Leyendas Bajo La Cruz Del Sur - Alicia Morel
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ALICIA MOREL
LEYENDAS BAJO LA CRUZ DEL SUR ILUSTRACIONES DE TOMÁS GERBER
EDITORIAL ANDRÉS BELLO
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EL CAZADOR DE LA CRUZ DEL SUR Leyenda del Chaco argentino
En las calurosas tierras del Chaco, Numa era un experto cazador. Usaba las boleadoras con tanta habilidad, que ninguna presa se le escapaba. Guanacos y vicuñas caían enredados en las cuerdas de su arma preferida. Lo que más le gustaba cazar era avestruces; la rapidez para correr de estas grandes aves, a hijo mayor las que llamaban "amanic", ponían a prueba su puntería y su experiencia. Numa llegó a ser tan famoso como cazador, que lo eligieron cacique de los mocovíes, su pueblo. Los guerreros lo admiraban y temían, las mujeres y los niños lo amaban, los ancianos contaban sus hazañas para que no se olvidaran. Y así fue como esta historia llegó hasta nosotros. 3
Una tarde, Numa salió a cazar con su hijo para que aprendiera a ser tan diestro como él. —Si aprendes a manejar las boleadoras, puedes alcanzar una fama parecida a la de tu padre —aseguró Numa con orgullo. El muchacho asintió, tratando de hacer girar las cuerdas con las pesadas piedras que llevaban en sus extremos. En esto que iban caminando por un llano, apareció frente a ellos un avestruz de gran tamaño, como nunca se había visto por esas tierras. —Hijo, fíjate cómo lanzo las boleadoras para cazar a este extraordinario "amanic" —dijo Numa, echando a correr con el arma girando sobre su cabeza. En el momento preciso, lanzó las boleadoras, pero el avestruz fue más rápido y escapó corriendo por el llano, dándose impulso con sus espléndidas alas entreabiertas. —Espérame, hijo, vuelvo en un rato —gritó Numa, herido en su orgullo por no haber cazado el ave al primer intento. Corrió y corrió tras el esquivo "amanic", yendo cada vez más hacia el sur, hasta perderse de vista. El muchacho esperó el regreso de su padre hasta el amanecer del otro día; volvió a casa sin saber qué había sido de él. 4
Pasó el tiempo y Numa nunca regresó. Cuentan los ancianos que el cacique continuó persiguiendo el avestruz hasta llegar al borde mismo donde termina el mundo. Allí lanzó por última vez las boleadoras, inútilmente. Entonces el avestruz gigante, en vez de caer al abismo, se dio un fuerte impulso y se elevó en el aire hacia el cielo. Numa no quiso darse por vencido y permaneció en ese lugar, esperando que el "amanic" bajara; no quería volver a su pueblo derrotado. En ese lugar se quedó hasta envejecer y, por último, morir. El avestruz gigante se convirtió en una de las constelaciones más brillantes del cielo sureño, aquella que guió a los indios y guía hasta hoy a los viajeros de tierra y mar, la Cruz del Sur.
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CUANDO GÓOS LA BALLENA CAMINABA POR LA TIERRA Leyenda tehuelche
¿Se imaginan ustedes a Góos, la ballena azul, caminando con cuatro patitas cortas, de aquí para allá, haciendo temblar la tierra con su corpachón? ¿Se imaginan a Góos bostezando? ¡Qué enorme caverna, su boca! Bueno, así era, según cuentan las abuelas de los pueblos tehuelches de la Patagonia. Sin embargo, durante un buen tiempo nadie supo que Góos era peligrosa. Los que se enteraban de esta verdad no alcanzaban a contárselo a nadie, porque sencillamente desaparecían. A Góos le gustaba mirar cómo se movían los animales, cómo balanceaban sus ramas los árboles con el viento. ¡Qué livianos y alegres saltaban los guanacos por los montes! ¡Cómo corrían los avestruces y volaban los pájaros! Ella, que apenas se podía mover, se maravillaba ante la agilidad de los otros animales. Lo que más le gustaba, sin embargo, era contemplar los poblados de los tehuelches: sus 6
rucas de ramas cubiertas con cueros, sus juegos, sus quehaceres y hasta los grandes fuegos que encendían para calentarse. Sin duda, las fogatas la entusiasmaban por sobre todo, como a nosotros los fuegos artificiales. ¡Qué danzas, brillos y sorprendentes figuras, las del fuego! Góos pasaba inmóvil durante horas contemplando, y entonces le daba sueño y bostezaba abriendo la tremenda boca. Y al bostezar, se formaba una corriente de aire tan fuerte como la de una aspiradora gigante, y se tragaba lo que tanto la entusiasmaba: toldos, rucas, gentes, animales, fogatas, bosqueci- llos, en fin, todo lo que en un segundo antes la había fascinado. Ella misma no se explicaba esta desaparición; a lo más, sentía la barriga más pesada y un ruido de tripas que parecía trueno. Se echaba a dormir largas siestas y luego caminaba lentamente en busca de otro espectáculo más duradero. Con el tiempo, la gente empezó a preguntarse por tantas desapariciones. —¿No había un bosquecillo por aquí? ¿Qué será de mi amigo Korcán y de su familia, que hace tiempo no los veo? Cada vez había menos guanacos, menos cururos. Empezaron todos a inquietarse, porque la 7
escasez de alimentos es lo que más puede intranquilizar a hombres y animales. Hasta que un día desapareció un jefe importante, Akainik, que quiere decir "estrella de la tarde". Entonces el segundo jefe, Akin, decidió consultar a Elal, el dios familiar de los tehuelches, quien solía vagar por llanuras, montes y mares. Akin se internó en las soledades, lejos de todo poblado. Después de caminar tres días con sus soles y tres noches llenas de estrellas, divisó a Elal cuidando una manada de avestruces. —¡Elal, Elal, necesito hablar contigo! —llamó Akin, respetuosamente. —Acércate, Akin —contestó el dios sin abandonar su trabajo. —Perdona que te distraiga, pero Akainik, nuestro jefe, ha desaparecido con su familia. Hemos notado que
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también desaparecieron bosques y animales sin que podamos explicarnos qué pasa. —Eso es grave, porque precisamente yo me encargo de cuidar a los seres y las cosas. Veré cuál puede ser la causa de este desorden. Elal tomó su cayado y caminó por llanuras y montes mirando con atención a cada criatura. Así fue como se encontró con Góos, que iba balanceándose con sus patitas cortas, haciendo temblar la tierra. En eso, dio un gran bostezo y Elal vio cómo desaparecían por su bocaza una docena de guanacos y varios matorrales, sorbidos por la corriente de aire. —Creo que se ha resuelto el misterio —exclamó. Se acercó a Góos y le ordenó: —Abre la boca, a ver qué tienes dentro. Pero la ballena tenía sueño y se echó en la hierba pesadamente, con la bocaza bien cerrada. Elal agitó su cayado y se convirtió en un tábano. Empezó a revolotear en torno a Góos, molestándola, chocando contra sus ojos a medio cerrar, hasta que el animal abrió un poco la boca y se tragó sin más al tábano. Una vez dentro de la barriga, Elal descubrió todo lo que se había chupado la ballena. 10
Para despertarla, empezó a hacerle cosquillas en la garganta, picándola varias veces hasta que la hizo toser. Entonces la corriente de aire funcionó al revés, es decir, hacia afuera, y empezó a devolver todo lo que se había tragado: rebaños de guanacos, carnadas de cunaros y liebres, varias familias de tehuelches, entre ellas la del jefe Akainik. También quedaron desparramados por los llanos toldos, rucas, fogatas, ropas y toda clase de utensilios de cocina. Al final salió el tábano que se convirtió de nuevo en Elal. —¡Mira lo que has provocado con tus bostezos! —le gritó, aunque sin enojo, porque al fin y al cabo Góos no lo había hecho adrede. La pobre cerró bien la boca, procurando no bostezar de puros nervios. Elal pensó un buen rato en cómo solucionar el problema de la enorme criatura. La miró por todos lados, estudió y midió sus proporciones, contempló los montes y, por último, dirigió la vista hacia el mar. —Ya sé qué haré contigo para que seas más feliz que como criatura terrestre. Desde ahora vivirás en el mar. Al comienzo, Góos tuvo miedo de caminar entre las olas, porque aunque ella era bastante grandota, el mar se veía infinito. Toda clase de 11
dudas pasaron por su cerebro: ¿Me hundiré con el peso que tengo?, ¿podré nadar?, ¿me comerán los tiburones?... fueron algunas de las preguntas que se hizo. Pero en cuanto perdió pie, flotó agradablemente en las alborotadas aguas, y se dejó llevar feliz, sintiéndose liviana por primera vez en su vida. Aprendió a sumergirse y a lanzar chorros de agua por un agujero que no sabía que tenía en la cabeza. Hasta dio saltos y jugó como había visto hacer a los animales terrestres. Lentamente las patitas se le convirtieron en aletas. Pero aunque su vida en el mar le dio una gran felicidad, de cuando en cuando se asoma para hacer señas con la cola a sus antiguos hermanos de tierra adentro.
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CREACIÓN DE LOS ÁRBOLES Mito mapuche de los espíritus protectores
El bus daba saltos y tumbos por el camino que rodeaba el lago. El grupo de niños, junto a su tío Marcelo, iba pegado a las ventanas buscando un lugar agradable donde acampar. En una vuelta, divisaron una pequeña isla próxima a la orilla, unida a tierra por un rústico puente de tablones. —¡Acampemos en esa islita! —-gritó Francisca, la mayor del grupo. Los otros niños, Noé, Margarita y Josefina, se entusiasmaron de inmediato, enamorados de la isla. —Hay una casa —observó Noé. —¡Es la casa del bosque! —exclamó Margarita. —¿Hay un lobo también? —preguntó Josefina en su media lengua. —Bueno, tendríamos que pedir permiso al dueño para acampar —señaló tío Marcelo. —¿Y si no nos da permiso? —interrogó Francisca con cierta aflicción. 13
Una anciana que también iba en el bus, al ver el entusiasmo del grupo, explicó: —La isla se llama Millaray, "flor de oro", y pertenece a Juan Lemunao, un hombre bueno, con el que pueden conversar. Tío Marcelo agradeció a la señora e hizo parar el bus. —Aquí nos bajamos —anunció en medio de los alegres gritos de los niños. Caminaron hacia la playa y el puente de tablones: —Espérenme aquí. Hablaré con Juan Lemunao para explicarle que somos cuidadosos para acampar. Los muchachos se sentaron sobre sus sacos de dormir, mientras caía lentamente la tarde. Pasó una hora larga. Francisca sacó provisiones para calmar los nervios y el hambre; oscureció y el tío no regresaba. ¿Por qué demoraba tanto? Vieron moverse una luz en la isla, como si alguien recorriera un camino entre los árboles. —Ya viene —murmuró la impaciente Margarita. Largo rato observaron aún la temblorosa luz hasta que de pronto desapareció. Cuando estaban 14
más desalentados, vieron el foco al otro extremo de los tablones. —¡Tío Marcelo! —gritaron a coro. —Pueden venir —contestó el tío agitando su linterna—. No tengan miedo, el agua no es honda. Cada uno sacó su linterna para iluminar el frágil puente y empezó el lento desfile. Al otro lado, el tío los presentó a Juan Lemunao, hombre corpulento, de sonrisa grande. Esa noche durmieron bajo los árboles, acompañados por el canto de pequeños sapos; algunos se les metieron en el saco de dormir. Amaneció un día caluroso; dieron vueltas en torno a la isla y cada uno escogió un rincón para jugar y pensar. También se bañaron en el lago. Hacia el atardecer se reunieron en torno a una fogata que encendió Juan Lemunao en una playa. —Hay que tener cuidado de no quemar el pasto, ardería toda la isla —comentó. —Es un lugar maravilloso —exclamó Francisca. —¡Es una flor de oro, como dijo la señora del bus! —agregó Noé. —¿Dónde está la flor de oro? —preguntó Margarita. —¿Y el lobo? —murmuró Josefina con cierta inseguridad. 15
—Esta isla es la flor de oro que el Padre creador hizo florecer al centro del lago —contó Juan—; pero el lago se fue secando y la isla se acercó a la orilla. A veces, en invierno, las lluvias hacen crecer el lago y de nuevo la isla se aleja hacia el centro del agua. Así la hizo Guene- chen, el Dios del cielo, que separó la tierra del agua para que nacieran las plantas y los animales. Esto me lo contó mi padre, a quien se lo contó su abuelo y así llegamos hasta el primer abuelo. El nombre de Lemunao viene de antiguo; significa gente del bosque, gente amiga de la selva. Lemunao se quedó en silencio por unos minutos, como si estuviera pensando. Después prosiguió: —Hace muchos, muchos años, mi primer abuelo recibió el encargo de cuidar los árboles. Sucedió de este modo: los árboles aparecieron sobre la tierra después de los diluvios, pero nadie sabía cómo se llamaban. El Padre Dios le dijo a mi primer abuelo: "Da nombres hermosos a los árboles según sus cualidades. Uno de ellos será árbol sagrado para ti y los hijos de tus hijos. Nunca harán leña de él, porque mi luz y mi sombra estarán entre sus hojas". Mi abuelo primero obedeció y nombró cada árbol según sus virtudes. 16
Llamó boigue al árbol sagrado, que ustedes llaman canelo; sus hojas son verdes por una cara y plateadas por la otra, como la sombra y la luz de Dios. Pero junto a este árbol bueno, había otro, que por esencia es amargo y venenoso: lo llamó latué, palo de los brujos, porque representa el mal que hay en los hombres. Luego dio nombre a los gigantes del bosque: coigüe, alerce y pehuén o araucaria. En cada uno vive el espíritu protector de Lin anciano o anciana que los mantiene por muchos años. Por último, nombró los medicinales como boldo, patagua, arrayán. También dio nombre a las humildes hierbas que extraen su gran virtud de la tierra. Entonces los hombres supieron cómo utilizar los frutos, los perfumes, los colores y los jugos que sanan. Pasaron tres días en que los niños aprendieron a distinguir los árboles no sólo por sus nombres, sino por la forma de sus copas y sus hojas. Tío Marcelo consideró que había llegado el momento de partir. Los niños suplicaron quedarse por el resto de las vacaciones, pero comprendieron que no se podía abusar de la generosidad de Juan Lemunao. La última tarde del tercer día
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recolectaron hojas y anotaron en sus libretas los nombres de las plantas a que pertenecían. Al despedirse tío Marcelo dijo a Juan: —Creo que también nosotros podemos llevar desde ahora el apellido Lemunao, porque hemos aprendido a amar los árboles y a cuidarlos.
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LA PALOMA EQUIVOCADA Tradición de Catamarca, Argentina Hace algunos años, allá en Catamarca, la anciana Efigenia López entretenía a niños y grandes contando cuentos. Uno de ellos empezaba así: —En un zapatito roto encontré este cuento, de una joven Paloma Torcaza, que en vez de hacer el nido en un árbol, como era la costumbre, decidió hacerlo en el suelo. —Es hora de cambiar de moda, es mucho más práctico hacer el nido en tierra. Se trabaja menos, y es más seguro, los pichones no se caen desde lo alto de la rama. Empezó a acarrear palitos, hojas, unas lanas de oveja que hallaba en las alambradas, en fin lo que se le ocurrió para tener un nido suave y abrigado. Las torcazas mayores, al ver lo que hacía la más joven, movieron las cabezas comentando: —¿Cómo se te ocurre hacer el nido en el suelo? —Debes estar loca... —Es muy peligroso... Pero la Paloma se rió del escándalo que hacían las viejas. 19
—Lo que pasa es que ustedes no tienen imaginación, hay que cambiar lo antiguo por lo nuevo. Terminó el nidal bajo los matorrales, en menos tiempo que las otras. Por cierto, no era tan ordenado como el del zorzal, ni tan firme; total, lo ocuparía durante poco tiempo. Se echó con toda pompa y puso dos huevos blancos. Estaba en lo mejor empollando, cuando una noche un ruido la sobresaltó. —¿Quién anda ahí? —preguntó con un arrullo tembloroso. —Soy Juan, el Zorro. Tengo mucha hambre y quería pedirte uno de tus huevos. ¡Qué susto le dio a la Paloma! ¿Cómo salvar los huevos? —Mejor pasa dentro de una semana —pudo responder al fin—, entonces habrán salido los pichones y te alimentarán mejor. —Muy bien, vendré para entonces —dijo el Zorro con una sonrisa chueca.
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El amanecer pilló a la pobre Torcaza llorando. El Chincol escuchó los tristes gemidos y se acercó a la Paloma con su saltito distraído: —¿Qué te pasa, para quejarte así? —Av, Chincol, no sabes lo que me ha pasado. Anoche vino Juan, el Zorro, y quería comerse mis huevos; pero yo le dije que volviera la otra semana, cuando salgan los pichones, y así comía mejor. Por eso estoy llorando. —Eso te pasa por hacer el nido en el suelo. Tienes que apresurarte en hacer otro nido arriba de un árbol, como lo hacen todas las torcazas del mundo. El Zorro Juan no sabe trepar. La Paloma agradeció al Chincol el consejo, y aunque sintió vergüenza por haberse equivocado, voló hacia el árbol que tenía más cerca y trasladó palito a palito el nido a una rama y, enseguida, llevó sus huevos. A la semana justa volvió el Zorro y al no hallarla bajo el matorral se puso furioso. —¿Dónde se habrá metido esa mentirosa? —aulló. La Paloma ni se movía, pero los pichones se agitaron y el Zorro miró hacia las ramas. —¿Qué haces ahí arriba? ¿Quién te dijo que pusieras el nido en el árbol? 21
—El Chincol, mi tío Agustín, él me dijo que me subiera al árbol para que no te comas mis pichones. —¡Ah, ya verá el tío Agustín lo que le va a pasar cuando lo encuentre! —amenazó Juan. Cierto día el Zorro sorprendió al Chincol distraído, picoteando entre el barro. Ahí mismo lo cazó y lo llevó en el hocico hasta la orilla de un camino, para devorarlo. Y por ese camino iban pasando unos arrieros con un piño de animales, rodeados de sus perros. Cuando vieron a don Zorro que llevaba algo entre los dientes, se pusieron a reír. —¡Miren qué infeliz es este don Juan, que lleva en el hocico al pequeño tío Agustín! ¿No le da vergüenza ser tan canalla? Entonces el Chincol le sopló al Zorro: —Diles que qué les importa a ellos. Juan, furioso por las burlas, chilló: —¿Qué les importa a ustedes? En cuanto abrió el hocico, el tío Agustín escapó en menos de un segundo, y se paró en una rama para alisarse las plumas. Entonces los perros de los arrieros vieron al Zorro, y se lanzaron contra él dando feroces ladridos. Juan escapó como el viento; así y todo los 22
perros le mordieron la cola y las patas traseras. Pero el terror del Zorro fue tan grande que logró escapar a la tupida selva, sin ganas de volver por esos lugares. La Paloma Torcaza crió a sus pichones y nunca más quiso cambiar la costumbre de hacer nidos arriba de los árboles.
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EL PRIMER FUEGO Mito guaraní
Después que llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, el Padre Primero de los guaraníes hizo una Tierra Nueva. Miró todo lo que había creado, montañas, selvas, ríos, mares; por último se acercó a las cabañas donde vivían los hombres. Oyó un ruido extraño y al asomarse bajo las enramadas, se dio cuenta de que el ruido lo producían los mismos hombres al masticar raíces y carne cruda. "No tienen fuego para cocinar sus alimentos —pensó el Padre Primero—, no pueden hacer fogones y sentarse alrededor para conversar y contar cuentos." Preocupado, miró las altas montañas donde sí había fuego. Unos seres oscuros vivían allí, unos gigantes negros que se habían apoderado del fuego. El Padre Primero vio que eran malvados porque no tenían corazón.
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—No quieren compartir el fuego con nadie, y se alimentan de la carne de los hombres cocinándolos en las llamas de los volcanes. El Padre Primero decidió quitarles el fuego a los gigantes y llevar una brasa a los hombres de las cabañas. —¿Quién me podrá ayudar? —se preguntó. Miró con atención a los que vivían cerca del agua, a los que podían apagar el fuego si escapaba, o llevarlo sin quemarse, y descubrió a Cururú, el sapo verde como la hierba verde. —¡Cururú, Cururú, ven un momento! —llamó el Padre Primero. —Voy, voy, voy —contestó a saltos el pequeño sapo. —Mira, tú me vas a ayudar a conseguir fuego para los hombres, porque hay algo que sabes hacer muy bien: cazar cualquier cosa que ande volando. —¿Y qué harás volar? —quiso saber Cururú. —Volarán brasas —contestó el Padre Primero sonriendo misteriosamente. Cururú no comprendió mucho, pero como tenía buena voluntad y confianza, se sintió feliz y algo orgulloso de ser ayudante del buen dios de los guaraníes. —Te explicaré lo que tienes que hacer. 25
El Padre Primero se inclinó y sopló en el oído de Cururú algunas instmcciones: —Tienes que... bsss... bsss... ¿entendiste? Y entonces yo... bsss... bsss... y eso es todo. Ahora, a trabajar. Ambos partieron hacia las montañas, uno caminando con decisión, y el otro saltando con su corazón verde. Cuando llegaron cerca de los gigantes, el Padre Primero tomó la forma de hombre y se tiró, como desmayado de espaldas, al suelo. Cururú, en cambio, se ocultó perfectamente entre el pasto, de manera que nadie lo podía descubrir; pero él veía todo. No pasó mucho rato, y aparecieron los gigantes atraídos por la figura tirada en el suelo. —¡Qué buena comida! ¡Ya tenemos qué cocinar! ¡Encendamos una buena fogata! —gritaron con sus voces de trueno. En pocos momentos juntaron ramas y encendieron un gran fuego rodeando el cuerpo del Padre Primero. Pero él no se quemaba, ni siquiera se calentaba, porque era dios. Cuando el fuego estuvo alto y las llamas cubrían la figura de hombre, el Padre Primero pegó una gran patada a las brasas, haciéndolas volar por el aire. Los gigantes no se dieron cuenta de nada. Una de las 26
brasas voló cerca de Cururú, y éste, de un gran salto, la cogió en su boca y se la tragó. En seguida lanzó un agudo grito ¡cucururú! para avisar al dios que había cumplido su parte. Entonces el Padre Primero se levantó en medio del fuego y salió caminando tan tranquilo. Los gigantes se quedaron con la boca abierta, sin entender lo que veían. Cuando estuvieron lejos, el Padre Primero dijo a corazón verde: —Hijo, arroja el fuego. Cururú botó la brasa. —Ahora, busca mi arco y mis flechas —ordenó. El sapo, con rápidos saltos, no tardó en volver con lo pedido. Entonces, el Padre Primero encendió la punta de una de las flechas y la lanzó con el arco hacia el tronco de un árbol de laurel; pero el árbol no se quemó, sino que el fuego quedó metido dentro de la madera. En seguida tomó la otra flecha, encendió también su punta y esta vez la tiró contra una enredadera de flexible tallo llamada "bejuco subterráneo". Tampoco se quemó la planta, sino que guardó el fuego en el interior de sus ramas. El Padre Primero llamó a los hombres de las cabañas y les mostró el laurel y el bejuco. 27
—En estas plantas he puesto fuego —les explicó—, cuando quieran hacer una fogata, corten un buen trozo de laurel o bejuco, hagan un pequeño agujero en cada uno, y metan ahí la punta de una de sus flechas y háganla girar rápido con sus manos: en seguida saldrán llamitas para encender hojas y luego ramas más grandes. De esta manera, los guaraníes hicieron fuego y cocinaron sus alimentos y nunca más metieron ruido al comer. Después el Padre Primero convirtió a los gigantes negros en unos pájaros del mismo color, que sólo comen carroña. Son los urubúes, los que también se conocen con el nombre de cuervos o jotes.
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LA FIESTA DE LA LUNA Tradición aimara del Altiplano
En el gran lago Titicaca hay muchas islas; una de ellas es la isla del Sol y otra la de la Luna, porque hace siglos los aimaras adoraron allí a los astros del día y de la noche. Quedan ruinas de templos donde se reúnen algunos animales del Altiplano para celebrar la llegada de las diferentes estaciones. En una de estas oportunidades, cuando el lago más alto del mundo estaba hinchado por las aguas del deshielo, se decidió dar un premio al animal que se distinguiera por su elegancia para celebrar la fiesta de la primera Luna de primavera. La mayoría opinó que lo de elegancia era una ridiculez. El Cóndor dijo: —Yo tengo mi plumaje negro, mi cuello con un adorno blanco y un vuelo poderoso. Dios me hizo así, y nada puedo agregar a la obra de Dios. Luego de limpiar sus plumas, abrió las alas para secarlas al sol. 29
Las chinchillas se dieron su acostumbrado baño de tierra, dando chillidos de felicidad. La más vieja, abuela de todas las chinchillas, opinó: -—La limpieza hace brillar nuestras pieles azules, que son las más sedosas y finas del mundo. Nadie discute nuestra elegancia.
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La garza, que vive con sus patas en el barro, no necesitaba ningún esfuerzo para mantener la blancura de su plumaje, y derramó luz al echarse a volar. El pequeño carpincho que mora a orillas del lago, se dio su acostumbrado baño matinal y al salir a la superficie, sus largos pelos centelleaban cubiertos de gotas. Los demás animales, liebres, vicuñas y llamas, peinaron sus pieles y lanas quedando a cada cual más lustrosa. Sin embargo había un animalito especialmente vanidoso. En lo profundo de su madriguera, Tatú, el Armadillo, se puso a fabricar un manto de finísimos cordones que iba anudando con cuidado. —Se las ganaré a todos —aseguró. Con su fino hocico y sus delicadas patas, la capa iba saliendo como una obra de arte mayor. —Este traje me va a durar toda la vida —le comentó a su señora—; lo haré firme para que no sólo sea hermoso, sino también una verdadera capa antimordiscos y patadas. Doña Tatú asintió. Sabía desde pequeña que no se discute con el marido, sobre todo cuando no tiene la razón. De puro contento, el Tatú se puso a cantar a toda voz. Su señora le advirtió: —No cantes tan alto, alguien se puede molestar. 31
—¡Que se moleste! Quiero que todos sepan que seré el más elegante. Y mientras cantaba, cosía sin parar. La voz del Tatú salía amplificada por la boca de la madriguera. —Do, do, do, así soy yo. Re, re, re, mejor que usted. Mi, mi, mi,
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estoy feliz. Fa, fa, fa, voy a ganar. Sol, sol, sol, soy un campeón. La, la, la, lueguito ya. Si, si, si, voy a reír, voy a triunfar. Las notas se enredaron con las puntadas y el manto guardó la canción como caja de música. Lo que temía la señora del Tatú se cumplió: el Zorro escuchó el canto, se molestó y decidió hacerle una broma al pretencioso Armadillo. —Ese farsante se está preparando para la fiesta con mucho adelanto. Le daré un buen susto. Esperó que doña Tatú saliera a buscar comida para sorprenderlo solo. Empinándose sobre sus patas traseras, metió el hocico en la madriguera y aulló: —¿Todavía no terminas de arreglarte? —No hay apuro, faltan dos días para la fiesta y me gusta la prolijidad —contestó el Tatú dando puntadas. —¿Cómo que no hay apuro? La Luna llena está saliendo y todos corren para subirse a las balsas que los llevarán a la fiesta —inventó el Zorro al vuelo.
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—¡No me digas! ¿Cómo iba yo a equivocarme tanto de fecha? —gimió el Armadillo poniéndose pálido. —La mucha prolijidad te enredó la memoria —rió el Zorro. Y se alejó muy contento de haber asustado al Tatú. El pobre animalito se puso tan nervioso, que terminó el manto con unos feos costurones que se notaban de lejos. Ya no tuvo ganas de cantar, preocupado de no llegar tarde a la fiesta. Corrió a la orilla del lago, poniéndose la capa a la carrera. Pronto se dio cuenta del engaño del Zorro, pero ya era demasiado tarde para arreglar su vestimenta; quedó para siempre con unas costuras finas en el cuello y otras anchas y toscas en el lomo. Así y todo asistió a la fiesta con su esposa. Como tenía buen carácter, perdonó al Zorro y olvidó su rabia. Al ver a la alegre concurrencia que llegaba a la isla de la Luna, su cara y su corazón se llenaron de risa; golpeando su sonoro caparazón con la cola, entonó canciones tan divertidas, que al final recibió un premio de flores por ser el más musical de los animales. Con el tiempo, su fama de melódico llegó a oídos de los aimaras. Desde entonces persiguen al 35
Tatú para quitarle su caparazón, con el que fabrican una especie de pequeña guitarra, el "charango".
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LAGUNA GUATAVITA Leyenda colombiana
Aventureros del Viejo Mundo oyeron hablar de un tesoro fantástico, oro y esmeraldas, gemas del tamaño de un huevo, allá en la lejana América del Sur, en el Perú, en Quito, en las montañas y valles de Bogotá. Se pusieron en camino a través de cordilleras desconocidas, de selvas húmedas y ríos salvajes, cruzando ciénagas llenas de sanguijuelas y caimanes. Nada los detuvo, ni la muerte de compañeros y esclavos, ni la sed ni el hambre. Se comieron hasta los perros que los acompañaban y toda cosa viva que encontraron a su paso. Uno vino del norte, Gonzalo Jiménez de Quesada, hombre de leyes, que guerreó con los pueblos chibchas. Otro avanzó por el oriente, desde Venezuela, Nicolás Fe- derman. Sebastián de Benalcázar dejó Perú y atravesó territorios desde el sur. Ninguno descubrió el tesoro de los chibchas, habitantes de los valles de Bogotá, que vivían a orillas de largos ríos impetuosos como el 37
Magdalena. Ninguno de los hombres del Viejo Mundo descubrió el oro y las gemas que se encuentran al fondo de la laguna Guatavita, custodiados por la diosa serpiente de las profundidades. Cada año, el Zipa, jefe sagrado, semidiós al que revestían de polvo dorado, se bañaba en la laguna Guatavita dejando una estela brillante como el sol. Tras él, los sacerdotes arrojaban al agua miniaturas de oro que representaban barcos, cántaros, dioses, objetos copiados de los que usaba el Zipa en la vida diaria. Y en seguida, esmeraldas, verdes como el agua verde, para que Furatena, la diosa serpiente, abonara las raíces de los árboles y les diera frutos abundantes y aumentara los animales de caza. Si Furatena aceptaba los regalos, el Zipa salía del baño ritual sin una mota de oro en su cuerpo. Entonces los sacerdotes y el pueblo chibcha que contemplaban desde las orillas la ceremonia, entonaban cantos y lanzaban gritos y arrojaban más joyas al centro de la laguna. Los hombres del Viejo Mundo descubrieron tierras nuevas, frutos nunca antes gustados, animales extraños, pájaros e insectos como gemas. Encontraron otra clase de tesoros: flores increíbles, 38
las orquídeas que pendían de las ramas en las selvas, mariposas del tamaño de una mano. Y abrieron caminos para los cazadores de orquídeas y mariposas, de caimanes y tortugas. Luego, fundaron ciudades. Gonzalo Jiménez de Quesada puso la primera piedra de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, y llamó a la región Reino de Nueva Granada. Escribió el libro Relación de la Conquista. Nicolás Federman intervino en la colonización de Venezuela y escribió sus aventuras en Narraciones. Sebastián Benalcázar fundó, de paso, Quito y Guayaquil. Hasta hoy, la diosa serpiente guarda el tesoro en el fondo de la laguna Guatavita.
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EL DUEÑO DEL FUEGO Mito de las tribus yanomani del Alto Orinoco, Venezuela
Cerca de donde nace el Orinoco, gran río que atraviesa Venezuela, vivía el Rey de los caimanes pequeños, llamado Babá. Su mujer era una rana grandota, que a pesar de su enorme boca, sabía callar. Porque este extraño matrimonio de rana y caimán tenía un secreto que ignoraban no sólo los animales, sino también las tribus de los hombres que habitaban en las sombreadas riberas. Sin embargo, todo se descubre en este mundo. El Caimán Babá guardaba el secreto en el fondo de su garganta, lugar seguro, protegido por la corrida de dientes del animal. Los dos con la Rana solían esconderse en una caverna a la que habían prohibido entrar. Decían: —No sale con vida el que se mete en nuestra caverna, porque allí vive un dios que todo lo devora. Sólo nosotros, reyes del agua, podemos entrar. 40
Por cierto, a nadie se le ocurría acercarse a la caverna, temerosos del dios devorador. Pero un día la Perdiz Colorada en su apuro por construir el nido, se metió a la caverna sin darse cuenta. Al trajinar buscando pajuelas, encontró unas hojas y unas orugas chamuscadas. —Qué raro —pió—, parece que el fuego del cielo anduvo por aquí. Por curiosidad, probó las orugas tostadas y encontró que su gusto era mucho mejor que cuando estaban crudas. Se fue aleteando a ras del suelo, para contar su hallazgo a Tucusito, el Colibrí de plumas rojas. Sin aliento casi, contó: —Oye, encontré una oruga cocida en la gruta del Rey Caimán y tenía un gusto muy bueno. —¿Y no te pasó nada en la caverna? —preguntó Tucusito, espantado. —Nada. Parece que allí el Caimán y la Rana cuecen orugas, por eso no quieren que nadie entre. —¿Cómo lo harán? —trinó el Tucusito. —Habrá que averiguarlo —pió la Perdiz. El Pájaro Bobo, que andaba por ahí cerca, los oyó y quiso saber: —¿Qué hay que averiguar? —Nada, nada... —alcanzó a decir el Colibrí. Pero la Perdiz Colorada no se contuvo y chilló: 41
—El Caimán y su mujer comen orugas cocidas. —¿Y cómo las cuecen? —preguntó Bobo. El Colibrí, algo molesto con la Perdiz por no haber callado algo tan secreto, suspiró: —Eso es lo que tenemos que averiguar. —¡Yo les ayudaré, yo les ayudaré! —chilló Bobo, feliz con la aventura. —Muy bien —aceptó el Tucusito—, pero no tienes que decírselo a nadie. Si el Caimán Babá se da cuenta de que intentamos descubrir su secreto, sin duda nos comerá, y bien cocidos. Asustados, la Perdiz y el Pájaro Bobo prometieron callar. Ocultos bajo los matorrales, urdieron un plan. —Como mis plumas son oscuras, puedo espiar en la caverna sin que se note mi presencia —ofreció Bobo. —Pero cuidado con chistar —advirtió el Colibrí. —Sí, mucho cuidado —prometieron la Perdiz y Bobo. Durante un día completo espiaron a Babá y la Rana. Al anochecer, la Perdiz y Tucusito los vieron dirigirse a la caverna, el Caimán corriendo, la Rana saltando. Bobo estaba adentro hacía rato, en lo más sombrío, confundiendo sus plumas con la noche de la caverna. Sólo sus ojos lanzaban chispas de 42
emoción. El Caimán entró seguido de su esposa, la que traía un montón de orugas en la ancha boca; las dejó caer delante de Babá y se puso a cantar: —Abre tu boquita, querido Caimán, necesito brasas para cocinar. Babá abrió la tremenda tarasca y el Pájaro Bobo vio que de su garganta brotaban lenguas rojas y brillantes. "Ay —pensó encogiéndose—, parece fuego del cielo." En ese momento la Rana croó: —Hazme una fogata para las orugas, se queman las hojas, los bichos se arrugan. El Caimán lanzó una llama con fuerte soplido y encendió la hojarasca ya preparada. Las orugas chirriaron al asarse, pero el matrimonio estaba tan ocupado devorando las presas, que no se fijó en el Pájaro Bobo, súbitamente iluminado por las llamas. Una vez satisfechos, el Caimán y la Rana se durmieron, mientras las brasas echaban los últimos chisporroteos. Bobo salió con su torpe
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vuelo a comunicar a sus amigos el resultado de la pesquisa. Encontró a Tucusito en su enramada. —Oye, amigo, traigo novedades —susurró para que nadie más lo oyera. —¿Qué averiguaste? —aleteó impaciente el Colibrí. —¡No lo vas a creer! El Caimán guarda fuego en su garganta y con él enciende las hojas y cocina las orugas. —¿Estás seguro de no haberlo soñado? Porque entonces el Caimán se quemaría la boca. Bobo se enojó un poco. —Es imposible soñar algo tan fantástico. El Caimán, como Rey, tiene poderes de los dioses y puede guardar fuego del cielo en su boca. Yo mismo lo vi, asó las orugas en un segundo y luego se las comieron con la Rana. Volaron a contarle a la Perdiz Colorada el secreto del Caimán. Pero había otro problema. —¿Cómo podremos quitarle el fuego sin quemarnos? —meditó la Perdiz. —¿Y sin que nos devore con sus feroces dientes? —agregó Bobo. —Mañana lo pensaremos —decidió Tucusito. Cansados de vigilar y de guardar el secreto, los tres se fueron a dormir. En cuanto el sol pintó los 44
árboles y los matorrales, los amigos se juntaron en el nido de la Perdiz. —He pensado que el único momento para robarle el fuego al Caimán es cuando bosteza —dijo Bobo. —Babá nunca bosteza y tampoco se ríe. Es el bicho más serio y pesado que conozco —advirtió la Perdiz. —Ah, ésa es la solución —trinó Tucusito—, ¡hacerlo reír! Cuando abra la tarasca, como soy el más rápido y el más chico, me meteré hasta el fondo de su garganta y le robaré el fuego. Esa misma tarde, cuando todos los animales estaban reunidos junto al río, bebiendo y charlando, la Perdiz y el Pájaro Bobo llegaron haciendo piruetas que hicieron reír a la concurrencia. Sólo Babá seguía serio, apretando las mandíbulas. La Rana, que chapoteaba en el barro, lanzó una risita nerviosa: —¡Qué divertidos están hoy! ¿Dónde aprendieron esos bailes? —Viendo moverse las ramas —chilló la Perdiz, balanceándose y arrastrando las plumas de la cola. De pronto, el Pájaro Bobo recogió un pelotón de barro y tomó impulso elevándose a duras penas a cierta altura del suelo. 45
La Rana estaba boquiabierta riéndose de los torpes contoneos de la Perdiz, cuando Bobo, con gran puntería, dejó caer la pelota de barro en la boca misma de la Rana, que de la risa pasó al atoro. Al ver los apuros de su mujer, el Caimán no pudo aguantar la carcajada y abrió de par en par las fauces, riendo como nunca en su vida lo había hecho. Tucusito, que observaba desde el aire, se lanzó en picada y en un santiamén le robó el fuego con la punta de sus alas, elevándose en seguida hasta las ramas secas de un enorme árbol, que ardió de inmediato. Furioso, el Rey Babá gritó: —Ustedes se robaron el fuego, pero otros lo aprovecharán. En vez de las orugas, serán ustedes los que arderán. Mi mujer y yo viviremos donde nace el gran río y seremos inmortales. El Rey de los caimanes pequeños y la Rana se sumergieron en las aguas y desaparecieron para siempre. Con sus plumas chamuscadas de oro, el Colibrí danzó en el aire, la Perdiz dio unos torpes vuelos y el Pájaro Bobo no paró de chillar "bo, bo, bo", celebrando el robo del fuego. Sin embargo ninguno de los animales supo aprovecharlo. Los hombres que vivían junto al río Orinoco, se 46
apoderaron de las brasas que durante muchos días ardieron en la sequedad del bosque, y aprendieron a cocinar los alimentos y a conversar durante las noches en torno a las fogatas. Asaron la carne de los animales y ya no hicieron ruido al masticar. Convirtieron al Colibrí Tucusito, al Pájaro Bobo y a la Perdiz Colorada en sus animales protectores por haberles regalado el don del fuego.
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EL CONEJO QUE QUERIA CRECER Leyenda mexicana, cultura zapoteca
El Dios de los zapotecas, que es el mismo Dios de todos, se sentó en su trono de plumas de "ave del Paraíso" y rió largamente. Su risa era igual a un trueno interminable, pero el cielo estaba azul de pura alegría, porque Dios había terminado recién de crear los animales. —¡Oh, jo, jo! ¡Qué divertido resultó crear los animales! Unos tienen orejas grandes y cola pequeña; otros, orejas chicas y colas larguísimas. El oso se balancea con sus piernas cortas y sus patas empuñadas; el jaguar tiene graciosas manchas para confundirse con los matorrales. ¡Y para qué hablar de los ciervos, rápidos para correr y con una especie de árbol en la cabeza! El mono es el que más me entretiene, con su facilidad para imitar todo lo que ve. Dios no terminaba de celebrar mirando su creación. Los animales estaban felices de ser como eran. Sólo uno de ellos se sentía descontento. No 48
tardó en presentarse con su reclamo ante el trono de Dios. —Señor, me hiciste demasiado pequeño —alegó el Conejo—. Es verdad que soy rápido y tengo maña para que no me cacen ni el jaguar, ni la culebra, ni el caimán. Pero si tuviera un porte mayor, digamos, como el que tiene el oso o el puma, todos me tendrían respeto. —Hay otros más pequeños que tú y no se han quejado —contestó Dios, sonriendo. —Si te refieres a los ratones, son seres sin dignidad que viven del robo. En cuanto a las aves, sus alas les permiten volar igual que los ángeles. Otros, como la tortuga y el armadillo, se defienden con sus corazas. Sólo yo estoy en desventaja. Pronto mi raza desaparecerá de tu creación. El Señor de los zapotecas contempló un rato al Conejo y dijo por último: —Si me traes las pieles de un jaguar, de una serpiente, de un mono y de un caimán, te haré crecer. El Conejo volvió a la Tierra de un salto y se puso a trabajar de inmediato. Fabricó una cuerda bastante firme y afiló un trozo de obsidiana. Se acercó prudentemente a la madriguera del jaguar 49
y se escondió entre las hierbas, donde empezó a lamentarse a toda voz. —¡Ay! ¡Qué terrible noticia! [Ay! ¡Qué espantoso desastre! Alarmado con razón, el Jaguar salió de su escondite. —¿Qué pasa? ¿Quién anuncia desgracias? El Conejo asomó la cabeza y explicó: —Vengo de visitar al Padre Dios y me ha dicho que se acerca un huracán como hace años no se ha visto. Dijo que sólo amarrándose a un árbol grande es posible salvarse. El Jaguar se estremeció de miedo. —¿Cómo puedo amarrarme a un árbol grande? —gimió. El Conejo le mostró la cuerda que había tejido. —Puedo amarrarte con esto, y, con lo que sobre, me amarraré yo. El Jaguar, agradecido, se dejó atar a un tronco; el Conejo no perdió tiempo, tomó un palo, aturdió al jaguar y le sacó el pellejo con el cuchillo de obsidiana. Escondió la piel en su madriguera y se puso a observar a los monos que jugaban entre las ramas de un bosque. Al poco rato ya sabía qué hacer: tomó la obsidiana y fingió que se la pasaba por la garganta, lanzando al mismo tiempo largas 50
carcajadas, como si aquello le produjera gran diversión. Varias veces repitió el gesto y sus risas se hicieron más y más locas y prolongadas. Luego, simulando cansancio, se alejó, dejando el trozo de obsidiana en el suelo. No demoró en bajar un mono para repetir lo que había visto hacer al Conejo; al pasarse el filo por el cuello, se degolló. De inmediato el Conejo se apoderó de la piel y la escondió en su madriguera. Sin perder tiempo, se afiló bien las uñas en una piedra y se echó junto al agujero donde vivía la serpiente. En cuánto ésta asomó la cabeza, le enterró las uñas en los ojos, indefensos al no tener párpados. En seguida le dio algunos golpes y la descueró, guardando la brillante piel en su madriguera. —Sólo me falta el caimán —canturreó sin el menor remordimiento. Lo divisó tomando sol junto al río. —Oye, te convido a jugar a la pelota, es un juego muy entretenido. Entre los zapotecas, la pelota era de piedra, cosa que el caimán ignoraba. El Conejo tomó entre sus patas una pesada piedra y antes que el caimán dijera que sí, le aplastó la cola, dejándolo sin fuerzas. Se apoderó de la piel en segundos y corrió 51
a juntarla con las otras que guardaba en su madriguera. De varios saltos, porque iba cargado, llegó al cielo. —Señor, aquí te traigo las cuatro pieles que me pediste para hacerme crecer —dijo, inclinándose ante el trono de plumas. —Bien veo que las traes y también vi de qué manera las conseguiste. Te haré crecer... —murmuró Dios entre serio y sonriente, cogiendo al Conejo por las orejas— ... te haré crecer ¡las orejas! —concluyó el Señor lanzando al animal a la región de los zapotecas. Mirando hacia la oscura Tierra, Dios murmuró: —Conejo ambicioso y despiadado, mataste sin dudar cuatro hermosos animales para conseguir tu deseo. Si te hubiera hecho más grande, habrías querido ser como yo y sentarte en mi trono. Desde entonces, el Conejo tuvo las orejas más largas que se pueden ver entre los animales. Sus patas delanteras, con el porrazo, le quedaron más cortas que las de atrás, y con el tremendo susto que se llevó al caer de tan alto, se le pusieron los ojos colorados para siempre.
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EL ÚLTIMO GIGANTE
En tiempos de la vela y el brasero, hace muchos años, un fuerte temblor estremeció las montañas y, a causa del remezón, el último gigante famoso brotó de un cerro cordillerano. Un matrimonio de montañeses algo mayores, que no tenían hijos, oyeron unos fuertes berridos y encontraron a la criatura entre las piedras que lo habían dado a luz; nunca sospecharon que el robusto niño era hijo de la montaña; tampoco se les ocurrió que crecería y crecería, hasta convertirse en gigante. La mujer, doña Delmira, fue la primera en descubrirlo y tomarlo en brazos; lo arropó con su manto y lo quiso de inmediato. —¿Quién sería la mala madre que abandonó a un crío tan hermoso? —se preguntó escandalizada. —Tal vez no podía amamantarlo —argumentó Evaristo, el marido. —Nosotros lo criaremos con la leche de nuestras cabras monteses —exclamó Delmira, riendo al sentir que el niño, hambriento, buscaba su pecho. 54
—¿Piensas quedarte con el guachito? —preguntó el hombre, no muy contento—. ¿Cómo sabes si después, cuando esté criado, no viene su madre a reclamarlo? No había terminado de hablar, cuando la montaña lanzó un gruñido y la tierra se estremeció bajo sus pies. Asustados, ambos corrieron buscando refugio bajo un frondoso boldo. El niño no dejaba de chillar. Pasado el susto, Delmira razonó: —Lo mejor es volver pronto a casa. Allá alimentaremos al niño y lo envolveremos en una de tus camisas. Luego, pensaremos qué hacer. A Evaristo le pareció bien lo último, pero no lo de su camisa. Mientras trotaban hacia la cabaña, continuaron discutiendo: —¿Por qué envolverlo en una de mis camisas? ¿No te parece que una de tus enaguas serviría mejor? —¡Qué egoísta eres, Evaristo! Vas a ser padre de un hermoso niño y le mezquinas una pobre camisa toda parchada. —Parchada estará, pero es la única que tengo fuera de la que llevo puesta. Además, ¿quién te dijo que quiero ser padre de este guachito? 55
La madre montaña volvió a estremecerse, echando a rodar piedras por el sendero donde iba el matrimonio. Ambos se pusieron a correr olvidando sus desacuerdos. Una vez en casa, el hombre tuvo que entregar la camisa y la mujer aportó su chai de lana. —Anda a lechar a la Casilda para alimentar al niño que llora de hambre —urgió Delmira. Evaristo no discutió, con tal de que la criatura se callara. Desde ese día las cabras empezaron a dar tanta leche, que tuvieron no sólo para alimentar al hambriento hijo de la montaña, sino también para regalar y vender. —Parece cosa de magia —comentó una noche Evaristo a su mujer—. He observado que cuando llevo a pastar el rebaño al monte donde encontramos al muchacho, aumentan los litros que dan las cabras, en especial nuestra Casilda.
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—Yo he notado otra cosa —contestó Delmira—, y es lo rápido que crece el niño, sobre todo si lo comparo con el crío de Clorinda o el de Carmela: parece hijo de gigantes. Ésta fue la primera vez que mencionaron la verdadera naturaleza del niño. La montaña no dejó de celebrarlo, moviendo la tierra en torno hasta hacer caer los cacharros de las repisas; ollas y teteras rebotaron bulliciosamente como una larga carcajada. Un cacharro de greda no resistió tanto gozo, y estalló por un costado, derramando el azúcar rubia que contenía. La criatura devoraba jarros de leche, platos hondos de cuajada. Pero el matrimonio no tenía de qué preocuparse: no sólo las cabras dieron más leche, sino que los cerdos aumentaron sus carnadas y las gallinas pusieron hasta dos y tres veces al día. Llegó un momento en que tanta abundancia les dio mucho trabajo; no pudieron hacerlo con su sola fuerza y tuvieron que contratar a los muchachos del vecindario para que les ayudaran. Una tarde, en un rato de descanso, mientras Delmira ponía unas tortillas al rescoldo para tomar mate, confió a Evaristo algo que la preocupaba hacía tiempo: 58
—El niño nos ha traído muchas bendiciones y todavía no le hemos puesto nombre. ¿No crees que ya es tiempo de bautizarlo en la iglesia del pueblo? El hombre pensó un rato: —Todavía es muy pronto —dijo al fin—. Pueden aparecer sus padres y reclamar que lo hayamos inscrito como hijo nuestro en el registro de la parroquia. —El niño ya va a cumplir tres meses y no se ha oído que alguien lo eche de menos. Ha crecido tanto, que ya parece que tuviera un año, y tú sabes que es malo para la criatura estar sin el agua bendita y sin nombre. —Voy a conversarlo con el cura —dijo Evaristo, para no seguir una discusión que de todos modos iba a perder. Así fue. A la semana estaban ambos en la iglesia del pueblo, con el niño, al que apenas podían cargar. Cuando el cura lo vio, pensó que los padres habían mentido sobre su edad. —¿Cuánto tiempo dicen ustedes que tiene la criatura? —Tres meses, señor cura, ni un día más. —Mmm..., debe pertenecer a la raza de los gigantes y si es así yo no puedo... 59
El sacerdote no alcanzó a decir más: la iglesia empezó a balancearse en varias direcciones, moviendo sus altares, sus santos y sus luces y echando al vuelo las campanas. Apenas terminó el temblor, el cura, olvidando las explicaciones teológicas de por qué los gigantes no se pueden bautizar, echó el agua bendita, puso los óleos al niño y le dio el nombre elegido por los padres: Efraín, que significa "tener hijos y dar frutos". De este modo el matrimonio expresó su gratitud por el regalo hallado en la montaña. Efraín no paró de crecer hasta los quince años, en que su estatura alcanzó los cuatro metros y algo más, lo que no es excesivo si se la compara con la altura de los gigantes de la antigüedad. Por cierto que al comienzo, no sólo del vecindario, sino de todos los pueblos cercanos, vino gente a mirar al fenómeno; pero pronto se acostumbraron y hasta solían pedirle ayuda para levantar piedras y troncos, o cualquier cosa pesada. Sus padres, ancianos ya, contaban con él para que les ayudara en los trabajos del campo. Efraín se preocupaba de llevar las cabras a la montaña, de recoger leña y de alimentar a otros animales que habían adquirido, bueyes para labranza y vacas que daban abundante leche. Efraín necesitaba alimentarse 60
como diez hombres, no sólo por su tamaño, sino por el duro trabajo que hacía. Como las tierras del matrimonio no alcanzaban para alimentar tanto ganado, tuvieron que pedir talaje en los campos vecinos, y buscar el pienso en valles abrigados. El tiempo de mayor escasez coincidía con el invierno, cuando faltaba el pasto. Las colinas, desoladas, estaban cubiertas de nieve. Efraín las recorría una y otra vez, dejando anchas huellas de sus pasos. Un gran silencio surgía de las quebradas, donde apenas corría un hilillo de agua. Este silencio inquietaba al joven gigante, como si le faltara una voz querida, un apoyo necesario. No había comprendido aún que su verdadera madre era la montaña que ahora dormía bajo su capa de hielo. Ni Delmira ni Evaristo habían querido contarle que era un niño hallado. Fueron tantas las huellas que Efraín dejó en la nieve, que parecía campo arado. Entonces se le ocurrió la idea de labrar las colinas y sembrar en ellas la alfalfa que faltaba a sus bueyes, el maíz para las gallinas, y girasoles para los cerdos. Su alma de gigante se llenó de alegría al pensar en la cosecha; mientras enyugaba los bueyes y los ataba al arado, su canto parecía el murmullo de un trueno que no termina. 61
De todas partes vinieron a mirar al gigante que araba la nieve, subiendo montes tan empinados, que parecía que los bueyes iban a caer de espaldas. —Se ha vuelto loco —era el comentario burlesco que iba de boca en boca. Sus ancianos padres se afligían; no comprendían del todo lo que hacía el hijo, pero confiaban en él; creían en su buen juicio, que por ser el de un gigante, apreciaba cosas que ellos no alcanzaban a divisar. Esa primavera las colinas en torno a la cabaña reverdecieron, creció la alfalfa, se irguieron lentamente los tallos del maíz, y los girasoles. En el verano fue una alegría contemplar montes donde ondulaba el pasto con el viento, y brillaban al sol las mazorcas amarillas del maíz y las pesadas cabezas de los girasoles. Ya nadie se burló de los trabajos de Efraín; sus padres bendecían el día en que lo recogieron en la montaña. En los años siguientes, los sembrados se fueron turnando en las antes áridas colinas; cambiaban de color, del verde, al azul, cuando florecía la alfalfa; y del amarillo del maizal, al naranja de los girasoles. Hubo una vez en que se añadió el rojo. Esto ocurrió cuando la madre tierra hizo crecer añañucas encarnadas y lirios rosados, para alegrar 62
y agradecer los desvelos a doña Delmira, que ya muy viejita, no se movía de su sillón. No paraba de trabajar, hilando la lana de sus ovejas. —Efraín necesita muchos vellones para cubrir su enorme cuerpo —explicaba a las vecinas que venían a ayudarle a tejer en el telar. Un día a los padres les llegó la hora de descansar y cerrar los ojos. Mientras sus almas subían al cielo, sus cuerpos volvían a la tierra. Efraín, siguiendo una orden misteriosa, los llevó a sepultar en aquella quebrada donde, a raíz de un temblor, antaño brotó de las piedras. Cuando abrió la doble fosa, comprendió que tenía dos madres, que ahora se hacían una sola. Su padre Evaristo daría su carne y sus huesos a los árboles sagrados del canelo y la araucaria; el gigante lo reconocería en todos los árboles que sostienen nidos y florecen y dan fruto. De una mirada, Efraín abarcó campos y pueblos, sintiendo su vida cumplida; entonces se internó montaña adentro, subió hasta las nieves eternas, y se transformó en una de las cumbres de la cordillera. Esto que sucedió hace tantos años, todavía provoca temblores y terremotos de alegría a la madre tierra, que no termina de celebrar al único gigante bautizado. 63
LA LEYENDA DEL CERRO DE PLATA
Hace muchos años, una pequeña pastora guiaba cada día su rebaño de cabras hacia los valles verdeantes que entonces rodeaban las cercanías de Copiapó. Apenas aclaraba en la Sierra de Chañar- cilio, Flora salía de su cabaña, que se encontraba en un lugar llamado Punta de Pajonales y arreaba su piño hacia los pastos. Invierno y verano cumplía esta labor. La acompañaban las estrellas mayores, donde creía ver los ojos de su madre que la protegían desde el cielo. Porque su madre había muerto al nacer ella. Vivía con su padre, Juan Normilla, en una ruca de barro y paja cuya puerta miraba hacia la cordillera, por donde sale el sol, como es tradición entre los indios. Las estrellas, los planetas, la luna y el sol estaban en la cabecera de sus camas al despertar y a los pies de sus sueños al anochecer. La mañana en que empieza esta historia era fría, pero el aire transparente y apenas húmedo se 64
entibiaba rápido al salir el sol. En su camino, Flora atravesó bosques y extensos matorrales que entonces crecían en la zona. Siguiendo a sus animales, la pastora entonó su diaria canción con el acompañamiento de un tintineo; el son cristalino de la campanilla de plata que llevaba al cuello la cabra madrina. Según Juan Normilla, aquella campanita era muy antigua: estaba hecha a golpes de piedra por un antepasado, con el mineral de un enorme cerro de plata, cuyo secreto guardaban los indios desde antes que llegaran los españoles. Juan contaba estas viejas historias a su hija, al caer la noche, cuando se sentaban al calor del brasero a comer su sencillo alimento: pan y queso de cabra, hechos por las manos de Flora. Esa tarde, al regresar con su rebaño, la niña quiso saber más de los españoles y de los tesoros ocultos. —¿Cómo eran esos hombres, padre? ¿Qué venían a hacer? —Eran ambiciosos y valientes. Sólo querían hallar las joyas y adornos de oro y plata, y los minerales de donde se sacaba el material precioso. El oro pertenecía al sol y la plata, a la luna. El primero en llegar fue Almagro, bravo y orgulloso, 65
de trato duro, que despreciaba a los indios. Nuestros antiguos padres supieron que se acercaba, porque siempre había espías atentos. Las poderosas tribus del norte, los incas, que dominaban nuestros territorios, vigilaban constantemente a nuestros antepasados porque éstos solían rebelarse. Por eso, como estaban alerta, escondieron todo lo que tenía valor, donde no pudieran hallarlo. Al ver los campos sembrados, los cacharros de greda, las modestas rucas y la falta de lujo de nuestras vestimentas, Almagro, desilusionado, se devolvió, creyendo que éste era un país pobre. Así lo pregonó al llegar al Perú. —¿Vino alguien más a buscar tesoros? —Sí, llegó don Pedro de Valdivia que también deseaba encontrar riquezas; pero se entusiasmó con la tierra, con los bosques y fundó un caserío, una guarnición que llamó con el mismo nombre indígena, Copiapó, que significa "tierra verde o cultivada". —¿También hay escondido por aquí un cerro de oro? —Sí, hay oro, abundante como la plata. Los españoles no tardaron en descubrir y explotar algunos filones. Ahí empezó la tala de árboles que 66
servían de leña para fundir los metales. Pero sólo yo conozco donde se encuentra el cerro de plata. Flora se quedó pensando sin averiguar más. Se encantaba con la música de las viejas historias, donde su alma tenía raíces. Al otro día salió con sus cabras y acompañada del tintineo de la campanita, entonó: —Yo tengo un cerro de plata, a nadie se lo diré. Sólo yo lo sé, lo sé, lo sé... El eco repitió su canto y esto la entusiasmó para volver a cantarlo muchas veces. Flora Normilla fue creciendo detrás de sus animales. Recorrió cerros y quebradas, y cada vez tuvo que ir más lejos en busca de pastos, porque los mineros y pirquineros derribaron uno a uno los árboles para encender los hornos y calentar los crisoles. Un día llegó por Punta de Pajonales un leñador que se enamoró de la solitaria pastora y la pidió a su padre para casarse. El leñador se llamaba Francisco Godoy. Juan Normilla, muy anciano ya, dio su consentimiento. —Ahora tendrás quien te cuide cuando yo muera —dijo a Flora. 67
Al tiempo, el matrimonio tuvo un hijo, el único, al que llamaron Juan como el abuelo, y se convirtió en el regalón del anciano pastor. A Juan Normilla le llegó la hora de morir, como nos llega a todos. Llamó a su hija y le reveló el lugar donde se hallaba el cerro de plata. —Este secreto no lo dirás a nadie, ni a tu marido. Sólo se lo comunicarás a tu hijo, cuando a su vez te llegue la hora de morir. —El anciano bajó la voz hasta hacerla un susurro, como el de los pastos que mueve el viento—: Cerca de Punta de Pajonales se halla la sierra de Chañarcillo, que has recorrido muchas veces con tus cabras. Ese es el lugar donde está el gran filón de plata. Y añadió otras señas conocidas sólo por él. Pasaron los años, Flora se adentró junto con su marido por la cordillera, en busca de leña y pastos para sus piños. Aunque nunca contó a nadie el secreto de sus antepasados, lo tenía presente en el fondo de su memoria. Tal vez por eso crió al hijo muy consentido. Solía decirle en tono misterioso, como quien relata un cuento lleno de magia: —No te afanes por buscar leña, ni por aprender oficios de hombre; un día serás dueño de un cerro de plata. 68
Hizo mal, sin duda, pero puede perdonársele porque lo hacía para compartir un sueño, y también porque amaba mucho a su hijo. Su durísima vida de pastora tenía dos fuentes de consuelo y felicidad; las estrellas, ojos de su madre que la protegían, y el secreto del cerro de plata. Pasaron los años. Ya anciana, Flora enviudó; decidió regresar a los lugares de su niñez con su hijo Juan y una majada de cabras retozonas, ahora más numerosa. A pesar de conocer el secreto de un tesoro fabuloso, nunca dejó de ser pastora. Alzó de nuevo su cabaña en Punta de Pajonales. Juan le ayudó en todos los quehaceres del pastoreo y solía pasar los veranos en las empastadas cordilleranas, donde hizo amistad con hombres rudos. Un día, pasó cerca de la cabaña de Flora, montado en un caballo alazán, un caballero dedicado a la minería. Había hecho alguna fortuna, y se dedicaba a explotar minerales y a buscar por los cerros nuevas vetas. Se detuvo frente a la casita y saludó a Flora. -—Buenos días, señora. ¿No podría ofrecerme usted un mate y un queso fresco, para calmar el hambre? He vagado desde el amanecer por estas serranías. 69
—Pase y siéntese, señor —invitó Flora, que era generosa con los caminantes y pirquineros de la región. Al despedirse, agradecido, compensó con buen dinero la atención de la pastora. El nombre del caballero era Miguel Gallo. No fue una vez sino muchas las que Miguel Gallo tomó un refresco en la cabaña de la anciana Flora. En una de esas jornadas, conoció al joven Juan Godoy, quien no tardó en entusiasmarse y en acompañar al generoso y sencillo caballero en sus andanzas en pos de las vetas minerales. Su madre había hecho de él un soñador de tesoros. Al poco tiempo Flora enfermó. Sintiendo que había llegado su hora, reveló a su hijo el secreto del cerro de plata. —Si a alguien has de contárselo, que sea a don Miguel Gallo. En él hay nobleza de corazón, no te engañará. Sabe de explotación de minerales y compartirá contigo la riqueza. Cualquier día otro puede descubrir el filón que te pertenece por herencia; las leyes han cambiado y te lo quitarán. Ten confianza en don Miguel. La pastora se fue en paz al cielo de las grandes estrellas donde estaban los ojos de su madre y el brasero encendido de su padre. 70
Juan recorrió por todos lados la Sierra de Chañarci- 11o. Las lluvias, abundantes esos años, habían desnudado la veta de plata y al muchacho no le costó hallarla. Al palpar las entrañas preciosas, sintió una felicidad desbordante, como si todos sus antepasados rieran con él. Sin contenerse, corrió a confiarle a Miguel Gallo su hallazgo. Inscribieron la mina a nombre de ambos: era el quince de mayo de 1832. Pero Juan no era hombre de paciencia. El arduo trabajo que significaba extraer mineral, le pareció una manera muy lenta de hacerse rico. Vendió el cerro de plata a Miguel Gallo en una buena cantidad de dinero que no tardó en dilapidar. Dos veces Miguel le dio fortuna, pero el descubridor la gastó a tontas y a locas, en fiestas, lujos y malas compañías; no tenía amigos sino cuando lo veían rico. Miguel Gallo no abandonó nunca a su ex socio; le compró una heredad cerca de La Serena, donde Juan Godoy vivió sus últimos años, y murió con sus sueños y los sueños de su madre. El mineral de Chañarcillo, uno de los más fabulosos descubiertos en el país, transformó a Copiapó en un centro importante. Acudió gente de todas partes a trabajar el filón de plata. Años más 71
tarde, frente a la hermosa iglesia de la ciudad, se levantó una estatua en memoria de Juan Godoy. Pocos recuerdan a su madre, la sencilla pastora que cantaba detrás de su majada sobre un cerro de plata. Ahora camina entre las estrellas, oyendo tintinear las campanillas de sus cabras celestiales.
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EL BARCO HUNDIDO EN EL CANAL ANCHO
En el invierno de 1928, en la zona de los canales, en una isla del grupo Milnes, varó un vaporcito cargado con el mejor carbón de las minas de Cardiff. Los tripulantes y el capitán se salvaron, pero el navio quedó con su carga completa a medio sumergir, prácticamente colgado de una aguja o roca submarina. Sólo la proa y el castillo afloraban sobre el agua. Lo alejado y peligroso del sitio donde se produjo el accidente hizo desistir a la compañía de seguros de cualquier intento de reflotar el barco o recuperar el cargamento. Simplemente lo dieron por perdido. Las claras aguas del Canal Ancho conservaron su presa durante dieciocho años, es decir, hasta 1946, en que estalló en Chile una prolongada huelga de los trabajadores del carbón, dejando sin este combustible a la zona austral, especialmente a la ciudad de Punta Arenas. 73
Las consecuencias más graves fueron para los barcos destinados a ese puerto por la Armada, que tenían importantes y variadas misiones, como hacer constantes sonda- jes en el Estrecho de Magallanes y en los canales, porque las corrientes marinas y los sedimentos hacen cambiar la configuración de los fondos, provocando accidentes y naufragios en las naves de mayor calado. También deben reponer las baterías de faros y balizas y llevar a tiempo los víveres a los hombres que viven aislados en los faros de difícil acceso, como es el caso del Evangelistas. En esos años, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, los buques chilenos se surtían de carbón y la falta de este combustible era desastrosa. Si bien cerca de Punta Arenas, al sur de Otway, existía una mina de carbón, su rendimiento en calorías era muy bajo y se necesitaban por esto grandes cantidades para hacer funcionar los escampavías. Dichos barcos no podían cargarse en exceso y habrían tenido que aprovisionarse a menudo, con una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. El comandante Arturo Swett, hoy fallecido, estaba destinado en ese tiempo a Punta Arenas, al mando del Cabrales y de dos barcos más. Era muy 74
estudioso, con un gran ascendiente sobre sus hombres. En uno de los "derroteros", gruesos libros que guardaban la historia detallada de nuestras costas, descubrió el relato del barco hundido en el Canal Ancho. De inmediato se puso en contacto con el ingeniero del Cabrales y le comunicó su proyecto. —Ingeniero Mandiola, usted sabe el problema que tenemos. He pensado en la posibilidad de extraer carbón de Cardiff, de un barco que naufragó el año 1928 en el Canal Ancho. Vea cómo puede realizarse esta maniobra. El ingeniero no dejó de asombrarse ante la osada empresa. —Es arriesgado, pero muy interesante. Me llevaré los antecedentes para estudiarlos. —Tiene que ser una operación rápida, porque temo que de un momento a otro tengamos que parar los buques. —Sí, mi comandante, pondré todo mi empeño. El asunto tiene su atractivo, un barco hundido en 1928... Una chispa de entusiasmo brilló en los ojos de Man- diola; ubicar y aproximarse al barco del que sólo afloraba la proa y programar la operación con 75
los buzos, era un verdadero reto a la pericia marinera. El carbón no se echa a perder bajo el agua, al contrario, mejora su calidad. La idea del Comandante Swett, además de valiosa, era imaginativa y audaz; se presentaba una oportunidad para poner a prueba la capacidad y el espíritu de cada hombre que participaría en la tarea. Se estudiaron la ubicación y los antecedentes del naufragio, la profundidad a la que tenían que descender los buzos, las corrientes del lugar y los posibles cambios de tiempo. Viendo que era factible, se pidieron los permisos correspondientes para sacar la carga. Precisaron el día más favorable, y tanto los oficiales como la marinería se prepararon con entusiasmo para la operación. Todo se planeó cuidadosa y rápidamente; las escampavías tienen gran facilidad de maniobra, gracias a que son pequeñas y poseen un ancla especial que se agarra de cualquier fondo, además de una "pluma" o grúa para levantar grandes pesos. Se alistaron dos buzos, ensayando con los pesados trajes de antaño; ellos harían el 76
reconocimiento de las bodegas sumergidas, buscando el sitio adecuado para abrirlas. Una mañana a fines del verano, con un cielo ligeramente nuboso y mar tranquila, el Cabrales, seguido de las otras escampavías, partió rumbo al Canal Ancho, en el lugar donde las pequeñas islas casi se juntan. El Comandante, serio y poco demostrativo, iba tranquilo, como si aquella fuera una labor rutinaria. Al cabo de día y medio llegaron al sitio exacto y los buzos, que parecían verdaderos monstruos con sus escafandras y cables conductores de oxígeno, descendieron. Hubo una nerviosa espera, hasta que llegaron las señales que confirmaron el hallazgo. Los buzos tuvieron que trabajar bastante apartando algas y bancos de cholgas adheridas al casco, las que se enviaban prontamente a la superficie en los "chinguillos", especie de canastos, donde los marineros se apresuraban a recoger el preciado alimento. Guiándose por la luz que penetraba a través de la claridad del agua, recorrieron puentes y cabinas hasta dar con las bodegas. Para abrirlas, colocaron detonantes de poco calibre y subieron al barco para hacer efectivo el disparo. El agua se levantó apenas en el sitio de la 77
explosión y cuando la arena removida se aconchó, bajaron de nuevo los buzos con los chinguillos. Un grito de triunfo acogió la aparición de la primera carga de carbón. Entonces prepararon la grúa para ayudar a los buzos a subir el valioso combustible. La faena fue pesada y larga. Durante cuatro días, buzos y marineros trabajaron sin descanso llenando las bodegas del Cabrales y de las otras escampavías con el buen carbón inglés. Al terminar la tarea, fue natural que desearan investigar qué otras cosas ocultaba el barco. Al recorrer cabinas y pasillos tanto tiempo sumergidos, hallaron toda clase de objetos en muy buen estado, como porcelanas, cristales y aparatos marinos. Los chinguillos subieron cargados de curiosidades que hasta cierto punto despertaron la codicia de los hombres. El Comandante Swett puso freno de inmediato: —Todo objeto que se saque del barco pertenece a la Armada. Zarparemos en media hora. De este modo se sorteó una etapa difícil, con el carbón obtenido gracias a la imaginación de un hombre y el trabajo aplicado de muchos.
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LOS AZULES Cuando muchacho, fui muy aficionado a hacer excursiones a la cordillera durante los veraneos. Uno de los sitios más hermosos y extraños que recuerdo es aquel llamado "Los Azules". La excursión duraba dos días y había que preparar un equipo liviano para ascender por difíciles quebradas y riscos. Me acompañaron dos baqueanos experimentados: Pedro, anciano fuerte y enjuto, y Gálvez, de mediana edad. Mientras yo usaba zapatos especiales, chaquetón forrado, gorro de lana y el rifle que mi padre solía prestarme para cazar conejos, ellos lucían sus viejos ponchos y unos sombreros que no se sacaban jamás. Gálvez llevaba una escopeta de esas antiguas con el percutor externo y de un solo tiro. Pensé que el arma le estallaría al primer disparo. Entre los dos nos repartimos las mochilas. Pedro subía calzado con ojotas y llevaba un tarro con un aro de alambre colgado del dedo meñique: era su olla, su cantimplora y su plato. Al llegar a un portezuelo, Gálvez mató una liebre con toda limpieza y la colgó a su espalda. —La comeremos esta noche —fue el breve comentario. 79
Había allí un explanada llena de agujeros hechos por los cururos, un verdadero campo minado. Vimos amanecer a mitad de la quebrada de El Canelo: una a una se iluminaron las grietas sombrías, las rocas adquirieron relieves inesperados, todo fue coloreándose con la brocha del sol. Tomamos un rápido desayuno en las cantimploras con café; Pedro lo preparó en su tarro, el que luego llenó de agua en el delgado riachuelo que en verano cae por la quebrada. Subimos por el lecho casi seco pretendiendo acortar camino. Un esfuerzo terrible. En uno de los riscos vimos seis o siete cóndores en reposo. Parecían vigilar el valle lejano. Su tamaño y su aspecto orgulloso y feroz me hicieron temblar por dentro. Pasamos alejados del ceñudo grupo por si acaso. —No les gusta lo vivo sino lo muerto —comentó el anciano hablando por primera vez—. Sólo atacan si se amenaza su nido. Deben tener crías, ahora, por eso buscan carroña para llevarles. Del lecho profundo de la quebrada surgió un zorro de pelambre amarillo-rojiza. Nos detuvimos 80
y le hice puntería; pero algo en la belleza inocente del animal me hizo desviar el tiro. Gálvez intentó dispararle y lo detuve: —Déjalo, tiene una sola vida. El zorro desapareció en segundos y pensé en la persecución que sufría desde siglos. Pedro, con sus ojotas de neumático, subió sin agitarse, manteniendo el mismo ritmo, indicando con gestos la ruta que conocía como un mapa viviente. Durante seis horas sostuvo el tarro en el dedo meñique, tomando uno que otro sorbo de agua; varias veces estuve por preguntarle si no le dolía el dedo, pero callé ante su expresión cerrada y la dignidad que emanaba de su delgada figura. Gálvez llevaba la liebre junto a la mochila, pensando descuerarla al final de la jornada. En su cara de japonés mantenía una sonrisa constante y hermética. Pasara lo que pasara, sonreía igual. Nos detuvimos a comer a media tarde. —Las "láunas" están por allá —indicó el viejo. Ya no se divisaba el valle. Al continuar nuestra ascensión, no tardamos en penetrar en un inmenso anfiteatro de piedra blanquecina: se abrieron delante las lagunas azules, como ojos abiertos en la roca. En el centro, el agua tenía color verde esmeralda; al agitarse la superficie con el viento, el 81
color parecía trasladarse sin tocar las orillas. Cristalina e insondables, "Los Azules" no revelaban su misterio. Para Pedro y Gálvez escondían divinidades peligrosas y se mantuvieron alejados de sus bordes. En cambio, aquella transparente belleza fue un incentivo para mi curiosidad. ¿Cuál sería su hondura? Con impulso súbito tomé el rifle y apuntando al fondo disparé dos balazos cuya resonancia desapareció en segundos, como un chasquido. Los baqueanos se espantaron. —El espíritu del agua se vengará —pronosticó el anciano con enojo. La sonrisa de Gálvez se acentuó con la emoción. —Puras supersticiones —dije riendo. Para demostrarles que no temía a las "láunas", decidí darme un baño y limpiarme los sudores del día. El escándalo sacó a los hombres de su impavidez. —Los cueros se lo van a chupar por atrevido —dijo Pedro. —No lo haga, porque no saldrá más de ahí —agregó Gálvez, expectante a pesar de todo. Los baqueanos, por muy crédulos que fueran, conocían los peligros reales. El ligero temor que despertaron en mí sus advertencias desapareció 82
ante el deseo de sumergirme en esas aguas de cambiantes matices, donde debería esconderse una ondina más que un desagradable "cuero". Elegí una altura para caer en lo hondo y evitar el choque con los bordes poco profundos que se traslucían. Me desnudé y el viento me atravesó con su latigazo celeste. Sin pensar más, me tiré de piquero. El frío me hizo soltar el aire y sentí que me hundía sin remedio. Mis pies tocaron la pared de lava suavizada por el roce del agua y me di un impulso tratando de ascender. Manoteando con desesperación, logré aferrarme a la muralla de forma cónica y pude asomar la cabeza. Semiparalizado, aspiré aunque apenas podía expandir el pecho y mi corazón casi no bombeaba sangre. Alcancé la orilla y salí del agua medio desvanecido. Los baqueanos me vieron aparecer como a un resucitado. Entre los dos ayudaron a vestirme. Pedro sacó una botellita con aguardiente y tomé dos tragos que me revivieron. —Se salvó de porfiado, no más —comentó el viejo con una risita—. Casi se nos queda en las "láunas". —Yo vi la sombra de un "cuero" —aseguró Gálvez con su máscara sonriente. 83
Descendimos hasta un reparo para pasar la noche; Gálvez encendió una fogata y preparó su liebre. Nos tendimos después cerca de las brasas y el cielo era como otro brasero infinito que no dejaba de titilar. Pensé que por poco no me hallaba visitando las galaxias. Al otro día subí para echar una última mirada a "Los Azules": el agua semejaba una seda azul-gris estriada de oro. Nunca más volví a ver aquellos ojos cristalinos, pero la sensación de hielo de las aguas virginales circula aún por mis venas; creo que así debe ser el abrazo mortal de una ondina.
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PELIGRO EN LA ANTÁRTICA
En una de las "primaveras" antarticas avanzado ya el deshielo, le sucedió a un oficial de la Base O'Higgins una peligrosa aven- tura al salir a inspeccionar los alrededores. En un pequeño bote con motor fuera de borda, se embarcó junto a dos de sus hombres, provisto de armas y capotes abrigados. Los tres iban de buen ánimo, porque un recorrido por islas cercanas es un servicio muy deseado en la monótona vida de los hombres que pasan gran parte del año encerrados en estrechos albergues. Observaron la vida que comenzaba a despertar en el entorno. Pequeños y grandes témpanos tomaban coloración azul eléctrico a causa de bacterias que se desarrollan en el hielo. El mar bullía de seres: pingüinos y focas retozaban cerca de la costa; en las playas, los elefantes marinos luchaban entre sí por las hembras. Mar adentro se divisaban ballenas azules, haciendo increíbles cabriolas, capaces de volcar el pequeño bote. La 85
soledad del polo no parecía abrumadora en la luz de la mañana. De pronto ocurrió un percance que hizo dar un grito de alerta al ayudante que iba junto al motor. —¡Se rompió el pasador de la hélice! Cortó el contacto de inmediato, quedando al garete. El capitán Rojas ordenó reparar la avería cuanto antes; no
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era una avería grave, pero sí desagradable, porque para arreglarla, hay que sacarse los guantes y las manos no resisten más de dos minutos sin congelarse en el ambiente polar. El pasador es una pieza frágil que sirve de seguro a la hélice y siempre se llevan repuestos en los botes. Uno de los hombres, Jiménez, empezó la prolija tarea; las manos se le adormecían con el intenso frío y debía desentumecerlas poniéndolas bajo sus brazos a cada momento. El gran silencio polar pesaba sobre ellos mientras observaban el trabajo de Jiménez. Al echar una ojeada en torno, el capitán Rojas notó un movimiento sospechoso a corta distancia de la lancha. —Un animal grande nos está rondando —advirtió. Un lomo ancho emergió por segundos y los hombres gritaron a una voz: —¡Es una orea! La reconocieron por la mancha blanca que tiene en los costados. —Se atrevió a acercarse porque se paró el motor —comentó Jiménez, echándose aliento en las manos y continuando su labor. —Mi capitán, puede darnos vuelta. Las he visto volcar témpanos para devorar las focas que se 87
refugian en ellos —explicó nerviosamente Valdés, el otro ayudante. —Tendré listo el rifle para dispararle si se pone a tiro, por lo menos la asustará el ruido —exclamó el oficial, preparando el arma. —Con perdón suyo, mi comandante, no sacamos nada con los disparos, estos animales son duros de atravesar y sólo conseguiremos enfurecerla —comentó Valdés—. Estos bichos tienen mal genio. Mientras Jiménez procuraba arreglar la avería con entorpecidos dedos, el capitán Rojas y Valdés no quitaban la vista del mar en torno a ellos. —Dispararé al aire, algún efecto puede tener —opinó el capitán. La orea los rondaba, su lomo aparecía aquí y allá, emergiendo por instantes. De pronto se sumergió. Todos pensaron que en ese momento los daría vuelta, era su táctica. Pasaron lentos segundos. El animal surgió súbitamente frente a la embarcación, a corta distancia de la borda; sacando del agua la enorme cabeza, fijó en ellos unos ojos redondos, rojos, con expresión tan sanguinaria y feroz, que pensaron que los atacaría de inmediato. Comprendieron que la muerte en poder de semejante criatura debía ser 88
espantosamente cruel. Los miró durante unos segundos y se hundió con una especie de bramido que les erizó el cabello. El capitán Rojas no alcanzó a disparar, paralizado por la sorpresa. "Ahora sí que estamos perdidos", pensaron los tres disimulando su temor. Se habían enfrentado a uno de esos seres capaces de crear leyendas terroríficas. Jiménez comprendió que de él dependían sus vidas y continuó su trabajo poniendo una especie de fervor al manejar la pequeña pieza. Por fin logró colocar el pasador y soplándose los dedos suspiró: —Ahora hay que esperar en Dios que parta el motor. La angustia los sobrecogía. Dieron el contacto y con profundo alivio escucharon el estampido del motor con sus características explosiones a ritmo regular. ¿Qué había sucedido bajo las aguas? Tal vez faltó sólo un instante para que la orea volcara el bote. Casi podían adivinar los movimientos del animal como una gran sombra que se alejaba entre los témpanos. Todavía nervioso, el capitán exclamó:
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—Creo que la orea no tenía malas intenciones, sólo quiso vernos las caras de cerca, por eso nos miró tan feo. Los tres rieron con verdadero alivio mientras a su alrededor el mundo volvía a colorearse con una vida renovada.
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LA MUJER DE LOS HIELOS
Raimundo, el anciano farero, ya retirado, vivía en una pequeña cabaña, camino hacia el Fuerte Bulnes. Frente a sus ventanas se movían las oscuras aguas del Estrecho de Magallanes, ondas y corrientes que Raimundo vigiló durante muchos años, desde diferentes faros. El Evangelistas, elevado sobre un peñón inabordable, vigilaba una de las entradas del Estrecho, la que miraba hacia las soledades del océano Pacífico. El Félix, en la Meteoro, una pequeña caleta de la isla Desolación, iluminaba el Estrecho mismo, haciendo eco al Fareway, situado enfrente, en un islote, para indicar el camino entre las islas y canales que allí se dispersan. La Cordillera de Darwin servía de respaldo al Félix, y lo acompañaban achaparradas lengas y brillantes ñirres que en el otoño enrojecían como la luna a la cual temían los yaganes. —Son los faros que más recuerdo, por las aventuras y dificultades que vivimos con mis
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compañeros —solía contar Raimundo a sus visitantes. Cuando llegaba el buen tiempo, no faltaban muchachos o pescadores novatos que querían escuchar los cuentos del anciano farero. —En el Evangelistas, aprendí a tener paciencia y a dominar el carácter, cualidades que se necesitan en este oficio. Tres hombres nos turnábamos cada ocho horas para mantener siempre encendido el haz de luz, sobre todo en los meses invernales, en que las nubes confunden el cielo y mar, desorientando a los navegantes. Día y noche el rayo azul giraba señalando la entrada del Estrecho. Cada faro tiene su propio ritmo —explicaba Raimundo—, y ese ritmo indica a los barcos a qué lugar o puerto se aproximan. Es como un lenguaje que conocen todos los marinos. Recordaba ayunos a que muchas veces se vieron sometidos, porque los barcos no podían acercarse al Evangelistas a causa de los temporales. —Olas gigantescas se estrellaban día y noche contra el peñón, al que los marineros tienen que saltar agarrándose a una red de cables de acero; mientras amainaba, la escampavía de la Armada 92
esperaba por allá, entre los islotes que rodean la isla Pacheco. A veces pasaba un mes hasta que el mar permitía el peligroso acercamiento. —¿Y por qué construyeron el faro en un lugar tan difícil? —solían preguntar los muchachos. —Porque es el más apropiado, por su tamaño, altura y estrategia; fue una verdadera odisea instalar el faro en ese lugar. En cambio el Félix queda al paso de cualquier barco; es fácil conseguir ayuda en casos urgentes. Cuatro hombres, con sus familias, vivíamos allí en pequeñas casas confortables. Lo pasábamos bien; parientes y amigos iban a visitarnos con el buen tiempo. Había playas donde solíamos pescar. A comienzos del verano, cuando no nos tocaban turnos, y no soplaba demasiado fuerte el viento antártico, hacíamos largas caminatas por cerros y bosque- citos de lengas y ñirres. También ocurrió allí una de las aventuras más extrañas de nuestra vida de fareros. La historia de "la mujer de los hielos" era la que todos querían escuchar una y otra vez, y la que dio fama de narrador de cuentos a Raimundo. Con voz pausada y expresiva tejía el relato misterioso. 93
"Caía la tarde. El tiempo estaba bueno, con la llegada del verano. La luz del faro barría la soledad de las aguas frente a la caleta. Me tocaba el turno de noche por ser yo el más antiguo, y tener mayor experiencia que mis dos compañeros. El reguero del sol deslumhraba. Esperé ver pequeños barcos pesqueros, que pasan toda la noche en su faena, y que de algún modo dan compañía con sus oscilantes luces; el horizonte de agua veíase singularmente solitario, como debe haber sido cuando sólo los yaganes transitaban en sus frágiles embarcaciones. Al frente, a la salida del Canal Smith, brillaba el rayo del Fareway; otros hombres vivían allí, manteníamos con ellos una amistad de luces y varias veces nos ayudamos en caso de enfermedades. "Siguiendo la rutina, revisé las baterías del faro, para no tener la sorpresa de un apagón. Me entretuve contando los segundos que demoran los haces de luz en deslizarse de un extremo al otro, pintando el suave oleaje con mayor intensidad a medida que oscurecía: los del Félix y del Fareway, a ritmos diferentes, como en una danza silenciosa. En uno de los giros del rayo, creí divisar una sombra en el agua. Pensé: 'Las tuninas empiezan sus amores con el buen tiempo'. Esperé otra vuelta 94
para comprobar si era sólo una ilusión, o si en verdad los graciosos animales iban a darme un espectáculo divertido. El viento del anochecer levantó pequeñas olas, y si hubo algo allá afuera, se había ocultado; no vi sino agua a cada golpe de luz. Me levanté para buscar una ligera cena de galletas y café, y en ese momento divisé una pequeña canoa que se acercaba al faro. —"¡Qué diantre!... "Observé durante un rato, para asegurarme que era cierto lo que veía y bajé enseguida la escalera de caracol para llamar a mis compañeros. La oficina que compartíamos hallábase a cierta distancia de la torre del faro. "—¡Eh! ¡Tenemos visita! —grité abriendo la puerta. "Manuel, el más joven, se sobresaltó. "—¡Qué raro! No hace quince días, vinieron mis hermanos. ¿Habrá pasado algo? "—No creo que sean los hermanos, ni los tíos, porque estos vienen por mar. —¿Por mar? —se asombraron Manuel, Vicente y José. "—En una pequeña canoa. Los cuatro nos lanzamos hacia la estrecha playa, al pie del roquerío que sostenía el faro. Vimos 95
arribar una canoa de piel de lobo, con su pequeño fuego encendido al centro, sobre un montón de arena. Con diestros golpes de remos el visitante varó la embarcación en la playa pedregosa; saltó a tierra con un bulto en brazos. Recién nos dimos cuenta de que se trataba de una mujer y de su pequeño hijo. El niño lloraba débilmente, como agotado, con gemidos de animalito. La mujer, una yagán joven vestida con pieles, lo tendió hacia nosotros con gesto suplicante. En su extraño idioma, que oíamos por primera vez, nos dio a entender que necesitaba auxilio. La vimos como si brotara de otro tiempo, de una leyenda. Pero no, estaba ahí, se la podía tocar y oír. La hicimos pasar a nuestro refugio y le ofrecimos café y galletas que bebió y comió con ansias. Luego dio agua a su crío, deslizándola entre sus labios resecos gota a gota. Esto pareció calmar al niño por un rato. Ella se veía muy cansada, quizás había remado días enteros; cerró los ojos como si se replegara en sí misma para recuperar fuerzas. La mujer y el niño formaban un solo bulto; me trajo a la memoria la imagen de una Virgen primitiva.
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"Entretanto, Vicente se comunicó a Punta Arenas, avisando lo que ocurría. De allá ofrecieron avisar a una patrullera para trasladar a la mujer y al pequeño enfermo. Mientras esperábamos, tratamos de averiguar de dónde provenían. La mujer guardó silencio, ausente de lo que sucedía a 97
su alrededor; sólo a ratos hacía pequeños sonidos de consuelo para tranquilizar al niño, que debía tener algo así como un año; se veía robusto, aunque la enfermedad había hecho su mella: pálido, abría de pronto los ojos rasgados de su raza y movía constantemente la cabe- cita para librarse de algún dolor insoportable. Una de nuestras mujeres, que sabía de primeros auxilios, intentó darle alguna ayuda, pero la madre la rechazó con su mirada de acero y su silencio. "Al cabo de tres largas horas, llegó por fin la patrullera y se llevó a la yagán con su crío. Ella se levantó perfectamente descansada y alerta. Su aparición, en el faro, produjo revuelo en toda la zona; la radio trasmitió cada noche noticias de la enfermedad del niño, una meningitis, y así pudimos saber de su recuperación al cabo de semanas. Sin embargo, lo que llamó principalmente la atención de los médicos, fue la actitud de la madre, a la que fue imposible separar del niño ni un solo instante. Sentada junto a la cama, suspendió sus necesidades físicas, no comió ni bebió, vigilando a su retoño con el celo de una loba. Cuando el pequeño sanó, enviaron a madre e hijo a Bahía Ukika, cerca de Puerto Williams, a ver si las mujeres yaganes que vivían allí, podían 98
averiguar de dónde había venido; pero la mujer guardó un desconfiado silencio sobre el lugar que habitaba; al comienzo, se alegró de encontrar gente como ella, que hablaba su idioma. Pero al cabo de un tiempo empezó a inquietarse y expresó el deseo de irse. Exigió una y otra vez que la llevaran al faro donde había dejado su canoa. Al final, la embarcaron a Punta Arenas y un día la vimos llegar con su niño en brazos. "Nosotros habíamos revisado la canoa, y era exacta a la que antaño usaban los yaganes; ahora es posible ver una semejante sólo en el museo de Puerto Williams. "Dimos provisiones para algunos días a la mujer; ella hizo un pequeño fuego que instaló sobre la arena, en la canoa; acumuló leña y pasto secos, en un extremo, puso al niño bien arropado con pieles de foca en el otro y dio impulso a la embarcación. La miramos alejarse con la impresión de ver por última vez algo único: la figura de los antiguos indios canoeros de aquellos mares. "Sólo quedaron preguntas: ¿Existiría en algún estrecho canal de hielo, una tribu de la antigua raza navegante? ¿Veríamos de nuevo, un día cualquiera, avanzar por el reguero del sol las antiguas canoas, impulsadas por los fuertes brazos 99
de yaganes misteriosamente vivos? Todavía pienso que es posible, y que sólo el temor al hombre blanco que destruyó tantas vidas, dioses y bellas costumbres, los detiene, encerrados entre sus hielos inaccesibles."
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