir lo que él sintió en ese instante; sólo pude percibir en ese momento el mal humor que reflejaban sus ojos. En ese momento no sabía por qué se había puesto así, hasta que pasaron unos minutos y me di cuenta de la razón de su molestia y preocupación. El reloj ya daba las cinco de la tarde cuando empezaron a bajar por la autopista cisternas llenas de gasolina resguardadas por militares y policías. Fue entonces cuando un grupo de personas se reunió en la autopista para lanzar piedras a las cisternas sin darse cuenta de las consecuencias que traerían para nosotros, los que vivimos debajo de la autopista. Debido a la agresión que sufrieron los militares, empezaron a lanzar gases lacrimógenos. De repente, en menos de dos minutos, nos vimos envueltos en una espesa neblina que no era otra cosa que ese gas. Entonces me di cuenta de lo que le pasaba a mi esposo: nosotros tenemos un bebé de dos años, que no podría aguantar ese olor que es insoportable. De pronto, mi esposo entró a mi cuarto totalmente exaltado, con los ojos llenos de lágrimas y con un cigarrillo en la mano derecha, y me dijo: “Carmen, agarra al bebé y envuélvelo bien para que no inhale ni un poco de gas. Apúrate, que pronto hasta el cuarto se llenará de gas, y será peor para el bebé”. Entonces me apuré, y con mi hijo en brazos salí del cuarto. Pero cuando salí fue peor porque me puse mal, pues yo estoy en gestación. Entonces lo único que le quedó por hacer a mi esposo fue tomar a mi bebé mientras yo retornaba a mi cuarto. Ya en mi cuarto, las cosas se complicaron porque ya se había llenado de gas; y es que, por mala suerte, mi cuarto se encuentra en la terraza de mi casa. En ese momento, sentí un dolor intenso en mi vientre, y yo soy una persona delicada de salud. Lo que a mí me preocupaba más en ese instante eran mi hijo y el bebé que espero. Momentos después, mi esposo azotó la puerta; me puso de pie porque para ese momento yo estaba en la cama; no sé de dónde sacó fuerzas; pero me levantó y me llevó a la planta baja de mi casa donde no había rastro de gas. Ya a salvo, mi esposo empezó a llorar y se sintió muy mal porque él nada pudo hacer para evitar que sucediera este mal que nos hizo sufrir tanto. Es que es inexplicable la preocupación y el miedo que se siente por la pérdida de algo que ni conoces; pero esperas tanto; y que pongan en peligro aquello que uno quiere y protege tanto, me preocupó más. Después de que pasó todo, mi esposo me comentó que tenía mucho miedo de perdernos, porque para él somos todo lo que tiene y para mí es igual; sólo nos tenemos a nosotros y somos lo más valioso el uno para el otro. Tal vez en ese momento, si yo me hubiera encontrado sola no sé lo que habría pasado conmigo y con mi bebé; pero, gracias a Dios, estaba mi esposo y no pasó de un susto horrible. Esto no se lo deseo ni al peor enemigo, porque con las emociones de las personas no se juega y, menos espero que le pase algo a algún ser querido, porque la pérdida es muy horrible. Yo sentí esto en carne propia.
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Una lluvia de gases lacrimógenos cae sobre los manifestantes en la plaza San Francisco de La Paz el 13 de octubre. Fuertes enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas del orden y un bloqueo cerrado en la ciudad de El Alto precedieron a la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada. Foto: Carlos Barria
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El 22 de octubre, un hombre en bicicleta pasa por un control militar cerca del aeropuerto de El Alto. A pesar del resguardo militar en el centro alteño, nunca se pudo romper el bloqueo que los pobladores de El Alto mantuvieron. Foto: David Mercado.
Bertha Mamani
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quel domingo 12 de octubre un hecho sangriento sucedido en mi casa marcó el inicio del día. La muerte de Andrés, ayudante de mecánica de mi padre, fue el preludio de otro día más de sangrientos desenlaces. Esa mañana me levanté a las seis y media de la mañana. Fui a la cocina y me puse a preparar el desayuno para mi familia. Todo consistió en una avena con leche sin el acostumbrado pan de cada día. La escasez de días anteriores continuaba. Con la mirada puesta en el televisor, repasamos los acontecimientos acaecidos en los días anteriores. El desayuno de esa mañana no fue muy grato; pero no se podía pedir más. Después de unos minutos, tomé la canasta de compras y, dinero en mano, me dispuse a salir a la calle con la esperanza de encontrar algunas verduras para el almuerzo. Bajé las gradas de mi casa y, antes de salir de ella, un ruido seco se escuchó a mis espaldas. Andrés se encontraba tendido en el suelo. Grande fue mi asombro cuando, al voltearme, vi brotar la sangre de su frente. Me acerqué asustada y a gritos llamé a mi padre. Intenté levantar su cabeza ensangrentada; lo llamé por su nombre con la esperanza de que reaccionara. Vanos fueron mis intentos. Andrés estaba muerto en el suelo por una bala que había atravesado la pared de mi casa. Cuando mis padres salieron, también intentaron hacer lo mismo; pero todo fue en vano. No podíamos aceptar la muerte de un joven; sentimos la impotencia de no poder hacer nada. Aún podíamos escuchar el ruido de los fusiles disparando sin cesar. Las calles, sin duda, estaban vacías. Nosotros, sorprendidos aún por lo sucedido, sólo atinamos a levantar el cuerpo sin vida y llevarlo adentro. Fue una experiencia que marcó mi vida. Fue un hecho que me hizo pensar lo corta que puede ser la vida. Andrés era joven y estaba protegido por las paredes de mi casa. Sin embargo, la muerte lo alcanzó sin piedad.
La vida es un tesoro Gerson Salinas
D
urante la crisis de octubre, pude percibir que en mi zona somos muy tranquilos; somos indiferentes porque no salimos a las calles o a protestar; pero criticábamos al gobierno por todo lo malo que hizo con los habitantes paceños y, en especial, con la gente de El Alto. Yo, personalmente, pude ver y escuchar por los medios de comunicación las atrocidades que se hicieron; escuchar cómo la gente lloraba por sus seres queridos, y escuchar por la radio que los soldados salieron a las calles de la ciudad de El Alto “a resguardar”, dijeron ellos; pero no fue así. Esa noche del viernes murieron muchos compatriotas y hubo muchos heridos, y la gente se comunicaba por las radios pidiendo auxilio porque los soldados disparaban a cualquier persona.
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Un día más
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Lo que más me dolió fue ver a una madre que gritaba por su hija. Al ver por la televisión cómo esa niña, sin hacer nada a nadie, padeció sin disfrutar de su niñez, juventud y de ser madre, yo me preguntaba cómo un niño moría por una bala, si todos somos bolivianos, y cómo podemos matar gente inocente. Y escuché que otra madre fue a visitar a una de sus familiares; pero ella no sabía que eran sus últimas horas. Ella se encontraba en una habitación de la casa que visitaba, sentada en una silla; un proyectil entró por una de sus paredes, destrozó su riñón y atravesó su abdomen. Lo lamentable fue que no había auxilio médico porque todo el barrio estaba bloqueado con llantas y escombros, y también porque los soldados no dejaban pasar a nadie. Esa madre llegó tarde al hospital. Murió. Ella estaba embarazada. Hay cosas que me dolió escuchar; pero era inevitable. Saber que en cualquier batalla hay muertos duele porque había inocentes; pero morían como héroes. Eso me hizo derramar lágrimas y así se quedó en la retina de mi vida. Yo pensaba que acabaría todo aquí; pero no fue así. Al día siguiente, la gente pedía a gritos que se una la gente de la ciudad de La Paz, y no se equivocaron. Ese lunes mucha gente de los barrios se unieron bloqueando las calles o quemando llantas y saliendo a marchar; mientras tanto, en la zona sur, en Chasquipampa, morían otras personas. El dolor crecía, la rabia aumentaba; todos gritaban a una sola voz: “Que se marche el Presidente”; si no, empezaría la guerra civil. La plaza San Francisco se quedaba más chica porque miles y miles de personas se concentraron y la lucha ya estaba en los corazones de los paceños. Los derechos humanos encabezados por su vicepresidente, Sacha Llorenti, y la ex Defensora del Pueblo, la señora Ana María Romero de Campero, recordaban que se estaban excediendo en golpear a la gente. Ellos estaban buscando que se desmilitarice la ciudad de El Alto y que pare la masacre; pero no fueron escuchados. Por eso tomaron una decisión que fue fundamental para la historia de Bolivia. Ellos entraron a una huelga de hambre y muchas zonas imitaron esa decisión. Pero el gobierno no hizo caso a nadie; al contrario, sus voceros dijeron que todo estaba bien y negaban todo lo malo que hicieron calumniando a la gente de que no quería la democracia. Pero no sabía que su gobierno se acabaría y fue así; fue la hecatombe del MNR. Mucha gente, al enterarse de que el Presidente renunciaría, se puso feliz y a la vez triste por la gente que murió y dio su vida por la democracia. Puedo decir que la vida es un tesoro y que esta democracia nos costó mucho, aunque estos acontecimientos se quedaron en la memoria del pueblo boliviano. Como boliviano, sólo me queda estudiar y ser útil para mi sociedad, y que estas cosas jamás vuelvan a pasar. La vida es un regalo de Dios.
Nelly Huallpa
R
ecuerdo claramente que era un martes por la tarde. El cielo estaba a punto de romper en llanto; pero lo que descargó antes que él fueron las balas de un tanque ¡Sí ... un tanque que disparaba a todo aquel que se interponía a su paso! Parecía una boca enfurecida que lanzaba insultos transformados en fuego que mataban al momento. Su mismo color “verde oscuro” daba la sensación de angustia, de terror, de dolor... su forma era la réplica de los juguetes; pero sólo que esta vez era de un tamaño real y además funcionaba; era manipulado por dos soldados que, de vez en cuando, sacaban la cabeza para escuchar alguna orden de su superior. Mientras tanto, sus camaradas que rodeaban el tanque hacían uso y abuso de sus metralletas y fusiles. Yo parecía presenciar aquellas películas de guerra donde los soldados disparaban a todo aquello que se movía. Sus rostros reflejaban cansancio y consternación; pero no podían detenerse porque aquel que desistía de disparar era inmediatamente castigado con una patada o un “corte de estómago”. Ya eran dos los soldados que habían sido duramente pateados, maltratados y lanzados al suelo como unos muñecos de trapo que no sienten ni piensan. No llegué a escuchar sus lamentos o los gritos que les daban, puesto que la continua balacera impedía oír; pero podía leerlos de sus gestos y movimientos. Toda esta pelea se perpetraba en plena autopista y como a unos dieciocho metros de distancia de mi casa, que tiene una vista panorámica de esta vía de conexión con El Alto. Justamente el puente que conecta hacia la Ballivián fue el terreno de lucha. Antes de la balacera, junto con una amiga, estábamos intentando mirar una película cómica y así tal vez olvidar la carnicería que habíamos visto días atrás y que repetían a cada momento en la televisión. A causa de ello, llevaba días sin poder dormir tranquila. Mi padre se encontraba acuartelado hacía ya unos días y no había recibido ni una sola llamada de él porque los mantenían incomunicados. Esto me aterraba aún más. Me encontraba sola en casa y esa tarde una vieja amiga había venido a visitarme. Estábamos a punto de comenzar a ver la película cuándo oímos los disparos que retumbaban en las calaminas. Mi amiga reaccionó de inmediato, me empujó al suelo y me dijo: “Agáchate y sólo gatea, que veremos qué esta pasando.” Así, a rastras, nos acercamos a una esquina de mi casa –que, por cierto, no tiene nada de protección– y observamos el tanque que había llegado y escuchamos una ola de chiflidos que salían de las casas, de los cerros (puesto que había un grupo de gente que se ocultaba detrás del cerro) y de los alrededores. Esto enfureció aún más a los uniformados que, sobresaltados, dieron la orden de abrir fuego contra todo grupo de personas reunidas o ser humano que lanzara un insulto. Esto hizo que un borracho, quien al no medir la magnitud de los hechos, gritara una infinidad de insultos hacia los uniformados. Una vez que éstos apuntaban hacia él, él se escondía detrás de un cerro, y cuando cesaba la balacera él volvía a levantarse e insultarlos. Este juego duró unos veinte minutos aproximadamente, tiempo en que dispararon hacia ventanas, postes, puertas, paredes... personas, que caían repentinamente.
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Desde el rincón de mi casa
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No podíamos creer lo que pasaba ante nuestros ojos. Pávidas y furiosas veíamos el crimen que se cometía, y, sumergidas en la impotencia, corrían lágrimas en nuestras mejillas, que asfixiaban, lastimaban y herían. Mientras que el noticiero decía cuántos muertos teníamos, a cada minuto se aumentaba otro más; era una guerra totalmente desigual. Una vez que se retiró el tanque, salimos de nuestras casas todos los vecinos. En ese momento, un helicóptero se acercó repentinamente y nos lanzó gases lacrimógenos. Todos corrimos despavoridamente a nuestras casas. Una vez que se apaciguó el ambiente, salimos nuevamente dispuestos a continuar con nuestra protesta; pero nuevamente nos amedrentaron: habían llegado camiones llenos de soldados que eran obligados a disparar. En la huida, se refugiaron varias personas en mi hogar; eran tres varones y dos mujeres. Sus rostros estaban cansados, agotados. Uno de ellos, un hombre de aproximadamente treinta años, vestido humildemente, me pidió un vaso de agua, seguramente porque no había probado bocado alguno en todo el día; supongo esto puesto que nos contó que había bajado con la marcha desde Río Seco; lo habían hecho desde la mañana y sin descansar. Cuando fui a la cocina, escuché como si dos balas hubiesen sido disparadas directamente hacia mis calaminas. Cuando salí a ver, ya el humo blanco se esparcía por el patio. Todos salieron y gritaron: “Traigan agua”, “donde está un fósforo”; pero nada se pudo hacer. Tragamos mucho gas y nos escondimos en el cuarto debajo de las camas. Una de las muchachas prendió un cigarrillo y, con llanto en los ojos, pero con una voz potente, vibrante, dijo: “Esos cabrones nos han visto entrar y por eso nos han mandado esos gases”. En ese momento unas palabras se cruzaron por mi mente. “¡Estamos perdidos!” No pude evitar llorar; los ojos nos ardían al igual que la garganta; era difícil respirar. Un momento de esos, una de las muchachas, la más joven, se desmayó, cayó repentinamente al suelo; su cuerpo no reaccionaba. Uno de los varones la levantó y la abofeteó. Me pidieron alcohol y ella comenzó a reaccionar. Pasaron unos minutos cuando vomitó imprevistamente sobre el piso al que minutos antes había caído. Todos callaron y vieron la escena con tristeza y bronca. Bronca porque nos ardía la torpeza de los militares. Para rematarla, uno de los muchachos comenzó a vomitar también. El cuarto estaba hecho un asco... Sin embargo, todos nos quedamos en un profundo silencio; nadie habló ni dijo nada. Después de media hora y de un total silencio entre nosotros, quisimos salir; pero frente a nuestra puerta estaban parados dos soldados armados. Sus rostros apenas se distinguían por la oscuridad; pero lo que sí se escuchaba con fuerza eran sus voces que, luego de abrir la puerta, decían: “Si salen, carajo, les metemos bala”. Aunque estaban a sólo veinte pasos de distancia, percibí cierto cansancio en sus voces; seguramente porque habían estado todo el día en los enfrentamientos. Uno de los muchachos, haciendo caso omiso de las palabras del soldado, salió repentinamente. El soldado no lo pensó dos veces y dio un disparo al aire. Esa reacción nos asustó y gritamos aterrorizados por lo que podía sucederle. En cambio, él continuó bajando por la calle y se perdió detrás de la esquina. Nadie más se atrevió a salir hasta después de hora y media, momento en que se marcharon todos los soldados a sus cuarteles, o al menos eso creí.
Santos Casas
H
abían comenzado en la ciudad de El Alto las movilizaciones el miércoles 8 de octubre con un paro cívico con cierre de mercados; pero no fue hasta el día sábado cuando realmente se sintió un ambiente crítico para todos los alteños. Sábado 11.– Casi a las dos de la tarde los medios de comunicación ya hablaban de algunos enfrentamientos en la zona de Santiago II, lo que no había alterado todavía a la junta de vecinos de mi barrio, Los Andes. Cuando ya estaba a punto de atardecer, a las cinco y media, ya se daba cuenta de heridos y muertos en las zonas de Ballivián y Santiago II. Entonces, los vecinos se alteraron más; obligaron a sacar llantas, troncos, etcétera. Todo lo que podía arder era bueno para radicalizar el bloqueo de las calles en símbolo de rechazo a todo lo que hasta ese momento estaba sucediendo. Cuando ya estábamos en pleno anochecer, los dirigentes se movilizaron casa por casa para avisar que íbamos a asaltar los regimientos policiales. La consigna ya no era la venta del gas, sino la renuncia del Presidente. Yo fui a esa movilización con los vecinos. Fue impresionante el cerco de gente que rodeaba al Regimiento 5 en la zona Huayna Potosí. Los policías se habían acuartelado y, por la amenaza del asalto vecinal, estaban a punto de darse la vuelta contra el gobierno y apoyar a lo que yo denomino “las masas oprimidas”, que son todos los que participamos en lo que ya no era una movilización sino una revolución. El ambiente hostil se respiraba a cada segundo, cuando del cielo apareció esa nave voladora que hacía sentir miedo cada vez que pasaba: era el helicóptero. Por tierra, los militares llegaron a cercar lo que nosotros estábamos cercando y, de repente, comenzaron a disparar con armas de fuego, por un lado, de donde estaban los militares y, por el otro, aunque es difícil de imaginar, de esa nave voladora disparando. La carrera por la vida era lo único en lo que pensamos; huir era necesario; los gritos de la gente eran terribles; yo me fui con dirección a mi zona porque era necesario salvar mi vida. Esa noche fue interminable; algunos disparos se sentían en el aire; la vigilia por zonas y manzanos era total; no se permitía dormir esa noche por el miedo de que en cualquier momento los militares nos atacaran. Domingo 12.- La noche anterior había participado en la vigilia de los vecinos que comentaban todo lo que hasta ese momento sucedía, ya que algunos medios de comunicación aún continuaban con su transmisión. El día domingo en la mañana, en mi zona, el aire se contaminaba por la quemazón de la noche y que aún continuaba; era insoportable; en la radio ya daban cuenta de unos diez muertos, cifra no confirmada, podían ser más. La escasez de pan ya era evidente; en algunas tiendas no había y, si había, o estaba caro o eran extremadamente pequeños. Ya al mediodía se llamó a una nueva reunión en la cual informaron que tanques militares se acercaban por la zona de San Roque, ya que los vecinos de las zonas Senkata y Villa Adela les habían dado lucha, y que, sin encontrar otro camino para ingresar a la sede de Gobierno, ingresarían por el sector norte de la ciudad de El Alto. Eso implicaba que cercarían la avenida Juan Pablo II, en medio de la cual se encontraba mi zona. Los vecinos decían que como las anteriores zonas dieron lucha nosotros no podíamos quedar atrás.
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Disturbios en mi barrio
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Casi a las dos de la tarde se veía gente caminar de un lado a otro. Me asomé más a la calle cuando no podía creer lo que veía: eran heridos llevados a un centro de salud ubicado en mi zona. Era terrible la falta de ambulancias; los heridos eran llevados en carritos que empujaba la gente y que dejaban un rastro de sangre que daba pena y bronca. Todo se salió de los límites: la matanza en Río Seco por parte de los militares estaba sucediendo. A las cinco de la tarde, todos los vecinos estaban alertas por la llegada de los militares; los vecinos alistaban piedras, las únicas en ese momento. Cuando llegaron las seis y media aproximadamente, la calma desapareció. De pronto, una persona llegó dando gritos de “alístense, carajo, que los militares ya están en el Complejo”, sector ubicado a una cuadra de mi casa. Todos corrimos a la avenida Juan Pablo. Algo impresionante fue que algunas mujeres fueron con nosotros, que éramos un grupo numeroso de varones. Instantes antes de llegar a la avenida, un tipo sacó de su mochila dinamitas y las repartió entre nosotros. Sin darme cuenta, ya tenía una en mi mano. Yo en ese momento estaba con mi primo; que había recibido también unas tres dinamitas. La gente, que era numerosa en un principio, se redujo a la mitad. Cuando nos paramos en la avenida, lo que vi me congeló de miedo por completo. Adelante había un tractor, seguido de tanquetas y militares que disparaban a todo lo que podían. En ese momento un dinamitazo dio curso al combate. Nuestras únicas armas, las piedras, llovían sobre los militares; ellos nos respondían con balas y pocos gases; para colmo, una lluvia amenazaba con caer. Yo corrí con los vecinos, amigos y algún familiar a ver si le atinábamos con una piedra a alguien, es decir, a algún militar; pero todo era terrible; nosotros no podíamos combatir a los militares; una vecina abrió su casa para que podamos entrar porque los heridos caían como moscas; yo ingresé a ese domicilio junto a algunos vecinos y desde su último piso veíamos lo que pasaba abajo. Esa señora lloraba preguntando por qué sucedía esto. Su hijo la calmaba. Yo estaba echado en el suelo cubriéndome de las balas pero éstas no perdonaban el ladrillo: lo traspasaban como si nada; todo era tan terrible. La policía pasó arrasando con el bloqueo; por delante iban los tractores que levantaban los escombros; por detrás, toda la tropa militar; más atrás, dejaban heridos. Luego, un vecino grito: “Ya pues, ¿quiénes tienen dinamitas?, y no nos quedó otra más que utilizarlas. A las siete, la tropa cruzó por completo mi barrio; la lluvia continuaba, y llegó una ambulancia que a su paso avisaba que en algún lugar había un herido; ese lugar, lamentablemente, era mi barrio. Estos dos días pasaron de una manera terrible, con la escasez de alimentos, amenazas de cortar los suministros básicos y el insoportable olor a quemado.
Nieves Mamani
Q
uiero relatarles lo que viví un día de octubre que fue para mí una jornada oscura. En uno de los lugares de gran movimiento como la plaza Ballivián de la ciudad del Alto, para ser más específica, frente a esta plaza, donde yo vivo, hubo un hecho que no podré olvidar. A inicios del paro, todo estaba relativamente tranquilo; los vecinos salíamos a bloquear y formábamos grupos para realizar vigilias. Pero ese día, 12 de octubre, aconteció algo que marcó mi vida. Era una mañana tranquila como cualquier día de octubre. Eran como las nueve y media aproximadamente. Me encontraba en el patio de mi casa cuando escuché chillidos, llanto, lamentos, silbidos y el sonido de un helicóptero que merodeaba por el lugar. De pronto, cayó una granada de gas en un costado de mi patio que comenzó a dispersar gas en todo el lugar. Corrí exasperada hacía las gradas, y, luego de entrar a una habitación, cerré la puerta fuertemente para evitar que entre el gas. Sin embargo, aún así, en la habitación nos estábamos sofocando mi hermana y yo. Mientras eso sucedía, escuchábamos el sonido de descargas de armas de fuego. Decidio acercarme a la ventana que da a la calle. Lo que pude observar fue terrible: todos corrían de un lado a otro; unos caían al piso; en medio, gases y humo. Todo era pavoroso. Un joven cayó y empezó a ensangrentarse; le habían disparado mientras él escapaba aterrorizado sin que nadie lo pueda auxiliar. Los policías corrieron sobre él como si fuese un animal muerto; no le dieron importancia; ellos seguían disparando a otras personas; es más: ni lo percibieron. En ese instante se me cruzó por la mente que en los militares no existía humanidad. ¿Qué estaba pasando con nosotros? Luego miré hacia la riel: los militares habían tomado de sorpresa a los vendedores que se encontraban allí y a gente que transitaba por el lugar a quienes habían tomado como manifestantes; aparecieron como una inmensa muralla de color verde, con cascos y botas, y empezaron a disparar sin piedad a cuanto persona tuvieran al frente. Disparaban con balines y con balas. Simultáneamente, un helicóptero lanzaba hacia ese lugar botellones de gas; todo era un desbarajuste. Parada junto a la ventana, me sentía una persona mutilada; mi voz enmudecía, era puro silencio; mis lágrimas corrían sobre mi rostro. Tanta crueldad estaba frente a mis ojos y mi odio crecía hacia alguien que no era ni soldado ni civil, sino un hombre sin piedad como Gonzalo Sánchez de Lozada. No podía creer lo que estaba observando; parecía una película de policías y ladrones. De pronto, me acordé que uno de mis hermanos había salido a bloquear. Rompí el silencio que me invadía; di un grito desesperado: “¿Dónde está Franz?” Empecé a imaginar que mi hermano se encontraba muerto o herido. Corrí desesperada hacia la calle. En esos momentos me vi envuelta en el vacío de la calle: hombres caídos; la expresión de sus rostros era de susto. Minutos más tarde, reaparecieron las personas, que salían de sus escondites para auxiliar a los heridos y levantar a las personas muertas. Llegó también una movilidad de un párroco del Alto con una bandera blanca; se llevó a las personas heridas y muertas. La gente lloraba; el piso estaba empañado de sangre. Yo seguía buscando desesperadamente a mi hermano. Cuando lo vi frente a mí le di gracias a Dios porque él se encontraba vivo, aunque con la cara roja y sus ojos llorosos por el gas. Había podido ocultarse en la casa contigua.
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Aquella mañana de octubre
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Las personas, al ver la matanza que se realizó en la zona de Ballivián, empezaron a enardecerse; se escuchaba lamentos de madres cuyos hijos habían desaparecido, se sabía de vecinos que habían fallecido. Todos comenzaron a protestar contra el gobierno y su presidente homicida. Los policías y los militares habían pretendido parar la convulsión que existía en el país; pero sucedió todo lo contrario: la gente se enardeció más y tomó actitudes totalmente radicales. Es que la matanza fue a sangre fría. Muertos por allá y más allá; muertos por doquier, en todas las zonas de la ciudad de El Alto. Era un caos total; había dolor, llanto, tristeza, rabia, desesperación... Todo esto provocó que nuestra lucha no sólo sea por el gas: “Que se vaya el Goni asesino, queremos su renuncia” “Pedimos justicia”. Ahora estas frases tomaron fuerza en nuestras calles por una lucha por la dignidad y los derechos de los ciudadanos, mientras que en la casa presidencial se escuchaba una voz que decía: “No voy a renunciar”. La que hubo fue una lucha entre hermanos porque no sólo murieron civiles, sino también soldados que van a prestar su servicio militar, y que actuaron bajo órdenes de sus superiores. Todo había comenzado con un reclamo del pueblo: la no salida del gas por puertos chilenos y terminó con una matanza a ciudadanos de la ciudad del Alto. Así transcurrieron los días de luto, cubiertos por sangre inocente.
Escenas cortas Erick Cutipa
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erca del Tokio se ve caminando a un grupo de bebedores propietarios del hogar más grande de todos: la calle. Uno de ellos, al parecer el líder, lleva en su mano un madero extraído de alguna tarima descuidada, un madero casi tan astillado como la vida de su portador; este grupo de zombis no atina a otra cosa para unirse, por lo menos esta vez, a su Némesis: la sociedad que grita: “¡Ya!”, “ese video tiene que cerrar”, y poco después: “¡El Alto de pie, nunca de...!”; doblando la esquina, se ve a una mujer que no consiguió más que una delgada y frágil rama de algún árbol del ornato; no obstante, su voz compensa su debilidad física. “¡Ya pues, vamos compañeros!” La mujer carga en su aguayo a un bebé de no más de tres meses y lo balancea con cada nuevo impulso de su cuerpo que pretende desbordarse en la ira contenida hasta el momento que, en esta ocasión, parece haber triunfado al fin. Un rato después, en la avenida principal se siente el aroma a gas lacrimógeno; “pero si son las ocho aún”; las cosas comenzaron temprano: un poco más allá en una esquina casi desértica las imperturbables ovejas hacen malabares para poder llegar a trabajar; “aunque se caiga el mundo” deben trabajar, pues cuando se tiene compromisos que cumplir uno ya no es persona sino máquina no pensante, o tal vez pensante pero definitivamente silenciosa. A lo lejos se ve a un anciano que se inclina al ver algo tirado en el piso, lo levanta y “¿otra vez?”, en fin, es un pequeño “palillo” finamente pulido, de color blanquecino y casi cilíndrico. El anciano se endereza y da un par de golpes con el pequeño palillo en el costado del taco de
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su zapato derecho. Terminada esta operación, se yergue hasta donde le es posible y continúa avanzando con una altivez sólo trastornada por el desacomodo de su boina azul pastel. Poco después, se ve a los militares subiendo a la pasarela que está frente a la Fejuve. Con ellos, antes que ellos, se aposta un fotógrafo que parece extranjero y toma la posición de un tirador más. Quien comanda a los soldados no parece ser de alto rango y no objeta la presencia del fotógrafo. Rato después se ve avanzar una oleada humana que se acerca por la 6 de marzo. Llega un capitán alto y toma el mando; manda a un par de soldados a detener el ingreso de quienes pretenden subir la pasarela; no es suficiente, ordena a otro para desalojar a quienes ya nos encontramos sobre ella; el fotógrafo se hace el desentendido fingiendo que no entiende y el soldado no insiste. Ya bajando, entre el grupo, hay un personaje que pretende subir a toda costa poniendo en aprietos al par de soldados que resguardan el ingreso: es alto, fornido, además lleva una sudadera gris y parece ocultarse con una gorra; alcanzo a escuchar lo que susurra en la oreja del soldado: “Soy de Inteligencia, déjeme pasar”. Sube de forma atlética mientras la otra gente que aún pretendía subir protesta a voz en cuello por la preferencia que se le dio a este sujeto que, desentendido de la forma en que llama la atención, se dirige presuroso al capitán para decirle algo luego de lo cual baja por el otro lado. Comienza la función: la mazamorra humana se acerca con paso pesado, sin duda presintiendo lo que pasará: ataca con petardos, apuntando hacia el cielo; los proyectiles se elevan aunque no mucho y explotan. Los militares los ven cerca y contraatacan con gases también dirigidos al cielo. Éstos se elevan mucho más y forman una graciosa estela curvada. Al descender, los manifestantes se dispersan por unos instantes; pero, luego de regresar a patadas el gas, continúan su marcha. La distancia ahora es menor. Un joven (creo que de la UPEA), tapándose el rostro con una pañoleta, dispara un petardo apuntando a los soldados de la pasarela y éstos responden con gas primero; pero después... Después hay una gran confusión: todos corren; señoras están gritando: “ayúdenle, pues”, “ambulancia”. Entre tres o cuatro se lo llevan cargando: es un herido. Lo acomodan en la calle paralela, en la puerta de la Distrital: –¡ Agua, agua! –¡No! Agua es peor, le va arder más. –Déjenlo, va estar reaccionado. Parece que sólo es golpe y desmayo, alguien creo que le ha vaciado los bolsillos al “ayudarle”. –Cómo nos van a hacer así, abusivos. –¡Vamos otra vez! –Sí, ¡vamos!
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Fidelidad Erika Loayza
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abía despertado a las seis de la mañana, pues tenía mucha hambre y lo extrañaba. Él prometió llegar pronto para la comida. ¿Qué habría pasado...?, pues no lo sabía. Mi corazón sentía su distancia, al igual que el viejo colchón vacío que no sabe con quién llenar su ausencia. Yo intenté hacerlo, lo prometo, pero no pude. Lo extraño, pues nadie sabe cuánto, pero cuánto he llorado anoche. Tantos ruidos, gritos, desesperación y música de difuntos. Realmente es desesperante el no saber dónde se encuentra mi abuelo. Siento frío, y estoy asustado, tengo ganas de volver a llorar... escapar, pero la dueña de casa no me deja salir. Todos saben que a él lo quiero más que a un padre, él me salvo de tantas desgracias que me pasaron en la vida, y sólo él le daba importancia a mi existencia con el mejor de los afectos que nos teníamos juntos. Por eso mismo es que intenté salir en su búsqueda; pero la vecina, por enésima vez, me detuvo, ya que él le había recomendado que ella me cuidara si algo le pasara. Pese a todo, me trepé por las piedras que se encontraban amontonadas en la pared; di un brinco, y ya estaba afuera. Por esa acción me rasmillé la cara; pero no me dolía tanto como la separación de mi papacito. La vecina intentó atraparme, pero no pudo. ¡Mocoso, ven aquí, te van a matar!... gritó la dueña. Luego, al verla entrar a su casa de miedo, me sentí desprotegido, y lleno de impotencia. Me dirigí hacia la carretera, y con lo primero que me crucé fue con un montón de sujetos que tenían armas. Comencé a llorar... a gritar... seguí corriendo entre las piedras. Me caí muchas veces, y mi cara terminó llena de barro por las lágrimas y la tierra de la avenida. De pronto, se me vino a la cabeza el recuerdo de cuando yo jugaba a veces a las guerritas con algunos amiguitos –ahora me doy cuenta de que las guerras dañan mucho a las personas– . Así, en un segundo, me dio tanto miedo, pero tanto miedo que mi cuerpo se empezó a adormecer porque a mi lado había caído herido un hombre, Don Juan, un pobre hombre que vivía con dos pequeñas. Eran inquilinos de la misma casa y gran amigo de mi abuelo. A su alrededor, se amontonaron muchas personas, y uno de ellos dijo: “¡Este hombre murió por la Patria. Venganza, compañeros! Pero eso era mentira, yo sabía que él había ido a comprar pan a la esquina para el desayuno de sus hijas, mis amigas... nada más. Asustado, corrí hasta el cruce Viacha y observé a un montón de personas que se dejaban llevar por los anuncios de las tremendas bocinas ubicadas en las terrazas de las casas de las esquinas. Cada casa tenía rozones negros y banderas de rojo amarillo y verde. En la avenida estaban velando a una persona. No sé si era hombre o mujer, pero la música de difuntos no dejaba de sonar al igual que las mujeres no dejaban de llorar, sobre todo, una señora de pollera que tenía la ropa llena de sangre, y que no dejaba de gritar: “¡Malditos... malditos...! ¡No me dejes, no me dejes... a mí matéenme, asesinos!” Ella no dejaba de abrazar la caja donde estaba el difunto. Me abrazó a mí también, tal vez por que yo también estaba llorando y porque me daba ganas de ir a buscar a mi abuelo. Un señor con un cigarrillo en la boca, con una actitud preocupada y su ropa humeada, gritó: “¡Queridos vecinos, ya son las diez de la mañana, es hora de preparar nuestras flechas, hondas y todo lo que tengamos a nuestro alcance para defender a nuestra zona, a nuestros hijos
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y al futuro, defendiendo las riquezas naturales que nos quedan! ¡Adelante, vecinos, jamás nos daremos por vencidos con estos k’aras!” Al poco rato, llegaron los policías con tanques y otros aparatos desconocidos. Me sujeté de las polleras de una señora ya mayor. Todos corrimos porque comenzaron a lanzar humos, gases que me dañaron los ojos. Dispararon una infinidad de veces contra las personas, y una de esas balas estaba por llegarle a un anciano. Salté hacia él, pues quería que me ayude...yo no sabía a dónde ir ni qué hacer. En eso sentí que algo entró a mi pierna y me hizo gritar no saben cuánto. De pronto, alguien me tomó de la chompa y me arrastró hacia una casa. Llamaron a un curandero y él me amarró muy fuerte un trapo a la pierna, y luego metió no sé qué cosas a mi pierna que me produjeron sueño al instante. Creo que desperté a las cuatro de la tarde porque la dueña de la casa me invitó un tecito con su pancito. Llorando grité. “Quiero a mi abuelo... ¿Dónde está mi abuelo? Me debe estar esperando en su trabajo.” Y decidí levantarme. No me dejaron, y tampoco pude caminar. Yo lo extrañaba y nada más me importaba. Mis ojos ya estaban muy hinchados, y mi pecho no soportaba más el dolor que inundaba mi alma, el miedo que sentían mis huesos. Ya no soportaba seguir llorando al viento y a la tierra que remplazaban la ausencia de las movilidades. Tenía miedo de quedarme solo al pensar que algo malo le había pasado a la única persona que yo tenía en la vida. Nadie lo entendería, lo digo de corazón. Sólo yo lo siento, y a veces es muy difícil decir completamente lo que siento porque las palabras están atrapadas como un nudo en mi garganta. Después de una hora de súplicas y de tanta aflicción es que el dirigente nombró a un señor para que me acompañara a buscar a mi abuelo. Con ese señor llegamos hasta el lugar de trabajo de mi abuelito. Seguíamos caminando y un parlante dijo: “Vecinos, ya son las siete de la noche y la radio Panamericana anunció que las cosas se pondrán más terribles aún. Cuiden sus casas, a sus hijos y todo lo que puedan. Las vigilias se intensificarán a partir de este momento.” Aún no lo encontraba, yo presentía que él me necesitaba. No lo soportaba. Mi corazón se aceleraba cada vez más, y me dolía el pecho... Llegué al lugar donde él pedía limosnas. No estaba. Sólo su vaso vacío, pero él no se encontraba. Otra vez las balas, y todos comenzaron a gritar a oscuras. Perdí al señor que me acompañaba. Y yo decidí quedarme en el lugar de trabajo de mi abuelo. Sentía que entre la oscuridad tropezaban conmigo, me pisaban, y lloraban como jamás había escuchado en mi vida. Mi desesperación fue terrible; arrastrándome, lo busqué alrededor... y no estaba. En la esquina gritaban de dolor dos personas heridas. Opté por esperarlo hasta el final, hasta encontrarlo o que él me encontrara en el mismo lugar de siempre. Mi pierna no dejaba de sangrar, me recosté sobre su chamarra donde él reposaba para trabajar. Pese a los gases, pisadas y demás que recibía por la correteada de las personas, no me moví del lugar. Ya me dolía mi cuerpo, casi no lo sentía y mi vista se nublaba; pero la más lastimada era mi alma, porque ni siendo las últimas horas del día... mi vida, no lo sentía. Pasada las once de la noche, cuando todo ya había calmado, salió de la tienda del lugar el dueño para venderles a los vecinos los alimentos que les faltaban. Al verme, me dijo que me fuera, que a mi abuelo se lo habían llevado los de la morgue y que nada podía hacer. Me dijo: “¡Vete, vete... ya nada puedes hacer. A tu abuelo ya lo han debido carnear! ¡Salváte más bien voz llok’allita. Vamos, no quiero tener problemas contigo!” Y me cerró la puerta. Mi alma no se resigna a su ausencia. Yo creo que volverá y lo seguiré esperando... Como un simple perro vagabundo murió, en la fidelidad de la única persona a quien él tenía...
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Reportaje de un hecho “no reportado” Gabino Coarite
V
íctimas: La gente que vivió la represión sin la presencia de los medios de comunicación, cuenta las experiencias hostiles vividas la tarde del domingo 12 de octubre. A las tres de la tarde aproximadamente, las “alarmas” repiquetean nuevamente en la zona Los Andes: ¡todos a la avenida!, ¡a la avenida!... ¡a la avenida!... Suenan los postes al ser golpeados fuertemente por las piedras, despertando así a cada vecino que acataba firmemente el paro cívico indefinido. ¡Vienen los tanques!, ¡Están matando!... ¡Revienten botellas en la avenida!... ¡Llantas!... Don Valentín, haciendo caso a la alarma, sacó todo objeto de vidrio: botellas, focos fluorescentes, damajuanas y, por su puesto, llantas. El temor y los ánimos caldeados se reflejan en su rostro de por lo menos sesenta años. Al igual que él, se hacen eco y presencia niños, jóvenes y adultos. “La instrucción es hacer que toda la avenida esté en llamas para que los tanques que han entrado desde la carretera a Copacabana por lo menos se asusten y no puedan pasar por esta avenida”, decía Valentín al ser interrogado. Y en realidad la avenida Juan Pablo II era una verdadera “alfombra de vidrio”. Como don Valentín, centenares de vecinos se apostaron a salir a la avenida a prender fuego y gritar a voz en cuello: “¡Prendan fuego...! ¡Ya vienen!” Cada minuto que pasaba se escuchaba a lo lejos el zumbido de las balas, y no tardaron en llegar desde la ex-tranca un grupo de jóvenes que traían en una carretilla un cadáver de un muchacho que había fallecido en el trayecto. Sudor en frente, alguien dijo: “Lo han disparado como a una paloma. Estaba en su puerta, y ha caído seco nomás ya” (con lágrimas en los ojos). De la misma manera, otro joven manifestaba (dijo a gritos): “Todavía estaba vivo... pero no le han atendido en el centro de salud de Los Andes. Llamen a la radio... a la televisión, no saben nada de esto. El gobierno nos está matando de ocultas”. La gente inmediatamente se amontonó alrededor del muerto y en coros de voces gritó: “Abajo el Goni... asesino”, “Viva el paro cívico indefinido en defensa del gas”, “¡Que viva!”... Como las estaciones radiales generalmente no trabajan los días domingos, la gente trataba por todos los medios de hacer escuchar su voz de protesta y hacer conocer lo que estaba ocurriendo en El Alto y específicamente en la zona de Río Seco. Sin embargo, al parecer las esperanzas habían caído. El terror y el pánico se apoderaban de cada uno de los vecinos. Los medios no informaron sobre lo que ocurría sino al día siguiente. La granizada de las cuatro de la tarde aproximadamente hizo que la gente retornara a sus hogares. “Las radios no están informando nada”, “el gobierno les ha debido pagar”, decían algunos vecinos sintonizando sus pequeños receptores. Una vez que la granizada se calmó, la gente salió nuevamente; con la alarma que les caracterizaba, los postes comenzaron a sonar de nuevo, y el fuego, que se había apagado por el granizo, volvió a ser prendido.
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La moraleja del “pastor mentiroso” La alarma que se caracterizaba por los golpes fuertes en los postes de toda la avenida Juan Pablo alertaba a todos los que estaban apostados en la misma. Al mínimo golpe en los postes, la gente reaccionaba metiendo más leña, ropa vieja y llantas al fuego. “Esa alarma viene desde Río Seco para indicarnos dónde están los tanques. Estaremos listos... Deberíamos de prenderles dinamita, o ¡volteamos las pasarelas!”, decía don Alejandro, ex minero que vive en la Zona Los Andes, inquieto por conseguir una pequeña masa de dinamita. Según algunos vecinos, los tanques se habían retirado. Eran momentos de confusión porque la noche se acercaba y la situación era incierta. Al parecer, con tanta alarma que sonó durante el día, la gente se había cansado; pero nadie sabía que algo terrible estaba por ocurrir pese a que el helicóptero “intruso” que siempre revoloteaba por El Alto había volado por la avenida como anunciando algo extraño. Exactamente a las seis y cuarenta y cinco, los vecinos, muchos de los cuales estaban en las calles, ya ni siquiera hacían caso a las alarmas que los habían estado alertando desde tempranas horas. Fue en ese momento cuando los gritos despavoridos se empezaron a oír anunciando que los tanques estaban exactamente a la altura del complejo. Se oyeron balaceras que volaban sobre las cabezas de los que corrían. Blindados del Ejército pasaban disparando por doquier en una escena similar a la de una película de guerra, cazando a todo aquel que encontraban en el camino. Tantas alarmas habían causado tanto descuido que, ante la llegada de los militares, lo único que pudo hacer la gente fue correr y tenderse al suelo. Sin embargo, las voces sobre muertes y heridos se escucharon inmediatamente. “Le han dado del brazo a un joven, están llevando al hospital Los Andes”, dijo don Valentín, asustado de sobremanera. (La gente, que había corrido desde la avenida, estaba pegada a las paredes). Se rumoreaba mucho sobre los heridos y muertes, de los que se daría parte al día siguiente. Habían pasado camiones y un tractor con un contingente militar que no paró de disparar balas y balines un instante; algunos decían que el Ejército chileno era el que se estaba encargando de masacrar de esa forma. Pocas fueron las radioemisoras que horas más tarde informaron sobre lo ocurrido en la zona de Río Seco, Los Andes y 16 de Julio pese a que la situación mostraba una escena desastrosa. Tal parecía que los medios de comunicación no tenían el derecho de dar a conocer el suceso o sencillamente era como si las voces de miles fueran cortadas en un solo ahorcamiento. Don Valentín, junto a su familia, con voz pesimista y ademán triste, decía: “El gobierno ha debido planear esto. Hasta ahora nadie sabe qué es lo que ha pasado: ni la radio ni la televisión van a mostrar nunca, porque no estaban presentes, y en la noche, ¿quién va a llegar hasta El Alto?” Ningún reportero de ninguna estación de radio o televisión puede afirmar algo que no ha podido evidenciar. Sólo los testigos de voces enmudecidas que estuvieron presentes en la masacre tienen su última palabra.
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“Vamos adelante, porque igual moriremos” David Mamani
E
scuché el rumor de que un conscripto se amotinó y no quiso disparar a la gente, y que a causa de esto murió. La furia de los vecinos de Villa Ingenio fue terrible cuando una tropa de militares pasó disparando a todos y matando a cinco personas en el trayecto y, además, al conscripto que no quiso disparar. El sargento le dijo que disparara, si no lo hacía, moriría. Entonces lo pateó en la madre del estómago. Como el conscripto siguió rehusándose a disparar, entonces se escuchó un disparo. Era el disparo al conscripto. Luego, lo dejaron botado ahí. Toda la furia se mostró cuando los vecinos, mujeres, niños y hombres dieron origen a un campo de batalla desigual con militares: los sarnas con rifles y granadas de gas; los vecinos, mujeres, jóvenes, niños y hombres sólo estábamos con palos y piedras, agarrados de la mano para defendernos y no dejarlos avanzar hacia adelante, a la Hoyada. Las calles estaban casi bloqueadas por zanjas abiertas, botellas rotas en el camino, palos y llantas de automóviles; en el ambiente se sentía temor, miedo, rabia; algunos gritaban “maricas, cabrones, hijos de puta”, lanzando piedras y todo lo que les servía para tirarles a los militares. En ese momento todos íbamos al frente tirando piedras; otros lo hacían con hondas y flechas; algunos improvisamos hondas con chalinas, lanzando piedras con todas las fuerzas y gritando todos: “Vengan, pues, carajo, maricas”. Los disparos se escuchaban cada vez más; parecía que los militares ya estaban con temor; algunos se arrastraban por la tierra y otros gritaban: “Vamos, compañeros”. El ambiente que se sentía era de pánico. Todos trataban de cubrirse; los disparos nos dejaban sordos por un momento y los gases no se sentían porque todos tenían la nariz con Mentisan y otros tapados con chalinas y chompas; todos estábamos furiosos y también con miedo, que se veía en los ojos. Ese momento yo también sentí miedo y rabia; pero aún así seguíamos corriendo. Sin embargo, algunos iban cayendo heridos de bala, desangrándose, sin que nadie pudiera ayudarlos porque toda la atención estaba en agarrar a algún militar y matarlo con piedras; todos se ocultaban donde podían, en los escombros de tierra, detrás de los postes de luz; mientras tanto los militares trataban de pasar por las calles y avenidas. Ahí ya se notaba el temor de los militares de ser agarrados, linchados, torturados y matados, ya que ellos escuchaban los gritos: “mátenlos” de las personas, más o menos dos mil a tres mil, y ellos sólo eran de cien a ciento cincuenta. Su única ventaja eran las armas y las estrategias que utilizaban. Por ejemplo, trataron de rodearnos a todos. En ese momento a todos se nos notaba nerviosos, con miedo de que nos maten; pero algunos gritaban: “Vamos adelante, porque igual moriremos”. Se escuchaban esas palabras con temor; pero parece ser que a los militares les asustó la llegada de otros vecinos del frente y de zonas desconocidas. Nosotros seguimos adelante y nuestros compañeros de lucha seguían cayendo uno por uno, heridos de bala. Todos se enfurecían más por las muertes; las piedras iban de aquí a allá como las balas, tanto como los gritos “Vamos... adelante”. Algunos se quedaban atrás y les gritábamos que vengan, tal vez para ponerlos nerviosos a los militares: “mierdas, puta”.
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Seguían cayendo; parecía que estábamos días pelando. Por ejemplo, uno murió por un impacto en el pecho cuando iba al frente corriendo; otro, por cubrirse en un quiosco de los que venden salchipapas: la bala traspasó el metal como si fuera papel; le dieron en el riñón; no pude ver bien; otro también caía más allá; le dieron en el cuello. Esto lo vi bien porque estaba a unos pasos. En ese momento me paralicé; no sé cuánto tiempo. Luego seguimos al frente corriendo porque alguien me habló y reaccioné. Los gritos seguían, las balas, las piedras... se veía a mujeres con lágrimas en los ojos. En ese momento comencé a sentir el cansancio. Había pausas cuando nos quedábamos quietos porque disparaban de frente con francotiradores; nos tirábamos al piso como en las prácticas en el cuartel; algunos seguían el mismo paso; otros se cubrían en las esquinas, en los postes, en los escombros de tierra. En ese momento no sé si sentían lo mismo que yo: miedo, y no saber qué pasaría más allá, si yo era uno de los que recibía el impacto, pero parece ser que la rabia y la furia eran más fuertes; uno se enfurecía más por los muertos que veíamos; unos se quedaban a cuidarlos y se escuchaba maldecir a Goni y a los militares. Llegó el momento en que ya no podíamos seguir más porque dejaron a algunos militares detrás de una fábrica de carrocerías de autos; la calle de esa fábrica era como una media luna y disparaban donde sea. Allí hicimos el aguante lanzando piedras; unos las lanzaban con chalinas y manos gritando: “asesinos, maricones, etcétera”. Incluso la casa del frente quedó marcada por las balas. Sin saber dónde estaban o dónde se encontraban, arrojábamos piedras con las manos y otros con las chalinas; otros trataban de pasar a la esquina para ver dónde estaban. Eso duró como cinco a diez minutos y poco a poco se retiraron tristes, furiosos; pero por lo menos con el consuelo de haber tratado de que no pasen hacia la Hoyada. En el retorno a la zona, se veían los muertos y a personas amontadas que no hacían nada. Eso era lo que se veía. Todo esto comenzó en inmediaciones de una avenida y de una cancha de tierra. Veíamos a los heridos y a los muertos sin poder hacer nada por el miedo a ser confundidos como polis o militares, porque unas horas antes habían agarrado a policías civiles con armas. Seguimos caminando. Escuchamos rumores de que iban a volar el puente de Río Seco con dinamitas y que iban a tomar por las armas el Regimiento 5. Otros se dirigían a diferentes partes. En ese momento vimos a mucha gente amontonada. Nos acercamos a ver qué pasaba: era el joven que había muerto a unos pasos de mí. La gente sólo lo miraba con lástima y algunas mujeres con lágrimas en los ojos. Los hombres decían: “Pobre chango, por qué no se cuidó”. Carajo, nadie hacía nada; hasta que alguien dijo que lleven una frazada para taparlo. La sangre era como un charco grande de agua; no había quién se ofreciera a llevarlo. Pasó un instante para que se ofrecieran; se necesitaba cuatro y me ofrecí a llevarlo. A medida que avanzábamos, la gente miraba sin poder decir nada; algunas mujeres lloraban y otros lo miraban y cerraban los ojos mirando al cielo. La gente empezó a murmurar que él venía de la zona Tupac Katari y otros decía que de otras zonas, por ejemplo, de Tawantinsuyo. Algunos se ofrecían para el relevo de llevarlo. Mucha gente se dirigía a donde estaban los muertos; lo dejamos junto a los demás cuerpos. Algunas personas se acercaban a ver si alguno de ellos no era familiar o conocido; se acercaban con la mirada hacia abajo, nerviosos y tristes. Esta masacre provocó que Goni renuncie y que no venda el gas; pero, ¿quién fue el culpable?; posiblemente la culpa fue de la oposición, del MAS y del MIP, y del Gobierno. ¿Cómo reemplazar a los muertos que dejaron mujeres en cinta, viudas, niños huérfanos de padre?
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En El Alto Miguel Huanca
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i zona participó en las movilizaciones desde el primer día del paro cívico. Al principio, no era tan contundente; pero pasaron los días y se fue haciendo más serio. Los dos días antes de llegar al viernes, mi mamá todavía vendía tranquila en el mercado. Cuando llegó el viernes 10 de octubre, mientras me alistaba para bajar rumbo a la Normal, una señora vino a avisarnos que los del mercado de mi zona estaban yendo a apoyar a los mineros que estaban en Ventilla. Sin importarme nada, ese momento fui a su encuentro, pues me había invadido una gran desesperación; no quería perder a mi mamá porque ya había perdido a mi papá. Mientras corría a darle encuentro, no me importaba si perdía mi vida; sólo pensaba en ella. Cuando llegué a la avenida 6 de Marzo, los del mercado ya estaban a la altura del puente de cruce a Achocalla y estaban tratando de ir hacia la zona franca. De repente, de la parte de arriba de la avenida, aparecieron los “dálmatas”; cuando los vi sólo pensé en proteger a mi mamá. En ese momento empezaron a disparar gases y toda la gente empezó a correr. Cuando llegaron al puente, corrimos a la estación de servicio cuidando que no nos llegue ningún gas, y mientras veía cómo los del GES tomaban el control del puente, sólo pensaba en que mi mamá se fuera de ese lugar. Entonces vi cuando ella se ponía a resguardo y desaparecía detrás de la estación. Yo me quedé en la estación cerca de una señora que tenía un bebé y que estaba vendiendo refrescos. Como los del GES disparaban gases a la estación de gasolina, yo grité desde ahí que no dispararan porque tal vez los disparos daban al tanque e iba a reventar; creo que me hicieron caso; pero unos cuantos gases llegaron hasta donde se encontraba la señora con el bebé, que la afectaron mucho, pues comenzó a llorar. Le dijimos que se ponga en resguardo mientras durara todo, que fueron unas dos horas. Cuando a los del GES se les acabaron los gases y balines, se fueron con dirección a Ventilla. Yo me quedé durante toda la tarde en ese lugar; ahí me encontré con un amigo y decidimos ir hacia la planta de gas de Senkata. Cuando llegamos ahí, vimos unas cincuenta flotas y otros carros que estaban tratando de ingresar a El Alto. Adelante estaba un tractor y por detrás dos caimanes de soldados muy armados; por los costados, los policías y los del GES avanzaban tranquilamente porque antes de llegar al puente no había mucha resistencia. Lo que sí pude notar es cómo los parabrisas y los vidrios de todas las flotas estaban destrozados. Ya en el puente, los del GES agredieron a todos que pasaban; desde éste, dispararon a quemaropa a toda la gente que estaba ahí. Incluso los turistas escapaban de los gases; entré a una casa de mecánicos donde también se habían escondido algunos turistas. Al verlos, me pregunte qué es lo que estarían pensando sobre venir a Bolivia al vivir estos conflictos. A la altura de “Intervida”, se acercó uno del GES con intención de golpear a mi amigo; después llegó otro. Lo único que pude hacer es correr al frente porque tenía miedo. Así pasó toda la tarde. Cuando cayó la noche, los exaltados jóvenes y pandillas de otras zonas vinieron con intención de sacar a los policías de mi zona. Fueron directo al retén, al lado de la plaza; pero llegaron policías para dispersarlos y sacar vivos a los policías. Al día siguiente, el retén amaneció destrozado. La mañana y la tarde del sábado 11 de octubre estuvieron tranquilas. Como cada sábado, me fui a jugar fútbol con mis amigos; era una tarde fría y sombría, como si fuera el presagio
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de una terrible desgracia, porque así fue. Cuando cayó la noche, la amenaza se cumplió: fuimos a la avenida 6 de Marzo donde se estaban confrontando vecinos contra el Ejército. Llegué al puente donde tan sólo una sección de soldados lo protegía; se corrió el rumor de que eran pocos y que deberían ir a lincharlos; pero en el puente apareció otra sección con un caimán lleno de municiones de guerra. Los soldados disparaban fácilmente a las personas porque tenían la ayuda del alumbrado. Les dije a los vecinos que estaban armados de piedras y flechas que destrozaran los alumbrados de la esquina para que los soldados no vieran a los vecinos; durante esa misión, cayó la primera víctima; pero después hicimos reventar los dos alumbrados. Los soldados se dieron cuenta de que sin los alumbrados no veían nada, y avanzaron hacia la placita del frente. Esa noche fue como una pesadilla. Alrededor de las ocho de la noche pasó el helicóptero como el presagio de la muerte, porque luego se acercaron dos cisternas respaldadas por una tanqueta armada con una ametralladora con la que disparaban a matar. Mientras los vecinos corrían y caían como moscas, me venían a la mente las películas de guerra, cuando todos tenían que correr y salvar sus vidas de las balas. Como el Ejército consiguió sacar las dos cisternas, los vecinos se sintieron frustrados y comenzaron a saquear todo; incluso quisieron quemar la gasolinera. Por suerte, los persuadieron de eso. Los vecinos de mi zona salieron a confrontar a los que asaltaron Electropaz –pandilleros y jóvenes malentretenidos–; les arrebataron las sillas y otros artefactos y los quemaron. El daño que habían hecho perjudicaba a los vecinos porque, ¿dónde íbamos a pagar la luz? Los días siguientes, los vecinos adoptaron nuevas medidas como ir a bloquear la avenida y hacer zanjas: en todas las calles deberían haber zanjas. Así terminó esa terrible pesadilla que tenía intranquila a mi familia.
Crueldad en mi barrio Rubén Capquipe
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odo comenzó cuando se oían rumores de que las cisternas, cargadas de gasolina y acompañadas por militares como resguardo, estaban en camino. Era un hecho que iban a pasar por mi barrio. La gente, alborotada por esa información, decía que iba a enfrentarse a los militares. Aturdidos, los vecinos trataban de no retirarse de las calles. Casi a las diez y media de la noche se escucharon disparos, llantos y gritos pidiendo ayuda. Salí de mi casa para ver qué pasaba y vi cómo los militares disparaban a la gente; lo hacían como una diversión, no respetaban a nadie. Los disparos parecían una lluvia de balazos, y no sólo era en mi barrio sino también que bajaban hacia la autopista donde también arrojaban gases lacrimógenos y granadas. En ese momento, observé al frente de la calle a una señora que pasaba asustada, queriendo correr. Por desgracia, le llegó una bala justamente en la espalda; pudo dar dos pasos; pero un disparo en la cabeza hizo que cayera de pronto al suelo. Inmediatamente su cuerpo se bañó en sangre. Corrí hacia ella para poder ayudarla; la gente se aglomeró ante ella. Cuando la vi de
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cerca, me di cuenta de que era mi vecina. Tenía toda la cabeza destrozada y estaba ensangrentada. Trataron de ayudarla; pero ya no se podía hacer nada porque en un instante se había puesto blanca por la falta de sangre y estaba agonizando. Un minuto después, lastimosamente, falleció. La gente gritaba, lloraba; yo estaba dolido porque dejaba huérfanos a tres niños. Me sentí mal porque yo he crecido sin mi madre y sé cómo duele estar sin una madre; me imaginaba cómo iba a ser el crecimiento de esos pequeños sin la presencia de lo primordial en un hogar, sin quién les dé cariño y amor. Después de todo lo sucedido, nadie remediará tantas dolencias con decir: “ya ha pasado todo”. Una persona es única, e irremediable el trauma que deja su ausencia.
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El gas en el hogar
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Verónica Romero
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a gente, desesperada por comprar gas, buscaba por todo lado dónde comprar una garrafa. Un rato de esos escuché decir a un señor que en la planta de Senkata estaban vendiendo gas. Inmediatamente retorné a mi casa para llevar la garrafa vacía; fui al lugar, llegué y vi la cantidad de personas que estaban allí; la fila para la compra de gas era enorme, más o menos quince cuadras. Yo me quedé en el lugar, que parecía un mercado, porque había un montón de vendedoras y personas esperando su turno para comprar. Así pasaron las horas hasta que en la tarde llegaron periodistas del canal 21 y filmaron a la gente que pedía a gritos la renuncia del Presidente de la República. La fila de personas era muy larga; poco a poco empezaron a desesperarse y a tornarse furiosas. De pronto se acercaron militares hacia la planta de Senkata, eran como cinco camiones. La gente los miraba y se preguntaba cuál era la razón por la que llegaban. Una señora comentaba que los militares iban a hacer llevar gas licuado hacia la ciudad; ella ya se había informado en la mañana de que dieciocho carros trasladarían las garrafas de gas; ésa era la razón de la presencia de los militares, como una forma de resguardo para que el gas sea trasladado sin ningún problema. Por curiosidad, fui hasta la puerta de la planta y vi que las movilidades ya salían resguardadas por los militares por delante y los costados. La gente se dio cuenta de lo que estaba pasando en ese momento y empezó a arrojar piedras a las movilidades y a los militares. Todos estábamos furiosos porque sacaban el gas fácilmente, mientras nosotros esperábamos ordenadamente en la fila casi todo un día bajo el Sol, sin comer, agotados; no se nos atendía como debería ser. Era injusto, por eso empezamos a arrojar piedras. Tanta fue la furia que algunos quisieron hacer caer el carro para evitar que se lleven el gas. Los militares, al ver que querían hacer caer la movilidad, trataron de evitarlo a gritos; pero la gente, sin escuchar los gritos de los militares, seguía empujando la movilidad. Entonces, empezaron a disparar con balines sin ningún temor. Como resultado, hubo cantidad de heridos y muertos; la gente corría por temor a ser herida, se escondía detrás de las paredes. Luego los militares juntamente con los dieciocho carros se fueron como si nada hubiera pasado; pero pasaron por encima de tanta sangre y muertos. En medio de tantos heridos encontré a una
La prepotencia
señora herida en el brazo; ella gritaba y lloraba de dolor. Esta escena me apenó mucho y me brotaron las lágrimas. Me acerqué a ella y vi cómo la sangre le salía del brazo. Las ambulancias tardaban mucho, no sabía qué hacer ante el dolor de las personas heridas; por fin llegaron las ambulancias y se llevaron a los heridos para que sean atendidos. La gente, en medio de llanto y tristeza, se olvidó de la compra de gas; los que atendían cerraron el lugar, que se volvió trágico por los hechos. Al final, el gas no llegó al hogar...
La lucha contra un gobierno oligárquico Freddy Butrón
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os hechos acontecidos en Bolivia dieron mucho de que hablar en los países vecinos; algunos medios de comunicación sólo se referían a movimientos subversivos que buscaban la ruptura de la democracia en el Estado boliviano, una nación que estaba cansada de ser maltratada por las ideas oligárquicas de un gobierno que no escuchaba los gritos de dolor por una mejor vida. Durante la segunda semana de octubre, el pueblo comenzó a marchar pidiendo al gobierno que no venda el gas y no fue escuchado; al contrario, fue reprimido salvajemente, causando la muerte de muchos bolivianos. Tras estos enfrentamientos entre el pueblo y las fuerzas del orden (policías y Fuerzas Armadas) quedaron el luto y el dolor en el pueblo boliviano que, en ese momento, pedía la renuncia del Presidente. El sábado 13 de octubre, el gobierno trató de abastecer a las gasolineras de La Paz transportando gasolina de los depósitos de Senkata. Eso produjo un enfrentamiento sangriento entre el pueblo y las Fuerzas del Ejército, que dio como resultado muchos muertos. Me parece muy indignante que un gobierno dé órdenes de disparar contra la gente que sólo protestaba por una causa justa. En las calles observaba el dolor, el sufrimiento y, también, el caos. Todos quisieron ayudar; pero no se pudo, por el nerviosismo y el miedo de que nos lastimen o salgamos heridos, ya que no existía ningún tipo de seguridad; la lluvia de piedras era constante; los gases y la balas encontraban a todo tipo de personas, entre mujeres y varones de toda edad. Día a día aumentaron los enfrentamientos con los consiguientes muertos y heridos; toda Bolivia se encontraba de luto; las banderas en la cima llevaban un crespón negro que significaba que todo un pueblo se encontraba de duelo por la gente que había muerto defendiendo una causa justa que reclamaba la economía boliviana: la no venta del gas.
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¿Cómo confiar en la Policía? Gladys Tapia
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os medios de comunicación se convertían en portadores de malas noticias; cada persona se sentía indefensa viendo y escuchando cómo la policía asesinaba sin piedad a los niños, mujeres y hombres. ¿Cómo podríamos confiar en ellos cuando supuestamente son los que protegen nuestras vidas? Era absurdo ver todo lo contrario. Las zonas de la ciudad de El Alto se convertían en campos de batalla: gritos, desesperación, llantos, piedras, gases, balas, muertos cubrían como un manto gris a toda esta ciudad. Mi zona, la Urbanización Inti, participó en la protesta por la defensa del gas. Organizamos vigilias. Había una comisión encargada de preparar refrescos y comida; otra, encargada de la marcha con rumbo a la ciudad de La Paz. Las mujeres preparábamos carteles con diferentes mensajes: “¡No a la venta del gas!”, “¡Sí a la industrialización!”, “¡Abrogación de la Ley de Hidrocarburos!...” Una noche, cuando todo parecía estar tranquilo, se quedaron tres vecinos en vigilia; los demás nos fuimos a nuestras casas, algunos cansados y de hambre, otros desesperados por ver a sus hijos. Eran las doce de la noche aproximadamente; de pronto, escuché tocar la campana de la iglesia y alguien gritaba: “¡Vecinos, salgan!, ¡salgan!, ¡ya vienen!, ¡salgan vecinos!”; supuestamente, el Regimiento Bolívar, Max Toledo y Primera División, cuarteles que pertenecen a la ciudad de Viacha, se aproximaban en apoyo a la salida de las cisternas de gasolina por la carretera a Oruro. Sentí un miedo desesperante; me asomé a la ventana y vi cómo hombres y mujeres salían de sus casas armados de palos y piedras. Yo tenía que salir a apoyar a mis vecinos y amigos; escuchábamos cómo los petardos se convertían en alarmas dando un mensaje de alerta. Se escuchaba a lo lejos el detonar de las dinamitas; cada uno de nosotros se sentía susceptible; entre gritos se oía: “¡Vienen para acá!, ¿qué hacemos! ¡Las mujeres retornen a sus casas!, ¡los hombres, todos los hombres salgan!”... Vivimos un momento de pánico. El detonar de los petardos y las dinamitas fueron disminuyendo poco a poco; la gente comenzó a calmarse: ¡era una falsa alarma! Aún teníamos la esperanza de que los efectivos de la Policía nos protejan y no se conviertan en nuestros enemigos.
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Escrito con sangre Eliana Chura
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as marchas y bloqueos durante los días de conflictos sociales en la ciudad de El Alto fueron pacíficos durante los primeros cuatro días; pero eso duró hasta el domingo 12. Aproximadamente a las tres o tres y media de la tarde, vimos llegar a la ex tranca de Río Seco cinco camiones cargados de militares que quisieron despejar los bloqueos que había en ese sector; las personas que nos encontrábamos allí tratamos de impedirlo; los
apedreamos, y los militares nos respondieron con disparos. Al final, se convirtió en un enfrentamiento entre militares y ciudadanos. Para poder defenderse de las balas, algunas personas optaron por tomar las calaminas que se encontraban alrededor de la construcción de un inmueble; pero aún así las balas las atravesaban. El resultado de dicho enfrentamiento fueron decenas de heridos y un muerto que fue trasladado a la Sede Social de la zona Villa Brasil; como nadie sabía de dónde provenía aquel muerto, lo anunciaron por un megáfono. Este enfrentamiento culminó casi al promediar las siete de la noche. Algunas personas se dirigieron hacia la gasolinera “Río Seco”. Por la negligencia de una persona que, después de haber comprado su bidón de gasolina la puso en el suelo, y por la de otra que al parecer encendió un fósforo, se produjo una explosión y posteriormente un incendio en el que también hubo heridos y muertos; entre éstos, un soldado. Al pasar dos días de este suceso, fui a ver el resultado de ese incendio. El centro funcional de esta gasolinera estaba totalmente hundido, ya que eran cañerías enormes que se encontraban debajo del asfalto, que conectaban con los tanques que proveían a los vehículos, ya sea de gasolina o de diesel. En medio de esos escombros, había prendas de vestir y calzados de los accidentados; más allá, había aún manchas de sangre de uno de los muertos, y éstas eran las de un soldado. Así decía en un letrero puesto en ese lugar: “Gente inocente murió en este lugar”. Para llamar aún más la atención, creo yo, aquel letrero estaba pintado con la misma sangre. Los tanques habían volado de sus lugares y también los vidrios del inmueble que se encontraba en medio de la gasolinera. Pero hubo personas maliciosas que, posiblemente, no se daban cuenta de lo que había ocurrido en ese lugar: se llevaban las cerraduras y los machimbres de este inmueble. Ver esto me causó mucha rabia, no respetaban ni siquiera a las personas que habían muerto en ese lugar. Ésta será una experiencia que se me quedará para siempre en la memoria, más todavía la visión del lugar con las manchas de sangre y el letrero que contaba lo que había sucedido allí.
La prepotencia
Un día diferente
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María Luz Domínguez
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l día 12 de octubre, a las dos de la tarde aproximadamente, subí a la terraza de mi casa. Desde allí observaba lo que acontecía en la calle, donde aparentemente todo estaba tranquilo. De repente, oí un gran estruendo; después de algunos instantes, vi la cara de un hombre totalmente quemada, además de todo su cuerpo, que todavía humeaba. Este hombre tenía aparentemente 35 años de edad; estaba siendo transportado en una frazada (a modo de camilla) por un grupo de personas que lloraban y corrían totalmente despavoridas hacia el Centro Materno ubicado frente a mi casa. En aquel momento sentí una gran impresión; parecía que mi corazón se había detenido por un instante; mi mirada se quedó vacía; para mí no había otras personas; solamente lo miré y podía sentir la desesperación y la angustia que
Memorias de una democradura
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él sentía. Volví en mí y vi a otros grupos de personas que hacían lo mismo: transportar heridos. Inmediatamente escuché gritos diciendo: “¡Ayuden, corran, la gasolinera ha explotado! En ese instante aparecieron ambulancias que hicieron varios viajes trasladando a los quemados hacia el Centro Materno. Entonces comprendí que había explotado la gasolinera de la ex tranca, ubicada en mi zona, en Río Seco. Mientras esta tragedia ocurría, el párroco de la Iglesia San Pablo comenzó a pedir ayuda. Pedía a la gente que, por favor, llevaran gasas, algodón y agua hervida para curar a los heridos por los balines que también estaban allí. La gente comenzó a llevar lo que pidió. En medio del caos, se comenzaron a escuchar disparos; en el cielo apareció un helicóptero que se disponía a disparar. Toda la gente desapareció y la plaza se quedó completamente vacía. Lamentablemente, a causa de esta desgracia, murieron siete personas. Personalmente no pude hacer nada, ni siquiera llevar un poco de algodón para los heridos porque mis padres no me dejaban salir; solamente pude orar pidiendo a Dios que nos proteja, que se salven más vidas inocentes y que termine este dolor, esta angustia y este sufrimiento. Estos acontecimientos dejaron una gran herida en mí, un trauma, porque no sé si algún día podré olvidar todo lo que vi, lo que sentí, esa gran impotencia y rabia hacia aquellas personas que llenaron de luto a tantas familias humildes y sencillas que no tenían nada que ver con el “gas”.
Un sentimiento extraño Jhonny Chambi
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a participación de la zona Villa Alemania en las movilizaciones sociales que se produjeron durante ocho días continuos del mes de octubre fue de todos los días; se mostró mediante bloqueos en solidaridad con los compañeros fallecidos que lucharon en defensa del gas. Villa Alemania de El Alto se sumó a las marchas desde el primer día del paro cívico. En éstas, participamos todos los vecinos del barrio. Desde un punto de vista personal, este suceso que aconteció fue muy extraño; algo similar jamás había vivido en persona. Pero esta vez vi cómo era la reacción de las personas frente a esta situación. Por eso, he decidido hacer una exposición breve y sumaria de las ideas más esenciales, a mi modo de ver, en esta cuestión. En la mañana del 12 de octubre, todo parecía tranquilo como si el tema del gas ya hubiera sido resuelto; pero de pronto sentí que algo insólito iba a pasar en El Alto, particularmente en la zona Villa Alemania. El cielo se puso gris, las nubes lo cubrieron por completo y hasta parecía que se enlutaba como señal de muerte. Más tarde, aproximadamente a las cuatro de la tarde, comenzaron el caos y el pánico conjuntamente con los rayos y centellas que hacían eco en toda la ciudad; se escuchó un gran alboroto de metrallas, dinamitas y vientos que levantaron calaminas de varias casas con su furia. Lamentablemente, en ese ínterin fue baleado un vecino de Villa Alemania, quien murió al instante, dejando huérfanos a dos niños. La bronca y el llanto de los vecinos de Villa Alemania cada vez eran mayores. Algunos vecinos que al principio no estaban
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de acuerdo con los bloqueos y marchas se sumaron indignados por el suceso; otros fueron obligados a salir a las calles con una amenaza de guerra psicológica. La furia de los vecinos era incontenible ante la actitud nefasta e hipócrita del gobierno. Otra cosa que me llamó la atención en mi zona fueron las medidas tomadas en una magna asamblea en contra de los policías; se decidió y así se hizo: las casas de los policías y militares de mi barrio fueron amenazadas constantemente en la noche e incluso se pretendía desalojar a sus familiares de la zona. Y otro punto que es pertinente hacer notar con referencia a mi zona fueron las vigilias que se hicieron durante la noche. Fueron realizadas por grupos de veinte y treinta personas por noche; en algunos casos, salíamos a la vigilia todos los vecinos de la zona. Por otro lado, se podría decir también que estas vigilias han sido aprovechadas por algunos compañeros como una especie de convivencia para compartir un brindis en torno al fuego. Respecto a la alimentación, la gente se reabastecía como podía; la población alteña, particularmente la zona Villa Alemania, apeló a varios “métodos” como: caminatas hasta la Ceja, compras en mercados que abrían por pocos minutos y con precios elevados, traslado en bicicleta de alimentos característicos (chuño, oca seca, charque de llama, oveja o vaca), venta de sardinas enlatadas, huevos, etcétera. Ojalá no vuelva a suceder este tipo de anomalías en nuestra sociedad porque con los paros, huelgas, bloqueos y manifestaciones el Estado Boliviano entra cada vez más en crisis.
La lucha fue de todos Hugo Cusi
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ucha gente en mi barrio, al ver lo que sucedía en las calles de El Alto, estaba conmovida por el llanto, el luto y el dolor de quienes morían sin culpa alguna. Éstos fueron motivos más que suficientes para que gente de mi barrio reaccione con una indignación total. En algún momento de esos días fatídicos escuché a algún vecino que, con lágrimas en los ojos, decía: “No podemos quedarnos indiferentes, con los brazos cruzados, hay que organizar una marcha de protesta, en contra de este gobierno asesino”. Es así que se organizaron muchas personas, entre las cuales resaltaba la participación de más mujeres, que se mostraban muy alteradas; notaba esto porque, al salir a marchar, no se fijaron en su vestimenta, fueron tal como se visten cotidianamente en su casa, agarrando palos y petardos y gritando a viva voz frases en contra del gobierno. Un aspecto que me llamó la atención fue que entre los vecinos no se encontraban los dirigentes zonales; unos decían porque pertenecían al partido del MNR, o porque cuando los fueron a buscar a sus casas, se hacían negar, tal vez por miedo a que los vecinos tomaran represalias contra ellos. Otro aspecto fue que en la mayor parte de las casas se puso banderas con crespón negro. Cuando los vecinos retornaron de la marcha, se notó que a algunos les había afectado el gas que habían aspirado en los enfrentamientos con la Policía, porque tenían los
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ojos rojos e hinchados, y la nariz y la garganta aún les ardía; además por el sólo hecho de acercarse a ellos, se sentía una especie de alergia, porque su ropa aún estaba impregnada con el gas. Uno de ellos me contó que cuando los policías agarraban a un marchista, lo golpeaban sin piedad y lo dejaban tirado en el suelo, y que ellos lo tenían que socorrer. Cuando el conflicto terminó, los vecinos, al enterrase de la renuncia del Presidente, lo tomaron como cuando el equipo de fútbol boliviano gana un partido; hicieron reventar petardos y salieron a las calles a festejar, poniéndose incluso a beber, recordando y discutiendo sobre lo sucedido.
Contagioso Edwin Guarachi
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Cómo o cuándo se nos olvidó el respeto a la vida humana?, me pregunté mientras veía en el cielo aviones anunciando la muerte de nuestra gente. Luego de contemplar esos ángeles de oscuridad, ingresé a mi habitación donde pude ver las noticias que sólo informaban malas nuevas, imágenes de muerte y luto acompañadas por un dolor profundo casi contagioso, ese dolor que llena el alma con indignación, ira e impotencia; en tanto, la calle era convertida en un campo de batalla listo para el combate, por así decirlo; además era un lugar de reunión donde se comentaba los acontecimientos que se suscitaban en nuestro alrededor; mientras una tensa calma acompañaba el atardecer. Los enfrentamientos se iniciaron en la zona de Milluni, Senkata, y se extendieron por toda la urbe alteña; los saldos fueron trágicos a causa de los enfrentamientos; la muerte rondó la sociedad. Las balas como mensajeras de la muerte silbaban al viento anunciando el luto y la ofrenda de sangre, que reclamaba la soberbia humana. El ruido de las ambulancias rompía el silencio lúgubre que, al mismo tiempo, se tornaba celestial. Fue en ese momento que yo, indignado, impotente y muy triste, vi en el noticiero las imágenes que reflejan la realidad cruel y pavorosa que estábamos viviendo. La solidaridad en ese momento se hizo evidente; tocaban las puertas una por una, llamando a la resistencia y la lucha en honor a los caídos. Tocaron mi puerta y salí: era el momento de decidir acudir al llamado o quedarme indiferente como muchos; pero era la sangre quien hacía el llamado. Todos los vecinos acudimos a una reunión de organización para radicalizar las medidas de presión, el bloqueo de alimentos, de combustible, etcétera. Ya cuando la noche se hacía presente, se decidió encender fogatas e iniciar una vigilia. Fue en ese momento cuando vi en el rostro de la gente temor, rabia y también predisposición para mantener la lucha sin importar el costo o el peligro que esto significaba. Así transcurrió la noche. Ya los primeros rayos de Sol llegaron; con ellos también llegaron las malas noticias: más vidas se habían cegado en el transcurso de noche. Esta noticia exaltó más el ánimo de la gente; nos reunimos en una asamblea y nos fuimos con dirección a los cruces de avenidas donde se estaba velando a los muertos. En el trayecto, se pudo observar banderas con listones negros, campos de batalla, trincheras de escombros de todo tipo; las pasarelas estaban en el piso, destruidas por la furia del pueblo.
La prepotencia
El ambiente era desolador, pero era más desgarrador contemplar cómo, al borde del camino, se encontraban los restos mortales de un señor que había sido muerto la noche pasada. Nos detuvimos por unos momentos, momentos suficientes para poder sentir un tipo de dolor pocas veces expresado en toda su magnitud, tan profundo y desgarrador hasta tornarse contagioso; uno se quedaba estupefacto al contemplar el llanto de una madre con sus pequeños niños que lloraban a su ser querido; pero esas lágrimas eran un pedido de resurrección acompañado con un adiós. El miedo y el desconsuelo de esa gente eran sobrecogedores; sembraban la incertidumbre y la ira en todos los presentes. La viuda, entre llanto y sollozos, se preguntaba quién la iba a ayudar a criar a sus hijos, qué iba a ser de su familia. Después de contemplar esa escena, seguimos avanzando, y al poco rato, yo tuve que regresar a casa. Un amigo mío me comentó que habían llegado a las cercanías de YPFB y que el intento de los militares por sacar combustible hacia la ciudad comenzó a generar enfrentamientos; la represión había comenzado. “La policía disparó muchos gases lacrimógenos que no permitían ni ver, tampoco respirar; los latidos del corazón se aceleraban hasta el punto de casi dejarte desmayado; la gente no se disipaba; me refugie detrás de una pared –dijo–, porque escuché balas de guerra y ráfagas de ametralladora; paralelamente se escuchaban gritos: habían detenido a un joven; lo estaban pateando y golpeando; no se podía ver bien por el caos que reinaba.” Mientras tanto, todos corrían por todos lados; la represión era brutal; nuevamente la muerte rodaba por nuestra ciudad.
Días que no olvidaremos Gloria Tazola
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el 7 al 9 de octubre tenía que caminar cuadras y cuadras desde mi casa, ubicada en la Segunda Sección de la zona Ballivián, hasta la Ceja de la ciudad de El Alto para llegar al INSSB. Tuve que hacerlo debido a que por la zona Norte de El Alto el transporte público quedó totalmente paralizado. No olvidaremos estos días. Fueron complicadas las largas caminatas de ida y peor las de retorno. La Avenida Juan Pablo II estaba más llena de transeúntes que de autos. La gente se paseaba por las calles como en otros tiempos. Los únicos medios de transporte rápido eran las bicicletas. Personalmente, estaba alterada por esta situación. Perdíamos tiempo inmerecido, sobre todo, porque por la noche corríamos infinidad de peligros. ¡Esto no podía seguir así! Por fin llegó el fin de semana. Sin embargo, fue peor. El 11 y 12 de octubre fueron días de luto. Supimos por las noticias que habían muerto muchas personas en los enfrentamientos contra policías y militares. La llamada “guerra por el gas” en realidad fue un fatal enfrentamiento entre compatriotas. Habían muerto niños y ancianos que ni siquiera habían participado de esos enfrentamientos. Esa noticia llenó de ira a la gente de mi barrio, ¡y a quién no! Si antes sólo se reunían para impedir que los autos pasaran, ahora sus rostros exigían venganza. Sin duda alguna, el domingo 12 fue uno de los días que no olvidaremos mi familia y yo. Pasaron muchas ambulancias por
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nuestras calles. Madres acompañadas de sus hijas lloraban y corrían a ver si de repente podían estar sus hijos en aquellas ambulancias, quienes hubieran tenido la desgracia de ser heridos o muertos por las balas. El hecho de que un soldado se sublevara y fuera asesinado por su superior provocó tal reacción en la gente que enardeció más los ánimos. Era injusto que un soldado, por tal rebelión, debiera morir golpeado por su propio capitán. Eso causó gran dolor y conmoción entre la gente. Me conmovió demasiado ver a estas mujeres quienes se pasaban llorando de pena, dolor e incertidumbre de saber si sus hijos retornarían vivos o no. Entonces me di cuenta de que estas mujeres eran parientes de policías, militares y de algún muchacho, que motivado por la curiosidad, había ido a fisgonear. No olvidaré estos rumores que casi me provocan un infarto. ¡Militares están matando gente a su paso!, ¡ya están cerca!, ¡los próximos somos nosotros!, y ¡debemos prepararnos!... ¡No podía ser posible! Me negaba a creer que era cierto. Hasta que, de pronto, el grupo de vecinos que se reunía en la esquina de mi barrio, entre la avenida R. Vargas y R. García, comenzaron a romper botellas de vidrio, quemaron llantas y hasta abrieron zanjas afanados todos con la velocidad y el empeño de las hormigas. Fue entonces cuando derrame lágrimas. Me sentía tan cerca de lo que tanto temía: ¡la muerte! Mi familia y yo no participamos aunque por ello nos llamaran emenerristas. Nos sentimos insultados. Pero con todo ello no participamos. Había una cantidad de gente reunida para la lucha; el humo de las llantas quemadas inundó todo el barrio y el cielo estaba totalmente nublado. Todo parecía anunciar el fin. Ante lo inesperado, llegó una gran granizada que ahuyentó a toda esa multitud. Llovió y llovió; pero nunca aparecieron aquellos militares. ¡Qué bueno! Entonces me dije: “Jamás te fíes de los rumores.” Es por eso que recuerdo ese momento más que otros porque fue el más desesperante. Agradecí a Dios por aquella lluvia que por unos instantes trajo consigo un aire de paz.
Sin poder defendernos 80
Reynaldo Quilla
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o veía cómo en mi zona, Río Seco, los alteños se pusieron a bloquear las avenidas y calles utilizando piedras, quemando llantas, rompiendo vidrios, haciendo reventar petardos y unos cuantos cachorros de dinamita. Eso nos asustaba porque los lanzaban sin precaución. Todo eso lo hacían con el objeto de obstaculizar el paso y de que transiten vehículos, bicicletas y otros. En la ex tranca, donde también estuve, fui partícipe de aquello que aconteció: los asesinatos a sangre fría de parte de los militares. La gente de mi barrio estuvo bloqueando las calles todos los días de la semana de conflictos, a lo cual me sumé. Llegó el domingo 12 de octubre, y yo no fui a bloquear; al contrario, estaba jugando fútbol en la cancha. Luego, retorné a mi hogar. Al pasar por la ex Tranca, vi que seguían bloqueando ya más personas. Continué mi recorrido. Llegué. Almorzamos. Nos pusimos a ver la TV. Después, salí a la calle a comprar pan; ya eran las dos
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de la tarde. De pronto, vi a varias personas gritando: “¡Salgan, compañeros vecinos, que los militares están llegando!”; luego bajamos hacia la ex Tranca (Río Seco); allí el Ejército estaba en el surtidor “Sell” con dos camiones llenos de soldados y un tractor amarillo con cinco soldados armados. Se aproximaron más lanzando gas lacrimógeno; nosotros seguíamos en el lugar; pero lograron pasar los dos camiones y el tractor. Sin embargo, se quedaron dos escuadras de soldados. Volvimos al lugar aunque estaba lleno de humo. Daba miedo y temor porque nos apuntaban con los fusiles; nosotros no teníamos armas para defendernos; lo único que nos quedaba era alzar piedras para lanzarlas. Más adelante, vinieron las dos escuadras de soldados; estaban armados con armas de guerra. Se colocaron nueve soldados a cada lado: unos por el lado izquierdo y otros por el derecho. Avanzaban más y más disparando al aire. Se acercaban hacia el lugar. Tuvimos que escapar por todos lados. Junto con otras personas ingresamos a una calle para ocultarnos. Desde la esquina, veíamos que algunos se quedaron; caían heridos por balas. Arrastrándose en el suelo, trataban de alejarse del lugar; otros lamentablemente estaban muertos. Nosotros no podíamos hacer nada; lo único que hacíamos era ocultarnos. Pero más tarde, a las tres de la tarde, al ver que la gente gritaba, los militares dispararon donde estábamos nosotros; no podíamos hacer nada; algunos se ocultaron en medio de unas cosas, y otros nos quedamos afuera. Inclusive en ese momento los vecinos de esa calle nos cerraron las puertas. Había otras personas que se pusieron a llorar; nosotros estábamos llenos de angustia, sin poder defendernos ni defender a algunas personas que eran pateadas y golpeadas con el fusil; algunos heridos se escapaban y a pura carrera. En ese momento había una persona en estado de ebriedad en el lugar de conflictos; como esta persona trataba de huir, lo agarraron a patadas y golpes con el fusil; estaba chorreando sangre por la nariz; su ropa: puro barro. Luego de que pasó todo, lograron apoderarse del lugar militarizándolo. Ya después retorné a mi casa junto a una señora de tercera edad; pero me daba miedo porque nos estaban apuntando con las armas. Llegué gracias a Dios sano y salvo. Hemos vivido días llenos de angustia, sin poder dormir tranquilos; algunas noches en vigilia, en alerta. El jueves 16 por la noche, cuando estábamos en nuestras casas, aproximadamente a las once de la noche, llegó un vecino a golpear las puertas de todos, pidiéndonos que salgamos a bloquear, que saquemos llantas y que pasemos la voz; él nos decía que había llegado un hombre de la zona de Tahuantisuyo llorando, pidiendo que nos armemos y preparemos para el enfrentamiento con los militares; porque ellos estaban en esa zona buscando a los dirigentes, saqueando las casas a patadas y golpes, capturando a algunas personas para que les indicaran el lugar donde viven los dirigentes. Por tal motivo, yo y mis vecinos estuvimos en alerta esperando a los militares.
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Como en una guerra Víctor Hugo Yucra
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¡Bum!, ¡bum!”, escuché. Pensé que eran unos petardos. Se oyó un ruido muy fuerte; vi al cielo, y un helicóptero estaba lanzando gases lacrimógenos y balas de guerra y, por los pocos metros que había entre el mismo y el suelo de la calle, se escuchaba como explosiones. La gente corría despavorida de un lado a otro, cubriéndose junto a las paredes de las casas. Yo también corrí. Cuando me cubrí en una de las paredes, había mucha gente burlándose del helicóptero y así, cada vez que escuchaba ese ruido del mar de gente que había, la Pérez Velasco, donde me encontraba en ese momento, se convertía en instantes en una calle vacía. El Sol comenzaba a ocultarse. De pronto, vi que estaban quemando un kiosco de madera. Lo hicieron caer y se derramaron en el suelo muchas artesanías. La gente no dejó que nadie alzara nada, y le prendieron fuego. Los policías lanzaban muchos gases; pero ya se les fueron acabando en el transcurso del día. Estaban parados en una esquina de la calle Murillo; la gente les esperaba en la calle de abajo, de arriba y de un costado; los policías retrocedían, y la gente quería agarrarlos para lincharlos. Continué caminando, y escuché mucha bulla de gente gritando. Corrí a ver qué era; llegué, y las piedras estaban siendo lanzadas contra un restaurante chino. Los dueños habían intentado cerrar las puertas; pero tarde fue su reacción, porque la gente entró: rompieron todo, sacaron sillas, mesas y, sin más, los quemaron en la misma puerta del restaurante. Algunos quisieron sacar provecho robando; pero la gente tampoco los dejaba. Sin embargo, un joven corrió con un botiquín de primeros auxilios; más allá, lo agarraron; le quitaron el botiquín y lo chicotearon por querer robar. Y es que toda la gente decía: “Vinimos a luchar, no a robar”. Ya estaba anocheciendo. De pronto, vi a unos niños escribir en las paredes con esos pedazos de tiza que cayeron de las paredes: “Goni, ya te llegó tu hora”. Seguramente lo hacían por la angustia de ese momento o quizá por pura diversión.
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Jueves 16 de octubre Verónica Olmos
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os conflictos que se vivieron en la ciudad de El Alto comenzaron el lunes 6 de octubre, pero la siguiente semana fue la más grave; especialmente el domingo, cuando muchas personas inocentes perdieron la vida a causa de los disparos por parte de los policías y militares. Los vecinos de mi barrio estaban preocupados, acongojados y sobre todo asustados, porque tenían el temor de que alguien quedara herido. La mañana del jueves me asusté mucho porque los disparos se oían con tanta fuerza que pensé que los militares estaban cerca de mi casa. Me cubrí con las sábanas y me tapé los oídos para no oír
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más el sonido de los disparos. En ese momento traté de despertar a mi prima que se encontraba dormida mi lado; pero no me hizo caso. De nuevo volví a oír el mismo sonido de los disparos y lo único que hice fue quedarme muy quieta. Poco a poco retornó la calma; fue cuando mi prima se levantó y le conté todo lo sucedido. Jamás olvidaré ese día porque los estruendosos sonidos me hicieron pensar que había una guerra, como en la películas. Más tarde salí a observar la calle y no había nada; mi tía me contó que los disparos se habían efectuado en la plaza Ballivián, más allá de mi casa. Ya al mediodía, no me preocupé tanto; pero aquel jueves siempre quedará grabado en mi memoria.
Morir o matar... Mery Quispe
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uando recuerdo los conflictos de octubre, aún me parece escuchar disparos, silbidos, gritos y la lluvia cayendo despacio y a la vez con granizo que hacía de mediadora para apaciguar los ánimos de protestantes y policías. Se oyó un último disparo, y cayó al suelo un herido que fue socorrido por dos de sus compañeros quienes, luego de levantarlo, se lo llevaron en brazos; poco después, sólo se oía una fuerte lluvia cayendo por toda la ciudad. El domingo 12 de octubre, la zona de Munaypata, donde vivo, se llenó de policías y militares por todas las calles. Los militares eran jóvenes conscriptos; estaban con su uniforme camuflado: cascos verdes, fusil FAL entre sus manos y un rostro de miedo y de tristeza; dos de ellos se encontraban en la esquina de mi casa; un vecino les ofreció panes y plátanos que ellos rehusaron por temor a represalias de sus superiores. Sentados, con el cansancio en sus caras, ocultándose del caluroso sol de mediodía, bajo las sombras de las casas y siempre atentos ante cualquier situación, con el semblante opaco, se encontraban parados casi todo el día. Sentí pesar por ellos porque sólo fueron a prestar su servicio militar, no a disparar a los suyos. La autopista, que se observa desde mi casa, estaba cubierta por un manto de piedras, arbustos y botellas de vidrio rotas; no se observaba ningún vehículo en circulación. Alrededor de las 17 horas, cuando mi hermano y yo observábamos desde la terraza, subieron a la autopista los manifestantes de Munaypata, en su mayoría jóvenes y hombres adultos; alguno agarraba una bandera boliviana. Este grupo empezó a tirar piedras de gran tamaño a la autopista y todos gritaban en coro: “Vecino, escucha, únete a la lucha...” Algunos vecinos observaban desde sus casas; otros salieron a las esquinas; pero sólo se limitaron a mirar. Cuando, de repente, todos los manifestantes de la autopista se pusieron a correr alborotados y se ocultaron en un cerro, detrás de la autopista, colindante con la pasarela. Corrieron porque en ese momento estaban pasando las caravanas de cisternas y camiones con gas licuado, custodiadas por dos camiones de militares y otros dos de policías quienes no esperaron provocación alguna sino que dispararon a ráfaga balines y gases lacrimógenos. Mi mamá entró a su cuarto y nos pidió a mi hermano y a mí que hiciéramos lo mismo, pero los dos seguíamos observando desde la
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terraza. De repente los disparos de balines empezaron a llegar a todas las casas; incluso llegó uno a mi terraza. Nos agachamos. Los militares gritaban: “Perderse”, a los que observaban. Comenzamos entonces a sentir los gases lacrimógenos; mis ojos empezaron a lagrimear y sentí escozor en la nariz. Entonces, asustados, corrimos a nuestros cuartos. Yo seguí mirando por la ventana de mi cuarto; la lluvia poco a poco empezó a caer; pude oír aún disparos que se perdían a lo lejos; observé correr a mis vecinos por la calle y a otros ocultarse en las graderías; pude ver el último carro que precisamente era de militares y, atrás, algunos de ellos a pie porque habían despejado el camino. Uno de los militares observó que en el cerro se ocultaban personas –en ese instante tres de los protestantes se habían asomado a mirar si ya habían pasado las caravanas y los militares y policías, y no se percataron de que algunos militares iban a pie–. El militar, al verlos, disparó a ráfaga. Los tres manifestantes se tiraron al suelo; pero sólo dos se pusieron de pie para correr (el granizo había comenzado a caer). Al darse cuenta de que su compañero no los seguía, ellos regresaron a levantar al caído; se lo llevaron en brazos y se perdieron por las calles. Los militares subieron a su carro y dispararon gases a todo ese lugar. A partir de ese momento el granizo cayó con más fuerza, y en poco tiempo toda la ciudad quedó con un manto blanco y comida en un gran silencio. No pude observar nada más; me sentí triste por la persona caída y esperaba que sólo estuviera herida. En ese instante daban la cinco y veinticuatro de la tarde; mi hermana se encontraba asustada por su bebé, que tenía dos semanas de nacida; temíamos por el gas. Mi mamá prendió fuego y empezó a fumar para evitar que el gas penetrara en la habitación; nos sentamos todos juntos a escuchar la radio; oímos que un capitán había matado a un conscripto en El Alto cuando éste no quiso disparar a los suyos. En ese momento pensé en los soldados que había visto en la mañana. Me pregunté si es justo que mueran los que nada tienen que ver; aquellos que van al cuartel por su patria y mueren, no por ella sino por ser parte de ella. Pensé que ese soldado podría ser mi primo, mi amigo o mi hermano; sólo cumplieron órdenes aunque vayan en contra de sus valores. Pero también pensé en aquel que disparó a los protestantes e hirió a uno de ellos: ¿cuál de los dos era el que cumplió órdenes y quién patriota? Uno es un héroe callado y el otro, ¿un soldado obediente, con subordinación y constancia? Uno no cumplió órdenes y fue muerto; y el otro, ¿cumplió órdenes para no morir; pero sí matar?... Termino con una frase que me llega a la mente después de lo ocurrido: “Morir o matar”. Eso ocurrió el 12 de octubre.
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85 Casualmente, el semáforo marcaba rojo en la Av. 6 de marzo. Era el 14 de octubre. El Alto se paralizó completamente durante dos semanas. La población bloqueó cualquier salida desde La Paz. Foto: Carlos Barria.
Memorias de una democradura
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86 Los ferrocarriles del Estado cobraron utilidad para los fines que se había propuesto la población alteña: bloquear la ciudad. Foto: Fundación Jonny Fernández. (Cortesía de la representación del Defensor del Pueblo-El Alto.)
Samuel Coronel
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as piedras caen de las laderas sobre la autopista. Veo rostros confusos, algunos llenos de rabia. Otros tienen una mirada atontada; ellos no tiran piedras, sólo observan. Estoy en medio abismo, en plena autopista, dialogando con la cruda realidad que diviso. De lejos, veo acercarse a toda velocidad a dos cisternas; vienen escoltadas por dos camiones del ejército. Al llegar a la ladera, se ven obligados a reducir la velocidad, lo suficiente para que los soldados del camión que encabeza la caravana puedan descender y abrirse paso empujando las piedras, botellas y palos que obstruían el paso. La gente grita desesperada. De pronto, este grito se confunde con el silbido de las balas que provienen del camión que, desde atrás, protege el paso del combustible. Unos treinta soldados que portan rifles y ametralladoras disparan en dirección a la ladera. No parecen tener la intención de alcanzar a la gente que corre despavorida; más creo que tratan de dispersarla. Sin embargo, varios de ellos disparan en cualquier dirección. Al chocar las balas contra el cerro, se levanta una polvareda tremenda. Cientos de balas impactan contra el cerro y producen un sonido aterrador. Todos corremos asustados buscando un lugar donde escondernos. Me oculto en el extremo derecho de la carretera; no puedo correr más, tengo temor a ser baleado. Al otro lado de la autopista, un niño corre desesperado tratando de subir la quebrada; pero en su lucha resbala y se desliza hasta llegar al pavimento. Le empieza a sangrar la cabeza. La balacera continúa. Mi alma no soporta semejante escena: decido ir a socorrerlo y, dejando aquel temor en los arbustos en los que me protejo, corro en su ayuda una vez que el camión de adelante y las dos cisternas atraviesan el sector donde me encuentro. Yo supongo que el camión de atrás, hará lo mismo, y que podré atravesar la calzada y auxiliarlo. Pero cuando me encuentro en la mitad de la autopista, el camión de atrás se detiene, y empiezan a bajar los soldados y me detienen. Uno de ellos me dice: –Hazte a un lado, nosotros nos vamos a encargar del niño. Otro me dice: –Si no te levantas, te vamos a llevar con él –Yo insisto, pero mis intentos son vanos y me quedo ahí, quieto, mirando al pequeño. Dos de ellos se acercan a él, lo levantan y lo meten al camión. El pequeño está temblando, no dice nada, sólo llora desconsolado. Desde lejos, la gente grita conmovida. Intento zafarme de los soldados que sostienen mis brazos, quiero acercarme hacia él; pero, en respuesta, sólo recibo palos y patadas. Mientras me golpean, veo los rostros de los soldados: reflejan un temor disimulado ya que en sus ojos se ve claramente aquel terror que los atormenta; además, varios de ellos sujetan el arma temblando. La caravana logra atravesar el camino. La multitud reaparece en las laderas y sobre el vértigo de sus almas se dibuja en ellos un vacío incurable. En mí sólo queda aquel rostro de inocencia que se fue con rumbo ciego. No quiero volver a casa, tengo miedo de que ocurra otra vez...
La prepotencia
Yo puedo ayudarte, pequeño
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Memorias de una democradura
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¡Viva Bolivia, carajo! Zulema Flores
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ábado 10 de octubre. El cielo se nubló. La noche, con su inmenso manto negro, comenzó a cubrir la ciudad. Quién iba a pensar que esa noche correría tanta sangre, especialmente por el lugar donde vivo, Santiago II. Salí un momento de mi cuarto y me dirigí a la Plaza del Minero cuando escuché los disparos de gases lacrimógenos, lo que ocasionó que todos corriéramos hacia nuestros refugios. En las siguientes horas, el sonido que se escuchaba ya no era el mismo; pues se oían disparos de balines e incluso ráfagas de ametralladoras. El miedo que de alguna manera había intentado disimular, esa vez se acrecentó y comencé a llorar. Esa noche no pude conciliar el sueño; el sonido de los disparos era más frecuente e incluso un helicóptero pasaba una y otra vez por el cielo, causando un temor único. Ésa y las siguientes noches que pasaron fueron un sueño de nunca acabar que quedará en mi mente hasta el último día de mi existencia. En suma, con el perdón que se merecen los lectores, me atrevo a decir: ¡Viva Bolivia, carajo!
Tarde de luto en el barrio Erick Sirpa
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na ola de rumores de todo tipo empezó a sembrar el pánico y alertó a los vecinos. Versiones confusas y sin origen definido empezaron a circular desde la mañana del domingo 12 de octubre. A pesar de que ya habían fallecido personas debido a los conflictos en la ciudad de El Alto, los vecinos de Villa Esperanza y aledañas se preparaban para vivir otro día más de paro cívico indefinido, con bloqueos de calles y avenidas, movilización que fue decretada por la Federación de Juntas Vecinales de la ciudad de El Alto. La primera versión de aquellos rumores decía que la policía militar había tomado la decisión de apresar a los principales dirigentes de la zona; que, además, pretendían entrar a los domicilios particulares por la fuerza. A pesar de que este rumor no prosperó, la fatalidad llegó a la zona aproximadamente a la una de la tarde. Un contingente militar se aproximaba por la carretera Copacabana-La Paz con destino a la Ceja de El Alto. Cuando el mencionado contingente llegó a la avenida Juan Pablo II, encontró resistencia en los vecinos, que estaban apostados por toda la avenida, y que no estaban dispuestos a levantar las medidas por ningún motivo. Los militares, al observar que los vecinos les salían al frente, comenzaron a dispersarlos, utilizando gases lacrimógenos, fusiles FAL e incluso ametralladoras. Cuando llegaron al puente de Río Seco, punto de encuentro de las zonas Villa Esperanza, Villa Brasil, Villa Tunari y otras, los militares se percataron de que, a pesar de los disparos, los vecinos no se retiraban; al contrario, habían formado barricadas, utilizando movilidades viejas y
La prepotencia
contenedores de basura, además de crear un ambiente de guerra con el humo que provenía de los neumáticos de goma que se habían quemado. Como era imposible ver entre tanta humareda, además de que los militares no podían saber qué había y qué les esperaba detrás de aquellas barricadas, la masa de vecinos que había detrás y alrededor del puente dispuesta a todo, frenó al contingente militar por un espacio de cuatro horas aproximadamente. Recién a la seis de la tarde, momento en el cual caía una tenue lluvia que posteriormente se incrementó e incluso con granizo, el contingente militar pudo pasar el puente. En ese lapso de tiempo, los disparos provocaron la pérdida de muchas vidas, que para entonces no se habían contabilizado. Sin embargo, el fallecimiento de la mayoría de las personas caídas, no se produjo durante el enfrentamiento en sí, sino que sucedió en el momento en que los militares pasaban la barrera, al avanzar raudamente en los camiones de asalto por calles arriba y calles debajo de la avenida disparando sin discriminación a cualquier ciudadano que, por azares de la vida, se encontraba en aquel lugar. Inclusive cuentan los vecinos que una persona apareció muerta en su cama por un disparo de arma de fuego. ¿Cómo pudo haber pasado aquello? ¿Será verdad que los militares, no contentos con dispararle a la gente, utilizaron, además de armas de liviano calibre, armas de calibre mucho mayor, que sobrepasaban inclusive paredes de adobe, ladrillo y concreto? Aquella tarde dejó en la zona Villa Esperanza y aledañas zozobra, llanto y dolor entre todos los vecinos, que para entonces se aprestaban a reconocer a familiares y amigos que habían fallecido; aquella tarde, se contaban las bajas con lágrimas contenidas por toda la bronca que produjo el luto y el dolor en el barrio.
Un día teñido de sangre Ángela Yujra
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ra domingo 12 de octubre. Mi familia y yo habíamos llegado a casa después de asistir a la iglesia. Era la una de la tarde. Mi barrio, la zona Los Andes, ubicado al norte de la Ceja de El Alto, estaba sereno. La gente caminaba con tranquilidad, aunque yo los veía un poco agotados y fatigados ya que hacía cuatro días había empezado un paro indefinido en la ciudad de El Alto. Cuando ya casi daban las dos y media de la tarde, se oyeron disparos de gases lacrimógenos y de armas de fuego. Los vecinos salieron de sus casas inmediatamente. Lo que horas atrás era calma, se había convertido en una zona de guerra. Las personas corrían de un lado a otro, algunos para ayudar a los vecinos del otro barrio, que se defendían de los militares; otros, simplemente para encontrar un refugio en sus casas. Hubo un momento en el que salí de mi casa y vi venir mucha gente empujando un carrito que trasladaba a un herido que estaba envuelto en una frazada; lo llevaban al Hospital Materno Infantil Los Andes, que estaba ubicado al frente de mi casa. La persona que llevaban era un muchacho no mayor de 25 años, con el rostro empalidecido, los ojos hundidos, luchando por su vida y por no cerrar los ojos porque, si lo hacía, lo iba a hacer para siempre. Había
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recibido dos impactos de bala: uno en la mejilla y otro en la espalda. Lo habían llevado desde el puente de Río Seco. En el hospital no lo quisieron atender ya que los doctores no estaban especializados para atender ese tipo de casos. Los vecinos, enardecidos por tal actitud, apedrearon el hospital, pero aún así no atendieron al herido. Unos minutos después, se dieron cuenta de que no se podía hacer nada: el muchacho había fallecido. Las personas que lo llevaron, con una tremenda impotencia que hasta yo sentí con todo el dolor del alma al no poder hacer nada, tuvieron que llevárselo por donde habían venido. Después supe que el muchacho se llamaba Jhony Mamani y que falleció porque uno de los impactos de bala le había perforado uno de los pulmones.
Un enfrentamiento inesperado Juan Pablo Burgoa
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ra una mañana de miércoles, el cielo se pintaba de color azul, como una hermosa alfombra reluciente, acompañada, desde luego, por el astro Sol. Me dispuse a salir a la calle a eso de las nueve de la mañana, con el fin de comprar el periódico; me dirigí a la Plaza Obelisco de Villa Dolores, allí pude contemplar una gran concentración de personas que lanzaban gritos eufóricos como: “El pueblo unido jamás será vencido”, “Fusil, metralla, el pueblo no se calla”. Me acerqué poco a poco; mientras lo hacía, pude divisar a lo lejos un contingente militar que se disponía, en posiciones de ataque, a dispersar, seguramente, a todas las personas allí reunidas. Petardos y gritos hacían furor en ese momento; los manifestantes habían decidido bajar a la sede de gobierno con el propósito de seguir en la lucha por los recursos naturales. De pronto, la gente empezó a correr; se habían lanzado gases lacrimógenos; se escuchaban disparos... Juntamente con ellos emprendí la misma acción: correr. El gas era sofocante. Mientras corría, pude ver a gente en el intento de reaccionar y caer al piso; era casi imposible prestar ayuda, pues todo el paisaje había sido cubierto por ese efecto de humareda del gas. Llegué a una esquina prácticamente perdiendo la respiración; pero allí ya no era tan contundente el efecto del gas. La gente comentaba que en el recorrido había personas caídas. En efecto, era así. Por eso, inmediatamente, pequeños grupos corrieron a socorrerlas; resultaron ser como cuatro personas, casi inconscientes, a las cuales hicieron reaccionar de inmediato. Algunas personas se horrorizaban y otras se llenaban de odio. La gente, enardecida contra esta acción, decidió armarse con palos, piedras y petardos. Nadie, ni el Defensor del Pueblo, ni el presidente de Derechos Humanos podían parar esta violencia. Mientras tanto, yo no acababa de salir del asombro; nunca me había encontrado ante tal situación, que en su mensaje parecía ser una guerra represiva del gobierno contra el pueblo, con el objetivo de callar su voz. Bueno, en realidad era así. La multitudinaria marcha, armada rudimentariamente, esta vez iba al choque exclamando: “Morir antes que esclavos vivir”, una frase de nuestro glorioso himno. Agarré dos piedras
La prepotencia
que encontré en el piso y, decidido, avancé con la gran masa de gente. A una distancia prudente de los efectivos militares, empezamos a lanzar las piedras; los petardos eran dirigidos contra los militares, quienes se vieron sorprendidos por tan vehemente ataque, tal vez porque no tomaron en cuenta que la gente regresaría. Los militares reaccionaron esta vez con más fuerza: balines y gases lacrimógenos caían en nuestro sector como una lluvia estrepitosa. Las personas nuevamente volvieron a correr; parecía una verdadera guerra; algunas, agarradas de una cantidad de petardos y otros elementos parecidos, atacaban sin dar ningún paso atrás. Un gas lacrimógeno cayó cerca mío. De una patada lo mandé lejos. Pero todos, de alguna u otra forma, tuvimos que desistir de nuestro ataque rudimentario escapando. Luego de haberse despejado el paisaje de la plaza, la gente otra vez se organizó en pequeños grupos para ir a socorrer a los nuevos caídos. Llegaron cinco personas: tres inconscientes y dos heridos de balines; fueron trasladados inmediatamente al hospital de la zona que se encontraba a unas dos cuadras. No pude contener mis lágrimas, que esta vez no fueron por el efecto del gas, sino por la imagen tan devastadora. Decidimos tranquilizarnos, comunicar a los familiares de los heridos y más tarde volver a reunirnos. Observé el reloj: ya eran las once de mañana. Sin lugar a dudas, el enfrentamiento duró una hora o tal vez más; vi llegar a los medios de comunicación, seguramente buscando información. Caminaba ya de regreso a casa, sin haber comprado el periódico –bueno, por la concentración de personas y el temor del vendedor–. Estaba asombrado: había participado en un gran enfrentamiento donde pude ver el valor de la gente, su amor a la tierra y me sentí realmente emocionado porque me había convertido en un hombre más que luchó junto al pueblo por defender un ideal, y triste, por las personas caídas que, gracias a Dios no perdieron la vida. Mientras caminaba, extrañamente por mi mente atravesaba una pregunta que me acosaba de una manera asfixiante: ¿Es justo morir por un ideal?
Las premisas del pueblo unido Marina Tejada
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as premisas “defender nuestro patrimonio” y “el gas es de los bolivianos” fueron la voz y el pensamiento de un pueblo unido. Villa Victoria se unió a este pedido; lo único importante ese momento era hacerse sentir, ya sea bloqueando las calles o enarbolando banderas con cintillos negros. Troncos, maderas, llantas de automóvil, ladrillos rotos fueron algunos símbolos de protesta que afirmaban nuestro pensamiento. Mientras hacíamos el bloqueo, oímos la bocina de una camioneta y una voz que gritaba. “Paso, por favor, tenemos heridos desde Ballivián, y hay más que no han podido ser traídos por falta de vehículos para transportarlos.” Me acerqué a la camioneta, y vi un cuadro muy doloroso: hombres heridos, desmayados y una señora de pollera ensangrentada en la cabeza con un suero que sostenía una muchacha. Ella pedía que por favor avisen a su esposo, Gregorio Condori. Todos nos quedamos muy
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consternados. En medio de tanta incertidumbre, como un resplandor de luz, mi familia recibió la noticia del nacimiento de mi prima Alina. Esto no hubiera sido posible sin la ayuda de los médicos de la ambulancia que, presurosos, accedieron a cumplir con su deber y trasladaron a mi tía que necesitaba ser atendida con urgencia para una operación de cesárea. Incluso en esa ambulancia atendieron en el camino hacia el Hospital de la Mujer a una señora potosina que había sido atropellada por una bicicleta, aunque sólo tenía rasguños. Estos conflictos que vivimos quedarán grabados en la memoria y en los corazones de las personas. En éstos se demostró la valentía del pueblo, su lucha por aquello que por derecho le corresponde: decidir sobre su patrimonio y defenderlo de cualquier gobernante que se atribuya facultades para privilegiar sólo a un grupo de la oligarquía.
Muertes inesperadas Patricia Aguilar
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odo empezó a raíz de la problemática de la venta del gas; la ciudad impulsora fue la ciudad de El Alto. El 13 de octubre, La Paz amaneció paralizada; por consiguiente, todo en el barrio donde vivo, Villa Armonía, estuvo cerrado: el mercado, las tiendas, el transporte... Al día siguiente, llegó un grupo de personas y pidió a cada casa que coloquemos la bandera con un crespón negro por nuestros hermanos fallecidos; además nos convocaron a una reunión. En la reunión decidimos ir en una marcha hasta el centro de la ciudad. Fuimos con botellas desechables en las manos y pancartas que decían: “Muera el Gobierno”, “Goni, si quieres vender algo vende a tu mujer”, “No a la venta del gas.” En el transcurso de nuestro recorrido, nos unimos a marchas de otras zonas donde todos decían: “El pueblo unido jamás será vencido”. Cuando estábamos pasando por el sector de la Plaza San Francisco, mucha gente corría; niños asustados lloraban, y es que estaban siendo gasificados. También observé cómo un policía disparó y la bala le llegó a un señor mayor de edad; la bala penetró en el hombro; la herida era profunda y su brazo estaba cubierto de sangre. Él gritaba desesperado: “Me duele, ayúdenme.” Unos señores lo socorrieron. ¿Acaso es justo que nos matemos unos a otros?
Erica Gutiérrez
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l lunes 13 de octubre, al encontrarse la ciudad de El Alto en paro cívico, se produjeron hechos lamentables. Mi mamá y yo tuvimos que quedarnos en la casa de mis tíos, que está ubicada en la avenida Franco Valle en la zona 12 de octubre. Eran las tres y media de la tarde y mi mamá no quería que yo saliera de casa; tenía miedo de que me llegara a suceder algo. Escuchábamos las noticias por cuatro medios de comunicación: las emisoras Erbol y Pachamama y los canales 4 y 36. Al escuchar las noticias, me sentí muy triste, consternada e imponente por no hacer nada en ese momento. Lo más importante que puede hacer fue orar a Dios. Un rato de esos, comenzaron a escucharse ruidos de balas, y gritos de desesperación. Salí de la casa, vi a una señora de pollera que cargaba a su bebé, que estaba llorando. Más adelante, los militares se retiraban de la avenida lanzando gases lacrimógenos y dejando varios heridos a su paso. La mamá, desesperada, descargó a su bebé; pero era demasiado tarde: había muerto asfixiado. Ella no supo qué hacer, tampoco los que estábamos allí. Ella gritaba desesperadamente: “¡Hijito!, ¡hijito!” El bebé estaba pálido. La madre, con llanto en los ojos, se alejó del lugar. Mientras tanto, cerca de la casa, varios vecinos lloraban; yo no sabía por qué. Tenía tanta curiosidad por saber qué había sucedido que decidí acercarme. Allí me enteré de que una persona de 35 o 45 años aproximadamente había recibido un impacto de bala en la cabeza, que estaba totalmente destrozada. En el lugar donde se encontraba tirado, había mucha sangre. No se sabía quién era. Una vez que se fueron los militares, los vecinos corrieron hacia él; a su alrededor se pusieron a llorar y a gritar desesperadamente. Había muerto instantáneamente. Pasaron unos treinta minutos. Llegó una ambulancia. Su cuerpo fue trasladado a la morgue.
La prepotencia
Los hechos sangrientos de octubre
Tarde oscura 93
Loyola Mamani
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l humo negro de la carretera; hedor de llantas acompañadas de un color rojizo. “¡Se acercan... están aquí... acérquense... vengan... todos vengan...!” Un ruido de explosión. “Bajá... corran... corran...” “Van a estar pasando tranquilos, vamos a sentarnos a la plaza”. Otro ruido infernal. Humo negro. Miradas múltiples. Rostros atentos. Pies que huyen. “¡A la pared! ¡A la pared! ¡Están disparando...! ¡Están disparando... tienen armas, dice!” “Son soldaditos, dice” “¡Qué vamos hacer!” Surge el alboroto de mujeres, hombres y niños que corren hacia abajo. “¡Suban... no se escapen!” “¡Suban, pues... ya pues!” Humo desconcertador, por el medio se ve correr un soldado tras otro, con el arma levantada. Disparos que se ven reventar en el aire. “¡Está pasando el tractor!” “¡Mirá, ese
Memorias de una democradura
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caimán está con soldaditos!” “¿Qué llevará ese carro?” “¡Otro caimán con soldaditos!” Gente incrédula ante lo que está sucediendo baja hacia aquí. Se oyen disparos de ametralladoras. En el callejón, muy cerca de la avenida de la ex tranca, se esconden dos jóvenes con vestimenta de rapero; lanzan piedras a los uniformados y se esconden. Bajan dos soldados, están armados; los jóvenes escapan hacia el callejón. Aún suenan dinamitazos. “Están subiendo los soldaditos.” Momentos más tarde: “¡Se han ido...!”, “¡Levántense... paso... paso!” “Pobrecito, mirá a ver su pie... grave está sangrando”. Cuatro hombres llevan corriendo, en aguayo, un herido silencioso del que tambalea aún su cabeza. “¡Dejemos... pasar... levántense. Ahoraps ayuden... tanto dicen lucharemos!” En el puente de Río Seco se escuchan dinamitazos y disparos continuos. La gente viene corriendo de las calles que se conectan al puente. “Tanto rato están peleando, deberían dejarles pasar nomás”. Llorando contesta la otra mujer: “¡peor nos van a matar...!” Estallidos y más estallidos, más continuos, más severos. Ruido de guerra y masacre. “¡Están... volviendo...!” “No han podido pasar, dice”. De pronto vuelven por el callejón los soldados. Mientras, en la plaza, dos hombres sentados se han percatado. “¡Simón, hermano, han salido del callejón!” “¡Echate al suelo...!” “¡Están bajando, hermanito!” “Nos arrastraremos hasta el baño, de ahí vamos a correr a la otra calle”. Los dos hombres son mayores, apenas pueden arrastrar sus pesados cuerpos. “¡Parate... correremos... ya!” –¡Dispará a esos dos cojudos... matalos...! Se oyen tiros continuos. La plaza ha sido tomada por los militares. Se van abriendo paso con ametralladoras. “Están bajando por arriba”. Ruidos intensos y lejanos; humo negro por toda la calle. –Estamos llevando heridos; dejen pasar.
Duelo en el trayecto a Río Seco 94
Heidi Reinal
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odo comenzó cuando se oyeron rumores de que en la ex tranca se encontraban, como si fueran personas sin escrúpulos, los militares armados y disparando a la gente sin temor alguno. Los vecinos, alarmados por tal información, prendieron sus fogatas y se munieron de piedras y palos de escoba como una defensa personal, ya que era el único armamento con el que contaban. Ya a las seis y treinta de la tarde, cuando los disparos se escuchaban más cerca, el sonido de las ambulancias era constante. Se observaba cómo llevaban y traían heridos. Era desconcertante; te ponía los nervios de punta. Al ver pasar las ambulancias hacia el hospital Los Andes, que se encuentra a unos pasos de mi casa, sin querer vi por casualidad un herido al que habían traído en uno de esos carretones desde Villa Oriental. Casi me desmayo; ese hombre tenía la cara destrozada porque había recibido un balazo y estaba bañado en sangre. Después del recorrido, tenía aún vida. Poco después, lo
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volvieron a trasladar por la misma calle donde yo estaba; el joven, lastimosamente, había fallecido. La gente que lo llevaba de retorno gritaba, lloraba; yo me sentía mal porque nunca había visto un muerto y menos en ese estado; todo lo que había observado no se me borraba de la mente; sólo pensaba en ese momento. Casi a las siete de la noche, cayó una fuerte granizada que obligó a que los vecinos se retiraran a sus domicilios. Los militares aprovecharon para pasar el cerco; pero pese a ese abandono de los vecinos de mi barrio, se seguían escuchando disparos; la poca gente que quedaba se enfrentaba; pero no hubo tal tragedia como en los otros lugares donde hubo enfrentamiento. Los vecinos de mi barrio y en especial yo nunca olvidaremos este suceso doloroso; siempre estará presente como una herida, como un trauma.
¿Cuándo aprenderemos? Edwin Quispe
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ólo fue un día; pero al parecer no se terminaba; un domingo como cualquier otro cuando, en solamente tres o cuatro horas de ese domingo 12 de octubre, sucedió lo que hasta en ese momento no había pasado en mi imaginación. ¡Qué irónico!, al parecer esta fecha marca nuestras angustias, como la del 12 de febrero. Alrededor de las ocho de la mañana mi mamá salió rumbo a la populosa zona Ballivián de la ciudad de El Alto a conseguir víveres para mi hogar; eran las ocho y media y poco a poco las personas empezaban a formar grupos para una marcha pacífica. Una hora después, salió mi hermano menor para ayudarle a traer los víveres. Eran las once cuando los militares empezaron a rodear las calles y avenidas que daban a la ciudad con el propósito de levantar las piedras y objetos que estaban dispersos en las calles; los vecinos empezaron a irritarse y se originó un gran enfrentamiento. Cuenta mi hermano menor que sólo oyó unos estallidos de gases lacrimógenos lanzados por los militares; en ese instante todo ocurría como en cámara lenta; la gente corría de un lado para otro, de izquierda a derecha, no sólo por el gas lacrimógeno, sino también por las balas que ya se veían rebotar en el concreto de las aceras con chillidos agudos y pequeñas chispas. Una señora caminaba al otro lado de la acera; cargaba a su bebé en un aguayo y llevaba de la mano a otro niño. Todos corrían de un lado al otro, prácticamente pateando al niño que se sujetaba de la mano de su mamá, hubo un momento en que se soltó y el bebé lloraba muy fuerte; pero nadie escuchaba. Las balas pasaban por los costados de la señora y el gas hacía que tosiera y llorara; sin embargo, ella volvió a agarrar a su niño de la mano, quien sorprendentemente, siendo tan pequeño, como de tres años, no lloraba; pero sí tosía mucho. Mientras eso sucedía, otra persona moría, cayendo en una de las calles; era sólo un joven con ganas de seguir creciendo. Se veían lágrimas en los rostros de quienes corrían para no ser alcanzados por las balas que salían de los cañones de los fusiles; un disparo y otro y otro... ¿Cuándo aprenderemos?, si es que hay que aprender, o sólo dejar pasar, porque una gota de sangre tiene que marcar la diferencia.
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Pueblo en agonía Rosario Merma
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os militares usaron la violencia y causaron muertes tan sólo para dar paso a unas cisternas. Este hecho ocurrió el sábado, aproximadamente de seis a ocho de la tarde en mi zona, Santiago II. Era un día más de paro; la gente estaba reunida pacíficamente en un bloqueo; los niños y los jóvenes jugaban fútbol en la avenida Bolivia; también se podía ver a grupos de vecinos conversando, otros comiendo, etcétera. De pronto la gente se alborotó; se escucharon gritos y silbidos. Entonces, salí a ver lo que ocurría y me encontré con los hechos de fatal violencia: los militares y mis vecinos estaban frente a frente. Los militares llegaron con armas de fuego y los vecinos estaban provistos de palos; en medio de ese enfrentamiento, ardían fogatas que representaban la vida del pueblo. Empezó la balacera; me llevé tal susto que me refugié en mi casa. Una vez dentro, las balas disparadas por los militares chocaban contra las puertas y paredes de mi casa; además, se sentía el aire contaminado de gases lacrimógenos y el humo del fuego. En ese lapso se fue la luz; estaba todo oscuro; tan sólo se oían gritos y disparos. Cuando parecía que todo se había calmado, salí a ver de nuevo. Los militares habían desalojado el lugar, luego de haber causado la muerte de dos personas adultas y un niño de cinco años. Pude ver cómo hombres y mujeres derramaban lágrimas por semejante tragedia. Y yo no sabía qué hacer, tan sólo contemplaba lo sucedido y me preguntaba: ¿cuál es el motivo de esta lucha? Pero la gente maldecía al gobierno. El enfrentamiento se produjo por no permitir el paso a las cisternas de gasolina que se dirigían a la hoyada paceña, ya que la ciudad estaba desabastecida de gasolina. Toda la tragedia del enfrentamiento entre militares y mis vecinos había sido por dar paso a unas cisternas, causando muertos y heridos en mi zona, dejando al pueblo en agonía.
La masacre del 12 de octubre Lourdes Mamani
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l 12 de octubre de este año ocurrieron acontecimientos que quedarán en la historia y en mi memoria para siempre. Vivo en la ex Tranca (Zona Brasil), lugar donde ocurrieron los hechos más sangrientos de esta guerra por la “no venta del gas”. Aquel día, yo estaba aterrada en el pequeño cuarto donde vivo con mi hija menor, esperando que llegara mi esposo, que había hecho un viaje a mi pueblo natal; me encontraba con el corazón completamente angustiado. De pronto, oí disparos: eran ráfagas de armas de fuego que se confundían con los gritos de dolor y angustia que emitía la gente. Eran voces clamorosas de los marchistas y bloqueadores; cada vez se hacían más fuertes y dolorosas. Repetían una y otra vez las siguientes frases: ¡Ayuden,
La prepotencia
hermanos, salgan de sus casas! ¡Fuera Goni! Pasaron unos minutos y salí corriendo a la calle. Lo que vi fue impresionante; había muertos desparramados en la avenida Juan Pablo II; algunos heridos eran trasladados en mantas, camas y triciclos hasta el centro de salud u hospital más cercano. Pero sólo algunos fueron atendidos debido al poco equipo que tienen estos centros. Los intentos por salvar a los otros heridos fueron vanos porque en ese ir y venir con un hombre agonizante en las manos, sin conseguir médicos que los atiendan, el tiempo pasaba sin que no pudieran hacer más sino resignarse y llenarse de más odio y rencor hacia Gonzalo Sánchez de Lozada. Al día siguiente, el panorama era desolador y conmovedor. Salí muy temprano en busca de víveres y me dejé llevar por la música fúnebre que provenía de la biblioteca de la zona. Allí estaban los caídos del 12; eran dos hombres jóvenes, de aproximadamente 20 y 30 años. Ambos habían recibido impactos de bala que les produjeron la muerte. Esa escena se repitió en muchos lugares cerca de donde había ocurrido la masacre. Finalmente, ¿qué queda? Quedan mujeres viudas; niños huérfanos; madres sin hijos, etcétera. Esos hombres, padres, esposos jóvenes dieron su vida por defender lo que creyeron justo para los bolivianos, defendieron la riqueza de Bolivia aun a costa de sus vidas.
Testigo Jhonny Álvarez
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ueron días que no olvidaré jamás. La tarde del día domingo, vi hechos que nunca habría imaginado. Iba caminando con dirección a Senkata, llevando comida para los dos perros que cuidan mi casa. En el transcurso de la caminata oí disparos de armas de fuego; me asusté; no quería caminar más; pero de todas maneras me fui acercando al puente que cruza la avenida Bolivia desde donde fui testigo de todo lo que pasó. Lamenté, lloré de susto viendo tantos cadáveres en la calle. Traté de ayudar, auxiliar a muchas personas; pero entre los que estuvimos allí no pudimos salvar a nadie. En mi camino vi también vi paredes perforadas. Recién al final de la tarde llegué a mi casa y les di de comer a los perros. Luego tuve que regresar y otra vez vi cadáveres que estaban siendo velados por aproximadamente dos mil personas. En ese momento apareció una caravana de policías y militares que trataron de dispersarnos. Todos, furiosos, tratamos de enfrentarlos, arriesgando nuestras vidas; pero allí estaban tres sacerdotes (curas) celebrando misa y nos apaciguaron. Continué caminando; me sorprendió ver toda la avenida de 6 de Marzo, que ya estaba militarizada por los soldados y algunos tanques. Me dio mucho miedo y continué mi camino por una calle adyacente a esta avenida, hasta que llegué a mi casa, cansado, confuso y desesperado. Encontré a toda mi familia reunida, y les conté todo lo que había visto. Ellos me escucharon con mucha atención. Mi mamá me respondió de esta manera: “Hijo, ¿por qué tienes que desesperarte o extrañarte por estos sucesos?; son cosas que tienen que suceder, nos hacen conocer que la venida del Señor ya está muy cerca y por eso debemos estar gozosos, porque en la Biblia dice: ‘Antes
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de mi venida sucederán muchas cosas, como guerras, pestilencia, hambre, llanto, la ciencia aumentará’”. El día lunes por la noche me fui a dar una vuelta por la Ceja y vi cómo las personas derribaban los trenes ferroviarios; a la altura del peaje de la autopista, muchas personas enfurecidas, con gritos, a la cuenta de tres, volteaban los trenes del puente hacia el asfaltado de la autopista, impidiendo el tráfico vehicular que estaba transportando gas hacia la ciudad. Éstos son los acontecimientos que he vivido en el mes de octubre.
Angustia incesante... Edgar Mamani
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ún recuerdo la imagen televisiva de aquella mujer minera que venía de Oruro junto a un grupo de marchistas. Su grupo había sido interceptado por el Ejército. La mujer relataba que su compañera había muerto a su lado, de rodillas; que les rogaba con lágrimas a los soldados: “No me maten, por favor, no me maten...”; sin embargo, había sido acribillada sin misericordia. Esta imagen se repetía una y otra vez en mi mente. Me causaba una tristeza profunda. Aquellas imágenes eran como interpelaciones a mi inactividad. No podía dormir. Me levantaba de mi cama y caminaba en mi cuarto de un extremo a otro. Me cuestionaba si debería participar o no. Iba divagando en mis pensamientos, hasta que, de repente, escuché muchos gritos. Me asusté, agarré mi chamarra, me abrigué y salí muy alarmado a mi patio. La bulla continuaba y mayor fue mi temor al escuchar el toque del poste de luz de la esquina de mi barrio. Días antes, en reunión de todos los vecinos, habíamos quedado en conformar comités de autodefensa. Había que organizar grupos de quince a veinte personas. La misión principal era realizar vigilias, y si soldados pasaban por la zona o si venían vándalos, todo el grupo debía alertar a los demás para salir a precautelar nuestras casas y nuestras familias. Y el método que habíamos convenido para hacer saber a los demás lo que estaba sucediendo, precisamente, consistía en golpear el poste de luz diez veces (como una campana). Era aquel repique del poste de luz el que me causaba miedo y mayor indecisión en mi patio. Mi mamá y mi hermano también salieron de sus cuartos. Me decían: “No salgas, no salgas”. Yo les respondía que no podíamos quedarnos sin hacer nada. Pero ellos insistían. Cuando ya estaba por salir a la calle, miré a mi mamá; estaba por llorar y con quejidos me repetía: “No salgas por favor, no salgas”. Al ver la preocupación de mi madre, no me quedó otra que retroceder. Al volver a mi cuarto, la bulla se intensificaba. Sonaban petardos, incluso tocaron fuertemente la puerta de mi casa. Ya era insoportable. Cada minuto que pasaba, la incertidumbre se incrementaba. Me preguntaba sobre lo que estaba sucediendo afuera. Pero no podía hacer nada más que morderme las uñas de tanta impotencia. Llegó un momento en que ya no podía más. Estaba totalmente cansado. Lleno de miedo, angustia y desesperación y sin importarme nada, me preparaba otra vez para de una vez por todas salir. Sin embargo, la bulla disminuyó. Ya no se escuchaban los gritos de los vecinos. A lo lejos, sonaba uno que
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otro petardo. Me sentí tan aliviado... Miré el reloj: eran las cuatro de la madrugada. Totalmente agotado y meditabundo, me quedé profundamente dormido. Al despertar, más o menos a las nueve de la mañana, me sentía un tanto reconfortado. Estaba inquieto y curioso por salir y averiguar lo que horas antes había sucedido. Pero pasaba algo extraño: ya no tenía ese doble ánimo de participar o no: estaba decidido a participar activamente en las movilizaciones.
El carácter de la gente frente a la muerte Carolina Luna
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ra la mañana del sábado 11 de octubre; salí de mi casa a las ocho de mañana con rumbo a mi trabajo, como de costumbre. Ya en la calle noté que la tienda que está ubicada frente a mi casa estaba llena de personas comprando huevos, harina, fideos, arroz, y, sobre todo, pan. Ni qué decir de la carnicería, llena de señoras recién levantadas de cama, todas desarregladas y despeinadas, pero sobre todo desesperadas; parecía que ahí mismo estaban descuartizando al animal. Al principio no le di importancia; pero sí sabía que había un paro en la ciudad de El Alto. Me detuve, y, dándome media vuelta, le dije a mi madre que se abasteciera de algunos alimentos que nos faltaban. Ya en la parada de buses, noté que no estaba estacionado ni uno. Pero al escuchar el comentario de chofer que guardaba su movilidad, supe que sus sindicatos les habían dado la orden de replegarse porque no iba a haber gasolina por un tiempo indefinido. Como mi oficina me quedaba algo cerca de casa, era en Sopocachi, decidí caminar. A lo largo de mi camino, escuchaba muchos comentarios de las personas que, como yo, caminaban hacia sus trabajos. Unos decían que los problemas se agravarían y que juntas vecinales, mineros y la COB bajarían hasta la ciudad. En especial, un tipo alto con acento camba, blancón, de traje y corbata, iba protestando y diciendo que nuevamente esos “campesinos patas olor a queso” iban a “jorobar”, que si por él fuera, los mataría a todos. No faltó alguien con una opinión similar a la suya que, en tono de burla, dijo que una vez en una manifestación conoció a una de sus novias, según él; en esa ocasión ella corría sin rumbo por los gases que tiraban y que él se chocó con ella, cayendo ambos al piso. Al llegar a mi trabajo, prendí la radio y escuché lo que estaba pasando. Mi jefe me dio su opinión de la situación; él dijo que todo se debía a intereses ocultos y que esa pobre gente estaba siendo utilizada por sus dirigentes, que estaban en convenio con el gobierno. Admito que en algo le creí porque él tiene familiares que trabajan en el gobierno; entonces, posiblemente sabían algo más. Ya el domingo y los demás días que vinieron fueron realmente increíbles: mi familia y yo vimos en la televisión cómo esa gente estaba siendo brutalmente masacrada por los militares. En especial me llamó la atención cómo el canal 2, Unitel, presentó imágenes sin editar de una dinamita que había explotado en
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la pierna izquierda de un minero, quien terminó descuartizado y regado de sangre; alrededor de él la gente lloraba al verlo en ese estado. Unos decían que “se lo tiraron”; otros que la dinamita le explotó por accidente. Lo que más me disgustó fue la actitud de sensacionalismo y amarillismo con la que los periodistas informaban de la situación, sin tener un poquito de humanidad frente al dolor ajeno, relatando el hecho como si se tratara de un partido de fútbol. Al ver eso, decidí apagar la televisión. Mientras duró el paro cívico, en las tardes salí a caminar. Cuando pasé por una panadería ubicada en la avenida Landaeta, cerca del estadio Bolívar, un hombre mayor y una señora, ambos, como se diría, “de la high”, se peleaban a mano limpia, todo por comprar pan. Otra cosa que me impresionó fue la cantidad de carpas donde se anunciaba la venta de buñuelos a cincuenta centavos cada uno. Realmente todos estos conflictos mostraron y pusieron a prueba el carácter de la población de La Paz y de El Alto frente a todos los enfrentamientos que se vivieron.
Imágenes en la TV Marisel Casas
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l mes de octubre no fue uno cualquiera, ya que el país se convirtió en un lugar donde se desarrolló lo que se podría llamar una guerra entre el pueblo y el gobierno a causa de la exportación del gas. Los medios de información mostraron hechos que llamaron mi atención; se vieron imágenes de todo tipo, desde las imágenes más crudas: cuerpos de las personas fallecidas por los conflictos, hasta imágenes de algunos canales que, al parecer, encubrieron al gobierno. Esto llegó a molestar a mucha gente. Lo que me impactó de manera directa, si se podría decir, fueron las imágenes presentadas por un canal televisivo; en éstas se vieron los cuerpos de tres personas muertas en la zona de Ovejuyo, barrio donde, al igual que en la ciudad de El Alto, se sufrieron enfrentamientos. Mostraron los cuerpos perforados por las balas de los militares; se trataba de personas que no pudieron defenderse ya que carecían de cualquier arma militar, y solamente contaban con palos, piedras y lo que encontraron; claro que ninguna de éstas se podrían llamar armas; no eran comparables con los fusiles de los militares. Esto hechos muy lamentables lastimaron en cierto sentido el corazón de los bolivianos, y sacaron a la luz el rencor de la gente hacia los partidos políticos, y sobre todo, hacia el gobierno del ahora ex Presidente de la República, Gonzalo Sánchez de Lozada.
Marina Velastique
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levaba aproximadamente diez minutos caminando; daba unos cuantos pasos y regesaba sobre los mismos. Por un momento pensé que lo mejor era olvidarme de todo y no estar tan nerviosa. Empecé a leer una novela. El intento fue inútil: no pude concentrarme en la lectura. Traté de olvidarme, pero era imposible por el sonido de las balas que, todavía en ese momento, eran leves. Después de un rato, me levanté de sillón y deambulé por la casa. Al fin me detuve en la terraza que tiene una vista hacia la calle; todo estaba completamente vacío; parecía que todos se escondían. En ese momento, hacía un frío tremendo; el cielo estaba completamente nublado como si tratara de avisarnos que algo terrible se estaba aproximando. Eran las cuatro de la tarde aproximadamente, estábamos reunidos todos algo nerviosos por la situación que estaba ocurriendo. Veía el rostro de mi papá y sentía que una gran pena le invadía porque él ya había vivido todo esto en la época de la dictadura cuando prestaba su servicio militar. Con toda esa pena, él nos pidió que nos vayamos a la planta baja y él y mi mamá empezaron a esconder bajo la tierra las cosas más valiosas. Me eché a reposar un rato. Mi papá alguna vez ya nos había contado cómo eran las cosas en las épocas de la dictadura... pero en ese momento se comenzaron a escuchar ruidos de bombas de gases, de balas, de balines y gritos de personas. Todos nos estremecimos y nos vimos presas de una gran desesperación. Me sentía muy impotente al no saber cómo defender a mi familia de esos militares que abusaban de su autoridad. Cerré mis ojos... De pronto, tocaban la puerta. Era cierto. No podía creerlo. Los hombres de verde buscaban a los dirigentes vecinales; tocaban la puerta como para tumbarlas; yo sólo quería saber la forma y el lugar de esconder a mi papá; sentía que una bala en cualquier momento podía traspasar la puerta o alguna de las paredes. Es entonces cuando un ruido extremadamente fuerte hace temblar los vidrios del cuarto. Era un trueno. Abrí mis ojos. Toda mi imaginación había sido frenada por la tremenda granizada, que fue algo milagroso que impidió muchas más desgracias.
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Trueno a las cuatro de la tarde
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Mientras la noche pasa lentamente, el miedo nos consume María Gonzáles
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uando el sueño es perturbado, es difícil volver a conciliarlo. Nunca olvidaré el mes de octubre cuando varios conflictos ocurrían en la ciudad de El Alto. Recuerdo bien aquella noche cuando todos dormíamos, y de repente comenzaron a oírse ruidos en la calle; se escuchaban disparos de
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ametralladoras y dinamitas: “¡bang, bang, bang!”; también se oían gritos desesperados: “Auxilio”, “Mi hijo”, “Mi hija”... Por el altavoz de la parroquia, informaban que los militares estaban ingresando a la zona de Villa Adela. Me sentía asustada, y en ese momento me di cuenta de que mi mamá también se había despertado con los ruidos. Nos acercamos y nos abrazamos tratando de no llorar de pánico, pues nos encontrábamos solas: mi papá había ido de viaje, y no podía llegar a casa por los bloqueos que se realizaban en los Yungas. Mis hermanitos también se despertaron. Mi madre y yo, asustadas, los metimos a un cuarto, pues teníamos miedo de que una bala perdida los alcanzara. Vi en sus ojos temor; aunque trataban de fingir, yo me di cuenta de ello. Armadas con palos, mi madre y yo nos mantuvimos despiertas toda la noche; de rato en rato nos subíamos a una escalera para ver lo que pasaba fuera de las cuatro paredes de mi casa; desde allí vimos fogatas apagándose y militares que resguardaban las calles. En ese momento me sentí más atemorizada todavía y también sentí que mi madre estaba muy asustada; traté de ser fuerte, y, de ese modo, calmarla a ella. Esa noche no cerré ni un solo ojo, al igual que mi madre, porque teníamos miedo de que los militares ingresaran a nuestra casa; además, los disparos continuaban, al igual que los avisos por el altavoz de la parroquia; eso aumentaba la tensión. No sabía qué hacer, y mi madre tampoco. Sólo pudimos esperar a que amaneciera, y sí que tardó en amanecer. Por fin los primeros rayos del Sol empezaron a alumbrar. A partir de ese momento, empezó una tensa calma.
Tragedia en los conflictos de octubre Verónica Mamani
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ueron días de gran temor y tristeza; había mucha gente desesperada tratando de auxiliar a los heridos y caídos en los enfrentamientos y asustada por los impactos de balas y las lágrimas derramadas por la desesperación, el dolor y la rabia. Así pasaron las terribles horas del 11 y 12 de octubre. La gente de mi barrio realizó vigilias durante noches enteras; encendían llantas en cada una de las esquinas para seguridad del barrio, las calles estaban desiertas; se sentía inseguridad y temor de que algo llegase a pasar en cualquier momento. El 12 de octubre aumentó la furia y tristeza en toda la ciudad de El Alto después de enterarnos sobre las trágicas muertes durante los enfrentamientos del sábado en la zona Ballivián y, sobre todo la inseguridad de no saber qué hacer para que esto termine de una buena vez. Nuestro temor crecía aún más, y cada persona empezaba a tomar decisiones distintas y muy personales arriesgando su vida sin necesidad de que alguien se lo diga. Las horas iban pasando, y parecía sentirse una tensa calma durante la que se escuchaba, de un momento a otro, tiros de balines, granadas, etcétera. Después del mediodía del domingo, todos los vecinos se enteraban mediante las radios de las demás tragedias en distintas zonas de nuestra ciudad. De pronto, en una noticia extra, se decía que una tropa de militares se
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estaba acercando por Río Seco. Los vecinos se atemorizaron; se imaginaban una nueva tragedia; todos pensaban qué hacer para impedir que llegasen hasta ese lugar; todos estaban alerta a lo que ya se acercaba. Cada minuto que pasaba los tiros de balines estaban más cerca de mi zona; los vecinos, asustados, corrían de un lugar a otro; sacaban llantas; en cada una de las esquinas rompimos botellas; en calles y avenidas tiramos alambres y colocamos “miguelitos” en todo el trayecto para impedir el paso de los militares. Mientras eso pasaba, en menos de cinco minutos todo el cielo se tornó oscuro; una gran lluvia amenazaba con caer; pero aun así todos esperamos en la calle; no nos había importado el frío ni la fuerte lluvia que teníamos encima. Poco a poco los disparos comenzaron a espaciarse; las personas se preguntaban por qué todo parecía haberse calmado; nadie sabía nada; todos acudían a la información de la radio, que decía que los militares esperaban municiones. Luego vimos pasar dos helicópteros y aviones en dirección al lugar donde se encontraban los militares; todos salían de las dudas cuando salían y encontraban sus propias respuestas. Luego de que pasó la fuerte y temerosa granizada, todo volvió a la desesperación y al miedo. Eran las cinco y media de la tarde; los nuevos tiros de las armas nos anunciaban que la tropa había continuado su recorrido; era tan desesperante escuchar los tiros cada vez más seguidos y más cercanos, que las lágrimas de las personas rodaban sin querer, sintiendo un peligro. En ese momento comenzó la desesperación de mi familia. Uno de mis hermanos sentía una rabia profunda dentro de él, no sabía qué hacer para que las personas ya no sean heridas; dijo algo que no pude escuchar muy bien por la bulla que existía, y luego salió corriendo en dirección al lugar del enfrentamiento. Ni los intentos que hicimos para que no se exponga impidieron que se detuviera. Después de una hora y media de desesperación, imaginando lo peor, mientras escuchábamos los tiros, pensamos que le había pasado algo. Sin dudarlo y arriesgándonos a ser heridos por las balas perdidas, salimos entre dos a buscarlo. Luego de un momento volvimos a la casa con él. Lo primero que hicimos fue dar gracias a Dios porque le había cuidado y poco a poco regresó la tranquilidad a nuestra casa. Esa noche nadie pudo cerrar los ojos para descansar; las vigilias continuaron durante toda la noche. Durante el transcurso del tiempo se escuchaba el paso de las ambulancias con un altavoz pidiendo paso libre; estaban llenas de heridos quienes, con una mirada inocente, soportaban el dolor que sentían. Durante toda esa semana el dolor irreparable aumentaba para todos. Lentamente comenzó a retornar la calma a esta ciudad y a mi barrio; pero el temor no desaparecía por los rumores de que por las noches los militares llegaban a las casas buscando torpemente a los dirigentes de cada zona, y disparando si alguien se oponía a abrir la puerta. Hasta que llegaron a mi barrio, una cuadra antes de mi casa. Esa noche se sintió un miedo terrible y escuchábamos gritos de personas mayores y de niños. Al día siguiente, nos contaron lo que había pasado. Los militares habían disparado al aire y una de esas balas perdidas cayó en el techo de la vecina, atravesando el tumbado y cayendo en el catre de uno de sus hijos. Afortunadamente la bala le había rozado la pierna y no pasó nada de gravedad. La tranquilidad no llegaba todavía; todos temíamos que a la noche siguiente le tocaría a la cuadra de mi casa; pero, gracias a Dios, eso no pasó, y los problemas empezaron a arreglarse. Pero aún quedan recuerdos muy amargos y un gran dolor en la ciudad de El Alto y en nuestro país porque nadie tiene derecho de quitarle la vida a una persona, sino Dios.
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La noche del jueves Fanny Porcel
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i barrio se encuentra situado en la zona de Río Seco donde se vivieron muy de cerca los conflictos de la guerra del gas. Exactamente el 16 de octubre, por la noche, sucedió uno de esos hechos que marcaron el resto de mi vida. A eso de las nueve, cuando nos preparábamos para dormir, escuchamos varios gritos que provenían de la calle. Los gritos se escuchaban a voz en cuello: “Salgan a la calle” (para encender fogatas). Todo esto se hacía para evitar que los del Ejército lleguen a este lugar porque se decía que éstos estaban saqueando las casas y estaban buscando dirigentes para detenerlos. En ese momento, nosotros no sabíamos qué hacer: si salir a la calle o no, aunque mi papá nos había dicho que no saliéramos porque era peligroso. Cuando me asomé a la ventana que da a la calle, vi que todos los vecinos salieron con palos, llantas y cuanto sirviera para encender la fogata. Fue tan rápida la reacción de la gente que, en un abrir y cerrar de ojos, las fogatas ardían en cada esquina, rodeadas por los vecinos llenos de frío y miedo. En la calle había hombres, mujeres y hasta niños resguardando sus bienes. Observé también que las mujeres sacaron banderas blancas y las plantaron en las esquinas en señal de paz, ya que no había otra manera de expresar el miedo y la paz que cada uno quería para sí mismo y para el país. Fue cuando escuché que el padre Martín, de la iglesia que se encuentra en plena esquina, pidió por su altavoz calma y serenidad y, si los militares se acercaban, que se los deje pasar sin oponer resistencia para evitar así algún enfrentamiento entre vecinos y militares. El ambiente estaba muy tenso; ya se escuchaban varios ruidos en el cielo; parecían ser petardos de Año Nuevo; pero otros decían que eran disparos. Nadie sabía qué estaba pasando realmente; sólo nos quedaba esperar y que todo termine de una vez. Cuando encendimos la radio, ya que en la tele no había ninguna información acerca de lo que estaba sucediendo en mi zona, ésta había recibido varios llamados de auxilio y alarma de vecinos del lugar; todos estaban asustados y sin saber a quién acudir. En ese momento, ingresó una llamada de una reportera que vive en la zona de Villa Adela. Ella aseguró que los militares estaban entrando a las casas causando destrozos y aterrorizando a sus ocupantes. Posteriormente, ingresó otra llamada pidiendo a todos los vecinos de Río Seco que no hagan reventar petardos porque éstos se confundían con disparos. La radio aseguró que seguiría con la transmisión durante toda la noche porque así lo habían pedido los radioescuchas y, porque, de algún modo, así podrían brindar su ayuda. Cuando volví a mirar la calle, algunos vecinos ya se habían retirado dejando la zona un poco desprotegida. Sólo quedaron algunos que continuaron con la vigilia a pesar del espantoso frío que se sentía y que, al parecer, pasaba desapercibido por ellos. La noche transcurrió calmada en medio de murmullos y fogatas hasta el día siguiente.
Ángel Mamani
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as zanjas que abrieron en la zona donde vivo fueron a causa de que los militares entraban a las casas buscando a dirigentes vecinales. Esa información que transmitieron las diferentes fuentes de comunicación produjo un espanto que no hizo sino que los vecinos decidieran abrir zanjas en las calles. De esta forma no dejaron pasar a los carros militares que llevaban a los soldados para realizar este acto. Además, los vecinos realizaron una vigilia en cada esquina de la zona Germán Busch; hicieron una olla común para alimentarse, repartieron coca para aguantar el cansancio y prendieron fogatas para soportar el frío. Durante los conflictos sociales ocurridos en las pasadas semanas, vi a una señora buscando gas. En forma desesperante la señora recorría cargando el botellón, las calles llenas de piedras y zanjas que no dejaban circular a las personas ni dirigirse a sus respetivos lugares. La señora, muy preocupada, decía que necesitaba gas para cocinar el almuerzo para sus hijos, ya que ellos tenían hambre. Al día siguiente me encontré con la misma señora. Le pregunté si había conseguido lo que buscaba y ella me contestó que no. Esta señora tuvo que ir al bosquecillo de Pura Pura a buscar leña; gracias a la leña pudo cocinar el alimento para sus hijos que son pequeños y que no entienden de estos problemas. A medida que pasaban los días del conflicto, los vecinos de mi barrio decidieron sumarse a la marcha; incluso, sin su presidente de la zona, ya que este señor es policía y estaba prestando servicio en su unidad. Entonces, los vecinos nos unimos a la marcha con otras zonas de El Alto. Durante el camino, el cariño de las personas se manifestaba; nos invitaban refrescos en bolsitas, nos regalaban agua, galletas, dulces y otras cosas para calmar la sed. La gente nos apoyaba y fue una emoción muy especial ver a esas personas que nos animaban a seguir con la marcha; además, por primera vez vi que las personas no se quejaban de la marcha.
Pánico en una noche fría Beto Cochi
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espués de pasar muchas noches de insomnio, una mañana despierto con muchas interrogantes sobre lo que podría pasar ese día. Abrigaba en mi interior alguna esperanza de mejores días, donde las jornadas fatídicas y los conflictos terminen y vuelva la calma a la ciudad. Luego de meditar y cavilar, salgo de casa cuando los primeros rayos del Sol penetraban por la ventana de mi cuarto. Me dirijo muy de prisa rumbo a la carretera a Viacha, lugar donde se producían los mayores bloqueos. Como todos los días, se puede observar centenares de personas trasladándose de un lugar a otro; la mayoría lo hacían a pie; otros utilizaban bicicletas, patines o cualquier otro
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Las zanjas en las calles
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medio que pueda alivianar la fatiga de caminar. Lo que más sobresalía eran las bicicletas, desde los modelos más antiguos como un “Hércules” hasta las más modernas “montañeras”. Los señores que manejaban las bicicletas ofrecían trasladar a las personas a diferentes lugares a un costo que fluía desde los tres hasta los diez bolivianos en algunos casos. Estos medios fueron aprovechados por muchos transeúntes para dirigirse a lugares deseados. Las personas que transportaban pasajeros debían sortear muchos obstáculos en el trayecto como botellas rotas, vidrios, alambres y piedras que estaban regadas por la carretera. Las personas, a convocatoria de sus dirigentes de barrio, se instalaban en los puestos de bloqueo, lugar donde se reunían realizando barricadas con piedras, ladrillos, alambres y todo cuanto pueda ser útil para impedir el paso de algún medio de transporte improvisado. Los letreros de protesta ya no decían únicamente “No a la venta de gas por Chile”, sino que pedían la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada, por considerarlo artífice de muchas muertes. Por la tarde cuando, el Sol se ocultaba en el horizonte, las fogatas comenzaban a arder dando claridad a la noche que empezaba a brotar. Esas fogatas estaban hechas de palos, cartones y llantas de goma; servían para reunir a más personas. Los transeúntes que no eran partícipes de los bloqueos mostraban rostros de enfado y rabia, protestando en contra de los bloqueadores. Para ello utilizaban frases como “¿Por que no van a bloquear a la zona sur, donde vive la mayoría de los parlamentarios del gobierno?”. Las vigilias que se efectuaban eran cada vez más numerosas, personas masticando coca y fumando cigarrillos permanecían reunidas alrededor de las fogatas. Daban aproximadamente las nueve y cuarenta de la noche, cuando llegó un vecino sumamente agitado por el cansancio, informando que algunas viviendas estaban siendo allanadas por militares con el objetivo de capturar a todos los dirigentes que guiaban los bloqueos. Ante estas palabras, los rostros de las personas que guardaban vigilia se acongojaban de miedo. El dirigente vecinal, al ver que el miedo y la tristeza se apoderaban de sus compañeros, tratando de controlar su propio temor, propuso que se comunique a todas las personas mayores a que se sumen a fortalecer la vigilia y que los niños se refugien en sus casas con la consigna de no abrir a nadie por ningún motivo. Todos los que hacíamos vigilia nos mirábamos unos a otros como si en cualquier momento pudiera producirse algo catastrófico y fatal. Muchos en esos instantes creían que habían vuelto los tiempos de la dictadura cuando se asesinaba sin contemplación alguna a las personas. De no ser porque los más optimistas alentaban esperanzas de cambio, una mayoría hubiese corrido a refugiarse a sus hogares. Esa noche fue la más larga. Mientras el tiempo pasaba, el temor aumentaba en los rostros que, a la luz de las llamas del fuego, se veían más siniestros y dramáticos. La oscuridad de su alrededor parecía más misteriosa y todos estaban preocupados de que en cualquier instante surgieran militares armados que los agredieran. Por fin, las primeras luces del amanecer aparecían dando un poco de tranquilidad a todas las personas que habían hecho vigilia. Una noche más había pasado.
Clara Alejo
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l miércoles 8 de octubre se declaró un paro indefinido en la ciudad de El Alto. Nadie le prestó la debida importancia a este hecho. Nadie imaginaba los resultados que alcanzaría aquella acción. El transporte público fue obligado a parar; la instalación de barricadas y el apedreamiento de movilidades se fueron incrementando a medida que transcurrían los días sin cambiar la situación. Por la noche, era aterrador estar a las once de la noche en un lugar tan peligroso como la Ceja de El Alto, en medio de una masa humana, rogando al chofer de cualquier vehículo que se aparecía para que se animara a llevarnos a nuestras casas; aguardando a algún valiente chofer que se dignara a transportarnos. Cuando eso sucedía, había que subirse a empujones al vehículo, aunque éste nos traslade sólo hasta medio camino, como realmente pasó. Al salir de mi casa el sábado, noté la movilización de los vecinos para impedir la circulación de vehículos, la apertura de negocios y la realización de la acostumbrada feria. A esas horas ya solían llegar algunos vendedores. Pero ese día aquella calle se veía desierta, parecía un día ordinario. Vi a dos señoras muy humildes que llegaban con sus atados de aguayo cargados en la espalda; se veían muy cansadas; tal vez llegaron a pie desde quién sabe dónde. Pese al esfuerzo, ni siquiera pudieron vender sus productos. Con algunas dificultades, logré llegar a mi destino, pero al retorno, el peaje de la autopista y toda la avenida 6 de Marzo estaban colmadas de transeúntes que se movilizaban como hormigas multicolores, ya sea en bicicleta o a pie; el cuartel Ingavi estaba custodiado por soldados, situados en los alrededores, lo que le daba un aspecto diferente; también se veía por todo el asfalto trozos de vidrio desmenuzado, restos de llantas quemadas, piedras, alambres y palos. Ya en mi casa, a las seis y media de la tarde, escuchamos disparos y estruendos de dinamita a los que no dimos crédito hasta que vimos las noticias. También, sentimos un fuerte olor a gas. Así concluyó aquel día. La frase que se escuchaba en los medios de comunicación era: “Hay una tensa calma”, y yo me reía de ésta, puesto que los sucesos ocurridos con anterioridad no habían afectado casi en nada a mi familia; pero aquel 15 de octubre entendí y pude sentir esa “tensa calma”. Aquella noche, aproximadamente a las doce y media (era medianoche), sonó el teléfono y despertó a mi hermana Gladys. Era don Freddy, un vecino de la zona que vivía en la misma calle que nosotros, a una cuadra. Él, con voz nerviosa, le dijo: “Cierren bien su puerta y no abran a nadie, hace un momento me llamó un amigo que vive en la Avenida José Manuel Pando y me avisó que personas encapuchadas y armadas, tal vez militares estaban buscando dirigentes casa por casa, ¡van a tener cuidado!”, y colgó. Al instante, Gladys, muy asustada, se levantó y fue corriendo al cuarto de mis padres diciendo: “¡Papi, dice que están buscando dirigentes casa por casa!” Mi padre se levantó de un salto, muy preocupado y diciendo: “¿Qué vamos a hacer?”, y fue a decirnos lo que pasaba a todos. Yo me asusté mucho; mi padre nunca interrumpe mi sueño; me habló sin encender la luz mientras yo me levantaba; me contó lo de la llamada; me dijo que no importaba lo que ocurriera, que la puerta de calle no debería ser abierta... “Hija, debemos tener cuidado...”, fue lo último que dijo. Un torbellino de ideas pasó en ese instante por mi cabeza.
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“Una tensa calma”
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En esa casa vivimos ocho personas: cinco mujeres, una niña, un bebé y mi padre, que tiene ya más de cincuenta años. Él había pasado por tres operaciones y ya está muy cansado. Además, fue el presidente de la zona hasta hacía tres semanas, ¿qué podría yo hacer si intentaban llevarse a mi padre?; yo no iba a permitir eso, haría hasta lo imposible porque esto no fuera así; y mi hermanita seguramente iba a asustarse mucho, al igual que la bebé. Yo estaba lista, alerta para salir en cualquier momento. Encendí la radio en la oscuridad y busqué algo que me tranquilizara; pero lo único que conseguí fue alarmarme más, ya que a las emisoras llamaban personas describiendo precisamente lo que nos advertió aquel vecino. “Era cierto”, pensé, y apagué la radio. De repente, escuchamos disparos a lo lejos, un estruendo de dinamita y un silencio atroz que, en lugar de calmarme, me asustaba, como anunciando algo peor. Rato después, los perros empezaron a ladrar en coro a lo lejos; mi corazón comenzaba a latir a mil por hora mientras los ladridos se acercaban más y más. Seguidamente, se escucharon silbatos y golpecitos de piedra en los postes, que parecían advertir un peligro inminente. Los sonidos se escuchaban muy cerca y, de repente, se sintió el motor de un auto que se estacionaba; alguien bajó y tocó alguna puerta, y los perros ladraban con más fuerza. Unos minutos después, el auto se marchó y poco a poco el silencio volvió a adueñarse de aquellas horas tan largas para nosotros. La tensa calma se fue esfumando conforme aparecieron los primeros rayos del Sol. Un panorama muy triste era el que se veía el viernes. Salí con mi hermana a hacer un recorrido; vimos las oficinas de Electropaz sin vidrios ni cortinas; adentro parecía haber un revoltijo de cenizas; había sido incendiada por dentro. A media mañana, llegó una caravana encabezada por un tractor que iba a retirar las piedras seguido de un tanque y camiones que transportaban policías y militares, cisternas, camiones de gas y nuevamente policías y militares. La gente se puso bastante nerviosa; todos decían en voz baja: “¡No los molesten!, no les silben, guarden silencio y déjenlos tranquilos”; pero no faltaron algunos que no hicieron caso. Constatamos también la escasez de gas licuado; había una singular fila de aproximadamente dos kilómetros y medio que culminaba en la planta de YPFB, en Senkata. Algunos revendedores, imagino, llevaban cuatro, hasta cinco y seis garrafas cargadas en un coche. Vimos ingeniosas formas de transportar las garrafas, por ejemplo, dos personas que jalaban por delante y otra que empujaba por detrás; uno de una bicicleta atada por delante y otra persona por detrás; tres perritos doberman que jalaban el coche por adelante y su dueño que empujaba por detrás; a este último la gente que los veía pasar le decían: “¡Abusador de perros!, ¿por qué no jalas tú, abusivo?”, y cosas así; otros llevaban la garrafa cargada en la bicicleta o en una patineta; pero los más la llevaban en su espalda, y se veían notoriamente agotados. Llegó también una numerosa marcha de mineros que se dirigían rumbo a la ciudad de La Paz y que, a gritos, pedían la renuncia del Presidente. Las personas de la fila los aplaudían al pasar y ellos, muy alegres, respondían que ya estaban muy cerca de lograr su objetivo. Casi al rato, salía la caravana de cisternas tal como había ingresado. Ya entrada la noche, momento en que se hablaba de la inminente renuncia del Presidente de la República, se observaba un ambiente de fiesta en puntos estratégicos en los que la gente se concentraba y gritaba con verdadero júbilo.
Olivia Manrríquez
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i nombre es Olivia Rosemery Manrríquez Choque, con domicilio en la zona Alto Pasanqueri Sur, que colinda con la zona Satélite de la ciudad de El Alto. Por eso me permito escribir brevemente los hechos y sentimientos vividos en los hechos más sangrientos de los últimos años. Empiezo diciendo que yo personalmente creía que este paro indefinido no tendría mayor trascendencia; pero me equivoqué, lo reconozco, ya que el primer día estuvo muy ajetreado, lleno de movilizaciones y con una participación de la ciudadanía sorprendente. Además de acatarse en un cien por ciento el paro de transportes, la paralización de las labores escolares y de los diferente sectores sociales se habían unido con un solo fin: derrocar al gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada y que el mismo debería renunciar porque no respondía a los intereses del pueblo. Desde que empezó el conflicto, todas las noches en mi zona, por medio de parlantes, se hablaba de las protestas realizadas por los dirigentes de las siete juntas que agrupan a toda la zona de Pasanqueri. Lo que ellos querían era que todos estemos alertas para que por ningún motivo dejemos pasar a los militares que quisieran usar nuestra avenida, que comunica con la ciudad de El Alto, para que los compañeros alteños no sean reprimidos injustamente. Es que las noticias que venían de los vecinos de El Alto, que se amplificaban por altavoces hasta nuestra zona; decían que los militares estaban acercándose y queriendo entrar a todas las casas donde creían que estaban los dirigentes ocultos. En ese último punto surgía mi miedo porque mi padre es ex dirigente de mi zona y temía que alguien dijera que en mi casa vive un ex dirigente. Pero eso no era todo; también la luz se nos fue por una semana desde que se iniciaron los conflictos. Por eso la noche era más peligrosa que nunca, ya que la misma es usada para cometer los actos más atroces. En varias oportunidades sentíamos que los vecinos no dormían sino que hacían vigilancia caminando por las diferentes calles de la zona. Sin embargo, lo más terrible que sucedió fue que en la madrugada del día miércoles, en el sector de ingreso a la zona, se escucharon disparos, además de un sonido fuerte. En ese momento, por medio de uno de los parlantes de la zona, instruyeron que todos estemos en pie de lucha y que si habría que morir luchando era mejor. Ése era el mensaje dado por el dirigente. Entonces me levanté porque el miedo crecía más en mi interior. Luego vi que mi padre también se había levantado porque la preocupación de saber qué es lo que en realidad estaba pasando cundía en él; es que ese tiroteo duró más o menos una hora. Prácticamente no pudimos dormir toda esa noche. Ya al llegar la mañana, sentimos una paz interior, pues también las noticias eran más alentadoras: el Presidente podría renunciar. Entonces todos los vecinos se reunieron y al enterarse de la marcha de los vecinos de El Alto decidieron acoplarse a ésta como una muestra de solidaridad. Todos decidieron llevar banderas bolivianas con crespones negros como muestra del sentimiento amargo por las muertes de personas inocentes que fueron alcanzadas por balas que indiscriminadamente habían sido lanzadas por los malos militares. Lo que quiero rescatar de esta amarga experiencia vivida es que lamentablemente se hace enfrentar a padres con sus hijos ya que en su mayoría fueron los conscriptos que están
La prepotencia
Los hechos de octubre negro
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prestando su servicio militar quienes fueron sacados a las calles para que arremetieran contra el pueblo. Ahora cabe indicar que quienes nos estábamos perjudicando éramos todos los que somos de la clase media y baja porque no podíamos proveernos de los alimentos básicos como la carne, que es vital para los niños, quienes, por cierto, fueron los más afectados con esta situación, pues, por su inocencia, no comprendían lo que estaba pasando en nuestra ciudad y lo que podría llegar a pasar en nuestro país, ya que la democracia estaba en riesgo.
Pasankeri y Tembladerani se visten de luto Flora Avalos
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El pueblo unido jamás será vencido!, se escuchó como un eco: ¡Vecinos paceños, únanse a la lucha! Nuevamente, eran voces que clamaban ayuda. Las manillas del reloj marcaban las tres de la madrugada. Salí de mi cuarto y miré por la terraza... Los gritos provenían de la nueva avenida que une Ciudad Satélite con Tembladerani. ¡Fusil, metralla, el pueblo no se calla!, se escuchó más cerca. Los vivas y gritos se hicieron más profundos. Decidí salir junto a mis tres hermanos. Nos dirigimos a la avenida Jaimes Freire donde pudimos observar la multitud que se aproximaba. Todos los que estábamos en el lugar esperábamos nerviosos y con mucho miedo por los rumores de supuestos saqueos. Sin embargo, nos comunicaron que los marchistas venían pacíficamente; sólo pedían que nos uniéramos a su lucha. Mientras pasaban los minutos, el sonido ambiente era de petardos, vivas y gritos. Los vecinos del lugar empezaron a tranquilizarse y a despejar el lugar cuando... de pronto, vimos llegar una larga fila de vagonetas. Se detuvieron. Bajaron, muy presurosas de sus vehículos, varias personas civiles muy bien armadas, preparadas como para una guerra. Asombro, miedo y furia fue la expresión de los rostros de quienes aún permanecíamos en el lugar. En realidad, no sabíamos de quiénes se trataba; los vecinos murmuraban que eran francotiradores; otros dijeron que eran paramilitares. Lo uno o lo otro, lo único que vi fue a civiles armados y dispuestos a matar a los marchistas. La escena duró unos cuantos minutos y los civiles armados abordaron sus vagonetas y se dirigieron hacia nosotros. Las personas del lugar se pusieron a rezar, a pedir para que no sucedieran más matanzas. La impaciencia y el temor cundieron entre la gente, y aproximadamente a las tres y cuarenta y cinco de la madrugada, se escucharon petardos, disparos y gritos. La zona entera se alborotó. No supimos qué hacer. Corrimos a nuestros hogares por miedo de que nos llegara una bala perdida. Al amanecer, supimos que hubo un muerto y dos heridos. Los tres afectados eran marchistas. A partir de este suceso trágico, Tembladerani y Pasankeri decidieron apoyar el bloqueo.
La rabiarabia La
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La rabia
El caos como reacción, los destrozos a casas y espacios públicos, los saqueos, la especulación, las agresiones de los militares y de la gente contra los uniformados
Luz y sombra Daysi Jarandilla
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l 13 de octubre era el cumpleaños de mi mamá; pero también el país atravesaba momentos de crisis y de convulsión provocados por varios sectores sociales en defensa del gas boliviano. Cerca del mediodía, salí rumbo al mercado de mi zona. En el trayecto, observé una junta de vecinos bloqueando las calles, basureros volteados y llantas quemándose. Detuve mi mirada ante tanto desorden y vi cómo le rompían los vidrios a un minibús. Dentro de éste, un chofer imploraba y gritaba que no destrozaran el auto porque no era suyo. Trataba de explicar que era asalariado. Los vecinos no midieron las consecuencias: arrojaron piedras hasta que hirieron a un pasajero en la cabeza y ésta empezó a sangrar. El chofer, con lágrimas de rabia e impotencia, gritó: “¿Por qué me pasa esto a mí y no al Goni?” Yo estaba mirando lo que pasaba, impactada, muy asustada; imaginaba que esa tragedia le podría ocurrir a mi padre, que también es chofer, un ser humano que, como cualquiera, busca el bienestar familiar ganándose la vida honradamente sin causar molestias ni destrozos y, en conflictos como éste, incluso arriesgando su vida. Ese día, que suele ser tan importante para mi familia, se convirtió en el inicio de tanta muerte y violencia que nunca podré olvidar. En mi mente quedarán imágenes confusas y distorsionadas; ese 13 de octubre se convirtió en luz y sombra porque mi madre cumplía años mientras que nuestra madre patria sufría en silencio.
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Conflictos en la feria de Viacha Lourdes Tarqui
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o vivo en la ciudad de Viacha, provincia Ingavi, en la zona central, calle Sucre. En ese lugar todos los domingos se instala una feria. El domingo 12 de octubre, en la feria de Viacha, a tempranas horas de la mañana todo era normal. A eso de las diez de la mañana, se escucharon griteríos en la plaza; eran los Mallkus, autoridades de las comunidades, que llegaban interrumpiendo la pasiva feria dominical. Con arrogancia y dando órdenes a voz de trueno, lograron que las vendedoras recogieran rápidamente sus mercaderías porque, si no lo hacían, ellos se las iban a quitar. Esa advertencia fue escuchada por la mayoría de las mercaderas; pero alguna de ellas, haciéndose la más lista, se preparó con sus más cercanos familiares para defenderse porque, según decía, nadie le arrebata su derecho a la subsistencia. A la vuelta de la esquina apareció el tumulto de personas; algunas tomaron la delantera y se acercaron a la señora; le solicitaron que recoja su puesto en voz de prevención. Pero la advertencia no fue escuchada. Se acercaron entonces los mallkus, y uno de ellos, con sombrero de ala ancha y su atuendo de autoridad; poncho enlistado con los colores rojo y negro, chalina de color vicuña puesta en el cuello y chicote en la mano, que les caracteriza en señal de autoridad, le ordenó a la señora que recogiera su puesto porque, si no, sería saqueada. Algunas mujeres en el tumulto secundaron al Mallku diciendo: “Algunas están vendiendo felices mientras que nuestros hermanos están muriendo en Achacachi. Por eso, todos debemos unirnos.” La señora les respondió que ella no tenía la culpa de esas muertes. Entonces, las autoridades originarias, enfurecidas por la actitud de la señora, comenzaron a tirar su mercadería, que estaba bien ordenada en una tarima, al suelo. Ante este hecho, la dueña, con un palo, de aproximadamente un metro de largo y tres centímetros de diámetro, empezó a defenderse lanzando el primer golpe. Esto fue suficiente para que las autoridades y el tumulto empezaran a chicotear a la señora, y otros, a tirarles piedras a ella y a sus familiares. Era ya una batalla de todos contra el pequeño grupo. Al fin, algún allegado a la mercadera, comprendiendo que era difícil luchar contra tanta gente, aprovechó la confusión y recogió rápidamente su mercadería para trasladarla a un lugar más seguro. La desobediente vendedora tenía la cara totalmente rasguñada; los cabellos, desechos. Escapó como pudo, con lágrimas en los ojos. El gentío, al verla correr en busca de refugio la despidió con silbidos y aplausos, como una muestra de que cuando el pueblo decide a la cabeza de los Mallkus se debe cumplir y que esto es una advertencia para todos los desobedientes. Así es como pude observar la triste historia de la mercadera que no supo comprender y escuchar la advertencia ni la solicitud de las personas y los mallkus a que se uniera a la causa.
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Pequeños inocentes, grandes culpables Maribel Flores
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adie pensó, ni siquiera imaginó, lo que pasaría en el mes de octubre. ¿Un mes como cualquier otro? ¡No! Octubre fue el mes en que nuestro país se llenó de dolor, impotencia, llanto y muerte. Me levanté temprano, a las seis de la mañana, a buscar alguna tienda abierta para comprar pan o algunos enlatados. Recorrí muchas calles, mas no hubo ninguna tienda abierta; sólo se veía a mucha gente andando a pie y, por las principales avenidas, piedras y palos impedían el paso; se respiraba el humo de las llantas que se quemaban por las noches. En eso, vi una pequeña tienda abierta; corrí hacia ella cuando, de repente, aparecieron como cincuenta personas entre hombres, mujeres, y hasta niños con piedras y palos, dispuestos a deshacer y saquear cualquier tienda o negocio que estuviera a su paso. En la tienda, la hija menor vigilaba, y, cuando el grupo se acercó, ella gritó: “¡Ya vienen!” De inmediato, cerraron la tienda con brusquedad, en cuestión de segundos ante la mirada impotente de los que deseábamos comprar algo. Pronto me puse a buscar otro lugar. Entonces, recordé que unas calles más abajo solía haber una pequeña feria donde vendían algunos productos; decidí ir allí. Cuando llegué, algunos puestos de venta estaban custodiados por personas que se habían arriesgado a vender lo poco que tenían para comprar carne o pan para su familia. Fue un acto de valentía y necesidad atreverse a vender en aquella ocasión porque en cualquier momento podían perderlo todo. La feria era informal, casi oculta; cada vendedor estaba situado en extremos opuestos. Busqué algo de verdura; me acerqué a una niña de unos 12 años de edad que estaba vendiendo algunas lechugas; le pregunté el precio. En ese momento se aproximó una turba de saqueadores que comenzó a despojar a los vendedores de los pocos productos que vendían, alegando que vender era traicionar a la patria; pero, en realidad, eran sus intereses mezquinos los que empujaban a esta gente a actuar de esa manera. Minutos después, le tocó el turno a la niña; cuando se aproximaron hacia ella, no tardaron en agredirla y, claro, no importa si uno era pequeño o grande, si podía defenderse o no. Lo único que la pequeña pudo hacer fue cubrir sus lechugas y echarse a llorar diciendo que tenía que venderlas para poder comprar otras cosas para alimentarse; nadie quiso escucharla. Entonces las personas que habían llegado al lugar buscando abastecerse de alimentos salieron en su defensa; la niña pudo recoger su pequeño puesto, que era apenas un pedazo de nylon extendido en el suelo, e irse. Se fue llorando sin entender cuál había sido su delito. No olvidaré esa penosa situación en la que se ven afectados los más desprotegidos como niños y ancianos; sólo queda el sentir la impotencia y la esperanza de que algún día llegue un mañana mejor para todos.
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Marchas y turismo René Casas
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a Paz es una ciudad con muchos atractivos turísticos que llaman la atención de los extranjeros, como el cerro Illimani que, imponente, vigila la ciudad; también existen sectores como la zona El Rosario, que se encuentra detrás de la iglesia de San Francisco, muy frecuentada por los extranjeros por los atractivos turísticos que presenta: la calle de las brujas, mercados artesanales y hoteles coloniales que brindan hospedaje a los turistas. Nuestra zona también participó de las protestas en contra de la intransigencia del gobierno; pero su protesta, a diferencia de las de otras zonas, fue de forma pacífica; los vecinos marcharon con pañuelos y banderas blancas pidiendo paz para Bolivia y que el presidente Sánchez de Lozada renuncie. Todas estas protestas eran observadas por los extranjeros que, en principio, las tomaban como si fuera algo normal, y se dedicaban incluso a sacar fotografías a quienes marchaban por inmediaciones de sus hoteles. Los días fueron pasando, y como la solución a los bloqueos no se daba, los turistas empezaban a preocuparse porque no podían cumplir con el itinerario que tenían y no sabían qué hacer al respecto. Uno de esos días de conflicto, me encontraba en un café internet en la zona, y, por casualidad, me puse a observar a uno de los turistas; se encontraba sudoroso y muy cansado; tecleaba la computadora un tanto desesperado; y se lo veía asustado. Entablamos una conversación. Me comentó que se encontraba así porque en inmediaciones de la plaza San Francisco, donde se encontraba observando y fotografiando a los vecinos de la ciudad de El Alto que estaban marchando, éstos trataron de agredirlos a él y a otros turistas. Los manifestantes les gritaban insultos como: ¡Gringos rateros!, ¡Gringos, fuera de Bolivia!; Él me contó que sólo atinó a escapar. Sin embargo, esto le causó tal susto que, junto con otros turistas de su país escribía a sus familiares de lo sucedido y para que sepan que ellos estaban bien; también se comunicaban con el consulado de su país para pedirle que los saquen lo más antes posible de La Paz, porque sentían que sus vidas estaban en riesgo. La desesperación de los turistas en esos días fue tan grande que ofrecieron altas sumas de dólares para que alguien los llevara hasta el aeropuerto. El único que se animó a llevar turistas al aeropuerto fue un señor que tenía una motocicleta; tentado por los dólares, subió a un turista a su vehículo y se fue con dirección a la terminal aérea. No sabíamos si había llegado al aeropuerto porque la motocicleta no volvió; días después, nos enteramos de que la motocicleta fue interceptada en la ciudad de El Alto. Las protestas eran justas para toda la población; pero, ¿eran justas las impresiones que se llevaban los turistas de nuestro país? El turismo es una industria sin chimeneas que genera divisas para Bolivia; por ello, hay que cuidarlo.
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Los desastres en mi zona en octubre Eveline Condori
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n la ciudad de El Alto, en la zona de Río Seco, se vivió uno de los peores caos, ya que los vecinos acataron disciplinadamente el paro cívico indefinido, y la zona fue una de las primeras en iniciar los conflictos. Los conflictos fueron numerosos, y hubo mucho desastre y barbarie, acciones que no creía posibles en mi zona. Ocurrieron tantas cosas que ya no recuerdo los días más conflictivos; parecía que no había un día nuevo porque todos los días se parecían. Hay muchos ejemplos de los desastres. El que yo presencié fue muy lamentable y triste, primero, porque veía que la gente destruía obras como las pasarelas. Aquellas pasarelas que quizás ayer salvaron muchas vidas, hoy son víctimas de la furia, impotencia y hasta incluso la ignorancia de la gente. Al presenciar este acto, me quedaron muchos recuerdos dolorosos como esa gente que se dio cita en los alrededores del puente Río Seco: primero planearon hábilmente la destrucción de la pasarela; luego tomaron fierros aledaños al lugar; envolvieron la pasarela con los fierros; la gente tomó los extremos de los fierros por ambos lados gritando a la cuenta de tres: “¡uno!, ¡dos!, ¡tres!...” Todos jalaron, y la indefensa pasarela se vino abajo. Sus cimientos cayeron sobre el concreto produciendo un sonido sordo: “¡boom!”. Después vi la expresión de la gente: unos se regocijaban, otros miraban admirados, otros expresaban una mirada indescifrable. La pasarela de Río Seco fue la primera de las tres pasarelas destruidas en la Avenida Juan Pablo II. A pocos pasos de la destrucción, vi otro grupo de gente amontonada en el lugar; me acerqué a curiosear, como varios de los presentes, y observé cómo estaban cavando el concreto del puente de Río Seco. Ocurre que esta gente pretendía dinamitar el puente y así derrumbarlo. Al ver este propósito, no quise ser testigo de esta gran destrucción y me retiré a mi casa. Después de casi dos horas, escuché un sonido como el de una bomba. Salí a la calle; vi un río de agua turbia, lo que no era usual, porque no había llovido. Mi papá me explicó que ese sonido era por las cañerías de agua, que habían reventado, ya que éstas se encontraban en el concreto del puente. Me pregunté si tanta era la ignorancia de la gente que rompió la cañería del agua por donde pasa el agua con la que nosotros nos alimentamos. Al fin de ese día, me desmoralicé; no quise saber nada de mi zona. Hubo muchos acontecimientos en la ciudad de El Alto que fueron de vital importancia; pero el que yo presencié me dejó muchos recuerdos que no olvidaré y contaré a mis nietos.
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Un lunes de octubre Juan Vargas
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n una ciudad donde la convulsión y los conflictos se tienden a agravar y donde el único medio de lucha son las marchas callejeras, las diferentes fuerzas sociales estuvieron a punto de rebasar a la Policía. Era octubre de 2003. Había amanecido por fin. Salí de mi casa a las seis y media de la mañana y me dirigía a la Normal; pero previamente debería encontrar un medio de transporte. Para tal cometido, bajé hasta la avenida Camacho; era tan temprano que hasta el más valiente temblaba por el frío propio de mi ciudad. Me sentí frustrado en el primer momento porque no encontré sino confusión en la calle; pero después había tomado otra actitud. No era por mera casualidad que me encontrase en el centro. En cada rostro de las personas que me rodeaban observé diferentes expresiones: dolor, cansancio, frío, pero sobre todo incertidumbre. Ese momento pude hallar la respuesta a mi situación; aunque estaba consciente de lo que sucedía, la diferencia radicaba en que en ese instante tomé una posición: ya no podía ser la persona pasiva y conformista que espera que sucedan las cosas (para bien o para mal) o las mira con simple indiferencia; era la realidad, mi realidad, que estaba frente a mí (que podía apreciarla y sentirla); yo era el actor que estaba a punto de entrar en la escena por una fuerza extraña que nacía de lo más hondo de mi corazón, de mis sentimientos y de mi pensamiento, que me daba la fuerza y la convicción para hacer algo. En el lugar había personas que se confundían en este sentimiento de intolerancia que se explica por tanta injusticia y maltrato hacia los sectores más marginados; también por el hambre y por la falta de trabajo. Eran muchas razones justificadas plenamente. Pero lo increíble, y lo que me llamó la atención, fue que si bien existen esas diferencias odiosas que dividen al ser humano, ese momento no había tal diferencia porque estaban presentes compañeros universitarios, obreros, comerciantes, jóvenes, adultos y también ancianos que, pese a su edad, estaban dispuestos a entregar mucho más que un adolescente. Es decir, no había diferencias: parecía un mundo ideal; pero, ¿bajo qué condiciones?, con mucho sufrimiento. Todos ellos, al igual que yo, reflejábamos en nuestros ojos toda esa rabia contenida y estábamos preparados para lo que viniese. Para tal cometido, empezamos por organizarnos para poder hacer frente a las fuerzas que nos estaban reprimiendo en nuestras protestas. Recibíamos muchas amenazas, que ya no parecían intimidar a ninguno de nosotros. Al contrario, había muchos cruces de palabras con los uniformados así como invitaciones directas a que se unan a nuestra lucha. Gritábamos estribillos como: “Paco, hermano, únete a tu pueblo”, “Si Goni quiere plata, que venda a su mujer” o “Goni, cabrón, te espera el paredón”. Los compañeros de la Universidad eran de inclinación socialista; con ellos destrozamos la pared de madera de un edificio en construcción que había en plena esquina entre la Loayza y la Mariscal Santa Cruz. Con ella encendimos una fogata. Se podía notar en el rostro, cuello y manos las venas de los compañeros por tantos gritos que dábamos; para cubrir nuestra identidad, bajamos los carteles para hacernos mordazas; el humo del constante gas lacrimógeno que lanzaban los pacos nos hacía llorar y arder el rostro; pero ya no había vuelta atrás: era luchar o morir. Muchos utilizaron la tela
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como hondas para lanzar piedras; yo me encargaba de vigilar y dar la voz de alerta por si por una de las calles próximas viniesen los del PAC en motocicletas a lanzar más gases. Así fue nuestra lucha hasta que se acabó el gas que tenían los policías que nos atacaban y tiraban balines sin respetar la edad de los que nos acompañaban. Por fin, con refuerzos, nos lograron dispersar porque la insolación y el olor al gas y al humo ya no nos permitía respirar; sin embargo, habíamos encendido el interés de los transeúntes, quienes nos relevaron y continuaron con los enfrentamientos.
El atentado de Achachicala Ricardo Tapia
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ra una de esas noches frías y grises como cualquiera del mes de noviembre. Después de cumplir mis deberes de ese día, me puse a mirar la televisión y me eché en mi cama tapándome con una frazada. Aproximadamente eran las diez y treinta; estaban transmitiendo una película relativamente bonita; yo estaba sumido en la fantasía que provoca el séptimo arte cuando de pronto... ¡¡¡buuuummmm!!!, se escuchó un estruendo tan violento y ensordecedor que me quedé pasmado por un buen rato. Era tal el ruido que había provocado que pensé que habían explotado al mismo tiempo cinco garrafas de gas de algún vecino cercano. En ese momento no pude razonar; lo primero que hice fue levantarme de la cama inmediatamente y acercarme a la pequeña ventana de mi cuarto desde la que se ve el carril de subida y de bajada de la autopista. Desde allí pude ver que dos o tres personas corrían hacia el lugar por donde pasa un ducto de gas que baja de Achachicala y que abastece a la zona norte de La Paz. Se podía observar una gran niebla y escuchar un ruido muy fuerte de fuga de gas, como la caída de agua de una cascada. Poco a poco los vecinos fueron saliendo de sus casas asustados y sobresaltados corriendo de un lado para el otro. Todos se preguntaban qué es lo que había sucedido, qué había causado semejante explosión. Al igual que yo, tenían muchas interrogantes. De esa manera, el lugar se llenó con una gran multitud que se preguntaba dónde estaban la Policía o los bomberos, porque el lugar se estaba convirtiendo en una bomba de tiempo y era sumamente peligroso. Bastaba una chispa de fuego para que toda la zona ardiera y volara todo el carril de subida de la autopista. Por fin llegó, después de diez o quince minutos, la ansiada ayuda. La Policía inmediatamente acordonó el lugar y cerró los dos accesos de la vía; despejó a los curiosos y todo estaba casi seguro. Los bomberos intervinieron tratando de tapar la fuga de cualquier modo, inclusive a costo de su propia vida; pero lamentablemente no lo consiguieron. Se los veía muy acongojados, derramando sudor por su frente y con un sentimiento de impotencia. Luego llegaron los medios de televisión de varios canales y, como siempre, tratando de captar alguna imagen espectacular, estorbando la buena diligencia de la Policía. Obviamente, pudieron tomar las imágenes que trasmitieron en sus canales respectivos después de quince a veinte minutos como una noticia “bomba”. Vaya, qué bomba, con el
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susto que me pesqué, si hasta la medianoche estuve pendiente de cualquier riesgo para salir inmediatamente del lugar a toda prisa y “patitas, para qué las quiero”. Más bien no ocurrió ninguna desgracia porque acudieron ingenieros de Yacimientos, conocedores del problema y se dirigieron rumbo a la planta de Alto Lima donde se encontraban las llaves de seguridad. Desde allí cerraron el conducto de gas, que poco a poco fue disminuyendo en fuerza e intensidad la fuga del gasoducto. Alrededor de la una se calmó la pesadilla y me dispuse a conciliar el sueño; pero tardé mucho porque me puse a reflexionar sobre a quién se le había ocurrido atentar contra el gaseoducto sin pensar en las consecuencias que habría causado, y si tal vez lo planificaron muy bien tratando de inhabilitar la vía principal de conexión con El Alto, porque era la única manera de inmovilizar a la fuerza militar e impedir que reabastezca su equipamiento. Me parece que hubo la planificación de una mano negra detrás de la caída del gobierno que tenía otros intereses y no los del pueblo, que pedía a gritos equidad. Como siempre, el hecho fue minimizado por la Policía que explicó que el conducto se había reventado por la presión u otra causa del desgaje del equipo. Pero en mí quedará que fue un atentado terrorista en contra de la democracia y no así el pedido de la población. Esto fue lo que ocurrió aquel día que se pinto frío y gris una noche de noviembre.
Saña entre bolivianos Sergio Lorcano
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a tubería de gas de uno de los sectores más importantes de conexión entre las ciudad de La Paz y El Alto, como lo es la Autopista, sufrió daños en la avenida paralela a la zona Achachicala. Me encontraba alrededor de las ocho de la noche del lunes 13 de octubre en la calle Montes, a la altura de la Cervecería, cuando de repente escuché una explosión muy fuerte. Mi amigo con el que me encontraba y otras personas que nos veíamos en la obligación de subir a El Alto a pie por la falta de movilidad, nos sorprendimos mucho; pero al mismo tiempo nos entró un frío momentáneo que cubrió todo nuestro cuerpo. Supusimos que era algún grupo de marchistas que se dirigía de bajada hacia el centro de la ciudad con sus respectivas dinamitas y demás armas, ya que en esos instantes recordamos que nos hallábamos en pleno desarrollo de los conflictos sociales por el tema de la exportación del gas y las demandas comunes de cada sector del país, y, en particular, por los enfrentamientos que estaba viviendo la ciudad de El Alto. Eso hizo que retrocediéramos momentáneamente. Ya en el transcurso de la subida por la autopista, teníamos al frente un gran acto de vandalismo y de saña contra las personas que viven en ese sector. Lo que habíamos escuchado momentos atrás era la explosión de una de las tuberías de gas que pasaba en sentido horizontal de la autopista hacia la zona de Achachicala. La gente que vive en inmediaciones del lugar tuvo que acudir en defensa de su seguridad. En un abrir y cerrar de ojos centenares de personas se aprestaron al lugar para
La noche del sábado Débora Calle
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unca olvidaré aquel sábado 11 de octubre. Aproximadamente a las ocho de la noche regresaba a mi hogar desde mi trabajo. Tuve que caminar horas para llegar a mi casa. Al principio, no sentí mucho miedo porque junto conmigo muchas personas tenían que hacer lo mismo: caminar para llegar hasta sus seres queridos. Quién iba a pensar que todo ese trayecto sería turbado y diera lugar al vandalismo. Vivo en la Portada. Mi trabajo se encuentra por la avenida Montes. Como todos los sábados, la hora de salida fue a las ocho de la noche. Cuando salí a la calle, no vi ninguna movilidad circundante, así es que no me quedó otro remedio que caminar para llegar a mi casa.
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saber qué estaba ocurriendo y, sobre ello, poder actuar y remediar tal daño, sin tener éxito alguno. La única posibilidad de solucionar el problema era acudiendo a las autoridades encargadas. Tuvieron que pasar de 15 a 20 minutos para que policías, bomberos, y demás tropas acudieran al lugar a poner orden; pero, sobre todo, a tranquilizar a esa gente desesperada que se encontraba lista para desalojar sus viviendas si se expandía dicha explosión. Después de una hora aproximadamente, los encargados dijeron: “Existe la posibilidad de que las personas que hayan actuado en este atentado puedan ser terroristas bien organizados o de lo contrario únicamente gente que está actuando con maldad contra sus mismos hermanos. Si no para este conflicto, tendremos que dormir con un ojo abierto; de lo contrario, nos estaríamos matando entre bolivianos”. Estas palabras hacían alusión a que no podíamos seguir actuando de la misma forma y era un llamado a la reflexión a cada una de las personas que vivimos en este departamento y en todo el país. Aproximadamente a las nueve de la noche, después de presenciar el hecho, ya recuperándonos del impacto, seguíamos subiendo la autopista; pero esta vez de una manera más rápida y al mismo tiempo más susceptibles. Después de haber recorrido una media hora, percibimos otro malestar en la Autopista. Era la destrucción de una de las pasarelas que hacía contacto con dicho sector; las grandes y fuertes columnas de cemento y hierro fueron derribadas a costa de dinamita y otros proyectiles por gente rebelde; no se sabe quiénes o qué sector estuvo a cargo de tal hecho; lo cierto es que la destrucción de la pasarela solamente es perjudicial para la gente que transitaba diariamente por este lugar. Al parecer, cuando ya me encontraba sano y salvo en mi hogar, pude enterarme de que lo que había visto y percibido era solamente una pequeña reacción de los grupos sociales. Los medios de comunicación fueron los que informaron lo que ocurría en diferentes puntos de la ciudad a la población en su conjunto y a sectores que no percibían o no estaban viviendo dichos ataques y conflictos. Llanto y dolor se vivió en estos conflictos sociales, ya que las familias que más sufrieron estos hechos fueron los de recursos escasos, limitados y gente que tiene que trabajar por día para poder comer y sobrevivir con su familia.
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En el trayecto de subida de la plaza Eguino y Tumusla, pude ver que todas las tiendas estaban cerradas, seguramente por miedo a ser saqueadas. Ya cerca a mi casa, me di cuenta que la mayoría de las personas que trabajan en la ciudad viven en el Alto. Por eso subían a sus hogares en grupos de seis a diez personas. Esto me animó a seguir caminando, porque en la noche, cuando uno sube en grupo, no es tan peligroso. Con los pies adormecidos por el cansancio, estaba llegando a la Avenida Kollasuyo. De repente, unas treinta personas bajaron precipitadamente por la avenida, llevando consigo piedras y palos, amedrentando a todas las personas que subíamos. Querían obligarnos a unirnos al bloqueo de caminos. Tuve miedo al ver en aquellos rostros de los manifestantes esa mirada tan destructiva; sentía que de sus ojos despedían llamas de rabia al ver que nosotros nos negábamos a participar de los bloqueos. Entre dos agarraron a un señor que se encontraba delante mío y empezaron a golpearlo diciéndole: “Maricones, nosotros luchando por sus derechos y ahora nos dan la espalda”. Al ver esta agresión, me sentí impotente de no poder hacer nada; lo único que percibí es que, a la menor expresión de protesta en contra de lo que ellos estaban haciendo, nos agarrarían a palos; así que no nos quedó más remedio que ayudarlos. Entonces, empezamos a tirar piedras al camino. Miré mi reloj: ya eran las nueve y media, ya era demasiado tarde. Lo único que atiné a pensar en esos momentos fue en la preocupación de mis padres. Por eso, decidí escapar disimuladamente. Ya llegando a la Avenida Naciones Unidas, de la zona donde vivo, otra turba de personas, aproximadamente cincuenta, se empezaban a reunir poco a poco aumentando cada vez más el número. Encendían fogatas con llantas, maderas e incluso consiguieron colchones para quemar. Poco a poco se formó una inmensa fogata, seguramente para calentarse durante toda la noche prevista para el bloqueo de esa avenida. Crucé la avenida con mucho cuidado, tratando de que no se percatasen de mi presencia, porque temía que sucediera lo mismo que me ocurrió en la avenida Kollasuyo. Logré cruzarla, respiré con un aire tranquilo. Empecé a subir las gradas de la pasarela que une a las zonas La Portada y Ballivián. Desde allí tuve mejor panorama para ver todo lo que acontecía en mi barrio. Se podía observar gran cantidad de personas dispersas en grupos por distintos lugares de la Avenida Naciones Unidas y de la Autopista. Cada grupo estaba compuesto por aproximadamente treinta a cuarenta personas alrededor de fogatas. Me proponía a cruzar la pasarela cuando escuché una voz que decía: “Destrocemos los postes de luz, ahora”. El pánico que sentí por dentro fue más grande porque me di cuenta que eran ladrones que salían a realizar sus fechorías en la negra noche. Después de escuchar que iban a destrozar los postes, como alma que lleva el diablo, corrí sin mirar atrás, con el único objetivo de llegar a mi casa para no ser presa de los ladrones en esa oscura noche del sábado. Por fin estaba frente a mi puerta. Cuando ingresé a mi casa, el alivio que sentí fue tan grande que es difícil de contar. Dentro ya, supe que mis padres estaban pensando salir a buscarme porque ya eran las diez de la noche. Cuando vieron que llegué se tranquilizaron y, con alivio, se fueron a dormir. Yo quise hacer lo mismo: dormir, descansar de toda mi fatiga vivida todo el día, más aún por el recorrido que tuve que hacer para llegar a casa. Sin embargo, no pude conciliar el sueño porque el bullicio de los bloqueadores, que iba aumentando cada vez más, fue opacado con un ruido estridente más parecido al sonido que se escucha al caer un relámpago en un día lluvioso. “Dios mío”, me dije. Me acerqué de prisa a la ventana y vi con mucho dolor que los bloqueadores cumplieron lo que se habían propuesto: destrozar los postes de
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luz. Para su acometido habían debilitado la base de los postes con las picotas. Así débiles, y al no tener equilibrio, se cayeron al suelo, arrastrando consigo cables que llevaban energía eléctrica a un sector de la zona ubicada más o menos en una loma, donde se encuentran pequeñas casitas que parecen pegadas a la pared; éstas fueron apagándose como se van apagando las chispitas de San Juan. Gracias a Dios la luz no se cortó en el sector donde vivo. Era increíble creerlo; pero sólo allí había luz. Los bloqueadores se percataron de ello y, corriendo desesperadamente, fueron al poste de luz para destrozarlo. Picotearon desenfrenadamente; pero no lo lograron porque ya empezaba a irradiar la luz del alba; era el inicio de otro día. Así, los manifestantes, cansados, tuvieron que retirarse. Con ese suceso más, lo único que pedí a Dios era que el bloqueo terminara porque todo lo ocurrido esa noche dio paso al vandalismo. Ya al día siguiente, nos encontramos con una zona triste, con todo destrozado, incluso aquello que daba vida y belleza a nuestra zona: nuestros queridos árboles, que habían sido derribados y convertidos en una fogata que iluminaría las noches tristes de los bloqueos venideros en esos días de conflictos. ¿Habrá valido tantos destrozos de nuestra querida zona y las otras zonas que fueron victimadas por la furia de los bloqueadores? Yo creo que no porque, al fin y al cabo, la renuncia del presidente sólo fue un disfraz más para la corrupción aún existente en el gobierno; lo único que logramos fue llegar a lo mismo.
Hubo de todo Elizabeth Fernández
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s un nuevo día. Hoy es lunes 20 de octubre, el primer día de la semana en el trabajo y los estudios. Parece que la conmoción y turbulencia de los días pasados están apaciguadas. Son las siete y veinticinco de la mañana y me despido de mis papás. Ellos me despachan con una bendición del día y, al salir, mi mamá dice: –Elita, no te olvides persignarte al salir y ve con cuidado. –No te preocupes, mami, todo está bien, y cualquier cosa te llamo –añadí. A las siete cincuenta y cinco llegué a mi oficina. Todos los profesores tenían un comentario distinto sobre los problemas que se habían suscitado días anteriores en la sede de gobierno. Durante diez minutos, todos hablaban. Cada uno quería comentar su vivencia. En eso, la profesora Olga dijo: “¡La situación ha sido terrible! Por donde vivo, los ladrones han hecho su agosto. Querían saquear las tiendas, destrozaban las puertas, rompían los vidrios y como yo tengo una tiendita en la Garita estaba desesperada de que roben la poca mercadería que tengo. Para colmo, no tenía nada para comer; mis pobres hijos estaban asustados, y yo con ellos.” “Realmente la situación fue caótica –exclamo el profesor Jorge –en mi casa justo se terminó el gas; no sabía qué hacer; a mi esposa le tuve que decir: “Hija, ni modo, vamos a tener que cocinar con leña”, y mi esposa ha dado el grito al Cielo. Justo se me ocurre llamarle
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a mi hermano y él me dice que tiene botellones de gas y que me podía dar uno. Sin más qué hacer, con mi hijo tuvimos que ir a pie desde Achachicala hasta Alto San Antonio. Salimos de la casa con temor. Nos fuimos por calles un tanto vacías, pues tenía miedo de que nos quiten la garrafa o que piensen cualquier cosa de nosotros.” Ése y otros comentarios surgieron en esos momentos, hasta que el timbre de ingreso interrumpió la conversación y todos se retiraron a sus cursos a pasar clases. Al salir de mi trabajo a las trece cuarenta y cinco, me dirigía a la Normal algo asustada y sorprendida por tantas cosas que había escuchado a lo largo de la mañana, aunque, gracias a Dios, no escuchamos comentarios negativos como la muerte de algún estudiante o pariente de algún profesor. Son las dos y cuarto. La docente ingresa al aula. Todos estamos muy quietos y silenciosos, algo cabizbajos. Ella tiene un semblante diferente a los demás días; se le nota más amigable; y se dirige al curso invitándonos a comentar nuestras experiencias durante esos días. Todos querían contar su historia. Ramiro, haciendo un ademán, empezó a relatar su experiencia: “Yo vivo en El Alto –en ese momento el tono de su voz cambió y sus ojos se llenaron de lágrimas–, y en mi zona los miembros de la junta de vecinos vinieron casa por casa a decirnos: ‘De cada familia, uno tiene que ir a marchar y a bloquear; de lo contrario tendrán multas...’. Como no teníamos otra salida, tuvimos que ir. De mi casa yo he ido a bloquear las calles, todo con la finalidad de no pagar las multas que no eran nada baratas. Esas multas estaban arriba de los cien Bolivianos por día, y nosotros no tenemos tanto dinero para pagar; además, también nos amenazaron con excluirnos de las obras de mejoramiento de la zona si faltábamos. ¡Ucha!, era terrible, licenciada, no quisiera volver a pasar esos momentos. –Ramiro quería llorar; se le notaba el dolor y la melancolía durante el relato; sus palabras no sonaban como cuando él participa en clases; se notaba que había sufrido mucho.” Otro de los chicos también contó su historia; el curso se conmovió. Aunque él quería transmitir tranquilidad y calma en sus palabras, la atención y el silencio reinaban en el curso. Nelson nos contó la experiencia que había tenido durante uno de los primeros días de los conflictos, cuando se dirigía a la Ceja: “No recuerdo bien el día; pero era en los primeros días que empezaban los conflictos. Era las seis y media de la mañana y me dirigía a la Ceja para poder venir a la Normal. Esos días no había transporte en El Alto; ya habían empezado los bloqueos y las marchas. Salí de casa en mi bicicleta; no me quedaba otra alternativa. Cuando llegué a la Ceja, no había nada. Tuve que dirigirme hacia la Autopista, pues los minibuses subían de la Pérez y daban media vuelta; sólo así podía llegar a la Normal. La Autopista estaba llena de personas que querían bajar al centro de la ciudad; todos caminaban hasta el peaje para tomar un minibús. Como yo me encontraba con mi bicicleta, desvíe mi camino para poder ir a la tienda de mi tía y pedirle el favor de guardar mi bicicleta hasta la noche cuando yo retornaría. Pero, de pronto, me encuentro con un grupo de señores; ellos estaban muy alterados e iracundos. Uno de ellos me increpó, me quitó mi bicicleta, y me dijo: “–Si quieres recuperar tu bicicleta, tienes que ir a traer piedras para bloquear la calle; de lo contrario, no vas a pasar, y mucho menos vas a recuperar tu bicicleta. “–Pero, ¿por qué? –decía Nelson–, si yo sólo quiero ir a la ciudad, yo soy estudiante, no estoy haciendo daño ni molestando a nadie.
Panes, “aunque sea duros, señora” Franklin Tarquino
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xactamente el año 1984, durante el gobierno de Hernán Siles Zuazo, se sufrió una de las mayores crisis que pudo afrontar Bolivia. No era nada extraño ver cuadras de filas para poder adquirir una libra de arroz, fideo o cualquier cosa para el consumo del día. Se comía lo que se podía conseguir y no se miraba si era verde, rojo, con sabor o sin sabor; la cosa era llevarse algo a la boca. El dinero abundaba; pero no había nada que comprar. Octubre de 2003; 19 años después de aquella intensa crisis, el reloj marcaba las siete. Era un nuevo día con un sol radiante que brillaba; pero no calentaba. Me dirigí hasta el negocio de mi familia y vi mucha gente: caras conocidas y otras que nunca
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“–Bueno si quieres lo haces, si no, te aguantas. “Hasta que tuve que ir a buscar las piedras. Caminé algunas cuadras, pues alrededor no había piedras. Sólo así puede recuperar mi bicicleta y llegar a la Normal. Además de que estaba muy asustado, pensé que me iban a hacer algo. Después de ese día no bajé a pasar clases hasta que los conflictos se solucionaron.” Cuando Nelson terminó su relato comparé mi situación con la de mis compañeros. Por un momento, me sentí la persona más afortunada del mundo porque a mí no me había tocado vivir esas amargas experiencias por las que ellos habían atravesado. Yo estaba tranquila en casa a lado de mis papás y mis hermanos. En ese instante, me desenchufe del curso, sentí que mi historia no se comparaba a la de ellos, era como una taza de leche, por lo que mi mente había volado unos días atrás y pensaba que, Gracias a Dios, en casa mi familia tenía qué comer. Con suerte, días antes del conflicto mis papás se habían aprovisionado de víveres y gas, por lo que pudimos salir adelante; aunque no dormíamos muy tranquilos, pues sentíamos preocupación por los días que nos había tocado vivir. Unidos en familia sólo nos limitábamos a prender velas a la Virgen de los Remedios, que es la Patrona del pueblo de Pucarani. De esta manera rogábamos por la salud física y espiritual de todos los bolivianos y que iluminara a los gobernantes para que encuentren una solución atinada a los problemas. Mis papás se sentaban por la noche frente a su imagen y le decían con una fe ciega: –Virgencita, que se haga tu voluntad; solo tú sabes qué días nos esperan; pero no te olvides de los pobres; cuídalos y protégelos con tu manto sagrado; no permitas que sigan sufriendo más. De pronto, mi pensamiento retorna al curso. En esos momentos la docente reflexionaba sobre los conflictos del gas; comentaba cuál salida era buena: si por Chile o por Perú... Al regresar a mi casa, en la noche, nuevamente le di gracias a Dios y a la Virgen de los Remedios por permitir que mi familia siga unida y que los conflictos se hubieran solucionado; sobre todo le agradecí porque mis compañeros de curso habían salido ilesos de sus amargas experiencias.
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había visto; hacían fila para adquirir unos cuantos panes para su consumo. Por lo que supe, estaban allí desde las cuatro de la madrugada. El control lo realizaban ellos mismos con un orden que hasta las mejores instituciones públicas envidiarían. Uno a uno adquirían productos básicos hasta que salió una señora y dijo que ya no había más pan. Los gritos de reclamo no se dejaron de escuchar: “Por qué sólo venden a sus caseros”, decían, “han vendido más de lo debido”, era lo que la mayoría de las personas sostenía. Cuando pasó el griterío, la gente quería saber si al día siguiente se vendería el pan con normalidad para poder llegar un poco más temprano y asegurar su adquisición. Salió otra señora y les comunicó que la dueña no estaba segura de elaborar pan ya que no había gas ni levadura. A ellos no les quedaba más que resignarse e irse con las manos vacías a sus casas. Un señor insistía en que se le vendieran unos cuantos panes, “Aunque sea duros, señora”, le decía. Parecía que la crisis de 1984 se repetía. Había que solucionar el problema de la levadura y el gas. Lo del gas no fue tan grave ya que se contaba con kerosene de reserva del que se podía disponer. Inmediatamente me dirigí a la tienda que generalmente nos abastece de levadura. Era el primer día de esa semana que salía de mi casa y las cosas ya no eran las mismas en las calles de mi barrio. Los contenedores de basura estaban en la mitad de la calle junto con piedras y otras cosas que perjudicaban el tránsito de las movilidades. Los vecinos estaban reunidos en una esquina y gritaban a coro: “Vecino, amigo, únete a la lucha”; era el grito de la gente que estaba enfurecida contra la actitud represora del gobierno. Llegué hasta la tienda; había una veintena de personas y me puse al final de la fila. Se podía observar distintas expresiones de las personas, ya que algunos se iban contentos y otros no. Ya cuando estuve a la cabeza de la fila, solicité el producto y me dijeron que costaba 24 bolivianos. Ahora sí podía comprender la actitud de esas personas que se habían ido ya hace mucho rato. Los precios estaban muy elevados, hasta la exageración. Normalmente un paquete de levadura cuesta cuatro bolivianos con cincuenta centavos; pero ahora el precio se había multiplicado por cinco. No sabía qué hacer ya que la señora de la tienda me presionaba diciéndome: “¿Va a llevar o no?, si no, me lo deja, igual lo voy a vender”, parecía que ya no me reconocía. Tomé la decisión de no comprarlo ya que me parecía un engaño. Los quince bolivianos que llevé se quedaron cortos frente a lo que la “casera” pedía. Rumbo a casa, por ese camino de piedras resaltadas, como si un tubo de agua hubiera reventado, unos niños jugaban con sus autillos mostrando su ropa desgarrada por tanto arrastrarse por el suelo, ignorando la realidad que se vivía entonces. Se podía observar casi en todas las casas la bandera boliviana con un crespón negro en la parte superior, mostrando la solidaridad con el pueblo alteño. En la plaza IV Centenario, que es la principal de la zona, donde las flores se encuentran casi marchitas y que es el refugio perfecto de los jóvenes rebeldes, se encontraba un individuo con una radio portátil que estaba sintonizada en un informativo. Informaban sobre las bajas, las próximas acciones del gobierno y constantemente mantenían contacto con los distintos departamentos y provincias de Bolivia. Lo que más llamaba la atención era que en sus cortes publicitarios se escuchaban las palabras de alguien que decía con voz fuerte y sonora: “Defiende lo que crees; no te dejes”. Ya eran las diez y media cuando llegué a casa. Toqué el timbre; sonaba tan ronco que hacía armonía con el día que transcurría. Les conté lo que había sucedido y tuvimos que aplazar todos los preparativos para el día siguiente; no se podía elaborar el pan porque no contábamos con todos los
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ingredientes, con esos precios tan elevados de la materia prima no tenía sentido elaborar el pan casero, ya que, en vez de obtener ganancias, entraríamos en un déficit. Las largas filas no se repetirían más; la gente se quedó sin la “marraqueta” del día debido a la poca voluntad de parte del gobierno para negociar las demandas sociales.
¿Cómo enfrento los problemas económicos? Miriam Aduviri
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omentar lo sucedido en octubre me da lugar a recordar cómo participaban los alteños en las distintas manifestaciones, ya que en los medios de comunicación únicamente mostraban a los marchistas como los actores principales. Sin embargo, existían otros personajes que eran protagonistas del drama de la Guerra del gas. Por curiosa, conocí la astucia de algunos hombres que intentaban ganar algunos centavos para sustentar a su familia. En la autopista estaban estacionados varios señores con bicicletas que, en sus parrillas, llevaban un comodín y tocaban bocina; su objetivo era indicar que estaban libres para trasladar pasajeros. Había bicicletas de todos los modelos: cómodas e incómodas; entre las bicicletas estaba una moto, que era más ágil y cómoda. Ese señor fue el que no tenía descanso. Llegaba a la parada y lo contrataban. Seguramente se llevó un buen dinero a su casa. Como en todo lugar, existe la oferta y demanda de los ciclistas; Gritaban: “Villa Adela, 3 Bolivianos”. El lugar más costoso fue Viacha, ya que el traslado hasta esa ciudad valía 10 Bolivianos. Mientras la paz reinaba, no se escuchaba bocinas de los automóviles; tampoco existía tráfico vehicular; pero todo eso pasó a segundo plano ya que, a lo lejos, se comenzó a observar una multitud de individuos que gritaban y avanzaban a pasos grandes en la autopista. Por otro lado, se acercaba un grupo de soldados armados. Todos se alborotaron: los dueños de las bicicletas se dispersaron; pero en ese lapso, un hombre gritó: “¡Me robaron la bicicleta!”, y correteaba de un lado a otro. A cierta distancia, un adolescente montado en la bicicleta estaba huyendo; yo sinceramente no pensé que la estaba robando; pero por azar de la vida, él tuvo que regresar, ya que por donde él huía estaba empezando un enfrentamiento entre ciudadanos y militares. No tuvo otra opción más que de regresar, además porque se estaban lanzando gases lacrimógenos. Entonces el hombre reconoció su bicicleta y no midió la fuerza con la que actuó, ya que fue directamente a atacar al presunto ladrón. El muchacho gritaba: “¡Ayúdenme!”, pero nadie se compadeció del pobre, que explicaba que regresó para entregar la bicicleta a su dueño. Lo insólito fue ver a la bicicleta botada a un lado, lista para ser robada nuevamente. Mientras ese individuo hacía justicia con sus propias manos, en la siguiente cuadra estaba muriendo un ciudadano más. Los jóvenes comenzaron a silbar por esa muerte; todos
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los que se encontraban en la autopista escaparon, correteaban de un lado para otro hasta dejar la autopista como un desierto. Estos casos de manifestaciones hicieron noticia a nivel mundial; pero no mostraron la astucia de la sobrevivencia de aquellos hombres con pocos recursos, ya que se ingeniaban para sustentar a sus familias. Casos así ocurrían en todas partes.
De un punto en una América Latina 2003 Marcelo Argollo
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l circo de los hidrocarburos. Los gritos y petardos, las noticias sobre la muerte de alguien o quizás las amenazas de algún dirigente a uno o a aquél, le dejaban de importar, porque ése era ya un cotidiano pensar, y el día y la noche se sucedían de manera tan rutinaria que hasta el hecho de saber la fecha carecía de interés. Eran quizá las cuatro de la tarde cuando escuché: “¡Marce, Marce, mira qué gusanos!” Era Marisol que, entre un gesto de burla y admiración, me señalaba algo de la calle. Me asomé y pude ver unas filas extensas y desordenadas de autos que, entre bocinazos, gritos de conductores y personas de a pie, se disputaban el espacio más pequeño que aún quedara frente a las dos gasolineras de la zona para comprar lo mucho o poco de combustible que había llegado. Por un momento, traté de encontrar el sentido exacto que quería dar Marisol a la palabra gusanos, y se me ocurrió que era una alusión a las extensas y numerosas filas de autos, o tal vez las malas y groseras palabras que proferían las personas en ese momento, o incluso la astucia y paciencia de algunos conductores para buscar y apoderarse del mejor lugar que podrían encontrar. Luego me di cuenta de que esto era lo de menos; lo interesante, aunque parezca cruel, era ver ese gran desorden rodeado de desesperación. Pero, como cuando uno come arroz con huevo por tres días seguidos –lo que era muy usual por esas fechas–, me cansé y decidí aliviar en algo mi razón, buscando en mis novelas y cuentos algo que posea más sentido que ese vómito de ideas y acciones que, por entonces, eran nuestra realidad. Unos minutos atrás había yo encendido la luz de la salita para continuar con mis lecturas, cuando traspasó a mi nariz el olor de la futura cena de la vecina. Por lo que podía percibir, era una de esas sopitas instantáneas, que por cierto eran también muy usuales por esos días. Y de repente me surgió nuevamente la inquietud de mirar por la ventana, cuando escuché: “Marce, Marce, mira”; y otra vez mis ojos se clavaron en algunas escenas singulares. Por ejemplo: algunos de los de a pie que pudieron obtener un poco de combustible, en un espacio oscuro y justo debajo de mi ventana, hacían actos increíbles de magia, porque resulta que hacían desaparecer en unas simples bolsitas nylon en un abrir y cerrar de ojos los litros de gasolina que habían comprado para aparecer en otro abrir y cerrar de ojos con sus galones vacíos en la gasolinera de enfrente. Mi wawita. Era un perro enloquecido y ahora es un perro desconcertado; ésa era la idea que planteaba Marisol, aunque no con las mismas palabras. Pero eso no importa
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ahora. Lo cierto es que esa idea le venía siempre en voz alta cuando veía a Cocú, el perro de la casa. Resulta que por esos ruidosos y rutinarios días de conflicto, donde la fecha carecía de importancia, Cocú había hecho suyo un rinconcito de la salita, más propiamente un sombrío y pequeño espacio debajo del escritorio que, por cierto está en una esquina muy alejada de la puerta y de las ventanas. Mi hermanito menor –como yo le llamo– casi siempre lanzaba un suspiro ambiguo, si vale el término, similar al que uno hace cuando añora a ese ser que hace llevadera nuestra cotidianeidad. Cuando necesitaba completar su círculo de existencia, Cocú buscaba de manera incesante hacer un hueco en el ya desgastado machimbre de la salita pensando que por ahí podría escapar de los ruidosos petardos y gritos de los manifestantes luego de intentar esa agotadora empresa, pasados casi siempre unos 130 segundos, transformaba su cuerpo en una bola de pelos que necesitaba apretujarse cada vez más; se asemejaba al proceso inverso del desarrollo de un ser en el vientre de su progenitora. Sin duda, esa imagen era dolorosa y lo único que yo atinaba a decir y hacer era un “calma, calma, mi wawita”, con una caricia en su pechito tibio pero muy frío a la vez. Cuando el hastío llegaba al punto de rechazar la sardina y el huevo de ese habitual comer, sucedió que el ruido de los gritos y petardos habían disminuido, y vimos prudente salir con Marisol a desadormecer un poco los pies y la mente en la calle. Al mirar a ambos lados de las dos avenidas que circunscriben la casa, se nos ocurrió la idea de sacar a Cocú de su refugio para que nuevamente pueda marcar territorio. En un principio, se mostró muy contento, y hasta levantaba algo de polvo de su peluda cola de tanto que la hacía girar cuando le habíamos mostrado su correa. Al llegar a la esquina donde se cruzan nuestras dos avenidas, y observando lo casi desolado de las jardineras y el pavimento, libramos de su correa a Cocú. Ocurrió algo indescriptible: azotó frenéticamente sus patas en el suelo por unos cincuenta metros cuando, de repente, hizo un alto y se puso a buscar algo con su cabecita. Entonces me di cuenta de dos cosas: Cocú nunca había visto esos espacios tan vacíos; le era imposible tratar de discriminar cuál camino tomar porque era un nuevo ambiente para él. La segunda: esas dos avenidas ya no eran nuestras y tampoco de mi hermano; el clásico “Pérez, un peso”, “Ceja, uno cincuenta”, habían sido sustituidos por algunos chiquillos y otros tantos perros que, como Cocú, se hallaban desconcertados.
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“Así es el precio” Irma Quispe
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urante la lucha por el gas, en mi barrio sucedieron muchas cosas. Una muy importante fue que de repente todas las tiendas hicieron subir los precios de sus productos y cobraban a su gusto, pese a que la gente, y me incluyo en ellas, no contábamos con dinero suficiente en esos momentos. Ante ese problema, todos mostramos nuestro descontento y rabia en contra de ellos porque se estaban aprovechado de la situación que
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atravesábamos y cobraban lo que querían sin importarles si los vecinos podían pagar o no. Ésa fue una causa para que algunos empezaran a saquear las tiendas por mi barrio; el descontento y la rabia estaban en su punto más alto por la actitud de los propietarios de esas tiendas. Incluso el horno de mi barrio se puso en ese plan, ya que era el único por esa zona que no había dejado de trabajar; en primer lugar, disminuyó el tamaño del pan; pusieron como pretexto el aumento de precio de la harina, pero eso era una mentira ya que antes del paro tenían reservas previstas. Tres panes costaban un boliviano; eran extremadamente pequeños y simples, parecían panecillos. Lo más sorprendente fue que no lo vendían a cualquier persona: solamente a los que llevaban leña para hornear el pan en las madrugadas y en las noches. Si no llevabas la leña, no conseguías pan; ésa era la condición que había puesto el dueño. Entonces, los vecinos de mi barrio, niños, adolescentes y especialmente los padres de familia no tuvieron más que hacer; buscaron maderos, pedazos de cajones de madera; incluso fueron al bosquecillo a traer ramas de los árboles para poder conseguir una pieza de pan para sus hijos. Mi madre tiene una pequeña tienda ubicada en la zona El Tejar, que es muy transitada ya que en ese lugar se encuentra todo tipo de productos a un buen precio. Pero esos días del conflicto todo cambió; de igual manera los precios subieron y también se vio el descontento de la gente que reclamaba. En ese momento me sentí muy orgullosa de mi mamá, ya que ella no hizo subir los precios de sus productos; los vendió a precios normales; prefirió ser consciente porque sabía de los problemas económicos que atravesábamos todos en esos instantes. Pero fue muy difícil salir a vender; cada día madrugábamos para poder ir a vender, ya que después de las ocho salían de rato en rato grupos de personas que se dedicaban a saquear a las vendedoras. Y era algo sorprendente, ya que eran las mismas vendedoras las que se saqueaban entre sí. Todo ese grupo estaba dirigido por las dirigentes que, con palos, daban vueltas alrededor gritando: “¡Apoyemos a nuestros compañeros alteños en la lucha por el gas!, ¿acaso son chilenos ustedes?” Era algo espantoso. Mi mamá y yo pasamos momentos de miedo, no podíamos vender tranquilamente; teníamos que estar pendientes de lo que iba a pasar ya que, si nos encontraban vendiendo, nos saquearían la tienda; hasta podíamos recibir golpes porque ése era el castigo por salir a vender. Todo se convirtió en una batalla entre nosotros mismos, sin saber de qué lado estábamos. Lo único que puedo decir es que la gente sólo buscaba qué comer en esos momentos. El alza de precios provocó rabia, y, sobre todo, el comienzo de los saqueos en tiendas y mercados, que terminó en una lucha entre los vecinos y los comerciantes. Algunas personas comentaban que no volverían a comprar nada de ciertas tiendas porque habían subido sus precios y cuando se les reclamaba, las comerciantes muy orgullosas, contestaban: “¡Así es el precio; si quieres lo llevas; si no, no!”
Rodrigo Gutiérrez
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Las dos caras de la moneda
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penas amanecía. El cielo mostraba una mezcla de confusión y luto, ¡y ese luto y confusión es lo que aflora hoy en todos los ámbitos de la ciudad. Todo esto ocurría debido a la negligencia del gobierno al no querer escuchar las propuestas del pueblo boliviano (eran los comentarios transmitidos por los vecinos de mi barrio). Entre los vecinos, se encontraba mi madre pregonando este mensaje por ser miembro del directorio de la junta vecinal. Por esa razón es que yo tuve que pasar momentos de angustia y temor al saber que ella estaba propensa a cualquier tipo de accidente o desgracia en cualquier momento, ya que también estábamos informados de que los militares buscaban a todas aquellas personas relacionadas con la junta vecinal de cada zona. Esa noche, cuando el reloj daba casi las once, mi mamá todavía no había llegado; yo me sentía desesperado; tenía una intranquilidad que al final me llevó a buscarla. Donde primero me dirigía era a los lugares donde se encontraban grupos numerosos de personas. En esa búsqueda que hice, pude observar a algunos vándalos (adolescentes) que, aprovechando la oscuridad por la falta de luminarias públicas, arrojaban piedras a un taxi con el único objetivo de destruirlo y quemarlo; pero no lo consiguieron, porque el conductor salió en defensa de su vehículo y de su familia, e inmediatamente salió una señora que, con llanto y desesperación, pedía auxilio. Felizmente eso hizo que todos ellos escaparan. Nuevamente empecé a caminar; a una distancia aproximada a los cien metros, se encontraba una de las sucursales de Electropaz; estaba siendo saqueada. También por los alrededores se observaban destrozos de las luminarias de la carretera a Oruro. Todo aquello me causaba una gran tristeza y dolor; por otra parte, me sentía impotente al no poder hacer algo para que esas personas cambiaran de actitud. Cómo poder decirles que lo que hacían no era lo correcto, y que entiendan que esas cosas destruidas nos harán falta posteriormente. Pero lamentablemente todos estos protagonistas actuaban sólo pensando en su ira, pensando que de esa manera podrían vengar a los muertos. Mientras miraba todo ese caos, me sorprendí enormemente al ver a mi madre como una protagonista más de todo aquello: ¡era mi mamá la que estaba dentro de esa turba enardecida!, y yo no lo podía creer. Y así como amaneció aquel día, mostrándose triste, también terminó de la misma forma, causándome además decepción y coraje.
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Un matrimonio diferente Jhacqueline Romero
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odo estaba listo para continuar la fiesta; pero el animador dijo: “¡Atención!, los dueños de autos salgan afuera; vienen los saqueadores”. Era el sábado once de octubre; mi familia y yo nos disponíamos a ir al matrimonio de mis primos: Esteban y Mabel. Las noticias eran evidentes; el país en esos momentos se encontraba en una crisis profunda; la lista de muertos y heridos era interminable; pero aún así la fiesta se llevó a cabo. Nos dirigíamos camino a la fiesta; por el paro de transportes, tuvimos que ir a pie, aunque esto no era ninguna novedad. No era fácil caminar por las calles de El Alto porque éstas estaban llenas de barro y agua por la intensa lluvia que había caído horas antes. Cuando ingresamos a la fiesta, todo estaba normal; los novios recibían a sus invitados; la gente bailaba alegremente; bebían y disfrutaban de la fiesta. Los invitados comentaban que la fiesta estaba vacía, aunque a mi parecer estaba normal, como cualquier otra. Hubo invitados que llegaban en bicicleta, en unos casos con sus regalos en la parte de atrás; en otros, junto a sus esposas; el deseo de asistir a la fiesta era realmente grande; no importaba la distancia ni el tiempo; lo que importaba era el deseo de compartir y olvidar por un momento lo que en las mentes de todos se encontraba: el temor de no precisar el futuro. Cerca de las once de la noche, se cortó la música y el vocalista de la amplificación alertó a los invitados. En ese momento, los invitados, unos con unos tragos encima y otros todavía sobrios salían a la calle. Uno que otro se alteró, agarraron sillas queriendo pelear con los saqueadores, que nunca llegaron. En ese momento todo se colmó de miedo e inquietud; unos preocupados por lo que podría pasar más adelante; otros preocupados por sus hijos, que habían dejado en su casa; la mayoría, impaciente por irse. La fiesta quedó vacía; todos habían desaparecido; en ese momento estaban todos ciegos; no comprendían qué era lo que pasaba afuera; todo era negro; la luz se había cortado; la fiesta que se había vivido horas antes era un mundo diferente al de afuera. En las calles, se veía a grupos de gente agarrando piedras y palos como armamento de defensa; esta gente estaba alrededor de fogatas que se habían armado cada media cuadra. Era la primera noche de vigilia; los vecinos se habían organizado en todas las calles y avenidas tras el rumor de que sus casas iban a ser saqueadas. La ciudad se había convertido en un hormiguero, un hormiguero negro donde la gente caminaba por todos lados; en una noche oscura y negra; los momentos que transcurrían eran momentos inolvidables y temerosos para niños, adolescentes y ancianos; sólo se esperaba el día cuando todo volviera a la normalidad.
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133 Jóvenes munidos con bombas molotov y dinamita gritaron sobre una de las pasarelas de Senkata, ubicada a 30 kilómetros de La Paz, consignas contra el gobierno. Eso fue el 11 de octubre. La salida de 14 cisternas con gasolina hacia La Paz provocó enfrentamientos que costaron la vida de 26 personas ese día: un alto precio. Foto: David Mercado.
Memorias de una democradura
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134 Un manifestante encapuchado salta sobre una barricada en La Portada, un barrio popular de La Paz, el 13 de octubre. Un masivo movimiento social mostraba su descontento por las políticas energéticas del gobierno; al mismo tiempo, pedía la renuncia del Presidente. Foto: José Luis Quintana.
La rabia
La maldición del gas y un matrimonio Edwin Requeza
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a felicidad de las personas no siempre alcanza la cima el día que se casan; por el contrario, el día de bodas puede ser el día más infeliz de nuestras vidas. La experiencia que viví junto a mis amigos sucedió el sábado once de octubre, fecha en que fuimos testigos de un día muy oscuro, lleno de pánico, tristeza, miedo, llanto y dolor para una pareja y sus familiares que festejaban su enlace matrimonial, día del cual fuimos testigos, pues asistimos en calidad de invitados. Como es de saber público, los días 10, 11 y 12 de octubre fueron días trágicos, días de matanza y de sangre para la ciudad de El Alto como consecuencia de los conflictos sociales entre sectores populares y el Ejército boliviano; a esta convulsión social también se la conoce como la Guerra del gas. Los familiares, tanto del novio como de la novia, organizadores de la recepción social, decidieron hacerla, pese a los problemas que vivía la ciudad, porque los preparativos ya estaban listos, además de que se habían repartido las invitaciones donde figuraba la fecha del matrimonio; dieron, pues, marcha al reventón. Aproximadamente a las cuatro y treinta de la tarde, salí de mi casa hacia la ciudad de El Alto, pues quedé de encontrarme con mis amigos en la Ceja y asistir en grupo todos juntos. Llegué al lugar a pie, ya que ese día no había movilidad; durante todo el trayecto, vi mucho movimiento, tanto de personas civiles como de uniformadas. A pesar del cansancio, llegué al peaje de la autopista, que en ese momento estaba todo destrozado. Posteriormente, llegué a la Ceja con mucho miedo porque los manifestantes estaban muy bravos; me miraron profundamente; entonces me saqué la pilcha; pero no me dejaban de mirar. En ese lugar, me puse a esperar; pero como no llegaba ninguno de mis cuates, decidí caminar hacia el local, que estaba ubicado en la calle 4 de Villa Dolores. En el camino, por fin encontré a uno de los que yo esperaba. Bueno, juntos nos fuimos rumbo al local; nos costó mucho llegar a nuestro destino ya que nos abuchearon, nos silbaron y hasta intentaron agredirnos arrojándonos cáscaras de naranja, plátano y piedras; pero finalmente llegamos. Al llegar, nos encontramos con una gran y penosa sorpresa: yo miraba un local totalmente destrozado, las estructuras del edificio, que estaban adornadas elegantemente con puro vidrio arquitectónicamente diseñado para un salón de eventos sociales... ¿qué quedaba de ellas?, absolutamente nada; los manifestantes habían destrozado el local arrojando piedras y fueron capaces de destrozar hasta las paredes. Mas allá de una superficial visión, entré al local por una puerta quemada, y sentí un ambiente de lágrimas, de angustia. No supe qué hacer; los pocos invitados que estaban se refugiaban en la parte alta del local. Me acerqué a los novios, y lo único que hice fue abrazarlos fuertemente, absteniéndome de preguntas. Más tarde, los manifestantes, armados con el valor de la borrachera que tenían, intentaron agredirnos de nuevo; tratamos de defendernos con palos y con nuestras propias manos desatando así una pelea brutal. Pero poco pudimos hacer porque finalmente ellos nos hicieron correr de un lado para otro y de adentro para afuera del local. Ya muy tarde, los
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familiares e invitados decidimos alejarnos del local e irnos a la casa de los novios; pero a medida que caminábamos, cada uno se fue despidiendo en un ambiente cargado de balaceras y gritos. Es de esta manera que concluyó ese día de llanto y de amargura para esa pareja. Erasmo y Patricia no olvidarán esa fecha de infelicidad por culpa de los manifestantes y por la maldición de un tema llamado “gas de bolivia”.
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“¡Quememos esta casa!”
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Jacinto Quispe
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no de los conflictos más sobresalientes de la historia boliviana es el ocurrido en el mes de octubre de 2003, la denominada Guerra del Gas, que provocó mucho luto y dolor en la ciudad de El Alto, y que terminó con la renuncia del presidente. Durante esos sucesos, los barrios vecinales fueron sus protagonistas. En el barrio de Villa Dolores, se vivieron días de tensión y desesperación. El sábado 11 de octubre, mientras algunos barrios sufrían el dolor y el luto, otros continuaban con sus actividades cotidianas; éste fue el caso de los centros de baile, los bares, etcétera. Aproximadamente a las dos de la tarde, un alcohólico, al retirarse de un bar, fue agredido por los empleados, quienes lo golpearon por no cancelar el costo del consumo. Al percatarse de ese hecho, los vecinos intervinieron dando voces de protesta para que el local se cierre y se sume a la lucha. Lamentablemente, los responsables del local actuaron con imprudencia: lanzaron gases lacrimógenos hacia los vecinos para dispersarlos; sin embargo, lo único que consiguieron fue aumentar la furia de las personas, quienes, tomando palos y piedras, hicieron retumbar el edificio; rompieron los vidrios; destrozaron las puertas e incluso gritaron frases como: “¡Quememos esta casa!” No pasaron ni diez minutos cuando empezó a desmantelarse el cielo mediante una terrible granizada que impidió a los vecinos continuar con su intervención. Gracias a la caída de este fenómeno, se evitaron mayores desgracias. Al atardecer, cuando la tormenta había cesado y el Sol se mostraba radiante, nuevamente este salón, sin escarmentar la lección, abrió sus puertas al público haciendo sonar música muy ruidosa, incitando a los vecinos e ignorando los hechos lamentables que estaban ocurriendo en otros sectores. Paulatinamente, a la siete de la noche, los vecinos, aún más enardecidos, se agruparon para planificar la toma y el cierre definitivo del edificio. Cuando el salón estaba en pleno show, lo intervinieron nuevamente arrojando piedras y palos al resto de las ventanas; además golpearon los equipos de sonido y los juego de luces provocando un caos en aquel lugar. Posteriormente, los vecinos realizaron un recorrido por toda la zona; aquellos salones encontrados en plena actividad corrieron con la misma suerte por no unirse al dolor y al luto de los demás. Desde aquel día hasta la culminación del conflicto, todos se sumaron de manera general a la protesta. El mencionado bar tomó la iniciativa: puso carteles en sus ventanas que decían: “¡No a la venta del gas!”, “¡El gas es de los bolivianos!”; también colocó banderas con crespón negro, al igual que los demás, como señal de luto.
La rabia
En esta zona, por lo general, se concentra mucha gente debido a la presencia de los salones de baile, bares, mercados, etcétera. También se produce gran congestión de vehículos, lo cual provoca mucho ruido; pero en esos días de conflicto fue sorprendente: las noches eran muy silenciosas, como en los campos despoblados; cada noche se encendían fogatas en las esquinas; ya era una costumbre que aparentemente parecía no tener fin. Todos en el barrio se integraron a la lucha con un solo objetivo: recuperar y conservar el recurso natural del gas; todos estaban decididos a triunfar.
Días de saqueo Pamela Chuquimia
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a recordada mañana del 12 de octubre, yo me levanté con el sol radiante. Para mí iba a ser un día súper; nunca imaginé que sería el inicio de una fase triste en la historia de mi país. Me di cuenta de eso al escuchar las noticias y al ver cómo mi barrio se había paralizado ese día. Pasado mediodía, aprovechando que mi mamá no estaba en casa, decidí ir a caminar por algunas calles de mi zona; fui bajando por la avenida Bautista; y en una de las calles vi a mis vecinos haciendo carteles para la movilización. Poco después me vi envuelta en medio de un saqueo en el que mis vecinos saqueaban y el afectado, un amigo mío. Esa tarde, al llegar a la plaza Garita de Lima, me encontré con mi prima Ana. Ella y yo decidimos ir a visitar a un viejo amigo, David, que justamente es dueño de una de las discotecas de mi zona. David estaba al tanto de las marchas, pero decidió no cerrar su local. Más tarde, en la noche, los marchistas irrumpieron en la discoteca rompiendo botellas de refresco, rompiendo los vidrios y casi robándose los equipos de amplificación. Claro que algunos marchistas estaban borrachos. Por fin, aparecieron los policías quienes los dispersaron utilizando la fuerza y gases lacrimógenos. Ana y yo estábamos nerviosas, asustadas y a la vez confundidas y, con algunas amigas, nos encerramos en la bodega. David, al vernos asustadas, nos sugirió entrar y cuidarnos en la otra habitación, por ser mujeres. Dentro de ese lugar, claro, estábamos a salvo; pero aun así entraba el gas. Nos sentimos como en una ratonera. Cuando salimos, ya todo había pasado; las chicas y yo estábamos lagrimeando; sólo David estaba lamentándose por los daños. El saqueo había durado una hora y media. Dos horas después, Ana y yo decidimos cada quien ir a su casa. Yo subí por la Garita de Lima asustada y nerviosa por lo ocurrido. Esa noche vi asombrada cómo las calles, que eran centros de comercio tan visitadas por las personas, limpias y con seguridad, se habían convertido en un completo basurero: el asfalto estaba destruido, la basura había sido utilizada para bloquear las calles, sólo caminaban policías y ambulancias. Mi barrio estaba completamente desierto. Al llegar a mi calle, caminé a mi casa rezando para que la riña, que era segura que mi mamá me iba a dar, no sea tan fuerte; y es que, además, esa noche las calles de mi barrio daban la sensación de que el país estaba en un estado de sitio crítico.
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El clima de la plaza Rioshinio Dayana Cárdenas
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ol radiante, tiendas cerradas; personas tomando un helado de crema o un raspadillo; niños jugando fútbol o a las cartas de moda y otros manejando bicicletas; jóvenes vestidos de manera casual conversando entre ellos; familias reunidas; parejas de enamorados que disfrutaban el momento juntos; ancianos que se encontraban y se fundían en un gran abrazo, compartiendo un momento de plática ya que los problemas aún no habían llegado al lugar. Ése era el panorama que se veía en el parque Rioshinio de la zona Norte de La Paz, el día miércoles 15 de octubre, durante las primeras horas de la mañana. Aproximadamente a las once de la mañana, un grupo de vecinos de Villa de la Cruz marchaba por las calles pidiendo que el pueblo se solidarice con ellos; con gritos y carteles exigían la renuncia del ahora ex–presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Los marchistas eran aproximadamente unos tres mil; pero ese número iba aumentando. El ánimo de los vecinos también iba subiendo; la ira y la cólera de sentirse impotentes dominaba el corazón de los habitantes de mi pacífico barrio, mientras la situación empeoraba a cada minuto. Este clima que puso a todos temerosos duró hasta el mediodía, hora en la que parecía que todo regresaría a la normalidad. Hasta las tres y media todo estuvo tranquilo; pero, de repente, un grupo de jóvenes provenientes de otras zonas, con palos y carteles, vestidos de manera cómoda, dando la impresión de que escaparían en cualquier momento si algo llegara a complicarse, y dando gritos, arribaron al parque Rioshinio en cuyo centro había una caseta policial de madera. Ingresaron violentamente a ésta; robaron el escritorio y las sillas que ahí había. No contentos con su hazaña, la rompieron, haciéndola pedazos a patadas para terminar quemándola en plena avenida, bloqueando el paso a los adultos, jóvenes o niños que transitaban, jugaban o montaban una bicicleta. La zona Norte no es un barrio problemático; no hubiera pasado nada si esos jóvenes no arribaban al parque. Durante mucho rato, el miedo estuvo presente en el corazón de los vecinos, especialmente de los que presenciaron directamente el acto y tuvieron que escapar por los alrededores con el temor de que llegara la policía y gasificara el lugar, donde había muchos niños y ancianos. Por suerte, no se tuvo que lamentar heridos ni la muerte de ninguna persona ni otros hechos violentos. Todo volvió a la calma a partir de las cinco de la tarde. Era como si nada hubiera ocurrido; la caseta ya se había consumido por el fuego; las parejas de enamorados aprovecharon para verse nuevamente; las señoras salieron a pasear a sus perros; los padres jugaban con sus hijos un mini partidito de fútbol; las niñas manejaban bicicletas; en fin, la calma volvió a reinar en el parque Rioshinio de la ciudad de La Paz.
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La Paz y Santa Cruz a la misma hora Rocío Mamani
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a semana de octubre cuando empezaron los conflictos en la ciudad de El Alto, la ciudad de La Paz aún no se había afectado y tampoco yo me había perjudicado en mi trabajo; incluso me habían comunicado que debía viajar el domingo a la ciudad de Santa Cruz, pues nadie se imaginaba lo que iba a suceder los días viernes y sábado. Fue entonces cuando empecé a preocuparme por cómo lograría pasar el cerco o bloqueo de El Alto, especialmente el de la autopista, donde ya no circulaban movilidades. Al principio, tuve la irrisoria idea de viajar por tierra, pensando que se solucionaría el conflicto el fin de semana. Como no fue así, tuve que buscar otra alternativa: busqué un pasaje en avión, si es que había alguno todavía vacante; y lo pude conseguir. Los precios habían subido hasta por las nubes, pero no había otra solución; el vuelo salía el domingo a las siete de la mañana. Me quedé tranquila, suponiendo que todo iba a salir bien. Pero más tarde me preocupé pensando en cómo lograría llegar hasta el aeropuerto de El Alto si todo estaba bloqueado. Yo vivo en la zona de la Estación Central, y me queda muy lejos. Decidí que me levantaría muy temprano, cuatro o cinco de la mañana, tomaría un minibús o cualquier transporte que me dejara cerca y el resto lo haría a pie, con mis maletas al hombro. Pero no conté con los acontecimientos del sábado negro para los bolivianos. El transporte acataría un paro nacional y yo no tendría otra opción que ir más temprano y a pie al aeropuerto. El sábado por la noche llovieron informaciones sobre las matanzas y crueles asesinatos, en especial contra la población alteña. Me llené de tristeza por las familias que habían perdido a sus seres queridos, y me entraron ganas de llorar. No pude dormir a pesar de que me esperaba una larga jornada al día siguiente, comenzando con la larga caminata que debía emprender para cumplir con mi trabajo. Llegó el día esperado. Con mucho miedo, y sabiendo que no transitaban las movilidades, nos arriesgamos a salir muy temprano mi esposo y yo, porque él me acompañaba dándome confianza de que nada me iba a pasar. Llegamos al puente de la Cervecería, por allí estaban transitando unas pocas movilidades, sobre todo radio taxis. Tomamos un radio taxi, el chofer sabía muy poco de la situación de la autopista; nos arriesgamos y, en el transcurso del camino, constatamos que en la noche habían bloqueado la autopista sacando los postes de los alumbrados y poniéndolos en medio del camino. También me asombró ver destrozadas las vallas publicitarias que eran de metal y difíciles de derribar; pero los rebeldes habían destrozado esos letreros colocándolos en medio de la autopista. Además, en todo el trayecto había muchas piedras. Los soldados y policías estaban habilitando el trayecto que une a la ciudad de La Paz con la ciudad de El Alto. Por fin, a las seis y treinta de la mañana llegamos a salvo al aeropuerto. Mi vuelo se había pospuesto treinta minutos porque muchos pasajeros no llegaban. Me embarqué rumbo a Santa Cruz agradeciendo a Dios porque no nos pasó nada y rogando que no le pasara nada a mi esposo durante el retorno a casa.
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No dejé de asombrarme, cuando llegué a Santa Cruz, al ver la paz y tranquilidad que existía en esa ciudad mientras La Paz estaba sufriendo un terrible enfrentamiento entre el gobierno y la población. Sin embargo, hasta ese momento no imaginé que lo vivido en La Paz era solamente el principio de una guerra ciudadana.
“Haga patria: mate un militar” Lourdes Chirinos
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a crisis de octubre fue uno de los ciclos donde la incertidumbre acerca del futuro de mi país, Bolivia, rondó en mi cabeza. Lo malo es que por mucho que buscaba soluciones a dicho conflictos no encontré salida alguna, ya que la pena por las muertes que se difundiera por los medios de comunicación calaba en lo más hondo de mi ser, y la desesperación de no poder hacer nada, la impotencia, carcomía mi alma; el solo hecho de ver la televisión me ponía nerviosa; ver y escuchar cualquier informativo era como ver una película de horror; pero las muertes que se suscitaron no se trataban de una película de ficción, como ésas que pasan por televisión. Esa semana mi familia trató de evitar el tema conversando sobre cosas agradables; pero, por más que hablábamos de otra cosa, lo que ocurría en ese momento muy cerca de casa no nos era indiferente y, nuevamente a pocas calles, el tema de conversación de las personas eran las muertes de inocentes vecinos, el peligro que representaba salir a la calle; era lo que preocupaba a la ciudadanía en general. Semanas antes, habíamos vivido la angustia que tal vez vivían en ese momento los familiares de personas que salían a las calles a bloquear sin saber si volverían con vida. Mi padre quedó encerrado en la población de Sorata cuando apenas empezaba la denominada Guerra del Gas. Él es policía, y estaba a cargo del puesto policial de Sorata. Desde nuestro hogar, habíamos recibido noticias transmitidas por medios de comunicación de que la comandancia de policía en la cual se encontraba mi padre estaba siendo incendiada; también escuchamos declaraciones de comunarios que amenazaban con matar a los policías encargados del lugar. Cuando, días después, vimos llegar a mi padre, mi madre no pudo evitar el llanto; al verlo llegar tan cansado y demacrado, se nos partía el corazón en pedazos. Ahora nos invadía otro temor: la amenaza que caía sobre los policías y sobre sus familiares. Escuché en la radio que en la ciudad de El Alto se estaba procediendo al saqueo de viviendas de los policías que vivían en dicha ciudad; asimismo, yo sabía de saqueos que se realizaban tan cerca de casa, que podían llegar a la nuestra. Pese a ello, la serenidad de mi padre me asombró; en lo personal, yo tenía miedo. Me decía a mí misma: ¿qué culpa tiene mi papá de los conflictos que ocurren?, ¿qué culpa tiene el obsoleto sistema de gobierno y la corrupción política en la que está sumergido el estado boliviano?, ¿qué culpa tiene él de que los bien llamados padres de la Nación no
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hayan sabido conducir por buen rumbo a Bolivia? Son preguntas que hasta el día de hoy no puedo responderme. En los días del conflicto, al recorrer las calles de mi zona pensando en esto, veía a jóvenes del cuartel con su uniforme camuflado, lanzando gases, disparando a quemarropa, simple y llanamente obedeciendo órdenes que no pasan de ser eso. ¿Pero acaso la gente se preguntó qué piensan y sienten al estar matando a su gente? ¿Acaso sabemos cuánto les duele hacer lo que hicieron? Al parecer, la gente no se ha puesto a pensar que ellos también son ciudadanos bolivianos que juraron defender la patria y obedecer órdenes superiores; ellos también sufrieron, porque yo creo que no es fácil disparar contra gente del pueblo, que al final son igual que ellos. Nuevamente resurge el destino cruel para demostrarnos que esas personas esa semana durmieron a la intemperie, sin probar comida alguna, lo cual hacía que se notara el cansancio en sus rostros. Y lo irónico de esto es que mi hermano, que ya está casado y tiene su hogar con su familia cerca de la casa de mis padres, venía por la calle gritando: “Mate a un militar y haga patria”. Tal vez lo decía por el momento, por lo que ocurría; empero, dicha frase me molestó. Quizás yo no esté en lo correcto; pero eso es lo que pienso. Después de que pasaron los conflictos, me puse a debatir con un amigo sobre lo ocurrido durante esa semana que vivió Bolivia. El tema de discusión era encontrar las causas que dieron origen a dicho conflicto; encontramos puntos de concordancia en algunas opiniones, hasta que empezó a echar maldiciones contra militares y policías, momento en el que salí en defensa de éstos. La pregunta de él era por qué yo defendía tan enérgicamente a los policías, a lo que yo le respondí que soy hija de un policía. Fue muy gracioso ver cómo sus mejillas tomaban un color rojo, sin saber dónde esconder la cara. Después de haberse disculpado por haber dicho tantas palabras no agradables, por decirlo así, de los policías, me explicó por qué odiaba a esta institución. Me contó que el año en que prestó su servicio militar, ocurrió la masacre de Capacirca y Amayapampa (la Matanza de Navidad); que él tuvo que vivir en carne propia esos horribles momentos; que en su mente aún estaban presentes esos hechos, cuando él tuvo que disparar contra gente inocente; que no tenía opción; y que ese momento aún hoy se encontraba grabado en su mente; que al pasar por ese lugar volvían esos viejos recuerdos, lo que le provocaba ganas de ponerse a llorar; que, sin embargo, él sabe que tiene que vivir con eso recuerdos amargos.
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También en Amayapampa y Capasirca Limbert Crispin
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ra como un día cualquiera; me disponía a salir a comprar algunas cosas. Mientras caminaba, escuché por la radio que informaban sobre las primeras muertes en los conflictos tremendos que se suscitaban en El Alto. Al principio, no le presté mucha importancia, como que siempre era cotidiano ver marchas, protestas y heridos, por lo que lo miraba como algo pasajero y superficial. Sin embargo, conforme transcurrían los días y las horas, las cosas se ponían desesperantes y penosas, ya que los problemas se agravaban más y más. Los mercados y tiendas fueron cerrando sus puertas; no había nada para comprar; el pan y la carne escaseaban; y algunos víveres eran buscados con gran desesperación; no importaba el precio, sino qué comer para sobrevivir. Y frente a esto, no se veía una posible solución porque el gobierno y el pueblo se mostraban indiferentes ante estas situaciones. Las imágenes de televisión enfocaban casi todo lo ocurrido: muerte, heridos, llanto y mucho dolor, todo lo que acontecía. Sin embargo, de todas ellas me impresionó cómo una persona recogía a un muerto al que apenas podía levantar y no sé cómo lo hizo, lo colocó en la espalda, y se lo llevó corriendo dando pasos muy largos por la desesperación ante los gases que ese momento interferían su camino; otros, socorrían a algunos heridos mientras los policías y militares disparaban sin compasión. Los heridos y muertos estaban aglutinados en un solo lugar, y una señora humilde, y con el rostro en lágrimas, parecía encontrar a uno de sus hijos muerto, teñido con sangre por todo su cuerpo. Ella lloraba con desesperación la muerte de su hijo, que había sido alcanzado por un impacto de bala en medio del pecho. Ella gritaba. “Hijo mío”, y tomándole de la mano, le decía: “Hijo, esto no se va quedar así”, y la mujer angustiada pedía que se haga justicia. Lloraba desconsoladamente, así como muchos vecinos que estaban presentes. El cuerpo del joven estaba tirado en el suelo. La gente parecía sentir ese dolor, mientras miraban impotentes lo sucedido. Muchos con ojos llorosos y caras desesperadas recordaban aquellos días de dictaduras como la masacre de San Juan; pero en ese momento a mí se me venían a la mente aquellos momentos cruciales que viví cuando yo mismo era protagonista de la masacre de “Amayapampa y Capasirca”. Recordé la imagen de campesinos mineros que caían al son de las metrallas; no podía evitar que mis camaradas, los instructores, digan que había que disparar sin compasión a estos “desgraciados”, y ver cómo mi instructor tomaba el fusil y, sin pensarlo dos veces, disparaba de frente. Los cuerpos caían como bultos, rodando hacia nosotros. En ese momento me preguntaba si vale la pena ser militar; parece que no, y que Dios me perdone porque yo estuve presente en ese momento, y digo por ello gloria a esos mártires de ese centro minero. Sentí que esos sucesos se volverían a repetir, porque calaron muy hondo en el sentimiento del pueblo boliviano. Mi barrio sentía con un gran dolor todo lo que pasaba en las calles alteñas y paceñas. Por eso mis vecinos salieron en marcha; las autoridades de la zona
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organizaban e invitaban a plegarse a esta causa social. De este numeroso grupo, sobresalía la presencia de las mujeres valerosas (niños y ancianos) mostrando su dolor en su rostro. Algunos lloraban de rabia e impotencia; otros se sumaban a los gritos de la multitud pidiendo la renuncia del presidente de la República. No pude participar de esta “marcha”, sobre todo porque en mi familia existía mucho temor por todo lo que pasaba. Pero no fue impedimento para ver partir a todos mis vecinos, quienes, calientes y con rabia, gritaban palabras en contra del gobierno, y glorias a los mártires caídos en este conflicto. Por otro lado, no estaba ausente de las informaciones; miraba con atención en la televisión los acontecimientos de sangre con un sentimiento de impotencia y repudio sobre todo lo que pasaba. Por último, con la unión del pueblo se pudo derrocar al gobierno del MNR en una acción que será inolvidable en la historia. La caída de Gonzalo Sánchez de Lozada y sus principales aliados, los politiqueros o buscapegas y la brutal torpeza de las Fuerzas Armadas y la Policía, el vandalismo y muchos otros serán un recuerdo muy hondo en el corazón de los pobres y de toda Bolivia.
Miedo y falsedad en los medios de comunicación Rosmery Tintaya
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esde el 11 de octubre comenzaron los más duros enfrentamientos entre militares y alteños. En mi barrio, la junta vecinal salía a bloquear la avenida Juan Pablo II. Al principio, no asistimos a dichos bloqueos porque no nos parecía tan importante; pero, desde el sábado 11 de octubre se suscitó una gran balacera cerca de la empresa Taquiña porque los del gobierno estaban sacando gasolina y gas licuado en cisternas con un gran convoy de militares. Al enterarnos de esto por los medios de comunicación, nadie más de mi barrio faltó a los bloqueos y marchas de los días siguientes. El domingo 12 de octubre una gran balacera se suscitó en la avenida Juan Pablo II, cerca de Río Seco. De pronto, los vecinos vieron acercarse a dos militares superiores en una motocicleta; uno de los militares manejaba la motocicleta y el otro, con dos pistolas, disparaba a todos los vecinos que veía. Como consecuencia de esos disparos, cayeron dos muertos y muchos heridos. Para defenderse, los vecinos empezaron a arrojar piedras hasta que los militares cayeron; los agarraron entre dos grupos de personas y empezaron a golpearlos. A uno de ellos lo llevaron a una plaza muy cercana a mi casa; allí lo quisieron colgar; los rostros de todos mis vecinos eran de rabia y tristeza por la gran impotencia de no poder vengar a tantos hermanos que murieron; algunas personas se opusieron a matarlo; pero, de todas formas, el militar estaba demasiado golpeado; parecía que estaba agonizando. Después de unas dos horas llegó la ambulancia para llevarse a los heridos que estaban en la posta de
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mi barrio; también se llevaron al militar golpeado. Sin embargo, cuando la ambulancia estaba llegando a la avenida Juan Pablo II, los vecinos de ese sector revisaron la ambulancia y, al ver que un militar se encontraba dentro de ésta, lo sacaron para matarlo. Primero: lo pusieron en el fuego; luego lo bajaron para ir a matarlo en Río Seco. En unos instantes llegó el párroco de mi barrio y lo salvó de ser matado. Entonces, lo mandaron al hospital en otra ambulancia que estaba pasando. El otro militar de la motocicleta apareció muerto al día siguiente en el río. Lo encontraron otros militares. Los días siguientes también fueron horribles porque en las madrugadas se escuchaban muchos disparos que provenían de lugares cercanos; todos los vecinos salían por eso a las esquinas a encender fogatas y resguardar el barrio. Mi papá tuvo que salir todas esas noches; yo me aterraba de miedo pensando e imaginándome escenas espantosas. El viernes 17 de octubre, en los medios de comunicación se hablaba de la renuncia de Goni, y por la noche en el Parlamento se leyó la renuncia. En mi barrio, empezaron a reventar petardos y fuegos artificiales; parecía como un Año Nuevo muy hermoso porque todo iba a volver a la normalidad. El sábado 18 de se notaba en los rostros de las personas que ya caminaban con total tranquilidad; los niños empezaron a salir a las calles a jugar y reír como jamás antes había visto. Sin embargo, todo lo que exactamente ocurrió, o sea, la verdadera historia de la masacre, no salió en los medios de comunicación; sólo los alteños sabemos la verdad y la guardaremos en nuestros corazones para siempre. Esas imágenes jamás se nos borrarán de la mente, jamás...
En busca de nuestra reivindicación Yvan Condori
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i La Paz ha resultado ser víctima de los días de luto y enfrentamientos vividos en el país, la ciudad de El Alto ha sido definitivamente mártir de los mismos; no solamente porque soportó el dolor de la muerte de muchos ciudadanos, sino por los destrozos que vivió esta ciudad. Un ejemplo vivo fue la furia desbordada de las personas que logró mover trenes, derrumbar puentes y pasarelas, cavar zanjas, sin contar los destrozos que causaron las fuerzas de represión. De esta manera, El Alto se convirtió en tierra de nadie, en las calles reinaba la anarquía; pero al mismo tiempo se vivía un gran fervor patriótico y solidario. El 7 de octubre del 2003 fue un día que se quedará escrito en la historia; el 8 de octubre, mi zona, Nuevos Horizontes, marchó hacia el centro paceño en solidaridad con los demás vecindarios. En el trayecto fueron agredidos y brutalmente reprimidos, lo que no permitió que éstos llegasen y concluyeran su misión. Al día siguiente, bloquearon calles y avenidas de la zona, haciendo imposible el trajinar por estas calles; incluso prohibieron el paso de las bicicletas. Por ese motivo, no pude ni siquiera buscar alimentos para mi casa, y mi familia tuvo que pasar los peores momentos. En las calles, se podían ver botellas rotas en el camino,
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escombros, vagones en las avenidas, llantas quemadas, canales... Por las noches, hubo vigilias; los pobres “muchachos” tuvieron que hacer frente al feroz frío, que combatieron con trago y agua ardiente. Eran barrios con soldados custodiando plazas y calles como si fueran tiempos de guerra, con la diferencia tan pero tan pequeñísima de que el otro ejército no estaba armado. Sin embargo, la escasez de carburantes en la ciudad de La Paz desde el viernes 10 y la aparatosa acción comandada por el Ministro de Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, en la que se desplazaron tanquetas para escoltar una caravana de cisternas con gasolina desde la planta de Senkata, agravaron la situación. Esta acción alertó a los vecinos de la zona y zonas aledañas para tratar de interceptar y frenar su curso. Esto llevó a que se produjeran enfrentamientos con atroces resultados, ya que los militares y policías dispararon gases y balas de guerra a quemarropa, produciendo la muerte incluso de niños que se encontraban observando. Las personas se defendieron con piedras, con palos y con lo que encontraban; pero fueron obligadas a retroceder, y los disparos, por la otra parte, no cesaron hasta altas horas de la noche. De esa manera, las caravanas lograron atravesar la ciudad de El Alto. Como resultado del enfrentamiento, hubo muchos heridos y muertos a los cuales no se pudo auxiliar porque no había paso para las ambulancias. Entonces tuvimos que auxiliarlos con ayuda de amigos, trasladándolos en nuestros brazos hacia los hospitales más cercanos. Después de ver tanto muerto y herido, la gente enfurecida buscó desquitarse, y en su caso trataron de hacerlo con los edificios de las entidades bancarias y públicas. En una de las reuniones que se realizaban en el barrio, se corrió el rumor de que había un policía entre los reunidos; la reacción del grupo fue brutal: lo agarraron y agredieron; lo torturaron y lo dejaron amarrado en el puente; después de un tiempo pudo ser rescatado y alojado en radio San Gabriel. No faltaron los muchachos mal intencionados que, aprovechando la ocasión, quemaron el retén policial y trataron de saquear algunas tiendas del lugar. Era tanta la susceptibilidad de la muchedumbre, que veían alguna persona con algún rasgo militar y trataban de golpearla como lo hicieron con el policía. También tenían pensado marcar las casas de los policías y atacar a sus familias; pero esta idea fue desechada gracias a la mediación de algunos buenos vecinos. Los días posteriores a esta gran masacre se vivían esperando la renuncia del presidente; para esto, en las calles se armaban camarillas de vigilancia y, en muchos casos, se alertaba a los vecinos en las noches cuando los militares llegaban para buscar dirigentes vecinales e ingresaban a los domicilios causando pánico. Se tuvo mucha paciencia y calma en las marchas que se producían día a día. Cuando por fin se produjo la renuncia del presidente de la Republica el 17 de octubre por la noche, la gente cambió su pedido de renuncia por un juicio de responsabilidades para éste y sus ministros; mientras tanto, en nuestras calles se vivía un ambiente de alegría con cantos y bailes. Al día siguiente de la renuncia, lo más destacable fue el patriotismo del pueblo alteño, que se dedicó a recoger todo el destrozo que había hecho los días anteriores. Entonces la lucha fue verdadera y ganó el civismo y la Constitución fue respetada.
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Quiero cambiarme de barrio Marcelo Copa
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a gente quiso incendiar mi barrio ubicado en la zona San Martín de El Alto. Personas enardecidas por las noticias que se dieron a conocer por medio de la prensa, tomaron la decisión de quemar mi barrio, ya que San Martín, por estar mayormente poblada por carabineros, digamos en un sesenta por ciento, es considerada una zona de policías. Después de los acontecimientos suscitados el día domingo en las zonas Ballivián y Villa Ingenio, sujetos extraños empezaron a rodear y circular en mi barrio. Estos individuos portaban palos, antorchas, y arrojaban piedras a las puertas de nuestras casas. Además, se escuchaban exclamaciones de amenazas de incendiar toda la zona. Desde la calle presencié que estas personas se estaban agrupando en la plaza principal que hay aquí. Entonces apareció un muchacho del barrio con un pito; él gritaba: “Salgan todos los vecinos a la plaza.” Inmediatamente, regresé a mi casa, agarré un palo y salí con mi perro rumbo a la plaza. Durante mi trayecto, observé a una señora que sollozaba en la puerta de su casa con sus hijos; más adelante, había un buen número de jóvenes de la zona, muchos de ellos portando carabinas y pistolas, e incluso fusiles FAL. Pienso que contaban con estas armas porque sus familiares tienen la profesión de policías. A medida que me iba acercando hacia ellos, una persona me gritó: “¿Eres de la zona?”, yo les respondí que sí. Rápidamente me uní a ellos. De esta manera, se fueron acercando muchas personas a este grupo; ya éramos muchos, pero la mayoría eran jovenzuelos ebrios. Luego apareció una señora con una caja de alcohol y nos repartió a todos para agarrar valor. Todo sucedió en una esquina de la plaza, hasta que finalmente decidimos ingresar en la plaza y nos pusimos cara a cara con el otro grupo. De repente, aparecieron, entre el medio de la multitud, el cura y las monjas de la iglesia. Ellos trataron de calmar los ánimos caldeados entre ambos bandos; pero su intervención fue inútil, ya que ninguno de los dos grupos quiso escuchar al padre. Es más, casi lo golpearon. Una vez que el padre se retiró de la plaza, el ambiente se calentó aún más de lo que inicialmente ya estaba. Hubo intercambio de insultos, de escupitajos, de amagues de golpe, incluso un enfrentamiento a patadas y puñetes protagonizados por unas cuantas personas. La situación realmente se estaba saliendo fuera de control; se sentía una tensión total. En ese momento pensé que si alguien me agredía, yo me defendería con mi palo. La violencia en ese momento daba señales de seguir creciendo, y yo era parte de ésta, pues de repente, empecé a lanzar gritos de amenaza, y los que estaban atrás hicieron lo mismo. No sé cómo, en qué momento, llegó un rumor de que se estaban acercando militares que venían desde Viacha. Este cuchicheo corrió como reguero de pólvora en los dos bandos presentes en la plaza. Instantáneamente, los individuos extraños comenzaron a desaparecer de la plaza. Yo pienso que salieron de allí por el rumor que se difundió y para proteger a sus familias, que estaban en sus casas. En ese momento, sólo quedamos los vecinos de la zona que, automáticamente, nos fuimos a bloquear la avenida. Una vez en la avenida, alcanzamos a divisar a lo lejos una columna de luces que avanzaban lentamente hacia nosotros. Yo pienso que avanzaban
La rabia
lentamente porque la avenida estaba bloqueada totalmente, desde la Ceja hasta Viacha. Entonces empezamos a llenar la carretera de piedras y palos, además de esparcir vidrio molido sobre ésta. Teníamos la intención de perjudicar a esta columna móvil para que no llegue a su objetivo. Algo similar sucedía con los otros barrios que estaban sobre la avenida. Mientras llenaba de piedras la avenida, me puse a observar las luces; noté que se habían detenido, que no estaban avanzando; mucha gente también se percató de esta situación. Entonces los rumores volvieron a aparecer; cada quien planteaba su versión de lo que estaba ocurriendo. Al final, llegamos a un acuerdo: hacer guardia toda la noche para vigilar esas luces. Así, nos abrigamos y prendimos fogatas. Cerca de la una de la madrugada, llegó una comisión de la zona de Tilata pidiendo auxilio. Nos informaron que en esa zona habían acampado militares provenientes de los cuarteles acantonados en Viacha, y que ellos temían que algo iba a suceder en su villa. Esta comisión, luego de informarnos de la situación, se fue a comunicar a otras juntas de vecinos. A las cuatro de la mañana, sintonizamos una radio de Viacha, no sé cuál; informó que había partido una multitudinaria marcha desde Viacha. La radio describía que eran más de diez mil manifestantes. Entonces nos pusimos a pensar que los militares habían acampado para reprimir a los marchistas que iban a venir. Instantáneamente se formó una comisión, integrada la mayoría por jóvenes. El presidente de la zona nos indicó que teníamos que apoyar la marcha que llegaría desde Viacha. Lo mismo pasaba en otras villas, ya que se veía bajar grupos de personas rumbo a Tilata. Curiosamente, la misma señora que trajo alcohol ahora apareció repartiendo desayuno para la comisión que iba a partir hacia Tilata. Muchas personas nos despidieron como si fuera la última vez, incluso había señoras que estaban llorando. Tal acto de valentía y desprendimiento no lo había visto jamás, todos estábamos conscientes de lo que pudiera pasar en Tilata. Antes de partir, el padre llegó, y nos dio su bendición con un rostro de total preocupación. A medida que nos aproximábamos al lugar, la amargura y la preocupación eran evidentes en nosotros; algunos iban rezando sus rosarios; otros se dieron la vuelta y nos abandonaron. Al fin, empezamos a divisar a los militares; estaban fuertemente armados con fusiles y piezas de artillería como si se tratase de una guerra. Inmediatamente sentimos un aire de silencio: no provenía ruido ni de los manifestantes viacheños ni de los militares ni de nosotros; eso sí, había mucho miedo; ese temor hacía pulsar mi corazón aceleradamente. El ambiente se mantuvo así por un buen tiempo hasta que los militares empezaron a disparar al aire; nos ordenaron que desapareciéramos o nos atengamos a las consecuencias; pero la situación no salió fuera de control; sólo se mantuvo así. Tanto los manifestantes como nosotros nos quedamos en ese lugar hasta pasar el mediodía. En determinado momento, muchos manifestantes comenzaron a retornar a Viacha creando el rumor de que iban a atacar los cuarteles que se encontraban desguarnecidos, ya que se suponía que la mayoría de su personal estaba afuera. De repente, los militares empezaron a replegarse rápidamente a sus cuarteles porque sus instalaciones se encontraban, efectivamente, con escasa vigilancia. Al verlos irse, nosotros empezamos a sentirnos victoriosos y comenzamos a insultarlos y a hacernos la burla de ellos, que corrían rápidamente a replegarse a sus unidades.
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Una vez pasada esta situación, en nuestra zona hubo de nuevo problemas. Esta vez eran los mineros que viven al lado de nuestra zona, que también llegaron a apedrearnos por los incidentes ocurridos esa noche. Por suerte, todo ha pasado sin mayores consecuencias. Debido a esta situación que tuve que pasar, quisiera cambiarme de barrio a una zona más normal, porque pienso que cuando haya nuevas protestas volverán a atacar mi barrio.
Los conflictos sociales y mi zona Iván Laura
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a participación vecinal en los conflictos sociales en la llamada Guerra del Gas aumentaba a medida que los días pasaban y la cantidad de muertos y heridos crecía. ¿Guerra? ¿Se llamaría guerra a acciones como las de un helicóptero de la Fuerza Aérea que dispara indiscriminadamente a personas civiles de la zona Ballivián que no estaban participando en los bloqueos que se hacían? ¿Era acaso guerra cuando los propios vecinos no te permitían vender tus productos o, si en algún momento lograbas eludirlos, te los quitaban? ¿Era guerra cuando a tu propio hijo su superior le ordenaba disparar a un “blanco seguro”? Muchos hechos como los mencionados, informados por los noticieros locales y la gente, eran el origen de la furia y el temor de los vecinos de la zona Villa Tunari. Creo que no hubo una guerra o lo que se le llame: hubo una masacre. Muertos por aquí y allá. Heridos por ahí y allí. ¿Contra quién era la batalla diaria? La furia vecinal hizo que se destruyeran cuatro pasarelas de la avenida Juan Pablo II. ¿Por qué? Estas pasarelas se habían convertido en excelentes posiciones de disparo a “blanco seguro” –sin fallar, a matar– para los soldados y comandantes de las Fuerzas Armadas; desde esas posiciones mataban, pues la visión era buena, con municiones de guerra con mayor precisión, a personas que comandaban los bloqueos o a personas que no participaban de éstos. Además, estas pasarelas destruidas se usaron para bloquear el ingreso de tanques y una posible radical militarización de las zonas. En la zona Río Seco aconteció un hecho que enfureció a los vecinos –información que la recibí de un inquilino que había llegado al lugar por curiosidad–. Cuando se realizaba un enfrentamiento, se había observado que un oficial de las Fuerzas Armadas disparó a un conscripto que no quiso disparar a la gente; no conforme con eso, lo maltrató hasta sacarle los dientes y matarlo. La gente del lugar, impactada por el hecho, se abalanzó sobre el oficial, le dio una fuerte paliza y lo lanzó desde el puente, dejándolo moribundo. Luego, un joven lo levantó, volvieron a lanzarlo y murió. Quizás el soldado no quiso disparar porque su vecino estaba al frente, o su primo, o su tío, o su padre, o, más aún, su propia madre. ¿Dónde están los Derechos Humanos? ¿Y qué del derecho a la vida? Antes de darle la paliza al oficial, la gente del lugar se había percatado de que éste era un chileno; así lo reconocieron por el color de los ojos, azules, el tono de voz característico de un chileno y sus rasgos físicos. ¿Un chileno?
La rabia
La mañana del miércoles 15 de octubre, salí a comprar algo y observé a una doñita con un pequeño saco de papas en una esquina. Ella intentaba venderlas –quizá por razones de economía. Su rostro reflejaba mucho miedo; observaba a uno y otro lado, como esperando huir ante el menor indicio de un grupo de personas, “vecinos”, que se acercaran para intentar quitarle su producto; estaba inquieta y no estaba sentada. Al día siguiente, mi madre decidió reducir la ración diaria con objeto de guardar algo para después si la situación tardaba en arreglarse. La noche del 17 de octubre, aproximadamente a las veintiuna y treinta horas, vi el noticiero televisivo “Cadena A” en el cual la señora Amalia Pando daba a conocer lo que había sucedido durante el día. Comenzó argumentando que les habían cortado la línea telefónica. No era la única queja de un medio de comunicación que se daba a la tarea de comunicar la información desde el lugar de los hechos y/o usaban el teléfono para transmitir en directo lo que las personas decían. Pensé que fue una estrategia usada por el gobierno de “Goni” para evitar que la información corra. Aproximadamente a las veintidós horas habían logrado habilitar la línea. Al instante, llamó una persona de la zona Río Seco para informar que en ese momento personas uniformadas y civiles –ella creía que eran de las Fuerzas Armadas y la Policía– estaban allanando las casas. No le creí; así que decidí salir a la calle para observar si sucedía algo: nada. Luego decidí volver a casa y me puse a dormitar. Cuando el reloj marcaba aproximadamente las veintidós y cuarenta y cinco horas, escuché el primer disparo de bala. Lo reconocí por su sonido característico. El miedo me invadió por un momento porque la única defensa viable eran las habitaciones de la casa. Después de unos minutos, por altavoz, el dirigente de la zona aconsejaba quedarse en la planta baja de la casa si ésta tuviera pisos. Como la habitación del dormitorio estaba en el primer piso, y yo estaba en él, el miedo me invadió totalmente cuando escuché una ráfaga de disparos; la cosa era seria. Entonces, recordando los entrenamientos de cuando estaba en el Ejército, bajé cuidadosamente de la cama sin hacer sombra, oí un disparo muy cerca de la casa y, al oír voces de mando, no me atreví siquiera a asomarme a la ventana. Estos últimos minutos se convirtieron en horas con todo el peso del miedo de perder la vida, escuchar morir a mi madre o a mi hermano. ¿Quién provocó estas reacciones de la sociedad civil? ¿Quiénes ordenaron esta “masacre”, esta “carnicería” de seres humanos? ¿Acaso fueron los ministros del presidente de la República? ¿Fue el propio presidente? Quien quiera que fuera, deberá pagar por lo que hizo y no quedar en la impunidad.
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Fatídico 12 de octubre Carmela Pacosillo
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o vi lo que relataré. Sin embargo, por su importancia, decidí compartirlo en este escrito. La información la recogí de diferentes personas: vecinos, amigos y parientes que estuvieron adentro, esperando en los cuarteles, y afuera, en las calles y pasarelas, actuando bajo órdenes superiores. Me contaron que los soldados e instructores llegaron a pie a la tranca de San Roque, y se quedaron en el distrito policial del lugar después de haber estado en la carretera a Copacabana (Huarina) más de tres semanas. La fisonomía de la mayoría de ellos no era igual a la de los soldados paceños, más bien parecían del oriente. Se quedaron ahí más de una semana; prácticamente hacía muchos días que no comían bien y, por resolución vecinal del lugar, nadie debía venderles ni un pan. En varias ocasiones, algunos intentaban huir con éxito: arrojaban el arma y se echaban a correr; otros aprovechaban la oscuridad de la noche, como si supiesen que les esperaba duros días, como si hubiesen visto el trágico futuro. Incluso en una ocasión llegó al lugar una mujer de condición humilde buscando a su hijo. Al encontrarlo, no pudo contener sus lágrimas, y, aferrada a él, pidió llevárselo. El instructor a su cargo, al ver a la mujer, se compadeció y le dijo: “Si quiere, llévese a su hijo; pero deje aquí todo lo que el soldado lleve puesto.” Y así fue, esa madre recuperó a su hijo semidesnudo. Alrededor, algunos soldados con un nudo en la garganta anhelaron estar en el lugar de su camarada mientras que otros, con el rostro completamente hundido, desolado en lágrimas, maldijeron el momento que estaban viviendo. Muchos de estos muchachos fueron sacados de sus cuarteles (del oriente) de la noche a la mañana. Uno de ellos comentó: “Señora, en la madrugada nos han traído; mis padres no saben que estoy aquí; no conozco La Paz, y nos hacen dormir completamente atados con soga a nuestra cama para que no huyamos. Así como me ve con esta ropa, así he llegado; no tengo ni un calcetín de cambio ni un boliviano en el bolsillo, y no sé si volveré a ver a mis padres... Tengo miedo...” Desgastados, desamparados, después de muchos días en la tranca, decidieron volver a un cuartel cercano colocando una bandera blanca en uno de sus camiones. Llegando a Río Seco, se oyó un disparo que provenía de una empresa aparentemente chilena. El disparo alertó a los vecinos que, pensando que era de los militares, armados de bombas caseras y dinamita, esperaban su llegada para iniciar una batalla campal. Los camiones militares que venían detrás fueron directamente al surtidor de la zona, a una cuadra del campo de batalla, para cargar combustible. Los militares se ubicaron alrededor del surtidor, resguardando el lugar, empuñando sus armas. A lo lejos, apareció una mujer que pasó a unos cuantos metros de ellos; al verla tan cerca, el capitán ordenó a un soldado disparar a la mujer. El soldado tembloroso, sudoroso, con sus ojos enrojecidos y con lágrimas de dolor, no pudo obedecer la orden de su instructor. Cuentan sus camaradas que en ese momento se encontraban a su lado que el soldado había dicho en voz alta: “Se parece a mi mamá”. Volvió a oírse la orden del hombre alto, con una voz de autoridad e ira; pero el muchacho, aterrorizado, reinó en la cobardía (¿el amor a la madre es cobardía?). No pudo disparar. Entonces, el frío y alto hombre, con su mirada llena de rabia, le quitó el rifle, y con la punta inferior de ella golpeó al muchacho
La rabia
en la boca. Tal fue la fuerza del golpe, que los dientes cayeron al piso; luego, se oyó un disparo que dio en la garganta, lo que acabó con la vida de este muchacho. ¿Quién es este hombre para robarle el amor, los sueños, la esperanza y la vida a un muchacho que apenas empieza a vivir? ¿Dónde están los derechos humanos?
Desde el cuartel Roberto Ríos
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ue una tarde de miércoles el día que llegó la orden de acuartelamiento a la cual debíamos obedecer. Entonces me dirigí a mi domicilio para recoger los objetos y la vestimenta que me servirían durante esos días. La noche transcurrió un tanto tranquila; pero la tropa estaba inquieta. Se sentía incertidumbre y miedo en los soldados. Al día siguiente, se veía cómo la tropa se turnaba para resguardar la autopista y otros lugares en los cuales se registraban disturbios y enfrentamientos. Llegaban soldados heridos por golpes de piedras y otros; pero todo se veía relativamente normal. Eso sí; los soldados no recibieron la visita acostumbrada de sus familiares, lo que hacían los días jueves. El día viernes llegó la información sobre los primeros muertos en la localidad de Ventilla. En ese momento, la situación fue más incierta; se preveía que se dictaría estado de sitio. Pero no fue así como lo dispusieron. Al amanecer del sábado, todos se preparaban para apoyar la movilización de tropas provenientes de todas las unidades. Es así que vi a los soldados, unos asustados, otros desesperados por salir a servir de apoyo a las tropas que ya estaban en guardia fuera del cuartel. También se procedió a repartir munición a los soldados. Ellos guardaban las municiones en sus morrales (bolsón militar) y cargaban sus armas. También se repartió gases a los policías militares. El domingo se agudizaron los problemas; las guardias eran más estrictas. Los soldados ya estaban cansados, por lo que se pidió refuerzos de otras unidades del interior de la República. Estos efectivos llegaron con miedo por el desconocimiento de la ciudad donde debían desplazarse y por el cambio de clima, que ocasionó malestar en algunos. La semana empezó; los enfrentamientos bajaron de intensidad; pero se seguían viendo las calles totalmente bloqueadas, y las movilizaciones eran más contundentes. Entonces llegó la información de que la ciudad de La Paz también estaba paralizada. Las patrullas de la tropa continuaban su ronda acostumbrada. Los días pasaban y la escasez de alimentos también se notaba dentro de la unidad. Los soldados eran los que más sufrían, pues ya no había nada para cocinar y alimentarlos; entonces se sintieron los primeros rasgos de desesperación en la tropa. El día que llegó la renuncia del presidente fue un día de alivio. Aunque muchos crean que los militares disfrutaban el momento, no fue así, porque también se vivía la angustia de pensar cómo estaban nuestras familias y cómo terminaría todo esto. Fue un día feliz el día cuando se levantó la orden de retirar las tropas y el acuartelamiento.
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La chispa que encendió el conflicto Margarita Surco
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ún recuerdo cuando los indios (lenguaje utilizado por el ministro Sánchez Berzaín) de Warisata se levantaron e iniciaron sus bloqueos de acceso hacia la ciudad de Sorata donde se encontraban ciudadanos extranjeros y nacionales que asistieron a una fiesta de la población; desde allí, la gente, al verse imposibilitada de salir pidió ayuda al gobierno. Por su parte, manifestantes salieron a pedir la liberación de un asesino de ladrones, Edwin Huambo, que se encontraba recluido en la cárcel. Así se iniciaron los bloqueos esporádicos, por órdenes de su líder, Felipe Quispe; pero el gobierno, para acallarlos y tratar de rescatar a los rehenes de Sorata, mandó un combinado de policías y militares que estaban fuertemente armados y que respondieron con ráfagas de balas a los que impedían el paso para rescatar a las personas que se encontraban en dicha localidad. Me es difícil creer cómo el gobierno cometió semejante error, porque no pensó en las consecuencias que traería esta osada maniobra de no respetar a los campesinos, pues ellos, en la localidad de Warisata, ante la arremetida del Ejército, respondieron con palos, piedras y cuanta cosa encontraron. Todo esto trajo consigo muerte, dolor y llanto. Éste fue el inicio de una guerra sangrienta entre vecinos de El Alto y las fuerzas combinadas del Ejército. Los dirigentes vecinales de la ciudad de El Alto decidieron hacer un paro cívico en rechazo a la venta del gas; pero esa acción no tuvo los efectos que se esperaba, por lo cual bloquearon el acceso a la ciudad de La Paz, y lograron el desabastecimiento de productos de primera necesidad así como de carburantes (gasolina, diesel, GLP). Ante esta situación, el gobierno militarizó la ciudad, y en su intento de abastecer combustible a la ciudad de La Paz, el Ejército procedió al traslado de cisternas con una fuerte escolta militar de tanques y camiones armados con ametralladoras. Los vecinos que viven alrededor de la avenida 6 de Marzo y la planta de Senkata se unieron y quemaron llantas para así frenar el paso de las cisternas; pero esta acción fue inútil porque el Ejército abrió fuego contra los manifestantes y dejó a su paso las primeras víctimas fatales de la ciudad de El Alto. El gobierno reprimió aún más a la ciudadanía alteña. Para ello mandó más contingentes armados para desbloquear la ciudad de El Alto, que estaban armados no solamente con gases y balines sino también con balas de guerra. El domingo 12 de octubre siempre quedará grabado en la memoria de los bolivianos, en especial de los alteños, porque en la Zona de Río Seco se desató un enfrentamiento muy trágico entre militares y civiles. Cayeron en esa ocasión las primeras víctimas civiles; hasta las seis de la tarde ya había algo de 40 muertos. Pero en este enfrentamiento la gente reclamaba por las necesidades que tenía; entre estos enfrentamientos se presume que entre los civiles habían militares que se transportaban en motocicletas, posibles agentes chilenos que circulaban por cercanías del puente de Río Seco. Los militares, al sentirse descubiertos, se dieron a la fuga abriéndose paso entre la multitud usando sus armas de fuego que llevaban consigo. Cuando se les agotó la munición fueron presas fáciles de los manifestantes, quienes tomaron la justicia en sus manos golpeándolos con palos y chicotes en una plaza de la zona.
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Uno de esos agentes fue internado en la posta de San Vicente de Paúl con graves lesiones físicas. Más tarde fue rescatado por una ambulancia de la Cruz Roja; sin embargo, cuando se lo transportaba, fue detectado por los manifestantes vecinales. Al verlo dentro de la ambulancia, la gente, con la rabia y desesperación de la pérdida de sus familiares, trató de sacarlo de la ambulancia con el único objetivo de hacer justicia con el militar, destrozando incluso la ambulancia que lo trasladaba. Al no haber una persona tan valiente para matarlo con sus propias manos, la gente se lo llevó al río. En el camino, dos señoras salieron en defensa del militar, suplicando a sus eventuales verdugos y logrando que sea devuelto nuevamente a la posta sanitaria. Yo valoro mucho la actitud tan valiente de esas señoras que, con mucho valor, enfrentaron a la gente. Tal vez lo hicieron porque ellas son madres y saben el dolor que causa ver morir a un ser amado. Cuando le daban los primeros auxilios al militar, fue rescatado por el Ejército. Lamentablemente este militar pereció en Cosmil. Ante tales circunstancias, me encuentro muy acongojada; no estoy de acuerdo y me duele mucho la actitud del gobierno; pero tampoco estoy de acuerdo con la gente que obró de esta manera, ya que nadie es dueño de otras vidas y nadie tiene ningún derecho de asesinar a otra persona, porque, al fin y al cabo, eso es lo que hicieron los manifestantes con ese militar. En el momento en que sucedieron estos hechos, llegaron a la posta de San Vicente personas heridas; fueron trasladadas a tal extremo, que sobrepasaron la capacidad de la posta. Llegaron con heridas de arma de guerra producida por los soldados del cuartel de Chua quienes, a su paso por la avenida Juan Pablo II, provocaron más de 40 víctimas. Una de las víctimas fue un soldado que prestaba su servicio militar en uno de los cuarteles. Este soldado fue muerto con un disparo a manos de su oficial. La víctima se había rehusado a disparar contra sus hermanos indígenas; procedió a darle la vuelta al “quepi” en señal de protesta. Con esta acción demostró no sólo desobediencia, sino también amor, valor y coraje. Su comandante no valoró este gesto, sino que lo tomó como un amotinamiento. Entonces procedió a golpearlo hasta sacarle los dientes y finalmente acabar con su vida con un disparo. Luego, lo llevó en una camioneta con un rumbo desconocido. Me siento triste e impotente por las cosas que están pasando; no puedo dormir tranquila ya que las balas se escuchan a cada momento y el recuerdo de ese pobre soldado me viene a la mente una y otra vez como si fuera yo la que lo hubiera asesinado. Aún no comprendo por qué el militar procedió de esa forma. ¿Acaso él no es boliviano como todos lo somos? No concibo esta situación, ya que al mirar la tele pude ver que reportaron la noticia del soldado asesinado por su oficial; pero los altos mandos militares negaron tal situación, seguramente para proteger al oficial así como protegen a otros militares malos y corruptos. La compañía de militares que llegó a las cercanías de San Vicente tenía la misión de despejar el camino de salida de la ciudad de La Paz hacia las provincias; utilizaron un tractor para despejarlo y lograron desbloquear la carretera. Pero fue inútil, ya que al siguiente día la volvieron a bloquear y llegaron al extremo de minar los puentes, tumbar las pasarelas y destruir todo lo que encontraban a su paso, sin darse cuenta que estos destrozos sólo iban en desmedro de la ciudad misma.
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No supe qué hacer Pamela Alarcón
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ué tragedia fue tener un militar en casa; aunque hubiese sido peor no tenerla. Yo quería sumarme a la manifestación; pero no podía. La televisión no dejaba de informar, las radios tampoco y lo peor era que el teléfono sonaba a cada instante: eran llamadas que nos decían que nos cuidemos; eran mis papás que a cada rato me exigían que no saliera a ningún lado por ningún motivo. Yo tengo mi familia, mi esposo acompañaba a su mamá todas las mañanas; su mamá salía de civil, se ponía ropa vieja y un sombrero de tal manera de que no la reconozcan ya que trabajaba en la Fuerza Aérea, no recuerdo el cargo, ya que no les doy importancia a los militares. Para colmo, nosotros (mi esposo y mi bebé), vivimos en la terraza. Los vecinos nos miraban de frente; querían que saquemos nuestra bandera. Entonces nosotros éramos los malos de la película, de una película sin guión, de manera que no podíamos salir al patio. Aunque mi bebé se aburría de estar encerrada ya que ella quería salir a toda costa a jugar, solearse, respirar el aire, en esos días el aire estaba contaminado por los gases, etc. Yo quería sacar mi bandera con su respectiva cinta negra; pero mi superior (o sea su mamá) no me dejaba, ya que la darían de baja. No supe qué hacer. El llanto de las personas de la televisión era triste; pero más triste era el llanto de mi querida bebita ya que estaba aburrida de estar en el cuarto y aparte de que ella sólo estaba comiendo cereal, galletas y su leche que no le satisfacía, ya que ella quería su sopa, sus verduras y su pancito; pero no había. Su abuela sólo traía o sacaba de Gacomil conservas, ya que no había frutas. Cada tarde solíamos esperar la llegada de su mamá y la de él; tenía miedo de que no llegaran, ya que le faltarían a mi bebé un padre y su abuela. Ella debía presentarse a su trabajo; si no se presentaba al Comando de la Fuerza Aérea de la Montes, le iban a hacer un descuento. Sus hijos menores, casi niños, se ponían a llorar por su madre; yo también me ponía triste porque ella es buena, aunque las personas que no la conocen dirían lo contrario. Eso sí que no podía escoger, si tener un militar o no en mi familia; al tenerlo, teníamos todo con respecto a la comida porque ella tenía esa posibilidad mientras que en las tiendas no había; pero si no lo tuviéramos hubiéramos tenido paz, la paz que necesitaba mi bebé; pero también necesitaba comer.
Santos Paredes
La rabia
El policía del barrio
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a zona en donde vivo, 16 de Julio, es un barrio pintoresco. Ofrece un aspecto muy especial: los domingos hay una feria donde diferentes vendedores ofrecen sus artesanías como chompas de lana y otros productos. La gente pasea alegre; observa lo que hay a su alrededor. Pero también existen familias dedicadas a comer en las rústicas tiendas, con una mesa pequeña, asientos de madera y al fondo ricas carnes. Vemos cómo familias enteras comparten unos deliciosos chorizos acompañados por un recio vaso de Cocacola, mientras sus niños juegan sonriendo, felices. Pero, ¿quién hubiera pensado que toda esa alegría fuera a cambiar de pronto? Ese día había leído un periódico del 12 de octubre del 2003, y me fijé detenidamente en un artículo que decía: “Pasaron más de 506 años del encuentro de dos mundos”. Reflexioné qué habíamos hecho durante ese tiempo transcurrido; ¿no habíamos salido acaso de esa opresión de parte de los españoles? Me di cuenta de que hoy en estos momentos la población alteña era oprimida, rezagada por el gobierno. Pero el pueblo se había levando de su letargo, y empezó a pelear por sus derechos como el gas, que es nuestro, y sobre cuyo destino decidiremos nosotros. Ése fue, sin embargo, el principio de las lágrimas derramadas en cada familia boliviana. Durante la noche, me encontraba durmiendo y de pronto me levanté por una gran explosión; parecía una bomba; no sabía qué pasaba y salté como un relámpago de la cama. Me vestí apresurado y me fijé la hora: era la una de la madrugada. Escuchaba ráfagas de metralleta, me desesperé y salí de mi cuarto. Fui al dormitorio de mis padres como un niño que necesitaba refugiarse de los “colos”. Entré y les pregunté qué era lo que pasaba. Me explicaron que había rabia por parte de vecinos de otra zona, que querían apoderarse del Regimiento 5 de Policías. Por eso era el ruido de metralletas. No habían pasado más de 10 minutos cuando escuchamos mi familia y yo cómo una turba de vecinos pasaba por la avenida Carmen, con palos, piedras y gritos de muerte a los policías. Vimos cómo esa gente atacaba una casa de un policía derribando la puerta principal. La misma tenía una pequeña tienda con artículos de víveres; la saquearon los vecinos furiosos, sin dejar nada. La señora gritaba pidiendo auxilio; la gente no hacía caso de ello. Oía el quiebre de ventanas; pero no fue ése el momento más desgarrador; fue cuando un niño de apenas unos cuatro años de edad gritaba, lloraba a todo pulmón, preguntándose qué pasaba. Fue espantoso lo que vimos. Fueron momentos eternos que vimos pasar. Luego salimos a la calle a ver cómo quedó esa casa; varios vecinos hicieron lo mismo; vimos cómo habían quedado restos de vidrio esparcidos por todas partes. La puerta había sido sacada del marco que la sostenía; la tienda no existía; sólo quedaban restos de piedra y de vidrios por el suelo. La señora lloraba inconsolablemente por sus cosas perdidas. Había pasado media hora de ese hecho y de pronto apareció la Policía disparando gases y balines. Nosotros no sabíamos qué hacer; pero luego corrimos a nuestra casa. En el trayecto, me di la vuelta: a dos vecinos los agarraban y los arrastraban de los cabellos y los pateaban en un charco de agua que había cerca. La escena fue terrible: todos gritaban, diciendo que eran
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vecinos de la zona que estaban colaborando con la señora afectada. Pero los policías no hacían caso, y los gases seguían pasando por nuestro lado. Llegamos a la casa desesperados mi familia y yo, rogando a Dios que pasara todo esto. Más tarde, llegaron los del Ejército; miré la hora: eran las tres de la madrugada. El temor era grande de parte de los vecinos; policías y militares comenzaron a patear; pateaban puertas sin respetar a nada y a nadie buscando personas del MAS y armas. Y nosotros nuevamente sin poder hacer nada. Lloramos mi familia y yo, pidiendo que no pasara nada. Así amaneció. Eran las cinco de la madrugada. A esa hora los vecinos salieron a una reunión urgente. Acordaron entonces acoplarse a la Fejuve de El Alto.
Pecados que ninguna calle se atreve a pronunciar Sandra Mariño Como los fuegos artificiales, las granadas de gas volaban por el cielo en San Francisco. Era un día más de guerra. El disparo de una granada me asustó y distrajo mi mirada. De repente, cuando intentaba escapar, observé un mar de caras y una muralla de policías para impedir su paso. La granada se elevaba por el cielo; pronto iba a caer y yo seguía atrapada en medio del ruido: “El gas, ni por Chile ni por Perú, primero para Bolivia”, “Goni, cabrón, regala a tu mujer a Chile; no el gas”. Las palabras, ya envejecidas, rodaban. Bajé la mirada, y una mujer estaba encerrada en sí misma. Tenía el aspecto de un bulto abandonado. Poco después, percibí que en medio estaba su hijo; lo estaba protegiendo del monstruoso entorno, de la locura desatada de mujeres y hombres. Jamás podré saber quién era, traía el rostro escondido entre sus piernas y cubierto por una mano; la otra, me imagino, sostenía a su hijo que se dejó ver por uno de sus pies pequeños. A su lado, un grupo de personas habían cercado a un policía que gritaba pidiendo ayuda. Entendí que la guerra de nosotros contra nosotros se sostenía aquí, ahora mismo, se trataba de una guerra de este mundo, para mantenerlo; pero, ¿por qué tenían que correr tantas almas? El sabor de mi boca era tan amargo como la muerte. En ese momento, ya no sentía miedo por la granada de gas sino por ese mundo desconocido e inesperado donde no importa quiénes, plomero, panadero, profesor, ama de casa, estudiante o policía derramaban y rozaban entre sí miedo, hambre, furia y dolor. La mujer enroscada y el hijo que se refugiaba en ella me han hecho soñar que existe un mundo de sueño, sin el rigor de éste; un mundo donde todo está como aquí; pero sin resonancia y sin peso. Al mismo tiempo, los carteles “El pueblo unido jamás será vencido” y “El gas no se vende, carajo” fueron rotos por la muralla de policías que con gritos desesperados, se abrían paso a socorrer al policía que pedía ayuda. Y mi mirada se perdió, pues como despertando de una pesadilla tomé conciencia de que estaba en medio de ésta. No sé dónde cayó la granada, lo único que sé es que todo eso ocurría a dos pasos de aquella mujer y de donde yo me encontraba inmutada y, al mismo tiempo, paralizada.
La organización La organización
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La organización
Los otros, la resistencia, los piquetes de huelga, la solidadridad
Goni me ayudó en la guerra Julián Condori
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staba asustado por todo lo que continuaba ocurriendo. Ya eran ocho días de inactividad y de paro total. Era el 15 de octubre, y no se avizoraban senderos de solución o de, por lo menos, alguna futura solución. Ese día Goni visitó mi humilde hogar. Llegó muy cansado en una bicicleta. Me informó cómo estaba toda la ciudad y se lamentaba de que el gobierno aún no encontrara una respuesta a toda esta convulsión social. Luego, a mi petición, me ayudó a arreglar el patio mío. No se molestó. Me sentí sorprendido de que aceptara mi petición; yo supuse que él pondría alguna excusa; pero ese día no lo hizo. Después de trabajar, se fue. Lo despedí algo preocupado, pero con un firme deseo de volver a encontrarme con él. Fue esa noche cuando el Presidente de la República diría algo a la nación; era la hora de que se retractara (de la decisión de no dejar el gobierno) y se pudiera ver una luz al final del túnel... Pero el Presidente ni siquiera se refirió a esa posibilidad, daba por hecho de que permanecería en el poder. Esa noche fue terrible. Antes de dormir, salí por un momento a la calle y, cuando estaba afuera, oí petardos. Creí que eran de descontento al enterarse de que Goni no se iba a ir. Pero otro, y otro y por allá más. Algo estaba pasando; se oían silbidos y gritos esporádicos; callaron un momento. Creí que terminaron. Me fui a dormir. De repente, una dinamita ensordeció mis oídos y mataba mi sueño. Tenía que ver qué era. Salí, y al hacerlo, noté que mucha gente estaba afuera, en la calle, en esa fría noche. “¿Qué está pasando?”, era mi pregunta casi instintiva. La respuesta fue: “Militares están allanado las casas...” Imaginen la cantidad de preguntas que podría haber hecho. Noté que la gente aumentaba. Las explosiones se incrementaban; altavoces alertaban a los vecinos y éstos salían de sus hogares como un solo hombre; claro, aún con dudas y mucho temor. Una sirena tocaba incesantemente; pensé: “¡Estamos en una guerra!” No quedé satisfecho con la respuesta que me dieron. Sin embargo, los comentarios continuaban y, preguntando a quien podía, decía: “¿Qué pasa?; “¿Por qué nos reunimos?; ¿Quiénes vienen?, y más cosas todavía. Las respuestas no se dejaban esperar: “Nos allanarán”;
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“Debemos defendernos”; “Van a cortar el agua y por eso debemos aprovisionarnos”, etcétera. Mientras tanto, la gente continuaba aumentando. Se oían pitazos y se veían llantas, recogidas por algunos vecinos, que ardían levantando bolas de humo negro y oloroso. Alguien estaba confirmando lo increíble: “Es cierto, los militares están buscando a todos los dirigentes, y debemos prepararnos para que no entren en nuestras casas”. Ráfagas ensordecían su discurso y explosiones sus explicaciones. De nuevo, otra explosión de dinamita. No quiero imaginar la angustia de mis pequeñas hermanas que estaban solas en mi casa. El espectáculo me era familiar; gente, fogatas y alguna bebida por allá; de no saber que toda esta agitación era a causa de miedo e incertidumbre, la habría confundido con San Juan (por las fogatas en cada esquina) o con Año Nuevo (por los petardos intermitentes). En un rincón oscuro de esa calle de tierra, mujeres muy humildes se juntaban y todas, con lágrimas en los ojos, lloraban, oraban y clamaban a Dios que la matanza no continuara, que la matanza no se repitiera. No entendía lo que decían (oraban en aymara); pero su dolor era tan contagioso que me dolía inclusive a mí. No pedían algo contrario a la paz y la tranquilidad; de eso estoy seguro. Me inundó el terror; me cogió el miedo, fui una presa más de la incertidumbre colectiva. ¿Tenía o no que estar con todos mis vecinos en esos momentos tan difíciles? Mas el grito angustioso de mi corazón y el de todas las demás personas era: “Ya no más de muerte y llanto, ya no más, por favor, ¡¡¡basta ya!!!” En pocos minutos, esa tranquila noche se equiparó a una de San Juan (por la cantidad de fogatas en todas partes y con mucha gente), o a Año Nuevo (por las constantes explosiones de petardos y dinamita y ráfagas y balas), con la única diferencia de que no se celebraba algo, y mucho menos se festejaba algo, sino que este suceso fue de protección a mi familia, a mi barrio, a mí mismo. Fue un hecho de miedo, de incertidumbre, de claves y contraseñas para poder circular por las calles (la contraseña de mi zona, Villa Asunción de la ciudad de El Alto, era: “plato y cuchara”; si alguien me decía: “cuchara”, yo tendría que contestar: “plato”; de lo contrario, ya estaría ante mucha gente como un espía), de escasez, de desconfianza enfermiza y de tantos sentimientos y situaciones difíciles de enumerar. La orden más dura fue: “Vecinos, ustedes se conocen, y vean si no hay algunas personas que no son de aquí; pueden ser espías del gobierno”. Goni me ayudó durante la mañana; pero ahora ya no estaba (no quiero imaginar lo que hubiera sucedido). Todos se miraban con tanto escepticismo y frialdad, que cualquiera hubiera sido denunciado si no decía dónde vivía y quién era. Pronto serían las 12 de la noche; el cansancio me invadía, pero la gente estaba decidida a no ser humillada cuando los militares llegasen. Todos lo vecinos se organizaron en tres turnos para vigilar durante toda la noche. Decidí irme a dormir. Esa noche fue la más larga para mí y para los que vivimos esa angustia sin nombre. Me despedí de los que conocía, y caminé hasta mi casa. Estaba oscuro, y se podía notar por todas partes un cielo teñido de humo negro de las hogueras y un olor fuerte por el humo de las fogatas. Aún disparos, silbidos, bocinas y más; estaba siendo parte de la historia de angustia, dolor y lágrimas de mí y de mis semejantes. Me quedé impotente. Subí a mi habitación y me eché en mi cama aún pensando en lo que podría suceder esa noche. Mis ojos comenzaron a cerrarse y mi sueño a incrementarse. Fue en medio de la oscuridad de mi cuarto y lo cansado de mis ojos que escuché gritar por afuera: “¡¡¡Arriba!!!, ¡¡¡arriba!!!, ¡¡¡arriba hay militares!!! Estaba ante algo que no podía creer; pero por más que deseaba salir
La organización
y ver y ayudar o hacer algo, mi cansancio fue mayor. Estaba ante algo que jamás viví. Quería salir, ver, correr y ayudar... pero... pero en medio de toda esa serie de deseos me dormí... Al día siguiente me enteré de que no muy lejos de mi casa estalló un automóvil de la policía. Todos pensarían que lo que conté es sólo parte de mi imaginación. Y me tildarían de derechista si no dijera que Goni era mi primo; ese día me ayudó Goni, y ese mismo nombre no consideró cuán importante es la vida. Goni me ayudó, me reconfortó; pero ese Goni no era aquél que, a título de la defensa de la democracia, menospreció el gran valor de la vida humana. Mi primo Gonzalo sólo buscaba, al igual que yo, que terminara de una vez esa negra semana que me será difícil olvidar. Ese día de espanto está aún en mi mente...
Octubre rojo en El Alto Sady Cruz
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omingo 12 de octubre. Cualquiera pensaría que, como todos los fines de semana, estaría lleno de paz y tranquilidad. “Día de descanso”, según todos. ¿Quién pensaría en la pena y el luto que se cernían sobre la ciudad de El Alto y, en especial, sobre la zona Ballivián? Estratégicamente ubicada, desde esta zona se domina con la vista casi toda la ciudad de La Paz; posee un camino de rápido acceso a la misma, por el que en pasados días bajaron las multitudinarias marchas con destino al centro paceño. Fue tal vez debido a esta ventajosa ubicación por la que ese día domingo sufrió lo que tuvo que sufrir: la toma de la zona por parte de las fuerzas del Ejército al precio que fuera. Para evitar la militarización de la zona y en protesta y solidaridad por los caídos los anteriores días en otras zonas alteñas como Senkata y Ventilla, en la noche del sábado, la junta de vecinos convocó a una vigilia general. Si bien es sabido que en este tipo de convocatorias es necesaria la presión por parte de la junta, en esta oportunidad no hubo la necesidad de aquello. Casi toda la zona (nunca faltan los indiferentes) se organizó en grupos, encabezados cada uno por un jefe de familia o una persona respetable de la cuadra. De esta manera, organizados autónomamente como casi nunca antes se vio, los vecinos de la zona de Ballivián emprendieron la vigilia en una noche de primavera; pero que más parecía de invierno. Hacía frío, pero le hicieron frente abrigados de pies a cabeza y, en algunos casos, encendiendo fogatas con llantas y madera que cada uno sacó de su casa. Casi en su totalidad, fueron hombres quienes formaron los grupos de vigilia; pero las mujeres tampoco se quedaron atrás; se organizaron en cuadrillas que se encargaban de servir café, té, mates u otras bebidas calientes a sus esposos e hijos. La noche pasó lenta y tortuosa; cada segundo duraba un siglo; parecía que ya estábamos ahí hace mucho tiempo; pero, al fijarnos en el reloj, apenas daban las once de la noche. Pensar en las horas que faltan para el amanecer era un verdadero tormento. Tratamos de olvidar el frío reinante contando historias y chistes; pude oír de todo: historias verídicas, de fantasmas, de duendes, de aparecidos, románticas y algunas con un toque picaresco. Al parecer,
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dio el resultado esperado, pues escuchando los cuentos y chistes, pudimos distraer la atención con las risas. Luego de un buen rato de convivencia con mis amigos y vecinos, decidimos tratar de pegar ojo, cubiertos con lo que podíamos y tendidos en colchones de paja que sacamos de nuestras casas. Algo que me caracteriza es que no puedo dormir si es que no estoy en mi cama, por lo que cuando mis eventuales compañeros dormían como unos angelitos, yo aún me encontraba con los ojos totalmente abiertos. Inútilmente traté de dormir una vez más, pero al final me convencí de que no tenía sentido. Decidido, me levanté, cubrí al compañero que se hallaba junto a mí, y, abrigado con una frazada, puse en práctica una idea que me daba vueltas por la cabeza desde hace rato: ir a ver qué es lo que estaban haciendo los otros grupos de vigilia a esa hora (casi las tres de la madrugada). Caminé unas tres cuadras, pues los grupos que se hallaban en medio también habían decidido dormir un poco y no quise despertarlos. Algo que me llamó la atención profundamente fue que, al acercarme a unos veinte metros de uno de los grupos, creo que fue el segundo que visité, pude oír un tremendo coro de ronquidos. “A eso se le llama dormir”, pensé para mis adentros. Más adelante, encontré despierto solamente al tercer grupo de vigilia partiendo desde el mío. Estaba conformado por jóvenes de 27 a 35 años más o menos. Al llegar, pude darme cuanta de algo que desde la distancia no pude percibir; habían hallado otra forma de hacerle frente al frío: consumiendo bebidas alcohólicas, y a esa hora ya se encontraban totalmente ebrios. Vociferaban mil barbaridades contra el gobierno de Goni, contra Sánchez Berzaín, contra el Mallku, contra Evo, en fin, contra todos y contra todo. No quise acercarme mucho, porque entre ellos había algunos conocidos míos y tal vez terminaría como ellos, y yo necesitaba conservar mi lucidez. Este grupo no me gustó para nada, deshonraba nuestro propósito. Continué mi caminata en medio de la oscuridad; visité otros grupos formados en algunos casos por mujeres acompañadas de sus esposos e hijos, o solamente por hombres de todas las edades. Recuerdo que en uno de ellos me invitaron un poco de api caliente que me sentó de mil maravillas; en otro lugar tomé una taza completa de café y así, en cada lugar, tomaba o comía algo. Sin darme cuenta, me había convertido en una especie de inspector que pasaba ronda por todos los puestos de vigilia, o al menos así me sentía yo. De paso por mi casa, aproveché para ir al baño, luego regresé a mi puesto. Al llegar, los encontré tal como los había dejado: dormidos como unos santos; no se habían percatado de mi ausencia hasta que, al tratar de volver a mi lugar en el colchón de paja, mi compañero se levantó y, adormilado, me preguntó: “A dónde vas?”, “A ningún lado”, le respondí. Ya daban casi las cinco de la madrugada, pronto amanecería. Me tendí de espaldas sobre mi colchón, que en ese momento lo sentía como la cama más mullida del mundo, por lo cansado que me encontraba. Me cubrí la cara con una frazada e intenté dormir. Casi lo conseguí, cuando unos gritos, lejanos al principio, porque los oía entre sueños, pero que se hicieron más cercanos e intensos luego, me sacaron definitivamente de ese estado de sopor. Sobresaltado, me levanté; miré a mi alrededor; y vi algo que me llenó de ira: aquel tercer grupo que había visitado hace algunas horas, donde todos estaban ebrios, ahora se hallaba totalmente fuera de sí y bajo la influencia del alcohol. Estas personas apedreaban las puertas y ventanas de los que no salieron a realizar la vigilia; además de que se disponían a saquear las casas de algunos vecinos que son policías. En menos tiempo del que se los cuento, nos organizamos, bajo la dirección del presidente de la junta de vecinos,
La organización
los aprehendimos y, maniatados, los llevamos a otro lugar hasta que se les pase la borrachera. Por ningún motivo permitiríamos que se desvirtúe nuestra lucha con actos de vandalismo y violencia. Pasado este trago amargo, se me fue nuevamente el sueño, y, dada la proximidad del alba, decidí no intentar dormir. Entre tanto ajetreo, ya casi daban las seis de la mañana. El Sol rayaba por el horizonte, como una promesa de un nuevo día. Cuando al fin asomaron los primeros rayos, trajeron consigo el calor tan anhelado por los hombres y mujeres que se hallaban decididos a no dejar sus puestos de vigilia. Pero el Sol, con sus agradables y calurosos rayos, trajo también consigo la llegada de varios camiones de efectivos militares fuertemente armados. Personalmente pude ver de muy cerca la llegada de las tropas. Se trataba de jóvenes, casi adolescentes entre 16 y 19 años, tal vez más asustados que nosotros mismos; comandados por un capitán y varios sargentos, llevaban el nombre de su unidad cubierto y venían con armamento de guerra. Algo era claro: no venían a reprimir a la población, pues, de ser así, llevarían consigo gases lacrimógenos y equipo de represión. Un sentimiento general de supervivencia comenzó a apoderarse de toda la zona. El pánico y el miedo no se hicieron esperar entre los vecinos; algunos comenzaron a correr en franca huida; pero otros tan sólo se limitaron a tomar una posición más segura. La toma de la plaza fue cosa de unos momentos. Parecía que las órdenes eran precisas: tomar la zona al precio que fuera. Los vecinos más valientes, en su mayoría jóvenes, comenzaron a silbar y abuchear al Ejército; incluso los más osados lanzaron piedras. La respuesta fue inmediata: un fuerte fuego de fusiles interrumpió los gritos de los vecinos y los convirtió en algunos casos en gemidos lastimeros. Vi, desde la seguridad de un muro de concreto en el que me puse a resguardo, cómo la gente en su desesperada huída se caía y se tropezaba con las fogatas ya casi apagadas. Yo los llamaba para que vengan a ocultarse a mi lado; pero nadie me oía; estaban más empeñados en la huida que en otra cosa. Cuando al fin me pude hacer oír, vino a mi lado un amigo, que me contó cómo fue la huida en las otras calles. Nos quedamos ahí hasta que se hizo alto al fuego. Luego, muy cautelosamente, fuimos ganando terreno hacia nuestras casas, pues de seguro los militares irían a tomar presos a los que estuviesen por ahí. No sé cómo describir el cuadro ante mis ojos; había marcas de munición en las paredes, sangre derramada por el suelo, gritos de auxilio, gritos de venganza, madres y niños llorando y un ambiente de tensa calma reinaba en la zona. Las tropas seguían allí, pero ya no disparaban. Parecía como si dieran tiempo para recoger los cuerpos de muertos y heridos. El resultado no podía ser más claro: bajas en el pueblo desarmado, personas que, al caer, no volvieron a levantarse nunca más. De esta manera pasó ese domingo 12 de octubre, que vivirá por siempre en la memoria del pueblo, una gloriosa página más que se escribe en las fojas de la historia, que concluye con la renuncia del Presidente de la República, aunque ello ha costado vidas humanas: compatriotas bolivianos; pero, sobre todo, alteños.
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¡El Alto de pie, nunca de rodillas...! Samuel Huañapaco
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s el lema que la ciudad de El Alto tiene y es verdad: los alteños somos gente valerosa, humilde y trabajadora; pero altivos, orgullosos, luchadores por una causa, para el bien de la generación venidera. Tras días de protestas, gasificaciones, muertes, luto y dolor en las familias alteñas provocados por el gobierno, el pueblo alteño siguió firme en sus convicciones en contra de la venta del gas. El gobierno trató de acallar a los alteños por todos los medios, incluso amenazando a los medios de comunicación, como me contó el vendedor de periódicos de la Chacaltaya, ya que los matutinos no subieron porque entre dos o tres personas estaban decomisando los ejemplares de El Diario y otros semanarios. También amenazaron a emisoras y a un canal de televisión (RTP) por dar información verídica de lo que sucedía. Tanto fue así, que la noche del día miércoles 15 de octubre fue tranquila hasta que se escuchó la voz de alarma de una persona: era mi inquilino, don Tito, que le decía a mi hermano que los militares estaban ingresando a los domicilios buscando a los dirigentes y cualquier indicio de sublevación. Esta noticia fue confirmada en el canal 24, televisora de El Alto. Mi hermano corrió al patio y gritó que bajemos para armar una barricada. Ese rato la armamos con mesas, bancas y maderas, para que se les haga difícil el ingreso a nuestro domicilio. Luego salimos mi hermano Oswaldo y yo para dar la voz de alarma a mis vecinos. Les indicamos que sacaran botellas, vidrios y piedras, que rompieran las botellas y los vidrios en la calle y que, con las piedras, trancaran el paso de los vehículos y de los soldados. Después, hicimos una fogata en la esquina en señal de que nuestra calle estaba alerta ante cualquier situación. Al rato, corrimos una cuadra más arriba para informarnos más, puesto que allá también habían encendido otra fogata. En ese lugar se encontraban algunos dirigentes. Les informamos sobre lo que sucedía y dos de ellos respondieron con signos de preocupación en sus rostros que hacía veinticinco a treinta minutos dos camiones de la Fuerza Aérea repletos de soldados subieron cuadras más arriba. Luego regresamos a nuestra calle a conversar con nuestros vecinos y quedamos en hacer vigilia toda la noche en el interior de nuestros domicilios, y, ante cualquier situación, comunicarnos mediante silbatos y salir en ayuda conjunta. Fue así que don Eliseo dijo que saliéramos todos a hacerles frente y a apoyar a la lucha de todo el pueblo alteño, o seguiríamos bajo el yugo del gobierno y de todas las atrocidades que cometieron en el transcurso de esos días. En fin, la noche fue de mucho miedo y expectativa ante cualquier movimiento, ruido, gritos y demás; pero ya al día siguiente se sintió un poco de calma. Salimos a conversar con los vecinos para organizarnos aún mejor para la noche venidera porque, según rumores de la gente que pasaba por ahí, en la calle aledaña efectivamente las fuerzas militares ingresaron a los domicilios abusando a la gente, haciendo llorar a las madres e hijos y golpeando a los padres de familia. Por fin todo esto pasó; pero, ¿hasta cuándo la paz y la calma estarán así? Sólo lo dirá, conforme vaya pasando, el tiempo. Esperamos que el nuevo gobierno del periodista Carlos Mesa sea positivo y no negativo. También recordaremos a los caídos en esta “Guerra por el Gas”, que no se quedará impune ante la justicia de Dios y del pueblo alteño.
La organización
Una asamblea indígena es vista a la entrada de la población de Achacachi, ubicada a 85 kilómetros de La Paz el 22 de septiembre de 2003. Días antes, fuerzas policiales y militares ingresaron por Warisasa hasta Sorata para rescatar pasajeros y turistas atrapados por los bloqueos. En el operativo dejaron cinco civiles muertos en Warisata, lo que agudizó las medidas de presión contra el gobierno y su política energética. Foto: David Mercado.
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Campesinos de Warisata participan de un cabildo en la plaza después de los enfrentamientos que dejaron un saldo de cinco comunarios muertos incluyendo una niña de 8 años. Estos hechos desencadenaron medidas de presión que terminaron con la renuncia de Sánchez de Lozada. Foto: David Mercado.
Eddy Gutiérrez
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oy se llevó a cabo una pequeña reunión de los vecinos de la calle 11 de Villa Dolores para hacer un recuento de los daños en la zona. Todos comentaban lo que había sucedido en la funesta semana pasada. Escucho hablar a los vecinos más antiguos de la zona, hombres ya de avanzada edad. Uno le decía a otro: “En nuestros tiempos, también había este tipo de revoluciones; pero no con tantos muertos y heridos.” El otro le contestó: “No sé cómo estos corruptos del gobierno han podido permitir semejante tragedia. Esta noche encendieron una pequeña fogata; pero esta vez ya no avivaron el fuego con llantas y otros materiales tóxicos como en la pasada semana. Al promediar las nueve de la noche, con el sonido agudo de una campana, el presidente de la zona convocaba a los vecinos a salir a las calles para conformar las famosas vigilias. En su mayoría, sólo salían de la casa los hombres, por temor a que los niños y sus esposas sufran cualquier tipo de violencia como ya había sucedido en otras zonas de la ciudad de El Alto. La gente salía muy abrigada, con gorras metidas hasta los ojos, una bufanda que rodeaba prácticamente toda la cara dejando espacio sólo para los ojos, y, sobre todo, bien arropados; tenían el aspecto de guerrilleros; también llevaban consigo palos, fierros, etcétera, y, sobre todo, llantas de autos para avivar el fuego. Todos estaban preparados para lo que sea. Noche tras noche, el número de fogatas crecía, así como la tensión de los vecinos al escuchar el tiroteo, las explosiones de dinamita y el motor de un helicóptero que sobrevolaba por toda la ciudad de El Alto y parte de la Hoyada. Había rumores de que en el interior del helicóptero iban francotiradores. Los vecinos se reunieron el día jueves por la mañana para organizarse, en mutuo acuerdo con las demás zonas, de la siguiente manera: un grupo de hombres adelante, encabezando la marcha; un grupo de mujeres al centro, armadas de palos y ollas; y, al final, otro grupo de hombres. Así formaron la multitudinaria marcha que se dirigió hacia el centro paceño. Ésta fue una experiencia nueva para algunos de nosotros; tal vez no enfrentamos a policías o militares; pero al llegar a la plaza San Francisco nos reunimos con personas de distintas zonas de la ciudad y, sobre todo, con mineros y campesinos. Se sentía la unión de los bolivianos; en los mineros percibí la angustia e indignación ante lo que nos quieren someter los gobernantes. En la gran marcha del día jueves, tuve el honor de compartir momentos con los campesinos y mineros; realmente, son personas dignas de admiración, patriotas, en todo el sentido de la palabra; lo poco que tenían lo compartieron en un tradicional aptapi. De estas personas se puede aprender mucho, sobre todo, la unión. Ahora, todo está volviendo a la normalidad: el transporte y el comercio se restablecieron; ya sólo quedan cenizas de un recuerdo amargo. Pero yo, mi familia, mis amigos, mis vecinos y Bolivia entera seguiremos estudiando y trabajando para que nunca más ocurra este tipo de problemas.
La organización
¿La estación del amor o la tragedia?
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Achumani envuelta en pánico Elsa Ticona
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ritos y llanto de desesperación se oyeron en el barrio de Achumani el día lunes 13 de octubre. Cuando apenas comenzaba la mañana, se presentó un tumulto de personas enardecidas que marchaban gritando estribillos, pateando puertas y destrozando los objetos que se hallaban al paso. Las señales de tránsito fueron destrozadas y los rieles de los drenajes fueron desmantelados. Precisamente en esta zona se halla ubicada una panadería que fue un claro testigo de algunos hechos que se produjeron en la Guerra del Gas. La actividad en la panadería, en cuanto a producción y venta, se desarrolló con toda normalidad hasta las once de la mañana. En otros términos, sus dueños pensaban que esta zona no iba a ser partícipe de los conflictos; sin embargo, los marchistas llegaron, así que las cortinas de metal (puertas) de la panadería se tuvieron que cerrar. Los marchistas comenzaron a hacer escándalo en el lugar; gritaban y pateaban las puertas por el solo hecho de que un rato antes estaban abiertas. En el interior de la panadería, las máquinas de producción se detuvieron; algunos de los empleados corrieron hacia las puertas para detener a los marchistas que trataban de abrir las cortinas utilizando instrumentos llamados “pata de cabra”. Otros correteaban desesperadamente de un lado al otro. Tanta fue la desesperación, que logró crear pánico y terror en los trabajadores, quienes llegaron al extremo de esconderse bajo las mesas y hasta en los baños, pues pensaron que los marchistas, que en ese momento se convirtieron en vándalos saqueadores, iban a ingresar a la panadería. Pese a ese problema, más tarde la venta de pan continuó por la puerta trasera; los clientes realizaban dos largas colas: una para recibir la ficha que acreditaba la compra de pan, otra, después de recibir la ficha, para comprar sólo diez panes como máximo. Además, el precio no fue elevado: se vendió a 30 centavos la unidad. La aglomeración de la gente era alarmante, pues diez panes no abastecían en los hogares. Mientras duró el intento de toma de la panadería, muchas personas fueron atropelladas verbalmente y despojadas de sus compras. Cuando los clientes salían por la puerta trasera, los marchistas inmediatamente corrían y se apoderaban de los productos, o sea, de los panes que compraban para sus hijos. Eso fue lo que causó mucho dolor en ellos; algunos, al ver tanta violencia, se pusieron a llorar. En cambio, había personas que no fueron víctimas de tal abuso, puesto que escondieron los panes que habían comprado debajo de su chompa o chamarra; estas personas pudieron salir sin dificultad alguna. Los minutos se hacían cada vez más largos, y, por todos los sucesos, los dueños decidieron llamar a la Policía. Mientras demoraba en llegar para resguardar el orden, el pánico en los empleados se acrecentaba mucho más. La policía llegó acompañada de militares, por lo que se produjo un fuerte enfrentamiento. Al ver las balas que eran disparadas por doquier, los marchistas se disgregaron y buscaron algún refugio. No faltaron los fisgones que, en lugar de ayudar, más bien perjudicaban. La lucha duró aproximadamente treinta minutos. Gracias a Dios, no hubo heridos ni mucho menos muertos. Al poco rato, los militares comenzaron a retirarse; los siguieron los marchistas, quienes continuaron su marcha hasta llegar al punto de concentración: la calle 21 de Calacoto.
La organización
Así sucedió en el barrio de Achumani, donde los marchistas realizaron una serie de destrozos, no sólo en la panadería, sino en casas vecinas del lugar. Desde ese día, y durante los siguientes del conflicto, la zona quedó custodiada por la Policía a fin de evadir algún otro enfrentamiento.
La danza “Los Tobas” Rosa Huanca
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No podemos festejar el aniversario de la zona porque murió nuestro vecino y amigo. Debemos posponerlo hasta el año siguiente”, dijeron los componentes de la danza “Los Tobas” en una reunión que se realizó en la sede de la zona. Desde días antes, todos los vecinos, comerciantes y grupos sociales se venían preparando para la gran fiesta que ya estaba cerca; los danzarines ensayaban sus pasos por las noches; en cada esquina se podía ver todo esto hasta llegar al barrio minero, donde también la danza “Los Tobas” realizaba sus ensayos noche tras noche. Todos los componentes de la danza son vecinos del barrio minero. Ésta se denomina así porque precisamente los residentes mineros vienen de la ciudad de Oruro. Cada año, un vecino recibe al preste de esta danza; es una tradición entre ellos. Don José Luis Atahuchi era vecino de este barrio y murió en los enfrentamientos de Ventilla. Don José y su familia vivían en esta zona desde hacía mucho tiempo, pero hace unos meses retornaron a Oruro. Sin embargo, todos sus familiares y amigos se quedaron aquí y, como es costumbre, ellos también participaban de la danza: dos de sus cuatro hijas participan de ella. Al enterarse de la muerte de don José y de cómo murió, los vecinos se pusieron furiosos, tristes, impotentes; se mezclaron muchos sentimientos a la vez, los que fueron aumentando más al ver toda la masacre que causaban las fuerzas represivas del gobierno. Por esa razón, decidieron convocar a una reunión general y de emergencia. En esa reunión se pronunciaron los componentes de la danza dando a conocer su desición de postergar las fiestas hasta el siguiente año. Los comerciantes y otros vecinos dijeron que no podían posponerlas hasta el año porque habían pagado adelantos de dinero a las bandas de música y para sus trajes, y que todo esto sería una gran pérdida para ellos, por lo que pidieron un cuarto intermedio para ver lo que sucedería en el transcurso de esos días y así decidir si se postergaba hasta el próximo año o hasta las siguientes semanas. El consenso al que llegaron fue solidarizarse con la familia del vecino fallecido, poniendo banderas con crespones negros y apoyar a los hermanos alteños bloqueando cada esquina de nuestra zona, y, como ésta es céntrica (La Ceja), esperaban tener gran repercusión y hacerse escuchar. Todos así lo hicimos. Al día siguiente de la reunión participamos en los bloqueos.
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Conflicto social René Llusco
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os sucesos ocurridos durante los conflictos sociales del mes de octubre no excluyeron a nadie; ricos y pobres se vieron involucrados bajo una unidad única, influidos por un sentimiento de humanidad. Mi caso no fue la excepción; al principio del conflicto traté de retomar con normalidad mis actividades educativas; trajiné calle tras calle desde mi casa hasta la autopista ubicada en la Ceja, desde donde podía dirigirme hacia el centro donde la actividad laboral era normal. Una semana repetí esa odisea; llegaba tarde a clases y sufría las inclemencias del tiempo. Llegó el fin de semana. Estaba en mi casa, en la ciudad de El Alto, pendiente de la información que se transmitía en los medios de comunicación. Por la tarde, escuchamos ruidos estruendosos, disparos que anunciaban muerte, caos, tragedia a gente inocente. Estos hechos sucedían a unas cuantas cuadras de mi casa, ubicada en la zona Ballivián. Me enteré de que había muchos muertos y que estas muertes eran provocadas por el Ejército. A partir de ese día el conflicto se agudizó; los vecinos y mi familia misma nos vimos involucrados en las acciones populares mediante reuniones vecinales a las que fuimos convocados. Éstas se realizaban en un ambiente de presión e incertidumbre por lo que iba a ocurrir. Solidarizándose con la zona vecina, la gente de mi barrio tomó medidas drásticas; a mis vecinos no les importaba cometer barbarie con tal de hacer cumplir el bloqueo, y decidieron acatar y apoyar las demandas de las zonas vecinas adyacentes que ya no pedían el diálogo, sino la renuncia del Presidente. Así fue como mi barrio participó en estos conflictos, bloqueando totalmente el acceso a mi calle. Se pedía que de cada familia salga un integrante a reforzar las marchas que día tras día realizábamos. Yo salí por miedo a que dañen a mi familia, aunque era muy peligroso salir a las marchas, ya que no se sabía si se iba a volver de éstas; era como ir a una guerra. Con ese sentimiento, cada mañana me despedía de los seres que más quiero. Por las noches, se realizaban vigilias en las esquinas para impedir el paso del Ejército y de la Policía. Uno se encontraba alrededor de la fogata por horas, conociendo y dialogando con vecinos con los cuales nunca me imaginé conversar; a cada hora uno se asustaba porque a veces se gritaba de esquina a esquina: “Se aproxima el Ejército”, y todos agarrábamos valor para poder enfrentarlos; casi siempre fueron falsas alarmas. Mi familia, muy preocupada por mí, salió a darme alcance. Ellos me decían que era preferible estar todos a que me dejen solo. Los petardos no pararon de tronar, la caída de la noche era como un símbolo de nostalgia mezclada con lucha. Lo que fue lamentable, y por desgracia el hombre necesita de alimento para poder realizar cualquier actividad, fue que los productos de primera necesidad desaparecieron o, en su defecto, subieron de precio, en muchos casos, hasta un cincuenta por ciento; además, los dueños de las tiendas cerraron por temor a ser amedrentados por los vecinos; también el gas se hizo gas, por lo que tuvimos que cocinar nuestros alimentos en fogones a base de leña. Mi familia poco a poco ingresó y participó en estos conflictos sociales como lo hicieron otras familias. Nos vimos obligados a apoyarlos por las circunstancias en las
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que ocurrieron estos bloqueos y por la paralización de actividades; lo hicimos con un sentimiento de solidaridad con las familias de los caídos, gente pobre que tal vez tan sólo por curiosidad se encontraba presente.
La noche más larga Rosa Maria Aruquipa Díaz
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os vándalos amenazaban con vaciar nuestras casas ubicadas en la zona de Senkata. Sin duda, ésta sería una noche larga. Cuando estábamos a punto de descansar, después de días tan agotadores que tuvo toda mi familia, tocaron a la puerta insistentemente. De pronto, se oyeron gritos, detonaciones de petardos... Esto era el principio. Todos salimos asustados; la gente pedía auxilio y que todos saliésemos en guardia para poder proteger nuestras casas; mi pareja salió ese momento y no regresó sino hasta el día siguiente. Mientras transcurría la noche, mis niños se angustiaban más al ver a tanta gente adulta corriendo y gritando. Vi cuán frágiles son los niños; pero yo no podía perder la calma: tenía que mostrarme serena. Cada momento mis hijos dirigían su mirada hacia mí, como buscando una respuesta a todo lo que estaba pasando. Ellos no podían ir a dormir; yo trataba de darles alguna explicación; pero todo era inútil; a lo lejos se escuchaban ya disparos. Lo único que hice fue ir a recostarlos, prometiéndoles que no pasaría nada, que yo estaba allí con ellos. De pronto, volvieron a tocar insistentemente la puerta; esta vez ya no salimos; era demasiado peligroso; eran exactamente las dos de la mañana. Pasó un rato hasta que por fin logré hacerlos dormir. Yo ya me encontraba en mi dormitorio, pensando en que mis niños por fin descansaban, cuando de pronto volvieron los disparos cada vez más cerca. De nuevo, mis niños estaban en mi cuarto, sin saber qué hacer, y, preocupados, preguntando por su papá; no quisieron moverse de allí. Mi niña, de apenas cuatro años, fue la única que pudo dormir, quizá porque aún ella es muy pequeña. Mis niños prendieron la radio; ésta informaba que la ciudad de El Alto estaba militarizada; no podían comprender lo que pasaba; pero veía cómo sus ojitos me buscaban queriendo hallar una respuesta; lo único que pude hacer fue abrazarlos y besarlos. Mientras trataba de calmarlos y serenarlos, sonó el teléfono: era mi madre; me pedía que no salga de casa, y me contaba que los militares estaban cerca de la suya. Volviendo hacia mis niños después de haber hablado con ella, los vi más tranquilos; iban asimilando la situación. No sé si fue el cansancio; pero mi hijo mayor se aprestó a dormir; él tiene 11 años; mi hijo menor, que tiene nueve años, no quería separarse de mí hasta que su hermano mayor lo convenció con la promesa de que por esta vez compartiría su cama. La noche seguía sin pasar; en la lejanía, continuaban los disparos; yo ya me encontraba recostada. En ese momento, volvió a sonar el teléfono: era mi esposo; me pidió que para nada saliese ni abriese la puerta. Él se encontraba bien; estaba junto a otros vecinos haciendo guardia. Por la ventana, noté que amanecía; pude, por fin, dormir; me encontraba muy cansada porque, además, días antes había tenido que caminar desde la ciudad de El Alto, donde vivo,
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hasta la Normal; realmente me encontraba demasiado agotada. Al poco rato, oí una vocecita: era mi hijo de nueve años que estaba, de nuevo en mi cuarto; era un nuevo día. Él me preguntó: “¿Mami, lograste dormir?”, y yo le contesté: “Un poco, ¿y tú, hijito?”, y grande fue mi sorpresa cuando me contestó: “Yo no dormí nada, mamita, estaba escuchando toda la noche y cuidando que no nos pase nada, y esperando a mi papá que hasta ahora no llega.” Cuando acababa de decir, aquello mi esposo llegó, estábamos juntos otra vez y dando gracias a Dios de estar sanos; hasta ese momento no sabíamos que había muertos. Más tarde, dieron noticias de que había muchos muertos y heridos. La situación empeoró, y tuvo el desenlace que ya todos conocemos.
Bombas molotov Ceferina Llanos
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l pasado miércoles 15 de octubre, a las ocho y treinta de la noche, cuando mi familia y yo veíamos una película en casa, alguien tocó la puerta fuertemente. Era mi tío, traía un aspecto bastante diferente al de costumbre; se veía muy asustado; su frente estaba fruncida, como si también estuviera enojado. Tenía puesta una chamarra negra y larga; vestía un pantalón de color oscuro. Entre sus manos traía una botella. La misma contenía un líquido. Yo no estaba segura de lo que era porque no la pude ver de cerca. También pude observar que de esa botella sobresalía un trapo que parecía ser de color blanco. Aun no sabía lo que pasaba. Mi padre y él parecían seguir hablando. Yo observaba desde mi cuarto que mi tío le señalaba hacia la avenida. Movía rápidamente uno de sus brazos porque el otro seguía sosteniendo la botella que, por cierto, me causó mucha curiosidad. Decidí salir de mi cuarto para acercarme un poco a la puerta mientras mi madre y mis hermanos seguían viendo la película. Por un momento, dudé en acercarme a la puerta donde estaban ellos porque la película parecía estar divertida: mi hermanita reía a carcajadas y mi hermano, al igual que mi madre, también observaban sonriendo. Cuando me acerqué a mi padre y a mi tío, pude ver un poco más de cerca la botella. Aun así no pude asegurarme de lo que contenía. De pronto, vi el rostro de mi padre; parecía estar asustado, preocupado, como si le hubieran dado una mala noticia. Él vestía una chompa no muy gruesa y un pantalón de color café. No estaba abrigado como mi tío, y pude notar que sentía un poco de frío, pues empezó a frotarse los brazos. Aun así ambos seguían hablando. Tal parecía que estuvieran planeando algo. Observé también que mi tío decidió hablarle de la botella; parecía estar explicándole lo que había en ésta. Primero le mostró la parte del líquido que contenía; luego, el trapo que sobresalía de la misma. Por fin pareció que la conversación había terminado. Entonces yo decidí entrar rápidamente al cuarto donde veíamos la película. Después de unos segundos, mi padre entró al cuarto con un aspecto de preocupación y, al mismo tiempo, de rabia. Le dijo a mi hermano que apagara el video. Yo tenía mucha curiosidad por saber lo que había hablado con mi tío y
La organización
entonces lo escuché atentamente. Después de dar un respiro muy hondo, nos dijo que teníamos que prepararnos porque mi tío le había dicho que se acercaban militares a nuestra zona, que, con el pretexto de buscar armas, se estaban metiendo a las viviendas y destrozando todo. El rostro de mi madre cambio rápidamente; fue muy notorio porque ella sólo unos segundos antes tenía un aspecto de alegría y, con esa noticia, mostró un rostro de miedo y de preocupación al igual que mis hermanos y yo. Mi padre se veía muy asustado y preocupado. Me atreví a preguntarle sobre la botella, aunque me pareció que no era muy oportuna mi pregunta. Esa botella que me había causado tanta curiosidad se llamaba bomba molotov.
¡El pueblo ha ganado! Roberto Luna
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ra un día domingo y recién comenzaba a salir el Sol; de pronto, escuché hablar a mi mamá que decía: “Qué pena, pobre gente”. Entonces me levanté, bajé a mi sala y todos mis familiares estaban pendientes frente a la televisión viendo y escuchando lo que acontecía en la ciudad de El Alto, sobre los muertos, que ya eran varias en ese momento. A mí me sorprendió mucho ya que nunca había pasado algo así y, sobre todo, en un día de descanso, como es el domingo. Llamó después el representante de mi barrio quien, con sus ayudantes, convocó a una reunión urgente, y como en mi zona existe una gran amistad entre vecinos, éstos acudieron inmediatamente. Fue así que el representante y las demás personas, donde me incluyo, comenzamos a hablar de todo lo que acontecía en esos instantes. Entonces acordamos sacar nuestras banderas nacionales con un listón negro amarrado en el mástil de la bandera y así colgarlas fuera de nuestras casas como muestra de dolor y luto que sentíamos al perder a nuestros hermanos compatriotas. Fue una muestra de unión, ya que en todas las casas de mi barrio se veía flamear nuestra bandera con ese listón negro que demostraba también el dolor de ver cómo se matan entre bolivianos. Pasaban los días, y, escuchando la radio, entendíamos que la situación se ponía más trágica: cada vez había más muertos, más sangre, más luto; no se sabía qué hacer. Llegó el día miércoles. El representante de mi barrio convocó otra vez a una reunión y en esa se acordó bloquear las calles con llantas y con piedras. Ya en ese momento los ánimos de la gente estaban caldeados; se pedía la renuncia del Presidente. Comenzamos a bloquear. Lamentablemente había un helicóptero que rondaba todos los días el cielo boliviano y tal vez los militares, quienes conducían estos aparatos voladores, vieron que empezábamos a bloquear y lanzaron un gas lacrimógeno que por un momento nos ahuyentó y asustó; pero esto no rompió la unión ni el enojo que había en todos mis vecinos. Estuvimos así hasta que el Presidente por fin renunció: petardos, gritos de triunfo... ¡el pueblo ha ganado! Al final de todo, después de una trágica semana, muy temprano sonó el timbre de mi casa. Era un boletín que decía: ¡Gracias, hermano, por la unidad, el pueblo te lo agradece! Fue así como mi barrio actuó en los conflictos sociales; y yo creo que éste no es el final, es el principio de una Bolivia libre y soberana.
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Lucha, fortaleza y esperanza Fidelia Sirpa
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ue una experiencia singular. Parecía que iba a ser una semana conflictiva más en la ciudad de La Paz y también en El Alto, con marchas y protestas sociales; pero ya se había comenzado a escuchar en los medios de comunicación sobre el agravamiento de los conflictos sociales en diferentes gremios, pues no había soluciones al respecto. Todo se inició cuando se anunció la exportación de gas boliviano a Estados Unidos vía un puerto chileno. Eso disgustó a la ciudadanía, que planteaba que era mejor industrializar el gas para tener más utilidades económicas, fortalecer el país y tener reactivación económica. La COB y los dirigentes de las juntas vecinales se organizaron para una protesta contra la exportación del gas mediante un paro cívico y bloqueos. A esta movilización se unieron muchos grupos sociales como los campesinos, los obreros, las juntas vecinales, los pequeños comerciantes y otros. Cada barrio se organizó, y, en una reunión extraordinaria, acordaron hacer bloqueos hasta conseguir lo requerido. En mi barrio tuvimos que organizarnos para salir a bloquear día y noche haciendo vigilias. Los días de bloqueo en mi barrio pasaron con cierta calma: el día estaba terriblemente soleado; era como si el Sol azotara nuestro rostro y el viento acariciara nuestros ropajes mientras se observaba que las personas transitaban a pie. Vi a una persona que se trasladaba lentamente; tenía los ojos rojizos, el rostro agobiado, los cabellos en desorden, una polera ploma con mucho sudor; llevaba una canasta pequeña con huevos y pan, y, entre la multitud, se perdía lentamente. Se aprovecharon las avenidas vacías: los niños, jóvenes y adultos jugaban fútbol. Todo el día circulaban las bicicletas de todos los colores, modelos y marcas. A lo lejos, se escuchaban explosiones de dinamitas, disparos y petardos; las horas transcurrían; los medios de comunicación informaban los hechos que sucedían durante la jornada. Así, con el transcurso de las horas, una pequeña brisa se hacía sentir y, con ella, llegaba el atardecer. A lo lejos, en las montañas, se escondía el Sol y unas horas después llegaba la noche. Mis vecinos y yo nos sentíamos tensos; el cielo estaba despejado; se veía la Luna y las estrellas destellando a lo lejos. Todas las calles estaban desoladas menos las avenidas principales donde estábamos instalados; los hombres fumaban y bebían té con té para calentarse, ya que hacía un frío especial; las mujeres aguardábamos sentadas bebiendo café caliente; todos estábamos alrededor de una fogata dialogando y escuchando una radio antiquísima, esperando que se regularice la convulsión social que se estaba dando en la ciudad. “La esperanza estaba presente en nosotros”.
Miriam Roledo
La organización
La participación de mi barrio en los conflictos
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i barrio participó en los conflictos que hubo en La Paz con marchas que fueron organizadas por los dirigentes. Acudieron muchos vecinos voluntariamente; fueron a la concentración sin presiones y pacíficamente. Sin embargo, esa tranquilidad no duró mucho porque nos enteramos de que venían campesinos de Chicani y Palcoma que llegarían en cualquier momento. Se escuchaba el detonar de los petardos que cada vez se oían más cerca. Después de media hora, entró a mi barrio muchísima gente; eran los campesinos que llegaban con mucha violencia, armados de piedras, palos y hondas. Cuando todos llegaron, se reunieron. Los que observábamos, creímos que descansarían para después continuar con su marcha; pero no fue así; se dispersaron en grupos que tomaron diferentes direcciones. Un grupo que pasaba se detuvo y se acercó a la tienda que hay en la planta baja de mi casa. Vi que se aglomeraban y bajé; ellos discutían con la dueña de la tienda y la amenazaban con asaltar su negocio si no lo cerraba. Algunos estuvieron a punto de entrar; otros amenazaban con piedras y, por un momento, temí que lanzaran sus piedras a las ventana. Cuando la dueña cerró la tienda, muy exaltados se dirigieron hacia la casa del frente donde funcionaban las oficinas del Sindicato de Transportes “Miraflores”. Por fortuna, las personas que trabajan allí, lograron quitar su gran letrero que tenían hacia fuera y cerraron sus puertas indicándoles que era una casa particular. Muchos insistieron en asaltarla porque los vieron esconder su letrero. Tras una larga discusión, se alejaron. Los siguientes días ya no hubo atención en ninguna tienda o almacén porque los campesinos que llegaron se quedaron en la zona durante todo el conflicto. Los vecinos de mi barrio se quedaron en sus casas informándose de todo lo que acontecía pues no podían salir por temor a ser agredidos por los campesinos o por los uniformados que resguardaban tanto las instalaciones de Aguas del Illimani como las calles del barrio. 175
Armados con palos y piedras Edgar Quispe
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a había pasado la una de la madrugada cuando en mi barrio se oyeron campanadas. Habían improvisado esas campanas con hierros viejos de muelles de microbuses; éstas eran golpeadas con una piedra. Mis vecinos estaban organizándose para enfrentar al gobierno. El frío estaba abrigado por el tibio calor que se desprendía de los neumáticos viejos que algún vecino había conseguido de otro vecino transportista y que se quemaban lentamente. El denso humo empezaba a cubrir el cielo,
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que aparentaba también hacer más oscuro nuestro futuro, de un mañana incierto que se quemaba en muchas partes de la ciudad. Entre los murmullos de una buena cantidad de vecinos, se dejó oír una voz: “Nuestros hermanos alteños derramaron sangre por defender el gas, patrimonio de todos los bolivianos, y no sólo por el gas sino también por sus hijos, por el futuro de ellos y de los nuestros. Defendamos lo nuestro. ¡Gloria a nuestros hermanos alteños y muera el gobierno asesino!” Y a un coro de voces contestamos: “¡Que muera!” Esas últimas palabras pusieron de manifiesto el sentimiento de todos los presentes, y a medida que pasaba el tiempo, se sumaba más gente que salía de todas partes. Armados con palos y piedras, no bien atrincherados, esperábamos en vigilia. La indignación en los rostros se dibujaba en miradas perdidas, quizá recordando terribles escenas vistas en la televisión u oídas por la radio. Algunas personas mayores comentaban entre sí, recordando que en épocas pasadas también hubo gente inocente que murió como ahora, y se les oía decir más o menos así: “En ese entonces, eso parecía una carnicería, como ahora. ¿Y en democracia?, me pregunto; hay que estar loco para no escuchar la voz del pueblo.” Mientras el ambiente estaba tenso, recordé que mis hermanos y yo no habíamos comido; era como una ironía del destino: se había acabado el gas en nuestra casa y sólo algunas galletas que mi madre consiguió ahuyentó el hambre, aunque las penas la alejaban más. La rabia contenida nos había mantenido despiertos y dispuestos a enfrentar más y defendernos ante lo que pudiera acontecer. Hasta entonces no había pasado nada; el día estaba más cerca, y en mi mente daban vueltas estas palabras: ¡defendamos lo nuestro!
Mu jere M u js e r e s
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Mu jere s
La decisión de participar, las estrategias de sobrevivencia, la valentía
Negro, oscuro... Jhaneth Callisaya
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egro, oscuro... No sé cómo describir esa tarde de domingo que fue la más horrible de todas las que viví. Todo comenzó en la ciudad de El Alto, de donde soy ciudadana. El paro cívico se inició el día miércoles 8 de octubre y mi zona, Villa Esperanza, participó en esos conflictos sociales organizándose por manzanos y cuadras cada día. Una vez reunidos, iban a la avenida principal (Juan Pablo II) a concentrarse con los demás vecinos de otras zonas. Cuanto más pasaban los días, mayor era la fuerza de los vecinos en apoyo al paro para que no se vendiera el gas. Entre los vecinos estaba mi madre, que es miembro de la directiva de la zona. Todo fue pacífico hasta el día domingo, que fue un día negro para todos nosotros: alrededor de las dos de la tarde, hubo un sangriento ataque a los vecinos en la avenida principal e incluso en las cercanías de mi barrio. Mi mamá llegó a la casa alrededor de las cuatro de la tarde; nos contó que llegaron unos militares armados que disparaban con balas y balines a los vecinos, y que ya había como dos muertos. Luego, volvió a salir. Mis hermanos y yo estábamos asustados por la masacre que ocurría en la avenida y también porque poco a poco se iban escuchando los sonidos de disparos detrás de nuestra casa: además, estábamos preocupados porque mi mamá no llegaba. En ese momento tuve el impulso de querer hacer algo para que todo pasara; pero no podía hacer nada. Cuando regresó mi mamá a las seis de la tarde, nos dijo: “Entren a sus cuartos”. “¿Por qué?”, preguntamos. Nos explicó que detrás de nuestra casa estaban los militares disparando a quien estuviese caminando y que nos podían llegar balas perdidas. Todos estábamos más asustados todavía mientras continuábamos escuchando los disparos, que eran muchos; parecía que nunca se iban a detener. Mientras tanto, poco a poco iba oscureciendo. Alrededor de las ocho de la noche prácticamente la balacera había cesado. Parecía que todo había terminado hasta ese día. Por un momento, llegó la calma a nuestros corazones. Desearía que todo esto hubiese sido un sueño y no una realidad. Toda mi familia estaba a salvo; pero con un recuerdo en la mente que nunca olvidaremos. Algún día les contaremos la experiencia vivida a nuestros hijos.
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El desabastecimiento de alimentos Lourdes Copa
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l desabastecimiento de alimentos que se produjo a raíz de los conflictos afectó a todos los hogares paceños. Yo fui sorprendida por esta dificultad, pues me encontraba con un escaso aprovisionamiento de alimentos. El racionamiento de mis alimentos comenzó a partir del sábado 11 de octubre, cuando conseguí lo más importante en ese momento: la “carne”. Realicé una larga fila para comprar medio kilo de carne que tuve que repartir en pequeños trozos para que por lo menos alcanzara unos cinco días. Como madre de familia, debí calcular los pocos alimentos que tenía, y realizar magia para suplantar al famoso “pan”, recogiendo algunas tradiciones familiares como el phiry de sémola y harina blanca o la famosa phisara (graneado de quinua). Sólo sabía que no debía faltar algo con qué desayunar o tomar el té. Para mi peor desgracia, el martes 14 se acabó mi insumo principal: el gas. Mi preocupación fue muy grande, y tuve que dar solución inmediata al problema. Gracias a mi madre, tenía una cocinilla a leña que instalé en el patio y tuve que empezar a reunir leña del monte y toda la madera que poseía en la casa para poder atizarla y preparar, de esta forma, la alimentación diaria que no debía faltar a mi familia. A medida que preparaba los alimentos, debí utilizar cantidades muy ajustadas; pero sin saber exactamente hasta que día tenía que calcular. Mientras tanto, se me iba acabando la harina, el huevo, y algunas frutas que por esos días se extrañaba; el paladar deseaba saborear esas exquisitas dulzuras como el plátano, la sandía, la naranja, etcétera. El miércoles 15 me fui a las tiendas de mi barrio a buscar estos insumos. Sólo pude comprar unos seis plátanos y diez huevos para suplantar la carne, pero no encontré harina en ningún lugar; asimismo, había escasez de algunas verduras o no era posible comprarlas, pues sus precios estaban elevadísimos. Al ver que no encontraba harina, comencé a preguntarme con qué daría de tomar el desayuno o el té. Se me ocurrió comprar galletas de agua calculando lo que necesitaría para unos dos días, cantidad que felizmente resultó bien calculada. La preocupación y desesperación me consumían al ver que los problemas no cesaban; mi única esperanza era escuchar la solución y pacificación a los problemas a través del noticiero de la radio o la televisión.
Estela Blanco
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Lo que indigna a cualquiera
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l problema que se suscitó a causa de los enfrentamientos entre los mineros y los policías en Senkata produjo un completo desabastecimiento de víveres en todo El Alto y la ciudad de La Paz. En mi barrio, Ciudad Satélite, durante el transcurso de la semana y casi durante dos semanas que duró el conflicto, hubo escasez de carne, artículo principal de la canasta familiar, y también de pan. Ninguno de estos artículos se encontraron en El Alto. La militarización, aquí y allá, en todo El Alto, en Río Seco, en la zona Ballivián, en Rosas Pampa, en la Ceja como principal paso y que fue bloqueado por la población, y muchos otros lugares, nos causó mucho miedo. El primer día y hasta el tercero no nos animábamos a salir de casa; pero cuando la situación se agravó, y escuchábamos en las noticias que por Río Seco estaban disparando a las casas desde un helicóptero, nos asustamos demasiado. Oíamos el ruido del helicóptero y se nos ponía la carne de gallina; las constantes pasadas y repasadas de este helicóptero por los cielos, las constantes bocinas alarmantes de las ambulancias, los gritos a los lejos de la gente y, por las noches, los golpes a las puertas de las casas para salir a las vigilias fueron señales de una posible rebelión o guerra civil que por primera vez me hicieron experimentar un tremendo temor. Sólo me habían contado a grandes rasgos sobre lo sucedido en la época de la dictadura; pero me di cuenta de que sentir y vivir ese miedo era distinto; te hace pensar: “Y qué si Goni no se hubiera ido.” Todo estaba alterado en mi zona: nos obligaban a salir a las vigilias, quemábamos llantas y bloqueábamos las calles con piedras o con lo que sea. Sólo bloqueamos e hicimos vigilias, ya que la mayor parte de mis vecinos trabajan de lunes a viernes a sueldo fijo, y sólo apoyaban por la noche, al llegar de sus trabajos, aunque esto sucedió sólo durante los tres primeros días que lograron llegar a sus trabajos como podían; pero ya para el jueves todo, absolutamente todo, estaba paralizado y bloqueado, e incluso los bancos cerrados. Entonces los vecinos se quedaron en casa. La movilización fue organizada por los gremiales del mercado San José, en la calle 10 y 11, y otros mercados más, y también por la directiva de la junta de vecinos y alguno que otro vecino. La escasez era tan aguda que si aparecía alguien con pan para vender, la gente se aglomeraba. Los artículos de primera necesidad subieron de precio. Por ejemplo, el huevo de 35 centavos subió a 40, 50, 60 centavos. La carne, si había, se vendía a 18, hasta a 25 el kilo. Se compraba apenas cinco panes por 2 bolivianos y hasta a 50 centavos la unidad. En el lugar donde vivo, la gente, si quería algo, o se iba de madrugada a los mercados que atendían con lo que tenían hasta las nueve de la mañana o se iban a la Ceja, de madrugada también, y volvían a pie a eso de las diez u once. Por primera vez en mi zona todo estaba paralizado. Lo que nos impactó no sólo fueron los gritos a lo lejos o los ruidos que hacen las balas al ser disparadas, sino también las imágenes de la TV mostradas sin edición, crudas y reales, de cuerpos heridos por hasta seis o siete balines cada uno; el cuerpo del minero todo destrozado; la muerte del bebé pequeño; el traslado de quemados sin ocultar nada la gravedad de las quemaduras; los muertos con perforaciones en la cabeza, pecho, ojo, etcétera. Tantas imágenes de dolor llegaron a indignarnos tanto que al cabo del tercer día aumentaba la cantidad de
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personas que asistía a las vigilias, pues esta forma de represión, con un saldo de tantos muertos en un solo día de enfrentamientos indigna a cualquiera. La vigilia ya no se hizo cada dos o tres cuadras sino en cada esquina, con fogatas en rondas y los dirigentes pasando de fogata en fogata y, a la vez, pasando información de que debíamos vigilar y no dejar pasar nada. Ante la sospecha de que pasaría un convoy de gasolina por nuestra zona el día 14 de octubre, nos asustamos mucho, pues se escucharon cercanos los ruidos de los enfrentamientos. Creíamos que llegarían y nos gasificarían. Todos hablaban y decían que la culpa la tenían los dirigentes Evo Morales y el Mallku, que estaba aprovechando esta oportunidad para hacer su campaña; otros hablaban de la real indignación del pueblo que, a mi parecer, es cierta y justa; es una reacción del pueblo alteño con un sentimiento patriótico en defensa de nuestro recursos naturales, sentimientos que no afloraban hacía ya mucho tiempo. Luego, todo volvió a la calma poco a poco; la escasez desapareció y los destrozos y llantas quemadas los recogimos nosotros mismos. Nuestro barrio no sufrió muchos daños como en Río Seco, con la explosión de la gasolinera, o en Electropaz, con la quema de sus inmuebles; sólo hubo un rumor de que quisieron quemar o hacer explotar el paso de gas central que se ubica por la calle 7, final Don Bosco; pero los vecinos salieron, hablaron con esas personas y no sucedió nada grave. Considero que esta reacción surgió por la defensa de nuestros recursos, con sentimientos morales, cívicos y patrióticos que deben aflorar cuando el país está en riesgo. Pero así como fue la reacción de la fuerza, así también debe ser la magnitud del diálogo para pacificar y, con buenas ideas o acciones, sacar a flote al país. Por lo sucedido y la gravedad de los acontecimientos, nos dimos cuenta, que El Alto es como una vena que suministra lo necesario a la ciudad de La Paz.
Impotencia... 182
Jhoana Segales Hidalgo
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ctubre de 2003. Era domingo y, al parecer, era un día normal. Mamá salió a comprar verduras para preparar el almuerzo mientras yo me quedé arrinconando mi casa. Al cabo de un rato ella volvió tensa y atónita. Le pregunté qué le pasaba, y, con un tono de voz muy bajo, me dijo: “No hay nada que comprar, las vendedoras no salieron hoy y la gente está desesperada porque no tiene qué llevar a su casa para comer. Apenas una carnicería estaba abierta; todo ahí está muy caro y no hay una sola movilidad que transite”. Al oír esa respuesta me sentí muy mal, no entendía lo que estaba pasando. Entonces mamá me dijo que prendiera la radio para escuchar las noticias y saber con exactitud qué era lo que sucedía. Encendí la radio y en ella escuché que la ciudad de El Alto estaba militarizada y que había muchos ciudadanos bloqueando las calles y avenidas de esta ciudad. Oí esas noticias y no sé por qué pero empecé a desesperarme; no quería que mi país viva más serios conflictos.
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Mamá y yo nos apuramos en preparar el almuerzo, pues luego teníamos que ir a la iglesia. El reloj marcaba las nueve y cincuenta de la mañana. Salí de mi casa, y en las calles había escasa cantidad de gente con algún puesto de verduras, jugo de manzana y unos pocos heladeros. Como me lo había dicho mamá, no había una sola movilidad que transitara por ahí; la plaza Garita de Lima estaba semidesierta. Al ver las calles de la ciudad así, me puse muy triste e impotente de no poder hacer nada. Por primera vez, sentí el dolor de mi país; observaba personas que reflejaban tristeza en su rostro y, al mismo tiempo, ira; sus ojos estaban llenos de desesperación. Pero me sentí mucho peor cuando vi a un niño que, con lágrimas, le pedía pan a su mamá; ella no le hacía caso, tal vez porque no quería ver sufrir a su hijo. Era una señora, al parecer, muy pobre. Yo... no sabía qué hacer; no podía concebir tanto sufrimiento porque el ver a ese niño me destrozó. Entonces me di cuenta de que Bolivia estaba sufriendo una grave crisis. Al principio no me importaba mucho el problema del país; creí que esto se iba a solucionar. Sin embargo, desde ese instante supe que yo también estaba participando en los conflictos sociales, no física sino espiritualmente, pues era mi patria donde ocurría tal crisis. En medio de tanta impotencia, caminé más rápido, y al llegar a la iglesia me puse a orar por toda Bolivia. Me sentí más tranquila, ya que orar era lo único que podía hacer. Aquel día domingo nunca se irá de mi mente, pues vi a mi ciudad como nunca la había visto. Espero no volverla a ver así. Lo que más quiero es que en mi país reine la paz y la unidad para que vivamos en tranquilidad y no haya más sufrimiento, porque mi país se lo merece.
La señora de las verduras Juan Carlos Fernández
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se día salimos mi madre y yo; la tuve que acompañar porque ella estaba asustada. Las calles se encontraban llenas de vidrios, llantas quemadas y fogatas; en éstas había ropas, botellas de plástico y otras cosas, como si fuera San Juan. Algunas señoras que venden tomates, lechugas, arvejas, hablaban en voz baja, en aymara; yo creo que se referían a los conflictos que se estaban suscitando en el país. En estos puestos, las hortalizas y verduras estaban caras; fuimos más abajo; las señoras estaban cerrando sus tarimas. Una señora de pollera, que llevaba consigo un comunicado, pateó y tiró las verduras de una vendedora; éstas fueron a dar en el canal de aguas servidas. No sabía qué decir. Mi madre, asombrada, se quedó callada. El conglomerado de gente que se dio cita en ese lugar se fue retirando paulatinamente, sin decir nada. Al canillita que vio lo ocurrido, no le importó tampoco; la vendedora comenzó a recoger parte de las verduras; agachándome, la ayudé; entre sus hombros llevaba a una pequeña niña, que aproximadamente tenía un año. Ni policías ni autoridades estaban allí para socorrerla. Señoras como ella, buscando bienestar para sus hijos, se enfrentaban a la muerte, tratando de encontrar una salida en este país que no ofrece más que miseria y hambruna.
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Días de gran sufrimiento Corina Quispe
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Octubre negro” es una frase que por siempre quedará grabada en nuestra mente y en nuestro corazón. Recuerdo con mucha tristeza y dolor aquellos días de gran tensión, sufrimiento, rabia y desesperación; se desataba una de las mayores crisis de nuestro país. La ciudad de La Paz y, sobre todo, la ciudad más joven de Bolivia, El Alto, estuvieron totalmente convulsionadas y paralizadas, pues se vivieron momentos de extremo dolor. Por un lado, la mayoría de los ciudadanos se volcaron hacia las calles marchando y bloqueando. Por el otro, las Fuerzas Armadas y la Policía reprimieron las marchas, según ellos, para evitar el caos y pacificar a la población. Desde mi casa, con asombro y miedo, veía pasar durante esos largos y angustiosos días, ya caída la noche, allá a lo lejos del cerro (camino a Satélite) pequeñas fogatas que vecinos prendían para hacer vigilias durante las noches. No pude dormir por temor; daba vueltas en la cama de un lado para el otro; no conciliaba el sueño; sólo pensaba en los muertos y me los imaginaba botados en las calles. Lo que más me dolía era la muerte de aquellos niños inocentes que no eran culpables de nada. Durante el día, muy temprano en la mañana, me asomaba con temor a la terraza de mi casa porque sobrevolaban avionetas y helicópteros que noche anterior habían acribillado a mucha gente inocente. Alzaba la mirada con vista a la ciudad de El Alto para tal vez imaginar lo que allí estaba ocurriendo, aunque los cerros la ocultaban. A lo lejos podía ver la zona de Pasankeri y un poquito de Satélite. Escuchaba y miraba todos los informativos: sólo hablaban de la masacre al pueblo y la rebelión del mismo contra el gobierno. Las primeras noticias daban a conocer que había 24 muertos. Al oír esto, de pronto rodaron lágrimas por mi mejilla, no sé por qué; ni siquiera los conocía; pero me encontraba inmóvil y acongojada, con un gran dolor en el corazón. Era increíble ver cómo las calles de mi zona (Tembladerani) se quedaron vacías; sólo se escuchaba el sonido del silencio que poco después fue interrumpido por el bullicio de la radio y la televisión que informaban sobre la muerte de varias personas en la ciudad más joven de Bolivia. Todos los medios relataban cómo el pueblo se alzaba en armas (piedras y palos) para defenderse contra aquellos que los reprimían y que habían matado a sus seres queridos por una causa totalmente justa. El miedo y la rabia se apoderaban de todas las calles, y a esto hay que agregar el gran desabastecimiento de alimentos como carne, pan, gas, verduras, etc. Muchas familias no tenían qué comer; otras no teníamos gas para cocinar. Observaba también desde la terraza pasar a madres de familia, unas con sus hijos, otras solas; a jóvenes y padres de familia también rumbo al mercado Bolívar y a las tiendas en busca de provisiones; pero regresaban más rápido de lo que iban. Escuché decir a una de ellas que, al conocer el precio, se le había quitado hasta el hambre. Supongo que los precios habían subido como espuma y que las caseritas habían hecho su agosto en pleno octubre. “Todo está por las nubes”, dijo. Yo tenía miedo de salir a la calle; pero tuve que hacerlo porque una vecina nos comentó (a mí a mi madre) que un camión de gas iba a llegar al estadio Bolívar. Mi madre, al saber la
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noticia, rápidamente sacó la garrafa y me dijo: “Vamos a hacer cola, a ver si conseguimos una garrafa de gas”. Ni modo, tuve que alistarme. Llevé mi paraguas porque el astro rey estaba en todo su esplendor como testigo de la desesperación de todos por conseguir una garrafa de gas. Al dirigirme rumbo al estadio, vi con gran sorpresa a la gente que hacía largas colas en el horno para recibir como máximo nueve panes que costaban a tres por un Boliviano. Dos de esos panes cabían en una misma mano y se derretían rápidamente en la boca. Todos se quejaban contra los panaderos y éstos se justificaban diciendo: –”Es que no hay mucha harina.” –”Como no hay gas, estamos atizando el horno con leña que traemos con el sudor de nuestra frente desde el cerro.” Todos se resignaron, y tuvieron que aceptar aquellos casi microscópicos panecillos que por un momento callaban a esos estómagos hambrientos. Esto aumentaba más la desesperación y sólo se pedía que todo vuelva a la normalidad. Todos hablaban de los muertos, de las pasarelas caídas, de la explosión del surtidor, etc. Después de muchas horas de esperar en la gigantesca e interminable cola para comprar una garrafa de gas, (nuestro lugar era el 988), de pronto corrió el rumor de que el Presidente estaba a punto de renunciar. El Sol ya no brindaba su calor y se asomaba la noche. La gente poco a poco se iba a sus casas, algunos de mal humor y otros resignados porque hasta esas horas no había ni señales del gasero. Nosotras hicimos lo mismo. Al regresar, busqué en la radio mayor información; efectivamente: el Parlamento había aceptado la renuncia del Presidente. Al fin esa noche pude dormir tranquila porque volvería la calma a nuestra ciudad.
El desabastecimiento del gas Alina Velasco
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n la ciudad de El Alto, zona ciudad Satélite, se vivió el desabastecimiento de gas. Los vecinos que no contaban con gas domiciliario salían con sus garrafas a las calles. Mientras los días pasaban, se veía mucha más gente sin gas. Como en las laderas de esta zona hay un bosquecillo, la gente salió a buscar leña para poder cocinar. En mi casa se terminó el gas el 12 de octubre. El 13, desde temprano, salimos a recoger leña para poder cocinar... Al llegar al bosquecillo, nos encontramos con mucha gente; era sorprendente cómo desde tan temprano ya había personas recogiendo leña. Cada día se incrementaba el número de personas y, por ello, cada vez se notaba más la escasez de la leña, ya que toda esa gente se la llevaba. Por eso, yo me fui a una barraca que queda en la esquina de mi barrio a buscar leña. Lo paradójico de esto es que ese mismo día, en la madrugada, escuchamos mucho ruido. Salimos a ver qué sucedía; resultó que pasaban por el barrio camiones de gas resguardados por militares. Cuando los camiones del gas pasaban por nuestra calle, un vecino trató de detenerlos; él gritaba: “gas, gas”. Un hombre salió de uno de los camiones muy alterado y
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quiso retirar al señor del camino; en ese breve tiempo parecía que los señores de las movilidades se darían a la fuga; de hecho, los vecinos buscaron armamentos para retener las movilidades; pero ya era tarde porque ya se habían marchado. Después de ese acontecimiento, los vecinos de la zona salieron con picotas y palas para destruir las avenidas y las calles de la zona y así evitar que ingresen estas movilidades. Al final de todo, no nos quedó más remedio que continuar cocinando a fogón hasta que este conflicto se solucione.
Las dos caras José Campos
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a zona de Vino Tinto, donde yo vivo, se caracteriza por ser tranquila. Los vecinos viven en paz. El pequeño mercado que está instalado en la calle Felipe Esprella es el punto de encuentro de todos los vecinos; es donde realizan sus compras de verduras, hortalizas. También hay varias tiendas donde venden todo tipo de productos comestibles, desde leche en polvo hasta abarrotes. Existen también varios puestos de comida donde ofrecen platos de comida como: pescado, falso conejo, sajta de pollo, fricasé, ranga, etcétera. Y no podía faltar, como en todos los barrios populares, la existencia de una cantina; sólo que los vecinos nunca se han quejado de su existencia, ya que nunca hubo escándalos de grandes dimensiones ni asaltos a la gente que se recoge a sus casas a altas horas de la noche. Los parroquianos que asisten a este lugar a libar bebidas alcohólicas, llevan consigo guitarras, charangos y bombos; se ponen a cantar o tocar temas del folklore nacional, generalmente ritmos alegres como cuecas, huayños, sayas y kullawadas que son interpretados con gran habilidad y alegría, poniéndole un color diferente a la calle que es muy transitada. Otras personas sacan a dar un paseo a sus perros que generalmente son de raza, como, por ejemplo, haskis, bulldogs, boxers, doberman, etcétera. Yo tampoco me quedo atrás, pues también saco a dar un paseo a mis dos perros, uno es haski y el otro es un pequeño chapi: Cascarín y Roco respectivamente, que para mí son como mis hijos. Todo este ambiente se respira durante la semana y más que todo los fines de semana. Por estas razones mi zona es tranquila, pacífica y querendona de la vida familiar. Hasta que llegó el día 13 de octubre donde todo ese ambiente de paz y de tranquilidad se rompió y cambió de cara. Cambio por una cara de silencio e incertidumbre. Ese día se dieron los más trágicos enfrentamientos entre los manifestantes que pedían la renuncia de Sánchez de Lozada. Yo me encontraba a eso de las once de la mañana observando desde la ventana de mi cuarto, con la televisión prendida, la que informaba sobre lo que estaba pasando en las ciudades de El Alto y La Paz; las calles estaban vacías; todas las tiendas y puestos del pequeño mercado no estaban funcionando; no podía divisar ni una sola movilidad; sólo una cuantas personas transitaban por la calle buscando comprar pan, sardinas, atún y huevos, que eran los productos más requeridos; esa gente recién trataba de aprovisionarse porque no sospechó que la huelga indefinida iba a tener un rotundo éxito.
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De todas esas personas que deambulaban por la calle, dos me llamaron la atención: la primera fue una señora de aproximadamente unos treinta años de edad, a la cual nunca había visto en mi zona. Probablemente vive más arriba, en las viviendas. Lo que más me impactó de esta señora fue cómo iba golpeando las puertas de las tiendas y, en otras, tocando el timbre, todo esto para poder comprar algo. Esta señora era de vestido y estaba con su pequeño hijo de seis años aproximadamente. Desde lo lejos podía ver la preocupación que existía en su rostro. La segunda persona que me llamó la atención fue un joven de unos veinticinco años aproximadamente, al cual conozco sólo de vista; esta persona trataba de comprar una garrafa de gas e iba con su garrafa de tienda en tienda, golpeando las puertas. Cuando al fin se cansó de golpear las puertas, se fue resignado, cargando sobre sus hombros la garrafa de gas. A lo lejos, se escuchaban los petardos, las bombas de gas y las balas de las armas de fuego. Esto es lo que me llamó la atención del primer día de conflictos en la ciudad de La Paz.
Incendio en la Sagárnaga María Rosa Mayta
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n Escóbar Uría, un barrio alejado del centro paceño, al otro extremo de la ciudad de El Alto, no se vio la presencia de militares, marchas ni muertes; lo que sí se sintió fue la falta de alimentos e insumos como el gas y el pan, ya que las tiendas estaban cerradas. Algunas tiendas vendieron algo de alimentos, pero en ese momento el dinero se agotó en mi familia, ya que mis padres son comerciantes. Entonces, mi madre decidió que vendiéramos lechugas en los alrededores del centro paceño. Era tan grande la necesidad de la gente de poder obtener algo de alimento que no les importaba pagar un boliviano por lechuga. Mientras mi mamá y yo vendíamos las lechugas, llegaron los militares y nos gasificaron. Pero eso no fue nada: al poco tiempo llegaron las señoras que custodiaban los mercados y nos quitaron todas las lechugas que teníamos. Mi mamá se asustó tanto que no pudo hacer nada para recuperar lo que habíamos perdido. Pero no nos quedamos con los brazos cruzados, teníamos algo de dinero y fuimos a comprar otra carga de lechugas. Bien dicen que no hay mal que por bien no venga, pues las vendimos todas, con la ayuda de un amigo que se dedicaba a las llamadas por celular, pero como no tenía crédito, se puso a vender refresco de piña en bolsitas. Era tan grande la necesidad de cada familia o persona, que en ese momento no les importaba que las cosas se vendieran caras; tampoco les importaba lo que uno tenía que hacer para subsistir. Muchas personas, como mi mamá y yo, se dedicaron a vender refrescos, cigarrillos, etcétera, arriesgando sus vidas, ya que no era fácil, pues llegaban los policías y militares a gasificarnos, y los bandolas, que saqueaban las tiendas y atacaban a las personas sin importar si eran niños o ancianos, y todo esto sólo generaba más violencia. En un determinado momento esos bandolas llegaron a la galería de artesanías situada en la calle Sagárnaga y empezaron a saquearla y quemarla. La gente se desesperó, pues en la misma
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galería se encontraba el depósito donde los comerciantes guardan sus mercaderías y tenían miedo de que el fuego destruyera sus pertenencias; así, las personas se apresuraron a apagar el fuego y rescatar sus pertenencias. Todo fue tan penoso en ese instante que las personas se sentían impotentes frente a lo que estaba ocurriendo. No todos recuperaron sus cosas; la galería quedó hecha un desastre total; las personas se afanaron por entrar, pues, claro, no perdían las esperanzas de que el fuego no haya acabado con todo. Había algunos espectadores o curiosos que comentaban lo ocurrido y culpaban al gobierno de Goni, maldiciendo e insultando; lo que había ocurrido no podría olvidarse; al contrario, las mismas personas afectadas recordaban que había sucedido lo mismo en el enfrentamiento de policías y militares, y se preguntaban quiénes iban a reponerles lo que habían perdido; no dejaban de lamentarse. Mi mamá y yo pudimos observar todo esto porque habíamos ido a ver el puesto de mi papá que está situado a pocos pasos de esa galería. Después de haber observado todo lo ocurrido, mi mamá y yo nos pusimos a pensar, y mi mamá me dijo que las personas que nos dedicamos al comercio informal vemos lo bueno y lo malo; pasamos frío; soportamos el bullicio de las calles, las riñas; pero, más que todo, estamos expuestos a eventos inesperados que puedan suceder en las calles, y más cuando ocurren estos problemas, ya que los que somos comerciantes no podemos dejar de realizar nuestra actividad, pues de algo hay que vivir.
Conflictos en mi casa Paola Vargas
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Se acabó el gas en casa”, anunció mi madre. La situación se complicaba, pues, además no teníamos algunos alimentos esenciales, por ejemplo, la carne y el pan. La incertidumbre aumentaba en casa, no sólo por la falta de gas y alimentos, sino también por la situación que vivía el país. De repente, me di cuenta de que en casa la atmósfera había cambiado; la situación era tensa; el rostro de mi madre tenía un gesto de preocupación; el problema era cómo cocinar sin gas. Nos enteramos de que en Senkata estarían vendiendo gas. Por lo tanto, decidimos ir caminando hasta allí llevando a cuestas la garrafa vacía. Emprendimos el viaje muy temprano, pues, desde la 16 de Julio hasta Senkata, el camino sería muy largo. Muchos vecinos se encontraban en la misma situación, y habían tomado la misma decisión. En el trayecto vimos que las calles y avenidas estaban cubiertas de vidrio, piedras y alambres, etcétera; había mucha gente aglomerada en cada esquina, armada con palos. La presencia de militares nos infundieron miedo, y como ya estaba haciéndose tarde, decidimos retornar; el movimiento de la gente era intenso. Más tarde, los rumores de la renuncia del presidente cambiaron la situación por completo. Luego las cosas fueron gradualmente volviendo a la normalidad, sobre todo, cuando la noticia se hizo oficial. Nuestro problema se había arreglado. En casa, comentamos acerca de lo que nos había sucedido, no sólo a nosotros, sino a todo el país, y de lo acertado que había sido retornar a casa.
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189 Estudiantes de la UPEA (Universidad Pública de El Alto) hacen demostraciones con un lanzador de petardos de fabricación casera en El Alto, el 7 de octubre. Los estudiantes fueron uno de los grupos más combativos de la crisis de octubre. Foto: David Mercado.
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Manifestantes se muestran victoriosos sobre un auto quemado durante los bloqueos en Senkata, El Alto, el 7 de octubre. Foto: David Mercado.
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El día más triste Judith Tarqui
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l despertar esa mañana del 12 de octubre sentí que ese día no iba a ser un día común y corriente, no sólo por el hecho de que era mi cumpleaños sino por todo lo que había sucedido en mi familia y en mi barrio a causa de los problemas del gas. Como estábamos sintiendo la escasez de pan, alimento sagrado para nuestro desayuno, decidí levantarme más temprano para poder comprar algunos panes y huevos. Ya las tiendas de mi barrio habían aumentado sus precios y otras estaban cerradas. Finalmente, nos conformamos con el pito que mi mamá tenía guardado como previsión. El día transcurría y las noticias por radio eran cada vez más alarmantes; los muertos aumentaban. “¡Qué injusto, una lucha desigual!”, decía en voz baja. Por primera vez mi mamá y yo estuvimos calladas en el momento de preparar el almuerzo que esta vez consistió en chuño, papa qathi y charque. Fue un almuerzo muy silencioso. Por la tarde, escuché al presidente de la zona decir que deberíamos apoyar a nuestros hermanos de alguna forma. Lo único que hicimos los vecinos fue poner una bandera con un crespón negro. Ese día tan triste aún no acababa; aunque era mi cumpleaños, sólo deseé un momento de tranquilidad. Al llegar la noche, me fui a mi habitación; por un momento contemplé la ciudad de La Paz silenciosa y triste; ni un solo autobús haciendo tocar su bocina. Sólo se escuchaban las despedidas de personas que tal vez no iban a volver jamás; lágrimas derramadas extrañando ya la ausencia de la persona amada. Ese día realmente fue trágico; Bolivia entera estuvo de luto. Aún no acaba la película de guerra hecha realidad; nos esperan días muy penosos y decisiones que se conocerán a su tiempo.
Las armas de la resistencia Margaret Mamani
Los días de conflictos y luchas son parecidos a las guerras. En ambos, se buscan armas para defenderse y sobrevivir. Así lo hicieron los vecinos de mi zona, Villa Caluyo, ubicada en la ciudad de El Alto. Nuestra presencia y mayor participación se dio en las marchas que realizamos el lunes. A las nueve de la mañana partimos hacia la ciudad de La Paz; en la concentración estuvo una gran mayoría de vecinos. Lo que me llamó la atención fue que esta marcha no era obligatoria; pero aún así participó la gran mayoría de los vecinos, señoras y jóvenes; esto se debió a la paralización de actividades. Yo estuve presente junto con mi madre; ella encabezaba la marcha y su hija la apoyaba. Cuando organizamos la marcha, acordamos ir armados. Los demás se preguntaban por qué; la respuesta era que debíamos defendernos del gas, de los balines y de las agresiones de los policías. También como mi madre, yo tenía experiencia sobre este asunto; propusimos que los vecinos se lleven un trapo mojado con agua para ponérselo en la nariz si fuese necesario.
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Se preguntarán para qué sirve esta técnica: impide que los gases hagan efecto, y así se puede rebasar a los policías. Otra técnica, aunque asquerosa, es el orín. Para lo mismo, también llevamos bicarbonato que, al rociar a la cara, evita irritaciones. De esa manera, nos sentíamos armados para defendernos del gas con armas diferentes, pero efectivas e importantes para defendernos de los balines. Fueron exitosas estas armas al llegar a la plaza San Francisco; las utilizamos en los momentos necesarios. Mi función en la marcha era alejar a los niños y ancianos; las dificultades eran que algunas señoras que llevaban a sus niños no sabían si practicar esta técnica en ellos. Sin embargo, pese a estas previsiones, a pesar de estas armas sencillas, no pudimos contra los balines. Para la siguiente marcha, sólo fuimos los más fuertes (jóvenes y adultos) y no así las señoras; esto para cuidar la salud de los vecinos. A pesar de estas marchas, no sentía cansancio; era más la preocupación que sentía y el temor a que algo le llegara a pasar a mi madre. Ella sí estaba delicada de salud; pero no se quería quedar en casa; estaba junto a su base y yo, apoyándola. Así como nosotras, también sufrieron los demás vecinos de otras zonas, y todo por una sola causa. El viernes, cuando posesionaron al nuevo presidente, me sentí aliviada; increíblemente, recién sentí cansancio y hambre. Estaba segura, sin embargo, de que acabaría tanto tormento y derramamiento de sangre.
Pechos de acero Walter Huayllani
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staba escuchando música, y de pronto se me ocurre cambiar la radio de dial; en ese momento, las noticias informaban sobre las primeras muertes en los conflictos tremendos que se suscitaban en El Alto. Al principio, no me pareció una noticia novedosa; lo comentamos en casa como algo pasajero y hasta superficial. Sin embargo, conforme pasaban los días, las cosas se ponían más feas y duras, ya que los problemas empeoraban y no se veía una solución pronta porque el gobierno y el pueblo se empecinaban en sus posiciones. Las imágenes de televisión eran impactantes; sin embargo, de todas ellas me impresionó el llanto de una mujer sencilla, de pollera, mujer de pueblo, quien lloraba con desesperación la muerte de su hijo que había sido alcanzado por un impacto de bala en la cabeza; ella mostraba la gorra del muchacho totalmente ensangrentada y el orificio por donde había entrado la bala; lloraba desconsoladamente, como muchas personas cuando pasan por situaciones difíciles y conflictivas. El cuerpo del joven estaba tirado en el suelo; los vecinos, como sombras, miraban impotentes lo sucedido. Durante esos días, muchos estábamos con ojos llorosos y caras desesperadas; recordábamos los días de los golpes de Estado de Natush Busch, García Meza y otros dictadores; pero a mí también me vinieron a la mente los momentos duros y difíciles que viví en mi familia, cuando nos mirábamos las caras sin comprender lo que ocurría por el impacto de la muerte de mi mami: el ser más querido y amado.
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Sentí que sucesos como éste calaron muy hondo en el sentimiento del pueblo boliviano, y en mi barrio se sentía con gran dolor lo que pasaba en las calles alteñas y paceñas. Por eso mi barrio salió en marcha el día miércoles 22; las autoridades de la Zona Escobar Uría organizaron el movimiento, invitándonos a unirnos a esta causa social. Alrededor de un centenar de vecinos se reunieron para bajar hasta el “centro” de la ciudad. De este numeroso grupo, sobresalía la presencia femenina; ya que varias mujeres (muchas de ellas madres), mostrando su dolor, se vistieron de negro, como si estuvieran acompañando a un féretro al cementerio. Algunos lloraban de rabia e impotencia; otros se unían a los gritos de la multitud pidiendo la renuncia del Presidente de la República. Otro aspecto notorio entre los vecinos que marchaban era la presencia de muchas personas mayores, incluso algunos ancianos, quienes con alguna dificultad al caminar también hacían sentir su voz de repudio ante los sucesos de luto. No pude participar de esta marcha porque en mi familia había temor sobre lo que pasaba y no me permitieron salir de casa. Pero esto no fue impedimento para no ver partir a los vecinos, quienes muy “calientes”, y con rabia, gritaban frases en contra del gobierno, “glorias” para los caídos en este conflicto. Además, no estaba ausente de las informaciones porque miraba por televisión los acontecimientos de sangre y me sentía con impotencia y con bronca sobre lo que pasaba. Vi varios aspectos en estos días, como la unión del pueblo que derrocó al gobierno, una acción heroica digna de destacar; por otro lado, la acción “testaruda” del gobierno, sobre todo, de Gonzalo Sánchez de Lozada y sus principales aliados; también fueron evidentes el ocultar la verdad por parte de los políticos, la acción brutal y torpe de las Fuerzas Armadas y la Policía, y muchos otros aspectos que se vivieron en este problema social que enlutó a Bolivia toda.
La valentía de las mujeres alteñas Florentino Tola
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¡Que renuncie el Presidente!”, era la frase más escuchada por las diferentes radioemisoras. La situación en el país empeoraba día a día con los bloqueos y vigilias en las diferentes zonas. También mi zona fue partícipe de estos hechos porque organizamos nuestro propio bloqueo: en primer lugar, estábamos divididos en dos grupos, de tal manera que el primer grupo realizaba la vigilia del bloqueo por la mañana y el otro grupo por la tarde e incluso por algunas horas de la noche. Justamente donde yo vivo correspondía al primer grupo de la mañana. En representación de mi familia, fue mi madre, acompañada de mis hermanas. Pero en la casa, a mí me despertó la curiosidad de saber quiénes asistían o estaban presentes en el bloqueo, así que tomé rápidamente mi desayuno, y en la calle me encontré con amigos, vecinos e incluso compañeros de la Normal. Como no podía ser de otra manera, empezamos a conversar; la gran mayoría estaba de acuerdo
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con que renuncie el Presidente, “sin vuelta que dar”. Paralelamente, me llamaba la atención que un grupo de vecinos se prestaba a pintar un gran letrero al otro costado de la carretera, lo que, desde luego, para mí significaba marcha. Desde entonces, no pasó mucho tiempo, y la gran sorpresa fue que la COR había organizado para esa mañana una gran marcha con rumbo a la ciudad de La Paz con el objetivo de pedir la renuncia del Presidente de la República que hasta ese entonces continuaba ejerciendo sus funciones. Las horas pasaban rápidamente, como si algo estuviera ocurriendo, hasta que, a las nueve y media de la mañana aproximadamente, la cabeza de esta marcha, que desde luego era pacífica, fue acercándose poco a poco al lugar donde se encontraban todos mis vecinos. Al ver esta situación, empezaron a preocuparse porque mi zona no se encontraba acoplada a la marcha ya que el presidente de la zona no había comunicado en su momento el lugar de concentración ni la hora; todos los vecinos opinaron que no nos quedaba otra que unirnos en la cola. A medida que la gran marcha fue avanzando, todos los vecinos de mi zona aplaudían continuamente; en el trayecto, nos aproximábamos a una de las zonas que era colindante a la nuestra y con la que incluso en el pasado conformamos una sola zona, y, como se dice, “los recuerdos no se olvidan”, principalmente en estas situaciones donde todos debemos estar unidos; uno de los marchistas gritó diciendo: “Que Villa Pacajes entre a la fila.” De inmediato, todos los vecinos de mi zona fueron acoplándose a esta marcha, incluso yo, que simplemente estaba de curioso. Durante el trayecto, en la carretera a Viacha, caminar era emocionante ya que las personas que no participaban aplaudían, otros daban la voz de aliento para continuar la marcha; aunque un poco más arriba, a la altura de la panadería San Gabriel, había algo novedoso pero cruel: un perro de color blanco muerto, colgado del cuello. La gran duda para mí era si había fallecido naturalmente o había sido asesinado por alguien. En fin, eso no importaba; pero lo que sí me llamó la atención fue que, colgado del perro había un letrero escrito con el nombre de Carlos Sánchez Berzaín. Las ganas de marchar no terminaron; continuamos con el mismo entusiasmo como al principio; pero antes de llegar a cruce Viacha, es decir, a la avenida 6 de Marzo, la marcha comenzó a detenerse poco a poco. La causa de esto era la presencia de militares armados, incluso con tanques de guerra; pero esto no fue un obstáculo significativo ya que la valentía de las mujeres alteñas fue más grande porque ellas continuaron acercándose. Los militares, observando a esta gran masa humana, tomaron la decisión de darnos paso; pero aún así muchas de las personas al sólo observar a los tanques que nos apuntaban directamente abandonaron la fila; incluso yo mismo a un principio pensaba abandonarla; pero por orgullo continué con la marcha y, sin darme cuenta, llegué hasta la Ceja de El Alto de donde regresé, más tarde, a mi domicilio.
Catalina Acarapi
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La Paz, 13 de octubre del 2003
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Se cita a los vecinos de la zona Vino Tinto a la marcha para pedir la renuncia del Presidente el día 13 de octubre a horas 13:30 p.m. El lugar de concentración será en la Avenida Montes”. Así decía la citación que habían traído a mi casa el domingo en la noche. Toda mi familia se enteró de la marcha. La primera impresión que sentí fue que nadie quería ir por miedo a la represión policial. Pero mamá no dudó en decir: “Yo voy a ir a la marcha”. Mis hermanos, todos mayores de edad, no pensaron que mamá hablaba en serio hasta después del almuerzo, que fue cuando ella me pidió que le hiciera un cartel. Entonces, tanto mi papá como mis hermanos trataron de impedir que mamá fuera a la marcha. Pero no había poder humano que la detuviera. Viendo la valentía de mamá, yo decidí acompañarla. Preparé un cartel que decía: “Goni, queremos tu renuncia”. Por cierto, apenas pude conseguir algo con qué pintar letras tan grandes; al final, lo pinté con tinta negra para calzados. Aproximadamente partimos de casa a las doce y media. A nuestro paso, pudimos observar a gente bajando y subiendo a pie, ya que no había transporte, Cuando nos acercábamos a la avenida Perú, mis ojos se enrojecieron y mi nariz comenzó a dilatarse por la presencia de gas lacrimógeno. Entonces, mi mamá empezó a sentir un poco de miedo, al igual que yo. Pero ambas decidimos continuar. Llegamos al lugar de concentración donde aproximadamente estaba un centenar de personas entre hombres (en su mayoría) y mujeres. Para entonces ya eran las dos de la tarde. Nos sentamos porque todavía se esperaba más gente. Una cantidad considerable de vecinos bajaba con sus carteles y gritando estribillos por una calle adyacente a la avenida Montes. Nosotros nos unimos a esa marcha. Más y más gente que apareció por todas partes se unió a nuestro grupo. Empezamos a marchar gritando estribillos como: “Goni, asesino, queremos tu cabeza”. Mi mamá estaba a mi lado y me decía que no me separe de ella, y así lo hice. Era realmente emocionante estar en una marcha todos unidos, luchando por una causa justa. A lo largo de la avenida Montes había fogatas para contrarrestar los efectos del gas lacrimógeno. También pude observar muchos destrozos. De algún modo, mamá y yo estábamos un poco tranquilas, ya que había el rumor de que a la Policía se le había acabado el gas lacrimógeno. Sin embargo, el temor era más fuerte cuando comenzamos a acercarnos a la Plaza San Francisco donde nos esperaba mucha gente que ya había marchado en la mañana. Nos recibieron con aplausos. De pronto, ya no podíamos avanzar, no podíamos movernos a ningún lado debido a que había mucha gente. Fue entonces, que alguien gritó: “¡Corran!, ¡corran!”. Todos empezaron a correr como locos, empujándose unos contra otros. Mi mamá me tomó de la mano y también empezamos a correr; pero sólo era una falsa alarma. Había policías haciendo guardia en las instalaciones de Tránsito. Pero no hubo ningún enfrentamiento, por el contrario, muchos de los manifestantes saludaron a los policías y viceversa. Así recorrimos todo el Prado bajo un calor infernal. Mucha gente con los ánimos enardecidos quería entrar a la plaza Murillo. Tanto mi mamá y yo sabíamos que tratar de ingresar a esa plaza sería muy riesgoso. Así que no seguimos esas ideas y retornamos a casa.
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A las seis y media de la tarde ya estábamos en casa, cansadas, con dolor de cabeza, con los ojos enrojecidos; pero contentas por haber contribuido a la unidad. Porque es nomás cierta la frase que dice: “La unión hace la fuerza”.
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Cinthya Machaca
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La piedra
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n día que no podré olvidar: el sábado 11 de octubre. Cuando estaban cayendo los últimos rayos del Sol, me encontraba en mi habitación descansando; estaba en la cama, escuchando música suave. De pronto escuché disparos y gritos pidiendo ayuda. Me levanté de mi cama velozmente. Asustada, apagué la radio. Salí corriendo de mi habitación al patio de mi casa; pude oír que esos disparos y gritos provenían de unas cuantas cuadras de mi casa; agarré la bicicleta y salí de mi casa sin decir nada a mis padres para ver qué estaba ocurriendo; la calle estaba llena de personas, niños, jóvenes, señoras cargadas de sus hijos con unas caras de curiosidad y otros de preocupación; todos iban hacia la avenida 6 de Marzo de donde provenían esos disparos; unos corrían y otros caminaban a pasos gigantescos; el viento traía gas lacrimógeno; no se podía respirar un aire fresco. A medida que me fui acercando, el gas causaba sus efectos. Mis ojos estaban lagrimeando. Yo me paré a una cuadra de la avenida. Desde ahí pude ver el enfrentamiento entre los militares y vecinos de mi zona. Los militares parecían ser robots; acataban las órdenes de sus superiores. Ellos estaban armados con gas lacrimógeno, balines y metralletas. Los vecinos de mi zona estaban armados con palos, piedras y dinamitas. A medida que iba pasando el tiempo, las personas llegaban de otras zonas trayendo dinamitas, piedras y palos. Los militares disparaban gases lacrimógenos y balines mientras que los vecinos respondían con dinamitas y piedras. Entre ellos pude ver a una chola agarrando en la mano izquierda una botella con agua y en la mano derecha una piedra. Alzaba su mano lentamente hasta la altura de su cabeza mientras tenía la mirada fija en uno de los militares. Apretó la piedra en su mano y la lanzó con fuerza. Cayó justo al casco que ese militar tenía en la cabeza. Él observó a todos lados; luego miró a la chola que le arrojó la piedra y le disparó gas lacrimógeno. Cayó al lado derecho de ella. Yo pensé que iba a correr al ver eso como muchos vecinos lo hacían; pero ella ni siquiera se asustó. Echó agua que tenía en la botella al gas lacrimógeno y miró al militar con ira y una sonrisa de burla. Luego, siguió arrojando piedras por todos lados. Al ver eso, yo me asusté; además, estaba oscureciendo; ya no se podía ver bien, en esa zona se había cortado la luz. Mientras tanto, los vecinos empezaron a quemar llantas en todas las calles de la zona; el humo se estaba expandiendo por todos lados y a cada rato comentaban que había heridos de bala. Los militares, por su parte, empezaron a disparar a los focos; disparaban con metralletas por todas partes, hasta a las personas que estaban curioseando. Al ver eso, yo alcé mi bicicleta y corrí hacia mi casa muy asustada y, sorprendida,
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pude observar que en las calles había un caos; todos los que estaban curioseando en ese enfrentamiento estaban corriendo a sus casas porque cualquiera podría salir herido. Yo llegué a mi casa muy asustada. Desde allí seguía escuchando el enfrentamiento que duró aproximadamente hasta las doce y media de la noche. Al día siguiente, me enteré mediante los vecinos y medios de comunicación de que había muchos heridos y muertos.
Más vale dar que recibir Victoria Mamani
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ás familias sin padre. Un día más en la avenida Saavedra, un 20 de septiembre. Frente a la avenida, está el inmenso concreto llamado Estadio Hernando Siles, que acoge a cinco mil personas cuando hay partidos. Una vez terminados los eventos, queda desierto; la muchedumbre se dispersa por las diferentes vías de acceso; sólo permanecen las calles sucias. Allí está el almacén donde trabajo; seguramente acontecen hechos insólitos que pasan desapercibidos para mí; no guardo muchas anécdotas para reflexionar. Como todos los sábados, empecé el día haciendo la limpieza general del almacén; mientras llegaba la clientela, prendí la televisión y escuché una noticia que me consternó mucho: “Siete muertos y muchos heridos en el enfrentamiento entre militares y campesinos en Warisata”. En ese momento pensé en los muchos que quedaron a la merced del destino. Recordé a mi padre y deseé que estuviera con nosotros. Desde ese momento, en todo rostro percibí consternación por los muertos. Luego, preferí olvidarlo y seguí con mi trabajo. Los días subsiguientes, las cosas no quedaron ahí; los conflictos empeoraron aún más. Escuché otra noticia: “Los alteños emprenden una lucha encarnecida en contra de la venta del gas y las muertes injustificadas del gobierno; en tres días de enfrentamiento, dejaron 57 víctimas fatales en El Alto y en La Paz, sin contar con los tres mineros que perecieron en Patacamaya cuando se dirigían a la sede de gobierno exigiendo la renuncia del Presidente”. ¿Qué más podría ocurrir en esa fatal lucha por permanecer en el poder? Dejemos de contaminar el ambiente. Un día de octubre por la noche. Los medios de comunicación informan: “El autotransporte se adhiere a la lucha en contra de la venta del gas por Chile”. Al día siguiente, las calles amanecen desiertas. Sólo el frío del amanecer recorría las calles que, al encontrarse, estremecía tu cuerpo enfriándolo. Muchos se preparaban para salir a su fuente de trabajo, a pie. Sin embargo, algo los detenía: por esas calles vacías aparecieron grupos de cinco personas llevando en las manos palos, llantas, fierros... Empezaron a agruparse, recolectaron material inflamable del conector de basura que se encuentra a un lado de la avenida. Encendieron un fogón inmenso que, en vez de bloquear, contaminaba el ambiente al grado de que el aire que respirábamos era a goma quemada y a basura; el olor impregnaba la ropa. Esto no sólo ocurrió en mi calle; cada dos cuadras había una fogata que desprendía hedores repugnantes. La mayoría de los
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bloqueadores eran choferes sindicalizados y juntas de vecinos. Momentos más tarde bajaron portando pancartas rumbo a la sede de gobierno. Robo injustificado. Era uno de esos días en que te pones a pensar en los que no se preocupan de los alimentos. Para no creerlo: muchos no tomaron en cuenta que este conflicto duraría mucho tiempo; se aprovisionaron de muy pocos alimentos que se les acabaron en dos días. Luego, con mucha desesperación, iban en busca de alimentos; pero todas las tiendas de expendio estaban cerradas. Por las noches, se murmuraba que uno y otro almacén atendía a puertas cerradas. Todas las noches la gente transitaba las calles en busca de algún almacén. Por mi parte, decidí bajar al centro de la ciudad a pie, a manera de hacer ejercicio. Aunque mi madre me quiso detener proviniéndome del peligro que podía correr, no lo logró. En mi recorrido me encontré con muchas personas conocidas que hace mucho tiempo no veía. Llegué a la Estación. El calor agotaba. Me quedé sentada allí por tres minutos y recordé que tenía las llaves del lugar de mi trabajo. Pensé en comprarme un helado y cerrarlo; pero al verme ingresar los que me conocían, me pidieron que los atendiera. No tuve otra opción: llamé al dueño del almacén y le dije que estaba atendiendo a puerta cerrada. Pero era mucha la gente que, con gran desesperación, deseaba proveerse de lo indispensable; no veían el precio; no les importaba el costo. El dueño me ordenó que incrementara los precios en un veinte por ciento. Para mí eso era injusto, y lo convencí de que era mejor no alterar los precios para mantener la categoría de almacén: íbamos a convertirnos en uno de esos almacenes inescrupulosos que se aprovechaban de la situación. Más vale dar que recibir. 13 de octubre. Son las 7 de la mañana. La campana suena llamando a la reunión. Es la campana de la junta de vecinos. Mi mamá, viendo con gran dolor la situación del país, decide ir a la marcha convocada. Muchos se sienten atemorizados. Cada tres minutos sobrevuela la zona un helicóptero a muy baja altura. Los organizadores de la marcha realizan la reunión en una casa a puertas cerradas. Mi mamá me cuenta que decidieron llevar palos y fierros para los enfrentamientos, y, para combatir los gases, preparan cigarrillos o fósforos; también deciden llevar algo de víveres para los mineros. Muchos de mis vecinos son pobres; pero fue sorprendente, todos dieron lo que tenían. Se reunió más de dos quintales de cereales. Hombres y mujeres, cada uno con una carga, bajaron cerca de las once de la mañana. Hubiera querido acompañarlos; pero mi mamá me lo impidió: si algo le sucedía, yo debía encargarme de mis hermanitos. Nosotros nos quedamos impacientes, pidiendo a Dios que regresaran sin percances. Mi mamá regresó como a las tres de la tarde. Nos contó que llegaron a la plaza San Francisco y que luego bajaron por el Prado hasta la Universidad Mayor de San Andrés donde se encontraban los mineros. Les entregaron lo que recolectaron; ellos agradecieron mucho. Nos contó que había conocido a gente muy valiente y fuerte, que eran nobles y resignados. Y me dijo que los de la ciudad sólo esperan recibir y no dar. Los mineros son capaces de dar su vida por nosotros; pero los citadinos son miedosos y cobardes; no saben defender sus derechos.
Mónica Escobar
Mu jere s
Por voluntad o por obligación
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n octubre, la preocupación para algunas personas allá, en la esquina de mi calle, era, por una parte, las marchas, porque en éstas arriesgaban sus vidas, y por otra, los muertos de cada día. La junta de vecinos de mi zona, Villa Armonía, convocó a una marcha rumbo a la plaza San Francisco para la que debíamos llevar banderas con cintas negras en señal de duelo por los compañeros muertos. A la marcha acudieron mi mamá y mi hermana mayor. Yo no estaba de acuerdo con ellas porque arriesgaban sus vidas; además, me disgustó mucho la actitud de los representantes de mi zona, porque obligaban a todos los vecinos a ir marchar, pateando puertas, arrojando piedras en las calaminas, incluso amenazando con cobrar multas pecuniarias, dinero que no sabemos dónde va a parar. Considero que si una persona quiere ser partícipe de algo, tiene que ser por voluntad propia y no por obligación. Pocas fueron las personas que salieron a marchar; en algunas se veía caras de preocupación y tristeza porque estaban yendo a la marcha obligadas; además, que son gente pobre. En cambio, en los rostros de los jóvenes se reflejaba el deseo de aventura. En una reunión que hubo para iniciar una huelga de hambre en la Iglesia Señor de la Sentencia de Villa Armonía, pude comprobar que algunos vecinos no conocían el problema exacto por el cual Bolivia estaba atravesando; sólo tenían conocimiento de que había conflictos entre civiles y militares. Los representantes de mi zona les incitaban, diciéndoles que era una actitud que ellos tomaban para que el Presidente Gonzalo Sánchez renuncie y por los muertos que cayeron en diferentes lugares de la ciudad. No hubo mucha participación en la huelga de hambre porque muchas personas no podían dejar solos a sus hijos.
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La multitud, el recorrido, el miedo, la solidaridad, los mineros
Uno más... Hernán Tumiri
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areciera que todo estaba dentro de la normalidad en nuestro país; pero en los sectores altiplánicos, los dirigentes y sus bases habían estado analizando día a día las injusticias que cometían las autoridades, aunque no dejaban a un lado sus trabajos de agricultura y el cuidado de su ganado. Al pasar el tiempo, los pobladores, cansados de tanta injusticia y pobreza, tomaron una decisión: “Llegó el momento de hacer escuchar nuestros problemas”. Anteriormente habían sido engañados por el Gobierno Central y el 20 de septiembre del 2003, el dirigente de la CSUTCB, Felipe Quispe Huanta, sacó un comunicado a nivel nacional a través de los medios de comunicación: “Todas las carreteras serán bloqueadas por los indígenas; y los Mallkus (dirigentes) de cada pueblo comenzaron una marcha hacia la ciudad de El Alto”. Con algunas dificultades, se cumplieron los bloqueos en las carreteras, ya que los militares las resguardaban. Pero los indígenas, burlando a los militares, lograron sus objetivos. También los mallkus de distintos puntos altiplánicos llegaron a la ciudad de El Alto con mucho sacrificio; en algunos casos, caminando distancias muy largas (cinco días). Luego, se declararon en huelga de hambre en el teatro de la Radio San Gabriel. Yo escucho todas las noches el informativo aymara de radio San Gabriel (de 20:30 a 21:30 horas). Una de esas noches, mencionaba en sus titulares que los mallkus estaban en huelga de hambre; ellos estarían en esa medida hasta conseguir sus objetivos. Si el gobierno Central no atendía sus demandas (que eran 70 puntos), ellos radicalizarían sus medidas de presión y sus bases en las carreteras. Un día, yo fui a visitar el teatro de Radio San Gabriel porque uno de mis tíos es mallku de mi comunidad. Lleve para él comida, coca, refresco y frutas. Pero grande fue la sorpresa para mí, ya que no me dejaron ingresar al recinto. Había seguridad policial de los indígenas; o sea, era la policía sindical la que hacía guardia por turno. Sus funciones habían sido: no dejar entrar a personas ajenas; llamar a personas que tenían visita; y no dejar ingresar comida. Sólo podía ingresar coca, refresco y pito de cebada. Llamaron a mi tío; lo miré; él estaba a unos diez metros de distancia, muy pálido, como si ya no tuviera fuerzas. Yo no lo podía creer, parecía un sueño; pero era realidad. Al encontrarnos,
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le pregunté: “¿Estás bien?” Él me contestó: “Sí”. Pero yo dudaba de lo que él me decía y quería darle todo lo que había llevado para él. Lamentablemente no le podía dar todos los alimentos, ya que estaba prohibida la comida preparada al fuego. Sólo le di coca y refresco. Después de unos minutos, me despedí de mi tío para regresar a casa. Mi sentimiento en ese momento era muy profundo: de tristeza, y me daba mucha pena. Me preguntaba por qué razón ellos estaban en esta situación. Sólo me preocupaba la salud de estos individuos (los mallkus) que representan a veinte provincias del departamento de La Paz. Yo normalmente, como estudiante, tenía que asistir a mis clases; pero no dejaba de visitar a mi tío para llevarle coca, pito de cebada y refrescos. Ya que el gobierno sólo se dedicaba a repartir pegas con los de la coalición, a ellos no les importaban los campesinos que están en la extrema pobreza. Así pasaron unas cuatro semanas de tristeza y preocupación para mí. Como las cosas no cambiaban, los dirigentes de la Central Obrera Regional de El Alto y la Central Obrera Boliviana declararon paro general indefinido. Al escuchar el mensaje en un medio de comunicación radial, mi corazón estaba mejor, y me sentía alegre porque –yo decía–, ahora sí el Gobierno va a escuchar al pueblo y ya se arreglará el conflicto en corto tiempo. Es que los mallkus, enfermos, no podían estar más tiempo en huelga de hambre. Pero cuando éste se agudizó, cada día se escuchaba en los medios de comunicación sobre los enfrentamientos entre vecinos (que bloqueaban las calles, avenidas y carreteras) y los militares (que gasificaban a niños, adolescentes y adultos). Un día yo escuchaba el reportaje de un medio de comunicación radial sobre los muertos y los heridos. Estos relatos eran espeluznantes, ya que se describía, con lujo de detalle, la forma en que los ciudadanos eran masacrados por los militares. Y el periodista que hacía la entrevista a los familiares de las personas que habían sido asesinadas mostró cómo lloraban, gritaban y protestaban contra los autores. Según ellos, se mostraba como asesino al ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Al día siguiente, la gente ya no quería saber nada sobre el diálogo con el gobierno: exigía la renuncia del Presidente de la República. En la mañana, los habitantes de mi zona se movilizaron caminando de un lugar para otro. De pronto escuché por medio de la radio sobre una marcha que se dirigía de la Ceja hacia el centro de la ciudad de La Paz. Esa marcha estaría compuesta por miles de habitantes alteños. Al fondo, se escuchaban gritos y protestas exigiendo la renuncia de Goni. En ese instante, yo quería salir de mi casa a participar de esa marcha, ya que yo también tenía bronca contra el Gobierno porque no pudo arreglar el conflicto a su debido tiempo. Pero me desanimé porque de mi casa hacia la Ceja es una hora de caminata, y mientras la alcanzaba, la marcha ya estaría en el centro de la ciudad de La Paz. Durante cinco días las marchas no cesaban de bajar de El Alto hacia la plaza de San Francisco. Hasta que finalmente renunció el Presidente de la Republica (Gonzalo Sánchez de Lozada).
Elías Tancara
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a Guerra del Gas, iniciada por los hermanos campesinos, fue seguida por la población alteña. En un principio, no logró la verdadera respuesta en los habitantes de Viacha. En la ciudad de Viacha no se sintieron los movimientos sociales por la Defensa del Gas como en la población de El Alto; pese a que la ciudad se encontraba rodeada por pequeños sectores rurales cuyos dirigentes (mallkus) habían iniciado una huelga de hambre y el bloqueo parcial de sus vías de comunicación. Aún así, no se logró un total desabastecimiento de sus productos, ya que ellos venían a pie y en las noches para poder comercializar sus productos. Por eso en Viacha no había tanto interés por esta lucha. Lo que sí afectó, y de gran manera, a la ciudad de Viacha fue el bloqueo del único acceso Viacha-La Paz, que logró que la gente se movilizara apoyando a la ciudad de El Alto y dándole fuerza para que los conflictos se solucionen en el menor tiempo posible porque, en esa situación, mucha gente que necesitaba trasladarse de Viacha hacia la ciudad de La Paz estaba siendo perjudicada. Inicialmente se empezaron a movilizar las vendedoras de las ferias y mercados dirigidas por sus maestras mayores, ya que este sector estaba siendo perjudicado porque no podían transportar sus productos de El Alto a Viacha. Estas señoras determinaron, en una reunión de sus sectores, realizar una gran y primera marcha que iría desde la población de Viacha hacia la ciudad de La Paz. La primera marcha se inició en las calles de Viacha; mientras ellas marchaban, verificaban al paso que no haya vendedoras ni tiendas abiertas. Ellas se dirigieron a la ciudad de La Paz. Yo, como muchos vecinos, me encontraba en casa escuchando las noticias; miraba en la televisión cómo el gobierno, en vez de oír al pueblo, lo asesinaba fácilmente, a un pueblo que no tenía más armas que su propia valentía. Al ver esas noticias, me sentí impotente, y me remordió la conciencia por no haber participado en esa marcha. Cuando convocaron a la segunda marcha, quise ser uno de los protagonistas de la defensa de nuestros recursos naturales; me sentía comprometido, como la mayoría de las personas. Lo primero que pude observar fue que las personas se empezaban a movilizar a las seis de la mañana porque el trayecto de Viacha a La Paz toma aproximadamente tres horas. Mucha gente salió de Viacha a las seis de la mañana; los jóvenes salieron un poco más tarde, ya que ellos se trasladaron en bicicletas. La concentración se realizaría en el cruce de Villa Adela de El Alto. Una vez concentrados, nos dirigimos hacia la Ceja, donde los vecinos y manifestantes nos recibieron con aplausos; más adelante, cuando bajamos hacia La Paz, nos ofrecieron refrescos y agua. El calor era fuerte y se notaba el cansancio en la mayoría de las personas; pero los estribillos que lanzábamos contra el gobierno nos alentaban a continuar la marcha. Mientras avanzaba el día, el calor se tornaba asfixiante. Cuando ingresamos a la zona del Cementerio, muchos vecinos nos miraban admirados porque la marcha estaba constituida por una gran cantidad de personas. Los vecinos nos echaban agua por el calor existente; también pude observar en muchos de mis compañeros el cansancio que existía; pero ese ímpetu de concluir la marcha hacía que saquemos fuerzas de flaqueza para cumplir con éxito nuestro objetivo.
La marcha
Pies cansados
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Cuando llegamos a la Plaza San Francisco, estábamos completamente cansados; nos dimos un pequeño descanso para luego retornar a nuestro destino. Era la una de la tarde. Entonces comenzamos el ascenso a la ciudad de El Alto, que fue penoso, especialmente para las señoras.
Caminando de cabeza Benigno Condori
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unaypata es, por lo general, una zona muy tranquila. Su gente, en días hábiles, se moviliza a su trabajo; escolares, acompañados de sus padres, se dirigen a la escuela y muchos deportistas hacen uso de la cancha del lugar. Ésta es la vida diaria de Munaypata. Pero todo cambió de repente. Nunca nos imaginamos que Munaypata y La Portada serían el centro de atracción de muchos países. No era para menos: lo que estaba ocurriendo en esos momentos era algo irreproducible. Desde donde estaba, pude ver con miedo todo lo que estaba ocurriendo. Vi pasar una diligencia de carros cisterna transportando gasolina; otros, transportando garrafas. En la parte superior de la Autopista toda la gente se movilizaba; unos corrían aterrorizados por sonidos que emanaban de las armas; y desde ese lugar pocas personas se atrevían a lanzar piedras. Otros devolvían las granadas de gas que habían sido lanzadas por los policías. Era de adivinar tan grande destreza, pues sólo les tomaba cuestión de segundos aparecer con sus armas (piedras) y lanzarlas, para luego perderse en las lomas. La desesperación de ambos grupos era notoria: unos queriendo impedir el paso y otros queriendo hacer pasar la diligencia de vehículos. Algunos soldados, por su parte, se resistieron a disparar. Llorando, imploraban a sus superiores que los saquen de aquel lugar; pero en respuesta sólo recibían golpes, reprimendas y, en último caso, eran sustituidos por otros soldados. Era notorio que los soldados no querían ser partícipes de aquellos acontecimientos, pues disparaban a ciegas y sin dirección. Apegados unos con otros, y haciendo grupos reducidos de diez o quince soldados, la diligencia de vehículos seguía su marcha. Poco a poco, el ambiente se puso pesado y empecé a sentir los efectos del gas. Mi nariz empezó a arderme. Dentro de mi boca se hacía un nudo y mis ojos se pusieron llorosos. Ya no pude respirar, y empecé a correr. Cuando volteé a ver atrás, toda la gente hacía lo mismo que yo: corría despavorida. Muchos se fueron a refugiar en sus casas. Yo hice lo mismo. Al llegar a mi casa, y con ayuda de mis hermanas, llenamos agua en baldes, bateas, bañadores y ollas para meter ahí las granadas de gas, por si llegara alguna. La que más sintió los efectos del gas fue mi hermanita, que lloraba sin saber por qué. La diligencia de cisternas ya había pasado y con eso volvió la calma a la zona. Al día siguiente, todos los vecinos estaban atentos, pues había rumores de que la zona iría a marchar. Y, efectivamente, los presidentes de cada calle iban tocando puerta por puerta, llamando a cada vecino. Algunos se negaban a salir a la marcha; en cambio, otras personas se dirigían al
La marcha
punto de encuentro con sus banderas y listones negros, con palos y, alguno que otro, con botellas plásticas con las que metían bulla. Al comenzar la marcha, el grupo era muy reducido. Conforme seguimos avanzando, el número crecía. En los primeros momentos, la fuerza era notoria, los gritos de protesta eran como los rayos que retumban en la ciudad. Yo ya me encontraba afónico de tanto gritar. Ante eso, lo que hice fue recoger las botellas al igual que otros vecinos. Empecé a introducir pequeñas piedras en las botellas para poder seguir metiendo más bulla. Al llegar al centro de la ciudad, el panorama era entristecedor, pues no había vida natural en aquel lugar. Nuevamente empecé a sentir ese ambiente pesado. La gente ya empezaba a sentir miedo. Muchos desordenaban las filas para poder comprar cigarros; otros, en cambio, se compraban bicarbonato. En un principio no entendía para qué el bicarbonato; sólo sabía que el cigarro, de alguna manera, neutralizaba el gas. Luego comprendí que el bicarbonato, untado a los ojos, cumplía la misma función. Por El Prado pude ver el destrozo que se había hecho en todos sus alrededores. La plaza central, toda pintada; la avenida, obstruida y nada menos que con las mismas piedras que la adornaban. Todo era un desastre. Algunas personas seguían tirando piedras a la avenida. Más adelante, nos encontramos con otros grupos humanos. Para entonces ya corrían los rumores de que Manfred se había ido. El rostro agotado que teníamos cambió de semblante, pues aquello era una noticia alentadora y, con más fuerza y sin miedo, la gente siguió gritando. Pero no duró mucho, pues el miedo volvió rápidamente al encontrarnos con un grupo de militares que se habían apostado en todas la calles que daban a la plaza del poder. También tanques y armamento de alto calibre hicieron su presencia en esos lugares. Éramos dos grupos humanos muy distintos, pero el miedo estaba presente en ambos. En el nuestro, porque nos encontrábamos indefensos con botellas desechables; el miedo de ellos se pudo notar fácilmente por su semblante pálido y sin vida, como títeres impotentes de hacer nada por detener estos movimientos. Nuestro encuentro sólo fue visual, nadie se atrevió a provocar. Ya en un tramo final, las cosas se complicaron; el ambiente tóxico nuevamente hacía gala de su presencia. Yo, poco a poco, empecé a sentir que el aire se me agotaba. Rápidamente comencé a lagrimear. La gente en ese momento corría por encontrar un lugar con oxígeno donde sí se pudiera respirar; pero esa calle se volvía interminable en su recorrido. La gente, en su desesperación, tomaba su ropa y la llevaba a su rostro; otros fumaban cigarro; para mi mala suerte, yo no tenía ni un cigarro en mi mano. En ese momento recordé que había traído un trapo empapado, que inmediatamente puse en mi rostro. Así pude respirar tranquilamente; pero los ojos continuaban ardiéndome. Para terminar, todos nos pusimos a entonar el Himno Nacional. Nunca había visto tanta fuerza al entonar nuestro himno. Todos se sentían triunfadores, pues no era poco lo que habíamos logrado. Ya con nuestras últimas fuerzas, emprendimos el camino de retorno. En nuestro trayecto, la gente se solidarizaba con nosotros. Nos ofrecían agua por doquier y corríamos como desesperados para tomar un poco de agua. Al llegar a nuestra zona, se hicieron otros planes para movilizarnos; lo que no se llevó a cabo, pues al día siguiente las cosas se fueron normalizando. Poco a poco, la zona de Munaypata retomaba la tranquilidad que le caracterizaba. Nuevamente, la gente salía a sus trabajos, los niños a sus escuelas y los mismos jugadores de siempre se apoderaban de la cancha. No sabemos lo que mañana nos espera; pero Munaypata seguirá apoyando los movimientos justificados.
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Un niño perdido en la calle Romer Tapia
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aras son las ocasiones en las que un propósito une a nuestra nación para entonar a una sola voz que estamos hartos de aguantar la incompetencia; pero de esa ira, de esa inconformidad nacen sentimientos que nos hacen camaradas en la lucha. En la zona Illimani, a pocas cuadras del cruce a Villa Adela, El Alto, la situación era de tensa preocupación. En el manzano tres, donde vivo, está la avenida Cochabamba, donde barreras de piedra y maderos impedían cualquier forma de transitarla. En ninguna otra situación había sido necesario bloquearla y nunca se lo había hecho, por lo menos nunca en los trece años que he vivido allí. Lunes 13 de octubre, diez y media de la mañana. Mi padre se encontraba en la reunión vecinal para organizar la marcha hacia la ciudad de La Paz. Al mismo tiempo, preocupado por los acontecimientos narrados en la red Erbol, aquel día decidí presenciarlos por mi cuenta y, aprovechando la ausencia de mi padre, salí de casa. Avancé, primero, por la avenida Cochabamba y, luego, por la avenida Bolivia, que estaba cubierta de vidrios rotos, troncos, clavos y piedras, y evité lo más posible respirar el humo de los neumáticos en llamas y prestar atención a los restos de un edificio en construcción. En medio del caos, dos mujeres, muy agitadas, corrían de un lado a otro con lágrimas en los ojos, pisando muy fuerte el piso cubierto de cristales y respirando hondo ese terrible humo de llantas. Más adelante, vi a una tercera que, sollozando, me preguntó si había visto a un niño de tres años y medio vestido con un “lluchu” azul, chompita café, un buzo amarillo patito y zapatitos negros... “No, lo siento”, le respondí. Sentí en el alma un gran dolor al no poder ayudarla. No las volví a ver después y tampoco sé si encontraron al niño en medio de esa tremenda confusión. “Una víctima más”, pensé. Al llegar al cruce de Villa Adela después de haber visto tres cuadras de destrucción, una multitud daba inicio a una marcha. Habían pasado treinta minutos desde que saliera de casa, y, sin darme cuenta, me encontraba en medio de la multitud que se dirigía rumbo a La Ceja. Los dirigentes iban a la cabeza, con la bandera nacional, seguidos de una inmensa fila de vecinos que les seguía el paso bajo ese tremendo sol asfixiante, seco y deshidratador; pese a ello, la marcha continuaba con mujeres llevando niños en aguayos o de la mano; hombres cargando maderos, banderas, pancartas; y jóvenes, algunos con baldes de agua con los que luchaban contra el cansancio y las altas temperaturas. Yo iba al costado derecho de la marcha; y no podía creer lo que veía en sus ojos: algunos denotaban rabia; otros inconformidad, miedo, entretenimiento; otros valor y seguridad; aun así ninguno vaciló en llegar a La Ceja donde, unidos a otras zonas, fortificamos al triple la voz de protesta contra la ineptitud e incompetencia de los pocos que dirigen este pueblo de valientes que luchamos contra todo y que somos capaces de ofrendar nuestra vida por mantener la cabeza erguida. Y, pese a estar tan acompañado esa mañana, me sentí un extraviado e indefenso entre la multitud, como un niño perdido en la calle.
Omar Corani La convicción de lucha íntegra sin violencia aún existe y la demostró mi zona Villa Adela.
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Se ofrecían cortaplumas, navajas...
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s domingo doce de octubre, después de un día de pánico y alboroto como el que ayer vivimos en mi familia, debido a que daban cuenta de enfrentamientos violentos en El Alto. Estoy en busca de pan; pero me encuentro con un panorama diferente: ayer la vecindad pasó el día en su casa al igual que los anteriores días. Hoy la calle está muy transitada por gente vecina que pasa, presurosa, hacia la avenida principal; el fin aún lo desconozco. Sin importarme ello, como lo había hecho en días anteriores, golpeo la puerta trasera de la tienda de enfrente. Mi esfuerzo es en vano, no existe nadie en casa. Voy a otros almacenes, pero esta vez la suerte no me acompaña. Desanimado, regreso a mi casa sin lograr mi propósito; en el trayecto, logro escuchar a la gente que dice: “La reunión ya va a dar comienzo y va a ser en la plaza principal.” Deduzco entonces que la mayoría de la vecindad está en la reunión; por ello irrumpo presuroso a mi casa con el fin de informarles sobre lo que pasaba y salgo de nuevo para asistir a la reunión. En ésta me encuentro con la mayoría de mi vecinos que están oyendo el análisis que se hace sobre las muertes producidas por la represión militar el día anterior en la zona de Senkata. Las decisiones parten principalmente del llamado a la unidad vecinal y que era hora de dejar el “nomeimportismo” que se había adueñado de nuestra voluntad. Primero se decide organizarnos en grupos: de movilización, de bloqueo y de apoyo. Son las dos de la tarde; el grupo en el que participo es el de bloqueo, en medio de vecinos y una reducida representación de transportistas. La labor es ardua; tenemos que traer piedras, troncos de madera, alambre y botellas y esparcirlos en el lugar del bloqueo. Pasan ya horas y el calor se hace sentir, también la oportuna vuelta de un jugo por parte de un vecino. Una radio que acompaña tiene la misión de informar sobre el transcurrir del conflicto. Lo notable es que cada noticia alarmante que emite ese aparato cambia la actitud de todos los que estamos allí. Si decía que sí está logrando el objetivo, la gente se regocijaba; pero había momentos que daba cuenta de lo contrario, por ello se enfurecían y empezaban a esparcir más botellas, que eran lanzadas con vehemencia hacia el asfalto, expresando así su impotencia. Ya en la noche, vuelvo al lugar del bloqueo a realizar la vigilia, para lo cual hacen arder una fogata donde se queman maderas, neumáticos y otros objetos que son donados por quienes estamos allí. Dentro del grupo de vigilantes, es interesante la mirada de un vecino que expresa su dolor, ya que, por sus ojos, parece que solloza debido a la pena que le produce la lucha y el oír sobre más bajas humanas. Un suceso que marca la noche es cuando uno de los vecinos, eufórico, dice: “No debemos dejar pasar a nadie, ni a bicicletas ni a personas.” Otro se suma al pedido e indica además que debiéramos picotear la avenida de frente a frente. En ese momento interviene un vecino más sereno, y, de una forma sentida y clara, nos hace dar cuenta de que la acción que se está proponiendo va a dañarnos a nosotros mismos: “Es mejor anteponer la razón a la fuerza”, señala. Una vez apaciguados los ánimos de los que estamos
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allí, el ambiente se va calmando, quizá debido a que ya es medianoche. De regreso a casa, me percato de que hoy se cumplieron 511 años del descubrimiento de América, y me digo: “¡Vaya manera de recordar una fecha histórica!” Son las dos de la tarde; transcurrí la mañana en casa ya que estaba cansado. Ahora estoy de vuelta en el lugar de bloqueo. Mientras me aproximo al piquete, a la distancia, me doy cuenta de un suceso: veo el grupo y, a un lado, una señora de edad mayor con un puesto de venta en el cual expone objetos como corta uñas, cortaplumas, navajas, cuchillos y otros de ese tipo. Al principio, mi reacción es de confusión y sorpresa. Luego, me hago preguntas: ¿Cuál es el objetivo de la señora?, ¿o es que es mera coincidencia que se instalase ahí, al lado de los bloqueadores? Es un hecho que aún me tiene sin respuesta. Lo que quiero añadir es que los bloqueadores y otras personas tienen una mirada indiferente ante esa imagen, como si no pasase nada. Al atardecer, la señora se levanta con una dirección desconocida y queda la constatación de que no convenció a nadie. Al mismo tiempo, pasan grupos de movilización que, pacíficamente, hacen cerrar los negocios de comida que, aprovechando el momento en busca de ganancias, abren sus puertas en la noche. De esta manera participaron los vecinos de mi zona durante los restantes días del conflicto. Considero rescatable lo que sucedió en esta zona en comparación con otras donde hubo actitudes violentas, ya que se supo de destrozos en la zona norte y colindantes.
Crónica: el pueblo en la lucha ante un gobierno oligárquico Luz Pérez
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esde hace tiempo, la cultura indígena no es aceptada. Es una cultura que ha sido oprimida ante otra y, aunque parece ser la más pequeña, llega a ser la más multitudinaria; ella es la que estuvo en la Guerra del Pacífico y en la guerra del Chaco; ahora estuvo presente en la lucha por el gas. Esta lucha, que parecía, ser tan débil, había llegado a ser masiva; así también la opresión, la desesperación y la muerte. Miles de puertas habían sido atacadas; muchas de ellas abiertas y algunas descuidadas, pues la muerte había tocado, y, con ello, la impotencia había nacido. Fueron estos dos momentos los que estuvieron presentes en Warisata, en Ventilla, en El Alto, en Río Seco, en la Plaza Ballivián y en muchos lugares que como testigos tenían simplemente a la madre Naturaleza. Estos momentos dolorosos, entre otros, fueron los que vivió el pueblo boliviano. Unidos ante una causa, anteriormente por la lucha del gas y poco después por la lucha por la renuncia del presidente constitucional Gonzalo Sánchez de Lozada, aquella que parecía una lucha política había sido la lucha del pueblo. En parte de ésta estuvo presente la provincia Ingavi, más exactamente Viacha, que se sumó primero con un paro indefinido de actividades laborales, luego con diferentes movilizaciones, posteriormente con una marcha masiva con
La marcha
destino a la ciudad de La Paz para luego dar fin con una huelga de hambre. Parte de todas estas actividades se realizaron en la zona Bella Vista, donde se encuentra situada mi casa, donde, al igual que en las demás, sólo se veía flamear las banderas de luto. Dentro de mi casa, subiendo las gradas hacia el lado derecho, estaba mi cuarto, donde había un elemento importante que en ese momento era la televisión. Al principio, la televisión había sido una fuente de información; en ella podía ver todos los hechos; pero con ver no calmaba mis ansias de ser Dios, y poder cambiar todo. Era un martes 14 de octubre, día en el cual mi impotencia no había calmado. Decidí salir a la calle sin ninguna meta. Entre tanta caminata, observé que hombres y mujeres se dirigían en una sola dirección. La curiosidad me llevó a la misma dirección; pero no estaba sola, estaba acompañada por mi hermana y por otra persona. Esa dirección nos llevó hacia una multitud de personas que esperaban el paso para marchar con rumbo a la ciudad de La Paz; ellas pedían el paso a personas que parecían provocar la guerra: ésos eran los militares. Entre tanta espera, esa meta se había perdido y se decidió volver a las casas. Yo también decidí retornar para prender la televisión y quedarme a observar. Poco después, Viacha se organizó para una nueva marcha.
Las brasas desparramadas en la ciudad Jaime Quinteros
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ran casi las diez de la mañana cuando afluían marchas desde todas las direcciones al centro de La Paz. La gran movilización convocada por las juntas vecinales se concentraría en la plaza San Francisco. Uno de los tantos grupos de gente allí reunida se dedicaba a bloquear la avenida Mariscal Santa Cruz: se usaban los adoquines de la plaza. Al principio, se los sacaban con las manos, pero después aparecieron personas con unas picotas y barrenos. Con ellos también se sacaron los fierros de los sumideros. De pronto, alguien se puso a cortar con una sierra mecánica uno de los postes de luz. Si no habría sido porque una señora se opuso, varios postes hubieran quedado en el suelo. Mientras la gente se reunía paulatinamente, la policía se dedicó a lanzar gases y balines a diestra y siniestra. No bien se despejaba la plaza de gente, a los pocos minutos se volvían a reunir y de nuevo a prender fogatas. Después de varias horas, seguramente porque a los policías se le acabaron los gases, éstos se replegaron formando una media luna alrededor de la puerta del Batallón de Tránsito. Mientras observaban la enorme marcha, los policías del interior que estaban ubicados en las ventanas, aplaudían el paso de los manifestantes. Había cierto control entre la multitud por aquellos individuos que se dedicaban a saquear. En un momento de esos, se agarró a un ladrón; después de golpearlo se lo soltó, y las cosas que había sustraído fueron a parar al fuego.
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Ya entrada la tarde, la plaza quedó envuelta en una nube de humo; había fogatas en todas las esquinas. No era raro ver a gente con la cabeza ensangrentada. De pronto, se escuchó por un megáfono que una persona hacía un llamado a todos los que habían prestado su servicio militar. Se reunieron varios jóvenes y empezaron a conspirar... Más allá, alguien gritaba: –Es tira, agárrenlo...” Y una multitud se arremolinó alrededor del que habían señalado. Momentos después empezaron a volar por el cielo pedazos de una cámara fotográfica que le habían arrebatado y que habían destrozado, y revisaron una libreta de anotaciones que el individuo portaba. Durante todo el trayecto de la subida a El Alto por las laderas, no se encontraba calle que no estuviera bloqueada por barricadas de piedra, llantas quemadas y vidrios rotos. Al seguir subiendo por la cuesta, en el camino había gente que estaba en la puerta de su casa repartiendo refresco y agua a todos los caminantes. Desde la cima de la ladera, se podía ver que todo se incendiaba; todo ardía. Mientras tanto, el helicóptero daba vueltas por la ciudad.
Inconformidad social René Nina
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l constante crecimiento de la población en el mundo, y aún más en Bolivia, crea necesidades importantes de sobrevivencia que llevan al planteamiento de exigencias del conjunto para su bienestar y desarrollo en el medio en el que viven. A su vez, los gobiernos de turno no crean suficientes expectativas de una buena administración y mucho menos de posibles soluciones a problemas. Las manifestaciones que se produjeron en octubre agudizaron la situación, y empeoraron de forma extrema los enfrentamientos con las fuerzas del orden, la desesperación, la zozobra, la carencia de alimentos, la especulación, las muertes, etcétera. Analizando el problema, buscaba soluciones posibles a los problemas que ocurrían; por un lado, criticaba las acciones vandálicas con que grupos sindicales realizaban sus marchas; por el otro, valoraba el tesón de las personas que exigían que no se exporte el gas así como la renuncia del primer mandatario de la nación. La zona en que resido está un poco alejada de la ciudad, por lo que es muy tranquila y está separada de los problemas que a menudo suceden en La Paz; sin embargo, los problemas que se generaban en la sede de gobierno, y más que todo la escasez de productos de consumo general, alimentaban una tensión social en toda la vecindad; había que participar de alguna forma apoyando los pedidos de la población. Se realizó una reunión de consulta general a los vecinos, quienes decidieron el bloqueo de nuestras avenidas, el cierre total del mercado y de las tiendas de abarrotes así como la participación activa de todos. Se elaboró un cronograma de marchas hacia el centro de la ciudad y se determinó que cada uno de los vecinos asista a estas marchas en días acordados. No sirvió de nada la participación de algunos conciudadanos que trataban de calmar los ánimos, que mostraban los lados negativos de estas movilizaciones,
La marcha
que traían luto y dolor; naturalmente hubo muchas personas que se sumaron a esta posición y decidieron tomarlo con calma y realizar un estudio de la situación. Pero las noticias no eran tan alentadoras como para una solución inmediata; se reportaba de varios muertos y decenas de heridos en los enfrentamientos; además se informó sobre gran cantidad de negocios saqueados; estas noticias provocaron que sintiéramos más el dolor y el luto de las personas afectadas. Y llegó el día en que me tocaría participar en la marcha de protesta; debía hacerlo por la tarde. Muy de madrugada, pensé primero en la familia que tenía y en el desabastecimiento de los productos de consumo que escaseaban en mi hogar. Entonces decidí ir en busca de estos productos al centro de la ciudad, más propiamente por las inmediaciones del mercado Rodríguez. En el trayecto, mis pensamientos se concentraban en buscar provisiones para el sustento de mi familia; pero, a medida que iba avanzando –fui a pie–, notaba los destrozos que habían ocasionado los vecinos en la propiedad privada de las diferentes arterias de la ciudad. Cuando llegué al centro de la ciudad, la impresión de ver de cerca la situación me puso de peor estado de ánimo, y temí que tal vez me ocurriera algo por la tarde cuando saliera a protestar. Decidí entonces hacer las compras lo más rápido posible y retornar a mi domicilio; el retorno se hizo más dificultoso por la cantidad de personas que habían acudido al mercado y, más aún, por los precios elevados y la poca cantidad de lugares de expendio de productos de la canasta familiar. Ya por la tarde, mediante megáfono, llamaron a la concentración; los vecinos designados por turno estábamos presentes. A eso de la una y media, nos dirigimos al centro de la ciudad; al calor de los conflictos, comenzamos a gritar consignas contra la exportación del gas y que exigían la renuncia del Presidente. Ya a la altura de la avenida Camacho, los policías empezaron a gasificarnos por la gran cantidad de personas que se habían reunido. Posteriormente, después de volver a reunirnos, nos dirigimos a la plaza San Francisco. Cuando llegamos a la concentración principal, había una innumerable cantidad de personas que habían acudido a ese lugar de diferentes sectores de la ciudad. Después de escuchar a varios oradores con diferentes argumentos en contra del gobierno, se decidió marchar hacia la Plaza Murillo. En las inmediaciones de la misma, las fuerzas del orden empezaron a dispararnos gases lacrimógenos y balines de goma; pero la multitud seguía arremetiendo contra éstas, insultando y arrojando piedras. El sector de la calle Comercio era un infierno por todos los destrozos que la gente realizaba; por otro lado, el sonido de los disparos infundía mucho más temor ya que las personas impactadas por los disparos se desplomaban gimiendo de dolor. Al ver todo el desarrollo de las acciones, tan cargadas de tragedia, decidimos entre varios de los vecinos retirarnos del lugar y retornar a nuestros domicilios. Ya caída la noche, escuché, mediante la televisión, las noticias de que en diferentes lugares de la ciudad se habían realizado enfrentamientos, y que el resultado de éstos había sido muertos y varios ciudadanos heridos, entre ellos, uno de los que participó esa tarde. Como resultado de estos hechos, creo que para todos los pedidos de bienestar y desarrollo se debe pagar un alto precio, que pagan familias humildes que, al calor de la situación deciden enfrentarse a los gobiernos de turno. El resultado funesto es la pérdida irreparable de vidas humanas, y el dolor de una sociedad en crecimiento, una sociedad que tiene como fundamento el sufrimiento del pueblo más necesitado.
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Somos más José David Condori
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inguna persona olvidará el fatídico mes de octubre que vivieron las ciudades de La Paz y El Alto, escenarios de bloqueos, enfrentamientos y muchas marchas de protesta en las que participó mi barrio, al igual que muchos otros. El martes 14, desde muy temprano, se escuchó un comunicado proveniente de un viejo altavoz que tiene mi barrio, y que decía: “Señores vecinos del barrio Condorini y zonas aledañas, como resultado del último ampliado de la junta vecinal (FEJUVE) del Distrito 13 al cual pertenecemos, se ha tomado la firme decisión de apoyar a los hermanos alteños, y desde hoy entramos en un estado de sitio en nuestros barrios. Para esto, haremos vigilias las 24 horas y realizaremos marchas de protesta. La primera se llevará a cabo hoy en la tarde. La concentración será en la Plaza del Maestro a las doce y media y terminará en la plaza San Francisco con una gran concentración de todas las juntas vecinales de la ciudad. También como muestra de dolor por los hermanos que murieron en los conflictos, debemos izar las banderas a media asta con un crespón negro.” Al oír este mensaje, tomé la firme decisión de participar en la marcha, y al mediodía ya estaba ahí, junto con muchos de mis vecinos y amigos, gente de todas las edades: jóvenes, adultos e incluso personas de edad avanzada; los jóvenes vestían ropa ligera, no sé si por el calor que hacía o porque tendrían que correr si fuera necesario; en sus rostros las sonrisas parecían despreocupadas; algunos llevaban palos en las manos; uno llevaba una pieza de cañería, no sé con qué propósito. Los mayores, más conscientes de lo que podía pasar, llevaban mascarillas improvisadas hechas de botellas descartables; estaban cortadas a unos 10 cm de la parte superior; en la boquilla, que es la parte más angosta, había una esponja sujetada con cinta adhesiva; la parte ancha llevaba dos pequeños orificios por donde pasaba un pedazo de liga para sujetarla al rostro; también llevaban palos; otros hacían flamear banderas en mástiles improvisados. Cada presidente avanzaba con su estandarte, intentando ocupar el primer lugar en la larga fila. En los rostros de los más ancianos se notaba el cansancio y el pasar de los años; pero eso no les impedía seguir luchando por sus ideales. La fila era larga, y aún no habían llegado las demás juntas. De repente, la gente comenzó a avanzar; a las personas que observaban de las ventanas nosotros les gritábamos “Chilenos, salgan a marchar”; más adelante, las personas que miraban desde las aceras se incorporaron poco a poco a la columna; al llegar a la Plaza del Maestro, nos reunimos con las demás juntas vecinales. En ese momento ya no éramos cientos sino miles; la fila ocupaba seis cuadras a lo largo. Nuevamente comenzamos a avanzar hacia el centro, gritando y repitiendo estribillos. Entre los que miraban desde sus ventanas, también había gente que nos alentaba con aplausos, mientras que otras personas repartían agua en bolsas y vasos desechables. Más abajo, otras personas sacaron sus mangueras hasta la acera y nos rociaban con agua. La gente no decía nada; sólo se dejaba mojar, porque en esos días parecía que hacía más calor. Tomamos la avenida Tejada Sorzano y, como está en refacción, había piedras pequeñas que se iban recogiendo a medida que avanzaban. También, casi de cuadra en cuadra, se podía ver las llantas quemadas: algunas apagadas, otras que todavía
La marcha
ardían en medio de la avenida; los adoquines esparcidos para impedir el paso a las movilidades; en algunos lugares, los contenedores de basura volteados en el medio de la avenida. Ya casi al llegar a la avenida Sucre, vimos las primeras barricadas policiales; también en la calle Yungas tuvimos que rodear el lugar para avanzar hacia la Genaro Sanjinés y, de ahí, al paseo del Prado. Desde ese momento, se sintió el olor a gas, que causaba escozor en la nariz. Más arriba, en el Obelisco, el olor se hizo más intenso; algunas personas tenían hojas de arbusto dentro la nariz, otros se protegían con pañuelos; había mucha gente que seguramente estaba allí desde la mañana. Un ministerio que estaba frente al Obelisco y las oficinas de Tránsito, y se encontraban sin puertas y con los vidrios rotos; los policías que custodiaban en ese momento los edificios, al no tener más munición, sólo observaban silenciosos cómo la gente los abucheaba e insultaba. Por fin llegamos a la plaza San Francisco, donde había tanta gente que apenas pudimos acomodarnos. Estuvimos un momento allí escuchando el discurso de algunos dirigentes; luego nos dirigimos a la calle Potosí y subimos por la Yanacocha, con la intención de ingresar a la plaza Murillo; pero había policías custodiando los ingresos. De repente, alguien dijo: “Somos más que ellos, podemos vencerlos”, y comenzó a correr hacia los policías. Algunos jóvenes se animaron también; pero los adultos los detuvieron indicando que era una marcha pacífica y que no debíamos provocar a los policías. Finalmente, regresamos a la calle Potosí y luego nos dispersamos. Cuando llegué a mi casa, mis familiares sintieron mucho alivio porque estaban preocupados por mi seguridad.
El padre Jesús Lorenti Emily Fernández
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n gran amor a un país que lo acogió, un nombre que sólo piensa en ayudar a los que lo piden. El cura de mi parroquia San Juan del Calvario, Jesús Lorenti, el 13 de octubre comenzó una marcha acompañada por toda la congregación y un grupo de vecinos de la zona que, al parecer, iba a ser un fracaso. Minutos antes por el altavoz de la parroquia anunciaron que todos deberíamos salir a la marcha; pero, como es costumbre, no salieron todos. Pero eso no impidió que el padre comenzara una marcha por la avenida, que no tuvo mucha gente. Esa marcha comenzó con unas 25 personas. Al cabo de siete minutos, apareció una marcha con aproximadamente 700 personas que venían desde muy atrás. Éstos se acoplaron a la marcha del padre. Se notaba cuán grande era la alegría del padre al ver esa masa de gente. Yo vi todo eso desde la terraza de mi casa ya que estábamos festejando el cumpleaños de mi hermano. Comentábamos que ese día nunca lo podríamos olvidar por los hechos que habían acontecido en mi barrio: los jóvenes mal entretenidos que voltearon el basurero, un hombre que estaba dando balazos al aire, etcétera. Y más aún la participación del padre: él dio una misa a la cual no pudo entrar toda la gente; por lo que la tuvo que oficiar afuera de la parroquia, en el atrio, y por altavoz. Las
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palabras que el padre decía fueron muy impactantes ya que muchas personas lloraban al escucharlas. Más allá, unos niños jugaban a matarse mientras sus padres se reían. Yo los veía con otros ojos; más bien pensaba cómo estaban trastornando sus mentes. Desde donde vivo, se ve todo el centro paceño; desde allí las marchas que se veían parecían como un cine donde nadie se mueve ni hace ruido. A la tres de la tarde, fui a la casa de mi abuelita con mi familia. En el camino vimos a toda la gente que fue a marchar que subía por allí muy cansada. Mi madre se puso a darles refresco en la puerta a todos ellos. Le contaron muchas anécdotas: una señora contó que, corriendo, se había desmayado por el impacto del gas; nos contaba que vio su muerte pensando en que nadie la socorrería, ya que todos sólo pensaban en sí mismos; pero en eso apareció un joven que la bañó de agua y la metió a su casa. Esa señora estaba con su hija; no sabía nada de ella ya que se había extraviado en la marcha. Lo hermoso de esto fue que, al estar charlando con mi madre, su hija también muy cansada, apareció; se abrazaron muy fuerte como si no se hubieran visto en mucho tiempo. En ese momento yo me sentía muy bien al poder ver tantas cosas juntas: mi familia y toda esa hermosa gente que tuvo el valor que yo no tuve; no fui a la marcha por temor a la muerte; pero ayudé a mi prójimo aunque sólo con un vaso de agua con azúcar. Mientras todo eso pasaba, el padre Jesús ya había regresado de la marcha. Dio paso a una huelga de hambre en la iglesia junto a las hermanas, vecinos y miembros de la directiva. Desde ese día el padre dio misas a las siete de la noche. Mucha gente de otros barrios asistió a las misas ya que el padre demuestra mucho amor al hablar. En esos momentos no era el mismo. Más allá, en plena avenida, unos muchachos que no saben lo que quieren quemaron muchos objetos y voltearon el basurero; hacían un ruido muy fuerte. En ese momento comencé a tener mucho miedo. Radiopatrullas 110 no hacían caso de nuestros llamados, tal vez porque temían por sus vidas; la única autoridad que teníamos era el padre que, junto a su movilidad vestida de blanco y una sirena se dirigían donde lo necesitaban. El padre tuvo muchos papeles que despeñar en todos esos días. También organizó una olla común para toda la gente que no tenía víveres. De eso se encargaron las hermanas de la parroquia y muchos voluntarios. Yo vivo al lado de la iglesia y vi todo lo que pasaba el primer día. Al parecer ni durmieron porque las luces de la parroquia estuvieron encendidas toda la noche, y el padre salía a cada rato. Los demás días fueron de mucho ajetreo y preocupación; para el padre lo fueron mucho más, ya que él, en esos días, no durmió, todo el tiempo iba y venía ayudando a quien se lo pedía y por amor a los demás.
Foto derecha: Como siempre, la histórica plaza de San Francisco fue el escenario de numerosas marchas y concentraciones en La Paz. El 15 de octubre, la plaza se colmó de alteños, paceños, mineros y campesinos. Foto: David Mercado.
La marcha
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Fanny Suxo
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eíamos, desde la terraza de mi casa, pasar una extensa marcha. La gente tenía en sus manos palos, piedras y otras cosas. Pensamos que se iniciaría la guerra civil por tanta tensión que se vivía. Por la tarde, con mi familia, nos animamos a ir al cementerio. Cuando entramos, empezamos a oír petardos y mucha bulla; nos llamó la atención y nos quedamos a observar la marcha. Vimos llegar a los mineros que venían desde Huanuni; llegaban cansados, con la cabeza caída porque sostenían sobre ella su casco muy pesado; en sus hombros cargaban unos bultos y una cama; sus labios se veían secos y rajados. Yo observaba muy admirada cómo llegaban estos hombres... hasta que en un momento un minero se cayó. Mi papá y otras personas que estaban cerca lo ayudaron a levantarse, lo metieron al cementerio y lo pusieron en una banca. Él reaccionó cuando le echamos un poco de agua en la cara; tenía el pie destrozado de tanto caminar; tenía ampollas que reventaron y sangraban; el otro pie tenía también ampollas que se habían secado con la tierra. Él sólo caminaba con unas abarcas. De pronto, se puso a llorar; al verlo, me entró un aire frío por todo mi cuerpo y me tuve que contener para no ponerme a llorar yo también. Él dijo que venía de Eucaliptus (provincia de Oruro), donde había dejado a su mujer con ocho meses de embarazo; además tenía cinco hijos, y su mujer se encontraba sola, no tenía familiares con ella. Él había partido de Oruro solo; se encontraba muy cansado y preocupado sin saber si volvería a ver a su familia. El casco que llevaba era muy pesado, sus labios estaban rajados y no había comido en dos días. Vendaron su pie y él continuó su camino. Al despedirnos del señor, yo no pude aguantar más las ganas de llorar y derramé algunas lágrimas. Fue increíble cómo este hombre se separó de su familia sin saber si alguna vez volvería a verla. En la noche se oyeron petardos y una tremenda bulla. Salí de mi casa para ver qué pasaba. Todos los vecinos salieron. Era un grupo de jóvenes que cantaban el Himno Nacional agarrando la bandera de Bolivia; es que habían empezado a llegar camiones llenos de gente que venía de Oruro; eran mineros. Todos los vecinos se vieron realmente unidos porque sacaron panes, plátanos y todo lo que podían para dárselos a los mineros que llegaban. Pasaron ocho camiones; cada que pasaba uno de los camiones, la gente aplaudía. Ellos gritaban una frase que me alegró mucho porque se mostraba que estábamos unidos frente a estos conflictos tan dolorosos. La frase decía: “Hermano paceño, Oruro esta contigo”.
Foto izquierda: Decenas de miles de alteños marchan por las calles en el centro de La Paz el 16 de octubre pidiendo la renuncia de Sánchez de Lozada. Foto: Carlos Barria.
La marcha
El minero
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Llegaron a mi barrio Magaly Huanca
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s evidente que nadie escoge el conflicto por el gusto de verse envuelto en él. Por el contrario, participar en un conflicto supone sufrimiento, sacrificio y riesgo. Todo se reduce a un tema de fondo que es la pobreza, la pobreza creciente e insoportable que padece la mayor parte de los sectores sociales del país, como es el caso de los mineros. Decenas de mineros llegaron a la escuela de mi zona (Vino Tinto). Los dirigentes empezaron a llamar para que llevemos todo lo que sirviera. Mi tía, mi primo de tres años y yo fuimos a darles coca y un poco de ropa. Cuando los vi... acostados sobre sus mochilas y camas, sobre el suelo, agotados después de un largo viaje por defender nuestros recursos, sufriendo, pero con la esperanza de días mejores para ellos y su familia, me quedé a pensar en cómo yo tengo tantas posibilidades y ellos no. Mi primo de tres años los observaba también con una mirada muy tierna; su rostro reflejaba inocencia; él tenía en las manos un helado que mi tía le había comprado después de que insistió un montón; a mi criterio, él no tenía conciencia de lo que en verdad estaba pasando. De pronto, se soltó de mí y corrió hacia un minero; él, un niño sin prejuicios: observé a ese minero; tenía los ojos negros, grandes, con una mirada profunda; su piel era morena, sus brazos eran flacos; parecía desnutrido y cansado; su boca estaba llena de coca. El minero sonrió y sus dientes, los pocos que le quedaban, eran verdes; llevaba puesto un casco viejo, descolorido, roto, un “pantalón” también viejo, sucio y roto, que parecía corto. Pasó algo que me dejó un sentimiento algo extraño; mi primo le dio su helado... ese niño que, según yo, no sabía lo que pasaba, era capaz de ofrecerle su helado, algo que para él era lo mejor que tenía en ese momento. Se lo dio. Entonces me pregunté a mí misma: “Él le dio lo que más quería; ¿por qué nosotros a veces somos tan egoístas y damos lo que nos sobra? No sé qué le impulsó a mi primo darle su helado; pero si un niño de tres años es capaz de dar sin recibir, ¿por qué no podemos hacer algo que valga la pena por los mineros, ya que ellos regresan a su comunidad y siguen en las mismas condiciones de pobreza?; ¿acaso ellos no son como nosotros?; ¿sólo por ser mineros tienen que pasar hambre?; ¿acaso ese hijo de minero no puede aspirar a otras cosas? Vivimos en un país que tiene una política sucia, donde cada uno vela por sus propios intereses a costa del hambre de las personas del pueblo. Unámonos todos para construir una Bolivia para los bolivianos; sí a la paz y a la democracia, a la transparencia y a la honestidad gubernamental en sus actos; luchemos contra la pobreza; no a la soberbia; no a la violencia impulsada por los irresponsables de la política.
La marcha
Mirada minera Verónica Quispe
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l 17 de octubre, alrededor de las tres y media de la tarde, mi mamá y yo salimos de casa. Al salir, vimos a los mineros bajar en marcha al centro de la ciudad (la plaza San Francisco). Era el lugar de su concentración, pero lo que me llamó la atención fue un minero con los años encima, con arrugas sobresalientes en su rostro. Se notaba que había sufrido por el Sol, el viento y la lluvia con el pasar de los años. Sin embargo, con una mirada que mostraba firmeza y un destello de esperanza, también reflejaba la decisión de morir si fuese necesario. Era un gran hombre porque, a pesar de su aparente cansancio debido a la edad que tenía y a la larga caminata que había realizado, iba con mucha fuerza y gritando para que sus compañeros le sigan a viva voz: “El pueblo unido jamás será vencido”, “Goni asesino”, y cánticos referentes al caos. Observé a los demás mineros, la mayoría con la piel morena, con los ojos hundidos y masticando coca que les daba fuerza para seguir; otros estaban fumando un cigarro; sus manos eran fuertes y callosas debido al trabajo duro que realizan por su familia. Luego, a medida que bajaba junto a ellos, vi a mis vecinos que prácticamente los regaban como a plantas desde sus terrazas; otros habían sacado tarros con agua o refrescos en bolsas preparados caseramente; los niños pequeños se paraban al centro de la marcha y les entregaban dulces y galletas; ellos ya se daban cuenta de lo que sucedía. Todos los vecinos estaban ajetreados; otros se quedaron solamente observando, pero no por temor, sino con miradas de admiración; incluso algunos vecinos estaban sorprendidos por lo que estaban viendo sus ojos, porque aquellos hombres y algunas mujeres recorrieron muchos kilómetros sólo con una meta en común: la “renuncia del Presidente”. Al llegar al centro de la ciudad, los mineros hacían estallar pequeños cartuchos de dinamita, como si con esto dijeran: “Ya llegamos, ahora ya empieza la lucha”; las personas se aglomeraban para recibirlos con aplausos y animándolos a seguir adelante. Desde una esquina de la plaza San Francisco, se observaba la multitud; también se percibía que el grito silencioso que guardaban hace mucho años ya había explotado. 221
Participación en mi barrio Dora Huanca
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urante los días cuando Bolivia vivió momentos desesperantes y de tensa calma por los conflictos ocasionados por la Guerra del Gas, la participación de la población fue importante; la unión hace la fuerza, y nos unimos por una causa justa. El 7 de octubre, en mi barrio tuvimos una importante reunión. El día estaba nublado y lloviznaba; pero a la gente no le importaba; acudieron a la misma casi todos los vecinos. En
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esa reunión decidimos apoyar al paro cívico en contra de la venta del gas. Al día siguiente, nos reunimos y salimos a protestar por las calles. Gritábamos: “No a la venta del gas”, frases muy fuertes y otras graciosas. Así fuimos rumbo a la Ceja donde, no sólo protestamos por la venta del gas boliviano, sino porque las vendedoras seguían vendiendo sus productos y no apoyaban el paro. Hicimos cerrar los puestos y tiendas abiertas. Al día siguiente sucedió lo mismo; pero esta vez bajamos por las calles donde había barracas abiertas y gritábamos para que las cierren o de lo contrario las saquearíamos. Lo significativo de esto fue que el dueño de una barraca nos regaló palos; apoyó a su pueblo y eso fue lo bueno que sucedió ese día. A medida que transcurría el paro cívico, lo que molestó a la gente no fue sólo que el Presidente quisiera vender el gas, sino la matanza de muchas personas a sangre fría. Eso movilizó a la población, que pidió su renuncia. En mi barrio, los compañeros de mi zona nos reunimos para ir a la marcha cuando nos enteramos de que los mineros iban llegando. Formamos grupos: un grupo trajo vasos, el otro dulces y lo más importante: agua. Lo bonito fue unirnos para ayudar a la gente que llegaba cansada, con hambre y sed. Fuimos a su encuentro. Cuando llegaron, venían en filas de cuatro; nosotros empezamos a darles agua y dulces. Nos dieron las gracias; eso para mí fue demasiado. Me impresionó la cantidad de gente que venía a apoyar a El Alto por una causa justa. Volvimos a nuestras casas y todos estaban reunidos con banderas a las que se añadieron cintillos negros; eso significaba que Bolivia estaba de luto. Luego, nos encaminamos hacia la sede de gobierno protestando; cuando llegamos, efectivos policiales nos dispersaron lanzándonos gases lacrimógenos; nos volvimos a reunir para regresar a nuestros hogares. Lo lamentable fue que, mientras tanto, grupos delincuenciales aprovecharon esta situación para robar. Los días pasaron con la misma situación o peor. El viernes 17 de octubre, el Presidente presentó su renuncia. Entonces pararon los saqueos y los enfrentamientos entre policías y la población civil. Yo creo que fue lo mejor que pudo pasar: su renuncia dio paz a Bolivia. La unión de todos los bolivianos es primordial para luchar contra la corrupción.
¡Si se pudo! Arturo Barrenoso
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o olvidaré la noche del 17 de octubre, cuando escuché por radio que miles de mineros bajaban de la ciudad de El Alto con rumbo hacía la ciudad de La Paz. La causa por la que bajaban era para festejar la implorada renuncia del presidente de ese entonces, Lic. Gonzalo Sánchez de Lozada. Yo, hasta esa noche, había sido sólo un simple espectador de los sucesos ocurridos en el mes de octubre; pero dejé de serlo cuando escuché aquella noticia. Inmediatamente salí de mi casa y, como alma que lleva el Diablo, me fui corriendo para ver a los mineros. Es por esta razón que corrí con toda rapidez desde la zona de Munaypata hasta la Avenida Collasuyo. Al correr, no me fijé lo que sucedía a mi alrededor, sólo anhelaba vehementemente
La marcha
ver a los mineros. Pero al llegar a mi destino, vi que la avenida estaba destrozada: veía restos de asfalto por doquier, había enormes piedras esparcidas por todo el suelo, fogatas en cada cuadra, y la presencia de la basura se hacía sentir en toda la avenida. Todas las casas estaban embanderadas con la tricolor boliviana llevando en la parte superior un crespón negro; mucha gente subía y bajaba con toda rapidez; algunos con palos en la mano; los vecinos salían y entraban a sus casa; otros sólo observaban por las ventanas y terrazas; finalmente, niños jugaban en medio de la avenida, actuaban como si no hubiese ocurrido nada. Yo estuve allí durante diez minutos esperando a los mineros, hasta que miré con dirección a la zona de La Portada y vi a los que, en unas camionetas, se dirigían con rumbo hacía la Zona de Munaypata. Al instante corrí hacia esa zona; no sé cómo lo hice; pero en cinco minutos ya estaba allí. En esa curva, cientos de personas de todas las edades, con banderas y petardos en mano, esperaban a los mineros. Detrás de la muchedumbre, observé a algunas personas que gritaban a favor de los mismos; hombre y mujeres, con el rostro serio y alegre miraban venir a las movilidades mineras y un grupo de jóvenes, saltando, gritaban: “¡Muera Goni!” Pero cuando entraron las inmensas camionetas de los mineros, todos en la curva empezamos a festejar y a gritar: “¡Sí se pudo, carajo!” La entrada de la primera camioneta fue triunfal y muy impactante ya que sus luces hacían verla como si fuera un titán entrando por la curva; sus ruidosas sirenas y bocinazos eran como la melodía de la victoria para nuestros oídos. Toda la camioneta estaba sucia, llena de polvo; algunos de sus vidrios estaban rajados; en la parte delantera, colgaban dos banderas: la de Bolivia y la Whipala, y en la parte trasera muchos mineros, entre niños, mujeres y hombres, rebasaban la capacidad de la camioneta. Por lo general, la vestimenta de los mineros era muy sucia y desgastada: abarcas, pantalones, chompas, cascos de minero; ellos llevaban sobre sus espaldas “atados”, mochilas, frazadas, palos y dinamitas que hacían ver al minero como un soldado listo para ir a la guerra. En su mayoría, los mineros llevaban dinamitas y banderas bolivianas, y, pijchando, no se cansaban de gritar: “¡Sí se pudo!” De entre los mineros que pasaron, me impactó un anciano, ya que él se sujetaba apenas de la camioneta con un brazo. Esos brazos temblaban mientras el anciano gritaba a la muchedumbre; asimismo su cuerpo temblaba, y parecía que en cualquier momento este hombre iba a caer muerto. Pero no fue así, más bien su cara demostraba todo lo contrario: cejas fruncidas, ojos abiertos, labios abiertos que mostraban sus dientes verdes por causa de la coca mostraban a un minero furioso y lleno de energía. Al final, cuando pasaron las camionetas de los mineros, la gente de Munaypata empezó a abandonar la curva. Algunas personas que tomaron fotografías se fueron contentas; otras se iban serias. Yo me quedé con algunas personas mirando el centro de la ciudad de La Paz; cada cual pensaba sobre lo que había ocurrido; algunos se miraban y se reían; otros miraban el cielo y algunos miraban hacia la ciudad de El Alto. Por el contrario, yo reflexionaba sobre lo que había ocurrido y me fui corriendo a casa. En mi trayecto me dije a mí mismo que mañana Bolivia amanecerá con un nuevo presidente, que Dios se apiade de todos nosotros los bolivianos y que bendiga a nuestro nuevo Presidente Carlos. Mesa.
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Mi padre, no Juan Tintaya
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os conflictos de la Guerra del Gas, o por la defensa del gas boliviano habían empezado. La ciudad de El Alto se encontraba paralizada varios días por el paro cívico declarado en esa ciudad. A esto se sumaban las marchas y bloqueos. También se hacían presentes la injusticia, la crueldad y la barbarie de las fuerzas de represión del gobierno encarnadas en la Policía y el Ejército. Hasta ese momento, él era parte de la gente que sólo miraba, desde su casa, lo que en ese momento se vivía. Pensaba y reflexionaba; y sentía un gran alivio al no tener a ningún miembro de su familia participando en esas marchas. Aquel sentimiento desapareció y se convirtió en angustia al oír que había una marcha programada para ese día en la que su padre estaba dispuesto a participar. Trató de hacer que cambie de idea; pero recibió una rotunda negativa. Mientras tanto, aquel hombre de edad avanzada, con sus manos marcadas por el trabajo duro y cotidiano, acomodaba afanosamente un mástil improvisado en cuyo extremo hondeaba la tricolor boliviana acompañada por un crespón negro, que no era otra cosa que una bolsa negra que en ese momento representaba el dolor y el luto del pueblo. Sus ojos, que con dificultad podían ver la letra menuda, parece que en ese instante podían ver con claridad aquella luz de esperanza y de cambio que hace mucho tiempo no veía. El muchacho, al notar esto, se dio cuenta de que no podía hacer nada; y en un instante pasaron por su mente aquellas escenas de dolor y muerte que había en los noticieros. Su padre salió, y el muchacho no podía hacer otra cosa más que rogar a Dios que esas escenas no se repitan; y que no le toque a su padre ser parte de ellas.
Sufrimos, pero vencimos Kathia Suxo 224
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nte la situación social vivida en el país, mi participación fue como la de muchos. En un comienzo, por falta de información y conocimiento de la realidad, fue pasiva; mostré hasta cierta indiferencia ante el conflicto desatado en la ciudad del El Alto, en especial, y ante el bloqueo de caminos iniciado con anterioridad. Mucha, por no decir la mayoría, de la gente esperaba en forma pasiva la solución de este conflicto como si fuera uno más de los que suceden en La Paz. Sin embargo, fueron transcurriendo los días; los medios de comunicación y en especial la televisión no anunciaban la solución del conflicto. De esa manera la preocupación fue creciendo día a día, despertando un interés cada vez mayor en los acontecimientos y preocupación por la falta de alimentos y la falta de soluciones. Mi barrio y el mercado se pusieron de acuerdo en ir a la marcha de protesta. Yo, como casi todos los vecinos, nos sentimos obligados a asistir a la marcha de protesta, así que nos reunimos en la Plaza del Maestro y de allí empezamos a marchar.
La marcha
En el transcurso de la marcha, tuvimos algunos incidentes como, por ejemplo, que los policías no nos dejaron pasar por algunas avenidas y que los mismos marchistas arrojaban piedras a algunas casas o ventanas pidiendo que la gente se uniera a la marcha. La reacción de la gente era diversa: algunas personas aplaudían y otras simplemente se unían a la marcha. Así seguimos cada vez más cansados, de sed, de calor y hambre. Llegamos al centro de la ciudad y algunos policías nos aplaudían; pero no nos daban paso. Al final, llegamos a la Plaza San Francisco donde fue la concentración. Nos sentíamos cansados. El presidente de mi zona (Villa El Carmen) nos dijo que nos vayamos retirando porque estaban gasificando, por lo cual nos fuimos. Pero entonces vino lo peor; teníamos que regresar a nuestras casas a pie por falta de transporte. Teníamos tanta hambre y sed que buscamos tiendas o algo de comer; pero no había nada y seguíamos dando vueltas. En cierto lugar, encontramos una tienda y compramos refrescos porque estábamos con una sed inmensa. Seguimos entonces el retorno un poco más aliviados. Yo estaba desesperada por llegar a mi casa porque sabía que me esperaban mis hermanos y mi bebé. Me esperaba mi familia y me dieron de comer; pero no fue agradable porque mi bebé y mis sobrinos querían comer pan y no había de dónde comprar. Así estuvimos todos muy preocupados viendo a nuestros niños en ese estado. Gracias a Dios, al día siguiente en la tarde se solucionaron todos los problemas; así que valió la pena marchar y sufrir un poco.
Cara o cruz Alfredo Huanca
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Despertar y preguntarse si ya habrá clases hoy? Un día más esperando cómo terminará el conflicto que se va agravando más y más. Día a día vivir con esa angustia de no saber cómo terminará el día. Por la mañana, encender el televisor para saber si ya se solucionó el problema, si ya el gobierno cedió ante las demandas del pueblo. Al principio, era la protesta contra la exportación del gas; no debíamos venderlo ni por el Perú ni por Chile; se exigía que el gas se industrialice en nuestro país para que pueda generar empleos y recursos que mejoren el nivel de vida de cada uno de los que integramos Bolivia. Al cambiar de un canal a otro, puedo observar y escuchar cómo se va desarrollando el conflicto. Por la mañana, en el informativo afirman que durante el enfrentamiento del domingo en la zona Santiago II, los vecinos, armados con palos, piedras y todo lo que se podía utilizar, se enfrentaron con militares que disparaban a todas las personas. Hubo muchos muertos y varios heridos. También algún otro medio de comunicación indicaba que la población podía abastecerse de alimentos en las primeras horas de la mañana y que luego los puestos de venta se recogían por miedo a ser decomisados por los que organizaban el paro con movilizaciones y bloqueos. Indicaba también que la
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ciudad, en las primeras horas de la mañana, se encontraba tranquila, que no había circulación de vehículos, que la gente tenía que caminar para llegar a su fuente de trabajo. Y el Ministro de Trabajo indicaba que no habría descuentos para aquellos que no pudieran llegar a sus puestos de trabajo, poniendo en duda a los empleados si habrá trabajo o no. De esta manera, estando en mi cuarto, teniendo trabajos que hacer, me sentía paralizado porque sólo estaba pendiente de las informaciones que se daban en los distintos medios de comunicación, que, por cierto, tenían distintos mensajes sobre lo mismo. Se podía notar que algunos estaban a favor del gobierno y que otros relataban los acontecimientos con imparcialidad. Tenía desesperación de salir a la calle; no aguantaba estar en mi casa, puesto que soy un hombre de la calle: mi vida cotidiana es ir a la Normal a pasar mis clases; luego por la tarde salir a trabajar con mi movilidad para ganarme el pan de cada día y para pagar pasajes y fotocopias. Pero al ver que continuaban los problemas, sentí la necesidad de hacer algo para contribuir con la pronta pacificación de mi ciudad. Pero mi pregunta era: ¿cómo? Decido entonces participar con los vecinos de mi zona, Santiago I. Los dirigentes de la zona fueron casa por casa convocando a una asamblea de emergencia. La mayor parte de ellos estuvieron de acuerdo en ir a una marcha de protesta para protestar, sobre todo, por los asesinatos que se cometieron el domingo 12 de octubre. Pedían también, ya no las demandas sobre el gas, sino la renuncia del Presidente por semejante atentado contra la vida del hombre; decían que nosotros no somos animales, somos seres humanos y merecemos el derecho a la vida. Así fue como partimos a eso de las dos de la tarde desde la zona con destino al centro de la ciudad. Bajamos por la avenida Nueve de Abril gritando: “Muera el asesino de los bolivianos”, “Goni, cabrón, el gas no se vende”, “Goni, asesino, queremos tu cabeza”, “Si quieres vender, vendé a tu mujer”. Una vez en la plaza de San Francisco, nos encontramos con vecinos de diferentes zonas con la misma consigna. Como nunca antes, que yo recuerde, hubo una multitud incontable que sólo quería la renuncia del Presidente como una forma de pacificación del conflicto. De esta manera, creo que contribuí en algo; pero no me siento satisfecho; hubiese querido hacer mucho más.
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El día inesperado Grees Conde
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l amanecer del domingo trágico, desperté por los ruidos de las metralletas. En mi barrio, la participación y las reuniones habían comenzado. Yo tenía mucho miedo de salir y no lo hice todo el día; sólo escuchaba disparos, ambulancias y una canción de duelo. Al día siguiente, mi papá tenía que subir a la ciudad de El Alto y preguntó quién podría acompañarlo. Tuve mucho miedo de dejarlo ir; temía que algo le fuera a pasar, y como yo soy la mayor, lo acompañé.
La marcha
Llegamos a la zona 16 de Julio y seguimos caminando, pues teníamos que llegar al colegio donde él trabaja. Por fin llegamos, y el portero, muy atemorizado, nos abrió la puerta. Mientras mi padre ingresó al colegio, el portero me contó que un padre de familia había fallecido por la fuerza de una bala que traspasó la pared de su casa; ese padre de familia no estaba ni en las marchas ni en los bloqueos; pero la muerte le había llegado. Mientras estuvimos hablando, pasó una anciana y le comentó al portero que había muerto una persona más; esta vez era una cholita joven a la que estaban velando ese momento en la plaza. Yo le dije a mi papá si podíamos ir a ver; él no quería, pero lo convencí. Llegamos al lugar donde la estaban velando; casi no se podía ver nada porque había mucha gente alrededor. Estuvimos una media hora ahí con el ambiente de dolor. Yo creo que a cualquier persona le hubiera hecho llorar, como a nosotros. Las personas dijeron que la enterrarían esa tarde. Sólo el sonido de petardos nos asustaba. Caminamos a paso ligero y llegamos a la Ceja. Allí vi a una señora cargando a su bebé y, en la mano, a un niño de cinco años aproximadamente. Ella se acercó a un policía; no sé qué le dijo; pero en un instante el niño se puso a llorar y gritaba: “No a mi mamá, no, por favor”. Pensé que el policía le había hecho algo. Enseguida mi papá me dijo que corriéramos, pues la marcha ya bajaba. Corrimos esa bajada de tierra. Al llegar a la casa estábamos muy cansados. ¿Y cómo estarían esas personas que bajaban a pie y regresaban a su casa a pie? Todo lo que vi nunca lo olvidaré; era como una película. Para la tarde, en el barrio prepararon una marcha con parlantes, y toda mi zona, Munaypata, participó en ella.
Ruego a Dios Carlos Callisayai
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Una nueva página en la historia de Bolivia se está escribiendo hoy...”, decían los principales titulares de un medio de comunicación. Desde ese momento, tuve una gran curiosidad por conocer los conflictos que sucedían en esos momentos, y comencé por prender mi televisor y ver todos los noticieros. Estaba asombrado por tanta violencia; sin embargo, en mi zona sucedía lo contrario: todo era paz y tranquilidad. Así pasó toda la semana, cuando de pronto, el viernes, al promediar las diez de la mañana, salí de mi casa y miré hacia la parte de debajo de la calle; todo estaba calmado; pero cuando miré hacia arriba... ¡sorpresa!, un gran tumulto de personas bajaba por la avenida principal de mi zona. Ingresé de nuevo a mi casa y comenté sobre esto a mi familia. Todos empezamos a recolectar botellas de plástico y a dar agua a los sedientos marchistas, que estaban agotados por el calor; al mismo tiempo, los vecinos de la zona empezaron a brindar comida y agua a todo el que pasaba. En cierto momento, le pregunté a uno de los manifestantes de dónde venían; uno de ellos me respondió que eran vecinos de El Alto. Mientras yo hacía esta pregunta, se oían estribillos contra el gobierno; la gente gritaba: “Muera el Goni vende patria”, “Que muera”, “Si el Goni quiere plata, que venda a su mujer”, etcétera.
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Los manifestantes estaban muy agradecidos por la solidaridad que se les brindaba. Y nosotros estábamos complacidos de ayudar al prójimo. Después de casi media hora de ver pasar a la multitud –la marcha era inmensa–, fue disminuyendo poco a poco la cantidad de manifestantes, y también se estaba acabando la dotación de botellas con agua. Entonces, junto a mis familiares, empezamos a pedir a Dios que todos estos conflictos sociales terminaran pronto, y que en futuras generaciones no vuelva a ocurrir algo parecido.
Decisión colectiva Ruddy Maidana
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a noche cubría con su manto negro a la población paceña; el reloj marcaba las ocho y cuarto de la noche; los vecinos de mi entorno estaban tristes y melancólicos; yo aún ignoraba qué pasaba. De pronto escuché un ruido; sí, era una voz. De repente ya no fue una sino varias voces; eran mis vecinos que convocaban a una reunión de emergencia y exhortaban a la unión y solidaridad con nuestros hermanos alteños. Quise salir..., pero no, no me dejaron, ya que mi familia no quiso involucrarse en esto; me daba la impresión de que no les importaba el destino de nuestro país. El tiempo fue pasando. Eran las dos de la madrugada; para ese momento, el ruido y las voces eran insoportables. Poco después me las arreglé para salir y así me hice partícipe de la lucha, es decir, uno más de aquellos. Sentí que mi sangre hervía a cien grados; estaba lleno de cólera; mi rabia era grande e impetuosa como la del mar y un volcán a punto de hacer erupción, a tal punto de querer hacer justicia con mis propias manos, al igual que todos. Esa noche estábamos juntos como nunca, gritando a una sola voz: ¡justicia!; las calles se encontraban llenas. Todos, organizados, decidimos hacer barricadas para futuros enfrentamientos con las fuerzas del orden, y fue así; trabajamos durante tres largas horas. Muchos no pudieron descansar. Me lo contaron a la mañana siguiente. Yo también hice el intento, pero no pude. Los días siguientes todos nos dispusimos a marchar, un grupo rumbo a la plaza Murillo y otro grupo a la histórica plaza de San Francisco. Esa llama intensa duró casi una semana en la cual no triunfó mi barrio, no triunfé yo, triunfó el pueblo y, una vez más, toda Bolivia cumplió la consigna de que: ¡El pueblo unido jamás será vencido!
Pamela Mayta
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a ciudad de La Paz amaneció desolada. Era el lunes 13 de octubre, un día después de los hechos sangrientos ocurridos el domingo. Salí de casa por la mañana, y pude observar que en la avenida Entre Ríos reinaba un aire de angustia, miedo, desolación; las personas que pasaban por ahí parecían ensimismadas por lo ocurrido; otras estaban angustiadas por los muertos, con miedo de no saber en qué quedaría esta situación y preguntándose cuándo acabaría; otros comentaban lo ocurrido. Nadie en esta zona parecía creer lo que pasaba; parecía una pesadilla; algo que nadie, una semana atrás, habría imaginado que pasaría en nuestro país. Mientras tanto, otros manifestaban su furia e impotencia explicando que tarde o temprano esto iba a ocurrir porque el pueblo estaba cansado de sufrir tantas injusticias. Algunas personas actuaban como si nada hubiese ocurrido, tal vez tratando de ocultar su incertidumbre ante estos hechos. Aunque estos sucesos afectaron a adultos, jóvenes y niños, en los que más se resaltaba la preocupación era en los adultos. Ese día, un helicóptero que pasaba por el cielo de la ciudad cada cierto tiempo hacía que reinara un aire aún más tenso del que se respiraba; las personas que observaban el helicóptero renegaban y decían que el gobierno, al mandar ese helicóptero, lo único que hacía era provocar a la gente. Muchas casas habían sacado banderas de nuestra tricolor con un listón negro, ya que la zona estaba de luto por lo ocurrido el sábado, y especialmente el domingo. Se vio que las juntas vecinales, junto a los vecinos, habían bloqueado la avenida desde tempranas horas de la mañana utilizado los adoquines inservibles que habían estado amontonados en un costado de la avenida y piedras de todo tamaño; también bloquearon quemando llantas en medio de la avenida Entre Ríos; los contenedores de basura y la basura dispersos en la avenida misma sirvieron como medios de expresión de la angustia, rabia e impotencia de esta parte de la población. Los bloqueos en esta zona también tuvieron otro propósito: el de no dejar que circule ninguna clase de movilidad, aunque, como se vio más adelante, esto no fue necesario ya que el transporte público también había parado en señal de protesta y apoyo al pueblo alteño. Ese día no se vio una sola movilidad circulando por la avenida. No imaginé que esta zona reaccionaría de una manera tan rápida a los conflictos. Desde la noche del domingo, la junta de vecinos empezó a reunirse y a hacer llamados de urgencia para que todos asistieran a las reuniones que se llevarían a cabo en la sede social donde se tomarían decisiones con respecto a los conflictos y las medidas que asumirían para unirse a las filas de manifestantes que se dirigían a la ciudad de La Paz. La decisión que se tomó fue de salir para engrosar la larga fila de manifestantes que bajaban a la sede de gobierno, llenos de furia y dolor, decididos a sacar a Gonzalo Sánchez de Lozada del poder. Ese día ya nadie quería diálogo; lo que todos querían era justicia.
La marcha
Un día después
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Un día después de la masacre de El Alto Daniel Quispe
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olivia, una nación aquejada por una enfermedad maligna, empieza a sentir los primeros síntomas de un mal que está próximo; en su cuerpo comienzan a brotar muestras de un dolor ínfimo, plasmado en los lugares más empobrecidos. La Paz, un departamento muy convulsionado, ve al gobierno actual como la causa de este mal, por la aplicación de políticas que hacen más rico al rico y más pobre al pobre; el alejamiento de los padres de la Patria del pueblo al que representan es intolerable e imperdonable; el descubrimiento de riquezas gasíferas y las políticas gubernamentales inclinadas a favorecer a industrias transnacionales extranjeras son la gota que hace rebalsar el vaso. El Alto, la ciudad más joven de Bolivia, toma la palabra, y lo hace con medidas radicales, con objetivos claros y dispuesta a lograr que el gobierno la escuche; hay una huelga general indefinida en esta ciudad próxima a la Hoyada paceña; esta medida, al parecer, afecta a los gobernantes, quienes no vacilan en usar el aparato represor “extremo”: fuerzas combinadas de militares y policías que hacen estragos en nombre de “la defensa de la democracia”. Esto trae consecuencias funestas ya que viste de luto a toda la ciudad alteña. La Hoyada paceña tiene características peculiares dada su ubicación topográfica, ya que está a menor altitud que la ciudad de El Alto. Por esta situación hay una dependencia con relación a El Alto: una medida extrema en esta ciudad causa un efecto dominó en la Hoyada, ya que es el nexo del gobierno boliviano con el exterior. Lunes 13 de octubre del año 2003, zona Callampaya, lado norte del centro paceño, más o menos dos cuadras más arriba de la ex-estación central de trenes, por la avenida Apumalla y la calle Angélica Azcui: allí se encuentra el lugar donde vivo. La impresión que causa el contexto da a entender que todo está paralizado; no hay movimiento vehicular; no hay pan; no hay combustible; todos los medios de comunicación hablan de la masacre en la ciudad de El Alto ocurrida el pasado domingo 12. La ciudad refleja un escenario desolado, un paro total en la capital. Me encuentro en mi habitación a esas horas de la mañana; desde allí, de rato en rato se podía escuchar a lo lejos el estallido de dinamitas, de petardos y voces de gente airada bajando de El Alto. Estos sonidos que ingresaban por la ventana me despertaron un interés muy peculiar: había un ambiente de incertidumbre, miedo y mucho dolor. Me fui al encuentro de la marcha a eso de las 11 de la mañana, a toda carrera. El lugar donde alcancé a la marcha era la avenida Tumusla, por donde bajaban los pobladores alteños. Vi gente en extremo humilde, de vestimenta simple; hombres y mujeres pobres, en algunos casos niños y jóvenes de todas las edades; llevaban una expresión facial llena de ira contenida por los hechos acaecidos el día domingo anterior. Llevaban en sus manos carteles con pedidos clamorosos que exigían suspender la matanza y expulsar al Presidente Sánchez de Lozada. Todo parecía indicar que lo iban a lograr. El ritmo de sus movimientos era rápido y decidido; parecía que nada podía detenerlos; las casas de la avenida Tumusla daban la bienvenida con banderas bolivianas y un crespón negro en la parte superior de ésta, indicando su solidaridad
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Palabra que expresa un sentimiento airado. Cárcel de alta seguridad en el departamento de La Paz.
La marcha
con los funestos asesinatos ocurridos en la ciudad vecina. Todos portaban palos de diferente tamaño, como los soldados portan su arma reglamentaria. Las mujeres, en su mayoría de pollera, emanaban en sus gritos de protesta un dolor indescriptible, sonaban roncas, duras y ásperas, como si algo raspara sus cuerdas vocales; ya no daban más. Esto, sin duda, fue un aspecto irrelevante ya que tenían un objetivo y lo harían realidad. Entran a la ciudad paceña; los barrios populares los reciben con aplausos de admiración; algunos les ofrecen agua, gaseosas y alguien por la ventana de un mercado echa agua, como un jardinero que riega sus plantas, sólo que estas plantas estaban cansadas de tanto caminar. Hubo gente, en una minoría, que miraba indiferente. Todo el ambiente estaba caldeado; el Sol brillaba como nunca; las calles vacías, sin movimiento vehicular; los negocios, cerrados; todo parecía indicar que algo terrible pasaría, ya que el problema cambiaba de escenario: de El Alto a la ciudad del Illimani. Algunos marchistas, los más jóvenes, se dedicaban a quitar adoquines de las calles y reubicarlos en forma de barricadas. Parecía una ciudad sin ley, aunque la gente alteña se mostró muy moderada y respetuosa de la propiedad privada. Si alguien se animaba a romper algún vidrio le llamaban la atención: “¡Somos marchistas, no vándalos!”, gritaban, y seguían la bajada apresurada. La sensación que sufrí por todo este movimiento dejó un efecto muy raro en mi mente. Llegamos a la plaza Eguino, a unos pasos de la Avenida Manko Kapac; bordeando el lugar, alguien hizo explotar una dinamita; el sonido era ensordecedor, penetrante y fuera de serie; rompía de un golpe el silencio de las calles de la ciudad. Poco a poco avanzamos; vi las calles desoladas como nunca antes. Llegamos a la plaza Alonso de Mendoza; la gente gritaba sin cesar: “¡Goni, cabrón, el pueblo está emputado!”1, en un tono muy combatiente; el ambiente y el sentimiento eran generales, las palabras más soeces eran las que se acomodaban a la situación que se vivía en ese momento; otros grupos, más abajo, decían: “¡Goni, asesino, te espera Chonchocoro!”2, en fin, un sinnúmero de estribillos que no parecían acabar. Entramos a una calle rumbo a la Plaza Pérez Velasco; no sabíamos lo que iba a suceder porque ese lugar es la antesala del centro de la ciudad. De pronto, sentimos el ambiente gasificado; todos se detuvieron; “¡gas!”, gritaban; otros decían: “No pasa nada, sigan compañeros”. Con temor avanzamos a paso lento; yo me ubiqué en la puerta de un Banco para observar de lejos lo que pasaba en la Av. Mariscal Santa Cruz y en la Plaza de los Héroes; todos aprovecharon esa pausa de caminata dura, rodeados de un ambiente lleno de gas tóxico, para comprar cigarrillos con el fin de apaciguar el ardor que produce este gas mortal. Algunos jóvenes, los más temerarios, encendían fuego con neumáticos en pleno centro de la calle, a unos pasos del reloj de la Pérez Velasco; otros, que no traían nada con qué defenderse, decidieron sacar las cercas del jardín de la plaza Pérez Velasco; había árboles secos que fueron utilizados como leña. Todo indicaba que no había aún represión, entonces bajamos un poco más, a la altura del pasaje de las flores. Es ahí donde yo decidí no avanzar más, ya que se tornaba peligroso; a lo lejos se divisaban policías antimotines y temía que estuvieran con ellos los militares, quienes el día anterior no dudaron en usar sus armas de guerra. En el horizonte
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lleno de edificios, por la parte más altas de éstos, se podía divisar algunas personas; “¡Francotirador!”, gritaba la gente. Ese momento fue el más dudoso del corto trayecto en el que participé. Había una tensa calma. De pronto, vi en el aire, en el extremo opuesto al que me encontraba, una lluvia de gases lacrimógenos; como las palomas que inician su vuelo en bandada, se expandían las cápsulas de gas serpenteando los aires, dejando a su paso una huella blanca como los aviones a chorro. Todos gritaron: “¡Gas lacrimógeno!”, y emprendieron una acelerada carrera para resguardarse; otros dijeron: “¡Están disparando los milicos!”. Con un susto interno difícil de describir, me incluí en la huida, rumbo a la plaza Alonso de Mendoza; el gas era cada vez más intenso, penetrante e insoportable; había ardor en la garganta y las lágrimas empezaban a brotar espontáneamente en mis ojos. De pronto me di cuenta que yo estaba con ellos, me di cuenta que los acompañé, me di cuenta que no podía quedar indiferente ante tanta muerte injusta en tiempos de democracia.
Campo de guerra Edgar Castillo
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l domingo 12 de octubre fue el peor día que vivió la ciudad de El Alto, en particular, Río Seco, mi barrio. En ningún otro lado, el Ejército había actuado con tanto rigor y salvajismo provocando la mayor cantidad de víctimas de todo el conflicto. Esta pesadilla se vivió entre las seis y siete horas aproximadamente. Simultáneamente a los sucesos, pasó algo curioso: el cielo se había nublado por completo, como acongojado por lo que pasaba debajo suyo y se manifestó con una granizada, si no muy intensa en tiempo, sí en el tamaño de los granizos, como queriendo, con su efecto, apaciguar lo que pasaba: aparte de apagar los fuegos de la gente, también el fuego de las llantas que ardían en las barricadas. Pero no se pudo. Si bien el pueblo estaba cargado de valor y coraje, no lo estaba de armas y municiones; entonces fue una lucha desigual en la que el Ejército no medía las consecuencias de sus acciones: disparaba a quemarropa, sin pensar que al frente no sólo tenía hombres, sino valerosas mujeres, adolescentes y hasta niños, que podían ser sus hermanos, primos, tíos, sobrinos o algún pariente lejano. Pero los soldados parecían seres inconscientes de sus actos; sólo apretaban el gatillo a la voz de orden de un oficial cobarde que se mimetizaba entre los soldados, ya que no llevaban puestos los grados y el uniforme que, en otras circunstancias, los distinguen de los soldados. Luego vino lo trágico: el levantamiento de los muertos y el auxilio a los heridos. Uno de ellos dijo: “hubiese preferido morir a soportar este dolor”; tenía una herida de bala en el lado izquierdo del abdomen, a la altura del ombligo, sangraba profusamente; una señora se sacó su manta y la amarró a su cintura; nadie pudo decir: “Esa manta está sucia o está mojada”; se actuaba por instinto. Fue una jornada trágica y fue el momento también de ser más solidario de lo que uno era; estar más unidos en relación con lo que siempre se había mostrado. Como era de suponer, todos estábamos pendientes de las informaciones por radio, TV y prensa
La marcha
escrita, que, por cierto, no eran nada alentadoras pues relataban que, si en un principio el pedido del pueblo era la industrialización y la no exportación del gas, luego de las masacres, el pedido era a la renuncia del Presidente. Para esto, se convocó a la gran movilización y marcha del jueves 16 de octubre donde yo también fui protagonista. Llegó el jueves; se pintaba un día muy caluroso; el cielo estaba despejado y, entonces, debía conseguir un sombrero para hacerle frente al Sol. Mientras lo buscaba, de repente, mi madre entró a mi cuarto y me preguntó: “¿Vas a ir a la marcha?”, yo le dije que sí, aunque me di cuenta que ésa no era la respuesta que quería oír. Luego me dijo: “Ayer en la reunión fijaron Bs. 100 de multa a los inasistentes y que ese dinero servirá para iniciar los trámites para la conexión de gas a domicilio de nuestra zona. Entonces, si no vas a marchar, igual colaboramos con la zona”. Esto último fue lo más noble que escuché en todos esos días; en otras palabras: me dijo que la vida no tiene precio. Como mi mamá esperaba una respuesta, le dije: “Mamá, no es el dinero lo que me obliga a marchar, ni la ficha; tal vez ni la reciba, sino aquella escena que vimos en canal 7, cuando Sánchez Berzaín, con una sonrisa sarcástica, anunciaba que la gasolina ya había llegado a la ciudad de La Paz, todo a costa de qué, a costa de varias muertes en la zona de Senkata y a lo largo de todo el trayecto que recorrió el ‘convoy’, todo por un capricho absurdo, lanzando un desafío al pueblo dando ellos el primer golpe. Eso me llenó de bronca; por eso voy a marchar”. Mamá me entendió y no insistió; al contrario, me dio su apoyo y también sus recomendaciones. En ese momento sentí una gran paz interior. Entonces salí de casa; me había atrasado considerablemente de la multitud que se divisaba a lo lejos. Llegué a la avenida Juan Pablo II, por la que en su momento no circulaban libremente hasta el más pequeño automóvil, y en ese momento ni el más gigante de los tanques del Ejército podría hacerlo; estaba llena de barricadas; las pasarelas, volteadas; eran una especie de muralla de concreto en plena avenida; además, toda la vía estaba sembrada de vidrio y botellas rotas además de basura; también estructuras de bases y carrocerías de camión ardían interiormente, alimentadas por llantas; parecían vehículos incendiados; era, pues, un panorama desolador; parecía un campo de guerra donde aún estaban vivas las llamas de la esperanza y la justicia. Casi sin darme cuenta, ya había llegado a la Cruz Papal que se encuentra en la avenida Juan Pablo II; la marcha estaba delante mío. Llegamos a la Ceja de El Alto; si bien no era mi primera marcha, esto era algo único; jamás en mi vida había visto tanta gente junta; pude ver que las primeras personas ya descendían por la Kollasuyo, mientras nosotros seguíamos en la Ceja, y, detrás nuestro, una caravana interminable. Y no sólo bajaban al centro por esta vía, sino por otras; se podía ver a lo lejos a los que descendían por la Ballivián y oír a los que descendían por Satélite. La bajada fue algo lenta debido a la inmensa multitud. Entonces empezamos con las consignas: “¡Viva la ciudad de El Alto!”; “¡Viva!”; “¡Gloria a los compañeros asesinados!”; “¡Gloria!”; “¡Viva la valerosa zona de Río Seco!”; “¡Viva!”; “¡El pueblo unido jamás será vencido!”, “¡Gallo, Bombón, los mismos asesinos!”, “¡Que renuncie, carajo; que renuncie, carajo!”, y muchas otras más. También se podía leer los siguientes carteles: “Se vende gasolina con sangre”; “Morir antes que esclavos vivir”; “El gas nos pertenece por derecho, recuperarlo e industrializarlo es un deber”, entre otras. El calor humano y climático iba en aumento. Entonces vi que desde una terraza alguien, que no era San Pedro, a través de una manguera provocaba una lluvia artificial que era una
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Memorias de una democradura
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bendición en esos momentos. Ya estábamos próximos a la zona del Cementerio; entonces salieron de las casas señoras y niñas con sus baldes de agua para beber y mojarnos la cabeza. Las más desprendidas nos ofrecieron refrescos; era un gesto muy hermoso, y deberíamos de agradecerlo de alguna manera. Entonces a alguien se le ocurrió: “¡Compañeros, viva la solidaridad de los compañeros paceños!”; todos, muy refrescados, gritamos con fuerza: “¡Viva...!” No faltaron curiosos que nos miraban, entonces los exhortábamos con el siguiente mensaje: “Pueblo, escucha, únete a la lucha”. En ese momento ya estábamos próximos a la plaza San Francisco donde retumbaban las voces al igual que los petardos y las dinamitas de los mineros. Nos ubicamos frente al edificio fabril para escuchar los discursos que, por cierto, fueron profundos, reflexivos, exhortativos, además de que cada dirigente lo hacía en su idioma, todos con un solo fin: la renuncia del Presidente. Así fue que no sólo el Alto y La Paz estaban movilizados, sino también los otros departamentos como Cochabamba, Oruro, Potosí, Sucre, los hermanos campesinos de la región oriental y la gente consciente de la ciudad de Tarija. En síntesis, era una inmensa mayoría con un solo pedido: la renuncia del gringo. Ante tal demostración que hizo el pueblo boliviano, el Presidente no tuvo más opción que renunciar y dimitir de su cargo el día siguiente viernes 17 de octubre; luego, fugó del país. Eso dio lugar a la sucesión constitucional del mando al entonces vicepresidente Carlos Mesa Gisbert. Me dije: “Valió la pena marchar”, aunque el regreso es otra historia. Jamás olvidaré esa experiencia que quedó muy dentro de mi ser, así como aquella frase que siempre se escucha en todas las marchas y pareciera que no tenía sentido y hasta sonaba a metáfora, pero que ese día alcanzó su más alto sentido y valor: “El pueblo unido jamás será vencido”.
La multitud está lista para la marcha Lourdes Marín 234
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l distrito Norte también participó en los conflictos sociales. Así sucedió en la zona de Vino Tinto. La mañana del lunes 13 de octubre de 2003, a primeras horas, se oyó una voz que procedía de un parlante haciendo un llamado a todos los presidentes de las juntas vecinales. Éstas a la vez hicieron un llamado a todos los vecinos, invitándoles a participar de las marchas pacíficas y que en cada casa sea colocada la bandera boliviana con un crespón negro encima. Mi calle no fue la excepción; se colocó una pizarra donde se indicaba la reunión y el lugar para la marcha. Pasó casi una hora y los vecinos llegaron: hombres, mujeres e incluso jóvenes se reunieron en la famosa avenida Periférica donde habían sido convocados, todos con banderas bolivianas, algunas banderas blancas, y otros con carteles donde se pedía la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada y el no a la exportación del gas. Se observó también la presencia de algunos niños y niñas de cinco a diez años que se encontraban jugando en medio de la multitud, algunos tomados de la mano de su madre, otros corriendo y brincando por el lugar. Esto trajo un poco de temor a
La marcha
los vecinos, tal vez por el daño que podrían hacerse. Entonces pidieron a sus padres que tomaran recaudo para protegerlos. Los vecinos, ya organizados y listos para la marcha, tenían rostros de molestia por la cantidad de muertos que estaba provocando este conflicto; algunos gritaban y pedían la renuncia de Goni, otros demostraban su entusiasmo por participar en la marcha. La multitud llegó a volverse una gran masa humana conformada mayormente por hombres, mujeres y algunos jóvenes que llevaban palos, banderas y algunas botellas vacías entre sus manos. Desde muy lejos, pude percibir a la multitud que se dirigía hacia el centro de La Paz y se escuchaba un solo grito: que renuncie Goni. Después de que la gran masa humana se dirigió al centro paceño, la zona se quedó casi vacía; no circulaba movilidad alguna y algunas tiendas fueron cerradas; se notaba también la falta de algunos productos de la canasta familiar. Cuando la marcha se alejó, todo era silencio. Los únicos ruidos que se escuchaban eran de petardos y algunas dinamitas que se oían muy cerca. Había pasado el mediodía y los vecinos regresaban poco a poco. Se pudo observar a muchos de ellos con rostros de cansancio y sofocados por el fuerte calor que hacía. Se notaba también la necesidad de un lugar fresco como el de una sombra para descansar; pero a la vez demostraban una satisfacción por haber apoyado a los alteños. Uno de los hechos que me llamó la atención fue una familia que pasaba por mi calle: el padre, la madre e incluso los hijos, que eran tres muchachos entre los 15 y 25 años, subían por las gradas muy cansados de haber asistido a la marcha. Se notaba su cansancio; pero se mostraban muy unidos como familia. Así siguieron y fueron subiendo por la calle. Esto me sirvió para notar que todos estos conflictos tuvieron algo de positivo: algunas familias tuvieron un tiempo para estar juntos o tal vez realizar algunas actividades que no podían hacer por falta de tiempo.
Un adiós o un hasta luego Marisol Yujra
El mes de octubre fue para la ciudad de La Paz un mes de pavor y desesperación. Nadie sabía qué pasaría con la gente que amaba. Particularmente el 13 de octubre, se vivió mucha incertidumbre en mi barrio. Muy de mañana, inesperadamente, escuchamos un golpe fuerte en la puerta. De modo apresurado, mi padre corrió a ver quién era. Uno de los dirigentes había llegado para entregarle una citación en la que se exigía la asistencia obligatoria a una marcha. En esa marcha se apoyaría el pedido de la renuncia de Goni. Cerca de las diez de la mañana, desde la terraza de mi casa pude ver cómo un señor mayor, de aproximadamente 53 años, se despedía de su esposa, también de una edad avanzada. Observé cómo las lágrimas cubrían todo su rostro mientras trataba de retener a su esposo. Quizás su llanto se debía a que no sabía si su esposo volvería a casa sano y con vida. No pude escuchar las palabras que él utilizó para tranquilizar a su esposa. En esa casa vivían solos los dos; tal vez fue ésta la razón por la que ella estaba preocupada de quedarse sola.
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De otra casa salió una mujer de pollera de 38 años que había perdido a su esposo hace más de dos años. Es madre de dos hijas y un hijo; una mujer sacrificada y humilde. Se podía observar una profunda preocupación porque el único varón de su familia, que era su hijo, participaría de la marcha. El muchacho tenía 18 años y llevaba puesto un polerón ancho y un pantalón “talón” que cubría sus botines amarillos. Llevaba en su mano un cartel que decía: “Muera Goni traidor”, hecho en letras grandes de color negro que cubrían toda la cartulina. Su madre se acercó a él; le dio dinero y estrechó la mano de su hijo. El muchacho se despidió de ella con rapidez para ir al lugar donde ya estaban los demás. Dirigí mi mirada al frente, allí había una casa en construcción hermosa y grande. No había movimiento en ésta, algo que no era de extrañarse porque todos sabían que los habitantes de esa vivienda no participaban en nada. La sorpresa fue grande cuando vi salir al señor que siempre está muy elegante; pero esta vez no llevaba puesto un traje sino un deportivo plomo que en el lado derecho tenía dibujado el eslogan de una famosa marca deportiva y unos tenis blancos; en la mano llevaba una pequeña radio. Al principio pensé que él tenía una actividad que realizar en otro lugar; pero poco a poco se acercó donde estaban los demás vecinos y se integró a ese grupo. Se notó la sorpresa en la cara de ellos al verlo llegar; pero todos lo saludaron con una palmada en la espalda. Todos los vecinos ya estaban en el lugar indicado; algunos hacían pancartas que decían: “Si Goni quiere plata, que venda a su mujer”, “El gas no se vende, carajo”, “Goni, traidor, vendepatria”, “El pueblo unido jamás será vencido”. Otros conversaban entre ellos; las mujeres estaban sentadas organizándose para marchar. Con dichas acciones noté que una situación tan adversa pudo reunir a todos los vecinos, ya que nunca participaban todos de algunas actividades que se realizaban en el barrio. Sin embargo, esta vez todos estaban ahí; aunque de forma obligatoria; y con mucho temor en cuanto a lo que pasaría, todos estaban dispuestos a colaborar en todo.
La unión del pueblo por una causa Lucía Huanca
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n mi zona Villa Salomé, que está ubicada al este de la ciudad de La Paz, los vecinos sólo fueron una vez a las manifestaciones, pero realizaron vigilias en la entrada de la zona y bloquearon el camino con un gran tronco y piedras. El miércoles 15 de octubre, por la avenida Ciudad del Niño, que es la principal de la zona, a las diez de la mañana pasó la marcha de campesinos procedentes de los pueblos de Hampaturi, Chinchaya, Chicani y Palcoma, que también venían a brindar su apoyo a los que estaban en la lucha de la llamada Guerra del Gas. Y venían, más que todo, a pedir la renuncia del Presidente por las masacres que se estaban realizando y los muertos que día a día aumentaban.
La marcha
Estos marchistas eran muchos: alrededor de setecientas personas o quizás más; venían en columnas largas, divididas en tres grupos; muchos llevaban banderas y wiphalas con crespones negros en señal de duelo por las personas que habían muerto en los diferentes enfrentamientos. Otros, por el cansancio, usaban palos como bastón; en estos grupos también había mujeres, ancianos y niños. Todos se veían muy cansados; algunas mujeres tenían un aguayo amarrado en la cintura, quizá por el cansancio o para evitar que les duela la cintura o los riñones por la larga caminata que estaban realizando. Al ver a toda esta gente me puse muy triste porque es gente pobre que carece de muchas cosas; ellos también estaban perjudicándose por los paros, ya que no podían sacar sus productos para venderlos; pero igual estaban ahí, manifestándose contra el gobierno. Lo que más me conmovió fueron dos señoras que llevaban cargando a sus niños, de aproximadamente dos años; ellas estaban más cansadas que las demás personas porque cargaban a sus niños que también se veían cansados por el calor que hacía; ellos estaban soleados y también con sed por la larga caminata que realizaron. Mi hermana y yo, al ver el cansancio de los marchistas, decidimos preparar jugo casero en un balde, y lo llevamos a la Plaza Ergueta donde ya los marchistas habían llegado. La gente los recibió con aplausos. Nosotras les servimos el jugo, que se terminó muy rápido y sólo alcanzó para unas cuantas personas. Otras personas les dieron refrescos; otras, agua. Después de un corto descanso, continuaron su marcha rumbo al centro de la ciudad. En el camino, se les unieron las señoras de los mercados y, juntos, se dirigieron hacia la Plaza de los Héroes. Yo quería acompañarlos, no por luchar en contra de la venta del gas, sino por el dolor de los asesinatos cometidos. Fue muy doloroso ver todo el sufrimiento de la gente; pero no pude ir porque tengo que cuidar de mi pequeño hijo. Sólo me despedí de ellos.
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La esperanza, la indiferencia, la desconfianza, la mirada crítica
“¡Los militares se nos vienen encima!” Mario Mamani La cólera callejera me absorbió totalmente. Desde el 8 de octubre, El Alto hervía. Supe la noticia de las primeras muertes en Ventilla al bajar del bus en la autopista; el chofer le gritó a una vieja: “¡Cayeron un minero y un vecino abatidos por el Éjército!” Cuando pasé por el cabildo, me di cuenta de la agitación popular. En la plaza Ballivián, un vecino pedía a voces que no se venda el gas por Chile. “¡Viva el bloqueo!”, arengaba sobre la multitud erizada de brazos. Por la avenida Naciones Unidas, había grupos de gente que gesticulaba y hablaba a gritos. Un chiquillo que llegó corriendo dijo que en la Iglesia de la Trinidad el cura había exhortado al pueblo a la pelea. Las laderas eran un hervidero. Los buses y automóviles de la autopista habían desparecido. ¿Es cierto que los militares decidieron bajar combustible por la autopista? “Al bloqueo, hay que armarse con piedras”. Cerca del distribuidor de Senkata, se había instalado una barricada y las Fuerzas Armadas la habían tomado con saldo de muertos y heridos. Desde aquel día El Alto se retorció. Prendida la llama, los vecinos se lanzaron a las calles; todo giraba alrededor de la masacre ocurrida recientemente. El 12 de octubre, la cólera popular pedía el desquite. El furor era delirante. “¡Hay que ir a la guerra civil!” Toda la ciudad lo pedía. En las calles, los vecinos hacían cantar el Himno Nacional y ritmos fúnebres. Los vecinos pedían armas a sus dirigentes, quienes comprendían el fervor de las masas. Llegaron noticias apremiantes: “El gobierno moviliza su ejército desde la llanura al altiplano trayendo regimientos y armas de grueso calibre.” Nuestro pesimismo creció al oír en la radio: “Naciones vecinas interceden por el gobierno democrático.” Goni no cede. Una multitud sobresaltada gritaba en el norte de la ciudad: “¡Los militares se nos vienen encima, se nos vienen encima!” La gente corría por las calles estrechas; me entero de la última noticia; la ofensiva militar ha comenzado; se han apoderado de la avenida principal; disparan
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a todo lo que se mueve; oficiales disparan a sus propios soldados cuando se niegan a disparar al pueblo. Los hombres que defendían la barricada tuvieron que replegarse. Los muertos están por doquier. La lucha ha sido desigual; molieron la barricada a balazos y luego entraron con paso de parada. La noticia sacude el alma alteña. La ciudad ya no vive. Está sonámbula y vacilante. El 12 de octubre es como un incendio. La vida se ha transformado como un nervio al aire, sobre la carne viva. No como ni duermo. Vivo entre los grupos, chupado por la ansiedad popular. El 13 de octubre, las calles se inundan de reuniones; me abro campo a codazos por entre el montón que está delante de uno. El cabildo, por aclamación, decide marchar a la Hoyada paceña, aún con el peligro de las balas. Las noticias son mejores y reconfortan; en nuestra ayuda vienen hombres del campo, desde los Yungas y también desde las minas. La movilización es un chopazo en el músculo del pueblo. El Alto entero se puebla rumbo a la Hoyada. Los ciudadanos patriotas salen uno tras otro al grito de “morir por la patria”, por aquella patria en la cual mi abuelo había combatido el 52; mis compañeros y yo nos sentíamos igual de importantes. El 17 de octubre la patria ha vuelto a ser nuestra. El presidente criminal huía rumbo al norte. Tengo que alegrarme. A la victoria hay que ponerle un penacho de alegría. He buscado afanosamente en mi interior la alegría que necesita la victoria. Me cuesta encontrarla. Quiero poner júbilo en mi rostro y prender en el alma el optimismo que da el triunfo. ¡Hoy ha caído el gringo! Tengo que pensar intensamente que los vencidos son ellos, los vendepatrias. Pero la derrota y la victoria tienen la misma máscara. Porque así como en el 52 otros se beneficiaron de la lucha del pueblo, nuevamente la historia vuelve a repetirse. Me siento hueco.
Pobre tanque, ¡pobre Bolivia! Américo Mollo 242
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n día, no recuerdo el día exacto, salí a ver lo que estaba pasando fuera de los límites de mi casa. Mi calle estaba como si nada hubiera ocurrido porque ese lugar no es muy transitado. En inmediaciones de la avenida 6 de Marzo de El Alto (carretera a Oruro), se veía una gran diferencia con lo habitual y mucho más en la avenida misma y en una de sus conexiones principales: el cruce a Villa Adela. En ese trayecto, había movimiento de personas y bicicletas que se cruzaban y dirigían a lugares que sólo sus mentes sabían. No había bloqueadores, manifestantes ni transporte público. En el ex-cruce a Villa Adela, estaba un tanque militar, supongo, para intimidar a la gente y a los que pensaban reunirse en grupos. A mí no me atemorizó, porque cuando estaba realizando mi servicio militar, conocí cañones mucho más grandes que ese tanque. El tanque era antiguo, de la Segunda Guerra Mundial. Según recuerdo de las clases de historia, cuando estaba en el colegio, la Segunda Guerra Mundial se realizó a finales de los años treinta y principios de los años cuarenta. Es increíble que nuestro país aún tenga esas chatarras en este siglo XXI, donde con
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sólo presionar un botón, países como Estados Unidos, países de Europa y Asia podrían hacer desaparecer del mapa a cualquier país que se les antoje (países débiles como Bolivia). Entre esos países adelantados y desarrollados, se incluye Chile; no sería de sorprender que en cualquier momento seamos presas de una invasión, y nuevamente seamos derrotados como en 1879 por el mismo enemigo, que está armado “hasta los dientes”, fuertemente. Pese a ello, los militares alardean frente a nuestra sociedad con armamentos que los militares de las grandes potencias calificarían –y los clasifican– como material obsoleto. En algunos países este tipo de armamentos se encuentran en museos militares ubicados dentro de los cuarteles, o simplemente los utilizan como adornos; esto se sabe también porque está publicado en documentales. Uno de estos tanques estaba estacionado en ex-cruce a Villa Adela. A pesar de sus años, se le veían sus canas naranja-rojizas ocasionadas por la oxidación que se había invadido todas las partes de su macizo cuerpo, aunque trataba de ocultarlas o esconderlas con capas de pintura de color verde de distintos tonos que no le proporcionaba el camuflaje necesario. Parecía como una tortuga en sus últimos días, tratando de mostrar una sonrisa en su rostro serio y a la vez diciendo: “aún puedo”. Pobre tanque, ¡pobre Bolivia! A su alrededor, se encontraban soldados que parecían posar para una vista de cámara fotográfica. El cañón del tanque apuntaba hacia la Ceja de El Alto. El militar al mando era un teniente; estaba parado al lado izquierdo del acorazado; tenía los grados en la punta del cuello del uniforme camuflado de color verde como la selva; su rostro reflejaba una seriedad que contagiaba y una mirada que podría atravesar las paredes de las casas y observar lo que ocurre dentro de ellas. También era alto y altanero; como los gallos, sacaba el pecho, que estaba rodeado por su arnés portacuchillo y portagranada; en la cintura, llevaba su cinturón portapistola, incluida la pistola; en la cabeza, se veía adecuadamente puesta la gorra militar, comúnmente llamada “kepí”. Los soldados trataban de imitar a su comandante (el teniente); pero eso era relativo porque no poseían esa mirada penetrante, sino mirada de conejo; al parecer, cualquier acontecimiento fuera de lo común que sucediese en ese momento los haría esconderse. Sin embargo, no podían hacerlo porque su obligación era estar ahí; si lo hubieran hecho, serían fuertemente castigados; ellos lo saben. Sólo se asemejaban al teniente en el uniforme verde camuflado que llevaban y en su arnés. En vez de la gorra militar, llevaban cascos de guerra con sus respectivos accesorios, y en vez de cinturón portapistola, llevaban cinturón portacargadores que hacían juego con el fusil automático liviano (FAL) de procedencia belga (Bélgica). Cambiando de panorama, en el trayecto al cruce Villa Adela, había piedras en todo el pavimento; las personas caminaban sobre éstas sin dificultad y, haciendo gambetas, las bicicletas se desplazaban mejor que los delanteros de la selección nacional. A orillas de la carretera, algunas personas ofrecían a cuentagotas sus productos: frescos, helados, salteñas, tucumanas, comidas... todo a altísimos precios; pese a ello, los transeúntes consumían y no había saqueos. No me di cuenta del tiempo que había transcurrido, y decidí retornar a mi casa. El Sol, con sus lenguas de fuego, achicharraba nuestras células epiteliales a cada paso que daba; “qué tortura”. Al pasar cerca de aquel tanque, los soldados estaban frescos como lechugas. Al principio no me di cuenta del porqué, pero recordé que se intercambian cada dos horas, y es así como mantienen el puesto resguardado; y como cerca de ahí está un
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cuartel, era más lógico. Mi calle estaba como cuando salí, sin novedad. Aquel día era distinto de los demás; pero hoy la gente continúa como siempre; y, como siempre, olvidará lo sucedido. Sólo recordaremos, como lo hacen nuestros padres y abuelos, cuando ocurra otro hecho similar (Guerra del Chaco, Revolución del 52, golpes de Estado). No sé por qué la gente olvida; pero volverá a pasar. Éste es un cambio relativo; salen del poder los grandes millonarios para que entren otros millonarios. ¿Cuál es el cambio?
Días de tormento Lilian Alcón
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lgunos de los que protestaban durante la Guerra del Gas pasaron pocos o muchos días en la cárcel, igual que yo. Pero no es que yo estuviera en una de las cárceles del Estado, sino que estaba en la cárcel de mi casa. Mi casa se convirtió en una cárcel porque ya no era un hogar donde reinara la paz y la felicidad, tal vez como en muchos hogares. Durante esos días de los conflictos, las juntas de vecinos insistían constantemente para que asistiéramos a las marchas. Algunos días, lo hacían pacíficamente; pero otros días venían y pateaban las puertas hasta que saliéramos; y si no salíamos, arrojaban con piedras a las puertas y a las ventanas gritando todo lo que se les venía en mente. Mi mamá ya no sabía qué hacer; ella quería ir a las marchas para que ya no pasáramos más sustos con los escándalos de la junta de vecinos. Pero mi papá no dejaba que mi mamá saliera ni que ninguno de nosotros saliera, porque él tenía mucho miedo de que pudiera pasarnos algo malo como a otras personas que, en medio de los enfrentamientos, eran gasificadas y heridas por los policías y militares. Por eso es que mi papá no dejaba que nos asomáramos a la ventana ni saliéramos a la calle para que la junta de vecinos piense que no había nadie en mi casa. Lo peor era que no podíamos ni caminar, ya que, como mi casa es de dos plantas, cuando alguien camina se escuchan sus pasos. Entonces, si alguien caminaba, inmediatamente los demás se darían cuenta de que estábamos ahí y comenzarían a gritar e insistir para que saliéramos. Y cuando venían a golpear la puerta, lo hacían con tal fuerza que parecía que iban a sacarla de su lugar. Pero nadie de nosotros salía, ni siquiera nos asomábamos a las ventanas para ver quién era, ya que los únicos que venían siempre eran los de la junta de vecinos. Mi mamá y mi papá se desesperaban mucho, y ya no sabían qué hacer contra eso, porque ellos no desistían fácilmente. Todos esos días permanecimos encerrados, cada uno en su recámara. Mis papás nos llevaban la comida para que no saliéramos ni hagamos ruido. “Recámara”, si a eso se le puede llamar así porque eran cuatro paredes frías con las cortinas cerradas, sin ninguna posibilidad de que ingrese el Sol. Permanecíamos allí las veinticuatro horas del día. “Día”, si también a eso se le puede llamar así. Nosotros ya no sabíamos si era de día o de noche; pero estábamos ahí todos, postrados en una cama, encerrados en nuestra propia casa sin nada que
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hacer, sólo con la vista hacia el televisor. “Televisor”, si a eso se le puede llamar televisor, ya que sabemos que en la televisión transmiten diferentes programas como dibujos y otras cosas más; pero en aquellos días no había nada más que ver que una película en vivo y en directo de los enfrentamientos de manifestantes y policías. No podíamos hacer nada contra eso, pero teníamos que obedecer a mi papá y no salir ni caminar. Mi mamá ya no tenía paciencia para nada; estar encerrada la desesperaba mucho; hacía una y otra cosa para que pase el tiempo; pero parecía que el tiempo no transcurría: un segundo era un minuto, un minuto era una hora, una hora era un día, un día era un mes para nosotros. Así pasamos junto a mi familia los días de los conflictos. Como muchas familias, la mía no fue la excepción de sufrir estos problemas de una u otra manera.
Lo mismo o peor Nelly Alave
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na semana antes del 16 de octubre del 2003, todavía los conflictos por la Guerra del Gas, junto a muchos otros más, eran parciales. Al parecer, cada día que pasaba la gente se sumaba a las marchas por motivos obvios. Así fue que mi barrio se sumó a la marcha; podría decir que casi toda la zona de Pampahasi, además de otras zonas aledañas, se reunieron ese 16 de octubre. Recuerdo aún con gran pena las muertes que pude ver por televisión, personas que sacrificaron sus vidas no sé si para bien nuestro. De lo que estoy segura es que si esa gente no hubiese muerto, tal vez el problema podría haberse detenido. Lo más triste es que mi barrio, al igual que muchas otras zonas, no hubiera movido un dedo para apoyar a los marchistas. Parece que mucha gente estuviera esperando ver muertos para salir a las calles. Yo me incluyo en ese grupo porque no salía muy lejos, tal vez por miedo. Fue por el incentivo de la iglesia que mi barrio llegó a reunirse e ir porque, cuando escuchamos el sermón del padre, nos sentimos obligados a ir a marchar. Yo no fui, pese a que estaba animándome; simplemente no me dejaron, y creo que seguía sintiendo algo de miedo. En mis calles vi algo de violencia porque los que bajaban a marchar parecía que querían obligarnos; trancaron la avenida principal con alambre de púas impidiendo paso a las movilidades, quemaron llantas y cerraron los mercados; no se permitía la compra ni la venta; los comerciantes preferían que sus reservas se pudrieran. Fue cuando noté que solamente estábamos peleando entre nosotros, y que los únicos perjudicados éramos nosotros mismos. También recuerdo que nos amenazaron para que todos fuéramos a marchar. Sí, fue otra de las cosas que más me dieron miedo, porque ellos querían hacer explotar la represa, que no se encontraba muy lejos, y, además, Samapa estaba en nuestra zona. Me imaginé que el agua se cortaría definitivamente. Primero sin gas, luego sin comida, sin pan y, para colmo, querían quitarnos el agua. ¡No! Era como para escaparme.
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Parecía un esfuerzo vano salir a apoyar a los vecinos; todo estaba empeorando. Esos días fueron horribles; sólo se permitía la venta de pan y, para conseguirlo, se tenía que hacer largas colas para comprar sólo dos bolivianos de pan por persona. No creo que esa cantidad haya sido suficiente para otras personas; para mi familia lo fue, ya que casi nadie quiso comer pan. Carne ya no teníamos. Entonces, me tocó ir a buscar dónde comprarla. Supe anteriormente que los precios se habían incrementado, pero no pensé que fuese tanto: estaba al doble del precio real. Nos tuvimos que conformar con los enlatados. Pero no todo fue tan malo; pese a que los vecinos de mi barrio no demostraron ser muy unidos, el domingo, sin saber que ése sería el último día de paros, hicieron la última reunión para decidir que irían a ayudar a las personas que en verdad lo necesitaran, llevando víveres y medicamentos en una marcha pacífica. Sólo resta decir que el esfuerzo de esa gente que tuvo que morir en el transcurso de los enfrentamientos, y de los vecinos que en cierto modo también arriesgaron sus vidas, al igual que las personas que sufrieron sin motivo, sí tuvo resultado; se logró el propósito; pero no se podría decir que se solucionaron los problemas; creo que más bien se sigue en lo mismo. Y aún me aterra la idea de que estemos en una situación peor y sin saberlo; no quisiera ni imaginar que volvamos a vivir esto que ya vivimos.
Nos están matando Huascar Pinto
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l silencio incierto de esa mañana no era la habitual calma a la que estaba acostumbrado cada fin de semana. Era un silencio acostado y ansioso de ser despertado por aquellos que se sumaron a él en el intento de hacer lo contrario. Yo, después de tratar de escuchar esa ruptura entre uno y otro día, quise encontrar el momento preciso en que dejé mi cuerpo en las manos de la inmovilidad innata del descanso; pero no lo logré, no podía recordar el momento en que atravesé las puertas de la indiferencia hecha sueño de no más de seis horas perdidas en la oscuridad de mi habitación, horas de pudor irreconciliable conmigo mismo y que me llevaron consigo a donde sólo ellas lo saben, a donde piensan que para mí sólo era dormir. En realidad, no sé si fue eso; la noche anterior me había quedado dormido a pesar de no querer hacerlo o, más bien dicho, de no querer aceptar que trataba de huir de mi fatua incredulidad marcada por aquellas palabras telefónicas que habían salido de un punto radial estremeciendo el tiempo y el espacio en el que me encontraba. Esa voz que escuché, no lo dudo, estaba preocupada, desesperada, pausada por el llanto y, desde el receptor, me desconcertó. El lugar de donde provenía es muy grande y desde mi ubicación sólo se puede ver una delgada línea horizontal que representa todo lo que no se ve, todo lo que no se sabe, todo lo que puede ser de dicho lugar. Lo increíble es cómo unas cuantas palabras lograron reducir todo ese espacio expandido en una resquebrajada voz
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femenina que hablaba en plural pretendiendo cruzar algunas barreras locales para poder mostrar ese momento indefenso y perturbado que vivía a causa de las terribles acciones de muerte y dolor lejanas a mí, pero presentes en ese lugar. A esa hora uno puede pensar en el mañana, pero esa hora tenía algo inapelable contra sí misma que la hizo perdurable; tenía la incertidumbre fugaz de querer permanecer o no a lo largo de la noche. –Nos están matando –decía la mujer por el teléfono mientras yo escuchaba la agonía de su voz por la radio–. Nos están matando –y por el hecho de no sentir peligro pensé que eso no podía estar pasando. Quería deshacerme de la noche y afrontar la realidad; pero la noche absorbió mis razones y me devolvió antes que amanezca para que pueda contemplar cómo lo cubría todo con su silencioso enojo, cómo miraba todo sin discriminar nada ni a nadie. Ese manto vacío de soledad había cobijado tanto a los que quedaron esperando no dejar de ser ante la cruda oscuridad de la nada como a los que lograron cruzar hacia el lado afónico y oscuro de la vida, dejando atrás la verdadera incoherencia de vivir cegados por una luz nunca encendida. Sé que, aunque no quiera, esa noche vagué en un sueño vacío e irrecordable mientras otros se entregaron al suyo desde su propia situación, desde su propia posición. También sé que no es fácil olvidar aquello que no se recuerda, aquello que deja de ser un simple vacío para convertirse en una razón de ser, en una voz que encierra a muchos que enfrentan la verdad antes de escucharla. Los días pasaron, otras voces se pronunciaron tapando el espacio dejado por los que de algún modo u otro tuvieron que callar luchando para ser escuchados por lo menos una última vez antes de entrar a ese sueño al que tú y yo, sin duda, llegaremos tarde o temprano.
El costo de la democracia Javier Oblitas
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o me llamo Javier Oblitas. Tengo mi familia compuesta por seis hermanos y mis padres. Vivimos en el barrio de Villa Victoria hace años. En estos días de conflicto social, pasamos muchas cosas como familia: primero, mi padre trabaja en la ciudad de El Alto. Cuando empezaron los primeros días de paro cívico de esa ciudad, él no pudo ir a su trabajo, lo que ocasionó que el presupuesto de nuestro hogar bajara. Mi madre, que es una señora que se dedica al comercio, a medida que transcurría el conflicto, se vio en la necesidad de no cumplir con sus labores cotidianas porque los dirigentes de su gremio habían decidido unirse al paro social. En casa, reunida toda la familia, nos informábamos a través de los medios de comunicación tanto de radio como de televisión de que los conflictos sociales se agudizaban cada vez más y de que el enfrentamiento de las fuerzas del orden con las organizaciones sociales estaba dando como resultado la pérdida de vidas humanas. Mi padre, como parte del pueblo, estaba muy indignado por los sucesos acaecidos; estaba muy preocupado porque él
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me contó que había vivido en el periodo de la dictadura, donde uno debía regirse a los caprichos de los dictadores y estar privado de libertad. También me explicó que la democracia había sido recuperada a muy alto costo: la pérdida de vidas humanas el año 1982, cuando el general Vildozo entregó el poder a un gobierno democrático. En ese momento, el mundo sufría cambios como la caída del Muro de Berlín, en Alemania, y la división de la Unión Soviética debido a la globalización. Estos fenómenos económicos y sociales llegaron también a nuestro Continente, donde se tomaron medidas neoliberales que hasta nuestros días no tuvieron éxito en países como el nuestro, debido a la diversidad cultural de la gente. Estas medidas afectaron a la clase trabajadora y desencadenaron estos conflictos sociales que dieron lugar a la renuncia del Presidente de la República, Gonzalo Sánchez de Lozada. El barrio de Villa Victoria siempre se caracterizó por ser un barrio muy luchador, y no estuvo exento en estos conflictos sociales, ya que se organizó en una caravana de marchistas, que se concentró en la Plaza de los Héroes. Los fenómenos sociales a nivel mundial, que son la globalización y el neoliberalismo como modelo económico, deben ser analizados tanto por el pueblo como por los gobernantes para llevar a cabo una mejor política de conducción de Bolivia.
Valora lo que tienes Verónica Choque
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unque habían empezado los días irregulares por los conflictos que poco a poco se desencadenaron en mi querida Bolivia, yo iba a clases con toda normalidad. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando el día viernes no encontré movilidad para llegar a mi hogar; tuve que caminar desde el INSSB a mi casa. Empecé el recorrido y, como ya era común en esos días, algunas calles estaban llenas de piedras, llantas y, por supuesto de personas que, como yo, caminaban para llegar a sus hogares. De rato en rato pasaba algún taxi que era llenado en un abrir y cerrar de ojos. Por supuesto, de personas que tienen dinero ya que la tarifa era muy alta. Las personas de bajos recursos como yo tuvimos que caminar. Al transcurrir el tiempo, la noche empezaba a cubrir la ciudad con su manto negro y, con ello, se notaba la desesperación de personas que, con su angustia de llegar, parecían hacer más largo el camino. Al fin llegué a casa después de caminar casi hora y media. No me quejo, porque en el camino me encontré con viejos amigos que hicieron el recorrido corto con anécdotas, chistes y recuerdos. Al entrar por la puerta de casa mi mamá corrió a recibirme preguntándome el porqué de mi retraso y si me encontraba bien, pues ya habían empezado los enfrentamientos en el centro de la ciudad. Los primeros días de paro, francamente, no los sentí, ya que tenía todo para sobrevivir sin quejarme; pero en el tercer día, el 13 de octubre, que jamás olvidaré, la comida empezó a escasear. Mi mamá sale de compras cada fin de semana, y, como ese domingo no había ido por los conflictos, ya no teníamos alimentos. Para rematarlo, el gas se terminó; no había pan,
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ni siquiera galletas o golosinas que acostumbraba comer porque las tiendas se cerraron. Tuvimos que cocinar en anafre con el poco kerosene que mi papá había logrado conseguir. Al pasar los días ya no teníamos nada; no sé qué ocurre, si será psicológico como dice mi hermana; pero al no tener qué comer te da más hambre. Por fin llegó un camión, no sé de dónde ni me importó; traía alimentos entre verduras y frutas. La gente, al verlo, empezó a amontonarse ya que mi familia no era la única que sufría de alimento. Grande fue la sorpresa cundo los supuestos dueños no quisieron vender nada ya que esos alimentos eran llevados hacia la zona Sur porque en ese lugar iban a darles una mejor paga. Otra vez la discriminación de clases sociales entre los de tener y los pobres; ni siquiera en todo el conflicto pudimos unirnos; supuestamente, todos luchaban por el mismo objetivo; pero, ¿alguien vio marchar a los jailones, como se los llama, con mineros o campesinos? ¿Acaso se dio la muerte de un personaje público? No lo creo, al menos no me enteré; pero sí se dio la muerte de campesinos, mineros, choferes, gente del pueblo. Después de todo lo ocurrido en esa semana, ahora sí puedo decir que tomo muy en cuenta aquella frase muy conocida que dice: “Nadie valora lo que tiene hasta que lo ve perdido”. Eso me ocurrió a mí, ya que, antes teniendo todo, despreciaba y desperdiciaba todo lo que me faltó en esa semana. Por eso te digo: valora lo que tienes, te lo digo por experiencia.
Un cadáver exquisito y... Jhonny Mamani
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El Alto de pie, nunca de rodillas! A esta voz los enardecidos ciudadanos de la ciudad de El Alto se levantaron en armas –piedras, palos, botellas, cachorros de dinamita y demás objetos, a los que se podía calificar como armas, constituían el aditamento de cada uno de los alteños–: era la rebeldía de un pueblo cansado de aguantar las constantes injurias de los gobernantes que, día a día, se mofan de las peripecias que atraviesan los habitantes de este territorio mal llamado Bolivia. “Que son un sector minoritario de la población alteña los que pretenden dividir a los bolivianos”, decía el ebrio de siempre en un ridículo mensaje emitido por algunos canales de televisión –debo aclarar que solamente fueron cinco los canales que transmitieron el susodicho mensaje–. No entiendo cómo es posible que un maldito ebrio nos esté gobernando, me pregunto qué habrá fumado este señor para estar o actuar de esta forma. Y los bolivianos, bien gracias. Pareciera que, en un principio, solamente los alteños se hubiesen fijado en este “pequeño” problemita; sin embargo, no tardó en aglutinarse a esta propuesta social el resto de los habitantes nacionales; de todos los rincones del país se escuchaba un grito desesperado pidiendo lo que, para ellos, era considerado justo y necesario. Todos, a una misma voz de protesta, decían: ¡Andate de Bolivia, gringo maldito! ¡Asesino vende patria!; ninguno de los bolivianos titubeaba al hacer esta justa petición, que nacía desde lo más profundo del ser en
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todos y cada uno de los habitantes. Perjudicamos y nos perjudicamos. Es cierto. Pero si no le hacemos frente, de alguna manera, este “gobierno”, ténganlo por seguro, va a seguir metiendo su dedo en la boca de todos y cada uno de los bolivianos. Tenemos que trabajar, es cierto, ¿pero para seguir manteniendo los caprichos y antojos de estos desgraciados? Yo creo que no, claro que no; sin embargo, pareciera que a algunas personas les gusta seguir manteniendo a estos “gobernantes” mediocres. Creo que la costumbre hace mucho en esto, y son precisamente a estas personas a las que buscan los “medios de comunicación” para sacarles alguna “opinión” o algún juicio de “valor”; y así poder decir que son sólo una minoría los que están causando problemas, y que la “gran mayoría” se está perjudicando por culpa de la “minoría” que reclama y trata de hacer prevalecer sus derechos. Esto sólo demuestra la gran dependencia que tienen, respecto a los medios de transporte, las personas de la ciudad de La Paz. Ni que fuéramos unos obesos inútiles o que nos faltase una pierna, o que no tuviéramos algo de seso para poder desplazarnos por cualquier parte sin tener que depender del “transporte público”. Algunas personas son bien, pero bien cómodas –con mentalidad de ropero, como los que viven en una zona bastante conocida por todos, la que se encuentra al sur de La Paz– que todo lo quieren servido; estos mal na... ciudadanos son los que hacen ver mal a los buenos ciudadanos de esta o cualquier ciudad. ¡Fusil, metralla, El Alto no se calla!, diciendo a voz en cuello las multitudinarias marchas recorrían las calles, plazas y avenidas de la ciudad de El Alto, en una acción de protesta en contra de los gobernantes. ¡Fuerza, fuerza, fuerza. Fuerza, compañero, que la lucha es dura, pero venceremos!, era la voz que reconfortaba a algunos y caía indiferente a otros; pero aún así todos la gritábamos a voz en cuello, hasta que la escuchase el mismo morador de las alturas, esperando, quizá, alguna respuesta benevolente que fuera a mitigar el dolor de tantas familias mutiladas a consecuencia de una respuesta soberbia y lacerante por parte del gobierno. Berroqueña era la actitud de los gobernantes ante esta situación y estúpida la acción que realizaron al mandar a un medio de comunicación a un ministro que, desde todo punto de vista, era calificado como ¡cínico! y ¡estúpidamente estúpido! (o sea, doblemente estúpido), por tratar de justificar la masacre de El Alto y el asesinato de decenas de personas, al ser médico de profesión. ¡Pueblo, escucha, únete a la lucha!, era la voz dirigida a todos y cada uno de los habitantes que se encontraban de mirones en los alrededores, calles, plazas y parques de la ciudad de El Alto y de La Paz, en una invitación directa a la rebeldía y dejar de ser, de esta forma, unas simples ovejas. Esto llegó a mover sentimientos profundos en la población, y fue así como aumentaron las fuerzas, aumentaron los rebeldes –los sediciosos, como los calificó el ebrio en uno de sus ridículos mensajes dirigidos a toda la población– y los mártires se elevaron en número. El gobierno, en su afán de pacificar los ánimos de la gente, emitió un comunicado de último momento en el que aceptaba todos los pedidos de la población. Esta acción fue el inicio del volteo que sufrió la problemática social de nuestro país a favor del pueblo.
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Un minero de Huanuni alimenta a las palomas de la plaza Murillo en La Paz el 18 de octubre, un día después de que asumiera la presidencia Carlos Mesa, luego de una larga y dura crisis que dejó casi un centenar demuertos. Foto: David Mercado.
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252 Estudiantes participan en una protesta en Cochabamba el 15 de octubre. Muchos sectores sociales del país se movilizaron para protestar contra la exportación del gas. Foto: Danilo Balderrama.
José Luis Yujra
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El que quiera entender que entienda “Dicen que de todos los animales de la creación el hombre es el único que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir. Por eso es mejor forjar el alma que amueblarla.” TXUS
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l territorio boliviano, desde su fundación como Estado independiente en 1825, cuenta con una gran variedad de recursos naturales que, adecuadamente explotados, nos hubieran traído grandes satisfacciones. Lamentablemente estas riquezas sólo fueron explotadas por personas ajenas a nuestro país. En la actualidad, nuestro territorio sigue siendo víctima de manos codiciosas que sólo buscan enriquecerse a costa de lo que tenemos. El ciudadano común ha sido el único testigo silencioso de esta triste realidad. Debido a su situación de “común”, nunca pudo objetar en contra de aquello, pues nuestra democracia y sistema de gobierno se “encargan” de hacer sentir nuestra voz y voto; nos obligan a tener que aceptar la toma de decisiones que se hacen respecto a las diversas políticas que, al final, encaminarán nuestro destino. Pero aquellos ciudadanos comunes, las mal llamadas clases rezagadas de nuestro país, ¿cuánto tiempo pueden soportar el constante abuso de autoridad y, sobre todo, el olvido de nuestros gobernantes? Respondiendo a la anterior cuestión, permítanme decir que sólo fueron 21 años. Pues el pasado octubre del 2003, fui testigo del “despertar” de una sociedad cansada de no ser tomada en cuenta para nada, aburrida de ver cómo sólo unas cuantas familias aseguraban su bienestar por generaciones; mientras la suya es cada día más pobre. Después de haber cumplido 21 años de supuesta democracia, nuestro país se veía sumergido nuevamente en conflictos sociales debido a que distintas organizaciones sociales decidieron unirse para hacer sentir su voz de protesta contra la política de venta del gas. Pero este pedido no era el único, pues, al margen de eso, todos por su lado pedían una justa reivindicación después de varios años de postergación. Es viernes por la tarde y por fin regreso a mi hogar, pues debido a la coyuntura por la que atraviesa el país, la ciudad de El Alto y sus distintos comités cívicos vienen realizando un paro indefinido. Esta medida de protesta surgió debido a la arbitraria política de venta del gas que está ejerciendo el gobierno. Por ese motivo me vi forzado a tener que vivir en casa de mi abuela, ubicada en la zona de Munaypata. De esta forma pretendía no ser “perjudicado” por el paro de transporte que existía en el Alto. Esperé justamente este viernes para volver a mi hogar y poder descansar y disfrutar de su comodidad durante el fin de semana. Durante mi camino, puedo ver cómo El Alto está siendo militarizado. También puedo ver los destrozos que los bloqueos han ocasionado. El ambiente que siento está lleno de incertidumbre; quién pensaría que después de mi paso por ese lugar, la violencia y la represión se encontrarían
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dando lugar a un trágico fin: la muerte. Son las 7 de la noche y, para mi sorpresa, veo que en mi zona, Alto Lima, existe una intensa calma. Siempre me gustó eso de ese lugar, pues debido a su ubicación, siempre fue un lugar tranquilo y agradable donde casi nada ocurría. Por fin veo la sombría silueta de mi casa. Se ve olvidada, pues al ser el único que vive ahí debió haberse notado mi ausencia. Mientras doy los últimos pasos, escucho cómo la gente comenta respecto a la situación por la que se atraviesa y noto en el tono de sus palabras una cierta rabia e indignación. Por fin estoy en mi hogar; nunca creí que llegaría el día que me diera gusto estar en este solitario lugar. Han pasado tres horas desde mi llegada. Después de haber realizado la limpieza respectiva, me dispongo a fumar un cigarrillo, costumbre que tengo de vez en cuando, aprovechando mi soledad. Pero de repente mi calma es perturbada por el teléfono: es mi abuela que me pregunta la hora a la que yo había llegado, pues está angustiada por mi bienestar. Es que hace pocos instantes, en la zona de Senkata, ubicada en la ciudad del El Alto, por fin la violencia se había desatado. Lo último que me dice mi abuela es que me cuide y que mañana vendrá a visitarme. Mientras tanto, me dispongo a escuchar la radio para saber un poco más de lo que está pasando. Efectivamente, policías y militares se enfrentaban contra civiles en una clara desventaja, el luto y el terror se apoderaron de las distintas familias que habitaban ese lugar y las demás zonas aledañas. La radioemisora que escucho está recibiendo distintas llamadas de personas que están relatando lo que sucede por su zona. A causa de esos relatos, me voy preguntando sobre la situación de algunos compañeros que viven por esos lugares. Pero al final, como estoy alejado de todo ese sector, por fin puedo conciliar el sueño en medio de una terrible angustia, angustia que siento por aquellos inocentes que esta noche no podrán dormir. Es sábado por la mañana y, mientras desayuno, los noticieros se encargan de mostrarme el terror y la violencia que en la noche del viernes había sucedido en esta ciudad. Al margen de esto, siento una terrible indignación al escuchar que, fruto de estos enfrentamientos surgieron los primeros muertos en este conflicto que luego los medios de comunicación denominarían: “La Guerra del Gas”. Me dedico a realizar mis distintas labores mientras mi zona sigue viviendo una preciosa calma. Domingo en la mañana. Observo cómo los vecinos van reuniéndose para tomar parte activa de las movilizaciones. Mientras tanto, me ocupo sólo de mis cosas, sin importarme lo que afuera está sucediendo. Sin embargo, la tarde de este domingo es distinta; la violencia va llegando a mi zona. Veo cómo la tranquilidad de mi domingo está siendo robada por estridentes sonidos, sonidos que sólo las armas de fuego pueden ocasionar, pues en la autopista La Paz– El Alto se viene desarrollado un terrible enfrentamiento entre militares y civiles. Los civiles se encuentran en los distintos cerros que rodean dicha pista y están arrojando piedras e incluso algunos explosivos a sus adversarios. Por otro lado, los militares, en su mayoría simplemente soldados que debían cumplir órdenes, responden disparando sus armas de fuego. Se puede ver en los rostros de aquellos soldados terror y miedo; pero sobre todo esa impotencia de ir contra sus jefes. Entonces, a lo lejos, veo el porqué de este enfrentamiento: es un convoy de camiones que transportan gas y gasolina para la ciudad de La Paz, pues, debido al paro, se sufría una escasez de esos productos. Me voy alejando del lugar, pues esta situación me pone nervioso. Tengo miedo de que algo lamentable ocurra, pues este enfrentamiento armado
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pone en peligro aquellos productos que son tan delicados y destructivos. Estoy en mi casa; pero sigo oyendo los disparos y las fuertes explosiones. Mientras tanto, aún estoy pensando en aquellos camiones y su carga esperando que la gente no cometa una imprudencia que provoque toda una catástrofe. Esta situación me pone realmente nervioso. Debido a que vivo solo, voy recibiendo llamadas telefónicas de mis distintos familiares que me preguntan cómo estoy; sobre todo, me aconsejan que no salga a la calle, pues, para ese entonces, los militares habían subido a las laderas y estaban disparando contra los vecinos, y existía el miedo de las “balas perdidas”. Por ese motivo bajo a la parte inferior de mi hogar. Por los sonidos, parece que afuera se está librando una verdadera guerra; escucho a gente gritar y silbar; el sonido de las sirenas; no sé si de la Policía o de alguna ambulancia que recorre toda la zona. Escucho fuertes explosiones de distintos lugares. A estas alturas, ya no me sorprendería si en la Autopista hubiera ocurrido alguna desgracia. Entonces, a manera de calmarme, me dedico a escribirle un correo electrónico a mi padre para contarle lo que aquí está sucediendo. Cuando empiezo a escribir, un apagón de energía envuelve en un manto sombrío a toda la zona y veo frustrado mi intento por distraerme. Por fin, el silencio nuevamente reina en las afueras de mi casa, por lo que decido salir para ver lo que ocurre. Es una sorpresa ver que en mi zona, un barrio tranquilo, los militares estén custodiando cada esquina. Peor aún ver cómo se dedican a disgregar, por medio de la violencia, a algunos grupos de personas que se formaban. Retorno a mi hogar, indignado por todos estos sucesos. Durante la noche no puedo dormir, pues existe el rumor de que los saqueadores se están metiendo a las casas. También la Policía está en esa labor; pero ellos están buscado a los distintos dirigentes de las diferentes juntas de vecinos. Por ese motivo, no puedo conciliar el sueño y estoy sentado en mi sala, armado con un gran palo. Después de todo, debo cuidar el legado de mi familia. Fue una noche terrible; pero hoy es un nuevo día. Me siento un poco cansado debido a mi vigilia; pero eso es lo de menos. Este lunes es distinto, ya que La Paz se ha unido al paro indefinido de El Alto, motivo por el cual no hay transporte. También fruto de las muertes durante el fin de semana, este día la posición de las personas da un inesperado giro. No sólo quieren que no se exporte el gas; eso a estas alturas ya pasó a segundo plano; ahora lo que se quiere es la renuncia del Presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Es triste ver cómo este señor, escudándose en la supuesta democracia que tenemos, no accede a este pedido. Pero a su vez es gracioso oírle decir que está siendo víctima de un golpe de Estado. Sólo me dedico a esperar y a ver quién cede primero: el gobierno o el pueblo. Es viernes, y me entero de la renuncia del Presidente. En compañía de mis primos, voy rumbo hacia la plaza de San Francisco. En las calles, la gente festeja dando fin a sus medidas de presión. Como es costumbre en todo festejo, aparecen las ya tradicionales “poncheras” que luego se encargarán de embriagar la alegría de las personas. En compañía de mis primos yo también me dispongo a servirme unos cuantos tragos mientras escucho a las personas relatar cómo ellas han participado durante las distintas medidas de presión. Se sienten orgullosas de su “triunfo”. Esta noche todos son hermanos. A mi parecer, ésta ha sido una justa reivindicación de los sectores rezagados que, gracias a la unión, alcanzaron sus metas. El despertar de aquel león dormido se hizo sentir. Si todos los bolivianos nos uniéramos, posiblemente nuestra suerte sería mejor. Pero, lamentablemente, la mayoría de las veces siempre estamos separados en distintos sectores que sólo buscan su
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bienestar. Por tal motivo me animaría a decir que siempre van a surgir toda clase de movimientos porque los distintos personajes de nuestra sociedad buscan su propia comodidad. Se dice que se derrotó al tirano; pero quién sabe, quizá nosotros seamos los tiranos que simplemente velamos por nuestros intereses. A causa de esto, nos sigue valiendo un comino el país; sólo nos acordamos de él cuando necesitamos algún favor. Yo espero que este despertar sea el surgir de una nueva mentalidad como sociedad, pues ahora es incierto el destino de nuestro país. Después de todo, ésta es: “Bolivia, ese extraño país de Latinoamérica donde TODO puede pasar”. Ahora ya puedo dormir, y sueño con tener una vida lejos de la tentación de los delirios de riqueza y poder; de evitar juzgar a las personas; de librarme de la esclavitud que sólo la avaricia te da. De esta manera, evitaré engrandecerme con la riqueza o entristecerme con la pobreza. Así, cuando despierte, el fracaso y la derrota no me impedirán ver que un día mejor puede llegar. Entonces las puertas de la esperanza para que nuestra sociedad cambie se abrirán. Quien nos quiera entender, que nos entienda.
Una semana de conflicto Gustavo Calle
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ocos días después de que pasaron los conflictos que ya todos conocemos, la llamada Guerra del Gas, parecía que mucha gente había vivido experiencias similares a las de una película. Algunos, todavía con la emoción del momento, contaban su participación como verdaderos héroes. A diferencia de muchas personas, yo no vi ninguna clase de enfrentamiento ni balaceras. Y, aunque lo que hice y vi en esa semana de conflictos no tiene nada que ver con esas apasionantes historias, se las cuento. La participación de mi zona no fue muy activa porque los dirigentes no se preocuparon por organizar a los vecinos. Durante toda la semana, mi zona estuvo aislada, sin participación en marchas y esas cosas. A pesar de la poca participación, los vecinos instalaron banderas con crespones negros en la parte superior de sus casas en señal de luto por los muertos en el conflicto. Pero no todo estuvo tan calmado como parece; también hubo movimiento en mi barrio, aunque ese movimiento fue más pacífico. Gritos, hasta insultos, se escuchaban constantemente; pero con una gran diferencia: no se trataba de frases de protesta ni silbidos al gobierno; más bien era la emoción de uno de los partidos más disputados y emocionantes de fútbol. La avenida de mi barrio, que por cierto es plana al principio y al bajar se hace más empinada, se convirtió en un escenario perfecto para canchas de fútbol improvisadas por el momento; pero eso no fue una dificultad para divertirse. Dos piedras como portería eran testigos mudos de goles marcados por jugadores sin mucha técnica, pero que sentían igualmente la emoción de este deporte. Sin embargo, hubo malos perdedores que causaron una serie de enfrentamientos, aunque sin resultados trágicos. A pesar de todo, creo que fue una gran oportunidad para tratar más con los vecinos y así olvidar un poco los conflictos. Suena bonito esto de que los vecinos compartan y se relacionen jugando fútbol; sin embargo,
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la realidad era otra: en mi casa la comida ya estaba escaseando, pues no habíamos almacenado nada; todos los días comíamos lo mismo; sustituimos la carne por el huevo; el arroz estaba caro; ni hablar del fideo ni del perejil; los tomates ya se habían acabado y, para colmo, teníamos miedo de que el gas se acabe también. Las conservas nos salvaron de morir de hambre, aunque no eran de mi agrado; por ejemplo, el atún; pero no había más remedio. Nos conformamos con eso. En esos momentos la ira contra Felipe Quispe y don Evo Morales fue aumentando. Una de esas tardes fui en busca de pan; recorrí casi todas las calles de mi barrio; pero nada; las tiendas estaban cerradas por miedo a los saqueos; los tenderos no se arriesgaban a abrir sus negocios. De esta forma fueron pasando los días, y sólo esperábamos que se solucione el conflicto. Para ese entonces, ni los días ni las jornadas deportivas ya distraían. Eso es casi todo lo que viví y vi en esa semana. Algo aburrido, ¿no les parece?; pero, por lo menos, tendré algo que contar a mis hijos. Para ser sincero, no he sido capaz de escribir sobre varios temas interesantes que seguro ocurrieron en esa semana. Bueno, pero de algo tenía que escribir.
Mi participación en los conflictos Ariel Morales
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odo empezó el maldito 12 de octubre, un día que difícilmente olvidaré. Eran las tres de la tarde. Prendí mi televisor y me enteré de que la zona de Senkata se encontraba militarizada. La noticia no me preocupó del todo, es más, me valió. Seguí de lo más tranquilo en mi casa y de pronto surgió una pregunta dentro de mí: ¿habrá clases el lunes? Todo parecía decir que no. Mientras más se agravaban las cosas, más esperanzas tenía de que las labores académicas se suspendieran. Lunes 13 de octubre. Francamente no recuerdo lo que pasó ese día; sin embargo, no fui a la Normal. Me quedé viendo toda la tarde el canal 21. Éste fue el único medio de comunicación que no tergiversaba la información: mostraba en vivo y directo todos estos hechos que acontecían en La Paz y El Alto. Ya en la noche, me disponía a dormir y me enteré de que no iba a haber clases en los colegios fiscales y particulares; también que los dirigentes de los choferes se habían declarado en paro. Martes 14 de octubre. Era un día soleado; no había actividades ni laborales ni académicas; se agotaba también rápidamente la comida en mi casa; pero, a pesar de todo, me encontraba bien. Lo único que me molestaba era que no había movilidad y, por lo tanto, no podía ir a ningún lado. La situación que vivía el departamento de La Paz empeoraba con el pasar del tiempo. Sólo tuvo que pasar un día para que me empezara a desesperar ya que quería que todo vuelva a la normalidad. Estuve toda la tarde pensando en mi pareja; la extrañaba harto, y se me ocurrió llamarle. La llamé y, milagrosamente, ella me contestó; quedamos en que yo tenía que ir a su casa a pie; pero no me importaba; con tal de verla, me arriesgaba a todo. Miércoles 15 de octubre. Me levanté muy temprano y, a pesar de que me esperaba un
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largo camino por recorrer, estaba feliz porque por fin iba a ver después de cuatro días a la persona que amo. No sé sinceramente cuántos kilómetros recorrí desde mi casa, que se encuentra ubicada en la zona Alto San Isidro, hasta la Periférica. Fue un camino muy largo, partí a las siete de la mañana y llegué exactamente a las diez menos cuarto. Estaba renegando porque realmente me cansé. Hubiera querido tener cerca de mí al indio del Mallku y a Evo para matarlos. Pero toda la rabia se me pasó cuando vi a la dueña de mis sueños. Hasta ese rato estaba tan feliz; pero, con el pasar de los minutos, mi dizque novia me trataba como a su perro, e incluso me terminó. No habían pasado ni diez minutos y ella ya me había terminado. Después, ella se calmó; pero el día que tanto esperé ya estaba arruinado. Jueves 16 de octubre. Temprano en la mañana escuché que la junta de vecinos llamaba por los altavoces a la gran masificación que se efectuaría como una manera de apoyar a los hermanos alteños. Luego de una hora y media dicha masificación ya se estaba haciendo sentir: volteaban todo lo que encontraban a su paso; tumbaron los dos contenedores que se encontraban en la avenida desparramando toda la basura que existía en ella. Ya en la tarde, mi mamá me mandó a comprar huevos, el menú de todos los días, y no encontré ni una sola tienda abierta; se rumoreaba que cuando pasó la manifestación de vecinos todas las tiendas cerraron sus puertas por miedo a los saqueos. Viernes 17 de octubre. Otro día de vagancia. Dormí todo el día porque un día antes me trasnoché viendo videos de Los Caballeros del Zodiaco. Algo de bueno tenía que tener eso de los bloqueos y paros.
Cuando se hizo presente Fredy Vargas
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ún recuerdo el mes de septiembre que generalmente nos llena de alegría por la llegada de la Primavera. Pero Bolivia estaba sumergida en medio de una crisis económica y social a la cual el gobierno, que había sido elegido hace más de un año, no le hallaba ningún tipo de solución. A esto se sumaba la posición del gobierno respecto al gas que pretendían exportar por Chile, motivo por el cual varios sectores manifestaron su descontento y amenazaban con realizar medidas de presión en contra de esa exportación. Si me preguntaran cuándo fue que empezó esta gran convulsión social que terminó con la renuncia del Presidente de Bolivia, yo respondería que fue el lunes ocho de septiembre cuando, en la ciudad de La Paz, se hizo presente una marcha de campesinos de la provincia Los Andes que había partido de Batallas con demandas nada claras. Ese día los marchistas fueron a la cárcel de San Pedro para exigir la liberación de dirigente Edwin Huampo, el cual estaba detenido por participar en un acto de justicia comunitaria que terminó con la muerte de dos presuntos ladrones de ganado. Esta marcha estaba a la cabeza de su líder máximo, Felipe Quispe, dirigente de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), que fue quien inició el conflicto
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que se extendió por más de un mes. El principio de la semana siguiente fue muy conflictivo en todo sus aspectos; me vi involucrado en éstos puesto que, al asistir a mis clases en la Normal, noté que algunos de mis compañeros no habían asistido a las primeras clases. El motivo fue que en la ciudad de El Alto se desarrollaba un paro cívico indefinido. Mis amigos empezaron a comentar sobre los problemas que estaban aconteciendo en nuestro país; en los buses sólo se hablaba de ese tema; en las calles de la ciudad de La Paz, la gente empezó a expresar sus opiniones sobre la industrialización del gas en Bolivia. Entre tanto, las juntas vecinales de El Alto empezaron a tener un papel fundamental en relación con las medidas de presión. Mi familia se encontraba muy preocupada, especialmente mi madre, puesto que mi hermano mayor se había quedado acuartelado en el Estado Mayor y posiblemente saldrían a reprimir a los campesinos de Ventilla que se encontraban realizando una marcha, la que, después desembocaría con la muerte de las dos primeras víctimas campesinas en este trágico conflicto. En las calles de mi zona, la gente comenzó a murmurar sobre la posible medida que tomaría el gobierno respecto a los acontecimientos suscitados durante todo ese tiempo. La señora de la tienda nos dijo que las cosas estaban empezando a subir de precio y eso lo comprobamos cuando fuimos de compras a los mercados del centro paceño. Además, se sentía un ambiente de descontento por las medidas de represión que tomaba el gobierno en contra de los manifestantes. En fin, en mi persona y en todas las demás reinaba un ambiente de zozobra y empezaba a gestarse un aire de impotencia ante tales circunstancias, puesto que yo era un simple observador mientras que otras personas luchaban por las demandas que creen justas, arriesgando su propia integridad. Las cosas empeoraron cuando ese fin de semana, más concretamente el viernes 10 de octubre, el gobierno intentó sacar cisternas de la planta de Senkata y los vecinos valientemente resistieron a las tropas del gobierno frustrando el intento. A los dos días siguientes, en la ciudad de El Alto, se realizaron enfrentamientos sangrientos que desencadenaron en la muerte de varios civiles cuyos cuerpos terminaron cercenados por balas de guerra que el Ejército había utilizado en contra de los ciudadanos del Alto. Esas muertes dejaron en la orfandad a madres, esposas e hijos que lloraban sin consuelo alguno la muerte de sus seres queridos. Ante tal situación, el gobierno dijo que indemnizaría a los muertos con la suma de cincuenta mil Bolivianos. Y yo me pregunto si el dinero calmará el sufrimiento que causa la muerte; si el dinero es el somnífero ideal para calmar el llanto y el dolor de esas personas que lo único que hacían era defender lo que ellos creían justo y, además, que todo mundo tiene derecho a expresar sus opiniones. ¿De qué sirve, pues, el dinero si ya no tienes al ser amado a tu lado? En mi zona, que es Pampahasi, los vecinos nos reunimos calle por calle para, en cierta manera, informarnos y precautelar nuestra integridad y la de nuestras familias. La iglesia también llamaba a misa; los vecinos de barrio y de toda La Paz estaban muy dolidos por los acontecimientos suscitados y desde ese ambiente de dolor la gente que no se conocía para nada empezaba a reunirse en grupos reclamando la renuncia del Presidente que, según ellos y la opinión pública, se había manchado de sangre y lo único que tenía que hacer era renunciar. Ya no importaba tanto la exportación del gas, sino la renuncia del Presidente que tantas muertes trajo consigo. Era tal el extremo que la gente se preguntaba si ésta era una democracia
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o una dictadura, pues al parecer se asemejaba a las dictaduras de Banzer o de Pinochet en Chile en las cuales la libre opinión de la población estaba prohibida. ¿Y acaso no hacía lo mismo el gobierno al reprimir a los manifestantes? La respuesta era muy clara. El lunes 13 de octubre, las cosas estaban muy mal. Los choferes de Bolivia se declararon en paro indefinido y esto definitivamente paralizó la sede de gobierno. En las calles de mi barrio, las personas golpeaban casa por casa incitando a la protesta. Unos respondían a ese llamado y otros no. En lo que respecta a mi posición, también estaba dividida: una parte de mí sentía el deseo profundo de apoyar activamente la revuelta popular; en cambio, la otra parte era más conservadora, porque sentía mucho miedo de participar en las marchas y salir herida. Mientras yo sufría esa coyuntura interna, las personas de mi barrio, en particular las mujeres, tomaron las riendas de las protestas, puesto que ellas como madres sentían más intensamente el dolor que aquejaba a las familias que perdieron a sus seres queridos. Estas mujeres, al momento de presentarse tales situaciones, dejaron sus casas para convertirse en grandes luchadoras de la libertad, lo que a lo largo de la historia se puede demostrar. Realizaron varias marchas de protesta que partían desde el lugar de concentración de mi zona, que es la sede de la junta vecinal, hasta la plaza San Francisco, con el único objetivo de hacer escuchar su voz de protesta y apoyo al clamor de la población. Es entonces que pude notar en el rostro de cada individuo la expresión de la incertidumbre, el miedo y la ira; incertidumbre porque nadie sabía qué es lo que iba a pasar o cómo iba a terminar este conflicto; miedo porque la muerte rondaba en nuestra ciudad y finalmente ira demostrada simbólicamente al portar palos y piedras con el objetivo de afrontar la represión ejercida por las fuerzas combinadas del gobierno. A medida que se desarrollaban los conflictos de la semana, se hacía manifiesta la unidad entre vecinos. Aquí no importaban las diferencias de clase social; lo importante era demostrar la fuerza del pueblo a merced de los sacrificios que esto significaba. Por ejemplo, la escasez de alimentos se hacía evidente; la especulación reinaba; pero el pueblo estaba dispuesto a resistir hasta las últimas consecuencias. Fue así como yo veía el desarrollo de los conflictos desde mi barrio, donde pude notar el sentimiento de impotencia expresado en todas las actitudes asumidas en pro de respetarse en primera instancia la vida humana. Pienso en particular que este factor fue el eje articulador de la adhesión del individuo a los movimientos sociales; mas no se divisaba la solución de los acontecimientos suscitados; el ambiente, tanto social como individual, se tornaba ensombrecedor e incierto. Terminó el sábado 18 del mismo mes con la renuncia del Presidente; pero no con los problemas, porque los problemas siguen latentes como una fiera que espera el momento oportuno para atrapar a su presa.
Nelly Paredes
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La dictadura y la impotencia social n esos días de dolor y tragedia que mi país vivió por los conflictos sociales del gas, comprendí que todo empezaría a cambiar. La gente se levantó con mucha ira y dolor por los heridos y muertos que dejó dicho conflicto, personas que quisieron defender algo que pensaban que les pertenecía por derecho, que era el gas. Yo me sentí impotente al no poder brindar la ayuda necesaria como hubiera querido; pude ver que existía mucha gente como yo que sólo observaba y que no podía entender el proceder de autoridades militares que mataban sin piedad a sus compatriotas. Todos sentimos el mismo dolor; pudimos estar de acuerdo, por lo menos esta vez en algo, toda la población de La Paz y El Alto. La posición era que el Presidente renuncie. Sin embargo, siempre hay personas que buscan intereses, y en esta ocasión aprovecharon la situación. También yo pensaba cómo reaccionar ante este caso: si apoyar a los dictadores de ese momento o apoyar a los vándalos, campesinos, mineros y pobladores de El Alto que eran criticados por los medios de comunicación y la clase social dominante. No obstante, haciendo un análisis crítico, pude ver que los muertos y heridos aumentaban más cada día por lo que decidí apoyar a mi pueblo.
Aprendí a ser... Erika Torrez
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ermítanme presentarme. Mi nombre es Erika Torrez. Vivo en mi querida zona Villa Salomé, ubicada al este de la ciudad de La Paz. Es un lugar muy bonito, con clima templado, muchos árboles y bellas mariposas; pero yo no estoy para hablarles de mi zona. Lo importante que les quiero decir es que los vecinos de dicha zona tuvieron una participación leve en los conflictos por ser una zona mestiza (clase baja, media y alta). Aunque eso no importa. La situación en Bolivia está terrible, igual que la mía. En los últimos días, el gobierno perdió el control de la situación; yo también me perdí; me ahogo en un mar de contradicciones pensando en qué es lo que va a pasar luego. Sin embargo, para muchas familias, incluyendo la mía, no es novedoso pasar por este tipo de situaciones. De todas maneras, me fascina caminar; es lo que hago cuando estoy triste; es mi manera de desahogarme, aunque a veces me desubico en el espacio. Bueno, en síntesis, caminar a pie nunca será un problema para mí. Por otra parte, en mi familia tradicionalmente se cocina a leña. Hace un tiempo atrás viajé a un valle tan bonito... ¡qué lugar! Es la provincia Inquisivi, la tierra que vio nacer a mis padres. Antes del viaje, me sentí emocionada, tan ansiosa por llegar que olvidé que en la casa de mi abuela no había luz, que el agua se recogía de un riachuelo y se cocinaba a leña. Esto último lo veía de
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lejos, me gustaba cómo mi abuela y mi hermana cocinaban; para mí era algo que sólo sucedía en el campo. Hoy, 13 de octubre, me tocó hacer eso y no me parece muy gracioso encender un fogón, utilizar ollas de barro y cocinar sólo con lo que hay. Por lo menos en el campo, mi abuela tenía provisiones. Hoy 13 de octubre, aprendí que existen cosas tan superficiales en el mundo que olvidamos los pequeños detalles, que a la vez son tan grandes, que hacen que valores las cosas y descubras que no había sido fácil cocinar así, darse modos para cocinar algo sin gas; no había sido fácil caminar kilómetros con la esperanza de no perder el trabajo. Tuve muchos maestros de los que aprendí muchas cosas; pero sólo conocían su ciencia y el deber; nadie se animó a decir una verdad y el miedo fue siempre tonto. Ahora aprendí a ser lo que ahora soy. Sé que el tiempo traerá muchas cosas nuevas, una casa pobre, años de aprender, cómo compartir un tiempo de paz. La esperanza traerá todo lo demás y tendrá nuevas respuestas para dar.
Fueron horas de desesperación Freddy Limachi
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iedo, ira, temor, desesperación, desesperanza y demás sentimientos dominaron a los bolivianos el pasado octubre “negro”; reinó el caos, la desestabilización, la anormalidad en las calles de El Alto y La Paz. Consignas de democracia y defensa de la propiedad generaron una importante página en la historia de Bolivia así como en el corazón y memoria de cada uno de los bolivianos, unos por la muerte de sus seres queridos, otros por el hambre, la imposibilidad de caminar con tranquilidad en una calle; pero más porque en adelante cada uno tendrá en su memoria esa escena gloriosa de hombres y mujeres que lucharon por sus derechos y futuro, acontecimiento que relatarán a sus condescendientes y y que permitirá forjar así la democracia. De casi ocho millones de habitantes, cada uno vivió una situación diferente. El momento en el que más sentí la problemática por la cual estaba atravesando el país fue cuando escuché sobre las muertes en Ventilla y Senkata. La misma noche del sábado 11, que fue cuando empezó a agudizarse el problema, se escucharon los altavoces de los dirigentes de la zona convocando a una reunión. En ese momento, increíblemente vi que como nunca se agrupó la gente a este llamado; acordaron que el domingo 12 saldríamos a las calles en marchas de protesta. Se dio. El domingo marchamos por las céntricas avenidas del norte alteño hasta que escuchamos los disparos de gases... Cuando eso sucedió murieron dos personas; la gente huía despavorida en busca de refugios; los militares, que eran de alta graduación, nos amedrentaban como un león a los ciervos. Fueron pasando los días. Sentí muerte tras muerte, dolor, angustia, ira, impotencia, y deseos de que esto pasara en las expresiones y voces llorosas de las madres y los padres de familia que conformaban mi barrio. Al menos vi que en su interior sentían eso por su silencio, y el silencio mismo de las calles llenas de vidrios, zanjas, fogatas, que por las noches estaban
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más intensas que en San Juan. El viernes 17 de octubre, a las cuatro y media de la tarde aproximadamente, me inundé de alegría, paz y esperanza al conocer los primeros sucesos que terminarían en la renuncia del “dizque” Presidente. Escuchaba la radio Erbol, y recuerdo exactamente las palabras del interlocutor que decía: “Atención, país, a los vecinos que escuchan radio Erbol, existen las primeras luces de paz para el país; en la casa presidencial de la zona de San Jorge se está preparando la carta de renuncia del Presidente Gonzalo Sánchez de Lozada; se va Goni, señores, y viene la era de Carlos D. Mesa Gisbert”. Aunque estas palabras me hicieron ver un momento de paz, luego me entró más desesperación, porque al cambiar de estación de radio oía más muerte, luto, dolor, que en ese momento me sumieron en confusión, duda y deseos de que el tiempo pasara lo más rápido posible. Eran las cinco y media de la tarde. Entré a la sala de mi casa. Vi que mis padres veían la televisión con mucho ahínco y preocupación. Fue cuando comenzamos un diálogo sobre la situación. Nos unió como pocas veces lo hace una conversación. Mi padre me contaba que, cuando él prestaba su servicio militar, ocurrió el golpe de Estado de 1971 dirigido por el entonces coronel Hugo Banzer, y que años después, a principios de la década de los ochenta, sucedieron hechos parecidos a los actuales: no había democracia, Bolivia vivía en un estado de dictadura, con la UDP y demás partidos políticos que no recuerdo, y más aún porque yo ni siquiera existía en ese entonces. Al hablar de democracia y dictadura, escuchamos por radio la alerta de un ciudadano que llamó a radio Libertad, y alertó a los políticos de la oposición, a algunos del oficialismo y al pueblo en general que sí se concretaría la renuncia del Presidente; pero que éste tenía cartas bajo la manga, porque el entonces Ministro de Defensa, Carlos Sánchez Berzaín, tenía un hermano que era un general de división de las Fuerzas Armadas, y que se dirigía de Santa Cruz, con rumbo a La Paz. ¿Con qué objetivo?... Obviamente, después de aprobada la renuncia del Presidente, y ante la posesión de su sucesor, existiría un intervalo temporal donde el país en su conjunto quedaría sin gobierno y sin resguardo de ninguna índole. Fue así que surgió la horrible idea de que en ese desamparo de autoridad podría ocurrir un “golpe de estado” comandado por el supuesto hermano de Sánchez Berzaín que se dirigía a La Paz. Era notoria, y se podía creer, esta artimaña del gobierno, ya que muchos indicios apuntaban a este proceso, como la toma de la plaza Murillo, del Congreso y del Palacio de Gobierno por parte de los militares, así como la pronta renuncia de Goni. Personalmente, no creía que renunciaría en tan poco tiempo. Es irónico, pero aún esto se pensaba por la inhumanidad de ese gobierno que se iba. Mientras transcurrían lentamente los minutos, las horas y la tarde, se presentaban ya las señales de que Goni se iba. Mis vecinos tocaban la puerta para que uno de nosotros fuéramos a la vigilia de la esquina. Con audífonos en los oídos, con gran expectativa, salí y fuimos de ronda por la zona de Alto Lima y sus sectores aledaños. Escuchábamos radio Fides, que relataba el abandono de Sánchez de Lozada de la residencia presidencial como si fuese una película que llegaba a su desenlace, que los helicópteros sobrevolaban la ciudad, que los automóviles trasladaban a las autoridades a sus casas y demás. Mi desesperación se agrandaba en espera de que se instale la sesión extraordinaria del Congreso. Veía con mucha rabia que los parlamentarios del oficialismo, y más concretamente
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del MNR, estaban retrasando con sus actitudes y posiciones esta sesión. La desesperación no sólo era mía, porque la veía también en algunos de mis vecinos que sacaron la televisión y parlantes a la calle, frente a las fogatas, al notar la ausencia de algunos representantes como Evo Morales, y otros líderes que nos dejaban con algo menos de esperanza. Fue alrededor de las nueve y media de la noche cuando se inauguró la sesión del Congreso; entonces empezaron las dos horas más largas del conflicto, según mi forma de ver. La lectura de la carta de renuncia despertó mucha más indignación en mis vecinos. Lo que recuerdo más notoriamente fue que cuando se aceptó y confirmó la renuncia del Presidente, las calles se llenaron de alegría y satisfacción en las personas que yo nunca antes había visto. Se escuchaban petardos, fuegos artificiales y música por altavoces, más que cuando se recibe el Año Nuevo. Era tal el sentimiento de patriotismo que nos inundaba, que muchos nos pusimos a cantar el “Viva mi patria Bolivia” con alma vida y corazón en voz alta o en nuestros corazones con aquel sentimiento que ese momento llegaba hasta a los más alejados del problema. Tal fue la alegría, que se escuchó por un altavoz lo siguiente: “Vecinonaca, Niau uca gringoja historiar pasjhe, ma cobardempacha aca vidajata mistshua; Alajpachar y Tatitujar yuspagarta a jach’a victoriata. Takhenaca bolivianophjtaw, ucata janiu ch’ecañasaphjamti sapsmahua. Yuspagaraps’jmawa1. Yo me fui para mi casa. Vi la televisión donde transmitían en directo la sesión del Congreso. Estaba feliz, pero ansioso de que Carlos Mesa asumiera la presidencia. No confiaba en él; pero qué más daba: era la única forma de conservar la democracia y que no se concretaran los rumores y pensamientos que trascendían en mi mente. Eran las 10:30 de la noche. Se posesionaba el nuevo Presidente. Respiraba más tranquilo, aunque había incertidumbre en mi interior. Esa noche fue larga e histórica para el país y para mi vida en particular; no tengo mucha noción de política; pero sí soy humano, y fervorosamente deseaba que todo volviera a la normalidad. Al día siguiente, los mismos vecinos nos pusimos a limpiar el desorden de las calles; veo que con voluntad y comprensión es posible lograr muchos objetivos: el pueblo triunfó. Como dice la cara de nuestra moneda: “La unión hace la fuerza”. Estos hechos fueron trascendentales para nuestras vidas y particularmente vi la ira y conciencia de la gente boliviana, su sensibilidad y su fuerza de voluntad para defender, hasta el punto de llegar a la muerte, su propiedad, su dignidad y orgullo sin dejar de lado las consecuencias que éstas causan; pero a más de eso, como dijo un amigo mío, es el principio de la reconversión del país y de nuestras vidas.
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“Vecinos: ya el gringo es historia; un cobarde más que sale de nuestras vidas. A Dios y al cielo le doy gracias por darnos esta victoria. Y pedirles a ustedes que no se desunan ni sean indiferentes. Gracias”.
Raúl Zeballos
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quellos días teníamos un cielo limpio, sin la amenaza de una sola nube; pero sólo era un espejismo, pues la calma fue el preludio de una tormenta social que se venía gestando, creciendo poco a poco para desbordarse inconteniblemente sobre las ciudades. El día miércoles 8 se producen las primeras señales: nubes dispersas se arremolinan y se unen con otras que vienen arrastradas por los vientos de cambio. Se convoca a un “paro cívico vecinal movilizado” en la ciudad de El Alto; los mineros de Huanuni se suman a la protesta y anuncian una marcha a la ciudad de La Paz. La lucha por los recursos energéticos estaba dando sus primeros pasos. El jueves 9, el primer rayo cobra la vida de dos personas; las nubes se tornan cada vez más oscuras; los mineros son reprimidos en Senkata. El viernes 10 las nubes cubren gradualmente el ambiente; la ciudad de El Alto y La Paz están completamente aisladas; la falta de gasolina y alimentos son notorios. Sábado 11, el cielo está totalmente cubierto; la desinformación y los medios oficialistas minimizan la situación; proclaman que una minoría es la que trata de desestabilizar al gobierno; pero la realidad es otra. Domingo 12. Era sólo cuestión de tiempo, de golpe estalló el rayo, el relámpago deslumbrante y el trueno ensordecedor; el ambiente se colapsó; cientos de personas bajo una lluvia de fuego. En Río Seco se reportan 26 muertos y más de un centenar de heridos y otros tantos desaparecidos; la zona está completamente militarizada. Lunes 13. La precipitación continúa y se hace más intensa; los enfrentamientos se trasladan a las laderas de la ciudad de El Alto; las marchas parten y toman el centro de la sede de gobierno. Otra represión y el saldo del día es de 27 muertos y otros tantos heridos; el combate es desigual: consignas y piedras contra fusiles y tanques. Martes 14. La tormenta empieza a calmar, no sin antes llevarse consigo otras dos vidas; mineros de Huanuni que se suman a la protesta y al clamor general de renuncia son interceptados de manera violenta; pero esto no los desalentará y llegarán a su destino. Los días siguientes son tensos y nerviosos; las nubes siguen grises; la atmósfera está caldeada y se espera otra arremetida; las noticias ya no pueden ocultarse ni minimizarse como el gobierno trata infructuosamente de hacer creer al mundo entero; la verdad cae por su propio peso; una entrevista intenta justificar las muertes como una acción militar obligada por las circunstancias de una emboscada; pero las cifras son elocuentes: un soldado muerto y más de 50 civiles muertos. No hay excusa alguna; lo que se vivió es una masacre. Se vislumbra entre todo aquel cúmulo de nubes un rayo de luz; la clase media toma parte en el conflicto y anuncia una huelga indefinida; la gente empieza a sentir los efectos de los bloqueos y el desabastecimiento; el repudio se hace general; al mediodía pueden escucharse los cacerolazos que indican la falta de comida, paciencia y tranquilidad. Octubre 17. Las nubes se vuelven diáfanas; la renuncia y posterior alejamiento de los instigadores de las muertes trastornan el clima por completo: alegría y júbilo se viven en la plaza San Francisco; los mineros, entre dinamitazos, música de tarkas y bailecitos, festejan la victoria conseguida. Terminó la tormenta; pero otras nubes ahora se reúnen en los ojos de aquellos que perdieron a sus amigos, vecinos y familiares y se desatan en una lluvia que moja y resbala por sus mejillas. ¿Y a esa lluvia quién la calmará?
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El mal tiempo de la paz
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Para no creer Tania Gutiérrez
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l domingo 12 de octubre, cuando muchas de las actividades parecían transcurrir con normalidad, se cerraron negocios y los productos de primera necesidad comenzaron a venderse a precios más elevados que de costumbre. Lunes 13 de octubre: Las noticias me llenaban de angustia. Las oía y parecían taladrarme el corazón; destruían mis esperanzas; dejaba de creer en ese sistema que en algún momento había considerado como medio de vida; llamaba a los amigos y familiares preocupada por todo lo acontecido, para saber de su condición, y estar segura de que ellos no eran víctimas de estos hechos. Martes 14 de octubre: El mundo sabía de nuestra transición; y estoy segura de que muchas personas como yo, nos sentíamos impotentes ante los hechos. Un grupo de vecinos, a la cabeza de la junta (representantes), marchaba rumbo al lugar de concentración para participar en la toma de decisiones. Miércoles 15 de octubre: No participé en los movimientos sociales de manera activa. Me limité a cuidar y estar en compañía de mis familiares, como una forma de unificar fuerzas para permanecer a salvo; era también una manera callada de contribuir con los otros ciudadanos que eran protagonistas de estos cambios; era una forma de apoyo moral, y el mundo sabía de nuestro destino ya marcado por una línea casi invisible de que lo inevitable llegaría, del cambio que sucedería. Jueves 16 y viernes 17 de octubre. Mi ser, mi vida creaba nuevamente esperanzas; añoraba, soñaba con respuestas, ya cansada de oír discursos que jamás respondieron a mis preguntas; de no poder salir a la calle con tranquilidad, no ser libre ni en mi propia calle. Sólo los niños estaban libres de pensamientos negativos, lejos del análisis sobre los hechos se sentían libres como siempre, reían, soñaban, jugaban alegres ignorando los acontecimientos. Sábado 18 de octubre: Amaneció. El sol parecía anunciar la paz para muchos de nosotros. Mi alma se sosegaba. Mi familia también sentía lo mismo; en mi entorno, de manera lenta, lánguida, comprendemos que estos conflictos se habían llevado lo que el hombre tiene como tesoro: la vida, y, tan ilógico, para salvar la llamada democracia.
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Amor en tiempos de gasificación Vania Velasco
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uando todo parecía tranquilo, todos los problemas habían pasado. Porque hace tiempo atrás parecía que aquello se desmoronaría. Esa familia de tres integrantes: la madre, el padre y el hijo pequeño y otro en camino. Para ellos nada era estable, todo era falible, vivían como podían, sin familia alguna que los pueda apoyar. Ella no tenía profesión; estaba terminando el colegio; era huérfana de padre y madre
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desde temprana edad. Él, gran hombre orureño, trabajaba en lo que podía, sólo conoció a su madre quien había fallecido hace dos años atrás; era un hombre luchador al igual o más que otros y con empeño y mucho amor; pero con muchas dificultades. Vivían en una zona negra, esto es, donde existen derrumbes y deslizamientos en épocas de lluvia. No faltó un día que dejaron de prescindir del trabajo de Andrés y, por si fuera poco, el niño se había enfermado. Pasaban los días y él no encontraba trabajo por la misma situación en que se encontraba el país, con un gran porcentaje de desempleados y con pocas oportunidades para personas como él, y con más oportunidades para quienes se llenan las manos de corrupción y despotismo que no traen ningún bien al país, sino, al contrario, malogran y pisotean su patriotismo. Lo poco que habían ahorrado estas dos personas se estaba acabando, y aún debían de la renta. A pesar de todo, sobrellevaron estos problemas. Yo no lo podía creer cuando me lo contaron y lo hice cuando lo escuché de los labios de Andrés. Los consolaba e impulsaba a que estén juntos sintiendo aún ese amor de adolescentes, tan inocente, que los llevaría a pensar que lo pasarían juntos, que se amaban tanto y amaban a sus hijos, que saldrían adelante, por ese amor que se tenía esa familia. Nadie pensaría encontrar semejante amor en tan humilde hogar. Como último recurso se le ocurrió tocar de puerta en puerta ofreciendo sus servicios; pero como la gente en su mayor parte es desconfiada, no lo aceptaba. Ante todo, siguió insistiendo y fue así que llegó a una casa donde había una puerta averiada. Él ofreció componerla a bajo precio y lo hizo, a pesar de que algunos miembros de esa familia lo miraban con desconfianza. Allí empezó a trabajar porque hizo un buen trabajo. Al terminar, lo recomendaron y trabajó en casas vecinas. Hasta ese momento parecía que todo andaba bien. Fue cuando se originó un terrible problema en el país, una semana muy larga donde todos fuimos afectados, unos más que otros. La semana empezó con marchas, bloqueos y gasificaciones, lo que causó que nos desabastecieran todos los mercados; no había transporte alguno; todos permanecían en sus casas por temor a un posible saqueo. Todos imaginarán que Andrés dejó de trabajar; pero, aunque no lo crean, él siguió asistiendo a su trabajo sin temor al peligro de recorrer un largo trayecto. Al ver esa valentía, sus clientes llenos, de admiración y de amor, lo ayudaban con víveres y con lo que podían. A media semana su esposa tuvo los dolores de parto; aún tenía sólo seis meses de embarazo. La auxiliaron de emergencia entre marchas y gasificaciones. Pasaba el tiempo. Cuando llegaron al hospital, fue atendida entre heridos que llegaban debido a los duros enfrentamientos en las calles. Hicieron lo posible por salvar las dos vidas; pero sólo salvaron la de la madre. Esto desmoronó completamente a Andrés y Marina. Salieron del hospital mientras los heridos aún ingresaban en ambulancias y, hasta a veces muertos; era muy trágico. Les ofrecieron vivir en la despensa en una casa que les abrió sus puertas. Por un tiempo vivieron ahí hasta que todo pasara y Marina se reponga. Esa larga semana acabó con una sucesión de gobierno que nos tranquilizó por el momento, ya que todo volvía a la normalidad. Pero ellos no; aún vivían la pérdida de su bebé y la falta de recursos económicos. Pese a todos estos problemas, es tan grande el amor que los impulsa a salir adelante en una sociedad con faltas éticas y morales, que gente como Andrés y Marina sobresalen con mucha dificultad a esta situación. Actualmente, esta familia logra superarse en mejores
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condiciones con puertas que abrieron personas humildes con ganas de ayudar, y no las puertas que debería abrir un país hacia todos sus ciudadanos. Andrés trabaja en una carpintería y piensa en abrir una propia más adelante. Por mi parte, aún soy amiga de Andrés y Marina a quienes un día abrí mi puerta para darles una oportunidad y dármela para conocer el amor fraternal.
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Cómo se ven las avenidas sin autos
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Lilian Choque
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azón de los días. Durante la semana de octubre, las avenidas estaban llenas de jóvenes y niños jugando a la pelota, wally y fútbol; no faltaban las bicicletas ni las patinetas. Mis primas, que viven tres casas más abajo de mi casa, venían a llamarme para jugar. Luego buscábamos a otros jóvenes, y así salían los vecinos. Creo que conocí por primera vez a mis vecinos. Cuando nuestros padres iban a la marcha, nos quedábamos pendientes; pero jugando con los amigos que habíamos hecho, se nos pasaba el rato volando; era muy divertido. Mientras, tratábamos de olvidar los momentos que estaba atravesando el país. Pero de cualquier manera el tema de conversación de todos era sobre los problemas del país; debatíamos todos los puntos de vista, porque cada uno entendía el problema de una forma distinta. Y por fin llegó el viernes, con la noticia de que se podría arreglar el problema; de golpe se vaciaron las avenidas; también fui a casa a ver la televisión junto con mi familia. Cuando leyeron la renuncia del Presidente toda la gente se puso feliz; me parece seguir escuchando los petardos y los cuetillos; parecía un Año Nuevo; tal vez no conseguimos la gloria, pero sí una esperanza.
Un barrio tranquilo Jessica Requena
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n barrio tranquilo de la ciudad de La Paz, con calles y avenidas. Una de sus calles, que no está asfaltada, tiene muchos árboles, donde siempre han jugado niños. Muchos de ellos ahora son jóvenes que estudian, trabajan y hacen el servicio militar. Los encuentros de fútbol o juegos de pesca pesca entre niños siguen siendo comunes. Los vecinos que viven en este valle son personas con preocupaciones, como cualquier otra, pendientes de sus familias, trabajos, vivienda y alimento. Fue cuando se escuchó de masacre, abuso y muerte; el momento en que por televisión los informativos mostraban imágenes de lo acaecido en El Alto y la ciudad de La Paz. Fueron esas imágenes crudas de muerte que se
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repetían cada vez que hicieron de esta calle un lugar desierto, con vecinos temerosos que salían a ver qué podrían encontrar para comprar, pues todo comenzó a escasear. Poco tiempo después, esta calle volvió a llenarse de niños y padres que, si bien estaban preocupados por la situación, buscaban formas de salir del estrés. Se veían familias paseando, lo que no es usual por la necesidad de trabajo diario, y hasta a altas horas de la noche. A consecuencia de los acontecimientos, a lo largo de la avenida principal se encontraban varios bloqueos. Uno al frente del mercado hecho por muchas mujeres; varias de estas trabajadoras sostiene un hogar con su puesto en el mercado, criando a varios hijos que aún están en colegio; también son amas de casa encargadas de administrar el pobre sueldo de su marido y mantener el hogar estable. Todas ellas, junto con sus hijos, estaban en la fría noche unidos cerca de una pequeña fogata. Un rato de esos apareció un automóvil. Paró, y el señor que lo manejaba pidió pasar porque tenía una emergencia. Las señoras se agruparon y le negaron el paso. El señor enojado decía: “Pero si ya todo pasó”. Una de ellas dijo: “esto lo hacemos por ustedes también”, y le preguntó si él no se condolía por todo lo acontecido. Estas mujeres y madres entendían el sufrimiento de quienes lloraban por sus hijos y familiares. El señor repetía: “Es una emergencia”, “Y, además, todo ya ha pasado”. Otra vez respondieron: “No, no confiamos; hasta que sepamos que todo es seguro no nos moveremos de aquí”. A medianoche se escucharon petardos; las señoras desbloquearon la avenida y volvieron a sus hogares; sólo quedaban las brazas que, al acercarse, aún daban calor. Fue entonces cuando todo volvió a la normalidad. Comenzó un nuevo día, una nueva esperanza de cambio y calma.
“Lo oculto en un conflicto mayor” Mariana Chambi
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as calles paceñas se consumían en una prolongada incertidumbre que se reflejaba en cada corazón enardecido que reclamaba justicia y el empecinamiento de un hombre por el poder que mostraba más violencia aún. Todo parecía estar confuso: la calma y la tranquilidad abandonaron nuestra tan normal manera de vivir. Mientras unos se situaron en la Plaza San Francisco, una gran marcha comenzaba a desencadenarse en las laderas de Villa Fátima, zona donde se ubica mi hogar. Hasta entonces no sabía que más allá de lo que mis ojos veían, también yo participaría de esta caminata que se dirigía hacia el centro paceño. Fue la mañana del miércoles 15 de octubre cuando el fuego de la ira se encendió; el presidente de la zona organizó a todos los vecinos llamándonos a la conciencia, incitándonos a defender nuestra patria. Era necesario dejar de permanecer en el anonimato; para qué seguir siendo manejados por un gobierno opresor y tan lleno de egoísmo,
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oscuro para con sus propios ciudadanos. “¡Ya basta de permitir tanta humillación”; era una de tantas frases que lanzaron muchos de nuestros vecinos cansados de tanto sufrimiento, llevando consigo una esperanza al final de esta lucha. El reloj marcaba las nueve de la mañana. Pronto la Plaza del Maestro contempló la presencia de mucha gente en sus inmediaciones; nada impidió que la marcha continuara. Partimos llenos de convicción y seguros; por lo menos eso parecía. A medida que avanzábamos, esa furia incontenible brotó convertida en gritos de impotencia y extrema sed de reclamar justicia. Las horas seguían transcurriendo y nosotros estábamos a punto de llegar al centro de la ciudad. Fue una experiencia peculiar y distinta a mi normal forma de vivir: mientras muchos vociferaban cosas y hablaban de tanta superficialidad; yo sólo me quedé observando la actitud y la reacción que todo esto provocaba. En realidad me preguntaba: ¿cómo justificar mi presencia y la de los demás?; ¿cuál era el verdadero motivo para estar allí? ¿Cómo apoyar la protesta si no había previo conocimiento de lo que se reclamaba? Es difícil saber por qué o qué nos movió a participar de todo esto. Tal vez puedo entenderlo: quizá la necesidad de dejar de sentirnos inferiores nos obligaba a reaccionar de esa manera, sacar a como dé lugar la intensa rabia por lo que nosotros mismos permitimos. ¿Qué le puede importar al imperio el deceso de tantas quimeras, mías y de los demás? ¿Acaso es mejor ocultar nuestro sentimiento para sobrevivir en este sistema? Lo importante para mí ese día fue ser una más en aquella marcha, aparecer como un miembro más y ya no como esa mujer que pretendía ser descubierta en bellas e inalcanzables utopías, más lejanas que su propia esencia; esta realidad que se presentaba ante sus ojos, convertida en muerte, resentimiento, frustración, dolor y odio la arrancaba de su mundo para entregarla a “Bolivia”, convertida en una protestante más.
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Gabriel Vargas Chauca
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ecordar esos momentos de dolor y llanto es difícil. Me sentí impotente, con una bronca contenida al no poder ayudar o socorrer a los hermanos asesinados, al punto de sentirme un cobarde y sólo atinar a llorar. Lo que vivimos aquellos días de lucha, luto y llanto fueron traumáticos y dolorosos. Fuimos informados por los vecinos y algunos medios de comunicación sobre la masacre que se iba cometiendo contra nuestros hermanos. Esto enardeció los ánimos y la furia contenida se desencadenó en acciones. Si bien mi barrio acató el paro indefinido convocado por la COR, esto no fue tan contundente como después de los sucesos de la masacre. Todos los vecinos de mi barrio se unieron como nunca; formaron vigilias permanentes; realizaron fogatas en cada esquina para resguardar las viviendas y evitar que los soldados allanen nuestras casas y estar, de este modo, alertas a cualquier llamado o convocatoria de los dirigentes zonales. Estos dirigentes
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rondaban toda la noche tocando la puerta de los vecinos, ya sea para darnos instrucciones de cómo defendernos de los ataques del hermano represor o para pedirnos materiales para quemar. Fueron momentos de angustia ante el temor de perder la vida o que la pierda algún ser querido por la arremetida de las balas procedentes del helicóptero que constantemente sobrevolaba. Y, como buenos combatientes, nos atrincherábamos en las paredes o puertas. Había que salir de las casas para seguir luchando o para ir a buscar comida, que escaseaba esos días, o acudir a las marchas convocadas por la COR. Algunos, como yo, íbamos a trabajar a la Hoyada. Traté de evitar todo enfrentamiento con los vecinos. Muy dentro de mí los comprendía; yo me sentía igual o peor; pero tenía que bajar a la Hoyada puesto que el Ministerio de Salud asigna a los centros de salud la tarea de atender a todos los heridos de esta masacre social. En mi trayecto a pie, evitaba los sitios de mayor conflicto; con mi walkman, sintonizaba radio Pachamama; planificaba mi trayecto; alguno que otro gas lacrimógeno se cruzaba en mi camino, nada que un paceño no pueda solucionar. “El Alto de pie, nunca de rodillas”, el Himno Nacional que entonaban a capella, gritos de consignas contra “el gringo” me alentaban a seguir mi camino rumbo a mi destino. El trayecto lo realizaba durante dos a tres horas; en la clínica donde trabajo, la misión principal es la de salvar vidas. Por ese motivo no acaté el paro indefinido de mi pueblo. Los centros de salud trataron de cumplir con normalidad los requerimientos básicos. Para ello se tuvo que arriesgar muchas cosas, inclusive la propia vida: periodistas temiendo que los apresaran; otros marchando por las calles; otros, más osados, tratando de llegar a la embajada norteamericana; mis compañeros de lucha de la zona sur o clase media entrando en huelga de hambre, todos con un solo fin: “Lets go, gringo”. Y vencimos. Regresó todo a la normalidad: los de la zona sur manejando sus cuatro por cuatro y los de El Alto sin empleo, sin jubilación, sin seguro de vida. Todo se normalizó. Entonces, ¿para qué tanto show?; ¿valía la pena tantos muertos para llegar a lo mismo? Hay analistas que dicen que se hirió a la corrupción. Ojalá que así sea, por el bien de nuestros hijos.
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