Libro El Ocaso de La Escuela Roberto Follari
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Roberto Follari
¿Ocaso de la escuela? ÍNDICE Editorial MAGISTERIO MAGISTERIO DDL UÍO VII LA PIATA Via monte 1674 1055 Buenos Aires 373-1414 (lincas rotativa») Pax (54-1) 375-0453 República Argentina
Colección Respuestas Educativas Corrección originales: Pablo Valle Dirección gráfica: Lorenzo D. Ficarclii Armado: María Andrea DI Stasi Diseño de tapa: Oscar Sánchez Rocha
PÁG Introducción 1. La escuela, hija de la modernidad 2. Lo posmoderno y la crisis de la escuela 3. Todavía Tercer Mundo 4. Imposibilidades escolares Notas
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.ISBN 950-550-208-7 © 1996 by MAGISTERIO DEL RÍO DE LA PLATA Hecho el depósito que previene la ley 11.723 Todos los derechos reservados
LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA PRINTED IN ARGENTINA
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INTRODUCCIÓN Los síntomas son por todos conocidos: ser docente en niveles primarios o medio no configura prestigio social, ni salario suficiente; ser catedrático universitario hace tiempo que ha dejado de ser acceso a respetabilidad o ascenso económico; poseer un título de educación superior ya no garantiza puestos de trabajo ni prestaciones de peso. También sabemos que los adolescentes encuentran escaso entusiasmo en leer, que lo escolar les parece una rémora tediosa, y advertimos que la escuela a nivel de primaria o de básica (según sea la denominación en cada país) se preocupa por promover hábitos y destrezas que en buena medida no se corresponden con aquellos que la sociedad privilegia en la época de la computación y la robótica. Todos advertimos — con con mayor o menor nitidez — que la institución escolar no goza de los prestigios que se le asignaban hace un cuarto de siglo. Ha perdido centralidad e incluso en su lugar hoy lateral, parece a veces tan poco trascendente que se la lleva hacia lo residual. Lo educativo es un ítem secundario dentro de la agenda pública: puesto a depender de las decisiones en política económica, carece de dimensión estratégica, excepto — por por supuesto - en los discursos oficiales. Allí toca hoy asumir la amarga ambivalencia que por mucho tiempo ha afectado a la valoración social del arte: sublime en las inquietudes platónicas e Idealizadas, y
por ello mismo absolutamente dejado de lado, en el momento de las urgencias, las decisiones pragmáticas y la resolución de problemas. La educación es hoy objeto de discurso encendido en cuanto a su importancia estratégica, a que se la debe considerar inversión y no gasto, a su lugar fundamental en las actuales estrategias de desarrollo a nivel mundial.1 Sin embargo, su sitial a nivel de asignaciones presupuestarias es modesto, y aún lo es más su consideración en cuanto a las prioridades de atención. No pasan por allí las preocupaciones oficiales; como máximo, en algún caso se entiende que debe formarse algún personal de punta en áreas de tecnologías estratégicas, pero se escinde esta cuestión de la escolaridad para el conjunto de los estudiantes "vulgares", los que no encabezarán la pirámide de reconocimiento en la acreditación escolar. La "educación universal" se considera como derecho indisputablemente impuesto; por ello mismo, como cosa ya superada, obtenida, como meta que no requiere ser puesta nuevamente en el espacio de reflexión o cuestionamiento. De manera que la escuela, cuando "parece "parece más aceptada, es que en realidad está más ignorada. Verdad es que la educación no tiene — sociológicamente sociológicamente hablando — sino una inevitable inevitable función conservadora, con ello queremos decir que, si bien es altamente deseable mostrar capacidad de innovación procedimental y de contenidos, y abrirse a nuevos enfoques en lo epistémico y en lo valorativo/ideológico (y afirmamos que ello es una
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INTRODUCCIÓN Los síntomas son por todos conocidos: ser docente en niveles primarios o medio no configura prestigio social, ni salario suficiente; ser catedrático universitario hace tiempo que ha dejado de ser acceso a respetabilidad o ascenso económico; poseer un título de educación superior ya no garantiza puestos de trabajo ni prestaciones de peso. También sabemos que los adolescentes encuentran escaso entusiasmo en leer, que lo escolar les parece una rémora tediosa, y advertimos que la escuela a nivel de primaria o de básica (según sea la denominación en cada país) se preocupa por promover hábitos y destrezas que en buena medida no se corresponden con aquellos que la sociedad privilegia en la época de la computación y la robótica. Todos advertimos — con con mayor o menor nitidez — que la institución escolar no goza de los prestigios que se le asignaban hace un cuarto de siglo. Ha perdido centralidad e incluso en su lugar hoy lateral, parece a veces tan poco trascendente que se la lleva hacia lo residual. Lo educativo es un ítem secundario dentro de la agenda pública: puesto a depender de las decisiones en política económica, carece de dimensión estratégica, excepto — por por supuesto - en los discursos oficiales. Allí toca hoy asumir la amarga ambivalencia que por mucho tiempo ha afectado a la valoración social del arte: sublime en las inquietudes platónicas e Idealizadas, y
por ello mismo absolutamente dejado de lado, en el momento de las urgencias, las decisiones pragmáticas y la resolución de problemas. La educación es hoy objeto de discurso encendido en cuanto a su importancia estratégica, a que se la debe considerar inversión y no gasto, a su lugar fundamental en las actuales estrategias de desarrollo a nivel mundial.1 Sin embargo, su sitial a nivel de asignaciones presupuestarias es modesto, y aún lo es más su consideración en cuanto a las prioridades de atención. No pasan por allí las preocupaciones oficiales; como máximo, en algún caso se entiende que debe formarse algún personal de punta en áreas de tecnologías estratégicas, pero se escinde esta cuestión de la escolaridad para el conjunto de los estudiantes "vulgares", los que no encabezarán la pirámide de reconocimiento en la acreditación escolar. La "educación universal" se considera como derecho indisputablemente impuesto; por ello mismo, como cosa ya superada, obtenida, como meta que no requiere ser puesta nuevamente en el espacio de reflexión o cuestionamiento. De manera que la escuela, cuando "parece "parece más aceptada, es que en realidad está más ignorada. Verdad es que la educación no tiene — sociológicamente sociológicamente hablando — sino una inevitable inevitable función conservadora, con ello queremos decir que, si bien es altamente deseable mostrar capacidad de innovación procedimental y de contenidos, y abrirse a nuevos enfoques en lo epistémico y en lo valorativo/ideológico (y afirmamos que ello es una
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posibilidad fecunda de lo escolar, en tanto no signado por la inmediatez voraz de la lógica de la producción y del mercado), lo escolar viene a consolidar, transmitir y sostener valores previamente consolidados y legitimados socialmente. Es decir: para que directivos, supervisores y la plana mayor de la política escolar den por aceptables ciertos contenidos trabajados, o determinadas experiencias inducidas, será imprescindible que ellos sean caracterizados en términos de la moral, la ideología" y los valores universales previamente aceptados (o, en el límite, tolerados) por la sociedad. Si la escuela asume la función que Scheler planteaba para el santo o el héroe, es decir, la de fundar, de abrir nuevos horizontes de comprensión, ensanchar los campos discursivos, operar sobre lo inédito abriendo paradigmas Imprevisibles, es sabido lo que ocurrirá: padres de familia, políticos opositores, otros agentes del mismo sistema educativo cercenarán la experiencia. Lo_ escolar implica el sostenimiento de los valores, sobre los cuales se funda el lazo social por ello, de aquellos que son sostenidos por la sociedad como un todo para re-conocerse cada uno integrante de ella. Esa identidad que subsume las diferencias, en cuanto éstas se delimitan dentro de esa pertenencia más general de todos a una misma totalidad sociocultural. Por ello, las especificaciones axiológicas resultan problemáticas, sobre todo cuando no responden a los parámetros de lo establecido, y por ello se hacen visibles, "chocan" contra el fondo de sentido establecido. Un caso patente es el de la educación, sexual: la resistencia" al respecto marca que no
están socialmente consolidados los acuerdos previos que permitirían que se asumiera en base a un consenso general, que hiciera secundarios los conflictos de interpretación. Esta característica-de lo escolar, que la ha sido funcional para mantenerlo dentro de la sociedad vigente dentro de un plano idealizado aunque a menudo vacuo (la docente abnegada, el maestro mártir, etc.), 2 en un momento.de torsión estructural de las condiciones económicas y culturales (paso de la línea de montaje a la modificación tecnológica permanente, y de la modernidad al marasmo posmoderno) se, ha vuelta extremadamente problemática. No ponerse a la altura de los tiempos, no mostrar alta capacidad de adecuación, ir siempre "detrás" de lo establecido en tiempos en que la velocidad de la innovación crece en progresión geométrica, esta desvinculando lo escolar de los procesos fundamentales de la sociedad. Está dejando lo educativo en el desván de lo obsoleto, poniendo la institución escolar por fuera de los procesos socialmente definitorios. El desafío es enorme. La escuela se renueva, o irá lentamente perdiendo vigencia para apagarse sin pena ni gloria. No podemos adivinar el futuro, ni sabemos cómo puedan las funciones que hoy desempeña lo escolar ser asumidas en lo por venir por otras instituciones (aunque todos barruntamos algo por vía del peso que van guardando los mass media en la inculcación de valores y en la construcción social de sentido) 3 pero tenemos claro que toda
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institución se desdibuja cuando pierde las funciones que la justificaban. Si incluso el aprendizaje de lo intelectual puede realizarse mejor por vías interactivas, ofrecidas por el video, la informática y la apelación a bancos de datos, advertimos que quienes ponen el acento en la función de la e scuela como modo de acceso al conocimiento, tampoco quedan librados de la problematicidad que la nueva situación supone. La apropiación colectiva del conocimiento puede encontrar vías tecnológicas que no hagan imprescindible la apelación a lo escolar. No se nos pida detalle al respecto, porque obviamente se sabe que no hay conocimiento sobre lo que aún no acaece: sólo podemos señalar tendencias. Pero no resulta difícil advertir que pizarrón y tiza no pueden competir con el mundo de la informatización generalizada; que el lenguaje de lo escolar, su equipamiento y sus estilos de procedimiento lo ponen por fuera de la cultura "de punta", aquella que se liga a la innovación en la globalización mundial de la información, y del planeta intercomunicado en una condición de simultaneidad uniforme. La escuela está vieja.
sostén a mediano plazo, si es que la brecha entre innovación tecnológica y cultura de la escuela sigue agrandándose. Va siendo hora de una saludable reacción. Éste es el sentido de nuestro texto. Alegar sobre un letargo del cual es imprescindible salir, e indagar mínimamente sobre algunos rumbos posibles de esa salida. Por cierto, es más fácil el diagnóstico que la recomendación de soluciones. Pero en cualquier caso, la definición de las opciones fu-turas depende del diagnóstico mismo. Por ello intentaremos ponerlo en perspectiva haciendo alusión al sentido histórico de lo escolar cuando se dio su surgimiento ligado a la ideología de la Ilustración. Es decir, trataremos de dar algunas bases teóricas para pensar el rol que históricamente le ha cabido a la educación formal. Es nuestra esperanza que ello contribuya a encontrar las vías de una imprescindible recomposición.
Empecernos por advertir la cuestión. Naturalmente, cabe la posibilidad de que lo escolar permanezca por mucho tiempo más en una larga agonía y decadencia: de hecho, creemos que ello ya está sucediendo. Podemos pensar que la escuela, así, no desaparecerá, que estamos lejos de su caída. Pero no nos equivoquemos: es ésta una época de renovaciones veloces, de vertiginosas recomposiciones. Nada garantiza el
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C A P Í TU L O UNO
La escuela, hija de la modernidad Sólo gracias a la clausura va consumada de lo moderno hoy podemos definirlo. Es decir: podemos distinguir una serie de rasgos que contrastar con los actuales, y por ello con-tamos con la posibilidad de advertirlos. Es al interior de esta posmodernidad que se da en Latinoamérica, aunque contradictoria sin dudas vigente, 4 donde hallamos la distancia que nos permite mirar hacia la génesis de la modernidad y escrutar su sentido. Comencemos por lo elemental. Toda sociedad requiere sostenerse como tal en la consecución de la adhesión a ciertos valores compartidos. Entiéndase bien: no queremos decir que todo el mundo deba pensar igual, ni que se exija como requisito de la cohesión social la uniformidad ideológica. Más bien, cuando se da esto último, lo que es propio de dictaduras y totalitarismos, encontramos una especie de agudización al extremo de la necesidad de la que hablamos; en ese caso especial, sostenida al servicio de la centralización del poder con el pretexto — real o ficticio — de algún enemigo interno o externo que amenazaría la persistencia misma de la comunidad.
Pero, sin duda, la sociedad siente que se despierta un resorte esencial cuando se apela al discurso sobre la liquidación posible del lazo de convivencia. Es que éste es el lazo último fundante, aquel sobre el cual se edifica la posibilidad de existencia de la cultura desde el cual establecer luego cualquier coincidencia o diferencia con los demás. Allí se sostiene la posibilidad misma de la sociedad en cuanto tal. Este lazo inicial -aquel que Rousseau planteara bajo la forma obvia amerite imaginarla del "pacto" entre pares — es el que toda comunidad humana requiere para sostenerse. Representa el común, denominador mínimo compartido, a partir del cual se recortan luego diferencias y especificidades. Los valores que hacen que una comunidad se reconozca precisamente como tal, como una, como la misma, más allá de los contrastes entre sus miembros (que pueden tenerlos precisamente porque habitan el suelo común de idéntica sociedad). Toda, sociedad requiere prolongarse en el tiempo, reproducirse como tal. Para ello, tiene que mantener, el lazo a través de la transmisión a los nuevos miembros de los principios y valores que sostiene en la cohesión básica. Esta función — en cada momento histórico — es necesariamente cumple mentada, en cada caso de manera diferente.
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Durante el Medioevo el sostenimiento la fundamentación del lazo estuvieron a cargo de la iglesia. Bien es cierto que esa fundamentación es "post factum" ; es decir, en realidad primero los hombres viven juntos, y luego inventan las justificaciones en términos de fundamento para esa vida en común.5 Pero lo cierto es que la justificación es realmente vivida en términos de fundación; es decir, se presenta como si fuera suelo, lugar de asentamiento inicial. Así se entendió que, según el orden divino expresado en términos de naturaleza humana, debía haber quienes mandaban y quienes obedecían. La desigualdad estaba escrita en los designios de Dios; se leía a Tomás de Aquino según la clave de la "diferencia específica" de los humanos en relación con los animales, dada por la razón. Y en el ejercicio de tal razón no todos hemos sido igualmente dotados: algunos hombres participan más grandemente de aquello que los hace tales, de lo que los caracteriza como humanos. Siendo éste el rasgo por el cual el hombre participa privilegiadamente — dentro de los seres de la naturaleza — del plan de Dios, resulta decisivo en cuanto a instaurar la Ilegitimidad del orden feudal. Hay hombres con más razón que otros, y han sido dotados favorablemente por designio superior. Ellos son los que dirigen la sociedad, asumiendo lo ya inscripto en su naturaleza. Al iniciarse por vía comercial la apertura lenta del mercado, y al ir caducando el modo de producción feudal hacia la
instauración del capitalismo y la urbanización consiguiente, la justificación del orden social se modificó. Había cambiado el mecanismo del lazo social, y el hecho arbitrario de regirse según las ciegas leyes del mercado requería de una fundamentación consecuente. Libre arbitrio, decisión Individual, igualdad Inicial en los derechos pasaron a constituir el credo que se debía justificar. Allí nace la escuela como el nuevo espacio institucional al cual se encargará — gradualmente, y más explícitamente luego de la Revolución Francesa — la tarea de sostener el lazo. Cada ciudadano debería elegir por sí. y por ello tendría previamente que proveerse de los recursos de habilidades y conocimientos elementales que le permitiera obrar como sujeto racional y libre — superada la esclavización que implicaría la ignorancia — para así hacerlo con el margen de discernimiento imprescindible. Todo esto se dará Igualitariamente; los recursos — de acuerdo con la igualdad jurídica supuesta en el Derecho, que no considera las diferencias de recursos económicos y de poder — debieran ser apropiados equitativamente por todos los miembros de la sociedad. Por tanto la escuela deberá ser espacio abierto a todos los habitantes; al menos a todos los que guarden la dignidad de ciudadanos. (Como es sabido, las mujeres estuvieron hasta hace poco tiempo excluidas de esta consideración. El voto femenino en Argentina fue otorgado durante el gobierno de J. Perón, hace sólo cincuenta años.)
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Es decir: la escuela será el lugar donde se accede a la calidad de ciudadanos, donde se adquieren los recursos culturales mínimos para formar parte, de mañera autoconsciente, de la sociedad y de sus procesos de gobierno y legitimación. Esto es plenamente coherente con la idea moderna del sujeto transparente, consciente, libre. Con la noción de sujeto fundante que está tan presente en la filosofía cartesiana, que es la que abre la modernidad filosófica. Se trataba de elegir racionalmente. Para hacerlo, había que pasar por la ascesis del acceso al conocimiento, era imprescindible superar los ídolos del sentido común y de la doxa para allegarse tal conocimiento. El rol de la escuela se hacía, fundamental: faro que abría a la posibilidad de la decisión razonada, luz contra la ignorancia y la barbarie, superación de los prejuicios y las creencias infundadas de la religión. Cada hombre pensador según esta utopía racionalista típica del optimismo cientificista decimonónico. El conocimiento todo lo lograría: los positivistas se permitían confiar en que gracias a la ciencia se superarían las guerras, la pobreza, las enfermedades. En el conocimiento se basaría una humanidad plenamente realizada; y ese conocimiento se transmitía a todos por vía de la escuela universal y obligatoria. Aparé-la escuela como gran redentora social. Hasta la obra de Marx participa de este optimismo de la ilustración: la auto-conciencia racional serviría a la liberación de aquellos oprimidos por relaciones de explotación, dentro de una sociedad pretendidamente
igualitaria. La razón nos haría libres, superaríamos así nuestra condición auto culpable, según afirmara Kant. No es difícil advertir el otro lado necesario de esta divinización de la Razón de este ponerla en una cúspide que es la misma que previamente ocupara la fe: en nombre de esa razón sin duda también pueden producirse monstruo. La idea de que lo racional - entendido inevitablemente en términos eurocéntricos - es la guía de la acción social legítima llevó a considerar todo aquello que no compartiera estos términos como "irracional", bárbaro, salvaje. Indios, negros, asiáticos — y todo el "otro lado" de Occidente mismo marginales de distinta índole, "locos", homosexuales, buscadores de límites — fueron orillados a la excepcionalidad, pasaron a ser puestos fuera de los bordes de la normalidad y de la aceptabilidad. La línea divisoria se hizo rígida; precisamente aquello que la ilustración puso como coto al despotismo y la dirección desde fuera de la vida de los sujetos, sirvió a la vez para establecer nuevas sujeciones y una sorprendente dureza. Bajo la noción de autonomía del individuo y del juicio racional de éste, se establecieron, normas fuera de las cuales tal racionalidad quedaba negada: el modelo ilustrado fue el del sujeto autoconsciente propio de Occidente, y en consecuencia, excluyó de inmediato aquello que le fuera ajeno precisamente aquello que la ilustración puso como coto al despotismo y la dirección desde fuera de la vida de los sujetos, sirvió a la vez para establecer nuevas
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sujeciones y una sorprendente dureza. Bajo la noción de autonomía del individuo y del juicio racional de éste, se establecieron, normas fuera de las cuales tal racionalidad quedaba negada: el modelo ilustrado fue el del sujeto autoconsciente propio de Occidente, y en consecuencia, excluyó de inmediato aquello que le fuera ajeno. La tendencia a la metodicidad y la proyectualidad orientada de la acción — típica de la modernidad — , implicó de hecho la subordinación de lo estético, lo ético, lo expresivo, lo erótico. Se dejó fuera aquello que brinda colorido y sentido personal a la experiencia, reemplazado por la monótona guía de la razón instrumental y del creciente predominio de la fría estipulación por el cálculo utilitarista. Siendo así, la modernidad de hecho abrió campo a su propia autonegación.6 la acompañó desde el comienzo ya en tiempos de Pascal, una versión antinómica crítica de la razón, de sus inherentes cercenamientos y tendencias al cierre. Por supuesto. Ha escuela es una institución propia de la referida historia. Al igual que la cárcel, el hospital, la clínica médica, los dispositivos de control sistemático de la sexualidad: toda una trama de control burocrático creciente sobre los cuerpos y la manifestación discursiva del deseo. Formas de imposición/producción del deseo mismo, como h a estudiado Foucault.7 No sólo mecanismos de represión, sino también composición orientada de las disposiciones, de la subjetividad.
En este creciente campo de institucionalización que produjo saberes especializados, de gestación de la "jaula de hierro" (M. Weber) moderna, la escuela no resultó simplemente un caso más. No se trata de una manifestación cualquiera de las formas modernas de establecimiento de la racionalización, sino de una privilegiada. La escuela es el lugar donde se conforman los especialistas que luego operarán en las más diversas áreas del quehacer social. La escuela es el sitio de legitimación de la razón, el lugar por excelencia del saber sistematizado. Es espacio de producción de alumnos y de profesionales que se diseminan hacia el resto de las instituciones; es el lugar más propio en que lo discursivo plantea sus exigencias de ordenamiento a partir de las cuales se buscan cauces de los cuales los sujetos no debieran salirse, en tanto son aquellos en que habita lo que se define como "racional". Aquí encontramos una explicación de lo que ha hecho de la escuela argentina un caso típico de institución conservadora en sus rituales, y productora de los mitos más tradicionales sobre la identidad nacional. Además de lo específicamente propio de su historia en Argentina, lo cierto es que la escuela acarrea una función intrínseca ligada al control, la burocratización y el disciplinamiento; ello no constituye algo que le sea extraño y le hubiera sido adosado desde fuera, sino que más bien es parte constitutiva del encargo social inicial que se le confiriera.
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Al pasar, no está de más dejar claro, hasta qué punto la relación educación/producción, sobre la cual actualmente tanto se insiste, no estuvo presente desde el comienzo como un elemento fundador. No es que la educación se haya desviado de una planificación en común con la economía que estuviera supuesta como natural y necesaria. Es verdad que se trató de conformar mano de obra adecuada a las actividades laborales crecientemente diferenciadas y complejizadas del capitalismo en desarrollo, desde comienzos del siglo pasado en Europa; pero también lo es que no se entendía que hubiera que realizar adecuaciones con el mercado, dado que se suponía que la "mano invisible" de éste llevaría a una especie de armonía preestablecida entre oferta de mano de obra y demanda laboral. La educación no era una función de planificación social de la economía, sino el cumplimiento con un derecho de cada ciudadano al acceso a los bienes simbólicos existentes, al capital cultural acumulado y reconocido. A partir de allí, cada uno elegirla cuánto avanzar en la oferta educativa, cuánto y qué estudiar: el espíritu de la Ilustración rechazaba cualquier exigencia por sobre aquella de apelar a la racionalidad de cada individuo. Podemos entonces afirmar, que la educación no estuvo ligada a preocupaciones económicas inmediatas, sino básicamente a cuestiones relacionadas con el orden simbólico, con el establecimiento del lazo social, y de los límites para transgredirlo. Por tanto, la idea de algún supuesto origen en
el cual lo educativo habría sido plenamente funcional a las exigencias de lo productivo, no es más que otra versión de las muchas que ha tenido el mito del origen, el de ese platónico mundo ideal del cual la historia real no sería nu nca otra cosa que una caída hacia, lo imperfecto. Nunca hubo tal relación punto a punto educación/producción. La pretensión de subordinar lo educativo a lo productivo no nos remite a algún pasado perdido, sino más bien a una inédita nueva vuelta de tuerca en la cada vez mayor pragmatización de las actividades sociales, y a una reducción de lo específico, de la vida académica, poniéndola al servicio de fines que no le son propios. Es conocido el modo en que se llegó a la lenta imposición de la educación como universal y obligatoria dentro del capitalismo occidental. Los orígenes de la moderna pedagogía se ligan al tutelado de los hijos de la aristocracia por parte de los hombres cultos, que se ganaban el sustento con dicha educación suministrada a los adinerados. Hegel, Holderlin, Rousseau son casos conocidos en este sentido. Los conocimientos eran bienes preciados, por entonces ligados al establecimiento de la distinción que los sectores sociales hegemónicos demarcaban por sobre los subordinados, la burguesía naciente y el proletariado sin recursos económicos. Así, en todo el período de gradual consolidación de la revolución burguesa (que no se da de una vez para siempre en 1789, sino que soporta los intentos de restauración conservadora durante más de la mitad del siglo XIX), se irá
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pasando del tutelado Individual de los hijos de la vieja aristocracia, a la creciente llegada de las escuelas públicas a los hijos de la pequeña burguesía, a las mayorías sociales. El siglo pasado vivirla el ideal de la educación universal; sin cumplirlo del todo, pero recorriendo el camino de surgimiento de la institución/escuela del Estado como espacio de encarnación de la Igualdad proclamada desde la Invocación democrático liberal. Por supuesto, esto se daba en Europa con más fuerza que en Latinoamérica. Entre nosotros, las instituciones democráticas impuestas por la burguesía europea surgieron sin que fueran una exigencia intrínseca del desarrollo local; no contábamos con una sociedad civil suficientemente desarrollada, ni con una economía donde la mayoría de la población encontrara empleo, y se asociara a los mecanismos del capitalismo industrial. Las instituciones políticas — de alguna manera — estaban más adelante que la sociedad, o en todo caso no le correspondían. De manera que nos encontramos con la idea de educación universal propuesta desde el Estado, sin que la sociedad lo advirtiera todavía como necesidad; y sin que contáramos con la urbanización de la población y los backgrounds culturales y económicos que impulsaron el proceso en el capitalismo europeo. Si agregamos a esto la heterogeneidad cultural abierta por la presencia de la negritud, lo indígena y el generalizado mestizaje (en choque con la fuerte tendencia a la homogeneización propia de lo escolar), advertimos hasta qué
punto la escuela universal fue en Latinoamérica más un anhelo de los sectores ilustrados, que una posibilidad real de masificación democrática del acceso a la cultura. En todo caso, es evidente que lo pedagógico — como "saber" instalado acerca de lo educativo — conforma un dispositivo de unidad con lo escolar. Es su específico discurso de saber, su propia legitimación en el plano de la discursividad metódica. Lo pedagógico es intrínseco a lo escolar; y guarda incluso evidente continuidad con las tareas de tutela propias de la enseñanza personal a los hijos de la aristocracia. Lo pedagógico — piénsese en el Emilio de Rousseau — nace ligado al cómo conformar sanamente a los sujetos, cómo superar aquello que se interpreta como malas Inclinaciones, a través del esfuerzo y la disciplina. Ya se trate de reencontrar la supuesta bondad originaria que la sociedad habría cercenado (Rousseau), o de superar las agresivas tendencias naturales para imponer las normas de la cultura, en cualquier caso se buscaba disciplinar, ordenar, subordinar "lo irracional" al dominio de lo intelectual y lo voluntario. Este aspecto permanece claramente marcado en la concepción pedagógica dominante durante el siglo pasado, presente en precursores como Sarmiento o A. Bello: se tratará del proyecto del progreso y la razón, de iluminar contra la barbarie de la ignorancia, de superar con el conocimiento los males sociales, advertidos siempre como
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fruto de la falta de progreso y de saber. La dicotomía civilización/ barbarie se impondrá nítida: fundar escuelas será, el modo de asegurar el acceso a esta posibilidad superior. Por supuesto, ello implicará negar las culturas populares, cercenar la diferencia de lenguaje y de costumbres, anatemizar todo aquello que no pase por el tamiz del ordenamiento. Es éste el contraluz del proyecto ilustrado en nuestro subcontinente. No nos proponemos satanizarlo, no creemos que haya sido puramente negativo, ni pensamos en juzgarlo unilateralmente desde la perspectiva actual, que obviamente no es la del horizonte de aquella época, Probablemente el éxito económico y cultural de la Argentina de comienzos de siglo deba gran tributo a ese peso adscripto a la necesidad de educación y de cultura, planteado por la generación del '80. Pero sin duda es cierto también que la escuela ritualizada y burocratizada que poseemos, sus tendencias duramente disciplinantes, su falta de flexibilidad y su producción/legitimación del autoritarismo, también abrevan en esa tradición. En ése el visible claroscuro de la función de la escuela como Institución, y de la ideología pedagógica que la acompañó desde dentro. Así, el legado cultural de la humanidad, por supuesto que depurado y descorporeizado, fue puesto a disposición de una masa cada vez más creciente de población. Leer y escribir dejó de ser el privilegio de pocos, y la educación pasó incluso a configurar una promesa de movilidad social ascendente
para muchos, aunque en los hechos ésta se haya dado sólo minoritariamente.8 Vastos sectores sociales pudieron acceder a actividades intelectuales, pudieron contar con acreditación que les permitiera participar en la competencia por los puestos de trabajo, pudieron apropiar el conocimiento de sus derechos elementales. La escuela cumplió realmente con parte del rol iluminista que se le asignaba. Pero a la vez, y en el mismo movimiento, la adquisición diferencial del capital simbólico tendió a reforzar la diferencia económica de clases; amplios grupos sociales fueron excluidos de la escolarización, por vía de su no inserción inicial o de la posterior expulsión por el sistema; las culturas no ilustradas sufrieron mayor cercenamiento y discriminación. La liquidación del indio, por ejemplo, se vio además legitimada por la ilustración en general, y la escuela en particular. Si el saber era un bien colectivo preciado, el "salvajismo" indígena debía ser combatido sin piedad. En este sentido, es decisivo advertir hasta qué punto la categoría de "arbitrarlo cultural" propuesta por Bourdleu 9 da cuenta de aquello que es impuesto de manera sutil por la práctica escolar. Cierto es que lo que se propone como contenido de conocimiento, y el peculiar lenguaje en que ello es vertido, no está dado a elección por cada uno: responde a lo determinado por la comunidad científica como contenidos de conocimiento oficialmente reconocidos, y luego pedagógicamente traspuestos. Bajo este punto de vista, parece no ser arbitrario. Sin embargo, si se toma en cuenta el
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conjunto de subculturas presentes en cualquier sociedad, aquella en que se mueven las instituciones científicas y los hombres y mujeres dedicados a la ciencia es una entre otras, sólo una más. Ella — sin embargo — es, a través de la escuela, la que impone sus códigos a todas las demás. Sirve así como parámetro universal, y se presenta como si lo fuera, como si por algún designio ideal su propia forma de entender el mundo fuera la única válida. Descalifica a la vez a las otras, comparándolas con la suya propia, y juzgándolas sólo de acuerdo con la medida en que se acercan a ella. De manera que se impone, a través de la escuela, "violencia simbólica".10 Violencia a través de los signos, del lenguaje, del conocimiento, incluso de las normas institucionales. Todos sabemos que las escuelas argentinas reproducen las conductas de las clases medias, asumidas como parámetro universal. Los más pobres resultan ignorantes, rebeldes, atrevidos o demasiado movedizos, si se los juzga según esos términos. Generalmente se muestran en situación de inadecuación, porque el clima cultural global de la escuela les es extraño, implica una imposición de modalidades comporta-mentales ajenas. Se trata de una violencia no menor por ser el hecho de ser simbólica; no se quiere con ello decir que no sea real, sino que opera por la específica realidad del símbolo, de la palabra, que es lo propio de lo humano. Por tanto, se trata de violencia sin aditamentos. Imposición de lo particular como si fuera universal, en lo escolar se juega inevitablemente un mecanismo de exclusión
de las minorías sociales y de las diferencias culturales. Esto hace a cualquier escuela pensable. Las de Latinoamérica, hijas del patriarcado criollo/español, o del estilo enciclopédico francés en casos como el de Uruguay y Argentina, fortalecen aún más esa rigidez propia de la institución. Finalmente, cabe reflexionar brevemente sobre un aspecto que a menudo ha sido señalado: la espuela no sólo reproduce los valores necesarios a la sociedad en general, sino a la vez los propios de los sectores sociales hegemónicos. Lo escolar es espacio de reproducción en acto de las relaciones sociales, en cuanto sostiene y legitima las diferencias previas de clase a través de los procesos de acreditación y titulación; es alta la correlación entre sector de extracción social, y tasas de acceso y permanencia en el sistema escolar. Pero además, la educación formal es reproducción de los valores y la imagen de lo social propios de los sectores hegemónicos. Sin duda, no de una manera maniquea y monolítica; es evidente que en la escuela caben más la crítica social y la proposición de modelos alternativos que en la empresa de propiedad privada, y aun que en las oficinas del Estado. Pero también es cierto que la posibilidad de salir del sentido común establecido tiene como límite la imposición de ese mismo sentido común en el espacio social de conjunto: si no existen rupturas en el horizonte de visibilidad de la sociedad, lo escolar sólo propondrá visiones alternativas para casos excepcionales de sujetos con experiencias muy singulares, o
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altas capacidades de producción intelectual de modelos variados. Para la gran mayoría, la ideología de lo existente operará como lo natural, como si fuese el libro de la naturaleza inmutable y definitivo. Como es sabido, toda ideología alternativa cuenta con la desventaja de tener que explicitarse como tal; 11 la hegemónica simplemente pasa por ser una mera remisión a lo existente, lo natural, lo visible. De modo que, en nombre de lo escolar, y en particular de lo científico, se refuerzan las condiciones desigualitarias de acceso a los bienes sociales, y se las consagra como necesarias.
C A P Í T U L O DOS
Lo posmoderno y la crisis de la escuela Las modificaciones habidas en el horizonte cultural desde la década de los ochenta son bastante conocidas, en cuanto han sido largamente comentadas y discutidas. No se trata exactamente de que lo moderno haya desaparecido del horizonte; sin duda que la competencia permanece como mecanismo central de las relaciones económicas, reforzada por el avance tecnológico permanente, cada vez más vertiginoso y fluido. De modo que el control técnico del mundo, propuesto por Heidegger como lo propio del proyecto moderno occidental, no se ha eclipsado ni mucho menos; por el contrario, se ha incrementado. Pero lo que se ha modificado, dando incluso un vuelco en forma de inversión, es el efecto cultural de estas condiciones materiales y prácticas. Antes se creía en el progreso indefinido, en el desarrollo abierto hacia el futuro, en el proyecto sistemático, en el progreso; hoy, la ecología ha puesto al progreso en entredicho, el futuro ya no es promesa, el pasado se ha desustancializado, no se cree que valga la
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pena producir sistemáticamente la historia. El estilo "light", la imposición del narcisismo y la privatización de la existencia han llevado al abandono de la proyectualidad propia de lo moderno. Estamos entonces no en una negación de la modernidad, sino en un rebasamiento, una especie de modificación de los efectos por agudizamiento de las causas. Puede hablarse con propiedad de lo sobremoderno, como algún autor ha propuesto;12 estamos en la etapa de pleno cumplimiento del proyecto de dominio técnico del mundo. En él precisamente, la ciencia, la técnica, la razón, han sido puestas en crisis. Ello en cuanto las ideas de progreso y de dominio han dejado como tales de tener consenso y validez. Asistimos a la época del final de las certidumbres. Ya no hay pretensión de que la verdad sea única. Estamos ante la proliferación de los lenguajes, de los puntos de vista, de los criterios de legitimidad; dada la creciente complejidad social, la sociedad como un todo pierde toda visibilidad, cada sector configura sus sociolectos, sus estilos culturales específicos, sus peculiares modos de aceptar la autoridad o la ética. De manera que los fundamentos clásicos, que buscaban filosóficamente establecer garantías del conocimiento cierto, de las verdades últimas, de los criterios trascendentales y ahistóricos, han dejado de tener sentido. Ya no se aceptaría algo como la Verdad, sino que existirían verdades provisionales, fragmentarlas, propias de grupos específicos
que no aspiran a la imposición universal, sino sólo a la tolerancia que les permita existir, y permita existir a los otros. El final de las certidumbres que se adscribían a la fundación filosófica aumenta la Indeterminación, el pluralismo de opciones, la asunción liviana de las posiciones contra las éticas "duras" tradicionales. Ello quita espacio a la criticidad y a la oposición a lo existente, pero también simultáneamente al autoritarismo. Todo esto lleva consecuencias específicas respecto de lo escolar; si no se requiere fundación intelectual rigurosa, si la hora de lo universal ha pasado, ya no se hace necesario aquello que la escuela posibilitaba: el acceso a conocimientos y posiciones "objetivas", el acercamiento a una disciplina rigurosa que permita superar la afición a los particularismos, los procedimientos de probanza propios de la metodología filosófica más específica, o de la ciencia empírica. Si no hay una sola verdad, el arbitrario cultural deja de tener plena legitimación; en todo caso, es sólo una imposición vacía de un código por sobre otros, o una forma utilitaria de acceder a aquello que permita trabajo por vía de la acreditación escolar. La escuela deja de perfilarse como espacio social privilegiado: se convierte apenas en un lugar más. Sin seguridades, ya no es la escuela el sitio donde ellas se transmiten. Lo mismo ocurre con los oficiantes de tales seguridades, los clásicos apropiadores de la verdad: los intelectuales. En la cultura
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letrada propia del Iluminismo y de la modernidad, la búsqueda metódica del conocimiento era altamente valorada; y los intelectuales representaban el sector social que poseía legitimación social para tener la voz autorizada. Cómo no recordar las anécdotas de lo que representaba Sartre en los cafés y las universidades de París; sus polémicas con Camus... O el extraño estilo que hiciera de J. Lacan una especie de chamán a la vez que científico respetado. La opinión del intelectual constituía la cúspide de la legitimación discursiva: era allí donde se iba a buscar base para lo que se planteara en otros ámbitos sociales. Periodistas, estudiantes, abogados, se apoyaban en los puntos de vista que — deductivamente — se asumían a partir de las tomas de partido de los intelectuales, reflejadas en los diarios de mayor tirada, y derivadas desde los ámbitos académicos. Había sacerdotes de la verdad: ella se construía paciente-menta en el crisol de los libros, la meditación metódica, la investigación detallada. La verdad arribaba lentamente, como bien lo muestran los ejemplos de historia de la ciencia de algunos autores como Bachelard; 13 época con tiempo para uno mismo, para el pensamiento destilado, para el detalle y la búsqueda de coherencia. No resulta lo propio del transcurso posmoderno, de la j etapa de la imposición "massmediátIca": actualmente todo / transcurre en un perpetuo fluir, en el vértigo del zapping, en la discontinuidad videoclip, en la ruptura de la sistematicidad, del discurso hilado. Primacía de la imagen
por sobre la letra, de lo imaginario sobre lo simbólico, de la multiplicidad de estímulos por sobre la posibilidad de elaborarlos o discriminarlos. Un tiempo que ha sido descrito por diferentes autores, en lo que implica de corte con nuestros hábitos y estilos anteriores. Ya no importa algo como la verdad, que se pudiera expresar con coherencia, sino más bien la opinión que se construye sobre la diversidad experiencial, a partir de lo más impactante, lo más actual, lo más atractivo. Se diría que estamos ante una posición estetizante: importa aquello que nos gusta más, que nos seduce, que puede por alguna causa resultar más motivante dentro del permanente flujo de los variadísimos estímulos. Como se ve, no se trata ya de quién pensó con más claridad o con mayor rigor: más bien la cuestión es quién logró llamar la atención, instalarse con mayor Intensidad. Esto Implica — como se advertirá — la decadencia del rol de los intelectuales: ya no ofician para un producto que interese. A la hora de producir opinión, se apela a aquellos que obedecen al ritmo vertiginoso de la experiencia "massmediática": los periodistas, aquellos que opinan desde el antes despreciado sentido común, los comentadores ocasionales, o los que hacen entretenida su breve exposición. La opinión no se produce por vía de la apelación al pensamiento abstracto; es más decisivo saber instalarse en el imaginario colectivo mediante la imagen personal, los gestos, el ingenio, puestos al servicio de lo inmediato.
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En este espacio, la escuela queda también descolocada. No es difícil advertir de cuál de estos dos lados trabaja. Si bien es cierto que tampoco ha sabido estar a la altura de los desarrollos científicos más actualizados (generalmente la ruptura entre la cultura de los científicos y la de los docentes de niveles no universitarios suele ser muy marcada), la escuela depende del campo intelectual. Su función formal es la de transmitir conocimientos. Como algunos autores enfatizan, es ésa la única tarea que se le encomienda que le sea totalmente exclusiva. Las iglesias también socializan, aunque no lo hagan universalmente: en este sentido, socializar no le está sólo dado a la institución escolar. Pero en cuanto al aprendizaje sistemático de la cultura heredada, de ciertas habilidades elementales (lectoescritura, rudimentos de matemáticas), no existe otra institución que se haga cargo. Por tanto, si bien puede discutirse si lo decisivo de la función escolar es la socialización, o si lo es la apropiación de conocimientos (estando conscientes, por supuesto, del entrelazamiento entre ambas), no puede dejar de advertirse que esta segunda actividad es intrínseca a la escuela, y forma parte indelegable del encargo social que se le plantea. Si el conocimiento ya importa menos, y si los intelectuales (que lo producen, y que representan el fruto privilegiado de la acción escolar) también importan cada vez menos, la escuela se ve afectada en cuanto a su vigencia. Está ligada a lo
anticuado, está fuera de lo que actualmente se asume como válido. Por supuesto, la escuela se desvaloriza en épocas en que asistimos a una caída generalizada de los valores del iluminismo. Estamos ante un fenómeno que se ha caracterizado como crisis de la razón: proceso complejo y contradictorio, que vale la pena analizar mínimamente. No se trata sólo de tener nostalgias de épocas pasadas, como si a la luz de la memoria éstas adquirieran un brillo que en su momento no tuvieron. La modernidad se caracterizó por la rigidez, por el disciplinamiento: "razón" fue sinónimo de imposición de criterios, de rechazo a la diferencia, a la disrupción. Incluso, se trató de no dar lugar a lo estético, lo erótico, lo expresivo. En nombre del hombre puesto a dominar el mundo por vía de la técnica, se requirió método, sistematización, ordenamiento: nada de excesos, de desórdenes, de espontaneidades que no se ciñeran a las necesidades de la producción, de la sistematización comporta-mental. Es visible que en nombre de la razón se han asumido normatividades rígidas las que en el límite han servido incluso de base a totalitarismos e intolerancias de diferente tipo. El autoritarismo en las iglesias, la escuela, la familia caracterizó también las relaciones sociales hasta una época hoy no lejana: los jóvenes de la generación hippie hicieron
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bandera de la lucha por las libertades sexuales y por una vida libre y gozosa frente a una moral universalizante y ciega, dura, que entendía como negativo todo aquello que no se ligara a la adusta lógica del rendimiento. Esta modernidad racionalista, que dejaba afuera aspectos decisivos de la experiencia humana, gestó siempre su contracara necesaria; mientras existió la imposición rígida del estilo burocrático de control y ordenamiento de la existencia, hubo a la vez una línea — tanto práctica como teórica — de reivindicación de aquello que se expulsaba: de los sentimientos, de la propia voluntad, de la expresividad, del juego, del deseo. Así, hubo un Descartes racionalista y un Pascal que en el mismo momento definía al hombre como "caña pensante"; en el siglo de Comté aparecieron Baudelaire y Dostoievski. La resistencia a la homologación pasiva en el orden existente nunca dejó de expresarse, a su manera también en el romanticismo, y ya en nuestro siglo en el Intuicionismo filosófico, luego en la filosofía existencial, y sobre todo en ese escándalo permanente que resultaron las vanguardias artísticas, con su capacidad para subvertir los modos cotidianos de la vivencia, y de mostrar un "otro lado" posible, por fuera de la ex periencia administrada y ordenada. Tenemos entonces esta especie de "lado negativo" de la modernidad misma, esta inevitable contracara que luchó siempre por salvar ese espacio ajeno al condicionamiento a lo
funcional. Allí residía lo que algunos han denominado equívocamente "irracionalismo": la crítica a los excesos cometidos en nombre de la razón, de la universalidad, del orden abstracto al cual debería ceñirse la subjetividad, e Incluso los sueños o las ilusiones. Este espacio de la modernidad fue creciendo con el tiempo; a medida que lo moderno fue hallando su desemboque, las imposibilidades propias del mundo altamente pautado fueron desestructurando a éste. Las críticas tenían efectos; en tanto que el avance del control tecnoburocrático regimentaba cada vez más la existencia (sobre todo en el espacio urbano), crecía por su parte la reacción, aumentaba la protesta. De manera que en un momento dado la tensión se hizo muy fuerte, particularmente en la década de los setenta: por una parte, el avance en alta progresión de la tecnología, la competencia que exige disciplina y conocimiento, la ciencia cada vez más especializada. Por otro, la dislocación de los principios culturales sobre los cuales se estructuró la ética tradicional del esfuerzo, del ahorro, de todo lo exigido por tal avance de las fuerzas productivas: incremento de la búsqueda del instante, del goce, oposición a entender la vida como un perpetuo plan para el futuro, final de la aceptación del disciplinamiento y la autoridad rígida. Existía una tensión cada vez mayor entre lo pautado desde la producción y la administración, por una parte, y por la otra lo que surgía del campo del sistema cultural.
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Lo curioso es que la exacerbación dé la tecnología, la velocidad de sus cambios y efectos, de ningún modo radicalizó la cultura moderna. A cierto nivel de avance de dicho proceso, comenzó a producirse una reacción paradojal, comenzó a percibirse una especie de inversión de los valores proyectuales típicos de la condición moderna. Así es como Heidegger describió la situación en su célebre artículo "La época de la imagen del mundo": 14 el gigantismo propio de Hollywood (el texto era de fines de los años cincuenta, cuando el valor de un automóvil se juzgaba por metros), característico de lo surgido de la tecnología aeronáutica, comunicacional y espacial, llevaba a que la técnica se impusiera al hombre a través de una escala en la que éste no manejaba sus propios frutos. No era más el caso de que la técnica prolongara la mano, so stuviera el control de la realidad por el sujeto, aumentara el campo de lo manejable a voluntad; por el contrario, se estaba ante dimensiones ciclópeas, gigantescas, frente a las cuales el sujeto pierde su señorío, ante las que se empequeñece irremisiblemente. Un hombre "perdido" en su centramiento, en su autocertidumbre, ante la abismática complejidad de su propia obra; antes, el automóvil permitía llegar más rápidamente; ahora, en ciudades enormes, el transporte en el vehículo lleva más tiempo y complicación que el viaje a pie en las aldeas de comienzos de siglo. Empezamos a ser victimas evidentes de nuestras propias hechuras.
Es así como el estilo racionalista, autocentrado, que calificó al hombre moderno empezó a declinar. El vértigo empezó a instalarse: la alteración se impuso por completo sobre el ensimismamiento, el tiempo para la autorreflex fue desapareciendo, a la vez que la multiplicación de los espacios sociales e institucionales — y su coexistencia conflictiva — fue promoviendo que el mismo sujeto debiera plurificar sus discursos y sus códigos cada vez que se situaba en condiciones (y ante grupos sociales) diferentes. Empezamos a recibir más estímulos de los que es dable discriminar y/o elaborar: el bombardeo publicitario — que con el tiempo aumentó por el auge del video — y la variación de informaciones que buscan el impacto más allá de cualquier consideración, fueron convirtiéndonos en permanente campo de saturación, de invocaciones múltiples, donde la unidad misma de sentido que tipificaba al sujeto fue desapareciendo, dentro de una marejada espectacular y caótica de imágenes y solicitaciones. Como se ve, ya no hay lugar para el "(yo) pienso, luego existo". Más bien nos encontramos con un "si me estimulan, existo"; somos pantalla terminal de llegada de permanentes y cambiantes señales. Ya existe escaso tiempo para la subjetivación, para pensarse, para buscar algún grado de autocoherencia. En este espacio, la modalidad tradicional de constitución del sujeto se va modificando. Los valores modernos inician su vacilación: ya no importa tanto el futuro, hay que sostenerse en el instante. Ya el método y la
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certidumbre deben dejar paso a la espontaneidad, la variación de opciones, el goce de las diferencias. Ya la ética basada en disciplina, austeridad, esfuerzo, deja de prometer algo interesante. Es mejor el mundo "soft" sin exigencias, sin dimensión de proyectos hacia el futuro, una moral narcisista basada en el propio goce y el descompromiso para con el mundo y con los demás. Lo que constituía aquello que era norte en la sociedad de hace unos años, cayó de pronto.
hombre contemporáneo (en términos de Marx), es decir, algo de lo que tal hombre no puede abjurar; es lo que en su lenguaje Heidegger Hartaría un destino: espacio del que debemos inevitablemente hacernos cargo. Las letanías moralistas por el retorno al pasado pretenden desconocer esta situación básica: nadie tirará los fax o volverá a antes de la televisión satelital. No nos es dado discutir su existencia o no, sólo el qué hacer con ello.
Una aclaración: esta condición posmodernizada se dio por obra de realidades materiales propias del avance tecnológico. No es fruto de la decisión consciente de nadie, no obedece a ningún plan perverso. Existen ciertamente pos modernistas (aquellos que se aferran a los valores propios de lo posmoderno) que intentan justificar sus propias opciones; pero lo posmoderno no se ha dado por obra de sus tomas de partido. Habría posmodernidad aunque nadie la sostuviera ni defendiera explícitamente, ya que es imposible evitar esta situación ante el auge de la tecnología de las comunicaciones (fax, correo electrónico), los viajes (posibilidades a la carta por las más diversas vías), el vídeo (canal de cable que permite la simultaneidad con el resto del mundo en vivo). La reacción de aquellos que creen que debemos abandonar lo posmoderno muestra una radical incomprensión del fenómeno. No se trata — como a menudo sucede en el deseo de algunos retrógrados racionalistas — de tirar cada día un personaje posmoderna por la ventana: volverían por la puerta de atrás. Esta condición es parte de las "relaciones" del
Otra cuestión es que lo posmoderno no representa una simple inversión de lo moderno, sino su culminación, diríamos su peculiar exacerbación. No por falta de tecnología se llegó a esta realidad, sino por el avance permanente de ella; no por falta de aplicación racional a la misión de la ciencia se está en lo posmoderno, sino que son los frutos de la ciencia tecnológicamente mediados los que han redundado en esta realidad. Es una torpeza oponer la razón clásica a esta crisis de la razón, dado que la última surge por el desarrollo de la primera. El mundo del vídeo es hijo de la tecnología; los peores escozores que sufrimos desde el triste espectáculo de una televisión colonizada por la trivialidad y la lucha salvaje por el rating, se los debemos al avance tecnológico que llevara a la TV por cable y a la multiplicación de las opciones visuales. Es más: aun aquella modernidad negativa, crítica, representada por las vanguardias artísticas y la lucha contra el racionalismo disciplinante ha sido absorbida en lo posmoderno. Esta nueva condición abolió la modernidad, y por ello la contradicción que la surcaba,
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haciendo desaparecer de una vez ambos polos e integrándolos a su manera en una nueva realidad. Esto es lo que sucede con el mundo "estetizado" posmoderno; paradójicamente, en este espacio de la plena realización tecnológica se ha revitalizado la idea de una vida al servicio del propio goce, del Instante, del yo. Por ello, la televisión ha ido integrando las posiciones que caracterizaron la vanguardia: fin de la representación, del orden racional, del imperio del logos. Exactamente lo que pedían los autores que criticaban la modernidad en su cúspide: por ejemplo, Foucault y Derrida. Sorprendentemente, sus invocaciones en buena medida se han realizado "en estado práctico": acabamiento del sujeto centrado en sí, final de la metafísica que exige seguimiento a principios preexistentes en los actos, rechazo a la pretensión de que el discurso se sostenga en un más allá referencial, búsqueda del instante contra las tendencias a ordenar la vida hacia el futuro. Es curioso que todo esto se ha dado por las luchas contra la vieja ética y sus ordenamientos, especialmente por parte de la juventud de los setenta, por hippies y revolucionarios que no cambiaron la sociedad y el orden del poder, pero sí las costumbres y los hábitos. Los movimientos de esa época (que aún marca su presencia en los gustos musicales de los jóvenes actuales, desde Eric Clapton hasta los Rolling Stones) tuvieron repercusiones, fueron la base desde la cual surgieran el ecologismo, el feminismo, la rebelión de las costumbres sexuales, la flexibilización del ordenamiento
familiar. Esa generación dejó en la historia más de lo que ella misma suele contabilizar, a pesar del fracaso de su búsqueda por imponer un socialismo con rostro humano. Esto — con todo lo paradójico que parezca, aunque dialécticamente se hace comprensible — vino a reforzar los frutos de la tecnología en su exacerbación y asomo a lo vertiginoso: confluencia de la modernidad dominante y de sus detractores en un mismo espacio: el de licuación de lo moderno, el de la finalización de su existencia y de sus consiguientes estilos de ordenamiento cultural. Ojalá podamos haber explicado con claridad hasta qué punto, entonces, la crítica a la razón propia de lo posmoderno debe su existencia a la modernidad misma realizada: tanto a su polo dominante/tecnocrático, como al subordinado/vanguardista. Este último fue siempre la contracara necesaria de la hegemonía de un terco racionalismo incapaz de advertir lo árido de su sostenimiento en una idea de sujeto altamente racional y disciplinado, ajeno a los avatares de los afectos, los vínculos, los ideales, lo expresivo, lo erótico, lo estético, todo lo que en realidad moviliza la existencia. El racionalismo promovió — con su unilateralidad — el nacimiento de su contracara, y también luego su superación o rebasamiento en lo posmoderno. Mal podría tal racionalismo hoy oponerse a lo posmoderno mismo; ello implica total desconocimiento del fruto de sus propias tomas de posición.
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Por último, no está de más recordar que la nostalgia por el pasado moderno parece haber hecho desaparecer de miras muchos de los males que acompañaron ese período. El autoritarismo, la intolerancia, la violencia encontraban campo fértil en la creencia irrestricta acerca de verdades universales e inconmovibles, en la apelación a una razón en el fondo absolutista, en cuyo nombre se daban diversificadas formas de imposición. Los padres tenían razón sobre sus hijos, los profesores sobre los alumnos, los médicos sobre los pacientes, los hombres sobre las mujeres (siempre sospechadas de no acceder a pleno a esa racionalidad definida en términos de modelo masculino), la ciencia sobre cualquier sentido común, la filosofía sobre todo el pensamiento de la mayoría de los mortales. Verdad es que puede discutirse que sea un auténtico rasgo de democracia (como algunos pos-modernistas suponen) que ahora la opinión la marquen periodistas de moda por sobre académicos, o que la New Age pretenda asimilarse a la ciencia. Sin duda, hemos tenido pérdidas con la entrada a lo posmoderno. Pero también ganancias: el fin de la proyectualidad y de la vida apostada siempre al futuro significa nada menos que la posibilidad de acceso al goce y al instante, por el cual lucharon generaciones enteras. El rechazo a la imposición por los padres ha permitido márgenes de libertad por completo inconcebibles hace apenas cuarenta años. El discutir la centralidad del docente ha permitido poner el acento en el aprendizaje de los alumnos, más que en el sujeto del acto de enseñanza; y ha
evitado abusos que algunos maestros cometían en otras épocas en nombre de la disciplina y del saber. En fin: la época del sujeto centrado, de la ética tradicional, de las modalidades letradas, no fue un lecho de rosas. Fue espacio para rigidez e intolerancia, además de serlo a veces para la reflexión y el juicio meditado o ecuánime. No todo lo moderno fue rescatable, no todo lo posmoderno resulta inaceptable. En este último acápite, una sociedad donde las verdades no son apriorísticas, sino que deben conquistarse, es decir, donde hay que convencer. Una sociedad donde nadie es el dueño único del sentido, y por tanto donde lo absolutista no llene lugar. Un espacio donde fluye la información a nivel mundial, lo que dificulta fuertemente el achicamiento del espacio discursivo que fuera típico de las dictaduras. Un sitio donde no es necesario luchar largamente para acceder al propio deseo, y donde existen múltiples formas de vida que permiten albergar las más diversas motivaciones y tendencias culturales y vivenciales. Sin duda, lo postmoderno no es lisa y llanamente un espacio de decadencia y de estropicio, como a menudo se lo presenta. En todo caso, nos plantea problemas y perplejidades. Son diferentes de las que nos brindara la modernidad; éstas también motivaron sus propios conflictos e irresoluciones. Y en todo caso, carece de todo sentido histórico pretender reinstalar las condiciones de un pasado que ya han sido superadas de hecho en el plano práctico. El pasado no puede volver a instaurarse.
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En todo caso, sí es atendible la situación de aquellos que tienen por buenos ciertos valores propios de la modernidad e intentan devolverles vigencia. 15 Ello es perfectamente legítimo, y en todo caso debiera plantearse como cuestión programática. Es decir, debiera pensarse cuáles son las condiciones para esto pueda realizarse. De ello hablaremos hacia el final de este trabajo. La escuela es netamente moderna: si queremos sostenerla en la posmodernidad, habremos de readecuarla. No podremos — Seguramente — mantenernos en la situación actual, ni simplemente reclamar un lugar esperando la paciencia y buena voluntad de la población. Habrá que constituir la condición desde la cual resulte de interés volver a dar lugar a la razón, a los valores iluministas como la lectura y la escritura, en fin, al método, la sistematicidad sin la cual el conocimiento como tal es imposible de ser producido y, por supuesto, de ser transmitido a través de los mecanismos provistos por el sistema escolar.
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T U L O
TRES
Todavía Tercer Mundo Hay quienes creen que la diferencia entre los países del Primer Mundo y los del tercero (y existe un cuarto en África y Asia, por cierto) ha dejado de tener sentido. Hablan de que la interdependencia en el proceso de globalización ha reemplazado a la clásica dominación (y consiguiente dependencia) de la que se hablaba hasta hace poco tiempo. Es un tipo de discurso que proviene de las mismas fuentes que aquél sobre el supuesto fin de las ideologías. Tal final consiste simplemente en el mantenimiento de una sola ideología como hegemónica: la de la versión ultraliberal del capitalismo. Las ideologías no han muerto, y renovarán vigencia a la luz de los inevitables conflictos sociales que surgirán desde los múltiples sectores excluidos de los beneficios mínimos dentro del sistema. Lo mismo podemos decir sobre el rechazo de la idea de Tercer Mundo: no estamos en igual situación que Alemania ni Japón, no somos Estados Unidos. Es cierto que las compañías multinacionales son las mismas en todas partes, y que las grandes directrices económicas se homogeneizan. Pero también lo es que los patrones de distribución y consumo siguen siendo 22
frontalmente diferenciales. Es más: siguen creciendo las distancias. A comienzos de 1995, el sueldo mínimo de un operario en Alemania era de 2.000 dólares, 10 veces más alto que el correspondiente en Argentina (a su vez, mucho mayor que el de Bolivia o Ecuador). Así, ganaba este obrero más que lo que gana el más alto académico de la universidad argentina, de dedicación exclusiva con una larga antigüedad. La diferencia no es necesario que la enfaticemos: es abismal. Verdad es que el modelo de acumulación de la época del populismo quedó cerrado. La centralidad del Estado para la inversión y la dirección del conjunto de la economía no funcionan en la nueva condición de globalización generalizada. No puede haber política de fronteras cerradas, ni búsqueda de apoyarse en el mercado interno sin atender suficientemente a la condición internacional. Pero la respuesta neoliberal sólo se ha ocupado de redoblar la relación de fuerzas en pro de los grandes monopolios: liquidación de barreras aduaneras, disminución radical de derechos laborales, flexibilización laboral que permite los despidos sin indemnización, baja de salarios. La deuda externa de los países latinoamericanos ha seguido aumentando a pesar del cumplimiento de los compromisos por intereses, con lo cual se ha pagado mucho en líquido sin que se haya amortizado para nada el capital de base. No avanzaremos demasiado en el análisis de esta realidad. Para quienes viven en Latinoamérica — y no se refugian en
los territorios privados de la alta burguesía — resulta evidente el aumento de la pobreza en los últimos años. En el caso argentino, esto se ve acompañado por el incremento de la inseguridad cotidiana, la presencia de delincuencia común en aumento: robos, asaltos, asesinatos aumentan a medida que la situación social muestra su deterioro. La calle ha dejado de ser un espacio seguro, y el conjunto de la vivencia cultural se va modificando: la ciudad ya no es territorio donde se pueda transitar tranquilamente hasta tarde, como solía suceder tradicionalmente en el país (excepto, claro está en los lapsos de existencia de dictaduras militares). Aun en esta situación de pobreza (tan diferente de la de Europa del Norte), sostenemos que lo posmoderno, propio en estado más acabado de los países avanzados, también se da entre nosotros. En otra parte hemos desarrollado largamente el argumento respectivo, 16 y no tiene sentido repe tirio a fondo aquí. Diremos simplemente que resulta evidente que el mundo del vídeo y la telemática también entre nosotros está presente, Los jóvenes también van a los juegos electrónicos, 17 la música de moda es la misma, las ropas que usan también. De modo que no somos ajenos al fenómeno, aunque no se dé de manera exactamente equivalente. En Europa están hastiados de consumo, aquí lo estamos de no tenerlo. Hastío, hay en ambos casos. Es más: justamente los jóvenes son los depositarlos privilegiados del fenómeno. Ellos han crecido en este ambiente, juegan con la computadora y el vídeo con absoluta libertad, no pueden Imaginar un mundo sin estos
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Implementos. También está lo posmoderno entre nosotros y, paradójicamente, el hecho de que la modernidad no se haya cumplimentado cabalmente aquí hace que se manifieste una exacerbación especial de lo vertiginoso y lo no -anclado. Como aquí la razón europeizada nunca terminó de instituirse, es más fácil aún borrarla del proscenio. Volvamos ya a la escuela. Habrá quien diga: ¿para qué hablar tanto de cuestiones generales si de lo que se trata es de la institución escolar? Debemos una explicación al respecto. Decían los clásicos del pensamiento dialéctico que cada cosa es a su vez lo que ella misma no es; dicho de otra manera, que las cosas sólo se entienden si se entiende a fondo su contexto. Esta es la situación en nuestro caso. Podríamos no haber querido levantar la vista, mirar sólo a lo escolar sin referencia a lo social desde lo cual se define. Pero sería un intento vano, porque aquello que explica lo escolar no surge desde allí mismo. Los docentes debemos poder ver más allá; único modo de reinstalar la escuela en las condiciones que le permitan volver a alcanzar vigencia, volver a instalarse con pertinencia dentro de los ámbitos culturales contemporáneos.
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Imposibilidades escolares Resulta difícil entusiasmar a los estudiantes con las condiciones actuales de lo ofrecido por la escuela. Los bajos salarios de los docentes, en realidad, denuncian una situación más global en que ese problema se inscribe: falta de reconocimiento social al rol de quienes se dedican a la educación. Al perderse el liderazgo clásico que el maestro o el profesor guardaban en pequeñas comunidades de antaño, no se encuentra hoy que el educador resulte decisivo para la sociedad. No se le otorga lugar, en tanto para las políticas oficiales y la agenda pública resulta claro que no es la educación una prioridad. Por supuesto, los discursos dicen otra cosa;18 pero fuera de las retóricas que enfatizan últimamente el valor de lo educativo para el avance tecnológico y, consiguientemente, para el desarrollo económico y social, todos advertimos que en los hechos lo educativo se considera gasto y no inversión, y está sujeto a la condición de disminución del gasto público surgida de los permanentes programas de ajuste.
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En tanto el peso de la educación sobre la economía es muy mediado, y a su vez las políticas económicas en boga deploran la posibilidad de planificación estratégica, no resulta allí de interés la inversión educativa. De modo que los discursos oficiales han renovado el repertorio; ahora se habla de descentralización (ligada a la necesidad de sacar a lo escolar del gasto a nivel nacional), de ciudadanización (para aprovechar al servicio del privatismo la legitimación que la democracia ha ganado en el continente), de valor agregado por vía tecnológica a los productos (para pragmatizar la enseñanza, y enfatizar todo lo que sirva a la empresa privada, en desmedro de las ciencias sociales, las artes y las humanidades). Pero nada decisivo ha cambiado: seguimos advirtiendo cómo se pospone la temática, en cuanto se la entiende simplemente como una carga que se debe soportar. El desconocimiento del valor de la tarea docente genera otros efectos indeseables, por ejemplo, que en los centros de formación de maestros y profesores (en Argentina, normales y terciarios), la selección de los estudiantes lleve de entrada un sesgo negativo. No nos referimos a que las instituciones seleccionen a los candidatos, sino a que quienes se ofrecen como tales saben que van a estudiar para una "semiprofesión", según la llamó Gimeno Sacristán. Estudiarán para un saber que no les va a permitir ni prestigio personal, ni un mínimo bienestar económico. Esto hace que, de manera automática, aquellos que se acerquen a la carrera docente sustenten un bajo nivel de aspiración, lo
cual tiene alta correlación con una expectativa de performance débil; esto se asocia a estándares de escaso bagaje cultural previo, es decir, tendremos futuros docentes con déficit de formación, antes de la realización de los procesos formales de formación mismos. No es desdeñable el "efecto cascada" que a partir de allí se produce: si los docentes no son buenos, tampoco lo serán los procesos educativos que ellos protagonizan. Si es así, el desprestigio relativo de la educación habrá de agudizarse, de modo que quedamos dentro de un círculo vicioso que sólo una decidida y coherente política (política de conjunto, no sólo educativa) podría revertir. Decimos política de conjunto por varias razones. La principal es bastante obvia: la asignación de recursos a educación depende de decisiones del área económica, y no de las propias autoridades educativas. La educación depende de aquellos que no están dedicados a ella. Pero es más: problemas básicos como deserción o repitencia se asocian en nuestros países con la posibilidad de los alumnos de dedicarse a lo escolar, de concurrir hasta el establecimiento, de no tener que trabajar (o pedir limosna, o vagabundear) en el tiempo en que se dan las actividades. De modo que una política económica excluyente, como la que el neoliberalismo ha impuesto en Latinoamérica en la última década, tiene efectos netamente expulsivos, devastadores sobre la educación. No hay modo de resolver tales cuestiones desde,
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la educación misma. Sólo una visión Ingenua podría creer que los problemas de la educación se resuelven exclusivamente desde la educación. Una política que vuelva a sostener los grandes derechos sociales, que contenga las demandas elementales de la población, es la base para que las escuelas no agudicen la deserción, o no sean un simple sitio para acceder a la posibilidad de un desayuno o un almuerzo. Todos sabemos que a menudo la escuela está convirtiéndose en el espacio donde se intenta resolver las carencias de los alumnos desde el punto de vista alimentario; el esfuerzo asistencial es necesario, pero por supuesto ésta no puede ser la función de la institución escolar. Es la política económica la que deberá atender las demandas que surgen a partir de las disfunciones y problemas que propone la actividad en el ámbito educativo. Otra cuestión que hace a la eficacia relativa de la educación, y que también se juega más allá de su ámbito específico, es la relativa a los valores que una sociedad asume como válidos. Lo escolar implica esfuerzo, disciplina, paciencia: aun un alumno poco aplicado debe permanecer largos días y horas sentado, callado, debe esperar años antes de recoger el fruto, a veces magro, de un certificado que ayude a la hora de encontrar trabajo. Pero esto, dentro de una visión de sana competencia para obtener acceso a los bienes sociales, resulta lógico sólo si se respetan reglas de juego e igualdad de condiciones. En sociedades donde la corrupción, a nivel gubernamental o empresarial, llega a estándares muy
visibles y rotundos, el deseo de esforzarse tiende a desaparecer. ¿Para qué estudiar si el ejemplo de hombre exitoso es el de quien con velocidad trepa a la riqueza por vías ilícitas? ¿Qué sentido tiene el esfuerzo don- de se advierte que los que manejan los destinos económicos, políticos y aun culturales de una nación carecen de toda formación cultural, y a veces se ufanan de ello? De manera que la escuela depende también de estos factores ajenos: si no existe una moral pública suficientemente salvaguardada, resulta imposible que los estudiantes asuman con seriedad los esfuerzos que lo escolar demanda. En sociedades donde abundan corrupción y signos de facilidad para la riqueza ilegítima, lo escolar pierde posibilidad de sostenerse. Otro problema que enfrenta la escuela es el de la conocida "fuga hacia adelante" de los títulos y habilitaciones. Sucede que los puestos de trabajo, en sociedades donde el desempleo aumenta, son cada vez menores en número (si se los relaciona con la cantidad de demandantes); el acceso a puestos por vía de los títulos está cada vez menos garantizado. A su vez, los puestos existentes — al menos en Latinoamérica — durante los últimos años han perdido calidad en las prestaciones y nivel salarial. En una palabra: la posibilidad laboral es menor en cantidad, y más pobre en calidad. A ello se suma el avance relativo de la matrícula en los diferentes niveles educativos — muy marcada a partir de los años cincuenta — , de manera que el número de profesionales, y de titulados de diferentes niveles del sistema
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educativo, es muy superior al que existía décadas atrás. El resultado no es difícil de advertir: ahora se exige más para obtener menos. Es decir: el único modo de obtener un lugar preponderante en la competencia para llegar al puesto de trabajo, es avanzar aún más en la propia escolarización. Tener títulos más avanzados, poder destacarse por sobre los demás. Es ésta la gran paradoja de la educación: cuanto más se universaliza, finalidad que todos deseamos, menos es lo que ofrece a cambio del mismo logro. Cuando la Igualación de posibilidades llega — por ejemplo — a que la gran mayoría cumplió con la primarla, se hará Imprescindible para lograr un empleo haber llegado a la secundaria completa. Se va hacia adelante en la exigencia. Este fenómeno, común a la educación en cualquier latitud, se radicaliza en Latinoamérica por el hecho de que el desempleo crece desmesuradamente, y los puestos de trabajo ofrecen cada vez menos prestaciones sociales por la misma labor. En los países avanzados hay alto desempleo, pero existe el seguro para desempleados que permite cubrir dignamente la situación de falta de trabajo; entre nosotros, estamos a años luz de esa posibilidad. Y además, la decadencia de los salarios no los afecta de Igual modo. Siendo así, es en países de capitalismo periférico como los latinoamericanos donde la "fuga hacia adelante" muestra su rostro más patético: cada vez tenemos que hacer esfuerzos
mayores para obtener menos a cambio. La educación sigue siendo una promesa de movilidad social, pero sus exigencias crecen, y los resultados que ofrece son cada vez menos auspiciosos (aunque, bueno es señalarlo, no por ello desaparecen; todavía hoy es mejor disponer de una certificación escolar, que no tenerla). ¿Qué clase de promesa de movilidad ofrece la educación? ¿La educación promueve grandes cambios en lo social, una modificación de la distribución de los bienes y servicios para el conjunto de la sociedad? A menudo se ha afirmado lo anterior. Y trabajos como el de Bourdieu19 — que hoy ya son clásicos — han mostrado claramente lo contrario. La educación no modifica la estructura de clases; por el contrario, la refuerza, contribuye a su reproducción. Propone la posesión de capital simbólico (el conocimiento, o lo que oficialmente se toma por tal a nivel escolar), como valor de cambio que refuerza el lugar económico de clase desde el cual el acceso a ese capital simbólico se vio facilitado u obstaculizado. Es decir: quienes mejor son evaluados por lo escolar, son a la vez los que tenían mejores posibilidades a partir de su base cultural previa, ligada a su posición socioeconómica. Reduciendo: es altamente esperable que a los más ricos les vaya mejor con la escuela, y que sus privilegios económicos se refuercen con posteriores ventajas en titulaciones y reconocimiento escolar.
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De modo que, a nivel estructural, los que estaban mejor antes de entrar a lo escolar siguen estándolo luego de salir. Pero sin embargo, no debiera entenderse con esto que la promesa de la escuela es totalmente fatua. No se equivocan quienes apelan a lo escolar como un medio de avance social: porque algunos — unos pocos — sí modifican su situación personal, y se superan. Su logro escolar los lleva a mejores condiciones de competencia en el mercado socioeconómico, y consiguen un ascenso de su lugar en la pirámide social. Lo que ocurre es que, para que esos casos de personas de alta selección (es decir, casos de muy alto esfuerzo y rendimiento) provenientes de sectores sociales populares puedan darse, otros tienen que bajar desde su propio lugar. O sea: no es que la educación haga que haya una distribución estructural diferente del Ingreso y las prestaciones sociales, lo que se consigue es que la estructura reproduzca exactamente los mismos lugares relativos, sólo que ahora hay unos pocoscasos en que las personas que los ocupan han cambiado. Hay quienes lograron ocupar sitios que antes tenían otros, y éstos han caído en la escala. Ni tanto ni tan poco, entonces. Se equivocan quienes creen que es un simple espejismo la creencia de los sectores sociales más desfavorecidos respecto de que la educación los puede ayudar a mejorar económicamente. Algunos lo consiguen. Pero también es un error creer que la educación modifica la estructura de distribución social de beneficios, o
que ofrece una posibilidad de mejora mayoritaria. Los casos son individuales, puntuales. Una cuestión aledaña tiene que ver con el hecho de que la educación sirve para habilitar la posibilidad de trabajo no en una tarea especial (aquella para la cual se estudió), sino en cualquier tipo de tarea. Esto es algo que todo el mundo sabe, y que da a la educación un valor social mayor que (y ajeno a) lo propio de la formación recibida. Los títulos sirven para competir respecto de todo puesto de trabajo que aparezca. Esto se da por dos razones que sólo señalaremos, pues sería largo explicar: a-. La educación surgió independientemente del aparato productivo. No se estudiaba para habilitar en una profesión, sino para acceder al conocimiento elemental propio del bagaje de una determinada sociedad. El subsistema educativo y el subsistema económico (si nos figuramos la sociedad como un sistema social) no surgieron en mutua correspondencia. Por ello, es esperable que existan puestos de trabajo sin formación escolar que los provea, tanto como egresados del sistema educativo sin lugares de trabajo afines a su especialidad; esto ya lo habíamos apuntado al comienzo de este trabajo b-. Es propio de cualquier sociedad dividida en clases el requerir de procesos de legitimación de la desigualdad social. Ésta debe aparecer como si fuese natural y justificada. De modo que la educación es uno de estos mecanismos: justifica la división social del trabajo. Si alguien gana más que otro, podrá
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adjudicarse a su formación escolar. Si hay un solo puesto de trabajo y demasiados postulantes (como es hoy triste realidad cotidiana entre nosotros), todos aquellos que no son escogidos asumen que quedaron fuera no por una falla del sistema económico que los excluye, sino porque tuvieron menos recursos en la competencia. Creen que perdieron en buena ley; y los títulos y certificados de estudios han resultado esenciales a la hora de disputar por un sitio laboral cualquiera. Así podemos entender la importancia que los certificados escolares adquieren en la cuestión del acceso a puestos de trabajo. Resultan un mecanismo "limpio", aparentemente neutro, que permite resolver un problema fuerte y engorroso: cómo dejar aspirantes fuera — que en algunos casos tienen verdadera urgencia de poder emplearse — con la tranquila conciencia de que se trató de un simple trámite "objetivo" de confrontación de capacidades a través de lo expuesto por la certificación escolar. El que está sin trabajo parece que fuera porque lo merece. Y no está de más volver a recordar que los mejor calificados por la escuela no lo son sólo gracias a la magnitud de su esfuerzo individual, sino en gran medida por el lugar social ocupado previamente: no le va igual al graduado en las mejores escuelas priva das, que a los egresados de escuelas estatales de zonas marginales, ni al hijo del profesional que al del a lbañil.
Lo que venimos diciendo explica por qué la población sigue acudiendo a las escuelas. Pero también por qué pone en ellas cada vez menos esperanza y menos expectativa; finalmente, es verdad que de algo sirven las titulaciones. Pero — reiteramos — cada vez se pide más, y cada vez va a obtenerse menos. Los beneficios son lejanos, remotos, desproporcionados con el esfuerzo y la exigencia que implican. El resultado es esperable: apatía de los alumnos, pérdida de la capacidad de concentración y sistematicidad, escasa motivación. La escuela es posibilidad, pero ya hace tiempo que no resulta garantía de nada. Asistimos a un elemento clave de la deslegitimación progresiva de lo escolar. Ya no tenemos acceso a mejorar nuestra vida económica por la educación. Ahora la estrategia es meramente defensiva: tener alguna escolarización para que otros no nos pasen por encima. El efecto es muy diferente: antes la escuela era la gran promesa, a la cual se podía rodear de todos los halos espirituales, en tanto ofrecía buenas posibilidades terrenales. Hoy éstas han entrado en crisis, y por ello también el discurso que adscribía Importancia decisiva a la educación. Es cierto que todavía éste resuena: pero basta con mirar la agenda pública para advertir cuán poco importa a los gobiernos, en qué medida hay abismal diferencia entre aquella generación sarmientina que entendió lo educativo como proyecto estratégico del desarrollo en Argentina, y esta actualidad donde todo se limita a discursos de circunstancias, y a cubrir un mínimo presupuestario que
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mantenga lo elemental necesario para la permanencia en la existencia y actividad del sistema. Vayamos ahora a los problemas propiamente culturales de la institución educativa: su "estar fuera" de los patrones en uso. Esto tiene mucho que ver con la cuestión de lo posmoderno de la que habláramos más arriba, la cual se combina entre nosotros con las cuestiones económicosociales que acabamos de desarrollar. La escuela siempre "va detrás". Se encarga de socializar a las nuevas generaciones en los valores de las anteriores; por tanto, como ya hemos señalado, su rol es básicamente conservador. Pero esto, en períodos de fuertes modificaciones culturales, como ocurre en la actualidad, lleva a flagrante disfunción de la educación en relación con la realidad exterior. El espacio de tiza y pizarrón tiene poco que decir en la época de la computadora. El estilo de repetitivos discursos entra en ruptura con el predominio generalizado del vídeo. La lentitud del trabajo en cuadernos no se compadece con la vertiginosidad del canal televisivo por cable. El zap ping se lleva poco con el formato de los libros de texto. La escuela está muy atrasada en contenidos y formas si se la compara con la realidad a la que los estudiantes se enfrentan diariamente. Existe una especie de abismo entre una cosa y la otra. Desde la negación de la sexualidad que ha sido propia del discurso aséptico escolar, a la exhibición
desenfrenada de cuerpos en la pantalla familiar. Desde la paz pregonada, a los filmes de violencia inaudita vistos mientras se almuerza cordialmente. Desde la insistencia en una ética del esfuerzo, a los modos de enriquecimiento sugeridos por las series. No queremos — por supuesto — decir que lo de fuera "está bien", y que la escuela debe adaptarse a esto. No: queremos afirmar que no puede desconocerse esa situación, actuar como si no existiera. Porque ella actúa por sí, y el único modo de influir al respecto es hacerse cargo de su vigencia, y no practicar la supuesta astucia del avestruz al esconder la cabeza para no ver. La cultura posmodernizada del narcisismo, el sinsentido y el Individualismo pueden ser fuertemente rechazados: hay razones para hacerlo, si también nos hacemos cargo de los matices ya trabajados más atrás en este texto. No todo es allí negativo, y mucho menos resulta inmotivador pero sin duda falta solidaridad, falta compromiso, falta organización; habrá que reinstaurarlos, tal vez en una nueva modalidad que no podrá pretender reproducir modos que superó la historia, pero que de reconstituir ciertos principios en la nueva condición. Reinscribir viejos valores en nuevos moldes, lo que hará que tales valores ya no sean exactamente los mismos, pues los nuevos odres darán diverso sabor al vino.
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Ningún sentido tendría pretender restaurar el pasado. Simplemente, es imposible. Para peor, indeseable. Pero la palabra debe volver a recuperar espacio frente a la imagen generalizada, y el sentido debiera reaparecer, quizá fragmentario, pero presente, frente al vacío que lleva a los jóvenes hacia los extremos del alcoholismo (hasta hace poco casi inexistente para esa edad en Argentina), e incluso del suicidio (también afortunadamente ausente hasta los años ochenta para jóvenes en dicho país). 20 Los clásicos de la dialéctica enseñaban hace más de un siglo que no existe modo de superar una situación por vía de simplemente negarla. No se trata de hacer caso omiso de lo que propone la cultura posmoderna. Habrá que hacer su superación por vía de integración, saber asumirla para en todo caso ir más allá. Es éste el único programa posible para poder volver a poner la escuela a la altura de los tiempos. Si se queda en su presente falto de adecuación a la realidad, difícilmente lo escolar desaparezca, pues forma parte de tradiciones arraigadas que sería muy costoso políticamente pretender enfrentar; pero seguramente se iría apagando lentamente en cuanto a su pertinencia y su importancia relativa, como de hecho ya viene sucediendo estos últimos años. Los problemas económicos, de orden estructural, que ya señalamos, sólo se superarán si por vía política se encuentran modificaciones de fondo del rumbo neoliberal en curso. Nada está claro al respecto por ahora, dado que dicho modelo ya ha mostrado cuánto no puede resolver, pero a la
vez no ha sufrido desgaste fuerte, ni está puesto en jaque por alguna forma de resistencia generalizada, ni menos aún de planteo de alternativas claras. Sin embargo, sabemos que toda realidad genera su propia erosión y posterior caí- da: la época del ajuste sin fin dejará detrás la devastación social, y surgirá obviamente la necesidad de reconstruir — seguramente de un nuevo modo — los derechos sociales sacrificados en el altar absoluto del mercado. Entonces, será cuando fenómenos como el del "salto hacia adelante" podrán ser debatidos — y reconfigurados — en un nuevo contexto. Mientras, no es mucho lo que lq escuela misma pueda realizar al respecto. Las grandes directrices de la economía surgen de otras áreas, y la posibilidad de modificación de todo esto se da sólo en el área de lo propiamente político; para la escuela esto no es totalmente ajeno, pero sin duda no configura su actividad específica', ni es el espacio donde lo escolar pueda encontrar máxima eficacia. Por supuesto, vale la pena que allí se discutan los grandes temas del país, que incluyen su organización económica: muchas alternativas ideológicas se piensan desde lo académico. Afirmamos simplemente que las decisiones a respecto están fuera del aparato educativo. En cambio, es resorte del sistema educativo (sus autoridades, pero también y por decisión propia, de docentes, alumnos, directivos de establecimientos) trabajar en la modificación de las pautas culturales de lo escolar. Esto
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implica hacer lugar a nuevos contenidos; pero sin duda allí no reside lo único, ni siquiera lo principal. Se ha exagerado lo que pueda adscribirse a un cambio curricular. Por esto, los nuevos CBC (contenidos básicos comunes), en consonancia con la Ley Federal de Educación en Argentina, representan un cierto avance (por mayor actualización y rigor científico que lo anterior), pero son muestra de hasta qué punto tanto la legislación como la dirección de la gestión educativa no advierten para nada el tema de fondo. Porque no se trata de nuevos planes y programas solamente ni básicamente, aunque ellos sean bienvenidos. Se trata de otras formas, otras prácticas, otra manera de vida en lo escolar. Se trata de modificar la cultura institucional, la relación cotidiana, los intersticios que a veces no aparecen en lo programático, pero resulta el elemento central de la vida diaria escolar. Por supuesto, habrá que acabar con la escuela como perpetuo jardín de infantes. Lo escolar no es un santuario, ni los docentes son apóstoles espiritualizados, sin cuerpos ni intereses. La idealización espiritualizante de lo escolar tiende a dejar fuera los conflictos y los temas "tabú", haciendo de lo escolar un espacio donde muchas cosas no se dicen, donde lo crudo se disimula, donde el goce y la agresión se esconden para los sitios donde los alumnos pueden huir de la mirada de los garantes — en tanto autoridades — del orden institucional. Se necesita más rigor científico (a menudo
despegado de la identidad de los docentes, como si ciencia y docencia se opusieran), y a la vez más valentía para ensanchar el universo del discurso y no permitir que la escuela sea considerada un lugar ritual donde ninguna verdad puede ser dicha, y el único lenguaje permitido y consagrado es el de un angélico e insincero vivir al exclusivo servicio de la abnegación, los más abstractos valores morales, y el conocimiento como un bien por sí mismo. En lo posmoderno no hay lenguaje de sinceridad, sino de parodia; asunción de que aun lo más auténtico no deja de ser una especie de copia del discurso de otros. Esto, porque se entiende que todo está dicho, que todo está sabido, aun lo que en otras épocas se proscribía o silenciaba. De modo que los alumnos — vía TV — están "da vuelta" de poder verlo todo; absurda sería una escuela que siguiera con la imposibilidad de referirse a los temas decisivos para el hombre, como lo son el sexo y el poder 21 Habrá que incorporar el mundo externo a la escuela: incluir vídeos y computadoras. Éstas, como Instrumento general de trabajo para el conjunto de las tareas. Si bien es costoso, no hacerlo pondría a nuestro país aún más lejos de los más avanzados, y a los alumnos pobres aún más lejos de los ricos, que pueden acceder a la informática por vía familiar o de estudios extraescolares. Más que una materia "computación", se requiere el ingreso de todos en ese nuevo alfabeto contemporáneo.
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Con el vídeo, no se trata tampoco de esa sacra y pulcra remisión a los llamados "vídeos educativos". No es que éstos no resulten positivos; pero suelen hacer olvidar que lo fundamental es que los alumnos aprendan a deconstruir los mensajes que les llegan diariamente, por la TV familiar, y que no son propiamente edificantes ni propuestos como mensajes para aprender. Los estudiantes deberán hablar en clase de los weslerns, los culebrones, la publicidad, los programas políticos y los de humor. Aprender luego a ponerlos en palabra, a deconstruir sus supuestos, a discutirlos en grupo y reflexionarlos. Ello les será extremadamente útil para su vida cotidiana, y les quitará toda ingenuidad frente a los efectos diarios de los mensajes implícitos permanentes que ofrece la pantalla. Por supuesto, una amplia formación de los docentes se hace imprescindible. Para perderle el miedo a la tecnología contemporánea, y disponer las bases conceptuales imprescindibles. Esto será realizable, en la medida en que los docentes lleguen a interesarse, en cuanto adviertan que se pone en juego el mantenimiento mismo de su profesión y, lógicamente, siempre que las autoridades faciliten los medios pertinentes. Habrá que revolucionar la vida diaria de la escuela. Romper rutinas, flexibilizar métodos y horarios, abrirse a temáticas actuales. Habrá que modificar la disposición territorial de lo
escolar. En el nivel medio, la crisis es más obvia: son los adolescentes quienes más representan el desafío a la cultura del libro y la escritura. Los más "deconstruidos"; para con ellos no van los sermones de retorno al pasado, sólo la búsqueda genuina de despertar el interés y la motivación. Escuela abierta, escuela sin rigideces, escuela con nuevo concepto de la disciplina, del aprendizaje en relación con la salida fuera de aula y la participación directa de los alumnos. Todo un programa que apenas podemos esbozar, que habrá que Ir dibujando en concreto; se trata de la readecuación estructural de lo escolar á la cultura de nuestra época. Hay en Argentina ciertas experiencias de escuela con esta dinámica: Carlos Vergara, Luis Iglesias son algunos jalones en esta dirección. 22 Démosles lugar a la hora de pensar los nuevos modelos, las nuevas tendencias, adaptándolos a la situación del presente (hoy más que nunca, nada se inventa, todo presente se constituye con retazos del pasado). Escuela donde las nociones de placer y de juego no estén reñidas con las de conocimiento o Indagación. Donde se recupere la alegría inicial que acompaña al niño cuando aprende una nueva destreza, como caminar o comer. Donde autoridad sea sinónimo de puesta de límites necesarios, y no de reglas dentro de las que todo el mundo se siente cohibido y restringido.
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Parece cuestión de utopías. Pero este cambio de la cultura institucional es hoy una simple necesidad, dada a la vez con urgencia. La escuela cambia o muere lentamente, en perpetua agonía y decadencia. Está en todos los actores del sistema el resguardar una institución que, sin merecer sacralizaciones, ha colaborado con alguna de las mejores realizaciones de la modernidad: la posibilidad — diferencial, pero existente — para todos, dentro de la sociedad, de acceder al patrimonio cultural y cognoscitivo que ha legado la humanidad.
NOTAS 1
CEPRAL/UNESCO, Educación y conocimiento: eje de la transformación productiva con equidad, Santiago de Chile, 1992. 2 La critica a esta Idealización por la educación la hemos planteado en el capítulo tercero de nuestra tesis de doctorado, Para una crítica pal- coana/fllca de la educación, Univ. Nacional de San Luis, mecanog., 1994. 3 Al respecto, son conocidas las obras de J. Baudrillard, por ejemplo: El otro por sí mismo, Barcelona, Anagrama, 1988. También González Requena, J., El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Madrid, Cátedra, 1992. 4 Follari, R., Modernidad y posmodernidad: una ó ptica desde América Latina, Buenos Aires, Aique/Rei/IDEAS, 1990, cap, 3. 5 Castoriadis, C, Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedísa, 1988. 6 Follar!, R., Modernidad y posmodernidad-., op. cit. 7 Foucault, M., Un diàlogo sobre el poder, Madrid, Alianza, 1976. 8 Bourdieu, P, et al., La reproducción, Barcelona, Laia, 1970. 9 Ibíd. 10 Ibid. 11 Follar!, R.¡ Hernández, J. y Sánchez, F., Trabajo en comunidad: análisis y perspectivas, Buenos Aires, Humanista, 1989, cap. 4. 12 Auge, M., Los "no-lugares": espacios del anonimato, Barcelona, Gedisa, 1993.
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