LeyendasTomo II

July 24, 2018 | Author: emmanuel_luna_85 | Category: Mexico, Nature
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Leyendas Mexicanas

Área de Fomento a la Lectura

P RE S ENT A C IÓN

La Antología de Leyendas de la República Mexicana que se presenta a continuación fue elaborada por el personal del Área de Fomento a la Lectura como respuesta a las acciones emanadas del Programa Nacional de Lectura, con la fina lidad de apoyar las actividades que en este importante rubro realizan los responsables operativos y los animadores de lectura en todas las Escuelas Secundarias Técnicas Oficiales y Particulares Incorporadas en el Distrito Federal. Ante la carencia en los planteles de un acervo bibliográfico suficiente que responda al enfoque recreativo del Programa de Fomento a la Lectura y para divulgar costumbres y tradiciones de nuestro país, principalmente de las épocas Prehispánica y Colonial, se creyó pertinente la elaboración de este material antológico que se sumará al acervo de la Biblioteca de Aula. La antología está estructurada en tres tomos debido a que se seleccionaron seis leyendas de cada uno de los 32 Estados de la República Mexicana: tres prehispánicas y tres coloniales, en la mayoría de las entidades; sin embargo, en algunas predominó una u otra época e incluso se incluyeron leyendas de épocas más recientes por las características propias de la historia de cada estado. En la elaboración de este material de apoyo se puso especial atención a que los textos seleccionados fueran leyendas y no mitos, fábulas o anécdotas; sin embargo, en varias entidades federativas se consideraron algunos relatos, ya que a pesar de la exhaustiva revisión bibliográfica que se realizó, no se encontraron leyendas. En cada uno de los tomos de la Antología de Leyendas de la República Mexicana se presentan, además de estos textos, el escudo y la reseña monográfica de la entidad que se está trabajando, con la intención de ubicar y contextualizar a los lectores en los diferentes escenarios en los que se desarrollan los hechos narrados en las leyendas.

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Asimismo, cada tomo contiene la bibliografía utilizada para la selección de las leyendas contenidas en esta antología; la cual compartimos no únicamente con las escuelas del D.F. sino también con todas las Secundarias Técnicas del país, con el propósito de trabajar materiales que verdaderamente fomenten la lectura e incidan en la formación de lectores activos, es decir, de aquéllos que procesan, examinan e interactúan con el texto para finalmente llegar a su comprensión.

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LA LEY ENDA

Conceptualización y caracterización

En los primeros tiempos de toda civilización, surge en el hombre la necesidad de explicarse el porqué de los factores a su alrededor y de sí mismo; de ahí es el surgimiento de los dioses primigenios: el sol, la luna, la lluv ia, la noche, el rayo, la muerte y la naturaleza, entre otros. La transmisión oral – por cientos y miles de años – de lo que pensaron o creyeron los antepasados es la tradición que desemboca al mito (alegoría que tiene por base un hecho real, histórico o filosófico) y a la mitología (historia fabulosa de los dioses, semidioses y héroes de la antigüedad) y con ello, nace la leyenda. La leyenda es el relato maravilloso y fantástico de una comunidad que explica a su manera, los orígenes de la naturaleza, del hombre, de su integración como pueblo y, de manera sobrenatural, de circunstancias y hechos acaecidos. Las características principales de la leyenda son:  Es un relato popular que v iene de la tradición oral; tiempo después, algunos autores las han rescatado y han elaborado con ellas verdaderas obras de arte de la literatura popular. Las leyendas han ocupado un sitio priv ilegiado en las producciones literarias de diferentes épocas y fueron escritas tanto en prosa como en verso.  La narración está – la mayoría de las veces – en tercera persona, ya que, por lo general, es una creación colectiva que se va recreando con el transcurso del tiempo. También suelen encontrarse leyendas narradas en primera persona.

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 Nace ante la necesidad de contestarse hechos no comprensibles en su momento y para exaltar otros, las más de las veces con un exquisito lenguaje poético.  Su temática hace creer al grupo cultural que la elaboró, que es en su territorio donde nacieron los elementos a que hace referencia: dioses, semidioses, héroes, animales, plantas o acontecimientos sobrenaturales. Es por ello que, en ocasiones, comunidades pequeñas toman fragmentos de mitos a los que transforman y enriquecen de acuerdo a sus propias tradiciones.  Hace divino a lo humano; en su creación de lo sobrenatural, otorga rasgos humanos a elementos de la naturaleza.  Las leyendas históricas y sus héroes, actúan como enlace de identidad y de orgullo nacional, al ser partes integrantes de la comunidad; por ello, las figuras históricas, al paso de generaciones, se convierten en seres fantásticos.  Los personajes son seres extraordinarios y, por lo general, están enmarcados con fastuosos acontecimientos y lugares: grandes desiertos, montañas maravillosas, selvas

inaccesibles, ríos majestuosos, espacios de ensueño, cielos e infiernos, etc. Según opiniones actuales, las leyendas son tradiciones populares que circula n entre las personas en forma oral y pasan de generación en generación; por lo que, en muchas ocasiones, son la base de la historia de todas las naciones y, a veces, resulta difícil definir, en un relato, qué hay de leyenda y qué de la historia auténtica. Son pues las leyendas, narraciones que constituyen en muchos casos, la historia no escrita de los pueblos, porque además de contener una cierta dosis de verdad histórica, recogen la tradición de una gran parte de la fe de un pueblo, con todo y la idiosincrasia de su gente.

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Estado del centro, en el Sur de la Altiplanicie Mexicana, situada entre los estados de Hidalgo y Querétaro, al Norte; de Morelos y Guerrero y el Distrito Federal, al Sur; de Michoacán, al Oeste; y de Puebla y Tlaxcala, al Este. La capital es Toluca, con 66 596 habitantes (2000). La población total del estado es de 13 096 686 habitantes. El territorio es atravesado al Sur por la sierra Volcánica Transversal (Popocatépetl, 5 452 m). En la región del sur, el clima es templado y lluvioso, con vegetación de pradera en valles; en las zonas de alta montaña es frío, con nieves perpetuas por encima de los 4 200 m. En las zonas menos elevadas es subtropical, con abundancia de bosques mixtos. En los valles se concentra la mayor parte de la población. Es el estado más poblado del país. La economía es de base agrícola y ganadera, si bien se observa una creciente industrialización; es importante la explotación forestal. Los principales cultivos son de cereales, forrajes y frutales. En la industria destacan el sector textil, la siderurgia, la industria alimentaria, del automóvil, química, así como la producción de energía eléctrica, con 65 plantas hidroeléctricas y térmicas.

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EL CUAUHIXTI (árbol de los ojos) Allá en las estribaciones de la Sierra Gorda, donde la corriente del río Xichú se hace suave, existe un pueblo con raíces profundas de limpio origen prehispánico. Aquel pueblo pegado a la roca y al río, hace siglos era gobernado por un cacique llama do Chuin – Pájaro Azul – el cual estaba casado con la bella Andoeni – Flor -, hija de un famoso guerrero otomí llamado Anyeh – Lluvia -. Chuin y los habitantes de Xichú se consideraban protegidos por los dioses, ya que todo era felicidad y abundancia en el poblado. Mas un día llegó hasta ellos un sajoo – hechicero – quien al contemplar la bella juventud de Andoeni, brillándole los ojos misteriosamente, profetizó: –

¡Qué bella es la flor del valle, y qué feliz su poseedor; pero no tardará el día en que el río tragará su vida y entonces será todo lloro y aflicción en este pueblo!

Andoeni, asustada, buscó los ojos febriles del agorero, preguntándole: –

Sajoo ¿puedes decirme cuál será la causa de mi próxima muerte?



De lejos vendrá un hermoso guerrero que te embrujará con la mirada de sus ojos. Por él despreciarás el amor puro de tu esposo. Todo lo olvidarás; todo lo abandonarás por seguir tras sus ojos brujos que te causarán la muerte.

Cuando el cacique Chuin supo del agüero del sajoo montó en cólera, ordenando al instante que fuera arrojado del pueblo el viejo hechicero y abandonado en lo más intrincado del bosque, en espera de que las fieras lo despedazaran. Y las órdenes del cacique fueron cumplidas. El viejo sajoo, al quedar libre de sus verdugos, después de emitir una horrible carcajada, gritó con voz estentórea:

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El guerrero Chuin no tendrá simiente de amor, porque el río se la llevará – y volviendo a reír sarcásticamente, desapareció.

Pasó el tiempo y ya nadie se acordaba de las amenazas del sajoo, cuando de las montañas cubiertas de bosques llegó un aguerrido guerrero tenochca, seguido de gran séquito. El cacique Chuin salió a recibirlo con todos los honores que correspondía a un embajador del emperador Moctezuma Ilhuicamina. Mas cuando el señor de Xichú llegó frente al desconocido, inexplicablemente el cielo azul y transparente fue surcado por infinidad de rayos cuyos espantosos truenos produjeron pavor en los habitantes del poblado, que terriblemente sobrecogidos de terror contemplaban aquel fenómeno durante el cual, a pesar de la gran cantidad de rayos y truenos, sobre la tierra no caía ni una gota de agua. El desconocido guerrero, recibido de acuerdo a su alto cargo de Tlacatécatl o general del emperador Moctezuma Ilhuicamina – Flechador del Cielo -

llamado Coyoltótotl –

Gorrión Panalero – iba de paso, camino de Tenochtitlan, por lo que pedía hospitalidad hasta que el cansancio desapareciera de él y sus guerreros. El cacique Chuin trató a su huésped con toda clase de miramientos, por lo que la bella Andoeni se vio en la necesidad de agasajar a tan noble guerrero. Coyoltótotl era aguerrido, hermoso y delicado en su trato; pero la belleza de sus ojos color de miel, tenía algo de maléfico. Cuando miraba intensamente, había en sus ojos un sortilegio que subyugaba hasta el grado de sentir deseos de obedecer ciegamente el misterioso mandato de sus ojos. Chuin se alarmó mucho cuando un día sorprendió la palidez y el ofuscamiento de su esposa ante la enigmática mirada del guerrero mexica. Pasaron los días, y un amanecer Andoeni decidió ir a bañarse al río como lo hacía frecuentemente, ya que su esposo había ordenado se le acondicionara en un recodo de

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la ribera un refugio inviolable, allí donde la corriente era suave y tranquila y la vegetación exuberante proporcionaba un recatado albergue. Cuando la joven iba a disfrutar de su deleite matinal, le salió al paso Coyoltótotl el cual miró intensamente las pupilas serenas de Andoeni quien al instante se sintió paralizada y alucinada. Coyoltótotl avanzó lentamente hasta quedar tan cerca de la bella esposa del guerrero Chuin que podía escuchar el latido de su inquieto corazón. El guerrero mexica, sin dejar de mirarle los negros ojos, la tomó entre sus fuertes brazos sin que la joven intentara evitarlo, acabando por besar ávidamente los frescos labios de Andoeni, y después, enlazándola por la cintura, la condujo a lo más intrincado del bosque. La noche cayó sobre el pueblo, pero la esposa del cacique de Xichú no regresaba. Por largas horas Chuin estuvo inquieto, pensando en qué le habría sucedido a su esposa, la cual podría haber sido atacada por las fieras, o picada por una serpiente venenosa. Cuando era más de media noche salió en su busca seguido de varios guerreros que se dispersaron en todas direcciones, en tanto que él se dirigía a la selva lanzando voces. La noche sin luna hacía más tenebrosa la búsqueda, y Andoeni no respondía a su llamado angustioso. Cuando Chuin estaba más temeroso por la suerte de su esposa, el tecolote cantó. Chuin con el corazón destrozado tuvo un terrible presentimiento: ¿Acaso las predicciones del hechicero se habían cumplido? ¿Acaso los dioses habían decretado que por siempre perdiera el amor de su amada esposa? Toda la noche se buscó a la desaparecida, mas nadie pudo encontrar ni el menor rastro de la joven.

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Chuin desesperado la presentía muerta, ya que no contestaba a sus gritos llenos de angustia, y cuando al amanecer, vencidos por el infortunio, pensaba regresar al pueblo, el canto lúgubre del tecolote le volvió a intimidar. La vereda por la que caminaba solo, parecía alargarse. Era una senda apenas perceptible que llevaba al corazón del bosque, allí donde un dios solitario y oculto velaba por los seres habitantes de la soledad. De pronto el guerrero Chuin creyó escuchar voces suaves y delicadas por lo que se detuvo y esperó. El eco de voces proseguía, casi era un murmullo; pero él que era experto cazador, a pesar de la distancia, reconoció el timbre dulce y arrullador de su amada esposa, la cual pronunciaba palabras de amor. El cacique Chuin, enloquecido de odio, corrió hacia el claro del bosque de donde provenía el lenguaje amoroso, llegando a sorprender a la linda Andoeni y al guerrero Coyoltótotl fundidos en un apasionado abrazo. Chuin, ciego de celos, se avalanzó sobre su rival: los dos hombres entablaron un feroz combate; mas fue el afilado puñal de Chuin el que se clavó en el corazón del guerrero de los ojos brujos. Chuin teniendo sangrante y caído a sus pies a su rival, inmisericorde, le arrancó los ojos que habían embrujado a su esposa Andoeni clavándolos en el tronco del árbol más cercano. Andoeni, como si despertara de un largo sueño, al contemplar el cuerpo de Coyotótotl, el príncipe de los bellos ojos color de miel, echó a correr camino del río, y allí donde la corriente era más turbulenta y peligrosa, se precipitó a ella. ¡El augurio del viejo sajoo se había cumplido! Los años pasaron, y aquel árbol que nunca había florecido un día dio flores y fruto. Era un fruto que semejaban ojos humanos. Los sajoos que saben interpretar el lenguaje de las cosas descubrieron el secreto.

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¡Eran los ojos de Coyoltótotl que el cacique Chuin había clavado en su tronco! Ellos llegaron también a saber que los dioses, benignos y comprensivos, les volvieron a dar vida con cualidades mágicas. Aún en nuestros días los yerberos y hechiceros a ese fruto misterioso le llaman Cuauhixti, y buscan y recogen su semilla que actualmente llaman “ojo de venado”, la cual aseguran sirve para “ahuyentar el mal de ojo”.

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LA LEYENDA DE COPIL

Malinalxóchitl, hermana de Huitzilopóchtli, había jurado vengarse del abandono en que la había dejado éste, en el punto que tomó el nombre de Malinalco. Malinalxóchitl había tenido un hijo llamado Copil que ya era un gallardo mancebo; pero de un mal corazón como su madre. Ésta le refirió el agravio que le había hecho Huitzilopóchtli, y el joven juró vengarla. En vista de esa promesa, Malinalxóchitl determina al hijo a que vaya en busca de su tío y valiéndose de las malas artes y hechicerías que ella le había inculcado, incitara a las tribus para que lo destruyeran. Copil,

siguiendo

los

consejos

de

su

madre,

fue

recorriendo

los

pueblos,

predisponiéndolos contra la generación mexicana para que la destruyeran. Cuando los mexica llegaron a Capultepec, ya tenían de antemano concitado el odio, por la influencia de Copil, de los de Atzcapotzalco, Tlacopan, Coyohuacán, Xochimilco, Culhuacán y Chalco. Viendo el malvado Copil que ya su trama estaba bien trazada, subió a esperar el resultado a un cerro llamado Tepetzinco (hoy Peñón de los Baños) que quedaba a la orilla de una laguna. Huitzilopóchtli tuvo conocimiento de los perversos trabajos de su sobrino y dio aviso de ello a los mexica por conducto de los sacerdotes, ordenándoles “que antes que los cercaran, fuesen al cerro, sorprendieran a Copil, lo matasen y le arrancasen el corazón; pero para ello debían llevarle consigo los sacerdotes”. Los mexica ejecutaron exactamente cuanto su dios les dijo, y una vez presentado el corazón de Copil a Huitzilopóchtli, dispuso éste que fuese arrojado en medio de un gran tunal llamado Tlacoconiolco.

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Agrega la leyenda que de ese corazón nació el tunal que marcaría el sitio donde más tarde se edificó la ciudad de México, y que luego que fue muerto Copil brotaron en aquel lugar las fuentes de agua caliente que llamaron Acopilco, que significa el agua de Copil.

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LA LEYENDA DEL PÁJARO DE LAS CUATROCIENTAS VOCES EL CENZONTLE Xomecatzin, el Señor del Sauce, era un viejo mercader del reino de Chalco que recorría los caminos cargando preciosos abalorios, joyas de oro, piedras preciosas, pieles multicolores, además de hierbas aromáticas y curativas. Cierto día se organizó una caravana de mercaderes mexicas con destino a Tehuantepec; Xomecatzin, que por esos días se hallaba en tierras tenochcas, se unió a la expedición. Los mercaderes, que también eran valientes guerreros, iban cruzando el río de las mariposas, llamado hoy Papaloapan, embarcados en fuertes canoas, cuando escucharon un canto no identificado hasta entonces. Los comerciantes mexicas desembarcaron al oír esta dulce melodía y se adentraron en el espeso bosque del río. Cuando llegaron al lugar del que surgía el canto, los mercaderes se asombraron al descubrir a una hermosa doncella cuya mirada dirigía a la Luna. La joven misteriosa fue capturada a pesar de sus súplicas y la obligaron a subir a la embarcación. El camino era largo hasta Chalco, así que tomaron un pequeño descanso. Cuando Xomecatzin llegó a su palacio llevó a la triste mujer a sus aposentos, ahí la tranquilizó; como no consiguió que la joven hablara, a pesar de todas sus preguntas, le dio un nuevo nombre: Cenzontle, que significa cuatrocientas voces. Xomecatzin le ofreció todas sus riquezas y abalorios, las plumas multicolores de quetzal y papagayo, las esmeraldas, los aderezos de oro, la obsidiana, las pieles de tigre y los trajes exquisitamente labrados. Cenzontle ni siquiera se emocionó al ver tan fascinantes riquezas, pues ella había observado esas y muchas otras cosas en el bosque donde habitaba. Gracias al enorme tesoro que poseía, Xomecatzin pudo ofrecer una gran fiesta para agradecer a los dios es el haber hallado tan be lla mujer. El requis ito para asistir era

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adornarse con rosas, las flores más preciadas de la naturaleza. Todos se engalanaron con ellas. En la fiesta de agradecimiento hubo oloroso copal en los incensarios, se repartió néctar de flores, así como de otras sustancias, y por último se sirvió un espumoso y dulce líquido de cacao. Sin duda, Cenzontle destacaba por su gran belleza entre todos los participantes. Vestía un hermoso traje confeccionado con las más finas telas, regalo del Xomécatl. El festejo duró tres días. Al término, Xomecatzin se desposó con la encantadora Cenzontle. A pesar de todos los regalos que le ofrecía su esposo, Cenzontle no era feliz. Pasaba los días postrada en el umbral de su palacio sin pronunciar una palabra. Cierto día, el tequihua Xomecatzin tuvo que partir a una expedición

hacia las

fortificaciones de Danibaab, que era un cerro sagrado llamado Monte Albán, pues tenía que cumplir una misión militar. Dejó a su mujer a cargo de sus esclavas y se encomendó a los dioses para llegar con bien a su destino. Cuando la expedición avanzaba cerca de los bosques que colindaban con el río de las mariposas, Xomecatzin escuchó un hermoso canto que le pareció conocido. De inmediato ordenó desembarcar y se adentró en los espesos follajes. En el sitio donde se entonaba la melodía, descubrió parado en una rama un insignificante pajarillo, que huyó despavorido al verlo acercarse sigilosamente. La caravana cumplió su misión y meses después iban de regreso a su hogar. Al llegar a su palacio, Xomecatzin fue recibido con la terrible noticia: ¡Cenzontle había muerto! Una tarde nublada Cenzontle había fallecido y su alma se convirtió en un hermoso pájaro que emprendió el vuelo hacia la lejanía emitiendo tristes y desgarradoras notas. Xomecatzin, dolorido, recordó al pájaro que había visto días atrás junto a las aguas del Papaloapan y sufrió mucho al saber que su mujer se había alejado de sus brazos para siempre. Dirección Técnica

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NGUEMORE, LA MONTAÑA SAGRADA Todo era noche, era silencio. El cielo comenzó entonces a pintarse de un rojo vivo, y de pronto Jyaru iluminó la tierra. De su amor con Male Zana, nuestra madre la Luna, y de su calor, amaneció la vida. Si no hubiera sol tampoco habría vida. Así vino el sol, el gran señor, a dar vida a Xonigomui, el espíritu de la tierra mazahua. El sol movió sus rayos y todo se movió en el mundo; se hizo el aire, y el aire se hizo viento. El sol lloró y con sus lágrimas se hizo el agua, y nacieron los ríos, los lagos y los manantiales. Brotaron después las plantas, los animales y el hombre. El sol se regocijó de su obra, sonrió y de sus risas salieron las flores y los pájaros. El sol cantó y cantaron los pájaros. Las flores se inclinaron ante él, reconociendo su grandeza. Así hubo colores y formas en el paisaje sonoro de la vida. Así hubo animales y frutos y cantos. Los primeros hombres que habitaron esta tierra eran muy altos. Eran verdaderos gigantes, pero no tenían fuerzas ni peso. El aire los tiraba al suelo y no se podían levantar. Se les llamaba Mandas. Hubo después otros hombres que eran pequeños y no podían colocar el maíz en las trojes. Debieron desaparecer. Se llamaban Mbeje. Nacieron después otros hombres de los que somos retoños: los mazahuas. Jyaru los amó y protegió para que poblaran la tierra. Nguemore recoge el agua con las manos y apaga con ella su sed. Él bendice también al sol cada mañana, mientras sus pasos lo llevan por el camino de la vida. Desde hace mucho sus huellas se repiten sobre Niñi Mbate. Ahí tiene su cueva, frente a Ndoreje, pequeña isla lamida por la lengua brillante del río Lerma, Ndareje.

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Le gusta dormirse bajo el canto de la cascada de los pastores y el trino de los pájaros. Pero siempre está despierto cuando el sol se levanta sobre el Este enrojecido, y también cuando cae en el lecho violeta del Poniente, vencido por el sueño. Nguemore trajina las riberas del río Ndareje. Camina también por la tierra encarnada de Mbaro, y continúa su marcha hasta los llanos en que sopla el viento fuerte, Jyapul. Se mantiene a menudo en Apare, las lagunas y manantiales de agua caliente, y mira los numerosos peces y ajolotes. A veces se queda allí, descansando bajo su sauce o entre tules. En ese tiempo no había montañas. Tanta paz va encendiendo en su corazón la brasa de un deseo que lo turba. Comprende que necesita una compañera. Pasa una luna tierna, pasa una luna llena, y ella no llega. Un día, por las tierras que son ahora de San Juan Jalpa y San Miguel Tenochtitlan pasa una hermosa mujer, pero no le corresponde. Nguemore se siente triste y solo. Tanseje, la estrella grande de la mañana, anuncia un nuevo amanecer. Despiertan los jilgueros, Nguemore anda cerca del río recolectando frutos y hojas tiernas para comer. Ha comenzado a soplar el viento. De pronto mira hacia el valle y ve venir a una doncella con un manto blanco sacudido por la furia del aire. Sus ojos se deslumbraban con tanta belleza, su pecho se regocija, la doncella se le acerca. –

¿Cómo te llamas? – le pregunta Nguemore.



No tengo nombre – le respondió la doncella.



Entonces te diré Toxte – propone Nguemore.

Ella sonríe, aceptando el nombre.

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¿Adónde vas? – pregunta Nguemore.



A ninguna parte – contesta Toxte.



Puedes quedarte en este valle, si quieres. Aquí cerca tengo una cueva.

Días después Nguemore y Toxte encienden el gospi del amor, colocando una piedra hacia el norte, otra hacia el sur y una última hacia el poniente, dejando un espacio abierto hacia el este, para que entre por ahí el calor sagrado del sol. Nguemore y Toxte unen sus vidas y sus pensamientos en una fuerza poderosa. Sus voces y sus manos se juntan para exaltar la tierra, para acariciar el agua y el viento. Van dando nombre a las cosas, a las plantas y los animales. Al sol le llaman Jyaru, a la luna Zona, al agua Ndeje, al fuego Sivi, al sauce Xiño, al venado Panteje, al trabajo Mbefi. Y así a todo lo demás. Aprenden a cultivar el maíz. Nacen sus hijos; nace Najto, el pueblo. Plantan un árbol llamado mama para registrar su origen, el lugar y el tiempo del pueblo mazahua. El árbol empieza a crecer. Agradecidos, le ofrecen al sol una bebida hecha de maíz, el Sende Choo; le ofrecen flores y copal, y hacen ritos al fuego por la mañana, a mediodía y por la tarde. Nguemore y Toxte vivieron muchos años. Vieron caer numerosas lluvias y repetirse infinitas veces el ciclo del maíz. Su ciclo ya se terminaba. Tata Jyaru estaba contento con ellos, y no quería que se acabaran para siempre. Toxte se hallaba muy enferma, y antes de que muriera la transformó en volcán, el Toxte, Xinantécatl o Nevado de Toluca. Nguemore no entendió por qué el sol lo dejaba solo y triste. Un día partió hacia el Emuchachaste, dispuesto a abandonar esa tierra. Pero sus hijos detuvieron su marcha, pidiéndole que se quedara con ellos.

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Quédate Nguemore, y tu voluntad será nuestra ley en el futuro, como lo fue en el pasado.



Mi voluntad es convertirme en montaña, como Toxte, mi compañera. Así podría mirarla hasta el fin de los tiempos, sin corromperme.



¡Oh!, Nguemore, somos hombres y no dioses. ¿Cómo podemos convertirte en montaña? Pídele esto a nuestro padre el sol.

Nguemore levantó entonces los ojos al cielo. La luz lo encegueció, y delante de su pueblo se fue convirtiendo en montaña. Es la que ahora conocemos como Tata Nguemore, y también Xita o Bingui Mara. Los toltecas le pusieron Jocotitlán. Él es hoy la montaña sagrada de los mazahuas, el símbolo de la vida de nuestro pueblo. Desde épocas remotas se le ofrendan mazorcas de maíz, en un ritual acompañado de música, cantos y copal. Se cuelgan las mazorcas en los peñascos que hay en su cumbre, y sobre esas piedras, con un carbón, se dibuja el contorno de las manos. Los hombres regresan después con granos de maíz, tierra y ceniza, que echan en la milpa para propiciar buenas cosechas. Con su mirada eterna, el espíritu de la montaña contempla amorosamente Tontejé, a su tierra y a su pueblo mazahua. Cuando tiene un penacho de nubes orientadas hacia el norte nos anuncia la lluvia, y cuando se cubre de nieve es señal de que habrá buenas cosechas. Ahí está Tata Nguemore, la montaña sagrada, junto a sus primeros hijos, transformados en pequeños cerros, los tziteje, que también velan por nuestro pueblo, deseando verlo libre y dueño de su destino, y cada vez más orgulloso de sus tradiciones.

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EL CUAHUTEPOCHTLE, EL ATOLONDRADO O EMBROMADOR DE LOS BOSQUES

En los bosques de la Sierra Nevada se aparece un ser mítico llamado el Cuahutepochtle (del náhuatl cuáhuitl, árbol, bosque, y tepochtle, atolondrado embromador). Leñadores, pastores o gente que simplemente camina por el monte se lo pueden encontrar. Es muy pequeño, mide 60 centímetros, pero se puede hacer más pequeño hasta casi desaparecer. Tiene buen humor y gusta de jugar bromas. A veces ayuda a quien le pide ayuda. Cuentan que a un viejo leñador de San Pedro Nexapa se le apareció varias veces. El viejo, que iba todos los días al monte a juntar leña, un día, cuando apenas estaba amaneciendo, vio al Cuahutepochtle en medio de la bruma, pero antes de recobrarse de la impresión, desapareció el ser. Así le salió varios días. Una madrugada, cuando el viejo ya esperaba su aparición, que se le presenta el Cuahutepochtle enfrente de él, encaramado en una roca; en lugar de desaparecer, brincó hacia delante y se plantó a su lado. El burro se asustó y salió corriendo y el viejo se quedó mudo de asombro, miró largamente al ser que estaba frente de él, era muy pequeño, con su enorme sombrero cubierto de plumas, sus cortas piernas estaban enfundadas en unas botas rojas, su cuerpo era como de gallo y despedía un fuerte olor a humedad. El ser le dijo: –

¡Soy el Cuahutepochtle!, el duende del bosque, señor de los árboles y plantas. Yo transporto las semillas para que germinen y puedo ordenar a los animales cualquier cosa.



¿Cualquier cosa? – preguntó el viejo.



Sí, cualquier cosa – replicó el duende.



Sí, cualquier cosa – replicó el duende.



Entonces ordénales que me junten la leña en lo que voy en busca de mi burro.



Está bien – le contestó el duende.

Al rato regresó el viejo con su burro y efectivamente se encontró un bulto enorme de leña. Muy contento cargó a su animal y regresó más temprano que de costumbre a su casa. Cuentan que este señor se hizo rico con tanta leña que vendía, que se hizo de una

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recua de mulas con sólo trabajar unas pocas horas. La gente dice que el Cuahutepochtle lo ayudaba, porque el viejo le llevaba todos los días tamales y atole, que eran amigos, que estaban empatados. Pero no a toda la gente ayuda; es más, a algunos los espanta y les mete susto.

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NUESTRA SEÑORA DEL RAYO Almoloya de Juárez

Hace muchos años, donde hoy es el Ojo de Agua y Templo de Nuestra Señora del Rayo, existía sólo una Capilla. Allí había un sacristán que además de atenderla se encargaba del aseo de la misma. Pero sucedió que un día, estando aseando la capilla, vio un estandarte de la Virgen del Rayo y creyendo que ya no servía, lo fue a tirar al basurero del templo, sitio en el que más tarde nació el manantial que ahora vemos. Se dice que cuando lo tiró, el sacristán estaba un poco bebido y creyó que el estandarte estaba viejo, pero no era así. Por la tarde, el sacerdote le pidió al sacristán que le llevara el estandarte porque lo necesitaba. El sacristán lo fue a buscar y al no encontrarlo, recordó que lo había ido a tirar al basurero. Lo fue a buscar y se llevó un gran susto al ver que del basurero salía gran cantidad de agua y el estandarte no estaba allí. Recorrió a toda prisa el arroyuelo que se había formado y encontró que en la punta de éste, estaba el estandarte. Así, desde entonces se divide el río en dos partes por una línea como de polvo: una parte es clara y transparente, que es por la que fue pasando el estandarte; y la otra, en donde está el polvo y la basura, es aquella por donde no pasó el estandarte.

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Estado del centro, limita al Norte con el estado de San Luis Potosí, al Oeste con el de Jalisco, al Sur con el de Michoacán y al Este con el de Querétaro. La capital, Guanajuato, con 141 196 habitantes, es superada en importancia por la ciudades de León, 872 453 habitantes y de Celaya. La población total es de 4 663 032 habitantes (2000). Es el segundo estado del país por el número de habitantes. Situado en el sur de la Altiplanicie Mexicana, presenta una región central, El Bajío, formada por terrazas con una altitud de 1 600 m. De norte a oeste, los llanos son delimitados por la sierra de Guanajuato. Otras sierras, en el noroeste, no sobrepasan los 2 000 m. El clima es seco en la parte norte y algo más húmedo en El Bajío, donde las temperaturas son templadas. La agricultura es la principal fuente de recursos; destacan los cultivos de alfalfa (primero del país), papa, frijol y maíz. En menor proporción se cultiva chile, trigo y frutales. En la zona montañosa del norte se concentra la ganadería, con bovinos, ovinos, porcinos. A nivel industrial, destaca la refinería petrolífera de Salamanca,

donde

se

han

instalado

fábricas

de

productos

químicos,

fertilizantes y cemento; esta industria forma un corredor industrial. El resto de la industria es alimentaria, textil y de calzado.

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LA CRUZ DE CULIACÁN En el antiguo camino que seguían los viajantes para ir de Celaya a Salamanca estaba la charca famosa, lugar muy pantanoso donde las diligencias se atascaban, dándose el caso que para recorrer el corto tramo que había entre aquellas poblaciones se emplearan hasta tres o cuatro días, con desesperación infinita de los pasajeros y a costa de gran pujanza de los pobres animales. Siguiendo este camino se descubría a la izquierda un alto y riscoso cerro –llamado de Culiacán -, y en su elevada cima una Cruz bastante venerada por los campesinos de los alrededores, principalmente de los Salvatierra y Cortázar, pues el legendario cerro se eleva e n los límites de estas dos municipalidades. La Cruz podía verse en los días apacibles, y en las noches serenas y estrelladas a la simple vista; no así en las mañanas frías y nebulosas de invierno, o en las tardes o noches de tempestad, porque entonces las espesas neblinas o los negros nubarrones la ocultaban. En las noches de luna, durante un periodo de veinte años y por el segundo tercio del siglo XVII, las buenas gentes de las rancherías y estancias circunvecinas escuchaban un llanto tristísimo, doloroso y prolongado, como el de persona angustiada a quien atormentasen materialmente o sufriese cruel pena para la que no hallaba consuelo; y a la vez veían, o se imaginaban ver, una blanca y vaporosa sombra, a modo de fantasma, que recorría errante en torno del cerro, lanzando desgarradores gemidos... Noche con noche se oía aquel llanto, y las muchachas y mozos despreocupados decían con desdén: “son aullidos de lobos o coyotes”; las viejecitas de rugosos rostros y blancos cabellos aseguraban que sería la llorona, porque la llorona vive en la imaginación popular desde antes de la conquista; y la mayoría de los sencillos labradores de aquellos lugares afirmaba que eran almas en pena, y todos santiguábanse devotamente. Pero la Cruz del riscoso y elevado cerro tiene su leyenda. Poco tiempo había transcurrido de la fundación de Salvatierra – que según unos fue en 1673 y según otros en 1674 – cuando un indio anciano, en unión de su mujer y de una hija suya de 16 años, llegó cierto día a la cima del cerro con los pocos muebles de su humilde hogar; y sin que nadie los ayudara, los tres construyeron una choza, que desde entonces fue la habitación de

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aquella familia, la cual vivía aislada, casi sin comunicarse con los pueblos y ranchos situados en los bajos y en las laderas del dicho cerro. Madre e hija iban los domingos a oír misa a la iglesia de San Ángelo, del convento carmelita de Salvatierra, pero el indio anciano tenía fama de hechicero e idólatra, y algún campesino contaba que lo había visto hacer sacrificio de aves, ofrendar flores y quemar oloroso copal ante un idolillo labrado en forma de culebra con plumas, que quizá figuraba al dios Quetzalcóatl. Otros lo habían sorprendido exhortando a su hija, y poco más o menos le habían oído decir: – “Tú, hija mía, eres preciosa como cuenta y pluma rica; eres carne de mi carne y sangre de mi sangre; pues tienes ya sobrado uso de razón y muchas veces has visto crecer las cañas en las milpas, reverdecer el pasto en los campos, florecer las rosas en los jardines y madurar los frutos en los huertos, es preciso que entiendas que en este mundo no hay verdadero placer ni descanso, sino sólo trabajos, aflicciones, abundancia de miserias y pobrezas. ¡Oh, hija mía, botón tierno en tu niñez y ahora flor en tu juventud! ¡Nuestra diosa Xochiquetzal te ha dado perfumes y belleza! Pronto serás amada de los hombres, pero huye de los blancos que son malos como el dios Tlacatecólotl. Ellos se apoderaron de nuestras tierras; han esclavizado a los nuestros para que encorvados con el arado labren las sementeras; para que sepultados en las profundas tinieblas de las minas saquen el oro; para que muevan como bestias las piedras de los molinos, y para martirizarlos a fin de que entreguen los tesoros. Los encomenderos destruyen teocallis y quiebran dioses; azotan y abofetean hasta hacer salir sangre; predican la humildad, y son soberbios; predican la caridad, y despojan a los pobres; dicen: ‘sed castos’, y raptan doncellas; dicen: ‘no matarás’, y acuchillan mujeres, niños y viejos al apoderarse de los pueblos. ¡Oh inocente flor de estas montañas! ¡No pierdas tu lozanía con su liviano aliento! Sé cauta y huye de ellos como el cervatillo cuando se acerca el cazador artero. Aborrécelos. Esos hombres no se saciarán con todo el oro de las entrañas de nuestra tierra ni con el que arrastran las aguas de nuestros ríos. Por eso ¡oh virgen de estas soledades! Te he traído a vivir en la cima del cerro del dios de nuestros antepasados. Y primero te daré muerte, quitaré la vida a tu madre y me sacrificaré yo mismo, antes que consienta que seas de alguno de esos hombres blancos, que son malos como el dios Tlacatecólotl”.

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Dicen que después guardó silencio el indio anciano y retórico como eran los indios ladinos, que de seguro no pertenecía a la bárbara tribu otomíe, principal pobladora del territorio de Guanajuato; y que por los dioses que invocaba, el culto que les tenía y haber establecido su hogar en el cerro de Culiacán, debe haber sido descendiente de los toltecas; tal vez sacerdote gentílico, que en el silencio y apartamiento de aquella cima continuaba oficiando con sus antiguos ritos. La joven nada respondió, bajó los negros ojos, púsose en pie y fue a escardar en un pequeño campo que cultivaba al lado de la choza. ¿Por qué aquel silencio de la joven india? Porque amaba con pasión a un hombre blanco que vivía en las inmediaciones de Salvatierra, y que la había conocido en esta ciudad, cuando, ya adulta, un buen misionero la había bautizado poniéndole el nombre de María. La rara y extremada hermosura de María había cautivado a Pedro Núñez, que así se llamaba este joven de gentil presencia; y ella, a hurtadillas de sus padres, le había correspondido con inmensa ternura; pero pasado algún tiempo el indio anciano lo supo y le dijo: – “Nada ignoro, y como te tengo advertido, primero te veré muerta que en brazos de uno de los hombres enemigos de mi raza”. María lloró mucho, y arrodillada ante el anciano le pidió perdón por haberle desobedecido; mas dicen que no podía prescindir de aquel amante, que la amaba con el más intenso amor, y que la iba a hacer su esposa, pues aquel hombre, aunque blanco, era bueno. El anciano, fiero e iracundo, no se convenció, y la joven tuvo que ser depositada en la casa del Alcalde de Salvatierra, y un mes después se verificó el matrimonio en la iglesia parroquial, con cantos, música y flores. María y Pedro Núñez eran felices. Se continuaron amando como cuando eran novios, y como entonces, solían ir a pasear en las tardes tranquilas cerca de la margen del río Lerma. Al oscurecer de una de esas tardes un campesino encontró el cadáver de María y vio que un anciano indio trepaba como fiera por los riscos del alto cerro; lo siguió, y ya en la cima, contempló un vivo fuego de incendio que consumía la choza.

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Desde la noche siguiente los moradores de aquellos sitios comenzaron a escuchar el tristísimo llanto de que ya se ha hablado, y creyeron ver el fantasma blanco y vaporoso por las cercanías del cerro. Los prolongados gemidos y las nocturnas apariciones duraron veinte años, y nadie podía darse cuenta de los misteriosos alaridos y de las visiones espantables. El campesino que encontró el cadáver de María, temeroso de que sobre él pudieran recaer sospechas, no dijo a nadie nada; se contentó con abrir una fosa en el mismo sitio en que halló a la joven muerta, y la sepultó como si hubiera sido deuda suya. Otra tarde, al cabo de los veinte años citados, todos los que estaban cerca vieron que paso a paso, y con mucha dificultad por la pesada cruz que llevaba a las espaldas, subía por e l alto y riscoso cerro un fraile carmelita, y que una vez que llegó a la cima, dejó caer, para descansar, la pesada cruz; que en seguida cavaba afanosamente la tierra, y que por último, fincaba allí la cruz; cruz que desde esa memorable tarde abriría sus amorosos brazos para proteger a los buenos campesinos de la comarca, y ante la cual en las noches tranquilas iría a orar el mismo fraile carmelita, que en el mundo llamóse Pedro Núñez. Cuenta la leyenda que entonces cesaron para siempre los gemidos espantables que perduraron tantos años, y que al resplandor de la silenciosa luna solía verse junto al fraile la figura vaporosa de María.

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LA MUJER EMPALADA

Aquel viejo barretero, misterioso y huraño, de piel apergaminada y rostro cadavérico, que solamente una vez lo vi cuidando la bocamina de Peñafiel, que en su juventud fue lapidario de canteras y de pórfidos; según me lo dijo, me relató esta singular historia que parece leyenda. “Desde que yo tenía quince años, me gustaba andar de noche por los cerros, barrancas y cañadas en busca de aventuras, pues mi abuela me contaba que el llanto de la Llorona se oía muy claramente en el silencio de las noches lluviosas; que la niña que tiene encantada a la ciudad de Guanajuato, bajaba a bañarse en las aguas de la presa de San Renovato en las noches de plenilunio; que las dos rocas llamadas de las Comadres, se convertían en mujeres el jueves santo de cada año para dialogar y perdonarse mutuamente las ofensas que se habían inferido en vida; que la carroza de don Melchor de Campuzano recorría envuelta en fuego el trayecto desde los Garridos al Panteón los sábados después de la media noche; el jinete descabezado que se aparecía en el camino de Valenciana, y no dejaba de galopar hasta llegar a San Javier, donde desaparecía, y los enormes murciélagos de la familia de los vampiros, que habitaban en las grietas de los contracielos de la mina de Garrapata, que por las noches salían a chupar sangre humana, cuyas muertes eran atribuidas a maleficios de las brujas que volaban por los aires...”. Todas esas consejas acicateaban mi curiosidad para continuar en mis andanzas nocturnas, con el propósito de lograr ver alguna vez esas apariciones que me había relatado mi abuela. Ya empezaba yo a desanimarme, cuando una noche tuve un encuentro que me produjo cierta impresión de miedo y terror. Serían como las dos de la mañana cuando yo venía bajando del cerro de Sirena, cuando empecé a escuchar unos gritos lejanos de mujer que terminaban en gemidos. Al oír aquello, detuve el paso para precisar si en realidad eran lamentos de mujer, o el eco de algún ruido distante con esa semejanza. Me di cuenta que esos dolorosos lamentos se producían en la cima del cerro del Cuarto, lugar un poco alejado de donde yo me encontraba. Al principio, los quejidos eran continuos, pero cada vez se iban apagando hasta convertirse en silencio... ese silencio que a veces acusa grandes tragedias.

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Desde luego aceleré el paso, dirigiéndome hacia el punto donde se habían producido esos lamentos. La vegetación me estorbaba para seguir en línea recta mi camino, por lo que tuve que hacer algunos rodeos. Al llegar a la planicie del cerro del Cuarto, observé a lo lejos una figura blanca, inmóvil, que se destacaba en la oscuridad. Avancé resuelto hacia ella, imaginando encontrarme con un fantasma del otro mundo. Cuando estuve cerca, me di cuenta que era una mujer que se encontraba sentada. Vestía ropa blanca; su cabeza y tronco estaban erguidos y sus manos descansando en sus piernas. En su rostro había una mueca de dolor y de espanto. Su cabello negro y largo le caía en su espalda, como si se lo acabara de peinar. Me acerqué junto a ella, y le hablé... No me respondió... Sus ojos fijos, sin brillo, me miraban tenazmente, con esa mirada insondable de la muerte que escudriña la eternidad. Su boca estaba abierta y de la comisura de sus labios, salía un hilo de sangre que se desparramaba en su vestido blanco. Tomé sus brazos y toqué su pecho. Todavía conservaba un poco el calor de la vida... pero ella se encontraba muerta. Deduje que le habían matado con violencia. Era una mujer bastante joven, blanca, de facciones bonitas; los contornos de su cuerpo acusaban ser de complexión robusta sin llegar a la obesidad. Fijándose bien en su rostro, se le notaba la carne lacerada a golpes que habían sido tremendos, llena de moretones que empezaban a inflamarse. ¿Qué misterio encerraba ese crimen? ¿Qué delito hubo de purgar esa mujer con el martirio de muerte que le aplicaron? La soledad que me rodeaba frente a la macabra visión que contemplaba, me hizo abandonar ese lugar, y horrorizado bajé corriendo del cerro, y no me detuve hasta llegar a mi casa, acostándome en la cama enseguida. Lo que me causaba más pavor, era que yo conocía a esa mujer asesinada en forma tan cruel. A las doce de ese mismo día, salí a la calle, y la primera noticia que recibí de un amigo, fue que la autoridad había encontrado a una mujer “estacada” en el cerro del Cuarto, y que andaba en busca del asesino. Yo me guardé lo que había oído y visto esa madrugada, para evitarme líos con la justicia. Del susto estuve enfermo ocho días. De las investigaciones que realizó la policía, se aclaró que esa mujer, cuyo nombre no recuerdo, era casada y tenía amores ilícitos con otro individuo. Que el esposo ofendido la sorprendió en su

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infidelidad, y para vengarse de esa ofensa, la había matado a golpes con un barretón, el que le sirvió después para clavarla en el sitio donde yo la descubrí. Después de ese crimen, se sucedieron otros, usando el mismo procedimiento. Los periódicos de la época informaron detalladamente de cada uno de esos asesinatos, consignando que la forma para vengar esos ultrajes al honor, era distinta en varias regiones del estado de Guanajuato, pues aquí en la capital el procedimiento era la “estaca”, mientras que en los municipios del norte les cortaban con cuchillo una trenza, y en el Bajío las arrojaban vivas al río Lerma con una piedra amarrada al cuello... Desde entonces se me quitaron las ganas de andar en las noches buscando aparecidos y fantasmas en los cerros, barrancas y cañadas. El viejo velador de la bocamina de Peñafiel, después de que me relató este sucedido, me solicitó un cigarro y me pidió por caridad rezara un credo y un réquiem por él, enseguida se metió por la bocamina, dándome la impresión que había desaparecido de mi vista como desaparecen los fantasmas... Intrigado por lo que le encontré de extraño a ese relato, así como el proceder del viejo minero, tres días más tarde lo fui a buscar al mismo lugar. Estuve esperándolo más de dos horas para que me contara otra leyenda. La tarde iba ya camino del crepúsculo, el sol se enfilaba hacia el ocaso, y yo me disponía a bajar del cerro sin haber logrado entrevistar a mi amigo ocasional, cuando pasó por allí un pastor con su rebaño de cabras que las llevaba rumbo al redil después de haber pastado. Le llamé para preguntarle si conocía y había visto al viejo que cuidaba la bocamina. Le di las señas de cómo era y que tres días antes yo había estado platicando con él afuera de la bocamina. El pastor se sorprendió al hacerle yo esa pregunta y revelarle mi amistad con el viejo. Informándome desde luego que con quien yo había platicado era nada menos que con un alma en pena, que salía de la bocamina y se sentaba al pie de la oquedad, pidiéndoles a todos los que pasaban por allí, que rezaran por él un credo y un réquiem. Que en su juventud tuvo amoríos con una mujer casada, y que al saberlo el marido, la mató a golpes y la empaló en el cerro del Cuarto.

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Cuando salió de la cárcel el esposo ofendido, después de muchos años de cautiverio, anduvo buscando al hombre que había manchado su honra, habiéndole encontrado trabajando de velador en esta mina, donde lo asesinó a puñaladas y lo arrojó a lo más profundo del tiro. Que desde entonces, ese difunto se aparece aquí, penando, haciéndose pasar como velador de esta bocamina, que desde hace muchos años no la trabajan. Los únicos que entraban a esta mina a sacar carga eran lupios; pero desde que los comenzó a espantar, ya no han vuelto a sacar mineral. – Yo ya me voy, – me dijo el pastor – ya son las seis de la tarde, y no tardará en salir. Al decirme esto, le noté cierta inquietud de temor. Con todos estos informes, yo también me alejé de ese sitio, siguiendo al pastor cuesta abajo. Cuando llegamos al camino que va del Monte de San Nicolás a Guanajuato, dirigimos nuestra vista hacia la bocamina, y distinguimos al viejo barretero que ya estaba sentado en lo alto de la peña, cerca del socavón. Desde lejos noté que su cara apergaminada tenía las mismas facciones cadavéricas, las cuencas de sus ojos las vi vacías y su boca descarnada. Cuando advirtió que lo veíamos, nos llamó con su mano. Nos alejamos corriendo por el horror que nos causó su presencia...

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LA CALLE DEL TRUCO La ciudad de Guanajuato, considerada Patrimonio de la Humanidad, fue un lugar señorial, aristócrata, en donde se construyeron verdaderos palacios habitados por la nobleza, así como ricos trabajadores carentes de títulos pero con inmensas fortunas que les daba aún más poder que un título nobiliario. Uno de los sucesos que más conmovió al Guanajuato de la época Colonial, fue el de un hombre, un famoso caballero que después de encontrar una mina y explotarla se convirtió en una de las personas más poderosas del Estado, dueño de haciendas, palacios y fincas que había comprado tanto en el centro como en los suburbios del lugar, acumulando una de las fortunas más sólidas que entonces existían. Don Fernando llamaremos a este caballero que, como muchos otros lugareños, era amante de los juegos de azar, y frecuentaba la famosa Calle del Truco (trampa o azar), en donde sentaban sus reales jugadores profesionales, a los que se les podía encontrar todos los días en esos antros, dilapidando el dinero que hacía falta en sus hogares; muchas veces el que les sobraba, pero las más dejando fortunas en manos de tahúres profesionales que habían ya hecho del juego su “modus vivendi”. El alguacil encargado del barrio, hacía sus rondas, recibía como es costumbre su “feria” y seguía vigilando las oscuras y empedradas calles durante el resto de la noche, hasta que empezando a clarear el día, iba su relevo para reemplazarlo, y por la noche, aquél regresaba a su faena nocturna. Se cuenta que una noche, el vigilante vio venir a un caballero que llevaba una enorme capa negra, iba embozado, portaba sombrero de ala ancha, el que se quitó al pasar frente a la parroquia; se detuvo, se santiguó y siguió su camino. El alguacil no identificó al hombre, sólo manifestó que le llamó la atención aquel caballero tan elegantemente vestido, que al pasar cerca de él, lo vio por encima del hombro. Sus ojos eran negros y chispeantes, el rostro pálido en el que se advertía el paso del tiempo, o los trabajos que había pasado. Le llamó la atención y lo siguió con la mirada. Éste se detuvo en una ancha puerta de la Calle del Truco. Después de dar tres golpes alguna persona , que no identificó, abrió el portón, iluminándole la cara con un farol y después de haberle pedido una contraseña, lo dejó entrar.

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El hecho le pareció extraño, pero a la vez natural, ya que en esa calle con frecuencia llegaban personas similares, salían en la madrugada a veces brincando de alegría y muchas otras “arrastrando la cobija”, desesperados, a punto del suicidio por haber perdido cuanto poseían... Pero esto era ya familiar para el alguacil dado que su trabajo era vigilar la zona, y muchas veces hasta le servía de distracción ver entrar o salir gente de las casas de la Calle del Truco, porque se le hacía menos pesada su tarea. Cuando corrió la leyenda de don Fernando, el vigilante agregó su parte de relato y el suceso corrió como río crecido por la ciudad y sus orillas. Al entrar don Fernando al garito, en donde casi no se podía ver por la cantidad de humo, escuchó un gran aplauso, su presencia fue muy grata en el lugar, ya que era sabido que se trataba de uno de los más grandes capitales de Guanajuato, así como un hombre de honor, que donde “se paraba, se pintaba”. Don Fernando tenía su lugar reservado; después de sentarse sacó las bolsas de oro, las que puso sobre la mesa. Miró a todos los jugadores y pidió trajeran barajas nuevas. Y sin más comenzó la sesión. Todos atentos al juego, no se escuchaba ni el volar de una mosca. Como en el juego de Juan Pirulero, cada quien atendía su juego. Todos fumaban con gran nerviosismo. Y de repente se escuchaba una que otra palabra mal sonante. A lo que don Fernando subiendo una ceja hacía un gesto de descontento, por ser un hombre pulcro, decente, enemigo de decir cualquier picardía y tampoco le gustaba que nadie dijera una palabra fuera de tono delante de él. Poco a poco el dueño de la casa de juego fue desplazando a los jugadores, los que se fueron convirtiendo en mirones “de palo” sólo quedando en el juego él y don Fernando, el que no se inmutaba de su mala suerte al haber perdido cuanto traía. A cada momento las apuestas eran mayores y don Fernando seguía perdiendo. No era su noche, pero en lugar de levantarse al ver que la mala suerte lo seguía, se iba apoderando de él una rabia impotente que lo oblig aba a seguir jugando. Pedía cartas, pero todo era en vano, seguía perdiendo. El dueño, con una sonrisa de satisfacción le decía: – Todavía tiene haciendas, las puede apostar. – Van mis haciendas – gritó don Fernando, y seguía el juego. Alguno de los mirones se atrevió a hablar, diciendo:

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– No juegue más don Fernando, esta es una negra noche para usted. Y por contestación dijo: – ¡Va mi finca de la Calle de Alonso!, ¡Va la de la Plaza Mayor! Y por último e impertérrito gritó: – ¡Va la de la Sorpresa!, y al perderla quiso levantarse diciendo: – ¡Ya he perdido todo, no tengo qué jugar! El dueño, socarrón le dijo: – No ha perdido todo don Fernando, todavía tiene algo muy valioso. – ¡Nada! – contestó – mañana empezaré a trabajar desde cero, así es el juego o te da o te quita. Al irse a levantar don Fernando, el dueño del garito se le acercó y algo le dijo al oído, lo que enfureció a don Fernando, diciendo: – ¡No por Dios, qué bajeza me está proponiendo! – Un trato don Fernando – le dijo el hombre – todo lo que ha perdido por lo que le he propuesto. Sólo un albur, o todo o nada, ¿qué dice? – ¡Acepto! Por primera vez se vio nervioso don Fernando, le temblaban las manos, así como la quijada y sin dejar de ver la baraja se tiraron cartas y se corrió el albur; la carta a la que apostó don Fernando tardó en salir y para su mala suerte, salió la del dueño del garito. El caballero enfurecido dijo: – Tenéis pacto con el demonio, pero soy hombre de honor. ¡Vámonos, pagaré la apuesta!

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Contó el vigilante que todavía no amanecía cuando un grupo de hombres salió de aquella casa, hablaban fuerte, otros iban mudos y el de la capa y sombrero de ala ancha, parecía vencido, arrastraba los pies y con los ojos recorría el suelo. Los hombres decían: – ¿Qué apostaría don Fernando, que va como sonámbulo? Pero el dueño del garito, no decía nada, callado iba tras don Fernando que parecía un cadáver. Empezaba a amanecer cuando aquel grupo de hombres llegó a la casa de don Fernando. Su bella y joven esposa lo esperaba, como siempre cuando él llegaba tarde, y al verlo corrió a saludarlo: – Ordenaré se les sirva algo de tomar a los señores – le dijo. Mientras don Fernando con el semblante descompuesto dijo al dueño de la casa de juego: – ¡Tomadla es vuestra! Aquel cuadro fue dantesco, la mujer no sabía lo que ocurría, los acompañantes que tampoco estaban en el secreto, sin explicarse lo que pasaba se miraban unos a otros. Y don Fernando besándole las manos a su esposa le dijo: – Os aposté y he perdido, el señor ha ganado todo lo que poseo incluso a ti que eres mi esposa. La pobre mujer sin saber qué hacer miró fijamente a don Fernando y se desplomó, cayendo a los pies de su marido, diciendo: – ¡Qué Dios tenga misericordia de nosotros! Y en aquel momento quedó muerta. El magnánime dueño del garito le hizo la concesión de que arreglara todas sus cosas y que pusiera en regla los papeles en donde todo lo que poseía pasaba a sus manos. – Me gusta tratar con caballeros y usted es un caballero.

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La noticia fue conocida por todo el lugar; don Fernando no se separó un momento de su mujer hasta que ella fue depositada en la cripta familiar. Arregló los documentos que ya no le pertenecían y desapareció. Se cuenta que desde entonces todas las noches se ve por la Calle del Truco, a un hombre que sale de aquella casa y se mete a la parroquia, atraviesa la puerta y nunca se le ha visto salir. Otros cuentistas que han relatado esta leyenda, dicen que el dueño del garito murió a los pocos días de haber sucedido aquella tragedia y que los bienes de don Fernando pasaron a manos del gobierno por no estar legalmente escriturados. En otras versiones que hemos recogido, cuentan que por la Calle del Truco, se aparece un monje, el que encapuchado y con un rosario en la mano recorre todas las noches ese callejón rezando en voz alta y pidiendo perdón por sus pecados. Don Fernando, después de enterrar a su esposa y despojarse de todos los bienes, entró a un convento de carmelitas, en donde pidió estar enclaustrado y así en su celda, haciendo penitencia y consumiéndose pasó el resto de su vida. Pidió a los superiores del convento, que nadie supiera de él, ni avisaran el día de su muerte. Mucho tiempo después, se supo su paradero y se incluyó en la leyenda de la Calle del Truco, admonitoria de lo que les depara el destino a los adoradores de Birján.

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EL CALLEJÓN DEL BESO Es noche de plenilunio. La linajuda ciudad de Santa Fe y Real de Minas de Guanajuato se baña con luz de luna, para que sus embrujados callejones luzcan su belleza escondida. La campana mayor lanza su quejumbre de bronce anunciando el toque de silencio. Es la hora propicia para que la abuela relate leyendas de fantasmas y aparecidos, y se rece el rosario de las Ánimas. La ronda pasa por la calle Real, provista de su farol de mecha, y de tiempo en tiempo anuncia las horas de la noche. El silencio es solemne, enmarcado en la pálida blancura de la luna. De repente, la soledad se llena de música tenue y arrobadora que lanza sus notas armoniosas en el callejón más estrecho de Guanajuato. Un laúd y un salterio se quejan al pie de una ventana llena de tiestos floridos. Una voz varonil canta una endecha, con acento apasionado. A la luz de la luna se destacan las figuras de tres jóvenes embozados en sus capas, que han ido a ofrecerle serenata a la criolla más hermosa de Guanajuato. Se llama María Teresa, de ojos gitanos, en cuya mirada se despiertan las auroras y se aduermen los ocasos. Sus dieciocho años de vida le dan ese derecho de lucir su belleza con la arrogancia de su coquetería que es natural en toda mujer bonita. El enamorado que ha ido a cantarle, acompañado de sus dos amigos, se llama Alfonso, es el primogénito de un rico minero que atesora sus caudales de miles de doblones en viejos arcones de hierro. Todas las noches en la solitaria callejuela, se escucha esa música al pie de la ventana de María Teresa, quien la recibe conmovida oyéndola detrás de las cortinas... Música deliciosa que la hace soñar en divinos idilios y dulces esperanzas, que han de trocarse en realidad para cuando tenga la dicha de poder concederle la primera cita de amor. Pero esa noche, después de que se apagan las notas de la canción, se entreabre la ventana y aparece el rostro angelical de ella. Don Alfonso se le acerca y le declara su cariño... Tantas noches que esperó ese momento para hablarle y decirle lo mucho que la quiere. Pero la entrevista es de breves instantes, suficientes para jurarse amor eterno.

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Ella es huérfana y está amparada con una tía que se desvive por complacerla en todo. Ella se imagina que es a María Teresa a quien le llevan música todas las noches, y desde luego le ha advertido que debe ser cauta para corresponderle a don Alfonso, porque se trata de un hombre rico, y ellas no igualan en fortuna. No obstante eso, las relaciones se formalizan, y noche a noche los idilios se suceden. A María Teresa la pretende un militar que ha jurado hacerla suya cueste lo que cueste. Se llama Fernando, y es Alférez del Regimiento Provincial que resguarda la Alcaldía de Guanajuato. Pero ella esquiva todo contacto con él, porque no lo quiere. Un poco más debajo de donde vive la hermosa muchacha de ojos gitanos, habita en un cuartucho una mujer a quien apodan “La Coyota”, porque se dedica a conseguir mujeres fáciles y a llevar y traer mensajes amorosos a quienes solicitan sus servicios. El Alférez la conoce, y desde luego la contrata para que lo tenga al tanto de las entrevistas de don Alfonso y María Teresa, quienes cada día se quieren más. El militar no acepta esos amores, y cuando comprende que es imposible poseer ese cariño, urde vengarse. Le paga con esplendidez a “La Coyota” para que los espíe de día y de noche, mientras él busca la forma de perjudicarlos. Días después, su padre le ordena a don Alfonso que debe realizar con urgencia un viaje a la Villa de Guadiana de la Nueva Vizcaya, donde también tiene negocios mineros, y su presencia es indispensable. Acuerdan la fecha en que debe partir, y se hacen los preparativos. Hay que salir muy de madrugada, pero ante todo, tiene que despedirse de María Teresa. La víspera del viaje, ha llovido a cántaros todo el día, y por la noche sigue una lluvia tupida y pertinaz, que no deja transitar a nadie por las calles. Pero urge salir a las tres de la mañana porque así lo requiere el caso. A las doce en punto don Alfonso se encuentra frente a la ventana de su prometida. Va envuelto en una capa española para evitar que el agua lo empape... Se acerca a la ventana y da tres golpecitos en la madera. Enseguida aparece María Teresa, notándole en su rostro resplandeciente de belleza, cierta expresión de tristeza, porque va a marcharse lejos de ella el hombre que es la adoración de su vida. Los momentos corren deprisa, pero ellos están embelesados con las palabras que se dicen y las caricias que se prodigan... Pero llega el instante de la separación, como son todos los instantes que anteceden a las despedidas: dolorosas y estrujantes. Por primera vez, don Alfonso le pide un beso, y María Teresa toda ruborosa, se lo concede... Es el primer hombre que la besa en su vida, con un beso divino y fascinante, donde se ha desbordado

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todo el amor que se profesan. Es caricia que estalla en estremecimientos, para sellar una pasión eterna. – Que este beso sea el juramento que me haces, de no querer a nadie más que a mí.. . Prométeme que esperarás mi regreso, para unir nuestras vidas para siempre -, le dice él. – Te lo juro, por este amor que te tengo y que es ya tuyo -, le contesta ella. La lluvia sigue cayendo sollozante y monótona... – Dime adiós con tu mano. Quiero llevarme la caricia de ella impresa en las mías... – y María Teresa la coloca entre las de él, que la llena de besos. – Entumida de frío por la lluvia está –, le dice. Y la coloca encima de su corazón. Al separarse, don Alfonso queda esperando que ella cierre la ventana. Los heliotropos y los jazmines exhalan su perfume, como despidiéndose de él. Al iniciar su regreso, advierte que cuatro sombras se dirigen a su encuentro, estorbándole el paso... Apenas tiene tiempo de sacar su espadín, cuando se le van encima con sus aceros descubiertos, entablándose un duelo desigual. Luchan con violencia. Las espadas al chocar producen un ruido lúgubre de muerte, y al final, rueda un hombre agonizante. Clarea la mañana. La lluvia ha cesado, pero antes, ha lavado la sangre del empedrado. En el cielo quedan jirones de nubes arropando los tintes de una aurora opalina. Las golondrinas cantan en el alféizar de la ventana donde hubo besos y despedida. María Teresa ha despertado, su primer pensamiento vuela en pos de don Alfonso, que tal vez a esas horas va galopando por la campiña rumbo a la Villa de Guadiana... A su recuerdo enciende una lamparilla de aceite para que alumbre la imagen de la Guadalupana, que ha de cuidarlo en su camino, y para que lo traiga pronto. Han transcurrido lentos seis meses, y María Teresa no recibe noticias de su ausente. Tal vez sus ocupaciones no le permiten escribirle, pero abriga la esperanza de que pronto regresará. En ese desatino está cuando un día recibe carta, donde le comunican gentes desconocidas, que don Alfonso fue asesinado por los indios tepehuanes del norte. La noticia le hace enloquecer de

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dolor y desesperación. Cree que la pena la matará si él no regresa, porque no podrá soportar esa tragedia. El padre de don Alfonso igualmente recibe la noticia de la muerte de su hijo, y ordena que dos de sus criados más fieles se trasladen a aquella lejana provincia para recabar informes. La tía le propone a María Teresa que viajen a la capital de Nueva España, para que el cambio de lugar mitigue un poco su dolor. Así lo hacen, y se radican en aquella ciudad durante veinte años, en cuyo transcurso de tiempo muere de tristeza el padre de don Alfonso, sin poder aclarar el misterio de la muerte de su hijo. Pasados esos años, un día María Teresa y su tía regresan a Guanajuato. Hay en ella cierta resignación. Su cabello pinta canas, y arrugas prematuras surcan su rostro, pero su belleza persiste a pesar de todo lo que ha sufrido. Don Fernando, el Alférez, al saber el regreso de María Teresa, vuelve a pretenderla; y ante la imposibilidad de recuperar el cariño de don Alfonso, le corresponde al militar. Con este triunfo, él le ofrece matrimonio, y al aceptarlo ella, se fija la fecha de los esponsales. La noche víspera del matrimonio, cuando María Teresa tiene en su casa el vestido blanco de novia que ha de lucir al día siguiente, llaman a su puerta. Es una mendiga la que la busca. La hace entrar, y en la penumbra de la sala, le confía su secreto. Le relata que, en sus años de pecadora la llamaron “La Coyota”. Que ella sabe quién mató a don Alfonso su prometido. Fueron cuatro soldados del Regimiento que comandaba el Alférez don Fernando. Que una noche lluviosa lo asesinaron a estocadas en ese callejón, después de la última entrevista... Que el cuerpo moribundo de don Alfonso fue escondido en la casa de “La Coyota”, hasta que falleció; habiéndolo sacado después para llevarlo a la mina de Maravillas, donde fue arrojado en el socavón... Que el Alférez fue el autor de ese crimen... Cuando la vieja mendiga terminó su relato, desapareció en la oscuridad de la callejuela. Con esa confesión, María Teresa revivió sus momentos de felicidad y sus años de tortura. Volvió a sentir todo el mal que le había hecho el destino y don Fernando. Anonadada quedó en un sillón, con la vista fija en la ventana donde había recibido el primer beso de su vida, y había jurado fidelidad en aquella noche lluviosa...

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Sería la medianoche, cuando vio junto a ella una sombra. Creyó que era una alucinación motivada por su estado de ánimo provocado por la impresión del sufrimiento que le renacía. Pero aquella sombra le habló: – María Teresa, vas a quebrantar el juramento que me hiciste aquella noche al darme un beso, de que no serías de nadie más que mía... Recuerda, que desde la eternidad te sigo amando y no permitiré que seas de nadie. Vengo por ti... María Teresa quiso detener esa sombra que le hablaba, para irse con ella al más allá, porque reconoció que era don Alfonso que volvía. Al levantarse del asiento para seguirlo, cayó al suelo, insensible, invadiendo a su cuerpo un temblor que la hacía estremecer. A la mañana siguiente, cuando la tía fue a despertarla para avisarle que allí estaba su prometido para ultimar todos los detalles del matrimonio que se celebraría ese día en el templo de San Diego de Alcántara, la encontró muerta. La sorpresa que le causó la confesión de “La Coyota”, de que el Alférez con el que se iba a desposar era nada menos que el autor del asesinato de don Alfonso, victimado frente a la ventana de su casa, fue lo que había motivado la muerte fulminante de ella, cuyo secreto se llevó a la tumba. El paso de los años fue borrando esa tragedia, pero como todos los dramas que trascienden al pueblo, toman el camino de la tradición y la leyenda, los vecinos de ese lugar aseguraban que en las noches de plenilunio del mes de enero, escuchaban una música deliciosa y fascinante, y en las noches lluviosas de junio veían cinco espectros con figura humana que luchaban con sus estoques, y al desvanecerse en las sombras esos fantasmas, quedaba flotando en el ambiente el eco doloroso de un lamento que exhalaba un cuerpo herido. Después, el silencio de la noche envolvía la callejuela. Este suceso dio origen para que a esos callejones se les llamara del Beso y de la Coyota.

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EL CALLEJÓN DE LA BUENA MUERTE

La vecina más simpática y más amable que vivía en la torcida callejuela que formaba una encrucijada y que se perdía entre los vericuetos de otros callejones que subían hasta el cerro, era una viejecita dulce y cariñosa que subsistía de la caridad pública. El único familiar que la acompañaba en la soledad de su vida y que para ella era un tesoro, era su nietecito, un chiquillo de seis años, vivaracho y juguetón, que siempre estaba a su lado, en los recorridos que hacía para pedir su limosna, y en las noches cuando se entregaban al reposo. Como ella, el niño andaba descalzo, pero a veces le hacían el regalo de algunos zapatos que le quedaban muy grandes, y en ocasiones chicos; pero él se sentía feliz porque con ellos el sol no le quemaba las plantas ni los guijarros desgarraban su carne, y sobre todo porque siempre iba de la mano de la abuela que lo llenaba de cariño, de ternura y de todo lo mejor que le daban las gentes caritativas para entretener su hambre. Los dos vestían ropa desgastada, llena de parches y remiendos, pero muy limpia, donde no se notaba ningún lamparón; y eso les hacía ganar la voluntad y la estima de quienes los socorrían. Los dos vivían en una pequeña casa donde sufrían fríos espantosos en invierno por no tener con qué cubrir sus cuerpos minados por los diarios ayunos. Ella lo acunaba en su regazo para que allí durmiera con menos frío. – Abuelita, - le decía el niño en las noches heladas y sin luz en el cuarto -. Abuelita, no quiero que te mueras ni te vayas de mi lado porque nadie como tú, me quiere... – y pasaba su mano por el rostro de ella, y al llegar a sus ojos, sentía que se le humedecían sus dedos. – Abuelita, se me figura que estás llorando. ¿Acaso es por lo que te digo que no te mueras? ¿Por qué estamos solos o te espanta la negrura de la noche? Y la viejecita de cabello nevado y de sonrisa dulce, le decía a su nieto que estaba rezando. – Entonces, rézale a mi mamá y a la virgen para que me la traiga otra vez; para que nos socorra y te deje vivir a mi lado muchos años. El pobre chiquillo no había conocido a su madre; cuando él nació, ella murió.

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En las noches, cuando el frío los despertaba y oían el aullido lastimero de los perros, el niño le preguntaba: – Oye los perros abuelita, tienen hambre y frío como nosotros, o tal vez vean pasar la muerte. La anciana no le contestaba, porque su pensamiento estaba lejos, fijo en la idea dolorosa de que si ella moría, ¡qué sería de su nieto!; y lo arrullaba estrechándolo en su corazón. Una noche sintió que la fiebre abrasaba el cuerpo de su muchachito; su aliento quemaba y su respiración era fatigada. En los desvaríos pronunciaba el nombre de ella. – Abuelita, no me dejes morir; no quiero dejarte sola... ¡Abrázame! Y la anciana invocaba a todos los santos de su devoción, para que le hicieran el milagro de que su niño viviera. – ¿Por qué, Señor, te quieres llevar al único tesoro de mi vida que tanto quiero? Dile a la Muerte que se lleve a los niños que son maltratados por sus padres; a los de los ricos que jamás han recibido una caricia; a los que están solos en el mundo y no tienen quién los quiera; pero que me deje al mío, que es todo mi encanto y mi alegría... La Muerte que rondaba allí cerca, con intenciones de llevárselo, se le apareció a la viejecita, diciéndole: – Tus ruegos me han conmovido. Yo venía por él, pero voy a dejártelo porque sé que sufrirás sin él... A cambio de esta dádiva que te hago, te voy a imponer una condición... ¿Aceptas? – La que sea, te la cumplo, - le contestó la abuelita. – Oye lo que te voy a exigir: a cambio de la vida de tu nieto, desde mañana no volverás a ver la luz del sol, porque quedarás ciega para siempre. ¿Lo aceptas? – Estoy conforme con lo que me exiges. Lo único que me atormentará estando ciega, es no volver a ver a mi muchachito... Y en el amanecer del nuevo día, el niño había recuperado su salud, y la pobre anciana había quedado ciega para siempre. Para salir a la calle, el chiquitín tuvo que servirle de lazarillo a la abuela que se sentía muy feliz. La gente al notarle la ceguera, se compadecía de los dos pobres seres que iban solos por el mundo, y eso dio motivo para que les aumentaran sus dádivas. En las noches hubo luz en la oscuridad, pan para su hambre y manta para su frío.

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La anciana se quedaba con sus ojos abiertos, mirando con la luz del alma las tinieblas de la noche de su destino eterno. Le pedía al niño que se le acercara, con objeto de recorrer con sus manos los contornos de su carita y su cuerpo, para volver a saber cómo era él. El niño ignoraba que la viejecita estuviera ciega, hasta que un día se dio cuenta que al caminar chocó con una pared y cayó al suelo, mientras él la había dejado sin apoyo por correr a recibir una limosna que le habían arrojado de un balcón. Entonces comprendió que estaba ciega, y se puso muy triste y lloró en silencio... Pero como toda felicidad y todo dolor tienen su final, ella enfermó, tal vez por lo vieja que estaba y por los padecimientos sufridos. El chiquitín no llegó a separarse de su lado, porque era mucho lo que la quería... – Abuelita, dime a quién le rezo para que te alivie pronto. No te mueras y me dejes solo... Y por los ojos de la viejecita, cubiertos de sombras y empañados por el hálito de la muerte, brotaban cristalinas lágrimas, y se le hacía un nudo en la garganta oírlo hablar. La anciana hizo un esfuerzo, y le contó algo de su vida. Cuando tú naciste, murió tu mamá, y desde ese momento estos brazos que ya no sirven para nada, te arrullaron todos los días y te estrecharon a cada momento. De pequeño eras muy llorón y desde luego me imaginé que te faltaba el calor y el cariño de tu madre, porque nadie puede reemplazar esos afectos. Cuando fuiste creciendo y diste los primeros pasos, me llené de alegría y de felicidad, y fui todavía más dichosa cuando tu primera palabra que pronunciaste fue MAMÁ. Cómo recuerdo ese momento, y por ello hubo fiesta en mi corazón porque todos los pobres que no tenemos dinero, hacemos nuestras fiestas acá adentro, donde guardamos el tesoro de nuestros sentimientos y el caudal de nuestras pequeñas alegrías... Todos los días al hacer mi recorrido por las calles para pedir mi caridad, te llevaba en mis brazos para que me acompañaras. Cuando sentía cansancio, nos sentábamos afuera del mercado, y allí seguía yo recibiendo la limosna bendita de la gente... Un día, una señora elegante te regaló muchos centavos y una canasta con dulces y fruta. Cuando recibí la dádiva, me dijo:

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– Cómo se parece su niño al que se me murió hace un año. Démelo para que viva a mi lado, y los quito de pobres. Pero yo no te quise dar, porque tú valías para mí, más que todo el oro del mundo... Fui egoísta con ella y contigo porque al darte la hubiera hecho muy feliz y a ti no te hubiera faltado ya nada. Obré en esa forma porque yo no quiero que te separes de mí, y me hubiera muerto al no volver a verte todos los días, después me arrepentí, pero ya no volví a verla... Dame tu mano para tenerla entre las mías. Quiero dormirme un rato porque me siento cansada, pero muy dichosa porque estás a mi lado... La viejecita se quedó dormida, su respiración era fatigada. El nieto también se quedó acurrucado, con sus manecitas enlazadas a las de su abuelita, para que la muerte no se la fuera a llevar de repente. En el sueño, ella volvió a ver a la Muerte. Allí estaba de nuevo con su ropaje negro y su figura siniestra y amenazadora. – Ahora sí, vengo por ti. El término de tu vida está llegando a su fin. Te faltan muy pocas horas para que concluya tu viaje por este mundo. Resígnate a morir. Estás muy vieja; tu tristeza y tu dolor necesitan ya descansar eternamente. Has vivido muchos años sin ninguna alegría, porque siempre has sido pobre, y en la pobreza no se encuentra nunca la felicidad... – ¡No, por Dios! No me lleves todavía. Espera que mi nietecito crezca más. ¿Qué va a ser de él sin mi cariño y mis cuidados? ... Si me llevas no volveré a verlo jamás... – Puedo dejarte la vida más tiempo, pero con una condición. – Dime ¿cuál? – Cegándole los ojos al niño... – Eso no lo acepto. No quiero verlo sufrir. A mí sométeme a todas las torturas y dame todos los castigos que merezca para conservar mi vida unos años más... Pero a él no quiero que le hagas ningún daño. – ¡Ah! Ya pensé lo que debo hacer. Como no quieres morir y dejarlo solito en el mundo, ni aceptas que lo haga ciego, me los puedo llevar a los dos, para que en la otra vida sean muy felices, estando juntos para siempre. La anciana se estremeció al oír esa proposición. Se quedó pensativa unos momentos, y luego dijo: – Acepto lo que me propones. Nada más te pido que nos lleves en este mismo instante en que mi nieto también está dormido, para que no sienta la muerte.

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– Trato hecho, - contestó la Pálida Enlutada, y extendiendo sus descarnados brazos arropó los dos cuerpos con su negro manto, para llevarse sus almas a lugares ignotos, donde la resurrección a la vida eterna es un enigma para la vida terrenal. La anciana y el niño quedaron silenciosos, con esa quietud resignada de los que se alejan de este mundo, sin haber tenido jamás un momento de felicidad... Quienes permanecieron despiertos después de la media noche, escucharon un doble misterioso de campanas, cuyo toque no se parecía a las de la parroquia, ni a ningunas otras de los demás templos de la ciudad. Enseguida oyeron un canto lejano, que se fue perdiendo poco a poco en el infinito del cielo... Cuando amaneció, las gentes madrugadoras se dieron cuenta que en el cuartucho habitado por la anciana mendiga, yacían dos cuerpos tendidos en el suelo, sin mortaja y sin velas. Eran los de ella y su nieto que habían muerto tal vez de hambre y de frío. Y como no hay nada oculto sobre la tierra, alguna de las vecinas propagó la versión de que la pobre vieja le había pedido a la muerte que se los llevara a los dos juntos al mismo tiempo, para quitarse de padecer. Que la muerte accedió a su ruego, y por eso murieron en el mismo momento. Al saberse esa noticia, el cuarto que les sirviera de habitación, fue visitado constantemente por todos aquellos desesperados de la vida, que deseaban al morir llevarse a sus seres queridos, para no dejarlos abandonados a su suerte, porque para los pobres es muy doloroso dejar huérfanos. De vez en cuando, la Muerte hacía su aparición en ese lugar. Su presencia la delataba el aullido de los perros callejeros en las noches oscuras y lluviosas. Las gentes que pasaban a esas horas por el cuarto en ruinas que habitara la anciana, advertían una sombra que les causaba espanto y horror, y eso los hacía apresurar el paso, para alejarse de esa aparición. El paso de los años fue borrando ese suceso, y en el mismo sitio donde estuvo el cuartucho que habitaron la anciana mendiga y el niño, los vecinos mandaron construir una capilla, donde empezaron a venerar una imagen a la que le pusieron por nombre Señor del Buen Viaje, en recuerdo de aquel rama conmovedor en que la miseria estrujó dos vidas anónimas.

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LA RODILLA DEL DIABLO

En la calle del Refugio, que después se llamó Tepetate y actualmente Aztecas, antiguamente había una piedra laja que embonaba perfectamente con una rodilla y que delimitaba la esquina con la actual calle de Obregón. Precisamente en esa calle del Refugio, que en aquel tiempo era un simple callejón obscuro que delimitaba una propiedad del convento de los padres Carmelitas y en donde no había ninguna construcción, sino sólo largas y tétricas tapias que arrancaban desde la calle de Atarjeas y Obregón, hasta terminar en lo que es hoy calle de Benito Juárez, antes Compañía Vieja, se propició una de las leyendas más conocidas y populares de Celaya. Se cuenta que un capataz de las obras de reconstrucción que realizaban los sacerdotes en la Celaya de entonces, tenía por costumbre elegir entre los candidatos a los mejores y más saludables hombres y para tal objeto y evitarse trabajos de elección, mandó poner la famosa piedra laja que daba la altura requerida de una persona físicamente bien constituida y a determinada distancia había dos hoyos en donde también debían embonar los dedos índice y pulgar y quien pasaba esta prueba, casi automáticamente estaba contratado por el capataz de marras. La gente decía que este consejo se lo había dado un capitán que un día se había aparecido en la obra, vistiendo una enorme capa dragona y cubriéndose el rostro con una parte de dicha capa que era de color negro. El capataz, ni tardo ni perezoso, aceptó tal consejo y ello le daba más tiempo de estar acostado tomando pulque y aguardiente. Dicen que, atenazado por la necesidad, un día llegó un jovencito, casi un niño, pero bien desarrollado, que dio las medidas perfectas en la piedra dicha y de inmediato empezó a trabajar; pero al no dar el rendimiento de la gente adulta, el capataz descargó su ira nacida de la embriaguez sobre la espalda y rostro del jovencito, destrozándole la nariz y dejándolo casi baldado del brazo izquierdo. Al ver los compañeros de trabajo que el muchacho ya estaba desfallecido, detuvieron el brazo del verdugo y en ese momento vieron un rostro desfigurado que tenía “espuma en la boca” y uno de los trabajadores le aventó un escapulario, que al tocar el cuerpo del malvado golpeador vieron que no era otra cosa que el capitán de la capa dragona, que al recibir el roce del escapulario inmediatamente echó a correr, perdiéndose por el lado norte de la ciudad.

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Todos se dedicaron a cuidar a la criatura y fue hasta entonces que vieron al capataz dormido, perdido de tanto embriagarse, y que ni cuenta se dio que el demonio lo había suplantado; y enterado que fue el sacerdote encargado de la obra, dio de baja al irresponsable capataz, bendijo la piedra y no hizo aprecio de la conseja que existía y por lo mismo no ordenó que se quitara de su lugar. La piedra estuvo por años y años y fue hasta 1960 cuando se empezó a lotificar el rumbo de Aztecas y la piedra fue quitada de su lugar y con ello se perdió la tradición de muchos niños, que para medir su valor acudían a medir su rodilla en la piedra y a meter los dedos en las hoquedades y hasta la gente adulta evitaba pasar por el lugar, pues no dejaba de sentir cierto escalofrío al recordar que según las consejas, la piedra que ahí existía la había puesto personalmente el diablo.

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Estado de la región del Pacífico sur, limita al Norte con los estados de México y de Morelos, al Noreste con el de Puebla, al Noroeste con el de Michoacán, al Suroeste con el estado de Oaxaca. La población total es de 3 079 649 habitantes (2000). La capital es Chilpancingo de los Bravos, con 192 947 habitantes (2000). Relieve montañoso, con la excepción de una estrecha franja costera. La sierra Madre del Sur (Teotepec, 3 703 m; Tlacotepec, 3 270 m), paralela a la costa, lo atraviesa de noroeste a suroeste. Entre esta cadena y la sierra de Taxco se extiende el valle del río Balsas. La costa, por lo general abrupta, aloja buenos puertos naturales (Acapulco). En la costa, el clima es tropical y muy húmedo; a medida que el terreno se eleva, se hace más moderado, llegando a ser muy frío en la sierra Madre del Sur. Los principales recursos son la agricultura y la minería. En la zona costera se cultiva café, copra, tabaco, plátano y ajonjolí, y en los valles del río Balsas y sus afluentes, maíz, caña de azúcar, frijol, algodón y palma. Existen yacimientos de oro, plata, cobre, mercurio, antimonio, hierro, zinc y carbón. La zona de Acapulco constituye un importante núcleo de atracción turística.

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LA TECAMPANA

Una enorme peña, al ser golpeada, emite un gran sonido semejante al de grandes campanas, pregonando la felicidad y el amor de dos príncipes indígenas que, por haberse amado, fueron maldecidos y convertidos en piedra que canta, según la siguiente leyenda Azteca... A la muerte del Rey Azteca Ahuizotl, que fue muy cruel, tenía que sucederlo en el trono su hijo el príncipe a quien llamaban Cuali; según los reglamentos, para poder llegar a ser emperador, Tecampa tenía que emprender la Guerra Florida y llevar lo que más se pudiera de prisioneros para ofrecerlos a sus dioses. Al toque de los teponaxtles emprendió su camino rumbo al sur de la capital azteca porque su meta era llegar a conquistar un pequeño reinado ubicado en el lugar llamado “Mexicapan” e incorporarlo al Imperio Azteca, para esto Tecampa venció a los pequeños pueblos de Alahuixtlán, Ixtlahuacatengo, Otzumba, Alpizafia e Ixcapaneca, logrando hacer bastantes prisioneros y así se lanza a Mexicapan; el jefe de Mexicapan llamado Texol, quien deseaba siempre vivir en paz junto con su hija Na, bella princesa de quince años que amaba mucho a su padre y era fiel al patriot ismo de su raza, se apresuró a alentar las trincheras de sus súbditos para vencer o a para morir en la pelea. Así se inició esta guerra que con macanas y escudos de los dos bandos defendieron cuerpo a cuerpo, pero en el campo de batalla caían unos y otros guerreros que no cedían a la derrota, pasando así día tras día sin que hubiera vencedor. El viejo Texol, con su habilidad, hizo cientos de bajas y el príncipe Tecampa igualmente derramó sangre en los campos de Mexicapan. Después de casi un mes, el pueblo no había sido vencido pero el invasor se apoderó de las fuentes de agua de Xuxitla, Texcalatla y Tecaltitlán, manantiales que surtían a los lugareños que, en esos momentos, morirían de sed. Había que reconquistar los manantiales aunque fuera a costa de sus vidas. La princesa Na, que siempre estaba al lado de su padre, le dijo:

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– “La vida de tus guerreros es más necesaria que la mía, yo voy por el agua para ti, para tu pueblo y para tus guerreros, ordena que me acompañen las doncellas que quieran sacrificarse conmigo”.

Varios oficiales que se dieron cuenta de la valentía y decisión de la princesa Na, se ofrecieron a acompañarla, pero el rey Texol de Mexicapan, después de haber meditado la propuesta, manifestó a sus generales que “era más valiosa la vida de un guerrero en estos momentos que la de su hija” a la que estrechó en sus brazos y le dijo: – “Ve por el agua y que Tláloc te salve”. Al otro día muy temprano la princesa Na con sus doncellas se dirigieron a la pila de Xuxitla y allí vio a un joven guerrero fuerte que contemplaba el infinito y al que le preguntó la princesa Na: – Señor, ¿tú eres rey de los Aztecas? – Sí, ¿qué quieres bella flor? – Deseo que a cambio de mi vida y la de estas doncellas nos des agua para mis compatriotas que se mueren de sed, yo sé que tú eres bueno, pues mi corazón me lo dice. En ese momento el rey Tecampa sintió gran amor por la bella Na y le preguntó su nombre. Enseguida le dijo: – Toma el agua que quieras y si algo vale para ti mi amor, mañana cuando salga el sol te espero en aquella elevación no para ofrecerte agua, sino mi corazón y mi sangre. Na suspiró y le dijo: – Gracias por tu bondad, llevaré el agua y mañana estaré en el lugar indicado. Al día siguiente, después de haberlo pensado mucho, se decidió a ir a la cita donde el rey la estaba esperando ansioso. Al verla, él corrió a encontrarla, la estrechó con pasión y le dijo:

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– “Mi bella Na, allá a la derecha de aquel volcán de Tolloaca, se encuentra mi poderoso Imperio Azteca que desde este momento te ofrezco para que juntos hagamos felices a nuestros pueblos”. Pero el padre de la princesa la siguió y se dio cuenta de que ella fue al encuentro con su más grande enemigo, quien había causado grandes pérdidas y, con el corazón destrozado y lleno de ira, les dijo: – Malditos sean los dos príncipes y convertidos en piedra serán. Inmediatamente los dos cuerpos se fundieron en una gran piedra y desde entonces Tecampa y Na están unidos para siempre y cuando alguna mano llega a tocar esa hermosa piedra, se escuchan las canciones de los dos príncipes enamorados como el más tierno sonido de campana.

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LA CUEVA DE LOS PIRATAS No lejos de Pie de la Cuesta había una cueva conocida por todos como Cueva de los Cuates: abertura hinchada que, poco a poco, iba estrechándose hasta perderse en los rellenos de guano. Era nido de murciélagos que gustaban volar en desbandada. Penetraba en ella – se nos advierte–, un pequeñísimo hilo de luz perdido en las tinieblas. Nadie, al parecer, se atrevía a entrar por temor a los gases que despedía el cerrado ambiente. Corrían tiempos de don Diego Álvarez, cuando dos hermanos gemelos originarios de la Costa Grande, se introdujeron en el camino real de Acapulco a Coyuca de Benítez, para despojar a los arrieros de sus pertenencias, las cuales escondían en la Cueva de los Piratas, también conocida con el nombre de “los maleantes”; es decir como la Cueva de los Cuates, palabra que proviene del náhuatl y que asigna a los hermanos mellizos. La Bahía de El Marqués – por Hernán Cortés, marqués del Valle de Oaxaca–, resultaba un punto estratégico ideal para los corsarios, que amenazaban continuamente la paz de los pobladores. En esa pequeña bahía desembarcó Jacobo un pirata asignado por sus compañeros para explorar el lugar. De su informe dependía la suerte de los bucaneros infatigables y codiciosos. El pirata se internó en el monte y atravesando el cerro de La Cumbre llegó a la ciudad, donde de inmediato se entregó a las autoridades locales, a las que no le quedó más que absolverlo por sus pasadas fechorías. Aquel pirata tomó la cuchara de albañil y buscó mujer: una mujer negra llamada Serapia, que llevaba comida a los peones de la construcción. La gente admiraba al arrepentido, sin imaginar que un día, volvería a sus antiguas costumbres. Sin mucho pensarlo, abandonó sus menesteres y partió a Puerto Marqués en busca de sus compañeros, ansiosos de escuchar sus informes.

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Abusando de la confianza de su gente, sustrajo del botín, tres cofres repletos de oro, los cuales condujo a Acapulco. Por supuesto que la miserable cabaña que el corsario compartía con Serapia, resultaba poco apropiada para guardar tan tremendo tesoro. A Jacobo se le ocurrió guardarlo en un mejor lugar: una cueva desconocida. Ya puestos de acuerdo, llegaron a la dichosa cueva donde guardaron cuidadosamente las arcas; mientras, de seguro, planeaban su maravilloso y rico futuro. Cuando Jacobo y Serapia se disponían a regresar al puerto, vislumbraron unos pequeños navíos, que creyeron venían en su busca. Los fugitivos, espantados de muerte, imaginaron terribles escenas de venganza. Jacobo, mientras su pareja dormía, enloquecido por la desesperación, le clavó una daga en el corazón. Tras sepultarla, a flor de tierra, debajo de un cofre, el aterrado pirata se quitó la vida cortándose las venas; mientras las naves, ajenas al drama, desaparecían a lo lejos. Durante la guerra de Independencia, cuenta la leyenda, un grupo de insurgentes penetraron en aquella cueva. Cuál no sería su sorpresa al encontrar tan sólo un cofre mohoso y dos osamentas. El resto del tesoro había desaparecido. Y para quienes gustan de historias de misterio, los lecheros que antiguamente entregaban la leche a caballo, solían contar que frente a la Cueva de los Piratas, aparecían dos figuras de ultratumba, empeñadas en mostrar el lugar donde yacen escondidos los otros dos cofres repletos de oro. Se dice que hacían esto para purgar sus penas en el mundo de los mortales.

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LA PANGA DE PLATA

Apenas llegó el gobernador Castellano al Fuerte de San Diego, tanto los mercaderes como los intermediarios, dieron un respiro de felicidad, ya que eso significaba el cese de injusticias y de altos impuestos para la mercancía llegada de Manila al puerto guerrerense. En señal de gratitud, el sobrino del virrey, con el pretexto de las ferias, y las familias porteñas organizaron tertulias íntimas, a las que acudieron los personajes más destacados. Todo mundo asistió, salvo una opulenta pareja, enemiga de saraos y tertulias. Por supuesto que tampoco asistió su joven y bella hija, la que no dejó de lamentar su suerte. La joven, que casi nunca salía a la calle, pasaba su tiempo en el jardín de la mansión paterna. Nadie la conocía y ella a nadie conocía. Tan sólo trataba con el negro jardinero, quizá descendiente de esclavos venidos de lejos. O tal vez nativo de la costa. Don José Manuel López Victoria nos advierte que, pronto, la doncella “abatida por las teorías familiares de sustraerse al contacto con gente extraña, se enamoró perdidamente del criado; el cual, como humano que era, olvidó fácilmente su abyecta condición y desde luego, su cerebro enfermizo concibió un perverso plan para hacerse dueño de la beldad, pues con su anuencia preparó la fuga de ambos, utilizando en efecto una panga pintada de blanco brilloso, que estaba varada en la playa de El Gato, dañada por las obras del malecón”. Lo que parece la descripción de una novela, fue real y tuvo lugar en el año 1767, a fines del siglo XVIII. Su fin, al parecer fue trágico: los amantes de dicha leyenda abordaron la embarcación en medio de una tormenta, lo que impidió que fueran vistos por propios o ajenos. Al torcer la orilla de El Grifo fueron sorprendidos por los vigilantes nocturnos. Temeroso de ser descubierto y enviado a las autoridades virreinales, el jardinero logró burlar a sus perseguidores. Pero después al parecer, gracia s al flujo de la luna, los age ntes fiscales lograron

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reconocer a la pareja de fugitivos. La joven, al sentirse descubierta, tapó su rostro con su pelo enmarañado. Los policías, sospechosos de algo fuera de lo común, redoblaron su velocidad a fin de darles alcance. Aunque el mar parecía tranquilo a la altura de Caleta, gracias a la protección de la Roqueta, la pequeña embarcación fue presa del tremendo oleaje: precisamente frente a la punta de las gaviotas, donde se forma la Boca Chica, una enorme ola alzó la panga para luego hundirla precipitadamente en la corriente con sus dos pasajeros a bordo. Los agentes de la Real Hacienda corrieron a informar a los padres de la doncella, quienes lloraron su muerte. Como a los ocho días de la funesta tormenta, apareció la panga destrozada en la Playita de Carmelita, escondida en un recodo de la isla. Sin embargo, nunca de los nuncas aparecieron los cuerpos de los amantes. Se cuenta que, desde entonces, en las noches nubladas y después de llover cuando la luna ilumina el oleaje de Boca Chica, se aparece una panga de plata, en la cual se proyectan las siluetas del esclavo negro y de la blanca doncella. No todos los marineros logran ver tal prodigio. Los que logran apreciar tan maravilloso espectáculo, son benditos entre los benditos y no hay día que no sean recompensados por una magnífica pesca, por un buen sustento para ellos y sus familiares.

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CHONTACOATLÁN

Nació una noche llena de luceros del costado de un barranco pegado a la cadena de desoladas y desnudas montañas. Sus primeros hilillos brotaron de la hendidura quedamente, con miedo, con rubor. ¡Qué esplendor de cielo! ¡Qué nítida claridad! Y él, que salía del claustro materno de la montaña, empezó a correr y a correr por entre los peñascos, por entre los guijarros, por entre la maleza, con una alegría de chicuelo sin vigilancia. Y tras ese día de su nacimiento fue creciendo y creciendo. Los días, los meses y los años pasaron y el pequeño se convirtió en un gran río al que se le llamó Chontacoatlán. Cuando llegó a adulto, de tanto mirar a la luna se enamoró de ella. Para él no había mayor felicidad que contemplar la hermosa cara de la señora de plata reflejándose en el espejo de su límpida corriente. Todas las noches esperaba con ansia de enamorado el momento en que la señora de algodón dejara su palacio, y seguida de su corte de luceros buscara el espejo de sus aguas para mirarse en ellas, en tanto que él suspiraba de pasión y su voz de enamorado era un dulce murmullo. Pero un día Chontacoatlán descubrió que su amada señora desfallecía de amor por el gran Sol. Aquello inquietó tanto al río que su faz, antes tan tranquila y apacible fue agitándose. Él no podía comprender cómo la señora de la Noche pudiera amar al gigante de Fuego.

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Y cuando se convenció que era verdad tanta desgracia, sus sollozos y sus gritos de rabia resonaron en el bosque, espantando a ciervos y pájaros. Un día Chontacoatlán no pudo más con su pena, y sin mucho pensarlo, al contemplar a la Luna que espiaba al Sol, cerró los párpados y lleno de cólera se golpeó contra la montaña y desgajando la roca se arrojó al abismo: ¡Jamás volvería a ver a la odiada ingrata! Allá, en la sombra, el amante despreciado se deslizaba sollozando. Los genios de la gruta se sorprendieron del intruso; pero luego, compadecidos de su desventura, empezaron a construirle un palacio subterráneo en el que pudiera vivir dignamente. Así empezaron por dar tintes azules a las piedras blancas, y con manos de orfebres cuajaron las gotitas de agua formando escalinatas de mármol, portadas labradas, salones con tronos, jardines con flores en tonos de iris. Para que olvidara su decepción, sólo para él, construyeron un salón de mármol negro, evitando así volviera a su mente el esplendor lunar. Además, para su recreo, forjaron fuentes monumentales y estancias donde la lluvia era constante e ininterrumpida, además de escalinatas de mármol azul. En el corazón de la oscuridad, los duendecillos, sus amigos, construyeron remansos de paz; cerrando los párpados, podía soñar con cosas bellas, en tanto que las cascadas le proporcionaban el sortilegio de una sinfonía. Todo lo mejor quisieron para él los genios protectores de la gruta, ya que le amaban mucho, pues hasta dispusieron playas de arena brillante como si fuera de cristal, para que allí pudieran bajar a beber los tigrillos, los cerdos salvajes y los venados, además de otros muchos animales ávidos de frescura. Por mucho tiempo, Chontacoatlán así vivió en la oscuridad, pero una noche quiso ver, sin ser visto, a la amada señora a quien no podía olvidar, por lo que les pidió a sus amigos los geniecillos abrieran una ventana por la que pudiera contemplar el cielo; ellos, compadecidos del amor imposible de su amigo, accedieron, por lo que bajo el Cerro de Corralejo construyeron una hermosa ventana que llamaron “Agua Brava”.

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Y para que la señora de la Noche pudiera bajar a bañarse en su límpida corriente, construyeron una majestuosa escalinata de piedra azul. Chontacoatlán, apasionado, muchas veces estaba apacible y tranquilo; pero en cambio otras, recordando lo imposible de su amor, se volvía arisco, callado y salvaje. Por eso, no pocas veces, trémulo de odio y celos, se tornaba colérico y asesino. Entonces desgraciado de aquel que arrojara piedras a su corriente, porque ciego de ira agitaba sus aguas, e impasible y cruel se cobraba una vida cada año, en venganza de los desdenes de la Señora Luna. Y así han pasado los siglos. Chontacoatlán, encerrado en su oscuro palacio, solloza y desborda sus celos y su odio en la oscuridad mientras su alma enamorada eternamente pena en el claustro de piedra.

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PÁJARO VERDE El rey mixteco Dicacañú (León Grande) y el rey Kacueña (Siete Lagartos) para consumar una alianza entre sus respectivos pueblos concertaron una boda entre el hijo del primero, el gallardo Tidacuy, Pájaro Verde, y la princesa Kesné, Flor de Ciruelo, hija del segundo. El príncipe mixteco no aceptó la mano de su noble prometida Flor de Ciruelo, porque había entregado secretamente su corazón a la bella Itayuta, Flor de Agua, hija predilecta de un esforzado capitán de su raza y leal servidor de su padre el rey “León Grande” Causó a éste tal disgusto la actitud rebelde de su hijo, que hizo llamar a sus hechiceros para ordenarles que con sus mágicas artes castigaran a Tidacuy. Los hechiceros del rey mixteco, convirtieron al príncipe en un hermoso pájaro de verde plumaje. Tidacuy, “Pájaro Verde”, cuando se vio en su nueva figura, avergonzado y triste se retiró a la selva a llorar su desgracia. Todas las aves de la montaña cuando lo conocieron y supieron la causa de su encantamiento, sintieron por él profunda simpatía y le construyeron su nido en lo más escondido del bosque. Y por las mañanas iban a saludarlo con sus trinos y a llevarle su tributo de golosinas y flores de la espesura. Poco tiempo después repentinamente murió el rey “León Grande” sin haber dispuesto sobre la suerte de su hijo Tidacuy, “Pájaro Verde”, quien continuó encantado en su residencia de frondas. La madre de Tidacuy, que también sufría por la desventura de éste, después de haber consultado con los ancianos de la Corte, fue a buscar a su hijo, a su silvestre morada y le dijo: – Tidacuy, hijo mío, porque me duele tu infortunio he venido a verte. Tu padre el rey ya no existe, y como no puedo restituirte a tu figura humana, he consultado con los magos de palacio qué es lo que hay que hacer para que vuelvas a tu forma primitiva. Me han contestado que para que esto se logre, tendrás que llenar trece vasijas con lágrimas; fabricar con plumas una alfombra de siete brazadas de ancho por otras tantas de largo; y llenar trece ánforas con la miel de las flores. Tal es el

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presente que llevarás a nuestros dioses con la condición, además, de acatar el mandato de tu padre uniéndote con Flor de Ciruelo, la hija del rey de Amialtepec. La noticia de las pruebas exigidas a “Pájaro Verde” para su transformación se extendió velozmente por todos los montes. Mientras tanto Tidacuy seguía alentando en su alma el amor por Itayuta, “Flor de Agua”, quien conocedora del terrible castigo impuesto a su príncipe, gemía y lo recordaba con ternura infinita. Él, para consolarla le envió con una paloma mensajera, su promesa de fidelidad. La madre de “Pájaro Verde” llevó sobre la cumbre de una loma trece vasijas y todas la tortolitas del bosque fueron a llorar para llenarlas con sus lágrimas. Las guacamayas y tucanes, las urracas y las garzas, todas las aves de primorosos colores, con sus picos, se arrancaron sus más hermosas plumas y tejieron la alfombra que habría de tapizar el fastuoso templo del dios “Corazón del Mundo”. Y una nube inmensa de colibríes volaron presurosos para recoger la miel de todas las flores de la selva y depositarla con sus picos en las pequeñas ánforas dispuestas para ese fin. Reunidas todas las ofrendas, la madre de “Pájaro Verde” y éste, se dirigieron al adoratorio de sus dioses y ella exclamó: – ¡Oh, “Corazón del Mundo”. ¡Aquí están los presentes que “Pájaro Verde” os entrega para que le ayudéis a recobrar su libertad! Trece cantarillos contienen las lágrimas de las tortolitas que han llorado la desgracia de Tidacuy; otros tantos están plenos del néctar de las flores y todas las aves del cielo se han arrancado sus plumas para formar con ellas la espléndida estera que habrá de cubrir las gradas de esta mansión. ¡Devolvedle a mi hijo su antigua forma!

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El prodigio se realizó; “Pájaro Verde” volvió a ser el apuesto mancebo que había sido antes de su castigo y los dioses, compadecidos de él, premiaron la lealtad de sus sentimientos, permitiéndole celebrar sus nupcias con Itayuta, “Flor de Agua”, la amada de su corazón. Tidacuy, con solemnísimas pompas y con júbilo de su pueblo que en él reconoció valiosas prendas morales, fue proclamado rey de Tututepec, antigua capital mixteca, cuyo nombre está íntimamente vinculado con esta leyenda que hasta hoy se conserva entre los habitantes de aquella región costeña del Pacífico.

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EL FRAILE Y EL ALACRÁN Don Lorenzo de Baena vivía feliz en México, donde sus riquezas eran considerables y nunca dejaban de aumentar, ya que apenas ponía sus miras en un nuevo negocio cuando éste se tornaba floreciente, aunque hasta aquel momento sólo hubiese acarreado sinsabores. Si a don Lorenzo se le ocurría traer un barco cargado de crujientes sedas de China, no parecía sino que todas las damas de la ciudad se ponían de acuerdo para comprarlas, y así sucedía, que, aún sin proponérselo, llegaba a triplicar sus ganancias. Vivía don Lorenzo feliz en una señorial y amplia casa con su esposa doña Catalina y con su hijo, un esbelto mocetón que empezaba a ayudarle en sus numerosos negocios. Pero, a pesar de sus muchas riquezas, su vida era sencilla, apropiada a su carácter bondadoso. Nadie, ni sus más íntimos, habían visto nunca irritado a don Lorenzo. Una tarde, mientras daba a su hijo Jorge últimas disposiciones sobre un cargamento de plata que éste iba a conducir hacia otras provincias, un criado entró a comunicarle la visita de unos mercaderes. Poco después éstos se encontraban ante él sin atreverse a hablar: – Vamos, decidme lo que deseáis – les animó don Lorenzo. Pero ellos apenas podían levantar la vista del suelo. Por fin, uno se decidió: – Don Lorenzo, le traemos una mala noticia. Tan mala, que casi no nos atrevemos a dársela. – Vamos, decídmela. – Pues verá; el barco de los perileros que vuestra merced compró, se ha hundido con todo su cargamento. Apenas si nos hemos podido salvar algunos hombres de los que allí íbamos. Don Lorenzo permaneció unos momentos callado. La noticia, efectivamente, era capaz de llenar de desesperación a otro hombre que no fuese del temple moral de él, pues el cargamento que traía el barco había costado muchos miles de pesos. Sin embargo, don Lorenzo supo sobreponerse a este infortunio y en los días siguientes continuó trabajando en sus negocios con el ánimo levantado, pues ponía en Dios toda su confianza. Poco después estaban terminados los preparativos del convoy

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cargado de plata que salió de México mandado por Jorge, su hijo. En el mismo día, como si los malos acontecimientos empezaran a sucederse, supo don Lorenzo que un barco suyo, cargado con sedas de la China que iba hacia el Perú donde ya tenía casi concertada su venta, había sido apresado por los piratas. Este nuevo revés de su fortuna causó impresión en el ánimo de don Lorenzo, pero su profundo sentido cristiano supo sobreponerse y siguió animoso, ofreciéndole a Dios los malos momentos de su vida y pidiéndole que le diese fuerzas para saberse resignar. Desde entonces, los días empezaron a transcurrir lentamente para don Lorenzo. Hasta que llegaron aquellos desastres, como todas las cosas le habían salido bien, no había sentido nunca temor alguno al emprenderlas; pero ahora, la idea de que a su hijo, que, por primera vez iba al frente de un convoy y había de pasar por tierras peligrosas, le pudiese suceder alguna desgracia, le traía desasosegado. Su vida, aparentemente, continuaba en la misma tranquilidad de antes, pero un pequeño sobresalto asomaba a sus ojos cada vez que le traían alguna novedad. Por fin, una mañana llegó un hombre con noticias del convoy. Don Lorenzo salió apresurado a recibirle: – Dígame, ¿salió todo bien? ¿Llegó el convoy a su destino con toda la plata? – No, don Lorenzo – contestó el mensajero–. Los indios... – Y el pobre hombre no acertaba a decir ni una palabra más. – Pero, ¿ y mi hijo? – preguntó don Lorenzo. – Los indios – seguía balbuciente el mensajero – nos atacaron... No se pudo salvar nada... – ¿Y mi hijo? Dígame la verdad – repetía don Lorenzo incesantemente, no queriendo dar crédito al silencio del mensajero. – ¿Es que ha muerto mi hijo? – volvió a preguntar. – Sí, don Lorenzo – contestó aquél mansamente–. Los indios eran fieros y bárbaros. No pudimos hacer nada por librar a don Jorge. Por un instante pareció que don Lorenzo iba a enloquecer; después se abatió resignadamente y como otro Job, ofreció a Dios su enorme sacrificio. Desde que doña Catalina supo lo ocurrido comenzó a vagar de un lado para otro del viejo caserón, ajena a lo que a su alrededor sucedía. Sus energías fuéronse apagando lentamente y la tristeza le arrebató la vida. Don Lorenzo no podía con tanto dolor, pero al fin empezó a resignarse. Desde entonces sus negocios fueron cada vez a peor, como si toda la suerte de que había gozado antes se la Dirección Técnica

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hubieran arrebatado de un soplo. Pero don Lorenzo tenía muchos amigos, no en vano había pasado su vida haciendo el bien a los demás, y esta sola idea le dio ánimo para seguir viviendo; ellos le ayudarían a rehacerse. Don Lorenzo estaba seguro de volver a su antigua fortuna. Llegó a tanto su necesidad, que se vio obligado a vender su casa, su vieja casa, con todos sus muebles. Entonces fue en busca de sus amigos; había llegado el momento. Llamó a una y otra puerta, en busca de éste y aquél, pero todas se le cerraron con veladas disculpas. Nadie quería la pobreza por amigo. Don Lorenzo seguía resignándose, ofreciéndole a Dios su penosa vida, confiando en su Divina Providencia. Una mañana se enteró don Lorenzo de que en San Diego de Acapulco estaba a punto de entrar un barco procedente de la China cargado de lacas, sedas y porcelanas de aquel país. El corazón se le agitó de gozo al saber la noticia. Allí había un negocio seguro. Con un poco de dinero, con sólo quinientos pesos que tuviese, podría comenzar a rehacer su fortuna. Pero ¿dónde estaban aquellos mínimos quinientos pesos? ¿Quién se los podría adelantar? Por su mente fueron pasando los ricos señorones de México, sus amigos de otros días, pero todos le habían cerrado sus casas y se habían negado a recibirle. ¿Quién podría darle los quinientos pesos? Entonces don Lorenzo se acordó de un frailecico del convento de San Diego; recordó que fray Anselmo estaba siempre dispuesto a ayudar a los necesitados y, sin pensarlo más, se encaminó hacia el convento que estaba un poco alejado. Ni por un instante pensó don Lorenzo en la pobreza de los frailes; sabía que fray Anselmo era caritativo y esto bastaba a su imaginación, que ya se complacía en verse con los quinientos pesos bien empleados en las sedas y lacas de China. Por fin, llegó al convento; con timidez tiró del cordoncillo de la campanilla y un suave tintineo s e extendió por los blanqueados claustros. Poco después, el hermano lego le preguntaba quedamente: – ¿Qué desea? – Quisiera ver a fray Anselmo – respondió don Lorenzo. – Ahora no está; él siempre anda aliviando las desgracias ajenas, pero, ¿quiere esperarle? No creo que tarde demasiado. Los ojos de don Lorenzo sonrieron gozosos. – Lo esperaré – contestó.

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No tardó mucho en aparecer fray Anselmo. Su rostro tenía un alegre cansancio, sus pies estaban llenos de polvo, su descolorido hábito se pegaba al enflaquecido cuerpo. – ¿Hace mucho que me espera, hermano? – preguntó a don Lorenzo- . Venga, venga a mi celda, allí podremos hablar. Don Lorenzo sonrió humildemente y siguió a fray Anselmo hasta su celda, una celda blanca y risueña bajo el sol de la mañana, pero llena de pobreza. – Siéntese, don Lorenzo – y fray Anselmo le indicó una sillita baja, la única que había en la celda, mientras él se sentaba sobre las tablas que le servían de cama. – Fray Anselmo, vengo a pedirle ayuda; ya sabrá todas las desgracias que me han sucedido. – Sí, hermano, sí – contestó el fraile –; y siempre me acuerdo de encomendar a Dios a su mujer y a su hijo. – Padre, no hay nadie que quiera ayudarme, nadie hay en quien pueda poner mi esperanza, ayúdeme – dijo don Lorenzo. – ¿Cómo puedo yo ayudarle? – Fray Anselmo, necesito un poco de dinero, no demasiado. Sé que va a llegar de un día para otro un barco que viene de la China cargado de porcelanas, de sedas que son una maravilla. Ahí está mi última oportunidad. Si pudiese comprar algunas de ellas comerciaría rápidamente y sería el comienzo de mi fortuna. Ayúdeme, padre; es un negocio que no puede fallar. – ¿Y dice, hermano, que no necesita mucho dinero? – No mucho – contestó don Lorenzo–, con quinientos pesos podría empezar de nuevo y salir de esta miseria. – ¡Quinientos pesos! ¡Ay don Lorenzo! Quinientos pesos son toda una fortuna para este pobre fraile. Don Lorenzo bajó la vista ante estas palabras. Todo su entusiasmo, toda la energía de que se sentía capaz desaparecieron y la pobreza de la celda de fray Anselmo se puso de relieve ante sus ojos. – Entonces... padre... – musitó apenas. – Ya ve, hermano, que nada tengo – contestó fray Anselmo –, todo lo he dado. Un hábito nuevo tuve hace poco, pero, ¡hay tantas necesidades por el mundo! Se lo entregué a un pobrecito y volví a ponerme éste que aún sirve. ¿De dónde voy a sacar yo quinientos pesos?

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El pobre fraile se acongojaba, la caridad de su corazón era inmensa, pero carecía de bienes materiales. Miraba a don Lorenzo abatido por la desgracia y quería ayudarle, pero por más vueltas que daba en su cabeza, no veía el modo de hacerlo. Don Lorenzo se levantó apagadamente de la sillita y dijo: – Perdóneme, padre; he de irme. Ya comprendo que nada puede hacerse por mí. – No, no se vaya aún – contestó el farile –; tiene que haber alguna solución. Tiene que haber algún medio. ¡Señor, ayúdanos! Los ojos de fray Anselmo se alzaron hasta el crucifijo que presidía la celda. En aquel momento vio un alacrán que empezaba a ascender lentamente por la encalada pared. Fray Anselmo lo cogió cuidadosamente y lo envolvió en un trozo de burda tela. Don Lorenzo miraba todos los movimientos del fraile sin acertar a pensar por qué hacía todo aquello. La voz humilde y cantarina de fray Anselmo le sacó de sus pensamientos: – Tenga hermano, no hay otra cosa que darle. Llévelo al Monte de Piedad y con lo que le den por él podrá negociar. – Pero, fray Anselmo, ¿he de llevar el alacrán? – preguntó don Lorenzo asombrado. – Sí, hermano – repuso el fraile –, ya ve que no tengo otra cosa. Ande, vaya como le he dicho, y en tanto pida a Dios por mí. Salió don Lorenzo del silencioso convento y la puerta se cerró suavemente tras él mientras miraba pensativo el trozo de tela en el que iba envuelto el rubio alacrán. Empezó a caminar hacia su casa a la vez que la cabeza le bullía por el inesperado regalo. ¿Cómo iba a empeñar aquel animalito? ¿Es que hasta el bondadoso fray Anselmo quería burlarse de él? No, no podía ser. Por fin, se decidió a hacer lo que el fraile le había mandado. Despacio, lleno de temor, se encaminó hacia el Monte de Piedad y cuando quiso darse cuenta estaba ante una ventanilla y un empleado le preguntaba: – ¿Qué desea? Don Lorenzo alargó el pequeño envoltorio sin atreverse a levantar los ojos del suelo. ¿Qué sucedería? ¿Era necesario que pasara por una humillación tan grande? ¿No bastaba, acaso, la serie de sufrimientos que estaba padeciendo? Hubo unos momentos de silencio penoso para don Lorenzo; al fin oyó al empleado: – ¡Qué maravilla!

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Don Lorenzo levantó lentamente la vista y sus ojos se llenaron de estupor. En las manos de aquel hombre había un alacrán de filigrana de oro engastado de pedrería: suaves topacios, transparentes brillantes, intensos rubíes y pálidas esmeraldas. El empleado le dijo: – ¿Cuánto quiere por él? Pero don Lorenzo estaba tan lleno de asombro que no podía contestar. – Le daré tres mil pesos, si le parece bien – volvió aquél a decir. – Sí, sí – contestó apenas don Lorenzo –. Está bien. Recibió el dinero y, lleno de asombrado regocijo, salió de allí y se fue a su casa. La cabeza le daba vueltas y aún temía que todo fuese un sueño. Pero no, el dinero estaba allí y si quería negociar en San Diego de Acapulco no podía perder el tiempo. Don Lorenzo se sintió renacer, y la visión de los negocios que antes le habían dado fama y riqueza volvió lúcida a su mente. El barco acababa de atracar en el puerto cuando don Lorenzo llegó. Pudo comprar todo lo que quiso; sus baúles se llenaron de frescas y resbaladizas sedas, de brillantes damascos, de transparentes porcelanas. Volvió rápidamente a México y puso a la venta todas aquellas maravillas. Las vendió mucho antes de lo que había sospechado y le dejaron enormes ganancias. Desde aquel momento, el dinero pareció crecerle en las manos. Lo empleaba aquí y allá; tan pronto era un cargamento de maíz, como en valiosas especies de canela y azafrán o en barricas de vino espeso. Los negocios volvían a ser prósperos siempre que él estaba por medio. Don Lorenzo se hizo rico nuevamente, los amigos que le habían abandonado volvieron a él, todo florecía a su alrededor, pero no pudo tener nunca más la felicidad que le daban el sosiego de doña Catalina y la alegría juvenil y vigorosa de su hijo. Cuando don Lorenzo vio en marcha nuevamente todos sus negocios fue inmediatamente al Monte de Piedad. Tenía que desempeñar el alacrán de oro y llevárselo a fray Anselmo a quien seguramente – pensaba don Lorenzo – le serviría para remediar muchos males. Don Lorenzo llegó allí e hizo la petición de la preciada joya. Cuando el empleado la tuvo de nuevo en sus manos no pudo menos de volverse a maravillar de tanta hermosura. Don Lorenzo la contemplaba feliz y no veía el modo de verse con ella en la celda de fray Anselmo. Pagó el rescate del alacrán, lo Dirección Técnica

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envolvió cuidadosamente en un trozo de brillante damasco y voló hasta el convento de San Diego. Poco después se encontraba en la celda del frailecico. – ¿Cómo le ha ido, hermano? – le preguntó fray Anselmo. – Padre, no sé cómo darle las gracias. Vuestra reverencia trajo la bendición del Cielo sobre mí. Todo ha vuelto a ser como antes ... Gracias, fray Anselmo. Aquí le traigo de nuevo el alacrán que me dio. Padre, pídame lo que quiera, a vuestra reverencia se lo debo todo. – No, hermano – contestó fray Anselmo –, no saque las cosas de su sitio. Dios, sin duda, quiso probarle entonces, ha visto la bondad de su corazón y lo premia nuevamente. – Está bien, padre, si usted lo cree así. Pero aquí tiene el alacrán, suyo es de nuevo. Fray Anselmo cogió el envoltorio que don Lorenzo le ofrecía y lo desenvolvió cuidadosamente. Por un momento centellaron a la viva luz del sol las piedras preciosas del alacrán de oro. Fray Anselmo lo cogió con ternura y lo miró amorosamente. Se volvió hacia la pared de donde lo había cogido y, poniéndolo en el mismo sitio de donde lo tomó, le dijo: – Sigue tu camino, criaturita de Dios. Y el brillante alacrán, ante la atónita mirada de don Lorenzo, apagó repentinamente su refulgente pedrería y comenzó a caminar lentamente por la encalada pared de la celda.

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Estado del centro, limita al Norte con el estado de San Luis Potosí, al Este con los de Veracruz y Puebla, al Oeste con el de Querétaro y al Sur con los de México y Tlaxcala. La población total del estado es de 2 235 591 habitantes (2000). Su capital, Pachuca, tiene 245 208 habitantes (2000). El norte (Altiplanicie Mexicana) presenta una zona de llanos en el noreste. El sur está ocupado por la sierra de Pachuca (Navajas, 3 212 m) y por la sierra Madre Oriental. el clima es templado en general y frío en las cumbres. Las lluvias son moderadas, menos en un sector, al noroeste de Pachuca, donde las lluvias no llegan a los 200 mm anuales. Abundan los bosques de pinos hasta los 3 000 m y en las zonas más frías los de pinos y encinas. Hidalgo es uno de los primeros productores de plata de México; además, se explotan yacimientos de oro. La agricultura se basa en el cultivo de alfalfa, caña de azúcar, cebada, frijol, tabaco y café; además de frutales, hortalizas y maíz en algunos valles. También destaca la producción de madera y la cría de bovinos, caprinos y ovinos. La industria, en general, está en vías de desarrollo, siendo las más importantes las del cemento, construcción de carros de ferrocarril y autobuses.

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QUETZALCÓATL

Hace como mil años que apareció entre los antiguos indios de nuestro país un personaje misterioso cuya procedencia jamás se supo de un modo verdadero, pues la única noticia que de él se tuvo fue que apareció por el mar. Era, pues, un extranjero. Las crónicas antiguas lo pintan diciendo que “era hombre blanco, crecido de cuerpo, ancha frente, los ojos grandes, los cabellos largos y negros, la barba grande y redonda”. Se presentó en una ciudad llamada Tolan (Tula), siendo muy bien recibido por el rey y los vasallos. Quién sabe cómo se llamaría. Pero él adoptó el no mbre de un dios antiguo, llamándose Quetzalcóatl, que quiere decir “culebra de plumas de quetzal”. Con este nombre indígena ha pasado en la tradició n y en las crónicas hasta nuestros días. Era un hombre muy inteligente y entendido en muchas artes y ciencias, por lo cual muy pronto lo tuvieron los toltecas (así se llamaban los habitantes de Tolan) en grande y merecida estima. Era enemigo de los sacrificios humanos. Apenas si consentía en que mataran en los altares de los dioses culebras y mariposas; pero decía que la mejor ofrenda a la divinidad co nsistía en pan, flores y perfumes. Era modelo de buenas costumbres. Su vida toda se nos presenta como un dechado de pureza y ho nradez. Tanto le respetaban y veneraban, que hasta los enemigos del reino iban en peregrinación a visitarlo y co nsultarle. Sin ser rey, mandaba co mo rey le obedecían como a rey.

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Cuentan que él enseñó a los toltecas el oficio de la platería y a labrar las piedras preciosas. Acumuló inmensas riquezas. Tenía casas de plata, de esmeraldas, de turquesas, de concha, de corales y de plumas finas. En ellas oraba, ayunaba y hacía penitencia. Llegó a ser un sacerdote, un pontífice. Su permanencia en Tolan marca una época de prosperidad para todo el reino. Fue la edad de la abundancia. Las calabazas eran muy gordas, de una braza en redondo, las mazorcas eran tan grandes que una sola tenía que llevarse abrazada. Las verdolagas crecían co mo árboles. El algodón nacía de todos colores. Y había aves de todas clases, de pluma rica, y de cantar dulce y melodioso. Quetzalcóatl, al oponerse a los sacrificios humanos, no hacía más que co mbatir la religión nacio nal. Tuvo muchos discípulos que adoptaron sus doctrinas, creyendo en él; pero se concitó también muchas enemistades: los sacerdotes estaban en su contra y le odiaban. No se presentaba en público, pues casi siempre se hallaba en silencio y retiro, bien guardado en las sombras de sus casas de oració n, en donde había puesto, para evitar lo distrajeran, a unos pajes y lacayos que tenían especial cuidado en abrir y cerrar las habitaciones y salas de oficios. Sin embargo, los dioses antiguos, viendo en él a un enemigo formidable que estaba ganando mucho terreno, procuraron perturbarlo y hacerlo pecar como Yappan. Si nada habían logrado hasta ento nces, de debía a que no habían puesto toda su diligencia en la lucha. Congregados en lo alto de los cielos, discutieron el plan de campaña. – Tú, - le dijeron a Tetzcatlipoca -, te encargarás de mortificar, burlar y escarnecer a ese sacerdote extranjero llamado Quetzalcóatl. – Cumpliré fielmente vuestro decreto -, contestó el poderoso dios de negro cutis.

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Tetzcatlipoca bajó ento nces a la tierra por el hilo de una araña y se presentó disfrazado de forastero en una de las casas de retiro de Quetzalcóatl. – Comenzaré por burlarme de él –, se dijo para sí el dios. Y se anunció pidiendo audiencia. – Decid al gran sacerdote que aquí está un forastero que desea hablarle. Agregad que traigo un retrato suyo que enseñarle. Después de dos recados logró ser introducido a presencia del sabio. – ¿De dónde vienes, forastero? – Vengo de Nonoalco. – ¿Estarás muy cansado? Siéntate; bienvenido seas. ¿Cuál es mi imagen? Muéstramela para que yo la vea. Tetzcatlipoca sacó un espejo y se lo presentó diciéndo le: – Reconócete, señor. Quetzalcóatl se contempló un instante y arrojó con espanto el espejo. Se había visto la cara toda llena de arrugas y llagas. – ¿Cómo es posible que me vean los toltecas con calma? ¿No deberán con razón huir de mí? ¡Mi figura es espantosa! ¡Ya nadie me verá; aquí permaneceré encerrado para siempre! Tetzcatlipoca, al oír esto último, se desconcertó un poco, pues comprendió que no logr aría que en esas fachas se presentase en Tolan, que era su propósito, pues quería escarnecerlo. – Yo te arreglaré y te compo ndré para que te vean –, le dijo.

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Llamó a unos artistas muy hábiles, y en un santiamén lo transformaron en todo un buen mozo. Concluido el aseo, le presentaron el espejo y sonrió de satisfacció n. En co nsecuencia decidió mostrarse en público. Y se encaminó a Tolan. Tetzcatlipoca se fue a un pueblo y mandó cocer quelites, tomates, chiles, ejo tes y elotes; mandó sacar pulque de unos buenos y finos magueyes y guisar una sabrosa y apetitosa co mida. Dirigióse también a Tolan, aco mpañado de algunos dioses. Llegados allí, suplicaron les permitieran ver y hablar a Quetzalcóatl. Después de cuatro recados consiguieron entrar. Lo saludaron y le ofrecieron galantemente la co mida que llevaban preparada. El sacerdote comió con gran co ntento. El chile estaba muy picoso, pero sabroso. – Bebed pulque –, le dijeron los visitantes. – Estoy enfermo y me puede hacer daño –, respondió él. – Tomad aunque sea un poquito, señor. Está muy fresco y agradable. – ¡No, no! Me puede hacer perder el juicio y hasta matarme. – Todo lo contrario, ¡oh sabio sacerdote! Probad aunque sea con el dedo; veréis qué delicioso es y cuan fortificante; os dará ánimo y restaurará vuestras fuerzas. Quetzalcóatl probó al fin co n el dedo. – Es verdad que está bueno – dijo –. Servidme, pues, un poquito. Tomó y vo lvió a to mar, y así hasta por cinco veces. Se sintió lleno de vigor y alegría, imaginándose joven. – Servidme más, amigos míos- volvió a decir –. Pero también to mad vosotros.

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Ellos to maron y se embriagaron todos. – ¡Oh sacerdote sabio! – dijéronle –. Cántanos un cantar. Quetzalcóatl, que estaba beodo, cantó de esta manera: Dicen que voy a dejar mis casas de plata y oro ¡Bah! ¡Yo nunca mi tesoro he pensado abandonar! En medio de la borrachera y el placer, se acordó de una bella señora, amiga suya, y la mandó llamar. Llegó ella y también bebió pulque hasta embriagarse. Quetzalcóatl, cada vez más entusiasmado, volvió a levantar su canto diciendo: ¡Este sabroso licor bebamos, esposa mía! ¡Él aumenta mi alegría, él reverdece mi amor! Perdida ya la razón, los dos hablaron y cantaron disparates. Cayéronse al suelo sin sentido y se durmieron. Pero al día siguiente, al despertar, recordaron los dos las torpes escenas de la víspera. Se pusieron tristes y su corazón se comprimió de vergüenza y de pesar. Quetzalcóatl dijo: “Me he embriagado, he delinquido: nada podrá borrar la mancha que ha oscurecido mi nombre y mi sacerdocio”.

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Y se puso a entonar un canto de profunda tristeza. Sus remordimientos fueron muy grandes, su angustia no tenía límites. Nadie se atrevía a consolarlo ni a alentarlo. Lloró amargamente. – Es preciso que yo me vaya de Tolan – dijo un día –. Aquí no puedo vivir más. Mandó hacer un sepulcro y se acostó en él por cuatro días como un muerto. Melancó licos pensamientos le acompañaron en aquel fúnebre retiro: quería tener la imagen de la muerte. Salió y dispuso su viaje. Enterró sus riquezas, quemó sus casas, dio libertad a los pájaros y precedido de músicos flautistas para entretener la pena, se alejó para siempre de la ingrata ciudad. ¡Había vencido Tetzcatlipoca! Por el camino iba obrando prodigios. Tiró piedras a un árbol y las hundió en el tronco. Se sentó en una piedra y dejó en ella señalado su cuerpo y manos. Disparó una flecha a un pochote (ceiba) y atravesó el tronco con ella. Jugó pelota y rayó el suelo; la raya se convirtió en barranco. Al pasar por la Sierra Nevada, por entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, se le murieron de frío sus compañeros y discípulos. Se detuvo veinte años en Cholula. Pero también de allí se fue triste y desalentado. Llegó al mar, y vio en el agua su imagen, que tadavía era hermosa. Encendió una grande y poderosa hoguera. Se vistió lujosamente y se adornó con oro y piedras preciosas. Contempló el mar, por donde había llegado, y suspiró ho ndamente.

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La hoguera estaba en toda su fuerza con altas llamas. Y en ella se arrojó valerosamente para morir... Las aves más hermosas acudieron a presenciar el sacrificio de aquel hombre misterioso y bueno, de aquel sacerdote sabio que había huido de Tolan, la ciudad ingrata... Allí estaban los pajaritos rojos, los azules, los tornasolados, los verdes, color de esmerald a, y los amarillos, color de oro. Acudieron también los pajaritos cantores, y gorjearon de tristeza... Luego que en la hoguera no quedaron más que llamas, cuando Quetzalcóatl quedó completamente consumido, las cenizas de su corazón se agitaron, se removie ron con un temblor extraño y se abrieron suavemente para dar salida a una cosa que resplandecía, ¡a una estrella! ¡Su espíritu se había convertido en astro! La estrella subió, subió majestuosamente como un globo de diamante y se pegó en el cielo. ¡Aquella estrella fue el lucero de la tarde! Así acabó su vida aquel extranjero misterioso que vivió entre los toltecas y que dejó esta profecía: – “Andando el tiempo, vendrán por la mar, por donde sale el sol, unos ho mbres blancos y barbados como yo, derribarán los dioses y serán los señores de estas tierras”.

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LAS MONJAS En el M ineral de El Chico, distante unos 15 kiló metros de Pachuca, en la cumbre de un empinado cerro existen unos enormes mo nolitos que, vistos a distancia, simulan los cuerpos de unas mo njas en oración. En efecto, tales mono litos son conocidos con el no mbre de las Monjas del Chico. Y cuenta la leyenda que una vez, hace ya muchos años, unas jóvenes bellas tuvieron un desliz pecaminoso y que, naturalmente, sus padres las encerraron en calidad de religiosas en la iglesia del pueblo. Para que purgaran sus culpas, se les encerró, cortándo les toda co municació n con el mundo y se les impusieron los más duros castigos. Y dicen que una noche, en que todo el mundo dormía, aquellas audaces pecadoras concibieron la idea de fugarse de la prisió n escalando al efecto las tapias de la iglesia, y atravesando el oscuro pueblo se internaron en el monte. Y que, andando a la ventura, saltando arroyos y cruzando cañadas y vericuetos, unos mo mentos animosas y otros arrepentidas de su fuga, el nuevo día las sorprendió en la cúspide del mo nte y que allí, postradas de rodillas, imploraban la protecció n divina cuando se les apareció Lucifer, invitándolas a que se marcharan co n él. Ellas, aterrorizadas, seguían orando, cuando un ángel descendió del cielo haciendo desaparecer al diablo, fulminó una maldició n terrible sobre las pecadoras y las co nvirtió en inmensas mo les de granito. Algunos piadosos lugareños han llevado a la Niña (imagen de la Virgen) sobre sus espaldas, pero en cuanto empiezan a bajar por la falda del mo nte, oyen a sus espaldas ruidos infernales, ayes lastimeros, azotes, rugidos de fieras y ruidos de cadenas, de dinero, de piedras que se desprenden; vuelven la cabeza y la niña desaparece y con ello la salvació n de las monjas.

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Muchos han habido que, sobreponiéndose al pavor y sin poner atención a los extraños ruidos, han llegado con la Niña a cuestas hasta el pie del mo nte, pero al entrar al pueblo sienten centuplicarse el peso de su preciosa carga y la oyen quejarse lastimeramente, y al volver la cara la esperanza de salvació n queda fallida. Esta es la leyenda extraña que se cuenta de los hermosos mono litos que coronan la cúspide del mo nte en el pintoresco Mineral de El Chico.

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LOS FRAILES En el camino que co nduce de la capital del Estado a la población de Actopan, existen unos inmensos mo nolitos coronando la cúspide de un cerro, que dan la ilusión de ser unos religiosos con hábito. Y de ellos cuentan una extraña leyenda los viejos moradores del lugar. Dicen que en la época pasada, cuando a principios de la do minació n españo la llegaron al lugar algunos frailes franciscanos a someter a los pueblos y a convertir a los indios a la religión católica, los primeros de ellos fueron dos monjes jóvenes, de buena figura y ardiente temperamento, los que, olvidándose de su sagrada investidura y haciendo escarnio de sus doctrinas, se dedicaron co mo sátiros a seducir y violar doncellas. Sucedió que un día, al darse cuenta el pueblo de la infamia y la burla de que estaba siendo víctima por parte de los malos frailes, se sublevó contra ellos. Fue la multitud de indignados indios a buscarlos en el lugar en do nde se hospedaban, co n ánimo de castigarlos, pero allí se informaron que los religiosos, tal vez avisados, habían salido de la població n huyendo de sus perseguidores. Salieron por atajos y barrancos en busca de los burladores y ya al atardecer los divisaron ascendiendo por la escabrosa falda de la mo ntaña. Allá fueron tras ellos, pero cerró la noche y al llegar los enfurecidos indios a la cima de la mo ntaña, oyeron un pavoroso estruendo, una chispa gigantesca se desprendió del cielo y los indios huyeron amedrentados en dirección al poblado. Desde el día siguiente vieron la cúspide de la mo ntaña coronada por los frailes, a quienes la Majestad Divina castigó convirtiéndolos en inmensas mo les graníticas. Es esta la curiosa y fantástica leyenda que los viejos moradores de Actopan relatan de los caprichosos mono litos conocidos con el nombre de Los Frailes.

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LA REINA XÓCHITL

Iniciaba el primer milenio de nuestra era. Los toltecas estaban en pleno desarrollo social en la ciudad de Tula, Hidalgo, donde se erigían resplandecientes palacios y templos que ofrendaban a sus principales dioses. En torno a ellos se extendían pequeñas chozas en que habitaban las más fieles familias dedicadas al campo. Toda la gente vivía bajo el poder del joven rey Papantz in. Se decía que este rey padecía de una extraña enfermedad y que probablemente mor iría pronto. Magos, sacerdotes y astrólogos, por más que consultaban a sus dioses, no encontraban el remedio para aliviarlo. Hubo ento nces una joven y bella india llamada Xóchitl (flor), la cual había extraído junto con su padre, Tepehuetl, un licor blanquecino y ligeramente acidulado, espumoso y grato, del corazón de un metl (maguey) de su propio huerto. Al saber el mal estado en que se encontraba el rey de los to ltecas, Xóchitl se hizo acompañar de su padre para presentarse en el palacio del enfermo y ofrecerle en una xicalli (jícara) esa bebida babosa (viscosa). Bien peinada y vestida, Xóchitl se acercó al trono con la espumosa jícara en las manos. Papantz in, consintiendo los consejos de sus súbditos, probó el líquido que le ofrecía la doncella y le supo agradable, teniendo parabienes para Xóchitl y su padre. Como el licor no tenía un no mbre preciso, se convino allí mismo no mbrarlo octli (vino). Cuanto más bebía el rey, se sentía más alegre y altivo, olvidando su extraña enfermedad. Al mismo tiempo no quitaba los ojos de la bella muchacha y se enamoró de ella, como hoy se dice, a primera vista, y junto con ella celebraba el descubrimiento del néctar del maguey. Los de la corte también lo probaron y todos celebraron la hermosura de la gentil descubridora. La leyenda cuenta que el soberbio Papantzin ya estaba unido co n una reina y, por lo tanto, tuvo que raptar a la bella Xóchitl para amarla a escondidas. Así pasaron muchos años hasta que falleció su mujer legítima, y el rey aprovechó el mo mento para que su nueva amada reinara en Tula. Por eso se dice que antes de ser reina, Xóchitl ya había inventado el neutli (pulque).

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Papantz in y Xóchitl ya habían procreado un hijo antes de unirse legalmente: lo llamaron Meconetzin (Hijo del maguey), y a favor de aquel príncipe bastardo abdicó el rey el trono cuando ya había muerto su primera mujer. Se cambió el heredero del trono su nombre por Topiltzin y, según los astrólogos que lo examinaron, entre ellos Huémac, venía al mundo con mala suerte, aunque su no mbre significaba el justiciero, y se pronosticaba que bajo su reinado sería destruido el imperio de Tula. Y así sucedió porque los to ltecas, abusando de la bebida descubierta por Xóchitl, olvidaban en su ebriedad los deberes cívicos y profanaban los templos de los dioses. Sobrevinieron muchas calamidades, entre ellas una horrenda lluvia de sapos que destruyó las sementeras; plagas de langosta, gusaneras, heladas y temporales que devastaban las magueyeras, a lo que siguió una guerra emprendida por los caciques de Jalisco contra el bastardo príncipe reinante, acontecimientos que hicieron decaer al imperio. Siendo ya vieja la reina Xóchitl y creyéndose culpable de lo que pasaba cuando vio que eran invadidos sus dominios, junto co n el anciano Papantz in se puso a co mbatir al enemigo entre sus soldados, muriendo ambos heroicamente. Topiltzin no supo morir con gloria y se escondió en una cueva, de donde salió después para dirigirse a Tlapalan, la Antigua, y jamás volver. Como tuvo que suceder, las magueyeras, que al principio eran selváticas, se cultivaron mucho en ciertas regiones co mo Apan y Ometuxco, y el pulque se co nvirtió en la bebida que más se ingería. El no mbre de pulque fue posterior – provino de poliuhqui – octli, vino podrido, que así se llamaba a este líquido por su olor, y del procedimiento de echar a “podrir” o fermentar el aguamiel en o llas o en tinas de cuero – y la tal bebida se propagó demasiado desde que se no mbró así. Lamentablemente hoy en día tiende a desaparecer en las ciudades, aunque en los pueb los lo prefieren a otras bebidas alcohó licas y rinden culto a la reina Xóchitl.

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EL HOMBRE SOLO Dicen que hace muchísimos años, en un pueblito, vivía una pareja que se amaba en verdad; que se querían demasiado. Una vez dijo la esposa a su marido: – Si llegaras a faltarme alguna vez o llegaras a morir, yo también moriría. Su esposo se quedó pensativo y se dijo: – “Será posible lo que dice mi mujer? ¿Cómo le hará para morirse? Una vez que fue a trabajar co nsiguió a cuatro compañeros para que le ayudaran en su trabajo. Les comentó lo que su esposa le había platicado. Ento nces los demás dijeron: – Vamos a hacerle una prueba para confirmar lo que dice. Construyeron una camilla y uno de ellos fue a extraer la resina del palo de sangría, que se parece mucho a la sangre. Enseguida colocaron al señor en la camilla y lo cargaron entre los cuatro para llevarlo con su esposa. Ya faltando poco para llegar a la casa, le untaron la resina en todo el cuerpo: parecía macheteado. Al llegar con su mujer le dijeron: – Aquí traemos a tu esposo, lo mataron donde estábamos trabajando. Al verlo con tanta sangre, la mujer corrió rápidamente al interior de la casa y co lgó un cable en el techo, se puso la soga en el cuello y se subió a la mesa, luego se aventó hacia abajo y se ahorcó. Los señores estaban afuera esperando que regresara, pero como no lo hizo, fueron a buscarla. Grande fue la sorpresa de ellos al verla muerta, colgada de un cable. Le avisaron a su esposo. Éste inmediatamente se levantó y dijo: – ¡Qué desgraciado soy! ¡Era cierto lo que ella me decía! Yo soy el culpable de todo porque le mentí. Ahora la sepultaré. La sepultó, se quedó solo y triste. Siempre miraba aquel lugar por donde había enterrado a su mujer. Durante la noche, oía cantar a un teco lote y, como se encontraba en pena, muy eno jado le gritó: – ¿Qué quieres, malvado tecolote? ¿Por qué vienes a cantar aquí, si no es a ti a quien quiero ver?

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El tecolote le respondió: – Ya sé a quién quieres ver: a tu mujer. Yo puedo ayudarte, sólo falta que tú quie ras. – Esta bien – dijo el ho mbre. – Entonces trépate a mis alas y cierra bien los ojos para que te pueda llevar donde está tu mujer. No los vayas a abrir porque si los abres no llegaremos –. Le advirtió el tecolote. Se lo llevó por los aires hasta llegar al lugar indicado. Al llegar, vio a su esposa muy triste. Ella le dijo: – Ahora que estás solo, vivirás co ntento. Me mentiste y yo creí lo que me dijeron, por eso me maté. – ¡Perdóname por haberte mentido, pero ahora quiero que vuelvas otra vez conmigo y de hoy en adelante jamás te vo lveré a engañar – dijo el esposo. – Esta bien – contestó ella –, iré mañana, pero solamente si matas un guajo lote y lo preparas. Llegaré a comer en punto del mediodía. El señor regresó muy co ntento. Al llegar a su casa, preparó mole para esperar a su mujer; ya se aproximaba el mo mento y su mujer no daba señales de llegar. Exactamente al mediodía llegó una mosca de color verde, muy parecida a la mosca chinche; empezó a dar vueltas alrededor de la comida; era la mujer que había llegado, pero como el señor no la reconoció, inmediatamente se paró y le pegó con el sombrero, aventándo la hasta el fogón. La mosca, como pudo, salió del fuego y se fue. Pasó el tiempo y el señor se aburrió de esperar y decidió ir a verla otra vez. Se comunicó nuevamente con el tecolo te para que lo llevara y éste le dijo: – Tu mujer está enferma, se encuentra muy quemada. Tú tienes la culpa. De todos modos, el tecolote llevó al señor a aquel lugar. Éste le dijo a su mujer: – ¿Por qué me engañaste? Te esperé ese día y nunca llegaste. La mujer estaba tan eno jada que no le contestó nada. El hombre triste y lloroso regresó a su casa.

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EL PÁJARO PRECIOSO

En el principio de la edad, los ho mbres eran vio lentos y no tenían una lengua co mún como hoy. Desconfiaban los unos de los otros y se hacían la guerra entre ellos. Así aconteció durante muchos siglos. La muerte y el dolor reinaban en la tierra. Los dioses eran sanguinarios y los sacerdotes eran brujos que practicaban ritos terribles. Una y varias veces acabaron los dioses con la tierra y cada edad terminó por un elemento. Por fin, tras cuatro destruccio nes, reconstruyeron todo y nació el quinto so l. Reinó por un tiempo un cierto equilibrio entre los poderes del cielo; y la tierra floreció. Los hombres salvajes no entendían las cosas de los dioses ni sabían có mo servirlos. Eran demasiado limitados y aún se inclinaban mucho del lado animal, luchando una terrible y co nstante batalla por la supervivencia. Fue ento nces, cuando ya la edad estaba muy avanzada y los ho mbres comenzaban a desear dejar de sobrevivir, cuando nació un ho mbre que había de cambiar todas las cosas. Vino al mundo en la ciudad de Tula, la patria de un pueblo antiguo anterior y padre de muchos otros que habrían de venir después, llamado Tolteca. Al niño le llamaron Ce Acatl, y desde la infancia se mostró un ser superior, diferente a los demás, dotado de conocimientos que nadie le había enseñado y que aso mbran a todos. Era como si el cielo le hablara con una voz que solo él podía escuchar. Además, su piel era clara, sin llegar a ser albino, y sus ojos azules como el cielo, lo cual, unido a los demás, se consideró un signo de favor de los dioses. En la cuna, las mariposas y las abejas revoloteaban a su alrededor como para hacerle reír, sin que jamás le dañase animal alguno ni sufriese ninguna enfermedad. Sus manos eran capaces de sanar cuando niño, cosa que hacía co n naturalidad cuando veía que alguien o algo sufría. Cuando creció, se hizo un hombre hermoso y fuerte. Era más alto que los de más y su piel se había mantenido más clara y sus o jo s eran de un co lo r azul co mo jamás se había visto en la

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tierra. Era incansable. Estudiaba la naturaleza y aprendía de ella para después aplicar esta enseñanza en beneficio de todos. Las plantas le contaban sus secretos y decían que los espíritus de las piedras le hablaban de la memoria de las edades anteriores, incrementando su sabiduría a cada día que pasaba. Cuando murió el antiguo Señor, que era hombre valeroso pero que celebraba co nstantes sacrificios humanos a los dioses para congraciarse con ellos, el pueblo pensó en Ce Acatl, que aún era muy joven para sucederle en el poder. Muchos trabajos notables fueron realizados en Tula bajo su mandato. Creó la escritura, construyó embalses y canalizó las aguas para así poder regar las tierras y no depender del agua de los cielos; construyó su casa en piedra, en lugar del tradicio nal barro, y erigió las primeras pirámides, enseñando a su pueblo el oficio de tallar la piedra. Y sus manos seguían siendo capaces de sanar a los que eran afligidos por alguna enfermedad. Su fama se fue extendiendo allende los límites de la ciudad. Muchos venían a ver al soberano poderoso y las obras y los templos de Tula, para vo lver después a sus ciudades asombrados y contar lo que habían visto. A los veinte años, el Consejo de Ancianos lo no mbró Señor “Portador de la Palabra”. Era un ho nor inmenso que aceptó, y suponía, de hecho, que, en delante, su palabra sería ley para los toltecas. La noticia recorrió el valle de Anáhuac con rapidez. Los habitantes de las ciudades vecinas decidieron ir a Tula y pedir a Ce Acatl que también les enseñara a ellos. A cambio le rindieron pleitesía co mo Señor. Todas las ciudades comenzaron a aprender la lengua tolteca, que, desde entonces, sería el vehículo de co municació n de toda la tierra. Muchos fueron los trabajos que emprendió en los años siguientes. La hacía con alegría, y co n su poder creciente fue guiando y cultivando los espíritus de los hombres del valle, que eran cautivados por su palabra florida y su saber. El pueblo tolteca prosperó entre las demás nacio nes. Las ciudades bajo el mando de Ce Acatl eran ya una gran confederación. Las nacio nes hostiles temían su fuerza y los dejaron tranquilos. Por primera vez en la tierra hubo largos años de paz.

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Ento nces, Ce Acatl co menzó a adornarse con grandes penachos de plumas preciosas. Amaba las aves, y sus plumas eran para él el mayor regalo de los dioses. Enseñó a su pueblo a trabajar la pluma y de sus manos salieron los primeros tapices de arte plumario que asombraron a todos por su increíble belleza. Tenía ya un gran prestigio en todo el valle y, para darle gusto, los señores de otras ciudades le enviaban desde los cuatro confines de la tierra las más preciosas plumas de los pájaros más hermosos. Él siempre iba tocando con las más preciosas, de guacamaya y de garza, de faisán y de loro. Tan hermosa y viril, tan majestuosa y magnífica era la imagen de Ce Acatl, que los otros señores lo imitaron y también co menzaron a llevar grandes penachos.. Un día le llegó la voz de que, en un lugar selvático del sur, muy lejos del valle, habían entrevisto un pájaro del plumaje sin par. Decían que era de tamaño pequeño, pero que su cola era muy larga y la totalidad de sus plumas, verde tornasolada, tenía una belleza inigualable. Ce Actal escuchó con atenció n y, sin perder un instante, decidió enviar al sur un escogido grupo de los mejores cazadores de la Confederación para que comprobara la veracidad del relato y le trajeran las hermosas plumas que ya deseaba, más que ninguna otra cosa. La expedició n salió de Tula hacia el lejano sur. Pasó mucho tiempo sin que tuvieran no ticias de ellos. Cuando volvieron, seis meses después, confirmaron a su Señor la existencia de la mítica ave que los había eludido. El Señor de Tula se sonrió, al saber que sus mejores cazadores habían sido engañados por una simple ave. Esto no le cuadraba. Era la primera vez que le fallaban. Ce Acatl los animó y les dijo que seguramente debería haber una razón que explicara el porqué de su fallo. Por otra parte, en ese tiempo, su deseo y su curiosidad por ver el ave maravillosa habían crecido. Ella le llevó a organizar otra explicación, poco después, aún mejor pertrechada que la anterior. Partieron para la selva sin tardanza, llevando las bendicio nes de su Señor. Tras un largo y penoso viaje, y después de muchos intentos de apresarlo, consiguieron vislumbrar su esquiva presa, en medio de un tupido bosque impenetrable, para después perderla de vista.

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Cuando llegaron a Tula con las manos vacías Ce Acatl se encolerizó. Les llamó incapaces y malos servidores, y ellos inclinaro n la cabeza avergonzados y se retiraron de su presencia. Cuando clamó su furia, meditó sobre lo extraño del hecho de que dos expedicio nes de verdaderos maestros en el arte del acecho hubieran fracasado en una tarea, que no parecía difícil. Sintiendo que en ello podía haber algo sobrenatural, acudió al templo y decidió buscar, con la ayuda de su voz interior, la solució n a este misterio. Para llevar a cabo su empeño, se preparó concienzudamente. Ayunó durante un día entero y después acudió de nuevo al templo. Subió con facilidad y ligereza las empinadas escaleras de piedra y entró en el recinto sagrado. Se sentía bien allí. Era un lugar do nde se respiraba paz y donde siempre le había sido fácil entregarse a la co ntemplació n interior y al silencio profundo que abre las puertas al verdadero conocimiento. Encendió un brasero con carbones pequeños y luego echó encima unos granos de resina de copal, que llenaron el ambiente de humo aromático. Saludó a los cuatro rumbos del universo, al cielo y a la tierra y al lugar central, do nde todo co nfluye, y después se sentó sobre su estera, dejando la mente en blanco. Pasó mucho tiempo inmóvil y en silencio interior. Ento nces, sintió que se abría su conciencia a la visió n y se dejó ir. Vio ante él un ser cuyo contorno brillaba con luz propia. Tenía un rostro radiante y majestuoso y estaba tocado de brillantes, largas y desconocidas plumas, mo ntadas sobre un maravilloso penacho de oro, con incrustacio nes de jade tallado, de una belleza deslumbrante. En su pecho, llevaba co lgado un caraco l de oro de una cadena, cuyos eslabones era pájaros tallados en el mismo metal, con los ojos de turquesa. Ce Acatl lo contempló admirado, esperando oír sus palabras. – “Soy tu guardián” – dijo el hermoso ser –. Y acudo a tu llamada para ayudarte a co mprender el prodigio de que ningún cazador haya sido capaz de capturar esa preciosa ave que tanto deseas, hasta quitarte el sueño.

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No creas que ha sido por azar, por lo que fracasaron. Fue por designio del Gran Poder que rige sobre todo y sobre todos. Esa ave no puede ser aprehendida por nadie sino por ti. Ha nacido como símbolo de su complacencia co ntigo y co n tu trabajo en la tierra de Anáhuac a favor de la paz y de la civilizació n. Este pájaro se ha de llamar en adelante Quetzal –pájaro precioso-, pues es un regalo del cielo y no debe ser matado jamás por mortales. Sería un sacrilegio y sobrevendrían grandes calamidades en la tierra si esto aconteciera. En su plumaje está el reflejo de todos los co lores bajo el verde dominante, que se pueden co ntemplar cuando los rayos del sol caen en ángulo sobre ellas. Pero, más aún, su vida supo ne la alianza del cielo co ntigo y con tu linaje espiritual, que será siempre el de los Señores de Anáhuac. Nadie que no lleve tu sangre ni porte la semilla de luz de tu regio espíritu ha de llevarlas en tu tiempo, salvo tú mismo. Después, solo los legítimos señores de esta tierra que tanto amas tendrán el derecho a portarlas, cuando, con sus hechos, demuestren ser dignos de este supremo honor”. Dicho esto último, el hermoso ser se retiró de la visión de Ce Acatl y este retornó a la realidad súbitamente. Estaba sorprendido y ano nadado por el hermoso regalo con el que el cielo le favorecía. No consideraba ser digno de tanto favor. Con humildad, avivó el fuego del sahumador soplando los carbo nes y de nuevo echó copal sobre las brasas. Se levantó y dio las gracias al Poder que tanto lo había favorecido, saludando de nuevo a los cuatro rumbos del universo, al cielo y a la tierra. Después, dejó el sahumador ante el altar y, de espaldas, salió del recinto sagrado. El sol brillaba en lo alto del cielo y Ce Acatl levantó sus manos abiertas en ho menaje al astro. Luego descendió las escaleras y se dirigió a su palacio. No perdió un instante. Después de dejar arreglados los asuntos de la administració n de la ciudad, organizó una nueva expedició n, con los mismos cazadores que habían participado en las dos anteriores, para mostrarles que seguía considerándo los los mejores y que su fracaso no les había hecho perder su favor.

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Tras muchos días de viaje, llegaron por fin a las selvas del sur. También allí había llegado su fama de ho mbre justo y sabio y los Señores y sacerdotes de las ciudades mayas lo recibieron con ho nores. De estos Señores, versados en la ciencia y la matemática, recibió grandes enseñanzas. Cuando sintió que era el tiempo de iniciar la búsqueda del quetzal, se despidió de sus nuevos amigos, que le dieron porteadores y guías, y se dirigió al paraje selvático donde el pájaro precioso había aparecido por primera vez. Estaba lleno de confianza. Acamparon en un estrecho claro de selva, Ce Acatl se retiró en soledad y silencio durante tres días y se purificó, orando en lo profundo de su ser para ser digno de recibir el hermoso don de ver el ave sagrada. Cuando salió de su retiro, su rostro reflejaba una paz y una armo nía que hizo que los suyos se inclinaran en ho menaje ante él. Sin pronunciar palabra, se adentró en la espesura. El lujur iante verde, en sus miles de to nalidades, le invadió los ojos y llenó su espíritu, mientras avanzaba, guiando por una profunda intuició n Llegó a un minúsculo claro del bosque, donde había un pequeño cenote, un pozo de agua dulce y cristalina que venía de las profundidades de la tierra. Allí se detuvo. Se sentó, cerró los ojos y dejó que la música de la selva lo llenara por completo. Pasó un tiempo indeterminado, mientras escuchaba los sonidos de la vida. Estaba en medio del verde esmeralda. Él era verde. El cántico que fluía de todos lados era verde de vida; subió por su columna esa energía verde, desde el suelo mismo, llenándolo co mo si se hubiera abierto desde su base un canal nuevo de intenso verde. La luz era verde y maravillosa y sus ojos se cerraro n sintiéndose mecido por ese océano de verdor que lo acogía y lo amaba. Ento nces percibió un suave aleteo verde cerca de él. Ce Acatl no se inmutó. Sintió có mo unas breves patas se posaban en sus ho mbros y luego cómo las cabecitas de las dos aves rozaban su cuello. Sonrió y abrió los ojos. Allí estaban sus quetzales. Eran de cuerpo pequeño y grácil, con plumaje verde tornasolado y una pequeña cresta en la cabeza, de pico corto. Sus ojos redondos lo miraban confiados. Las prodigiosas plumas de larga co la rozaban el suelo. Eran uno con él.

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Se irguió y los pájaros siguieron posados en su ho mbro. Para verlos mejor, les ofreció gentilmente su mano derecha. Estos aceptaron sin miedo la invitación. Extasiado por el prodigio, comenzó a andar, casi sin darse cuenta, rumbo al campamento. Los quetzales no se inmutaron. Irían con él a cualquier lugar que los quisiera llevar. La selva los había hermanado. Cuando sus hombres y los mayas lo vieron llegar iluminado por intensa luz que aún emanaba de su cuerpo y con preciosa carga, se hizo un silencio reverente. Nunca un signo tal de favor del poder del cielo se había visto en la tierra. Los Señores mayas, al conocer el prodigio, lo respetaron aún más y recogieron el hecho en sus códices para que perdurara en la memoria de los pueblos. Ce Acatl regresó a Tula co n las aves sagradas. Allí les hizo un recinto con árboles y plantas que había traído de tierras mayas, para que los quetzales pudieran vivir como acostumbraban. Al año siguiente se produjeron, para maravilla de los to ltecas. Desde entonces, los quetzales surtieron con las plumas de sus mudas, cada año, a Ce Acatl. Este decretó que las aves no podían ser matadas, por ser un regalo del cielo, y el decreto fue aceptado incluso por los lejanos Señores mayas que, en adelante, también veneraron su vida. Matar un quetzal hubiera sido un crimen imperdonable, un rechazo a la luz que brilla sobre los cielos de Anáhuac y al poder que rige los destinos de los mortales.

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Estado del centro, limita al suroeste con el océano Pacífico, al Noroeste con el estado de Nayarit, al Sur con los de Colima y Michoacán, al Este con el de Guanajuato y al Norte con los de Zacatecas y Aguascalientes. La población total del estado es de 6 322 002 habitantes (2000). La capital, Guadalajara, tiene 1 646 319 habitantes (2000). El territorio, montañoso, es atravesado por la sierra Volcánica Transversal y por la sierra Madre Occidental; al noreste se hallan las últimas mesetas de la Altiplanicie Mexicana; al sur del Cabo Corriente hay una pequeña franja de llanuras litorales. El clima es cálido y seco en la costa, con temperaturas medias de 20 grados, y templado en el interior. Se realiza explotación forestal, es importante la producción de garbanzo, maíz, frijol, arroz y alfalfa, caña de azúcar, cítricos, aguacate y café. La ganadería se concentra en el norte: porcinos, vacunos, caballar. Hay minas de plata y de manganeso. Destacan las industrias textiles y de alcoholes, y el sector alimentario. El turismo es significativo en Puerto Vallarta.

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LA APUESTA

Ya saben ustedes cómo son los muchachos, les encanta hacer apuestas, aunque en ello, por desgracia, algunas veces se les vaya la vida, o la razón. Remontémonos al siglo XIX, época de duelos, crinolas y escenas de terror y de locura. Un grupo de jóvenes aspirantes a médico del Hospital Civil, platicaban sobre mil boberías. Uno de ellos, un avispado y valiente estudiante, apostó a sus compañeros que entraría y saldría del campo santo como “Juan por su casa”, y sin sufrir daño. Se internaría completamente solo al antiguo panteón de Belem a las ocho de la noche y clavaría un clavo, como señal de su estancia entre los muertos. ¿Y por qué precisamente a las ocho de la noche? Porque a esa hora se daba el toque de ánimas, cuando los difuntos salen de sus sepulcros. La campana del Templo de Belem repiqueteó una y otra vez, hasta cumplir las ocho campanadas. El joven, tan pronto escuchó el primer campanazo, brincó la barda caminando con paso firme. En su mano llevaba un martillo y un clavo. Tan pronto llegó al oscuro corredor cumplió con su promesa. Ya podía regresar, sano y salvo a su casa. Había ganado la apuesta. Sin embargo, alguien lo detuvo. Sus pies no le respondían. Quiso gritar y carecía de fuerzas. Presa del terror, sufrió un desmayo. Sus compañeros, impacientes por su atraso, penetraron en el sacrosanto recinto. No podían creerlo: su compañero se encontraba tendido en el suelo, pero sujeto a la par ed con la capa clavada. Eso se dice, eso se cuenta: el joven despertó completamente loco.

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LA DAMA ENLUTADA

Esta leyenda surge a principios del siglo XIX, en la que entonces era la tranquila ciudad de Guadalajara, capital de Jalisco. Los serenos que solían rondar y vigilar las calles cuando el resto de la población dormía, y algunos testigos juraron haberla visto caminar por las calles del Señor, entre las diez y las once de la noche, gracias a la luz de algunas farolas. A esa hora, la vieron salir de la Catedral. Cómo no advertir su esbelta figura y sus finos pasos camino al norte de la ciudad. Vestía elegantemente de negro de pies a cabeza. Más de un noctámbulo, de las que nunca faltan, extasiado por su figura y su andar, la siguió regalándole piropos y galanteos a los que la mujer hacía caso omiso. En cuanto llegaba frente al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, atravesaba la calle y se esfumaba perdiéndose, quién sabe cómo y dónde. Esa noche, la Enlutada, cosechó varias muertes. Aquellos que la siguieron como a una sombra, cayeron víctimas de su fatal influjo. Bastaba encontrarse con su faz, una calavera de equino, y escucharla lanzar un cimbrante grito, a manera de relincho, para perder la vida, o de menos, la razón.

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LA CASA DE LA CONDENADA

Casi enfrente de la casa de la familia Gordoa, y contigua a la antigua Imprenta de D. Dionisio Rodríguez, se veía una casa de antiquísima construcción que durante muchos años fue conocida con el nombre de “La Casa de la Condenada”. Oía referir a mi abuela materna y a algunas de mis tías, que hace un centenar de años, pico más, pico menos, nadie se atrevía a habitar esa casa, debido a una conseja que casi todo el vecindario conocía, ya que los sirvientes de algunas casas colindantes afirmaban que en altas horas de la noche se oían ruidos misteriosos; que de una de las alcobas salían chispas de lumbre; que las puertas de las habitaciones solas se cerraban y solas se abrían; que de cuando en cuando, una mujer pálida y ojeruda envuelta en una mortaja y arrastrando pesadas cadenas subía y bajaba la escalera leyendo un libro con las hojas quemadas cual si hubiera sido sacado de las brasas, y otras cosas por el estilo. Cuenta la leyenda que una hermosa dama de vida licenciosa, tenida por el vulgo como endemoniada tanto por su constante lectura de libros prohibidos, como por sus continuos ataques a la religión, cayó en cama, herida de muerte, y presintiendo su último fin, llamó a una amiga íntima que en temporadas más o menos largas había vivido a su lado y haciendo un postrer alarde de impiedad le recomendó que no dejara entrar a ningún sacerdote, pues prefería morir en la impenitencia final mejor que dejar de leer libros prohibidos ya que, por otra parte, ella nunca había creído que hubiera otra vida después de ésta. Pidió, ya agonizante, le leyeran Las Ruinas de Palmira y que en cuanto muriera le pusiera el libro entre las manos pues quería pudrirse juntamente con él en el sepulcro. Y habiendo muerto la señora renegando de su fe y llamando al diablo cada vez que se impacientaba, tendiéronla en su catre y amortajáronla según ella había ordenado poniéndole un ejemplar de la obra citada entre las manos. Y sigue diciendo la conseja que por la noche nadie quiso ir al velorio por lo que solamente le hicieron compañía a la difunta la amiga íntima y dos sirvientas y que a la madrugada hallándose las tres en el comedor tomando vino y café oyeron un ruido

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extraño en la alcoba donde yacía el cadáver de la renegada, advirtieron que se habían apagado los cirios y que paulatinamente la casa se había llenado de humo pestilente. Cuando se repusieron del susto se asomaron a la recámara y con gran azoro vieron que el cadáver de la excomulgada había desaparecido misteriosamente.

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EL SAN PASCUALITO DE LAS COLMENERO Entre tantas imágenes milagrosas que solían ser llevadas en calidad de visita a las casas de los moribundos, había una esculturita, no muy antigua, que representaba a San Pascual Bailón. Medía poco menos de medio metro; su vestido era de color ceniciento parecido al del hábito que usaban antiguamente los frailes del Apostólico Colegio de Zapopan y estaba casi totalmente cubierto de piececillas de plata y de oro conocidas con el nombre de milagros, aunque en el lenguaje de la iglesia se les llaman exvotos. Colgado al cuello tenía un collar de corazones de áureo metal y una campanilla de plata muy fina, que era objeto de especial admiración de parte de las numerosas devotas del santo, quienes aseguraban que en repetidas ocasiones se había repicado sola, dando a entender que el enfermo tendría que morir en un plazo muy breve. Desde que la esculturita entraba en la casa del paciente, todos sus familiares, por lo menos las mujeres, se ponían a la expectativa del terrible anuncio y con frecuencia se preguntaban unas a otras: “¿Ya tocó San Pascualito?...” y a medida que aumentaba la gravedad, aumentaba también la ansiosa espera del repique, hasta que alguna de tantas espectadoras decía que ya lo había oído, afirmación que desde luego todos los de casa creían sin el menor escrúpulo. Parece que de pronto, casi todas las devotas tenían el cuidado de decir que habían escuchado los argentinos bronces de la campanita durante la media noche, entre dormidas y despiertas. Si el enfermo se moría ya entonces aseguraban enfáticamente que la campanita se había repicado sola; si sucedía lo contrario se disculpaban diciendo que seguramente en sueños la habían oído tocar o que habían confundido su sonido con el de alguna otra campana que accidentalmente había tocado en cualquier casa vecina. De modo que ni la oyente quedaba mal ni el San Pascualito perdía su buena fama. Sin embargo, había varias personas, entre otras doña Gertrudis y doña Jesús Colmenero, dueñas de la expresada imagen, que aseguraban de la manera más categórica y solemne que no sólo habían escuchado los repiques de dicha campanita, sino que la habían visto

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moverse repetidas veces, sin causa alguna conocida que produjese tales movimientos y citaban, entre otros casos concretos, el de la muerte de su hermano don Joaquín. Yo veo en todo esto mucho más de preocupación que de verdad, aunque no dudo de la intervención prodigiosa de San Pascual Bailón para hacer conocer de alguna manera y en casos especiales a sus devotos, que están próximos a comparecer ante el tribunal augusto de Dios, con el objeto de que éstos puedan confesarse oportunamente y morir bien dispuestos. Sabido es que hay muchas personas que con gran fe y devoción se encomiendan a este santo pidiéndole les alcance de Dios dicha gracia. Ignoro qué pasó con el San Pascualito a partir del 8 de julio de 1914, en que las llamadas fuerzas constitucionalistas ocuparon la plaza de Guadalajara. Supongo que las dueñas recogieron la imagen y la ocultaron por temor de que se extraviase en algún cateo. Las señoras Colmenero murieron hace varios años a una edad muy avanzada, una de ellas casi nonagenaria.

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EL SUEÑO DEL POBRE Y EL SUEÑO DEL RICO

Entre los recuerdos de mi niñez, guardo uno, bastante vívido, referente a un riquísimo hacendado de Zapotlán. Todo él es legendario. Y es que en torno de la riqueza, el pueblo gusta de forjar leyendas, del mismo modo que las forja en torno de un sombrío torrente, de una misteriosa gruta, de una escondida laguna, de un valiente aventurero o de un generoso capitán de ladrones. La historia no es más que la leyenda despojada de lo misterioso y pintoresco. La leyenda, tan despreciada en un tiempo por los historiadores, ha recuperado en los tiempos modernos su antiguo prestigio, y hoy reclama su puesto como origen o madre de la historia. Pues bien, cuando yo era un rapaz, gustando mucho de los cuentos y de las relaciones fantásticas (y en esto era yo como todos los niños), oí hablar mucho de un rico hacendado de Zapotlán, apellidado Manzano. Nunca supe su nombre de pila. Es seguro que hoy existen descendientes suyos. Aseguraban las versiones vernáculas que era riquísimo, inmensamente rico. Pero no se atribuía su riqueza a su genio emprendedor, a su enérgico carácter, a sus hábitos de orden y de economía, a su talento y a su claro conocimiento de los negocios. No. La gente creía que tenía un familiar. Un día pregunté qué cosa era un familiar. – Un familiar – me dijo una grave señora – es un pequeño animal, apenas del tamaño de un cuyo, y muy parecido a él. Tiene los ojos muy grandes, dado el tamaño de su cuerpo, tan grandes como unos tostones, si el animal es blanco; y tan grandes como medias onzas de oro, si es amarillo, y en ambos casos con el brillo del propio metal. Los hay, pues, blancos y amarillos. Nadie los ve más que el dueño, y siempre están encerrados en cofres. Dicen que si les da la luz del sol, se deshacen y se evaporan. – ¿Pero en qué consiste que esos animalitos dan la riqueza? – ¡Ah! Pues ponen como las gallinas, sólo que ellos no ponen huevos, sino pesos u onzas de oro. Si son blancos, ponen pesos, nuevecitos; si son amarillos, ponen onzas de oro,

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recién acuñadas. Pero no creas que un peso o una onza al día, sino chorros de onzas o de pesos todos los días. – ¡Oh! ¡Yo quisiera tener uno, aunque fuera blanco! – ¡Cállate, niño! ¡Sólo los da el diablo! – ¿Cómo? – A cambio del alma del que los pide. – ¿Luego ese rico Manzano...? – Le vendió el alma al diablo. – ¿Y...? – ¡Está condenado! Ya adolescente, me contaron que había en Sayula una casona antigua, abandonada por sus dueños, en virtud de que en ella asustaban. Habían pasado por ella muchas familias que habían intentado habitarla. Y todas se habían ido de allí aterrorizadas. No había ya quién la alquilara. Y llegó un tiempo en que nadie quería vivir en ella ni de balde. La casona inspiraba miedo hasta por fuera. Su ancho zaguán permanecía constantemente cerrado: sus ventanas ya desvencijadas permitían ver el interior de unas piezas húmedas, sucias y obscuras, por donde la gente se imaginaba que transitaban fantasmas blancos o frailes vestidos de negro. Por sobre las altas tapias del corral o de la huerta, surgían viejos y altos árboles, contribuyendo a hacer más sombrío el interior de aquella siniestra mansión. Contábase que un pobre zapatero remendón, no hallando dónde meterse, pidió permiso de instalarse con su mujer en la fatídica y lúgubre casona, lo cual le fue concedido fácilmente por sus dueños, los cuales deseaban que, al menos, aquella propiedad se conservase. El tal zapatero era de alma fuerte. Decía que no le tenía miedo ni al diablo mismo.

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Sin embargo, la gente, que creía que aquel dicho era sólo una balandronada, esperaba, con el fundamento de la tradición, que antes de los ocho días saldría de la casona, más muerto que vivo, como habían salido todos los que habían pretendido vivir allí. Y se sorprendían de verlo diariamente en el ancho zaguán, sujetando con el tirapié el zapato que remendaba, golpeándole los tacones o las plantas con su incansable martillo y cantando alegremente. – Maestro – le preguntaban –, ¿qué tal? – Buen tal. Ya sé porqué me lo pregunta. Aquí no pasa nada. – ¿Nada? Pues todo el mundo dice que aquí asustan. – A eso vine: a que me asustaran. Pero hasta los fantasmas saben quiénes son valientes y quiénes son cobardes. Tengo un gran deseo de verlos. Y si tienen dinero enterrado, vengo a que me digan dónde está. Quiero salir de pobre. Pero como le digo: aquí no pasa nada. – ¿Luego son puras habladurías? – Yo no sé si serán. Pero aquí, hasta ahora, no ha pasado nada. De noche y de día ando por todas partes, diciendo: “¡Muertos!, ¿en dónde están que no los veo?” Y todo inútilmente. ¡Nadie responde! Ya le digo: aquí no pasa nada. Su interlocutor se mostraba contrariado. – ¿Luego el fraile que dicen que sale de junto al brocal del pozo y se pierde entre los duraznos? – Pues no ha salido. Ha de estar cansado. – ¿Y la mujer vestida de blanco, a manera de monja que se pasea por los corredores rezando su rosario? – Tampoco. Tal vez se resfrió en alguna de las noches pasadas, y tiene catarro. – Hombre, no se burle usted. Es cosa seria. – Hablo en serio. – Bueno. ¿Y la calavera de ojos centelleantes que camina a brincos por las habitaciones? – ¡Nada, hombre, nada! – ¿Y...?

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– ¿Y la mula prieta de ojos de lumbre que tira patadas? ¡Tampoco, hombre!, ya le digo a usted que aquí no pasa nada. ¡Nunca he vivido en una casa más quieta y callada que ésta! Mas una noche el zapatero soñó que un fraile negro, con su espeso capuchón sobre el rostro, se acercó al pobre petate en que dormía con su mujer. Por largo rato el fraile permaneció mudo e inmóvil, como pensativo e indeciso. O quizás rezaba. El zapatero esperaba que algo dijera; más al ver que nada decía iba a interrogarlo, cuando de entre el capuchón salió una voz ronca y fría que pronunció claramente estas palabras: – ¡Manzano te hará rico! ¡Ve con él! Y desapareció. El zapatero era madrugador. Aún estaba obscura la mañana cuando despertó, recordando el sueño en todos sus detalles. – ¡Vieja! ¡Vieja! ¡Levántate! – ¿Eh? ¿Qué dices? – Que te levantes. Quiero que me eches unas gordas, pues tengo que ir a Zapotlán. – ¿Te has vuelto loco? – Levántate, después te contaré. Mientras la buena mujer molía el nixtamal y echaba las gordas, su marido le platicaba del sueño. – ¡Ay, viejo! – le decía ella - . ¡Cuánto temo que eches tu viaje de balde! – ¿Por qué lo he de echar? Yo creo que este es un aviso de Dios. Ten fe. – Quiero tenerla. ¿Te parece poco que salgamos de pobres? ¡Dios quiera que sea cierto! Pero... – ¿Pero qué, mujer? – Manzano no es capaz de darle agua ni al gallo de la pasión. – Pos vamos a ver. En último caso, nada perdemos. Sólo echaré de balde mis patadas por el camino.

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El sol salía cuando nuestro zapatero iba ya de marcha. Movía con ardor sus piernas. Hasta se sentía más joven. Y cantaba saludando a la aurora, como la saludaban los gallos y lo pájaros. Llegó a Zapotlán y se dirigió derecho a la casa de Manzano, preguntando por él. – Se fue al campo. Si quiere esperarlo, espérelo. El que así le respondía, examinó al recién llegado de pies a cabeza, no encontrándole trazas de gañan. – ¿Se puede saber para qué quiere usted al señor Manzano?- le preguntó. – Es un negocio particular entre él y yo. – ¿Quiere usted trabajar en el campo? – No lo sé todavía. Ya le dije que mi negocio es enteramente particular con el señor Manzano. – Es que tardará mucho. – No le hace. Esperaré pacientemente hasta que venga. Y sentándose en una banquita que estaba en un rincón, sacó de su morral unas gordas y se puso a comerlas filosóficamente. Muy tarde ya, casi de noche, llegó el riquísimo hacendado. Desmontó de su mula y entró en la estancia haciendo resonar sus espuelas en el pavimento. – Aquí hay un hombre –le dijeron – que se empeña en hablar con usted. – ¿Qué quieres, muchacho? –dijo el rico dirigiéndose al zapatero. ¿Vienes a buscar trabajo? – No, señor: a otra cosa vengo con su mercé. – Es raro, porque aquí todos vienen a pedirme trabajo. Dinero ya saben que no lo doy nunca. – Pues para que a usted le parezca más rara mi venida, le diré que a algo por el estilo vengo, aunque no estoy seguro de si yo le vengo a pedir dinero o no y usted tenga que dármelo; usted sabrá el modo de que yo lo tenga. Ya verá. – No te entiendo no jota de lo que dices. – Ahorita me va a entender. Anoche soñé que un fraile negro me decía: “Manzano te hará rico. ¡Ve con él!” – ¿Y has venido...? – A que usted me haga rico. Usted sabrá el modo.

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El hacendado lanzó una ruidosa carcajada y se paseó por la estancia tosiendo y riendo. – ¡Eres chistoso, hombre! Y no dejaba de reir, atacado a la vez de tos y de risa. Luego, deteniéndose frente a frente del zapatero, habló entre risas y veras: – Si a sueños vamos, yo también puedo aumentar mi riqueza yendo a Sayula. Pues has de saber que anoche soñé que una mujer vestida de blanco, a modo de monja, me llevó a Sayula y me metió en una casona del pueblo, de ancho zaguán, con las ventanas ya casi cayéndose, con grandes árboles en su corral y huerta, y, por más señas, habitada por un zapatero y su mujer. La monja me condujo a la huerta, y me dijo: “Allí, entre aquellos dos duraznos viejos, que están junto al pozo, hay enterrado un tesoro”. Ya ves, pues, que yo también he soñado riquezas. Pero como no soy tan simple como tú, no hago viaje a Sayula, movido por semejantes patrañas... A medida que hablaba el hacendado, el zapatero iba sintiendo que todo su interior se iluminaba. – Conque... ¿entre dos duraznos viejos que están junto al pozo? – ¡Si, hombre! Las señas no pueden ser más claras. – Gracias, señor Manzano. ¡Adiós! Cuando el zapatero llegó a su casa, dijo a su mujer: – ¡Vieja! ¡Parece que la voz del fraile fue siempre aviso de Dios! Y le contó el sueño de Manzano. Ambos se pusieron a escarbar con ardor entre los dos duraznos viejos que estaban cerca del pozo, por donde decía la voz vernácula que andaba penando el fraile negro. Y dieron con un cajón todo lleno de onzas de oro. Los dos sueños se habían completado: ¡Manzano había hecho rico al pobre zapatero!

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CIENTO POR UNO Corría el año del Señor de 1546. Algunos de los afamados capitanes que con Nuño de Guzmán habían emprendido la conquista del nuevo reino de Galicia en la Nueva España, hoy conocido como estado de Jalisco, comenzaban a caer bajo la guadaña de la muerte, como las secas hojas de los árboles a los primeros soplos del invierno. Le tocó tan dura suerte, en no avanzada edad, al capitán don Pedro Ruiz de Haro, de la noble casa española de los Guzmán. Su muerte dejó en la pobreza y la orfandad a la viuda doña Leonor de Arias, con tres hijas, tan bellas como tres capullos de rosa. Doña Leonor abandonó la ciudad de Compostela, capital entonces de la Nueva Galicia, y se retiró triste, pero resignada, a una pequeña hacienda de campo cerca de la ciudad, que se llamaba Miravalle, única herencia que le había dejado su esposo. Ahí, ayudada por el trabajo de sus manos, y más con privaciones que con economía, doña Leonor de Arias educaba a sus hijas en la santa escuela de la honradez, de la pobreza y del trabajo. Una tarde, doña Leonor rodeada de sus hijas, cosía, tomando el fresco delante de su casa y a la sombra de un humilde portalillo, cuando llegó hasta ahí, caminando pesadamente con el apoyo de un tosco bordón, un indio enfermo y viejo. El indio pedía, no una limosna de dinero, sino un pedazo de pan para calmar su hambre; doña Leonor le hizo sentar, y las tres niñas, alegres y bulliciosas como si fueran a una fiesta, corrieron al interior de la casa a preparar comida para el mendigo. Pobre, pero abundante, fue la comida que las hijas de doña Leonor presentaron al viejo, que comía delante de ellas, que lo miraban con la ternura que brilla siempre en los ojos de una mujer cuando calma un dolor o remedia una necesidad.

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– Dios te lo pague, señora –dijo el mendigo al despedirse, besando la mano de doña Leonor- y ten confianza en Dios; que si ahora estás pobre, te ha de dar tanto oro y plata que no has de saber qué hacer con ello. Tres días pasaron desde ese acontecimiento y ni doña Leonor ni sus hijas recordaban lo que habían hecho con el indio, cuando éste volvió a presentarse llevándole piedras de una mina completamente desconocida. La noble viuda comprendió que aquellas piedras representaban una inmensa riqueza; le dio el mendigo la noticia exacta del lugar en que estaba situado aquel mineral y se retiró, sin que jamás se hubiera vuelto a saber de él. Cinco años después, la viuda y las hijas del capitán Pedro Ruiz de Haro formaban una de las familias más ricas y opulentas de toda la Nueva España. La mina del Espíritu Santo, primera que se había descubierto en el reino de la Nueva Galicia, producía asombrosas cantidades de oro y plata; las recuas que ahí llegaban con tercios de víveres y efectos de comercio tornaban cargadas de oro y plata para México, y el rey tuvo necesidad de mandar establecer Caja Real en Compostela para recibir las rentas que de esa mina alcanzaba la Real Hacienda. La choza de doña Leonor se convirtió en el palacio de los Condes de Miravalle, y tres personajes del reino de Nueva Galicia, don Manuel Fernández de Híjar, sobrino del señor de Riglos y fundador de la villa de la Purificación, don Álvaro de Tovar y don Álvaro de Bracamonte, se sintieron honrados enlazándose con las tres hijas de doña Leonor de Arias. Muchas veces en el palacio de los Condes de Miravalle, doña Leonor, rodeada de sus hijas, de sus yernos y de sus nietos, refería enternecida la historia del mendigo y terminaba diciendo siempre: – No hay caridad perdida. Dios da ciento por uno.

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Estado del centro, limita con los estados de Jalisco y Guanajuato al Norte, de Guerrero y el Océano Pacífico al Sur, de México al Oste, de Querétaro al Noreste y de Colima al Noroeste. La población total de estado es de 3 985 667 habitantes (2000). La capital es Morelia, con 620 532 habitantes (2000). Su relieve comprende dos zonas montañosas separadas por el valle del río Tepalcatepec. La zona del norte pertenece a la sierra Volcánica Transversal, con algunas llanuras de la Altiplanicie Mexicana, y la del sur pertenece a parte de la sierra Madre del Sur. En la costa aparecen algunas llanuras. El clima es tropical en la costa, templado húmedo en los valles y frío en la región del norte. La mayoría de la población trabaja en actividades agropecuarias. Se cultivan frutales, sobre todo limón, maíz, algodón, melón, aguacate, ajonjolí, caña de azúcar y cereales. La ganadería se basa en cría de cerdos y vacas. También es importante la avicultura. La industria apenas ha empezado a desarrollarse, siendo los sectores más importantes el siderúrgico, textil y el alimentario, con harinas, aceites vegetales y refinerías de azúcar.

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Atzimba y el español Villadiego

Tzimtzicha, monarca de Michoacán, tenía una hermosa hermana de apenas veinte años. La joven, quizá como muchas de las doncellas de aquellos tiempos, vivía afligida por la llegada del conquistador blanco. Los sabios hablaban de un hechizo. Sí, la joven estaba hechizada y tan sólo las aguas termales de zinapécuaro, consagradas a la diosa Cuerápperi, lograrían sanarla en cuerpo y alma. Fue entonces que se decidió consagrarla al culto del sol, del cual la joven princesa sería esposa. Hernán Cortés, enterado de la existencia del reino de Michoacán, envió a uno de sus hombres, al capitán Villadiego. Él exploraría aquellas tierras y le daría razón de ellas. Llegados a Taximaloyan, el cacique del lugar los hizo prisioneros. Pronto los enviaría, sin que nadie se enterara, a su rey. Sucedió que la princesa Atzimba, mientras recorría los bosques de palacio, vio a un gallardo joven sobre un caballo blanco, acompañado de un grupo de jinetes. Atzimba y Villadiego se vieron, cruzaron miradas. Uno se había enamorado del otro. Sin embargo, fueron separados. Los hispanos, cautivos, fueron conducidos a prisión. La joven, sensible por naturaleza y más por los sucesos recientes, cayó como muerta. El cadáver de Atzimba fue llevado a una pirámide, denominada Yácata. Ésa sería su tumba. Miles de braseros ardían en memoria de la joven. Pasaron los días, Villadiego no tenía dudas de su próximo fin. Pronto sería sacrificado al llegar a Tzintzuntzán, la capital del reino.

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El capitán, ansioso de escapar, aprovechando una cuarteadura, pudo introducir la mano, desprender una piedra y pasar por la abertura. Ya en el bosque, escuchó un lamento que provenía de la Yácata. Sin pensarlo mucho, penetró en el lugar. Cuál no sería su sorpresa al encontrar a la joven princesa. El español se acercó a la mujer de ojos semiabiertos. Atzimba abrió los ojos. Contempló la faz del guerrero. La princesa renace para acercar sus labios a su enamorado. Retorna la alegría: Atzimba no había muerto. Al ver esto, el cacique del pueblo, envía un mensajero a Tzintzuntzán. Todo el mundo tenía que enterarse del milagro. Cuatro días tarda el rey en venir. La doncella, liberada de un estado de catalepsia, despertó para reencontrarse con el capitán español. La nueva ley, la traída de nuevas tierras, la liberaría de convertirse en la esposa del Sol. Eso le dijo el capitán Villadiego al entrar a la gruta. Tzimtzicha, temeroso del castigo de los cielos, pensó en castigar a la sacrílega princesa, la que había olvidado su fe, su tradición, su juramento. El castigo sería terrible: la princesa y el español pagarían su culpa. Atzimba y Villadiego fueron forzados a subir a una canoa con destino a Tzintzuntzán. Los viajeros desembarcaron en la playa de Carichero, sitio veraniego de los reyes. Los prisionero pasaron la noche en una elegante cámara. De pronto piensan que el monarca se ha compadecido de ellos. Mas no fue así. La comitiva arriba a las ruinas de un palacio en Surúmucapio. Luego, dirigen sus pasos a las sementeras escondidas del Píndero. Árboles de un bosque impenetrable, el ruido majestuoso de una catarata. Ya llegada la noche, se acercan a la orilla de la barranca de Curíncuaro de insospechada profundidad.

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La joven doncella tiembla ante la fatalidad de su destino. De pronto, los guerreros se dividen en dos. Uno coge a la princesa; el otro, atrapa al joven blanco. Sin darles tiempo de pronunciar alguna palabra de despedida, los descuelgan con larguísimas cuerdas. Su destino: una gruta solitaria. Los amantes entran a la fuerza, con ellos provisiones para algunos días y unas tinajas de agua. Han pasado los siglos. La leyenda cuenta que, el viajero que atraviesa la barranca de Jicalan Viejo, contempla admirado las tinajas aposentadas a la entrada de la gruta, a la mitad de las paredes de aquel acantilado. Y no pueden explicarse cómo pudieron ser allí colocadas. La leyenda también cuenta sobre dos esqueletos humanos abrazados en el fondo inaccesible de aquel lugar.

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Leyenda del Convento del Carmen

Después de una noche en vela, el religioso José de Santa Teresa oraba sin poder evitar el llanto de sus ojos. Lloraba a pesar de sí mismo en aquella capilla del Santo Escapulario, de la orden de los Carmelitas. Don José de Santa Teresa clavaba su mirada en la imagen de una santa, de Santa Teresa de Jesús, patrona de su orden. A ella suplicaba la sanación de su alma. Las campanas del Convento de las Monjas Catarinas sonaron primero. Luego, la de los Mercedarios, finalmente las de Santa Rosa de Lima. Fray José de Santa Teresa se levantó del reclinatorio y fue a la sacristía a vestirse para asistir a la primera misa del día. Tan pronto apareció, con el vaso sagrado en sus manos, la gente, arrodillada, empezó a cuchichear, a levantar rumores. La voz del sacerdote interrumpió el intenso susurrar. Rezaba al Creador del cielo y de la tierra, a quien pedía lo liberara de todo peligro; de sus amigos y de sí mismo. Arrodillada, en aquella iglesia, estaba una joven mujer. Era María, la que le robaba el sueño al hermano José de Santa Teresa. En ella pensaba noche y día a pesar de sus hábitos, a pesar de haberse entregado al Señor. El religioso termina de oficiar la misa. Llegó la hora de repartir la hostia entre sus feligreses. De dársela, asimismo, a María. El rubor sube a su semblante. Luego, palidece. El pueblo –a quien, a veces le da por hablar– cuenta sobre los encuentros entre el sacerdote y aquella mujer poco respetable. Quizá nadie se hubiera percatado de su equivocada conducta, a no ser porque el fraile carmelita, empezó a mudar de conducta. Atormentado, tenía que soportar tremendas visiones: la de una mano negra que lo llamaba insistentemente desde el fondo de los retablos.

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Fray José lloraba a los pies de su confesor, quien le ordenó enfrentar al alma en pena. Ésa sería su salvación. Al efecto, cuenta la leyenda, se preparó una solemne procesión por los claustros. Como siempre apareció “el espanto”. El reverendo padre prior tomó en sus manos al Santísimo Sacramento. Fray José y los hermanos carmelitas entonaron cantos y ruegos. Quizá los Salmos de David darían su fruto. Recorrieron los claustros, cruzaron el refectorio, llegaron a la huerta, hasta una tapia donde había una puerta clausurada. Contra ella, tocó fray José, casi sonámbulo, quien chocó contra el muro. Tras un fuerte estampido, emergió la mano negra atrapando al religioso. La comunidad gritaba por un necesario exorcismo. A la mañana siguiente los religiosos echaron abajo la misteriosa puerta: tan sólo hallaron el hábito, el rosario y el escapulario de fray José, reliquias que el demonio no se atrevió a tocar. Del fraile carmelita nadie supo nada en aquellas tierras de la antigua ciudad de Vall adolid.

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LEYENDA DE LA JÍCAMA DE AGUA (Xicamatl)

Blanca como la luna, fresca como el agua y nutritiva como el maíz es nuestra jícama, cuya leyenda brotó por vez primera en tierras michoacanas cuando los hombres amaban a los dioses y los dioses amaban a los hombres. Sucedió que Curícaueri –el que quema, el gran fuego, el Sol- tomó por esposa a Xaratanga –la que se ve en lo alto. La Luna. Al Sol le gustaba el oro, a la Luna la plata. El Sol se engalanaba con joyas de oro, la Luna con joyas de plata. Los dos estaban tan enamorados el uno del otro que nunca se separaban. Así sucedió que había muchos días de luz sin sombras, o había muchas noches de sombras con luz. Nana Cuerápperi –Madre Naturaleza– el ser supremo, infinito, sabio, constantemente fecundo, base y fin de la armonía de las cosas creadas y por crear, eficiente en todo sin descanso, se sorprendió de lo que estaba pasando; cuando creó al señor Sol le explicó muy bien su divina misión y cuando creó a la señora Luna, también le instruyó en su alto cometido. ¿Por qué esa desobediencia? El Sol recorrería los extensos campos del cielo por el día; la Luna lo haría por la noche. Y como ambos la habían desobedecido haciendo caso omiso de sus órdenes, pensó en separar para siempre a los enamorados. No era posible que la tierra sufriera las consecuencias de ese loco amor, aunque en parte ella tenía mucho de culpa al crear esos astros con atributos de dioses. Nana Cuerápperi nunca imaginó lo que iba a resultar al crear al Sol joven y hermoso y a la Luna joven y bella. No tardó en mandar traer a Curícuaueri con Zirpiri, el rayo, y a la Luna con hanicua, la nube. Dirección Técnica

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Cuando estuvieron ante ella los esposos, les habló enérgicamente: – Yo poblé el mundo de ricos vegetales, de plantas, de árboles que ofrecen su semilla de frutos, de hojas, de yerbas cuyas fibras proporcionan vestido; yo sembré la tierra con los gigantes de la creación que ofrecen sus sombras y suministran la madera a los hijos míos, a los hombres, para sus habitaciones y para darle fuego, y por último hice brotar las flores para darles placer y contento. – Mi obra era grandiosa y sin embargo no estaba completa; crié en seguida los peces del mar, de los lagos y de los ríos, luego los insectos y los reptiles, los cuadrúpedos, las aves de variados matices, y entre ellas el divino Zinzum o colibrí. Después crié al hombre. Pero el hombre desaparecía al estrépito funesto de la lucha entre los elementos. Los volcanes vomitaban fuego, ese fuego que inextinguible ardía en las entrañas de la tierra, y la lava cubría los valles. Otras veces las nubes que oscurecían la bóveda celeste, preñadas de rayos, se deshacían en diluvio que sepultaba todo bajo el agua. Entonces comprendí que mi poder fecundo necesitaba de colaboradores que me ayudaran en mi obra, y entonces mi poder creó a ustedes dos; tú Sol y tú Luna con tu séquito de estrellas. Pero ambos me han desobedecido. Han olvidado mis órdenes por su loco amor. Y ustedes olvidan que antes que el amor está mi mandato. Tú, Xaratanga, esposa de Curicaueri, tienes que cuidar de tu hogar por la mañana, en tanto que tu esposo da calor a la tierra y hace abrir los botones de las flores y madura los frutos y el maíz; cuando regrese al hogar cansado, cuando él repose de las fatigas, tu deber es salir sin dilación a los cielos, haciendo la centinela del mundo. Xaratanga, acongojada, preguntó:

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– Señora, ¿y cuándo daré mi amor a mi esposo? ¿Cuándo estaré a su lado si tú ordenas que sólo uno de nosotros duerma en el lecho nupcial? – Más fuerte que nuestro amor es el deber que tenéis con los seres de la tierra que os veneran y aman. Dime, ¿qué serían sin Sol los cielos? – Tened compasión de mi amor –suplicó la bella Xaratanga. Pero, inflexible, la Madre Cuerápperi sentenció: – Jamás Cuerícaueri dormirá junto a ti. La sagrada esposa de nuestro padre el Sol jamás compartirá el lecho con su real esposo. Y sin más explicaciones, se alejó del lado de los acongojados esposos. Cuericaueri, sobreponiéndose a su dolor, habló dulcemente a su esposa: – Esposa mía –le dijo– no te desesperes. Mi misión es enviar mis rayos que atravesando espesas nubes deben besar la tierra de los bosques hermosos y los mares de azuladas ondas porque yo soy la vida. Pero no temas; nuestro amor no morirá. Cuando yo entre al hogar y no te encuentre, sentiré gran felicidad porque mi amada esposa mientras yo descanso recorre los mismos caminos misterioso de los cielos vigilando ese mundo que tanto aman los dioses –y acariciando su pálido rostro, le aseguró–: Ya no sufras ni te desesperes; hay que obedecer a nuestra madre. Xaratanga, desconsolada, se arrodilló a los pies de su esposo e inclinando la cabeza en señal de sumisión dejó escapar su sentimiento. Una delicada lágrima se desprendió de sus bellos ojos, una maravillosa lágrima que atravesó el espacio entre los cielos y la tierra, y allí donde cayó esa lágrima ardiente, sepultándose en el amoroso manto de la madre tierra, cuajó milagrosamente brotando una maravillosa raíz; una sorprendente raíz que al ser descubierta por los hombres y gustar a éstos su pulpa blanca como la luna, fresca como el agua y nutritiva como el maíz, la comieron con deleite ya que calmaba su hambre y quitaba su sed. Ahora ya sabéis que nuestra rica jícama, manjar selecto, no es más que una lágrima de la diosa de la noche.

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EL LAGO DE SIRAHUËN

Cuenta una leyenda, que al principio de los siglos, existió una hermosa princesa quien estaba enamorada de un jefe guerrero de una tribu enemiga. Cuando su padre se enteró de aquel idilio, fingió estar de acuerdo, pues en la voluntad de su hija veía que estaba dispuesta a cualquier cosa por lograr su amor. Entonces dijo a su hija y al guerrero que consentía en que la boda se llevara a cabo, pero antes el joven tenía que pelear contra otros caciques para dar más poder a la tribu de su amada. Así lo hizo. Partió y luchó contra guerreros poderosos a los que venció. Cuando llegó por fin ante quien debía se su suegro, éste le dijo: – Bien has peleado contra caciques poderosos como habíamos pactado, pero aún te falta uno, el más poderoso y ése soy yo. El guerrero, aunque desconcertado, le contestó que si ése era el único y el último impedimento, él estaba dispuesto. Ya todo estaba listo para el combate, pero la joven princesa ya no encontró tranquilidad en su corazón, después de pensarlo mucho, buscó al guerrero y le pidió que se fuera muy lejos pues no quería ser la causa de la muerte de su padre o de la muerte del él. Ella dijo al guerrero que aunque se llevara a cabo el combate no se casaría con él y que renunciaba a su amor, entonces él se fue. Al verlo alejarse sintió que su cuerpo le quemaba y sus largos cabellos la envolvían como una húmeda telaraña. Pasó el tiempo, él nunca más volvió. La princesa iba todos los días a un monte cercano a llorar su tristeza y quizá con la esperanza de verlo. Un día llena de desesperación gritó a los dioses que había sido una hija buena pero a cambio era una mujer desdichada y rechazó la soberbia de su padre. –Ya no lo amo ni amo a mi pueblo– gritó, y sus lágrimas brotaron sin consuelo. Dirección Técnica

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Al siguiente día, cuando llegó la princesa al mismo lugar de siempre, observó que en donde habían caído sus lágrimas se formó un pozo de agua y que rápidamente iba adquiriendo un enorme tamaño. Ella murió y todo el pueblo quedó inundado en aquellas aguas que fue el origen del lago de Sirahuén. Ese místico lago llena de extraña melancolía

a sus visitantes. Ella –aseguran los

lugareños- aparece de tarde en tarde convertida en sirena y llora por el guerrero que partió. También cuentan que los que se han ahogado ahí siempre han sido hombres y que ella ha sido quien los jala hasta lo más profundo del lago pensando que es su amado.

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LA LEYENDA DEL LIRIO Y EL ROSAL

Antigua leyenda tarasca originada en lo últimos años del siglo XV en la región conocida ahora como Cutzamala de Pinzón, que posteriormente pasó a depender de Tenochtitlán. Eréndira era una bellísima doncella purépecha de larga cabellera negra, dientes pequeños y blancos, sonrisa de sana picardía y andar cadencioso que derramaba a su paso los perfumes de la juventud. Estaba enamorada de un joven llamado Cuautli, originario del poblado de Temazcaltepec. Cuautli también amaba a la hermosa Eréndira y habían formalizado el compromiso. Él construía una casa en su poblado y cultivaba grandes tierras obtenidas con el producto de algunos años de trabajo. En el cielo, el dios Apatzi estaba celoso de ese amor y deseaba poseer a la bella joven. Apatzi ordenó a Ticatame, rey de Cutzamala, sacrificar a Eréndira en su honor, para así satisfacer su apetito insano. Ticatame tenía que acceder a los deseos de este poderoso dios, pues si le contrariaba podría provocar terribles enfermedades que diezmarían a la población o iniciaría guerras con pueblos vecinos. Antes de efectuarse el sacrificio, Eréndira bailó una danza desconocida hasta entonces por los habitantes de la región, quienes habían acudido a observar la ceremonia. Los movimientos gráciles de la joven purépecha despertaron la admiración de los espectadores, que arrojaban flores y quemaban incienso para agradecer el sacrificio. Terminada la danza, el sacerdote encargado de extraer el corazón a la víctima para ofrecérselo al dios Apatzi, pronunció un terrible sermón en el templo. Mencionó que pronto vendría gente de lejanas tierras a someterlos y hacerlos prisioneros. Todos escucharon, pero no con la suficiente atención. La profecía se cumplió transcurridos cinco lustros. Les arrebataron sus tierra, sus mujeres y su libertad.

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Eréndira fue sacrificada en la piedra que servía para ese fin; Apatzi estaba ahora satisfecho, la hermosa mujer había sido ofrecida en su honor. Dos noches seguidas, Cuautli lloró ante el cuerpo de su amada, cubriéndola con besos. Al tercer día, cuando la gente fue a la piedra de los sacrificios para darle sepultura a la joven, miró, no sin estupor, que junto a ella crecían abrazados un delicado lirio y un fuerte rosal. No eran más que las almas de Cuautli y Eréndira.

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ERÉNDIRA (LEYENDA DE LOS TARASCOS) Cuenta la leyenda que hubo en algún tiempo un lugar donde el aire que se respiraba era limpio y donde se mirara se encontraba uno con hermosos paisajes, y aquellos que vinieron al comienzo de los tiempos se maravillaron con aquel lugar y vivieron ahí desde siempre e hicieron su ciudad junto a un gran lago. Otras culturas llamaron a este lugar Michoacán, que significa”tierra de pescadores”, y a sus habitantes, michoacanos, y vivieron ahí por largas generaciones. Los michoacanos vivían en comunión con su entorno y desarrollaron su cultura, engrandeciendo su país, construyendo día a día su ideología. El tiempo pasó, vinieron monarcas nuevos y monarcas malos, guerras, hambres y tiempos de opulencia, y llegaron noticias con los mensajeros de la Tenochtitlán, de invasores venidos de tierras más lejanas de donde el cielo y la tierra se hacen uno, que hablaban del terror de ver al imperio más grande resquebrajarse frente a sus ojos, cómo el ejército inigualable era vencido y la sangre de una de las culturas más grandes estaba vertida sobre las ruinas que fueran la gran Tenochtitlán. Los jóvenes michoacanos estaban dispuestos a luchar sin tregua a defender su suelo, el país que les pertenecía, en donde los hombres eran libres y las águilas volaban, mas ¿de qué servía un ejército resuelto a morir por su patria si el rey temblaba frente al enemigo? Tzimtzicha era considerado un monarca débil y cobarde, por esto la confusión reinaba en el país. ¿Repetiría Tzimtzicha el error del débil Moctezuma y se rendiría frente a los invasores? ¿O seguiría el ejemplo de Cuauhtémoc y los combatiría? Hernán Cortés había oído hablar de las riquezas que había en Michoacán y mandó a sus mensajeros a hablar con el monarca michoacano, persuadiéndolo a rendirse y reconocer al rey de Castilla. Tras realizar la misión que les fuera encargada, los mensajeros regresaron con la repuesta de Tzimtzicha, quien ofrecía su amistad y obediencia a Hernán Cortés, y un cargamento de presentes para éste, a cambio de un enorme perro lebrel, propiedad de un español llamado Francisco Montaño. En Michoacán se sentía en el ambiente la desolación, la duda se reflejaba en todos los rostros, en los jóvenes ardía el patriotismo, y los viejos estaban resignados pues sabían que un rey como Tzimtzicha, sin ambiciones,

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los llevaría a un fin catastrófico como el de los mexicanos. Pero en medio de la confusión hubo una mujer que se alzó por su coraje, ya que guardaba dentro de sí un amargo odio hacia los españoles. Ésta era la hija de Timas, el principal consejero del rey: “Y la llamaron Eréndira, que significa risueña, pues su constante sonrisa imprimía un sello de malicia y burla”. Muchos guerreros codiciaban a esa hermosa virgen morena, mas ninguno conseguía de ella mas que una sarcástica sonrisa. Uno entre ellos, Nanuma, el jefe de todos los ejércitos, estaba enamorado de ella, y la amaba con el amor más puro, no sólo porque fuera bella, sino por la gran inteligencia e ingenio de ésta. Pero Eréndira no amaba a nadie y esto era debido a que tenía un amor más grande que cualquier otro: amaba los llanos, amaba las montañas de su Michoacán, amaba su aire y su cielo, sus lagos y sus campos. Nanuma le hablaba de amores: – Dime, ¿Por qué no comprendes que soy quien más te ama en el mundo? – Porque no quiero tener dueño – respondía la doncella con su sonrisa irónica. – ¡Oh siempre desdeñosa, siempre con esa eterna sonrisa altiva en los labios! – contestaba Nanuma. Mas ¿cómo podía pertenecerle a alguien más de lo que le pertenecía al viento y a los árboles?, ¿para qué jurarle a alguien un amor eterno si ya le había jurado a su patria defenderla?, ¿cómo entonces podía olvidarse de esa tierra que tanto amaba? Días después un acontecimiento hizo al pueblo olvidarse de las dudas, aunque según el pidecuario, ritual de los sacerdotes tarascos, no había ninguna fiesta por esas fechas; se celebraría un acto solemne a Xaratanga, vengativa e inexorable diosa de la luna, en el gran templo. Llegó entonces la hora que los tarascos llamaban Inchantiro, la hora en que el sol desaparece debajo del horizonte, y la luna se levantó como un gran disco hasta llegar a su lugar debido y se presentó entonces en todo su esplendor. Mientras, las quiringuas dejaban oír su melancólico canto. La gente se apiñaba en silencio, cuando el rey y su comitiva hicieron su entrada y tomaron asiento, un sacerdote entró en el santuario. Un grito jamás oído antes desgarró el silencio de la noche, llenando los corazones de todos los presentes de terror, los discordantes alaridos resonaban intermitentemente. El sacerdote volvió a salir y le seguían cuatro guerreros que llevaban atada a una bestia que jamás se había visto en aquel país, que infundía pánico con sus endemoniados ojos y de cuyas fauces salía aquella voz tan aterradora que hiciera a la muchedumbre temblar. La fiera luchaba por liberarse, en sus ojos asomaba la ira

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y su

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hocico vertía espuma, cuando la luna se ostentaba ya arriba del horizonte cesaron los ladridos y pusiéronle los sacerdotes en la piedra de los sacrificios; el sacerdote pálido sacó su cuchillo labrado de obsidiana y jade, lo hundió en el pecho de la bestia y rápidamente sacó su corazón. Eréndira se volvió hacia Nanuma y le dijo: – ¡Hoy es la bestia y mañana serán los españoles los que mueran así!, entonces yo seré tu esposa. Nanuma difícilmente podía creer lo que había escuchado. Eréndira se encargó de infundir valor a las princesas y a los capitanes del ejército burlándose de los españoles, sembraba en cada persona que la escuchaba, el patriotismo que ardía en su ser. En una ocasión que pudo hablar con Nanuma le dijo: – Tú eres el que derrotará al ejército de los invasores y cuando regreses victorioso, yo seré tu recompensa. – ¿Y si fallo? – preguntó el guerrero. – Iré a llorar sobre tu sepulcro y sembraré en tu yácata las más hermosas flores de nuestros campos. Esta idea hizo temblar a Nanuma. – No te preocupes entonces, que yo lucharé hasta morir. – No nos rendiremos, porque somos más grandes y fuertes, ¿No nos han protegido los dioses siempre? ¿No vencimos con ingenio las dos veces que los mexicanos quisieron conquistar este país? ¿No es verdad acaso que Curícaueri al principio de los tiempos hizo el hombre de barro, mas éste se desbarató al entrar al agua, no lo reconstruyó entonces de ceniza pero queriendo que tuviera más consistencia, no formó a nuestros hombres de metal? ¿No son tus guerreros de metal, Nanuma? ¿No se convertirán en mujercitas al enfrentar a los invasores? No tengas piedad entonces Nanuma cuando estés allá en el campo de batalla, pues sé que eres tú el más valiente de los guerreros y llevarás a nuestro ejército a triunfar sobre los invasores y resguardarás la grandeza de nuestro imperio. Una mañana marcharon las tropas del ejército michoacano por las calles de Tzintzuntzan, a la vista de Tzimtzicha, quien estaba inquieto por el resultado de la guerra que aquel

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ejército estaba a punto de iniciar. Hernán Cortés envió a su ejército a encontrarlos, comandado por su más valiente capitán Cristóbal de Olid. La guerra se desencadenó en la ciudad de Taximora que había sido tomada por el ejército tarasco, quienes c aían valientemente frente al hierro del enemigo. Aquellos que no se sacrificaban en la lucha desigual quedaron mudos de espanto al oír los disparos de los españoles y emprendieron una vergonzosa fuga para lograr su salvación. Nanuma y otros nobles fueron los mensajeros de la vergonzosa derrota. Eréndira decepcionada se volvió sin evitar que dos lágrimas se derramaran sobre su mejilla. En vano quiso Nanuma hablar con Eréndira. – Dime entonces, ¿qué debía hacer? – ¡Morir!, los españoles te enseñarán pronto el oficio de los hombres que no saben morir por su patria. Timas habló entonces a los hombres que lo rodeaban, y aquellos que estaban decididos a defender su patria hasta la muerte, juraron hacerlo y armándose de hondas y flecha fueron al templo. A las mujeres y a los niños se les ordenó huir a los montes, mientras tanto ellos esperaban la venida de los invasores. Cristóbal de Olid y su ejército entraron a la ciudad, mientras que un millar de hombres comandados por Timas esperaban en el templo, Tzimtzicha se había rendido ya ante Olid cuando el grito de guerra se oyó en toda la ciudad. Heróicamente lucharon Timas y los defensores del templo, mas el enemigo era por varios miles más numeroso. Cristóbal de Olid envió al combate a todas sus huestes que barrieron con todo lo que quedaba de los purépechas, algunos lograron escapar huyendo hacia el monte. El ejército de Cristóbal de Olid revisaba los cuerpos buscando los cadáveres de los españoles. El manto de la oscuridad se fue disipando hasta la llegada de la luz, que dejaba ver la ruina. El suelo estaba tapizado de muertos en su mayoría de purépechas, junto con mexicanos y tlaxcaltecas que venían con los españoles y los cadáveres de estos últimos; había llegado el ocaso de una de las culturas más grandes de América, tras la muerte valiente de los michoacanos. Quizás en algún futuro, los descendientes de aquellos valientes hombres conocerían la razón por la que perdieron la vida por un pedazo de tierra donde vivían libres, quizás sabrían de la grandeza de Michoacán.

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Estado del centro, limita con el Estado de México y el Distrito Federal al Norte, con el estado de Guerrero al Suroeste, y con el de Puebla al Sur y al Este. La capital es Cuernavaca, con 338 706 habitantes. La población total del estado es de 1 555 296 habitantes (2000). Ocupa

parte

de

la

vertiente

sur de

la

sierra

Volcánica Transversal,

descendiendo hacia el sur hasta las primeras estribaciones de la sierra Madre del Sur. El relieve está escalonado, entre alturas que van de los 5 400 m, en el extremo norte, a los 800 metros en los valles. Esto hace que haya grandes diferencias climáticas, desde el frío intenso de las montañas del norte hasta el subtropical de las tierras más bajas. Las lluvias no son abundantes y las temperaturas medias son de 15 grados en Cuernavaca y 22 grados en los valles. Abundan los bosques de coníferas en las sierras del estado. La economía depende básicamente de la agricultura, con cultivos de arroz, caña de azúcar, maíz, trigo, hortalizas, frutales y café, flores para exportación. También tiene importancia la ganadería (bovinos, porcinos, ovinos y caprinos). La industria se desarrolla lentamente; lo más relevante es el sector textil, los ingenios azucareros, los productos químicos, sector automovilístico y el cemento. Hay numerosos balnearios termales y su capital es visitada por el turismo nacional y extranjero.

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EL TEPOZTECO

A pocos kilómetros de Cuernavaca, Morelos, se encuentra el pueblo de Tepoztlán. Lo ampara un cerro abrupto y alto cortado a tajo, de una conformación geológica muy imponente por su elevación y por el aspecto de sus peñas, que simulan torres de castillos ruinosos, estalagmitas enormes y columnas fantásticas, sobre cuyos vértices tejen las nubes sus algodones cardados y transparentes que vienen y van. Existe una leyenda indígena sobre aquel paisaje espléndido en la que se combina la magia y el milagro de sus personajes. En los adoratorios que en la cima del monte existían en la antigüedad, había hace unos mil años una doncella nativa encargada de atender un teocalli consagrado a uno de los dioses de los Náhoas. La joven india era distinguida y pura, ya que sólo se admitía allí a mujeres de cierta alcurnia como la misma hija de Moctezuma. A aquella virgen selecta, estando un día activa en tales menesteres, se le rompió un collar y de él se le desprendió una cuenta que recogió en seguida introduciéndosela en la boca mientras acababa sus labores y reparaba el collar. Pero en un descuido se tragó la cuenta, y por obra de gracia y predestinación, al poco tiempo se sintió encinta. Preocupada por su honor de tal manera comprometido, y no queriendo ser víctima de la maledicencia, pues era una muchacha incorruptible, pensó cómo haría para librarse de la vergüenza que la esperaba. No atreviéndose a matar al hijo cuando nació, lo fue a depositar en un hormiguero cercano; pero las hormigas, lejos de devorar al recién nacido, lo atendían y alimentaban solícitas, lo cual sorprendió a la madre cuando fue a ver al hijo afrentoso al otro día de haberlo depositado allí. Lo tomó entonces en brazos y lo llevó a su casa; lo metió en una caja de madera y lo llevó a una barranca, esperando que al llover aquella noche, el hijo fuera arrastrado por la corriente. Mas no llovió y la caja amaneció seca a la orilla del arroyo. Un matrimonio indígena que subía a buscar leña escuchó en el

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fondo del barranco los llantos del pequeño y se alegraron de aquel hallazgo, porque la pareja deseaba tener un hijo y los dioses se los habían negado. Cargaron con el niño y lo llevaron a su casa, recreándose en verlo crecer. Cuando empezó a hablar, el hijo adoptivo no quiso llamar padres a sus protectores, sino que, inexplicablemente, les decía abuelos en la lengua nativa; es decir, coltzin al señor cohtzin a la señora. Interrogado de por qué les llamaba así, el prodigioso niño les contestó, como si adivinase, que ellos no eran sus padres, que ellos lo habían recogido en una barranca donde su madre lo arrojara y que, por lo mismo, les daba título de abuelos, en son de gratitud. No salían los adoptivos padres de su sorpresa y observaban cuidadosamente al niño inquietante, cuando se reveló el segundo prodigio de su vida, en que ya se presentaba, de hecho, lo maravilloso. En el entonces reino de Xochicalco, próximo a Cuernavaca, había un monarca furibundo que era antropófago, y que exigía cada año un anciano a cada pueblo de los alrededores para devorarlo. Habiendo tocado al abuelo del niño el turno de aquel sacrificio, cuando era precisamente la autoridad de Tepoztlán, el bravo chico se indignó, y pidió al abuelo que no se preocupase, que él iría en su lugar a ver al rey, a ver si se lo comía. Al otro día el muchacho partió a conocer al rey antropófago de Xochicalco, encargando al abuelo al despedirse que se fijara bien desde el cerro, al declinar el sol, si aparecía en el cielo una nube negra o blanca. Si negra, sería señal de que el rey lo había devorado; pero si la nube era blanca, podía estar seguro de que había ganado la partida al terrible monarca, salvándose de su voracidad. Al atardecer los abuelos vieron una enorme y consoladora nube blanca. El muchacho había hecho algo increíble: cuando se presentó frente al rey lo retó a que lo devorara. El poderoso señor se enfureció ante tal audacia, diciendo que era poca cosa para él y que necesitaba más carne, más hombre para saciar sus apetitos. Y tanto le irritó el desplante del joven, que lo mandó a echar vivo a una enorme olla para que lo cocieran. A los pocos minutos apareció el niño mágico sentado en la tapa del gran cazo, vivo y sonriente. Llenos de enojo por la burla, el rey y sus secuaces intentaron matarlo repetidas

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veces, pero el chico se transformaba en diferentes animales: serpiente, tigre, etcétera. Era imposible acabar con él. En un arrebato de coraje, el rey lo tomó por debajo de los brazos y lo ingirió desnudo en unas cuantas tarascadas, al volver travieso y provocativo de sus transformaciones. Pero el muchacho, una vez en el vientre del tirano, le causó tremendos dolores, y sacando una punta de obsidiana que llevaba oculta en la mano cerrada, rasgó las tripas y la piel del déspota y salió riéndose, sin que nada le aconteciera mientras el rey moría de las heridas y sus cómplices y favoritos echaban a correr espantados. La hazaña del niño de Tepoztlán fue sabida por los indígenas de las comarcas inmediatas, y ellos empezaron a tenerlo por taumaturgo maravilloso y terrible mientras él, victorioso, volvía al lado de sus abuelos. Como al llegar a su casa vio que en ella faltaba qué comer, pidió al abuelo un arco, requirió unas flechas, que en náhuatl tienen un bonito nombre, mitl y apuntando a la cercanía disparó y empezaron a caer venados, liebres y aves; con ello hubo abundancia de provisiones en el hogar. Los abuelos quedaron pasmados del poder mágico del niño cazador. También dice una leyenda que con sólo verter el agua de su calabozo, el muchacho tepozteco abrió la barranca de Guadalupe en Cuernavaca a fin de cortar el paso a sus enemigos que lo perseguían, entre los cuales iban los gigantes de Oaxtepec. Las otras dos barrancas profundas que rodean a este caluroso estado de Morelos también fueron abiertas, según las creencias, por él, con orinar en otra ocasión que le perseguían, huyendo hacia los cerros, desde donde desencadenó una tormenta que barrió a sus enemigos. Esto sucedió cuando salió del palacio de los caciques de Cuernavaca robándose un teponaztli que había en la puerta, después de insultar a los asistentes a un banquete. Él se había presentado en ese banquete disfrazado de mendigo, por lo que no fue aceptado; entonces se cambió de indumentaria y se le recibió como caballero, hecho que reprochó a los comensales, diciéndoles que rendían tributo a la vestimenta y no a la persona. Invitado a comer, se echó en la ropa el pulque –que él había perfeccionado- y se untó la comida sin ingerirla. Esto disgustó a los comensales, que pretendieron apalearlo. Así se produjo la persecución del joven invulnerable y

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poderoso, y la tempestad que aniquiló a sus enemigos. Bastó con que soplara con su boca para que la tormenta se desencadenara. Así eran de mágicos sus recursos misteriosos. El más formidable de los milagros que la leyenda morelense atribuye al fabuloso tepozteco es el siguiente: el alto y áspero cerro que lleva su nombre en Tepoztlán fue traslado por él desde el estado de Guerrero, porque una vez que fue allá, se negaron a darle albergue en el cerro de un poblado, mandándolo al desierto. Durante la noche, el taumaturgo ató con una curda el preciado cerro donde le habían negado hospitalidad y cargó con él a cuestas, llevándolo adonde se encuentra hoy. Para despistar a los que pudieran seguir su rastro, invirtió sus pies, dejando al revés las huellas y pisadas. En ese cerro tan particular por él traído de tan lejos se desarrollaron las demás acciones sobrenaturales de su vida asombrosa, que le dieron fama imperecedera. Y allí quedan las ruinas de su casa, los restos de los templos donde se le divinizó, aquellas peñas evocadoras y las columnas imponentes producto de la erosión, a una de las cuales, por delgada, se le llama el bastón del Tepozteco. El culto antiguo al Tepoztécatl, hijo de una muchacha que no conoció varón, fue positivo y los códices registran su figura simbólica.

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LEYENDA DE LA LAGUNA DE TEQUEZQUITENGO

Se dice que hace muchos años había cerca de Zacatepec un pueblito llamado Tequezquite, cuyo nombre obedecía a que por ese rumbo abundaba un material calcáreo color ceniza que le da muy buen sabor a los elotes, la calabaza y los cacahuates. Ahí habitaba un brujo maléfico, que por sus crímenes fue condenado a la hoguera. Pero antes de que lo quemaran vivo amenazó a toda la población, advirtiéndoles que se arrepentirían de su proceder en contra suya. En efecto, poco tiempo después empezó a brotar agua de la tierra. Al investigar la causa de ese fenómeno, los habitantes del pueblo encontraron en la más profundo de la hondonada una botella que contenía agua y arena de mar. En virtud de ese hechizo, el caserío se inundó con agua salada. Los lugareños se vieron obligados a abandonar sus casas y propiedades. Apenas habían hecho eso cuando toda la localidad se hundió. Se formó así la laguna. Cuentan que todavía permanecen en el fondo de la laguna las torres y restos de la iglesia. Dicen los vecinos ribereños que cuanto baja mucho la marea y hay luna llena, pueden verse a simple vista las puntas del campanario principal.

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LA POBREZA DE TEPOZTLÁN

Se dice que en tiempos muy remotos existió un rey que iba a legar un gran tesoro al pueblo de Tepoztlán. Para ello era indispensable que se transportara hasta esa comunidad el cofre que contenía las piedras preciosas y las monedas de oro y plata. Temeroso el rey de que los peones encargados de llevarlo sufrieran un asalto en el camino, pidió a unos monjes que fueran ellos los que realizaran esa tarea, pues esos religiosos, en quienes se podía confiar, eran respetados aun por los malhechores. Una vez que éstos aceptaron el encargo, les advirtió que no abrieran el cofre por ningún motivo, debiendo entregarlo cerrado al sacerdote de la parroquia local. Poco antes de llegar a su destino, los monjes no resistieron la tentación de ver lo que contenía el pasado cofre, lo abrieron y de él salieron cinco palomas blancas. Una de ellas se quedó en Tepoztlán, dos volaron hacia Cuernavaca, que por eso es la ciudad más hermosa del Estado, y las otras se perdieron en el horizonte. A la curiosidad o a la codicia de aquellos frailes se debe la pobreza de Tepoztlán.

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EL ÁRBOL DE LAS CRUCES

En el añoso y ameno jardín del convento de Santa Cruz de los Milagros, ocupado por seminaristas franciscanos, existen varios árboles cuyas espinas tienen forma de cruz, sin que a ésta le falten, en tres de sus extremos, unos diminutos clavos. Cuenta la leyenda que el venerable padre fray Antonio Margil de Jesús, al regresar de unas misiones, clavó en ese jardín el alto bastón en que se apoyaba durante sus largas y arduas caminatas. Al paso del tiempo, el cayado empezó a retoñar, se formaron las ramas y en éstas aparecieron espinas figurando la insignia y señal del cristianismo. Los demás ejemplares de esta prodigiosa especie debieron proceder de estacas del original, pues el árbol no produce ni flores, ni frutos, sino solamente pequeñas hojas perennes.

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EL MALVADO NAHUAL

Cierta vez don Félix preguntó: – Queta, ¿sabes qué es un nahual? – Es un hombre de poder – le respondí, según me había enseñado don Manuel –. Aquellos que antiguamente, en tiempos anteriores a la llegada de los españoles a América, eran considerados sabios porque estaban más allá de lo material y habían entregado sus vidas a la búsqueda de la verdadera libertad y de la trascendencia del hombre. – Así es – dijo Queta –. El nahual sigue el camino del guerrero espiritual. Ese camino tan difícil de la impecabilidad, que es la conservación de la energía. Su objetivo es Ser con mayúsculas, pero el camino del nahual, incluso de los más poderosos, pasa a veces por parajes donde la tentación puede hacerles errar y desviarse en su búsqueda. Si uno de esos hombres, escogidos entre muchos hombres por el poder, pierde su luz, se transforma en un ser extremadamente peligroso y dañino. Como nahual que sigue siendo, su poder es terrible. Incluso los peores brujos, que al fin y al cabo son hombres de conocimientos muy inferiores a los nahuales y que juegan con la energía de la tierra y criaturas del plano etérico, los eluden. Aquí en México hay una antigua tradición que equipara al mal nahual con vuestro “coco” que asusta a los niños. Hay nanas que le cantan a los niños que son traviesos, diciéndoles que sino son buenos vendrá el nahual y se los llevará, con la diferencia de que el mal nahual existe y han existido varios en la historia y el “coco” no. Sonreí ante aquel preámbulo. – Pues bien – siguió ella –. La leyenda que os voy a contar le sucedió a una amiga mía, cuando las dos éramos aún unas jovencitas casi adolescentes. Don Félix asintió. Comprendí que conocía la leyenda.

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– Ella se llama Lupita y no es del pueblo. Todos los que estamos aquí conocen la leyenda menos tú, güerito, pero creo que merece la pena que la volváis a escuchar – dijo mirándolos -, para que Miguel pueda oírla, porque es una leyenda de poder – dijo recalcando la última palabra. Si quería con ello llamar mi atención, desde luego que lo había conseguido totalmente. – Cuando nosotras teníamos dieciséis años – siguió Queta–-, Huitzilac era un pueblito muy chiquito. Todos nos conocíamos de siempre. Nuestras familias llevaban casi todas varias generaciones viviendo allí y las relaciones entre la mayoría de ellas eran buenas, ayudándonos unos a otros cuando se requería. Vivíamos en paz y armonía a la sombra del cerro que ya conoces, envueltos en su magia, lejos del mundo y su velocidad. En Huitzilac, gracias a Dios, casi nunca pasaba nada, salvo algún nacimiento y alguna muerte y siempre más de los primeros que de las segundas. Entonces llegaron los papás de Lupita, que iban a trabajar en el pueblo por un tiempo. Lupita era, sin duda, la muchacha más bonita de la comarca, con su piel brillante, sus profundos ojos negros, su figura bien torneada, su preciosa melena y su gentileza que hacía que todos los mozos del lugar la asediaran como moscones, pretendiendo conquistarla. No obstante su apariencia de mujer hecha y derecha, ella era aún bastante infantil de carácter y no estaba interesada en entablar relaciones con ninguno de los chicos. Cuando nos presentaron congeniamos bien y pronto nos hicimos inseparables. Ella prefería andar con sus amigas, especialmente conmigo, y juntas solíamos pasear por el cerro buscando plantas curativas y disfrutando de la agreste belleza y de la magia del lugar. Muchas tardes venía a buscarme, proponiéndome ir a algún lugar de interés, para escapar del constante suspirar de algún mozo alrededor. Yo aceptaba siempre con gusto, y nuestros paseos se convirtieron en costumbre y los jóvenes, descorazonados pero viendo que no prefería a ninguno por el momento, parecieron darle un respiro durante un tiempo.

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Un día que habíamos salido antes que de costumbre, decidimos llegar hasta las Lagunas de Zempoala, hasta donde hay un buen trecho, pero éramos jóvenes y no nos amilanábamos. Nosotras no lo sabíamos, pero en aquel d ía algo nos iba a distraer de nuestro propósito, de hecho nos sucedió algo extraño.

Habíamos subido ya

prácticamente todo el cerro de Huitzilac cuando, de repente, como saliendo de la nada, apareció un hombre maduro ante nosotras. Ambas trabajábamos desde hacía años nuestra energía y éramos sensibles. Nos asustamos cuando su mera presencia nos hizo temblar, como si nuestros cuerpos reconociesen y temiesen un poder como el suyo. Sus ojos eran como dos imanes y, a pesar de toda mi resistencia, a duras penas conseguí apartar los míos de su magnética mirada. Lupita había hecho lo propio. Inconscientemente, nos dimos la mano, buscando la una en la otra el apoyo que parecía faltarnos, aunque ninguna de las dos era de naturaleza medrosa. Nos miramos un instante, sintiéndonos algo más confortadas. Cuando volvimos nuestros ojos de nuevo hacia donde había estado el hombre, éste había desaparecido, para incremento de nuestro desasosiego. Aquello, en lugar de tranquilizarnos, nos asustó aún más. Intentamos apaciguar nuestros espíritus invocando a la magia del lugar que siempre nos había acogido bien, pero era inútil. Podíamos sentir la presencia de un ser poderoso a nuestro alrededor que se podía manifestar de mil modos y que estaba jugando con nosotras por el momento, cosa que percibimos. No podíamos articular palabra. Estábamos expectantes e intranquilas, esperando... Sabíamos que la cosa no iba a quedar así. Cuando un poder tal como el que sentíamos alrededor se manifiesta a un ser inferior es por algo, y muchas vec es no precisamente positivo. En estos lúgubres pensamientos estaba yo cuando sentí una concentración de la fuerza que actuó separándonos a las dos como elevando una pared invisible entre nosotras. Fue aterradora la manifestación de poder, que a mí me dejó como alelada en la cumbre del cerro, sin poder reaccionar mientras veía a Lupita salir corriendo cerro abajo y sentía cómo el temible ser la seguía. Al cabo de un segundo, mi sensación volvió a ser de normalidad. El cerro recuperó su vibración habitual acogiéndome como siempre y una preocupación mortal por mi amiga la sustituyó.

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¿Qué había pasado con ella? ¿Qué deseaba aquel ser tan poderoso de Lupita? Si la oscura fuerza del aquel ser la tocaba, estaba en peligro mortal. Conforme fui bajando el cerro, mis pensamientos se volvieron más aterradores, hasta que, desahogando toda la tensión acumulada, me eché a llorar. Temía haber perdido a Lupita para siempre. Cuando llegué a Huitzilac, me sequé las lágrimas y con zozobra en el alma me dirigí hacia su casa, esperando con todo mi corazón encontrarla allí sana y salva. Entré como un torbellino en la casa y me llenó una alegría inmensa cuando vi que mi amiga estaba allí. La abracé, en la penumbra, llorando. Me intranquilizó sentir algo extraño en ella. La solté, y mi inicial alivio desapareció como por ensalmo al mirarla. El hermoso y habitualmente sereno semblante de mi amiga estaba completamente alterado. Tenía el rostro desencajado de terror. Yo me asusté terriblemente y le pregunté con voz angustiada qué le había pasado. No podía hablar. Las lágrimas surcaron su hermoso rostro mancillado. La abracé comprendiendo que aquel ser había dañado a mi amiga en lo más bonito que tiene una muchacha. Durante un rato largo la acuné en mis brazos mientras sus lágrimas se vertían en un pesado silencio que me dolía en el alma. Ella se hizo un ovillo como si quisiera volver a la niñez y olvidar todo lo que había pasado. No volví a preguntarle nada. Gracias a Dios, estábamos solas. Su madre debía haber ido al mercado o a casa de alguna vecina. Transcurrido un tiempo, Lupita se rehizo un poco. Entonces, con zozobra, me contó lo que recordaba: – Nunca he sentido tanto miedo en mi vida, dijo. Quiero que sepas que el ser que nos encontramos allí arriba era un nahual malvado. Yo la miré aterrada al oír aquello. – No sé lo que pasó exactamente – siguió –, pero el caso es que de repente sentí como si una mano me hubiera agarrado con fuerza cuando estábamos en lo alto del cerro. Tiraba y tiraba de mí y yo no podía resistirme. Angustiada, intentando desasirme de esa fuerza,

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salí corriendo monte abajo. Mi angustia era como un nudo que, agarrotándome la garganta, me impedía gritar. Él me seguía con facilidad. Sentí que jugaba conmigo, como un tigre con una corderita, y supe que no podía escapar de él, pero a pesar de todo, no pudiendo evitarlo, seguí mi huida ciega. Mientras corría sentí diferentes sensaciones. Unas veces rozaba mis cabellos como una mano poderosa, invisible, otras me pellizcaba sobresaltándome, y una risa infernal, que no era capaz de localizar de dónde salía, me llenaba de espanto. De hecho, era como si su presencia me envolviera, no dejándome ninguna posibilidad de escapatoria. Así bajé la cuesta del monte como una exhalación, pero sin dar ningún traspié. Sentía c omo si estuviera volando prisionera de un mal sueño. Cuando llegué a la parte de abajo del monte, sentí cómo la fuerza de aquel ser me soltaba durante un momento. Salí corriendo de nuevo hasta el borde del pueblo. Entré en Huitzilac y, sin mirar atrás, me dirigí a mi casa a la carrera. Cuando iba a entrar aquí, le volví a ver, apoyado en un muro, cerca de la casa, sonriéndome con malignidad. No sabía qué hacer, así que decidí entrar en mi casa, donde esperaba que estuviera mi madre. Para mi desgracia, no había nadie. De repente supe que me iba a asaltar aquí mismo, en casa. Sentí cómo entraba por el umbral que hasta entonces siempre me había protegido. Se había acabado el juego. Con forma humana se acercó hasta mí. Era dueño de mi cuerpo, que no obedecía mis órdenes de huir y de defenderse. Acarició mis cabellos con su mano y pude sentir el poder que emanaba de la misma de un modo aterrador. Se me puso la carne de gallina en todo el cuerpo y comencé a oír de forma atronadora los latidos de mi corazón en la garganta, que apenas era capaz de tragar. Quise gritar, pero no pude hacerlo; quise huir, pero sabía que no había lugar a donde pudiera escapar; hubiera querido poder esconderme, pero no había refugio contra él; quería alejarme de aquel ser cuya mirada sobre mí me mancillaba. No pude evitar que sus manos bajaran y acariciaran de forma brutal mis pechos, hasta hacerme daño y que tras esa primera violencia, cometiera otra peor llevando una mano bajo mi falda, quitándome las bragas de un tirón. Supe que si no hacía algo enseguida me

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iba a poseer allí mismo, y sin pensarlo, reuniendo mis últimas fuerzas, agarré la pilita de agua bendita de mi madre, que no sé cómo llegó a mis manos, arrojé su contenido sobre el asqueroso rostro, que se retiró del m ío con un bufido, soltándome con furia. Me puse en pie y entonces le vi saliendo de la casa, mientras intentaba quitarse el agua que lo quemaba. Luego al poco, llegaste tú. Yo la miraba cariñosamente mientras me hablaba. Como no sabía qué decirle, la abracé con fuerza. Intuí que aquello no iba a quedar así. Lupita había tenido suerte esta vez, pero si el nahual malo iba por ella, estaba en serio peligro. Así estuvimos largo tiempo hasta que llegó su padre. Le contamos la terrible experiencia que nos había acontecido y él nos escuchó con atención. Sabía que no éramos unas fantasiosas y se tomó muy en serio lo que le contamos. Cuando acabamos nuestro relato, se levantó y, sin decir una palabra, entró en su habitación y oímos cómo se abría la pesada tapa de un baúl que tenía allí, donde se guardaban cosas valiosas que habían pertenecido durante generaciones a la familia. Al poco oímos cerrarse la tapa y don Aurelio salió de la habitación. Llevaba dos cosas muy dispares en las manos; una cruz muy vieja de plata, colgando de una cadena antigua, que prendió del cuello de su hija con delicadeza, y su vieja escopeta de caza, que cargó con parsimonia delante de nosotros, mojando, antes de meterlos en la misma, los perdigones de acero en agua bendita de la botellita que la dueña de la casa siempre tenía a mano y que había salvado in extremis la honra de su hija. Cuando acabó su trabajo, dejó la escopeta cargada en el alféizar de la ventana, tras rociar también el caño y la culata con agua bendita. Algo nos hizo sentir que el nahual malvado estaba ahí de nuevo. Nos asomamos a la ventana, estúpidamente. Las dos nos echamos hacia atrás instintivamente, casi al mismo tiempo. El nahual se había transformado en un perro sin cola y estaba allí, delante de la casa, mirándonos fijamente, con sus terribles y magnéticos ojos. Nos quedamos mudas de horror. Al ver nuestro gesto, el papá de Lupita nos echó a un lado y miró hacia donde estaba la criatura del mal. Cogió el arma, se la encaró en un pispás y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo le disparó dos tiros que llevaban además de plomo, toda la rabia y el desprecio

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del buen hombre. Pareció que el tiro fue bueno porque se oyó un aullido aterrador que el chucho profirió antes de salir corriendo. La carga de plomo bendecido le había hecho daño. Lupita y yo, tras toda la tensión vivida, nos sentimos por fin protegidas y rompimos a llorar como dos chiquillas. El buen hombre, que no quería dejarnos solas, mandó un aviso con un vecino, que había acudido al ruido de los disparos, a mis padres para que se llegaran hasta su casa, pues tampoco quería dejarme ir sola. Cuando llegaron, ya estábamos más tranquilas. Don Aurelio les contó a mis padres la mayor parte de la historia, y estos me abrazaron con cariño y me condujeron hasta nuestra casa. Nuestra vida cambió después de aquello. Nuestra alegría de siempre estaba un tanto marchita y nuestros habituales paseos por el monte cesaron. Nos daba miedo volver al cerro tras la experiencia vivida. El malvado nahual no había vuelto a manifestarse, aunque todo el pueblo no hablaba de otra cosa y los vecinos estaban vigilantes por si veían una persona o animal extraño rondando. Pasadas varias semanas, las aguas comenzaron a volver a su cauce. Como el episodio parecía estar cerrado, comenzamos a olvidarlo, con esa facilidad que otorga la extrema juventud. Nuestro miedo comenzó a desvanecerse y poco a poco volvimos a desear salir de paseo, pues echábamos de menos esos ratos en los que hablábamos de naderías y disfrutábamos de la energía poderosa del monte. Los primeros paseos que dimos después de nuestra experiencia fueron por los alrededores. Poco a poco fuimos retomando confianza en nosotras mismas y comenzamos a alejarnos un poco más, hasta que por fin un día nos atrevimos a subir de nuevo por el tan conocido sendero del monte. El primer día sólo fue un corto tramo; al siguiente llegamos hasta la mitad. Así fuimos superando la aprensión hasta que nos atrevimos a subir de nuevo a lo alto del cerro. Fue una sensación maravillosa la de poder volver a sentirnos en el cerro como en nuestra casa. Allí recogimos flores y las ofrecimos a los cuatro vientos al cielo y a la tierra y después hicimos una hermosa meditación en la que sentimos cómo el cerro mismo nos llenaba de su vibrante energía.

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Después de aquella maravillosa experiencia, casi olvidamos el terrible encuentro, como si hubiera sido sólo una pesadilla. Así fue como una mañana clara y hermosa decidimos ir de nuevo a Zempoala. Subimos todo el cerro sin problemas y atravesamos el bosque por el sendero que conocíamos, disfrutando del paseo. Cuando llegamos al mágico y hermoso lugar donde las aguas y el bosque se funden nos sentimos felices. Era tan hermoso aquel sitio encantado... Daba la sensación de que el tiempo se detenía. El paraje estaba solitario. Nos desnudamos y nos bañamos en las limpias y frías aguas que decían que venía del corazón de los montes. Era una sensación maravillosa de comunión con la naturaleza. Salimos y nos secamos al sol. Después nos vestimos y comimos algo. Tras el frugal almuerzo retomamos nuestro camino. Debíamos apresurarnos si no queríamos que se nos hiciera de noche en el bosque. Nos sentíamos bien. La energía que brotaba de los árboles y del suelo del bosque nos acariciaba mientras recorríamos sin demasiada prisa el camino de vuelta a Huitzilac. El sol estaba ya tomando el camino descendente cuando llegamos a la cima del cerro, por el lado de Zempoala. Abajo se veía Huitzilac, pequeñito, a los pies del coloso. Tras el alto en la cima, cuando comenzamos el descenso final, sentimos de repente la familiar presencia de aquel terrible ser que casi habíamos olvidado. Pero esta vez era diferente de la anterior. Se erguía en forma humana en medio del camino, impidiéndonos el paso. Su rostro terrible estaba surcado por una espantosa cicatriz, profunda y rojiza, como de quemadura, que adiviné debía haber producido el agua bendita que mi amiga le arrojara. Sentí cómo concentraba en mí su mirada, y al hacerlo, una sensación de miedo y oscuridad ancestrales me invadió. Su intento podía impedirme el contacto con la luz y con el aire, si lo deseaba. Lo supe y aparté mi mirada de él, haciendo un esfuerzo sobrehumano. Entonces, cuando estaba intentando recuperarme del terror, nos atacó de sopetón con una energía oscura y poderosa. La invocó con un gesto sencillo de un dedo y producía la sensación de que nos estuviera arrojando una manta densa de niebla oscura encima, que pesaba como si fuera de metal. El peso de aquella energía me cortó la respiración. En mi intento de tomar nuevo aliento caí al suelo. Sentí dentro de mí un impulso irrefrenable de

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invocar la ayuda de la tierra y del bosque, y mis manos se asieron al poderoso tronco de un árbol anciano que tantas veces había abrazado en momentos de paz, y le pedí ayuda con toda mi alma, pues sabía que mi vida pendía de un hilo. Sentí una vibración poderosa que respondía a mi llamada, saliendo del mismo suelo a mis pies. La potente energía de la tierra sagrada de Huitzilac acudía en mi auxilio. Al entrar en mí con su fuerza supe que me había transformado en la esencia misma del bosque con todo su poder, llenando todo mis centros. Me descalcé y después me solté del árbol. Podía sentir que se me había dado un poder inmenso. Fluía de mis dedos, destruyendo con facilidad aquella masa viscosa y oscura que el malvado nahual había arrojado sobre mí. Además, mi corazón estaba sereno, como el de un héroe que sabe que tiene el poder en su mano y que la causa por la que lucha es justa. Mientras yo me libraba de la masa viscosa, el nahual se había acercado a Lupita, que permanecía quieta y desvalida ante su poderosa y magnética mirada depredadora. Las lujuriosas manos del aquel ser recorrieron de nuevo el cuerpo de mi amiga con aviesas intenciones. Ella sufría impotente el acoso, paralizada por su poder, mientras de sus ojos manaba un llanto desesperado. Le arrancó la blusa y su boca lujuriosa se lanzó a la búsqueda de los turgentes pezones virginales de mi amiga aterrorizada, ávido de disfrutar de su belleza. Al liberarme y ver lo que estaba pasando, mi ser entero sufrió una sacudida de energía. Había pedido a la tierra su fuerza y ésta me la había concedido. Sentí que me rodeaba un halo poderoso. Estaba libre del influjo del maligno ser. En un gesto desesperado, consciente de que sólo podría dar un golpe mientras él estaba desprevenido, invoqué todo el poder que se me había concedido y dirigí toda esa energía concentrada contra el mismo centro energético del nahual. El golpe fue brutal. El choque de las dos energías nos arrojó a los tres al suelo y un gran ruido resonó en el monte como un trueno que provocó ecos profundos en la espesura. El nahual se irguió, tambaleándose levemente, mirándome con asombro, incapaz de creer que yo hubiera podido hacer lo que había hecho.

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Lupita, liberada de su poder por el impacto, salió huyendo como alma que lleva el diablo, camino abajo. El nahual, aún sorprendido por lo que había pasado y dañada su concentración, la dejó ir. De hecho, en ese momento se dirigió hacia m í, mirándome fijamente. Yo creí que me había llegado la hora. Me preparaba a recibir su ataque que sabía me iba a matar, pues no me quedaba ninguna energía para defenderme, cuando de repente, una figura blanca y luminosa se puso delante de mí y se enfrentó directamente a él. Lo reconocí al instante, aunque su manifestación de poder era tan diferente de aquella a la que yo estaba acostumbrada. Era el sabio anciano don José Macuilxuchitl, el bondadoso nahual de Zempoala. A pesar de su avanzada edad, allí, en su lugar de poder, sus movimientos eran elásticos y rápidos como los de un tigre. De su ser emanaban una fuerza y una luz reparadoras y maravillosas que me invadieron de la cabeza a los pies e hicieron que brotaran de mis ojos lágrimas de felicidad. Me sentí protegida y segura detrás de su luz. Se irguió en medio del camino y parecía que los árboles y el mismo cerro lo reforzaran por momentos. De hecho, así era en parte, ya que él era el guardián de aquel lugar. Su mirada serena enfrentaba la del ser maligno. El otro sentía que estaba fuera de sitio, pero en lugar de retirarse, decidió en un ataque de soberbia enfrentarse al guardián y se alzó haciendo acopio de todo su poder, mirándolo con increíble malignidad. Entonces pronunció un conjuro poderoso mientras sus manos se movían en un desaforado gesto impío. Don José no se inmutó. El poder invocado por el mal nahual no era suficiente para moverlo ni siquiera un centímetro de donde estaba. Entonces, haciendo un gesto con la mano derecha, el maligno dirigió hacia el viejo don José un cuchillo de oscuridad que éste acertó a desviar de un sutil gesto, sin apenas moverse. Tras comprobar su fracaso, el malvado invocó una masa de oscuridad aterradora que arrojó sobre don José, que con un gesto enérgico la rompió en mil pedazos que se transformaron en puntos de luz y desaparecieron en el cielo. En ese momento, con el cuerpo erguido y apuntando con su mano derecha al nahual maligno, invocó el Supremo Poder de la Luz del Creador y Dador de Vida. de sus dedos pareció fluir una corriente de energía azul celeste que envolvió al ser oscuro. Éste se retorcía de dolor, incapaz de resistirse, mientras la luz lo envolvía.

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– Has ido demasiado lejos, Dimas – dijo don José, demostrando lo que yo había intuido, que se conocían desde tiempo atrás -. Has errado el camino y perdido la maravillosa luz que te guiaba. Se te han ofrecido muchas oportunidades para retomar el recto sendero, pero las has rechazado. ¡Sea pues! ¡Tú lo has querido así! El otro bramaba y maldecía retorciéndose impotente en el suelo. Don José levantó su mano poderosa y pronunció unas palabras en la noble lengua tolteca, cuyo poder hizo temblar a la tierra misma. Entonces, el cuerpo retorcido del nahual se quedó quieto en una extraña postura. La tierra pareció absorber su energía y trasmutarla. La figura abatida comenzó a transformarse en roca, mientras lanzaba un terrible alarido de impotencia. La transformación culminó en escasos instantes, perdiendo su forma humana para adoptar un nuevo perfil más suave. Al cabo de poco, todo volvió a su estado habitual. La nueva roca se erguía, al lado del camino, como un elemento más del paisaje. Don José dirigió su poderosa mirada hacia mí y me dijo: – Has sido valiente, niña. Cuando podías haber huido, decidiste no hacerlo y luchaste sin esperanzas de victoria con alguien que te superaba claramente en poder. Has demostrado tener espíritu, y eso nunca queda sin recompensa. Al instante tomó mis manos con un amor que me emocionó y, tras hacer un breve gesto, soplar sobre cada una de ellas y pronunciar unas palabras en voz baja, dijo: – Desde hoy tendrás el poder de sanar con tus manos. Esa es la alta voluntad del Señor y Dador de Vida que me ha permitido abrir en ti ese canal. Podrás invocar la energía del universo o la de la tierra y a través de ti ellas sanarán a otros seres. Luego, tras darme su bendición, desapareció camino arriba. Queta se quedó callada. Todos estábamos pendientes de sus palabras. Yo comprendí que lo que acababa de relatarnos era su experiencia iniciática.

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EL MÁGICO MONTE DE HUITZILAC

Hace muchos, muchos años –comenzó-, no había iglesia en Huitzilac y los fieles tenían que acudir a los pueblos de alrededor para ir a misa los domingos, así como para bautismos y confirmaciones. Solo muy de tarde en tarde se dejaba ver un sacerdote por la aldea, fundamentalmente cuando lo llamaban para dar la extremaunción a algún enfermo y le daba tiempo a llegar. Aun así, a pesar de esto, había bastantes personas con una gran devoción que rezaban juntas todas las semanas, reuniéndose en casa de alguno de los vecinos. Cuando terminaba la oración, a veces se quedaban hablando. Todos lamentaban profundamente que su pueblo careciese de templo, pero nadie ponía remedio a la situación. Entre las personas más piadosas destacaba una mujer por encima de las demás, que era ciega y se llamaba doña Guadalupe, a quien su desgracia había enriquecido mucho interiormente. Desde que sus ojos dejaron de ver, cuando era niña, su espíritu creció y se fortaleció en la fe, aceptando mansamente el destino que Dios le había enviado. Pero no por ello se sentía una inútil, ni se compadecía de sí misma. Tenía una inmensa habilidad con las manos y hacía primorosas obras de ganchillo que luego vendía; tenía su casa siempre bien arreglada y llena de plantas con flores olorosas que le gustaban mucho, y acudía con su lazarillo, un jovencito que la guiaba a todos lados, a visitar enfermos. Cuando iban a visitarla, acogía a la gente con calor y era de probada discreción y siempre tenía palabras amables y buenos consejos para quienes acudían a ella con sus cuitas. En su vida plena, no tenía más tristeza que la falta de iglesia en Huitzilac. Tanto pidió por ello y con tanta fe, que el Señor debió oírla, y entonces aconteció lo que sigue: Un día que su lazarillo no la acompañaba, por estar enfermo, paseaba la señora sola por las faldas del monte por el que a ella le gustaba mucho caminar. Entonces, la sorprendió una voz que la llamó por su nombre y que parecía salir de todos sitios y de ninguno al mismo tiempo. Siendo ciega, su oído se le había agudizado mucho y le sorprendió no ser capaz de localizar la procedencia de la voz. Pero no se asustó. Supo en su interior que era una llamada de lo alto. Mientras así cavilaba, la voz volvió a hablarle:

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– Hija mía, mucho has pedido una iglesia al Señor –dijo-. Pues vengo a decirte que el pueblo la tendrá pronto, si tú mantienes tu voluntad, pero tú no llegarás a pisarla. Tu hora está cerca, y antes de que termine junio tendrás que entregar la vida. – Estoy preparada, criatura divina. Desde siempre he aceptado la volun tad del Señor. Él me dio la vida y al Señor pertenece. – Así será, hija, así será. Yo mismo he de llevar tu alma amorosa con el Padre Eterno y tus ojos volverán a ver y a disfrutar de las grandezas del Paraíso que tanto te has merecido, pero antes de partir, queda un último trabajo. Gracias a tu fe y la de los demás, Hitzilac tendrá su patrono, que será San Juan Bautista, el santo del día que tú naciste. Ahora te dejó aquí, protegida por mi bendición y te convoco a otro encuentro en este mismo lugar el día de tu cumpleaños. – Aquí estaré puntualmente. – Queda en paz, hija. – Así sea, ángel del Señor. La señora no se asustó ante la revelación que había recibido, ni se lo dijo tampoco a nadie en un primer momento, más que a su fiel lazarillo, que fue quién me contó a mi toda la historia. Si cabe, podría decirse que la llenó una alegría nueva que se irradiaba desde su rostro. Había vivido en paz, aceptando la vida como un don y se sentía preparada para morir cuando el Señor la llamase. Luego, cuando se fue acercando el día, decidió comunicárselo a sus amigos, pues quería despedirse de ellos. Todos se condolieron mucho, pero ella no les dejó seguir por ese camino. Sentía que su tiempo estaba cumplido y así se lo comunicó a los que acudieron a su llamada. Para ella era un privilegio poder ir preparada al momento de su tránsito. Por fin llegó el día de san Juan. Como siempre, los amigos acudieron a felicitarla y a celebrarlo con ella, pues carecía de familia. Por la mañana hubo una misa en la casa de la señora Guadalupe. El párroco de Tres Marías había venido, invitado por ella. Comulgó y sintió que con la Sagrada Forma dentro estaba preparada para los que Dios quisiera. Su alma estaba en paz.

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Llegada la tarde, sus amigos decidieron acompañarla, cuando se preparaba para acudir a la cita con la voz. Mientras se arreglaba, sintió que algo especial iba a acontecer. Se dejó fluir, sabiendo que todo sería como debía serlo. Fue una auténtica comitiva la que la siguió hasta la falda del monte. La acompañaron varios matrimonios, dos amigas viudas que la llevaban del brazo y su fiel lazarillo. Cuando llegaron al borde del sendero que subía al cerro, de nuevo escuchó la voz que le ordenaba subirlo sin temor. Las personas que la acompañaban no oyeron nada. Ella se desasió de sus dos amigas y de la manos de su lazarillo subió por la empinada pendiente con una velocidad y una firmeza que asombró a sus acompañantes, que la siguieron con dificultad. Era como si viese, pues sus pies eludían todos los obstáculos, guiada como lo iba por su ángel guardián. Cuando llegaron a la mitad del cerro, donde los caminos se bifurcan, ella tomó el de la izquierda, guiada por la voz. En el aire comenzaron a sentir algo extraño y súbitamente un repicar de campanas resonó por las laderas, asombrado a la comitiva. Fue como una señal. La anciana se desasió de la mano de su lazarillo y siguió adelante, a mayor velocidad sin tropezar, de modo que en escasos minutos dejó a todos atrás, guiada como iba por la fuerza del Señor. Las campanas siguieron repicando mientras todos se internaban en lo profundo del bosque, siguiendo a su amiga. Por fin la volvieron a ver a lo lejos. Se había detenido ante lo que parecía un antiguo altar prehispánico, encima del cual pudieron ver que algo resplandecía como el oro. Se quedaron paralizados por el misterio. Cuando el resplandor cesó y se sintieron capaces de acercarse, vieron el cuerpo de su amiga doña Guadalupe tendido a los pies del altar donde había aparecido una preciosa imagen de San Juan Bautista. Piadosamente, se arrodillaron todos y rezaron por el alma de su amiga que había partido hacía otro plano de conciencia. Algunos creyeron oír una risa suave en lo alto y supieron que era ella. Con devoción, recogieron la estatua y colocaron en unas andas hechas de ramas de los árboles el cadáver de su amiga para darle cristiana sepultura.

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Cuando los moradores del lugar se enteraron de lo ocurrido, decidieron de mutuo acuerdo levantar una iglesia en el pueblo en la que poder honrar al santo. Dentro de ella, en un lugar discreto, como ella lo hubiera deseado, sus fieles amigos enterraron a doña Guadalupe. Desde entonces, nadie ha sido capaz de volver al lugar donde se encontró al santo, pero cada 24 de junio, desde cualquier parte del cerro puede escucharse por algunos elegidos el tañido de una campana que viene del interior del bosque.

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Estado de la región del Noroeste que incluye el archipiélago de las Islas Marías. Limita con los estados de Sinaloa y Durango al Norte, de Jalisco al Sur y al Este, y el Océano Pacífico al Oeste. Su capital, Tepic, tiene 305 176 habitantes. La población total del estado es de 920 185 habitantes (2000). Hay numerosa población indígena huichol y cora. La sierra Madre Occidental cubre el sector este, y las primeras montañas de la sierra Volcánica Transversal el sur (volcán San Juan, 2 300 m). La zona de la costa presenta un relieve llano, bastante amplío salvo en la mitad sur, donde las montañas llegan casi hasta el litoral. El clima es cálido y húmedo en la costa, templado en el interior y frío en las montañas. El principal río es el Santiago, que ha formado un profundo cañón. La base de su economía es la agricultura. Los principales cultivos son el tabaco y el plátano; también hay cultivos de caña de azúcar, maíz, café, frijol y frutales. Existe ganado bovino y porcino en los valles. La industria está poco desarrollada, y sólo destacan los ingenios azucareros de Tepic y Tecuala y la producción de harina, hilados y tejidos de algodón, fibras artificiales, calzado y bellos encajes. Hay pesca de mariscos y cría de camarón. Todo el litoral tiene instalaciones turísticas.

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LEYENDA DE CÓMO EL TLACUACHE PUDO ROBARSE EL FUEGO Hace muchos años no se conocía el fuego, las personas debían comerlo todo crudo. Los Tabaosimoa, los Principales, se reunían a discutir sobre la forma de tener algo que les proporcionara calor y cociera sus alimentos. Ayunaban y se abstenían, discutían; veían pasar sobre sus cabezas un fuego que se metía en el mar y que ellos no podían alcanzar. Así, cansados los Principales, reunieron personas y animales para preguntar quién les podría traer el fuego. Un hombre propuso que fueran cinco por un rayo de sol hasta el lugar por donde salía. Los Tabaosimoa aprobaron la moción y pidieron que los cinco hombres se dirigieran al Oriente mientras ellos, esperanzados, continuaban rezando y ayunando. Los cinco partieron y llegaron al cerro donde nacía el fuego. Esperaron a que amaneciera y se percataron de que el sol nacía en un cerro más lejano, por lo que siguieron su camino. Llegados al segundo cerro, vieron el nuevo amanecer y que el sol partía de un tercer cerro aún más lejano. Y así lo persiguieron hasta un cuarto y quinto cerro d onde se les acabó el ánimo, regresando tristes y cansados. Les contaron a los Principales que ellos sabían que nunca podrían alcanzar al sol. Los Tabaosimoa les dieron las gracias y siguieron pensando qué hacer. Entonces salió Y aushu, el sabio tlacuache, y comenzó a relatarles cómo en un viaje que había hecho a Oriente, había divisado una luz lejana, se hizo el propósito de averiguar qué era y se puso en camino día y noche, apenas durmiendo o comiendo. Al anochecer del quinto día pudo ver que en la boca de una gran cueva ardía una rueda de leños, levantando llamas muy altas y torbellinos de chispas. Sentado en un barco estaba un viejo mirando la rueda; un viejo alto, con su taparrabo de piel de tigr e, de cabellos parados y ojos espantosamente brillantes. De tarde en tarde alimentaba con troncos la rueda de lumbre. El tlacuache contó que se mantuvo escondido tras un árbol y que asustado, retrocedió con cautela. Se percató que se trataba de algo caliente que era terrible y peligroso. Al terminar el relato, los Tabaosimoa preguntaron a Y aushu si podría regresar y traerles una brizna de aquello. El tlacuache accedió, pero los Principales y la gente debían ayunar y pedir a los dioses con ofrendas de pinole y algodones. Estos asintieron y lo amenazaron con la muerte si les engañaba. Y aushu sonreía sin hablar. Los Tabaosimoa ayunaron cinco días y le entregaron al tlacuache pinole de chía en cinco bolsas. Y aushu anunció que regresaría en otros cinco días; debían esperarle despiertos a la media noche y si moría, les recomendaba no lamentarse por él.

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Cargando su pinole, llegó a donde el viejo que contemplaba el fuego. Y aushu le saludó y hasta la segunda vez obtuvo respuesta. El viejo le preguntó qué hacía tan tarde por allí. Y aushu respondió que era el correo de los Tabaosimoa y andaba buscando agua sagrada para ellos; estaba muy cansado y pedía dormir allí para continuar su camino al otro día. Tuvo que rogar mucho pero al fin el viejo permitió que se quedara a condición de no tocar nada. Y aushu se sentó cerca del fuego y le convidó de su pinole. El viejo vertió un poco en el centro de la hoguera; metiendo un dedo en la mezcla, arrojó unas gotas por encima de su hombro y sobre la tierra, luego tomó el resto. El Viejo le agradeció el pinole y se durmió. Mientras Y aushu le oía roncar, pensaba como robarse el fuego. Estiró su cola y tomando un carbón encendido se alejó. Llevaba un buen trecho cuando sintió que se le venía encima un ventarrón y el viejo se plantó frente a él, enojado. Le regañó por hab er tocado sus cosas y robarle; le mataría. De inmediato tomó a Y aushu para quitarle el tizón, pero aunque le quemaba la cola no lo soltó. El viejo lo pisoteó, le machacó los huesos, lo sacudió y lo arrojó. Seguro de haberlo matado, regresó a cuidar el fuego. Y aushu rodó y rodó, envuelto en sangre y fuego; así llegó donde estaban orando los Tabaosimoa. Moribundo, desenroscó la cola y entregó el tizón. Los principales encendieron hogueras. El tlacuache fue nombrado el héroe. Y aushu. Y aushu todavía muestra la cola pelada y an da trabajosamente por los caminos.

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ACHOQUE EL ESCOGIDO Escasas eran las lluvias a pesar de las rogativas que los hombres hacían a las diosas de las nubes orientales y occidentales. En vano las ofrendas de sangre de animales, cacao y plátano. En vano los mensajeros enviados a los cuatro puntos cardinales con la misión de depositar en las moradas de los dioses los tecomates votivos y las flechas y escudos. Los lamentos de la tribu se oían más allá de los mares. Sólo Achoque, ajolote, inco nmovible decoraba pacientemente su jícara votiva. Una mañana que estaba más ocupado con su ofrenda, se acercó el viejo guardián del Dios del fuego, quien le ordenó fuera hasta la fuente de agua sagrada, en la tierra del jículi, y allí le sería revelado un secreto. Achoque así lo hizo, y cuando estaba junto a la fuente sagrada se le apareció el Dios del fuego, quien le dijo: – Tu pueblo está desesperado por la falta de lluvias; mas yo, que les quiero como a mis hijos, he decidido que tú, por mandato mío, les ayudes. – Señor –contestó Achoque-, soy tu más humilde siervo; ordena que yo obedeceré. – Mira, hijo, tienes que llenar tu bule de agua de esta fuente, e ir hasta el mar en donde la arrojarás; luego tomas agua del m ar y con ella llenas tu bule y vienes a arrojarla a la fuente. –Si tú lo ordenas, así lo haré – respondió humilde Achoque. – Así lo harás, hijo mío, porque el agua de la fuente en el mar estará a disgusto, y el agua del mar menos se sentirá bien en medio del agua de la fuente, y como ambas desearán regresar a sus respectivos lugares de origen, no tienen más remedio para conseguirlo que levantarse en forma de nube. Así el agua de la fuente tomará el camino del mar, y el agua del mar, el de la fuente, y como forzosamente se encontrarán a medio camino, irremisiblemente chocarán, cayendo a la tierra en forma de lluvia. Achoque así lo hizo; pero a pesar de sus esfuerzos de hombre bueno, no llovía. La tribu estaba desesperada y temía preparar sus tierras; sólo Achoque se había puesto a cortar los ár boles donde sembraría. Durante varios días taló y taló un pedazo de bosque, y cuando la tierra estaba rasa, se propuso descansar tranquilo; mas cuál no sería su sorpresa, al notar que los árboles derribados se habían levantado y ocupado su lugar. Achoque sin creer lo que sus ojos veían, volvió a talar los árboles, pero al fin se cansó de tanto trabajo, pues bastaba una noche para que los árboles cortados volvieran a ocupar su lugar sin mostrar huellas del hacha.

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Achoque, desesperado, optó por suspender su trabajo. Sólo que después de mucho pensar en el extraño suceso, decidió averiguar la causa de aquel misterio. Volvió a talar un pedazo de bosque, y oculto tras unas rocas, esperó. La luna apenas iba más allá del cenit, cuando a mitad d el claro del bosque la tierra empezó a resquebrajarse como atole reseco y, por ella salió una viejecita con un bordón en la mano. Achoque respiraba afanosamente, ¿quién será? La anciana levantó su vara apuntando al norte, al sur, al oriente y al occidente; después descansó un segundo y volvió a señalar hacia arriba y hacia abajo y, ¡oh milagro!, los árboles cortados se levantaron de la tierra, encaminándose a ocupar sus lugares correspondientes. Achoque, enfurecido por tal cosa, salió de su escondite, y con ademán resuelto le dijo a la anciana: – ¿Eres tú, abuela, la que has estado deshaciendo lo que yo hago? La anciana mirándole fijamente le respondió: – Sí, hijo, soy yo. – ¿Y quién eres tú para burlarte de mí? – ¿Acaso no me reconoces? – Nunca te he visto. – Soy Macahue, la diosa de la tierra, la que hace brotar todo lo verde de la tierra. – Bueno, abuela, eso no justifica tu comportamiento conmigo. Deja que tale los árboles y prepare mi tierra para la siembra. – Estás trabajando en balde. – No veo la razón. ¿Acaso no tengo derecho a un pedazo de tierra? – Hijo, tú eres un buen adorador de Hicouri (Peyote) y la diosa Hatzimasuika (diosa del Peyote) te está agradecida. Y o soy la abuela de ella, pues de mis entrañas brota el jículi, y quiero hablarte. – Abuela, ¿qué puedes decirle al comedor de semilla de hua-hue? (alegría) – Pues por eso, porque además de adorar al jículi y alimentarte con la semilla amarilla que pertenece al dios del Fuego, eres mi muy querido hijo. – Abuela, entonces habla, que te escucho. – Hijo, quiero decirte que va a caer un gran diluvio antes de cinco días. Por eso las nubes esta vez no chocaron en el cielo. Vendrá pronto un viento muy fuerte que olerá a chile y te causará tos. Por eso hijo, para salvarte de esa hecatombe te aconsejo hagas con el tronco de una salate, una caja de tu tamaño y ponle una buena tapa. Cuando hayas obedecido mis órdenes, enciérrate dentro de la caja y guarda contigo estos granos de diferentes colores que te doy; toma así mismo una perra prieta.

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Y la viejita, acabando de dar sus órdenes, desapareció. A los cinco días volvió la misteriosa anciana, y al ver que Achoque ya tenía lista la caja, le ordenó entrara en ella con tod as las cosas pedidas y al instante le puso la tapa y cubrió todas las aberturas con resina para sentarse s obre ella, llevando una guacamaya en el hombro. Aquella caja en la que iba encerrado Achoque flotó sobre el agua cuatro largos años. El primer año bogó rumbo al sur, el segundo al norte, el tercero hacia el occidente, el cuarto al oriente. Y a, al quinto, fue levantada muy alto pues el mundo estaba lleno de agua, y fue hasta el sexto cuando empezó a descender y se detuvo sobre una montaña. Cuando Achoque notó que estaba inmóvil, levantó la tapa y se asombró de que todavía el mundo estaba lleno de agua. Pero la abuela, que estaba sobre la caja, le contestó: – No te espantes, hijo, de verte tan solo y en medio de tanta agua. Pronto las guacamayas y loros abrirán con sus picos barrancas por las que correrá el agua. – ¿Y quién ordenará a esas aves a que hagan tal trabajo? – Y o, la bisabuela. Y tal como lo dijo Nacahue, así fue. A su mandato, una gran cantidad de guacamayas y loros salidos de quién sabe qué oculto lugar, empezaron con sus picos a trabajar, y cuando el trabajo estaba muy adelantado la vieja les or denó separaran las aguas en cinco mares. Y ante los ojos azorados de Achoque fue apareciendo la tierra y sobre la tierra hierba y árboles. Y cuando el joven huichol iba a darle las gracias a la diosa madre, ésta había desaparecido. Achoque no tardó en dejar la caja de su encierro y buscar una cueva en donde dejó a su perra negra. Después de encontrar un campo propicio para la siembra, al instante se dio a la tarea de sembrar las semillas de todos colores que le diera la anciana Nacahue. Cuando crecieron las plantas, el joven quedó asombrado de su belleza; pero desconociendo su utilidad pensó en un broma de la abuela. Mas una tarde, al volver a su cueva, encontró una faja muy bellamente labrada en que aparecían colibríes libando una flor, y para su mayor sorpresa, junto a la faja se hallaba una jícara con flores y una talega bordada con águilas reales. Como él no tenía más compañera que la perra negra, azorado, le dijo:

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– Dime, compañera, ¿quién ha venido, trayéndome estas cosas? ¿Acaso la bisabuela? –y curioseando en la talega sacó de ella unos discos suaves y olorosos que ávidamente comió. Cuando hubo terminado con aquella rica vianda, satisfecho, exclamó: – Esto es manjar de dioses. Pero ¿quién me los ha traído? Y tú, perra negra ¿qué no puedes hablarme? Por mucho tiempo, todas las tardes que volvía del campo encontraba esas ruedas olorosas, suaves y calientitas, y junto a ellas la jícara con flores frescas. Intrigado por tal cosa decidió averiguar el misterio, para lo cual se escondió tras de unos árb oles, cerca de la cueva, y se puso a espiar. No tardó mucho en presenciar cómo su perra negra se quitaba la piel y la colgaba afuera de la cueva, convirtiéndose en una bella mujer vestida con camisa corta y túnica de manta primorosamente bordada; además lucía en la cabeza una hermosa guirnalda de flores. Aquella mujer no tardó en preparar una lumbre, en donde puso una olla a hervir. Achoque, apresuradamente, tomó el cuero y lo arrojó a la lumbre, y al descubrir tal cosa la bella mujer empezó a gritar: – ¡Me has quemado mi ropa, me has quemado mi ropa! Pero el joven huichol, sin hacer caso de sus protestas, la sujetó fuertemente de los brazos y con el agua espesa y amarilla de la olla le lavó la cara y la cabeza. Cuando hubo terminado de hacer tal cosa Achoque, la bella desconocida le dijo: – Achoque, has roto el hechizo. Desde ahora seré tu mujer. – Como mi mujer que eres, tienes que decirme tu nombre –dijo Achoque. – Soy Jápani, flor enviada de Nacahue. Ella me designó tu compañera; como tu compañera que s oy voy a descifrarte el misterio de la faja bordada y la jícara con flores. La faja es símbolo de la culebra de agua y en sí es la oración para que llueva sobre la tierra, dando buenas cosechas, salud y vida. La jícara con las flores también es solicitud d e lluvias y vida, porque las flores semejan las plumas de las aves y ellas constituyen la más bella ofrenda a los dioses. Esta ofrenda de las flores siempre hay que depositarla en las fuentes y en los ojos de agua, en las cuevas y en todo lugar sagrado. ¡J amás cortes una flor si no eres movido por intención piadosa! Y eso no es todo lo que tengo que descubrirte. En la talega está el alimento de los dioses; el pan llamado tortilla que te ofrendan por mi mano los que habitan el cielo. – Primero fueron las misteriosas semillas de todos colores que te dio la madre Nacahue cuando te anunció el diluvio. Luego, sembradas esas semillas por ti, brotó esa planta de hojas ásperas, que tú creíste inútil, y creció y dio flores amarillas com o oro, y después mazorcas cuyos granos se llaman maíz. Todas las noches robaba a tus plantas los granos y los hervía en esta olla y en esta agua lechosa con que tú me lavaste la cara y la cabeza y que se llama nixtamal; ya cocido lo muelo y con ello hago las tortillas que cuezo en la lumbre y que a ti tanto te gustan. Y ahí tienes todo el misterio del don de los dioses.

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Y cuenta la leyenda que desde entonces Jápani fue la mujer de Achoque, que tuvieron muchos hijos que poblaron el mundo, yéndose a vivir en las cuevas y alimentándose del maravilloso pan de maíz llamado tortilla.

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VILEQUE (ZOPILOTE) Vileque, el zopilote de cabeza roja, el gran hechicero, vivía feliz en la montaña sagrada de Airulita. Esa montaña era de col or rubí porque en ella tuvo nacimiento el fuego. Vileque vivía muy dichoso debido a que los dioses le habían permitido alimentarse con todos los animales que habitaban la tierra. Sólo cuando las divinidades bajaban a cazar, el zopilote tenía la obligación de esconderse para evitar que fiscalizara los actos de los dioses. Un día, los habitantes del cielo resolvieron bajar a la tierra a cazar atendiendo la invitación que les hiciera Tabati, “El A buelo”. Reunidos todos los dioses, se comisionó al dios de la Lluvia y al dios del Viento para que ambos colocaran los lazos. Poco después de oscurecer, comenzaron los dioses a reunirse alrededor de una fogata que había encendido “El Abuelo”, el más maravilloso de todos los curanderos, y cerca de media noche les habló así a los dioses: – “Solamente los puros de corazón pueden tomar parte en la cacería, pues ningún venado caerá en la trampa colocada por alguno de vosotros que haya pecado; si eso sucediera, el venado daría un resoplido y se volvería corriendo por donde había venido. Ahora, si todos estamos seguros de cumplir con este sagrado requisito, es hora de acercarse lo más posible a la llama divina presentándole todos los lados del cuerpo, alargando las manos abiertas para calentarlas; luego hay que escupir en ellas y frotar rápidamente las coyunturas, las piernas y los hombros, como hacen los curanderos cuando curan, a fin de que vuestros músculos y miembros cobren tanta fuerza como pureza haya en vuestro corazón, ya que esto es indispensable para la tarea que tienen que emprender”. Los dioses procedieron como el dios del fuego lo ordenara, y cuando las primeras luces de la aurora brillaron por oriente, los dioses estaban ya listos para la cacería. Antes de emprender la gran aventura, dispuso el dios Tabati el último rito: quemar espinas de mezquite y esparcir sus cenizas sobre las flechas ceremoniales. Luego, al mandato del dios Fuego, las divinidades aseguraron sus flechas con anillas y yerbas retorcidas, colgándoselas horizontalmente a la espalda con una cuerda, y terminando por colocarse bajo las bandas que ligaban su cabeza plumas de águila cubiertas de ceniza. Dirección Técnica

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La cacería iba a comenzar. Tabati, acompañado de cuatro dioses, decidió dirigir la persecución. El dios del Fuego iba en medio de los otros dioses, pues era él la divinidad que todo lo veía. Los dioses, a una señal dada, partieron con paso vigoroso. Las innumerables cintas, bolsas y plumas flotaban, y el retintín de los cascabeles de sus vestidos producían una música tan maravillosa que los venados, atraídos por ella, irremisiblemente caerían en los lazos colocados por los dioses. No pasó mucho tiempo sin que las divinidades cazadoras mataran el primer venado. Entre gritos de alegría lo depositaron cuidadosamente sobre paja, con las piernas al oriente. Luego los dioses se acercaron a él para pegarle de palmadas con la mano derecha, desde el hocico hasta la cola, en tanto le decían: -“Descansa, Hermano Mayor”. Cuando llegó su turno a Tabati, éste dijo: – “Mira, Hermano Mayor, tú nos desobedeciste. Te criamos los dioses para que bajaras a la tierra y te sacrificaras por amor a los hombres. Pero nos desobedeciste, y en vez de ofrecer tu carne divina para dar alimento a los hijos de los dioses, has andado correteando por los bosques y los campos, olvidado de tu misión. Pero ahora ya n o te dejaremos libre. Este es nuestro deseo. Tú eres el divino ikú –maíz- que es nuestro mayor don. Ahora te tenemos en nuestras manos. Abuelo Fuego, Abuelo Cola de Venado, Padre Sol y todos los demás dioses te hemos atrapado. Mará –Venado- ¿cómo has venido a nosotros que te estábamos esperando? Tú ya no puedes vivir; tendrás que quedar aprisionado para siempre dentro de la tierra, pues serás la subsistencia para los hijos de nuestros hijos. Mará, muchas gracias porque te has dejado coger”. Acabando de hablar Tabati, los dioses al instante abrieron un hoyo y allí depositaron al venado, y al oscurecer, antes de regresar al cielo, quemaron las flechas ceremoniales. Cuando hubieron terminado su tarea, las divinidades cazadoras regresaron a sus mansiones. Vileque, que lo había presenciado todo y escuchado todo, tuvo compasión del venado, al cual desenterró, y metiendo su pico en el hocico del sacrificado empezó a darle aire hasta revivirlo. Cuando tal cosa sucedió una hermosa joven nacida en los campos huicholes, la cual se hallaba cerca del lugar donde los dioses habían depositado al venado muerto, llena de alegría empezó a gritar: -

¡Vileque ha revivido al venado! El hechicero de cabeza roja ha resucitado a Mará: Aquí en Airulita, la montaña sagrada, aquí donde nació el Fuego y por ello las piedras son rojas como rubíes, el venado sagrado corre y corre.

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Totó, la bella joven, gritó tanto de alegría que el águila real que sostenía el mundo con sus garras, al escucharla, alarmada de lo que podría ocasionarle a Vileque aquella indiscreción, autoritario le ordenó: -

Cállate, Totó, que si los dioses te oyen vuelven a cazar al pobrecito Mará. Y el venado que has visto resucitar es el sagrado ikú, el maíz.

Pero Totó, al conocer la revelación, en vez de callarse, más entusiasmada empezó a gritar: -

¿Dónde estás ikú? ¿dónde estás?

La aguililla, asustada de la indescreción de la joven Totó, la obligó bajo juramento a que guardara el secreto; pero ya era tarde, pues desde el cielo los dioses no tardaron en descubrir que el ven ado corría por los bosques, y al instante comprendieron que Vileque era el que lo había revivido. Entonces los dioses, enojados por tal atrevimiento, se apoderaron del zopilote, y alisándole perversamente sus plumas le quitaron sus flechas, acabando por maldecirle: -

“Por habernos desobedecido –le dijeron- ya nunca podrás matar tu presa ni comer carne fresca, porque desde hoy te condenamos a alimentarte de cuerpos muertos”.

Después volvieron a cazar al venado, matándolo cruelmente y dejando abandonado su cu erpo. El águila que presenció tal injusticia, corrió hasta donde estaba la bella Totó pidiéndole que huyera. Pero ya era tarde, pues los dioses se apoderaron de la joven y llevándola hasta donde estaba el cadáver de Mará, le dijeron: -

Y tú, joven Totó, por haberte alegrado de la resurrección del venado, te condenamos a convertirte en una humilde flor del campo.

Después de que los dioses hubieron regresado al cielo, el águila enterró junto a la humilde florecita Totó al venado, convirtiéndose desde entonces, en inseparables compañeros. Y desde aquel tiempo, el zopilote ya no volvió a cazar animales vivos, y el antes esbelto como ágil ikú ya no corre por Airulita, porque desde entonces ha quedado preso en el seno de la tierra. Los huicholes por tan maravilloso don veneran al águila real como la protectora del sagrado ikú, y han convertido a la florecita Totó en símbolo y oración del maíz.

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CHULAVET E La Estrella de la Mañana es el principal dios de los coras. Con frecuencia van al amanecer a lavarse en alguna fuente por ella. Creen que es un hermano, un joven indio armado de arco y flecha, que intercede con los demás dioses en favor del pueblo. Lo invocan a que se presente en sus danzas y le exponen lo que desean para que lo comunique al Sol, a la Luna y al resto de los dioses. La patética leyenda de las modernas aventuras de este héroe-dios pinta de un modo gráfico la condición en que consideran los indios que se halla aquél después de la llegada de los blancos. Chulavete era pobre y los ricos no lo q uerían; pero cuando vieron que era un buen hombre, le cobraron afición y lo invitaban a comer. Asistía a los convites vestido como los “vecinos”, pero una vez fue casi desnudo, como andan los indios. Cuando llegó a la casa, se detuvo á la puerta, y el dueñ o salió con un ocote para ver quién era. No reconociéndolo, le gritó: “¡Vete de aquí, indio puerco! ¿Qué andas haciendo?” Y con la tea le quemó los brazos y las piernas al asustado Chulavete. Al día siguiente recibió otra invitación á comer con los “vecin os”. Esa vez se transformó en un individuo barbado, de color algo blanco, y se puso el vestido con que le conocían. Llegó en un buen caballo, con fino zarape al hombro, sable al lado y sombrero ancho. Salieron á recibirlo en la puerta y lo introdujeron a l a casa. – Aquí estoy para ver en que puedo servir á ustedes – les dijo. – ¡Oh, no! –contestaron-. Lo hemos invitado porque lo queremos, no para que nos sirva. Siéntese á comer. Se sentó a la mesa que estaba repleta de todas las buenas cosas que comen los ricos. Puso una pieza de pan en su plato, y en seguida comenzó a frotarse con él brazos y piernas. – ¿Por qué hace usté eso? –le preguntaron-. Lo hemos convidado á comer lo que comemos. Chulavete respondió: “Ustedes no quieren que sea mi corazón el que coma, sino mi vestido. ¡Miren! Anoche era yo el que se acercó a la puerta. El hombre que salió á verme, me quemó con su ocote y me dijo: ‘Indio puerco, ¿qué quieres aquí? – Pero, ¿era usté? –le preguntaron. – Sí, señores, era yo. Como nada me dieron ayer, v eo que no soy yo á quien ustedes quieren dar de comer, sino á mi vestido, y á mi vestido le daré todo –y tomó el chocolate y el café, y se los vació encima como si fuesen agua; hizo pedazos el pan y se estregó con ellos la ropa. El arroz en leche, el arroz con pollo, el atole dulce, la carne con chile, el dulce de arroz, el caldo de vaca, todo se lo echó encima. Los ricos estaban asustados y le decían que no lo habían conocido. – Ustedes me quemaron ayer porque era indio –les dijo-. Dios me ha hecho indio en el mundo. Pero ustedes no hacen caso de los indios porque andan desnudos y son feos –tomó el resto de la comida para echarla sobre el caballo y la silla, y se fue.

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EL VENERO QUE SE SECÓ

Antes había aquí un venero que nos llenaba de frescura, calmaba nuestra sed y regaba nuestras siembras; – contaba Antonio Luna el Jalisquillo – afuera la ignorancia y la ingratitud de los hombres quienes lo cegaron. Una mañana llegó a nuestro pueblo un señor a quien nadie conocía y que traía mulas cargadas con mer cancías para vender en el “tianguis”. Parece que le gustó el lugar, pues, después de rematar sus mercancías, compró un terrenito, lo sembró de maíz y se quedó aquí. Los años pasaron y don Antonio, que así se llamaba aquel señor, se fue haciendo amigo de los vecinos, pues era muy bueno y a todos hacía bien; les aconsejaba cómo acabar con las plagas, y cómo curar a los animalitos enfermos, y aún a veces, jugaba con los niños; pero parecía no estar contento, como si algo le diera pesar. El pueblo sufría mucho; año por año se perdían las cosechas, a causa de las sequías que azotaban a la región y el señor Antonio reunió a todos los campesinos y les dijo que debían hacer canales para regar las siembras, aprovechando entonces el agua que traía el manantial; así habló y habló durante mucho tiempo, pero nadie le hizo caso. Los vecinos le contestaban que sería mucho trabajo perdido, pues no se conseguiría nada. El señor Antonio muy triste se fue y solito se puso todos los días a cavar un canal por donde llevó el agua hasta su parcela con el resultado de que pronto su milpa era las más bonita y lozana del pueblo. Entonces la gente empezó a oír y a hablar a don José, que era muy envidioso; decían que don Antonio tenía pacto con el diablo o que a lo mejor era el mismo “malo” disfrazado de hombre. tanto lo dijeron que lo llegaron a creer y todos huían de él, le hacían la señal de la cruz y hasta hubo algunos que, cuando lo veían, le tiraban piedras. Sin embargo, Antonio no se quejaba, sino q ue, por el contrario, siempre ayudaba a los vecinos y regalaba frutas a los niños. Fue en ese tiempo cuando empezó a enfermarse y a morirse todo el ganado, y como los vecinos veían que al de don Antonio nada le pasaba, algunos decididos fueron a verle y él les regaló una medicina, diciéndoles que con eso se curarían las bestias; pero cuando don Juan, otro vecino, habló con el pueblo y les hizo ver que la medicina debía ser un pacto con el demonio para perder las almas y que todas las calamidades que sufrían eran sólo castigo de Dios p or haber permitido que el señor Antonio viviera en el pueblo, luego lo creyó la gente y fueron todos a la iglesia y después a la casa de don Antonio para pedirle que se fuera. El señor no quería oírlos y entonces empezaron a apedrearle haciéndole correr por toda la milpa, perseguido y lleno de sangre, pues ya don Juan y otro le habían dado con un puñal. Don Antonio corrió hasta llegar al venero y al querer cruzarlo, se Dirección Técnica

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tropezó con una piedra y cayó al suelo. Hasta allí lo siguieron apedreando, pero pronto los vecinos vieron con susto cómo bajaba el agua hasta quedar seco el cauce y cómo el señor Antonio, convertido en piedra, tapaba el ojo del venero. Todos se espantaron y llenos de miedo quisieron quitar la piedra, pues el agua era necesaria para que el p ueblo pudiera vivir; mas la piedra no se movió y, ahora, dicen que fue un castigo por haber dado muerte a don Antonio, que era bueno y sólo les quería hacer el bien.

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EL ÁRBOL DEL VIENTO

Había un hombre a quien le gustaba mucho la música de violín, pero no sabía tocarlo. Veía a sus amigos tocarlo y cantar muy bien con el violín en las fiestas, sin saber cómo lo hacían: “¿Dónde aprenderían a tocar?”, pensaba. Más tarde supo que el árbol del viento, kieri, enseñaba a todos a tocar el violín. El hombre hizo su violín de madera de nogal blanco y fue donde retoñaba un árbol del viento. Allí se quedó toda la noche, se subió a una peña y se durmió. Despertó a media noche; a lo lejos se oía música de violín. Era el árbol del viento el que tocaba. El hombre supo que así era la enseñanza y se estuvo tranquilo, sin miedo, Al poco rato la música del violín se oía más cerca. Se estaba adormilando, el árbol de kieri* lo estaba emborrachando. Veía relampaguear al árbol del viento que chisporroteaba como castillo de cohetes. Lo veía en sueños como una muchacha bonita que lo miraba, que lo llamaba. La siguió sin lograr alcanzarla; encontró a otra persona, era un viejito que tocaba el violín. – Ven conmigo – le invitó el viejito – vamos a comer tortillas blancas.** Soy de Vaquerutzita, allí vivo. El hombre siguió al viejo; fueron brincando por las piedras a la orilla de la barranca. Llegaron en medio de las peñas, donde crecía el árbol floreado. – Está muy pintado este árbol – le dijo el viejo -. Ésta es mi casa, corta cinco flores del árbol del viento. El hombre cortó las flores del kieri pensando: – “¿Qué otra cosa puedo hacer?” – Mételas en tu violín para que sepas tocar bien, para que desde lejos se oiga su canto. Te voy a enseñar una canción y tú la vas a grabar muy bien en tu corazón. Cuando estés en tu casa, más tarde, la cantarás y la tocarás. – “Pero si yo no sé tocar” - pensaba el hombre. – Y o te voy a enseñar – le dijo el viejo -; con estos cuatro dedos de tu mano izquierda agarra el violín por el cuello y presiona las cuerdas. Con la mano derecha mueves el arco. – “No lo puedo tocar” – pensó el hombre al intentarlo por primera vez.

* El olor de las flores de este árbol adormece, aletarga con su perfume. ** Las flores del árbol del viento son blancas, son los floripondios.

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– Tú tienes grabadas en el corazón las canciones que te canté; primero toca solo, durante cinco días; debes hacerlo pensando en el árbol del viento. Estas cinco flores que cortaste son cinco canciones. Debes bailar y tocar esa música hoy mismo. Luego, yo mismo iré a dejarte a tu casa, pues se están acordando de ti; piensan que ya te desbarrancaste, piensan que los animales salvajes te comieron. Antes del amanecer el viejito se convirtió en viento frío. El hombre corrió a su casa. – ¿Qué tienes? - le preguntó su esposa. No contestó. Ayunó y se acostó solo, cumpliendo lo que le ordenó el viejito. Después de cinco días, ya sabía tocar. Hasta entonces pudo comer sal.* Estaba muy tranquilo. Se arrimó al fuego y echó sal a la lumbre. La sal tronó en el fuego y fue así como nuestro abuelo, el fuego, decía que ya se la estaba comiendo. – Gracias, abuelo fuego, por bendecir la sal – le dijo el hombre a la lumbre–; gracias, árbol del viento, porque estás transformándote en persona, me enseñaste a tocar y a cantar canciones bonitas. En la primera fiesta que hubo, cantó frente a todos con su violín; tocó muy contento con sus amigos y todos se preguntaban: ¿Dónde habrá aprendido a tocar tan pronto?

* Al ayunar no debe comerse sal. Para terminar el ayuno, se ofrece sal al fuego antes de comerla.

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Estado del Norte, limita con Estados Unidos de América al Norte, los estados de Tamaulipas, al Noreste y al Este, de San Luis Potosí, al Suroeste, y de Coahuila al Oste y Noroeste. La capital es Monterrey, con 1 110 997 habitantes (2000). La población total del estado es de 3 834 141 habitantes (2000). El territorio es atravesado al suroeste por la sierra Madre Oriental (Peña Nevada, 3 846 m). La zona del noroeste ocupa parte de la Altiplanicie Mexicana, con áreas

desérticas

y

semidesérticas. El extremo noreste

corresponde a la llanura de Tamaulipas. El clima es algo extremoso y con poca humedad (400 a 800 mm anuales). En el noroeste es seco y desértico, con temperaturas menos moderadas. Los ríos pertenecen a la vertiente del golfo (Bravo, Salado). Es la segunda región industrial del país desde los años 60, con un consiguiente aumento demográfico (industrias mecánica y del automóvil, textil del algodón, cemento, vidrio). En el sector agropecuario, la naranja y el algodón siguen teniendo una gran importancia; también se cultiva maíz, papa y trigo. La ganadería se centra en el ganado caprino, y en menor proporción, en el bovino. Se explotan yacimientos de plata, plomo, fosfatos, hierro, manganeso y barita.

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LA DAMA ELEGANTE Terminaba el primer cuarto del siglo y las escasas cuadras de Estación Rodríguez, la veían pasar cotidianamente en plan de compras o de visita a sus muy pocas amistades. Era una mujer delgada, de aspecto delicado, otoñal y solitaria. Poco se sabía de su vida pues, a pesar de su estampa grácil y carácter atento, era recatada y discreta en el trato con la gente del lugar. Vestía siempre de largo, en escrupulosa combinación de botines, vestido y paraguas. Llevaba siempre algún pequeño y elegante sombrero bajo el cual lucía siempre aquella amable sonrisa, con un palillo entre los dientes. Don Pedro era un hombre de campo y poseía unos pastizales que le daban lo necesario para bien vivir. Era distinguido por su fuerte carácter que tantas veces hizo valer ante los peligros del monte poblado de alimañas venenosas, pumas depredadores y abigeos al acecho del ganado. Pocos sabían que era también padre amoroso; que sus hijos y su apacible esposa eran los más grandes bienes con que la vida lo había premiado. El más pequeño de sus hijos enfermó de gravedad. Las fiebres, los vómitos constantes y la inapetencia lo iban consumiendo poco a poco. Don Pedro acudió a todos los médicos de la región sin encontrar una cura efectiva para el pequeño que se debilitaba día a día. Desesperado, aceptó el consejo de llevarlo a una vieja curandera de Villaldama; la cual, tras aplicar en el niño su ciencia apócrifa y ancestral, hizo saber a don Pedro que el enfermo había sido embrujado por una mujer que vivía enfrente de su casa; y la única manera de conjurar el mal era rescatando una foto del niño que estaba entre las cenizas de la chimenea. El hombre, furioso y decidido a salvar a su hijo, llegó a la estación y fue a casa de la vecina quien congeló la amable sonrisa al ser empujada y arrollada por el intruso, que avanzaba hacia la cocina con imparable determinación. Desesperado, hurgó entre las cenizas y estalló en ira al descubrir la foto de su hijo. Volvió hacia la mujer y tomándola por los cabellos la cubrió de toda clase de golpes. Al verla en el suelo, inmisericorde y ciego de rabia, se quitó el grueso cinturón y la azotó hasta verla Dirección Técnica

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perder el conocimiento. Terminada su cruel venganza, don Pedro salió con la foto rescatada mientras, allá adentro, la mujer empezaba una larga agonía. Pasaron los días y el niño recuperó la salud; pero aquella elegante dama, dejó de verse por las calles del pueblo. Poco después, fue encontrada muerta; quizás como trágica secuela de los golpes recibidos. Años después, un exprés cruzaba por los linderos del antiguo panteón de Rodríguez. El viejo camino a Lampazos vadeaba por un lado del camposanto y era la ruta obligada para todos los viajeros. La noche había caído y acariciaba con su frescura la frente de don Pedro, que pensativo y cansado, vislumbraba ya la cercanía del hogar. De pronto, a su espalda, sintió que algo de peso había subido a la caja del carruaje mientras la mula entraba en un súbito nerviosismo apenas controlable. Intrigado, volvió el rostro y descubrió una mujer que de pie en la caja, lo miraba con aire arcano bajo un femenino sombrero que acompañaba con paraguas, largo vestido, botines de fina piel y lucía en la faz una extraña sonrisa, con un palillo entre los dientes. El pasado golpeó la memoria de aquel hombre quien sin embargo, tuvo como reacción una nueva oleada de ira y le tiró varios fuetazos que se perdían en el vacío mientras la etérea dama permanecía enhiesta y sonriente. Al cruzar los límites del panteón, aquella entelequia se evaporó y la bestia recuperó la calma. Don Pedro supo que desde ese momento, aquel mal recuerdo se materializaría y como pesadilla, se haría presente cada vez que tomara ese camino. El tiempo siguió su marcha y los actores de esta historia se fueron agregando al polvo de las generaciones del pasado. El olvido los fue cubriendo y en los terrenos del panteón se fundó la colonia Chapultepec. Muchos cuerpos fueron reubicados y otros muchos quedaron sepultados bajo el peso de la ingratitud de sus deudos y la memoria perdida. Hoy, los niños juegan en torno a una cruz que quedó en su patio y las mujeres tienden ropa paradas sobre una lápida. Los nombres ya ilegibles de las criptas, suspiran por el sacrilegio diario y la indiferencia de la gente ante aquel suelo antes venerable. Y las noches caen sobre la colonia donde el diario sobrevivir de los

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humildes habitantes no deja lugar a la fantasía y, sólo a veces, algún vecino cuenta mientras toma el café de la mañana que se dice por ahí, que han visto a una mujer de porte antiguo cruzando por los patios vestida en elegante atuendo: con paraguas, sombrero, vestido elegante y largo; luciendo en el rostro una enigmática sonrisa que acompaña con.... Un palillo entre los dientes.

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EL NIÑO QUE JUEGA

Cuentan que por el año de 1935, en la Estación Rodríguez, en lo que hoy es la calle Manuel Rodríguez de la colonia Chapultepec, vivó una familia que padeció los mismos pesares de supervivencia que la gente sufrió por aquellos tiempos, tales como el desempleo y el diario carecer de lo más indispensable. Pero, aunque sin dinero, la vida era bastante tolerable porque la vivían en salud y amor hasta que la tragedia se apoderó de aquel hogar: nació un niño con el síndrome de Down. La pareja se llenó de pena ante aquel golpe de fatalidad; pero al poco tiempo su dolor se transformó en rebeldía ante los altos designios, rencor hacia la gente por sus mal disimulados comentarios, y odio hacia la pobre criatura que no tenía más culpa que haber nacido en brazos de la tragedia. El pequeño fue creciendo a pesar de los malos tratos y cuidados de que era objeto y pronto tuvo necesidad de jugar en compañía de otros niños; pero la estupidez humana le cerró las puertas y le negó toda oportunidad de convivencia; padeciendo el rechazo hasta de sus propios hermanos. Se le privó de todo derecho a los más elementales alimentos del espíritu como el amor o la amistad; y hasta se le encerró por largos períodos para ocultarlo de la curiosidad que a cada rato asomaba por las ventanas para contemplar aquella carita pálida de rasgos mongoloides. Tenía tres años de edad cuando, una mañana de invierno, amaneció con tos. Sus padres mostraron poco interés por su salud y aquel problema respiratorio degeneró en pulmonía. Así fue como una noche, cerró los ojos para nunca más abrirlos al sol de la mañana. Partió de este mundo que jamás lo toleró y se fue sin más equipaje que la nunca realizada ilusión de correr y jugar tomado de una mano amiga. Con gran celeridad se llevaron a cabo los funerales. Sus padres tuvieron poca o ninguna manifestación de dolor y más bien parecía que en sus miradas se reflejaba un callado “gracias a Dios...”, por haberlos liberado de un lastre que con desgano habían arrastrado por tres años.

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Tiempo después, al filo de la media noche, su espíritu empezó a manifestarse. El pequeño se aparecía al pie de un mezquite donde algunas veces se le permitió sentarse bajo sol y se le observaba que movía las manos como jugando en el suelo con algún trebejo. Repetidamente tendía los brazos, como buscando todavía el abrazo y el calor humano que en vida se le negó. Después de algunos minutos de jugar e implorar compañía, se elevaba hacia la fronda del árbol y desaparecía. La familia, espantada y arrastrando el peso de sus culpas no confesadas, se cambió de casa dejando para siempre su primer hogar. Bajo el mezquite quedó un camastro abandonado, hoy ya casi deshecho y confundido con la tierra, donde los vecinos todavía aseguran ver aquel bebé que murió con las ganas de jugar con un amigo y sediento del amor que hasta su familia le negó. Talvez algún día, más allá de este mundo, logre encontrar el amor y compañía que la vida le negó y entonces, por fin, encontrará la paz eterna.

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EL ÁNGEL DE LOS CAMINOS

Al llegar la temporada de lluvias, los agricultores de Anáhuac, N.L., aseguran ver por los caminos que llevan al ejido Rodríguez, un niño de escasos siete años que ataviado de huaraches y túnica azul celeste, les habla para ofrecerles ayuda. Cuentan que hace muchos, muchos años, vivió por aquel poblado una mujer de mal corazón que vivía sola con su hijo; al cual maltrataba sin piedad alguna. Una ocasión, tras golpearlo, lo corrió de la casa sin considerar que afuera hacía frío y una pertinaz y helada llovizna hacía más penosa la marcha por los caminos. El niño, resignado y mal abrigado, tomó por la vereda que lo conduciría al poblado; pero el frío venció s u voluntad y con manos y pies entumecidos, buscó refugio entre un mezquital. Se acomodó hecho nudo y quedó dormido en un largo sueño del que ya nunca despertó. Y quedó ahí, para siempre quieto, para siempre soñando con un mundo mejor; un lugar lleno de amor, abundancia y calor que en vida nunca conoció. Por la mañana, un pastor lo descubrió entre los breñales; muerto por el inclemente frío. El caso del niño muerto en el desamparo, hizo que la gente del lugar se uniera para cubrir los gastos de una cristiana sepultura; ya que su madre desapareció de la casa. Tras realizada la buena acción, pronto fueron olvidando al niño aquél y la vida siguió su curso. Al invierno siguiente, los campesinos empezaron a comentar sobre el niño de extraña presencia que, por caminos reales y veredas, detenía a los viandantes para ayudarlos con lo que llevaran cargando. Otras veces, se ofrecía para ayudar a los regadores o a los pastores que encontraba por parcelas y montes. Aunque vestía raro, su voz era suave y su sonrisa era constante. Siempre lo veían de día y, por lo mismo, nunca provocó desconfianza o miedo a quien lo miraba. Un campesino tuvo la experiencia de tratar más con aquel pequeño, una tarde de frío en que los caminos estaban destrozados por la lluvia. En el ran cho donde trabajaba, le habían prestado un exprés para ir a Estación Rodríguez a surtir su

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despensa. Al regreso, quedó atascado en una trampa de lodo y por más que se afanó y fustigó a la mula, no pudo sacarlo de aquel lodazal. Después de mil intentos, se sentó lleno de preocupación al pensar que la lluvia llegaría otra vez y echaría a perder sus provisiones. Recargado en un mezquite sólo observaba el pozo y la mula agotada. En ese momento, oyó una voz infantil a sus espaldas: – Yo puedo ayudarte a sacar la carreta; sólo dame las riendas... Al volver la vista, vio al niño de rara vestimenta que le sonreía. Lleno del mal humor por el cansancio, quiso correrlo; pero el niño, como percibiendo sus pensamientos, le insistió: – Sí puedo... Sólo dame las riendas. El hombre, extrañado, le señaló hacia el exprés concediéndole permiso. El niño, sin decir nada y sin castigar a la mula, hizo que el carretón saliera con facilidad y lo condujo más adelante, hasta un lugar seguro. El campesino siguió atónito al exprés y llegó hasta el pequeño que, sin decir nada y con una sonrisa le entregó las riendas. Con una señal, el pequeño lo invitó a subir al asiento y confundido, subió como obedeciendo una orden. El niño bajó de un salto y antes de tocar el suelo, se convirtió en una luz que lentamente se fue desvaneciendo. El campesino, asustado, bajó del carro; se arrodilló y rezó ante la luminosidad hasta que desapareció, dejando un agradable olor en medio del camino. Fue así como, por mucho tiempo, al pasar por el lugar, los campesinos se santiguaban y dejaban flores en el punto donde estos hechos acontecieron y la gente dice que aquel niño desamparado, es hoy un ángel que busca por los caminos a toda aquella gente que se compadeció de su cuerpo y lo llevó a descansar a la tierra santa del panteón municipal. Él es: el Ángel de los Caminos...

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EL JINETE FANTASMA Un jinete ataviado en negro y sobre un caballo más negro que la noche, ha sido visto por los campos de Anáhuac. Lo han observado confundido entre las sombras, cabalgando silencioso, imponente y misterioso; dejando a su paso el espanto o el asombro de quienes han tenido el infortunio de mirarlo. No existe un relato que nos lleve a su origen o que nos explique el porqué de sus momentáneas incursiones en nuestro mundo; pero anda por ahí, a veces agresivo y “echando el caballo encima”, otras veces, como un ser silencioso y melancólico, pero de presencia siempre terrible por ser un emisario del “Más Allá”. Se ha visto también sólo su caballo. Otras veces se le ha observado con familia: una enlutada mujer que lleva un niño desnudo y apretado contra su pecho. Mas su intimidante visión ha hecho pensar a la gente que se trata una ánima en pena, o de un demonio que sólo busca aterrorizar las almas.

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EL HOMBRE LOBO

La tenue luz de las estrellas bañaba de plata el caserío mientras Colombia, Nuevo León, dormía arrullándose con el rumor del río, que al murmullo de sus aguas, agregaba la canción intemporal que ranas y grillos entonaban acompañados de flautas y susurros de viento. La sinfonía nocturna cubría una gran franja de la llanura y nada parecía poder romper la idílica paz de aquella noche de octubre de 1918. Sin embargo, a unos cuantos metros del cauce, aquella quietud empezaría a desvanecerse ante el arribo de una tragedia que llenaría de intranquilidad y miedo a toda la población; pues, más allá de las orillas del pueblo, un pobre jacal se estremeció al ser sacudida la gruesa puerta de mezquite por alguien que llamaba aporreando con desesperación las duras maderas. Una mujer en vigilia esperaba por su esposo y, preocupada, quitó la tranca y aldabones; pero en su corazón guardaba la esperanza de que nada le hubiera sucedido. Al abrir, a la luz del quinqué lo vio recargado en el marco, agitado y pálido, con la camisa hecha jirones y bañado en sangre. Y un dolorido grito de mujer marcó el inicio de una triste leyenda que hoy todavía, se cuenta entre la gente de esta población. Tras el sobresalto inicial, su esposa lo bañó y con fomentos de árnica lavó sus carnes desgarradas y lo hizo tomar algunos dientes de ajo para evitar la infección. Amorosa, veló su sueño y pasó la noche sentada ante la cabecera del lecho en que el hombre enfebrecido deliraba, contando entre sueños el ataque de un feroz lobo. Inés Perales, era un jornalero que tenía como principal ocupación la recolección de leña y aquella tarde, había reunido la suficiente para abastecer los entregos y cubrir las necesidades del hogar por varios días. Al término de la jornada, se acercó a la mula para preparar los arreos de carga; pero al animal retrocedió lleno de nerviosismo. Luchó breves instantes para someterlo; pero al fin, lo vio correr desbocado y con un extraño terror reflejado en la mirada. El leñador quedó Dirección Técnica

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encolerizado e impotente; preguntándose lleno de enojo el porqué de aquel espanto repentino. Un gruñido profundo y sonoro se oyó a su espalda para darle una pronta respuesta. Al dar media vuelta, enfrentó una bestia que ya volaba por los aires en busca de su garganta. Instintivamente, se cubrió el rostro y sintió un mordisco que en rápidas sacudidas le destrozó el antebrazo mientras era derribado por el peso de la robusta fiera. Se revolcó y rodó gritando de pavor. Con

brazos y piernas se abrazó al

corpulento animal y aferrado, sintió que eran menos las temibles dentelladas con que el atacante buscaba destrozarlo. Casi sin darse cuenta, tomó una piedra y la estrelló repetidamente contra la cabeza de la bestia que, de pronto, detuvo sus embates y quedó babeante y furiosa parada frente a Inés, que decidido a vender cara su vida, se lanzó en un salto suicida sobre la alimaña. Se dio otra breve lucha, hasta que el animal reculó quejumbroso y emprendió maltrecho la retirada. El sol ya había caído, e Inés sintió que una debilidad extrema se apoderaba de todo su cuerpo. Cayó de rodillas y se derrumbó sobre la tierra dando gracias a Dios por haberle dado fuerzas para vencer a tan poderosa bestia... Y quedó ahí, tendido bajo las estrellas que fueron saliendo una a una por el oriente para asomarme a ver al valiente que se desangraba sin posibilidad de auxilio en medio del monte. Cuando despertó, vio que la noche estaba ya muy avanzada. La hora no importaba; sólo empezó a arrastrarse, siguiendo por instinto la dirección hacia el hogar. Se puso penosamente de pie, y tambaleante caminó hacia donde una mujer y unos niños esperaban su regreso. Al paso de los días, aquel hombre fue sanando y volvió a la cotidiana lucha por ganar el sustento; pero, empezó a sentir un persistente dolor de cabeza que cada día parecía agudizarse, hundiéndolo por momentos en estados de depresión y mal humor. Su irritabilidad lo llevó a golpear sin compasión a un vecino del lugar por ínfimos motivos; y comprendió que algo le pasaba y era necesario buscar ayuda. El 19 de octubre de 1918, el encargado Político, Subteniente Longinos G. García, escribió una carta dirigida al subsecretario de Gobierno del Estado de Nuevo León,

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pidiendo ayuda: “...para un hombre que fue atacado por un lobo rabioso, y que daba muestras de no haber recuperado completamente la salud.” Los estados de ira se hacían cada vez más frecuentes y ya Inés Perales no podía encontrar trabajo. Para el mes de diciembre se había convertido en una verdadera amenaza para la población y las quejas de las familias colombianas llovían sobre el Encargado Político, que empezaba a recibir reportes de aquel demente que merodeaba por las orillas del río Bravo, escondido entre los carrizales en actitud por demás intimidante; gesticulando, mostrando amenazante los dientes y gruñendo como perro furioso. Se alejaba cada vez más de las actitudes humanas y el escándalo corrió por las calles cuando atacó a un hombre a mordidas y rasguños. “El suscrito, Longinos G. García, en funciones de Encargado Político de la Congregación de Colombia, informo a usted lo siguiente(...) y tenemos mucho problema en la Congregación por el vecino que fue mordido por un lobo; pues está actuando de manera extraña: acosa a la gente, gruñe, desgañita, araña, lanza espumarajos por la boca, camina en cuatro patas, y aúlla como lobo...” El encargado Político jamás recibió respuesta del Secretario de Gobierno; así que decidió investigar personalmente en casa de Inés Perales. Estaba harto de las historias que la gente le llevaba sobre el “Hombre Lobo”, y era necesa rio buscar un remedio para aquella situación; pero la familia de Inés le negó el paso y toda información. Así que aquella noche, preparó sus armas y, en compañía de un ayudante, se dirigió a la casa que antes fue hogar feliz y era ahora un lugar de infortunio. A lo lejos, un largo aullido se hizo escuchar... Quizás más lobos merodeaban en busca de ganado. La sorpresa rindió frutos. Longinos y su ayudante entraron a la casa sin resistencia de la familia; y la esposa de Inés, con semblante de dolor y cansancio, les abrió la puerta del cuarto donde se encontraba su marido. El cuadro que el Encargado Político contempló, lo llenó de encontradas sensaciones de compasión y espanto. Nada quedaba del Inés Perales que había conocido... En ese momento se dio cuenta que las historias contadas por la gente eran superadas por la

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realidad. El hombre aquél, ahora no tenía nada de humano; pues, limitado por las cadenas que controlaban su agresividad, se desplazaba por el oscuro cuarto como un cuadrúpedo, gruñía mostrando amenazadoramente los dientes, y vestía sólo raídos andrajos haciendo más espantable su aspecto sucio y feroz por aquella cabellera y barba hirsutas que le daban la imagen de una verdadera bestia. Pero lo que llenó de un mal disimulado pavor al Subteniente Longinos, fue aquel aullido largo y triste que brotó de la babeantes fauces del mutante. Quizás por el sincero deseo de ayudar a la atribulada familia, o tal vez para apaciguar los temores de la población espantada, el Subteniente Longinos llevó al llamado “Hombre Lobo” a la única celda del pueblo; y ahí, tras las gruesas rejas de metal, lo mantuvo libre de cadenas, procurando darle los cuidados que la insensibilidad del Gobierno del Estado le negó al desgraciado. Y en la quietud de las madrugadas, un aullido escapaba de la celda y en alas del viento, volaba sobre el caserío; a veces con acento de desesperación ante la incomprensión humana; y a veces, con un profundo dejo de tristeza y soledad... Con verdadera furia arremetía contra las rejas de acero y sus estados de ferocidad se hacían más intensos en las horas de calor. Los cuidados se hacían cada vez más difíciles y, muchas veces, la alimentación era imposible. Así, las semanas y los meses pasaron entre intentos por interesar a las autoridades por la sa lud de aquel pobre condenado. Tal vez cada carta era echada al archivo del olvido entre burlas de incredulidad que resonaban por los salones de cantera rosa del Palacio de Gobierno; mientras allá en la distancia, un hombre se consumía día a día al igual que aquel pueblo olvidado por el mundo; pegado a la frontera, pero lejos de todo... A finales de mayo de 1917, el Encargado Político recibió un comunicado de la Secretaría de Gobierno. Era una carta que llenó de coraje y náuseas al endurecido rostro del Subteniente; hombre de armas y actor de innumerables batallas en la Revolución que sin embargo, nunca perdió la dimensión humana. Con furia y decisión, tomó la pluma y escribió: “Al C. Secretario de Gobierno:

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...pero muchas gracias por la ayuda que ofrece. El vecino mordido por un lobo rabioso, hace ya dos semanas que murió...” ¿De qué murió Inés Perales? Tal vez una aguda anemia por la irregular alimentación tras las rejas lo fue consumiendo paulatinamente hasta acorralarlo y empujarlo hacia la única puerta de escape que le quedaba abierta: la muerte... O quizás fue un caso de demencia con desdoblamiento de la personalidad que fue lo que lo llevó a actuar como lobo. ¿Fue un caso de hidrofobia que duró casi ocho meses? ¿Fue un auténtico caso de licantropía? En aquel tiempo la población no tuvo la capacidad para entender cabalmente los males que padeció Inés Perales y sólo se atuvo a los hechos como elementos de juicio: un hombre que caminaba como un cuadrúpedo, que gruñía, que aullaba, que merodeaba por el monte al acecho de los humanos a los que atacaba con uñas y dientes, sólo podía ser... ¡un licántropo! Hoy, casi un siglo después, el misterio de estos hechos perdura entre la población que como herencia, ha ido pasando de padres a hijos la historia que aún llena de miedo a los escuchas: la leyenda del Hombre Lobo de Colombia.

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CITA DE AMOR Ella era una angelical jovencita de largas y hermosas trenzas. Se llamaba Mariana. El, Alonso, un apuesto joven muy trabajador en las labores del campo. Estaban profundamente enamorados y querían casarse. Finalizaba el siglo XIX. Todas las tardes ella lo esperaba, sentada en una bardita baja que circundaba su pequeño y florido jardín. Terminadas las labores, él corría presuroso a verla y allí platica ban y hacían planes. Sin embargo, éstos no podrían realizarlos pronto; carecían de dinero suficiente para casarse y hacer su casita. Cierto día, Mariana se asombró de verle rondar la casa en horas que no eran las habituales. El le explicó que había estado hablando con sus padres y que ellos le habían aconsejado que se fuera a trabajar algún tiempo al extranjero y que estaba decidido a hacerlo. Sólo así reuniría algún dinero y podrían realizar sus sueños. Llegó el día en el cual Alonso tenía que partir. Muy triste acudió al jardincito a despedirse de su amada; a hacerle promesas de amor y a repetirle que regresaría pronto. Ella le juró esperarle y le prometió que, el día que llegara, la encontraría siempre en el mismo sitio de sus citas. Con el corazón destrozado partió Alonso. Pasó un año trabajando muy duro y pensando constantemente en el día de su regreso. Y, cuando consideró tener el dinero suficiente para la realización de sus planes, volvió. Ni siquiera llegó a la casa de sus padres. Se dirigió primero a la de su amada. Su corazón le dio un vuelco emocionado cuando, a lo lejos, pudo distinguir la silueta de Mariana, esperándolo, sentada en la pequeña barda del jardín, con el vestido celeste que a él tanto le gustaba. Dirección Técnica

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Dejando en el suelo sus cosas, de puntitas y procurando no hacer ruido, se acercó. Ella le daba la espalda. Sus hermosas trenzas brillaban con el sol que ya estaba ocultándose. Al llegar junto a ella, emocionado la abrazó, pero, al hacerlo, su júbilo se convirtió en miedo y en angustia. Aunque estaba seguro de haberla abrazado, no había sentido su cuerpo entre sus brazos y, al separarlos de ella, ya no estaba. Lleno de zozobra entró a la casa. Allí encontró a los padres de Mariana llorosos y vestidos de luto. Hacía ocho días que Mariana había muerto. Sin embargo, su promesa estaba cumplida. Ella, como lo había prometido, estaba esperándole en su cita de amor.

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Estado del Pacífico sur, parte de su superficie está en el Istmo de Tehuantepec. Limita con los estados de Guerrero, al Oeste; de Puebla, al Noroeste; de Veracruz, al Norte; con el de Chiapas al Este, y con el océano Pacífico al Sur. La capital es Oaxaca de Juárez, con 256 130 habitantes (2000). La población es de 3 338 765 habitantes (2000). Hay gran número de población indígena. El territorio es montañoso, con una franja aluvial al norte y otra al sur. La sierra Madre del Sur (Cempoaltepetl, 3 396 m) lo atraviesa de sureste a noroeste. El clima es frío en las zonas altas, subtropical húmedo en las vertientes marítimas de las sierras, y tropical lluvioso en las llanuras. En la sierra Madre del Sur quedan bosques mixtos después de una sobreexplotación de aquéllos. La mayor parte de la población vive en zonas rurales y trabaja en actividades agropecuarias. En los valles se cultiva tabaco, café, maíz y caña de azúcar, y en las llanuras frutas tropicales. La ganadería se desarrolla en las sierras (caprinos y bovinos). También destaca la avicultura. La industria (hilados, papel, alimentación) se concentran en la capital. Existen yacimientos de plata, oro, antimonio, ónice y sal. Es muy importante la producción de energía hidroeléctrica. Hay importantes centros arqueológicos, como Monte Albán y Mitla.

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EL FLECHADOR DEL SOL

Eran dos árboles gigantes que existían en el fondo de una misteriosa cueva en tierras de Apoala. Dos árboles gigantes nacidos a la orilla del río Achiutl que corría bajo la som bra de aquellas rocas. Dos árboles distantes que llegaron a amarse tanto que entrelazaron sus ramas y unieron sus raíces. Y de ese fantástico amor nació el primer hombre y la primera mujer mixteca. Con el tiempo aquellos seres nacidos misteriosamente tuvieron hijos, y los hijos de los hijos fundaron la ciudad de Achiutla. Fue en ese lugar de origen legendario donde naciera un hombre llamado Yacoñooy, también conocido como Mixtecatl. Cuando Mextecatl creció llegó a convertirse en un valeroso y audaz guerrero que cierto día, armado sólo de su arco, su saeta y su escudo decidió salir a conquistar tierras. Por mucho tiempo caminó sin rumbo fijo. Por días y días no descansó un solo instante, aunque sentíase cansado por lo largo de la caminata al través de una tierra fragosa en extremo además de sentirse alumbrado por el calor del sol; mas impulsado por una fuerza misteriosa proseguía su caminata hasta llegar a una tan vasta como deshabitada extensión en donde no halló nada que estorbara su paso. Sólo el sol brillaba esplendoroso como dueño y señor de aquellas tierras; tierras que Yacoñooy codició para él por frescas y hermosas. Y como no encontró guerrero con quien medir sus armas y juzgando que el astro del día era el señor de aquellas tierras, preparó su arc o y dirigiéndose al cielo exclamó: – ¡Eh, tú, Señor de la tierra! Mide tus fuerzas conmigo y dispara tu arco que alguno de los dos debe morir; porque he decidido que uno sólo de nosotros tiene que ser el dueño absoluto de estas tierras tan hermosas.

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Y luego, en son de reto, se dispuso a lanzar sus dardos, no sin tratar de dar tiempo a su enemigo a prepararse para el duelo, como si en verdad el señor Sol fuera a dar batalle, para después apresuradamente disparar sus flechas. Era la hora del crepúsculo vespertino, y el cielo se fue matizando de rojo. Yacoñooy, impasible, contempló al Sol que se hundía tras las montañas, y como las nubes en ese instante se tiñeran más intensamente de rojo, exclamó dando gritos de triunfo: – ¡Te he vencido, te he vencido! La fuerza de mi brazo te ha causado la muerte. Tras esos cerros estás herido; ya por siempre no volverás a ser el dueño de estas tierras. Lástima que no pueda contemplarte revolcándote en tu propia sangre. ¡Qué diera por verte morir a mis pies! El valiente mixteca esperó en silencio, latiéndole apresuradamente el corazón. Tal vez la última flecha de su enemigo podría ser disparada a traición, mas como el tiempo pasara y el Señor Sol no daba señales de vida, entendió que su enemigo había dejado de existir y gritó: – ¡He dado muerte al Sol, señor de estas tierras, y por derecho de conquista ahora sólo yo soy su dueño! Yo he matado al Sol, mi rival. Mis flechas traspasaron su corazón. ¡El señor Sol está muerto, muerto! Y son mías, sólo mías, todas estas tierras, y con la vida pagará aquel que me las quiera disputar. Y seguro de su victoria, señoreó con su triunfo todo cuanto alcanzaba su mirada. Poco tiempo después, las tierras que fueron del Señor Sol, los hermanos de raza de Yacoñooy fundaron Tilantongo.

Y desde ese día entre los mixtecas se estableció la costumbre de pintar la escena del Sol vencido por Yacoñooy en escudos, jícaras y tecomates en gratitud al Flechador del Sol, que por tal hecho se había convertido en un héroe mixteca, habitantes del país de las nubes.

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LA SEÑORA PEO (La señora luna)

Hasta Cosijopii, señor de Tehuantepec, llegó un copavitoo (guardián de los dioses) a pedir el castigo del más anciano y más sabio de los colami (encargados de interpretar los sueños) el cual había abandonado el templo de la señora Tzapotlateman (madre de los zapotecas o Pinopiáa) yéndose a habitar a la espesura del bosque. Cosijopii le escuchó en silencio, prometiéndole hacer regresar al Señor de los Agüeros, tan respetado por el pueblo. Tan luego como el copavitoo dejó el palacio, hizo llamar al guerrero Benexoo (Águila) pidiéndole localizara al colami pecala y lo regresara al santuario, ya que los fieles empezaban a extrañar su presencia. Obediente a las órdenes del rey, Banexoo se dirigió apresuradamente a los bosques de Tehuantepec (lugar de tigres) y después de mucho andar por entre la espesa selva encontró al colami pecala arrodillado ante un hermoso papagayo. Benexoo, tras los árboles, se puso a espiar la extraña actitud del sacerdote de los agüeros. Así pudo observar cómo el intérprete de los sueños, reverente, se punzaba los brazos con gruesas púas, las que, ensangrentadas, depositaba bajo la rama en que estaba parado el multicolor animal. Luego, con manos temblorosas, quemó incienso en los braserillos de oro colocados a los lados del árbol en que habitaba el manipeo manibehúa (animal de la luna). Cuando hubo terminado estas ceremonias, Benexoo se acercó al colami pecala y le transmitió el mensaje real:

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– Colami pecala, el rey tu señor ordena regreses al templo de la diosa Tzapotlateman como señor encargado de la interpretación de los sueños; así que he venido por ti y apresúrate a seguirme. El anciano movió la cabeza negativamente respondiendo: – Guerrero, no puedo obedecer al rey. – ¿Acaso no conoces el castigo que el rey tu señor da a los que osan desobedecer sus órdenes? Tú eres un sacrílego. Has dejado abandonado el servicio de nuestra diosa. Te espera un duro castigo. – El ser bellísimo a quien adoro es cosa divina y no puedo dejar de darle culto. El rey, mi señor, puede darme o quitarme la vida; pero cuando sepa la verdad, él permitirá a este pobre viejo se quede aquí, adorando a la señora luna, hasta que mis ojos se cierren y mi espíritu intente llegar al quiebáa (paraíso). – ¿Qué has dicho, anciano venerable? ¿Acaso este animal encarna a la señora Peo? – Gran guerrero, eso es; este hermoso manipeo (animal luna, o de luna) es la diosa del cielo. Y para que comprendas por qué no puedo alejarme de ella escucha: – Una noche estaba dormido. Todo era paz en la ciudad y solo frente al altar de la diosa Tzapontlateman manos virginales cuidaban que no faltara el incienso en los braserillos. De pronto, a mitad de la noche, se me apareció la señora Peo, toda vestida de blanco algodón y rodeada de una luz oro pálido. Yo quedé admirado de su belleza, sin poder hablar, más ella con voz delicada me dijo: – Vengo a verte porque tú interpretas los sueños. Los sueños son hijos de la noche y yo soy la señora de la noche. Entonces yo le dije: – ¿Qué deseas de mí, señora? Siempre he venerado al dios Leshee (dios de los sueños y su interpretación). Siempre le he ofrendado frutos, incienso, perritos y cosas del campo cultivado o de la caza. Nunca he descuidado mis deberes de colami pecala. – No te reprocho nada, buen anciano. No es esa mi misión. Tienes que escucharme. – Te escucho, señora.

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– Yo soy una enamorada de los bosques de Tehuantepec. Todas las noches me embeleso en su contemplación, y cuando se termina la misión de vigilar desde el cielo al mundo, a la hora Télayu (madrugada, aurora) a la hora del alba grande, cuando la mañana se hace de oro y abre como una flor, yo dejo el cielo, satisfecha de que he cumplido mi misión, y bajo a la tierra a recrearme en los bosques que tanto amo, convertida en un hermoso papagayo. Yo quiero, por eso, que tú me acompañes y me veneres, como lo que yo soy, durante el día. La hermosa señora desapareció. Yo desperté, y sabiendo que era verdad lo que había visto y oído en sueños, al instante me dirigí a este bosque, mucho antes que el señor Capijcha –Sol- apareciera. Y en este mismo lugar en el que me has encontrado, me puse a orar, con los párpados cerrados, por temor a ofender con mi mirada la llegada de tan divina señora. Y no tardé mucho, te lo juro, en oír un aleteo cerca de mí; al abrir mis párpados, allí estaba ella, allí, en forma de papagayo. Yo no me he separado, desde entonces, de ella. Elevo mis oraciones, le ofrendo mi diario sacrificio, y no dejo de colocar incienso en los braserillos. Ella se siente satisfecha de mi devoción y compañía. Ahora ya sabes por qué no puedo regresar a la ciudad. Id al rey y contadle todo. El guerrero Benexoo, en silencio, dejó el corazón del bosque, regresando al palacio del rey. Cuando Cosijopii escuchó el relato que aclaraba el misterio de la desaparición del venerable colami pecala, quedó por un momento pensativo. Luego mandó llamar al copavitoo y le dijo: – Busca otro colami pecala porque el que tú acusas ya no volverá. La señora Peo lo ha tomado a su servicio.

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LOS DOS REINOS En Tehuantepec –Cerro de los tigres– vivían dos hermanos. Uno se llamaba Biizu –Abeja– y el mayor Quie –Piedra-. Los dos hermanos eran huérfanos; pero mientras el mayor era ocioso y despreocupado de sus dioses, el menor, en cambio, trabajaba todo el día bajo el sol de fuego, en las sementeras. Biizu además era un gran devoto del dios Pitao Cocobi, protector de la abundancia, la primavera y los renuevos, como dios de las sementeras. Una vez, al acercarse la fiesta de las siembras, celebración de cada año, Biizu pidió a su hermano le ayudara a organizarla, recibiendo la contestación de que él no tenía tiempo para esas cosas, pues su salud estaba muy mermada. El hermano menor nada dijo, y sin volver a molestar a su hermano, lo hizo todo él. Así llegó el día tan ansiado para el trabajador del campo. Empezó por buscar la mazorca más grande y de mejor calidad. Seleccionada ya, no tardaron los invitados de Biizu en recibirla con grandes aplausos asegurando que en ella asistía el dios que por tanto tiempo les había proporcionado el sustento, acabando por rendirle culto con muchos sahumerios, colocándola sobre un altar alrededor del cual comenzaron los cantos y bailes. Mientras los invitados del sembrador seguían en el festejo, la madrina escogida por Biizu vistió la mazorca con ropas a la medida, colgándole un hermoso collar de piedras verdes. Cuando el sol había llegado más allá del zenit, se sacrificaron en su honor

aves y

mariposas, para después envolverla en un lienzo blanco procediendo a guardarla. Cuando todos los invitados se habían retirado de la casa de Biizu, el hermano mayor que se había embriagado durante toda la noche se burló de la religiosidad de su hermano; mas Biizu, sin contestarle nada, dichoso se durmió.

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Pocos días después cuando Biizu se disponía a arar la tierra, invitó a su hermano a que le ayudara en el fatigoso trabajo; pero como siempre lo hacía, volvió a alegar su mal estado de salud. Sin importarle nada las argucias de su mal hermano, Biizu esperó a que los sacerdotes llegaran hasta donde estaba la mazorca escogida, y repitiendo la ceremonia acabaron por pedirle a éste permitiera que fuera destinada a guardar la milpa. Cuando los hombres servidores del dios comprendieron que la mazorca sagrada había aceptado la envolvieron en un cuero de venado limpio, marchando sacerdotes e invitados en dirección de los sembrados en donde ya estaba dispuesta una cuevita hecha en una roca en donde la depositaron, incensándola y encomendándole favoreciera benignamente los campos, pues esperaban el sustento de su bendita mano. Luego Biizu y los sacerdotes cubrieron el lugar de manera que no pudieran verle, evitando así que nadie se acercara a ella, en espera de que el año fuera abundante en cos echa para poderla sacar de allí con gran solemnidad, y darle las gracias porque les había proporcionado abundante sustento. Después de esta ceremonia, Biizu, siempre solo, cuidó de sus milpas causándole gran alegría verlas crecer prometedoras. Mas un día, los hermanos cenaron hongos y ambos murieron envenenados. Cuando esto sucedió, al instante aparecieron en torno de ambos un grupo de seres maléficos llamados bijijabas. Eran estos seres los que tenían su reino llamado “gavilla” los que tenían la misión de recibir a los malvados, vivos o muertos. En tanto que Quie estaba aterrado, el sencillo de Biizu seriamente pensaba que tal vez su vida no había sido merecedora de ir al lugar llamado Quiebaa –paraíso- y resignado esperaba su destino.

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Pero cuando los bijijabas trataron de llevarse a los dos hermanos apareció ante ellos el dios Pitao Cocobi, quien, extendiendo la mano, autoritario dijo: – Bijijabas, vosotros os podeis llevar a Quie al reino “gavilla”, pues nunca ha trabajado y es justo que ahora rudamente lo haga; también es justo que carezca de alimento y de agua, ya que siemrpe comió y bebió los alimentos y el agua de su hermano Biizu; además necesita ser azotado por su mal proceder. Pero en cambio, Biizu no puede ir a la “gavilla” con ustedes porque él fue siempre un gran trabajador y toda su vida fue respetuoso de sus dioses. Biizu ha sido siempre bueno y por tanto debe de ir a Quiebaa, a la región del sol y las estrellas, donde disfrutará de los deleites de la ociosidad más perfecta, ya que en Quiebaa existen huertos y jardines hermosísimos que prodigan sombras, perfumes y frutos a los que allí habitan, así como embriagadoras bebidas. Y fue así como Biizu y su hermano Quie fueron a distantes reinos: Quie, el malo, al reino llamado “gavilla”, debajo de la tierra, en tanto que Biizu, el bueno, al reino Quiebaa, al reino que estaba en el cielo.

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EL ARCO IRIS

Era el tiempo en que los hombres vivían en la oscuridad cuando Cosijogui, el Señor de los Rayos Grandes y Pequeños, tenía un hermoso trono frente al que estaban cuatro inmensas ollas de barro en el que guardaba avaramente cuatro secretos. En una estaban las nubes, en otra el agua, en la tercera el granizo y en la última el aire. Cada una de estas ollas estaban cuidadas por un rayo menor en forma de lagartija o “chinteté”. Un día Cosijogui, el Viejo Rayo, ordenó al “chinteté” Cosijozaa, encargado de las nubes, que destapara su tinaja y dejara salir a éstas. Obedecida la orden, al instante el cielo se cubrió de nubes y el rayo menor Cosijozaa jugueteaba entre ellas y a cada movimiento suyo se producía un relámpago que rasgaba la oscuridad de la gran noche. Los hombres que habitaban la oscura tierra se maravillaron del espectáculo imponente; pero ellos, que tenían sed, elevaron sus oraciones al viejo Rayo de Fuego, para que en vez de tempestad les enviara el agua que calmara su sed. Al escucharlos, Cosijogui dispuso que el segundo chinteté llamado Cosijoniza abriera su olla, y las aguas salieron atropelladamente, lloviendo durante días y días, y llenando de agua la tierra. Los hombres y los demás seres que vivían sobre la tierra empezaron a temer por aquel diluvio. Y mientras la espantosa tempestad proseguía, el Rayo Menor, Cosijonizaa, hacía piruetas en el cielo, y cada pirueta que hacía era un rayo que iluminaba la tierra. Las mujeres, asustadas, elevaron sus súplicas al viejo Rayo Cosijogui; como parecía no escucharlas, fue una comisión hasta su trono, y al pasar cerca de las ollas que cuidaban

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los chintetes pudo más su curiosidad. Olvidándose de su misión, pidieron al Viejo Rayo ordenara fueran destapadas las otras ollas porque se morían de curiosidad por saber lo que ellas contenían. El Rayo de Fuego sonrió malicioso y al principio no quiso acceder al ruego de las mujeres; pero como éstas insistieran con voces dulces e insinuantes, Cosijogui ordenó al tercer chinteée que abriera su tinaja y al instante salió una avalancha de piedras de agua endurecida que cayó sobre la tierra causando gran sobresalto a sus habitantes. Los tres Rayos Menores, en cambio, gozaban de su libertad iluminado el cielo con sus relámpagos atronando la tierra con sus truenos, lo que hacía más espantosa la tempestad. Los hombres y las mujeres, las bestias y los pájaros ante tal situación, asustados, pensaron que ése era el fin del mundo, y con ello la muerte de todo ser viviente, por lo que, angustiados, imploraron al Viejo Rayo calmara su tormenta. Pero Cosijogui y sus cuatro chintetes, locos de placer, siguieron en su diversión sin importarles la angustia de los seres de la tierra. Entonces hombres y mujeres bestias y pájaros invocaron a Pitao, el Gran Aliento, y éste, compadecido de ellos, ordenó que por oriente se rasgaran las negras nubes y dejaran pasar a Gabicha, el Sol. El Viejo Rayo de fuego que se gozaba con el estampido de la tempestad y que hasta entonces había sido la suprema deidad, al ver el disco dorado del nuevo astro cuyo vivo resplendor iluminaba el horizonte sintió pavor. Ya no sería él único señor y dueño del cielo; y lo más triste era que tenía que reconocer la superioridad divina del padre Sol. Y Cosijogui, en silencio, desoladamente contempló como Gabicha ordenaba al último chinteté destapara la última olla y dejara en libertad al viento que ahuyentaría a la tempestad.

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Cosijoí, el último chinteté, obedeció al instante y el viento desgarró las nubes para que después con un rayo deslumbrante y un trueno espantoso llamara a sus hermanos, los chintetés que habían desencadenado la tempestad, ordenándoles que sumisos volvieran a su refugio de las ollas de barro. El Viejo Rayo de Fuego que inmóvil contemplaba la grandiosidad de Gabicha comprendió su derrota, por lo que decidió rendirle homenaje al nuevo dios que era compasivo, justiciero y bondadoso y que amaba con amor de dios bueno a los hombres y mujeres, bestias y pájaros. Queriendo él también rendirle vesallaje, tendió sobre la inmensidad, entre el cielo y la tierra, un multicolor puente por el que el padre Gabicha pudiera bajar hasta la tierra llevando a los hombres y a las mujeres, a las bestias y a los pájaros su mensaje de paz. Así nació el Arco Iris.

LAS FLORES DEL LAGO DE OAXACA

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LAS FLORES DEL LAGO DE OAXACA

Esta leyenda narra el amor entre el príncipe zapoteca y la princesa Estrella, hija del rey Sol, que se unieron para siempre en el lago de Oaxaca. Mucho antes de la llegada de los conquistadores españoles había en México un reino floreciente y poderoso: el de los zapotecas. Sus guerreros tenían una férrea disciplina y habían ganado numerosas batallas contra los reinos vecinos, lo cual había fortalecido su poder. Por esto, en muchas leguas a la redonda su imperio era temido y respetado. El rey de aquel poderosísimo reino tenía un hijo fuerte y apuesto, que además era muy diestro en la caza y sumamente hábil para manejar todo tipo de armas. Cierto día, varios cortesanos, unidos a un regimiento de soldados, se levantaron en contra del monarca. La conspiración llegó a oídos del príncipe, quien de inmediato decidió poner término de forma implacable a la insurrección. Para ello estuvo al tanto de todos los movimientos del complot; cuando los traidores menos lo esperaban, el príncipe y sus guerreros los atacaron. Tras una breve y desesperada resistencia de los conspiradores, el hijo del rey los derrotó. A partir de ese momento el príncipe se convirtió en el verdadero caudillo del reino zapoteca; además, su padre ya era muy anciano y lo nombró heredero del trono. Como es natural, todas las doncellas del país suspiraban por el valeroso y apuesto príncipe. Todas las mujeres estaban enamoradas de él, desde la humilde muchacha hasta la encumbrada princesa. El príncipe no hacía caso de ninguna seducción, se mostraba indiferente ante cualquier mujer, por más hermosa o atractiva que fuera. En el celestial reino de las estrellas, donde también llegó la fama del joven valiente, la más linda de las criaturas se enamoró apasionadamente del heredero zapoteca y decidió

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bajar a la tierra para conocerlo en persona. La radiante estrella aguardó el momento en que nadie la vigilara, hasta que una mañana, mientras sus hermanas dormían, tomó la forma humana de una hermosísimo doncella y descendió a la tierra. Una tarde en que el príncipe zapoteca regresaba de una cacería, se encontró en el camino con una bella muchacha campesina. El joven, gratamente sorprendido por su hermosura, le preguntó: – ¿Cómo te llamas? – Oyamal –repondió la joven. Platicaron unos instantes, tras lo cual el príncipe regresó a su palacio. Al día siguiente volvió a cazar, y de nuevo se halló con la encantadora doncella. Finalmente, como era de esper, los dos jóvenes se enamoraron. Cierta mañana, el príncipe le propuso matrimonio a su amada. Ella no dudó en aceptar tal ofrecimiento. En cuanto llegaron al palacio, la presentó ante el rey, ministros y consejeros. El monarca, admirado ante la extraordinaria belleza de la joven, no puso objeción alguna a los deseos de su hijo y propuso la boda para la semana siguiente. En el reino de las estrellas había gran consternación por la misteriosa ausencia de la más hermosa de ellas. Se hacían conjeturas sobre su desaparición; al fin se decidió que alguien bajara a la tierra para buscarla. En el cielo se supo la noticia de la próxima boda de la joven estrella con el apuesto príncipe. Ante la gravedad de la situación, todas las estrellas se reunieron, convocadas por el Sol, quien, tras conocer los hechos, dijo: – Para evitar la boda de su hermana con ese mortal, deben advertirle que si se de desposa con el príncipe quedará convertida en una flor para el resto de su vida.

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La noche anterior a la boda, cuando Oyamal estaba en su lecho, una suave brisa penetró por el ventanal, apareció una de sus hermanas en forma de espíritu y le notificó la decisión del Sol. Cuando la hermana desapareció, la joven quedó sum ida en gran inquietud. A pesar del temor al Sol, el amor por su príncipe dominaba todos sus actos. La boda se celebró con gran esplendor. Oyamal lucía bellísima, ataviada con su vestido nupcial y al lado de su príncipe, vestido de guerrero. Formaban una pareja admirable. A la mañana siguiente, cuando el príncipe despertó, descubrió con enorme sorpresa que su esposa había desaparecido. Transcurrieron los días y el príncipe no hacía más que llorar amargamente la ausencia de su amada. En un momento de aflicción se le apareció un espíritu celestial, que le reveló el verdadero origen de su esposa. – Oyamal –le dijo el espíritu– reposa ahora en las aguas del lago Oaxaca, junto al palacio, convertida en una hermosa flor color rosáceo, cuyo tallo es suave y delicado. La terrible revelación desesperó al príncipe y su dolor conmovió al espíritu celeste. Arrodillado suplicó al Sol que lo llevara con su amada. Al siguiente día los criados del príncipe no encontraron rastros del heredero en la habitación. Cuenta la leyenda que al lado de la flor rosácea nació otra de color rojo y de tallo esbelto. Quedaron con los pétalos entrelazados en el lago de Oaxaca. Así, el dios sol había concedido los deseos del príncipe enamorado.

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EL TEMPLO DE CUILAPAN

CORRÍA el Año del Señor de 1575. Por la polvorienta carretera, rumbo a la congregación indígena de Cuilapan donde la Orden de Santo Domingo de Guzmán recién había edificado uno de sus primeros monasterios, avanzaba lentamente, escoltada por cuatro jinetes repartidos en cada lado de ambas portezuelas, una maltrecha y pesada diligencia. El paso cansino de las bestias y el maltrecho aspecto de los viajeros denotaban que habían verificado una penosa y larga travesía. Sonaba el toque de Ánimas, al filo del crepúsculo, en la pequeña esquila del convento, cuando el convoy traspuso los dinteles del amplio portón y se perdió de vista tras los muros del silencioso monasterio. Hacía veinte años que aquella comunidad de religiosos dominicos, dedicados a la catequización de los indígenas, a la oración, a la rigurosa disciplina penitenciaria y al cuidado del pequeño huerto con que subvenían en parte a sus necesidades, disfrutaba de ese íntimo sosiego que imbuye en el espíritu la apacible tranquilidad del claustro. Nada había alterado, hasta entonces, la mística y religiosa apacibilidad del monasterio. Pero la llegada de aquel extraño personaje vino a romper el hilo de la beatífica tranquilidad monástica. Aquel nuevo miembro de la comunidad, enigmático y grave, envuelto siempre en un sombrío mutismo, tal como si se hubiese convertido en la propia encarnación del silencio y a quien el mismo Prior guardaba cierta desusada deferencia, había despertado en el ánimo de los monjes una a duras penas mal reprimida curiosidad, la cual, no cumplidamente satisfecha, daba curso a todo un cúmulo de temerarias conjeturas y suspicacias. ¿Quién era aquel viviente enigma siempre envuelto en el sombrío aislamiento de un trágico silencio? ¿Un perseguido de la justicia que acogido al sagrado del monasterio había encontrado protección y asilo en el recinto inviolable del convento? ¿Un converso que a través de la meditación y el absoluto sosiego del claustro, buscaba, como ellos, la íntima comunicación con Dios, o un criminal empedernido que, refugiado en el tétrico silencio en el que voluntariamente se había envuelto, buscaba la expiación de una culpa horrenda?...

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Aquel extraño cofrade de impenetrable y enérgico semblante, cuyos ojos se animaban a veces con un raro fulgor magnético, con excepción del Prior seguía siendo para los frailes una viviente incógnita. En alguna ocasión un brusco movimiento del enigmático personaje había dejado entrever, oculto bajo el hábito, el rico y fino atuendo de un elegante caballero. Y uno que otro indiscreto atisbo a la celda que ocupaba habían puesto al descubierto que, más que un lugar de penitencia y oración, aquel sitio –extraño depósito de potes, redomas, crisoles y alambiques- tenía más de común con el diabólico laboratorio de un alquimista. Así hubo transcurrido mucho tiempo. El silencioso monje –cuya celda, contrariando la regla, permanecía con luz a muy altas horas de la noche, como si su extraño ocupante jamás durmiese- continuaba siendo el impenetrable y terrible enigma que había llegado a sembrar el desasosiego en la tranquila comunidad de dominicos, ya casi poseídos de cierto terror supersticioso. Hasta que un acontecimiento inaudito, increíble si su verificación no fuese corroborada por incontrastable testimonio de los sentidos y del cual perduran hoy en día sólidos vestigios, vino a poner fin a aquel estado de zozobra en el ánimo de los monjes, pero para hundirlos, lo mismo que al Prior y a los indígenas de la congregación, en la más tremenda estupefacción, en un estado de perplejidad abrumadora, casi de anonadamiento, ante el espectáculo que, cierta mañana, de improviso y coincidiendo con la desaparición del monje, se presentó a sus ojos. Un día antes aquel fraile estrafalario había solicitado entrevistar al Prior, encerrándose con él hasta ya bien entrada la noche. Junto a la débil llama del hogar, sentados en los amplios sillones de altos espaldares, Prior y monje dialogaban, en voz baja, levantando un confuso murmullo que se iba apagando gradualmente en el solemne silencio de la celda: – Véis que no es posible, Reverendo Prior, edificar iglesia. La fábrica del convento os ha dejado exhausto y estos pobres naturales más es la ayuda que han menester que lo que puedan dar... Por demás está que vaciléis en aceptar esta mi propuesta si todo ello encaminado va al mejor servicio de Dios, y con ello vos y la comunidad saldréis ganando. Yo, en cambio, bien poco cosa os pido: que veáis de allanarme el camino para Huatulco y poder embarcarme hasta el Perú...

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– Cierto es, señor, que poseéis los suficientes medios para costear la fábrica del templo que nos es tan necesario; y si a costa de vuestros bienes corriese la edificación... ¡Pero apenas concibo que, como lo aseguráis, podáis levantar el templo de la noche a la mañana!... ¡A no ser que el Diablo acuda en vuestra ayuda...! – Eso habrá de ser cosa mía. Reverendo Prior... –atajó el monje- Aunque no dejaría de dar pie para reír, eso de ver al propio Diablo edificando la casa del Señor... Ahora lo que necesito es contar con vuestra venia y vuestro concurso. Vacilaba el Prior, juzgado tan loco como inconcebible el proyecto de aquel fraile. Después de un largo rato de meditación, respondió: – Bien... En cuanto a mi venia, y a fuerza de que, si os he de hablar con llaneza, poca credulidad he de dar a lo que me proponéis, contad con ella. Pero en lo que toca a mi concurso... – Nada temáis, Reverendo Padre; no es cosa que pueda comprometeros en manera alguna. – Entonces... ¿Qué queréis? – Poca cosa. Que se sirva Vuestra Reverencia proporcionarme recado de escribir y un gallo. – ¿Un gallo? – Sí. Antes de partir os diré para qué lo hube menester ¡Ah!... Y preciso ha de ser que permanezcáis recluidos en vuestras celdas durante esta noche. Si algún fraile, contrariando la severa consigna del Prior, hubiese abandonado la celda aquella noche, habría asistido a aquel espectáculo crispante, pavorosa y terrible fantasmagoría proyectada en el seno impreciso de la noche.

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Era un silencioso deambular de sombras que parecían brotar de las propias entrañas de la tierra, o desaparecían hundiéndose en el oscuro corazón de las tinieblas; bullían, subían y bajaban, se agitaban en todas direcciones, obedientes a las órdenes del monje hermético que, en el centro de todo ese hervidero de sombras, con imperioso gesto y extrañas gesticulaciones conducía la ejecución de la obra. Pero ese inusitado ajetreo, todo ese diligente ir y venir de sombras impalpables se revolvía en medio de un terrorífico silencio, sin el más leve ruido, sin siquiera el más ligero roce revelador del movimiento y la actividad a que se hallaban entregados... Y en medio de ese silencio tétrico, impresionante y absoluto, iban ensanchándose las amplias y profundas bocas de los cimientos, y tendiéndose los robustos pilares, y elevándose los altos mástiles de las cimbras y la vigorosa esbeltez de las columnas que sustentaban la techumbre y encuadraban el espacio de las amplias naves... Y a medida que transcurrían las horas aquella mole en un principio informe iba cobrando contornos definidos, hasta perfilar la clásica estructura de un soberbio templo cuya oscura silueta se destacaba sobre el fondo sombrío de la noche. Y ya muy poco faltaba para que el alba comenzara a disipar la oscuridad del horizonte, cuando de súbito vibró, estridente, como una puñalada asestada en el corazón mismo de aquel terrorífico silencio, el estentóreo canto de un gallo. Y como si aquel canto hubiera tenido el privilegio de hacer cesar aquella terrible fantasmagoría, instantáneamente se suspendió todo movimiento, y desapareció todo aquel siniestro hormigueo de sombras que, como si se diluyeran en las tinieblas, se esfumaron ante el extraño monje que estaba de pie, inmóvil, en el centro de la iglesia solitaria, con los labios contraídos por una enigmática sonrisa... Esa fue la visión que hundió, al día siguiente, en una sensación de pasmo inverosímil a los monjes, al Prior, a la congregación indígena. De aquella maciza y soberbia construcción que izaba al frente los conos erectos de sus torres aspilladas, sólo faltaba una pequeña parte del cierre y el remate de la cúpula. Pero cuantas veces, posteriormente, se intentó terminar la construcción, en forma por demás inexplicable las obras venían por tierra. Lo que había sucedido llegó a saberse sólo después de algunos años, cuando el prior, en trance de muerte, no quiso cargar aquel secreto sobre su conciencia. Y había sucedido que aquel terrible monje, cuya identidad no quiso revelar el prior, en singular pacto con el

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diablo se había comprometido a enajenar el ánima con la condición de que el templo estuviese concluido al tercer canto del gallo. Y al notar que la obra estaba a punto de terminarse recurrió al ardid de hacer cantar al gallo antes de tiempo, ganando la partida. De aquí que, según cuenta la conseja, las obras que se ejecutaban durante el día, para terminar el templo, en la noche eran desbaratadas por el diablo, en represalia por haber sido víctima de aquella jugarreta. Por eso el templo de Cuilapan quedó inconcluso.

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EL PORTAL DEL SEÑOR Puesto que españoles fueron quienes poblaron esta parte del valle y en la misma edificaron el caserío de la que a los pocos años habría de ser reconocida como ciudad de Antequera de Guaxaca, era natural que concibieran la fundación a imagen y semejanza de las ciudades castellanas, y de ahí la distribución y estructura peculiar de la primitiva Plaza de Armas, particularmente de los vetustos portales que la encuadran, los cuales, desde luego, fueron siendo levantados conforme las circunstancia y los recursos del vecindario lo permitían, siendo el primero que se construyó el correspondiente a las Casas Consistoriales cuya edificación se comenzó en 1576; años después, a fines de 1606 y por encargo que el Cabildo Municipal hizo al arquitecto Salvador Deacosta, dio principio la construcción de los portales que hoy son conocidos con los nombres de Mercaderes (en aquel tiempo de Quiñónez y después de Estrella) y de Flores, y muchos años más tarde, probablemente en 1733, llegó a ser cerrado el cuadrilátero de la Plaza de armas con la construcción del desaparecido Portal de Clavería (destruido en 1936 por un terrible incendio provocado deliberadamente por cierto mercader judío) donde estuvo establecida la Tesorería de la Catedral. Y estos antecedentes vienen a cuento porque guardan relación directa con el suceso que, a seguir, aquí va consignado y el cual se registró en el portal occidental, o sea el de Flores. Ese Portal de Flores, o de las Flores, llegó a ser llamado así porque en el siglo anterior ahí se expendían los pies, matas o tiestos de las plantas de ornato que engalanaban las antiguas casas oaxaqueñas, de igual manera que el de Clavería llegó a ser llamado también de la Nevería, o Neverías, porque en él estaban instalados por ese mismo tiempo los puestos de nieve que después fueron trasladados fuera del portal, frente a la Catedral, pero allá en los remotos días de la Colonia, a los cuales se remite el presente relato, el ahora Portal de Flores recibió la designación de Portal del Señor, por haber sido colocada en él una escultura del mismo, de tamaño natural, cedida por los

padres

de

la

Compañía de Jesús, la cual estuvo colocada a medio portal y representaba al Señor atado a la columna, habiendo llegado a ser esta imagen objeto de la veneración popular, principalmente cada Jueves Santo en que era conducida en procesión solemne por todo el ámbito de la Pl aza d e Arm as , y velada después, durante toda la noche, por las

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diferentes hermandades y cofradías de la ciudad, entre las cuales y en tal ocasión eran designadas las personas que en los días ordinarios se encargaban del cuidado de la imagen renovando las ofrendas florales depositadas por la piedad de los fieles, recogiendo las limosnas y manteniendo constantemente viva la llama de las lamparillas de aceite que ardían noche y día ante la imagen. Un cierto día aquella imagen amaneció con las manos encogidas desde luego en la medida en que lo permitían las ligaduras que las sujetaban a la columna lo que ocasionó, como habrá de suponerse, la consiguiente y profunda sorpresa del vecindario que se volvió todo lenguas comentando el suceso. ¿Qué fue lo que ocurrió para que se hubiera operado aquel extraño cambio en la actitud de la imagen? Pues lo que ocurrió fue lo siguiente, según versión que sobre aquel suceso corre: Dando ya cuerpo a esa versión hemos de decir que en el susodicho portal se ubican los más fuertes establecimientos comerciales de aquel entonces, pero entre ellos dos únicamente son los que reclaman nuestra atención: el uno era una gran casa que comerciaba en paños y telas finas, propiedad de Don Agustín Olmedo e Idiáquez, situada en el extremo norte del portal, o sea en la esquina que mira hacia la actual Alameda de León, y el otro negocio de un quincallero, situado en el extremo opuesto, como quien dice, en el lado que cae hacia el templo de la Compañía, negocio este de un tal Don Pedro Berruguete, quien gracias a la protección que le dispensaba un pariente suyo, persona que ejercía notoria influencia en el Cabildo Municipal, había podido establecer su pequeño negocio en el portal. Pues bien: Hábrase de saber que el quicallero aquel –sin que nadie pudiese penetrar la causa puesto que los sentimientos y reacciones de ciertas gentes presentan a veces manifestaciones tan insospechadas como inexplicables- había concebido hacia Don Agustín Olmedo e Idiáquez una profunda animosidad, recalcitrante, completamente gratuita, y probablemente hija del sentimiento de envidia que despierta en todo espíritu mezquino el bienestar y la prosperidad de los demás, animosidad ésta que iba recrudeciéndose más y más, a medida que transcurrían los días, hasta convertirse en un odio torvo y solapado, de esos que son capaces de fulminar al ser odiado solamente con la mirada, si las miradas tuviesen el poder suficiente para causar la muerte, el cual odio cedía el sitio, en ocasiones, a un sentimiento de mal disimulado despecho que emponzoñaba a aquel corazón mezquino, en los días en que arribaban al establecimiento

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del comerciante en paños, lo que sucedía de tarde en t arde, las conductas de arrieros llegados de Huatulco, con su valioso cargamento de sedas y brocados que desembarcaban en aquel puerto las naos procedentes de Manila. Así las cosas, día hubo de llegar en que la sorda y solapada animosidad de Berruguete acabase por reventar, pero no en una forma violenta, sino a través de una maniobra sigilosa, urdida en silencio, elucubrada allá en los tenebrosos recovecos de la conciencia de aquel enemigo gratuito de Don Agustín Olmedo e Idiáquez que, dicho sea para establecer la diferencia entre una actitud y otra, vivía completamente ajeno respecto a los poco favorables sentimientos que hacia él albergaba el quincallero a quien vino a pelo, para idear el medio de poner en práctica sus siniestros propósitos, la profunda y acendrada devoción que al Señor de la Columna profesaba el comerciante en paños. Este, que sufragaba los gastos de una misa solemne cada día primero del mes en el propio portal, tenía su residencia particular en la Calle del Fierro (la actual primera de Miguel Cabrera) y, consecuentemente, para dirigirse a su establecimiento tenía que cruzar por el portal, pasando frente al negocio del quincallero a quien saludaba con el consabido “Dios guarde a su merced”, y enseguida frente al Señor de la Columna, al cual, después de descubrirse y signarse con toda devoción, besaba humildemente las manos. Esto era un acto ritual, repetido invariablemente, todas las mañanas. Y el mismo fue el que sugirió al siniestro quincallero la manera de deshacerse de don Agustín, sin riesgo alguno, sin complicaciones, sin causar la más leve sospecha... Y a éste propósito concibió la diabólica idea de impregnar las manos de la imagen de un activísimo veneno. Los resultados correrían por sí solos. Cierta noche, pues, al amparo de las sombras y de la completa soledad que envolvía a la Plaza de Armas, el quincallero impregnó con una solución de mortal tósigo las manos de Señor de la Columna. Y cupo la casualidad, o por mejor decir, la fatalidad de que al día siguiente Don Agustín Olmedo e Idiáquez, reclamado por cuestiones de negocios, tuviese que emprender un viaje a la Puebla de los Ángeles, de manera que muy de madrugada estaba ya aparejada la diligencia que tan luego hubo abordado Don Agustín enfiló hacia la plaza central para tomar enseguida las calles de la salida, pero al pasar frente al portal éste hizo detener el carruaje y bajó del mismo para encomendarse a la protección del Señ or de l a C ol um na, durante el viaje; y después de haber orado con el fervor que

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siempre ponía en tales ocasiones, se inclinó, como de costumbre, para besar las manos de la imagen. Y fue entonces cuando tuvo verificativo aquel hecho insólito. El Señor de la Columna encogió las manos... ante la estupefacción del Sr. Olmedo de Idiáquez que no pudo atribuir aquel encogimiento a una probable alucinación o a una jugarreta de sus sentidos, puesto que había percibido claramente el movimiento, y por si eso no hubiese sido suficiente él conocía perfectamente la posición de aquellas manos para que pudiera dudar de la verificación de aquel hecho que por lo demás no sabía a qué causa atribuir. ¿Tan gravemente habría ofendido al Señor para que éste lo considerase indigno de la merced de besar sus manos? ¿O estaría dejando algo, tal vez mucho, que desear, su comportamiento como cristiano?... Muchas otras interrogaciones por el estilo acudieron a su mente. Pero incapaz de obtener una respuesta satisfactoria a estas cuestiones y más aún de dilucidarlas por sí mismo, prefirió recurrir al consejo del P. Juan de Ávalos, Rector de la Compañía de Jesús, quién más a la mano se encontraba, y el cual no obstante lo intempestivo de la hora se levantó y acompañó a Don Agustín al portal, donde pudo constatar que, en efecto, se había operado un cambio apreciable en la posición de las manos de la imagen. Pero en cuanto a la causa sí no supo ni quiso aventurar conjetura alguna. Sin embargo, esto no impidió que desvaneciera” las aprensiones de Don Agustín en cuanto a la relación existente entre aquel suceso y su persona, haciéndole notar que los designios de Dios son inescrutables y que precisamente había que deducir que uno de esos designios se estaba ya manifestando a través del caso que tenían a la vista y que, por lo tanto, emprendiese el viaje libre de toda preocupación por aquel suces o que, a lo mejor, no tardaría en aclarar su desconocido significado. Y éste, en efecto, no tardó en ser manifestado, escasamente unas horas después de la partida del Sr. Olmedo de Idiáquez, y en una forma que bien a las claras dio a entender que el encogimiento de manos de la imagen no obedecía a ningún motivo de reproche para con aquél, sino todo lo contrario, era una señalada muestra del favor divino, que en tal forma impidió que Don Agustín fuese envenenado. Porque aconteció que al quedarse solo el P. De Ávalos, permaneció meditando durante mucho tiempo frente a la imagen, y ya bien entrada la mañana envió en busca del Corregidor de la ciudad, D. Francisco Trejo Sandoval, para enterarlo de lo que ocurría. Y ambos se hallaban frente a la imagen comentando el caso cuando de la tienda del quincallero salió corriendo uno de sus criados, dando voces y demandando auxilio porque su amo se moría... El P. De Ávalos y

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el Corregidor penetraron violentamente en la casa de Berruguete y encontraron a éste presa de horribles convulsiones, con los ojos desencajados y echando espumarajos sanguinolentos por la boca. Ya muy pocos instantes le quedaban de vida, y por lo mismo entre los alaridos que le arrancaba el terrible fuego que le abrasaba las entrañas, hubo de confesar la infame maquinación urdida contra Don Agustín y de la cual nadie más que él había resultado, a la postre, la propia víctima, pues sucedió que el criado, desde luego sin malicia alguna, no lavó el vaso que había contenido el tósigo y virtió en el mism o cierta agua de tiempo que Berruguete acostumbraba tomar todas las mañanas, con las trágicas consecuencias que se indican. Así quedó explicado pues, el por qué encogió las manos en aquella ocasión el Señor de la Columna. Y como esa explicación no llegó a trascender sino algún tiempo después, para evitar que se repitiera un caso semejante el Corregidor mandó colocar una verja de hierro frente a la imagen. Muchos años después esta imagen fue retirada del portal, y con ella desapareció hasta el primitivo nombre del mismo. Pero quedó por lo menos la versión de aquel suceso remoto que un buen día llenó de profunda consternación al pacífico vecindario de esta muy noble y leal ciudad de Antequera de Guaxaca.

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EL CASTIGO DEL DIOS HUICHA (Sol)

Del mar emergía aquella maravillosa isla que rodeada de hermosos acantilados ocultaba en su seno imponentes bosques y pequeños valles salpicados de flores. Allí vivían los chatines. Eran éstos de piel oscura y ojos color de obsidiana: fuertes, robustos, hechos para trepar peñas y domar al mar. Mas sucedió que aquella raza ferviente, adoradora del Padre Sol, un día empezó a olvidarse de sus honestas costumbres y de sus arraigadas creencias. Aquellos seres privilegiados dejaron de reverenciar al dios Sol, ya que cuando el alba virginal extendía su abanico de luz, ellos, olvidándose de sus costumbres ancestrales que les habían enseñado a reverenciar al Gran Señor cuando salía, buscaban las sombras de la noche reverenciando a brujos, malos espíritus y espectros. El dios, enojado por tal sacrilegio, optó por castigarlos, decidiendo que ese maravilloso reino, mansión de los que fueron sus hijos predilectos, debía de desaparecer, por lo que solicitó la ayuda de los dioses del mar, quienes provocaron una conmoción submarina que hizo desaparecer la hermosa isla. Los hombres, las mujeres y los niños fueron arrasados por las espantosas olas que desencadenaron los dioses del mar. Los infortunados habitantes de ese paraíso marítimo se ahogaban. Grandes clamores se oían por doquier, aterrados lamentos escuchábanse, y el lloro de los niños estremecía de dolor hasta los fondos más profundos de la mar. Fue entonces cuando el Padre Huicha, compadecido de sus descarriados hijos, les convirtiera en peces al tiempo que les decía:

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– Vosotros, hijos ingratos que habéis preferido a mi hermosa luz, la luz de la noche, con su cortejo de sombras, allí tenéis vuestra nueva morada; el fondo del mar que es una noche eterna. “Vosotros, que habéis adorado a brujos y espectros en vez de mi luminosa persona, en ese vuestro reino encontraréis nuevas deidades: peces demoníacos, monstruos espantosos y animales ciegos o con inmensos ojos que parecen bolas de fuego”. Pero los chatines no se conformaron con su nueva vida: ellos ansiaban la luz del sol, y por años que sumaron siglos, todos los amaneceres sacaban su cabeza del agua e implorantes dirigían sus mudas plegarias al Sol naciente, esperando el perdón que algún día del dios clemente les otorgaría. Pero mientras

eso sucedía, ellos, indefensos

y míseros, sufrían su castigo

resignadamente, hasta que una mañana apareció ante ellos un monstruo marino, que implacable comenzó a devorarlos. Dicen que los peces no lloran; pero es el caso que esos peces lloraban a todas horas, temerosos de ser las próximas víctimas del monstruo marino, y eran tan abundantes sus lágrimas que rodando por sus escamas iban a parar al fondo del mar. Estaban tan asustados, que enflaquecieron y sus pequeños corazones enfermaron de tanto dolor. Entonces decidieron implorar la misericordia del Padre Huicha, prometiéndole que jamás volverían a olvidar su culto; y fueron tan sinceros en sus plegarias, que el dios, que todo lo veía, compadecido de ellos, decidió perdonarles. Una mañana el Padre Huicha, desde el cielo, les arrojó puñados de pan celestial –tortillas – que los peces consumieron. Gritos de alegría, lloros, plegarias y risas se escucharon sobre la superficie del mar. La subsistencia divina les había vuelto a convertir en seres humanos.

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Pero allí no terminó la magnanimidad del dios, quien además de perdonarlos y mágicamente volverlos a su condición original, les proporcionó canoas que los conducirían a nuevas playas. Largos días y largas noches remaron sin rumbo, sin que les faltara diariamente el maná caído del cielo que multiplicaba sus fuerzas. Una hermosa noche en que el mar fosforecía inundando de luz las barcas, aquellos hombres arribaron a una playa extraña y escondida. La alegría más sincera precedió a su desembarco, y antes de internarse en tierra firme, fervorosamente dieron gracias al bondadoso dios. Lejos, muy lejos había quedado el recuerdo de aquella isla que emergía en medio del mar; ahora, en cambio, frente a ellos se extendía una región escabrosa, de altas montañas. Allí, en el corazón de la serranía brava y costeña, fundaron su nueva ciudad, que llamaron Zezontepec, que quiere decir cuatrocientos cerros. En su nueva morada, los chatines se consagraron al Sol. Y aún hoy, silenciosos y austeros, remontados en la sierra, recordando el reino perdido, prosiguen sus acostumbrados ritos y más fervorosos y más convencidos del poder magnánimo del dios Huicha, día a día reverencian y adoran el abanico de luz que se abre en manos de la mañana virginal.

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Estado del centro, limita con los estados de México, Morelos, Hidalgo y Tlaxcala, al Oeste; de Veracruz, al Norte y al Este; de Oaxaca y Guerrero al Sur. La capital es Puebla, con 1 346 916 habitantes. La población total es de 5 076 686 habitantes (2000). Ocupa el sector central de la sierra Madre del Sur, al norte se encuentra el extremo meridional de la Meseta de Anáhuac, una serie de llanos que limitan al este con la sierra Madre Oriental, ésta frena las corrientes húmedas procedentes del Golfo de México, por lo que el clima en la mayor parte del estado es frío y seco. En la depresión del Río Balsas, orientada hacia el oeste, y en las vertientes orientales de las sierras el clima es cálido y húmedo. Bosques mixtos y de coníferas en la parte alta. Puebla es uno de los principales productores mexicanos de caña de azúcar y maíz. También se cultiva papa, chile, café, legumbres y alfalfa. Hay cuatro importantes presas que favorecen el regadío. Hay bastante actividad industrial, principalmente en el sector textil y alimentario, además de la producción de automóviles, cerámica y joyería, entre otras. Hay reservas mineras de oro, plata, zinc, mármol y sal.

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LAS CUATRO CRUCES DE CHOLULA

La tierra estaba reseca. Poco a poco se iba resquebrajando y abría grandes bocas sedientas contra el cielo. Pero el sol inclemente seguía abrasándola un día tras otro desde un azul purísimo. Los indios miraban ansiosos, deseando otear alguna nubecilla que alentase su apagada esperanza; aspiraban el aire abrasador en espera de la tibia humedad que antecede a las lluvias, pero todo era en vano. Habían pasado más de tres años sin llover; al principio se sentían irritados, mas esperaban que de un momento a otro cayera el agua necesaria para que sus maizales creciesen verdes y pujantes. Cuando al fin los vieron abatidos y amarilleando contra el suelo, el mismo fracaso les prestó bríos y volvieron a preparar nuevamente la tierra. Pero ahora... habían pasado más de tres años y no les quedaba fuerza para emprender la lucha; sólo aquel mirar y mirar al cielo inclemente. Desde que comenzó la tremenda sequía sobre todo el suelo azteca, se empezaron a hacer innumerables sacrificios y fiestas a todos los dioses, especialmente a Tláloc, dios de las aguas. En su famoso templo de Texcoco se quemaban continuamente aromáticas resinas, y una ininterrumpida caravana de aztecas llegaba hasta él cargada de las raíces con que hacían el pan, y de “atol”, la dorada harina de maíz que ofrecían a su dios. Año tras año fueron pidiendo el agua deseada hasta que, al fin, el cielo se nubló y la lluvia empapó generosamente la tierra. Los indios se llenaron de un gozo callado y sus ojos volvieron a iluminarse con un nuevo afán. Cuando hubieron recogido la primera cosecha, que fue abundantísima, los sacerdotes de Tláloc, que durante los últimos años de sequía habían visto muy menguados sus ingresos, recorrieron todo el país acumulando riquezas para levantar un nuevo templo en Cholula, la ciudad santa de los aztecas. – Ha de ser un templo –decían– como no haya otro en todo el mundo. Será más alto que la más alta de Tenochtitlan.

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Y cuando terminaron la peregrinación habían reunido tal cantidad de fondos que, efectivamente, podían, como habían pensado, levantar un templo altísimo. Eligieron, como era costumbre, un lugar céntrico por el que habían de pasar forzosamente todos los que llegasen a la ciudad santa, y allí comenzaron a echar los cimientos. Eran éstos tan profundos y macizos que todos cuantos los veían estaban seguros de que el templo había de ser más alto que todos los de Tenochtitlan y Tlaxcala, y aun los de la misma Cholula. Los sacerdotes de Tláloc sonreían envanecidos ante la maravillosa perspectiva y se llenaron de soberbia. Altos, muy altos, quedarían los altares del dios, y una inmensidad de escaleras rojas y brillantes los separaría del pueblo. Desde la altura, Cholula entera quedaría a sus pies. Continuamente se veía a una infinidad de esclavos que arrastraban las pesadas piedras y a muchos indios trabajando en su colocación. Ya llevaban bastante avanzado el templo, aunque aún faltaba mucho para sus deseos, cuando un atardecer comenzó a caer una lluvia menuda, pero tan constante, que al fin todos tuvieron que dejar el trabajo para el día siguiente. Mas durante la noche comenzó a soplar un viento tan impetuoso que los altos maizales cayeron abatidos y muchas cosechas fueron arrancadas de golpe. Las gentes estaban atemorizadas, y cuando ya creían que se iría aproximando el fin de todo aquello, la tierra empezó a temblar. En la tremenda oscuridad de aquella noche los hombres corrían alocados sin saber hacia dónde. Después fue llegando la calma, el viento cesó lentamente y un silencio aterrador se extendió por toda la ciudad de Cholula. A la mañana siguiente, cuando todo había pasado, los hombres que trabajaban en el nuevo templo volvieron a su trabajo. Pero al entrar en la base cuadrada que ya tenían hecha, todos se quedaron inmóviles. El vendaval había lanzado allí una gran piedra oscura que tenía forma de sapo, y nadie se atrevía a tocarla ni a quitarla de aquel lugar, ya que los sapos eran una de las divinidades de los pescadores, y todos temieron que les pudiese venir algún daño si la quitaban. – Querrá el dios vivir en este lugar –decía uno. – Yo creo –replicaba otro– que el vendaval de anoche ha sido este dios quien nos lo ha mandado. No quiere que sigamos trabajando aquí, puesto que lo ha impedido.

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Y en las extraviadas mentes de aquellos pobres indios, llenas de absurdas supersticiones, la piedra en forma de sapo, con sus posibles daños y amenazas, fue llenándoles de un terror tal, que nadie quiso volver a trabajar en el comenzado templo. Al principio, los sacerdotes les instaron con tentadoras ofertas, pero como en el fondo también ellos estaban dominados por el mismo miedo, fueron poco a poco abandonando sus proyectos hasta que éstos cayeron en el olvido. Pasaron los años, otros sacerdotes vinieron a sustituir a los que habían comenzado el templo y, en su afán de hacer cosas nuevas, aprovecharon una parte de los cimientos levantados y, dejando a un lado la oscura piedra, levantaron un templo pequeño. Un día llegaron a Cholula en peregrinación unos pescadores, vieron la piedra en forma de sapo y, pareciéndoles que no se le prestaba allí la veneración que ellos creían debida, pidieron permiso a los sacerdotes del templo para poderla trasladar a otro sitio donde los pescadores pudieran rendirle culto. Y como ya se había olvidado un poco lo que sucedió en la noche del vendaval, les fue concedido lo que pedían, y la piedra que tanto terror puso en las generaciones anteriores fue quitada, aunque muy solemnemente, de aquel lugar. Después pasaron unos años y todo quedó en el olvido. Cuando los españoles entraron en Tenochtitlan y empezaron a liberar a los indios de todos los horrores a que la religión azteca los sometía, llegaron a Cholula unos padres franciscanos que destruyeron el pequeño templo que se había levantado sobre los grandes cimientos del que no se llegó a concluir. Comenzaron los frailes su predicación por toda la tierra mexicana y quedaron en la ciudad de Cholula fray Jerónimo, fray Juan y fray Ambrosio. A los pocos días de haber derruido aquel templo pagano, dijo fray Juan a los otros frailes: – Yo bien creo, hermanos, que deberíamos colocar una cruz en el lugar en que el demonio ha sido reverenciado durante tanto tiempo. ¿Qué les parece? – Tenéis razón, fray Juan. ¡Quién sabe los sacrificios humanos y los horrores que se habrán cometido en ese templo! Así, con la cruz, quedará santificado el lugar. Pero

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haremos una cruz que sea grande, que se vea desde todos los lados, como memoria del triunfo de Cristo. Y desde el día siguiente los tres frailecicos se pusieron a trabajar en los pocos ratos que la predicación les dejaba libres. Cuando terminaron de hacer la cruz se miraron gozosos, aunque cansados, y se fueron a terminar sus rezos del día. Fray Juan sentía un no sé qué de extraño en su interior, y se distraía continuamente pensando en la cruz que habían hecho. Estaba deseoso de verla coloc ada sobre las ruinas del antiguo templo y al día siguiente organizó rápidamente una pequeña procesión en la que participaron unos pocos indios, los que en su sencillez habían visto la luz salvadora. Bendijeron la cruz, que era tosca, de madera apenas desbastada, y la colocaron en lo más alto de aquel lugar. Después fray Juan la miró embelesado, tanto, que fray Jerónimo le dijo sonriente: – Vamos, hermanos, vamos a nuestra predicación que la cruz bien está ya ahí para que todos estos indios la vean y veneren; pero, hermano, ¡no nos ha salido ninguna obra de arte! Fray Juan sonrió. Verdaderamente no era una obra de arte, pero algo tenía aquella tosca cruz que a él lo enternecía. Aquella noche, cuando los frailes se levantaron a rezar Maitines, sintieron que había algo de tormenta, y de pronto la voz se le quebró a fray Juan; era indudable que un rayo había caído en las cercanías, mas imponiéndose al temor que aquello le producía siguió rezando. Terminaron y, en silencio, volvieron los frailes a sus pobres camastros cuando ya había cesado la tormenta. A la mañana siguiente hallaron que el rayo había derribado la cruz sin que hubiese causado ningún otro mal. – Tendremos que volver a hacer otra –fue lo único que dijo fray Juan por todo comentario.

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Y en cuanto pudieron, volvieron los frailes a la antigua tarea, sin que tardase mucho en verse una nueva cruz en el lugar de la anterior. Pero al llegar la noche, un poco antes de la hora de los Maitines, fray Juan se despertó sobresaltado. Sus ojos abiertos miraron en la oscuridad. Nada, no había sucedido nada ni nadie estaba allí. Se sentía únicamente el gotear constante de la lluvia. Eso es lo que me ha despertado –pensó el fraile, e intentó dormirse de nuevo hasta que fray Jerónimo tocase la campanilla de los rezos. Pero, de pronto, se iluminó todo a su alrededor a la vez que se oía el chasquido de un rayo. Después, la tormenta empezó a decrecer y cuando los frailes terminaron sus habituales rezos ya ni siquiera llovía. Fray Juan, interrumpiendo el silencio que era debido en aquella hora, dijo a sus hermanos: – Quisiera llegarme hasta donde hemos puesto la cruz. Si vuestras caridades me diesen permiso... – No, fray Juan; a estas horas es una locura. – ¿Es que teméis que el rayo la haya derribado de nuevo? – Ésa es la verdad, hermano. – Pues no; ahora todos necesitamos descansar. – Además, ¿por qué iba de nuevo a caer sobre la cruz precisamente? – No sé, fray Jerónimo. Se me había ocurrido, mejor dicho, aun antes de caer el rayo tenía la sensación de que iba a suceder... – Vamos, vamos, fray Juan. No hay por qué volver sobre ello. Los frailes se fueron a dormir, pero fray Juan, por más que intentaba hacerlo para cumplir con su voto de obediencia, no lo lograba. El día le cogió cansado. No bien hubieron los frailes salido a la calle, cuando vieron que la cruz estaba derribada. El rayo la había partido como la vez anterior. Fray Jerónimo miró a fray Juan. Éste asintió con la cabeza. ¿Qué era lo que allí sucedía? – Será cosa del diablo –dijo fray Juan–. No podrá soportar ver la cruz donde él ha sido reverenciado por tanto tiempo.

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Los otros dos frailes no hicieron ningún comentario, pero enseguida comenzaron a preparar una nueva cruz que sustituyese a la derrumbada. Fray Juan les ayudaba cuanto podía, ponía en ello todo su esfuerzo y entusiasmo, pero tenía una gran intranquilidad. La cruz pronto estuvo acabada y vuelta a colocar. Fray Juan la miraba desasosegado. Pasaron unos cuantos días y los frailes miraban cada uno cómo la cruz permanecía intacta en su sitio. Ninguno de ellos se atrevía a tocar aquel tema que los intranquilizaba, pero todas las mañanas, como a hurtadillas, miraban hacia la cruz y respiraban tranquilos. – Creo, fray Juan –dijo al fin fray Ambrosio– que pueden desaparecer nuestros temores. Se ve que al derribarse la cruz dos veces seguidas fue una casualidad. – Claro, claro que sí, hermano –contestó humildemente fray Juan. Pero aquella misma noche y a la hora de Maitines comenzó de nuevo una tormenta. Fray Juan, en cuanto la oyó, estuvo seguro de que iba a suceder lo de las otras veces, mas no quiso romper el silencio de aquella hora. Y así fue cómo, pensando los tres frailes en la misma cosa, ninguno habló de ella. Estaba fray Juan de nuevo solo en su celda, una vez terminados los rezos y, en el momento en que iba a apagar su amarillenta vela, vio una sombra sobre la pared. Miró; era un fraile franciscano encapuchado. – ¿Qué deseáis, fray Jerónimo? Pero el encapuchado no contestó a fray Juan, que se quedó un poco aturdido. ¿No era, acaso, fray Jerónimo? Por lo alto y delgado parecía él, mas con la capucha echada no podía vérsele el rostro. Entonces se acercó un poco hacía el silencioso fraile y avanzó la vela todo cuanto su brazo se lo permitió. La luz le iluminó desde abajo y fray Juan se echó a temblar: bajo la oscura capucha sólo había una descarnada calavera. – Escuchadme, fray Juan.

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El frailecico, aún temblando, oyó aquellas palabras, mas no sabía de dónde venían, pues la calavera permanecía inmóvil. – Escuchadme y no temáis. Fray Juan asintió con la cabeza. La calavera continuó: – La cruz que colocasteis por tercera vez ha sido derribada de nuevo. Aquel lugar es inmundo. Antes de poner una nueva cruz debe ser purificado. Fray Juan fue a preguntar a la aparición algo que le aclarase un poco más sus palabras, pero cuando quiso darse cuenta el misterioso fraile encapuchado había desaparecido. Entonces corrió en busca de sus hermanos y, aún dominado por el terror, les contó atropelladamente lo que acababa de suceder. – ¿Estáis seguro, fray Juan, de que eso... vamos... de que os ha sucedido realmente esa aparición? – Segurísimo, fray Ambrosio, segurísimo. Además, no hay más que salir y mirar si la cruz está realmente caída. – Pero, ¿no os aclaró cómo deberíamos purificar aquel lugar? –intervino fray Jerónimo. – Nada, absolutamente nada. Yo iba a preguntarle, pero ya había desaparecido. – Bueno, mañana iremos allí y ya veremos lo que se hace. Por lo pronto rociaremos todo el lugar con agua bendita. Ninguna noche se le hizo tan larga como aquella a fray Juan; cuando llegó la mañana fue el primero en levantarse. Luego los tres hicieron una profunda oración para que Dios los iluminase, e inmediatamente se fueron hacia el lugar donde estuvo el templo pagano. Efectivamente: la cruz estaba rota por tercera vez. – Hermano – dijo humildemente fray Juan–, ¿por qué no cavamos un poco en esta tierra? Quizá haya por aquí ídolos escondidos. – Bien pudiera ser. Vamos a hacerlo.

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Empezaron a trabajar sobre aquella tierra en la que había abundantes piedras de los templos derruidos. El trabajo era penoso. Todo el día estuvieron cavando sin hallar ídolo ninguno. A la mañana volvieron de nuevo a su tarea, pues fray Juan continuaba en su empaño. Al fin, éste notó que su azada se hundía fácilmente como en una tierra removida. Se paró un instante y llamó a los hermanos. Un sudor que no era sólo del esfuerzo humedecía las manos y la cara enjuta de fray Juan. Cavaron afanosamente. No, no eran simplemente ídolos lo que allí apareció. Había ofrendas a los dioses y restos de los tremendos sacrificios humanos. La nueva cruz que allí levantaron permaneció inconmovible. Los tres frailes predicaron a Cristo hasta el final de su vida con más ardor que nunca, encendidos en un santo afán de librar a tanta gente de un sacrificio atroz.

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ENTREVISTA CON EL SACERDOTE

Puebla, la bella, la culta, la heroica, es desde el momento mismo de su fundación una ciudad legendaria, pues la leyenda nos dice que fue erigida por los ángeles. Esta leyenda se escenifica a finales del siglo XIX o a principios del XX en el pueblo de santa Inés, correspondiente al municipio de Tepexi de Rodríguez, del estado de Puebla. En aquella época anterior a la revolución, Santa Inés era un pueblo tranquilo, como todos los pueblos provincianos, la vida se desarrollaba placenteramente para todos los habitantes, aunque, de vez en cuando, rompía esa monotonía algún pleito callejero de hombres afectos a las bebidas embriagantes, pues después de sus labores en el campo, acudían a las cantinas a llenarse de esa única “distracción” para ellos, pues la siembra del frijol los dejaba muy agotados y ellos tenía que buscar descanso con sus “amigos”, que al final de cuentas se desconocían unos a otros, escenificándose tragedias, como en los antiguos tiempos de Grecia. Las mujeres dedicadas a las labores domésticas, tenían escasas distracciones: salir a la misa cotidiana a las seis de la mañana sin faltar un solo día, y las quinceañeras aprovechaban la ocasión para echar una “platicadita”, con el pretendiente o con el novio que muy pronto las llevará al altar como “Dios manda”, hecho que el sacerdote, principal personaje del pueblo, aceptaba o rechazaba, según las circunstancias. Así pasaba la vida en el pueblo de Santa Inés, en novenarios de personas desconocidas o entre bautizos de nuevos seres de futuras generaciones, pero siempre el sacerdote presidiendo todos los actos de sus habitantes, ya que en todo el pueblo es la figura imprescindible. Todos los habitantes regían su vida por mandato del sacerdote, cuyas funciones terminaban hasta la hora de la muerte y que el pueblo entero, con singular vehemencia le hacía un gran homenaje póstumo.

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Por aquel tiempo, ocupaba la atención de los habitantes un sacerdote que todos consideraban como un santo, por sus grandes virtudes, aunque... lleno de misterio, pero todos lo atribuían a su gran misticismo ante los feligreses, por lo que era muy querido y respetado y nadie se atrevía a entrar ni ir más allá del dintel de su casa, para no interrumpir sus oraciones cuando no se encontraba en el púlpito. El sacerdote conocía “la vida y milagros” de todos los habitantes, pues era el confesor de todos y les imponía castigos exagerados como penitencia para lavar sus culpas, que todos aceptaban con marcada sumisión y una gran resignación pues no querían ser “pecadores”. Jamás se escuchaba una queja, ni una protesta por las “penitencias” impuestas; sin embargo, cierto día que el sacerdote, que todos veneraban como un santo, desapareció de su casa y del templo, sin dejar ningún vestigio; el pueblo entero lo buscó por todas partes y nada... había desaparecido... sin dejar huella, ningún indicio que pudiera resolver el enigma de su desaparición... todos coincidían en estas interrogantes: ¿Qué le pasó al señor cura? ¿Se fue de viaje?.. estas preguntas oscilaban en el vacío porque nadie podía contestarlas. Como vivía solo, nadie sabía si había sido enviado a otro lugar pero... se preguntaban: ¿Por qué no nos avisó?, para darle una despedida como se merecía por sus buenas acciones... Mil y una conjeturas surgían sobre la repentina desaparición del sacerdote. El tiempo transcurría inexorablemente, aumentando la angustia de los habitantes, consternados cada día más por esa inexplicable ausencia. Los habitantes del pueblo se habían vuelto taciturnos y temerosos... se sentían culpables por faltas cometidas en su imaginación. Una noche sepulcral los escasos trasnochadores que transitaban por las calles, fueron sorprendidos por una sombra fantástica que corría por los campos dando gritos escalofriantes... el miedo los hizo temblar y hasta recuperar el sentido que habían perdido en la cantina próxima. Contaron a sus familiares todo lo que habían visto y oído, y estos incrédulos, solamente los amonestaron por haberse ido de parranda y todo lo atribuyeron a los efectos del vino ingerido. Al poco tiempo de lo anterior, en un campo baldío fue encontrado el cuerpo casi

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irreconocible, calcinado, del sacerdote ausente, identificado solamente por el anillo sacerdotal. El pueblo esperaba la llegada del nuevo sacerdote, pero las apariciones dantescas y los gritos seguían por las noches, ya todo el pueblo estaba sumergido en el miedo, al caer la tarde todos los habitantes se encerraban en sus casas y no había poder humano que los hiciera salir. Hasta los médicos más celosos de su profesión se negaban a salir para sus visitas nocturnas. Todo el pueblo estaba a merced del miedo... hasta los niños ya no tenían sus rondas a la hora del crepúsculo, sus voces habían enmudecido. Las apariciones seguían dándose noche a noche... a pesar de que los gritos ya eran familiares a los oídos de los habitantes, les causaban temores sobrenaturales... la angustia se posesionaba de todos los pechos. Nuevos sacerdotes llegaban al pueblo y uno a uno regresaban a la capital, era imposible vivir en la casa del sacerdote, porque no era posible conciliar el sueño por las noches, debido a ruido de cadenas que se arrastraban y gritos de dolor, como si alguien fuera terriblemente azotado... murmullos de rezos no identificados..., en fin el caos. Hasta la gente del pueblo se abstenía de pasar por esa casa que se había vuelto lóbrega, sombría. Empezó a correr la versión de boca en boca acerca del sacerdote desaparecido, que había cometido los crímenes más infames, las acciones más inauditas contra mucha gente del pueblo ya desaparecida, incluso que hasta que en esa casa había entierros clandestinos de infantes no nacidos... toda una gama de atrocidades en las que el sacerdote había sido cómplice según la voz popular...; todo el respeto que le habían tenido al sacerdote se había transformado en un terrible: YO ACUSO. Por fin, después de un largo tiempo de tribulaciones, llegó al pueblo un valiente y joven sacerdote, que sabedor de todas las versiones de esas fantásticas “apariciones” iba dispuesto a investigar lo acontecido en el pueblo de Santa Inés, calificadas como dantescas por todos los sacerdotes anteriores a él que habían ido a ese pueblo.

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Escogió como sacristán a un joven valeroso como él, muy deseoso de servir a la iglesia para ganar el cielo. El sacerdote habló con él muy largamente y los dos estuvieron de acuerdo en librar al pueblo de esas dantescas apariciones que ya los tenían agobiados moralmente. Una noche, sin más armas que su valor, salieron de la casa con rumbo al campo donde surgían con más frecuencia las apariciones. El sacristán con una botella de agua bendita y el sacerdote provisto de todos los atributos sacerdotales y un crucifijo en las manos. A la media noche llegaron al lugar señalado y... efectivamente, se presentó ante sus ojos la más escalofriante figura fantasmal y casi los ensordeció un espantoso lamento. El sacerdote armándose de valor interrogó al fantasma... – En nombre de Dios te exijo que me digas: ¿Quién eres tú?, ¿qué deseas ?, ¿por qué andas penando? Te exijo que me digas la verdad. ¡Habla, habla, te escucho! El fantasma contestó: – Yo soy el espíritu de un sacerdote que habitó en este pueblo, engañando con sus fechorías a los habitantes. La voz cavernosa no asustó al joven sacerdote, que le contestó así: – Dime, ¿qué puedo hacer yo para lavar tus culpas? Estoy dispuesto a perdonarte todo todos tus pecados, pero habla con sinceridad, no temas, yo no te castigaré. El fantasma contestó: – Solamente que me traigas siete almas puras... es la penitencia que se me ha impuesto para que yo pueda ser perdonado de todos mis pecados que son muchos.

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El joven sacerdote se retiró prometiendo ir a conseguir las siete almas que salvarían a su antecesor. Pasaron algunos días, el sacerdote volvió al lugar de las apariciones, el fantasma no tardó en aparecer, como lo hacía habitualmente y el joven sacerdote al verlo le dijo: – No fue posible conseguir las siete almas puras que necesitas, debes comprender que no es justo que almas buenas paguen por ti. Al escuchar esto, el fantasma dio un estruendoso grito y un viento huracanado cubrió al sacerdote y al sacristán y vieron como todo se envolvía en una llamarada que los dejó ciegos momentáneamente. Desde entonces, en diferentes noches de mayo se escuchan con más intensidad los gritos de dolor de aquel sacerdote pecador, que seguirá purgando sus pecados por toda la eternidad. El pueblo de Santa Inés ha recobrado su calma habitual y sabedor del misterio de esas apariciones, ya no les causa pavor; durante las noches toman precauciones en las fechas en que los lamentos vuelven a invadir la calma pueblerina.

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LA HORA FATAL DE LOS CANÓNIGOS

De cien años atrás, los señores canónigos que formaban el Venerable Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de Puebla, bajo las constituciones que dejó el santo Obispo Palafox y Mendoza, venían advirtiendo que, cuantas veces sonaban las diez en el reloj del coro, hallándose en el acto de la elevación el capitular que cantaba la misa, tenían que lamentar, a poco tiempo, la muerte de alguno de “sus señorías”. No era muy frecuente el caso de la elevación a la diez, pero, cuando ello acontecía, los señores capitulares se miraban unos a otros, recelosamente, como preguntándose quién de ellos desaparecería. Esto pasó en los primeros días de enero de 1845, sitiada la plaza de Puebla por Santa Anna y defendida por Inclán. Los canónigos, presa de aquel temor legendario, estaban nerviosísimos, por haber sonado la hora fatal, precisamente, cuando el muy ilustre señor arcediano elevaba el cáliz, después de la consagración, entre el murmullo de las oraciones del pueblo y el repique de las campanillas. Terminó la misa conventual, y los miembros del Venerable Cabildo permanecían mudos, ante aquella suspensión de ánimo, de la que vino a sacarles el pertiguero: hombrazo de tomo y lomo que iba, al frente de las procesiones, vestido con túnica especial de color del ornamento del día, llevando en la mano derecha la pértiga o vara guarnecida de plata, siendo encargo suyo, también, acompañar a quienes oficiaban en el altar, en el púlpito y en el coro. Los niños del colegio de Infantes ponían de mal humor a esa figura corpulenta, diciéndole estos versos con que se regocijaban sus señorías los canónigos: Cuando sale el pertiguero de la Iglesia catedral, abre la puerta el perrero, de par en par. Nuestro personaje anunció a uno de los prebendados, el más joven y que aparentaba menos preocupación, que se había roto el fuego en la plaza, y no tardaría en hacerse oír el cañón de una de las trincheras próximas, por lo cual debían salir, desde luego, todos

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los señores. La indicación no pudo ser más persuasiva y, como por encanto, desaparecieron de la Catedral canónigos, padres del coro, seminaristas, infantes y músicos, habiéndose adelantado a todos el pertiguero, no obstante su pesada humanidad. Los sacristanes quedaron en su sitio. El único que no se movió del chocolatero, donde se desayunaba tranquilamente, fue el señor arcediano, el más viejo de los señores capitulares, pero a quien el anuncio del peligro no hizo renunciar a la satisfacción de seguir saboreando el atole de almendra con mamones de huevo. Oía impávidamente el tronar del cañón, como si oyera el canto del sochantre en las vísperas, y aun leyendo una carta entre sorbo y sorbo. Consumió, por fin, el caso de agua. Limpióse los labios con blanquísima servilleta, y dijo al sacristán que en esos momentos entraba: “Mira, tú, ve a la trinchera y di a los soldados que no disparen, porque va a salir el arcediano”. Dejó el chocolatero su señoría, dirigiéndose a la puerta de su salida acostumbrada, frente al colegio de San Pantaleón, hoy Palacio de Justicia, y no tardó en volver el sacristán con la respuesta favorable del jefe de la trinchera. Salió, pausadamente, el señor arcediano, sin oír ya el disparo del cañón hasta que se alejó de la zona del peligro. El capitular que celebró la misa aquella, elevando el cáliz a las diez, no resultó víctima de la hora fatal, pero sí murió, poco después, otro de los señores canónigos, dando confirmación a la leyenda. Años más tarde, siendo yo niño, fui llevado por mi padre, de tan santa memoria, a la Catedral, asistiendo a la misa cantada que celebró el señor canónigo don Desiderio Rodríguez, anciano endeble y respetable, extraordinariamente pálido y de ojos verdes, que en sus mocedades fue gala del eximio Colegio de san Pablo. Y me tocó presenciar el acto solemnísimo de la elevación, al sonar las diez campanadas en el reloj del coro, aunque ignoraba yo entonces lo que presentirían los canónigos, oyendo aquella hora fatal. Mi papá, a la salida, me contó la leyenda, y no pasaron muchos días para conocerse la triste

nueva de haber muerto, repentinamente, el canónigo

Rodríguez. Fue esa época de las más aciagas, pues el hecho volvió a repetirse, y sucediéronse, una tras otra, la muerte del Deán don Ramón Vargas López, y la del no menos ilustre Arcediano don Pedro Alaniz.

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El canónigo doctor Joaquín Vargas, inolvidable predicador, decíame, hablando de la famosa leyenda, treinta años después: “Nada más natural. Eso viene de tarde en tarde, y casi todos los capitulares son viejos y achacosos”. Efectivamente, así era. No he vuelto a saber, ya, desde entonces, de otro de aquellos casos; ni pasará, tal vez, por la imaginación de los señores canónigos de ahora, la leyenda que hacía palidecer, antes, a muchos de sus predecesores. Hay que alegrarse de ello.

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EL QUE MATÓ AL ANIMAL

Dice substancialmente el legendario relato que don José María Macías titula “Una antigualla poblana”, que allá por mediados del siglo XVI, vivía en esta angélica ciudad, un hidalgo segundón llamado Pedro Carvajal, viudo y sin blanca en el exhausto bolsillo, pero con una hija en la flor de la juventud y un rapaz que frisaba en los seis abriles, y de él sí se podía decir que se lloraba pobre pero no solo, lo que ya era una esperanza en este pícaro mundo y, lo de siempre: la joven se enamoró perdidamente de un bizarro soldado, vecino de la localidad y por añadidura, de los que vinieron como conquistadores de este suelo. El ser soldado de oficio motivó la oposición del hosco don Pedro que se rehusó a dar su brazo a torcer, como se dice vulgarmente, pero no todo está a nuestro albedrío y las cosas suelen cambiar por las más imprevistas circunstancias. Fue el caso que cierto día de fiesta apareció en la plaza principal, una monstruosa serpiente que acosada por el hambre se engulló dos o tres personas; dícese que el monstruo ocupaba una cuadra entera (textual); las gentes huyeron espantadas, pero el hecho se repitió algunas veces. El espanto era general; el señor virrey y el honorable Ayuntamiento ofrecieron premios a quien diera al traste con la alimaña; pero el hecho tenía que culminar en algo más dramático aún, y una tarde en que don Pedro de Carvajal se solazaba en unión de sus hijos en el pequeño jardín de su casa, al que sólo separaba de la calle una tapia de adobe, de pronto la monstruosa alimaña asomó la repugnante cabeza, aprisionó entre sus fauces a su pequeño hijo y lo devoró. La escena debió ser terrible para el atribulado padre que contempló con exorbitados ojos este trance, por lo que se decidió a entregar a su hija a un convento, poner en venta sus escasas propiedades para aumentar con esto la suma que como recompensa se ofreció por las autoridades al que librara al poblado de esta calamidad. Habíase sabido entre tanto, que la enorme serpiente tenía su madriguera en los montes de la Malintzi.

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Cierto día, en medio de la expectación general, se presentó en la plaza mayor un jinete perfectamente abroquelado y cubierto el rostro por la visera del casco; no reveló su nombre y fijó en una de las esquinas un cartel que decía: “Con el amparo de la virgen, mataré a la serpiente”. Abandonó luego la ciudad y a tiempo que tal hacía, el monstruo hacía su aparición por el lado opuesto; diósele inmediato aviso, regresó y encontró al reptil en la plaza. Se desarrolló una lucha ruda y larga y al fin el caballero logró cortar la cabeza a la serpiente, que arrojó al centro de la plaza, y luego salió de la ciudad s in que nadie pudiera dar razón de él. Algunos días después, el caballero se presentó ante don Pedro, como el vengador de su hijo. La joven lo reconoció habiendo conseguido del señor virrey, por su hazaña, la ejecutoria y título de nobleza, el hosco don Pedro ya no pudo oponerse a esta unión. Ignoramos empero si en la orla del escudo se halla puesta la divisa respectiva, pero el pueblo, desde entonces, repite aquello de “eres más valiente que el que mató al animal”. Tal leyenda no deja de tener en medio de su exagerada fantasía, algo de verdad; y si bien es cierto que aquellas medrosas gentes le dieron al ofidio la medida de una calle que, en verdad ni el más monstruoso ejemplar antediluviano ha podido alcanzar, sí es de creerse no fuera de despreciable tamaño, ya que en la localidad en que hoy se asienta Puebla, sábese de cierto, fue un milenario bosque, lugar que llevaba el primitivo nombre de Cuetlaxcoapan, que deriva de las voces náhoas cuetlaxtli, piel curtida, y coatl, víbora, según Robelo, o sea lugar donde se curten pieles de culebra; así queda representado este nombre en la tira de Tepechpan, antiquísimo códice, y, si como es sabido, los aborígenes eran acertados en sus nombres porque los ponían con acuerdo a las observaciones de un lugar, así pues, si la fantasía medrosa de los primitivos habitantes que íntegra conserva la tradición, asegura que el ofidio tenía proporciones monstruosas, descartemos lo que haya de miedo, de exageración pudiendo asegurar que la alimaña no debió ser de minúsculo tamaño, ignorando si sería una boa constrictor del género del gigante anaconda, o de otra especie, lo cierto es que, para recuerdo de tal sucedido, la casa en que vivió el héroe de esta hazaña, conserva aún como recuerdo ornamentado el zaguán (casa número 1 de la Calle de Infantes), y también en la casa que hace esquina entre las calles antigua del Ochavo con la de Dean, existe un balcón con una figura deteriorada que recuerda al legendario monstruo.

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Otra versión asegura que se trataba de un gigantesco caimán que habitaba en los fangales del riachuelo de San Francisco, y que de ese rumbo venía a comerse a los niños; en apoyo de tan inadmisible versión, ya que la especie de estos animales no es propia de estas alturas ni latitudes, se decía: que en las bodegas que hasta el año de 1880 hubo en los bajos del hoy Palacio de Justicia, existió el cráneo de ese animal, mezclado a los mil cachivaches acumulados allí; mas, sea de ello lo que fuere, si la leyenda se ha desfigurado a través del tiempo y la timidez han aumentado y exagerado algunos detalles, no por esto debemos negar el sucedido que fija la tradición con el colorido del folklor popular, en cantigas y corridos propios de cada lugar, haciendo que ese dicho “Eres más valiente que el que mató al animal”, pase al acervo de la historia de esta bella ciudad de ensueño y tradición.

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LEYENDA DE LA CASA DE LOS AZULEJOS

La ciudad de Puebla, además de conocerse como relicario de América, heroica y patrimonio de la humanidad, debe ser conocida como una ciudad legendaria, por la infinidad de leyendas que alberga su historia a través de los siglos, como la escasamente conocida leyenda de la Casa de los Azulejos, que a continuación narraremos. Corrían los años treinta del siglo XX, cuando sucedió el hecho que dio origen a esta leyenda: La casa marcada con el número 110 de la avenida 2 poniente, antaño fue la casa de ejercicios de los frailes Felipenses, se encontraba abandonada casi totalmente, los ritos de la Iglesia habían desaparecido, todas las habitaciones se encontraban vacías, sólo la que posiblemente fue la capilla en otra época era ocupada por los miembros de una logia masónica. Únicamente iban cada sábado para realizar sus reuniones reglamentarias. Por aquel tiempo llegó a ocupar como habitación uno de los claustros un anciano abogado. Su vida transcurría apacible, dedicado al trabajo que implica la abogacía, solamente llegaba por las noches para dedicarse al descanso. Como su habitación se encontraba en la planta alta de esa casa, todas las noches, encontraba al pie de las escaleras, a un sacerdote desgranando su rosario. La presencia de este clérigo no pasó inadvertida para el abogado, que pensó que se trataba de otro huésped de esa casona semidesierta, se saludaban mutuamente y poco a poco fue naciendo entre ellos una verdadera amistad.

Así pasaban los meses y los ancianos, cada noche se enfrascaban en temas afines.

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En cierta ocasión llegaron a visitar al abogado dos religiosas, para obtener una ayuda de manos del anciano, éste les platicó apasionadamente sobre su amigo el sacerdote con quien platicaba cada noche. Ellas, un poco incrédulas escuchaban atentamente al abogado y éste cada vez con más énfasis les hablaba de la gran amistad que a deshoras de la noche había surgido entre los dos. Las religiosas le preguntaron el nombre del sacerdote y al escucharlo de labios del abogado se quedaron perplejas, no quisieron interrumpir la narración del anciano; pero dudaron de su estado mental, pues el sacerdote era conocido por ellas, por referencias en su convento; ya no existía, sí, había ocupado uno de los claustros de la casa de ejercicios, pero murió y fue enterrado precisamente al pie de la escalera donde según el abogado, lo encontraba todas las noches. Las religiosas dudaron mucho en decirle la verdad al abogado, pues la casa hacía ya muchos años que había sido expropiada por el gobierno. Después de meditarlo mucho, se decidieron a decirle la verdad al abogado: el sacerdote que platicaba con él, ya no pertenecía al mundo de los vivos. El abogado sufrió un susto mayúsculo y al poco tiempo abandonó dicho sitio y se fue a vivir a otra casa muy lejos del lugar donde había hecho una amistad profunda con el sacerdote ya difunto. Esta leyenda fue contada a las pocas personas que visitaban la casa de los azulejos, atraídas por la gran belleza que presenta su arquitectura y como esto es relativamente reciente, no queremos pasar por alto la narración de esta leyenda, que puede perderse entre la vorágine del tiempo moderno en que dicha construcción es conocida como la Casa del patio de los Azulejos, en la ciudad de Puebla.

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LEYENDA DEL SEÑOR SANTIAGO Hace muchos, pero muchos años, perdida la fecha entre las márgenes del tiempo, pero en el apogeo de la época colonial se construyó el templo donde se conmemoraría al Señor Santiago, dado que ya eran muchos los sacerdotes que añoraban la presencia del Señor de Compostela en ese rinconcito de Puebla, ya que en toda la Nueva España se construían templos para el culto de la religión católica. Por aquella época, llegó a la bella Izúcar, un sacerdote emprendedor como todos los que llegaban de la península Ibérica y con su docta palabra, pronto convenció a los lugareños que ese hermoso templo recientemente construido debía ser dedicado al Señor Santiago del que era ferviente seguidor. Citó a todos los escultores más conocidos de ese lugar, tan abundantes en todo tiempo y les hizo la encomienda de esculpir la imagen del Señor Santiago, les dio todos los datos precisos: debía montar un brioso caballo, pues había sido caballero de capa y espada y en su rostro debía reflejar la pureza, la bondad y distinción de su abolengo. Uno a uno fueron desfilando los escultores que debían plasmar la imagen del santo; pero al no ver su obra consumada tal como debía ser, se retiraban a esconder su fracaso a otros lugares, pues a algunos les quedaba un horrendo caballo con un jinete monstruoso, a otros de los escultores les quedaba la imagen con un rostro feminoide, impropia de la valentía del caballero, otros más presentaban a un jinete gigantesco sobre un caballo ridículo por su pequeñez, en fin, nada de lo que hacían los más renombrados escultores de la comarca salía a la medida de las necesidades. Cuando ya el sacerdote aquel se hallaba desconsolado porque no habían podido interpretar aquella imagen, cierto día en que el joven sacerdote ya había perdido toda esperanza de eternizar en ese hermoso templo barroco la imagen soñada, se presentó un hombre misterioso, pidió hablar con el sacerdote e inmediatamente fue conducido a su presencia, habló largo rato con el clérigo y por fin lo convenció de que él, o sea el desconocido, era la persona indicada para hacer la escultura que ya todos deseaban, pues el templo y altares ya estaban terminados.

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El sacerdote confió plenamente en aquel desconocido escultor que se le presentó en momentos tan críticos y hablaron de las condiciones para iniciar la obra. El desconocido no quiso hablar del dinero que costaría la obra terminada, le dijo al sacerdote que si al término de su trabajo, la imagen era aceptada por el sacerdote y los feligreses, ellos mismos pondrían el precio que pagarían por dicha obra. La distinguida presencia de aquel nuevo escultor no pasó inadvertida para nadie, pues era un hombre muy diferente a los habitantes de ese lugar: figura estatuaria, tez demasiado clara, ojos oscuros y abismales, rostro cubierto por el triángulo de una espesa barba, manos finas, increíblemente aptas para el trabajo que decía desempeñar, elegante vestuario de telas finas, también impropio para el trabajo, su negra cabellera semioculta por un sombrero rematado por una pluma de ave exótica; en fin, la distinción personificada, enriquecida por una belleza juvenil y varonil muy singular. Mil dudas asaltaron la mente del sacerdote ante aquella inesperada aparición, los feligreses testigos de la escena que se desarrollaba ante sus ojos se preguntaban entre sí ¿quién sería ese hombre? ¿Un peninsular tan conocido en aquella época? ¿Algún noble venido a menos en España? ¿Quién sería? ¡Sus finos modales denotaban una esmerada educación!... ¡No! No podría ser un aventurero como tantos que llegaban a tierras americanas... ¿Sería algún caballero en pos del amor? ¿Algún descendiente del marqués del Valle de Oaxaca?, pues Izúcar siempre ha sido el paso obligado para ir a la ciudad de Oaxaca o al sureste del país. Conjeturas y más conjeturas se hacían los lugareños, sobre aquella presencia inesperada. El sacerdote venciendo todas sus dudas siguió hablando y por fin aceptó las únicas condiciones que pidió el nuevo escultor: que le señalara el lugar exacto donde iba a trabajar, nunca un lugar abierto, debía ser un lugar cerrado para concentrarse debidamente en su obra, de lo contrario dejaría inconcluso el trabajo. Tampoco quería interrupciones a la hora de las comidas, porque cuando él trabajaba no apetecía ninguna vianda, que solamente le dejaran un cántaro de agua y un vaso para tomarla cuando lo apeteciera, ya que su trabajo le terminaría pronto. Al terminar la obra sí

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podían ofrecerle todos los manjares que desearan, pues ya sabía que la Naturaleza en Izúcar era muy pródiga en frutos de todas clases. Una vez terminado de hablar el escultor, el sacerdote le señaló la sacristía, recién estrenada, para la realización de su obra, cerró herméticamente la puerta como lo había pedido el escultor y se retiró a desempeñar sus habituales ocupaciones. Tres, cuatro días, los vecinos del lugar permanecieron absortos esperando la realización del trabajo iniciado por ese desconocido, no se escuchaba ruido alguno, ninguna luz se filtraba a través de los toscos maderos por las noches. La curiosidad de los vecinos fue vencida por las amonestaciones del sacerdote y nadie tuvo la osadía de acercarse a la sacristía, por el temor de quedarse sin el Señor Santiago que todos deseaban ver en el altar de honor, las horas parecían eternas, pero supieron tener calma, con la mente puesta en el premio a su quietud: poder ir a rezarle a “Santiaguito”, como le llamaba la familiaridad del pueblo creyente. Por fin, ¡oh milagro!, al sexto día se destrozó la expectativa, a la hora del rosario, los asiduos concurrentes descubrieron la puerta de la sacristía entreabierta. Todavía sin desobedecer las indicaciones de no abrumar con sus miradas al escultor, fueron alborozados a decirle al señor cura que posiblemente la obra ya estaba terminada pues el escultor ya tenía la puerta entreabierta. Presintiendo un hermoso hallazgo el sacerdote bajó del púlpito, donde se disponía a iniciar el rezo, y se dirigió presuroso a la sacristía. Efectivamente: la puerta de la sacristía estaba entreabierta y para no pecar de ansioso, cosa que molestaría al escultor, tocó suavemente con los nudillos una y otra vez, sin obtener respuesta, ante esa situación no tuvo más remedio que abrir la puerta por completo. ¡Desmedida sorpresa ante sus ojos! ¡Se descubrió el velo del misterio! Ante él y algunos curiosos estaba la majestuosa imagen del santo tantas veces deseado, como una soberbia aparición, el caballo más hermoso de la creación sostenía al Señor Santiago pleno de belleza... Por algunos minutos quedaron absortos ante ese magnífico espectáculo, que no repararon en la mano que había realizado tal prodigio, hasta que una

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vez que volvieron a la realidad, buscaron sin éxito por todos los rincones del templo, pero como para ese entonces ya la noche había tendido su manto de estrellas, con grandes teas buscaron por todo el vecindario, donde ya la noticia se había extendido; pero el misterioso escultor no fue encontrado por ninguna parte. Al día siguiente la contemplación de la magistral obra ocupó todo tiempo de los matamorenses y en la voz del pueblo surgió agigantada una palabra: ¡milagro! La ciudad de Izúcar fue el polo de atención de grandes caravanas de creyentes que visitaban el lugar para dar fe del milagro realizado, los que conocieron al extraño escultor, notaron que el santo tenía las mismas facciones y vestuarios del escultor y en esas condiciones no había la menor duda: fue el mismo Señor Santiago, el que sabiendo que nadie pudo hacer su imagen, se presentó ante los feligreses para complacer el gran fervor que sentían por él. Hasta nuestros días se ha conservado la famosa escultura, producto de las manos puras y castas de mismo Señor Santiago a quien se venera fervorosamente en la ciudad de los cañaverales. Con el tiempo el pueblo ha agregado más detalles a esta leyenda, como el Señor Santiago lo único que pidió fue agua para trabajar, dicen los más ancianos que todo viajero que toma agua de ese lugar, le hace el milagro de ya no dejarlo ir. Es por eso que en la actualidad en Izúcar de Matamoros, Puebla, existen habitantes de diferentes lugares del estado y de la República Mexicana, y sabedores de esto los vecinos exclaman: “Todos los que toman agua de Santiaguito, se quedan aquí para siempre”.

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BERUMEN FÉLIX, Luis Miguel, La última confesión. http://www.galeon.com/ berumen/leyenda3.html BLACKMORE, Vivien (aaptador), Leyendas vegetales. Ed. Novaro, México, 1981. BRADOMÍN, José María, Leyendas y Tradiciones Oaxaqueñas. 4ª. ed., Publicación del Gobierno del Estado de Oaxaca, México, 2002. 406 pp. CABALLERO, Ma. del Socorro, Narraciones Tradicionales del Estado de México. 2ª. ed., Ed. Imagen, México, 1994. 267 pp. CABRERA, Alejandra, Leyendas de México. 2ª. ed., Colecc. Terror para niños, Ed. Leo, México, 2003. 127 pp. CARRALERO, Rafael, Leyendas de tierras extrañas. 1ª. ed., Ed. Selector, México, 2003. 112 pp. CARRILLO DE ALBORNOZ, José Miguel, Relatos mágicos y leyendas de México. Ed. EDAF/NUEVA ERA, México, 2002. 219 pp. CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES, Relatos Huastecos. An t’ilabti tenek. 1a. reimpresión, Colecc. Lenguas de México No. 4, Ed. Conaculta, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, México, 2002. 107 pp. ,

Relatos

Totonacos.

Lakgmakan

talakapastakni’xla

litutunaku. 1a. reimpresión, Colecc. Lenguas de México No. 5, Ed. Conaculta, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, México, 2002. 82 pp. CORTINA, Martín, Leyenda de los llanos y leyendas mexicanas. 1ª. ed., Colecc. Sepan Cuantos No. 313, Ed. Porrúa, México, 1976. 322 pp.

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Leyendas Mexicanas

Área de Fomento a la Lectura

CRUZ ORTIZ, Alejandro, Mitos y leyendas de la tradición oral Mixteca. Ed. Ciesas, México, 1998. DE VALLE ARIZPE, Artemio, Historias, tradiciones y leyendas de las calles de México. Ed. Diana, México, 1985. DOMÍNGUEZ LÓPEZ, Ismael, Cuentos y leyendas zapotecas. 1ª. ed., Ed. Carteles editores, México, 1999. 116 pp. EDITORES Mexicanos Unidos, Leyendas de los antiguos mexicanos. 1ª. ed., Ed. EMU, México, 2003. 95 pp. , Leyendas mexicanas coloniales. 1ª. ed., Ed. EMU, México, 2003. 90 pp. ESPAÑA, Gonzalo, Leyendas de miedo y espanto en América. 2ª. reimpresión, Ed. Panamericana, México, 2002. 126 pp. ESPARZA SORIANO, Josefina, Leyendas de Puebla en prosa y verso. Colecc. Mil libros, Ed. Gil Editores, Universidad Tecnológica de Izúcar de Matamoros, México, 2003. 88 pp. FRANCIS, Susana, Habla y Literatura Popular en la Antigua Capital Chiapaneca. Ed. Instituto Nacional Indigenista, Colecc. Biblioteca de folklore indígena No. 3, México, 1960. 121 pp. FRANCO SODJA, Carlos, Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista. 13ª. ed., Ed.EDAMEX, México, 2002. 126 pp. FRÍAS, Heriberto, Selección de Leyendas y Relatos Históricos Mexicanos. Colecc. Nuevo talento, Ed. Época, México, 1999. 170 pp.

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Leyendas Mexicanas

Área de Fomento a la Lectura

GALINDO ULLOA, Javier, Las más bellas leyendas mexicanas. 1ª. ed., Ed. Diana, México, 2003. 172 pp. GALVÁN MACÍAS, Nélida, Leyendas Mexicanas. 19ª. ed., Ed. Selector, México, 2003. 126 pp. GISPERT, Carlos y otros, Atlas Geográfico Universal y de México. Edición, 2004, Ed. Oceáno. España, 428 pp. GÓMEZ GÓMEZ, Víctor J., Mitos y Leyendas Mexicanas. 1ª. ed., Ed. Gómez, Gómez Hnos. Editores, México, 1997. 78 pp. GONZÁLEZ CASANOVA HENRÍUEZ, Pablo (compilador), Historias, leyendas y cuentos de las comunidades de Chiapas. Ed. UNAM/UNACH, México, 1998. GONZÁLEZ OBREGÓN, Luis, Historia y Leyendas de las Calles de México. 2ª. ed., Ed. Gómez Gómez Hnos. Editores, México, 2003. 78 pp. , Las Calles de México. 2ª. ed., Ed. Gómez Gómez Hnos. Editores, México, 2003. 95 pp. HISTORIAS DE TLACUACHES, http://www.yliakazama.com/rituales02.html Html IBARRA, Alfredo, El venero que se secó, en: Cuentos y Leyendas dc México. Publicación de la Academia Nacional de Historia y Geografía: Sociedad Folklórica de México, 1941. pp. 132-134. LA MUJER XTABAY, http://mexico.udg.mx/historia/leyendas/mujer.html LOZOYA CIGARROA, Manuel, Leyendas y relatos del Durango antiguo. Primera y segunda partes. Edición del autor, México, 1991

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Leyendas Mexicanas MARÍN,

Área de Fomento a la Lectura

Victoriano,

Relatos,

mitos

y

leyendas

de

Chinantla.

Ed.

Conaculta/INI, México, 1993. MARTÍNEZ JIMÉNEZ, José Luis, Leyendas de fantasmas y casas embrujadas. Aparecidos y casos paranormales. 2ª. ed., Ed. Gómez, Gómez Hnos. Editores, México, 1992. 79 pp. MEZA, Otilia, Leyendas Mexicas y Mayas. 14ª. reimpresión, Ed. Panorama, México, 2001. 163 pp. , Leyendas Prehispánicas Mexicanas. 1ª. ed., Ed. Panorama, México, 1998. 170 pp. MONDRAGÓN, Lucila et al, Relatos Guarijíos. Nawesari makwrawi. 1a. reimpresión, Colecc. Lenguas de México No. 7, Ed. Conaculta, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, México, 2002. 111 pp. ,

Relatos

Huicholes.

Wixarika’

‘Ixatsikayari.

1a.

reimpresión, Colecc. Lenguas de México No.11, Ed. Conaculta, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, México, 2002. 101 pp. , Relatos Relatos Yaqui. Kejiak nookim y Relatos Mayo. Yoremmok ettejorim. 1a. reimpresión, Colecc. Lenguas de México No. 14, Ed. Conaculta, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, México, 2002. 111 pp. , Relatos Tarahumaras. Ki’á ra’ichaala rarámuli. 1a. reimpresión, Colecc. Lenguas de México No. 9, Ed. Conaculta, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, México, 2002. 99 pp. MORALES, Rafael, Leyendas mexicanas. Colecc. El Globo de Colores, Ed. Aguilar, Madrid 1977.

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Leyendas Mexicanas

Área de Fomento a la Lectura

NUESTRO TELOLOAPAN, http://www.teloloapan.com/leyendas/latecampana OLIVARES, Rafael, Leyendas de la Provincia Mexicana/Zona Norte. 1ª. ed., Ed. Selector, México, 2002. 144 pp. RABANAL, Ángel, México y sus leyendas. 1ª. ed., Ed. Conaculta, México, 1962. 569 pp. REMOLINA,

Tere

y

RUBINSTEIN,

Becky,

Leyendas

de

la

Provincia

Mexicana/Zona Costera. 1ª. ed., Ed. Selector, México, 2002. 148 pp. REYES SILVA, Leonardo, El molino de viento. Leyendas, Costumbres y Narraciones Sudcalifornianas. 1ª. ed.,

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Leyendas Mexicanas

Área de Fomento a la Lectura

SUÁREZ DE LA PRIDA, Isabel et al, Leyendas de la Provincia Mexicana/Zona Centro. 1ª. reimpresión, Ed. Selector, México, 2002. 142 pp. , Leyendas de la Provincia Mexicana/Zona Sureste. 1ª. ed., Ed. Selector, México, 2002. 148 pp. TORRES QUINTERO, Gregorio, Cuentos colimotes. Edición de Matilde Gómez Cárdenas, México, s/f. TREJO, Blanca Lidia (selección y adaptación), Cuentos y leyendas indígenas. Edición de la autora, México, 1959.

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