[Libro] Chabod - Escritos Sobre Maquiavelo

August 5, 2018 | Author: Carlo Francesco Auditore | Category: Niccolò Machiavelli, Italy, Historiography, Truth, State (Polity)
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Descripción: Extractos y análisis de las principales obras de Maquiavelo por el historiador F. Chabod...

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Federico Chabod Escritos sobre Maquiavelo

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ta je e n la p o r t a d a : N ic o la o M a q u ia v e lo (1 -169 I W 7 )

£1 historiador italiano Federico Chabod (1901-1960) fue uno de los principales especialistas europeos en los problemas de la historia de la naturaleza del Estado; antifascista, resistente durante la segunda Guerra Mundial, desempeñó, luego de ésta, una intensa labor académica tanto en la investigación cuanto en la docencia. Uno de los intereses fundamentales de la obra escrita de Federico Chabod fue la figura de Maquiavelo, sobre cuyo pensamiento redactó textos de divulgación y ensayos especializados que hoy en día se juzgan de indispensable consulta para los interesados en el tema. Escritos sobre Maquiavelo constituye una compilación pormenorizada de su labor en torno al primer gran pensador político de los tiempos modernos; cubre una amplia gama de géneros y proporciona una visión completa, apasionada, sellada por la elegancia y la precisión del pensamiento y el estilo de Chabod. Nos acerca, además, a uno de los intelectuales italianos importantes del siglo XX que hasta ahora era prácticamente desconocido para amplios círculos de lectores de nuestro idioma vol. II; y , finalmente, para las Lettere familiar!' Cósica de E . A lvisi, Florencia, 1887. La presente edición se ha realizado, para alf*nos /ex/os contenidos en ella, en cuidadosa confrontación con la de la tradufion inglesa, Machiavelli and the Renaissance (landres, ¡978), y loS evet,tuales añadidos que Chabod efectuó han sido trasladados a ésta en vers,ón de Vittorio De Caprariis,y figuran entre corchetes. Por último, algunas remisiones de los encargad0* ^ revisión han sido también encerradas entre corchetes, con el agregadi ^ indicación N E it.

NOTA A I.A EDICIÓN ITALIANA

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Gradas a la cortés ayuda y a la colaboración de parientes, amigos y estudiosos de Federico Chabod, todos unidos en este acto de homenaje a su memoria, ¡a editorial Giulio Einaudi ha podido emprender la publicación de las obras del gran historiador fallecido, el primero —junto con Croce y Salvemini— cuyos escritos completos se reunirán en un solo cuerpo de volúmenes. La generosa aquiescencia de la señora Jeanne Chabod ha hecho posible esta empresa. A l profesor Ernesto Sestan se le debe el haberla perfeccionado,y a los profesores Vittorio De Caprariis, Luigi Firpo, Rosario Romeo, Paolo Seriniy Franco Veniuri, la ordenación definitiva del plan editorial. Vittorio De Caprariis ha cuidado especialmente, en este volumen y el siguiente, la revisión de algunos textos, y en todo el trabajo ha estado junto a nosotros, con su experiencia de discípulo de Federico Chabod. Paolo Serini, Franco Venturi y Gianfraneo Torcelian tuvieron a su cargo la recopilación de estos textos, lo que ha sido posible merced a la gentil conformidad de ¡a Unione Tipográfico-Editrice Torinece, el Istituto del!’ Enciclopedia italiana, las editoriales Latería, Sanconiy Bompiani, la Nuova Rivista Storica, el Archivum Romanicumy ¡a Rivista Storica Italiana. A todos ellos llegue el sincero agradecimiento del editor.

Escritos sobre M aquiavelo

Introducción a « E l p r í n c i p e » (>924 )

Publicada como introducción a la obra de Nicolás Maquiavelo, U Principt, Unione Tipografico-Editrice Torinese, Turin, 1924, y reimpresa sin modificaciones en 1944, 1960 y 196a, en varias ediciones. Fue traducida al inglés, con algunos retoques en las notas, bajo el título de «An lntroduction to The Prince», en MachiaveUiand the R enaissance, Londres, 1958, pp. 1-29.

Ni tranquila ni ordenada es la vida de Florencia en el momento en que Maquiavelo sale por primera vez de su cerrado mundo familiar para adentrarse en el juego de la pasión colectiva: en el período que va de 1494 a 1498, las clases sociales de la República se convulsio­ nan, intentando, aunque vanamente, reconstruir el Estado munici­ pal, y se agitan tumultuosas ante el eco de las frondosas prédicas de Gcrolamo Savonarola. Ante la multitud aparecen por momentos, remotas e inasibles, pero cargadas de oscuro sentido, las figuras bíblicas que el fraile dominico, en sus peroratas, llama de nuevo a la vida, y aquélla cree, aun cuando su creencia vibre sólo con apasionamiento exterior, sin mutación profunda, manifestando de consuno con el audaz paladín su fe en la reconstrucción del mundo moral y de la vida política. Nicolás se mantiene apartado; solo c indiferente sigue, desde el rincón más lejano de la plaza, con leve sonrisa irónica ', los variados aspectos de la pasión banderiza, descubriendo, por debajo de la apariencia divina, el motivo humano que inspira la prédica del monje, analizando con fría seguridad sus mentiras 2 y revelando, sin vacilaciones, la lastimosa incapacidad del pueblo que fluctúa entre un partido y otro, ora plegándose a las órdenes de Roma, ora dejándose atrapar de nuevo por el veloz y rutilante desfile de las imágenes que evoca ese reformador tan poco fácil de domar. No quiere, este joven y oscuro florentino, confundirse con la masa; su palabra tiene un extraño dejo de amargura y desdén, y su pensamien­ to se moldea, con una terca hostilidad, a la que no cabe, sin embargo, confundir con la otra — contenida, por motivos prácticos y preci­ sos— de los bochófilos **. La ironía y el desdén de Nicolás son los de quien se encuentra fuera del conflicto inmediato y lo contempla 1 Cf. la sintética y hermosa figura de G . C arducci, «Dell» svolgimentu delta letrera tura nazionatc». en Distorsi Ittnrañ r storiri, Bolonia, 1899, p. i j$ . 1 LtU trt fam iliari, cd. Alvisí, Florencia. 188), III, del 9 de marro de 1497. * lis la traducción más aproximada de ptiUschi (singular, fwiies(o), «partidarios de las bochas», como se llamaba a la saaón, en Florencia, a los del partido de los Médicis, aludiendo probablemente al escudo de esa familia, que ostenta rocíes. A su vez, llamaban p'tagwm (singular, ¿Mgffew), «llorones»», a los seguidores de Savonarola. (N . deJ T .)

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con la tranquilidad del crítico, no con la pasión interesada del que es actor en él. Por supuesto que Maquiavelo no podía prever en aquella coyuntura que, a su vez, y a poca distancia en el tiempo, también él habría de predicar, incomprendido y ridiculizado; que, a su vez, invocaría las imágenes bíblicas para infundir a su exhortación la amplitud y austeridad de la amonestación divina; ni, finalmente, que su admonición acabaría en la condena práctica, así como la profecía de Savonarola se perdió en la tranquilidad de la muerte. Tampoco estaba en condiciones, en aquellos primeros días de vida espiritual, de reconocer en sí una secreta y lejana correspondencia con el ánimo de aquel fraile a quien juzgaba agriamente; es decir, de descubrir en su ánimo el comienzo, todavía velado, del desarrollo imaginativo que luego se expresaría claramente en la creación de E l príncipe. Porque, en Nicolás, la capacidad lógica, que se revela en la seguridad y exactitud de la urdimbre teórica, así como la conciencia profunda de la realidad, muy viva en esa su perfección del análisis humano, se consuman y convierten en pensamiento vivo, orgánico y total sólo a través de su prepotente e inagotable imaginación. Muy distinta, en verdad, de la de Savonarola, la cual, originada en un acto de rebelión más o menos sentimental contra la historia, únicamente consigue edificar a partir de la negación, mientras que la otra, aceptando la resultancia de los tiempos, la somete a una potencia de desarrollo nueva; pero, en definitiva, también es imaginación. Contenida y aclarada, por otra parte, en virtud de un apasionado amor por la creación política, oscuro acto del pensamiento del que surgen insospechados desarrollos de los datos de la realidad: por donde Maquiavelo, en lo que respecta a su carrera práctica, en medio de las peripecias de sus cargos, se nos presenta, no ya como el diplomático, en el sentido que la palabra tenía en el siglo XV, sino como el estadista que Italia no había conocido en mucho tiempo. Vedle ante «El Valentino» *. La República lo ha enviado, a él, ignorado y pobre secretario de cancillería, a quien faltará incluso el dinero durante el viaje 3, inexperto en el tratamiento de los asuntos*1 • «Duque Valentino», o «El Valentino», se le llamaba popularmente a César Borgia, en Italia, a causa de su dignidad de duque de Valentinois, que le había sido otorgada por Luis X l l de Francia (cf. tapa, p. >94). Ahora bien, tanto Maquiavelo como Chabod, casi invariablemente, al referirse a él, lo hacen por medio de esc mote. En la presente traducción se mantendrá «El Valentino» — prácticamente desconocido fuera de Italia— , siempre que ello no implique oscuridad en las frases ni dé lugar a dudas. (N . d tl T .) 1 L tttm Jam iliari X X X II I, X X X IV y X X X V . Valori y Buonaccorsi le consiguen treinta ducados de oro. Sus aprietos financieros los describe él mismo, Ltga^Mar a ! data Vauatk» , cartas X III, X IV , X X X V I y X X X V III.

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de Estado 4 y todavía asombrado ante el ovillo de acontecimientos que se han desarrollado en los últimos tiempos, para vigilar un poco más de cerca las empresas de ese condottiero burlón, enigmático, tan hermético como la fina malla de acero que le ciñe el cuerpo: una figura de dominador, pensativa, con esos ojos tan vivaces en la palidez del rostro, casi austera si no fuese por la fina línea de los labios que parecería retener una sonrisa socarrona. Y Nicolás, una vez que le ha oído hablar y le ha visto actuar entre aquellos señorones de más bajo cuño, olvida un tanto que es el embajador de una República que aguarda ansiosa sus noticias — por lo que sus amigos se ven forzados a recomendarle mayor diligencia— y se deja llevar, complaciéndose en ello, por su propio juicio, pretendiendo incluso inhabilitar el de sus mandantes; quienes le responden, por boca de un amigo, el honrado y concienzudo Buonaccorsi, que refiera los hechos y deje a otros la tarea de juzgarlos 5. Más tarde se marcha al Tirol, cerca del emperador Maximiliano, y al principio informa a la Señoría, detalladamente, sobre la marcha general de las tramitaciones. Pero la información, el despacho diplomático, no le satisfacen: en esc mundo nuevo, que rápidamente ha aprendido a conocer, hay algo que le atrae más que las decisiones inmediatas del emperador, y se le presenta un problema vasto y grave, que para él vale mucho más que los hechos menudos: de ahí el Rapporto dtlle cose delta Magna, el Discorso y los Ritratti, pues la embajada en Francia le ha hecho interesarse más por la naturaleza de los franceses y los asuntos de ese reino que por las cautas pláticas de Georges d’ Amboise, cardenal de Ruán. No olvida el hecho determinado, concreto, que motiva su pensamiento, y de este modo, poco a poco, se adiestra en la diplomacia, arte difícil y largo, avezándose en ella, si bien a él, diplomático por fortuna y no de raza, suele faltarle la primera cualidad del jugador hábil: la capacidad de superar el impacto de la primera impresión, el detener el curso del sentimiento personal en la discreción del análisis sereno y contem­ plativo. Pero pronto, con natural ingenuo y milagroso, hace de ella un mero impulso inicial para un largo peregrinar con la fantásía creadora, que le es imposible frenar aun cuando haya «abandonado

4 Hasta el pumo de que consideraba mejor contar con un asesor, «por necesitarse hombre de más discurso, mis reputación y que entienda más del mundo que yo...», Ltgayont a l iota V alta/¡no, carta X X X V II del 14 de diciembre de ijo a. * Lettere jam tltan, X X X II: «(...) me parece (...) que no podéis formular juicio tan terminante (...) como habéis hecho y prudentemente discurrido; todo eso retirad, y para el juicio remitios a otros (...)»

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totalmente... su práctica» 6 y se encuentre a oscuras, sin certezas. Resulta difícil compararlo con los demás diplomáticos de la época, especialmente los venecianos, ni siquiera con aquellos merca­ deres florentinos como Roberto Acciaiuoli o Francesco Guicciardini 7. Estos lo son, realmente, por naturaleza; casi se diría que se advierte en ellos, evidenciada en su máxima expresión, la capacidad de indiferencia y cálculo de una larga serie de antepasados, en un principio experimentados en arriesgar el dinero de sus bancas, confiándose un poco en el azar y en un vago crédito, y luego diestros, serenamente conscientes, para jugar la suerte de sus Estados. En ellos — aun cuando al informar acerca de sus misiones se muestren más precisos, más cautos, y a veces más especialmente agudos que Nicolás— surge en el fondo la curiosidad estrictamente intelectual del artista que sabe que debe trazar un cuadro rápido, pero perfecto, en el cual asomen las motivaciones más diversas y contrastantes; de ahí esc buscar, con perspicacia y finura iniguala­ bles, la variada maraña de las causas, ese detenerse en el alma del hombre para descubrir sus más arcanas resonancias; pero, en este caso, el interés se limita al esfuerzo y la sagacidad de la intuición critica. El estilo mismo, nítido, transparente, sin sobresaltos, sin agudeza en la expresión, revela, bajo la tenue sonrisa del embajador que narra, la angustia y la casi mezquindad del hombre de negocios, alejado de un apego en exceso pasional a las cosas. Perfectamente lógica será, pues, la actitud del mayor de esos aventureros de gobierno, messtr Francesco Guicciardini 8, cuando después se dedique a escribir, pensando en Gonzalo de Córdoba, dos discursos 910 , el primero para aconsejarle venir a Italia, y el segundo para disuadirle de ello; o bien cuando aconseje al papa Clemente V il, primero, la alianza con Carlos V, y, luego, lo aparte de ella ,0; lo que le acucia no es tanto la concreción del propósito en acción, la importancia práctica efectiva — acerca de la cual se tiene la impre­ sión de verle inclinar la cabeza, con una semisonrisa entre escéptica y despreciativa— , cuanto el determinar con sabiduría infinita la 6 ¡bid.%C X X V 1II, a Francesco Vctiori, de julio de t ; 1 5. 7 «(,..) dos de las más sabias cabezas de Italia». B. V a r ch i , Storta florentina, Milán, 1 8 4 5 , 1, p. 3x3. * [Esta caracterización de Guicciardini era injusta y errónea. Más tarde he cambiado de opinión, la cual, en el momento de escribir el presente ensayo, estaba todavía indebidamente influida por la de De Sanctis. Cf. mi artículo «Guicciardini», en \incidopedia italiana, X V III (19)))» pp. 2X4- « M 9 Oiteorti politisi, V y V I, en Opere inedite, editadas por G . Canestrini, Florencia, 1857, I, pp. *44“* í°10 Ibid., X III y X IV , ed. cit., pp. )o6>$48<

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decisión misma, construyéndola cautamente dentro del juego difícil y desconcertante de los sentimientos n. Pero, para Nicolás, la refinada complacencia de descubrir, de cuando en cuando, los distintos hilos del alma humana, sólo es válida porque en seguida puede servirse de ella para crear el hecho nuevo, la etapa siguiente en donde el análisis primitivo pierde su carácter limitado —puramente intelectivo, diría yo— y se convierte en motivo inspirador; por consiguiente, moral: el hecho histórico no se agota en su entorno inmediato, sino que se desarrolla en su potencia creadora. De tal suerte, la virtud analítica de Maquiavelo será menos penetrante, menos sensible a las más leves vibraciones y menos acabada que la de Guicciardini: la «privacidad» de éste tiene una precisión y delicadeza de perfiles, una sabiduría en los matices ciertamente jamás alcanzada por la «generalidad» del otro; pero, mientras que en el lugarteniente de la Santa Iglesia romana la reconstrucción del acontecimiento suele quedar fuera del alma, y con demasiada frecuencia es el regodeo de un talante curioso IZ, en el secretario de los Diez de Bailiazgo una investigación semejante se^ torna inmediatamente en profunda resonancia sentimental, que, por tanto, la convierte en centro de una vida no indiferente ni amorfa, devolviéndola al pensamiento con un nuevo alcance, del cual se origina la creación. Por ello, después de la legación oficial, redacta el breve escrito — memoria personal, comentario fugaz— en el que, bajo el aparente rigor y la impasibilidad del análisis, además de la silogística coordi­ nación del relato, se percibe un interés atentísimo, que no se inclina* 11 Guiseppe Ferrari dice de Guicciardini: «Se queda en e) hecho, maravillosamente descrito, aceptado intelectual pero nunca moralmcntc {Corso s*flt urittori ¡m litki t/aJuiu e strameriy Milán, 1862, p. 309.) Ferrari atribuye esta actitud a una consciente posición crítica: la ironía del pensamiento que domina los hechos y no quiere descender a ellos para reformarlos con su vitalidad, sino que busca evitarse cualquier turbación. Y , efectivamente, muchas veces, mtsstr Francesco parece reducirse a la contemplación para olvidar la tristeza de la vida y la miseria de los tiempos. A veces se encuentra, en su finísimo análisis, un sentimiento de contenido desdén; otras, un ligero extravio, una distnfa amargura. Pero, casi siempre, al aceptar intclectualmente el hecho, terminaba olvidando en él cualquier otro elemento, incluso su propia humanidad; se tranquiliza con el estilo de la investigación, sin advertir que aquí reside, únicamente, la liberación del tormento intimo. Por consiguiente, no querrá crear nada nuevo, ser fxtraia& nte, y Se limitará a su pm aeidad y a su dhtrtción. ** En esto reside, asimismo, la profunda diferencia que separa el análisis psicológico de Guicciardini del otro, empero admirable y a primera vista no muy distinto en su expresión formal de los grandes franceses iiel siglo xvit, 1.a Rochcfoucauld, por ejemplo, y del mismo Montaigne. En éstos, la capacidad de profundizar en las motivaciones humanas proviene, a su vez, de otro motivo humano, el cual le infunde el sentido de contenida melancolía de que se la encuentra impregnada. En el primero, muchas veces, tal motivación es simplemente intclectualista. Las «memorias» no se convierten en «máximas».

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tanto por el acontecimiento narrado cuanto por los distintos moti­ vos de vida en él contenidos; asi como la necesidad de crearse, de cuando en cuando, una experiencia nueva, de ampliar la urdimbre lógica de su espíritu merced a una búsqueda siempre renovada en el desarrollo concreto de las pasiones humanas. I.e ocurre, desde luego, el detenerse larga e insistentemente en unos hechos que otro diplomático habría quizá referido hasta con mayor precisión, pero encasillándolos en la continuidad de los recuerdos, sin mayor relieve: así es como su embajada ante César Borgia y la rebelión del valle de Chiana le sugieren los primeros fragmentos de reflexión política, el punto de partida del discurso incisivo y rápido, y, mientras que alguno de aquellos amables mercaderes florentinos o venecianos, verdaderos señores en todo — en la inflexión de la voz, en la mirada serena y pacata, en la verba sutil y exenta de turbaciones pasionales— , hubiera preferido más bien una estancia en la Roma papal, aquel centro de la vida europea, él restringe a los limites del mero compromiso de oficio la legación ante Julio 11, entreteniéndo­ se, en cambio, en los otros dos hechos. Ambiente más restringido: ni rumbosidad de particulares, ni solemnidad de ceremonias, ni agitadas intrigas cortesanas o habladurías palaciegas, sino ¡cuánta mayor posibilidad de experiencia, de reelaboración intima y de reconstrucción en la que la virtud del Estado florentino encuentre verdaderos términos de comparación y esclarecimiento! El mero hecho de haber posado la mirada en esos dos aconteci­ mientos — hoy, para nosotros, transfigurados en la reconstrucción maquiaveliana, pero a la sazón no muy diferentes de muchos otros y, sobre todo, no primordiales para los diplomáticos de profesión, cuando estaba en Italia Fernando el Católico y existía un Luis X II— , ese solo hecho expresa ya la profunda y sustancial diferencia que pone de manifiesto la tan distinta orientación espiritual que separa a Nicolás de los demás. Así, pues, desde el principio no es difícil advertir, aun en la aparente reserva del secretario, la conformación inicial de la «imagi­ nación política», que después se transparenta claramente en los Decennali, poca cosa si se los considera en su valor artístico, pero agudos c interesantes en grado sumo para quien advierta en ellos la patente manifestación de esa necesidad de extraer de la confusión de los hechos una lección, es decir, una nueva experiencia. En ellos no existen las restricciones oficiales;, la reserva, a duras penas y trabajo­ samente alcanzada, desaparece, y surgen expresiones inusitadas,

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ásperas, juicios despectivos 1J, además de advertencias y consejos. Nicolás concluye el Deeenna/e primo invocando la milicia propia M, esa creación suya por la que pasa su experiencia y en la que reside su genio renovador. Nicolás desea convertir en realidad esa creación: primero la menciona en la composición literaria, y luego lá afirma en la práctica de gobierno, y asi nacen las «ordenanzas» de infantería y de caballería. Ahi está el verdadero Maquiavelo, que recoge todos los elementos dispersos de su experiencia, proyectándolos a una existen­ cia distinta y más vasta que ellos, vistos en su valor singular y determinado, no parecerían autorizar. Sobre este particular, mencio­ na las compañías de arqueros franceses, las infanterías suiza y alemana, la milicia romana: memoria clásica y vida moderna influyen por igual en su capacidad de experiencia. A continuación, retornan­ do bruscamente a su país, concibe una nueva posibilidad para éste, y transforma el motivo puramente intelectual en momento volunta­ rio y pasional. La imaginación complementa la lógica y el acto de fe integra la visión teórica. Miradle, por otra parte, en su vida privada: igual vivacidad de sentimientos, idéntica necesidad de recoger en sí las voces más variadas, y una sensibilidad semejante; aspira a ser agradable en la conversación, servicial para con los amigos, dispuesto a la broma tanto como a la-discusión animada, y quiere acercar un -poco su existencia a la de los demás, aun cuando su espíritu crítico le haga percibir la miseria moral de sus contemporáneos. Podrá ser leyenda lo que cuenta Varchi, que creyó morir de pena por haberse visto postergado en favor de Donato Giannotti en el nombramiento para el secretariado, y por saberse universalmente odiado ,s; pero la leyenda refleja el ánimo del hombre quien, después de haberlos condenado con el pensamiento, pretende empero seguir cerca .de quienes son objeto de su teórico desdén. Es comprensible que haya podido dedicar los Discorsi,«... obra en verdad de argumento nuevo, y nunca más intentada... por persona alguna» l6, a los amigos de las l} Acerca de Florencia: «Os posabais aquí con el pico abierto / a esperar que de Francia viniera alguien / a traeros maná en el desierto („.)» (Dtccmah primo). «Pues vosotros, por huir de tantas penas, / como los que otra cosa hacer no pueden (...)» {ibid.). 14 «Mas fuera fácil el camino, y corto, / si volvieseis a abrir el templo de .Marte.» 15 B. V a r c h i : of>. cit.t I, p, t so. Sobre la muerte de Maquiavelo, cf. P. V iix a r i : N ám íi M tcbiaveiii e i sm i tempi, Milán, 1Í9 7 , III, p. 566; O. T omma$|NI: L m rtfa e ¿ li itfitti di X k n íé Matbiaveíl», Roma, t, II, pp. 900 y ss. El candidato preferido a Maquiavelo file Francesco Terugi, quien, 'durante los dos añus anteriores, habla sido primer secretario ¿ f tos Ocho de * Gestión, cargo abolido después. Acerca de la muerte de Maquiavelo, como obre más jeeiepee, cf. H. R idolv): V ita d i N tfeúii Masbiavetti, Roma, 19)4, pp, 374 jr ss.) ** J . N a rd i : Istorh dtibt afta di F / n q r , Florencia, 444a, t, V il, II. 77.

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Orti Oricellari *; que éstos le escucharan con reverencia y estupor, y que, por último, en la conjura contra los Médicis de 1522, no quedara libre de la sospecha de haber exaltado, con sus conversacio­ nes, los ánimos de los conjurados. Guicciardini era «muy soberbio por naturaleza», avaro y arras­ trado por su ambición personal, al decir de sus contemporáneos ,7; pero él, con todos sus desdenes y sus momentáneos sarcasmos, volvía a la vida, y a cada momento deseaba sumergirse de nuevo en ella sin vacilaciones para transfundir los conceptos en acción y las palabras en consejos concretos, para llenarse el alma con otras cosas aún no conocidas que le sirvieran más tarde, en el silencio del escritorio, para tejer otros razonamientos. Es así como el pensador, que dedica toda su vida a la búsqueda continua de experiencias — y experiencias‘políticas— , las reduce al esquema lógico para, finalmen­ te, reavivar éste con el apasionamiento y la intrepidez de la síntesis última. Sobrevienen las ulteriores mutaciones de la vida italiana: el dominio veneciano se derrumba, Julio 11 se une a Fernando el Católico, Ravena ve desvanecerse las veleidades hcgemónicas del rey de Francia y Prato abre el camino para la aniquilación de la efímera República florentina. Ix>s Médicis regresan, Picr Soderini es desterra­ do a Ragúsa, y Maquiavelo, aún no suficientemente diplomático como para hacerse agradecer por el gobierno restaurado, hombre extravagante y de juicio fuera de lo común 18 a causa de esa incansable imaginación suya que, además, le hace sospechoso, paga los desvarios políticos con el alejamiento de la ciudad. Se retira a «L’ Albergaccio», villa tranquila y solitaria, f a s tareas prácticas quedan lejos, y el ruido de la multitud se pierde en la calma melancólica de los bosques, por los cuales pasea leyendo. Y es aquí, entonces, en la obligada soledad, donde surgen aislados, sin orden formal, los primeros fragmentos de los Discorsi19 y las cartas a Vettori. Ahora bien, si en las notas sobre Tito Livio, el rigor del análisis y la proyección del pensamiento hacia un mundo lejano, hacia el pasado, pueden ocultar lo que en el fondo hay de no analítico o de * Nombre dado a las reuniones platónicas de sabios y escritores aue tenían lugar en Florencia, durante el Renacimiento, en los |ardincs de Bernardo de Ruccllai, cuñado de l.orcnzo el Magnífico. (JV. sea, que una de las causas de la decadencia romana sería, una vez más, el condoticrismo. Asi, también: «Roma, por tanto, mientras estuvo bien ordenada (que lo estuvo hasta los Gracos), no tuvo ningún soldado que considerase este ejercicio como arte (...)» { E l arte de la fie rra , I). Cf. M. Hobohm, op. cit., 11, pp. 105 y ss.

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evaluación tan limitado. Porque si Maquiavelo alcanza a ver la desunión y la fragilidad de los dominios territoriales de unas repúblicas como Venecia y Florencia, que han adquirido imperio y no fuerzas; si, inspirado también por el sentir común a los hombres de su época, les reprocha a aquéllas el haber creado súbditos y no compañeros frente a los dominios principescos, no se pregunta si la debilidad deriva de la falta de unión entre las partes, o bien de algún grave error inherente a la constitución misma del Estado, o simple­ mente de su incapacidad de obstaculizar acertadamente la acción de potencias más grandes, más fuertes y más ricas. Maquiavelo observa a los príncipes y su desidia, se extiende en su ruindad militar, se detiene en su molicie sin averiguar si, además de estos motivos particulares y humanos, no habrá algún otro más grave que pueda explicar los grandes terrores, las súbitas fugas o las milagrosas pérdidas. Logra a veces vislumbrar el mal en los gentilhombres, pero no va más allá, antes bien, aconseja instituir los principados en las tierras donde exista gran desigualdad l32, como si la mano regia fuera omnipotente y debiera obrar milagros repentinamente; y suele terminar poniendo en primer plano la figura del príncipe, causa de toda iniquidad. El doctrinarismo militar 133 y la costumbre del juicio individualizado pesan con excesiva fuerza sobre el pensamiento del escritor, quien, además, se encuentra en mayor medida limitado por otras carencias. Tampoco era solamente a causa de su indiferencia por los valores económicos — fruto, a su vez, de la concepción militaresca, y por ello no un germen de fuerza, sino de corrupción— por lo que Maquiavelo vislumbraba en la riqueza y la propiedad privada unas causas, en su opinión, de debilitamiento y de aversión por las armas, sino también debido a un persistente espíritu municipal, por lo que se alza contra la comarca 134*. A aquella multitud dispersa y confusa, oprimida por el yugo brutal de la política de las comunas, y mantenida alejada, no ya de la actividad pública, sino incluso de la propia vida espiritual y moral de la ciudad, Maquiavelo no la salva; a lo sumo, le concede la condición de satélite de los tiranos >35. >« D iscurm , I. LV. Asi lo llama R. Kester, op. t il., p. 179. E. VC. M ayes, op. til., p. 100. Son de poco valor, en cambio, el estudio de V. T angorra , •II pensiero económico di Niccoló Machievelli». en Sajjgi criliti di economía política, Turin, 1900, pp. m - 1 1 9 , y las observaciones de E. G kbhart , L is historien! /lorenlins de la Renaittanee t i til commenccments tir fétonemit poliliqne el socialt, Waris, 1 S79, pp. t8 y ss. ,JS 1.a comarca debe ser llamada a las armas por los tiranos, para cumplir «el oficio que debiera hacer la plebe» cuando esta les es contraria (Discursos, I, X L). Dicha tarca puede ser realizada por satélites forasteros o por vecinos poderosos con los cuales se concierten los principes. Vale decir

ACERCA DE «EL PRINCIPE», DE NICOLÁS MAQUIAVELO

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Y sin embargo llegará el momento en que tendrá que apelar a los campesinos, tantos años despreciados por la burguesía urbana, para pedirles intervención directa en la vida del Estado; pero aun entonces, justamente cuando todas las barreras parecerán romperse, volverá a surgir el ciudadano, desconfiado y cauto, que teme por la seguridad de su dominación y, en consecuencia, humilla a los hombres de una tierra, sometiéndolos a un jefe que esté separado de ellos por los viejos rencores de aldea 136. ¡El amor por la ciudad natal sigue suscitando los sentimientos de la era comunal!

Maquiavelo y la religión Motivos todos de estrechez espiritual, agravados en último término por esa disposición fundamental del espíritu de Maquiavelo que poco experimenta la emoción de cualquier movimiento espiri­ tual no contenido en la pura idea política; que ignora no sólo lo eterno y lo trascendente 137, sino también la duda moral y el ansia tumultuosa de una conciencia que se repliega sobre sí misma 138; que, en consecuencia, se ve forzadamente llevado a transmutar el valor a la vez humano y místico de una fe en valor plenamente político, encuadrado en las leyes y en los órdenes del Estado. La religión bien puede constituir, junto con las leyes buenas y la milicia, el fundamento de la vida nacional l39; pero lo que aquí sale a la luz no es el sentimiento en sí, no su necesidad por el alma misma del hombre que encuentre en ella el sostén donde apoyar su natural inquietud, sino más bien el carácter práctico que deriva de ella, por constituir un freno para la corrupción y un elemento para el que la comarca, cuando Maquiavelo ae dirige a los tiranos y retoma a su tiempo, queda fuera de la vida interna del lutado; al paso que el mismo advierte lo contrario en la lección de su modelo, «siendo una misma cosa la comarca y Roma». * * Sumamente significativa, en relación con este aspecto de Maquiavelo, es la tulla istitm^ione delta añora m ilicia, reproducida en P. V i l l a s i , op. ti/., I, pp. 6)7-642. En los consejos finales sobre la manera de proveer a que las milicias no hagan mm¡ se resume toda la desconfianza del ciudadano, que tenia ya tres siglos de existencia, y aunque en sus razonamientos Maquiavelo condene a las repúblicas que crearon súbditos y no compañeros, en la acción práctica no puede alejarse, tampoco, del hábito de gobierno que maldice. Esto aparece con toda evidencia en los consejos respecto del distrito. 137 R . F bsteíi. op. eií.t p. 146. ,3> N o creo, pues, en absoluto, en la capacidad religiosa de Maquiavelo, según sostiene O. T ommasini op. a/., I, pp. 699 y ss.); su deseo de reformar la Iglesia de Roma se debía a motivos muy distintos de los que habían movido a los disidentes y reformadores de la ¿poca (mientras que Tommasini los pone a todos en un mismo plano, ibid., p. 758). Cf.» en cambio, las acertadas observaciones de F. M p.in e ck e , D ie Idee der Staatsrasoa, pp. 58 y 44. 139 Nótese empero que en E l principe también el valor político de la religión está enormemente reducido, en comparación con los Discursos. Cf. más adelante.

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desarrollo ordenado de la vida colectiva. Identifica la religión con su forma exterior, tal como la dejan ver sus instituciones ,4°; y el valor moral que ella acarrea a la existencia de los pueblos es el de una fuerza coactiva que desciende de las alturas, amaestrando sabiamente los ánimos y ratificándolos en el cumplimiento de sus deberes civiles. Por tanto, todo movimiento religioso pierde su intimo carácter, se despoja de su contenido místico y conserva únicamente los definidos motivos políticos con los que una y otra vez se ha revestido necesariamente, y que han podido constituir un poderoso empuje en su formación, pero no el único. Precisamente en Savonarola, Maquiavelo no ve más que al profeta desarmado, y se encierra en una indiferente e irónica reserva respecto a la voz de Dios, que animaba al fraile de San Marcos 141, sin advertir que las huellas del fracaso de una predicación tan violenta se han mantenido con vigor en él mismo; porque su irritación por los errores políticos de Savonarola, reordenador del gobierno, se trueca inconscientemente en desprecio por el eclesiástico e, insertándose en el fondo natural* mente poco religioso de su ánimo, determina en gran medida su acrimonia contra la Iglesia. Nicolás retoma, amplía y lleva a una hostilidad más general contra el papado — causa de la corrupción de Italia— el desdén del monje dominico contra Alejandro V I, mien­ tras simultáneamente los excesos de la reacción del fraile refuerzan su despreciativa incredulidad, que culminará más tarde en la crea­ ción de fray Timoteo; el momento particular de aversión por un pontífice se convierte en hostilidad continua y tenaz ,42, y dentro de tal desarrollo madura la concepción religiosa de Maquiavelo, forma­ da por elementos teóricos y prácticos, y limitada por la naturaleza de su pensar, así como por la educación de su espíritu ,4}.

Iw E. VT. M ayrr . ep. t il., p. 97. Queda, pues, entendido que. para Maquiavelo, no se puede hablar de un Estado lait» en el sentido moderno. 141 «...) el fraile Gerolamo Savonarola fue persuadido de que hablaba con Dios. Y o no quiero juzgar si decía verdad o no, pues de un hombre como él se debe hablar con reverencia (...)» (Discursos, I, XI). Acerca de la posición de Maquiavelo frente a Savonarola hay agudas observaciones en O. T omuasini, op. til., I,p p . 160 y ss. En cambio, P. V il l a r ! las tiene menos felices (L e ¡loria d i Gtrolamo Savonarola, Florencia. 1887, 1, p. J19 ; II. p. 107), mientras que J . Sc h n itzer se refiere a ello brevemente y sin excesivo cuidado {Savonarola, Munich, 19 14, I, p. 192. Pero C f., asimismo, II, p. 10 7 ), nn. 96 y 99). 142 Sobre la aversión de Maquiavelo hacia el papado, cf. R. F ester , «a . n/.,pp.8o y ss. i«] Para la influencia a tonlrario de Savonarola sobre Maquiavelo, cf. J . L uc Ha ir e , op. ti!., p. 281. También G . de L eva buscaba una relación entre la educación espiritual de Maquiavelo y la palabra de Savonarola (Sloria documtnlala di Cario V , Venecia, 186), I, p. 1)9).

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E l señor nuevo y la nueva ilusión de Maquiavelo De modo que el mundo espiritual del que surge el príncipe se encuentra limitado exclusivamente a su lineamento político-militar. La vida del pueblo se esfuma de la consideración del escritor. Y dado que las cortes y las armas se expresan en quien se enseñorea de ellas, y se concretan en una determinada figura humana, se concluye en que los príncipes son causa de la ruina de Italia ,44. Pero, dado que en ellos está el origen del error, en ellos estará el remedio. Y mientras que Savonarola, para quien los principes eran también la fuente de toda perfidia y los creía enviados por Dios para castigar los pecados de los súbditos, trató de construir su mundo segregándolos de la vida social, Nicolás se detiene en ellos y se limita a sus figuras. Y he aquí que surge el señor nuevo. Ya en otras ocasiones Maquiavelo se ha aferrado a la virtud individual para corregir la vileza de la masa y para restablecer el buen orden, ya antes ha creído en ella como fuente de salud del Estado 14 145. También cuando se mueve por entre la compleja vida del pueblo de Roma se le vuelve a aparecer, como centro ordenador, este valor aislado; y suele retornar 146, ratificado en la existencia, más rica en motivaciones y más vasta, del pueblo. En este aspecto, Maquiavelo se adapta bien a los limites de la historia italiana y acepta los dictámenes del Renacimiento. Con esta afirmación de la virtud individual reaparece en Nicolás la limitación humana existente en Guicciardini. 144 Entre muchos ejemplos citables, cf. E / principe, XIIt «(...) y el que decía que b causa eran nuestros pecados decía verdad; mas no eran los que él creía, sino éstos que yo he reseñado, y, por ser pecados de principes, también ellos han padecido su castigo»; D iunrrn, II, X V III: «Y bajo los pecados de los principes italianos, que han hecho a Italia sierva de los forasteros (...)»; III, X X IX : «No se duelen los principes de ningún pecado que cometen los pueblos que tienen gobernados, porque tales pecados deben de originarse, bien de su negligencia, bien de estar ellos mismos manchados de errores semejantes»; H l arte ck lo puerro, V il: «Pero volvamos a los italianos, los cuales, por no haber tenido principes sabios, no han adoptado ningún orden bueno, y por no haber tenido la necesidad que tuvieron los españoles, no los han tomado para si, de suerte que han quedado como el vituperio del mundo. Pero los pueblos no tienen la culpa, sino sus principes, los cuales fueron por ello castigados, y por su ignorancia han recibido justos castigos (...)» Los miembros conservan mucha virtud y la materia sigue siendo excelente ( £ / principe, X X V I). 145 Cf. los exhaustivos análisis de E . f f . M a t e s , op. tí/., pp. ■ I y ss., I ) y ss.; de F. E r c Ol e , «Lo Stato nel pensiero di Niccoló Machiavelli» cit., p. 8 y ss. del extracto; «La difesa dedo Stato in Machiavelli», en Política, marzo-abril de 19 2 1, pp. t x - i) , v paaim en todos los demás trabajos que se mencionan más adelante; y F. M e in e c x e . ule Idte der StcuUiraton, pp. 40 y ss.; «Einfñhrung», PB-21 y ss, 144 Pero no siempre: la misma Roma, que no tuvo «un Licurgo que la ordenase de tal manera en el principio, que pudiera vivir largo tiempo libre», arribó a la perfección por la desunión entre la plebe y el Senado: «lo que no había hecho un ordenador, lo ht20 el acaso» [Diicurios, I, II). O sea, que ia virtud del ordenador no es ya totalmente indispensable para la prosperidad del Estado.

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Pero las demás veces la virtud del hombre alterna con los buenos órdenes; la capacidad de renovación está contenida, no ya únicamen­ te en el ánimo de un individuo, sino en la fuerza misma de las leyes, es decir, en el vigor vital del pueblo, que encuentra dentro de sí bondad y orden para rehacerse con arreglo a su principio y para retornar a la grandeza >47. Y el reordenador no es ya un tirano, sino que se limita a llevar de nuevo a la ciudad por el buen camino y a restituirle plenamente sus órdenes primeros 148. Algunas veces, Nicolás vacila. No es que no crea en la virtud ni que haya perdido la fe en la facultad de conquista y dominio del hombre, pero sí que ésta le parece demasiado ligada a los cambios de fortuna, demasiado unida a la fragilidad de la existencia *49. Y aun cuando esta vacilación no sea todavía totalmente conciencia nueva, que haga advertir la vanidad de la tentativa singular cuando falte el fundamento, y la acción del condotiero no se vea respondida por una plenitud de vida íntima en la masa; aun cuando la duda muy a menudo se origine en un motivo particular y no en una súbita mutación de pensamiento, por larguísima que fuese (en su opinión) la vida humana, o bien si cuando la virtud pudiera traspasarse ¡unto con el imperio ella sola bastase para mantener en pie a los estados, a pesar de ello Maquiavelo vuelve a detenerse. En ese contraste entre el ciudadano del Renacimiento y el pensador, que en ciertos momentos excede los términos de su edad, podría hallarse el origen del hombre nuevo. Pero ahora cesan las dudas; los órdenes adecuados desaparecen; desaparece también el retorno al principio ordenador de la Repúbli­ ca, y sólo queda la virtud del príncipe para animar la materia inerte con la impulsora fuerza de su voluntad. Ciudad, pueblo, ordenamien­ tos adecuados, retorno a los principios para volver a organizar la 147 D iurnos, 111. I. I4# «Verdad es. sin embargo, que, cuando ocurre (...) que por buena suene de la dudad surge en ella un sabio, bueno y poderoso ciudadano que ordena leyes mediante las cuales los humores de nobles y lugareños se aquieten o se apacigüen de modo que no pueden obrar mal, entonces a esa dudad se le puede llamar libre y considerarse estable V firme ese lisiado. Porque estando basado en buenas leyes y buenos órdenes, no tiene necesidad de la virtud de un hombre, como tienen los demás, que lo mantenga» (Historias fhrtntinas. V I, 1). 149 «De donde procede que los reinos que dependen sólo de la virtud de un hombre sean poco durables, poraue esa virtud les viene a falcar junto con la vida de él. y raras veces sucede que sea revivida con la sucesión (...). Así. pues, la salud de una República o de un remo no reside en tener un príncipe que prudentemente gobierne mientras viva, sino uno que lo ordene de manera que. aun muriendo, se mantenga» (Dssmrsps, 1, X I); «(...) una ciudad llegada a la declinación por corrupción de la materia, si llegara a suceder que jamás se levantara, ello ocurriría por virtud de un hombre vivo entonces, no en virtud de lo universal capaz de sostener los órdenes adecuados, y apenas el mismo muere, ella retoma sus prístinos hábitos (...) y la razón consiste en que no puede haber un hombre de tanta vida como para que el tiempo le lleve a acostumbrarse a una ciudad desde mucho arras mal acostumbrada: y si uno de larguísima vida, o dos sucesiones virtuosas continuadas no lo disponen asi, ante su falta (...) se arruina» (ibíd., X V II).

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sociedad en su base primitiva, todo eso queda lejos. En el apasiona­ miento de la creación, que tiene ante sí a su tiempo y desea empaparlo de nuevo vigor, se anulan las diferencias, las vacilaciones del pensamiento, las primeras dudas acerca de la capacidad ordena­ dora del hombre, el hombre de la última historia italiana; y éste reaparece al final, completamente solo, él y sus armas, avezado en los enredos diplomáticos, dotado de plena sabiduría civil y libre de toda debilidad. Es el redentor que reparará los pecados de los antiguos señores con su gloria de príncipe nuevo ,5°. Y no acude Maquiavelo, cual si semejante reconstrucción fuese vana, como si ésta fuese su grande y última ilusión. Creer que donde habían venido desmadejándose todas las fuerzas vivas de la nación y aún no había aparecido ninguna nueva; que en la tierra en la que ya no era la burguesía comunal la que regía con su energía el gobierno, y no habían surgido una nueva conciencia ni una nueva clase capaz de sustituirla; que en esos dominios todavía desunidos y fragmentarios, debilitados día tras día, política y económicamente, por la presión de los grandes estados occidentales; que en medio de una gente que había extraviado, a causa de la literatura y el humanismo, el sentido de la vida moral y de las necesidades sociales, aun cuando siguiese conservando las suscepti­ bilidades particularistas; creer, decimos, que un condotiero de milicias pudiese resucitar la suerte declinante de Italia y ordenar aquel Estado, que no habían logrado conjuntar ni la prepotente vitalidad de las comunas ni la voluntad unitarista de los grandes señores del siglo xiv, imaginar que bastase con reformar al hombre y la milicia, y fueran por ello suficientes los actos de una voluntad singular, la percepción aguda de los acontecimientos, la capacidad de movimientos y la severidad de conducta de un señor aislado, para mantener en pie, incluso para reconstruir, lo que tenía que derrum­ barse por la propia necesidad de las cosas, por la justa conclusión de toda una vicisitud histórica, era un sueño bello, audaz, formida­ ble, pero sueño al fin. ,so Me parece temeraria la afirmación de L ochairf . (op. eit.. p. joo), de que Maquiavelo, «dans ce terrible dtlemme, plus de républkjue, ou poim d ’unitc ttalienne, entrevoit cene solution: accepter la monarchic, que démolira les vieilles barrieres, refondra ensuire les formes sociales, fera la nación: le peuple reprendra ensuire ses drorts. II esquissair ainsi l’htstoirc future des nations curopéenncs» (en este terrible dilema de falta de República o nada de unidad italiana, vislumbraba esta solución: aceptar la monarquía, que había de demoler las viejas barreras, refundiendo luego las formas sociales y forjando la nación; después, el pueblo recuperará sus derechos. Así bosquejaba la historia futura de las naciones europeas). Esto me parece como querer hacer de Maquiavelo un p ro fe ta a toda costa, cuando él miraba con muy malos ojos a los profetas. Desde el momento en que acepta al príncipe, no ae detiene a pensar en alteraciones futuras, ni sucAa con la República que pudiera suceder al principado de los Médtcts.

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Y Maquiavelo, que, ebrio de gloria popular romana, condena a César, yerra en este momento al presagiar los milagros de un Valentino 151 o de otro cualquiera de los Médicis, porque la obra de ellos, aunque admirable en cuanto a sabiduría de gobierno, no habría podido encaminar a la sociedad italiana por vías distintas de aquellas por las que naturalmente se estaba precipitando. El príncipe, con arreglo al consejo y la admonición de Nicolás, habría tenido que contradecir los resultados de dos siglos de vida y torcer el curso de los acontecimientos hacia limites distintos de aquellos en los cuales iban fatalmente a cerrarse. Y aunque la apasionada visión del pueblo y de sus fuerzas sanas le impulse la primera vez a condenar al «tirano» — ¡y qué tirano!— , después, la voluntad de una Italia nuevamente fuerte, capaz y libre le impide evaluar con exactitud el «castillejo» edificado en el ansia tormentosa de un ocio triste. Trastornado por la pasionalidad del sentimiento y la imagina­ ción, Maquiavelo termina contradiciéndose a sí mismo; su pesimis­ mo teórico se trueca de improviso en confianza ilimitada en el hombre de gobierno, y no sólo en él, sino también en el pueblo que espera al redentor, totalmente dispuesto a seguirlo, con lo cual revela no ser otra cosa que un esqueleto intelectual, incapaz de contener el desborde de la vida pasional,52; el escepticismo se convierte en el más emocionado grito de esperanza y de fe, y las palabras de desprecio por el hombre, criatura de por sí malvada, se trasmutan en la invocación, que se hace religiosa y acoge dentro de sí el recuerdo bíblico. Pero ni aun cuando se aquieta en la contemplación del «ejército propio», ni siquiera entonces, Nicolás advierte los contrasentidos en que cae. Depositar la seguridad del Estado en las manos de todos, y no ya solamente en las de los ciudadanos, sino también en las de los pobres habitantes del campo, rcuniéndolos para la más grave tarea que pueda encargársele al hombre en pro de la colectividad; interesar en la salvación y la integridad del territorio a cuantos en él viven; buscar el fundamento de la vida pública en el deber común i*i Decía Montesquieu: «Machiavcl ciaic plcin de son idolc, le duc de Valentino»» (Maquis* velo estaba muy imbuido de su héroe, el duque de Valenttnoís) (Esprit d a lois, X X I X , X IX .) 152 Y en ello reside, asimismo, la diferencia entre el pesimismo de Maquiavelo y el de Guicciardini: en el primero, la vivacidad del sentimiento logra anular, muchas veces, la afirmación teórica, remitiéndose confiada a ios hombres que el intelecto desprecia; en el segundo, la afirmación teórica, aunque menos abrupta, concuerda perfectamente con la indiferencia del ánimo, por to cual m attr Francesco no sólo habla del pueblo como de un animal loco, sino que, de conformidad con su pensamiento, se guarda muy bien de mezclarse con el. E s soberbio, eomo notan sus contemporáneos, mientras que Maquiavelo es servicial con los amigos y, en la vida, también un hombre del pueblo.

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frente al enemigo, significaba introducir una alteración radical en la constitución, no sólo militar, sino sobre todo política y moral; en otras palabras, significaba saltar más allá de la historia de los tiempos, más allá de la historia a la que el propio escritor se remitía en toda su construcción política. Maquiavelo cierra los ojos ante esto. Y no sólo eso, sino que, en la acción práctica de gobierno, la inmediatez y la necesidad de actuar le impiden vislumbrar las correlaciones existentes entre las instruc­ ciones dadas a las comunas descontentas y su concepto de la milicia como baluarte de la patria, al propio tiempo que sanciona, como secretario de los Nueve, el desmembramiento y la escisión interna del Estado, y consagra la desconfianza de una comarca hacia otra y de todas juntas hacia la ciudad 153; pero tampoco más tarde, al reducir a lineamento teórico el primitivo bosquejo práctico, repara en el valor decididamente revolucionario que de las instituciones militares pasa al cuerpo político en su conjunto. Se preguntará acerca de la manera de hacer jurar a los soldados 154 y tratará de averiguar qué religión puede hacer afrontar con serenidad el sacrificio; pero, mientras, asienta las bases del principa­ do nuevo en las armas propias, sin advertir que las «armas suyas» son la contradicción más flagrante e irremediable de su constitución política. Suele resultarle oscura la manera en que, para hacer jurar realmente a los soldados, se precise una religión que él no les ofrece, así como que antes de exigir el sacrificio sea preciso crear una conciencia común, por lo menos regional, y una conmoción política que provenga de advertir, aunque sea confusamente, la pasión del gobierno indisolublemente ligada a la pasión de los súbditos ,5S. ,B A dviene a las comunas, contrarias a la nueva leva, que sus hombres quedarían de guardia en su tierra, y trata de aplacar su enfado con la promesa de dejar a cada ciudad sus hijos para defenderse: «(...) del gran número no ha de servirse esta República sino para guardar vuestra tierra, porque, cuando lo quiera para servirse del mismo en otro lugar, nunca llegará a b tercera parte J e los enrolados, y siendo pagados, irá quien uuicra ir, y no otros»: a la Comuna de Modigliana, 14 de enero de 1 j 12 . en S rri/li intditi d i Al. M útbiarelli ritguardanti la t/oria t la m ilicia. compilados por G . C a n estm n i , Florencia, 18)7, pp. j 7j- 3 74. Cf. asimismo la carta del mismo tenor c igual fecha, dirigida a la Comuna de Marradi, ÍW ., p. J69, y en cuanto a la desconfianza respecto a los sábditoi, basta con la Rnis^imr talla insiila^itm dtlla nutra m ilicia, ya ciad a. Acerca de la milicia florentina y de los problemas políticos que su formación planteaba, véase el hermoso análisis de M. Hobohu , I, especialmente pp. 420 y ss. '** «¿Qué podté prometerles por lo cual tengan, reverentemente, que amarme o temerme, una vez que, terminada la guerra, no tengan ya nada que convenir conmigo? ¿D e qué he de hacerles avergonzar, si han nacido y d ecid o sin vergüenza? ¿Por qué habrán de aceptarme ellos, que no me conocen? ¿Por qué Dios, o por qué santos, he de hacerles jurar? ¿Por los que adoran o por los que maldicen?» (E l trlt dt la p a rra , VII). 155 C f. las agudas observaciones de R. F estek , tp . ti/., p. 88. Una fugaz, aunque muy feliz intuición tiene también G . F errari, M errlU guidne delie rtvo/u^itai d ti uostri um pi, Florencia, 19 2 1, pp. 60 y ss., donde por un momento advierte el equívoco fundamental de E l prfacipt, antes de dejarse atrapar nuevamente por el drama subterráneo de sus güelfos y gibelinos.

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Ni siquiera se pregunta si realmente es de interés del principe de un Estado vasto y fuerte el crear una milicia de ciudadanos, a la que habría que adiestrar durante mucho tiempo para que estuviese en condiciones de soportar ventajosamente el choque de los recios mercenarios extranjeros, hasta el punto de hacer dudar de la eficacia y, sobre todo, de la oportunidad del remedio; o si le conviene al jefe absoluto de un dominio el poner las armas en manos de unos súbditos que con frecuencia podrían servirse de ellas para desalojarlo del palacio ducal. En este giro de su pensamiento, en este comienzo de una profunda crisis espiritual, de la que tal vez podría salir sin esperan­ zas, aunque sí con mayor capacidad de juicio, Maquiavelo se queda a medio camino y sigue estando constreñido por la minucia de la cuestión. Se agota en el análisis técnico, sin vislumbrar el nexo con la totalidad de la constitución del dominio. En la conformación del principado rechaza al pueblo como fuerza creadora, pero pronto vuelve a recurrir a él para confiarse a su fuerza moral. El encuadre general y el puntal nuevo no son de la misma madera y se ensamblan mal. Pero Nicolás no repara en ello e intenta recomponer, con conmovedora tenacidad, un edificio destinado a derrumbarse al primer soplo impetuoso de viento. 1.a contradicción no se evita porque está en las cosas. Porque, sustancialmcnte, Maquiavelo pretende una milicia nacional debido a que encuentra la causa de la ruina italiana en la corrupción militar; sanada ésta, todo vuelve a ordenarse correctamente. Y resulta que sólo mira el remedio en sí, sin advertir qué profundas alteraciones puede introducir en la materia a la cual se aplica, ni qué vigor requiere de los tejidos para ser soportado. Pero la contradicción tampoco se evita porque, al demandar que las armas les sean confiadas a los hombres de la tierra, Maquiavelo vuelve a ser el hombre de los municipios, el descendiente de los antiguos burgueses de la Comuna libre; en este momento no es un profeta del porvenir, sino, simplemente, un evocador anacrónico de un pasado que tiene que extinguirse ,56. No advierte cuál es el 1M Intentar ver en Maquiavelo a un precursor de loa tiempos modernos es un craso error. El pueblo en armas del florentino no es más que la resurrección, momentánea c inútil, de las viejas milicias comunales (sean cuales fueren las modificaciones técnicas que necesariamente haya que aportar). I j i conscripción obligatoria moderna, aparte de todas las diferencias, ni pequeñas ni leves, de carácter particular, se basa en una constitución política interna del Estado tan distinta que hace imposible toda comparación. Para ser verdaderamente el profeta de nuestros tiempos, Maquiavelo habría tenido ouc modificar no solamente el ordenamiento militar, sino también, siquiera teóricamente, el político, en cuyo marco, únicamente, deben contemplarse las reformas particulares, todo lo cual supondría pretender demasiado. Lo cierto es que él, hombre del

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sentimiento que le mueve, y cree predicar una nueva fórmula de salvación, siendo que repite palabras viejas vueltas a usar en aquellos tiempos calamitosos 1S7 * *; y ni siquiera se percata, justamente él, de que, al hacerlo, vuelve a caer nada menos que en medio de la edad savonaroliana, asumiendo, inconscientemente o no, sus motivacio­ nes ,58. El ciudadano florentino, confirmado en su fe por el largo estudio de la grandeza militar de la Roma republicana, reaparece bruscamente, contradiciendo al preceptor del principe nuevo 159. Por tanto, esa confusa confianza en el pueblo, más fuerte que cualquier pesimismo teórico, pero necesaria, sin embargo, para encomendarle las armas, queda como un sentimiento ingenuo y oscuro, incapaz todavía de aclararse a sí mismo los motivos de su proceder y de librarse de las contradicciones; y si E / arte de ¡a guerra es, por el espíritu que lo invade, el escrito de Maquiavelo que más se acerca a los Discursos', si en E i principe mismo, los capítulos que en mayor medida recuerdan el gran comentario acerca de Tito Livio son, precisamente, los que se refieren a la constitución militar del nuevo Estado, hay aquí, empero, sólo una parte del pensamiento de los Discursos, un único aspecto de la fuerza que animaba el mundo romano. Al regresar a su tiempo y dedicarse a una tarea precisa de reformador, Nicolás cree aportar un nuevo germen de vida, y ni siquiera logra desarrollarlo acabadamente; su experiencia puede incluso insinuarle un intento de reordenamiento, pero siempre limitándolo a un campo en particular, y no tiene fuerza suficiente, cuando se encuentra con el mundo del Renacimiento, para infundirle todos los elementos de que debiera estar constituida. Renacimiento en cuanto a su razonamiento político, se volvía hombre del siglo xin en las consideraciones militares. Y es precisamente Guicciardini quien nos dice cuál era la naturaleza real de las reformas castrenses: «Por la misma época se empató a tener en cuenta la ordenanza de los batallones, cosa que había existido antiguamente en nuestra comarca, cuando se hacían las guerras no con soldados mercenarios y forasteros, sino con ciudadanos y súbditos nuestros; después se había interrumpido desde unos doscientos años atrás, aunque antes del 94 se hubiera pensado algunas veces en renovarla: y después del 94, en estas adversidades nuestras, muchos dijeron alguna vez que seria bueno volver a la antigua usanza, si bien nunca se la sometió a consulta, ni se le dio ni elaboró principio alguno a su respecto. A ello se inclinó después la opinión de Maquiavelo (...)» {Storia/iornum , cap. X X IX , en las O fert im ditt, 111, p. $14). 1,7 La idea estaba en el aire y los mismos literatos empezaban a presentarla (V. Z a bu ch in , V irgilio m i Rhauim toio, cit.. I, pp. 149). Asimismo, en Francia, casi por la misma época en que Maquiavelo escribía E l prim ipt, Scyssct, aunque con más prudencia y cautela, aconsejaba la institución de una milicia nacional propia. Cf. A . J acquet . «Oaude de Scyssel», en Rtrm Jet Q m itaiu H úlorifoet. I.V II ( 1( 9 1) , pp. 41) y ss. 157 De confiar las armas a los ciudadanos ya habla hablado, en realidad, Domcntco Cccchi (P. V il l a r !, L a ¡loria d i Gtrolamo Sarooanla, cit., I, p. 4) x; O. T o suíasini, op, til., I, pp. 141 y 949; M. Hobohu , op. tu ., I, pp. 44 y ss.), con la diferencia de que, en el movimiento savonnroliano, ía reforma militar era más lógica que en E l priaript. ,M Maquiavelo, en verdad, se remite también al ejemplo de César Borgia, pero la reforma militar del Valentino se asemejaba al ejército permanente, es decir, tenia una finalidad completa­ mente distinta y hasta contraria a la del escritor (H obohu , op. t il., II, p. 197),

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Restringido, pues, dentro de unos límites de pensamiento que no llega a anular, Nicolás crea su principado sin percibir la inanidad de su esfuerzo, y en la febril excitación de la pasión libre de todo freno se deja ir en la visión creadora, sin medir con exactitud su valor concreto. Cuadro y resumen teórico de la historia italiana en cuanto a sus consecuencias, JE/ príncipe vive, además, en la esperanza inútil: los señores de Italia la han echado al olvido. Pero precisamente esto da singular relieve al breve tratado: en él se ve a cada paso el esfuerzo desesperado de volver a poner en pie lo que está destinado a derrumbarse; el trágico propósito de construir en el vacío; el desenfreno del sentimiento que, en último término, arremete en su conmoción contra el análisis y cobra grandiosidad de admonición religiosa. Y no sin tristeza se aprecia el formidable ajetreo de una mente sin par que busca, con apasionada fe, que surja el redentor, sin advertir que su misma tarea de crear revela la decadencia de la materia en la que vanamente pretende insuflar la virtud 160. Otras obras, a primera vista más falaces, revelan en aquel tiempo, en Europa, el estremecimiento de nuevos gérmenes de vida 161; ésta, infinitamente superior a todas por su potencia imaginativa, tanto como por el dramatismo de sus relieves, evidencia en cambio la extinción de una vida gloriosa que ha terminado su curso l62*. De tal manera, E l principe es, a la vez, síntesis y condena de dos siglos de historia italiana; y mucho más que su pretendida inmora­ lidad, debiera impresionar a los comentaristas la infinita miseria a la que precipitaba la suerte de nuestra civilización ,6J. ,u Cf. en este temido c! juicio de !'. G regorovius : «El libro de EJt priiuipt (...) es también el documento m is tremendo de la edad en que fue escrito, y no menos tremendo lo es de la personalidad histórica del propio César Borgia» (Stohm delta littá d i Roma m ¡ M idió Evo, Roma. 1900-1901, IV , p. j 58). M is precisamente, en la Utopia de Tomás Moro, en la cual B. C hoce encuentra, con razón, la critica de las condiciones sociales de Inglaterra durante la disolución de la economía feudal {M atiríalitm o ¡torito idicooomia marxittica, p .i4 j.C f. asimismo P .V il l a r i , op. lit ., II, pp. 4 0991$.). '** J . A ddincton S tmonds ( R t a v n m t m Ita lj, Londres, iSSo-tSM>, 1, p. 305) dice que el sistema de Maquiavelo no implicarla riesgos para las funciones de un organismo social en condiciones normales; pero no se pregunta cuál es la anormalidad del organismo de Maquiavelo. IU Sobre la falacia práctica del pensamiento de Maquiavelo se extiende G . Ferrari, quien la aprovecha para una imaginativa figura literaria del escritor: «El se constituye en antipapa del universo, verdadero Satanás, scóor del mundo, de las naciones... arrastrado por la pctufancia de su genio crea una nigromancia política que distribuye coronas a placer entre los elegidos de la razón humana» (Corto mg/i urittori p o lilla italiani 1 straaitri, Milán, 1861, pp. 197-198). Sigue sus huellas A . O r ia n i , en una brillante critica de la política y el pensamiento de Maquiavelo (en Fino o Dogati, Barí. 1918, pp. 143-139 y, más brevemente, en L a ¡olla polilita ia Italia, Florencia, 1 9 11 , 1, pp. 130-133). Pero su critica es exagerada y, sobre todo, superficial, porque no parte del reconocimiento exacto de los limites de Maquiavelo. Acerca de la posición de Oriani ante el escritor florentino, cf. las agudas observaciones de R. S e b e a , S e rilli im diti, Florencia, 19 19 . pp. 109-110.

V.

«POST RES PERDITAS»

E l desengaño de Maquiavelo; el principe se convierte en puro criterio de interpretación histórica Efectivamente, el príncipe invocado no acudió. Antes al contra­ rio, a la vuelta de pocos años nuevos acontecimientos se encargaron de demostrar cumplidamente el error práctico de Maquiavelo. El empobrecimiento del sueño de grandeza de los Médicis en las querellas por el ducado de Urbino, que revelaban en Lorenzo algo muy distinto a un temple de reformador; la nueva irrupción de los franceses en Lombardía, de donde vuelve a huir Massimiliano Sforza, convertido de duque en privado, con el fin de evitar las fatigas e incomodidades de las armas; las incertidumbres y la indiferencia de I-eón X ; la muerte del príncipe al cual estaba originariamente dedicado el tratado, el único de la casa de los Médicis algo amigo de Nicolás IM; y, sobre todo, la oscura disolu­ ción de toda determinación vigorosa en el ánimo de los gobernantes, como si desde lejos les atormentase siempre la pesadilla extranjera, todo ello le hace patente a Maquiavelo la vanidad y la desolación de su esperanza. El fracaso de su mundo nuevo está bien reflejado en la leyenda que corre acerca de él y de su Lorenzo, el principe que prefiere los perros de caza al memorial que contiene la lección de las cosas ,65. Y la admonición es recogida. Pero no ya en su interioridad, en su significado profundo, pues eso querría decir, para Nicolás, descubrir de repente todos los errores de su anterior manera de razonar y trasponer los limites que le están marcados a su pensa­ miento. No; él seguirá acusando a las armas mercenarias y a los príncipes de la infelicidad de Italia, y antes bien creerá hallar, en los16 4 164 O. T0 MMAS1NI, tp. t il; 11. p. IO). «Nicolás Maquiavelo presentó a Picr |l-orenao| de Médicis su libro E l prhuipt, llegando a ofrecérselo en el momento en que, asimismo, le regalaban una pareja de perros para acoplar, ante lo que respondió con su mejor gesto y mucho más amablemente que al donativo de aquél, por lo cual se marchó resentido y hubo de decir a sus amigos que él no era hombre de hacer conjuras contra los principes, pero que si éstos no tenían en cuenta sus opiniones, se producirían muchas de aquéllas, como queriendo significar que su libro le vengaría» (d t. en E. acvisi. Introducción a la edición de las L rf/trt fam iliari cit.. p- X IV ).

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nuevos acontecimientos que se desarrollan ante sus ojos, motivo para una imprecación todavía más áspera, todavía más insistente ,46. Se aferra a la misma orientación espiritual; su experiencia se enriquece con nuevos datos que acaban por coordinarse con los del tiempo pasado, pero no logran cambiar la constitución íntima de su pensamiento. Advierte únicamente que la realidad le es adversa, sin llegar a ver con precisión cuál es el sentido oculto de tal adversidad. Ya en el momento de la elaboración de E / principe, c inmediatamente después, prevé que su voz no será escuchada; pero carga las culpas a la pasión humana, a la fortuna que ciega a los hombres y les impide escuchar una saludable advertencia 167. Entre tanto, la pasional y confiada aspiración se va agostando en la amargura del recuerdo; la excitación se debilita en melancólica visión, que se vuelve hacia el pasado para averiguar sus formas de vida. Por ello, el príncipe, que era antes un criterio de interpretación de los acontecimientos l6S, se transfigura en un ideal y se estiliza ahora en la oratoria ,69; y aunque sigue dominando el cuadro, lo hace ya con la palidez e incertidumbre de una figura lejana. Al tratado De principatibus le sigue £ / arte de la guerra, cuyo exordio revela, ya en la tranquilidad de su redacción, esc nuevo sentimiento de abandono que deja en suspenso el alma, la hace volverse sobre sí misma y la mantiene incierta durante algún tiempo I7°, mientras que el final del libro V il introduce, en la dura reprobación de los potentados italianos, el doloroso repliegue hacia*• 166 Además de los u n conocidos pasajes de E l arto it la nmrra en los que es vehemente la imprecación contra los principes, véase asimismo, a titulo de confirmación: «Tanto, que aquella virtud, uue por una larga paz solia extinguirse en las otras provincias, en Italia fue extinguida por la vileza de aquéllas (guerras|, como claramente se podrá ver por lo que describiremos entre 1414 y 1494, donuc se apreciará cómo, al final, se volvieron a abrir los caminos a los bárbaros y se volvió a poner a Italia al servicio de ellos. Y si las cosas que hacían los principes nuestros, en casa y fuera, no son Icidas, como las de los antiguos, con admiración por su virtud y grandeza, quizá sean consideradas, por sus demás cualidades, con no menor admiración, al ver cómo tantos nobilísimos pueblos fueron dominados con tan débiles y mal administradas armas» (H istoria Jlm M m as, V , I). Y , todavía: «Empiezo ahora a escribir de nuevo, y me desahogo acusando a los principes, que lo han hecho todo para conducirnos a esto» (L tttm jam iliari cit., C X C IX ). «Sé que a esta opinión mia es contrario un natural defecto de los hombres: primero, el de querer vivir dia tras dia y, luego, el de no creer que pueda existir lo que no ha existido (...)» {L t/leri jam iliari cit., C X X X ). Así: «Y me confirmo cada dia que es verdad lo que vos decís, que escribe Pontano; y cuando interviene la fortuna nos pone por delante la presente utilidad o el presente temor, o ambo» ¡untos, cosas ambas a las que considero los mayores enemigos de la opinión que en mis cartas he defendido» (. d i., pp. j t y ss. ™ «(...) y considerando [Kabrizio| en particular los árboles, al no reconocer algunos de ellos, uedó con el alma en vilo. Advirtiendo lo cual Cosimo dijo: “ Vos, por ventura, no tenéis noticia c parte de estos árboles, peni no os asombréis, porque hay algunos más celebrados por los antiguos que hoy por el uso común.” Y diole los nombres de ellos, y como Bernardo, su abuelo, había trabajado mucho en esta cultura, replicó Fabrizio: “ Y a pensaba yo que fuera lo que vos

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la propia intimidad de quien se encuentra ya viejo y lejos de cualquier posibilidad de obrar l71. Luego llega la V ita di Castruecio, que es la transfiguración en el pasado de esa imagen del dominador que, en E l principe, Nicolás ha querido imponerle al porvenir; pero aquí se ha perdido toda la fe, y la esperanza desaparece también en el discurso del moribundo que contempla la vanidad esencial de su obra, llegando a tal dolorida perspicacia de juicio que recomienda, al sucesor, las artes de la paz, admitiendo que la fortuna es el árbitro de todas las cosas humanas ,72. ¡Pocos años antes, Maquiavclo predicaba la soberbia de la conquista y la capacidad de la voluntad humana! El pensamiento que une estas tres obras, mientras que en la primera tiene una especie de desborde de fe indomcñable, se aplaca en las otras dos con la calma resignada del desaliento, o bien se exaspera en un estallido violento que revela toda la amargura del dolor. De este pensamiento más moderado al que la enseñanza de las cosas ha reducido la imaginación de Nicolás, se advierten ecos en el prólogo de L a mandragola, y se lo oye resonar en el primer libro de las Historias florentinas, que se abre, con inusitada amplitud de líneas, con el gran reino de Teodorico, el príncipe al que ya no se dedica una emocionada confianza, sino un vano lamento. Y reapa­ rece en el recuerdo la monarquía, ya que fe y pasión no han podido crear el principado. Más cautos, los príncipes de Italia no se abandonaban a sueños en exceso elevados, limitándose al juego del equilibrio entre los bárbaros que luchaban en los campos de la península; más cauto, Francesco Guicciardini aconsejaba ora este, ora aquel pequeño detalle, guardándose mucho de los tropiezos que pudieran amenazar su suerte.

E l diálogo con Francesco Guicciardini Verdadero magnate e hijo de magnates, y por tanto diplomático de raza, no de ventura, como Nicolás ,73; soberbio y cerrado, hasta*173 decís, y este lugar y este estudio me hadan recordar a algunos príncipes del remo, que se deleitan en estas culturas y sombras antiguas.** Y cesando de hablar en ese momento, se quedó abstraído, como por encima de si (...)* m «Y yo me duelo de la Naturaleza, que, o no tendría que hacerme conocedor de esto, o debiera darme facultades para poderlo ejecutar. Tampoco creo yo, siendo viejo, que pueda tener ninguna ocasión (...). Por lo que a mi respecta, no me fio de lograrlo con los años.» 173 Discurso de Castruecio moribundo a Paolo Guinigi, su sucesor. Cf. asimismo el Proemio! • Y creo que pueda ocurrir esto, que queriendo la fortuna demostrar al mundo que es ella quien hace grandes a los hombres, y no La prudencia (,..).» Y tengase presente el cap. X X V de TUprimipt. [Cf. mi artículo «Guicciardini», en la Hitfkhpedia italuna, X V III, Roma, 195j , pp. 144-248.)

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tacaño, al decir de los contemporáneos ,74; esquivo ante cualquier palabra o gesto que pudiera desacreditarle ante los hombres graves; discreto en la conversación y la sonrisa, no era él, claro está, quien se entretuviera en la tienda de una Riccia cualquiera para dar consejos vanos y no solicitados ,75. Se diría que las características de muchas generaciones despuntan en este hombre sagaz y difícil; en su pensamiento nos parece ver discurrir, recreado con una perfec­ ción estilística insuperable, el pensamiento de aquellos antepasados suyos que adiestraron en manejos de embajadas un ánimo ya pulido y afinado en las constantes preocupaciones de la banca. Espíritu admirable por el equilibrio y la señorial compostura de su juicio, nadie más, tal vez, alcanzó tan marmórea sutileza en el análisis humano como el que el logra en algunos capítulos de la Storía tf Italia y en muchos de sus R¡cordi. Pero su límite, que nunca excede, es precisamente la diplomacia. Y si en Maquiavclo la vida de los tiempos recientes suele reducirse ya a los lineamentos político-militares, en messer Francesco se restringe aún más, convir­ tiéndose en puro reflejo de arte individual, en prieta creación de un espíritu que sabe dominarse y desarrollar sutilmente sus razones; sólo algunas veces ofrece el cuadro de conjunto, el cual, sin embargo, aún tiene que ser enfocado, con una obstinada necesidad de claridad humana, en tomo de las figuras de los dominadores m . Nicolás, con un poderoso esfuerzo de imaginación, llega a recuperar la idea de una lucha de grandes proporciones que lleve a la liberación de Italia y al Estado fuerte; él se queda tranquilamente dentro de los límites del final del siglo xv, y sólo pretende recrear la historia del tiempo dentro de su espíritu agudísimo, movido por la curiosidad intelectual de descubrir sutilmente las diversas tramas con las que se entreteje el desarrollo de los acontecimientos. Ni sueña con ir más allá, con crear algo nuevo, porque carece de una primera motivación: una conciencia vivida e íntimamente apasiona­ da que se transfigure en la fe y la acción. Si Maquiavelo, resumiendo y ampliando los resultados de la historia italiana, sienta las bases, como veremos, de una nueva orientación espiritual, él se encierra en la espléndida elegancia y en el estilo del Renacimiento — que alcanza con él su suprema perfección— , sin preocuparse por mirar demasía-174 *6 174 a. v a r c h i , Storta ftortntina, Milán, 1845, I, p. 1 jo . iTS propio Maquiavclo cuenta este episodio {Jutttfft fam iliari cit., C X L 11). La mujer lo llamaba el «fastidia-casas», y Donato del C om o, el «fastidia-tiendas». 176 Como en Historié da Italia, I, I, donde también, sin embargo, es preciso concretar el resumen en alguna figura muy precisa, para d caso en Lorenzo de Médicis.

ACERCA DE «EL PRINCIPE», DE NICOLÁS MAQUIAVELO

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do adelante, verdadero representante de una época que se compen­ dia en su serenidad, velada apenas por una tenue amargura. Es verdad que también anuncia algo nuevo; pero la sociedad de que es precursor resultará contenida en la compostura un tanto fría y en la discreción que le son propias. En el pensamiento cauto y sutil, asi como en el estilo, preciso, fluido y claro, de messer Francesco, se columbra ya la regularidad y la monotonia de la Florencia granduc a l«rtm Desde luego, el acuerdo entre dos hombres tan distintos en cuanto a naturaleza y hábitos no podía ser fácil. En realidad, no hubo entre ellos, en el fondo, la intimidad de afectos que tiene por fundamento, ante todo, una orientación no distinta de pensamiento y sentimiento. Esto se advierte en las cartas, donde Nicolás demues­ tra, especialmente las primeras veces, una reserva y una vacilación que interrumpen sus habituales fantaseos políticos y le llevan a hablar de cosas más modestas, de concretas y acabadas escenas de la vida cotidiana, de cuestiones de interés inmediato. Mientras que su correspondencia con Vettori suele palpitar de esperanzas y combi­ naciones grandiosas, constituyendo en cierto modo un comentario ininterrumpido de los acontecimientos de Italia l7í, la que mantiene con Guicciardini muy raras veces se entrega a semejantes demostra­ ciones; las alusiones políticas sólo se hacen frecuentes, también por necesidades prácticas, en 1525 y 1526, y aun así, son siempre más limitadas, más cautas y menos generales que las contenidas en las cartas al amigo, embajador ante León X. El diálogo se reduce casi siempre a la broma o la placentera burla en tomo de las pequeñas aventuras de la existencia cotidiana, o bien al discurso sobre La mandragora I79, o incluso a la cuestión, seria para messer Francesco, del matrimonio de las hijas 18°. De cuando en cuando, el lugarteniente de la Santa Iglesia romana, con ese tono suyo siempre igual, preciso, pacato, de gran señor, se mofa garbosamente del amigo y le invita a teorizar también acerca de la República de los frailes carpisanos, equiparándola «a*17 ,T7 No es, pues, completamente exacto el juicio de p. de sanctis : «El [Maquiavelo) es un punto de partida de la historia, destinado a desarrollarse; el otro (Guicciardini) es un hermoso cuadro, terminado y cerrado en si mismo» (Sloria dtlla Utteratura italiana^ Barí, i o n , II, p. n a). Porque, para la historia italiana inmediata, es más bien Guicciardini el punto de partida, pues muestra con frecuencia, en su estilo, un aire de modernidad que obliga a pensar; mientras que el camino que abre Maquiavelo sera recorrido por otros pueblos. 17S Acerca de las relaciones entre Maquiavelo y vettori, cf. L. P a s s y , Utt ami (U Macbiavtl, Fraafois V tllo ri: té vit t i su onams, París, 19 14 , II, pp. 38 -113. m Ltttert fam iliar, cit.. C X C V I, C X C V III.

«•> Ibid.. CXCIX.

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alguna de esas formas vuestras» 18). Pero Nicolás responde con una fugaz mención en broma, sin procurar defenderse, como habría hecho con V ettori182. Efectivamente, esos súbitos estallidos pasionales de Maquiavelo, que alteran la digna e imperturbable fisonomia del diplomático y quiebran un orden con tanta prudencia ponderado; su prepotente imaginación, que resuelve los hechos en actitudes nuevas y nunca, vistas; su misma fe en algún redentor, todo eso debe sorprender, desconcertar y hasta chocar un poco con el espíritu frío y armónico del consejero de Clemente V II, plenamente consciente de la grave­ dad y compostura que precisa quien juegue la baraja, de pronta combustión, de la diplomacia; pero Nicolás debe sentirse un poco espantado frente a tan impertérrita serenidad, que encubre todo impulso sentimental. De ahí el sentimiento de desconfianza, casi de sospecha, las más de las veces apenas perceptible en el tono desusadamente bromista y humilde, pero, en todo caso, existente en el fondo, hasta el punto de intimidar a Nicolás, quien, por tanto, se inclina muy respetuosa­ mente ante el «Señor Presidente», mientras éste ni le invita a que suprima tan vanos títulos ,83. Y , por otra parte, ¿cómo podía comprender la heroica grandeza de la pasión de Maquiavelo y su trágica fe en el Estado fuerte alguien que afirma que Italia es feliz por carecer de monarquía, volviendo por ello, plenamente, al concepto del equilibrio y de la foederatio itálico? 184 Es probable que tras leer E l príncipe, mtsser Francesco invite de corazón al amigo a meditar con prudencia las cosas antes de hablar de ellas, asi como en otra oportunidad le conminará a considerar correctamente la historia de Rómulo 18S, y una sonrisa irónica debe iluminarle el rostro duro y anguloso al ver las razones del hombre «al que suelen gustarle sobremanera los remedios extraordinarios y violentos» 186. La diferencia entre ambos es profunda, y no sólo de pensamien­ to, sino de ánimo. Guicciardini, que en medio del análisis de las calamidades de su tiempo confiesa que le disgusta el no saber bailar Ibid., C L X X X I. ' « Ibid., C L X X X III. '*> Ibid., C X C 1I1: «Con todos esos títulos recíprocos (...), al final nos encontraremos todos (...) con las manos llenas de moscas.» '** Considtra^Kmi $m d itn n i dei MttbiaptUi, en el cap. X II del libro I de las Optre intdUe, Florencia, i * J 7 , 1. p p. 16 y ss. 1,5 lb id .. cap. IX del libro I, p. as. >“ Ibid., cap. X X V I del libro I, p. 40.

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ni tener destreza y gracia para los juegos, que para él son cosas que contribuyen a completar al hombre de gobierno lí7, y Maquiavelo, que, en cambio, aun en el prólogo de su obra cómica se deja llevar por un melancólico lamento, no logrando, ni siquiera después de sus muchas desilusiones, olvidar del todo su antigua fe; el primero, a quien le resulta patente la conveniencia, puesto que no se puede expulsar de Italia a los bárbaros, de tener por lo menos dos para que las ciudades puedan desenvolverse y salvar sus particularidades ,8S, y el segundo, a quien se le perfilan imposibles acuerdos y alianzas con tal de poder expulsar a los ultramontanos: existe una gran separación de sentimientos y aspiraciones como para que la corres­ pondencia entre ambos espíritus sea plena y total. En algunos aspectos se parecen: en saber atrapar al vuelo la variada transmutación de afectos y pensamientos, fijándolos en agilísimo análisis; pero éste, al que Nicolás transforma en búsqueda de axiomas generales, aunque humanos, es más compuesto en la sutil y señorial ironía del otro, se refleja en sonrisa apenas perceptible en el fondo gris del ojo entornado y se conserva tranquilamente en su minuciosidad. También se parecen en el desdén por la vida de entonces 189; esto crea en Maquiavelo la fe nueva, que se prolonga en dolorosa lamentación, pero en Guicdardini, incluso cuando se trasluce, se aquieta en la compostura y la cautela de un pensamiento que procura ignorar las turbaciones. De esta manera, a pesar de la enorme estima que le demostrará su gran coterráneo Maquiavelo siempre se contiene ante él en relaciones no excesivamente íntimas, ni su afecto alcanza la íntensi-l

ll’ K ttm nbt pnU /ktsj titila , C L X X IX . '** D ijcor/i ft lilit i. V III, en Oprre inedi/t, I, p, 164. m Por ejemplo. R ta m b t p olitim y itrilti, X X V III, L IX (Admonición a Clemente V II, cf. C X C IV ), IJC V III. C X L . C L X X I, a . * X V I I , C C V , C C X X X I,G C X X X II I, C C X X X V I, c c x u , C C C X X III, y en Latierefam itiari etc., C X C III, COI. «No he visto nunca a nadie que, viendo venir el mal tiempo, no trate de cubrirse de alguna manera, {excepto nosotros, que pretendemos esperarlo en medio de la calle y descubiertos! Sin embargo, a adrersi aceiderit* no podremos decir que nos haya sido quitada la Señoría, sino que tmrpiter elapso n t de mantbut.» b diferencia entre ambas naturalezas es también destacada por mtster Francesa»: «Son variadas las naturalezas de los hombres: algunos esperan tanto que dan por cierto lo que no tienen: otros temen tanto que nunca esperan si no tienen en mano. Y o me acerco más a éstos que a los primeros, y quien es de esta naturaleza no se engaña, pero vive con mayor tormento», Recuerdos politicen j civiles, L X I (pero cf., en cambio, CO CCIX). Aunque él logra aplacar su tormento con su estilo y su curiosidad intelectual: ésta, considerada primero como refugio de las miserias de la vida, invade al escritor en tal medida que muy a menudo le hace olvidar completamente su primitiva desesperación, w Por ejemplo, Let/ere fam iliari cit., C L X X X I. Pero en las alabanzas contenidas en el principio de la carta se advierte una pizca de ironía, que concuerda con el estilo del resto del escrito; de la misma manera como en la carta C L X X X se adivina una elegante sonrisa: «Escribí ayer a messer Gismondo que vos sois persona rarísima (...). Valeos, mientras tengáis tiempo, de esa reputación: moa stmper pamperos babebitis vobiscum.»

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dad que le pudiera permitir una plena correspondencia espiritual,9). Se queda solo, fabricándose sus fantasmas e insuflándoles vida con su esperanza hasta verlos esfumársele de entre las manos.

1,1 Sólo al final de la vida la relación se hizo verdaderamente afectuosa: « Y o amo a m ttur Francesco Guicciardini (...)» (L eiitrt fm m iluri cit., C C X X V ). Pero a esa emoción sentimental le da motivos la conducta práctica del lugarteniente de la Iglesia («W., C C X X III). que en ese momento se le aparece a Nicolás como defensor — de cualquier maneta— de Florencia, su tierra. Tanto, que asocia en su amor al amigo y la patria, a la que ama «más que al alma».

V I.

LO Q U E Q U E D A D E « E L P R IN C IP E »

Pero en el derrumbe de la creación de Maquiavelo quedaba en pie algo de serio y vital que, a despecho de cualquier particular falacia de juicio, y no obstante lo vano de la ilusión, infundía poderosa vida a E l principe; por lo cual la obrita, superada por los acontecimientos, que habría tenido que quedar perdida en medio del desastre práctico y en la condena del entendimiento inmediato de quien la había concebido, en vez de difuminarse en la lontananza gris en que se aquietan las cosas muertas del pasado, estaba destinada a atraer las miradas de las generaciones posteriores, cobrando más bien, con el correr de los años, relieves cada vez más netos. A decir verdad, la principal preocupación del florentino no estaba destinada a repercutir en los ánimos; y si el intento histórica­ mente determinado, el deseo de una Italia ya no invadida por los bárbaros, había constituido el más fuerte y verdaderamente apasio­ nado motivo de su meditación solitaria, ahora aquel deseo, aunque tomado de otra manera 192, iba a pasar a un segundo y casi oculto plano ante la enseñanza, ésta de valor europeo, que se pudo hallar entonces en E l principe. Al paso que, en cambio, empezaba a situarse como centro de la vida postuma de» Maquiavelo la que había sido su gran afirmación de pensador y que representa la verdadera y profunda contribución que hacía a la historia del pensamiento humano, a saber, el carísimo reconocimiento de la autonomía y la necesidad de la política, «que está más allá del bien y del mal moral» ’93. Con ello, Maquiavelo, echando al mar la unidad medieval, se convertía en uno de los iniciadores del espíritu moderno. 'n Para las voces que más tarde cantan palinodias a la necesidad de independizarse del extranjero, cf. recientemente V . d i T occo , «Un progeno di confederazionc italiana neila seronda meta del Cinquecento», en A rM rit S u rii* Italiam 1924. fine. ü . pp. 17 y 15 -16 del extracto. Incluso, en cierto momento. Cario Hmanuele I aparecerá como el redentor que invocaba Maquiavelo: «El duque de Saboya ha tomado por si la exhortación lisonjera que Nicolás Maquiavelo hace al fin del libro del titano, que a llama el Priaeipr. para librar i Italia de los barbaros, hasc dado por entendido del las sutilezas del Bocalino, y de las malicias y suposiciones de la Pitera Je ! Paragmr, y determinó edificare libertador de Italia, titulo difícil cuanto magnifico» (F iu n cisco de Q uevedo . L a » Je Italia, en O i w , Madrid, li t o , Biblioteca de Autores Espartóles, p. 157). Cf. G . R úa, Per ¡a Bherti i Italia, Turln, 19 0 1, p. 156. (La cita de Quevedo figura en castellano en el texto original de Chabod. N . Je t T .) 1,3 B. C hoce, Elem eati d i política. Barí, 19 15 , p. 60.

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Sin embargo, semejante motivo de expansión espiritual, en los períodos que siguieron inmediatamente a la muerte del florentino, no pudo ser asumido, desarrollado y cumplido. En aquellas fluctua­ ciones e incertidumbres de pensamientos y sentimientos, propias de todo período de transición, quedaba sobre todo como punto de referencia para ásperas e inconclusas polémicas que nada de nuevo y concreto habrían podido aportar. Pero algo permanecía, y aunque fuera de manera casi subterránea y sin llegar a transparentarse en toda su fuerza teórica, se sostenía asimismo lo que constituía el valor histórico de la obra, permitiendo, con su claridad, que surgiera a plena luz el contenido europeo del escrito. Porque, al aceptar la lucha política en toda su integridad; al aventar de la escena cualquier criterio de acción que no fuera el inspirado en las razones de Estado, es decir, en la exacta valoración del momento histórico y de las fuerzas constructoras que el príncipe debía emplear para lograr su objetivo; al dejarles a los gobernantes, como límites de su accionar, sólo su capacidad y energía, Maquiavelo abría el camino a los gobiernos absolutistas, que se encontraban teóricamente libres de cualquier obstáculo, tanto en la política interna como en la exterior. Esto, aunque resultaba posible debido al reconocimiento de la autonomía de la política, dependía, por otro lado, de la peculiar concepción del florentino, que identificaba al Estado con el gobier­ no, e incluso con la persona de su jefe ,, p. 98. 251 Un la Ripnb/iqnc..., Bodin hace al soberano unas concesiones mucho mayores de las que le hacia en el M tliedki, escrito diez aAos antes. Esto se explica, precisamente, por el empeoramiento de las condiciones generales del pais y por la urgente necesidad de un reordcnamicnto, que sólo cabía esperar de la monarquía (R. C hauvik A, »/>. t il., pp. ayi y ss., 401 y si.). 252 La misma extensión de las discusiones históricas acerca de la monarquía v sus orígenes (y un ejemplo típico es el de I lotman, uno de los adversarios del poder regio de Carios IX y Imrique III) demuestra cuán profundo era esc sentido de la continuidad histórica, en la cual la nación y sus jefes constituían una sola y misma cosa.

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sino todo el pasado de la nación que en él reconocía sus gloriosas memorias 233. Él era el momentáneo depositario de la monarquía real, la que Bodin deseaba teóricamente, porqué reconocía en ella a su monar­ quía francesa; era el padre de su pueblo, que veía en él al custodio de su vida entera, incluso la moral, y que se apiñaba en torno suyo para demandarle justicia, agradecido si accedía a escuchar sus ruegos, contento ante una palabra bondadosa o una mirada regia que se posase en él 234. La gran fuerza moral de la monarquía francesa, verdadera alma interior de su pueblo, y el ascendiente que había sabido crearse sobre la multitud 235 a lo largo de siglos de luchas y sacrificios, surgían 233 «Le Roy de France ne recognoist ríen apres Dieu plus grand que soy-mesme. C'esi pourquoy on dir en ce Royaumc que le Roy nc meurt jamais» (El rey de Francia no reconoce a nadie, después de Dios, como más grande que él mismo. Por ello es por lo que se dice en este reino que el rey nunca muere) (¡M i., V I, | , p. 71$). Nunca habría podido Maquiavelo escribir una frase como ésta, porque no la habría encontrado en la conciencia de su nación. 234 «Mais il est incroyablc, combien les sugets sont aises de voir leur R oy presider en leuts estats; combien ils sont fiers d'estre veuz de luy (...)» (E s increíble cuánto les agrada a los súbditos el ver al rey presidiendo sus estados, cuánto íes enorgullece el ser vistos por ¿I) (, Paris, 1 9 11 , pp. 1-) y

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habían condicionado la acción de los hugutnots tfesíat, por otro lado la pasión religiosa, intensísima, no sólo en las masas, sino también en muchos de los propios jefes 249, seguía siendo un poderoso incentivo del que la muchedumbre tumultuosa no habría podido prescindir. No porque el móvil político, inmediato y en este caso forjado por las reminiscencias del pasado, no ocupara muchas veces un lugar predominante, mientras que el religioso le servía de barniz exterior, sino porque la voz de Dios penetraba, con todo, en ese mundo tan rico en intereses prácticos, y si en algunas ocasiones quedaba superada, en otras en cambio lograba tomar la iniciativa, iluminando con luz nueva las ruinas del tiempo remoto. La concien­ cia religiosa había inspirado a aquellos «fols de petite condition (...) qui se faisoient brusler» **, y volvía, aún en pleno furor de los antagonismos políticos, para conmocionar los ánimos2S0. Ahora bien, cuando la monarquía pareció convertirse en enemi­ ga despiadada de las nuevas exigencias religiosas, y los hugonotes comprendieron que no podían arrastrarle a satisfacer sus designios, incluidos los políticos, sobre todo cuando, detrás de ella, se perfila­ ron las sombras de los asesinados en la noche de san Bartolomé 251, aquella misma conciencia hubo de apoyarse en las formas constitu­ cionales de los tiempos idos y, para procurarse la salvación, se vio obligada a remitirse al pasado, oponiendo al absolutismo, que se había tomado intolerante, la monarquía aristocrática2S2. De esa manera, la que por un lado era la voz de unas castas moribundas, por otro se tornaba invocación de un alma nueva y fuerte que se especialmente jo . E u a la participación de las clases populares y su carácter social y religioso a la vea, cf. Erad» n a ¡t R i/trtn frtttftü t, París, 1909, pp. I ) y as., 17 ) y ss.. y asimismo P. I mbart d e la T oo», tp . rít., III, París, 19 14 , p. j7 ) y ss. En cuanto a las cuestiones políticas, cf. el hermoso análisis de L . R omiek , L rr triftntt politiqm t dtt gttrrtt dt rtlifttt. París, 19 14, II, pp. t i | y ss.; y para todo el movimiento en general, hasta i | ( i , el vasto y vigoroso cuadro, también de R om ea, C ttbirim dt M idirít, París, 1 9 » , pp. 1 1 1-300. " • Para Condé. cf. R a n e e , tp. tit., I, p. 1 5 ! ; para Franfois d'Andelot, R om ea, L rr trigim t ptliríqm t cit., II, pp. a lt , a l), 1I6 ; C ttbirim dt M idirít cit., II, pp. 1 4 1, t j ) , i ) l . En cambio, Antonio de Borbón y Conde estaban lejos de preocuparse por su alma. * «Tontos de baja condición (...) que se hadan quemar.» (Ai. dt,l T .) “ «Les conscientes nc se domptoicnt. ni appaisoient par la forcé des armes» (la s conciencias no se doman ni se apaciguan por la fuerza de las armas) (P. D uplessis -M oanav , M im ttnt, La Forest, 1614 , I. p. 4 ) 1) . «Or la k u r pourroit romprc i tous, que leur opinión toutes-fois y demeureroit entiese» (Aunque se la rompieran (la cabezal a todos, en cualquier caso su opinión quedarla entera) {iM d., I, p. 17 , cfr. a l). Y Gcntillet: «Or il y a ríen au monde qui soit micux nostre que nostre ame, nostre conscicnce et nos vics* (Ahora bien, nada hay en el mundo que sea más nuestro que nuestra alma, nuestra conciencia y nuestras vidü» (D iitttri, III, p. (70). Ver retórica en esta afirmación, .0 sólo la cobertura de segundas intenciones, podría ser muy cómodo, pero completamente erróneo. 151 Acerca de la actitud de los hugonotes ames de la noche de san Bartolomé y después de ella, cf. F. D e c i d e , L 'tttie t politiqm dt C tbin bert dt C rsór d'aprit u ttrrtspomiiittc, Ginebra, 1909,

P 7-

Cf. A. F.LKAN, tp. rít., p . i ) .

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expresaba en los términos que le eran permitidos 2M; y si contra Maquiavelo, como inspirador del absolutismo monárquico, apunta­ ban las iras de los que intuían en él al más temible enemigo de sus sueños, por otra parte esa misma reacción significaba la rebelión de unas fuerzas vivas y jóvenes en las que se ocultaban los gérmenes del porvenir 254.

E l antimaquiavelismo francés O sea, que el pensamiento dominante de Maquiavelo podia ser adoptado en gran parte por los escritores de Francia: la necesidad de unidad interna, el sentimiento nacional que se sublevaba ante los amaños de los enemigos de fuera, el amor por la tierra natal perseguida, saqueada y violada, inclinaban a los más en favor de una monarquía fuerte y centralizadora, aproximando al escritor florentino incluso a los que lo detestaban. Pero existía, a diferencia del mundo de Maquiavelo, una vigorosa conciencia burguesa que aceptaba la monarquía porque sabía encontrar en ella a su más valiosa colaboradora; y existía además el carácter mismo de esa monarquía, tan alejado del príncipe italiano. Tanto la fuerza que estaba en lo alto como las que quedaban por debajo tenían entidad distinta de aquellas en medio de las cuales se había creado el Estado de Maquiavelo, mientras que en los mismos que podían ser llevados a defender el pasado político, y eran incitados contra el maquiave­ lismo porque representaba la muerte de sus aspiraciones de casta, quedaba sin embargo una conciencia religiosa consagrada en largos años de luchas, y esto no era el pasado, sino un importante motivo de vida para el futuro. B > Esto queda decididamente comprobado por el hecho de que. cuando la monarquía les significó a los hugonotes protección y defensa y cuando, ¡unto a Enrique III, apareció Enrique de Navarra, se hicieron defensores del derecho divino del rey. mientras que los católicos de la Ligue recurrieron a las teorías hugonotas de diez aóos atrás. Esto lo pone muy bien de relieve G .-J. W e il l , op. rít., pp. 199 y ss. C f. H. BAUDMLLAftT, op. t i!.. pp. 64. 9 1 y ss. (Hotman cambia completamente de parecer y sostiene el derecho hereditario de la monarquía, para favorecer a Enrique de Navarra contra las pretcnsiones del cardenal de Borbón. en el D n it du «neu sur toutto.) Al juzgar las teorías políticas de aquellos tiempos debiera tenerse siempre presente la finalidad polémica e inmediata, no científica, que suponían. F. Me in e c k e (op. t i!., pp. 68-70) na destacado vigorosamente cuáles eran los motivos políticos de la oposición de Gentillet contra Maquiavelo. Pero yo no diría que sólo hubiera en ella el pasado, ya que el propio Gentillet termina concediendo mucho al poder soberano (en la cuestión fundamental de los impuestos es, por lo menos, tan monárquico como Bodin). La verdad es que el pasado se hacia advertir en mayor medida, y volvía a salir a la luz, en gran parte, justamente por la necesidad de una defensa inmediata contra el poder regio de Catalina de Médicis. de Carlos IX y de Enrique III, y contra Sus inspiradores reales o supuestos, los de Guisa..

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En un fondo histórico tan diferente debía surgir, necesariamen­ te, una oposición a Maquiavelo. Bien podía haber alcanzado otros niveles, o ser, por lo menos en parte, una crítica serena que considerase y precisara los puntos de disensión sin caer en el odio banderizo; pero en el condicionamiento del peculiar carácter del antimaquiavelismo intervinieron, a la sazón, otras causas. La primera fue la incertidumbre y la timidez de aquellos hombres, que acababan de salir de la gran unidad espiritual de la Edad Media — y aún la sentían en el alma— para encontrarse bruscamente con el enfrentamiento de las distintas formas de vida, cada una separada de las demás y luchando contra ellas para asegurarse su fortuna zss. Maquiavelo había avanzado por su camino con maravillosa seguridad, dejando a sus espaldas el pasado y tratando de salvar la que había sido su única vida espiritual; pero no todos podían tener su genio y su fortaleza. De ese fluctuar de ideas y sentimientos procedían las confusiones teóricas y los arranques apasionados en defensa de la moral; pero cuando seguían concretamente los dictados de la razón de Estado y admitían la autonomía de la acción política, se rebelaban contra ello a la hora de aceptarlo teóricamente 2S6. La seriedad de las conviccio­ nes religiosas y los residuos medievales alzaban una barrera entre el claro y vigoroso pensamiento del florentino y las dubitaciones, las reticencias y el confusionismo de los nuevos escritores. Se lanzaba contra Maquiavelo la acusación de ateísmo, irreligiosidad y perfi­ dia 257. Y si ello reflejaba, por una parte, un esfuerzo grande y profundo del alma francesa, que buscaba su fe a través de la sangre, expresaba muy bien, por otra, la inestabilidad de un pensamiento que todavía no había alcanzado completamente una vida nueva, cuando además no servía, inconscientemente, para encubrir un antagonismo social entre la burguesía y los ambientes italianos de la corte a los cuales se atribuían no solamente los delitos políticos, sino*254

* * F . M e in e c k e . op. a / ., p . 1* 7 .

254 Existe una gran repugnancia a admitir la separación entre moral y política. ) . R o cbr C h a m o n n el , Lm paute itútiam tu X V I* ttíek et k coMrant lib erta, París, 19 19 . pp. 499 y 6»7- A v e o s , aun reconociendo las necesidades no mótales de la vida política, se salvaban de sacrificarle las conciencias renunciando completamente a la actividad pública: ¡valiente manera de ser morales! Asi, por cicmplo. Montaigne. Cf. F. S thowsky , Momtaigtr, París, 1906, pp. 19a y ss.; P.-L.-J. Vuxer-DiiSMESEnBxs, L a ta m a t í fh tlM ia i tkt Enutr de M cm taga, Parte, 1908, ll.p p . ¡ j ) y¡sa., y para la posición del escritor francés ante el maquiavelismo, 357 y ss. Asimismo, G . L anson, «La mótale sclon k s E t u ii de Montaigne», en K m » d a Daoc M onda, t j de febrero de 19 14 , pp. 1(9 y ss. 2,7 V . W a il l e , M údtm l tm Frota, Parte, 18(4, p. 166; J . R o e rá CttAaaONNtu., *p. (il., p. za. Esta es la acusación más com ún a to do s los antim aquiavelistas.

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también el despilfarro de las finanzas públicas y la opresión fiscal258. Se sumaba a esto el odio nacional por los italianos, que en este aspecto eran los herederos de los lombardos, hacia quienes se volcaba, desde el siglo xu , la animosidad del pueblo; odio con el cual se mezclaban el rencor contra la corte de Catalina de Médicis, el desdén de los súbditos excesivamente abrumados por los impues­ tos y la incipiente conciencia nacional, que asi encontraba la manera de expresarse, precisamente en aquel tiempo, no sólo merced a las disertaciones políticas 2W. Pero aunque Catalina y sus coterráneos, cortesanos y banqueros, atrajeran hacia sí las protestas de las gentes, Maquiavelo, italiano, se beneficiaba directamente de su suerte. Sin embargo, quizá no hubiesen bastado todos estos motivos si no hubiese aparecido el maquiavelismo de los príncipes. Fuera por necesidad de encontrar una figura hacia la cual se volviese el odio de las masas cuando determinadas acciones del soberano hirieran su ánimo, o porque a la italiana Catalina había que destinarle solamente un preceptor italiano, y florentino por añadidura260, pronto se convirtió Maquiavelo en consejero de los reinantes; su obra perdió el carácter de creación espiritual para ser mero compendio de máximas de uso corriente, vademécum de confianza, del cual no podía prescindir quien pretendiera tiranizar. Una referencia particularizada de este tipo tenía naturalmente que insuflar en la oposición a Maquiavelo el carácter fragmentario Este significativo disfraz nos viene revelado por Gentillet: « Ies Athéistei inventeurs d'impostsa (Iz » ateos inventores de impuestos) (Diicenri cit-, II, p. 2)]). Por debajo del motivo religioso se evidencia claramente un motivo económico-social. Ateos y maquiavelistas, que venia a ser lo mismo, se consideraba a los italianos, acusados de oprimir a Francia con su avidez y su fiscalismo. En ias protestas de los jefes hugonotes, de septiembre de 1567, contra los impuestos, figura la queja de que sean creados cada dia, sin necesidad, «ains par l'invcntian et avanie d'aucuns estrangers et mesmes des Italicnsa (antes bien por invención y afrenta de algunos extranjeros, y también italianos) ( J.- ll. M a r iíjo l , »p. ti!., p, 16 2 ), y Gentillet le hace eco: «(...) nous tondent la laine sur le dos, et nous succent le sang et la substancc, commc on feroit i des moutons» ([Los italianos) nos tunden la lana sobre la espalda, y nos chupan la sangre y la sustancia, como si fuésemos corderos) (Prí/ace, p. } 1, cf. también p. )o). * Gentillet protesta contra los que fftfem lleiil (mascullan), lenguas extranjeras (111, p. 407), vale decir que se adscribe a toda una corriente que tiene de portavoces a hombres mucho mis conocidos que él: y protesta contra I.yon: «F.t de fait, combien s'en faut-il aue la ville de l.yon ne soit Colonic ltalicnne» (Y en realidad, ¿cuánto falta para que la ciudad de l.yon sea colonia imliana?) (III, p. 1 **9). F. de la Noue, en cambio, defiende a ios italianos y considera injusto el odio contra ellos: «II (áut (...) n'imputer pas á tous la faute de peu« (N o hay que imputarles a todos las culpas de unos pocos) (Pitcaan, IV , pp. It - I) ) . “ ° De Catalina de Médicis dice el Taclia centre ¡t i rntuacnari-. «(..,) aussi son principal conseillicr Morvillier a toujours ce beau et ehrestien livre au poing, pour en Taire souvent lefon á sa maifresse» (también su principal consejero Morvillier tiene siempre ese hermoso y cristiano libro I Hl principe] a mano, para dar con él frecuentes lecciones a su ama) (en P. B atle , Ú itiien tirt, articulo «Macniavel», n. N), Cf. las imprecaciones de Gentillet contra «le gouvernement i 1‘italienne ou á la florentine en suivant les cnscignements de Machiavel Florentina (P itcew i cit., pp. jó . a i , 26). Cf. G .-A .-A . H anotaux. e p .c il.,pp. 46 y ss.; J.-H . M a x ié jo l , tp. cit., pp. 217-219, y para la significación práctica del maquiavelismo en Francia, R. CHAVVtaá, ep. cit., pp. 266 y ss.

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y pequeño que le es propio; descomponían la concepción del adversario en sus partes, las máximas y los conceptos aislados eran puestos de relieve, casi estilizados, para que sirvieran de blanco, más o menos grande, de vez en cuando, según fuera la acción «maquia­ vélica» contra la cual se entraba en liza. Algunos capítulos, el X V III sobre todo, y la figura del Valentino 261, eran la síntesis de todo E J principe; además, reducida a un terreno tan estrecho, la cuestión asumía un carácter tan personal y directo que la lucha habría de desarrollarse no ya sólo contra la máxima, sino contra el propio escritor, implicados él, su alma, su doctrina y su moral humana en el desborde pasional de la polémica. Para agilizar e intensificar la reducción de la apreciación a las particularidades intervenía además otra causa de naturaleza teórica: la ausencia en los escritos del florentino, y especialmente en £ / principe, de afirmaciones teóricas muy generales, de postulados y premisas justificadores, en suma, de una disquisición abstracta y doctrinariamente sistemática que se pudiera impugnar ab initio con método y lógica. El príncipe aparecía en escena, conquistaba, actuaba y mataba sin preocuparse por recurrir a justificaciones especulativas, sin preguntarse qué era el Estado ni cuál su objeto, y ni siquiera si el poder que se le había confiado provenía de un contrato originario con el pueblo: vicio aparente de pensamiento, muy grave en un momento en el cual se reanudaban en todas partes las discusiones teóricas y se buscaban las bases filosóficas del Estado entre hombres duchos, por sus hábitos jurídicos y doctrinarios, en hacer claros prolegómenos teóricos y en tender a una exposición sistemática 362. Había una razón, pero toda se hallaba en el empiris* ’ Valentino es la forte i Ui trim t (la perita en dulce) de los antimaquiavelistas (C hal'VIRS., >p. d l.,p .

I»).

262 N o sin una alusión a Maquiavelo, «qui n'a jamáis fondé le gué de la Science potinque» (R tp M qm cit.), parece ser la afirmación de Bodin: «Mais qui ne sfait la fin ct definirion du suget qui luy cst proposé, ccstuy-lá cst hors d'cspcrancc de trouver jamais les moyens d'y parvemr, non plus que celuy qui donne en l’air sans voir la bute» (quien nunca echó las bases de la ciencia política (...). Pero quien no conoce el fin ni la definición del asunto que se le propone, ése no tiene m is esperanzas de encontrar nunca los medios de llegar a él que el que tira ai aire sin ver el blanco) (I, t, p. i). En seguida, Federico II protestará abiertamente: «latrs qu’on vcut caisonner luste, il faut commancer par approfondir ta naturc du sujet dunt on vcut parlcr; il faut remonter ¡usqu’i 1’originc des chotes pour en connaitre auiant que l'on peut les premien principes; il est faciie alors d’cn déduire les progrés, ct toutes les consec|ucnces qui pcuvenr s'cn suivre. Avant de marquer tes différences des Etats, Machiavel auroit du. ce me semble, examiner l’originc des princes, et discuter les raisons qui ont pu engager des hommes libres á se donner des maitres» (Cuando se pretende razonar correctamente, hay que empezar por profundizar en la naturaleza del tema del cual se quiete hablar; hay que remontarse al origen de las cosas para averiguar, en la medida de lo posible, los primeros principios; entonces es fácil deducir sus desarrollos y todas las consecuencias que de ellos puedan seguirse. Antes de señalar las diferencias entre los estados, Maquiavelo, me parece, habría tenido que estudiar el origen de los principes y analizar las razones que han podido mover a hombres libres a darse amos) (Antim acbutel, Londres, 17 4 1, cap. I. pp.

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mo de Maquiavelo, «ceste beste (...) simple brouillon de papier» 263, a quien le habían faltado experiencia en los negocios, capacidad filosófica y conocimientos científicos 2M. Todas estas causas teóricas y prácticas se entrelazaban unas con otras, confundiendo y recubriendo totalmente el fondo más sano; y al paso que, al principio, cuando todavía las guerras civiles no habían vuelto a poner en entredicho la constitución del país, y el absolutismo de los Valois se imponía sin discusiones, y cuando ni siquiera se habían encendido las pasiones contra los tiranos y sus consejeros; mientras que al principio, decimos, Maquiavelo había sido acogido con favor 265, rápidamente se fue preparando el terreno para la violenta ofensiva que iba a desencadenarse contra él 266. Todavía Bodin era parco en sus acusaciones. Una vez le había llamado escritor — tantae auctoritatis— y situado en un mismo plano con Polibio y otros prohombres vn\ pero simultáneamente comen­ zaban las dudas y las reservas. Quizá messer Niccoló se hubiese equivocado, no tanto por malicia y perfidia cuanto por su ignorancia* i-t. En cuanto a la historia, verdaderamente curiosa, de este libro célebre, cf. C B enoist , Le macbiarilisme de tAntineacbiarel, Paris, 19 1) . pp. 1-7 1; pero a mi no me ha sido posible ver la edición de 1848, tomada de la original). Pero lo rebatía agudamente U go Foscolo: «Esc examen, si hubiese estado incluido en el libro de E l principe, habría llevado en principio a extraviar al autor y a los lectores en las especulaciones acerca de la libertad natural» («Delta vita e dcllc opere di Niccoló Machiavelli», en Opere, Florencia, 1850, II, p. 414). De un principio no muy distinto del de Federico parria J . F. Rcimmann, pero en el sentido contrario, es decir para defender a Maquiavelo contra Possevino y compañía de la acusación de ateísmo: «(...) nusquam ¡n iis [scriptis) dircctc vel indircctc oppugnari Numinis existentiam» (en J . R. C haabonnp.l , ep. cit., p. 106). * * I. G entillet, »p. cit., III. p. 3)7 (esa bestia ... simple em borronado» de papel). 364 Esto se lo reprochará también T . C ampaneóla : «Machiavellus qui millas scientias percurrit, nisi historian) humanam nudam» (Atheismus Trinmpbatns, ed. París, 19)6, cap. X , p. isa ; cf. X V III, p . 227; X IX , p. 14)). * * V . W aille, op. cit., p. 160 y ss. J . Barreré pretende que Eticnnc de la Boétie haya sido el primero y generoso refinador de Maquiavelo (E ttieme Je la Boétie centre Nicolás Macbiaret, Burdeos, 1908), pero su tesis ha sido exhaustivamente refutada por I.. N eo tu. «Un prcteso Anti-Machiavello Tráncese della Rináscita, Stefano l a Boétie», en A tti JeltA ccaJem ia Jelle Science di Tocino, 19 19 , pp. 761-780. 346 Es interesante señalar este cambio en F ranco» de la N ove: «J'ay autrefois pris un singulier plaisir á tire les discours et le Prince de Machiavet, pour ce que li il traite de hautes ct bcllcs matiéres politiquea et militaircs, que bcaucoup de genttlshommes sont curicux d’entcndre, comme chases qui convienncnt i leur profession; et faut que ¡e contase que tout le temps que je me suis contenté de passer Icgcrcmcnt par dessus, ¡’ay esté esbloui du lustre de ses raisons. Mais depuis qu'avcc un jugement plus mcur je suis venu i les bien examiner, j’ay trouvé sous ce beau voile pfusieurs erreurs couverts, qui font cheminer ceux qui les suyvent les voyes de deshonneur et domtnage» (Antes me proporcionaba singular placer el leer los Discnrses y E l principe de Maquiavelo, porque en ellos trata de altas y bellas materias políticas y militares que muchos gentilhombres tienen curiosidad de entender, por ser cosas que convienen a su profesión; y debo confesar uue durante el tiempo en que me contentaba con pasar ligeramente por encima, me encandilaba el brillo de sus razonamientos. Pero una vez que, con un juicio más maduro, di en examinarlas bien, encontré bajo ese hermoso velo varios errores que hacen marchar, a quienes los siguen, por los caminos del deshonor y la perdición) (Discours, V I, p. 133). Para generar el «jugement plus meur» hacían falta las guerras aviles. ■ *’ Metbodns, V I, p. 192.

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de los negocios de Estado 268; nunca había leído un buen libro; había conocido pocos pueblos 269; le habían faltado términos de compara­ ción; su experiencia había quedado demasiado estrecha, peor aún, le había faltado el usus veterum philosopborum et historicorum 270; era un empírico, carente en absoluto de capacidad especulativa, carente asimismo de religión 271, que proponía como modelo a aquella buena pieza del Valentino. Juicio este que en gran parte se debía a un doctrinalismo científico, cuyas consecuencias pronto se echaron de ver en sus comentarios acerca de Maquiavelo 272. Pero la pasión de los antimaquiavelistas iba a prorrumpir de manera mucho más violenta después de que, en la noche de san Bartolomé, Maquiavelo se manchara las manos con la sangre de los hugonotes: detrás de él y de su discípula Catalina se erguían ahora las sombras de los asesinados, por lo que la batalla contra el escritor se convertía en reivindicación de éstos y en una deuda de piedad a su memoria. Así, como una mezcla de elementos variadísimos, se desarrollaba el antimaquiavelismo francés, en el que despuntaban incertidumbres teóricas y preconceptos moralistas, violento sentimiento nacionalista y rebelión de privilegios y de voluntades semianárquicas. Tal era el peso muerto de la oposición. Pero estaba también, aunque muy escondida, la fuerza viva. La formación de una profunda conciencia religiosa y la afirma­ ción de una burguesía plena de vida, que había encontrado a su portavoz en Bodin, junto con aquel fluir vital desde abajo de la nación entera, aunque a veces a través de los residuos de un pasado vanamente evocado, y su conjunción con un gobierno que por fin podría acoger en sí la pasión de los súbditos, ampliaban el Estado de Maquiavelo, infundiéndole una plenitud de vida social y espiri­ tual que no había llegado a conocer. “ RrpMiq»t cit., Prefacio. Él está «fort bien (Desconté» (muy descontento) (VI, 4. p. 690). En la redacción latina, Bodin es mucho más duro en este pasaje. Maquiavelo, «litcris abusus et otio», se contradice «ut quid sentiat homo levtssimas ae meqtússimta, diiudicarc non possit» (p. 1086). Pero en las tres ediciones francesas que he podido consultar, las de París de 1)76 y 1578, y la de Lyon de 1)91, se dice simplemente: «ctcllemcnt qu*ll nc s^aii a quoy se teñir» (hasta tal punto, que no sabe a oué atenerse). 269 Metbodus, V, p. 106; R¡publique cit., V, I, p. jo j; redacción latina, p. 796. 270 Metbodas, VI, p, i)). Lo refiere Giovio «et res ipsa loquitur». 271 Bodin le reprocha a Maquiavelo el haber blasfemado contra la religión por ser «contrairc á l’Estat» (?), y haber fundado el Estado sobre la impiedad y la injusticia (Prefacio). 272 También parece volver a ello Montcsquieu, óuien, en un fragmento de E l espirita de las leyes, omitido después, acusa a Maquiavelo de haber aado a los príncipes consejos inútiles y hasta impracticables en un gobierno monárquico: «Cela vient de ce qu'il n’en a pas bien connu la nature et les distinctions: ce qui n'est pas digne de son grand esprít» (Eso proviene de que él no entendió bien su naturaleza ni sus distinciones, lo cual es indigno de su gran talento) (E. Lévi-Malvano, Macbwvelli e Monttxqana, París, 191a, p. 98).

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La monarquía, también la absoluta, se instalaba sobre unas bases desconocidas por el Renacimiento italiano; el Estado solitario de Maquiavclo era lanzado dramáticamente a la vida de la nación, de la cual volvería a salir con igual fuerza, y quizá más, pero con otro contenido humano y social; y hay que decir que César Borgia se esfumaba frente a Enrique IV m .

E l antimaquiavelismo de los escritores de la Contrarreforma En cambio, el antimaquiavelismo de los escritores de la Con­ trarreforma se desarrollaba según bases totalmente distintas. No porque no aceptaran la enseñanza fundamental, oponiéndose al fortalecimiento del gobierno y al ascenso de la monarquía absoluta; admitían sin reservas la virtud del-príncipe como la mayor y, más bien, la única causa de la fortuna de las naciones m . Al no existir debajo los gérmenes profundos de vida social que reforzaran, como había sucedido en Francia, el armazón externo, y no siendo muy apremiante la fuerza de una tradición que sólo podría manifes­ tarse cuando hubiera una conciencia colectiva dispuesta a hacerla suya, la figura del dominador retomaba para ocupar todo el escenario. Y lo ocupaba entre la obsequiosidad devota de sus panegiristas. Así como las últimas contradicciones internas de quienes aún se habían encontrado en el meollo de la trabajosa reorganización y oían hablar dentro de si a dos edades, dos espíritus, desaparecían para dejar paso a la tranquila seguridad, posible cuando Se lo decía Federico II a Voliaitc: «C'cst sur les grands sentiments de llcnry IV que se forge la foudre quí écrascra Cesar Borgia» (Es en los nubles semimiemos de Enrique IV donde se foria el rayo que destruirá a Cesar Borgia). m «El principal fundamento de todo Estado es la obediencia de k» súbditos a su superior, y esta se funda en la eminencia de la virtud del principe (...). Los pueblos se someten de buen grado al principe, en el cual resplandece'alguna preeminencia de virtud, porque nadie desdeña obedecer ni estar por debajo de quien le es superior, sino a quien le es inferior o incluso igual» (Dell* rafttn di Sitie. Venecia. 1JS 9 .1, pp. it-19). Cf. en Agmmte tUt rugían di Sitie: «Ahora bien, asi como los estados se arruinan por tontería, por crueldad, por libidinosidad o por incuria del principe, asi también se conservan y crecen con la sabiduría, la justicia, la temperancia y la fortaleza del mismo, y estas virtudes producen tanto mayores efectos de reputación y maravilla sobre la multitud cuanto más altas y eminentes son» (Vcnccia, 1619, «Delta riputazíone del Principe», l, p. >7). La bondad del principe es causa de la prosperidad de los pueblos (Retiñí di Stalo, II, p. 9)), y su interés paternal por los súbditos mantiene al Estado en orden y tranquilo, «porque d pueblo, sin temor de guerra extranjera o civil, y sin miedo de ser asesinado en su casa por violencia o por fraude, tiene los alimentos necesarios a precio barato, no puede no estar satisfecho y no se preocupa por otra cosa» (III, p. toj). Acerca de Botero, cf. C . Feaaaai, Hilleire de ¡m raijom J b jt t , Paria, itíz,p p . 299 y ss.; F. MeInecke, tp. o/., pp. Sa y ss. Las observaciones de C G io d a sobre la Ragas» di Sitie suelen carecer de valor (La rita 1 U epm di C. Belere, Milán, >*94. 1,p p .iJJ yss.).

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la transición hubo terminado, así también, en lugar de la apasionada fe de Maquiavelo, que hablaba al príncipe, pero no le sacrificaba su dignidad de hombre, se abría paso el pacato y prudente consejo de quien sabía aceptar un despacho. Giovanni Botero era, en el sentido más estricto, el preceptor de los principies 27S, y si en el florentino había aparecido por momentos el ciudadano de las comunas, exhibiendo rastros de la dolorosa antinomia entre los sentimientos tradicionales de los burgueses libres y las necesidades nuevas de los tiempos, en este cauto escritor había desaparecido todo vestigio de perturbación psicológica. La política unitario-absolutista a la española se estaba convirtiendo en hecho consumado. Ya no cabía asombrarse, pues, de que reaparecieran copiosamen­ te hasta los más triviales preceptos maquiavelistas, incluso replantea­ dos y desarrollados con tan manifiesta indiferencia de ánimo, con tal placidez de acentos, que se echaba de ver que todos los sentimientos personales estaban muertos 276; y así, Botero exponía a su monarca unos preceptos no muy diferentes de los tan execrados axiomas del florentino 277, mientras Rivadeneyra encontraba fórmulas de exqui­ sita elegancia para aplacar cualquier escrúpulo 27S. Se aceptaban las m Alguno! personajes de mucha calidad, habiendo leido la Ragiaa di $M », desearon que Botero tratara más profusamente de la reputación «como de una cosa nueva y no tratada ordenadamente por ocrosa, y ¿I, presuroso, yscribió otros consejos (Ajgimte cit., «Delta riputazionc», I. p. j j ). w « la severidad ayuda (...) y no llamo severidad, sin embargo, al hacer morir cada dia un gran número de gentes (...). Porque, en verdad, no habiendo hoy penuria mayor de nada, que de hombrea para la guerra, las galeras y otros negocios, conviene ahorrar sus vidas lo más que se pueda» (Agffmde cit., «Della riputazionc», II, p. 41). A Maquiavelo nunca se le hubiese ocurrido ahorrar hombres precisamente pan tas galeras; pero esto bien podría ser también un descubri­ miento del Botero economista. * ’ «Tengase por cosa resuelta que, en las deliberaciones de los principes, el interés es lo que priva sobre cualquier partido. Y por eso no debe fiarse de amistad, ni de afinidad, ni de liga, ni de ningún otro vinculo, en el cual, quien trata con él, no tenga un fundamento de interés» (RqgMr di ítala, II, p. 60). Véanse luego todos los temas de prudencia y los que se refieren al secreto; «Mucho ayuda el disimulo» (p. 6*). Lo mismo pan precaverse de los súbditos indómitos (V, p. ijt ). Y en Atgumle: «Porque, en conclusión, razón de Estado difiere poco de razón de interés»; «Discorso della neutnlitá», p. al; «Es de gran importancia el secreto, porque (además de hacerle parecido a Dios) hace que los hombres, a¡ ignorar los pensamientos del principe, estén en vilo y en gran expectativa de sus designios» («Delta riputazionc», II, p. 41). Por suerte, no fidtó quien pretendiera ver en Botero a un gran campeón de la doctrina ascética (C. Toxnaxi, Del perneen pelilúte delledefiriere diGicraam Belere, Turm, 1907, p. j j ) , y otros más. un paladín de la moralidad y reivindicados del honor italiano (Prudeir^a di Steetee • mantere di goeereo di Cujéame Balen, por el ahogado E rnesto Botero. Milán, 1S96, p. xxx). ™ Como por ejemplo cuando le permite al principe servirse, con moderación cristiana, de la simulación; «No es mentira (cuando la necesidad o utilidad grande lo pide) decir algunas palabras verdaderas en un sentido, aunque crea el que las dice que el que las oye, por ser equívocas, tas podra tomar en diferente sentido (...), desta simulación (...) se debe usar solamente cuando lo pide la necesidad (...) y con su dosis y tasa, y conficionada con las leyes de cristiandad y prudencia» (Tratada de la religieaj virteedet qeee debe tener el Prlaeipe eritliam, Madrid, 1(99, Biblioteca de Autor» Españoles, ll._4.PP- JM y *»•)• (Chabod cita textualmente en castellano.) La misma •prudencia» cristiana enseña a disimular y a tener paciencia en la lucha contra los herejes, cuando éstos son demasiado poderosos (I, a i. p. 499). Igualmente interesantes son algunos consejos de

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soluciones fuertes con un espíritu tan distinto al de Maquiavelo, con unos acentos sentimentales tan mezquinos y bajos comparados con los de él, que cada vez se advertía en mayor medida que, para Italia, había transcurrido casi un siglo de historia. Pero algo nuevo aparecía asimismo, ahora, en ese pensamiento tan profundamente nutrido, por una parte, por el de Maquiavelo; y lo nuevo, esta vez, no consistía ya en una ampliación de las bases sociales del Estado y de la envergadura espiritual de su conductor, sino en el acuerdo entre el Estado y la Iglesia, en la transacción entre el monarca y la curia pontificia, que otorgaba al soberano su apoyo con la condición de intervenir en los más íntimos entresijos de la vida pública 279. Se imponía el Estado confesional, y lo concreto era la intromisión de la Iglesia en cada acto de gobierno por medio de las órdenes religiosas, de los confesores y de los consejeros canóni­ cos de los príncipes. Justamente ésta era una de las piedras angulares del nuevo edificio; tanto Botero como Rivadeneyra deseaban, junto con el monarca, el «consejo de conciencia» que resolviera los casos dudosos y devolviese paz a su conciencia, pronto turbada ya por escrúpulos personales, ya por aflicciones públicas 28°. Por lo cual no se equivo­ caron los defensores de Venecia, durante la lucha por el Interdicto, al rebelarse contra aquella raza nefasta de confesores y consejeros,

Mariana, tenido por precursor de Rousseau, quien, tras haber hecho entender al principe, en el libro 1, que es mejor tener de amiga a la Iglesia de Roma, para no atraerse dificultades muy graves ni obligar al pueblo a acordarse de su toberania (|cómo servían las discusiones teóricas para los fines inmediatos de Roma!), se hace excelente preceptor: «Dcinde commotac muintudini repugnare non debet Instar torrentis est, obvia quaeque subvertit. ad breve tamen tempus intlatur Arte quadam componendi ii fluctus sunt. Díssimulandum lantispet, prccibus conccdcndum etíam aliquid (...). Sedato tumultu quorum praecipua noxa erit, iis irrogare supplicia nihil vetabit, sed carotim ac singulist quod ad consensum multitudinis eatcnuandum saluberrimum esta [De Regr el Regit inilitm ioiu, Francfort, 1 6 1 1 , 111, 1 j, pp. 529-5 jo); cf. también otros sagaces consejos, p. 556. E l Gran Canciller de Milán, de manzoniana memoria, era, según se ve, un magnifico discípulo de Mariana. m Véanse las hermosas páginas de G . TorEANiN, que tanta luz han arrojado acerca de la concepción política de los hombres de la Contrarreforma: M atbiarelll e ¡ I » Taeltitmom, pp. 92 y ss. 2» «Por lo que seria necesario que el principe no sometiese nada a deliberación del Consejo de Estado que antes no hubiera sido ventilado en un consejo de conciencia, en el cual intervinieran doctores excelentes en teología y en justicia canónica» [Rapan di State, II, p. 9 1; P. R ivad en eyra , op. tít., II, Z), p. ))6 ; j i , p. 562). También Mariana querrá que el principe oyera el parecer prndentinm rhrornm, entre los cuales, por supuesto, habría de contarse algún religioso [op. til,, lli, 1 ; , p. 328), al paso que Bcllarmino, que sometía al principe a cuatro superiores, a saber. Dios, el Papa, el obispo y el confesor, le prohibía a este último absolver al reai penitente si éste no habrá confesado toaos sus pecados, incluidos los de gobierno, y no tuviera el propósito de enmendarlos todos. La confesión debia ser integra [D e offieio printiplt thristiaxi, Londres, 1619, I, 6. pp. 47 y ss.). Más tarde, A n ta concederá también a los religiosos el acceso a los gabinetes de los gobernantes, afirmando que predicadores y confesores deben dirigir las acciones de los principes (M. C a v a l u , D egli lerlttorl polillel ttalianl Helia telenda m etí del tetóla xv n , Bolonia, 1905, p. 70).

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punto de apoyo de la acción curialesca y origen de todos los males 281. De tal suerte, el príncipe se vinculaba a la fe, la cual era, naturalmente, una sola: la católica apostólica romana. Sólo ésta podía asegurarle felicidad en el gobierno y marcarle el camino seguro: ¿por qué iba a cerrarle las puertas de su Consejo secreto al Evangelio «y levantar una razón de Estado contraria a la ley de Dios, como alzando altar contra altar»? 282 Estúpida presunción; sólo en la ley cristiana podían los príncipes encontrar el medio para mantener tranquilos a los estados y conservar su poder 283. Y de aquí surge la legitima potestad, el orden reconocido y consagrado para el que se abría sin peligros el mar océano de la política 284. El monarca volvía a ser el buen pastor de su plácida grey 285; no era ya el tirano, sino el príncipe legítimo y sacro. Por tanto, la falsa razón de Estado quedaba sustituida por la verdadera; contra el veneno que enviaba a las naciones a la ruina, el saludable y dulce remedio; frente a la virtud de Maquiavelo, la prudencia cristiana de Rivadeneyra; y se implicaba en el supremo interés, no ya religioso, sino político del príncipe, el no dejarse seducir por el maquiavelismo engatusador, causa de ruina286. Los que naturalmente aprovechaban el nuevo ordenamiento eran los religiosos, toda vez que, para con ellos, el soberano debía mostrar manga ancha en cuanto a ayuda, protección y favores, como que eran ellos quienes constituían su salvaguardia 287.*24 *

C f. F . S c ad u to ,

Ji Veneyo Jet tJof-ttoj,

Stato « Chita uconJofea Patio Sarpi, t la cnteien^a pabbiica Jurante tínterJetto

Florencia, | S S | , pp. to a , 10 6 y ss. ■ ’ R ag a» Ji Sato, Í l , p. 9 1m «(...) pero entre todas las leyes n o hay ninguna más favorable a los principes «pie la cristiana, porque ésta les som ete n o solam ente los cuerpos y las facultades d e los súbditos (...), sino incluso las alm as y las conciencias, y no só lo liga las m anos, sino también los afectos y los pensamientos, y quiere qu e se obedezca a los principes díscolos igual que a los m oderados, y que todo se soporte para no perturbar la paz» (R agen Ji Stato, II, p. 94). Pero con esto se vuelve, conscientemente o no, al concepto d e la religión com o m edio de gobiern o. A si, tam bién, en Mariana, op. til.. II, 14 , p. a o t; II I. z , p. z a t . C f. G . S a it t a , La uolattiea Jeturolo x v t r la poiitita Jo Ceaiti. T u rin , 1 9 1 1 , pp . z 7o -a7t; c f. tam bién P . R iv a d e n e y r a , I, p. ) o i : «Inter m ultas ccclcsias notas una csr (...) felicitas tem poralis divin itu s collata iis qui eccfesiam defendunt» (A . Po sspvino , Ribhoteía Selecta, R om a, 1 19 5 , parte , libro I, p. 117 ) . 244 «(...) quum lam en belli iustae tantum m odo causae sint, defensio, aut restitutio R elig ió n » , patriae, pacis ct aiiorum bonorum m agni m om enti. a legitimó poteitatíbnr* (P o ssbv in o , ihiJ., p. it S ; cf. la anctorilat legitima del cardenal R . B e l l a r u in o , De officó principó ebrótianó cit., I, a i , . 174, quien reco ge e l con cepto d e S a n to T om As d e A quino , «legitim a auctontas, causa justa, itentio recta», Snmma Thtoiogica. R o m a, 1R86, parte II, c. 40, a. I). 2,5 R iv a d e n e y r a , p. ¡ J4 ; «Q uasi pastor Ínter oves» (B e l l a r m in o , I, 9, p. 70). m E ste interés político de los principes de oponerse al m aquiavelism o ha pasado a ser un argumento convencional (F . M e in ec h e , op. eil., p. 1 5 1) . * «(•••) y n o es posible qu e estim e la religión quien n o tiene en cuenta a los religiosos, pues, /cómo podrás honrar la religió n , a la qu e n o ves, si n o estim as a los religiosos qu e tienes ante Im o jos? (Rogón Ji Stato, II, p. 96). L o s bienes d e la Iglesia n o deben tocarse sin facultad del 'Sumo Pontífice ( V il, p. 187). P o ssbvin o le reprocha acerbamente a M aquiavelo el no haber ■ tunado en cuenta a los religiosos («D octores Christianac religió n » nihili faciat?». op. eil., p. 127);

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De manera, pues, que si bien los escritores de la Contrarreforma aceptaban la razón primordial de Maquiavelo 28*, por otro lado su gobierno no era ya el que propugnaba el florentino, y precisamente este sentido antinómico encontraba su expresión en el tacitismo, que resultaba ser la salida natural de quienes, aun teniendo que recono­ cerle una deuda tan grande, llegaban en último término a una posición en exceso diferente 289. La desenvuelta y arbitraria tergiver­ sación revelaba un formidable trabajo de reconstrucción que la Contrarreforma tenía que efectuar, y su valor residía justamente en esa alteración del historiador romano, destinado a hacer de testaferro para aportar material al edificio que esperaba la curia pontificia. Sobre estas bases actuaba la oposición contra Maquiavelo, la cual asumía desde luego, también en este caso, un carácter peculiar por la debilidad de pensamiento de algunos de sus promotores y, sobre todo, por los criterios confesionales y el violento odio banderizo que los animaban 29°. Messtr Niccoló era ya el organum Salame 291, el autor . de una política perversa e impía, que, por haber mirado a la religión con ojos «legañosos y no limpios» 292, enviaba a la ruina las almas y los reinos. Ingenio lo había tenido, sí, pero, ¿qué frutos podía dar, si le faltaban píelas y usas rerum? 293 Pero el secretario florentino poseía la manera de vengarse. La discordia se convertía en un campo de Agramante: los antimaquiavelistas de Italia y de I-rancia se volvían unos contra otros y,13 cf. P. R ivaukneyxa , II, j i , p. 5 i i. Giammaría Muti dice: «I j conservación del Estado ha de implorarse, pero con fe, a Dios. Se adora a Dios defendiendo la religión. I j religión se demuestra. ■ reverenciando el templo. Débese honrar a los sacerdotes, ministros de Dios» (E. C avam .1, -La scicnza política in Italia», en Memora d tlílsliin io Venela di Setenar, Leítere ed A rti, X V III. 187), p. 3 36). Mariana se sumaba astutamente al coro p an salvar los bienes religiosos. ® Es cierto que la parte m is importante, en el aspecto teórico, la desarrollaban los jesuítas, quienes partían de premisas totalmente distintas (cf. recientemente F. O lo iati . L'anema delfV m t• ' neitmo e del Rinauim nto, Mitin, 1914; sobre Bellarm ino,pp.t79 y ss.; sobre Suircz, 339 y S5.); pero, en último caso, las conclusiones prácticas eran las mismas. Siempre habría que tener a mano, junto con el primer libro de Mariana, también el segundo y el tercero, y recordar que las teorías de los jesuítas, asi como las de los hugonotes y de los lipn art, perseguían esencialmente un fin polémico y práctico. Una vez que el principe aceptara el acuerdo con Roma, la soberanía popular, cómodo , espantapájaros, se desvanecerla en el aire. m Acerca d e l tacitismo, remito al v a s t o y exhaustivo estudio de G . T o f i ' a n i n y a citado. 1,0 Repito que no me propongo examinar aquí la posición personal de Campanctla (acerca de su antimaquiavclismo, aparte A lititm ns Trinmpbatni, pp. 2 16 -13 1, cf. también la carta a Scioppio, L. A m abile , Fra Tommajtt Cam panila na' eaitalli di S a p o li i» Rama td in Parigi, Ñipóles, 1887, II, documento 184, pp. 36-74). Para su posición respecto del florentino, cf. F. M f.inf.c k e , op. r//.,pp. 113 y ss.; C. D fn tice d ’ A c ca d ia , «Tomismo e machiavellismo nella concezione política di T .■ Campanella», en G á n a la Critim dalla V ihiofia Italiana, vt (19x3), pp. 1-16. A. Possevino , op, tit„ p. 117 . 2,2 R ivadenetka , op. rit., II, 36, p. 570; cf. también pp. 434, 453 y ss.; I, I, p. 4)8; II, I, p. 310, 34, p. 567. 293 P ossevino , op. til., p. 117 . En cambio, Botero, siempre m is cauto, sólo se refiere a Maquiavelo en la dedicatoria de la Ragion di Stato y respecto a una cuestión particular, 111, p. 1 1 1 ,

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mientras injuriaban al codificador de la tiranía, no dejaban de arreglar cuentas entre sí. Y no sólo contra los hugonotes apuntaban los hombres de la Contrarreforma: el mismo Bodin, aunque tratara de infundir vida a su política mediante una robusta conciencia religiosa, pero no ortodoxa, era blanco de acusaciones o, en todo caso, de sospechas y desconfianzas que se regodeaban en una minuciosa indagación crítica en busca del error 294. Por el otro lado, se Ies oponían las iras de los escritores ultramontanos contra los prosélitos de la razón de Estado católica; jesuítas y maquiavelistas 295 eran equivalentes, más bien eran lo mismo, y todos juntos merecían el odio del buen pueblo de Francia. Reyertas familiares que atestiguan la profunda diversidad de las grandes oposiciones contra Maquiavelo, así como la enorme distan­ cia de los puntos de partida de unos y otros. Ni siquiera la renovada conciencia católica francesa podía estar de acuerdo con la nueva ortodoxia romana, dado que aquélla llevaba en sí las huellas dolorosas de la experiencia personal, mientras que la segunda tenía ya la claridad y precisión de la reforma cumplida por obra de una voluntad soberana. El cargo de ateísmo e irreligiosidad, que desde ambos países se lanzaba contra el escritor florentino, tenía dos contenidos muy distintos; y aunque, a la sazón, la disidencia entre la conciencia religiosa de Francia y la ortodoxia intelectualista de Roma quedaba velada por matices políticos y nacionales, confun­ diéndose con la oposición al papado por estar éste aliado con los españoles, más tarde iba a quedar plenamente patente su línea profundamente religiosa con la aparición del movimiento jansenista. Por ese camino doble y divergente marchaba, pues, el primer antimaquiavelismo, que luego continuaría, aunque perdiendo ya todo el relieve y la fuerza que antes le habían caracterizado. Pero no*1 Véase el minucioso estudio que de los escritos de Bodin hace A. Possevino 'cp. eil., pane I, pp. 119 y se.). Lo relaciona con Maquiavelo, 1.a Nouc «et aliis qui Politicis habentur, nec sunt»; mis adelante dice que en el MethcJm «haercsim sapit», para concluir reconociendo que la fUtmblifm tiene «magnam serum Politicarum supcllectilcm», pero pidiendo que sea expurgada, no •ólo «verum ctiam ea apte insererentur. quac in Religione Catholica ct pietatc firmare Principum «I Poliócorum ánimos possent». R ivadeneyra es más duro (p. 4 1 6 , 1, pp. 4 ) i, 16, pp. 497 y ss.). Por lo demás, apenas se publicó la R IpM iqm , a Bodin le acometieron los predicadores (R. Cm a u v k í , cp. ti!., pp. 43-44). "> Acerca del emparejamiento de jesuítas y maquiavelistas, cf. O. T ommasini, cp. ti!., 1, p. 11 y ss. Gentillet dice que el Papa «et sa u qm iln (y su pandilla) pusieron a Francia patas arriba ton las guerras civiles, «par les moyens et pratiques de leurs estaffiers machiavclistes qu'ils y ont rnvoyez» (por las maneras y prácticas de sus asistentes maquiavelistas que han enviado) (D ittcnri t i l , 111, p. >43). Acerca de la reacción antijesultica en Francia, cf. C. L enient , L e ¡atire cu F ru te M U U uérttm militante u xvi aiócle. Paria, 1 166, p. 4I4 y ss. Y recuérdese el Catboliccn, «manié, itmué, alambiqué et calciné au coliche des jesuites de Tolédc» (manoseado, removido, alambicado y calcinado en el colegio de los jesuítas de Toledo) (Satjrc M nuppit, París, 1394; cf. L enient, cp.

tU-, pp.4>9y »•)•

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iba a cesat. Las voces airadas seguían resonando, y lo que les daba pie, por encima de todo, era siempre el maquiavelismo de los príncipes, la acción práctica de cada día, en la cual, por una costumbre ya inveterada, se seguía viendo la mano lejana del inapresable enemigo 296. Con todo ello, en un movimiento tan tumultuoso había dismi­ nuido toda posibilidad de critica. Actores, que no espectadores, de una lucha continua, conturbados por las exigencias prácticas e inmediatas y por las consecuencias directas de su actitud, arrastrados por la vehemencia de la pasión, aplastados la mayoría de las veces por la flaqueza de su espíritu, los antimaquiavelistas no podían en manera alguna llegar a una evaluación serena de la obra del enemigo de cada día. Pero si bien no alcanzaban ese grado de equilibrio, su misma suerte la compartían los que se erigían en defensores de oficio de Maquiavelo y que fluctuaban, sobre todo, entre la justificación práctica y la sentimental y finalística, proponiéndose unos ver en E l príncipe, casi exclusivamente, una crónica rerum gestarum, y otros descubrir la secreta intención republicana de su autor 297. La inten­ sidad pasional del problema seguía siendo tan grande que se imponía a toda expresión más circunspecta, con lo que se anulaba la posibilidad de una valoración critica. Para que ésta se inicie, habrá que esperar al siglo xix. Sólo entonces la obra del florentino, sustraída a los antagonismos y las 299 Thcophraste Renaudot decía de Richelicu, en i6j6:(T oi, tu te sers de la religión comme ton preceptcur Machiavel (...). Ta tete est aussi préte a porter le turbant que le chapcau rouge» (Tú te sirves de la religión igual que tu preceptor Maquiavelo T u cabezá está tan dispuesta a tocarse con un turbante como con el capelo rojo) (en J . R ogrr C harbonnel , op. cit., p. 73; y en O. T ommasini, op. cit., 1, p. 605). De Mazarino dice el Caíttbismt dt Cottr, Paria, 1631*. «Je crois (...) en Mazann, qui a été congu de l’esprit de Machiavel» (Creo... en Mazarino, que fue concebido del espíritu de Maquiavelo) (T ommasini, op. cit., 11, p. 933). Se suma al coro Federico U: «11 parait que ces Cardinaux hals ct estimez des Franjáis, qui successivemem ont gouvcmé cct Kmpire, ont profité des máximes de Machiavel pour rabaisser les Grands» (Parece que esos cardenales odiados y estimados por los franceses, que gobernaron este Imperio, aprovecharon las máximas de Maquiavelo para rebaiar a los grandes) (And-M achiavel, cap. IV , p. 37). N o bastaba que contra esta supuesta utilidad de la obra de Maquiavelo protestaran G . S cio pw o ( Pcedía politices, Roma, 1623, p. 27) y más tarde j . F. C h m s t *. «Quasi vero ilta imperantium iniquicas, nisi e libril prudentum, discí nequeat, nec per se sufficere ingenium humanum, malis eius-modi patrandil»' possir» (De Nicolao Machiarelli libri tres, Leipzig, 17 3 1, dedicatoria y 1,1 5 . pp. 33 y ss.). 297 Para estas varías corrientes de defensores de Maquiavelo, cf. L. A . B u r ó , op. d t., pp. 60-61. F.I Maquiavelo de la secreta intención republicana aparece también en $pino2a: «Praeterci ostenderc forsan voluit, quantum libera multitudo cávete debet ne satuten suam uní absolutc credat» (Tractatas políticas, ed. Van Vesten,i9i3, V , 7, p. 24). Cf. el juicio de G . P a r in i , Prote, Barí, 1 9 1 3 , 1, p. 269. Esta fue la interpretación predilecta desde el siglo x v m , especialmente en 1» segunda mitad, cuando se requirieron de Maquiavelo leedoras de libertad y, en consecuendᣠvolvieron a salir a la luz los Piscursos (A. E l k a n , «Di Enrdeékung Machíavcllis in DeutschltftJ zu Bcginn des 19. Jahrhunderts», en Historiscbe Zeitschrift, 119 , 1919, pp. 430-431). Y es notable la influencia que ejerció Maquiavelo, justamente como maestro de libertad republicana, sobre los jansenistas italianos (E . R o t a , C'm eppe Poggi e UtJormoxjont psicologías del patriota moderno, Piacenxap 1923, pp. 4 !, n. 3; 76 y ss., I9 y ss.). Por lo demás, también en los tiempos de la critica hubo quien dijo que *J2/ príncipe habla sido escrito con la intención de iluminar a los pueblos y de alucinar a los tiranos» (G. A u ico , L a rita di Niccolo Macbiaveili, Florencia, 1873, p. 436).

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pasiones de la vida cotidiana, podrá por fin aislarse en la lejanía y mostrarse con la transparente ligereza necesaria para la formación del pensamiento reconstructor; al mismo tiempo, hacia el hombre antes odiado con ia violencia de la humanidad atormentada, va lentamente inclinándose, con secreta emoción, el ánimo de los que ahora perciben en él al gran maestro espiritualm . En el sitio dejado por los ataques encarnizados puede abrirse paso el estudioso, más lento y tardo quizá, pero más preciso y sereno. No es que no se produzcan desviaciones, también, en la etapa de la reconstrucción; las hay, incluso, de bastante entidad. Una cuestión moral muy mal enfocada, preocupaciones nacionalistas en perpetuo afán y elegantes inquietudes filológicas volvieron por momentos a enturbiar las aguas desde hacía poco, si no límpidas, algo más claras. Desde luego, la crítica ha andado a menudo tanteando en la oscuridad y confundiendo con pilastras de apoyo las delgadas columnatas decorativas. Pero esto es tan natural que seria poco discreto de nuestra parte el mostrarnos asombrados.

m «(...) y con profundo alecto del alma lanzo loa brazos al cuello del hermano, asi sea Moisés, profeta, evangelista, apóstol, Spinoza o Maquiavelo», Goethe (O. T ommasini, «W. Goethe e N. Machiavclli». en Kradiraw// áelTAfcadim ta N a yiu u b J t i Lineei; 1901, p. z del extracto). Ahora si que Maquiavelo penetraba reahnente en la medula de los grandes hombres, y n o ya sólo como preceptor pata los pequeños manejos de la política. Su influencia en el pensamiento alemán (Hegel i (■ ichte) ha sido puesta de relieve eficazmente por M e in e c e e . asi como su suerte en tierras Hermanas la ha explicado dignamente E lk a n ; igualmenmtc tuvo considerable influencia el escritor florentino en la formación del pensamiento de Alficri y Foscolo (cf., para el primero, U. < «IXKSO, L ’aw rfSia d i V il Itrio A ifitri, Bari. 19 14 , pp. 7 1. t i l y ss.).

Sobre la composición de « E l prín cipe» de N ic o lá s M aquiavelo (1927)

Publicado en Arcbivum Romaniaim, Florencia, X I (19 17), pp 330-385. Al dar hoy a la luz, completamente reordenado y muy aumentado, este artículo, que se elaboró en el transcurso de un trabajo realizado en el Seminario Histórico de la Universidad de Berlín, quiero expresar mi agradecimiento al profesor Albert Brackmann, de esa universidad, que me prodigó toda clase de atenciones durante mi estancia en la capital alemana. Por ello le dedico ^este trabajo.

Como apéndice de una hermosa introducción para II Principe, publicada hace pocos años, Meinecke en relación con la composi­ ción del escrito, sostenía ingeniosamente una tesis que merece ser ampliamente discutida y que puede dar motivo a un nuevo estudio del tratado, en su génesis y en su estructura. Según el historiador berlinés, E i principe, del que se hacen amplias referencias en la conocidísima carta a Vettori de diciembre de 15 13 , habría constado inicialmente de los once primeros capítu­ los, mientras que los otros quince habrían sido añadidos con posterioridad, aun cuando en inmediata sucesión de tiempo. La tesis así formulada se fúnda en una serie de observaciones que aquí se resumirán brevemente. El objetivo que Maquiavelo se propuso al escribir el tratado está expuesto en la carta a Vettori del 10 de diciembre: «He (...) compuesto un opúsculo De principatibus, en el que pro­ fundizo cuanto puedo en la investigación de esta materia, exponiendo qué es principado, de cuáles especies existen, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden (...). Filippo Casavecchia lo ha visto y podrá en parte informaros, tanto de la cosa en sí como de los razonamientos que hago de ella, aunque todavía lo estoy aumen­ tando y puliendo.» En primer lugar es preciso, pues, contar con la posibilidad de que el tratado haya recibido ampliaciones esenciales. Y , en realidad, si examinamos los primeros once capítulos, podemos observar que en ellos se cumple perfectamente el programa del escritor. Los nueve primeros hablan de las distintas especies de principado y su adqui-1 1 D tr F irst m d k ltn trt S ib riftn , Berlín, 19 1) (colección «Klassiker der Politik», 8). También menciona expresamente esa tesis suya M e i n e c k e en O h ldtt dtr Staútsrim* m dtr ttkerta Gettbúbtt, Munich-Bcrlin, 1914, p. 49. Y o me he referido ya brevemente 1 la cuestión (cf. mi trabajo «Del trisuipe di Niccoló Machiavclli», Milán-Roma, 1916, p. j , nota) [cf. tip rt, p. 44, n. 10, N E >/.], pero me parece oportuno volver sobre ella con el Hn de examinarla más detenidamente. Al hacerlo K me presenta, además, la oportunidad de revisar el otro problema, en al independiente del que plantea Meinecke, de una primera y una segunda redacción del tratado en dos etapas, tesis a t a que sostiene decidida y definitivamente Tommasini.

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sición, mantenimiento y pérdida; el capítulo X trata la cuestión general de las fuerzas de los diversos principados; el X I, que empieza justamente con la frase: «Sólo nos quedan por analizar ahora los principados eclesiásticos», estudia esta singular y absolu­ tamente única clase de principado, que es el eclesiástico, no sujeto a las leyes de los demás gobiernos. El programa está cumplidamente ejecutado y hasta se encuentra una frase de posible conclusión: «Por tanto, Su Santidad el papa León ha encontrado al pontificado poderosísimo, y es de esperar que, si aquéllos lo hicieron grande con las armas, éste, con la bondad y sus otras infinitas virtudes; lo haga grandísimo'y venerable.» Es verdad que también los capítulos siguientes están estrictamen­ te en relación con el tema, tal cual fue enunciado; pero, bien mirado, no eran en rigor necesarios para cumplir con lo propuesto por Maquiavelo. El mismo escritor, al principio del capítulo X II, declara haber desarrollado su tema de modo «particular». Pero mucho más importante es una segunda cuestión que supone la verdadera base de la tesis de Meinecke. Los capítulos X II al X IV tratan de la defensa del Estado; pero es que el problema militar estaba tratado ya en los capítulos VI, VII y X , en los que se encuentra ya, por lo menos ¡n nuce, el pensamiento fundamental de Maquiavelo, según el cual las milicias mercenarias no tienen valor y sólo con soldados propios puede un príncipe ser políticamente independiente. El capítulo X se refiere en particular a la defensa y, no obstante, el escritor vuelve a hablar de ella en los capítülos XII a X IV . Admitiendo entonces que el tratado haya sido concebido y compuesto de una sola vez, su urdimbre lógica, hasta aquel punto tan rígida, se habría deshecho, y Meinecke excluye decididadamente la posibilidad de que los capítulos X y X II al X IV hayan sido concebidos simultáneamente como partes del mismo escrito. Si Maquiavelo hubiese querido detenerse aún más largamente en las cuestiones militares, debía haberlo hecho en el capitulo X , cuyo contenido le obligaba a ello. Para los que señalan que con el capítulo XI se cierra la parte especial, y con el X II comienza la general de la obra, Meinecke apunta, rebatiéodolos, que ya el capitulo X trata de una cuestión general, «De qué manera han de medirse las fuerzas de todos los principados». Si hubiese existido una redacción simultánea de todo el escrito, aquí aparecería una incomprensible ruptura de la trama lógica. Más aún: el capítulo X trata de las ciudades fortificadas y el

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X X de las ciudadelas, y es absolutamente inverosímil que Maquia­ velo hubiera dividido de tal modo dos temas tan estrechamente vinculados entre sí y que en los Discorsi son examinados en el mismo capítulo (II, 24). Sin embargo, en los primeros once capítulos se encuentran expresiones que remiten a los capítulos posteriores; en el III, «respondo con lo que más adelante diré acerca de la fe de los príncipes y cómo se la debe observar», es una remisión al X V III; en el X , «y más adelante lo mencionaremos, cuando sea necesario», a X II-X 1V; por último, está la frase del capítulo X II, «quédame ahora discurrir en general...» Pero ésta no es más que una tentativa de relacionar formalmente la segunda parte del tratado con la primera, y son inserciones posteriores las dos frases de los capítulos III y X. Meinecke cree, pues, que Maquiavelo, tras haber escrito el tratado que llegaba solamente hasta el capítulo X I, quizá haya deseado añadir en primer lugar los capítulos X I 1-X IV sobre las cuestiones militares; pero, en el decurso del trabajo, las ideas siguieron afluyendo, el pensamiento se hizo cada vez más seguro, claro y profundo (el imponente exordio del capítulo X V demuestra que sólo en ese momento cobra Maquiavelo plena conciencia de la originalidad de su manera de pensar), y así fue como se originaron todos los capítulos posteriores, en los cuales se vuelve sobre razones ya aducidas antes, desarrolladas y profundizadas, como lo demuestra la confrontación entre las enseñanzas «maquiavélicas» de los capítu­ los VII y V III con las de los capítulos X V al X V 1I 1. A primera vista, la tesis de Meinecke, tan vigorosamente soste­ nida, parece muy sugestiva. Pero, volviendo ya a pensar en la impresión general de continuidad y de totalidad que nos deja la lectura de E l príncipe, empiezan a surgir las dudas, que después crecen, cuando se hace un nuevo examen, detallado, de cada cuestión, de manera que, en última instancia, nos vemos inducidos a no aceptar la hipótesis tan ingeniosamente presentada. Para convencemos, pues, pasemos sin más al análisis detallado. Y para eliminar desde un principio las cuestiones menores, releamos las palabras de que Maquiavelo se vale en la carta a Vettori para definir su obra: «(...) exponiendo qué es principado, de cuáles especies existen, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden (...)». Para Meinecke, ese programa queda cumplidamente desarrollado en los capítulos I a X I. Ante todo, me parece que esto es tomar tales palabras en un sentido excesivamente abstracto y

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ISO

rígido: basta recordar la forma mentís de Maquiavelo para echar de ver que el tratado sobre la naturaleza y las formas de los principados tenia que pasar, sin solución de continuidad y con perfecta lógica interna, al examen de la virtud y de la manera de actuar del príncipe. Precisamente los capítulos X V -X X III son, en mayor medida que los demás, los que puedan servir para «mantener», esto es, para impartirle al jefe de gobierno las directrices generales acerca de la tarea de cada día y, en especial, sobre las relaciones de política interna. Pero, para resolver esta primera cuestión, es suficiente una simple confrontación con la carta que Biagio Buonaccorsi le envió a Pandolfo Bellaca, adjunta con una copia de E l príncipe (nuestro manuscrito Mediceo Laurenziano), que entonces constaba ya de la totalidad de los veintiséis capítulos. Gn la obra «nuevamente com­ puesta» por Maquiavelo, Bellaci encontrará descritas «todas las cualidades de principados, todos los modos de conservarlos, todos sus atropellos, con una circunstanciada noticia de las historias antiguas y modernas»12*. E l enorme parecido de las expresiones (nótese que también Buonaccorsi habla de las cualidades de los principados, no de los príncipes) demuestra que las palabras de Maquiavelo de ninguna manera deben limitarse necesariamente a los capítulos I-XI del tratado, sino que, en su generalidad, pueden abarcarlo todo. En esa misma carta a Vettori, Maquiavelo dice estar «todavía» aumentando y puliendo el escrito, y por «pulir» entiende el trabajo del acabado estilístico. Pero en cuanto a la magnitud de esa reelaboración formal empiezan a surgir dudas apenas se piensa que, precisamente en E l príncipe, vuelven a encontrarse unas construccio­ nes latinas que no aparecen en las obras más estudiadas y limadas, pero que son copiosas en las cartas, y que aportan al razonamiento una nota de «familiaridad» J; que los títulos de los capítulos han quedado en latín, a diferencia de lo que sucede en las obras más elaboradas, y que, en suma, todo el estilo de E l príncipe, con sus modismos, particularidades sintácticas, etc., demuestra que la obra maestra artística de Maquiavelo es un trabajo hecho a vuelapluma y no sometido a ninguna reelaboración formal y minuciosa 4. De suerte que, si se recuerdan las preocupaciones estilísticas de Maquiavelo, testimoniadas por la larga y escrupulosa labor de 1 P. V il l a m . N itn ii MatkiavtUi t i im i ttmpi, Milán, 19 17, II, p. 61. 3 Cf. mi «Introducción» 1 II Prim ipt, Turín, 19 14 , p. xxxvi [p. j del presente volumen,

N E ¡t.|. 4 Cf. F. F lam ini, Rautgna ñibUcgrafiu ¿tlia L tlltralara Italiana, VIH , pp. 146-147.

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pulimento que sufrieron en su forma las obras con las cuales se puede establecer una comparación entre el esbozo y la redacción definitiva s, si se piensa, digo, en el refinamiento estilístico de las Istorie fiorentine y se lo compara con la forma de E l príncipe, no se puede por menos que concluir que esa reelaboración formal debió quedar muy pronto, por no decir en seguida, abandonada 6. Queda el verbo «aumentar», que alude sin duda a un trabajo de añadidos, al punto de que algunos editores lo han cambiado por «engordar» **, como si se refiriera a la ampliación de la materia 7. Pero es que engordar también significa añadidos, pero añadidos que se hacen sobre un cuadro ya completo en su disposición fundamental y en su estructura de conjunto; creo que difícilmente hubiera Maquiavelo usado ese verbo si en verdad hubiese querido referirse al comienzo de toda una parte nueva, o más bien, decididadamcnte, a un segundo tratado (nótese que, por lo menos, los capítulos X II-X IV debieron ser concebidos al mismo tiempo, es decir, que se trataba de añadir tres capítulos a otros once, más de la cuarta parte del opúsculo entero). En segundo lugar, ya a propósito del trabajo de pulimento formal, se presentan serias dudas acerca de * Esto se lo señalaba ya. a Lisio, O . T o m m a sin i , R endieanii deltAccadtm ia Nacioaalt ¿ ti L im ó , 1900, p. jzz. Ese proceso de reelaboración se advierte en las H iU ariaiflortn/inat; T ommasini. L a rite r f f i striu i ¿ i N iceali MacbiartUi, II, p. 467; y especialmente P. C a a u , L'abbetppp aatagraja frammtntarit ¿tUt rSto ril fio m tim , di N iceali MacbiartUi, Pisa, 1907, pp. 9, 179 (y, desde luego, toda la minuciosa confrontación. Cf. recientemente el texto de los fragmentos, en Apéndice de la edición critica de h torii fm entitu realizada por P. Carli, Florencia, 19 17, II, pp. 1 17 y ss.). * Y a lo establecía V. C ían , precisamente a partir de la observación de las peculiaridades estilísticas de E l prim ipt, como hacemos nosotros ahora, en Giornak Storito ¿tila Lclleratnra italiana, X X X , p. 1 1 1. Es extraño que Tommasini no haya advertido que la forma de E l principo se acomoda muy poco a la conjetura de una segunda redacción. * En la carta mencionada, Maquiavelo usa el verbo inpratsart (engrosar, etc.), que aqui traducimos por «aumentar», por ser m is corriente en el uso editorial. El verbo a que alude Chabod, usado por editores posteriores, es ingrauan, que puede confundirse con el primero, y significa, sobre todo, «engordar», aunque en italiano también guarda muchas sinonimias con el anterior. Con todo, hay una diferencia de matiz, que en el idioma original es m is patente que en castellano. (N . ¿t. T.) 7 G . L isio escribe ya en la Introducción a la edición critica, p. xliii: «Mientras, Maquiavelo engordaba y pulla E / principe.» En la edición comentada introduce, sin m is, la voz ingratta. También V . C ía n , ibtd., interpreta «incrementar en la sustancia y mejorar en la forma». Asi, V. O sim o , que en el texto pone también ingrait», glosa: «Lo amplio en cuanto a materia y lo mejoro en estilo», en N icco lo M a c h ia v e l l i , S triu i politici setiti, al cuidado de V . Osimo, Milán, 1910. Debo señalar, por otra parte, que la lectura del manuscrito induce m is bien a leer inartuta. l a copia existente, de la cual derivan todas las demás y los textos impresos (Florencia, Biblioteca Nazionale, mss. Palatini, E. B. 17, 10, ff. 1 ¡0-1 ( i vta.), desgraciadamente no fue transcrita por Ricci, sino por la torpe mano de un colaborador suyo, el menos preciso de cuantos le ayudaron (O. T o m m a sin i , op. cit., I, p. 67 1 , 0 .9 ); con todo, si se observa el pasaje en cuestión y se lo confronta con los grupos a j y ot anteriores de la misma carta Cluavccchia, /orciasse, portero, y contrariamente cutí), parece más probable la elección ¡apatía, en contra, pues, de la que dan Alvisi y T o m m asini (op. cit., II, p. / extrema ratie, volver a ocupar Milán; ¡hasta ahí llega su preocupación por el matrimonio! 88 A esta altura se perfila de golpe toda la política de León X entre marzo y agosto de 1 514: reconciliar a Francia con Inglaterra y los suizos para impedir el acuerdo Francia-España. También en la carta del 30 de abril, Acciaiuoli y Pandolfini hablan de la desesperación de Luis, precisamente para llegar a la conclusión de que tal estado puede llevarle a «recurrir a estos parentescos», y que es preciso, en consecuencia, intervenir para apaciguar verdaderamente a los suizos y quitar «de encima a esta Majestad los peligros y trabajos que puedan hacerle desembocar, por lasitud o desesperación, en tomar esos partidos». El fantasma que se cierne sobre las mentes de ambos diplomáticos es siempre el mismo. Pero, aunque para ellos y para sus amos, el matrimonio o, mejor dicho, el proyecto de matrimonio, era una salida desesperada, también era lícito que los que no compartieran las preocupaciones pontificias juzgaran de otra manera, concluyendo, por ejemplo, que el sólo motivo de haber hecho cundir la alarma, con proyecto tan cacareado 89 en la curia papal, hasta inducir a León X a ponerles buena cara a los franceses y a entrometerse en favor suyo, constituía ya para Luis X II un sonado éxito que le recompensaba con creces del contratiempo sufrido en la cuestión del concilio. No podía darse mejor confirmación de los efectivos beneficios recogidos por el rey de Francia que el contenido de las cartas del 20 de marzo y 30 de abril de Acciaiuoli y Pandolfini, que aconsejan acudir en su ayuda por la vía diplomática. Y si ahora el embajador francés en Roma es 17 Y a ames es interesante ver cómo Acciaiuoli trata de convencer a I.uis X II de que el Papa Ir tiene buena voluntad: carta a los Diez de Bailiazgo del 17 de enero de 1 \ 14, A. D esjardins, /*> de agosto, M. Sañudo, op. cit., XVII, p.

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(6 de noviembre). (8 de noviembre). ( i$ de noviembre). (■ ) de noviembre). ( 17 de noviembre). (10 de noviembre). ( t i de noviembre). (4 de diciembre).

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tiempos de Coluccio Salutatil0510 7, ahora es antiveneciana: el temor de 6 que Venecia aspira a la «monarquía de Italia» pasa de las comunica­ ciones oficiales a los escritos de los políticos e historiadores; la aversión contra Venecia se convierte en kit motiv de la acción y el pensamiento florentinos de fines del siglo xv y principios del xvi. Pronto lo comprobaremos por los escritos de Maquiavelo, pero antes veamos el juicio con el cual Guicciardini comienza su Storia dItalia (1. I, cap. I): «(...) los venecianos (...) procedían por opiniones distintas de las opiniones comunes y, esperando crecer con la desunión y las dificultades de los demás, se mantenían atentos y preparados para aprovechar cualquier accidente que pudiera abrirles el camino hacia el imperio de toda Italia» ,0*. La potencia de los venecianos, «formidable entonces en toda Italia», es precisamente el mayor peligro para esa política de equilibrio que la historiografía florentina reputará como la obra maestra de Lorenzo el Magnífico, quien «(...) sabiendo que para la República florentina y para sí mismo sería muy peligroso que alguno de los mayores poderes ampliara más su potencia, procuraba muy estudiadamente que los asuntos de Italia se mantuvieran de tal modo compensados, que no pesaran más de una parte que de otra» ,07. Este es también el estado de ánimo de Maquiavelo, quien se inscribe perfectamente, en este aspecto, en las tradiciones florenti­ nas, en el ambiente y en los humores florentinos. En cuanto puede, habla no sólo con Julio II, sino también con algunos cardenales, «recordándoles que aquí no se trataba de la libertad de Toscana, sino de la libertad de la Iglesia, toda vez que [los venecianos] se hicieran más grandes de lo que son» (carta del 6 de noviembre de i j o j ). Julio II no puede hacer mucho en esos primeros momentos posteriores a su elección, por no tener «fuerzas bizarras», y se limita a mandar a Venecia a un enviado suyo (fue el obispo de Tívoli, Angelo Leonini) con el fin de que haga una advertencia. Con la plasticidad de imágenes que ya le era habitual, Maquiavelo comenta que el Papa, 10s Cf. N. V alf.k i , L a libtrtá 1 1a pact. Oricntamenti polttici d tl Rinaitim nto italiana , Turin, 1941, p. 74 y as.; H. B arón , «A Struggle Cor Liberty in the Renaissancc: Florence, Venice and Milán in the Early Quattrocento», en Am trican H islarital Rtrien/ , L V III (195}), p. Í78. 106 Storia J'lta lia d t „ I, p. 4. 107 lbid., p. >.

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«(...) aunque haya sabido hacerlo codo con gran favor y reputación, tomen por estar desde hace poco sentado [en el solio], y carecer todavía de gente y dinero, y estando obligado por su elección ante cada uno, y cada uno voluntariamente con ¿1, no puede de ningún modo tomar a su cargo ninguna empresa, antes bien conviene por necesidad que juegue el término medio hasta tanto el tiempo y las variaciones de las cosas lo fuercen a declararse, o esté de tal modo afianzado en su sede, que pueda manifestar una inclinación según su ánimo y realizar empresas» (carta del 11 de noviembre). Maquiavelo intuye acertadamente cuál es la verdadera inclina­ ción de Julio II, «hombre animoso y que desea que la Iglesia crezca, y no disminuya, durante su tiempo»; y es razonable que los acontecimientos de la Romaña «escuezan a Su Santidad» (/bid.); y espera de la «naturaleza suya [de Julio II], honorable y colérica, que uno lo encienda y otro lo impulse a obrar contra quien pretende deshonrar a la Iglesia en su pontificado» (carta del 20 de noviembre); pero, por ahora no puede pedírsele más, y por ello, en Florencia, los Diez de Bailiazgo «no tengan más esperanzas de acá, sino que es menester que piensen por sí solos en otras maneras» (carta del 1 1 de noviembre). Sin embargo, insiste y no deja pasar oportunidad (junto con Francesco Soderini, obispo de Volterra, colega de Maquiavelo ante César Borgia en junio de 1502, y ahora cardenal) de «hacer alguna cosa por la cual se puede conmover a Su Santidad» (ibíd.)\ y advierte discretamente a los Diez para que no se dejen «superar, al menos en las ceremonias», por los * venecianos, que envían una embajada extraordinaria de ocho personas para rendir pleitesía al nuevo Papa: «esos humos y demostraciones de honores son mercan­ cías para tenerlas en cuenta aquí, y estimarlas y usarlas con este pontífice» (carta del 16 de noviembre). Estaría bien, pues, que Florencia hiciese lo mismo, para «no ser derrotados por la humildad y las ceremonias, puesto que por potencia y fortuna no podéis caminar al paso de ellos [los venecianos]» (carta del 20 de noviembre). E insiste Maquiavelo, con Soderini, ante el cardenal d’Amboise, para incitar también a Francia contra Venecia. Pero, también en este caso, la guerra que a la sazón libran en el sur de Italia franceses con españoles impide una acción antiveneciana eficaz; y el cardenal, a quien «estas cosas (...) le duelen hasta el alma», se encoge de hombros «y fácilmente se excusa de no tener remedio por el momento» (carta del 19 de noviembre). Así que, en fin de cuentas, los Diez, «stantibus terminis, no pueden esperar que franceses ni Papa empleen contra los venecianos gente ni dinero, y precisan apoyarse

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en cualquier cosa que no sea la gente o el dinero ajenos» (carta del 21 de noviembre). Llegamos así a la carta del 24 de noviembre, que es de especial relevancia. Maquiavelo, enterado de que Faenza se ha entregado a los venecianos, se lo advierte, junto con Soderini, al cardenal d’Amboise y al embajador en Roma del emperador Maximiliano: «Resintióse [el cardenal de] Ruán mucho en ello, y el embajador mencionado, y uno y otro emplearon términos graves y venenosísi­ mos contra los venecianos, comentando que esta acción de facili podría llevarlos a la ruina. Y en verdad se ve acá un odio universal contra ellos, de suerte que puede esperarse, si se presentase la ocasión, que se lo hagan lamentar, porque cada uno grita contra ellos, y no solamente los que se les oponen, sino que todos estos gentilhombres y señores de Lombardía súbditos del rey (...) le gritan en las orejas a Ruán, y si no se mueve por el momento, se debe a los motivos que Vuestras Señorías conocen, los cuales (...) podrían cesar; y en suma se formula este juicio, que la empresa que los venecianos han realizado en Faenza, o les significará una puerta que les abriría toda Italia, o será su ruina.» Soderini atiza el fuego, mostrando la «ambición de los venecia­ nos», que mientras se apoderan de la Romaña, amenazan a Florencia: «Alteróse Ruán [el cardenal d'Amboise] por esas palabras terri­ blemente, jurando por Dios y por su alma que, si los venecianos cometieran semejante indignidad, el rey abandonaría todas sus em­ presas (...) para venirnos a defender (...).» Por último, Maquiavelo, siempre con el cardenal Soderini, acude ante julio II y le lee la carta de los Diez de Bailiazgo, con la noticia de la toma de Faenza;' y el Papa responde que «se mantendría atento a lo que después los venecianos hicieran; y si no desistiesen ni restituyesen, se uniría con Francia y el emperador y no pensaría en otra cosa que en destruirlos; y nos decía que todos estos poderosos son muy déspotas». Como veis, estamos en los preliminares — morales— de la Liga de Cambrai y de la guerra generalizada contra Venecia. Cosa que Maquiavelo aprueba: el tono de sus cartas (¡fijaos en ese «de suerte que puede esperarse»!) demuestra que, en este aspecto, comparte plenamente el estado de ánimo, los rencores y las sospechas de sus señores. De ahí la importancia, también en este sentido, de la legación a Roma, la cual, con las Varóle da dirle sopra la provisione del danaio

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— como veremos— , nos descubre al Maquiavelo antiveneciano, tal como se evidenciará después, constantemente, en todos sus escritos. Los juicios de Maquiavelo acerca de Venecia serán, por lo general, bastante injustos, y su génesis se encuentra en la tradición política y publicística florentina de decenas de años.

E l otro gran problema, para Maquiavelo, en Roma, era el Valentino. Problema que, por lo demás, se vinculaba en gran parte, como hemos visto, con el primero, sea porque es el derrumbe del Estado borgiano de lo que Venecia puede aprovechar para enseño­ rearse en las ciudades de la Romaña, sea también porque, al menos inicialmente, cunde la idea de que, con tal de frenar a Venecia, podría ser oportuno ayudar al Valentino para que retorne a sus antiguos dominios. Todavía el 8 de noviembre, los Diez le escriben a Maquiavelo: «Y si os parece, podréis recordar que él [César Borgia] no sería el peor modo de detener las cosas en Romaña.» 108 Pero después, en Florencia se cambia de opinión, bien porque «una naturaleza tal [la del Valentino] no es para desear tenerla cerca ni para descansar en ella mucho tiempo», o también porque sería un modo peligrosísimo, del que podría resultar que «por desesperación, esos pueblos tengan que lanzarse en manos de los venecianos» 109. Pero hay además una cuestión, César Borgia, que nos interesa en sí. Por tercera vez, Maquiavelo se encuentra frente a él. Y bien, ¿cómo lo juzga ahora? La primera mención del Valentino está en la carta del 28 de octubre: «El duque permanece en el castillo, y tiene más esperanzas que nunca de hacer grandes cosas, presupuesto un Papa con arreglo al deseo de sus amigos.» Todavía le quedan cartas por jugar, porque muchos cardenales están ligados a él: «(...) el duque Valentino conversa mucho con quien desee ser Papa respecto de los cardenales españoles, sus preferidos, y muchos cardenales le han ido a hablar día a día en el castillo; de suerte que se cree que el Papa que sea le estará obligado, y él vive con esta esperanza de ser favorecido por el pontífice nuevo» (carta del 30 de octubre). De hecho, el 29 de octubre, Giuliano della Rovere se había entrevistado con César Borgia y los cardenales españoles: compro­ ,7!.

•» leu., cxxxiv, P. »9).

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Alterando también aquí la realidad histórica, que él mismo había verificado y registrado en las cartas desde Verona, entre noviembre y diciembre de 1)09, llegará a decir que «si aquel contra quien se ha conjurado es de tanta virtud, que no se haga súbitamente humo, como hacen los venecianos [después de Agnadello]...» I39. De aquí se pasa al duro — e injusto— juicio acerca de Venecia consignado en E l principe, capítulo X II, y en los Discursos, libro I, capitulo VI; libro II, capítulos X , X IX , X X X ; libro III, capítulo X I y, sobre todo, el X X X I , donde se encuentra el más abrupto comentario sobre Venecia, ejemplo de un «vicio» que se contrapone al ejemplo de «virtud» que ofrecen los romanos, y donde se habla de la «vileza y abyección de ánimo» de los venecianos.

Pero sucedió que la tempestad, que al principio parecía arreciar sobre Venecia, iba a cambiar de rumbo, para al final abatirse precisamente sobre Florencia. Reconquistadas las ciudades de Romaña que Venecia había ocupado en perjuicio de la Iglesia (recuérdese la legación de Maquiavelo en Roma, en noviembre de 1503), Julio II se reconcilia con Venecia (13 de febrero de i j i o ) . Al hacerlo chocaba, sobre todo, con Luis X II; y comenzaba su acción para crear una liga antifrancesa y expulsar de Italia al rey de Francia. Encontró, desde luego, el apoyo de Venecia, y también el de Fernando el Católico (a quien concedió la investidura de Nápoles, que hasta entonces le había sido negada, en julio de 1310) y de los suizos, con los cuales — merced a los buenos oficios del obispo de Sitten (Sion), cardenal Mathias Schiner— logró concertar una alianza el 14 de marzo de 1510, asegurándose la formidable aportación militar de los doce cantones ¡unto con Valais. La ruptura entre Julio II y Francia sobrevino entre junio y principios de julio. E l Papa trató de hacer que se rebelara Génova, a la sazón dominio de Luis X II; atacó el duque de Ferrara, Alfonso d’Este. En esos críticos momentos, Maquiavelo es enviado por tercera vez a la corte de Francia, aunque con carácter provisional, es decir, como oratorc, y no como embajador. Las instrucciones que le da Pier Soderini el 2 de junio de 1510 ratifican el punto inamovible de la política florentina del tiempo: ,3’ A Vettori, to de diciembre de I J 14 , iM ., C L IV , p. J 7 J .

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alianza con Francia. Tú, Maquiavelo, le dirás al rey que «yo no tengo más deseos en este mundo que tres cosas, a saber, el honor de Dios, el bien de mi patria y el bien y el honor de Su Majestad el rey de Francia. Y toda vez que no puedo creer que mi patria pueda tener bien alguno sin el honor y el bien de la corona de Francia, no puedo considerar al uno sin el otro» 14°. Pero Soderini aspira también a evitar un choque frontal entre Francia y el papado: «Dirále [al rey] que me parece bien que Su Majestad haga todo lo posible para no romper con el Papa; porque, aunque un Papa amigo no valga para mucho, enemigo molesta bastante, por la reputación que se adjudica a la Iglesia y por no poder hacerle la guerra de directo sin granjearse enemigos en todo el mundo.» Lo que Luis XII debe hacer, para conservar su «reputación y poderío en Italia», es: primero, mantener «batidos» a los venecianos, quizá — y sería «excelente cosa»— haciéndoles atacar en Dalmacia por el rey de Hungría, «porque si perdiesen esos lugares, sería su completa ruina, y el rey no tendría que temer que resurgieran»; y segundo, «tener contento» al emperador. Pero el Papa debe «entretenerlo», es decir, no echárselo encima (en esos momentos no se había producido aún la ruptura abierta). En otras palabras: un conflicto entre Francia y el papado pondría a Florencia en la más difícil y peligrosa de las situaciones, por un lado a causa de su alianza con Francia, y por el otro, por su situación en el centro de Italia, en contacto directo con los estados pontificios y al alcance inmediato de una ofensiva papal, con un Julio 11 cuyo ímpetu y resolución ya se conocen sobradamente. Por tanto, esta legación de Maquiavelo es de extrema importancia *141; así también él, en un determinado momento, asume una iniciativa audaz, con personalidad de hombre de acción, adecuada para tratar de salir de la peligrosísima situación que se agravaba cada vez más. Digamos ante todo que, en Francia, Maquiavelo no encontró ya a su viejo interlocutor de 1500, el cardenal d’ Amboise, muerto el 25 de mayo de 1510. En su lugar, como primer consejero de Luis X II, * * En Optrt cit., V I, pp. i - j . 141 D e e s a legación nos han llegado, además de los textos expedidas, las minutas de las caras, que en algunos casos permiten poner nombres precisos en los sitias donde el texto oficial y definitivo contiene designaciones genéricas y alusiones (cf. O. T ommasini, op. d i., I, pp. 494-496 y 49S, n. 17 ; ViLUtat, op. cit.. II, p. i | i , n. a). E llo demuestra que Maquiavelo observaba un cuidado mayor incluso que el habitual.

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pero sin su prestigio, está Rubertet, con quien Maquiavelo sostendrá varias conversaciones. Prosigamos, pues. En cierto momento, entre fines de julio y los primeros días de agosto, el nuncio pontificio en Francia, Camillo Leonini, obispo de Tívoli (a quien Maquiavelo define, en carta oficial del 5 de agosto, como «un hombre de gran autoridad aquí, y a quien estos movimientos le duelen hasta el alma»), lanza la idea de una mediación entre Luis X II y Julio II. Hacía falta encontrar «mediador de confianza que, por el bien de toda la cristiandad, máxime de Italia, interviniera». Y Rubertet manda llamar a un florentino, Giovanni Girolami, quien atendía en la corte de Francia los intereses del cardenal Soderini; y le hace un bonito discurso sobre la necesidad de paz, y en cuanto a que aquí, en Francia, «el Papa encontrarla (...) reciprocidad, si tuviera a bien calmarse (...), pero que veía mal la manera de conducir los asuntos, si un tercero no intercedía, porque el rey no desearía nunca ser el primero en doblegarse, ni él [el Papa] por ventura haría nada semejante...» Sólo Florencia podía cumplir esa tarea de mediación. Girolami se hace aconsejar por Maquiavelo: nuevas conversacio­ nes de ambos con Leonini y Rubertet, de I^eonini y el propio Luis X II (quien declara que «si el Papa me hace una demostración de amor del tamaño del canto de una uña, yo se la haré del de un brazo») M2; toma de posición de Maquiavelo, que aprueba la idea, pero «dije que, para que Vuestras Señorías tomaran este partido de mejor gana, era menester que yo pudiera escribirles que esta empresa le place al rey y que Su Majestad está satisfecha de que lo tomen, y que si el rey no me lo quisiera decir, al menos me fuera dicho, de parte suya, por sus consejeros». Por ello, Girolami parte para Florencia, encargado de comunicárselo todo a la Señoría (carta del 3 de agosto de 1510). Obsérvese que, al requerir el compromiso explícito de que Luis X II acepta la mediación de Florencia, Maquiavelo, es cierto, por un lado se ha puesto a cubierto (en el sentido de que la corte de Francia no podrá declarar después que se trata de una iniciativa no autorizada); pero, por el otro, también compromete ipso fa do a su gobierno, al cual ahora le será mucho más difícil declinar el delicado encargo, puesto que se sabe que lo desea el rey de Francia. En otros14 2 142 Hay, a este respecto, una ligera equivocación de O. T ommasini, op. cit., I, p. jo t , quien consigna esta conversación como mantenida entre Luis X l l y Girolami, siendo que en realidad se desarrolló entre el rey y el hombre «de autoridad que antes se menciona», esto es, Leonini (cf., justamente, F. N i m , op. cit., 1, p. 402).

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términos: Maquiavelo no se limita a los «sondeos» o, como suele decirse en la jerga diplomática, a las «aperturas» oficiosas, sin darles inmediatamente cariz de oficialidad; en realidad, compromete ya a su gobierno. Por el contrario, en Florencia, las dudas son muchas; basta con leer la respuesta de los Diez a Maquiavelo, el 18 de agosto I43: «a menudo no alcanza con la buena voluntad e intención para llegar a un efecto». Con Julio II hemos tratado ya varias veces de intervenir en favor de la paz, pero siempre sin buenos resultados, y «por esta razón no sabemos cuánto queda esperar de esta gestión (...)» Claro que Florencia se mueve de conformidad con la propuesta de Maquiavelo, pero es una acción sin fe desde el comienzo; y la conclusión es: «No cabe hacer nada más que aguardar al final; que, si resulta según nuestros deseos, no nos satisfaría menos que si hubiésemos (...) duplicado (...) nuestro Estado.» Iniciativa muy personal, pues, y osada, ésta de Maquiavelo, aunque los primeros pasos fueran dados por el nuncio pontificio, seguido de los franceses. Lo decide a ello la angustiosa — y justa— preocupación de «(...) que a vuestra ciudad no pueda afectarle el más pavoroso infortunio de la enemistad de estos dos principes [Luis XII y el Papa), por las razones que hasta los ciegos y sordos pueden ver y oír; y todos los medios que puedan adoptarse para llegar al acuerdo, los considero buenos». Nótese la resolución del juicio, que resalta más aún en el razonamiento que sigue, construido siempre en base a dilemas: «(...) ni veo, en siendo Vuestras Señorías mediadoras [del acuerdo], que puedan otra cosa que salir ganando; porque o se logra o no; en lográndose, se sigue esa paz que nosotros esperamos y deseamos, y se ahuyentan los peligros que la guerra podría acarreamos a casa; y tanto mayor será vuestra satisfacción, cuanto que tendréis más participación, quedándoos obligados el rey y el Papa (...). Cuando no se lograre, esta Majestad os quedará agradecida, habiendo hecho vosotros lo que él ha consentido y dándole más justo motivo de fundar sus querellas contra el Papa a la vista de todo el mundo; y tampoco el Papa podrá quejarse de vosotros por haber propugnado la paz, si él no la quiere, y le hicieseis frente en la guerra. Todas estas razones me han hecho implicarme de buena gana en estas gestiones. Cuando Vuestras Señorías lo aprobaren, lo apreciaré; cuando no, me t«> En Optrt cit.. VI, p. 7 1 y $5.

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excusarán, porque según lo que aquí veo no podía juzgar la cosa de otra manera». Hasta la disculpa final es de tono muy diferente al de aquellas que Maquiavelo pedía antes, al principio de su carrera: entonces, también desde Francia, con Della Casa, decía que «preferimos errar escribiendo que errar no escribiendo» (carta del 3 de septiembre de 1300); ahora afirma que aquí, en Francia, no se pueden ver las cosas más que como ¿1 las ve. El tono es fírme y seguro. Y lo es también el de las cartas de toda esta misión, tan importante precisamente porque nos muestra a un Maquiavelo que ya ha llegado a la plena madurez de juicio y pensamiento. Su misma decisión al inducir al gobierno de Florencia a hacer esto o lo otro es prueba suficiente de ello. Lo hemos hecho notar antes, y añadamos ahora otras advertencias de Maquiavelo a la Señoría: «Pero, magníficos señores, si su deseo es no perdérselos |a los franceses], precisan demostrarles que quieren ser amigos suyos», y «piensen Vuestras Señorías con su habitual prudencia en resolverse pronto, a fin de que su resolución sea mejor acogida» (carta del 22 de julio); pero especialmente la exhortación de la carta del 9 de agosto: «(...) y crean Vuestras Señorías, como se cree en el Evange­ lio, que si entre el Papa y esta Majestad hay guerra, no podrán por menos que declararse en favor de una de las partes, salvando todos los respetos que se tengan por la otra». Lo que impresiona ante todo es el tono: Maquiavelo quiere que Florencia crea en su juicio como en el Evangelio. Es el tono de un hombre ya muy seguro de si, convencido de poseer — dirá después, en la dedicatoria de E / príncipe a Lorenzo de Médicis— «el conocimiento de las acciones de los grandes hombres, aprendido con una larga experiencia de las cosas modernas y una continua lectura de las antiguas». Aunque también impresiona el juicio en sí: en caso de conflicto entre el rey de Francia y el Papa, a Florencia le será imposible permanecer neutral; antes bien, deberá inclinarse abiertamente por uno o por el otro. Juicio exactísimo; pero, aun por encima de la valoración de ese problema determinado, hay en él lo que ya hemos observado como una de las «constantes» del pensamiento maquiaveliano: la decidida aversión por los «caminos intermedios», por la indecisión y por el tratar de tranquilizar a todos. Por eso, al proseguir exponiendo su personal manera de ver en esa carta del 9 de agosto, indudablemente una de las más importan­ tes que haya escrito durante su vida pública, por eso — dado que

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habrá que decidirse en caso de guerra, y, para Maquiavelo, tal decisión no puede ser más que en favor de Francia— , vosotros, señores florentinos, tenéis que pensar desde ahora en las posibles ganancias en caso de victoria: «(...) y porque estáis en la necesidad de hacer lo que antes se dice [declararse en favor de una parte], vuestra ciudad corre cierto peligro; opina quien os ama, que el partido más sabio es no correrlo sin contrapeso de ganancia. Vosotros no pensáis cosa alguna acerca de Lucca; ahora es el momento de pensar algo; y además, hoy, yendo a conversar con él [Rubertet], me expuso los mismos razonamientos, y es más, me dijo si el ducado de Urbino estaba bien. Yo (...) me tomé tiempo (...) porque no estoy para entrar en cosas sin saber el talante de las Vuestras Señorías, pero bien veo que esto aumenta las sospechas de ellos, y tanto más piensan en forzaros a declararos en su favor. Ni creo que con la observancia exacta de los capítulos sea suficiente, que ellos querrán ir más allá, porque si los capítulos sólo hablan de defensa, ellos querrán impulsaros a la ofensiva, para teneros más obligados hacia ellos, de suerte que se cree que tendréis que hacer esa declaración de cualquier manera, si la guerra se produce, o tornaros en enemigos suyos. Tampoco os persuadáis de que en esto os tengan respeto ni crean que no pueden pasarse sin vosotros, porque su soberbia y su poder no les deja rebajarse; y si se mantienen firmes durante una hora respecto de algún tema, de inmediato lo desmienten; sin embargo, quien acá os ama considera que es necesario que Vuestras Señorías, sin aguardar a que los tiempos se les echen encima y la necesidad les apremie, sopesen todos estos requerimien­ tos, y discurran y se encaminen adonde puedan dominarlos, y en cualquier caso tomen una decisión al respecto; y en juzgando que son de necesidad, se descubran abiertamente en favor de este rey. Bueno será que en el momento conveniente piensen en su provecho, toda vez que, donde quepa pensar en perder amigos y Estado, cabe también pensar en ganancias; porque si Vuestras Señorías juzgan que está bien arriesgar la fortuna junto a Francia, la cosa está en unos términos tales que de buena parte de Toscana dispondríais como os pareciere; y se iría a una empresa ajena con un censo anual desde hace tiempo conveniente. Y como la ocasión tiene corta vida, conviene que os resolváis pronto». Como veis, es una directriz política general, muy clara y precisa, la que Maquiavelo señala a su gobierno, siempre a partir de unos principios que son constantes y centrales en su pensamiento: la ambigüedad y la lentitud de la decisión son características de los estados débiles, como habrá de decir en el capitulo respectivo de los Discursos (libro II, capítulo X V ); a la ocasión hay que cogerla al

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vuelo, y la fortuna es mujer y por ello amiga de los impetuosos y no de los «respetuosos»; es imposible pretender «(...) poder tomar partidos seguros [es decir, sin peligros]; más bien piense en tomarlos todos dudosos; porque en el orden de las cosas se encuentra esto, que nunca es posible rehuir un inconveniente sin incurrir en otro; pero la prudencia consiste en saber conocer las cualidades de los inconvenientes, y en dar por bueno al menos malo» {E l príncipe, capítulo XXI). En carta del i j de agosto, Maquiavelo insiste: «(...) veo que las cosas siguen por el camino que dije, esto es, que ellos irremediable­ mente os quieren mezclar en esta guerra; y sin embargo es para pensar tanto más en lo que escribí entonces, y pensar en poder ganar donde se considera poder perder»; y de nuevo el 27 de agosto: «(...) sin embargo, no me aparto de la opinión que os escribí con otra, cuando la tuve ante mí, de que se inclinen por implicaros en esta guerra abiertamente»; y el j de septiembre inserta una agudeza muy propia de Maquiavelo: «(...) y si de esta manera se corriese algo de peligro, ya saben [Vuestras Señorías] por su prudencia que nunca se manipularon grandes cosas sin peligro...» Tajante diferencia de actitud entre Maquiavelo y el gobierno florentino, el cual, temeroso de Julio II, muy bien armado ahora, en condiciones de golpear al Estado florentino donde lo deseare y, «además de todas estas cosas, tiene en sus manos la nación nuestra en Roma», y convencido de que «la enemistad de un Papa como éste no puede ni debe tomarse al acaso», desea en cambio «andar con respeto, para no descubrirnos antes de tiempo», y trata de no comprometer su «seguridad». En cuanto a las ofertas que hacen los franceses, para el caso de victoria, de Lucca, Siena y otras ciudades, «(...) no nos parece llegado el momento, porque en las ganancias hay que pensar cuando la riada baja y no cuando viene; y aparte de esto, no vemos por ahora que podamos entrar sin esfuerzo en pensamien­ tos semejantes, y creemos más a propósito para nosotros echar mano ahora al escudo y no a la espada» ,44. Entre Maquiavelo y sus mandantes, desde el principio (recuér­ dense las instrucciones de Soderini, del 2 de junio), sólo hay en común la preocupación por la gravedad del momento; y Maquiavelo hace apenas veladas alusiones a las reponsabilidades de Julio II m Carta del 27 de agosto de i f t o a Roberto Acciaíuoü, enviado como embalador a Francia (Opert d t.. pp. 91-9))-

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(«pareciéndoles a todos que busca arruinar a la cristiandad y terminar de agotar a Italia», carta del 26 de julio), alusiones que culminan en la carta del 18 de agosto: «(...) que Dios haga que acontezca lo que mejor sea, y saque del cuerpo del Papa ese espíritu diabólico que ellos dicen que se le ha metido, a fin de que no os pisotee a vosotros y el se entierre; que en verdad, si Vuestras Señorías estuviesen en otro lugar, sería de desearlo, para que aun a esos curas les tocase en este mundo algún bocado amargo». Adviértase la imprevista irrupción final de este juicio, que es también un desahogo absolutamente personal; en sustancia — o sea, el deplorar de la política de Julio II, que a Italia le reportaba la guerra— , se encuentra también en las cártas de los Diez de Bailiazgo a Maquiavelo y a Acciaiuoli (por ejemplo, en las del 18 y el 27 de agosto); pero esta sustancia apenas distinta adquiere, en el estilo de Maquiavelo, una agresividad y violencia que ya nada conserva del estilo oficial, sino que es la abierta irrupción del patbos individual que se alza contra la política de la curia romana y, sobrepasando el hecho particular del momento, se eleva al rango de invectiva contra «esos curas» a los cuales convendría que les tocase «algún bocado amargo» del mundo. Acuden a la mente, leyendo esta frase, la ironía que más tarde pondrá en el comienzo del capitulo X I de E l principe («Ellos solos tienen estados, y no los defienden; súbditos, y no los gobiernan»), y, sobre todo, el capítulo X II del libro I de ios Discursos, que hace a la Iglesia romana responsable no sólo de la falta de unidad política de Italia, sino también .de la corrupción y el desorden moral de los italianos. No es que Maquiavelo se sienta cegado por un apasionado amor por los franceses. Todo lo contrario. La carta del 9 de agosto contiene juicios acres acerca de ellos: «su soberbia y su poder no les dejan rebajarse, y si se mantienen firmes durante una hora respecto de algún tema, de inmediato lo desmienten (...)» En la carta del 2 de septiembre se critica duramente la acción de Luis X II y sus consejeros: «no estando el rey habituado a gobernar minuciosamente estas cosas, las desatiende; y los que las gobiernan ahora no toman para ellos mismos autoridad alguna, no ya para hacerlas, sino para recordar que se hagan; y así, mientras el médico lo piensa y el enfermero lo desatiende, el enfermo se muere» (paso por alto esta continua confluencia de juicios en imágenes, plásticamente fantásti­

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cas y poderosas, tan típica, asimismo, del Maquiavelo de las grandes obras). Estos juicios acerca de Francia y los franceses se añaden a la experiencia directa de 1500 y confluyen en el Ritratto di cose di Francia, asi como en el brevísimo escrito De natura Gallonm . Este último es algo bien distinto del Ritratto l4S. Es un conjunto de breves observaciones sueltas de, diríamos, psicología colectiva, que interesa, sobre todo, para ilustrar otro aspecto del pensamiento maquiaveliano al cual, por lo demás, ya nos hemos referido, consistente en la importancia que atribuye a la «naturaleza», no ya de un solo individuo, sino de todo un pueblo. Decisivo a este respecto es el capítulo X L 111 del libro 111 de los Discursos: «Que los hombres que nacen en una provincia observan para todos los tiempos casi esa misma naturaleza.» El principio — fundamentalísimo en el pensamiento de Maquiavelo— de que, estando las cosas del mundo «operadas por los hombres, que tienen y tuvieron siempre las mismas pasiones, conviene necesariamente que surtan el mismo efecto», se atenúa y precisa con la observación de que «son sus obras [las de los hombres] más virtuosas, ora en esta provincia [es decir, nación] que en aquélla, ora en aquella más que en ésta, según la forma de educación de la cual dichos pueblos han tomado su forma de vivir». Aquí, la «educación» cobra un peso decisivo; y es en realidad un producto de la historia, o sea, de la acción de los hombres, por lo mismo mutable y sujeto a variaciones, de suerte que ora en esta provincia, ora en la otra, las obras de los hombres son «más virtuosas». De suerte que, hasta aquí, el elemento decisivo son las «pasiones» y la «educación» de los hombres, vale decir, en cualquier caso, factores de carácter psicológico y moral. Pero he aquí que aparece una opinión distinta: «También da facilidad el conocer las cosas futuras por las pasadas; ver que una nación tiene durante largo tiempo las mismas costumbres, y que es continuamente avara o continuamente fraudulenta, o con algún otro vicio o virtud por el estilo.» A lo cual siguen los ejemplos: quien lea la historia de Florencia, incluso la más cercana, «juzgará a los pueblos franceses y alemanes llenos de avaricia, de soberbia, de ferocidad y de infidelidad, porque estas cuatro cosas, en distintos momentos, han perjudicado mucho a nuestra ciudad». Los ejemplos Ms Cf. O. T ommasim . op. til., 1, pp. j 11 y ss.

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retroceden en el tiempo, y de Carlos V III (en sus relaciones con Florencia sobre Pisa) pasan a los antiguos etruscos y galos: «De manera que, si Florencia (...) hubiese leído y conocido las antiguas costumbres de los bárbaros, no habría sido engañada por ellos ni esta vea ni muchas otras, habiendo sido ellos siempre de un mismo modo, y habiendo en todas partes y con todos empleado los mismos extremos (...), y de esto fácilmente puede conjeturarse cuánto puedan los príncipes fiarse de ellos.» Aquí cambia profundamente el criterio del juicio. Los hombres no son «virtuosos» ora más en esta provincia, ora más en la otra, sino «continuamente» iguales a sí mismos, al extremo que de las relaciones entre los antiguos galos y los etruscos habría podido Florencia extraer elementos para juzgar a Carlos VIII. Pero ese «ser siempre del mismo modo», ¿a qué puede deberse, sino precisamente a la «naturaleza» de un pueblo, y quiero decir la naturaleza física, biológica? La «educación» puede variar; no varía la «naturaleza» física originaria, que hace a los unos avaros y feroces, y a los otros pródigos e indefensos. Como ya he dicho antes, queda, pues, fuera de toda duda que aquí, en el pensamiento maquiaveliano — tan decididamente centra­ do en el hombre y sus pasiones— participe un elemento estrictamen­ te naturalista. En este capítulo, la acentuación de la «naturaleza», constante a lo largo de los siglos, es clarísima, como podéis ver. En otros lugares, Maquiavelo tratará de contemporizar «naturaleza» y «edu­ cación» (o artes), de manera no muy distinta de como armoniza «fortuna» con «virtud». Así, en el capítulo X X X V I, siempre del libro III de los Discursos, donde una vez más se centra en los franceses: «Los motivos por los cuales a los franceses se les ha juzgado, y se les sigue juzgando, en la lucha, al principio más que hombres, y después menos que mujeres.» También en este caso Maquiavelo se basa en las contiendas entre galos y romanos, tal como las refiere Tito Livio. «Y pensando a qué se pueda deber esto, muchos suponen que ésa sea su naturaleza, lo cual creo acertado; pero no por ello esa naturaleza suya, que les hace feroces al principio, deja de poder ordenarse con arte, de suerte de mantenérsela feroz hasta lo último.» Del «orden» (es decir, del arte) nacen el furor y la virtud; por tanto, el orden militar, como el político, disciplina, corrige y transforma,

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casi, la «naturaleza» física y biológica, llevándola a que sirva a la voluntad del hombre. Es, en cierto modo, el paralelo del capítulo X X V de E l principe, acerca de las relaciones virtud-fortuna; y, en este caso, el triunfo del orden sobre la naturaleza. Pero en el capítulo X L III de los Discursos la conclusión es otra. Con las observaciones sobre la «naturaleza de los franceses» tocamos, pues, un punto sumamente interesante del pensamiento maquiaveliano, un punto en el que no termina de consumarse la armonía. En estas observaciones encontramos reflejados unos juicios ya formulados en las cartas de la misión en Francia: estiman tanto lo útil y lo dañoso presentes, que poco se preocupan por el bien y el mal futuros (tal como Maquiavelo había dicho expresamente en las cartas del verano y otoño de 1500); son ávidos de dinero y tacaños (cf. nuevamente el capítulo X L III del libro III de los Discursos); humildísimos en la mala suerte, son insolentes en la buena (y cf. la carta del 9 de agosto de 1510, «su soberbia y su poder», pero ya también la del 27 de agosto de 1500, «están ofuscados por su poder y por lo útil presente»). Muy otra importancia en sí tiene el Kitratto di cose di Frauda. Fue compuesto, desde luego, después de la tercera legación de Maquia­ velo ante la corte de Francia, o sea, después de 1510. Tommasini lo da por escrito inmediatamente después de dicha misión y anterior­ mente a septiembre de 1 5 1 1 IW. Pero, para esa determinación obsta una referencia nada breve en el texto a la batalla de Rávena (11 de abril de 1512), difícil de interpretar como una simple «inserción posterior». Cabe en cambio pensar que, como el Kitratto delle cose delta Magua, también este escrito sobre Francia sea de finales de 1512 o principios de i j i j , quizá como reelaboración — también en este caso— de apuntes tomados inmediatamente después de regresar de aquel país (octubre de 1510). En todo caso, es seguro que el Kitratto es posterior a la misión de 1510, mientras que de los pensamientos de De natura Gallorum ni siquiera eso podemos afirmar ,47. M6 o . T o m m a sin i , op. tit., I, p. 10 9 y ss.

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De natura Galhrum , dice que los franceses «estiman, en muchas cosas, grandemente su honor, y de manera distinta a la de los señores italianos; por esto, no es muy posible que hayan mandado a Siena a demandar Montepulciano, y no hayan sido obedecidos». Ahora bien, fue el propio Maquiavelo, como enviado del gobierno florentino, quien viajó a Siena, primero en

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El R itratto es, pues, el resumen, la sustancia de la experiencia francesa de Maquiavelo. Y a he señalado, al hablar de su primera legación en Francia, lo importante que fue esa experiencia para la evolución de su pensamiento: el reino de Francia se le presentará, también después, como el Estado europeo típico, no despótico, aunque dominado por la voluntad del soberano. Ahora bien, es justamente con este aspecto político de la situación francesa con lo que empieza el R itratto. Advirtamos que el esquema de composición de esta obra puede parecer poco armónico, y es claro que difiere mucho del habitual de las relaciones de este género. Comienza con los juicios acerca del poderío actual de la monarquía; siguen otros sobre la fuerza militar y la capacidad combativa de los franceses; y sólo en tercer lugar se exponen consideraciones acerca de la prosperidad económica, vinculada con la posición geográfica y la naturaleza del ámbito; se pasa después a la Iglesia de Francia; luego, un inciso sobre la «naturaleza» de los franceses, que recuerda las observaciones dispersas de que se ha hablado, y otro de psicología colectiva bastante áspero («el francés roba como respi­ ra...»); a continuación, consideraciones acerca de las relaciones con las naciones vecinas (ingleses, españoles, flamencos, suizos, italia­ nos); después, observaciones sueltas de carácter militar, políticosocial y económico («Son los pueblos de Francia...»), y nuevamente de carácter eclesiástico; finalmente, sobre las finanzas, la administración pública, etcétera. Hay, indudablemente, cierto desorden en la composición; por ejemplo, el cómputo numérico de obispados, parroquias, etc., no se encuentra en su sitio lógico, donde Maquiavelo se refiere extensa­ mente a la Iglesia de Francia, sino bastante después, entre la observación acerca de los pueblos que «visten groseramente...» y la que atañe a los ingresos de la Corona. En este aspecto, el Ritratto delle cose delta Magna es, indudable­ mente, más orgánico, más elaborado. E l Ritratto di cose di Francia tiene, por lo menos en la segunda parte, un carácter más fragmen­ tario: los datos son más copiosos, pero por eso mismo dan la impresión de una relación informativa, esquemática, de oficio; que, curiosamente, se cierra con una noticia acerca del número de diciembre de 15 10 , p a n anular la tregua entre Florencia y esa ciudad, y después p a n ntificarla, con o tn por veinticinco años, siempre que se entregan Montepuldano. Asimismo, la frase «Y esto os ha quitado Pisa dos veces», en otro de aquellos pensamientos, p ared en escrita en un momento en el cual esta ciudad no habla vuelto aún a poder de Florencia, lo cual significa ames de junio de 1109 .

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arzobispados, obispados y parroquias de Inglaterra, que no tiene ninguna relación lógica con el resto del estudio. Aun con eso, y quizá, justamente, gracias a eso, lo que impre­ siona de la valoración de Maquiavelo sigue siendo, aquí también, el momento político. En el Ritratto... delta Magrea empezaba hablando de las comunidades, «que son el nervio de esa provincia»; aquí, el acento recae en la Corona, que constituye el «nervio» de Francia. Quiere decirse que, con su modo de plantear las cosas, Maquiavelo va directamente al motivo central, predominante. En el capítulo IV de E l principe, al indicar en Francia un tipo de régimen político (uno de los «dos modos distintos» como se gobiernan los principados) y contraponerlo al tipo de régimen (despótico) encarnado por la «monarquía del Turco», Maquiavelo insistirá, más que nunca, en el poderío de la Corona, en la «multitud de señores de antiguo linaje», esto es, la nobleza y su fuerza, que no puede ser anulada ni siquiera por el rey. Dirá, antes bien, que en los reinos como en el de Francia se puede entrar con facilidad, «ganándote a algún barón del reino, porque siempre se encuentran descontentos y gente que desea innovar». En cambio, en el R itratto, que es anterior, Maquiavelo exalta el poder de la Corona y del rey, que «son hoy en día más gallardos, ricos y poderosos que nunca», y afirma que los barones, antes rebeldes, «hoy son todos obedientísimos», tanto que los príncipes extranjeros no pueden ya «asaltar el reino de Francia» como en otras épocas. Así, pues, de la comparación de ambas páginas surge una cierta diferencia de valoración; o, mejor dicho, resulta, tanto aquí como en E l principe (y como, en otros casos, también en los Discursos: recuérdese lo que se ha dicho acerca de Giampaolo Baglioni) la necesidad de «tipificar», de encerrar en fórmulas incisivas la riqueza y variedad de la experiencia política y, al mismo tiempo, la característica tendencia de Maquiavelo a proceder por medio de contraposiciones decididas (o... o), ignorando los matices; lo que lleva a una cierta alteración de los datos reales que él mismo ha consignado previamente. O sea, que el acento del R itratto está puesto, esencialmente, en el poderío de la monarquía. Pero hay que poner de relieve también las observaciones de carácter militar, como la que se refiere a las infanterías, que — a diferencia de las caballerías, las mejores del mundo— son malas, a tal punto que el rey de Francia se sirve siempre de suizos o de

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lansquenetes, esto es, de mercenarios: «Y si las infanterías fuesen de la bondad de la que son las caballerías francesas, no cabe duda de que [al rey] le bastaría el ánimo para defenderse de todos los príncipes.» Este juicio reaparecerá en el capítulo X III de E l principe: «el cual error [de contratar suizos] (...) es, como ahora se ve efectivamente, causa de los peligros de ese reino (...); el reino de Francia sería invencible si el orden de Carlos [Vil] hubiese sido aumentado o preservado». Sólo que E l principe incluye la polémica contra la errónea política militar de los reyes franceses de Luis X I en adelante, lo que falta en el Rilratto. Por lo que, también en este caso, se percibe bien la diferencia entre la anotación inmediata y la posterior elaboración conceptual, cuando Maquiavelo investiga las leyes eter­ nas de la acción política. Por último, podemos comentar, además, la exactitud de la observación acerca de las relaciones entre Francia y los flamencos: éstos nunca harán la guerra contra los franceses, como no sea obligados por razones de carácter económico, pues importan de Francia trigo y vino, y le exportan sus manufacturas: «Y , sin embargo, si les faltara el comercio con los franceses, no tendrían adonde ir a parar sus mercancías...» En el Maquiavelo de las grandes obras, el problema económico jamás cobra importancia ni relieve: sólo advierte lo propiamente político y militar en la vida de los pueblos. Tanto más notables, por lo mismo, son estas observaciones de carácter económico que contienen sus escritos menores. Al pasar de estos últimos, de las observaciones sobre la realidad cotidiana, a la gran especulación política, Maquiavelo deja de lado esas anotacio­ nes, como detalles que no inciden a fondo en el problema político general.

Con el Ritra/to di cose di Francia, y con el de Alemania, se cierra, prácticamente, la primera parte de la vida espiritual de Maquiavelo. Ambos concentran la sustancia de sus experiencias europeas, que tocan a su fin. Después de regresar de su tercera misión en Francia, o sea después de octubre de 1510, Maquiavelo tuvo todavía que cumplir algunos otros encargos diplomáticos; por ejemplo, en septiembre de 1 5 11 fue enviado a Milán (francesa, a la sazón) y nuevamente a Francia, para tratar de que no se celebrase, o, por lo menos, que no

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tuviese lugar en Pisa, aquel concilio (bautizado como conciliábulo) que Luis X II había anunciado contra el papa Julio II; y después, en noviembre, a Pisa, siempre para inducir a los cardenales cismáticos para que trasladasen el concilio a otro lugar. Pero ninguno de estos nuevos encargos diplomáticos tiene ya, para la formación de su «experiencia» y la evolución de su pensa­ miento, la importancia de los que hemos comentado. Gn cambio, se precipitaron los acontecimientos para la Repúbli­ ca florentina. La guerra, tan temida por Maquiavelo, entre Luis XII y Julio II, había estallado con toda su furia. En octubre de 15 u se proclamaba la Liga Santa, integrada por el Papa, Venecia y Fernan­ do el Católico. El 11 de abril de 1512, en Rávena, el ejército francés derrotaba al de los confederados (mayormente, españoles); pero la muerte en el campo de batalla del comandante francés, Gastón de Foix, la llegada a Italia de infanterías suizas contratadas por el Papa, y el frente común constituido por el emperador y el rey de Inglaterra contra Francia, que así acababa siendo atacada por una coalición europea, produjeron un vuelco completo de la situación. Los franceses tuvieron que retirarse y abandonar el valle del Po, manteniendo en él solamente tres o cuatro ciudades. Con ello, Florencia se encontró expuesta, completamente sola, a las iras de los coaligados. Había sido interdicta por Julio II por haber tolerado el «conciliábulo», y no sólo el Papa le tenía aversión, sino también los demás confederados. En esos momentos tan críticos, volvió a obrar en perjuicio de Florencia — pero, en este caso, con resultados definitivos— su situación interna. Y a hemos observado, con motivo de las relaciones entre Florencia y César Borgia, que el problema de los Médicis —expulsados de Florencia en 1494— pesaba considera­ blemente, incluso en las cuestiones de política exterior, en el sentido de que dotaba de un arma excelente a los enemigos de Florencia. Ahora, el juego se repite. Los coaligados, e in prim is Julio II, desean abatir a la República de Soderini, amiga de Francia, y volver a instalar a los Médicis en el gobierno de Florencia. En agosto, el ejército español, comandado por Raimundo de Cardona, marcha contra el Estado florentino; el 29 de agosto de 1512, asaltan, depredan y saquean Prato (la «ordenanza» de Maquiavelo, en ésa que fue su prueba de fuego, fracasó completamente, abandonando los defensores de la ciudad sus puestos de combate y huyendo). El 31 de ese mismo mes, Pier Soderini, cediendo a las imposiciones de Cardona, abandona el poder y a Florencia, donde vuelven a entrar los Médicis.

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La ruina de la República florentina significó también la ruina de Maquiavelo: por imperio de dos resoluciones, del 7 y el 10 de noviembre de 1512, quedó privado de todos sus cargos y fue confinado por un año en territorio florentino. Cerrábase así la primera fase de su vida, la de la actividad pública. Pero la «experiencia» acumulada en esos años que corrieron entre 1498 y 1512, la «lección de las cosas antiguas» nunca interrumpida, ni siquiera en medio de las gestiones oficiales (recordadlo: ¡Plutarco durante su segunda misión ante el Valentino!), y la siempre intensa y atenta meditación sobre los problemas políticos, han llevado ya a Maquiavelo a una completa madurez en su manera de pensar: las cartas de la tercera legación en Francia revelan a un Maquiavelo mucho más seguro de sí de lo que pudo haberlo estado en 1499 o en i j o o . El hombre, en su interior, ha llegado a su plenitud intelectiva y creadora, y el otium obligado que le aguarda se convierte en estímulo y oportunidad para la gran creación política, para la composición de E l principe, de los Discursos sobre la primera década de Tito Eivio y de

E l arte de la guerra.

M étodo y estilo de M aquiavelo ( x95 5)

Publicado en el volumen antológico // Cinquecento (Unione Florentina, Libera Cattedra di Storia della Civiltá Fiorentina), Sansoni, Florencia, 1915, pp. 1-21. Es el texto de una lección dictada en Florencia en mayo de 19)2. Traducido al inglés con el titulo «Machiavelli’s Method and Style» en el libro citado, MacbiavelH and tbe Renaissance, pp. 126-148.

En el verano-otoño de i j o o , Nicolás Maquiavelo vive, en la corte de Francia, su primera gran experiencia de política europea. El gobierno de Florencia lo ha enviado, con Francesco della Casa, ante Luis X II, «el dueño de la tienda» y, por ello, árbitro, a la sazón, de las cuestiones italianas, para tratar de resolver el ruinoso problema de Pisa. Y como primera «lección» de esta experiencia, Maquiavelo tiene que apuntarse, para si, las vicisitudes de una retribución insuficiente, inferior «fuera de toda la razón divina y humana» a la de Della Casa, y ha de invertir de su peculio, ya al principio, 40 ducados, quedarse «sin un céntimo» y hasta amenazar — junto con Della Casa— con su inmediato retorno, siendo mejor vivir «a discreción de la fortuna» en Italia, que en Francia. Vale decir que, a partir de ahora, debe pensar en moverse entre las dificultades y estrecheces del vivir cotidiano, él, hombre por naturaleza dispendioso e incapaz de «vivir sin gastar», hombre de buena compañía y, sin embargo, obligado por su suerte «antes a carecer que a gozar». Más tarde, en las igualmente duras condiciones de 1513, obligado a «ponerle cara a la fortuna», habrá de desahogar «esta malignidad de mi suerte» jugando en la hostería cercana a su casa de Sant’ Andrea in Percussina, peleando por unos cuartos, gritando y riñendo con el mesonero, el jifero o el tahonero; habrá también de desahogar en cartas a los amigos su deseo de hacer algo, aun teniendo que comenzar por «voltear una piedra», porque, de seguir de esta manera, «yo me desgasto, y no puedo estar mucho tiempo así, que no termine despreciable debido a la pobreza». Sin embargo, en aquellos días del verano-otoño de 1 ) 1 3 , llegada la noche, Maquiavelo se despoja de su vestimenta cotidiana, «llena de fango y de lodo», y revistiendo «ropas reales y curiales», ingresa en las «antiguas cortes de los antiguos hombres, donde, por ellos amorosamente acogido, me alimento con esa comida que solum me pertenece y para la cual he nacido (...), y no siento, durante cuatro horas, ningún tedio, olvido todos los afanes, no temo a la pobreza ni me espanta la muerte: todo yo me vuelco en ellos». Son los días en los cuales, de una sola vez, escribe E l príncipe. 377

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Ahora, entre el verano y otoño de 1500, a partir de esa primera gran experientia política, así como se queja ya de las estrecheces y los afanes personales, también logra en seguida trasladarse a otro mundo superior, el mundo de la comprensión política. Y aunque no sean todavía las grandes meditaciones y las pujantes páginas de E l príncipe, sí son pensamientos y anotaciones, incluso estilísticas, los que lo anuncian. No sólo porque en las cartas desde la corte de Francia se contengan juicios que luego se recogen y desarrollan ampliamente en las grandes obras, como cuando Maquiavelo advier­ te al cardenal Georges d’ Amboise acerca de la política que debiera aplicar Luis X II en Italia, «siguiendo el camino de los que antes quisieron poseer una provincia exterior, que es rebajar a los poderosos, halagar a los súbditos, conservar los amigos y guardarse de los compañeros, es decir, de los que en tal lugar quieren tener igual autoridad», donde está ya in nuce el capítulo III de E l príncipe, sino mucho más, porque desde aquí se trasluce totalmente Maquia­ velo, con su típico modo de presentar el problema político. Y ante todo con su procedimiento a base de dilemas, que siempre pone por delante las dos soluciones extremas y antitéticas, dejando de lado las vías intermedias, las de transacción, y avanza estilísticamente por la disyuntiva: el pueblo florentino no parece que pueda esperar ya nada, «o por su mala suerte o por sus muchos enemigos», mientras que los franceses sólo estiman «o a quien esté armado o a quien esté dispuesto a dar». Procedimiento que es constante en la prosa maquiaveliana, y seguido con tanto rigor que a veces parece excesivamente obvio, me atrevería a decir que perogrullesco. Así ocurre cuando, en E l arte de la guerra, nos encontramos con la frase, «digo, pues, que las jornadas se pierden o se ganan», y que en realidad es una perfecta traducción formal de un pensamiento apuntado al precepto de que sólo en las decisiones rápidas y seguras está la «virtud» del político, y que nada existe más nocivo en las acciones públicas que las deliberaciones ambiguas o lentas y tardas, las cuales se deben «o a debilidad de ánimo y de fuerzas o a perfidia de los que tienen que deliberar» ( Discursos, II, 15); es constante al recalcar que ningún Estado puede ilusionarse con tomar siempre «partidos seguros, más bien piense en tomarlos todos dudosos; porque en el orden de las cosas se encuentra esto, que nunca es posible rehuir un inconveniente sin incurrir en otro; pero la prudencia consiste en saber conocer las cualidades de los inconvenientes, y en dar por bueno al menos malo» ( E l príncipe, cap. X X I; Discursos, I, 6); y se mantiene firme al considerar sumamente

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dañosa la «vía de en medio», que en realidad «sus» romanos habían evitado siempre, apelando en todo momento a los «extremos» (Discursos, II, 23). Dirá Maquiavelo que las dañosísimas vías de en medio las toman los hombres por cobardía e incapacidad, por no saber «ser ni del todo malos ni del todo buenos» ( Discursos, 1, 26). Esta manera de proceder, característica del Maquiavelo maduro, se transparenta ya en el Maquiavelo de los primeros años de reflexión política, el Maquiavelo de las legaciones. Pero lo más importante es que, a partir de ahora, aparece su característica de no detenerse nunca a analizar, aun lúcidamente, una determinada situación política, sino la necesidad} que yo llamaría instintiva, de elevarse inmediatamente sobre los datos reales a las consideraciones de carácter general, de entrever en el episodio concreto una de las muchas y mutables encarnaciones de algo que no cambia, porque es eterno: la lucha por el poder, es decir, la acción política. En las consideraciones que este funcionario hace de los acontecimientos del día en las relaciones oficiales para su gobierno, irrumpe, ya, la gran «imaginación» maquiaveliana, vale decir, la súbita y fulgurante intuición, en todo similar a la del gran poeta que en un hecho cualquiera capta y aferra el ritmo de una peripecia eterna y universal, connatural a los hombres. De ahí los consejos que le imparte al omnipotente primer ministro de Luis X II acerca de cómo debe el rey comportarse en Italia, «siguiendo el camino de los que antes quisieron poseer una provincia exterior», lo cual es ya una apelación a «sus» romanos, a la lección constante de las cosas antiguas; siendo también una valoración de la política francesa en las cuestiones italianas, desde un punto de vista muy por encima del de un enviado florentino exclusivamente para los proble­ mas de Pisa. Muchos años después, en 1522, Maquiavelo dará consejos a su amigo Raffaello Girolami, quien va a España como embajador ante Carlos V; útiles consejos acerca de la manera de hacer amigos en la corte para poder estar bien informado, sobre los asuntos esenciales a los que apuntar, etcétera. Pero en cuanto a formular juicios en las relaciones enviadas a Florencia, es mejor no hablar nunca en primera persona, acotará entonces Maquiavelo: «poner vuestro juicio en vuestra boca sería odioso», por lo que es preferible que Raffaello se sirva de giros como éste: «Los hombres prudentes que se encuentran acá opinan que deben seguirse los efectos tales y cuales.» Excelente prudencia, para un diplomático de carrera; precepto al que bien se puede llamar clásico, entonces y después, para evitar los compromi­

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sos personales. Pero Maquiavelo, cuando debía escribir acerca de «conjeturas» y de «juicios», aun cuando se valiera también, a veces, de esas argucias, solía hablar en primera persona, efectuando abiertas advertencias a su gobierno: «quiero preveniros, a fin de que (...) no os persuadáis de ser oportunos siempre» (carta del 9 de octubre de 1502); y alguna vez se había excusado, una de ellas con Della Casa, por su manera de escribir «sin respeto y extensamente», a costa de errar, porque prefería, «escribiendo y errando», ofenderse a si mismo en lugar de «no escribiendo y errando», perjudicar a Florencia (carta del 3 de septiembre de 1500), o porque le pareciera no salirse del «oficio mío» si refería lo que oía en la corte de Luis X II (tercera legación en Francia, carta del 26 de julio de 1510). Pero después volvió a empezar a dar juicios y consejos, y a escribir «yo opino», a veces atreviéndose a conminar a los Diez de Bailiazgo a creer en su juicio «como se cree el Evangelio» (carta del 9 de agosto de 1510), lo que equivale a decir que, al estallar la guerra entre el Papa y el rey de Francia, Florencia habría tenido que declararse abiertamente en favor de uno u otro de los contendientes, por lo cual habría de pensarse de inmediato, «sin aguardar a que los tiempos se echen encima», también en las «ganancias» que pudieran hacerse si se concertaba la alianza con Francia; «y como la ocasión tiene corta vida, conviene que os resolváis pronto», sí o no, pero pronto. No era éste el modo de proceder que más tarde aconsejaría a Girolami, ni habría podido aconsejarlo a nadie, puesto que era en verdad el alimento «que solum es mío» y no de otros. Con los demás podía ser espléndido en consejos, diríamos, de técnica diplomática, no comunicándoles lo que sentía que era sólo suyo, incomunicable. Así, pues, ya a partir de entonces se efectúa esa inserción de máximas generales en el resumen de una audiencia o la relación de ciertas intrigas, algo no muy distinto de lo que acabará haciendo en su última gran obra, las Historias florentinas, en las cuales, antes de volver a discurrir sobre Cosimo de Médicis y Neri Capponi, se propone «según nuestra costumbre al pensar, decir un poco de qué manera los que esperan que una República pueda estar unida, se engañan mucho con esa esperanza» (V II, I); o también, en el momento de narrar la conjura de los Pazzi, desearía «seguir nuestra costumbre» y reflexionar acerca de las calidades de las conjuras y su importancia, salvo que ya hubiese discurrido antes o fuese cuestión para apresurarse y ser breve (V III, I); y en donde también se justifica por haberse extendido demasiado, siendo un escritor de cosas florentinas, en narrar acontecimientos de Lombardía y de Nápoles

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— ello porque, de no hacerlo, «nuestra historia se entendería menos y sería menos grata» (VII, I)— , de la misma manera como, antes, de no haber expuesto sus juicios y conjeturas, el gobierno florentino habría tenido unas nociones menos precisas y completas de cómo marchaban las cosas en Francia, o en Roma, o con César Borgia. Es un Maquiavelo joven y, desde luego, que no había llegado todavía a la plenitud de visión, la mordacidad de la frase y la plasticidad de imágenes de los años posteriores a 1512; y, sin embargo, el procedente de las legaciones es un Maquiavelo de talante inconfundible, claro y seguro. En ellas, con la frecuente inserción de locuciones populares, desde presentársele «a la jineta» a César Borgia, «entrarle por debajo» a alguien, hasta «pasear largo», «estar largo» o «rodar largo» con alguno para sonsacar informacio­ nes o no comprometerse; con la transformación de una opinión en imagen de relieve directo; con ciertas construcciones sintácticas, de sólo sujeto y verbo, es decir, descarnadas y vigorosas, también despuntan, aunque un tanto lejanamente, las formas de coordinación gramatical y las imágenes de la más perfecta prosa maquiaveliana, es decir, la de E l principe. Por otra parte, ya en esos años encuentra la manera de exponer, en algunos escritos ajenos a los oficiales de las legaciones, su naturaleza de hombre creado por la fortuna, según decía de si mismo, no para reflexionar sobre el arte de la seda o el arte de la luna, ni sobre ganancias y pérdidas, sino sólo sobre el Estado. En el Discorso fatto a l magistrato dei D ieci sopra le cose di Pisa, en el escrito D el modo di trattare i popoli delta Valdicbiana ribellati, así como en la más célebre Descristiane del modo tennto dal duca Valentino nell'ammas^are V ite/lo^o V itelli, Oliverotto da Fermo, il signor Pagolo e il duca di Gravina Orsini — los escritos compuestos entre 1499 y 1503— , las características de pensamiento y estilo, perceptibles ya en las primeras legaciones, resultan desde luego mucho más nota­ bles; por ello es por lo que impresiona, en el estilo seco y claro de la exposición, en primer lugar la voluntad deliberada de extraer de hechos determinados una lección de arte político, o, como diría el mismo Maquiavelo, las «reglas generales» que nunca fallan. Es una voluntad claramente expresada en el estudio acerca de los pueblos del valle de Chiana, escrito menor que, sin embargo, encierra ya toda la personalidad de su autor y muestra una impostación y estilo propios de un capítulo de los D isc u rso sy justificada ahora, por1 1 En los cuales, por lo demás, en II, 25, se vuelve al mismo tema y a la manera de desarrollarlo.

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primera vez, con su referencia a la inmutabilidad de las pasiones humanas en el tiempo, que más tarde le dictará algunos pasajes célebres de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (I, proemio, y II, 39; III, 43): «Yo he oido decir que la historia es la maestra de nuestras acciones, y máxime las de los principes, y el mundo estuvo siempre habitado de la misma manera por hombres que siempre han tenido las mismas pasiones, y siempre ha habido quien sirve y quien manda, y quien sirve de mala gana, y quien se rebela y es vuelto a someter (...). Luego, en siendo verdad que las historias sean la maestra de nuestras acciones, no hubiera estado mal que quien tenia que castigar y juzgar las tierras del valle de Chiana, tomara ejemplo e imitara a los que han sido los amos del mundo Pero los florentinos no hicieron tal cosa, «y si el juicio de los romanos merece ser elogiado, en la misma medida el vuestro merece ser censurado». Aquí empieza también la gran polémica, que Maquiavelo seguirá hasta el último de sus escritos, contra los hombres de su tiempo, a quienes valorará y juzgará en función de la experiencia romana antigua; como es justo hacer, toda vez que cualquiera puede alcanzar lo que ya otros, en el pasado, consiguie­ ron: «porque los hombres (...) nacieron, vivieron y murieron siem­ pre con arreglo a un mismo orden» (Discursos, 1, 11). Y una vez más, lo sustancial de la polémica tiene correspondencia inmediata y eficacísima en la presentación estilística, en base a discusiones entre Maquiavelo y presuntos detractores, con un juego del tipo de la pregunta y la respuesta, «y si me dijeseis... yo diré», que hace aún más tajante el procedimiento por dilemas, ya apreciado en las cartas desde la corte de Francia. Es ya la argumentación maquiaveliana típica, tal como la encontraremos, por ejemplo, en la polémica del capitulo X II de E l principe contra las armas mercenarias: «Quiero demostrar todavía mejor lo desgraciadas que son estas armas. Los capitanes mercenarios, o son hombres excelentes con las armas, o no; si lo son, no puedes Harte de ellos, porque siempre aspirarán a la grandeza propia, u oprimiéndote a ti que eres su amo, u oprimiendo a otros al margen de tus intenciones; pero, si no son virtuosos, lo corriente es que te arruinen. Y si se responde que cualquiera que tenga armas en la mano hará esto, o mercenario o no, replicaría que las armas tienen que ser empuñadas o por un principe o por una República.» Así, pues, ya entre 1300 y 1503, la personalidad de Maquiavelo se delineaba con rasgos cada vez más marcados, dentro de su típica

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manera de «dar la cara» a la política. Y en estas primeras experien­ cias, como en las sucesivas, en Florencia o en misiones en cortes extranjeras — de nuevo en Francia; ante la curia romana y el papa Julio II; ante el emperador Maximiliano— , se iban precisando cada vez más algunos pensamientos concretos que luego serán elementos constantes de las grandes obras; de aqui, sobre todo, la insistencia desde ahora en la ocasión, que tiene corta vida y por ello es preciso ser «conocedores» de ella y saber usarla bien; la insistencia, asimis­ mo, en lo poco que puede contarse hoy en día con la «fe», las promesas y los compromisos, incluso los solemnes; en la tendencia de los hombres, y también de los príncipes, a atender más a lo útil presente, sin parar mientes en lo que puede resultar después. Comienzan también a alternarse en el discurso las invocaciones a la «razón», a lo que es «razonable», con las alusiones a la «naturaleza», y quiero decir a la naturaleza física, a la cual Maquiavelo se remite muy gustosamente no sólo para juzgar a los franceses o los alemanes, que por naturaleza son esto o aquello, sino también para cotejar con ella los hechos de la vida humana, tomando del lenguaje de las ciencias naturales y la medicina términos e imágenes que aplicar a los acontecimientos políticos o a la vida del cuerpo social; por donde, a partir de ahora, el político, con su prudencia, debe ser «médico» de los malos «humores». Es éste un procedimiento que, más tarde, dictará la célebre imagen de los estados que nacen de súbito y que, «como todas las demás cosas de la Naturaleza que nacen y crecen rápidamente, no pueden tener ni barbas ni lo que les corresponde» {E l príncipe, VII), es decir, no pueden tener raíces profundas. Continuada acumulación de experiencias y progresiva reafirma­ ción y ampliación del juicio: tal es el resultado de esos quince años de actividad pública directa, entre 1498 y 1512. Experiencia que, por otra parte, le llevará cada vez más a formular comentarios negativos acerca de los estados italianos de su tiempo y de la facultad política de sus gobernantes; cada vez más se convencía Maquiavelo de que la gran crisis política italiana, el derrumbamiento de estados como Milán y Ñapóles, la irrupción de los «bárbaros» en la península como «dueños de la tienda», tenían causas muy precisas e identificables. Como dirá en el Decennale secondo, todo aquello era culpa de los soberbios... «¡Vosotros que los cetros tenéis, y las coronas, y del futuro no sabéis la verdad!»,

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las culpas de los principes sin prudencia ni virtud y, sobre todo, sin armas propias. «Mas fuera fácil el camino, y corto, si volvieseis a abrir el templo a Marte», les habia dicho ya a los florentinos en el Decántale primo de 1)04. Pero sobre todo en las Parole da dirle sopra la provisione del danaio, el año anterior, Maquiavelo había expresado lo que ya entonces era, a la vez, su criterio de interpretación de la historia reciente de Italia y el primer fundamento de su ansiado nuevo sistema político: «quien haya observado las mutaciones de los reinos, las ruinas de las provincias y de las ciudades, no las habrá visto causadas por otra cosa que por la falta de armas o de juicio». Sin fuerzas, ningún Estado puede mantenerse, y mucho menos porque, si entre los particulares, «las leyes, los escritos y los pactos hacen observar la fe», entre los príncipes «la hacen observar sólo las armas». Armarse, pues, o perecer; y la ruina será fruto de las propias culpas, ya que los cielos no quieren ni pueden «sostener una cosa que procura arruinarse de todas maneras».

De estos juicios y de otros similares nacieron las meditaciones de Maquiavelo cuando la «ruina» se consumó, después de 1512. Derrumbamiento de la República de Soderini en Florencia, vuelta de los Médicis: «ruina», pues, de un experimento político del cual él había sido parte activa; «ruina» en Prato, el 29 de agosto de 1512, de esa «ordenanza» deseada y creada por Maquiavelo para dar a su ciudad las «armas propias» que sustituyeran a las «viles» armas mercenarias; y él, messer Niccoló, exonerado de todos sus empleos, confinado por un año en territorio del Estado y, para colmo, a causa de la conjura de Boscoli de febrero de 1513, encarcelado y sometido a tortura; por último, recluido por su voluntad en su casa de las cercanías de San Casciano, rehuyendo — dice en una carta a Vettori— la «conversación» y la compañía de los amigos. Pero basta con que Vettori le escriba una carta para decirle que desearía estar con él, para ver juntos «si pudiéramos arreglar este mundo», para pedirle concertar «con la pluma, una paz» entre los reyes de Francia y España, el Papa, el emperador y los suizos; basta que se le haga una alusión a los «asuntos de Estado» para que Maquiavelo, olvidando las «infelices condiciones mías», se vea casi inmerso nuevamente «en esos manejos en los cuales en vano he

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padecido tantas fatigas y perdido tanto tiempo», y vuelva a sumer­ girse en la discusión política. Por carta, con el amigo Francesco Vettori, discurre sobre problemas inmediatos y urgentes: ¿qué sucederá en Europa? ¿Y en Italia? Lo que acucia, pues, es el hoy. Pero el hoy no ha sido nunca suficiente para la poderosa imaginación política de Maquiavelo, y aun siendo simple funcionario lo evitaba hasta en las relaciones oficiales para su gobierno, con aquellos incisos y acotaciones que elevaban una comunicación de cuestiones particulares a la categoría de valoración general acerca de la política. Mucho más se evade ahora, que está reducido a inmovilidad y silencio oficiales, sin más desahogo que hacer «capital» de su diálogo con los «antiguos hombres» y de su experiencia de quince años «que he estado estudiando el arte del Estado»; reducido a callar o a discurrir de lo único que es lo suyo, vale decir, de política y de Estado. «Cubierto por estos piojos», el cerebro «se enmohece»; pero esta vez es un cerebro que intuye y ve con la lucidez y la fuerza del gran momento creador, que por fin ha llegado. Es claro que entre el «hoy», es decir, el momento pasajero con sus problemas particulares, y lo «eterno», o sea, las grandes reglas de la política, siempre vigentes, sigue siendo continua la relación, y podríamos decir que hasta el intercambio; porque para evocar esas reglas generales interviene siempre la voluntad de encontrar el remedio para los males actuales de Florencia y de Italia, así como la fe — todavía— en la posibilidad de una solución. La fe — la que dicta el último capítulo de E l príncipe y la exhortación «ad capcssendam Italiam in libertatemque a barbaris vindicandam»— le viene a Maquiavelo de su diagnóstico de las causas de la miseria presente de Italia; diagnóstico que, como se ha señalado, sitúa el origen de la Italia «esclava y vituperada» en los «pecados» políticos de los príncipes, en la ausencia de armas propias y en la vileza de los condotieros italianos, y cuyo resultado es esa Italia «perseguida por Carlos, saqueada por Luis, violada por Fernando y vituperada por los suizos». De ahí, todavía, la fe en la posibilidad de una resurrección por la «virtud» de un gran príncipe, una fe que induce a Maquiavelo a interrumpir las primeras notas de los Discursos sobre la primera década de Tito Divio — obra más mesurada, pero de mayor aliento— para concebir, sin interrupción, E l príncipe. Pero el' diagnóstico era errado. Maquiavelo, que vivía en plena crisis italiana, y que recogía y teorizaba los resultados de dos siglos

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de historia de la península, precisamente, elevando a la «virtud», la del individuo, la «virtud» del príncipe, a la categoría de suprema gobernadora de la vida, y por tanto, atribuyendo sólo a los «pecados» de los príncipes las causas de la ruina de Italia, no había dado en el blanco — ni le habría sido posible hacerlo— en cuanto a los orígenes y la progresión de esa crisis, y al apuntar sobre todo a la «vileza» de las armas mercenarias, se había alejado de la verdad. Un error, pues. Y la exhortación al príncipe redentor no pudo encontrar ninguno que la recogiera, y la te que trasciende del último capítulo de E l príncipe daría después lugar, en Maquiavelo, a la melancólica resignación del principio y el final de E i arte de la guerra. Pero error feliz, pues precisamente eso era lo que incitaba a Maquiavelo a amonestar una vez más a gobiernos y gobernados, transportándolo asi, del comentario con Vettori de los acontecimien­ tos del día, a buscar las «reglas generales» para por fin abrirles los ojos a los ciegos y hacer comprender a todos qué es la política. De la invectiva contra los príncipes italianos se remonta a una polémica más universal, cuyos términos son «mis» romanos y los hombres: todos, o casi todos, los hombres de los tiempos modernos, en los cuales «de aquella antigua virtud no ha quedado señal alguna» (Discursos, I, proemio y 55); del plano de los asuntos particulares de Italia se pasa al de la historia universal; de los consejos sobre cómo evitar que los suizos se conviertan en «árbitros de Italia», a las reglas que nunca fallan. Vale decir que, de un simple comentario de los acontecimientos de la Italia y la Europa de entonces, se llega al gran comentario que descubre y proclama la necesidad de la política en cuanto política, más allá del bien y del mal moral y de cualquier presupuesto o finalidad que no sea pura y simplemente política, es decir, acción y poder. I.a gran «imaginación» política puede ahora desplegarse plena­ mente. Imaginación, que quiere decir la capacidad de saltar de golpe del hecho particular a un problema de orden general, de captar inmediatamente los nexos — eternos, no contingentes— entre éste y otro suceso político, pues tanto uno como otro no son más que momentos de una actividad eterna del hombre, el quehacer político, siempre igual a sí mismo en sus estímulos y en sus fines. Ante todo, siempre igual a sí mismo en su requisito fundamental: que la política es la política y que debe ser pensada y guiada a base de criterios puramente políticos, sin preocupaciones de otra índole, moral o religiosa.

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Releamos aquellas monumentales frases del capítulo X V de E l principe en las que, en verdad, se percibe la plena conciencia del escritor que abre de par en par, a todos, las puertas de un mundo nuevo: «(...) siendo mi intención escribir algo útil para quien lo entienda, me ha parecido conveniente ir directamente a la verdad efectiva de la cosa, más que a la imaginación de la misma. Y muchos han imaginado repúblicas o principados que nunca se vio ni supo que fueran verdaderos; porque tan apartado está el cómo se vive del cómo se debiera vivir, que quien abandone lo que se hace por lo que debiera hacerse, aprende más bien su ruina que su preservación; porque un hombre que en todas partes quiera hacer la profesión de bueno, es lógico que se arruine entre tantos que no son buenos. Por donde le es necesario, a un príncipe que quiera mantenerse, aprender a poder ser no bueno, y usarlo o no usarlo según la necesidad». Plena conciencia de la novedad de su pensamiento, ratificada en el proemio del libro primero de los Discursos: «me he resuelto a internarme por un camino que, por no haber sido seguido hasta ahora por nadie, aunque me acarree molestias y dificultades, también podría acarrearme premio». Los hombres son «malos» y generalmente «ingratos, volubles, simuladores y disimuladores, huidores de los peligros, ávidos de ganancia» ( E l príncipe, X V II); y las cosas del mundo están «realiza­ das por los hombres, que tienen y han tenido siempre las mismas pasiones» (Discursos, III, 4}); y entre estas pasiones, el amor por el poder, es decir, la ambición, y el amor por los «bienes», esto es, la avidez, son los dos incentivos más fuertes, porque la ambición es «tan poderosa en los pechos humanos que nunca, cualquiera sea el grado al que asciendan, los abandona» (Discursos, I, 57), y «porque los hombres más pronto olvidan la muerte del padre que la pérdida del patrimonio» ( E l príncipe, X V II). Por lo que el príncipe — cuya tarea suprema es mantener y, en lo posible, engrandecer el Estado— no puede tener ni observar acabadamente, «por las condiciones humanas, que no lo permiten», las «buenas cualidades» que se exigen a los particulares; en consecuencia, «no tema incurrir en la infamia de aquellos vicios sin los cuales difícilmente pueda salvar al Estado; porque, si mira bien todo, encontrará alguna cosa que le parecerá virtud y, en siguiéndola, se arruinaría; y alguna otra que le parecerá vicio y, en siguiéndola, obtendrá su seguridad y bienestar» ( E l príncipe, X V ). Los estados, le hará decir a Cosimo el Viejo en las

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Historias florentinas, no se sostienen «con padrenuestros en la mano» (VII, 6). Con esto se llegaba a la afirmación de la política como tal política; o, como se ha dicho con justicia, al reconocimiento de la «autonomía» de la política, forma de actividad humana en sí y por sí e independiente de cualquier presupuesto o finalidad de carácter teológico o moral. Sin embargo, éste es el punto que es menester precisar en mayor medida, sobre todo teniendo en cuenta ciertas tendencias que han aflorado en una parte de los estudios recientes acerca de Maquiavelo; estudios en los cuales se advierte el esfuerzo — estéril esfuerzo— de prestarle al florentino una mentalidad y una problemática de doctri­ nario moderno, ora de cuño filosófico, ora de cuño jurídico; se trata del esfuerzo por descubrir en él a un rígido, consecuente y siempre igual a sí mismo promulgador de normas y leyes que, rigurosamente concatenadas unas con otras, conduzcan a una configuración «siste­ mática» del Estado, desde sus principios a sus actividades últimas; o bien — equivoco todavía más grave— a un anticipador del Estado ético de sabor hegeliano; o más aún, finalmente, nada menos que al constructor de una nueva conciencia moral. Intentos en cuya base se encuentra también el supuesto de un Maquiavelo «lógico» puro, un lógico modernísimo, perfectamente consciente de las diversas formas de actividad del espíritu; y por ende preocupado por coordinar economía con ética en un «sistema» bien' ordenado. Nada de eso. Maquiavelo sabe muy bien que se sale de la moral, de la moral de la tradición, que en sí no discute, antes bien, acepta; y en sus consideraciones se advierte, a veces, casi un sentimiento de dolor por tener que apartarse de ella: «y si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero, como son malos», el príncipe no debe observar la fe dada cuando «tal observancia se le vuelva en contra» ( E l principe, X V III). Adviértase la diferencia entre adquirir gloria y adquirir imperio («No puede llamarse tampoco virtud al matar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, no tener fe, ni piedad, ni religión; los cuales procederes pueden hacer adquirir imperio, pero no gloria», E l principe, VIII), la «censura» a César y a los fundadores de tiranías, y el «inmenso deseo» de los tiempos «buenos» (Discursos, I, io). O también, su insistencia en los hombres que «nunca obran nada bueno, como no sea por necesidad», por lo cual, quien ordene una República, debe presuponer que todos los hombres son reos ( Discursos, I, 3).

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Pero ha dicho también: yo me interno por un camino nuevo, nunca transitado por nadie, y mostraré la verdad efectiva de las cosas — es decir, qué es actuar en política— a costa de lanzar los preceptos morales por encima del hombro. Trato las acciones de los príncipes, no de los particulares; y la acción particular es distinta de la acción pública; yo acepto esta distinción y, como hombre capaz sólo de discurrir de cosas del Estado, sólo os hablaré del quehacer público: «y las promesas forzadas que atañen a lo público, en faltando las fuerzas, han de romperse siempre, y sea ello sin vergüenza de quien las rompa», pasaje que no es del célebre capítulo XVIII de £ / principe, el llamado código de los tiranos, sino del capítulo X L II del libro III de los Discursos. Tampoco cabe afirmar que la «patria» resuma en sí la ética maquiaveliana, porque también en este aspecto sabe distinguir, sea cuando dice de si «amo a mi patria más que a mi alma» (carta a Vettori del 16 de abril de 1527) o, de los florentinos del siglo xiv, que «estimaban entonces más a la patria que al alma» (Historias florentinas, III, 7), sea al afirmar que cuando «se delibera a fondo sobre la salud de la patria, no debe caber ninguna otra considera­ ción, ni de lo justo o lo injusto, ni de lo piadoso o lo cruel, ni de lo laudable o lo ignominioso; antes bien, postergado cualquier otro aspecto, debe seguirse hasta el fin la resolución que le salve la vida y le mantenga la libertad» (Discursos, III, 41). La patria merece que se le sacrifique el alma, pero no es el alma; vale decir, que no sustituye los valores religiosos y morales que integran el «alma». La patria puede y debe inducir a sacrificar inclusive lo justo y lo laudable; pero, aunque sacrificado en salvaguardia del Estado, lo «justo» sigue siendo «justo». Como a Maquiavelo no le pasa por las mientes, ni siquiera lejanamente, revolucionar la moral corriente sustituyéndola por una nueva ética, sino que afirma que en la acción pública sólo es válido el criterio político, y a esto me atengo, y quien desee ser fiel a los preceptos de la moral que se dedique a otra cosa, pero no a la política, así tampoco piensa sustituir el ideal moral cristiano por la «patria», creando una ética cívica nueva. La verdad es que Maquiavelo deja muy firme el ideal moral; y lo deja fírme porque no se preocupa por examinarlo. Está total y exclusivamente atrapado por su «demonio» interior, por su furor político, por su imposibilidad de hablar de otra cosa que no sea del Estado o, si no, calla; al hallarse todo él sumido en ese principio y objetivo de su vida interior consistente en su concentración en la actividad política, lo demás queda fuera de su campo de visión. Lo

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suyo es, ante todo, «imaginación», es decir, intuición, similar a la del gran poeta y el gran artista, a quien el mundo se le presenta bajo un solo aspecto, el único que puede reconocer. Otro verá sólo formas o colores, y alguno dirá que lo que siente debe expresarlo, y no puede hacerlo sino en notas musicales; y él — lo dice abiertamente— , lo que piensa y siente, una vez despojado de la indumentaria llena de fango y lodo, lo ve y lo piensa, en su totalidad, sólo en forma de acción política. No es, por tanto, un lógico por sobre todo que parta de unos principios y, por virtud progresiva de razonamiento, deduzca, rigurosa y consecuentemente, todo un sistema completo; no, ante todo es un imaginativo, que aferra de pronto, con fulgurante iluminación, su verdad, y que sólo después se confía al razonamiento para comentar esa misma verdad. Su «verdad» es la política, descubierta en su absoluta desnudez. El cómo combinar esta verdad con las ya antes reconocidas — y sobre todo, con la verdad moral— , es algo que Maquiavelo dejará para la posteridad; por ello permane­ ció durante cuatro siglos de pensamiento europeo en el centro del continuo, áspero y angustioso dilema entre kratos y ethos. El más excelso de los pensadores políticos de todos los tiempos, Maquiavelo, tiene de común con los mayores políticos — tan parecidos, ellos también, al artista, por la primacía absoluta del momento intuitivo sobre la lógica y la doctrina— , tiene de común con ellos, exactamente, la «iluminación» interior inicial, el poder ver por intuición, de pronto, los hechos y su significado, y sólo después recurrir a la que llamaríamos aplicación por razonamiento. Es cierto que en la prosa de Maquiavelo se repite con frecuencia «es razona­ ble», o bien «no es razonable que así sea»; pero lo razonable o no es la aplicación, podría decirse, táctica, el comentario particular que sigue al gran momento intuitivo y creador, y que, respecto de éste, queda en segundo plano. Ejemplo típico de esta preponderancia absoluta de la intuición, que se concentra por entero en un problema, lo atrapa y después lo despliega, articulándolo por vía racional en sus diferentes elementos, es la manera en que Maquiavelo efectúa su desarrollo. Y a en las dedicatorias, tanto la de E J principe como la de los Discursos, apela únicamente a su «larga experiencia de las cosas modernas y (...) continua lectura de las antiguas»; ni la más lejana alusión a la elaboración por consecuencias lógicas que, en cambio, inspirará, dos siglos más tarde, a otro grande, Montesquieu, en el prefacio de De Fesprit des lois, otra soberbia pero muy diferente observación: «He

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puesto los principios y he visto los casos particulares plegarse a ellos como por sí solos, no siendo la historia de todas las naciones sino su consecuencia, vinculándose cada ley particular con otra ley o dependiendo de una ley más general.» Por el contrario, Maquiavelo dirá que de muchas cosas no puede darse «regla cierta», porque los modos «varían según el asunto», o bien que no se puede dar «determinada sentencia si no se viene a lo particular», por lo cual hablará de ello «de la manera lata que la materia por sí misma tolera...» ( E l printipt, IX y X X ; cf. Discursos, I, 18); de suerte que, a las reglas generales que nunca fallan se les contraponen los casos para los cuales no pueden establecerse reglas. Luego, al afrontar el tema, he aquí la manera típica, propia sólo de Maquiavelo: ninguna pregunta, ni por sí ni por el lector, sobre qué es el Estado, cuál su origen y cuál su fin; nada, pues, que refleje las tradicionales discusiones — tanto anteriores como posteriores a él— sobre los orígenes de la sociedad humana, sobre el «por qué» del Estado. Todo esto le parecería ociosa divagación: la acción política de los hombres es una realidad, y eterna; el Estado, en el cual se concreta esa acción, es una realidad. Discutir acerca de esto sería como hacerlo sobre por qué el hombre respira y su corazón late. Y a partir de aquí se sumerge directamente en los problemas preciosos, concretos: «Todos los estados, todos los dominios que han tenido y tienen imperio sobre los hombres, han sido y son repúblicas o principados. Ix>s principados son, o hereditarios (...) o son nuevos.» Asi empieza E l príncipe; y en el capítulo 1 del libro I de los Discursos: «Digo que todas las ciudades son edificadas, o por los hombres nativos del lugar donde se edifican, o por forasteros.» Un modo de abordar el tema claro y tajante, como la redacción en base a dilemas. Piénsese en La política de Aristóteles o en De Regímine Principum de santo Tomás, y en los preámbulos sobre qué es la sociedad y qué la motiva; piénsese en las largas disquisiciones de Locke acerca del estado natural y el origen de la sociedad política, o en el primer libro de De tesprit des lois de Montesquieu, o en los capítulos iniciales del Contrat social de Rousseau — y ello por citar algunos ejemplos— , e inmediatamente se tendrá la sensación de la diferencia sustancial, en la manera misma de plantear el problema, existente entre Maquiavelo — para quien es válido en sí— y los más grandes pensadores políticos. Pero a la primacía de la intuición sobre el procedimiento puramente lógico cabe también atribuir, no diremos ciertos desequi­ librios de la trama expositiva — asimismo perceptibles, aquí y allá,

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en los Discursos— , sino algunas incertidumbres y fluctuaciones, incluso en problemas de importancia fundamental para Maquiavelo; y sobre todo, en el de las relaciones virtud-fortuna. Tema en el cual, empero, es vano reclamar una absoluta y continua uniformidad en la manera de ver, desde E l principe a las Historiasflorentinas, toda vez que, más bien, no existe tal manera uniforme de ver, alternándose las afirmaciones de plena fe en la virtud humana, capaz inclusive de someter a la fortuna, con otras en las cuales, en cambio, y ya en los Discursos, se insiste sobre el «poder del cielo sobre las cosas humanas» (II, 29), hasta llegar a la desconsolada afirmación de la V ita di Castruccio: «queriendo la fortuna demostrar al mundo que es ella la que hace a los hombres grandes, y no la prudencia (...)» Pero, aun por encima de semejantes alternativas de juicio, ¿hay contraste mayor que el que existe entre los dictámenes pesimistas que Maquiavelo enuncia en general sobre la Italia de su tiempo, totalmente corrompida, y el acto de fe en el principe redentor de Italia? En otras palabras, entre sus juicios acerca de los hombres en general malos — aplicados sólo a la «propia utilidad» y dispuestos desde tiempos remotos a entregarse a sí mismos y a sus bienes y luego, cuando se encuentran cara a cara con el peligro y la lucha, olvidados de toda promesa y ofrecimiento ( E l principe, IX y X V II)— , entre estos hombres, pues, y los que Maquiavelo ve, en el capítulo final de E l principe, que aguardan con gran «amor» al príncipe redentor, «con qué sed de venganza, con qué obstinada fe, con qué piedad, con qué lágrimas». A ese príncipe al que, «¿qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué italiano le negaría acatamiento?» Nada queda aquí del pesimismo maquiaveliano respecto de los hombres. Llevado a las alturas por su pasión, imaginando y ya casi físicamente viendo al redentor de la Italia «más esclava que los hebreos, más sierva que los persas, más dispersa que los atenienses; sin cabeza, sin orden; golpeada, expoliada, lastimada, perseguida», Maquiavelo olvida viejos y nuevos juicios, con una nueva y cegadora luz en los ojos: la Italia libre de bárbaros. Sin embargo, la exhortación con que se cierra E l principe no es un postizo, como a veces se ha dicho; no es una pieza de oratoria añadida para justificar, con una noble apelación, las tristes cosas que se afirman en los demás capítulos del tratado, sino que forma un todo con la concepción misma de E l principe. Incluso, estilísticamente. Porque la prosa de Maquiavelo es, en definitiva, cumplida expresión de la preponderancia del momento imaginativo sobre el puramente lógico.

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En vez del juicio preciso y ponderado, justamente donde menos fácil es la conclusión, la imagen plástica que resuelve, por via imaginativa y no lógica, la duda. Como en el capítulo X X V de E l príncipe acerca de la fortuna, esta necesaria premisa para la exhorta­ ción final, para abrir camino al príncipe redentor de Italia: «yo juzgo bueno esto: que mejor es ser impetuoso que respetuoso; porque la fortuna es mujer, y es necesario, en deseando tenerla debajo, golpearla y castigarla (...), y, sin embargo, siempre, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos respetuosos, más feroces, y con mayor audacia la comandan». Plástica imagen de la mujer golpeada y tenida debajo; vigoroso final que ahuyenta la duda; pero, precisamente, con la fuerza de una imagen, no de un juicio lógico. El procedimiento por dilemas, argumentativo, polémico, cede, incluso estilísticamente, en los mo­ mentos supremos, y da paso a una onda impetuosa que sustituye el juicio lógico por la imagen. Y de improviso, el discurso se eleva al tono bíblico de la exhortación final de E l príncipe, con la evocación de los milagros instados por Dios: «el mar se ha abierto; una nube os señala el camino; la piedra ha vertido agua, aquí se ha derramado el maná». Son imágenes propias de una pasión que aún conserva la fe; en el final de E l arte de la guerra se contempla la pasión ya descorazonada y sin ilusión: «¿De qué he de hacerles avergonzar, que han nacido y fueron criados sin vergüenza? ¿Por qué han de obedecerme, si no me conocen? ¿Por qué Dios o por qué santos he de hacerles jurar? ¿Por lo que adoran o por aquellos por los que blasfeman?»

He ahí, pues, el genio de Maquiavelo. Poderosísimo genio, sin parangón en el pensamiento político: todo luz imprevista, inmediata, con la casi milagrosa irrupción de una fuerza natural, con el tono y las imágenes del gran poeta. El suyo fue un milagro que no volvió a repetirse en todo el decurso de la historia moderna. En los primeros años de vida pública todavía contenida, pero ya muy apreciable; vuelta después muy consciente, segura de sí, de su novedad y su grandeza, en el mayor período creador, el de E l principe y los Discursos, esta imaginación política, es decir, la creación política, siguió siendo hasta el final gracia y tormento, a la vez, de Maquiavelo. Cansado, amargado, desilusionado de sí y de los demás; con un sentimiento de desencanto interior que se trasluce en la Vita di Castruccio y en las Historias florentinas, el hombre aún volvió a

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encontrar, a dos meses de su muerte, el antiguo espíritu combativo que de ¡oven le había dictado, incluso en cartas oficiales, sus mal disimulados reproches a la política de Florencia. Enviado ante Francesco Guicciardini, lugarteniente general del papa Gemente VII, entre febrero y abril de 1527, volvió a informar y también, según su antigua costumbre, a amonestar. En una de sus últimas cartas, del 11 de abril de 15 27, desde Forlí, adopta una vez más el procedimiento por dilemas: «Están, pues, las cosas en tales términos que es preciso, o volver a fabricar la guerra, o concluir la paz.» Aun en la inminencia de la «exhorbitante ruina» que presentía para Florencia, y en la de su no presentida muerte, Nicolás Maquiavelo vuelve a adoptar, una vez más, su tono, el tono imperioso y de gran vuelo de su pensamiento.

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Macbiavelli, ed. al cuidado de A.

Chiesa, Caddeo, Milán, 1923. E l tan célebre y discutido ensayo del escritor inglés, al que por un lado cabe considerar completamente superado y sin eficacia en la formación actual de la crítica sobre Maquiavelo, sigue, empero, siendo de notable interés para quien desee conocer la historia de esa misma critica y recapitularla en sus tramas fundamentales; y Su interés es tal, precisamente, porque Macaulay representa y, casi diría, encama, una de las grandes desviaciones en que incurren los estudiosos del siglo x ix , particularmente respecto de E l principe. La llamada cuestión moral, como se la exponía entonces, no podía conducir sino a la condena a lo Manzoni o a la justificación por el tiempo y por los hombres; justificación que, en los términos en que se planteaba, de lo histórico sólo conservaba la apariencia, y resultaba exterior, engañosa y nula. El segundo camino es, precisamente, el seguido por Macaulay, quien casi le da su nombre, y es en esa situación en la historia de la critica de Maquiavelo donde debe hoy buscarse el interés del essay. Por tanto, puede acogerse con agrado, entre sus muchas ediciones italianas, esta nueva, cuidada por Chiesa. >

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(R¡vista Stonca Italiana, Turín, xi.il [192;], p. 1)9.)

u g l ie l m o y L e o F e r r e r o , L a palingentsi di Roma (da Livio a Macbiavelli), Corbaccio, Milán, 1924.

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Librito de agradable lectura, en el cual, de la crónica de los primeros siglos, se pasa al examen, desde luego limitado a sus características esenciales, de 1» obra histórica de Salustio, Tito Livio y Tácito (en quienes está la creación), y del pensamiento de san Agustín al retroceso obrado por las doctrinas del cristianismo (la ■ destrucción); para finalmente llegar a Maquiavelo (el renacimiento) y las doctrinas de los siglos xvt y xvit, tacitismo y razón de Estado. Naturalmente, no cabe, dados sus objetivos, buscar en este ensayo novedades de relieve, pero si pueden en cambio señalarse páginas escritas con gracia y eficacia, asf como observaciones justas y sagaces. Mucho menos feliz es el apéndice I, «Qué eS la historia», refutación ágil, pero desacertada, de las teorías de Croce. Al final se incluyen, asimismo, algunas páginas acerca de «El materialismo histórico y la Roma antigua». ' •-» (K hiista Storica Ita lia n a , Turin, 397

xirv [1927], pp. 80-81.)

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P a s q u a l e V i l l a r i , Niccoló Machiavelli e i suoi tempi, al cuidado de M. Scherillo, Hoepli, Milán, 1927.

Se cumple este año, entre muchos centenarios, el de la muerte de Maquiavelo. Está claro que de todas partes llegarán a nosotros ensayos, semblanzas y artículos, respecto de los cuales conviene, por ahora, confiar en la divina providencia y en el sentido común de los escritores de distintos géneros. En tanto, podemos alegramos de que el aniversario haya servido también de impulso para esta reimpresión de la que sigue siendo obra fundamental sobre el pensador florentino, y que estaba agotada hacia tiempo, incluidas las tres ediciones sucesivas a lo largo de cuarenta años. Ante todo, le espera una sorpresa al lector habituado a los tres gruesos volúmenes de las ediciones anteriores, que esta vez se han reducido a dos, aunque de un tamaño relativamente mayor que cada uno de los precedentes. Scherillo, a cuya diligente actividad ha sido confiada esta reimpresión, ha creído oportuno suprimir, sin más, los no pequeños apéndices documentales incluidos antes en cada volumen. Ello, para facilitar el manejo y abaratar la obra, además de devolverle la estructura original, concebida por Villari en dos volúmenes. Esta poda servirá, indudablemente, para aliviar la lectura, de por si nada breve, del ponderado trabajo; y para el público culto en general, al cual principalmente está destinada la reimpresión, hay que reconocer que ésta será una pequeña ventaja. En cambio, no es tal para los estudiosos de Maquiavelo. Siempre hay que tener el documento ante la vista, porque ofrecerá distintos temas de meditación a diferentes interpretes, por lo cual creo que para el estudioso será siempre más indicada la tercera edición (19 11-19 14 ), siquiera para evitarle remisiones a una u otra de las reimpresiones, según lo que se cite sean las afirmaciones de Villari o las de los documentos. Radical en este aspecto, Scherillo ha sido en cambio conservador en otro sentido, pues no ha osado inmiscuirse en la obra, «ni siquiera en los pocos casos en los cuales las investigaciones mías o ajenas aconsejarían, si no otra cosa, mencionar retoques, correcciones o desacuerdos». Estoy plenamente conforme con Scherillo en esta reserva: la obra de Villari, como por lo demás cualquiera otra en condiciones similares, debe seguir siendo la obra de Villari, y no un centón de variada factura (aunque este trabajo de readaptación lo hubieta realizado un estudioso de la competencia y el esmero de Scherillo). Quien pretenda tener noción de los progresos de la crítica maquiaveliana tendrá que tomarse la molestia, en verdad nada grave, de leer las últimas publicaciones importantes sobre el asunto. Pero, en cambio, habría preferido yo que Scherillo, eficacísimo en punto a literatura maquiaveliana, hubiese añadido, en un apéndice, la bibliografía posterior a 1913 (hasta ese año, Villari pudo tener en cuenta o, por lo menos, aludir a las publicaciones nuevas), para permitirle al lector que así lo deseara tener una orientación rápida y seguía. De esa manera, la reimpresión habría podido servir también a los estudiosos profesionales.

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De todas maneras, satisface poder volver a tener en las manos, en límpida calidad tipográfica, la obra que tanta fama supuso para el maestro, y que sigue siendo, como se ha dicho, fundamental todavía hoy. En este sentido se ha de decir que la amplitud de la narración y de la documenta­ ción, su veracidad y escrupulosidad, y la riqueza de los desarrollos y los análisis la convierten, ¡unto con la de Tommasini — en verdad, todavía más indispensable en ese aspecto— , en el preámbulo necesario para cualquier investigación o estudio sobre la figura y la obra del secretario florentino. Porque si, en cambio, se preguntara cuál es todavía su solidez en lo que concierne a la manera de ver, a los criterios de análisis y de juicio, en suma, de interpretación, la respuesta tendría otro tono. Espíritu límpido, ágil y agudo, Villari carecía, sin embargo, de algunos de los presupuestos necesarios para lograr una verdadera y perdurable aclaración de la cuestión estudiada; le faltaban, sobre todo, tanto la capacidad de afrontar y resolver los verdaderos problemas de pensamiento, como el hábito de ese trabajo, al paso que le estorbaban en medida aún mayor los inseguros fundamentos especulativos que eran su punto de partida. Jamás fue historiador de ideas. De ahí el sentimiento de insatisfac­ ción que, concluida la lectura, y aun después de páginas atrayentes y pulcras, queda en el ánimo del lector, del mismo lector que más cerca se sintiera, por afecto y reverencia, del maestro. Las palabras con que Pistelli concluía su juicio sobre el Machiavelli reflejan claramente ese sentimiento de carencia de satisfacción íntima, y también Scherillo tiene que hacer suyas esas reservas observando que, para la perspicacia de Villari, ha quedado empero sin solución el enigma grave de los estudios acerca de Maquiavelo, a saber, la vexa/a quaestio de las relaciones entre política y moral en el pensamiento y el espíritu del secretario florentino. Sólo que Scherillo no advierte que no hay tal enigma, siempre que estén bien claros y definidos los problemas de pensamiento en que tales cuestiones se plantean... Por ello es que, a los estudiosos actuales de Maquiavelo, la obra de Villari puede todavía ofrecerles mucho, por un lado, pero no tanto por el otro. Los mismos que, sin participar de los criterios jnrúUcot de interpreta­ ción, desean reconstruir a Maquiavelo históricamente, parten de una conciencia histórica muy alejada de lo que era el historicismo de Villari. En todo caso, se siguen aferrando a otro contemporáneo suyo, que también escribió alguna página acerca del autor de E l principe, a saber, Francesco de Sanctis. (R ivitta Stonca Italian a, Turin, xuv (1927), PP- 404-406.)

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Vita di Niccoió Machiavelli florentino, Monda-

dori, Milán, 1927. Así como Maquiavelo nació «con los ojos abiertos», también Prezzolini se ha dado cuenta de que era necesario hablar de él en tono de divulgación.

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no para los eruditos, se entiende, atareados en sofismas de interpretación, sino para el gran público; y hablando así llanamente, sin conceptos abstrusos ni vocablos metafísicos: al contrario, razonando a veces la exposición, si se da el caso, con alguna expresión de acendrado sabor popular. El resultado es un volumen más bien grueso, que, sin embargo, se deja leer con placer por lo general, y que tiene partes bien logradas. Pero ¿por qué buscar el gran «efecto» con tantas boutades y con digresiones de tono falsamente desenvuelto, que resultan ser modelos de mal gusto? (Lea, quien lo desee, las páginas acerca de los hombres que ríen con «ja, ja» y «je, je», etc., o acerca del bistec y el frijol toscano.) (R ivista Stortea Italiana , Turin, XLV [1928], p. 22).)

Dtctnnali Este título incluye el Deeennale prime y el Deeennale serondo, dos obritas en tercetos de Nicolás Maquiavelo, compuesta la primera entre octubre y noviembre de 1 504 (publicada en 1506), y la segunda, que quedó inconclusa, probablemente en 1509. E l Dtctnnalt primo narra los acontecimientos ocurridos en Italia entre 1494 y t $04; el Dtctnnalt steondo, los de 110 4 a 1 509. En el aspecto literario ambos trabajos tienen poco valor; en cambio, son notables por los juicios de Maquiavelo acerca de los hechos de su tiempo.

(Disonaría letterario Bompiani dille opere e del personaggi, Bompiani, Milán, 1947, vol. II, p. 586.)

Discorsi sopra la prima dtca di Tito Livio Famosa obra de Nicolás Maquiavelo compuesta entre los años 1 j 13 y 1519 , pero con solución de continuidad y, por lo menos, en dos fases bien diferenciadas. Efectivamente, Maquiavelo escribió los primeros fragmentos en cuanto se retiró a San Casciano, en abril de 1 j 13, tras el breve encarcelamiento sufrido por la llamada conjura antimedicea de Pietro Paolo Boscoli, de la cual se sospechaba que Maquiavelo estuviera enterado. Luego, el escritor abandonó súbitamente su comentario de Tito Livio y escribió sin interrupción E l príncipe; sólo después reanudó los Discursos sobre ¡a primera década de Tito Livio, que después fue leyendo, a medida que los escribía, a sus amigos de las Orti Oricellari, es decir, a los asiduos de la casa de Rucellai. La obra se publicó postumamente: la primera edición es de 15 )1 (Roma, Antonio Blado); en el mismo año, con posterioridad, pero indepen­ dientemente del texto bladiano, salió otra edición en Florencia, en impresión de Bernardo Giunta. Los Discursos, que están dedicados a Zanobi Buondel-

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monte y a Cosimo Rucellai, se dividen en tres libros, el primero con 6o capítulos, el segundo con 33 y el tercero con 49. En su conjunto, el primer libro se refiere al problema político «interno», o sea, la organización de la República, sus leyes, etc. (son las «... disposiciones tomadas por los romanos, pertinentes a los asuntos interiores de la ciudad»); el segundo, a la política exterior (las resoluciones «que el pueblo romano tomó, corres­ pondientes a la seguridad de su imperio»); el tercero es de asunto mucho más variado, toda vez que, proponiéndose demostrar «cómo las acciones de los hombres particulares hicieron grande a Roma y causaron en aquella ciudad muchos buenos efectos», trata indistintamente de temas de política interior (por ejemplo, el larguísimo capítulo 111, «De las conjuras»), de política exterior y, sobre todo, de asuntos militares (capítulo X : «Que un capitán no puede evitar la jomada, cuando el adversario quiere hacerla de cualquier manera»; capítulos X I, X II, etc.). Pero cabe señalar que en los tres libros, y no sólo en el tercero, falta la organicidad exterior del discurso que caracteriza a E J príncipe. Maquiavelo comenta a Tito Livio, pero es obvio que Tito Livio sólo constituye un punto de partida o un pretexto para que Maquiavelo exponga su propio pensamiento, original, el cual, sin duda alguna, es profunda y rigurosamente orgánico y unitario. No obstante, el haber elegido para poner de manifiesto sus propias ideas la forma de comentario de un historiador clásico, es precisamente causa de que, formalmente, este pensamiento maquiaveliano no se presente desplegado en un discurso continuo, por sucesión lógica, sino que aparezca un tanto por impulsos, podría decirse con vaivenes; el texto (narración histórica) de Tito Livio que el autor desea interpretar y transformar en razonamiento político impone a veces pasar de un asunto a otro, aun cuando éstos no se hallen unidos por un nexo lógico inmediato. Asi es como en el mismo libro I. que por expresa declaración de Maquiavelo está dedicado a estudiar «los asuntos interiores de la ciudad», se insertan capítulos que nada tienen que ver con la estructura política interna del Estado, sino que se refieren a cuestiones militares, etc.; por ejemplo, al capítulo X X II, que examina el caso de los tres Horacios y los tres Curiacios, le sigue el capítulo X X I 11, donde se afirma que «no se deben poner en peligro toda la fortuna ni todas las armas, y por esto, a menudo el defender los pasos es dañoso». La narración de Tito Livio dd duelo entre Horacios y Curiacios, vinculado a la figura de Tulo Hqstilio, de que trataban los capítulos precedentes ( X 1X -X X I), hace que Maquiavelo pase del problema general de la organización militar del Estado al episodio, el cual, a su vez, le sugiere consideraciones acerca del peligro que entraña el tratar de resistir a un enemigo defendiendo un paso de montaña, en lugar de enfrentarlo en una llanura abierta. Es un desarrollo lógico de pensamien­ tos para quien hable del texto del historiador romano; pero bajo el aspecto de la estructura formal y general de un razonamiento político, es un paréntesis introducido en el esquema de conjunto. Por esta razón, no es posible exponer un resumen sistemático de la estructura de tos Discttrsoi, toda vez que un mismo asunto es abordado varias veces en distintos pasajes.

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Más bien cabe indicar los momentos destacados, es decir, los capítulos en los cuales el pensamiento de Maquiavelo alcanza su más alta y plena expresión. A este respecto son fundamentales, en el libro I, los capítulos 1II-IV , donde sostiene que la desunión entre plebe y senado, en Roma, no fue causa de males, sino de bienes, y antes bien supuso la causa primera de la grandeza de la República; los capítulos 1X -X , que afirman la necesidad de la acción de un hombre solo, cuando se quiera «ordenar una República de nuevo» o reformarla a fondo (concepto éste, el de la necesidad de una acción individual, que reaparece en los capítulos L 1V del libro 1, y I del libro III); los capítulos X l-X V , acerca de la importancia decisiva de la religión para la vida política; el capítulo X X V II, donde se menciona el elemento, tan extensamente desarrollado en E l principe, de la incapacidad de los hombres de ser «del todo malos o del todo buenos»; los capítulos X X X IV y X X X V , X X X V II y X L sobre la autoridad dictatorial, el dccenvirato y la ley agraria en la Roma antigua; los capítulos X X IX y L V III, donde Maquiavelo sostiene que el pueblo es menos ingrato y más sabio y constante que el príncipe. En el libro II, sobresalen por su importancia el proemio, especie de paralelo entre los tiempos antiguos y los modernos, concluido con la comprobación de que son más claros que el sol «la virtud que antes reinaba y el vicio que ahora reina»; el capitulo I, acerca de si, para la formación del Imperio romano, tuvo mayor importancia el valor de los romanos o la fortuna (Maquiavelo responde: el valor); el capítulo IV, sobre los modos observados por distintos estados «acerca de la ampliación»; los capítulos X , X V 1-X V I 1 y X IX , sobre el problema militar, que Maquiavelo resuelve, conforme a lo que ya había dicho en E l principe, afirmando la necesidad de las armas «propias» y repudiando el concepto corriente de que el nervio de la guerra este constituido por el dinero («... el oro no basta para encontrar buenos soldados, pero los buenos soldados son más que suficientes para encontrar el oro»). En el libro III es fundamental el capítulo 1, acerca de la necesidad, para que una República viva largamen­ te, de «replegarla con frecuencia hacia su principio», vale decir, reformarla de suerte que se hagan revivir los principios de los que emanaba la fuerza inicial del Estado (por ejemplo, el sentido religioso, el sentido de la justicia, etc.). O sea que los Discursos parecen, exteriormente, mucho menos compac­ tos y orgánicos que E l principe. Y también estilísticamente son más moderados de tono; les falta la extraordinaria penetración y laconismo de la redacción de E l principe, el cual parece constantemente tender a precipitar el epilogo, al paso que aquí el giro es más amplio y la frase más tranquila, menos tallada y labrada. Pero, para quien vaya al fondo de las cosas y, superada la aparente fragmentariedad, vea el desarrollo del pensamiento maquiaveliano en la totalidad de los tres libros, los Discursos se le presentan como la obra de mayor aliento que haya escrito el florentino. La vida del Estado, que en E l principe se concentraba exclusivamente en la figura del condottiero, del caudillo, aquí se amplia y robustece merced a la participación del «pueblo» en la vida política, y no sólo ello, sino también debido a la

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importancia de primer plano que cobran para la vida política los «ordena­ mientos», esto es, las leyes, la educación, la religión, etc. En E l principe, el Estado vivía exclusivamente por la «virtud» de su jefe, es decir, que era un organismo de carácter antropomórfico; en los Discursos, en cambio, vive bien si sus «órdenes» (leyes, etc.) son eficientes (y sólo pueden serlo si hay mucha «virtud» en el pueblo), y mal si los «órdenes» dejan de ser observados. El Estado aparece entonces como un «cuerpo mixto», como un organismo similar a los que la Naturaleza crea, que nace, crece, llega al pleno desarrollo, se corrompe y muere, a menos que sobrevenga un oportuno retorno a los «principios» (capítulo I del libro III), es decir, a menos que se logre renovar, con enérgica acción, la vitalidad interior de los órdenes del Estado. Es claro que, aun en este caso, Maquiavelo tampoco olvida al individuo, la facultad de acción del hombre singular, la necesidad, especialmente en ciertos momentos, de una dirección; tan es asi, que todavía ahora proclama la precisión de que «sólo» se necesita la «virtud» de un ciudadano para ordenar ex novo una República o para que «vivan» los «órdenes» de un Estado (capítulo IX del libro I, y 1 del libro III). Pero, aun con este pleno reconocimiento del valor del individuo, de la personalidad política, los Discursos tienen un tono muy distinto y más amplio que E l principe. Sería, empero, erróneo contraponer el Maquiavelo de los Discursos al Maquiavelo de E l principe, como un demócrata republicano en antítesis con un absolutista monárquico. Esa contraposición se ha hecho muchas veces, surgiendo entonces el problema, grave, de poner de acuerdo a los dos Maquiavelos distintos que saltaban a la vista de ambas obras. N o existe tal contraposición. Porque, en realidad, también en los Discursos, como antes en E l principe, Maquiavelo contempla siempre la vida política no desde el ángulo de los diversos partidos o grupos de individuos, sino desde la perspectiva general del Estado: el interés del Estado, no el de los particula­ res o de los grupos, constituye siempre el punto de partida del pensamiento maquiaveliano. Así, por ejemplo, el escritor aprueba las luchas entre patricios y plebeyos de la Roma antigua no porque considere justo y obligatorio que se le reconozca a cada uno el derecho de expresar sus opiniones, sino porque estima que aquellas luchas fueron la causa primera de la libertad y grandeza de la República; porque las valora, pues, en función de su efecto beneficioso para el Estado, y no debidas a un principio de derecho individual.

(Disyonario leSStrario Bompiani deile opere e dei persemapUK Bompiani, Milán,

19 4 7 ,

vol. II, pp.

7 1 4 - 7 1 5 .)

lstorie fiorentine Por orden del cardenal Giulio de Médicis (después papa Clemente VII), los funcionarios Studio florentino y pisano confiaron a Nicolás Maquiavelo

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la tarea de escribir la historia de Florencia, «del tiempo que le parezca más conveniente, y en la lengua, o latina o toscana, que le parezca». Tiempo, dos años; pago anual, cien florines. Los dos años no le bastaron, pues fue sólo a partir de 15 2 ; cuando, retirado a su casa de campo de San Casciano, Maquiavelo se dedicó a trabajar en la obra, cuyos ocho primeros libros presentó al papa Clemente VII en 1525. Ahi se detuvo, y la historia quedó sin terminar. Según los propósitos de Maquiavelo, expuestos en el proemio, tenían que ser cuatro los libros a guisa de introducción; el primero, una breve recapitulación de «todos los incidentes de Italia transcurridos desde la declinación del Imperio romano hasta 14)4»; los otros tres iban a resumir toda la historia interna de Florencia desde sus orígenes hasta 1434, año del retorno de Cosimo de Médicis a la ciudad. Desde 1434, es decir, desde el libro V en adelante, la narración debía hacerse más amplia y detallada, relacionando los acontecimientos internos de Florencia con los sucedidos fuera de ella. El resultado obtenido es que el primer libro abarca, en realidad, para los hechos generales de Italia, hasta 1424; el libro II, para la historia florentina, hasta 1353, y el tercero, hasta 1422. Con el libro IV empieza ya la narración más extensa y minuciosa, que llega, en el libro VIH, hasta 1492. La obra se publicó postumamente, en 1332, en dos ediciones: en Roma, por Antonio Blado, y en Florencia, por Bernardo Giunta. El método de trabajo del Maquiavelo historiador era bastante apresurado. Se valió, para los distintos periodos, de una o más crónicas, y empleó algunas fuentes en su totalidad, sin control crítico. N o se preocupó siquiera mínimamente por cerciorarse acerca de la verdad de lo narrado por sus predecesores, y no mostró ninguna disposición a consultar documentos de archivo. Por si ello no bastara, a menudo los datos reales están alterados deliberadamente. Esto es lo que ocurre con todas las descripciones de batallas del siglo xv, comentando que las hubo sin muertos (Anghiari y Molinella), falseando por entero la realidad histórica. El porqué de semejan­ te descuido, mejor dicho, de semejante alteración deliberada del dato real, reside en que Maquiavelo, al escribir historia, nunca deja de lado su ánimo político, y se sirve del pasado para demostrar la virtud de sus ideas políticas. En E l principe, en los Discursos sobre ¡a primera década de Tito Lirio y en E l arte de la guerra, sostiene tajantemente la inutilidad de las armas mercenarias; aquí, en las Historias florentinas, justamente al abordar el tema de los condotieros y las compañías de ventura, aprovecha inmediatamente la ocasión para justificar con ejemplos históricos sus aserciones teóricas, c inventa las batallas sin muertos. De suerte que a las Historias florentinas no debe pedírseles exactitud en los datos aislados. Obra que, sin embargo, es muy polémica, vale sobre todo porque en ella, Maquiavelo, elevándose de la mera relación de los hechos históricos aislados, traza las grandes líneas del desarrollo político de los estados, y éstas si las capta y establece con mano maestra. La parte más interesante y vital es, en definitiva, la constituida por los elementos polémicos, o sea políticos; como sucede cuando el escritor analiza las luchas de partidos en Florencia, teniendo

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siempre ante los ojos la imagen de Roma y de las luchas entre patricios y plebeyos, es decir, pensando constantemente en lo que ya había escrito en el libro I de los Discursos. El mismo ataque contra las milicias mercenarias, que por un lado lo lleva a unas afirmaciones completamente falsas, por otro, en virtud del elemento de profunda verdad que encierra (estrecha conexión entre la política y la fuerza militar de un Estado), le permite ver con cabal seguridad los estrechísimos vínculos que existen entre la política exterior y la interior, con lo que abre nuevos caminos a la historiografía italiana y europea. ( D i^ionario le í¡erario fíom piani de/le opere e dei persona## B o m p ian i, M ilán , 19 4 7 , v o l. I I I . p p . 15 8 - 15 9 .)

E u g e n i o D u p r é - T h e s e i d e r , Niccolo Machiavelli diplomático. L ’arte delia diplomacia nel Quattrocento, Marzorati, Como, 194).

Al Nicco/é MachivelU diplomático dedica un amplio estudio E. Dupré-The­ seider. Como indica el mismo subtítulo (lJarte delta diplomacia nelQuatrocento. El arte de la diplomacia en el siglo X V ), a partir de Maquiavelo el análisis se extiende a las formas y costumbres de la diplomacia italiana del Renacimiento, a lo que se refieren los capítulos IV, V , VI y V II del trabajo, que examinan los cometidos y requisitos del eratore, las misiones extraordi­ narias, credenciales y comisiones, manera de llevar las negociaciones y estilo de las relaciones, etc. Una serie de noticias y observaciones sumamente útiles para el estudio de la diplomacia italiana de la época, sobre todo, porque, en varios puntos, Dupré puede rectificar las afirmaciones de De Maulde La Claviérc, hasta ahora máxima autoridad en la materia (habiendo envejecido Reumont) con su voluminosa obra La diplomatie ase temps de Macbiavel. En cuanto a Maquiavelo, la investigación sistemática de su actividad como enviado diplomático y encargado de negocios en el extranjero, entre 1498 y 15 12 , le lleva a la conclusión de que fue «esencialmente limitada, tanto por la importancia de los asuntos tratados cuanto por la parte que le tocó en ellos». Con todo, podría haberse hecho alguna observación que vinculara al «diplomático» con el «pensador», en el sentido de llevar a apreciar de qué manera, en la actividad práctica, van elaborándose poco a poco los criterios de juicio, fundados precisamente en la «larga experiencia de las cosas modernas» unida a la «continua lectura de las antiguas» que luego informarán E l principe y los Discursos, cuando, obligadamente conclui­ da su actividad práctica, Maquiavelo queda reducido a sí mismo y a sus pensamientos. Por ejemplo: en la primera legación en Francia, Maquiavelo advierte al cardenal d’ Amboise que Luis X II «debiera guardarse muy bien de los que procuraron la destrucción de los amigos suyos, no por otra cosa sino p o r hacerse más poderosos ellos y para que les fuera más fácil quitarle Italia de las manos; en lo que esta Majestad debiera reparar y seguir el

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camino de los que antes quisieron poseer una provincia exterior, que es rebajar a los poderosos, halagar a los súbditos, conservar los amigos y guardarse de los compañeros, es decir, de los que en tal lugar quieren tener igual autoridad» (carta del ai de noviembre de i j o o ): aquí se halla ya, in tutee, todo el capitulo 111 de E l príncipe. De esta manera se habría relacionado mejor la actividad práctica de Maquiavelo con la especulativa (demasiado generales son las consideraciones de la página 50 y siguientes), toda vez que la segunda se nutre de la amplia experiencia práctica y del conocimiento directo de las cosas del mundo, que luego eleva a la esfera del pensamiento muy consciente de sí, transformando el episodio particular en máxima de valor general. Con ello, hasta la acción del Maquiavelo diplomático cobra un interés que, de otra manera, no tiene. ( R irit/a SZorita Italian a, Nápolcs, 1.x [1948]. pp. }13-)14.)

II Príncipe Seguramente, la obra de Nicolás Maquiavelo más leída y discutida, exaltada y vituperada, amada y odiada de la literatura política de todos los tiempos. Fue escrita entre julio y diciembre de 15 1) , en la villa llamada «L’ Albergaccio», de Sant’ Andrea in Percussina, cerca de San Casciano, adonde Maquiavelo, caído en completa desgracia con los Médicis, se había retirado desde abril. El estimulo ocasional del escrito fue los rumores, que cundieron a principios del verano, sobre los proyectos del papa León X de crear un Estado para beneficiar a sus sobrinos Giuliano y Loren/o de Médicis, rumores que impulsaron a Maquiavelo, preocupado por los destinos de Florencia y de Italia, y deseoso de expresar su pensamiento madurado en muchos años de experiencia política, a interrumpir su ya comenzado comentario de Tito Livio ( Discorsi sopra la prima deca de Tito Lirio) y a elaborar rápidamente este nuevo tratado, más breve. Lo anunció el 10 de diciembre en una carta célebre a su amigo Francesco Vcttori, en estos términos: «(...) he compuesto un opúsculo De principa!ihm (...) exponiendo qué es principado, de cuáles especies existen, cómo se adquie­ ren, cómo se mantienen, por qué se pierden...» M is tarde, en 1 j 16, antepuso al tratado una dedicatoria a Lorenzo de Médicis, pero no volvió a tocar el texto. // Principe es obra concebida sin interrupción por la mente de su autor, y v-nos han sido los intentos de algunos estudiosos por distinguir sucesivas fases en su elaboración. El titulo no fue bien definido por Maquiavelo: lo llamó De principatibus, De' principati (Discursos, libro II, capítulo I), De principe (ibíd., libro III, capítulo X L II). De’ principati lo titularon también los amigos y los copistas de los primeros manuscritos. Pero la tradición ha preferido // Principe, subrayando con ello la importancia básica que para la obra tiene la figura personal del jefe del listado. E l libro

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se publicó postumamente; la primera edición es de 1532, en Roma, por Antonio Blado y en Florencia por Bernardo Giunta. E l tratado, muy breve, consta de veintiséis capítulos y es una férrea concatenación lógica, de urdimbre continua y sin interrupciones ni digresiones. E l esquema general es como sigue: los nueve primeros capítulos, que responden a la pregunta de «cómo se crea y se forma un principado», analizan el proceso de variada constitución de los principados; se les añade el X , que trata de la capacidad general de lucha de un Estado contra el enemigo exterior, mientras que el capitulo X I está dedicado al peculiar tipo de principado que es el Estado de la Iglesia, para el cual no valen las reglas que rigen la vida de los demás estados. Con mayor detalle aún, los capítulos 11 al V examinan la conquista de nuevas provincias por un Estado ya formado y organizado, mientras que en los capítulos V I a IX se estudia la formación e x hopo de un principado (como los de Francesco Sforza y de Cesar Borgia). Con los capítulos X II a X IV se pasa a las grandes cuestiones generales de la vida interna del Estado, que se resumen en una sola: el ordenamiento de las fuerzas armadas. E s aquí donde Maquiavelo, tras haber desarrollado su áspera y tajante crítica de las milicias mercenarias y auxiliares, después de haber condenado duramente, e incluso injustamente, a los principados italianos de su tiempo, pasa a propugnar la necesidad que tiene un Estado de las «armas propias», es decir, las que «están compuestas por súbditos, o ciudadanos, o criados tuyos», así como la obligación que tiene el principe de pensar continuamente en la guerra: «Por tanto, no debe un príncipe tener otro objeto ni otro pensa­ miento, no tomar cosa alguna como arte suya, fuera de la guerra y de los órdenes y disciplina de ella; porque ése sólo es el arte que corresponde a quien manda.» Hecho esto, es decir, efectuado el ordenamiento militar, Maquiavelo no ve otra reforma general que introducir en el Estado: los problemas económicos, financieros, etc., quedan muy lejos de su pensamien­ to. Por ello pasa de ahí a analizar las cuestiones relativas a la persona misma de] príncipe, a las artes a que debe apelar para mantenerse en el trono y las cualidades que debe tener. Es éste el tema de los capítulos X V -X X III, dedicados exclusivamente a la figura del príncipe. El análisis de Maquiavelo llega en ellos al máximo del realismo. Tiene plena conciencia de decir cosas de las que nadie ha osado nunca hablar, cuando, en el capitulo X V , arremetiendo contra los filósofos y escritores que han hablado de política imaginándose «repúblicas y principados que nunca se vio ni supo que fueran verdaderos», afirma proponerse «escribir algo útil para quien lo entienda», y por ello «ir directamente a la verdad efectiva de la cosa», en lugar de hacerlo «a la imaginación de la misma». He aquí la normativa del capítulo X V I: mejor es ser considerado parsimonioso, y no disipar las riquezas del Estado liberal, para luego gravar con impuestos a los súbditos; y los preceptos del capitulo X V II: más vale ser cruel a tiempo que inútilmente misericordioso, mejor es ser temido y respetado que amado y no lo bastante respetado. Y , sobre todo, he aquí los muy famosos de) capitulo X V III, el más discutido y criticado de toda la obra maquiaveliana:

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la necesidad del principe de saber ser zorro y Icón a un tiempo; necesidad de no observar la fe (la palabra) dada «cuando tal observancia se le vuelva en contra o se hayan extinguido las causas que la hicieron prometer»; necesidad de parecer «piadoso, fiel, humano, íntegro, religioso», pero también de saber no serlo; necesidad, finalmente, de «no apañarse del bien, en pudiendo, pero saber entrar en el mal, necesitando». Ello, porque en las acciones de los hombres, y máxime de los príncipes, «se mira a los fines. Hazte, pues, príncipe para vencer y mantener el Estado, y los medios serán siempre juzgados como honorables y alabados por todos». Finalmente, los capítulos X X 1V -X X V I ofrecen la vinculación abiena del tratado con la situación italiana del momento. E l incentivo para escribir 7/ Principe lo había recibido Maquiavelo, como se ha dicho, de la posibilidad de nuevas combinaciones políticas en Italia; y he aquí que ahora, al cierre del tratado, que hasta ese momento se había mantenido con un carácter teórico general con el examen de las causas por las cuales los príncipes de Italia perdieron sus estados (capítulo X X IV ), seguido del análisis de la fortuna, vale decir, si le es posible o no a la capacidad y la energía del hombre el resistir a la suerte (capítulo X X V ), se llega finalmente a la conclusión de que en Italia es hoy por hoy posible, para un príncipe prudente y «virtuoso», o sea, capaz, crear un Estado nuevo y fuerte que pueda guardar a Italia de las invasiones de los «bárbaros», acabando con el «bárbaro dominio» de franceses y españoles (capítulo X X V I). El tratado concluye con los versos de la oda «Italia mial» de Petrarca: «La virtud contra el furor / tomará las armas; y será corto el combate, / pues el antiguo valor / en los itálicos corazones aún bate.» Con un grito de pasión, con una imploración afligida y trémula a un «redentor» de Italia concluye la obra que a lo largo de veinticinco capítulos habia mantenido, en cambio, la lucidez de un razonamiento implacablemen­ te seguro. Maquiavelo no piensa, sin embargo, en la unificación política de Italia; el príncipe nuevo a quien invoca debería, si, situarse a la cabeza de la lucha contra el extranjero, pero en realidad sólo dominaría directamente un Estado fuerte, probablemente en la Italia central. Ello no obstante, la invocación maquiaveliana es una de las más poderosas expresiones, a través de los siglos, del espíritu nacional italiano. Por lo demás, 7/ Principe constituye la más clara y límpida expresión del pensar político que se haya escrito jamás. Todo en él es «político»: cualquier otro elemento moral o religioso queda de lado; el «deber ser», es decir, el anhelo de una vida más elevada, cede lugar al «ser», o sea, la consideración de la realidad tal como es, sin preocupaciones por reformarla. El sentir político tiene aquí tal inmediatez, fuerza e incluso intuición, que no deja parar mientes en ninguna otra consideración que no sea la del interés del Estado. El cual, a su vez, forma una sola cosa con la persona del príncipe; es un ente antropomórfico, reducido a la medida de una persona humana; de suene que el interés del Estado es una sola y misma cosa con el interés de su jefe. Esta individuali­ zación del problema hace aún más apretada y orgánica la unidad de pensamiento del tratado; las normas teóricas encuentran inmediata y total

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cjemplifícación en algunas figuras de grandes príncipes: Fernando el Católico, Francesco Sforza o César Borgia. De ahí, también, la extraordina­ ria profundidad del estilo, estricto y descamado, así como la plasticidad de sus expresiones; porque II Principe, también en el aspecto literario, es una obra maestra, una de las grandes obras maestras de la prosa italiana. Y asi fue pronto traducida a las principales lenguas; difundida en toda Europa, conoció enorme popularidad — como quizá no haya tenido ninguna otra— y, especialmente en la segunda mitad del siglo x v i y la prim en del xvtt fue victima de violentas acusaciones e invectivas. En ella parece compendiarse el llamado «maquiavelismo», a lo que se deben las iras de los antimaquiavelistas de toda Europa. (D éfionario lettera rie Bem piani ¿elle opere e ¿ ti ptrionaggf,

Bompiani, Milán, 1948, vol. V, pp. 794-796.)

h a vita di Castruccio Castracani da hueca Obrita de Nicolás Maquiavelo, compuesta entre julio y agosto de 1 J20, cuando se encontnba en Lucca enviado por el gobierno florentino pan resolver algunas cuestiones que afectaban a ambas ciudades. E l escrito debicn ser una biognfía de Castruccio (1281-1)28), uno de los gnndes jefes gibelinos italianos, señor de la ciudad de Lucca; pero, en realidad, Maquia­ velo mezcló abundantemente los hechos reales de la vida de Castruccio con hechos imaginarios, modelados con el recuerdo de los grandes héroes de la antigüedad, esencialmente de Agátodes. Se nata, pues, de una biografía muy novelesca, en la que Maquiavelo no se propuso reflejar una realidad histórica precisa, sino retratar una fíg u n ideal de príncipe, con arreglo a sus conocidos principios políticos, trasladando al pasado sus aspiraciones respecto de un perfecto jefe de gobierno. De suerte que ha de juzgarse la obra desde esta perspectiva, y no desde la de la exactitud histórica de los detalles. Por lo demás, en lo que respecta a los «Dichos memorables» que hacia el final pone Maquiavelo en boca de Castruccio, tal como ha demostrado recientemente Lisio, son en su casi totalidad (32 de los 34) tomados de Diógencs Laercio; uno, el X X III, proviene de la biografía de Castruccio que escribió Tcgrimi, y el restante, X X X III, es el recuerdo de Dante de la figura de Bonturo Dati (Infierne, canto X X I, p. 37 ss.). (D h(ionarie letterarie Bem piani ¿tUe opere e ¿ t i personagg,

Bompiani, Milán, 1949. vol. VII, pp. 788-7I9.)

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«I-os caracteres políticos de Europa en el pensamiento de Maquiavelo» Los escritores y pensadores del siglo x v iii — los padres de la moderna concepción de Europa 1— pusieron el acento, entre otros, en los caracteres «políticos» de Europa, es decir, de los estados europeos, señalándolos como profundamente distintos de los del resto del mundo. Distintos y superiores, por lo menos hasta que la guerra de la Independencia americana no aportó otro ejemplo de libertad y progreso, que se contrapuso, y a menudo antepuso, al de la «vieja Europa». Efectivamente, el torpe politique de l ’Burope se caracteriza por el hecho fundamental de desconocer, en su interior, el despotisme asiatique, y de estar repartido en muchos estados, sin grandes imperios como los de Asia. La mayoría de los asiáticos, para Montesquieu, no tiene idea siquiera de lo que es una República, y «l’imagination nc les a pas servís jusque á leur faire comprendre qu’il puisse y en (de gouvernement] avoir sur la Terre d’autre que le despotique» 1234 . También para Giambattista Vico, sólo en Europa «hay gran número de repúblicas populares que no se observan en absoluto en las otras tres [partes del mundo]». Todavía en el siglo xix, Guizot, en sus célebres lecciones de la Sorbona acerca de la Histoire de la civilisa!ion en Europe, insistirá en que esa multiplicidad de regímenes y principios políticos distintos es una característica típica de la civilización europea. Está claro que aquí afloran también los recuerdos clásicos de la Grecia de las guerras contra Persia, de la Grecia de Hcrodoto y Esquilo, y, después, de Isócrates, de Eforo, de Teopompo y de Aristóteles, cuando la «libertad helénica» y la «tiranía» asiática se contrapusieron netamente. ¡Pero no se trata sólo de una reminiscencia literarial No, sino que hay una conciencia muy clara de la diferencia sustancial, también en la vida política, entre Europa y las demás partes del mundo, sobre todo de Asia y Africa; diferencia que se manifiesta, asimismo, en la vida cultural, con una Europa que se ha convertido, para Voltaire, en una «República literaria», una «sociedad de los espíritus» inhallable en otro lugar; diferencia en la vida económica, en la que Europa tiene, siempre para Montesquieu, «une loi fundaméntale» (monopolio del comercio con las colonias) \ y cuyos estados viven de la «circulation des richesscs ct (...) progression de reyenus» \ mientras que los estados despóticos desconocen los intercambios comercia­ les y financieros con el exterior *, contraponiéndose a la actividad febril de 1 Permítaseme remitir, para este problema general, a mi estudio «L'idca di Europa», en Rassegu efltaBa, II (1947), núm. 4, pp. 5-17 7 núm. j . pp. 25-57, donde también he desarrollado las consideraciones acerca de Maquiavelo que aquí vucivo a registrar. 2 C .-L . de S ecóndat , barón of. Montesquieu, L etiris persones, 157. (« 1.a imaginación no Ies ha dado como para hacerles comprender que pueda existir en la tierra otro |gobiemo| que no sea el despótico.» Por otra parte, existen muchas traducciones castellanas de las Carlas persas de Montesquieu.) 3 M ontesquieu, Di tesprit des tais, XXI, 21. 4 M ontesquieu , Delires persaius, toó; cf. De ftsp rii des b is, X X II, 4. 3 Montesquieu , De tesprit des b is, XXII, 14.

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los europeos la «nonchalance asiatique» y la «lácheté (...) parcsse (...) mollesse des nations d’ Asie» *; diferencia en las costumbres y el modo de vida, entre «l’csprit de société, la politesse, la civilité» típicos de Europa, y dentro de Europa, sobre todo de Francia, con ese «certain génie» de que habla Fontencllc en los Hntretiens sur la pluraliti des mondes, que tanto aparece en las ciencias cuanto en las «choses d’agrément». Esta diferencia entre «despotisme asiatique» y — al menos relativa— libertad europea, se expresa, pues, por una parte, en el gran número de estados europeos, lo que hace necesaria la política de «equilibrio» (y recuérdese, a este respecto, el elogio del «pequeño Estado», tan caracterís­ tico de gran parte de la literatura dieciochesca y, luego, también de principios del siglo x ix )7; por otra, en el hecho de que incluso en las monarquías absolutas el poder del monarca no es nunca ilimitado, sin cortapisas ni reglas. Ambos hechos tienen estrecha correlación: «un grand empire suppose une autorité despotique dans celui qui gouveme (...); la propriété naturelle des petits états est d’étre gouvemés en république, celle des mediocres d’étre soumis á un monarque» *. Ahora bien, el gobierno monárquico, donde uno solo gobierna «par des lois fundamentales», es caracterizado por Montesquieu por la existencia de «pouvoirs intermédiaires», «subordonnés et dependants», toda vez que «ccs lois fundamentales supposent néccssaircmcnt des canaux moyens par oú coulc la puissance: car s’ il n'y a dans 1‘état que la volonté momentanéc et capricieuse d’un seul, lien nc peut étre fíxc; et par conscqucnt aucune loi fundaméntale» *. «Le pouvoir intermédiaire subordonné le plus naturel est celui de la noblcsse» **, hasta el punto de que la máxima fundamental de la monarquía es: «Point de monarque, point de noblcsse; point de noblesse, point de monarque. Mais o o a u n despote» ***. Además de estos «rangs intermediaires» se precisa, en una monarquía, «un depot de lois», del que también carecen los estados despóticos.

Estos esquemas característicos del Estado europeo, de la política europea, en comparación con los de Asia y Africa, se encuentran ya en

* M í, X U i, i j ; X IV , 4; CauédiraSm u tur k ¡ tenses í t le¿tan d ea des Remetes et de k er deeedeete. Pero cf. en cambio Lettets perseees, 14 y 106. 1 Cf. W. K a e g i . «Der Klcinstaat im curupáischcn Dcnken», en Histerisebe Meditetieeee, Zuricfa. 194a. I.PP- *49 1 **• ■ MowmQVtEU, De ta p é is ski lees, V III, 19 y 10. («Un gran imperio supone una autoridad despótica en quien gobierna (._); la propiedad natural de los pequeños estados es de gobernarse en forma de República, la de los mediocres, estar sometidos a un monarca.» N . del T.) * «Esas leyes fundamentales suponen necesariamente unos canales intermedios por los cuales fluya el poder; porque ai no existe en el Estado más que la autoridad repentina y caprichosa de uno solo, nada puede ser fijo y, por consiguiente, no hay ninguna ley fundamental». (N . del T.) • * «E l más natural de los poderes subordinados intermediarios es el de la nobleza.» (N . del T.) • * * «N o hay monarca, no hay nobleza; no hay nobleza, no hay monarca, sino que se cieñe un déspota a (N . del T .)

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ESCRITOS SOBRE MAQUIAVELO

Maquiavelo. La suya es la primera formulación clara, en los umbrales de la Edad Moderna, de la idea de Europa como de una comunidad de caracteres muy precisos y netos, y puramente laicos, no religiosos. La común fe cristiana ya no le dice nada al secretario florentino; la res publica ebrisiiana no aparece en su pensamiento. En cambio, surgen muy claramente las connotaciones «políticas» de Europa, que serán recuperadas y desarrolladas en el siglo xvm y, antes que nadie, por Montesquieu. Abramos el capitulo IV de E l principe, y en el encontraremos fijados dos tipos de Estado; «los principados de los que se tiene memoria se encuentran gobernados de dos modos distintos: o por un príncipe, y todos los demás siervos, los cuales, como ministros por gracia y concesión suya, ayudan a gobernar ese reino; o por un príncipe y por barones, los cuales, no por gracia del señor, sino por antigüedad de sangre ostentan ese grado»; es la «noblesse» del autor francés. Falta en Maquiavelo el elemento jurídico que Montesquieu destaca, esto es, «le dépot des lois». Pero el elemento político — el único al cual Maquiavelo dirige la mirada— es, en cambio, el mismo en ambos: límite para el poder del rey, constituido por la nobleza. Los ejemplos de «estas dos diferencias», o sea, de estos dos tipos de gobierno, son, en los tiempos de Maquiavelo, «el Turco y el rey de Francia». «Toda la monarquía de) Turco está gobernada por un señor, y los demás son sus siervos (...). Pero el rey de Francia está en medio de una multitud rancia de señores, reconocidos en ese Estado por sus súbditos y amados por ellos. Tienen sus privilegios; no puede el rey quitárselos sin peligro para él.» Pero ya en la Antigüedad existía la diferencia y, a la sazón, el tipo de principado gobernado por un príncipe «y todos los demás siervos» era el de Darío, siempre en Asia, mientras que en España, Francia y Grecia había «muchos principados» que dieron origen a «muchas rebeliones» contra los romanos. «Una consecuencia inmediata de la diferencia entre el orden a la francesa y el orden a la turca es ésta: que se «encontrará dificultad en conquistar el Estado del Turco, pero, una vez vencido, facilidad grande en mantenerlo», porque «siéndole todos esclavos y obligados, se pueden difícilmente corrom­ per (...). Por lo cual, quien asalte al Turco debe pensar en encontrarlo unido (...). Pero, vencido que fuere (...) no ha de temerse sino a la sangre del príncipe; el cual desaparecido, no queda nadie a quien haya de temerse...» En cambio, encontraréis, en algunos aspectos, mayor facilidad en ocupar el Estado de Francia, «porque con facilidad podrías entrar, ganándote a algún barón del reino»; pero «dificultad grande para mantenerlo» por el mismo hecho de la existencia de muchos barones que pueden encabezar «nuevas alteraciones». Pero Europa se caracteriza también por la multiplicidad de Estados. En el libro II de E l arte de la guerra, Maquiavelo observa que «de hombres excelentes en la guerra se han nombrado muchos en Europa, pocos en Africa y menos en Asia. Esto se debe a que estas dos últimas partes del mundo han tenido un principado o dos, y pocas repúblicas; pero Europa

APÉNDICE

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sólo ha tenido algún reino c infinitas repúblicas (...). Es natural, pues, que donde haya muchas potestades, surjan muchos hombres valientes, y donde haya pocas, pocos» *. «(...) el mundo ha sido más virtuoso donde han existido varios estados que hayan favorecido la virtud, o por necesidad o por otra humana pasión»; por eso es mucho más virtuosa Europa, «llena de repúblicas y de principa­ dos», al paso que en Asia «surgieron (...) pocos hombres, porque aquella provincia estaba toda bajo un reino». E s verdad que, hoy, respecto de la Antigüedad, Europa cuenta con menos estados: Francia y España están ambas bajo un único rey, y sólo en Alemania subsisten bastantes principados y repúblicas (y por ello hay en ella «muchas virtudes»). Pero, en todo caso, Europa está siempre dividida en más partes que Asia, y el único momento de la historia en el cual, existiendo un solo dominio que había «extinguido todas las repúblicas y principados de Europa y Africa y de la mayor pane de Asia», los hombres «virtuosos» empezaron a escasear en Europa como en Asia, fue durante el Imperio romano. Si la «antigua vinud» no renació tampoco después de desmembrarse el Imperio romano, se debió esencial­ mente a dos causas: una, «porque hay que penar un poco para recuperar el orden cuando se ha depravado», y la otra, porque la religión cristiana ha vuelto más tibias las costumbres y ha debilitado las vinudes guerreras. Asi que ya en Maquiavelo encontramos la idea de una Europa bien caracterizada politicamente; trátase, desde luego, de la Europa central y occidental, que tiene por limites extremos i Hungría y Polonia, según el cuadro entonces generalizado de lo que a la sazón era Europa o, para otros, la res publica cbristiaaa *l0. Los caracteres políticos de esa Europa son los mismos que recogerán los escritores del siglo xvin y que culminarán en las afirmaciones de Voltaire acerca de Europa «commc une espece de grande république partagée en plusicurs états (...) tous ayant les mémes principes de droit public et de poiitique, inconnus dans les autres parties du monde» ■*.

{Europa. Erbe tarad Ettfgabe. Intemationaler Gelchrtcnkongress [Mainz, 19)5], Steiner, Wicsbaden, 19)6, pp. 29-52.)

* E J arte da ¡a g a rra , libro II. 10 Ditcttrtat sobra ta prim ara década da Tito U r k , 11, S. " Sikla da Loada X JV , cmp. x. («Como unx especie de gran República dividida en varios estados (...) teniendo todos los mismo» principios de derecho público y de política, desconocidos para lis demás partes del mundo.» También hay vanas traducciones castellanas de esta obra.

INDICE DE NOMBRES Acciaivoli, Roberto: 18, 173 n., 175, 177 y n., 178 n., 179 n., 182 n., 36} n., 366. Addington Symonds, John: 98 n. Adriani, Marcello di Virgilio: 204, 26), 269, 279. Agitocles, tirano de Siracusa: 157, 158. Alberto, fray: 277. Albizzi, Lúea degli: 20;, 283. Albret, Carlota de, duquesa de Valentinois: 294. Albret, Juan de: ver Juan 111 de Navarra. Alderisio, Felice: 244. Alejandro Magno, rey de Macedonia: 199. Alejandro VI, papa: 72, 90, 160, 162 n., 209, 261, 271, 273» 287, 294, 295, 301, 303, 3u . 312, 320, 323, 332. ' Alfieri, Vittorio: 143 n. Alfonso V de Aragón y I de Nápolcs (el Magnánimo): 63. Alighieri, Dante: 194, 204, 216, 263. Almazán, secretario de Femando el Ca­ tólico: 169 n. Alviano, Bartolomeo d’: 181, 211, 336. Alvisi, Eduardo: 13 n., 27 n., 41 n., 99 n., 151 n., 16; n., 184 n., 242, 231. Amabile, Luigi: 140 n. Amboise, Georges d’, cardenal de Ruán: 17, 160, 206, 283, 287, 288, 290, 291, S°4> 507, 315, 316, 318 y n., 324, 360, 37*. 403. Ambrogini, Angiolo: ver Poliziano. Amico, Gaspare: 142 n. Ana de Bretaña, reina de Francia: 294. Andclot, Francote d’: 126 n., 129 n. Antonio de Borbón, rey de Navarra: 129 n. Anzilotti, Antonio: 49 n. Aragón, Carlota de: 294. Arangio Ruiz, Vincenzo: 242. Arata, Giovanni Battista: 138 n. Arbib, Ixlio: 349 n.‘ Ardinghrlli, Piero: 173. Arese, Andrcolo: 60 n. Arias, Gino: 243. Ariosto, Ludovico: 114. Aristófanes: 229. Aristóteles: 264, 391, 410. Armcllini, Mariano: 170 n. Austria, Margarita de, duquesa de Saboya: 168, 174 n., 179 n.

Badia, Jacopo del: 171 n. Badoero, Andrea: 170 n. Baglioni, Giampaolo: 46 n., 297, j02> 3t>3. 3° 4. 346, 347. 348, 349. 37t! Bainbridge, cardenal, Cristophen 168 n. Barbarich, Eugenio: 242, 231. Barón, Hans: 42 n., 314 n. Barreré, Joseph: 134 n. Battaglia, Felice: 243, 243. Baudrillart, Henrí: 122 n., 130 n. Baumgarten, Hermann: 78 n., 168 n. Bavarin, Antonio: 170 nn., 174. Bayle, Pieire: 132. Beaumont, Antonio de: 206, 283. Bechi, Ricciardo: 272. Beltacci, Pandolfo: 130, 192. Bellarmino, cardenal Roberto: 138 n., 139 n., 140 n. Bembo, Pietro: 114, 176. Benedetti, Salvatore de: 242. Benedetto, Luigi Foscolo: 242, 243, 243, 273 y n. Benizzi, Niccoló: 203, 261. Benoist, Charles: 80 n., 134 n. Bentivoglio, Giovanni, señor de Bolonia: 346. Bergenroth, Gustav Adotph: 167 n., 168 n., 171 n., 183 n. Bibbiena, Pietro: 170 n., 183 n. Biondo, Flavio: 232. Blado, Antonio: 241, 249, 400, 404, 407. Bloch, Marc: 126 n. Block, Willibald: 244. Boccaccio, Giovanni: 204, 263. Boccalini (Bocalino), Traiano: 107 n., 239. Bodin, Jcan: 71 n., 119 y n., 121 y n., 122-125, 1*5 n., 127 y n„ 130 n., 133 n., ' 34. '35 y n., 141 y n., 238. Borbón, cardenal Cario di: :3o n. Borbón, Cario, duque de, condestable de Francia: 181 n., 235. Borgia, César, duque de Valentinois, lla­ mado «el Valentino»: 16 y n., 20, 26, 69 n., 71-73, 76 y n., 94 y n„ 97 n., 98 n., 133 y n„ 136 y n., 153, 154, 136, 137, '99. i°5, *06, 208, 209, 212, 236, 240, 257. 264, 286, 188, 292, 294, 295, *97- 3'*, 3' 3-3* 3. 3*6- 3*7, 3*8-329, 33Í- 335. 338, 349. 3?*, 373. 374. 3» '.

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407, 409.

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ESCRITOS SOBRE MAQUIAVELO

Borgia, Rodrigo: i»r Alejandro VI. Boscoli, Pietro Paolo: 215, 584, 400. Bossi, Luigi: 170 n. Botero, Ernesto: 1)7 n. Botero, Giovanni: 137-139. 140 n., 158. í)l.

Bozzola, Annibale: (4 n. Braccio da Montone: rtr Fortebracci, Andrea. Btackmann, Albert: 146 n. Braudel, Fcmand: 334 n. Brevio, Giovanni: 241. Brcwcr, John Sherren 167 n., 168 n., 170 n., 179 n., t8o n. Brosch. Moritz: 169 n. Brown. Horatio: 174 n., 179 n. Bnini. Leonardo: aja, 164. Bñchi. Albert: 167 n., 168 n., 174 n., 180 n., 181 n. Bülow, Bemhard von: 292 y n. Buonaccorsi, Biagio: 16 n.. 17, tjo, 192, 198, 264, 266 nn., 267-269, 281 n., 284, 292, j o j . Buondelmonte, Zanobi: 400. Borckhardt, Jacob: 2; n., 64 n. Burd, Laurence Arthur: 116 n., 142 n., 14 *. *45• * J i . *5*-

Bussolari, fray Giacomo: jo n. Calosso, Umbeno: 14) n. Cambi, Giovanni: 171 n., 189 n. Camillo, Marco Furio: 183. Camino, Rizzardo da, señor de Treviso: 59 "•

Campanella, fray Tommaso: 116 n., 154 n., 140 n., 259. Canestrini, Giuseppe: 18 n., 93 n., 191 n., 242, jj7 n. Capilupo, Camillo, secretario de Isabel d’Este: 181. Capponi, Gino: 232. Capponi, Neri: j8o. Capiariis, Vinorio de: Z72 n. Caneciólo, Marino: 172 n.. i 8j . Cardona, Raimundo de: 21 j, 373. Carducci, Giosue: tj n. Carli, Plinio: 41 n., 109 n.. i j i n., 152 n., 192 n., 242, 24J, 2jo. Cario Emanuelc 1, duque de Saboya: 107 n. Carlomagno, emperador, rey de Francia: 57 " •

Carlos I de Anjou, rey de Sicilia: 73. Carlos de Habsburgo, archiduque de Austria: 168 n., 179 n., aaa; ver también Carlos V.

Carlos de Valois, duque de Borgoña (el Temerario): 8j n. Carlos V, emperador (Carlos I, como rey de España, Ñapóles, Sicilia y Cerdeña): iS, 2J4. 292, 379. Ver también Carlos de Habsburgo. Orlos V il de Valois, rey de Francia: • 9 ° . 37 *-

Carlos VIII de Valois, rey de Francia: 33 n.. 83 n., 193, 281, 293, j68, 383. Carlos ÍX de Valois-Angulema, rey de Fnncia: 124 n., 123 n., ijo n. Casa, Francesco dclla: 270 y nn., 284 y n., 286, 287. j 6 j . J77, j 80. Casale, Giovanni da: 280. Casavecchia, Filippo: 147, i j i n., 132. Casclla, Mario: j6 n., 77 n., 242, 230. Cassola, Girolamo: 171. Castiglione, Baldassarre: 114. Castracani, Castruccio: 36, 101 n., 233, 409. Catalina de Médicis, reina de Francia: ijo n., 132 y n.. i j j , 236, 2j8. Cattani, Vanozza de, madre de César Borgia, el Valentino: 294. Cavalcabo, Andreasio: 60 n. Cavalcanti, Giovanni: 232. Cavalli, Ferdinando: 139 n. Cavalli. Mario: 138 n. Cecchi, Domcnico: 97 n., 212, 336, 340. César, Cayo Julio: 388. Cían. Vittorio: ■ 31 n., 169 n., 176 n., 182 n. Ciapcssoni, Piero: 30 n., 39 n. Cipolla, Cario: 39 n. Ciro el Grande, rey de Pcrsia: 199, 276. Clefi, rey de los longobardos: 73 n. Clemente Vil, papa: 18, 104, 103 n., 172 n.. 175 y n., 182 n., 231, 232, 234, 2JJ, *7o. J 94, 40J. Cognasso, Francesco: 49 n., 38 n., 39 n., 60 n.. ii2 n., 272 n. Cola di Rienzo: 214. Coligny, Gaspar de, almirante de Fran­ cia: 118, 126 n. Colonna, Fabrizio: 36 n., too n., 226,236. Colonna, cardenal Giovanni: 318 y n. Colonna, Marcantonio: 346. Comin di Trino, tipógrafo: 241. Commynes. Philippe de: 24,64 n., 83 n., I 2J. Condé, principe de: rtr Luis I de Borbón. Coppo Stefani, Marchione di: 232. Cordic, Cario: j6 n., 77 n., 231. Corno, Donato del: 102 n., 194 n., 228. Corsi. Giovanni: 172 n., 173 n., 179 n.

INDICE DE NOMBRES

Corsini, Marietta: mt Maquiavelo, Manena. Crocce, Benedetto: )i n., 71 n., 98 n.. 100 n., 107 n., 244. *45. *5 J. *56, 259. Corcio, Cario: 24$. Chabod, Federico: 243, 244. 28) n. Charbonnel, J. Roger: 131 n., 134 n., 142 n. Chateaubriand. Fran^ois-René de: 236. Chauviré, Roger: 119 n.. 123 n.. 132 n., 133 n. Chiesa, Albeno: 397. Christ, Johann Friedrich: 142 n. Darío I, rey de los persas: 412. Dati, Bonturo: 409. Decrue de Stoutz, Francis: 127 n., 129 n. Delbrück, Hans: 8] nn., 87 n. Denticc d’Accadia, Cecilia: 140 n. DeSjardins, Abel: 167 n., 173 n., 173 n., 177 n., 183 n. Dieraver, Johannes: 167 n. Diógenes Laercio: 409. Dubreton, Jean: 47 n. Duca, Guido del: 24. Duplessis-Momay, Philippc: 128, 129 n. Dupré-Thcscidcr, Eugenio: 279 n., 403. Dyer, Louis: 82 n. Efoio: 410. Elkan, Abert: 127 n., 129 n., 142 n., 143 n-, 243. Emanudc Filiberto, duque de Saboya: 27. Emcry. Luigi: 292 n. Enrique III de Valois-Anguloma, rey de Francia y de Polonia: 122. 124 n., 130 n.

Enrique IV de Borbón, rey de Francia y de Navarra (primo de Enrique III de Navarra): 130 n., 136 y n. Enrique VIII de Inglaterra: 163,167-169, 172 y n., 174 y n., 179 n., 183. Ercolc, Francesco: 48 n., 30 n., 31 n., 39 n., 71 n., 73 n., 91 n., 108 n., 110 n., 244, 234. *56, 259. Esquilo: 410. Este, Alfonso d*. duque de Ferrara, Módena y Regio: 171, 339. Este, Isabel d’t marquesa de Mantua: 17 1.18 1. Fanfani, Pietro: 242, 249. Fatini, Giuseppe: 242. Federico I de Suabia, emperador (Barbarro¡a): 36.

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Federico 11 de Suabia, emperador y rey de Sicilia: 133 n., 136 n., 142 n., 237. Federico II ¿t Hohénzollcm, rey de Pruaia: 240. Federico III de Angón, rey de Ñipóles: 294. Fermo, CHivetono da: 199, 302, 304. 322. Fernández de Córdoba, Gonzalo (el Gran Capitán): 18, 320, 334. Fernando I, emperador: ver Habsburgo. Femando de Femando I de Aragón, rey de Ñipóles: 72, 184. Femando V de Aragón, rey de Angón, de Ñipóles y de Sicilia (el Católico): 20, 22, 26, 29, 35 n., 44 n., 167, 168 y n., 269 n., 171 n., 172 y nn., 174 **•. 176, 179-181, 183 n., 184, 183 y n., 18 7 ,19 '. >93 y n., 213, 217, 279, 288, 31'. 33*. 339. 373. 3* 5. 4° 9Ferrabino, Aldo: 71 n. Fcrrajoli, Alessandro: 168 n., 170 n. Ferrari, Giuseppe:. 19 n., 74 n., 93 n., 98 n., 136 n., 244, 243. Ferréro, Guglielmo: 397. Ferrero, Leo: 397. Ferreti, Ferreto de: 39 n.. 62 n. Fcster, Richard: 42 n., 48 n., 68 n., 71 n., 74 n., 88 n., 89 n., 90 n., 93 n., 244. Fichte, Johann Gottlicb: 143 n., 240,232. Ficino, Marsilio: 269. Figgis, John Neville: 111 n., 127 n., 38. Fiorini, Vinorio: 242. Flamini, Francesco: 130 n„ 198 n., 199 n. Flamma, Galvano: 30 n. Flora, Francesco: 36 n., 77 n., 231. Foix, Gastón de, duque de Nemours: 373. Fortebracci, Andrea, llamado Braccio de Montonc: 34 n., 83 n. Foscari, Marco: 170 n. Foscolo, Ugo: 134 n., 143 *4°. Foumol, E.; 124 n. Francia, Renau de, duquesa de Ferrara: >73 >76. >79Franceses, Piero della: 71. Francisco I de Valois-Angulema, rey de Francia: 42 n., 44 n., 87 n., 110 ,18 1 n. Frundsberg, Georg von: 23). Fueter, Eduard: 72 n., 83 n., 167 n., 244. Gaddi, Luigi: 32 n. Gagliardi, Emst: 167 n., 169 n., 172 nn., 180 nn. Gambarin, Giovanni: 230. Gcbhart, Emite: 88 n. Gcntile, Giovanni: 109 n., 244*

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ESCRITOS SOBRE MAQUIAVELO

Gcntillet, Innocent: tzt n., 123 n., 128 n., 129 n., 134 n.. 141 n., 236. Gerber, Adolph: 161 n., 163 n., 197, 198, 242. Gherardi, Alessandro: 169 n. Ghcri, Goro: 172 n., 175, 182 n. Giacomini Tebaldocci, Antonio: 336, 337, J Í 7Giannotti, Donato: 21. Gilbert, Alian H.: 231 y n. Gilbcrt, Félix: 42 n. Giodra, Cario: 136 n., 191 n. Giolito de Ferrari, familia de tipógrafos: 241. Giorgetti, A.: 173 n., 177 n., 183 n. Giotto di B o n d o n i: 220. Giovio, Paolo: 83 n., 133 n. Girolami, Giovanni: 361 y n. Girolami, Raffacllo: 292, 379, 380. Gismondo: 103 n. Giulini, Gino: 56 n. Giunta. Bernardo: 241,249,400,404,407. Giunta, Filippo: 241, 263. Gmelin, Hermann: 290 n. Goethe, Johann Wolfgang: 143 n. Gonzaga, familia: 62 n. Graco, Cayo Sempronio: 87 n. Greco, Tiberio Sempronio; 87 n. Gressis, París de: 176 n., 184 n. Gregorius, Fcrdinand: 98 n, Grimaldi, Natale, 33 nn. Gualterotti, Francesco: 284. Guasti, Cesare: 173 n.-i8o n., 182 n. Guerri, Domenico: 242. Guerrieri Grocetti, Gamillo: 242. Guicciardini, Francesco: 18 y n., 19 y n„ 22 y n., 23, 25. 31 y n., 33 n., 35 n.. 62 n., 63 n., 64. 63 y n., 69, 70, 83 n., 83 n., 91,94 n., 97 n., 101-103, 106 n., 114, 136 n., 167 nn., 169 n., 170 0.-173 n., «77 n.-i8o n., 183-186, 191 y n., 212. 219, 233-233, 250, 270-272, 277. *79- *96. 3°3 Y **•. J°8 "., 309 n.. 314, 3*9. 340. 34*. 34». 344. 349.33°**.. 394Guicciardini, Luigi: 337 n.

Guidi, Tomasso: vtr Masaccio. Guinigi, Paolo: 10 1 n. Guizot, Franjoise-Pierre-Guillaume: 410.

Habsburgo, Fernando de, archiduque de Austria: 173 n., 176, 179. Hanotaux, Gabricl-Albert-Auguste: 86 n., 118 n., 132 n. Mauscr, Henri: 128 n.

Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: 114 n., 143 *»•. *4°. 232, 259. Herodoto: 410. Heycr, Karl: 111 n., 113 n. Hergcnrocther, Joseph Adam Gustav: 169 n. Hexier, J. H.: 42 n. Hicrón de Siracusa: 133, 134 n. Hobohn, Martin: 84 n.-87 n., 93 n., 97 nn., 244, 341 y n. Hotman, Franjáis: 124 n., 127 n.. 128 n., 130 n. Houvinen, Lauri: 232 n., 290 n. Imbart de la Tour, Fierre: 86 n., 129 n. Imbert de Villeneuve, embajador de Luis XII: 169 n. Inocencio VIH, papa (Giovanni Bañista Cybo): 294. Isócrates: 410. Jacopo IV d’Appiano, señor de Piombino: 203, 279, 281, 293. Jacquct, A,: 97 n. Jcanmairc, Emile: 72 n. Joppi, Vinccnzo: 171 n. José II de Habsburgo-Lorena, empera­ dor: 236. Jourdain, Charles-Marie-Gabriel: 1 to n. Juan III de Navarra: 294. Julio 11, papa: 20, 22,46 n., 164 n., 168, •93. ** 3. 3***3*°. 334. 34^-349. 33*. 33*. 339*36*. 363. 366, 373. 386. Kaegi, Wemcr: 232, 411 n. Kascr, Kurt: 169 n. Kemmerich, Max: 110 n. Kretschmayr, Hcinrich: 168 n. la Boétie, F.tienne de: 1 34 n. I-a Noue, Franfois de: 123 n., 132 n., 141 n. La Rochefoucauld. Franfois de Marillac. duque de: 19 n. La Sene, Jean Pugct de: 122 n. La Sizeranne, Robcrt de: 71 n. I-a Trémoillc, Luis de: 167, 172 n. 1-adislao d’ Angió-Durazzo, rey de Ñapó­ les: 26, 66, 74 n. Laudino, Cristoforo: 204, 263. Lando, Piero: t8a n. Landucci, 1-uca; 171 n.. 183 n., 184.

INDICE DE NOMBRES

I^nson, Gustavc: 131 n. I-anz Cari: 171 n. Lasca, Antón Francesco Grazziani, llama­ do: ZJI. Lascará, janus: 41 n. lAttes, Alcssandro, 52 n., 34 nn. IJt Glay, Andié: 179 n. L’Hospital, Michel de. 118, 123 n. Leclerq, ilenri, 169 n. Ixnicnt, Charles: 141 n. Lenzi, Lorenzo: 284 y n. Iaóo X, papa: 27, 44 n., 47 n., 77, 99, «03, 169, 170, 176, 177, 178, 180 y n., 198, 217, 231, 270, 297, 406. Leonardo da Vinci: 220. Leonini. Angelo, obispo de Tivoli: 314. Leonini, Cantillo, obispo de Tivoli: 361 y n. Lesea, Giuscppe: 242, 231. Leva, Giuscppe de: 90 n. Levi, Giulio Augusto: 244. Lívi-Malvano, F..: 133 n. Licurgo: 91 n. Lippomano, Marco: 170 n., 181 0.-182 n. Lisio, Giuseppe: 43 n., 44 n., 13 1 nn., i6zn.-t64 n., 197,198,1990., 249,409. Livio, Tito: 22, 24, 42 n., 43, 46, 48 n., 97, 204, 207, 2t7, 222. 263, 324, 368, 397. 483. * ' 5. *16, 2*2, 227. *31, 235, 296, 299, 328, 373, 384, 400, 406. Médicis, cardenal Giovanni de: ver León X , papa. Médicis, Giuliano de: 47 n., 74 n., 152 y n., 156, 168, 172 n., 175 n., 176, 177, 180 n., 182 n., 197, 198 n., 2:7, *22, 296, 406.

420

ESCRITOS SOBRE MAQUIAVELO

Médicis, cardenal Giulio de: ver Clemen­ te VII, papa. Médicis, Lorenzo de, duque de Urbino: 27. 5S. 42 n.t 4) n., 47 n., 66, 99 y n., •02 n., 17X n., 171 m-173 nn., 174 y n., 175 n., 176 n., 178 n., 180 n., 181 n., 185 y n., 190, 197, 198 n., z 17, zzz, 282, 56), 406. Médicis, Lorenzo de, llamado el Magni­ fico: zz n., 204, 263, 265, 314. Médicis, Piero de: 99 n., 287, 296, 297. Médicis, Raffaello de: 173 n., 174 y n., '79 n. Medin, Antonio: 76 n. Meinecke, Friedrich: 45 n., 47 n.-48 n., 69 n., 71 nn., 89 n., 91 n., 108 n., tío n.-m n., 116 n., 119 n., 121 n., 126 n., 130 n., 131 n., 139 n., 143 n., • 47*149. »JJ. 160. •él. «9*. 244. 245, 2}2, 255, 260. Milanesi, Gaetano: 242, 249, 270 n. Minerbetti, Piero: 232. Mohl, Roben von: 245. Moisés: 71 n., 143 n., 199, 276, 288. Momigliano, Attilio: 243. Monnier, Philippe: 62 n. Montaigne, Michel F.yquem de: 19 n., 84 n., 131 n. Montefeltro, Federico da, duque de Ur­ bino: 71. Montefeltro, Guidobaldo da, duque de Urbino: 159 n., 298, 302. Montepulciano, fray Francesco da: 171 n., 187, 194 n., 274. Montesecco, Giovanni Battista: 232. Montesquieu, Charles-Louis de Secondat, barón de: 94 n., 133 n., 391, 410-412. Morandi, Cario: 245. Moro, Giovanni: 242. Moro, Tomás: 98 n. Morone, Girolamo: 171 y n., 172 n., 179 n., 180 y n., 182, 186 n. Morvilliers, Jean de: 132 n., 236. Mosca, Gaetano: 244. Muggia, Giuliano da: 274. Muralt, Leonhard von: 252. Mussolini, Benito: 244. Mutti, Giammaria: 140 n. Napoleón 1, emperador: 236. Nardi, Jacopo: 21 n., 76 n., 349 y n. Negri, Luigi: 134 n. Nelli, Bartolomés: 203, 261. Nelli, Francesco: 257 n. Nerli, Filippo de': 267.

Nitti, Francesco: 76 n., 168 n., 169 n., 176 n., 243, 262 nn., 317, 321, 361 n. Norsa Achillc: 253. Nourrisson, Jean-Félix: 75 n. Numa Pompilio, rey de Roma: 46 n. Oleggio, Giovanni da, señor de Bolonia: 50 n. Olgiati, Francesco: 140 n. Olschki, Cesare: 262 y n. Ordelaffi, Antonio: 312. Oriani, Alfredo: 98 n., 244. Orsini, Alfonsina: 172 n., 182 n. Orsini, cardenal Battista: 302. Orsini, familia: 153, 302, 303, 304, 306, 309. Orsini, Francesco, duque de Gravina: 302. Orsini, Franciotto: 302. Orsini. Giulio: 300. Orsini, Paolo: 300, 302. Osimo, Vittorio: 151 n., 242. Otetea, André: 191 n. Ovidio Nasón, Publio: 216. Oxilia, Adolfo: 242. Palmarocchi, Roberto: 296 n. Palmieri, Matteo: 62 n. Pandolfini, Agnolo: 173, 177, 178 y n., 179 n.-i8i nn., 183 y n. Panella, Antonio: 36 n., 77 n., 244, 243, 250, 251. Panigada, Costantino: 308 n. Parini, Giuseppe: 142 n. Paruta, Paolo: 83 n., 112, n. Pasqualigo, Lorenzo: 171 n., 174, 179 n., 182 n. Passerini, Luigi: 242, 249, 270 n. Passy, Louis: 103 n., 195 n. Pastor, Ludwig von: 47 n., 78 n., t68 n., 169 nn., 176 n., 181 n., 184 n., 312 n., 318 n., 348 n. Paullo Ambrogio da: 167 n., 170 n„ 187 n., t8o n., 182 n. Pazzi, familia: 261. Pélissier, León-Gabriel: 53 n., 54 n., 61 n. Pepi, Francesco: 346 n. Pepoli, Taddeo: 59 n. Pescia, Baldassare da: 174 n., 176 n., 183 n. Petrarca. Francesco: 204, 212, 216, 235, *63. 5jé. 408. Petrucd, Pandolfo, señor de Siena: 211, 302. 304. 311.

INDICE DE NOMBRES

Picotti, Giovanni Bañista: jo n. Píen, Piero: 244, 260, 541, 54a. Pió, Alberto, señor de Carpí: 182-183. Pió III, papa (Francesco Todeschini Piccolomini): 209, 311. Pitti, J acopo: 171 n. Plauto, Tito Macio: 231. Plutarco de Queronca: 264, 26j, 574. Polibio de Megalópolis: 42 n., 1 34. Poliziano, el, Angiolo Ambrogini, llama­ do: 204, 26). Pollock, Frederick: 121 n. Pontano, Giovanni: 100 n. Ponzo, fray: 277. Possevino, Antonio: 1340., 159n.-i4i n. Prato, Giovanni Andrea: 164 n., 170 n. Prezzolini, Giuseppe: 399. Querini, Girolamo: 176. Quevedo, Francisco de: 107 n. Rankc, Leopold von: 118 n., 123 n., 128 n., 129 n. Rcginone da Prüm: j j n. Reimmann, Jacob Friedrich: 134 n. Renaudet, Agustín: aja, 260, 332 n. Renaudot, Théophraste: 142 n. Reumont, Alfred von: 403. Rezasco, Giulio: 188. Riario, cardenal Raffaello: 318 n. Ricci, Giovanni: 233, 266. Richelieu, cardenal Armand-Jean du Piessis: 142 n. Ridolfi, Giovanni Battista: 203, 283. Ridolfl, Roberto: at n., 24 n., 77 n. Riner, Gerhard: 260. Ritter, Moritz: 82 n., 244. Rivadeneyra, padre Pedro de: 137-139.

140 n., 141 n. Rocquain, Félix: 126 n. Rodolico, Niccoló: 39 n. Romano, Ezzelino da: 37 n., 237. Romano, Giacinto: 30 n., 53 n., 34 n., 60 n. Romier, Luden: 129 nn. Rómulo, rey de Roma: 46 n., 71 n., 104 n., 199, 276. Roscoe, William: 170 n., 174 n., 183 n. Rossi da Parma, Vertrando: 60 n. Rossi, Ermete: 163. Rota, Ettore: 142 n. Ron, Edouard: 169 n.

Rousseau, Jcan-Jacques: 138 n., 391. Rovere, Giuliano delta: ver Julio II, papa. Rúa, Giuseppe: 107 n. Rubertct, Óorimond: 361, 364.

421

Rucellai, Bernardo: 22 n., 100 n., 400. Rucellai, Cosimo: too n., 401. Rucellai, familia: 222. Ruffini, Bartolomeo: 267 n. Rusconi, Poterio: 60 n. Russo, Luigi: 242-244, 231, 239. Ruta, Enrico: 113 n. Saboya, Filiberta de: 182 n. Saitu, Giuseppe: 139 n. Salustio, Crispo Cayo: 397. Salutati, Coluccio: 76 n., 314. Salviati, A lamanno: 210, 333. Salviati, Jacopo: 303 n. Salviati, Rodolfo: 173 n. Salzer, Emst: 38 n. San Agustín: 397. San Francisco de Asis: 223. San Luis: ver Luis IX, rey de Francia. Sanctis, Francesco de: 18 n., 103 n., 114 n., 244. 2j 3, 399. Santo Domingo de Guzmin: 223. Santo Tomás de Aquino: 139 n., 264,391. Sañudo, Marino: 168 o., 170 nn., 173 n.-i7j n., 179 nn.-i8a nn., 183 n. Satpi, Piolo: 230, 232. Sasso, Gennaro: 237, 301 y n. Savonarola, Gerolamo: 13, 16, 28 y n., 80, 90 y n„ 90 n.. 91, 204, 267,

271-177, )))•

Scaduto, Francesco: 139 n. Scioppio, Gaspare: 140 n., 142 n., 239. Scherillo, Michele: 233, 398. Schiner, cardenal Matbias: 167 n., 180 n., 119Schmidt, Alfred: 1 11 n., 113 n. Schnitzer, Joseph: 90 n. Schupfer, Francesco: 33 n., 62 n. Sée, Henri: 61 n. Segre, Arturo: 60 n. Serta, Renato: 98 n. Sestan, Ernesto: 131 n. Seyssel, Claude de: 97 n., 127 n. Sforza, cardenal Ascanio María: 318 y n. Sforza, familia: 62 n., 171. Sforza, Francesco, duque de Milán: 26. 29. 44 n., 61 n., 72, 8j n., 139 n., 163, «99>407, 4°?Sforza, Ludovico, duque de Milán, lla­ mado el Moro: 44 n., 64 n., 279. Sforza, Massimiliano, duque de Milán: 44 n.-4j n., 99, 163,167 n., 171 n., 172 n., 174 n., 179 n., 180 n. Sforza, Ottaviano: 280. Sforza, Riario, Caterina: 203, 209, 280, 283, 286, 293.

422

ESCRITOS SOBRE MAQUIAVELO

Sighinolfi, Lino: jo n. Silva, Pietro: J9 n. Simconi, I.uigi: j j n. Simonetta, Giovanni: aja. Soderini, cardenal Francesco, obispo de Volterra: aoj, a97, 3*5. 316, ja3, ja6, 3*8. 3*9Soderini, Pier: aa, 8o y n., ao8, a ij, 198-5°!, 304, )a9, jjo , 344, 34J n., 3J°» 356» 3Í 9» í 60’ i 6l. 373» 3*4Solmi, Artigo: 109 n. Soranzo, Giovanni: 63 n. Spinozza, Bcnedeto: 14a n., 145 n. Sponzano, Raffaclc: 271 n. Spont, Alfrcd Charles: 85 n., 87 nn. Strozzi, Lorenzo: 231.

Strowsky de Robkowa, Joscph-Fortunat: i j i n. Suárez, padre Francisco; 140 n. Tácito, Publio Comelio: a39, 353 y n., 397Tangorra, Vincenzo: 88 n. Tarugi, Francesco: ai n., a jj. Teodorico, rey de los ostrogodos: 73, 101, a jj, a56. Teop om p o : 4 10 . Terencio Afro, Publio; 129. T e s e o : 1 9 9 , 2 7 6 , 28 8 . T h é v e n e t, Je a n : 245.

Thierry, Augustin: 1 17 n. Tibulo, Albio: a 16. Tocco, Vittorio di: 107 n. Toffanin, Giuseppe: 81 n., 138 n., 140 n. Tommasini, Oreste: ai n., aa n., 24 n., 27 n., 41 nn.-4a n., 44 n., 47 n., 77 n., 89 n., 90 n., 97 n., 99 n., 116 n., 141 n.-i4} n., 147 n., i j i nn., 136 n., 163 yn., 17a n., 184 n., 183 n., 193 n., 197, 198 y n., 245-245, a jj, 262 n., 283 n., 287 n., ja i n., 349 n., jja n., j j j n., 360 n., 361 n., 367 n., 369 y n., 399. Toniolo, Giuseppe: 24J. Torelli, Pietro: 50 n., j i n. Tomari, Giorgio:i37 n. Tosinghi, Pier Francesco: 267 y n., 281. Treitschke, Heinrich von: 113 n. Treves, Pietro: 24J. Tirvulzio, Giagiacomo: 54 n., 181. Tuto Hostilio, rey de Roma: 401. Ulmann, Heinrich: 167 0.-169 n., 171 n., 183 n. Valbusa, Diego: 23 n.

Valentín!, Roberto: 3; n.

Valentino, el: rrr Borgia, César. Valeri, Niño: 314 n. Valois, familia: 128, 134. Valois, Juana de: 294. Valori, Nicoló: 16 n., 292 n., 306 n. Varano, Giovan María da, señor de Ca­ merino: 30a. Varchi, Bcncdetto: 21 y n., aa n., 74 n., toa n. Verci, Giovanni Bañista: 57 n. Vespucci, Agostino: 271, 284. Vcttori, Francesco: 18 n., aa, 42 n., 44 n.-4j n., 46, 47 n., 77 n., 81 n., ioj y n., 104,147, 149, 1 jo, 1 ja y n., 163 n-, 163,173,174 y n., 184. i 8 j , 186 y nn., 192-194. 195 n., 197, aoo, 214, 216, 217, aaa, 229, 233, 262 nn., 264, 266 y n-, 269-271. 274 n., 289 nh., j$o, j j i , 338. 339 3*4. 3* 1» 3*6. 3*9. 406. Vico, Giambattista: 240, 239, 410. Villani,Giovanni: 232. Villari, Pasqualc: 21 n., 22 n., 24 n., 41 nn., 44 n., 47 n., 48 n., 77 n-» *3 n., 89 n., 90 n., 97 n., 98 n., 130 n., 186 n., 195 n., 198 n., 243, *í 3. *62 n., 321 n., 541 n.. j 60 n.. J98. Villey-Dcsmcserets, Pierre-Louis-Joseph: 131 n. Visconti, Azzonc: 30 n. Visconti, Bernabó: 33 n. Visconti, familia: 30 n., 31, 63,63, 81 n.,

3*3

Visconti, Filippo María, duque de Milán: 3 n., j j n. Visconti, Gian Galcazzo, duque de Mi­ lán: 26, 38, 60 n., 65. 66, 74 n. Visconti, Luchino: 49 n. Visconti, Matteo: 39 n. Vitelli, familia: 133. Vitelli, Niccoló, señor de Citti di Castello: 139 n. Vitelli, Paolo: 281. 297, 322. Vitelli, Vitellozzo: 203, 208, 281, 296, *97. joo, 302-306. 308, 322, 326. Voltaire, Fnui$ois-Marie Árouct, llamafio: 156 n., 410, 413. Waille, Víctor 131 n. Walkcr, Leslic J.: 231. Weill, Georgc-Jacqucs: 118 nn., 122 n., 123 n., 127 n., 128 n., 150 n. Wolff, Max von: 169 n. Zabughin, Vladimiro: 62 n., 69 n., 97 n. Zobi, Antonio: 156 n., 172 n., 182 n. Zuccolo, Ludovico: 239.

INDICE GENERAL Nota de la edición italiana de 1964 ............................................ Introducción a E l principe (19 2 4 )................................................... Acerca de E l prin cipe, de Nicolás Maquiavelo ( 1 9 2 ; ) .................. I . La génesis de E l principe................................................. II. La «experiencia de las cosas» que ofrecía la historia de Ita lia .....................................................................................

7 15 39 41 49

la» señores y los estados regionales, 49; la escisión interna, 12; la falta de unidad moral, j j; el debilitamiento de la conciencia politica y la figura del dominador, 38.

III.

E l principe............................................................................

65

Qué es E! principe, 65; la esperanza de Maquiavelo, 72.

IV .

El carácter y los límites del pensamiento de Maquiavelo .......................................................................

79

Maquiavelo, ante su tiempo, 79; los errores de la valoración histórica de Maquiavelo, 8); Maquiavelo y la religión, 89; el señor nuevo y la nueva ilusión de Maquiavelo, 91.

V.

Post res perditas....................................................................

99

kl desengaño de Maquiavelo; el principe se conviene en puro criterio de interpretación histórica, 99; el diálogo con Francesco Guicciardini, toi.

V I. V IL

Lo que queda de E l prin cipe............................................ E l principe y el antimaquiavelismo.................................

10 7

116

La reacción, 1 16; Bodin,' 119; los hugonotes, 127; el antimaquiave­ lismo francés, 130; el antimaquiavelismo de los escritores de la Contrarreforma, 1 j6.

Sobre la composición de E l principe de Nicolás Maquiavelo (1927) Nicolás Maquiavelo (19 34 ).................................................................

*45 201

De II Principe a Delíarle delta guerra, 216; el Maquiavelo de las Latiere familiar, y La mandragota, 228; las Istorie porentine, 231; los últimos acontecimientos, 234; el destino de Maquiavelo. Maquiave­ lismo y antimaquiavelismo, 236; obras, 241; bibliografía, 243-

E l secretario florentino { 1953) .......................................................... I. Introducción a las obras de Maquiavelo ...................... II. 1.a juventud, el despacho y los compañeros. Las primeras experiencias. Savonarola ................................ 423

*47 z49 261

424

INDICE GENERAL

III.

Los primeros encargos diplomáticos. E l discurso dirigido al magistrado de los Diez acerca de los asuntos de Pisa. La primera legación en Francia . . . . 279 IV . Maquiavelo y César Borgia. La primera legación a Roma. Descri^ione del modo tanuto dal duca Valentino neiram margare Vitello^go Vitelli, Oltverotto da Fermo, il signar Pagolo e il duca di Gravina Orsini. Del modo ditrattare i popoli della Valdicbiana ribellati.................... 294 V. Las Parole da dirle sopra la provisione del danaio. El Decermale primo. La Ordenanza florentina.................... 328 VI. La legación ante el papa Julio II (1306). La legación ante el emperador Maximiliano (1308). E l Rapporto y el R itratto delie tose della Magna. E l Decennale serondo. La tercera legación en Francia y el R itratto di cose di Francia. La calda de la República florentina en 1 31 2 y el fin de la actividad pública de M aquiavelo.............. $46 Método y estilo de Maquiavelo (195 5 ) ............................................... J 7 J Apéndice ( 1 9 2 3 -1 9 53 )....................................................................... 395 índice de nom bres............................................................................

E ite libro «e terminó de imprimir el día 18 de enero de 1984 en lo» tállete» de Offaet Marvi, Leiria núm. 72, 09440 México, D .F. Se tiraron 3 000 ejemplar?».

415

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