Leyendas de Mi Tierra

April 17, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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La Khantuta Tricolor En las tierras del norte gobernaba el noble Illampu, que mandaba sobre millones de subditos; era famoso por sus riquezas y por sus ejércitos invencibles, tenía este soberano un hijo muy joven, casi un niño, que era todo su orgullo.  Se llamaba Astro Rojo, por haber nacido bajo el símbolo de una roja estrella que precisamente apareció el día de su nacimiento.  Era de bella apostura y poseía muchas cualidades por lo que era queridísimo de todos los pobladores del imperio.  A pesar de su corta edad, había capitaneado las huestes de su padre, habiendo logrado obtener gloriosos triunfos con los que extendió los dominios de sus estados, especialmente por las inexplorables regiones de Mapiri y de Caupolicán. El otro rey, que dominaba en las tierras del sur, era Illimani, casi tan poderoso y rico como su vecino.  Sus ejércitos famosos por sus innumerables triunfos le habían hecho dueño de los fértiles valles de los Yungas, de donde, como tributo, recibía periódicamente inmensos cargamentos de cacao y de coca y una gran variedad de los más sabrosos frutos.  Illimani tenía también un hijo de igual edad que el de su vecino. Se le llamaba Rayo de Oro, porque el día que vino al mundo apareció en el cénit una linda estrellita dorada que fue acrecentando su tamaño a medida que el pequeño príncipe también crecía.  En lugar de aficiones guerreras, el pequeño príncipe sentía una gran predilección por los negocios de estado.  Desde pequeño consagró su talento a aumentar con el trabajo y el comercio los tesoros de su padre y las riquezas de sus estados.  Era caritativo y su mayor placer consistía en socorrer a los pobres y consolar a los desgraciados, por lo cual era idolatrado por su pueblo. Ambos monarcas, también habían nacido bajo el augurio de sus respectivas estrellas, que eran objeto de constante observación por parte de los adivinos imperiales. Illampu estaba bajo la predestinación de una inmensa y brillante estrella de luz y muy blanca que aparecía cada noche en el cénit de la capital, es decir exactamente sobre la residencia del soberano.  Cada nueva victoria de sus ejércitos o cada progreso de sus estados eran también marcados por un aumento de esplendor y brillo de la estrella que siempre acompañada de un bellísimo lucerito rojo, desde el nacimiento del príncipe heredero, estaba en el firmamento. Illimani, el soberano del sur, seguía también afanoso los progresos de su astro predilecto de luz blanca y refulgente.  El por su parte también notaba, satisfecho, que su esplendor aumentaba en relación de la creciente prosperidad de su imperio.  Al lado de la blanca estrella de Illimani brillaba la linda estrellita dorada, símbolo del destino de su hijo. Así pasó mucho tiempo.  Ambos estados, gobernados justicieramente por sus respectivos soberanos, fueron progresando sin tropiezos ni conflictos.  Mientras que en el cielo, entre miles de estrellas, iban destacándose más y más los dos astros blancos junto a sus pequeñas compañeras. Hasta que, poco a poco, fue despertándose en el espíritu de ambos soberanos la envidia y la ambición.  Cada uno de ellos sintió honda emulación contra la prosperidad del otro.  Como esta prosperidad iba marcándose en el brillo de apagar el brillo del astro simbólico de su rival y de sus estrellas, Illampu sentía violentos deseos y éste sentía igual, propósito contra la estrella de su vecino.

El que primero sucumbió a la pasión de la envidia, fue Illampu.  Y como no acertaba con la manera de hacer triunfar su egoísmo, optó por llamar a sus consejeros y yatiris para consultarles. Durante la noche del día de la primera reunión los sabios observaron cuidadosamente las dos estrellas a través de un carguero de llama que les servía a manera de raro telescopio. Cuando al día siguiente se presentaron los ancianos ante Illampu, le dijo uno de ellos: Ilustre soberano, hemos observado atentamente la luz de las dos estrellas. Todavía puedes estar orgulloso.  Tu estrella tiene aún mayor brillo que la del sur; pero, cuídate mucho, que la otra también va creciendo y, acaso no tarde en igualar a la tuya en esplendor. 

¡Y después, quizá la otra sea más bella que la mía! murmuró el sombrío Illampu.

Enseguida, como presa de cólera,  exclamó con fiera resolución: ¡Pues, no será! Mas, como su misma ira le impedía pensar con claridad, buscó el consejo de sus servidores y les dijo:   

Y qué me aconsejáis para destruir la estrella rival ? Señor y soberano, - repuso otro de los yatiris -. Ya sabes que en nuestra condición de mortales nada podemos hacer contra esos astros tan elevados, ni siquiera llegar hasta ellos. Ya lo sé.  Pero vosotros que conocéis muchos secretos y conjuros podéis  mostrarme alguna forma de destruirla.

Soberano monarca Illampu - habló otro de los yatiris -.  Bien sabes que esa estrella no es más que el reflejo y símbolo de la dicha y poder de un mortal afortunado, por lo tanto creo que ella pueda apagarse destruyendo al hombre cuya vida ampara. 

Tienes razón.  Sabia es tu palabra y muy eficaz tu consejo.  Basta. Retiraos,   ordenó el soberano.

Y, mientras los ancianos se fueron alejando hacia sus hogares, el ambicioso Illampu, paseando en su aposento, comenzó a madurar el terrible plan para destruir a su rival.   ODIO A MUERTE POR LA LUZ DE DOS ESTRELLAS En ambos imperios, antes tan pacíficos y felices, se cambió completamente la vida y ocupación de sus habitantes.  Ya nadie se afanaba en cultivar los campos al son de músicas y canciones; nadie se preocupaba de ser bueno y desear el bien del prójimo; sólo se pensaba en fabricar armas homicidas y en preparar elementos destructores de la vida y el gozo de los astros.  En lugar de canciones campestres se entonaban

himnos de guerra; en lugar de enseñar a los hijos el amor al prójimo, se les predicaba el odio a muerte al pueblo detrás de las fronteras; no se recolectaban, bendiciendo a la tierra, los frutos de la cosecha; sino que se amontonaba flechas y proyectiles jurando matar al enemigo. Era que Illampu, señor y rey de las tierras del Norte, había declarado guerra y exterminio a Illimani, soberano de las tierras del Sur.  Y, era también que éste, henchido de vanidad y orgullo contestó altivamente a la declaratoria de su rival y corrió a prepararse también para la lucha. Al fin, hechos por ambas partes todos los preparativos bélicos, salieron los dos ejércitos formidablemente armados, al mando de sus respectivos reyes. El altanero, Illampu, a la cabeza de las tropas del Norte, esperaba con ansia el día de la batalla, seguro de sentir su superioridad al empuje de su invencible ejército. Illimani, capitaneando sus tropas, también abrigaba los mismos deseos. Cuando llegó el día de la batalla, los dos ejércitos estaban acampados muy próximos y habían tomado sus posiciones en una gran llanura que es-taba precisamente en el límite de ambos estados. El rey Illampu, más impaciente que su ene-migo, se apresuró a poner sus tropas en línea de batalla y enseguida mandó el ataque.  Ocupaban la vanguardia de su ejército sus famosos flecheros que lanzaron sobre el campo contrario miles de flechas envenenadas.  El enemigo no tardó en contestar con las certeras piedras de sus hondas.  Poco después se generalizó el combate.  Los soldados, como presas de un extraño furor largo tiempo contenido, se lanzaron unos contra otros, dispuestos a matar o a morir. Por su parte, los soberanos, como si aún no estuviesen satisfechos de tanto encarnizamiento recorrían sus líneas excitando a sus guerreros. Toda la mañana y parte de la tarde llevaban ya combatiendo, y la victoria no se decidía por ninguno de los dos campos.  Hasta que illampu, decidido a jugarse de una vez el todo por el todo, reunió lo mejor de sus tropas y poniéndose él a la cabeza para dar ejemplo, se lanzó con sus soldados contra el centro de las fuerzas contrarias con un ímpetu salvaje. Las huestes de Illimani, sorprendidas, cedieron terreno.  Parecía que su derrota comenzaba. Entonces su soberano haciendo un desesperado esfuerzo rehízo el orden en sus filas y, poniéndose él por delante se dispuso temerariamente a rechazar el avance ya victorioso del enemigo.  Esto dio lugar a que en medio del ardor sangriento de la batalla, se vieran de repente, frente a frente y a muy poca distancia, los dos príncipes rivales, inmediatamente cada uno de ellos requirió su arma y se lanzó contra el otro.   Illimani, habilísimo hondero, cargó su honda, la hizo girar vertiginosamente y lanzó la piedra que zumbando fue a dar en la cabeza de Illampu.  Este, mortalmente herido cayó a tierra.  La vista del hecho produjo desconcierto en las tropas del Norte que retrocedieron en toda la línea, mientras los más próximos guerreros acudieron en auxilio de su soberano.  Un grito de victoria brotó del pecho de los guerreros del Sur. Mientras Illimani, enteramente seguro de su triunfo seguía avanzando hacia el sitio en donde había caído su rival, con más ánimo de tomarlo prisionero por sus mismas manos.  Advertido estos por el jefe enemigo Illampu, limpiándose como pudo la sangre

que brotaba de su cabeza y le cegaba los ojos, tomó un arco y una  flecha  que  llevaba  uno de sus  servidores y aunque desfalleciente, con un sobrehumano esfuerzo logró dirigir su arma contra el que se aproximaba victorioso.  Illimani, sorprendido, no tuvo tiempo de evitar la flecha que se le hundió profundamente en el pecho echándolo por tierra.  Esto volvió a cambiar completamente la suerte de la lucha.  Desmoralizados los dos ejércitos, y más que todo, extenuados por esa lucha que duraba todo el día, resolvieron suspenderla para concretarse a auxiliar a sus jefes moribundos y después recoger a sus heridos y enterrar a sus muertos. Viendo el estado grave de sus soberanos, las tropas resolvieron volver apresuradamente a sus capitales para lograr, si fuera posible, salvar la vida de sus monarcas. Él campo quedó ensangrentado y cubierto de despojos humanos.  Eran las víctimas que habían sacrificado su vida tan sólo por discutir la luz de una lejana estrella.  Era nada más que la obra de la vanidad de los poderosos, pagada al carísimo precio de tantas vidas perdidas para siempre. EL RENCOR DE LOS PADRES, COMO FIERA Y SANGRIENTA LEY, CAYO EN LOS HIJOS. Cuando el ejército de Illampu llegó a su capital conduciendo a su moribundo soberano, la noticia fatal se esparció por toda la ciudad causando consternación y lágrimas.  El pueblo y las mujeres rodearon el palacio real, llorando por la muerte de sus parientes y por el peligro de la muerte de su rey. Mientras tanto, en la cámara real en monarca yacía rodeado de los yatiris que en vano se esforzaban por mantener con sus remedies la vida que se iba lentamente del cuerpo de su señor.  Todos los sabios acabaron por declarar unánimemente el próximo fin del soberano.  Este, entre la congoja de su dolorosa agonía, llamó a su hijo y sucesor para dejarle su última voluntad. Astro Rojo, aunque niño todavía, desesperado por la pena, midió toda la gravedad del momento.  Al echarse llorando sobre su agonizante padre, le había dicho doloroso reproche: 

Padre, ¿por qué no me hiciste caso? ¿Qué necesidad teníamos de trocar la tranquila prosperidad del imperio por los azares y peligros de una campaña que no tenía más fin que el de eclipsar la luz de una estrella?

Pero, el moribundo, lejos de mostrarse razonable reconociendo su fatal error, colérico blasfemaba contra el enemigo y juraba, si acaso salvaba la vida, volver a la cabeza de sus tropas para castigar cruelmente la actitud del imperio del Sur. Pero cuando Illampu sintió aproximarse su última hora, llamó a los altos dignatarios del imperio y ante ellos habló de esta manera:  

Me muero sin  remedio.  Quisiera  bendecir el porvenir de mi reino; pero, no me atrevo.  Mi hijo, este que va a sucederme, no tiene el corazón capaz de vengar la humillación que acabamos de sufrir. No padre.  Jamás he dicho tal cosa -, exclamó lloroso el príncipe heredero.

      

Sí -volvió a decir el Rey.  Porque al reprochar mi conducta no estás de acuerdo con el deber que tienes.  Si quieres que muera tranquilo, júrame que me vengarás. Padre mío, - dijo angustiado Astro Rojo -. Cómo es posible que te empeñes en dejar para tu hijo y tu imperio esta terrible deuda que es sólo vano orgullo. ¡Cobarde! Tienes miedo de morir como yo.  Te maldigo. No padre.  No me maldigas.  Cumpliré mi deber, pero restableciendo la paz y reconquistando la prosperidad que en mala hora hemos descuidado. ¡Maldito seas!   - exclamó el rey -, mientras la muerte empalidecía su rostro. Padre ¡piedad!  Si tú me maldices, mi autoridad será reprobada parios súbditos. Entonces,   jura   cumplir   lo   que   te   pido, -  respondió Illampu con los ojos desmesuradamente abiertos.

El príncipe, dudando terriblemente entre su conciencia y su deber de hijo, se echó sollozando sobre su moribundo padre y exclamó: 

Sí, sí padre.  Lo juro. Juro ahogar en sangre y en mil horrores a ese pueblo.  Le juro sobre tu cuerpo.

Como si hubiera sido lo único que esperaba oír, el moribundo lanzó un ronco sonido de su garganta y quedó inerte para siempre. Mientras esto sucedía en el imperio del Norte, en la capital del imperio del Sur tenían lugar parecidos acontecimientos. Illimani, herido mortalmente, había reunido el Consejo del Imperio y ante él había logrado arrancar a su hijo Rayo de Oro, el mismo juramento de odio y exterminio. Vanas también habían sido ante el moribundo las sensatas reflexiones del príncipe heredero.  No parecía sino que aquellos dos rencorosos soberanos querían dejar a toda costa a sus hijos y a sus pueblos encadenados a una terrible deuda de sangre y destrucción. Por eso, aquellos preparativos bélicos de antaño, volvieron a renovarse en ambos imperios apenas se hubieron realizado dos ceremonias fúnebres posteriores a la muerte de Illampu e Illimani. UNA GUERRA COMO TANTAS OTRAS, EN QUE HOMBRES SÍN MUTUO RENCOR DE MATAN POR DEFENDER UNA MENTIRA Otra vez, los hombres, con criminal empeño, afilaban armas mortales y amontonaban proyectiles homicidas.  Otra vez también fueron olvidadas las verdaderas necesidades del pueblo y de su porvenir para entregarse a porfía a la cruel empresa de sembrar de ruinas la tierra y de llanto los hogares. Y, como en anterior ocasión, hechos ya los preparativos, salió el ejército del Norte, buscando al enemigo del Sur, y éste a su vez, en pos de sus rivales, todos dispuestos a aniquilarse. La gente de los dos ejércitos, era la carne de cañón de siempre.  Los pobres soldados, no se daban cuenta de que iban, ardorosos a derramar estérilmente su sangre en aras

de una gran mentira, y solamente por defender el orgullo de dos ambiciosos que ya ni siquiera existían. Los únicos que por su educación esmerada y, sobre todo, por la innata grandeza de sus almas, se daban cuenta de todo eso, eran dos niños que dirigían los ejércitos; pero, también encadenados por su juramento, no tenían más remedio que buscarse mutuamente para luchar con saña. En aquella misma llanura fronteriza, donde habían caído antaño los padres, ahora, los dos jóvenes soberanos se aprestaron a la lucha sangrienta. Amaneció el día de la batalla; pero ninguno de los jefes quería dar primero la señal de ataque.  Parecía que cada uno de ellos secretamente esperaba que fuera el otro el que provocara la batalla. Había el sol ascendido al cénit y, aun, los dos ejércitos impacientes por matarse, esperaban con extrañeza la orden de sus reyes. Al fin, no hubo más remedio que pelear.  Al mismo tiempo las tropas se movilizaron y comenzó el encuentro. Apenas chocaron las avanzadas y cayeron los primeros heridos, el rencor y la cólera de los hombres  pareció despertar con extraordinaria  ferocidad.  Los lamentos de los caídos y el olor a sangre humana emborracharon de furor hasta a los jefes.  La lucha no tenía piedad.  Todos parecían fieras sedientas de sangre.  Miles y miles de guerreros habían ya caído.  Los demás seguían matando y muriendo en su mismo sitio sin dar nunca pie atrás.  Tanta fue aquella furia infernal que al anochecer, de los brillantes ejércitos no quedaban más que dos puñados de hombres heridos que rodeaban a sus respectivos monarcas. Sólo se dejó de pelear cuando la obscuridad de la noche impidió que los sobrevivientes pudieran reconocerse para seguir hiriéndose. EN MEDIO DEL FRAGOR DEL COMBATE PUDO FLORECER BELLAMENTE LA NOBLEZA DE  DOS NIÑOS Pero, en cuanto la tierra volvió a alumbrarse con la macilenta luz del alba, los dos grupos dirigidos por sus imberbes capitanes, volvieron a afrontarse decididamente. Esta vez ya Astro Rojo y Rayo de Oro no pudieron eludir el combate.  De lo contrario habrían sido tenidos por cobardes.  Ambos se destacaron del grupo de sus súbditos y, el uno con la flecha y el otro con la honda, tal como habían combatido sus padres, se hirieron mortalmente al mismo tiempo. Los servidores, aullando de horror se abalanzaron a prestar auxilio a sus soberanos. Los dos pequeños, con el rostro aún candoroso de la niñez, palidecieron mortalmente; pero en lugar de que por sus labios brotaran blasfemias de rencor, sólo pronunciaron débilmente palabras de generoso y mutuo perdón. La deuda estaba pagada.  Nada quedaba ya que hacer para colmar todo el horror del juramento.

Al impulso de este mismo pensamiento, Rayo de Oro y Astro Rojo, ordenaron a sus servidores que los aproximaran uno a otro.  Cuando ambos niños se vieron cerca, se extendieron los brazos desfallecientes y, en un abrazo sangriento inmensamente sublime, sellaron la tragedia vivida por sus dos pueblos. Cuentan que en ese momento sucedió algo extraordinario.  Del seno de la tierra brotó un formidable estruendo.  Se abrió la corteza y del abismo negro brotó a la superficie una inmensa figura de mujer.  Era el genio de la tierra o sea la Pachamama.  Su majestuosa figura estaba aureolada de una luz suave que bajó del cielo aún estrellado del amanecer, mostró a los mortales toda su esplendidez de diosa. El genio de la tierra se aproximó solemnemente hacia el grupo de los dos niños agonizantes y les habló así: Vuestros padres, no contentos con haber causado tantos estragos, os han empujado a vosotros por el camino de la guerra más criminal e injusta.  Pero, yo castigaré su orgullo.  Mirad - y les mostró dos estrellas inmensas y blancas que comenzaron a palidecer en el cielo.  Eran las que simbolizaron el poder de sus padres. Cuando Rayo de Oro y Astro Rojo levantaron sus ensangrentadas cabezas hacia el cielo, vieron que ambas estrellas comenzaron a temblar como si las estuvieran desprendiendo del firmamento.  Un instante después se precipitaron vertiginosamente sobre la tierra.  Al caer ellas, sé oyó un terrible estallido.  Las estrellas de Illampu e Illimani, convertidas en masas inertes y opacas, sin más brillo que su blancura de nieve,  habían caído a tierra sobre sus respectivas capitales, incrustándose sobre las rocas de los Andes, la una hacia el Norte, y la otra hacia el Sur. 

En cuanto a vosotros,  —añadió la Pachamama - hijos  inocentes,  que jamás debierais haber servido la criminal ambición  de  vuestros  padres, después de muertos seréis símbolo, en la luz de vuestras estrellas roja y oro, de un pueblo que aquí vivirá más tarde: Ese pueblo tomará para su bandera el rojo y amarillo y lo unirá al verde que es esperanza.  Estos tres colores serán el emblema de amor y fraternidad; pero ¡ay! de este pueblo, si como vosotros mantiene rivalidades por la  luz de una lejana estrella o se divide en querella  regionalista.

Desapareció el genio de la tierra al  mismo tiempo que el sol, a lo lejos, fue dorando con su luz el cielo. Murieron al mismo tiempo los dos jóvenes monarcas y, sus servidores, sin atreverse a separar esos dos cuerpos cuyo abrazo la muerte había hecho más fuerte y estrecho, resolvieron guardarlos allí mismo en una sola sepultura. Desde la siguiente noche desaparecieron también para siempre las dos estrellitas roja y oro para bajar a la tierra a cumplir su papel simbólico. ENTRE LOS ESCOMBROS DE LA TIERRA ENSANGRENTADA, BROTO LA FLOR DE LA RECONCILIACIÓN Pasó mucho tiempo sobre  esas tierras desiertas, desoladas.  El Illampu y el Illimani, las dos más altas montañas seguían ostentando sus cumbres elevadas como pugnando

por continuar su vieja rivalidad.  Pero, habían sido castigadas por el Genio de la Tierra a llorar su culpa con el eterno deshielo de sus nieves.  Hasta que a fuerza de llorar derritiéndose, habían logrado enviar a través de serranías y llanuras las aguas de sus cristalinos arroyos, hasta fecundizar con su frescura la tierra que guardaba la tumba de los dos príncipes reconciliados.  Al milagro de las aguas de esas montañas sobre la legendaria tumba, brotó a tierra una verde y enmarañada planta que en sus ramas retorcidas semeja muchos abrazos cordiales.  Llegó la primavera y la verde planta se cubrió de cálices de color rojo y guarda, los colores descendidos de las estrellas de Astro Rojo y Rayo de Oro, que formaron una linda tricolor con el verde de las hojas. Siglos después se formó, como lo había dicho la Pachamama, un nuevo pueblo que tomó a esa flor y sus colores como símbolo y emblema. Ese pueblo es, queridos lectorcitos, nuestra amada patria, y ese símbolo y ese emblema no son otros que nuestra tricolor boliviana y la tradicional flor de la khantuta que florece en las breñas de los Andes. * "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

La muchacha que no conocía el sabor de la sal Era en aquellos tiempos en que nuestros antepasados se sacrificaban por la independencia del país. La lucha por la libertad había sido iniciada por nuestros mayores, sin más base que su fervor patriótico, de tal modo que después de los primeros combates, los patriotas, sin recursos de ninguna clase, abandonaron la campaña regular, disolvieron sus ejércitos y se dispersaron por las montañas y los valles; pero, resueltos siempre a seguir defendiendo, aunque fuera por grupos, la sagrada causa de la emancipación.  Así se inició la famosa "guerra de los guerrilleros", de que el ilustre escritor argentino, General Bartolomé Mitre dijo, más o menos lo siguiente: "Cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea es una republiqueta independiente que tiene su jefe, su bandera y sus campos de batalla". Una de las más famosas fue la Republiqueta Larecaja, situada en las tierras del norte del actual departamento de La Paz.  Los defensores de esta Republiqueta, bajo las órdenes del abnegado sacerdote Ildefonso de las Muñecas, tuvieron días de gloria; pero, muerto el jefe y sus principales subalternos, los sobrevivientes, en su mayoría indígenas fueron sojuzgados y cruelmente perseguidos y hostilizados por los realistas, entre los cuales el que con mayor encarnizamiento los exterminaba era el jefe peruano, entonces al servicio de los españoles Agustín Gamarra, más tarde enemigo jurado de nuestra patria y que, como sabéis, pagó bien caro su odio a Bolivia en los campos de Ingavi. La situación de los indios exguerilleros de la región de Apolo era tan desesperante, que al fin, uno de ellos, el más decidido, llamado José Pacha, reunió unas treinta familias

de indios y, después de abandonar el pueblo de Aten donde vivían, se fueron tierra adentro a buscar un sitio seguro en lo más escondido de la selva virgen. Después de varios días de camino, consiguieron llegar a una hondonada que ofrecía completa seguridad a los fugitivos, por estar completamente oculta por enormes rocas y tupido follaje. Allí levantaron sus chozas los fugitivos con el firme propósito de vivir completamente aislados del resto del mundo, pues sólo a ese precio podrían estar tranquilos sin sufrir persecuciones.  José Pacha fue proclamado como el jefe supremo de la colonia y dictó las leyes que debían cumplir sus subordinados.  Sobre todo procuró evitar, por todos los medios posibles, el menor contacto con gentes de afuera, para lo cual, a la vez que estableció una severísima vigilancia al cuidado de cuerpos de centinelas de día y por la noche, amenazó con la pena de muerte al que siquiera intentara salir de la pequeña población. Con estas y otras medidas los habitantes de la nueva aldea vivieron completamente felices, mientras la guerra de la independencia seguía ocasionando víctimas y ruinas incontables en el Alto Perú.  Nadie imaginaba que en medio de la tremenda lucha que agitaba todo el continente, existiera allí, perdida entre las soledades y las selvas, un lugar habitado por gente tranquila y apacible. Pacha, como buen gobernante, se preocupó de dotar a su pueblo de los elementos más indispensables para su comodidad.  Sembró algodón para procurarse telas y vestidos; cultivó maíz, trigo, y papas para el alimento, en fin, procuró cuanto pudo proporcionar a su gente una vida sencilla pero confortable. Lejos del rigor de la guerra y de los egoísmos y acechanzas de los pueblos grandes, el poblacho fue prosperando cada día más; las familias se fueron multiplicando, hasta parecer que se había formado una verdadera patria feliz. Pacha, viejo ya, vivía satisfecho de su obra y, conociendo ya cual era el secreto de tanta dicha, no cesaba de predicar que jamás se permitiera relación alguna con el resto del mundo.   LA CURIOSIDAD DE UNA MUCHACHA Una de las familias más felices del pueblito era la de Manuel Cito.  Se componía de éste, su mujer y una niña de trece años llamada Tiluca, muchacha soñadora y afecta a imaginar proyectos raros y temerarios.  Tenía, sobre todo, el defecto de ser extremadamente curiosa.  En lugar de dedicarse a sus inocentes juegos como los demás niños de la aldea, su constante afán era de ir u ocultarse entre los matorrales o detrás de las piedras, para escuchar desde allí la tertulia de los mayores. Como resultado de este mal proceder, ella que nada sabía del resto del mundo y que hasta entonces creía que la tierra se reducía a la hondonada que rodeaba el poblacho, llegó a colegir que detrás del cerco de altas rocas y más allá del espeso bosque, existían otras gentes y otras tierras.

Desde entonces se despertó en su inquieto espíritu el deseo de conocer por sí misma todo aquello. Cierto día en que, siguiendo su censurable costumbre, espiaba una tertulia, oyó contar a unos viejos el gusto sabroso que da la sal a los alimentos.  Ella que hasta entonces no conocía tal substancia, que no habían podido procurarse en la aldea, sintió una indecible ansia por probarla.  Inquieta y traviesa como era, no tardó en proponerse lo que a nadie se le había ocurrido.  Muy secretamente preparó su plan de fuga. Resuelta a todo, un día comenzó a obrar.  Se cubrió todo el cuerpo con ramas hasta semejar una especie de mata silvestre y luego, tendida en tierra, inmóvil, esperó la noche. Al amparo de la oscuridad se fue arrastrando imperceptiblemente hacia la salida.  Más, a pesar de toda su sangre fría, se detuvo al ver que la guardia estaba en su puesto cuidando atentamente el paso que ella apetecía.  Desalentada la muchacha, aunque tenaz en su empeño estuvo allí observando durante largo tiempo, hasta que vino en su ayuda una casualidad. Aquella noche los guardias estaban espiando el rastro de un inmenso jabalí que merodeaba por las cercanías.  Estando Tiluca en su escondite, el jabalí dejó oír sus gruñidos desde la espesura.  Los guardias avanzaron inmediatamente hacia ese lado; de esto se aprovechó la atrevida muchacha que se deslizó cuidadosamente por entre los peñascos del extremo opuesto de la salida. Cuando se hubo alejado lo suficiente y se creyó fuera de peligro, dejó Tiluca su traje de ramas y enderezándose echó a correr febrilmente a través de esas tierras desconocidas, en pos del primer pueblo que encontrara a su paso.  Caminó leguas y leguas, hasta que el azar la llevó al pueblo de Aten, de donde precisamente habían salido antaño de sus compañeros de aldea. Entró a Aten por una de sus callejuelas y fue preguntando a los vecinos si tenían sal. Una mujer que tenía una especie de tienda de provisiones, le contestó que sí y le enseñó una gran cantidad de trozos de la codiciada substancia.  Tiluca, en cuanto vio la sal, lanzó una mirada placentera y codiciosa a la vez, por último, dio un salto y tomando el trozo: 

Señora — le dijo a la mujer — ¿puede usted regalarme algunos trozos de esta golosina?

Sorprendida la mujer por semejante actitud, y aunque simpatizó con la rara muchacha, le respondió que ella era pobre, y que vivía con el fruto de su pequeño comercio y que sentía mucho no poder complacerla. Como Tiluca no tenía dinero ni lo conocía, ni falta que hacía en la aldea, se quedó triste sin saber qué hacer.  De pronto se acordó que su padre le había colgado al cuello una pepita de oro nativo, y, pensando que aquello podría tener algún valor, se la ofreció a la dueña del negocio. Esta, sin titubear, aceptó el cambio y entregó a Tiluca cuanta sal pudo llevarse escondida entre su vestido.

Tiluca, satisfecha y alegre emprendió el regreso.  Cuando llegó a los alrededores de su aldea aún no había cerrado la noche, por lo cual se escondió en un pequeño bosque a esperar queja obscuridad le proporcionara el momento propicio para introducirse en el poblacho.  En efecto, a eso de la medianoche, valiéndose de la misma astucia de la salida, sé cubrió de yerbas y logró, arrastrándose como una serpiente, burlar la vigilancia de los guardianes. Cuando llegó a su casa, pudo convencerse, con gran contento, de que su ausencia no había sido notada por sus padres.  Tranquilizada ya, se preocupó de esconder debidamente el fruto de sus afanes en un agujero hecho al pie de un árbol. Desde entonces, la pequeña, cada noche iba a ese sitio y extraía cuidadosamente y en secreto un trocito de sal para condimentar sus alimentos del día siguiente.  Y para que sus padres no lo supieran se lo anudaba en un extremo de su traje, cada vez que le servían el alimento.  Tiluca se alejaba de sus padres y disimuladamente sacaba un poco de sal y la echaba en su plato. Pronto notaron sus padres, y aún los vecinos, que Tiluca comía con un apetito extraordinario, como jamás hasta entonces lo había hecho.  Muchas veces la madre la contemplaba asombrada y le preguntaba por qué saboreaba de tal manera esa insípida sopa de maíz.  La muchacha se enternecía y a punto estuvo en varias ocasiones de comunicarle su secreto; pero la idea de confesar su fuga la detenía.  Pues, sabía que sus mismos padres, en cumplimiento de las severas leyes de Pacha, no dudarían en acusarle públicamente. Tiluca pasó así algunos meses, saboreando entre constantes zozobras su delicioso condimento, hasta que un día vio, con inmensa pena, que extraía del agujero el último trocito de sal.   EL VICIO FATAL Terminada su pequeña provisión, la muchacha tuvo que resignarse a la antigua e insípida sopa.  Pero por más esfuerzos que hizo para acostumbrarse no pudo lograrlo. Entonces sucedió algo muy raro a la vista de los padres de la niña.  Y era que la que antes devoraba con tanto deleite su comida, ahora al primer bocado, se estremecía y terminaba por arrojar repugnando el plato. Como consecuencia de la falta de aumentación la muchacha fue extenuándose más y más hasta caer enferma y presa de uña fiebre delirante. Los afligidos padres que amaban entrañablemente a la muchacha, se apresuraron a llamar al curandero.  Este acudió a ver a Tiluca, y, cuál no sería su asombro al oír entre los desvaríos del delirio, que la muchacha pedía sal con desesperado afán. Este hecho fue inmediatamente puesto en conocimiento del severo Pacha.  El gobernador de la colonia que era hombre muy perspicaz, malició la culpa de Tiluca y desde entonces se propuso estar sobre aviso.

Entretanto, continuaba la postración de la enferma, siendo inútil cuanta medicina le dieron sus padres y parientes. Una noche, Tiluca en su delirio soñó que volvía a salir del poblado en pos de sal.  Tanto le impresionó su sueño que despertó y pareció recobrar un tanto sus pérdidas fuerzas. Era todavía de noche.  Convencida de que sus padres dormían, tomó su ropa y se arrastró dificultosamente hacia afuera, cruzó a gatas la única callejuela del poblado y se dirigió a la salida. Los centinelas dormían, pero la muchacha, cuando ya iba a trasponer el lindero, se traicionó a sí misma lanzando un lastimero quejido.  Al punto despertaron los guardias, prendieron a la fugitiva y la llevaron a presencia del gobernador.  Este, que ya presumía lo que habían pasado antes, quedó plenamente convencido de la falta de Tiluca.  La infeliz fue inmediatamente condenada a expiar su tremenda culpa. Al amanecer, sin que aún los habitantes del poblado hubieran despertado.  Pacha y sus guardias procedieron a dar cumplimiento al suplicio.  Al pie del mismo árbol en que la desdichada había escondido antes su tesoro de sal fue cavada la fosa.  Tiluca que ya había perdido el conocimiento, fue sepultada en vida por sus inflexibles verdugos, tal como lo mandaba la ley. Por orden terminante de Pacha se guardó el más absoluto secreto sobre el suplicio, no sólo para los padres de la víctima sino también para toda la población. Cuando amaneció aquel día, los padres de Tiluca vieron con dolorosa sorpresa que el lecho de su hija estaba vacío.  Salieron en su busca por toda la aldea; pero nadie supo darles la más leve noticia.  Locos de pesar registraron todos los alrededores, pero con igual resultado.   EL MILAGRO DE LA SAL Pasaron los días, y el dolor para los dos viejos, y en el sentarse día y noche al pie su hija perdida, costumbre

de los padres era más intenso.  Perdida toda esperanza desvarío que les causaba su dolor inconsolable, iban a del árbol favorito de la infortunada chiquilla y allí lloraban a que les hizo una triste manía.

Hasta que un día se produjo el milagro. El césped que sombreaba la base del árbol comenzó a trasudar un líquido misterioso que, al evaporarse con el calor del sol, dejó sobre la superficie una capa blanca cristalizada.  Era sal pura. No se supo si los huesos de la desgraciada chiquilla, por el ansia suprema de la muerta, sufrieron la mágica transformación, o si los raudales de lágrimas, vertidos por sus padres, realizaron la maravilla.  Acaso fueron las dos causas.  Pero, lo cierto es que los habitantes de la aldea tuvieron desde aquel día una fuente preciosa de sal que les sirvió para condimentar sus alimentos. Más, ocurrió que un día la milagrosa fuente de sal desapareció.  Los habitantes acostumbrados a la exquisitez que tan caro había costado a Tíluca, ya no pudieron

prescindir de la sal y pidieron al jefe salir de la aldea en pos de tan preciada substancia. El jefe les negó el permiso rotundamente, pero, los pobladores, desde los centinelas hasta el último niño, abandonaron la aldea formando una larga caravana. Llegaron al pueblo de Aten y allí supieron que en las tierras altoperuanas se había desarrollado sucesos transcendentales.  Los dominadores extranjeros habían sido arrojados y las gentes americanas vivían ya libres, bajo el amparo de una nueva patria. * "Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil

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