Levy, Buddy - Conquistador. Hernan Cortes, Moctezuma y La Ultima Batalla de Los Aztecas

November 27, 2017 | Author: padiernacero54 | Category: Hernán Cortés, Conquistador, Aztec, Spanish Empire, Mexico
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Levy, Buddy - Conquistador. Hernan Cortes, Moctezuma y La Ultima Batalla de Los Aztecas...

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En 1519. Hernán Cortés llegó a las costas de México con una variopinta tripulación de aventureros y la intención de extender el imperio español. En su viaje, el audaz y rebelde conquistador trató de convertir al catolicismo a la población nativa y reunir una fortuna en oro. Que los dos objetivos nunca le parecieran contradictorios es una de las cosas más notables, y trágicas, de la inolvidable historia de su conquista. En Tenochtitlán, la famosa Ciudad de los Sueños, Cortés conoció a su rival azteca Moctezuma: rey, dios, gobernante de quince millones de personas y comandante del ejército más poderoso de las Américas. Sin embargo, en menos de dos años Hernán Cortés derrotó a toda la nación azteca en una de las campañas militares más asombrosas de la historia. Enfrentado a enemigos muy superiores en número, consiguió superar todos los obstáculos. Conquistador es la historia del colapso de un imperio, de una civilización compleja y sofisticada en la que jardines flotantes, inmensas riquezas y pasión por el arte convivían con templos sangrientos y horribles sacrificios humanos. Levy explica apasionadamente la combinación de inteligencia, valor, brutalidad y superstición que permitió a Hernán Cortés vencer a Moctezuma: el orgulloso, espiritual y enigmático líder condenado a no entender al extranjero que tomó por un dios. Épica y apasionante, esta historia de los últimos días del imperio azteca y de los dos hombres que protagonizaron uno de los momentos estelares de la historia universal se lee como una novela de aventuras. SBN 978-84-8306-864-9

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C o n q u istad o r H ern án C ortés, M octezum a y la últim a batalla de los aztecas

B U D D Y LEVY

Título original: Conquistador Primera edición:junio de 2010 © 2008, Buddy Levy © 2010, de la presento edición en castellano para todo el mundo, excepto EE.UU.: Random House Mondadori. S. A. Travessera de Gracia. 47-49.08021 Barcelona © 2010. Caries Mercada! Vidal, por la traducción Mapas de David Lindroth Ilustración de las pp. 4-5: Ms Laur., Med. Palat. 220 f. 406: La flota española de­ sembarca en Mixteo, desde una historia de los Aztecas y la conquista de México (siglo xvi). Biblioteca Medicea-Laurenziana, Florencia, Italia / The Bridgcman Ait Library International Quedan prohibidos, dentro de los limites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de! copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Rcprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Printcd in Spain - Impreso en España ISBN: 978-84-8306-864-9 Depósito legal; B-16.125-2010 Fotocomposición: Víctor Igual, S. L. Impreso en Novagrafik Pol. Ind. Foinvasa Vivaldi.5.08110 Momeada i Rcixac Encuadernado en Relligats Mollet C 848649

Para Camie, Logan y Hunter

Los hombres consagrados a Dios y los guerreros poseen extrañas añnidades.

C ormac McCarthy, Meridiano de sangre

Indice Ag ra decim ientos .......................................................................... In tro du cció n .................................................................................

1. La partida hacia Nueva España y el afortunado regalo del idiom a............................................................................................ 2. La batalla contra los tabascanos y la incorporación de la M a lin c h e ..................................................................................... 3. El mensaje de M octezum a......................................................... 4. H ernán Cortés se juega el todo por el todo: «Conquistar esta tierra o m orir en el i n te n to » ........................................... 5. Hacia las m o n ta ñ a s .................................................................... 6. La matanza de C h o l u l a ............................................................ 7. La «ciudad de los s u e ñ o s » ........................................................ 8. Ciudad de sacrificio ................................................................... 9. La conquista del i m p e r i o ........................................................ 10. Cortés y M o c te z u m a ............................................................... 11. Español contra e s p a ñ o l ............................................................ 12. La fiesta de T ó x c a t l ................................................................... 13. El irónico destino de M o c te z u m a .......................................... 14. La N oche T r is te ......................................................................... 15. «A los osados ayuda la f o r tu n a » .............................................. 16. La «gran lepra»............................................................................. 17. Regreso al valle de M é x ic o .................................................... 18. La serpiente de m a d e r a ............................................................ 19. E nvolvim iento............................................................................. 20. Empieza el a s e d io ...................................................................... 21. C hoque de im perios................................................................... 22. La última batalla de los aztecas.................................................

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In d i c e

E pílogo : Los rescoldos del in c e n d io ..........................................

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Apéndice A: Figuras relevantes de la conquista........................ Apéndice B: Breve cronología de la conquista........................ Apéndice C: Nota sobre la pronunciación del náhuad. . . . Apéndice D: Principales deidades del panteón azteca . . . . Apéndice E: Los reyes a z te c a s...................................................

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N o t a s ............................................................................................... N ota SOBRE EL TEXTO Y LAS FUENTES.......................................... B ibliografía .................................................................................... C réditos fotográficos ...............................................................

371 427 433 451

Í ndice alfabético.......................................................................

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Agradecimientos

Aunque a menudo así lo parezca, los escritores nunca alumbramos solos los libros. En este sentido, a quienes debo darles las gracias en primer lugar es a los integrantes del grupo de escritores — los Free Range Writers— que colaboraron en la redacción de Conquistador. Kim Barnes, Jane Varley, Lisa Norris y Collin Hughes. Fueron ellos los que atizaron el fuego, mantuvieron la cabaña caldeada y velaron por que la música siguiera sonando. Mil gracias a mi agente literario Scott Waxman, de quien partió la idea de escribir un libro sobre Her­ nán Cortés. Scott posee una imaginación ilimitada y desbordante y una capacidad extraordinaria para dar en el clavo a la hora de encon­ trar una buena historia. Gracias también a Farley Chase, el agente encargado de los derechos para el extranjero, cuyos esfuerzos han hecho posible que Conquistador llegue a los lectores de otras latitudes. Estoy profundamente agradecido a mis intrépidos «compadres» John Larkin y Kim Barnes, las primeras personas que leyeron el texto y que lo revisaron y corrigieron a conciencia. Gracias, John, por tu humor y tus observaciones sinceras y mordaces, y gracias, Kim, por tu incomparable clarividencia para hallar la mejor estrategia narrativa. En junio de 2006 emprendí un largo viaje de investigación du­ rante el que recorrí la ruta seguida en su día por los conquistadores; empecé la travesía allí donde habían desembarcado, en la población caribeña de San Juan de Ulúa, crucé las montañas, atravesé el altipla­ no y llegué finalmente a México D. F. Durante el viaje — una de las experiencias más gratificantes y provechosas de toda mi vida— con­ té con la ayuda de mucha gente. Gracias a los responsables del Museo de Antropología de Jalapa por su maravillosa visita guiada y por las detalladas explicaciones que me ofrecieron sobre las obras preco­ lombinas, en particular sobre las imponentes cabezas olmecas.

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A (; r a i >i x : i m i k n t o s

Gracias asimismo a la Universidad de Veracruz, también radicada en Jalapa. Mando desde estas páginas un fuerte abrazo a Rodrigo M octe­ zuma y al fantástico personal del club Jazzatlán de Cholula. Conser­ vo un grato recuerdo de su amabilidad y del entusiasmo que mostra­ ron por mi proyecto, así como de sus recomendaciones en materia de música mexicana. R odrigo me llevó en su furgoneta Volkswa­ gen desde Cholula hasta el Paso de Cortés, una odisea que no por ello dejó de resultarme profundamente aleccionadora. En México D. F. y alrededores, los atentos y eruditos guías y con­ servadores del Museo Templo Mayor (Teotihuacán) y del Museo Nacional de Antropología cuidaron muy bien de mí y respondieron con todo lujo de detalles a las numerosas preguntas que les planteé. Durante el proceso de redacción de Conquistador ha sido todo un placer trabajar con la gente de Random House/Bantam Dell. Mi editor,John Flicker, aportó sus amplios conocimientos y su perspica­ cia para que la obra superara con éxito todas las fases de producción, desde su concepción hasta las pruebas finales. Flicker, dotado de un fino oído y de una vista de lince, comprende a la perfección el deli­ cado equilibrio que requiere conjugar el ritmo narrativo y la exacti­ tud histórica. Espero poder trabajar con él en futuros libros. Las bibliotecas de la Universidad Estatal de Washington fueron cruciales en mi investigación, en especial el personal de Interlibrary Loans y de la Holland New Library. Su organización, sus conoci­ mientos y la rapidez con que satisficieron mis innumerables pedidos me facilitaron enormemente el trabajo. * Edward Whitley, de la Bridgeman Art Library, me proporcionó una ayuda inestimable a la hora de buscar imágenes; ciertamente estoy en deuda con él por su impecable trabajo y por el intercambio epistolar que se avino a mantener conmigo. Por último, doy las gracias a todos y cada uno de los miembros de mi maravillosa familia: a mis hijos, Logan y Hunter, que soportaron mis interminables noches de trabajo, mis prisas por cumplir con los plazos de entrega y mis viajes de aquí para allá, y a mi compañera, amiga y esposa Camie, que sigue brindándome todo su apoyo; todos hacéis posible que pueda llevar la vida que siempre había soñado.

Introducción

En 1519 un ambicioso y calculador conquistador llamado Hernán Cortés zarpó de Cuba y arribó a las costas de México con el afán de expansión imperial corriéndole por las venas. Se proponía tomar posesión de las tierras recién descubiertas en nombre de la Corona española, convertir sus habitantes al catolicismo y apropiarse de los metales preciosos de esas ricas tierras, en concreto de su oro. Cortés desembarcó en Potonchán, un importante asentamiento nativo de­ dicado a la pesca,junto con un grupo de bribones sin muchos escrú­ pulos entre los que había treinta ballesteros, doce arcabuceros, cator­ ce pequeñas piezas de artillería y unos pocos cañones. Con sumo cuidado, poco a poco. Cortés y sus hombres se sirvieron de cuerdas y poleas para bajar a tierra dieciséis caballos de raza española, unos animales entrenados para la guerra cuya existencia los indígenas americanos desconocían por completo. También llevaban perros de presa bien adiestrados: mastines y perros lobo. Además de su banda de piratas y mercenarios españoles, Cortés se había llevado varios cientos de esclavos caribeños con el fin de usarlos como porteadores. Era el mes de marzo de 1519. Atravesando montañas imponentes y volcanes en activo que su­ peraban los cinco mil metros de altitud. Cortés condujo su pequeña fuerza hasta el valle de México y el mismísimo corazón de la civiliza­ ción azteca.* Lo que Cortés se encontró al llegar a Tenochtitlán, la

* El término azteca fue acuñado originalmente (de modo erróneo) por el naturalista y explorador alemán del siglo xix Alexander von Humboldt. Azteca era en realidad un derivado epónimo de la legendaria Aztlán, el mítico «Lugar de la Garza Blanca», el hogar ancestral del pueblo que a la postre llegaría al valle de México, se establecería allí tras muchos años de emigración y fundaría la ciudad

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famosa «ciudad de los sueños», no fueron los bárbaros que los con­ quistadores anteriores habían previsto hallar, sino una civilización po­ derosa y muy desarrollada que se encontraba en su momento de máximo esplendor. Los aztecas contaban con complejos y precisos calendarios, eficaces sistemas de irrigación para sus numerosos culti­ vos, zoos y jardines botánicos sin parangón en Europa, inmaculadas calles provistas de métodos para la gestión de los residuos, objetos artísticos y joyas de belleza deslumbrante, un sistema educativo ges­ tionado por el Estado, un deporte de pelota jugado a vida o muerte, un aparato militar leal y bien organizado, así como una vasta red co­ mercial y fiscal que cubría la totalidad de un imperio inmenso que se extendía hasta Guatemala. Cortés y sus acompañantes no tardarían en descubrir que los aztecas también poseían una religión muy desarro­ llada y ritualizada, y mucho más compleja que el catolicismo, que el pueblo azteca seguía con igual — si no mayor— fe y convicción. En lugar de venerar un solo dios, rendían culto devotamente a un pan­ teón de deidades por medio de complejas y sofisticadas ceremonias. EnTenochtitlán, por entonces una de las ciudades más populosas y dinámicas del mundo, mucho mayor que París o Pekín, Cortés se encontró finalmente cara a cara con Moctezuma, el carismático y enigmático gobernante azteca. Su primer encuentro puede conside­ rarse el nacimiento de la historia moderna. El conflicto que siguió a dicho encuentro fue en última instancia de índole religiosa, un en­ frentamiento entre el catolicismo monoteísta de los españoles y el misticismo politeísta de los aztecas, y aunque en muchos aspectos los dos imperios eran diametralmente opuestos, tenían algunas semejan­ zas sorprendentes. Ambos se basaban en tradiciones de carácter bárde Tcnochtitlán en 1325. En tan solo dos siglos, este pueblo guerrero y agricultor había desarrollado una cultura relevante. El término azteca ha sido ampliamente reemplazado —sobre todo por parte de los investigadores e historiadores— por el de mexica, una designación que describe de manera mis precisa a los pueblos de la Triple Alianza de Tenochtirlán,Texcoco yTacuba. Numerosas instituciones moder­ nas. como el Metropolitan Museum, el Museo Guggenheim, el Smithsonian Museum e incluso el Museo Nacional de Antropología de México D. E emplean toda­ vía el término azteca. En Conquistador vamos a conservar el popular término azteca y lo alternaremos con el de mexica. 16

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haro. Los españoles, foijados en el espíritu de las cruzadas, recurrirían al pillaje, la violación y el asesinato en nombre de Dios y la patria, subsumiendo las culturas indígenas sin mostrar respeto alguno por sus siglos de existencia; por su parte, los aztecas usaban la fuerza mi­ litar y la violencia para someter a las tribus vecinas y practicaban ritos basados en los sacrificios humanos y el canibalismo. N o podían com­ prenderse los unos a los otros ni estaban dispuestos a ceder. Ambos estaban dedicados en cuerpo y alma a la expansión de sus respectivos imperios, de grandes proporciones, y ambos estaban bajo el dominio y la tutela de un gran líder. El más destacado de todos los conquistadores, Hernán Cortés, era un advenedizo que llegó al Nuevo M undo en 1504.Vivió en un relativo anonimato durante más de un decenio antes de hacerse un hueco en la escena política de las colonias caribeñas, momento en el que contaba ya más de treinta años. Nacido en 1485 en Medellín, Extremadura, tierra de castillos y fortalezas usadas en los últimos esfuerzos de la Reconquista (la expulsión de los musulmanes tras setecientos años de ocupación), Hernán era hijo de Martín Cortés, un hidalgo no demasiado distinguido ni culto, y de doña Catalina Pizarra Altamirano. Cortés, que en su infancia había sido un niño frágil y enfermizo, empezó los estudios universitarios en Salamanca a los catorce años, pero, aburrido y con la cabeza en otra parte, regre­ só a casa dos años después. Pese a todo, debía de tener una mente ágil y perspicaz, porque más urde salió a relucir su erudición en el ám­ bito de la diplomacia y la política. Cortés estudió política, derecho y latín, y posteriormente su secretario, Francisco López de Gomara, lo describiría como «bullicioso, altivo, travieso, amigo de las armas».1 Cortés no tardaría en dejarse seducir por las ansias de ver mundo, y en 1503 decidió unirse a una expedición con destino a las Indias bajo el mando de don Nicolás de Ovando. Pero, poco antes de su partida, el licencioso Cortés resultó herido al tratar de escapar tras ser descubierto en la casa de una mujer casada; la herida le impidió em­ barcar en ese barco, y se pasó el siguiente año de juerga en juerga por las turbulentas ciudades portuarias del sur de España. En 1504, el joven e impetuoso Cortés obtuvo por fin plaza en uno de los cinco buques mercantes que zarpaban rumbo a Santo Domingo, la anima­

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INTRODUCCIO N

da capital de La Española y primer asentamiento peninsular del N ue­ vo Mundo. En el curso de los últimos años, Cortés había oído rum o­ res sobre las incontables riquezas existentes en tierras ignotas, donde el oro manaba como agua de montañas misteriosas. Con diecinueve años de edad y un indomable espíritu aventurero, y tras haber apren­ dido a montar en su juventud mientras se ocupaba de conducir pia­ ras de cerdos y haber adquirido los rudimentos de las tácticas de caballería en la escuela y gracias a las enseñanzas de su padre, Hernán Cortés era un personaje completamente anónimo y corriente cuan­ do reservó un pasaje con destino a las Indias. Difícilmente podía imaginarse que, menos de veinte años después, estaría al mando de una fuerza española en uno de los mayores ataques de la historia mi­ litar y que se convertiría en uno de los hombres más venerados y vili­ pendiados de todo el mundo.2

El rival de Cortés había gobernado al pueblo azteca durante más de veinte años. El gobernante del imperio azteca, Moctezuma,* nació en 1480, cinco años antes que el conquistador español. Denominado a veces también Moctezuma II, fue educado como un sacerdote y se convirtió en el líder militar, espiritual y civil de los aztecas en 1503, cuando Cortés estaba por llegar a América. Por entonces los aztecas controlaban la mayor parte de lo que hoy conocemos como México y Centroamérica, y su capital era la gran ciudad de Tenochtitlán (la actual México D. F). Moctezuma fue entronizado tlatoani (literal­ mente, «el que habla» u «orador») en el Templo Mayor construido por sus hermanos, y la coronación incluyó un sofisticado ritual consisten­ te en someterse a sangrías, horadarse el cuerpo con astillas de hueso, decapitar dos codornices y verter su sangre en la llama de un altar. Temperamental, petulante e incluso tiránico, Moctezuma se de­ jaba guiar con entusiasmo por sus creencias espirituales. Era el go­

* Muchos académicos actuales utilizan el término Motecuhzoma (en realidad se pronuncia algo así como «Moc-ri-cu-shoma»), que probablemente reproduce de manera más precisa la pronunciación correcta. No obstante, Moctezuma, más popu­ lar y ampliamente usado, provoca menos confusión, asi que he optado por él.

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bernante seniidivino de un pueblo cuyo ser supremo era el sol y cuya religión, muy estilizada y simbólica, estaba marcada por festiva­ les, fiestas y celebraciones de carácter estacional que todos los miem­ bros de la sociedad observaban. La religión azteca era una amalgama de antiguos ritos mesoamericanos y de tradiciones centradas en el pago de tributos y en la realización de ofrendas a los numerosos dio­ ses que orquestaban el destino humano. Los aztecas creían que esas ofrendas — incienso, pájaros, flores y, la principal de todas ellas, sangre y corazones humanos— apaciguaban a los dioses y les aseguraban lluvias para sus cultivos, cosechas abundantes, victorias en el campo de batalla e incluso la salida diaria del sol.3 Moctezuma vivía en un palacio inmenso rodeado de sus dos mujeres, de incontables concubinas y de más de quinientos ayudan­ tes, nobles y emisarios. El complejo palaciego era muy vasto, la arqui­ tectura y los jardines eran tan sofisticados como los existentes en la Europa medieval, y los templos donde el pueblo azteca practicaba su religión eran tan grandes como las pirámides de Egipto. Las estancias privadas de Moctezuma, aromatizadas con perfumes florales.se halla­ ban en los pisos superiores, dominando sus vastas posesiones. Le encantaban los juegos y la música, en especial los tambores, los gongs y las melodías de los caramillos, a veces acompañadas de poemas y canciones. De porte majestuoso y dotado de unos ojos penetrantes, Moctezuma calzaba sandalias doradas y viajaba en procesión, aco­ modado sobre una litera. El pueblo llano azteca no osaba mirarlo directamente, algo que estaba penado con la muerte. El desmesurado orgullo de Moctezuma, de proporciones más propias de una tragedia griega, era tal que exigía ser tratado como un dios.4 Cuando Cortés se encontró con él, Moctezuma era el jefe de un triunvirato enormemente poderoso llamado la Triple Alianza, una confederación de las ciudades-Estado deTenochtitlán.Texcoco yTacuba.5 Estos tres grandes pueblos extendían su amplio y férreo do­ minio por todo México, y, al igual que en Europa, todos los pueblos sometidos a su yugo, no importaba cuán lejos se hallaran, estaban obligados a pagar tributos a su gobernante, circunstancia que gene­ raba tensiones y resentimientos entre las tribus que deseaban inde­ pendizarse. En el momento álgido de su reinado, Moctezuma era el

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amo y señor de la maquinaria bélica más poderosa de toda América, de un im perio habitado por unos quince millones de personas.

Cuando Cortés llegó al continente, los aztecas y otros pueblos de Norteamérica habían evolucionado, aislados por completo del resto del mundo. El descubrimiento de los aztecas, de cuya existencia los españoles no tenían noticia, ha sido descrito como «el encuentro más asombroso de toda la historia».6 Los aztecas debieron de reaccionar de modo similar ante la llegada de esos visitantes extranjeros. El choque de imperios que se produciría poco después culminó en el sangriento asedio de Tenochtidán, hasta el día de hoy conside­ rada la batalla más larga y costosa en vidas humanas de la historia, con un total estimado de doscientas mil víctimas mortales.7 La odi­ sea de Hernán Cortés desde las islas del Caribe hasta el corazón de la nación azteca sigue contándose entre las campañas militares más asombrosas jamás libradas, comparable únicamente a las épicas expe­ diciones de Alejandro Magno. En tan solo dos años, haciendo uso de corceles y técnicas de caballería desarrolladas a lo largo de centenares de años en la península Ibérica, sirviéndose de artes náuticas y una ingeniería militar notable, y guiado por su genio político y un in­ conmensurable afán de victoria, Cortés derrotó a los aztecas y a su gobernante, que contaban con el imperio más grande de la historia de Mesoamérica.8 Para los aztecas, la embestida fue tan repentina que les resultó incomprensible. Ninguna gran civilización milenaria ha sufrido tamaña devastación y ruina en tan poco tiempo. El choque de esos dos imperios es un relato trágico de conquis­ ta y derrota, de colonización y resistencia, y de la notable y violenta confluencia de dos imperios que antes desconocían la existencia del otro. La confluencia de estas dos culturas en 1519 es la increíble his­ toria de uno de los mayores conquistadores que la historia ha visto nunca, del complejo monarca de la magnífica civilización que des­ truiría, y de la catastrófica batalla que constituiría el fin de un mundo y el nacimiento de otro nuevo.

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La partida hacia Nueva España y el afortunado regalo del idioma

Hernán Cortés se dirigió con paso resuelto a la proa del buque in­ signia Santa María de la Concepción, una nave de cien toneladas, la mayor de su flota, y oteó el horizonte tratando de avistar tierra.Tenía mucho sobre lo que reflexionar. El navegante y piloto jefe, Antonio de Alaminos, un veterano lobo de mar que había ejercido de piloto en el último viaje de Cristóbal Colón, había surcado con anteriori­ dad esas aguas — en la expedición de Ponce de León en busca de la legendaria Fuente de la Juventud Eterna— y sugirió que, si se en­ contraban con mal tiempo, la flota debía dirigirse a la costa y reunir­ se en la isla de Cozumel, situada al este del cabo más septentrional de la península de Yucatán. Desde su apresurada partida de Cuba, la flo­ ta había sufrido los embates del mal tiempo, que había desperdigado las naves. Cortés, que cerraba la marcha, recorría la zona en busca al mismo tiempo de tierra firme y de los bergantines y las carabelas que el temporal había hecho extraviarse. Unos pocos, quizá hasta cinco de ellos, se habían perdido en el transcurso de la noche, un comien­ zo poco halagüeño para un viaje tan ambicioso. Cortés había invertido todas sus posesiones en esa empresa; es más, se había endeudado hasta el cuello para construir los barcos y llenar sus bodegas de provisiones. Sus esperanzas de iniciar la expe­ dición con buen pie se habían visto parcialmente ensombrecidas cuando su patrono, el orondo Diego de Velázquez, por entonces go­ bernador de Cuba, había intentado impedir su partida, y eso aun después de haber firmado un contrato en virtud del cual confirmaba a Cortés en el cargo de capitán general. El comportamiento de Ve­ lázquez no constituía una sorpresa dada la tirantez de la relación que mantenían. Al llegar a La Española (la actual Santo Domingo) en el 21

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año 1504, Cortés había buscado a su compatriota y había trabajado a sus órdenes, primero en una incursión para sofocar una revuelta de indígenas en el interior de la isla, y después en una expedición capi­ taneada por Pánfilo de Narváez para conquistar Cuba, misión que cumplieron sin demasiados problemas. Tras estos éxitos, Velázquez, agradecido y magnánimo, le regaló a Cortés una extensa parcela de tierra con numerosos indios y varias minas que operaban a pleno rendimiento, lo cual le permitió enriquecerse. Pero tanto el uno como el otro eran obstinados, y su relación no tardó en verse enturbiada por nuevas tensiones que amenazaron con desembocar en el encar­ celamiento e incluso ajusticiamiento de Cortés. Ambos compartían la pasión por las mujeres, y una desavenencia a causa de una tal Catalina Suárez dio por resultado que el goberna­ dor ordenara encarcelar y aherrojar a Cortés. Cortés se escapó tras sobornar al carcelero, pero Velázquez consiguió que lo arrestaran de nuevo. Lo llevó ante los tribunales y amenazó con ahorcarlo por su negativa a casarse con Catalina Suárez, un desaire que había manci­ llado la reputación de la dama. Finalmente Velázquez se calmó y los dos hombres dejaron a un lado sus diferencias, pero la relación siguió siendo inestable. Entonces, a mediados de febrero de 1519, Velázquez conservaba el dominio político, pues Cortés navegó bajo sus auspi­ cios como su emisario en una misión destinada a comerciar, encon­ trar oro y obtener más indígenas para que trabajaran en las minas cubanas. Pero el astuto Cortés albergaba otras intenciones cuando avistó tierra y mandó a su piloto fondear en Cozumel. El barco de Cortés fue el último en llegar y, tras desembarcar, se encontró con que los habitantes de la isla habían huido al llegar las primeras naves y se habían refugiado en los montes y la jungla. Cor­ tés se percató de su temor y tomó nota de ello como información útil. Fue entonces cuando tuvo noticia de la irritante razón por la que los indígenas se comportaban de ese modo: uno de sus capitanes de mayor confianza, Pedro de Alvarado, había llegado antes que él y, acto seguido, había atacado la primera aldea que había encontrado — había entrado con brusquedad en los templos y robado algunos pequeños ornamentos de oro dejados allí a modo de ofrendas— , se había apropiado de una cuarentena de pavos que estaban merodean­

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I A 1’AK.TIDA HACIA NUEVA ESPAÑA

do junto a las casas con techo de paja, e incluso había tomado prisio­ neros a algunos de los atemorizados nativos, a dos hombres y una mujer. Cortés, hecho una furia, caviló cómo enfrentarse a la situa­ ción. Necesitaba seguir confiando en Alvarado y respetaba a sus fie­ ros y aguerridos paisanos, oriundos también de Extremadura. Alva­ rado, curtido en incontables batallas y antiguo comandante de la anterior expedición de Grijalva a Yucatán, era engreído y creía justi­ ficado poder tomar sus propias decisiones. Cortés le necesitaba y exigía una relación simbiótica con sus capitanes, pero también insis­ tía en que obedecieran sus órdenes y en que no toleraría ninguna insubordinación.' Según recalcó ante sus hombres, «no se habían de apaciguar las tierras de aquella manera».2 Cortés reprendió a Alvarado y ordenó a sus hombres que devol­ vieran a sus propietarios las ofrendas que habían hurtado. Asimismo, ordenó echar los grilletes al piloto de Alvarado, Camacho, que había desobedecido la orden de esperar a Cortés en el mar. Los hombres habían sacrificado los pavos y ya se habían comido algunos, así que Cortés mandó que, en pago por ellos, a los prisioneros recién libera­ dos les dieran abalorios de vidrio verde, cascabeles y una camisola para cada uno. A continuación. Cortés preguntó por un hombre lla­ mado Melchor, un maya que había sido apresado en el curso de una expedición anterior y al que sus captores habían convertido en una es­ pecie de intérprete tras enseñarle un poco de castellano. Por media­ ción de Melchor, Cortés se comunicó con los indígenas que acababa de liberar y les mandó que regresaran junto a sus familias con el men­ saje de que los españoles venían en son de paz y no deseaban causar­ les daño alguno, y que Cortés, como cabecilla del grupo, deseaba reunirse personalmente con sus jefes o caciques.* La diplomacia inicial dio resultado. Al día siguiente, hombres, mujeres, niños y, por último, los jefes salieron de sus escondites entre la maleza de las tierras bajas y volvieron a instalarse en el poblado, que

* Cacique es una palabra araucana que significa «jefe», y que los españoles im­ portaron de las islas. Muchos de los cronistas, entre ellos Bernal Díaz del Castillo y, en menor medida, el propio Cortés, la utilizan. Los mexicanos del continente pro­ bablemente desconocían dicho término.

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no tardó en bullir nuevamente de actividad. El conquistador Bernal Díaz del Castillo, un soldado a las órdenes de Alvarado que había participado en las expediciones de Córdoba y Grijalva, resaltó que «todos los del pueblo andaban entre nosotros como si toda su vida nos hubieran tratado». Cortés reiteró con firmeza que no se debía causar daño alguno a los indígenas. Díaz del Castillo, impresionado por las dotes de mando y las maneras de Cortés, señaló que «aquí en esta isla comenzó Cortés a mandar muy de hecho, y nuestro Señor le daba gracia que do quiera que ponía la mano se le hacía bien, especial en pacificar los pueblos y naturales de aquellas partes».3 Los lugareños llevaron comida a los españoles, incluidas grandes cantidades de pescado fresco, montones de coloridas y dulces frutas tropicales y colmenas repletas de miel, un manjar exquisito que los habitantes de la isla elaboraban. A cambio de la comida y de algunas bagatelas de oro, los españoles entregaron a los indígenas abalorios, navajas, cascabeles y otras baratijas. Las relaciones parecían joviales, y Cortés decidió celebrar una reunión en la playa para pasar revista a las fuerzas que había reunido en Cuba. La flota incluía su buque insignia, de cien toneladas, y tres navios más pequeños de unas setenta u ochenta toneladas. Las demás naves tenían cubiertas abiertas o parcialmente protegidas, provistas de tol­ dos de tela improvisados bajo los que refugiarse del sol abrasador o de los aguaceros. Los barcos más grandes transportaban a su vez em­ barcaciones más pequeñas que podían ser arriadas en los puertos, o bien a cierta distancia de la costa y ser conducidas a remo hasta un embarcadero.4 Las bodegas de los navios iban repletas de alimentos de las islas: maíz, yuca, chiles, grandes cantidades de tasajo — ideal para los viajes largos— , así como forraje para los animales. Entre las tropas mercenarias había caballeros curtidos en mil y una batallas y aventuras. Se trataba de más de quinientos piqueros, espadachines y lanceros, endurecidos por infinidad de viajes, que ha­ bían pagado por participar en la expedición o bien se habían sentido atraídos por la perspectiva de hacer fortuna. Cortés recorrió la playa y pasó revista a los tiradores de élite (treinta ballesteros expertos y doce arcabuceros perfectamente entrenados, armados con mosquetes que disparaban apoyándoselos en el hombro o el pecho). Asimismo,

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A PARTIDA IIACIA NUEVA ESPAÑA

diez pequeños cañones serían disparados por experimentados artille­ ros, que también llevaban unos cañones de bronce llamados falconetes, ligeros y fácilmente transportables. Cortés, un hombre muy de­ tallista y preparado, había sido lo bastante previsor como para incluir en la expedición a unos pocos herreros que pudieran reparar las ar­ mas dañadas y, más importante aún, mantener bien herrados a los preciados caballos. Asimismo, grandes cantidades de munición y pól­ vora estaban almacenadas en recipientes estancos sometidos a una vigilancia constante, y para el transporte por tierra Cortés se había traído a doscientos naturales de Cuba, la mayor parte de ellos portea­ dores, pero también a algunas mujeres con el cometido de preparar la comida y de confeccionar y remendar los jubones, justillos y bri­ gantinas de lana y lino que los hombres vestían. Cortés ordenó que los caballos fueran bajados de las cubiertas por medio de robustos arneses de cuero, cuerdas y poleas, y luego mandó que los condujeran a la orilla para que trotaran a sus anchas y pastaran por el denso follaje de la isla. Algunos isleños, embargados por la curiosidad, se aproximaron. Habían estado observando con atención la asamblea general y ahora miraban embelesados a los ca­ ballos; eran las primeras criaturas de ese tipo que veían, y algunos huyeron despavoridos al verlas. Intrigado por la impresión que los caballos habían causado en los indígenas, Cortés ordenó a los mejo­ res jinetes que montaran en los sudorosos y resollantes corceles y que galoparan por la playa. Los artilleros comprobaron el correcto fun­ cionamiento de los cañones lanzando salvas en dirección a los mon­ tes; las explosiones eran atronadoras y la boca de los cañones escu­ pían llamaradas y humo. Los arqueros apuntaron con sus ballestas y lanzaron ululantes flechas contra blancos improvisados.5 Cuando el humo de la exhibición militar se hubo disipado, y una vez retirados los caballos, los isleños se acercaron más a los españoles para tirar de sus barbas y acariciarles la nivea piel de los antebrazos. Algunos de los jefes empezaron de repente a gesticular vehemente­ mente usando un lenguaje de signos y a señalar hacia el extremo oriental de la isla. Cortés y Melchor se aproximaron y, tras dialogar con ellos, recibieron una noticia extraordinaria: los caciques más an­ cianos afirmaban que, años atrás, otros hombres blancos y barbudos

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C O N Q U IS T A D O R

habían llegado y que dos de ellos todavía seguían con vida, manteni­ dos como esclavos por indios de Yucatán, a poca distancia de allí, a un día más o menos en canoa por las aguas del canal. Cortés se puso a reflexionar, intrigado por la posibilidad de que hubiera españoles viviendo entre los indígenas de tierra firme. Era un golpe de suerte imprevisto y del que cabía sacar provecho. Rogó a uno de los principales caciques que enviara a algunos de sus hom­ bres más capaces para que averiguaran qué era de esos españoles y que, si podían, los trajeran de vuelta con ellos. El jefe parlamentó con otros y estos se mostraron reacios; explicaron que temían enviar como guías a algunos de los suyos porque era muy probable que los indígenas de tierra firme los mataran y sacrificaran o, peor aún, que se los comieran. Pese a lo alarmante de los motivos aducidos por los caciques, Cortés insistió y ofreció más cuentas de vidrio verde, que los isleños parecían codiciar, y los jefes acabaron por acceder. Cortés mandó en un bergantín a algunos de sus hombres, al mando de su capitán y amigo Juan de Escalante. Oculta entre las trenzas de uno de los mensajeros había una carta en la que se indicaba que Cortés había llegado a Cozumel con más de quinientos soldados españoles con la misión de «explorar y colonizar estas tierras», y que contaban con el apoyo de dos barcos y de cincuenta hombres armados.6 Mientras aguardaba noticias de la expedición, Cortés exploró la isla de sus anfitriones. Se fijó en que había casas bien construidas, ordenadas y limpias, así como otros indicios de una civilización de­ sarrollada, entre ellos «libros», cortezas estiradas en las que había pin­ tados una serie de elaborados dibujos. Lo que más le llamó la aten­ ción fue una voluminosa estructura piramidal, un templo construido con bloques de piedra caliza y provisto de un adoratorio en la cús­ pide, orientado hacia el mar. Cortés trepó por los escalones de la pirámide y, al llegar al templo, observó que el pabellón estaba man­ chado con sangre de codornices decapitadas y de perros domestica­ dos, canes semejantes a pequeños zorros que la gente se comía.También había huesos apilados a modo de ofrenda. A Cortés y sus hombres esos ídolos les parecieron monstruosos, incluso terroríficos. Había uno particularmente curioso: era hueco, estaba hecho de ba­ rro cocido y estaba adosado a una pared de piedra caliza con una

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I.A PARTIDA HACIA NUEVA ESPAÑA

puerta secreta en la parte posterior, por la que un sacerdote podía entrar y responder a las oraciones de los feligreses, como si se tratara de un oráculo. Alrededor del ídolo había braseros en los que ardía resina, como si fuera incienso. Los caciques le explicaron a Cortés que allí oraban por que lloviera y que sus ruegos eran a menudo atendidos. A veces también se ofrecían en sacrificio seres humanos.7 Colérico ante la perspectiva de que se llevaran a cabo sacrificios humanos, Cortés mandó llamar a M elchor y, por mediación suya, lanzó un sermón y trató por vez primera de convertir a unos indíge­ nas. Dirigiéndose a ellos, el extremeño clamó que había un solo dios verdadero, un único creador: aquel al que los españoles rendían culto. Según Bernal Díaz, que escuchaba atentamente, Cortés dijo que «si habían de ser nuestros hermanos, que quitasen de aquella casa aque­ llos sus ídolos, que eran muy malos e les harían errar».* Esas abomi­ naciones demoníacas harían que sus almas acabaran en el infierno, les insistió Cortés, pero si reemplazaban los ídolos por la cruz sus almas se salvarían y obtendrían cosechas abundantes. El castellano de M elchor era demasiado deficiente para reprodu­ cir de modo convincente o preciso el mensaje de Cortés, en especial la compleja noción del alma cristiana (para la que, en cualquier caso, no existía terminología maya), pero eso no impidió a Cortés recurrir a una táctica aún más agresiva, de profundo significado simbólico. Los caciques habían respondido que no estaban de acuerdo, que sus ídolos y dioses eran buenos y que sus antepasados les habían rezado desde el inicio de los tiempos. Entonces, sin pensárselo dos veces, Cortés ordenó a sus hombres que destruyeran los ídolos y los lanza­ ran pirámide abajo, donde quedaron hechos añicos a los pies de los perplejos y horrorizados indígenas. Estos, incluidos sus jefes, habían quedado demasiado atemorizados por la exhibición militar como para hacer algo más que cabecear llenos de pavor y confusión. Acto seguido, Cortés dispuso que se limpiaran los restos de sangre del adoratorio. Sus hombres eliminaron con cal las manchas de sangre y las visceras de animal, y los carpinteros de la expedición erigieron una cruz de madera y una figura de la Virgen María. Esos eran los nuevos ídolos que los habitantes de Cozumel iban a venerar. Cortés ordenó entonces al cura Juan Díaz que oficiara una misa. Al

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abandonar el remozado santuario, Cortés explicó en tono severo a los caciques del poblado que debían mantener el altar limpio y decorarlo a menudo con flores frescas. Como regalo de despedida. Cortés man­ dó a sus hombres que enseñaran a los isleños cómo fabricar velas con cera de abeja, de tal modo que siempre pudieran mantener alguna en­ cendida ante la imagen de la Virgen.9A cambio, los indígenas le regala­ ron a Cortés «cuatro gallinas y dos jarros de miel, y se abrazaron».10 Una semana después, Escalante y Ordaz regresaron de su expedi­ ción a Yucatán. Afirmaron haber entregado la carta de Cortés al jefe de un poblado, pero sin resultado alguno. Cortés se mostró decepcionado pero era preciso proseguir con el viaje, así que reunió a sus capitanes, cargó los barcos, empaquetó un poco de miel y cera de Cozumel para el rey de España y, cuando el tiempo pareció propicio, los españoles zarparon de la isla paradisíaca, que habían rebautizado como Santa Cruz. Pusieron rumbo a una pequeña isla llamada Isla Mujeres, que Francisco de Córdoba había descubierto y bautizado así en el fracasa­ do viaje que había realizado dos años antes, en 1517. Al poco de zarpar, empezaron a oírse gritos pidiendo auxilio procedentes del bergantín de Juan de Escalante; el navio viró y luego lanzó un cañonazo, señal de que se hallaba en peligro. Estaba haciendo aguas por todas partes, y el piloto temía que le friera imposible completar la travesía. Además, la nave de Escalante llevaba en sus bodegas la mayor parte de las impor­ tantes reservas de pan de mandioca, que había sido empaquetado en Cuba, así que Cortés decidió dar media vuelta y regresar a Cozumel, donde podrían reparar el buque en un entorno propicio. Durante algunos días, y con la ayuda de los isleños, los carpinte­ ros calafatearon las vías de agua. Cortés, siempre meticuloso, ordenó a sus «artilleros» que limpiaran y mantuvieran todas las armas de fue­ go y que después volvieran a embalar las municiones y la pólvora. Los «ballesteros» se cercioraron de que las ballestas estuvieran en condiciones óptimas y de que «tuviesen a dos y a tres nueces e otras tantas cuerdas».11 Cortés aprovechó la ocasión para comprobar que la Virgen María y la cruz estaban aún sobre el altar, cosa que, para su satisfacción, así era. Una vez finalizadas las reparaciones, secadas y almacenadas de nuevo las provisiones y revisadas las armas, la flota se dispuso a hacerse nuevamente a la mar.

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I.A PARTIDA HACIA NUEVA ESPAÑA

Era el 12 de marzo, un domingo. Cortés pidió que se celebrara una misa antes de partir. Una vez oficiada, la fuerza expedicionaria se dispuso a embarcar, pero en ese preciso momento avistaron una ca­ noa, procedente de tierra firme, cuyos ocupantes remaban con furia hacia ellos. La embarcación arribó a la playa, y Cortés envió a su fiel capitán Andrés de Tapia para que investigara;Tapia y algunos oficiales se dirigieron rápidamente a la playa con las espadas desenvainadas, y allí se encontraron con media docena de hombres «desnudos, tapadas sus vergüenzas, atados los cabellos atrás como mujeres, y sus arcos y flechas en las manos».12Al ver que los españoles blandían sus espadas, los remeros se dispusieron a empujar la canoa de vuelta al mar y salir huyendo, pero un hombre alto que permanecía de pie en la proa les dijo algo para tranquilizarlos y les pidió que esperaran. Entonces dio un paso adelante y le preguntó a Tapia en un castellano chapurreado: «Señores, ¿sois cristianos?». Tapia asintió y mandó que fueran a buscar de inmediato a Cortés. Luego abrazó al hombre cuando este se arrodilló y empezó a llorar. Era un cura llamado Jerónimo de Aguilar y su historia era milagrosa. En 1511, el barco en el que viajaba Aguilar había encallado en unos bajíos frente a las costas de Jamaica, y él y otros veinte supervi­ vientes habían escapado en un batel con lo poco que habían podido salvar. Sin agua ni comida que llevarse a la boca, y turnándose para remar, fueron arrastrados por la corriente hasta las costas de Yucatán; la mitad estaban muertos y a la otra mitad poco les faltaba para estarlo. Los encontró una tribu de mayas que los hizo prisioneros y que, inmediatamente, sacrificó a su líder, el conquistadorValdivia, y a otros cuatro hombres, a los que se comieron durante un festín caníbal. Aguilar y los demás náufragos, entre ellos un tal Gonzalo Guerrero, fueron confinados en jaulas y solo pudieron contemplar con horror la ceremonia de sacrificio, al tiempo que resonaban tambores en la jungla de las tierras bajas y los participantes en la ceremonia entona­ ban canciones melancólicas mediante caracolas. Los indígenas esta­ ban engordando a los españoles para sacrificarlos, así que, conscientes del destino que les aguardaba, trabajaron en equipo, lograron romper los listones de las jaulas y se escabulleron al amparo de la noche. Aguilar, Guerrero y otros encontraron refugio en otro poblado y

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La Habana

Océano Atlántico

YUCATAN

J A M A IC A 200 km

Mar Caribe

Rica

\

Paso del *N Nombre

,

de Dios

O rizab a

Jalapa poala

Juan Ulua

C O N Q U IS T A D O R

fueron rápidamente esclavizados. Aguilar pasó a ser conocido como el «esclavo blanco». Gracias a su laboriosidad, su obediencia, la suerte y la fe, había sobrevivido ocho años entre sus captores mayas y se había ganado la libertad.13 Los mensajeros le habían entregado la car­ ta de Cortés y luego había visitado a Guerrero, que vivía en una al­ dea cercana. Guerrero había obtenido la emancipación trabajando a destajo y ahora era un miembro más de su tribu, un reconocido gue­ rrero y un caudillo militar. Se había casado con la hija de un cacique y tenía una hija y dos hijos. Su musculoso cuerpo estaba cubierto de tatuajes, tenía las orejas horadadas y llevaba un bezote de jade en el labio inferior. Se había convertido en un nativo más, y le dijo a Agui­ lar que no deseaba regresar. Por su parte, Aguilar siempre había albergado la remota esperan­ za de que algún día fuera rescatado, y desde su llegada a las tierras de Yucatán había mantenido su mente ágil y despierta dedicándose a contar los días. Una de las primeras preguntas que les hizo a Cortés y sus hombres fue qué día de la semana era. Le dijeron que era do­ mingo y Aguilar cayó en la cuenta de que llevaba un desfase de va­ rios días, pero eso poco importaba en ese momento. Oculto bajo su andrajosa vestimenta, había un ajado libro de oraciones que llevaba siempre consigo. Durante los ocho años como esclavo, había apren­ dido a hablar con fluidez el maya chontal y había logrado conservar su lengua materna, aunque la tenía oxidada y le costaba expresarse correctamente. Cortés estaba eufórico por ese regalo de la providencia. Gracias a Aguilar pudo saber algo más sobre las costumbres, las creencias y el estilo de vida de los indígenas de tierra firme. Pero, sobre todo, aho­ ra podía comunicarse con ellos, algo que se le antojó crucial para el éxito de la expedición. Nombró a Aguilar su traductor e intérprete y, en adelante, lo mantuvo siempre a su lado.14 El tiempo era favorable y las vías de agua habían sido reparadas. Las armas, los caballos y las provisiones estaban en perfectas condi­ ciones. La flota zarpó nuevamente de Cozumel y puso rumbo a Tierra Firme. Q ue fuera lo que Dios quisiera.

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La batalla contra los tabascanos y la incorporación de la Malinche

Mientras la flota surcaba las aguas del océano, Cortés le pidió a Agui­ jar más información sobre el pueblo maya para tratar de averiguar si se mostraría o no hostil. En 1517 los mayas del continente habían logrado repeler la expedición del capitán Francisco de Córdoba en Champoton, matando a veinte de sus soldados y dejando gravemen­ te heridos a más de la mitad de los expedicionarios, entre ellos al propio capitán. Córdoba había regresado a Cuba y fallecería poco después, pero como a su regreso trajo consigo oro, este hecho consi­ guió que el interés por la región no decayera. Mientras su flota se hallaba en Isla de Mujeres para abastecerse de agua y sal. Cortés me­ ditaba sobre cómo lo recibirían a él. Gracias a vientos favorables, la flota bordeó rápidamente los seis­ cientos cincuenta kilómetros de costa de la península de Yucatán y alcanzó las aguas meridionales del golfo de México, donde pasaron frente al lugar donde había acaecido el desastre de la expedición de Córdoba. Cortés, patriota hasta la médula y dispuesto a vengarse, sopesó la posibilidad de realizar una visita a los habitantes de la zona, pero el piloto, Alaminos, que había detectado vientos desfavorables y recordado que en la zona había escollos y bajíos, le aconsejó no ha­ cerlo, así que prosiguieron su camino. Cortés ordenó al capitán Alon­ so de Escobar, cuyo barco era «muy velero y demandaba poca agua»,1 que se avanzara y explorara la zona. Después de que los vientos lo desviaran por un tiempo de su ruta, Escobar encontró refugio en un puerto llamado Puerto Deseado, donde, para su sorpresa, un lebrel, abandonado dos años antes durante la expedición de Grijalva, salió de la espesura aullando, ladrando y meneando el rabo. El animal ha­ bía engordado a consecuencia de la abundante fauna del lugar, y

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C O N Q U IS T A D O R

cuando Escobar y sus hombres se lo llevaron de caza los condujo hasta una zona repleta de liebres y venados.2 Una vez reunida de nuevo, la flota prosiguió la travesía empujada por vientos favorables y el 22 de marzo fondeó cerca de un banco de arena frente a la ancha y apacible desembocadura del río Tabasco (rebautizado río Grijalva por los españoles), en las proximidades del asentamiento indígena de Potonchán. Puesto que las aguas no tenían profundidad suficiente para los barcos más grandes, Cortés reunió un contingente de doscientos soldados y se adentró en el río en bergantines y embarcaciones más pequeñas, remolcadas por los pri­ meros. Las naves avanzaron lentamente río arriba, rodeadas de man­ glares húmedos y malsanos; en el espeso follaje situado sobre sus cabezas los pájaros lanzaban graznidos estridentes. A los hombres les pareció que el lugar olía a podrido. Cortés alzó la mano para avisar al piloto de que había avistado piraguas que, río arriba, remaban furiosamente en dirección a ellos. A lo largo de las riberas, desperdi­ gados entre los árboles, había multitud de guerreros tabascanos ar­ mados con arcos y lanzas, con el cuerpo pintado de ocre y rojo y tocados con plumas. Cortés dirigió el grueso de las embarcaciones a un islote situado a una distancia prudencial y ordenó descargar los cañones y falconetes, mientras los ballesteros y arcabuceros se mantenían alerta. Espe­ raba no tener que luchar, pero, de todos modos, quería estar prepa­ rado, por lo que pidió a sus hombres que no bajaran la guardia en ningún instante. Con Aguilar a su lado, Cortés avanzó río arriba, se aproximó a Po­ tonchán, un próspero centro comercial, y se encontró frente a frente con los primeros guerreros tabascanos en sus piraguas. Por mediación de Aguilar, afirmó venir en son de paz y que solo quería obtener agua y comida a cambio de algunos objetos (lo cual era falso, porque no tenía ninguna necesidad de aprovisionarse; lo que Cortés estaba buscando en realidad era oro). La respuesta de los tabascanos no fue muy amigable, pues le gritaron a Cortés que sería mejor que los es­ pañoles no se atrevieran a poner pie en tierra. Advirtieron de que todos morirían si avanzaban más allá de una hilera de palmeras que los españoles conocían como Punta de los Palmares.3

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I.A IIATAITA C O N T R A I O S TARASCANOS

Cortés sopesó cuál sería su próximo movimiento mientras eva­ luaba la correlación de fuerzas. Calculó que la población tendría unos veinticinco mil habitantes, es decir, un número muy superior al de españoles. Cortés siguió negociando; reiteró que solo deseaba proveerse de comida y recalcó que estaba plenamente dispuesto a pagar un buen precio por lo que quisieran darle. Estaba anochecien­ do y las dos partes no llegaban a ningún acuerdo, pero los tabascanos dijeron que informarían a los jefes del poblado para que ellos deci­ dieran si deseaban comerciar. Citaron a los españoles en la plaza de la aldea a la mañana siguiente. Esa noche, en la playa, sin poder conciliar el sueño en previsión de la batalla, Cortés decidió enviar una fuerza de cien hombres a las proximidades del poblado con la orden de atacar por sorpresa desde los flancos si al día siguiente estallaban las hostilidades. Mientras el resto de los españoles yacían sobre la arena dedicándose a matar chinches y sudando embutidos en sus pesadas armaduras, los tabasca­ nos evacuaron de la ciudad a todas las mujeres y niños y les manda­ ron ocultarse en los bosques del delta del río. Asimismo, para obsta­ culizar el avance de los españoles, en torno al poblado y a lo largo del río erigieron cercas y empalizadas construidas con troncos y ramas. Por la mañana, los enviados tabascanos insistieron en que no de­ seaban comerciar. Cortés y sus hombres subieron a bordo de sus naves de poco calado y avanzaron río arriba en dirección a la ciudad. Una multitud de tabascanos con pinturas de guerra jalonaban las orillas del río, cantando, chillando, tocando tambores y entonando extraños cantos de sirena con sus caracolas. De pie en la proa de su embarcación, con Aguilar ejerciendo de intérprete y Diego de Godoy, el escribano real, como testigo, Cortés dirigió a los tabascanos un «requerimiento», un discurso intrincado, irónico y autojustificativo en virtud del cual se emplazaba a los nativos a aceptar a Cristo en lugar de sus dioses y al rey de España como su soberano. Debían acceder a convertirse en vasallos de España y someterse a la religión y la educación cristianas, gracias a lo cual recibirían incontables re­ compensas, como paz, prosperidad y la vida eterna.4 La respuesta de los tabascanos a las argucias diplomáticas de los españoles fue una lluvia de flechas, lanzas y piedras; había dado co-

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C O N tJ U IS T A Ix m

mienzo la primera batalla de la conquista de Cortés, quien, pese a ser un caudillo nato, hasta ese momento nunca había dirigido un com­ bate real. Cortés se vio obligado a pensar con celeridad. La arremetida de los tabascanos vino seguida de una carga en toda regla encabezada por sus piraguas. Algunos soldados españoles desembarcaron y, con el agua a la altura de la cintura, lucharon cuerpo a cuerpo con los tabascanos; las macanas y los venablos midieron por primera vez sus fuer­ zas con las espadas de acero templado toledano. Con suma dificultad y en clara inferioridad numérica, los españoles se abrieron paso hasta la orilla, donde la tierra era tan cenagosa que Cortés perdió una bota cuando puso pie en tierra y quedó descalzo; finalmente consiguieron extraerla del cieno. Entretanto, los hombres seguían combatiendo y los guerreros tabascanos gritaban «“ala, lala, al calachoni”, que en su lengua quiere decir que matasen a nuestro capitán».5 Rodeados, los españoles cerraron filas y lucharon como habían sido entrenados, en escuadrones bien organizados y disciplinados, al tiempo que sus enemigos los atacaban en oleadas sucesivas. La orga­ nización de los españoles dio finalmente sus frutos y no tardaron en derribar las empalizadas, franquearlas y obligar a los tabascanos a re­ troceder, mientras los arcabuceros disparaban a quemarropa. Justo entonces, al oír que la batalla había empezado, Alonso de Avila y sus hombres, aquellos a los que Cortés había ordenado ocultarse la no­ che anterior, avanzaron a través de los palmares y manglares y llega­ ron a tiempo para participar en el combate. Los tabascanos, obligados a luchar en dos frentes y atemorizados por las ensordecedoras y des­ conocidas explosiones de los cañones y falconetes, huyeron y se re­ plegaron hacia la densa jungla situada más allá del poblado, lanzando flechas y dardos. La táctica sorpresiva de los españoles había funcio­ nado a la perfección, y cuando el último de los guerreros tabascanos hubo desaparecido en la oscuridad de la espesura. Cortés y sus hom­ bres se dirigieron a la plaza del poblado, con las espadas aún desen­ vainadas.6 Con el escribano real Godoy a su lado, Cortés se encaminó a grandes pasos hacia una gran ceiba plantada en mitad de la plaza central. Alzó la espada, dio tres estocadas simbólicas al enorme tron­

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LA BATALLA C O N T R A LOS TARASCANOS

co y exclamó ante sus hombres que conquistaba y tomaba posesión de esa tierra «en nombre de Su Majestad». (Este acto debió de causar un profundo efecto en la población nativa, pues la ceiba era un árbol sagrado, el mismísimo pilar que sostenía los cielos.) Bernal Díaz del Castillo, que tuvo que curarse una herida de flecha en el muslo, re­ cordó que él y un grupo de soldados profundamente leales a Cortés «dijimos que era bien tomar aquella real posesión en nombre de Su Majestad», y añadió que «nosotros seríamos en ayudarle si alguna persona otra cosa dijere».7 C on todo, un grupo de soldados, seguido­ res de Diego Velázquez que todavía permanecían leales a él, se que­ jaron de que Cortés se hubiera olvidado a propósito de nombrar al gobernador de Cuba, bajo cuyos auspicios estaban supuestamente actuando. En un descarado movimiento que no le pasó inadvertido al bando de Velázquez, Cortés hizo caso omiso de sus quejas e igno­ ró por primera vez en público a su patrono. Ahora actuaba directa­ mente bajo el amparo del rey, y de nadie más. Fue su primer acto formal para distanciarse de Velázquez.8 Cortés ordenó a sus hombres descansar y efectuar un recuento de sus fuerzas; aunque algunos estaban heridos, no habían sufrido bajas mortales. Esa noche durmieron en el patio del templo, bajo la vigilancia de numerosos centinelas apostados en el perímetro, y al día siguiente se despertaron con una noticia preocupante: durante la re­ friega del día anterior, M elchor se había desnudado y se había pasado a las filas de los tabascanos. Com o regalo de despedida había dejado su ropa colgando de las ramas de un árbol. Cortés temía que Mel­ chor informara a los tabascanos de cuántos españoles había y de detalles sobre su armamento, pero no pudo hacer más que fruncir el ceño ante la traición del intérprete.9 Cortés quería mantener las provisiones almacenadas en sus na­ vios pero también sabía que sus hombres necesitaban comida, así que ordenó a dos de sus capitanes, Pedro de Alvarado y Francisco de Lugo, cada uno con un centenar de hombres — incluidos escopete­ ros y ballesteros— , que exploraran los campos de la zona. Alvarado y Lugo avanzaron en direcciones diferentes hacia el interior. Tras ha­ ber recorrido apenas cinco kilómetros, Francisco de Lugo descubrió algo que prometía: multitud de maizales bien cuidados, aparente­

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C O N Q U IS T A D O R

mente irrigados y drenados por medio de acequias. Sin embargo, Lugo tuvo poco tiempo para maravillarse ante el ingenio agrícola de los tabascanos, porque en ese preciso momento, según Bernal Díaz, «se encontró con grandes capitanes y escuadrones de indios, todos flecheros, y con lanzas y rodelas, y atambores y penachos, y se vienen derechos a la capitanía de nuestros soldados, y les cercan por todas partes».10 El ataque fue tan rápido que Lugo y sus hombres solo pu­ dieron mantener sujetos los escudos por encima de sus cabezas para protegerse de una lluvia de «varas tostadas y piedras con hondas, que como granizo caían sobre ellos». Al ver que la situación no era nada halagüeña, Lugo le ordenó a un valiente corredor cubano, que se habían traído con ese único cometido, que pidiera refuerzos a Cor­ tés. Entretanto, Lugo organizó su pequeña fuerza en filas bien prietas y ordenó a los arcabuceros, ballesteros y artilleros que abrieran fuego a discreción contra las hordas de tabascanos. Por fortuna para Lugo y sus hombres, la columna de Alvarado se había encontrado con un río infranqueable y había llegado cerca de la llanura de Cintla. Al oír las descargas de arcabuz, los gritos de gue­ rra y el son de los tambores del enemigo, Alvarado y sus hombres forzaron la marcha en dirección al campo de batalla. Llegaron justo a tiempo para ayudar a Lugo y, peleando codo con codo, las dos di­ visiones repelieron la embestida del enemigo al tiempo que se reple­ gaban hacia el campamento. Capturaron a tres prisioneros, a los que Cortés, por la fuerza bruta, consiguió arrancar algunas noticias de­ sagradables: todos los guerreros tabascanos de la zona se concentra­ rían en el poblado de Cintla a la mañana siguiente para enfrentarse a los invasores españoles. Y eso no era todo: en caso de ser cierto lo dicho por los prisioneros, esos guerreros alcanzaban el número de veinticinco mil, unas cincuenta veces la fuerza de Cortés. Tenían planeado rodear a los españoles y matar hasta el último de ellos." Cortés procedió como si el principal prisionero, que parecía ser alguien importante — una especie de líder— , estuviera contando la verdad. Entonces, recurriendo a una estrategia que se convertiría en una de sus señas de identidad diplomáticas, Cortés regaló a los pri­ sioneros cuentas de vidrio verde, los dejó en libertad y les dijo que transmitieran a sus jefes el mensaje de que solo deseaba comerciar y

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I A HATAU.A C O N T K A LOS TAHASCANOS

de que venía en son de paz. Una vez que se hubieron marchado, se preparó para la batalla. Cortés ordenó a los hombres cuyas heridas revestían mayor gra­ vedad que se fueran a recuperar a los barcos; mientras tanto, sus mejores efectivos — los ballesteros, arcabuceros, lanceros, espadachi­ nes y artilleros— se prepararon para la acción. Cortés mandó que de los barcos se bajaran a tierra más pólvora y piezas de artillería, seis de los cañones pesados. Entonces, convencido de que había llegado la hora, recurrió a su arma secreta: los dieciséis caballos, la caballería al completo. Los animales, entumecidos y doloridos a causa del lar­ go viaje por mar, fueron arriados mediante poleas. Eran los prime­ ros équidos en poner los cascos en tierras mexicanas desde la Edad de Hielo, cuando los ejemplares autóctonos se extinguieron en el hemisferio norte.12 Al atardecer, se ejercitó y dio de comer a los caballos. Los jinetes se prepararon para la batalla: se colocaron pesadas armaduras, provis­ tas de petos metálicos para el pecho y la espalda, amén de quijotes en los muslos y guardabrazos y brazales en las extremidades superio­ res. Con todo eso puesto se dispusieron a dormir, sudando profusa­ mente durante toda la larga y húmeda noche. Asimismo, los caballos fueron provistos de bardas y cascabeles, estos últimos con la finali­ dad de atemorizar al enemigo y alertar a los españoles de la posición de la caballería. Al alba, Cortés oyó decir misa a fray Bartolomé de Olmedo, el capellán de la expedición, m ontó en su semental color castaño y sa­ lió del poblado al frente de sus quinientos hombres, en dirección al llano de Cintla. De los bosques surgieron unos diez mil guerreros tabascanos y avanzaron hacia los maizales; una cantidad similar aguar­ daban detrás como tropas de apoyo. Los guerreros, bien organizados, vestían con sus galas militares tradicionales, algunos de ellos tocados con vistosas crestas de plumas, y tocaban tambores y trompetillas para amedrentar al enemigo a medida que avanzaban. Asimismo, llevaban el rostro pintado con rayas blancas y negras que indicaban el rango, e iban armados con arcos y flechas, rodelas, venablos e incluso espa­ das bastardas como las de los españoles. Los conquistadores observa­ ron que, para protegerse el pecho, llevaban armaduras acolchadas,

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hechas de algodón.1-' La infantería española — los soldados de a pie, los arcabuceros y los ballesteros— efectuó el asalto inicial, y muchos recibieron heridas en el combate cuerpo a cuerpo. Una flecha atra­ vesó la cabeza de un soldado y cerca de setenta resultaron gravemen­ te heridos. Cortés y la caballería habían quedado separados de la infantería por manglares, ciénagas y profundas acequias para la irrigación que los caballos no pudieron cruzar, de modo que tardaron en llegar en apoyo de la infantería. Entretanto, esta se defendía de las sucesivas oleadas de bravos guerreros tabascanos, y tuvo que emplearse a fondo con la espada para repeler los continuos ataques del enemigo, numé­ ricamente muy superior. Disparaban con los arcabuces, falconetes y cañones, y las ululantes balas y atronadoras explosiones hacían que un gran número de tabascanos salieran a campo abierto, donde se agazapaban en el suelo y se cubrían de tierra y hierbas para ocultarse de los españoles. Cuando el humo y el polvo empezaban a disiparse, Cortés y la caballería llegaron por la retaguardia y se encontraron con que miles de guerreros estaban reagrupándose en el llano. Cortés y los jinetes, empuñando sus lanzas, cargaron contra el ene­ migo, en lo que era el primer combate a caballo en el Nuevo Mundo. Caballo y jinete se lanzaban a galope tendido y atravesaban con su lanza a los guerreros desde una posición elevada. Cortés y sus hombres alanceaban a placer, daban media vuelta y volvían a la carga, ensartan­ do y arrollando a los desconcertados tabascanos. A continuación se retiraron a un lado, mientras los disparos de los cañones y de los arca­ buces retumbaban por todo el valle. Los guerreros indígenas, que nun­ ca habían visto un caballo o un arma de fuego, miraban consternados cómo sus paisanos sufrían una derrota sin paliativos. Habían luchado con gran valentía pero no eran rival para la eficacia letal de las armas de fuego o de la caballería, así que huyeron despavoridos. Al cabo de unas horas el humo seguía suspendido a baja altura en el valle de Cintla, y más de ochocientos guerreros tabascanos yacían muertos en el campo de batalla. El primer combate importante de Cortés en el Méxi­ co continental se había saldado con una victoria aplastante.14 En cuanto el último de los tabascanos se hubo adentrado en los montes, Cortés y los jinetes desmontaron, desensillaron a los caballos

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1 A HATA1.1.A C O N T R A l.OS TAUASCANOS

y los ataron, y a algunos de ellos los trataron de los cortes que habían sufrido. Cortés ordenó a sus hombres descansar y que se dispensara atención médica a los heridos; ascendían a casi una quinta parte de su fuerza de combate, si bien muchas de las heridas no revestían im­ portancia. Bernal Díaz, uno de aquellos soldados, afirmó que «apre­ tamos las heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y se curaron los caballos con quemarles las heridas con unto de un indio de los muertos, que abrimos para sacarle el unto».15 Esa noche otro centenar de españoles cayeron enfermos aquejados de fiebres, calambres y malestar general, probablemente de resultas de haber bebido agua en mal estado de los arroyos, unido ello al calor y la humedad opresivos. Milagrosamente, solo dos de los hombres de Cortés habían muerto en el llano de Cintla, uno con la garganta rebanada y otro a causa de una flecha que le había perforado el oído. Era el 25 de marzo de 1519, y la conquista de América había empe­ zado con todas las de la ley. Cortés y sus hombres durmieron armados por si las hostilidades volvían a estallar, pero la noche transcurrió tranquila. A la mañana siguiente, unos treinta emisarios tabascanos llegaron al campamento vestidos con sus mejores galas (mantos adornados con plumas y tú­ nicas elegantemente bordadas); consigo traían como obsequio tortas de maíz, aves, fruta y pescado. Por mediación de Aguilar pidieron ver al jefe español, y cuando Cortés hizo acto de presencia le pidieron que les permitiera adentrarse en la sabana para incinerar y enterrar a los caídos en combate, y evitar así que empezaran a heder y que los devoraran los jaguares y los pumas. Cortés accedió, pero a condición de que el principal cacique de Potonchán fuera personalmente al campamento a negociar un tratado. Más tarde llegó un jefe con un séquito de ayudantes que llevaban más comida y obsequios, entre ellos varios objetos de turquesa y, más importante aún, relucientes máscaras, esculturas y diademas de oro. Cortés se fijó en que los caballos parecían aterrorizar al jefe y sus asistentes, así que el sagaz capitán urdió un plan para cimentar su victoria y obtener lo que en realidad quería: que los indígenas se sometieran y le proporcionaran información. Puesto que esos hom­ bres nada entendían de caballos o armas de fuego, ordenó que un

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cañón fuera disparado a escasa distancia. La atronadora detonación retumbó, la bala pasó silbando por encima de las cabezas de los indí­ genas y estalló en la vegetación, lejos de allí. Seguidamente, Cortés mandó traer una yegua en celo y al mejor semental, el más excitable de todos. El semental notó el olor de la yegua, se encabritó, relinchó y empezó a cocear y dar brincos justo al lado del jefe tabascano. La enrevesada estratagema funcionó. El cacique se encogió de miedo, temeroso de que los cañones y el semental lo atacaran a él y los de­ más indígenas. Cortés calmó al caballo susurrándole al oído y acari­ ciándolo, y le aseguró al jefe que, si cooperaba, esas poderosas armas no iban a causarles ningún daño.16 Temblorosos y desconcertados, los caciques celebraron una asam­ blea y regresaron al fin con más regalos, más oro, figuritas de perros, patos y lagartos, así como una veintena de jóvenes esclavas que, se­ gún dijeron, podían realizar diversas tareas, como cocinar y preparar tortas de maíz. Complacido, Cortés preguntó entonces por el oro. Les inquirió si tenían más y, de no ser así, dónde podía encontrar y dónde estaban las minas. Los tabascanos le aseguraron a Cortés que no tenían más oro, pero señalaron hacia el noroeste y dijeron: «Culua, México, México».17 Cortés aceptó los obsequios y repartió a las esclavas entre sus capitanes, con el consiguiente aumento de la moral. Una de las escla­ vas, que Cortés le regaló a Alonso Hernández Puertocarrero, era una tranquila, aplomada y precoz joven oriunda del norte, de la provincia de Coatzacualco. La chica había sido vendida a los tabascanos, y aho­ ra estos se la entregaban a Cortés. Su lengua materna era el náhuad, una variante del maya, pero también hablaba otros dialectos. La joven, cuyos ojos brillaban llenos de inteligencia, se llamaba Malinche.18 Era Domingo de Ramos de 1519. Cortés ordenó a los carpinte­ ros que en el centro del poblado tabascano levantaran una gran cruz y un robusto pedestal para las figuras de Jesús y María. Dio las gracias a los caciques tabascanos por la comida, el oro y las esclavas, y mandó prepararlo todo para poner rumbo al norte. Buscarían y encontrarían ese lugar llamado «México».

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El mensaje de Moctezuma

Impulsada por vientos favorables, el piloto Alaminos puso la flota rumbo al noroeste, pegado a la costa, en dirección a lo que actual­ mente es la ciudad portuaria de Veracruz. Cortés fondeó frente al puerto que Juan de Grijalva, en su expedición del año anterior,* había bautizado San Juan de Ulúa (llamada en un primer momento Isla de los Sacrificios), y desde la proa de su nave insignia escudriñó la costa. El resto de la flota llegó y fondeó en las proximidades, res­ guardada de los fuertes vendavales del norte. Cortés ordenó izar los gallardetes y los estandartes reales en la Santa María de ¡a Concepción, al tiempo que seguía oteando la costa y las tierras del interior en busca de un lugar apropiado donde desembarcar y acampar. N o tuvo que esperar mucho tiempo. Antes de que hubiera transcurrido una hora, Cortés avistó dos grandes piraguas aproximándose hacia ellos, en las que viajaban sa­ cerdotes y caciques muy engalanados. Se detuvieron junto al barco de Cortés y dijeron que querían subir a bordo. Intrigado, Cortés accedió. N o obstante, mantener una conversación resultó imposible. Aguilar no pudo comunicarse con ellos en el maya de la costa y Cortés, plenamente consciente de la importancia de la comunicación como herramienta para la conquista, sintió cada vez más desazón. Inquieto * Grijalva, sobrino de Velázquez, comandó una expedición a Yucatán en 1518. Encontró evidencias de una civilización próspera, incluidas estructuras piramidales y grandes edificios que le recordaron a la ciudad de Sevilla. Grijalva y sus acompa­ ñantes también hallaron pruebas de sacrificios humanos cerca de lo que hoy es Veracruz, por lo que bautizaron el lugar como Isla de los Sacrificios. Grijalva no pudo comerciar ni establecer un asentamiento, y a la postre fue expulsado de Méxi­ co por los nativos y perdió a más de treinta de sus hombres.

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por la falta de entendimiento, estaba meditando qué hacer cuando se dio cuenta de que una de las jóvenes esclavas estaba manteniendo un diálogo fluido con los jefes indígenas, lo cual indicaba que los entendía a la perfección. Cortés y Aguilar se acercaron para investigar y se quedaron gratamente sorprendidos de que la chica hablara con fluidez el náhuatl, la lengua azteca de las tierras altas. Podía conversar con los montañeses y luego traducírselo a Aguilar en maya, quien a su vez lo traduciría al castellano para Cortés. El método resultaba engorroso pero funcionó. Cortés se armó de paciencia y, escuchando atentamente, averiguó lo que pudo de los caciques y sacerdotes. Aguzó los oídos cuando descubrió que provenían de un lugar llama­ do «México». Complacido, Cortés nombró intérprete a Malinche y le ordenó que siempre se mantuviera cerca de él y de Aguilar. A continuación se produjo un intercambio formal de regalos entre los españoles y los visitantes. Estos ofrecieron plumerías, vestidos de algodón y barati­ jas de oro, mientras que los españoles les obsequiaron con comida, vino de sus barricas, herramientas de metal y cuentas de vidrio azul. Fue un trueque fructífero. Los caciques preguntaron si podían enviar el vino a su gobernador, Tendile, que vivía a unos treinta kilómetros de allí, en un lugar llamado Cuetlaxdán. Cortés respondió que sí y aseguró a los hombres que venía con intenciones pacíficas y que solo quería comerciar, pero añadió que tenía la intención de desembarcar en la costa y que esperaba poder reunirse personalmente con su jefe si ello era posible. Los indígenas volvieron a sus piraguas con el vino y los demás obsequios, no sin antes decirles a los españoles que, en breve, llegarían otros jefes para parlamentar con ellos.1 Cortés se despertó a la mañana siguiente al alba, repuesto y lleno de energía. Era Viernes Santo del año 1519. Organizó un desembar­ co, enviando en los bergantines y bajeles a unos doscientos soldados (casi la mitad de su fuerza), los caballos y perros de presa, numerosas piezas de artillería y un puñado de porteadores cubanos. Como no había ningún lugar mejor en las inmediaciones, Cortés y las tropas acamparon entre las palmeras de un arenal inhóspito, de pronunciada pendiente, y construyeron chamizos para protegerse del sol y las in­ clemencias. El sitio era opresivamente húmedo, hacía un calor sofo­

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cante y estaba infestado de mosquitos. Emplazaron algunos cañones y otras piezas de artillería en la cima de las dunas y, como empezaba a ser costumbre (y por respeto al Viernes Santo), Cortés ordenó ins­ talar un altar y celebrar una misa. Luego, sudando profusamente en sus armaduras y dedicándose a matar insectos, los expedicionarios descansaron y se mantuvieron alerta. A la mañana siguiente empezaron a llegar emisarios al improvi­ sado campamento de los españoles. El primer grupo afirmó haber sido enviado por su líder Cuitlalpitoc (el mismo hombre, por cierto, que había sido enviado a parlamentar con Grijalva) y, por mediación de Aguilar y la Malinche, Cortés oyó hablar por primera vez de Moctezuma.2 Le dijeron que ese hombre era el todopoderoso go­ bernante de los mexicas, una temible afianza triple de las ciudadesEstado deTenochtitlán.Texcoco yTacuba, cuya población vivía en el valle de México (y que, desde entonces, eran conocidos por el nom ­ bre de «aztecas»). Cortés escuchó con atención y recibió de manera afable y hospitalaria a Cuidalpitoc, a quien le aseguró venir en son de paz. Al arenal llegaron más embajadores de Moctezuma cargados de regalos suntuosos, entre ellos plumerías primorosamente confeccio­ nadas y decoradas con anillos dorados, un escudo de guerra con in­ crustaciones de nácar opalescente, un enorme espejo de obsidiana y grandes cantidades de comida.3 Además, le dijeron a Cortés que pronto recibiría la visita de un importante gobernador de Moctezu­ ma y luego se marcharon. Como le habían prometido, el Domingo de Pascua llegó el em­ bajador Tendile* con un séquito de varios miles de asistentes, todos ellos vestidos con ropas adornadas con plumas y mantos primorosa­ mente bordados; los nobles portaban obsequios y provisiones. Com o muestra de su fervor religioso —y quizá para impresionarlos— , C or­ tés mandó a fray Bartolomé de Olmedo oficiar una misa, que Tendi­ le y los nobles siguieron con gran curiosidad e interés. Cuando el cura hubo acabado,Tendile y algunos de sus acompañantes realizaron un ritual que consistía en humedecerse los dedos, restregarlos por la * A veces citado también como Tentltil o Teudile.

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tierra y luego llevárselos a los labios como muestra de respeto. Asi­ mismo, hicieron entrega a Cortés de varillas de incienso y juncos bañados en su propia sangre.4A continuación,Tendile ordenó que se acercaran unos porteadores que cargaban con grandes arcones, de los que el emisario extrajo regalos del gran Moctezuma, su emperador, un soberano muy respetado y temido que gobernaba desde la capital del imperio, una ciudad llamada Tenochtitlán. Tendile obsequió a Cortés con arcas llenas de plumerías muy trabajadas y de objetos de oro y joyas relucientes. Cortés expresó su agradecimiento formal a Tendile y, por extensión, a su señor, ese tal Moctezuma. A cambio, a Tendile le entregó un gorro carmesí con una medalla de oro en la que figuraba un caballero (san Jorge) ma­ tando un dragón y, como regalo especialmente destinado a Mocte­ zuma, le dio una silla profusamente tallada en la que, según dijo Cortés, el gobernante azteca debería recibirlo sentado cuando él fue­ ra a visitarlo.5A Tendile no le pasó por alto esta presuntuosa e inclu­ so descarada sugerencia, y le espetó: «Aun ahora has llegado y ya le quieres hablar; recibe ahora este presente que te damos en su nom­ bre, y después me dirás lo que te cumpliere».6 Un tanto ofendido por el tono de la respuesta, el astuto Cortés aprovechó la oportunidad para explicarle a Tendile la situación, in­ ventándose arteramente algunos detalles. Le explicó que también él servía a un rey muy poderoso que vivía allende los mares, en el este, y que ese rey sabía de la existencia del gran Moctezuma; de hecho, dijo Cortés recargando las tintas, el monarca lo había enviado con la misión de reunirse personalmente con Moctezuma, y no esperaba me­ nos. Mientras permanecía en silencio atento a que Aguilar y la M alinche tradujeran sus palabras, Cortés debió de percatarse de la cara de preocupación que puso Tendile cuando supo de la existencia de ese rey del este, pues existía un mito que afirmaba precisamente eso. Con todo, por el momento Tendile se limitó a asentir y se puso a hablar con uno de sus ayudantes, que estaba dibujando con furia sobre un gran lienzo elaborado a partir de maguey. Cortés le pregun­ tó a Tendile qué estaba haciendo el hombre, y el embajador le expli­ có que estaba «pintando un cuadro» y que sus pintores estaban regis­ trando el encuentro para poder informar a Moctezuma de lo que

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habían visto y aprendido. Díaz del Castillo, que recordaba con preci­ sión la escena, señaló que Tendile ordenó a los pintores «pintar al natural rostro, cuerpo y facciones de Cortés y de todos los capitanes y soldados, y navios y velas e caballos, y a doña Marina [la Malinche] e Aguilar, hasta dos lebreles».7 Cortés decidió ofrecer una demostración de fuerza a los artistas y, por extensión, a ese gobernante llamado Moctezuma. Ordenó a la caballería montar y realizar una serie de rigurosos ejercicios militares con la armadura puesta y las espadas desenvainadas, reluciendo a la luz del sol, y los artilleros dispararon sus piezas de artillería a corta distancia. Tendile, los nobles y los miles de siervos se estremecieron llenos de asombro y temor, maravillados ante las violentas explosio­ nes. Los disciplinados artistas registraron esos fenómenos, incluidas las nubes de humo producidas por las descargas, que destruyeron por completo un árbol que había cerca de allí. A continuación se dedica­ ron a pintar con todo lujo de detalles las naves que permanecían ancladas frente a la costa — nunca habían visto unas tan grandes, asi que las llamaron «casas flotantes»— y, fascinados por los caballos y los perros, los dibujaron correteando por la playa (en el caso de los mas­ tines, con la lengua colgándoles de las fauces y echando chispas por los feroces ojos).8 La imponente exhibición militar infundió literal­ mente un temor divino en Tendile y sus hombres, puesto que las armas y los animales eran tan poderosos y novedosos que Tendile se preguntó si Cortés y esas criaturas no serían teules (dioses).*9 Tendile preguntó entonces por el casco que llevaba uno de los soldados españoles que había ejecutado los ejercicios militares en la playa. Pidió examinarlo de cerca. Tendile observó que el casco, me­ tálico y provisto de una cresta que lo recorría graciosamente, guar­ daba un notable parecido con los que llevaban los dioses de la guerra aztecas, incluidos Huitzilopochtli y Quetzalcóatl. Tendile dijo que Moctezuma estaría muy interesado en ver ese casco y le preguntó a Cortés si podía llevárselo prestado para enseñárselo a su señor. De nuevo decidido a sacar provecho de la ocasión, Cortés le respondió * Los españoles, incluido Berna! Díaz, interpretaron que el término teiile sig­ nificaba «dios» o «ser divino», fuera eso correcto o no.

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maliciosamente que desde luego que podía llevárselo, pero a condi­ ción de que se lo devolviera lleno de pepitas de oro para poder com­ pararlas con las de España y regalárselas a su monarca, aquel que vivía en tierras de levante, allende el océano. Sobre su interés en obtener oro azteca, Cortés añadió que «tenemos yo y mis compañeros mal de corazón, enfermedad que sana con ello».10 Finalmente, una vez que los artistas hubieron completado re­ tratos detallados de Cortés y algunos de sus capitanes, Tendile se marchó, no sin antes asegurarle al caudillo español que su gente les suministraría comida en la playa y que pronto regresaría de Tenochtitlán con una respuesta de su señor. Com o generoso regalo de despedida (probablemente a instancias del propio Moctezuma),Tendile obsequió a Cortés con unos dos mil sirvientes con objeto de que construyeran centenares de chamizos y cobertizos para los españoles. Asimismo, ofrecieron mujeres para que elaboraran tortas de maíz y cocinaran las aves y pescados que les iban a proporcionar a diario. Cortés quedó impresionado por la laborio­ sidad y la aparente prodigalidad de los criados, pero prefirió conser­ var la prudencia, pues sospechaba que entre esos hombres probable­ mente habría espías con el cometido de informar sobre los hábitos, las armas y el número de los visitantes. Así pues, mientras aguardaba el regreso de Tendile en el sofocante promontorio, Cortés no perdió de vista a los sirvientes. Siempre activo, Cortés también aprovechó la oportunidad para tratar de conocer mejor a la bella Malinche, con la que estaba desa­ rrollando algo más que una simple buena relación. Técnicamente se la había confiado a su amigo Puertocarrero, pero se había mantenido siempre a su lado desde el momento en que descubrió sus dotes lingüísticas, y permanecería junto a él mientras durase la expedición. El talento de la Malinche para los idiomas era extraordinario, y a través de Aguilar empezó a aprender el castellano con notable rapi­ dez. A la postre, sería capaz de explicarle por sí misma a Cortés su historia, increíble y, en muchos aspectos, triste. Pese a haber nacido en una familia ilustre, su padre, un jefe, había fallecido cuando ella era muy joven y su propia madre la había vendido como esclava. Después había pasado por las manos de diversos comerciantes de

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esclavos y había acabado por llegar a Tabasco, donde los caciques tabascanos se la habían regalado finalmente a Cortés. En sus oscuros ojos brillaba una profunda inteligencia, y Cortés vio en ella una be­ lleza intemporal. N o pasaría mucho tiempo antes de que Cortés, seducido, la hiciera bautizar y la convirtiera en su principal confi­ dente y luego en su amante. La Malinche estaría presente, y de hecho desempeñaría un papel crucial, en todos los encuentros diplomáticos posteriores, muchos de los cuales determinarían la historia del N ue­ vo M undo.*11

Unos diez días después, Tendile regresó del interior al frente de una comitiva compuesta por una larga hilera de más de un centenar de porteadores. Cuando llegaron frente a Cortés,Tendile y otro impor­ tante jefe mexicano besaron la tierra con la mano y perfumaron a los españoles con el humo del incienso que ardía en braseros de barro cocido. A continuación, los sirvientes de Tendile extendieron en el suelo numerosas esteras de presentación llamadas «petates», sobre las que esparcieron generosos obsequios que Moctezuma le enviaba a Cortés: platos, ornamentos y sandalias, todos ellos de oro puro, así como un arco y una docena de flechas de oro macizo. Asimismo, dejaron en el suelo dos enormes discos de oro y plata que, según Díaz del Castillo, parecían ruedas «tan grandes como de una carre­ ta».12 Uno de estos impresionantes discos, cuyo pesado oro estaba primorosamente grabado con imágenes de plantas y animales, repre­ sentaba al sol, mientras que el de plata, un poco más grande, simbo­ lizaba la luna. Cortés y sus hombres quedaron también maravillados al ver los vestidos de algodón, hábilmente tejidos y estampados con vivos colores, y los mantos adornados con plumas, de inestimable belleza y valor, elaborados por habilidosos artesanos. Las joyas — gar­ gantillas, collares y brazaletes de oro— llevaban engastadas piedras preciosas de gran brillo y perlas relucientes. En las esteras había asi­ * Su nombre real era algo asi como Malinali, que los españoles pronunciaban mal y acabó por convertirse en Malinche (el nombre con que ahora normalmente se la conoce). Los españoles la bautizaron y se refirieron a ella como doña Marina. 49

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mismo figurillas doradas que representaban a ciervos, patos, perros, jaguares, monos y peces, así como varas y báculos también de oro. Los mexicanos hicieron entrega del casco queTendile se había lleva­ do, repleto de pepitas de oro traídas directamente de las minas. C or­ tés se quedó estupefacto ante los generosos y maravillosos artefactos, consciente por vez primera de que estaba tratando con gente de una civilización muy desarrollada con capacidad para extraer metales preciosos de las minas y luego transformarlos en objetos de gran valor. Era un tipo de artesanía que rivalizaba, e incluso superaba, con la que se realizaba en Europa y tal vez en todo el mundo.13 Tendile, al ver que Cortés se mostraba tan satisfecho, permaneció en silencio unos instantes para que se regodeara en su alborozo y, seguidamente, comunicó el mensaje de Moctezuma: con sumo pla­ cer ofrecía esos regalos al rey de España y se alegraba de mantener esa comunicación directa. Los españoles podían quedarse en la costa por un tiempo si así lo deseaban. Pero Moctezuma no vendría per­ sonalmente a reunirse con ellos ni consentía bajo ningún concepto que se aventuraran por las montañas para ir a visitarlo. Las órdenes de Moctezuma eran mesuradas pero tajantes: los españoles debían acep­ tar los obsequios como muestra de su buena fe y de su riqueza y poder, y a continuación marcharse. Debían irse. Moctezuma había enviado esos regalos para demostrar su incon­ testado e innegable poder y riqueza, pero tuvieron el efecto contra­ rio al deseado. La grandiosidad de los obsequios espoleó la codicia de los españoles. Hernán Cortés no tenía intención alguna de marchar­ se tras ver ese alijo imperial.Ya había llegado demasiado lejos y había arriesgado demasiado en la expedición, y, aunque se sintió disgustado por el rechazo de Moctezuma, siguió negociando sosegadamente con Tendile y los otros jefes. Decidió presionar a Tendile diciéndole que el rey de España se sentiría insatisfecho con él si no conseguía entrevistarse personalmente con Moctezuma y que, de hecho, a Cortés le resultaría «imposible presentarse de nuevo ante su soberano sin haber cumplido ese gran objetivo de su viaje», sobre todo tras haber recorrido «más de dos mil leguas de océano» para ver a M oc­ tezuma.14 Le agradeció profundamente a Tendile los regalos pero le rogó que volviera a reunirse con Moctezuma y le transmitiera su

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profundo deseo de mantener una entrevista con él. Obsequió al em­ perador azteca con varias muestras del gran respeto que sentía por él. entre ellas un gran número de camisas holandesas de fino lino, una copa de cristal florentino con escenas de caza grabadas en ella y un puñado de cuentas de vidrio. Ciertamente, Cortés debió de sentirse un tanto cohibido al hacer entrega de unos pocos y miserables rega­ los en comparación con el auténtico tesoro que Moctezuma le había regalado a él, pero el caudillo extremeño le dio aTendile lo que pudo y se despidió de él con la esperanza de que fuera posible concertar una audiencia con el emperador azteca. Una vez que Tendile se hubo marchado, Cortés evaluó la situa­ ción en el arenal. Era insostenible. Pese a los numerosos cobertizos y chamizos que habían construido, la arena se convertía en un infierno abrasador durante el día, y la zona estaba rodeada de pantanos infes­ tados de espesas nubes de moscas, jejenes y mosquitos. Muchos de sus hombres sufrían calambres estomacales y trastornos intestinales, y algunos incluso habían sucumbido a la «fiebre biliar» (la malaria, transmitida por los mosquitos).A esas alturas ya habían perecido unos treinta hombres a causa de las heridas recibidas en combate y de enfermedades inexplicables. Además, toda la comida de que dispo­ nían se estaba echando a perder bajo el intenso sol o en la bodega de los barcos. Peor aún, entre los hombres había indicios de discordia; algunos de los miembros más influyentes leales aVelázquez sugirieron que debían coger los regalos y volver de inmediato a Cuba. Cortés trató de disipar sus preocupaciones enviando dos expediciones, una por mar y otra por tierra, para descubrir un lugar más apropiado donde acampar. Envió dos bergantines, uno pilotado por Alaminos y capi­ taneado por su fiel amigo Rodrigo Alvarez, y el otro al mando de un partidario deVelázquez llamado Francisco de Montejo y tripu­ lado por unos cincuenta soldados, casi todos ellos leales al gober­ nador de Cuba. Alvarez y Montejo debían buscar un puerto más resguardado para los navios y un lugar para desembarcar que no estuviera plagado de pantanos, ciénagas y los consiguientes enjam­ bres de insectos. Asimismo, Cortés encomendó a Juan Velázquez de León, un pariente del gobernador, adentrarse en el interior durante

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tres días, también en busca de un sitio más favorable para asentarse y fortificarse. A tenor de lo que sucedió posteriormente, no parece que la decisión de Cortés de enviar al grueso de los simpatizantes deVelázquez fuera fortuita.15

En las alturas del valle de México, Moctezuma debía tomar una di­ fícil decisión. El monarca azteca, profundamente espiritual — había sido sumo sacerdote antes de ser coronado emperador— , pidió con­ sejo a sus sacerdotes, quienes sugirieron expulsar de inmediato a los invasores españoles y mandarlos de vuelta al lugar de donde proce­ dían o, mejor aún, matarlos. Por medio de sus espías y emisarios, Moctezuma estaba ya al tanto de que, a lo largo de su ruta, Cortés y sus hombres habían destruido templos y sustituido los ídolos nativos por los suyos, un hecho que confundía e intrigaba a Moctezuma. Además, esos españoles, esos teules, tenían a su servicio extrañas bes­ tias — podían subirse a lomos de ciervos desprovistos de cuernos y convertirse en un solo ser— y transportaban fuego y relámpagos en las manos. El informe de uno de los mensajeros afirmaba lo siguien­ te de los extranjeros: «Sus aderezos de guerra son todos de hierro: hierro se visten, hierro ponen como capacete a sus cabezas, hierro son sus espadas, hierro sus arcos, hierro sus escudos, hierro sus lanzas. Los soportan en sus lomos sus venados.Tan altos están como los te­ chos».16 Los sacerdotes del emperador realizaron augurios y profecías funestas, entre ellas una que decía: «Que está ya dicho y tratado en el cielo lo que será, porque ya se nombró su nombre en el cielo, y lo que se trató de Motecuhzoma, que sobre él ante él, ha de suceder y pasar un misterio muy grande: y si de esto quiere nuestro rey M ote­ cuhzoma saber, es tan poco, que luego será ello entendido, porque a quien se mandó presto vendrá».17 El augurio más desconcertante, que ya constituía una creencia generalizada entre los sacerdotes de Moctezuma, era que una profecía muy antigua por fin se estaba cumpliendo, a saber: que Cortés, aquel extraño y poderoso invasor barbudo, quizá era en realidad el dios-serpiente emplumada Q uetzalcóatl que había regresado. Después de todo, había llegado a tierras mexicanas el año 1-caña, que ocurría solo cada cincuenta y dos años,

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y era la fecha exacta en que, según profetizaba el calendario azteca, iba a producirse el regreso de Quetzalcóatl.*18 Mientras escuchaba los consejos de sus sacerdotes y mensajeros, Moctezuma inspeccionaba las extensas ciudades lacustres de sus do­ minios. Sabía que debía proteger a toda costa Tenochtitlán, el epi­ centro geográfico, político y espiritual de su vasto imperio, pero también temía que la llegada de ese tal Cortés estuviera predestinada. La tradición aseguraba, y Moctezuma se la creía a pies juntillas, que la capital azteca era el centro sagrado del universo. Pero el mito de Quetzalcóatl afirmaba que el antepasado real barbudo llegaría algún día para «hacer temblar los cimientos del cielo» y conquistar Tenoch­ titlán. Moctezuma escuchaba a los sacerdotes y meditaba. Decidió ser cauteloso y juicioso en las decisiones que tomara y averiguar si Cortés era realmente Quetzalcóatl, puesto que si lo era, entonces también era descendiente de la familia gobernante y, por tanto, esta­ ban unidos por lazos de sangre.19 Moctezuma eligió a dos de sus sobrinos de mayor confianza y a cuatro de sus sacerdotes (entre ellos Tendile) y los envió de nuevo a la costa. Su misión consistía en desplegar por el terreno espías para controlar todos los movimientos de los españoles e informar de ellos por medio de sus mejores «corredores», relevos de hombres que co­ rrían a una velocidad de vértigo y con gran sigilo por las montañas, capaces de recorrer distancias superiores a los trescientos veinte kiló­ metros al día para transmitir sus mensajes. Acompañados por una caravana de porteadores, los sobrinos y sacerdotes de Moctezuma debían transportar nuevamente a la costa las plumerías, los vestidos de algodón y las piezas de oro que los invasores tanto parecían apre­ ciar. Los enviados de Moctezuma debían reiterar el ultimátum: que aceptaran esos regalos y se marcharan.

* Los aztecas usaban al menos dos calendarios, uno agrícola o solar, llamado xiuhpohualli, y otro sagrado o ritual, denominado tonalpohualli. Este último era un sistema caléndrico que empleaba ciclos de cincuenta y dos años y el concepto de «grupos de años». El sagrado tonalpohualli usaba un par de ciclos interconectados: uno de trece números y otro de veinte nombres de día.

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Mientras Cortés aguardaba a que las expediciones de reconocimien­ to regresaran, Tendile apareció de nuevo, acompañado una vez más de porteadores que cargaban con obsequios. C on la solemnidad ha­ bitual, volvió a sahumar a Cortés y sus hombres con incienso aromá­ tico y «dio diez cargas de mantas de plumas muy finas y ricas»2” y más piezas de oro. A continuación, hizo entrega de cuatro grandes gemas verdes (piedras de jade) que a los españoles les parecieron esmeraldas en bruto. Según explicó Tendile, las piedras preciosas eran un regalo personal de Moctezuma para el rey de España, y tenían un precio y un valor muy superiores a los del oro, porque ayudaban a los muertos en el más allá. Entonces Tendile se puso serio y, por mediación de la Malinche, reiteró con firmeza el anterior mensaje de Moctezuma, que ahora sonaba a un ultimátum: como ya tenían todo lo que ne­ cesitaban, los españoles debían cargar sus barcos y volver enseguida a su país. Ahí ya no tenían nada que hacer. Debían tomar esos regalos con honor y dignidad y marcharse de inmediato. Una vez comunicado el mensaje, Tendile y los demás enviados dieron media vuelta y se encaminaron hacia el interior para informar al emperador Moctezuma de que habían transmitido con éxito su mensaje. A la mañana siguiente, Cortés se despertó y se encontró con que los chamizos en que hasta entonces habían vivido los dos mil traba­ jadores que Tendile había dejado estaban desiertos. Asimismo, por orden directa de Moctezuma, los habitantes de la zona también se habían retirado hacia los bosques y habían cortado todo comercio y comunicación con los españoles; los nativos dejaron de llevar comida a Cortés y su ejército. Habían quedado aislados y dependían en ex­ clusiva de sí mismos.

Para que la expedición tuviera éxito era fundamental escoger el mo­ mento más oportuno; parecía que había llegado la hora de actuar con decisión. Desde que fuera rechazado, Cortés empezó a obsesio­ narse con mantener un encuentro personal con ese poderoso — y sumamente rico— emperador que ellos llamaban Moctezuma. Pero para ello debería proceder con tiento, y antes que nada debía üdiar

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con las divisiones internas de la expedición. C on el grueso de la facción deVelázquez en misión de reconocimiento bajo el mando de Montejo, Cortés recurrió a su formación en leyes y tramó una hábil maniobra política. En primer lugar, celebró una reunión con los soldados y capitanes que permanecían en el campamento y les expli­ có que entendía a la perfección que hubiera facciones entre sus filas y que mantuvieran dos opiniones diferentes. Entendía que los hom ­ bres estuvieran hambrientos y abatidos y que algunos de ellos inclu­ so quisieran coger el botín y navegar de regreso a Cuba. Sin embargo, razonó Cortés, tenían mucho que ganar si seguían adelante. Solo había que fijarse en las riquezas que ya habían acu­ mulado. Era verdad que la mayor parte de ellas habría que enviárse­ las al rey, pero debían pensar en cuántas más debía de haber. Con gran astucia, Cortés fomentó un debate entre sus hombres y escu­ chó los argumentos de uno y otro bando, pero como la mayoría de los hombres de Velázquez estaban ausentes, en la discusión apenas hubo voces discordantes. Esa noche, al amparo de la oscuridad, y en lo que constituyó básicamente un ingenioso golpe de Estado, C or­ tés reunió en su tienda a todos sus aliados más poderosos y la mayor parte de ellos estuvieron de acuerdo en que, en lugar de volver a Cuba, debían quedarse allí y establecerse. A este respecto, Cortés apuntó que lo mejor sería que renunciara a su comisión bajo Diego deVelázquez en presencia de su notario y que, conjuntamente con él, crearan y fundaran su propio asentamiento, una colonia llamada Villa Rica de la Vera Cruz (en referencia a su llegada allí el Viernes Santo). Rápida pero meticulosamente y observando todos los for­ malismos jurídicos, Cortés preparó la documentación necesaria en virtud de la cual se creaba un cabildo, integrado por sus partidarios y acólitos así como por un alcalde mayor (Alonso de Puertocarrero), regidores (Alonso de Grado y Pedro de Al varado), un condesta­ ble (Gonzalo de Sandoval) y un escribano (Diego de Godoy). Como muestra de su espíritu conciliador, a modo de gesto político desti­ nado a calmar los ánimos, Cortés también nombró alcalde mayor a Montejo.21 A continuación Cortés abandonó la tienda para que sus acólitos, los recién nombrados regidores y gobernadores, pudieran «elegirlo»

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capitán general y justicia mayor de la villa que se había creado unos momentos antes. Las acciones llevadas a término por Cortés denotan una menta­ lidad jurídica brillante y una gran destreza para la diplomacia espon­ tánea, ya que, al desvincularse de la autoridad deVelázquez y fundar una villa, dejaba de estar sujeto por ley a obligación alguna con el gobernador de Cuba. En adelante, Cortés y sus hombres iban a res­ ponder solamente ante Carlos I, el rey de España. Con unos pocos golpes de pluma clandestinos, Diego de Velázquez, legalmente des­ pojado de toda autoridad, dejó de ser el patrón de Hernán Cortés, quien al cabo de unos pocos días empezaría a redactar una serie de cartas, dirigidas directamente al rey, en las que explicaba, comentaba y, en ciertos aspectos, justificaba su expedición y sus acciones.

Las expediciones de reconocimiento marítimo regresaron con la no­ ticia de que, a pesar de no ser la mejor opción, a unos sesenta kiló­ metros de allí había otra franja de costa donde poder desembarcar, así que Cortés no perdió el tiempo. Por fin iban a abandonar las sofo­ cantes dunas de San Juan de Ulúa. El caudillo extremeño ordenó que el grueso de sus fuerzas fueran por mar, mientras que él y un peque­ ño ejército expedicionario irían hasta allí por tierra, a fin de poder explorar el terreno y entrar en contacto con sus habitantes. Impulsados por vientos favorables y bajo un cielo despejado, los barcos llegaron poco después a un promontorio rocoso, un saliente situado en una bahía apacible (si bien de aguas no lo bastante pro­ fundas para el gusto del piloto Alaminos). Con todo, lograron ama­ rrar los navios en las rocas y echar el ancla, y empezaron a descargar la artillería, las provisiones, los caballos y los perros. Iban a acampar allí, cerca de un poblado que, según supieron después, se llamaba Quiahuiztlán. Ese iba a ser el lugar que serviría de asiento a la recién creada Villa Rica de la Vera Cruz. Entreunto, Montejo y Velázquez de León ya habían sido informa­ dos de los subrepticios acontecimientos que habían tenido lugar en su ausencia. Hechos una furia, dejaron bien claro que no iban a obedecer más órdenes de Cortés, quien se había extralimiudo claramente en

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sus funciones. Celebraron una reunión y trataron de convencer a los demás seguidores de Velázquez de volver a Cuba e informar del cisma al gobernador. Cortés, decidido a no tolerar insubordinaciones de ningún tipo (y sin duda también consciente de que, al recibir la noti­ cia,Velázquez enviaría barcos en su búsqueda para que lo arrestaran o, más probablemente, lo ahorcaran), mandó encadenar a esos hombres en las naves y mantenerlos bajo custodia hasta que se calmaran y él decidiera qué hacer con ellos. Poco después, valiéndose de sus nota­ bles poderes de persuasión, Cortés logró convencer a la mayoría de los soldados de la justeza de su misión y de su deber para con la Corona, y al cabo de unos pocos días fueron liberados hasta los más obstinados. Con todo, a sus hombres Cortés les había dejado claro que lo mejor sería que no le llevaran la contraria.22 Cortés montó en su caballo y condujo a su pequeña mesnada tierra adentro y luego hacia el norte. Poco después de partir vio a un grupo de indígenas que los estaban observando desde la falda de un monte, a una distancia prudencial. Parecían diferentes de Tendile y de los indios del interior de México, y también de los nativos de la costa con que los españoles ya se habían encontrado. Cortés mandó a unos cuantos jinetes para que los llevaran ante su presencia, y se quedó fascinado y repugnado a partes iguales cuando los tuvo delan­ te: tenían las orejas y la nariz horadadas, con agujeros de tamaño suficiente como para introducir un dedo por ellos; tenían el labio inferior lleno de cortes intencionados como parte de un ritual de automutilación y enseñaban unas encías y unos dientes ennegreci­ dos, y, además, en esos agujeros grotescamente ensanchados llevaban grandes trozos de piedras de colores. Hablaban un idioma que ni si­ quiera la Malinche entendía, pero algunos podían defenderse en ná­ huatl. La Malinche transmitió a Cortés el mensaje de los nativos: se llamaban totonacas y, desde hacía algún tiempo, habían estando ob­ servando a los españoles en la costa. Los había enviado su jefe para averiguar si el cabecilla de los españoles estaría dispuesto a reunirse con él; vivían a unos pocos kilómetros de allí, en un poblado llamado Cempoala.*23 * Cempoala era la principal ciudad de la federación totonaca, tributarios reti­

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Cortés, al sospechar que les estaban tendiendo una trampa, reu­ nió una unidad de caballería complementada con artillería pesada, arcabuceros y ballesteros, y avanzó en formación tierra adentro para entrevistarse con el jefe totonaca. Asimismo, envió por delante a unos cuantos jinetes a modo de espías para que reconocieran el terreno. Poco después regresó uno de ellos, jadeante y con los ojos como platos, y afirmó haber visto a lo lejos unos templos relucientes que parecían bruñidos con plata; de hecho, ¡estaba convencido de que los templos de los totonacas estaban hechos de pura plata! (Más tarde, el jinete quedó en ridículo y Cortés, profundamente decepcionado, cuando descubrieron que la supuesta plata era un simple espejismo o ilusión óptica. El destello era en realidad el reflejo de los rayos del sol en las paredes de piedra, recientemente encaladas.) Cortés y sus hombres atravesaron el espeso follaje de la zona, rico y verde como el jade, dejando atrás árboles tropicales llenos de loros de vistoso plumaje que graznaban sobre sus cabezas. Poco después tuvieron que cruzar las turbias y agitadas aguas de un afluente del ancho río de la Antigua; los jinetes lo hicieron a lomos de sus caballos y los soldados de infantería, en balsas construidas con ramas y tron­ cos. Por fortuna, del sol de justicia los protegía la sombra del espeso follaje de las palmeras.24 Cortés se sintió más animado cuando en la espesura descubrieron una amplia variedad de piezas de caza, tanto grandes como pequeñas; venados, pavos, faisanes y gansos. Al llegar a las inmediaciones del poblado, Cortés y sus hombres repararon en las grandes viviendas de piedra, provistas de ordenados techos de paja y con las paredes pulcramente encaladas. Muchas de las casas eran de estuco pulido y estaban pintadas de vivos colores: amarillo, azul, rojo y verde.25 A medida que se aproximaban, los es­ pañoles fueron recibidos por enviados del jefe de Cempoala que condujeron a Cortés hasta un patio central situado junto a una pirá­ mide impresionante coronada por un templo. Flanqueadas por pal­ meras mecidas por el viento, una serie de pirámides habían sido centes de los aztecas. El término totonaca se refiere a los miembros de dicha federa­ ción, mientras que cempoalís alude a los totonacas que vivían en la mencionada Cempoala.

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1.1 MENSAJE 1>E M O C TE Z U M A

erigidas de manera ordenada y meticulosa a lo largo de una magní­ fica llanura. Entre ellas Cortés descubrió un círculo de piedras que, según sabría después, era utilizado para celebrar combates religiosos de «gladiadores», cuyo ganador obtenía como premio seguir con vida. Cortés envió a varios hombres para que inspeccionaran el tem­ plo principal, donde se encontraron con algo que les revolvió el es­ tómago: los cuerpos de varios jóvenes recién sacrificados, de cuyas visceras todavía manaba sangre. Las paredes del altar estaban salpica­ das de sangre y los corazones de las víctimas permanecían en platos. Los exploradores también vieron amplias piedras sacrificiales y afila­ dos puñales de obsidiana relucientes de sangre, así como torsos des­ membrados a los que les habían cortado limpiamente los brazos y las piernas. Los hombres informaron de todo ello a Cortés, quien exigió ver de inmediato al jefe de ese pueblo.26 Mientras esperaban, los nativos salieron de sus casas y se arremo­ linaron en torno a los españoles, tirando de sus barbas y observando con pasmo a los jinetes, armados y listos, y a los caballos, que creían centauros. Entonces llegó el jefe totonaca, transportado en una litera por numerosos sirvientes. Era un hombre enorme, hasta tal punto que dos hombres situados a su lado tenían que sostener con un sóli­ do palo su abultada barriga, cuya carne se desparramaba sobre él.27 El orondo cacique, llamado Tlacochcalcatl, habló en su lengua materna y varios de sus hombres usaron el náhuatl para transmitir su mensaje por mediación de la Malinche y Aguilar. A medida que el jefe voci­ feraba, gesticulaba en dirección a las altas montañas del interior, y luego empezó a hablar cada vez más rápido y en un tono de voz cada vez más alto y vehemente. Había oído hablar del gran poder de los españoles y de cómo habían derrotado a los tabascanos con un pe­ queño contingente. Estaba muy impresionado. Entonces le explicó a Cortés que tenía un pequeño problema y que los españoles quizá pudieran ayudarle a solucionarlo. La orgullosa e independiente tribu de los totonacas, cuyo principal centro, Cempoala, contaba con más de veinte mil habitantes, había sido conquistada recientemente por sus vecinos, los mexicas. Ahora, contra su voluntad, eran vasallos del em­ perador Moctezuma; peor aún: estaban obligados a pagar tributos exorbitantes a su nuevo amo, que además exigía la entrega de gran­

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des cantidades de víctimas para sus constantes sacrificios humanos. Moctezuma se había estado llevando a los mejores hombres y muje­ res jóvenes, y ahora incluso se proponía hacer lo mismo con sus es­ posas. Era demasiado. Los totonacas no querían seguir satisfaciendo sus demandas, y Tlacochcalcatl se preguntaba si Cortés y los españo­ les podían utilizar de algún modo su enorme poder para reducir los tributos que los totonacas estaban obligados a pagar.28 Cortés se percató de inmediato de que podía sacar provecho de ese descontento. Por mediación de la Malinche, respondió que sí, que probablemente podían alcanzar un acuerdo que fuera beneficio­ so para ambos. Echó un vistazo a la bien organizada ciudad y llegó a la conclusión de que un buen número de sus habitantes — posible­ mente miles de ellos— podrían servir como guerreros y porteadores. Preguntó sin miramientos por el tamaño de la confederación totonaca y le preguntó al grueso cacique, que apenas podía caminar sin la ayuda de otros, cuántos guerreros podría suministrarle a Cortés. El jefe respondió que la confederación totonaca la integraban más de treinta poblaciones, todas ellas unidas en su disensión contra los az­ tecas. Además, había otras tribus que también se sentían insatisfechas. Una de ellas, la de los fieros tlaxcaltecas, estaban inmersos en una rebelión sin tregua y nunca se habían rendido a Moctezuma. El ca­ cique le aseguró a Cortés que, si dirigía una ofensiva contra los azte­ cas, él podría proporcionarle un enorme ejército de guerreros, una fuerza que ascendería a cientos de miles de hombres. Cortés selló una alianza militar con el orondo cacique. En esas circunstancias, desde luego que estaba plenamente dispuesto a ayu­ darle.29

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Hernán Cortés se juega el todo por el todo: «Conquistar esta tierra o morir en el intento»

Convencido de que el nuevo «vasallaje» verbal se consolidaría, C or­ tés concentró sus tropas con el propósito de dirigirse al poblado de Quiahuizdán, ubicado tierra adentro, a unos kilómetros de Cempoala. Allí, o en algún lugar cercano, Cortés esperaba asentarse finalmen­ te, construir un fuerte y establecer formalmente Villa Rica de la Vera Cruz, que hasta entonces había sido solo una ciudad móvil, que so­ lamente existía sobre el papel. Com o muestra de buena fe, el cacique de Cempoala,Tlacochcalcad, le ofreció a Cortés más de cuatrocien­ tos porteadores, hombres jóvenes y fuertes que podían transportar pesadas cargas a lo largo de muchos kilómetros. Fue un gesto que los españoles agradecieron profundamente, porque liberaba a muchos de los mejores soldados y les permitía marchar de manera más rápida y cómoda. Cortés condujo a las tropas y los porteadores hasta las inmedia­ ciones de Quiahuizdán y luego entraron en el poblado, emplazado en lo alto de un escarpado cerro y orientado hacia las aguas del Gol­ fo. El pueblo parecía estar deshabitado salvo por un grupo de sacer­ dotes que atendían los templos, barriéndolos y encalándolos. Los sacerdotes explicaron que los habitantes, temerosos de las bestias de cuatro patas, se habían escondido. En ese preciso momento se acer­ caron corredores totonacas que, agitados y sin aliento, avisaron a los sacerdotes y a los españoles de que una delegación de recaudadores de tributos aztecas se estaba aproximando al poblado; venían para llevarse a más hombres, mujeres y niños. Cortés miró con atención a los recaudadores a medida que se acercaban: serios e incluso altivos, llevaban el pelo negro recogido detrás de la cabeza, atado con un coletero. Caminaban erguidos, en

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orden y sin prisas, cada uno portando un bastón curvo y una rosa en la nariz (un signo distintivo de la clase alta).Junto a ellos había sirvien­ tes que removían el aire con matamoscas, y lucían túnicas y taparrabos bellamente bordados. Los recaudadores pasaron junto a Cortés y sus hombres sin dirigirles la mirada o reparar siquiera en su presencia.1 Al poco llegaron nobles totonacas que se afanaron en buscarles un sitio apropiado en el que sentarse y agasajarlos con copiosas can­ tidades de comida y bebida. Ofendido por el aire imperial de los recaudadores y el caso omiso que le habían hecho, Cortés envió a la Malinche para que averiguara lo que pudiera sobre los visitantes. Al llegar, se encontró con que los recaudadores aztecas ya había dado buena cuenta de la comida (incluidos pavos y chocolate) y estaban reprendiendo con vehemencia a los caciques totonacas por haber recibido pacíficamente a los españoles y haberlos hospedado sin el permiso de los aztecas (y, por extensión, de Moctezuma). Como castigo por tamaño atrevimiento, exigieron la entrega inmediata de veinte hombres y mujeres jóvenes para los sacrificios rituales, que habría que añadir a los demás tributos por los que habían venido. Cuando la Malinche le comunicó la demanda a Cortés, este ideó rápidamente una estratagema. Se reunió en secreto con uno de los señores totonacas de Quiahuiztlán y le ordenó que enviara algunos guerreros con la misión de apresar a los aztecas, atarlos a un palo y luego confinarlos en una vivienda adyacente a la de Cortés, someti­ dos a una estricta vigilancia.Temiendo la reacción de Moctezuma, el cacique totonaca carraspeó y balbució, pero Cortés le aseguró que todo iría bien. Si los totonacas querían recibir la ayuda de Cortés, debían confiar en él y tener fe en sus métodos. En adelante iban a dejar de pagar tributos de ningún tipo a los aztecas. Así pues, los to­ tonacas maniataron a los recaudadores. Todos sus sirvientes huyeron entre la maleza y corrieron a informar de la captura de los nobles. Esa noche Cortés ordenó a sus guardias que, asegurándose de que los totonacas no se dieran cuenta, liberaran a escondidas a dos de los recaudadores aztecas y los llevaran ante su presencia. Los guar­ dias cumplieron la orden y a continuación, en una elaborada e inte­ ligente treta, Cortés mandó llamar a Aguilar y la Malinche para ha­ blar con los prisioneros. Les dieron a entender que solo estaban

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tratando de saber quiénes eran (por supuesto, Cortés ya lo sabía) y escucharon con atención las explicaciones y súplicas de los aztecas. Explicaron que su trabajo consistía en recaudar tributos para su magnífico emperador y afirmaron sentirse ultrajados por el trato que estaban recibiendo. Dijeron no estar acostumbrados a ello y que es­ taban indignados. Cortés los escuchó atentamente, asintiendo y mos­ trándose de acuerdo. Entonces, por mediación de Aguilar y la Malinche, les aseguró que los españoles no habían tenido nada que ver con su arresto, sino que había sido cosa de los totonacas, y que le repugnaba constatar el trato humillante que estaban recibiendo los emisarios del gran Moctezuma, con quien habían entablado una relación amistosa y pacífica. Cortés les dio comida y vino y Ies dis­ pensó un trato cordial.2 Finalmente Cortés dejó en libertad a los dos nobles aztecas y les prometió ayudarlos a escapar si luego informaban a su señor de que el caudillo de los españoles había actuado con suma generosidad y compasión y que solo deseaba mantener relaciones cordiales y pací­ ficas. Mientras los guardias conducían a los hombres fuera de la estan­ cia, Cortés les garantizó que, al día siguiente, se encargaría de que sus otros tres compañeros también fueran puestos en libertad y que se aseguraría personalmente de que no sufrían maltrato alguno. Para garantizar que la estratagema surtía efecto, Cortés ordenó a seis de sus marineros más leales que, al amparo de la noche, acompañaran a los prisioneros hasta la costa, los embarcaran en un bote y los dejaran a unos veinte kilómetros al norte, más allá de los confines de Cem poala. Los aztecas agradecieron a los españoles su amabilidad y em­ pezaron a caminar al amparo de la oscuridad, decididos a llegar a Tenochtitlán e informar a Moctezuma de lo ocurrido. Por la mañana, los caciques totonacas se despertaron con la de­ sagradable sorpresa de que dos de los prisioneros habían «escapado» en el transcurso de la noche. Estaban tan enojados que amenazaron con sacrificar allí mismo a los otros tres aztecas, pero Cortés intervi­ no. Fingiendo estar también furioso por la fuga, dijo que se ocuparía del asunto y ordenó que los tres recaudadores aztecas fueran encade­ nados y confinados en una de las naves españolas. De ese modo, les explicó a los totonacas, podría mantenerlos estrechamente vigilados

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y evitar una nueva fuga. Pero, una vez a bordo, y sin ser vistos por los totonacas. Cortés mandó quitar los grilletes a los tres aztecas y les transmitió el mismo mensaje que a sus compañeros. El ardid dio re­ sultado; cuando los corredores llegaron a Tenochtitlán e informaron del encarcelamiento de los recaudadores, Moctezuma m ontó en có­ lera y amenazó con represalias. Sin embargo, poco después llegaron los primeros prisioneros en ser liberados y explicaron que Cortés los habia tratado muy bien y que, por fortuna, los había puesto en liber­ tad, ya que, de lo contrario, los totonacas seguramente los habrían ajusticiado. Las maquinaciones de Cortés, su juego a dos bandas, estaban funcionando a la perfección. Los totonacas estaban atónitos e impre­ sionados por el coraje del capitán general español. Apenas podían creerse que se hubiera atrevido a tratar con tanta dureza a los aztecas y les maravillaba que no mostrara tem or alguno por las consecuen­ cias que ello pudiera acarrear; asimismo, estaban encantados de no tener que seguir pagando tributos. A su vez, al menos momentánea­ mente, Cortés había conseguido aplacar a Moctezuma, que, en lugar de castigar a los españoles, decidió enviarles una pequeña delegación con más regalos.3 Cuando los enviados llegaron, explicaron que el emperador azteca todavía no podía recibirlos, pero esta vez el tono parecía haberse suavizado. Cortés aceptó de buen grado los obse­ quios y entregó los tres recaudadores a los nobles que encabezaban la delegación, sobrinos de Moctezuma, que parecían satisfechos cuando se marcharon. Los subterfugios y maniobras diplomáticas de Cortés estaban dando sus frutos. La siguiente tarea que Cortés acometió fue construir el fuerte y la villa. En un vasto llano situado a unos dos kilómetros y medio tierra adentro de Quiahuiztlán, eligió el sitio exacto donde levantar la fortaleza y sus correspondientes torres de defensa. Constaría de un mercado, una iglesia, un granero y de todos los edificios públicos que requiere una ciudad como Dios manda. La cercana bahía, descubier­ ta por Montejo y elegida por sus tranquilas aguas, protegidas del azote periódico de los vientos del norte, era apropiada para las acti­ vidades marítimas y comerciales, que Cortés esperaba serían pujan­ tes. Entusiasmado por la perspectiva, Cortés trabajó rápido y a desta­

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jo; según Uernal Díaz, «comenzó el primero a sacar tierra a cuestas y piedra e ahondar los cimientos».4 Los capitanes y soldados no tarda­ ron en seguir su ejemplo, y también ayudaron en la faena los portea­ dores cubanos y muchos de los cuatrocientos hombres que el caci­ que de Cempoala le había cedido a Cortés. Los trabajos progresaron a buen ritmo. Al cabo de unas pocas semanas estaban terminados los primeros edificios, y en la construcción de los restantes siguieron trabajando sin descanso todos los hombres disponibles. Finalmente, el 28 de junio de 1519 Cortés dio por fundada la primera colonia de Nueva España.5 Mientras Cortés se hallaba enfrascado en esta tarea llegó el jefe de Cempoala, transportado en su litera. Pidió una audiencia con el caudillo español y este mandó llamar a Aguilar y la Malinche para escuchar lo que Tlacochcalcatl tuviera que decirle. El cacique le re­ veló que necesitaba la ayuda que Cortés le había prometido, pues en un poblado totonaca llamado Cingapacinga, a unos cuarenta kiló­ metros al sudeste de allí, guerreros aztecas estaban atacando a los habitantes del poblado y arrasando sus cultivos. Según el cacique de Cempoala, se trataba de una represalia por la alianza de los cempoaleses con los españoles y por la negativa de la federación totonaca a seguir pagando tributos a los aztecas. El cacique quería saber si C or­ tés estaba dispuesto a cumplir con su parte del trato e ir hasta allí para combatir a los aztecas. Aunque aborrecía la idea de tener que abandonar los trabajos de construcción de Villa Rica de la Vera Cruz, que avanzaban a buen ritmo, Cortés comprendió la importancia de mantener relaciones cordiales con su nuevo aliado, así que accedió a la petición. Dejó un pequeño contingente de hombres para que prosiguieran con las la­ bores de construcción y vigilaran las provisiones y la munición, y reunió al grueso de su fuerza de combate, incluida toda la caballería (que por entonces constaba ya solo de quince caballos, al haber muerto el del propio Cortés) y montó en su nuevo corcel, el Arrie­ ro.6 Al frente de un grupo de arcabuceros y ballesteros y de más de dos mil guerreros cempoaleses. Cortés se puso en marcha hacia C in­ gapacinga. Unas horas después, al atardecer. Cortés y sus tropas llegaron a

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algunos poblados donde encontraron a otros totonacas que, en lugar de combatir contra guerreros aztecas, parecían estar sometiendo a pillaje a los indefensos moradores, robándoles sus reservas de comida, raptando a sus mujeres y niños e incluso asesinando a gente inocen­ te y desarmada. Por mediación de la Malinche, Cortés descubrió que en realidad se trataba de una vieja disputa intertribal entre los toto­ nacas y los nativos de Cingapacinga y que no había ni un solo azteca por la zona. Encolerizado, mandó de vuelta a los guerreros cempoaleses y les aseguró que ajustaría cuentas con ellos y con su cacique en cuanto regresara. Luego avanzó, domeñó a los saqueadores totonacas — a quienes les reprochó su conducta y el haber mentido sobre la presencia de guerreros aztecas— y comunicó a los habitantes de Cingapacinga que los combates habían concluido. Estaban a salvo y podían recuperar la comida y la gente que les habían arrebatado. Una vez más, la diplomacia categórica de Cortés había funcionado: los ha­ bitantes de Cingapacinga acordaron convertirse en aliados de los españoles. Cortés cabalgó de vuelta a Cempoala para ajustar cuentas con el tripudo cacique, que le había decepcionado. Durante el viaje de re­ greso, Cortés observó que uno de sus hombres, un soldado llamado Moría, salía de una casa con dos gallinas, una en cada mano. Era jus­ tamente el tipo de actividad que él había prohibido y a la que acaba­ ban de poner freno. Decidido a dejar bien claro que no toleraría se­ mejante comportamiento (y a todas luces fuera de sí), Cortés ordenó a dos de sus hombres que ajustaran una soga alrededor del cuello del ladrón y lo colgaran de un árbol cercano. Por lo visto, robar gallinas era ahora merecedor de la horca. Suspendido en el aire, Moría se bamboleó mientras tiraba con las manos de la soga, luchando por sus últimas bocanadas de aire. Pero entonces llegó al galope Pedro de Alvarado y, parándose en seco, cortó la cuerda y Moría cayó al suelo como un saco de patatas, aún con vida. Alvarado habló en privado con Cortés y le dijo que necesitaban a todos los soldados y que ese hombre sin duda había aprendido la lección, al igual que todos los presentes. Cortés, juicioso, estuvo de acuerdo, así que volvieron a montar y reanudaron la marcha hacia Villa Rica y Cempoala.7 A la mañana siguiente, Cortés convocó a los caciques de todas

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realmente la salvación a la población mexicana. Es obvio que Cortés creía que tenía mucho que ganar en términos económicos y de po­ der mediante su misión de conquista; sin embargo, a medida que avanzaba por el país, su celo religioso fue en todo momento eviden­ te y coherente. En este sentido. Cortés fue el primero en plantar las semillas del cristianismo en tierras americanas.)*5 Los españoles y sus perros y caballos estaban recuperando fuerzas, así que Cortés discutió con sus ayudantes y capitanes su partida in­ minente y la mejor ruta que podían tomar. Los tlaxcaltecas y los emisarios aztecas que los acompañaban ofrecieron opiniones contra­ puestas. Los embajadores aztecas instaron con vehemencia a seguir la ruta a través de Cholula, puesto que, según afirmaron, sus líderes eran aliados complacientes de Moctezuma y dispensarían un buen trato a los españoles; allí Cortés podría aguardar la decisión final que toma­ ra Moctezuma sobre su encuentro personal con el caudillo extre­ meño. En cambio, los tlaxcaltecas se mostraron en desacuerdo y afir­ maron que, como aliados de los aztecas, no había que fiarse de los cholultecas; eran malvados y falsos, y muy bien podía tratarse de una trampa. Abogaron por tomar una ruta que pasaba por la ciudad de Huexotzinco, cuyos habitantes eran amigos de toda confianza. Tras discutirlo con otros y sopesar los pros y contras, Cortés optó por utilizar a los embajadores aztecas como guías y dirigirse a C ho­ lula, una decisión que tuvo motivaciones tanto políticas como tácti­ cas. Para apaciguar a los contrariados tlaxcaltecas, que estaban visible­ mente molestos por su decisión. Cortés regaló varios atavíos a Xicotenga el Viejo y le dijo que aceptaría de buen grado el respaldo militar que le había ofrecido al principio. La maniobra diplomática surtió efecto y el cacique daxcalteca puso a su disposición un ejérci­ to de cien mil guerreros. Cortés le agradeció la generosidad del ofre­ cimiento y añadió que, de momento, solo necesitaría alrededor de seis mil. El 10 de octubre,6 Cortés dio la orden de ponerse en marcha. Al * Años después. Cortés fundaría un seminario de teología para la formación de futuros sacerdotes, un hospital y un monasterio, y también financiaría la cons­ trucción y el mantenimiento de varias iglesias católicas.

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frente de un convoy de guerreros y porteadores tlaxcaltecas y totonacas de varios kilómetros de largo y acompañado por los embajadores de M octezuma, el capitán general H ernán Cortés se encaminó hacia Cholula pasando antes por la ciudad de Q uetzalcóatl, por aquel entonces el centro de peregrinaje más importante de todo el continente americano, afamada porque la leyenda decía que la serpiente emplumada, en su vuelo entre la antigua Tula (en Hidalgo, a unos sesenta y cinco kilómetros de la actual México D. F.) y la costa del golfo de México, había efectuado allí su primera para­ da ceremonial.7 Los expedicionarios marcharon la mayor parte del primer día y por la noche acamparon en una sabana desprotegida; Cortés y sus capitanes durmieron en chozas apenas protegidas y cubiertas, con guardias apostados en la entrada. A la mañana siguiente llegaron de­ legados procedentes de Cholula, cargados con tortas de pavo y maíz; los sacerdotes cholultecas agitaron braserillos para sahumar a Cortés y sus capitanes, mientras los dignatarios, vestidos con túnicas, tocaban tambores y hacían sonar caramillos y caracolas.8 Tras el ceremonial, invitaron a Cortés y sus hombres a acompañarlos a Cholula, pero a condición de que los daxcaltecas, sus enemigos, no fueran con ellos. Cortés se lo pensó y acabó por transigir, diciéndoles a los daxcaltecas que tendrían que esperar fuera de los límites de la ciudad mientras él negociaba en su interior. Apeló a su orgullo diciéndoles que no po­ dían entrar en la ciudad porque los cholultecas los temían. Tras dejar a la mayor parte de los tlaxcaltecas en los aledaños de la ciudad. Cortés entró en Cholula con la caballería, los totonacas y los porteadores. La urbe, habitada ininterrumpidamente desde hacía un millar de años (primero por los olmecas y más tarde por la gente de Tula), estaba muy bien conservada, y los españoles quedaron im­ presionados al ver por primera vez la gran pirámide de Quetzalcóatl, un templo inmenso situado sobre una colina que dominaba toda la ciudad. Ciento veinte escalones conducían a la cima de la asombrosa estructura, el mayor edificio construido por el ser humano en todo el mundo, dos veces más grande que la pirámide egipcia de Keops.9 Reverenciada como la antigua morada del hombre-dios Quetzal­ cóatl, todos los años peregrinaban a este imponente centro sagrado 102

l.A MATANZA DE CHOLUl.A

cientos de miles de personas.1" En una de sus cartas, Cortés diría que Cholula era «la cibdad más hermosa de fuera que hay en España, porque es muy torreada y llana».11 Organizada y, según la mentalidad española, civilizada (observaron que había pozos de agua potable), Cholula era una ciudad próspera de más de cien mil habitantes, fa­ mosa en todo el país por su fina cerámica y sus objetos artesanales, como los textiles y la orfebrería. Los españoles repararon en que los cholultecas vestían de manera inmaculada y ponían mucho cuidado en su aspecto físico. Al principio Cortés y sus capitanes recibieron un trato correcto y se les proporcionó alojamiento y comida en cantidad suficiente (algo que siempre les preocupaba). Según el conquistador Andrés de Tapia, un joven de veinticuatro años que se convirtió en un capitán de confianza de Cortés y en uno de los pocos cronistas que escribió un relato sobre la campaña de México, los sacerdotes cholultecas les explicaron detalles del mito de Quetzalcóatl que hasta entonces des­ conocían. Cuando Quetzalcóatl fundó la ciudad, por ejemplo, orde­ nó a la gente que dejara de sacrificar a seres humanos y, en lugar de ello, que «al criador del sol y del cielo le hiciesen casas adonde le ofreciesen codornices y otras cosas de caza».12 Al segundo día de estar en Cholula, llegó otro grupo de embajadores aztecas que pidie­ ron mantener una reunión con Cortés, durante la cual explicaron que los cholultecas no tenían comida suficiente para seguir alimen­ tando a los españoles, a menos que ellos mismos se privaran de co­ mer. (Cortés puso en duda dicha información, pues había visto con sus propios ojos lo grande que era el mercado central de la ciudad.) Además, los embajadores aztecas afirmaron que el camino que con­ ducía aTenochtidán era peligroso, a duras penas transitable, y que en su gran ciudad Moctezuma tenía un espléndido zoo — lo cual era cierto— donde había animales temibles, como leones y caimanes, que no dudarían en liberar y lanzar contra los visitantes importunos. Esto último fue un intento ligeramente velado, quizá a instancias del propio Moctezuma, de impedir que los españoles prosiguieran su inexorable marcha hacia la capital de México. Pero Cortés se mostró inflexible. Aceptaba correr el riesgo de que le soltaran cualquier bes­ tia salvaje.13 103

C O N Q U IS T A D O R

Con todo, lo cierto es que los suministros de comida empezaron a menguar, y dejaron de llegarles al cuarto día, cuando solo les ofre­ cieron agua y un poco de leña, presumiblemente para que cocinaran con ella sus propias provisiones; también disminuyó el número de visitas de representantes cholultecas de escasa entidad (los dirigentes importantes de la comunidad, pese a las exigencias de Cortés, todavía no habían hecho acto de presencia). Algunos porteadores totonacas explicaron a Cortés que habían visto a mucha gente, incluidos mu­ jeres y niños, cargando con sus posesiones a la espalda y abandonan­ do la ciudad; y más grave aún, al caudillo español le llegaron rumores de que en las calles se habían descubierto grandes hoyos a modo de trampa en cuyo fondo había afiladas estacas, y de que varias calles de la ciudad habían sido acordonadas y había guerreros apostados en las azoteas, sentados junto a grandes montones de piedras. Cortés debió de preguntarse si los tlaxcaltecas habían estado en lo cierto al sospechar que les tenderían una trampa. Puede que Moctezuma tuviera algo que ver con el malogrado intento de tenderles una emboscada a los españoles. Mientras Cortés batallaba con los tlaxcaltecas, Moctezuma había convocado a sus su­ mos sacerdotes y oráculos en busca de ayuda divina para enfrentarse a Cortés y esos extraños pero poderosos extranjeros. Quería saber quiénes eran en realidad y si era posible alterar la profecía sobre la segunda venida de Quetzalcóatl. Tras estar varios días meditando al respecto, Moctezuma recibió la visita de un oráculo que afirmó ha­ ber experimentado una visión según la cual los españoles estaban predestinados a morir en la ciudad sagrada de Cholula. Moctezuma dio crédito a la profecía y envió de inmediato una división de los guerreros aztecas mejor entrenados, junto con otros hombres que transportaban largos postes a los que debían atar a los prisioneros españoles y llevarlos de vuelta aTenochtitlán.H Pero, milagrosamente, un encuentro fortuito de la Malinche da­ ría pie a la acción más inusitada y desconcertante de Cortés en toda la campaña de conquista. En los primeros días de su estancia en C ho­ lula, la Malinche había trabado amistad con una mujer de la ciudad, la esposa de un noble cholulteca. La mujer entretuvo a la Malinche en su casa, le dio de comer y al cabo de un tiempo le sugirió que, por 104

I.A M ATANZA l>R CMOtUl.A

su seguridad, era mejor que abandonara a los españoles y se fuera a vivir con ella (de hecho, incluso prometió darle un marido, su hijo). La mujer le explicó a la Malinche que su marido era un capitán del ejército cholulteca y que los cholultecas, por orden de Moctezuma, estaban reuniendo un nutrido contingente para atacar a los españoles en el camino que conducía de Cholula a Tenochtitlán; a cambio de su ayuda en la emboscada, los cholultecas recibirían y podrían sacri­ ficar a veinte españoles. Así pues, si la Malinche quería evitar ser capturada y correr ese infausto destino, debía escapar y buscar refu­ gio en su casa.15 Pero la Malinche, ya por entonces completamente leal a Cortés, convenció a la mujer de que primero debía recoger algunas pertenencias, y corrió a contarle su descubrimiento al cau­ dillo español.* Cortés la escuchó atentamente. En la ciudad el ambiente era tenso y no presagiaba nada bueno, y el éxodo de sus habitantes pro­ seguía. Actuando con presteza según lo que le había contado la Ma­ linche, Cortés se acercó a un par de sacerdotes cholultecas y los so­ bornó con objetos de jade; como no soltaron prenda, los torturó hasta arrancarles la información que quería. Los sacerdotes admitie­ ron que, hasta donde ellos sabían, había fuerzas aztecas acampadas fuera de la ciudad, a lo largo del camino que llevaba a Tenochtidán. El cometido de los cholultecas era conducir a los españoles hasta la trampa en cuanto abandonaran la ciudad. Además, para que la em­ boscada tuviera éxito, en esos precisos momentos se estaba llevando a cabo un sacrificio especial que incluía a un grupo de niños de am­ bos sexos. Cortés, que montó en cólera al oír esto último, les exigió a punta de espada que se dirigieran al encuentro de los caciques de la ciudad y que les dijeran de su parte que quería hablar con ellos. * Cortés menciona este episodio en su segunda carta al rey Carlos l, y la ma­ yoría de los cronistas españoles narran de modo muy similar el «descubrimiento» de la Malinche. No obstante, puesto que la posterior matanza constituyó un hecho sin precedentes y es perfectamente posible que no hubiera mediado ninguna pro­ vocación previa, el «hallazgo» de la Malinche suena a justificación post /acto. Para una intrigante argumentación contra la verosimilitud del descubrimiento de la Malinche de ese supuesto «complot», véase Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, pp. 97-98.

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Cuando los nobles Llegaron, Cortés, con toda calma, les agradeció su hospitalidad y les dijo que las tropas españolas se irían al día siguien­ te por la mañana para no seguir suponiéndole una carga al amable pueblo de Cholula. Los nobles cholultecas acordaron proporcionarle algunos porteadores para el viaje. Cortés convocó acto seguido a sus capitanes para discutir qué debian hacer. N o se pusieron de acuerdo, y algunos señalaron que lo mejor sería regresar a Tlaxcala o que, en caso de que tuvieran que seguir avanzando hacia México, al menos tomaran una ruta alterna­ tiva. Pero Cortés tuvo otra idea: asestar un golpe preventivo a modo de castigo ejemplar que resonara por todas las llanuras yermas hasta llegar al valle de México. Aparentando que los españoles estaban ocupados con los prepa­ rativos para reanudar la marcha. Cortés pidió a todos los caciques de Cholula que se congregaran en el extenso patio central del templo de Quetzalcóatl para poder despedirse de ellos, y también que se concentraran allí los porteadores cholultecas que iban a acompañar­ los en el viaje. A continuación, Cortés pidió hablar en privado con los dirigentes de la ciudad, con la alta nobleza, en sus aposentos. Una vez que estuvieron dentro, Cortés atrancó las puertas, los acusó de conspirar con los aztecas y les dijo que conocía sus planes y que, por ese motivo, iban a morir. Al principio los caciques negaron su acto de traición, pero, cuando los presionaron, culparon del ardid a M oc­ tezuma y dijeron que, como serviles tributarios suyos, no les queda­ ba otra opción. Por entonces el patio central del templo de Q uet­ zalcóatl estaba ya atestado de cholultecas, entre ellos la mayoría de los dignatarios de la ciudad y los numerosos porteadores que el conquistador español había mandado llamar. Entonces, Cortés hizo señales a un arcabucero para que efectuara un disparo, la señal con­ venida para que diera comienzo la matanza. Los soldados españoles entraron en el patio y bloquearon todas las salidas. La infantería, integrada tanto por españoles como por los pocos tlaxcaltecas a los que se había permitido entrar en la ciudad, entró en tropel en el atestado patio blandiendo sus espadas y lanzas, secundada por los ballesteros y arcabuceros. Los soldados se abalanzaron sobre los allí congregados, en su mayor parte desarmados, y perpetraron una au­ 106

LA MATANZA l>E CHO LU LA

téntica carnicería. En cuestión de minutos, las descargas de los arca­ buceros y las flechas lanzadas por los ballesteros, con un zumbido que helaba la sangre, segaron la vida a multitud de cholultecas. Mu­ jeres y niños corrían gritando, muchos aprisionados por los caballos o por otros infelices que también trataban de huir. Algunos sacerdo­ tes lograron escapar y subir hasta la cima del gran templo de Q uetzalcóatl, desde donde empezaron a arrojar piedras para defenderse o, sumidos en la desesperación, se lanzaron al vacío. Posteriormente, testigos presenciales afirmarían: «Los más de ellos que murieron en aquella guerra de Cholula se despeñaban ellos propios y se echaban a despeñar de cabeza arrojándose del cu de Quetzalcohuatl abajo, porque así lo tenían por costumbre muy antigua desde su origen y principio,... y que tenían por blasón de m orir muerte contraria de las otras naciones, y morir de cabeza. Finalmente, los más de ellos en esta guerra morían desesperados matándose ellos propios».16 Cortés ordenó prender fuego al templo, que estuvo ardiendo durante dos días enteros. Dos horas después de haber empezado la matanza, casi todos los que habían quedado atrapados en el patio del templo estaban muer­ tos. Luego, en lo que constituyó una decisión inusual en él, Cortés permitió entrar en la ciudad a muchos de sus aliados daxcaltecas para que descargaran su ira en los cholultecas, sus rivales ancestrales. D u­ rante horas, los tlaxcaltecas saquearon e incendiaron casas y desvali­ jaron y asesinaron a todo cholulteca que se les cruzó en el camino, hasta que Cortés decidió pararles los pies para que no siguieran in­ definidamente (hasta tal punto estaban sedientos de sangre). Para cuando Cortés hubo puesto fin a la carnicería, en las calles empedra­ das de Cholula yacían los cadáveres de más de cinco mil personas. De las casas y palacios de los nobles cholultecas se extrajeron grandes cantidades de oro y otros artículos valiosos, y Cortés confis­ có todo lo que pudo (si bien tuvo dificultades para que los tlaxcalte­ cas le entregaran una parte del botín). Por último, Cortés ordenó a sus hombres retirar los cadáveres de las calles y limpiar a conciencia la ciudad. Se sacó de sus escondites a los nobles y sacerdotes que quedaban con vida, se les culpó de la matanza y se les ordenó traer de vuelta a sus amigos y parientes huidos, los cuales estaban escondi­ 107

C O N Q U IS T A IK m

dos en los llanos o en poblados distantes; no sufrirían más daños. Aunque esto último debió de resultarles algo difícil de creer, con el paso del tiempo la gente, si bien a regañadientes, empezó a regresar. Se liberó a los prisioneros y, al cabo de unos pocos días, se restableció algo parecido al orden. Al igual que en Tlaxcala, Cortés encontró jaulas en las que las víctimas, entre ellas niños, estaban siendo cebadas para su posterior sacrificio, y el caudillo español rompió lleno de rabia los barrotes de madera y liberó a los cautivos. Com o de costumbre. Cortés ordenó a los sacerdotes cholultecas que abjuraran de sus falsos ídolos en fa­ vor del dios de los cristianos (que sin duda era el más poderoso) y que se sometieran a la autoridad española. En principio, los cholul­ tecas accedieron a convertirse en aliados y vasallos, pero en lo relati­ vo a la cuestión de los dioses no quisieron comprometerse a nada. Una vez más, el padre Olmedo aconsejó a Cortés ser pacientes en cuanto a la conversión. Los embajadores aztecas habían permanecido ocultos durante la matanza, y Cortés decidió usar su miedo en beneficio propio. Les explicó que, aunque los cholultecas habían culpado a Moctezuma de planear el ataque, él no les creía, pues el emperador azteca era amigo de los españoles y nunca hubiera sido capaz de maquinar un plan tan maquiavélico, y les confió que todavía albergaba la intención de diri­ girse a Tenochtitlán y que esperaba y confiaba en ser recibido pacífi­ camente por Moctezuma. Los embajadores aztecas pidieron enviar mensajeros a la capital para averiguar las intenciones del emperador, y Cortés les dio su aprobación. Por medio de la matanza. Cortés se había asegurado una ruta segura entre Cholula y Vera Cruz que, según suponía el conquista­ dor, sería crucial para reabastecerse de armas y pólvora, e incluso de hombres y caballos si llegaba algún navio procedente de las islas. El humo de los templos en llamas se disipó al cabo de unos pocos días, y para aplacar los constantes temores de los cholultecas, Cortés esta­ cionó de nuevo a la mayoría de los tlaxcaltecas fuera de la ciudad, aunque solo después de que ambos bandos hubieran pactado de mala gana una tregua. Cortés y sus hombres, bien alimentados y hospeda­ dos, permanecieron en Cholula por espacio de casi dos semanas, 108

I A MATANZA DE C M O t.U l A

pero la matanza dejó una impronta duradera e imborrable en el re­ cuerdo de las gentes del lugar.

Cuando los mensajeros llegaron a Tenochdtlán con descripciones ex­ plícitas y detalladas del baño de sangre ocurrido en Cholula, Moctezu­ ma quedó perplejo y conmocionado. Esa forma de asesinar conculcaba todos los protocolos de la tradicional forma de obrar de los aztecas en la guerra. Más desconcertante aún, Cholula era la morada espiritual de Quetzalcóatl. ¿Cómo era posible que su santuario hubiera sido profa­ nado? ¿Cómo era posible que Quetzalcóatl lo hubiera permitido? Era inconcebible. La matanza arrojaba serias dudas sobre el hecho de que ese español, ese tal Cortés, fuera en realidad Quetzalcóatl. Pero también planteaba una pregunta inquietante: ¿quién era si no? Moctezuma mandó llamar a una docena de sus sumos sacerdotes para reflexionar en común sobre el asunto. Todavía cabía la posibili­ dad de que Cortés fuera un dios, pero ¿cuál? Podía ser un dios de la guerra, un demonio de las tinieblas, una deidad de la justicia o del castigo. Moctezuma se preguntó qué más podía hacer para impedir la llegada de esos seres, o quizá el hecho era que su llegada estaba predestinada y nada podía hacerse para impedirla. Acaso era la volun­ tad de los mismísimos dioses. El emperador y sus sacerdotes subieron a lo alto de los templos para meditar, ayunar y orar. Allí Moctezuma experimentó una serie de visiones: debía sacrificar a muchos hom ­ bres, algo que, a todas luces, los sacerdotes de Cholula no habían hecho. Moctezuma permaneció solo durante una semana, enclaus­ trado en el adoratorio del templo, ayunando a la espera de alguna señal. El emperador recibió finalmente la visita de Huitzilopochtli — el colibrí, dios de la guerra y de los sacrificios— , quien se comu­ nicó con él. Tras escuchar con atención el mensaje de los dioses, Moctezuma abandonó por fin el adoratorio y descendió las gradas de la pirámide. Había tomado una decisión.'7

Al cabo de unos días llegaron a las puertas de Cholula corredores aztecas, procedentes del otro lado de las altas montañas. Tras ellos, 109

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exhaustos, llegaron también emisarios que preguntaron por Cortés y, en su presencia, dejaron en el suelo ofrendas en forma de comida, muchos vestidos de la más fina de las telas y, lo más impresionante de todo, diez discos de oro macizo. Los dioses, y con ellos Moctezuma, habían hablado. El emperador estaba dispuesto a recibir a Cortés y lo invitaba formalmente a ir aTenochtitlán.1*

7

La «ciudad de los sueños»

Hernán Cortés se dirigió hacia el oeste con sus hombres y caballos. Seguidos por la larga caravana de guerreros y porteadores aliados, los españoles subieron con dificultad la frondosa sierra que separa los vastos altiplanos de México. Al levantar la vista divisaron el Popocatéped, un enorme volcán activo cuya boca lanzaba una columna de cenizas y vapor hacia el cielo. Cuando la expedición alcanzó cotas más altas, los cascos de los caballos empezaron a levantar una nube de ceniza volcánica y polvo que envolvió a los hombres. Los indígenas se estremecieron de miedo, preocupados por que su presencia hubie­ ra enfurecido a las montañas. Los totonacas, que nunca antes se ha­ bían alejado tanto de Cempoala, pidieron permiso a Cortés para regresar a sus poblados. Algunos empezaban a sentir los efectos del mal de altura, y las amenazadoras montañas que quedaban por delan­ te y los misterios presentidos de la gran Tenochtidán eran más de lo que podían soportar. Cortés, agradecido por su ayuda, los colmó de re­ galos y elogios y los mandó de vuelta a la costa, asegurándose de que el cacique totonaca recibiera un cargamento de atavíos bordados. En adelante, Cortés y sus soldados solo podrían contar con la ayuda de los porteadores tlaxcaltecas, caribeños y africanos que aún seguían a su lado para cargar con la pesada artillería por los desfiladeros y para moler el maíz y preparar la comida. Era el día 1 de noviembre y por la noche hizo un frío terrible, con temperaturas por debajo de los cero grados. Al día siguiente continuaron avanzando con penas y fatigas por el espeso follaje de las estribaciones y empezaron a subir las monta­ ñas más altas. Los hombres, afectados por la hipoxia, una sensación que nunca habían experimentado, se paraban cada poco y se inclina­ ban, tosiendo y luchando por respirar. Entre bufidos y resuellos, los 111

i.oN yuisiA ixm

caballos tropezaban cada dos por tres con las rocas del camino. C or­ tés empezó a plantearse si sería capaz de conducir a la expedición por ese lugar inhóspito y hostil o si morirían todos allí mismo, en la laida de la montaña. Avanzaban muy lentamente, apenas unos kiló­ metros al día, y de vez en cuando se encontraban a su paso con pe­ queñas aldeas donde paraban para descansar uno o incluso dos días, tras lo cual reanudaban la marcha mientras vientos cortantes sopla­ ban con furia en las gargantas situadas más abajo. Por la noche, los porteadores nativos, ligeros de ropa, tiritaban de frío; los españoles no lo pasaban tan mal al llevar puesta la armadura, pero, en contraparti­ da, ascendían balanceándose por el peso de la carga.1 Cuando la expedición se estaba aproximando al humeante Popocatépetl (en náhuatl, «la montaña que humea») y al Iztaccíhuatl («mujer blanca»), otro volcán situado junto a aquel, Cortés divisó una fiimarola que subía como una flecha hacia el cielo y decidió investi­ gar ese sorprendente fenómeno natural. Envió a Diego de Ordaz (uno de los hombres deVelázquez que había participado en la cons­ piración en Vera Cruz, cuya lealtad Cortés quizá quería poner a prueba) y a otros nueve soldados para que exploraran la montaña y averiguaran si entrañaba algún peligro; además, pensó que desde lo alto de la montaña tal vez podían verse el valle de México yTenochtitlán. Ordaz se llevó consigo a varios porteadores tlaxcaltecas e inició el ascenso, al tiempo que Cortés y los demás hombres se diri­ gían lentamente hacia el desfiladero situado entre los dos impresio­ nantes picos nevados, donde acamparon y reposaron en un collado, un lugar que tenía una gran importancia para los mexicas. La leyen­ da decía que, durante el vuelo de Quetzalcóatl entre Tenochtitlán y Cholula, sus acompañantes, enanos y jorobados, se habían quedado dormidos y habían muerto congelados en ese paraje remoto y deso­ lado.2 Cortés y sus hombres, ateridos de frío, debieron de preguntar­ se si les aguardaba el mismo destino. Ordaz y sus hombres subieron lenta y fatigosamente por un te­ rreno cada vez más inclinado en el que, a medida que se ascendía, las pistas forestales daban paso a pedrizas muy escarpadas y la densidad del aire disminuía peligrosamente con cada paso vacilante. Al parar para descansar, a casi cuatro mil metros de altitud, divisaron la cima 112

l.A «CIUDAD DE LOS SU EÑ O S.

frente a ellos, pero a esa distancia no se distinguía del todo y parecía más bien un espejismo vaporoso. En ese punto los porteadores tlax­ caltecas empezaron a murmurar y temblar de miedo, y se negaron en redondo a seguir avanzando pues creían que, agazapados en las en­ trañas de la montaña, moraban malos espíritus y dioses malvados. Ordaz y otro español continuaron solos la escalada, saltando sobre ríos de lava; el esquisto y el pedregal dieron paso a la nieve a medida que ascendían por la montaña viviente. Envueltos en un torbellino de nieve, aguanieve y cenizas volcánicas, llegaron cerca de la cima, a casi cinco mil quinientos metros sobre el nivel del mar, donde el calor era casi insoportable. Más tarde Ordaz explicó que consiguió situarse a escasa distancia de la cumbre, a tan solo «dos lanzas de dis­ tancia», antes de que las llamaradas, las cenizas ardientes y las piedras incandescentes le impidieran seguir avanzando y la ropa se le empe­ zara a prender fuego.3 Cuando los temblores disminuyeron e iniciaron el descenso, el humo se dispersó y pudieron divisar el valle de México y vislumbrar una ciudad enorme asentada sobre una laguna, o lo que a Ordaz le pareció «otro nuevo mundo de grandes ciudades y torres y un mar».4 Tras un angustioso y peligroso descenso sobre el hielo y la nieve, Ordaz y su acompañante lograron llegar sanos y salvos, tosiendo y dando tumbos, y con las manos y los pies entumecidos a causa del intenso frío. A Cortés, impresionado por la tenacidad y el coraje de Ordaz, le llevaron muestras de nieve, carámbanos de hielo y ceni­ za.*5 Ordaz también había visto el camino que conducía a Tenochtitlán, un sendero entre las dos montañas que la expedición siguió (llamado ahora Paso de Cortés). Por fin la compañía llegó a la cresta que separaba los dos volcanes, una bifurcación situada en el camino principal. U no de los senderos estaba abierto, mientras que el otro había sido bloqueado con árboles y rocas. Cortés les preguntó a los guías aztecas a qué se debía aquello, y estos le explicaron que el ca­ mino que estaba cortado era el más arduo de los dos, con muchos * Diego de Ordaz quedó tan impresionado con el volcán Popocatépetl, que en 1525 pidió permiso al rey para incorporar la imagen de un volcán humeante en el escudo de armas de su familia.

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tramos escarpados, rocosos y peligrosos. Cortés resolvió tomar esta ruta y encomendó a los tlaxcaltecas la tarea de despejar el camino. En esa primera semana de noviembre estalló una tormenta in­ vernal; los integrantes de la expedición se vieron envueltos por la niebla y al poco rato se puso a nevar, primero débilmente y luego con gran fuerza. Cortés ordenó acampar, usando como refugio algu­ nos de los árboles caídos que cortaban el paso, y, aunque el lugar era húmedo y ventoso, encendieron hogueras como buenamente pudie­ ron. Por la noche hizo un frío terrible; los soldados españoles tirita­ ban dentro de sus armaduras, y los indígenas se apretujaron para darse calor los unos a los otros. Algunos de los capitanes encontraron chozas abandonadas, utilizadas quizá por los comerciantes nativos, y se refugiaron en ellas. Por la mañana el suelo estaba cubierto de nieve, pero la torm en­ ta había amainado y el cielo se estaba despejando. Cortés reunió a sus hombres, ordenó reanudar la marcha y mandó a los tlaxcaltecas por delante para que retiraran los tocones y troncos que impedían el paso. Al poco rato, el grupo llegó a un punto en el que empezaba el des­ censo hacia el otro lado y desde el que se divisaba el valle de México. La neblina que cubría el valle empezó a dispersarse y ello les permi­ tió disfrutar de una vista que los dejó sin respiración: las lagunas y canales interconectados brillaban a la luz del sol como si se tratara de iridiscentes piedras preciosas de color azul, y de las numerosas casas encaladas, que flotaban como por arte de magia sobre las aguas y se extendían a lo largo de kilómetros, salían columnas de humo blanco. Las ciudades de las lagunas estaban rodeadas de vastos y cuidados campos de color jade donde se cultivaban judías y maíz, y, más allá, Tenochtidán — más grande, alta y extensa que las otras ciudades— parecía flotar sobre el lago Texcoco. Los españoles contemplaron la vista con asombro e incluso reverencia, pues nunca antes habían vis­ to nada parecido; muchos no pudieron más que mirar boquiabiertos, sobrecogidos y maravillados, mientras bajaban por la empinada y si­ nuosa senda que llevaba al valle.6 Tras dejar atrás el serpenteante camino, los expedicionarios lle­ garon finalmente a una villa que, aunque estaba abandonada, parecía haber sido preparada y aprovisionada en previsión de su llegada. En­ 114

1 A «CIUDAD DE LOS SUEÑOS»

contraron grandes cantidades de comida y de agua potable, estancias lo bastante espaciosas como para alojarse en ellas y descansar — las habitaciones estaban decoradas con tapices y cortinas— , así como forraje para los animales. En el suelo había incluso leña cortada y lista para su uso, y en las limpias calles se alineaban plantas y arbustos bien cuidados. Cortés, consciente de que el lugar había estado habi­ tado hasta poco antes (y también ante las evidencias de que había espías merodeando por allí), apostó guardias y centinelas en varios puntos del poblado; se aseguró de que los caballos permaneciesen ensillados y de que los hombres se mantuvieran alerta, pero, aun con todas esas precauciones, los hombres durmieron mucho mejor de lo que lo habían hecho en la nevada falda de la montaña. La noche transcurrió sin incidentes y a la mañana siguiente, a primera hora, descendieron hacia el valle, atravesaron hermosos bos­ ques y pequeñas aldeas y llegaron finalmente a una población llama­ da Amecameca, habitada por casi cinco mil personas. Al hablar con los caciques del lugar, Cortés observó con creciente interés que eran comunicativos y que se quejaban a menudo de los elevados tributos que debían pagarle a Moctezuma, a quien, además, a menudo debían hacer entrega de sus mujeres e hijos, junto con otros bienes valiosos. Cortés tomó nota de las quejas e interpretó la existencia de descon­ tento tan cerca deTenochtitlán como una señal positiva en el caso de que en el futuro le fuera preciso forjar alianzas.7 Durante el descenso hacia el valle de México, los expediciona­ rios también recibieron la visita de otra embajada de aztecas, en este caso especial porque Moctezuma había incluido en ella a varios de sus mejores magos y hechiceros con la esperanza de que pudieran detener el inexorable avance de los españoles. Según las crónicas aztecas, «Moctezuma envió los magos y hechiceros ... a ver si podían hacerles algún hechizo, procurarles algún maleficio. Pudiera ser que les soplaran algún aire, o les echaran algunas llagas, o bien alguna cosa por este estilo les produjeran. O también pudiera ser que con alguna palabra de encantamiento les hablaran largamente, y con ella tal vez los enfermaran, o se murieran, o acaso se regresaran a donde habían venido».8 Moctezuma, sin otras alternativas y sumido al parecer en la desesperación, decidió enviar también a un doble suyo, un noble

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C O N Q U ISTA D O R .

llamado Tziuacpopocatzin que se pondría uno de los atuendos del emperador, adoptaría maneras majestuosas y se haría pasar por Moc­ tezuma; la idea era que mantuviera una reunión formal con los espa­ ñoles y que, una vez complacidos, quizá regresaran por donde habían venido. La embajada también llegó cargada de obsequios, como be­ llas plumerías de quetzal y una importante cantidad de oro, que su­ mieron en una especie de delirio a los capitanes, por lo visto aún atolondrados de resultas de la travesía por las montañas. Su reacción ante los regalos la recogió el cronista Bernardino de Sahagún,* se­ gún el cual se abalanzaron sobre el oro «como si fueran m o n o s... eso anhelan con gran sed, se les ensancha el cuerpo por eso, tienen ham­ bre furiosa de eso. Com o unos puercos hambrientos ansian el oro. Y las banderas de oro las arrebatan ansiosos, las agitan a un lado y a otro, las ven de una parte y de otra. Están como quien habla lengua salvaje; todo lo que dicen, en lengua salvaje es».9 Al principio los españoles creyeron que Tziuacpopocatzin podía muy bien ser M oc­ tezuma, pero tras consultarlo con varios de los daxcaltecas, Cortés llegó a la conclusión de que aquel hombre no tenía la misma edad y constitución que el emperador y el ardid fue descubierto. Tampoco los magos y hechiceros tuvieron éxito, y la embajada volvió para comunicarle noticias desconcertantes a Moctezuma: sus hechizos, ensalmos y conjuros de nada servían con esos teules, con esos dioses. Cortés, sus soldados y sus caballos, acompañados por millares de tlaxcaltecas, seguían aproximándose aTenochtitlán. M oc­ tezuma siguió pidiendo consejo, tanto a los sacerdotes como a los dioses. Cortés permaneció en Amecameca dos días enteros, durante los cuales fue bien hospedado y alimentado y obtuvo más oro así como cuarenta esclavas jóvenes. Entabló buenas relaciones con los caciques

* Sahagún, un entregado fraile dominico, se pasó casi cuarenta años preparan­ do su Histeria general de las cosas de Nueva España (el Códice Florentino), una obra de trece volúmenes basada en los relatos de los indios nahua que estuvieron presentes antes, durante y después de la conquista. La obra recoge todos los aspectos imagi­ nables de la vida y la cultura aztecas. (Véase al final del libro la «Nota sobre el texto y las fuentes».)

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I.A -CIU D A D DE I.OS SU EÑ O S.

de la población y les aseguró que pronto los liberaría de sus obliga­ ciones tributarias hacia los aztecas. Una vez repuesto, Cortés prosi­ guió la marcha y se detuvo cerca de los bancos de la laguna de Chalco, la masa de agua situada más al sur de la cadena lacustre. La ciudad era un hervidero de gente, y los españoles observaron con gran inte­ rés las numerosas canoas que entraban y salían de la urbe surcando las apacibles aguas. Al poco rato llegó una comitiva oficial de nobles aztecas, entre los que se encontraba Cacama, sobrino de Moctezuma y rey de Texcoco. Como Bernal Díaz del Castillo recordaría tiempo después, llegó con el mayor fausto y grandeza que ningún señor de los mexicanos habíamos visto traer, porque venía en andas muy ricas, labradas de plu­ mas verdes, y mucha argentería y otras ricas piedras engastadas en cier­ tas arboledas de oro que en ellas traía hechas de oro, traían las andas a cuestas ocho principales, y todos decían que eran señores de pueblos; e ya que llegaron cerca del aposento donde estaba Cortés, le ayudaron a salir de las andas, y le barrieron el suelo, y le quitaban las pajas por donde había de pasar.’0 Cacama se reunió con Cortés y, por mediación de la Malinche, le dijo que lamentaba que el gran Moctezuma, su emperador, no hubiera podido venir en persona porque había caído enfermo. Ca­ cama venía en representación suya y deseaba atender con toda cor­ tesía a Cortés y sus hombres, que en adelante serían sus invitados y muy pronto serían recibidos en audiencia por Moctezuma. Hasta que llegara ese momento, Cacama y los demás nobles y señores es­ coltarían a los españoles hasta la ciudad de Iztapalapa y después hasta la capital, y tendrían todo lo que necesitaran durante el camino. Al oír las palabras del príncipe, Cortés, embargado por la emoción, le dio un fuerte abrazo (algo sin duda violento para los aztecas pero normal según las costumbres españolas) y luego le colgó del cuello un collar de vidrio tallado, mientras que a sus asistentes les obsequió con cuentas de colores. Una vez cumplidas dichas formalidades, Cortés siguió a los dig­ natarios por la orilla de la laguna, donde observó que multitud de 117

C O N Q U IS T A D O R

curiosos se apretujaban para mirar a los expedicionarios. Al poco rato llegaron a la primera de las maravillosas calzadas, una larga y recta estructura de piedra construida sobre las aguas que unia Chalco y la adyacente laguna de Xochimilco, separadas por unos ocho kiló­ metros. La calzada era bastante estrecha — Cortés escribió que solo tenía el ancho de «la lanza de un jinete»— , y los expedicionarios se quedaron cada vez más estupefactos y maravillados conforme se acercaban a la ciudad de Cuitláhuac, que Cortés describiría como «la más hermosa aunque pequeña que hasta entonces habíamos visto, ansí de muy bien obradas casas y torres como de la buena orden que en el fundamento della había, por ser armada toda sobre agua».11 El asombro de Cortés solo estaba haciendo que aumentar, y así también el de Bernal Díaz del Castillo, que posteriormente recordaría que no daba crédito a lo que estaba contemplando: «Desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua ... y aquella calzada tan derecha por nivel como iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas y encantamiento que cuentan en el libro de Amadís ... y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños».12 El propio Cortés se referiría a Tenochtitlán como «la ciudad de los sueños» y diría que sin duda era «la cosa más bella del mundo».13 Cuando llegaron a Iztapalapa, Cortés quedó absolutamente per­ plejo. La ciudad se levantaba cerca de una laguna salina, la mitad asentada sobre la tierra y la otra mitad suspendida sobre cimientos y pilones, como si estuviera flotando sobre las aguas. Eran los dominios del propio Cuitláhuac, hermano de Moctezuma y tío de Cacama, e invitó a Cortés y sus hombres a pasar la noche allí. Les enseñaron las mansiones de los nobles, muchas de reciente construcción, provistas de varias plantas y de cocina y terrazas exteriores ajardinadas, unidas por hermosos pasillos de piedra en los que se alineaban árboles, ar­ bustos y flores. Los patios y pasillos estaban cubiertos de toldos de algodón para protegerlos del sol y la lluvia. Cortés señaló que el di­ seño y los acabados superaban a los existentes en España: T ien en ...jardines m uy frescos de m uchos árboles y flores olorosas, asimismo albercas de agua dulce m uy bien labradas con sus escaleras

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LA «CIUDAD Di; LOS SUEÑOS»

fasta lo fondo ...Y dentro de la huerta una m uy grande alberca de agua dulce m uy cuadrada, y las paredes della de gentil cantería, y alderredor della un andén de m uy buen suelo ladrillado ... D e la otra parte del andén hacia la pared de la huerta va to d o labrado de cañas con unas vergas, y detrás dellas todo de arboledas y de hierbas olorosas. Y de dentro del alberca hay m ucho pescado y muchas aves así com o lavancos y cercetas y otros géneros de aves de agua, y tantas que muchas veces casi cubren el agua.14

La mañana siguiente a primera hora, Cortés reunió a sus efecti­ vos y les ordenó que se vistieran con sus mejores galas militares a fin de marchar hacia la ciudad ofreciendo un aspecto imponente, pero también porque, si bien hasta entonces habian recibido un trato ex­ quisito, serían vulnerables a lo largo de los ocho kilómetros que tenía la calzada. Una vez listas, las tropas marcharon en estricto orden, es­ cudriñando la periferia por si acechaba algún peligro y observando el gentío congregado en los márgenes de la estrecha calzada. Bernal Díaz registró el momento: E puesto que es bien ancha, toda iba llena de aquellas gentes, que n o cabían ... porque estaban llenas las torres y cues y en las canoas y de todas partes de la laguna; y no era cosa de maravillar, porque jamás habían visto caballos ni hom bres com o nosotros.Y de que vimos cosas tan admirables, n o sabíamos qué nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, q u e p o r una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, e veíamoslo todo lleno de canoas.15

Los españoles se maravillaron ante la arquitectura marítima, sin parangón con nada que hubieran visto antes. Multitud de pequeños botes y canoas, repletos de alimentos recién recolectados, textiles de factura manual y objetos de artesanía para el mercado, surcaban las aguas de un sofisticado sistema de canales. A medida que avanzaban, los boquiabiertos soldados españoles vieron portentosas chinampas— huer­ tas flotantes— , islas de flores y de verduras comestibles surcando las aguas como si de balsas vivientes se tratara.*16 El lugar parecía estar * Las chinampas —campos de cultivo construidos en las lagunas del valle de 119

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I.A «CIUDAD DE LOS SUEÑOS»

encantado, como en los cuentos de hadas que les habían contado de niños o que ellos mismos les habían explicado a sus hijos. Los aztecas quedaron también embelesados con la llegada de esos extranjeros procedentes de otro mundo, y sus relatos de primera mano recogen el temor reverencial con el que los miraron: Venían gran m ultitud en escuadrones con gran ruido y gran pol­ vareda, y de lexos resplandecían las armas y causaban gran m iedo en los que miraban. Ansimismo ponían gran m iedo los lebreles que traían consigo, que eran grandes; traían las bocas abiertas, las lenguas sacadas; y ivan carleando. Ansí ponían gran tem or en todos los que los vían.17

Los aztecas retrocedían atemorizados ante los gruñidos de los mastines y los caballos, cuyo sudor resplandecía a la luz del sol. Los soldados españoles blandían sus espadas, mientras que los ballesteros, con las armas al hombro, se mostraban impasibles. Cerrando la co­ lumna iba Cortés, desafiante y alerta, rodeado de guardias armados y arcabuceros. Caminando junto al caudillo español también estaba la Malinche, lo cual turbó y dejó perplejos a los aztecas. El recorrido, una exhibición regia de bravuconería y atrevimien­ to, condujo por fin a Cortés hasta una fortaleza flanqueada por dos grandes torres. Tras una serie de ceremonias de bienvenida dirigidas por los embajadores de Moctezuma, Cortés fue conducido por un puente levadizo hasta la isla principal, en pleno corazón de la ciudad

México— eran una brillante innovación agrícola azteca que habían introducido alrededor del año 1450. Consistía en estacar el lecho de las lagunas y verter la tierra del fondo en esos «cercados», que daban lugar a islas provistas de un suelo extraor­ dinariamente fértil (al que se añadían fertilizantes que incluían excrementos huma­ nos, una forma de gestionar los residuos) que no era preciso irrigar porque las raíces de los cultivos absorbían agua de la capa freática. El sistema también dejaba los cultivos inmunes a las heladas. La creación de chinampas fue de vital importancia para que Tenochtitlán se abasteciera de su propia comida y dejara de depender de los suministros exteriores, y fue en gran parte responsable del enorme tamaño de la ciudad, que, con doscientos mil habitantes, superaba con creces la población de las demás metrópolis mesoamericanas. En su momento de máximo esplendor, las chi­ nampas de las lagunas meridionales de Chalco y Xochimilco sumaban aproximada­ mente un total de novecientas treinta mil hectáreas. 121

CON QUISTA DO!*.

de Tenochtitlán. Era el 8 de noviembre de 1519. Nueve meses des­ pués de zarpar de Cuba y tras tres meses de marcha forzada y com­ bates desde que partiera de Villa Rica, Cortés había llegado a las puertas del imperio azteca. La Malinche habló con Aguilar y Cortés y después charló con los anfitriones, que la miraban llenos de curio­ sidad y reverencia porque hablaba varios idiomas y creían que pudie­ ra tratarse de una diosa. La Malinche se alejó y se inclinó para susu­ rrarle algo a Cortés. Debían esperar allí. El emperador Moctezuma estaba a punto de llegar.

Todo estaba preparado para un acontecimiento sin precedentes en la historia de la humanidad: el encuentro frente a frente de dos civi­ lizaciones, de dos mundos completamente autónomos que hasta en­ tonces no habían mantenido contacto alguno ni sabían de la exis­ tencia del otro. Los nativos americanos a los que Cortés vio por primera vez eran un pueblo que había evolucionado, aislado del res­ to del mundo, durante más de cincuenta mil años, y de la civilización compleja y avanzada ante la que estaba, nada se sabía hasta fechas muy recientes. Aun así, ahí estaba él, ante esa civilización.18 Cortés se giró sobre su silla de montar y miró con detenimiento las puertas, las torres almenadas y las azoteas de las casas, atestadas de curiosos; se dio cuenta de que era un blanco fácil y de que su posi­ ción militar era muy débil. Pese a todo lo que le habían contado sobre Tenochtitlán, Cortés no daba crédito al tamaño, la envergadura y la grandeza de la ciudad. Contra viento y marea, y quizá contra todo buen juicio, él y su compañía habían llegado a la ciudad más poderosa y poblada de toda América, tal vez de todo el mundo,*19 y estaban ahora rodeados de agua por todas partes. Todo lo que podía hacer ahora era esperar la llegada de Moctezuma y ver qué ocurría. * Se calcula que la población de Tenochtitlán rondaba entre los 200.000 y los 300.000 habitantes; el conjunto del valle de México, el área metropolitana de Tenochtidán, tenía entre 1 y 2,6 millones de habitantes. Por el contrario, la ciudad más populosa de Europa era París, con entre 100.000 y 150.000 habitantes. Londres tenía entre 50.000 y 60.000. Muchos estudiosos coinciden en afirmar qucTenochtidán era por entonces la ciudad más grande del mundo. 122

l.A .c:iUI>AI> P E LOS SU EÑ O S.

Cortés levantó la mirada y vio aproximarse dos largas procesio­ nes. Se trataba de nobles aztecas pulcramente vestidos, con vistosos penachos sobre la cabeza y ropajes de algodón teñido recamados en oro. En el centro de la procesión habia cuatro nobles que portaban una litera chapada en oro con un toldo adornado con brillantes plu­ mas de quetzal y forrado de plata, oro, piedras preciosas y perlas. Cortés desmontó cuando los miembros del séquito se detuvieron y de la litera descendió el gran monarca Moctezuma, que posó los pies sobre esteras para que no tuviera que tocar el suelo; otros sirvientes, desviando la mirada, barrían el suelo ante él conforme el emperador, con porte majestuoso, iba al encuentro de ese extranjero descarado e irreverente llamado Hernán Cortés. Cacama y Cuitláhuac caminaban junto a Moctezuma, seguidos por otros señores y vasallos aztecas. Aunque los otros iban descalzos, Moctezuma llevaba sandalias doradas con correas de piel de jaguar ornamentadas con piedras preciosas. Cuando estuvieron frente a frente por vez primera, Cortés y Moctezuma se miraron. El caudillo español tenía ante sí a un hombre cinco años mayor que él, de por­ te majestuoso aunque quizá ablandado por los excesos que conlleva la vida palaciega, pero delgado y moreno, de pelo oscuro y muy corto, y ojos penetrantes, profundos y meditabundos. El emperador azteca llevaba un penacho de brillantes plumas verdes de quetzal y una túnica de algodón engastada de joyas. Tenía el labio inferior adornado con un colibrí de piedra azul, las orejas con turquesas y la nariz con piedras de jade de color verde oscuro. Andaba con digni­ dad y gracia. Por su parte, Moctezuma se encontró ante un hombre barbudo, endurecido por los esfuerzos y batallas recientes, con la cara y los brazos surcados de cicatrices y provisto de una mirada desafiante. Se produjo un embarazoso silencio durante el cual M oc­ tezuma se inclinó para oler a Cortés, quien se preguntó qué debía hacer a continuación. Posteriormente diría del encuentro: «Y como nos juntamos yo me apeé y le fui a abrazar solo, y aquellos dos se­ ñores que con él iban me detuvieron con las manos para que no le tocase».20 Aunque Cortés se había reunido con numerosos señores y caci­ ques en el transcurso de la expedición, estaba claro que la reverencia 123

C O N Q U IS IA D O K .

exigida por el encuentro con Moctezuma era de otra magnitud, con un nivel de pompa y boato con el que no se había encontrado hasta entonces. Cortés le regaló al emperador un collar de perlas y vidrio tallado y perfumado con almizcle, y por mediación de la Malinche le preguntó con una franqueza que debió de sorprenderle: «¿Es usted Moctezuma?». En un tono tranquilo y comedido, el emperador res­ pondió: «Sí, el mismo». Flanqueados por varios dignatarios, Cortés y Moctezuma dieron un breve paseo por la calle y luego el emperador hizo una señal a uno de sus sirvientes para que le trajera un paño, que le entregó a Cortés. Envueltos en el interior había dos collares, que el español aceptó agradecido. Estaban «hechos de huesos de caracoles colorados que ellos tienen en mucho.Y de cada collar colgaban ocho camarones de oro de mucha perfición tan largos casi como un jeme [un palmo]».21 Moctezuma le había dado el reverenciado «collar del viento», que según se decía había llevado puesto el mismísimo Q uetzalcóatl.22 El emperador también le obsequió con guirnaldas de flo­ res aromáticas. Entonces Moctezuma se despidió y subió de nuevo a la litera para que lo llevaran de vuelta a palacio. Después le dijo a Cortés: «Está usted fatigado. El viaje lo ha dejado exhausto. Pero ahora ya ha llegado... Descanse». El emperador mandó a Cacama llevar a Cortés y sus acompañantes a sus aposentos. El español dio las gracias al em­ perador a través de la Malinche, a quien le dijo: «Dile a Moctezuma que somos sus amigos».23 Cacama llevó a los expedicionarios — in­ cluidos los tlaxcaltecas, que el pueblo azteca miraba con recelo y animosidad— a un amplio e inmaculado complejo. Los edificios ba­ jos, con un patio central amurallado, habían sido anteriormente el domicilio de Axayácatl, el padre de Moctezuma. A los capitanes y los hombres de mayor graduación les dierefh las mejores habitaciones, provistas de suelo con entramado de caña y camas con esterillas de hojas de palmera; incluso los caballos recibieron un trato exquisito, pues durmieron sobre lechos de flores.2'* Los tlaxcaltecas, los pocos cempoaleses que quedaban y los porteadores esclavos tuvieron que conformarse con dorm ir en los patios, expuestos al aire pero cubier­ tos por toldos de tela, mientras que Cortés se hospedó en el palacio de Axayácatl, situado al noroeste de la plaza mayor y adyacente a la 124

I A -CIU D A D l)li LOS S U l'Ñ O S -

calzada dc Tacuba, la salida occidental de la isla. En el extremo opues­ to de la calzada, en dirección este, Cortés podía ver la cancha de juego de la ciudad y, más allá, el recinto sagrado, donde se encontra­ ba el Templo Mayor. A Cortés debió de inquietarle un poco el hecho de estar alojado tan cerca del núcleo religioso y civil de esa urbe magnífica. Debió de sentirse vulnerable porque enseguida apostó guardias y centinelas en diversos puntos del complejo y ordenó emplazar la artillería en pun­ tos defensivos clave alrededor del palacio de Axayácatl y del patio central. A continuación, a modo de exhibición de músculo militar y para anunciar su llegada, Cortés y sus hombres efectuaron una serie de ejercicios en la plaza, y el caudillo les mandó disparar repetidas veces los arcabuces y falconetes. El ruido, los fogonazos y el humo de las descargas asombraron y atemorizaron a los aztecas presentes, que empezaron a toser y estornudar con el olor de la pólvora quemada. Las crónicas aztecas recordarían posteriormente cómo «se dispersaba la gente sin ton ni son ... Dominaba en todos el terror, como si todo el m undo estuviera descorazonado. Y cuando anochecía, era grande el espanto, el pavor se tendía sobre todos, el miedo dominaba a todos, se les iba el sueño, por el temor».25 Pese a la rudeza y agresividad de esta exhibición, Moctezuma decidió tratar de entender a esos extranjeros, quizá aprender algo de ellos y, si podía, hasta comprender en qué consistían sus poderes. Por la noche, después de que Cortés y sus hombres hubieran cenado aves y tortillas, Moctezuma convocó a su visitante, a algunos de sus capi­ tanes y a la Malinche y Aguilar al salón principal del palacio. El em­ perador tomó asiento en un trono y sentó a su invitado en otro si­ tuado cerca de él. Allí Cortés fue agasajado con incontables regalos, en lo que constituyó una verdadera demostración de la riqueza y el poder de Moctezuma. Había miles de vestidos y tejidos, plumajes deslumbrantes e intrincados, así como más oro y plata del que Cor­ tés hubiera visto nunca o aun se hubiera podido imaginar. N o cabe duda de que la exhibición le impresionó, pero también tuvo el efec­ to indeseado de inflamar más aún su codicia y su deseo de poseer lo que estaba viendo y mucho más. Seguidamente, Moctezuma se enderezó en el trono y pidió sy 125

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lencio. Se dirigió a Cortés con gran formalidad y un lenguaje come­ dido e incluso poético, expresando lo siguiente por mediación de la Malinche: ¡Oh, señor nuestro! Seáis muy bien venido. Havéis llegado a vues­ tra tierra, a vuestro pueblo y a vuestra casa, México. Havéis venido a sentaros en vuestro trono y vuestra silla, el cual yo en vuestro nombre he poseído algunos días. Otros señores —ya son muertos— le tuvieron ante que yo. El uno que se llamava Itzcóad, y el otro Motecuçoma el Viejo ...Yo, el postrero de todos, he venido a tener cargo y regir este vuestro pueblo de México ... Los defuntos ya no pueden ver ni saber lo que pasa agora. Pluguiera a aquel por quien vivimos que alguno de ellos fuera vivo y en su presencia aconteciera lo que acontece en la mía. Señor nuestro, ni estoy dormido ni soñando; con mis ojos veo vuestra cara y vuestra persona. Días ha que yo esperava esto; días ha que mi coraçon estava mirando aquellas partes donde havéis venido. Havéis salido de entre las nubes y de entre las nieblas, lugar a todos ascondido. Esto es por cierto lo que nos dexaron dicho los reyes que pasaron, que havíades de bolver a reinar en estos reinos y que havíades de asentaros en vuestro trono y a vuestra silla. Agora veo que es verdad lo que nos dexaron dicho ... Descansad agora; aquí está vuestra casa y vuestros palacios. Tomadlos y descansad en ellos con todos vuestros capitanes y compañeros que han venido con vos.*26 Cortés, tramposo y manipulador, interpretaría literalmente las palabras del emperador azteca en lugar de en sentido figurado (como probablemente era la intención de este) y daría por sentado que Moctezuma creía a pies juntillas en la profecía, es decir, que Cortés había vuelto para envolverse en el manto de su autoridad. Por el * El discurso de Moctezuma en presencia de Cortés constituye uno de los más desconcertantes, misteriosos y problemáticos de la historia, y ha sido objeto de interpretaciones y debates interminables. El modo en que su discurso es interpre­ tado da cuenta de la esencia de este encuentro sin precedentes. La versión de Cor­ tés aparece en una carta que le escribió al rey de España diez meses después, y re­ sulta sospechosa por su naturaleza acusadamente política. En cambio, la versión en náhuad (la que he citado aquí), extraída de fuentes orales, es muy conmovedora, y presenta a Moctezuma como un personaje aristocrático y majestuoso, pero tam­ bién lastrado por la confusión, las dudas y una firme creencia en el destino.

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momento, la respuesta que ofreció Cortés por mediación de la Malinche fue breve, astuta y a todas luces poco sincera: Decidle a Motecuçoma que se consuele y huelgue y no haya te­ mor, que yo le quiero mucho y todos los que conmigo vienen. De nadie recibirá daño. Hemos recibido gran contento en verle y cono­ cerle, lo cual hemos deseado muchos días ha; ya se ha cumplido nuestro deseo. Hemos venido a su casa, México. Despacio nos hablaremos.27 Tanto las versiones aztecas como españolas de ese primer discurso aluden a la historia del dios que regresa. Cortés parecía estar encanta­ do con encarnar el mito — le iba a ser de gran utilidad— , mientras que Moctezuma, embargado por la curiosidad, esperaba poder apren­ der todo lo que pudiera de los españoles mientras decidía qué hacer con ellos. El emperador quería descubrir los secretos de su poder y quizá, si le era posible, hacerse con esos objetos mágicos.Tal vez solo le sería preciso desembolsar una pequeña cantidad de oro, por el que los españoles parecían arrastrarse como si estuvieran borrachos de pulque (un licor elaborado a partir del maguey). Moctezuma dio por terminada la audiencia invitando a Cortés y sus hombres a recorrer la ciudad acompañados por guías aztecas y contemplar su magnificencia, y a continuación se retiró a sus apo­ sentos para orar. El emperador tenía sin duda mucho sobre lo que reflexionar. Lo acontecido en Cholula había planteado algunas dudas sobre si ese español era en realidad Quetzalcóad, pero, milagrosa­ mente, Cortés había llegado a la costa mexicana el 1-caña, el año en que estaba previsto el regreso de Quetzalcóad, y, más portentoso aún, ese día era 1-viento según el calendario azteca, el día del «torbellino» de Quetzalcóad, aquel en que los hechiceros y los ladrones hipnoti­ zan a sus víctimas mientras duermen para robarles sus tesoros.2* Esa noche, tras haber presenciado la llegada de esas extrañas criaturas, Moctezuma y sus súbditos apenas pudieron pegar ojo, pues la ciudad estaba sumida en un ambiente de inquietud. El orden de su mundo parecía haberse trastocado, «como si todos hubieran comido hongos estupefacientes, como si hubieran visto algo espantoso. Dominaba en todos el terror, como si todo el mundo estuviera descorazonado».29

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Ciudad de sacrificio

A la mañana siguiente, a pesar del palpable desasosiego de la pobla­ ción, el sol volvió a salir sobre Tenochtitlán. La llegada de los extran­ jeros no había comportado el fin del mundo. Al menos no todavía. La ciudad se despertó como de costumbre: las mujeres se arrodilla­ ban en las cocinas de sus casas de adobes secados al sol, atizaban el fuego para cocinar, amasaban y palmoteaban harina de maíz para preparar tortas y, finalmente, salían de casa para ir a comprar al mer­ cado. Las canoas surcaban las aguas de los canales y las calzadas de camino a sus quehaceres, como comerciar o ir a trabajar a las chinam­ pas del sur. Los artesanos se dirigían a los talleres para fabricar sus artículos. Los hijos de la nobleza se encaminaban a los monasterios y las escuelas para estudiar teología y ciencia y para recibir formación militar, mientras que los sacerdotes y sus ayudantes subían a los tem­ plos para limpiarlos, llenaban los braseros de pedazos de carbón para mantenerlos siempre encendidos y se aseguraban de que los adora­ torios estuvieran en perfectas condiciones.1 Moctezuma se levantó tras una noche de oración y ordenó a sus ayudantes que se cercioraran de que a Cortés y su gente no les falta­ ba de nada. Asimismo, puso a su disposición sirvientes para que les prepararan la coñuda, les suministró fruta, aves y, por supuesto, tortas de maíz, así como forraje para los caballos y pedazos de carne y hue­ sos para los perros, y luego pidió a Cortés y la Malinche que más tarde lo fueran a visitar a su palacio real. Cortés se llevó consigo a Jerónimo de Aguilar para que ayudara a la Malinche en la traduc­ ción, así como a Pedro de Alvarado,Juan Velázquez de León, Gonza­ lo de Sandoval y Diego de Ordaz, junto con otros cinco españoles, entre ellos Bernal Díaz del Castillo. De las paredes exteriores del complejo de piedra, recientemente construido, colgaban estandartes 128

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de Moctezuma y de sus antepasados así como imágenes pintadas, entre ellas el escudo de armas (un águila con las garras extendidas en trance de atacar a un jaguar). El emperador los recibió en el centro de un espacioso salón de la planta baja, que era el núcleo político y gubernamental de la ciudad y, por ende, de la nación azteca. Mocte­ zuma les mostró los diferentes salones y estancias, amplios y de bellos acabados, con paredes y techos pintados, construidos con madera de la región. En los rincones de las estancias ardía incienso copal en braseros de barro, perfumándolas con un rico olor a almizcle. El complejo contaba con más de un centenar de habitaciones disemi­ nadas por una amplia zona, y además de las oficinas administrativas también había talleres donde trabajaban los mejores artesanos de la ciudad (orfebres, alfareros y artesanos de plumerías).2 Todo estaba muy limpio, muy bien organizado y resultaba impresionante, indi­ cios de una civilización muy desarrollada y estructurada que se ha­ llaba en su cénit. Tras el recorrido por el complejo, Moctezuma le pidió a Cortés que se sentara junto a él, en una silla entretejida y desprovista de patas, y el emperador tomó asiento en su trono, rodeado de algunos de sus caciques y sirvientes. La Malinche y Aguilar se quedaron cer­ ca y los dos líderes iniciaron una conversación, aunque la lentitud y dificultad de la traducción hizo que se tratara más bien de una suce­ sión de monólogos vacilantes. Cortés le agradeció al emperador su amabilidad y hospitalidad, y le aseguró que él y sus hombres habían podido descansar y recuperar fuerzas. N o obstante, acto seguido Cortés lanzó uno de sus acostumbrados discursos sobre el cristianis­ mo (que a esas alturas ya había memorizado), señalando que era en parte para inculcar esas verdades para lo que, a instancias del rey de España, habían viajado hasta allí.* Cortés explicó que los españoles rendían culto al único Salvador, Jesucristo, el hijo de Dios, y que todos los seres humanos eran hermanos y hermanas, los descendien­ tes de Adán y Eva. Dios había creado el mundo y había incluido un cielo para los que rezaban, eran creyentes y se comportaban con * Por supuesto. Cortés estaba exagerando, ya que Carlos I todavía no había dado el visto bueno a sus esfuerzos.

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rectitud, y también un infierno donde los pecadores y los no creyen­ tes ardían para el resto de la eternidad. Cortés tuvo la osadía de aña­ dir que los dioses a los que Moctezuma rendía culto eran feos, viles y demoníacos, como lo era también la práctica azteca de los sacrifi­ cios humanos, y reiteró que esperaba poder convencer al emperador de que abjurara de sus falsos ídolos y abrazara la fe verdadera.3 Moctezuma digirió esas palabras e ideas lenta y seriamente, y, aunque se sintió ofendido, no dejó entrever su indignación. Respon­ dió con erudición, usando un tono comedido: estaba al tanto de las creencias de los españoles desde que sus embajadores regresaran del arenal cerca de la costa y le mostraran los libros, dibujos y descrip­ ciones de ese encuentro. Entonces Moctezuma se irguió en el trono y se dirigió directamente a Cortés: «No os hemos respondido a cosa ninguna dellas porque desde ab-inicio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos, e así deben ser los vuestros, e no curéis más al presente de nos hablar dellos».4 Más que de una petición se trataba de una orden, y Cortés aprovechó para dejar de hablar del asunto. Había sido su primera oportunidad real y había cumplido con su obligación. Podría seguir presionando al emperador más ade­ lante, cuando llegara el momento. Moctezuma mencionó que gente parecida a Cortés había llega­ do a la costa dos años antes; ¿también eran españoles? Cortés, cayen­ do en la cuenta de que se refería a las expediciones de Córdoba y Grijalva, asintió y dijo que también ellos estaban al servicio del rey de España y que su misión consistía en explorar los mares y las costas y encontrar la ruta que llevaba a tierras mexicanas, cosa que habían conseguido y a ellos, a Cortés y los suyos, les había permitido llegar hasta allí. Moctezuma hizo una señal a uno de sus sobrinos y este se acer­ có con más regalos, entre ellos varias túnicas finamente bordadas para el capitán general y dos collares de oro para cada uno de los capitanes españoles. Cortés le dio las gracias y, al reparar en lo tarde que era (y en los centenares de sirvientes que entraban y salían de las habitaciones para preparar la comida del emperador),solicitó irse. Moctezuma animó a Cortés a servirse de los guías y sirvientes que había puesto a su disposición para visitar toda la ciudad, que espera­

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ba que le gustase, y luego se levantó del trono con la promesa de que pronto volverían a mantener un encuentro. El emperador se marchó a cenar y después a orar. Durante las siguientes cinco noches subiría las empinadas gradas del Templo Mayor, el más alto de Tenochtidán, y rezaría con fervor a Huitzilopochtli, el dios-colibrí de la guerra y de los sacrificios, patrono de los aztecas. Después de que los sacer­ dotes hubieran sacrificado a una docena de niños, Moctezuma, con­ vencido de que la supervivencia del universo dependía de ellos, se arrodillaba ante las llamas temblorosas y rezaba para tener una vi­ sión, para obtener la verdad. Trataba con desespero de entender a Cortés y los demás extranjeros, cuyas victorias frente a los tabascanos y los tlaxcaltecas, ante rivales mucho más numerosos, resultaban prácticamente inexplicables. Arrodillado ante los ídolos de piedra — mientras corazones humanos se consumían en un brasero y los sacerdotes trataban de ver el futuro en las visceras de palomas y co­ dornices recién sacrificadas— , Moctezuma permanecía a la espera de una señal.5

En el transcurso de la semana siguiente, los españoles descubrieron la «ciudad de los sueños» conforme fueron recorriendo la próspera metrópolis acompañados por nobles aztecas. Visitaron las restantes dependencias del gran palacio de Moctezuma, que, según observó Cortés, estaban custodiadas por unos tres mil guerreros fuertemente armados. En esa zona también se alojaban varios miles de mujeres (con ciento cincuenta de las cuales Moctezuma probablemente dor­ mía), y el emperador era atendido a diario por más de mil sirvientes. Sus aposentos privados en las plantas superiores disfrutaban de vistas de su vasto reino. Sus comidas eran muy elaboradas — solo comía en la vajilla de cerámica cholulteca más fina— , y se decía que tocaba cada plato, bandeja o cuenco una sola vez.Todos los días elegía entre más de trescientos platos preparados especialmente — «pollos, pavos, faisanes, codornices, patos de granja o salvajes, liebres y conejos»— y a continuación se sentaba a una mesa baja donde comía solo y en silencio, a no ser por los ocasionales susurros de sus sacerdotes más allegados y sus parientes predilectos. Remataba la comida con una 131

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copa de cacao con espuma de chocolate y largas caladas a una pipa con tabaco, mientras era entretenido por juglares, cantantes, poetas e incluso jorobados, enanos y albinos.6 Cortés y sus hombres quedaron asombrados por las dimensiones del palacio incluido el zoo, que daba cobijo a leones y jaguares sal­ vajes de las montañas (se rumoreaba que los alimentaban con la san­ gre y los restos de las víctimas de sacrificios humanos), así como linces y lobos. También había reptiles muy venenosos, serpientes de cascabel, boas constrictor, lagartos y cocodrilos. Una de las casas es­ taba dedicada a las aves de cetrería (águilas, halcones y gavilanes, cada uno en su propia jaula) y a pájaros tropicales de resplandeciente plu­ maje, incluido el quetzal, muy reverenciado por los aztecas; las plumas del pecho eran de color sangre y las de la larga cola tenían la misma tonalidad que el jade pulido. Después, los visitantes caminaron por jardines botánicos enormes y muy bien cuidados, donde se alineaban los árboles y jardineros expertos cultivaban hierbas aromáticas y me­ dicinales y rosas con los colores del amanecer y el ocaso.7 El mercado central de Tlatelolco era asombroso, y superaba a cualquiera de los mercados europeos que los españoles conocieran. Allí, más de sesenta mil personas llegaban a diario de todos los rin­ cones del país para comprar, vender o intercambiar mercancías, lo cual lo convertía en el mayor centro comercial de toda América. En él se podía comprar cualquier producto imaginable (y, desde el pun­ to de vista de los españoles, artículos cuya existencia nunca se hubie­ ran imaginado), de tejidos a esclavos pasando, por trozos de seres humanos descuartizados. Todos los géneros estaban agrupados según el tipo en puestos bien organizados (por los que el vendedor pagaba una suma al gobierno). Los había dedicados a la venta de útiles de alfarería, de materiales de construcción, de pieles de animal (venados y jaguares cortados o enteros, algunos con la piel o el pelo y otros sin) o de plumas, pájaros desollados o pájaros enteros, la obra de há­ biles taxidermistas. Asimismo, había artículos de primera necesidad, como sal, algodón, balas de tabaco, tabletas de chocolate — ambos una novedad para los españoles— y las importantes fibras de maguey y palmera, utilizadas para las pictografías. Los boticarios vendían se­ millas, raíces, trozos de corteza y hierbas para sanar las dolencias, 132

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mientras que artesanos fabricaban juguetes para los niños, incluidos algunos provistos de ruedas diminutas.8 Los puestos de comida asombraron a los visitantes, pues el paladar azteca parecía no tener límite. Cortés recordaría posteriormente: Pocas cosas vivas dejan de comer. Culebras sin cola ni cabeza, pe­ rrillos que no gañen, castrados y cebados; topos, lirones, ratones, lom­ brices, piojos y hasta tierra, porque con redes de malla muy menuda barren, en cierto tiempo del año, una cosa molida que se cría sobre el agua de las lagunas de México, y se cuaja, que ni es hierba, ni tierra, sino una especie de cieno. Hay mucho de ello y cogen mucho, y en eras, como quien hace sal, los vacían, y allí se cuaja y seca. Lo hacen tor­ tas como ladrillos, y no solo las venden en el mercado [deTenochtitlán], sino que las llevan también a otros fuera de la ciudad y lejos. Comen esto como nosotros el queso, y así tiene un saborcillo de sal, que con chilmolli* es sabroso.’ La zona del mercado que más impresionó a Cortés fue la que albergaba a los joyeros y herreros, cuya destreza superaba con creces a los de Europa. Fabricaban peces con intrincadas escamas de oro y plata, preciosas teteras con asas diminutas, réplicas de pájaros tropica­ les, guacamayos y loros, provistos de picos, lenguas y alas móviles, y, lo más sorprendente de todo, monos de metal, tal como si estuvieran vivos, que podían mover las manos y los pies e incluso sostener una pieza de fruta y dar la impresión de que se la estaban comiendo. Allí se vendían no solo metales preciosos, sino también turquesas, jade y perlas finamente trabajadas.10 Los españoles recorrieron toda la ciudad, cautivados por sus ma­ ravillas. Por su parte, Cortés estaba todo el tiempo pensando en cómo hacerse con ella. Debía de sentirse impresionado por el poder de Moctezuma, por la increíble acogida que le había dispensado y por el orden que imponía; hasta las calles eran barridas y limpiadas a dia­ rio con agua. Pero también había lugares desconcertantes y aun per­ turbadores. Algunos de los hombres de Cortés le explicaron que les

* Una salsa de chile, oscura y picante.

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habían enseñado un sitio malsano, un osario de calaveras humanas, construida para que pareciera un teatro de víctimas sacrificiales. Dis­ puestas en grupos de cinco, en hileras de palos sostenidos en torres de apoyo, había alrededor de 136.000 calaveras, todas encaradas hacia fuera, con la boca abierta y con el rostro descolorido por efecto de los rayos del sol. Para los españoles resultó una visión macabra y es­ calofriante.11 Durante su recorrido por los palacios y el mercado, Cortés también debió de oír hablar sobre otras prácticas rituales igualmente horripilantes, como las consistentes en rebanarles el cue­ llo a niños, decapitar a muchachas jóvenes y vestir a adolescentes con la piel de seres humanos recién desollados. La conmoción y repug­ nancia que debió de sentir Cortés (no obstante los recientes actos de barbarie cometidos por él mismo) seguramente lo reafirmaron en su convicción de que tenía una misión civilizadora que cumplir.*12 Los españoles también vieron indicios de la práctica de deportes y actividades de ocio. Cerca del palacio de Moctezuma descubrieron extensas y bien construidas canchas de juego, dispuestas en grandes rectángulos con gradas de piedra para un gran número de especta­ dores. La cancha en sí tenía forma de «I»,y en el centro había suspen­ didos dos grandes aros de piedra por los que los competidores debían hacer pasar una bola de caucho (los españoles quedaron fascinados con el caucho, que nunca habían visto) sirviéndose solamente de los codos y las caderas. Los jugadores, llamados tlachtli, llevaban protec­ ciones de cuero en los hombros, las rodillas, los codos y hasta la bar­ billa para los violentos partidos, disputados principalmente por y para la nobleza. El «juego» tenía tanto de ritual como de distracción, y se consideraba que la victoria no dependía tanto de las dotes atlé­ ticas de los jugadores como de la voluntad de los dioses. Así pues, como casi todos los aspectos de la vida azteca, poseía un componen* La hipócrita reacción de Cortés ante las prácticas rituales aztecas no puede pasarse por alto o exagerarse, en especial habida cuenta de la reciente historia de barbarie y crueldad durante la Inquisición y el trato dispensado a los musulmanes y judíos. Solo unas pocas semanas antes, Cortés había ordenado acabar con la vida de casi seis mil civiles inocentes en Cholula. Su reacción simplemente confirma la verdad histórica de que lo que para un pueblo es una pasión para otro constituye una perversidad. 134

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tt* religioso, y a menudo servía para dirimir cuestiones relacionadas con la divinidad, para solucionar problemas complejos o para decidir presagios y profecías. Durante sus discusiones con los sacerdotes de Moctezuma, a Cortés debieron de contarle una interesante y profética anécdota. Unos años antes de la llegada de los españoles, el sabio Nezahualpilli, señor de Texcoco, había interpretado el paso de un cometa por los cielos como una señal del final de la Triple Alianza y un augurio de la destrucción del imperio azteca. Moctezuma se mostró en completo desacuerdo, así que jugaron una partida de tiachtli para que los dioses dictaran sentencia. El emperador perdió el partido.13

Tras cuatro días pasando junto a los templos que conformaban el centro ritual de Tenochtitlán, a Cortés le entraron ganas de verlos por dentro, así que mandó preguntarle a Moctezuma si podía visitar el Templo Mayor y el santuario consagrado a Huitzilopochtli. La petición era bastante atrevida, incluso descarada, porque se trataba del lugar especial donde el emperador oraba y era sagrado. Moctezu­ ma dudó, preguntándose si debía permitirlo. Finalmente, por la tarde, tomó la decisión de acompañar personalmente a Cortés. El empera­ dor azteca llegó en su litera, mientras que Cortés se presentó acom­ pañado de la Malinche, de varios de sus capitanes y de algunos sol­ dados armados, y siguió el séquito imperial de Moctezuma. Al llegar al pie de la gran pirámide, el cortejo se detuvo y M oc­ tezuma se apeó de la litera; los sirvientes extendieron de nuevo este­ rillas y barrieron el suelo ante él. El emperador le pidió a Cortés que esperara y subió los 114 escalones, peligrosamente empinados (esta­ ban pensados para que, al ser lanzadas desde lo alto, las víctimas de los sacrificios recorrieran en caída libre los cuarenta y cinco metros que había hasta el suelo). Los españoles estiraron el cuello mientras, ayu­ dado por sus sirvientes, Moctezuma se dirigía a la cúspide y luego desaparecía. Al poco rato bajaron algunos sacerdotes, enviados por cortesía de Moctezuma, para ayudar a Cortés y sus acompañantes en el difícil ascenso hasta la cúspide, pero Cortés les ordenó que no se atrevieran a tocarles. Algunos de sus hombres incluso desenvainaron 135

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las espadas, sabedores de lo que sucedía en esos lugares de culto az­ tecas. Los sacerdotes se marcharon y Cortés se puso al frente de los suyos para escalar dificultosamente, de uno en uno, los irregulares escalones, hasta que al fin llegaron a la cima, donde se encontraban los santuarios. La altitud de Tenochtitlán (2.250 metros por encima del nivel del mar) y el peso de las armaduras hicieron que los espa­ ñoles llegaran jadeando; Moctezuma sonrió y dijo: «Cansado estaréis de subir a este nuestro gran templo». Cortés, tratando de recobrar el aliento, le respondió con arrogancia: «Los españoles no nos cansamos en cosa ninguna».14A Moctezuma debió de parecerle un comentario divertido en vista de los resuellos de Cortés y sus hombres. La plataforma era amplia y estaba bien pavimentada, con piedras lisas y de grandes dimensiones. Moctezuma abrió la palma de la mano en todas direcciones para que los españoles repararan en las magníficas vistas panorámicas sobre la ciudad, que se extendía a lo largo de kilómetros; las aguas de las lagunas daban paso a campos de cultivo y, más allá, a todo el valle de México. Como un águila, Cortés paseó la vista por la ciudad sin perder detalle de todo lo que pudiera revestir interés desde el punto de vista militar; tomó buena nota de la dirección de las calzadas y de la ubicación de los puentes levadizos. Todo era maravilloso, literalmente imponente, y al mismo tiempo bastante increíble. A Cortés los adoratorios en sí le parecieron hermosos aunque inquietantes. Eran dos, uno consagrado a Huitzilopochtli, el dios de la guerra, y el otro a Tezcatlipoca, el «espejo que -humea», de poder omnipotente, y frente a ellos había una piedra de sacrificios oscure­ cida por la sangre de las víctimas. Junto a ellas había sacerdotes con hábitos de color negro; tenían el rostro fantasmagóricamente pálido a causa del ayuno y las sangrías, las orejas llenas de cortes y jirones, y el pelo enmarañado y manchado de sangre.15 Armándose de valor, Cortés le preguntó a Moctezuma si podía ver el sanctasanctórum del adoratorio dedicado a Huitzilopochtli, donde el emperador efectua­ ba sus oraciones. Tras consultarlo con sus sacerdotes, Moctezuma accedió y condujo a los españoles al interior, donde presenciaron imágenes y escenas que pocos mortales aparte de los sumos sacerdo­ tes y los principales caciques habían visto jamás. Allí estaba el ídolo 136

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de Huitzilopochtli, gigantesco y sentado en una litera. Sus ojos eran de piedra pulida, y en una mano sostenía un arco de oro y en la otra flechas también de oro. Tenía la cara salpicada de sangre, tanto fresca como reseca, y junto a él se encontraban ídolos más pequeños pero igualmente espeluznantes, dragones y «otras figuras horribles», in­ cluida una «serpiente con colmillos». Del cuello de Huitzilopochtli colgaba una cadena con corazones de oro y plata, símbolos del sacri­ ficio supremo. Frente a los ídolos ardían braseros, en los que crepita­ ban corazones recién extraídos.16 Asqueado y horrorizado. Cortés solo pudo apartar la vista y po­ sarla en las paredes empapadas de sangre. El olor del lugar lo supera­ ba. Se acercó a Moctezuma y le habló mientras la Malinche traducía: «No sé yo cómo un tan gran señor e sabio varón como vuestra ma­ jestad es, no haya colegido en su pensamiento cómo no son estos vuestros ídolos dioses, sino cosas malas, que se llaman diablos». Moc­ tezuma escuchó las palabras con una mirada fría como el acero pero, por el momento, no dijo nada. Cortés, tras decidir que había llegado el momento, sugirió con gran osadía erigir una cruz allí, como sím­ bolo del único y verdadero dios. «Haremos un apartado donde pon­ gamos una imagen de Nuestra Señora ... y veréis el temor que dello tienen estos ídolos que os tienen engañados.»17 Aunque lo tenía ante sí, Cortés no entendió (ni tampoco se esfor­ zó por hacerlo) la antigua y profundamente arraigada importancia del sacrificio ritual en la religión azteca ni el papel fundamental que de­ sempeñaban esos ídolos en su cosmovisión. Para Moctezuma y su pue­ blo, los corazones y la sangre de las víctimas no constituían un mero pasatiempo sino que eran algo absolutamente necesario, un elemento de vital importancia, como el aire o el agua, para que la vida prosiguie­ ra su curso y el mundo no se viniera abajo. Los sacrificios rituales de seres humanos representaban la ofrenda suprema en el sistema de creen­ cias azteca.Y ahí estaba el tal Cortés, ese misterioso intruso, denigran­ do todo aquello que los aztecas consideraban mis sagrado. Era dema­ siado. Era inconcebible. Profundamente ofendido, Moctezuma alzó la mano de modo desafiante y dijo en tono colérico: «Si tal deshonor como has dicho creyera que habías de decir, no te mostrara mis dioses; aquestos tenemos por muy buenos, y ellos dan salud y aguas y buenas 137

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sementeras, temporales y victorias, y cuanto queremos, y tenérnoslos de adorar y sacrificar. Lo que os ruego es que no se digan otras palabras en su deshonor».18 Cortés y sus acompañantes fueron conminados a bajar. Cuando estaban descendiendo las últimas gradas de la pirámide, oyeron el len­ to, rítmico y diabólico tañido de los tambores fúnebres y los escalo­ friantes sones de las caracolas tocadas por los sacerdotes desde lo alto del templo, señalando la puesta de sol y el inicio de la ceremonia. Moctezuma permaneció en el adoratorio, consternado y sobre­ saltado. Tenía que realizar sacrificios para aplacar la ira de los dioses por haber cometido la trasgresión de llevar a Cortés hasta allí. Estaba a punto de estallar una guerra religiosa entre sus incontables dioses y ese al que los españoles rendían culto.

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La conquista del imperio

También a Cortés le entraron ganas de orar y de contar con una capilla como Dios manda donde los españoles pudieran asistir a dia­ rio a misa. Habida cuenta de la negativa de Moctezuma a instalar un lugar de culto cristiano en el Templo Mayor, esperó unos días a que el humor del emperador mejorara y luego mandó preguntarle si le permitía construir una capilla en sus aposentos o cerca de ellos, en el palacio de Axayácad. Para su sorpresa, Moctezuma accedió al ruego e incluso le proporcionó algunos albañiles y carpinteros para que lo ayudaran en el proyecto. En tan solo dos días fue erigida una capilla dentro del palacio, una concesión aparentemente menor en una ciu­ dad dominada por los templos aztecas pero que, desde un punto de vista simbólico, constituía una poderosa señal de que los españoles estaban realizando progresos, sobre todo en opinión de Cortés. C on­ taban ya con un santuario cristiano legítimo (gestionado por los pa­ dres Bartolomé de Olmedo y Juan Díaz) en el epicentro del mundo espiritual azteca. Difícilmente iba a ser el último. Mientras estaban construyendo la capilla, uno de los carpinteros de Cortés, Alonso Yáñez, realizó un descubrimiento interesante. En una de las paredes encontró una puerta recientemente entablada y cubierta con yeso pero cuyos marcos estaban agrietados y todavía podía abrirse. Puesto que el edificio era de reciente construcción, al principio Cortés no le dio la mayor importancia, pero, embargado por la curiosidad, mandó forzar la puerta para averiguar qué oculta­ ba. Recorrieron un corto pasadizo y llegaron a una sala inmensa, don­ de encontraron cajas y cestos de mimbre. Tras abrirlos con cuidado, apenas pudieron dar crédito a lo que vieron: un tesoro secreto de tributos e impuestos recolectados durante los trece años de reinado de Axayácad, el expolio a sangre y fuego de la expansión imperial. 139

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Había montones de oro y plata, finas joyas y baratijas, copas y fuentes, así como numerosos objetos de piedra tallada, incluida una gran can­ tidad de jade. Muchos de los recipientes contenían solamente plu­ merías, la mayoría de quetzal. Bernal Díaz dijo de las riquezas que encontraron allí: «Como en aquel tiempo era mancebo y no había visto en mi vida riquezas como aquellas, tuve por cierto que en el mundo no debiera haber otras tantas».*1 Los hombres manosearon el tesoro en un arrebato de codicia, hasta que Cortés les ordenó parar; por el momento debían dejarlo donde estaba. Algunos pusieron objeciones, pero Cortés les aseguró que llegado el momento, cuando la ciudad fuera suya, se repartirían equitativamente el botín. La puerta fiie sellada de nuevo y Cortés ordenó a sus hombres no decir nada a nadie de lo que habían visto, una orden que probablemente fiie desobedecida de manera casi ins­ tantánea por algunos de ellos, que, cegados por la codicia y todavía atolondrados por la visión de las joyas y el oro reluciente, se fueron de la lengua.**

Aunque los españoles estaban siendo tratados a cuerpo de rey, Cortés se sentía inquieto. En primer lugar, sus hombres, acostumbrados a la acción, estaban cada vez más impacientes. Y había otro asunto que preocupaba al capitán general: las increíbles vistas de las que había disfrutado desde lo alto del Templo Mayor le habían demostrado gráficamente la relativa precariedad en que se encontraban sus fuer­

* Los cronistas aztecas también registraron el descubrimiento del tesoro por parte de los españoles: «Van ya en seguida a la casa de almacenamiento de Motecuhzoma. Allí se guardaba lo que era propio de Motecuhzoma, en el sitio de nombre Totocalco. Tal como si unidos perseveraran allí, como si fueran bestezuelas, unos a otros se daban palmadas: tan alegre estaba su corazón. Y cuando llegaron, cuando entraron a la estancia de los tesoros, era como si hubieran llegado al extremo. Por todas partes se metían, todo codiciaban para si, estaban dominados por la avidez».2 ** Algún tiempo después. Cortés le explicó a Moctezuma que habían descu­ bierto el tesoro, y el emperador solo le pidió que no se llevaran ni rompieran los vistosos y reverenciados plumajes, pues en verdad no le pertenecían a él sino a sus dioses. Por contra, le dijo que se llevaran todo el oro que quisieran.

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zas en la capital azteca, rodeada por las aguas. Era evidente que, aun contando con los tlaxcaltecas, muchos de los cuales estaban alojados en sus barracones, las tropas de Cortés podían ser ampliamente supe­ radas en número en caso de que Moctezuma diera la orden de atacar. Por añadidura, y para acabar de confirmar sus sospechas, los tlaxcal­ tecas le informaron de que los aztecas que vivían en las proximidades habían dejado de dispensarles un buen trato. Una vez más, los protestones tlaxcaltecas señalaron que, si así lo decidían, los aztecas podían izar los puentes levadizos cuando quisieran y dejarlos atrapados a todos allí, en la isla. Cortés escuchó atentamente. Era consciente de que la ancestral animosidad de los tlaxcaltecas hacia los aztecas ha­ cía que fueran propensos a recelar y exagerar, pero tenían toda la razón del mundo en lo tocante a los puentes levadizos. Desde un punto de vista puramente militar, los españoles y sus aliados estaban expuestos. ¿Y si era precisamente esa la intención de Moctezuma desde el principio? Cortés meditó al respecto. Si el emperador azte­ ca había planeado tenderles una trampa desde un buen comienzo, ¿por qué le había insistido a Cortés en que no se desplazara aTenochtidán bajo ningún concepto? N o tenía sentido, así que, al menos por el momento, prefirió hacer caso omiso de los temores expresados por los daxcaltecas. Con todo, algunos de los capitanes manifestaron preocupaciones similares a Cortés, así que celebraron una reunión en la capilla recién construida para discutir la situación. Cortés, Sandoval, Ordaz, Alvarado y Velázquez de León debatieron sobre la situación en que se en­ contraban y las diversas opciones que tenían, tanto militares como políticas. Mientras estaban reunidos, llegaron emisarios tlaxcaltecas con noticias muy preocupantes de Vera Cruz: Juan de Escalante, el capitán a cargo de la fortaleza costera, así como otros seis soldados españoles y numerosos aliados totonacas habían sido asesinados.* Moctezuma todavía contaba con un sistema de recaudación de tri­

* Cortés ya había tenido conocimiento de este hecho tras la matanza de Cholula, pero había preferido ocultárselo a sus hombres para no alarmarlos o generar discordia entre ellos. Asimismo, quería tener confirmación de los hechos, algo con lo que ahora ya contaba.

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butos en las regiones de la costa, y su agente en Nauhtla (también llamada Almería), un tal Qualpopoca, había presionado a los totonacas para que siguieran satisfaciendo los tributos una vez que Cortés se hubo marchado. Los totonacas, sin embargo, habían alegado que, en virtud de su amistad con los españoles, ya no eran vasallos de Tenochtitlán y se habían negado a entregar nada más. Encolerizado por el descaro de los totonacas, Qualpopoca había decidido recaudar los tributos por las buenas o por las malas y, como parte de una estrata­ gema, había enviado mensajeros a Escalante para concertar una re­ unión con él y pedirle sellar una alianza con los españoles. Escalante cayó en la trampa de Qualpopoca. Envió cuatro repre­ sentantes a la reunión solicitada por el agente azteca y fueron objeto de una emboscada; dos murieron acuchillados y los otros dos logra­ ron escapar y regresar a Vera Cruz. En represalia, Escalante reunió una fuerza compuesta por algunos de sus hombres y unos pocos miles de aliados totonacas y se enfrentó a Qualpopoca y sus guerre­ ros en una reñida batalla. Escalante fue derribado de su caballo (que file asesinado) y sufrió graves heridas, mientras que seis de sus hom­ bres resultaron muertos. Uno de ellos, llamado Juan de Arguello, fue apresado con vida y posteriormente sacrificado, tras lo cual corredo­ res aztecas le llevaron a Moctezuma la cabeza, a modo de trofeo de guerra. Al emperador la cabeza del español, de piel blanca y barba negra, le pareció terrorífica, y ordenó que se la llevaran deTenochtitlán. Escalante, tras haber sido derrotado y sus fuerzas dispersadas, re­ gresó como pudo aVera Cruz, pero no tardó en m orif a causa de las heridas.3 Desde el momento en que había recorrido la calzada y puesto los pies en Tenochtitlán, Cortés había estado «pensando todas las formas y maneras» de capturar a Moctezuma de tal modo que «en su prisión no hobiese algúnd escándalo ni alboroto».4 Ahora, en pose­ sión de una carta en la que se describía lo acaecido en Vera Cruz, tenía un pretexto. El 14 de noviembre, menos de una semana des­ pués de haber llegado a la capital azteca y de haber sido tratado como un invitado de honor, Cortés solicitó ser recibido por M octe­ zuma. Acompañado por Aguilar, la Malinche, los capitanes Sandoval, Avila, Lugo, Alvarado y Velázquez de León y una treintena de solda­ 142

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dos bien armados, el caudillo extremeño se dirigió al palacio de Moctezuma. En el bolsillo llevaba a buen recaudo la carta que le había enviado Pedro de Ircio, que había asumido temporalmente el puesto de Escalante enVera Cruz. Como de costumbre, hubo un intercambio de agasajos. Mocte­ zuma ofreció a los españoles regalos, incluidas joyas y mujeres (inclu­ so le ofreció una de sus hijas a Cortés, quien la rechazó alegando que ya estaba casado y se la entregó a un alborozado Al varado). Entonces, poniéndose serio, Cortés sacó del bolsillo la carta de Pedro de Ircio y afirmó tener pruebas de que, por orden de Moctezuma, se había producido una conspiración que había tenido por resultado la muer­ te de seis de sus valientes soldados y de uno de sus preciados caballos. Cortés mandó a sus intérpretes que leyeran y tradujeran la carta y a continuación subrayó que, aunque la misiva dejaba claro que Qualpopoca había actuado así tras recibir órdenes directas de Moctezuma, él no acababa de creérselo. Se inclinaba por pensar que Qualpopoca había actuado por cuenta propia pero debía admitir que no estaba del todo seguro, sobre todo teniendo en cuenta el frustrado ataque de Cholula, en el que los aztecas también habían estado involucra­ dos. Lo sucedido enVera Cruz era un asunto muy serio y era preciso seguir indagando. Acto seguido, encarándose a Moctezuma, Cortés dijo: «Por estas causas no querría comenzar guerra ni destruir aquesta ciudad; con­ viene que para excusarlo todo, que luego callando y sin hacer ningún alboroto os vayáis con nosotros a nuestro aposento, que allí seréis ser­ vido y mirado muy bien como en vuestra propia casa; y si alboroto o voces dais, luego seréis muerto de aquestos mis capitanes, que no los traigo para otro efecto».5 Moctezuma, según Bernal Díaz del Castillo, «estuvo muy espantado y sin sentido», y con toda razón: su invitado había amenazado con encarcelarlo o matarlo. La primera reacción del emperador fue negar que estuviera involucrado personalmente en una agresión contra los españoles, ya fuera en Cholula o enVera Cruz, y propuso enviar a alguien a la costa en busca de Qualpopoca, averi­ guar la verdad sobre lo sucedido allí y castigar a todo aquel que fuera culpable. Para garantizar la obtención de una respuesta inmediata, el emperador se sacó un brazalete de la muñeca, una pequeña figura de 143

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Huitzilopochtli, y dijo que la enviaría con la embajada. Cortés se mostró de acuerdo y dijo que quería que algunos de sus hombres acompañaran a los mensajeros de Moctezuma, pero que, mientras el asunto no fuera esclarecido, el emperador tendría que permanecer bajo custodia en los aposentos de los españoles. Moctezuma se negó en redondo: «No me hagáis esta afrenta, ¿qué dirán mis principales si me viesen llevar preso?».6 El emperador propuso como alternativa que tomaran como rehenes a sus hijos y a dos de sus hijas, pero Cortés no dio el brazo a torcer y dijo que no tenía otra opción, que debía acompañarlos en persona; seguiría go­ bernando a su pueblo, solo que no lo haría desde su palacio sino desde el de Axayácatl. Moctezuma y los españoles se enzarzaron en una larga discusión, hasta que algunos de los hombres de Cortés empezaron a inquietarse y a ponerse nerviosos al abrigar la sospecha de que Moctezuma pudiera llamar en cualquier momento a sus guardias y ordenarles que mataran a los españoles.Velázquez de León fue el que se mostró más impaciente y exclamó: «¿Qué hace vuestra merced ya con tantas palabras? O le llevamos preso o le daremos de estocadas; por eso tornadle a decir que si da voces o hace alboroto, que le mataréis; porque más vale que desta vez aseguremos nuestras vidas o las perdamos».7 El tono agresivo y vehemente de Velázquez de León alarmó a Moctezuma y le preguntó a la Malinche qué esta­ ba diciendo. Con toda calma, esta le respondió que le aconsejaba acompañar a Cortés y sus capitanes a sus aposentos sin protestar por­ que estaba convencida de que, de lo contrario, lo iban a matar. Finalmente Moctezuma se levantó e hizo acopio de la poca dig­ nidad que le restaba. Accedió a ir con ellos, pero solo si le garantiza­ ban que se daba la impresión de que acompañaba a Cortés por vo­ luntad propia, no como prisionero. Informaría a su familia y a sus sumos sacerdotes, consejeros y guardias de que, tras orar y meditar, había decidido vivir con los españoles durante unos días para cono­ cer mejor sus costumbres y discutir de religión con el capitán gene­ ral. Así pues, mandó llamar a sus nobles y que le trajeran la litera real y, bajo la atenta vigilancia de Cortés y sus mejores soldados, fue lle­ vado de su palacio hasta el de su difunto padre pasando por la plaza mayor. Al contemplar la extraña procesión, el pueblo de Tenochtitlán 144

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no pudo sino preguntarse qué acontecimientos extraños y sin prece­ dentes estaban teniendo lugar en su mágica ciudad.8 El golpe de mano de Cortés, descarado e incruento, fue quizá la toma del poder más audaz y asombrosa de los anales de la historia militar. De manera taimada y artera. Cortés se había aprovechado de la confianza, generosidad y hospitalidad de Moctezuma, y luego ha­ bía atacado desde dentro como una serpiente venenosa. Cortés debía de estar exultante, y acaso sorprendido, por que su plan hubiera fun­ cionado tan a la perfección; no obstante, poco se imaginaba que la lucha real por el imperio azteca no había hecho más que empezar.

Al principio, el golpe de Estado pareció no ser más que un acuerdo mutuamente convenido entre Cortés y Moctezuma. Para dar la im­ presión en público de que todo seguía su curso normal, Moctezuma convocó a sus sobrinos, su hermano y sus caciques regionales de mayor confianza a sus nuevos aposentos y les aseguró que, aunque iba a convivir con los españoles durante un tiempo, todo permanecía bajo su control. Simplemente iba a gobernar desde una habitación especial preparada allí, y añadió que así lo había decidido después de que Huitzilopochtli le enviara una señal recomendándole obrar así. El emperador ordenó a sus hombres que preservaran el orden y mantuvieran calmada a la población. N o había nada de lo que preocuparse. N o obstante, pese a los esfuerzos de Moctezuma, un ambiente de miedo y desazón se apoderó de la ciudad, ya que nunca antes había sucedido nada parecido. Además, los más allegados a Moctezuma pudieron ver que el emperador estaba custodiado y so­ metido a vigilancia día y noche, y que era necesario el permiso de Cortés para visitarlo. Con independencia de cómo definiera Mocte­ zuma su nueva situación, la gente podía ver que había sido arrestado contra su voluntad y encarcelado. Los nobles, en especial Cacama, aunque en un principio se plegaron a los deseos de Moctezuma, tuvieron la impresión de que se avecinaba un desastre.9 Pasadas unas tres semanas desde el confinamiento de Moctezu­ ma, Qualpopoca, su hijo y otros quince caciques llegaron proceden­ tes de la costa con el brazalete del emperador. Qualpopoca llegó 145

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rodeado de pompa regia, transportado en una litera, y debió de sen­ tirse un tanto ofendido cuando Moctezuma los puso a él y a su hijo en manos de Cortés para que los interrogara. El agente admitió que sus actos habían tenido por consecuencia la muerte de los españoles (entre ellos el capitán Escalante) y de un caballo. N o negó que fue­ ra un vasallo de Moctezuma (¿y quién no lo era?, se preguntó) pero aseguró haber actuado por cuenta propia, sin haber recibido previa­ mente instrucciones de Moctezuma. Sin embargo, más tarde, des­ pués de una serie de duros interrogatorios, Qualpopoca rectificó su confesión y dijo que Moctezuma le había dado la orden de comba­ tir y matar a cualquier teuie que entorpeciera la recaudación de tributos.10 Cortés condenó a Qualpopoca, su hijo y los quince caciques a morir abrasados en una hoguera, tras lo cual sufrirían eternamente por haber matado a los españoles. Se trataba de un castigo muy duro, aunque apenas novedoso habida cuenta de los precedentes existentes en la Inquisición española, y al decidir aplicarlo a la vista de todos, en un espectáculo de naturaleza casi ritual, Cortés sin duda pretendía enviar un mensaje tanto al pueblo como a los nobles aztecas: matar a un español sería merecedor de la pena capital.Tras haber admitido su culpa, los condenados fueron atados a estacas y conducidos a la plaza situada justo enfrente del Templo Mayor. Mientras esperaban sumi­ dos en la confusión y el horror, los hombres de Cortés llegaron de los arsenales personales del emperador cargados de jabalinas, espadas, arcos y flechas, qiie emplearon para levantar grandes f>iras. Entretan­ to, Cortés visitó a Moctezuma. Tras reprocharle violentamente su participación en la muerte de los soldados españoles, ordenó que le colocaran grilletes en los tobillos, un ultraje sin precedentes y pro­ fundamente humillante. A continuación, Cortés condujo a M octe­ zuma hasta la plaza para ver cómo sus paisanos morían abrasados en las piras; sus espeluznantes gritos quedaron finalmente ahogados por el crepitar de las armas de madera. En la plaza se había congregado una multitud de personas para presenciar la atrocidad; pasmados y en completo silencio, se preguntaban llenos de confusión cómo era posible que su emperador hubiera ordenado algo así o, en caso de no haber sido él, por qué lo había permitido." 146

LA C O N Q U ISTA DEL IM PERIO

Cortés llevó a Moctezuma de vuelta a sus aposentos, le quitó personalmente los grilletes y se disculpó por el poco tacto que había tenido al mandarlo encadenar e incluso le ofreció dejarlo en libertad; podía regresar a su palacio si así lo deseaba. Cortés le prometió que, juntos, los dos podrían gobernar esa tierra y expandir el imperio hacia las que todavía no habían sido subyugadas.12 Pero la experien­ cia de permanecer encadenado y presenciar la ejecución había ate­ rrorizado a Moctezuma, había quebrado su ánimo y su voluntad. Se sentía tan ultrajado que prorrumpió en un mar de lágrimas. Su repu­ tación había sido mancillada en público y su liderazgo estaba seria­ mente en entredicho. Así pues, le agradeció a Cortés el ofrecimiento de liberarlo (a saber si era o no una propuesta genuina) pero añadió que prefería quedarse en la casa de su difunto padre, más que nada porque su liberación podía tener por resultado el estallido de una rebelión armada encabezada por sus sobrinos y señores, que en más de una ocasión habían propuesto atacar a los españoles. En caso de que él volviera a su casa, cabía la posibilidad de que trataran de con­ vencerlo de levantarse contra los españoles o incluso de que lo reem­ plazaran por otro líder que les siguiera la corriente. No, por el mo­ mento el emperador de los aztecas prefería quedarse con los españoles y, en la medida de lo posible, seguir gobernando desde el palacio de su padre.13

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Cortés y Moctezuma

Hernán Cortés permanecería cómodamente instalado en Tenochtidán durante los siguientes cinco meses, en el transcurso de los cuales él y Moctezuma, el gobernante cautivo, desarrollarían una de las re­ laciones más peculiares de toda la historia. Impelidos en parte por un acuerdo político y en parte por necesidad militar, ambos convivieron durante casi medio año en un extraño escenario, marcado por los desencuentros en materia religiosa y por las luchas de poder regio­ nales, en el que representaban el papel de captor y cautivo, de gober­ nante títere y en la sombra. Durante las turbulentas semanas que siguieron al secuestro de Moctezuma y a las ejecuciones públicas, la vida en Tenochtidán re­ cobró una apariencia de normalidad. Moctezuma siguió gobernan­ do, celebrando reuniones y disfrutando de sus copiosas cenas; incluso mantuvo sus incursiones nocturnas a la cúspide del Templo Mayor para orar y realizar sacrificios, una práctica que desagradaba y repug­ naba a Cortés (sobre todo cuando el emperador volvía cubierto de sangre y pálido como consecuencia de los rituales de automutilación), pero que se veía en la obligación de tolerar por temor a que se produjese una rebelión masiva en caso de intentar ponerle fin. A diario entraban y salían mujeres de los aposentos de Moctezuma, y el emperador continuó organizando fiestas por todo lo alto.También los festivales seguían celebrándose como de costumbre. Aunque Moc­ tezuma había perdido parte de su aire regio y orgulloso, siguió mos­ trándose un anfitrión afable, hasta el punto de llevar de excursión a pequeños grupos de españoles — incluido Cortés— al campo, donde cazaban liebres y venados. Moctezuma les enseñó a usar las pipas indígenas, mientras que él aprendió cómo funcionaban sus armas más sofisticadas.1 148

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Moctezuma acompañaba a Cortés a partidos de tlachtli, el difun­ dido juego mesoamericano, donde veían a los participantes saltar, correr y chocar entre sí (algunos acababan con tantas contusiones que, tras los partidos, era preciso que un médico les abriera las heri­ das con una lanceta y se las drenara) y apostaban sobre el resultado.2 Cortés y Moctezuma se pasaban horas juntos, acompañados tan solo por los intérpretes y algunos invitados. Moctezuma le enseñaba a Cortés cómo jugar al totoloqui (o totoloque), consistente en tirar pe­ queñas bolas de oro, y al patolli, un popular juego de dados parecido al backgammon al que la gente corriente jugaba con judías y piedras y la nobleza, con pequeñas bolas de oro y piedras preciosas; también era usual apostar. Bernal Díaz recordaba que Cortés le encomendaba a Pedro de Alvarado llevar el tanteo; Moctezuma sorprendía a menu­ do a Alvarado haciendo trampas, añadiendo un punto o dos de más al marcador de Cortés. Era algo que a Moctezuma le causaba gracia, y los dos se reían mucho a causa de ello. Jugaban por joyas; si ganaba Cortés, debía dárselas a los sobrinos y consejeros predilectos de Moctezuma, mientras que si era el emperador quien se alzaba con la victoria, debía entregárselas a los guardias españoles.Todas estas acti­ vidades se celebraban en una atmósfera extrañamente alegre.3 A pesar de estas diversiones placenteras, Cortés no dejó en nin­ gún momento de planear e intrigar. Pese a la apariencia de normali­ dad, era plenamente consciente de que su prolongada estancia en la ciudad o el mantenimiento de Moctezuma bajo la custodia de los guardias españoles no tenían nada de corriente. Así pues, para refor­ zar su débil posición militar, Cortés urdió un plan. Construirían em­ barcaciones, que quizá fueran el único medio para salir de la ciudad. Tras reunirse con los principales capitanes y los marineros más expe­ rimentados, puso al frente del ambicioso proyecto a un joven llama­ do Martín López. Valiente, aventurero y muy inteligente, López aceptó enseguida el nombramiento y organizó al efecto una cuadri­ lla de hábiles carpinteros, herreros y trabajadores. Cortés mandó traer de Vera Cruz los trozos de barco, los compases, los remos, los corda­ jes, las cadenas de ancla y las velas almacenados después de que orde­ nara barrenar las naves — seguramente en previsión de su uso futu­ ro— , todo el material necesario para construir cuatro bergantines. 149

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López diseñó las embarcaciones de tal modo que pudieran ser pro­ pulsadas por medio de remos o velas y con capacidad suficiente para transportar numerosos cañones pesados así como hasta setenta y cin­ co soldados y varios caballos. En colaboración con el carpintero jefe, Andrés Núñez, López acometió la construcción de los navios. R e­ clutaron sirvientes de Moctezuma para que cortaran, serraran y transportaran hasta Tenochtitlán madera deTacuba yTexcoco;la ma­ dera fue desbastada y curvada usando vapor para moldear los cascos de los barcos."1 Poco después de que, tras unos meses de trabajo, los cuatro navios estuvieran listos y se los considerara aptos para navegar por las lagu­ nas, Cortés invitó a Moctezuma a efectuar un «crucero de placer», un astuto eufemismo para un reconocimiento militar. Cortés insistió en que la finalidad principal dé las naves era la diversión — navegar y cazar— , pero a Moctezuma no debió de escapársele que llevaban artillería pesada, cuatro cañones cada una. Aun así, y aunque ya había visto los pictogramas de esas «casas flotantes» que le habían traído desde la costa, quedó fascinado con su carácter innovador, su tamaño y su agilidad de movimientos en el agua, ya que eran notablemente rápidos para sus dimensiones. El emperador acompañó a Cortés y la Malinche en una travesía para cazar; sentado bajo la ornamentada toldilla junto a varios de sus nobles, Moctezuma notó los efectos tonificantes del viento en su cara mientras la fuerte brisa de la laguna hinchaba las velas. El emperador azteca observó con asombro cómo el navio, de doce metros de eslora e impulsado tan solo por la fuerza del viento, dejaba atrás fácilmente a sus mejores canoas y remeros, que quedaron meciéndose en la estela. Esa superioridad naval dejó perplejo a Moctezuma y no debió de pasarle desapercibida a Cortés, que entretanto iba tomando cumplida nota de la disposición y la topografía de las zonas de la laguna, incluidas su profundidad, sus puntos de atraque y la dirección predominante de los vientos.5Com o poderoso signo de admiración, los artilleros dispararon los grandes cañones; Moctezuma sintió una mezcla de admiración y miedo ante las atronadoras detonaciones. Cortés afirmaría que el emperador ha­ bía regresado «muy contento» de esa excursión,6 aunque su diver­ sión debió de quedar atemperada por las advertencias de Cortés en 150

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el sentido de que, si trataba de escapar o de suscitar sospechas entre los caciques de las poblaciones de la laguna que visitaran, ordenaría matarlo sin dilación. Una vez completada su construcción, los cuatro bergantines per­ manecieron en el agua durante toda la primavera de 1520, navegan­ do a diario por las cinco lagunas que rodeaban la capital azteca para recabar información valiosa que los españoles pudieran aprovechar más adelante.7 A lo lejos, más allá de las orillas, vieron campos de maíz y judías primorosamente cultivados, hombres plantando y la­ brando los campos y, a lo largo de la costa nordeste de la laguna de Xaltocán, hombres cortando pedazos de tierra que después solidifi­ caban y convertían en bloques de sal.8 Cortés, que ya había sido testigo de las carestías que sufrían los tlaxcaltecas, estaba perfecta­ mente al tanto de la importancia política y del poder del comercio de sal. Cortés decidió utilizar el éxito de las excursiones por la laguna para presionar más aún a Moctezuma y pedirle que le revelara de dónde procedían los suministros de oro, aparentemente inacabables. Com o había demostrado en las numerosas ocasiones en que les había hecho entrega de regalos, Moctezuma y el pueblo azteca daban mu­ cha menos importancia al oro que al jade o las plumas de quetzal, de modo que, dadas las circunstancias, parecía una concesión intrascen­ dente. Moctezuma le explicó a Cortés que el oro provenía de sitios muy lejanos, pero que estaría encantado de poner guías a su disposi­ ción si quería visitarlos. Excitado por la perspectiva — no solo de obtener más oro sino también de poder seguir explorando militar­ mente la región— , Cortés aceptó lleno de alborozo y acto seguido organizó tres expediciones distintas. En primer lugar, Cortés convocó a Gonzalo de Umbría, el anti­ guo conspirador al que se le habían cortado los dedos del pie como castigo por su participación en el intento de motín enVera Cruz. Por entonces debía de haber recuperado lo bastante el favor de Cortés como para que el caudillo extremeño le encomendara esa misión (y debía de haberse recuperado lo suficiente de sus pies), porque se puso al frente de un grupo que, acompañado por guías nobles de Moctezuma escogidos, se encaminó a Zacatula (en la actual provin151

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cía de Oaxaca) para ver las minas mixtecas y los delicados objetos de oro que se creaban allí, que tenían fama de no tener rival en toda América. A continuación, Cortés mandó llamar a Diego de Ordaz, que se había distinguido por su osado ascenso a la cima del Popocatépetl (y que también había expiado su participación en un intento clandestino de secuestrar un barco para regresar a Cuba), y le ordenó llevarse diez soldados y seguir a los guías aztecas en busca de oro hasta la región de Coatzacualco (al sur de Vera Cruz, en la costa del golfo de México). También le encomendó la misión de buscar un puerto superior a aquel en el que habían desembarcado, uno de aguas más profundas y protegidas. Por último, Cortés les pidió a An­ drés de Tapia y Diego de Pizarra que exploraran la zona de Panuco, situada en la costa nordeste, a fin de encontrar oro e inspeccionar las minas.9 Estaba previsto que las tres expediciones duraran más de un mes, y aunque se iban a adentrar en tierras desconocidas y potencial­ mente hostiles sin contar con la ayuda de intérpretes, se esperaba que regresaran con mapas detallados y apuntes sobre sus hallazgos. Para sorpresa de todos, incluso del optimista Cortés, las tres ex­ pediciones tuvieron éxito en mayor o menor grado. Atravesaron ju n ­ glas, montañas y desiertos hasta entonces desconocidos (al menos para los españoles), trazando las rutas que habían seguido y los hallaz­ gos que habían efectuado y proporcionándole a Cortés una imagen detallada de algunos de los territorios ubicados más allá del valle de México. Los españoles trajeron de vuelta muchos objetos que les regalaron a lo largo de la travesía, incluso de tribus y caciques hostiles a los aztecas. Umbría fue el primero en regresar aTenochtitlán, y lo hizo con noticias muy buenas: los mixtecas poseían numerosas minas de oro en funcionamiento y en los ríos de la zona abundaba dicho metal, que los nativos extraían directamente, separándolo en game­ llas. Además, podía extraerse oro de la falda de las montañas cercanas. Ordaz fue el siguiente en llegar, y aunque no había conseguido lo­ calizar un puerto apropiado para cargar los barcos españoles con los tesoros obtenidos, trajo tanto un botín valioso como buenas noticias. Cierto cacique de Coatzacualco, un tal Tochel, no solo les había ofrecido regalos sino que también había pedido convertirse en vasa­ llo de Cortés y del rey de España, puesto que, según dijo, hacía mu152

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clio tiempo que sentía una profunda animadversión hacia los aztecas e incluso nombró un famoso campo de batalla, «Cuilonemiqui, que en su lengua quiere decir donde mataron los putos mexicanos».10 Cortés, siempre dispuesto a hacer aliados, encontró reconfortantes estas noticias. Los últimos en llegar a Tenochtitlán fueron Pizarra y Tapia, que también trajeron grandes cantidades de oro y noticias análogas sobre el odio albergado hacia los aztecas en la región de Panuco, en una escala similar a la de los totonacas y tlaxcaltecas."

Cacama, el rey de Texcoco, había estado observando el comporta­ miento de su tío Moctezuma desde que fuera encarcelado y aborre­ cía la transformación. Desde un buen comienzo, el belicoso e ira­ cundo Cacama se había mostrado partidario de oponer una fuerte resistencia a los españoles; había incitado a los caciques a luchar con­ tra Cortés e impedir que entrara en Tenochtidán, aunque última­ mente se había plegado a la voluntad de su poderoso río y de los demás nobles. Más de una vez, en reuniones mantenidas en el palacio de Axayácad, había tratado de convencer a su tío de que escapara, pero en vano. Ahora ya tenía suficiente. Desde su punto de vista (que revestía una considerable importancia, pues Texcoco era la segunda ciudad-Estado más poderosa de la Triple Alianza azteca), el empera­ dor Moctezuma parecía estar entregando el imperio. N o soportaba ver a su tío realizando frecuentes cruceros por las lagunas acompaña­ do de un hombre que él consideraba un enemigo del Estado, y, ade­ más, había empezado a circular el rum or de que los españoles habían descubierto los tesoros de Axayácatl. Q ue Moctezuma hubiera sido obligado a presenciar encadenado cómo quemaban vivos a sus her­ manos, incluido su fiel embajador Qualpopoca, era imperdonable. En privado, Cacama empezó a conspirar junto con otros señores regionales que también estaban afligidos por que Moctezuma estu­ viera consintiendo la presencia de los españoles. Planearon atacarlos y expulsarlos de la ciudad o, si era necesario, matarlos a todos. Sin embargo, el complot fue descubierto. Com o era de esperar, Cacama actuó con un entusiasmo excesivo y trató de recabar el apo­ yo de demasiados partidarios. Uno de ellos le reveló el plan a M oc­ 153

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tezuma y este, antes que arriesgarse a que se produjera un levanta­ miento en la ciudad, prefirió transmitirle la información a Cortés. Moctezuma le ayudó a organizar contramedidas. Convenció a Cacama de que fuera a una villa situada a orillas de la laguna bajo el pretexto de que quería mantener una reunión y, una vez allí, fue arrestado, encadenado y llevado de vuelta a Tenochtitlán.También se engañó y arrestó a los señores de Coyoacán, Iztapalapa y Tacuba. A petición de Moctezuma, se despojó a Cacama de sus poderes y como nuevo rey de Texcoco se nombró a su hermano Conacochtzin. El cambio de rey demostró ser beneficioso para Cortés, puesto que se plegaba a todos los deseos de Moctezuma, que con el paso de los días coincidían cada vez más con los de Cortés.12 Con todo, aunque había abortado la rebelión de Cacama, Cortés era consciente de que la situación se le estaba yendo de las manos. La intentona golpista de Cacama indicaba la existencia de descontento y discrepancias entre las ciudades-Estado aztecas vecinas, y cabía la posibilidad de que volviera a producirse una rebelión. La gente había visto cómo se llevaban encadenados al rey de Texcoco y a otros se­ ñores importantes, y Tenochtidán — de hecho la región entera— es­ taba sumida en la inquietud. Cortés decidió que debía hacer algo para cimentar formal y públicamente su dominio sobre la ciudad y el conjunto de la nación azteca. Así pues, le pidió a Moctezuma que convocara a todos los líderes del imperio azteca en el palacio de Axayácad (algunos ya se encontraban allí, encarcelados y aherroja­ dos). Aunque el emperador había prometido pagar tributos al rey de España, Cortés quería formalizar de manera oficial (y, desde el punto de vista de su mentalidad, legalmente) y ceremoniosa el vasallaje del imperio azteca a España. Com o acostumbraba hacer en tales ocasio­ nes, Cortés se aseguró de que estuviera presente uno de sus notarios, y también se hizo acompañar de la Malinche, Aguilar, un joven paje llamado Orteguilla (en quien Moctezuma confiaba, ya que el mu­ chacho, de gran talento para los idiomas, era capaz de pronunciar algunas frases ante el emperador en su lengua materna, el náhuatl) y varios de sus capitanes. La estancia permanecía en silencio mientras Moctezuma habla­ ba. Les recordó a sus señores la profecía, transmitida de generación 154

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en generación por sus antepasados, de que «de donde sale el sol ha­ bían de venir gentes que habían de señorear estas tierras, y que se había de acabar en aquella sazón el señorío y reino de los mexicanos».1J El emperador hizo una pausa cuando la voz se le volvió temblorosa y luego prosiguió. Dijo creer de todo corazón, fruto de sus consultas con los dioses, que Cortés y los demás españoles eran los hombres de los que hablaba la profecía. «Si ahora al presente — continuó— nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera, sino que ya os he dicho muchas veces que mi gran Huichilobos [Huitzilopochtli] me lo ha mandado.» Al ver que la emoción em­ bargaba al antaño orgulloso emperador, hasta los españoles congre­ gados allí sintieron lástima y pesar por él. Moctezuma suspiró pro­ fundamente y, reteniendo las lágrimas, trató de concluir su discurso: «E mirad que en dieciocho años que ha que soy vuestro señor, siempre me habéis sido muy leales, e yo os he enriquecido, e ensan­ chado vuestras tierras, e os he dado mandos e hacienda ... Lo que yo os mando y ruego, que todos de buena voluntad al presente se la demos, y contribuyamos con alguna señal de vasallaje».Y con estas últimas palabras, Moctezuma rompió a llorar, al igual que muchos otros en la sala.14 Cuando el emperador consiguió calmarse, reiteró tartamudean­ do que le era preciso contar con el apoyo de sus caciques en esa materia, y, uno tras otro, todos prometieron «obedecer y cumplir todo lo que se les pidiera» en nombre del rey Carlos I de España. Bajo el juramento español (si no el suyo propio), el rey Moctezuma de los aztecas y todos los caciques del imperio (bien es verdad que algunos de ellos encadenados y paralizados por el terror, tanto explí­ cito como encubierto) juraron fidelidad a España y cedieron el con­ trol a Hernán Cortés como el representante del rey español.

De modo casi instantáneo. Cortés empezó a recaudar tributos del imperio azteca, explicándole a Moctezuma que, en concreto, el rey de España necesitaba todo el oro que pudiera reunirse, tanto de las regiones más próximas a la capital como de las más lejanas. El empe­ rador azteca envió recaudadores a las provincias, acompañados por 155

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capitanes españoles, para que trajeran tributos, que empezaron a lle­ gar a diario. Moctezuma se mostró sorprendentemente (y, desde un punto de vista moderno, incomprensiblemente) servicial en relación con los tesoros guardados en la ciudad. Le dijo a Cortés que sabía que el capitán general había descubierto el tesoro secreto de su padre — los expolios de su reino— y prometió darle todo el oro, que, como los españoles habían podido ver, estaba compuesto por infinidad de piezas deslumbrantes: collares, discos, brazaletes, abanicos, juguetes, cuentas y pepitas. Todas fueron fundidas y convertidas en barras para que pudiera ser convenientemente pesado y tasado.15 Moctezuma condujo a los españoles a su codiciada Casa de los Pájaros, que formaba parte de su mágico y exótico zoo. En el inte­ rior de una habitación secreta, Andrés de Tapia y algunos otros espa­ ñoles fueron llevados hasta un montón de piezas de oro de varios tamaños y formas, como barras, fuentes, copas y joyas, así como plu­ merías casi indescriptibles, que ellos más o menos ignoraron. Al ha­ cer inventario de las riquezas, Cortés se quedó pasmado, maravillado de que «un señor bárbaro como este tuviese contrafechas de oro y plata y piedras y plumas todas las cosas que debajo del cielo hay en su señorío tan al natural lo de oro y plata que no hay platero en el mundo que mejor lo hiciese».16 A pesar de la grandeza de estos objetos de oro, también ellos fueron sumariamente fundidos y convertidos en barras. El botín era cuantioso, pero su reparto no estuvo exento de con­ troversias. Una vez fundidos, timbrados y pesados, el oro y la plata parecieron en un primer momento poseer un valor incalculable, su­ ficiente para hacer ricos a los hombres. Todo parecía indicar que, ahora en un sentido real, habían descubierto la legendaria montaña de oro de El Dorado. Los capitanes y soldados iban por fin a conse­ guir aquello por lo que habían marchado, combatido, sangrado e incluso dado la vida. Pero Cortés, siempre juicioso, les indicó a sus hombres, que mira­ ban con ojos desorbitados el botín, que debían atenerse a los princi­ pios de reparto estipulados por ley. Al rey le correspondía el quinto real y Cortés tenía derecho a otra quinta parte del total. El capitán general señaló que necesitaba esa cantidad en razón de la inversión 156

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inicial que había tenido que realizar en la empresa, que ascendía a una suma considerable (había comprado la mayor parte de los caballos y de las provisiones y, junto conVelázquez, había invertido en los barcos). Además, había que pagar los salarios a los marineros profesiona­ les, los navegantes, los capitanes, los curas y demás, y no debían olvi­ dar tampoco a los soldados que se habían quedado en Vera Cruz. Así pues, lo que al principio parecía un tesoro inacabable ascendía ahora a una suma miserable por soldado, quizá de no más de cien pesos por cabeza. Ofendidos, muchos se negaron a aceptar tan poco. Los hom­ bres se dispusieron a perder en el juego lo que les había tocado. Además, circulaba el rum or de que Cortés había malversado rique­ zas de los palacios, y al final este se vio obligado a apaciguar a sus disgustadas tropas prometiéndoles más oro e incluso recurriendo a sobornos, que algunos aceptaron bajo mano.*17 Hernán Cortés había tomado el control del imperio de Mocte­ zuma desde un punto de vista político — a su juicio legal— y, tam­ bién económico, gracias a la llegada relativamente constante de tri­ butos. Sin embargo, aún persistía el problema de las diferencias religiosas, así que, sintiendo que asía firmemente las riendas del po­ der, Cortés decidió que había llegado el momento de dar también un vuelco espiritual al imperio. Los sacrificios humanos no habían dejado de producirse desde la llegada de Cortés a Tenochtitlán. Ahora, de una vez por todas, iba a exigir que se pusiera punto final a una práctica tan viLTras reunir a sus intérpretes y un pequeño contingente de soldados entre los que se encontraba Andrés de Tapia, Cortés se dirigió al Templo Mayor, subió las empinadas gradas y se plantó en la amplia plataforma de la cúspide. Cortés y sus hombres blandieron sus espadas y se abrieron paso a tra­ vés del cortinaje que colgaba en la entrada al santuario, donde los españoles se encontraron de nuevo frente a frente con los odiosos y

* Según William Prescott, algunos soldados decidieron, con la ayuda de los mejores joyeros de Tenochtitlán, convertir el oro que les había tocado en suerte en llamativas cadenas que a partir de entonces llevaron colgadas del cuello como muestras de riqueza. Véase Prescott, Hisiory of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 487-488.

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demoníacos ídolos, empapados de sangre. Los sacerdotes encargados de custodiar los ídolos, que iban desarmados, se plantaron desafiantes ante Cortés mientras este les explicaba lo que estaba a punto de hacer: destruir sus malvados ídolos y sustituirlos por estatuas de Jesús y la Virgen María. Los sacerdotes, incrédulos, simplemente soltaron una carcajada. Esos dioses gobernaban el imperio, y no cabía duda alguna de que los habitantes deTenochtitlán morirían por ellos, como hacían algunos todos los días a través del sacrificio. La profanación de esos ídolos tendría por resultado un caos y un baño de sangre de tales pro­ porciones que ni los españoles se lo podían imaginar. Los sacerdotes señalaron en dirección a la base de la pirámide, donde algunos ciuda­ danos, alarmados por el alboroto que estaba produciéndose en el Templo Mayor, comenzaban a organizarse para defenderlo. Cortés envió enseguida a uno de sus hombres para que ordenara reforzar la vigilancia a que estaba sometido Moctezuma y, tan pronto como le fuera posible, volviera con un contingente de al menos trein­ ta hombres armados. Entretanto, Cortés se ocupó por su cuenta del asunto.Trepó por uno de los ídolos, trató de arrancarle los ojos dora­ dos y empezó a asestar golpes a las monstruosas figuras de piedra.18 Moctezuma ya había sido informado de lo que estaba aconte­ ciendo antes de que se reforzara su vigilancia y, por mediación de un veloz mensajero, convenció a Cortés de que dejara de destruir los ídolos hasta que él llegara al escenario. Cortés accedió, y los dos se reunieron nuevamente en lo alto de la pirámide más alta de Tenochtitlán. Moctezuma, que rezaba a más de doscientas divinidades, deci­ dió hacer sitio para una más. Diplomáticamente, propuso un acuerdo: Cortés podría erigir su cruz y sus ídolos en uno de los lados de la gran plataforma a cambio de que dejara en paz a los ídolos aztecas. Podían compartir la zona de culto. Cortés, que al parecer se había calmado mientras esperaba a Moctezuma, meditó la propuesta, sin duda con un ojo puesto en el gentío que se estaba congregando al pie de la pirámide. Finalmente, aunque mostró su desprecio por los ído­ los aztecas por ser simples trozos de piedra, sin importancia real, acep­ tó el trato. Eso sí: a Moctezuma le arrancó la promesa de que permi­ tiría a los españoles limpiar y encalar el recinto y de que pondría fin de inmediato a los sacrificios humanos. Estas extrañas concesiones 158

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por ambas partes prefiguraron el mestizaje religioso y cultural que acabaría por convertirse en un sello distintivo del nuevo México.19 Se construyó una iglesia en la cúspide de la pirámide y, cuando estuvo finalizada, el padre Olmedo ofició en ella una misa en presen­ cia de Cortés y un grupo selecto de sus hombres. Se había evitado una crisis y todo daba a entender que la pobla­ ción de Tenochtidán se había calmado. Sin embargo, poco después a Cortés le llegó una información desconcertante, primero a través de Orteguilla (por entonces el perspicaz paje ya era capaz de traducir algunas fiases) y después por mediación de la Malinche. Ambos ha­ bían oído por casualidad a Moctezuma mientras departía con sus asesores militares y, por lo visto, estaban planeando un alzamiento. El propio Moctezuma fue a ver a Cortés y le aconsejó reunir a sus tro­ pas y marcharse lo antes posible a menos que quisieran vérselas con una insurrección militar.*20 Cortés se mostró básicamente de acuerdo con el emperador pero dijo tener un problema. Podía marcharse, pero, una vez que llegara a la costa, no disponía de barcos con los que zarpar rumbo al Caribe o a cualquier otro lugar. Necesitaba tiempo. Moctezuma le contestó que, en ese caso, debía darse prisa. Cortés envió sus mensajeros más veloces a la costa para ordenar a los carpinteros que ayudaran a Martín López a construir tres barcos con los que regresar lo antes posible a Cuba. Necesitarían más hombres para llevar a término la conquista. No obstante, los mensajeros de Cortés regresaron a Tenochtidán con las peores noticias posibles. Frente a la costa de Vera Cruz había dieciocho buques de guerra fondeados, con las banderas españolas on­ deando al viento del Golfo, pero que en ningún caso eran refuerzos. Cortés cayó de inmediato en la cuenta de que ello solo podía significar una cosa: DiegoVelázquez había enviado una flota en su persecución.2’ * La sumisión de Moctezuma a Cortés durante su cautiverio ha sido objeto durante mucho tiempo de debates y controversias, y algunos han tildado al empe­ rador azteca de débil, cobarde, patético y, cuando menos, enigmático. Sin embargo, no estaría fuera de lugar aplicarle los principios de la psicología moderna, y, en este sentido, el síndrome de Estocolmo, en virtud del cual un cautivo simpatiza poco a poco con su captor y acaba por identificarse con él (al principio de resultas del miedo), encaja a la perfección.

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Español contra español

Hernán Cortés pudo notar cómo se le aceleraba el pulso. Se puso a pensar en su antiguo patrono Diego deVelázquez, un hombre colé­ rico y a veces irracional, en las discrepancias que habían tenido en el pasado y en cómo Velázquez lo había encarcelado e incluso había amenazado con mandarlo ahorcar. Era cierto que Cortés había sido muy poco comunicativo con Velázquez, pero, por lo general, el go­ bernador de Cuba había acabado por mostrarse misericordioso. Así pues, algo debía de haberlo sacado de sus casillas, pero ¿qué? Cortés no estaba seguro del motivo, pero, por si acaso, comenzó a meditar sobre cuál debía ser su siguiente movimiento. Lo que Cortés no sabía era que a finales de julio de 1519, nueve meses atrás, alguien había ignorado — o al menos había interpretado a su manera— una de las órdenes tajantes que había dado. Al enviar Cortés a España el barco con las ingentes riquezas que habían reuni­ do,junto con los documentos legales concernientes a la fundación de Villa Rica de la Vera Cruz y varias cartas destinadas al rey, había orde­ nado explícitamente al piloto Alaminos que navegara directamente a España, sin realizar ninguna escala innecesaria. Para ello Cortés tenía razones tanto prácticas como políticas. Por un lado, la piratería en alta mar era un peligro muy real, así que lo mejor era efectuar la travesía lo más rápido posible, y, por otro, no era aconsejable que el barco fuera avistado en el Caribe, puesto que ello podría levantar sospechas sobre las acciones y proezas de Cortés en tierras mexicanas. Una vez que llegaran a España, estaba previsto que los conquis­ tadores que Cortés había elegido — Francisco de Montejo y Alonso Hernández de Puertocarrero— actuaran como representantes — o procuradores— del caudillo extremeño. Sin embargo, poco después de zarpar a bordo de la Santa María de la Concepción, el preciado bu160

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que insignia de Cortés, Montejo convenció a Alaminos de que alte­ raran el rumbo previsto e hicieran una breve escala en Cuba para poder solucionar algunos asuntos que tenía pendientes en una de sus propiedades, en un lugar llamado Mariel. M ontejo adujo que les venía de paso y que allí podrían abastecerse de más provisiones para el viaje. Además, Puertocarrero, que durante toda la travesía había sufrido los efectos del vómito costero, fiie fácil de convencer, pues así podría reposar unos días en tierra antes de acometer el largo viaje hasta España. Así pues, el Santa María de la Concepción recaló en Ma­ riel. Estando en el puerto, y mientras ayudaba a cargar el barco de mandioca, agua y cerdos, uno de los sirvientes de Montejo, un hom­ bre llamado Francisco Pérez, vio por casualidad parte del tesoro al­ macenado en las bodegas del buque; los ojos se le pusieron como platos, tan grandes como los enormes discos de oro que vio. Se le pidió a Pérez que guardara el secreto y mantuviera la boca cerrada, pero tan pronto como Montejo y Puertocarrero embarca­ ron nuevamente en la nave y zarparon rumbo a España, se fue a Santiago a hablar con Velázquez. De modo tentador, Pérez le dijo al gobernador de Cuba que el buque iba cargado con tanto oro que no precisaba ningún otro tipo de lastre, y también le explicó lo que ha­ bía oído acerca de la nueva colonia que Cortés había fundado en la costa. Velázquez tenía por fin la confirmación de que en las tierras recientemente descubiertas abundaban los metales preciosos y de que sus constantes sospechas sobre el rebelde Cortés estaban plena­ mente fundamentadas. Velázquez mandó dos barcos veloces en persecución del Santa María, pero por entonces Alaminos ya había llegado a la poderosa corriente del Golfo y era inalcanzable. Cuando las naves enviadas por Velázquez regresaron con las manos vacías, el gobernador deci­ dió enviar una fuerza militar con la misión de capturar o matar a Cortés — cualquiera que fuera la opción más conveniente— y de restablecer el control de Velázquez sobre la zona. El hombre que eligió para la tarea era su amigo y lugarteniente de confianza Pánfilo de Narváez, que tiempo atrás le había ayudado a conquistar la isla de Cuba, teniendo a Cortés bajo sus órdenes. Narváez era un hombre imponente, musculoso y formidable, ru­ 161

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bicundo y de barba pelirroja, cuya voz cavernosa era «muy vagorosa e entonada, como que salía de bóveda».1Atesoraba una valiosa expe­ riencia militar fruto de sus hazañas a las órdenes de Velázquez en Cuba y, antes, en La Española, gracias a lo cual no solo se había ga­ nado la confianza de Velázquez, sino también poder y riquezas en forma de tierras y sirvientes para cultivarlas. Seguro de sí mismo, incluso arrogante, Narváez parecía constituir la mejor baza para bus­ car y dar caza al díscolo Cortés. Sin embargo, la fuerza expedicionaria de Narváez no iba a viajar sin cierta vigilancia. En La Española, la Real Audiencia de Santo Domingo, una comisión que velaba por los intereses de la Corona, tuvo conocimiento de la expedición de castigo de Velázquez y man­ dó un delegado con el cometido de asegurarse de que Narváez se atenía estrictamente al protocolo (e incluso para poner fin a la mi­ sión si se extralimitaba). Sobre todo, la Audiencia quería evitar que se produjera un baño de sangre entre españoles, y para ello envió a Lucas Vázquez de Ayllón, un español leal y de mentalidad jurídica que había llegado a La Española en 1502 y había servido en tareas judiciales a partir de esa fecha. El arrogante Narváez montó en cóle­ ra ante la perspectiva de tener a un funcionario controlando todos sus movimientos, pero por el mom ento nada podía hacer al respecto. Con el respaldo económico de Velázquez, Narváez reunió una pode­ rosa flota integrada por diecinueve barcos,* más de ochocientos sol­ dados (el doble de la fuerza original de Cortés), veinte cañones, ochenta arcabuceros, ciento veinte ballesteros y ochenta jinetes (más del cuádruple de los caballos con que contaba Cortés). La fuerza expedicionaria zarpó rumbo a Vera Cruz el 5 de marzo de 1520.2

En la capital de México, la curiosa relación captor-cautivo que man­ tenían Cortés y Moctezuma — unas veces amistosa, otras conflictiva

* Uno de ellos naufragó durante la travesía a causa del mal tiempo y perecie­ ron todos sus tripulantes, incluido el capitán de la nave, Cristóbal de Morante, un buen amigo de Velázquez. Este es el motivo de que suela ser habitual citar la cifra de dieciocho barcos.

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y siempre misteriosa— estaba a punto de devenir irremisiblemente tirante. Cuatro días después de que Cortés tuviera noticia de la lle­ gada de los buques españoles a la costa, él y Moctezuma se hallaban celebrando una de sus reuniones diarias cuando el emperador, que estaba de un humor curiosamente bueno dadas las circunstancias, le mostró a Cortés una serie de pictografías en las que aparecían las dieciocho naves, que habían sido dibujadas por espías y enviadas al emperador por sus corredores más veloces. Así pues, resultaba que Moctezuma había sabido de esos barcos desde el mismo día de su llegada. Cortés se sintió ofendido y un poco receloso. ¿Por qué, pre­ guntó al emperador, le había ocultado esa información vital? De manera un poco tímida e insincera, Moctezuma respondió que se había visto en la necesidad de averiguar (como había hecho en el caso de Cortés y sus hombres) la identidad y las intenciones de los visitantes, y añadió que la noticia le llenaba de gozo porque esos buques ofrecían a Cortés y sus hombres la oportunidad de volver a casa. Las imágenes mostraban que había naves de sobra para ello. N o obstante, Moctezuma se guardó de mencionarle a Cortés que había estado manteniendo correspondencia política con Narváez. A través de sus propios mensajeros, Cortés confirmó el hecho de que los navios estaban bajo la tutela deVelázquez y que estaban capi­ taneados por su viejo conocido Pánfilo de Narváez. Cortés sabía algo que Moctezuma ignoraba: que estaba nadando en aguas políticamen­ te peligrosas y que debía enfrentarse de inmediato a esa amenaza a sus esfuerzos para asegurar el imperio. Enojado con Moctezuma por haberle ocultado la información, Cortés se marchó para discutir el asunto con sus capitanes. La reunión fue breve y acalorada. Todos los españoles coincidieron en que, aunque la misión era peligrosa, C or­ tés debía dirigirse rápidamente hacia la costa y reunirse personal­ mente con Narváez para averiguar cuáles eran sus intenciones y, en caso de ser necesario, luchar por lo que ya habían ganado por medio de su sangre y su sacrificio. Cortés dio por terminada la reunión pro­ firiendo una amenaza: «Que muera él e quien le arguya».3 Como Cortés siempre hacía cuando se enfrentaba a una crisis, se lanzó de inmediato a la acción. Aunque odiaba tener que hacerlo, sabía que debía dividir a sus ya de por sí dispersas tropas. Pedro de 163

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Alvarado y otros ciento veinte hombres se quedarían enTenochtitlán para mantener bajo vigilancia a Moctezuma y el botín que habían reunido. Cortés temía que se tratara de una fuerza demasiado redu­ cida, pero esperaba que, con la ayuda de los tlaxcaltecas, resultara suficiente. A continuación, Cortés organizó una pequeña pero curtida fuer­ za de combate, integrada por ochenta soldados, con objeto de que se reuniera en Cholula con los ciento cincuenta españoles a las órdenes del capitán Velázquez de León, que seguía fuera, con la misión de efectuar un reconocimiento militar y encontrar más oro. El caudillo extremeño albergaba la esperanza de poder utilizar medios diplomá­ ticos si era posible, así que, acompañado por guías, envió a la costa al padre Olmedo para que averiguara lo que pudiera sobre la naturaleza y las intenciones de la flota. Pese a todo, Cortés ya había decidido que se enfrentaría con las armas a sus paisanos si se veía obligado a ello. A su vez, Narváez había desembarcado en la costa y estaba reca­ bando toda la información posible sobre la situación en la región, tanto entre la población nativa como respecto de Cortés. A Narváez no tardó en sonreírle la fortuna: se encontró con tres españoles, inte­ grantes de la reciente expedición de exploración de Diego Pizarra, que se habían quedado en la zona. Se mostraron amistosos con Nar­ váez, dijeron sentir nostalgia de sus hogares y aseguraron estar desen­ gañados con su largo y peligroso servicio a las órdenes de Cortés. Sobre todo después de que una copiosa cantidad de comida fresca y de vino español les soltara la lengua, se abrieron a Narváez y le pro­ porcionaron mucha información. Le hablaron del fuerte y del pobla­ do de Vera Cruz y de la alianza que habían sellado con Cempoala, y le agasajaron con toda suerte de relatos sobre Tenochtitlán. Narváez notó que estaban profundamente insatisfechos y, por medio de pro­ mesas varias, consiguió convencerlos de que se pasaran a su bando. Al haber permanecido un tiempo en la región, los tres hablaban un náhuatl bastante rudimentario pero suficiente como para que pudie­ ran ejercer de traductores entre Narváez y la población local.4 En lugar de tratar de tomar Villa Rica de la Vera Cruz por la fuerza de las armas, Narváez envió a tres diplomáticos — un notario, un sacerdote y un soldado, llamados, respectivamente,Vergara, Gue­ 164

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vara y Amaya— para que parlamentaran con quienquiera que estu­ viese al mando y le informaran de la llegada al territorio de la expe­ dición de Narváez. Los enviados debían explicarle que Cortés era un traidor sin derecho formal alguno sobre el asentamiento y que los integrantes de la guarnición debían unirse a las fuerzas de Narváez si no querían ser considerados también traidores a España y a la Coro­ na. Cuando los tres hombres llegaron fueron remitidos al capitán Gonzalo de Sandoval, a quien Cortés había puesto al mando de Vera Cruz. Profundamente leal a su comandante, Sandoval escuchó con atención las palabras de los tres enviados, que leían de varios docu­ mentos, pero al oír que tildaban a Cortés de traidor, levantó la mano y dijo que ya era suficiente. Sandoval hizo una seña a sus soldados y estos lanzaron una tupida red sobre los embajadores de Narváez. Hecho una furia, Sandoval ordenó a sus hombres que reclutaran porteadores totonacas para que transportaran físicamente a los cauti­ vos a través de las montañas y los depositaran a los pies de Hernán Cortés. Una vez allí, podrían comunicarle personalmente cuales­ quiera mandatos que tuvieran y ver lo bien que les iba. Asimismo, Sandoval le escribió una carta a Cortés para avisarle de la delicada situación en que se encontraban en la costa y de la aparente inten­ ción de Narváez de tomar posesión del poblado y del fuerte. Los porteadores totonacas, cargando al hombro con los retorcientes far­ dos humanos y liderados por Pedro de Solís, se encaminaron raudos hacia Tenochtidán.5 Cortés estaba aún realizando los preparativos para partir y orga­ nizando a los hombres y las provisiones cuando fue informado de la inminente llegada de Solís. Envió un pequeño confité de bienvenida, provisto de caballos, para que recibiera al grupo en el camino. Los prisioneros fueron liberados de las redes y se les permitió viajar con toda comodidad hasta la capital, pues, astutamente, Cortés había de­ cidido aplacar su ira tratándolos con la mayor atención y dignidad posibles. Al entrar en Tenochtidán, los hombres quedaron tan des­ lumbrados con la «ciudad de los sueños» como había quedado C or­ tés al llegar a ella. El caudillo extremeño les proporcionó comida y alojamiento con gran fanfarria, los agasajó e incluso se los llevó per­ sonalmente de visita por la magnífica ciudad. Les mostró los tesoros 165

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de los que se había apropiado en el transcurso de esos meses y les dio una parte a ellos y otra para que la repartieran entre los soldados más dúctiles de Narváez en cuanto se les permitiera regresar a la costa, que Cortés les aseguró que sería en breve. En muy poco tiempo, y con bastante facilidad. Cortés se había ganado su confianza.También tuvo buen cuidado de incluir regalos valiosos para el juez Vázquez de Ayllón, de cuya existencia acababa de tener noticia.6 Las manipulaciones de Cortés surtieron efecto: los tres hombres de Narváez se habían pasado a su bando y cumplieron a rajatabla las ór­ denes de su nuevo comandante. Cortés los mandó de vuelta bien ali­ mentados y cargados de oro, que llevaron a lomos de los caballos; el viaje de regreso fue mucho más cómodo y decoroso de lo que lo ha­ bía sido el primero, a espaldas de los porteadores. Al reunirse con Narváez, los tres mantuvieron la boca cerrada y tan solo le explicaron que habían sido abordados y encarcelados al tratar de leer los docu­ mentos que portaban. Asimismo, dijeron que Cortés, un cristiano de­ cente, los había tratado muy bien. Por temor a que les fuera confiscado, guardaron silencio sobre el oro que habían recibido, pero, tal y como se les había ordenado, entregaron los regalos a Ayllón y empezaron a infiltrarse clandestinamente en el campo para hablarles a los soldados más impresionables de Narváez de las riquezas inmensas que habían visto en posesión de Cortés y de cómo había prometido una cuantio­ sa compensación para todos aquellos que quisieran unirse a su causa. Ayllón siguió dedicándose a encontrar un resolución pacífica en­ tre Narváez y Cortés, si bien el «regalo» debió de inclinarlo segura­ mente en favor de Cortés. Se reunió con Narváez, que ya estaba irritable, y le sugirió que las facciones rivales buscaran un acuerdo de paz. Pero Narváez, que desde el principio se había tomado a mal la presencia impuesta de Ayllón, no estaba de humor para escuchar sus propuestas, de modo que, airado, mandó maniatar al insolente y en­ trometido juez, embarcarlo en un buque y enviarlo de vuelta a Cuba, adonde pertenecía. Durante el viaje, Ayllón hizo uso de sus conside­ rables poderes de persuasión para convencer al capitán de que, en caso que siguieran navegando rumbo a Cuba, tanto él como el resto de la tripulación serían ahorcados. Por lo visto, el capitán prefirió la pers­ pectiva de ser objeto de la ira de Narváez antes que verse colgando 166

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de una soga, así que, como Ayllón le había mandado, alteró el rumbo en dirección a Santo Domingo, en La Española, donde el juez defen­ dió a Hernán Cortés ante la Real Audiencia. Posteriormente se envió a España el acta de las sesiones.7 Hernán Cortés siempre era meticuloso, sobre todo en relación con los asuntos jurídicos. Una vez que estuvieron prácticamente fi­ nalizados los preparativos de la caballería y de los soldados de infan­ tería, pensó que sería prudente enviar un enviado personal a la costa, y para esa importante misión eligió al padre Olmedo, con la esperan­ za de que un cura, un siervo de Dios, fuera bien acogido. Cortés le escribió una carta a Narváez en la que le expresaba su interés en buscar pacíficamente objetivos comunes y le propoma una colabora­ ción que probablemente beneficiaría a ambos. Asimismo, Cortés dijo que estaría encantado de unir sus fuerzas a las de Narváez y de com­ partir todas las riquezas que había obtenido hasta ese momento. Sin embargo, antes que nada había que solucionar un pequeño detalle, una nimiedad: Narváez debía aportar documentos jurídicos de la Corona española en virtud de los cuales se denegara o, de algún modo, se invalidara la fundación de Villa Rica de la Vera Cruz. Si podía presentarlos, escribió Cortés con gran astucia y atrevimiento (apostaba a que no podría hacerlo), no tendría problema alguno en someterse a la voluntad de Narváez y, por ende, de Velázquez. En cambio, si Narváez no poseía ese documento, entonces los dos se encontraban en un callejón sin salida; es más, en el caso de que fuera así, de que no contara con dicho documento, Narváez tendría que regresar a Cuba porque lo que estaba haciendo no era más que inva­ dir unas tierras ajenas. Cortés también le encargó al padre Olmedo entregarle una carta personal a su viejo amigo Andrés de Duero, que formaba parte de la expedición de Narváez (y que había sido uno de los que habían financiado la expedición de Cortés). Junto con la carta, Olmedo le hizo entrega de una abultada cantidad de oro, y Cortés también encomendó al capellán que les diera oro a algunos de los capitanes de Narváez.8 Mientras Cortés se preparaba para partir de Tenochtitlán, Nar­ váez ya estaba dirigiéndose a Cempoala. La reprimenda que había recibido de Sandoval en Villa Rica había hecho que se planteara otra 167

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estrategia para establecerse en la región, y la ciudad de Cempoala le pareció un lugar apropiado, sobre todo tras tener conocimiento de que el obeso cacique de esa población mantenía relaciones general­ mente amistosas con los españoles. Era Tlacochcalcatl, el «cacique gordo», el que fuera el prim er aliado de Cortés en la región totonaca. Por medio de una demostración de fuerza militar, Narváez inti­ midó a Tlacochcalcatl y lo forzó a permitir que las fuerzas de Nar­ váez acamparan en la ciudad. Narváez apostó defensas en el centro religioso, se apropió de la principal pirámide para convertirla en su base de operaciones y estableció en la plataforma de la cúspide sus aposentos. Asimismo, mandó emplazar cañones en el perímetro de las gradas y expulsar a los cempoaleses de sus casas para que se aloja­ ran en ellas sus capitanes y soldados.9 El voluble y crédulo Tlacochcalcad creyó a Narváez cuando este le dijo que Cortés estaba infringiendo las leyes del rey de España y que él era el único líder con derecho a tomar posesión de esas tierras. N o obstante, el «cacique orondo» se dio cuenta de su error cuando Narváez ordenó a sus hombres saquear el poblado; los soldados rap­ taron a las mujeres y las jóvenes y se incautaron de todos los objetos de oro que Cortés había regalado a los porteadores cempoaleses cuando estos habían decidido regresar. Solo cuando era ya demasia­ do tarde se percató Tlacochcalcatl de que ese español al que había hospedado en su poblado representaba una amenaza mucho mayor que Cortés para la seguridad de su gente. El padre Olmedo llegó y le entregó la carta de Cortés a Narváez, quien interpretó las palabras del capitán general extremeño como ofensivas, incluso amenazadoras. Narváez estuvo a punto de ordenar que aherrojaran a Olmedo, pero Andrés de Duero, más frío, se lo desaconsejó y al sacerdote se le permitió circular libremente.Visto en perspectiva, Narváez hubiera preferido dar rienda suelta a sus impul­ sos porque Olmedo se entrevistó con algunos de sus capitanes y lo­ gró convencerlos de que se pasaran al bando de Cortés.

A mediados de mayo de 1520, mientras Cortés y Narváez seguían maquinando sin haber alcanzado acuerdo alguno, Cortés partió de la 168

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capital azteca. Moctezuma acompañó al caudillo español y a su pe­ queña fuerza hasta la calzada, donde se apeó de su litera y se despidió de su captor. El emperador le había ofrecido los servicios de miles de guerreros y porteadores, pero Cortés, de manera bastante arrogante, declinó el ofrecimiento, diciendo que le bastaba con la ayuda de Dios. Los dos hombres incluso se abrazaron, una muestra ciertamen­ te singular pero que demostraba la existencia de un respeto mutuo, si bien cauteloso.10 Por espacio de medio año habían estado gober­ nando a dos manos el imperio azteca, y ahora el poder de ambos pendía de un hilo. El imperio de Moctezuma se encontraba al borde de una rebelión civil; el pueblo estaba temeroso y los caciques y sa­ cerdotes cuestionaban seriamente el liderazgo del emperador. Por su parte, Cortés estaba siendo perseguido por sus propios compatriotas y tenía la intención de enfrentarse, y tal vez matar, a sus propios her­ manos (una situación desagradable a la par que sin precedentes en el Nuevo Mundo). Cuando Cortés montó en su caballo y le clavó las espuelas para dirigirse hacia el este, tanto él como Moctezuma se encaminaron hacia un futuro turbio e incierto.

Cortés y su pequeña pero selecta fuerza, apoyados por un contingen­ te de tlaxcaltecas, salieron de la ciudad por la calzada meridional y recorrieron a la inversa el camino por el que habían llegado aTenochtitlán unos meses atrás. Pasaron entre los dos grandes volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, y de nuevo quedaron asombrados por su enormidad y poder; descansados y en forma, aligeraron el paso y llegaron pronto a Cholula, donde aguardaron la llegada de más tropas españolas, unos doscientos cincuenta soldados bajo el mando de Velázquez de León y Rodrigo Rangel. Cuando por fin llegaron. Cortés reunió a sus efectivos, unos trescientos cincuenta en total, y atravesa­ ron lo más rápido posible el duro altiplano en dirección a Tlaxcala. Cortés también envió un mensajero a la costa para que informara a Sandoval de que estaba en camino y de que quería reunirse con él y con las mejores tropas de la guarnición en Tlaxcala. En las proximidades de Tlaxcala, Cortés se topó con el padre O l­ medo y sus guías, de vuelta del campamento de Narváez. Cortés re­

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cabo toda la información que pudo del cura; este le informó de las posiciones militares de Narváez así como del número y la distribu­ ción de sus hombres. Cortés se alegró al saber que el ánimo general y la actitud entre los soldados de Narváez no era unánime. El padre Olmedo dijo que había tratado de sobornar con oro a varios capita­ nes y que algunos parecían haberse dejado convencer, pero Olmedo también aludió a un asunto de lo más inquietante: Moctezuma había mantenido contactos subrepticios con Narváez, y desde luego no con la intención de acordar la entrega de regalos. Habían discutido con cierto detalle sobre Cortés, y al parecer Moctezuma había llegado a ofrecerle apoyo militar a Narváez, a cambio de que este liberara al emperador azteca y arrestara o matara a Cortés.11 La revelación del padre Olmedo enfureció al capitán general, ahora totalmente resuelto a liquidar de inmediato al entrometido Narváez. De Moctezuma se ocuparía llegado el momento. Cortés y sus hombres siguieron avanzando hacia Tlaxcala y allí, como estaba planeado, se reunieron con Sandoval, que había traído a sesenta soldados de Villa Rica tras una tortuosa y ardua marcha por la espesura de los bosques y las altas montañas. Los hombres de San­ doval estaban animados, ansiosos por entrar de nuevo en acción y encantados de escuchar las historias de aquellos que habían vivido en Tenochtidán durante los últimos seis meses. Para ser usadas contra la caballería de Narváez, también llegaron a Tlaxcala trescientas lanzas especialmente encargadas, fabricadas por artesanos de Chinantla, to­ das ellas muy largas, con la punta de cobre y provistas de doble filo. Aunque Cortés prefería no tener que herir — y menos aún matar— a alguno de los preciados caballos españoles, haría lo que tuviera que hacer.12 Tras comprobar el armamento y el estado de sus efectivos —entre los que ahora había algunos ballesteros y un reducido núme­ ro de caballos, pero solo unos pocos arcabuceros (la mayoría se ha­ bían quedado con Alvarado en Tenochtitlán)— , Cortés avanzó en dirección a Cempoala. Dirigiéndose hacia el este, el contingente atravesó el árido alti­ plano hasta que el camino finalmente desembocó cerca del mar. La humedad subía de la ardiente llanura de la tierra caliente que tenían bajo sus pies y a los hombres les vino a la memoria el sofocante y 170

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opresivo calor de la costa, pero prosiguieron la marcha hasta que, unos setenta kilómetros antes de llegar a Cempoala, les salió al paso un grupo de emisarios de Narváez. Cortés se sorprendió de ver en­ tre ellos a su amigo y antiguo socio Andrés de Duero, que en Cuba había desempeñado un papel clave en la planificación y organización de la expedición del extremeño. Desde luego, Cortés no había olvi­ dado la lealtad mutua que les unía. La reunión secreta para poner a Cortés al frente de la expedición se había celebrado en la casa de Duero, con apoyo por parte del contable del rey Andrés de Lares. Due­ ro había sido el encargado de redactar el contrato en virtud del cual se nombraba a Cortés capitán general, pero también trabajaba de secre­ tario del gobernador Velázquez, así que Cortés necesitaba saber en quién depositaba Duero su lealtad. Cortés saludó calurosamente a Andrés de Duero y le dio un fuerte y fraternal abrazo; Duero debió de reparar en la hermosa e inteligente nativa que siempre permanecía al lado de Cortés, a la que el capitán general llamaba la Malinche. Los dos hombres hablaron en privado y Duero le comunicó a Cortés que, poco después de que hubiera zarpado en busca de nuevas tierras, Lares había fallecido. Aunque la noticia le entristeció, Cortés usó la información en bene­ ficio propio. Le dijo a Duero que reconfirmaba de palabra el trato que habían sellado en Cuba, le aseguró que seguía considerándose su socio y le hizo partícipe de las extraordinarias riquezas que había en México. Una vez que se completara la conquista, le prometió Cortés, compartirían todo el botín, pero le dijo que Narváez constituía un serio, quizá insuperable, obstáculo y que por eso era preciso quitár­ selo de encima.13 Duero le sugirió a Cortés que tratara de llegar a un acuerdo pa­ cífico con Narváez, más que nada porque contaba con una fuerza superior y podía derrotar con facilidad a Cortés. Lleno de confianza a raíz de las victorias que había obtenido en las batallas anteriores. Cortés se mofó y reiteró lo que le había dicho a Narváez a través de mensajeros: «Si Narváez trae alguna provisión real, me someteré a él sin réplica; pero no ha presentado ninguna ... En cuanto a mí, soy servidor del rey: para él he conquistado el país; y para él yo y mis bravos soldados lo defenderemos hasta la última gota de sangre».14 171

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Duero pudo ver por sí mismo que Cortés había cambiado y que el tiempo pasado en tierras mexicanas había hecho de él un hombre dotado de una voluntad inquebrantable. Tenía el cuerpo lleno de cicatrices a causa de las batallas recientes, las arrugas a causa del sol y del viento le surcaban el rostro, y sus penetrantes ojos lanzaban fur­ tivas miradas. N o daría su brazo a torcer. Aun así, Duero se sintió impelido a transmitirle una propuesta en nombre de Narváez: que los dos capitanes, cada uno acompañado tan solo por unos pocos de sus hombres — diez a lo sumo— , se reu­ nieran en un lugar neutral para discutir la situación. Cortés, tras con­ sultarlo brevemente con sus capitanes y con el padre Olmedo, llegó a la conclusión de que se trataba de una trampa y desechó sumaria­ mente la idea. No, seguiría avanzando hacia Cempoala junto con todas sus tropas de complemento y diría lo que tuviera que decir en el campo de batalla. Le regaló a Duero algunos bellos objetos de oro y trató nuevamente de convencerle de que debían seguir siendo so­ cios y del provecho mutuo que sacarían si conseguían deshacerse de Narváez. Duero y los otros enviados se marcharon acompañados por el padre Olmedo, en posesión de una carta de Cortés dirigida a Nar­ váez en la que conminaba a este y a sus hombres a someterse al ca­ pitán general en su condición de representante de la Corona ya que, de lo contrario, serían tratados como rebeldes y traidores. La misiva llevaba las firmas de Hernán Cortés, de todos sus capitanes y de al­ gunos de sus mejores soldados.15 Narváez estaba ya de un humor de perros cuando recibió la car­ ta. Tlacochcalcatl, enojado por la brutalidad de los españoles, se le había acercado y le había dicho: «Le advierto de que, cuando menos se lo espere, [Cortés] se presentará aquí y lo matará».'6 Narváez mon­ tó en cólera. Despotricó contra Cortés y todos los que estaban a sus órdenes. Puesto que el capitán general parecía mantenerse en sus trece, mandó apuntalar las defensas en torno a Cempoala, y con su atronadora voz prometió en público pagar dos mil pesos a quien lograra matar a Cortés o a Gonzalo de Sandoval.17 Sin embargo, el padre Olmedo, y ahora también Andrés de Duero, sobornaron a mu­ chos de los soldados y de los principales capitanes del ejército de Narváez, de tal modo que, cuando Cortés y sus hombres llegaron a 172

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las puertas de Cempoala, alrededor de doscientos de los combatien­ tes enemigos (una quinta parte de la fuerza) estaban dispuestos a cambiar de bando. N o cabe duda de que las historias sobre la «ciudad de los sueños» y las llamativas cadenas de oro que llevaban los solda­ dos de Cortés influyeron en la decisión de esos aventureros en busca de fortuna.

El 28 de mayo. Cortés ordenó a sus tropas avanzar y, en medio de una lluvia torrencial, las condujo a través de bosques atestados de plantas trepadoras y densos cañaverales de cañas de bambú. Cuando ya esta­ ba anocheciendo llegaron al río de Canoas, a punto de desbordarse a causa de las recientes lluvias en la costa, y mientras algunos explora­ dores buscaban el mejor lugar para vadearlo, Cortés reunió al resto de sus efectivos para lanzarles una arenga. A fin de inspirarlos, les recordó las glorias de la campaña que estaban llevando a cabo y las victorias y riquezas que, contra viento y marea, habían obtenido hasta ese momento. Era cierto que estaban en inferioridad numérica, les dijo el caudillo extremeño, pero así había sido en la mayor parte de las batallas que habían librado hasta entonces y siempre habían salido victoriosos. Además, mientras que ellos eran soldados experi­ mentados y curtidos en mil batallas y fatigas, los hombres de Narváez eran blandos e inexpertos, recién salidos de la comodidad de sus ho­ gares en el Caribe. Cortés, que a esas alturas ya estaba versado en las artes de la retórica, concluyó su arenga con las siguientes palabras: «Así, señores, pues nuestra vida y honra está, después de Dios, en vuestros esfuerzos e vigorosos brazos, no tengo más que os pedir por merced ni traer a la memoria sino que en esto está el toque de nues­ tras honras y famas para siempre jamás; y más vale m orir por buenos que vivir afrentados».18 Los hombres prorrumpieron en vítores que resonaron por todo el campamento e incluso lo auparon en hombros, hasta que les orde­ nó que lo dejaran en el suelo. Todavía había mucho que hacer. A medida que la noche avanzaba, la lluvia arreciaba. Cortés reu­ nió a sus hombres, ahora inflamados de ardor guerrero, en torno a la crepitante hoguera del campamento y les dijo que efectuarían un 173

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ataque por sorpresa, al amparo de la noche. Gracias al tiempo que habían pasado en Cempoala y a la detallada información que le ha­ bían proporcionado el padre Olmedo y Sandoval, Cortés sabía per­ fectamente dónde estaban ubicadas las defensas, las piezas de artillería y las tropas de Narváez. Así pues, dividió a su ejército en compañías, cada una de ellas con un cometido específico. Sesenta hombres de­ bían tomar el control de la artillería enemiga y cubrir a Sandoval, mientras que a este último le encomendó la misión más importante: ponerse al frente de ochenta lanceros y de algunos de los mejores y más capacitados capitanes, capturar personalmente a Narváez y, si ofrecía resistencia, «matarlo en el acto».'9 Por su parte, Diego de O rdaz comandaría la compañía más numerosa, de unos cien hombres, y Cortés, al mando de las fuerzas restantes, tendría libertad de movi­ mientos y combatiría allí donde más falta hiciera.20 Mientras Cortés infundía ánimos a sus tropas y las organizaba en compañías, Narváez, alertado por un mensajero de que Cortés se encontraba en las proximidades, salió del campamento con muchos de sus jinetes y la mayoría de sus soldados y se dirigió a un llano abierto situado más o menos a un kilómetro y medio de Cempoala, un lugar que parecía apropiado para presentar batalla. Allí, Narváez y sus hombres aguardaron, cambiando de sitio y chapoteando en el inmundo lodazal, mientras la lluvia los calaba hasta los huesos pese a llevar puesta la armadura. Finalmente, tras esperar durante horas bajo el diluvio, cayó la noche, y Narváez supuso que la batalla tendría lugar al día siguiente. Dejó a un par de centinelas para que vigilaran la zona y envió unos cuarenta jinetes a un punto por el que parecía probable que las tropas de Cortés llegaran. A continuación, regresó con el resto de sus hombres a Cempoala, donde podrían descansar más cómodamente para la batalla del día siguiente.21 Cortés y los suyos avanzaron de noche, al amparo de la oscuridad y con los sonidos de sus movimientos silenciados por el ruido de la intensa lluvia. Sin dejarse amilanar por las fuertes precipitaciones y valiéndose de las largas lanzas para mantenerse en pie y no perder el equilibrio, vadearon con grandes dificultades las embravecidas aguas del río de Canoas. Algunos perdieron el equilibrio por la fuerza de las corrientes subterráneas y se vieron obligados a nadar hacia la ori174

I.SI’A Ñ O L C O N T ItA liSI’A Ñ lll

lia para salvar la vida;22dos hombres fueron arrastrados río abajo por la corriente. Los demás lograron cruzar el río y, tras avanzar a duras penas por el cieno y el lodo, llegaron al borde de la espesura y, final­ mente, al claro. Allí cogieron desprevenidos a los dos centinelas de Narváez y, tras una breve refriega, redujeron a uno de ellos; el otro evitó ser capturado y desapareció en mitad de la oscuridad, corrien­ do a toda prisa hacia Cempoala. Cortés interrogó personalmente al centinela capturado y, aunque al principio mantuvo la boca cerrada, acabó por revelar cierta canti­ dad de información (gracias sobre todo a una soga alrededor del cue­ llo). Aunque el centinela huido tal vez hubiera conseguido llegar al campamento de Narváez y alertarle de lo sucedido, Cortés realizó los preparativos finales, acumulando comida, provisiones y el equipo que no necesitaría en una pequeña quebrada y encomendándole su custodia al paje Juan de Ortega. Asimismo, llevó aparte a la Malinche y le pidió que, para su seguridad, se quedara con Ortega. El padre Olmedo ofició una breve misa y, una vez concluida, Cortés ordenó llevar a cabo el furtivo ataque nocturno, para lo cual mandó a sus tropas avanzar rápidamente y con el máximo sigilo. Sandoval se encaminó a toda prisa hacia la pirámide de Cempoa­ la con el propósito de encontrar a Narváez, a quien justo en ese momento estaba despertando el centinela, Hurtado. Sin resuello a causa de la carrera, Hurtado subió a grandes zancadas las gradas de la pirámide y sacudió con fuerza a Narváez para avisarlo de que Cortés estaba de camino. Narváez se recostó lentamente, sin dejarse domi­ nar por el pánico. ¿Era posible que Cortés hubiera avanzado tan rá­ pidamente, en medio de las pésimas condiciones climatológicas y teniendo que vadear antes las bravas aguas del río de Canoas? Nar­ váez lo puso en duda pero se vistió lo más deprisa que pudo (al contrario que Cortés, al parecer no era tan disciplinado como para dormir con la armadura puesta). Cuando los hombres de Sandoval empezaron a trepar por la pirámide, Narváez estaba aún descalzo y medio dormido. Su llamada a tomar las armas no fue nada enérgica y llegó demasiado tarde. Sandoval y sus ochenta soldados subieron como un rayo las gra­ das y se enfrentaron cuerpo a cuerpo con los treinta guardias aposta­ 175

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dos en la plataforma. Los guardias de Narváez lucharon encarnizada­ mente, pero nada pudieron hacer frente a la velocidad del ataque y la destreza de los soldados de Cortés. Al oír el alboroto que estaba pro­ duciéndose fuera de sus aposentos, Narváez salió por fin, empuñan­ do un gran sable a dos manos y asestando mandobles a diestro y si­ niestro en medio de la oscuridad. Los extraños destellos de las luciérnagas que rodeaban a los hombres parecían «mechas de arca­ buz»,23 y solo ahora que las astutas fuerzas de asalto de Cortés estaban ya congregándose a los pies de la pirámide, las trompetas lanzaron un melancólico toque de aviso. Sandoval y sus hombres, manejando con pericia las picas, las es­ padas y las largas lanzas con punta de cobre especialmente encargadas a artesanos de Chinantla, avanzaron en tropel y, en medio de la oscu­ ridad, oyeron un grito desgarrador: «¡Santa María, váleme; que muer­ to me han y quebrado un ojo!».24 La afilada punta de una pica había acertado de lleno en la cara de Narváez, hundiéndose profundamen­ te en la cuenca de uno de sus ojos. La sangre empezó a manar a borbotones de la cavidad y a resbalarle por el rostro y la barba del mentón, al tiempo que Narváez, en plena agonía, caía de rodillas y luchaba por respirar.25 Sandoval gritó que Narváez debía rendirse o que, de lo contrario, prenderían fuego al templo y él y todos sus hombres morirían abrasados. Narváez, creyendo que se estaba mu­ riendo, solo pudo retorcerse de dolor sumido en un mar de desespe­ ración, y al no oír que se daba la orden de rendición, Martín López, el constructor de barcos, prendió fuego al techo de paja del templo y las llamas envolvieron el lugar. Poco después, Narváez salió a gatas de entre las llamas, descalzo y con los pies quemados y llenos de ampollas.26 Ignorando sus gritos implorando ayuda, Sandoval se lo llevó a rastras y ordenó ponerle grilletes en las piernas.27 Una vez que se apresó y aherrojó al comandante Narváez, el resto del asalto fue pan comido para Cortés, cuyas inteligentes y ex­ perimentadas tácticas bélicas pusieron un rápido fin a la escasa resis­ tencia ofrecida por las tropas de Narváez. De camino a Cempoala, los hombres de Pizarra habían cortado las cinchas de las sillas de montar de la caballería de Narváez, de tal modo que, cuando los ji­ netes trataron de montar, cayeron ignominiosamente de bruces en el 176

ESPAÑOL C O N TRA ESPAÑOL

enfangado suelo y los caballos corcovearon y salieron al galope hacia la oscuridad. Asimismo, la boca de muchas de las piezas de artillería habían sido obstruidas con cera, así que no dispararon o erraron por completo el tiro.28 Al amanecer, había concluido la primera batalla campal entre fuerzas españolas librada en tierras americanas. Cortés había perdido a dos hombres, mientras que quince hombres de Narváez habían caído durante la invasión, que había durado menos de una hora. En­ tre los fallecidos se encontraba Diego Velázquez, el joven sobrino del gobernador de Cuba. Muchos soldados, la mayoría del bando de Narváez, yacían heridos en el suelo, y Cortés ordenó a los cirujanos que los atendieran.Tlacochcalcatl, que estaba en el lugar equivocado en el mom ento más inoportuno, había recibido una cuchillada du­ rante los combates, si bien la herida no revestía gravedad.29 Pánfilo de Narváez, llevado a rastras encadenado ante su victorio­ so adversario, con la sangre coagulada en su destrozada cuenca ocular, seguramente hubiera preferido morir antes que tener que afrontar la vergüenza de su humillante derrota. Diego Velázquez lo había puesto al frente de una flota de dieciocho barcos, una caballería de ochenta caballos y un ejército casi cinco veces más numeroso que el de su oponente, y ahora yacía postrado ante Cortés, medio ciego y medio muerto. A medida que el cielo se despejaba y el sol ascendía sobre la costa del golfo de México, oyó los crecientes cánticos de «¡Viva el rey, viva el rey, y en su real nombre Cortés; victoria, victoria!».30Tendría todo el tiempo del mundo para revivir aquella fatídica noche, ya que Cortés lo mantendría encarcelado en la sofocante Vera Cruz, infesta­ da de insectos, durante los siguientes tres años.*31 Decidido a sacar provecho lo más rápido posible de su aplastante victoria, Cortés mandó liberar a todos los prisioneros y los convirtió a su causa hablándoles de las riquezas de México y distribuyendo oro

* La terrible pesadilla de Narváez no acabaría allí. En 1528, en parte incitado por el punzante recuerdo de su derrota frente a Cortés, el conquistador tuerto encabezó una expedición a Florida, en el transcurso de la cual morirían todos los participantes salvo cuatro. Narváez falleció en el mar, sin agua ni comida y enfermo de lepra.

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entre aquellos que todavía no habían sido sobornados. Con ello su fuerza de combate aumentó hasta los mil trescientos efectivos y, tras apropiarse de los caballos de Narváez, que necesitaba con desespero, pasó a disponer de noventa y seis. A continuación, Cortés ordenó descargar las provisiones y el equipo de los navios de Narváez y lle­ varlo todo a Villa Rica, donde sería almacenado con vistas a necesi­ dades y emergencias futuras. Como había hecho el año anterior, mandó barrenar todos los buques excepto dos y conservar las velas, los mástiles, el armamento, los aparejos y el equipo de navegación, cualquier cosa que pudiera utilizarse en el futuro. Los dos barcos que quedaban decidió usarlos para mandarlos a las islas del Caribe en busca de crías de animal, incluidas yeguas, cabras, terneros, ovejas y hasta pollos.32 Sin embargo, Hernán Cortés apenas tuvo tiempo para celebrar su victoria. Al poco tiempo, procedente de la capital, llegó un men­ sajero con noticias inquietantes de parte de Pedro de Alvarado. El apresurado mensaje rogaba al capitán general que regresara de inme­ diato aTenochtidán con todas las fuerzas que pudiera reunir. Alvara­ do estaba sometido a asedio y los aztecas habían organizado una re­ belión de grandes proporciones.

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La fiesta de Tóxcatl

Seguido de cerca por sus nuevos reclutas, Cortés, al frente de un formidable cuerpo de caballería, se adentró de nuevo en las monta­ ñas y puso rumbo a los yermos altiplanos y al valle de México. Mien­ tras el capitán general cabalgaba de regreso, en Tenochtitlán la vida de Pedro de Alvarado y sus hombres corría serio peligro.

Después de que Cortés abandonara la capital azteca, la situación ha­ bía dejado de ser tensa para convertirse en desesperada en cuestión de unos pocos días. En las calles corría el rum or de que el teule Cor­ tés se había ido para no volver nunca y de que otro teule había llega­ do para ocupar su lugar, quizá incluso para liberar a Moctezuma. Otros, entre ellos los miembros más importantes de la nobleza, se preguntaban por qué, habiéndose marchado Cortés, el emperador seguía bajo la custodia de un reducido e insignificante grupo de es­ pañoles. Mientras trataban de mantener bajo control al emperador azteca y su ciudad, Alvarado y los ciento veinte soldados que habían quedado en Tenochtitlán se percataron de que el ambiente había cambiado y se había enrarecido. A Moctezuma se le veía hablando entre susurros con sus caciques y sacerdotes, que entraban y salían con frecuencia de sus aposentos, y, curiosamente, cierto número de sus parientes más allegados habían sido mandados a cumplir misiones de las que aún no habían vuelto. El propio Moctezuma, que hasta entonces se había mostrado afable — incluso jovial— con Alvarado, ya no bro­ meaba con él. Ya no jugaba al totoloqui ni al patolli, y parecía estar tenso y distraído. Su comportamiento y sus maneras petulantes preocupaban a Alvarado. 179

CXíNQUISTAlíOR

Pero lo que más le inquietaba era que los aztecas habían dejado de traerles comida. Desde que llegaran a tierras mexicanas, el que sus anfitriones dejaran de proporcionarles alimentos había sido una mala señal, seguida por lo común de conflictos armados. Una joven sir­ viente que limpiaba y cocinaba para los españoles siguió llevándoles comida, pero al cabo de unos pocos días fue hallada muerta, proba­ blemente en castigo por haber ayudado a los españoles, y a partir de ese momento los soldados se vieron obligados a comprar la comida en el mercado.1 Era molesto, pero tenían que hacerlo. Al final se les vetó incluso la entrada al mercado. Alvarado también fue informado (aunque sospechaba que se tra­ taba de un simple rumor) de que Moctezuma y Narváez habían esta­ do intercambiando mensajes y regalos, hecho que, unido a la falta de noticias sobre Cortés, aumentó su inquietud. ¿Acaso las superiores fuerzas de Narváez habían derrotado a Cortés y estaban de camino a la capital? Había muchas cosas que Alvarado no sabía con certeza. Estaba a punto de celebrarse la fiesta anual deTóxcad. Durante tres semanas del mes de mayo, en el momento más crítico de la esta­ ción seca, tenían lugar ceremonias religiosas en las que se oraba al dios Tezcadipoca («espejo que humea», «poder omnipotente») para que enviara lluvias que llenaran el lecho de los ríos y regaran los resecos campos de cultivo con el líquido elemento, solo superado en importancia por la sangre. Antes de que Cortés partiera hacia la cos­ ta, Moctezuma le había pedido celebrar como de costumbre esa im­ portante fiesta, ya que no hacerlo podría generar confusión entre la población e incluso desencadenar disturbios. Moctezuma le había explicado que todos, desde el sirviente más humilde hasta el empe­ rador, participaban en la celebración, así que Cortés había consenti­ do que se celebrara. Llegado el momento, Moctezuma y varios sumos sacerdotes se reunieron con Alvarado para que les confirmara que daba el visto bueno al inicio de los preparativos de la fiesta. Alvarado no puso re­ paros, pero a condición de que no se llevaran a cabo sacrificios hu­ manos, una estipulación ingenua e irreal. La quintaesencia de la fiesta lo constituía el sacrificio de seres humanos; en prim er lugar, el de cuatro muchachas que habían ayu­ 180

I.A FIESTA DE T Ó X C A TI.

nado durante veinte días y, por último, el de un ixiptla especial, un muchacho joven y virgen cuidadosamente seleccionado, que fuera intachable y encarnara la perfección. El joven, escogido un año antes, era una personificación — o manifestación— de Tezcatlipoca, y durante un año entero los sumos sacerdotes lo instruían en las artes musicales y le enseñaban a tocar la flauta y a cantar. Todos reverenciaban al muchacho como un dios encarnado, lo trataban con veneración y lo adoraban. Después de estar semanas bailando y cantando, el ixiptla desfilaba en público por las calles y llegaba finalmente al Templo Mayor, cuya empinada escalinata subía gusto­ so al tiempo que troceaba su ocarina. Al llegar a la cúspide era re­ cibido por los sacerdotes, se daba la vuelta y miraba hacia abajo para reconocer el poder de la gran laguna, y luego se dejaba llevar por los euforizantes efectos de los hongos alucinógenos. Seguida­ mente, los sacerdotes lo agarraban de los brazos y las piernas, le hundían un puñal de obsidiana en el tórax y le arrancaban el cora­ zón, aún palpitante, para ofrecérselo al sol. Por último, decapitaban al joven y dejaban el cráneo en el tzompantli para que todos pudie­ ran verlo. Su muerte por sacrificio señalaba el nacimiento del ixipt­ la del siguiente año, que era elegido en público, y el ciclo volvía a empezar. La fiesta, sus orígenes y su celebración formaban parte integrante de la vida azteca.2 Se consideraba que la de Tóxcatl era la festividad religiosa más fastuosa e importante de todas, y el sacrificio del ixiptla constituía su final apoteósico. Por tanto, aunque Moctezuma y los sacerdotes le habían asegurado a Alvarado que no habría sacrificios humanos, di­ fícilmente hubieran podido mantener su promesa. Era una idea ab­ surda, como pedirles a los cristianos que dejaran de comulgar. Conform e se acercaba la fecha en que iba a dar inicio la fiesta, Alvarado se encaminó al recinto sagrado para inspeccionar la zona. Mientras se encontraba allí, algunos cabecillas tlaxcaltecas que aún se encontraban en la ciudad fueron al encuentro de Alvarado y, llenos de agitación, le dijeron que temían por sus vidas porque todos los años, durante la fiesta, se sacrificaba ritualmente a muchos de sus paisanos, a prisioneros tributarios o bien a aquellos que habían sido capturados en el transcurso de las «guerras florales». Asimismo, afir181

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ruaron temblorosos haber oído que al concluir la ceremonia, cuando la ciudad estuviera atestada de cientos de miles de peregrinos, los aztecas atacarían a los españoles.3 Alvarado tomó cumplida nota de sus preocupaciones y siguió explorando la zona del templo, donde, según le había dicho Moctezuma, iban a tener lugar la mayoría de las danzas, banquetes y celebraciones. Mientras merodeaba por el recinto sagrado, Alvarado se topó con multitud de detalles extraños y desconcertantes. En la plaza central vio numerosas estacas largas clavadas profundamente en el suelo, que, según le advirtieron los daxcaltecas, servirían para atar en ellas a los españoles antes de que los sacrificaran. Además, Alvarado reparó en que los principales edificios de la zona del templo estaban cubiertos con elegantes y resplandecientes doseles de fina tela, algo que le in­ quietó porque era el tipo de toldo que solía utilizarse en las ceremo­ nias sacrificiales. A continuación, Alvarado se encontró con un grupo de mujeres que estaban ocupadas trabajando en una enorme estatua del dios de la guerra Huitzilopochüi, cuya imagen el español reconoció al ha­ berla visto tiempo atrás en el santuario situado en lo alto del Templo Mayor. Alvarado observó con atención la extraña figura, que había sido levantada sobre un armazón de varas y recubierta de una pasta de semillas de amaranto, mezclada toda ella con miel y espesada con la sangre de víctimas recién sacrificadas. Encima y debajo de los ho­ rripilantes ojos tenía pintadas rayas transversales, y en las orejas lleva­ ba pendientes de turquesa con forma de serpiente de los que a su vez colgaban aretes de oro. La nariz, también de oro y engastada de pie­ dras preciosas, estaba adornada con un anillo en forma de flecha. Las mujeres también colocaron un penacho de plumas de colibrí sobre la cabeza de la estatua. El cuerpo de la escultura estaba adornado con mantos profusa­ mente ornamentados, pintados con imágenes de cráneos y huesos humanos, y también llevaba puesto un chaleco «pintado con miem­ bros humanos despedazados: todo él está pintado de cráneos, orejas, corazones, intestinos, tóraces, teas, manos, pies».4 La cabeza del dios estaba coronada de plumas y pintada con brillantes franjas azules. En una mano, la estatua sostenía un escudo de bambú con plumas de 182

LA HKSTA D E T Ó X C A TL

águila así como cuatro flechas, mientras que en la otra sostenía un estandarte de papel teñido de sangre humana.5 Estas imágenes y rituales incomodaron a Alvarado, pero lo que le crispó los nervios fue la presencia de los que parecían ser víctimas sacrificiales, cautivos de ambos sexos a los que se veía ojerosos y dé­ biles a causa del ayuno. Asimismo, Alvarado se enteró de que duran­ te la fiesta deTóxcatl se retiraría la imagen de la Virgen María situa­ da en lo alto de la pirámide y sería sustituida por la engalanada efigie de Huitzilopochtli. Los hombres de Alvarado dijeron haber visto en la base de la pirámide gruesos rollos de cuerda, poleas y andamios, que serían usados para izar la estatua hasta la cúspide del Templo Mayor. Alvarado y sus hombres se encontraron con tres indígenas muy bien vestidos y con la cabeza recién afeitada, cada uno de ellos atado a un ídolo azteca y con todo el aspecto de estar destinados a conver­ tirse en víctimas de algún sacrificio. Alvarado los liberó y se los llevó de vuelta al palacio para interrogarlos por mediación de un intérpre­ te llamado Francisco. Cuando quedó claro que los nativos no solta­ rían prenda, Alvarado recurrió a los medios más brutales de tortura: mandó herrarles el estómago. Aun así, los estoicos infortunados si­ guieron negándose a hablar, así que, tras torturarlos largo rato, Alva­ rado ordenó arrojar a uno de los indígenas desde la azotea del palacio mientras se obligaba a los otros dos a mirar. (Por lo visto, Alvarado consideraba que las torturas físicas brutales y las ejecuciones eran menos repugnantes que los sacrificios humanos con propósitos reli­ giosos.) Al presenciar la escena, uno de los nativos decidió colaborar y dijo haber oído que, justo después de finalizar la fiesta, los aztecas tenían previsto rebelarse y atacar a los españoles. Encolerizado, Alva­ rado mandó llamar a dos de los parientes más cercanos de Moctezu­ ma y los torturó hasta que confirmaron que iba a producirse una revuelta entre los mexicas; los españoles iban a ser hechos prisioneros y sacrificados.6 Alvarado fue a ver a M octezum a, le habló de lo que se había enterado y le exigió que pusiera fin a cualquier plan de insurgencia contra los españoles. El emperador respondió que, al estar encarcela­ do, no tenía control alguno sobre su pueblo. Alvarado, enojado por la 183

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falta de cooperación e inquieto por el rum or de que los aztecas es­ taban abriendo boquetes en los muros posteriores del palacio y usan­ do escalerillas para subir hasta las plantas superiores, resolvió reforzar al máximo la guardia y mantener a Moctezuma bajo constante vigi­ lancia. Asimismo, ordenó que el emperador no pudiera presenciar la fiesta ni participar en ella. Alvarado asistió a las celebraciones, esperando con nerviosismo que en cualquier momento se produjera un ataque. Los primeros días transcurrieron sin incidentes y, al cuarto, el aprensivo e impetuo­ so capitán tomó una decisión que sacudiría hasta los cimientos al mundo azteca. Tras dejar a sesenta de sus hombres — la mitad de sus soldados— custodiando a Moctezuma, Alvarado y los sesenta restan­ tes, acompañados por algunos de sus aliados tlaxcaltecas, se enfunda­ ron la armadura y tomaron posiciones. El capitán español apostó arcabuceros en lo alto de los muros que rodeaban el Patio de Danzas, donde la sofisticada Danza de la Serpiente estaba a punto de dar comienzo, y situó jinetes y soldados de infantería fuertemente arma­ dos en las tres entradas principales que daban acceso al patio sagrado. Las puertas tenían nombres de resonancias icónicas: la Entrada del Aguila, la de Punta de la Caña y la de la Serpiente de Espejos.7 Antes de que empezara el espectáculo, el patio central fue llenán­ dose de miembros de la alta y la baja nobleza. Los aristócratas vestían con sus mejores galas ceremoniales; llevaban espléndidos penachos adornados con plumas de quetzal y guacamayo. Los danzantes, provis­ tos de taparrabos de algodón primorosamente bordados, se cubrían el cuerpo con amplios mantos hechos con plumas y elegantes pieles de puma, jaguar, ocelote y liebre. Asimismo, iban recubiertos de finas joyas, pulseras y brazaletes, algunos de oro y otros de cuero, o bien ocultos y bordados con piezas de jade. Del cuello llevaban colgados collares de conchas o de jade, y en las orejas y la nariz lucían relucien­ tes cristales de ámbar. En las piernas y los pies, que subían y bajaban rítmicamente al son de los tambores, calzaban sandalias de piel de ocelote, de un bello color amarillo con manchas negras, de las que colgaban cascabeles de oro que tintineaban al compás del baile.* Para cuando los tambores y las flautas empezaron a sonar y la danza dio comienzo, entre cuatrocientos y quinientos danzantes y 184

LA FIESTA IJE T Ó X C A T I.

varios miles de espectadores aztecas — que presenciaban la ceremo­ nia o desempeñaban un papel menor en ella— llenaban el Patio de Danzas. Giraban y oscilaban al unísono al son de los tambores, algu­ nos de ellos sostenidos en alto y tocados con la mano, y otros man­ tenidos a ras de tierra y tañidos con mazos provistos de una punta redonda de caucho. En un movimiento ondulante, como si de una rítmica ola se tratara, los danzantes corrían y cantaban al compás de los sonidos huecos emitidos por los pífanos de hueso, las caracolas y las flautas. Los bailarines vibraban cada vez más, poseídos por los es­ píritus, envueltos y enérgicos, hasta que la hilera de contorsionados nobles aztecas devino en la encarnación física de una serpiente. La música, el son de los tambores y los cantos traspasaban los muros del patio y llegaban a las calles de la ciudad, donde los viandantes se pa­ raban para escuchar con atención, conscientes del carácter sagrado del espectáculo. Alvarado y sus hombres contemplaron la danza embelesados al tiempo que confundidos, impresionados por el complejo ritual y la destreza de los participantes pero incapaces de comprender la euforia o el trance en que estaban sumidos los bailarines, que parecían com­ pletamente embebidos en la representación. La Danza de la Serpien­ te llevó a los participantes a una unidad de los sentidos, a un comple­ to despertar humano o sinestesia en que las experiencias auditivas, visuales y táctiles de la danza se combinaban con la experiencia ritual y espiritual de ver todos los dioses a la vez, como iconos y como en­ carnaciones humanas. Un delirio colectivo se apoderó de la gente.9 Pedro de Alvarado tuvo suficiente. Los soldados españoles cerraron de golpe y bloquearon las puer­ tas que servían de entrada al recinto. Por encima del son de los tam­ bores y de los cantos extáticos, Alvarado vociferó la orden «¡mue­ ran!»10 y, sin previo aviso, mandó a sus hombres que se abalanzaran sobre los indefensos y desarmados danzantes. Los disparos efectuados por los arcabuceros desde lo alto de los muros atravesaron por igual a los celebrantes y a los espectadores, que se desplomaron sobre el enlosado del patio. Los soldados de infantería arremetieron contra la muchedumbre blandiendo sus afiladas espadas toledanas, y el prime­ ro al que mataron fue a un tambor que dirigía la danza. Le cercena­ 185

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ron los brazos y cuando cayó al suelo, cerca de su tambor, un soldado lo decapitó de un mandoble. Los aztecas, aterrorizados, corrieron para salvar la vida. Pero no tenían escapatoria; al intentar huir en desbandada, entre­ chocaban entre sí y se obstaculizaban el paso. Algunos trataron de escalar los muros del patio pero solo unos pocos lo lograron, y ade­ más las puertas habían sido bloqueadas por un millar de tlaxcaltecas armados." Los espadachines y lanceros de Alvarado actuaron con impunidad, cortándoles las manos a los que seguían tocando los tam­ bores y hundiendo sus picas y lanzas en los cuerpos de los danzantes y de los espectadores hasta que su sangre anegó las losas del patio. Algunos nobles aztecas que lograron escapar con vida recordarían con posterioridad el despiadado horror de la matanza: «A aquellos hieren en los muslos, a estos en las pantorrillas, a los de más allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra.Y había algu­ nos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y pare­ cían enredarse los pies en ellos. Anhelosos de ponerse en salvo, no hallaban a dónde dirigirse».12 Algunos nobles aztecas lograron hacerse con garrotes y defen­ derse con ellos, mientras que otros lucharon sin otras armas que las manos. Mataron a varios de los carniceros españoles e hirieron a muchos más, pero a la postre nada pudieron hacer frente a las armas de acero de sus rivales. Posteriormente, los aztecas supervivientes recordarían así el horror que experimentaron: «La sangre de los gue­ rreros cual si fuera agua corría: como agua que se ha encharcado y el hedor de la sangre se alzaba al aire, y de las entrañas que parecían arrastrarse. Y los españoles andaban por doquiera en busca de las ca­ sas de la comunidad: por doquiera lanzaban estocadas, buscaban co­ sas: por si alguno estaba oculto allí; por doquiera anduvieron, todo lo escudriñaron. En las casas comunales por todas partes rebuscaron».13 En el transcurso de la espeluznante matanza, la música, el son de los tambores y la melodía de las flautas fueron reemplazados por los sobrecogedores gritos y gemidos de los moribundos. En su frenética sed de sangre, los españoles mataron sin parar, hasta que no quedó nadie con vida; a continuación, se arrodillaron en el suelo encharca­ do de sangre para hurtar los ornamentos de oro y las joyas de piedra 186

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de los aztecas que yacían en el enlosado.'4 Para cuando Alvarado or­ denó a sus hombres regresar al palacio de Axayácad, varios miles de los mejores soldados y de los miembros de la alta nobleza azteca ya­ cían en el suelo del patio sagrado, apilados y en posturas grotescas. La interrupción de la música y los gritos de terror proferidos por los celebrantes avisaron a la población de Tenochtidán de que algo espantoso había ocurrido. Al poco rato, empezó a oírse el frenético rebato de los tambores de guerra procedente de lo alto del Templo Mayor, un llamamiento general a las armas. Los mensajeros más velo­ ces recorrieron la ciudad de casa en casa dando la voz de alarma: «Mexicanos ... venid acá. ¡Que todos armados vengan: sus insignias, escudos, dardos! ... ¡Venid acá deprisa, corred: muertos son los capita­ nes, han muerto nuestros guerreros».15El pesar dio paso a la ira a me­ dida que la multitud entró en tropel en el recinto con lanzas, espadas y jabalinas, gimiendo y profiriendo alaridos. Los españoles tuvieron que emplearse a fondo para repeler el ataque de los enfurecidos azte­ cas y abrirse paso hacia el palacio. Durante la retirada, a Alvarado le impactó una piedra en la cabeza que le produjo una profunda herida. Una vez que estuvieron dentro del palacio, los españoles atranca­ ron todas las puertas y entradas. Alvarado no tardó en enterarse de que la segunda fase de su plan de ataque había culminado con éxito: los soldados que había dejado para vigilar a Moctezuma y los otros caciques habían asesinado a Cacama, el depuesto señor de Texcoco, y a un buen número de los demás «principales»; solo habían perdo­ nado la vida a Cuitláhuac (señor de Iztapalapa), a Izquauhtzin (go­ bernador deTlatelolco) y al propio Moctezuma. Conforme los habi­ tantes de Tenochtidán sitiaban el palacio, tratando de abrirse camino cavando bajo los cimientos y encendiendo fuegos para quemar las puertas, empezaron a hacerse una idea del atroz alcance de la matan­ za: habían perecido casi todos los integrantes de la alta nobleza, los mejores guerreros y los líderes militares más capacitados del imperio azteca. Además, el emperador Moctezuma se hallaba preso y con grilletes en las piernas.16 Se trataba de un acto de barbarie demole­ dor, profundamente doloroso y, desde el punto de vista de los aztecas, inexplicable; un acto que desafiaba las normas más elementales de la guerra civilizada. 187

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Mientras los civiles y los guerreros aztecas que habían quedado con vida sometían a asedio a los españoles en el palacio, los familiares de las víctimas entraban en el patio sagrado para identificar y recu­ perar los cadáveres de sus muertos. Madres, padres, hermanos y her­ manas se inclinaban sobre sus seres queridos y, con un dolor desga­ rrador, lloraban y gemían. Una a una, las víctimas fueron Llevadas a sus hogares para ser veladas. Muchas fueron transportadas posterior­ mente a lugares sagrados, como la Urna del Águila o la Casa de los Jóvenes, donde eran incineradas ritualmente; el humo de las incine­ raciones tiñó el cielo de Tenochtidán de un color sangre oscuro.17 El luto se prolongaría por espacio de casi tres meses. Alvarado ordenó a los arcabuceros y ballesteros apostados en lo alto de los muros del palacio que contuvieran a la creciente horda de aztecas, y también trataron de mantenerlos a raya a base de cañona­ zos. Aunque su potencia de fuego superior permitió a los españoles no ceder apenas terreno, la insurrección de la población azteca ya era general y se había extendido a todos los rincones de Tenochtidán. Por añadidura, Alvarado recibió una noticia terrible: los aztecas ha­ bían prendido fuego a los bergantines con los que Cortés tenía pre­ visto emprender la huida. Cuando el capitán general llegara a la ciu­ dad, si es que lo hacía, habría mucho sobre lo que Alvarado tendría que darle explicaciones. Temiendo que pronto todo estuviera perdido, Alvarado visitó a Moctezuma y le exigió que sosegara a la población. El emperador le repitió que, al estar encarcelado, no podía hacer nada al respecto. Alvarado sacó un largo cuchillo del cinturón y, apretando la afilada hoja de acero contra el pecho de Moctezuma, le dijo que se diri­ giera a su pueblo para calmarlo si no quería m orir acuchillado.18 Moctezuma y el cacique Itzquauhtzin fueron conducidos a la azo­ tea del palacio y, una vez allí, de mala gana, hablaron por turnos para pedirle a la gente que dejaran de atacar el palacio. Mientras el sol se ponía en el cielo de Tenochtidán, Itzquauhtzin fue llevado al borde de la azotea y pronunció las siguientes palabras: «Mexicanos ... os habla el rey vuestro, el señor, Motecuhzoma: os manda decir: que lo oigan los mexicanos: “ Pues no somos competentes para igualarlos, que no luchen los mexicanos. Q ue se deje en paz el es­ 188

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cudo y la flecha” ...A él lo han cargado de hierros, le han puesto grillos a los pies».'9 Los encarecidos ruegos de Itzquauhtzin calmaron temporalmen­ te al gentío y muchos acabaron por volver a sus hogares. Con todo, la matanza tuvo consecuencias funestas e irreparables, puesto que imposibilitó mantener una apariencia de orden político en la región y puso a la población decididamente en contra de los españoles al tiempo que ponía seriamente en entredicho la capacidad de M octe­ zuma como gobernante. La matanza liquidó de raíz el mando militar azteca y a casi todos sus mejores guerreros, pero a los españoles tam­ bién les conllevó pagar un precio muy alto. N o tenían comida ni agua potable y temían demasiado por sus vidas como para salir del complejo palaciego en busca de más provisiones. Además, tuvieron noticia de que los aztecas estaban desmantelando muchos de los puentes —lo que reducía las posibilidades de escapar de la ciudad— y de que todos los símbolos cristianos — las cruces y las imágenes de la Virgen— estaban siendo retirados de los templos y adoratorios aztecas. Por la noche, acostados en jergones, con los labios agrietados y la lengua hinchada a causa de la sed, los españoles oían el disonante y lúgubre tañido de los tambores funerarios y los lamentos de las mujeres y muchachas que imploraban venganza a sus dioses. La ar­ monía deTenochtitlán y de sus habitantes había quedado completa­ mente rota.20

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El irónico destino de Moctezuma

La noticia de la insurrección ocurrida en la capital incitó a Cortés a pasar a la acción. Al finalizar la batalla contra Narváez, había enviado varias expediciones con la misión de colonizar nuevas tierras, y al tener noticia de la revuelta en Tenochtitlán decidió ordenarles que regresaran y concertar un encuentro inmediato en Tlaxcala.' Cada una de las expediciones constaban de unos doscientos hombres, y Cortés sabía que los necesitaría a todos si quería sofocar el levanta­ miento y recuperar el control del imperio azteca. Una vez más, en la población costera de Vera Cruz solo se quedaron los que se hallaban más débiles y los menos capacitados para el combate. Cortés y sus hombres subieron y atravesaron las montañas y cru­ zaron las yermas y agrietadas tierras del altiplano, con los caballos levantando nubes de polvo con los cascos. Al norte y al este, el cielo, resplandeciente a causa de una tormenta eléctrica, amenazaba con descargar las lluvias primaverales por las que los malhadados cele­ brantes de la fiesta deTóxcad habían estado rezando, pero finalmen­ te no cayó ni una gota. El terreno por el que Cortés y sus hombres avanzaban era pedregoso, estaba surcado de fallas desérticas y azotado por fuertes vientos; los caballos solo disponían para comer de hierbas resecas y los expedicionarios andaban cortos de agua. Las tropas ori­ ginales de la expedición estaban curtidas, cada vez más acostumbra­ das a esas duras caminatas, pero los reclutas procedentes del ejército de Narváez lo pasaban mal.2 En Tlaxcala, Cortés se encontró con las otras dos expediciones — con lo que su fuerza aumentó hasta casi mil doscientos hom­ bres— y reclutó a un número considerable — quizá unos dos mil— de guerreros tlaxcaltecas.3 Cabalgando al frente del centenar de ca­ ballos que integraban su caballería, Cortés se dirigió presuroso hacia 190

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Tenochtitlán, tomando para ello la ruta norte que pasaba por la ciu­ dad de Texcoco. Desde la ribera de la gran laguna. Cortés divisó humo de las piras funerarias. En Texcoco el ambiente era sombrío. Esta vez, los españoles no disfrutaron de un recibimiento formal. «En todo el camino — recordaría Cortés— nunca me salió a rescebir ninguna persona del dicho Muteeçuma [Moctezuma] como antes lo solían fazer.»4 En Texcoco solo Ixtlilxóchitl, el hermano de Cacama, salió a recibirlo. Cortés presionó a los lugareños para obtener toda la información posible sobre la situación en Tenochtitlán. Averiguó que, aunque se hallaban atrapados dentro del complejo palaciego, la mayoría de los soldados de Alvarado seguían con vida; solo seis o siete hombres ha­ bían perecido durante los combates. Entonces, procedente de la ca­ pital azteca, llegó en canoa un emisario con un mensaje de Mocte­ zuma. Traducidas por la Malinche, Cortés escuchó las explicaciones del emperador, quien aseguraba no tener la culpa de que se hubiera producido la rebelión y esperaba — más bien deseaba fervientemen­ te— que el capitán general no le guardara rencor. Moctezuma le aseguraba que, si regresaba a Tenochtitlán, se restablecería el orden y Cortés volvería a imponer su voluntad. Sabedor de los tratos clandestinos entre Moctezuma y Narváez y consciente del peligro que entrañaba la rebelión en curso, Cortés tenía motivos sobrados para sospechar que se trataba de una artima­ ña. Ordenó a sus tropas que se fueran a acostar y por la noche, antes de conciliar el sueño, comenzó a meditar cuál era la mejor forma de aproximarse a la ciudad. Por la mañana, la expedición rodeó la laguna por el norte y se dirigió hacia Tacuba y la más corta de las calzadas que daban acceso aTenochtitlán. En parte, Cortés tomó esta ruta para explorar la zona, que solo había visto desde las aguas de la laguna, pero también porque sabía que los aztecas habían bloqueado otras calzadas o habían reti­ rado los puentes.5 Los españoles acamparon en Tacuba, cuyas auto­ ridades se mostraron afables y, en algunos casos, incluso solícitas. En­ teradas de la reciente victoria del capitán general en la costa, las autoridades civiles de Tacuba pudieron ver con sus propios ojos que la caballería de Cortés había aumentado hasta alcanzar proporciones 191

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temibles y llegaron al punto de aconsejarle que se quedara allí, en campo abierto, donde le sería más fácil defenderse, en lugar de arries­ garse a entrar en la peligrosa capital azteca. Desconocemos si Cortés sopesó la posibilidad de seguir el consejo, pero el caso es que a la mañana siguiente, el 24 de junio de 1520, se despertó, oyó misa, montó en su caballo y recorrió la calzada de Tacuba para entrar en Tenochtitlán. En la calzada no se alineaba una multitud de civiles para mirar boquiabiertos el paso de los caballos o escuchar el tintineo de las armaduras de metal. Incluso las aguas permanecían sobrecogedoramente tranquilas y vacías de canoas.6 Con el rostro cubierto de una pátina de polvo del desierto, Cortés permanecía alerta por si surgía algún contratiempo, pero la caravana entró sin dificultades en la ciudad. Las calles estaban desiertas a excepción de unos niños que estaban jugando y de algún que otro grupo de transeúntes enfras­ cados en sus quehaceres cotidianos. De las casas bajas llegaba el olor a creosota de los fuegos para cocinar. La mayoría de sus moradores permanecían encerrados dentro de sus hogares, y solo se atrevían a asomarse por las puertas entornadas o a mirar a través de los listones de madera de las ventanas. Los expedicionarios tendrían que haber­ se encontrado con grandes celebraciones y espectáculos, pero tras la matanza perpetrada en el Tóxcatl se habían decretado ochenta días de riguroso luto.7 Hasta el famoso mercado de Tlatelolco esta­ ba cerrado. Cortés avanzó por una ciudad fantasma. Como regresaba con un ejército más numeroso, necesitaba más aposentos; Moctezuma se los había proporcionado, así que el grueso de las antiguas tropas de N arváez se alojaron en edificios cercanos. Cortés y sus hombres se diri­ gieron al palacio de Axayácatl. Al llegar Cortés, Alvarado se puso en pie, debilitado y fatigado a causa de los combates. Sus hombres tam­ bién estaban demacrados y flacos por la falta de comida y arrugados a causa de la sed; poco tiempo antes se habían visto obligados a abrir agujeros en la tierra del patio, arrodillarse y sorber de ellos agua sa­ lobre. N o es de extrañar, pues, que consideraran la llegada de Cortés un acontecimiento milagroso. «Los que estaban en la fortaleza — re­ cordaría Cortés— nos rescibieron con tanta alegría como si nueva­ 192

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mente les diéramos las vidas, que ya ellos estimaban perdidas, y con mucho placer estuvimos aquel día y noche creyendo que ya todo estaba pacífico.»8 Sin embargo, el ambiente festivo del reencuentro duró poco. Cortés exigió una explicación sobre lo sucedido durante la fiesta deTóxcatl y Alvarado le refirió los indicios de rebelión, los rumores sobre un ataque inminente contra los españoles y su poste­ rior sacrificio, así como el temor a que Narváez estuviera de camino para liberar a Moctezuma. A fin de cuentas, explicó Alvarado, se ha­ bía tratado de una acción preventiva para impedir que los aztecas los atacaran una vez finalizada la fiesta, ataque que, según las informacio­ nes que poseía, tenía todos los visos de ser cierto.9 Cortés enrojeció de ira. «Pues [los aztecas] hanme dicho — voci­ feró— que os demandaron licencia para hacer el areito y bailes.» Alvarado solo pudo asentir avergonzado, pero subrayó que, para evi­ tar que los aztecas los atacaran, había decidido golpear primero. Cor­ tés, más encolerizado aún, reprendió a Alvarado por haber tomado una decisión tan desacertada, por haber cometido esa locura, y dijo que «pluguiera a Dios que el Montezuma se hubiera soltado, e que tal cosa no la oyera a sus oídos».*10 Cortés se tranquilizó y no volvie­ ron a hablar más del tema. La única sanción que el capitán general le impuso a Alvarado fue degradarlo de modo informal y sustituirlo en el puesto de segundo al mando por Gonzalo de Sandoval, un perso­ naje menos voluble y más previsible.11 Moctezuma, deseoso de mejorar la deteriorada relación, esperaba expectante en el patio a ser recibido, pero Cortés no estaba de hu­ mor para ello. Cuando dos ayudantes del emperador se le acercaron para solicitarle la entrevista. Cortés montó en cólera y les dijo que se fueran al infierno: «Vaya para perro, que aun tiánguez no quiere ha­ cer ni de comer nos manda dar».12Al oír la diatriba de Cortés, varios de sus capitanes se apresuraron a calmarlo recordándole que, si M oc­ tezuma no hubiera subido a la azotea y hubiese hecho entrar en ra­

* La reacción de Cortés ante la matanza y el hecho de que la calificara de «locura» resultan un poco irónicos teniendo en cuenta su actuación durante la matanza de Cholula. Puede que incluso acordara en secreto con Alvarado llevarla a cabo. 193

CON QUISTA DO!».

zón a su pueblo, los españoles habrían perecido. La admonición de sus hombres solo sirvió para que Cortés se enojara aún más y prosi­ guiera con su invectiva: «¿Qué cumplimiento tengo yo de tener con un perro que se hacía con Narváez secretamente, e ahora veis que aun de comer no nos da?».13 Cortés mandó a los asistentes que le dijeran a Moctezuma que abriera los mercados de inmediato porque, de lo contrario, se iba a armar la de Dios es Cristo. Seguido de la Malinche, Cortés se fue dando grandes zancadas, negándose a recibir o hablar nunca más con Moctezuma. (Más adelante mantendrían una o dos charlas fatídicas, traducidas por la Malinche y Aguilar.) Abatido, Moctezuma fue llevado de vuelta a sus aposentos en el patio de armas, arrastrando las cadenas sujetas a sus piernas mientras caminaba por las losas de pizarra. El emperador, venerado en el pa­ sado por su carácter semidivino y considerado el mortal de México más cercano a los dioses, permanecía ahora encarcelado, consumido, encadenado y despojado de toda dignidad. Había abandonado a su pueblo. Cuando la Malinche fue a pedirle que volviera a abrir el mercado para que los españoles pudieran abastecerse de comida, Moctezuma admitió con tristeza que ya no tenía poder para ordenar eso. No creía que nadie lo fuera a escuchar. N o obstante, al poco rato comentó que alguno de los caciques que quedaban con vida, uno cuya reputación no estuviera mancillada, tal vez tuviera éxito. Por mediación de la Malinche, Cortés se mostró de acuerdo con la pro­ puesta y dijo que Moctezuma debía elegir a quien le pareciera más apto para la tarea. El emperador se decantó por su hermano Cuitláhuac, que fue desencadenado y puesto en libertad. Cortés no lo sa­ bía, pero había liberado a un auténtico demonio.14 En vez de proporcionar comida a los españoles, a cuya presencia se había opuesto desde el momento en que llegaron, Cuitláhuac se reunió con los pocos nobles que habían sobrevivido a la matanza, los últimos vestigios del gran consejo. Les dijo que Moctezuma había sido hechizado por los españoles y que, víctima de ese encantamien­ to, ya no estaba capacitado para gobernar a los aztecas. Era una con­ clusión a la que todos ya habían llegado.15 Así pues, en un breve plazo de tiempo, y en lo que constituía una decisión sin precedentes en la historia de los pueblos aztecas, el consejo anuló los poderes de 194

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Moctezuma y cedió el título de tlatoiini a Cuitláhuac, convertido en el nuevo emperador de los aztecas.16 Cuando resultó evidente que la comida no llegaría, Cortés vio con toda claridad que no vería hecho realidad su plan original de conquistar Tenochtitlán por medios políticos e incruentos. A la ma­ ñana siguiente, al alba, envió un mensajero a la costa para mantener a la guarnición de Vera Cruz informada de la situación en la capital, pero al cabo de media hora volvió «todo descalabrado y herido, dan­ do voces que todos los indios de la cibdad venían de guerra y que tenían todas las puentes alzadas».17 Durante las veinticuatro horas si­ guientes, los aztecas, bajo el liderazgo de su nuevo señor Cuidáhuac, reanudaron sus ataques; los peores temores militares del conquistador Hernán Cortés y de su compañía se hicieron realidad. C on los puen­ tes izados y las calzadas bloqueadas, estaban atrapados dentro de la «ciudad de los sueños». Aunque Cortés ordenó a sus hombres que tomaran las armas lo más rápido posible, los españoles pudieron oír el cacofónico ruido de las pisadas de los guerreros aztecas, que, calzados con sandalias de cuero, caminaban y corrían hacia el recinto religioso. Al asomarse por las torres de vigilancia y las troneras de la fortaleza, los españoles vieron avanzar una oscura marea humana; las calzadas, calles y hasta azoteas de los edificios estaban atestadas de violentos guerreros aztecas, y hacia el centro de Tenochtitlán también estaban dirigiéndose a toda velocidad numerosas canoas de guerra, llenas a rebosar de hombres procedentes de todas las ciudades lacustres. Los hombres de Cortés estaban siempre prestos para la batalla, armados y bien organizados, así que no tardaron en ocupar sus pues­ tos de combate. Pese a todo, debieron de maldecir su suerte al ver cómo todas las calles adyacentes al recinto, incluso las plazas y los patios, se llenaban hasta los topes de guerreros que, armados con lanzas, entonaban cánticos y daban fuertes pisotones en el suelo. La masa de guerreros — quizá decenas de miles de ellos— emitió un agudo y desgarrador silbido de guerra que llegó a ahogar el son de los tambores y de las caracolas. Cortés recordaría con posterioridad lo espantoso de la escena y de los sonidos: «Da sobre nosotros tanta multitud de gente por todas partes que ni las calles ni azoteas se pa195

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rescían con gente, la cual venía con los mayores allaridos y grita más espantable que en el mundo se pueda pensar. Y eran tantas las piedras que nos echaban con hondas dentro en la fortaleza que no parescía sino que el cielo las llovía».18 Cortés envió a Diego de Ordaz al frente de varios centenares de hombres con la esperanza de que la potencia de fuego de sus armas ahuyentara a la masa de guerreros, pero la táctica no dio los frutos esperados y, en cambio, fue costosa. Pese a disparar con los arcabuces y las ballestas, de las azoteas situadas sobre sus cabezas les cayó una lluvia de piedras, jabalinas y dardos que impactaron en sus escudos, cascos y armaduras. Media docena de soldados murieron con el pri­ mer aluvión y Ordaz sufrió heridas de consideración, en tres sitios distintos.19 Ordaz se vio obligado casi de inmediato a actuar a la de­ fensiva. Al ver que eran repelidos por los guerreros aztecas, muy su­ periores en número, y por la incesante lluvia de piedras y armas arrojadizas, ordenó replegarse hacia el palacio. Pero, una vez que lle­ garon allí, en las calles situadas frente al recinto amurallado había tal cantidad de aztecas que los españoles se vieron forzados a entablar combate cuerpo a cuerpo y, con sumo esfuerzo, lograron abrirse paso hasta el complejo palaciego. Allí, desplomándose y ensangrenta­ dos, se encontraron con que ochenta soldados españoles, entre ellos el propio Cortés, habían resultado heridos (en el caso del capitán general, un garrote le había impactado en la mano izquierda) . 2,1 Tras reagruparse, Cortés ordenó abrir fuego a discreción desde la azotea del palacio. Todos a la vez, los soldados españoles dispararon los cañones, arcabuces y falconetes tan rápido como eran capaces de cargarlos y encender la mecha, y los ballesteros también lanzaron sus flechas contra la densa multitud. Centenares de aztecas se desploma­ ban en el suelo con cada andanada — las balas de metal hacían blan­ co en docenas de ellos en cada ocasión— , pero, por cada hombre que caía abatido, llegaban diez más para sustituirlo. El conquistador Bernal Díaz y otros soldados quedaron asombrados por la valentía y la determinación de los aztecas: «Ni aprovechaban tiros ni escopetas ni ballestas, ni apechugar con ellos, ni matarles treinta ni cuarenta de cada vez que arremetíamos; que tan enteros y con más vigor pelea­ ban que al principio».21 Los aztecas contraatacaron lanzando una llu196

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via de flechas llameantes hacia las secciones de madera del palacio e incendiando los barracones provisionales de los daxcaltecas. El com­ plejo palaciego no tardó en ser pasto de las llamas. Cortés ordenó retirar a toda prisa las secciones inflamables de las paredes y lanzar lodo y estiércol sobre el fuego hasta tenerlo controlado.22 Los combates se prolongaron por espacio de una semana. Por la noche, parte de los soldados de Cortés se curaban las heridas y repo­ saban mientras otros se afanaban en reparar las anchas grietas de los muros que los protegían. Los españoles oían los incesantes cánticos e insultos de los aztecas, que los tildaban de cobardes y canallas y pro­ metían sacrificarlos y comérselos, devorar sus corazones y lanzar sus visceras a las bestias carnívoras del zoo. Los improperios hacían mella en la moral de las tropas. Durante la noche, para sacar de quicio a los españoles, los aztecas enviaban hechiceros y brujos, que cantaban y hacían conjuros frente a la entrada principal del palacio. En su deli­ rio, algunos de los soldados españoles afirmaban sufrir visiones y ver «cabezas desgajadas del cuerpo que subían y bajaban, cadáveres ro­ dando por el suelo como si hubieran recobrado la vida y piernas amputadas que caminaban por voluntad propia».23 Los hombres, en especial reclutados del ejército de Narváez, no podían pegar ojo y sufrían ataques de ansiedad al no estar seguros de si aquellas aparicio­ nes diabólicas eran reales o solo fruto de su imaginación. Durante el día, Cortés lanzaba valerosos a la par que inútiles ata­ ques que, inevitablemente, acababan siendo repelidos. Sin embargo, en su constante afán por innovar y adaptar sus tácticas militares a las situaciones cambiantes, Cortés tuvo una idea que esperaba que per­ mitiera salir a sus hombres del palacio con los mínimos daños posi­ bles. Los carpinteros construirían máquinas de madera denominadas «mantas» (Cortés las llama «ingenios»), estructuras cubiertas semejan­ tes a torres y provistas de ruedas, de las que los expuestos porteadores tlaxcaltecas tirarían por medio de cuerdas. Las mantas darían cabida a unas dos docenas de soldados, protegidos por las gruesas paredes y techos de madera. Los arcabuceros y ballesteros podrían disparar des­ de el interior a través de estrechas mirillas o aspilleras y luego aga­ charse para volver a cargar sus armas. El invento de Cortés, aunque similar a los manteletes medievales, era mucho más complejo y sofis­ 197

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ticado al estar provisto de dos compartimentos, uno encima del otro. El plan era que los españoles se sirvieran de las mantas para salir rá­ pidamente del palacio, abrirse paso entre la muchedumbre de gue­ rreros aztecas y demoler casas conforme fueran avanzando. Así, des­ pués podrían usar los escombros y cascotes para reconstruir las calzadas y permitir que la caballería pudiera recorrerlas más fácil­ mente. Los carpinteros se afanaron en construir las máquinas de gue­ rra y las finalizaron en el plazo de unos pocos días.24 A esas alturas Cortés estaba preparado para intentar cualquier cosa, pues era solo cuestión de tiempo que sus hombres, que empe­ zaban a acusar los efectos del hambre y la sed, se vieran obligados a salir del palacio y fueran aniquilados por decenas de miles de aztecas. Así pues, una vez que las mantas estuvieron finalizadas y en funcio­ namiento, llenó algunas con buenos soldados, reclutó a tlaxcaltecas fuertes y valientes para que las empujaran o tiraran de ellas, y ordenó que salieran del palacio y arremetieran contra la multitud de enemi­ gos. El primer ataque surtió efecto — las máquinas animadas avanza­ ron dando tumbos al tiempo que escupían llamaradas, humo y fogo­ nazos— y los aztecas, presos del pánico, recularon y huyeron de los monstruosos artilugios. Sin embargo, los tlaxcaltecas no tardaron en tener dificultades para maniobrar las mantas sobre el suelo irregular y entre la creciente masa de enemigos, y los canales también dificul­ taron su progreso. Desde las azoteas, grupos de aztecas envalentona­ dos empezaron a arrojar pedruscos que astillaron las torres de guerra. Los soldados del interior se vieron obligados a apearse y entablar combate cuerpo a cuerpo, y aunque trataron de quemar algunas ca­ sas, fueron forzados a retirarse hacia el palacio, arrastrando tras de sí lo que quedaba de las mantas.25 Durante el ataque murieron incon­ tables tlaxcaltecas al estar tan expuestos. Desde un punto de vista estrictamente militar. Cortés estaba completamente a la defensiva. Conforme pasaban las horas, iba con­ tando cada vez con menos opciones y con menor número de solda­ dos aptos para el combate. Hasta su tan cacareada caballería, de efica­ cia demoledora en campo abierto, demostró ser de escasa utilidad allí, inmovilizada en las atestadas calles y luchando por mantenerse en pie en el resbaladizo enlosado; además, los aztecas también esta­ 198

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ban innovando y adaptándose a las circunstancias: derribaban con largas lanzas a los jinetes cuando estos cargaban y levantaban muros para ralentizar o desviar la marcha de los corceles. Cortés optó por realizar un último esfuerzo diplomático.Tragándose el orgullo, man­ dó llamar a Aguilar y la Malinche y, a través de ellos, le pidió a M oc­ tezuma que subiera a la azotea y se dirigiera a cualquiera que lo re­ conociera — entre la multitud habían sido vistos algunos de sus parientes, incluido Cuitláhuac— ; los guerreros iban vestidos con in­ dumentaria regia de guerra, reluciente de oro. Moctezuma no tenía interés alguno en ayudar a Cortés y, con un gesto de la mano, le indicó a la Malinche que se fuera. Abatido y humillado, el depuesto emperador dijo: «Que yo no deseo vivir ni oírle, pues en tal estado por su causa mi ventura me ha traído».26 El antaño gobernante supremo del imperio azteca tenía un aspecto menudo e insignificante vestido con sus ropajes, y hablaba con un tono de voz melancólico y desolado. Para tratar de convencerlo, Cortés decidió entonces enviar al padre Olmedo, que había llegado a trabar cierta amistad con el emperador, pero Moctezuma meneó la cabeza y dijo: «Es inútil; no me creerán a mí, ni las falsas palabras de [Cortés]».27Y, a todas luces con la intención de que se lo tradujeran palabra por palabra a Cortés, añadió: «Yo tengo creído que no apro­ vecharé cosa ninguna para que ce§e la guerra, porque ya tienen alza­ do otro señor, y han propuesto de no os dejar salir de aquí con la vida; y así, creo que todos vosotros habéis de morir en esta ciu­ dad».28 Al verse incapaz de convencer a Moctezuma de que subiera por su propia voluntad, Cortés ordenó a varios de sus hombres que lo llevaran por la fuerza a la azotea. Agarrándolo con fuerza de los bra­ zos y protegiéndolo con escudos de la incesante lluvia de piedras, los soldados españoles lo condujeron hasta el borde del tejado y, una vez allí, en un pequeño promontorio, retiraron los escudos para que Moctezuma fuera perfectamente visible y le dijeron que se dirigiera a su pueblo para apaciguarlo. En el supuesto de que Moctezuma hubiera hablado, es harto improbable que su voz se hubiera oído por encima del fragor de la batalla. A los pocos segundos empezaron a impactar piedras en la azotea y las paredes de la terraza, a pasar ulu­ 199

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lantes flechas y a caer con gran estrépito lanzas; en palabras de fray Aguilar, «diríase que del cielo caían piedras, flechas, dardos y varas».20 El aluvión de piedras derribó al emperador, alcanzado por al menos tres de ellas en el pecho y la cabeza. Demasiado tarde, los soldados lo protegieron con los escudos y huyeron para ponerse a cubierto. Moctezuma sobrevivió pero falleció al cabo de unos pocos días, el 30 de junio de 1520, probablemente a causa de las heridas provo­ cadas por su propio pueblo. Había gobernado el imperio azteca du­ rante diecisiete años y lo había llevado a la cumbre de su magnificen­ cia. Su red comercial y tributaria se extendía mucho más allá del horizonte que podía ver cuando rezaba en lo alto del Templo Mayor, llegando a los océanos situados al este y al oeste y hasta un lugar si­ tuado tan al sur como Guatemala. Constituyó un trágico fin para una vida enigmáticamente trágica.*30 En multitud de aspectos, Moctezuma había sido embaucado por Cortés, quien le había hecho creer que podría salvar a su imperio de la destrucción si se plegaba a los deseos de ese extraño y desconcer­ tante visitante procedente de otro mundo. Quizá Moctezuma había permitido que sus profundas convicciones religiosas enturbiaran su buen juicio político, ya que muchos de sus familiares, de sus altos consejeros y de sus sacerdotes le habían avisado de que los españoles albergaban malas intenciones y no eran de fiar. Asimismo, no cabe duda de que las diferencias culturales y comunicativas jugaron en contra de Moctezuma, puesto que los regalos que le había ofrecido

* Existen dos versiones opuestas sobre la muerte de Moctezuma. La española sostiene que, tras recibir el impacto de las piedras, continuó con vida durante tres días, pero al haber perdido las ganas de vivir, se negó a comer, beber o recibir aten­ ción médica. En cambio, los relatos aztecas afirman de manera prácticamente uná­ nime que Moctezuma se recuperó de las heridas pero que los españoles lo apuñala­ ron hasta acabar con su vida o que, según sostienen algunas fuentes, lo ejecutaron mediante garrote vil y después arrojaron su cuerpo desde la azotea del palacio sobre la gente concentrada debajo. N o obstante, existen pocas pruebas que avalen la teoría del ajusticiamiento por garrote vil, ya que este método se utilizaba normalmente durante ejecuciones formales, incluso públicas, y, además, en las crónicas de la con­ quista apenas se menciona el uso de dicho método. Desafortunadamente, la natura­ leza exacta de la muerte de Moctezuma seguirá siendo un misterio.

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a Cortés desde el momento mismo de su llegada — obsequios que en el mundo azteca denotaban poder y riqueza y, por tanto, superiori­ dad— no hicieron más que alimentar la codicia de Cortés. M octe­ zuma había permitido que los españoles entraran en su espléndida ciudad con la esperanza de que, maravillados por su inmensa riqueza y poder, cejaran en su empeño y se marcharan, pero, en lugar de ello, tamaña riqueza solo había acrecentado la determinación de Cortés. Fray Diego Durán diría de Moctezuma que era «un rey tan po­ deroso, tan temido y servido y obedecido de todo este nuevo mun­ do, el cual vino a tener un fin tan vil y desastrado, que aun en su entierro no tuvo quien por él hablase ni se doliese».31 Por descontado, Hernán Cortés no tenía tiempo para lamenta­ ciones. Tras confirmar la muerte del emperador, ordenó asesinar en el acto a los demás señores aztecas que permanecían bajo custodia española — incluidos Itzquauhtzin y otros treinta caciques— , lo cual le permitió liberar a un gran número de soldados de sus tareas como guardia, unos hombres que en esos momentos necesitaba con deses­ peración. Mientras el ejército imperial azteca seguía aumentando de tamaño, flechas llameantes lanzadas desde las calles adyacentes al pa­ lacio surcaban el aire, dejando a su paso estelas como si se tratara de estrellas fugaces o cometas.

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La Noche Triste

Los esfuerzos diplomáticos de Cortés solo habían tenido por resulta­ do la muerte de Moctezuma y que el ejército azteca estuviera más resuelto aún a luchar, liderado por el fanático Cuitláhuac. Cortés debió de reprocharse el haberlo dejado en libertad. Después de todo, ¿había sido ese el plan de Moctezuma, dejar que Cuidáhuac lo sus­ tituyera como emperador y luego sacrificarse para que aquel pudie­ ra liberar al pueblo azteca? En verdad tenía sentido: el tranquilo y nada ceremonioso regalo de despedida de un rey antaño orgulloso, la última acción militar eficaz de un gobernante que tenía las manos literalmente atadas. En cualquier caso, si Cortés trató de entender al enigmático Moctezuma, nada dijo al respecto. Los carpinteros, aunque debilitados por el hambre y la sed, traba­ jaron día y noche para reparar las maltrechas mantas y Cortés las empleó de nuevo. Entretanto, los aztecas habían convertido el cerca­ no templo deYopico (donde los españoles habían erigido una cruz y una figura de la Virgen María dentro del santuario consagrado a Xipe Totee, «el dios desollado») en un puesto de mando estratégico.1 Desde esta aguilera, Cuidáhuac y sus cabecillas militares podían vigi­ lar los movimientos de Cortés — aunque fueran pocos e irrelevan­ tes— y dirigir los ataques de las fuerzas aztecas, enviando escuadrón tras escuadrón para reemplazar a los que caían bajo el intenso fuego de artillería. Cortés llegó a la conclusión de que, si quería tener alguna opor­ tunidad de salir de allí con vida, debía contrarrestar la ventaja que al enemigo le suponía tener ese puesto de mando elevado. Se ató fuer­ temente un escudo en el antebrazo izquierdo — tenía la mano pa­ ralizada a causa de la herida que había recibido en ella— , se puso al frente de un pequeño destacamento integrado por unos cuarenta 202

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soldados y, sirviéndose de las ingeniosas mantas, rodaron hacia la base de la pirámide al tiempo que, desde el interior, disparaban fle­ chas y balas. Balanceándose y oscilando de un lado a otro, las mantas avanzaron hacia el templo bajo las constantes embestidas de los gue­ rreros aztecas y, de nuevo, a merced de los pedruscos que les lanza­ ban desde las azoteas y la propia pirámide. Cuando los «ingenios» de Cortés llegaron a los pies del templo y los soldados salieron de ellas, las mantas estaban otra vez hechas añicos, pero habían cumplido su cometido. En las gradas de la pirámide, los lanceros y espadachines españo­ les entablaron combate con sus homólogos aztecas, guerreros bron­ ceados por el sol que, según Cortés, iban armados con «lanzas muy largas con unos hierros de pedernal más anchos que los de las nues­ tras y no menos agudos».2 Con grandes dificultades, los españoles se abrieron paso escalinata arriba, teniendo para ello que lidiar no solo con los guerreros, sino también con una lluvia de piedras y armas arrojadizas e incluso con troncos y ramas de árbol lanzados desde la plataforma superior de la pirámide. A base de mandobles y esquivan­ do dardos y venablos con los escudos a medida que subían. Cortés y un puñado de soldados lograron llegar a la cima, si bien tres o cuatro españoles lo pagaron con sus vidas. La fortaleza donde se encontraba el puesto de mando azteca estaba fuertemente fortificada, pero para entonces habían llegado más españoles y algunos tlaxcaltecas de re­ fuerzo, y, durante más de tres horas, se libró una feroz batalla cuerpo a cuerpo en el patio. En un momento dado, dos aztecas consiguieron reducir a Cortés y a punto estuvieron de lanzarlo pirámide abajo, pero el capitán general logró sobrevivir.3 Según recordaba Bernal Díaz del Castillo, «era cosa de notar vernos a todos corriendo sangre y llenos de heridas».4 Los combatientes españoles arrojaron gradas abajo a muchos sa­ cerdotes y, una vez dentro del santuario de Xipe Tótec, Cortés vio que los ídolos cristianos habían sido retirados, así que decidió devol­ verles la moneda a los aztecas ordenando lanzar sus estatuas pirámide abajo. Luego los españoles prendieron fuego al santuario y volvieron a luchar para regresar al palacio, incendiando todas las casas que pu­ dieron durante el camino de vuelta. 203

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Aunque Cortés se jactaría posteriormente de que el ataque fue «una gran victoria que Dios nos ha dado» y de que «algo perdieron del orgullo con haberles tomado esta fuerza, y tanto que por todas partes aflojaron en mucha manera»,5 la incursión le salió cara, al re­ sultar destruidas y ser abandonadas las mantas y al morir docenas de soldados. Asimismo, aunque Cortés tomó como rehenes a varios sa­ cerdotes, estos apenas tenían valor diplomático o como moneda de cambio, así que el asalto al templo solo sirvió como acto simbólico y para levantar la moral. Aunque Cortés creyera que había tomado el control de la pirámide, tampoco contaba con un número suficiente de hombres para conservarla. La incursión ofreció a Cortés una imagen desmoralizadora de la ciudad, que, com o pudo apreciar, estaba levantada en armas. Solo la calzada deTacuba permanecía parcialmente intacta; los puentes de todas las demás habían sido desmantelados. Cortés sabía que dicha calzada era la más corta de todas y, en esos momentos, parecía ser la única vía que les quedaba para llegar a tierra firme. Con todo, no tenía forma de saber qué tramos de la calzada eran aún transitables y si los aztecas habían desmontado ya los puentes. Entonces, uno de los españoles, un soldado y astrólogo llamado Botello que sabía leer y escribir en latín y que había viajado a Rom a, se acercó a los asesores de Cortés y les explicó que, durante los últimos días, había estado estudiando el firmamento y descifrando señales de las estrellas; había llegado a la conclusión de que, si no abandonaban la capital esa mis­ ma noche, los españoles morirían.6 A Cortés no le gustó nada la profecía cuando se la comunicaron, así que, tras consultarlo con sus capitanes, tomó una decisión: debían huir a medianoche, mientras las calzadas fueran aún transitables; de lo contrario, estaban condenados a morir. Cortés aborrecía la idea de tener que soltar la piedra preciosa que hasta unas semanas antes había agarrado con firmeza en su mano. La perspectiva de explicarle la pérdida al rey de España le resultaba desa­ gradable, pero la realidad de la situación, junto con el consejo de sus fieles capitanes, confirmaban que no tenía otra opción. El sabio Bo­ tello había pronosticado que la noche sería tormentosa y oscura, y el hecho de que los aztecas no fueran tan diestros en la guerra noctur­ 204

LA N O O I E TRISTE

na contribuyó a la decisión de Cortés. Una vez más, como siempre que se enfrentaba a una crisis, el capitán general tomó una decisión meditada y se lanzó a la acción. Pero ¿qué harían con el inmenso tesoro de Moctezuma? El ex­ traordinario peso y volumen del botín planteaba un problema logístico. Transportarlo a plena luz del día y sin tener que entablar com­ bate ya hubiera resultado dificultoso, pero hacerlo en plena noche y teniendo tal vez que librar una batalla era algo que se antojaba im­ posible. Cortés y sus hombres volvieron a abrir la puerta que condu­ cía a la estancia donde estaba almacenado el tesoro y empezaron a dividirlo, separando el oro y la plata de las piedras preciosas y las plumerías. A continuación, fundieron la mayor parte del oro y lo convirtieron en lingotes, lo cual permitiría pesarlo y repartirlo equi­ tativamente entre los hombres. El increíble resultado fueron ocho toneladas de oro, plata y piedras preciosas, y como era improbable que pudieran cargar con todo, lo dividieron en función de su impor­ tancia. Apartaron y empaquetaron el quinto real, que, protegido a toda costa por guardias españoles cuidadosamente seleccionados, se­ ría transportado por ochenta porteadores tlaxcaltecas, una yegua sana y varios de los caballos que habían resultado heridos en combate. Seguidamente, le tocó el turno al quinto personal de Cortés, según lo estipulado con suma maña jurídica en el documento fundacional de Villa Rica. Los tlaxcaltecas, sin interés alguno por los relucientes metales, cargaron grandes cantidades de plumas de quetzal en fardos y sacos.7 Por último, Cortés les dio permiso a sus hombres para que llena­ ran sus jubones de cuanto oro y cuantas piedras preciosas pudieran cargar, aunque les avisó de que, en el esfuerzo que estaban a punto de acometer, las armas y la comida les serían de mayor utilidad. «Cuidad de no cargaros con mucho peso — les dijo— , pues en la oscuridad de la noche camina más seguro el que va más ligero.»8 Al ver por vez primera el fantástico botín, los antiguos soldados de Narváez enlo­ quecieron e ignoraron el consejo de Cortés, llenando a reventar sus carteras, cajas y jubones. Por el contrarío, los curtidos hombres de Cortés, entre ellos veteranos como Bernal Díaz, fueron más precavi­ dos y, conscientes de lo que les esperaba, solo tomaron lo que pudie­ 205

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ran transportar personalmente. «Yo digo — recordaría Díaz del Casti­ llo— que nunca tuve codicia del oro, sino procurar salvar la vida ... mas no dejé de apañar de una petaquilla que allí estaba cuatro chalchi­ huites, que son piedras muy preciadas entre los indios, que de presto me eché en los pechos entre las armas ... los cuales me fueron muy buenos para curar mis heridas y comer del valor dellos.»9 Una vez cargado el botín, Cortés ordenó a los carpinteros que derribaran algunas paredes del palacio y utilizaran la madera, así como vigas del techo, para construir un puente portátil. Les pidió que fuera lo bastante largo y robusto como para que permitiera franquear las brechas de las calzadas y soportara el peso de los hombres, los caballos y el botín. Los carpinteros llevaron a cabo esta hazaña de la ingeniería aplicando toda su imaginación, pero el puente, pesado y poco mane­ jable, requeriría cuarenta tlaxcaltecas a la vez para transportarlo; Cor­ tés encomendó a ciento cincuenta soldados españoles la misión de escoltar y proteger a los doscientos porteadores que, por turnos, car­ garían con el puente.10 Asimismo, Cortés puso doscientos soldados de infantería a las órdenes de Gonzalo de Sandoval, su nuevo lugarteniente. Esta van­ guardia tendría que marchar directamente detrás del puente portátil y sería apoyada por Diego de Ordaz, Francisco de Lugo y dos doce­ nas de los mejores jinetes. Encabezando la caravana y fuertemente protegidos, estarían la Malinche y los curas de Cortés, el padre O l­ medo y el padre Díaz, y a continuación iría Cortés al frente del grueso del ejército, asistido por varios capitanes. Tras ellos marcha­ rían la mayoría de los guerreros tlaxcaltecas, que también se ocu­ parían de custodiar a los prisioneros y dignatarios más importantes, incluidos el hijo y las dos hijas de Moctezuma.11 Por último, la reta­ guardia estaría integrada por sesenta jinetes más, al mando de Pedro de Al varado y Velázquez de León. Justo después de la medianoche del 1 de julio de 1520, Hernán Cortés y sus hombres oyeron una breve misa y se dispusieron a abandonar Tenochtitlán, en esos momentos envuelta en una densa niebla. Tras forzar las pesadas puertas del palacio, los españoles salie­ ron de él con el máximo sigilo y empezaron a caminar bajo la llo­ vizna veraniega. Las precipitaciones por las que Moctezuma y su 206

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pueblo habían orado durante la fiesta de Tóxcatl finalmente ha­ bían llegado y la mayoría de los habitantes de la capital azteca habían preferido la comodidad y refugio de sus hogares, de modo que las calles estaban más tranquilas de lo que lo hubieran estado en otras circunstancias. La plaza central del recinto sagrado estaba sumida en un silencio inquietante. Los integrantes del convoy, caminando rápida y sigilosa­ mente, avanzaron por las calles desiertas hasta llegar al Templo del Sol, se dirigieron a la cancha del juego de la pelota y, sin ser vistos, giraron al oeste en dirección a la calzada de Tacuba. Los hombres, caballos y gimoteantes perros que integraban la expedición, avanzando como si de un extraño ciempiés nocturno se tratara, cruzaron los primeros puentes de la calzada, que permanecían intactos, y llegaron a la pri­ mera gran brecha que impedía el paso. Los españoles se estaban pre­ parando para instalar el puente portátil cuando, en medio de la oscu­ ridad, se oyeron los gritos de alarma de una mujer: «Mexicanos ... ¡Andad hacia acá: ya se van, ya van traspasando los canales vuestros enemigos! ¡Se van a escondidas!».12 Poco después los guardias dieron la voz de alarma y otros centinelas subieron raudos hasta lo alto del Templo Mayor. A los pocos minutos, procedente de la cúspide de las pirámides, se oyeron el tañido de los tambores y el ululato de las ca­ racolas, y finalmente se oyó resonar la voz de un sacerdote en medio de la llovizna y la bruma: «Guerreros, capitanes, mexicanos ... ¡Se van vuestros enemigos! Venid a perseguirlos. Con barcas defendidas con escudos ... con todo el cuerpo en el camino».11 Mientras el capitán Margarino, al mando del equipo encargado de instalar el puente portátil, se desgañitaba vociferando órdenes a los tlaxcaltecas, los soldados aztecas corrieron hasta las canoas y em­ pezaron a remar con fuerza por la laguna en pos de los fugitivos. Margarino se apresuró y, una vez instalado el puente, los soldados, en columnas de tres o cuatro, empezaron a cruzarlo a paso ligero, em­ pujándose unos a otros. El puente fue todo un éxito, pero el peso combinado de los hombres, de los porteadores que cargaban con las armas y de los recios caballos lo encajonó tan firmemente que los tlaxcaltecas, pese a tirar de él con todas sus fuerzas, no lograron que se moviera de su sitio. Mientras los españoles y sus aliados esperaban 207

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en fila a lo largo de la calzada, haciendo que les resultara imposible organizarse en formaciones de combate, las primeras canoas aztecas alcanzaron la orilla y empezaron a lanzar una lluvia de flechas y sae­ tas que, cual aves de rapiña, cayeron en mitad de la oscuridad sobre sus enemigos. El puente seguía atascado, y los españoles no tuvieron más remedio que abandonarlo y correr para salvar la vida.14 Conforme infinidad de canoas se arrimaban a ambos lados de la calzada de Tacuba, las tropas españolas que iban en vanguardia llega­ ron a un tramo donde los puentes habían sido desmantelados; cun­ dieron el pánico y la confusión. Bernal Díaz describió así el ataque: Vimos tantos escuadrones de guerreros sobre nosotros, toda la laguna cuajada de canoas, que no nos podíam os valer, y m uchos de nuestros soldados ya habían pasado.Y estando desta manera, carga tanta m ultitud de mexicanos a quitar la puente y herir y m atar a los nuestros, que no se daban a manos unos y otros; y com o la desdicha es mala, y en tales tiem pos ocurre un mal sobre otro, com o llovía, resbalaron dos caballos y se espantaron, y caen en la laguna, y la puente caída y quita­ da; y carga tanto guerrero m exicano para acabarla de quitar, que por bien que peleábamos, y m atábam os m uchos dellos, no se pudo más aprovechar della. Por manera que aquel paso y abertura de agua presto se hinchó de caballos m uertos y de los caballeros cuyos eran, que no podían nadar, y mataban m uchos dellos y de los indios tlascaltecas e indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería.15

El lugar, el canal de Toltec, se convirtió en el escenario de una pesadilla caótica y angustiosa para los españoles, sumidos en el desor­ den y la confusión. En medio de la oscuridad reinante, la caballe­ ría, sin apenas espacio para maniobrar en la estrecha calzada, no fue de ninguna utilidad. Con la llegada de un número cada vez mayor de aztecas, los soldados pronto se vieron obligados a luchar por separa­ do, mientras que los caballos, asustados por la refriega, se encabri­ taban y, coceando y corcoveando, se precipitaban a las aguas de la laguna, donde algunos nadaban un rato sin rumbo y acababan por ahogarse. Los cánticos y gritos de guerra de los enardecidos aztecas hacían que muchos hombres se lanzaran de cabeza a las aguas del canal, y fueron tantos los que se ahogaron allí que, según se dice, la 208

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montaña de cadáveres acabó por formar un puente. Las crónicas az­ tecas afirman al respecto que «el canal quedó lleno, con ellos cegado quedó. Y aquellos que iban siguiendo, sobre los hombres, sobre los cuerpos, pasaron y salieron a la otra orilla».16 Cortés luchó por seguir avanzando por la calzada pero también él cayó al agua, donde varios guerreros aztecas lo inmovilizaron y trataron de llevárselo preso. Por fortuna para él, dos de sus hombres consiguieron liberarlo y Llevarlo hasta la orilla. Cortés recorrió la calzada hasta llegar casi a Tacuba y, una vez allí, volvió a montar y cabalgó en dirección contraria para ayudar a los otros y ver cuál era la situación en la retaguardia. Era desastrosa. Cortés se encontró con Alvarado, que, con la espada en una mano y una lanza enemiga en la otra, caminaba dando tumbos y sangraba profusamente. Habían ma­ tado a su caballo estando él encima. Estremecido, Alvarado le explicó a Cortés que Juan Velázquez de León, con quien compartía el mando de la retaguardia, yacía muerto en la calzada, cosido a flechazos.’7 Los destacamentos que iban a la zaga, atacados desde detrás en tierra y desde ambos lados en la calzada, habían sufrido numerosísimas bajas. Tras ser apaleados y alanceados, a muchos se los habían llevado a rastras a las canoas, en el caso de los que no habían fallecido para ser sacrificados. La mayoría eran los antiguos hombres de Narváez, las­ trados por el peso excesivo del oro con el que cargaban. Alvarado reunió a unos cuantos hombres y se ofreció a propor­ cionar protección a las pocas tropas que quedaban en la retaguardia mientras Cortés y los demás se dirigían a tierra firme, donde estarían más seguros. Cojeando y arrastrándose como almas en pena, los es­ pañoles y tlaxcaltecas que habían sobrevivido a la aciaga noche se encaminaron hacia las afueras de Tacuba y llegaron a la relativa segu­ ridad de la ciudad al alba, cuando entre la niebla empezaban a ser visibles extrañas franjas luminosas. Cortés decidió pasar una impro­ visada revista para evaluar el estado en que se encontraban sus hom­ bres. Las primeras luces del día iluminaron la brutal realidad de lo acontecido la noche anterior, en adelante conocida por los españoles como la Noche Triste. Esa noche perecieron cerca de seiscientos españoles, entre ellos la mayoría de los hombres de Narváez, así como gran número de caballos y alrededor de cuatro mil tlaxcaltecas.1* 209

CON Q U ISTA D O !*

También se habían perdido la mayor parte de la pólvora, todos los cañones y, acaso lo peor de todo, los lingotes de oro y plata, el quin­ to real y el quinto de Cortés, todo ello hundido en las frías y oscuras aguas. Enterrado en algún lugar del fangoso fondo de la laguna de Texcoco, yacía la mayor parte del inmenso tesoro de Moctezuma. Durante unos pocos minutos, completamente afligido y con las ma­ nos y la cara salpicadas de barro y sangre, Cortés se quedó inmóvil bajo la lluvia, junto a un ahuehuete (ciprés) gigante.19 Pero solo se permitió lamentarse unos momentos y, una vez repuesto, siguió eva­ luando la situación y reagrupando a sus fuerzas. Cortés reunió a los restos de su demacrada compañía en la plaza central de Tacuba. Entre los muertos o desaparecidos se contaban Chimalpopoca, el hijo de Moctezuma, y una de sus hijas; Lares, uno de los mejores jinetes, así como el astrólogo Botello y su caballo.20 Cortés caminó entre las filas de sus andrajosos y tiritantes soldados y se alegró de ver entre ellas a su querida Malinche. La abrazó, agrade­ cido por que hubiera sobrevivido a la pesadilla. Milagrosamente, su otro intérprete, Jerónimo de Aguilar, también había escapado con vida. Quedaban dos docenas de caballos pero todos estaban heridos, apenas capaces de trotar unos pocos metros. Los capitanes Gonzalo de Sandoval, Diego de Ordaz, Alonso de Avila, Cristóbal de Olid y Pedro de Alvarado, todos ellos heridos y necesitados de atención médica, también seguían vivos.21 Cortés raramente pensaba en el pasado, y esa sombría mañana de julio que siguió a la Noche Triste, pese a las enormes pérdidas sufridas, de nuevo se puso a pensar tan solo en el presente y en lo que el futu­ ro le depararía. Mirando en derredor, preguntó por la suerte que ha­ bía corrido uno de sus hombres en particular, el maestro carpintero y constructor de barcos Martín López. ¿Dónde estaba? ¿Había sobrevi­ vido? La Malinche se paseó entre las filas del fantasmagórico escua­ drón y regresó a donde estaba Cortés para comunicarle que, aunque había resultado herido, Martín López seguía con vida. La noticia tran­ quilizó a Cortés, que montó en su caballo con bríos renovados. Una idea ambiciosa estaba rondándole por la cabeza. «Bamos — dijo— , que nada nos falta.»22 A pesar de la funesta noche, de haber perdido más de la mitad de sus efectivos y de que casi todos hubieran estado 210

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al borde de la muerte, Cortés había pergeñado un nuevo plan de re­ conquista. El caudillo extremeño condujo a su ensangrentada y tulli­ da fuerza hacia el norte y luego hacia el este, en dirección a la amis­ tosa Tlaxcala, situada a más de ochenta kilómetros de distancia.

Al amanecer, los aztecas dieron por concluido su ataque (un error táctico, pues los españoles eran en esos momentos extremadamente vulnerables) para celebrar la victoria; habían expulsado de la ciudad a Cortés y la mayoría de sus hombres. Un pequeño contingente de ochenta españoles no había logrado cruzar la calzada y había desan­ dado el camino hasta el palacio de Axayácatl, pero los enardecidos guerreros aztecas no tardaron en capturarlos y asearlos con vistas a su posterior sacrificio. Los mexicas también pescaron los cuerpos de los muertos y m oribundos que flotaban en las aguas de los canales y la laguna, y a continuación separaron a los españoles de los tlaxcalte­ cas. Según los relatos aztecas, estos últimos «fueron siendo llevados en canoas; entre los tules, allá en donde están los tules blancos los fue­ ron a echar: no más los arrojaban, allá quedaron tendidos».23 Por su parte, a los españoles los desnudaron y «en un lugar aparte los colo­ caron, los pusieron en hileras. Cual los blancos brotes de las cañas, como los brotes del maguey, como las espigas blancas de las cañas, así de blancos eran sus cuerpos».24 En la calzada, algunos guerreros aztecas se dedicaron a recoger del suelo los desperdigados restos del botín que los españoles preten­ dían llevarse: barras de oro y plata, collares, joyas y, lo más preciado de todo, manojos de plumas de quetzal. Aunque poco fue lo que encontraron — la mayor parte del tesoro de Axayácatl se había hun­ dido durante la noche— , algunos no cejaron en el empeño y, zam­ bulléndose en el agua, trataron de localizar más piezas palpando el fondo con las manos y los pies. A lo largo de toda la calzada, los az­ tecas encontraron numerosas armas españolas desperdigadas — arca­ buces, espadas y ballestas, las herramientas de la conquista que los invasores habían dejado abandonadas en medio del tumulto y la con­ fusión— , así como también cotas de mallas, petos, escudos de metal, cuero y madera, y cascos pisoteados por los caballos desbocados.25 211

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Todos los españoles que habían logrado sobrevivir fueron lleva­ dos a rastras hasta lo alto de los templos y, una vez allí, los sacerdotes los inmovilizaron y, entre gritos desgarradores, les arrancaron de cua­ jo el corazón, un botín de guerra que levantaron en señal de victoria y ofrecieron al dios de la guerra Huitzilopochtli, siempre sediento de sangre.24 Más tarde los aztecas desmembraron ignominiosamente los cadáveres de los españoles, ensartaron sus cabezas en picas, lanzas y espadas y, tras clavarlas en el suelo, las dejaron expuestas a la vista de todos; los monstruosos postes se alternaban con cabezas de caballos, también cortadas y empapadas de sangre.27 Aunque los aztecas, por regla general, solían suspender las batallas para festejar la victoria mediante la celebración de rituales, en este caso les hubiera resultado de mayor provecho dedicarse a matar al resto de los españoles. El haber obtenido una victoria aplastante en plena noche ya era algo bastante infrecuente en los anales bélicos de los aztecas, y a ello cabía añadir que habían matado a un porcentaje inusitadamente alto de enemigos, consecuencia quizá de su ira por la muerte de Moctezuma, por haber visto ocupada su ciudad durante tanto tiempo y por la alianza de los españoles con los tlaxcaltecas. Sea como fuere, mientras los aztecas que habían capturado a prisioneros se pintaban de ocre y rojo, se bañaban en sangre y se comían con gran ceremonial a los caídos,28 y mientras los vencedores danzaban en las gradas del Templo Mayor a la luz de los braseros, los españoles proseguían su huida.

Hostigados constantemente por pequeñas partidas de guerreros azte­ cas, los harapientos fugitivos se dirigieron al extremo septentrional de la laguna de Texcoco. Cortés dividió a la maltrecha compañía en un remedo de escuadrones; orientados por guías daxcaltecas, los soldados menos lastimados y más capacitados se encargaron de proteger la van­ guardia, la retaguardia y los flancos, mientras los españoles y daxcalte­ cas heridos permanecían a salvo en el centro. Los hombres que se encontraban más débiles viajaban a lomos de los caballos, mientras que otros caminaban detrás cojeando o apoyados en muletas impro­ visadas y bastones de madera. Algunos, exhaustos, delirando a causa de 212

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la falta de sueño y con cada vez mayores dificultades para no quedar­ se rezagados, se agarraban de las crines y las colas de los caballos y dejaban que estos tiraran de ellos; otros estaban tan extenuados y he­ ridos que los porteadores daxcaltecas debían cargar con ellos.2'' La exánime y desfalleciente compañía de Cortés caminó duran­ te dos días, sometida a incesantes ataques a lo largo de todo el trayec­ to. Bordearon tres lagunas de aguas refulgentes y viraron en direc­ ción a unas brumosas montañas situadas al este, hasta que finalmente llegaron a una población llamada Tepotzotlán. Los soldados menos maltrechos se mantuvieron en alerta y con las armas preparadas por si se producía un enfrentamiento armado en las calles, pero el pobla­ do, cuyos habitantes habían huido a aldeas vecinas, estaba desierto.30 Refugiadas bajo toldos, las tropas descansaron en las plazas y registra­ ron el pueblo de arriba abajo en busca de agua y comida. Encontra­ ron maíz; se comieron ávidamente una parte tras cocerlo y tostarlo y guardaron el resto para más adelante. Al día siguiente los expedicionarios reanudaron la marcha hacia el este, hostigados todavía por grupos de guerreros aztecas que los mantuvieron en todo momento a la defensiva. Los españoles, orien­ tados por los guías tlaxcaltecas, se adentraron en las llanuras; por la noche acampaban y dormían sobre el agrietado terreno, y cuando amanecía proseguían la ruta. La expedición pasó justo al norte de la famosa ciudad ceremonial de Teotihuacán. La antaño esplendorosa urbe, con su larga avenida de la M uerte y sus enormes e imponentes pirámides del Sol y de la Luna, recubiertas todas ellas de vegetación, había sido abandonada muchos años antes de la llegada de los aztecas. Aun así, el lugar conservaba una gran importancia religiosa e incluso hipnótica, y el año anterior Moctezuma, acompañado por sus prin­ cipales sacerdotes, había peregrinado hasta allí cada veinte días para ofrecer sacrificios a los dioses. El Templo Mayor de Tenochtitlán pre­ sentaba numerosos rasgos arquitectónicos claramente inspirados en los de esta ciudad mágica y mítica.31 Los españoles siguieron caminando y, a las afueras de una gran ciudad llamada Cacamulco, se encontraron con una fuerte resisten­ cia. Com o los ataques venían de todos lados y los caballos tenían serias dificultades para maniobrar sobre el pedregoso terreno, Cortés 21 3

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tiró de las riendas de su caballo y ordenó batirse en retirada. Mientras se alejaba al galope, dos piedras lanzadas por el enemigo le dieron de lleno en la cabeza. Las heridas, de cierta consideración, requirieron un vendaje de urgencia. Los españoles fueron obligados a retroceder hacia el pedregoso y escarpado chaparral. Esa noche acamparon al raso, se curaron las he­ ridas y cocinaron y comieron un caballo que había fallecido. La car­ ne del animal les supo a gloria a los famélicos hombres, pues era la primera comida en condiciones desde que abandonaran Tenochtitlán. «Le comimos — recordaría después Cortés— sin dejar cuero ni otra cosa dél segúnd la grand necesidad que traíamos. Porque des­ pués que de la grand cibdad salimos, nunca otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que cogíamos del campo.»32 Tras una semana de vagar rumbo al este y de guerrear con parti­ das de guerreros aztecas, Cortés y sus hombres, con la ropa toda manchada de sangre, llegaron a los llanos de Ápam, cerca de Otumba, donde se detuvieron para descansar. Pero poco duró el respiro, pues al poco rato llegaron exploradores con una noticia aterradora: más adelante, en el valle de Otumba, había concentrado un inmenso ejér­ cito azteca. Por lo visto, el nuevo emperador azteca, Cuitláhuac, no se contentaba con que los españoles hubieran abandonado la capital, sino que estaba decidido a acabar con ellos de una vez por todas. Cortés cayó entonces en la cuenta de que el hostigamiento al que los habían sometido las partidas aztecas tenía por objetivo obligarlos a dirigirse hacia allí, donde los estaría esperando una gran fuerza com­ puesta por los aztecas y sus aliados, entre ellos bandas de otomíes. Al frente del ejército, Cuitláhuac había puesto a su hermano Matlatzincatzin, investido orgullosamente con el rango de rílmacoatl, equiva­ lente al de capitán general. Matlatzincatzin, al igual que los otros jefes y guerreros de élite, llevaba resplandecientes penachos adornados con vistosas joyas, y sobre el hombro lucía el estandarte real de guerra, el Quetzaltonatiuh, «un Sol de Oro rodeado de plumas de quetzal».33 Es indudable que a Cortés no le gustó nada lo que vio tras subir a un promontorio desde el que se divisaba el valle de Otumba. «Salieron al encuentro mucha cantidad de indios —recordaría— , y tanta que 214

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por la delantera, lados ni reszaga ninguna cosa de los campos que se podían ver había dellos vacía.»34 Hasta donde alcanzaba la vista, todo lo que Cortés y sus hombres vieron fue un mar de escudos, lanzas y cascos, estos últimos provistos de plumas negras, blancas y verdes que se movían mecidas por el viento. Conscientes de su inferioridad nu­ mérica y del estado deplorable en que se encontraban, Cortés y otros muchos españoles creyeron llegada su hora. Cortés dirigió unas pala­ bras a sus tropas, en su mayor parte integradas por hombres curtidos, veteranos aguerridos y endurecidos por la guerra que habían perma­ necido en tierras mexicanas desde su llegada. Una vez más, Cortés apeló a su sentido del honor y del deber, a su amor por la Corona española y por la religión católica, y les dio las últimas instrucciones militares. Com o apenaj'-fes quedaba pólvora, de poco iban a servir los arcabuces en la batalla, así que esta sería librada por los soldados de infantería, armados con sus picas, espadas y lanzas, y por el puñado de caballos que seguían en condiciones óptimas; Cortés albergaba la es­ peranza de que los corceles todavía fueran capaces de galopar. Cortés explicó a los jinetes «cómo habían de entrar y salir los de a caballo a media rienda, y que no se parasen a lancear, sino las lanzas por los rostros hasta romper sus escuadrones».35 Pasara lo que pasase, debían mantenerse el orden y la organización. Acto seguido, los es­ pañoles se arrodillaron, se persignaron y se pusieron a rezar mientras contemplaban las montañas que se alzaban frente a ellos, donde el volcán Popocatéped seguía lanzando humo, cenizas y vapor. Los aztecas cerraron filas, se lanzaron a la carga profiriendo estri­ dentes gritos y alaridos y, pocos instantes después, las tropas de los dos ejércitos chocaron. «Pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes que casi no nos conocíamos unos a otros, tan vueltos y juntos andaban con nosotros», diría Cortés del encuentro.36 Com o el caudillo extremeño les había ordenado que hicieran, los españoles mantuvieron un sólido rectángulo defensivo, ya que la lisa superficie de la llanura permitía a los descansados corceles ibéricos cumplir con su cometido. Cargando al galope, los jinetes se mantenían encorva­ dos sobre la silla y, en medio del estruendo producido por el impac­ to de las lanzas con los escudos, arremetían contra las desconcertadas filas de los guerreros aztecas y las rompían. En el meollo de los com­ 215

C ONFUIS IADOK

bates, los espadachines asestaban mandobles a diestro y siniestro al tiempo que esquivaban las hojas de doble filo de las espadas de obsi­ diana de sus enemigos. Era mediodía y la batalla, que había dado inicio a primera hora de la mañana, proseguía. Los españoles contaban tan solo con sus afiladas lanzas y con el duro acero templado de sus espadas, y si bien luchaban con gran valentía, sin la ayuda de la potencia de fuego pro­ porcionada por los cañones, los falconetes y los arcabuces parecían condenados a caer derrotados a causa de su manifiesta inferioridad numérica. Los aztecas estaban empezando a envolverlos mediante una maniobra de tenaza.37 En ese momento Cortés se percató de que la caballería estaba causando gran desorden y confusión entre las filas aztecas y otomíes. Las cargas al galope, si bien no estaban acabando con la vida de gran número de enemigos, estaban alterando sus formaciones. Cada opor­ tuna arremetida de sus jinetes abría una gran brecha en las líneas enemigas, así que Cortés se apresuró a aprovechar y mantener abier­ tas las brechas.38 Los preciados caballos, cuyos herrados cascos se ha­ bían deslizado por las resbaladizas calles deTenochtitlán, encontraron ahora su medio natural en el vasto altiplano mexicano, más parecido a las llanuras de la península Ibérica. Los caballos parecían ganar em­ puje y velocidad con cada atronadora pasada. Algunos de los guerre­ ros huyeron despavoridos ante el devastador galope de los caballos y la furia de los perros de presa. Entonces Cortés vio a lo lejos al áhuacoatl azteca, ataviado con sus relucientes ropajes. Hizo girar a su caballo y ordenó a los capita­ nes Sandoval, Olid, Alvarado, Salamanca y Ávila que se unieran a él para atacar a los caciques, a todos aquellos que «traían grandes pena­ chos con oro y ricas armas y divisas».39 Con suma maestría, Cortés se lanzó al galope, se inclinó hacia delante y derribó al comandante del ejército azteca, que soltó el estandarte. Juan de Salamanca ensartó al áhuacoatl con su afilada lanza y se quedó con su penacho y su estan­ darte como botín de guerra.*41’ * Juan de Salamanca se propuso entregarle el penacho a Cortés diciéndole que se lo había ganado por su valiente carga, pero Cortés lo rechazó. Muchos años

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I A N O C H E T R IST E

Cortés y Salamanca le hablan cortado la cabeza al gigante, así que solo era cuestión de tiempo que el decapitado cuerpo cayera fulminado. La pérdida de su principal líder militar causó turbación entre los guerreros aztecas, y, quizá peor aún, el estandarte, de vital importancia, había caído en manos del enemigo. Com o servía para localizar a las tropas y dirigir sus movimientos, sin él las filas aztecas se mostraron cada vez más dubitativas y desorientadas. Con la moral por los suelos, muchos guerreros empezaron a batirse en retirada.41 Cortés mandó más caballos y perros de presa en pos de los azte­ cas y otomíes, que en su huida en desbandada tropezaban y se piso­ teaban unos a otros. Al poco rato la batalla de Otumba podía consi­ derarse concluida. Milagrosamente, los españoles no solo habían sobrevivido sino que habían vencido. A pesar de los obstáculos apa­ rentemente insuperables, la velocidad y pericia de los caballos y la estricta disciplina defensiva mantenida perlas tropas habían permiti­ do alzarse con la victoria, que los españoles recuerdan como una de las mayores hazañas militares de Hernán Cortés. El mando militar azteca, incluido Cuitláhuac, no había contado con el poder de los caballos ibéricos y solo pudo lamentarse por la oportunidad perdida. Se dieran cuenta o no de ello, habían estado a un tris de aniquilar a Cortés y sus hombres y de conseguir que los tlaxcaltecas tuvieran que volver por piernas a sus pueblos o que pa­ saran a engrosar la lista de víctimas sacrificiales. Tres días después, el 11 de julio de 1520, Hernán Cortés condu­ jo a sus hombres y aliados hasta las afueras de Tlaxcala, a un lugar llamado Hueyotlipán. Allí, el capitán general se cayó de bruces al suelo y requirió asistencia médica inmediata.Tenía una fractura do­ ble en el cráneo, se había roto dos dedos y se había lastimado una rodilla, que estaba hinchada y amoratada. Mientras permanecía ten­ dido semiconsciente y tiritando a causa de las primeras fiebres, uno de los cirujanos le operó la mano izquierda — detuvo la hemorragia cauterizando con aceite hirviendo los dedos aplastados— y luego le extrajo fragmentos de piedra y hueso del cráneo.42 Después llevaron después, en 1535, el rey permitió a Salamanca utilizar el decorativo plumaje como modelo para su escudo de armas familiar.

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C O N Q U ISTA D O R

a Cortés a la casa de un cacique llamado Maxixcatzin y lo dejaron reposar en una cama de zarzos. Poco más podía hacerse que esperar y rezar por su pronta recuperación. Con la Malinche y sus preocupados capitanes acurrucados junto a su lecho, Hernán Cortés entró en coma.

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«A los osados ayuda la fortuna»

Hernán Cortés permaneció inconsciente durante varios días, sudan­ do profusamente sobre el jergón de cañas mientras su cuerpo purga­ ba la fiebre y la infección. Durante todo este tiempo, la Malinche estuvo siempre sentada a su lado, refrescándole la fpéííte con paños humedecidos e hidratándole amorosamente las resecas comisuras de los labios. Le limpiaba y curaba las heridas, aplicaba compresas sobre las magulladuras y le cambiaba la ropa, manchada de sangre. Cerca de una semana después Cortés salió del coma, y aunque sus primeras palabras no fueron sino balbuceos más propios de un bebé, incom­ prensibles e inconexas, con el tiempo fue recuperándose, se incorpo­ ró en el jergón y, por último, empezó a andar con pasos vacilantes por la estancia.1 Sin embargo, al despertar se encontró con que sus hombres estaban en un estado lamentable; algunos habían fallecido y otros, con las heridas infectadas y supurando, se hallaban a las puertas de la muerte. Maxixcatzin, el anfitrión de Cortés, se alegró al ver que el capi­ tán general ya no tenía que guardar cama y se encontraba mejor, pero mostró su abatimiento por que hubieran tenido que huir de Tenochtidán. Rom pió a llorar al saber que su hija, que le había en­ tregado al capitán Juan Velázquez de León (los españoles la habían bautizado y le habían puesto el nombre de doña Elvira), había muer­ to en la calzada, al igual que el propio Velázquez de León.2 Cortés y sus hombres se quedaron en Tlaxcala por espacio de veinte días, durante los cuales fallecieron cuatro hombres; otros se fueron recuperando poco a poco, ayudados por el clima seco y tem­ plado del lugar. Aunque los daxcaltecas alimentaron y cuidaron bien a los españoles, su presencia en la capital no estuvo exenta de contro­ versia. Xicotenga el Joven todavía sentía rencor hacia los españoles

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en general y hacia Cortés muy en particular. Poco tiempo antes ha­ bía recibido la visita de emisarios aztecas que, enviados por Cuitláhuac junto con un cargamento de sal, algodón y plumas de quetzal, lo habían exhortado a no ayudar a Cortés y sus hombres. Al ver que los españoles volvían a su ciudad, el joven Xicotenga mantuvo una reunión con su padre, Xicotenga el Viejo, y con otros caciques de la región, y les propuso matar a todos los españoles, algo que, en vista del estado en que se encontraban, sería sumamente fácil.3 Xicotenga el Viejo y el cacique Maxixcatzin se mostraron en desacuerdo y di­ jeron que lo mejor sería respetar y mantener la alianza que habían sellado con ellos. Se produjo un acalorado debate. Al final el consejo de ancianos le recordó al joven e impetuoso Xicotenga la ancestral animosidad de los daxcaltecas hacia los azte­ cas, y aunque tuvieron que calmar su estado de exaltación y sacar­ lo de la estancia donde se celebraba la reunión, acabó por aceptar lo aconsejado por los mayores. Se hizo caso omiso de los ruegos de Cuitláhuac y se invitó a los emisarios aztecas a abandonar Tlaxcala. Maxixcatzin, profundamente afligido por la muerte de su hija y an­ sioso por vengarse, le prometió lo siguiente a Cortés por mediación de la Malinche: «Nosotros hemos hecho causa común con vosotros; unos y otros tenemos agravios comunes que vengar ... estad ciertos de que seremos hasta la muerte vuestros leales y sinceros amigos».4 Teniendo en cuenta que un gran número de valientes y diestros guerreros tlaxcaltecas habían estado luchando hasta la muerte junto a Cortés, no cabía dudar de palabras tan honrosas. Con todo, quizá a causa del elevado precio en vidas humanas que habían pagado, los daxcaltecas manifestaron su deseo de renegociar los términos de su alianza con los españoles e imponer una serie de condiciones. En primer lugar, querían quedar exentos para siempre del pago de tri­ butos a los aztecas y que, en el caso de que Cortés lograra reconquis­ tar Tenochtitlán (algo que en esos momentos parecía más improbable que un tiempo atrás), tuvieran derecho a una parte del botín; en se­ gundo lugar, los daxcaltecas querían hacerse con el control de C holula y Tepeaca — esta última una región adyacente a su frontera— y que ambas les pagaran tributos, y, por último, pidieron construir un fuerte en Tenochtitlán en el que pudieran mantener una guarni­ 220

•A LOS OSAUOS AYUDA I A LORTUNA»

ción.5 Cortés, perfectamente consciente del importante papel desem­ peñado por los daxcaltecas en su empresa y de lo mucho que depen­ día de ellos, no solo por la posición geográficamente crucial que Tlaxcala ocupaba, sino también por los sirvientes, porteadores, coci­ neros y guerreros que le habían proporcionado, accedió de inmedia­ to.5 Sabía que, sin la ayuda de los daxcaltecas, era imposible que su empresa se viera coronada por el éxito. Una vez renovada la alianza con los daxcaltecas y redactados los documentos jurídicos perrinentes, Cortés se ocupó de otros asuntos diplomáticos apremiantes. Preocupado por la situación en Villa Rica de la Vera Cruz, escribió una serie de cartas y las envió a la costa por medio de corredores tlaxcaltecas. Las misivas recalcaban cjíie necesi­ taba con urgencia más soldados, pólvora, ballestas, cuerdas para estas, así como toda la munición que se pudiera reunir. A Alonso Caballe­ ro, el capitán de marina al mando de los dos barcos de Narváez que quedaban, le dio la orden precisa de que ninguno de los navios zar­ pase bajo ningún pretexto rumbo a Cuba; debía barrenarlos si se veía en la necesidad de hacerlo. Asimismo, Caballero debía reforzar la vigilancia a que estaba sometido Narváez, manteniendo vigilado las veinticuatro horas del día al traicionero prisionero.7 Por otra parte, al considerar innecesario alarmar o desmoralizar a los que estaban en el fuerte de Villa Rica, Cortés omitió oportunamente los detalles rela­ tivos a lo sucedido en las últimas semanas, incluido el hecho de que había perdido más de la mitad de sus tropas y la inayor parte del contingente de Narváez. La guarnición de Villa Rica respondió con presteza, si bien C or­ tés no quedó precisamente impresionado con los refuerzos que le enviaron. Capitaneados por un soldado llamado Pedro Lancero, siete hombres efectuaron el arduo viaje entre la tórrida costa y Tlaxcala pasando por las montañas. N o obstante, aunque trajeron parte de la munición y de los suministros solicitados por Cortés, los soldados padecían escorbuto, estaban cubiertos de furúnculos y pústulas, se quejaban de dolores de hígado y tenían la barriga grotescamente hinchada. Aunque a Cortés no le hizo ninguna gracia, algunos de sus hombres, lo bastante recuperados como para conservar el sentido del humor, sí que se lo tomaron a broma; a partir de entonces se refirie­ 221

CON QUISTA DOR

ron a cualquier ayuda inútil como la «ayuda de Lancero», y los paté­ ticos refuerzos se convirtieron en objeto de muchos chistes en el campamento.8 Pese a todo, el episodio de Lancero y sus hombres era el menor de los problemas de Cortés, que debía afrontar otras dificultades, tanto internas como externas y de índole tanto política como prác­ tica. En primer lugar, poco tiempo atrás les había pedido a sus hom ­ bres algo que, aunque necesario, no les había gustado un pelo. A causa de las pérdidas que habían sufrido recientemente (en particular la del tesoro de Moctezuma), tenían las arcas vacías, así que Cortés, so pena de ser ajusticiados por desobediencia, ordenó a los soldados entregarles todo el oro que poseyeran a él y a Pedro de Alvarado, quienes lo gestionarían como un fondo de guerra común destinado a financiar los planes de Cortés para reconquistar el valle de México. Los soldados se quejaron, pero, aunque a regañadientes, se despren­ dieron de su parte del botín. Algunos, sobre todo los que habían sufrido heridas graves durante los combates o incluso habían queda­ do lisiados de por vida, plantearon la idea de marcharse a la costa y embarcar en los navios rumbo a la comodidad de sus hogares en las islas. Los pocos integrantes de la expedición de Narváez que queda­ ban, aquellos cuya lealtad Cortés hacía menos tiempo que se había asegurado, fueron los que llevaron la voz cantante.Y es que, hasta ese momento, todo lo que habían conseguido a cambio de las promesas de riqueza y grandeza de Cortés eran cicatrices y deformidades de por vida. En segundo lugar, se habían producido otras pérdidas económi­ cas dolorosas. La última vez que había pasado porTlaxcala, en junio (tras la batalla con Narváez), Cortés había dejado varias arcas repletas de oro y plata — seguramente lo que había sobrado de lo utilizado para sobornar a las tropas enemigas— y había ordenado transportar­ las al fuerte deVilla Rica bajo la custodia de Juan de Alcántara. Aho­ ra Cortés sabía que, después de que Alcántara partiera hacia la costa con cinco caballos, unos cincuenta soldados de infantería y doscien­ tos porteadores tlaxcaltecas, habían sido atacados por aztecas (o por súbditos aztecas) en un lugar llamado Calpulalpan. Todos los inte­ grantes del convoy habían sido asesinados y los atacantes se habían 222

•A I O S OSADO S AYUDA I A l O K T U N A .

dado a la fuga con los cofres.1' Otros españoles, jinetes que habían salido de Villa Rica en dirección aTlaxcala para proporcionar ayuda a Cortés, habían sufrido también una emboscada y corrido la misma suerte que los hombres de Alcántara. El capitán general m ontó en cólera al recibir la noticia y juró vengarse. Pero el reto más importante e inmediato al que debía enfrentar­ se Cortés se lo planteó un viejo conocido, su socio Andrés de Duero. Duero, un hombre eminentemente práctico que era un lince para los negocios y tenía buen ojo para los asuntos pecuniarios, tuvo conoci­ miento del lamentable estado de la empresa expedicionaria de Cor­ tés y quedó disgustado con lo que este estaba haciendo con su inver­ sión. Desde un punto de vista estrictamente empresarial, las cosas no parecían demasiado prometedoras. Después de que las quejas expre­ sadas por los escasos leales a Narváez que quedaban y por otros hombres desencantados con Cortés confirmaran sus sospechas, Due­ ro le escribió una clara y precisa carta al capitán general en la que le exponía una larga lista de motivos por los que la expedición debía cortar la sangría de pérdidas y regresar de inmediato a Villa Rica, donde el grupo pudiera reagruparse y reevaluar las circunstancias. La misiva ponía énfasis en algo que, aunque a Cortés le resultaba tam­ bién dolorosamente obvio, parecía preferir ignorar: el estado deplo­ rable en que se encontraban las tropas. «Estamos descalabrados, tene­ mos los cuerpos llenos de heridas, podridos, con llagas, sin sangre, sin fuerza, sin vestidos; nos vemos en tierra ajena, pobres, flacos, enfer­ mos, cercados de enemigos, y sin esperanza ninguna de subir de donde caímos.»10 Carecían de munición, de armas y del dinero ne­ cesario para financiar una guerra.” Además, al contrario que Cortés, los soldados no se fiaban de los tlaxcaltecas. Esta queja formal, firmada por buena parte de la compañía de Cortés, era razonable, incluso lógica. Pero, planteada no como una petición sino como una exigencia, erraba en el tono, algo que debió de dolerle a Cortés: «Por tanto — proseguía la carta— , áVuestra Mer­ ced pedimos y suplicamos y si es necesario, todas las veces que de derechos somos obligados, requerimos que luego salga desta dicha ciudad con todo su exército é vaya á la Veracruz».12 La solicitud con­ cluía exigiendo formalmente a Cortés que pagara de su propio bol­ 223

C O N QUISTA DOR

sillo todos los daños y perjuicios en caso de que no satisficiera sus demandas.13 Cortés, con la cabeza a punto de estallarle del dolor que le cau­ saban las fracturas en el cráneo, el cuerpo cubierto de laceraciones y magulladuras y capaz solo de dar breves paseos, estudió el documen­ to mientras lo sostenía débilmente con la mano sana, profundamen­ te dolido por las palabras que leía e inquieto por la erosión de su mando. Lo más hiriente de todo era que, según se decía en la carta, la conquista emprendida por Cortés era fruto de «la insaciable sed que de gloria y mando tiene» y que «no estima su muerte, cuanto más la nuestra».14 Era cierto que estaba dispuesto a morir por su cau­ sa, un riesgo que las grandes empresas merecían la pena correr. Cor­ tés aún creía en lo que les había dicho a sus hombres en las costas de Cuba antes de emprender la aventura: «Solo con grandes esfuerzos se consiguen las grandes cosas».15 Pero ahora, resultaba fácil verlo, esos hombres estaban moral y espiritualmente exhaustos. Lo único que podía hacer para levantarles el ánimo era predicar con el ejemplo. No iba a permitir que sus soldados se vinieran abajo y que la expe­ dición fracasara. Debía apelar a su sentido del deber, a su orgullo y, por encima de todo, a su honor. Hernán Cortés buscó un sitio tranquilo y redactó su respuesta, un discurso conmovedor y categórico a partes iguales, de tenor simi­ lar en muchos aspectos al de las arengas previas a las grandes batallas (lo que, en efecto, resultó ser). Escribió que la gloria con la que él y sus hombres estaban en proceso de cubrirse era tan suya como de ellos y añadió que «las guerras consisten mucho en la fama; pues ¿qué mayor que estar aquí, en Tlaxcallan, a despecho de vuestros enemi­ gos, y publicando guerra contra ellos?».16 Bien es verdad que habían sido vencidos y expulsados deTenochtitlán, pero, en lugar de lamen­ tarse de ello, en esa derrota Cortés prefería ver un motivo para seguir luchando; el tono grandilocuente de sus palabras revelaba en parte sus intenciones: «¿Qué nación de las que mandaron el mundo no fue vencida alguna vez? ¿Qué capitán, de los famosos hablo, se volvió a su casa porque perdiese una batalla o le echasen de algún lugar? N in­ guno ciertamente; pues si no perseverara no saliera vencedor ni triunfara».17También era verdad que eran pocos, pero, a pesar de las 224

Retrato de Hernán Cortés, el gran conquistador, con armadu­ ra. Ambicioso, calculador, politi­ camente brillante y de creencias inquebrantables. Cortés llegó a las costas de México en 1519 y no tardó en decirles a los indíge­ nas: «Tenemos yo y mis compa­ ñeros mal de corazón, enferme­ dad que solo sana con oro».

Retrato del emperador Moc­ tezuma con manto, penacho y escudo de plumas, tal y como debía de vestir cuando Cortés se reunió con él. A Moctezu­ ma. profundamente espiritual, supersticioso y enigmático, el pueblo azteca lo veneraba y te­ mía tanto que no osaba mirar­ lo a la cara, algo que estaba pe­ nado con la muerte.

Quetzalcóatl, la serpiente em­ plumada, dios del viento, de las enseñanzas y de los sacer­ dotes. señor de la vida, creador y civilizador, patrono de las artes e inventor de la meta­ lurgia.

I

Sacerdotes realizando un sa­ crificio humano ritual, que. según creían, aseguraba la salida diaria del sol.

Para conjurar un posible mo­ tín entre sus hombres y evi­ tar que se volvieran atrás. Cortés ordenó barrenar sus barcos en la bahía de Villa Rica.

Durante la importante tiesta de Tóxcatl, Pedro de Alvarado mandó asesinar a miles de los mejores gue­ rreros y sacerdotes aztecas.

Bajo su custodia, los españoles ordenaron a Mocte­ zuma subir a una azotea y suplicar a su pueblo que no atacara a los españoles. Sus ruegos obtuvieron por respuesta una lluvia de lanzas y piedras. El gran em­ perador ya no tenía poder sobre sus súbditos.

La Malinche desempeñó un pa­ pel crucial en la conquista espa­ ñola de México. Poco después de que se la regalaran. Cortés descubrió su talento innato para los idiomas y, en adelante. Ja in­ térprete indígena raramente se separaría de él.

í L |

Las acciones llevadas a cabo por el capitán Ledro de Alvarado mien­ tras se hallaba al mando de la guarnición de Tenochtitlán tuvieron como consecuencia que las fuer­ zas españolas quedaran sitiadas den­ tro de la ciudad. Casi les costó la conquista y sus vidas.

Asedio y conquista de Tenochtitlán, verano de 1521. Los españo­ les lucharon en las calzadas y en la laguna de Texcoco. donde utiliza­ ron una flota de bergantines pro­ vistos de cañones que dominaron las aguas durante casi tres meses y demostraron una potencia de hiego y una maniobrabilidad ante las que las canoas aztecas nada pu­ dieron hacer.

Iras lograr a duras penas esca­ par con vida durante la No­ che Triste, los españoles libra­ ron la importante batalla de Otumba. Fue quizá la última oportunidad que tuvieron los aztecas de aniquilar a los inva­ sores. pero la caballería espa­ ñola demostró ser muy supe­ rior en terreno llano. Repárese en el portaestandarte erguido sobre la litera.

Tras defender valerosamente Tenochtitlán durante casi tres meses de constante asedio, el 13 de agosto de 1521 Cuauhtémoc fue finalmente capturado y forzado a firmar la rendición de los aztecas.

Retrato de un anciano Hernán Cortés, conquistador de México.

-A IO S OSA D O S AYUDA I A FO RTU NA»

bajas sufridas, cu esos momentos contaban con un mayor número de hombres que al principio de la expedición. Cortés recalcó este hecho apelando al orgullo y la vanidad de sus soldados: «No vencen los muchos, sino los valientes».18 Era un elocuente llamamiento a su dig­ nidad y honor, perfectamente calculado y pautado, la oratoria con­ movedora y patriótica de un hombre nacido para acaudillar a otros. Hernán Cortés respondió a sus hombres con claridad meridiana: bajo ningún concepto iba a renunciar a su empresa. No bajarían de las montañas en dirección a Vera Cruz para irse de allí derrotados, con el rabo entre las piernas. «Nunca hasta aquí — les recordó a Due­ ro y sus hombres— se vio en estas Indias y Nuevo M undo que los españoles echasen atrás un pie por miedo.»19 Cortés tenía tan claro como el día de su llegada a tierras mexicanas que el objetivo y el deber de la expedición seguían inalterados; tanto a él como a suls hombres les auguraba un futuro tan halagüeño y brillante como ef oro azteca. Cortés finalizó sus palabras con una fioritura, recordán­ dose a sí mismo, y recordándoselo a sus hombres y al rey, que «a los osados siempre favorece la fortuna»,2" tras lo cual decidió hacer una pequeña concesión. Para mitigar las preocupaciones de sus soldados sobre la lealtad de los tlaxcaltecas (recelo que Cortés no compartía), urdió un plan para ponerla una vez más a prueba. Con la ayuda de guerreros y sirvientes tlaxcaltecas, los españoles marcharían hasta las proximidades de Tepeaca, una plaza fuerte azteca donde se había producido el reciente asesinato de doce españoles. «Y si nos fuese mal con esta ida — ofreció Cortés— , haré lo que pedís; y si bien, haréis lo que os ruego.»21 El 1 de agosto de 1520, Cortés y el reconstituido ejército de es­ pañoles y tlaxcaltecas partieron hacia la provincia de Tepeaca.

La campaña de Tepeaca le permitió a Cortés matar varios pájaros de un tiro; sirvió para levantar la frágil moral de sus hombres y para asestar un golpe destinado a sembrar el terror entre las regiones alia­ das y tributarias de los aztecas. En el plano geográfico,Tepeaca estaba situada en la mejor ruta entre Tenochtitlán y Vera Cruz, una vía que a Cortés le resultaba preciso mantener abierta y protegida. El capjjgn. 225

C O N Q U IS T A D O R

general también sabía que, por regla general, la población nativa atri­ buía tanta importancia a la apariencia de poder como al ejercicio real de dicho poder, y por ello quería demostrarles que los españoles no habían adoptado una actitud medrosa a pesar de la debacle sufrida durante la Noche Triste. Asimismo, Cortés esperaba dejarle bien cla­ ro a Cuitláhuac — que sin duda estaría siguiendo todos sus movi­ mientos— que, pese a la derrota sufrida, los orgullosos españoles no se habían dado ni mucho menos por vencidos. Obsesionado por recuperar el preciado trofeo que era México, Cortés se proponía conquistar a sangre y fuego la región y después retomar por la fuer­ za la capital azteca. «Me determinaba — le escribió a Carlos I— de por todas las partes que pudiese volver contra los enemigos y ofen­ derlos por cuantas vías a mí fuese posible.»22 Por entonces Cortés no lo sabía, pero sus planes militares iban a verse beneficiados por una parálisis política temporal entre la noble­ za azteca que había sobrevivido a la matanza delTóxcatl. La noticia de la derrota sufrida por Cuitláhuac en la batalla de Otumba había sido mal recibida en la capital y en los estados vasallos, y aunque Cuitláhuac siguió siendo el gobernante de facto de Tenochtitlán (no sería coronado oficialmente el décimo emperador azteca hasta el 15 de septiembre de 1520), la derrota suscitó ciertas dudas sobre su capacidad como líder. El dominio y poder regional de los aztecas estaban tambaleándose, y la noticia de que Cortés había renovado su alianza con los tlaxcaltecas no hizo sino aumentar la incertidumbre.23 La grandeza del imperio azteca residía en buena medida en la presen­ cia de un gobernante identificable y plenamente visible; Moctezuma había desempeñado esa función semidivina durante los últimos dos decenios, pero ahora, mientras Cuitláhuac trataba de demostrar su va­ lía como líder en esos difíciles tiempos de guerra, el imperio azteca se mecía peligrosamente en la cuerda floja. Cortés se dirigió a Tepeaca, situada a poco más de sesenta kiló­ metros al sudoeste de Tlaxcala, con una fuerza compuesta por cua­ trocientos cincuenta soldados, diecisiete caballos, seis ballesteros y cerca de dos mil tlaxcaltecas. Se había llevado consigo a todos los „ soldados sanos y solo había dejado a los que se hallaban más débiles, así como a dos capitanes encargados de formar a los guerreros tlax226

•A IO S O SA D O S AYUDA l.A FORTUNA»

caltecas en las tácticas bélicas de los españoles. Tepeaca, una ciudad bien fortificada y próspero centro religioso, estaba ubicada en una elevación del altiplano que unía el humeante volcán Popocatéped y las estribaciones del gigantesco Orizaba.24 Marchando de día y acampando por la noche, al cuarto día de travesía Cortés y sus hombres llegaron al poblado de Acatzinco, don­ de se detuvieron a descansar. Cortés envió a Tepeaca una embajada de tlaxcaltecas con un mensaje inequívoco: debían someterse nueva­ mente al dominio español (lo habían hecho la primera vez que Cor­ tés había pasado por allí, después de que este subyugara a los tlaxcal­ tecas, pero habían cambiado de opinión al saber que los españoles estaban atrapados en Tenochtitlán) o, de lo contrario, recibirían un fuerte castigo; se les consideraría traidores a la Corona española y serían tratados como tales. Los tepeacanos, confiando quizá en reci­ bir apoyo militar de los aztecas, respondieron en tono altivo y desa­ fiante que andaban escasos de víctimas para los sacrificios y que ne­ cesitaban más. Dijeron que los españoles les servirían y que, si se atrevían a atacarlos, los sacrificarían y se los comerían. Era todo lo que Cortés necesitaba oír. Com o le explicaría al cabo de un tiempo al rey de España, «no diré sino que después de hechos los requirimientos para que viniesen a obedescer los mandamientos que de parte de Vuestra Majestad se les hacían acerca de la paz, no los quisieron cumplir y les hicimos la guerra».25 Para mantener la apa­ riencia de legalidad, Cortés le pidió a su escribano que redactara una serie de documentos en los que se dejaba constancia de que los az­ tecas y sus aliados habían dejado de someterse a la Corona y en los que se estipulaba que se esclavizaría a todo aquel que los españoles capturaran.*26 Dos días después, Cortés y sus hombres, pertrechados con sus armaduras, se dirigieron a una llanura donde se cultivaba

* Consciente de que la Corona española desaprobaba la «esclavitud» en el sentido estricto de la palabra. Cortés tuvo que actuar con cautela. En las islas del Caribe (y, por tanto, en los territorios mexicanos) los conquistadores habían eludi­ do esta política haciendo un uso inteligente de la encomienda, que permitía con­ vertir a los nativos capturados o subsumidos en la mano de obra de un terratenien­ te pero no en «esclavos» desde el punto de vista técnico de dicho término.

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maíz y maguey, muy cerca deTepeaca, y entablaron combate con los rebeldes tepeacanos. Los caballos españoles, plenamente recuperados, hicieron gala de una eficacia demoledora; obligaron a los desborda­ dos tepeacanos a salir de los maizales y a bajar al llano, donde en el transcurso del primer día de combates los jinetes mataron a cerca de cuatrocientos sin que los españoles sufrieran una sola baja. Con la moral por las nubes merced a la victoria, Cortés no se dio por satis­ fecho y al día siguiente atacó de nuevo; al atardecer, los tepeacanos capitularon, incapaces de hacer frente a las embestidas de la caballería española, y regresaron a Tepeaca o continuaron trabajando en los campos de maíz y maguey. Las divisiones aztecas enviadas en apoyo de los tepeacanos se batieron en retirada hacia Tenochtitlán. «He echado de todas [estas provincias] — escribiría Cortés rebosante de confianza— muchos de los de Culúa [los aztecas], que habían venido a esta dicha provincia a favorescer a los naturales della para nos hacer guerra.»27 Dejando tras de sí ídolos hechos pedazos, templos incen­ diados y una población aterrorizada, Cortés entró victorioso en la ciudad y tomó posesión de ella. El capitán general, furioso aún por la amarga derrota sufrida en Tenochtidán y la posterior huida, decidió tomar medidas draconia­ nas de carácteAimbólico; las medidas elegidas, la esclavización y el terror, constituirían una lección cuyo recuerdo perdurara en toda la región. Cortés ordenó a sus hombres reunir a todos los prisioneros de guerra de las dos batallas libradas recientemente y efectuar incur­ siones en las poblaciones cercanas cuyos habitantes hubieran partici­ pado en el asesinato de españoles. A continuación, los soldados con­ dujeron a la plaza mayor de Tepeaca tanto a los prisioneros como a las mujeres y los hijos de los caídos en combate y de los cautivos. Cortés le encargó a uno de sus herreros que fabricara una herradura con forma de «G» (en referencia a la palabra guerra) y, tras calentarla al rojo vivo, los españoles herraron la cara de todos los esclavos; mientras los inmovilizados nativos proferían desgarradores gritos de dolor, la piel de las mejillas se les llenaba de ampollas.28 Durante las tres semanas siguientes, movido tal vez por sus ansias de vengarse por la Noche Triste — y sin duda con el propósito de realizar una demostración de poder— , Cortés se dedicó a sembrar el 228

.A LOS OSA D O S AYUDA LA FO RTU NA»

pánico por toda la región, asolando pueblos y aldeas con total impu­ nidad. Mandaba soltar los feroces perros de presa contra todo azteca o aliado de los aztecas que se negara a someterse; los animales, enlo­ quecidos por la sangre, los hacían pedazos.29 Finalmente, tras dejar tras de sí un reguero de cadáveres y de poblaciones saqueadas y re­ ducidas a cenizas, tomar incontables prisioneros y esclavizarlos, y obtener por la fuerza la lealtad de los caciques, el capitán general logró sojuzgar toda la provincia deTepeaca. Cortés diría de esta car­ nicería: «Aunque ... esta dicha provincia es muy grande, en obra de veinte días hobe pacíficas muchas villas y poblaciones a ellas subjetas, y los señores y prencipales dellas han venido a se offescer y dar por vasallos de Vuestra Majestad».30 Posteriormente justificaría los actos de brutalidad y la captura de esclavos amparándose en el hecho de que en la región estaba muy extendido el canibalismo, que u n to él como la Corona española repudiaban. N o obstante.es un argumento que suena falso, a excusa.31 Incluso para lo habitual en Cortés, la campaña alcanzó niveles increíbles de atrocidad y barbarie. Se dice que en una localidad orde­ nó poner en fila y matar a dos mil civiles mientras cuatro mil mujeres y niños presenciaban la escena (estos fueron herrados y esclaviza­ dos).32 Sin embargo, la b ru u l campaña fue terriblemente eficaz, y el 4 de septiembre de 1520 Cortés se instaló cómodamente en el pro­ montorio de Tepeaca y fundó allí una nueva población llamada Se­ gura de la Frontera. Al igual que en Villa Rica, creó un cabildo inte­ grado por magistrados, alcaldes mayores y todos los funcionarios necesarios para el funcionamiento «acorde a la ley» de una villa espa­ ñola. Al mirar desde la fortaleza instalada en lo alto de la colina (en la que erigió edificios civiles e instaló una guarnición), Cortés podía inspeccionar sus nuevos dominios con satisfacción y hasta optimis­ mo. Controlaba casi la mitad de México y, más importante aún, se había hecho con un enclave estratégico que garantizaba poder tran­ sitar sin peligro la ruta que unía el altiplano con la costa atlántica y, por consiguiente, el envío de hombres, armamento y provisiones. Por ende, les había arrebatado a los aztecas esa crucial vía de suministro. Con la confianza plenamente recuperada y recobrado físicamen­ te, Cortés mantuvo una reunión secreta con el carpintero Martín 229

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López. Los primeros y fallidos intentos de tomar Tenochdtlán le ha­ bían enseñado a Cortés que el trazado de sus calzadas imposibilitaba un asalto terrestre directo. Pero el innovador capitán general, dotado de una mentalidad más propia de un ingeniero, tenía un nuevo plan, uno de gran alcance y magnitud que debió de concebir al llegar sano y salvo a la orilla occidental de la calzada de Tacuba la fatídica maña­ na que siguió a la Noche Triste. Hablándole en confianza. Cortés le dio a Martín López órdenes precisas a la par que intrigantes: debía reclutar a tres hábiles artesanos y a cuantos trabajadores tlaxcaltecas necesitara, y luego dirigirse de inmediato a la falda occidental de una montaña llamada Matlalcueitl (posteriormente bautizada como La Malinche, en honor a la intérprete y amante de Cortés). Una vez allí, debían adentrarse en los frondosos bosques y cortar grandes cantida­ des de madera de pino, roble y encina «en manera que podamos hazer treze vergantines».33 En un golpe de genio militar, H ernán Cortés resolvió que, si no podía tomar Tenochtitlán por tierra, asaltaría la ciudad lacustre por mar.

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La «gran lepra»

Tal vez fuera cierto que la fortuna ayuda a los osados porque, iróni­ camente, en el transcurso del siguiente mes Hernán Cortés disfrutó de una racha de buena suerte que en m odo alguno hubiera podido prever. El prim er golpe de fortuna lo constituyó la llegada al puerto de Vera Cruz de un pequeño barco capitaneado por Pedro Barba, un «viejo» amigo de Cortés. En 1519, antes de que diera inicio la ex­ pedición, Diego Velázquez le habia encomendado a Barba la misión de impedir que Cortés zarpara de Cuba, pero al ver que carecía del poder necesario para retener a un contingente integrado por qui­ nientos soldados, Barba había cejado en su empeño. Sin embargo, ahí estaba de nuevo, uno más de la aparentemente interminable lista de secuaces al servicio de Velázquez. El gobernador de Cuba, que todavía no estaba al tanto del destino fatídico que había corri­ do la expedición de Pánfilo de Narváez y del encarcelamiento de este último, había fletado y enviado el navio en apoyo de sus expe­ dicionarios.1 Cuando el barco fondeó frente a la costa, el avispado capitán Alonso Caballero, al mando de la guarnición de Villa Rica, invitó a algunos de los tripulantes (entre los que se encontraba Barba) a re­ mar hasta la orilla y, una vez que estuvieron allí, les ordenó a punta de espada que se rindieran en nombre del capitán general Hernán Cortés. En la nave de Barba solo iban trece soldados, un semental y una yegua, pero transportaba gran cantidad de pan de mandjoca y, lo más interesante de todo, una carta de Velázquez para Narváez en la que el gobernador daba a entender que creía que Nueva España estaba ya bajo su control y en la que le decía a Narváez que, «si aca­ so no había muerto a Cortés, que luego se le enviase preso a Cuba».2 231

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Era una tarea que difícilmente iba a poder cumplir desde los estre­ chos confines de su celda. Alonso Caballero envió bajo custodia a Barba, los soldados y los caballos a Segura de la Frontera, donde Cortés recibió a su viejo amigo con un abrazo cordial y unas palmadas en la espalda, clara­ mente satisfecho por el fortuito giro de los acontecimientos. Barba pudo comprobar por sí mismo que Cortés tenía la situación bajo control (y también a Narváez y sus hombres), así que aceptó con humildad un nuevo puesto como capitán de los ballesteros y prome­ tió serle leal.3 Entonces, asombrosamente (Cortés podría usar esos refuerzos), otros cinco barcos recalaron enVilla Rica o en sus inmediaciones. El primero en llegar fue otro navio más bien pequeño enviado porVelázquez, y Caballero se apropió nuevamente tanto de la tripulación como de la carga; el capitán al mando de Villa Rica debió de empe­ zar a disfrutar con el ardid de inducir a los tripulantes a desembarcar y de sorprenderlos después con la noticia de quién controlaba en realidad la situación. Como había hecho la vez anterior, envió bajo custodia a Segura de la Frontera al capitán del barco, a ocho soldados y a seis ballesteros, así como también numerosos fardos de cordaje para fabricar cuerdas de ballesta y otra yegua.4 Los recién llegados accedieron a ello sin quejarse ni oponer resistencia. Poco después apareció frente a Villa Rica otro barco, esta vez una carabela capitaneada por Diego de Camargo que formaba parte de una expedición auspiciada por Francisco de Garay, el gobernador de Jamaica; Garay había tratado de colonizar la zona cercana a la desem­ bocadura del río Pánuco, situado al norte de Villa Rica. (Cortés ya había enviado allí varias expediciones de reconocimiento y reclama­ ba para sí la región.) La expedición de Garay había sido un fracaso; los expedicionarios habían sido expulsados por los nativos de la zona justo después de desembarcar, habían tenido que hacerse nuevamen­ te a la mar y luego se habían visto sorprendidos por una tempestad que había mandado a pique a uno de los barcos junto con toda su tripulación. Los demás navios habían navegado rumbo al sur y, final­ mente, habían llegado en un estado deplorable al puerto de Vera Cruz. Cortés afirmaría posteriormente que había salvado la vida a 232

I.A *E M EX ICO

que sus nuevos aliados reforzaron su creciente dominio político so­ bre el distrito lacustre, y su ocupación del palacio de Texcoco le proporcionó una posición de autoridad de índole tanto simbólica como real. Controlaba por completo una línea de suministro entre Vera Cruz y la ribera del lago Texcoco pasando por Tlaxcala, y al mismo tiempo estaba privando a Tenochtitlán de cruciales artículos de la costa como el pescado de agua salada y las frutas tropicales, en lo que constituía básicamente un embargo comercial. Todo lo que quedaba por hacer era someter e incorporar a todos los aliados díscolos y rezar por que el plan de los bergantines funcio­ nara. La enorme tarea de transportar los navios pieza a pieza por las montañas estaba aún por hacer. N o estaba nada claro cuánto tiempo requeriría, si es que funcionaba. Además, puede que en esos momen­ tos los aztecas estuvieran preparándose para lanzar un ataque masivo. Los planes de Cortés se limitaban a una sola jugada, a una tirada del patolli, el juego de dados azteca; pero Cortés recordaba haber ganado a Moctezuma en ese juego, y ahora el jugador de Medellín estaba listo para apostar una vez más.

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La serpiente de madera

Durante el invierno y la primavera de 1521 se produjeron una serie de movimientos y contramovimientos en el valle de México: Cortés actuó para consolidar el vínculo con sus aliados al tiempo que Cuauhtémoc trataba de socavarlos y reforzar los suyos. El emperador azteca, enterado de que algunos de los tributarios texcocanos se habían alia­ do con el caudillo español, envió emisarios con la misión de subver­ tir los recientes acuerdos, pero el plan fracasó cuando los mensajeros fueron capturados y llevados ante Cortés. El capitán general aprove­ chó la captura de los mensajeros para recabar información sobre la situación en Tenochtitlán y para ponerse directamente en contacto con el nuevo emperador, con quien Cortés esperaba poder negociar e incluso convencer de que alcanzaran un acuerdo pacífico. Cortés encargó a los prisioneros volver en canoa a la capital con una pro­ puesta de paz que contenía una advertencia implícita: los aztecas debían ponerse bajo el vasallaje español o, de lo contrario, sus ciuda­ des serían sometidas a asedio y destruidas. Cuando, pasada una semana, no se obtuvo respuesta alguna, Cor­ tés organizó una expedición de reconocimiento hacia Iztapalapa, un importante bastión azteca situado a poco más de treinta kilómetros al sur, a apenas dos días de marcha. El capitán general dividió al ejér­ cito: dejó a tres o cuatro mil tlaxcaltecas y a unos trescientos cin­ cuenta españoles en Texcoco, bajo el mando de Sandoval, y se puso personalmente al frente de la fuerza de reconocimiento, integrada por doscientos españoles y por unos siete mil guerreros y porteado­ res nativos, tanto tlaxcaltecas como texcocanos.1Cortés se llevó con­ sigo a los capitanes Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid y a veinte caciques de Texcoco, estos últimos a propuesta de Ixtlilxóchitl, que se había convertido en un aliado fiel y crucial. Cortés se puso en 256

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marcha con un pequeño cuerpo de caballería compuesto por quince o veinte jinetes y con un modesto pero avezado contingente de sol­ dados — diez arcabuceros y treinta ballesteros— , y se dirigió hacia el sur, en dirección al sobresaliente istmo que separa las extensas lagu­ nas de Texcoco y Chalco en dos cuerpos distintos, uno de agua dul­ ce y el otro de agua salada. Había sido allí, en la vasta y bella ciudad fluvial de Iztapalapa (casi dos terceras partes de sus casas estaban construidas sobre pilares), donde Cortés y sus hombres habían per­ noctado antes de realizar su histórica entrada en Tenochtitlán a través de la larga calzada de Iztapalapa, la vía de acceso a la capital situada más al sur.2 Conforme avanzaba hacia el sur, Cortés observó columnas de humo levantándose en la distancia; los habitantes de las poblaciones que rodeaban la ciudad estaban señalando sus movimientos. Cuando se aproximó a las afueras de la ciudad, vio guerreros aztecas congre­ gándose en los campos de cultivo y numerosas canoas de guerra cruzando la laguna. Los aztecas atacaron organizados en pequeñas partidas de guerrilleros, y Cortés tuvo que librar pequeños combates a lo largo de los ocho kilómetros que había hasta la ciudad propia­ mente dicha. La mayoría de los aztecas se batieron entonces en reti­ rada, y cuando Cortés se dispuso a explorar la ciudad despoblada, se produjo algo inesperado: bajo sus pies, el suelo se empezó a llenar de agua. En una ingeniosa estratagema, los aztecas habían abierto las compuertas del dique de Nezhualcoyotl para que el agua salada inundara las tierras bajas. Su intención era ahogar a los españoles y a sus aliados mientras ellos se retiraban a tierras más altas. Por lo visto, esta era la respuesta del emperador Cuauhtémoc al reciente mensaje de Cortés. El plan a punto estuvo de surtir efecto. Los aztecas esperaban que Cortés acampara en la ciudad y que acabara ahogándose esa misma noche. Sin embargo, aconsejado por los caciques texcocanos, que comprendieron lo que estaba sucediendo. Cortés se alejó rápida­ mente del lugar y se dirigió hacia tierras más elevadas matando a cuanto guerrero azteca le salía al paso. «Les entramos fasta los meter por el agua a las veces a los pechos y otras nadando», recordaría Cor­ tés.3 Los tlaxcaltecas, ardiendo en deseos de venganza, permanecie25 7

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ron un rato en la ciudad para asesinar con impunidad a sus habitan­ tes. Cortés ordenó a sus hombres prender diego a muchas de las casas, pero, en medio de la oscuridad reinante a causa del humo, se percató de que buena parte de la ciudad estaba anegada y se vio obligado a emprender la retirada. «Cuando llegué a aquella agua — diría Cortés en sus cartas al emperador Carlos V— , había tanta y corría con tanto ímpetu que la pasamos a volapié, y se ahogaron al­ gunos indios de nuestros amigos y se perdió todo el despojo que en la cibdad se había tomado.»4 Cortés y todos los soldados españoles salvo uno alcanzaron la orilla justo a tiempo; una o dos horas más allí, y todos habrían perecido ahogados. Con todo, la mayor parte de la pólvora se les mojó y tuvieron que abandonarla, y muchos tlaxcalte­ cas perdieron la vida. Cortés y sus hombres tiritaron durante toda la noche, empapados hasta los huesos y debilitados a causa del hambre. Al despertarse se encontraron con hordas de aztecas alineados en canoas en la ribera de la laguna, prestos para el combate. Gritando, bajaron de las embar­ caciones y se lanzaron al ataque, y Cortés ordenó realizar maniobras defensivas y batirse en retirada hacia Texcoco. Aunque la incursión no había transcurrido según lo planeado, podría haber acabado en un desastre, así que Cortés se sintió afortunado de haber podido es­ capar. Los aztecas consideraron que se habían alzado con la victoria, aunque buena parte de la ciudad había quedado inundada y envuel­ ta en llamas y sus habitantes, presas del pánico y la desesperación. La noticia de la destrucción de Iztapalapa se propagó como un reguero de pólvora por todo el valle y llegó hasta una población tan lejana como Otumba. Mientras Cortés estaba en Texcoco planeando incursiones al norte de la laguna, empezaron a llegar caciques de todas partes para negociar un pacto. Los procedentes de Otumba se disculparon por haber participado en esa famosa batalla (en la que Cortés se había fracturado el cráneo) y culparon a los aztecas de ha­ berlos forzado a participar en ella. Cortés se mostró dispuesto a per­ donarlos a cambio de que, en adelante, los otomíes capturaran y encarcelaran a todos los mensajeros y soldados aztecas que pasaran por su territorio y se los entregaran. La comitiva más importante e intrigante llegó en secreto procedente de la cercana ciudad de Chal258

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co, una reticente plaza tuerte azteca situada en la ribera oriental de la laguna de Chalco. Los mensajeros revelaron que, aunque deseaban hacer las paces con Cortés, su situación era precaria y comprometida. Cuauhtémoc había establecido un puesto militar dentro de la ciudad y prácticamente los había obligado a apoyarlo. Los mensajeros dieron a entender que, si Cortés lograba expulsar a los aztecas de Chalco, le proporcionarían todo el apoyo que precisara.5 Cortés le encomendó a Sandoval la misión de dirigirse de inme­ diato a Chalco con un nutrido contingente y expulsar de allí a los aztecas. Durante la marcha, pequeños escuadrones de guerreros azte­ cas acosaron la retaguardia pero causaron pocos daños, y Sandoval y sus hombres llegaron sin mayores contratiempos a las afueras de Chal­ co. Allí los estaba esperando un formidable ejército desplegado en un llano donde se cultivaba maíz y maguey. Los aztecas, que habían aprendido de experiencias pasadas, habían adaptado algunas de sus armas; por ejemplo, iban provistos de largas lanzas con afiladas puntas. N o obstante, entablar combate con la caballería española en campo abierto constituyó un serio error táctico.6 Sandoval y sus jinetes car­ garon contra los soldados de infantería aztecas, rompieron sus filas y los obligaron a huir en desbandada, matando a muchos de ellos sin que los españoles sufrieran apenas bajas. Ixtlilxóchitl lanzó una orga­ nizada ofensiva de las tropas indígenas aliadas que ayudó a Sandoval a entrar en la ciudad, donde se hizo con el control de la plaza central y obligó a los aztecas a abandonar sus acuartelamientos.7 Tras dejar un contingente de tlaxcaltecas para que vigilaran y mantuvieran el control de Chalco, Sandoval regresó triunfante a Texcoco con un botín de guerra especial: dos hijos del recientemen­ te fallecido señor de Chalco, que había muerto de viruela. Según Bernal Díaz del Castillo, el difunto gobernante creía que «habían de señorear [sus| tierras hombres que venían con barbas de hacia donde sale el sol, y que por las cosas que han visto éramos nosotros».8 C or­ tés, muy satisfecho por la victoria obtenida en Chalco, decidió nom­ brar a uno de los hijos gobernante títere de Chalco y al otro, de dos ciudades cercanas. La región, así com o la red de feudos vasallos de Cortés, estaban empezando a encajar. En los últimos y fríos días de enero, mientras los fuertes vientos invernales encrespaban las aguas 259

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de las lagunas. Cortés volvió a encomendarle una misión a Sandoval, en esta ocasión debía regresar a Tlaxcala para comprobar qué tal an­ daba la construcción de los bergantines. Sandoval, al mando de una fuerza ligera y rápida, se encaminó primero a Zultepec con la orden de castigar a todos los aztecas que opusieran resistencia. El año anterior, cuarenta y cinco españoles ha­ bían sido asesinados allí, y Cortés, al estar la población situada en la ruta que conducía a Tlaxcala, vio en la expedición de Sandoval una oportunidad para vengarse. Sandoval cumplió las órdenes: expulsó a un grupo de guerreros aztecas de la ciudad y tomó posesión de ella. A continuación, algunos habitantes de Zultepec condujeron a San­ doval y sus capitanes hasta un templo abandonado situado en un poblado vecino, donde el año anterior el contingente de cuarenta y cinco soldados españoles, antiguos integrantes de la expedición de Narváez que pasaban por allí con la intención de reunirse con las tropas de Cortés, habían sufrido una emboscada mientras atravesaban un estrecho barranco. Las paredes del templo estaban salpicadas de la sangre de los españoles y, valiéndose de una navaja, uno de los solda­ dos había grabado un mensaje en una de ellas: «Aquí estuvo preso el sin ventura de Juan deYuste, con otros muchos que traía en mi com­ pañía».9 El estremecedor mensaje a duras penas preparó a Sandoval para lo que vio a continuación: la piel de cinco caballos desollados, esti­ rada y secándose al sol ante los ídolos; el pelo se conservaba en per­ fectas condiciones, mientras que los cascos y las herraduras estaban expuestos a modo de ofrenda. Más horripilante aún, las armas y la ropa de los hombres de Narváez colgaban como si hubieran cobrado vida, y frente a los ídolos se había emplazado la piel de la cara de dos españoles, con la barba manchada aún de sangre coagulada. Asquea­ dos, Sandoval y sus hombres no pudieron evitar imaginarse los terri­ bles alaridos de sus paisanos mientras eran asesinados sobre la piedra sacrificial.*10 * La práctica de desollar y vestirse con la piel de las víctimas sacrificiales era relativamente común y formaba parte de ciertas ceremonias, entre ellas la Fiesta del Desollamiento de Hombres. Justo después del sacrificio ritual, los sacerdotes deso260

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A Sandoval todo aquello le pareció tan repugnante que esclavizó a algunos aldeanos a pesar de que habían culpado de los sacrificios a los aztecas. En cambio, perdonó a los caciques de Zultepec y de las poblaciones vecinas a condición de que accedieran a someterse a la autoridad española. Acto seguido, Sandoval montó en su caballo, le clavó las espuelas y cabalgó en dirección a Tlaxcala. N o había llegado muy lejos, tan solo a la frontera entre Texcoco y Tlaxcala, cuando divisó en el horizonte estandartes españoles on­ deando al frente de un convoy envuelto en una densa nube de polvo. El pequeño grupo de treinta jinetes se dirigió al encuentro de la caravana y saludó a Martín López y al comandante tlaxcalteca C hichimecatecle. Sandoval estaba asombrado: tras López y Chichimecatecle se extendía una hilera de porteadores tlaxcaltecas tan larga que Sandoval no acertó a ver dónde terminaba. Sandoval se detuvo y se puso a charlar con López, quien le explicó que había completado la construcción de los bergantines. Com o estaba planeado, había inun­ dado el río Zahuapan, había montado con sumo cuidado cada uno de los trece bergantines y los había botado para comprobar que es­ taban en condiciones de navegar (aunque había dejado para más adelante el proceso final de calafateado). Una vez sometidos a prue­ ba, habían desmontado, organizado y amontonado todos los navios. Y ahí estaban; la madera la transportaban unos diez mil porteadores tlaxcaltecas, acompañados por igual número de guerreros que prote­ gían la valiosa carga. Era un espectáculo impresionante.11 Sandoval escoltó el larguísimo convoy hasta Texcoco, ocupándo­ se de proteger la vanguardia, la retaguardia y los flancos de la carava­ na. Cortés le había insistido más de una vez en la crucial importancia de esa arma, que, según había dicho el capitán general, constituía la clave de toda la campaña. La vanguardia estaba compuesta por ocho jinetes, cien soldados de infantería españoles y diez mil guerreros tlaxcaltecas. A continuación, avanzaban trabajosamente los nativos liaban, retiraban y se ponían la cara de las víctimas (y a veces también los brazos y las piernas), mientras la piel permanecía impregnada de sangre y membrana. Véan­ se David Carrasco, City of Sacrifice, Boston, 1999, pp. 140-163, y Diego Duran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 169-174.

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que cargaban con el esqueleto de los bergantines y con sus entrañas: ocho mil tantanes caminaban bajo el terrible peso de los cascos de madera, así como de las anclas de hierro, las jarcias, las cuerdas, las cadenas, los clavos, las velas y de todo lo requerido por las embarca­ ciones para navegar. Otros dos mil tantanes transportaban la comida y se encargaban de prepararla conforme el prodigioso convoy avan­ zaba por los abruptos desfiladeros. Otros cien soldados de infantería españoles, siete jinetes y diez mil guerreros daxcaltecas custodiaban la retaguardia y los flancos.12 Una vez que se puso en movimiento, la caravana estuvo avanzan­ do lentamente pero sin pausa por espacio de cuatro días; Sandoval estuvo organizándola y protegiéndola durante cada uno de esos días, descansando solamente de noche. De un extremo a otro, la «serpien­ te de madera»13 medía más de ocho kilómetros de largo, y Cortés afirmó en sus cartas que la extensa columna, integrada por unos cin­ cuenta mil hombres, tardaba seis horas enteras en dejar atrás un pun­ to determinado. A su paso, la caravana levantaba una columna de polvo visible desde varios kilómetros de distancia.Todos los días San­ doval temía que los aztecas lanzaran un ataque, pero no se produjo ninguno. Finalmente, al cuarto día de marcha, las tropas que iban en vanguardia divisaron en la distancia el perfil de los edificios y tem­ plos de Texcoco. Los tlaxcaltecas situados en cabeza se engalanaron con sus mejores mantos y penachos, y anunciaron su llegada con un exultante rebato de tambores, haciendo sonar sus trompas y conchas, silbando y gritando «¡Viva, viva el emperador, nuestro señor!» y «¡Castilla, Castilla, Tlascala, Tlascala!».14 Los habitantes de Texcoco, así como numerosos españoles albo­ rozados, se dirigieron a toda prisa a los arrabales para presenciar la entrada triunfal; fue preciso medio día para que todos los integrantes del convoy llegaran al centro de la ciudad. Mientras presenciaba el des­ file, Cortés debió de comprender que había orquestado una tarea de un alcance casi inimaginable: el transporte de trece bergantines y el correspondiente material náutico a lo largo de más de ochenta kiló­ metros. Cuando empezaba ya a anochecer, mientras una extensa nube de polvo seguía suspendida sobre el valle, los porteadores em­ pezaron a depositar los navios uno por uno en la zona donde se tenía 262

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previsto abrir el canal. La hazaña que acababan de culminar se cuen­ ta entre los logros más impresionantes de la historia militar; era inge­ niosa, audaz, sin precedentes y sin igual.* Aunque estaba eufórico por la llegada de los bergantines, Cortés era consciente de que restaba por hacer un último esfuerzo hercúleo para que los buques marcaran la diferencia en su plan de batalla. Tras felicitar de todo corazón a Martín López, el capitán general le pidió que iniciara la reconstrucción de las embarcaciones y, más importan­ te aún, que supervisara la magna obra de ingeniería consistente en abrir el canal por el que los bergantines alcanzarían la laguna deTexcoco. Era ya mediados de febrero, y durante los siguientes meses to­ dos los daxcaltecas disponibles (a menos que estuvieran ayudando a Cortés a explorar la laguna) participaron en la apertura de la vía flu­ vial. El orgulloso guerrero y cacique Ixtlilxóchitl se puso al frente de una cuadrilla integrada por cuarenta mil trabajadores texcocanos. Durante casi dos meses, trabajando sin descanso en turnos de ocho mil hombres, cavaron, retiraron lodo del canal y apuntalaron con maderos las dos orillas para impedir que cedieran. El canal, una obra de ingeniería portentosa, tendría más de un kilómetro y medio de largo, más de tres metros y medio de ancho y otros tres y medio de profundidad. Los aztecas de los alrededores, que sin duda podían ver el ajetreo y el progreso diario, estuvieron enviando desesperadas señales de humo a lo largo de finales del invierno y principios de la primavera de 1521.15 Mientras Texcoco bullía de actividad, Cortés decidió explorar las poblaciones del norte de la laguna con el propósito de subyugarlas, ya que varias de dichas ciudades seguían siendo leales a los aztecas y hasta entonces habían rechazado todas las propuestas de paz de C or­ tés. Parece ser que Cuauhtémoc había tenido más éxito a la hora de * Se desconoce la ruta exacta que siguió la «serpiente de madera», aunque existen dos posibilidades. La ruta más llana, con menos desniveles que superar, ha­ bría sido la que transcurre al norte del monte Telapon. La otra posibilidad es el paso de Ápam, que fije la que Cortés tomó durante la Noche Triste y que sabía que era segura. Véase C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin, (Tex.), 1956, pp. 117-118 y 117n para discusión. Véase también Manuel Orozco y Berra, Historia antigua, México D. F, 1880, vol. 4, pp. 523-524. 263

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mantener las alianzas en esa zona, donde los lugareños eran plena­ mente conscientes de que las ofertas de paz del caudillo extremeño no eran más que una exigencia encubierta de que se sometieran a los españoles. La primera ciudad en la que Cortés puso los ojos fue Xaltocán, una pequeña localidad situada a unos veinticinco kilómetros al norte que, al igual que Tenochtitlán, estaba unida a tierra firme por medio de calzadas. Aunque Xaltocán no representaba una amenaza militar de consideración (ni su captura representaría un gran golpe), Cortés tenía motivos tácticos y operacionales para dirigirse hasta allí con sus tropas aliadas. A causa de su trazado, y al estar rodeada de agua, Xaltocán constituía un microcosmos de la batalla que el capi­ tán general estaba planeando librar en la capital, incluidos canales llenos de agua que impedían el avance de la caballería. Es muy pro­ bable que Cortés pretendiera utilizarla como una misión de entrena­ miento, no solo para ver cómo combatían los tlaxcaltecas que los españoles habían formado militarmente, sino también para poner nuevamente en práctica las tácticas de combate en las calzadas (un tipo de lucha de la que Cortés no tenía muy buen recuerdo).16 Cabalgando como de costumbre al frente de la caballería, Cortés avanzó sin mayores problemas por una de las calzadas pero no tardó en llegar a un punto donde Cuauhtémoc había ordenado cortarla, lo cual les hacía imposible el paso a los caballos o a los soldados de in­ fantería. La laguna estaba atestada de canoas, y «los contrarios daban muchas gritas tirándonos muchas varas y flechas».17 Cortés y sus tro­ pas se detuvieron, dispararon a discreción y ahuyentaron a las canoas, cuyos laterales al parecer habían sido reforzados con planchas de ma­ dera ligera para protegerlas de las flechas y proyectiles lanzados por los ballesteros y arcabuceros; los aztecas habían adaptado su material bé­ lico para tratar de defenderse de la superior potencia de fuego de los españoles.18 En un momento dado en que la batalla había entrado en un punto muerto. Cortés decidió ordenar una retirada cuando dos de los indígenas aliados que se había llevado consigo le explicaron que lo que los aztecas habían hecho no era cortar la calzada sino solo ane­ garla, y que nada impedía que las tropas pudieran vadearla. Cortés pidió a los dos nativos que guiaran a los soldados de infantería mien­ tras la caballería les cubría las espaldas por si se producía un ataque 264

I A SlíRI’lliNTK DI- MADF.RA

azteca. Según Bernal Díaz del Castillo, «poco a poco, y no todos a la par, y el agua a vuelapié, y a otras partes a más de la cinta, pasan todos nuestros soldados, y muchos amigos siguiéndolos».19 Los aztecas reanudaron sus ataques desde el agua, pero la potencia de fuego de los españoles y la superioridad numérica que les proporcionaban sus alia­ dos indígenas prevalecieron. Cortés siguió avanzando hacia Xaltocán y, una vez allí, mandó prender fuego a buena parte de sus edificios y saquearla, apropiándose de oro y atavíos. Al ver cómo Cortés y el imponente contingente de aztecas se aproximaban, la mayoría de los habitantes de la ciudad, al igual que los guerreros aztecas, habían huido en canoas. Pese a todo, Cortés se sintió intranquilo y prefirió no acampar en la ciudad insular, sin duda al recordar la sensación que le había producido estar atrapado en Tenochtitlán.Tras ir de aquí para allá la mayor parte del día, volvie­ ron a cruzar la calzada y acamparon en tierra firme, en un enclave que pudieran vigilar desde todos lados y donde los caballos pudieran desenvolverse mejor en caso de ser necesarios. Durante los días si­ guientes, Cortés y sus hombres estuvieron marchando por el extre­ mo norte de la laguna de Xaltocán, donde encontraron poblaciones abandonadas cuyos habitantes habían emprendido la huida. Mientras recorrían las calles desiertas, todavía ardían las fogatas que los aztecas habían encendido para hacer señales de humo. La mayoría de los habitantes de esas poblaciones buscaron refu­ gio enTacuba (llamada por entonces Tlacopán). Cortés también es­ taba decidido a tomar Tacuba, quizá con la intención de vengarse por la Noche Triste o tal vez por su importancia política y logística. Com o el capitán general ya había descubierto, la de Tacuba era la más corta de las principales calzadas que llevaban a T enochtitlán, pero, más importante aún que eso,Tacuba, al ser la tercera ciu­ dad de la Triple Alianza, ejercía notable influencia y su territorio se extendía hasta las tierras fronterizas tarascanas (el territorio que en la actual México se ubica al noroeste de la frontera entre los estados de México y Michoacán). Al ser la tercera ciudad más poderosa del triunvirato,Tacuba era potencialmente vulnerable. Cortés afirmaría posteriormente que había ido allí para iniciar conversaciones con Cuauhtémoc si ello le resultaba posible, pero no 265

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cabe duda de que también tenía planeado establecer allí una base de operaciones en razón de su proximidad a la capital. En cualquier caso, los españoles no fueron recibidos precisamente con flores. Cuando Cortés y sus hombres llegaron a la ribera occidental de la laguna, vieron que los tacubanos y sus aliados aztecas estaban espe­ rándolos expectantes. «Y ya que estábamos junto a ella — dijo C or­ tés— fallamos también alderredor muchas acequias de agua y los enemigos muy a punto.»20 El aire se llenó de sirenas de concha, re­ dobles de tambor, gritos y cánticos de guerra, y las fuerzas aztecas se lanzaron al ataque. La caballería española galopó hacia el enemigo apoyada por arcabuceros, ballesteros y millares de guerreros tlaxcal­ tecas* y, tras considerables esfuerzos, los jinetes lograron romper las líneas enemigas y obligar a las tropas aztecas a huir en desbandada. Cortés entró en la ciudad mientras los aztecas y tacubanos se atrin­ cheraban en la periferia y los arrabales. Cortés se alojó en el centro de la población, que estaba desierto. Al amanecer, los tlaxcaltecas empezaron a saquear la ciudad y prender fuego a sus edificios; al ser tan numerosos y albergar una animadversión tan arraigada contra los aztecas, los españoles apenas pudieron controlarlos. Cortés y sus tropas permanecieron en Tacuba una semana entera, obligados a librar duros combates todos los días. Al capitán general parecía regocijarle dejar que los tlaxcaltecas lleva­ ran el peso de los combates mientras los españoles se mantenían a una distancia prudencial, observando embelesados las tradicionales técnicas de combate desplegadas por esos enemigos ancestrales. «Los capitanes de la gente de [Tlaxcala] y los suyos hacían muchos desa­ fíos con los de [TenochtitlánJ — recordaría maravillado Cortés— y peleaban los unos con los otros muy hermosamente y pasaban entre ellos muchas razones amenazándose los unos con los otros y dicién­ dose muchas injurias, que sin duda era cosa para ver.»21 Los escarnios eran una práctica común y acostumbrada, y los españoles también

* Cortés afirma que partieron de Texcoco con treinta mil aliados nativos, mientras que Berna! Díaz del Castillo los cifra en quince mil. En cualquier caso, el gran número de guerreros y porteadores indígenas hizo posible que los españoles tomaran las ciudades de las lagunas. 26 6

I A SERPIEN TE DE MADERA

fueron blanco de ellos. En varias ocasiones, tras engatusar a Cortés para que se adentrara en la calzada (que había sido reconstruida), los aztecas abrieron un poco sus defensas aparentando una retirada para dejarlo pasar y luego se mofaron de él y de sus hombres con pullas como «entrad, entrad a holgaras»,22 y también los provocaban alu­ diendo en tono despectivo a su antiguo emperador y a la voluntad inquebrantable de su nuevo gobernante: «¿Pensáis que hay agora otro Muteczuma para que haga todo lo que vosotros quisiéredes?».23 Cortés andaba con cuidado en la calzada, pero un día se aventu­ ró demasiado lejos. En un puente situado cerca del centro, los aztecas atacaron desde todos los ángulos, en canoas desde el agua y en tierra por la retaguardia, y lo pusieron en un serio aprieto. Cortés y sus ji­ netes se batieron en retirada de forma desordenada, de resultas de lo cual varios caballos resultaron heridos y algunos hombres murieron. Un portaestandarte español fue golpeado y cayó al agua, atestada de enemigos. Los aztecas quisieron subirlo por la fuerza a una canoa, pero el soldado consiguió zafarse, nadar hasta la orilla y escapar con el estandarte.24 Tras varias horas de combate cuerpo a cuerpo, Cortés y sus hom­ bres lograron llegar a Tacuba, agradecidos por haber salido con vida. Uno de los soldados españoles, haciendo gala de una bravuconería fuera de lugar en vista de lo justo de la huida, entró en el juego de insultos de los aztecas respondiéndoles que todos morirían de ham­ bre porque los españoles tenían la intención de rodearlos y de no dejarlos salir para abastecerse de comida. La respuesta no se hizo es­ perar. Los aztecas les aseguraron a los españoles que no andaban cortos de comida y, como regalo de despedida, les lanzaron varias tortas de maíz al tiempo que gritaban indignados: «Tomad y comed si tenéis hambre, que nosotros ninguna tenemos».25 Cortés no pudo concertar una reunión para parlamentar con Cuauhtémoc, así que, transcurridos seis días desde que llegaran a Tacuba, ordenó regresar a Texcoco pasando por las poblaciones de Guautitlán y Acolman. Aunque tuvieron que librar combates duran­ te todo el trayecto, los ataques no fueron significativos, ya que los aztecas parecían reticentes a enfrentarse a las tropas de Cortés lejos del agua y de las calzadas (señal de que estaban aprendiendo y adap267

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tando sus tácticas militares). Pese al incesante hostigamiento de los aztecas, Cortés regresó a Texcoco habiendo aprendido una lección valiosa: una vez más, había comprobado que debía modificar sus tác­ ticas bélicas si quería derrotar a los aztecas en las calzadas, donde es­ tos luchaban con ventaja gracias a la capacidad de las canoas para atacar simultáneamente por ambos flancos y a la manifiesta inoperancia de la caballería española. El capitán general se había ausentado de Texcoco por espacio de casi dos semanas, así que los hombres que había dejado allí se alegra­ ron de verlo regresar sano y salvo. Tenían muchas noticias que darle, incluidas algunas muy buenas procedentes de la costa. Para empezar, varias confederaciones indígenas de la costa del Golfo habían jurado lealtad a España, reforzando así la influencia de Cortés en la zona situada al norte de Villa Rica, pero la noticia más alentadora de todas era que, en el transcurso de los últimos días (era finales de febrero de 1521), habían llegado tres barcos procedentes de La Española, carga­ dos con doscientos hombres, sesenta o setenta caballos y grandes cantidades de pólvora, espadas, ballestas y arcabuces. Los soldados españoles estaban ya de camino procedentes de Vera Cruz, guiados y auxiliados por porteadores totonacas. Aunque ciertamente los refuerzos iban a venirle de perlas a Cor­ tés, lo más intrigante de todo fue la llegada a Texcoco de un hombre llamado Julián de Alderete, un español adinerado (y, según se precia­ ba él mismo, un ballestero experto) que había sido enviado desde La Española para supervisar el quinto real en calidad de tesorero. Cortés recibió amigablemente a Alderete y lo condujo al patio para que pudiera contemplar las magníficas vistas de Tenochtitlán, tan tenta­ doras como un espejismo. Alderete le proporcionó información va­ liosa a Cortés: le dijo que su campaña en Nueva España estaba te­ niendo un gran eco tanto en La Española como en Cuba y que, de no ser por los tejemanejes de Velázquez, habría muchos más españo­ les embarcándose rumbo a México para ayudar a Cortés (y, de paso, para enriquecerse). Lo más interesante de todo era que Alderete traía noticias de la propia España: Puertocarrero y Montejo habían conseguido llegar a la Península en el barco cargado con el tesoro y, tras encontrarse con 268

LA SERPIENTE DE M ADERA

algunas dificultades (al principio, mientras los procuradores espera­ ban a ser recibidos en audiencia por el emperador, les habían con­ fiscado el tesoro), habían sido recibidos finalmente por Carlos V, a quien le habían dado cuenta de las incontables riquezas que alber­ gaba México y le habían explicado la importancia de los esfuerzos de Cortés en esas tierras. Desde luego, era la noticia más agradable que podía darle a Cortés.*26 En respuesta a las noticias procedentes de la madre patria, Cortés envió un barco a España; transportaba la importante segunda carta al emperador Carlos V, todos los tesoros (oro y otros objetos del palacio de Axayácatl) que Cortés había conseguido llevarse consigo tras la Noche Triste, así como otras curiosidades regionales, entre ellas grandes huesos de lo que, según creían los españoles, eran seres hu­ manos gigantes que habían vivido, o tal vez vivían aún, en México.27 Las leyendas sobre esos «gigantes» alimentaron la especulación y el asombro, contribuyendo así a perpetuar el misterio y el encanto que rodeaban a esas tierras recién descubiertas.** Cortés comprobó qué tal andaba la construcción de los bergan­ tines y del canal (faltaban quizá solo unas pocas semanas para su fi­ nalización) y evaluó el estado de las nuevas tropas. Más o menos por aquel entonces, un soldado llamado Rojas le pidió entrevistarse en privado con él y le informó de que estaba tramándose una conspira­ ción en la que estaban involucrados hasta trescientos soldados toda* Puertocarrero y Montejo, navegando con el piloto Alaminos, habían llegado a España a finales de octubre de 1519. Pese a todo, no se les recibió como conquis­ tadores heroicos del Nuevo Mundo. Las autoridades les confiscaron la Santa María de la Concepción, el buque insignia de Cortés en el que habían realizado la travesía, les embargaron buena parte del tesoro que traían y se quedaron con una parte de él (incluidos cinco indígenas totonacas que los expedicionarios habían enviado como muestra de sus asombrosos descubrimientos). Los procuradores Puertocarre­ ro y Montejo tardarían muchos meses en conseguir que el emperador los recibiera en audiencia, cosa que finalmente lograrían (y ello solo gracias a la ayuda del padre de Cortés, Martín) a finales de abril de 1520. * Los huesos eran en realidad de mamut (Bisan antiquus) y de otros elefantes prehistóricos. Basándose en el tamaño de los huesos de fémur, científicos españoles llegaron a la conclusión de que los supuestos gigantes debían de medir más de siete metros y medio de altura.

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vía leales a Narváez y Velázquez. El cabecilla del complot era Anto­ nio deVillafaña, un veterano de la expedición de Grijalva que había llegado a bordo de uno de los buques de Narváez. Según Rojas, el plan consistía en esperar a que Cortés estuviera reunido con todos sus capitanes (incluidos Sandoval,Tapia, Alvarado y Olid) y entonces entregarle una carta falsificada diciéndole que se la enviaba su padre. Acto seguido, cuando Cortés estuviera enfrascado en la lectura de la carta, los seguidores de Narváez caerían sobre todos los allí reunidos y los coserían a puñaladas. Presumiblemente, una vez que Cortés estuviera muerto, Francisco Verdugo, cuñado de Velázquez, sustituiría al capitán general y se enviarían hombres a Villa Rica para liberar a Narváez y que este pudiera huir en barco a Cuba.28 Cortés convocó a Sandoval y a otros capitanes y, armados hasta los dientes, asaltaron los aposentos del tal Villafaña para arrancarle una confesión. Según Bernal Díaz, Cortés sacó de la camisola de Villafaña «el memorial que tenía con las firmas de los que fueron en el concierto que dicho tengo».29 Hábilmente, Cortés se guardó la lista en el bolsillo pero, para no alarmar a los demás conspiradores, difundió el bulo de que Villafaña se había tragado el papel antes de que se lo pudieran arrebatar; gracias a ello. Cortés pudo mantener vigilados de cerca a los que seguían siéndole hostiles. A partir de en­ tonces, el capitán general se sirvió de un buen amigo y soldado de la máxima confianza llamado Alonso de Quiñones para que ejerciera de guardaespaldas suyo y, según se dice, durmió con la cota de mallas siempre puesta.3'1Tras arrancarle una confesión formal,Villafaña fue condenado de inmediato y colgado de la ventana de su habitación, en presencia de los demás conspiradores y de todo aquel que quisie­ ra mirar. Una vez concluida la desagradable tarea, Cortés se encaminó al astillero situado junto al cauce — a esas alturas un canal en toda re­ gla— para inspeccionar de nuevo los bergantines y la vía fluvial. La envergadura del proyecto, así como su progreso, impresionaron al propio Cortés. Se estaba ensamblando cuidadosamente cada embar­ cación, y esta vez, al contrario de lo que se había hecho en el río Zahuapan, cerca de Tlaxcala, se estaban calafateando todas las hendi­ duras entre las planchas del casco, rellenándolas de cáñamo, algodón 270

I A SlíUIMliN I I m ; MADI-U.A

y lino y sellándolas con grasa humana extraída de los cadáveres de los guerreras aztecas caídos en las últimas campañas. Aunque a los solda­ dos españoles el proceso les parecía un poco repugnante, como ya habían usado grasa humana hervida para cauterizar heridas y detener hemorragias, no pusieron reparos cuando los tlaxcaltecas abrieron en canal los cuerpos de los aztecas y se sentaron al lado para extraerles la grasa y ponerla a calentar al fuego.31 Martín López supervisó hasta el más mínimo detalle la construc­ ción de los barcos: la correcta colocación de la proa con vistas al posterior emplazamiento de los cañones, la medición exacta de todas las partes, la sujeción de las velas a los palos y el izado y fijación de los altos mástiles. La decisión de Cortés y López de montar los ber­ gantines lejos de la ribera de la laguna de Texcoco resultó ser una idea genial y probablemente hizo posible la ejecución del proyecto, ya que, en tres ocasiones distintas durante la fase de construcción, fuerzas de infantería aztecas atacaron el astillero y tuvieron que ser repelidas.32 Una tarde, los aztecas enviaron un grupo de quince gue­ rreros con la esperanza de poder prender fuego a los bergantines, pero los españoles los capturaron a todos. En caso de que el astillero hubiera estado situado un poco más cerca de la laguna o en la orilla (donde es probable que un estratega menos avispado lo hubiera em­ plazado), los aztecas habrían podido enviar miles de canoas y entor­ pecer, e incluso paralizar por completo, las labores de construcción. En cambio, la idea de ubicarlo a más de un kilómetro y medio de distancia, aunque requería la complicada y trabajosa tarea de abrir un canal, permitió que el proyecto siguiera su curso. Martín López le prometió a Cortés que en cuestión de unas pocas semanas, superando todas las dificultades que se le presentaran, los trece navios estarían listos y el canal enlazaría con las aguas de la laguna. Lo que un tiempo atrás parecía imposible — la posibilidad de reconquistar Tenochtitlán— estaba ahora al alcance de la mano. D u­ rante todo el día, a lo largo del valle de México, los aztecas podían oír extraños y siniestros sonidos; eran los carpinteros que clavaban miles de clavos y cuñas en las planchas y cuadernas, los herreros que percutían el metal para darle forma y los trabajadores que serraban tablas de madera para apuntalar los taludes del inmenso canal. Los 271

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aztecas que se aventuraban a acercarse en canoa hasta la zona podían comprobar con sus propios ojos cómo la serpiente de madera se es­ taba transformando en «casas flotantes», y algunos debieron de recor­ dar las embarcaciones en las que Cortés y Moctezuma habían nave­ gado por la laguna de Texcoco, asombrosas estructuras flotantes de madera que vomitaban fuego y escupían llamaradas y bolas de metal por la boca. Puede que, mientras se preparaba para defender su ciu­ dad, Cuauhtémoc atisbara las altas y blancas velas reluciendo a la luz de esos días primaverales, flameando e hinchándose al compás de los vientos del valle, alzándose amenazadoras cual descomunales insig­ nias de guerra españolas desplegadas en la pavorosa calma que ante­ cede al estruendo de la batalla.

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Envolvimiento

Al llegar la primavera al valle de México, los pueblos que vivían en los confines meridionales de la laguna de Texcoco seguían sin tomar partido por uno u otro bando, así que Cortés decidió que Sandoval fuera a Chalco y más al sur para expulsar a las tropas aztecas que hubiera en esas provincias. Corría el insistente rum or de que un nu­ trido ejército azteca se estaba congregando en la zona para lanzar un ataque y apoderarse de la importante ruta hacia la costa que Cortés con tanto esfuerzo había abierto y mantenido Ubre de enemigos. Sandoval partió de Texcoco con doscientos soldados de infantería, un puñado de arcabuceros y doce ballesteros. Lo apoyaban, además, un mi­ llar de indígenas aliados, sobre todo tlaxcaltecas y chalcas. La fuerza avanzó hacia los territorios meridionales del valle de México; atrave­ só una quebrada que separa la serranía dé Ajusco y las estribaciones del volcán Popocatépetl, y luego descendió hacia las vastas llanuras de Morelos y Cuernavaca.1 El paisaje de esa zona situada tan al sur, que los españoles veían por vez primera, era espléndido; las llanuras estaban surcadas por numerosos arroyos que bajaban de las montañas y repletas de ríos de lava solidificada y cráteres de volcanes extingui­ dos. En lo alto de las montañas, los salientes formaban promontorios que el enemigo usaba como fortificaciones naturales. Aunque Sandoval y sus hombres tuvieron que librar breves esca­ ramuzas durante todo el trayecto, la caballería se impuso con facili­ dad en la planicie y los aztecas se vieron obligados a refugiarse en las colinas y los barrancos. Sandoval llegó a Oaxtepec y tomó el control de la población, donde sus aliados se dedicaron a saquear las casas en busca de ropa y de cualquier otro botín que consideraran valioso. Sandoval se quedó allí dos días y luego se dirigió a la cercana pobla­ ción deYecapixtla, que resultó más difícil de conquistar a causa de su 273

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elevada situación y escarpada topografía, inadecuada para lanzar un ataque de la caballería. Sandoval envió mensajeros al poblado para convencer a sus habitantes de que se sometieran pacíficamente si no querían morir en combate, pero lo único que recibieron por res­ puesta fue una lluvia de piedras y dardos lanzados desde lo alto del risco, que hirieron a muchos de sus aliados indígenas. Sandoval, enfurecido por la ofensa del enemigo, cargó barranco arriba, decidido a «morir o subilles por fuerza a lo alto del pueblo».2 Con grandes dificultades y recibiendo numerosas heridas (los aztecas no dejaban de arrojar guijarros y grandes fragmentos de roca), San­ doval logró subir la empinada escarpa, llegar a la cima y expulsar a los guerreros aztecas del fuerte. Aunque la cabeza le sangraba a causa de una contusión, el capitán español consiguió mantenerse sobre el caballo y lanzar a sus aliados en pos del enemigo. Muchos aztecas fueron arrojados desde el promontorio al río que discurría debajo y otros trataron de escapar bajando por las rocas pero cayeron al vacío. Ese día murieron tantos guerreros aztecas en el río que, según afir­ man las crónicas españolas, las aguas bajaron teñidas de rojo durante más de una hora y los hombres tuvieron que esperar impacientes a que se aclararan para saciar la sed.3 Sandoval regresó triunfante a Texcoco pero no pudo disfrutar de su gloria por mucho tiempo. Cuando Cuauhtémoc tuvo noticia de la derrota sufrida por sus tropas enYecapixtla (y del apoyo que los chalcas habían ofrecido a los españoles), mandó enviar unos veinte mil soldados en dos mil canoas para que sometieran Chalco a un duro castigo. Los caciques chalcas se apresuraron a enviar mensajeros a Cortés pidiendo auxilio y este, furioso por que Sandoval hubiera vuelto sin antes garantizar la seguridad de Chalco, le ordenó volver allí de inmediato para remediar el desaguisado. Sandoval montó en su corcel y cabalgó hacia el sur. N o obstante, al llegar a Chalco descubrió que los caciques chalcas habían recibido refuerzos de las provincias vecinas y que, sin ayuda alguna de los españoles, habían defendido con bravura su ciudad y habían obligado a las tropas enemigas a vol­ ver a Tenochtitlán. La derrota, difícil de digerir para Cuauhtémoc, le indicó a Cortés que las fuerzas aztecas tal vez estuvieran debilitándo­ se, perdiendo su dominio sobre sus poblaciones tributarias. 27 4

ENVOLVIM IENTO

La victoria obtenida por el pueblo de Chalco también le permi­ tió a Sandoval salvar las apariencias ante Cortés; regresó a Texcoco con cuarenta prisioneros aztecas, que fueron herrados e interrogados (según afirma Bernal Díaz del Castillo, hubo soldados españoles que ocultaron muchas «buenas indias» e impidieron que las herraran; ase­ guraron que se habían escapado y luego las distribuyeron clandesti­ namente entre los capitanes).4 Gracias a los duros interrogatorios a los que sometió a los prisioneros, Cortés supo que Cuauhtémoc no tenía intención alguna de rendirse o de llegar a un acuerdo de paz, sino que lucharía hasta la muerte para defender la capital. Los cauti­ vos le dijeron a Cortés que no se esforzara en intentar hacer las paces y que se ahorrara las palabras y se preparara para la guerra. Aunque no era partidario de recurrir a las amenazas, Cortés no se tom ó muy bien lo que los prisioneros le dijeron. Así pues, resolvió afianzar por sí mismo su dominio sobre las regiones que Sandoval acababa de visitar. El capitán general quería recabar información de primera mano, tanto topográfica como política, sobre todo el valle de México y más allá, a ser posible de una región situada tan al sur como Cuernavaca, información que le resultara útil mientras ultima­ ba los preparativos para asediar Tenochtitlán. Cortés se llevó consigo a Julián de Alderete y al padre Melgarejo, recién incorporados a la expedición, con el propósito de deslumbrarlos con las maravillas del valle y de ilustrarlos sobre sus dotes de liderazgo militar. A las órdenes de los capitanes Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid, Cortés organizó una fuerza expedicionaria compuesta por trescientos soldados, treinta jinetes, veinte ballesteros y quince arca­ buceros. El 5 de abril de 1521, oyeron misa y partieron de Texcoco, al frente de más de veinte mil aliados tlaxcaltecas y texcocanos. San­ doval se quedó en la ciudad para custodiarla y para asegurarse de que Martín López tuviera todo lo necesario a fin de completar la cons­ trucción de los bergantines. Cortés tenía previsto rodear toda la laguna, incluidas las tierras situadas más al sur, y completar el trayecto circular trazando un arco en dirección norte por la ribera occidental de la laguna y pasando una vez más porTacuba. Según recordaría después Cortés, su inten­ ción era «dar una vuelta en torno de las lagunas, porque creía que 275

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acabada esta jornada, que importaba mucho, fallaría fechos los trece bergantines y aparejados para los echar al agua».5 Primero pasó por Chalco, donde se detuvo para, por mediación de la Malinche y Aguilar, poner al corriente a los caciques chalcas de su itinerario y de la ruta que tenía previsto seguir, y a continuación prosiguió rumbo al sur, pasó por Amecameca y llegó a Chimalhuacán (la actual San Vi­ cente Chimalhuacán), donde recabó el apoyo de muchos más alia­ dos, quizá de hasta cuarenta mil de ellos.6 Al recibir la noticia de la cantidad de aliados que estaba reuniendo Cortés, Cuauhtémoc debió de inquietarse mucho, y con toda razón: teniendo en cuenta los es­ tragos causados en Tenochtitlán por la reciente epidemia de viruela y la cantidad de poblaciones tributarias que estaban sometiéndose a la autoridad española, lo tendría muy difícil para igualar en número a tas tropas nativas que Cortés estaba reuniendo. Cortés y su compañía, engrosada por los nuevos aliados, se diri­ gieron a continuación hacia Cuernavaca, atravesando empinadas y precarias montañas. Los promontorios del altiplano’estaban cubier­ tos de poblados desde los que los civiles observaban cómo los espa­ ñoles se aproximaban. Cortés inspeccionó los protegidos fuertes ubicados en lo alto de tas colinas, observando que «todas tas laderas [estaban] llenas de gente de guerra. Y comenzaron luego a dar muy grandes alaridos haciendo muchas ahumadas, tirándonos con hon­ das y sin ellas muchas piedras y flechas y varas, por manera que en llegándonos cerca resabíamos mucho daño».7 Abajo, en los barran­ cos, los españoles y sus aliados estaban expuestos y eran vulnerables, y aunque Cortés evaluó la posibilidad de batirse en retirada, no quería que sus nuevos aliados pensaran que los españoles eran unos cobardes, así que se detuvo para sopesar tas alternativas. El perímetro de la montaña en cuya cima estaba situada la fortaleza más impor­ tante (el poblado deTlaycapan) era inmenso, de unos cinco kilóme­ tros, y estaba bien defendido; Cortés admitiría posteriormente que «parescía locura querernos poner en ganárselo».1*El caudillo extre­ meño pensó que rodear el monte les llevaría demasiado tiempo, así que optó por escalar directamente la vertiente frente a la que esta­ ban, por tres sitios diferentes que parecían accesibles. Ordenó al portaestandarte Cristóbal Corral y a sesenta soldados de infantería 27 6

EN V O IV IM IEN TO

que subieran por el desfiladero más pronunciado, apoyados por ba­ llesteros y arcabuceros, y mandó a otros capitanes al mando de tro­ pas ligeras que trataran de subir por otros caminos que conducían a la cima. Cortés se quedaría en el llano con el grueso de las fuerzas, en previsión de que se produjera un ataque por los flancos o por la retaguardia. Fue una acción temeraria que les costó la vida a varios hombres. Los capitanes y las tropas a su mando empezaron a trepar por la ro­ cosa vertiente — en algunos tramos solo podían avanzar arrastrándo­ se sobre las manos y las rodillas— y llegaron a una zona donde que­ daron a la vista del enemigo. Repitiendo la táctica que habían utilizado recientemente contra Sandoval, los aztecas arrojaron gran­ des pedruscos que se precipitaban ladera abajo y se rompían en pe­ dazos cerca de los soldados españoles que iban en cabeza, matando a algunos de ellos y lisiando a muchos otros. Bernal Díaz iba en van­ guardia junto a Corral, y cuando las piedras lanzadas desde lo alto del risco empezaron a caer junto a ellos y a impactar contra la ladera echando chispas, buscaron un lugar en el que refugiarse, Díaz bajo un saliente y Corral en un denso matorral de zarzas, aferrándose a las espinosas ramas para no caer. Corral, con la cara toda ensangrentada, les rogó a Díaz y los otros que no se alejaran. Fue inútil.. Al mirar hacia atrás, Díaz vio que la bandera del estandarte estaba hecha jiro­ nes. Los hombres le gritaron a Cortés que estaban en apuros, y este ordenó que se batieran en retirada. Los soldados bajaron como bue­ namente pudieron; muchos de ellos estaban gravemente heridos, y los que estaban en mejores condiciones cargaban con los muertos.9 En la planicie, la caballería española consiguió dispersar peque­ ños destacamentos de guerreros aztecas y regresó. Cortés y sus tropas pasaron una difícil noche en el desprotegido chaparral, donde, al no haber agua y no haber bebido en todo el día, los hombres y los ca­ ballos padecieron mucha sed. Bernal Díaz recordaría tiempo después la terrible noche que pasaron allí, acurrucados en una polvorienta moraleda, «bien muertos de sed».111 Los hombres trataron de conci­ liar el sueño, importunados durante toda la noche por los sones de tambor y trompeta y los insultos lanzados por el enemigo desde lo alto del cerro. 277

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Cuando amaneció, la primera tarea del día fue abrevar a los ca­ ballos en un riachuelo que un explorador había encontrado a unos cinco kilómetros de allí. Cortés se llevó consigo a varios capitanes para inspeccionar a pie la zona en busca de otra vía por la que atacar Tlaycapan; encontró dos accesos que parecían menos empinados. Sin embargo, aunque no se les había ordenado hacerlo, cuando Cortés y los capitanes echaron a andar, muchos de los aliados indígenas los siguieron. El movimiento de tropas indicó a los aztecas que el ataque se produciría por uno de los accesos menos empinados, y los guerre­ ros que habían estado vigilando el escarpado barranco abandonaron sus puestos. Cortés aprovechó la circunstancia ordenando de inme­ diato que Francisco Verdugo y Julián de Alderete, el tesorero del rey, escalaran el barranco con cincuenta hombres y tomaran el fuerte si podían. Tras un ascenso dificultoso, los españoles llegaron a la cima y dispararon con sus ballestas y arcabuces; las violentas y estruendosas descargas atemorizaron a los aztecas y muchos de ellos se rindieron. Alderete se distinguió al demostrar que era tan bueno con la ballesta como con la palabra. Al poco rato, Cortés pudo ver el estandarte de Castilla ondeando en la cima del peñón y subió con refuerzos por el estrecho desfiladero para tomar posesión de la fortaleza." Los aztecas de la guarnición pidieron llegar a un acuerdo de paz, y ello en parte porque, al igual que Cortés y sus hombres, no tenían agua y estaban sedientos. Los españoles se alegraron de ver que las mujeres del poblado hacían la señal de la paz, dando palmas unas con otras para indicar que con mucho gusto les prepararían tortas de maíz, y de que los guerreros depositaban sus armas en el suelo y dejaban de tirarles piedras y dardos. Cortés y sus tropas permanecieron dos días en Tlaycapan, en el transcurso de los cuales las fuerzas aztecas abandonaron la fortaleza y los habitantes de la localidad accedieron a someterse al vasallaje es­ pañol. Antes de reanudar la expedición de reconocimiento, someti­ miento y envolvimiento, Cortés ordenó que los heridos regresaran a Texcoco para que allí fueran atendidos. Cortés y sus tropas prosiguieron la marcha en dirección al sur. Dejaron atrás el altiplano descendiendo por las escarpadas cordille­ ras y, tras dos días de marcha, llegaron a un territorio recubierto de 278

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lava solidificada, situado seiscientos metros más abajo. Los hombres y los caballos empezaron a poder respirar mejor y recobrar las fuer­ zas a medida que perdían altitud. Cortés observó que la zona disfru­ taba de un clima más templado; las flores ya estaban floreciendo, y a lado y lado del camino crecían verduras y frutas. En Oaxtepec, que Sandoval había sometido poco tiempo atrás, Cortés fue recibido calurosamente y «en la casa de una huerta del señor de allí nos apo­ sentamos todos, la cual huerta es la mayor y más fermosa y fresca que nunca se vio».12 El capitán general se encontró rodeado de los que se podrían considerar los jardines botánicos más bellos del mundo, construidos por Moctezuma I* durante su reinado y mantenidos inmaculados desde entonces. Esplendorosas residencias de verano se extendían a lo largo de kilómetros y más kilómetros de campos tapizados de flo­ res, y a través de la ciudad serpenteaban pequeños arroyos, jalonados por estanques de gran encanto. Cortés estaba impresionado, así que decidió pernoctar allí. «De trecho a trecho, cantidad de dos tiros de ballesta — explicó en una de sus cartas al emperador Carlos V— , hay aposentamientos y jardines muy frescos e infinitos árboles de diversas frutas y muchas yerbas y flores olorosas, que cierto es cosa de admi­ ración ver la gentileza y grandeza de toda esta huerta.»13 Era normal que los jardines botánicos le causaran una profunda impresión a Cortés, porque eran los más famosos y admirados de todo México, un lugar para el disfrute de la élite política azteca. Los jardines también eran experimentales y medicinales. Se traían flores y árboles de todos los rincones del país — incluidas las bochornosas tierras bajas de la «tierra caliente»— para comprobar si podían crecer en Oaxtepec, en los jardines de la nobleza. Los inmensos huertos y viveros eran cuidados con esmero por diestros expertos en botánica, con el permiso del gobierno azteca. Es probable que Cortés y sus hombres degustaran sabrosas piñas, guayabas, aguacates y batatas, para ellos toda una novedad.14 Una vez repuestos y refrescados, al día siguiente Cortés y sus tropas reanudaron la marcha y, tras dos días atravesando pequeños * Moctezuma I reinó entre 1440 y 1469.

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poblados, llegaron a Cuernavaca,* una ciudad inmensamente rica rodeada de profundos barrancos y a la que solo se podía acceder por dos puentes que cruzaban dichos barrancos. A Cortés le impresionó lo bien defendida que estaba la ciudad; observó que los puentes ha­ bían sido izados para impedir que sus tropas entraran y que los de­ fensores «estaban tan fuertes y tan a su salvo que aunque fuéramos diez veces más no nos tuvieran en nada».15 Se avisó al capitán general de que, a poco más de un kilómetro y medio de allí, había dos sitios por los que los caballos podían cruzar los barrancos, así que se dirigió hacia ese punto mientras los capitanes y soldados, sometidos todo el tiempo a una lluvia de piedras, lanzas y dardos, buscaban otras vías de acceso a la ciudad. Bernal Díaz observó que, situados a ambos lados del barranco, había dos grandes árboles cuyas ramas crecían de tal forma que esta­ ban entrelazadas. Aunque era peligroso, un valeroso guerrero tlaxcalteca no se lo pensó dos veces; trepó hasta la copa del árbol y empezó a arrastrarse centímetro a centímetro por las ramas. Al ver que había llegado al otro lado, otros también se envalentonaron y siguieron el ejemplo, entre ellos el propio Díaz del Castillo, que recordaría el miedo que le produjo mirar hacia abajo: «Cuando pasaba que lo vi muy peligroso e malo de pasar, y se me desvanecía la cabeza, y toda­ vía pasé yo».16 Otros tuvieron menos suerte.Tres soldados se pusie­ ron nerviosos, perdieron el equilibrio y cayeron a un riachuelo que discurría por el fondo del barranco; uno de ellos se rompió la pierna. Al final consiguieron atravesar unos treinta soldados españoles, segui­ dos por un buen número de tlaxcaltecas. Mientras Díaz del Castillo y demás se las ingeniaban como bue* Aunque los mexicas la llamaban Cuauhnahuac, los españoles pronunciaban tan mal el término que acabaron por bautizarla Cuernavaca, el nombre que todavía lleva. La ciudad, considerada uno de los lugares más bellos y espectaculares de todo México, disfruta de un clima templado durante todo el año y está situada a una altitud de 1.480 metros sobre el nivel del mar. Años después. Cortés establecería en Cuernavaca una gran plantación de azúcar y mandaría construir una fortaleza pa­ laciega (llamada hoy en día Palacio de Cortés) sobre los edificios aztecas conquis­ tados. Diego Rivera pintó murales en la última planta del palacio entre 1927 y 1930. Cuernavaca es actualmente la capital del estado de Morelos.

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nainentc podían para cruzar la quebrada. Cortés y los jinetes cabal­ gaban hacia las montañosas afueras de la ciudad, donde descubrieron otro paso en un angosto desfiladero; aunque fueron atacados, los españoles lograron atravesarlo. Los defensores aztecas de Cuernavaca se concentraron en la parte por donde estaba entrando la caballería, con lo cual les dejaron a Bernal Díaz y compañía el camino expedi­ to para entrar en la ciudad. Prácticamente en ese mismo momento, Cristóbal de Olid, Andrés de Tapia y unos pocos jinetes más logra­ ban reparar parcialmente uno de los puentes y cruzarlo, uniéndose así al grupo de Díaz del Castillo; poco después llegaban también Cortés y el resto de la caballería. Una vez reunidas las tres columnas, procedieron a sorprender y amedrentar a los aztecas, que quedaron paralizados al ver la cantidad de guerreros tlaxcaltecas que acompa­ ñaban a las fuerzas españolas. Muchos de ellos, espantados por los caballos, huyeron y se ocultaron en zanjas y entre los arbustos y ma­ torrales, mientras que otros buscaron refugio en las montañas.17 Al llegar al centro de la ciudad, Cortés y sus hombres se encon­ traron con que estaba prácticamente desierto y con que, misteriosa­ mente, ya había sido quemado en parte, quizá fruto de una acción de castigo de los aztecas. El capitán general se alojó en una de las casas de los caciques, situada en un hermoso jardín, y sus hombres inspec­ cionaron las cercanas residencias de la aristocracia, donde se apropia­ ron de un «gran despojo, así de mantas muy grandes como de buenas indias».18Al poco rato llegaron unos veinte caciques de la población, desarmados y con las manos levantadas en señal de que venían en son de paz. Le dieron oro y joyas a Cortés y le rogaron que los per­ donara, alegando (era cierto) que los aztecas habían obligado a sus guerreros a defender la ciudad. Cortés los perdonó y, con las habitua­ les proclamas jurídicas, Cuernavaca y sus habitantes fueron incorpo­ rados a los dominios de la Corona española.19 Cuernavaca sería el punto situado más al sur al que Cortés se aventuraría durante esa expedición. Al día siguiente se dirigieron hacia el norte. Dejaron atrás los bellos jardines de Cuernavaca y Oaxtepec y, tras atravesar pinares recubiertos de maleza, empezaron a subir las montañas por caminos cada vez más empinados y estre­ chos. Los españoles y sus aliados, caminando en fila india, subieron 281

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lenta y dificultosamente por la serranía de Ajusco y cruzaron un frío desfiladero situado a más de tres mil metros de altitud. Desprovistos de agua la mayor parte del día, los hombres empezaron a sentirse cada vez más cansados y débiles, hasta el punto de que algunos de los indígenas se desplomaron junto al camino y murieron a causa de la sed. Una vez iniciado el descenso, Cortés descubrió una serie de granjas que ofrecían poco refugio, aunque cerca de una de ellas Bernal Díaz encontró un pequeño manantial. Llenó de agua un cántaro y se lo llevó a Cortés, preocupado mientras se apresuraba por que se lo robaran ya que, según afirmó, «a la sed no hay ley».20 Cortés y varios de los capitanes se bebieron ávidamente el agua. Esa noche las tropas acamparon al raso, bajo un intenso frío y una molesta llovizna, sin comida ni más agua. Al amanecer se levantaron y reanudaron la marcha. Al poco rato divisaron el familiar valle de México y la población de Xochimilco («campo de flores»), una hermosa y poderosa ciudad construida en su mayor parte sobre el agua, ubicada al sudoeste del distrito lacus­ tre. Tenochtitlán contaba con el tributo anual de verduras y flores que Xochimilco le entregaba, cultivadas en las ricas chinampas orgá­ nicas que ocupaban la ribera meridional de la laguna.21 Al igual que la capital, Xochimilco estaba protegida por calzadas suspendidas so­ bre el agua que unían la población con la orilla sur de la laguna, si bien en este caso eran más cortas, de apenas ochocientos metros de longitud. Pequeños destacamentos de guerreros enemigos atacaron a Cor­ tés y sus hombres conforme se aproximaban a la ciudad, lanzando andanadas de dardos y lanzas y luego batiéndose rápidamente en retirada. El capitán general y las tropas de vanguardia no tuvieron dificultades para repeler los breves ataques y siguieron avanzando aunque con cautela, pues era difícil saber qué cantidad de refuerzos podía obtener Xochimilco de la capital, situada algo más al norte. Tras desmontar y unirse a los soldados de infantería, Cortés decidió tratar de tomar la calzada principal, donde había gran número de guerreros aztecas, enviados por Cuauhtémoc para defenderla. Cortés ordenó que las divisiones de ballesteros y arcabuceros fueran por delante para abrir fuego contra los defensores y, tras una serie de 28 2

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descargas cerradas, los aztecas se dispersaron y permitieron que los españoles situados en vanguardia se adentraran en la calzada. Con todo, Cortés, escarmentado por las anteriores experiencias negativas en lo tocante a los combates librados sobre las calzadas, se sintió in­ cómodo con la situación.Tenía motivos para preocuparse: la retirada de los aztecas no había sido más que una estratagema para que los españoles cayeran en una trampa. Aunque algunos de los soldados que marchaban al frente entra­ ron en la ciudad y, al parecer, los caciques de Xochimilco se rendían y pedían la paz, al mismo tiempo un gran número de aztecas estaban remando con furia por las aguas de la laguna y aparecieron a ambos lados de la calzada. Cortés y muchos de sus hombres habían cruzado la calzada y habían vuelto a montar, con lo que se sirvieron de los caballos con gran resultado. Las calles de la ciudad fueron el escena­ rio de combates cada vez más fieros. Los aztecas, que utilizaban espa­ das especiales que habían adaptado sirviéndose de las puntas de ace­ ro españolas de las que se habían apoderado en batallas anteriores, causaron mucho daño.22 Cortés estaba al frente de la lucha montado en El Romo, su semental castaño oscuro, y tras librar combates ince­ santes durante más de una hora, el caballo del capitán general «des­ mayó ... y los contrarios mexicanos, como eran muchos, echaron mano a Cortés y le derribaron del caballo», provocándole una grave herida en la cabeza.23Aunque luchó con todas sus fuerzas, Cortés se vio rodeado enseguida por gran número de guerreros aztecas, que trataron de capturarlo como botín de guerra. Irónicamente, es pro­ bable que fuera el deseo de sus enemigos por apresarlo lo que le salvó la vida a Cortés. En ese preciso instante llegaron un soldado llamado Cristóbal de Olea y un guerrero tlaxcalteca y, tras abrirse paso a mandobles hasta donde estaba Cortés, lo arrancaron de las garras del enemigo. Tras ayudarlo a montar en El Rom o, los tres se alejaron del peligro. A Olea el acto de valentía le pasó factura: recibió tres profundas heridas de espada. Cortés había salvado el pellejo por los pelos, pero hubo otros infortunados españoles que no tuvieron la misma suerte. Varios de ellos, capturados con vida, fueron sacrificados y descuartizados per­ sonalmente por Cuauhtémoc; sus miembros fueron exhibidos en 283

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diferentes provincias para dejar claro que los aztecas estaban derro­ tando a los malvados teules, a esos españoles.2,1 Poco después llegaron al galope Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid, este último con la cara cubierta de sangre y con el caballo teñido de rojo, al igual que el de otros. Muchos españoles y tlaxcaltecas estaban gravemente heridos. Se refugiaron tras un muro, donde se cauterizaron las heridas con aceite caliente y pasaron la noche en vela, sometidos a una incesante lluvia de jabalinas y piedras lanzadas con hondas. Los ballesteros, a las órdenes de Pedro Barba, mataron el tiempo reparando las puntas de cobre de las flechas y emplumando los astiles. Cortés descubrió que el enemigo había retirado los puentes de la calzada para atraparlos dentro de la ciudad, así que ordenó que miles de tlaxcaltecas se diri­ gieran hasta ella y rellenaran los huecos con piedras y trozos de ma­ dera para poder emprender la huida al día siguiente. Con las primeras luces del día, Cortés y varios de sus capitanes subieron a la pirámide de Xochimilco, que disfrutaba de vistas pano­ rámicas sobre la ciudad y la capital azteca, situada en la laguna que quedaba al norte. Cortés apenas dio crédito a lo que vio, y sin duda se reprochó haber caído en la trampa. Cruzando la laguna a toda velocidad procedentes de la capital, se estaban aproximando unas dos mil canoas, repletas de guerreros con sus atavíos de guerra y, al man­ do de capitanes que empuñaban espadas capturadas a los españoles. Además, los mensajeros informaron a Cortés de que otros diez mil aztecas provenientes de Tenochtitlán estaban dirigiéndose por tierra a Xochimilco. Cuauhtémoc planeaba atacar a Cortés desde todos los flancos y dejarlo aislado en esa ciudad rodeada de agua. Procedente de la laguna, Cortés pudo oír un cántico que resonaba por todo el valle, un grito cacofónico proferido al unísono por los guerreros que remaban intrépidamente hacia Xochimilco: «¡México, México! ¡Te­ nochtitlán,Tenochtitlán!».25 Cortés y sus capitanes bajaron raudos las gradas de la pirámide y ordenaron abandonar de inmediato la ciudad. Los tlaxcaltecas habían hecho bien la tarea que se les había encomendado en la calzada, lo que permitió que la infantería y la caballería la cruzaran. Durante la noche, los soldados que no estaban heridos se habían dedicado a sa­ quear los palacios, donde habían encontrado grandes cantidades de 28 4

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oro y de prendas de algodón, pero Cortés lamentó tener que decirles que debían dejar la mayor parte del botín en la ciudad para que no entorpeciera la marcha. Mientras los soldados refunfuñaban por la orden del capitán general, Cortés dividió apresuradamente las tropas en divisiones que repartió entre los diferentes capitanes, y se puso él mismo al frente de veinte jinetes y quinientos tlaxcaltecas, dispuestos en una ordenada formación defensiva. A continuación, Cortés y sus hombres se dispusieron a cruzar la calzada, hostigados en todo mo­ mento por las fuerzas enemigas. Con la caballería cubriendo la retaguardia, Cortés y sus tropas regresaron a tierra firme, no sin antes haber convertido la bella ciu­ dad lacustre de Xochimilco en una ruina humeante. «Y al cabo, de­ jándola toda quemada y asolada, nos partimos — recordaría Cortés con una franqueza que hiela la sangre— .Y cierto era mucho para ver, porque tenía muchas casas y torres de sus ídolos de cal y canto.»26 Tras reagruparse a los pies de una gran colina situada a poco más de un kilómetro y medio de la ribera de la laguna, Cortés clavó las es­ puelas en su caballo y condujo las tropas hacia Coyoacán, una pobla­ ción situada unos once kilómetros más al norte. Después de tres días de librar combates incesantes, el 18 de abril llegaron a Coyoacán (un importante centro tributario de la Triple Alianza), que, para su tran­ quilidad, encontraron desierta casi por completo. Al tanto de los da­ ños sufridos por Xochimilco, los civiles de toda la ribera sudoeste de la laguna huían ante el avance de los españoles. Cortés y sus tropas reanudaron su forzada marcha en dirección a Tacuba, más al norte, hostigados todo el tiempo por pequeñas divi­ siones de infantería aztecas y por guerreros llegados en canoa tras cruzar la laguna. Por la noche los aztecas se dedicaban a insultar a los españoles, haciéndoles imposible conciliar el sueño, y durante el día Cortés y sus hombres, heridos y fatigados, seguían avanzando peno­ samente hacia la seguridad de Texcoco. En cierto punto de la orilla occidental de la laguna. Cortés cayó en una emboscada y durante la refriega perdió a dos pajes jóvenes, Francisco Martín Vendabel y Pe­ dro Gallego.27 Aunque Cortés siempre lamentaba la pérdida de algu­ no de sus hombres, la de esos pajes le afectó particularmente en ra­ zón de su juventud y del valor y la entrega que habían demostrado 285

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durante toda la campaña. Los dos habían sido capturados vivos, y Cortés se sintió cada vez más abatido y apesadumbrado con solo pensar en el destino que les esperaba en manos de Cuauhtémoc. Quizá para aliviar su angustia y acallar su conciencia, o tal vez para centrarse en el objetivo final de su campaña, lo cierto es que, en Tacuba, Cortés condujo al tesorero Alderete y al padre Melgarejo a lo alto del mayor templo de la ciudad, desde donde se divisaba una vista espectacular de la laguna y de la capital. Los tres contemplaron el incesante ir y venir de las canoas, algunas cargadas con mercancías rumbo al mercado y otras llevando pescadores a faenar. Alderete y Melgarejo, maravillados ante las dimensiones y la complejidad de las metrópolis, que parecían en verdad estar dotando sobre las aguas, le dijeron a Cortés que darían cuenta de esas maravillas a Su Majestad, el emperador Carlos V.28 El clima había cambiado y estaba lloviendo a cántaros cuando Cortés se aproximó a Texcoco, después de completar su expedición de reconocimiento. Todavía crepitaban los fuegos en las poblaciones en ruinas que había dejado tras de sí. Avanzando pesadamente por el barrizal en que se habían convertido los caminos, Cortés y sus hom­ bres llegaron finalmente a las afueras de Texcoco el 22 de abril de 1521, tras una campaña de casi tres semanas de duración. Aunque la mayoría de los españoles y de los caballos habían sufrido heridas graves y un incontable número de tlaxcaltecas y de otros aliados in­ dígenas también habían resultado heridos o habían fallecido. Cortés había logrado tensar la soga alrededor del cuello de Cuauhtémoc y del terco imperio azteca. Gonzalo de Sandoval salió a recibir a C or­ tés, que estaba cubierto de pies a cabeza de lodo y sangre. El capitán tenía buenas noticias: durante la ausencia de Cortés, habían llegado más refuerzos (soldados, armas y caballos) y, lo más importante de todo, se había completado con éxito la construcción de los bergan­ tines. La lluvia, que en otras circunstancias habría enfriado los ánimos del capitán general, estaba ahora anegando el canal en el que flotaban los trece navios recién calafateados, listos para la botadura oficial.

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Empieza el asedio

Había llegado el momento de los preparativos finales tanto en la ri­ bera occidental como en la oriental de la laguna de Texcoco. En Tenochtidán, Cuauhtémoc y sus principales asesores militares eva­ luaron la situación y tomaron medidas defensivas: ordenaron incor­ porar escudos de madera a miles de canoas, convirtiéndolas así en las reforzadas embarcaciones denominadas cliimalacalli.1Aunque las in­ cursiones para interrumpir o al menos entorpecer la construcción de los bergantines de Cortés no habían tenido éxito, a través de sus mensajeros Cuauhtémoc había recabado mucha información sobre las naves y había llegado al convencimiento de que esas embarcacio­ nes, similares a las que había visto navegar por las lagunas en cruceros de placer o de caza con Moctezuma, serían utilizadas contra él. El emperador mantuvo reuniones secretas con algunos de sus mejores ingenieros militares y les mandó construir trampas submarinas con el objetivo de utilizarlas llegado el mom ento oportuno. Cuauhtémoc ordenó a continuación concentrar en Tenochtitlán el mayor número posible de soldados y armas, si bien hubo una serie de factores que dificultaron la movilización. Particularmente pun­ zante había sido la reciente secesión de Chalco,2 que había arrojado serias dudas sobre el poderío militar azteca y había reducido a míni­ mos la vital recaudación de tributos, especialmente en forma de ali­ mentos. Era algo que constituía una seria crisis habida cuenta que alrededor del 50 por ciento de la población de la capital dependía para subsistir de un flujo constante de alimentos procedentes de fue­ ra de la ciudad. Por otro lado, estaba también el problema de la tem­ porada de siembra, una época crucial para la economía agraria azteca en que miles de hombres se dedicaban a preparar los campos de maíz y maguey, así como las chinampas del sur.3 Com o esos hombres ha287

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cían las veces de soldados y la temporada de siembra no era una época tradicionalmente reservada a la guerra, a Cuauhtémoc le re­ sultaría difícil formar un ejército del tamaño suficiente para enfren­ tarse con garantías a Cortés y su creciente número de aliados. Aun así, el emperador azteca hizo todo lo posible por prepararse para la batalla: ordenó cavar fosos en las calles, clavar en ellos estacas afiladas, rellenar las zanjas con tierra y cubrirlas con tablas de madera.4 Cuauhtémoc también debió de organizar a sus fuerzas de élite, los guerreros jaguar y águila, orgullosos y respetados combatientes que conformaban las órdenes militares más selectas del ejército azte­ ca. Los guerreros alcanzaban dicho estatus por pertenecer a la noble­ za o bien por haber capturado con vida a prisioneros, y en las batallas ejercían de oficiales, al mando de divisiones o de unidades más pe­ queñas. Este tipo de guerreros se distinguían por su vestimenta; los jaguar llevaban pieles y estilizados cascos que representaban a dichos felinos, por cuyas fauces asomaba la cara del combatiente, mientras que los guerreros águila llevaban penachos de los que sobresalía un prominente pico similar al de dicha rapaz. Con esos guerreros de élite Cuauhtémoc seguramente discutió los aspectos tácticos y estra­ tégicos de la batalla que se avecinaba, perfilando el mayor número posible de detalles en función de lo que ya sabía acerca de los prepa­ rativos militares realizados por Cortés en los últimos meses. Con todo, el emperador azteca nunca hubiera podido prever hasta qué punto las extrañas y siniestras «casas flotantes» del caudillo español determinarían el devenir de la batalla en la laguna.3 Dice la leyenda que, como último acto simbólico, Cuauhtémoc mandó reunir lo que quedaba del tesoro de Moctezuma, transportar­ lo en canoa hasta una misteriosa y legendaria zona de la laguna, a Pantitlán, y una vez allí lanzarlo a un inmenso remolino de agua para que Cortés no pudiera encontrarlo nunca. Para recompensar a su pueblo por los sufrimientos que estaba padeciendo, con eso Cuauhté­ moc tal vez también se proponía deshonrar al difunto emperador.6 Al otro lado de la laguna, en Texcoco, Cortés seguía con sus pre­ parativos. Estaba impresionado con el trabajo realizado por Martín López y sobre todo con las aplicadas cuadrillas de tlaxcaltecas que, por turnos, habían estado cavando sin cesar. El capitán general escri288

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biría lleno de orgullo: «En esta obra anduvieron cincuenta días más de ocho mili personas cada día ... porque la zanja tenía más de dos estados de hondura y otros tantos de anchura e iba toda chapada y estacada, por manera que el agua que por ella iba la pusieron en el peso de la laguna, de forma que las fustas se podían llevar sin peligro y sin trabajo fasta el agua, que cierto que fue obra grandísima y mu­ cho para ver».7También los bergantines tenían un aspecto imponen­ te, equipados con las velas, los aparejos y los remos, recién fabricados. Cortés decidió que, al cabo más o menos de una semana, se celebra­ ría una gran botadura oficial, una ceremonia fastuosa dirigida a in­ fundir ánimos a sus tropas y enviar un mensaje a Cuauhtémoc. Entretanto, Cortés comunicó a todas las poblaciones vecinas que necesitaba ocho mil puntas de flecha de cobre, fabricadas según una pauta específica, así como iguaí número de astiles, elaborados con la madera más dura y resistente posible. Al capitán general le satisfizo comprobar como, justo una semana después, los artesanos militares de la región hacían entrega de más de cincuenta mil puntas de flecha e igual cantidad de astiles. Bajo la supervisión de Pedro Barba, las flechas fueron repartidas entre los ballesteros y estos las emplumaron, lubricaron y pulieron con sumo cuidado. Asimismo, los herreros se afanaron en forjar nuevas herraduras para los caballos y otros meta­ lúrgicos afilaron la punta y el filo de las espadas y lanzas, y también se embaló la pólvora en contenedores estancos, se limpiaron y engra­ saron los cañones y falconetes, y se revisaron los mecanismos de disparo y los accesorios. Una vez que los caballos estuvieron herra­ dos, los jinetes recibieron la orden de ejercitarse a diario, lanzando los corceles a galope tendido, girando y vuelta a empezar, a modo de ejercicios de batalla simulados.8 Cortés, consciente de que necesitaría hombres corpulentos para tomar y conservar los puentes de las calzadas, decidió solicitar más refuerzos a sus aliados nativos. En los recientes combates librados en Xochimilco — que a punto estuvieron de acabar en desastre— , había comprobado cuán útiles eran los auxiliares, y también tenía claro que, si quería infiltrarse en la capital y acabar tomándola, era crucial contar con peones indígenas que se dedicaran a reparar los puentes que el enemigo destruyera. Por medio de mensajeros, Cortés envió 289

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cartas a los caciques tlaxcaltecas, a Xicotenga el Viejo y al siempre conflictivo Xicotenga el Joven, para informarles de cuándo tenía previsto lanzar el ataque y de que necesitaba mano de obra para tra­ bajar y preparar la comida. Cortés les pidió la elevada cifra de veinte mil hombres y les dijo que, a ser posible, se los enviaran en el plazo de diez días. El domingo 28 de abril, el capitán general organizó una botadu­ ra ceremonial de doce, de los bergantines. A pesar de las recientes lluvias el canal no se había llenado lo suficiente, pero, por fortuna, el sagaz Martín López había proyectado y supervisado la construcción de doce diques que jalonaban toda la vía fluvial, unos artilugios in­ geniosos que permitirían remolcar los buques hasta la ribera oriental de la laguna de Texcoco. El padre Olmedo ofició una misa ante mi­ llares de personas, guerreros y españoles que se alineaban en la orilla del canal para presenciar la botadura de las singulares embarcaciones, que, con unos quince metros de eslora, podían dar cabida a entre veinticinco y cincuenta hombres. El buque insignia de Cortés, La Capitana, era un poco más largo e iba armado con un pesado cañón de acero.9 A la señal de los trompetazos y las salvas de cañón sincronizadas, se desplegaron las velas de los navios y en lo alto de los mástiles on­ dearon las enseñas españolas. La gente prorrumpió en vítores cuando, propulsados por las velas y los remos, los bergantines, de fondo plano y escaso calado, empezaron a surcar el canal en dirección a la laguna, donde serían sometidos a las últimas comprobaciones y preparados para la batalla. Hernán Cortés y Martín López podían sentirse orgu­ llosos. En solo siete meses habían planeado y ejecutado la construc­ ción de una poderosa armada, capaz de lanzar un ataque anfibio contra Tenochtitlán, una ciudad de doscientos años de antigüedad. Era un espectáculo grandioso, una auténtica hazaña militar.10 Sin embargo, reclutar las tripulaciones para la armada no había sido tarea fácil. Desde un buen principio, Cortés había pedido vo­ luntarios, dando por sentado que sus hombres se disputarían los puestos, pero al final resultó ser una previsión demasiado optimista. Necesitaba alrededor de trescientos hombres, veinticinco para cada barco: harían falta doce para remar (seis por banda) si el viento no 290

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soplaba con fuerza; en caso de poder desplegar las velas, esos hombres podrían luchar desde sus puestos de combate en la regala. Además, cada navio requeriría otra docena de arcabuceros y ballesteros que abrieran fuego contra las canoas o los guerreros aztecas situados en las calzadas, amén de un par de buenos artilleros que manejaran los cañones de bronce emplazados en la proa, un vigía y, por supuesto, un capitán competente. Cortés quedó decepcionado con la respuesta de los hombres a su petición de voluntarios. Por lo visto, muchos pensaban que remar — de hecho, cualquier cometido de tipo naval— era una tarea deni­ grante, impropia de su rango militar; además, seguramente también creían que el hecho de seguir como soldados de infantería les permi­ tiría acceder más fácilmente al botín. Al final, frustrado por la re­ nuencia de sus soldados, Cortés reclutó personalmente las tripulacio­ nes, recurriendo para ello a todos los hombres que hubieran ejercido de marineros y, a falta de estos, a quienes fueran oriundos de ciudades portuarias, imaginándose que algo sabrían de asuntos navales. Cortés eligió a los capitanes en función de su experiencia naval previa y de la confianza que le inspiraran. Entre los más destacados había recién llegados como Miguel Díaz de Aux, que se había incor­ porado hacía apenas unos meses, procedente de una de las expedi­ ciones de Garay, y veteranos que habían acompañado a Cortés desde el principio, como Juan Jaramillo. O tro de los recién incorporados, Pedro Barba, al mando de los ballesteros desde hacía poco tiempo, al parecer había logrado ganarse el favor de Cortés porque también acabó como capitán de uno de los bergantines, puesto en el que volvería a significarse. Durante las tres semanas siguientes, mientras Cortés realizaba los preparativos finales con las tropas de tierra, los capitanes y las tripulaciones se dedicarían a efectuar misiones de prueba y ejercicios de entrenamiento en las aguas de la ribera orien­ tal de la laguna, detectando y reparando cualquier vía de agua o problema mecánico que sufrieran los barcos. Para seguir con el boato y ceremonial que habían rodeado a la botadura de los bergantines, Cortés organizó un desfile militar en las plazas y calles deTexcoco. Los refuerzos llegados poco antes sin duda contribuyeron a engrandecer el espectáculo. El capitán general pasó 291

CON QUISTA DOR

revista a 86 jinetes, 118 arcabuceros y ballesteros, y 700 soldados de infantería armados con espadas y escudos. La artillería la integraban tres pesados cañones de acero, quince piezas más ligeras y unos diez quintales de pólvora." Cortés dividió las tropas españolas en cuatro divisiones, una an­ fibia — que dirigiría personalmente— y tres terrestres. Estas últimas estarían a las órdenes de capitanes experimentados y de toda con­ fianza — Alvarado, Olid y Sandoval— , y cada una estaría integrada por unos ciento cincuenta soldados de infantería, treinta jinetes y quince ballesteros y arcabuceros. Asimismo, los capitanes estarían al mando de numerosas divisiones aliadas, que sumaban probablemente un total aproximado de doscientos mil guerreros.* Los principales contingentes aliados, los deTexcoco y Tlaxcala, estarían a las órdenes de comandantes nativos, de Ixtlilxóchitl y Chichimecatecle, respec­ tivamente, hombres que ya habían contribuido de forma decisiva en los preparativos con vistas al asedio deTenochtitlán.12 Las divisiones aliadas eran tan numerosas que tuvieron que con­ centrarse a cierta distancia de Texcoco, donde había espacio suficien­ te para todas ellas. Bernal Díaz del Castillo recordaría el gran orgullo y el boato con que desfilaron los guerreros llegados de las provincias, prestos para luchar: Venían en gran ordenanza y todos muy lucidos, con grandes divisas cada capitanía por sí, y sus banderas tendidas, y el ave blanca que tienen por armas, que parece águila con sus alas tendidas; traían sus alféreces revolando sus banderas y estandartes, y todos con sus arcos y flechas y

* Por supuesto, ninguno de los cronistas contaba con medios adecuados para calcular el número de tropas aliadas, como consecuencia de lo cual las cifras atri­ buidas a las fuerzas indígenas reunidas por Cortés para reconquistar Tenochtitlán vanan considerablemente. Los actuales especialistas en temas militares han puesto sobre la mesa la conservadora pero razonable cifra de doscientos mil, mientras que otros historiadores sostienen que se acercaba al medio millón. En cualquier caso, fuera cual fuese la cifra real, el hecho es que Cortés empleó grandes cantidades de indígenas en varios cometidos cruciales, incluidos los de combatir, destruir y cons­ truir puentes en las calzadas, demoler e incendiar edificios, así como transportar y preparar comida.

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EMPIEZA El. ASEDIO

espadas de a dos manos y varas con tiraderas, e otros macanas y lanzas grandes e otras chicas c sus penachos, y puestos en concierto y dando voces y gritos e silbos, diciendo: «¡Viva el emperador, nuestro señor, y Castilla, Castilla, Tlascala, Tlascala!».13 La caravana de tropas era tan larga que, según se dice, estuvo des­ filando porTexcoco durante tres horas seguidas. Se alojó y alimentó a los hombres en muchos edificios de la ciudad. Estaban bien entre­ nados, descansados y, en su mayor parte, curtidos en combate. Ahora era solo cuestión de esperar a que diera comienzo el asedio y la ba­ talla porTenochtidán. En las semanas que precedieron al inicio oficial de las operacio­ nes, Cortés tuvo que solventar un nuevo contratiempo de cariz po­ lítico. Como había esperado, su petición de hombres y armas había sido bien atendida, en especial por papte de Tlaxcala. Xicotenga el Joven había llegado al frente de varios miles de sus mejores hombres. Pero, poco antes de que empezara el asalto inicial, el cacique daxcalteca había abandonado su puesto en el transcurso de la noche y había emprendido el viaje de regreso a Tlaxcala. Cortés preguntó al res­ pecto, sospechando que, con Xicotenga elViejo debilitado a causa de su avanzada edad y la mayoría de los nobles que podían rivalizar con él por el poder consagrados a ayudar a los españoles en sus esfuerzos por conquistar Tenochtitlán, Xicotenga el Joven — que se había mos­ trado hostil a Cortés desde el principio— se había dado cuenta de que contaba con una oportunidad inmejorable para tomar el poder en Tlaxcala. Era el mismo arribista joven e impetuoso que justo unos meses antes, durante las conversaciones políticas mantenidas por los españoles y tlaxcaltecas, había tenido que ser amonestado y, final­ mente, expulsado de la sala de reuniones. Cortés consideró que Xicotenga había incurrido en un acto de amotinamiento, así que envió en su búsqueda a varios nobles daxcaltecas, acompañados por guardias armados y dos capitanes españoles. La delegación le pidió que regresara y que se pusiera al mando de un es­ cuadrón, pero Xicotenga se negó, de modo que, como se les había ordenado, los daxcaltecas lo tomaron prisionero y se lo llevaron mania­ tado a Cortés. Aunque Pedro de Alvarado trató de convencerle de que 293

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tomar medidas drásticas no era lo más conveniente, el envarado capitán general no daría su brazo a torcer. Para los españoles, argumentó Cor­ tés, la deserción era un delito merecedor de la pena capital. A esas altu­ ras de la expedición, a punto de que la batalla diera comienzo y des­ pués de todo lo que había arriesgado y perdido y de todo lo que esperaba ganar, Cortés no toleraría semejante insubordinación, tamaña traición. Ordenó ahorcar a Xicotenga el Joven a plena luz del día, en el centro mismo de Texcoco, donde todos los nativos aliados pudieran presenciar la ejecución y esta les sirviera de ejemplo.14 Las banderas ondeaban en lo alto de los mástiles de los berganti­ nes, que se mecían en las aguas de la laguna. La brisa de finales de la primavera estaba arreciando. Todo estaba preparado. El plan elabora­ do por Cortés era ingenioso porque a la vez era sencillo; pero, como la mayor parte de los planes militares, llevarlo con éxito a la práctica resultaría mucho más difícil que trazarlo sobre un sencillo papel.

El plan de batalla fue organizado en todos sus aspectos como un prolongado asedio precedido de ataques terrestres perfectamente sin­ cronizados en puntos cruciales de las calzadas así como apoyo naval desde los bergantines. Cortés también tenía la intención de cortar el suministro de agua potable a Tenochtidán y, si era posible, interrum­ pir todas las actividades comerciales de la ciudad con el mundo ex­ terior. Cada uno de los capitanes de las divisiones terrestres (Alvarado, Olid y Sandoval) tenía asignada una misión específica, y el éxito del plan de asedio dependía del cumplimiento de cada una de ellas, independientes pero interconectadas. Alvarado y Olid debían partir de Texcoco, dirigirse al norte, hasta el extremo septentrional de la laguna, y una vez allí bajar hacia Tacuba, donde Alvarado debía afian­ zar la crucial calzada de la ciudad. Olid, por su parte, debía proseguir la marcha hacia el sur, en dirección a Coyoacán, cuya corta calzada estaba unida a la de Iztapalapa, más larga. Una vez que Alvarado y Olid hubieran tomado posiciones, Sandoval saldría de Texcoco con sus tropas y se dirigiría hacia la ribera oriental de la laguna, a Iztapalapa, de cuya calzada también debía apoderarse. En cuanto todas las divisiones terrestres estuvieran en el sitio asignado, listas para lanzar29 4

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se a la ofensiva. Cortés navegaría hasta allí con la flota de bergantines para proporcionarles fuego de apoyo mediante los cañones, los arca­ buces y las ballestas y para proteger los flancos. N o cabe duda de que el caudillo extremeño consideraba imprescindible hacerse con el control de las calzadas si quería penetrar en el corazón del imperio azteca. El 22 de mayo, tras oír misa en la plaza mayor de Texcoco, el capitán general dirigió de nuevo unas palabras a sus tropas. U n pre­ gonero leyó en voz alta las «ordenanzas para la buena orden y cosas tocantes a la guerra», Cortés les habló a sus tropas de los ideales de honor y de su deber de luchar en nom bre de Dios y la patria, y, a continuación, los capitanes Olid y Alvarado partieron rumbo al norte para cumplir la misión que se les había encomendado. Había empezado oficialmente el asedio del imperio azteca. Los inicios de las operaciones militares coordinadas se vieron empañados por disputas internas, hasta el p u n tó le que Cortés debió de preguntarse cómo iba a triunfar su plan si sus hombres eran inca­ paces de llevarse bien. Cuando las tropas de Alvarado y Olid llegaron esa primera noche a Acolman, una población bajo dominio texcocano donde, según se les había ordenado, debían parar camino de Tacuba, estalló una disputa sobre cuál de las divisiones, la de Olid o la de Alvarado, debía quedarse con los mejores alojamientos del pobla­ do; los hombres de O üd habían llegado antes que los de Alvarado y se habían instalado en las mejores dependencias. Los ánimos se Rie­ ron caldeando y, de hecho, ambas facciones a punto estuvieron de resolver el asunto a golpes de espada. Cuando la tensión alcanzó un punto culminante, alguien envió un jinete veloz a Texcoco para que informara a Cortés del altercado.15 Cortés, sin duda disgustado por lo insignificante de la riña pero consciente de su importancia, mandó al jinete de vuelta a Acolman, acompañado del padre Melgarejo para que este mediara en la dispu­ ta; el capitán general había empezado a depositar su confianza en Melgarejo, algo comprensible si se tiene en cuenta la gran influencia de la que tanto el sacerdote como Alderete disfrutaban en España.* * El padre Pedro de Melgarejo había llegado en febrero con un impresionan295

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Melgarejo llegó a Acolman y entregó a los capitanes una serie de cartas de Cortés en las que este les recriminaba con dureza lo suce­ dido y en que les sugería que calmaran a sus hombres y se centraran en la misión que tenían por delante. Una vez leídas las órdenes de Cortés, el asunto podía considerarse resuelto, pero, en adelante, la relación entre Alvarado y Olid sería tirante. Al día siguiente, sin que sus tropas hubieran descansado lo sufi­ ciente, Alvarado y Olid reanudaron la marcha hacia Tacuba, reparan­ do en que casi todas las poblaciones por las que pasaban o en las que se detenían habían sido abandonadas.Tacuba también estaba desierta, y los españoles se alojaron en el palacio real donde Cortés había pernoctado unas pocas semanas atrás. Una inspección rápida de la zona que daba acceso a la calzada reveló que sería imposible tomarla sin entablar combate, puesto que ya había numerosas canoas aztecas surcando las aguas sobre las que estaba suspendida y un nutrido con­ tingente de soldados de infantería preparados para defenderla. Se produjeron pequeñas escaramuzas pero ya estaba anocheciendo, y aunque los aztecas estuvieron toda la noche insultando y provocando a los españoles, estos conservaron la disciplina y no se lanzaron al ataque, sino que se atuvieron al estricto plan de batalla de Cortés. Durante su prolongada estancia en Tenochtitlán, primero como invitado bien recibido y más adelante como uno mal recibido, Cor­ tés había acabado por conocer a la perfección el trazado urbanístico de la inmensa ciudad lacustre (de hecho,junto con sus primeras car­ tas, había enviado a España los mapas de Tenochtitlán que había di­ bujado personalmente). Una de las construcciones que más le había llamado la atención era el imponente acueducto de Chapultepec, un conducto de más de tres kilómetros de longitud mediante el cual se transportaba agua potable desde la población de Chapultepec, sitúa­

te cargamento de «indulgencias» en forma de bulas papales («bulas de cruzada»), documentos oficialmente sellados que, tras ser comprados y firmados por un cura, le garantizaban a uno ser absuclto de todos los pecados cometidos durante las ex­ pediciones en México. No hace falta decir que Melgarejo se convirtió en un efi­ ciente intermediario entre los soldados mercenarios, y parece ser que Cortés lo trató con favoritismo desde el momento de su llegada. 29 6

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da en la falda de una colina, hasta el centro de la capital. (El acueduc­ to enlazaba con la ciudad allí donde terminaba la calzada deTacuba.) Se trataba de una vía de suministro notablemente vulnerable dado que, si bien la principal isla de la urbe contaba con varios manantia­ les y pozos, estos eran a todas luces insuficientes para abastecer de agua potable a una ciudad de varios cientos de miles de habitantes. El acueducto tenía ese cometido y Cortés lo sabía. Planeó inutilizar­ lo en las fases iniciales del asedio. Por descontado, los aztecas, que habían dependido de este acue­ ducto desde su construcción durante el reinado de Itzcóatl (14261440), cuarto rey de los aztecas,* también eran conscientes de su vulnerabilidad. De ahí que, cuando Alvarado y Olid hubieron reco­ rrido los pocos kilómetros que separaban Tacuba de Chapultepec con la orden de demoler el acueducto, se encontraron con un nutri­ do grupo de guerreros aztecas que estaban esperándolos. Los com­ bates fueron encarnizados: los aztecas atacaron con lapzas y jabalinas y lanzaron piedras por medio de hondas, hiriendo ■/ilgunos españo­ les en los compases iniciales de la batalla. Aunque el accidentado te­ rreno no era propicio para los caballos, los españoles lograron ahuyen­ tar a los escuadrones de vanguardia y acabaron tomando el manantial. «Y como aquellos grandes escuadrones estuvieron puestos en huida — recordaría Bernal Díaz— , les quebramos los caños por donde iba el agua a su ciudad, y desde entonces nunca fue a México entre tan­ to que duró la guerra.»16 Durante los siguientes setenta y cinco días, los habitantes de Tenochtitlán se defenderían desprovistos de este suministro vital. En sus cartas, Cortés describiría con orgullo esta acción como un «muy grande ardid».17 El capitán general había asestado un golpe decisivo en las fases iniciales del asedio. Com o tenía ordenado, Olid recorrió otros ocho kilómetros en dirección sur, hasta Coyoacán, que encontró desierta e indefensa; pudo apoderarse de ella sin tener que librar combate alguno. A continuación, Cortés ordenó a Sandoval y sus tropas que partieran de Texcoco y se desplegaran en Iztapalapa, cerca de la en* El sucesor de Itzcóatl, su sobrino Moctezuma I, sometió el acueducto a obras de mejora y conservación.

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trada de la calzada más larga e importante. El 31 de mayo, el contin­ gente al mando de Sandoval recorrió sin incidentes los cuarenta ki­ lómetros, y aunque fue atacado al llegar a la ciudad abandonada, derrotó con facilidad al pequeño destacamento azteca. Mientras Sandoval y sus hombres se acomodaban en las mejores casas de la población, de los templos diseminados por toda la laguna empezaron a alzarse señales de humo, que los españoles interpretaron como una llamada a la guerra dirigida a las fuerzas aztecas. Hasta ese momento el gobernante azteca, Cuauhtémoc, había preferido no defender con verdadero celo las posiciones que los es­ pañoles estaban tomando, sino simplemente observar sus movimien­ tos. N o cabe duda de que el emperador no quería arriesgarse a des­ perdigar en exceso sus tropas por varios puntos en torno a la laguna y de que se sentía inquieto por lo que la flotilla de «casas flotantes» pudiera hacer una vez que entrara en acción; al parecer, consideraba que necesitaría la mayor parte de sus canoas para defenderse de esas máquinas de guerra flotantes, y estaba en lo cierto. Tal y como la tradición y la religión dictaban, Cuauhtémoc rogó a sus sacerdotes y al dios de la guerra Huitzilopochdi que lo guiaran en las batallas venideras y sacrificó a multitud de prisioneros especiales, entre ellos a los dos jóvenes pajes de Cortés capturados poco tiempo atrás.18 Finalmente, el 1 de junio, mientras las señales de humo se alzaban hacia el cielo del distrito lacustre, Cortés, flanqueado por la Malinche y Martín López (este último ejerciendo de piloto de la flota), subió a bordo de La Capitana y ordenó izar las velas. Los navios zar­ paron de Texcoco sirviéndose tanto de las velas como de los remos (el viento soplaba con fuerza insuficiente) y navegaron rumbo al sur, hacia Iztapalapa, con el objetivo de apoyar a las tropas de Sandoval. Los bergantines surcaron lentamente las aguas de la laguna; a los fas­ cinados aztecas que estuvieran observándolas desde Tenochtitlán de­ bían de parecerles unos artefactos lentos y pesados. Entretanto, Cuauh­ témoc había movilizado a miles de sus mejores guerreros, que, a bordo de las canoas, atestaban los canales esperando la orden de lan­ zarse al ataque. La flota llegó finalmente a una ensenada de la ribera sur de la laguna, situada a la sombra de un alto y solitario cerro que por en298

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tonces se llamaba Tepepulco. Cortés debía de recordar bien el lugar: era donde él y Moctezuma habían desembarcado para cazar en el coto privado del emperador. Cortés lo bautizaría posteriormente como el Peñón del Marqués. El promontorio estaba infestado de guerreros aztecas que al parecer esperaban que los bergantines espa­ ñoles recalaran en ese punto. Cortés diría del encuentro: «Y como vieron llegar la flota comenzaron a apellidar y a hacer grandes ahu­ madas, porque todas las cibdades de las lagunas lo supiesen y estuvie­ sen apercibidas».19 Aunque el capitán general tenía previsto dirigirse a la porción de Iztapalapa construida sobre las aguas y apoyar allí al contingente de Sandoval, decidió fondear primero en Tepepulco y desembarcar con ciento cincuenta soldados para destruir el puesto de comunicaciones que, en lo alto del cerro, servía para enviar seña­ les de humo. Al frente de un destacamento, Cortés subió por la empinada y rocosa ladera y, tras librar duros combates cuerpo a cuerpo tanto en el camino de ascenso como en la cima del prom ontori^destruyó las fortificaciones defensivas aztecas y extinguió las hogueras utilizadas para lanzar las señales de humo. Aunque veinticinco españoles resul­ taron heridos en la escaramuza. Cortés la calificó de «muy hermosa vitoria».20 Pese a todo, lo que vio desde el montículo era menos ha­ lagüeño: procedentes de Tenochtitlán, varios miles de canoas estaban surcando las aguas de la laguna en dirección a la ensenada. Cortés y sus hombres bajaron a toda prisa del peñasco, subieron a bordo de los bergantines y se alejaron de la orilla para enfrentarse al enemigo. Cortés y los capitanes de las naves observaron preocupados, in­ cluso turbados, cómo se aproximaban las canoas. El caudillo extre­ meño ordenó a todos los barcos que permanecieran quietos para que los guerreros aztecas pensaran que los españoles estaban paralizados de miedo. El ardid surtió efecto. Las reforzadas canoas se acercaron a toda velocidad y se detuvieron cuando estaban a una distancia de «dos tiros de ballesta»21 de los bergantines. Durante unos breves y tensos instantes, ambos bandos estuvieron mirándose fijamente, a la espera de que alguien diera la orden de atacar o de que el enemigo hiciera un movimiento. Justo entonces, agitadas por una fuerte y repentina brisa, las ban299

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deras de los mástiles empezaron a flamear y las velas se hincharon. Cortés se dirigió con paso resuelto a la proa, a la espera de una racha de viento que no tardó en llegar. De las montañas empezó a soplar un aire que consideró «muy bueno [para atacar a los aztecas]»,22 asi que ordenó arriar los remos y desplegar todo el velamen. Los ber­ gantines, con los cañones de proa abriendo fuego a discreción, avan­ zaron a todo trapo hacia la línea de canoas y las embistieron, hacien­ do pedazos las pequeñas embarcaciones. Las naves españolas viraron y arremetieron una y otra vez contra las canoas, hundiendo a infini­ dad de ellas al tiempo que gran número de guerreros perecían aho­ gados. Las andanadas de los cañones de bronce hicieron saltar por los aires a muchas más y los ballesteros y arcabuceros dispararon sin cesar, hasta que el agua quedó cubierta de restos de canoa, sangre, cadáve­ res y miembros cercenados. Un descendiente del guerrero Ixtlilxóchitl, que estaba luchando con las tropas de Cortés, afirmó que «de tantos que murieron toda la gran laguna estaba tan manchada de sangre que no parecía agua».23 Los guerreros aztecas acabaron por darse cuenta de que lanzar piedras, lanzas y flechas era inútil, pues rebotaban en el casco de las grandes embarcaciones y caían al agua; al poco rato se batieron en retirada y remaron con furia hacia los canales, donde los bergantines no podían entrar. Aun así, las naves españolas persiguieron a la mal­ trecha flota de canoas durante seis millas, todo el tiempo en direc­ ción norte, hacia la capital. El bautismo de fuego de la armada se había saldado con una victoria abrumadora y resonante que sin duda causó una honda conmoción entre los aztecas de toda la laguna. Cortés había predicho que los bergantines serían «la llave de toda la guerra», y su viaje inaugural había hecho que las palabras del caudillo extremeño parecieran proféticas. En Iztapalapa y Coyoacán las tropas españolas habían estado ob­ servando la batalla naval, y lo que vieron les infundió ánimos. Más tarde le confesarían a Cortés que ver «todas las trece velas por el agua y que traíamos tan buen tiempo y que desbaratábamos todas las ca­ noas de los enemigos» los había llenado de alborozo.24Inspirados por la victoria aplastante obtenida por las naves, los españoles a las órde­ nes de Olid avanzaron por la corta calzada que conducía a Xoloc. La

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caballería y la infatitería de Olid obligaron a las divisiones aztecas a recular y lograron finalmente ganar terreno cuando los bergantines llegaron, tras haber cruzado varios canales en los que los puentes de las calzadas habían sido retirados. A última hora de la tarde, Cortés ordenó tomar posiciones para realizar un desembarco anfibio y ata­ car Xoloc, que, defendido por una importante fortificación azteca, era el punto donde confluían las calzadas procedentes de Coyoacán e Iztapalapa. Cortés desembarcó con treinta hombres — se acordó sin duda de las torres de Xoloc, donde había tenido lugar el primer en­ cuentro histórico entre él y Moctezuma— y, ayudado por las fuerzas de Olid, tomó posesión de las dos torres-templo. Sin embargo, la calzada de enfrente estaba atestada de guerreros aztecas y las aguas comenzaban a llenarse de nuevo de canoas. Cortés ordenó arriar tres pesados cañones de su buque insignia. Los artilleros cargaron el más grande de todos, apuntaron y dispara­ ron contra las tropas aztecas, causando graves daños y sembrando el pánico entre sus filas. Entonces, ironías de la historia, un error come­ tido por los españoles redundó en su beneficio. El artillero del pasa­ do cañón volvió a apuntar contra las líneas aztecas y disparé^ pero con tan mala fortuna que, llevado por el entusiasmo, prendió fuego sin querer a toda la pólvora que había sido desembarcada y apilada para el asalto; la detonación y la onda expansiva resultante fueron tan fuertes que no solo ocasionaron la precipitada huida del enemigo sino que también lanzaron al agua a varios españoles que se encon­ traban en las inmediaciones.25 Con los bergantines anclados junto a las torres, lo bastante cerca como para embarcar de inmediato si las circunstancias lo requerían, Cortés acampó esa noche en Xoloc y envió uno de los navios a Sandoval para traer más pólvora lo más pronto posible. Al caer la noche, Cortés se mantuvo atento y vigilante. Durante las siguientes horas, pudo oír los remos de las canoas chapoteando en el agua y las voces de los guerreros aztecas resonando amenazadoras por la superficie de la laguna. Procedentes de la ciudad, los aztecas empezaron a llegar en masa en mitad de la noche, un hecho que preocupó mucho a Cortés. «Y a media noche — recordaría vivamen­ te— llega mucha multitud de gente en canoas y por la calzada a dar 301

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sobre nuestro real, y cierto nos pusieron en grand temor y rebato, en especial porque era de noche y nunca ellos a tal tiempo suelen aco­ meter ni se ha visto que de noche hayan peleado, salvo con mucha sobra de vitoria.»26 Profiriendo gritos y cánticos de guerra secun­ dados por el ululato de las conchas y el tañido de los tambores, los aztecas atacaron con furia desde todos los flancos. Los españoles, sor­ prendidos, no se esperaban un ataque nocturno de semejante en­ vergadura. Los bergantines se situaron a ambos lados de la calzada y las pie­ zas de artillería abrieron fuego repetidas veces, secundadas por las descargas de los arcabuceros y ballesteros. La flota española repelió el primer ataque de los aztecas y, al amanecer, los navios habían conse­ guido alzarse con la victoria. Con todo, no había transcurrido ni un día desde que entraran en acción. Mientras contemplaba el rosado cielo sobre las chinampas, poco podía imaginarse Cortés que necesi­ taría los bergantines durante los siguientes dos meses y medio. No tardaría en descubrir que Cuauhtémoc y el orgulloso pueblo de Tenochtitlán no habían hecho más que empezar a luchar.

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Choque de imperios

Cortés, siempre flexible y adaptable a las circunstancias del momen­ to, pensó que Xoloc era el mejor sitio para establecer su cuartel ge­ neral. Q ue el lugar elegido fuera el mismo en que él y Moctezuma habían mantenido su histórico primer encuentro tal vez fuera fruto de la casualidad o quizá fuera algo intencionado, por razones de or­ den simbólico. En Xoloc, a unos tres kilómetros de la capital. Cortés podía mantener vigilada la laguna por si se producía un ataque con canoas y podía contar con el apoyo de las fuerzas terrestres de Sandoval y Olid; asimismo, el caudillo español tenía planeado que Alvarado y sus tropas se abrieran paso hasta Tenochtitlán a través de la calzada de Tacuba para mantener así la presión sobre la ciudad. Pero Cortés era consciente de que ni siquiera los planes más minuciosos salen siempre a pedir de boca, y aunque la victoria obtenida el pri­ mer día en la laguna le había dado motivos para ser optimista, hacer­ se con el control de las calzadas sería harina de otro costal. Durante las primeras semanas de junio, las divisiones de Cortés se enzarzaron en un extraño tira y afloja que hizo que el capitán general se preguntara si estaba en verdad haciendo algún progreso. De día las tropas españolas luchaban encarnizadamente a lo largo de las estrechas calzadas para tratar de adentrarse en la ciudad, frenados por las zanjas donde el enemigo había emplazado estacas para obsta­ culizar su avance y hostigados en todo momento por las canoas y los guerreros aztecas, estos últimos armados con espadas y lanzas provis­ tas de hojas y puntas toledanas, adaptadas a partir del armamento que los españoles habían dejado abandonado en anteriores batallas. Como no querían arriesgarse a quedar desperdigados y ofrecer un blanco fácil sobre la calzada, Cortés y sus capitanes avanzaban durante el día en dirección a la capital rellenando las calzadas, pero al caer la tarde 303

C H O Q U E DE IMPERIOS

regresaban a los tres campamentos para descansar, donde podían apostar centinelas y contar con el apoyo de los bergantines. El pro­ blema era que los aztecas, al amparo de la noche (otro ejemplo de adaptación de sus prácticas tradicionales), aprovechaban para levantar nuevas albarradas, cavar más zanjas y llenarlas de afiladas estacas, y retirar de las calzadas los escombros con que, con tanto esfuerzo, los aliados indígenas habían rellenado las brechas. Era un proceso suma­ mente laborioso tanto para los sitiadores como para los sitiados y dejaba exhaustos a todos los combatientes, aunque es probable que los aztecas sufrieran más, obligados a trabajar por turnos día y noche, sin apenas agua potable. Cortés tampoco se quedó atrás a la hora de innovar. Cuando un grupo de soldados de Sandoval no pudieron cruzar una amplia bre­ cha en la calzada de Iztapalapa, ordenó que dos de los bergantines más pequeños navegaran hasta allí y fueran amarrados uno tras otro para que sirvieran de puente por el que los soldados e incluso los caballos pudieran cruzar y proseguir el camino.1 Pero esa no fue sino una de las muchas innovaciones realizadas sobre el terreno. En otra ocasión, Cortés utilizó a centenares de trabajadores nativos para abrir a propósito una brecha en la calzada por la que cuatro de los bergan­ tines pudieran pasar para ayudar a Olid y sus hombres (los barcos restantes se quedaron en la parte oriental de la calzada).2También los buques tuvieron que lidiar con numerosas estacas clavadas en las aguas poco profundas de la zona, pero al final consiguieron sortear o destruir muchas de esas trampas. Además, los capitanes de los navios descubrieron varios canales de aguas más profundas por los que pu­ dieron alcanzar los arrabales deTenochtitlán, donde prendieron fue­ go a muchas casas antes de regresar a la laguna. Las fases iniciales de la lucha fueron de una dureza y brutalidad nunca vistas por los españoles. Cuauhtémoc no dejó en ningún mo­ mento de enviar oleada tras oleada de canoas que atacaban conti­ nuamente las calzadas; según Cortés, los guerreros aztecas «daban tantas gritas y alaridos que parescía que se hundía el mundo».3 Al principio los cañones de los bergantines ahuyentaron a los guerre­ ros, pero estos no tardaron en percatarse de que solo disparaban en línea recta y de que, si remaban en zigzag, podían esquivar las balas 305

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de los cañones de bronce. Al reparar en esta nueva táctica evasiva, Cortés mandó traer de Texcoco una flota de varios miles de canoas para que ayudaran a expulsar las de los aztecas de las proximidades de las calzadas. En la primera semana de los combates, Alvarado avisó a Cortés de que los aztecas estaban utilizando la calzada de Tepeyac — una calzada corta, situada al norte de la ciudad, que unía Tlatelolco y Tepeyac— para comunicarse con el mundo exterior y que había un flujo constante de canoas que introducían en Tenochtitlán comida e incluso agua potable. La mayor parte de esta actividad tenía lugar por la noche, al amparo de la oscuridad. Cortés se enfrentaba a un dile­ ma. Hasta entonces había permitido que la calzada más septentrional de la ciudad permaneciera abierta para que ello incitara a sus habi­ tantes a abandonarla, tras lo cual la caballería española lo tendría fácil para darles alcance y masacrarlos en campo abierto. Sin embargo, todo parecía indicar que Cuauhtémoc no había mordido el anzuelo. Cortés no podía permitir que los aztecas siguieran haciendo uso de esa ruta porque ello entorpecía el asedio. Aunque, en combates recientes, a Gonzalo de Sandoval una jaba­ lina le había atravesado el pie, Cortés le encomendó la misión de dirigirse al norte, vía Tacuba, y hacerse con el control de la calzada. La introducción de comida en la ciudad no podía tolerarse, así que Cortés aumentó el número de patrullas efectuadas por los berganti­ nes en la laguna a fin de apresar todas las canoas que estuvieran abas­ teciendo de comida a la capital. En cuanto Sandoval hubo tomado la calzada de Tepeyac (con la ayuda de un par de bergantines, veintitrés jinetes, veinte ballesteros, un centenar de soldados de infantería y gran número de aliados), Cortés tuvo sometida la ciudad a un fuerte bloqueo. El capitán general se imaginó que, a medida que disminu­ yeran los suministros de comida y agua, también lo haría la voluntad de luchar de los aztecas; a su juicio, solo era cuestión de tiempo que Cuauhtémoc se diera cuenta de que era inútil resistir y se rindiera. Pero Cortés subestimaba al último emperador de los aztecas. Tras haber estrechado la soga alrededor de la ciudad, Cortés se propuso tomarla al asalto e invadirla. Los bergantines cruzaban a dia­ rio los canales de aguas más profundas y, según lo ordenado por 306

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Cortés, prendían fuego al mayor número posible de casas. «Y desta manera — recordaría el caudillo extremeño sin atisbo de pesar por la destrucción de la ciudad que tiempo atrás había codiciado y admira­ do— estuvimos seis días en que cada día teníamos combate con ellos y los bergantines iban quemando alderredor de la cibdad todas las casas que podían. Y descubrieron canal por donde podían entrar al­ derredor y por los arrabales de la cibdad.»4 Puede que Cortés aún considerara posible tomar intacta la ciudad y que prender fuego a edificios podría servir sencillamente para demostrarle a Cuauhtémoc que su situación era desesperada, pero, sea como fuere, lo cierto es queTenochtitlán estaba sufriendo un proceso de destrucción. Solo Cuauhtémoc y la situación militar podían dictaminar si era posible poner fin a dicho proceso. El 10 de junio, Cortés decidió que merecía la pena lanzar un ataque coordinado e intentar tomar el centro de la ciudad. Acompa­ ñado por las tropas de Olid (doscientos soldados de infantería espa­ ñoles y miles de guerreros chalcas y tlaxcaltecas), partió de Xoloc rumbo al norte, flanqueado por bergantines a ambos lados de la cal­ zada. Asimismo, Cortés envió mensajeros para que ordenaran a Sandoval y Alvarado avanzar con sus tropas hacia el principal templo de la capital, cerca del palacio de Axayácatl, del que los capitanes no debían de guardar un recuerdo muy grato.5 Cortés y sus hombres estuvieron prácticamente todo el día rellenando las brechas y huecos donde los puentes habían sido retirados y destruyendo albarradas y almenas, pero finalmente, por la tarde, llegaron al final de la calzada principal. Allí se detuvieron unos instantes para contemplar la Puer­ ta del Aguila, que daba acceso a la inmensa metrópolis. Se trataba de una estructura de piedra alta e imponente, en cuyo centro había ta­ llada una gran águila, flanqueada a lado y lado por un jaguar y un lobo de aspecto feroz.6 En ese punto de la calzada los aztecas habían retirado un puente muy largo, pero Cortés, como en ocasiones ante­ riores, ordenó situar dos de las embarcaciones para usarlas a modo de pontón y que sus fuerzas pudieran penetrar en la ciudad.7 Conforme se adentraban cada vez más en la urbe, los españoles descubrieron que muchos de los puentes que cruzaban los canales estaban intactos. Cuauhtémoc y sus asesores militares no habían pre307

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visco que Cortés y sus tropas pudieran llegar tan lejos y en tan poco tiempo. Al ver el súbito avance de los españoles y sus aliados, los az­ tecas se ocultaron detrás de columnas y pilares de piedra y tomaron posiciones en las azoteas de los edificios. Cortés, siguiendo de cerca las tropas que iban en vanguardia, llegó a la plaza y ordenó emplazar un cañón de grueso calibre en la piedra del sacrificio gladiatorio. Cuando gran número de guerreros aztecas entraron en la explanada, ordenó abrir fuego contra ellos; muchos cayeron abatidos y los de­ más, presas del pánico, huyeron en estampida.8 Al tiempo que los guerreros aztecas buscaban refugio en el recinto sagrado, empezó a oírse el tañido de los tambores que, desde lo alto del Templo Mayor, llamaban a tomar las armas. Según las crónicas aztecas: «Percutían sus atabales, con todo ímpetu tocaban los atabales.Y al momento subie­ ron allá dos españoles, les dieron de golpes, y después de haberlos golpeado, los echaron para abajo, los precipitaron».9 Con todo, el llamamiento a las armas no fue en balde; los guerre­ ros aztecas lo oyeron y corrieron a defender su ciudad. Llegados muchos de ellos en canoa, los aztecas avanzaron en tropel, esgri­ miendo sus espadas de obsidiana. Cortés ordenó a sus tropas que cerraran filas y se lanzaran a la carga, y luego mandó a los ballesteros y arcabuceros abrir fuego a discreción. La plaza se sumió en el caos y la confusión. En medio del fuego cruzado de flechas, dardos y pro­ yectiles de artillería y arcabuz, Cortés observó que los aztecas conta­ ban con una superioridad numérica aplastante, así que ordenó aban­ donar la lombarda en la piedra de sacrificios y batirse en retirada. Los españoles empezaron a replegarse hacia la calzada, donde, para facili­ tar la huida, sus aliados habían estado rellenando las brechas durante todo el día. Una vez que el enemigo hubo abandonado la ciudad, los guerreros aztecas arrastraron el cañón abandonado hasta la ribera de la laguna y, una vez allí, lo tiraron al agua, en un lugar llamado Tetamazolco («sapo de piedra»).10 Enardecidos por la retirada de las tropas de Cortés, los aztecas se lanzaron en su persecución por la calle que llevaba a la calzada. Aun así, pese a estar sometido a constantes ataques desde los flancos y las azoteas, Cortés tomó las precauciones necesarias con vistas a un fu­ turo regreso: «Y dejamos puesto fuego a las más y mejores casas de 308

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aquella calle, porque cuando otra vez entrásemos dende las azoteas no nos hiciesen daño»." Cortés y sus hombres llegaron al campamento de Xoloc antes de que hubiera anochecido. Los mensajeros informaron al capitán ge­ neral de que las tropas de Alvarado y Sandoval también habían estado batallando todo el día, pero que la feroz resistencia de los aztecas les había impedido llegar al centro de la ciudad. Bernal Díaz, que for­ maba parte del contingente de Alvarado que había atacado desde Tacuba, dijo que la calzada estaba plagada de trampas repletas de es­ tacas y que, conforme se aproximaban a la ciudad, las tropas españo­ las fueron atacadas tanto por tierra como desde el agua, acribilladas en todo momento por «tanta multitud» de dardos y piedras que pa­ recía «como granizo».12 Para empeorar más aún las cosas, los españo­ les comprobaron de nuevo que la caballería era ineficaz en las calza­ das. Cuando los jinetes se lanzaban al galope contra los guerreros aztecas y trataban de darles alcance, estos se arrojaban a las aguas de la laguna y nadaban hacia un lugar seguro, hasta las canoas o la orilla. Además, como la caballería era demasiado vulnerable sobre la calza­ da y demasiado valiosa como para ponerla en peligro, la infantería tuvo que llevar el peso de los combates, con el consiguiente coste en heridos. Las tropas de Alvarado y Sandoval también se replegaron hacia sus campamentos por la noche, donde se cauterizaron las heri­ das con aceite caliente y rezaron a Dios para que les diera fuerzas para afrontar los combates de los días venideros.13 La primera incursión en Tenochtitlán acarreó de inmediato va­ rias consecuencias relevantes. Para empezar, Cortés pudo comprobar por sí mismo el modo en que probablemente se iban a desarrollar los combates una vez dentro de la ciudad, y, en segundo lugar, si algo le quedó claro es que, para impedir (o al menos dificultar) que los az­ tecas los hostigaran desde las azoteas, sería necesario incendiar el mayor número posible de edificios; ello, unido a las operaciones an­ fibias que los bergantines ya estaban llevando a cabo en los arrabales de la capital con el mismo propósito, significaba que la destrucción de Tenochtitlán ya estaba en marcha. Pero el resultado más impor­ tante de la incursión en el recinto religioso fue el efecto que tuvo sobre los estados vasallos que hasta ese momento se habían mostrado 309

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reticentes a apoyar la causa española. La noticia se propagó como un reguero de pólvora por todo el valle de México y, en cuestión de uno o dos días. Cortés recibió promesas de apoyo por parte de los otomíes así como de los habitantes de Chalco y Xochimilco, comu­ nidades todas ellas con las que, previamente, los españoles habían guerreado. Los nuevos aliados contribuyeron al esfuerzo bélico de Cortés de diversas formas, como, por ejemplo, suministrando mano de obra, canoas, comida y alojamiento. Los españoles empezaban ya a estar hartos de tener que comer tortas de maíz a todas horas, así que, al recibir abundantes suministros de pescado, pollos, cerezas e incluso higos chumbos — estos últimos en plena época de maduración— , la moral les subió por las nubes.w Asimismo, los peones aliados, además de incorporarse a los equipos encargados de rellenar las brechas abiertas por el enemigo en los canales y las calzadas, empezaron a construir refugios temporales junto a las calzadas para que los espa­ ñoles (que denominaban «ranchos» a estos cobertizos) pudieran pro­ tegerse de los ataques nocturnos y de los chubascos veraniegos. El 15 de junio, cuando los texcocanos enviaron cincuenta mil guerreros de refuerzo, Cortés decidió que estaba listo para lanzar una nueva ofensiva contra el corazón deTenochtitlán.'5 La segunda incursión fue una repetición de la primera. Entretan­ to, los aztecas se habían dedicado una vez más a abrir brechas en las calzadas y a construir grandes y sólidos baluartes defensivos. Tras oír misa, Cortés dejó el campamento acompañado de una veintena de jinetes, trescientos soldados españoles y todos sus aliados indígenas, que, según dijo, «era infinita gente».16 Las divisiones aliadas fueron por delante para rellenar las brechas y destruir las defensas aztecas, seguidos por la infantería, la artillería y la caballería españolas cuando la calzada estaba ya parcialmente despejada, flanqueadas como siem­ pre por los bergantines, sin los cuales la incursión no hubiera sido posible. Los ballesteros, arcabuceros y artilleros se situaban con sus armas en la borda para eliminar a los guerreros aztecas que se aproxi­ maran en canoa y para obligar a la infantería enemiga a abandonar sus posiciones. A la postre, Cortés se encontró de nuevo bajo la Puer­ ta del Aguila, listo para entrar por segunda vez en Tenochtidán. Los

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combates volvieron a ser encarnizados, y los aztecas defendieron el recinto religioso con mayor ímpetu aún de lo que lo habían hecho en ia primera ocasión. En lugar de seguir avanzando, Cortés decidió que diez mil peo­ nes indígenas aliados se concentraran en la tarea de rellenar con pie­ dras, madera y escombros las brechas de la calzada y que, a continua­ ción, compactaran el relleno de modo que resultara difícil, si no imposible, retirarlo. Con ello la caballería podría cruzarla al trote y ser de utilidad en las espaciosas plazas, donde Cortés esperaba poder utilizarla. Mientras estaba dentro de la ciudad, el capitán general en­ vió mensajeros a Cuauhtémoc para convencerle de que llegaran a un acuerdo de paz, pero lo único que recibió por respuesta fue un alu­ vión de piedras, lanzas y dardos. Al caer la noche, Cortés regresó al tramo sur de la calzada, habiendo dejado bien claro que, pese a las dificultades y el peligro que ello entrañaba, podía entrar y salir de la ciudad cuando le viniera en gana. En esta segunda incursión, Cortés tuvo algo así como una funes­ ta epifanía. Durante todo el día había estado cabalgando con la caba­ llería y había visto la implacable determinación que traslucían los ros­ tros de los guerreros aztecas, hombres que no daban su brazo a torcer sino que estaban dispuestos a pelear hasta la última gota de sangre. «Viendo que estos de la cibdad estaban rebeldes y mostraban tanta determinación de morir o defenderse — recordaría Cortés prosaica­ mente— , colegí dello dos cosas: la una, que habíamos de haber poca o ninguna de la riqueza que nos habían tomado; y la otra, que daban ocasión y nos forzaban a que totalmente los destruyésemos.»*17 Según Cortés, darse cuenta de esto último le causó una profunda aflicción, ya que, en caso de ser posible, prefería tomar la ciudad sin destruirla por completo. Sin embargo, era algo que parecía suma­ mente improbable. En lo que constituyó un último y desesperado esfuerzo por doblegar la tenaz voluntad de resistencia de los dirigen­ tes aztecas, Cortés envió varios destacamentos anfibios con la misión de infiltrarse en la ciudad y, a continuación, incendiar y destruir «las * Por supuesto. Cortés se refiere a las riquezas que habia arrebatado a Mocte­ zuma pero que había perdido al abandonar la ciudad durante la Noche Triste. 311

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torres de sus ídolos y sus casas», entre ellas el palacio de Axayácatl y uno de los edificios más preciados del difunto emperador Moctezu­ ma, la espléndida Casa de las Fieras.1* Con todo, aunque la acción causó un hondo pesar entre los aztecas, solo sirvió para que estos, carcomidos por el odio y la rabia, lucharan con mayor furia. Cuauhtémoc, sin duda intranquilo por las repetidas irrupciones de Cortés en la ciudad, adoptó una nueva estrategia defensiva con­ sistente en trasladar su base de operaciones y el grueso de sus tropas del recinto sagrado a Tlatelolco, la ciudad situada en el extremo noroccidental de la isla en la que se asentaba la metrópolis de Tenochtitlán. Tlatelolco albergaba el famoso mercado, donde se alma­ cenaban las provisiones con que la ciudad aún contaba, y, lo más importante desde el punto de vista militar, un templo — uno de los más altos y destacados de la ciudad— en el que Cuauhtémoc se ins­ taló para dirigir desde allí sus defensas. Desde lo alto de la pirámide podía verlo todo, incluida la llegada de incontables contingentes de los antiguos vasallos de los aztecas que poco antes se habían aliado a Cortés. El emperador comprendió cuán desalentadora era la situa­ ción: tendría que enfrentarse no solo a los españoles, sino también a sus paisanos, sus hermanos indígenas. Lo peor de todo fue quizá que pudo presenciar cómo el enemigo destruía, incendiaba y saqueaba su ciudad; pudo oír el estrépito de los muros de piedra al desplomarse, y pudo ver las columnas de humo que se alzaban de los edificios en llamas. Aun así, le había prometido a su pueblo, y se lo había prome­ tido a sí mismo, defender la ciudad hasta la muerte. Cuauhtémoc ordenó lanzar señales de humo para avisar a los aztecas de que su emperador los emplazaba a tomar las armas y luchar.19 Día tras día, Cortés se sirvió de la misma táctica para acercarse paulatinamente a su objetivo. En cada ocasión, recorría la calzada con sus tropas apoyado por los bergantines y, usando a la fuerza de trabajo aliada para rellenar las brechas, se aproximaba cada vez un poco más al recinto sagrado al tiempo que aumentaba el número de aztecas expulsados de su ciudad. Aunque algunos de los capitanes menos pacientes le insistían en acampar dentro de Tenochtitlán, al anochecer Cortés siempre ordenaba regresar a la seguridad relativa del campamento que tenían en la calzada, recordándoles a sus hom-

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bres el peligro que comportaba el hecho de quedar atrapados en el interior de la urbe. El capitán general lo tenía todo metódicamente planeado y por nada del mundo permitiría que la petulancia e in­ competencia de sus hombres arruinaran su meticuloso plan. Uno de los capitanes que más impaciente se mostró fue Pedro de Alvarado, cosa que a Cortés no debió de sorprenderle demasiado. Alvarado había hecho gala de su impetuosidad en numerosas ocasio­ nes, sobre todo con motivo de su actuación durante la festividad de Tóxcatl. Hasta el momento, en el asedio en curso, Alvarado había hecho lo ordenado por Cortés: todos los días recorría la calzada de Tacuba, se adentraba en la ciudad y, antes de que anocheciera, volvía al campamento de Tacuba (puede que no solo por motivos de segu­ ridad, sino también para compartir lecho con su esposa indígena, María Luisa).20 N o obstante, el 23 de junio, ya fuera por un exceso de confianza tras días de penetrar sin problemas en la ciudad o por­ que se sintiera demasiado inquieto, Alvarado tomó la decisión de acampar con la mitad de su caballería al final de la calzada, práctica­ mente en el interior de la ciudad, donde, a su juicio, estarían a salvo merced a todas las casas que habían destruido. Fue un craso error. Casi de inmediato, tres escuadrones de gue­ rreros aztecas atacaron desde tres puntos diferentes, incluida la reta­ guardia. Los españoles contraatacaron y los guerreros enemigos si­ tuados en vanguardia se replegaron hacia el interior de la ciudad, perseguidas por las tropas de Alvarado. Los españoles se abrieron paso a través de varias albarradas y luego cargaron por las aguas poco pro­ fundas de una brecha. Los aztecas, sin dejar de lanzar jabalinas y dardos en todo momento, se retiraron hacia una calzada menor ubi­ cada dentro de Tlatelolco, y Alvarado, enardecido, ordenó a sus hom­ bres continuar con la persecución. Los españoles no tardaron en en­ contrarse en medio de un laberinto de casas y calles de las que surgieron en tropel innumerables guerreros, incluidos aquellos cuya fingida retirada había servido para atraer a los españoles. Según Bernal Díaz, los aztecas «nos dan tal mano que no les podíamos susten­ tar»,21 así que los españoles se batieron en retirada y se dirigieron a la abertura que acababan de cruzar. Pero los aztecas habían planeado muy bien su estratagema, y, 313

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cuando los españoles llegaron allí, descubrieron que en las aguas de la brecha que poco antes habían atravesado había centenares de ca­ noas aztecas, lo cual los obligó a ir en otra dirección, hacia un canal de aguas más profundas. Acorralados y sin escapatoria posible, unos cincuenta soldados españoles no tuvieron más opción que lanzarse al agua y nadar; muchos fueron víctimas de las trampas submarinas: algunos quedaron empalados en las afiladas estacas de madera y otros quedaron atrapados en ellas, inmovilizados e incapaces de huir de sus perseguidores. Los aztecas se abalanzaron inmisericordes sobre los impotentes soldados; apresaron con vida a media docena con vistas a su posterior sacrificio y dieron muerte a otros muchos. Bernal Díaz consiguió llegar a nado al otro lado, pero, tras salir a rastras de la trampa mortal, descubrió que un brazo le sangraba profusamente y que apenas podía tenerse en pie a causa de las heridas y de la abun­ dante sangre que había perdido. De hecho, fue un milagro que otros españoles también escaparan con vida, ya que la caballería, retenida al otro lado de la calzada por las zanjas, no pudo acudir en ayuda de la infantería. Solo un jinete trató de hacerlo, pero tanto él como su caballo acabaron precipitándose en una de las estacadas.22 Casi todos los integrantes del destacamento de Alvarado resultaron gravemente heridos. Cuando Cortés tuvo conocimiento de la humillante derrota, se puso hecho una furia. No solo odiaba perder hombres sino que, peor aún, a los aztecas la victoria les infundiría ánimos y le levantaría la moral a Cuauhtémoc. Cortés envió de inmediato una carta a Alva­ rado en la que le recriminaba su imprudente maniobra y le recorda­ ba que, bajo ninguna circunstancia, debía dejar una brecha sin relle­ nar, sobre todo una que estuviera situada en la retaguardia. Alvarado no tuvo más remedio que acatar las órdenes y, durante los siguientes cuatro días, sus tropas se dedicaron a rellenar las brechas que hubie­ ran tenido que rellenar desde el principio, utilizando para ello los escombros — básicamente piedras y trozos de madera— de las casas que habían demolido en incursiones anteriores. Asimismo, como medida de seguridad, se mantendrían ensillados y embridados a to­ dos los caballos y los jinetes dormirían a su lado.23 Cortés consideró conveniente reprender en persona a su capitán. 314

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así que embarcó en uno de los bergantines y visitó el campamento que Alvarado tenía dentro de la ciudad. No obstante, cuando el cau­ dillo extremeño comprobó por sí mismo lo lejos que se había aden­ trado en Tenochtitlán, no pudo sino deshacerse en elogios hacia el capitán español. Según admitió el propio Cortés: «Y como yo llegué a su real sin duda me espanté de lo mucho que estaba metido en la cibdad y de los malos pasos y puentes que les había ganado.Y visto, no le imputé tanta culpa como antes parescía tener».24 En cambio, lo que hizo Cortés fue m antener una reunión con Alvarado en la que acordaron lanzar un ataque coordinado contra el mercado de Tlatelolco, que era donde todo parecía indicar que los aztecas estaban concentrando sus fuerzas en previsión de la batalla final. Una vez tomada la decisión, Cortés regresó a su campamento. Durante todo este tiempo, los bergantines habían seguido impo­ niendo su dominio en las aguas de la laguna, efectuando día y noche misiones para interrumpir el suministro de agua y de comida a Te­ nochtitlán por parte de las canoas enemigas. Pero los aztecas estaban adaptándose a las nuevas técnicas militares y no tardaron en concluir que los bergantines constituían un serio problema al que debían ha­ cer frente si querían salvar la capital. Para combatir las naves españo­ las, el mando militar azteca urdió un plan que incluía maniobras de atracción, retiradas simuladas y contraataques agresivos. Una mañana, los capitanes de los bergantines españoles divisaron una flotilla de canoas surcando las aguas de la laguna; los aztecas ha­ bían camuflado las canoas con maleza y juncos, como si trataran de ocultar lo que transportaban (probablemente comida, agua y otras provisiones que la ciudad necesitaba imperiosamente). Propulsados tanto por las velas como por los remos, dos de los bergantines se lanzaron en persecución de las canoas de aprovisionamiento, pero antes de que los capitanes (entre ellos Pedro Barba y Juan Portillo) pudieran darse cuenta de que les estaban tendiendo una trampa, los navios chocaron con estacas ocultas bajo las aguas de un canal poco profundo y quedaron aprisionados en ellas. Mientras los remeros re­ maban con todas sus fuerzas para sacar los bergantines de allí, hileras de canoas de guerra más grandes (alrededor de cuarenta, todas ellas 315

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atestadas de los mejores guerreros aztecas) surgieron de un cañaveral, donde habían permanecido ocultas. Se trataba sin duda de una tram­ pa ingeniosa, y las canoas atacaron desde todos lados. Al poco rato los remeros tuvieron que abandonar sus puestos y empuñar las espadas para defenderse de las canoas enemigas, que arremetieron en masa contra los bergantines.25 Los aztecas consiguieron capturar a numerosos españoles y, tras aporrearlos repetidamente, se los llevaron con vida, mientras que otros, incluido el capitán Juan Portillo, fallecieron durante la lucha. Aunque llegaron más bergantines y lograron desencallar las dos na­ ves, las fuerzas españolas habían sufrido daños de consideración. El capitán Pedro Barba murió unos días después a consecuencia de las heridas recibidas. Los aztecas habían demostrado su ingenio y creati­ vidad a la hora de adaptarse a las circunstancias. En adelante, los es­ pañoles tendrían que andarse con pies de plomo y estar siempre atentos a las trampas que pudiera haber.26 A pesar de este revés, el avance de los españoles hacia el interior de la ciudad desde tres flancos distintos parecía estar dando sus frutos, pues cada incursión permitía que las tres divisiones se acercaran cada vez más a la deseada confluencia enTlatelolco. Sin embargo, la dura­ ción y las dificultades del asedio estaban haciendo mella tanto en los capitanes como en los soldados. Las lluvias estacionales hacían que se pasaran buena parte del día empapados hasta los huesos y que dur­ mieran incómodos embutidos en sus armaduras, siempre húmedas y hediondas. Aunque las tres divisiones contaban con suministros sufi­ cientes de comida, la de Alvarado, acampada dentro de la ciudad, a escasa distancia del frente de batalla, tenía que contentarse con co­ mer solamente tortas de maíz, cerezas y hierbas. En el campamento de Cortés, ciertos capitanes (entre ellos Alderete, el tesorero del rey, que anhelaba poseer objetos de oro como los que algunos de sus compatriotas llevaban colgados del cuello) presionaban al capitán general para que ordenara un ataque en toda regla contra el mercado de Tlatelolco, y otros capitanes, incluidos Olid y Tapia, también apo­ yaban la idea de lanzar una ofensiva coordinada en lugar de seguir con las incursiones y repliegues diarios, que habían acabado por ca­ racterizar al asedio.27 31 6

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Otro factor que contribuía a la crispación general era que, ha­ ciendo gala de un orgullo típicamente hispánico, las tres divisiones competían entre sí por ser la primera en conquistar el mercado. Cor­ tés diría al respecto: «Y como los del dicho real de Alvarado vían que yo continuaba mucho los combates de la cibdad, creían que yo había de ganar primero que ellos el dicho mercado, y como estaban más cerca dél que nosotros tenían por caso de honra no le ganar primero, y por esto el dicho Pedro de Alvarado era muy importunado».28 Aunque escuchó atentamente los argumentos (incluso súplicas) de sus capitanes, el caudillo extremeño, plenamente consciente de las desventajas que comportaba llevar a cabo semejante ataque, se mos­ tró dubitativo. Com o las casas deTlatelolco permanecían intactas, los aztecas podían situarse en las azoteas para lanzarles piedras, dardos y lanzas. Peor aún, según lo veía Cortés, al adentrarse tanto en la ciu­ dad los españoles ya no contarían con el respaldo de los bergantines, que hasta entonces habían demostrado ser de vital importancia. C or­ tés celebró una reunión con los principales capitanes, muchos de los cuales adujeron que, si los españoles lograban tomar el mercado, Cuauhtémoc quedaría tan desolado que no tendría otra opción que rendirse. Los hombres estaban cada vez más cansados, tanto física como psicológicamente, de tener que rellenar todas y cada una de las brechas de las calzadas, y eso solo para comprobar que, por la noche, los aztecas deshacían todo el trabajo realizado durante el día; era una constatación frustrante que estaba empezando a desgastar seriamente a los hombres. Además, todo parecía indicar que los españoles con­ taban con suficiente apoyo aliado para lanzar un ataque a gran escala, del que Ixtlilxóchitl también se había mostrado partidario.29 Tras escuchar los argumentos de unos y otros, Cortés (proba­ blemente en contra de lo que su intuición y buen juicio le dicta­ ban) estuvo de acuerdo en lanzar una gran ofensiva. Envió cartas a Alvarado y Sandoval para ponerlos al corriente del nuevo plan y para explicarles cuál sería su cometido. Sandoval debía dejar unos pocos soldados y jinetes en el campamento de la calzada deTepeyac y, acto seguido, dirigirse hacia el sur con el grueso de sus tropas para unirse a Alvarado y sus hombres. (El plan consistía en que fingiera estar levantando el campamento y en que, cuando los aztecas se 317

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lanzaran en su persecución, el contingente del campamento los ata­ cara por la retaguardia.) A continuación, apoyados por media doce­ na de bergantines (mientras estos pudieran proporcionarles fuego de cobertura) y tres mil canoas aliadas, Alvarado y Sandoval, junto con gran número de peones indígenas aliados, debían dirigirse lo más rápido posible hacia la peligrosa brecha donde los hombres de Alvarado habían sufrido la humillante derrota, tomarla por las ar­ mas si era necesario, cegarla a toda prisa y, por último, seguir avan­ zando hacia la zona del mercado, donde Cortés tenía previsto reunirse con ellos.30 Por su parte, el capitán general tenía planeado recorrer con todos sus efectivos la calzada de Iztapalapa — su movimiento habitual— y luego, una vez que se hubiera adentrado lo suficiente en la ciudad, dividir sus tropas en tres divisiones y hacerse con el control de las tres arterias que conducían al mercado, cada una de las cuales requería vadear un ancho canal que separaba Tenochtitlán de Tlatelolco. Cor­ tés, al mando de un centenar de soldados de infantería, ocho jinetes y multitud de guerreros aliados, avanzaría por una calle estrecha que desembocaba en el mercado; Andrés de Tapia, al frente de otra divi­ sión integrada por ochenta españoles y alrededor de diez mil aliados indígenas, haría lo propio por una ancha avenida que llevaba a la calzada de Tacuba, y, por último, el tesorero Alderete comandaría una columna propia — de largo la más numerosa— , compuesta por unos setenta soldados españoles y veinte mil guerreros y porteadores alia­ dos, cuya retaguardia cubrirían ocho jinetes.31 En las primeras horas del domingo 30 de junio, justo después de oír misa, Cortés ordenó iniciar el asalto. Los bergantines, segui­ dos de las canoas aliadas, partieron en cabeza y, tras tomar dos puen­ tes cercanos y otros dos baluartes muy fortificados, los defensores aztecas, como de costumbre, se vieron obligados a batirse en retirada. En las fases iniciales del ataque, viendo la facilidad con que se derro­ taba a los aztecas, Cortés se mostró confiado: «Era tanta la gente de nuestros amigos que por las azoteas y por todas partes les entraban, que no parescía que había cosa que nos pudiesen ofender».32 Sin embargo, no tardó en hacerse patente que el capitán general había pecado de un optimismo excesivo. Las tropas de Cortés, dificultadas

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cada vez más en su avance por las calles estrechas y desconocidas y por la larga distancia que habían tenido que recorrer, fueron objeto de emboscadas que les tendían divisiones de élite aztecas que habían permanecido ocultas tras las casas y los edificios públicos. La compañía de Alderete avanzó deprisa y no tardó en situarse a escasa distancia del mercado; las tropas incluso podían oír los disparos de cañón y arcabuz procedentes de allí. Animados por la oportuni­ dad de converger con sus compañeros, los hombres de Alderete apre­ taron el paso y llegaron a una brecha de agua de unos dos metros y medio de profundidad y unos doce pasos de ancho. Ofuscado por sus ansias de llegar al otro lado, Alderete ordenó rellenar lo más rápido posible la brecha y los hombres se apresuraron a cubrirla de juncos y trozos de madera hasta que el improvisado puente pudo soportar el peso de un soldado. Los hombres empezaron a cruzar el puente de uno en uno, pero cuando la mayoría se encontraban ya al otro lado fueron víctimas de una emboscada. El ataque por sorpresa fue tan rápido y organizado que obligó a muchos de los españoles a volver sobre sus pasos y tirarse al agua; los aztecas, que se sentían bastante cómodos en el medio acuático, se lanzaron a la carga en pos de sus enemigos. Al tener noticia de que las tropas de Alderete estaban en apuros. Cortés acudió al galope y se encontró con que el agua estaba «toda llena de españoles e indios y de manera que no parescía que en ella hobiesen echado una paja, y los enemigos cargaron tanto que matando en los españoles se echaban al agua tras ellos.Y ya por la calle del agua venían canoas de los enemi­ gos y tomaban vivos los españoles».33 El lugar estaba sumido en el caos; los gritos de los españoles quedaban ahogados por los alaridos, aullidos y silbidos de los guerreros aztecas, que los estaban rodeando cada vez más. Cortés desmontó y acudió en auxilio de sus hombres, decidido, según escribiría en una de sus cartas, a «quedarme allí y morir peleando».34 La situación era tan desesperada que lo único que pudo hacer Cortés fue ayudar a sus hombres a salir del agua — algu­ nos estaban muertos y los demás, medio ahogados y moribundos— y dejarlos tendidos en la orilla, cubiertos de lodo y sangre. Impotente, solo pudo mirar como, al otro lado del canal, los guerreros aztecas se llevaban a rastras a sus soldados. 319

C O N QUISTA DOR

Justo en ese momento, Cortés notó que alguien lo asía de los brazos; se dio cuenta de que estaba rodeado. Aunque luchó por libe­ rarse, sus captores lo redujeron y se lo llevaron preso. Dadas las cir­ cunstancias, no cabe duda de que los aztecas podrían haberlo matado allí mismo, pero querían vivo al capitán general. Entonces, en lo que constituyó una escena notablemente similar a la que había tenido lugar en Xochimilco el mes de febrero anterior, el capitán Cristóbal de Olea, el guardaespaldas personal de Cortés, apareció de repente y, espada en mano, se batió aguerridamente con el enemigo; por lo visto. Olea cortó de cuajo los brazos de varios aztecas para poder li­ berar a su comandante. Gracias a la valiente acción de Olea — que ya le había salvado la vida a Cortés dos veces— otros soldados españo­ les, entre ellos Antonio de Quiñones, pudieron acudir en ayuda del capitán general y llevárselo a un sitio más seguro. Pese a todo, Olea pagó cara su osadía. Rodeado por un creciente número de guerreros enemigos, acabó siendo asesinado allí mismo, aunque no sin antes acabar con la vida de cuatro aztecas.35 Una vez situados de nuevo en la calzada, Cortés y una docena de sus hombres pugnaron por batirse en retirada. Mientras los demás combatían valiéndose de los escudos y las espadas, algunos de los soldados trataron por todos los medios de encontrar un caballo para Cortés, ya que el suyo o bien había muerto, o bien había huido al galope durante los encarnizados combates. El caudillo extremeño dio media vuelta y se dispuso a ir a la zanja para seguir luchando, pero el capitán Quiñones, que había asumido la tarea de guardaes­ paldas en sustitución de Olea, se lo desaconsejó. «¡Vamos de aquí y salvemos vuestra persona — le gritó para hacerse oír en medio del fragor de la batalla— , pues sabéis que sin ella ninguno de nosotros puede escapar!»36 Cortés, sabedor de que Quiñones tenía toda la razón, aceptó a regañadientes. En ese preciso momento, uno de sus ayudantes llegó con un caballo, pero una lanza le atravesó la gargan­ ta antes de que pudiera siquiera acercarse a donde estaba el capitán general. Asimismo, otro de los criados de Cortés, un tal Cristóbal de Guzmán, intentó conseguir un caballo, pero fue capturado. Los pocos españoles que quedaban con vida lograron por fin acercar lo bastante un caballo a Cortés como para que este pudiera

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montar en él y emprender la huida. El capitán general, herido de gravedad en una pierna y aferrándose a las riendas para no caer des­ fallecido al suelo, galopó de regreso a su campamento para evaluar las bajas sufridas por sus tropas. Eran enormes, y no solo en número de vidas sino también en lo tocante a la moral. Si bien en el transcurso de los combates solo habian muerto varias docenas de soldados (ade­ más de multitud de aliados), entre sesenta y cinco y setenta españoles habian sido apresados con vida y conducidos en tropel a la pirámide de Tlatelolco, donde, en señal de la victoria obtenida por los aztecas, ya humeaba el incienso copal.37 Durante la aplastante derrota sufrida por Cortés, las compañías de Alvarado y Sandoval habían seguido batallando en las proximida­ des del mercado de Tlatelolco, situadas muy cerca una de la otra. Los hombres de Alvarado avanzaron sin excesivos problemas hasta un punto cercano al centro del mercado, pero, una vez allí, fueron testi­ gos de una imagen macabra y desalentadora: se encontraron frente a un nutrido contingente de guerreros aztecas, engalanados con visto­ sos penachos de plumas de quetzal y provistos de estandartes de bella factura. A todas luces cegados por su sed de sangre, los aztecas situa­ dos en primera fila gritaron e insultaron a los españoles y, acto segui­ do, lanzaron a sus pies las cabezas cortadas de cinco de los españoles que acababan de capturar; las cabezas habían sido atadas unas a otras por el pelo y la barba. Cuando Alvarado y Bernal Díaz las miraron para tratar de identificar alguno de los rostros, los aztecas vociferaron: «Así os mataremos, como hemos muerto a Malinche [Cortés] y a Sandoval y a los que consigo traían, y esas son sus cabezas; por eso conocedlas bien».38 Pensando en lo peor pero negándose a dar cré­ dito a las palabras de los aztecas antes de verificarlo por sí mismo, Alvarado ordenó batirse en retirada. La columna pudo oír el estri­ dente son de los tambores procedente de los templos mientras se dirigía de regreso al campamento. Por su parte, Sandoval también se vio obligado a replegarse hacia la calzada deTepeyac, sometido durante todo el camino al griterío de los aztecas, que también les lanzaban cabezas decapitadas. Al anoche­ cer, las tropas de las tres unidades se encontraban ya en sus respecti­ vos campamentos, ocupadas en curarse las numerosas heridas (San-

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doval había recibido en la cara el impacto de una voluminosa piedra), y los bergantines y sus capitanes también habían regresado para ofre­ cer cuanta seguridad pudieran. Todos los españoles pudieron ver las celebraciones rituales que estaban teniendo lugar en la principal pi­ rámide de Tlatelolco. El tañido de los tambores retumbaba por todo Tenochtidán y los guerreros hacían sonar largo y tendido las caraco­ las. Otros tocaban flautas, caramillos, silbatos y cuernos parecidos a trompas, mientras unos terceros hacían tintinear instrumentos seme­ jantes a panderetas. Bernal Díaz, que formaba parte del condngente de Alvarado, describió lo que presenciaron mientras sus camaradas, completamente desnudos, eran conducidos a la piedra de sacrificios: Y de que ya los tenían arriba en una placeta que se hacía en el adoratorio, donde estaban sus malditos ídolos, vimos que a muchos dellos les ponían plumajes en las cabezas, y con unos como aventadores les hacían bailar delante del Huichilobos, y cuando habían bailado, lue­ go les ponían de espaldas encima de unas piedras... y con unos navajones de pedernal les aserraban por los pechos y les sacaban los corazo­ nes bullendo, y se los ofrecían a sus ídolos que allí presentes tenían, y a los cuerpos dábanles con los pies por las gradas abajo; y estaban aguar­ dando otros indios carniceros, que les cortaban brazos y pies, y las caras desollaban y las adobaban como cueros de guantes, y, con sus barbas, las guardaban para hacer fiestas ...y se comían las carnes con chilmole ...y los cuerpos, que eran las barrigas e tripas, echaban a los tigres y leones y sierpes y culebras que tenían en la casa de las alimañas.*39 Los españoles se pasaron toda la noche mirando los templos, ilu­ minados por la trémula luz de las antorchas y perfumados con el * Si bien con menos dramatización, las crónicas en náhuad también recogen estos sacrificios. Es el caso del Códice Florentino (libro XII, cap. 34), en el que puede leerse lo siguiente: «Decían los capitanes: “¡Ea pues, mexicanos! ¡Ea pues, mexica­ nos!”. Luego comenzaron todos a tocar sus trompetas y a pelear con los españoles. Y llevaban de vencida a los españoles.Y prendieron quince españoles.Y los españo­ les huyeron con los vergantines a lo alto de la laguna. Y a los presos quitaron las armas y despojáronlos, y lleváronlos a un cu que se llama Tlacuchcalco. Allí los sa­ caron los corazones delante del ídolo que se llamaba Macuiltótec.Y los otros espa­ ñoles estaban mirando desde los vergantines cómo los mataban».

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incienso copal. Oyeron los cánticos, el son de los tambores y los te­ rroríficos gritos de sus compatriotas al ser sacrificados por medio de afiladas hojas de obsidiana. C on profundo pesar y resignación, Cortés solo pudo decir: «Y aunque quisiéramos mucho estorbárselo no se pudo hacer [nada]».40 Cuauhtémoc, henchido de orgullo por la victoria, envió de in­ mediato mensajeros para que pusieran al corriente de lo acontecido a los caciques de Cuernavaca, Xochimilco y Chalco, sus antiguos vasallos. Se había ajusticiado a más de la mitad de los españoles, de esos teules despreciables. Como prueba de ello, los mensajeros pre­ sentaron las cabezas decapitadas de varios españoles, así como manos y dedos amputados y varias cabezas cercenadas de caballo. Cuando la noticia de lo sucedido se difundió por toda la laguna, el apoyo a Cortés empezó a menguar y, en cuestión de un par de días, casi todos los aliados indígenas desaparecieron; tras comprobar que Cortés no era invencible y temerosos de las profecías que les auguraban un destino funesto en caso de seguir allí, los veleidosos nativos abando­ naron el campamento y se esfumaron sin dejar rastro. Con la situación bajo su férreo control, el emperador azteca lan­ zó una proclama inequívoca y definitiva que ordenó difundir a lo largo y ancho del imperio: había consultado a los dioses y estos ha­ bían dictaminado que, en el plazo de ocho días, no quedaría con vida un solo español.

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La última batalla de los aztecas

Durante los siguientes ocho días, los españoles permanecieron en sus campamentos. Los heridos (casi todos los hombres lo estaban) se dedicaron a descansar y recuperarse, mientras que los pocos que quedaban sanos continuaron con las labores diarias de rellenar bre­ chas. Las noches constituían un auténdco tormento.Todas las tardes los aztecas proseguían con sus complejos rituales, y lo único que los es­ pañoles podían hacer era contemplar el trémulo resplandor de las hogueras iluminando el horizonte y oír el siniestro y estremecedor son de los cuernos, las flautas, las caracolas y los tambores y, por últi­ mo, los gritos desgarradores de sus paisanos al ser sacrificados.1 C or­ tés tuvo conocimiento de que los mensajeros enviados por Cuauhtémoc a las provincias habían cumplido con éxito su misión: las cabezas y los torsos desollados de los españoles y de los caballos habían ani­ mado a las tribus de Malinalco, cerca de Cuernavaca, y del territorio otomí, en Matalcingo, a declararles la guerra a aquellos de sus veci­ nos que se habían aliado con los españoles y a ayudar a los aztecas de Tenochtitlán.2 La noticia del levantamiento en las provincias se vio confirmada dos días después, cuando varios representantes de Cuernavaca (que había jurado lealtad formal a España) llegaron al campamento de Cortés para avisar de que, por orden de Cuauhtémoc, su ciudad es­ taba sometida a fuertes ataques por parte de bárbaros del altiplano, en concreto de Malinalco y Huitzuco. La delegación de Cuernavaca explicó que esas tribus estaban arrasando sus cultivos y huertos fru­ tales y solicitó la ayuda de los españoles para poner fin a las razias. Cortés tenía ya suficientes problemas con la deserción en masa de sus aliados y con el estado deplorable en que se encontraban sus tropas, y además le preocupaba desperdigar en exceso su exhausta (y recien324

I A ÚLTIMA HATAl.l.A DI’ I OS AZTKCAS

cemente vapuleada) fuerza de combate. Pese a todo, según explicaría más tarde, «aunque lo pasado era tan de poco tiempo acaescido y teníamos necesidad antes de ser socorridos que de dar socorro, por­ que ellos me lo pedían con mucha instancia determiné de se lo dar. Y aunque tuve mucha contradición y decían que me destruía en sacar gente del real, despaché con aquellos que pedían socorro ochen­ ta peones y diez de caballo con Andrés de Tapia».3 Cortés le dio a Tapia diez días de plazo para sofocar los levantamientos en el sur. A continuación, el capitán general ordenó a Sandoval que, acom­ pañado de dieciocho jinetes y un centenar de soldados de infantería, se dirigiera a un punto situado cerca de la frontera con Tlaxcala para controlar una situación similar. Se tratara o no de una bravuconería, Cortés tenía la intención de dejarles bien claro a las provincias de la zona — y en especial a aquellas que sopesaban la posibilidad de acu­ dir en ayuda de Cuauhtémoc— que los españoles no estaban ni mucho menos en las últimas y que podían organizar expediciones de castigo cuando así se lo propusieran. Tapia se dirigió al sur, se unió a los guerreros cuernavaquenses y, aprovechando la ventaja con que contaba la caballería en terreno llano, derrotó a las tribus enemigas y las persiguió hasta que se refu­ giaron en fuertes situados en lo alto de las colinas. Una vez aplastada la revuelta y restablecidos los lazos de amistad con Cuernavaca (que sumi­ nistró más mano de obra),Tapia regresó victorioso, antes de que ven­ ciera el plazo que le había dado Cortés.4 La expedición de Sandoval a tierras otomíes fue similar a la de Tapia en cuanto al provecho que la caballería sacó de la orografía del terreno. Tras dos días de marcha, los españoles se encontraron con el enemigo cuando este vadeaba un río, se lanzaron en su persecución y no tardaron en ganar terreno. Mientras corrían como alma que lleva el diablo para huir de la carga de la caballería española, los gue­ rreros enemigos empezaron a deshacerse de pesados fardos en los que llevaban todo lo que poco antes habían robado en un poblado otomí. Sandoval y sus hombres se detuvieron para inspeccionar el botín; además de grandes cantidades de maíz y de vestidos de bella factura, encontraron los restos de varios niños asados. El macabro hallazgo incitó a los españoles a perseguir a los guerreros durante más 325

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de ocho kilómetros, hasta un elevado y amurallado fuerte en el que los supervivientes (unos dos mil habían muerto en el curso de los combates) se refugiaron.5 Después de pasarse toda la noche gritando y tocando tambores y caracolas, los guerreros tribales se escabulleron al amparo de la oscuridad. Aunque al amanecer Sandoval se encontró con que no quedaba rastro de ellos, volvió aTenochtitlán con más de setenta mil nuevos aliados otomíes y habiendo pacificado la región y reforzado las alianzas políticas con los pueblos de la zona.6 Refugiada tras los endebles y medio derruidos muros de la ciu­ dad, la población de Tenochtitlán aguardó que llegara el día en que, según lo vaticinado por Cuauhtémoc, todos los españoles morirían. Pero llegó ese día y nada sucedió. Es más, no solo seguían con vida sino que sus bergantines patrullaban incesantemente las aguas de la laguna. Todo ello minó la credibilidad del emperador, y de las m on­ tañas empezaron a regresar buena parte de los supersticiosos y volá­ tiles aliados para unirse de nuevo a Cortés. Por esas mismas fechas, de la costa del Golfo llegó un mensajero español con noticias muy buenas. Acababa de llegar a Vera Cruz un navio español, perteneciente a Juan Ponce de León. Según pudo sa­ ber Cortés, poco tiempo atrás Ponce de León había sido derrotado por los nativos de la costa de Florida (cerca de lo que hoy en día es el estuario de Charlotte), donde había tratado de desembarcar en lo que constituía su segundo intento de descubrir la mítica Fuente de la Juventud. Uno de los dos barcos de la expedición, en el que viajaba Ponce de León — que estaba herido de muerte— , había regresado a Cuba, pero el otro había bordeado la costa del Golfo y había acabado recalando en Villa Rica. Era todo un regalo del cielo para Cortés, ya que el navio transportaba grandes cantidades de pólvora y de ballestas, así como varios caballos y un nutrido contingente de soldados.*7 La pólvora era crucial. Las reservas eran tan bajas que, poco tiem-

* El primer intento de Ponce de León de encontrar la Fuente de la Eterna Juventud databa de 1512, pero en esa ocasión no había conseguido desembarcar. Las heridas que sufrió durante la segunda expedición (entre otras la que le había producido una flecha envenenada) eran tan graves que falleció poco después de llegar a Cuba, a finales de julio de 1521. 326

I A ÚLTIMA BATALLA t)l¿ LOS AZTECAS

po atrás, Cortés había organizado un equipo al mando de Francisco Montano (uno de los antiguos miembros de la expedición de Narváez) y lo había enviado a la cima del Popocatépetl con la misión de obtener azufre con el que poder fabricar más pólvora. Cinco espa­ ñoles valientes subieron por la falda del enorme volcán y, tras echar a suertes quién sería el «afortunado», los hombres ataron a Montano a una cuerda, formaron una cadena y lo bajaron repetidas veces hasta la boca de la humeante caldera — había un desnivel de unos ciento veinte metros— , hasta que hubo recogido el azufre suficiente para elaborar pólvora, una cantidad que a los españoles les duró hasta la conclusión del asedio.8 Cortés y sus capitanes, que contaban ya con los nuevos refuerzos llegados a Vera Cruz y cuyos soldados habían podido reposar y recu­ perarse un poco, repararon en un detalle curioso e intrigante. C on el paso de los días, parecía que los aztecas iban cada vez más lentos en la tarea de desenterrar las brechas, hasta que a mediados de julio ce­ saron por completo las actividades de excavación; a partir de enton­ ces, todas las brechas quedaron permanentemente cegadas. Al princi­ pio Cortés pensó que podía tratarse de una nueva artimaña de sus enemigos, pero, gracias a la información proporcionada por dos az­ tecas hambrientos y delirantes que llegaron a su campamento, el caudillo español tuvo noticia de que Cuauhtémoc y su pueblo se encontraban en una situación crítica. Los visitantes explicaron que los aztecas se estaban muriendo de hambre y sed, que los cadáveres de los difuntos estaban siendo amontonados en el interior de las casas para ocultar el alcance de la tragedia, y que eran demasiado pocos y se hallaban demasiado débiles para trabajar durante toda la noche. Por lo visto, Cuauhtémoc había llegado al extremo de disfra­ zar a mujeres para que parecieran guerreros.9 Para empeorar más aún la grave situación de los aztecas, poco antes las fuerzas de Alvarado habían destruido la única fuente de agua potable con que contaba la ciudad, un manantial que, pese a todo, era insuficiente para abastecer a toda la población y cuya agua era exce­ sivamente salina.Tras la destrucción del manantía], los aztecas se vie­ ron obligados a beber el agua de la laguna, muy salobre. Las crónicas aztecas atestiguan cuán grave era la situación: 327

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No bebían agua potable, agua limpia, sino que bebían agua de sali­ tre. Muchos hombres murieron, murieron de resultas de la disentería. Todo lo que se comía eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa. Andaban masticando semillas de colorín y andaban masticando lirios acuáticos, y relleno de construcción, y cuero y piel de venado. Lo asaban, lo requemaban, lo tostaban, lo cha­ muscaban y lo comían. Algunas yerbas ásperas y aun barro.10 Decidido a sacar partido de la desesperación y vulnerabilidad de los aztecas, Cortés los sondeó para ver si estaban dispuestos a llegar a un acuerdo; en el caso de que Cuauhtémoc se rindiera sin condicio­ nes, los españoles no destruirían Tenochtitlán ni asesinarían a sus habitantes. Se produjeron algunos contactos, y Cortés liberó a tres guerreros mexicas con vistas a negociar la paz. El emperador azteca le dio vueltas y más vueltas (llegó a consultarlo con sus jefes y sacer­ dotes), pero al final prevalecieron su orgullo y compromiso. N o haría tratos con el capitán general de los españoles. Los aztecas lucharían hasta la última gota de sangre. Cortés albergaba sentimientos encontrados y ciertas dudas so­ bre lo que tenía planeado hacer a continuación. «Y yo, viendo como estos de la cibdad estaban tan rebeldes y con la mayor mues­ tra y determinación de m orir que nunca generación tuvo — escri­ biría tiempo después— , no sabía qué medio tener con ellos para quitarnos a nosotros de tantos peligros y trabajos y a ellos ni a su cibdad no los acabar de destruir, porque era la más hermosa cosa del mundo.»" Cansado del prolongado asedio y preocupado por el estado de sus hombres, el caudillo extremeño tom ó la difícil deci­ sión que durante todo este tiempo había esperado poder evitar. Reduciría a escombros Tenochtitlán. «Acordé de tomar un medio para nuestra seguridad y para poder más estrechar a los enemigos, y fue que como fuésemos ganando por las calles de la cibdad, que fuesen derrocando todas las casas dellas del un lado y del otro, por manera que no fuésemos un paso adelante sin lo dejar todo asola­ do.»12 Cortés pidió a los caciques aliados que reclutaran al mayor número posible de jornaleros de las explotaciones agrarias de la zona; provistos de sus coas (útiles para excavar parecidos a palas), 328

I.A UI I IMA HATAI.LA l)F. U )S AZTECAS

debían prepararse para arrasar hasta los cimientos la famosa ciudad. Además, el hecho de utilizar peones y jornaleros para derruir los edificios y cegar para siempre las calzadas, los canales y los fosos, le permitiría contar con un número mucho mayor de guerreros alia­ dos, que en adelante ya no estarían ocupados en las tareas de des­ trucción.13 Junto con las actividades de demolición, Cortés intensificó su ofensiva y organizó una serie de incursiones coordinadas que se pro­ longaron hasta finales de julio de 1521. El derribo de edificios per­ mitió abrir avenidas más anchas y despejadas por las que la caballería española podía avanzar y cargar más fácilmente. Aunque los aztecas emplazaron grandes pedruscos y levantaron muros defensivos en al­ gunas calles próximas al mercado para impedir el paso de los caballos, los españoles incrementaron la presión; además, Cortés disponía aho­ ra de cerca de ciento cincuenta mil guerreros aliados luchando codo con codo con sus diestras y fogueadas divisiones.14 Los bergantines siguieron machacando las posiciones aztecas del norte de la ciudad con constante fuego de artillería y realizando desembarcos anfibios con tropas de infantería.Tras unos días de efectuar dichas incursiones, las maltrechas fuerzas aztecas se atrincheraron en el mercado de Tlatelolco, el último bastión del imperio. Cortés le ordenó al disciplinado capitán Sandoval que trajera quince caballos del campamento de Alvarado y, tras incorporarlos a su unidad de caballería, organizó un destacamento de cuarenta jine­ tes con la intención de tender una emboscada al mayor número posible de guerreros de élite aztecas. El capitán general envió por delante a diez jinetes para que atrajeran la atención del enemigo y, a continuación, mientras los aztecas apostados en las azoteas y parape­ tados tras las albarradas estaban ocupados enfrentándose a ellos, los restantes treinta avanzaron sigilosamente y se ocultaron detrás de las casas y de los muros cercanos a la plaza. La avanzadilla cumplió su cometido: atrajo la atención de los defensores y estuvo batallando un rato antes de simular que se batía en retirada. El ardid surtió el efec­ to deseado. Un numeroso contingente de guerreros aztecas se lanza­ ron en persecución de los caballos y, cuando llegaron a la espaciosa plaza, Cortés dio la orden de atacarlos. Los treinta jinetes salieron de 329

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su escondite y causaron estragos entre los aztecas, matando a muchos de ellos y dispersando al resto.15 En ese preciso momento, Alvarado y sus tropas estaban atacando el mercado desde otro flanco; sorprendentemente, a pesar del lamen­ table estado físico y psicológico en que se encontraban los aztecas, encontraron una feroz resistencia. Los vengativos daxcaltecas lucha­ ron con creciente ímpetu y acabaron por saquear e incendiar el pa­ lacio de Cuauhtémoc. Cortés levantó la vista y vio densas columnas de humo alzándose del templo que coronaba la pirámide de Tlatelolco. Era la señal convenida de que las fuerzas de Alvarado habían tomado el gran mercado. Las tropas de Cortés y Alvarado pudieron unir sus fuerzas y lanzar ataques coordinados contra los últimos focos de resistencia. Francisco de Montano, recién llegado de la cima del Popocatépetl, y un soldado apellidado Gutiérrez de Badajoz clavaron la enseña de Cortés en lo alto del templo en señal de que se había obtenido la victoria.16 Los españoles y sus aliados realizaron incursiones parecidas en el transcurso de varios días, durante los cuales los tlaxcaltecas actuaron de manera especialmente despiadada, asesinando indiscriminada­ mente a mujeres y niños pese a las protestas de Cortés. Para disfrutar de una vista panorámica de toda la ciudad, el capitán general subió las gradas de la alta pirámide, y descubrió allí las cabezas decapitadas de muchos de sus hombres — ensartadas en palos y expuestas en tzomptantU— , así como las de numerosos tlaxcaltecas, los enemigos ancestrales de los aztecas. Cortés se situó en el borde de la plataforma para que toda la capital reparara en su presencia, acaso con la espe­ ranza de que, al verlo allí a él en lugar de a Cuauhtémoc o sus sacer­ dotes, los aztecas acabaran por ceder y rendirse (de hecho, ya domi­ naba el 90 por ciento de la ciudad).17 Aun así, el orgulloso y tenaz Cuauhtémoc se negó en redondo a capitular. A pesar de que Cortés parecía tener la situación férreamente controlada, había bolsas de unidades de élite aztecas que seguían luchando; los valientes guerre­ ros águila y jaguar preferían morir antes que rendirse. Para dejar más claro aún que gozaba de ventaja desde el punto de vista tanto táctico como simbólico. Cortés trasladó su cuartel general al distrito de Amaxac, donde ordenó montar una tienda de campaña 330

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de color carmesí en lo alto de una azotea, desde la que podía contro­ lar todo el campo de batalla y dirigir los movimientos de sus tropas.18 El capitán general observó que numerosos enemigos se habían refu­ giado en azoteas adyacentes, en lo alto de edificios de pilares ubica­ dos cerca de la laguna, lo cual impedía o hacía muy difícil que la caballería o la infantería españolas pudieran atacarlos. Pese a todo, estaban un tanto expuestos al fuego de artillería de los bergantines (de hecho, en esta zona había una laguna donde estaban amarradas la mayoría de las canoas aztecas que seguían operativas). A comienzos de agosto, cuando empezaba a estar preocupado por la mengua de las reservas de pólvora y a preguntarse cómo poner fin a un asedio que hacía ya tres meses que duraba, Cortés recibió la visita de un hombre llamado Sotelo, un soldado que había servido en Italia a las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Sotelo afirmó estar familiarizado con la construcción de artilugios bélicos y propuso que se fabricara una catapulta mediante la cual hostigar el último reducto azteca, con el consiguiente ahorro de pólvora. Como a esas alturas Cortés estaba dispuesto a probarlo todo, ordenó a Diego Hernández — un inteligente ingeniero que en Cempoala había diseñado carretones provistos de ruedas y que luego había ayudado a Martín López con los bergantines— que constru­ yera la catapulta.19 Cortés albergaba la esperanza de que el artefacto infundiera tal grado de terror entre los aztecas que estos acabaran sometiéndose. Al cabo de unos pocos días, la catapulta estuvo lista y fue trans­ portada hasta una plataforma de lanzamiento emplazada en lo alto de una pirámide, desde donde se lanzarían los proyectiles a discreción. El invento fue un completo fracaso. Las grandes piedras que los sol­ dados cargaban en la cuchara caían antes de poder ser lanzadas y acababan estrellándose en el suelo, por suerte sin que dañaran a na­ die. Por mucho que lo intentaron, los carpinteros e ingenieros fueron incapaces de hacer que funcionara, y al final Cortés ordenó desman­ telarla y esconderla. Durante la construcción de la catapulta, Cortés y sus capitanes habían amenazado al enemigo diciéndole que esa máquina divina (que los propios aztecas llamaban «cuchara de made­ ra») acabaría con todos ellos. Sin embargo, el capitán general tuvo 331

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que tragarse sus palabras. «Y la falta y defeto del trabuco — confesaría un tanto avergonzado— desimulámosla con que, movidos de com­ pasión, no los queríamos acabar de matar.»20 Durante los cuatro días que duró la construcción de la catapulta, la población azteca continuó sufriendo terribles penalidades a causa del hambre y la deshidratación; fallecía tal cantidad de gente que los cadáveres, apilados dentro de las casas o arrojados a la laguna, im­ pregnaban el aire de un hedor nauseabundo. Mujeres y niños yacían arracimados en las calles, demacrados, exhaustos e incapaces de ofre­ cer resistencia alguna.21 Tampoco los guerreros aztecas eran ya rival para los españoles y sus aliados, mucho mejor alimentados y abaste­ cidos de agua. Cortés afirmó que en dos días de combates mató y encarceló a más de cincuenta mil personas, entre guerreros, mujeres y niños (algo que en la actualidad solo puede ser descrito como un auténtico baño de sangre). Por su parte, los tlaxcaltecas, llevados por una inveterada sed de venganza, asesinaron con tal saña y virulencia que incluso llegó a conmocionar al propio Cortés, quien diría de su máquina de matar aliada: «[Su] crueldad nunca en generación tan recia se vio ni tan fuera de toda orden de naturaleza como en los naturales destas partes».*22 Con todo, no cabe duda de que, a pesar de dichas palabras (que suenan un poco falsas en boca de quien mandó perpetrar la matanza de Cholula), Cortés se benefició de los servicios de esos aliados a los que él calificaba de «salvajes». Cortés trató varias veces de entrevistarse con el emperador az­ teca, que sin duda era consciente de que su imperio tenía los días contados. N o obstante,los encuentros nunca se materializaron. En cier­ ta ocasión se le dijo a Cortés que Cuauhtémoc deseaba hablar con él desde la orilla opuesta de un canal, pero poco antes de la hora con­ venida Cortés recibió la noticia de que el emperador se encontraba demasiado enfermo para acudir a la cita. Asimismo, se concertó otro encuentro en el mercado de Tlatelolco, pero Cortés esperó muchas horas y Cuauhtémoc nunca apareció.23 El capitán general, cansado * Los cronistas españoles coinciden en que se asesinó o capturó a doce mil personas en un solo día y a otras cuarenta mil en el transcurso de otro. La mayoría de esa gente estaba desarmada o provista solamente de piedras.

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I A ÜI.TIMA HATAt.l.A DE I.OS AZTECAS

del largo asedio y de la imposibilidad de reunirse con el emperador, mantuvo un último encuentro con varios emisarios de Cuauhtémoc. Los generales aztecas dieron buena cuenta de la comida que los es­ pañoles les ofrecieron y luego se marcharon con más víveres para su emperador, probablemente un intento por parte de Cortés de tentar al líder de un pueblo al borde de la inanición. Pero Cuauhtémoc siguió negándose a reunirse con Cortés y, en lugar de ello, envió de vuelta a los generales con un exiguo cargamento de prendas de al­ godón. A pesar de la fuerte hambruna, los aztecas evitaron hasta el final comerse la carne de sus paisanos, una práctica reservada tan solo a los rituales religiosos; Bernal Díaz señaló que «no comían las carnes de sus mexicanos, sino eran de los enemigos tlascaltecas y las nuestras que apañaban».24 Los españoles no tuvieron otra opción que continuar con el pi­ llaje a gran escala y con los combates casa por casa, tareas que Cortés encomendó en buena parte a los entusiastas tlaxcaltecas. N o cabe duda de que Cuauhtémoc podía ver que se acercaba el final; solo era cuestión de saber cómo iba a producirse. Al emperador debía de dolerle en lo más profundo ver a su antaño orgulloso pueblo acorra­ lado en el pequeño barrio que los supervivientes ocupaban ahora, un barrio cuyas casas se habían convertido en ruinas humeantes o bien en la última morada de los muertos y los moribundos. El aire empezó a llenarse de un humo color obsidiana cada vez más denso, al tiempo que las calles se llenaban de niños gritando y de mujeres gimiendo que golpeaban con las manos vacías las pocas paredes que quedaban en pie.25 En un último esfuerzo por impedir lo que parecía inevitable, Cuauhtémoc envió a combatir a uno de sus mejores guerreros, al que engalanó con los ropajes del Búho-Quetzal, la armadura y el atuendo ceremonial del antiguo gobernante azteca Ahuitzotl. El guerrero, acompañado de cuatro capitanes, iba armado con lanzas y flechas con puntas de obsidiana. Las brillantes plumas verdes de quet­ zal sobresalían, haciéndolo parecer más grande de lo normal. C on el plumaje reluciente y brillante, se lanzó a la batalla. El guerrero BúhoQuetzal luchó con gran valentía y obligó a retroceder a numerosos enemigos por medio de la intimidación y su poder. Por último, subió 333

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a una azotea, disparó flechas a los invasores y, a continuación, bajó y no se le volvió a ver.26 Según las fuentes aztecas, el 12 de agosto de 1521 por la tarde se produjo un último presagio. Quizá se tratara de la señal que el empe­ rador Moctezuma había estado esperando, llegada demasiado tarde: Y se vino a aparecer una como grande llama. Cuando anocheció, llovía, era cual rocío la lluvia. En este tiempo se mostró aquel fuego. Se dejó ver, apareció cual si viniera del cielo. Era como un remolino; se movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. Iba como echando chispas, cual si restallaran brasas. Unas grandes, otras chicas, otras como leve chispa. Como si un tubo de metal estuviera al fuego, muchos rui­ dos hacía, retumbaba, chisporroteaba. Rodeó la muralla cercana al agua y en Coyonacazco fue a parar. Desde allí fue luego a medio lago, allá fue a terminar. Nadie hizo alarde de miedo, nadie chistó una palabra.27 Se avecinaba la caída del imperio azteca. El remolino de fuego dio en llamarse el «presagio final». Conmocionados y aterrorizados, los aztecas cobraron conciencia de que el enemigo y la propia laguna estaban consumiendo su civilización, tanto en sentido literal como figurado. Todo parecía indicar que los dioses los habían abandonado a su suerte. Cuauhtémoc no tenía intención alguna de ser capturado con vida. A la mañana siguiente, tras consultarlo con sus sacerdotes, tomó la decisión de abandonar la ciudad para evitar una muerte segura.28 Puede que el emperador todavía creyera posible defender su imperio si conseguía sellar una alianza con poblaciones situadas más allá de la laguna, o que incluso se aferrara con fe al oráculo de Huitzilopochtli, que había predicho que los aztecas se salvarían al octogésimo día del asedio (habían transcurrido setenta y cinco desde su inicio). Cuauhtémoc se embarcó en una canoa de guerra junto con Tedepanquetzal, el rey de Tacuba, otro soldado y un barquero. C on el máximo sigilo posible, se alejaron a remo de la devastada y humean­ te capital. En su tienda carmesí en lo alto de una azotea, Cortés había pla­ neado lo que esperaba que fuera el ataque que pusiera punto y final 334

I A Ú IT IM A HATALI.A lili LOS A/.IT.CAS

al asedio. En la operación intervendrían la caballería, la infantería y la flotilla de bergantines, que someterían la ciudad a un bombardeo incesante. Por un lado, las divisiones terrestres, a las órdenes de Alvarado y Olid, arremeterían contra las fuerzas aztecas deTlatelolco que siguieran oponiendo resistencia y las obligarían a replegarse hacia la ri­ bera de la laguna, donde estaban ya concentrados la mayoría de los civi­ les mientras que, por otro, Sandoval comandaría el ataque de los bergantines, que abrirían fuego contra las canoas que trataran de huir y contra la gente apostada en la orilla. Asimismo, Cortés ordenó a sus capitanes y soldados que buscaran a Cuauhtémoc y, si les era posible, lo capturaran con vida, «porque en aquel punto cesaría la guerra».29 Así pues, el 13 de agosto de 1521 — el día de San Hipólito, santo patrón de los caballos— , los españoles lanzaron la ofensiva final con­ tra los últimos focos de resistencia aztecas, reducidos por entonces a unas pocas bolsas de guerreros demacrados. Aunque había alentado personalmente la carnicería por medio de su constante e ingenioso asedio. Cortés no dio crédito a lo que vio al llegar a Tlatelolco. «Los de la cibdad estaban todos encima de los muertos y otros en el agua y otros andaban nadando y otros aho­ gándose en aquel lago donde estaban las canoas, que era grande, era tanta la pena que tenían que no basta juicio a pensar cómo lo podían sufrir.»30 A medida que los españoles se acercaban, mujeres y niños salían en tropel de las casas — en su mayor parte destruidas— y huían presas del pánico y la desesperación. Muchos quedaron atrapados y murieron en medio de la estampida general, mientras que otros in­ tentaron escapar lanzándose a las aguas de la laguna, donde muchos también acabaron ahogándose. En las calles, los hombres y caballos de Cortés se encontraron con tal cantidad de cadáveres que no tu­ vieron más remedio que caminar por encima de ellos. Los bergantines bordearon la ribera de la laguna y se toparon con una flotilla de canoas aztecas, pero como no había más de cincuenta de ellas y mostraron escaso espíritu de combate, los navios españoles lo dejaron correr. Sin embargo, al ver que una de las canoas empren­ día la huida a toda velocidad, uno de los capitanes de la flota de bergantines, García Holguín, ordenó ir en su persecución y que los ballesteros apuntaran con sus armas y abrieran fuego cuando la tu335

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vieran a tiro. Ai ver que los estaban apuntando, los ocupantes de la canoa alzaron las manos y suplicaron a los españoles que no dispara­ ran porque a bordo viajaba Cuauhtéinoc, señor de los aztecas.31 Aunque García Holguín se puso la mar de contento con la cap­ tura, al poco rato llegó Sandoval a bordo de otro bergantín y, escu­ dándose en su rango superior, exigió a Holguín que le entregara el prisionero. Los dos se enzarzaron en una acalorada discusión, hasta que Cortés les ordenó tajantemente que le trajeran de inmediato a Cuauhtémoc; añadió que el emperador debía ser tratado con respeto y dignidad y que no debía sufrir daño alguno. A pesar de los ruegos de los dos capitanes, file Cortés quien se arrogó finalmente el mérito de la captura de Cuauhtémoc, añadiendo así al emperador azteca a su larga lista de trofeos.32 El caudillo español preparó su tienda para el encuentro oficial entre conquistador y conquistado: mandó extender una alfombra carmesí en el suelo de la azotea y preparar varias mesas repletas de manjares opulentos, dignos de un emperador. Cortés se aseguró de que la Malinche estuviera a su lado para traducir la conversación y, a continuación, el rey de los aztecas, con el semblante pálido y ojeroso, fue llevado en presencia del capitán ge­ neral. Bernal Díaz diría de él que «era de muy gentil disposición, así de cuerpo como de facciones, y la cara algo larga y alegre, y los ojos más parecían que cuando miraba que eran con gravedad y halagüe­ ños, y no había falta en ellos». N o obstante, poco alegre estaba mien­ tras permanecía de pie ante su captor, señalando la daga que colgaba de su cintura. «¡Ah, capitán! — dijo, al parecer, Cuauhtémoc— , ya yo he hecho todo mi poder para defender mi reino, y librarlo de vues­ tras manos; y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida, que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos.»33 Por mediación de Aguilar y la Malinche, Cortés realizó algunas promesas vagas y añadió que hubiera preferido que Cuauhtémoc se hubiera rendido antes porque así se habría podido evitar parte de la matanza y de la destrucción de Tenochtitlán. El capitán general le propuso que comiera y descansara y que luego negociaran los térmi­ nos de la rendición de la ciudad. A petición de Cuauhtémoc, Cortés mandó traer la esposa del emperador — la hija menor de Moctezu33 6

I A Úl.TIM A HATAI.I A l)E IO S AZTECAS

nía— y ambos fueron encerrados en la misma habitación y sometidos a una férrea vigilancia.Tras la captura del gobernante azteca, Cortés y la mayoría de sus capitanes abandonaron Tlatelolco y regresaron a sus campamentos, puesto que el hedor de los cadáveres, un efluvio pesti­ lente y miasmático que impregnaba todas las calles, empezaba a cau­ sarles náuseas y dolor de cabeza.34 Era el 13 de agosto de 1521, día de la conquista oficial de la ciudad. La guerra había terminado. En la reunión celebrada al día siguiente, Cortés no dejó pasar mucho tiempo antes de preguntar a Cuauhtémoc por el oro. Si bien al principio el encuentro no estuvo exento de cierto aire formal — al emperador se le permitió engalanarse con vistosas (aunque sucias) plumas de quetzal y acudir a la cita acompañado de los pocos nobles aztecas que seguían con vida— , tras unos breves cumplidos Cortés fue al grano y exigió la entrega del oro que los españoles habían per­ dido durante la Noche Triste así como del resto del tesoro imperial. Cuauhtémoc, que al parecer ya había previsto que el caudillo español le pediría tal cosa, ordenó a varios de sus nobles y sacerdotes que depositaran en el suelo los objetos de valor con los que habían inten­ tado huir en las canoas — había estandartes, brazaletes, cascos y discos de oro— , pero Cortés quedó decepcionado. «¿No más ese es el oro que se guardaba en México? — preguntó— .Tenéis que entregárnos­ lo todo porque lo necesitamos.»35 Cuauhtémoc y sus acompañantes conversaron entre sí unos instantes y dijeron que el resto tal vez se lo había llevado la gente, oculto bajo las camisas de las mujeres, o quizá lo habían arrojado a la laguna. Sin demasiado entusiasmo, le asegura­ ron a Cortés que, en cualquier caso, se encargarían de buscar el oro restante y que, en caso de encontrarlo, se lo entregarían. Humillado, ultrajado y sin haber visto siquiera cumplido su de­ seo de morir, lo único que pidió Cuauhtémoc fue que, teniendo en cuenta las pésimas condiciones en que se encontraba la población de Tenochddán a causa de las enfermedades y la hambruna, los españo­ les permitieran que la gente se marchara de la ciudad y buscara refu­ gio en otras poblaciones de la laguna, donde pudiera recuperarse y sanar. Cortés, consciente de que un éxodo general contribuiría a la indispensable purificación de la metrópolis, accedió a la petición. Se encendieron hogueras y los cadáveres empezaron a ser incinerados; 337

C O N Q U ISTA D O R .

silenciados para siempre los tambores, las caracolas y las flautas, lo único que pudo oírse en toda la ciudad fueron los chasquidos de la madera y el crepitar de las llamas. Demacrados y harapientos, los derrotados habitantes de la capital azteca empezaron a salir de sus escondrijos y, entre sollozos y gemidos, iniciaron la marcha. Según Bernal Díaz del Castillo, «en tres días con sus noches iban todas tres calzadas llenas de indios e indias y muchachos, llenos de bote en bote, que nunca dejaban de salir, y tan flacos y sucios e amarillos e hediondos, que era lástima de los ven).36 Aunque habían recibido la orden de no hostigar o importunar a los infortunados aztecas mientras abandonaban la ciudad, muchos de los soldados españoles, llevados por la codicia, detuvieron a algu­ nos de los que se habían quedado rezagados y los sometieron a un violento registro corporal. Con la esperanza de encontrar pepitas de oro, les revisaron incluso los orificios nasales y las cavidades genitales, pero lo más valioso que hallaron fueron piezas de jade y otras ge­ mas.37 Al final, los soldados y capitanes españoles tuvieron que con­ tentarse con observar compadecidos el paso de la columna de super­ vivientes aztecas — padres cargando a la espalda con niños desnutridos y agonizantes, macilentos guerreros recubiertos de heridas abiertas y moratones.y mujeres famélicas arrastrándose como almas en pena— mientras dejaban atrás su hogar,Tenochtidán. A las mujeres más sanas y atractivas y a los hombres más jóvenes se los apartó del resto, se les marcó la cara con «el hierro del rey*3®y se los esclavizó. Cortés dejó a Juan Rodríguez de Villafúerte al mando de unos trescientos soldados con la misión de supervisar las tareas de limpie­ za de la ciudad y, a continuación, se marchó con el resto de sus hom­ bres a Coyoacán, donde tenía previsto reunirse con las fuerzas pro­ cedentes deTacuba yTepeyac para celebrar con ellas un banquete en conmemoración de la victoria. Desde Villa Rica, adonde poco antes había llegado otro barco español, se enviaron grandes cantidades de vino así como una piara de cerdos. El día de la fiesta se presentó tal cantidad de gente que no hubo sitio suficiente para todo el mundo, y al final solo los capitanes y los soldados más afortunados pudieron sentarse a la mesa. Algunas mujeres españolas llegadas poco antes de Cuba, junto con esclavas nativas y criadas, ayudaron a preparar el 338

I.A ÚI.TIMA HATALLA DE LOS AZTECAS

banquete. Después de setenta y cinco días de combatir sin descanso, los españoles dieron rienda suelta a sus ansias de juerga y se bebieron tantas jarras de vino como pudieron. La improvisada sala donde se celebraba el banquete no tardó en convertirse en un guirigay, con hombres bailando sobre las mesas, peleando y llevándose mujeres a rastras para copular al raso. Según un cronista que estaba presente, «hubo mucho desconcierto, y valiera más que [el banquete] no se hiciera, por muchas cosas no muy buenas que en él acaecieron».39 A la mañana siguiente, Cortés se despertó con una resaca terrible. Tuvo que disculparse ante el padre Olmedo y prometerle que reuni­ ría a los depravados españoles y los obligaría a asistir a misa, en la que tanto él como sus hombres se arrodillarían y rezarían para pedirle perdón a Dios. Mientras contemplaba la neblina anaranjada que per­ manecía suspendida sobre las aguas de la laguna y las columnas de humo que, cual vaporosas serpientes negras, se alzaban de las piras funerarias que ardían en la devastada Tenochtitlán, Cortés debió de preguntarse si existiría en verdad algún ser lo suficientemente mise­ ricordioso como para perdonarles todo lo que habían hecho.

Epílogo

Los rescoldos del incendio Envuelve la niebla los cantos del escudo, sobre la tierra cae lluvia de dardos, con ellos se oscurece el color de todas lasflores, hay truenos en el cielo. Poema azteca. Cantares mexicanos

Tenochtitlán, la antaño esplendorosa cuna de la nación azteca, estuvo ardiendo durante meses. Cortés, siempre atento a los asuntos prácti­ cos y administrativos, sopesó las implicaciones de haber conquistado finalmente la ciudad para la Corona española, para sus hombres y, quizá lo más importante de todo, para él mismo. Debía de sentirse lleno de orgullo por haber llevado a buen puerto una empresa que había empezado unos pocos años antes, empresa en la que no hubo ya vuelta atrás posible desde que ordenara barrenar los barcos frente a la costa de Vera Cruz. Todo debía de parecerle algo así como un sueño vagamente rememorado. Pese a todo, aunque cabe la posibili­ dad de que en su fuero interno se diera a las reflexiones románticas, en las cartas que redactó sobre sus logros militares y políticos Cortés se ciñó a los aspectos más prosaicos de la conquista: «Aquel día de la presión de Guautimucin [Cuauhtémoc] y toma de la cibdad, después de haber recogido el despojo que se pudo haber nos filemos al real, dando gracias a Nuestro Señor por tan señalada merced y tan desea­ da Vitoria como nos había dado».1 La cruda realidad era que el «despojo» al que Cortés aludía, el inmenso tesoro de Moctezuma que había esperado descubrir y por el que el caudillo extremeño había arriesgado su vida y la de sus hombres, había resultado ser mucho menor de lo que habían soñado. 341

EPILOGO

A principios de 1519, mientras se preparaba para la expedición en Cuba, Cortés había atraído a muchos de sus hombres con la prome­ sa de que se enriquecerían, y luego, durante la ardua empresa de conquista, en la que habían menudeado las derrotas y en la que tan­ tos de sus camaradas de armas habían muerto o habían estado a punto de hacerlo, había conseguido mantenerles la moral alta asegu­ rándoles que obtendrían grandes riquezas. Ahora, sin embargo, al ver a sus hombres descontentos y heridos, y presionado por Alderete, el tesorero del rey, Cortés no tuvo otra opción que convocar de nuevo a Cuauhtémoc y exigirle por última vez la entrega de todo el oro. El estoico emperador, despojado ya de toda dignidad, se negó a revelar nada, así que los capitanes ordenaron torturarlo. (No está cla­ ro si Cortés dio personalmente la orden.) Los españoles ataron al emperador de los aztecas a un poste, vertieron aceite sobre sus pies y les prendieron fuego. La carne crepitó y se llenó de ampollas, pero aun así, aunque parece ser que trató de ahorcarse para evitar que si­ guieran torturándolo y ultrajándolo, Cuauhtémoc no soltó prenda. Finalmente, cuando los españoles mandaron traer al rey de Tacuba y lo sometieron al mismo tormento, Cuauhtémoc reveló que los dio­ ses aztecas habían augurado la caída inminente de la ciudad y le ha­ bían ordenado arrojar lo que quedaba del tesoro al fondo de la lagu­ na, donde al enemigo le fuera imposible encontrarlo.2 El rey de Tacuba acabó falleciendo a causa del suplicio, y aunque Cortés orde­ nó poner fin a la tortura de Cuauhtémoc, los pies del emperador quedaron en tan mal estado que quedó cojo de por vida. Unos años después, el caudillo español mandó ahorcarlo de una ceiba bajo la acusación de haber organizado una rebelión y un intento de asesina­ to contra su persona durante la expedición a Honduras de 1523. En esa ocasión se ejecutó también a Cohuanacoah, señor de Texcoco, y aTetlepanquetzal,señor de Tacuba, poniendo así fin a la Triple Alian­ za, el triunvirato formal que había reforzado militarmente al imperio azteca.*3 * En el México actual se venera mucho más a Cuauhtémoc, el último (undé­ cimo) emperador de los aztecas, que a Moctezuma. Cuauhtémoc sigue siendo un héroe nacional, un símbolo de la resistencia, del orgullo y del honor, un líder que

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LOS R E SC O L D O S DEI. IN C E N D IO

Cortés ordenó a un equipo de buceadores que rastreara el fondo de la laguna en busca del tesoro, pero se pudo recuperar muy poco. Asimismo, el capitán general permitió a los aliados daxcaltecas que registraran y saquearan la ciudad para ver si eran capaces de encon­ trar el tesoro. Muchos hallaron pequeñas cantidades de oro, piedras preciosas y mantos adornados con plumas tornasoladas de cola de quetzal. Satisfechos al parecer con el botín reunido, regresaron a sus poblados cargados de historias sobre la derrota infligida a sus enemi­ gos ancestrales (y algunos incluso de miembros amputados de aztecas a los que habían dado muerte).4 Por el contrario, los soldados españoles estaban profundamente insatisfechos con las escasas ganancias que la conquista de Tenochtidán les había reportado. Aunque al buscar entre las ruinas del palacio y en los estanques habían encontrado varios objetos de gran valor (entre ellos un disco de oro parecido al que Moctezuma le había re­ galado a Cortés y este había enviado a España en el primer «barco del tesoro», así como una espléndida cabeza de jade), dichos hallazgos apenas incrementaron el valor del botín colectivo.5 U n profundo des­ contento se apoderó de todos los soldados y oficiales, que esperaron impacientes a que el oro fuera fundido, pesado y distribuido de acuer­ do con las leyes españolas. Además, empezó a circular el rumor (si bien no confirmado) de que Cortés había escondido un inmenso alijo per­ sonal (una habitación literalmente repleta de oro) que, según las malas lenguas, el capitán general tenía previsto reclamar más adelante. Lo cierto es que sí existía una impresionante (y, salvo por el con­ tenido del primer barco del tesoro, sin precedentes) colección de joyas y piedras preciosas, de un tamaño y calidad nunca vistos hasta entonces por los europeos. Según López de Gomara, el secretario de Cortés, el quinto real incluía rodelas de mimbre forradas con pieles de tigres y cubiertas de pluma, con la copa y cerco de oro; muchas perlas, algunas como avellanas ... una esmeralda fina, como la palma, pero cuadrada, y que se remataba en luchó hasta el final. En cambio, el legado de Moctezuma es mucho más complejo, controvertido y enigmático.

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punta como pirámide ... muchos brazaletes, zarcillos, sortijas, bezotes y otras joyas de hombres y de mujeres, y algunos ídolos y cerbatanas de oro y de plata.6 Para deleite y fascinación del rey de España, también se incluye­ ron huesos gigantes descubiertos en Coyoacán así como tres jaguares vivos. Uno de los felinos consiguió escaparse de la jaula durante la travesía en barco y arañó a media docena de hombres antes de saltar por la borda y ahogarse en las aguas del océano; otro jaguar también escapó y tuvo que ser sacrificado para evitar males mayores. Además, aparte del oro incluido en el quinto real, el monarca español recibiría numerosas curiosidades y antigüedades, parecidas a las que habían despertado su curiosidad unos meses atrás, ál recibir el primer carga­ mento. En esa ocasión, en agosto de 1520, había decidido exponer en Bruselas los objetos que Cortés le había mandado desde el Nuevo Mundo. La exposición, organizada en la residencia que el emperador del Sacro Imperio Rom ano Germánico tenía en la ciudad flamenca, suscitó gran admiración entre la aristocracia e incluso entre afama­ dos artistas como Alberto Durero. El pintor alemán, que quedó pro­ fundamente impresionado, diría tiempo después: Vi las cosas que trajeron al rey desde la nueva tierra del oro: un sol todo de oro, de una braza de ancho, igualmente una luna toda de plata, también así de grande, asimismo dos como gabinetes con adornos se­ mejantes, al igual que toda clase de armas que allí se usan, arneses, cerbatanas, armas maravillosas, vestidos extraños, cubiertas de cama y toda clase de cosas maravillosas hechas para el uso de la gente. Estas cosas han sido estimadas en mucho, ya que se calcula su valor en cien mil florines. Y nada he visto a todo lo largo de mi vida que haya ale­ grado tanto mi corazón como estas cosas. En ellas he encontrado obje­ tos maravillosamente artísticos y me he admirado de los sutiles inge­ nios de los hombres de esas tierras extrañas.7 N o cabe duda de que, al elegir los mencionados tesoros como parte del quinto real, Cortés esperaba poder impresionar al rey, que todavía no había sancionado oficialmente la conquista llevada a tér­ mino por el extremeño. Sin embargo, el problema más apremiante al 344

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incendio

que Cortés debía hacer frente era encontrar el modo de contentar a sus hombres, que seguían quejándose y exigiendo que se les entrega­ ra su parte del botín. Aunque el tesoro parecía poseer un valor incalculable, la realidad era muy diferente; del lote sobrante debían descontarse varias parti­ das, empezando por el quinto correspondiente a Cortés. Una vez que el rey y el capitán general hubieron recibido su parte y que se hubo pagado bajo mano a ciertos capitanes — allegados de Cortés— , fue tan poco lo que quedó para ser distribuido entre los soldados que, según se ha calculado, no ascendía a más de ciento sesenta pesos por hombre, una cifra insultante si se tiene en cuenta que en esa época una ballesta o una espada de combate en condiciones costaban entre cincuenta y sesenta pesos. Algunos capitanes, entre ellos Alvarado y Olid, sugirieron que, al tratarse de una suma tan baja, debería destinarse «a los que quedaron mancos y cojos y ciegos y tuertos y sordos, y a otros que se habían quemado con pólvora».* Los soldados pusieron el grito en el cielo y por unos instantes pareció que iba a estallar un motín. Al final, Cortés utilizó los mismos poderes diplomáticos y de persuasión de los que se había valido en ocasiones anteriores para convencer a esos hom­ bres de que lo siguieran hasta el final. Señalando hacia las ruinas de la capital, les recordó que ahora poseían esa tierra, de la que procedía todo el oro que habían estado buscando, y que, por tanto, también controlaban sus minas de oro y plata. Si tenían un poco de paciencia y confiaban tanto en él como en el rey, todos acabarían recibiendo el premio que les correspondía, una parcela de terreno y un contingen­ te de trabajadores. A la postre, como les había prometido — solo era cuestión de tiempo— , todos acabarían sacando tajada. Para mantener contentos y calmados a algunos de sus hombres — sobre todo a los capitanes— , Cortés planeó de inmediato varias expediciones de conquista y colonización, cuyos frutos (si tenían éxito) iban a engrosar las arcas personales de los capitanes (por lo menos eso fue lo que les prometió). Pedro de Alvarado se dirigió a la costa del océano Pacífico, mientras que Cristóbal de Olid, enviado a someter a los díscolos taráscanos, se estableció en el territorio vasallo de Michoacán. A Gonzalo de Sandoval, su fiel capitán. Cortés le en345

K F tU K Í O

comendó la misión de ir a la costa del Golfo y fundar allí una villa cerca de Tuxtepec, al sudeste de Vera Cruz. (Con el paso del tiempo, después de que Cortés se apropiara de vastas explotaciones mineras y de gran número de indígenas para que trabajaran en ellas, el cau­ dillo extremeño se mostró muy generoso con muchos de sus anti­ guos compañeros de armas, sobre todo con aquellos que le habían sido más fieles y le habían merecido mayor confianza: les concedió encomiendas, que permitían disfrutar de tierras, estatus y abundantes riquezas materiales.)*9 Una vez conjurado el peligro de que estallara un motín entre sus tropas, Cortés centró su atención en otros asuntos apremiantes, entre ellos el de la construcción de una nueva ciudad donde, por espacio de casi doscientos años, había estado la gran Tenochtidán. Cortés había visto cumplido su sueño: había conquistado la capital de Méxi­ co — en aquel entonces la ciudad más poblada del mundo— para la Corona española.10 N o obstante, el coste — visible aún en los edifi­ cios en ruinas y en el éxodo de una población derrotada— había sido extraordinariamente elevado. Según los cálculos más precisos, efectuados por los cronistas nadvos en los años inmediatamente pos­ teriores a la conquista, durante el asedio de Tenochtidán murieron más de doscientos mil aztecas y en torno a treinta mil daxcaltecas. Aun en el caso de que solo diéramos crédito a las estimaciones más conservadoras, la batalla por el imperio azteca constituye la más cos­ tosa en vidas humanas de toda la historia.11 Bernal Díaz, que se haría eco de la devastación dejada tras de sí por los españoles, señaló que la noticia no tardó en alcanzar las pro* Al principio Cortés se había opuesto a la encomienda, un sistema de escla­ vitud encubierta en virtud del cual algunos nativos (a veces centenares de ellos) de un territorio recién conquistado eran distribuidos entre ciertos terratenientes (en su mayor pane conquistadores, y, en el caso de México, algunos caciques y nobles indígenas que se habían convertido al cristianismo) para que trabajaran como jor­ naleros en sus tierras. En lugar de pagar en metálico a sus antiguos capitanes, hom­ bres que habían luchado valientemente a su lado, Cortés no tuvo otra alternativa que ofrecerles encomiendas en pago por sus años de servicio. La concesión de la primera de dichas encomiendas tuvo lugar muy poco después de la conquista, en abril de 1522.

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LOS R E SC O L D O S DEL IN C E N D IO

vincias más remotas de México. Gente de todos los rincones de la nación peregrinó hasta Tenochtidán para comprobar por sí misma si era verdad que la capital azteca había sido arrasada por completo. Algunos llegaron con regalos y tributos para Cortés, mientras que otros simplemente «traían consigo a sus hijos pequeños, y les mostra­ ban a México, y como solemos decir: “Aquí fue Troya”».12 Los aztecas reflejaron poéticamente su profundo pesar por la des­ trucción de su ciudad y la desaparición de su imperio: En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia una red de agujeros. Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.13 Además de peregrinos picados por la curiosidad, a Tenochtidán llegaron caciques y delegados de regiones distantes — incluida la po­ derosa provincia de Michoacán— para pagar tributos y someterse al vasallaje español. Fue algo que complació mucho a Cortés, puesto que así podría enviar algunos exploradores a través de esas derras para llegar a «la mar del Sur» (el océano Pacífico), que, considerada la ruta de acceso al Lejano Oriente, según Cortés permiriría «hallar muchas islas ricas de oro y piedras y perlas preciosas y especería ... y descubrir y hallar otros muchos secretos y cosas admirables».14 Aunque sin contar con la bendición legal de la Corona española, Hernán Cortés controlaba ya casi toda Centroamérica, un vasto te­ rritorio que se extendía desde Vera Cruz al este, en la costa del golfo 347

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de México, hasta el océano Pacífico al oeste, y lo que hoy en día es Guatemala al sur, pasando por las junglas y la selva tropical de la «tie­ rra caliente» y por las tierras volcánicas del altiplano.15 El capitán general controlaba Nueva España, es decir, unas posesiones diplomá­ ticas y geográficas mucho más vastas que las de los gobernadores de Cuba, Jamaica y La Española juntas. N o obstante, Cortés debería hacer frente a una nueva amenaza política antes de que pudiera por fin reclamar la posesión legal de esas tierras. Dicha amenaza política llegó al puerto de Vera Cruz en diciem­ bre de 1521 en forma de dos barcos españoles procedentes de La Española, en uno de los cuales viajaba un inspector llamado Cristó­ bal deTapia.Tapia venía en nombre de Juan de Fonseca,el obispo de Burgos, y llevaba consigo documentos redactados en España en vir­ tud de los cuales se le autorizaba a convertirse en el gobernador de Nueva España.Tapia presentó sus cartas y documentos a los capitanes al mando de Vera Cruz, pero estos le indicaron que debía reunirse personalmente con Cortés, que en aquellos momentos se encontra­ ba en la montañosa provincia de Coyoacán. Tapia redactó y envió inmediatamente una carta a Cortés en la que le informaba de que el rey le había nombrado gobernador de Nueva España y en la que solicitaba reunirse con él, ya fuera enVera Cruz o en Coyoacán, don­ de a Cortés le resultara más cómodo. Cortés, cuyos mensajeros le habían informado de la llegada de Tapia mucho antes de que recibiera la carta, ya se había lanzado a una acción política de carácter evasivo. Conocía bien a Cristóbal de Tapia desde que coincidieran en La Española y sabía que debía actuar rápi­ do y con decisión. Enseguida envió a Gonzalo de Sandoval a una pequeña población totonaca situada en la costa de Vera Cruz con la orden de fundar allí una ciudad con sus jueces y representantes y bautizarla Medellín (un bonito detalle, puesto que así se llamaba la población española donde habían nacido tanto Cortés como San­ doval).16 Por su parte, el capitán general fundó oficialmente la muni­ cipalidad de México Ciudad, de la que hizo alcalde y portavoz legal a Pedro de Alvarado. Cortés contaba ahora con representantes minu­ ciosamente elegidos de cuatro municipalidades, incluidas Villa Rica de la Vera Cruz y Segura de la Frontera, fundadas previamente. Res348

OS KESCOIDOS Din INCENDIO

pendiendo con calma y educación a la petición de Tapia de organizar un encuentro. Cortés envió a sus hombres de confianza a Cempoala para que lidiaran con la amenaza política. Dichos representantes eran Cristóbal Corral, portaestandartes y ahora regidor de Segura de la Frontera; Pedro de Alvarado, nuevo magistrado de México capitalTenochtitlán, y Bernardino Vázquez de Tapia, regidor de Villa Rica de la Vera C ruz.'7 Los hombres de Cortés se reunieron con Cristóbal de Tapia el 24 de diciembre de 1521 y ambas partes presentaron sus respectivos documentos. Con gran astucia, Cortés había incluido uno en virtud del cual se consideraba que la llegada de Tapia suponía una amenaza similar a la planteada por Narváez (quien, por cierto, continuaba preso en la costa) y en el que se señalaba que a Cortés no le era posible abandonar la región de la capital por temor a que estallara una rebelión azteca. (Por entonces Tapia no tenía manera de saberlo, pero se trataba de una posibilidad harto remota.) Los miembros de la delegación de Cortés escucharon con atención a Tapia y leyeron concienzudamente la documentación; sin embargo, tras cuatro días de deliberaciones, presentaron un documento formal en el que se le negaba a Tapia toda autoridad en la región y en el que se rebatían las reclamaciones de Diego Velázquez, de Pánfilo de Narváez y del propio Tapia. Le ofrecieron al importuno inspector algunos lingotes de oro por las molestias sufridas (al parecer a cambio de varios caballos, un barco y un puñado de esclavos africanos) y lo invitaron a regresar de inmediato a Santo Domingo. Tapia se lo estuvo pensando unos días y al cabo afirmó encontrarse demasiado enfermo para viajar. Por lo visto, Gonzalo de Sandoval le respondió que, si no se embarcaba enseguida en un buque rumbo a Santo Domingo, se encargaría per­ sonalmente de mandarlo de vuelta a casa en una piragua.18 Cristóbal de Tapia hizo lo que se le pedía sin rechistar. Valiéndose de su pro­ bada astucia, Cortés había neutralizado un nuevo desafío político a su poder en Nueva España. El caudillo extremeño, que se había referido a Tenochtitlán como «la más hermosa cosa del mundo»,19decidió reconstruir la espléndida ciudad que había destruido «porque siempre deseé que esta cibdad se redificase por la grandeza y maravilloso asiento della».20 Había razo349

EI’ll.OCO

nes estratégicas para mantener la capital en el mismo emplazamiento; como Cortés había podido comprobar por sí mismo, la ciudad-isla era fácilmente defendible.Tampoco cabe descartar que, al decidir que se levantaría una ciudad de estilo español justo encima de la antigua maravilla azteca, Cortés tuviera la intención de rematar la conquista en el plano simbólico y erradicar los monumentos aztecas y toda su memoria. La construcción de Ciudad de México empezó en 1522, usando como mano de obra a los pocos aztecas que habían sobrevi­ vido y a los aliados texcocanos. Cortés encargó la planificación de la nueva ciudad al arquitecto Alonso García Bravo y se mudó a la isla para supervisar personalmente el proyecto. Irónicamente, uno de los hijos de Moctezuma que había sobrevivido, don Pedro Moctezuma, administró la reconstrucción de una de las secciones de la ciudad. En las obras de reconstrucción se empleó a centenares de miles de peo­ nes oriundos del valle de México.21 Com o si se propusiera con ello prolongar las injurias y sufri­ mientos padecidos por los aztecas, Cortés mandó construir su pala­ cio — provisto de torres de estilo castellano— directamente encima del que había sido el palacio de Moctezuma. Los arquitectos españo­ les también erigieron iglesias donde antaño se alzaban los grandes templos y pirámides aztecas. Los peones indígenas llegados del valle y de más allá pudieron comprobar por sí mismos la rapidez con que cambió la fisonomía de la antigua Tenochtitlán. Los ordenados cana­ les cayeron en desuso y fueron sustituidos por otros mal emplazados y peor construidos; el suministro de agua salina y dulce, controlado por el ingenioso sistema de diques, languideció, así que las aguas se volvieron salobres y empezaron a exhalar un olor fétido, y el agua de las lagunas también empezó a evaporarse. Por primera vez en sus vidas, los trabajadores nativos usaron útiles provistos de ruedas — ca­ rros, carretillas y poleas— así como animales de carga cuya existencia hasta entonces desconocían.22 Además de estos cambios y transformaciones de tipo básicamen­ te material, la civilización azteca no tardaría en sufrir alteraciones de orden espiritual con la llegada de frailes dominicos y mendicantes (la mayoría procedentes de La Española) encargados de convertir a los nativos al cristianismo, un proceso que empezó en los años inmedia350

I O S K I IS C O I.D O S l)lil. I N C E N D I O

tamente posteriores a la conquista y se prolongó durante más de medio siglo.23 Esta «conversión» se llevó a cabo de manera concien­ zuda y poseyó una vertiente política, puesto que, si bien algunos de los bienintencionados frailes creían estar salvando las almas de los indígenas, lo que en realidad estaban haciendo, ya fuera de forma premeditada o no, era aniquilar todo el sistema cultural y espiritual mexica para facilitar la colonización española de las tierras recién descubiertas (la colonización requería de antemano unificar la zona desde el punto de vista religioso).. En tan solo una generación, casi todos los vestigios de la religión azteca — los templos, ídolos, santua­ rios y pirámides— fueron reducidos a escombros y solo quedó de ellos un vago recuerdo. Algo que quizá fuera más devastador aún para el pensamiento y la cultura religiosa aztecas fue que también se aniquiló a quienes atesoraban el conocimiento, los maestros y sacer­ dotes aztecas.*24 Una vez puesta en marcha la reconstrucción de la ciudad, en mayo de 1522 Cortés concluyó la redacción de la tercera de sus car­ tas al emperador CarlosV. En la misiva no solo relató los pormenores del asedio y posterior conquista de Tenochtitlán, sino que también solicitó a la Corona que ratificara su posición legal en la región, ya que aún no había recibido una respuesta oficial desde España acerca de las actividades que había estado desarrollando en los tres años * No obstante, a pesar de la rápida y categórica desaparición de la religión azteca, la llegada de los frailes tuvo por resultado una importante y maravillosa ironía, puesto que fueron ellos quienes salvaron el náhuad. Dos frailes franciscanos de sólida cultura y formación, Andrés de Olmos y Alonso de Molina, se pasaron decenios trabajando con los mexicas que hablaban náhuad; primero aprendieron su idioma y posteriormente redactaron magníficos (y extensísimos) volúmenes de gramática, pronunciación, expresiones idioniáticas y vocabulario. Un tiempo des­ pués, fray Bernardino de Sahagún y numerosos hablantes de náhuad se dedicaron durante casi cuarenta años a confeccionar un volumen monumental — una enci­ clopedia— que incluyera todos los aspectos concebibles de la vida nahua antes de la conquista. Este texto de carácter archivístico ha dado en llamarse Códice Florenti­ no.Véase James Lockhart, The Nahuas After the Conque»: A Social and Cultural History of the Indians of Central México, Sixteenth Through Eighteenth Cetituries, Stanford, (Calif.), 1992. pp. 5-6. Véase también Ignacio Bemal, en fray Diego Durán, The History of the Indies of Neu>Spaiit, Norman (Okla.), 1994, pp. 565-577. 351

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anteriores. Junto con un barco que llevaba sus cartas y otros docu­ mentos legales, Cortés envió otra nave cargada con los tesoros que había obtenido para España. Además del quinto real, que ascendía a 37.000 pesos en oro, el caudillo extremeño incluyó una amplia va­ riedad de artículos exóticos: animales vivos, intrincadas máscaras con las orejas de oro y los dientes engastados de piedras preciosas, copas y cubiertos de oro.25 Los buques, a bordo de uno de los cuales iba el tesorero del rey, Julián de Alderete, zarparon el 22 de mayo de 1522. Pero los barcos nunca arribaron a costas españolas. En algún pun­ to situado entre las Azores y el cabo de San Vicente, piratas franceses a las órdenes de Jean Florín — los corsarios habían oído hablar de las maravillas procedentes de América a raíz de la exposición organizada en Bruselas en agosto de 1520— atacaron y apresaron las carabelas que transportaban el tesoro y las condujeron directamente a Francia, donde entregaron el botín (que incluía más de 225 kilos de oro en polvo y 320 kilos de perlas) al rey Francisco I. Durante la travesía Alderete murió en circunstancias misteriosas, ya fuera por envenena­ miento o por haber ingerido alimentos en mal estado. Las cartas y documentos de Cortés (entre los que había un detallado inventario del tesoro) llegaron sanos y salvos a España en otro navio, pero, desa­ fortunadamente, eso, papel, fue lo único que Carlos V recibió del se­ gundo tesoro enviado desde América; las riquezas de Tenochtitlán habían acabado en manos del rey francés, su principal enemigo.26 Justo por esa misma época, en mayo o junio de 1522, la Malinche, que permanecía al lado de Cortés y seguía ejerciendo de intér­ prete, dio a luz al niño que había estado gestando durante la última fase de la conquista. Cortés decidió llamarlo Martín, como su abue­ lo.27 La casa palaciega de Coyoacán en la que nació Martín estaba habitada por muchas mujeres. Por supuesto allí vivía la Malinche, su madre, pero Cortés también contaba con una suerte de harén, inte­ grado tanto por nativas como por españolas llegadas poco antes de otros puntos de las Indias. De hecho, desde que se propagara la noti­ cia de la victoria obtenida por Cortés, a tierras mexicanas llegaban regularmente barcos, pero al extremeño le aguardaba una nueva sor­ presa: en agosto de 1522, enviado por Sandoval desde la costa, llegó un mensajero exhausto con la noticia de que, procedente de Cuba, 352

IO S HESCO I DO S DEL IN C E N D IO

acababa de fondear un barco con pasajeros importantes. El más emi­ nente de todos era Catalina Suárez Marcaida de Cortés, la esposa legal del conquistador. Junto con su hermano Juan — que tiempo atrás había combati­ do a las órdenes de Cortés— y su hermana, Catalina fue transporta­ da a través de las montañas y alojada con todos los honores en el palacio de Coyoacán. El encuentro de Cortés con Catalina, a la que hacía tres años que no veía, no fue precisamente agradable, y los pri­ meros días de su estancia, en los que le fueron presentados la Malinche y el pequeño Martín, debieron de resultarle un suplicio a la española. Aun así, parece ser que Catalina reclamó sus derechos con­ yugales, y ella y Cortés vivieron por breve tiempo como marido y mujer.28 Poco después de la llegada de Catalina, Cortés organizó un ban­ quete fastuoso. Por lo visto, en cierto momento de la fiesta Cortés y Catalina se pusieron a discutir a voz en grito y ella se marchó airada a la cama. Cortés entretuvo a sus invitados hasta bastante tarde y luego también se retiró a sus aposentos. Pasado un rato, a altas horas de la noche, el extremeño convocó a dos de sus principales confi­ dentes, Diego de Soto e Isidro Moreno, y les comunicó la terrible noticia. Catalina estaba muerta. Los doctores se presentaron al ins­ tante y, aunque tras examinar el cadáver dijeron haber encontrado moratones alrededor del cuello, acabaron determinando que Catali­ na había fallecido de un ataque de asma y de una dolencia cardíaca que quizá habían sido causados por la altitud y el estrés. Hubo personas, entre otras las criadas de Catalina, que acusaron a Cortés de haber estrangulado a su mujer en un ataque de ira. Cor­ tés (y sus defensores no pusieron en duda sus palabras) afirmó que había muerto por causas naturales y que las marcas en torno al cuello eran el resultado de sus esfuerzos por reanimarla tras el ataque. Aun­ que a Cortés no lo acusaron formalmente de haber cometido el crimen, le interpusieron infinidad de demandas civiles, y un siglo después sus descendientes seguían pagando compensaciones econó­ micas por daños y peijuicios a los de Catalina. A la postre, el trágico y desagradable episodio, objeto durante un tiempo de rumores y especulaciones, acabó cayendo en el olvido.29 353

F.PÍI.OOO

A finales del año siguiente, en septiembre de 1523, Cortés por fin recibió documentos de la Corona, firmados por el rey, en virtud de los cuales se le nombraba oficialmente capitán general de México, «distribuidor» y justicia mayor de Nueva España. Aunque Cortés había estado ejerciendo dichos cargos desde su llegada a tierras mexi­ canas, la sanción real le llenó de alborozo y apenas pudo contener la emoción cuando envió una carta de respuesta al monarca español: «Cien mili veces los reales pies de Vuestra Cesárea Majestad beso».30 Puede que ese fuera el mom ento más importante de su vida, ya que, si bien tiempo después se le concedió el título de marqués del Valle de Oaxaca y recibió vastas extensiones de tierra, la burocracia y los problemas jurídicos lo atormentarían durante el resto de su vida y, a la postre, se le prohibiría gobernar la nación que tanto él como sus compañeros de armas y aliados indígenas habían conquistado. Cortés se pasó la mayor parte de sus últimos años de vida — que repartió entre las fincas y palacios que poseía en México y España— batallan­ do en los juzgados a causa de los juicios de residencia.31 Aunque Hernán Cortés amasó una fortuna enorme, nunca per­ dió su espíritu aventurero. En 1536 descubrió la península de la Baja California y exploró el Golfo (bautizado posteriormente como «mar de Cortés») que separa dicho istmo del territorio continental mexi­ cano, y si bien sus intentos posteriores de conquistar Honduras y Guatemala se saldaron con un fracaso estrepitoso — al igual que la desastrosa expedición que en 1541 acaudilló contra Argel— , en Es­ paña se le recibió como un auténtico héroe y se le concedió el ape­ lativo de «el gran conquistador», aquel con el que todos los demás debían ser comparados. Se le concedieron numerosos honores e in­ cluso se le propuso ser armado caballero, ofrecimiento que acabó rechazando pese a habérselo ganado a pulso. La conquista de México llevada a cabo por Cortés le reportó al imperio español la mayor cantidad de tierras y riquezas obtenidas jamás por una única persona. Según Voltaire, Cortés, consciente de ello, en una ocasión le espetó al rey, que no reconocía sus méritos: «Soy el que os ha dado más reinos que ciudades os dejaron vuestros padres».32 A pesar de la parte de verdad que contenía la bravata, los últimos años de Cortés transcurrieron envueltos en una oscuridad relativa. 354

LOS K ESCO LO O S O El IN C E N D IO

Cuando planeaba regresar de nuevo a México, cayó enfermo, redac­ tó rápidamente su última voluntad y su testamento, se confesó con un cura y falleció el 2 de diciembre de 1547, a la edad de sesenta y dos años. Hernán Cortés dejó tras de sí un legado notable, desde numero­ sos descendientes hasta infinidad de leyendas, una mitología entera. Como su más ilustre enemigo Moctezuma, sigue siendo un persona­ je enigmático e incomprendido, a veces venerado, otras vilipendiado y siempre objeto de controversia. Mucha gente afirma que, en caso de que Cortés no hubiera conquistado México, lo habría hecho otra persona, algo que, teniendo en cuenta los efectos devastadores de la viruela sobre la población indígena, probablemente sea cierto. Sin embargo, el argumento pasa por alto lo más importante, que Hernán Cortés conquistó México. Otros antes que él lo intentaron y no lo consiguieron; la mayoría apenas se adentraron en territorio mexica­ no y muchos no escaparon de allí con vida. Durante el período en que tuvo lugar la expedición de Cortés, en 1519-1521, confluyeron una serie de circunstancias.Visto desde la perspectiva que ofrece el paso de los siglos, dicha confluencia resulta ciertamente increíble. Así, no cabe duda de que Cortés no hubiera podido alzarse con la victoria en caso de no contar con la valiente ayuda de centenares de miles de guerreros, porteadores, cocineros y trabajadores aliados, y si la viruela no hubiera diezmado a las fuerzas de combate aztecas, estas quizá habrían sido capaces de repeler a los invasores. Pese a todo, a la postre fue Cortés, un jugador consumado, quien apostó el todo por el todo y ganó. Fue Cortés quien ordenó barrenar los barcos de su flota para que sus hombres no tuvieran otra opción que cruzar las montañas y los humeantes volcanes y dirigirse hacia el corazón del imperio gobernado por Moctezuma. Fue Cortés quien se vahó de la astucia, la bravuconería, la desinformación y las manio­ bras políticas para contar con el apoyo de los ejércitos indígenas necesarios para marchar sobre la capital azteca. Fue Cortés quien mandó encarcelar a Moctezuma y quien se dio cuenta que la mágica Tenochtitlán solo podía tomarse por medios marítimos. Fue Cortés quien tuvo la idea de construir los bergantines. Fue Cortés quien 355

EPÍLOGO

aprendió cómo delegar el poder y la autoridad en capitanes meticu­ losamente escogidos y quien ejerció dicho poder con la fuerza del acero toledano.Y fue Cortés quien, contra viento y marea, se convir­ tió en el jefe supremo de las fuerzas aliadas y enfrentó a indigenas contra indígenas en lo que constituyó una guerra civil. Durante casi tres años actuó por cuenta propia en una tierra extranjera, sin contar en absoluto con la aprobación o la justificación de las autoridades españolas, ya se tratara de las radicadas en las Indias o de las peninsu­ lares. En efecto, Cortés era un personaje indómito, un rebelde, un pirata. Nunca dejará de echársele en cara su laxitud moral: era mani­ pulador, embustero y ególatra. A su manera era un bárbaro, y no dudaba en utilizar su fe religiosa y sus convicciones para justificar brutalidades, incluidas la tortura, la ejecución, las matanzas sin provo­ cación previa, la esclavización y la práctica de herrar a los nativos sometidos. Aun así, su genio militar, táctico y político sigue siendo innegable. Hernán Cortés también dejó tras de sí cuantiosas riquezas mate­ riales y numerosos hijos, entre estos últimos Martin Cortés, el pri­ mer vástago de la conquista. La madre de Martín, la Malinche — o doña Marina, como la llamaban los españoles— , había permanecido junto a Cortés desde el momento en que un cacique tabascano se la regalara al caudillo ex­ tremeño en 1519, al principio de la expedición, y habia seguido a su lado durante el asedio y caída de Tenochtitlán y en los años posterio­ res. Como intérprete, guía y amante, la Malinche alcanzó un estatus sin precedentes entre las mujeres indigenas de su tiempo, hasta el punto de que algunos nativos la consideraban una diosa. Permaneció junto a Cortés tras la muerte prematura de su esposa, Catalina, y lo acompañó como intérprete personal y mediadora en la malhadada expedición a Honduras de 1524, un viaje que estuvo marcado por las privaciones, las enfermedades, los motines y la muerte de todos los expedicionarios salvo un centenar. Durante la ardua campaña, de dos años de duración, Cortés le pidió a la Malinche que se casara con Juan Jaramillo, un soldado que había servido decorosamente como uno de los capitanes de bergantín durante el sitio de Tenochtitlán. Según se dice, la boda tuvo lugar bajo la larga sombra del imponente volcán 356

LOS R E SC O L D O S DEL IN C E N D IO

Orizaba. En el transcurso de la expedición, la Malinche también tuvo ocasión de reunirse por un tiempo con su madre, la mujer que en su juventud la había vendido como esclava.33 Hasta que Cortés volvió por última vez a España, la Malinche continuó siendo su intérprete de mayor confianza y la madre de su primer hijo reconocido. (Martín acabó legitimado en virtud de un decreto papal y fue armado caballero.) Puede decirse que Cortés y la Malinche engendraron al primer mestizo,34 al primer mexicano de ascendencia europea. Muchos de los mexicanos actuales — una salu­ dable mezcla de sentimientos encontrados— consideran a Cortés y la Malinche los padres del México moderno, símbolos del nuevo orden y del nuevo pueblo que surgieron de las cenizas de la civiliza­ ción azteca.

A p én d ice A

Figuras relevantes de la conquista

Agilitar, Jerónimo de (1489-1531?): Tras naufragar en 1511 durante la expe­ dición de Córdoba, Aguilar vivió como esclavo entre los mayas del Yucatán, hasta que fue descubierto y rescatado por Hernán Cortés en 1519. Poste­ riormente ejerció de intérprete para Cortés y colaboró con la Malinche cuando esta se integró en la expedición. Ahuitzoíl («Mamífero acuático», «Nutria»): Octavo rey azteca, reinó entre 1486 y 1502. Alvarado, Pedro de (1485-1541): Participó en la segunda (Grijalva, 1518) y tercera (Cortés, 1519) expediciones a México. Impetuoso y temperamental, como capitán Alvarado desempeñó un papel muy destacado en la conquis­ ta al dirigir la controvertida matanza perpetrada durante la fiesta deTóxcad. Conocido por su barba y su pelo pelirrojos, los tlaxcaltecas le pusieron por apodo Tonatiuh (Sol). Axayácatl («Cara de agua»): Sexto rey azteca, reinó entre 1468 y 1481. Padre de Moctezuma Xocoyotl, o Moctezuma el Joven (Moctezuma II). Barba, Pedro: Amigo de confianza de Cortés que llegó a México a bordo de un navio de aprovisionamiento de Narváez. Se convirtió en capitán y jefe de los ballesteros durante la conquista. Falleció a consecuencia de las heri­ das recibidas durante el asedio de Tenochtitlán. Carama: Rey de Texcoco y sobrino de Moctezuma II (Moctezuma Xocoyod). Encarcelado por Cortés en 1520, fue asesinado por los capitanes españoles durante el asedio al que los aztecas sometieron al palacio de Axayácad. Carlos ¡ (1500-1558): Rey de España (1516-1556) y emperador —Car­ los V— del Sacro Imperio Romano Germánico (1519-1556). Fue a él a 359

APÉNIMCKA

quien Cortés escribió sus cinco famosas Cartas de relación, en las que expli­ caba y justificaba sus acciones durante la conquista de México. Coanacoch: Hermano de Ixdilxóchitl. Devino rey deTexcoco tras la muerte de Cacama y lideró la insurgencia contra Cortés y los españoles. Cortés, Hernán (1485-1547): Considerado el Gran Conquistador por anto­ nomasia, Cortés nació en la ciudad extremeña de Medellín, en el seno de una familia de la baja nobleza. Se trasladó a La Española en 1504 y, junto con Diego de Velázquez, conquistó Cuba en 1511. En 1519 lideró la terce­ ra expedición a México, conduciendo sus tropas (y las de sus aliados indí­ genas) desde la costa del Golfo hasta el valle de México. La expedición desembocó en la conquista de México. Cuauhtémoc («Águila que desciende», muerto en 1525): Hijo de Ahuitzod, último (undécimo) rey azteca (1520-1521). Considerado un símbolo de orgullo y de resistencia en el México moderno, un héroe nacional, en 1525 Cortés mandó ahorcarlo por haber conspirado presuntamente contra el capitán general. Cuitláhuac («Excremento», muerto en 1520): Décimo rey de los aztecas, hijo de Axayácatl y hermano de Moctezuma II. Sucedió a Moctezuma II tras su fallecimiento y solo reinó ocho días antes de morir de viruela. Díaz del Castillo, Bernal (1495-1583): Conquistador y cronista, formó parte de las tres expediciones a México (Córdoba, 1517;Grijalva, 1518, y Cortés, 1519) y afirmaba haber participado en 119 batallas. Empezó a escribir His­ toria verdadera de la conquista de Nueva España en 1568, a los setenta y tres años de edad. Escalante, Juan de: Participó en la expedición de 1519, en la que estuvo al mando de la guarnición de Villa Rica durante la marcha que Cortés y sus tropas emprendieron hacia el valle de México. Grijalvajuan de (1489?-1527): Sobrino de Diego de Velázquez, participó en la conquista de Cuba en 1511 y, posteriormente, lideró la segunda expedi­ ción a México (1518). Hernández de Córdoba, Francisco (muerto en 1517): Capitaneó la primera expedición a México (bajo los auspicios de Diego de Velázquez, goberna360

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de i.a c:o n q u ista

dor de Cuba) y «descubrió» Yucatán. Sufrió heridas mortales durante los combates en Champoton y falleció tras regresar a Cuba en 1517, creyendo todavía que México era una isla. Ixtlilxóchilh Bullicioso enemigo político de Cacama que se convirtió en un aliado destacado de Cortés y ascendió al trono de Texcoco. Comandó el ejército aliado texcocano que participó junto a Cortés en el asedio y la batalla de Tenochtitlán en 1521. Malinche (bautizada doña Marina por los españoles): Era una esclava bilin­ güe (hablaba náhuatl y maya) que los tabascanos le dieron a Cortés en Potonchán. Se convirtió en la principal intérprete del conquistador y, después, en su amante y la madre de su hijo Martín. Acompañando a Cortés en el curso de toda la conquista, la Malinche tradujo e interpretó todas las nego­ ciaciones diplomáticas y políticas importantes, incluida la histórica conver­ sación que Cortés y Moctezuma mantuvieron por primera vez. Moctezuma Xocoyotl (Moctezuma el Joven, 1468?-1520): Hijo de Axayácad y noveno rey de los aztecas (1502-1520), en el cénit del imperio azteca. Permaneció cautivo de Cortés durante muchos meses en 1519-1520 y, fi­ nalmente, falleció en 1520 (a causa de las heridas recibidas por su propia gente, o bien asesinado por los capitanes españoles). Narváez, Panfilo de (1480?-1528): Capitaneó la fracasada expedición envia­ da por Diego de Velázquez, el gobernador de Cuba, con el objetivo de capturar a Cortés y llevarlo de vuelta a Cuba. Llegó a la costa este de Méxi­ co en abril de 1520, con un nutrido contingente de hombres, caballos y armas. Cortés abandonó Tenochtitlán en mayo, se dirigió a la costa y derro­ tó rápidamente a Narváez en una batalla desigual librada el 28 de mayo. Durante los combates, Narváez quedó ciego de un ojo. Posteriormente, en 1528, comandó una expedición desastrosa a Florida en la que él y otros cuatrocientos españoles resultaron muertos. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, uno de los pocos supervivientes, narró tiempo después el funesto viaje. Olid, Cristóbal de: Conquistador y capitán a las órdenes de Cortés durante la tercera expedición a México, 1519-1521. Estuvo al mando de uno de los tres ejércitos principales durante el asedio y la batalla de Tenochtitlán en 1521. Participó asimismo en la expedición a Honduras de 1524 y fue eje­ cutado por rebelde en 1525.

361

APÉNDICE A

Sandoval, Gonzalo de: Conquistador y capitán de confianza de Cortés du­ rante la conquista de México, 1519-1521. Estuvo al frente de uno de los tres ejércitos principales durante el asedio y la batalla de Tenochtitlán en 1521.Tras la conquista, Sandoval fundó pueblos, sofocó rebeliones y fue un confidente de Cortés hasta sus últimos días. Velázquez de Cuéllar, Diego de (1465-1524): Primer patrocinador de Hernán Cortés y, posteriormente, su principal quebradero de cabeza. Navegó con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo en 1493. En 1511, junto con Cortés, conquistó la isla de Cuba y se convirtió en gobernador. Auspició y ayudó a financiar las tres primeras expediciones a México (Cór­ doba, 1517; Grijalva, 1518, y Cortés, 1519), así como la desastrosa expe­ dición de Narváez de 1520, con la que esperaba capturar y arrestar a Cortés.

A p én d ice B

Breve cronología de la conquista

1300 Los mexicas (o aztecas) se asientan en Anahuac, el valle de México. 1325 Fundación de Tenochtidán, la capital civil, religiosa y tributaria del imperio azteca. 1492 Cristóbal Colón llega al Nuevo Mundo, a las islas del Caribe. 1493 El papa Alejandro VI promulga la primera bula papal garantizando a España el dominio de todas las tierras, descubiertas o por descu­ brir, del Nuevo Mundo. 1502 Moctezuma 11 se convierte en tlatoani («el que habla»), noveno rey de los aztecas y gobernante supremo de Tenochtidán y del vasto imperio azteca. 1511-1514 Los españoles conquistan Cuba. Diego de Velázquez se con­ vierte en el primer gobernador de Cuba y empieza sus planes de expansión, incluidas expediciones hacia el oeste lanzadas desde Cuba. 1517 Córdoba organiza una expedición a México. Desembarca en Yuca­ tán, es atacado en Campeche, resulta herido y regresa a Cuba, don­ de fallece. 1518 Grijalva organiza una segunda expedición a México. Desembarca en Cozumel y después en pequeñas islas tiente a la costa de Veracruz, donde descubre pirámides e indicios de sacrificios humanos. Bautiza el lugar como Isla de los Sacrificios. 1519 Hernán Cortés organiza una tercera expedición a México. 21 de abril Los españoles desembarcan en San Juan de Ulúa. 3 dejunio Llegan a Cempoala; Cortés funda el asentamiento de Villa Rica de la Vera Cruz. 26 dejulio Cortés envía a España un barco con un tesoro y una carta destinados al rey; solicita a la Corona que otorgue a sus dominios el estatus de colonia independiente. 16 de agosto Cortés abandona Cempoala y se dirige al oeste, hacia el valle de México. 2-20 de sept. Los españoles se enfrentan a los tlaxcaltecas. 363

APÉNDICE H

23 de sept. 10-25 de oct. 8 de nov. 14 de nov. 1520 20 de abril

Mayo

27-28 de mayo

24 dejunio

24-29 dejunio

29 dejunio 30 dejunio

2-10 dejulio

11 dejulio 15 de sept.

Cortés y sus fuerzas entran en la ciudad de Tlaxcala. Cortés y sus fuerzas entran en Cholula y perpetran una matanza. Cortés entra enTenochtitlán, donde mantiene su pri­ mer e histórico encuentro con Moctezuma. Cortés ordena a su guardia que arreste y recluya a Moctezuma. Diego deVelázquez envía una expedición de castigo al mando de Panfilo de Narváez con la misión de apresar y encarcelar a Cortés; desembarca en Vera Cruz. Car­ los V recibe una petición por parte de Cortés. Cortés abandona Tenochtitlán para enfrentarse a Nar­ váez. Pedro de Alvarado y los soldados españoles asesinan a miles de nobles aztecas durante la fiesta de Tóxcatl. Cortés llega al campamento de Narváez en Cempoala, lanza un ataque al amparo de la noche y derro­ ta a Narváez, que queda tuerto en un lance de la batalla. Cortés y sus hombres, incluidos la mayoría de los efec­ tivos, caballos y armas llegados con Narváez, regresan a Tenochtitlán. Los españoles son sometidos a asedio enTenochtitlán. Los aztecas los acorralan en el palacio de Axayácatl. En una serie de reuniones secretas, se elige a Cuitláhuac para reemplazar al encarcelado Moctezuma II como tlatoani y emperador azteca. Fallece Moctezuma, probablemente por el impacto de piedras lanzadas por su propio pueblo. La Noche Triste. Cortés y los españoles abandonan Tenochtitlán por la noche. Centenares de ellos mue­ ren durante los combates y se pierde buena parte del tesoro capturado a Moctezuma. Los españoles se retiran hacia Tlaxcala y libran la bata­ lla de Otumba. Cortés resulta gravemente herido (se fractura el cráneo y pierde dos dedos). Los españoles llegan a Tlaxcala, donde son bien recibi­ dos y se establecen allí bajo su protección. Cuitláhuac se convierte oficialmente en el décimo rey azteca. 364

HREVE CK.ON OI.O OÍA IJE l-A CO N Q U ISTA

Oct.-dic. 4 de dic. 28 de dic. 1521 Febrero

Una epidemia de viruela, la «gran lepra», asólaTenochtidán y el valle de México. Cuidáhuac fallece de viruela, tras haber reinado ape­ nas ocho dias. Cortés emprende la reconquista de Tenochritlán. Se inicia el proyecto para construir bergandnes.

Cuauhtémoc se convierte en tlatoani, regente de Tenochütlán, el undécimo (y último) rey azteca. Cortés llega a Texcoco. La construcción de los ber­ 18 defebrero gandnes y del canal está en una fase muy avanzada. Cortés bota oficialmente los bergantines en la laguna 28 de abril de Texcoco. Empieza la batalla y el asedio de Tenochtitlán. Cortés 22 de mayo dirige un ataque naval y anfibio por tres flancos, con los capitanes Sandoval.Alvarado y Olid como jefes de las fuerzas terrestres. Finales de mayo Los españoles destruyen el acueducto de Chapultepec, cortando así el suministro de agua potable de la ciu­ dad. Los españoles sufren numerosas bajas. Más de setenta 30 dejunioprincipios dejulio de ellos son capturados y sacrificados en vida en los templos aztecas. Cuauhtémoc advierte de que en ocho días no quedará 1 de agosto un solo español con vida. Los españoles se abren paso por la fuerza de las armas hasta el mercado deTlatelolco. Se captura a Cuauhtémoc mientras intenta escapar de 13 de agosto la ciudad a bordo de una canoa y es llevado en presen­ cia de Cortés, ante quien se rinde oficialmente antes de pedir que lo maten. Los aztecas se rinden y el ase­ dio y la batalla de Tenochtitlán concluyen. Los aztecas han sido conquistados.

Apéndice C

Nota sobre la pronunciación del náhuatl

Casi tocias las palabras del náhuad son llanas, acentuadas en la penúldma sílaba. Las vocales siguen los sonidos usuales del castellano: a, e, i, o y u. La le­ tra m, cuando antecede a a, e, i o o, se pronuncia como gu. Las consonantes se pronuncian de forma semejante al castellano, salvo en los siguientes casos: La x y la ch suenan más suave, como sh. La z suena como la s castellana. La ll constituye un solo sonido, como en la palabra atlas. Un ejemplo en náhuad sería atlatl. La ts y la tz constituyen también un solo sonido.

Apéndice D

Principales deidades del panteón azteca1

D eidades

de guerra , sacrificio , muerte y sangre

Las deidades de este grupo requerían sangre humana para vivir y para per­ petuar la existencia de la Tierra y del Sol. Las deidades recibían dicha sangre a través del autosacrificio (sacrificios personales consistentes en cortarse y perforarse la piel mediante navajas de obsidiana o espinas de cactus), o bien a través de sacrificios de prisioneros, en su mayor parte capturados en el transcurso de las batallas. Huitzilopochtli «Colibrí del sur»: Dios de la guerra, el sacrificio y el sol. Pa­ trón de los aztecas mexicas. Mictlantecuhtli «Señor de Micdán, Lugar de la Muerte»; Dios del inframundo, la muerte y la oscuridad. Mixcoatl «Serpiente de las nubes»: Dios del sacrificio, la caza y la guerra. Tonatiuh «El que siempre brilla»; Dios del sol.

D eidades

de la crea ción , la creatividad y el paternalismo d iv in o

Las deidades de este grupo están vinculadas a los orígenes y la creación del mundo así como a las fuentes de la vida. Ometeotl «Dios doble»: Originador y creador-progenitor de los dioses. Tezcatlipoca «Espejo que humea»: Dios de poder omnipotente (a veces se trata de un poder malévolo). Patrón de los reyes. Xiuhtecuhtli «Señor de turquesa»: Dios del fuego celeste. 367

APEN DICE 1)

D eidades

de la lluvia y de la fertilidad agrícola

Los dioses de la fertilidad y de la lluvia eran los más venerados de todos, reverenciados tanto por los sacerdotes como por el pueblo llano. Centeotl «Dios del maíz»: Dios del maíz y de sus cosechas. Ometochtli «Dos-conejo»: Dios del pulque, el maguey y la fertilidad. Teteoninnan «Madre de los dioses»: Diosa de la tierra y de la fertilidad. Patrona de los sanadores, las parteras y el nacimiento. Xipe Tótec «Nuestro señor con la piel desollada». Dios de la fertilidad agrí­ cola. Patrón de los orfebres.

O tras

deidades

Quetzalcóatl «Quetzal-serpiente emplumada», «Serpiente con plumas»; Dios de la creación, la fertilidad y el viento. Patrón de los sacerdotes. YacatecuhtH «Señor de la nariz»: Dios del comercio, patrón de los comer­ ciantes.

Apéndice E

Los reyes aztecas1 Acamapichtli («Puño de caña»): Reinó en 1372-1391. Fundador de la fami­ lia real azteca. Huitzilihuitl («Pluma de colibrí»): Reinó en 1391-1415. Hijo de Acamapichdi. Chimalpopoca («Escudo humeante»): Reinó en 1415-1426. Hijo de Huitzilíhuitl. ¡tzcóatl («Serpiente de obsidiana»): Reinó en 1426-1440. Hijo de Acamapichdi. Moctezuma I Ilhuicamina («Señor colérico», «Atraviesa el cielo con una fle­ cha»): Reinó en 1440-1468. Hijo de Huitzilihuitl. Axayácatl («Máscara de agua» o «Cara de agua»): Reinó en 1468-1481. Hijo de Moctezuma I. Tízoc («el Sangrante»): Reinó en 1481-1486. Hermano de Axayácad. Ahuilzotl («Animal de agua»): Reinó en 1486-1502. Hermano de Tízoc. Moctezuma Xocoyotl (o Xocoyotzin), Moctezuma II («Severo como un señor», «el Joven*): Reinó en 1502-1520. Hijo de Axayácad. Biznieto de Moc­ tezuma I. Cuitláhuac («Excremento»): Reinó solo ocho días en 1520. Hermano de Moctezuma II. Cuauhtémoc («Desciende como un águila»): Reinó en 1520-1521. Hijo de Ahuitzotl.

Notas

I n tr o d u cc ió n

1. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 36. 2. Sobre los primeros años de la vida de Hernán Cortés (etapa sobre la que existe mucha menos información que sobre su vida adulta) véanse López de Gomara, México, pp. 35-38; Hernán Cortés, Letters /rom México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, pp. xxxix-xliii [original: Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993];William H. Prescott, History of the Conquest oj México, Nueva York, 2001, pp. 170-173 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004], y Dennis Wepman, Hernán Cortés, Nueva York, 1986, pp. 13-21. 3. Para profundizar en la educación y la vida de Moctezuma como emperador, véase la excelente obra de C. A. Burland Montezuma: Lord of the Aztecs, Nueva York, 1973, pp. 41-61 y 83-143. También resulta útil Peter G. Tsouras, Montezuma: Warlord of the Aztecs, Washington D. C., 2005, pp. 3-33. Susan D. Gillespie,en TheAztec Kings.The Construction of Rulership in Méxi­ co History, Tucson, 1989, ofrece una panorámica fascinante acerca del fun­ cionamiento y la estructura organizativa del gobierno azteca. Véase tam­ bién Maurice Collis, Cortés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 40-52. Sobre la compleja cosmovisión de los aztecas, véase David Carrasco y Eduardo Matos Moctezuma, Moctezuma’s México: Visions of the Aztec World, Boulder, 2003, pp. 3-38. Asimismo, véase Jane S. Day, Aztec: The World of Moctezuma, Denver, 1992, pp. 41-56. 4. La autodivinización, el aspecto y el comportamiento de Moctezu­ ma son analizados en R. C. Padden, The Hummingbird and the Hau/k, Columbus, Ohio, 1967, pp. 80-82 y 165. 5. Con frecuencia, las ciudades de Texcoco y Tacuba se denominan también Tetzcoco y Tlacopán. Para un análisis en profundidad de la Triple Alianza, véase Pedro Carrasco, The Tenochca Empire of Ancient México: The Triple Alliance ofTenochtitlán, Tetzcoco, andTlacopan, Norman (Okla.), 1999. 371

NOTAS DE LAS l'A liIN A S 20 A 25

6. Tzvetan Todorov, The Conquest of America, Nueva York, 1984, p. 4 [hay trad. cast.: La conquista de América: el problema del otro. Siglo XXI, Méxi­ co, 2000,11.1 ed.]. 7. Cortés, Cartas de relación, pp. 421 -424 (y Lettersjrom México, p. 491 n). Esta elevada cifra de más de doscientos mil incluye los muertos por viruela. En Montezuma, Burland señala que «fallecieron un cuarto de millón de aztecas» (pp. 249-251). John Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistador: The Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, p. 150,y Charles C.Mann, 1491: New Revelations of the Americas Before Columbus, Nueva York, 2005, p. 129 [hay trad. cast.: 1491: una nueva historia de las Américas antes de Colón, Taurus, Madrid, 2006], citan una cifra más conservadora de muertos (cien mil) durante el asedio. 8. Richard Townsend, The Aztecs, Londres, 1992, p. 208.

1 . La partida hacia N ueva E spaña Y EL AFORTUNADO REGALO DEL IDIOMA

1. Sobre la llegada a Cozumel, véanse Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 119-124, y Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970,pp. 137-140. Véanse también William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nue­ va York, 2001, pp. 194-197 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 158-164 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007); Richard Lee Marks, Cortés.The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, pp. 40-44 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005]. 2. Citado en Thomas, Conquest, p. 158; Díaz del Castillo, Historia verda­ dera, p. 138. 3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 138. 4. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin, 1956, pp. 17-21; Prescott, History, p. 191; Marks, Cortés, p. 42. 5. La exhibición militar es descrita en Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 49-56; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 138-139; y Marks, Cortés, pp. 41-42. Sobre el arma­ mento y las armaduras españolas, véase John Pohl y Charles M. Robin­ son III, Aztecs and Conquistador: The Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, pp. 33-50. 37 2

NOTAS DE LAS HACINAS 26 A 34

6. López de Gomara, México, pp. 55-56. 7. Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La con­ quista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 67. Véanse también Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 141-142; Prescott, History, p. 195;Thomas, Conquest, p. 159; Marks, Cortés, p. 43. 8. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 141; véase también López de Gomara, México, pp. 55-61. 9. El episodio es descrito por Cortés, Cartas, p. 125; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 141; López de Gomara, México, pp. 55-56; Tapia, Rela­ ción, p. 70; Prescott, History, pp. 197-198; Thomas, Conquest, pp. 159-160; Marks, Cortés, pp. 43-44. 10. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 142. 11. Ibid., p. 139. 12. Tapia, Relación, p. 68; López de Gomara, México, p. 58; Cortés, Car­ tas, p. 124; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 143-144. 13. La asombrosa epopeya de Aguilar y Guerrero la relatan, cada uno a su manera, Cortés, Cartas, pp. 124 y 126 (y Letters frotn México, p. 453n, una larga nota de Anthony Pagden); López de Gomara, México, pp. 55-60; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 144-145; Peter O. Koch, A 2 tees, Conquis­ tador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, pp. 28-31; Hammond Innes, The Conquistador, Nueva York, 1969, pp. 50-52 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969], 14. Cortés, Cartas, p. 124; Tapia, Relación, p. 70; López de Gomara, México, pp. 58-60; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 144-145; Prescott, History, pp. 199-200.

2. La batalla

contra los tabascanos

Y LA INCORPORACIÓN DE LA MALINCHE123

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 146. 2. Numerosas obras han descrito este episodio, de manera particular­ mente detallada en John GrierVarner y Jeannette Johnson Varner, Dogs of the Conquest, Norman (Okla.), 1983, pp. 61-63. 3. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, pp. 127-129; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 147-148; Francisco López de Goma­ ra, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 67; Hammond Innes, The Conquistador, Nueva York, 1969, pp. 50-51 y mapa en pp. 40-41 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969], 373

NOTAS DE l.AS I'A tilN A S 35 A 4»

4. Cortés, Carlas, pp. 127-129 (la historia del requerimiento se explica con detalle en Letters from México, trad. y ed. de Anthony Panden, New Haven y Londres, 2001, pp. 453-454n).Véanse también Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 148-149; Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, pp. 72-74; López de Gomara, México, pp. 65-66; William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 201-202 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]. 5. Citado de Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149. Prescott lo traduce como «Atacad al jefe» (Prescott, History, p. 202). Véanse también Cortés, Cartas, pp. 129-131; López de Gomara, México, pp. 65-69. 6. Prescott, History, p. 203; López de Gomara, México, p. 69; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149. 7. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149; Prescott, History, p. 203; Cortés, Cartas, pp. 127-129. 8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 149; Hugh Tilomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 167 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, pp. 48-49 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]. 9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 150; Prescott. History, p. 204; Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México, Coral Gables (Fio.), 1942, pp. 114-115 [original: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid, 2008 (1941)];John Eoghan Kelly, Pedro deAlvarado: Conquistador, Princeton (N.J.), 1932, pp. 11 y 22. 10. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 150; Cortés, Cartas, pp. 128-129; López de Gomara, México, pp. 72-73. 11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 151-152; Prescott, History, pp. 204-205; López de Gomara, México, pp. 72-75. Díaz del Castillo afirma que había 24.000 tabascanos, mientras que López de Gomara los cifra en 40.000. 12. Véase R. B. Cunninghame Graham, Horses of the Conquest, Long Rider’s Guild Press, 2004, pp. 15-20.Véanse también Robert M. Denhardt, The Horse of the Antericas, Norman (Okla.), 1947, pp. 5-11 y 53-65,yJ.Frank Dobie, The Mustangs, Edison (N. J.), 1934, pp. 3-9 y 21-24. Para obtener más información sobre la historia del caballo y su reintroducción en Nor­ teamérica, véanse Sylvia Loch, Tlte Royal Horse of Europe, Londres, 1986, y Paulo Gonzaga, The History of the Horse, vols. 1 y 2, Londres, 2004. 13. Para una discusión acerca del armamento y las armaduras mexica374

NOTAS DF. LAS PÁGINAS 40 A 44

ñas, véase John Pohl y Charles M. Robinson III, Aztecs and Conquistador!:The Spanish Invasión and the Collapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, pp. 56-91. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 153.También reviste interés Ross Hassig, War and Society in Ancient Mesoamerica, Berkeley, 1992, pp. 135-164. 14. La batalla de Cintla (25 de marzo de 1519) y sus repercusiones están descritas en Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 152-161; López de Gomara, México, pp. 72-75; Prescott, History, pp. 206-208; Cortés, Cartas, pp. 128-132; Innes, Conquistadors, pp. 51 -55; Peter O. Koch, Aztecs, Conquis­ tador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006,pp. 126-128;John ManchipWhite, Cortés and the Doumfall of theAztec Empire: A Study in a Conflict of Cultures, Worcester (Mass.) y Londres, 1970, pp. 167-169; y Thomas, Conquest, pp. 169-170. 15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 154. 16. El episodio de la yegua y el semental lo registran varias obras, entre ellas Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 156-157; Innes, Conquistadors, p. 55; Madariaga, Cortés, pp. 115-116. 17. Prescott, History, p. 209; Innes, Conquistador, p. 55; Díaz del Casti­ llo, Historia verdadera, p. 159. 18. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 159; López de Gomara, Méxi­ co, pp. 83-85;Tapia, Relación, p. 75; Innes, Conquistador, pp. 55-56; Prescott, History, pp. 213-215. Véase también Matthew Restall, Seven Myths of the Spanish Conquest, Oxford, 2003, pp. 77-99 [hay trad. cast.: Los siete mitos de la conquista española, Paidós, Barcelona, 2004]. Para un estudio fascinante sobre la vida y la mitología que envuelve a la figura histórica de la Malinche, véase Anna Lanyon, Malinche’s Conquest, Nueva Gales del Sur, 1999. También es muy interesante Francés Karttunen, Betiveen Worlds: Interpreter, Guides, and Survivon, New Brunswick (N.J.), 1994, pp. 1-23. Finalmente, véase Francis Karttunen, «Rethinking Malinche», en Susan Schroeder, Stephanie Wood y Robert Haskett, Iridian IVomen of Early México, Norman (Okla.) y Londres, 1997, pp. 290-312.

3. E l

mensaje de

M octezum a

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970,pp. 163-164; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 81-83; Hernán Cor­ tés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 132-134;William H. Pres­ cott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 212-214 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Ma­ 375

NOTAS OE LAS PAGINAS 4S A 47

drid, 2004]; Hugh Tilomas, Conques!: Montezuma, Cortés, and the Ful! qf Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 175-176 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­ co, Planeta, Barcelona, 2007], 2. Aunque es impreciso (en realidad se pronuncia algo así como «Moctey-cu-shoma» y ahora es costumbre escribir «Motecuhzoma»), he optado por utilizar el término más común, Moctezuma. 3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 164; López de Gomara, México, p. 82; Cortés, Cartas, p. 132; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 130; Thomas, Conques!, p. 176. 4. López de Gomara, México, p. 83; Thomas, Conquest, pp. 176-177; Koch, Aztecs, p. 131. 5. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 164; López de Gomara, México, p. 83; Koch, Aztecs, p. 131; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate qfAztec México, Nueva York, 1993, p. 58 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]. 6. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 164. 7. ¡bid., p. 165. Estos «libros» narraban la historia de la gente corriente y eran parecidos a los que después de la conquista escribieron frailes —en­ tre ellos Bernardino de Sahagún—, a los que ahora se denomina «códices». El Llamado Códice Florentino fue preparado por el dominico fray Bernardino de Sahagún bajo el título Historia general de las cosas de Nueva España. Escri­ ta en el transcurso de casi cuarenta años, entre 1540 y 1577 aproximada­ mente, la obra de Sahagún tenía un alcance monumental y se basa en los relatos de los indios nahuas presentes antes, durante y después de la con­ quista. La obra, que consta de trece volúmenes, recoge múltiples aspectos de la vida y la cultura aztecas en uno de los estudios etnológicos más sobre­ salientes y ambiciosos jamás llevados a cabo. Véase Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990. 8. Bernardino de Sahagún, citado en John Grier Varner y Jeannette Johnson Varner, Dogs qf the Conquest, Norman (Okla.), 1983, pp. 61-63. Véanse también López de Gomara, México, p. 84, y Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 165. La referencia al casco también se halla en Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N.Y.), 1991, p. 268, y en Koch, Aztecs, pp. 131-132. 9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 167; Marks, Cortés, pp. 58-59 y 101;Thomas, Conquest, pp. 177-179; Prescott, History, p. 604n.Véase tam­ bién Hammond Innes, The Conquistador, NuevaYork, 1969,p. 60 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969]. 376

NOTAS DI- I AS l'ÁCINA S 48 A 5.»

10. Citado en López de Gomara, México, p. 85; Díaz del Castillo, His­ toria verdadera, pp. 165-166; Koch, /Infecí, pp. 131-132; Marks, Cortés, pp. 58-61 ¡Tilomas, Conquest, pp. 177-178; Prescott, History, pp. 219-220, 11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 161-163; López de Gomara, México, pp. 83-85; Prescott, History, pp. 214-215;Thomas, Conquest, pp. 171 173. Para un estudio fascinante y detallado sobre su vida y su papel en la conquista de México, véase Anna Lanyon, Malinche’s Conquest, Nueva Gales del Sur, 1999. También resulta de interés Mary Louise Pratt, «“Yo soy la Malinche”: Chicana Writers and the Poetics of Ethnonationalism», Callaloo, 16,4 (1993), pp. 859-873. 12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 167; Innes, Conquistadors,

p. 6 0 . 13. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 167; López de Gomara, Méxi­ co, p. 86. La lista detallada de estos regalos aparece en Cortés, Cartas, pp. 150-158; Koch, Aztecs, pp. 149-151; Prescott, History, p. 230. 14. Citado en Prescott, History, p. 232. Puede hallarse una cita prácti­ camente idéntica en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 168. 15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 168-169;Thomas, Conquest, p. 199; Prescott, History, p. 233; Koch, Aztecs, p. 151. 16. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid, 1992, p. 72. 17. //m/.,pp. 58-60. 18. Para un análisis de los complejos calendarios aztecas, véase Michael E. Smith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 246-250; y Jacques Soustelle, Daily Ufe of the Aztecs, Londres, 1961, pp. 109-111 y 246-247 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cul­ tura Económica, México, 1956] .Véase también la monumental obra de fray Diego Durán Ubro de los ritos y ceremonias en lasfiestas de los dioses y celebra­ ción de ellas. El Calendario antiguo. 19. El mito de Quetzalcóatl, incluido el argumento de que el mito era apócrifo, lo analiza en profundidad H. B. Nicholson, Topiltzin Quetzalcóatl: The Once and Future Lord of the Toltecs, Boulder, (Colo.), 2001; para esta re­ ferencia, véanse en especial las páginas 32-33.Véase también David Carras­ co y Eduardo Matos Moctezuma, Moctezunta's México: Visions of the Aztec World, Boulder (Colo.), 2003, pp. 143-147.También resultan muy esclarecedores David Carrasco, Quetzalcóatl and the Irotty of Empire, Chicago, 1982, pp. 30-32 y 180-204;John Bierhorst, Cantares Mexicanos: Songs of the Aztecs, Stanford (Calif.), 1985, pp. 479-480; James Lockhart, We People Here: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. 1, Berkeley (Calif.), 1993, pp. 18-22; Koch, Conquistadors, pp. 103-104; Marks, Cortés, p. 74. Lírico y 37 7

NOTAS DE LAS PÁGINAS 54 A Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, p. 190. La ñesta deTóxcatl se describe en profundi­ dad, en relación con los aztecas en particular, en el capítulo 12.Véase tam­ bién Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N.Y.), 1991, pp. 104-110. 10. Citado en Beatrice Berler, The Conquest of México:A Modern Retídering of William Prescott’s History, San Antonio (Tex.), 1998, p. 31. 11. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 211; López de Gomara, Méxi­ co, pp. 122-123; Berler, Conquest, p. 31. 12. Berler, Conquest, p. 31;Jacques Soustelle, Daily Life of the Aztecs, Londres, 1961,pp. 155-157 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cultura Económica, México, 1956]. Henry J. Bruman, Alcohol in Andent México, Salt Lake City, 2000, pp. 61-82. 13. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 212; Thomas. Conquest, pp. 234-235; López de Gomara, México, pp. 121-122. 14. Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 165; Thomas, Conquest, pp. 96-98; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 213. 381

N O IA S I)l¿ LAS l'ACiINAS 83 A 93

15. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 215, y también en Koch, Aztecs, p. 166. 16. Madariaga, Cortés, p. 173; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 215. 17. El viaje a través de la «tierra caliente» y la batalla contra los tlaxcal­ tecas los he extraído de fuentes de primera mano: López de Gomara, Méxi­ co, pp. 126-146, y Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 214-237. Véanse también Prescott, History, pp. 284-324; Berler, Conquest, pp. 27-35, y Maurice Collis, Cortés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 78-95. 18. Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 41-43, don­ de se describen sobre todo las prácticas aztecas. De acuerdo con las fuentes, los colores de las pinturas faciales y corporales de las diferentes tribus dife­ rían, al igual que su relevancia. 19. Ibid., p. 42.Véase también George C.Vaillant, Aztecs of México: Origin, Rise, and Fall of the Aztec Nation, Nueva York, 1941, pp. 215-223. 20. Hassig, Warfare, pp. 41-47. Véase también Pohl y Robinson, Aztecs, pp. 61 y 64-68. 21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 216-217; Prescott, History, p. 304; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, pp. 91-92 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: ei gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005); Koch, Aztecs,pp. 166-167. 22. Koch,/Iz-fccs, p. 167;Thomas, Conquest, p. 242. 23. Hassig, Warfare, pp. 53, 89 y 96; Ross Hassig, War and Society iti Ancient Mesoamerica, Berkeley, 1992, pp. 152 y 253n.Véase también Michael E. Smith, The Aztecs, Malden, 2003, p. 155. 24. Hassig, Warfare, p. 96. 25. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 217; López de Gomara, Méxi­ co, pp. 126-129; Koch, Aztecs, p. 168; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 106. 26. Citado en Michael Wood, Conquistadors, Berkeley, 2000, p. 49. 27. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 220; Koch, Aztecs, pp. 170-171. 28. Citado en Thomas, Conquest, p. 244. 29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 221-222. 30. El alineamiento y la estructura políticas de Tlaxcala las resume Charles Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, New Haven, 1952, pp. 15-27.Véase también Marks, Cortés, pp. 95-100. 31. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 224. 32. Prescott, History, pp. 321-322; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 224; Marks, Cortés, pp. 101-102; Berler, Conquest, pp. 39-40. 382

NOTAS DE LAS l’ÁCÜNAS ¥4 A 102

33. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 233. 34. Ihid., p. 234; Marks, Cortés, p. 99; Koch, Astees, p. 173. 35. La batalla con los daxcaltecas se recoge de manera diversa en Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 214-237; López de Gomara, México, pp. 120-142; Prescott, History, pp. 295-335;Thomas, Conques!, pp. 227-250; Koch, Astees, pp. 163-176; Marks, Cortés, pp. 85-103.También resulta fasci­ nante y detallado Gibson, Tlaxcala, pp. 15-27.

6. L a

matanza de

C holula

1. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 184-185. 2. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopen3, Barcelona, 1970, p. 249. La importancia de este acueducto también la señala fray Diego Durán, History of the Iridies of New Spain, Nor­ man (Okla.), 1994, pp. 66-68.Véanse también Dirk R. vanTuerenhout, The Astees: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, p. 42, y Michael E. Smith, The Astees, Malden (Mass.), 2003, p. 69. 3. Véase Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, pp. 37-38,43 y 91; Smith, Astees, pp. 171 y 307n;John Pohl y Char­ les M. Robinson III, Astees and Conquistador: The Spanish Invasión and the Collapse of the Astee Empire, Oxford, 2005, pp. 62-63. Sobre el comentario de Moctezuma, véase Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 90. 4. Charles S. Braden, Religious Aspects in the Conquest of México, Durham (N.C.), 1930, pp. 100-102. 5. Ihid., pp. 76-81. 6. Existe cierta discrepancia acerca de la fecha. Algunas fuentes (Koch yThomas) citan el 12 en lugar del 10 de octubre. 7. Sobre la importancia de Quetzalcóatl y su relación con Cholula, véase H. B. Nicholson, Topiltsin Quetsalcoati.The Once and Future Lord of the Toltecs, Boulder (Colo.), 2001, pp. 93-95.También Neil Baldwin, Legends of Plumed Serpent: Biography of a Mexican God, Nueva York, 1998, pp. 37-41. 8. Hugh Thomas, Conquest: Montesuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 257 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and the Fate ofAstee México, Nueva York, 1993, pp. 109-110 [hay trad. cast.; Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México asteca. Edi­ ciones B, Barcelona, 2005]. 9. Pohl y Robinson, Astees, pp. 103 y 108; Thomas, Conquest, p. 258; 383

NOTAS OI- I.AS PAGINAS 10.» A 110

T. R. Fehrenbach, Fire and Blood: A History of México, Nueva York. 1995, pp. 29-30. Rudolfo A. Anaya, en Lord of the Daten, la califica de «la estruc­ tura más grande del Nuevo Mundo» (p. 151). 10. Su cercana rival Teotihuaeán habia sido abandonada, por lo que no había tanta gente que se aventurara a ir todos los años hasta allí. 11. Cortés, Cartas, p. 195. 12. Tapia, Reiación, p. 92. 13. Sobre los animales del zoo, véanse Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 151;Thomas, Conquest, p. 259; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Cul­ ture, Carolina del Norte y Londres, 2006, pp. 179-180. 14. Koch, Aztecs, pp. 177 y 179-180; Fehrenbach, Fire, p. 130. Adviér­ tase que las versiones española y nativa sobre la «matanza de Cholula» di­ fieren notablemente. En los relatos aztecas no existe mención alguna a una conspiración azteca, sino que se afirma que la matanza tuvo lugar sin pro­ vocación previa. En cualquier caso, es algo que resulta bastante dudoso a juzgar por los esfuerzos sinceros de Cortés, en todos los casos menos en el de Cholula, por recurrir a la diplomacia y la política de afianzas. Para una fascinante explicación teórica vinculada a la lógica militar y política subya­ cente a la matanza, véase Hassig, México, pp. 94-102. 15. Cortés, Cartas, pp. 191-193; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 262-263; López de Gomara, México, pp. 150-152;Tapia, Relación, p. 93; William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 356-358 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­ chado Libros, Madrid, 2004]; R. C. Padden, The Hununiugbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, pp. 160-162; Thomas, Conquest, p. 260; Marks, Cortés, p. 111. Hassig (México, pp. 97-98) sostiene que el «descubrimiento de la Malinche» no es más que una justificación a posteriori de la ma­ tanza. 16. Diego Muñoz Camargo, Historia de Tlaxcala, citado en Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid, 1992, pp. 86-87. 17. López de Gomara, México, p. 157;Thomas, Conquest, p. 264; Koch, Aztecs, pp. 185-186. 18. La matanza de Cholula se relata de diversos modos en Cortés, Car­ tas, pp. 191-194 (y Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, pp. 465-466n); Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 261271; López de Gomara, México, pp. 150-158; Prescott, History, pp. 361-374; Thomas, Conquest, pp. 256-264; Pohl y Robinson, Aztecs, pp. 108-109; Koch, Aztecs, pp. 178-186; Marks, Cortés, pp. 108-115; Burr Cartwright Brundage, A Rain of Darts: The Mexica Aztecs, Austin y Londres, 1972, 38 4

NOTAS DE LA I'AOINA 112

pp. 258-263, y Padden, Hununingbird and Hawk, pp. 158-162. Sobre los re­ latos indígenas y las interpretaciones alternativas acerca de lo sucedido, véanse Tapia, Relación, pp. 91-95; León-Portilla, Visión de los venados, pp. 8687; Stuart 13. Schwartz, Victors and Vaitquished: Spanislt and Nalma Victos of the Conquest of México, Boston y Nueva York, 2000, pp. 103 y 114-119; Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, pp. 964-965; Laurette Séjourné, Burning Water:Thought and Religión inAncient México, Nueva York, 1956, p. 2. Para análisis revisionistas, véanse Matthew Restall, Seven Myths of the Spanislt Conquest, Oxford, 2003, pp. 25,112 y 168n [hay trad. cast.: Los siete mitos de la conquista española, Paidós, Barcelona, 2004]; Hassig, México, pp. 94-99, e Inga Clendinnen, «Fierce and Unnatural Cruelty», en Stephen Greenblatt, ed., Neu> World Etuounters, Berkeley (Calif.), 1993, pp. 12-47.

7 . L a «c iu d a d

de los sueños »

1. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 376 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­ chado Libros, Madrid, 2004J; Richard Lee Marks, Cortés: The GreatAdventurer and the Fate o/Aztec México, Nueva York, 1993, pp. 115-116 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005]. 2. H. B. Nicholson, Topiltzin QuetzalcoathThe Once and Future Lord of the Toltecs, Boulder (Colo.), 2001, pp. 29-30; Hugh Thomas, Conquest: Montezunta, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 267 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007); Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 198 (y Lettersfrom México, trad. y ed. de An­ thony Pagden, New Haven, 2001, p. 466n). La escalada al Popocatéped se relata de diferentes maneras en Prescott, History, pp. 377-380; John Pohl y Charles M. Robinson \\\,Aztecs and Conquistadors:The Spanislt Invasión and the Collapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, pp. 109-111; Bernal Díaz del Cas­ tillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 251-252 (aunque Díaz del Castillo sitúa los hechos en un lugar equivoca­ do, mientras todavía se hallan en Cholula); Marks, Cortés, pp. 116-117; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador.s, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, pp. 186-188;Thomas, Conquest, pp. 265-268. Hoy en día la gente del lugar llama afectuosamente a las montañas Popo e Itza.Véanse también R. J. Secor, Mexico’s Volcanoes, Seattle, 2001, y G. W. Heil, Ecology and Man in Mexico’s Central Volcanoes Area, Dordrecht (Países Bajos), 2003.

385

NOTAS DE I.AS PAGINAS I 13 A 122

3. Cortés, Carlas, pp. 198-200; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 251-252; Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México, Coral Gables (Fio.), 1942, pp. 218-221 [original: Hernán Cortés, EspasaCalpe, Madrid, 2008 (1941)]; Prescott, History, pp. 376-379; Marks, Cortés, p. 117;Thomas, Conquest, p. 266. 4. Citado en Thomas, Conquest, p. 266; Díaz del Castillo, Historia verda­ dera, p. 251. 5. Jean Descola, The Conquistadors, Nueva York, 1957, pp. 174-177 [hay trad. cast.: Los conquistadores del Imperio español, Juventud, Barcelona, 1987, 3.a ed.|. 6. Prescott, History, p. 381; Thomas, Conquest, p. 268; Koch, Aztecs, p. 189; Marks, Cortés, p. 119; Pohl y Robinson, Aztecs, pp. 110-111. 7. Cortés, Cartas, pp. 202-203 (y Lettersfrom México, p. 466n); Prescott, History, p. 383. 8. Códice Florentino, en Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, His­ toria 16, Madrid, 1992, p. 75. 9. Citado en Thomas, Conquest, p. 269; Michael Wood, Conquistadors, Berkeley, 2000, p. 52. 10. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 277; Cortés, Cartas, pp. 203204. 11. Cortés, Cartas, p. 204. 12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 278. 13. Citado en Wood, Conquistadors, p. 53. 14. Cortés, Cartas, p. 206; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 277; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 161-162. 15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 279. 16. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, p. 152; Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, pp. 105-106; Ross Hassig, Trade, Tribute, andTrattsportatiotvThe Sixteenth Century Political Economy of the Valley of México, Norman (Okla.), 1985, pp. 47-53;Jane S. Day, Aztec: The World of Moctezuma, Denver, 1992, pp. 12-17; George C.Vaillant, Aztecs of México: Origin, Rise, and Fall of the Aztec Nation, N ueva York, 1941, pp. 125-126. 17. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 965. Véa­ se una traducción diferente en James Lockhart, We People Hete: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, Berkeley (Calif.), 1993, vol. 1, pp. 96-97. 18. Charles C. Mann, 1491: Neu> Revelations of the Americas Before Columbus, Nueva York, 2005, pp. 112-133 [hay trad. cast.: 1491: una nueva 386

NOTAS l>»-. l.AS 1'AlilNAS 122 A I2(.

historia de las Américas antes de Colón, Taurus, Madrid, 20Ü6|; Michael E. Sntith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 1-55; RichardTownsend, The Aztecs, Londres, 1992, pp. 44-71; Marks, Cortés, pp. 9-10. 19. Hassig, México, pp. 101-102 y 213n. Véase también John E. Kicza, The Peoples and Civilizations of (he Américas Befare Contad, Washington D. C., 1998, p. 22. 20. El histórico encuentro entre Cortés y Moctezuma ha sido relatado de modos diversos (y de forma más bien dispar) en Cortés, Cartas, pp. 208209; López de Gomara, México, pp. 162-164; Díaz del Castillo, Historia ver­ dadera, pp. 279-282; Prescott, History, pp. 395-396; Sahagún, Historia gctieral, pp. 969-971; León-Portilla, Visión délos vencidos, pp. 96-98; Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La conquista de Tetiochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 98; fray Diego Duran, The Aztecs: The History of the Indies of New Spain, Nueva York, 1964, pp. 289-293; Koch, Aztecs, pp. 194-201; Marks, Cortés, pp. 125-127; Matthew Restall, Seven Myths of the Spanish Conquest, Oxford, 2003, pp. 77-82 [hay trad. cast.: Los siete mitos de la con­ quista española, Paidós, Barcelona, 2004]; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 114; Wood, Conquistador, pp. 56-64. 21. Cortés, Cartas, p. 209; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 281. 22. Burr Cartwright Brundage, A Rain of Darts: The Mexica Aztecs, Austin y Londres, 1972, p. 266; Koch, Aztecs, p. 195;Thomas, Conquest, p. 279. 23. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 98-99; Sahagún, Historia general, pp. 969-971. Las conversaciones mantenidas entre Cortés y Mocte­ zuma han sido objeto de muchas interpretaciones y controversias. Es inte­ resante señalar que incluso las versiones aztecas sugieren que Moctezuma aludió al mito de Quetzalcóad. Para otros análisis, véanse Wood, Conquista­ dor, pp. 56-64; Thomas, Conquest, pp. 280-285; Brundage, Rain of Darts, pp. 266-269; Nicholson, Topiltzin, pp. 85-87. También es de consulta obli­ gada Neil Baldwin, Legends of Plumeé Serpent: Biography of a Mexican God, Nueva York, 1998, pp. 96-112. 24. López de Gomara, México, p. 192; Koch, Aztecs, p. 196. 25. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 100; Wood, Conquistador, p. 57. 26. Citado en Sahagún, Historia general, p. 970. Otras versiones aztecas de este discurso, de índole y contenido muy similares, pueden hallarse en León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 98-99. Algunos investigadores actua­ les, entre ellos Francis J. Brooks, son muy escépticos en cuanto a la exacti­ tud de la conversación y señalan que es improbable que la comunicación y la traducción fueran tan limpias, en especial teniendo en cuenta la cantidad 387

NOTAS lili l.AS I'A g INAS 127 A 127

de idiomas utilizados y las circunstancias de los discursos formales. Véase Francis J. Brooks, «Motecuzoma Xocolotl, Hernán Cortés, and Bernal Díaz del Castillo: The Construction of an Arrest», Híspame American Historial Revino, 75,2 (1995), pp. 149-183. 27. Citado en Sahagún, Historia general, p. 970. 28. Thomas, Conques!, p. 285; Wood, Conquistadors, p. 64. El encuentro sin precedentes de los imperios español y azteca y las diversas versiones e interpretaciones de la primera conversación entre Cortés y Moctezuma los recogen Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 282-292; López de Gomara, México, pp. 162-168; Tapia, Relación, pp. 98-101; Prescott, History, pp. 392409; Beatrice Berler, The Conquest of México: A Modern Rendering ofWilliam Prescott’s History, San Antonio (Tex.), 1998,pp. 52-57; Hammond Innes, The Conquistadors, Nueva York, 1969, pp. 128-138 [hay trad. cast.: Los conquista­ dores espatloles, Noguer, Barcelona, 1969], y Wood, Conquistadors, pp. 56-62 y 64. Para un relato desde el punto de vista de los aztecas, véase LeónPortilla, Visión de los vencidos, pp. 92-99. Para un comentario interesante sobre el calendario azteca y este encuentro, véase Brundage, Rain of Darts, pp. 133-135. Susan D. Gillespie,en TheAztec Kings.The Construction ofRulership in Mexica History,Tucson (Ariz.), 1989 (pp. 179-185), pone en duda que las referencias de Cortés a Quetzalcóatl sean apócrifas. Sobre las difi­ cultades de la comunicación y los malos entendidos, también resulta obli­ gatoria la lectura de Restall, Seven Myths, pp. 77-82. Finalmente, para un análisis crítico y preciso de las complejidades retóricas que comporta inter­ pretar la conversación mantenida por Cortés y Moctezuma, véase Glen Carman, Rhetorical Conquests: Cortés, Gomara, and Renaissance Imperialism, West Lafayette (Ind.), 2006, pp. 113-171. 29. Citado en Wood, Conquistadors, p. 64, y Thomas, Conquest, p. 285.

8. C iu d a d

de sacrificio

1. Jacques Soustelle, Daily Life of the Aztecs, Londres, 1961, pp. 120-162 (hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista, Fondo de Cultura Económica, México, 1956].Véanse también Michael E. Smith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 135-146; Richard Townsend, The Aztecs, Londres, 1992, pp. 156-191; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 286 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]. 2. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 172-173; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de 388

NOTAS DE l.AS EAC'.INAS 1JO A t J4

la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 283;Thomas, Conquest, pp. 294-295; William H. Prescott, History of the Conques! of México, Nueva York, 2001, p. 404 [hay trad. casi.: Historia de la conquis­ ta de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]. El mundo de los diestros artesanos aztecas también lo analiza George C.Vaillant, Aztees of México: Origin, Rise, and Fall of the Aztec Nation, Nueva York, 1941, pp. 139-154. 3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 284; Prescott, History, pp. 405406. 4. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 285. 5. Smith, Aztecs, pp. 220-221; David Carrasco, City of Sacriftce:The A z­ tec Empire and the Role of Violente in Civilization, Boston, 1999, pp. 66-87 y 196-197; Richard Lee Marks, Cortés.The Great Adventurer and the Fate of Aztec México, Nueva York, 1993, pp. 131-133 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barce­ lona, 2005]; Charles C. Mann, 1491: Neu> Revelations of theAmericas Befare Columbus, Nueva York, 2005, p. 120 [hay trad. cast.: 1491: una nueva historia de lasAméricas antes de Colón, Taurus, Madrid, 2006]; Maurice Collis, Cortés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 47-49. 6. Hernán Cortés, Carlas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 242244; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 286-287; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 168 y 172— 173; Soustelle, Daily Ufe, pp. 120-127; Mathilde Helly y Rémi Courgeon, Montezuma and theAztecs, Nueva York, 1996, p. 23; Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, p. 247. El número de mujeres oscila entre mil y tres mil. Collis, Cortés, pp. 130-133. 7. López de Gomara, México, pp. 174-177; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 289-290; Smith. Aztecs, pp. 254-256. 8. López de Gomara, México, pp. 184-187; Prescott, History, pp. 439445;Thomas, Conquest, pp. 297-298; Collis, Cortés, p. 131;Vaillant, Aztecs of México, pp. 234-238. 9. Hernán Cortés, citado en López de Gomara, México, p. 186. El mer­ cado también lo describe Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 292-294. Véanse también Van Tuerenhout, Aztecs, pp. 83-89; Smith, Aztecs, pp. 106110. 10. López de Gomara, México, pp. 185-186. 11. Ibid., p. 192. Los debates sobre la cifra de víctimas de los sacrificios humanos prosiguen hoy en día, pero parece incuestionable que enTenochtidán dicha práctica se llevaba a término a gran escala. Los trabajos arqueo­ lógicos llevados a cabo recientemente y los que siguen realizándose en la 389

NOTAS DE LAS PAGINAS IJ4 A 140

actualidad en Tenochtidán y cerca de Teorihuacán corroboran este hecho. Véase un estudio fascinante en Carrasco, City of Sacrifice, pp. 2-3 y 81-85. Y véase también Mann, 1491, pp. 120-121. 12. Carrasco, City of Sacrifice, pp. 2-3.Véase también Robería H. Markman y Peter T. Markman, The Flayed God: The Mesoamerican Mythological Tradition, San Francisco, 1992, pp. 174-179 y 206-207;Van Tuerenhout, Aztecs, pp. 186-191. 13. Codex Mendoza, Friburgo, 1978, p. 113; Helly y Courgeon, Montezuma, p. 45; S.Jeffrey K.Wilkerson, «And Then They Were SacrificediThe Ritual Ballgame of Northeastern MesoamericaThroughTime and Space», en Vernon L. Scarborough y David R.Wilcox, eds., The Mesoamerican Ball­ game,Tucson (Ariz.), 1991, p. 45; Soustelle, Daily Ufe, pp. 22-23 y 159-160. Por último, véase Theodore Stern, The Rubber-Ball Games of the Americas, Nueva York, 1948, pp. 46-74. 14. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 294-295; Prescott, History, p. 445;Thomas, Conquest, pp. 299-300. 15. Thomas, Conquest, p. 299. Sobre las sangrías rituales y otros autosacrificios de los sacerdotes, véase Carrasco, City of Sacrifice, pp. 181 y 185. Véase también Cecilia Klein, «The Ideology ofAutosacrifice at the Templo Mayor», en Elizabeth Boone,ed., TheAztecTemplo Mayor,Washington D. C., 1987, pp. 293-395. 16. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 294; López de Gomara, Méxi­ co, pp. 190-191. Durán, citado en Thomas, Conquest, p. 301; Prescott, History, pp. 447-448. 17. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 297. 18. Citado en ibid.- Miguel León-Portilla, Aztec Thought and Culture:A Story of the Ancient Náhuatl Mind, Norman, 1963, pp. 162-163 [original: La filosofa náhuatl estudiada en sus fuentes. Ediciones Especiales del Instituto Indigenista Interamericano, México, 1956J; Carrasco, City of Sacrifice, p. 3; R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, pp. 171-173.

9. La CONQUISTA

DEL IMPERIO

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 301; citado también en William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 452 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Ma­ drid, 2004]. 390

NOTAS DE LAS l»AtilNAS 14« A 148

2. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos. Historia 16, Madrid, 1992, pp. 101-102. 3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 302-303; Prescott, History, pp. 444-458; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Histo­ ria 16, Madrid, 1987, pp. 200-202; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 304-305 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]. 4. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 214. 5. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 306. 6. Citado en Thomas, Conquest, p. 306; Peter O. Koch, Aztees, Conquis­ tador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 205; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 307; Prescott, History, p. 460. 7. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 306. Citado tam­ bién en Prescott, History, pp. 460-461. 8. Francis J. Brooks, «Motecuzoma Xocolod, Hernán Cortés, and Bernal Díaz del Castillo: The Construction of an Arrest», Hispanic American Historial Review, 75, 2 (1995), pp. 149-183. Brooks sostiene la fascinante hipótesis —si bien a veces muy especulativa— de que el «arresto» de Moc­ tezuma por parte de Cortés en noviembre de 1519 se trató más bien de una elaborada «construcción» y de que el encarcelamiento real no tuvo lugar hasta abril de 1520. La secuencia entera del arresto también se narra en Prescott, History, pp. 456-468. 9. Brooks, «Motecuzoma», pp. 149-157. 10. López de Gomara, México, pp. 200-201; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 308. 11. López de Gomara, México, p. 202; Díaz del Castillo, Historia verda­ dera, p. 308; Prescott, History, pp. 464-465. 12. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 308; Cortés, Cartas, p. 217. 13. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 308-309; Cortés, Cartas, p. 217.

10. C ortés

y

M octezum a

1. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 217; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970,p. 317;William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 467-479 [hay trad. cast.: Historia de la con­ quista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]. 391

NOTAS DE LAS l'ACiINAS 149 A 155

2. Mathilde Helly y Réini Courgeon, Montezuma and the Aztecs, Nue­ va York, 1996, p. 44;Vernon L. Scarborough y David R. Wilcox, eds., The Mesoamerican Ballgatne, Tucson (Ariz.), 1991, p. vii; Michael E. Smith, TheAzlecs, Malden, 2003, pp. 232-233; Theodore Stern, The Rubber-BaU Games of the Americas, Nueva York, 1948. 3. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 312-313; Helly y Courgeon, Montezuma, p. 44; Prescott, History, p. 471. 4. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 62-72; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 311-312; Salvador de Madariaga, Hernán Cortés: Conqueror of México, Coral Gables (Fio.), 1942, pp. 264 y 297 [original: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid, 2008 (1941)];Hamniond Innes, The Conquistadors, Nueva York, 1969,p. 156 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969]. 5. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 314-317; Prescott, History, pp. 473-475; HughThomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 314-315 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­ co, Planeta, Barcelona, 2007). 6. Cortés, Cartas, p. 217. 7. Gardiner, Naval Power, p. 71. 8. Prescott, History, p. 393;Thomas, Conquest, p. 315 y 71 ln (86).Véase Oscar Apenes, «The Primitive Salt Production of LakeTexcoco», Tltenos,9, 1 (1944), pp. 25-40. Véase también Mark Kurlansky, Salt: A World History, Nueva York, 2002, pp. 202-204 [hay trad. cast.: Sal: historia de la única piedra comestible, Península, Barcelona, 2003]. 9. Cortés, Cartas, pp. 218-223; Francisco López de Gomara, La conquis­ ta de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 203-205; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 326-330. 10. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 329. 11. Cortés, Cartas, pp. 218-224. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 326-330; López de Gomara, pp. 203-205;Thomas, Conquest, pp. 318-320; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Culture, Ca­ rolina del Norte y Londres, 2006, p. 210. 12. Cortés, Cartas, pp. 224-226; López de Gomara, México, pp. 205207; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 319-325; John Pohl y Charles M. Robinson 111, Aztecs and Conquistadors:lite Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, pp. 121 y 125; Prescott, History, pp. 476-479; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, pp. 105-107. 13. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 324. 14. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 325. El discurso también es 39 2

NOTAS ni; I AS PÁGINAS 156 A 164

recogido, de formas diversas, en López de Gomara, México, pp. 207-209, y Cortés, Cartas, pp. 226-228; Prescott, History, pp. 480-482. Thomas (Con­ quest, pp. 324-325) señala que, si bien se han puesto en cuestión las palabras exactas del discurso, había al menos otros seis conquistadores presentes que, bajo juramento, confirmaron el tono y el contenido del discurso pronun­ ciado ese día por Moctezuma. 15. Cortés, Cartas, pp. 228-232; López de Gomara, México, pp. 209210; Prescott, History, pp. 482-484; Koch, Aztecs, pp. 210-211. 16. Cortés, Cartas, pp. 228-232 y 242-243. Citado también en Thomas, Conquest, p. 303; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 331-332; Prescott, History, pp. 482-483; Innes, Conquistadors, pp. 151 -153;John Manchip White, Cortés and the Dowiifall of theAztec Empire: A Study in a Conflict of Cultu­ res,Worcester (Mass.) y Londres, 1970, pp. 210-212. 17. Cortés, Cartas, p. 229; López de Gomara, México, p. 210; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 332 (Díaz del Castillo menciona los sobornos o pagos bajo cuerda); Prescott, History, pp. 484-488; Richard Lee Marks, Cortés: Tlie Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 148 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005); Koch, Aztecs, p. 211. 18. Pohl y Robinson, Aztecs, p. 125;Thomas, Conques!, pp. 327-328. 19. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 336-338; Pohl y Robinson, Aztecs, pp. 125-126;Thomas, Cottquest, pp. 328-329. 20. Pohl y Robinson, Aztecs, p. 126; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 338-339. 21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 344; López de Gomara, Méxi­ co, pp. 215-216; Thomas, Conques!, pp. 332-334; Prescott, History, pp. 492494;Pohly Robinson, Aztecs, p. 126; Koch, Aztecs, pp. 212-213.

11. E spañol

contra español

1. Bernal Díaz del Castillo, citado en Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993,p. 358 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007). 2. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),2006, p. 107. Véase también C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 76-79. 3. Hernán Cortés, citado en Thomas, Conquest, pp. 368 y 723n; John Eoghan Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton (N. J.), 1932, pp. 62-64. 393

NOTAS I>E LAS 1*A(¿INAS 165 A 173

4. Thomas, Conquest, pp. 360-362; Hammond Inncs, 77ie Conquistadors, Nueva York, 1969, p. 158 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969]; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, pp. 153-154 [hay trad. cast.: Her­ nán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Edicio­ nes B, Barcelona, 2005]; Kelly, Alvarado, pp. 63-66. 5. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, pp. 255257; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Ma­ drid, 1987, pp. 215-220; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 344-383; William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 494-503 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]; C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval, Carbondale (111.), 1961, pp. 37-42. 6. Gardiner, Constant Captain, pp. 40-41; Thomas, Conquest, pp. 366367. 7. López de Gomara, México, pp. 218-219; Prescott, History, pp. 501-502; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 349-350; Maurice Collis, Cortés and Montezuma, Nueva York, 1954, p. 167; Innes, Conquistadors, pp. 156-158. 8. Cortés, Cartas, pp. 250-253 (y Lettersfrom México, trad. y ed. de An­ thony Pagden, New Haven, 2001, p. 473n); Gardiner, Constant Captain, pp. 41-44. 9. Paul Schneider, Brutal Journey: The Epic Story of the First Crossing of North America, NuevaYork, 2006, pp. 7-8 [hay trad. cast.: Viaje brutal. Cabeza de Vaca y el primer viaje a través de Norteamérica, Península, Barcelona, 2009]. 10. Prescott, History, p. 509;Thomas, Conquest, p. 370. 11. Cortés, Cartas, p. 257; Thomas, Conquest, p. 371; Bernal Díaz del Castillo, 77ie Discovery and Conquest of México, 1517-152 í, Nueva York y Londres, 1928, p. 366; Prescott, History, pp. 510-511. 12. Prescott, History, p. 512. 13. lbid., pp. 510-515. 14. Cortés, citado en ibid., p. 514. También Cortés, Cartas, pp. 259260. 15. López de Gomara, México, pp. 217-218; Cortés, Cartas, pp. 261262; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 375-376. 16. Citado en Schneider, BrutalJourney, p. 7. 17. Ibid., pp. 8-9; Díaz del Castillo, Discovery, p. 388 (que cita la cifra de 3.000 pesos); Gardiner, Constant Captain, p. 45. 18. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 373-374; López de Gomara, México, pp. 220-222; Prescott, History, pp. 516-518; Salvador de Madariaga, 394

NOTAS DE LAS 1'ACilNAS 174 A 1Kt

Hernán Cortés: Conqtwm of México, Coral Gables, 1942, pp. 316-318 (origi­ nal: Hernán Cortés, Espasa-Calpe, Madrid, 2008 (1941)(. 19. Citado en Prescott, History, pp. 518 y 1ln. 20. Cortés, Cartas, pp. 261 -262; Prescott, History, pp. 518-519;Thomas, Conquest, pp. 376-377. 21. Cortés, Cartas, pp. 261-263; Prescott, History, p. 519. 22. Díaz del Castillo, Discovery, p. 390; Prescott, History, p. 519; Madariaga, Cortés, pp. 317-318. 23. López de Gomara, México, p. 225. 24. Díaz del Castillo, Discovery, p. 375. 25. Schneider, BrutalJourney,p. 10;Thomas, Conquest, p. 379. 26. Schneider, Brutal Journey, pp. 10-1 l;Thomas, Conquest, p. 379. 27. Díaz del Castillo, Discovery, pp. 390-393; López de Gomara, México, pp. 225-226; Cortés, Cartas, pp. 263-265; Prescott, History, pp. 522-524. 28. Andrés de Tapia, Relación de algunas cosas..., en J. Díaz, et al., La con­ quista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 113. 29. Thomas, Conquest, p. 381. 30. Díaz del Castillo, Discovery, p. 375. 31. Véase la crónica de Alvar Núñez Cabeza de Vaca sobre la expedi­ ción de Narváez en Naufragios, Cátedra, Madrid, 1989;John Upton Terrell, Journey into Darkness, Nueva York, 1962; David A. Howard, Conquistador in Chains: Cabeza de Vaca and the Indians of the Americas, Tuscaloosa (Ala.) y Londres, 1997. Véase también Schneider, BrutalJourney. 32. Thomas, Conquest, pp. 380-381; Prescott, History, pp. 530-531. So­ bre el número de soldados, véase Hassig, México, p. 111.

12. La

f ie s t a d e

T

óxcatl

1. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 384 y 727n (nota 7) [hay trad. cast.: La con­ quista de México, Planeta, Barcelona, 2007]. 2. La fiesta de Tóxcad se describe con todo lujo de detalles en fray Diego Durán, Book of the Gods and Rites and The Ancient Calendar, Norman (Okla.), 1971, cap. 4.Véase también Michael E. Smith, TheAztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 229-230; Guilhem Oliver, «The Hidden King and the Broken Flutes», en Eloise Quiñones Keber, RepresentingAztec Ritual: Perfor­ mance, Text, and Itnage in the World of Sahagún, Boulder (Colo.), 2002, pp. 107-127. La fiesta de Tóxcad y el sacrificio de Tezcadipoca también se tra­ tan en profundidad en David Carrasco, City of Sacrijice: ~TheA ztec Empire and 395

NOTAS DE I.AS PÁGINAS 182 A 186

the Role of Vióleme in Civilization, Boston, 1999, pp. 117-121, 126-129 y 132-137. Carrasco señala que el sacrificio final del ixiptla tenía lugar en el centro ceremonial de Chalco, a diez kilómetros al sur de Tenochtitlán. Véase también Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N.Y.), 1991, pp. 104110 y 147-148. 3. Richard Lee Marks, Cortés:The Greal Adventurer and the Fate oJAztec México, Nueva York, 1993, pp. 162-163 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005); Peter O. Koch, Aztecs, Conquistadors, and the Making of Mexican Cul­ ture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 230. 4. Citado en Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid, 1992, p. 106. Sobre la laboriosa construcción y el profuso engalanamiento de la estatua de Huitzilopochtli durante la fiesta deTóxcad, véa­ se también Duran, Book of the Gods, cap. 4. 5. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 104-106; Duran, Book of Gods, cap. 4; Carrasco, City of Sacrifico, pp. 129-133. 6. Thomas, Conquest, pp. 385 y 728n. Alvarado guarda silencio sobre el asunto de las torturas, aunque son recogidas en Residencia contraAlvarado por Juan Álvarez y Vázquez de Tapia. Véanse Koch, Aztecs,p. 231; John Eoghan Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton (N.J.), 1932, pp. 238-240. 7. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 108. 8. En el Codex Mendoza (Friburgo, 1978, pp. 78-120) aparecen des­ cripciones acerca de las vestimentas ceremoniales; Francisco López de Go­ mara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 228-229; Tho­ mas, Conquest, pp. 388 y 728n; Koch, Aztecs, p. 231; Carrasco, City of Sacrifice, pp. 132-135. 9. Para una interesante discusión sobre la sinestesia en relación con este ritual, véase Carrasco, City of Sacrifice, pp. 121-123 y 157-158. 10. La orden «¡mueran!» aparece citada en el Códice Aubin y también en Thomas, Conquest, p. 389; Diego Duran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 536-537. 11. John Pohl y Charles M. Robinson lll, Aztecs and Conquistadors:The Spanish Invasión and the Collapse of the Aztec Empire, Oxford, 2005, p. 132. 12. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 108. Anthony Pagden, en sus notas a Hernán Cortés, Lettersfrom México (New Haven, 2001), pp. 477-478n, resalta que, al ser las fuentes tan variadas y divergentes, resul­ ta difícil explicar las causas o los pormenores de la matanza. Muchas de ellas coinciden en señalar que Alvarado oyó rumores de que iba a producirse un levantamiento y que lo que vio en las calles le preocupó aún más, todo lo cual lo impulsó a actuar. Ross Hassig (México and the Spanish Conquest, 396

NOTAS 1)E 1AS l'AtilNAS IH6 A 190

Norman, 2006, p. 10) sugiere que fue el propio Cortés quien ordenó per­ petrar la matanza y que le encomendó a Alvarado llevarla a cabo mientras él se encontraba fuera de Tenochtitlán. Sin embargo, esto parece harto im­ probable, ya que Cortés era consciente de lo poco numerosas que serían sus fuerzas y no tenía manera de saber lo que les ocurriría a él y a sus hombres en la batalla con Narváez. 13. Del Códice Aubin, en Stuart B. Schwartz, Victors and Vanquished: Spanish and Nahua Vieivs of the Conquest of México, Boston y Nueva York, 2000, p. 164. 14. López de Gomara, México, p. 230; John Manchip White, Cortés and the Doumfall of the Aztec Empire: A Study in a Conflict of CM/fMres.Worcester (Mass.) y Londres, 1970, p. 220. 15. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 109, procedente del Codex Ramírez y del Códice Aubin. También en James Lockhart, We People Hete: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993, pp. 132-136. 16. Marks, Cortés, p. 163; Hassig, México, pp. 109-111; Burr Cartwright Brundage, A Rain of Darts: The Mexica Aztees, Austin y Londres, 1972, p. 273. Sigue sin estar clara la cifra de víctimas mortales; en función de las fuentes, fueron entre dos mil y diez mil. Duran (Judies, pp. 536-537) cita la cifra más alta. 17. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 110. La complejidad de los ritos funerarios en honor de los guerreros caídos en combate se aborda de manera exhaustiva en Duran, Indies, pp. 149-152 y 283-290. 18. R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, p. 196;Thomas, Conquest, p. 391, 729n y 790n; Camilo Polavieja, Hernán Cortés, copias de documentos, Sevilla. 1889, pp. 280-281. 19. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 110; Lockhart, We People Here, p. 138. 20. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 540 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­ chado Libros, Madrid, 2004]; Hassig, México, pp. 111 y 215n;Thomas, Con­ quest, pp. 392-393; Koch, Aztecs, p. 234.

13. E l

ir ó n ic o destin o de

M octezum a

1. Bernal Díaz del Castillo, The Discovcry and Conquest of México, 15171521, Nueva York y Londres, 1928, p. 398; Hernán Cortés, Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, p. 475n. Hugh 397

NOTAS DE I.AS PÁGINAS 190 A 195

Thomas alude a los dos capitanes de esta expedición como Vclázquez de León y Rodrigo Rangel. 2. William H. Prescott. Hístory of the Cotiquest of México, Nueva York, 2001, pp. 531-532 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]; SusanToby Evans, Ancient México and Cen­ tral America, Nueva York, 2004, pp. 45-61. 3. Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman, 2006, p. 111; C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval, Carbondale (I1L), 1961, pp. 46-48. 4. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 268. 5. Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate o/Aztec México, Nueva York, 1993,p. 165 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aven­ turero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005]; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 395 (hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007], 6. Cortés, Cartas, pp. 267-269; Gardiner, Constant Captain, p. 48. 7. Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge, 1991, pp. 29-30;Alfonso Caso, TheAztecs: People of the Sun, Norman (Okla.), 1958, pp. 41-51 [original: El pueblo del sol, Fondo de Cultura Económica, México, 1953], 8. Cortés, Cartas, pp. 269-270. 9. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 385. 10. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 385. 11. Thomas, Conquest, pp. 396-397. 12. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 387. 13. Citado en ibid.; Hammond lunes, The Conquistador, Nueva York, 1969, pp. 162-163 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Bar­ celona, 1969). 14. R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus, Ohio, 1967, p. 199; Burr Cartwright Brundage, A Rain ofDarts:The Mexica Aztecs, Austin y Londres, 1972, p. 274. 15. Prescott, History, pp. 542-543; Peter O. Koch, Aztecs, Conquistador, and the Making of Mexican Culture, Carolina del Norte y Londres, 2006, p. 236. 16. Michael Wood, Conquistador, Berkeley (Calif.), 2000, p. 73; Stuart B. Schwartz, Victors and Vanquished: Spanish and Nahua Vieu>s of the Conquest of México, Boston y Nueva York, 2000, p. 157; Brundage, Rain of Darts, p. 275; Prescott, History, p. 543. En México and the Spanish Conquest (Nor­ man, [Okla.], 2006), Ross Hassig afirma que Cuitláhuac no sería designado 398

NOTAS 1)1- I AS l'ÁlilN AS l*»5 A 200

oficialmente rey hasta alrededor del 15 de septiembre de 1520, pero que a partir de esa fecha, y hasta su fallecimiento, asumió el cargo de tlatoani (em­ perador) azteca. 17. Cortés, Cartas, p. 270. 18. Ibid.; Prescott, History, p. 552. 19. Díaz del Castillo, Discovery, p. 407; Cortés, Cartas, p. 270. 20. Cortés, Cartas, p. 270; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 388; Hassig, México, p. 112;Thomas, Cotiquest, p. 399. 21. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 389. 22. Cortés, Cartas, p. 271. 23. Koch, Aztecs, p. 241. 24. Cortés, Cartas, p. 272; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 389; Prescott, History, pp. 573-574; José López-Portillo, Títey Are Corning: Tlte Conquest of México,Dentón (Tex.), 1992,pp. 257-258 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fernández, México, 1987]; Hassig, México, p. 112. 25. Prescott, History, pp. 574-575; Marks, Cortés, p. 167; López-Portillo, They Are Corning, p. 258. 26. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 392. Véanse tam­ bién Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Ma­ drid, 1987, p. 234; Prescott, History, p. 561. En las Cartas (p. 272), Cortés afirma que Moctezuma le pidió si podía hablar al pueblo, algo que, dadas las circunstancias, parece improbable. Incluso su primer biógrafo, López de Gomara, que escribió buena parte de su obra desde el punto de vista de Cortés y los españoles, dice que «rogó a Moctezuma se subiese a una azo­ tea y mandase a los suyos cesar e irse» (López de Gomara, México, p. 234). 27. Citado en Prescott, History, p. 561. 28. Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 392-393. 29. Citado en Thomas, Conquest, p. 402. 30. Cortés, Cartas, p. 272; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 393; López de Gomara, México, p. 234; C. A. Burland, Montezmna: Lord of the Aztecs, Nueva York, 1973, pp. 231-233; Peter G.Tsouras, Montezuma: Warlord of the Aztecs, Washington D. C„ 2005, pp. 80-85. Como se apunta en la nota al pie de la página 200 del libro, existen dos versiones distintas y con­ trapuestas sobre la muerte de Moctezuma. Casi todos los cronistas españo­ les coinciden en apoyar la historia de Cortés según la cual Moctezuma fue lapidado en la azotea y falleció a causa de las heridas.Tanto Bernal Díaz del Castillo como Vázquez de Tapia, que presenciaron la escena, afirman que el emperador había sido protegido con escudos y que, probablemente, los aztecas que estaban lanzando piedras a los soldados españoles no lo recono­ cieron. Díaz del Castillo (en Historia verdadera, p. 393) sostiene que Mocte­ 399

NOTAS l)F. l.A I’Át.üNA 201

zuma rechazó los alimentos y la ayuda médica y que sucumbió a las heridas. El cronista Antonio de Herrera respalda esta versión. Díaz del Castillo afir­ ma que él, Cortés y muchos de los soldados españoles lloraron cuando Moctezuma falleció, y añade que «hombres hubo entre nosotros, de los que le conocíamos y tratábamos, que tan llorado fue como si fuera nuestro pa­ dre» (Historia verdadera, p. 393). Aunque la afirmación parece ciertamente exagerada, los españoles habían pasado más de medio año en contacto ín­ timo con el gobernante, y es razonable suponer que habían desarrollado lazos de afinidad con él. De todas las versiones españolas, la de Díaz del Castillo es la que resulta más verídica. Véase también Cortés, Letters from México, pp. 475-476n. Casi todos los relatos aztecas defienden la teoría de que Moctezuma sobrevivió a la lapidación, se recuperó por breve tiempo y fue acuchillado (o bien apaleado) hasta morir,justo antes de que los españoles se marcharan en el transcurso de la Noche Triste. En History of the Indies of New Spain (p. 545), fray Diego Durán sostiene que Moctezuma fue descubierto y re­ cibió cinco puñaladas en el pecho. En cambio, unos pocos relatos nativos apoyan la versión de la lapidación: tanto el Codex Ramírez como Ixtlilxóchitl afirman que Moctezuma fue acuchillado o bien asesinado mediante espadas. Fray Bernardino de Sahagún defiende la versión del apaleamiento, mientras queThomas (Conquest, p. 404) califica de «improbable» la versión azteca del asesinato por parte de los conquistadores. El destino del cuerpo de Moctezuma también está envuelto en el mis­ terio y la controversia. En las Cartas (p. 272) Cortés afirma: «Y yo lo fice sacar así muerto a dos indios que estaban presos, y a cuestas lo llevaron a la gente.Y no sé lo que dél se hicieron, salvo que por eso no cesó la guerra, y muy más recia y muy cruda de cada día». Díaz del Castillo, que redactó su crónica muchos años después de la conquista y, por tanto, no tenía dema­ siado interés político en el asunto, dejó escrito que Cortés «mandó a seis mexicanos muy principales ... que lo sacasen a cuestas y lo entregasen a los capitanes mexicanos» (Historia verdadera, p. 394). Los relatos aztecas sostienen que el cuerpo de Moctezuma fue encon­ trado, junto con los cadáveres de Cacama e Itzquauhtzin (que, de hecho, fueron ejecutados, algo que los españoles no niegan), fuera del palacio, cer­ ca de un canal ubicado en un lugar llamado Teoayoc; posteriormente todos fueron incinerados. Véase Sahagún en Schwartz, Victors, pp. 177-178; López-Portillo, They Are Corning, p. 260; Cortés, Letters from México, p. 478n. 31. Citado en Brundage, Rain of Darts, p. 276. Más infomación sobre la enigmática muerte de Moctezuma H en Diego Durán, History of the Indies ofNeuf Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 544-545. Para estudios en profún400

NOTAS Di; LAS l’ACINAS 202 A 207

didad sobre su vida y su reinado, véase C. A. Burland, Montezuma: Lord of theAztecs, Nueva York, 1973, y Tsouras, Montezuma.

14. L a N o c h e T riste

1. Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, ed.de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 976. Cor­ tés, López de Gomara y Díaz del Castillo afirman que atacaron el Templo Mayor, pero el hecho de que el templo de Yopico estuviera situado más cerca y disfrutara de vistas directas sobre el palacio de Axayácad —y, por tanto, que fuera más útil como puesto de mando— hace que ese fuera probablemente el blanco real del ataque. 2. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, p. 274. 3. Ibid., pp. 274-275; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 403 y 731n [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]. 4. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 391. 5. Cortés, Cartas, p. 275. 6. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 396; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 240. 7. Cortés, Cartas, pp. 278-280; Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 420; José López-Portillo, They Are Corning: The Conquest of México, Dentón (Tex.), 1992, pp. 263-264 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fernán­ dez, México, 1987]. 8. Citado en William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 588 y nota [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]. 9. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 397. 10. López de Gomara, México, p. 241; Prescott, History, p. 589; LópezPortillo, They Are Corning, p. 263. 11. Cortés, Cartas, p. 279-280; López de Gomara, México, p. 241. 12. Códice Florentino, pp. xii y 24; Diego Muñoz Camargo, Historia de Tlaxcala, Secretaría de Fomento, México, 1892, p. 220; Miguel León-Porti­ lla, Visión de los vencidos. Historia 16, Madrid, 1992, pp. 115-116; En las Cartas (pp. 279-280), Cortés menciona que, antes de que llegara a la segun­ da brecha de la calzada, los guardias lanzaron un grito y tropas aztecas se lanzaron en su persecución. 401

NOTAS DE l.AS

p ACÜNAS

207 A 210

13. Citado en León-Portilla, Visión de los muidos, p. 116. 14. Nigel Davies, Tlie Aztecs: A History, Norman (Okla.), 1980, pp. 269-270 [hay trad. cast.: Los aztecas, Destino, Barcelona, 1977]; Díaz del Castillo, Historia verdadera, pp. 396-398. 15. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 397. 16. León-Portilla, Visión de los vencidos, pp. 116-117. 17. López de Gomara, México, pp. 241-242; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 399; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Advettturer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 171 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barce­ lona, 2005]. 18. John Pohl y Charles M. Robinson lll, Aztecs and Conquistador:The Spanish Invasión and the Collapse of theAztec Empire, Oxford, 2005, p. 139. La cifra de desaparecidos varia según la fúente.Véase la tabla que ofrece Prescott (History, p. 600). Véase también C. Harvey Gardiner, Naval Power iti the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 86-88. En México and the Spa­ nish Conquest (Norman, 2006, pp. 116-117), Ross Hassig aporta una inte­ resante teoría conspirativa según la cual Cortés habría dejado atrás inten­ cionadamente a los hombres de Narváez tras constatar que eran unos soldados ineficaces y, por tanto, prescindibles. Aunque está claro que Cortés no estaba nada convencido de la actuación de los reclutas de Narváez, pa­ rece inverosímil que sacrificara a propósito a un tercio de la fuerza de combate española, junto con sus armas y armaduras. Por otra parte, Hassig sostiene que el episodio de la mujer que gritó pidiendo ayuda en la calzada parece inverosímil, puesto que, al contrario de lo que se afirma, es difícil que hubiera ido en busca de agua a esas horas de la noche. Muchos otros relatos (incluido Cortés, Cartas, pp. 279-280) no aluden a la mujer, sino solo a guardias que «lanzaron un grito». 19. López de Gomara, México, p. 242; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 268. El árbol se encuentra entre los más longevos del mundo, con una media de quinientos años, pero en Oaxaca algunos superan los dos mil años de vida. 20. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 401. 21. John Eoghan Kelly, Pedro de Alvarado: Conquistador, Princeton (N.J.), 1932, pp. 90 y 94; Hammond Innes, The Conquistador, Nueva York, 1969, p. 175 [hay trad. cast.: Los conquistadores españoles, Noguer, Barcelona, 1969]; Prescott, History, pp. 596-597. 22. Citado enThomas, Conquest, pp. 412 y 735n; Gardiner, Naval Power, p. 89; C. Harvey Gardiner, Martin López: Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.), 1958, p. 35. 402

NOTAS Dlí I.AS PAGINAS 211 A 215

23. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 118; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 269. 24. León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 118; James Lockhart, We People Here: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993, p. 160. 25. López-Portilla, TheyAre Corning, p. 269. 26. Ibid., p. 270. Lockhart, We People Here, pp. 156-160, del libro XII del Códice Florentino. 27. López-Portillo, They Are Corning, p. 270; David Carrasco, City of Sacrifice: Tire Aztec Empire and the Role of Violence in Civilization, Boston, 1999, pp. 23 y 83-84. Carrasco explica la importancia de los prisioneros como víctimas sacrificiales, así como la relevancia simbólica de los cráneos y los tzompantlis. 28. Carrasco, City of Sacrifice, pp. 164-187. El capítulo de Carrasco «Cosmicjaws» («Mandíbulas cósmicas») ofrece una interpretación verdade­ ramente fascinante de los fundamentos mitológicos y cosmológicos del canibalismo prevaleciente en las ceremonias religiosas aztecas, y señala el predominio de «las mandíbulas, las bocas, las lenguas, los gestos a la hora de comer, los rituales asociados al uso de la boca para devorar la carne de seres humanos y, en el caso de al menos un dios, los pecados de los seres huma­ nos» (p. 168). 29. Cortés, Cartas, p. 283; López de Gomara, México, pp. 243-244; Ló­ pez-Portillo, TheyAre Corning,p. 270; Prescott, History,pp. 597-598. 30. Cortés, Cartas, p. 283; López de Gomara, México, p. 244. 31. Carrasco, City of Sacrifice, pp. 71 y 76-77; Eloise Quiñones Keber, Representing Aztec Ritual: Performance, Text, and Image in the World of Sahagún, Boulder (Colo.), 2002, pp. 57, 59, 100 y 120; Susan D. Gillespie, en The Aztec KingsiThe Construction of Rulership in Mexica History, Tucson, 1989, p. 203; David Carrasco y Eduardo Matos Moctezuma, Moctezuma’s México: Visions of the Aztec World, Boulder (Colo.), 2003, pp. 62 y 156;Thomas, Conquest, p. 29. 32. Cortés, Cartas, p. 285; López de Gomara, México, p. 245. 33. Citado en López-Portillo, TheyAre Corning,p. 271; fray Diego Du­ ran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, pp. 305-306. La importancia de Cihuacoad (la Mujer Serpiente) se aborda con detalle en Duran, Book of the Gods, pp. 210-220. Para una descripción convincente y detallada del atuendo militar que llevaban los hábiles guerreros de élite az­ tecas, véase Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 37-47. 34. Cortés, Cartas, p. 285. 35. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 403. 403

NOTAS l)E I.AS PAGINAS 213 A 220

36. Cortés, Cartas, p. 285. 37. Kelly, Alvarado, pp. 24-25,95-98 y 117-118n; Maurice Collis, Cor­ tés and Montezuma, Nueva York, 1954, pp. 202-203. 38. Hassig, México, p. 119. 39. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 403. 40. Ibid.; Prescott, History, p. 616; George C.Vaillant, Aztecs of México: Origin, Rise, and Fall of theAztec Nation, Nueva York, 1941, pp. 253-254. 41. Conquistador anónimo, en Patricia de Fuentes, ed., The Conquistadors: First Person Accounts of the Conquest of México, Nueva York, 1963, p. 168; Hassig, Aztec Warfare, p. 58; Pohl y Robinson, Aztecs, p. 141; López-Portillo, TíteyAre Corning, pp. 271-273. 42. Cortés, Cartas, pp. 289-290, y LettersJrom México, p. 480n. Prescott, History, p. 622 y nota. En su carta al rey, Cortés afirmó haber perdido dos dedos en la batalla, pero otros cronistas sostienen que, al tener la mano «li­ siada», conservó todos los dedos. En cuanto a las heridas que sufrió en la cabeza, tenemos pruebas físicas de ello: el cráneo de Cortés (junto con el resto de su esqueleto) está depositado en el Hospital de Jesús de México D. E, donde arqueólogos lo descubrieron en una cripta en 1946,junto con documentos jurídicos que confirmaban que los huesos eran suyos. El crá­ neo presenta graves fracturas en el lado izquierdo, coincidentes con las descritas por Cortés y otros cronistas. Véase Cortés, Cartas, pp. 289-290 y LettersJrom México, p. 480n; Marks, Cortés, pp. 175-176.

15. «A LOS

OSADOS AYUDA LA FORTUNA»

1. William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 622 fhay trad. cast.: Historia de la conquista de México,Antonio Ma­ chado Libros, Madrid, 2004]; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 187 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Edi­ ciones B, Barcelona, 2005], 2. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 15171521, Nueva York y Londres, 1928, p. 433. 3. Bernardino de Sahagún, en Historia general de las cosas de Nueva Es­ parta, ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990, vol. 2, p. 983; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 434-435; José López-Portillo, They Are Co­ rning: The Conquest of México, Dentón (Tex.), 1992, pp. 276-277 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fernández, México, 1987], 4. Citado en Prescott, History, p. 621. 404

NOTAS OE l AS PACINAS 221 A 227

5. R q ss Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.),2006, p. 122; Charles Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, New Haven, 1952, pp. 159-160. 6. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 428 y 737n [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]; Marks, Cortés, p. 188; Gibson, Tlaxcala, pp. 10,104-105 y 158-161. En líneas generales, España cumplió el acuerdo suscrito con Tlaxcala durante casi trescientos años, pero, aunque los tlaxcal­ tecas dejaron de tener que pagar tributos a Tenochtitlán, como vasallos de España estaban obligados a realizar pagos a la Corona. 7. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 407-413. 8. Ibid. 9. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, pp. 288-289. 10. Citado en Francisco López de Gomara, La conquista de México, His­ toria 16, Madrid, 1987, p. 249. 11. Ibid., pp. 248-249; Prescott, History, p. 624. 12. Citado en Thomas, Conquest, p. 432. 13. Ibid., pp. 432 y 738n. 14. Citado en López de Gomara, México, p. 249. 15. Citado en Prescott, History, p. 192;Beatrice Berler, The Conquest of México:A Modern Rendering ofWilliam Prescott’s History, San Antonio (Tex.), 1998, p. 14. 16. Citado en López de Gomara, México, p. 250. 17. Ibid. 18. Ibid., p. 251. 19. Ibid., p. 250. Cortés no tardaría en utilizar el nombre «Nueva Espa­ ña» en sus cartas al rey. 20. Cortés, Cartas, p. 290. Cortés no acuñó esta expresión, pero la usó en más de una ocasión. En aquella época era de uso relativamente común, también traducida como «La fortuna favorece a los audaces». A veces se ha atribuido a La Eneida, de Virgilio. 21. Citado en López de Gomara, México, p. 251. 22. Cortés, Cartas, pp. 290-291. 23. Hassig, México, p. 123. 24. Cortés, Cartas, pp. 290-292; López de Gomara, México, p. 252; Díaz del Castillo, Discovery, p. 438; Prescott, History, pp. 632-633. 25. Cortés, Cartas, p. 291. 26. Ibid., p. 292; López de Gomara. México, pp. 251-253; Díaz del Cas­ tillo, Historia verdadera, pp. 407-413. 405

NOTAS HE LAS PAUINAS 22H A 23.1

27. Cortés, Cartas, p. 292. 28. Díaz del Castillo, Discovery, p. 439; Prescott, History, p. 634;Jacques Soustelle, The Daily Life of theAztecs on the Eve of (he Spanish Conques!, Lon­ dres, 1961, p. 73 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cultura Económica, México, 1956J. 29. John GrierVarner y Jeannette Johnson Varner, Dogs of the Conquest, Norman (Okla.), 1983, p. 68. 30. Cortés, Cartas, p. 292; López de Gomara, México, p. 253. 31. Cortés, Cartas, p. 292, y LettersJrom México, pp. 480-48 ln. En dicha nota, Anthony Pagden señala que en este punto Cortés exagera el término caníbales, y que la mayor parte del consumo de carne humana era simbólico y ritual.Véase también David Carrasco, City of Sacrifice:TlteAztec Empire and the Role ofViolence in Civilization, Boston, 1999, pp. 164-168. Marvin Harris lanzó la controvertida teoría de que la dieta azteca carecía de proteínas y de que el canibalismo compensaba dicha deficiencia. Véase Marvin Harris, Cannibals and Kings, Nueva York, 1978,pp. 147-166 [hay trad.cast.: Caníba­ les y reyes: los orígenes de las culturas. Alianza, Madrid, 1997]. 32. Thomas, Conquest, pp. 437 y 739n;J. M. G. Le Clézio, The Mexican Dream: Or, The Interrupted Thought of Amerindian Civilizations, Chicago y Londres, 1993, pp. 10-20. 33. Citado en Thomas, Conquest, p. 442; C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin, 1956, pp. 98 y 100-101; C. Harvey Gardiner, Martín López: Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.), 1958, pp. 37-39.

16. L a «gran

lepra »

1. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 417-418. 2. Citado en ibid., p. 417. 3. Ibid.; José López-Portillo, They Are Coming.The Conquest of México, Dentón (Tex.), 1992, p. 281 [original: Ellos vienen... La conquista de Méxi­ co, Fernández, México, 1987]; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, p. 128;William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, p. 641 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004]. 4. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 15171521, Nueva York y Londres, 1928, p. 440-441. 5. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 307. 406

NOTAS 1)1- I.AS I*Ac;INAS 233 A 236

6. Ibid., pp. 306-307; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 442-443; C. Harvey Gardiner, Naval Power in tbe Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, p. 107; Prescott, History, p. 642. 7. Díaz del Castillo, Discovery, p. 443-444; Gardiner, Naval Pouvr, p. 108; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 447-448 [hay trad. cast.: La conquista de México, Pla­ neta, Barcelona, 2007]. 8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 423; López-Portillo, They Are Corning, p. 282. 9. Gardiner, Naval Power, p. 108;Thomas, Conquest, p. 448; Richard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 196 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca. Ediciones B, Barcelona, 2005]. 10. Charles C. Mann, 1491: New Revelations of the Americas Before Colutnbus, Nueva York, 2005, pp. 92-93 [hay trad. cast.: 1491: una nueva historia de las Américas antes de Colón,Taurus, Madrid, 2006]; Alfred W. Crosby.Jr., The Columbian Exchange: Biological and Cultural Consequences of 1492, Westport (Conn.), 2003, p. 47 [hay trad. cast.: El intercambio transoceánico: conse­ cuencias biológicas y culturales a partir de 1492, UNAM, México, 1991]; William H. McNeill, Plagues and Peoples, Nueva York, 1976, pp. 206-207 [hay trad. cast.: Plagas y pueblos, Siglo XXI, Madrid, 1984], 11. Mann, 1491, p. 93; fray Diego Durán, TheAztecs:The History of the Iridies of New Spain, Nueva York, 1964, p. 323; Crosby, Columbian, pp. 48-49. Algunas fuentes señalan que los criados cubanos que iban a bordo del bar­ co de Narváez estaban infectados, pero todos los indicios apuntan a que la fuente de la epidemia en Nueva España fue la expedición de Narváez. Véase David Noble Cook, Bom to Die: Disease and the New World Conquest, 1492-1650, Cambridge (Mass.), 1998, pp. 64-70 [hay trad. cast.: La conquis­ ta biológica: las enfermedades en el Nuevo Mundo, 1492-1650, Siglo XXI, Ma­ drid, 2005]. 12. Citado en Crosby, Columbian, pp. 48-49. 13. Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos. Historia 16, Madrid, 1992, p. 122; Relatos aztecas, Códice Florentino, en James Lockhart, We People Here: Náhuatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993, pp. 182-183; Stuart B. Schwartz, Victors and Vanquished: Spanislt and Nahua Views of the Conquest of México, Boston y Nueva York, 2000, pp. 188-190. 14. Inga Clendinnen, Aztecs, Cambridge (N. Y), 1991, p. 270; Burr Cartwright Brundage, A Rain ofDarts.The Mexica Aztecs,Austin y Londres, 1972, p. 279. 15. Jacques Soustelle, The Daily Ufe of the Aztecs on the Eve of the Spa407

NOTAS HE I AS HAtiINAS 236 A 241

itish Conques!, Londres, 1961, pp. 196-198 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cultura Económica, Méxi­ co, 1956]; Matthew Restall, Seven Myths qf the Spanish Conques!, Oxford, 2003, pp. 140-142 [hay trad. cast.: Los siete mitos de la conquista española, Paidós, Barcelona, 2004]; Cook, Born to Die, pp. 62-67. 16. Soustelie, Daily Life, p. 130; Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs: Netv Prospectivos, Santa Bárbara (Calif.), 2005, pp. 137 y 216; Bernard R. Ortiz de Montellano, Aztec Medicine, Health, and Nutrition, New Brunswick (N.J.) y Londres, 1991, pp. 163-164. 17. Códice Florentino, en Lockhart, We People Hete, p. 182. 18. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 122. Sobre la de­ vastación causada por la enfermedad y sus implicaciones, véase también Robert V. Hiñe y John Mack Fragher, The American West: A Netv Interpreta­ tivo History, New Haven y Londres, 2000, pp. 25-27. 19. Francisco de Aguilar, Relación breve de la conquista de la Nueva Espa­ ña, en J. Díaz, et al.. La conquista de Tenochtitlán, Dastin, Madrid, 2000, p. 191. 20. McNeill, Plagues, pp. 207-208. Véase también Robert McCaa, «Spanish and Náhuatl Views on Smallpox and Demographic Catastrophe in México»,Journal of Interdisciplinary History, 25 (1995), pp. 397-431. 21. Cortés, Cartas, pp. 302-303; Hassig, México, pp. 129-130;Thomas, Conquest, p. 446. 22. Prescott, History, pp. 643-644. 23. Ibid., p. 644;Thomas, Conquest, p. 440. 24. Cortés, Cartas, p. 306. 25. Ibid., p. 308, y Letters from México, p. 482n. Pagden indica que Grijalva fue de hecho el primero en acuñar esta expresión. 26. Ibid., p. 308. 27. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 431; Francisco López de Go­ mara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 258; Prescott, History, pp. 644-646. 28. Díaz del Castillo, Discovery, p. 448; Prescott, History, p. 641. 29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 425. 30. Ibid., p. 446. 31. Ibid., p. 449; Cortés, Cartas, p. 313; López de Gomara, México, p. 258; Prescott, History, p. 646; Thomas, Conquest, p. 450. 32. Cortés, Cartas, p. 313; López de Gomara, México, p. 258. 33. Prescott, History, p. 646. 34. Ibid., p. 446; Cortés, Cartas, p. 315; López de Gomara, México, p. 258; Díaz del Castillo, Discovery, p. 450. 408

NOTAS l>E LAS PÁGINAS 241 A 218

35. 13íaz del Castillo, Historia verdadera, p. 439; Prescott, History, p. 646. 36. Cortés, Cartas, p. 315; López de Gomara, México, p. 259. 37. Citado en Gardiner, Naval Power, p. 103.

17. R

egreso al valle de

M é x ic o

1. Citado en William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 649 y 649-650n [hay trad. cast.: Historia de la conquis­ ta de México, Antonio Machado Libros, Madrid, 2004], Prescott lo toma prestado de Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España. 2. Codex Ramírez, p. 145. 3. Citado en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 531. 4. Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 260. 5. Ibid., p. 260; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, p. 172. 6. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 316; López de Gomara, México, p. 260. 7. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 435. En Historia de la conquista de México (p. 263), López de Gomara dice que había veinte mil daxcaltecas. 8. Citado en López de Gomara, México, p. 261; Cortés, Cartas, p. 316, y Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, p. 482n. 9. López de Gomara, México, p. 262. 10. Esta frase, «reír o llorar», pertenece a Bartolomé de las Casas, Histo­ ria de las Indias, México, 1981. 11. Cortés, Cartas, p. 316. 12. Citado en HughThomas, Conquest: Montczuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 456 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­ co, Planeta, Barcelona, 2007]; Prescott, History, p. 654. La traducción de Prescott, aunque un poco diferente, conserva el tono: «El principal motivo ... era el deseo de sacar a los indios de las tinieblas de la idolatría y hacerlos participar de la luz de una fe más pura, y después recobrar para su rey los dominios que de derecho le pertenecían». 13. Prescott, History, p. 655. Estas disposiciones o normas de conducta se hallan también en C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval, Carbondale (111.), 1961, pp. 68-70. 409

NOTAS l)E LAS PÁGINAS 248 A 25(1

14. Citado en Prescott, History, p. 655. 15. Cortés, Cartas, pp. 317-318. 16. Ibid., p. 319; Prescott, History, p. 658; Díaz del Castillo, Historia ver­ dadera, p. 436. 17. Cortés, Cartas, p. 319. 18. Ibid., p. 320. Las señales de humo se solían usar para avisar a las poblaciones cercanas de que se estaba librando una batalla o de que se es­ taba aproximando un ejército enemigo. Véase Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 95-96 y 292n. 19. López de Gomara, México, p. 264. 20. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 436; López de Gomara, Méxi­ co, p. 265. 21. Thomas, Conquest, pp. 458 y 744n; Fernando de Alva Ixtlilxóchid, Ally of Cortés.'Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the Beginnitig of Evangelical Law, El Paso (Tex.), 1969,pp. 10-15 y 272-273 [original: Décima tercia relación de la venida de los españoles y principio de la ley evangélica, México, 1938]; Hassig, México, p. 136; Diego Duran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, p. 550. Duran resalta la larga relación que mantuvieron Cortés e Ixdilxóchid. 22. Cortés, Cartas, p. 321-322; López de Gomara, México, p. 265. 23. Cortés, Cartas, p. 323; Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 438. 24. Thomas, Conquest, p. 459 y 744n; Ixdilxóchid, Ally, pp. 12-15. 25. Hassig, México, pp. 136-137; Jerome A. Offner, Law and Politics in Aztec Texcoco, Londres, 1983, pp. 239-240; R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, pp. 209-210. Cabe mencionar que Hassig sugiere que la muerte repentina de Tecocol fue «sospechosamente oportuna», lo cual tiene sentido en vista de la utilidad de tener a Ixtlilxóchid instalado en el poder por motivos políticos (si bien Cortés pudo haber sencillamente ayudado a colocar a Ixdilxóchid). 26. Michael E. Smith, The Aztees, Malden (Mass.), 2003, pp. 143145; Dirk R. van Tuerenhout, TheAztecs: New Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, pp. 144 y 202; Esther Pasztory, Aztec Art, Nueva York, 1983, pp. 202-203. 27. Cortés, Cartas, pp. 324-325; López de Gomara, México, p. 266.

18. L a

serpiente de madera

1. Como de costumbre, la cifra de expedicionarios que bordearon la laguna varía notablemente. Ross Hassig (México and the Spanish Conquest, 41 0

NOTAS l)l; I AS I'A c i NAS 257 A 2f>2

Norman, 2006, p. 138) aporta la cifra de siete mil, mientras que otras fuen­ tes indican que solo fueron la mitad. Ixtlilxóchitl (Ally of Cortés:Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the Beginnitig of Evangélica! Law, pp. 13-14) sostiene que había seis mil, pero que no eran exclusivamente tlaxcaltecas (también habría guerreros texcocanos). Otros cronistas aportan una cifra menor, entre tres mil y cuatro mil. Hernán Cortés (Cartas de relación. Cas­ talia, Madrid, 1993, p. 326) afirma que había «tres o cuatro mili indios nuestros amigos». 2. Cortés, Cartas, pp. 205-206 y 326; Nigel Davies, TlteAztecs, Nueva York, 1973, p. 254. 3. Cortés, Cartas, p. 327; Ixtlilxóchitl, Ally, p. 13. 4. Cortés, Cartas, p. 327. 5. Ibid., p. 329; Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 444-445; Ixtlilxóchitl, Ally, p. 16; Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, pp. 248-249. 6. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 445; Hassig, México, p. 141. 7. Ixtlilxóchitl, Ally, pp. 16-17; Francisco López de Gomara, La con­ quista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 267-268. 8. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 446; Cortés, Cartas, p. 331. 9. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 449; C. Harvey Gardiner, The Constant Captain: Gonzalo de Sandoval, Carbondale (111.), 1961, pp. 75-76. 10. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 467; Cortés, Cartas, p. 337; William H. Prescott, History of the Conquest of México, Nueva York, 2001, pp. 686-687 [hay trad. cast.: Historia de la conquista de México, Antonio Ma­ chado Libros, Madrid, 2004]. 11. C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 115-116; Hassig, México, p. 142. 12. Gardiner, Naval Pou>er, pp. 116-117; C. Harvey Gardiner, Martin López: Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.), 1958, pp. 42-43; Gardiner, Constant Captain, pp. 76-78; Prescott, History, p. 687. No se ha esclarecido el número de integrantes de la caravana; algunas fuentes afirman que hasta cincuenta mil tlaxcaltecas participaron en el traslado de los ber­ gantines deTlaxcala a Texcoco. separadas por más de ochenta kilómetros. 13. José López-Portillo, TheyAre Coming:The Conquest of México, Den­ tón (Tex.), 1992, p. 293 [original: Ellos vienen... La conquista de México, Fer­ nández, México, 1987]. 14. Citado en Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 450; Cortés, Cartas, p. 339. 411

NOTAS DE LAS 1‘ACINAS 263 A 273

15. Gardiner, Naval Power, pp. 125-127; Hubert Howe Bancroft, History of México, vol. 1, San Francisco, 1883-1888, p. 581; Ixtlilxóchitl, Ally, p. 15; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 293. 16. Cortés, Cartas, pp. 339-340; Hassig, México, p. 142. 17. Cortés, Cartas, p. 340. 18. Díaz del Castillo, Discovery, p. 473; Prescott, History, p. 692. 19. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 453. 20. Cortés, Cartas, p. 341. 21. Ibid, pp. 341-342. 22. Citado en Cortés, Cartas, p. 342. 23. Ibid. 24. Díaz del Castillo, Discovery, p. 476. 25. Citado en Cortés, Cartas, p. 342; López de Gomara, México, p. 273. 26. Prescott, History, p. 704; Gardiner, Naval Power, pp. 119-120; Ri­ chard Lee Marks, Cortés: The Great Adventurer and tbe Fate of Aztec México, Nueva York, 1993, p. 213 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]; Hugh Thomas, Conques!: Montezuma, Cortés, and tbe Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 469-471 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 2007]. 27. Thomas, Conquest, pp. 471-472; fray Diego Duran, History of the Indies of New Spain, Norman (Okla.), 1994, p. 17n. 28. Díaz del Castillo, Discovery, pp. 512-514; Prescott, History, pp. 726727; López-Portillo, TheyAre Corning, pp. 300-301. 29. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 486. 30. Cortés, Cartas, p. 448; Díaz del Castillo, Discovery, pp. 514-515; López-Portillo, They Are Corning, pp. 300-301; Thomas, Conquest, p. 469; Cortés, Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, pp. 497-498n. 31. López de Gomara, México, p. 282. 32. Ibid., pp. 282-283; Prescott, History, p. 703; Gardiner, Naval Power, pp. 121-125; Ixtlilxóchitl, Ally, pp. 15-16; Marks, Cortés, pp. 223-224.

19. E nvolvim iento 1. Berna! Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 15171521, Nueva York y Londres, 1928, p. 478; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, p. 274;William H. Prescott, 412

NOTAS DE LAS I'A o INAS 274 A 282

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NOTAS DE LAS I'A cíINAS 282 A 288

21. Durán, lndies, pp. 44-45n y 236-237. 22. Ross Hassig, México and the Spattish Conquest, Norman (Okla), 2006, pp. 144-145; Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 479 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­ co, Planeta, Barcelona, 2007]. 23. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 477. 24. Ihid., p. 481; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 297; Cortés, Letters from México, trad. y ed. de Anthony Pagden, New Haven, 2001, p. 486n; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 221 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]; Prescott, History, p. 718. Díaz del Castillo (Historia verdadera, p. 481) afirma que Cuauhtémoc envió los miembros cercenados a las provincias como señal de aviso a quienes se habían abado con los españoles. 25. Cortés, Cartas, p. 358. 26. Ibid., p.359. 27. Cortés, Letters from México, p. 486n. 28. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 483; Prescott, History, p. 722; Thomas, Conquest, p. 481; López-Portillo, 77tey Are Corning, p. 298.

20. E m pieza

el asedio

1. Ross Hassig, Aztec Warfare, Norman (Okla.), 1988, p. 241. El diseño de la canoa azteca es objeto de anáfisis en C. Harvey Gardiner, Naval Power in the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 55-57.Véase también Dirk R. van Tuerenhout, The Aztecs: Neu> Prespectives, Santa Bárbara (Calif.), 2005, pp. 88 y 94-95. 2. R. C. Padden, The Hummingbird and the Hawk, Columbus (Ohio), 1967, pp. 211-212. 3. Jacques Soustelle, Daily Ufe of the Aztecs, Londres, 1961, pp. 140-141 [hay trad. cast.: La vida cotidiana de los aztecas en vísperas de la conquista. Fondo de Cultura Económica, México, 1956]; Michael E. Smith, The Aztecs, Malden (Mass.), 2003, pp. 166-168. 4. Hassig, Aztec Warfare, p. 238; Fernando de Alva Ixtfilxóchitl, Ally of Cortés:Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the Beginning of Evangelical Law, El Paso (Tex.), 1969, p. 24 [original: Décima tercia relación de la venida de los españoles y principio de la ley evangélica, México, 1938]. 5. Para un anáfisis de la estructura y la organización del ejército azteca, incluidos los guerreros jaguar y águila, véase Ross Hassig, War and Soáety in 414

NOTAS Mi; I.AS PAGINAS 2HH A 24

Ancient Mrsoamerica, Berkeley (Calif.), 1992, pp. 82-85 y 142; Hassig, Aztec Warfare, pp. 37-47. 6. Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, pp. 487-488 [hay trad. cast.: La conquista de Méxi­ co, Planeta, Barcelona, 2007]; fray Diego Durán, Book of the Gods and Rites and The Ancient Calendar, Norman (Okla.), 1971, pp. 19 y 164. Pantitlán, un lugar dedicado a rituales asociados al agua y los remolinos, es también objeto de análisis en Eloise Quiñones Keber, Representing Aztec Ritual: Performance, Text, and Image in the World ofSahagún, Boulder (Colo.), 2002, pp! 88 y 182. 7. Hernán Cortés, Cartas de relación, Castalia, Madrid, 1993, pp. 364365. 8. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 487. 9. C. Harvey Gardiner, Naval Pou>er in the Conquest of México, Austin (Tex.), 1956, pp. 115-116; Ross Hassig, México and the Spanish Conquest, Norman (Okla.), 2006, pp. 127-133. Gardiner ha realizado un trabajo ad­ mirable a la hora de recrear el tamaño exacto y el aspecto de los berganti­ nes, basándose para ello en la profundidad de las lagunas, el uso que se les pretendía dar, los comentarios de Martín López y el aspecto que tenían otros navios españoles de la época; véase C. Harvey Gardiner, Martín López: Conquistador Citizen of México, Lexington (Mass.), 1958, pp. 42-46. La bo­ tadura también la relata Francisco Cervantes de Salazar, Crónica de la Nueva España, Madrid, 1914, pp. 600-601. 10. Las estimaciones temporales exactas del proyecto son difíciles de determinar y dependen de si uno incluye las fases iniciales de planificación o se atiene estrictamente a la fase de construcción propiamente dicha. Para una discusión interesante sobre el asunto, véase Gardiner, Naval Power, p. 128 y nota. 11. Cortés, Cartas, pp. 364-365. La mayoría de los estudiosos y otros cronistas (Díaz del Castillo, López de Gomara, Hassig) coinciden en estas cifras. 12. Es interesante observar que Ixtlilxóchitl (Ally of Cortés:Account 13: O f the Corning of the Spaniards and the Beginning of Evangelical Law, un relato que presenta un acentuado sesgo indígena) sitúa el número de aliados en doscientos mil (p. 22), mientras que algunos cronistas europeos elevan la cifra a medio millón. 13. Citado en Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, pp. 491-492. 14. Hassig, México, p. 149;Thomas, Conquest, p. 491. Puede encontrar­ 415

N O T A S D E LAS PAGINAS 2V5 A 305

se una discusión en profundidad sobre el incidente en Ross Hassig. «Xicotencatl: Rethinking an Indigenous Mexican Hero», Estudios de Culturo Náhuatl, 32 (2001), pp. 29-49. Las crónicas divergen en los detalles preci­ sos; algunas fuentes (incluido Bernal Díaz del Castillo) sugieren que la delegación enviada en pos de Xicotenga lo ahorcó allí donde le dieron alcance en lugar de llevarlo de vuelta a Texcoco. Ninguna fílente pone en duda que fue colgado. Hassig sostiene la interesante —y controvertida— teoría de que Cortés consideraba a Xicotenga el Joven un traidor y que mandó ahorcarlo porque le pareció conveniente desde el punto de vista político. 15. Bernal Díaz del Castillo, The Discovery and Conquest of México, 1517-1521, Nueva York y Londres, 1928, p. 524; Prescott, History, p. 738. 16. Díaz del Castillo, Historia verdadera, p. 496. 17. Cortés, Cartas, p. 369. 18. Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 228 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: el gran aventurero que cambió el destino del México azteca, Ediciones B, Barcelona, 2005]; López-Portillo, TheyAre Corning, pp. 308-309. 19. Cortés. Cartas, p. 371. 20. ¡bid., p.372. 21. Ibid. 22. ¡bid. 23. Ixdilxóchitl. Al/y, p. 27; Gardiner, Naval Power, pp. 164-165. 24. Citado en Cortés, Cartas, p. 373;Thomas, Conquest, p. 496.Thonias afirma que el comentario lo realizó Sandoval en Iztapalapa, pero en reali­ dad Cortés no especifica quién lo hizo, sino que alude a «la guarnición de Coyoacán». El capitán general señala que quienes se hallaban allí podían ver mejor la acción en el agua, cosa que, de ser cierta, indica que el comentario lo efectuó seguramente Olid. 25. Cortés, Cartas, pp. 372-374; Marks, Cortés, p. 232; López-Portillo, TheyAre Corning, p. 311. 26. Cortés, Cartas, p. 374; Díaz del Castillo, Discovery, p. 532.

21. C h o q u e

de imperios

1. Hernán Cortés, Cartas de relación. Castalia, Madrid, 1993, p. 375; Francisco López de Gomara, La conquista de México, Historia 16, Madrid, 1987, pp. 288-289; Richard Lee Marks, Cortés:The Great Adventurer and the Fate ofAztec México, Nueva York, 1993, p. 233 [hay trad. cast.: Hernán Cortés: 416

NOTAS ■»: I AS I'ACÍINAS JOS A J I J

el gran aventurero qite cambió el destino del México azteca, Ediciones 13, Barce­ lona, 2005], 2. Ross Hassig,México and the Spanisb Conquest, Norman (Okla.),2006, pp. 156-157. 3. Cortés, Cartas, p. 375. 4. Ibid., p. 376. 5. López de Gomara, México, p. 289; Hugh Thonias, Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Oíd México, Nueva York, 1993, p. 500 [hay trad. cast.: La conquista de México, Planeta, Barcelona, 20071;José López-Portillo, TheyAre Coming:The Conquest of México, Dentón (Tex.), 1992, p. 313 [ori­ ginal: Ellos vienen... La conquista de México, Fernández, México, 1987], 6. Códice Florentino, libro XII, en James Lockhart, We People hiere: Ná­ huatl Accounts of the Conquest of México, vol. I, Berkeley (Calif.), 1993, pp. 193-194. 7. Cortés, Cartas, p. 378;Thomas, Conquest, p. 500; Marks, Cortés, p. 235. 8. Lockhart, We People Hete, pp. 194-195; Cortés, Cartas, p. 379; Miguel León-Portilla, Visión de los vencidos, Historia 16, Madrid, 1992, pp. 126-127. 9. Citado en León-Portilla, Visión de los vencidos, p. 126. 10. Ibid.; Lockhart, We People hiere, pp. 195-196; Cortés, Cartas, p. 380. 11. Cortés, Cartas, p. 381. 12. Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España, Sopeña, Barcelona, 1970, p. 501. 13. Ibid., p. 501. 14. // Spain, trad. de Doris Heyden y Fernando Horcasitas, Nueva York, 1964. (Original: Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme, Turner, Madrid, 1990,2 vols.| —, Book of the Gods and Rites and lite Ancient Calendar, trad. y ed. de Fer­ nando Horcasitas y Doris Heyden, Norman (Okla.), 1971. —, The History of the Indies ofNew Spain, trad. de Doris Heyden, Norman (Okla.), 1994. [Original: Historia de las Indias de Nueva España e islas de la Tierra Firme,Turner, Madrid, 1990,2 vols.] Fuentes, Patricia de, ed., The Conquistador: First Persott Accounts of the Con­ ques! of México, Nueva York, 1963. Grijalva.Juan de. Itinerario de la armada del rey católico a la isla de Yucatán, en la India, en el año 1518, en la quefue por comandante y capitán generalJuan de Grijalva, en J. Díaz, et al.. La conquista de Tenochtitlán, ed. de Germán Vázquez Chamorro, Dastin, Madrid, 2000. Hernández de Córdoba, Francisco, The Discovery of the Yucatán, trad. de Henry R. Wagner, Pasadena (Calif.), 1942. Herrera, Antonio de, Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierrafirme del mar Océano, 1601-1615,10 vols., Madrid, 1944-1947. Las Casas, Bartolomé de, Historia de las Indias, ed. de Agustín Miralles, Méxi­ co, 1981. Lockhart, James, We People Here: Naltuatl Accounts of the Conquest of México, vol. 1, Berkeley (Calif.), 1993. López de Gomara, Francisco, La conquista de México, ed. de José Luis de Rojas, Historia 16, Madrid, 1987. Muñoz Camargo, Diego, Historia de Tlaxcala, Secretaría de Fomento, Méxi­ co, 1892. Núñez Cabeza de Vaca, Alvar, Naufragios, ed. de Juan Francisco Maura, Cá­ tedra, Madrid, 1989. Sahagún, Bernardino de, Historia general de las cosas de Nueva España, ed. de Juan Carlos Temprano, Historia 16, Madrid, 1990,2 vols. Saville, Marshall H., Narrative of Same of the Things of New Spain and of the Great City ofTemestitan México, Written by the Anonymous Cotiqueror, a Companion of Hernán Cortés, Boston, 1978. Tapia, Andrés de, Relación de algunas cosas de las que acaecieron al muy ilustre señor don Hernando Cortés..., enj. Díaz, et al., La conquista de Tenochtitlán, ed. de Germán Vázquez Chamorro, Dastin, Madrid, 2000.

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lililí IO(¡H.Al lA

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Créditos fotográficos

Página 1, arriba: Hernando Cortés (1485-1547); copia del original, óleo sobre lienzo, por el M aestro de Saldana. © M useo N acional de Historia, M éxico D. F, M é x ic o /T h e Bridgem an A rt Library. Página 1, abajo: Escuela española (siglo xvn). © M useo degli Argenti, Palazzo Pitti, Florencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library. Página 2, arriba: M anuscrito, Biblioteca N azionale Céntrale, Florencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library International. Página 3, izquierda: Del C odex M agliabechiano (vitela), por Aztec (si­ glo xvi). © Biblioteca N azionale Céntrale, Florencia, Italia/T he B ridge­ man A rt Library. Página 3, derecha: Ms Laur. M ed. Palat. 218 f.84v: Sacrificio hum ano en el tem plo de Tezcadipoca, de una historia de los aztecas y la conquista de M éxico; pluma y tinta (siglo xvi). © BibÜoteca M edicea-Laurenziana, Florencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library. Páginas 2 y 3, abajo: H ern án C o rtés (1485-1547) ordena el h u n d i­ m iento de sus naves, M éxico, ju lio de 1519 (grabado); escuela española (siglo x ix ). C olección privada, Ken W elsh /T h e B ridgem an A rt Library International. Página 4, arriba: Matanza de los mexicanos (vitela), por D iego D urán (siglo xvi). © BibÜoteca Nacional, M a d rid /T h e Bridgem an A rt Library. Página 5, arriba: Ms Palat., 218-220, Libro IX: M arina ejerce de intér­ prete para los españoles en una reunión entre H ernán C ortés y M octezum a (1466-1520), procedente de un relato escrito e ilustrado por B ernardino de Sahagún (mediados del siglo x v i).© Biblioteca M edicea-Laurenziana, Flo­ rencia, Italia/T he B ridgem an A rt Library. Páginas 4 y 5, abajo: M octezum a (1466-1520), capturado por los espa­ ñoles, suplica a los aztecas que se rindan mientras estos atacan su palacio en 1520 (panel n.° 4), p o r la escuela española (siglo xvi). © Embajada británi­ ca, M éxico D. F./T he Bridgem an A rt Library. Página 6, arriba a la izquierda: Codex Duran: Pedro deAlvarado (c. 14851541), com pañero de armas de H ernán C ortés (1485-1547), asediado por

451

C R É D IT O S FO TO G R Á FIC O S

guerreros aztecas (vitela), p o r D iego D urán (siglo xvi). Biblioteca Nacional, M ad rid /T h e Bridgem an A rt Library International. Página 6, abajo a la izquierda: Batalla de O tu m ba, M éxico, 7 de ju lio de 1520 (grabado), p o r la escuela española (siglo x ix ). © C olección privada, Ken W elsh/T he Bridgem an A rt Library. Páginas 6 y 7, arriba: La toma de Tenochtitlán por Cortés, 1521 (lienzo), por la escuela española (siglo x v i).© Embajada británica, M éxico D. F./T he Bridgem an A rt Library. Página 7, abajo a la derecha: M apa de Tenochtitlán y del golfo de M éxi­ co, procedente de «Praedara Ferdinandi Cortesii de Nova maris O ceani Hyspania N arrado», p o r H ernán C ortés (1485-1547), 1524 (litografía en color), p o r la escuela española (siglo xvi). © N ew berry Library, Chicago, IU inois/The Bridgem an A rt Library. Página 8, arriba: La captura de Cuauhtémoc (c. 1495-1522), últim o em ­ perador azteca de M éxico (lienzo n.° 8), p o r la escuela española (siglo xvi). © Embajada británica, M éxico D. F ./T he B ridgem an Art Library. Página 8, abajo: R etrato de H ernán C ortés (1485-1547) (óleo sobre lienzo), p o r la escuela española (siglo xvi). © R eal Academia de Bellas Artes de San Fernando, M a d rid /In d e x /T h e B ridgem an A rt Library.

índice alfabético

Acatzinco, poblado de, 227 Acolman, 267,295-296 agricultura azteca, 16, 38, 81, 121 n., 287 Aguilar, Francisco de, cronista, 237 Aguilar,Jerónimo de, fray, 29-30,32,33, 35,43,45, 46-47, 59,62-63, 86,98, 100, 122, 128, 129, 154, 194, 199200.210.276.359 Ahuitzod, emperador, 244, 179-188, 193.333.359 Ajusco, serranía de, 273 Alaminos, Antonio de, piloto, 21, 43, 51,56,71,73,160,161,269 n. Alcántara, Juan de, 222 Alderete,Julián de, tesorero del rey, 275, 278,286,316,318-319,342,352 Alejandro Magno, 20 Alvarado, Pedro de, 55, 128, 141, 142, 149, 163-164, 178, 179, 216, 222, 252, 270, 275, 293, 345, 348-349, 359 abandono de Tenochtitlán, 206,209 Cortés y, 22,23.37-38,66,193,314315 expedición de Grijalva y, 23 fiesta deTóxcatl, 179-188,193,248, 313 reconquista de Tenochtitlán y, 292, 294-296, 303,307,309,312-318, 321,327,329-330,335 Alvarez, Rodrigo, 51

Amaxac, distrito de, 330 Amecameca, población de, 115,276 Apam, llanos de, 214 Apulco, río, 77,82 Argel, expedición contra (1541), 354 Argüello.Juan de, 142 armamento, 15, 24-25, 36, 38-42, 47, 52, 75. 76, 88, 125, 170, 176, 197198, 202-204, 246, 289, 291-292, 331-332 véase también barcos, construcción de Arriero, caballo de Cortés, 65 Audiencia de Santo Domingo, Real, 162,167 Avila, Alonso de, capitán, 36, 142,210, 216 Axayácad, palacio de, 139, 144, 153, 154, 187, 192, 211, 245, 269, 307, 312 Axayácad, rey azteca, padre de Moc­ tezuma, 124,139,359 Azores, islas, 352 aztecas agricultura azteca, 16,38,81,121 n., 287 batalla de Otumba, 214-217 calendario, 16 campaña de Tepeaca, 220,225-229 Cuauhtémoc como líder, 244-246, 251-253 mapa del imperio, 30-31 origen del término, 15 n.-16 n.

453

ÍNDICE a l f a b é t ic o

recaudadores de tributos, 61-64,141143,146 religión de, 16, 19, 26-27, 80, 128, 130,131,135-138,180-185,350351 sacrificios humanos, 17, 19, 27, 29, 43 n„ 59,62,67-68,79-80,89-90, 92, 98 n., 99, 108, 130-134, 136137, 148, 158, 180-183, 247, 260, 298,322-323 tlaxcaltecas y, 87 n., 94, 95, 98-99, 141,219,266 totonacas y, 60,61-64 viruela y, 234-237, 240, 244, 253, 355 véase también Moctezuma Xocoyoth; Tenochtitlán

Barba, Pedro, capitán, 231, 284, 289, 291,315-316,359 barcos, construcción de, 149-151, 230, 241-243, 248-249, 255, 262-263, 270-272,275,286,355 Botello, soldado y astrólogo, 204,210 Bruselas, exposición de (1520), 352 Burgos, Juan de, comerciante, 233

Caballero, Alonso, capitán de marina, 221,232 caballos, 15, 25, 39, 40-41, 65, 84 y n., 85,101,121,216,217,250,266 Cacama, rey de Texcoco, sobrino de Moctezuma, 117,123,153,154,187, 359 Cacamulco, 213 Calpulalpan, 222 Camacho, piloto de Alvarado, 23 Camargo, Diego de, 232 canibalismo, 17,29,229,247,333 Canoas, río de, 173,174

Cantares mexicanos, poema azteca, 341 Capitana, La, buque insignia. 290,298 Carlos I, rey de España, 56. 72 n., 97, 105, 155, 226, 238, 241, 258, 269, 279,286,351,359-360 Casa de las Fieras, en Tenochtitlán, 312 catolicismo, 15, 27, 35, 67-70, 98 n., 100-101, 108, 129-130, 137, 139, 159,351 Cempoala, poblado de, 57, 58, 59, 65, 66-67, 100, 164, 167-168, 173, 174, 175,349 chalcas, guerreros, 307 Chalco, 253, 258-259, 273, 274-275, 287,310,323 Champoton, 33 Chapultepec, acueducto de, 296 Chichimecatecle, cacique, 241, 246, 261,292 Chimalhuacán, 276 Chimalpopoca, hijo de Moctezuma, 210 Chinantla, 170,176 Cholula, 82,101-109,169,193 n„ 220, 237,332 cholultecas, 101,102,105-106 Cingapacinga, poblado totonaca, 65, 66-67 Cintla, llanura de, 38, 40 Coanacoch, rey de Texcoco, 360 Coanacochtzin, rey de Texcoco, 251, 252 Coatepec, aldea de, 76,250-251 Coatlinchan, 254 Coatzacualco, provincia de, 42,152 Códice Florentino, 351 n. Cohuanacoah, señor de Texcoco, 342 Colón, Cristóbal, 21 Córdoba, Francisco de, capitán, 28,130 Corral, Cristóbal, 276-277,349 córsarios franceses, 352 Cortés, Hernán, 360

454

1NI >I( I Al l'AIIÍ-.'l ICO

Alvarado y, 22, 23, 37-38, (>(>. 1*>3. 314-315 apariencia física de, 123, 172 atrapado en Tcnoclnitlán, 192-204 discurso a Moctezuma, 127 encuentros con Moctezuma, 16. 122- 127,128-131, 135-138,142144,303 entrada en Tenochtitlán (1519), 119, 121-123,257 esposa de, véase Suárez, Catalina expedición de Narváez y, 163-177 fuerza expedicionaria de (1521), 275-286 hijo de, véase Cortés, Martín intercambio de regalos con Mocte­ zuma, 49-51, 54, 64, 71-72, 116, 123125,130,200-201 llegada a México, 15 marcha aTenochridán de, 111-116 matanza de Cholula y, 106-109,134 n. muerte de (1547), 355 muerte de Moctezuma y, 200 y n. nacimiento y biografía, 17-18 permanencia en Tenochtidán, 122164 rebelión de Cacama contra, 153-154 relaciones con Moctezuma, 148-151, 153,158-159 y n„ 163,169,193194 Sandoval y, 165,193,329 secretario de, véase López de Gomara, Francisco véase tambiéti armamento; barcos, cons­ trucción de; caballos; Carlos I; Cozumel; Honduras; Narváez; Otumba, batalla de; tesoros y tri­ butos;Texcoco; daxcaltecas Cortés, Martín, hijo de la Malinche, 352-353,356.357 Cortés, Martín, padre de Hernán, 17, 269 n.

Coyoacán, 285,294,297,301,344 Cozumel, isla de, 21,22,27,32,71 cruzadas, 17 Cuauhtémoc, príncipe, 256, 257, 259, 263-265, 272, 274-276, 282-286, 287-289,360 apariencia física de, 336-337 captura de, 336-337 como líder azteca, 244-246, 251253 legado de, 342 n. muerte de, 342 reconquista de Tenochtidán y, 298, 302, 205-307,311,312,314,317, 324-325,327,328,330,332-335 tortura de, 342 Cuba, 15, 70, 122, 224, 326, 338, 348, 352 cuchara de madera (catapulta), 331332 Cuernavaca, 273,276,280,281,323 Cuedaxdán, 44 Cuidáhuac, ciudad de, 118 Cuidáhuac, hermano de Moctezuma, 118, 123, 187, 194-195, 199, 202, 214, 217, 220, 226, 235, 237, 244, 245,360 Cuitlalpitoc, 45

Danza de la Serpiente, 184-185 deportes, 134-135,149 Díaz, Juan, cura, 27,73,139,206 Díaz de Aux, Miguel, 233,291 Díaz del Castillo, Bernal, 23 n., 24,27, 37,41,47 n„ 49,65,67 n„ 68 n„ 83, 87-88, 90, 95, 117, 119, 128, 143, 149, 196, 203, 205-206, 208, 233, 241,245,252,259,265,266 n„ 275, 277, 277, 280, 281-282, 292, 297, 309, 313-314, 322, 333, 336, 338, 346,360

455

In d i c e

a l f a b é t ic o

Dorado, montaña de oro de El, 156 Duero, Andrés de, 167, 171-172, 223, 239 Durán, fray Diego, 201 Durero, Alberto, 344

guerra nocturna, 92-94, 174-175, 204, 301-302,305 guerras floridas, 99,181 Guerrero. Gonzalo, 29-30 Gudérrez de Badajoz, soldado, 330 Guzmán, Cristóbal de, 320

Edad de Hielo, 39,84 n. Eguía, Francisco de, 235 enfermedades, 73 malaria, 51, 89,93 viruela, 236-238,240,244,253,355 Escalante, Juan de, capitán, 26, 28, 75, 99,141,142,146,360 escarnios e insultos, 266,277,296,319, 321 Escobar, Alonso de, capitán, 33 Escudero, Pedro, 73 Española, La. 18,21,162,234,268,348, 350 Estocolmo, síndrome de, 159 n.

Hernández, Diego, 331 Hernández de Córdoba, Francisco, ca­ pitán, 360-361 Hernández de Portocarrero, Alonso, 42, 68,71,160 Holguín, García, capitán de flota, 335336 Honduras, 342,354,356 Huetxotzinco, ciudad de, 101 Huexotla, 254 Hueyotlipán, 217 Huitzilopochtli. dios de la guerra azte­ ca, 47, 79, 131, 136-137, 144, 155, 182,212,244,298,334 Huitzuco, 324

Fernández de Córdoba, Gonzalo, 331 Florida, costa de, 326 Florín, Jean, corsario, 352 Fonsecajuan de, obispo de Burgos, 348 Francisco I, rey de Francia, 352 Fuente de la Eterna Juventud, 326 y n.

Inquisición española, 146 Ircio, Pedro de, 143 Itzcóad, reinado de, 297 Ixtlilxóchid, hermano de Cacama, 251, 253,263,292,361 Izquauhtzin, gobernador de Tlatelolco, 187 Iztaccíhuad, volcán, 112,169 Iztapalapa, 118,253,256,297.300,318 Iztaquimaxtidán, ciudad de, 82-83

Gallego, Pedro, 285 Garay, Francisco de, gobernador de Jamaica, 232-233,291 García Bravo, Alonso, arquitecto, 350 Godoy, Diego de, escribano real, 35,54, 86

Grado, Alonso de, regidor, 55 Grijalva, Juan de. 23, 24. 33, 43, 130, 270,360 Guatemala, 16,354 Guautidán, 267

Jalacingo, 239,246 Jalapa, poblado de, 77 Jamaica, 29,239,348 Jaramillo, Juan, 291 jardines botánicos, 279

456

iN D IO í Al l'AIIÉTICO

Lancero, Pedro, 221 -222 Lares, Andrés de, 171,210 León, Ponce de, 21 López, Martín, carpintero de barcos, 149-150, 159, 210, 229-230, 241243, 249, 261, 263, 271, 288, 290, 298,331 López de Gomara, Francisco, secretario de Cortés, 17.248,343 Lugo, Francisco de, capitán, 37-38,142, 206

malaria, 51,89,93 Malinalco, tribus de, 324 Malinche (doña Marina), esclava como intérprete, 42, 44, 45, 47, 4849 y n„ 57,59,60, 62,63, 66,70, 80, 86, 98. 100, 104-105, 121, 125-126. 129,144,154,171,194, 199,210,218,219,220,246,276, 298,336,352,356-357,361 inteligencia de, 104-105,159 nacimiento del hijo, 352,353,357 Margarino. capitán, 207 Mariel puerto de, 161 Matalcingo, 324 Madalcueid, montaña (La Malinche), 230,242 Matlatzincatzin, hermano de Cuidáhuac, 214,216 Maxixcatzin, cacique, 218, 219, 220, 237,241 mayas, 33 Medellín, 348 Melchor, maya, 23,25,27,37 Melgarejo, padre, 275, 286, 295, 2% y n. México, Ciudad de. 348.350 México, costas de, 15 México, golfo de, 33 Michoacán, 345,347

Moctezuma Xoxoyotl, rey azteca (Moctezuma el Joven), 20 45,46,47, 48, 80, 82-83, 88, 94,117, 213, 237. 287-288,361 apariencia física, 19,123 cautividad de, 148-151,153,159 y n., 162-163,169,179,188,194,199 coronación de, 18 discursos para Cortés, 126-127, 126 n., 247 n. encarcelado en Tenochtidán, 183184,188,194,245 encuentros con Cortés, 16.122-127, 128-131,135-138,142-144,303 estilo de vida, 19 golpe de estado y arresto de. 143-147 intercambio de regalos. 49-51, 54, 64, 71-72, 116. 123-125, 130, 200-201 invitación a Cortés de, 110 legado de, 342 n. magos y hechiceros, 115,116 masacre de Cholula, 109 muerte de, 200 n., 200-201,245 mujeres y, 131,148 nacimiento. 18 Narváez y, 163,170,180.191,194 oráculos y profecías, 52-53, 104, 154-155 palacio de, 129,131-132 personalidad, 18-19 pronunciación del nombre, 18 n. recaudadores de tributos, 61 -64,141143,146 relaciones con Cortés, 148-151,153, 158-159 y n.. 163,169.193-194 religión y, 52, 131, 135-138, 148, 158,200 vasallaje del imperio azteca a España, 154-155 y la rebelión de Cacama, 153-154 Moctezuma, Pedro, 350

457

In d i c e

a l f a b é t ic o

Molina, Alonso de, franciscano, 351 n. Montano, Francisco de, 327 Montejo, Francisco de, 51, 55-56, 71, 160-161,269 n. Morelos, llanura de, 273 Moreno, Isidro, 353 Moría, soldado, 66 Morón, Pedro de, 88-89

Orozco, Francisco, comandante de arti­ llería, 240 Ortega, Juan de, paje, 175 Orteguilla, paje, 154, 159 otomíes, 84,86-88,326 Otumba, batalla del valle de, 214-217, 226,258 Ovando, Nicolás de, 17

náhuatl, lengua azteca, 42, 44, 57, 59, 154,164,246,351 n.,367 Narváez, Pánfilo de, 22, 161-163, 165, 167, 168, 173, 175-178, 190, 193, 197, 221, 222, 231, 238, 270, 327, 349,361 Nauhtla, 142 Nezahualpilli, rey deTexcoco, 135, 251 Nezhualcoyod, dique de, 257 Noche Triste, 202-218, 226, 228, 265, 269,311 n., 337 Nombre de Dios, Paso del (actual Paso del Obispo), 77-78 Núñez, Andrés, 150

Pacífico, océano, 345 Pánuco, región de, 153 Paso de Cortés, 113,249 Pérez, Francisco, 161 perros, 15,101,121,229 piratería, 352 Pizarra Altamirano, Catalina, 17 Pizarra, Diego de, 152,153,164,176 Ponce de León, Juan, 326 Popocatéped, volcán, 111, 112-113, 169,273,327,330 Portillo, Juan, 315-316 Potonchán, desembarco de Cortés en, 15,34,41 Prescott.William, 157 n. Puerta del Aguila, en Tenochridán, 307, 310 Puerto Deseado, 33 Puerto Rico, 233,234 Puertocarrero, Alonso de, alcalde ma­ yor, 55

Oaxtepec, 279,281 Olea, Cristóbal de, capitán, 283,320 Olid, Cristóbal de, capitán, 210, 216, 252, 270, 275, 281, 284, 292, 294296, 301, 303, 316, 335, 345, 345, 361 Olinted, cacique de Xocodán, 79, 8081,82 olmecas, 102 Olmedo, fray Bartolomé de, 39,45,70, 81,100,139,159,167,169-170,172, 174-175,199,206,290,339 Olmos, Andrés de, franciscano, 351 n. Ordaz, Diego de, 28, 73, 112-113 y n„ 128,141,152,174,196,206,210 Orizaba, pico de, 77,356-357

Qualpopoca, hijo de Moctezuma, 142, 143,145-146,153 Quetzalcóad, ciudad de, 102 gran pirámide de, 102-103,106 Quetzalcóad, dios de la guerra azteca, 47,53,82,102,127 Quiahuiztlán, 56,61,62 Quiñones, Alonso, 270 Quiñones, Antonio de, 320

458

INDK 'I' Al I A l l í m c o

Santo Domingo, 17,239,349 Saucedo, Francisco de, capitán, 71 Segura de la Frontera, 232, 238, 239, 349 serpiente de madera. 262,272 sodomía, 67 y n., 247 Solís, Pedro de, 165 Sotelo, soldado, 331 Soto, Diego de, 353 Suárez.Juan, cuñado de Cortés, 239,353 Suárez Marcaida de Cortés, Catalina, esposa de Cortés, 22,239,353,356

Rangcl, Rodrigo, I69 recaudadores de tributos, 61-64, 141143,146 Reconquista, 17 religión azteca, 16, 19, 26-27, 80, 128, 130, 131, 135-138, 180-185, 350351 católica, 15, 27, 35, 67-70, 98 n„ 100-101, 108, 129-130, 137,139, 159,351 Rivera, Diego, pintor. 280 n. Rodríguez de Villafuerte.Juan, 338 Rojas, soldado, 270

sacrificios humanos, 17, 19, 27, 29, 43 n., 59, 62, 67-68, 79-80, 89-90, 92, 98 n., 99, 108, 130-134, 136-137, 148, 158, 180-183, 247, 260, 298, 322-323 Sahagún. fray Bernardino de, cronista, 116,351 n. Salamanca,Juan de, capitán, 216-217 San Juan de Ulúa, 43,56,71-72 San Vicente, cabo, 352 Sandoval, Gonzalo de, capitán, 55,128, 141, 142, 165, 172, 175-176, 193, 206, 210, 216, 239, 256, 260-261, 262, 270, 273, 274, 286, 292, 294, 297, 298, 301, 303, 317, 318, 325, 329,336,345-346,348,349,362 campañas y expediciones, 259-260, 273,275,277,325-326,345-346 Cortés y, 165,193,329 Narváez y, 174-176 reconquista de Tenochddán, 292, 294,297,298,301,303,306,307, 309,317-318,321,329,335 serpiente de madera y, 262,272 Santa María de la Cotuepríón, buque in­ signia, 21,160-161,269 n.

tabascanos, 34-42,49,59,131 Tabasco,71 Tabasco, río, 34 Tacuba, 16 n., 19, 45, 191, 204, 207, 208, 265, 275, 286, 296, 297, 306, 313,318,338,342 Tapia.Andrés de, 29,103,152,153,156, 157, 256, 270, 275, 281, 284, 316, 318,325 Tapia, Cristóbal de, 348-349 tarascos, 237,265,345 Tecocol, rey títere, 253 Templo del Sol, 207 Templo Mayor, 131,135-138,146,148, 157-158, 181, 182, 207, 212, 252, 308,321,322 Te nango, 254 Tendile, embajador, 45,46,50-51,54 Tenochtitlán, 18,45,46,63,98 acueducto de Chapultepec, 99,296297 asedio de, 306-307,315,327-328 ciudad capital. 80-81, 118-119,136, 191,192,195,204,206,303,305, 306,309,312,318 comida propia, 121 n. Cortés atrapado en, 192-204 deportes en, 134-135,149

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ín d ic e a l f a b é t ic o

entrada de Cortés en, 119, 121-123, 257 expulsión de Cortés, 204-211 fiesta de Tóxcatl, 179-189, 193.248, 213 mapa de, 304 marcha de Cortés a, 111-116 mercado central, 103.132 Palacio de Axayácatl. 139, 144, 153, 154.187,192,211,245, 269,307, 312 permanencia de Cortés en, 122-164 población de, 16,122 n. Puerta del Águila, 307,310 rebelión, 178, 179-180, 183-184, 186-189,193,245 reconquista de (1521), 20, 230, 234, 242.255,271,293-294 reconstrucción de, 349-352 Templo Mayor, 131, 135-138, 146, 148, 157-158,181, 182,207,212, 252,308,321,322 viruela en, 234-237 véase también Moctezuma Teotihuacán, ciudad memorial de, 213 Tepeaca, 220, 225, 226-228, 234. 240, 246 Tepepulco. 299 Tepeyac. calzada de. 306,317,321,338 Tepotzotlán, 213 tesoros y tributos, 41,42,46,48-50,54, 81,94,116, 139-140,151-153,155157, 177, 205, 210, 222, 252, 268269,337,341-346 Tetamazolco, 308 Tedepanquetzal, rey de Tacuba, 334,342 Texcoco, 16 n., 19, 45, 191, 210, 243, 251-252, 254, 258, 268, 286, 291293 Texcoco, lago, 114, 212, 252, 255, 273, 287,290 Texmelucan, 249

Tezcatlipoca, dios, 136,180-181,235 tiempo y clima, 39, 41, 44, 76-78, 92, 112, 114, 170, 174, 249, 259, 278, 280 n., 286,316 Tlacochcalcad, cacique, 59,60,61, 6869,168,172,177 Tlatelolco, mercado central de. 132, 192,315,321,332 Tlatelolco, pirámide de, 321,322,330 Tlaxcala, 82, 83, 86, 96-99, 169, 190, 211, 217, 219-221, 223, 240, 246, 260,261,293,325 Tlaxcallan, 224 tlaxcaltecas, 84-95, 98-99, 101-102, 104, 169-170, 181, 198, 209, 219, 266,284,307 Tlaycapan, poblado de, 276, 278 Tochel, cacique, 152 Toltec, canal de, 208 totonacas, 57-70,98,99,102,104,111, 141-142,153 Tóxcatl, fiesta de, 80, 179-189, 190, 193,313 Triple Alianza, 19, 135, 153, 252, 285, 342 Tula (en Hidalgo), 102 Tuxtepec, 346 Tziuacpopocatzin, noble, 116 Tzonipach, aldea de, 89,97

Umbría, Gonzalo de, piloto, 73-74,151, 152

Valdivia, conquistador, 29 Vázquez de Ayllón, Lucas, juez, 162 Vázquez de Tapia, Bernardino, 349 vehículos con ruedas, 75-76 Velázquez Cuéllar, Diego de, gobernador de Cuba, 21-22,37,51,55,56,71,73, 159,160,167,177,231,238,349,362

46 0

iNDICIi AU AHf'.TICO

Velázquez de León, Juan, capitán, 5152, 56, 73, 128, 141, 142, 144, 164, 169,206,209,219 Vendabel, Francisco Martín, 285 Veracruz, 43,73 Verdugo, Francisco, 270,278 Villa Rica de la Vera Cruz, colonia de, 55. 56, 61. 65, 66, 70, 71, 75, 141, 157, 160, 164, 178, 195, 221, 223, 231, 232, 233, 238, 270, 326, 338, 341,347,348 Villafaña, Antonio de, 270 viruela, epidemia de, 236-238,240,241, 244,253,355 víase también enfermedades Voltaire, François-Marie Arouet, 354

Xaltocán, aldea de, 264 Xaltocán, laguna, 151 Xicochilmaco, 77 Xicotenga el Joven, 89-91, 93, 95-96, 219-220,290,293,294

Xicotenga el Viejo, 89-90, 93, 96, 98, 101,220,241,246,290,293 Xipe Topee, «dios desollado», 202,203 Xochimilco, laguna de, 118 Xochimilco, pirámide de, 284 Xochimilco, población de, 282-283, 285,289,310,323 Xocodán (Zautla), 79,82,83 Xoloc, 300-301,303,309

Yáñez, Alonso, carpintero, 139 Yecapixda, 273-274 Yucatán, península de, 21 Yuste, Juan de, 260

Zacatulam 151-152 Zahuapan, rio, 242,261,270 Zauda, 239,246 Zultepec, 260-261

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