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March 30, 2017 | Author: kharlofen | Category: N/A
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Escrito por José Luís López Morales. Ilustraciones y cartografía de Emiliano Alvarez Villani.

El material contenido en este PDF es propiedad de su autor. Las ilustraciones son propiedad de Nosolorol, que autorizan su libre distribución en formato electrónico y siempre que se conserve íntegro y de manera gratuita.

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LEYENDA ÉLFICA: EL BOSQUE EN LLAMAS

José Luis López Morales

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PROLOGO Miedo y silencio bajo los árboles de Shalanest. El gran reino élfico respiraba intranquilo durante el otoño en que los habitantes de la bella raza murmuraban acerca de las últimas noticias llegadas al bosque. Se hablaba de ejércitos de orkos salidos de las montañas del norte, crueles hordas dedicadas a saquear y destruir los pueblos y asentamientos que encontraban a su paso. Guerra, guerra, susurraban con temor los elfos e incluso las copas de los árboles se estremecían nerviosas bajo el azote del viento. Un nuevo rumor mencionaba la caída de Teshaner, la gran urbe humana que apenas distaba cien kilómetros al norte. Según se decía, había miles de muertos, edificios calcinados hasta los cimientos y las murallas habían sido derruidas piedra a piedra. No había nada seguro en estas historias, aunque era cierto que últimamente se había incrementado el número de incursiones orkas dentro del bosque. No eran más que pequeños grupos de merodeadores, cada vez eran más frecuentes, de modo que las patrullas de exploradores elfos que vigilaban la frontera no daban abasto para defender el territorio. 4

El eterno reino de Shalanest volvía a revivir las tristes historias de antaño, cuando el malvado Rey Dios se alzó al frente de un ejército de dragones y asoló todo Valsorth. Sólo la alianza entre elfos y hombres pudo derrotar al maligno nigromante, encerrándolo en un círculo mágico y expulsando a su vez a los dragones de este mundo. A pesar de la victoria, la guerra dejó una semilla de enemistad entre elfos y hombres, que terminó con la destrucción de la ciudad de Dalannast por los caballeros de Stumlad y su posterior aniquilamiento a manos de los elfos. Esta lucha llegó a su fin con el tratado de paz que acordaron ambos pueblos, que puso fin al derramamiento de sangre, pero no erradicó la discordia. Así, durante más de cien años, la terrible sombra de la guerra se alargó sobre el bosque, a la vez que el poder de la nación élfica iba menguado a pasos agigantados. Lejos quedaban los tiempos en que los elfos poblaban hasta el último rincón de Shalanest, cuidando con mimo árboles y animales. La destrucción de la ciudad de Dalannast y la guerra contra los caballeros de Stumlad había reducido drásticamente su número. Muchos murieron en las guerras, y muchos otros se desvanecieron después, sumidos en el pesar y cargados con una losa de desdicha demasiado pesada para sus frágiles corazones. Año tras año, los elfos se fueron replegando hacia el interior del bosque, buscando refugio en Litdanast, la mítica capital del reino, y cortando cualquier lazo con el exterior. Bastas regiones fueron abandonadas y la cuidada naturaleza del bosque se perdió, dejando lugar a incendios, plagas y otros males que borraron la belleza anterior. 5

Aislados de las demás razas, los elfos se sumieron en la penumbra de la tristeza, sabedores de que quizás su tiempo en este mundo había llegado a su fin. Bueno, supongo que es momento de presentarme. Soy Araanel, el menor de los hijos del Rey elfo Gerahel, o sea, que soy un príncipe de la familia real elfa. Al igual que la de muchos otros niños, mi infancia discurrió tranquila entre juegos y canciones, pero al llegar a la edad adulta me vi obligado a empezar a cumplir con mis obligaciones. Como noveno príncipe, lejano en la línea de sucesión, me alisté en las patrullas que vigilan las fronteras del gran bosque, con objeto de convertirme en un explorador hábil y diestro, digno príncipe de mi raza. De este modo, durante meses serví en una patrulla destinada a la frontera norte, donde encontré veteranos instructores que me enseñaron las artes del arco, la espada o la exploración. A su vez, también logré el respeto de mis compañeros, así como encontré grandes amigos entre ellos. En nuestra última expedición, a finales de un otoño especialmente frío, dejamos la capital Litdanast y durante días vagamos por el límite meridional del reino en misión de vigilancia. Era un trabajo agotador, recorriendo los abandonados senderos en busca de rastros enemigos, o eliminando alguna de las malignas criaturas que cada vez abundaban más en el bosque. Al ver el estado de abandono del reino élfico, me pregunté más de una vez si no sería ésta otra señal del fin de nuestra raza, una prueba de que nuestro tiempo en este mundo había espirado y que como pueblo quizás estuviésemos condenados a desaparecer. Al atardecer del décimo día de misión, encontramos un 6

nuevo rastro, las claras huellas de pies calzados con botas de suela de hierro. Orkos, no había duda, pero no más que un pequeño grupo de guerreros. Enseguida partimos a la carrera para dar caza a las malvadas criaturas mientras el bosque permanecía en un silencio de aire funesto.

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CAPÍTULO 1 Mientras el atardecer se cernía sobre el bosque como un pesado manto de añoranza, seguí a paso rápido paso a mis compañeros. Sobre nosotros, un cúmulo de espesos nubarrones surcaba el plomizo cielo otoñal amenazando tormenta. El boscoso paraje se oscurecía por momentos y las sombras de los árboles se alargaban en espectrales formas. Dejé de mirar a lo alto y me concentré en el accidentado lecho del bosque, tratando de no tropezar con las gruesas raíces que cruzaban el sendero. Nuestra compañía de exploradores elfos se abría camino ágilmente entre la espesura. Se trataba de diez altos y estilizados exploradores, vestidos con ropajes pardos, finas capas y pantalones de tonos verdes. Los afilados rostros permanecían ocultos bajo capuchas por las que sólo asomaban las largas cabelleras rubias. Cada explorador cargaba a su espalda con un arco de bella factura y un carcaj repleto de larguísimas flechas, mientras que de sus cinturones pendían espadas cortas y puñales. Abría la marcha Elean, capitán de la patrulla, veterano guerrero cuyo rostro imberbe contradecía la basta experiencia que se reflejaba en sus ojos azul claro. Trotaba con rapidez, el cabello recogido en una larga trenza rubia que danzaba sobre sus hombros con cada zancada. En su 9

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mano izquierda agarraba el arco con mano firme, mientras su mano derecha apartaba las ramas del camino. - Debemos detenernos -le aconsejó Miriel, la joven arquera que avanzaba tras el capitán-. Estamos agotados añadió, con el aliento levemente entrecortado, aunque las facciones de la mujer apenas delatan un leve enrojecimiento. - No es momento para pausas -respondió tajante Elean-. Estamos muy cerca. Siento su presencia. -entonces señaló un claro que se abría en la espesura-. Se han detenido allí; ya son nuestros –afirmó con tono duro. Rápidamente, la patrulla se organizó para la batalla, ocultándonos entre los árboles y matorrales. Sigilosos como un susurro, nos acercamos hacia el pequeño claro. Con la espada aferrada, seguí a mis compañeros, algo nervioso, pero con deseos de entrar en combate. Tras avanzar entre la espesura, por fin descubrimos a nuestros enemigos; Se trataba de una veintena de orkos, seres encorvados de brazos musculosos y recias piernas. Para alguien que no haya visto antes a un orko, pueden resultar seres grotescos. Son criaturas de piel oscura y reseca, con hocicos perrunos de colmillos amarillentos y ojos de fulgor carmesí. Visten armaduras de cuero tachonado y andrajosos ropajes y van armados con herrumbrosas cimitarras de acero ennegrecido. La partida de orkos había acampado en el claro. Algunos se dedicaban a despedazar un ciervo y luchaban entre ellos por una mayor ración como animales hambrientos, mientras los más fuertes engullían la carne cruda sentados sobre un árbol caído. Elean se volvió hacia nosotros y, tras 11

comprobar que estábamos preparados, nos indicó con un gesto la orden de atacar. Respondiendo sin vacilar, varios de mis compañeros surgieron entre los árboles y se abalanzaron sobre la horda de orkos. Éstos se quedaron paralizados por la sorpresa y apenas tuvieron tiempo de alcanzar sus armas. En un instante, el silencio del bosque fue roto por sonidos metálicos, entrechocar de espadas y gritos de dolor. Mientras se producía la lucha, me abrí paso entre la vegetación y cargué una flecha en mi arco. Tensando la cuerda, busqué una diana entre el caos que se había desatado en el claro. Descubrí un orko separado del resto y que dudaba entre luchar o huir. Antes de que tomase una decisión, disparé mi arco y lo abatí con mortífera precisión. Cuando me disponía a disparar de nuevo, mi fino oído captó un rumor, primero lejano, pero que poco a poco se iba haciendo más nítido. Extrañado, escruté la vegetación y entonces vislumbré decenas de sombras que se abrían paso entre los árboles. Sin dudar un instante, guardé la flecha, y salté al interior del claro, tratando de alertar a mis compañeros. - ¡Emboscada! -es lo único que pude gritar antes de que una infinidad de orkos irrumpiera en el claro desde todas direcciones. En un instante, la simple escaramuza se convirtió en una pesadilla. Los orkos dispararon sus ballestas y varios elfos cayeron muertos con negros virotes clavados en el pecho. Elean gritaba una desesperada orden de retirada mientras se debatía ante la embestida de una decena de enemigos. Desesperado, desenvainé mi espada e hice frente a un orko, mientras retrocedía a trompicones en un intento de escapar 12

de la emboscada. Un virote cruzó silbando junto a mi cabeza. Un joven elfo cayó ante varios orkos para ser salvajemente mutilado por las cimitarras. - ¡Huid al bosque! -oí gritar de nuevo a Elean-. ¡Es un ejército invasor! ¡Hay que regresar a Litdanast y dar a alarma! Su orden fue silenciada por nuevos gritos y golpes. Con el corazón aporreando mi pecho, escapé del claro y emprendí una ciega carrera entre la espesa vegetación. A mi alrededor descubrí a varios de mis compañeros que huían en desbandada mientras a nuestra espalda se escuchaban los salvajes gritos de los orkos. Apenas llevaba recorridos una veintena de metros, cuando mis pies se detuvieron al borde de una escarpada cañada, que se abría en el suelo del bosque como una gruesa cicatriz. Árboles secos y matorrales cubrían las paredes de la sinuosa grieta, de unos cinco metros de ancho y que se incrustaba en la tierra para formar un estrecho desfiladero varios metros más abajo. Un explorador elfo apareció a mi espalda y me apartó a un lado sin miramientos. - ¡Rápido, están sobre nosotros! -gritó y se dispuso a descender por la cañada, pero justo entonces fue alcanzado por un virote en la espalda. Tras soltar un corto estertor de dolor, el explorador cayó por el desfiladero, golpeándose brutalmente con las ramas, para acabar aplastado contra las rocas del fondo. Atenazado por el temor, dudé un instante sobre qué hacer. Mientras, los negros proyectiles derribaron a otro de mis compañeros, que también se precipitó al vacío. Superado por la situación, me di la vuelta y, blandiendo mi espada, me planté de espaldas a la grieta, dispuesto a luchar a 13

muerte. De entre los árboles surgieron numerosos orkos armados con cimitarras que, entre alaridos de rabia, se abalanzaron sobre mí. Por puro instinto, recibí al primero con una estocada en el cuello, y apenas logré esquivar la cimitarra de otro orko. Justo entonces, vi aparecer más enemigos, que salían por todas partes, rodeándome. Luché con desesperación, pero era inútil, y una cimitarra me alcanzó en el brazo. Grité de dolor mientras retrocedía, hasta quedar al borde de la cañada. Completamente rodeado, derribé a un enemigo de una patada, y antes de que me alcanzasen con sus garras, me volví y salté al vacío. Con un alarido, caí por la cañada hasta, golpeándome en el rostro y el cuerpo con las ramas. De pronto, sentí un fuerte impacto en el pecho que me dejó sin aire, reboté y volví a darme contra otro árbol. Por pura desesperación, conseguí aferrarme a su tronco, pero las espinosas hojas me arañaron la cara, y el dolor hizo que soltase mi asidero, de modo que seguí cayendo para acabar aterrizando de espaldas sobre un arbusto. Dolorido, me levanté y observé a lo alto, justo para ver a Oruel, uno de mis compañeros, que luchaba a espadazos contra un ingente número de enemigos. Desde mi posición, no pude hacer más que contemplar cómo las cimitarras le obligaban a retroceder hasta precipitarse al vacío. Tras varios y terribles golpes contra las ramas, mi amigo quedó postrado en medio de la cañada, los ojos aún con un rastro de vida a pesar de que numerosas heridas y cortes que laceraban su cuerpo. Entonces los orkos me descubrieron y gritaron furiosos mientras me apuntaban con sus ballestas. Sin apenas tiempo para tomar una decisión, corrí hasta el lugar donde 14

yace mi compañero caído, mientras los virotes llovían a mi alrededor. Uno de los proyectiles me rozó el hombro con un relámpago de dolor. Aún así, logré arrastrar el cuerpo de Oruel y guarecernos bajo un árbol, fuera del alcance de las ballestas. - Tranquilo, te sacaré de aquí -le dije al elfo, tratando que mi voz sonase confiada a pesar del temor que atenazaba todo mi ser. El rostro de Oruel aparecía pálido, y sus ojos moribundos ni siquiera parecían verme. - ¡Huye, estúpido! -es lo único que fue capaz de decir, con la boca se llena de sangrantes espumajos. Entonces un estertor sacudió su cuerpo y su mirada quedó clavada en la cúpula arbórea. Con el cuerpo de mi amigo entre los brazos, vi que los orkos empezaban a descender por la cañada en nuestra búsqueda. Sin saber qué hacer, dudé entre quedarme junto a mi compañero o huir. Pero al final, sabiendo que nada podía hacer por mi amigo, dejé su cuerpo sobre la hierba y me lancé a la carrera por el angosto paso. Corrí a la desesperada sin mirar atrás, mientras las flechas se clavaban en los árboles y la hierba a mi alrededor. Unos metros más allá, el desfiladero describía un giro y quedé a cubierto de los proyectiles. Sin detener mi alocada carrera, me abrí paso entre los matorrales mientras a lo lejos se seguían oyendo los gritos y el entrechocar del acero de la lucha. Me odié a mí mismo por abandonar así a mi grupo, pero sabía que la batalla estaba perdida y que mi misión era ahora llegar a Litdanast y alertar a mi pueblo. Ese grupo de orkos era demasiado numeroso para ser una simple tribu errante. Tragué saliva mientras seguía 15

corriendo. Como dijo Elean, se trataba de un ejército invasor. Tras avanzar casi un kilómetro por el abrupto corredor natural, me detuve un instante para recuperar el aliento. Los sonidos de la matanza habían quedado atrás y ahora un sepulcral silencio reinaba en el bosque. Extrañado, comprobé que ni siquiera se escuchaba el vuelo de un pájaro o el chasquido de una ardilla que corriese sobre los árboles. Algo iba terriblemente mal. Sin saber porqué, un escalofrío recorrió mi espalda, mientras un sudor helado empapaba mi frente. De pronto, un prolongado y agudo alarido resonó en lo alto del bosque. Un sentimiento de terror irracional invadió mi ser mientras escuchaba ese grito. Era un lamento lleno de odio y rabia, algo que ningún animal del bosque era capaz de emitir. Paralizado por el miedo, sólo fui capaz de alzar la vista hacia el cielo del atardecer. Un nuevo alarido se escuchó un instante antes de que una sombra cruzase en lo alto entre las copas de los árboles. Era una criatura gigantesca, que batía sus grandes alas con fuerza y mostraba un alargado cuerpo reptiliano. Toda su piel estaba recubierta de escamas negras y tan sólo sus garrudas patas relucían con el blanco del hueso. Su cabeza, de amplias mandíbulas y afilados colmillos, escrutaba el bosque desde su elevada posición, buscando. Sentí cómo la respiración moría en mis pulmones al comprender por fin de que se trataba y sin que poder dar crédito a lo que veían mis ojos; Era un dragón.

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CAPÍTULO 2 Durante mi infancia había oído cientos de leyendas sobre los dragones, demonios alados que sirvieron al Rey Dios en el pasado. En las historias sobre la gran guerra que me contaban mis tutores, me explicaron sobre estas terribles criaturas, capaces de destruir ciudades enteras con su aliento de fuego, y que sumieron Valsorth en la oscuridad y el desastre. Sin embargo, los dragones fueron expulsados tras la gran batalla que acabó con el malvado Rey Dios, y se suponía que desaparecieron hace siglos. Al contemplar al gigantesco ser alado planeando sobre el bosque en un amplio círculo, comprendí que las leyendas e historias estaban equivocadas. Los dragones habían vuelto. Paralizado por el terror, apenas era incapaz de moverme o huir, mientras el dragón descendía lentamente. De pronto, sus enormes ojos de reptil me descubrieron en el desfiladero, y por un momento sentí su penetrante mirada. A continuación, el demonio alado se lanzó en picado hacia la cañada, mientras exhalaba un rugido de júbilo. Tras un instante de puro pánico, por fin logré sobreponerme y librarme del frío terror que atenazaba mis miembros. Sintiendo la muerte alada que se precipitaba desde el cielo, di media vuelta y emprendí una desesperada carrera, en que mis piernas volaban sobre las raíces y ramas secas que cubren el suelo. Entonces sentí una sombra que cubría el 17

cielo sobre mi cabeza. Justo a tiempo, me lancé al suelo, en el momento en que una bocanada de fuego surgió de las fauces del dragón y arrasó todo el lecho de la cañada. Un intenso calor me golpeó como una bofetada, al convertirse el bosque en un infierno de llamas y calor. Por fortuna, el fuego no me alcanzó directamente. El dragón, una vez incendiada toda la cañada, se elevó de nuevo en el cielo y se dirigió hacia otro punto del bosque. Sin embargo, mi situación seguía siendo desesperada. El fuego había prendido la vegetación, de modo que árboles y arbustos ardían en furiosas llamas a mi alrededor. Un espeso humo negro empezaba a cubrir el desfiladero, que se comportaba como una chimenea, conduciendo el fuego a toda velocidad. Entre las llamas y el humo, comprendí que la cañada era el peor sitio posible para permanecer durante un incendio, ya que las llamas la seguirán y se propagarían a toda velocidad. Así que no perdí un instante en dejar el refugio de la pared y corrí para salvar mi vida. Me abrí paso entre la humareda, sintiendo el crepitar de las llamas y un espantoso calor a la espalda. Pero me moví con agilidad entre el fuego y el humo, hasta el final del desfiladero, donde descubrí en la pared de mi izquierda un abrupto paso por el que podría trepar hasta el lecho del bosque. Mientras el fuego consumía la vegetación de la cañada, trepé por las ramas y arbustos que crecían en la escarpada pared y en cuestión de segundos alcancé la cima, donde me dejé caer sobre el suelo, exhausto. Mientras me recuperaba del esfuerzo, contemplé entre las ramas la lejana silueta del dragón negro, que seguía sobrevolando el bosque en amplios círculos. El monstruo, 18

tras emitir un nuevo alarido, emprendió el vuelo hacia el sur y desapareció de mi vista. Lentamente, conseguí ponerme en pie y reanudé la huída, sintiendo las piernas y los brazos pesados como si fuesen de hierro, pero decidido a no abandonar. Durante lo que pareció una eternidad, corrí en solitario por las sendas del bosque, alejándome de la batalla y el dragón. Tras superar el tronco de una aya caída, volví a escuchar los gritos de los orkos, que se acercaban por el oeste, así que continué mi carrera entre la maleza. Tras recorrer una estrecha senda que serpenteaba en dirección este, el camino se cruzaba con que el río Tirem. Se trataba de un río de aguas bravas, que brincaban y formaban infinidad de remolinos entre las piedras y rocas. El Tirem bajaba desde las tierras del norte para cruzar el bosque de Shalanest y acabar desembocando en la costa. Conocía bastante bien su recorrido y sabía que más adelante el río se precipitaba en varios saltos y cascadas, para luego volverse y más calmo. Sin duda, cruzarlo más adelante sería más sencillo, pero si lograba alcanzar el otro lado interpondría una barrera con mis perseguidores, ya que por todos es sabido de la repulsión que sienten los orkos por el agua. Tras comprobar que no había orkos en los alrededores, me adentré en las frías aguas, las cuales cubrían hasta la cintura. Avanzando lentamente, luché por no ser arrastrado por la fuerza del agua, y en varias ocasiones estuve a punto de perder el equilibrio al hundirse mi bota en el barro. Cuando creía que iba a alcanzar el otro lado sin problemas, escuché un chillido a mi espalda. Al darme la vuelta, me encontré con un orko armado con una ballesta, que gritaba para dar la alarma mientras cargaba su ballesta. Al verme 19

atascado en medio del río y debatiéndome por no ser llevado por la corriente, el orko levantó su ballesta y se dispuso a disparar sobre un blanco fácil. Antes de que lo hiciera, saqué una flecha del carcaj y disparé con rapidez sobre él. El proyectil del orko se hundió en el agua a mi lado, mientras mi lanzamiento acertó al orko en el pecho, que se desplomó en la orilla, muerto. Una vez eliminado el peligro, seguí vadeando el río y alcancé la orilla oriental sin mayores problemas. Entonces volví a oír gritos a mi espalda y una decena de orkos surgieron por el sendero del bosque. Los encorvados seres, gritaron y me maldijeron en su oscuro idioma, pero no reunieron el coraje para vadear el río. Antes de que tuviesen tiempo de disparar sus ballestas, me interné de nuevo en la espesura y me alejé de allí. Sin tiempo que perder, avancé por una desdibujada senda, alerta a cualquier señal que me alertase de la presencia de más orkos. A su vez, no pude evitar echar de vez en cuando una mirada a la cúpula de árboles, con el temor de vislumbrar de nuevo entre las ramas la silueta del dragón. Tras recorrer más de un kilómetro, llegué a un punto en que la senda se bifurca en dos direcciones; un camino más ancho que partía hacia el este, y un sendero menos transitado que salía hacia el sur. Dudé en que camino seguir, cuando descubrí un débil rastro que se abría en la maleza. Arrodillándome junto al camino, comprobé que las huellas y pude saber que alguien se había abierto camino por allí recientemente. Lo débil del rastro indicaba que no se trataba de un orko, ya que estos pisotean la tierra con rabia, mientras que estas huellas eran apenas visibles. Intrigado, decidí investigar este rastro. 20

Con la espada preparada, aparté unas ramas y me encaminé en pos de los pasos del extraño. Apenas había recorrido unos pocos metros, que encontré un reguero de sangre que manchaba las hojas de un arbusto. Un poco más allá detecté otra marca rojiza en un tronco, y seguí adelante hasta llegar a un claro libre de vegetación, donde yacía una figura vestida con los verdes ropajes de un elfo. Se trataba de Elean, el capitán de nuestra patrulla. Al reconocerlo, no tardé en correr a socorrerle. Al arrodillarme a su lado, advertí que su estado era crítico y que su vida espiraba por segundos, abandonándole con cada entrecortada respiración. Su rostro moribundo apenas tenía expresión, con los ojos transparentes y un hilillo de sangre reseca surcando sus labios azulados. Me dispuse a hacerle una cura de emergencia, pero entonces sus ojos parpadearon y posó su mano sobre la mía. - Déjalo, es inútil -dijo Elean entre carraspeos-. Es mi final, no pierdas el tiempo conmigo. Huye hacia Litdanast y avisa a los nuestros. Haciendo caso omiso de sus palabras, examiné la sangrante herida de su costado y comprobé que era grave, pero ni mucho menos definitiva. A continuación, busqué en la bolsa en que guardaba mis cosas y saque el saquito en que guardaba el polvo de la hierba Etalan, la gran curadora. Empapando un poco del polvo en una tira de tela, apliqué el vendaje sobre la herida. El capitán trató de protestar, pero le dediqué una significativa mirada para que me dejase ayudarle. Al acabar de vendar la herida, el efecto curativo de la planta se propagó por el cuerpo del capitán, cuya mirada recuperó el brillo habitual. Tras unos segundos, le tendí una mano y le obligué a incorporarse. 21

- Te debo la vida. -dijo con respeto, mientras acababa de recuperarse. - No hay nada que agradecer –le respondí-. Es lo menos que podía hacer por ti, mi capitán. - Has demostrado ser un digno hijo de tu padre –asintió él y me dedicó una profunda mirada. Tratando de que el rubor que me produjeron sus palabras no incendiase mis mejillas, cambié de tema y le pregunté sobre qué debíamos hacer a continuación. El capitán meditó un momento antes de responder. - Debemos seguir hacia el sur antes de que los orkos nos encuentren –dijo finalmente-. Nuestra obligación es llegar a Litdanast antes que los orkos y el dragón. Debemos alertar a tu padre, al rey, de lo que ha pasado aquí, de modo que dé tiempo a preparar las defensas. No quiero ni imaginar en lo que puede pasar si el dragón alcanza la ciudad y la encuentra desprotegida. Por tanto, sin perder más tiempo con palabras vanas, emprendimos la marcha. Durante varios kilómetros, avanzamos con rapidez por sendas poco transitadas. Elean se mostraba ahora mucho más confiado y escrutaba el bosque con ojos expertos ante la menor señal de peligro. Tras una hora de rápida carrera, el sendero acababa bruscamente en un acantilado, en que el camino volvía a cruzarse con las salvajes aguas del río Tirem. Sobre el rumor de los rápidos que resonaban en lo profundo del desfiladero, un antiquísimo puente colgante cruzaba hasta el otro lado del precipicio. Se trataba de un precario paso hecho con cuerdas y viejos maderos que se balanceaba suavemente entre sonoros crujidos. 22

Con cuidado, Empezamos a cruzar por el puente, vigilando cada paso y sin poder evitar echar una mirada al furioso río de abajo. Pero cuando nos encontrábamos en medio, tres orkos aparecieron al otro lado del río, vestidos con negras armaduras y empuñando cimitarras. A la vez, escuché un grito a mi espalda y me volví para ver a cuatro enemigos más aparecer entre la maleza por nuestra retaguardia. - Estamos rodeados -dijo Elean, sin rastro de temor en su cansada voz, a la vez que aferraba su espada con ambas manos dispuesto a luchar. Los orkos avanzaban con cuidado por el frágil puente y estrechaban su círculo sobre vosotros, confiados al tenernos atrapados. Con rapidez, alcé mi arco y disparé con mortífera puntería, abatiendo a dos enemigos que se precipitan al vacío entre horribles gritos. El resto se lanzó sobre nosotros, por lo que desenvainé mi espada y me uní a Elean. Espalda contra espalda, luchamos en el precario paso contra los orkos, que trataban de aplastarnos bajo su número. Ante el ataque de tantos enemigos, evité por poco un tajo mortal mientras veía que más orkos llegaban por vuestra espalda y empezaban a cruzar el estrecho puente. Sin apenas espacio para blandir mi espada entre el enjambre de enemigos que nos rodeaba, luché durante largos segundos para repeler las estocadas de los orkos. Pero no podíamos seguir así, por lo que, a la desesperada, alcé mi espada y descargué un terrible tajo sobre las cuerdas que sustentaban el puente. Al momento el precario paso se tambaleó peligrosamente y los orkos aullaron asustados al comprender cuales eran mis intenciones. Sin hacer caso de sus gritos, volví a golpear

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con mi espada y el filo cortó limpiamente la cuerda, partiendo el puente por la mitad y arrojándonos al vacío a todos nosotros. Antes de precipitarme a una muerte segura, me agarré a uno de los correajes y me balanceé sobre el precipicio, mientras los orkos caían entre gritos contra las piedras del fondo. Agarrado a la cuerda, me golpeé duramente contra la pared del acantilado, pero logré mantener la cuerda apresada. Entonces vi que Elean también se había salvado y trepaba ahora por los restos del puente para alcanzar el alto del desfiladero. Con un último esfuerzo, escalé por la soga hasta llegar a su lado. Sin tiempo para recuperar el aliento, dejamos atrás el río y seguimos avanzando hacia el Sur, alejándonos del río. Poco después, la fatiga nos obligó a detenernos. - Pensé que jamás lograríamos escapar de esa trampa -dijo Elean, dejándose caer sobre la hierba-. Tu idea de cortar el puente ha sido la locura más estúpida que he visto jamás –me reprimió con tono serio-. Pero sin duda, has vuelto a salvarnos la vida –añadió, esbozando una sonrisa, pero que se troncó al momento en un gesto de dolor-. Estoy agotado y no puedo dar un paso más -dijo con el aliento entrecortado. Entonces comprendí que, a pesar de mi tratamiento, aún tenía importantes heridas-. Debes llegar a Litdanast antes que el enemigo –dijo entonces Elean con voz débil-. Corre hacia el sur y busca al capitán Limeath. Según las últimas noticias que me envió, su patrulla se encuentra en los alrededores de las ruinas de la abadía humana que hay al este. Avísales de lo que ha sucedido y que estén preparados para enfrentarse al enemigo. Me bastó un simple vistazo para comprender que Elean tenía razón. El veterano capitán necesitaba descansar y 25

recuperar fuerzas. Si lo llevaba conmigo, iríamos mucho más lentos y podía ser el fin de nuestras esperanzas. - Te enviaré ayuda –le prometí-. Descansa ahora. Yo avisaré a Limeath y al resto. Puedes tener por seguro que haré todo lo que pueda para que lleguemos a Litdanast antes que los orkos. - Entonces no pierdas el tiempo con más palabras – me responde el capitán-. Corre, mi príncipe. Todo depende de ti ahora. Con una leve reverencia, me despido del capitán Elean y me apresuro por el sendero hacia el sur, en busca de las ruinas de la antigua abadía.

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CAPÍTULO 3 Las últimas luces del día se apagaban en el horizonte y la oscuridad se extendía por el bosque mientras seguía avanzando por el sendero. La llegada de la noche era inminente y sería entonces cuando los orkos se mostrasen más activos, pues a estas criaturas las repele la luz del sol. Aún me encontraba lejos de Litdanast y avanzar de noche por el bosque podía resultar muy peligroso, incluso para un elfo dotado de una excelente visión como la mía. Dispuesto a recorrer el máximo territorio posible antes de la caída de la oscuridad, aceleré el paso y continué por la senda hacia el sur. Las ruinas de la antigua abadía se encontraban no muy lejos en esa dirección y el deseo de llegar allí cuanto antes me daba fuerzas para seguir. Pronto el camino se ensanchaba y los árboles se abrían en una amplia avenida natural franqueando una calzada de mullida hierba. Intranquilo, empecé a recorrer el camino sin dejar de echar nerviosas miradas a la frondosa vegetación que se agolpaba a los lados. De pronto, me sorprendió el sonido de voces guturales que hablaban en algún punto entre la maleza. Sigiloso, me acerqué a la vereda del camino y espié entre los árboles para descubrir de qué se trata. Así descubrí a un grupo de orkos, que discutían a gritos a no más de quinientos metros del camino donde me encontraba. Se trataba de una veintena de enemigos, que parecían discutir sobre que 27

camino coger. En el centro, un gran orko con el feo rostro deformado por una multitud de cicatrices y que portaba una pesada hacha de doble filo, escuchaba con aparente malestar a otro orko que señalaba al sur. Sin que me descubriesen, escuché con atención sus palabras. Mis conocimientos acerca de su lenguaje no eran muy amplios, debido a la infinidad de variantes y dialectos que utilizan estos abominables seres, pero aún así conseguí entender el tema de la disputa; Al parecer, un grupo de guerreros elfos se había refugiado en las ruinas de la abadía, donde habían mantenido a raya a los invasores, eliminando a muchos orkos en el enfrentamiento. De ahí el malestar de la tropa. Un sentimiento de alegría me invadió al comprender que se referían a Limeath y su patrulla. Por tanto, Elean tenía razón y esa patrulla defendía la abadía. - Que sean los dragones los que acaben con ellos gritaba el orko enfurecido, entre las quejas de sus congéneres-. Los malditos elfos disparan sus arcos y nos matan a distancia. El gran orko que parecía ser el líder de la horda guardaba silencio, hasta que alzó una garruda mano y acalló tajante la discusión. - ¡Silencio! –gritó, empujando al orko que protestaba-. Ahora que se acerca la noche, atacaremos las ruinas y mataremos a los odiados elfos -dijo y la mayoría de los orkos exclamaron jubilosos al oír el decidido tono de su líder. Éste levantó de nuevo la una mano para hacerles callar y siguió hablando-. Con la oscuridad, a pesar de la vista de los elfos, no podrán detectarnos tan bien. Unos atacaréis por el frente, disparando ballestas para atraer su atención. Mientras, el resto de nosotros nos acercaremos 28

por los flancos y cerraremos la trampa. Apenas quedan cinco o seis elfos en las ruinas y no podrán detenernos a todos si les atacamos por varios frentes a la vez. Los orkos irrumpieron en nuevos gritos de júbilo, intercalados con insultos contra los elfos. Una vez finalizada la discusión, la horda de orkos se pone en marcha y parte hacia el este, entonando una grotesca canción de guerra. Zanjar, cortar, matar, esa es nuestra pasión. Hierro, piedra y noche, orkos del norte somos. Zanjar, cortar, matar, entona nuestra canción. Hierro, piedra y noche, al norte volveremos. Mientras las grotescas voces de los orkos se perdían en la espesura, me apresuré en regresar al camino y seguir hacia el sur. Ahora tenía claro que debía alcanzar las ruinas de la abadía antes que los orkos y alertar así a mis compañeros. Con las fuerzas que da la desesperación, recorrí varios kilómetros antes de que la noche se cerniera sobre el bosque. La oscuridad se apoderó de Shalanest y las sombras se multiplicaron entre los árboles. Bajo la luz plateada de una amortiguada luna, seguí corriendo por los senderos, hasta alcanzar mi destino. Un amplio claro que se abría en la frondosa vegetación, con una colina de verde hierba en cuya cumbre se alzaban 29

los desmoronados restos de un edificio de piedra. El templo no era más que un cúmulo de muros resquebrajados, con abundante vegetación que asomaba por ventanas y grietas. Las ruinas de la abadía eran famosas en el bosque, ya que era una de las pocas edificaciones de piedra, construida siglos atrás por un monje humano que se instaló en Shalanest como ermitaño. Eso fue mucho antes de la guerra contra los caballeros del reino de Stumlad y antes de que ambas razas se enemistaran para siempre. Con el arma alzada en forma de saludo, me adentré en el claro y empecé a ascender la colina. Pero apenas había dado unos pocos pasos, que escuché un murmullo, similar al ulular de un búho. Al reconocer la señal de aviso, me llevé una mano a los labios y respondí con otro prolongado susurro, similar al roce del viento entre los árboles. Un nuevo silbido me indicó que podía seguir avanzando y así lo hice para alcanzar la abadía justo cuando la noche se cerraba sobre el bosque. Refugiados en el interior del derruido edificio, me encontré con cuatro exploradores elfos, miembros de otra patrulla de vigilancia. - Bienvenido -me saludó uno de los soldados, un alto varón de afilados rasgos y con una larguísima melena de cabello sedoso, tan rubio que casi parecía transparente-. Soy Limeath y estos son los únicos supervivientes de mi patrulla. Me presenté como un miembro de la patrulla de Elean y expliqué lo sucedido a nuestro grupo. Limeath escuchó en silencio mis palabras y no habló hasta que hube acabado. - Malas nuevas nos traes, mi príncipe –dijo, negando con la cabeza-. Sin embargo, algo similar nos sucedió a 30

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nosotros. Esta mañana, cuando recorríamos la frontera oriental, fuimos emboscados por una horda de orkos. Pillados por sorpresa, mi patrulla fue aniquilada, a excepción de unos pocos que logramos huir y refugiarnos en esta abadía. Durante toda la tarde hemos manteniendo a raya a los enemigos, a la espera de las primeras luces del día, momento en que planeamos escapar en dirección sur hacia la ciudad de Litdanast. Brevemente, le expliqué a Limeath la conversación que escuché a los orkos, con el plan de atacar la abadía durante la noche. Al acabar, el capitán me agradeció esta información. - Ahora que sabemos sus intenciones, estaremos preparados para recibirles con nuestros arcos –dijo, y acto seguido, distribuyó a sus tres soldados en diferentes puestos de vigilancia. Cada elfo iba armado con un arco y un carcaj de flechas y la colina proporcionaba una excelente protección, por lo que Limeath confiaba en poder repeler el ataque enemigo. A continuación, el capitán me llevó hasta una habitación donde habían amontonado sus pocas pertenencias, así como a dos elfos heridos. - Descansa ahora, príncipe Araanel –me dijo Limeath-. Te avisaré cuando se acerque el momento de luchar. Sin duda, necesitaremos tu ayuda. Agotado tras el duro día, me dejé caer en el suelo y apoyé la espalda contra la fría pared de piedra. Tras comer un frugal bocado, me eché en el suelo y logré dormitar durante un par de horas. Tiempo después, una mano me sacudió del hombro. 32

- Ha llegado el momento -me despertó Limeath-. Coge tu arco y ponte a mi lado. Haremos pagar caro a esos orkos el dolor que han infringido a los nuestros. Tras recoger mi equipo, acompañé al capitán Limeath hasta el muro frontal de la abadía, donde me situé protegido por los cascotes y con un matorral cubriendo mi flanco. Apostados en el muro, aguardamos durante largos minutos, en que los que el silencio sólo era roto por el canto de algún animal nocturno. La luna se había ocultado bajo una espesa capa de nubes y la negrura era total en los alrededor de la colina. Con el arco dispuesto, escruté la oscuridad en busca de enemigos. Pronto, los primeros orkos aparecieron por el norte, alzando sus cimitarras y gritando insultos en idioma común. Sin duda era parte de la treta de los orkos, por lo que, sin prestarles atención, Limeath se concentró en la ladera oeste, por donde esperamos el traicionero ataque. Entonces descubrí entre la maleza a varias siluetas que se acercan furtivamente. Alerté con un gesto a mi compañero y, nos volvimos con los arcos preparados. Lentamente, tensé una flecha en la cuerda y aguanté la respiración, hasta que dejé ir mi mano. Al momento, un orko cayó con un alarido de dolor. Disparé de nuevo y abatí a otro enemigo, pero los orkos ascendían a la carrera por la colina, a pesar de los disparos de Limeath y sus soldados. Pronto, el primero de ellos alcanzó los muros de la abadía y al momento nos encontramos luchando cuerpo a cuerpo contra una infinidad de enemigos. Dejando caer el arco, blandí mi espada para hacer frente a tres de ellos, mientras Limeath y los demás elfos luchaban contra el resto. 33

Moviéndome como un torbellino, mi espada relucía plateada en la noche y los orkos caían muertos a mis pies. Por desgracia, los muros de la abadía eran un hervidero de enemigos que parecía no tener fin. Horrorizado, vi caer a dos elfos ante las cimitarras de los orkos. Limeath, con un grito de rabia, destripó a un rival de un tajo de espada y vengó a sus amigos. A la desesperada, luché contra un orko mientras retrocedía entre los cascotes hacia las desmoronadas escaleras. El monstruo trataba de acertarme con su cimitarra, pero esquivé a un lado y le atravesé con mi espada. Abrumado por la lucha, me pasé una mano por el rostro para limpiar la sangre y el sudor. Fue entonces cuando vi que los orkos ya habían invadido por completo la abadía y sólo Limeath y yo mismo permanecíamos en pie para hacerles frente. Paso a paso, los enemigos nos rodearon y avanzaron entre risas y amenazas. De un mandoble, me quité de encima al enjambre de orkos que me atacaba y corrí hacia las escaleras. - ¡No podemos hacerles frente aquí! –le grité a Limeath, quien a espadazos retrocedía hasta llegar a mi lado. Juntos, nos batimos en retirada, luchando en la angosta escalera contra la horda de orkos, donde cobramos un alto precio en vidas a los orkos. Durante lo que pareció una eternidad, luchamos sin descanso, matando a muchos enemigos, de modo que los cadáveres se amontonaban en la escalera de piedra. Finalmente, conseguimos infundir tal miedo a nuestros atacantes que los orkos acabaron retrocediendo. - ¡Huyen! -exclamó Limeath victorioso mientras perseguía a un orko por las escaleras. 34

Pero entonces uno de los cobardes enemigos que había permanecido en el suelo, se alzó de entre los cadáveres y atacó a traición al capitán elfo. Ante mis atónitos ojos, sólo pude ver cómo el orko hundía su cimitarra en el estómago de Limeath, quien consiguió acabar con el orko antes de caer malherido al suelo. Rápidamente, corrí a auxiliarle y le apliqué el poco polvo de planta curativa que aún conservaba. Sin embargo, la herida de Limeath era muy grave. - Déjalo -dijo él entre agónicos estertores-. No malgastes tu tiempo conmigo. Huye mientras puedas. La mejor ruta para llegar a Litdanast es a través del río Gorana, el pequeño afluente que se une al Tirem al este de aquí. Sigue su curso por las grutas que hay bajo la ciudad y... -un violento carraspeo le impidió seguir hablando y un instante después, su rostro quedó rígido. Había muerto. Con cuidado, dejé el cuerpo del elfo sobre las piedras del suelo, y salí de la abadía. Antes de que los orkos me descubriesen, descendí a la carrera la colina hacia el sur, justo cuando las primeras luces del día asomaban sobre el horizonte boscoso. Con la rabia de dejar atrás a más compañeros caídos, me interné por un sendero y desaparecí entre la vegetación.

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CAPÍTULO 4 Después de avanzar durante horas hacia el sur, el sendero volvió a cruzarse en un escarpado risco con el cauce del Tirem. Desde este borde, las aguas del río se precipitaban en un salto de una decena de metros para caer en un embalse que se abría en medio de la frondosa vegetación. Al alcanzar el risco, me situé al borde de la cascada y eché un vistazo atrás, con el temor de descubrir a más orkos o alguna señal del terrorífico dragón. Entonces vislumbré una silueta que se abría paso entre los árboles. Al instante, me puse en tensión, preparado de nuevo para la lucha, pero la figura que apareció no era encorvada ni grotesca, sino alta y esbelta, vestida de verde y con un arco asido en las manos. No tardé ni un segundo en reconocer a Miriel, la mejor arquera de nuestra compañía, y quien pensaba que había caído durante la emboscada. Levanté un brazo para hacerle una seña. Al verme, la chica dudó un instante, temerosa ante una posible trampa, pero al momento recorrió los pocos pasos que nos separaban. - ¡Ha sido horrible! –dijo con el aliento entrecortado por el cansancio-. ¡Todos han muerto! -y sin poder dar un paso más, se derrumbó sobre mí. A duras penas conseguí acogerla entre mis brazos antes de cayese al suelo. - Tranquila, tranquila -traté de calmarla. La mujer, cuyo largo cabello rubio caía como una suave cascada 36

dorada sobre sus hombros, estaba totalmente exhausta. En su bello rostro de ojos almendrados se adivinaba una muestra una expresión de sufrimiento. - Los orkos vienen detrás -siguió diciendo ella y se liberó de mi abrazo para señalar hacia el norte-. El dragón mató a todos los otros. Yo escapé de la matanza, pero los orkos me persiguen desde hace horas. Como respondiendo a sus palabras, se empezaron a escuchar gritos y salvajes alaridos entre el follaje. - Maldición, ahí vienen -dijo Miriel, que a pesar del cansancio, logró sobreponerse y buscó una flecha en su carcaj. En ese instante, seis orkos aparecieron entre la maleza, pisoteando la hierba con sus botas de hierro. Al vernos, blandieron amenazadoramente sus cimitarras, a la vez que nos increpaban con gritos e insultos. - ¡Ya son nuestros! -graznó su líder en idioma común, pero Miriel respondió soltando una flecha que se incrustó en la garganta del orko. Los otros monstruos, sin hacer caso del caído, cargaron sobre nosotros. Miriel disparó de nuevo su arco, mientras yo desenvainaba mi espada para hacerles frente. Un momento después, el entrechocar del acero resonó de nuevo en el bosque, haciendo elevar el vuelo una bandada de pájaros que se alejaron sobre el lago. Pronto me encontré frente a dos orkos, batiéndonos al borde del risco. Con una estocada circular, acabé con uno de ellos, a la vez que pateé al otro hacia el precipicio. El orko cayo gritando por la cascada para estrellarse contra las rocas de abajo. Sin tiempo que perder, me dispuse a ayudar a Miriel, pero en ese momento irrumpió en el claro una decena de nuevos enemigos. 37

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- ¡Son demasiados! -dijo la elfa a la vez que cercenaba la garganta de una sucia criatura con un amplio tajo de su espada. Me abalancé sobre los enemigos que la asediaban y acabé con uno de ellos de una estocada certera. El resto dudaron un instante, pero al final arremetieron contra nosotros entre aullidos de rabia. A la vez que detenía una cimitarra, eché un rápido vistazo abajo y descubrí que era posible saltar por la cascada hasta el lago. Por desgracia, allí quedaríamos expuestos a las ballestas de los orkos. Sin embargo, no teníamos otra alternativa. - ¡Salta, yo me encargo de ellos! –le grité a Miriel y, antes de que ella pudiese protestar, la agarré del brazo y la lancé hacia la cascada. La sorprendida muchacha no pudo evitar la caída y se precipitó hacia el lago para zambullirse ágilmente en las estruendosas aguas. Sin tiempo de comprobar su estado, me volví para hacer frente a la horda de orkos que se lanzaban sobre mí. Con desesperación, me debatí ante las cimitarras, saltando de un lado a otro y lanzando tajos sin cesar. Acabé con un orko de un espadazo, pero entonces quedé expuesto ante el ataque de otro enemigo. Pero cuando la sucia criatura se disponía a alcanzarme con su cimitarra, una flecha impactó en su rostro, y el orko cayó muerto a mis pies. Me volví fugazmente hacia el lago para ver que Miriel se encontraba en la orilla de abajo, con su arco apuntando al elevado risco. Esquivé el mandoble de un enemigo, mientras una nueva flecha acababa con la vida de otro orko. Eso me dio la oportunidad para correr hasta el borde del risco, entre las garras de mis agresores, y salté por encima de la cascada. Con un grito, volé sobre el cielo azul del mediodía y me 39

zambullí en las oscuras aguas del lago, para al momento empezar a nadar hacia la orilla donde se encontraba Miriel. Braceé a toda velocidad mientras varios virotes de ballesta se hundían en el agua sin alcanzarme. Por fin llegué al borde del lago, donde Miriel disparaba otra de sus flechas y abatía a otro orko, que cayó del risco con el proyectil clavado en el pecho. Los cuatro enemigos que quedaban en el acantilado maldijeron en su grotesca lengua, pero rápidamente corrieron a ocultarse entre la vegetación. - Irán a buscar refuerzos -dijo la mujer elfa, y me tendió una mano para ayudarme a salir del agua-. Debemos darnos prisa. Sin tiempo para descansar, continuamos nuestra huida por el sendero, el cual discurría entre árboles de grueso tronco en dirección este. Durante horas avanzamos por sendas boscosas, sin encontrar ningún enemigo o peligro. Al caer la noche, las sombras y la oscuridad se extendían a nuestro alrededor, y el cansancio empezó a hacer mella. - Podemos dirigirnos a las ruinas de la abadía -dijo Miriel sin detener el paso-. Por allí suele encontrarse otra patrulla de vigilancia, al mando de Limeath. Quizás podamos unirnos a ellos y huir juntos hasta Litdanast. Reduciendo el paso, pues no quería que tropecemos con alguna raíz por seguir corriendo en la penumbra, y miré a la muchacha. - La patrulla de Limeath ha caído –le dije simplemente. Ante la mirada de la chica, le expliqué el triste final de nuestros compañeros, y la lucha en las ruinas de la abadía. 40

- De modo que estamos solos –asintió ella tras oír mi historia y tratando de reponerse del pesar que le han producido mis palabras. - Estamos solos –afirmé, simplemente. Seguimos la senda hacia el sur y avanzamos varios kilómetros antes de que la noche cayese sobre el bosque, mientras las sombras se multiplicaban entre los árboles y matorrales. - Estoy agotada -dijo finalmente Miriel y se detuvo en medio de la senda, encorvándose hacia adelante y apoyando las manos en las rodillas-. Necesito un descanso. Me paré a su lado y observé el oscuro cielo. La llegada de la noche era inminente y sería entonces cuando los orkos reemprenderían la persecución. Sin embargo, nos encontramos aún lejos de Litdanast, así que debíamos recuperar fuerzas. De este modo, buscamos un refugio fuera del camino, cobijándonos bajo el enorme tronco de un árbol caído. Ocultos entre la vegetación y la maleza, esperábamos no ser descubiertos durante la noche. Tras comer un poco de nuestras provisiones, la chica se acomodó entre las hojas caídas del suelo. - ¿Cómo ha podido suceder esto? –me preguntó la chica, mientras observaba con expresión seria el bosque que nos rodeaba-. Todo lo que ha pasado hoy parece como si la peor de nuestras pesadillas se hubiese vuelto realidad. Me quedé en silencio, mirando a la mujer, mientras ella seguía hablando. - Recuerdo las historias que me explicaba mi padre sobre la gran guerra. Mi padre luchó en la batalla de Dargore en la que derrotaron a los dragones. Cuando era 41

niña, él me decía que los dragones ya no existían, que habían sido expulsados de este mundo. Pero no era verdad. - No dudes de la palabra de tu padre –le dije, tratando de animarla, al ver cómo la desazón se había apoderado de la jovial exploradora-. Nadie podía prever este ataque. Nadie podía saber que los dragones habían regresado. - No dudo de la palabra de mi padre –respondió la chica-. Yo adoraba a mi padre. Fue por él que seguí sus pasos y dejé la poesía para centrarme en las habilidades de la caza y el manejo de la espada y el arco. Sin embargo, murió antes de que pudiese verme formar parte de los exploradores. - ¿poesía? –pregunté, tratando de cambiar el tema de conversación hacia algo que alegrara a la muchacha-. ¿Estudiaste poesía? - Oh, vamos, no te burles –protestó ella, pero no pudo evitar que una sonrisa aflorara en sus labios-. Ya sabes que las doncellas elfas suelen estudiar las bellas artes cuando son niñas, ya sea canto, poesía o música. - ¿Podrías recitar algo para mí? –le pregunté-. Creo que necesito oír algo bello. - No te burles –negó Miriel. - No es ninguna burla. Hablo en serio. Me gustaría mucho oír alguna de tus poesías. Ella se quedó en silencio. Pensé que se había enfadado por mi petición, pero finalmente, la muchacha empezó a recitar, con voz melodiosa y cargada de melancolía. Caminando por la orilla del lago Benthor encontró un rayo de plata 42

pero no era una estrella caída del cielo, sino Crishal, la luz de poniente, que se bañaba bajo la luna. Juntos reinaron en el bosque, no hubo monarcas más magníficos entre los elfos, Sin embargo, la sombra llegó a Valsorth humanos, orkos y dragones surgieron de la tierra y un puñal en la noche asesinó a Benthor. La guerra asolaba el mundo, pero Crishal sólo podía recordar a su amado. Por las noches, paseaba junto al lago esperando verlo aparecer, como aquella vez hacía tantos años. La mujer acabó de recitar y bajó la mirada en silencio. - Esa es la historia de Benthor y Crishal, mis antepasados –dije, aún embelesado por la poesía-. Fueron los reyes que llevaron a Litdanast a su era de mayor gloría. Por desgracia, el rey murió asesinado, y su mujer jamás se recuperó de la tristeza. - No es más que una poesía que escribí siendo niña – dijo Miriel. - Es hermosa –respondí.- Ahora debemos descansar. Mañana nos espera otro duro día y necesitaremos todas nuestras fuerzas. –me levanté para situarme junto a un árbol-. Yo haré la primera guardia –le indiqué a Miriel, quien no protestó y se acurrucó en el suelo para dormir.

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En el silencio de la noche, aproveché el descanso para curar una herida que tenía en el brazo. Pasaron un par de horas de absoluta calma, con el bosque sumido en los sonidos de la noche y las llamadas de los animales nocturnos. Sin embargo, mientras permanecía apoyado contra el tronco del abeto, detecté un movimiento por el rabillo del ojo. Al momento, oí un leve gruñido en el camino, seguido de una especie de olfateo. Con precaución, alargué una mano para coger mi espada y me dispuse a investigar. En sigilo, me acerqué entre los matorrales para ver quien o que se había acercado a nuestro campamento. Tras apartar un arbusto, descubrí en la oscuridad del sendero la gigantesca figura de un oso pardo, que olfateaba alrededor como si buscase. Tenía varios virotes de ballesta clavados en el lomo, prueba de que el animal había sido víctima del ataque de los orkos, lo que probablemente le había llevado lejos de su guarida. Malherido, el gran animal era un peligroso enemigo, ya que la rabia le podía llevar a atacar incluso a un elfo. Tras comprobar la dirección del viento, me arrastré tras un terraplén, de modo que el oso no pudiese detectar mi olor. En silencio, observé al animal, que deambulaba por el camino de un lado a otro, perdido. Entonces, tras dejar la espada en el suelo, me puse en pie y me alcé ante el oso. Los ojos amarillos del animal me observaron desconfiados, pero permanecí inmóvil, mientras le susurraba con tranquilidad una ligera melodía. El oso parecía inquieto, y empezó a balancearse sobre sus patas, en una señal clara de que se preparaba para atacar. En vez de ponerme nervioso, seguí caminando hacia él, lentamente, sin dejar 44

de cantarle, hasta que llegué a su lado. Las enormes fauces del oso se abrían en un quedo rugido, pero respondí alargando una mano y acariciándole el grueso pelaje. Sin dejar de susurrarle al oído, pasé mi mano por su musculoso lomo, y comprobé que tenía tres proyectiles clavados en el costado. Lentamente, con mano suave pero firme, hice que el oso se tendiese sobre la hierba. - Buen chico –le dije, acariciándole en el hocico. Entonces saque mi puñal y corté uno de los virotes. Con cuidado, agarré el resto de la flecha y me preparé para sacarlo de la herida-. Tranquilo, amigo, tranquilo –le susurré-. Esto te va a doler, mucho, pero luego dolerá menos. Como si entendiese mis palabras, el oso echó la cabeza sobre el suelo y cerró los ojos. Con un movimiento rápido, arranqué el proyectil de su carne. El oso se sacudió por el dolor, pero le tranquilicé con palabras a la vez que le aplicaba con rapidez una cataplasma de hojas para detener la sangre. Un rato después, el oso dormía en el lecho del bosque. Tras sacar la segunda flecha, el pobre animal había perdido el conocimiento. Aprovechando su sueño, arranqué todos los proyectiles y le apliqué las curas necesarias para sanar las heridas. Por suerte, las flechas no habían alcanzado ningún órgano profundo del oso, así que no había de tener mayores problemas para recuperarse. Dejándolo dormir en la tranquilidad de la noche, recogí mis cosas y regresé al árbol, junto a Miriel, que seguía sumida en un ligero sueño, acurrucada entre las hojas caídas.

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Con las primeras luces del amanecer, decidí despertar a la chica. Miriel se frotó los ojos, soñolienta, y miró extrañada alrededor. - Ya es de día –dijo observando la dorada luz que caía entre las copas de los árboles-. ¿Por qué no me has despertado para hacer guardia? - Me pareció que necesitabas más que yo el descanso –le respondí simplemente-. Es hora de ponernos en marcha. Tenemos que llegar a Litdanast antes de que vuelva a caer la noche.

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CAPÍTULO 5 Durante toda la mañana, recorrimos a buen ritmo una gran distancia, siempre avanzando hacia el sur, con el río Tirem a la izquierda. Las pocas nubes del día anterior habían desaparecido y el sol brillaba con fuerza en un cielo inmaculado. Antes del mediodía, llegamos a un puente de madera que cruzaba el río, el cual describía un giro más adelante y se perdía en dirección este. - Esto no me gusta -dijo Miriel mirando alrededor-. Este silencio es extraño. Es como si toda la fauna del bosque hubiese huido o se hubiese ocultado. No se ve ni un pájaro o una ardilla. Tengo un mal presentimiento –añadió con tono lúgubre y entonces me miró fijamente-. Creo que debemos dejar este camino, es peligroso. Iba a responderle que no podíamos dejar el camino, pues era la ruta más rápida para llegar a Litdanast, y me dispuse a cruzar el paso de cuerdas sobre las cantarinas aguas. Pero, justo en ese momento, una terrible sensación de pavor me invadió de nuevo, haciendo morir las palabras. Un escalofrío recorrió mi espalda y erizó el bello de mi nuca. Me volví hacia Miriel, quien soltó un gemido, con el rostro pálido y los ojos almendrados abiertos de par en par por el terror. Un segundo después se escuchó un poderoso alarido sobre nuestras cabezas. Al alzar la vista, descubrí las siluetas de 47

tres dragones negros que volaban muy alto batiendo con lentitud sus poderosas alas. Paralizado por el miedo, sólo pude observar cómo los terribles reptiles planeaban en dirección sur, sin percatarse de nuestra presencia, para desaparecer unos segundos después tras las altas copas de los árboles. Pasaron largos segundos antes de que pudiese recuperar la entereza. - Van directos a Litdanast -anunció Miriel con los ojos a punto de romper en lágrimas. - Nunca alcanzaremos la ciudad a tiempo para avisar a los nuestros –maldije con rabia y cerré los puños ante la frustración de no poder hacer nada por evitarlo-. No podemos recorrer la distancia hasta la ciudad más rápido que esos monstruos alados. Si llegan a Litdanast sin que hayamos podido alertar a las defensas, los dragones arrasarán la ciudad a placer. Por un momento, perdí toda esperanza. Las piernas me flaquearon, sin fuera, y a punto estuve de dejarme caer sobre la tierra. - No desesperes, Ariaanel, pues aún tenemos una oportunidad –respondió la elfa, mirando con fría determinación las aguas del río que se dirigen al este. - ¿A qué te refieres? - Hay otro camino –respondió ella-. Más secreto y menos conocido que la senda principal. Ahora que los dragones nos han adelantado, podemos seguir por este camino, pues seremos un objetivo claro, además de que no sabemos que otros enemigos pueden estar al acecho. Sin embargo, podemos seguir el río al este hasta el río Gorana, que surge de la ciudad por los subterráneos -explicó ella, recordándome el consejo que ya me diera el capitán 48

Limeath-. Si seguimos el desfiladero por el que discurre el río, llegaremos a una cueva y podremos entrar en la ciudad sin ser descubiertos. - Pero eso significa desviarnos varios kilómetros de nuestra ruta – protesté, aún alterado por la visión de los dragones. - Te equivocas, la gruta subterránea es mucho más rápida que avanzar por el bosque. Además, nos mantendrá fuera de la vista de los dragones. Por desgracia, esas cuevas llevan abandonadas desde hace años, así que puede haber otros peligros en ese camino. No podía negar que la muchacha tenía razón, así que decidí seguir su consejo y, tras cruzar el puente, seguimos el río hacia el este. Sin hablar, corrimos a paso rápido por el sendero, entre los árboles y arbustos que nos rodeaban en una explosión de verdor. Durante la marcha, no dejé de sentir una opresión en el corazón, pues temía que fuese demasiado tarde y que los dragones atacasen la ciudad antes de que pudiésemos alertar del peligro. Durante la dura marcha, no podía parar de pensar en otra cosa que en mi familia, amigos y en todos aquellos que me eran queridos. De pronto, Miriel saltó por encima de un tronco caído y se volvió para hacerme una señal. - Alguien se acerca –susurró, mientras acechaba al borde del sendero. Aguardamos en tensión entre la maleza, preparados ante una posible emboscada, cuando una figura surgió de detrás del tronco de un roble. Se trata de un explorador elfo rostro macilento con las ropas manchadas de sangre. 49

- ¡Yilbith! -llamó Miriel al reconocer al joven, y corrió a socorrerlo, justo cuando éste se derrumbó exhausto sobre la hierba. - Los orkos atacaron los altares de Rael -balbuceó Yilbith con un hilo de voz-. Las estatuas… quieren destruir las estatuas -añadió con su último aliento, para al momento quedar mortalmente rígido, con los ojos congelados en la cúpula arbórea. - Está muerto -asintió Miriel y dejó caer con suavidad la cabeza del joven. Con el gesto alterado por el pesar, la muchacha me miró con rabia-. Por lo que parece, el enemigo está atacando los altares a nuestra diosa Rael. Esas estatuas fueron erigidas hace centenares de años. No podemos permitir que los orkos los destruyan. -sin esperar respuesta, agarró su arco y emprendió la carrera por donde había aparecido Yilbith. No podía abandonar a Miriel, así que no dudé un instante en seguir a la enfurecida muchacha en busca de las antiquísimas figuras. Nos apresuramos por el sendero, que describía una suave pendiente durante medio kilómetro hasta llegar a un pequeño claro. Allí nos encontramos ante los restos de los altares, monumentos circulares de piedra gris adornada con bellas filigranas, pero desmoronados por el tiempo y salpicados de verde vegetación. Varias estatuas de altas mujeres en actitud de rezo adornaban el paraje y sus rostros santificados resplandecían bajo el radiante toque del sol. Entonces descubrí a varias criaturas que correteaban entre las piedras. Reconocí al instante sus formas encorvadas y de pieles negras; Eran orkos, vestidos de cuero negro y armados con grotescas espadas y arcos. En total había seis 50

de estas criaturas, que gritaba con voces chillonas n mientras aporrean las bellas estatuas en un intento de reducirlas a escombros. Con una mirada, me puse de acuerdo con Miriel y ambos nos adentramos en el claro en absoluto sigilo. Corrí a cubrirme detrás de una de las estatuas, desde donde me deslicé hacia un orko que estaba entretenido en golpear con su cimitarra uno de los altares. Acechando al confiado orko por la espalda, le agarré por el cuello y le silencié de un limpio tajo antes de que pueda dar la alarma. A continuación, me oculté detrás del altar de piedra, desde donde observé cómo Miriel eliminaba a otro enemigo. Entonces crucé a rápidos pasos la distancia que me separaba del siguiente orko, al que apuñalé sin ser descubierto. A continuación, me refugié junto a una de las bellas estatuas y vi a Miriel abatir a otro sorprendido enemigo. Dejando mi escondite, atravesé el claro para caer sobre el último orko, al que elimino con mi espada de modo que ninguna de las sucias criaturas abandonó el lugar con vida. Una vez terminada la lucha, contemplé el claro y me lamenté por los cadáveres de elfos que yacían entre la hierba. Murmurando una plegaria por los caídos, observé la silenciosa estatua pétrea de una sacerdotisa elfa. Con un simple rezó, esperé que nuestra señora Rael acogiese en su seno las almas de los elfos muertos. Me dispuse a abandonar el claro, cuando un rugido resonó entre los altos árboles, haciendo huir en desbandada a una bandada de pájaros. Me volví con rapidez para ver a una gigantesca figura abrirse paso entre la maleza e irrumpir en el claro. Era un monstruo de más de tres metros de altura, 51

musculosa constitución y piel correosa de color grisáceo. Su rostro simiesco de chato hocico se abrió en un nuevo rugido, mientras alzaba un tocón de madera que usaba a modo de garrote. - ¡Un troll! -gritó Miriel, que apenas fue capaz de echarse a un lado para evitar la embestida del brutal gigante. El garrote golpeó con dureza contra el suelo, mientras la chica rodaba sobre la tierra. A continuación, el troll levantó de nuevo su arma y se lanzó sobre mí, dispuesto a aplastarme. Sintiéndome insignificante, blandí mi espada contra la bestia, que rugió con furia y descargó su garrote en un golpe aplastante. A duras penas, pude saltar a un lado y evitar el garrote, que se hundió brutalmente contra el suelo en una lluvia de polvo. Aturdido, me incorporé para hacer frente al troll, pero me moví demasiado lento, incapaz de defenderme contra el troll, que levantaba de nuevo su arma para atacar. Justo entonces una flecha cruzó el cielo con un silbido y se hundió en el pecho del monstruo. El grotesco ser soltó un gemido de dolor y se volvió hacia Miriel, que disparó de nuevo su arco, alcanzándole en el costado. Al ver cargar al troll, la chica arrojó su arco para desenvainar la espada. Por mi parte, tras recuperarme, aferré también mi arma y corrí en auxilio de la muchacha. Con la fuerza que sólo la rabia puede proporcionar, me encaramé a uno de los altares caídos, desde donde salté sobre la espalda cuarteada del troll. Con ambas manos aferradas a la empuñadura de la espada, hundí profundamente el filo en la carne del monstruo. El troll exhaló de dolor, echándose hacia atrás y derribándome. Miriel aprovechó la ocasión y lanzó una estocada que seccionó la garganta del troll. Éste, emitió un 52

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último y lastimoso gemido, antes de derrumbarse pesadamente sobre la hierba del claro. El silencio regresa por fin al claro de las estatuas. Resollando sin aliento después de la dura batalla, observé la infinidad de heridas que había recibido el troll, decenas de espadazos que habían sido necesarios para acabar con él. Mientras, Miriel recogió su arco del suelo y observó con tristeza la matanza que se había producido entre las estatuas de Rael. Las bellas estatuas permanecían mudas entre los cadáveres de orkos y elfos, alzándose entre los árboles bajo el dorado sol del mediodía. Al ver que los altares no habían sido corrompidos, sentí cómo un sentimiento de paz me invadía, y recibí nuevas energías para llevar a cabo mi cometido. Por primera vez desde que había empezado esta pesadilla, tuve el presentimiento de que no todo estaba perdido y de que aún había esperanza. Intercambié una mirada con Miriel, que se enjuaga una lágrima y asiente, decidida. Sin necesidad de intercambiar ni una palabra, abandonamos el claro y volvimos a la vereda del río Tirem. Durante varios kilómetros, marchamos por la senda, hasta que por se cruzó con el cauce del Gorana, un rápido afluente que se adentraba en las cuevas subterráneas que del bosque. El riachuelo discurría por un estrecho desfiladero, guarecido bajo una cúpula de vegetación, en la que las copas de los árboles lo cubrían por completo. Tras asegurarnos de que nadie nos había descubierto, descendimos hasta el fondo del desfiladero, donde seguimos el zigzagueante curso del río. 54

El camino por el encajonado barranco era rápido y seguro. Oculto como estaba, el sendero era una de las entradas menos conocidas de la ciudad y era perfecto para mantenernos fuera de la vista de los dragones. Confiando en que por fin la suerte nos sonría, guié a Miriel a paso rápido por la vereda, hasta que pronto alcanzamos una pendiente que ascendía hasta una pared rocosa. Me detuve junto a la orilla del río, que se adentraba por una oscura gruta en la pared rocosa del risco. - Hemos llegado a la cueva –afirmó Miriel parada junto al río-. Ahora debemos seguir por los túneles. Asentí con un gesto, observando de nuevo alrededor para comprobar que no había signos de dragones, orkos u otros enemigos. - Adelante, pues –respondí y juntos nos internamos por la angosta gruta hacia la oscuridad.

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CAPITULO 6 El agua fría del riachuelo que recorre la cueva cubría hasta los tobillos y empapaba mis botas de cuero. Avanzando por el traicionero suelo, nos adentramos en la oscuridad, procurando no resbalar o tropezar con las piedras y oquedades del piso. Las paredes relucían de humedad, cubiertas de musgo y barro, mientras que una serie de estalactitas surgían del techo y dejaban caer una lluvia constante de pequeña gotas. A pesar de la negrura, nuestra vista de elfo nos permitía ver los detalles de la cueva, pues, por si lo sabéis, los elfos tienen la capacidad de ver en la oscuridad, algo de lo más útil cuando te internas en una cueva negra como boca de lobo. De este modo, avanzamos por la gruta durante muchos metros, hasta que el camino nos llevó a una bifurcación. El río seguía por el pasadizo de la izquierda mientras que una nueva galería más amplia se abría a la derecha. Tras debatirlo con Miriel durante un instante, optamos por el seguir el curso del río subterráneo, a través de una larga galería de forma circular. Tras caminar durante más de cien metros, el túnel iba a parar a una amplia caverna que albergaba un gran lago de aguas oscuras. El río caía en la laguna desde cinco metros de altura y la melodía del chocar del agua resonaba en el subterráneo en una melodía cristalina. Desde el borde del lago, comprobé que otra 56

cueva se abría en la pared del fondo y seguía en la oscuridad por un tortuoso túnel. - El agua no cubre más allá de la cintura –dijo Miriel, arrodillada junto al lago-. Podemos vadearlo sin problemas hasta el otro lado. Me acerqué a la elfa para entrar en el agua, cuando un siseo resonó en la gruta. Miriel miró intranquila a un lado y otro, mientras el ruido se repetía y varias burbujas estallaron en la superficie del lago. Me dispuse a alertar a Miriel del peligro, en el instante en que una criatura de pesadilla se alzó ante nosotros, rompiendo la superficie de la laguna. Se trataba de una gigantesca serpiente, alta como un árbol, con el cuerpo recubierto de aros de escamas rojas y verdes. El descomunal reptil se erigió hasta lo alto de la cueva y abrió unas mandíbulas repletas de colmillos entre los que asomaba una bífida lengua rosada. Con un nuevo silbido, la serpiente se lanzó sobre nosotros y trató de devorar a Miriel. Con un grito, salté blandiendo mi espada en alto, mientras Miriel se echaba a un lado para esquivar el ataque de la serpiente, que lanzó rápidas dentelladas con sus colmillos impregnados de veneno. Con un tajo, hundí mi espada en el escamoso cuerpo de la serpiente, para a continuación agacharme justo a tiempo de esquivar las peligrosas fauces. Entonces Miriel lanzó una estocada que atravesó el grueso cuerpo. El reptil se retorció violentamente, mientras emitía un silbido agudo de dolor. Aproveché la ocasión para lanzar un tremendo mandoble, que alcanzó a la serpiente en las fauces. Mi espada destrozó los colmillos, que saltaron en una lluvia de pedazos. Con un nuevo chillido, la serpiente retrocedió, 57

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malherida. Sus ojos sin párpados nos observaron con odio, pero al instante desapareció en las profundidades del lago, cuya superficie volvió a quedar en calma segundos después. - ¿Qué horror era ese? –preguntó Miriel, con el aliento aún entrecortado. - Una muestra más de que la corrupción y la oscuridad se han apoderado del bosque –respondí sin dejar de mirar las oscuras aguas del lago-. Poco a poco, nuestro pueblo se ha ido retirando a la ciudad de Litdanast, y hemos dejado que las malas hierbas y las criaturas oscuras vaguen a sus anchas. - Sólo espero que no nos hayamos dado cuenta demasiado tarde –respondió Miriel-. Y que nuestro pueblo, y sobre todo tu padre, puedan hacer algo para evitarlo. Las palabras de Miriel resuenan en un leve eco en las paredes del subterráneo, como el recordatorio de un destino funesto. A continuación, la mujer examinó los dos túneles que salían de la caverna y me interrogó con la mirada sobre qué camino seguir. Tras dudar un momento, decidí tomar la galería lateral, que parecía llevar hacia el sur. El estrecho túnel avanzaba unos veinte metros pero acaba de manera decepcionante en un callejón sin salida. Me dispuse a dar media vuelta y buscar otro camino, cuando Miriel señaló el alto de la cueva, donde una estrecha chimenea subía en la oscuridad. - Podemos seguir por ahí -dijo la chica y, sin esperar respuesta, empezó a trepar ágilmente por la húmeda pared. Sin protestar, envainé mi espada e imité a la mujer, usando manos y pies para ascender por las frías paredes del estrecho pozo. Tras superar un desnivel de diez metros, el 59

pozo iba a dar a una galería donde corría un rápido riachuelo de agua. Al alcanzar la cumbre, me encontré con Miriel examinando de rodillas el suelo del estrecho pasaje. - Podemos avanzar contra la débil corriente -me indicó-. A pesar de la violencia del agua, podemos vadear el torrente y superar esta galería. Estoy de acuerdo con ella, así que nos adentramos por el pasadizo y avanzamos en la oscuridad durante un largo trayecto. Tras un fatigoso camino, el túnel describía un giro hacia la izquierda y continuamos hasta que descubrí un agujero que se abría en la pared. Se trataba de un orificio de apenas medio metro de ancho, por el que apenas pasaría una persona reptando por el húmedo suelo. Durante un momento, dudamos sobre qué camino seguir. - Debemos evitar los pasadizos secundarios –dijo Miriel-. Estos subterráneos son un laberinto de grutas y pasajes, así que lo mejor es seguir las galerías principales. Si no, podemos acabar perdidos en las profundidades, sin saber el camino de salida. La elfa tenía toda la razón, además de ser una exploradora más experimentada que yo, así que asentí de nuevo y seguimos su consejo. El túnel llevaba hasta una galería circular, de techo plagado de estalactitas y por cuyo centro discurría el riachuelo hasta otro pasaje que se abría al fondo. A un lado de la gruta advertí una agrupación de hongos que crecía sobre la pared. Se trataba de setas de corto tallo verde y una esponjosa cabeza de color blanco. Reconocí esos ejemplares como una variante de la conocida por su poder revitalizador, que da nuevas energías a quien los come. Le 60

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indiqué a Miriel mi descubrimiento y ella asintió, con evidente gesto de cansancio. - Hagamos una pausa –le dije, sentándome sobre una piedra y dejando mi arco y espada apoyados en el suelo. La mujer no se molestó en protestar, tras librarse de su equipo, se derrumbó sobre una lápida de roca que sobresalía de la pared. La chica se frotó el rostro para apartar el cansancio, y pasó a recogerse el largo cabello color miel. Mientras, saqué mi puñal y corté con cuidado los tallos de las setas. Comprobé entonces que las setas son Vividoras, la variante subterránea que era famosa por su poder curativo, sobre todo para contrarrestar venenos y enfermedades. Machaqué con cuidado las cabezas de los hongos y guardé el polvo resultante en un saquillo. Tras esta breve pausa, emprendimos de nuevo la marcha por los túneles, entre el repiqueteo del riachuelo sobre la piedra. Tras recorrer un largo tramo, la galería describía un leve ascenso, remontando el recorrido del riachuelo, que ahora era apenas un hilillo de agua que humedece la piedra y el barro del suelo. Cruzamos varias salas y cavernas, plagadas de estalactitas y formaciones rocosas. Al cruzar una nueva caverna, Miriel se apoyó sobre una voluminosa roca e hizo un alto para recuperar el aliento. - Empiezo a dudar que hayamos elegido el camino correcto -dijo la mujer con un suspiro-. Llevamos horas deambulando por estas malditas cavernas y no podemos saber si estamos acercándonos a Litdanast, o si por el contrario nos alejamos cada vez más. - Hay una red de calabozos bajo la ciudad -le expliqué, recordando cuando de niño y bajaba con mis hermanos a las viejas catacumbas-. En un tiempo fueron 62

utilizados como mazmorras, pero fueron abandonadas haces siglos. Sé por mi padre que había muchos otros túneles, pasadizos que llegaban hasta las entrañas de la tierra. Quizás este pasaje nos lleve hasta las mazmorras y por allí podamos subir a la ciudad. No estaba tan convencido de mis palabras como intentaba aparentar, pero no podíamos deteneros, pues que cada minuto que perdíamos en esas profundidades podía resultar precioso para alertar a los nuestros. Me acerqué a la mujer y traté de darle ánimos con una palmada en su hombro. La mujer asintió en silencio, y se puso en pie. Tras sacudir la cabeza, me indicó con una mirada que podíamos seguir adelante, de modo que emprendimos de nuevo la marcha por el agobiante corredor. En silencio, avanzamos por la galería, que daba varios giros hasta terminar en una nueva gruta, de forma alargada y cuyas paredes aparecían lisas y pulidas. - ¡Mira, debemos estar cerca! –exclamé, examinando con emoción los trabajados muros, donde se apreciaba claramente la mano de los elfos sobre la roca. Entonces descubrí un arco que se abría en la pared, con un bello grabado de caracteres élficos adornando su marco-. Estos pasadizos fueron construidos por nuestro pueblo y puede que sean parte de las mazmorras de la ciudad –seguí diciendo, mientras observaba la inscripción de la pared. Ciudad de Litdanast, ciudad de los elfos. Me disponía a examinar el resto de la inscripción del arco de piedra, cuando un murmullo, un sonido rasposo y monótono, resonó a mi espalda. Me di la vuelta alertado, 63

para descubrir una frágil silueta que emergía entre las sombras de la caverna. Se trataba de un ser menudo y de baja estatura, cubierto de pies a cabeza por un harapiento abrigo negro y cuyo pálido rostro sin rasgos nos miraba fijamente con dos escrutadores ojos sin párpados. Su arrugada boca pronunciaba un intrincado canto, que repetía de manera mecánica, a la vez que alzaba una mano descarnada y nos señaló con sus esqueléticos dedos. Al momento, sentí un punzante dolor dentro de mi cabeza, un relámpago cegador que pareció atravesarme el cerebro. Con un grito, me eché las manos a las sienes, mientras oía una voz aguda y chillona que resonaba dentro de mi cabeza. Con los ojos cerrados por el dolor, traté de expulsar la presencia de mi pensamiento, que seguía repitiéndose una y otra vez. Sin embargo, lentamente, la fantasmagórica voz se va acallando poco a poco. Sacudiendo la cabeza, abrí los ojos y me froté el rostro para eliminar el aturdimiento y expulsar el efecto de la vocecilla. Una vez superada su hipnótica voz, me dispuse a enfrentarme al malvado ser, cuando sentí un nuevo peligro a mi derecha. A duras penas pude echarme a un lado, justo a tiempo de esquivar el filo de una espada que cerca estuvo de rebanarme la garganta. Sorprendido, me incorporé con rapidez para enfrentarme con mi agresor; mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme frente a Miriel, que sostenía su espada mientras me observaba con unos ojos fríos como el hielo. Sin decir una palabra, la muchacha alzó su espada y se dispuso a atacarme otra vez, víctima sin duda de algún encantamiento de poder mental. Antes de que pudiese hacer nada, Miriel lanzó una estocada descendente con su espada. Me eché atrás lo justo para que 64

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la espada chocase contra el suelo de piedra con una lluvia de chispas. Antes de que ella vuelva a atacar, me alcé ante la chica, mientras abría los brazos en señal de paz. - ¡Miriel, soy yo! –exclamé, tratando de abrirme un paso en su pensamiento y que pudiese reconocer mi voz. La muchacha me miró durante un largo segundo y se preparó para atravesarme con su espada. Sin hacer caso de su amenaza, me mantuve ante ella, con los brazos abiertos y el pecho descubierto, ante la afilada espada de la chica. Miriel se preparó para golpear, pero en el último momento sacudió la cabeza y la neblina que enturbiaba sus ojos desapareció. Tras un momento de lucha, en que la muchacha se debatió contra la presencia que sojuzgaba su mente, Miriel se alzó de nuevo, con el rostro lívido pero con un nuevo brillo en los ojos. - Lo siento, no podía resistirme -dijo ella, bajando la espada-. Era como si mi voluntad no me perteneciese. Tras aceptar las palabras de la chica con un gesto de cabeza, nos volvimos para enfrentarnos al malvado ser de hipnótica mirada. El engendro, al ver cómo el efecto de su hechizo había desaparecido, abrió su reseca boca y entonó una nueva melodía. Su monótona voz resonó en las paredes de la gruta como una macabra canción de cuna. Sin hacer caso de sus palabras, aferré mi espada y cargué contra él, seguido por Miriel que también blandía su arma. El hombrecillo de ojos saltones esquivó mi ataque con sorprendente velocidad, a la vez que lanzó las garras contra mi rostro. Pero evité sus arañazos sin problemas y acabo con la criatura atravesándole el pecho con mi espada. El monstruo de los subterráneos se derrumbó entre violentas 66

convulsiones para morir en el barro. Una vez finalizada la lucha, Miriel se agachó a su lado y examinó el cadáver. - Se trata de un Desollador -dijo con un gesto de asco-. Son criaturas solitarias que vagan por cuevas y subterráneos, sojuzgando animales y monstruos con sus poderes mágicos. - Hemos sido afortunados de haberle derrotado antes de que nos hechizara –dije dedicando apenas una mirada al engendro. - Hemos sido afortunado de que tú resistieras su efecto –me corrigió Miriel-. Cuando oí su voz, era como si mi pensamiento ya no me perteneciese y sólo podía obedecer lo que me decía. –la mujer sacudió la cabeza-. Lo siento, Ariaanel, tenía que haber sido más fuerte. - No hay nada que disculpar –le respondí-. Lo importante es que seguimos adelante. Sin perder más tiempo en ese siniestro lugar, dejamos el cuerpo del desollador y atravesamos un nuevo arco de piedra, donde salía un nuevo túnel. Nos internamos por la gruta y avanzamos en la oscuridad hasta que nos encontramos con una escalera excavada en la misma roca. Emocionados al encontrar una muestra tan clara de nuestro pueblo, subimos los escalones de piedra, descubriendo en lo alto un resplandor. Acelerando el paso, casi corriendo, seguimos subiendo escalones durante lo que parece una eternidad, hasta que alcanzamos una salida. Saliendo por una abertura en medio de la hierba, nos encontramos de nuevo en el exterior, bajo los árboles y el cielo del atardecer. - ¡Lo hemos conseguido! -sonrió Miriel mientras respiraba profundamente el aire fresco. 67

- Sí, reconozco esta zona. -respondí observando los altos árboles que nos rodeaban-. Conozco este valle. Estamos muy cerca de la ciudad.

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CAPÍTULO 7 Junto a Miriel, avanzamos por el sendero hasta que, al superar una loma, vislumbré los altos árboles que marcaban el perímetro de la ciudad. Una enorme alegría me invadió al contemplar por fin Litdanast, la gran capital del reino élfico de Shalanest. Oculta en lo más profundo del bosque, la ciudad fue construida en un valle de difícil acceso y rodeada de frondosa vegetación. Los elfos se instalaron en los grandes árboles hace siglos, mucho antes de que los hombres surgieran en el norte y alzaran sus castillos de piedra. Al contrario que ellos, los elfos viven integrados en la naturaleza. Así, Litdanast era una ciudad construida sobre las copas arbóreas donde se alzaban plataformas y cabañas de madera. Puentes de delicada factura unían las viviendas entre si, creando una red de elevadas avenidas iluminadas por lámparas de cristal. Litdanast era el lugar más bello de todo Valsorth, si que ni las montañas Kehalas en el norte ni las grandes murallas de Stumlad pudiesen competir con el exquisito gusto y detalle de las moradas de los elfos. Con renovadas esperanzas, aparté una rama para seguir el sendero, cuando empecé a oír ruidos y un gran ajetreo. En un principio no distinguí de qué se trata y me apresuré en seguir avanzando, hasta que por fin una abertura en la cubierta boscosa nos permitió contemplar a lo lejos la bella 69

ciudad élfica. Al momento, el aire murió en mi pecho y la alegría se convirtió en desazón. Negros nubarrones cubrían el cielo de la tarde, en espesas columnas de humo que alzaban desde lo árboles, donde las llamas devoraban las delicadas estructuras. El fuego danzaba sobre los puentes colgantes, arrasando casas y palacios. La ciudad ardía. Por doquier, se escuchaban los gritos de dolor y agonía de los elfos al ser masacrados. Infinidad de cadáveres sembraban el suelo, mientras los saqueadores orkos rapiñaban salvajemente la ciudad. Nadie escapaba a su furia, ni mujeres ni niños. Los defensores trataban inútilmente de repeler la invasión, disparando una lluvia de flechas que no parecía menguar ni un ápice la fuerza del enemigo. Y sobre toda aquella destrucción se erigían los dragones, que planeaban en círculos para realizar repentinos ataques e incendiar nuevas torres con su flamígero aliento. La cuidadosamente tallada madera prendía en infinidad de puntos de la ciudad; puentes, hogares, torres, todo era pasto del fuego, que se propagaba a toda velocidad saltando entre las copas de los árboles. Sin poder creer lo que estaba sucediendo, corrí a trompicones hasta los pies del primero de los grandes árboles de la ciudad. Apoyándome en el tronco, pasé un puño por el rostro para apartar las lágrimas que surcaban mis mejillas, oliendo el aire impregnado de hollín y cenizas. A mi alrededor sólo había muerte y destrucción. La luchaba se desarrollaba tanto a nivel del suelo como en lo alto de las plataformas y puentes colgantes. Desesperanzado, miré hacia el centro de la ciudad, donde se hallaba el Gran Árbol, en cuya cúspide se alzaba el 70

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Palacio Real. Por el momento, parecía que el palacio resistía los ataques, pero para llegar allí debía atravesar un infierno en llamas. En ese momento, un grupo de orkos apareció entre los pabellones. Al vernos a Miriel y a mí, las encorvadas figuras se lanzaron sobre nosotros. Simultáneamente, una patrulla de arqueros elfos bajaba por una escala para hacerles frente. En un momento, nos vimos envueltos en una salvaje lucha sin cuartel. - ¡Corre a Palacio! -me gritó Miriel, que de un tajo acabó con un orko-. Debes encontrar a tu familia, debes llegar ante el Rey. No te preocupes por mí. Me deshice de un enemigo y comprobé que los elfos conseguían poner en fuga a los orkos. Miriel estaría a salvo con ellos, así que abandoné el fragor del combate hacia el centro de la ciudad. A toda velocidad, corrí sobre la mullida hierba atravesando los alrededores de la ciudad, por donde los orkos campaban a sus anchas, prendiendo fuego a las tiendas y pabellones que había entre los altos árboles. Me abrí paso entre dos piras ardientes cuando descubrí a un grupo de orkos que atacaba una tienda. En su interior, entre las telas blancas, vislumbré los aterrorizados rostros de dos mujeres, apenas unas niñas. Sobre la hierba, a escasos pasos de distancia, yacían los cadáveres de varios soldados elfos. Sin poder pasar de largo ante semejante crueldad, grité una maldición y cargué con mi espada sobre los malvados orkos que asediaban la tienda. De una estocada circular, acabé con uno de ellos, entonces me volví con un tajo en el estómago de otro. El resto de orkos me rodeó y un círculo 72

de cimitarras se cernió sobre mí. Con un silencioso gesto de desafío, alcé mi espada y les hice frente. Al momento, mi acero centelleó entre los gruñidos de los orkos. Convertido en una furia vengativa, eliminé a mis enemigos y al final sólo yo quedé en pie, resoplando agitadamente. Mientras recuperaba el aliento, vi a las niñas, aún ocultas dentro de la tienda, que me observaban con gratitud, y ese simple gesto me llenó de nueva esperanza. Eso era por lo que luchábamos, pensé, para evitar que esas criaturas destruyan el mundo donde vivimos. Estaba convencido a seguir luchando mientras me quedase una gota de sangre en las venas. Con renovadas energías, partí a la carrera hacia el centro de la ciudad. Según avanzaba, comprobé que los alrededores se habían convertido en un campo de batalla, por lo que una infinidad de orkos se interponían en mi camino. No podía seguir adelante abriéndome paso mediante la espada, así que decidí subir por las pasarelas y avanzar por ellas hasta el Gran Árbol. A la carrera, crucé la distancia que me separaba de la escala más cercana y empecé a trepar por ella. Ascendí ágilmente mientras varios virotes de ballesta se incrustaban en el grueso tronco sin alcanzarme. A pesar de los gritos de agonía y muerte que resonaban a mi alrededor, contuve mi rabia y me concentré en alcanzar el final de la escala cuanto antes. Al llegar a la cumbre, me encontré en una plataforma circular que rodeaba el tronco del árbol. Desde esta alta atalaya, observé el desolador espectáculo que ofrecía el bosque: El fuego arrasaba la ciudad, con espesas columnas de humo que se elevaban en el cielo de la tarde 73

eclipsando el sol y sumiendo la ciudad en la penumbra. Sin embargo, comprobé que el centro de la ciudad parecía resistir el ataque, sin que la destrucción hubiese llegado hasta allí. Un alarido resonó sobre mi cabeza. Al momento un dragón cruzó el cielo y emitió un poderoso rugido antes de arrasar con su aliento una vivienda, sin inmutarse ante el ataque de un grupo de elfos que disparaba sus arcos desde otra plataforma. Entre tanto, los orkos prendían fuego a los pabellones y tiendas que de los alrededores. Dos puentes de cuerda colgaban desde esta plataforma; El primero iba directo al centro de la ciudad, pero cuya base ardía en llamas, por lo que podía derrumbarse en cualquier momento. El otro puente parecía intacto y comunicaba con otra plataforma oculta tras una columna de humo. Sin dudar un instante, emprendí la carrera a través del puente lateral y me dirigí hacia una plataforma sobre la que había varias viviendas de madera. Me encontraba a medio camino cuando una horda de diez orkos apareció a mi espalda, persiguiéndome. Corrí por el puente hacia la plataforma oyendo sus gritos a mi espalda. Una flecha silbó junto a mi oído, pero no consiguieron detenerme y, una vez alcancé la otra plataforma, me volví con la espada alzada. Plantados en medio del puente, los orkos se dieron cuenta al instante de su error, con sus rostros contritos en un gesto de duda. Antes de que reaccionasen, descargué mi espada sobre las cuerdas y, con dos rápidos tajos, corté las cuerdas, de modo que el puente se deshizo en pedazos, lanzando a una muerte segura a los orkos. Tras librarme de ellos, vi una escala que subía al nivel superior del árbol. Con rapidez, trepé por la escala y 74

alcancé la siguiente plataforma. Aquí me encontré con cinco elfos armados con arcos, que disparaban sin cesar sus flechas sobre el enemigo. Acercándome al primero, le agarré del hombro para obtener información. El arquero tardó un instante en reconocerme, pero al momento me saludó con una rápida reverencia. - Mi señor, estamos haciendo cuanto podemos -dijo, con el rostro ennegrecido por el humo y plagado de heridas y cortes. - ¿Dónde está mi familia? -le pregunté directamente. ¿Dónde está el Rey? – añadí, temiendo a la vez oír la respuesta. - El Rey está a salvo, por ahora -dijo el arquero. Al oír sus palabras suspiré aliviado-. Hemos concentrado la mayor parte de nuestras fuerzas en el Palacio Real y su guardia personal le protege... El soldado estaba a punto de decir algo más, cuando un prolongado y agudo alarido resonó sobre la atalaya. Entonces apareció entre los nubarrones un dragón negro que planeaba directo hacia nosotros. Los arqueros dispararon sus flechas, pero éstas rebotaban inofensivas en las relucientes escamas que cubrían el cuerpo del reptil. Sabiendo que no podía quedarme allí, busqué una forma de seguir hacia el Gran Árbol. Por desgracia, el puente que conectaba con la siguiente plataforma ardía en llamas y era imposible cruzarlo. Mientras buscaba otra salida, el dragón describió un giro en el cielo y soltó una gran bocanada de fuego que incendió el tronco del árbol sobre el que nos hallábamos. Al momento, el dragón, siguió su vuelo entre una lluvia de flechas. 75

Miré abajo y comprobé que el tronco del árbol ardía por completo y que su sección había sido dañada por las llamas. Un crujido me alertó de que podía derrumbarse en cualquier momento. - ¡Debemos bajar! –le grité el arquero elfo, que guiaba a sus compañeros por la escala. Pero el tronco volví a crujir y el árbol pareció a punto de venirse abajo. Mi única opción era la plataforma inferior de otro árbol cercano, a casi diez metros de distancia. Mientras el humo me rodeaba, di varios pasos atrás y emprendí una rápida carrera hasta el borde de la plataforma. Sin poder reprimir un grito, salté con todas mis fuerzas, justo en el momento en que el tronco se partía con un terrible crujido y la plataforma se desmoronaba. Volé la distancia que me separaba de la otra plataforma, extendiendo mis brazos como un felino, justo para agarrarme a duras penas al otro borde. Quedé colgado de una mano, mientras el árbol incendiado que había dejado atrás se derrumbaba con un gran estruendo. Con un último esfuerzo, me encaramé a la plataforma y corrí hasta la siguiente pasarela por un nuevo puente. Sin tiempo para recuperarme, descubrí alertado a otro grupo de orkos que me cerraba el paso sobre el inestable puente. Debía cruzar al otro lado, así que no tenía más opción que arremeter contra ellos. Tras un breve intercambio de golpes, hundí la espada en un orko y arrojé al vacío a otro de una patada. El monstruo cayó entre gritos de terror para estrellarse contra el lejano suelo. Al instante, me volví para rechazar la cimitarra de otro enemigo, mientras el puente se balanceaba peligrosamente bajo nuestros pies. 76

De pronto, un poderoso alarido resonó en el bosque, imponiéndose sobre el entrechocar de espadas y los gritos. Al instante, la impresionante figura de un dragón negro se alzó a apenas un par de metros del puente, batiendo sus alas con tanta fuerza que dos orkos fueron llevados por el vendaval. Las fauces de la bestia se abrieron lentamente en una ristra de afiladísimos dientes mientras sus ojos amarillos me miraban durante un instante. Por un momento, vi la muerte reflejada en esos iris ambarinos, pero me recuperé del terror con rapidez y, sin pensarlo dos veces, salté desde el puente para aterrizar sobre la cabeza del sorprendido dragón, justo en el momento en que el fuego surge de su garganta. Un torrente de fuego arrasa por completo el puente y los desgraciados orkos que quedaban en él. Apenas pude agarrarme a la escamosa piel, mientras el dragón gruñía y agitaba la cabeza, tratando de librarse de mi incómoda presencia. Sin lograr deshacerse de mí, el dragón se elevó en el ennegrecido cielo. En un instante, nos alzamos como un proyectil lanzado hacia el cielo y el bosque quedó abajo, convertido en algo diminuto y lejano. Aferrado al cuello del dragón, comprendí que no resistiría más que unos segundos antes de que me arrojase al vacío. Por tanto, desenvainé mi espada y, agarrándome con la otra mano, me deslicé hasta quedar sobre su rostro. El dragón sacudió la cabeza y sus mandíbulas se cerraron a apenas unos centímetros de mi rostro. Entonces alcé mi espada y golpeé con todas mis fuerzas. El acero se clavó en un punto desprotegido de escamas en la piel de la bestia, la cual soltó un chillido de dolor y dio un brusco aspaviento. Hundí aún más profundamente mi arma y el dragón volvió 77

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a emitir un horripilante alarido. Entonces dejó de elevarse y empezó a caer hacia la incendiada ciudad de Litdanast. Las garras del monstruo destripaban el aire en un intento por alcanzarme, pero conseguí evitarlas y clave mi espada una y otra vez. Con un último estertor, el dragón dejó de debatirse, y cayó a plomo hacia las frondosas copas de árbol. Con el corazón latiendo desbocado en mi pecho, me agarré al cuello de la bestia, preparado para aguantar el impacto. El choque fue terrible; Las ramas se quebraron ante el impacto del cuerpo del dragón, en un estruendo de mil crujidos. Una infinidad de ramas rasgan mi piel mientras caigo, para al final acabar aterrizando de espaldas en la hierba, entre las alas del cuerpo del dragón. Debido a la inercia, rodé sobre la hierba, pero no pude evitar que una de las inmensas alas me aplastase. El impacto me hizo soltar la espada, que cayó tintineando unos metros más allá. Aturdido, tardé unos momentos en recuperar la consciencia. Cuando por fin pude ver qué tenía alrededor, me encontré con la cúpula arbórea del bosque, que se cerraba sobre mí. Traté entonces de incorporarme, pero tenía las piernas atrapadas bajo el peso de la gigantesca ala. Me hallaba luchando por quitarme ese horrible peso de encima, cuando un orko apareció merodeando entre los árboles. Al verme caído e indefenso, el orko desenfundó su cimitarra y se acercó confiado, con una grotesca sonrisa dibujada en su horrible hocico. Mi espada estaba lejos de mi alcance. El orko soltó un gruñido y se colocó a mi lado, con la cimitarra dispuesta para golpear. Esperé hasta que levantara el arma, y 79

entonces le agarré de una pierna para hacerle caer. Sorprendido, el orko trató de acuchillarme, pero le agarré del cuello con ambas manos y le partí el cuello con un violento giro. El orko se derrumbó como un muñeco de trapo. Me lo quité de encima y seguí luchando para liberarme del peso del ala del dragón. Tras un par de minutos de esfuerzo, logré escapar y salí arrastrándome de bajo el cadáver del dragón. Mientras recuperaba el aliento, recogí mi espada del suelo y un momento después seguí mi carrera por los prados de la ciudad. Cada vez me encontraba más cerca del Gran Árbol. A pesar de las heridas y el agotamiento, seguía corriendo entre los árboles. De pronto, vi a una decena de orkos que perseguían entre gritos a tres elfos, que a duras penas lograban resistir los ataques de sus enemigos. Uno de mis compañeros tropezó entonces y cayó al suelo, oportunidad que aprovechó un orko para abalanzarse sobre él. Con un movimiento rápido, tensé mi arco y disparé una flecha, que se incrustó en el pecho del orko. Al descubrirme, varios orkos dejaron a sus presas y corrieron hacia mí. Saqué otra flecha y disparé de nuevo, abatiendo al primero, mientras que los tres elfos consiguieron llegar hasta mi posición. Sin un instante ni para intercambiar un saludo, blandimos nuestras espadas e hicimos frente a los orkos. Entrechocar de espadas, gritos, caos. El enemigo nos superaba ampliamente en número y pronto me encontré arrinconado en liza contra dos orkos. Esquivé un ataque y herí al agresor en la pierna, para volverme con un tajo en el rostro del otro. Al Acabar con el último orko, me volví para descubrir que dos de los elfos habían perecido y el 80

tercero estaba gravemente herido. Al acercarme a su lado, comprobé que es demasiado tarde para él. - Mi príncipe Ariaanel… -me dijo el elfo entre dolorosos estertores-. Somos exploradores de una gran patrulla comandada por su hermano, el príncipe Gornahel. Son un millar de guerreros que se acercan por el sur a paso rápido. Fuimos descubiertos por los orkos y perseguidos, pero debe saber que Gornahel llegará a tiempo y sus guerreros acabarán con el enemigo -explicó, sin apenas tomar aire, como si tuviese poco tiempo-. Debe avisar al Rey… El príncipe se acerca... y trae refuerzos -acabó de decir y entonces sus ojos quedaron congelados, fijos en el cielo plagado de negras columnas de humo. Mientras recapacitaba sobre las palabras del elfo, dejé sus cadáveres atrás y emprendí de nuevo la carrera, ya muy cerca del Gran Árbol. Debía llegar junto a mi padre antes de que sea demasiado tarde.

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CAPÍTULO 8 La batalla se recrudeció. Las flechas llovían por todas partes. Un grupo de orkos cayó acribillado cuando trataba de escalar una de las plataformas. Un puente se derrumbó y arrojó a una decena de arqueros elfos al vacío. Un dragón surcó planeando entre los árboles a la vez que lo incendia todo a su paso. En medio de esa pesadilla, corrí por un arrasado jardín, al final del cual se dibujaba el perfil del Gran Árbol. Pero una lucha sin cuartel se desataba en los alrededores del enorme tronco, en que varias hordas de orkos asediaban la escalera de caracol que llevaba al Palacio Real. Los elfos resistían el ataque, pero su número disminuía por momentos mientras que las fuerzas oscuras no parecían tener fin. Por fortuna, un grupo de elfos armados con arcos apareció por el este y descargaron una andanada de flechas sobre los orkos que asaltaban el Gran Árbol. Entre los recién llegados reconocí a Elean, el capitán de mi patrulla, que dirigía a una treintena de exploradores elfos e irrumpió con fuerza en el combate. Junto a ellos, cargamos contra los orkos, que de pronto se encontraron asaltados por la retaguardia. De nuevo, me vi envuelto en el fragor del combate, lanzando estocadas y luchando sin cuartel. Tras eliminar a un enemigo, me reuní junto a Elean. - Conseguí reunir este grupo entre los supervivientes del norte -me dijo el capitán, mientras con su espada 82

termina con otro enemigo-. Hemos venido lo más rápido posible. - Aún estamos a tiempo de salvar al Rey –respondí, pero el oleaje de la lucha nos separó y ya no pude decirle nada más. Logrando abrirme un hueco a espadazos entre las hordas de enemigos, alcancé la escalera del Gran Árbol. Sin perder un segundo, pasé junto a los guerreros elfos que luchaban aquí y subí a saltos la escalera hacia la plataforma superior. La lucha seguía desarrollándose en la ciudad, tanto a ras de suelo como sobre las plataformas, donde los arqueros elfos disparaban sus arcos contra los dragones negros. En la escalera de caracol del Gran Árbol, los defensores seguían reteniendo el ataque de los orkos, pero eran superados y en pocos momentos tuvieron que retirarse escalera arriba. Me debatí entre el caótico combate, repartiendo espadazos mientras intentaba alcanzar la escalera hacia el piso superior. En medio de la batalla, descubrí a Miriel, que dirigía el grupo que resistía en esta plataforma. Tras cruzar la plataforma repartiendo y esquivando espadazos, corrí a ayudarla y abatí a uno de los orkos que la acosaba. - Gracias -es lo único que la mujer pudo decir, antes de amputar de un tajo el brazo de un enemigo. Seguimos luchando sin descanso junto al resto de elfos, pero el combate era desigual, ya que los orkos parecían multiplicarse por momentos y más enemigos subían por la escalera. Los pocos defensores que aún quedábamos con vida luchábamos en la abertura de la escalera, matando orkos sin cesar. Pero las oleadas de enemigos acabaron quebrando las defensas y la plataforma se llenó de orkos. Miriel soltó un grito para ordenar la retirada escaleras 83

arriba. Siguiendo su orden, traté de abrirme paso entre el caótico combate, pero una marea de enemigos irrumpió por las escaleras y me vi obligado a retroceder ante su empuje. Lanzando tajos circulares con mi espada, traté de mantenerlos a raya, pero era inútil. Paso a paso me fueron arrinconando contra el borde de la plataforma, desde donde miré abajo para ver que la base del árbol era un hervidero de esas criaturas. Acorralado, me dispuse a luchar hasta la muerte, con los pies al borde del precipicio. Pero, cuando todo parecía perdido, oí alguien que me llamaba. - ¡Príncipe Ariaanel! ¡Por aquí! –gritó una voz conocida sobre mi cabeza. Esquivé a varios enemigos y logré echar una rápida mirada para descubrir al capitán Elean, que me lanzaba una cuerda desde el piso superior. - ¡Rápido, sal de ahí! -me gritó. No necesité que me lo dijesen dos veces. Acabé con otro orko y acto seguido salté fuera de la plataforma para agarrarme a la cuerda. Los orkos trataron de herirme con sus cimitarras, pero Elean y sus exploradores me izaron a toda velocidad hasta la plataforma superior. Una vez alcancé la relativa seguridad de arriba, di las gracias al capitán, y continué subiendo hacia el Palacio Real. Al alcanzar la siguiente plataforma, un agudo chillido que helaba la sangre resonó en el bosque. Un fuerte vendaval dispersó el humo que flotaba en el ambiente y, surgiendo entre las copas de los árboles, un dragón negro batió sus alas mientras se elevaba lentamente hasta quedar a la altura de la plataforma. 84

La presencia de la bestia a tan pocos metros tuvo un efecto demoledor sobre los defensores. El terror se apoderó de muchos, que dejaron caer sus armas y se arrodillaron, cubriéndose los oídos con las manos para no oír el horrible alarido. Los más valientes apenas fueron capaces de mantenerse en pie, sin poder hacer nada más que contemplar cómo el dragón se disponía a arrasar la plataforma con su flamígero aliento. Sobreponiéndome al terror, me adelanté hasta el borde de la plataforma y arremetí con mi espada contra el dragón, en un ataque salido de la pura desesperación. Mi espada brillo plateada y abrió un tajo en las fauces del dragón. El filo apenas hirió a la bestia, pero este hecho dio nuevas esperanzas a los defensores, quienes lograron vencer al miedo y empuñaron de nuevo sus armas. Los arqueros soltaron una lluvia de flechas y, aunque la mayoría rebotaron en las escamas negras, alguna logró perforar la piel. El dragón rugió de dolor y trató de elevar el vuelo, pero seguimos atacando con nuestras espadas y arcos, abriendo numerosas heridas en su estómago. Malherido, el dragón exhaló un aullido de furia y dolor, y batió sus alas para descender y ponerse a cubierto bajo la plataforma. Al verle huir, los defensores estallaron en vítores de alegría y volvieron a hacer frente a los orkos con renovadas energías. Pero el dragón no estaba muerto y sus alaridos seguían oyéndose desde abajo. Sabía que no tardaría en volver, así que subí a grandes trancos la escalera que llevaba al nivel superior, la plataforma en la que se hallaba el Palacio Real. Mientras saltaba escaleras arriba, escuché los rugidos del dragón, que nuevamente elevaba el vuelo portando más 85

muerte y terror. Al alcanzar la plataforma superior, me encontré ante el Palacio Real, la morada de mi familia. Se trataba de un palacio construido mediante una fina estructura de madera blanca y hojas de árbol, que formaban una intrincada red de arcos y columnas. Era un edificio grande, el más alto de la ciudad, y desde donde se tenía una impresionante panorámica de todo el bosque. Ante el arco de entrada, estaban los diez soldados élficos que formaban la Guardia Real, los protectores del rey. Vestidos con togas blancas y armados con afiladas espadas de acero azulado, los soldados se mantenían firmes protegiendo al Rey Gerahel. Al verme aparecer, el monarca, vestido con una túnica plateada y con la larga espada empuñada en la diestra, se abrió paso entre su guardia. - ¿Qué haces aquí? -me preguntó, sorprendido-. Suponía que estabas en la frontera norte con el resto de tu patrulla. - No es momento para hablar, padre -le interrumpí con tono respetuoso-. Uno de los dragones ha atravesado las defensas y se dirige hacia aquí. Además, la situación abajo es precaria, los orkos parecen no tener fin mientras que cada vez somos menos los defensores. Como acompañando mis palabras, se escuchó el rugido del dragón, acercándose. - Debes entrar en Palacio, padre. Nosotros acabaremos con el dragón -le dije, pero el monarca permaneció inalterable. - No huiré del enemigo -dijo con tenacidad, y dio un paso al frente, hacia el borde de la plataforma por donde se escuchaban los alaridos del dragón-. Mi pueblo sufre y 86

muere. No pienso esconderme mientras los míos son asesinados. Al momento, la guardia Real corrió a situarse alrededor del Rey. Los elfos prepararon sus armas para el combate y aguardaron en silencio, mientras los gritos de muerte y dolor llegaban desde los pisos inferiores. Tras una pausa que pareció eterna, el dragón negro hizo su aparición. Batiendo sus enormes alas, se alzó sobre la plataforma, con tanta fuerza que provocó un huracanado viento que a punto estuvo de barrer a la guardia. El Rey no se dejó intimidar por la imponente presencia del dragón y alzó su reluciente espada para dar la orden de atacar. Como un solo hombre, los diez soldados de la Guardia cargaron contra la bestia. Mientras los soldados atacaban, me situé junto a mi padre para defenderle. - ¡El príncipe Gornahel no tardará en llegar con un ejército de mil elfos! -le grité-. ¡Debemos resistir hasta entonces! - No podrán derrotarle -asintió el Rey con voz calma mientras observaba la lucha contra la bestia-. Ese dragón es demasiado poderoso, ninguna de nuestras armas puede herirle. Con la espada aferrada entre las manos, contemplé cómo los guerreros luchaban contra el dragón. El primero embistió tratando de ensartar a la bestia, pero ésta se volvió con un tremendo zarpazo, que lo arrojó al vacío. Otro de los soldados atacó por el costado, pero su arma no consiguió penetrar la coraza de escamas. La réplica fue letal; La enorme cola barrió la plataforma y derribó a los guardias con un tremendo porrazo. Mientras los soldados 87

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elfos se debatían aturdidos, las garras del dragón terminaron con la mitad de ellos. - Sólo yo puedo detenerle –dijo el Rey y, cerrando los ojos, susurró unas palabras en un idioma que me era completamente desconocido. Era un lenguaje melodioso y musical, y comprendí que se trataba del arte de la magia… ¡Era un hechizo! El Rey Gerahel era uno de los pocos elfos con poderes mágicos, o al menos eso me habían explicado de pequeño, aunque jamás había visto a mi padre usar esos conocimientos. El Rey siguió recitando las palabras mágicas, mientras el último soldado cayó ante las garras del dragón. Sin saber qué hacer, dudé sobre si atacar o quedarme a la defensiva. Una de las cosas que conocía es que la magia es un arte complejo, que requiere de tiempo para formular un encantamiento. Una vez eliminada la Guardia Real, el dragón se volvió hacia nosotros. Dispuesto a darle a mi padre el tiempo necesario para completar el conjuro, me lancé al ataque para hacer frente en solitario a la descomunal bestia. - ¡Por Litdanast! –es lo único que pude gritar antes de arremeter con mi espada contra el dragón, que rugió burlón y lanzó un zarpazo tremendo. Me moví ágil como un relámpago y esquivé las enormes garras para atacar con rápidos contragolpes. Sin embargo, mi espada apenas conseguía herir a la terrorífica criatura. Tras una nueva estocada, recibí un golpe del dragón, que me arrojó al suelo, a la vez que mi espada escapaba entre mis dedos y volaba lejos de mi alcance. Indefenso y aturdido, quedé postrado ante el dragón, que se disponía a acabar conmigo. 89

Entonces oí la voz del Rey Gerahel, que se alzó en un tremendo grito. Su poderosa voz resonó sobre los rugidos del dragón y los ecos de la batalla que se desarrollaba en la ciudad. Desde el suelo, me volví para ver a mi padre alzar su espada y apuntar con ella al dragón. Los ojos azules del Rey brillaron llenos de una furia como jamás había visto en él. El dragón, sorprendido, centró su atención en el Rey. - Por la fuerza de la llama y la luz... ¡Muere, demonio! -clamó el Rey y un atronador rayo azulado brotó de la punta de su espada, impactando de pleno en el dragón. La bestia soltó un tremendo alarido de dolor mientras un centenar de descargas eléctricas recorrían su cuerpo. Con un último estertor, el dragón se tambaleó y una de sus alas golpeó contra el árbol. Perdido el equilibrio, se precipitó desde la plataforma entre rugidos y expulsando un espeso humo negro. El descomunal cuerpo se estrelló duramente contra el suelo, donde quedó postrado con las alas extendidas. En la lo alto de la plataforma, me incorporé en el momento en que una decena de guerreros elfos subía por las escaleras. Los soldados corrieron a socorrer al Rey y formaron un círculo de acero a su alrededor. Entre ellos, me alegré de reconocer a Miriel. - Señor, los orkos han conquistado las plantas inferiores -informó la mujer, cuyo rostro estaba salpicado por la sangre y expresaba un enorme desaliento. Aún así, me miró brevemente para dedicarme una leve sonrisa. Recogiendo mi espada del suelo, me situé junto al Rey y el resto de elfos. En silencio, nos preparamos para la última resistencia. 90

Los orkos subían en estampida por la escalera, pisoteando con sus botas de hierro los finos escalones de madera mientras soltaban todo tipo de gritos e insultos. Apenas quedábamos medio centenar de soldados para defender al Rey. Aún así, nadie abandonó su puesto y todos nos mantenemos firmes, preparados para luchar hasta el último aliento. En ese momento, el sonido de un canto llegó desde el bosque. Era una canción alegre y jovial, una tonadilla fresca como el agua de la montaña. Tardé un instante en reconocer la melodía. El sol brillará un nuevo día la sombra caerá, la noche pasará y los hijos del bosque cantarán ¡Victoria, victoria, victoria! Hermano con hermano Juntos avanzaremos, juntos lucharemos y los hijos del bosque cantarán ¡Victoria, victoria, victoria! - ¡La marcha de la victoria! - exclamé y, sin poder contenerme, corrí hasta el borde de la plataforma para mirar abajo. Por la avenida principal de la ciudad apareció un destacamento de un millar de elfos, todos cantando a la vez y sus potentes voces se impusieron sobre los gritos de los orkos. Al frente del ejército cabalgaba el príncipe Gornahel, mi hermano mayor y primogénito de la familia, que marchaba sobre su caballo blanco portando en alto el blanco estandarte de la hoja estrella, símbolo de la nación 91

elfa. Su cabello relucía largo y rubio, adornado con una simple diadema de plata en su frente como muestra de su linaje. - ¡El príncipe ha llegado! -exclamaron todos los defensores-. ¡El Príncipe ha llegado! -y al momento estallaron los vítores de alegría. A una orden de Gornahel, los arqueros lanzaron una lluvia de flechas sobre los orkos que sitiaban el Gran Árbol. Los invasores fueron masacrados por la nueva fuerza y emprendieron la huída en todas direcciones al ser superados en número y no contar ya con el apoyo de los dragones. En pocos minutos, la batalla terminó y ni un solo orko quedó con vida en Litdanast. Agotado tras la lucha, me volví para descubrir a Miriel, que permanecía de pie al borde de la plataforma. Las luz del atardecer acariciaba el perfil de la muchacha como un vestido de seda dorada, mientras que una ligera brisa mecía sus cabellos rubios con dedos invisibles. La muchacha observaba desde la alta atalaya el resultado de la batalla. El bosque ardía en infinidad de puntos alzando negros nubarrones sobre el cielo del atardecer. Situándome a su lado, contemplé el paisaje de horror y destrucción que se abría a nuestros pies. Mirases donde mirases sólo se veían casas arrasadas, árboles derribados y cadáveres esparcidos sobre la hierba. Haciendo un esfuerzo por retener las lágrimas, permanecí junto a la muchacha, abrumado ante toda esa destrucción. - ¿Es esto una victoria? -preguntó Miriel con voz queda-. ¿Es este el premio por todos nuestros esfuerzos?

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Sin saber qué decir, me quedé junto a ella. No podía consolarla con palabras, pues sólo podía ofrecerle mi compañía. Esperé que fuese suficiente. Sin decir nada más, permanecimos al borde de la plataforma, contemplando el inmenso bosque por el que tanto habíamos luchado y por el que tantos elfos habían muerto. Una leve brisa acarició entonces mi rostro, un viento fresco que soplaba del este y que empezó a disolver las espesas nubes de humo, dejando ver por fin el cielo de color carmesí del ocaso.

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CAPÍTULO 9 Esa misma noche, tras ser atendido por una sanadora y después de un baño y un cambio de ropas, acudí a la reunión que había convocado el Rey en el salón central del palacio. Una larga mesa ocupaba el centro de la estancia, que relucía con brillos titilantes bajo la danzante luz de las antorchas. El Rey presidía el acto, al que habían acudido todos los miembros del consejo de la Corte Blanca, así como mis ocho hermanos, los príncipes. Como tenía por costumbre, ocupé mi asiento en el extremo de la mesa, ya que al ser el menor de los hijos del Rey era el último en el estricto protocolo. Mi hermano Gornahel, el primogénito, explicaba en ese momento la misión que se hallaba realizando en los bosques del sur cuando se produjo la invasión. El príncipe hablaba puesto en pie, con el rostro inexpresivo y la voz calma del que está acostumbrado a ser escuchado con atención. - En cuanto recibimos las primeras noticias, reuní a mis capitanes -dijo el príncipe-. El problema era que nuestras patrullas estaban dispersas por todo Shalanest y tardamos casi un día en reagruparnos. Una vez juntamos una fuerza considerable, emprendimos el camino hacia la capital. Doy gracias a la Diosa Rael por haber llegado a tiempo. 94

- Muy bien, hijo -se levantó el Rey tomando la palabra-. Has cumplido de forma encomiable con tus obligaciones y has demostrado ser un digno heredero al trono. Con una reverencia, Gornahel tomó asiento. El siguiente en hablar fue la anciana líder de la Corte Blanca, Guznahan, una mujer de clarísima piel y pelo blanco, pero cuyos rasgos imperecederos contradecían su edad. Vestida con una larga túnica de seda azul, habló con voz suave: - Las noticias que llegan del norte no son buenas. Teshaner, la ciudad humana que hay más allá de nuestras fronteras, cayó bajo el ejército de orkos y dragones. Por otro lado, se dice que las montañas son un hervidero de monstruos, y las noticias dicen que los caminos vuelven a no ser seguros. –la veterana mujer hizo una pausa, en la que tuve la extraña sensación de que me dedicó una fugaz mirada, pero al momento siguió hablando con el Rey-. El mal ha renacido en las montañas Kehalas, de eso no hay duda, la reaparición de los dragones así lo atestigua. Este puede ser el día que tanto temíamos, el día del regreso de Abanatah, el día del regreso del Rey Dios. Un murmullo de preocupación recorrió la estancia. El Rey volvió a tomar la palabra para acallar los comentarios. - Debemos prepararnos para la guerra -dijo con voz potente-. Poco importa quien esté detrás de este ataque. Lo que debe hacernos recapacitar es que el ataque de unos pocos dragones y una horda de orkos casi destruyen nuestra civilización. Eso no puede volver a suceder – insistió, haciendo una pausa en que miró a los consejeros-. Es hora de que los elfos vuelvan a empuñar sus armas, quizás por última vez antes de que se acabe nuestra era. 95

Al oír estas palabras, un nuevo revuelo resuena en la sala, con varios consejeros que protestan, mientras que otros apoyan al rey. Viendo aquella discusión, me moví incómodo en la silla, pues no estaba acostumbrado a estar presente en las reuniones del consejo. Hasta hacía poco apenas era considerado un niño y prácticamente ni me dirigían la palabra. Miré a mis hermanos en el momento en que el príncipe Gornahel se levantó y volvió a hablar. - Debemos reforzar nuestras defensas -la imponente voz del heredero resonó en la sala-. El tiempo de permanecer escondidos ha terminado. Llevamos más de un siglo ocultos en lo más profundo del bosque mientras que humanos y orkos se extienden como una plaga por todo Valsorth. Debemos reunir un gran ejército como en los días antiguos y recuperar nuestro puesto como soberanos en el gobierno del mundo. Sin apenas prestar atención a las voces de aprobación del consejo, observé el orgulloso brillo que iluminaba la mirada de Gornahel. El Rey pidió silencio antes de volver a hablar, explicando nuevas noticias sobre la guerra, sobre el significado del retorno de los dragones y sobre el posible regreso del Señor de la Sombra. Mirando al Rey, a los consejeros, a todas las personalidades que discutían de forma acalorada en la sala, no pude evitar preguntarme qué papel podía jugar yo en una historia de esa magnitud. Al fin y al cabo no era más que el hijo menor del Rey. Sin duda, las grandes historias y proezas estaban reservadas para otros. Una semana después del ataque de los dragones, el olor a madera quemada aún impregnaba el aire del bosque de 96

Litdanast. Mientras caminaba entre los restos chamuscados de las casas y palacios, no podía parar de recordar lo sucedido. Cada árbol muerto o cada edificio convertido en escombros me traía el recuerdo de la emboscada que sufrió mi patrulla en la frontera y la muerte de mis compañeros a manos de los crueles orkos. A pesar de la tragedia que se cernió sobre el bosque aquel día, la capital del Reino élfico recuperaba lentamente la normalidad. Muchos elfos murieron en la batalla, soldados, niños, ancianos... la desgracia se cebó por igual con todas las familias, ninguna salió ilesa. La familia del Rey Gerahel no era una excepción; el príncipe Gorshael, segundo hijo del monarca, murió cuatro días después de la batalla, en una escaramuza mientras limpiaba el reino de orkos rezagados. Su grupo fue víctima de un traicionero ataque y tanto él como sus guardias cayeron asesinados. La mañana del funeral del príncipe era fría y nublada, como si también el cielo mostrase su pesar. Mi familia permanecía en silencio, acompañada por el consejo de la Corte Blanca y demás personalidades de la ciudad, mientras mi padre, el Rey Gerahel, rezaba en pie ante el frondoso árbol a cuyas raíces se habían entregado los restos del príncipe caído. Junto a mis hermanos, asistí a la ceremonia con la cabeza gacha y las manos cruzadas bajo las mangas de la túnica. Durante la oración de mi padre, no podía dejar de pensar en lo sucedido, sin entender cómo un simple grupo de orkos hubiese podido acabar con mi hermano y sus exploradores. No hallé una respuesta, 97

aunque supuse que el destino y la fatalidad se conjuraron contra ellos. En ese momento oí un sollozo a mi lado y miré de reojo a mi hermana Gishal, la única hija del Rey. Era una joven belleza de pelo azabache recogido en un elaborado moño. De todos los presentes en el funeral, ella era la única que exterioriza su pesar, con las lágrimas surcando sus pálidas mejillas. Ninguno de los demás hermanos dijo una palabra o exhaló un sollozo. No hacía falta, Gishal lloraba por todos. Horas más tarde, poco antes del anochecer, fuimos convocados en el salón del Palacio Real. Mi padre había reunido allí a sus hijos y a los miembros del consejo para decidir la estrategia a seguir. - La guerra es una realidad -habló el Rey con voz profunda y severa-. El tiempo en que los elfos podíamos mantenernos alejados de los asuntos del mundo ha acabado. El brutal ataque que sufrimos hace siete días lo demuestra; la guerra se acerca. - ¿Una guerra? -saltó uno de los ancianos del consejo-. Señor, nuestro pueblo no está preparado para una guerra. Molesto por la interrupción, el Rey se dirigió a sus hijos, los príncipes, sin mirar al consejero. - La guerra nos ha sido declarada -dijo Gerahel-. Eso es un hecho, la muerte de uno de mis hijos así lo atestigua. La cuestión es: ¿Cómo nos enfrentaremos a este ataque? ¿Esperaremos guarecidos en nuestro bosque la llegada de más dragones? ¿O buscaremos una forma de acabar con el 98

enemigo, aunque para ello tengamos que romper viejas promesas? - Estás siendo críptico -dijo el príncipe Gornahel -. Habla con claridad, padre. ¿A qué te refieres con romper viejas promesas? - Debemos buscar la ayuda de los humanos sentenció el Rey. Al oír estas palabras, un murmullo de desaprobación resonó entre los consejeros. Mi hermano Gornahel, visiblemente alterado, se levantó y habló con tono enérgico. - ¿Pedir ayuda a los humanos? ¡Eso jamás! -clamó, descargando su puño sobre la mesa. - No te sulfures, hijo -respondió el Rey, sin alterar su serio semblante-. Nos haremos fuertes en el bosque, entrenaremos nuevos arqueros, cortaremos flechas y afilaremos espadas. Nos prepararemos para la guerra. Sin embargo, todo eso será inútil si no conseguimos ayuda. hizo una pausa mientras miraba alrededor-. Admitámoslo, somos muy pocos. Nuestro antiguo esplendor ha menguado. Ya no disponemos de un ejército de millares de arqueros como antaño. Si queremos sobrevivir, dependemos de las otras razas de este mundo. Hubo más protestas y gritos, aunque el Rey se mostró inflexible y, con un gesto de mano, les obligó callar. - A partir de mañana, empezaremos a trabajar sentenció, y acto seguido, pasó a encomendar tareas a sus hijos. De este modo, el príncipe Gornahel fue encargado de la formación del ejército, con la ayuda de varios de tus hermanos. Gishal y otros dos príncipes recorrerían el 99

bosque para montar diferentes puestos de guardia, donde almacenar armas y provisiones. Con cierta decepción, pensé que otra vez me habían dejado de lado, debido a que era el más joven y el último en la línea de sucesión. Pero entonces, mi padre se volvió hacia mi y habló en voz alta: - Y tú, hijo, viajarás a Stumlad llevando un mensaje mío -dijo, mirándome fijamente. Mi sorpresa fue tal, que no fui capaz de articular palabra y sólo pude escuchar a mi padre-. Partirás por la mañana, acompañado de cinco soldados que te escoltarán hasta el reino humano. Llevarás esta misiva -añadió, sacando de debajo de su túnica un rollo de pergamino cerrado con el sello de la Casa Real Élfica-. En ella explico lo sucedido y hago una oferta de amistad, a la vez que pido ayuda en los oscuros tiempos que se avecinan. - ¡¿Una misiva en demanda de auxilio?! -Gornahel se levantó de nuevo, indignado-. Jamás nos habíamos rebajado tanto. Sólo ha sido el ataque de unos dragones y una horda de orkos. No sabemos aún a qué nos enfrentamos. Puede ser incluso que no haya más enemigos –acabó de decir, visiblemente enojado. A pesar del tono del príncipe, el Rey se tomó su tiempo en responder. - Los dragones fueron expulsados de este mundo junto al Rey Dios -dijo una vez acalladas las protestas-. Los doce sabios les encerraron en el círculo de piedra junto al Señor de la Sombra. -hizo una pausa, con un gesto de preocupación en su rostro inalterado por los años -. Si los dragones han vuelto -siguió diciendo-, significa que el Rey Dios también ha regresado. 100

Un silencio sepulcral llenó la amplia estancia. Sólo oír el nombre del maligno nigromante y un escalofrío recorrió mi espalda. Crecí oyendo historias sobre Abanatah, el Rey Dios, líder de un ejército de monstruos y demonios que arrasó medio continente. Tan sólo la unión de todas las razas de Valsorth pudo detenerle, en la batalla ante el templo del enemigo, en la que sus ejércitos fueron aniquilados por la alianza de hombres, elfos y gigantes azules. Acorralado, el Rey Dios se refugió en el interior de su fortaleza, donde los doce sabios unieron sus poderes y, con su propio sacrificio, encerraron al nigromante en un mágico círculo de piedra. - Se acercan tiempos oscuros -dijo el Rey Gerahel, dándose la vuelta y caminando hacia la puerta de salida-. Y debemos hacerles frente antes de que sea demasiado tarde sentenció antes de apartar la cortina de seda y abandonar la sala. La reunión acabó y la estancia quedó poco a poco vacía. Me disponía a seguir a mis hermanos fuera del salón, cuando mi padre me llamó, haciéndome quedar. - Hijo, tu misión es de gran importancia –me dijo mientras paseábamos por los pasillos del palacio-. Sin duda, aquí lucharemos una gran batalla para resistir el ataque enemigo. Pero es de tu de quien depende que logremos sobrevivir. Eres joven, fuerte y diestro, y la preocupación, el odio o la rabia aún no ha tocado tu corazón. Es por eso por lo que confío en ti esta importante misión. Debes librarte de los antiguos prejuicios y conseguir la ayuda de los hombres. Puede ser que sea nuestra única esperanza. 101

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Tras despedirme de mi padre, caminé hacia mi habitación suspendido en una nube, sin poder creer la importante misión que me había encomendado. Durante el resto de la tarde, preparé todo lo necesario para el viaje del día siguiente, empacando mi equipaje, visitando a mis hermanos, y despidiéndome de algunos amigos. Al caer la noche, agotado, caí dormido con un mapa del continente entre las manos. Mi aventura no había hecho más que empezar.

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