Lepp, Ignace - La Nueva Moral

April 20, 2017 | Author: Live Eyes | Category: N/A
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La nueva moral

EDICIONES

LOHL

IGNACE LEPP

LA NUEVA MORAL Psicosíntesis de la vida moral

EDICIONES CARLOS LOHLÉ BUENOS AIRES

Versión directa del original francés: LA M O B A L E

INOUVELLE

por Delfín Leocadio Garasa

Al doctor Fierre Lallouette.

Única edición debidamente autorizada por Bernard Grasset Éditeur, París (Francia), y protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene la ley a ' 11.723. Todcs los derechos reservados. © EDICIONES CARLOS LOHLÉ, Buenos Aires, 1964.

INTRODUCCIÓN A LA NUEVA MORAL

N

o IGNORO que hablar de una "nueva moraV equivale a despertar la desconfianza de muchos y la hostilidad declarada de la mayoría de aquellos a quienes su oficio o su vocación han constituido en guardianes de la moral y de la moralidad. El mundo cristiano, por incondicional que sea su adhesión a los dogmas de su fe, sabe, cuando llega el caso, mostrarse comprensivo e incluso simpatizante con respecto a los que niegan o critican sus dogmas; pero es unánime en sublevarse no bien alguien amenaza con tocar su moral. Yo mismo, en algunos de mis libros, he propuesto una interpretación poco conforme con la tradicional de la Encarnación, de la Eucaristía, del Pecado original. Los teólogos que se dignaron comentar mis libros no dejaron de denunciar sus "errores", pero salvo raras excepciones, lo hicieron siempre con cortesía, a menudo hasta con simpatía por mis esfuerzos por comprender la revelación cristiana desde el punto de vista del hombre del siglo xx. Hace dos años, publiqué en una revista un breve artículo tendiente a demostrar que algunas prescripciones corrientes de la moral sexual no tenían justificación racional ni religiosa, que simplemente eran supervivencias de antiguos tabús. Hubo violentas protestas. Numerosas Semanas Religiosas me acusaron de querer socavar la Iglesia, la familia y la patria. Se reprochó amargamente a la revista en cuestión por haber publicado un artículo tan destructor y anticristiano. Sin embargo, había estado muy moderado, incluso en la expresión de ideas hoy casi unánimente admitidas por los biólogos y los psicólogos. Por otra parte, como conozco personalmente a varios de mis censores más vehementes, no ignoro que en privado se expresan sobre el daño moral de los tabús sexuales en términos muy similares a los que utilicé en mi artículo. Los que entre ellos son directores de almas o confesores se empeñan conscientemente en liberar a los creyentes que acuden a ellos de la impronta de estos tabas. Sin embargo, les resulta intolerable que pueda hacerse la crítica pública de ellos, por temor de que la gente confunda los valores morales auténticos con los tabús perimidos y rechace juntamente unos y otros.

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Basta un poco de reflexión lúcida y comprensiva para que tales reacciones aparentemente ilógicas dejen de asombrarnos. Evidentemente, los teólogos consideran los dogmas de la religión mucho más importantes que las prescripciones y las prohibiciones de la moral. Pero también saben que la masa de los creyentes no capta el alcance existencial de los dogmas, por firme que sea su adhesión a las fórmulas tradicionales de la fe. Otra cosa sucede con la moral, cuya tarea es precisamente regular y orientar la vida cotidiana concreta de los individuos y de las colectividades. Aventurar el descrédito o la duda sobre el valor de alguna de las prescripciones morales, es como derribar todo el edificio de la civilización humana, entregar el mundo a la anarquía destructora. Se concibe habitualmente la moral como un bloque enterizo, sin fallas: se toca uno de sus elementos y todo el conjunto corre el peligro de deshacerse. Comprendemos, pues, muy bien la timidez y la aprensión de los custodios del orden moral. Si éste nos pareciera verdaderamente sólido y apto para la tarea que se le ha encomendado, nos cuidaríamos muy bien de proponer una "nueva moral", aunque, desde un punto de vista intelectual, no nos faltarán argumentos contra la antigua. No nos atraen mucho las discusiones puramente especulativas y no ponemos en duda la primacía de los valores existenciales sobre las verdades abstractas. Poco nos importaría, por ejemplo, el que la propiedad colectiva superara en perfección teórica a la propiedad privada, si ésta asegurara concretamente el bien de los hombres. Pero un abismo enorme separa la realidad concreta del mundo moderno de los principios morales tales como, con diferencia de matices, todos los profesan. Ya veremos que allí reside la principal causa de la profunda crisis por que atraviesa actualmente la civilización, hasta el punto de tornar incierto el porvenir de la especie humana. Ni siquiera pensamos en poner en tela de juicio el valor en sí de los principios morales comúnmente admitidos. Estamos persuadidos de que, en sí, son excelentes y reconocemos que a ellos debe la humanidad, en gran parte, los gigantescos progresos de cultura y de civilización que ha realizado en el curso de los milenios y en particular desde hace diecinueve siglos, desde que Cristo ha propuesto su mensaje a todos los hombres de buena voluntad. No es que la moral tradicional, especialmente la. moral cristiana, se haya vuelto mala al envejecer; son los hombres que hoy son diferentes, en parte debido a los mismos progresos que esa moral tradicional les ha permitido realizar. La crítica principal que nos permitimos dirigir a los moralistas es que no han estado lo bastante atentos a la amplitud de los cambios operados en el psiquismo humano y que no han sabido efectuar las indispensables adaptaciones y renova-

INTRODUCCION A LA NUEVA MOR \ L

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dones a la doctrina moral y a su enseñanza. El escritor inglés Galsworthy decía: "Para enseñar latín a John, es más necesario conocer a John que conocer el latín". Esto vale para toda enseñanza, pero muy especialmente para la educación moral. Nuestro propósito no es evidentemente elaborar una nueva moral tendiente a justificar la guerra termonuclear, las torturas, la hipocresía, el adulterio generalizado y otras prácticas corrientes en nuestro tiempo. Claro está que la ciencia de las costumbres debe comprobar estos hechos y buscar su explicación. Pero no hay error de más graves consecuencias que el postular que la ciencia de las costumbres deba sustituir a la moral normativa. Puede comprobarse que tal o cual comportamiento es el más generalizado en un grupo social dado, sin que eso implique afirmar que sea de hecho el más normal y el más moral. Es indiscutible que el progreso moral de la humanidad, en la medida en que existe, fue por lo general obra de estos no conformistas que se atrevieron a romper con las prácticas generales de su medio. Recordemos sin ir más lejos la revolución moral obrada por el Sermón de la montaña, que tanto escandalizó a los contemporáneos de Jesús, La novedad de la nueva moral no consiste de ningún modo en un trueque de los valores morales. Para nosotros es indubitable —y esperamos demostrarlo en este ensayo— que la guerra en general y la guerra -'srmonuclear en particular, ciertas formas de propiedad y ciertas prácticas sexuales son y siguen siendo inmorales y deben ser combatidas en nombre de la moral. Pero para que tales combates tengan probabilidades de éxito, no basta con que la moral en cuyo nombre se emprenden sea sublime en sus teorías: importa que sea eficaz. Para que los hombres se decidan a traducir en actos los principios más hermosos y más justos que les son enseñados, éstos deben despertar el eco más profundo posible en su psiquismo. Este eco sólo podría producirse mediante el empleo de un lenguaje comprensible a los hombres de este tiempo. Y no se trata sólo de vocabulario. Muchos son los conceptos que para nuestros mayores, tenían una profunda significación existencial. pero que ya carecen de sentido para nosotros. No es que seamos mejores ni peores que nuestros antepasados; simplemente somos distintos. La tendencia a la generalización, natural al espíritu humano, hace que al comprobar la inadecuación a la condición del hombre de hoy de alguno de los principios enseñados por la moral tradicional, se concluya por rechazar esta moral en su totalidad. Ahora bien, no hay vida humana posible sin una moral, sin normas que guíen las elecciones a través de las cuáles debe balizarse un ser que trasciende las leyes rígidas del deterninismo. Nos proponemos

primeramente

separar lo que podría y debería

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considerarse como permanente en la moral que profesamos y luego distinguir los aspectos, que no son sino superfetaciones, condicionados por un estado dado del devenir humano. Los principios permanentes, suponiendo que lleguemos a establecerlos, deben permanecer tan intactos en la nueva moral como lo estaban en la antigua. En cuanto a sus aplicaciones, a su revestimiento histórico y psicológico, allí será donde la nueva moral deberá diferenciarse de la antigua. En efecto, este conjunto de preceptos y de interdicciones que la humanidad civilizada llama moral, no debe ser concebido como el dato inmutable de una revelación: se ha constituido progresivamente en él curso de las edades. No podemos negar que ciertas partes de este conjunto puedan resultar tan "adaptadas" al hombre de hoy como al hombre de la Edad Media o del Renacimiento. Otras, por el contrario, nos parecen completamente perimidas. Las hay que sólo corresponden a la mentalidad y al nivel de evolución de la humanidad occidental, mientras que otras valen igualmente para nuestros hermanos de África y de Asia. Establecer tales divisiones no implica de ningún modo una relativización y por ende una disolución de la moral. Por su naturaleza, la moral no puede ser sino universal, pero esta universalidad no debe ser abstracta; debe ser concreta, es decir, tener en cuenta las particularidades de que se compone. Estamos firmemente convencidos de la unidad de la especie humana. Sin embargo, no es ésta un dato, algo dado, sino una tarea. Lo mismo sucede con la universalidad de la moral, la cual no podrá cumplirse plenamente hasta que se realice la unidad, humana. Nuestra nueva moral será, pues, mucho menos nueva de lo que podrían creer por el título, algunos lectores timoratoi. Sin embargo, no nos limitaremos a entresacar los "grandes principios". En la segunda parte, intentaremos aplicarlos a cierto número de realidades concretas de la condición humana de nuestro tiempo- guerra y paz, asesinato y tortura, propiedad y trabajo, verdad y mentira . .. No se asombre el lector de ver que tratemos los diversos problemas morales, planteados por la condición sexual de la humanidad, al final del volumen y de una manera relativamente sucinta. Una super* vivencia de los antiguos tabús en el inconsciente de los hombres civilizados, incluso de los más "libertinos", hace que para muchos la palabra "moral" evoque inmediatamente la asociación con las prohibiciones sexuales. En realidad, no hay nada más falso. La sexualidad es una característica entre otras de la condición humana. Es ésta, en su totalidad, la que debe promover la moral; la moral sexual sólo puede ser concebida como una parte integrante de la moral total. Contrariamente a la opinión de ciertos psicoanalistas y

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de otros "pansexualistas", al término de nuestros análisis tendremos que reconocer que ni siquiera es la parte más importante de la moral y que su importancia decrece con el desarrollo de la noosfera. Esto no nos llevará a despreciarla, ni a eludir los importantísimos problemas que suscita la adaptación de la moral sexual al nivel actual del desarrollo humano.

PRIMERA PARTE

PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

I LA CRISIS MORAL DE NUESTRO TIEMPO

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UIÉN SE ATREVERÍA a poner seriamente en duda que la humanidad, es decir, la fracción evolucionada de la humanidad, atraviesa actualmente una de las más profundas, quizás la más profunda crisis moral de todos los tiempos? Esta crisis constituye una grave amenaza no sólo para la cristiandad o la civilización occidental, sino para la civilización humana en su conjunto, incluso para el porvenir del propio género humano. Probablemente nunca antes de ahora han sentido los hombres hasta tal punto que bastaría poco, poquísimo, para que este desarrollo humano, que se extiende durante millones de años y ha producido frutos maravillosos, se detenga bruscamente y que todo se derrumbe. Claro que también en otras épocas se ha temblado ante la perspectiva de un fin inmediato del mundo. Pero se descontaba que esta catástrofe procedería del exterior, de un cataclismo natural o de un castigo divino. Hoy ella nos parece pendiente de la buena o mala voluntad de los propios hombres, lo cual nos permite precisamente hablar de una crisis moral. Al hacer nuestra esta visión pesimista del estado actual de la moral, pensamos evidentemente en la extraordinaria difusión de los "blousons noirs" y otras bandas de jóvenes bandidos que muestran un desprecio total de la vida humana, que roban y matan, sin intentar justificarse ni siquiera subjetivamente. Ningún país evolucionado escapa de esta plaga. Los comunistas han querido ver aquí un fenómeno típico de la decadencia burguesa, pero paralelamente a los teddy-boys americanos, a los halbstarken alemanes y a los blousons noirs franceses hacen estragos los houligans en Polonia y los Stilyagis en la Unión Soviética; las malas acciones de éstos no ^enen nada que envidiar a las de aquéllos y son testimonio de la generalidad del mal. Es infinitamente triste comprobar que la revolución comunista, que ha costado a los pueblos tantos sufrimientos

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y sacrificios, no haya logrado, cual era su ambición, llevar a las pilas bautismales de la historia al hombre nuevo, libre del pecado original de egoísmo y vuelta por entero a la esperanza de los mañanas que cantan. El bandidaje, en todas sus formas y sus nombres, no representa a pesar de todo más que un síntoma menor de la crisis moral que está atravesando la humanidad. Hay algo más grave. Pienso en primer lugar en los recientes campos de matanza de Hitler, en los hornos crematorios, en la intención proclamada por los jefes de un gran pueblo de cultura, de exterminar colectividades enteras: judíos, gitanos, polacos . . . Tampoco puedo dejar de pensar en los crímenes monstruosos de Stalin, jefe todopoderoso de otro gran pueblo, y a quien aplaudían no sólo la mayoría de los dirigentes soviéticos, tal vez aterrorizados por el temor, sino también tantos hombres y mujeres del llamado mundo libre, que no tenían esa disculpa. No olvidamos tampoco la decisión tomada fríamente por los responsables de los Estados Unidos de América, a pesar de profesar un estricto moralismo puritano, de arrojar bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, ciudades que no constituían objetivos militares y cuyas víctimas sólo podían ser pacíficos civiles. ¿Pertenecen estos horrores a un pasado definitivamente superado? ¿Podemos considerarlos como la manifestación de una locura pasajera? Tal era la esperanza inmediatamente después de la guerra. Pero, por desgracia, no ha tardado en abrirse paso la desilusión. ¿Habrá que recordar las torturas y otras técnicas inhumanas, ampliamente empleadas en las recientes guerras de descolonización? ¿Qué pensar de esos oficiales, cultos y hasta refinados, que a menudo profesaban una ferviente fe cristiana, que meten una botella de cerveza en el sexo de una muchacha, suspecta de complicidad en un atentado terrorista? Estados altamente civilizados, cuyos jefes hacen explícitamente profesión de fe cristiana y no ignoran los horrores que acarrearía inevitablemente una guerra termonuclear en la actual perfección de esas armas, la preparan febrilmente. Y el jefe supremo de la mitad comunista del mundo, pese a que se declara exento de las taras del capitalismo y pretende hacer del hombre el ser supremo para el hombre, blande alegremente ante muchedumbres delirantes de entusiasmo los rayos de sus cohetes intercontinentales, portadores de superbombas cuya fuerza de destrucción sobrepasaría en mucho a las bombas capitalistas. Por desgracia esto no es todo. Mientras los países de Europa occidental y de América del Norte rebosan de comestibles y de toda clase de bienes de producción y de consumo, viéndose en ocasiones "obligados" a destruirlos masivamente para "mantener su precio", en Asia y en África, pero también en América latina, centenares de

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millones de seres humanos no disponen del mínimo necesario para sustentar su vida. Y tampoco aquí nos es posible hacer responsables de este escándalo únicamente a la rapacidad capitalista, ya que la solidaridad entre ricos y pobres no es más verdadera en el interior del mundo comunista. Mientras la Unión Soviética despilfarra riquezas inmensas para fines de guerra y de propaganda subversiva, el hambre hace estragos en China, y en Polonia y Rumania reina la más negra miseria. #

Sociólogos, psicólogos, moralistas y otros especialistas en ciencias del hombre no pueden dejar de preguntarse el por qué de semejante triunfo, aparentemente ilimitado, de la inmoralidad, tanto privada como pública. Es imposible hacer de ello responsable a la carencia de principios y de teorías de moral. Ya lo hemos dicho: la mayoría de los hombres de Estado, de los economistas y de los simples ciudadanos del mundo occidental apoyan más o menos explícitamente la moral cristiana, cuya excepcional elevación nadie, salvo Nietszche y alguno de sus imitadores, se atreve a poner en duda. Los que, por razones metafísicas, no quieren referirse a la moral cristiana, tienen a su disposición la moral laica, de inspiración más o menos kantiana y pragmática, a la cual muchos y eminentes pensadores han tratado de hacer imperativa. Además, Marx, Engels, Lenin han sentado las bases de una moral comunista que, ella tampoco, aprueba el houliganismo, la exterminación termonuclear de los pueblos, ni el hambre de que mueren los niños chinos. Muchas son las obras recientes y antiguas que se toman el trabajo de justificar y hacer atrayentes las morales cristianas, laica y comunista. Éstas son enseñadas en las escuelas, las iglesias, los agrupamientos del Komsomol. Debemos reconocer por fuerza la ineficacia práctica de todas estas morales, al menos con respecto a la mayoría de nuestros contemporáneos. Sin embargo, si no quiere disgregarse y perecer, ninguna sociedad humana podría prescindir de una moral cuyos imperativos fuesen libremente aceptados al menos por una fuerte mayoría de sus miembros e impuestos, si es necesario por la fuerza, en nombre del bien común, a la minoría recalcitrante. No nos proponemos crear íntegramente esta nueva moral, cristiana o laica, que estaría llamada a remplazar a las antiguas cuya ineficacia práctica hemos comprobado. Estoy persuadido de que las verdades morales del pasado son siempre verdaderas y que por lo tanto sería ocioso inventar nuevos principios morales. Por otra parte, resulta significativo que entre las morales cristiana, laica, comunista e incluso islámica o

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confuciana los puntos de convergencia sean mucho más iíUmerosos que los puntos de divergencia. Sean espiritualistas o materialistas, todas propenden a la generosidad, al altruismo. Ha habido por cierto algunos esfuerzos paradojales para dar a la moral por base el egoísmo sagrado, cuyo respeto tendería al bien de todos los egoísmos. Pero no creo que, aparte los inventores de estos sistemas, haya habido muchos hombres que crean en su verdad y en su eficacia. De lo que el mundo tiene urgente necesidad no es de un nuevo sistema moral, sino más bien de los medios que hagan eficaces los sistemas existentes. La moral nueva que nos esforzaremos en definir y en describir en este libro, podrá ser adoptada tanto por los adeptos de la moral cristiana como por los de las diferentes morales laicas, incluso por los de la moral comunista, en la medida en que todas estas morales tienden a la promoción del hombre y de la humanidad y a la movilización para este fin de las energías de generosidad, de las cuales el hombre moderno no está más desprovisto que sus predecesores.

No basta con comprobar la extensión y la profundidad de la crisis moral actual y la incapacidad de las morales enseñadas o predicadas para remediarla. Importa primordialmente establecer las principales causas de la crisis. A nuestro parecer, en la primera línea de estas causas corresponde reconocer al individualismo que remaba sobre la humanidad occidental en el curso de los últimos siglos y del cual aún sufrimos las consecuencias. Ninguna moral es posible en las perspectivas individualistas. No podemos negar que cada individuo tiene sus deberes morales para consigo mismo, y ya tendremos ocasión de señalar varios. Pero entre el reconocimiento de la individualidad de cada destino humano y el individualismo media un abismo. Desde su aparición en el seno del universo, el hombre se revela a nuestros ojos en su calidad de ser social, de "animal social" decía Aristóteles, que señalaba así la socialidad como una de las características fundamentales del hombre. La moral debe ciertamente permitirnos realizar todas nuestras virtualidades de hombre, pero no lo puede hacer si no asumimos plenamente nuestra condición de ser social. Por influencias diversas, pero convergentes, que se remontan a la época del Renacimiento y fueron sistematizadas por J. J. Rousseau, el siglo xix en casi su totalidad no quería ver en la dependencia del hombre para con la sociedad más que el resultado de un contrato social, siendo cada individuo concebido como una realidad perfectamente autónoma. En esta concepción individualista, cada uno debía buscar su propio interés y su propia

felicidad. El único límite que establecían los moralistas a esta búsqueda consistía en el respeto del contrato que ligaba a los individuos entre sí. Es significativo del espíritu de la época el que hasta los uoralistas crif inos hayan apoyado implícitamente esta moral del contrato social, agregando simplemente a los deberes que surgen del interés aquellos que impone la caridad. ¿Es demasiado asombroso que la moral individualista se haya progresivamente metamorfoseado en moral egoísta? La masa tuvo cada vez menos en cuenta los intereses ajenos, los cuales, según la enseñanza de los moralistas, debían limitar la obtención del bien propio del individuo. A"imismo, cada nación, cada clase social se constituían en entidad cerrada. Después de esto, ¿cómo puede uno extrañarse de la aguda crisis moral por que atravesamos en la actualidad? Lo único verdaderamente asombroso es que esta crisis se haya declarado tan tardíamente, lo cual es una prueba de la solidez de las estructuras morales en los seres humanos. La segunda causa mayor de la crisis moral nos parece ser el olvido por parte de los moralistas y los guardianes de la moralidad de la verdadera función que debe acompañar la moral en la existencia de una humanidad ontológicamente social. La trasformación profunda del mundo y de los hombres, a continuación de los modernos descubrimientos geográficos y científicos, ha parecido amenazar de deterioración o de destrucción completa los valores de civilización tradicionales. En lugar de preguntarse si todos esos valores eran igualmente esenciales para una existencia auténticamente humana, si entre los descubrimientos recientes no se hallaban valores por lo menos tan auténticos como los que parecían amenazados, ha cundido la alarma. Por lo tanto, la mor"l que se predicaba en las iglesias y se enseñaba en las escuelas y en \v familias debía proteger contra los peligros encarnados por el mundo moderno y conservar indistintamente +odo el antiguo orden de coses. Se confundía así moral y costumbres. Se creía que todas ^ s formas antiguas de propiedad y de vida familiar, de relaciones sociales e internacionales así como las relaciones entre les sexos poseían idóntic valor absoluto. Conceder algo al espíritu de los tiempos modernos en cualquier plano parecía crear un riesgo mortal para el conjunto de lo que se llamaba el orden moral. Este error de óptica más que el sometimiento interesado al orden establecido explica la actitud conservadora y retrógrada de la mayoría de los servidores de Dios y de otros guías del pueblo. Pero la tarea de la moral es mucho menos conservar lo que ya existe que promover a los humanos a un estadio superior de existencia. En estas condiciones, no es asombroso que la moral tradicional perdiera su atractivo para los que hallaban el mundo moderno a su

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gusto y también para los que, aun sintiendo cierta nostalgia de los tiempos antiguos, se veían en la obligación de vivir en su época. Nada más desmoralizador, en el sentido cabal del término, que verse obligado a comprobar que la moral cuyos valores se profesan resulta inaplicable. Se la hace responsable de su propia debilidad o de su propia cobardía, y de ello resulta siempre el desaliento, a menudo un sentimiento de inferioridad que lleva a la neurosis caracterizada. Júzgase que la moral ya no está "al día" y recházase así el apoyo más sólido sobre el que puede afirmarse un hombre consciente con toda razón de sus deficiencias personales. Cuántos hay, entre nuestros pacientes en psicoterapia, que deben a conflictos morales sus trastornos o su neurosis. Esta pareja de jóvenes esposos, católicos fervientes, se ha esforzado en seguir fielmente la moral católica conyugal: después de seis años de matrimonio, tienen siete hijos. De esto han surgido inconvenientes de dinero, de alojamiento, de salud. ¿Qué deben hacer? La continencia periódica no ha dado los resultados esperados y de la castidad completa, que han ensayado, ha seguido un estado de exasperación casi insoportable, con frecuentes disputas y tentaciones de adulterio. Así él ha llegado a acusar a la moral cristiana de absurda e imposible y se ha emancipado de ella, al mismo tiempo que rechazaba la fe religiosa sobre la que esta moial pretende fundarse. Pero ¿dónde encontrar otrr regla de vida? No es posible confiar únicamente en sus propios instintos y caprichos. En cuanto a la mujer, sigue firmemente convencida de que la moral tiene razón y se cree una miserable, por ser incapaz de seguir sus mandamientos. El ejemplo elegido traduce las dificultades aparentemente inextricables de muchos hombres y mujeres, y es relativamente simple. Pero las dificultades son tan frecuentes y graves en los dominios de la moral social y de la moral internacional. ¿Cómo conciliar el patriotismo, enseñado por el maestro en la escuela y predicado por el cura en la iglesia, con la concepción de la dignidad y de la igualdad de todos los hombres? ¿Quién se comporta más "moralmente": el que se opone por razones de conciencia a tomar las armas o el ardiente patriota que predica la cruzada? Para muchos católicos franceses fue un profundo desgarramiento y una humillación el oir a un capellán militar intentar públicamente la justificación moral de los promotores de la guerra colonial y de sus violencias. Nada sin embargo nos permite sospechar que ese sacerdote era insincero consigo mismo. Queda por saber si el patriotismo tal como él lo entiende es moral, si los cambios operados en la condición humana no han modificado profundamente la idea que debemos tener de la patria. El sentimiento muy extendido de que la vieja moral ya no se

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adapta ha sido un gran golpe al carácter universal de la moral. Eminentes pensadores, cuyo deseo de remediar la crisis moral no puede ser puesto en duda, han llegado a identificar la moral con la ciencia de las costumbres. Se trataría de comprobar lo que estadísticamente se practica más en un grupo social dado: sería así moral el comportamiento de los que se conforman a él, inmoral el de los no-conformistas. Las relaciones sexuales entre solteros serían así morales en Suecia, inmorales en España, y la pederastía sería moral en algún país islámico. La guerra con las armas "clásicas" sería moral, mientras que la guerra termonuclear sería inmoral únicamente debido a su novedad. Basta un poco de reflexión para comprender cuan falaz es esta concepción de la moral. En rigor, el historiador podría comprobar que en el pasado, en el seno de sociedades cerradas e ignorantes de otros grupos sociales, las morales, identificadas con las costumbres, se adjudicaban la función que nosotros atribuímos a la moral general. Pero el relativismo de estas morales sólo se muestra a los ojos del historiador que los observa desde afuera. Para los miembros del grupo dado, se trataba de una moral universal y absoluta, obligatoria para todos los hombres. En el mundo de hoy, en que las costumbres de la India son conocidas hasta por los irlandeses, profesar el relativismo moral, lejos de aportar un remedio a la crisis, sólo contribuiría a agravarlo. Y por cierto esta crisis no carece de relación con el conocimiento que se tiene de lo que se hace allende el Pirineo. Fácil nos sería mostrar muchas otras causas de la crisis moral, cuya gravedad y amenaza hemos señalado al comienzo de este capítulo. No lo creemos necesario para convencer a nuestros lectores de la urgencia de una nueva moral y de la dirección en que ésta debe procurar constituirse.

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o SOMOS ni el único ni el primero en proclamar la necesidad urgente de una moral nueva, la que sería capaz de preservar a la humanidad de las catástrofes con que ella misma se amenaza y de salvar las conquistas de cultura y de civilización, acumuladas en el curso de la ya relativamente larga historia humana. Sólo durante el último cuarto de siglo, se han publicado sobre este tema numerosas y notables obras. Todos los autores están de acuerdo en que, para ser moral, el hombre no debe salirse de su condición humana, ni elevarse por encima de ella, sino que debe simplemente comportarse como hombre. Las divergencias y las oposiciones empiezan cuando se trata de definir qué es el hombre. Nuestro amigo el profesor Paul Chauchard, cuyas preocupaciones están muy cerca de las nuestras, habla, como Jean Rostand y muchos otros naturalistas, de la necesidad de una moral biológica. Si hubiera que comprender este término en un sentido preciso, deberíamos señalar que el eminente sabio y sus colegas están erradas. La biosfera está regida por leyes cuyo determinismo no deja ningún -esquicio a la acción moral. Suponiendo que haya una moral biológica, ésta sería una moral determinista, lo cual nos parece una contradicción en los términos, pues sólo hay moral donde hay libertad, por rudimentaria que se la suponga. Por otra parte, la evolución biológica es de una extrema lentitud, al punto que el propio Teilhard de Chardin la consideraba como prácticamente concluida. Una moral biológica sólo podría ser una moral estática. Podría por cierto hablarse de sus desviaciones, pero no de un verdadero progreso, de una verdadera renovación de la moral. El célebre autor de psicología profunda, C. G. Jung, dice que la moral "constituye una función del alma humana, tan vieja como la humanidad misma" T. Lo cual quiere decir que la moral 1

Vsychologie de l'insconscient, p. 62.

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no es, como lo pensaba Freud, el producto más o menos neurótico del superyó, que ella no es impuesta al hombre desde fuera por la presión social, sino que forma parte de sus estructuras fundamentales, con el mismo título que la inteligencia, la voluntad, la libertad . . . Pero si es cierto, y para nosotros lo es, que la moral es tan vieja como la humanidad, no es más vieja que ella. Ni del perro que es "cariñoso", ni de la hormiga que se consagra al hormiguero, ni de la leona que se hace matar para proteger su cría, se nos ocurrirá decir que se comportan moralmente. La humanidad, para atenernos a la terminología de Teilhard de Chardin, comienza con la aparición de la noosfera, es decir, de la vida del espíritu, y sólo a partir de este estadio de evolución del universo se tiene derecho a hablar de moral. Ahora bien, si durante los milenios accesibles a las observaciones de los historiadores y de los prehistoriadores, las modificaciones biológicas son apenas discernióles, el crecimiento en la noosfera es inmenso. La actual crisis moral tampoco podría ser considerada como una regresión biológica, si no se presenta a nosotros como una desviación, o una recaída, del arrebato espiritual. La biología no está, pues, a nuestro parecer en condiciones de dar las bases científicas indispensables para una moral que deba promover el progreso de una humanidad en trance de llegar a ser adulta. Estas bases debemos pedirlas a las ciencias más específicamente humanas, ante todo a la psicología y la sociología. Nos pronunciamos, pues, en contra de la afirmación de Paul Chauchard: "El conocimiento biológico de esti. t >encia (humana) y de esta naturaleza basta para permitir comprender lo que está de acuerdo con esta naturaleza y lo que le es contrario", y: "Todo biólogo, aunque sea materialista, que reconoce que el ojo está hecho para ver, acepta esta finalidad de hecho intrínseca al organismo" 2 . No es que las estructuras biológicas sean indiferentes a la vida psíquica y social de los hombres. El advenimiento de la noosfera no postula de ningún modo la destrucción de la biosfera, ni siquiera la destrucción de la hylosfera: una y la otra se encuentran dialécticamente asumidas en la esfera superior. Tampoco ignoramos que, en la condición actual de la humanidad, existe una estrecha interdependencia entre la biosfera y la noosfera. Sobre el reconocimiento científico de esta interdependencia se fundan varias ciencias modernas del hombre, tales como la medicina psicosomática, la caracteriología, etc. Es, pues, legítimo y necesario que el moralista se preocupe también de las condiciones biológicas de la existencia. Eso no impide que sea sobre todo en la sociología y aún más en la 2

Biologie et moróle, pp. 69-70.

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psicología donde debe buscar esclarecimiento. Muy en especial la moderna psicología profunda nos permite aclarar las motivaciones conscientes e inconscientes de nuestros actos, discernir lo que muestra la red de los determinismos y lo que pertenece más o menos directamente al dominio de la libertad, es decir, de la moral. Esta misma psicología nos permite también observar con una exactitud científica bastante grande los cambios operados en el hombre individual y social. Nos indica así la dirección en que debemos orientar nuestro esfuerzo para construir una moral nueva.

El moralista juzga los actos del hombre desde el exterior, desde el punto de vista de la ley moral, objetivamente. La ley moral prohibe el robo: el que roba, actúa inmoralmente. El psicólogo atiende sobre todo a las motivaciones subjetivas de los actos. También el moralista tiene en cuenta ciertas motivaciones subjetivas. No formula el mismo juicio ni la misma condena sobre el que roba porque se encuentra en la miseria o sobre el que roba para enriquecerse o "por vicio". Pero el psicólogo va más lejos. No se contenta con establecer las motivaciones subjetivas conscientes, sino se esfuerza en discernir también las inconscientes. Tal ladrón puede no haber sido empujado al acto inmoral por la miseria, sin que por lo tanto pueda considerarse que ha actuado con voluntad manifiesta de hacer mal. La señora N., aristocrática dama y esposa de un rico banquero, viene a verme con motivo de su hijo Pablo, de treinta años. A éste no le falta nada, dispone ampliamente hasta de lo superfluo, lo cual no le impide robar la platería de las casas amigas y la pobre madre acaba de enterarse que ha participade recientemente en un atraco con una banda de muchachos forajidos. Tiembla de miedo de que la policía descubra a los ladrones y que una irreparable vergüenza mancille los blasones familiares. Desde el punto de vista de la moral objetiva, Pablo es un ladrón sin circunstancias atenuantes, y la buena sociedad, si supiera su comportamiento, estaría dispuesta a encontrar circunstancias agravantes a este hijo de buena familia que roba "por vicio". En el curso c'j una psicoterapia, a que Pablo consiente en someterse por insistencia materna, comprobamos que lo que impulsa a este muchacho a robar es su necesidad inconsciente de sobrecompensación. Desde su infancia y su adolescencia se le ha impuesto una tutela maternal excesivamente tierna. La madre demasiado inquieta quería ahorrar a su hijo querido todas las tentaciones y todas las decepciones de la vida. Así lo mantenía lo más posible cerca de ella, pretendía ser

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su única y Intuí confidente. Pablo aceptó sin resistencia la tutela maternal y parecía incluso complacerse en ella hasta llegar a hombre. Pero sus compañeros de escuela y más tarde sus compañeros de tiabajo lo consideraban taimado, que a menudo les jugaba a los otros malas pasadas en secreto. Esto, así como los robos que cometía, resulto, en el curso de la psicoterapia, que era para él el medio de vengarse de la afectuosa tiranía materna; era la manera de afirmar su autonomía. Una muchacha de diecinueve años, también "de buena familia , escandalizaba a sus padres y a su medio por sus relaciones amorosas con hombres maduros. Se la suponía una "viciosa". Ahora bien, la psicoterapia revela que desde su infancia ella había sufrido una frustación afectiva con respecto a su padre. Era éste un hombre frío y severo y había quedado muy desilusionado por la venida de una riña, cuando esperaba un heredero varón. El inconsciente de la muchacha buscaba en los hombres maduros no tanto el placer sexual sino una afección paterna. Después de cada experiencia, muy pronto se sentía defraudada, porque no quería ser amada por ellos como mujer sino como hija. ¿Habrá que deducir de estos dos ejemplos la conclusión de que el robo ni el libertinaje son inmorales, puesto que ambos jóvenes parecen habei procedido según las leyes del determinismo psicológico? El psicoanálisis freudiano, en razón de sus postulados deterministas, se inclinaría a juzgarlo así. El tratamiento debería simplemente liberar a los sujetos de su mala conciencia, de su sentimiento de culpa, pues según esta perspectiva la moral no es sino una proyección y una cristalización de prohibiciones y de tabús inconscientes. La psicosíntesis, por el contrario, al menos la que ha sido elaborada por el doctor Assagioli, de Florencia, y por mí, se niega a admitir como probada la tesis según la cual toda moral sería el producto de su superyó dañino. Para nosotros, no caben duaas de que la moral, según las citadas palabras de Jung, es una función del alma humana, tan vieja como la humanidad misma La acción del superyó inconsciente existe por cierto, y ella es la que se encuentra en el origen de la desviación moral de los dos jóvenes cuyos casos acabamos de exponer. Aun suponiendo que la resrjonsabi1"'J!ad personal de los sujetos se encuentre por ello muy disminuida, hasta abolida, el robo y el libertinaje no dejan de ser comportamientos sobre los que se impone un juicio moral. La psicoterapia, tal como la concebimos, se propone liberar a los sujetos de la acción de motivaciones superyoístas inconscientes, a fin de hacerlos capaces de un comportamiento auténticamente moral. Porque es importante sostener, contra opiniones erróneas demasiado difundidas, que la estructuración moral del hombre no tiene por ta^ea rodeado de una

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red de defensas y de prohibiciones, sino por el contrario permitirle realizarse plenamente. Supongamos que un psicoanálisis cualquiera lograra liberar a los hombres de todo sentimiento moral, esto sería la caída inevitable y rápida en un estado infrahumano que, por respeto a los animales, no nos atrevemos a llamar animalidad. Contrariamente a cierto freudismo primario, nuestra firme convicción sobtiene que el desajuste individual y colectivo que atraviesa la humanidad no se debe a un exceso de moral sino más bien a la insuficiencia de moral, a la inadaptación de la moral corriente a la realidad humana concreta de nuestro tiempo. Las exigencias morales deben perder su carácter de obligación inconsciente, de tabús; deben ser libremente queridas por los hombres, conscientes de su deber y deseosos de promoverse en el orden de la noosfera. En ese sentido la psicosíntesis quiere estar al servicio de la moral.

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Ningún conflicto verdadero existe entre la moral psicológica, subjetiva, tal como la preconizamos, y la moral objetiva, que se funda en la revelación religiosa o en el razonamiento filosófico. Teólogos y filósofos se esfuerzan en establecer, según múltiples criterios, lo que es bueno y lo que es malo, la moral debe luego promover el bien y combatir el mal. Las nociones de bien y de mal moral han cambiado en el curso de la historia, pero, como tendremos ocasión de comprobarlo, el reconocer estos cambios no implica de ningún modo la profesión de un relativismo moral. En efecto, estos cambios no se han realizado en forma fortuita, sino que corren parejos con la línea de evolución general de la conciencia humana. Que la moral de tal tribu primitiva apruebe el parricidio y considere el canibalismo como un rito sagrado, mientras que nuestra moral condena a ambos, no debe hacernos suponer que nuestra moral no tiene ningún valor objetivo. Sólo una concepción perimida del hombre, una concepción que negara la evolución creadora y el crecimiento espiritual podría adoptar tal relativismo. Admitiendo que el bien y el mal moral existen objetivamente, para que la moral sea eficaz deben ser subjetivamente sentidos y aceptados como que son el bien y el mal también para nosotros. Sin esto las más hermosas teorías morales serían existencialmente ineficaces. Lejos de nosotros el propósito de una moral psicológica de pura subjetividad. Con la loable intención de reaccionar contra el legalismo moral, algunos predicadores y escritores piadosos han puesto demasiado el acento sobre la pureza de intención. Poco importaría

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moralmente que construyéramos catedrales o peláramos papas (la imagen es de un escritor apreciadísimo en los medios católicos), únicamente contaría ante Dios la intención que en ello se pone. ¿No comprendemos lo que semejante tesis implica de desprecio para el mundo y para la actividad humana? Por supuesto, la intención, la disposición subjetiva, es esencial para que un acto humano sea moral, y la actividad de un pelador de papas no sólo no es inmoral, sino puede llegar a ser, en ciertas condiciones, altamente moral. Eso no impide que el que posee el talento necesario para construir catedrales, actuase inmoralmente, al renunciar deliberadamente a la utilización de su talento, para hacerse emplear como pelador en una cantina, por ejemplo. Teilhard de Chardin ha reaccionado con particular virulencia contra este género de moral de intención. Adversarios desleales lo han acusado de un nuevo objetivismo, tan falso y peligroso como el viejo legalismo moral. De hecho, es Teilhard quien tiene razón. Quien hace el mal, o quien no hace el bien de que es capaz, no actúa moralmente, cualesquiera sean Ja pureza o la nobleza de sus intenciones. Torquemada y sus secuaces tenían, por cierto, la intención y la convicción de obrar por la gloria de Dios, el bien moral más noble, lo que no impide para nada que las cámaras de tortura y las hogueras de la Inquisición sean moralmente condenables. Que pueda haber circunstancias atenuantes para ciertos inquisidores, es otro asunto que corresponde más al dominio de los jueces, o del Juez supremo, que al del moralista. Por otra parte, un sabio puede moverse por la única pasión de la investigación, sin ninguna intención altruista explícita. Pero si su labor logra un descubrimiento objetivamente bueno, ¿cómo no reconocer el valor moral de su actividad? Además, para un ser de una moralidad auténtica, el comportamiento humano debería ser a la vez objetivamente bueno y subjetivamente querido como tal. Tal fue la posición de Teilhard de Chardin, si bien por reacción contra un subjetivismo demasiado estéril, a veces parecía acordar fuerte primacía a la eficacia moral sobre la intención moral. o a

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Más a d r a n t e analizaremos los rasgos distintivos de la moral religiosa, especialmente de la moral cristiana. Pero desde ya importa subrayar, para evitar cualquier menosprecio, que la moral psicológica no tiene de ningún modo la pretensión de sustituir a la moral religiosa. La auténtica moral religiosa, ella también, debe ser psicológica, en el sentido de que el creyente no hace el bien y evita el mal únicamente porque uno está ordenado y el otro prohibido por

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Dios, sino porque en su alma y en su conciencia está convencido de que el bien es bueno y el mal es malo. Si así no fuera, el nivel moral de este creyente sería muy mediocre, a pesar de su estricta obediencia a la ley de Dios. La diferencia fundamental entre la ley y la moral es que la primera está impuesta desde el exterior, por la sociedad o por Dios, mientras que la segunda se impone desde el propio interior del hombre. Evidentemente, entre ambas no hay contradicción de principio. Cuando la ley está interiorizada por el sujeto, pertenece a la moral, sin dejar por eso de ser ley. Sin embargo, no todas las leyes son interiorizables y no debe quererse interiorizarlas todas. El no respeto a esta regla puede tener las consecuencias más funestas para el propio sujeto y para los demás. He sido hace poco testigo de un verdadero trastorno en una buena cristiana italiana que viajó por España y comprobó que los católicos españoles comían carne el viernes, mientras que en Italia esto está prohibido sub gravi. Me costó mucho trabajo hacerla comprender que la obligación de ayunar los viernes era una ley eclesiástica —de la cual antiguamente un papa había dispensado a los españoles— pero que no tenía relación alguna con la moral. Los abusos en este dominio son tanto más frecuentes cuanto los legisladores, sean religiosos o civiles, se inclinan demasiado a convertir las leyes que dictan en obligaciones de moral. A veces por cierto la ley puede ser la expresión de una prescripción moral importante, pero otras veces puede ser inmoral y la mayoría de nuestras leyes son moralmente neutras. Únicamente la primera debe ser interiorizada por nosotros y revestir una obligación moral. Con respecto a la segunda, puede existir la obligación moral de rechazarla, mientras que a las terceras, a las neutras, debemos brindar una adhesión conforme a su naturaleza y a su importancia, sin compromiso interior. La moral psicológica tampoco es la prosecución de un hedonismo solipsista, tan refinado como se lo supone. Como veremos explícitamente en el próximo capítulo, la moral psicológica no constituye de ningún modo al hombre en un orgulloso aislamiento, al cual los demás podrían a lo más servir de medio. Al mismo tiempo que d e nosotros mismos, adquirimos conciencia de nuestros lazos con los demás hombres, de nuestra pertenencia al universo. Cuando más evoluciona nuestra conciencia de nosotros mismos, más se desarrolla también la conciencia de nuestros vínculos. No existe, pues, ninguna oposición entre la moral psicológica y la moral sociológica, ya que nuestras obligaciones morales para con la sociedad están llamadas a interiorizarse en tanto se refieran inmediatamente a nosotros mismos. o a

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El comportamiento humano es moral cuando no sólo se halla objetivamente conforme a las prescripciones morales reconocidas sino también conforme al estado de alma subjetivo del sujeto. Ya veremos luego cuan importante es esta comprobación para la educación moral. Así como para el animal no existe la moral, tampoco existe para el niño. Éste se comporta de tal o cual manera porque así le ha sido impuesto por los padres, porque ve a los que lo rodean comportarse así, porque quiere agradar a sus familiares. Progresivamente, las nociones del bien y del mal se harán para él personales, y sólo a partir de ese momento actuará moral o inmoralmente. Cuanto más crece la madurez psíquica del hombre, más capaz se hace de moral. Por otra parte, también es cierto que la moral, por su lado, favorece en sumo grado la madurez psíquica. Ya lo comprobaremos más de cerca cuando tratemos de las desviaciones y enfermedades morales.

III L4 CONCIENCIA MORAL

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s conocido el mito freudiano de los orígenes de la conciencia moral. El fundador del psicoanálisis toma como verdad básica la hipótesis de los sociólogos del siglo xrx, según la cual la forma primitiva de la existencia humana era gregaria. Ningún miembro del rebaño tenía conciencia de su individualidad, sólo el instinto regulaba su conducta. Luego, un día un macho joven deseó a la hembra de su padre y para apoderarse de ella lo mató. Por un milagro que Freud no explica, de este parricidio nació el sentimiento de culpabilidad. Poco a poco, los descendientes del parricida olvidaron completamente la causa de su sentimiento de culpabilidad; pero el sentimiento del bien y del mal ya estaba incrustado en el psiquismo humano. Más aún, lo mismo que ese lejano antepasado, cada uno de nosotros desearía inconscientemente a su madre y odiaría por celos a su padre. Virtualmente seríamos todos incestuosos y parricidas, aunque muy a menudo no lleguemos a los actos correspondientes. Por un proceso complicado que Freud se esfuerza por analizar, la culpabilidad edípica, al principio difusa, se concretizaría y afectaría a todos nuestros comportamientos, incluso los que aparentemente no tienen ninguna relación con la sexualidad. La propia conciencia psicológica de sí mismo tendría, pues, sus raíces en el complejo de Edipo. Al sentirse culpable, el individuo se haría consciente de sí mismo, de su yo. Permítasenos admirar la ingeniosidad de la teoría freudiana d e Edipo y además reconocer que el maestro y algunos de sus discípulos han sacado de ella conclusiones prácticas que han resultado fecundas en el plano terapéutico. Pero tenemos también que reconocer que esta leyenda no tiene el menor fundamento histórico. Freud la ha fabricado en todas sus partes, ayudándose de vagas reminiscencias bíblicas y de literatura rabínica. ¿Cómo el lector de Freud podría dejar de pensar en ciertas interpretaciones dadas por

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rabinos e incluso por exegetas cristianos del relato bíblico del pecado original, así como en una "adaptación" del crimen de Caín? Yo no creo que haya que buscar el origen de la conciencia moral del hombre en el exterior del propio hombre. Ninguna explicación auténticamente científica puede darse del paso de la biosfera a la noosfera, es decir, de la aparición del hombre en el seno del reino animal. El teísta lo atribuirá, con Teilhard de Chardin, a la intención creadora de Dios que se realiza dentro del proceso natural de evolución. Los propios sabios ateos confiesan cada vez más que por lo menos a posteriori parece verificarse una cierta finalidad de k evolución. No parece que haya que buscar para la aparición ó!) la conciencia de sí una explicación diferente a la relativa a la api1» rición del hombre mismo. Nada, en efecto, nos permite presumir que haya habido primero el hombre y sólo en una segunda etapa haya éste accedido a la conciencia de sí. Pertenece ella evidentemente a las estructuras fundamentales del ser humano, por rudimentaria que se la suponga en su iniciación. Quizás existía antes, como lo presumían los sociólogos del siglo xix y el doctor Freud, una conciencia puramente gregaria, pero entonces no eran todavía hombres, sino hominianos de una rama distinta a la que debía culminar en el hombre. Va de suyo que la conciencia de sí corrió pareja desde el principio con la conciencia de los demás y de su pertenencia a una colectividad de que los otros también tomaban parte. No seguimos aquí íntegramente a Bergson al decir que "un yo social se sobreagrega en cada uno de nosotros al yo individual" 1 . La palabra sobreagrega es excesiva, pues haría suponer que el hombre existe primero como individuo y sólo secundariamente se convierte en miembro del grupo social. De hecho, no existe distinción, al menos temporal, entre la conciencia del yo individual y del nosotros social. El individualismo que la ha introducido debe ser considerado no como traduciendo un estado normal y primitivo, sino como una desviación o una enfermedad del desarrollo de la noosfera. Si bien es cierto que la conciencia de sí es coextensiva con la condición humana, no es por eso un dato estático. En el hombre evolucionado y culto de hoy es infinitamente más explícita y más compleja que en el "primitivo" del pasado o del presente. Este último se percibe en verdad como individuo pero aún más como parcela del grupo social en cuyo seno vive. A medida que evoluciona, el hombre adquiere más y más conciencia de su singularidad en relación con el grupo y se atribuye las riquezas físicas y psíquicas de que se siente depositario. El individualismo con la hipertrofia 1

Les deux sources de la moróle et de la religión, p. 8-

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del yo se presenta como el último término de esta serie de evolución. Y debía fatalmente acarrear la grave crisis que hemos analizad J ¡n nuestro primer capítulo. El personalismo moderno, entre cuyos principales protagonistas corresponde mencionar a Emmanuel Mourtier y Teilhard de Chardin, pero también a filósofos alemanes tales como Max Scheler, Peter Wust y Karl Jaspers, y en cierta medida toda la escuela existencialista cristiana, es una reacción necesaria y saludable contra los abusos del individualismo. El personalismo no rechaza las riquezas de que el yo se ha hecho consciente graci .c al individualismo. Pero tiende a hacer recuperar a éste la conciencia de sus vínculos fundamentales con los demás. Desecha así la falsa filosofía del contrato social. o

Ciertos filósofos y psicólogos hablan a menudo de la conciencia psicológica, es decir de la conciencia de sí, y de la conciencia moral' de manera que dan la impresión de que se trata de dos realidades heterogéneas que por error la lengua corriente designa con una sola palabra. Envidian a sus colegas alemanes que tienen la palabra Bewusstsein para la conciencia psicológica y la palabra Gewissen para la conciencia moral. No discutiremos que tal distinción entre las dos "conciencias" se imponga, y sin embargo, no se trata de dos facultades heterogéneas J n o más bien de funciones convergentes, o tal vez incluso de dos aspectos de una misma función psíquica. La conciencia moral se presenta como una ampliación d e la conciencia de sí. Parece poco concebible que en un estadio cualquiera de su evolución haya tenido el hombre una conciencia de sí exenta de todo sentimiento de obligación frente a sí mismo y a los demás. Tampoco es tan seguro que estas Ouligaciones se hubiesen presentado primero en forma de leyes y de reglamentos extrínsecos, imp"estos por el grupo a sus miembros, y que éstos habrían progresivamente interiorizado. Porque en las primeras etapas de la evolución humana la conciencia de sí y la conciencia de pertenecer al grupo están apenas diferenciadas, y así puede presumirse como probable que la obligación moral se halla desde el principio interiorizada. Es muy probable que la obligación social, mediante el establecimiento de leyes y reglamentos, no se instauró hasta m u cho más tarde, cuando la conciencia individual estuvo lo bastante diferenciada para poder entrar en conflicto con la conciencia social. Es incontestable que inmediatamente, mediante procesos psicológicos ahora bien conocidos, el individuo haya así interiorizado leyes y reglamentos impuestos primero desde afuera por la sociedad E s t o ha dado lugar ciertamente a desviaciones y a abusos y ha podido

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obstaculizar el desenrollo de numerosas personas. Por otra parte, no obstante semejante proceso, ha contribuido también al enriquecimiento y a la ampliación de la conciencia moral y, por lo tanto, servido al crecimiento de la noosfera.

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Aunque es un dato humano estructural, la conciencia moral se forma y se deja formar. Las voces de la conciencia son conocidas de todos los hombres, sean primitivos o evolucionados. Los antiguos creían que el propio Dios nos dictaba su ley por intermedio de esta voz de la conciencia. Hoy la atribuímos a nuestras propias estructuras psíquicas, a la ley moral interiorizada. Quizás las dos concepciones, la antigua y la moderna, son igualmente valederas, pues suponiendo que Dios prescriba algo al hombre, sólo podría hacerlo actuando sobre nuestro psiquismo profundo y por lo tanto hablándonos por la voz de nuestra conciencia. Pero hasta para el creyente sería un error identificar cada imperativo de su conciencia con la voluntad de Dios, pues las fuentes en que nuestra conciencia moral extrae los materiales necesarios paia su construcción son múltiples, y no siempre de la misma limpidez. En el hombre civilizado de hoy, una parte no despreciable del contenido de su conciencia moral proviene del más lejano pasado del género humano. Su trasmisión no se hace mediante una enseñanza cualquiera, sino más bien por vía de una misteriosa herencia. A pesar de la contradicción en los términos, estamos obligados a llamarla conciencia moral inconsciente, pues pe.ietra todas nuestras estructuras inconscientes y parece actuar como un instinto, como un instinto moral. Otras obligaciones, aun siendo también heredadas, provienen de un pasado menos lejano y forman parte del legado que la civilización a que pertenecemos ha acumulado en el curso de los siglos o de los milenios de su propia formación. A esto se agregan obligaciones propias de una tradición familiar particular: aristocracia, magistratura, etc., de un país o de una Iglesia. Todo este conjunto interiorizado pesa sobre el niño, el adolescente e incluso el adulto poco evolucionado, más o menos a la manera del superyó freudiano. A medida que se opera la maduración psíquica, sin embargo, la red de obligaciones morales pierde su carácter superyoísta, para conveitirse en conciencia moral personal. En el adulto evolucionado, ésta se presenta como la adhesión libre al bien, reconocido como tal por el propio sujeto. Su moral es personal. Hace una selección entre las obligaciones que provienen del inconsciente colectivo, social, familiar. Tal vez rechaza algunas, entiende

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otras en un sentido más estricto que el habitual a su alrededor, mientras que el carácter imperativo de otras es susceptible de atenuación. Pero ni la conciencia moral más lúcida, en el adulto más evolucionado, nunca se liberará enteramente de la herencia ancestral. La ambición sartriana de una conciencia moral absolutamente libre es una utopía, una supervivencia, bajo forma renovada, del viejo individualismo del siglo xix. Deberemos, pues, contentarnos con un dominio siempre relativo, pero también siempre susceptible de aumentar, de esta parte del contenido de nuestra conciencia moral que corresponde al determinismo. También se habla, y con todo derecho, de una conciencia moral colectiva. Así la conciencia nacional francesa, que reprueba severamente la menor deshonestidad para con los particulares, se muestra muy tolerante cuando se trata del fraude fiscal o del robo de bienes pertenecientes al Estado. La conciencia moral inglesa por el contrario se muestra más estricta para las obligaciones con respecto a la comunidad que con respecto a los individuos. La conciencia moral de la burguesía se vuelve muy exigente en el plano de la moral sexual y familiar, pero es muy elástica en materia de obligaciones que atañen a la justicia social. La conciencia moral del proletariado eleva muy alto en la jerarquía de los valores la solidaridad de clase y no siente gran obligación moral con respecto a las otras clases sociales. o

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Importa insistir en el hecho de que la obligación moral interiorizada en la conciencia no se presenta necesariamente en forma de prohibiciones. La obligación fundamental no debe expresarse por la fórmula: "No os portéis como animales" (o "como autómatas"), sino: "¡Portaos como hombres!" Con el individualismo, q u e ha hecho perder el sentido de la comunidad, el carácter totalmente negativo de cierta enseñanza moral es muy probablemente una d e las causas mayores de la actual crisis. Las prohibiciones dan a l sujeto el sentimiento de estar forzado y limitado, de no poder expandirse plenamente. En tanto que la conciencia de pertenecer a la colectividad superaba la conciencia personal, la mayoría de los hombres parece haber consentido sin demasiada resistencia a las limitaciones que imponía la obligación moral. En el hombre m o derno, aunque sea muy consciente de pertenecer a la comunidad, la conciencia personal se diferencia cada vez más nítidamente de la conciencia colectiva. Es evidente que esto comporta el peligro d e caer en el individualismo, y sin embargo este reforzamiento de l a

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lógica del sistema. La moral, con sus obligaciones, sus sanciones y sus recompensas, sólo tendría sentido para seres que gozan un mínimo de autonomía. Si se estableciera que el hombre no tiene ninguna autonomía, ¿cómo no considerar la moral como una mutilación de la vida instintiva? Lógico consigo mismo, Freud escribe: "Es simplemente el principio del placer lo que determina el fin de la vida, lo que gobierna desde el origen las operaciones del aparato psíquico" 2 . Denuncia el escándalo de la moral corriente para la cual "a menudo el mal no consiste en lo que es dañino y peligroso para el yo, sino al contrario en lo que le parece deseable y le procura placer" s . No veo con claridad qué podrían objetar a las teorías freudianas los partidarios del determinismo psíquico, varios de los cuales se esfuerzan por dar a la moral bases auténticamente científicas. Si se estableciera que estamos rigurosamente determinados en nuestro comportamiento, no se tendría el derecho de hablar de comportamiento moral o inmoral del hombre, así como no existe comportamiento moral en los animales. Lo más simple sería evidentemente terminar, mediante el psicoanálisis o cualquier otro procedimiento, con la ilusión que tiene el yo de ser libre, a fin de que los instintos pudieran funcionar sin trabas, siguiendo sus propias leyes mecánicas. Las propias obligaciones morales apenas se comprenderían, a menos que se viera en ellas una especie de corrección a las desviaciones de los instintos. En realidad, el hombre no es hombre sino a partir del momento y en la medida en que se siente libre. No se trata, por supuesto, de una libertad absoluta, a la que nada limita ni condiciona. Como lo decía Descartes: "La libertad del hombre es infinita, pero su poder limitado". Esto es cierto, sobre todo desde el punto de vista metafísico. El psicólogo, que no se ocupa de la esencia del hombre sino de su situación existencial, no podría considerar la libertad como un dato de la naturaleza. Lo que sí es un dato de la naturaleza humana es la capacidad del hombre para llegar a ser libre. En materia moral muy especialmente, el psicólogo habla menos de libertad que de liberación. El niño pequeño no es por cierto más libre que el cachorro de caza. Pero mientras el adiestramiento de este último sólo puede hacerse actuando sobre los automatismos de su psiquismo, en el niño la educación que tiende a la liberación se agrega muy pronto al adiestramiento de los primeros años. Desde antes de la "edad de la razón" el niño siente que en algunas circunstancias se comporta libremente, mientras que en otras se sabe 2 3

Malaise dans la civilisation, p. 730. Malaise dans la civilisation, p. 703.

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externa o interiormente obligado. El adolescente experimenta a menudo una especie de vértigo, hecho de exaltación y de temor, a sentirse' libre y responsable de sus actos. Nadie más que él siente la libertad como una amenaza que pesa sobre el sentimiento de seguridad de la pequeña infancia. Sin embargo, es celoso de su libertad y aspira a desprenderse de todas las trabas que se opongan a su deseo de liberación total. En lo que respecta al adulto evolucionado, se sabe a la vez libre y determinado, motivado y determinado en el seno mismo de su libertad. El poder de liberación no pertenece en el mismo grado a todos los hombres. Muchos no son capaces de acceder sino a un nivel muy bajo de libertad, y por eso su nivel moral sólo podría ser mediocre; podrán no hacer mucho mal, pero tampoco harán nunca mucho bien. Otros, por el contrario, están en condiciones de acceder a un nivel tan elevado de libertad que se les creería completamente liberados de todos los determinismos. En realidad, esto es sólo una ilusión. Ni los santos, ni los más grandes genios de la humanidad gozan de esta libertad absoluta que Jean Paul Sartre afirma ser la propia condición del hombre. La libertad humana es sólo un islote en el inmenso océano de lo determinado. El islote podrá crecer, pero nunca absorberá el océano entero. La libertad concreta es un libertad en situación. Esta situación está constituida primero por la realidad física del universo, que está muy lejos de dejarse manejar como quisiéramos. Luego, por libres que nos creamos y querramos, deberemos contar con los límites que nos imponen las condiciones culturales, económicas y sociales de la época en que vivimos. Por fin, nuestra libertad se encuentra condicionada por factores individuales: medio familiar, herencia, salud, nivel de cultura, fortuna, oficio, etc. Sería erróneo, sin embargo, considerar el condicionamiento de nuestra libertad como la negación o la disminución de ésta. Es más bien el marco indispensable de su ejercicio. Suponiendo que por un milagro pudiéramos alcanzar la libertad fuera de situación, es de temer que esta libertad quedara estéril, pues le faltarían los materiales necesarios a su expansión. Por cierto, los componentes de nuestra situación existencial están lejos de ser en sí favorables a la libertad, algunos son incluso responsables de que nuestro esfuerzo de liberación se detenga a mitad del camino. Eso no impide que en y por la lucha contra los obstáculos interiores y exteriores, los sujetos excepcionales lleguen a un grado de libertad tan alto que se los creería sustraídos completamente a la red de los determinismos. Quizás no hubiesen triunfado en una situación sembrada de menos asechanzas. Es ingenuo creer que la abolición de las enajenaciones económicas y culturales bastaría para que todos los hombres pudieran acceder a

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La evolución de la conciencia moral se efectúa siguiendo las leyes generales del crecimiento humano que regulan el paso progresivo de los individuos y de las colectividades desde la infancia a través de la adolescencia hasta la edad madura. La historia nos enseña, sin embargo, que de tiempo en tiempo surgen aquí y allí personalidades de singular envergadura moral que hacen dar a la moral un salto revolucionario hacia adelante, en algún modo comparable a estas otras trasformaciones radicales que los paleontólogos comprueban en el curso de la evolución de la vida. En la naturaleza, en la naturaleza física como en la espiritual o psíquica, se advierte una evolución progresiva, pero también mutaciones revolucionarias. El trasformismo así como el evolucionismo son hechos observables y observados. Tal como ya lo hemos dicho, la más grande de las revoluciones de la conciencia moral es la obra de Cristo y sin duda aún no conocemos todas sus virtualidades y todas sus relaciones. En una escala menor, pero no despreciable, Confucio, el Faraón Akh-elAton, Sócrates, Mahoma, Francisco de Asís, Mahatma Gandhi y otros han realizado revoluciones morales, en el interior de comunidades más o menos extensas, pero que no han carecido de eco sobre el crecimiento general de la humanidad. En nuestra época, el filósofo Bergson y el paleontólogo Teilhard de Chardin han dado posiblemente con su obra impulso a un nuevo salto adelante de la conciencia moral.

IV MORAL Y LIBERTAD

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A CONCIENCIA MOBAL y sus problemas se encuentran en es-

trecha correlación con el problema de la libertad moral. Sí hubiera que dar razón a los deterministas, según los cuales el hombre no sería más dueño de su conducta que del color de sus ojos (Jean Rostand), no cabría ya la distinción entre el bien y el mal, la palabra responsabilidad no significaría nada concreto. Simone de Beauvoir, en nombre del existencialismo sartriano, escribe con toda razón: "Lo propio de toda moral es considerar la vida humana como una parte que puede ganarse o perderse, y enseñar al hombre el medio de ganarla". Y más adelante: "La libertad es la fuente de donde surgen todas las significaciones y todos los valores" 1. Por supuesto, no se trata aquí de tomar posición en la milenaria querella metafísica sobre el libre albedrío, querella al menos en parte basada sobre equívocos. Según los deterministas, los protagonistas del libre arbitrio supondrían que el hombre, en ciertas circunstancias de su vida, se encuentra ante una elección, sin que nada lo impulse en uno u otro sentido: él haría su elección arbitrariamente. Es evidente que tal libre arbitrio no existe, que siempre tenemos motivos más o menos imperiosos para inclinarnos hacia tal elección más que hacia tal otra. Según Sigmund Freud y sus discípulos, el yo consciente se ilusionaría cada vez que cree actuar libremente. El comportamiento moral del hombre estaría rigurosamente determinado por implacables leyes biológicas. La ilusión de ser libre se debería a que el determinísmo se ejerce sobre el inconsciente. "Al romper, escribe Freud, el determinismo universal, aunque sea en un solo punto, se trastorna cualquier concepción científica del mundo". Su hostilidad con respecto a toda moral objetiva se desprende perfectamente de la 1

Pour une morale de l'ambiguité.

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lógica del sistema. La moral, con sus obligaciones, sus sanciones y sus recompensas, sólo tendría sentido para seres que gozan Un mínimo de autonomía. Si se estableciera que el hombre no tiene ninguna autonomía, ¿cómo no considerar la moral como una mutilación de la vida instintiva? Lógico consigo mismo, Freud escribe: "Es simplemente el principio del placer lo que determina el fin de la vida, lo que gobierna desde el origen las operaciones del aparato psíquico" 2 . Denuncia el escándalo de la moral corriente para la cual "a menudo el mal no consiste en lo que es dañino y peligroso para el yo, sino al contrarío en lo que le parece deseable y le procura placer" 3 . No veo con claridad qué podrían objetar a las teorías freudianas los partidarios del determinismo psíquico, varios de los cuales se esfuerzan por dar a la moral bases auténticamente científicas. Si se estableciera que estamos rigurosamente determinados en nuestro comportamiento, no se tendría el derecho de hablar de comportamiento moral o inmoral del hombre, así como no existe comportamiento moral en los animales. Lo más simple sería evidentemente terminar, mediante el psicoanálisis o cualquier otro procedimiento, con la ilusión que tiene el yo de ser libre, a fin de que los instintos pudieran funcionar sin trabas, siguiendo sus propias leyes mecánicas. Las propias obligaciones morales apenas se comprenderían, a menos que se viera en ellas una especie de corrección a las desviaciones de los instintos. En realidad, el hombre no es hombre sino a partir del momento y en la medida en que se siente libre. No se trata, por supuesto, de una libertad absoluta, a la que nada limita ni condiciona. Como lo decía Descartes: "La libertad del hombre es infinita, pero su poder limitado". Esto es cierto, sobre todo desde el punto de vista metafísico. El psicólogo, que no se ocupa de la esencia del hombre sino de su situación existencial, no podría considerar la libertad como un dato de la naturaleza. Lo que sí es un dato de la naturaleza humana es la capacidad del hombre para llegar a ser libre. En materia moral muy especialmente, el psicólogo habla menos de libertad que de liberación. El niño pequeño no es por cierto más libre que el cachorro de caza. Pero mientras el adiestramiento de este último sólo puede hacerse actuando sobre los automatismos de su psiquismo, en el niño la educación que tiende a la liberación se agrega muy pronto al adiestramiento de los primeros años. Desde antes de la "edad de la razón" el niño siente que en algunas circunstancias se comporta libremente, mientras que en otras se sabe 2 Maleóse dans la civilisation, p. 730. 3 Malaise dans la civilisation, p. 703.

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externa o interiormente obligado. El adolescente experimenta a menudo una especie de vértigo, hecho de exaltación y de temor, a sentirse' libre y responsable de sus actos. Nadie más que él siente la libertad como una amenaza que pesa sobre el sentimiento de seguridad de la pequeña infancia. Sin embargo, es celoso de su libertad y aspira a desprenderse de todas las trabas que se opongan a su deseo de liberación total. En lo que respecta al adulto evolucionado, se sabe a la vez libre y determinado, motivado y determinado en el seno mismo de su libertad. El poder de liberación no pertenece en el mismo grado a todos los hombres. Muchos no son capaces de acceder sino a un nivel muy bajo de libertad, y por eso su nivel moral sólo podría ser mediocre; podrán no hacer mucho mal, pero tampoco harán nunca mucho bien. Otros, por el contrario, están en condiciones de acceder a un nivel tan elevado de libertad que se les creería completamente liberados de todos los determinismos. En realidad, esto es sólo una ilusión. Ni los santos, ni los más grandes genios de la humanidad gozan de esta libertad absoluta que Jean Paul Sartre afirma ser la propia condición del hombre. La libertad humana es sólo un islote en el inmenso océano de lo determinado. El islote podrá crecer, pero nunca absorberá el océano entero. La libertad concreta es un libertad en situación. Esta situación está constituida primero por la realidad física del universo, que está muy lejos de dejaise manejar como quisiéramos. Luego, por libres que nos creamos y querramos, deberemos contar con los límites que nos imponen las condiciones culturales, económicas y sociales de la época en que vivimos. Por fin, nuestra libertad se encuentra condicionada por factores individuales: medio familiar, herencia, salud, nivel de cultura, fortuna, oficio, etc. Seria erróneo, sin embargo, considerar el condicionamiento de nuestra libertad como la negación o la disminución de ésta. Es más bien el marco indispensable de su ejercicio. Suponiendo que por un milagro pudiéramos alcanzar la libertad fuera de situación, es de temer que esta libertad quedara estéril, pues le faltarían los materiales necesarios a su expansión. Por cierto, los componentes de nuestra situación existencial están lejos de ser en sí favorables a la libertad, algunos son incluso responsables de que nuestro esfuerzo de liberación se detenga a mitad del camino. Eso no impide que en y por la lucha contra los obstáculos interiores y exteriores, los sujetos excepcionales lleguen a un grado de libertad tan alto que se los creería sustraídos completamente a la red de los determinismos. Quizás no hubiesen triunfado en una situación sembrada de menos asechanzas. Es ingenuo creer que la abolición de las enajenaciones económicas y culturales bastaría para que todos los hombres pudieran acceder a

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un alto grado de liberación. Quedarían siempre los determinismos psíquicos así como los factores de orden individual, los cuales están lejos de ser todos productos de condiciones sociológicas. Por otra parte, ya hemos comprobado que los problemas morales se plantean con tanta acuidad en los países comunistas, donde según sus dirigentes todas las enajenaciones estarían abolidas, como en los países llamados capitalistas. El ideal anarquista de una socidedad absolutamente libre seguirá siendo una hermosa utopía. Aunque la cultura intelectual favorezca la liberación del hombre, no existe un paralelismo preciso entre el grado de evolución intelectual y el grado de libertad. Hombres altamente cultivados pueden ser esclavos de sus pasiones, de sus vicios, de sus prejuicios y disponer de menos libertad en su comportamiento que una persona simple y escasamente culta. Lo mismo sucede con la posesión de riqueza material. Esta facilita el acceso a la libertad en unos, lo inhibe en otros, y a veces la ausencia total de riqueza permite alcanzar el más alto grado de libertad. Por regla general, sin embargo, la ignorancia y la miseria hacen difícil, si no imposible, el esfuerzo humano hacia la liberación, es decir, hacia la realización del más alto grado posible de esencialidad humana, y por eso deben ser combatidas en nombre de la moral.

tad. Evidentemente, es muy difícil, si no imposible, establecer el grado exacto de libertad y de responsabilidad en el comportamiento de un individuo dado. Por eso la tarea de los jueces, que deben establecer el grado de culpabilidad del acusado, resulta tan delicada. ¿Cómo separar las motivaciones inconscientes de los actos del criminal? Los periodistas divierten fácilmente a sus lectores ridiculizando a los testigos expertos psiquiatras que pretenden explicar, si no excusar en parte, el crimen por el traumatismo de destete o la fijación edípica de su autor. Es cierto que algunos de estos psiquiatras se portan como pedantes y hablan como si poseyeran un conocimiento muy preciso de los arcanos conscientes e inconscientes del psiquismo. De hecho, un psicoanálisis prolongado sólo nos entrega parcialmente los secretos del alma humana; con mas razón sucederá así con esos exámenes superficiales y esos tests rápidos a que los expertos someten a los sujetos. Eso no impide que en el fondo los expertos psiquiatras tengan razón: ningún hombre es plenamente responsable de todos sus actos y cada uno merece circunstancias atenuantes. Las reales dificultades de establecer la libertad y la responsabilidad correspondiente no tornan imposible el juicio moral. Debe éste solamente haceise más matizado que el que práctica el vulgo. Hasta los no iniciados saben que en el simple de espíritu la libertad y la responsabilidad son mínimas y a menudo hasta inexistentes: ¿acaso no se lo llama inocente? En cuanto a los seres humanos normales y más o menos evolucionados, es evidentemente imposible establecer científicamente su grado de libertad y de responsabilidad, tanto más cuanto que éste es susceptible de importantes variaciones según los días y las circunstancias. Pero suponiendo que un hombre de alto nivel de desarrollo psíquico haya actuado un día bajo el impulso de una pasión "ciega" o en función de motivaciones enteramente inconscientes, y que quiera declinar en razón de esto la responsabilidad de sus actos, n¡ el moralista ni el juez están obligados a adoptar enteramente su punto de vista. El hombre psíquicamente adulto, sí bien no es siempre enteramente libre y responsable en el momento de actuar, es por lo menos capaz de prever lo que arriesgaría comportándose de tal manera, poniéndose en tal situación concreta. ¿Cómo admitir la completa irresponsabilidad en el adulterio de esta mujer adulta que lia consentido en compartir el lecho de un amigo, porque éste le había prometido "que no pasaría nada"? Podía no ser consentidora on el momento en que el amigo la tomó en sus brazos, o su libertad podía estar más o menos paralizada por el sueño; pero eso no impide que ella pudiera ignorar los riesgos de la situación en que se metía al aceptar la invitación del hombre. En este caso, la libertad previa es tan

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La libertad no es un bien humano estrictamente individual. Dejando aparte el caso de los santos y de los genios, el individuo sólo se libera conjuntamente con otros individuos. No basta, pues, luchar por nuestra propia liberación; la lucha por la liberación colectiva, social, es un imperioso deber moral. ¿Qué haría con mi libertad individual, aunque fuera perfecta, en un mundo de esclavos? Existen algunos seres que nunca sienten una mayor exaltación de su libertad sino cuando pueden sojuzgar a otros. Pero es demasiado evidente la naturaleza neurótica de este tipo de voluntad de poder. Mi libertad se dirige a otras libertades, los hombres libres, en conjunto, luchan por una libertad más alta. o

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De la noción de libertad es inseparable la de la responsabilidad. Sólo un ser, dueño al menos parcialmente de sus deseos y de sus actos, puede ser considerado como responsable, y el grado de su responsabilidad es estrictamente proporcional al grado de su liber-

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nítida como la responsabilidad moral de esta mujer que puede considerarse casi completa. No es tan fácil de establecer en muchos otros casos y debernos por consiguiente ser de una extrema circunspección en nuestros juicios morales sobre los actos de los demás, e incluso sobre nuestros propios actos. Pero las indispensables reservas y matices efl nuestros juicios sobre el valor moral de los actos no hacen estos juicios ilegítimos. o »

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Evidentemente, es mucho más difícil establecer la responsabilidad colectiva. Durante siglos, los católicos consideraban al pueblo judío entero como responsable de la crucifixión de Jesús, so pretexto de que la muchedumbre de imbéciles excitada por los fariseos y saduceos había pedido su muerte ante Poncio Pilatos. La conciencia moral de nuestro tiempo aprueba generalmente a los escritores judíos que protestan con fuerza contra la responsabilidad colectiva con que se los abruma. La propia Iglesia católica no ha permanecido insensible a sus protestas, pues recientemente ha eliminado de la liturgia de Semana Santa los textos relativos al "pueblo deicida". Probablemente no entendía con esto pronunciarse sobre la cuestión teórica de la responsabilidad colectiva, se mostraba más bien sensible al argumento de que tales textos contribuían a mantener y a atizar el antisemitismo. Al día siguiente de la segunda Guerra Mundial, en todas partes se preguntaba en qué medida podía considerarse al pueblo alemán como tal responsable de los crímenes cometidos por el régimen nazi. La tendencia general, al menos en los países que han sufrido la guerra y la ocupación alemana, se decidía por la afirmación de esta responsabilidad. Si cada alemán individualmente no debía ser tratado como genocida, el pueblo debía serlo. La supresión del Estado alemán, la división del país y anexión de algunas de sus provincias por parte de sus exvíctimas, el desmán telamiento de su industria, etc., parecían pues castigos perfectamente lógicos. Hoy, con la distancia creada por el trascurrir del tiempo, se está en condiciones de encarar el problema alemán con más objetividad y creo que Kruschev no obra completamente de buena fe cuando denuncia con vehemencia la complicidad del pueblo alemán en los crímenes nazis, como que sólo hace responsable de estos crímenes a la parte del pueblo alemán que escapa a su control. No es que pretendamos negar o poner en duda el principio de una responsabilidad colectiva, tanto en el bien como en el mal. La humanidad es una y el crecimiento de la noosfera contribuye indis-

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cutiblemente a reforzar esta unidad. Mucho rueños que nuestro lejano y simbólico antepasado Caín, estamos hoy en el derecho de declinar la responsabilidad de lo que son y hacen nuestros hermanos. En el interior de la gran comunidad humana, aun en la etapa de su estructuración, existen comunidades de menor envergadura: familia, nación, etc., cuya unidad se halla establecida hace rato. En una medida que queda por definir, ejúste indiscutiblemente no sólo una responsabilidad mutua de los miembros de una misma familia o de una misma nación sino también una responsabilidad colectiva de tal familia o de tal nación ante las otras familias y las otras naciones, ante la conciencia moral universal. Pero como la responsabilidad individual, la responsabilidad colectiva tampoco es nunca total. Y en todo caso es infinitamente más difícil de establecer de manera precisa. Para volver al caso ejemplar del pueblo alemán, cuando se conoce la historia de los años que siguieron a la primera Guerra Mundial, ¿puede decise que ese pueblo fue plenamente libre de darse un gobierno del tipo que fue el régimen nazi? Una vez éste en el poder, la importante fracción del pueblo alemán que apoyó el régimen, en aquel momento, ¿lo hizo con entera libertad? No pensamos aquí tanto en las presiones exteriores como en esas formas colectivas inconscientes que determinan un comportamiento de los pueblos más ciego aún que el de los individuos. No decimos que la libertad del pueblo alemán fue inexistente y por ende nula su responsabilidad. Mucho más modestamente, comprobamos que es terriblemente penoso medir el grado de libertad y de responsabilidad colectivas, y que uno no debe arriesgarse en tal terreno sin una extrema prudencia. Poco tiempo después de Hiroshima, Emmanuel Mounier decía que el descubrimiento de la energía atómica y del modo d e emplearla para la destrucción, acababa de conferir a la humanidad una grandiosa y terrible libertad, la del suicidio colectivo. En adelante, si la humanidad continuaba viviendo, ya no sería porque no podía impedirlo sino porque lo querría libremente. El filósofo del personalismo tenía en principio razón y por nuestra parte compartimos enteramente su convicción de una humanidad una e indivisible. Suponiendo, sin embargo, que en un momento de pánico el jefe de un Estado poseedor de bombas termonucleares dé la orden de lanzar un número suficiente para aniquilar toda vida en la tierra ¿será verdaderamente en nombre de todos nosotros, en nombre de la humanidad como un todo, que habrá actuado así y elegido el suicidio colectivo? Confieso que por mi parte no veo una respuesta satisfactoria a tal pregunta. «

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La libertad ideal no consiste en la liberación de todos los deterninismos y de todas las obligaciones, sino en la liberación con miras a algo, normalmente con miras a algo trascendente a nuestro estado presente. En el adolescente y en el adulto neurótico prevalece la necesidad de esta libertad para nada que tan magistralmente ha analizado Sartre en una de sus novelas. Estaríamos incluso tentados a no considerar la libertad para nada como una auténtica libertad. Todo candidato a la liberación, pueblo o individuo, debería preguntarse: "¿Libertad para hacer qué?" Después de la segunda Guerra Mundial, numerosos pueblos de África y de Asia han luchado por su liberación de la enajenación colonial con un heroísmo que les ha granjeado las simpatías de todo el mundo civilizado. Por desgracia, la mayoría de estos pueblos y sus dirigentes no parecen haberse preguntado qué harían con la libertad que tan cara les costó. No en todas partes ha habido la "congolízación", pero debemos reconocer que casi en ninguno de estos países la libertad nacional ha aumentado el bienestar, la justicia social, la felicidad de vivir. Lo mismo sucede en el orden individual, ¡cuántos adolescentes están impacientes por sacudirse de la tutela paterna, sin preocuparse para nada del uso que podrían hacer de su libertad! El psicoanálisis freudiano por su parte se esfuerza por liberar a los sujetos de sus complejos y de su superyó, sin creerse en el deber de enseñarles a servirse de su libertad psíquica en un sentido constructivo. Ni la libertad sociológica, ni la libertad psíquica deben ser identificadas con la anarquía, en el sentido que el lenguaje común da a este término. La libertad no es u»i valor moral, incluso una de las condiciones primordiales de la vida moral, sino en la medida en que favorece nuestra ascensión a una forma superior de existencia personal y comunitaria. Los protagonistas de un existencialismo más o menos fieles a J. P. Sartre, y a veces el propio maestro, se creen en el deber de rehusarse a todo compromiso, so pretexto de que equivaldría inmediatamente a perder la libertad tan arduamente conquistada sobre todas las fuerzas del determinismo social y psíquico. Esto no es más que un sofisma. Sólo un compromiso total al servicio de un ideal humano superior permite el pleno florecimiento, incluso la exaltación de la libertad. Mientras no se ha realizado tal compromiso, nuestra libertad es sólo abstracta; por el compromiso se hace concreta.



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Muchos son los que tienen miedo de asumir la libertad y la responsabilidad moral de sus actos. En el curso de mi práctica psico-

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terapéutica, he tenido a menudo ocasión de comprobar que muchos sujetos no se declaraban intelectualmente partidarios del determinismo sino porque se sentían inconscientemente demasiado débiles para vivir la aventura de su libertad. No bien la psicosíntesis logra devolverles la confianza en sí mismos y sienten las primeras alegrías de comportarse como hombres libres y responsables, no tardan por lo general en abandonar las metafísicas deterministas. En el plano de la existencia humana colectiva, el miedo más o menos neurótico de la libertad sirve sobre todo a las ambiciones de los candidatos a dictadores. Ha sido menester al pueblo alemán la terrible experiencia de las catástrofes que cayeron sobre él y sobre el mundo a causa de la dictadura nazi, para que se convenciera de las ventajas no sólo morales sino también pragmáticas de la libertad. En los pueblos liispánicos, la tiranía y la anarquía se alternan periódicamente, sin que nunca lleguen a afirmarse en la libertad. Los franceses no han tenido ocasión, desde la era napoleónica, de abdicar de su libertad colectiva. Hubo, es cierto, la opresión que siguió a la ocupación nazi, pero impuesta al pueblo desde afuera por el vencedor, más bien llevaba al paroxismo el amor por la libertad. Eso no impide que el pueblo francés también experimente, a intervalos más o menos largos y regulares, la libertad como un peso y procure descargarse de ella en algún hombre providencial. El bulangismo, el petenismo, el degollismo, e incluso formas más grotescas como el pujadismo, son algunas de esas tentativas. Por lo menos hasta ahora, el amor a la libertad lo ha superado todo. Eso no obsta para que la libertad de los pueblos y de los individuos no sea nunca un dato definitivamente adquirido sino que deba ser siempre afirmada y conquistada.

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VIDENTEMENTE, desde el principio se impone una distinción entre el progreso moral y el progreso de la moral. En efecto, el primero es discutido por muchos. Los pesimistas presentan sin mucho esfuerzo hechos del presente y del pasado tendientes a probar que, lejos de progresar, la moralidad de la humanidad media va deteriorándose. Por otra parte, ¿acaso los "viejos" de cada generación no acostumbran a entristecerse por la inmoralidad de la juventud y a hablar con nostalgia de los buenos tiempos de su mocedad cuando, si hemos de creerlos, florecían todas las virtudes? Pronto veremos lo que hay que pensar de esta idealización del pasado y de esta negación del progreso moral. Por el momento, nos proponemos establecer el progreso de la moral y de la conciencia moral. Los viejo? códigos de moral, incluyendo la moral bíblica tal como se dice fue revelada a Moisés, no sólo no distinguen entre moral y religión, sino tampoco entre moral e higiene, entre moral y costumbres de la vida social, entre moral y medicina. Comer cerdo, apoderarse del buey, el asno o la mujer de su prójimo, tener relaciones con una mujer durante su menstruación, adorar otros dioses que no sean el Dios de Abrahán y de Isaac son denunciados igualmente como pecados. La ley moral, en esta etapa, permanece casi totalmente exterior al sujeto. Por otra parte, esta moral indistinta y extrínseca aun existe para los niños y la gente poco evolucionada. Y así se acusan confusamente en confesión de haber desobedecido a sus padres o a sus maestros, faltado a misa, comido carne el viernes, mentido, haberse ido a la cama con los pies sucios, haber subido al estribo del tranvía. Poco a poco, principalmente bajo la influencia de maestros como Buda, los profetas de Israel, Sócrates y los estoicos, pero sobre todo bajo la influencia de Cristo y sus santos apóstoles, la moral se inte-

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rioriza y se diferencia. Un adulto normalmente evolucionado de boy paga la multa por el estacionamiento ilícito de su coche en la vía pública, pero no cree haber cometido una falta moral por la no observación de esta reglamentación policial. En nombre de la higiene, los padres exigen que sus hijos se laven las manos antes de comer, pero evitan cuidadosamente exigírselo en nombre de la moral. Si el católico, para obedecer a su Iglesia o por ascesis personal, ayuna los viernes, durante la Cuaresma, y se impone otras penitencias, sacrificios y obligaciones, sabe bien que no es la moral la que lo obliga y que el que no las acata no es moralíñente inferior. El medico o el higienista pueden desaconsejar a los esposos las relaciones sexuales en tal o cual período, pero no lo hacen en nombre de la moral. Sin salimos del área de la civilización judeocristiana, el dominio de la moral se ha circunscrito y precisado luego de la promulgación de la ley mosaica, hace seis mil años. Sin embargo, la moral que hoy profesamos abarca muchos actos y comportamientos que, en tiempo de Moisés y de Sócrates, no parecían tener una vinculación directa con la moral. Nuestra moral actual condena categóricamente la esclavitud y sólo admite el matrimonio monogámico. Hasta no hace mucho en los Estados oficialmente católicos, incluso en los que estaban bajo la autoridad directa del Papa, la prostitución era una institución social por lo menos tolerada por la moral, míentras que ahora ésta la condena en nombre de la dignidad de la persona humana. En nuestros días, la moral es muy tolerante con los amantes cuyo amor no ha sido sancionado mediante un acto social, pero sus exigencias van más lejos que antes en el plano de la justicia. « *

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La evolución de la moral en el sentido de la interiorización es sin disputa obra ael cristianismo, aunque tanto los profetas de Israel como ciertas escuelas filosóficas de la antigüedad grecorromana lo hayan precedido en este camino. Que tal evolución presente un progreso es indudable. Sin embargo, psicoanalistas com^ Hesnard, que atraen la atención sobre las malas acciones de una moral demasiado interiorizada, no están de] todo equivocados. La Edad N.Vdia cristiana tenía una admiración sin límites a los ascetas célebres que vivían retirados del mndo, pasaban r.f os en zo> as inhóspitas o en el pico de una montaña. La concepción que aquellos ase tas se hacían de la perfección cristiana era bastante cercana a la de los yoguis. Era una perfección completamente interior, una perfección del hombre solo, aunque éste se halle CTÍ compañía de otros hombres

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solos. Algunas órdenes religiosas inspiradas en este ideal de perfección consideran aún hoy la cohabitación de los monjes como el medio de ejercitarse cada uno en la vía de perfección solitaria. No es nuestra intención, ni es éste el lugar, el juzgar o criticar tal forma de ascesis o de perfección religiosa. El mal está en haber visto allí un ideal moral. Era reprochado por los católicos a los cataros o albigenses el tolerar la inmoralidad más grande en los simples fieles, so pretexto de que la elevadísima perfección de Jos "hombres buenos" sólo estaba al alcance de un pequeño número de elegidos. Con matices más o menos importantes, la misma queja podría también hacerse, si no por la doctrina, por la práctica católica y por todas las morales que llevan demasiado lejos la interiorización. ¿No es evidente que la inmensa mayoría de los cristianos que admiraban a Simeón el Estilita y a otros penitentes heroicos no se sentían con fuerzas ni probablemente con ganas de imitarlos? Es desconcertante que el ideal moral más exigente se haya unido, durante toda la Edad Media y luego también, en los señores y en los villanos, con la rapiña y la crueldad, con un comportamiento práctico condenado no sólo por la moral de hoy sino también por la moral de aquel tiempo. El criterio de progreso moral debe, pues, buscarse no en la perfección solitaria del individuo, sino sobre lodo en sus relaciones con los demás. Repitámoslo: está totalmente fuera de nuestro propósito condenar —o recomendar— tal o cual forma de ascesis. No vemos ningún inconveniente a priori en que las diferentes religiones propongan a los aspirantes a la perfección religiosa tal forma de meditación o de ascesis. Sólo importa no perder nunca de vista que la perfección religiosa no es necesariamente idéntica a la perfección moral y que puede en ocasiones no favorecer a esta última, incluso contradeciila radicalmente. La perfección moral no se mide por la resistencia, las proezas y el heroísmo, sino por la generosidad. Y no existe generosidad auténtica sino en las relaciones humanas sociales. La reacción contemporánea contra los excesos de interiorización de la obligación moral nos parece sana en principio. No basta tener la intención pura, el corazón exento de todo egoísmo y de toda codicia. Nuestro comportamiento debe tender a la eficacia en la generosidad y el altruismo. No se trata evidentemente de una objetivación pura y simple de la obligación moral. La intención del sujeto que actúa no es de ningún modo indiferente para la calidad moral de sus actos. El que hace bien sin tener la intención de ello se comporta por cierto objetivamente mejor que el otro que hace sinceramente profesión de los pnnHrsios más hermosos y de las mejores intenciones del mundo, peí o no traen ¡"t* en actos ninguno

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de estos principios e intenciones, o incluso actúa en forma contraria. Razón tenía Teilhard de Chardin al exaltar el comportamiento de aquellos colegas suyos, sabios incrédulos, cuya labor contribuía objetivamente al progreso espiritual y moral de la humanidad, aunque en realidad sólo sintieran pasión por la mera investigación. También Teilhard de Chardin ha llegado a decir que la acción humana "sólo vale por la intención con que se hace" 1. Existe, pues, una moral de intención frente a una moral de acción. La moral auténtica deberá ser ambas cosas a la vez, o sea, inseparablemente subjetiva y objetiva. o

Los negadores del progreso moral se complacen en exponer los crímenes de Hitler y de Stalin, así como todos los componentes de esta grave crisis moral que hemos analizado en el primer capítulo de la presente obra. Los otros replican que la inmoralidad moderna no tiene nada que envidiar a la del pasado, que el adulterio y el concubinato estaban tan difundidos en la Corte de nuestros reye9 "cristianísimos" como en los medios más libertinos de hoy, que la Santa Inquisición no era menos cruel ni arbitraria que las purgas stalinianas y los campos de concentración hitleristas, que las crueldades cometidas por los cruzados no iban en zaga a las de las guerras coloniales. Los antagonistas, los detractores del presente como los detractores del pasado, tienen los dos razón. ¿Debemos entonces concluir que no existe progreso ni decadencia moral, que los hombres son malos por naturaleza, que no existe para ellos ninguna esperanza seria de mejoramiento moral? No creemos que tal pesimismo sea justificado, aunque como contrapartida tampoco debíamos temer una grave decadencia moral. Según nuestro conocimiento, la conciencia cristiana de la Edad Media no se levantó contra el comportamiento de los cruzados, los cuales no distinguían entre su deseo sincero y ardiente de liberar del dominio musulmán el Santo Sepulcro y sus ambiciones personales de conquista y rapiña, de que resultaron graves crímenes no sólo contra los infieles sino también contra los cristianos orientales. La conciencia cristiana medieval no tenía tampoco mucho que decir de las hogueras de la Inquisición. Hasta los santos que más admiramos por su generosidad y su caridad parecen haberse adaptado muy bien a las cruzadas y a la Inquisición, incluso algunos han 1

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tomado parte activa en aquéllas o en ésta. En cambio, en nuestros días son precisamente los adeptos más fervientes de esta misma fe cristiana quienes no sólo se han rebelado contra los crímenes de estos anticristos que fueron Stalin e Hitler, sino que se han opuesto enérgicamente, a menudo al precio de su libertad o d e su vida, a la represión sangrienta y a las torturas empleadas por sus compatriotas en las guerras de descolonización indochina y argelina, aunque se haya tratado de presentar dichas guerras como cruzadas contra el comunismo o contra la media luna islámica triunfante de la cruz cristiana. En el Renacimiento, sólo un Savonarola y algunos más se escandalizaban de las costumbres del Vaticano y del alto clero, mientras las élites de la época se adaptaban a ellas sin demasiado esfuerzo, así como los Bossuet y los Fenelon parecen haberse adaptado a las costumbres muy poco evangélicas que reinaban en Versailles en la corte del Rey-Sol. Mucho más exigentes son sin duda los cristianos de hoy, tanto en lo que respecta a los Papas, obispos y otros servidores profesionales de Dios, como a los hombres políticos que se dicen cristianos. Si los crímenes de Hitler y los de Stalin nos parecen tan monstruosos, no es porque en sí mismos, en su materialidad, fuesen más terribles que, por ejemplo, la famosa toma de Constantinopla por los cruzados, o la destrucción del Palatinado por orden de Luis XIV, o las guerras de religión, o las consecuencias de la revocación del edicto de Nantes. Para un observador rigurosamente objetivo, las guerras y otros crímenes del pasado son equivalentes a los de nuestro siglo, con el agravante de que a menudo se realizaban en nombre de una religión de amor universal. Si acusamos a Hitler de genocidio y no a Luis XIV, ello se debe simplemente a que al cabo de tres siglos se ha operado un progreso gigantesco de la conciencia moral. Por otra parte, por ser nuestra conciencia moral mucho más exigente que la de nuestros antepasados, no podemos juzgar su comportamiento según los mismos criterios que empleamos para juzgar a nuestros contemporáneos. El santo patriarca Abrahán que prostituyó a su mujer, Moisés —de quien se dice que era "el más dulce de los hombres"— que hizo masacrar a los culpables de idolatría, el más grande filósofo de Occidente, Platón, que hallaba normal la esclavitud y la pederastía, los cruzados que ponían cinturones d e castidad a sus esposas, el sombrío fanatismo de los inquisidores, pero también del reformador del cristianismo, Calvino, en suma todo lo que nos choca y escandaliza en el pasado humano, todo debe ser juzgado según el grado de evolución de la conciencia moral correspondiente a cada época. El católico actual puede ser partidario d e la tolerancia religiosa, sin verse por ello obligado a condenar en

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nombre de la moral a los numerosos santos venerados por la Iglesia y cuyos nombres figuran en las listas de inquisidores.

que no es aislándonos, reduciendo a los demás a la función de simples medios al servicio de nuestra afirmación propia, como llegaremos a ser más auténticamente personales. La personalidad no puede expandirse sino en una sociedad de personas. Reconocer y respetar la eminente dignidad de la persona humana en nosotros mismos y en los demás, tal parece ser actualmente el principio fundamental de la moral. No se trata de una novedad, de una invención reciente. Ya los antiguos filósofos y moralistas lo habían adivinado y las Santas Escrituras del cristianismo lo afirman explícitamente. Al hacerse hombre, Dios ha manifestado su amor por todos los hombres, en cierto modo los ha divinizado. Por bella que sea la frase de Pascal que sigue inspirando a los predicadores, no es del todo conforme a la tradicional perspectiva cristiana que Cristo haya derramado una gota de su sangre por cada uno de nosotros: más bien ha vertido toda su sangre por la humanidad entera. Queda en pie que, según nosotros y según Pascal, sobre el Evangelio de Cristo se fundamenta la eminente dignidad de la persona humana. Es asombroso que hayan sido menester tantos siglos para que el sentido de esta dignidad penetre y consolide verdaderamente la conciencia moral. Esto prueba la extrema lentitud de la maduración espiritual, del crecimiento noosférico. Es, por lo tanto, más admirable que la dignidad de la persona humana se vea hoy reconocida y profesada incluso por los que rechazan el Evangelio y por los que nunca lo han conocido. Hasta los materialistas, para quienes el hombre no es sino un eslabón en el seno de la evolución del reino animal, la creen digna de una adhesión sin límites, de un infinito respeto. No es éste uno de los menores milagros obrados por Cristo. No se piense que hemos alcanzado la verdadera edad adulta de la moral personalista. Si bien más o menos implícitamente, más o menos conscientemente, el principio de la dignidad de la persona humana es actualmente reconocido por la casi totalidad de los seres humanos, la práctica está aún lejos de conformarse totalmente a este principio. Por otra parte, ¿acaso no es este escandaloso apartamiento entre el contenido de la conciencia moral de la humanidad moderna y su práctica moral lo que nos ha hecho diagnosticar esta grave crisis moral que podría convertirse en enfermedad mortal, si no se le pusiera remedio a tiempo? Al comprobar que un inmenso progreso moral ha sido realizado por la humanidad y que la humanidad moderna es especialmente consciente de la dignidad de la persona humana, no caemos en un ingenuo optimismo que nos haría creer que lo esencial ha sido logrado, que el porvenir hacia el cual marchamos está necesariamente compuesto de los mañanas que cantan. Más modestamente, opinamos que el grado

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El aumento de la tolerancia parece ser una de las principales características del progreso moral. Se desarrolla paralelamente al crecimiento psíquico. El adolescente es casi siempre absoluto en sus juicios y no puede admitir que una opinión diferente pueda estaj también dentro de la verdad. A medida que va madurando, el homore no formula juicios tan categóricos, trátese de juicios sobre lo verdadero y lo falso o de juicios sobre el bien y el mal. La tolerancia no es de ningún modo sinónimo de tibieza. La intolerancia del adolescente y del adulto que no lo es psíquicamente no es ninguna garantía del ardor y la firmeza de sus convicciones. Muy por el contrario, casi siempre por no sentirse seguros de sí mismos y de lo que creen ser la verdad y el bien es que no pueden soportar la contradicción, las convicciones y comportamientos diferentes a los suyos. Hace unos diez años conocí en Marruecos un santo eremita, discípulo del padre de Foucauld, establecido desde hacía más de un cuarto de siglo en una tribu de bereberes del monte Atlas. Lejos de intentar convertir al cristianismo a los bereberes de cuya confianza gozaba y lo tenían como un santo marabut, el padre Peyriguére se empeñaba en hacerlos mejores musulmanes. Tal actitud en un misionero católico halla comprensión y simpatía en una fracción importante de cristianos de hoy, mientras que hubiera sido totalmente inconcebible en sus hermanos del pasado, de un pasado no muy lejano. Sin embargo, puedo dar fe de que la convicción católica del padre Peyriguére no era menos ardiente que la de aquellos misioneros que aprobaban la conversión forzada de los judíos y musulmanes, por ejemplo en España. 0

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El progreso moral sigue el sentido de la interiorización, de la personalización. Ya hemos señalado que el hombre moralmente evolucionado se comporta cada vez menos de tal o cual manera porque así lo quiere el grupo social al que pertenece, sino porque así lo prescribe su conciencia. Al mismo tiempo reconoce y admite que su conciencia moral no es el fruto de una generación espontánea, sino que tiene su origen en la conciencia colectiva: esto le permite evitar los escollos del individualismo. Ya no ignoramos, en efecto,

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actual de desarrollo de la conciencia moral suministra a la humanidad el instrumento necesario para construir su porvenir. Según el uso que haga de este instrumento, podrá ir al encuentro de los mañanas que cantan, pero también de los mañanas que lloran. Estamos lejos de haber alcanzado la cumbre de la noosfera, a lo más podemos pensar que hemos llegado a uno de los recodos decisivos de su evolución. La crisis moral por que atravesamos podrá muy bien ser para las generaciones que nos sucederán una decisiva crisis de crecimiento. Esto dependerá en gran parte de nosotros mismos, pues la diferencia fundamental, cualitativa, entre la noosfera por un lado y la hilosfera y la biosfera por otro, consiste, en efecto, en que la maduración de estas últimas se ha operado mecánicamente, mientras que la maduración de la noosfera sólo puede cumplirse por medio de la acción moral, es decir, por medio de los compromisos humanos libres. Lo que permite a algunos poner en duda y hasta negar explícitamente el progreso moral, es que éste no se cumple de manera rectilínea. Como todo camino ascendente, se hace en zigzag. Los montañeses saben bien que para avanzar hacia la cumbre, hay que descender de tanto en tanto algunas palmos. Sabemos por las autobiografías de hombres y de mujeres que han alcanzado un alto grado de perfección moral (los santos) que incluso en ellos la subida no ha sido continua, que también ellos han zigzagueado. Con mayor razón serán así los progresos que realicen los humanos comunes y más aún los de la humanidad como conjunto. El progreso moral sólo es de una evidencia indiscutible, cuando se toman en consideración las grandes etapas.

VI MORAL NATURAL Y NATURALEZA DEL HOMBRE

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ESDE HACE mucho tiempo, posiblemente desde que los teólogos han bautizado no sin habilidad la filosofía de Aristóteles, los moralistas cristianos afirman que la moral enseñada en nombre de la revelación bíblica es en lo esencial la moral natural. Insisten mucho en esta calificación, pues para ellos se trata de establecer* que dicha moral cristiana no impone al hombre nada extraño a su naturaleza. Cristo, dicen, ha introducido a los hombres en el orden sobrenatural, pero ha empezado por restablecer la naturaleza humana en su primitiva dignidad, de la cual el pecado la había apartado. Por otra parte, si la moral cristiana es la moral natural, los Estados cristianos tienen el derecho y el deber de exigir su respeto y observancia también de los no cristianos. La mayoría d e los librepensadores, hasta en estos últimos tiempos, hacía suya esta idea de la moral natural. Hacían incluso un punto de honra en probar con su conducta que el hombre no necesitaba de ninguna revelación, de ninguna mística, para observaí la moral natural en su integridad. El elogio fúnebre de muchos francmasones insistía en su cualidad de "santos laicos". Muy progresivamente la moral laica comenzó a hacer una selección entre los principios y preceptos de la moral tradicional, rechazando aquellos que le parecían d e origen específicamente cristiano, conservando los que se creían pertenecientes a la moral natural. La moral cristiana no es la única que reivindica la cualidad d e moral natural. Los discípulos de Mahoma y de Confucio, hasta los de Carlos Marx y de Lenin, pretenden la misma cosa en beneficio de las morales enseñadas por sus maestros. Durante mucho tiempo la polémica entre moralistas de diferentes escuelas tuvo precisamente por objeto probar que tal o cual precepto de la moral

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adversa no era natural, en tanto que la enseñanza de la propia moral lo era por completo. Unos tendían a extender al máximo el dominio de la moral natural, mientras otros lo restringían al mínimo. Evidentemente, no es posible pronunciarse sobre la moral natural, sin esforzarse primero por definir la naturaleza del nombre. Durante largo tiempo, filósofos, teólogos y moralistas la han considerado, y aún la consideran, como un dato inmutable. Debería ser posible, al menos en teoría, establecer el inventario exacto, establecer científicamente lo que es y lo que no es natural. Normalmente, siguiendo una inclinación espontánea del espíritu, cada uno toma como modelo de la naturaleza lo que observa en sí mismo y en los que lo rodean y pertenecen a la misma raza y a la misma civilización que él. ¿No trataban de bárbaros los griegos a todos los que no eran griegos? ¿No llamaban los judíos gentiles a todos los que no profesaban la ley mosaica? ¿Y acaso hasta hace poco los cristianos, al menos los poco cultos, no seguían llamando paganos a los musulmanes, los hindúes y los adeptos a otras religiones altamente estructuradas? En tales condiciones, ¿cómo asombrarse de que muchos espíritus superiores, cuyo horizonte supera las estrechas fronteras nacionales, raciales y confesionales, sientan cada vez más la tentación de negar la existencia de una naturaleza humana y, en consecuencia, la de un derecho y una moral naturales. Simone de Beauvoir, en su Moral de la ambigüedad, haciéndose portavoz no sólo de la filosofía sartriana sino de muchas tendencias del espíritu contemporáneo, escribe: "Imposible proponer una moral al hombre, si se define a éste como naturaleza, como dato". Si en verdad sólo estuviera permitido concebir la naturaleza romo un dato, entonces nosotros también adoptaríamos el punto de vista de Simone de Beauvoir y nos esforzaríamos en elaborar una moral que sería, si no la negación de la naturaleza, al menos su superación. Grande sería, sin embargo, el riesgo de que tal moral, al hacer abstracción de la noción de naturaleza humana, perdiera todo poder normativo, todo carácter universal, que sólo fuera una simple parcela de la ciencia de las costumbres. Pero no son solamente estas consideraciones pragmáticas las que nos impiden rechazar la noción de naturaleza humana. También la observación rigurosamente objetiva, científica, nos obliga a reconocer que existen en todos los hombres ciertos rasgos específicos comunes, que permiten a los naturalistas discernir las huellas del paso del hombre, en el pasado más remoto, en cierto lugar dado. No es fácil por cierto el inventario de estos rasgos específicos. En todo caso, deberíamos renunciar a la orgullosa identificación de la naturaleza humana con nuestra propia naturaleza. Nuestra naturaleza no es sino una de

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las innumerables realizaciones posibles de la naturaleza humana y nada nos autoriza a considerarla como la realización por excelencia de ésta. Cuando los paleontólogos establecen que algunos restos exhumados por las excavaciones no pertenecen a primates sino a hombres primitivos, no quieren decir que estos últimos representan siempre un grado superior üe evolución biológica. Muy por el contrario, se sabe que algunos primates fueron biológicamente más evolucionados que tal o cual rama de nuestro» antepasados humanos. Lo que permite identificar al hombre aon ios signos inequívocos de creatividad, de invención, de rup'uit con el orden establecido por la naturaleza. Completando Jos criterios paleontológicos con los de otras ciencias antropológicas, podría quizás decirse a título provisional que la naturaleza humana se define por sus capacidades de acceso a la reflexión, al trabajo creador, a la palabra significativa y . . . a la moral. Decimos bien: por sus capacidades de acceso, pues la inteligencia reflexiva, el lenguaje, la libertad, etc., se presentan en su comienzo no como datos sino como potencialidades que piden ser actualizadas por un largo y lento proceso de maduración humana individual y colectiva. Se emprendería, sin embargo, un camino falso, si se postulara que la naturaleza humana se define únicamente por sus potencialidades primeras. Tan inaceptable como la identificación del hombre europeo del siglo xx con la naturaleza humana es la reducción de ésta a lo que los etnólogos pueden observar en nuestros hermanos menos evolucionados. La idealización russoniana del primitivo, del buen salvaje es insostenible científicamente. Para que el hombre sea verdaderamente hombre, es decir, para que viva en perfecta conformidad con su naturaleza, no es menester despojarlo de todo lo que siglos y milenios de evolución y de civilización han agregado a lo que puede observarse en los primitivos La característica más específicamente humana consiste precisamente en la imposibilidad de concebir la naturaleza del hombre como espática. O la naturaleza humana es dinámica y dialéctica, o no hay naturaleza humana. La naturaleza del hombre occidental de esta mitad del siglo xx contiene todas las potencialidades que el paleontólogo descubre en nuestros lejanos antepasados. Pero las innumerables conquistas de la civilización no son meras excrecencias extrañas a nuestia verdadera naturaleza; están inteL indas en esta naturaleza, han llegado a ser au...Ínticos elementos constitutivos. Nuestra naturaleza es, pues, muy di érente a la del hombre de Pekín (homo pekinensis) o a la del hombre del Neanderthal. Incluso en el presente, la naturaleza humana es diferente, o mejor dicho diferentemente actualizada, s"-

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gún las civili7aciones, los niveles culturales, las diferentes situaciones colectivas o individuales. Nada nos autoriza a suponer que la naturaleza humana haya alcanzado su más alto grado de actualización en los hombres moral e intelectualmente más evolucionados de nuestro tiempo. Por nuestra parte, compartimos enteramente la posición de Teilhard de Chardin, según la cual la noosfera sólo se encuentra en una primera etapa de su crecimiento. Los hombres que habitarárl nuestro planeta de aquí a cien mil años, serán, en su naturaleza, por lo menos tan diferentes de nosotros como nosotros lo somos de los del Neanderthal. Es difícil concebir los límites del crecimiento noosférico, pues no somos capaces de imaginarnos la riqueza y la complejidad de la naturaleza humana en su estado de perfección. Un hecho, sin embargo, debe tenerse por establecido: debemos buscar la naturaleza humana no tanto en el pasado como en el porvenir. Para llegar a ello, debemos esforzarnos en descubrir la línea general de la evolución humana. Al observar los grandes ciclos de la evolución en el pasado, comprobamos, en efecto, que no es anárquicamente, al azar de las circunstancias, como la naturaleza humana ha actualizado sus virtualidades. Sin duda, una intención la ha presidido, poco importa aquí que esa intención fuese inmanente o trascendente a la naturaleza. Ninguna razón valedera nos autoriza a suponer que la misma intencionalidad no continuará su obra en los siglos y los milenios que vendrán. Está en la naturaleza humana el superar, el tender a superar sin cesar su condición natural, no para liberarse por completo de la naturaleza, sino para darse inmediatamente una nueva condición natural. Esto no implica de ningún modo destruir la noción de natura'^za sino reconocer su dinámica y crecimiento dialéctico. La sol'dez de lo estático es sólo aparente. Contrariamente a los postulados de una cierta filosofía del ser, hay más ser, más realidad, en el movimiento que en el reposo. Porque evoluciona y crece, la naturaleza humana se vuelve cada vez más rica, cada vez más compleja. Existe indiscutiblemente una identidad de naturaleza entre el primitivo y el evolucionado, entre el hombre de antaño y el de hoy. Aunque sólo abarque un reducido número de puntos, sobre todo las potencialidades fundamentales que permiten distinguir la noosfera de la biosfera, esta identidad es suficiente para que podamos hablar de una humanidad una e indivisible. Pero tan importantes como su unidad son las diferencias de nivel de crecimiento de la naturaleza humana.

Al observar los grandes ciclos de la evolución pasada de la naturaleza humana, ¿qué podemos prever legítimamente de su evolución futura? Tal previsión es, en efecto, de gran importancia para la definición de nuestra moral natural. En primer término, es indiscutible que la humanidad tiende a tener conciencia cada vez más nítida de sí misma. La tentativa de cierto racionalismo del siglo xix, que aún sobrevive en ciertos medios, de negar el carácter específico de la noosfera y por ende de reducir al hombre a la animalidad, ha fracasado por completo. Los biólogos y los antropólogos más eminentes de nuestro tiempo, cualesquiera sean sus convicciones metafísicas, reconocen por cierto la continuidad entre la biosfera y la noosfera, preparada ésta por aquélla y siempre arraigada a su dominio. La conciencia cada vez más aguda de este hecho corre parejas con el despliegue progresivo de las virtualidades noosféricas. En el curso de su desarrollo, la naturaleza humana afirma cada vez más su trascendencia, su independencia en relación a los deterministas de todo orden. Nada nos permite suponer que esta libertad pueda llegar a ser un día total, pero las posibilidades de liberación son todavía infinitas. Dentro de pocas generaciones probablemente, los seres humanos dependerán mucho menos que nosotros para su subsistencia de las generosidades de la tierra y sus desplazamientos no estarán ya limitados por las fronteras de ésta. Pero es también probable que se hayan creado otras dependencias y otras fronteras. En el pasado, la creatividad humana encontraba su principal estímulo, al principio su estímulo único, en la necesidad de satisfacer las necesidades primarias de la vida. Hoy, el hombre crea en gran parte para la satisfacción de las necesidades de su espíritu. Es de prever que esto aumentará mañana y en lo sucesivo. Otro impulso constante del crecimiento humano tiende a una unidad cada vez mayor, no sólo extensivamente sino también intensivamente. Hace apenas medio siglo, muchos sociólogos que observaban este movimiento llegaron a la conclusión de una disolución total de la conciencia individual, en un porvenir quizás no muy lejano. Preconizaban la colectivización no sólo de los bienes económicos sino también de los bienes más específicamente humanos. En la futura sociedad ideal, no debía haber amor duradero entre un hombre y una mujer determinados, los niños no tendrían padres sino que serían los vastagos de la colectividad, etc. Entendían que la verdadera naturaleza humana debía buscarse no hacia adelante sino hacia atrás, y así postulaban, sobre índices científicos harto precarios, que la primitiva conciencia humana era gregaria, que la afirmación de la conciencia individual era la obra de una civilización antinatural y que se imponía un retorno al estado natural.

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El que los marxistas hayan concebido este retorno dialécticamente, con la asunción de todos los valores conquistados por la civilización individualista, no cambia mucho el error monumental de aquellos tiempos, tan cercanos a nosotros. También nosotros pensamos que el individualismo fue una enfermedad de la civilización, pero una enfermedad de crecimiento. Antes de que comenzase la fase actual de unificación humana en un grado de rapidez, de extensión y de intensidad aún nunca alcanzado, era probablemente necesario que los hombres adquirieran conciencia de su individualidad hasta el extremo y hasta el abuso. Es indiscutible que el movimiento hacia la unidad corrió entonces un gran peligro, como es indiscutible también el carácter saludable de todas las reacciones antindividualistas. Sin embargo, la superación del individualismo por la reanudación del movimiento hacia la unidad no debe ser hecha por el retorno hacia una supuesta conciencia gregaria primitiva. La conciencia humana adulta será juntamente comunista y personal, • negará juntamente la filosofía del contrato social y la de un colectivismo gregario. También aquí es Teílhard de Chardin quien ha visto mejor y más lejos. El socialismo de inspiración teilhardiana, que se proponen realizar algunos estadistas africanos, se sitúa a igual distancia de un individualismo a lo Rousseau y del comunismo a lo Marx o Lenin. No creemos equivocarnos, presumiendo que precisamente tal socialización personalista se sitúa en la línea de crecimiento de la naturaleza humana, en la medida en que tal línea puede ser descubierta en la actualidad.

respecta a la familia, al trabajo, a la propiedad, al patriotismo, al internacionalismo, etc.; ahora hasta los más fervientes admiradores del régimen soviético comprueban, con tristeza o con alegría, que las diferencias entre las morales burguesa y comunista pueden apenas discernirse en la práctica. Sucede que entre los "burgueses" como entre los comunistas impera una concepción estática de la naturaleza humana, y lógicamente la moral natural se pone al servicio de la naturaleza humana tal como se la concibe. La naturaleza humana, ya hemos visto, debe buscarse menos en el pasado que en el porvenir. En consecuencia, la tarea de la moral natural será menos la conservación del pasado que la promoción del porvenir. En este sentido, toda moral auténtica es necesariamente revolucionaria, con la condición de que la palabra revolución sea entendida dialécticamente, recalcando no el desquiciamiento y la destrucción de lo que es, sino la creación de lo que debe ser. Desde el momento que una moral se vuelve conservadora, es decir, estática, cesa de ser natural. Contrariamente a las esperanzas puestas en ella, se vuelve ineficaz, incapaz incluso de preservar de la decadencia y de la destrucción lo que hay de auténticamente natural en los valores morales del pasado. Tampoco está en condiciones de promover los valores naturales de la humanidad de mañana.

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Algunos entre los grandes principios de la moral natural son efectivamente inmutables, podría decirse eternos: generosidad, justicia, respeto de los padres y de los ancianos, honestidad, sinceridad, pureza y otros más. Pero el análisis de estos grandes principios no es suficiente para definir la moral natural, así como el análisis de las potencialidades fundamentales del hombre no basta para la definición de la naturaleza humana. Alguna tribu "primitiva" considera como el máximo respeto a los padres el comerse sus despojos mortales, mientras que para nosotros es el summum de la inmoralidad. No creemos equivocarnos pensando que nuestra manera de honrar a los padres es más conforme a la moral natural que la de los antropófagos, por el simple motivo que tenemos el derecho de suponer que las virtualidades de la naturaleza humana se hallan más plenamente realizadas en nosotros que en aquella tribu de Nueva Guinea, por ejemplo. La República Francesa proclama en los frentes de todos sus edificios, junto con la fraternidad y la libertad, la igualdad de todos los ciudadanos. No dudamos que se trate de uno de los grandes principios de la moral natural. Pero, ¿qué género de igualdad con-

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El extenso análisis de la naturaleza humana que acabamos de hacer no nos ha alejado del tema del presente capítulo. La moral natural debe ser una moral conforme a la naturaleza del hombre. Si nuestra concepción de inspiración teilhardiana de esta última es exacta, entonces la moral natural no podría en ningún caso tener por tarea la conservación de un orden de valores sociales e individuales ya establecido. La moral corriente, llámese cristiana o laica, es profundamente conservadora. No creo que haya que acusar de este estado de cosas a la hipocresía de los interesados en que nada cambie. ¿No es significativo que la moral marxista, que pretendía reemplazar a las morales burguesas conservadoras, haya llegado a ser igualmente conservadora, no bien sus adeptos se habían instalado sólidamente en los puestos de mando de una parte importante de la tierra? Mientras hacia 1925 la moral profesada en la Rusia soviética estaba en las antípodas de la moral burguesa en lo que

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creta nos obliga ésta a promover? ¿Basta con que todos sean iguales ante la ley? ¿Debe entenderse por ella que todos deben tener en un principio las mismas posibilidades para realizarse en la vida? ¿Habrá que ir más lejos y proclamar, con los socialistas utópicos de otrora, que únicamente la igualdad absoluta en la posesión de los bienes y en la manera de vivir, es conforme a la moral? ¿Debe esperarse, con Lenin, que en la futura sociedad comunista todos los hombres serán iguales en genio, en belleza y en fuerza? ¿No es evidente que estas preguntas no admiten respuestas uniformes? El género de igualdad que hoy estimamos conforme a la naturaleza parecía inmoral hace unos siglos, bien puede ser que por el momento no seamos capaces de imaginar la forma de igualdad que será conforme a la naturaleza del hombre de aquí a algunos siglos. Lo mismo pasa con la libertad que con todos los otros valores morales eternos.

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En el plano de las ideas claras preferidas por la razón razonante, no ignoro que nuestra concepción de la moral natural parece menos satisfactoria que la concepción estática clásica. Llegar a establecer que únicamente la propiedad privada —o la propiedad colectiva—, que únicamente la monarquía o la democracia, que únicamente el matrimonio monogámico o únicamente el amor libre son conformes a la moral natural, sería una simplificación quizás cómoda, pero falsa de la existencia humana. La mayoría de los problemas más espinosos tendrían su solución y se trataría simplemente de hacérsela conocer al individuo y si era menester, imponérsela por la fuerza. La diferencia entre la moral y la ley se desvanecería, pues entonces la moral llegaría a ser la ley interiorizada. El progreso moral de la individuos y de los grupos sociales se mediría según su mayor o menor conformidad con una ley moral, la cual se consideraría inmutable en todos sus detalles. Los partidarios, todavía numerosos, de esta concepción de la moral natural, se escandalizan, no bien alguien se atreve a hablar no sólo del progreso moral sino también del progreso de la moral. Por desgracia, las ideas claras, en esto como en otras cosas, resultan ser ideas pobres y simplistas, a las que escapa la compleja realidad. Bien sé que admitir el carácter evolutivo de la moral natural obliga a los moralistas a rehacer periódicamente el inventario de la naturaleza humana, y q u e por eso se imponen revisiones más o menos importantes de la moral natural. ¿Quién puede negar que esto comporta riesgos? Algunos sujetos poco evolucionados se dirán sin duda que ya que el bien y el mal de hoy no son el bien y el

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mal de ayer, y los de mañana diferirán por cierto de los de hoy, la obligación moral no tiene fundamento en la naturaleza de las cosas y que cada uno puede constituirse su propia moral. Pero, ¿acaso existe un dominio de la naturaleza humana de cierto nivel de autenticidad, de donde estaría excluido todo riesgo de error, de falsa interpretación? Negarse a reconocer el carácter evolutivo de la naturaleza humana y de la moral natural haría quizás imposibles las excusas de ciertos sujetos de mala fe, deseosos de justificar ante sí mismos y ante los demás su insumisión a la obligación moral, pero los hechos están allí para atestiguar que la inmutabilidad de los principios no promueve para nada la moralidad. La moral no es una ciencia especulativa, cuyo fin es el conocimiento de las esencias eternas. Es una disciplina práctica cuya misión es regular la conducta de los hombres hic et nunc. Compréndasenos bien: al rechazar la noción de una naturaleza humana estática e inmutable, que sería una especie de encarnación de la idea eterna platónica del hombre, no caemos en la tentación de la escuela sociologista, que identifica moral y ciencia de las costumbres. La ciencia de las costumbres cuya utilidad —digámoslo una vez más— no discutimos, incluso para el moralista, no hace sino inventariar el estado de las costumbres en una sociedad dada en determinada época. La moral que aspirara a fundarse sobre esta ciencia aprobaría el comportamiento conforme a estas costumbres y desaprobaría las trasgresiones. Así los especialistas de la ciencia de las costumbres, al comprobar que en la Francia de hoy el adulterio del hombre ha entrado en las costumbres, lo declararían moral, mientras el adulterio de la mujer, aún reprobado por las costumbres, sería inmoral. Asimismo,' el fraude fiscal y otras formas de robo en perjuicio del bien público son por lo menos toleradas por las costumbres francesas, mientras las costumbres inglesas las reprueban severamente. La moral, al menos en ese punto, no sería la misma de éste y del otro lado de la Mancha. Mucho peor: toda reacción contra las costumbres reinantes resultaría, en buena lógica, inmoral. Para que evolucione la moral, sería menester que cambien primero las costumbres. En realidad, una moral fundada sobre la ciencia de las costumbres no merecería el nombre de moral. Toda moral es por definición normativa. Tiene además por misión, según hemos dicho, no la conservación de un estado dado de las costumbres o de la naturaleza humana, sino su promoción. Son morales las costumbres que se inscriben en la curva de crecimiento de la naturaleza humana, y estas costumbres deben ser protegidas y estimuladas por la moral. Otras costumbres, por arraigadas y generalizadas que estén, son evidentemente contrarias a la naturaleza de la noosfera: la moral

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natural en consecuencia las reprueba y combate. Y existe por cierto un tercer grupo de costumbres que pueden considerarse como moralmente indiferentes, que no obstaculizan la expansión de la noosfera, pero tampoco la favorecen. Sólo la concepción dinámica de la naturaleza humana es capaz de comprender y de favorecer la acción reformadora —o incluso revolucionaria— de los que se atreven a luchar contra el orden moral establecido y se hacen fundadores de una moral nueva. Nada decimos aquí de Confucio y de Sócrates, de Francisco de Asís y de Mahatma Gandhi. Tomemos como ejemplo el caso de aquel que ha traído al mundo la más profunda revolución moral: Jesucristo. Los que se niegan a comprender el carácter dinámico de la moral natural, dicen que Jesús ha restablecido la moral natural en su primigenia dignidad. Esto es absolutamente falso desde el punto de vista histórico. Nunca, en ningún momento de su historia, los hombres habían vivido según las enseñanzas de la moral de las Bienaventuranzas. La moral de Cristo no es, pues, el restablecimiento de una moral antigua, corrompida por el pecado, sino en verdad una moral nueva. Esto no le impide sin embargo ser una moral natural. Lo es por un rasgo todavía más eminente, pues más que otra moral ha contribuido a hacer ascender a la naturaleza humana un nuevo tramo en su crecimiento.

VII UNIVERSALIDAD DE LA LEY MORAL

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A LEY MORAL se presenta a cada uno de nosotros como una obligación de hacer el bien y evitar el mal. Su particularidad consiste en que la obligación no nos es impuesta desde el exterior por la autoridad social, sino desde el interior de nuestra propia conciencia. Mientras no sea ella la que guía nuestro comportamiento, mientras hagamos el bien y evitemos el mal porque estamos obligados a ello por la autoridad exterior, somos a-morales en el sentido propio del término. Para que los imperativos de la ley moral parezcan a todos categóricos, es decir, incondicionalmente obligatorios, es menester que los hombres estén convencidos de la universalidad de la ley moral. Esto es fácil en el seno de las sociedades cerradas, donde se sobreentiende que nuestra propia concepción del bien y del mal es la única valedera. El hombre civilizado de hoy no está en condiciones de contentarse con esta visión simple y simplista. Está ciertamente convencido de la necesidad de una obligación moral universal, pero no bien se trata de saber en qué consisten concretamente el bien y el mal, y sobre qué debe ejercerse la obligación moral, su confusión se hace inevitable. Descartes, en esto fiel a la filosofía medieval, piensa que es suficiente juzgar bien para obrar bien. El bien y el mal serían, pues, realidades objetivas que habría que reconocer. Llevando esta idea a sus consecuencias extremas, se llegaría a aprobar la vieja tesis platónica, según la cual sólo se peca por ignorancia y ésta es la única causa del mal. Es cierto que los racionalistas cristianos admiten la perversidad de la voluntad y le atribuyen una buena parte d e las incapacidades de la razón para discernir el bien y el mal. El siglo xix y los primeros decenios del xx, bajo la influencia en este punto convergente de Rousseau y de Kant, han terminado con el antiguo objetivismo cartesiano. No es en las cosas exteriores

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donde habría que procurar reconocer el bien y el mal, y por consiguiente la obligación moral, sino en el corazón de cada uno. Para que triunfe la moral, la mirada interior de cada uno debe hacerse sincera y pura. Hay que cultivar menos la razón y más la introspección subjetiva. Pensamos también que en la conciencia de los hombres se encuentra inscrita la ley moral, el criterio del bien y del mal. Pero contrariamente al subjetivismo de inspiración russoniana y kantiana, la conciencia que nos dicta nuestro comportamiento no se nos presenta rigurosamente individual ni absolutamente infalible. La conciencia individual se halla, y debe hallarse, en comunicación íntima con la conciencia social, tanto más que el bien y el mal morales son más realidades sociales que individuales. Y también la ley moral es tanto social como individual. Declaramos falsa la tesis, sostenida no hace mucho por varios filósofos y moralistas, según la cual bastaría con que cada individuo procure su propio bien. La esperanza de que el bien común se vería simultáneamente promovido por vía indirecta, es falaz. La sociedad no es una yuxtaposición de egoísmos individuales, sino una comunidad cuyos miembros son partes integrantes. De ello se sigue que la obligación moral es inseparablemente individual y colectiva, que debemos procurar el bien común y el bien personal con un mismo impulso moral. Es evidente que en el pasado la necesaria universalidad de la ley moral era sólo ilusoria. El grupo social con el cual debía el individuo identificarse y para el cual quería o debía querer el bien era tan restringido que no podría hablarse de universalidad. El subjetivismo moderno, que es negación de una ley moral verdaderamente universal, es la consecuencia directa de haber tomado los hombres modernos conciencia empírica de la infinita diversidad de obligaciones morales en las sociedades de antaño e incluso en las actuales. Sin embargo, tal como lo hemos dicho y repetido, la ley moral perdería mucho de su eficacia si cesara de ser considerada como universal. No se trata evidentemente de recurrir a artificios dialécticos para establecer esta universalidad, ella se halla incluida en la naturaleza de las cosas. Para comprenderlos, basta recordar lo que nuestros análisis han establecido en uno de los capítulos precedentes, a saber, que no en el pasado sino en el porvenir hay que buscar la imagen de la verdadera naturaleza humana, y por lo tanto de la auténtica moral natural. Los hombres evolucionados d e nuestro tiempo se saben, sienten y quieren miembros ya no de u n clan o de una tribu, sino de sociedades infinitamente más vastas. En el hombre de la masa reina ya la conciencia nacional, ya la conciencia de clase. Sin embargo, son

cada vez más numerosos los que han trascendido estas limitaciones y para quienes la única comunidad auténtica es la humanidad en su totalidad. En estos hombres la ley moral es verdaderamente universal, no sólo en el sentido de que el bien al que tienden y el mal que combaten son por ellos concebidos como el bien y el mal de todos los hombres, sino también porque conciben la obligación moral de la misma manera, independientemente de su raza y de su patria, incluso independientemente de su religión. Hay en los escritos de un Teilhard de Chardin, pero también en los de un lord Russell, de un Einstein, de un Bergson y otros eminentes representantes de la humanidad moderna, páginas magníficas que atestiguan la universalidad de su conciencia moral. No hay ningún motivo valedero para creer que admitir el carácter evolutivo de la naturaleza humana y de la moral pueda acarrear la abolición de la conciencia de la universalidad de la ley moral. Muy por el contrario, todo nos permite esperar que lo que hoy es sólo el caso de una élite será mañana, o pasado mañana, el bien de la inmensa mayoría de los seres humanos. Los medios de comunicación cada vez más rápidos, las uniones económicas y poMticas cada vez más vastas, la cosmopolitización de la cultura por el cine, la radio y la literatura, son instrumentos al servicio de una adquisición de conciencia auténticamente universal. En nombre de la universalidad de la ley moral, los conquistadores y colonizadores de no hace mucho pretendían imponer a los pueblos sometidos sus propias concepciones en materia de matrimonio, de propiedad, de trabajo, etc. Resultó de ello un grave ataque a los derechos humanos fundamentales y a veces hasta la destrucción de valores morales muy preciados. La naturaleza humana de los peruanos, de los chinos, de los congoleses se hallaba concretizada en forma muy diferente a la de los españoles, ingleses y franceses. En nuestros días, como tendremos ocasión de comprobarlo más de cerca en la segunda parte de este ensayo, ya es posible la elaboración de una moral casi universal. Así por ejemplo, casi todos los pueblos, al menos en sus élites, han adquirido conciencia de la dignidad de la persona humana como tal y, por eso, su conciencia moral ya no tolera la esclavitud ni el matrimonio por rapto o por compra. Asimismo en materia de propiedad, la vieja querella entre partidarios de la propiedad privada y partidarios de la propiedad colectiva está a punto de convertirse en anacrónica. Hasta en los Estados que hacen explícita profesión de la mística de la libre empresa, los derechos de los demás y de la colectividad como tal son reconocidos. El propio papa Juan XXIII ha preconizado, en un docuhace mucho sólo era defendida en los medios cristianos por los mentó oficial, la socialización de las riquezas, tesis que hasta no

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"progresistas", a quienes la masa de sus correligionarios tildaba de herejes. Para que la universalidad de la ley moral se imponga a todos, sólo podría uno fiarse en el juego de los mecanismos del proceso de evolución. Dentro de la noosfera nunca actúan los mecanismos con infalibilidad. Los hombres, sobre todo esta vanguardia de la humanidad que se llama las élites, deben tener por fin coi sciente la superación de los límites e invitar a las masas a comprometer su libertad al servicio de esta misma superación. No lamentemos "aquellos buenos tiempos" cuando se vivía en la creencia ilusoria de la universidad dada de la ley moral, sino asumamos con entusiasmo la misión de realizarla nosotros mismos.

VIII LAS DOS MORALES

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NSPIBÁNDOSE probablemente en san Pablo cuando habla de los esclavos que viven bajo la ley y de los niños que son libres, Federico Nietzsche ha fabricado su célebre, demasiado célebre, teoría de las dos morales,'la de los esclavos y la de los señores, teoría muy diferente por cierto a la que quería expresar el apóstol. Los esclavos, es decir, la gran masa de los seres humanos, deben, según el filósofo alemán, observar rigurosamente las prescripciones de la moral corriente y la sociedad tiene derecho de imponérsela, si es necesario por la fuerza corporal. A los señores, a los superhombres, no los obliga ninguna ley moral objetiva. Todo lo que éstos hacen es bueno por definición, todo lo que rechazan sólo puede ser malo. Algunos discípulos de Nietzsche han ido muy lejos en la aplicación práctica de sus principios. Para los nazis, no sólo los individuos se distribuían entre esclavos y señores sino también los pueblos. El pueblo de los señores, es decir, el pueblo alemán, se comportaba moralmente al exterminar a los judíos y polacos, al imponer su yugo a muchos otros pueblos. El deber incondicional de los pueblos esclavos era someterse a la ley que le imponían los señores. A pesar de la terrible lección que la historia ha sacado de la aventura nazi, todavía cuenta con partidarios la teoría nietzscheana de las dos morales. Por supuesto, sus sostenedores se consideran pertenecientes a la raza de los señores y creen poder situarse por encima de la ley moral. A menudo son ellos los únicos que reconocen su preexcelencia sobre el común de los esclavos, a quienes desprecian y sobre quienes creen poder ejercer su voluntad de poder. « o

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Muchísimo más legítima es la distinción bergsoniana entre la

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moral cerrada y la moral abierta. También el psicoanalista Charles Odier habla de las dos fuentes de la vida moral, la primera inconsciente y la segunda consciente. Hay algo de cierto en la teoría de Odier, pero, pese a la semejanza de los términos, dista mucho de ser idéntica a la doctrina de Bergson. Para el filósofo, en efecto, la moral cerrada no procede únicamente del inconsciente, está lejos de ser el producto exclusivo de lo que Freud llama el superyó. Bergson no parece conocer esta instancia, tan cara a los psicoanalistas. En todo caso, las fuentes de la moral cerrada son tan conscientes como inconscientes, pues su noción abarca aproximadamente lo que los autores cristianos llaman moral del temor. Algunas de sus interdicciones o de sus imperativos tienen su fuente en los antiguos tabús, soterrados en lo más profundo del inconsciente; otros son el resultado de las sujeciones que la familia, el Estado o la Iglesia hacen pesar sobre los individuos, bajo amenaza de castigos o promesas de recompensas. Están siempre obligados —desde el interior o desde el exterior, poco importa— los que se someten a las obligaciones de la moral cerrada. Evidentemente, esta moral no está en condiciones de promover la existencia personal o colectiva, no crea valores, pero dista mucho de ser condenable. No sólo la casi totalidad de los miembros de las sociedades poco evolucionadas sino incluso muchos miembros de nuestras sociedades muy evolucionadas están en condiciones de comportarse moralmente si no son obligados a ello. Si la moral cerrada no lograra dictarles de alguna manera, aunque fuese desde el interior, la conducta que deben adoptar para impedirles dañar a sí mismos y a los demás, habría que encadenarlos o guardarlos bajo perpetua vigilancia. Pero sólo objetivamente puede considerarse su conducta como moral, pues subjetivamente en la etapa de la moral cerrada la libertad apenas se compromete, y ya hemos comprobado más arriba que sólo el acto libre merece considerarse moral en el sentido propio del término. La moral superior, la única moral auténtica, es la moral abierta. El sujeto que ha llegado a ella hace el bien y evita el mal no porque está obligado, ni por esperanza de recompensa o temor de castigo; actúa por pura generosidad o, si se prefiere el término cristiano y a condición de entenderlo bien, por caridad. "Ama y haz lo que quieras", decía san Agustín. Pero es propio del amor verdadero querer sólo el bien. El adepto de la moral de amor se comporta en cierto sentido semejantemente al adepto de la moral de los señores sostenida por Nietzsche, pues tanto uno como el otro quieren el bien. Pero el amor-generosidad y la voluntad de poder que sirven a estas dos morales respectivamente de fuerza motriz, son fundamentalmente heterogéneos. El "señor" nietzscheano piensa

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en sí, en la exaltación de su voluntad de poder. La moral del amor tiende hacia los demás, hacia un ideal trascendente. Para esta última, la objetividad de la ley moral no está de ningún modo abolida, sino hasta tal punto interiorizada que lo objetivo y lo subjetivo coinciden perfectamente. Desde el punto de vista psicológico puede decirse que en la moral abierta no hay obligación, en el sentido preciso del término. Un gran sabio de nuestro tiempo, ferviente cristiano que consagraba toda su vida y todas sus fuerzas al servicio altruista de sus hermanos humanos, se mostró profundamente sorprendido cuando un sacerdote le dijo que en el cielo sería recompensado por el bien que hacía en la tierra. Jamás había pensado en ello. Por otra parte, entre las élites no cristianas, está muy difundida la opinión de que la moral abierta, tal como la describe Bergson, no es accesible a los cristanos, pues éstos actuarían siempre con la esperanza de una recompensa de ultratumba. Sólo el incrédulo podría ser verdaderamente generoso, pues para él no hay esperanza de recompensa. Teilhard de Chardin y muchos otros cristianos profundamente comprometidos en los más generosos combates de la humanidad, rechazan categóricamente la idea de semejante trato entre el creyente y su Dios, según el cual el primero sólo se entregaría por completo a su tarea de hombre porque el Otro le habría prometido la recompensa eterna. La esperanza de tal recompensa desempeña un gran papel en la moral cerrada, pues es innegable que la mayoría de los cristianos está lejos de haber llegado a la moral abierta. Sin embargo, los que han llegado, y son más numerosos entre los cristianos de este tiempo de lo que se cree, no piensan casi nunca en la recompensa. Creen y esperan evidentemente en la vida eterna, pero la esperan no como una recompensa de sus méritos, sino de la pura y gratuita generosidad de Dios. Y también actúan por pura y altruista generosidad. 6

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Bergson ha visto con claridad. Existen, efectivamente, dos morales que, en su esencia, son cualitativamente heterogéneas. Sin embargo, desde el punto de vista del sujeto moral, el abismo que separa las dos es mucho menos infranqueable que lo que permiten suponer las descripciones de la moral abierta que hace el filósofo. Sólo los santos de las diferentes religiones viven tal vez la moral abierta en toda su plenitud. Esto no quiere decir sin embargo que todos los demás queden aprisionados en la moral cerrada, que tiene su origen en el superyó, los tabús, las convenciones sociales, la esperanza de recompensas y el temor a los castigos de ultratumba.

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Contemplando las cosas más de cerca, compruébase que hay algo de generoso y de altruista hasta en el comportamiento del hombre más primitivo, más palurdo. Por lo habitual, la moral cerrada guía sus actos, sin embargo, de tiempo en tiempo surge en ellos un resplandor de generosidad. Poco a poco, a medida que nos integramos en la noosfera, este resplandor se convierte en una llama, una llama que crecerá hasta el infinito. Y, por otra parte, el psicólogo profundo descubre vestigios de la moral cerrada hasta en la psiquis de casi todos aquellos de quienes admiramos la autenticidad moral en la más pura generosidad. De esto se sigue que la moral abierta no es tanto algo otorgado sino una conquista nunca concluida. En el fondo, es evolutiva, sometida a las mismas leyes de crecimiento y de maduración que el hombre, que toda la humanidad. Recuerdo el asombro del capellán, del abogado y de los carceleros de un muchacho condenado a muerte por un crimen horroroso. Se había comportado con sus compañeros de cárcel y con todos los que se acercaron a él con una generosidad tal que conquistaba unánime simpatía, al punto que todos encontraban intolerable que se ejecutara a un hombre tan excepcionalmente generoso. Por supuesto, no excluímos la posibilidad de una auténtica conversión en el condenado. Pero no es, psicológicamente, inverosímil que la generosidad haya coexistido en él con tendencias perversas, las cuales sólo habrían podido ser dominadas por las fuertes sujeciones de la moral cerrada, sujeciones que le habían faltado. Sólo el hombre psíquicamente adulto es capaz de una vida moral auténticamente abierta. Sólo él es capaz de enfrentar victoriosamente a la puja anárquica de sus instintos, a las solicitaciones del medio y del mundo que lo rodean. Mientras la moral cerrada es legalista y aplica reglas automáticas a situaciones hechas, la moral abierta es invención y creación, un perpetuo poner en tela de juicio lo adquirido. o o



La moral abierta, importa insistir en este punto, no es el privilegio sólo de los santos y ascetas. Muchos son sin duda los incrédulos cuya madurez psíquica es suficiente para permitirles vivir según las leyes no escritas de la moral abierta. Por otra parte, aunque la moral evangélica sea, a nuestro parecer, la moral abierta por excelencia, la gran mayoría de los cristianos permanece aún sujeta a la moral cerrada. Parece, a menos que sus biógrafos no los hayan comprendido mal, que incluso muchos santos no han llegado a desprenderse del legalismo de la moral cerrada, que el temor a

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trasgredir la letra de la ley ha sido en algunos de ellos por lo menos tan fuerte como la generosidad. La moral cerrada exige, en efecto, el respecto a la letra de las prescripciones de la ley, esté ella escrita o no: ¡la ley es la ley! Se comprende que tal moral convenga en verdad a todos los que no son psíquicamente adultos, sean "primitivos", adolescentes o neuróticos. Como no están en condiciones de asumir la plena responsabilidad de sus actos, quedan en paz con su conciencia al obedecerla letra de la ley. La moral abierta, proceda de la caridad o de la generosidad, no pide necesariamente más que la moral cerrada, pero lo pide de otra manera. En efecto, no exige la sumisión sino el compromiso de la libertad. Su adepto puede, en ciertas circunstancias, infligir deliberadamente la letra de la ley moral, cuando está convencido de que si la respeta traicionaría el espíritu de la ley. Por conmovedor que nos parezca Sócrates al preferir la obediencia a las leyes de la patria a la libertad y a la vida, nuestra admiración por el Sabio no disminuiría si hubiese aprovechado la ocasión que le fue ofrecida de evadirse de la prisión. Hubiese así desobedecido la letra del deber moral de respetar las leyes de la patria, pero no su espíritu, puesto que los detentadores del poder traicionaban a este último. En el curso de la segunda Guerra Mundial, se mostró con particular evidencia de qué horribles crímenes pueden hacerse culpables los hombres incapaces de asumir las exigencias de la moral del amor. Es probable que los ejecutores de los crímenes de Oradour, de Auschwitz, de Katyn . . . no se hayan planteado preguntas sobre su responsabilidad personal. Su madurez psíquica no era suficiente para esto. Sujetos a la moral cerrada, su conciencia estaba en paz, porque obedecían. No podría dudarse de la sinceridad de todos estos torturadores y verdugos que, después de la guerra, ante los tribunales que les pedían cuenta de sus crímenes, se mostraban profundamente asombrados. Se pretendía juzgarlos en nombre de una moral, la moral de libertad y de generosidad, que no era su moral. Lo mismo sucedió con aquel soldado de la Legión Extranjera a quien los tribunales franceses condenaron a muerte por haber asesinado a un abogado conocido simpatizante del F . L. N. Sus superiores le habían ordenado el asesinato y su conciencia deformada lo hubiese condenado si les desobedecía. Estamos ante uno de los componentes esenciales de la presente crisis moral. El grado de evolución alcanzado por la civilización moderna ya no es conciliable con la moral cerrada. Muchos son, empero, los individuos y las colectividades cuya madurez psíquica está lejos de ser suficiente para asumir su libertad, para amar a la humanidad una e indivisible. Todavía no son capaces de amar

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una patria sino contra otras patrias, y muy gustosamente entregan el ejercicio de su libertad y de su responsabilidad a cualquier hombre providencial. Tenemos el derecho de esperar que el ritmo acelerado de crecimiento de la noosfera permitirá a un número cada vez más considerable de hombres acceder a la madurez que es indispensable pai£¿ la práctica de la moral de amor. Sin embargo, es probable que durante mucho tiempo la moral cerrada, moral de miedo y de sujeción, sea necesaria para la gran masa. No podrá instaurarse mañana esta bella anarquía con que soñaban en el siglo pasado muchos ' corazones generosos. Por otra parte, no deja de ser sintomático que la palabra anarquía evoque para la mayoría la idea de desorden y de arbitrariedad, de atentados con bombas y de hold-up, mientras que en la palabra y la pluma de aquellos optimistas teóricos del anarquismo, la inutilidad de todo gobierno y de toda sujeción policial o moral parecían ser un resultado del acceso rápido de todos los hombres a la moral de amor.

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Por imperfecta e inauténtica que nos parezca la moral cerrada, sería un grave error de • consecuencias para los individuos y para la sociedad, el querer aboliría prematuramente. Las críticas que en este punto se hacen al psicoanálisis están lejos de carecer de justificación. Identificando abusivamente esa moral social, que Bergson llama cerrada, con el famoso superyó que ejerce una tiranía sobre el inconsciente, algunos freudianos consideran que la primera tarea del psicoanálisis es liberar al sujeto de todas las sujeciones morales. Suponiendo incluso que la acción del superyó. sea tan nefasta como ellos dicen, me parece indispensable mientras el sujeto no es apto para adherirse a la moral de amor y de libertad. Vale más, no sólo para la sociedad sino también para el propio individuo, dejarse guiar por la moral cerrada que por ninguna. La gran superioridad de esta otra psicología de las profundidades, la psicosíntesis, procede precisamente de que ella no se contenta con liberar al sujeto de sujeciones inconscientes, sino se propone llevarlo a la promoción de su ser espiritual. Cuando un sujeto esté en condiciones de vivir la moral abierta de amor, la moral cerrada de temor de"jará de ejercer sobre él sus sujeciones. Los Custodios autorizados de la moral y del orden moral ven equivocadamente en la teoría de las dos morales un peligro para la moral y nada más. Más bien el desconocimiento de este hecho presenta un peligro y puede provocar incluso catástrofes. Predicar

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la moral de amor propia de hombres libres y adultos a niños o, lo que es lo mismo, a los adultos por su edad, pero no por su madurez afectiva, lejos de promoverlos a un nivel superior de la existencia, corre el riesgo de llevarlos al desánimo o al amoralisrno total. Parafraseando a san Pablo diremos que el alimento sólido de los adultos no conviene a los párvulos. Pero igualmente nefasta resulta la pretensión de alimentar con biberón a los adultos, con el pretexto de que tal sistema alimenticio es excelente para los niños. Personas bien intencionadas suelen decirnos: "No discutimos la legitimidad, hasta la necesidad, de una moral abierta para los adultos. Pero, ¿no piensa en el mal que sus teorías pueden hacer a los pequeños y a los simples?" Se admite que se hable de la doble moral en privado,, entre iniciados o evolucionados, mas ¡por favor, renuncíese a exponerla en libros y artículos accesibles a todos! No discutimos la eventualidad de tal peligro. Pero tan grande o más nos parece el peligro que corren los hombres y las mujeres que han llegado a ser psíquicamente adultos a los que no se propone una moral adaptada a su nivel y a sus exigencias. Para los cristianos en particular ¿no es angustioso que toda Tina fracción importante de las élites intelectuales de nuestro tiempo no tenga a su disposición ninguna moral que pueda guiarlas en sus investigaciones científicas y en sus construcciones sociológicas? Así, por ejemplo, es un hecho que problemas tan importantes para el porvenir de la humanidad como los de la guerra y la paz se debaten actualmente entre los hombres de Estado, sin tener en cuenta casi ninguna consideración de orden moral. ¿No se deberá esto, al menos en parte, a todos esos moralistas que se han cuidado muy bien de •afrontar problemas de este nivel? Todo tratado de moral religiosa o laica contiene evidentemente su capítulo sobre la guerra y la paz, pero las consideraciones y las conclusiones que allí se encuentran no tienen relación alguna con la situación real de la humanidad actual. Nunca, de todos modos, se trata allí el problema en la perspectiva de una moral auténticamente abierta, la única en condiciones de proponer una solución adecuada. O, para tomar otro ejemplo, más individual, una moral sexual fundada sobre prohibiciones puede, en efecto, ser de gran utilidad al hombre cuya vida afectiva es poco evolucionada. Al pretender imponerla también al afectivamente adulto, sus efectos serían negativos. A- éste sólo puede satisfacerlo una moral sexual fundada en el amor.

IX

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s SABIDA la hosca hostilidad de Sigmund Freud y de muchos de sus discípulos con respecto a la moral, particularmente a la moral cristiana. No es que ellos estimen dañosa o superflua toda regla de conducta humana, toda distinción práctica entre el bien y el mal. Pero no está allí, según ellos, lo que es propio de la moral; ésta estaría intrínsecamente ligada a la idea de pecado y tal idea les resulta de todos puntos nefasta. No sólo la moral del pecado sería la principal causa de la neurosis, sino sobre todo se opondría a lo que es esencial de la existencia humana, la búsqueda de la felicidad. Hace algunos años, el freudiano francés Hesnard consagró dos importantes obras a la crítica de la moral del pecado, la cual pensaba reemplazar con una ética sin pecado 1 . ¿Qué idea tienen los freudianos del pecado? Lo que lo caracterizaría no sería el ser un mal sino el ser un mal interior al individuo. Freud ha propuesto una "explicación" del nacimiento del pecado que es una acomodación psicoanalítica de la vieja leyenda griega de Edipo y de la tradición judeocristiana sobre el pecado original. Según el relato bíblico y la doctrina teológica, este último consistiría en la ruptura del primitivo estado de inocencia por el remoto antepasado común de los hombres que habría desobedecido a Dios comiendo el fruto del árbol del bien y del mal. De allí la inclinación hacia el mal en el corazón de todos los humanos, de allí sobre todo el sentimiento de culpabilidad más o menos difuso que experimentan todos los hombres, aunque no tengan conciencia de ninguna culpa moral personal. El hombre se hallaría así instalado en un estado de pecado que la redención de Cristo permite vencer, sin abolirlo por completo. Para Freud el relato bíblico sólo sería una leyenda, una leyenda que explica torpemente ese sentimiento torturante de culpa 1

L'univers morbide de la Faute y Moral sans peché.

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que malogra la alegría de vivir de los seres humanos. La leyenda de Edipo le parece que trasmite mejor los hechos reales, hechos que el fundador del psicoanálisis inventa íntegramente. En un pasado muy remoto, los hombres habrían vivido en forma gregaria, sin que ninguno de ellos tuviera conciencia de su individualidad. Un día un macho joven mata al compañero oficial de la hembra que desea poseer. Este macho era su propio padre, esta hembra su propia madre. A continuación del parricidio y del incesto, este hombre elemental adquiere conciencia de su individualidad y, normalmente, esta primera conciencia es una aprehensión de sí como culpable. Por vía de una milagrosa herencia, que Freud no explica, todos los hombres serían después parricidas e incestuosos virtuales. Aunque nunca lleguen a serlo realmente, los roería la mala conciencia del pecado. Para liberarse de ello, se rodearían de toda clase de tabús y de prohibiciones, en suma, se darían esta moral que prohibe el placer, ya que todo placer resultaría ser un disfraz más o menos claro del pecado edípico. En una obra nuestra 2 , hemos analizado más a fondo la leyenda freudiana del crimen edípico, señalando que su principal debilidad es carecer de fundamento histórico, de ser fruto gratuito de la imaginación del doctor Freud. Sea como sea, este último considera la prohibición del incesto por la moral como "la más sangrienta mutilación impuesta en el curso de los tiempos a la vida amorosa del ser humano" 3 . Y como para él toda la moral surge del complejo de Edipo, condena la moral del pecado como tal y señala como tarea al psicoanálisis su abolición.

e

o

El doctor Hesnard gusta menos que su maestro de las leyendas y las fabulaciones. No por eso es menos categórico en su condena de la moral del pecado. Si se define el pecado como una culpa puramente interior, una moral tendiente a evitar el pecado repliega al hombre sobre sí y sus miradas se vuelven hacia el mismo. La pureza de los pensamientos resulta, según esta perspectiva, mucho más importante que la pureza de los actos. De esto se sigue la ineficacia social del hombre moral, al mismo tiempo que su predisposición a la neurosis. Más aún, para liberarse del sentimiento de culpa sin objeto preciso, el sujeto recurre a veces a actos objetivamente culpables. En efecto, buena parte de los crímenes sexuales son 2 3

Psicoanálisis del amor, Ediciones Carlos Lohlé. Malaise dans la Civilisation, p. 730.

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cometidos por reprimidos sexuales, así como muchos asesinatos son obra de tímidos que, por lo general a causa de una educación demasiado afeminada, han reprimido su agresividad. Hesnard propone sustituir la nefasta moral del pecado por una ética animada exclusivamente por la idea altruista. El hombre debería hacer el bien no para escapar a la conciencia torturante de la culpa, sino porque ama a los demás y quiere el mayor bien para ellos. Extrae su ejemplo más destacado de la moral sexual y así la moral sin pecado de Hesnard considera los actos sexuales únicamente bajo el ángulo de sus consecuencias sociales. Todo lo que atañe a la sexualidad individual debe ser considerado como perteneciente no ya a la moral sino únicamente a la higiene 4 . o O

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Por su parte positiva, hacemos nuestra en lo esencial la concepción de la ética fundada sobre la idea altruista. Sólo el adverbio "exclusivamente" podría prestarse a equívocos. A lo largo de los capítulos precedentes, nos hemos esforzado en deducir las condiciones de ejercicio de una moral que favorecería la promoción de la existencia no sólo en los santos y en los héroes sino también en la masa de los hombres. Como Hesnard, no pensamos que el valor moral resida esencialmente en lo que contraría el impulso natural sino más bien en la relación armoniosa con sus semejantes 5 . Por otra parte, es un gran error psicológico suponer que el impulso natural del hombre tiende siempre hacia el mal, hacia las satisfacciones egoístas. Los moralistas pesimistas, como Pascal, como La Rochefoucauld y otros, y en parte quizás también san Pablo y san Agustín, desconocen todos el carácter esencialmente evolutivo de la naturaleza humana. Hemos comprobado ya que por lo general hasta en el corazón de los más arruinados sobreviven impulsos naturales muy generosos. Por nuestra práctica de la psicología profunda sabemos que el egoísmo y la a-sociabilidad son a menudo desviaciones más o menos neuróticas de impulsos naturales altruistas. La tarea de la moral consiste con frecuencia en favorecer la expansión normal de dichos impulsos naturales. «

Freud, Hesnard y tantos otros psicoanalistas se hacen una idea 4 Morale sans peché, pp. 152 y 154. 5 Ihid

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falsa del pecado. Lo identifican erróneamente con los tabús irracionales e inconscientes cuya acción nefasta han observado en sus pacientes psicópatas. El psicópata se halla en efecto corroído por la angustia interior de una culpa, sin que pueda a menudo precisar en qué consiste su culpa. Busca así desprenderse menos del pecado que del sentimiento de culpa. Para él, efectivamente, la pureza de los pensamientos supera en mucho a la pureza de los actos. Que nada tiene esto que ver con la moral del pecado lo demuestra el hecho de que tal género de psicópatas se halla entre los creyentes, pero también entre los incrédulos, en quienes no existe ningún sentido del pecado. La idea que los adeptos ilustrados de religiones superiores, particularmente del cristianismo, se hacen del pecado nada tiene en común con el sentimiento corrosivo de culpabilidad. El pecado, lejos de presentarse como una culpabilidad puramente interior, es por ellos concebido como una falta precisa contra la ley moral, considerada ésta como la expresión de la voluntad divina. La gran masa de los que apoyan la moral del pecado no exagera por cierto en el sentido de la interiorización de la falta y de la culpabilidad. Podría más bien reprochárseles un excesivo juridismo moral. Los moralistas al codificar para sí se esfuerzan en fijar con precisión lo que es y lo que no es pecado, así como el grado de gravedad de cada pecado. Con cierto asombro he leído en un tiempo, en un manual de teología moral destinado a los sacerdotes, extensos párrafos sobre el beso entre novios. Se distinguía minuciosamente entre el beso legítimo, el beso que constituía un pecado venial y el beso que acarreaba un pecado mortal. Para combatir tal género de juridismo moral, Pascal y tantos otros espirituales han insistido en interiorizar la moral. Por su parte, el propio Hesnard reconoce que "es evidente que toda moral reclama una interioridad" 6 . No es imposible que al reaccionar contra la excesiva materialización de la moral, algunos hayan caído, como sucede a menudo cuando se reacciona, en el exceso contrario. Por ser la intención un elemento esencial del acto moral, piadosos autores han llegado a la conclusión que bastaba con nutrirse de buenas y hermosas intenciones, que el contenido objetivo de los actos no tenía ninguna importancia ante Dios. Este género de interiorización favorece evidentemente el escrupulismo en los predispuestos a la neurosis. El escrupuloso, haga algo o deje de hacerlo, se inquieta sin cesar de la pureza de sus intenciones. Se comprende que los psicoterapeutas no acuerden ninguna estima a la moral aducida por tales sujetos, y que incluso la consideren maléfica. 8

Ihid., p. 47.

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Ya hemos explicado extensamente que la auténtica moral debe ser menos una barrera contra el mal que una promoción del bien. Si los predicadores y otros custodios de la moral insisten por lo general más sobre el primer aspecto que sobre el segundo, ello se debe menos a consideraciones de orden teórico que porque creen su deber remediar lo más urgente. Al amenazar a los malos sujetos con castigos o privaciones de recompensas, esperan proteger la colectividad contra sus actos dañosos. El psicólogo es evidentemente de opinión que eso no está bien, que más valdría esforzarse en infundir a esos sujetos el gusto del bien, en liberar sus buenos impulsos naturales de lo que los inhibe. Sin embargo, esto es otra historia, sin relación directa con los reproches hechos a la moral del pecado. Los censores de esta última parecen ignorar que la moral del pecado está lejos de ser puramente negativa. Así el creyente católico se acusa, en el Confíteor, no sólo del mal que cree haber hecho, sino también de sus pecados de omisión, del bien que no ha hecho. El hecho de que, bajo la influencia de un jansenismo difuso, se haya hablado más de los primeros que de los segundos,' es indiscutible y explica el desdén sobre la naturaleza del pecado por parte de los psicólogos incrédulos tales como Sigmund Freud. Debemos felicitarnos de que en nuestro tiempo la predicación sobre el pecado insista cada vez más sobre el aspecto positivo de la función moral. Lo propio de una moral del pecado no es precisamente cultivar el sentimiento de culpabilidad. Como toda moral auténtica, también ella se propone desai rollar en los hombres el sentido de su responsabilidad. Lo que distingue la moral con pecado de la moral sin pecado, es esencialmente que en las perspectivas de ésta el hombre sólo es responsable ante los demás hombres, mientras que en las perspectivas de aquélla lo es también ante su Creador. En efecto, la noción de pecado es una noción específicamente religiosa. Pero todo psicólogo profundo sabe que el escrupuloso corroído por el sentimiento de una culpabilidad imprecisa se refiere rara vez a Dios, aunque sea creyente. Por otra parte, el hombre religioso que ha llegado a un grado de madurez psíquica elevado, aun admitiendo que objetivamente la noción de pecado forma parte integrante de la moral, sólo le reserva un lugar mínimo en las motivaciones de su comportamiento moral personal. Al pensar que el pecado desagrada a Dios, se esfuerza por evitarlo. Sin embargo, no se comporta moralmente por temor al castigo, ni por esperanza de recompensa, sino únicamente por generosidad natural y por amor de Dios. En general, ni siquiera distingue entre las dos fuentes, el amor a Dios ilumina y dignifica su generosidad natural. Y, digámoslo una vez más, este hombre

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auténticamente religioso no se detiene a escrutar la pureza de sus intenciones. Su moral, como toda moral auténtica, es una mora] de acción.

posibilidad de acceso a una elevada moral en el seno d e sistemas de moral diversos Sin embargo, el moralista no debe perder de vista q u e la moral superior es, según cualquier hipótesis, patrimonio de una reducida minoría de seres humanos, al menos en el estado presente de evolución de la humanidad. A condición de entender la palabra pecado en el sentido que le dan las religiones superiores, muy diferente al que le reconocen los psicoanalistas, puede decirse que la moral con pecado promueve el bien moral mejor que la moral sin pecado, siempre que se entienda el bien moral desde el punto de vista de la sociedad y no desde el punto de vista del propio individuo. Si todos están de acuerdo en que el fin primordial de la moral es promover, no la perfección interior de los individuos, sino su coexistencia social, ¿no es evidente que los que evitan el mal por temor al pecado se sitúan ya objetivamente en el orden moral? Pero, como ya hemos dicho, se peca no sólo haciendo el mal sino omitiendo hacer el bien que uno es capaz de hacer. De ello se sigue que la moral del pecado está lejos de ser puramente negativa. Y como lo comprueba el caso del escritor de que nos hemos ocupado antes, la idea del pecado no es específica de una moral fundada en el temor. Puede asimismo hallar su sitio en una espiritualidad y una moral fundadas ambas sobre la generosidad natural y la caridad sobrenatural. Sin embargo, si los hombres de Iglesia están verdaderamente convencidos de que la moral con pecado es cierta no sólo en teoría sino que debe serlo también en la práctica del hombre social, deben meditar con cuidado las críticas formuladas por los psicoanalistas y otros contra esta moral. En efecto, es evidente que si Freud, Hesnard, etc., tienen una concepción tan negativa del pecado y de la moral del pecado, no han inventado íntegramente dicha concepción. Ésta existe de manera más o menos difusa en muchas conciencias de creyentes y se expresa en varios escritos y sermones. El pecado no es un concepto jurídico ni la proyección neurótica de tabús inconscientes; significa la referencia de los actos humanos a lo Absoluto, a Dios.

Dos amigos míos, ambos escritores de talento, están en desacuerdo en cuanto a la utilidad de la idea de pecado para una vida moral exigente. Ambos son de aquellos que, según Bergson, apoyan la moral abierta. Uno, creyente fervoroso, afirma que la creencia en el pecado ha sido un gran puntal en su elevación moral, que sin ella no hubiera llevado el mismo tipo de existencia. No es que se comporte moralmente por temor al infierno. Rara vez piensa en eso. Pero el pecado en la perspectiva católica es, en primer lugar, una desobediencia a la ley de Dios, y como el amor de Dios ocupa el primer lugar en su psiquismo, para no ofender a Aquél a quien ama evita el pecado. Al otro, que es agnóstico, le cuesta comprender esta posición. No cree en Dios y su vida moral se guía por la generosidad, sin ninguna referencia, para él muy lógica, a lo trascendente. ¿Cuál de mis dos amigos tiene razón? Sin duda los dos, puesto que cada uno habla de su propia experiencia. Si uno piensa que la idea de pecado es necesaria para su vida moral, mientras el otro prescinde de ella, ello se debe sin duda a la diferencia de sus estructuras psíquicas, de sus temperamentos. Por otra parte, la moral del pecado, tal como la profesa y la practica el escritor católico, se parece muy poco a lo que por tal término entienden los psicoanalistas. Ni los tabús inconscientes, ni el miedo al castigo o la esperanza de recompensa constituyen su dinámica, ella procede de una auténtica generosidad, lo mismo que la moral sin pecado del escritor agnóstico. Fundándome en la experiencia y las observaciones que he podido hacer, y no sobre un postulado doctrinario cualquiera, creo afirmar que en un cierto nivel de autenticidad existencial, la moral sin pecado y la moral con pecado son, según los individuos, igualmente eficaces. Tal fue también el parecer de Teilhard de Chardin. Después de trabajar durante varios decenios en equipo con sabios de todas las religiones y sin religión, comprobó que el amor a la humanidad y a los hombres, el amor a la verdad y al bien, no eran privilegio de ninguna categoría. Erróneamente se reprocha al sabio jesuíta, en ciertos medios católicos, el negar, con tales afirmaciones, el papel eminente que desempeña la religión en la vida moral. Así como ningún teólogo se atrevería a negar que hay santos de Iglesias y de religiones muy diferentes, tampoco podría ponerse en duda la

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N EMINENTE PREDICADOR, hombre de gran cultura científica, manifestó en un sermón: "Aunque se me probara la falsedad de la revelación cristiana en su totalidad, seguiría siendo cristiano, debido a la incontestable superioridad de la moral cristiana". No es el único en sostener esta opinión. Muchos son, en efecto, los que no creen en los dogmas del cristianismo, lo cual no les impide ser sus convencidos defensores, porque la moral cristiana les parece necesaria para ellos y para los demás, en particular para la educación de la juventud. A la inversa, son más numerosos quienes han roto con la fe cristiana porque la moral cristiana les desagrada o les parece impracticable por los hombres comunes. Y hay también, sobre todo en la descendencia espiritual de Nietzsche, quienes juzgan la moral cristiana demasiado poco exigente, lo que les parece motivo suficiente para no creer en los dogmas. Tal como lo hemos comprobado más arriba, en las sociedades humanas poco evolucionadas, la religión, la moral, el derecho, la higiene forman un todo unitario. Poco a poco, la moral se ha separado del derecho y de la higiene, pero hasta en nuestras sociedades evolucionadas ha mantenido una estrecha solidaridad con la religión, con la cual parece formar desde siempre un solo bloque. Los creyentes a menudo no comprenden que los ateos y los agnósticos puedan ser verdaderamente morales. Los moralistas laicos se han esforzado en dar a la moral otros fundamentos aparte de los religiosos o bien se proponen conservar la moral cristiana, que juzgan buena, independientemente de la fe cristiana, que no comparten. El simple hecho de que la moral laica se parece como un sosias a la moral cristiana, confirma a los creyentes en la idea de que no sólo la moral cristiana es la mejor de las morales, sino también de que su origen es divino y, en consecuencia, sería una blasfemia; hablar de su evolución o de cambios que deben aportarse a ella.

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Únicamente la moralidad sería susceptible de reforma, sólo posible ésta en el sentido de un retorno a los principios eternos de la moral cristiana. Si se pregunta a los partidarios —o a los adversarios— de la moral cristiana nos digan con precisión qué entienden por esto, veremos que designan por lo general la moral comúnmente profesada, si no practicada, en el Occidente contemporáneo. Además de exigencias rigurosas en materia de prohibiciones sexuales, la moral cristiana implicaría el respeto a la propiedad privada, a la autoridad del Estado y a la de los padres. Los más exigentes hablan también de la justicia social y de la prohibición de matar. El movimiento del catolicismo social, muy activo entre las dos guerras mundiales, se esforzó en extender el dominio de la moral cristiana más allá de la moral interindividual y de constituir una doctrina social cristiana. Esta doctrina ha sido oficializada por documentos pontificios y ha desempeñado sin duda importante papel en la evolución de las ideas sociales del mundo cristiano. Sin embargo, debemos reconocer que fuera de la afirmación de algunos grandes principios, esta doctrina social cristiana, que se identifica prácticamente con la moral social cristiana, es muy poco precisa. Para muchos de sus representantes eminentes, así como para los miembros de la jerarquía eclesiástica, implica principalmente una humanización de las relaciones sociales existentes. Para la vanguardia cristiana, que se recluta sobre todo entre los jóvenes militantes obreros, campesinos e intelectuales, una moral social no podría llamarse legítimamente cristiana, si no pusieran en tela de juicio casi todas las estructuras sociales vigentes. Y hay entre los cristianos más fervorosos quienes creen tener que optar, en nombre de la moral, por soluciones radicalmente revolucionarias, llegando a una colaboración de hecho, si no de principios, con los comunistas. # « *

moderno en su conjunto. La moral llamada cristiana no ha sido, sin embargo, revelada por un Dios como un todo concluido e inmutable. Es sabido que la mayoría de sus principios se hallan formulados ya en el Antiguo Testamento; pero no hay que ignorar que los diferentes "libros" de éste son a su vez el fruto de una lenta maduración espiritual del pueblo judío, para no escandalizarse por las aparentes contradicciones que encierra la moral bíblica. Quien no tenga en cuenta el carácter pedagógico de la enseñanza bíblica y considere cada una de sus palabras como expresión de la verdad eterna, se verá perturbado por el escaso nivel de muchas de sus exigencias. Indudablemente, los moralistas chinos o griegos, contemporáneos de Moisés o de Isaías, tenían un ideal moral mucho más elevado que el que presentan los más antiguos escritos bíblicos, así como hay gran diferencia entre éstos y la enseñanza de los últimos profetas de Israel. El Antiguo Testamento dista mucho de ser la única fuente de donde la moral cristiana ha extraído sus materiales. Sea por una intención particular de la Providencia o simplemente por las condiciones históricas de la época, el hecho es que el cristianismo se expandió al principio entre los pueblos de civilización grecorromana. No podía hacerse tabla rasa de las costumbres, hábitos y leyes tradicionales de estos pueblos. Ya el apóstol Pablo había comprendido que así como las comunidades cristianas judaicas habían evangelizado la moral de inspiración bíblica, él y los otros evangelizadores de los gentiles no debían someter a éstos a la ley judía, sino evangelizar directamente sus propias costumbres y leyes. Más tarde, con la conversión al cristianismo de las élites grecorromanas, el aporte positivo de esa cultura a la moral cristiana llegó a ser preponderante. Sin renegar del caudal moral bíblico, Orígenes y Clemente de Alejandría, Gregorio Nacianceno, Basilio, Gregorio de Nisa y otros entre los primeros "intelectuales" cristianos de cultura griega han abrevado conscientemente, y tal vez más inconscientemente, en la enseñanza moral de Sócrates, de Platón, de los estoicos y otros sabios, a la espera de que en la Edad Media santo Tomás de Aquino emprenda el bautismo de la ética de Aristóteles. Más tarde, con la difusión del cristianismo en Galia y en Germania, la moral cristiana debía entrar en combinación con la realidad de estas comarcas. Allí ella condenó y rechazó ciertos elementos, se esforzó por corregir otros y encontró algunos muy de su agrado. En suma, como sucedió antes en el mundo grecorromano, la moral cristiana modificó el mundo galogermánico y a su vez se dejó modificar por él. Por nuestra parte, lamentamos que cuando los misioneros cristianos pudieron al fin entrar en contacto con los pueblos eslavos y sobre todo con los del Extremo Oriente y de África, la

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Según nuestro parecer, es un error llamar cristiana a la moral occidental corriente de hoy, o mejor dicho de ayer. Sobre todo creemos peligroso para el progreso moral de la humanidad el considerar a esta moral como eterna, so pretexto de que lo es la verdad revelada del cristianismo. En realidad, no existe ningún rasero común entre la creencia en la divina Trinidad, la Encarnación, la Eucaristía y otros misterios de la fe, y las formas concretas de relación entre los hombres. Es históricamente indiscutible que el cristianismo ha desempeñado un papel preponderante en la formación moral de Occidente y, a través de la irradiación cultural y política de éste, del mundo

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moral cristiana estuviera ya demasiado codificada para admitir semejante osmosis con lo que las tradiciones morales de esas regiones tenían de mejor. El universalismo cristiano se hubiera visto con ello fortalecido. No por eso estamos menos en el derecho de utilizar el término de moral cristiana. Entre lo que es específicamente evangélico y el aporte de las diferentes civilizaciones pasadas y presentes, hay la misma relación que existe, según la más tradicional enseñanza teológica, entre la sobrenaturaleza y la naturaleza. Lo sobrenatural no anula la naturaleza sino que la eleva a un nivel cualitativo superior. Tampoco la moral cristiana suprime las morales naturales, sino que las trasfigura cualitativamente. Pero, tal como lo hemos comprobado en nuestros análisis precedentes, la naturaleza humana es menos un dato que una tarea, y debe buscarse menos en el pasado que en el porvenir. La moral, por su parte, para estar en condiciones de promover la naturaleza humana en cambio constante, no debe aferrarse a los valores perimidos de ayer, sino estar siempre un poco adelantada sobre el estadio ya logrado de la evolución noosférica, Orígenes en siglo ni, Gregorio y Basilio en el iv, Ambrosio y Agustín en el v y vi, Francisco de Asís y Tomás de Aquino en el x m se adherían profundamente a la realidad de su tiempo, pero también eran precursores de los tiempos venideros. Por eso la moral cristiana por ellos enseñada ha resultado tan maravillosamente eficaz. Porque ningún historiador celoso de la verdad podría negar que el indiscutible progreso moral realizado por la humanidad en el curso de los dos últimos milenios, en gran parte es obra del cristianismo. La moral cristiana ha perdido su eficacia a partir del momento en que sus protagonistas han desconocido el carácter evolutivo de la realidad humana. Al no apegarse a la realidad presente, tampoco está en condiciones de promover la realidad futura. # o

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¿Habrá que deducir de las consideraciones precedentes que la moral debe desprenderse de toda solidaridad intrínseca con la religión, del mismo modo con que se ha desprendido de la solidaridad con la ley civil y la higiene? Es indiscutible que una identificación demasiado estrecha de la religión con una moral dada acarrea graves daños a la religión. En efecto, ésta es portadora de verdades eternas, y únicamente su formulación es susceptible de modificaciones con el tiempo, mientras que la evojución de la moral implica trasformaciones mucho más fundamentales. Por ejemplo, por haber pretendido defender tal forma de propiedad o de Estado en nombre

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de la moral cristiana, los que, basándose en sus convicciones sociológicas o políticas han apoyado otra forma de propiedad o de Estado, creen a menudo que esta religión cristiana que servía de justificación a estructuras sociales y políticas perimidas está tan perimida como ellas. Muchos son los proletarios que se han creído en el deber de romper con la fe cristiana a causa de su adhesión al socialismo. En Francia, durante mucho tiempo los demócratas se sentían a disgusto en la Iglesia porque la "moral cristiana" proclamaba el derecho divino de la monarquía. En nuestros días, ]a causa más frecuente de dificultades religiosas se halla en que la moral cristiana corriente relaciona demasiado estrechamente las relaciones sexuales de los esposos con la procreación. Como la fidelidad a esta moral sobrepasa a menudo los límites de la virtud normal, muchos, después de repetidos fracasos, no hallan más solución a su angustia que la ruptura con la fe. Por otra parte, la identificación de la moral y de la religión es dañosa también para la moral. Es sabido que cada vez son más numerosos los hombres que han rechazado todas las creencias religiosas y se dicen ateos. Una moral que se dice cristiana y pretende hallar su justificación principal en una revelación, pierde lógicamente para ellos su carácter imperativo. Pero el incrédulo tanto como el creyente tienen necesidad de una moral fundada sobre obligaciones precisas, y éstas son prácticamente las mismas para el creyente y para el incrédulo. Es menester, pues, que la obligación moral se funde sobre algo común al creyente y al incrédulo. Sin embargo, es normal que el creyente se esfuerce en relacionar su vida moral con las verdades de la fe. En efecto, en ésta encuentra él el supremo fundamento de su moral, la justificación última de la generosidad de la cual ella surge. Como bien dice Louis Lavelle: ' La moral procura fortificarnos y la religión purificarnos" *. Tanto mejor, por consiguiente, si la fuerza corre parejas con la pureza. La búsqueda de esta última no debe, sin embargo, servirnos de pretexto para no cultivar las fuerzas humanas naturales. Para resumir, es importante distinguir entre la moral y la religión, pero de ningún modo esta distinción implica una radical separación entre ambas.

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Los que confunden demasiado la moral y la religión, confusión propia tanto de incrédulos como de creyentes, se escandalizan a menudo al comprobar que un practicante fervoroso, presente en 1

Moróle et Religión, p. 10.

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todos los oficios de la parroquia, resulta moralmente inferior a un incrédulo. Se habla entonces de gazmoñería y de hipocresía, se pone en duda simultáneamente la sinceridad religiosa del sujeto y la eficacia moral de la religión. Se dice: "Miren a Fulano. Nunca pisa la Iglesia, no cree en Dios ni en el diablo, pero I qué hombre tan generoso, tan honesto!" No se contentan con deducir que se puede ser moral sin fe religiosa, sino que ésta constituye un obstáculo para acceder a una moral superior. En realidad, como ya hemos comprobado, el nivel moral del individuo es por lo general más proporcional al grado de madurez psíquica que a sus convicciones metafísicas. Para que la comparación sea válida, debería aplicarse al comportamiento moral de un creyente y de un incrédulo cuya madurez psíquica sea casi idéntica. No creo que en tal caso la comparación resulte desfavorable para el creyente. Por lo general, saca de su fe los motivos y la energía necesaria para aspirar a acceder a un nivel moral sensiblemente superior a su nivel natural. Sartre y su escuela son de opinión que la religión constituye un obstáculo para el acceso del hombre a una moral superior. "El hombre está abandonado en la tierra (sin Dios), escribe Simone de Beauvoir en La mótale ambigüe, por eso sus actos son compromisos definitivos, absolutos; asume la responsabilidad de un mundo que no es la obra de un poder extraño, sino de él mismo y en el que se inscriben tanto sus victorias como sus derrotas". Estamos lejos de cualquier intención polémica. No queremos discutir el hecho de que el señor Sartre y otros se hayan elevado a un alto nivel de moralidad precisamente porque no cuentan con ningún apoyo divino, porque en su sentimiento de abandono sólo puede recurrir a ellos mismos. Sin embargo, comprobamos que no sucede lo mismo con la mayoría de aquellos cuya existencia no se refiere a algo trascendente, a ningún valor absoluto. Lejos de sacar de su convicción de ser unos abandonados, de no poder contar con ninguna ayuda de lo alto, el exceso de energía que les permitiría acceder a una moralidad superior, por lo general se desaniman y hasta renuncian al esfuerzo de que serían capaces. Dostoievski, al poner en boca de uno de sus héroes que "si no hay Dios, no hay bien ni mal y todo está permitido al hombre", mostraba ser mejor psicólogo que J. P. Sartre. Cuando san Pablo escribe que si Cristo no hubiera resucitado, es decir, si la revelación cristiana no fuera verdadera, entonces ningún esfuerzo moral del hombre tiene sentido, no está formulando, evidentemente, la imposibilidad para el incrédulo de acceder a una moralidad superior. Pero, lo mismo que Dostoievski, comprueba la íntima solidaridad en la mayoría de los hombres comunes entre el esfuerzo moral y la fe. Es indiscutible que esta

MOBAL CBISTIANA

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solidaridad parece ser hoy menos fuerte que en tiempos de san Pablo, incluso que en tiempos de Dostoievski. Eso n o impide que continúe obrando en el psiquismo de muchos y asi los frutos que de ella se obtienen no son todos deleznables. Debe, pues, hacerse una clara distinción entre la identificación de una moral dada con la religión cristiana por una parte y, por otra, la función de estímulo, de purificación y de elevación de la moral que puede efectivamente realizar la fe religiosa. No hay una moral cristiana de cuya suerte depende la suerte misma de la fe cristiana. Ésta, muy por el contrario, debe proponerse estimular, purificar y elevar todas las morales que se dará la humanidad en el curso de su lento proceso de maduración espiritual. No podría reprocharse a la moral cristiana el querer conservar ciertos valores del pasado que los hombres, en los períodos más rápidos de su evolución, se sienten inclinados a despreciar o a desconocer. Pero no por eso debe ser conservadora por principio, ni pretender oponerse a la creación de nuevos valores. Por haberse mostrado los moralistas cristianos de los últimos siglos muy poco preocupados de evangelizar las nuevas estructuras psicológicas y sociales, es que la democracia política tiende a menudo a la anarquía, que la loable abolición de tabús sexuales da lugar al libertinaje, que el movimiento hacia la socialización de la propiedad conduce al comunismo o al estatismo inhumanos. En su convicción de ser un colaborador con la obra creadora de Dios el creyente auténtico extrae un dinamismo moral superior a todo lo que pueden brindar las motivaciones puramente inmanentes. Contrariamente a lo que creen los marxistas y los existencialistas ateos, no es verdad que en la perspectiva cristiana el universo sea obra de un poder ajeno al hombre. El propio hombre es su artesano, tal como lo ha mostrado magníficamente un Teilhard de Chardin. El hecho de saber que él y su obra están llamados a prolongaciones supraterrestres y supratemporales, en nada podría inhibir la voluntad moral del creyente. Muy por el contrario.

XI FUENTES Y MOTIVACIONES AFECTIVAS DE LA MORAL

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ESPUÉS DE ARISTÓTELES,

se han emprendido numerosos es-

fuerzos para construir una moral perfectamente racional. Se ha creído que bastaría con que los seres humanos supieran qué es el bien y qué es el mal, que conocieran dónde está su deber, para que se comportaran moralmente. Todos los partidarios de la moral razonable no piensan, por cierto, que la falta moral sea siempre fruto de la ignorancia; admiten que puede haber una voluntad del mal, pero únicamente porque la razón no habría reconocido el verdadero bien del hombre, en su condición- de ser individual y social. No es nuestra intención arrojar algún descrédito sobre el carácter racional de la obligación moral. El hombre civilizado debe tender a conducirse según la razón o por lo menos a estar en condiciones de justificar racionalmente su comportamiento moral. El paso de la infancia a la edad adulta implica justamente el reemplazo de la obligación moral impuesta desde lo exterior por la obligación moral cuyo fundamento se reconoce y que se acepta libremente. Sin embargo, por claro que sea nuestro conocimiento racional del bien moral, generalmente no es suficiente para decidirnos a su prosecución. Lo cierto es que la prosecución del bien moral no se realiza sin dificultades. Choca con numerosos obstáculos en nosotros y a nuestro alrededor y exige casi siempre un esfuerzo más o menos penoso. Los móviles de orden racional no son por lo general bastante poderosos para poner en movimiento nuestra voluntad, a fin de que consintamos en los esfuerzos y las renuncias por los que hay que pasar para alcanzar el Bien. Por otra parte, una moral puramente racional sería demasiado inhumana y severa, demasiado seca, para llevar al ser humano a su

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expansión plena y para ser creadora. Conozco, sobre todo en la generación que llegó a ser adulta antes de la primera Guerra Mundial, numerosas personas, incrédulas y creyentes, que baio la impronta de los prejuicios racionalistas de su época, se han esforzado en una moral estrictamente racional. Hacían el bien no porque sentían por él una atracción, sino porque su razón había reconocido allí su deber. Y así hacer limosnas por piedad les parecía incluso disminuir el valor moral de este acto. Hasta las relaciones sentimentales entre esposos, padres e hijos, debían fundarse sobre el deber objetivo, excluida toda "afectación sentimental". Fue la época de los matrimonios de razón y del cumplimiento del deber conyugal. Una mujer que hubiera osado buscar en les brazos de su esnoso el placer de sus sentidos, o se entregara por impulso de su corazón, no hubiera evitado la severa censura de la moral corriente. En alguna época de mi vida se me ocurrió admirar a algunos de estos adeptos de la moral tradicional. Ellos se sometían a la ley porque era la ley, sin buscar ni encontrar placer ni alegría en el cumplimiento de su deber. En eso veía heroísmo. Hasta más tarde no comprendería que la moral no tiene como principal tarea cultivar en quienes la practican las virtudes llamadas estoicas sino promover la existencia individual y colectiva, de crear la felicidad. El psicoterapeuta sabe mejor que nadie cuan raramente la felicidad cae en suerte a las víctimas de una moral según la pura razón.

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"Creación, escribe Bergson, significa, ante todo, emoción" 1 . Más que del conocimiento del bien, el impulso moral debe surgir del amor al bien. Toda moral para ser eficaz debe apoyarse en una mística. Si el cristianismo ha obrado un progreso moral tan inmenso que sus propios adversarios viven de él, no es precisamente por haber aportado nuevas luces racionales. Los sistemas de moral elaborados por ciertos filósofos son incomparablemente más coherentes, más perfectos racionalmente, que el contenido en el Evangelio. A decir verdad, el Evangelio no implica ningún sistema moral. Toda su doctrina moral puede resumirse en este mandamiento de Jesús: "Ama a tu prójimo como a tí mismo" o también: "Amaos los unos a los otros como yo os amo". Al suscitar un impulso moral sin par, Cristo ha hecho realizar a la humanidad el prodigioso salto de la moral cerrada a la moral abierta, de la moral conservadora a la moral creadora. La desconfianza de muchos cristianos influi Les deux souroes, p. 41.

FUENTES Y MOTIVACIONES AFECTIVAS

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yentes, en estas últimas generaciones, con respecto a la mística, su pretensión de fundar la fe únicamente en las evidencias racionales, no son por cierto extrañas al estancamiento y, a la creciente ineficacia de la moral que pretendía ser cristiana. La élite de los tiempos modernos, trátese de la vanguardia del progreso moral o de la vanguardia del progreso científico, ju^gó que no podía apoyarse sobre una moral que parecía haber perdido todo impulso creador. Es significativo que los promotores de nuevas morales más explícitamente racionalistas hayan sentido en forma confusa y en flagrante contradicción con sus postulados teóricos, que la fría^ razón no bastaba para fundar una moral digna de tal nombre. Así la moral comunista pretende ser materialista y racionalista, pero exige a sus adeptos actos que ni el materialismo ni el racionalismo podrían justificar. Que los militantes renuncien a las comodidades de la existencia y a veces a la misma vida, que sacrifiquen sus alegrías y placeres a problemáticos mañanas que cantan, que en la esperanza del bienestar, de la libertad y de la felicidad de las generaciones futuras, los jefes comunistas se creen en el derecho de imponer a los pueblos ruso, chino y polaco, etc., infinitas privaciones, la esclavitud y la miseria én el presente, es racionalmente incomprensible, sólo puede explicarse en el plano místico. La aparente inferioridad del mundoj llamado libre proviene en gran parte de que no se atreve, o no atina, o no sabe proponer a los hombres ninguna mística, que les exija la superación de sí mismos. Los hombres que nada tienen a que sacrificar incluso su propia vida, no están en condiciones de crear algo verdaderamente grande. A nuestro entender, la mística religiosa, por sacudir la emotividad humana más profundamente e impulsarla más alto, está en mejores condiciones que cualquier otra de servir de fuente y de móvil a la ascensión moral. Sin embargo, al menos en los seres de élite, el amor natural de todos los hombres puede engendrar una mística capaz de asumir en su psiquismo casi la misma función que llena en los creyentes la mística religiosa. «

Al reconocer a la emoción, es decir, al amor y a la generosidad, la primacía en toda moral que se quiere eficaz y creadora, no profesamos con ello esta moral del sentimiento que ha sido y es aún desacreditada por los espíritus fuertes. El sentimiento es sólo un aspecto, el aspecto más superficial, de la afectividad. El valor moral de los actos que afectan los oyentes "conmovidos" por un predicador lacrimoso nunca llega muy lejos. Se vierten algunas lá-

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grimas y se lanzan algunos suspiros sobre las miserias del mundo, muy ocasionalmente se descorre un poco el cordón de la bolsa, pero la cosa no pasa de allí. Por otra parte, la moral del sentimiento es puramente subjetiva, se contenta con hacer experimentar hermosos y generosos sentimientos, sin que éstos deban necesariamente traducirse en actos positivos. Por el contrario, la moral que tiene por dinámica la afectividad profunda del corazón humano no desprecia ni desconoce el carácter objetivo y racional de la obligación moral. La mística, tal como la comprenden la tradición cristiana y las otras grandes tradiciones religiosas, no es de ningún modo un vago fervor sensible. Implica la fe, la esperanza y el amor vividos. Es por cierto un entusiasmo, pero un entusiasmo que surge de las profundidades del ser. No se trata de rechazar la moral del deber; importa sólo purificar la noción de muchos de sus equívocos y deformaciones. No es cierto que el deber se sitúe siempre en los antípodas de la felicidad y de la alegría. Incluso yo diría que la búsqueda de la felicidad y de la alegría puede ser también un deber. Tampoco es cierto que entre dos deberes opuestos la moral nos obliga siempre a elegir el más penoso. Y cuando la elección se hace entre el deber y el amor, como regla general debe prevalecer este último. Hacer el bien a
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