Leo Strauss - La Ciudad Y El Hombre

March 27, 2017 | Author: Miguel Ángel Mendía Hidalgo | Category: N/A
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Leo Strauss - La Ciudad Y El Hombre...

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"El tema de la filosofía política -escribe Leo Strauss en la introducción de esta obra- es 'la ciudad y el hombre’. La ciudad y el hombre es explícitamente -añade- el tema de la filosofía política clásica. La filosofía política moderna, mientras construye sobre la filosofía política clásica, la transforma y ya no tra­ ta ese tema en sus términos originales." Según el autor, no es posible compren­ der esa transformación, por lo demás legítima, si no se comprende la forma ori­ ginal. Pues no basta, dice Leo Strauss, con obedecer y escuchar el mensaje divino de "la ciudad de justicia, de la ciudad fiel” . Es también necesario consi­ derar en qué medida el hombre podría discernir los contornos de esta ciudad s i . se lo deja solo, librado al ejercicio de sus propias facultades. Compuesta por tres ensayos -sobre Aristóteles, Platón y Tucídides-, esta obra es un brillante intento de utilizar la filosofía política clásica como medio para liberar a la filosofía política moderna del dominio de la ideología.

"Para Strauss la modernidad sólo ha servido para introducir la confusión en el paradigma de la teoría política clásica antigua, cuya transparencia es subrayada en los muchos comentarios de autores antiguos. [...] Lejos de reconocerse irracionalista, Strauss se presenta no obstante como adalid del racionalismo antiguo." Enrique Lynch, E l P aís, Babelia, 28

de febrero de

2005

wvrvr.katzeditores.com

Leo Strauss

La ciudad y el hombre

Traducido por Leonel Livchits

conocimiento

Strauss, Leo La ciudad y el hombre - la ed. - Buenos A ire s: Katz, 2006. 348 p .; 20x13 cm. ISBN 987-1283-03-2 1. Filosofía Política. 2. Teología Política. I. Titulo CDD190

Primera edición, 2006 © Katz Editores Sinclair 2949,5® B 1428, Buenos Aires ww w.katzeditores.com Titulo de la edición original: T h e C ity a n d M an © The University Press of Virginia 1964,1978, Charlottesville, Virginia ISBN Argentina: 987-1283-03-2 ISBN España: 84-609-8351-X El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción integra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor. Diseño de colección: tholón kunst Impreso en la Argentina por Latingráfíca S. R. L Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

índice

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Prefacio Introducción

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I. Sobre la Política de Aristóteles II. Sobre la República de Platón III. Sobre la Historia de ¡a Guerra del Peloponeso de Tucfdides

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Indice de nombres

Prefacio

Este estudio es una versión ampliada de las Conferencias PageBarbour dictadas en la Universidad de Virginia en la primavera de 1962. Agradezco al Comité para las Conferencias Page-Barbour de la Universidad de Virginia que me haya permitido desarrollar mis visiones sobre un aspecto un tanto olvidado del pensamiento político clásico con mayor detalle de lo que hubiera podido hacerlo de otra manera. Una versión anterior y más breve de la conferencia sobre la República de Platón fue publicada como parte del capítulo sobre Platón en la History o f political philosophy, que edité junto a Joseph Cropsey (Rand McNally, 1963 [trad. esp.: Historia de la filosofía política, México, fce , 1993]). L. S. Julio de 1963

Introducción

No es el ejercicio desinteresado y masoquista del anticuario ni la exaltación desinteresada del romántico lo que nos induce a volvernos con fervor, con una voluntad incondicional de apren­ dizaje, hacia el pensamiento político de la antigüedad clásica. Nos impele a hacerlo la crisis de nuestro tiempo, la crisis de Occidente. No a todos basta con obedecer y escuchar el Mensaje Divino de la Ciudad de justicia, la Ciudad fiel. Para extender este men­ saje entre los infieles, mejor dicho, para comprenderlo de la forma más clara y absoluta posible para el ser humano, uno debe tomar en cuenta también hasta qué punto el hombre podría discernir el contorno de esta Ciudad si se lo deja solo, librado al ejercicio de sus propias facultades. Pero en nuestra era es mucho menos urgente demostrar la indispensable subordina­ ción de la filosofía política a la teología que demostrar que la filosofía política posee la majestad legítima de las ciencias socia­ les, las ciencias del hombre y de los asuntos humanos: es más probable que incluso el máximo tribunal de la tierra se someta a los dictámenes de las ciencias sociales antes que a los Diez Mandamientos como palabras del Dios vivo. El tema de la filosofía política es la Ciudad y el Hombre. De manera explícita, la Ciudad y el Hombre es el tema de la filo­ sofía política clásica. La filosofía política moderna, si bien se

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basa en la filosofía política clásica, la transforma, y por lo tanto no se ocupa ya del tema en sus términos originales. Pero no se puede comprender esta transformación, por legítima que sea, si no se ha comprendido la forma original. La filosofía política moderna presupone la Naturaleza tal como la entiende la ciencia natural moderna y la Historia tal como la entiende la conciencia histórica moderna. Al final, estas pre­ suposiciones resultan incompatibles con la filosofía política moderna. De ahí que al parecer nos veamos enfrentados a ele­ gir entre el abandono de la filosofía política en su totalidad o el retorno a la filosofía política clásica. Pero en apariencia dicho retorno es imposible, ya que el fracaso de la filosofía política moderna parece haber sepultado a la filosofía política clásica, que ni siquiera imaginaba las dificultades provocadas por lo que creemos saber de la naturaleza y la historia. Es cierto que ya no es posible continuar simplemente la tradición de la filosofía política clásica -una tradición que hasta este momento nunca fue interrumpida por completo-. En cuanto a la filosofía polí­ tica moderna, fue reemplazada por la ideología: lo que en su origen fue una filosofía política se ha convertido en una ideo­ logía. Se puede decir que este hecho forma el núcleo de la cri­ sis contemporánea de Occidente. En la época de la Primera Guerra Mundial, Spengler diag­ nosticó esta crisis como la caída (o la decadencia) de Occidente. Spengler entendía por Occidente una cultura entre un pequeño número de grandes culturas. Pero para él Occidente era más que una gran cultura entre otras. Era la cultura integral. Se trata de la única cultura que conquistó la tierra. En primer lugar, es la única cultura abierta a todas las culturas y que no rechaza las demás culturas com o formas de barbarie o las tolera de manera a condescendiente como culturas “subdesarrolladas”; es la única cultura que adquirió una conciencia plena de la

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cultura como tal. Mientras que en su origen el término “cul­ tura” indicaba con ingenuidad la cultura de la mente, la noción derivada y reflexiva de “cultura” implica necesariamente que existe una variedad de culturas de igual rango. Pero precisa­ mente por el hecho de que Occidente es la cultura en la que la cultura alcanza una autoconciencia plena, es la última cultura: el búho de Minerva comienza su vuelo al anochecer; la deca­ dencia de Occidente coincide con el agotamiento de la posibi­ lidad misma de la cultura superior; las máximas posibilidades del hombre se agotaron. Pero las máximas posibilidades del hombre no pueden agotarse mientras haya tareas humanas supe­ riores -mientras los enigmas fundamentales que enfrenta el hombre no hayan sido resueltos en la medida en que pueden ser resueltos-. Por lo tanto, podemos decir que el análisis y la predicción de Spengler estaban equivocados: nuestra autori­ dad superior, la ciencia natural, se considera susceptible de un progreso infinito, y esta aseveración no tiene sentido, parece, si los enigmas fundamentales se resuelven. Si la ciencia es sus­ ceptible de un progreso infinito, no puede haber un fin pre­ ñado de significación o una completud de la historia; sólo puede haber una detención atroz del avance del hombre por la acción de las fuerzas naturales que actúan por su cuenta o dirigidas por cerebros y manos humanas. Sin embargo, en un sentido Spengler demostró tener razón; hemos sido testigos de una cierta decadencia de Occidente. En 1913, Occidente -d e hecho, este país* junto con Gran Bretaña y Alemania- podría haber establecido la ley para el resto de la tie­ rra sin disparar un solo tiro. No cabe duda de que al menos durante un siglo Occidente controló todo el mundo con faci­ lidad. Hoy, lejos de dominar el mundo, la supervivencia misma * El autor se refiere a los Estados Unidos de Amírica. |N. del T.J

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de Occidente está amenazada por Oriente como no lo estuvo desde sus comienzos. Según el Manifiesto Comunista, parece­ ría que la victoria del comunismo significa la victoria plena de Occidente -d e la síntesis, que trasciende las fronteras naciona­ les, de la industria británica, la Revolución Francesa y la filo­ sofía alemana- sobre Oriente. Entendemos que la victoria del comunismo significaría en efecto la victoria de la ciencia natu­ ral de origen occidental, pero sin duda, al mismo tiempo, el triunfo de la forma más extrema del despotismo oriental. Por mucho que haya declinado el poder de Occidente, por grandes que sean los peligros que lo acechan, esta decadencia, este peligro, mejor dicho, la derrota, incluso la destrucción de Occidente no demostraría necesariamente que Occidente está en crisis: Occidente podría hundirse con honor, seguro de su objetivo. La crisis de Occidente consiste en que su objetivo se volvió incierto. Occidente tuvo alguna vez un objetivo claro, un objetivo en el que todos lo hombres estarían unidos, y por ende tenía una visión clara de su futuro en tanto futuro de la humanidad. Ya no poseemos esa certeza y esa claridad. Algu­ nos incluso perdieron la esperanza en el futuro y esta falta de esperanza explica muchas formas de la degradación contem­ poránea de Occidente. Las afirmaciones precedentes no impli­ can que para estar sana una sociedad requiera de un objetivo universal, un objetivo en el que todos los hombres estén uni­ dos: una sociedad puede ser tribal pero estar sana. Sin embargo, una sociedad que estuvo acostumbrada a comprenderse a sí misma en términos de un objetivo universal no puede perder la confianza en ese objetivo sin quedar perpleja. Hallamos dicho objetivo universal manifestado de forma expresa en nuestro pasado reciente, por ejemplo en famosas declaraciones oficia­ les que se hicieron durante las dos guerras mundiales. Estas declaraciones sólo repiten el objetivo establecido originalmente

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por la forma más exitosa de la filosofía política moderna: un tipo de filosofía política que aspiraba a construir sobre los fun­ damentos de la filosofía política clásica, pero en oposición a la estructura erigida por la filosofía política clásica, una socie­ dad superior en verdad y justicia a la sociedad a la que aspira­ ban los clásicos. Según el proyecto moderno, la filosofía o la ciencia ya no debían entenderse como esencialmente contem­ plativas y orgullosas sino como activas y benévolas, debían estar al servicio de la condición humana, se las debía cultivar para potenciar al ser humano, debían permitir al hombre conver­ tirse en amo y dueño de la naturaleza mediante la conquista intelectual de la naturaleza. La filosofía o la ciencia deberían hacer posible el progreso hacia una prosperidad cada vez mayor; por ende, deberían permitir que todos compartieran todas las ventajas de la sociedad o la vida y además poner en plena vigen­ cia el derecho natural de todos a la autopreservación desaho­ gada y todo lo que este derecho implica, o el derecho natural de todos a desarrollar plenamente sus facultades en concierto con los demás. El progreso hacia una prosperidad cada vez mayor, entonces, permitiría o se convertiría en el progreso hacia una libertad y una justicia cada vez mayores. Este progreso, for­ zosamente, significaría el progreso hacia una sociedad que acep­ tara por igual a todos los seres humanos: una liga universal de naciones libres e iguales, cada una compuesta por hombres y mujeres libres e iguales. Se llegó a creer que la sociedad prós­ pera, libre y justa en un único país o en sólo unos pocos paí­ ses no es posible en el largo plazo: para que el mundo sea seguro para las democracias occidentales, se debe democratizar todo el mundo, cada país en sí, así como la sociedad de naciones. Un régimen bueno en un país presupone regímenes buenos en todos los países y un buen régimen entre todos los países. Se creía que el movimiento en pos de la sociedad o el Estado uni­

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versal estaba garantizado no sólo por la racionalidad, por la validez universal, del objetivo, sino también porque el movi­ miento en pos de este objetivo parecía ser el movimiento de la gran mayoría de los hombres en nombre de la gran mayo­ ría de los hombres: sólo pequeños grupos, que, sin embargo, tienen subyugados a muchos millones de sus congéneres y defienden sus propios intereses anticuados, se oponen a este movimiento. Esta visión de la situación humana en general y de la de nues­ tro siglo en particular conservó cierta plausibilidad, no a pesar del fascismo, sino a causa de éste, hasta que el comunismo se reveló incluso a los entendimientos más bajos como estalinismo y postestalinismo, ya que el trotskismo, por ser una bandera sin ejército e incluso sin general, está condenado o refutado por sus propios principios. Por un tiempo muchos occidenta­ les a los que se podía instruir -p o r no decir nada de aquellos a los que no se podía hacerlo- creían que el comunismo era sólo un movimiento paralelo al movimiento occidental, como si se tratara de un hermano gemelo un tanto impaciente, sal­ vaje y caprichoso destinado a convertirse en alguien maduro, paciente y gentil. Pero excepto cuando se encontró ante un peli­ gro mortal, el comunismo respondió a la bienvenida fraterna sólo con desprecio, o como mucho con signos abiertamente falsos de amistad; y cuando se encontró ante un peligro mor­ tal, estuvo tan ansioso por recibir la ayuda occidental como determinado a no dar a cambio siquiera palabras sinceras de agradecimiento. Fue imposible para el movimiento occidental comprender el comunismo sólo como una nueva versión de los eternos principios reaccionarios contra los que había estado luchando durante siglos. Debía admitir que el proyecto occi­ dental que había tomado precauciones contra todas las formas tempranas del mal no podía prevenirse contra su nueva forma

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en discursos o en actos. Durante un tiempo pareció suficiente afirmar que mientras el movimiento occidental coincide con el comunismo en el objetivo -la sociedad próspera universal de hombres y mujeres libres e iguales-, no coincide con él acer­ ca de los medios: para el comunismo, el fin, el bien común de la raza humana en su totalidad, que es lo más sagrado, justi­ fica todos los medios; todo lo que contribuya al logro del fin más sagrado es partícipe de su sacralidad, y es en sí sagrado; todo lo que dificulte el logro de este fin es abominable. El ase­ sinato de Lumumba fue descrito por un comunista como un asesinato reprobable; con esto quería decir que podía haber asesinatos no reprobables, como el asesinato de Nagy. Enton­ ces se llegó a comprender que no sólo había una diferencia de grado sino de tipo entre el movimiento occidental y el comu­ nismo, y se entendió que esa diferencia concernía a la moral, a la elección de los medios. En otras palabras, quedó más claro de lo que lo había estado por un tiempo que no existía cam­ bio de sociedad sangriento o no sangriento que pudiera erra­ dicar el mal del hombre: mientras hubiera hombres, habría maldad, envidia y odio, y por lo tanto no podría existir una sociedad que no tuviera que emplear limitaciones coercitivas. Por el mismo motivo, ya no se podría negar que el comunismo seguirá siendo, mientras exista en los hechos y no sólo en nom­ bre, el gobierno de hierro de un tirano mitigado o agravado por su temor a las revoluciones palaciegas. La única limitación en la que Occidente puede confiar de forma parcial es en el miedo del tirano a la inmensa potencia militar occidental. La experiencia del comunismo proporcionó al movimiento occidental una doble lección: una lección política, acerca de qué esperar y qué hacer en el futuro inmediato, y una lección sobre los principios de la política. Para el futuro inmediato no puede haber un Estado universal, ni unitario ni federativo.

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Aparte de que no existe en la actualidad una federación uni­ versal de naciones sino sólo de aquellas naciones a las que se denomina amantes de la paz, la federación existente enmas­ cara la división fundamental. Si se toma demasiado en serio esta federación, como un hito en el camino del hombre hacia la sociedad perfecta y por tanto universal, uno se ve forzado a correr grandes riesgos sostenido sólo por una esperanza here­ dada y tal vez añeja, y por consiguiente a poner en peligro el mismo progreso que se intenta alcanzar. £s imaginable que frente al peligro de la destrucción termonuclear, una federa­ ción de naciones, por incompleta que sea, declare ilegal las gue­ rras, es decir, las guerras de agresión; pero esto significa que actúa basándose en el supuesto de que todas las fronteras actua­ les son justas, es decir, en conformidad con la autodetermina­ ción de las naciones; pero esta presuposición es una mentira piadosa cuya fraudulencia es más evidente que su piedad. De hecho, los únicos cambios en las fronteras actuales para los que se tomaron previsiones son aquellos que no desagradan a los comunistas. Tampoco debemos olvidar la desproporción mayúscula entre la igualdad legal y la desigualdad objetiva de los confederados. La desigualdad objetiva se reconoce en la expresión “naciones subdesarrolladas” La expresión sugiere la determinación de desarrollarlas por completo, es decir, de hacerlas o bien comunistas o bien occidentales, y esto a pesar de que Occidente afirma estar a favor del pluralismo cultural. Incluso si aún se sostuviera que el propósito occidental es tan universal como el comunista, deberíamos contentarnos en el futuro inmediato con un particularismo práctico. La situación se parece a la que existió durante los siglos en que tanto el cris­ tianismo como el Islam reclamaban el universalismo pero debían contentarse con la coexistencia incómoda con su anta­ gonista. Todo esto equivale a decir que en el futuro inmediato

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la sociedad política permanecerá como lo que siempre ha sido: una sociedad particular o parcial cuya tarea primordial y más urgente es la autopreservación y cuya tarea más importante es el mejoramiento de sí. En cuanto al significado del mejora­ miento de sí, podemos señalar que la misma experiencia que hizo dudar a Occidente acerca de la viabilidad de una sociedad mundial le ha hecho dudar acerca de la creencia en que la pros­ peridad es condición suficiente e incluso necesaria para la feli­ cidad y la justicia: la prosperidad no pone remedio a los males más profundos. La incertidumbre acerca del proyecto moderno es más que una mera sensación fuerte pero imprecisa. Ha adquirido el esta­ tus de exactitud científica. Podemos preguntarnos si queda un solo científico social que afírme que la sociedad próspera y uni­ versal constituye la solución racional al problema humano. La ciencia social contemporánea admite e incluso proclama su incapacidad para dar validez a los juicios de valor propiamente dichos. Hay que reconocer que la enseñanza que tuvo su origen en la filosofía política moderna partidaria de la sociedad prós­ pera y universal se ha convertido en una ideología, una ense­ ñanza que no supera en verdad y justicia a ninguna otra de innu­ merables ideologías. Las ciencias sociales que estudian todas las ideologías se encuentran en sí libres de todo sesgo ideológico. Por medio de esta libertad olímpica superan la crisis de nues­ tra época. Es posible que esta crisis destruya las condiciones que hacen posibles las ciencias sociales, pero no puede afectar la vali­ dez de sus hallazgos. Las ciencias sociales no siempre fueron tan escépticas o come­ didas como lo han sido durante las dos últimas generaciones. El cambio en el carácter de las ciencias sociales no está desvin­ culado del cambio en el estatus del proyecto moderno. El pro­ yecto moderno tuvo su origen en una exigencia de la natura-

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leza (el derecho natural), esto es, fue fundado por filósofos; la intención del proyecto era satisfacer de la forma más perfecta las necesidades naturales más fuertes del hombre: la natura­ leza debía ser conquistada para el hombre, y éste se suponía poseedor de una naturaleza, una naturaleza inmutable; los fun­ dadores del proyecto dieron por sentado que la filosofía y la ciencia eran idénticas. Después de un tiempo resultó que la con­ quista de la naturaleza exigía la conquista de la naturaleza humana y, por lo tanto, en primer lugar, el cuestionamiento de la inmutabilidad de la naturaleza humana: una naturaleza humana inmutable establecería límites absolutos al progreso. De ahí que las necesidades naturales de los hombres ya no pu­ dieran dirigir la conquista de la naturaleza; la dirección debía surgir de la razón en tanto distinta de la naturaleza, de lo que Debe ser de acuerdo con la razón en contraposición a lo que Es de manera neutral. Así la filosofía (la lógica, la ética, la esté­ tica) como el estudio de lo que Debe ser o las normas se escin­ dió de la ciencia como el estudio de lo que Es. El consiguiente menosprecio de la razón hizo que mientras que el estudio de lo que Es o la ciencia triunfaba incrementando el poder de los hombres, ya no se podía distinguir entre el uso prudente o correcto y el uso erróneo o insensato del poder. La ciencia no puede enseñar la sabiduría. Todavía hay algunas personas que creen que esta dificultad desaparecerá cuando las ciencias socia­ les y la psicología alcancen a la física y la química. Esta creen­ cia es completamente irracional dado que las ciencias sociales y la psicología, por perfectas que lleguen a ser, en tanto ciencias, sólo pueden incrementar aun más el poder del hombre; per­ mitirán al hombre manipular al hombre aun más que hasta ahora; pero enseñarán tan poco acerca de cómo utilizar este poder sobre lo humano o lo no humano como lo hicieron la física o la química. Las personas que consienten esta esperanza

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no han caído en la cuenta de la importancia de la distinción entre hechos y valores. La decadencia de la filosofía política en ideología se mani­ fiesta claramente en el hecho de que, tanto en la investigación como en la enseñanza, la filosofía política fue reemplazada por la historia de la filosofía política. Esta sustitución se podría jus­ tificar como un intento bien intencionado de prevenir, o al menos de demorar, el entierro de una gran tradición. En los hechos, no es sólo una medida insuficiente sino un absurdo: reemplazar la filosofía política por la historia de la filosofía ’ política significa reemplazar una doctrina que afirma ser ver­ dadera por una visión general de errores más o menos bri­ llantes. La disciplina que ocupa el lugar de la filosofía política muestra la imposibilidad de la filosofía política. Esta disciplina es la lógica. Lo que hasta ahora se toleró bajo el nombre de his­ toria de la filosofía política hallará su lugar en un esquema racional de investigación y enseñanza como notas al pie en manuales de lógica que se ocupan de la distinción entre juicios fácticos y juicios de valor; estas notas al pie proporcionarán a los alumnos lentos ejemplos de una transición incorrecta, de la que depende la filosofía política, entre juicios fácticos y jui­ cios de valor. Sería un error suponer que en la nueva distribución el espa­ cio que alguna vez tuvo la filosofía política lo ocupa por com­ pleto la lógica, por ampliada que sea. Gran oarte de los asuntos que antes eran objeto de la filosofía política hoy son tratados por una ciencia política no filosófica que forma parte de las cien­ cias sociales. Esta nueva ciencia política se ocupa de descubrir leyes del comportamiento político y, en última instancia, leyes universales del comportamiento político. Para no confundir las peculiaridades políticas del presente, en el que las ciencias sociales se encuentran a gusto, con el carácter de toda política,

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debe estudiar también la política de otros lugares y otras eras. Así, la nueva ciencia política se vuelve dependiente de cierto tipo de estudio que pertenece a la empresa integral denominada historia universal. Existe una controversia acerca de si la histo­ ria puede adoptar como modelo la ciencia natural que la nueva ciencia política aspira a adoptar como modelo. En todo caso, los estudios históricos que abordará la nueva ciencia política debe­ rán ocuparse no sólo del funcionamiento de las instituciones sino también de las ideologías que las impulsan. Dentro del con­ texto de estos estudios, el significado de una ideología es ante todo el significado tal como lo entienden sus partidarios. En algunos casos se sabe que las ideologías fueron creadas por hom­ bres sobresalientes. En estos casos es necesario tomar en cuenta si la ideología tal como la concibió su creador fue modificada por sus partidarios y de qué modo. Ya que precisamente si sólo la comprensión rudimentaria de las ideologías puede ser efec­ tiva políticamente, es necesario comprender las características de estos rudimentos: si la rutinización del carisma es un tema permitido, la vulgarización del pensamiento debería serlo tam­ bién. Un tipo de ideología consiste en las enseñanzas de los filó­ sofos políticos. Estas enseñanzas pueden haber desempeñado un papel político menor, pero esto no se puede saber antes de cono­ cerlas en profundidad. Este conocimiento profundo consiste ante todo en comprender las enseñanzas de los filósofos políticos tal como fueron planteadas por ellos. Sin duda, cada uno se equi­ vocó al creer que su enseñanza era la enseñanza verdadera y abso­ luta acerca de los asuntos políticos: sabemos por una tradición confiable que esa creencia forma parte de una racionalización; pero al proceso de racionalización no se lo comprende tan a fondo como para que no valga la pena estudiarlo en el caso de las mentes más grandes; por lo que sabemos, puede haber dis­ tintos tipos de racionalización. Como consecuencia, es necesa-

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rio estudiar las filosofías políticas tal como fueron entendidas por sus creadores en contraposición al modo en que fueron entendidas por sus partidarios, y distintos tipos de partidarios, pero también por sus adversarios, e incluso por historiadores o testigos indiferentes o distantes. La indiferencia no ofrece una protección suficiente contra el peligro de identificar la visión del fundador con una concesión común a las visiones de sus parti­ darios y a las de sus adversarios. Podemos afirmar que la com­ prensión genuina y por lo tanto necesaria de las filosofías polí­ ticas se hizo posible a causa del debilitamiento de todas las *■ tradiciones; la crisis de nuestra era puede ofrecernos la ventaja accidental de permitirnos comprender de un modo nuevo o no tradicional lo que hasta ahora fue entendido sólo de un modo tradicional o derivado. Esto puede aplicarse en especial a la filosofía política clásica, que durante un largo período de tiempo fue vista sólo a través de la lente de la filosofía política moderna y sus diversos sucesores. Las ciencias sociales no harían honor a su pretensión si no alcanzan una comprensión genuina de la filosofía política pro­ piamente dicha y, por ende, ante todo, de la filosofía política clásica. Com o se señaló, no se puede suponer que dicha com­ prensión se encuentra disponible. En la actualidad se afirma a menudo que una comprensión tal no es posible: que toda com­ prensión histórica está sujeta al punto de vista del historiador, y en particular a su país y su tiempo; que el historiador no puede comprender una enseñanza tal como la planteó su creador sino que por fuerza la entiende de una forma distinta a éste; que nor­ malmente la comprensión del historiador es inferior a la com­ prensión del creador; que, en el mejor de los casos, la com ­ prensión será una transformación creativa de la comprensión original. Sin embargo, es difícil pensar que exista una trans­ formación creativa de la enseñanza original si no fuera posible

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comprender la enseñanza original como tal. Además, pode­ mos conceder que el punto de vista inicial del historiador que estudia una enseñanza expuesta en el pasado difiere por fuerza de la de su creador o, en otras palabras, que la pregunta que el historiador dirige a su autor por fuerza difiere de la pregunta que éste intentó responder; pero sin duda el deber principal del historiador consiste en interrumpir su pregunta inicial y reem­ plazarla por la pregunta que ocupa a su autor, o en aprender a entender el tema en cuestión desde el punto de vista de su autor. En la medida en que el científico social triunfa en este tipo de estudios impuestos por los requerimientos de las ciencias socia­ les, no sólo amplia el horizonte de las ciencias sociales actua­ les, sino que trasciende incluso las limitaciones de las ciencias sociales, ya que aprende a mirar las cosas de un modo que pare­ cería prohibido para el científico social. De su lógica habrá apren­ dido que su ciencia se basa en ciertas hipótesis, certezas o pre­ supuestos. Ahora aprende a suspender estos presupuestos. De ahí que se vea obligado a convertir los presupuestos en su tema. Lejos de ser sólo uno de los numerosos temas de las ciencias sociales, la historia de la filosofía política, y no la lógica, resulta ser la búsqueda que se ocupa de las presuposiciones de las cien­ cias sociales. Estas presuposiciones son modificaciones de los principios de la filosofía política moderna, y estos principios a su vez son modificaciones de los principios de la filosofía política clásica. No se puede comprender las presuposiciones de las ciencias sociales actuales sin un retorno a la filosofía política clásica. La ciencia social tiene la pretensión de ser definitivamente supe­ rior a la filosofía política clásica, que sin duda carecía de la presunta comprensión de la diferencia radical entre hechos y valores. Cuando se intenta comprender la filosofía política clá­ sica en sus propios términos, el científico social se ve obligado

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a preguntarse si la distinción es tan necesaria o tan evidente como parece hoy. Se ve obligado a preguntarse si no es la filo­ sofía política clásica y no las ciencias sociales actuales la verda­ dera ciencia de los asuntos políticos. Se desestima esta idea por­ que se cree que un retorno a una posición anterior es imposible. Pero debemos comprender que esta creencia es una suposi­ ción dogmática cuya base oculta es la creencia en el progreso o la racionalidad de los procesos históricos. El retorno a la filosofía política clásica es tan necesario como tentativo o experimental. No es a pesar, sino a causa de su carác» ter tentativo, que se lo debe emprender con seriedad, es decir, sin esquivar nuestras dificultades actuales. No existe el peligro de que se las deje de lado porque son el incentivo mismo de nuestro interés por los clásicos. No es razonable esperar que una comprensión nueva de la filosofía política clásica nos ofrezca recetas para su uso en el presente. Ya que el éxito relativo de la filosofía política moderna produjo un tipo de sociedad por com­ pleto desconocida para los clásicos, un tipo de sociedad para la cual los principios clásicos tal como fueron expuestos y ela­ borados por los clásicos no son aplicables en lo inmediato. Sólo nosotros que vivimos en el presente podemos encontrar una solución a los problemas del presente. Pero una comprensión adecuada de los principios tal como fueron elaborados por los clásicos puede ser el punto de partida indispensable para un análisis adecuado, que nosotros deberemos alcanzar, de la socie­ dad actual con su carácter peculiar, y para la aplicación sabia, que nosotros deberemos alcanzar, de estos principios a nues­ tras tareas. La puesta en duda de la premisa fundamental de las ciencias sociales actuales -la distinción entre valores y hechos- sólo requiere tomar en cuenta las razones que la sustentan así como las consecuencias que se derivan de ellas. Estas considerado-

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nes nos llevan a entender que esta distinción forma parte de un asunto mayor. La distinción es ajena a la comprensión de los asuntos políticos que pertenecen a la vida política pero resulta necesaria, al parecer, cuando la comprensión de los ciudadanos acerca de los asuntos políticos es sustituida por la comprensión científica. La comprensión científica implica una ruptura con la comprensión precientífica y, sin embargo, al mismo tiempo, es dependiente de la comprensión precientífica. Más allá de si es o no posible demostrar la superioridad de la comprensión científica respecto de la comprensión precientífica, la com ­ prensión científica es secundaria o derivada. De ahí que la cien­ cia social no pueda alcanzar la lucidez acerca de sus actos si no posee una comprensión coherente e integral de lo que a menudo se llama el sentido común de los asuntos políticos, es decir, si no comprende en primer lugar lo político tal como lo entien­ den los ciudadanos o los hombres de Estado; sólo si posee dicha comprensión coherente e integral de su base o matriz puede llegar a demostrar la legitimidad, y a hacer inteligible el carác­ ter, de esa modificación peculiar de la comprensión primaria de lo político que es su comprensión científica. Sostenemos que esta comprensión coherente e integral de lo político está a nuestra disposición en la Política de Aristóteles, precisamente porque la Política contiene la forma original de la ciencia polí­ tica: esa forma en que la ciencia política no es otra cosa que la forma plenamente consciente de la comprensión del sentido común de lo político. La filosofía política clásica es la forma primaria de la ciencia política porque la comprensión del sen­ tido común de lo político es primaria. Nuestra descripción del carácter de la Política es manifies­ tamente provisional. El "sentido común” tal como se lo utiliza en esta descripción es entendido en contraposición a la “cien­ cia”, es decir, en primer lugar a la ciencia natural moderna, y por

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ende presupone la “ciencia” mientras que la propia Política no presupone la “ciencia” Primero intentaremos alcanzar una com­ prensión más adecuada de la Política mediante la consideración de las objeciones a las que se expone nuestro argumento.

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Sobre la Política de Aristóteles

Según la visión tradicional, no fue Aristóteles sino Sócrates el fundador de la filosofía o ciencia política. Para ser más preci­ sos, de acuerdo con Cicerón, Sócrates fue el primero que hizo descender la filosofía desde el cielo, quien la estableció en las ciudades, la introdujo además en los hogares y la obligó a inte­ rrogar la vida y las costumbres de los hombres, así como lo bueno y lo malo. En otras palabras, Sócrates fue el primer filó­ sofo que se ocupó principal o exclusivamente no de asuntos divinos o celestiales sino de asuntos humanos. Lo divino y celes­ tial es aquello ante lo que el hombre se inclina o que se encuen­ tra por encima del hombre; se trata de asuntos sobrehuma­ nos. Lo humano es lo bueno y lo malo para el hombre, y en particular lo justo y lo noble, y sus opuestos. Cicerón no afirma que Sócrates haya hecho descender la filosofía del cielo a la tierra, ya que la tierra, sin duda el origen de todo lo terrenal y tal vez la más antigua y en consecuencia la mayor de las diosas, es en sí sobrehumana. Lo divino posee un rango superior a lo humano. El hombre manifiesta la necesidad de lo divino pero lo divino no manifiesta la necesidad del hombre. En un pasaje análogo, Cicerón no hace mención del “cielo” sino de la “natu­ raleza”: se refiere a lo más que humano, cuyo estudio Sócrates abandonó para abocarse al estudio de los asuntos del hombre, como “la naturaleza entera”, “el kósmos”,"la naturaleza de todas

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las cosas”. Esto implica que “los asuntos humanos” no son “la naturaleza del hombre”; el estudio de la naturaleza del hom­ bre forma parte del estudio de la naturaleza.1 Cicerón llama nuestra atención sobre el esfuerzo singular requerido para con­ ducir a la filosofía hacia los asuntos humanos: en su origen, la filosofía se aleja de lo humano hacia lo divino o celestial; no es necesario ni es posible utilizar coacción alguna para establecer la filosofía en las ciudades e introducirla en los hogares; pero se debe obligar a la filosofía a regresar a los asuntos humanos de los que en un principio partió. La visión tradicional acerca de los comienzos de la filosofía o ciencia política ya no es aceptada. Antes de Sócrates, se nos dice, los sofistas griegos se abocaron al estudio de lo humano. Por lo que sabemos, el propio Sócrates no se refirió a sus pre­ decesores como tales. Consideremos lo que el hombre que ocupa el lugar de Sócrates en las Leyes de Platón, el extranjero ate­ niense, dice acerca de sus predecesores, acerca de todos o casi todos los hombres que antes de él se ocuparon de interrogar a la naturaleza. Según el extranjero ateniense, estos hombres afir­ man que todo lo que existe tuvo su origen, en última instan­ cia, en y a través de ciertas “primeras cosas” que no son, estric­ tamente hablando, “cosas”, sino que son las responsables de la aparición y la desaparición de todo lo que nace y muere; son lo primigenio. Estas primeras cosas y aquello que nace de ellas son lo que estos hombres denominan “naturaleza”; tanto las primeras cosas como todo aquello que surja a través de éstas, en oposición a las acciones humanas, lo hacen “por naturaleza”. Lo que es por naturaleza se encuentra en el polo opuesto de lo i Cicerón, D isputaciones tusculanas V 10, y B ruto 31. Cf. Jenofonte, M em orables 1 i.n -12 y 1.15- 16, H ierón 7.9, E conóm ico 7.16 y 7.29-30, asi como Aristóteles, M etafísica 98781-2 y É tica nicom aquea 109487, 14-17; 11418,20- 22, 87-8; 1143821-2* 1177831-33.

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que es por nóm os (que en general se traduce como “ley” o “con­ vención” ), esto es, aquello que no sólo no existe por sí mismo, ni por la acción del hombre propiamente dicha, sino que existe sólo porque hay hombres que sostienen o postulan su existen­ cia, o porque acuerdan acerca de su existencia. Los hombres a los que se opone el extranjero ateniense afirman ante todo que los dioses existen sólo por ley o convención. Para nuestro actual propósito, en lo inmediato es más importante señalar que según estos hombres el arte o ciencia política tiene poco que ver con la naturaleza, y que por lo tanto no se trata de un asunto serio. El argumento que utilizan es que lo justo tiene una raíz convencional y que lo noble por naturaleza difiere por completo de lo noble por convención: el modo de vida justo o recto por naturaleza consiste en ser superior a los otros o en subordinar­ los, mientras que el modo de vida justo o recto por convención consiste en estar al servicio de los demás. El extranjero ateniense está completamente en desacuerdo con sus predecesores. Afirma que hay cosas que son justas por naturaleza. También puede decirse que demuestra a través de sus actos -p o r el hecho de que instruye a legisladores- que considera que el arte o ciencia política es un ejercicio bien serio.2 A fin de poder actuar y hablar como lo hace, el extranjero ate­ niense necesita no abandonar la distinción fundamental de la que parten los hombres a los que se opone. A pesar de que existe una diferencia muy importante entre él y los otros, la distinción entre naturaleza y convención, entre lo natural y lo positivo, sigue siendo tan fundamental para él, y para la filosofía política clásica en general, como lo era para sus predecesores.3 La filo-

2 Leyes 631CI1-2; 69087-03; 8700-2; 888C4-6; 889bi-2,4,04, d-89oa; 89102-3,79, e5-6; 89222-3,02-3; 96737-62. 3 Véase en especial Leyes 757C-e.

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Sofía moderna es en parte responsable de nuestra dificultad para reconocerlo. Lo único que podemos hacer es recordar al lector los puntos más sobresalientes. La distinción mencionada se vol­ vió cuestionable ante todo por el razonamiento que tenía a su vez la finalidad de deshacerse del azar. La “explicación” de un acontecimiento azaroso consiste en comprender que se trata de un acontecimiento azaroso: el encuentro fortuito de dos hom­ bres no deja de ser fortuito si conocemos toda la historia ante­ rior de ambos previa a su encuentro. Hay acontecimientos enton­ ces cuyo origen no puede remontarse de forma significativa a acontecimientos precedentes. Remontar algo a la convención es análogo a remontarlo al azar. Por plausible que una conven­ ción pueda parecer a la luz de las condiciones en las que sur­ gió, ésta debe sin embargo su existencia, su “ validez”, al hecho de que se la “avala” o “acepta”.4 Contra esta visión se presentó el siguiente razonamiento: las convenciones tienen su origen en los actos humanos, y estos actos son tan necesarios, están tan determinados por completo por las causas precedentes, son tan naturales como cualquier acontecimiento natural en el sen­ tido restringido del término: por ende, la distinción entre natu­ raleza y convención sólo puede ser provisional o superficial.5 Sin embargo, esta “consideración universal acerca de la conca­ tenación de las causas” no es útil mientras no se muestre el tipo de causas precedentes relevantes para la explicación de las convenciones. Condiciones naturales como el clima, el carác­ ter de un territorio, la raza, la fauna, la flora parecen ser espe­ cialmente relevantes. Sin embargo, esto significa que en cada caso el “legislador” ha prescripto lo que es mejor para su pue­ blo o que todas las costumbres son razonables o que todos los 4 É tica nicom aquea 1134619-21.

5 Spinoza, Tratado teológico-polltico iv (sec. 1-4 ed. Brudcr).

SOBRE LA POlítlCA DE AR IS T Ó T ELES

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legisladores son sabios. Com o este supuesto entusiasta es insos­ tenible, nos vemos obligados a recurrir también a los errores, las supersticiones y las insensateces de los legisladores. Pero esto sólo puede hacerse si se posee una teología natural de algún tipo, así como un saber acerca de qué constituye el bienestar, el bien común, de un pueblo. Las dificultades encontradas por esta vía para explicar las convenciones hicieron que las perso­ nas acusaran a la noción misma de lo convencional de ser una suerte de construcción: las costumbres y las lenguas, se afirmó, no podían remontarse a ninguna postulación o acto consciente de otro tipo sino sólo al desarrollo, a un tipo de desarrollo en lo esencial diferente del desarrollo de las plantas y los animales pero análogo a éste; un desarrollo más importante y de un rango mayor que cualquier construcción, incluso que la construcción racional acorde con la naturaleza. No vamos a insistir en el parentesco entre la noción clásica de “naturaleza” y esta noción moderna de “desarrollo”. Es más urgente señalar que en parte como consecuencia de la noción moderna de “desarrollo”, la distinción clásica entre naturaleza y convención, según la cual la naturaleza posee una dignidad mayor que la convención, ha sido recubierta por la distinción moderna entre naturaleza e historia, según la cual la historia (el reino de la libertad y los valores) posee una dignidad mayor que la naturaleza (que carece de propósitos o valores); por no afirmar, como se ha hecho, que la historia incluye a la naturaleza que es esencialmente relativa para la mente esencialmente histórica. Regresemos al extranjero ateniense que, a diferencia de sus predecesores, toma en serio el arte o la ciencia política porque reconoce que hay cosas que son justas por naturaleza. Éste remonta su divergencia de sus predecesores al hecho de que aquéllos sólo admitían cuerpos como primeras cosas mientras que, según él, el alma no deriva del cuerpo o no es inferior a él,

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sino que por naturaleza tiene soberanía sobre el cuerpo. En otras palabras, sus predecesores no reconocían lo suficiente la dife­ rencia fundamental entre cuerpo y alma.6 El estatus de las cosas justas depende del estatus del alma. La justicia es el bien común par excellence’, si ha de haber cosas justas por naturaleza, debe haber cosas comunes por naturaleza; pero parecería que el cuerpo, por naturaleza, pertenece a cada uno o es privado.78 Aristóteles llega al final de este camino cuando afirma que la asociación política existe por naturaleza y que el hombre es político por naturaleza porque es el ser caracterizado por el habla o la razón, y por lo tanto es capaz de realizar la unión más perfecta y más intima posible con sus pares: la unión a través del pensamiento puro.6 La afirmación del extranjero ateniense se ve confirmada por lo que Aristóteles dice acerca del modo en que los sofistas tra­ tan lo político. Aristóteles afirma que los sofistas, o bien iden­ tifican la ciencia política con la retórica, o bien la subordinan a ésta. Si no hay cosas que sean justas por naturaleza o no hay un bien común por naturaleza, si por lo tanto el único bien natural es el bien de cada hombre, se deduce que el sabio no va a dedicarse a la comunidad sino sólo a utilizarla para sus pro­ pios fines o a evitar que la comunidad lo utilice para su propio fin; pero el instrumento más importante con este propósito es el arte de la persuasión y, en primer lugar, la retórica forense. Alguien podría decir que la forma más completa en que puede utilizarse o sacar provecho de la comunidad política es el ejer­ cicio del poder político, especialmente del poder tiránico, y que ese ejercicio requiere, como demostró luego Maquiavelo, un

6 Leyes 8910-4. 65-892)11; 896blO-cj. 7 Leyes 739c6-di (c£ República 464, Minos y Apología de Sócrates; el tema de los diálogos, en la medida en que son revelados por los títulos, son en su mayoría políticos. El hecho de que el nombre de Sócrates no aparezca en ningún título excepto en la Apología de Sócrates no es casual. Jenofonte dedicó cuatro obras a Sócrates y tam poco m enciona el nom ­ bre de Sócrates excepto en su Apología de Sócrates; su obra más extensa dedicada a Sócrates no lo m enciona en su título com o 7 República 49238-49436.

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uno esperaría a partir de su contenido; Jenofonte, al igual que Platón, de form a deliberada se abstiene de m encionar a Sócra­ tes en un título excepto cuando éste aparece ligado a una "apo­ logía”. La Apología de Sócrates de Platón presenta el inform e solemne y oficial del modo de vida de Sócrates, el informe que dio a la ciudad de Atenas cuando se vio obligado a defenderse de la acusación de haber com etido un delito capital. Sócrates da a este inform e el nombre de conversación.8 Es su única con­ versación con la ciudad de Atenas, y no es más que una conver­ sación incipiente: se trata más bien de un m onólogo. En este informe oficial, Sócrates se extiende en la descripción del tipo de personas con las que solía tener conversaciones. Al parecer, conversaba con muchos ciudadanos atenienses en espacios públi­ cos, en las mesas de los cambistas en el m ercado. Su peculiar “negocio”, que lo hizo sospechoso a los ojos de sus conciudada­ nos, consistía en poner a prueba su supuesto saber. Interrogaba a todos los que supuestamente poseían algún tipo de conoci­ miento. Pero en su informe detallado menciona sólo a tres tipos de personas: los políticos, los poetas y los artesanos. Es cierto que en una breve repetición agrega a los oradores a las tres cla­ ses m encionadas previam ente, y poco antes de la repetición afirm a que interrogaba a todo ateniense o extranjero al que creyera sabio.9 Pero no se puede negar que según lo sugerido en la Apología de Sócrates, esperaríamos encontrar más diálo­ gos platónicos que incluyeran conversaciones de Sócrates con atenienses comunes y, en particular, con políticos, artesanos y poetas atenienses, en lugar de las conversaciones de Sócrates con sofistas y retóricos extranjeros, y otras personas de esta índole, incluidos en los diálogos platónicos. El Sócrates platónico es

8 37a6 -7; cf. 39«-5 y Gorgias 45532-6 . 9 Cf. 17C8-9,191J2-3,2ie6-223i (y contexto) con 23bs-6 y 23e3-24ai.

SOBRE I A R t P á B U t A DE H A I Í N

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famoso o se lo ridiculiza por hablar de zapateros y personas simi­ lares; pero nunca lo vemos u oím os hablar con zapateros o per­ sonas similares. En los actos (a diferencia de lo que muestra la presentación que hace de sí mismo en su único discurso público) habla con personas que no pertenecen a) vulgo sino, de una forma u otra, a una elite, aunque nunca, o casi nunca, a la elite en el sentido superior. Jenofonte dedica un capítulo entero de sus

M emorables, aunque un solo capítulo, a m ostrar lo útil que era Sócrates para los artesanos cuando hablaba con ellos. En el capí­ tulo siguiente, Jenofonte registra una conversación entre Sócra­ tes y una m ujer herm osa de costum bres ligeras que estaba de visita en Atenas.10 En los diálogos platónicos se m encionan con­ versaciones que Sócrates tuvo con mujeres famosas (D iotim a y Aspasia) pero en escena sólo vemos y oím os a una mujer, y a ésta sólo una vez: su esposa Jantipa. Ante todo, Platón no pre­ senta ninguna conversación entre Sócrates y los hom bres del

démos, en particular los artesanos. Sólo presenta una conver­ sación de Sócrates con poetas y muy pocas con atenienses que fueran políticos en actividad o retirados en el m om ento de la conversación, a diferencia de lo que sucede con los jóvenes pro­ misorios. Es ante todo a través de la selección de las conversa­ ciones, además de los títulos, que notamos la presencia del pro­ pio Platón com o alguien distinto de sus personajes. La división de los diálogos platónicos que sigue en eviden­ cia es la distinción entre los diálogos representados, de los que hay 26, y los diálogos narrados, de los que hay nueve. Los diá­ logos narrados están narrados por Sócrates (seis) o por alguien más m encionado por el nom bre (tres) y son narrados a alguien mencionado (dos), a un com pañero no m encionado (dos), o a un público indeterm inado (cin co). Platón está presente en la 10 m 1 0 - iL

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Apología de Sócrates, que es un diálogo representado, y está ausente en el Fedón, que es un diálogo narrado. No hay que infe­ rir de esto que Platón haya estado presente en todos los diálo­ gos representados y ausente de todos los diálogos narrados. Más bien hay que decir que Platón nos habla directam ente, sin la interm ediación de sus personajes, tam bién por el hecho de que presentó la mayoría de los diálogos com o representados, y los otros com o narrados. Cada una de estas dos formas posee sus ventajas particulares. El diálogo representado no carga con las innumerables repeticiones de “dijo” y “dije”. Por otro lado, en el diálogo narrado un participante de la conversación relata algo de forma directa o indirecta a personas que no participaron del diálogo, y por lo tanto a nosotros, mientras que en el diá­ logo representado no hay un puente entre los personajes del diálogo y el lector; en un diálogo narrado, es posible que Sócra­ tes nos diga cosas que no hubiera podido decir por decoro a sus interlocutores, por ejem plo, por qué dio cierto giro a una con ­ versación, o lo que pensaba de sus interlocutores; por lo tanto, puede revelarnos algunos de sus secretos. Platón mismo no nos dice qué significa su división de los diálogos en representados y narrados, ni por qué un diálogo en particular está narrado o representado. Pero nos permite entrever su m étodo de trabajo al hacernos testigos de la transformación de un diálogo narrado en uno representado. Sócrates había narrado su conversación con Teeteto al megarense Euclides; Eudides, quien aparente­ mente no tenía tan buena m em oria com o otros personajes pla­ tónicos, escribió lo que había dicho Sócrates, pero no textual­ mente com o Sócrates lo había narrado, sino “om itiendo (...) las partes narrativas entre los discursos” com o cuando Sócrates dice “dije” y “Teeteto estuvo de acuerdo”;" Euclides transformó ii Teeteto 142C8-143C5.

SOBRE I A BCfÚBlIC* DE PL AT ÓN

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un diálogo narrado en un diálogo representado. Las expresio­ nes utilizadas por Euclides son utilizadas por Sócrates en la

República. C om o deja bien en claro allí en un extenso com en­ tario, si un escritor sólo habla com o si fuera uno u otro de sus personajes, es decir, si “om ite” “lo que se encuentra entre los discursos” de los personajes (los “A d ijo” y “ B con testó”), el escritor se oculta por com pleto, y sus escritos son obras dra­ m áticas.12 Está claro que el escritor se oculta a sí m ism o por com pleto también cuando no “om ite lo que se encuentra entre los discursos” sino que confía el relato a uno de sus persona­ jes. Según el Sócrates platónico, tendríam os que decir que Pla­ tón se oculta por com pleto en sus diálogos. Esto no significa que Platón oculte su nom bre; siempre se supo que Platón era el autor de los diálogos platónicos. Significa que Platón oculta sus opiniones. Podemos ir más allá y concluir que los diálo­ gos platónicos son obras dram áticas, sí bien escritas en prosa. Entonces se los debe leer com o obras dramáticas. No podemos atribuir a Platón palabra alguna de sus personajes sin haber tom ado grandes precauciones. Para ¡lustrar esto con nuestro ejem plo, a fin de saber lo que Shakespeare, en contraposición a Macbeth, piensa de la vida, se deben tom ar en cuenta las pala­ bras de M acbeth a la luz de la obra com o un todo; entonces podríamos hallar que según la obra com o un todo la vida no ca­ rece de sentido sino que pierde el sentido para aquel que infringe la ley sagrada de la vida; o bien el orden sagrado se restaura, o bien la infracción de la ley tiene com o resultado la autodestrucción; pero dado que la autodestrucción se muestra para el caso de M acbeth, un ser humano de un tipo particular, debe­ ríamos preguntarnos si la aparente lección de la obra es ver­ dadera para todos los hom bres, o si es universal; habría que 12 República 3920-39406.

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preguntarse sí lo que parece ser una ley natural es de hecho una ley natural, dado que la violación de M acbeth a la ley de la vida al m enos en parte tiene su origen en seres sobrenaturales. Del m ism o modo debemos entender los “discursos” de todos los personajes platónicos a la luz de los “actos”. Los “actos” son, en prim er lugar, la escena y la acción del diálogo individual: ¿sobre qué tipo de hombres actúa Sócrates con sus discursos? ¿Cuál es la edad, el carácter, las habilidades, la posición en la sociedad y la apariencia de cada uno? ¿Cuándo y dónde ocu ­ rre la acción? ¿Sócrates logra su propósito? ¿Su acción es volun­ taria o alguien se la impone? Quizá la intención principal de Sócrates no sea enseñar una doctrina sino más bien educar a seres humanos: hacerlos m ejores, más justos o refinados, más conscientes de sus lim itaciones. Ya que para que los hom bres puedan recibir una enseñanza genuina, prim ero tienen que estar dispuestos a hacerlo; deben haber tom ado conciencia de su necesidad de recibirla; deben liberarse de los hechizos que los vuelven obtusos; esta liberación se alcanza no tanto a tra­ vés de los discursos com o a través del silencio y los actos -p o r la acción silenciosa de Sócrates, que difiere de sus discursos-. Pero los “actos” tam bién incluyen los “hechos” relevantes que no se m encionan en los “discursos” y que, sin embargo, eran conocidos por Sócrates o Platón; es posible que un discurso socrático dado que persuada a todo su público no coincida con los “hechos” conocidos por Sócrates. Nos guían a estos “hechos” en parte los detalles no tem áticos y en parte observaciones al parecer casuales. Es relativam ente fácil com prender los dis­ cursos de los personajes: todo aquel que los escuche o los lea se da cuenta. Pero percatarse de lo que en cierto sentido no se dice, percibir cóm o se dice lo que se dice, es más difícil. Los dis­ cursos se ocupan de algo general o universal (por ejem plo, la justicia) pero tienen lugar en un escenario particular o indi-

SOBRE I A RIPÚ81IC* DE PL AT ÓN

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vidual: estos seres hum anos conversan en un m om ento y un lugar determinados acerca del tema universal; entender los dis­ cursos a la luz de los actos significa entender cóm o el trata­ m iento filosófico del tema filosófico se modifica por lo parti­ cular o lo individual, o cóm o se transform a en un tratam iento retórico o poético, o cóm o se recupera el tratam iento filosó­ fico im plícito en el tratam iento poético o retórico explícito. Para decirlo de otro m odo, com prender los discursos a la luz de los actos transform a lo bidim ensional en algo tridim en ­ sional, o más bien recupera la tridim ensionalidad original. En pocas palabras, no se puede tom ar demasiado en serio la ley de la necesidad logográfica. Nada es casual en un diálogo platónico; todo es necesario en el lugar en el que ocurre. Todo lo que sería casual fuera del diálogo se vuelve significativo den­ tro del mismo. En todas las conversaciones reales el azar juega un papel im portante pero todos los diálogos platónicos son radicalmente ficticios. El diálogo platónico se basa en una fal­ sedad esencial, una falsedad bella o em bellecedora, a saber, el rechazo del azar. Cuando Sócrates explica en la República qué es una obra dra­ mática contraponiéndola a otro tipo de poesía, el austero Adim anto piensa sólo en la tragedia. Del m ism o m odo, el lector austero de los diálogos platónicos - y lo primero que Platón hace a sus lectores es convertirlos en personas austeras- entiende que el diálogo platónico es un nuevo tipo de tragedia, acaso la más excelsa y del m ejor tipo. Sin embargo, Sócrates agrega a la m en­ ción que Adimanto hace de la tragedia las palabras “y la com e­ dia”.13 En este punto nos vemos en la necesidad de recurrir a un autor no sólo distinto de Platón, sino a un autor que éste no pudo haber conocido dado que vivió muchos siglos después 13 República 3 94b ó-C 2.

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de la m uerte de Platón. Tenemos un motivo. Tenemos acceso a Platón sólo por la tradición platónica, ya que es a esta tradición que debem os las interpretaciones, las traducciones y las edi­ ciones de su obra. La tradición platónica ha sido durante muchos siglos la tradición del platonism o cristiano. La bendición que debemos a esta tradición no debe cegarnos al hecho de que existe una diferencia entre el platonism o cristiano y el primitivo. No es de extrañar que quizás el m áxim o colaborador en el esfuerzo por com prender esta diferencia haya sido un santo cristiano. Estoy pensando en Tomás M oro. Su Utopía es una im itación libre de la República de Platón. La república perfecta de M oro es m ucho m enos austera que la de Platón. C om o M oro com ­ prendió muy bien la diferencia entre discursos y actos, para expresar la diferencia entre su república perfecta y la de Platón hizo que su república perfecta fuera explicada en detalle des­ pués de una cena, mientras que la discusión de la república de Platón ocupa el lugar de la cena. En el capítulo trece de su D iá­

logo de la fortaleza contra la tribulación, M oro afirma: “Y para probar que esta vida no es tiempo de reír, sino más bien el tiempo de lágrimas, hallamos que nuestro mismo salvador lloró dos o tres veces, pero no encontram os una ocasión en que ría. No juraré que nunca lo hizo, pero al menos no dejó ejemplo de ello. Sin embargo, nos dejó ejemplos de su llanto”. M oro debe haber sabido que lo contrario es cierto del Sócrates de Platón - o del de Jenofonte-: Sócrates no nos dejó ejemplo de su llanto; sí dejó, en cam bio, ejemplos de su risa.'4 La relación entre la risa y el llanto es similar a la de la tragedia y la comedia. En consecuencia, podemos afirmar que la conversación socrática, y por ende el diálogo platónico, es más afín a la comedia que a la tragedia. Esta cercanía se puede observar también en la República de Pla­ 14 Fe d ó n 115C5; J e n o f o n t e , A p o lo g ía d e Sócrates 28.

SOBRE LA RfPÚBlICA DE PL AT ÓN

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tón, que tiene gran afinidad con La asam blea de las mujeres de Aristófanes.15 La obra de Platón está compuesta por m uchos diálogos por­ que imita la multiplicidad, la variedad, la heterogeneidad del ser. Los diversos diálogos form an un kósmos que m isteriosa­ mente im itan al misterioso kósmos. El kósmos platónico im ita o reproduce su m odelo para despertarnos al m isterio del modelo y para asistirnos en la articulación del misterio. Hay muchos diálogos porque el todo está com puesto de muchas partes. Pero el diálogo individual no es un capítulo de una enci­ clopedia de las ciencias filosóficas o de un sistema filosófico, y m enos aun una reliquia de una etapa en el desarrollo de Pla­ tón. Cada diálogo se ocupa de una parte; revela la verdad acerca de esa parte. Pero la verdad acerca de una parte es una verdad parcial, una verdad a medias. Cada diálogo, nos atrevemos a decir, se aparta de algo que es esencial al tema del diálogo. Si esto es así, el tema tal com o se lo presenta en el diálogo es, estric­ tamente hablando, imposible. Pero si a lo im posible - o a cierto tipo de im posibilidad- se lo trata com o posible, su sentido será ridículo o, com o se suele decir, cóm ico. El núcleo de toda com e­ dia de Aristófanes es algo imposible de este tipo. El diálogo pla­ tónico lleva a térm ino aquello que se podía pensar com o com ­ pletado por Aristófanes. La República, la obra política más famosa de Platón, la obra política más famosa de todos los tiempos, es un diálogo narrado cuyo tema es la justicia. M ientras que el escenario de la con ­ versación queda bastante claro, no sucede lo mismo con la época, 15 Cf. La asamblea de las mujeres 558-567,590-591,594-598,606,611-614,635643,655-661,673-674 y 1029 con República 442dio-443a7,416CI3-5,41736-7, 4 ó4 b8 -c3, 37ib-c, 42084-5,457« 0 -d3, 46 ic8-d2 ,465b!-4,464d7-e7,4l6d6-7, 493d6. Cf. República 451C2 con Tesmoforias 151,452b6-c2 con Lisistrata 676678 y 473ds con Lisistrata 772. Véase también 42oei-42ib3.

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es decir, el año en que ocurre. Carecemos por lo tanto de cierto conocim iento sobre las circunstancias políticas en las que suce­ dió la conversación acerca del principio político. Sin embargo, no estamos por com pleto a oscuras acerca de este punto. En la

República, Sócrates cuenta la historia de un descenso. El día anterior, había bajado en com pañía de Glaucón desde Atenas hacia el Pireo, el asiento de la armada y el poder com ercial ate­ nienses, el bastión de la democracia. No bajó al Pireo para man­ tener allí una conversación sobre la justicia sino para rezar a la diosa - t a l vez una diosa nueva y ajena a A ten as- y al m ism o tiempo porque tenía el deseo de observar el nuevo festival que no sólo incluía una procesión autóctona sino también una pro­ cesión extranjera. Cuando se da prisa para volver a la ciudad, Sócrates y sus acompañantes son interceptados por unos con o­ cidos que los inducen a ir a la casa de uno de ellos, un m eteco adinerado, desde donde se supone que irán, después de cenar, a ver una nueva carrera de antorchas en honor de la diosa, así como a un festival nocturno. En esa casa se encuentran con otros hombres. Los synotites (quienes están junto a Sócrates en la oca­ sión y son m encionados por el nom bre) son diez en total, de los cuales sólo cinco son atenienses mientras que cuatro son meteeos y uno un famoso maestro extranjero de retórica. (Sólo seis de los diez participan de la conversación.) C laram ente nos encontram os en el polo opuesto de la Atenas antigua, del sis­ tema de gobierno ancestral, de la Atenas de los luchadores de Maratón. Respiramos el aire de lo nuevo y lo extraño: de la deca­ dencia. En todo caso, Sócrates y sus principales interlocutores, Glaucón y Adim anto, dem uestran que están muy preocupa­ dos por la decadencia y piensan en la restauración de la salud política. La acusación más severa pronunciada alguna vez con­ tra la dem ocracia imperante, el sistema de gobierno nuevo que favorece la novedad, fue pronunciada en la República sin que nin­

SOBRE IA K IP Ú B IIC A DE PLAT ÓN

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guna voz saliera en su defensa. Además, Sócrates hace propuestas de reformas muy radicales sin encontrar una resistencia seria. Algunos años después de la conversación, hom bres vinculados a Sócrates y Platón por parentesco o amistad intentaron una restauración política, depusieron la dem ocracia y restauraron un régimen aristocrático consagrado a la virtud y a la justicia. Entre otras cosas, establecieron una autoridad denom inada los Diez en el Pireo. Sin em bargo, los personajes de la Repú­

blica (Polemarco, Lisias y Nicerato) fueron meras víctimas del régimen, que se conoce por el nom bre de los Treinta Tiranos. La situación se parece a la del Laques, donde Sócrates discute acerca del coraje con generales vencidos o a punto de ser derro­ tados, y a la del Carmides, donde discute sobre la moderación con futuros tiranos; en la República discute sobre la justicia en presencia de las víctimas de un intento fallido de hombres muy injustos por restaurar la justicia.'6 Estamos preparados enton­ ces para la posibilidad de que la restauración buscada en la Repú­

blica no ocurra en el plano político. El carácter de la restauración socrática comienza a revelarse por la acción que precede a la conversación. La conversación acerca de la justicia no es del todo voluntaría. Cuando Sócra­ tes y Glaucón regresan apurados, Polemarco (el com andante militar) los ve a lo lejos y manda a sus esclavos para que los sigan y les ordenen esperarlo. No es Sócrates sino G laucón quien responde al esclavo que lo van a esperar. Poco después, Pole­ m arco aparece en com pañía de Adimanto, Nicerato y otros a los que no se m enciona por el nom bre; el nom bre de Adimanto,16 16 Lisias, Contra Eratóstenes 4-23; Jenofonte, Helénica n 3.39,4.19,38; Platón, Séptima Carta 324C5; Aristóteles, Política 1303IMO-U y Constitución de los atenienses 35.1. El arconte polemarca era el magistrado ateniense a cargo de los juicios en los que estaban involucrados los metecos (Aristóteles, Constitución de los atenienses 68).

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el hom bre más im portante del grupo, se coloca en el centro como corresponde. Polemarco, señalando la superioridad numé­ rica y por lo tanto braquial de su grupo, exige a Sócrates y a Glaucón que se queden en el Pireo. Sócrates responde que podría persuadirlo para evitar la coerción. Sin embargo, replica Pole­ marco, él y su grupo pueden ser inmunes a la persuasión si se niegan a escuchar. Entonces Glaucón, y no Sócrates, se doblega a la fuerza. Por suerte, antes de que Sócrates tuviera que doble­ garse también a la fuerza, Adimanto comienza a utilizar la per­ suasión; les prom ete a Sócrates y a G laucón un espectáculo nuevo si se quedan: una carrera de antorchas a caballo en honor de la diosa que es muy em ocionante no a causa de la diosa, sino de los caballos. Polemarco, siguiendo a Adimanto, les pro­ mete además otro espectáculo para después de la cena y una nueva atracción. Entonces Glaucón, y no Sócrates, toma la deci­ sión, su tercera decisión: “parece que deberíamos quedarnos” El voto es ahora casi unánim e en favor de que Sócrates y Glau­ cón se queden en el Pireo: Sócrates no tiene otra opción salvo acatar la decisión de la abrum adora mayoría. Los votos tom a­ ron el lugar de las balas: los votos son convincentes sólo m ien­ tras se recuerde a las balas. Debem os entonces la conversación sobre la justicia a una com binación de com pulsión y persua­ sión. Ceder a dicha com binación, o a cierta com binación de este tipo, es un acto de justicia. La justicia misma, el deber, la obli­ gación, com binan la compulsión y la persuasión, la coerción y la razón. Sin embargo, la iniciativa pronto pasa a Sócrates. Debido a su iniciativa, toda la excursión e incluso la cena se olvidan por com pleto y son reemplazadas por una conversación acerca de la justicia que debe haber durado desde el anochecer hasta la mañana siguiente. En particular la parte central de la conver­ sación debe haber sucedido sin el beneficio de la luz natural del

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sol y tal vez bajo una fuente de luz artificial (cf. el principio del libro quinto). La acción de la República prueba entonces ser un acto de m oderación, de autocontrol con respecto a los pla­ ceres, e incluso a las necesidades, del cuerpo, y con respecto al placer de visitar lugares de interés o de satisfacer la curiosidad. Esta acción también revela el carácter de la restauración socrá­ tica: la alim entación del cuerpo y de los sentidos es reempla­ zada por la alim entación de la mente. Pero, sin embargo, ¿no fue el deseo de visitar un lugar de interés lo que indujo a Sócra­ tes a bajar al Pireo, donde se vio obligado a permanecer y, por lo tanto, a involucrarse en la conversación acerca de la justicia? ¿Sócrates es castigado por un exceso por otros o por sí mismo? De igual m odo que su estadía en el Pireo se debió a una com ­ binación de compulsión y persuasión, su descenso al Pireo se debió a una com binación de devoción y curiosidad. Parecería que su descenso al Pireo seguirá siendo un m isterio a menos que supongam os que fue inducido por su devoción, que se distingue de un deseo. Sin embargo, no debem os olvidar que descendió ju nto a Glaucón. No podemos excluir la posibilidad de que haya bajado al Pireo por Glaucón y a pedido de Glau­ cón. Después de todo, hasta donde podemos observar, todas las decisiones previas a la conversación fueron tomadas por Glau­ cón. Jenofonte17 nos cuenta que Sócrates, que estaba bien dis­ puesto hacia G laucón por Carm ides y Platón, lo curó de su am bición política extrema. A fin de lograr esta cura, primero tenía que lograr que tuviera interés por escucharlo mediante una gratificación. El Sócrates platónico puede haber bajado al Pireo ju n to a Glaucón, que estaba ansioso por hacerlo, para encontrar una oportunidad donde no tuviera obstáculos para curarlo de su am bición política extrema. Es innegable que la 1 7 M e m orab les 111 6.

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República proporciona la más espléndida cura concebida alguna vez para toda form a de am bición política. En el com ienzo de la conversación, Céfalo, el anciano padre de Polemarco, y otros dos personajes ocupan el centro. Céfalo es el padre en el sentido pleno, y una de las razones de esto es que es un hom bre que posee riquezas; la riqueza refuerza la paternidad. Céfalo representa lo que parece ser la autoridad más natural. Posee la dignidad propia de la ancianidad, y por lo tanto presenta un régim en basado en la reverencia a lo antiguo, al régimen antiguo en oposición a la decadencia del presente. Pode­ mos creer fácilmente que el régimen antiguo es incluso supe­ rior a cualquier restauración. Aunque es am ante de los discur­ sos, Céfalo abandona la conversación acerca de la justicia cuando apenas comienza para realizar un acto de piedad y nunca regre­ sa: su justicia no requiere de discursos o razones. Después de su partida, Sócrates ocupa el centro. Por elevada que sea la justicia de Céfalo, está animada por la noción tradicional de justicia, y esta noción es deficiente de raíz (366d-e). El antiguo orden es deficiente, porque es el origen del desorden presente: Céfa­ lo es el padre de Polemarco. Y sin duda el meteco Céfalo no es el representante apropiado del antiguo orden, del antiguo régi­ men ateniense. Lo bueno no es idéntico a lo paternal o lo ances­ tral. La piedad es reemplazada por la filosofía. C om o la conversación sobre la justicia no estaba planeada, debem os entender cóm o ocurrió. La conversación comienza con una pregunta que Sócrates dirige a Céfalo. La pregunta es un m odelo de decoro. Le perm ite a Céfalo hablar de todo lo bueno que posee, en cierto modo m ostrar su felicidad, y refe­ rirse al único tema de carácter general acerca del que es conce­ bible que Sócrates aprenda algo de él: qué se siente ser anciano. No cabe duda de que Sócrates rara vez se encuentra con hom ­ bres de la edad de Céfalo (cf. Apología de Sócrates 23C 2) y, cuando

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lo hace, no le ofrecen una oportunidad tan buena com o lo hace Céfalo para hacerles esta pregunta. Por otro lado, en gene­ ral Céfalo conversa sólo con hombres de su edad, con los que suele hablar de la vejez. Céfalo está en desacuerdo con la mayo­ ría de las personas de su edad, pero coincide con el anciano poeta Sófocles, quien elogia la vejez, en particular por el hecho de que los ancianos se liberan del deseo sexual, un am o colé­ rico y salvaje. Es evidente que Céfalo, a diferencia de Sócrates, padeció m ucho som etido a este am o cuando aún no era tan grande; y, a diferencia de Sófocles, que se refirió con tanta dureza al deseo sexual cuando se le preguntó sin delicadeza sobre su experiencia al respecto, saca el tem a de m anera espontánea cuando se le pregunta sobre la vejez en general (cf. ya en 328d24). El prim er tem a m encionado por el prim er interlocutor de Sócrates en la República está vinculado a los males de eros. La vejez entonces es digna de elogio porque libera de los deseos sensuales o conduce a la m oderación. Pero Céfalo se corrige de inmediato: lo relevante para el bienestar de un hom bre no es la edad sino el carácter; para los hom bres de buen carácter, incluso la carga de la vejez es moderada - l o que implica, por supuesto, que la vejez es una carga mayor que la ju ven tu d -. Podríamos pensar en el debilitamiento de la mem oria y del sen­ tido de la vista, pero Céfalo no dice una sola palabra acerca de estas dolencias. Es difícil entender cóm o su ju icio definitivo sobre la vejez puede ser cierto si el deseo sexual, ese azote de la juventud, es una carga tan grande. No debería sorprendernos que Sócrates dude acerca de la afirm ación de Céfalo. Para que Céfalo se revele más plenam ente, Sócrates indica la posibili­ dad de que Céfalo reste im portancia a ios problemas de la vejez no a causa de su buen carácter sino de su gran riqueza. Céfalo no niega que la riqueza sea una condición necesaria para res­ tar importancia a los problemas de la vejez (así, sin percatarse,

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desaconseja a Sócrates, que es pobre, alcanzar una edad avan­ zada) pero sí que sea suficiente: la condición más importante es el buen carácter. Sócrates da a Céfalo una oportunidad para referirse a otra faceta de su moderación -u n a faceta que no debía esperar a la vejez para m anifestarse-, su moderación respecto de la adquisición de riquezas; queda claro, sin lugar a dudas, que la moderación de Céfalo en este sentido es genuina. Sócra­ tes tiene sólo una pregunta más (su tercera y última pregunta antes de la pregunta acerca de la justicia) para Céfalo: ¿cuál es, en su opinión, el m áxim o bien de que disfrutó a causa de su riqueza? El m ism o Céfalo no considera que su respuesta sea muy convincente. Para entenderlo, es necesario haber experi­ mentado la vejez, algo que, aparte de él, ninguno de los pre­ sentes hizo, o al menos una experiencia similar (cf. Fedón 64346): se debe pensar que uno está por morir. Una vez que uno se encuentra en ese estado, se comienza a tem er que sean ciertas las historias que se cuentan acerca del Hades: la posibilidad de que quien haya actuado injustam ente en vida sea castigado, y uno comienza a preguntarse si com etió injusticias en el trato con otros. En esta búsqueda escrupulosa se puede encontrar que uno engañó de manera involuntaria a alguien o le m intió, o que le debe unos sacrificios a un dios o dinero a un ser humano. Sólo si se poseen riquezas se pueden pagar estas deudas antes de que sea tarde. Éste es entonces el m áxim o bien de que Céfalo disfruta a causa de su riqueza desde que com enzó a pensar que va a morir. Se puede notar que el últim o tem a, al igual que el prim ero, se ocupa sólo del estado de Céfalo en el presente: sólo el tema central (su m oderación respecto de la adquisición de riqueza) corresponde al curso com pleto de su vida. La respuesta de Céfalo pudo haber dado lugar a más de una pregunta: ¿cuál fue el máximo bien de que Céfalo disfrutó a causa de su riqueza en la adultez y en la juventud? ¿Cuán confiables

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son las historias acerca del castigo después de la muerte? ¿El engaño involuntario es una acción injusta? ¿Cuán probable es que un hom bre tan m oderado com o C éfalo respecto de la riqueza actúe injustam ente? Sócrates no plantea ninguna de estas preguntas ya que en última instancia conducen de vuelta a la pregunta que sí plantea: ¿es correcta la visión de la justicia implícita en la respuesta de Céfalo? ¿Es lo mismo la justicia que la sinceridad y devolver lo que uno ha tomado o recibido de otro? Sócrates parece lim itar en exceso la visión de Céfalo, el com er­ ciante piadoso, quien se refirió a pagar lo que se debe a los dio­ ses o a los hombres; Sócrates parece ignorar por completo la refe­ rencia de Céfalo a los sacrificios a los dioses. ¿Pudo haber pensado que ofrecer sacrificios significa devolver a los dioses lo que uno recibió de ellos, dado que todo lo bueno que tenemos se lo debe­ mos a los dioses (379c y ss.)? No podemos afirmar que la devo­ lución ocurra de manera natural, con la muerte, ya que en ese caso Céfalo no tendría razones para preocuparse por sus deu­ das con los dioses, por no decir nada del hecho de que Céfalo deja todo lo que posee a sus h ijo s; pero este hecho muestra también que ofrecer sacrificios no es un caso particular de la devolución de lo que se recibió o tom ó. Supongamos entonces que Sócrates considera que ofrecer sacrificios es un acto piadoso distinto de la justicia (cf. 33134 con Gorgias 5 07^ -3) o que limita la conversación a la justicia, que es distinta de la piedad. Para Sócrates es fácil dem ostrar que la visión de Céfalo sobre la justicia es insostenible: un hom bre que tom ó o recibió un arma de un hom bre en su sano ju icio actuaría injustam ente si se la devolviera cuando éste se la pide después de haber enlo­ quecido; del mismo modo, se actuaría injustamente si uno resol­ viera decir sólo la verdad a un loco. Céfalo parece estar a punto de adm itir su derrota cuando su h ijo y heredero Polemarco, actuando con obediencia, acude en defensa de su padre y toma

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su lugar en la conversación. Pero la opinión que defiende no es exactamente la misma de su padre; si se nos permite utilizar una brom a de Sócrates, Polem arco hereda sólo la m itad, tal vez incluso m enos de la mitad, de la capacidad intelectual de su padre. Polemarco ya no sostiene que decir la verdad sea un requi­ sito indispensable de la justicia. Sin saberlo, establece así uno de los principios de la enseñanza de la República. Com o se des­ prende luego de la obra, en una sociedad ordenada es necesa­ rio decir cosas falsas a los niños e incluso a algunos adultos. Este ejemplo revela el carácter de las discusiones que ocurren en el libro primero de la República. Allí Sócrates refuta una serie de opiniones falsas acerca de la justicia. Sin em bargo, esta tarea negativa o destructiva contiene en sí las afirm aciones positivas o edificantes de la mayor parte de la obra. Consideremos desde este punto de vista las tres opiniones acerca de la justicia que se discuten en el libro primero. La opinión de Céfalo, tal com o la retom a Polem arco des­ pués de que su padre se va riéndose y piadosamente, es que la justicia consiste en pagar las propias deudas. Sólo la preocupa­ ción particular de Céfalo puede justificar esta visión tan parti­ cular de la justicia. La visión completa que busca a tientas no es otra que la definición tradicional de la justicia: la justicia con­ siste en devolver, dejar o dar a todos lo que les corresponde, lo que les pertenece.18 Sócrates discrepa con esta visión de la ju s­ ticia en su discusión con Céfalo. En su refutación apela de ma­ nera tácita a otra visión de la justicia que Céfalo sostiene de m anera im plícita, a saber, que la ju sticia es el bien, no sólo para el que da (aquel que es recompensado por su justicia) sino también para el que recibe. Las dos visiones de la justicia no son congruentes. En algunos casos, darle a un hom bre lo que le per­ 18 T o m á s d e A q u í n o , Sum a teológica 2 2 c . 58 a . 1 . C f . C i c e r ó n , Leyes 1 19 y 45.

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tenece es dañino para él. No todos los hombres hacen un uso bueno o sensato de lo que les pertenece, de su propiedad. Si lo juzgam os en térm inos muy estrictos, podríamos estar induci­ dos a afirm ar que muy pocas personas hacen un uso sensato de su propiedad. Si la justicia debe ser buena o benéfica, esta­ ríam os obligados a exigir que cada uno posea sólo lo que le “corresponda* 19 lo que es bueno para cada uno m ientras sea bueno para esa persona. Estaríamos obligados a exigir la abo­ lición de la propiedad privada o la introducción del comunismo. En la medida en que hay un vínculo entre la propiedad pri­ vada y la familia, estaríamos obligados incluso a exigir, además, la abolición de la familia o la introducción del comunismo abso­ luto, es decir, del comunismo respecto de la propiedad, las muje­ res y los niños. Ante todo, muy pocas personas podrían ser capa­ ces de determ inar con exactitud qué y en qué medida algo es bueno para un individuo o, en todo caso, qué es bueno para cada individuo que cuenta; sólo los hom bres con una sabidu­ ría excepcional poseen esta capacidad. Entonces estaríamos obli­ gados a exigir que la sociedad fuera gobernada sólo por hom ­ bres sabios, por filósofos en sentido estricto que ejercieran un poder absoluto. La refutación de Sócrates de la visión que posee Céfalo acerca de la justicia contiene entonces la prueba de la necesidad del comunismo absoluto así com o del gobierno abso­ luto de los filósofos. Esta prueba, com o es casi innecesario decir, se basa en la indiferencia o en la abstracción de una serie de cosas relevantes: es en extrem o “abstracta”. Si se desea com ­ prender la República, se debe intentar encontrar cuáles son estas cosas a las que no se presta atención y por qué no se las toma en cuenta. La República misma, bien leída, proporciona las res­ puestas a estas preguntas. 19 C f . 332C2 y Je n o fo n te . C iropedia 1 3 .17 .

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Mientras que la primera opinión estaba implícita en las pala­ bras de Céfalo pero fue expuesta por Sócrates (e incluso por éste sólo en parte), la segunda opinión es expuesta por Polemarco, aunque no sin la asistencia de Sócrates. Para empezar, la te­ sis de Polem arco se presenta a sí m ism a com o idéntica a la tesis de Céfalo: inmutable ante la refutación de Sócrates, se apro­ pia de la tesis de su padre mientras éste está presente, y la rea­ firma recurriendo a una autoridad adicional, la del poeta Sim ónides. Sólo después de que Céfalo se haya ido y Sócrates haya repetido la refutación de la tesis de Céfalo, Polemarco admite que la primera opinión acerca de la justicia está equivocada y que la opinión de Sim ónides es distinta a la opinión de Céfalo: la opinión de Simónides no está expuesta a la convincente obje­ ción de Sócrates. La tesis de Sim ónides tal com o la entiende Polemarco es que la justicia no consiste en dar a cada uno lo que le pertenece, sino en dar a cada uno lo que es bueno para él. Para ser más precisos, al recordar que Sócrates para refutar la visión de Céfalo había hablado de lo que pertenece a un amigo (331C6), Polemarco afirma en nom bre de Sim ónides que la ju s­ ticia consiste en hacer bien a los amigos. Sólo cuando Sócrates le pregunta qué exige la justicia respecto de los enemigos dice que la justicia también exige que uno haga daño a sus enemi­ gos. La visión según la cual la justicia consiste en ayudar a los amigos y hacer daño a los enemigos es la única de las tres visio­ nes que se discuten en el libro primero de la República, donde se puede decir que el diálogo comienza y termina con un elo­ gio de Sócrates a los poetas com o hombres sabios. También es, según el Clitofonte (4 io a 6 -b i) - e l diálogo que precede a la Repú­

blica en el orden tradicional de las obras de P lató n -, la única visión de la justicia propia de Sócrates. La justicia entendida de este modo es buena, no sólo para quienes la reciben y son buenos con el que la da, sino por esta misma razón también

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para el que la da; esta justicia no necesita el apoyo de premios y castigos divinos, com o sucede con la ju sticia tal com o la entiende Céfalo; por lo tanto, el castigo divino es dejado de lado por Polemarco, quien desde ese m om ento es sucedido por Trasímaco. Sin embargo, la visión de Polem arco está expuesta a dificultades que le son propias. La dificultad no es que la ju sti­ cia entendida en el sentido de Polemarco, ojo por ojo y diente por diente, sea sólo reactiva o no contem ple las acciones por las que originalm ente se crean amigos o enem igos, ya que la justicia, cualquiera que sea el m odo en que se la entienda, pre­ supone cosas que en sí no son justas ni injustas. Se podría decir por ejemplo que todo ser hum ano tiene amigos desde el m o­ mento de su nacim iento, a saber, sus padres (33004-6), y por lo tanto, enemigos, a saber, los enemigos de la familia: ser un ser humano significa tener amigos y enemigos. La dificultad más bien se encuentra en este punto. Si se considera que la justicia es dar a otros lo que les pertenece, lo único que el hom bre justo debe saber es qué pertenece a cada persona con quien trata, o quizá qué le pertenece y qué no le pertenece a él. Este saber lo proporciona la ley, que en principio puede ser conocida con facilidad por todos simplemente prestándole atención. Pero si la justicia es dar a los propios amigos lo que es bueno para ellos, el hombre justo debe juzgar; es él quien debe saber qué es bueno para cada uno de sus amigos; es él quien debe ser capaz de dis­ tinguir de form a correcta a sus am igos de sus enem igos. La ju sticia debe incluir el con ocim ien to de un orden superior. Por no decir más, la justicia debe ser un arte com parable a la medicina, el arte en virtud del cual uno sabe y hace lo que es bueno para los cuerpos humanos y, por lo tanto, también sabe y hace lo que es m alo para ellos. Sin em bargo, esto significa que el m ejor hom bre para curar a sus amigos enfermos y para envenenar a sus enemigos no es el hom bre justo sino el médico;

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pero el médico también es el m ejor hom bre para envenenar a sus amigos. Frente a estas dificultades, Polemarco es incapaz de identificar qué saber o arte acom paña a la ju sticia o es la justicia. Su refutación ocurre en tres etapas. En la etapa cen­ tral, Sócrates le señala la dificultad de conocer a los propios ami­ gos y enemigos. Se puede creer erróneamente que alguien es un am igo o que se recibió un beneficio de éste; al beneficiarlo, uno de hecho estaría beneficiando a un enemigo. También se puede dañar a un hombre que no hace daño a nadie, un hom ­ bre justo o bueno. Parece entonces m ejor decir que la justicia consiste en ayudar al justo y en hacer daño al injusto o (dado que no hay motivo para ayudar a un hom bre que es improba­ ble que nos ayude ni para hacer daño a un hom bre que pudo haber hecho daño a otros pero es im probable que nos haga daño) que la justicia consiste en ayudar a los hombres buenos si son nuestros am igos10 y en hacer daño a los hom bres m a­ los si son nuestros enemigos. Es evidente que la justicia enten­ dida com o la ayuda a los hom bres que nos ayudan es benefi­ ciosa para ambas partes. ¿Pero es ventajoso hacer daño a aquellos que nos hicieron daño? Sócrates plantea esta pregunta en la ter­ cera etapa de su conversación con Polem arco. H acer daño a los seres humanos, del m ism o m odo que hacer daño a perros y caballos, los em peora. Un hom bre ju sto o sensato entonces no hará daño a ningún ser hum ano, del m ism o m odo que no haría daño a un caballo o a un perro (cf. Apología de Sócrates 25C3-e3 y Eutifrón 13312-03). En esta etapa, Sócrates se basa en la premisa de que la justicia es un arte, premisa discutida en la prim era etapa pero ausente de la segunda. Recordemos que Polemarco, se suponía, iba a decir qué arte es la justicia. C om o la justicia se ocupa de los amigos y de los 20 Cf. 45odio-ei con Gorgias 487a.

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enemigos, debe ser algo parecido al arte de la guerra (33264-6): la justicia es el arte que permite a los hom bres convertirse en un equipo de lucha donde cada m iembro ayuda a los otros para que juntos puedan derrotar a sus enemigos e infligir sobre ellos todo el daño que consideren necesario. Sin embargo, Sócrates induce a Polemarco a reconocer que la justicia es útil también en la paz, en el intercam bio pacífico, en asuntos de dinero, pero en realidad no respecto del uso sino de la protección del dinero o de otras cosas; la justicia será entonces el arte de la pro­ tección; sin em bargo, este arte resulta ser idéntico al arte del robo: el conocim iento necesario para la protección es idéntico al necesario para el robo; el hom bre ju sto resulta ser idénti­ co al ladrón, es decir, un hom bre abiertamente injusto. La argu­ mentación no refuta la tesis de Polemarco sino el presupuesto de que la ju sticia es un arte; el guardián honesto y el ladrón son idénticos si se tom a en cuenta sólo el conocim iento, la parte intelectual, de su trabajo, y no sus intenciones morales contra­ puestas. No obstante, la tesis de Polemarco era completamente amoral -é ste era también el motivo por el que no había previsto la diferencia entre los amigos genuinos y los que lo son en apa­ riencia; por lo tanto, obtiene lo que se m erece-. Esta dificultad no existía para el padre de Polemarco, en cuya visión la justicia estaba vinculada con los dioses que todo lo conocen. Sin em bar­ go, esta explicación es insuficiente, ya que Sócrates desconoce la virtud m oral en sí: la virtud es conocim iento. En otras pala­ bras, se debe plantear la siguiente pregunta: qué es la inten­ ción o la voluntad en tanto distintas del conocim iento. ¿La mala intención no carece del conocim iento en que se basa una buena intención? ¿La buena intención no equivale a un conocim iento de cierto tipo? La buena intención se basa en una opinión ausente de la mala intención. Pero toda opinión sobre un tema parece apuntar al conocim iento de ese tem a. Sin una investigación

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no podemos saber siquiera si la justicia es o no un arte com ­ parable al arte de la medicina, a saber, la medicina del alma o la filosofía. El prim er error de Polemarco en la conversación fue abandonar la equivalencia entre la justicia y el arte de la guerra: la justicia en la “paz” es la conducta de los individuos aliados hacia los neutrales; nunca hay sim plem ente paz. En segundo lugar, la refutación de Sócrates a Polemarco es válida sólo sobre la premisa de que la justicia y el robo son incompatibles, pero la compatibilidad de la justicia con la mentira al menos se había establecido en la conversación con su padre, y la palabra griega que designa el acto de robar también puede significar engañar o hacer algo furtivamente. Pero sin lugar a dudas el hecho más im portante es que la refutación com pleta de la tesis de Pole­ marco conduce a la tesis de que la justicia consiste en ayudar a los hombres buenos que son amigos propios y en no hacer daño a nadie: no conduce a la tesis de que la justicia consiste en ayu­ dar a todos, y ni siquiera en ayudar a todos los hombres bue­ nos.11 La justicia no es beneficencia. Tal vez Sócrates quiera decir que hay seres humanos a los que no puede beneficiar: respecto de los idiotas, sólo es posible la justicia negativa (abstenerse de hacerles daño); la justicia consiste en ayudar a los sabios y en no dañar a nadie. Si recordamos que según la afirmación ori­ ginal de Polemarco su tesis es idéntica a la de su padre, podría­ mos decir que la justicia consiste en ayudar a los sabios diciendo la verdad y dándoles lo que les pertenece, y en no hacer esto con los idiotas, con los locos. Por más que esto fuera asi, es seguro que Sócrates quiere decir también algo que es mucho más impor­ tante en lo inmediato. La tesis de Polemarco refleja la opinión más influyente acerca de la justicia - la opinión según la cual la justicia significa espíritu cívico o la preocupación por el bien 21 C f . C ic e r ó n , Sobre la República 1 28. C f . Je n o fo n te , M em orables i v 8.11 y 16 .5 .

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com ún, el consagrarse de lleno a la propia ciudad en tanto ciu­ dad particular que com o tal es enemiga en potencia de otras ciudades, o p atriotism o-. La justicia entendida de este m odo consiste efectivamente en ayudar a los propios amigos, es decir, a los conciudadanos, y en odiar a los propios enemigos, es de­ cir, a los extranjeros. No se puede prescindir de la justicia enten­ dida de este m odo en ninguna ciudad por ju sta que sea, ya que incluso la ciudad más justa es una ciudad, una sociedad particular, cerrada o exclusiva. En consecuencia, Sócrates mismo exige luego (375b-376e) que los guardianes de la ciudad sean por naturaleza amigables con su propio pueblo y duros o seve­ ros con los extranjeros. También exige que se expulse a otras ciudades a los poetas no austeros, que causan un gran perjui­ cio a la ciudad (398a5-bi). Ante todo, exige a los ciudadanos de la ciudad justa que dejen de considerar a todos los seres hum a­ nos com o sus herm anos y que lim iten los sentim ientos y los actos de fraternidad sólo a sus conciudadanos U n d -e ). De las visiones conocidas acerca de la ju sticia expuestas en el libro prim ero de la República , la opinión de Polemarco bien enten­ dida es la única que se conserva entera en la parte positiva o constructiva de la obra. Esta opinión, repitamos, es que la ju s­ ticia es la consagración absoluta al bien com ún; exige que uno entregue todo lo que le pertenece a la ciudad; exige, por lo tanto, un com unism o absoluto. La tercera y última opinión debatida en el libro primero de la República es la que sostiene Trasímaco. La discusión con él conform a la mayor parte del libro primero, aunque no su parte central. Sin embargo, en cierto sentido, forma la parte central de la República com o un todo, a saber, si se divide la obra de acuerdo al cam bio de los interlocutores de Sócrates: (i) CéfaloPolemarco (padre e h ijo ), (2) Trasím aco, (3) G laucón y Adimanto (h erm anos); Trasím aco está solo com o Sócrates pero

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su soledad se parece más bien a la del impío Cíclope. Trasímaco es el único orador de la obra que se muestra enojado y se com ­ porta de modo descortés y hasta salvaje: un hom bre tan mode­ rado com o Sócrates com para su ingreso al debate con una bes­ tia salvaje que se abalanzara sobre Polemarco y sobre él pronta a despedazarlos -Trasím aco, se podría decir, se com porta como una persona tosca, hostil a los discursos, cuyas únicas armas son la violencia y la brutalidad (336b5-6; cf. 4iiei y contexto)-. Parece adecuado que el más salvaje de los presentes sostenga la tesis más salvaje acerca de la justicia. Trasímaco sostiene que la ju s­ ticia es lo que conviene al más fuerte, que es el bien de éste, es decir, es buena sólo para el que la ejerce y mala para el que la recibe; lejos de ser un arte, es una locura; por lo tanto, elogia la injusticia. Trasímaco es indisciplinado y desvergonzado en los actos y en los discursos; sólo se ruboriza a causa del calor. Y si bien no es necesario decirlo, codicia el dinero y el presti­ gio. Podríamos afirm ar que, para Platón, es el modelo del Dis­ curso Injusto, en oposición a Sócrates, que sería su versión del Discurso Justo, si se tom a en cuenta que en Las nubes el Discurso Injusto es el vencedor en el discurso mientras que en la Repú­

blica el vencedor en el discurso es el Discurso Justo. Incluso po­ dríamos afirm ar que Trasímaco es la encam ación de la Injusti­ cia, el tirano, siempre que estuviéramos dispuestos a admitir que Polemarco representa al demócrata (327(7) y Céfalo al oligarca. Pero entonces deberíam os explicar p or qué un tirano podría tener tanto interés com o Trasímaco por transm itir los princi­ pios de la tiranía, ya que de este m odo ayudaría a crear a sus pro­ pios competidores. Además, si se contrasta el comienzo con el final de la sección de Trasím aco (354212-13), observam os que Sócrates logra dom ar a Trasím aco: Sócrates no podría haber hecho lo mismo con Critias. Pero la mansedumbre es afin a la justicia (4 8 6 b io -i2 ): Sócrates logra convertir a Trasím aco en

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alguien un poco más justo. Por ende, sienta las bases para su amistad con Trasímaco, una amistad que nunca estuvo prece­ dida por la enemistad (498c9-d i). Platón nos facilita mucho la tarea de detestar a Trasímaco: para los fines normales, debería­ m os detestar a las personas que actúan y hablan com o Trasí­ maco, nunca im itar sus actos y nunca actuar según sus discur­ sos. Pero hay otros fines a tomar en cuenta. En todo caso, es muy importante para la comprensión de la República, y en general, entender que no deberíamos comportamos con Trasímaco como él lo hace, es decir, con furia, fanatismo o salvajismo. Si observam os entonces sin indignación la indignación de Trasímaco, debemos adm itir que su reacción violenta a la con­ versación de Sócrates con Polemarco es hasta cierto punto una reacción basada en el sentido com ún. Esta conversación llevó a afirm ar que no es bueno hacer daño a nadie, o que la justicia nunca hace daño a nadie. C om o la ciudad en tanto ciudad es una sociedad que en ciertas ocasiones debe entrar en guerra, y la guerra es inseparable del daño a personas inocentes (47ia-b ), la condena sin reservas del daño a otros seres hum anos equi­ vale a la condena de toda ciudad, por justa que sea. Esta con ­ clusión, en efecto, no la plantea Trasímaco, pero está implícita en su tesis. Esta tesis es la mera consecuencia de una opinión que no sólo no es para nada violenta sino que, por el contra­ rio, es muy respetable. Cuando Trasím aco se queda atón ito por primera vez ante el razonamiento de Sócrates, Polemarco aprovecha la oportunidad para expresar con vigor que está de acuerdo con Sócrates. Entonces Clitofonte, com pañero de Tra­ símaco del m ism o m odo en que Polemarco es compañero de Sócrates (cf. también 33ób7 y 3 4 0 C 2 ), sale en defensa de Trasí­ maco. De este modo comienza un breve intercambio entre Pole­ marco y Clitofonte, compuesto en total por siete intervencio­ nes. En el centro de este intermezzo Clitofonte afirma que según

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Trasím aco la ju sticia consiste en obedecer a los gobernantes. Pero obedecer a los gobernantes significa en primer lugar obe­ decer las leyes establecidas por los gobernantes (338d5-e6). Por lo tanto, la tesis de Trasímaco es que la justicia consiste en obe­ decer la ley, o que lo justo es idéntico a lo lícito o lo legal, o a lo prescrito por las costumbres o las leyes de la ciudad. Esta tesis es la tesis más obvia, más natural, acerca de la justicia.21 Cabe señalar que en la República no se hace mención explícita de la visión más obvia de la justicia, y m enos aun se la discute. Se podría decir que ésta es la tesis de la ciudad misma: ninguna ciudad permite el rechazo de sus leyes. Ya que incluso si una ciu­ dad admite la existencia de una ley superior a la ley de la ciudad, esa ley superior debe ser interpretada por una autoridad cons­ tituida com o es debido, que, o bien es instituida por la ciudad, o bien forma parte de una confederación que incluye a muchas ciudades y en dicha confederación nuevamente lo ju sto es lo legal. Si entonces lo justo es idéntico a lo legal, la fuente de la justicia es la voluntad del legislador. El legislador en cada ciu­ dad es el régimen: el tirano, el pueblo, los hombres de excelen­ cia, etc. Cada régimen establece las leyes con vistas a su propia preservación y bienestar, para su propio beneficio. De allí se des­ prende que la obediencia a las leyes o a la justicia no es necesa­ riamente beneficiosa para quienes no pertenecen al régimen o para los gobernados, sino que podría ser mala para ellos. Se podría pensar que el régimen puede establecer las leyes con vistas al bien com ún de los gobernantes y los gobernados. Este bien com ún sería intrínsecamente bueno, no sólo en virtud de la ley o el acuerdo; sería lo justo por naturaleza, sería lo correcto con independencia y más allá de lo que la ciudad declara 2

22 República 35984; Gorgias 504di-3; Jenofonte, Memorables, IV 4.1,12; 6.5-í; Aristóteles, Ética nicomaquea 1129832-34.

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correcto; la ju sticia, en oposición a la tesis de la ciudad, no sería en primer lugar y esencialmente la legalidad. C om o la tesis de la ciudad excluye el bien com ún natural, esta tesis lleva a la conclusión de que la justicia o la obediencia a la ley es necesa­ riam ente para beneficio de los gobernados y perjudicial para ellos. Y en cuanto a los gobernantes, la justicia sim plem ente no existe; ellos son “soberanos”. La justicia es mala porque no tiene por objetivo un bien natural que sólo puede ser el bien de un individuo. La com prensión necesaria para atender al bien propio es la prudencia. La prudencia requiere, o bien que uno desobedezca las leyes cuando pueda escapar al castigo -e n este sentido, la prudencia necesita de una retórica forense-, o bien que uno se convierta en tiran o dado que sólo el tirano puede buscar su propio bien sin ninguna consideración hacia los demás. La tesis de Trasímaco -la tesis del “positivismo legar­ es nada menos que la tesis de la ciudad, la tesis que se destruye a sí misma. Volvamos a considerar ahora las prim eras dos opiniones. Según la opinión de Céfalo, la justicia consiste en dar, dejar o devolver a cada uno lo que le corresponde, lo que le perte­ nece. Pero lo que le pertenece a un hom bre lo determ ina la ley. La justicia en el sentido de Céfalo es entonces sólo una sub­ división de la justicia en el sentido de Trasímaco. (En térm inos aristotélicos, la justicia particular está im plícita en la justicia universal.) La prim era y la tercera opinión acerca de la ju sti­ cia son congruentes. La ley que determ ina lo que pertenece a un hom bre puede ser desaconsejable, es decir, puede asignar a un hom bre algo que no es bueno para él; sólo la sabiduría, que es distinta de la ley, cumple la función de la justicia, es decir, la función de asignar a cada uno lo que es verdaderam ente bueno, lo que es bueno para cada uno por naturaleza. ¿Pero es compatible esta visión de la justicia con la sociedad? La visión

lió

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de Polemarco acerca de la ju sticia, que no im plica la necesi­ dad de la ley, se ocupa de esta dificultad: la justicia consiste en ayudar a los propios amigos en tanto conciudadanos, en con­ sagrarse al bien com ún. ¿Pero es com patible esta visión de la justicia con el interés por el bien natural de cada uno? La parte positiva de la República tendrá que demostrar si estas dos visio­ nes en conflicto acerca de la justicia —reflejadas en las dos visio­ nes de que la justicia es la legalidad o el respeto a la ley13 y que la justicia consiste en consagrarse a la ciu d ad - pueden recon­ ciliarse o cóm o pueden hacerlo. Aquí sólo señalaremos que Pole­ m arco, que al final abandonó la tesis de su padre, tam bién se opone a Trasimaco: en el nivel prim ordial Polemarco y Sócra­ tes coinciden en la defensa del bien com ún. El breve diálogo entre Polemarco y Clitofonte muestra que el diálogo entre Sócrates y Trasimaco, o por lo m enos su parte inicial, tiene el carácter de un juicio. El acusado es Sócrates: Tra­ simaco acusa a Sócrates de haber obrado mal. Es una exigen­ cia de la justicia que “la otra parte”, es decir, Trasimaco, también sea escuchada. Todos escuchan lo que Sócrates nos dice acerca de Trasimaco. Pero también debemos prestar atención a lo que Trasimaco piensa de Sócrates. Sócrates piensa que Trasimaco se comporta com o una bestia salvaje; Sócrates es del todo inocente y está a la defensiva. Trasimaco conocía a Sócrates previamente. Su exasperación actual está condicionada por su experiencia en el o los encuentros previos que tuvo con Sócrates. Trasimaco está seguro de que Sócrates es irónico, es decir, que es un fin­ gidor, un hom bre que se hace pasar por ignorante cuando en realidad conoce muy bien las cosas; lejos de ser ignorante e ino­ cente es astuto y engañoso; y es un desagradecido. El inm oral 23

23 Para comprender la vinculación entre la “ley” y “el bien del individuo”, cf. M inos 31703 y ss.

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Trasimaco está indignado m oralm ente mientras que el moral Sócrates está, o pretende estar, m eram ente asustado. En todo caso, después del arrebato inicial de Trasimaco, Sócrates ofrece sus disculpas por cualquier error que Polemarco o él puedan haber cometido. Trasimaco, por su parte, no sólo se com porta com o un acusador sino com o un hom bre de m áxima autori­ dad. Prohíbe a Sócrates dar ciertas respuestas a sus preguntas. En cierto m om ento le pregunta a Sócrates: “en tu opinión, ¿qué crees que se debería hacer contigo?”. El castigo que Sócrates pro­ pone entonces es para él en realidad una ganancia, un premio. Acto seguido, Trasimaco exige a Sócrates que le pague con dinero. Cuando Sócrates contesta que no tiene dinero, Glaucón da un paso adelante y declara que “todos nosotros contribuiremos con Sócrates”. Es asombroso el parecido entre esta situación y la del día en que Sócrates estuvo ante un tribunal acusado por la ciu­ dad de Atenas de haber dado una “respuesta prohibida” -u n a respuesta prohibida por la ciudad de A tenas- y el herm ano de Glaucón, Platón, entre otros, respondieron por la multa que Sócrates debia pagar. Trasimaco actúa com o la ciudad, se parece a la ciudad y esto significa, según un modo de razonar acepta­ ble tanto para Sócrates com o para Trasimaco (3 5 0 C 7 -7 ), que Trasímaco es la ciudad. Com o él es la ciudad, sostiene la tesis de la ciudad respecto de la justicia y se enoja con Sócrates por su anta­ gonismo implícito a la tesis de la ciudad. Pero es evidente que Trasimaco no es la ciudad. Es sólo una caricatura de la ciudad, una imagen distorsionada de la ciudad, una especie de imitación de la ciudad: él imita a la ciudad; interpreta el rol de la ciudad. Puede interpretar el rol de la ciudad porque tiene algo en común con la ciudad. Com o es un retórico, se parece al sofista, y la ciu­ dad es el sofista par excellence (492a y ss.; Gorgias 46504-5). La retórica de Trasimaco se ocupa en particular de la exaltación y el apaciguamiento de las pasiones iracundas de la multitud, de

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los ataques al carácter de un hombre y de contrarrestar dichos ataques, asi com o del uso de dotes histriónicas en la oratoria.24 Cuando hace su aparición en la República , Trasím aco inter­ preta el rol de la ciudad iracunda. Luego quedará claro en la

República que la ira no es un componente menor de la ciudad. Que la ira o la cólera de Trasímaco no es el núcleo de su ser sino que está subordinada a su arte resulta claro a medida que avanza su conversación con Sócrates. Sócrates llama su aten­ ción sobre la dificultad provocada por el hecho de que los gober­ nantes que dictam inan las leyes exclusivamente en beneficio propio pueden com eter errores. En ese caso, darán órdenes que son perjudiciales para ellos y beneficiosas para sus súbditos; al actuar justam ente, esto es, al obedecer las leyes, los súbditos se beneficiarán, o la justicia será buena. En otras palabras, según la hipótesis de Trasímaco, el bienestar de los súbditos depende por completo de la locura de los gobernantes. Cuando se le señala esta dificultad, Trasímaco declara, después de dudar un poco porque tarda en com prenderlo, que los gobernantes no son gobernantes si cometen errores o cuando lo hacen: el gobernante en sentido estricto es infalible, del m ism o modo en que otros poseedores de conocim iento, los artesanos y los sabios en sen­ tido estricto, son infalibles. Es esta idea de “el con ocedor en sentido estricto” de Trasím aco transform ada con la ayuda de Sócrates en la de “el artesano en sentido estricto” la que Sócra­ tes utiliza con gran acierto contra Trasímaco. El artesano en sen­ tido estricto no busca su propio beneficio sino el de los demás a quienes presta su servicio - e l zapatero hace zapatos para otros, y sólo de forma accidental para él; el médico prescribe cosas a sus pacientes con vistas al beneficio de éstos-; por lo tanto, si gobernar, como admitió Trasímaco, se parece a un arte, los gober24 Fedro 2ó7C 7-ch ; Aristóteles, Retórica 1404313.

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nantes están al servicio de los gobernados, es decir, gobiernan para beneficio de los gobernados. El artesano en sentido estricto es infalible, es decir, hace bien su trabajo, y sólo se ocupa del bie­ nestar de los demás. Sin embargo, esto significa que el arte enten­ dido en sentido estricto es la justicia -la justicia en los actos y no meramente la justicia en intención com o lo es el respeto de la ley-. “El arte es la justicia”, esta proposición es equivalente a la afirmación socrática de que la virtud es el conocimiento. La dis­ cusión de Sócrates con Trasímaco lleva a la conclusión de que la ciudad justa será una asociación donde todos sean artesanos en sentido estricto, una ciudad de artesanos o artífices, de hom ­ bres (y mujeres) que posean en cada caso un trabajo único que realicen bien y al que se dediquen de lleno, es decir, sin atender a su propio beneficio sino sólo por el bien de los demás o por el bien com ún. Esta conclusión permea toda la enseñanza de la

República. La ciudad construida allí com o modelo está basada en el principio “un hombre, un trabajo” o “cada uno se ocupa de sus propios asuntos”. Los soldados son “artífices” de la liber­ tad de la ciudad (395c); los filósofos son los “artífices” de la vir­ tud com ún en su totalidad (sood ); hay un “artífice” del cielo (530a); incluso a Dios se lo presenta com o un artesano, com o el artífice de las ideas eternas (507c, 597). Com o la ciudadanía en la ciudad justa consiste en ser un artesano de uno u otro tipo, y el asiento del oficio o del arte se encuentra en el alma y no en el cuerpo, la diferencia entre los sexos pierde su im portancia o se establece la igualdad de los sexos (45204553; cf. 452a). La m ejor ciudad es una asociación de artesanos: no una asociación de nobles que “se ocupan de sus asuntos” en el sentido de llevar una vida retirada o privada (496d6), ni una asociación de líderes. Trasímaco podría haber evitado la caída si hubiera m ante­ nido la visión del sentido com ún según la cual los gobernantes son, por supuesto, falibles (3 4 0 0 -5 ), o si hubiera dicho que todas

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las leyes formuladas por los gobernantes atienden sólo a su bene­ ficio aparente (y no necesariamente verdadero). Sin embargo, com o Trasímaco es o interpreta el rol de la ciudad, era inevita­ ble que eligiera la alternativa que le resulta fatal. Si lo justo debe seguir siendo legal, si no puede haber un rechazo de las leyes y de los gobernantes, los gobernantes deben ser infalibles; si las leyes fueran malas para los súbditos, perderían toda su respe­ tabilidad en caso de que no fueran buenas al menos para los go­ bernantes. No obstante, esto significa que las leyes deben su dig­ nidad a un arte; el arte incluso puede hacer superfluas las leyes tal com o lo indican los hechos de que, según Trasímaco, el “legis­ lador” puede ser un tirano, es decir, un gobernante que según la visión popular gobierna sin leyes, y que el gobierno ejercido por las artes es com o tal el gobierno absoluto (Político 293aó04). No es la ley sino el arte el que genera la justicia. El arte ocupa el lugar de la ley. Sin embargo, ya pasó la hora en que Trasímaco podía interpretar el rol de la ciudad. C om o además sabemos que no es un hom bre noble, estamos autorizados a sospechar que hizo su elección fetal con vistas a su propio beneficio. Tra­ sím aco era un fam oso maestro de retórica. En consecuencia, por cierto, es el único hom bre de los que participan de la Repú­

blica que ejerce un arte. El arte de la persuasión es necesario para persuadir gobernantes y, en especial, asambleas de gobierno, al m enos en apariencia para su verdadero beneficio. Incluso los mismos gobernantes requieren del arte de la persuasión a fin de persuadir a sus súbditos de que las leyes formuladas sólo para beneficio de los gobernantes están al servicio de los súb­ ditos. El arte propio de Trasímaco depende de la visión que sos­ tiene que la prudencia es de suma im portancia para gobernar. La expresión más clara de esta visión es la proposición de que el gobernante que com ete errores no es en absoluto un gober­ nante. Encom iar el arte favorece el bien privado de Trasímaco.

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Si el arte, que consiste esencialmente en servir a los otros, es justo, y si Trasím aco es el único artesano presente, se deduce que Sócrates venció a Trasímaco, pero que de m odo tácito debe adm itir que Trasímaco es, contra su voluntad y sin su conoci­ m iento, el hom bre más justo entre los presentes. Observemos su caída con un mayor grado de atención. Se podría decir que su caída no es el resultado de una refutación rigurosa ni de un desliz accidental de su parte, sino del conflicto entre su m enos­ precio por la justicia y la im plicación de su arte: hay algo de ver­ dad en la visión según la cual el arte es la justicia. C ontra esto uno podría afirm ar -c o m o de hecho lo hace el m ism o Trasí­ m a co - que la conclusión de Sócrates, para quien ningún gober­ nante o artesano atiende nunca a su propio beneficio, es muy ingenua. En lo que se refiere a los artesanos propiamente dichos, por supuesto que tom an en cuenta la com pensación que reci­ ben por su trabajo. Puede ser cierto que en la medida en que un médico se preocupa por lo que se denom ina de manera carac­ terística sus honorarios, no ejerce el arte de la m edicina sino el arte de hacer dinero; pero com o lo que es verdad acerca del médico lo es acerca del zapatero, y así tam bién acerca de cual­ quier otro artesano, deberíamos afirm ar que el único arte uni­ versal, el arte que acompaña a todas las artes, el arte de las artes, es el arte de hacer dinero; por lo tanto, debem os agregar que servir a los otros o ser justo resulta bueno para el artesano (el que da) sólo a través de su ejercicio del arte de hacer dinero, o que ningún hom bre es justo por la justicia en sí, o que nadie se inclina por la justicia com o tal. En otras palabras, Sócrates y Polemarco intentaron en vano descubrir qué arte es la justicia; mientras tanto, entendim os que el arte en tanto arte es justo; la justicia no es un arte entre muchas sino que permea todas las artes; pero el único arte que permea todas las artes es el arte de hacer dinero; de hecho, llam am os ju sto a un artesano no

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tanto por el ejercicio de su arte sino por su conducta respecto de la com pensación que recibe por su tarea; pero sin duda el arte de hacer dinero, que es distinto del arte propiamente dicho, no es esencialmente justo; por lo tanto, las artes esencialmente justas están en última instancia al servido de un arte que no es esencialmente justo. La visión de Trasímaco, para quien el bien privado es supremo, triunfa. Pero el argum ento más dem oledor contra Sócrates lo pro­ porcionan las artes utilizadas por los gobernantes de m odo manifiesto para sacar provecho de la forma más despiadada y calculadora de los gobernados. Dicho arte es el arte del pastor - e l arte que Trasím aco elige sabiam ente para refutar el argu­ mento de Sócrates, en especial dado que los reyes y otros gober­ nantes han sido com parados a pastores desde la antigüedad-. Sin duda el pastor se ocupa del bienestar de su rebaño, pero a fin de que las ovejas proporcionen al hombre las costillas de cor­ dero más jugosas. Si no nos dejamos engañar por la conm ove­ dora imagen del pastor que encuentra o cura a un cordero per­ dido o enferm o, com prendem os que, a fin de cuentas, los pastores se ocupan exclusivamente del bien de los dueños y de los pastores (343b). Pero - y aquí el triunfo de Trasímaco parece convertirse en su derrota fin a l- es evidente que existe una dife­ rencia entre los dueños y los pastores: las costillas de cordero más jugosas son para el dueño y no para el pastor, a m enos que el pastor sea deshonesto. Entonces, la posición de Trasí­ maco o de cualquier hombre de su tipo respecto de gobernan­ tes y gobernados es precisamente la del pastor respecto del dueño y las ovejas: Trasímaco puede obtener beneficios de su arte, de la asistencia que brinda a los gobernantes (sin im portar si se trata de tiranos, el pueblo o los hom bres de excelencia) sólo si es leal a ellos, si hace bien su trabajo para ellos, si mantiene su parte del trato, si es justo. Contra su afirm ación, está obligado

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a conceder que la justicia de un hombre no sólo beneficia a otros, y en especial a los gobernantes, sino que tam bién lo beneficia a sí mismo. Lo que es cierto de los ayudantes de los gobernan­ tes es cierto de los gobernantes mismos y de todo ser humano (incluidos los tiranos y los gángsters) que necesite la ayuda de otros hom bres para sus empresas por injustas que sean: n in ­ guna asociación puede durar sí no respeta la justicia entre sus m iembros ( 3 5 1 ( 7 ^ 3 ) . Sin embargo, esto equivale a adm itir que la justicia puede ser un simple medio, por más que se trate de un m edio indispensable, para alcanzar la injusticia: la esquila y el carneo de las ovejas. La justicia consiste en ayudar a los pro­ pios amigos y en dañar a los propios enemigos. El bien com ún de la ciudad no difiere en su fundam ento del bien com ún de una pandilla de ladrones. El arte de las artes no es el arte de hacer dinero sino el arte de la guerra. En cuanto al arte de Trasímaco, él mismo no puede pensar en éste com o el arte de las artes, ni en sí mism o com o un gobernante tiránico o no tiránico (3 4 4 C 7 - 8 ). Sin em bargo, esta rehabilitación de la visión de Polemarco demuestra haber sido alcanzada sobre la base del razonamiento de Trasímaco: el bien común deriva del bien privado por medio del cálculo. No es el principio de Trasím aco sino su razona­ miento el que demostró su deficiencia. Al responder al argum ento de Trasím aco que tom a com o ejemplo el arte del pastor, Sócrates recurre otra vez a la noción de “arte en sentido estricto”. No dice nada acerca de la infalibi­ lidad del arte pero menciona con más énfasis que antes (34UI5) el hecho de que las artes, en sentido estricto, son beneficiosas para el artesano sólo a través del ejercicio del arte de hacer dine­ ro, que ahora denomina el arte del asalariado o de la codicia. Sócrates niega la afirm ación de Trasímaco de que a los gober­ nantes les guste gobernar y afirma que si Trasímaco estuviera en lo cierto, los gobernantes no exigirían, com o lo hacen, un

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salario por gobernar, ya que el gobierno de los hombres implica estar al-servicio de éstos, es decir, ocuparse del bien de otros hombres, y cualquier hom bre sensato preferiría que su bienes­ tar estuviera a cargo de otros, que esforzarse él en procurár­ selo a los demás y, por lo tanto, que le causen molestias (34ée9, 347d2-8). Hasta este m om ento parecería que Sócrates, el amigo de la ju sticia, estuviera a favor de sacrificar el bien privado, incluida la mera conveniencia, en nombre del bien común. Ahora parece que adopta el principio de Trasímaco: a nadie le gusta servir o ayudar a otros o actuar justamente a menos que le resulte provechoso; el hom bre sabio sólo busca su propio bien, no el bien de otro hom bre; la justicia es mala en sí misma. Recorde­ mos ahora el hecho de que Sócrates nunca dijo que la justicia consistiera en ayudar a todos sin importar si se trata de un amigo o un enemigo, o si se trata de alguien bueno o malo. La dife­ rencia entre Trasímaco y Sócrates es entonces sólo ésta: la ju s­ ticia es un mal innecesario para Trasímaco, mientras que para Sócrates se trata de un mal necesario. Esta conclusión terrible no es lo suficientemente contrarrestada en ningún sentido por el intercam bio entre Sócrates y G laucón que ocurre en ese momento. De hecho, lo que Sócrates le dice a Glaucón sugiere esta conclusión tanto com o la contradice. Por consiguiente, Sócrates necesita acto seguido dar pruebas de que la justicia es buena. Lo demuestra a través de tres razonamientos que pre­ senta a Trasímaco. Los argumentos están lejos de ser conclusi­ vos. Son deficientes a causa del procedimiento que utilizan, un procedim iento propuesto por Sócrates, aprobado por G lau­ cón e impuesto a Trasímaco. El procedim iento exige que, en lugar de “contar y medir”, discutan sobre la base de las premi­ sas en las que coinciden, y en particular sobre la base de la pre­ misa de que si algo es similar a X, entonces es X (348a7-b7; 350C78 , 1Í4-5; 476C6-7), por no decir nada del hecho de que la refutación

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de Sócrates a la afirm ación de Trasímaco de que a nadie le gusta gobernar no es m uy convincente (347b8-e2). El único argu­ m ento de un tipo diferente, de un tipo no tan “simple” (35ta67), es el central, que establece que ninguna sociedad puede durar, por injusta que sea, si no se practica la justicia entre sus miem­ bros. Después de probar que la justicia es buena, Sócrates sos­ tiene con franqueza que la prueba es inadecuada de raíz: ha demostrado que la justicia es buena sin saber qué es la justicia. Superficialmente esto significa que las tres visiones de la ju sti­ cia propuestas de form a sucesiva por Céfalo, Polemarco y Tra­ sím aco han sido refutadas y no se ha probado ni sostenido ninguna otra visión. Sin embargo, la refutación de las tres visio­ nes y la reflexión acerca de ellas han dejado en claro, si acaso no qué es la justicia, sí cuál es el problema de la justicia. La ju s­ ticia es el arte que, por un lado, asigna a todo ciudadano lo bueno para su alma y, por otro lado, determ ina el bien com ún de la ciudad. Por eso, el intento de Sócrates de dem ostrar que la ju s­ ticia es el bien sin haber establecido previamente qué es la ju s­ ticia no es absurdo, ya que se acordó que la justicia es una de las dos cosas m encionadas. No habría dificultad si estuviéra­ mos seguros de que el bien com ún es idéntico o al menos está en arm onía con el bien de todos los individuos. C om o aún no podemos estar seguros de esta arm onía, aún no podemos decir con seguridad que la justicia sea el bien. Es la tensión en el inte­ rior de la justicia lo que da origen a la pregunta de si la justicia es buena o mala -d e si la consideración primordial es el bien común o el propio bien del individuo-. Cuando Trasím aco com ienza a hablar, se com porta, según la vivaz descripción de Sócrates, com o una bestia salvaje; en el final del prim er libro se convirtió en alguien com pletamente manso. Sócrates lo dom ó: la acción del prim er libro consiste en una victoria maravillosa de Sócrates. Como vimos, esta acción

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también es una derrota vergonzosa de Sócrates com o defensor de la justicia. Casi es innecesario decir que Sócrates no logró con­ vencer a Trasímaco acerca de la bondad de la justicia. Esto ayuda a explicar la mansedumbre de Trasímaco: si bien su razonamiento es malo, su principio permanece victorioso. No poco consuelo debe haber encontrado Trasímaco al observar que el razona­ miento de Sócrates en general no era superior al suyo, aunque lo debe haber im presionado tanto la habilidad que Sócrates utilizó para razonar mal a propósito com o la mayor franqueza con la que admitió al final la debilidad de su demostración. Sin embargo, esto implica que Sócrates ejerció su ascendiente sobre Trasím aco a la perfección; de aquí en adelante, Trasímaco ya no intentará enseñar y ni siquiera volverá a hablar. Por otro lado, demuestra al permanecer muchas horas sin excursiones, comida o bebida, por no decir nada de satisfacer su vanidad (344di), que se convirtió en un oyente voluntario, un subordinado de Sócra­ tes. Desde el comienzo consideraba a su arte como instrumen­ tal a los gobernantes y, por lo tanto, se consideraba a si mismo como un instrumento. Su arte consiste en complacer a los gober­ nantes y en especial en gobernar a las multitudes. Sus declara­ ciones iniciales en las que imitaba a la ciudad lo revelaban como un hombre con voluntad y capacidad de complacer a la ciudad. De forma gradual entendió que al complacer a la multitud polí­ tica, no complacería a la multitud reunida en la casa de Polemarco. Al menos es evidente que la mayoría que se hace oír en esta multitud está del lado de Sócrates.15 Si bien Trasímaco es más directo y menos moderado que Polo en el Gorgias, es menos audaz, m enos directo que Calicles, y esto sin duda se debe al hecho de que no es un ciudadano ateniense.16 Llegado a un punto,256

25 337dio, 34531 -2 - Cf. 35oe6; 35106, d?; 35264; 354410-11 con Gorgias 4ó2d5. 26 Cf. 34865-34932 con Gorgias 474C4-d2,482d7-e5 y 48787-61.

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muestra una curiosa vacilación ante la idea de ser identificado con la tesis que postula. Dada esta moderación, la discusión entre él y Sócrates en cierto m odo es una brom a (349a6-bi). Pode­ mos afirmar que en la conversación entre Sócrates y Trasímaco se trata a la justicia en tono de broma y, por lo tanto, de manera injusta. Esto no debería sorprendemos ya que Trasímaco, en con­ traposición a los personajes del Eutifrón y el Laques, por ejem ­ plo, no toma en serio la virtud objeto de la discusión; toma en serio su arte. En este asunto nunca debemos olvidar la retórica que utiliza Sócrates en su descripción de Trasímaco; es muy fácil leer su discusión con Trasímaco a la luz de esa descripción. El poderoso efecto de esa descripción ilustra de manera perfecta las virtudes del diálogo narrado. Lo que Sócrates hace en la sección de Trasímaco sería inex­ cusable si no lo hiciera para provocar la reacción apasionada de Glaucón, una reacción que presenta com o completamente ines­ perada. Según su presentación, Glaucón, el responsable de que Sócrates permaneciera en el Píreo (por no decir de que bajara al P ireo ), es responsable tam bién de gran parte de la Repú­

blica , de la elaboración de la m ejor ciudad. Con la entrada de G laucón, que es seguida de inm ediato por la entrada de su hermano Adimanto, la discusión cambia por completo de carác­ ter. Se vuelve totalm ente ateniense. A diferencia de los tres no atenienses con los que Sócrates conversó en el libro primero, Glaucón y Adimanto no están empañados por la más mínima falta en los modales. Cumplen en gran medida las condiciones que Aristóteles estableció en su Ética para quienes participen en discusiones de cosas nobles. Pertenecen por naturaleza a un sistema de gobierno más noble que los personajes del pri­ mer libro, que provenían respectivamente de la oligarquía, la democracia y la tiranía. Pertenecen com o m ínim o a la tim ocracia, el régimen consagrado al honor. C om o Glaucón ama

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con inteligencia la justicia, le desagrada profundamente la falsa refutación que Sócrates hace de la afirm ación de Trasím aco, según la cual la injusticia es preferible a la justicia o la justicia en sí es un mal, si bien un mal necesario: Sócrates sólo había hechizado a Trasímaco. Com o es valiente y altruista, com o abo­ rrece la idea misma de una justicia calculada y calculadora, Glaucón desea que Sócrates elogie la justicia com o digna de ser ele­ gida en sí, sin m irar sus consecuencias o propósitos. Por eso, si bien Sócrates es responsable de que la justicia sea el tema de conversación, Glaucón es responsable del modo en que la trata. Para oír un elogio sólido de la justicia en sí, presenta una acu­ sación sólida de ésta, una acusación que puede servir de modelo para el elogio. Es obvio que está insatisfecho no sólo con el modo en que Sócrates refutó a Trasímaco, sino también con la defensa que Trasímaco hizo de la injusticia. No habría podido superar a Trasím aco si no hubiera con ocid o bien la visión que pre­ sentó Trasímaco; esta visión no es propia de Trasímaco sino que es la que sostiene el vulgo, “decenas de miles”. Glaucón cree en la justicia; esto lo autoriza por asi decirlo a atacar la justicia del m odo más vigoroso. Ya que un hom bre injusto no atacaría la justicia; preferiría que los otros creyeran ingenuamente en la justicia para que fueran también sus propias víctimas. Un hom ­ bre justo, en cam bio, nunca atacaría a la justicia a menos que fuera para provocar un elogio de la justicia. La insatisfacción de Glaucón con el ataque de Trasímaco a la justicia está justificada. Trasímaco había partido de la ley y la ciudad ya establecidas: las había dado por sentado. Había permanecido dentro de los lími­ tes de la “opinión”. No se había remontado a la “naturaleza”. Esto se debía a su preocupación por su arte y, por lo tanto, por el arte com o tal. Cuando desarrolla la noción de Trasímaco del “arte propiam ente dicho”, Sócrates habla con la aprobación plena de Trasímaco acerca de la autosuficiencia del arte, de todo arte,

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en oposición a la falta de autosuficiencia de las cosas de las que se ocupa el arte; contrasta la bondad del arte de la medicina, por ejemplo, con la maldad del cuerpo humano; también afirma que el arte de la medicina está relacionado con el cuerpo humano com o la vista con los ojos. Ampliando una sugerencia de Tra­ sím aco, Sócrates prácticam ente contrasta la bondad del arte con la maldad de la naturaleza, (cf. 34ic4*342d7 con 373di-2,405 y ss. y Protágoras 32ic-e). Por otro lado, Glaucón, para elogiar la injusticia, retorna a la naturaleza com o bien. ¿Pero cóm o sabe qué es la injusticia, y por lo tanto la justicia? Glaucón supone que puede contestar a la pregunta de qué es la justicia mediante la respuesta a la pregunta de cóm o surgió la justicia: el “qué” o la naturaleza de la justicia es idéntica a su origen. Sin embargo, el origen de la justicia resulta ser el bien de com eter la injusti­ cia y el mal de padecer la injusticia. Se puede superar esta difi­ cultad diciendo que por naturaleza todos se interesan sólo por su propio bien, y no se ocupan en lo absoluto del bien de otros, al punto de que nadie duda en hacer daño a sus pares cuando esto conduce a su propio bien. C om o todos los hombres actúan por naturaleza, todos provocan una situación que es intolera­ ble para la mayoría de ellos; la mayoría, es decir, los débiles, resuelven que todos estarían m ejor si acordaran no hacerse daño unos a otros. Así comenzaron a establecerse leyes; nació la ju s­ ticia. No obstante, lo que es cierto para la mayoría de los hom ­ bres no lo es para aquel que es “verdaderamente un hombre”, quien puede cuidar de sí y está m ejor si no se somete a la ley o a la convención. Pero incluso los otros ejercen violencia sobre su propia naturaleza al someterse a la ley y a la injusticia; se someten sólo a causa del tem or a las consecuencias perjudicia­ les de la injusticia, a las consecuencias que presuponen la detec­ ción de la injusticia. De ahí que el hombre perfectamente injusto cuya injusticia perm anece oculta, que por lo tanto tiene una

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reputación de hom bre perfectam ente justo, lleva la vida más feliz, mientras que el hom bre perfectam ente justo cuya ju sti­ cia es desconocida, que tiene una reputación de hombre injusto, lleva la vida más miserable. (Esto implica que Trasímaco no es un hom bre por com pleto injusto.) Por consiguiente, com o la justicia es digna de ser elegida en sí com o esperaba Glaucón, éste le exige a Sócrates que m uestre en efecto que la vida del hombre justo que vive y muere en la miseria y la infamia extrema es m ejor que la vida del hom bre injusto que vive y muere en la felicidad y la gloria abundantes. Glaucón coincide con Trasímaco al sostener que la justicia es la legalidad. Pero expresa esta visión con mayor exactitud: la justicia es el respeto a la igualdad establecida legalmente que sustituye la desigualdad natural contradictoria. Por ende, niega que la justicia sea lo que conviene al más fuerte; según él, la justicia es lo que conviene al más débil.27 Al afirm ar que la ju s­ ticia es lo que conviene al más fuerte, Trasímaco no pensaba en el más fuerte por naturaleza (no está interesado en la natu­ raleza sino en el arte) sino en el más fuerte en los hechos y, como sabía, la mayoría, que es por naturaleza débil, si se reúne puede hacerse más fuerte que quienes son fuertes por naturaleza ( Gor-

gias 488c-e). Por lo tanto, podemos afirmar que la visión de Tra­ símaco es más verdadera, más sobria, más pedestre que la visión de Glaucón. Lo mismo podemos decir de las diferencias más importantes entre Glaucón y Trasímaco. Glaucón niega que exista una persona realmente justa, mientras que para Trasímaco no cabe duda de que hay muchos hombres justos a los que de hecho desprecia por ignorantes. Glaucón está interesado en la justicia genuina, mientras que para Trasímaco es suficiente el com por­ tamiento público. Glaucón mira el interior de los corazones, y 27 347 pero se extiende en su réplica. Lo m ínim o que tendrá que hacer es dem ostrar por qué no puede cum plir del todo con la exigencia de Glaucón. Para entender su proceder, debem os recordar nuevamente la conclusión del libro primero. La justicia fue presentada com o el arte de otorgar a cada uno lo que es bueno para su alma y com o el arte de discernir y procurar el bien com ún. La justicia así entendida no se encuentra en ninguna ciudad; por lo tanto, es necesario fundar una ciudad donde la justicia se ejerza tal com o se la define. La dificultad es si otorgar lo bueno a cada uno coincide, o al m enos es compatible, con procurar el bien común. La dificultad desaparecería si el bien común fuera idén­ tico al bien privado de cada uno, y esto sería posible si no hubiera diferencia esencial, sino una diferencia sólo cuantitativa, en­ tre la ciudad y el individuo, o si hubiera un paralelo estricto entre la ciudad y el individuo. Presuponiendo este paralelo, Sócrates investiga primero la justicia en la ciudad y en particular el ori­ gen de la ciudad, que está acompañado del origen de la justicia y la injusticia de la ciudad, es decir, de la ciudad en cuyo o ri­ gen había individuos prepolíticos. Podemos afirmar que Glau­ cón impone este procedimiento a Sócrates. Glaucón había iden­ tificado el “qué” o la esencia de la justicia con su origen; al parecer, la justicia estuvo precedida por el contrato y la ley y, por lo tanto, por la ciudad, que al parecer a su vez estuvo precedida por indi­ viduos ocupados cada uno exclusivamente de su propia con ­ veniencia. Que Sócrates deba partir del individuo que se ocupa exclusivamente de su propio bien también se puede entender directamente basándonos en la conclusión del libro primero. Sin embargo, no podemos dejar de preguntamos por qué Sócra­ tes se ocupa del origen de la justicia o por qué no se limita a captar el “qué”, la esencia, la idea de justicia, ya que sin duda Sócra-

SOBRE IA KtPÍBlKA DE PtATÓH I I 3 7

tes, en contraposición a Glaucón, era incapaz de identificar la esencia de algo con su origen. Si hubiera contemplado la idea de justicia, que por supuesto es la misma sin importar si se refiere a un individuo o a una ciudad, del mismo modo en que la idea de lo idéntico es la misma sin importar si dos piedritas o dos mon­ tañas son idénticas, podría haber evitado muchas dificultades. Cuando investiga cualquiera de las otras virtudes en los otros diá­ logos, ni siquiera se le ocurre investigar el origen de los seres que participan de esas virtudes. Sócrates comienza por la “justi­ cia en la ciudad” en lugar de “la justicia en el individuo” porque la primera está escrita con letras más grandes que la segunda. Pero com o la ciudad también posee coraje, moderación y sabi­ duría, debería haber empezado su investigación de estas virtudes en los diálogos dedicados a éstas, tomándolas en cuenta tam ­ bién com o virtudes de la ciudad. ¿Será éste el motivo por el cual las investigaciones del Eutifrón, el LaqueSy el Carmides, y otros, no conducen a una conclusión positiva? El procedimiento de Sócra­ tes en la República quizá pueda explicarse del siguiente modo: hay un vínculo particularmente estrecho entre la justicia y la ciu­ dad, y si bien no cabe duda de que existe una idea de justicia, tal vez no exista una idea de ciudad. Porque no hay idea de “todo”. Las ideas eternas e inalterables se distinguen de las cosas parti­ culares que nacen y mueren, y que son lo que son en virtud de que participan de la ¡dea en cuestión; las cosas particulares con­ tienen algo cuyo origen no se remonta a las ideas, que explica su pertenencia a la esfera del cambio, que es distinta del ser, y en par­ ticular porque participan de ideas, que es distinto de ser ¡deas. Tal vez la ciudad pertenezca de forma tan radical a la esfera del cambio que no pueda haber una idea de la ciudad. Aristóteles afirma que Platón sólo admitía ideas de seres naturales.3' Tal vez 31 M etafísica 9 9 i b 6 - 7 ,10 70 3 18 -20 .

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Platón no consideró la ciudad com o un ser natural. Sin em ­ bargo, si hay un paralelo estricto entre la ciudad y el individuo humano, la ciudad se parecería a un ser natural. Sin dudas al pos­ tular este paralelismo, Sócrates contradice la tesis de Glaucón según la cual, se podría decir, la ciudad se opone a la natura­ leza. Por otro lado, al poner tal énfasis en el origen de la ciudad, Sócrates nos obliga a plantear la pregunta que hemos planteado. La ciudad no surge com o un ser natural; la funda Sócrates ju nto a Glaucón y Adimanto (3 6 9 3 5 - 5 , C 9 - 1 0 ). Pero en contra­ posición a todas las demás ciudades conocidas, a ésta se la fun­ dará de acuerdo con la naturaleza. Antes de abocarse a la funda­ ción de la ciudad, Glaucón y Adimanto habían adoptado el lado de la injusticia. Cuando empiezan a actuar com o fundadores se pasan del lado de la justicia. Este cam bio radical, esta transfor­ m ación, no se debe a ninguna seducción o encanto de Sócra­ tes, y tam poco constituye una conversión verdadera. Adoptar el lado de la injusticia significa elogiar y elegir la vida tiránica, ser un tirano, dedicarse sólo al poder y honor propios. Pero el honor de un tirano que saca provecho de una ciudad que es obra de otros no es nada en com paración con el honor de un hombre que funda una ciudad, que, sólo en nom bre de su glo­ ria, se debe ocupar de la fundación de la ciudad más perfecta o que se debe consagrar por com pleto al servicio de la ciudad. La “lógica” de la injusticia lleva del delincuente de poca monta al fundador inm ortal a través del tirano. Glaucón y Adimanto, que cooperan con Sócrates en la fundación de la m ejor ciu ­ dad, nos recuerdan al joven tirano m encionado en las Leyes (709e6-7iob3; cf. República 487a), que no posee justicia y coo­ pera con el legislador sabio. La fundación de la ciudad buena se produce en tres etapas: la fundación de la ciudad sana llamada la ciudad de los cerdos, la fundación de la ciudad purificada o la ciudad del cam pa-

SOBRE I A m Ú t l l C A DE PL AT ÓN

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mentó armado, y la fundación de la Ciudad de la Belleza o la ciudad gobernada por los filósofos. La ciudad tiene su origen en las necesidades humanas: cada ser humano, justo o injusto, tiene necesidad de muchas cosas y es por este motivo al menos que necesita de otros seres huma­ nos. Al empezar por el interés propio de cada uno llegamos a la necesidad de la ciudad, y desde ese m om ento en adelante, del bien com ún en nom bre del bien de cada hom bre (3 6 9 C 7 , 3 7 0 3 3 -4 ).

Al identificar en cierto m odo la justicia con la ciudad,

y al remontar el origen de la ciudad a las necesidades de los hom­ bres, Sócrates señala que es im posible elogiar a la justicia sin considerar la función o el resultado de la justicia. El fenómeno fundamental no es, com o había afirm ado Glaucón, el deseo de poseer más que otros, sino el deseo de satisfacer las necesida­ des de la vida; el deseo de poseer más es secundario. La ciudad sana satisface de manera adecuada las necesidades básicas, las necesidades del cuerpo. Esta satisfacción requiere que todos tra­ bajen para vivir de m odo que cada persona sólo ejercite un arte. Esto se produce de acuerdo con la naturaleza: los hombres difie­ ren entre sí por naturaleza o distintos hom bres poseen talen­ tos para distintos fines, y la naturaleza del trabajo a realizar requiere de esta “especialización”. Cuando todos se consagran a un solo arte, las visiones en conflicto de Glaucón y Adimanto respecto del hom bre ju sto se reconcilian: el hom bre ju sto es simple y el hombre justo es un hombre de conocim iento ( 3 9 7e). Por ende, cada uno realiza casi la totalidad de su trabajo para otros, pero a su vez los otros trabajan para él. Todos intercam­ biarán su propia producción en tanto producción propia: habrá propiedad privada; al trabajar en beneficio de otros, todos tra­ bajarán en su propio beneficio. Com o todos ejercerán el arte para el que poseen mejores condiciones por naturaleza, la carga será más fácil de llevar para todos. La ciudad sana es la ciudad

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feliz; no conoce la pobreza, la coerción ni el gobierno, no conoce la guerra y no com e anim ales. Es feliz de m odo tal que cada miembro es feliz: no necesita gobierno porque existe una arm o­ nía perfecta entre el servicio y la recompensa de cada uno; nadie cercena los derechos de nadie. No necesita de gobierno porque todos eligen por si mismos el arte para el que poseen mejores condiciones: cada uno elige su oficio particular com o si supiera cuál es desde que nace; hay una arm onía com pleta entre los talentos naturales y las preferencias. También hay una arm o­ nía perfecta entre lo que es bueno para el individuo (su elec­ ción del arte para el que posee m ejores condiciones por natu­ raleza) y lo que es bueno para la ciudad: la naturaleza ha arreglado las cosas de tal modo que no hay exceso de herreros o ausencia de zapateros. La ciudad sana es feliz porque es justa y es justa porque es feliz. Es justa sin necesidad de que nadie se ocupe de la justicia; es justa por naturaleza. La ciudad sana es del todo natural; casi no necesita de la medicina porque en la ciudad sana los cuerpos no son tan malos com o se suponía en la conversación con Trasímaco (34ie4-6,373d i-3). En la ciudad sana, la justicia está libre de todo dejo de sacrificio: la justicia es fácil y agradable porque nadie debe preocuparse ni consa­ grarse al bien com ún; la única acción que puede asemejarse a la preocupación por el bien com ún, la restricción en la canti­ dad de hijos (37 2 b 8 -ci), se logrará si cada uno piensa en su propio bien. La ciudad sana se corresponde en cierta medida con el carácter de Adimanto.31 Es la ciudad de Adimanto. Pero para su hermano es totalm ente inaceptable. La ciudad no satis­ face su necesidad de lujo y, ante todo, de carne. (No recibió la cena prometida.) Pero lo subestimaríamos mucho si le creyé-32

32 Véase la respuesta más larga de Adimanto en este contexto (37ic$-d3: la necesidad de comerciantes) y la respuesta de Sócrates (es-6: “según creo” ).

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ram os. No cabe duda de que no m iente, pero no es del todo consciente de qué lo induce a rebelarse contra la ciudad sana. La ciudad sana en un sentido puede ser justa pero, sin duda, carece de virtud o excelencia (cf. 372b7-8 con 60734): la ju sti­ cia que posee no es la virtud. G laucón se caracteriza por el hecho de no ser capaz de distinguir el deseo de cenar del deseo de virtud. (Él es quien denom ina ciudad de cerdos a la ciudad sana. En este sentido tam poco sabe lo que dice. La ciudad sana es literalmente una ciudad sin cerdos. Cf. 37od-e y 373c.) La vir­ tud es im posible sin trabajo duro, sin esfuerzo o la represión del mal en el interior de cada uno. En la ciudad sana, el mal está latente. La m uerte sólo se m enciona cuando comienza la transición de la ciudad sana a la etapa siguiente (372d). Com o es imposible la virtud en la ciudad sana, la ciudad sana es impo­ sible. La ciudad sana o cualquier otra forma de sociedad anár­ quica sería posible si los hom bres perm anecieran en la in o­ cencia; pero es la esencia de la inocencia lo primero que pierden; sólo a través del conocim iento los hom bres pueden ser justos. La esencia de la “autorrealización” no está en arm onía con la sociabilidad. A la ciudad sana Sócrates la denom ina la ciudad verdadera o, simplemente, la ciudad (37266-7,37435,43382-6). Es la ciudad

par excellence por más de un motivo, uno de los cuales es que exhibe el carácter fundamental de la m ejor ciudad. Cuado Sócra­ tes menciona las necesidades básicas que hacen que los hom ­ bres se reúnan, se refiere a la com ida, el alojam iento y la vesti­ menta pero no menciona la procreación. Habla sólo de aquellas necesidades naturales que se satisfacen a través de las artes, distintas de la necesidad natural que se satisface naturalmente. Omite la procreación para poder entender la ciudad com o una asociación de artesanos o para alcanzar la máxima correspon­ dencia posible entre la ciudad y las artes. La ciudad y las artes

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son una y la misma cosa. Sócrates parece coincidir con la Biblia en tanto que rem onta la ciudad y las artes a un origen com ún.33 De todas formas, nos vemos obligados a reconsiderar el carác­ ter natural de la ciudad sana. El interés por los hombres que la descripción de la ciudad sana atribuye a la naturaleza excede a la naturaleza. Sólo se puede atribuir a los dioses. No es de extra­ ñar que los habitantes de la ciudad sana canten him nos a los dioses. Lo sorprendente es el silencio que guardan Sócrates y Adimanto acerca de la eficacia de los dioses en la ciudad sana. Antes de que pueda surgir o, más bien, antes de que pueda fundarse la ciudad purificada, la ciudad sana debe haber entrado en decadencia. Su decadencia es producto de la liberación del deseo de lo innecesario, es decir, de aquello que no es necesa­ rio para el bienestar del cuerpo. Así surge la ciudad lujosa o febril, la ciudad caracterizada por la lucha en pos de la adqui­ sición ilimitada de riquezas. Es de esperar que en dicha ciudad los individuos ya no ejerzan un único arte para el que poseen un talento por naturaleza, sino cualquier arte, genuino o espu­ rio, o la com binación de las artes que resulte más lucrativa, o que ya no habrá una correspondencia estricta entre el servicio y la recompensa; de ahí que existirán la insatisfacción y los con­ flictos y, por ende, la necesidad de un gobierno que restablezca la justicia; surgirá entonces tam bién una necesidad por com ­ pleto ausente en la ciudad sana, a saber, la educación, al menos de los gobernantes, y en particular la educación para la ju sti­ cia. La justicia ya no será eficaz por naturaleza. Esto se m ani­ fiesta en la conversación: mientras que en la descripción de la ciudad sana, Sócrates y sus interlocutores eran testigos del ori­ gen de la ciudad, ahora deben convertirse en fundadores, en hom bres responsables de la eficacia de la justicia (cf. 374e6-9 33 Cf. también Sófocles, Atirigona, 332 y ss. con 786 y ss.

SOBRE LA R[PÚ8ll(A DE PL AT ÓN

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con 3 6 9 C 9 - 1 0 ; 3 7 8 e 7 - 3 7 9 a i ) . También se necesitará un territo­ rio extra y por lo tanto habrá guerras, guerras de agresión. Sobre la base del principio de que a cada hombre corresponde un arte, Sócrates exige que el ejército esté compuesto por hombres que no ejerzan otro arte que el arte de la guerra. AI parecer, el arte del guerrero o del guardián está muy por encima de las otras artes. Hasta ese m om ento parecía que todas las artes poseían una jerarquía equivalente y que el único arte universal, o el único arte que acompañaba a todas las artes, era el arte de hacer dinero (342a-c, 346c). Ahora llegamos a com prender por primera vez el orden verdadero de las artes: su orden jerárqu ico; el arte universal es el arte superior, el arte que dirige a todas las artes que com o tal no puede ser ejercido más que por aquel que prac­ tica el arte superior; en particular, no puede ser ejercido por nadie que practique el arte de hacer dinero. El arte de las artes, se nos revelará, es la filosofía. Por el m om ento, sólo se nos dice que el guerrero debe poseer una naturaleza semejante a la del animal filosófico, el perro. Los guerreros deben ser, por un lado, enérgicos, es decir, irascibles y severos, y, por otro lado, afa­ bles, ya que deben poseer una aversión desinteresada por los extranjeros y una afición desinteresada por sus conciudadanos. Los hom bres que posean dicha naturaleza especial necesitan además una educación especial. Con vistas a su trabajo, nece­ sitan entrenarse en el arte de la guerra para la protección de la ciudad. Pero ésta no es la educación por la que se preocupa Sócrates. Recordemos que el arte del guardián resultó ser idén­ tico al arte del ladrón. La educación de los guardianes debe ase­ gurar que no roben ni com etan actos de esa índole, excepto tal vez contra un enemigo extranjero. Los guerreros serán por natu­ raleza los m ejores luchadores, y además serán los únicos que porten armas y estén entrenados para su uso: inevitablemente van a ser los únicos poseedores del poder político. Además, como

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la edad de la inocencia quedó atrás, el mal será endémico en la ciudad, y también entre los guerreros. De ahí que la educación que el guerrero necesita más que nadie es la educación en la vir­ tud cívica. Esto también se pone de manifiesto en la conversa­ ción. Q uien se rebeló contra la ciudad sana fue G laucón; el motivo de su rebelión fue el deseo de lujos, de “tener más”, de las emociones de la guerra y la destrucción (cf. 47ib 6-ci). Sócra­ tes lo obliga a aceptar la total separación de la profesión de armas y el lujo y la ganancia (37433): el espíritu de disciplina y el ser­ vicio altruista reemplazan al espíritu del lujo y la ganancia. En este sentido, la enseñanza que recibe Glaucón forma parte de la enseñanza de la m oderación que se realiza en los diálogos de la República en su totalidad. La educación de los guerreros en la virtud cívica es la edu­ cación “m usical”, la educación a través de la poesía y la música. No toda la poesía ni toda la música son aptas para crear bue­ nos ciudadanos en general y buenos guerreros en particular. Luego, se debe desterrar de la ciudad a la poesía y la música que no conduzcan a la adquisición de las virtudes en cuestión. El placer específico que brinda la poesía sólo se puede tolerar si conduce a lo noble, a la nobleza de carácter. Adimanto, que ahora es de nuevo el interlocutor de Sócrates, aprueba la aus­ teridad de esta exigencia. El propio Sócrates considera que esta exigencia es provisional; toda la discusión participa del carác­ ter del mito.14 El primer lugar lo ocupa la educación para la pie­ dad. La piedad exige que sólo se cuenten historias apropiadas sobre los dioses y no las que cuentan los más grandes poetas. Para indicar cuál es el tipo apropiado, Sócrates establece dos leyes vinculadas con lo que Adimanto denomina “teología”. Para comprender de forma adecuada esa teología hay que tom ar en 34 34 376d9.3871*3-4,388e2-4,38927.39035,39635, 396cio, 397d6-e2,39838.

SOBRE I A MPÚBIICA DE PL AT ÓN

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cuenta el contexto. La teología debe servir com o modelo para las fábulas que se cuentan a los niños (377C7-di y a). Com o sabe­ mos, las historias falsas no sólo son necesarias para los niños sino también para los ciudadanos adultos de la ciudad buena, pero es probable que lo m ejor sea im buirlos de estas historias desde edad tempana. Las historias falsas no eran necesarias en la ciudad de los cerdos. Ésta pudo haber sido una de las razo­ nes por la cual Sócrates la denom inó “la ciudad verdadera”, es decir, la ciudad veraz. De todas maneras, la conversación entre Sócrates y Adimanto sobre la teología pasa irreflexivamente de la necesidad de mentiras nobles acerca de los dioses a la nece­ sidad de la verdad acerca de los dioses. Los oradores parten de la premisa implícita de que existen dioses, o de que existe un dios, y de que saben lo que es un dios. Un ejem plo puede dar cuenta de la dificultad. Sócrates le pregunta a Adimanto si el dios mentiría a causa de su ignorancia de los hechos antiguos y Adimanto responde que esto sería ridículo (382d6-8). ¿Por qué es ridículo desde el punto de vista de Adimanto? ¿Porque los dioses deben saberlo todo acerca de sus propios asuntos, com o sugiere Tim eo ( Timeo 4od3*4ia5)? Es cierto que Tim eo distin­ gue a los dioses visibles cuya revolución es manifiesta de aque­ llos que eligen cuándo mostrarse, a los dioses cósm icos de los dioses olím picos, y que esta d istinción no se establece en la teología de la República, donde sólo se identifica a los dioses olímpicos. Sin embargo, precisamente este hecho indica el carác­ ter “m ítico” de la teología o cuán grave es que no se plantee ni se responda a la pregunta “¿qué es un dios?” o “¿quiénes son los dioses?” O tras expresiones socráticas podrían permitirnos determ inar la respuesta de Sócrates, pero no sirven para deter­ minar la respuesta de Adimanto y, por consiguiente, para ju z­ gar cuán profundo es el acuerdo entre Sócrates y Adimanto. Sin duda coinciden en que los dioses son seres sobrehumanos, que

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poseen una bondad o perfección sobrehumana (3810-3). Que el dios es bueno es de hecho la tesis de la primera ley teológica. Por lo tanto, el dios no es la causa de todas las cosas sino sólo de las cosas buenas. Esto equivale a decir que el dios es justo: la prim era ley teológica extiende al dios la conclusión del diá­ logo con Polemarco según la cual la justicia consiste en ayudar a los amigos, es decir, a hombres prudentes, y en no hacer daño a nadie.35 La dificultad explícita concierne exclusivamente a la otra ley teológica que afirma la simpleza del dios, y que es en cierto sentido un mero corolario de la primera. La segunda ley tiene dos implicaciones: (1) el dios no cam bia su apariencia o forma (eidos o idea), es decir, no asume una variedad de formas ni su aspecto sufre transformaciones; (2) los dioses no engañan ni mienten. En contraposición a la primera ley, para Adimanto la segunda ley no es evidente de inmediato, en especial en lo que respecta a la segunda implicación (38037,38ieu, 38233). Es obvio que Adimanto no encuentra dificultad en sostener de form a sim ultánea que los dioses son buenos y que m ienten: los dioses poseen todas las virtudes, por ende también la ju sti­ cia, y la justicia a veces exige m entir; com o Sócrates en parte deja en claro en este contexto y más adelante,36 los gobernan­ tes deben m entir en beneficio de sus súbditos; si los dioses son justos o gobiernan, es evidente que deberían mentir. Así, la resis­ tencia de Adimanto se debe a su interés por la justicia, distinta del am or a la verdad (38234-10) o la filosofía. Adimanto se opone al dogma que establece la simpleza de los dioses porque está más dispuesto que su hermano a conceder que la justicia es afín al conocim iento o al arte, en vez de considerar que su esencia 35 38zdu-e3,378bi-3,38obi. Polemarco y Adimanto aparecen juntos: 327C1; cf. 449 bl-7 36 382C6 y ss., 389b2-d6; cf. la cláusula condicional y en parte métrica en 38^2-4.

SOBRE IA

KÍPÚttK*

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es la simpleza. Su oposición no es del todo arm ónica con las implicaciones de su largo discurso que se encuentra cerca del principio del libro segundo.37 No es de extrañar: todavía tiene mucho que aprender. A fin de cuentas, todavía no sabe qué es la justicia. Luego, en la conversación Sócrates sugiere que la justicia es una virtud específicamente humana (39233-03), tal vez porque el origen de la justicia reside en el hecho de que todos los seres humanos carecen de autosuficiencia y por eso necesi­ tan de la ciudad (36905-7) y, por consiguiente, que el hombre es esencialmente “erótico” mientras que los dioses son autosuficientes y por eso están libres de eros. Al parecer, eros y la ju s­ ticia poseerían la misma raíz. La educación de los guerreros, tal com o la concibe Sócrates, es la educación en casi todas las virtudes. La piedad, el coraje, la moderación y la justicia se reconocen fácilm ente com o los objetivos de esta educación, mientras que se reemplaza la sabi­ duría por la sinceridad y el rechazo del am or a la risa. Se (rospone la discusión acerca de cóm o educar a los guerreros para la justicia aduciendo que los interlocutores no saben aún en qué consiste la justicia.38 Este motivo es un tanto engañoso, porque tampoco se puede decir que sepan en qué consisten las demás virtudes. Encontram os el verdadero m otivo si atendem os al hecho de que, cuando la conversación trata de la música pro­ piamente dicha, el musical y erótico Glaucón, que aparece rién­ dose, ocupa otra vez el lugar de su herm ano (39807, ei; 40ze2). En general, siempre que se discuten temas elevados en la Repú­ blica , Glaucón es el interlocutor de Sócrates. Es durante una conversación con Glaucón que Sócrates deja en claro cuál es el

37 El núcleo de la dificultad se señala en 36607 como se ve si tomamos en cuenta el hecho de que los mismos dioses deben poseer naturalezas divinas. 38 Cf. 395C4 -S y 4Z7eio-n con 386ai-6; 388e$; 38962, d7¡ 392aS-c5.

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fin último de la educación de los guerreros. Su fin último es el eros de lo bello o de lo noble. D icho eros está vinculado, en particular, con el coraje y, ante todo, con la m oderación o lo correcto.39 Se puede decir que la justicia en sentido estricto se deriva de la m oderación, o de la com binación adecuada de m o­ deración y coraje. De este modo, Sócrates deja en claro de forma implícita la diferencia entre la pandilla de ladrones y la ciudad buena: la esencia de estas sociedades difiere porque la parte armada que gobierna la ciudad buena está animada por el eros de todo lo bello y lo grácil. La diferencia no debe buscarse en el hecho de que la justicia guíe las relaciones de la ciudad buena con otras ciudades, griegas o bárbaras: el tam año del territorio de la ciudad buena está determinado por las propias necesida­ des moderadas de la ciudad y nada más (4 2335-0; cf. 422di-7); la relación de la ciudad con otras ciudades pertenece más al terreno de la sabiduría que al de la justicia (428d2-3); la ciudad buena no forma parte de una comunidad de ciudades, no está consagrada al bien com ún de dicha comunidad ni está al ser­ vicio de otras ciudades. Por lo tanto, si se quiere preservar el paralelo entre la ciudad y el individuo, debemos hacer al menos el intento de entender las virtudes del individuo en térm inos de virtudes distintas de la justicia. Es en relación con este expe­ rim ento que el eros de lo bello ocupa de form a provisional el lugar de la justicia. Se podría decir que en esta etapa la situa­ ción de la ciudad buena es exactamente la opuesta a la de la ciu­ dad sana. Subrepticiam ente, del m ism o m odo en que se establece el paralelo entre la ciudad y el individuo, se lo pone en cuestión. Para que sea lo más buena posible, la ciudad tiene que estar

39 39903, en; 40M5-8; 40202-4; 40304-8; 4ioa8-9; eio; 41104 y ss. (37602-10); 4 i6d8-ei.

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unida o tiene que ser una tanto com o sea posible: cada ciuda­ dano debe consagrarse con determ inación a un único arte (423d3-6). La justicia es la simplicidad. De ahí que la educa­ ción deba ser simple: se debe preferir la gimnasia simple y la música simple a las formas compuestas, “sofisticadas” o com ­ plejas (4 0 4 b 5 ,7, e4-s; 41038-9). Pero el hombre es un ser dual, compuesto por un cuerpo y un alma: para convertirse en un guerrero educado, se debe ejercitar en las dos artes (4u e4) de la gimnasia y la m úsica.40 Este dualismo está ilustrado por la diferencia radical, sobre la que se discute en este contexto, entre el médico, que cura el cuerpo, y el juez, que cura el alma. No se necesita aclarar que la misma música está compuesta por dos artes, la poesía y la música en sentido estricto, por no m encio­ nar el arte de la lectura y la escritura (402b3). Si los hijos de Asdepio com binaron las artes heterogéneas de la medicina y la guerra (4o8ai-2), podemos empezar a preguntamos si la sepa­ ración estricta de los hombres que se consagran a sí mismos al arte de la guerra respecto de todos los demás artesanos (37433dó) refleja la visión final de Sócrates. Quizá tam poco sea tan imposible cóm o Sócrates sugiere aquí que un mismo hombre sea un buen poeta cóm ico y un buen poeta trágico, en espe­ cial, ya que sabemos por el contexto que el hombre de simpli­ cidad noble, por su misma sim plicidad, nunca imitaría a un hombre inferior, aunque podría hacerlo en brom a: el dualismo del juego y la seriedad nos advierte que nuestra comprensión de la simplicidad no debe ser demasiado simple. Sin embargo, esta com prensión simple puede evitarse con sólo recordar el hecho de que los gobernantes de la m ejor ciudad deben com ­

40 Cf. el distinto significado de “no mixto” en 4iod3 y 412a4, por un lado, y en 397d2 (cf. ei-2), por otro.

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binar las actividades heterogéneas del filósofo, por un lado, y del rey, por otro. La diferencia entre la justicia y el eros de lo bello, que es el fin de la educación de los guerreros, se revela cuando Sócrates se refiere a los gobernantes. Los gobernantes deben ser elegidos de la elite de los guerreros. Además del arte de proteger a los ciudadanos, los gobernantes deben poseer la cualidad de ocu ­ parse de la ciudad o de am ar la ciudad; este am or (philia ) no es eros. C om o recordamos, el arte del guardián es en sí tam ­ bién el arte del ladrón. Es más probable que el hom bre ame a aquel cuyo interés cree que es idéntico al suyo, o cuya felicidad cree que es la condición de su propia felicidad (4i2 C 5-d 8 ). El am or que se exige a los gobernantes no es entonces ni espon­ táneo ni desinteresado en el sentido de que el buen gobernante ame la ciudad sin atender a su propio interés; el am or que se espera de él es un amor de tipo calculador. La justicia en tanto dedicación al bien com ún no es arte ni eros; al parecer, no es digna de ser elegida en sí. Ocuparse de la propia ciudad es una cosa; padecer las dificultades de gobernar la ciudad, es decir, de servir a la ciudad, es otra. Esto explica por qué Sócrates exige que se honre a los buenos gobernantes tanto en vida com o después de muertos (41481-4; cf. 347d4-8 ). Pero este incentivo no puede afectar a los gobernados. De ahí que sea atendiendo en especial a los gobernados y, para ser más precisos, a los sol­ dados, la parte más fuerte de la ciudad, que Sócrates introduce la m entira noble par excellence; es de esperar que la m entira noble proporcione la máxima preocupación por la ciudad, y el cuidado mutuo por parte de los gobernados ( 4 ^ 3 - 4 ) . La ciu­ dad buena no es posible entonces sin una mentira fundamen­ tal; no puede existir en el elem ento de la verdad, de la natura­ leza. La mentira noble está compuesta por dos partes. El objetivo de la primera parte es hacer que los ciudadanos olviden la ver­

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dad acerca de su educación o el verdadero carácter de su pasaje a la ciudadanía desde un estado previo en el que eran meros seres humanos, o lo que podríamos llamar seres humanos natu­ rales.4' Sin duda la intención es desdibujar la diferencia entre arte y naturaleza y entre arte y convención. Se exige a los ciu­ dadanos que se consideren a sí m ism os niños de una misma madre y nodriza, la tierra y, por lo tanto, herm anos, pero de modo tal que se identifique la tierra con una parte de la tierra, con el terreno o el territorio particular que pertenece a la ciu­ dad en cuestión: se reemplazará la fraternidad de todos los seres humanos por la fraternidad de los conciudadanos. La segunda parte de la mentira noble restringe esta fraternidad restringida por medio de la desigualdad fundam ental de los herm anos; mientras que el origen de la fraternidad se rem onta a la tierra, el origen de la desigualdad se rem onta al dios. Si el dios es la causa de todo lo bueno ( 3 8 0 C 8 - 9 ) , parecería que la desigual­ dad fuera algo bueno. Sin embargo, el dios no creó desiguales a los hermanos por una decisión arbitraria, eligiendo a algunos para gobernar y a otros para ser sometidos; sólo sancionó una diferencia natural o la aprobó. Podría esperarse que el dios al menos garantizara lo que la naturaleza no garantiza, esto es, que los gobernantes sólo engendren gobernantes, los soldados sólo soldados, y los agricultores y los artesanos sólo agricultores y artesanos; pero el dios se limita a exigir que los hijos innobles de padres nobles sean relegados a una clase inferior y vice­ versa, es decir, que se respete el orden natural sin misericordia. La división de la raza humana en ciudades independientes y autosuficientes no es sólo natural; el orden jerárquico dentro de la ciudad sería sólo natural si fuera sancionado por los dio­ ses con suficiente fuerza. La segunda parte de la mentira noble 41 41 Véase Rousseau, El contrato social II7 (“Sobre el legislador”).

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es la que, al agregar las sanciones divinas a la jerarquía natural, proporciona el incentivo requerido para que los soldados obe­ dezcan las reglas y se consagren así a la ciudad de modo incon­ dicional. Sin em bargo, a m enos que se atribuya un peso no justificado por el texto a la mencionada sanción divina, debe­ mos admitir que este incentivo no es suficiente. Éste es el motivo por el cual Sócrates introduce la institución del com unism o: com o el incentivo para la justicia aún es insuficiente, se debe elim inar la oportunidad para la inju sticia. En la muy breve discusión del com unism o respecto de la propiedad, el énfasis está puesto en la “vivienda”: no habrá lugares que sirvan de escondite. Todos están obligados a vivir siempre, si no en un espacio abierto, al menos en un espacio que permita la libre ins­ pección: todos pueden entrar a la vivienda de todos cuando lo deseen. C om o recom pensa por el servicio que brindan a los artesanos propiamente dichos, los soldados no recibirán dinero sino sólo una cantidad suficiente de alim entos y de las demás necesidades. En la ciudad del campamento armado, nos aleja­ mos del anillo de Giges que es el hogar privado: nadie puede ser feliz a través de la injusticia porque la injusticia, para tener éxito, exige un secreto que ya no es posible. En la ciudad buena tal com o se la describió hasta ahora, la justicia aún depende de la falta de oportunidad para la injusti­ cia, com o sucede por fuerza según la acusación de Glaucón en su largo discurso; todavía no nos enfrentam os cara a cara con la justicia genuina. Por lo tanto, según cree Glaucón, todavía no nos enfrentam os cara a cara con la felicidad genuina. En otras palabras, la coincidencia del interés propio y el interés de los otros o de la ciudad, que se perdió con la decadencia de la ciu­ dad sana, todavía no se restauró, al m enos en lo que respecta a los soldados. Las personas com unes son las ovejas, los solda­ dos son los perros y los gobernantes son los pastores (41622-7).

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¿Pero quiénes son los dueños? ¿Quién se beneficia de la empresa en su totalidad? ¿A quién hace feliz? No es de extrañar que en el principio del libro cuarto, Adimanto, alguien calmo y en cierta medida pedestre, por completo ajeno a las alegrías de la guerra y que no discierne actividad pacifica alguna de los soldados digna de ser elegida en sí, presenta una acusación contra Sócrates en nom bre de los soldados, los verdaderos dueños de la ciudad (41932-4). Sócrates se defiende del siguiente modo: nos interesa más la felicidad de la ciudad que la felicidad de una sección de ésta; dimos a cada sección el grado de felicidad que corresponde a su servicio específico a la ciudad o a su justicia; dimos a cada sección de la ciudad el grado de felicidad que la naturaleza de esa sección exige o permite. Pero la sección está compuesta de indi­ viduos. No queda claro si para la felicidad del individuo basta que la sección a la que pertenece sea tan feliz com o lo permita su fun­ ción política, si su felicidad coincide con su dedicación com ­ pleta a la felicidad de la ciudad o con la justicia del individuo, o si puede alcanzar un grado mayor de felicidad a través de la injus­ ticia. Debemos ver si esto se aclaró en el mom ento en que empie­ zan a responder a la pregunta de si la justicia genuina o la injus­ ticia genuina son necesarias para la felicidad (427d5-7). Del m ism o m odo en que Glaucón se había opuesto a la ciu­ dad sana porque sus ciudadanos no conocían los placeres de la mesa, y no porque carecieran de virtud, Adimanto se opone a la ciudad del cam pam ento armado porque sus ciudadanos no poseen riqueza, y no porque carezcan de una justicia genuina. lx> incompleto del razonamiento se corresponde con lo incom ­ pleto de la instrucción de los interlocutores. La cura para el deseo de los placeres de la mesa se encontraba en la modera­ ción. La cura para el deseo de riqueza debe encontrarse en la justicia. Si esta segunda cura fue encontrada en el m om ento en que em piezan a responder a la pregunta de si la felicidad

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requiere o no de la justicia genuina, se lo hizo con mucha mayor facilidad que en el prim er caso. El motivo sería que la riqueza es m ucho más política que los placeres sensuales: la ciudad en tanto ciudad no puede com er y beber pero sí puede tener pro­ piedades. Después de que Sócrates term ina su defensa contra la acusación de Adimanto, Adimanto hace la defensa de la riqueza, no para los individuos, sino para la ciudad, que necesita de la riqueza para hacer la guerra (42234-7, b9, d8-e2). Al refutar este razonamiento, Sócrates quiebra la oposición de Adimanto a la ciudad del campamento armado y, además, al parecer, completa la exposición de sus argumentos en favor de la justicia genuina. Según Sócrates, en sustituto de la riqueza, la ciudad buena podrá aliarse con todos los pobres de las ciudades enemigas en con­ tra de los pocos ricos que hay en ellas (42383-5; cf. 47ib 2). Pero ésta no es la medicina más fuerte que Sócrates obliga a tomar al severo antidemócrata Adimanto, que siente gran aversión por el cambio (42403-64). Sócrates aprovecha esta oportunidad para deslizar la necesidad del com unism o respecto de las mujeres y los niños. Incluso le impone a Adimanto la necesidad de inno­ vación en el canto (distinta de la innovación en los tipos de can­ tos) (4 2 4 0 - 5 ) . La acusación de Adim anto a Sócrates había demostrado que las garantías antes sugeridas son insuficientes, o que se necesitan desviaciones aun más radicales de las cos­ tumbres que las establecidas hasta el m om ento: la purga de la ciudad febril exige la subversión completa de la ciudad cono­ cida hasta entonces; exige un acto al que se considera una injus­ ticia máxima (cf. 42ób9-c2). Este cam bio radical no pierde su carácter por el hecho de que el primero, el más importante y el más resplandeciente de los órdenes legales de la ciudad buena, esto es, el que concierne a la adoración divina, queda sujeto a la decisión del intérprete ancestral, es decir, al dios que es el intérprete ancestral de estos asuntos para todos los seres huma-

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nos: al Apolo de Delfos, ya que si Apolo fuera sólo un dios griego, no podría realizar esta función para una ciudad que no sólo debe ser griega sino también buena. Después de completar la fundación de la ciudad buena, Sócra­ tes y sus amigos pasan a la búsqueda de la justicia y la injusti­ cia en su interior, y a discutir si el hom bre para ser feliz debe ser justo o injusto. No cabe duda de que logran determinar en qué consiste la justicia. Éste tal vez sea el suceso más extraño de toda la República. El diálogo platónico que se ocupa del tema de la justicia responde a la pregunta de qué es la esencia de la ju sti­ cia mucho antes de llegar a la mitad de la obra, mucho antes de que los hechos más importantes a tom ar en cuenta, sin los cuales no es posible determinar la esencia de la justicia de forma adecuada, hayan salido a la luz, por no decir antes de que se los haya tomado en cuenta com o es debido. No es de extrañar que la definición de la justicia a la que se arriba en la República determine a lo sum o el género al que pertenece la justicia pero no su diferencia específica (cf. 43333). No se puede evitar la com ­ paración de la República con los otros diálogos que plantean la pregunta de qué es una virtud dada; esos otros diálogos no responden a la pregunta con la que tratan; son diálogos aporé­ ticos. La República parece ser un diálogo en el que se declara la verdad, un diálogo dogmático. Pero com o dicha verdad se plan­ tea sobre la base de pruebas en extrem o deficientes, estamos obligados a afirm ar que la República es de hecho tan aporética com o los diálogos llamados aporéticos. ¿Por qué Platón pro­ cedió de este m odo en el diálogo que se ocupa de la justicia, de un modo distinto a los diálogos que se ocupan de otras virtu­ des? Podemos afirm ar que la justicia es la virtud universal, la virtud que posee un vínculo más evidente con la ciudad. El tema de la República es político en más de un sentido, y las cuestio­ nes políticas de mayor urgencia no permiten ninguna demora:

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se deben utilizar todos los medios para responder a la pregun­ ta por la justicia, incluso si la evidencia necesaria para una res­ puesta adecuada aún no está disponible. El Laques comienza con una pregunta que es mucho más práctica que la pregunta “¿qué es la justicia?”, con la pregunta de si cierto tipo de lucha es buena o mala para el combate. Com o los expertos militares no están de acuerdo, Sócrates entra a la discusión y muestra, de un modo que al menos para los presentes es inobjetable, que no se puede responder a la pregunta antes de saber qué es el coraje; la dis­ cusión acerca de qué es el coraje no conduce a un resultado y, por consiguiente, la respuesta a la pregunta práctica inicial se posterga de form a indefinida o, más bien, la pregunta práctica inicial se pierde de vista por completo. Esta pregunta se podía olvidar sin ningún percance porque no era muy importante ni muy urgente; en caso contrario, hubiera sido resuelta por la auto­ ridad responsable sin esperar una respuesta adecuada a la pre­ gunta de qué es el coraje, y hubiera hecho bien porque no hay ningún vínculo necesario entre las dos preguntas. Aunque el

Laques no responde a la pregunta de qué es el coraje, una lectura atenta del diálogo muestra que responde a esa pregunta al menos tan bien com o la República responde a la pregunta de qué es la justicia. La distinción entre diálogos aporéticos y diálogos que transmiten una enseñanza es engañosa. Para evitar el engaño, deberíamos preguntarnos si todos los diálogos que transmiten una enseñanza, y en especial aquellos en los que Sócrates es el principal orador, se desarrollan bajo una presión similar a la de la República. Por ejemplo, la conversación registrada en el Fedótt tuvo que ser completada porque ocurre el día de la muerte de Sócrates. Con respecto al Banquete, no debemos olvidar que Só­ crates atribuye la enseñanza transmitida a Diotima. La investigación anticipada acerca de qué es la justicia es posi­ ble porque los interlocutores aceptan la pretensión de Sócrates

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de que se com pletó la fundación de la ciudad buena; ¿puede faltar algo después de que se atendió lo primero, lo más impor­ tante, lo más resplandeciente, es decir, lo superior? Acto seguido, Sócrates les exige tratar el tema com o se merece y buscar dónde hay justicia y dónde injusticia en esa ciudad. No obstante, Glaucón lo obliga a participar al recordarle su promesa de ir en ayuda de la justicia; m ejor dicho, lo obliga a conducir esta búsqueda. Pero los interlocutores no se dan cuenta de que Sócrates cam ­ bió los términos de su compromiso o de su cometido. Se supo­ nía que iba a probar que la justicia es digna de ser elegida en sí y no sólo a causa de sus consecuencias, pero ahora declara que la pregunta es si para ser feliz un hom bre debe ser justo o injus­ to: la justicia puede ser una condición indispensable para la feli­ cidad sin que sea digna de ser elegida en sí, mientras que puede ser necesaria sólo com o un medio, o com o un mal necesario. Sin embargo, m ientras la cuestión de si la justicia es buena o no incluso en este sentido restringido permanece abierta, Sócrates afirma de inmediato que si la ciudad que fundaron con discur­ sos es buena, debe poseer todas las virtudes y entre ellas la ju s­ ticia, esto es, da por sentado que la justicia es buena, o evita plan­ tear la pregunta decisiva. Estas jugadas tienen éxito porque Glaucón no posee una comprensión cabal del asunto; es alguien que desea la justicia pero queda perplejo ante los discursos de los detractores de la justicia; le gustaría creer que la justicia es lo más elevado pero es consciente de la existencia de otras cosas que no parecen ser inferiores a la ju sticia. Por consiguiente, cuando Sócrates no pasa de inmediato a la búsqueda de la ju s­ ticia, sino que se ocupa prim ero de las otras virtudes, basta el interés de Glaucón por éstas para evitar que cuestione los rodeos de Sócrates (cf. 43od4-ei). No sería injusto señalar que curiosa­ mente el comienzo de la discusión acerca de la justicia en sí no es simple y que, al parecer, la justicia era afín a la simplicidad.

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Sócrates y Glaucón buscan primero las tres virtudes distin­ tas de la justicia. En la ciudad fundada de acuerdo con la natu­ raleza, la sabiduría reside en los gobernantes y sólo en éstos, ya que los hombres sabios son por naturaleza la parte más redu­ cida de una ciudad y no sería bueno para la ciudad que ellos no estuvieran al mando. En la ciudad buena el coraje reside en los guerreros, ya que el poder político, que es distinto de la intre­ pidez salvaje, se desarrolla sólo a través de la educación en quie­ nes por naturaleza son aptos para el coraje. La moderación no es tan fácil de encontrar. Si se trata del autocontrol respecto de los placeres y los deseos, tam bién está reservado a los gober­ nantes y los guerreros (43ib9-d3). Sin embargo, también se la puede entender com o el control de aquello que es por natura­ leza peor a través de lo que es por naturaleza m ejor, esto es, lo que permite al todo estar en arm onía, o el acuerdo de lo supe­ rior y lo inferior por naturaleza respecto de cuál de los dos debe­ ría gobernar en la ciudad; la moderación entendida de este modo permea todas las partes de la ciudad buena. De todos modos, la m oderación no posee la simplicidad y la univocidad de la sabiduría y del coraje. C om o controlar y ser controlado difie­ ren entre sí, la m oderación de la clase superior difiere de la m oderación de la clase inferior. Si bien Sócrates y G laucón encuentran con facilidad las primeras tres virtudes en la ciudad buena, les resulta difícil encontrar la justicia; ésta parece resi­ dir en un lugar de difícil acceso y oculto en las som bras; sin embargo, la tenían justo delante; no la encontraron porque la bascaban en un lugar distante. La dificultad para hallar la ju s-

ticia en contraposición con las otras virtudes refleja el hecho de que la educación para la justicia, en contraposición con las otras virtudes, no fue discutida. La justicia es el principio que guió la fundación de la ciudad buena desde el inicio, estaba en vigor en la ciudad sana aunque de forma incompleta y, com o sabe-

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mos, no está del todo en vigor en la ciudad del cam pam ento armado. La justicia consiste en que todos hagan respecto a la ciudad aquello para lo que su naturaleza los dotó, o sim ple­ mente que cada uno se ocupe de sus asuntos: es en virtud de la justicia entendida de este modo que las otras tres virtudes son virtudes (433a-b). Para ser más precisos, una ciudad es justa si cada una de sus tres partes (los com erciantes, los soldados y los gobernantes) hace cada una su tarea y sólo su propia tarea. La justicia entonces se parece a la moderación y se diferencia de la sabiduría y del coraje en que no es la prerrogativa de una única parte sino que es requerida por todas las partes. De ahí que la justicia, com o la m oderación, posea un carácter diferente en cada una de las tres clases. Se debe asumir, por ejemplo, que la justicia de los gobernantes sabios está matizada por su sabidu­ ría (por no decir nada de su peculiar incentivo para la justicia) y que la justicia de los com erciantes está empañada por su vul­ garidad, ya que si incluso el coraje de los guerreros es coraje político o cívico y no coraje puro (430c; cf. Fedórt 82a), es razo­ nable que también su justicia - p o r no decir nada de la justicia de los com erciantes- no sea una justicia pura. El coraje de los guerreros no es coraje puro porque en su esencia depende de la ley (cf. 4 2 9 C 7 con 4i2e6-8 y 4 13C 5-7) o porque los guerreros carecen de la responsabilidad máxima. Para encontrar la ju sti­ cia pura, es necesario considerar la justicia en el ser hum ano individual. Esto sería más fácil si la justicia del individuo fuera idéntica a la justicia de la ciudad; esto requeriría que el indivi­ duo o, más bien, su alma, estuviera compuesta por los tres mis­ mos tipos de “naturalezas” que la ciudad. Observam os que el paralelo entre la ciudad y el individuo del que depende la suerte de la ciudad exige la abstracción del cuerpo (cf. la transición del individuo al alma en 434d-435c). Una consideración provisio­ nal del alma parece establecer este requisito: el alma contiene

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deseo, cólera o ira (44oa5, C2> y razón, del m ism o m odo en que la ciudad está com puesta por com erciantes, guerreros y gobernantes. Por tanto, podem os concluir que un hom bre es justo si cada una de estas tres partes del alma hacen su propia tarea y sólo su propia tarea, es decir, si su alma es saludable. Pero si la justicia es la salud del alm a y, a la inversa, la injusticia es la enfermedad del alma, es evidente que la justicia es buena y la injusticia es mala, sin im portar que se sepa o no si uno es justo o injusto (444d-445b). Un hom bre es ju sto sí la parte racional de su alma es sabia y gobierna (4 4 ie ), y si la parte enérgica, súb­ dito y aliado de la parte racional, la ayuda en el control de la mul­ titud de deseos que se convierten casi de manera inevitable en deseos de poseer más y más dinero. No obstante, esto significa que sólo el hombre cuya razón bien cultivada gobierna las otras dos partes bien cultivadas, es decir, sólo el hom bre sabio, puede ser verdaderamente justo (cf. 442c); el alma no puede ser salu­ dable si una de sus partes, y en especial su m ejor parte, está atro­ fiada. No es de extrañar entonces que el hombre justo a fin de cuentas resulte ser idéntico al filósofo (58od-583b). Y el filósofo puede ser justo sin ser un miembro de la ciudad justa. Los comer­ ciantes y los guerreros no son verdaderamente justos porque su justicia se deriva de un tipo de hábito u otro, distinto de la filo­ sofía; por lo tanto, en los lugares más recónditos de sus almas desean la tiranía, es decir, la injusticia total (6 i9 b -d ). Vemos entonces lo acertado que estaba Sócrates cuando esperaba encon­ trar la injusticia en la ciudad buena (427d). Por supuesto, esto no implica negar que en tanto m iembros de la ciudad buena los no filósofos actuarán más justam ente que com o lo hacen en tanto miembros de las ciudades reales. La justicia de quienes no son sabios aparece a otra luz si se toma en cuenta la justicia en la ciudad, por un lado, y la justicia en el alma, por otro. Este hecho muestra que el paralelo entre la

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ciudad y el alma es engañoso. Este paralelo falla porque falla la definición de justicia que lo sostiene. Se afirma que la justicia consiste en que cada parte de la ciudad o del alma “realice la tarea para la que posee m ejores condiciones por naturaleza” o una tarea de este “tipo”; se supone que una parte de la ciudad o del alma es justa si hace su trabajo o se ocupa de sus asuntos “de un cierto modo”. La indefinición desaparece si reemplazamos “de un cierto m odo” por “del m ejor modo” o simplemente “bien” (4333-b, 443C4-d7; Aristóteles, Ética nicom aquea, 109837-12). Si cada parte de la ciudad hace bien su tarea, y por lo tanto posee la virtud o las virtudes que le son propias, la ciudad es sabia, valiente y moderada, y además perfectam ente buena; no nece­ sita el agregado de la justicia. El caso del individuo es diferente. Por más que sea sabio, valiente y m oderado, no es perfecta­ mente bueno; ya que la bondad hacia sus pares, su voluntad de ayudarlos, de cuidarlos o servirlos (4i2di3), que es distinta de no querer hacerles daño, no se deduce del hecho de que posea las primeras tres virtudes. Las primeras tres virtudes son suficien­ tes para la ciudad porque la ciudad es autosuficiente, y son insu­ ficientes para el individuo porque el individuo no es autosufi­ ciente. El hecho de que la justicia en tanto virtud singular sea Miperflua para la ciudad buena hace que Sócrates y Glaucón tengan dificultades para hallarla cuando la buscan. El paralelo entre la ciudad y el alma exige, del m ismo m odo en que los guerreros de la ciudad poseen una jerarquía mayor que los com erciantes, que en el alma la cólera posea una jerar­ quía mayor que el deseo (44062-7). Es verosímil que quienes defienden la ciudad de los enemigos extranjeros e interiores y recibieron una educación musical sean más respetados que quie­ nes carecen tanto de responsabilidad pública com o de educa1 ión musical. Pero es menos verosímil que la cólera en sí posea una mayor jerarquía que el deseo. Es cierto que la cólera supone

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una gran variedad de fenómenos que van de la más noble indig­ nación ante la injusticia, la vileza y la maldad a la ira del niño malcriado incapaz de tolerar que se lo prive de lo que quiere, por malo que sea (cf. 44ia7*b2). Pero tam bién es evidente que lo mismo es aplicable al deseo: un tipo de deseo es eros, que en su forma sana va del deseo de inmortalidad a través de la des­ cendencia o la fama, al deseo de inmortalidad a través de la par­ ticipación en el conocim iento de lo que es invariable en todo sentido. Por tanto, afirmar que la cólera en sí posee una jerar­ quía mayor que el deseo es cuestionable. A pesar de que Glaucón lo niegue con un ju ram ento, o a causa de esto, la cólera conspira con el deseo en contra de la razón (44ob4-8). No debe­ mos olvidar que si bien existe un eros filosófico, no existe indig­ nación, deseo de victoria, o ira filosóficos (véase 536b8-c7). El paralelo entre la ciudad y el alma se basa en un desinterés deli­ berado por eros, un desinterés típico de la República. En dos oca­ siones se manifiesta de forma evidente: cuando Sócrates se refiere a las necesidades básicas que dieron origen a la sociedad humana, no menciona la procreación, y cuando describe al tirano, lo pre­ senta com o la encarnación de Eros (573b-e, 574d-575a). Por no agregar que la República comienza prácticamente con una m al­ dición contra eros (329b6-di). Cuando se discuten las respecti­ vas jerarquías de la cólera y el deseo, Sócrates guarda silencio sobre eros.41 Parecería que hay una tensión entre eros y la ciu­ dad y, por consiguiente, entre eros y la justicia: la ciudad sólo puede erigirse sobre el m enosprecio de eros. Eros se rige por sus propias leyes, no por las leyes de la ciudad por buenas que 42 42 Cf. 439d6. Cf. el procedimiento similar en el Timeo, donde la tesis que sostiene la superioridad de la cólera se repite con la consecuencia de que el hombre original, el hombre que dejó las manos de su Creador, es (sit venia verbo) un hombre sin sexo; cf. ójd-zia y 72e-73a con 9ia-d; cf. también 88a8-b2.

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sean; los amantes no son por necesidad conciudadanos (o miem­ bros del partido); en la ciudad buena, eros está sujeto a las exi­ gencias de la ciudad: sólo se les permite unirse para procrear a quienes prometan una generación fructífera. La abolición de la privacidad asesta un golpe a eros. La ciudad no es una asocia­ ción erótica, aunque en cierto modo presupone las asociacio­ nes eróticas. En la ciudad no hay una clase erótica del modo en que hay clases de gobernantes, guerreros y comerciantes. La ciudad no procrea del modo en que delibera, entra en guerra y tiene propiedades. En la medida de lo posible, el patriotismo, la consagración al bien com ún, la justicia, deben ocupar el lugar de eros, y el patriotism o está vinculado más estrechamente con la cólera, el entusiasmo por la lucha, el resentimiento, la indig­ nación y la ira que con eros. Tanto la asociación erótica com o la asociación política son excluyentes, pero son excluyentes de distintos modos: los amantes se aíslan de los demás, pero no se puede afirm ar que la ciudad se aísle del "m undo”: se separa de los demás a través del antagonismo o la resistencia; el anta­ gonismo entre “nosotros y ellos” es esencial para la asociación política. Al parecer, la superioridad de la cólera sobre el deseo se muestra en el hecho de que todo acto de cólera humano parece incluir la sensación de estar en lo cierto (440c). Gran parte de los actos de justicia son actos de castigo, y el castigo, por no decir más, recibe la ayuda de la ira.4* La ira está tan preocupada por lo correcto que incluso trata las cosas sin vida com o si fueran dañinas; la cólera es más apta que el deseo para “personificar” su objeto (cf. 44oai-3; 46961-2). Pero que este hecho establezca una sim ple superioridad de la cólera sobre el deseo depende de qué pensem os acerca del valor de la “personificación”. La

República lleva a reflexionar sobre este tema en especial a tra- 43 43 Cf. Leyes 73ib3-ds.

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vés de G laucón, el orador más colérico de la obra, que com o encarnación de la Cólera asiste a la Razón en la fundación de la ciudad justa. Lo que se dijo sobre la separación de eros en la

República no se contradice con el hecho de que la educación de los guerreros culm ine en el eros de lo bello; ese eros tiende al eros filosófico, el eros propio de los filósofos (50id2), que es una búsqueda del conocim iento de la ¡dea del bien, una idea superior a la idea de justicia. Para que la República pudiera sepa­ rarse por com pleto de eros debería separarse de la filosofía. Pero existe una tensión entre la filosofía y la d u d ad ; ju n to a esta tensión, vuelve a aparecer la tensión entre eros y la justicia. En la República se afirm a que la tensión entre la filosofía y la ciu­ dad se superaría si los filósofos se convirtieran en reyes. Debe­ mos investigar si de hecho esto es así. Nos guía hacia esta inves­ tigación la expulsión incompleta de eros que hem os señalado. La ciudad buena se caracteriza en primer lugar por el gobierno de ios mejores en filosofía y en relación con la guerra (54335) -aquellos que se acercan más a la diosa virgen Atenea (Tim eo 24C7-di), una diosa que, además, no se form ó en un ú tero-. Por consiguiente, la ciudad buena se caracteriza por la preeminen­ cia de la razón y la cólera, que se distinguen de eros en su sen­ tido principal. Antes de la aparición de la filosofía, la ciudad buena atribuía una mayor jerarquía a la cólera que al deseo y era una ciudad de artesanos. Existe un vínculo entre estos dos hechos. Las artes no son eróticas. No son eróticas porque se ocu­ pan de producir cosas útiles, esto es, bienes particulares (428di2e i), o medios, mientras que eros tiende hacia el bien absoluto. Sin embargo, a causa de su carácter parcial, las artes están ai ser­ vicio del arte de las artes y necesitan de éste. El arte de las artes, esto es, la filosofía, se ocupa del bien absoluto y simple, de “la idea del bien”. Al igual que el arte, eros tiende a la filosofía com o su forma más elevada. Arte y eros, lo más pedestre y utilitario

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y lo m enos utilitario, convergen de form a evidente en la filo­ sofía. Q ue la cólera tienda tam bién hacia la filosofía es, por no decir más, algo no tan evidente.'*4 La fundación de la ciudad buena tuvo su origen en el hecho de que los hom bres son diferentes por naturaleza, y esto supone que poseen por naturaleza una jerarquía desigual. En primer lugar, son desiguales respecto de sus habilidades para adquirir la virtud. La desigualdad debida a la naturaleza se incrementa y se hace más marcada a causa de los distintos tipos de educa­ ción o costumbres y los distintos modos de vida (de tipo comu­ nista o no com unista) de las distintas partes de la ciudad buena. En consecuencia, la ciudad buena se parece a una sociedad de castas. La descripción de la ciudad buena de la República le hace recordar a un personaje platónico el sistema de castas del anti­ guo Egipto, aunque está claro que en Egipto los gobernantes eran sacerdotes y no filósofos (Timeo 24a-b). Sin embargo, en la ciudad buena de la República, no es la ascendencia sino las dotes naturales de cada uno las que determinan a qué clase se pertenece. Pero esto conduce a una dificultad. Se supone que los miembros de la clase alta que viven de una form a comunista no saben quiénes son sus padres naturales, ya que consideran como sus padres a todos los hombres y las mujeres de clase alta de la generación de sus padres. Por otro lado, los niños dotados de la clase baja no comunista son transferidos a la clase alta (y viceversa); com o sus dotes superiores no son necesariamente reconocibles al nacer, pueden conocer a sus padres naturales y hasta es posible que les tengan cariño; esto parecería incapaci­ tarlos para pertenecer a la dase alta. Hay tres modos en que se puede superar esta dificultad. El prim ero es hacer superflua la4

44 Esta dificultad se esboza de forma admirable al final de las Leyes (963c). Cf. la nota anterior.

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selección posterior al nacimiento garantizando el resultado desea­ do a través de la selección adecuada de padres, y esto significa por supuesto de padres de la clase alta: todo niño de padres bien elegidos es apto para pertenecer a la clase alta. Ésta es la solución que subyace a la discusión del número nupcial (546c6-d3). El segundo modo es extender el comunismo y-tom an d o en cuenta el vínculo entre la educación y la forma de v id a- la educación musical a la clase baja (4 0 ib -c , 42ie-422d, 460a, 543a). Según Aristóteles (Política 1264313-17), Sócrates dejó sin resolver si en la ciudad buena el com unism o absoluto se limita a la clase alta o si se extiende también a la clase baja. Que dejara esta cuestión sin resolver es congruente con la poca im portancia que otor­ gaba a la clase baja (421a, 434a). En otras palabras, la ambigüe­ dad con respecto a la educación musical se debe a la com para­ ción anticipada entre la educación musical y la educación más elevada, com parada con la cual la diferencia entre la educa­ ción de los guerreros y la de los com erciantes resulta insignifi­ cante. Sin embargo, desde cualquier punto de vista excepto el más elevado, esta diferencia sin duda es muy im portante. No debemos olvidar que la clase de los comerciantes, por no decir más, incluye a quienes carecen de una buena naturaleza pero tienen cura, de m odo que no es necesario matarlos (4io ai-4, 4$6d8-io). De ahí que Sócrates aluda a la necesidad de historias falsas dirigidas no a los guerreros sino a quienes son insensibles a la belleza o al honor, esto es, la necesidad de mentiras puniti­ vas o aterradoras (3 8 6 a , 387b4*c3), ya que al parecer la multi­ tud que carece por completo de poder político estaría muy nece­ sitada de incentivos para obedecer a los gobernantes de manera incondicional. No cabe duda de que Sócrates desea lim itar el com unism o y la educación musical a la clase alta (398b2-4,415c y ss., 43ib4-d3). Por consiguiente, para elim inar esta dificul­ tad, se ve obligado a hacer que la pertenencia de un individuo

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a la clase alta o baja sea hereditaria y quiebra así uno de los prin­ cipios más elementales de la justicia. Aparte, uno se puede pre­ guntar si es posible trazar una línea perfecta que separe a quie­ nes poseen dotes para la profesión de guerrero de quienes no, y si es posible entonces asignar de form a perfectamente justa a los individuos a las clases alta y baja y, en definitiva, si es posi­ ble que la ciudad buena sea simplemente justa (cf. 427d). Ade­ más, si se limita el com unism o a la clase alta, habrá privacidad tanto en la clase com erciante com o entre los filósofos en tanto filósofos, ya que bien puede haber un único filósofo en la ciu­ dad y sin duda ningún rebaño o unidad militar: los guerreros son la única clase por completo política o pública, o que se con­ sagra de lleno a la ciudad; de ahí que sólo los guerreros lleven una vida justa en un sentido de la palabra “justo”. Es necesario comprender por qué el com unism o se limita a la clase alta, o cuál es el obstáculo natural para el comunismo. I.o privado por naturaleza o lo propio del hom bre es el cuerpo y sólo el cuerpo (4640; cf. Leyes 739c). De modo que el com u­ nismo más com pleto exigiría la exclusión del cuerpo. La apro­ xim ación al com unism o puro y sim ple que se requiere en la

República, que hemos denominado com unism o absoluto, exige una aproximación a la separación absoluta del cuerpo. Las nece­ sidades o deseos del cuerpo inducen a los hom bres a ampliar la esfera de lo privado, de lo que pertenece a cada hombre, tanto com o pueden. Esta lucha tan poderosa es contrarrestada por la educación musical, que conduce a la m oderación, esto es, un entrenam iento muy severo del alma del que, al parecer, sólo una m inoría de los hom bres es capaz. No obstante, este tipo de educación no extirpa el deseo natural de cada uno por cosas (y seres humanos) propias: los guerreros no aceptarían el com unismo absoluto si no estuvieran sometidos a los filósofos. De ahí que resulte evidente que la lucha de cada uno es con tra-

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rrestada en últim a instancia sólo por la filosofía, por la bús­ queda de la verdad que com o tal no puede ser la posesión pri­ vada de nadie. Mientras que lo privado par excellence es el cuerpo, lo com ún par excellence es la mente, la mente pura, más que el alma en general, ya que sólo los pensamientos puros pueden ser idénticos y se puede saber que son idénticos en diferentes indi­ viduos. La superioridad del com unism o respecto del no com u­ nism o tal com o se la enseña en la República es comprensible sólo com o una reflexión acerca de la superioridad de la filoso­ fía respecto de la no filosofía. No obstante, si bien la filosofía es lo más com ún, también es, com o se indicó en el párrafo ante­ rior, lo más privado. Mientras que en un sentido la vida de los guerreros es la vida justa par excellence, en otro, sólo la vida del filósofo es justa. No se puede aclarar la distinción entre los dos significados im plícitos de la ju sticia antes de com prender la enseñanza de la República respecto de la relación del filósofo con la ciudad. De ahí que debamos com enzar por el principio. Al final del libro cuarto, parecería que Sócrates com pletó la tarea que G laucón y A dim anto le habían im puesto, ya que dem ostró que la justicia com o salud del alma es deseable no sólo por sus consecuencias sino ante todo en sí m isma. Pero entonces, al com ienzo del libro quinto de repente nos hallamos ante un nuevo comienzo, con la repetición de una escena que había ocurrido al principio de todo. Tanto en el comienzo de la obra com o en el com ienzo del libro q u in to (y en ningún otro lugar), los com pañeros de Sócrates tom an una decisión, m ejor dicho, someten algo a votación, y Sócrates, que no par­ ticipa de la tom a de decisión, les obedece (cf. 449b-45oa con 327C-328b3). Los com pañeros de Sócrates en am bos casos se com portan com o una ciudad (una asamblea de ciudadanos), aunque sea com o la ciudad más pequeña posible (369d n -i2). Pero existe esta diferencia crucial entre las dos escenas: m ien-

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tras que Trasímaco estuvo ausente en la primera, en la segunda se ha convertido en un m iembro de la ciudad. Parecería que la fundación de la ciudad buena requiere que Trasímaco se con­ vierta en uno de sus ciudadanos. En el comienzo del libro quinto, los com pañeros de Sócra­ tes lo obligan a abordar el tema del com unism o respecto de las mujeres y los niños. No se oponen a la propuesta en sí del modo en que Adimanto se había opuesto al com unism o respecto de la propiedad al comienzo del libro cuarto, dado que incluso Adi­ manto ya no es el mismo que antes. Sólo desean saber con pre­ cisión cóm o organizar el com unism o respecto de las mujeres y los niños. Sócrates reemplaza la pregunta planteada por éstas más incisivas: (i) ¿es posible dicho com unism o? (2) ¿es desea­ ble? Al parecer, el comunismo respecto de las mujeres es el resul­ tado o el presupuesto de la igualdad de los sexos en relación con el trabajo: la ciudad no puede darse el lujo de perder la mitad de su población adulta com o fuerzas de trabajo y de com bate, y no hay diferencia esencial respecto de las dotes naturales para las distintas artes entre hom bres y mujeres. El reclamo de igualdad de los sexos exige una transform ación completa de las costumbres, una transformación que se presenta no tanto com o escandalosa sino com o risible; el reclam o se justifica sobre la base de que sólo lo útil es justo o noble y que sólo lo malo, esto es, lo contrario a la naturaleza, es risible; se rechaza la diferen­ cia tradicional de conductas de los sexos por ser contraria a la naturaleza, y se espera que el cam bio revolucionario sugerido produzca un orden acorde con la naturaleza (4 5 6 0 -3 ). La ju s­ ticia exige que cada ser hum ano ejerza el arte para el que posee condiciones por naturaleza, sin im portar lo que dicte la cos­ tum bre o la convención. Sócrates prim ero dem uestra que la igualdad de los dos sexos es posible, esto es, que está de acuerdo con la naturaleza de los dos sexos tal com o se presenta en reía-

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ción con su aptitud para el ejercicio de las d istintos artes, y que entonces es deseable. Para dem ostrarlo, se aleja de forma explícita de la diferencia de los sexos respecto de la procreación. C om o debemos volver a decir, esto significa que la argumen­ tación de la República en su totalidad, según la cual la ciudad es una comunidad de artesanos de am bos sexos, se aleja lo más posible de esa actividad esencial para la ciudad que ocurre “por naturaleza” y no “por arte”; al m ism o tiem po, significa que se aleja de la diferencia corporal m ás im portante para la raza humana, esto es, se aleja lo más posible del cuerpo: se trata la diferencia entre hombres y mujeres com o si fuera comparable a la diferencia entre hom bres calvos y de pelo largo (454c-e). Sócrates pasa luego al tema del comunismo respecto de las muje­ res y los niños y muestra que es deseable porque “uniría” más a la ciudad y por lo tanto la haría más perfecta que una ciudad compuesta por familias separadas: la ciudad debería ser lo más parecida posible a un ser humano único, o a un ser vivo único ( 4 6 2 C 1 0 - 1 7 ,4 6 4 0 2 ) ,

esto es, a un ser natural. El razonamiento

político basado en la máxima unidad posible de la ciudad oculta el razonamiento transpolítico basado en la naturalidad de la ciu­ dad. Por supuesto, la abolición de la familia no significa la intro­ ducción del libertinaje o la promiscuidad; significa la más severa regulación del intercambio sexual desde el punto de vista de lo útil para la ciudad o las exigencias del bien com ún. La preocu­ pación por lo útil, podría decirse, sustituye a la preocupación por lo sagrado (45864): los seres humanos de sexo masculino y femenino deben acoplarse sólo con vistas a la m ejor reproduc­ ción en el espíritu en el que proceden los criadores de perros, aves o caballos; los reclamos de eros simplemente se silencian; es natural que el nuevo orden afecte la prohibición tradicional del incesto, la regla más sagrada de la justicia tradicional (cf. 4óib-e). En el nuevo esquema, nunca nadie sabrá quiénes son

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sus padres, hijos y hermanos naturales, pero todos considera­

rán a los hombres y mujeres de la generación de sus padres como a sus padres, y a todos los de su propia generación com o her­ m anos, y a los de la generación más joven com o a sus hijos (463c). No obstante, esto significa que la ciudad construida de acuerdo con la naturaleza vive, en un sentido muy importante, más de acuerdo con la convención que con la naturaleza. Por este motivo nos decepciona que Sócrates abandone de inme­ diato la cuestión de si es posible o no el com unism o respecto de las m ujeres y los niños (466d 6 y ss.). Da la im presión de que contestar a este interrogante fuera demasiado incluso para Sócrates, ya que al parecer es natural que los hombres deseen tener hijos propios (cf. 330C3-4; 4ó7aio-bi). Com o la institución en cuestión es indispensable para la ciudad buena, Sócrates deja sin responder la pregunta acerca de la posibilidad de la ciudad buena, esto es, de la ciudad justa en sí. Y esto le ocurre a sus oyentes, y a los lectores de la República, después de haber hecho los más grandes sacrificios -c o m o el sacrificio de eros y de la fam ilia- en nom bre de la justicia. A Sócrates no se le perm ite escapar por m ucho tiem po de su formidable deber de contestar si la ciudad justa es posible. El viril o más bien colérico Glaucón lo obliga a enfrentar el tema. Tal vez debamos decir que al pasar en apariencia al tema de la guerra -u n tema tanto más fácil en sí y más atractivo para Glau­ cón que el com unism o respecto de mujeres y n iñ o s- pero ana­ lizándolo según las severas exigencias de la justicia y, por ende, quitándole gran parte de su atractivo, hace que Glaucón lo obli­ gue a responder la pregunta fundamental. Quizá también deba­ mos decir que Sócrates en realidad no escapa del tema del comu­ nismo respecto de las mujeres y los niños o del de la igualdad de los sexos al pasar al tema de la guerra, ya que se dijo que la única diferencia relevante entre los sexos era que los hombres

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son más fuertes que las m ujeres (45iei-2, 4 5 5 e i-2 ,4 5 6 a io -n , 457a9-io), una diferencia muy relevante para el com bate, y la muerte de una luchadora es una pérdida más grave para la ciu­ dad que la muerte de un luchador debido a la diferencia en la función de los sexos para la procreación; además, se puede decir que la guerra prepara la abolición de la familia. Por más que esto fuera así, la pregunta a la que vuelven no es la misma que deja­ ron. La pregunta que dejaron era si la ciudad buena es posible en el sentido de si está de acuerdo con la naturaleza. La pregunta a la que vuelven es si la ciudad buena es posible en el sentido de si puede surgir de la transform ación de una ciudad real. Se podría pensar que esta pregunta presupone la respuesta afir­ mativa a la pregunta anterior, pero esto no sería del todo correcto. Com o vemos ahora, todo nuestro esfuerzo por descubrir en qué consiste la justicia (para que nos permita entender cóm o se rela­ ciona con la felicidad) fue una búsqueda de la "justicia en sí” com o un “m odelo”. Al buscar la justicia com o modelo damos a entender que el hom bre justo y la ciudad justa no serán per­ fectamente justos, sino que de hecho se aproximarán a la ju s­ ticia en sí con un grado de aproximación particular (472a-b): sólo la justicia en sí es perfectamente justa (479a; cf. 538c y ss.). De este modo comprendemos que ni siquiera las instituciones propias de la ciudad buena (el com unism o absoluto, la igual­ dad de los sexos y el gobierno de los filósofos) son simplemente justas. La ju sticia misma no es “posible” en el sentido de ser capaz de surgir porque nunca puede atravesar ningún tipo de cam bio. La justicia es una “form a” o una “idea”, una de muchas “ideas”. Las ideas son las únicas cosas que “son” propiamente dichas, esto es, que son sin ninguna adición de no ser; están más allá de toda potencia de ser, y todo lo que es potencia se encuen­ tra entre el ser y el no ser. C om o las ideas son las únicas cosas que están más allá de todo cam bio, en un sentido son la causa

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de todo cam bio. Por ejemplo, la idea de justicia es la causa de todo (seres humanos, ciudades, leyes, órdenes, acciones) lo justo existente. Se trata de seres ideales que siempre existen. Poseen el m áxim o esplendor. Por ejem plo, la idea de justicia es per­ fectamente justa. Pero este esplendor escapa a los ojos del cuerpo. Las ideas son “visibles” sólo para el ojo de la mente, y la mente en tanto que m ente sólo percibe ideas. No obstante, com o lo indica el hecho de que haya muchas ideas y de que la mente que las percibe sea diferente de raíz a las ideas mismas, debe haber algo superior a las ideas: la idea del bien, que en un sentido es la causa de todas las ideas así com o de la mente que las percibe (517C1-5).

Platón y Aristóteles coinciden en que el máximo y más

perfecto saber y lo más perfecto deben estar unidos; pero m ien­ tras que para Aristóteles lo más elevado es el conocim iento o el pensam iento que se piensa a sí m ism o, para Platón lo más elevado está más allá de la diferencia entre el conocedor y lo conocido, o no es un ser racional. También se vuelve cuestio­ nable si se puede llam ar una idea a lo más elevado tal com o lo entiende Platón; Sócrates utiliza “la idea del bien” y “el bien” com o sinónim os (505a2-b3). Sólo el bien percibido por seres humanos bien preparados puede hacer que surja la ciudad buena y que exista por un tiempo. La doctrina de las ideas que Sócrates expone a sus interlo­ cutores es muy difícil de entender; para empezar, es totalmente increíble, por no decir que parece absurda. Hasta este momento se nos había dado a entender que la ju sticia es ante todo un cierto carácter del alma humana o de la ciudad, es decir, algo que no es inm utable. Ahora se nos pide que cream os que es inmutable, com o si perteneciera a un lugar completamente dis­ tinto del que habitan los seres hum anos y todo lo demás que participa de la justicia (cf. 509di-5ioa7; Fedro 2 4 7 C 3 ). Nunca se ha logrado describir de forma clara o satisfactoria esta doctrina

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de las ideas. Sin embargo, es posible definir con bastante pre­ cisión la dificultad central. “Idea” significa principalmente la apariencia o la forma de una cosa; se refiere a un tipo o clase de cosas reunidas por el hecho de tener la misma apariencia, el mismo carácter o poder, o la misma “naturaleza”; de ahí que signifique el carácter de la clase o la naturaleza de las cosas que pertenecen a la clase en cuestión: la idea de una cosa es aque­ llo que buscamos cuando intentam os descubrir el “qué” o la “naturaleza” de una cosa o de una clase de cosas. En la Repú­

blica , el vínculo entre “idea” y “naturaleza” aparece en el hecho de que a “la idea de justicia” se la llama “lo que es justo por natu­ raleza” (5oib2) y que de las ideas que se contraponen a las cosas que no son ideas se diga que están “en la naturaleza” (597bs-e4). No obstante, esto no explica por qué se presenta a las ideas como “separadas” de las cosas que son lo que son por participar de una idea, o, en otras palabras, por qué la “perreidad” (el carác­ ter de la clase de los perros) debería ser el “perro verdadero” Al parecer, existen dos tipos de fenómenos que apoyan la afirm a­ ción de Sócrates. En primer lugar, las cosas matemáticas pro­ piamente dichas nunca se pueden encontrar entre las cosas sen­ sibles; ninguna línea dibujada sobre la arena o el papel es una línea tal com o la define un matemático. En segundo lugar, y ante todo, cuando nos referimos a la justicia y a nociones similares no suponemos necesariamente que éstas se encuentran en su pureza o perfección en los seres humanos o en las sociedades; más bien parecería que el significado de la justicia trasciende todo lo que los hom bres pueden alcanzar; precisam ente los hombres más justos fueron y son los más conscientes de las defi­ ciencias de su justicia. Sócrates parece afirmar que lo verdadero de las matemáticas y de las virtudes lo es de forma universal: hay una idea de la cama o de la mesa com o la hay del círculo o de la justicia. Ahora bien, aunque es razonable afirmar que un

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círculo perfecto o una justicia perfecta trasciendan todo lo visi­ ble, no se puede decir que una cama perfecta sea algo sobre lo que ningún hom bre puede descansar o que un aullido per­ fecto sea completamente inaudible. A pesar de esto, Giaucón y Adimanto aceptan la doctrina de las ideas con relativa facilidad. Sin duda oyeron hablar antes muchas veces acerca de las ideas, incluso acerca de la idea del bien. Sin embargo, esto no garan­ tiza que posean una comprensión genuina de dicha doctrina.45 Por el contrario, oyeron aun con más frecuencia, y en cierto m odo saben, que hay dioses com o D ike (53ób3; cf. 48736), o Nikeyque no es esta victoria o tal otra, no esta o aquella estatua de Nike, sino uno y el m ismo ser inmutable que en un sentido es la causa de cada victoria y que posee un esplendor inconce­ bible. En térm inos más generales, Giaucón y Adimanto saben que existen dioses -seres inmutables que son la causa de todo lo bueno, que poseen un esplendor inconcebible, y que no pue­ den ser aprehendidos por los sentidos dado que nunca cambian su “forma” (cf. 379a-b y 380 y s s .)-. Esto no implica negar que exista una diferencia profunda entre los dioses tal com o se los entiende en la teología de la República y las ideas. Es sólo para afirm ar que quienes aceptaron esta teología están m ejor pre­ parados para aceptar la doctrina de las ¡deas. El m ovim iento al que se expone al lector de la República lleva desde la ciudad com o asociación de fundadores sujetos a la ley y, en últim a instancia, a los dioses, hacia la ciudad com o una asociación de artesanos sujetos a los filósofos y, en última instancia, a las ideas. Ahora debemos volver a la cuestión de la posibilidad de la ciudad justa. Hemos comprendido que la justicia no es “posi­ ble” en el sentido de poder surgir. Luego comprendimos que no sólo la justicia en sí sino tampoco la ciudad justa es “posible” 45 50582-3,50788-9,50986-8,532CÍ2-5,53381-2,59685-9,597a8-9.

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en este sentido. Esto no significa que la ciudad justa tal com o se la describe en la República sea una idea com o la justicia misma, y m enos aun que se trate de un ideal: “ideal” no es un térm ino platónico. La ciudad justa no es un ser inm utable com o la idea de justicia, ubicada por decirlo de algún modo en un sitio supracelestial. Su condición se parece más a la de un retrato de un ser hum ano que posee una belleza perfecta sólo en virtud del arte del pintor; es sim ilar a las estatuas de Glaucón del hombre justo perfecto al que se considera perfectamente injusto y del hom ­ bre injusto perfecto al que se considera perfectam ente ju sto; para ser más precisos, la ciudad ju sta sólo lo es “en el discurso”: “existe” sólo en virtud de haber sido concebida con vistas a la justicia en si o lo justo por naturaleza, por un lado, y a lo humano demasiado humano, por otro. Aunque la ciudad justa posee una jerarquía m uy inferior a la ju sticia m ism a, incluso la ciudad justa com o modelo no puede ser llevada a la práctica tal com o se la proyectó; sólo es posible esperar una aproximación de las ciudades que lo son en los hechos y no sólo en los discursos a la ciudad justa (427bi-473b3; cf.500C2-50ic9 con 484c6-d3 y 592b2-3). No queda claro qué quiere decir esto. ¿Significa que la m ejor solución posible será un equilibrio, la tolerancia de cierto grado de propiedad privada (por ejem plo, perm itir a todos los soldados conservar sus zapatos y demás pertenencias durante toda su vida) y cierto grado de desigualdad de los sexos (por ejem plo, que ciertas funciones administrativas y milita­ res sigan siendo la prerrogativa de los guerreros)? No hay motivo para suponer que sea esto lo que Sócrates haya querido decir. A la luz de cóm o continúa la conversación, la siguiente idea parecería razonable. Decir que la ciudad justa no puede llevarse a la práctica tal com o se la proyectó es una afirmación provi­ sional o que prepara otra, según la cual la ciudad justa puede llevarse a la práctica tal com o se la proyectó pero es muy poco

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probable que esto suceda. En todo caso, inmediatamente des­ pués de haber declarado que sólo se puede esperar de forma razonable que una ciudad real se aproxime a la ciudad buena, Sócrates plantea la pregunta de qué cam bio factible en las ciu­ dades reales sería condición necesaria y suficiente para que se transformen en ciudades buenas. Su respuesta es que esta con­ dición es la “coincidencia” del poder político y la filosofía: los filósofos deben gobernar com o reyes o los reyes deben filoso­ far de forma genuina y adecuada. Esta coincidencia producirá “el cese del mal”, esto es, la felicidad tanto privada com o pública (473cn -e5). Esto es im prescindible para que la justicia com o consagración plena a la ciudad sea digna de ser elegida en sí; sólo se puede cum plir con esta condición si la ciudad posee una bondad consumada, esto es, si produce la felicidad de “la raza humana” Incluso empezamos a preguntarnos si la coinciden­ cia de la filosofía y el poder político no sólo es condición nece­ saria sino tam bién suficiente para la felicidad universal, esto es, si el comunismo absoluto y la igualdad de los sexos aún siguen siendo necesarios. La respuesta de Sócrates no es del todo sor­ prendente. Si la justicia consiste en otorgar o dejar a cada uno lo que es bueno para su alma, pero lo bueno para el alma son las virtudes, se deduce que ningún hom bre podrá ser justo sin conocer “las virtudes mismas” o las ideas en general, o sin ser un filósofo. Al responder a la pregunta de cóm o es posible la ciudad buena, Sócrates introduce la filosofía com o un tema de la República. Esto significa que en la República la filosofía no se presenta como el fin del hom bre, sino com o un medio para hacer realidad la justicia y, por lo tanto, la ciudad justa, la ciudad com o campa­ mento armado que se caracteriza por el com unism o absoluto y la igualdad de los sexos para la clase alta, la clase de los gue­ rreros. Com o el gobierno de los filósofos no se presenta com o

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ingrediente de la ciudad justa sino sólo com o un medio para llevarla a la práctica, Aristóteles de modo legítimo ignora esta institución en su análisis crítico de la República. La filosofía se introduce en el contexto de la pregunta por la posibilidad, dis­ tinta de la cuestión de la conveniencia, de la ciudad del cam ­ pamento armado. La cuestión de la posibilidad - s i es conform e a la naturaleza, y en particular, a la naturaleza del h o m b re- no fue planteada en relación con la ciudad sana. La pregunta por la posibilidad ocupa un lugar destacado sólo en el comienzo del libro quinto debido a una intervención de Polemarco. Las dos intervenciones previas con las que se puede com parar -la de Glaucón después de la descripción de la ciudad sana y la de Adimanto después de la abolición de la propiedad privada y de la privacidad m ism a- se limitaron a la cuestión de la convenien­ cia: Polemarco es más importante para la acción de la República de lo que desearíamos.46 Polemarco brinda una rectificación indispensable a la actuación de los dos herm anos, y en espe­ cial de Glaucón. C om o consecuencia lejana del acto de Pole­ marco, Sócrates logra reducir la cuestión de la posibilidad de la ciudad justa a la cuestión de la posibilidad de la coinciden­ cia entre filosofía y poder político. Que dicha coincidencia sea posible es, en principio, completamente increíble: todos saben que los filósofos son inútiles, si no dañinos, para la política. Sócrates, que tuvo su experiencia personal al respecto en su pro­ pia ciudad -experiencia coronada por su condena a la pena de m u erte- considera que esta acusación contra los filósofos está bien fundada, aunque necesita ser más explorada. Atribuye el antagonismo de las ciudades hacia los filósofos en primer lugar a las ciudades: las ciudades actuales, esto es, las ciudades no gobernadas por filósofos, son com o asambleas de locos que 46 Cf. el elogio de Sócrates a Polemarco en el Fedro 257(53-4.

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corrompen a la mayoría de los que son aptos para la filosofía, y a aquellos que a pesar de tenerlo todo en su contra lograron convertirse en filósofos, los rechaza con desprecio. Pero Sócra­ tes está lejos de absolver totalmente a los filósofos. Sólo un cam ­ bio radical tanto de parte de las ciudades com o de los filósofos puede provocar entre ellos la arm onía para la que parecen pre­ dispuestos por naturaleza. Para ser precisos, el cam bio co n ­ siste en que las ciudades estén dispuestas a ser gobernadas por filósofos y que los filósofos estén dispuestos a gobernar ciuda­ des. Esta coincidencia de la filosofía y el poder político es muy difícil de lograr, muy improbable, pero no imposible. Para pro­ ducir el cam bio necesario por parte de la ciudad, de los no filósofos o la m ultitud, es necesaria y es suficiente la form a correcta de persuasión. La forma correcta de persuasión la pro­ porciona el arte de la persuasión, el arte de Trasímaco, bajo la dirección del filósofo y al servicio de la filosofía. No es de extra­ ñar que en este contexto Sócrates declare que él y Trasímaco acaban de hacerse am igos, sin haber sido antes enemigos. La multitud de los no filósofos posee una buena naturaleza y por lo tanto se los puede persuadir. Sin “Trasímaco” nunca habrá una ciudad justa. Nos vemos obligados a expulsar a Homero y a Sófocles pero debemos invitar a Trasímaco. Trasímaco ocupa con justicia el lugar central entre los interlocutores de la Repú­ blica, entre la pareja compuesta por el padre y el hijo y la pareja de hermanos. Sócrates y Trasímaco "acaban de hacerse amigos” porque Sócrates acaba de decir que para escapar de la destruc­ ción, la ciudad no debe permitir la filosofía y, en particular, la filosofía que da “discursos” a los jóvenes, esto es, la forma más grave de “corrupción de jóvenes”. Adimanto cree que Trasímaco va a oponerse de forma apasionada a esta propuesta; pero Sócra­ tes, que sabe más, sostiene que al haber hecho esta propuesta se hizx» amigo de Trasímaco, quien representa o interpreta el rol

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de la dudad. Después de haberse hecho amigo de Trasimaco, Sócrates defiende al vulgo de la acusación de que no se lo puede persuadir del valor de la filosofía o de que no se lo puede aman­ sar (497d8-498d4,499d8-500a8,50iC 4-502a4). Sin embargo, su éxito con el vulgo no es genuino dado que no está presente, o el vulgo al que tranquiliza no es el vulgo en los hechos sino el vulgo en el discurso; no posee el arte de tranquilizar al vulgo en los hechos, que es sólo la otra cara del arte de incitarlo a la ira, el único arte propio de Trasimaco. Trasimaco deberá diri­ girse al vulgo y aquel que haya escuchado a Sócrates tendrá éxito. Pero si esto es así, ¿por qué los filósofos de la antigüedad, por no decir nada de Sócrates m ism o, no lograron persuadir a la m ultitud, de m odo directo o a través de interm ediarios com o Trasim aco, de la suprem acía de la filosofía, para con ­ ducir al gobierno de los filósofos y a la salvación y la felici­ dad de sus ciudades? Por extraño que parezca, en esta parte de la conversación parece más fácil persuadir a la multitud de que acepte el gobierno de los filósofos que persuadir a los filóso­ fos de que gobiernen a la m ultitud: a los filósofos no se los puede persuadir, sólo se los puede forzar a gobernar las ciu ­ dades (4 9 9 b -c, 50od4-5, 52oa-d, 52ib7, 539e2-3). Sólo los no filósofos podrían forzar a los filósofos a ocuparse de la ciu ­ dad. Pero, dado el prejuicio contra los filósofos, esto no se pro­ ducirá en lo inm ediato debido al desinterés de los filósofos por el gobierno. Llegamos entonces a la conclusión de que la ciudad justa no es posible porque los filósofos no están inte­ resados en gobernar. ¿Por qué los filósofos no están interesados en gobernar? Domi­ nados por el deseo, el eros, del conocim iento, al que conside­ ran lo único necesario, conocedores de que la filosofía es la pose­ sión más placentera y dichosa, los filósofos no tienen tiempo libre para bajar la mirada hacia los asuntos humanos, y menos

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aun para ocuparse de ellos. Los filósofos creen que m ientras vivan ya están firm em ente establecidos muy lejos de sus ciu­ dades, en las “Islas de los Bienaventurados”. Por tanto, sólo la fuerza puede inducirlos a tom ar parte de la vida pública de la ciudad justa, esto es, la ciudad que considera com o su tarea más im portante educar apropiadamente a los filósofos. Como los filósofos percibieron lo que es espléndido en verdad, consi­ deran m ezquinos a los asuntos hum anos. Su propia justicia -e l abstenerse de hacer daño a otros seres hum an os- proviene del desdén por aquello por lo que compiten con fervor los no filósofos. Los filósofos saben que la vida no consagrada a la filo­ sofía y, por lo tanto, incluso la m ejor vida política, es com o la vida en una caverna, y tanto es así que se puede identificar la ciudad con la caverna.47 Los habitantes de la caverna, esto es, los no filósofos, sólo ven las sombras de artefactos (5i4b-5i5c). Es decir, todo lo que perciben lo ven a la luz de las opiniones consagradas por decreto por los legisladores respecto de lo justo y lo noble, esto es, opiniones inventadas o convencionales, y no saben que sus convicciones más preciadas no poseen más valor que las opiniones. Ya que si incluso la m ejor ciudad se basa en principios falsos, por más que se trate de m entiras nobles, es de esperar que las opiniones sobre las que se erigen o en las que creen las ciudades imperfectas no sean verdaderas, por no decir más. Precisamente los m ejores entre los no filósofos, los buenos ciudadanos, se aferran con pasión a estas opiniones y de ahí que se opongan con pasión a la filosofía (517a), que es el intento de trascender la opinión y alcanzar el conocim iento: la multitud no es tan fácil de persuadir por parte de los filósofos como suponíamos en un mom ento previo de la argumentación. Esta es la verdadera razón por la cual la coincidencia de la filo47 485b, 486a-b, 496c6,499CI, 50KI1-5,517C7-9.5i9« - d 7. 539«-

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sofía y el poder político es harto improbable: la filosofía y la ciu­ dad tienden a alejarse una de otra en direcciones opuestas. La dificultad de superar la tensión natural entre la ciudad y los filósofos induce a Sócrates a abandonar la cuestión de si la ciudad justa es “posible” en el sentido de corresponder a la natu­ raleza humana, y a abordar la cuestión de si la ciudad justa es “posible” en el sentido de surgir de la transform ación de una ciudad real. La prim era pregunta, entendida en contraposi­ ción a la segunda, apunta a la cuestión de si la ciudad justa podía surgir de la reunión de hombres que previamente no hubieran estado asociados entre sí. Sócrates responde tácitam ente por la negativa al pasar a la cuestión de si la ciudad ju sta puede surgir de la transformación de una ciudad real. La ciudad buena no puede surgir a partir de la reunión de seres humanos no con­ sagrados a una disciplina humana, de seres “primitivos” o “ani­ males estúpidos” o “salvajes” crueles o delicados; la ciudad buena no puede surgir de la ciudad sana de la República; los posibles m iem bros de la ciudad buena ya deben haber adquirido los rudimentos de la vida civilizada; el largo proceso durante el cual los hombres prepolíticos se convirtieron en hombres políticos no puede ser obra del fundador o el legislador de la ciudad buena, sino que ésta lo presupone (cf. 37óe2-4). Por otro lado, si la ciudad buena debe ser una ciudad antigua, sus ciudada­ nos habrán sido moldeados por las leyes o las costumbres imper­ fectas de su ciudad, consagradas por la antigüedad, y se habrán aferrado a éstas con pasión. De ahí que Sócrates se vea obligado a revisar su idea original según la cual el gobierno de los filó­ sofos es la condición necesaria y suficiente para el surgimiento de la ciudad justa. M ientras que al principio había insinuado que la ciudad buena surgiría cuando los filósofos se hubieran convertido en reyes, al final afirm a que la ciudad buena sur­ girá si, cuando los filósofos se conviertan en reyes, expulsan de

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la ciudad a todos los habitantes mayores de diez años, esto es, si se separa por com pleto a los niños de sus padres y de la forma de vida de sus padres y se los cría de m odos com pletam ente nuevos en la ciudad buena (s4od-34ib; cf. 499b; 501a,e). Cuando asumen el gobierno de una ciudad, los filósofos se aseguran de que sus súbditos no sean salvajes; cuando expulsan a todos los mayores de diez años, se aseguran de que sus súbditos no estén esclavizados por ninguna civilidad tradicional. La solución es elegante pero nos deja pensando cóm o pueden hacer los filó­ sofos para obligar a todos los mayores de diez años a obedecer de forma sumisa la orden que decreta su expulsión y separación, dado que aún no pueden haber entrenado a una clase guerrera que obedezca completamente. Esto no implica negar que Sócra­ tes pudiera haber persuadido a habitantes refinados, muchos jóvenes, y no pocos ancianos, de abandonar la ciudad y vivir en el campo, sino que la multitud pudiera, no a través de la fuerza sino de la persuasión de los filósofos, dejarles a éstos su ciudad y sus hijos, y vivir en los cam pos para que se haga justicia. La ciudad justa es entonces imposible. Es imposible porque es contraria a la naturaleza. Es contrario a la naturaleza que haya un “cese del m al”, “ya que es necesario que siempre haya algo opuesto al bien, y el mal por fuerza deambula en torno a la natu­ raleza m ortal y esta región”.48 Es contrario a la naturaleza que la retórica tenga la fuerza que se le atribuye: que sea capaz de superar la resistencia enraizada en el am or de los hom bres por sus posesiones y en última instancia por su propio cuerpo; en términos de Aristóteles, el alma puede gobernar al cuerpo sólo a través del despotismo, no mediante la persuasión; la República repite, a fin de superarlo, el error de los sofistas respecto del poder del discurso. La ciudad justa es contraria a la naturaleza 48 Teetelo >76a$-8; cf. Leyes 896e4-6.

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porque la igualdad de los sexos y el com unism o absoluto son contrarios a la naturaleza. La ciudad justa no posee ningún atrac­ tivo para nadie excepto para los amantes de la justicia dispues­ tos a destruir a la familia por considerarla convencional en su esencia y a cambiarla por una sociedad en la que nadie sabe de padres, hijos y herm anos que no lo sean por convención. La

República no sería la obra que es si dicho amante de la justicia no fuera del tipo más extraordinario en el prácticamente más im portante sentido de la justicia. O, para expresar esto de un modo que sea tal vez más fácil de entender hoy: la República es el análisis más am plio y más profundo de todos los tiem pos del idealismo político. La parte de la República que se ocupa de la filosofía es la parte más importante del libro. En consecuencia, responde a la pre­ gunta por la justicia en la medida en que se da esa respuesta en la República. El hombre justo, recordamos, es el hombre en quien cada parte del alma hace bien su tarea. Pero sólo en el filósofo la m ejor parte del alma, la razón, hace bien su tarea, y esto no es posible si las otras dos partes del alma no hacen bien su tarea a la vez: el filósofo por naturaleza posee valor y templanza (48732-5). Sólo el filósofo puede ser verdaderamente justo. Pero el trabajo del que se ocupa el filósofo ante todo es atractivo de manera intrínseca y, de hecho, es el trabajo más placentero, más allá de sus consecuencias (583a). De ahí que sólo en la filosofía coincidan la justicia y la felicidad. En otras palabras, el filósofo es el único individuo que es justo en el sentido en el que la ciu­ dad puede ser justa: es autosuficiente, verdaderamente libre, o su vida está tan poco consagrada a otros individuos com o lo está la vida de la ciudad a la de otras ciudades. Pero el filósofo en la ciudad buena también es justo en el sentido de que está al servicio de sus pares, sus conciudadanos, su ciudad, o de que obedece a la ley. Es decir, el filósofo es justo también en el

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sentido de que todos los miembros de la ciudad justa, y en cierto modo todos los miembros justos de cualquier ciudad, sin impor­ tar si son filósofos o no, son justos. Sin embargo, la justicia en este segundo sentido no es atractiva de m anera intrínseca o digna de ser elegida en sí sino que es buena sólo en vista de sus consecuencias; o no es noble pero es necesaria: el filósofo está al servicio de la ciudad, incluso de la ciudad buena, no en su búsqueda de la verdad, por una inclinación natural, por eros, sino porque está obligado a actuar así (5i9e-52ob; 54ob4-5, ei2). Se puede decir que la justicia en el prim er sentido es lo que conviene al más fuerte, esto es, el hom bre superior, y la justicia en el segundo sentido es lo conveniente al más débil, esto es, a los hom bres inferiores. No debería ser necesario pero debe­ mos agregar que la com pulsión no deja de ser compulsión por ser una com pulsión autoimpuesta.49 Según una idea de ju sti­ cia más tradicional que aquella a la que hace referencia la defi­ nición de Sócrates, la justicia consiste en no hacer daño a los demás; la justicia entendida de este modo, en el caso más ele­ vado, es sólo un fenóm eno concom itante de la grandeza del alma del filósofo. Pero si se entiende la justicia en su sentido amplio com o dar a cada uno lo que es bueno para su alm a, hay que distinguir entre los casos en los que esto es atractivo de manera intrínseca para el que da (éstos serían los casos de los potenciales filósofos) y aquellos en los que es un mero deber u obligación. Por cierto, esta distinción subyace a la diferencia entre las conversaciones voluntarias de Sócrates (las conversa­ ciones que busca de m anera espontánea) y las compulsivas (aquellas que no puede evitar sin faltar a las costum bres). La

49 Kant, Metaphysik der Sitten, “Einleitung zur Tugendlchre” 1 y 11 [trad. esp.: Metafísica de las costumbres, “ Introducción a la doctrina de la virtud”, varias ediciones].

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distinción clara entre la justicia digna de ser elegida en sí, sin tener en cuenta sus consecuencias, e idéntica a la filosofía, y la justicia que es m eram ente necesaria e idéntica en el m áxim o caso imaginable al gobierno del filósofo es posible debido a la separación de eros característica de la República -u n a separa­ ción que también se manifiesta en el símil de la caverna en la medida en que presenta el ascenso desde la caverna a la luz del sol com o producto de la fuerza (5i5C 5-5i6ai)-. Ya que uno bien podría decir que no hay razones para que el filósofo no desee participar de la actividad política motivado por ese tipo de am or propio que es el patriotism o.50 Para el fin del libro séptimo, tenem os una imagen clara de la ju sticia. Sócrates cum plió con la tarea que le im pusieron Glaucón y Adimanto. Dem ostró que la justicia es digna de ser elegida en sí, sin im portar sus consecuencias y, por ende, que es preferible a la injusticia. No obstante, la conversación con ­ tinúa, ya que al parecer nuestra com prensión cabal de la ju s­ ticia no supone una com prensión cabal de la injusticia. Por tanto, se la debe com plem entar con una com prensión cabal de la ciudad más injusta y del hom bre más injusto: sólo después de que hayamos com prendido a la ciudad y al hom bre más injustos con la misma claridad con la que com prendim os a la ciudad y al hom bre más justos podrem os juzgar si debemos seguir a Trasímaco, el amigo de Sócrates que elige la injusti­ cia, o a Sócrates mismo que elige la justicia (54532-b2; cf. 4 9 8 C 9 d i). Para esto se necesita a su vez que se sostenga la ficción de la posibilidad de la ciudad justa. De hecho, la República nunca abandona la ficción de que la ciudad justa en tanto sociedad de seres humanos, distinta de una sociedad de dioses o de hijos de dioses (Leyes 739b-e), sea posible. Cuando Sócrates pasa al ;o Véase Apología de Sócrates 3003-4.

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estudio de la injusticia, necesita incluso reafirm ar esta ficción con más fuerza que antes. Cuanto mayores son las posibilida­ des de la ciudad justa, más desagradable, indigna y condena­ ble es la ciudad injusta. O , a la inversa, la exaltación de la cólera es la consecuencia inevitable de tom ar en serio la utopía -d e la creencia en que es posible el cese del m a l-; la creencia en que lodo mal es producto de una falta humana (cf. 3 7 9 C 5 -7 y 6i7e45) hace al hom bre infinitam ente responsable; lleva a creer que no sólo el vicio, sino que todo mal es voluntario. Pero la posibi­ lidad de la ciudad justa seguirá en duda si la ciudad justa nunca fue real. De ahí que Sócrates afirm e que la ciudad justa alguna vez fue real. Para ser más precisos, hace que las Musas lo afir­ men o, más bien, que lo digan de form a implícita. Podría decirse que la afirm ación de que la ciudad justa alguna vez fue real, ile que fue real en el principio, es una afirm ación m ítica que coincide con la premisa m ítica de que lo m ejor es lo más anti­ guo. Sócrates afirma entonces por boca de las Musas que la ciu­ dad buena fue real en el principio, antes de la aparición del mal, esto es, de la ciudad de tipo inferior (547b): las ciudades infe­ riores son form as decadentes de la ciudad buena, fragmentos marchitos de la ciudad pura y entera; por lo tanto, cuanto más cerca en el tiem po se encuentre una ciudad de tipo inferior de l.i ciudad justa, m ejor es, o viceversa. Es más apropiado refe­ rirse a los regímenes buenos e inferiores que a las ciudades bue­ nas e inferiores (cf. la transición de las “ciudades” a los “regí­ menes” en 543C7 y ss.). Según Sócrates, existen cinco tipos de regímenes dignos de ser mencionados: (1) la m onarquía o aris­ tocracia, (2) la tim ocracia, (3) la oligarquía, (4) la democracia y (5) la tiranía. El orden descendente de los regím enes está basado en el orden descendente de las cinco razas de hombres de Hesíodo: las razas de oro, de plata, de bronce, la raza divina ile los héroes, la raza de hierro (546c-547a; Hesíodo, Los tra-

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bajos y los días 106 y $$.). Podemos observar que el equivalente platónico de la raza divina de los héroes de Hesíodo es la demo­ cracia. Deberem os encontrar el m otivo para esta correspon­ dencia que parece extraña. La República se basa en el supuesto de que existe un paralelo estricto entre la ciudad y el alma. De ahí que Sócrates afírm e que así com o existen cinco tipos de regímenes, existen cinco tipos de caracteres de hombres. La distinción que por un tiempo se generalizó en la ciencia política actual entre la “personalidad” autoritaria y la democrática, correspondiente a la distinción en­ tre sociedad autoritaria y sociedad dem ocrática, fue un pálido y crudo reflejo de la distinción de Sócrates entre las almas monár­ quicas o aristocráticas, tim ocráticas, oligárquicas, dem ocráti­ cas y tiránicas de hombres, que corresponden a los regímenes monárquicos o aristocráticos, timocráticos, oligárquicos, demo­ cráticos y tiránicos. Al respecto, se podría mencionar que cuando describe los regímenes Sócrates no m enciona “ideologías” pro­ pias de cada uno; le interesa el carácter de cada tipo de régimen y el fin que persigue a sabiendas y de forma manifiesta, así como la justificación política de dicho fin, en contraposición a una justificación transpolítica derivada de la cosmología, la teolo­ gía, la metafísica, la filosofía de la historia o el mito. En su estu­ dio de los regímenes inferiores, examina en cada caso primero el régimen y luego al individuo correspondiente. Presenta tan­ to al régimen como al individuo que le corresponde como si sur­ gieran en cada caso del tipo precedente. Nos concentraremos sólo en su descripción de la dem ocracia porque posee una rele­ vancia crucial para la argumentación de la República. La dem o­ cracia tiene su origen en la oligarquía, que a su vez tiene su origen en la tim ocracia, el gobierno de los guerreros cuya edu­ cación musical es insuficiente, caracterizados por la suprema­ cía de la cólera. La oligarquía es el prim er régimen dominado

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por el deseo. En la oligarquía, el deseo dom inante es la riqueza, el dinero o la adquisición sin límites. El hom bre oligárquico es ahorrativo y trabajador, controla todos los deseos que no son el deseo de dinero, carece de educación y posee una honesti­ dad superficial derivada del interés propio más grosero. La oli­ garquía otorga a cada uno el derecho de disponer de su pro­ piedad com o lo desee. De modo que hace inevitable la aparición de “zánganos”, esto es, miembros de la clase gobernante que, o bien cargan con deudas, o bien ya están en la bancarrota y, por lo tanto, fueron privados de sus privilegios -m endigos que anhe­ lan sus fortunas dilapidadas y esperan recuperar su fortuna y su poder político a través de un cam bio de régim en-. Además, los propios oligarcas, com o son ricos y no están interesados por la virtud ni el honor, se convierten a sí mismos, y en especial a sus hijos, en seres gordos, consentidos y blandos. D e este modo pasan a ser despreciados por los pobres, delgados y fuertes. La democracia surge cuando los pobres, conscientes de su supe­ rioridad respecto de los ricos, y quizá conducidos por algunos zánganos traidores de su propia clase que poseen habilidades que por lo general sólo poseen los miembros de una clase gober­ nante, en un m om ento oportuno asumen el poder de la ciu­ dad tras derrotar a los ricos, matando y enviando al «cilio a algu­ nos de ellos y permitiendo al resto convivir con plenos derechos ciudadanos. La dem ocracia misma se caracteriza por la liber­ tad, que incluye el derecho a decir y hacer lo que sea de acuerdo con el propio deseo: todos pueden llevar el m odo de vida que más les plazca. Por tanto, la dem ocracia es el régimen que pro­ picia la m áxim a variedad: en su interior se pueden encontrar todos los tipos de vida, todos los regímenes. De ahí que deba­ mos entender que la dem ocracia es el único régimen excepto el mejor en el cual el filósofo puede llevar su forma de vida pecu­ liar sin ser perturbado: es por este motivo que, exagerando un

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poco, se puede comparar la democracia con la era de la raza di­ vina de los héroes de Hesíodo, que es la que más cerca está de la edad dorada. El m ism o Platón llamó a la democracia ateniense la época “dorada” al recordarla desde el gobierno de los Treinta Tiranos (Séptima Carta 324d7-8). A diferencia de los otros tres regímenes malos, la dem ocracia es permisiva; por tanto, es el régimen en el que la búsqueda franca del m ejor régimen está a gusto: la acción de la República ocu rre en dem ocracia. Por supuesto que en una dem ocracia el ciudadano que es filósofo no está obligado a participar de la vida política o a ocupar un cargo. Nos preguntamos entonces por qué Sócrates no conce­ dió a la dem ocracia el prim er lugar entre los regímenes infe­ riores o, más bien, directam ente el prim er lugar, si tom am os en cuenta que el m ejor régimen no es posible. Podríamos decir que mostró su preferencia por la democracia en los hechos: pasó toda su vida en la Atenas dem ocrática, luchó por la ciudad en guerras y murió en obediencia a sus leyes. No obstante, es claro que en su discurso no consideró a la dem ocracia preferible a todos los demás regímenes. El motivo es que, al ser un hombre justo en más de un sentido, no sólo pensó en el bienestar de los filósofos sino también en el de los no filósofos, y sostuvo que la democracia no estaba diseñada para inducir a los no filóso­ fos a intentar convertirse en personas lo más buenas posibles, ya que el fin de la dem ocracia no es la virtud sino la libertad, esto es, la libertad de vivir de forma noble o vil según la propia preferencia. De ahí que asignara a la democracia una jerarquía incluso inferior a la de la oligarquía, dado que la oligarquía re­ quiere de algún tipo de restricción, mientras que la democra­ cia, tal com o la presenta, aborrece de todo tipo de restricción. Se podría decir que se adapta a su tema, ya que abandona toda restricción cuando se refiere al régimen que aborrece las res­ tricciones. En una dem ocracia, sostiene, nadie está obligado a

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gobernar o a ser gobernado si no lo desea; un hom bre puede vivir en paz mientras su ciudad está en guerra; la condena a la pena de muerte no tiene consecuencias graves para el hombre condenado: ni siquiera se lo encarcela; el orden de los gober­ nantes y los gobernados se invierte por com pleto: el padre se comporta com o si fuera el hijo y el hijo no respeta ni teme al padre, el profesor teme a sus alumnos mientras que los alum­ nos no prestan atención al maestro, y hay una igualdad com ­ pleta de los sexos; incluso los caballos y los burros ya no dan un paso al costado cuando se cruzan con seres humanos. Pla­ tón escribe com o si la democracia ateniense no hubiera ejecu­ tado a Sócrates, y Sócrates habla com o si la dem ocracia ate­ niense no hubiera participado en una orgía sangrienta de persecución de culpables e inocentes cuando las estatuas de Hermes fueron mutiladas al comienzo de la expedición a Sicilia.51 1.a exageración de Sócrates acerca de la afabilidad licenciosa de la democracia clásica tiene un paralelo en una exageración similar acerca de la intemperancia del hom bre democrático. En efecto, no podía evitar esta última exageración si no deseaba apartarse del procedimiento utilizado en la discusión de los regí­ menes inferiores. Este procedim iento -u n a consecuencia del paralelo entre la ciudad y el individuo- consiste en considerar al hombre que corresponde a un régimen inferior com o al hijo ile un padre que corresponde al régimen precedente. Así, el hom­ bre dem ocrático se presenta com o el hijo de un padre oligár­ quico, com o el hijo degenerado de un padre rico al que sólo le preocupa hacer dinero: el hombre dem ocrático es un zángano, un playboy pródigo, gordo, blando, un lotófago que, tras asig­ nar cierta equivalencia a cosas iguales y desiguales, vive un día entregado por completo a los deseos más bajos y al día siguiente31 31 Tucfdides vi 17-29,53-61.

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de forma ascética, o que según el ideal de Marx “sale de caza por la mañana, pesca a la tarde, cría ganado a la noche y se dedica a la filosofía después de la cena”,51esto es, hace en todo momento lo que desea; el hom bre dem ocrático no es el cam pesino o el artesano con un único trabajo, delgado, fuerte y ahorrativo (cf. 56409-565^, 575c). La crítica deliberadamente exagerada de la democracia que hace Sócrates es más comprensible si se toma en cuenta su destinatario inmediato, el solemne Adimanto, que fue el destinatario de la solemne discusión de la poesía en la sec­ ción sobre la educación de los guerreros: al criticar de forma exagerada la dem ocracia, Sócrates pone en palabras el “sueño” de Adimanto sobre la dem ocracia (cf. Só3d2 con 38937). Tam­ poco debemos olvidar que la descripción optimista de la mul­ titud, necesaria de m odo provisional para probar la arm onía entre la ciudad y la filosofía, necesita ser corregida; la crítica exa­ gerada de la democracia nos recuerda otra vez la discordia entre la filosofía y el pueblo. Después de que Sócrates revela el carácter del régimen injus­ to y del hom bre injusto, y que com para la vida del hombre in­ justo con la del hom bre justo, no cabe duda de que la justicia es preferible a la injusticia. Sin embargo, la conversación con­ tinúa. De repente, Sócrates vuelve al tema de la poesía, que ya había sido discutido extensamente cuando se trató la educación de los guerreros. Debem os intentar com prender este retorno sin motivo aparente. En una digresión explícita a la discusión sobre la tiranía, Sócrates había señalado que ios poetas elogian a los tiranos y son honrados por los tiranos (y también por la dem ocracia) mientras que no son honrados por los tres m ejo­ res regímenes (568a8-d4). La tiranía y la democracia se carac­ terizan por rendirse a los deseos sensuales, incluidos los más 52 52 Die deutsche Ideologie (Berlín, Dietz Verlag, 1955), P- 30.

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descontrolados. El tirano es la encarnación de Eros. Y los poe­ tas cantan alabanzas a Eros. Muestran gran deferencia y rinden tributo precisamente al fenómeno que Sócrates aleja tanto como sus fuerzas se lo permiten de la República. Por tanto, los poetas fomentan la injusticia. Al igual que Trasímaco. Por eso, com o en el caso de Trasímaco, de quien a pesar de esto Sócrates pudo ser amigo, no hay motivo para que no sea amigo de los poetas y, en especial, de Homero. Tal vez Sócrates necesita a los poe­ tas para restablecer, en otra ocasión, la dignidad de eros: el Ban­

quete, el único diálogo platónico en el que se muestra a Sócra­ tes conversando con los poetas, está dedicado por com pleto a la alabanza de eros. Cuando nos servimos de la suerte de Trasímaco en la Repú­

blica com o clave para acceder a la verdad de la poesía, tenemos presente el parentesco entre la retórica y la poesía señalado en el Gorgias (502bi-d9). Pero no debemos dejar pasar la diferen­ cia entre la retórica y la poesía. Hay dos tipos de retórica, la retó­ rica erótica descrita en el Fedro, de la que Sócrates era un maest m y que sin duda no está representada por Trasímaco, y el otro l ipo representado por Trasímaco. Este otro tipo puede tener tres formas: forense, deliberativa y epidíctica. La Apología de Sócra­

tes es una pieza de retórica forense, mientras que en el Menéxeno Sócrates juega con la retórica epidíctica. Sócrates no se dedica a la retórica deliberativa, esto es, a la retórica política propiamente dicha. Lo más cercano a la retórica deliberativa del Corpus Platonicum parecería ser el discurso de Pausanias en el Banquete donde el orador propone un cambio, favorable para los amantes, en la ley ateniense respecto de eros. 1.a base para el retorno a la poesía en el libro décimo se esta­ bleció en el principio mismo de la discusión de los regímenes y las almas inferiores. La transición del m ejor régimen a los regí­ menes inferiores se atribuyó de m anera explícita a las Musas

1 9 4 I 1* CI UDAD Y E l HOMBRE

que utilizan el lenguaje “trágico” y la transición del m ejor hom ­ bre a los hombres inferiores tiene de hecho un carácter un tanto “cóm ico” (545d7-e3,549C2-e2): la poesía ocupa el prim er lugar cuando comienza el descenso desde el tema más elevado - la jus­ ticia entendida com o filosofía-. El retom o a la poesía, que está precedido por la descripción de los regímenes y las almas infe­ riores, está seguido por una discusión acerca de “las máximas recompensas a la virtud”, esto es, las recompensas no inheren­ tes a la ju sticia o a la filosofía en sí (6o 8c, 614a). La segunda discusión de la poesía constituye el centro de esa parte de la

República donde la conversación desciende desde el tema más elevado. Esto no debe sorprendernos, ya que la filosofía com o búsqueda de la verdad es la actividad más elevada del hombre y la poesía no se interesa por la verdad. En la primera discusión de la poesía, que es muy anterior a la introducción de la filosofía com o tem a, el desinterés por la verdad de la poesía fue su principal recom endación, ya que en ese m om ento lo necesario era la falsedad (37731-6). Se expulsó a los más excelentes poetas de la ciudad, no porque enseñaran lo falso sino porque enseñaban el tipo incorrecto de falsedad. Pero mientras tanto quedó claro que sólo la vida del hombre que se dedica a la filosofía es la vida justa, y esa vida, lejos de necesitar de la falsedad, la rechaza por completo (48sc3-d5). El progreso que va de la ciudad, incluso de la m ejor ciudad, al filó­ sofo, al parecer exige un progreso que vaya de la aceptación con reservas de la poesía a su rechazo sin reservas. A la luz de la filosofía, la poesía se revela com o la imitación de las im itaciones de la verdad, esto es, de las ideas. La con ­ templación de las ideas es la actividad del filósofo, la imitación de las ideas es la actividad del artesano com ú n, y la im ita­ ción de las obras de los artesanos es la actividad de los poetas y de otros artesanos “imitativos”. Por empezar, Sócrates presenta

SOBRE LA R C P Ú Í I K A OE P L AT ON

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el orden jerárquico en estos térm inos: el creador de ¡deas (por ejemplo, de la idea de cam a) es el dios, el creador de la im ita­ ción (de la cama que puede ser usada) es el artesano, y el crea­ dor de la im itación de la imitación (del retrato de la cama) es el artesano imitativo. En la repetición describe el orden jerár­ quico en estos térm inos: primero el usuario, luego el artesano y finalmente el artesano imitativo. La idea de la cama, diremos entonces, reside en el usuario que determina la “forma” de la cama con vistas a su fin, que es ser utilizada. El usuario es enton­ ces quien posee el conocim iento m áxim o o más autorizado: el conocim iento m áxim o no es en absoluto el de ningún arte­ sano com o tal; el poeta, que se ubica en el polo contrario del usuario no posee ningún conocim iento, ni siquiera una opi­ nión correcta (6 o ic6 -6 o 2 b n ). La preferencia dada a las artes propiamente dichas que se ocupan de lo útil más que de cierto i ipo de belleza placentera (389612-39035) coincide con la noción de que la ciudad buena es una ciudad de artesanos, o con la separación de eros. Tampoco debemos pasar por alto el hecho de que el orden jerárquico al que se hace referencia en la pri­ mera mitad del libro décim o no toma en cuenta a los guerre­ ros: parecería que si la ciudad sana, que no sabía de guerreros o artesanos imitativos (373b5-7), fuera a ser restaurada con su cabeza natural -lo s filósofos- com o agregado. Para com pren­ der la visión al parecer injuriosa de Sócrates acerca de la poe­ sía, primero debem os identificar a los artesanos cuyo trabajo imita el poeta. Los temas de los poetas son ante todo los seres humanos en relación con la virtud y el vicio; los poetas ven lo humano a la luz de la virtud; pero la virtud a la que atienden es una imagen imperfecta e incluso distorsionada de la virtud (59801-2,599C 6,6ooe4-5). El artesano al que el poeta im ita es el legislador no filosófico, que es él mismo un im itador imperlecto de la virtud (cf. 501b y 5 ^ 4 -5 1 5 3 3 ). En particular, la jus-

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ticia tal com o la entiende la ciudad es por fuerza la obra del legislador, ya que lo justo tal com o lo entiende la ciudad es lo legal. Nadie expresó m ejor la ¡dea de Sócrates que Nietzsche, cuando afirm ó que “los poetas fueron siempre los ayudas de cám ara de alguna m oral”.53 Pero según el proverbio francés, nadie es un héroe para su ayuda de cámara: ¿son conscientes los poetas (al menos los que no son por completo estúpidos) de la debilidad secreta de sus héroes? Para Sócrates, de hecho, lo son. Los poetas sacan a la luz, por ejem plo, toda la fuerza del dolor que un hom bre siente por la pérdida de un ser que­ rido -u n sentim iento que un hom bre respetable no expresará de form a adecuada excepto cuando está solo, porque la expre­ sión adecuada en presencia de otros no es correcta ni lícita: los poetas sacan a la luz de nuestra naturaleza lo que la ley contiene a la fuerza (603e3-604b8,6o6a3-607a9)-. Los poetas com o por­ tavoces de las pasiones son lo opuesto del legislador com o por­ tavoz de la razón. Sin embargo, el legislador no filosófico no es el portavoz de la razón absoluta; sus leyes están lejos de ser sim ­ ples dictados de la razón. Los poetas poseen una visión más amplia de la vida humana en tanto conflicto entre la pasión y la razón (39od i-6) que los legisladores; m uestran las lim ita­ ciones de la ley. Pero si esto es así, si los poetas son acaso quie­ nes m ejor comprenden la naturaleza de las pasiones que la ley debe refrenar, están muy lejos de ser m eros servidores de los legisladores pero tam bién de ser hom bres de los que el legis­ lador prudente aprenderá. El verdadero “desacuerdo entre la filosofía y la poesía” (6 0 7 b s-6 ) se ocupa, desde el punto de vista del filósofo, no del valor de la poesía en sí, sino del orden jerárquico de la filosofía y la poesía. Según Sócrates, la poesía sólo es legítima cuando es m inisterial, esto es, cuando está al 53 La gaya ciencia v

SOBRE LA RCPÚ81ICA DE PL AT ÓN

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servicio del “usuario” par excelletice, el rey (59 7^7) que es el filó­ sofo, y no cuando es autónoma. Ya que la poesía autónoma pre­ senta la vida humana com o autónoma, esto es, no com o diri­ gida hacia la vida filosófica, y por lo tanto nunca presenta la vida filosófica excepto en su distorsión a través de la comedia; de ahí que la poesía autónoma (sea o no dramática) es por fuerza tragedia o com edia (o alguna m ezcla de am bas) dado que la vida no filosófica, o bien no ofrece salida a su dificultad básica, o bien sólo una salida inútil. Pero la poesía m inisterial pre­ senta la vida no filosófica com o instrumental a la vida filosó­ fica y, por lo tanto, ante todo, a la vida filosófica m isma (cf. 604c). El más grande ejemplo de poesía ministerial es el diálogo platónico. La República term ina con una discusión acerca de las mayo­ res recompensas a la justicia y los mayores castigos a la injus­ ticia. La discusión está compuesta por tres partes: (1) la prueba de la inm ortalidad del alm a; (2) las recompensas y los casti­ gos divinos y hum anos en vida; (3) las recompensas y los cas­ tigos después de la muerte. La parte central no m enciona a la filosofía: las recom pensas para la ju sticia y los castigos por la injusticia en vida son necesarios para los no filósofos cuya justicia no posee el atractivo intrínseco que posee la justicia propia de los filósofos. Nadie que haya entendido el doble sen­ tido de la justicia puede dejar de ver la necesidad de la expre­ sión “filistea" de Sócrates acerca de las recompensas terrena­ les que, en general, reciben los justos (613c!, C 4 ). Sócrates, que conocía a Glaucón, puede juzgar m ejor que cualquier lector de la República lo que es bueno para Glaucón, y sin duda m ejor que los “idealistas” m odernos, que se estremecen de un modo impropio de un hom bre ante la idea de que es muy probable que quienes son pilares de una sociedad estable por su recti­ tud, que de hecho no debe estar del todo divorciada de la habi-

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lidad o el ingenio, reciban una recompensa de parte de la socie­ dad. Esta idea es una rectificación indispensable a la declara­ ción exagerada de Glaucón en su largo discurso acerca de los sufrim ientos extrem os del verdadero hom bre justo: Glaucón no podía saber qué es un verdadero hom bre justo. No puede ser el deber de un verdadero hom bre ju sto com o Sócrates lle­ var a hom bres más débiles a desesperar acerca de la posibili­ dad de un cierto orden o decencia en los asuntos humanos, y m enos aun a aquellos que, por virtud de sus inclinaciones, su ascendencia, o sus habilidades, pueden tener alguna respon­ sabilidad pública. Para Glaucón es más que suficiente el hecho de que recordará por el resto de sus días y tal vez transm ita a otros las m uchas m agníficas y desconcertantes visiones que Sócrates invocó en su beneficio esa noche m em orable en el Pireo. La descripción de los premios y castigos después de la muerte se presenta a través de un m ito. El m ito no es infun­ dado ya que se basa en una prueba de la inmortalidad de las almas. El alma no puede ser inm ortal si está com puesta por muchas cosas a m enos que su com posición sea perfecta. Pero el alma tal com o la conocem os por nuestra experiencia carece de esa armonía perfecta. Para hallar la verdad, deberíamos recu­ perar mediante la razón la naturaleza original o genuina del alma (6 n b -6 i2 a ). Este razonam iento no se alcanza en la Repú­

blica. Es decir, Sócrates prueba la inm ortalidad del alma sin haber revelado la naturaleza del alm a. La situación al final de la República se corresponde con precisión con la situación al final de libro prim ero, donde Sócrates demuestra que la ju sti­ cia es saludable sin conocer la esencia o la naturaleza de la ju s­ ticia. La discusión que sigue al libro prim ero revela la natura­ leza de la justicia com o el orden ju sto del alma y, sin embargo, ¿cóm o se puede conocer el orden ju sto del alm a sin conocer la naturaleza del alma? Recordemos aquí otra vez el hecho de

SOBRE LA REPÚBLICA DE PL AT ÓN

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que el paralelo entre el alma y la ciudad, que es la premisa de la doctrina del alm a de la República, es muy cuestionable e incluso insostenible. La República no puede revelar la natura­ leza del alma porque se abstrae del cuerpo y de eros; al abstraerse tlel cuerpo y de eros, la República de hecho se abstrae del alma; la República se abstrae de la naturaleza; esta abstracción es nece­ saria si se debe elogiar la justicia com o consagración plena al bien com ún de una ciudad particular com o digna de ser ele­ gida en si; y por qué este elogio es necesario, no deberla ser necesario discutirlo. Si nos interesa descubrir con precisión qué es la justicia, debemos tom ar “otro cam ino más largo” en nuestro estudio del alm a que el cam ino tom ado en la República (504b; cf. 50ód). Esto no significa que lo que aprendemos de la República acerca de la justicia no sea verdadero o que sea por completo provisional. El libro prim ero sin duda no enseña qué es la justicia y, sin embargo, al presentar com o un acto de ju sticia el m odo en que Sócrates dom ina a Trasím aco, nos per­ mite entender la justicia. La enseñanza de la República respecto de la justicia puede ser verdadera pero no es completa, en tanto que la naturaleza de la justicia depende de forma decisiva de la naturaleza de la ciudad -y a que incluso lo transpolítico no se puede entender com o tal excepto si se entiende la ciu d ad y la ciudad es comprensible porque sus límites se pueden poner de manifiesto perfectamente: para ver estos límites, no es nece­ sario haber respondido a la pregunta acerca del todo; es sufi­ ciente a este fin con haber planteado la pregunta respecto del todo. La República entonces deja en claro qué es la ju sticia. Com o observó C icerón, la República no revela el m ejor régi­ men posible sino más bien la naturaleza de lo político54 - la naturaleza de la ciu d ad -. Sócrates revela en la República cuál 54

Sobre la República 11 52.

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I LA CIU DAD Y EL HOMBRE

es el carácter que debe tener la ciudad para satisfacer las nece­ sidades más elevadas del hom bre. Al perm itirnos entender que la ciudad construida de acuerdo con dicha exigencia no es posi­ ble, nos perm ite entender los lím ites esenciales, la naturaleza, de la ciudad.

III Sobre la Historia de la Guerra del Peloponeso de Tucídides

t. FILO SO FÍA PO LÍT IC A E H ISTO R IA PO LÍTIC A

Al pasar de Aristóteles y Platón a Tucídides, parece que entra­ mos a un mundo completamente distinto. Éste ya no es el m un­ do de la filosofía política, de la búsqueda del m ejor régimen, aunque nunca fue, es ni será real, del tem plo resplandeciente y puro construido a una altura m ajestuosa, muy lejos del cla­ mor vulgar y de todo lo inarm ónico. A la luz del m ejor sistema de gobierno, del orden verdaderamente justo, de la justicia o la filosofía, la vida política o la grandeza política pierde mucho, si no todo, su encanto; sólo el encanto de la grandeza del fun­ dador y del legislador parece sobrevivir a las pruebas más difí­ ciles. Cuando abrim os las páginas de Tucídides, nos sumergi­ mos de inm ediato en la vida política más intensa, en guerras sangrientas tanto civiles com o exteriores, en luchas a vida o muerte. Tucídides contempla la vida política en su propia luz; no la trasciende; no se ubica por encim a de la agitación sino en el medio de ésta; se tom a en serio la vida política tal com o es; sólo sabe de ciudades, estadistas, comandantes de ejércitos y armadas, ciudadanos y demagogos reales, distintos de los fun­ dadores y los legisladores; nos presenta la vida política en su esplendor cruel, su dureza e incluso su miseria. Alcanza con recordar el modo en que Sócrates, por un lado, y Tucídides, por

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otro, se refieren a Temístocles y Pendes, y cóm o Platón por un lado, y Tucídides por otro, presentan a Nicias. Tucídides com ­ prende y nos hace comprender la grandeza política manifiesta en la lucha por la libertad y en la fundación, el gobierno y la expansión de im perios. El acontecim iento más enérgico que ocurre en los diálogos platónicos es la irrupción de Alcibíades borracho en un banquete de sus amigos. Tucídides nos permite oír las esperanzas delirantes al comienzo de la expedición a Sici­ lia y la angustia indescriptible en las canteras de Siracusa. Observa los asuntos políticos no sólo en la misma dirección que el ciudadano o el estadista sino también en el mismo horizonte. Y sin em bargo no es sim plem ente un hom bre político. Para marcar la diferencia entre Tucídides y el hombre político com o tal, llamaremos a Tucídides, com o lo declara la tradición, un historiador. Por profunda que sea la diferencia entre Platón y Tucídides, sus enseñanzas no son por fuerza incompatibles; pueden com ­ plementarse. El tema de Tucídides es la guerra más grande que conoció, el mayor “movim iento”. La m ejor ciudad descrita en la República (y en la Política) está en reposo. Pero en la conti­ nuación de la República Sócrates expresa el deseo de ver la m ejor ciudad “en m ovimiento”, esto es, en guerra; “la m ejor ciudad en m ovim iento” es la continuación necesaria del discurso sobre la m ejor ciudad. Sócrates es incapaz de elogiar com o corres­ ponde, de presentar de form a adecuada la m ejor ciudad en m ovim iento.' El discurso del filósofo acerca de la m ejor ciu­ dad exige un com plem ento que el filósofo no puede propor­ cionar. La descripción de la m ejor ciudad que evita todo lo acci­ dental trata con una ciudad anónim a y de hombres anónim os que viven en un lugar y en una época indeterminados (cf. Reptíi Timeo I9b3-d2,2ob3-

SOBRE U

HISIORIA Dt U 6UIM* DCl PHOMHtSO 01

l U C lD I D E S

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blica 4 9 9 c8 -d i). Sin embargo, una guerra sólo puede ser una guerra entre una ciudad particular y otras ciudades particula­ res, bajo tal o cual líder, en tal o cual época. Sócrates parece nece­ sitar la asistencia de un hombre como Tucídides que pueda com ­ plementar la filosofía política, o completarla. Da la casualidad de que Critias, uno de los tres interlocutores de Sócrates, cuando era niño había oído de su abuelo, que era muy anciano, quien había oído de su padre, quien había oído de un pariente, que era muy amigo de Solón, quien había oído de un sacerdote egip­ cio, que en la antigüedad Atenas, en aquel entonces una ciu­ dad de suma excelencia, entró en guerra con la Atlántida, una isla increíblemente grande al oeste; los habitantes de la Atlán­ tida, conducidos por sus reyes -h om bres de un poder impre­ sion ante- intentaron esclavizar a Atenas, al resto de Grecia y a todos los pueblos que bordeaban el Mediterráneo; pero Atenas, en parte com o líder de los griegos y en parte actuando sola cuando los demás la abandonaron, venció a los agresores y así salvó de la esclavitud a todos los pueblos del Mediterráneo. Es este discurso veraz, no un m ito ficticio (Timeo 2óe4-5), el que com plem entará la descripción que hace Sócrates de la m ejor ciudad. Nos recuerda la obra de Tucídides no sólo porque es una descripción del “m áxim o movimiento” sino porque la gue­ rra de la Atlántida recuerda la guerra del Peloponeso o, para ser más precisos, la parte siciliana de la guerra; la guerra de la Atlántida recuerda la expedición a Sicilia y a la vez la supera infinitam ente. En prim er lugar, la supera debido al tam año gigantesco tanto de la isla del oeste com o de sus huestes. La supera ante todo por su gloria; mientras que el ataque injusto de los atenienses a la isla del oeste terminó con una derrota igno­ miniosa, el modo justo en que los atenienses defendieron a toda Grecia y a todos los pueblos próxim os a Grecia de los hombres de la isla que injustam ente los atacaban term inó con una vic-

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toria gloriosa. La victoria sobre la Atlántida supera en magni­ tud y en gloria a la com binación de la victoria real en la guerra persa con la victoria que se esperaba alcanzar en la expedición a Sicilia. Parece com o si un Critias hubiera intentado superar a su com p etid or Alcibíades con un discurso que superara de manera infinita los actos y los planes de Alcibíades que en sí mismos eran ya increíbles. Sin embargo, esto sólo parece con ­ firm ar la prim era impresión acerca del vínculo entre Platón y Tucídides: la guerra del Peloponeso fue librada por una Atenas caracterizada por un régimen que tanto Tucídides com o Pla­ tón consideraban deficiente, y que conocían por experiencia propia; la guerra de la Adántida fue librada por una Atenas con­ ducida por un régimen superlativamente bueno y conocida sólo a través del inform e de un sacerdote egipcio. No obstante, hay un punto que no carece de im portancia en el que coinci­ den am bos pensadores. P latón no perm itió al C ritias de su diálogo describir la gloria excepcional de Atenas: no quería dejar que un ateniense elogiara a Atenas. Tucídides, el historiador, estaba obligado a dejar que el Perides de su obra elogiara a Ate­ nas. Pero hizo todo lo que pudo para impedir que se confun­ diera la Oración Fúnebre de Perides con un elogio propio de Atenas. A donde sea que miremos, parecería que estamos obligados a replegarnos en el lugar común de que Tucídides se distingue de Platón por el hecho de ser un historiador. Entenderlo com o un historiador resulta particularmente fácil para nosotros, que somos hijos de la era del historicismo. Incluso parece haber una afinidad directa entre la “historia científica” de los siglos xix y xx y el pensam iento de Tucídides; de hecho, se ha llamado a Tucídides un “historiador científico”. Pero las diferencias entre Tucídides y los historiadores científicos son inmensas. En pri­ mer lugar, Tucídides se lim ita de form a rigurosa a la historia

SOBRE I A H IS TO R IA O I IA SUTURA D T l R T IO P O H T S O OE TUCÍDID ES

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militar y diplomática, y en todo caso a la historia política; si bien no ignora el “factor económ ico”, es increíble lo poco que dice al respecto; prácticam ente no dice nada sobre la historia cul­ tural, religiosa o intelectual. En segundo lugar, se supone que su obra es un bien para todos los tiempos, mientras que las obras de los historiadores científicos no pretenden ser “definitivas” de forma seria. En tercer lugar, Tucídides no sólo narra y explica las acciones y cita docum entos oficiales sino que inserta los dis­ cursos de los protagonistas redactados por él mismo. No obs­ tante, es posible que Tucídides sea un historiador sin ser un his­ toriador en el sentido m oderno. ¿Qué significa entonces ser un historiador en sentido premoderno? Según Aristóteles, el historiador presenta lo que sucedió mientras que el poeta pre­ senta el género de cosas que podrían suceder: “por lo tanto, la poesía es más filosófica y más seria que la historia, ya que la poe­ sía expone lo universal mientras que la historia establece lo par­ ticular”.1 La poesía se ubica entre la filosofía y la historia: la historia y la filosofía se encuentran en ¡rolos opuestos; la his­ toria no es filosófica o es prefilosófica; se ocupa de los indivi­ duos (seres humanos individuales, ciudades individuales, rei­ nos o im perios individuales, confederaciones individuales); mientras que la filosofía se ocupa de la especie en tanto espe­ cie, la historia no nos deja ver siquiera la especie en los indivi­ duos y a través de éstos com o lo hace la poesía. La filosofía, por ejem plo, se ocupa de la guerra en sí, o de la ciudad en sí, mientras que Tucídides se ocupa sólo de la guerra entre los peloponesos y los atenienses. D e este modo, Aristóteles demuestra tie forma implícita que no hay oposición entre la filosofía y la historia, com o tam poco la hay entre la filosofía y la poesía. Pero la cuestión es si Tucídides es en efecto un historiador en los i Poética I 45ia 36- b n .

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térm inos de Aristóteles. A veces Tucídides parece indicar que él es un historiador en este sentido. Se puede expresar la idea de la h istoria im plícita en el pasaje en cuestión (i 97.2) del siguiente modo: es deseable e incluso necesario tener a nues­ tra disposición un registro continuo, confiable y claro de lo que hicieron y padecieron los hom bres y las ciudades en todas las épocas, registros de cada época escritos por contem poráneos a los hechos. Sin embargo, Tucídides propone esta idea de la historia para explicar o justificar una digresión al parecer inne­ cesaria en su obra; no propone esta idea cuando expone el motivo que lo llevó a escribir su obra. Vista en el contexto de la totalidad de la obra, esta idea puede interpretarse com o un rechazo de la visión de la historia que aquélla transm ite. No es difícil discernir el m otivo por el que rechaza esta visión. Cuando explica por qué escribió su versión de la guerra del Peloponeso, hace hincapié en la im portancia extraordinaria del acontecim iento. La idea vulgar de la historia, premoderna o m oderna, no tom a lo suficientem ente en cuenta la diferen­ cia entre lo im portante y lo no im portante. Ante todo, no cabe duda de que Tucídides nos permite ver lo universal en el acontecim iento individual que narra y a tra­ vés de éste: es por este motivo que su obra es un bien para todos los tiempos. Sobre la base del com entario aristotélico estamos obligados a sostener que Tucídides no es sólo un historiador sino un poeta historiador; realiza a través de la prosa lo que los poetas realizan a través de la poesía. Sin em bargo, no es sólo un poeta historiador, del mismo m odo en que no es sólo un historiador. M ientras expone con claridad cuál es su pro­ pia tarea, no hace lo m ism o con la tarea del historiador. De hecho, en contraposición a Heródoto, nunca se refiere a la “his­ toria”; este dato por sí solo podría hacernos dudar de si deno­ minarlo un historiador. Tucídides expone las características que

S08RE LA H I S M I A O I LA S t íl fK A D U PU O P O N C S O DE TUCÍDIDES I 2 0 7

considera propias de los poetas: los poetas presentan las cosas com o si fueran más grandes y espléndidas de lo que son (i 21.1 y 10.1), mientras que él las muestra tal com o son. El motivo cru­ cial por el cual debemos abandonar el intento de comprender a Tucídides a la luz de la distinción aristotélica es que esta dis­ tinción presupone la filosofía, y no tenem os derecho a supo­ ner que la filosofía esté presente en Tucídides o para Tucídi­ des. Quizá la “búsqueda de la verdad” (l 20.3) de Tucídides sea esencialmente anterior, esto es, no en térm inos temporales, a la distinción entre historia y filosofía. Su obra es un bien para todos los tiem pos porque permitirá a aquellos que la lean en épocas futuras no sólo conocer la verdad acerca del pasado, esto es, la guerra del Peloponeso y “las cosas antiguas” que la prece­ den (cf. 11.3 com ienzo), sino también acerca de su propia época (1 22.4); el gran esfuerzo que hizo Tucídides por descubrir la verdad acerca de la guerra del Peloponeso (y “las cosas anti­ guas”) exim irá a estos lectores de hacer un esfuerzo sim ilar por comprender los acontecim ientos de su propio tiempo; su obra presenta los resultados de un tipo de investigación (o de “historia”) que hace que este tipo de investigación sea superllua. Si se nos permite recurrir una vez más a la distinción aris­ totélica, Tucídides ha descubierto en lo “particular” de su época (y de “las cosas antiguas”) lo “universal”. El paralelo platónico no nos induciría a error: tam bién de Platón puede afirmarse que descubrió en un acontecim iento particular -la vida parti­ cular de Só crates- lo universal, y que fue capaz de presentar lo universal a través de lo particular. En la época en que la tradición de origen aristotélico recibió una fuerte sacudida, Hobbes pasó de Aristóteles a Tucídides. I lobbes también interpretó a Tucídides com o un historiador, distinto de un filósofo. Pero comprendió la relación entre el his­ toriador y el filósofo de un modo distinto a com o lo hizo Aris-

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tételes. El papel del filósofo es ula transm isión abierta de pre­ ceptos” mientras que la historia “se lim ita a narrar” La histo­ ria tam bién transm ite preceptos; para tom ar el ejem plo más importante, según Hobbes, la obra de Tucídides enseña la supe­ rioridad de la m onarquía sobre cualquier otra form a de gobierno, pero en especial sobre la dem ocracia. Ahora bien, en la historia “la narrativa instruye en secreto al lector, y con mayor eficacia que lo que podría hacerlo un precepto”. Para apoyar su afirmación de que Tucídides instruye a sus lectores en secreto, Hobbes recurre a los juicios de Justo Lipsio y, ante todo, de Mar­ celino: “M arcelino d ijo que era oscuro adrede para que las per­ sonas com unes no lo entendieran. Y no es improbable; ya que un hom bre sabio debe escribir de m odo tal (aunque en pala­ bras que todos los hombres com prendan) que sólo ios hombres sabios lo aprecien”. Com o Tucídides es el “más político de todos los historiógrafos”, su lector “puede extraer lecciones para sí de sus relatos”: Tucídides no extrae lecciones. H obbes com ­ prende entonces que la diferencia característica entre el histo­ riador (o, en todo caso, el historiador más político) y el filó­ sofo reside en el hecho de que el historiador presenta los universales en silencio. Hobbes da por sentado que los discur­ sos que Tucídides incluyó no transmiten la enseñanza en cues­ tión; los discursos poseen “la contextura del relato” (“o f the contexture o f the narrative”].3 Esto implica que ningún sentimiento expresado en un discurso por un personaje de Tucídides puede ser atribuido com o tal a Tucídides. Esta regla de hierro no está limitada sino precisada por el siguiente corolario: el hecho de que un personaje de Tucídides exprese una visión dada prueba que Tucídides conocía esta visión; de ahí que se la pueda utili-

3 Hobbes, English works (ed. Molesworth) vtn, pp. vm, xvi-xvn, xxil, xxix, y xxxii. Cf. Opera Latina (ed. Molesworth) i, pp. xxxvm y xm-xiv.

SOBRE IA H IS TO R IA O I U

O ttlR R A O l í P H O P O H IS O DE TUCIDID ES

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zar para com pletar una visión expuesta por Tucídides mismo si la prim era visión está im plícita de form a m anifiesta en la segunda visión. Lejos de afectar la reticencia de Tucídides, los discursos sólo la incrementan. Com o es tan reticente acerca de los universales y los discursos son tan ricos en afirm aciones expresadas con fuerza y contundencia respecto de éstos, com o lectores nos vemos tentados a adoptar estas afirmaciones com o expresiones de su propia visión. La tentación se hace casi irre­ sistible cuando los oradores expresan visiones que ningún hom ­ bre inteligente o decente sería capaz de refutar. Si Tucídides es tan reticente com o nos pueden inducir a pen­ sar los sugerentes com entarios de Hobbes, parecería casi im po­ sible determ inar con algún grado de certeza la enseñanza de Tucídides. Hobbes sostenía que com o Tucídides “era de ascen­ dencia real, aprobaba el gobierno de la monarquía”.4 Práctica­ mente nadie en la actualidad coincidirá con este juicio. No son pocos hoy los que creen que Tucídides, lejos de ser sólo un opo­ sitor de la dem ocracia, sim patizaba con el im perialism o que acompañaba a la dem ocracia ateniense, o que creía en la “polí­ tica del poder”; en consecuencia, sostienen que la visión inte­ gral de Tucídides está representada por los atenienses en su diá­ logo con los melianos. Esta interpretación es posible debido a la reticencia misma de Tucídides, al hecho de que no emita un juicio sobre este diálogo. No obstante, el m ism o silencio ju sti­ ficaría la interpretación contraria. Los intérpretes contem po­ ráneos de Tucídides que son perceptivos señalan en su pensa­ miento la presencia de aquello que trasciende la “política del poder”, de algo que podríamos llamar lo hum ano o lo huma­ nitario. Pero si se dirige a Tucídides la pregunta acerca de cóm o

4 English works VIII, p. xvn.

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reconciliar la política del poder y lo hum anitario, no obtene­ mos respuesta de su parte.* Después de que uno se recupera de la primera impresión, es increíble ver cuántos y cuán im portantes son los juicios em iti­ dos por Tucídides de form a explícita, en su propio nom bre. Estos juicios conform an el único punto de partida legítimo para com prender su enseñanza.

2 . E L C A SO D E ESPARTA: M O DERACIÓ N Y LEY D IVIN A

La primera opinión explícita de Tucídides es que la guerra del Peloponeso fue más grande que las guerras anteriores. Para pro­ bar esta afirm ación, debe dem ostrar “la debilidad de los anti­ guos”. Así, priva a la antigüedad del esplendor que, al parecer, fue obra de los poetas que la celebraron. Siguiendo el cam ino que va de la debilidad antigua a la fuerza presente, esboza el sur­ gimiento de los protagonistas de la guerra presente, de Atenas y Esparta. Debido a la pobreza de sus tierras, que por lo tanto no eran deseadas por otros, a los atenienses se los dejó en paz y su ciudad creció hasta alcanzar la grandeza mucho antes que Esparta. Ix>s atenienses fueron los prim eros que, al debilitar el estilo de vida bárbaro y antiguo, pasaron a prácticas más bien lujosas. Pero fueron los espartanos los primeros en introducir un estilo de vida propiamente griego, un estilo de simplicidad e igualdad republicana, un equilibrio entre la miseria y el fausto de los bárbaros. De la misma manera, Esparta gozó del orden y de la libertad sin interrupción desde tiempos remotos; su régi­ men ha perm anecido igual durante los últim os 40 0 años; su5 5 Karl Rcinhardt, Vermachtnis der Antíke (Gotinga, 1960) 216-217.

SOBRE U

H I S r O M » O I LA CUCUBA OCt P U O P O H C S O DE TUCÍDI DES

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régimen es, por tanto, el más antiguo de los regímenes del pre­ sente griego; su régimen, esto es, no la guerra, fue y es la fuente de su poder excepcional. Esparta liberó a Grecia del dom inio de los tiranos y, en primer lugar, lideró a los griegos en la gue­ rra persa. Esparta es más poderosa que lo que indica su “apa­ riencia”: su poder es sólido. El vínculo entre el poder de Esparta y su régim en, sobre el que Tucídides llama nuestra atención cerca del principio de su libro, se revela con mucha claridad en lo que afirm a sobre Esparta cerca del final: los espartanos, más que cualquier pueblo sobre el que Tucídides tiene algún conocim iento directo, lograron ser prósperos y moderados al mismo tiem po. Los atenienses fueron m oderados y estable­ cieron un régimen moderado inducidos por el desastre, fue­ ron obligados a tener este tipo de régimen por temor. Los espar­ tanos, en cambio, fueron moderados también en la prosperidad gracias a su régimen estable y moderado que engendró mode­ ración.6 Las preferencias de Tucídides son idénticas a las de Pla­ tón y Aristóteles. Alguien podría decir que la superioridad de Esparta respecto de la virtud republicana, la estabilidad política y la moderación es sólo la otra cara de su inferioridad en otros aspectos tal vez más importantes, com o por ejem plo respecto del esplendor y la grandeza imperial. Esta objeción al parecer recibe el apoyo de la últim a opinión de Tucídides sobre la actitud de am bos antagonistas: desde el punto de vista militar, los atenienses eran superiores a los espartanos porque eran rápidos y audaces, mientras que los espartanos eran lentos y poco osados (vil! 96.$). Si se tom a en cuenta la afinidad entre la lentitud, la precaución, la cautela y la moderación,7 es posible pensar que el juicio implica

3 Carmides 159b y

96*97-

6 1 2 .5 -6 ,6 .3 -5 ,1 0 .2 -3 , < ->. •$•*. 18.1-2, V III1 , 24.4, 7 P la tó n ,

ss.

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I I A ( I U D A O V E l HOMBRE

que la moderación es un defecto en la guerra. Pero incluso en este sentido la m oderación no es un defecto absoluto; después de todo, los espartanos ganaron la guerra. Sin embargo, no cabe duda de que debemos develar qué piensa Tucídides de la mode­ ración en sí. Tucídides revela sus preferencias de manera más explícita e integral en sus reflexiones acerca de cóm o las guerras civiles de las ciudades griegas durante la guerra del Peloponeso afec­ taron los modos de actuar y juzgar (m 82-83). Las costumbres se pervirtieron por completo. La perversión se mostraba en el abandono de las alabanzas y las críticas tradicionales, así com o de las formas de actuar tradicionales. Consistió en el triunfo completo del espíritu audaz y sus formas emparentadas sobre la moderación y sus formas emparentadas. Los hombres pasa­ ron a elogiar la audacia, la rapidez, la ira, la revancha, la des­ confianza, el secreto y el fraude más insensatos, y a criticar la moderación, la prudencia, la confianza, la buena naturaleza, los tratos abiertos y francos; la llamada virilidad ocupó el lugar de la m oderación. La decadencia de los discursos y los actos de moderación estuvo acompañada por una decadencia del res­ peto a la ley, no sólo a las leyes dictadas por los hombres sino también a las leyes divinas,8 y al bien y el beneficio de la ciu­ dad, que es distinto del beneficio de la propia facción (sea mayo­ ría o m inoría). La m oderación, la justicia y la piedad pertene­ cen al mismo grupo; sus enemigos se llaman audacia, astucia

8 La ley divina está precedida en el contexto (til 82.6) por el parentesco (la familia) y las leyes establecidas (la ciudad); el orden parece ser ascendente. Aquf Tucídides ya no habla del cambio en el significado de las palabras (ibid. 4-5); no afirma que en la guerra civil el parentesco, etc., ya no recibe el nombre de parentesco, etc., sino que ya no los estima. En consecuencia, no nos dice qué nombre recibe la piedad (ibid. 8) después de que cayó en desgracia.

SOBRE IA H IS TO R IA O í IA 6 U ÍR R A D t l P U O P O H ÍS O OE TUCIDIDES

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0 inteligencia. Si bien no toda guerra civil es consecuencia de una guerra con el exterior y si bien no toda guerra con el exte­ rior culmina en una guerra civil, existe una similitud entre la guerra y la guerra civil: tanto las ciudades com o los individuos tienen m ejores pensamientos en la paz y cuando las cosas m ar­ chan bien que en la guerra; la guerra enseña con violencia, esto es, enseña la violencia a través de la violencia, que fortalece las pasiones iracundas no de todos los hombres pero sí de la mayo­ ría; la guerra es una etapa intermedia entre la paz y la guerra civil. Esto significa que la m oderación, la justicia, la piedad y el elogio de estos modos de conducta están a gusto en la ciudad en paz pero no en la ciudad en guerra. De todo esto parece deducirse que el desarrollo com pleto del contraste entre Esparta y Atenas es el contraste entre la ciudad en paz y la ciudad dom i­ nada por la guerra civil. De aquí que, al parecer, un régimen bueno (com o el espartano) sea reacio a la guerra y evite toda guerra que pueda evitarse. Ante todo, se deduce que incluso si la moderación fuera una desventaja en la guerra, esto no cues­ tionaría su superioridad sobre su contrario. La perversión provocada por la guerra civil, esa peste creada por el hom bre, se parece a la perversión provocada por la peste propiamente dicha. La fuerza incontenible de la peste, la inse­ guridad universal, provocó la anarquía general, la entrega a los placeres del m om ento. Ni el tem or a los dioses, ni la piedad, ni la ley humana lim itaban a nadie. La distinción entre lo placen­ tero y lo noble se derrum bó: lo noble fue sacrificado a lo pla­ centero (II 52.3, 53). La perversión es, ante todo, la ruina de la moderación. La opinión favorable de Tucídides sobre Esparta -u n a opi­ nión cuya premisa fundam ental es la bondad de la m odera1 ión, la ju sticia y la p ied ad - se refleja en algunos de los dis­ cursos que incluyó en su obra. Las opiniones de sus oradores

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no pueden ser idénticas a la suya dado que a los oradores no sólo les preocupa la verdad sino también los intereses de su ciu­ dad o facción. El objetivo del prim er discurso de los corintios en Esparta (i 68-71) es incitar a los espartanos para que entren de inmediato en guerra con Atenas. Para demostrar a los espar­ tanos la magnitud del peligro que los amenaza a manos de los atenienses, y tam bién para explicar la aparente inhabilidad de los espartanos para comprender este peligro, comparan el carác­ ter espartano con el ateniense. Se afirm a que las característi­ cas de los espartanos son las siguientes: la m oderación, la tran­ quilidad o apacibilidad, la satisfacción con lo que poseen y, por ende, el respeto por leyes inmutables y la aversión a alejarse del hogar, el conservadurism o, la responsabilidad y la confianza m utua com binada con la desconfianza por los extranjeros y, por lo tanto, el descuido, incluso la traición, de sus aliados, la duda, la lentitud, la falta de ingenio, la falta de confianza hasta en los cálculos más seguros, la aprensión. El m odo ateniense es el opuesto: siempre inquieto, innovador, rápido para la inven­ ción y la ejecución, audaz más allá de su poder, lleno de espe­ ranza, y así sucesivamente. Los espartanos deberán cambiar sus modos y asimilarse a los atenienses para superar el peligro. Los atenienses que responden a los corintios (172-78) desean indu­ cir a los espartanos a permanecer en reposo y a deliberar con lentitud. Desean entonces inducir a los espartanos a no aban­ donar sus m odos, que probaron ser propicios para el creci­ m iento de Atenas. Por tanto, deben m ostrar que la diferencia entre Atenas y Esparta no es tan radical ni tan peligrosa para Esparta com o habían afirm ado los corintios. Hacen esto en parte no m encionando las diferencias y en parte declarando que los modos atenienses no difieren de los modos com unes a todos los hombres (y, por lo tanto, también a los espartanos): la diferencia se debe sólo a las diferentes circunstancias. Casi

SOBRE LA H IS 1 0 » ! A O I IA S O IO R A O l í P l lO P O H IS O DE TU CÍ0 I0ES

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no m encionan la posibilidad de que las diferentes circunstan­ cias hayan sido la causa de la diferencia de m odos que señalan el m ism o Tucídides, los corintios y ante todo Pericles en su O ración Fúnebre. Lo que sí afirm an es que la causa principal de la expansión ateniense fue el m iedo o la preocupación por la seguridad. Sin em bargo, hablan incluso con orgullo de la audacia y la inteligencia singulares a las que Atenas debe su grandeza. El rey espartano Arquidam o, quien tenía fama de inteligente y moderado, desea preservar la paz (i 79-85). Reco­ mienda la deliberación lenta y tranquila. Por lo tanto, se ve obli­ gado a defender los m odos espartanos que según los corintios expusieron a Esparta a un grave peligro. Al m ism o tiem po, al igual que los atenienses y por el m ism o motivo, debe reducir al m ínim o las diferencias entre los m odos espartanos y ate­ nienses. Es posible afirm ar que este espartano está obligado a elogiar los m odos de los espartanos de un m odo espartano. Su discurso destila una aprensión sensata con relación a la gue­ rra propuesta o la ausencia de toda esperanza, a excepción de la posibilidad de alcanzar un acuerdo pacífico con Atenas; esta esperanza se basa en la posibilidad de que los atenienses podrían preferir, a la manera espartana, el gozo tranquilo de lo que poseen a los riesgos de la guerra. Arquidamo afirma que las cualidades espartanas a las que se oponen los corintios son la causa de la libertad de Esparta y de su renom bre extraordi­ nario. La m oderación protege del orgullo insolente en el éxito y de la abyección en el desastre. La moderación hace a los espar­ tanos sabios para el consejo y valientes para la batalla, ya que es cercana al sobrecogim iento o la sensación de vergüenza que a su vez está relacionada con la valentía, y los hace som e­ terse a la sabiduría superior de las leyes. Incluso si Tucídides hubiera estado de acuerdo con Arqui­ damo en todos los demás aspectos, no acordaría con su juicio

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I LA CIUDAD V E L HOMBRE

sobre la situación. Según Tucídides, los espartanos, que eran tan reacios a asum ir riesgos y tan lentos para ir a la guerra, fueron obligados por los atenienses a luchar contra ellos. Tucídides coincide de hecho con el éforo espartano cruel y desagradable que se opuso al consejo pacífico de Arquidamo en la asamblea espartana; Tucídides no dice que Arquidamo sea un buen juez sino sólo que tenía fama de juicioso ( 123.6,84,88,118.2). Si toma­ mos en cuenta el vínculo entre la moderación, la veneración por la antigüedad, y ante todo por la ley divina, no es de extrañar que nos enteremos de que cuando los espartanos fueron envia­ dos a Delfos para preguntar al dios si debían ir a la guerra con­ tra Atenas, éste les aseguró la victoria si libraban la guerra con todas sus fuerzas, y les dijo además que él mismo los ayudaría, más allá de que apelaran o no a él (1118.3). Y los espartanos gana­ ron la guerra. Si tom am os en cuenta el vínculo entre la moderación, la deli­ cadeza, la justicia y la ley divina, no sólo comprenderemos la adm iración de Tucídides por los modos espartanos, sino ante todo su humanidad, que parece revelarse sólo en los márgenes de un texto de política del poder, pero que es más probable que indique una frontera o límite que separa la política lícita de la ilícita. Tucídides muestra su compasión por las víctimas de la ira fervorosa o incluso del salvajismo asesino más claramente cuando m enciona el desastre lamentable ocurrido en Micaleso, una pequeña ciudad que poseía una gran escuela para niños -u n a matanza cobarde y absurda de mujeres, niños y animales (vil 29.4-5,30.3)-. Se muestra tal com o es ante todo en su comen­ tario sobre la suerte de Nicias: Nicias era quien menos merecía de todos los griegos de la era de Tucídides el final desastroso que tuvo a causa de su dedicación plena, guiada e inspirada por la ley, al ejercicio de la excelencia (vn 86.5; cf. 77.2-3). Com o narra Tucídides en el mismo contexto, Demóstenes, el com an-

SOBRE LA H I S I O f l A D I IA 6 U ÍR K A D l l P U O P O M S O DE TU CID ID ES

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dante com pañero de Nicias, tuvo un fin no m enos desastroso. Pero -e s to está im plícito en su opinión sobre N icias- el des­ tino de Demóstenes no era tan inmerecido com o el de Nicias, ya que Demóstenes no estaba tan dedicado a la virtud guiada por la ley. El vínculo, esperado por Tucídides, entre la dedica­ ción a la virtud -gu iad a por la ley y sin duda tam bién por la ley d ivina-, y un fin bueno entre el m érito y el destino, señala el imperio de los dioses justos. Después de que Tucídides prueba su afirm ación de que los antiguos eran débiles y además se refiere a su propio m odo de tratar las cosas antiguas así com o la guerra del Peloponeso, agrega un capítulo (l 23) que concluye su Introducción de un modo extraño. El capítulo deja de ser extraño si lo leemos guia­ dos por la pregunta de en qué medida se ajusta a la Introduc­ ción, y si se tom a en cuenta el m ensaje de los juicios globales ilc Tucídides. El capítulo está com puesto por dos partes, la pri­ mera prueba otra vez la superioridad de la guerra del Pelopotieso sobre las guerras anteriores y el segundo se ocupa de las causas de la guerra del Peloponeso. En la primera parte, Tucí­ dides demuestra la superioridad de la guerra del Peloponeso sobre la guerra persa, que fue la m ás grande de las hazañas previas, y por tanto sobre todas las guerras anteriores, al demosIrar que la guerra del Peloponeso superó a la guerra persa en relación con el sufrim iento humano. Este sufrim iento fue pro­ vocado en parte por hom bres y en parte por aquello que nos vemos tentados a llamar catástrofes naturales: terremotos, eclip­ ses de sol, sequías y en consecuencia hambrunas, y por último, poro no por eso m enos im portante, la peste. Se puede hablar tanto de un sufrim iento infligido por seres hum anos, por un lado, com o de “cosas demoníacas (divinas)” (n 64.2), por otro, l as cuatro cosas dem oníacas que m enciona Tucídides, inde­ pendientes unas de otras, podrían hacernos recordar a los cua-

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CIUDA D y E l HOMBRE

tro elementos.9 Los eclipses de sol en los hechos no son desas­ tres pero puede pensarse que anuncian desastres. Los vínculos entre los desastres de origen hum ano y el otro tipo de desas­ tres los proporcionaría el imperio divino: los dioses castigaron a Grecia por la guerra fratricida,10 y castigaron en especial a los griegos responsables de la guerra. D e ahí que Tucídides pase de inm ediato a la pregunta de quién fue el responsable de la guerra. Su respuesta es que los atenienses obligaron a los espar­ tanos a entrar en guerra. La peste golpeó a los atenienses y no a los espartanos. ¿No fue Apolo quien envió la peste a los ate­ nienses (11 54.4-5)? La mayoría de los griegos simpatizaba con los espartanos que parecían ser los libertadores de Grecia de la tiranía ateniense (118.4-5). En todo caso, si recordamos el modo en que Tucídides había elogiado a Esparta en lugar de a Ate­ nas, ya no encontrarem os desconcertante el capítulo final de la Introducción. Si partimos de los juicios globales del m ismo Tucídides lle­ gamos a la conclusión de que este gran ateniense prefería los modos espartanos a los modos atenienses. Esto en sí no es para­ dójico: no hay necesidad de que un hom bre, y en especial un gran hom bre, deba identiñcarse con lo que prevalece, lo que más se estim a en su lugar de origen, o con lo ancestral. Las opiniones de las que hem os partido son m ucho m enos res­ plandecientes que el elogio de Atenas en la O ración Fúnebre, pero la O ración Fúnebre expresa los sentim ientos de Pericles y 9 Cf. Lucrecio vi 1096 y ss. 10 Aristófanes, La paz 204 y ss. Cf. la secuencia de tópicos en ni 86-89: una pequeña expedición ateniense a Sicilia; la peste golpea a los atenienses por segunda vez, y los terremotos; Eolo y Hefestos; los espartanos que interpretan el terremoto como un mal augurio no invaden el Atica; las consecuencias naturales de los terremotos. La sección precedente (111 69-85) que se ocupa de la guerra civil (en Corcira) es la única en la que se menciona “la ley divina”.

SOBRE LA HISTORIA DI LA OUIRRA OR PllOPOHISO DE TUCÍ DI DES

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no los de Tucídides. No es una falta de Tucídides si a sus lecto­ res los impresiona más lo resplandeciente que lo discreto. Una de las diferencias entre Esparta y Atenas es que ningún espar­ tano podría elogiar a Esparta tan bien com o Pericles elogió a Atenas: los espartanos eran menos elocuentes o más lacónicos que los atenienses (cf. iv 84.2). Por otro lado, ningún no espar­ tano tenía motivos para elogiar a Esparta de form a incondi­ cional com o Pericles elogió a Atenas, ya que todos los no espar­ tanos que no eran enemigos de Esparta, que pidieron a Esparta una ayuda que ésta prestó a regañadientes, se vieron obligados a expresar su insatisfacción con los m odos espartanos. Sin embargo, la O ración Fúnebre de Pericles sirvió precisamente para hacer que todos los que escucharan -atenienses o extran­ je ro s- estuvieran muy satisfechos con los modos y la política ateniense. Todo esto sirve para dem ostrar que la ausencia de un elogio de Esparta com parable en fuerza al elogio de Atenas en la O ración Fúnebre no prueba que, según Tucídides, Esparta no mereciera un mayor elogio que Atenas. Tucídides elogia a Pericles. Pero este elogio es perfectam ente com patible con la preferencia de Esparta sobre Pericles y su Atenas. Pericles fue muy superior a sus sucesores debido a su habilidad para guiar .1 Atenas con seguridad en la paz y a través de la guerra; Atenas alcanzó su m áxim o poder b ajo su gobierno (n 65.5-13). Sin embargo, Tucídides no afirm a de la Atenas de Pericles, com o lo hace de Esparta, que haya logrado com binar la prosperidad con la m oderación y aun m enos que Atenas lo haya logrado gracias a Pericles. Ni siquiera m enciona la moderación (sofro-

sytte) en su elogio de Pericles. Tam poco el Pericles de Tucídi­ des menciona la m oderación en ninguno de sus tres discursos. Este silencio revelador no es ambiguo por el hecho de que tanto ( león com o los em bajadores atenienses de Melos utilicen esa palabra, ya que es una prueba de la superioridad de Pericles

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CIU DA D Y E l H O N D D E

sobre sus sucesores que sepa de qué está hablando. La Oración Fúnebre, pronunciada en obediencia a la ley, comienza con una crítica a esa misma ley: Pericles carece de la m oderación que impide a un hom bre considerarse a sí m ism o más sabio que la ley (n 35; cf. 1 84.3). Esto por no decir nada del vínculo entre los discursos de Pericles y el famoso o infame diálogo de los ate­ nienses con los m elianos, en el cual se niega de forma m ani­ fiesta la existencia de una ley divina que limite el deseo de expan­ sión; Pericles adm ite sin dudar el carácter cuasitirán ico del dom inio de Atenas sobre las ciudades sometidas (1163.2; v 104105.2). La O ración Fúnebre en su totalidad es un elogio de los modos atenienses, en especial en contraposición a los modos espartanos -d e la audacia, la permisividad y la esperanza en oposición a la cautela, la severidad y el te m o r-. El hecho de que b ajo Pericles, o gracias a Pericles, Atenas se haya hecho poderosa no prueba que bajo su gobierno, o gracias a él, se haya hecho “m ejor”. El sistema de gobierno establecido en el año 411, según Tucídides, era el m ejor que Atenas había tenido en toda su historia (vm 97.2). El régimen de P ericles-u n a democracia nom inal pero en los hechos el gobierno del prim er hombre (11 6 5 .9 ) - era inferior. De hecho, salvó a la dem ocracia de sí misma e increm entó el poder y el esplendor de Atenas más allá de todo lo conseguido previamente, pero su constitución de­ pendía de una oportunidad fugaz: la presencia de un Pericles. Un buen régimen es aquel en el que un grupo bastante grande unido por la virtud cívica de un nivel relativamente alto gobierna a la luz del día, por derecho propio. Por grandes que hayan sido los m éritos de Pericles, su gobierno es inseparable de la demo­ cracia ateniense; pertenece a la democracia ateniense; no debe sostenerse una opinión sobre el gobierno de Pericles que olvide el carácter poco sólido de sus fundamentos. Un régimen sólido es un régimen moderado consagrado a la m oderación.

SOBRE U

H IS T O R IA O t l á 6 0 1H H A O t l P H O P O M tS O DE t U C fD I D E S I

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Todo esto está de acuerdo con nuestra prim era impresión, según la cual el horizonte de Tucídides es el horizonte de la ciu­ dad. Todo ser hum ano y toda sociedad es lo que es en virtud de su m áxim a aspiración. La ciudad, si es sana, aspira no a las leyes que puede deshacer del m ism o m odo en que las hizo, sino a las leyes no escritas, la ley divina, los dioses de la ciudad. La ciudad debe trascenderse a sí misma. La ciudad puede ignorar la ley divina; puede ser culpable de húbris en los hechos y en los discursos: la O ración Fúnebre está seguida por la peste, y el diálogo con los melianos está seguido por el desastre en Sici­ lia. Ésta parecería ser la enseñanza más com pleta que Tucídi­ des transmite en silencio, donde el carácter silencioso de la trans­ misión resulta necesario debido al carácter sobrio de su piedad." Si esto es así, dejarem os de preguntarnos por qué guarda silen­ cio acerca de los asuntos económ icos y culturales. Estos asun­ tos eran m enos importantes para él que, por ejem plo, qué ejér­ cito estaba en posesión de un cam po de batalla después de una batalla; en últim a instancia, esto se debía al hecho de que el entierro de los propios m uertos es un deber sagrado; el ejér­ cito que debía abandonar el cam po de batalla estaba obligado a pedir perm iso al enem igo para recoger a sus m uertos y así reconocer form alm ente la derrota; éste fue un motivo más por el cual apoderarse del cam po de batalla era tan im portante.11 Cuando Tucídides no m enciona “la duplicación o triplicación del tributo (de los aliados de Atenasj en el año 425” - “la om i­ sión más notable en su relato” desde la perspectiva del histo­ riador m o d ern o -,0 esto bien puede deberse al hecho de que para Tucídides y para las ciudades el pago de un tributo en sí,

11 Cf. Classen-Steup, Thukydides 1 (4* ed., Berlín, 1897), PP- xuv-xlvi. II Cf. IV 44 con Plutarco, Nietas 6.5-6.

Ij A. W. Gomme, A históricai commentary ott Thucydides 1 (Oxford, 1945), p. 26.

2 2 2 I I A CI UDAD Y E l HOMBRE

esto es, el perjuicio a la libertad, era mucho más importante que el m onto del tributo; lo más im portante para la ciudad es su libertad, la libertad puesta en peligro por la ciudad tiránica de Atenas: Esparta no impuso un tributo a sus aliados sino sólo su régimen, favorable para una libertad sólida, o una aproxi­ mación a su régimen (i 19). La conclusión general que extrae­ mos de las declaraciones explícitas de Tucídides sin duda van más allá de estas declaraciones: deberemos reconsiderar, a la luz de la evidencia provista en particular por su silencio, nuestra idea tentativa acerca de qué es, en su visión, lo que trasciende la ciudad. A donde sea que nos conduzca esta reconsideración, no puede poner en duda el hecho de que el factor más im por­ tante concierne a lo que trasciende la ciudad o que es más grande que la ciudad; no concierne a cosas que están simplemente su­ bordinadas a la ciudad.

3 . EL CA SO DE ATENAS: AUDACIA, PRO G RESO Y LA S A RTES

El prim er tema a reconsiderar es el ju icio inicial de Tucídides según el cual la guerra del Peloponeso fue más grande que las guerras anteriores, de que fue la guerra más memorable. Esco­ gió esta guerra no sólo porque dio la casualidad de que fue su contem poráneo sino porque la consideraba particularm ente memorable. La grandeza de esta guerra por lo tanto no es sólo el motivo que lo llevó a elegir su tema, sino que es un tem a en sí, un ingrediente im portante de su inform e sobre la guerra: no es posible conocer la verdad acerca de la guerra del Pelopo­ neso si no se sabe que fue la guerra más grande. La prueba de la afirm ación inicial parecen proporcionarla las pocas líneas en las que Tucídides muestra que la guerra del Peloponeso superó

SOBRE LA H IS TO R IA O I IA O U IR P A O l í P t lO P O H t S O DE TUCÍDID ES

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absolutamente a la guerra persa en virtud del sufrimiento que provocó. Pero quizás hubo otra guerra que haya causado sufri­ mientos mayores que la guerra persa. Y tal vez la grandeza de una guerra no la establezca sólo la cantidad de sufrim iento que provoca. El hecho de que un autor tan conciso com o Tucí­ dides escribiera cerca de 19 capítulos para probar su opinión de que la guerra del Peloponeso fue la más grande o la más m em o­ rable de las guerras muestra que esta guerra tenía otra com pe­ tidora distinta de la guerra persa. Esta com petidora fue la gue­ rra de Troya. Una generación después de Tucídides, Isócrates aún sostenía que la guerra de Troya fue la guerra más grande.14 La guerra del Peloponeso fue el movimiento más grande por­ que afectó a toda Grecia y a una parte de los bárbaros, “en cierto modo, la mayor parte de la humanidad”.1* Fue, en cierto modo, el primer m ovim iento universal. Fue la guerra más m em ora­ ble porque en cierto m odo fue m em orable para todos los hom ­ bres. Su universalidad no se ve empañada por el hecho de no haber afectado a todos los bárbaros; alcanza con que haya afec­ tado a toda Grecia y a algunos bárbaros a causa de la especial im portancia que tenían los griegos para el griego Tucídides. Para que la guerra del Peloponeso sea el movimiento más grande es de una im portancia crucial que los griegos, esto es, las prin­ cipales ciudades griegas, estuvieran en su apogeo cuando comenzó la guerra: la guerra del Peloponeso es la guerra cul­ minante. C om o es universal y culm inante, es la guerra total, la guerra absoluta. Es la guerra, la guerra mayúscula:16 el carác­ ter universal de la guerra se hará más visible, y habrá más de la guerra en la mayor guerra que en cualquier otra guerra más

14 Panatenaico 76-83; Encomio de Helena 49. is 11.2; cf. 1141-4 id Cf. Platón. República 368e?-8.

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I 1 * CIU DAD Y E l HOMBRE

pequeña. La guerra del Peloponeso es un acontecim iento sin­ gular que revela de manera plena e insuperable la naturaleza de la guerra para todos los tiempos. Tucidides está obligado a demostrar su afirmación de que la guerra del Peloponeso es la guerra absoluta, la guerra univer­ sal y culm inante. La guerra universal exige la com unicación entre todas las ciudades y, en cierto modo, entre todos los pue­ blos, en especial la com unicación por mar; presupone la exis­ tencia de ciudades poderosas y ricas. Tucidides debe demos­ trar que estas exigencias se cum plieron en un grado mucho menor en el pasado que en su propia época; debe demostrar “la debilidad de los antiguos” (i 3.1). Com bina su idea respecto de la universalidad de la guerra (uen cierto modo, la mayor parte de la humanidad”) con la antigüedad más remota (distinta de la antigüedad más rem ota conocida por trad ición, cf. 1 4 com ienzo) y las primeras cosas simples. Sugiere que es difícil em itir un ju icio basado en evidencias sobre el acontecimiento previo del que podría pensarse que desafia la supremacía de la guerra del Peloponeso, esto es, la guerra de Troya, y las cosas aún más antiguas (i 1.2): hace que nos preguntemos si es posi­ ble conocer algo acerca de las cosas más antiguas. Pero com o el desarrollo desde esa antigüedad de la que poseemos cierto conocim iento directo hasta el presente es, en general, un pro­ greso en la seguridad, el poder y la riqueza, queda claro que en el principio había inseguridad, debilidad y pobreza ilimitadas. Su causa fue el gobierno ilimitado en el comienzo de la agita­ ció n , del m ovim iento. D e m anera muy lenta y muy esporá­ dica, el hom bre encontró cierto reposo. Durante los períodos de reposo y seguridad -p eríod os que duraron mucho más que los períodos de movimiento que se alternaban con ellos- se acu­ mularon el poder y la riq u ez a .fi poder y la riqueza se acumu­ laron no a través del movim iento sino a través del reposo (1 2,

SOBRE LA HISIORIA Di LA

6UÍRRA

OH RilOPONiSO DE TUCIDI DES I 2 2 5

8.3,12,13.1). Lo bueno no es el movimiento o la guerra sino el reposo y la paz. El proceso alcanzó su apogeo en Esparta y Atenas en el comienzo de la guerra del Peloponeso. La guerra del Peloponeso, el mayor movimiento, sigue al mayor reposo, expresa el mayor reposo. Sólo por este motivo puede ser el mayor movimiento. Por lo tanto, la comprensión de la guerra del Pelo­ poneso que revela la naturaleza de la guerra revela también la naturaleza de la paz: la obra de Tucidides nos permite com ­ prender no sólo todas las guerras del pasado y el futuro sino también las cosas simples del pasado y el futuro (i 1.3 fin, 22.4). El ascenso desde la inseguridad, la debilidad y la pobreza ori­ ginales hacia la seguridad, el poder y la riqueza se convirtió en algunos lugares en el ascenso de la barbarie original y univer­ sal a lo que podríamos llamar el grecismo, la unión de la liber­ tad y el am or a la belleza. El nom bre m ism o de los “griegos” es reciente. También lo es el m odo de vida griego. En su origen los griegos vivían com o bárbaros y eran bárbaros. En la anti­ güedad más remota no había griegos (1 3 ,6 ). En el movimiento o agitación iniciales y universales todos los hom bres eran bár­ baros. El reposo, largos períodos de reposo, fueron las condi­ ciones para el surgimiento del grecismo. El grecismo es tardío y poco com ú n; es la excepción. Del m ism o m odo en que la humanidad se divide en griegos y bárbaros, el grecismo tiene «los polos, Esparta y Atenas. La oposición fundamental del movi­ miento y el reposo reaparece al nivel del grecismo; Esparta valora el reposo mientras que Atenas valora el movim iento. Esparta y Alenas alcanzaron su apogeo en el com ienzo de la guerra del l'eloponeso. En ese mayor movim iento, se utilizan y agotan el (Hider, la riqueza y el grecismo que alcanzaron su apogeo durante un largo reposo. Los griegos y los bárbaros, los elementos y los dioses, parecen haber conspirado para perjudicar al m áxim o .ti grecismo (123.1-3). Es el com ienzo de la decadencia. El mayor

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I I A CIUDA D Y E l HOMBRE

reposo es aquel en el que el grecismo alcanza su apogeo; alcanza su culminación, su fin, en el mayor movimiento. El mayor movi­ miento debilita, pone en peligro, m ejor dicho, destruye, no sólo el poder y la riqueza sino tam bién el grecism o. Pronto con­ duce a la agitación en el interior de la ciudad, a la stasis, que es el retom o de la barbarie. La barbarie más salvaje y asesina, supe­ rada lentam ente mediante la construcción del grecismo, rea­ parece en el interior de Grecia: los mercenarios tracios a sueldo pagados por Atenas asesinan niños que iban a una escuela griega. Tucídides prevé la ruina de Esparta y Atenas: del m ismo modo en que sus contem poráneos vieron los restos de los bárbaros en la isla de Apolo, él vio en su m ente las m inas de Esparta y Ate­ nas (i 8.1,10.2-2). Estaba familiarizado con la idea de que “por naturaleza todas las cosas al final entran en decadencia”, ya que hace que Perides exprese esta idea (11 64.3). No en vano menciona las nuevas potencias del norte, el gran im perio odrisio y, ante todo, el sorprendente progreso de M acedonia bajo el reinado de Arquetaos (ll 97.5-6,100.2). La guerra del Peloponeso, un acontecimiento singular, se dife­ rencia de todos los demás por el hecho de que es la guerra cul­ minante de Grecia. Cuando se estudia esta guerra, es posible ver a los griegos en el apogeo de su m ovim iento; se puede ver el com ienzo de la caída. El apogeo del grecismo es el apogeo de la humanidad. La guerra del Peloponeso y sus implicaciones agotan las posibilidades del hom bre. Así com o no puede com­ prenderse el mayor m ovim iento sin entender el mayor reposo, no puede entenderse el grecismo sin entender la barbarie. Toda vida humana se mueve entre los polos de la guerra y la paz y entre los polos de la barbarie y el grecismo. Al estudiar la gue­ rra del Peloponeso, Tucídides comprende los límites de todos los asuntos humanos. Al estudiar este acontecim iento singular contra el fondo de la antigüedad com prende la naturaleza de

SOBRE LA

msrom* D i

l * O U iR R A O i t P ilO P O H IS O DE TUCIDID ES

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lodos los asuntos humanos. Es por este motivo que su obra es mi bien para todos los tiempos. Para dem ostrar la supremacía de la guerra del Peloponeso, Tucídides estuvo obligado a revelar la debilidad de los an ti­ guos porque los hombres creían en la supremacía de la guerra de Troya. La guerra de Troya debe su renom bre a Homero. Al cuestionar la supremacía de la guerra de Troya, Tucídides cuesliona la autoridad de H om ero. Al dem ostrar la debilidad de los antiguos prueba que la descripción que dieron los antiguos uo era cierta en un aspecto crucial: demuestra la debilidad de los antiguos, y en particular la de Hom ero, respecto de la sabi­ duría. Al dem ostrar que los griegos que lucharon en la guerra ilcl Peloponeso se encontraban en su apogeo, demuestra que su sabiduría era superior a la de Homero. De no ser por la invesl igación de Tucídides, el glamour de la antigüedad -u n glamour inmortalizado por H om ero- habría eclipsado para siempre la (irme superioridad de la época de Tucídides. Tucídides nos enfrenta a la elección entre la sabiduría de Homero y la de Tucíilides. Participa de una contienda con Homero. H om ero vivió mucho tiem po después de la guerra de Troya; esto lo convierte eu un testigo dudoso de la guerra de Troya. En prim er lugar, I lomera es un poeta. Los poetas magnifican y adornan y cuen­ tan historias fabulosas; por tanto, ocultan la verdad acerca de los seres hum anos y la naturaleza humana. La sabiduría hom éi ica revela el carácter de la vida humana mediante la presentaiió n de hechos y discursos exagerados y adornados. La sabi­ duría de Tucídides revela el carácter de la vida humana a través de la presentación de hechos y discursos que no están exagera­ dos ni adornados. Los príncipes griegos no siguieron a Aga­ menón a Troya por gentileza, com o sugieren los poetas, sino por miedo, o a la fuerza. El extraño rum bo de la guerra de Troya »e explica de form a prosaica por la falta de dinero de los grie-

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CIUDAD Y E l HOMBRE

gos.’7 El tratam iento prosaico que da Tucídides a la guerra de Troya (por no decir nada del que hace de la guerra del Peloponeso) prefigura el tratam iento que Cervantes dará a los caba­ lleros andantes. La nueva sabiduría entonces es superior a la sabiduría anti­ gua en tanto sabiduría. Pero es precisamente a través de la con­ fianza en Homero que Tucídides logra revelar la verdad acerca de la guerra de Troya (r 10.1-3). Ante todo, Homero era admi­ rado porque para revelar la verdad que conocía utilizó un modo muy agradable. AI parecer, Tucídides no niega que su sabidu­ ría también será agradable: “El carácter no fabuloso de mi relato tal vez sea m enos deleitable al oído”. No será menos deleitable que la poesía de Homero para quienes posean oídos bien entre­ nados.1* La sabiduría austera y rigurosa de Tucídides también es musical: está inspirada por una Musa, aunque por una Musa superior y, por lo tanto, más austera que la de Homero. En pocas palabras, quizá sea más ilum inador ver a Tucídides en disputa con Hom ero que com o un historiador científico: el núcleo del grecismo, más que cualquier otra cosa, es la sabiduría humana* En la Introducción, Tucídides se ocupa en prim er lugar de la superioridad de la guerra del Peloponeso por sobre todas las guerras anteriores (11-19) y luego de la superioridad de su ver­ sión por sobre todas las versiones anteriores (120-22). Tucídi­ des no sólo se interesa por la guerra sino tam bién por su lógos. El progreso en la sabiduría que alcanzó está emparentado con el progreso al que se refiere de m anera m ás integral en su “arqueología”. Su época podía jactarse de un progreso supe­ rior al del pasado respecto de la experiencia, el arte y el cono­ cimiento, en especial en Atenas (149.1-3,70.2,71.2-3). Su arqueo-178

17 13-3>9 -i, 3:10.3:11.1.3; 21.1; 22.4. 18 Cf. Cicerón, Orator 39.

SOBRE U

H IS m iA Oí U SIIÍPPA O il PÍ 10P0HÍS0 DE T UCÍ DI DES I 2 2 9

logia coincide perfectamente con lo que hace decir a Pericles en la O ración Fúnebre acerca de los logros de su generación si se los compara con los de las generaciones precedentes (n 36.1-3) y acerca del carácter cuestionable de la sabiduría homérica (11 41.4). Por grande que haya sido la estim a de Tucídides por Esparta, la m oderación y la ley divina, sus pensamientos son propios de la innovadora Atenas más que de la antigua Esparta. El comienzo convencional de su obra (“Tucídides el ateniense”) conlleva un mensaje no convencional. Tucídides lleva a que nos preguntemos si es posible con o­ cer los tiem pos rem otos. Pero los tiem pos rem otos incluyen lo que existe en todas las épocas, y son cosas de esta índole las que atañen a un bien para todos los tiempos. Tucídides entiende la naturaleza hum ana com o la base estable de todos sus efec­ tos: la guerra y la paz, la barbarie y el grecism o, la concordia y la discordia cívicas, el poder m arítim o y el poder terrestre, la el ¡te y el vulgo. La naturaleza del hom bre no puede en ten ­ derse sin una com prensión de la naturaleza del todo. La gue­ rra, que es un tipo de m ovim iento, y la paz, que es un tipo de reposo, son sólo form as particulares de la interacción univer­ sal del m ovim iento y el reposo que todo lo invade. Por tanto, Tucídides se interesa tanto por cosas no humanas com o huma­ nas, y no sólo por las cosas no hum anas que recibieron la influencia directa de la guerra del Peloponeso, com o la peste y los terrem otos. M enciona la tierra que hace incursiones en el mar y el m ar que hace incursiones en la tierra, y sugiere causas naturales para estos hechos (11102.3-4,111 89). Sugiere una explicación natural para el Caribdis de Odiseo (ív 24.5). l.o que su astuto Demóstenes parece haber llamado “la natutaleza del lugar”, él lo llama “el lugar m ism o” (ív 3 .2 ,4 .3 ). Lo más sorprendente es su explicación de la peste - u n cam bio imponente, por tanto un m ov im ien to- que superó todas las

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I LA CIUDAD Y H HOMBRE

destrucciones previas de seres hum anos de cualquier lugar, tanto com o la guerra del Peloponeso superó todas las guerras anteriores (1147.3» 48.3» 53-2). En vez de especular sobre si debe entenderse en última instancia la oposición del mar y la tierra (y por lo tanto, el poder m arítim o y el poder terrestre, y, en consecuencia, Atenas y Esparta) a la luz de la oposición del movimiento y el reposo, reconsideramos la relación entre movi­ m iento y reposo en relación con el progreso y la declinación por un lado, y con Esparta y Atenas por otro. Por más que el progreso sea producto del reposo, el progreso mismo es movi­ miento. Además, no sólo el reposo, sino también el movimiento, y en particular la guerra, conduce al poder y la riqueza (115.12,18.2-3,19). Por último, com o sostienen algunos de los per­ sonajes de Tucídides, el reposo es catastrófico para el arte y el conocim iento, m ientras que lo contrario es cierto del movi­ m iento (171.3, vi 18.6). Pero tam bién es cierto que el estadista que adquirió conocim iento, com o Perícles, en oposición a la multitud inconstante, representa el reposo sobrehum ano en m edio del m ovim iento hum ano - e l reposo confronta, com ­ prende y d om ina al m ovim iento (1 140.1,11 61.2, 6 5 .4 )-. La obra de Tucídides pudo ser escrita porque éste encontró reposo en medio del mayor m ovim iento (v 26.5). Las cosas superio­ res que encontram os en Atenas son similares al reposo o son la forma superior del reposo. Ya que no es tanto el movimiento sino cierto tipo de interacción del m ovim iento y el reposo la responsable de la pobreza, la debilidad y la barbarie de los anti­ guos, y no es el reposo sino otro tipo de interacción del movi­ m iento y el reposo el responsable de la riqueza, el poder y el grecismo del presente. Si bien todo está siempre en movimiento, lo m áxim o que alcanza el pensam iento hum ano -m ovim iento y rep o so - es estable. La form a superior del reposo, com o la form a representada por Esparta, no se opone a la audacia sino

SOBRE LA HISTORIA OI IA

6UCRRA

O lí PHOROHiSO DE TUCÍ DI DES I 2 3 1

que presupone la m áxim a audacia: en la antigüedad los hom ­ bres no eran audaces (117). La form a superior del reposo, por lo tanto, no puede com binarse con la m oderación. Si el movimiento y el reposo son lo más antiguo, trascende­ rán o incluirán a los dioses. Del escudo de Aquiles hom érico podríamos aprender que los dioses son más visibles en la gue­ rra que en la paz. En la guerra que fue más una guerra que cual­ quier otra guerra, en la mayor guerra, de la que Tucídides estu­ dió los más m ínim os detalles, no encontró rastros de los dioses: ¿es posible que hayan sido más eficaces en guerras más peque­ ñas y en particular en la guerra de Troya? ¿O no es precisamente éste el núcleo de la exageración y el orn am en to hom éricos, que remontan el origen de la guerra de Troya y m uchos de sus incidentes a los dioses? ¿Nuestra com prensión de la barbarie y de la debilidad de los antiguos, y en particular de su debilidad respecto de la sabiduría, no afectará nuestra visión acerca de los dioses y las cosas divinas que son decididamente antiguas?19 Dos hombres sobresalen en la versión que da Tucídides de la anti­ güedad, M inos y Agamenón. Nada dice de la ascendencia de Minos, y sólo habla de forma confusa acerca de la ascendencia ile Agamenón.10 Su arqueología nos lleva a preguntarnos si para Tucídides los dioses podían ser algo distinto de la visión exa­ gerada de bárbaros del pasado rem oto. Si se dem ostrara que esto es cierto, la ley divina a la que se refiere con tanta fuerza no puede ser una ley dictada por ningún dios; su origen y por lo tanto su esencia se vuelven por com pleto oscuros. Sin embargo, si la ley divina bien entendida es la interacción del movimiento y el reposo, debemos estudiar la obra de Tucídides

19 Cf. Eurípides, Helena 13-14. 10 14 y 9.1-2. Cf. la primera mención de un dios en 113.6 (cf. 18.1) con 1 126.3-5. Véase 1168.3-5 y 102.5-6.

2 3 2 I U CI UDAD Y E l HOMBRE

a la luz de la pregunta de cóm o esta ley divina está relacionada con la ley divina tal com o se la entiende comúnmente. En cierto modo, Tucídides pertenece a la Atenas de Perides - a la Atenas donde enseñaron Anaxágoras y Protágoras y donde se los persiguió acusados de im piedad-.11 La Oración Fúnebre en la que el Perides de Tucídides expone el significado de Ate­ nas no se pronuncia sobre la ley divina. Perides se refiere sólo a las leyes no escritas o, para ser más precisos, a las leyes no escri­ tas dictadas en beneficio de los seres hum anos que padecen injusticias; en Atenas, la transgresión de dichas leyes conduce a la desgracia -n a d a se dice sobre si va seguida de un castigo divino-. Perides no se pronuncia sobre los dioses o lo estricta­ m ente sobrehum ano. No m enciona los sacrificios cuando se refiere a las distracciones del trabajo que brinda la ciudad (u 37.3,38.1; cf. Aristóteles, Ética nicomáquea 1160319-25). La única referencia a lo sobrehum ano que se encuentra en uno de sus tres discursos es que se debe resistir lo sobrehumano (com o la peste) “por necesidad”, mientras que se debe resistir el ataque del enemigo “con valentía”; nunca afirma que se deba venerar lo sobrehum ano (11 64.2). La única referencia de Perides a un dios -u n a referencia al valor m onetario de la imagen de la diosa (A tenea)- ocurre de forma característica en el centro de la sín­ tesis que hace Tucídides de un discurso de Perides (1113.5). La argumentación de Tucídides en favor de Esparta, de la mode­ ración, de la ley divina - s i bien es im portante- es sólo una parte de su enseñanza. Si se lleva a sus últimas consecuencias el elo­ gio de Esparta -« I m áxim o elogio incluido en la arqueología-, conduce al m áxim o elogio de la antigüedad remota.212A toda esta línea de pensam iento la contradice la tesis m anifiesta y

21 Plutarco, Nietas 23.2-3. 22 Cf. el ek palaitatou en 1 18.1 con 1 1.2.

SOBRE LA m s ro m Df l* su ch ía ott ph o po h e so d e t u c í d i d e s

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explícita de la arqueología en su totalidad - la tesis que sos­ tiene la supremacía de la guerra del Peloponeso- y todo lo que esta tesis im plica. La contradicción concuerda con la oposi­ ción entre la anticuada Esparta y la innovadora Atenas, entre la admiración por la antigüedad y la admiración por el presente com o m om entos de apogeo. Sólo la adm iración por la anti­ güedad - la identificación de lo bueno con lo antiguo o ances­ tra l- parece coincidir con la visión de la ciudad en tanto ciu­ dad. Pero la ciudad piensa de distinto m odo en diferentes ocasiones. Aprendemos de Tucídides que la adm iración por la antigüedad, al igual que la adm iración por la m oderación, es propia de la paz, mientras que los hom bres tienden a conside­ rar cada guerra en la que participan, cada guerra presente, como la más grande (1 21.2), tal vez porque durante la guerra el pre­ sente exige el esfuerzo supremo. La afirmación de Tucídides res­ pecto de la supremacía de la guerra del Peloponeso coincide entonces con un prejuicio natural y, por lo tanto, no es ofen­ siva. Pero casualmente lo que en m uchos casos es sólo un pre­ juicio, en el caso de la guerra del Peloponeso es una verdad demostrable, y cuando se la demuestra, se erradica para siem­ pre el prejuicio mucho más fuerte en favor de la antigüedad, el prejuicio propio de los tiem pos de paz, cuando los hom bres viven seguros y protegidos. La visión propia de la guerra, la admiración por el presente y todo lo que éste implica, lejos de estar equivocada, es más cierta que la visión contraria.** La gue­ rra es una “maestra violenta”: enseña a los hom bres no sólo a actuar con violencia sino también acerca de la violencia y, por lo tanto, acerca de la verdad. La guerra no es una maestra vio­ lenta de todos excepto de Tucídides, sino tam bién del mismo Tucídides. Tucídides recibe la lección de la violencia y presenta 13 13 Véase vi 70.1.

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I l * CIUDA D Y ( t HOMBRE

la guerra en su desarrollo. En térm inos generales, nos permite ver la guerra en cada etapa tal com o podría haber sido vista en el m om ento; nos muestra la guerra desde diferentes perspecti­ vas. Al hacerlo, era inevitable que presentara su propia conver­ sión de la visión de los tiempos de paz a la visión de los tiem ­ pos de guerra, o su educación más avanzada. El resultado de este proceso íntimo que anima su obra es la historia política clá­ sica. En su obra observamos la génesis de la historia política, la historia política in statu nascettdi, aún vinculada de forma visi­ ble a su origen. Tucídides se interesa ante todo por la guerra, por la política exterior en general; la preocupación básica por la política interna, por el buen orden dentro de la ciudad, la deja a los ciudadanos moderados (cf. IV 28.5). Cuando nos referimos al proceso que anima la obra de Tucí­ dides, no nos referimos a un cam bio en su pensamiento del que no fuera consciente y que haya dejado rastros en su obra sin que lo percibiera. Más bien, tenemos en mente ese movimiento deli­ berado de su pensamiento entre dos puntos de vista distintos que se expresa en el deliberado tratam iento dual del mismo tema desde dos diferentes perspectivas, por ejem plo de los tiranicidas atenienses. Tucídides dedica el m áximo elogio a la jus­ ticia y la bondad del noble espartano Brasidas (iv 81) y luego afirma que Brasidas no dudaba en oponerse a la paz entre Esparta y Atenas por el honor que extraía de sus victorias ( v 16.1). El pri­ m er ju icio es el de un hom bre que contempla la guerra en su totalidad; el segundo ju icio revela la visión que en esa época tenían sobre Brasidas los pacifistas, en especial los pacifistas de Esparta.24 A la manera de su maestra, Tucídides es tan flexible

24 Cf. v 14 (el motivo por el que tanto Atenas como Esparta favorecían la paz) con 15 (el motivo por el que los espartanos tomaron la iniciativa para la paz).

SOBRE U H I S I O M A O t l * C U M P A OCt P H O P O H I S O DE TUCÍDIDES I 2 3 5

com o austero. El hecho de que vea y muestre cosas desde una variedad de puntos de vista, con los que necesariamente se iden­ tifica, nos conduce de forma natural a los discursos de sus per­ sonajes a través de los cuales muestra las cosas tal com o se apa­ recen ante un individuo o ciudad particular en un m om ento dado. La escritura de estos discursos parece ser entonces sólo un caso especial del procedimiento general de Tucídides. Cada discurso es una parte -u n a parte de un tipo peculiar- del dis­ curso de Tucídides.

4 . LOS DISCURSOS DE LOS ACTORES Y EL DISCURSO

DE TUCÍDIDES

Debemos hacer el intento de descubrir qué tipo particular de discurso de Tucídides se constituye a través de los discursos de sus personajes. Después de haber com pletado su demostra­ ción acerca de la superioridad de la guerra del Peloponeso sobre todas las guerras precedentes, o más bien del presente sobre la antigüedad, pasa a hablar de la dificultad para hallar lo verda­ dero respecto de la antigüedad.15 Se trata de una verdad oculta por el tiempo. Pero la distancia en el tiempo no es la única razón por la cual los hombres se equivocan; la distancia local también guarda cierta im portancia. Los “seres humanos” o “el vulgo”16 no desisten por estas dificultades de tener ¡deas firmes acerca de las cosas del pasado y las cosas extranjeras. Estas ideas lle15 1 20 comienzo. El pasaje deja en claro que toda la discusión precedente se ocupa de las cosas antiguas, directa o indirectamente; se ocupa de éstas de forma indirecta al mostrar la superioridad de la fuerza del presente respecto de la antigüedad. 26 1 20.1,3; cf. 1 >40.1.

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I LA CI UDAD Y EL H0M8RE

garon a Tucídides a través de los discursos de los hombres. La verdad revelada por él acerca de la antigüedad o, lo que es lo mismo, acerca de la superioridad de la guerra del Peloponeso sobre las guerras precedentes, será interpretada com o la verdad por aquellos que ven las cosas a partir de los mismos hechos, esto es, no de lo que las personas dicen o los discursos (cf. tam ­ bién i n fin). Inm ediatamente después de referirse a su trata­ miento de las cosas antiguas, pasa al tratamiento de la guerra del Peloponeso; lo que dice acerca del grueso de su obra es más breve que lo que dice acerca de su arqueología. La guerra del Peloponeso no es de difícil acceso por la distancia temporal ni por la distancia local; por lo tanto, en este caso los discursos, esto es, los inform es acerca de los hechos, no serían un obs­ táculo para el descubrimiento de la verdad. Es de este modo dis­ creto que Tucídides nos revela que los “seres hum anos” pue­ den estar equivocados tan profundam ente acerca de lo que sucede frente a sus ojos com o acerca de las cosas que ocurrie­ ron en el pasado más rem oto en el más lejano de los países. La primera dificultad está relacionada con los discursos pronun­ ciados antes del comienzo de la guerra del Peloponeso y durante la guerra. A algunos de los discursos Tucídides los escuchó por sí mismo; pero era difícil para él recordar las palabras exactas; la dificultad para conocer las palabras exactas, com o mínimo, no era inferior en el caso de los discursos para cuyo con oci­ m iento debía depender de inform es de otros. Decidió enton­ ces escribir él m ism o los discursos, respetando tanto com o pudiera lo esencial de lo dicho por los oradores -p a ra lo que escribió en cada caso cóm o le “parecía” a él que el orador o el grupo de hombres había dicho lo apropiado para las circuns­ tancias acerca del tema en cu estión - (Esto implica, creo, que se abstrajo de los defectos de dicción que un orador dado pudo haber padecido pero no otorgó a ningún orador las cualidades

SOBRE LA HISJORIA DE LA

6UERRA

DÍL PELOPOHESO OE TUCÍ DI DES I 2 3 7

de comprensión y decisión de las que carecía.) En cuanto a los hechos de la guerra, su “impresión” no ingresó en su relato en absoluto.27 Lo que Tucídides dice acerca de los discursos está rodeado por referencias a los “hechos”.28 Lo único que parece surgir con claridad de la afirm ación de Tucídides acerca de los discursos es que su “impresión” está más presente en los discursos que en su inform e de los hechos. No aclara por qué escribió los discursos; sólo aclara cóm o, des­ pués de haberlo decidido, hizo que fueran lo más cercanos posi­ ble a la verdad. Es innecesario aclarar que la pregunta de por qué escribió los discursos no se puede responder con una refe­ rencia a la práctica de Homero. Algunos puntos pueden com ­ prenderse si se tom a en cuenta el con texto inm ediato de la afirmación de Tucídides. Por grande que haya sido el valor de los discursos, los hechos son más confiables que los discursos. Sin embargo, Tucídides accedió a los hechos en parte a través de discursos, esto es, a través de los inform es de testigos; estos informes estaban viciados en cierta medida por la mala m em o­ ria y la parcialidad de los inform antes (I 22.3). Es razonable suponer que no todos los oradores de los discursos registrados en la obra estaban libres de estos defectos y que Tucídides pre­ servó de manera apropiada esta característica cuando escribió los discursos que atribuyó a estos oradores. Tucídides divide el tema de su obra en discursos pronunciados tanto antes com o durante la guerra, y en hechos ocurridos durante la guerra. Como dedica un espacio considerable a los hechos ocurridos antes de la guerra, llama nuestra atención sobre el hecho de que en un sentido im portante los discursos preceden a los hechos.

27 Éste no debe ser tomado al pie de la letra; cf. ti 17.2, ni 89.5, vi 53.3, vil 87.5, vil! $6.3,64.5,87.4 (cf. ibid. 3 comienzo); cf. también 11.3; 9.1,3; 10.4. 28 Cf. también 121 fin con 123 comienzo.

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CI UDAD Y a

HOMBRE

Los discursos que preceden a los hechos están vinculados con las causas de los hechos, las intenciones y los planes de los hom ­ bres: sólo los discursos pueden hacer explícito lo que no se mani­ fiesta (ni 42.2). Están vinculadas ante todo con las causas de la guerra, las causas expresadas de manera explícita, distintas de la causa más verdadera que permanece sin ser dicha, o inconfe­ sada (123.4): los discursos pueden ser engañosos no sólo a causa de la mala memoria y la parcialidad de los oradores; también es posible que tengan la intención de ser engañosos. De los dis­ cursos Tucídides afirma que era difícil recordar las palabras exac­ tas y, por ende, que no las recordaba, mientras que de los hechos afirm a que encontró la verdad acerca de éstos con esfuerzo. Cuando niega que su libro sea necesariam ente desagradable, pudo haber pensado en primer lugar en los discursos. ¿Qué es lo que logran los discursos que el inform e más per­ fecto acerca de los discursos no podría haber logrado? Un inform e tal nos habría revelado la intención del discurso, los argumentos utilizados por el orador para apoyar su objetivo, así com o los argumentos utilizados para refutar a sus oponen­ tes, el orden de los argumentos, así com o el peso que el orador otorgaba a cada uno; habría incluido una descripción de las habilidades, los m odos y la d isposición del orador en el momento, así com o de la disposición de la audiencia; nos habría dicho si el discurso del orador estaba de acuerdo con sus actos, o en qué medida lo hacía, si esto no se nos revelaba a través del inform e mismo. Lo que aún nos faltaría es la presencia dei ora­ dor: al escucharlo, no lo veríamos; no estaríamos expuestos a él, afectados por él, tal vez hechizados por él. Los informes más perfectos de Tucídides acerca de los discursos serían parte del discurso de Tucídides com o todas sus otras partes; no veríamos la peculiaridad del discurso de Tucídides; y seríamos expues­ tos sólo a Tucídides. Pues, ¿qué distingue al discurso de Tucí-

SOBRE IA H IS fO P IA D t IA C tltlW A D C l P U 0 P 0 H Í S 0 DE TUCIDID ES

I 239

dides del discurso de sus personajes? Los discursos son parcia­ les en un doble sentido. Se ocupan de una situación o dificul­ tad particular, y son pronunciados desde uno u otro punto de vista de las partes en conflicto o de las ciudades en guerra. El relato de Tucídides corrige esta parcialidad: el discurso de Tucí­ dides es imparcial en el doble sentido. No es partidario de una posición y es integral, ya que se ocupa, por no decir más, de la guerra en su totalidad. Al integrar los discursos políticos en el discurso verdadero y global, hace visible la diferencia fun­ damental entre el discurso político y el discurso verdadero. Ningún discurso político sirve en sí al propósito de revelar la verdad; todo discurso político sirve a un propósito político par­ ticular, e intenta alcanzarlo mediante la exhortación o la dehortación, la acusación o la exculpación, el elogio o la crítica, la imploración o el rechazo. De ahí que los discursos abunden en elogios y críticas, mientras que el discurso de Tucídides sea reser­ vado. Los oradores dan respuestas a preguntas - y no sólo a pre­ guntas del m om ento sino a las preguntas más permanentes y fundamentales respecto de la acción h u m an a- que Tucídides no contesta, y lo hacen de un m odo muy persuasivo. De este modo, el lector está tentado de una forma casi irresistible a coin­ cidir con el orador y a creer que Tucídides, quien después de todo escribió el discurso, debe haber utilizado al orador com o su portavoz. Tucídides nos ayuda en efecto a juzgar la sabidu­ ría de los discursos, no sólo por su descripción de las acciones, sino tam bién al darnos no su opinión acerca de la sabiduría de los discursos sino de los oradores; sin em bargo, no hace esto en todos los casos y, lo que es más im portante, en ningún caso su opinión explícita, sea de hom bres o de políticas, es completa. En efecto, son precisamente los discursos mucho más que cual­ quier otra cosa los que nos transm iten su opinión acerca de los oradores, y no sólo acerca de los oradores.

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Cuando los corcirenses se dirigen a los atenienses parecen com eter una “contradicción inconsciente”: “C orcira sostiene posturas opuestas: ‘la guerra ocurrirá de todos modos’ y ‘esta acción no supone un casas belli'".19 Sin em bargo, una acción deseable o necesaria con vistas a una guerra esperada, incluso si el eventual enem igo considera que se trata de una provoca­ ción, no constituye por fuerza una ruptura del tratado con esa potencia, y los corcirenses consideran que no hay otro casas belli que la ruptura de dicho tratado. Sin em bargo, es más importante entender que una contradicción cometida de forma inconsciente por los oradores de Tucídides no la com ete nece­ sariamente Tucídides de forma inconsciente: revela el aprieto en que se encuentra el orador y se la incluye para revelarlo. El discurso también puede revelar de qué modo el orador supera el aprieto en el que se encuentra. Los espartanos pretenden enta­ blar una guerra por la libertad de todas las ciudades contra la ciudad tiránica de Atenas. Sin embargo, las ciudades dom ina­ das por Atenas o sus aliadas estaban sujetas a tratados; se creía que pasar de la alianza ateniense a la alianza espartana, en espe­ cial en un m om ento en que los atenienses estaban en apuros, no sólo era injusto sino también deshonroso (ni 9). En conse­ cuencia, cuando el espartano Brasidas intenta inducir a los acantios a que renuncien a su alianza con Atenas, ni siquiera alude a dicha alianza; de forma tácita expresa la visión de que una ciu­ dad no puede ser aliada de Atenas excepto bajo coacción. No puede prescindir por com pleto de las amenazas sobre qué va a hacer a los acantios si no cumplen con su pedido, pero com o amenaza les dice sólo que va a forzarlos a ser libres; este uso de la fuerza será perfectam ente ju sto porque la falta de libertad de los acantios pone en peligro la libertad de todas las demás29 29 Gomme, loe. cit. 169.

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ciudades o el bien com ún de todas las ciudades. Sin embargo, los acantios podrían temer que después de haber liberado a las ciudades esclavizadas en ese m om ento por Atenas, los esparta­ nos a su vez los esclavizaran. Brasidas refuta este tem or asegu­ rando a los acantios que el gobierno espartano se com prom e­ tió mediante el máxim o juram ento a no intentar nada parecido (iv 85-87). Al igual que el discurso de Brasidas resuelve de un modo magistral todo el problema de la política griega, el dis­ curso de Hermócrates a la asamblea compuesta íntegramente por sicilianos en Gela (iv 59-64) es una obra maestra de la pre­ visión del estadista. Muchos años antes de que Atenas intente conquistar Sicilia, el discurso de Hermócrates intenta detener todas las fricciones internas sicilianas para unir a los sicilianos contra el enem igo com ún, su enemigo “por naturaleza”. Sicilia en efecto está dividida “por naturaleza” entre dorios y jon ios, y los atenienses son jonios; pero el motivo de la invasión ateniense no será el odio racial sino el deseo de adquirir las riquezas de Sicilia. Lo que perm ite a Herm ócrates ver el peligro a la dis­ tancia, y sugerir un remedio a tiempo, es su comprensión de la naturaleza hum ana; él no culpa a los atenienses de su agre­ sión, ya que según su perspectiva el deseo de engrandecimiento es natural al hom bre en tanto hom bre más allá de lo que las convenciones o las palabras (“los nom bres”) nos puedan hacer creer. Sin embargo, com o está obligado a admitir, lo que une a los sicilianos es el “nom bre” más que la “naturaleza” (la raza),30 y, com o no está obligado a adm itir en las circunstancias pre­ sentes, si el deseo de engrandecim iento es natural al hom bre en tanto hom bre, o en todo caso a la ciudad en tanto ciudad, los vecinos más débiles deben tem er tanto a Siracusa, que es una ciudad cercana y poderosa, com o a la más poderosa pero lejana jo Cf. también vi 77.1 fin. 79.2,80.3.

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Atenas. La dificultad que Brasidas supera al afirm ar que confia en el m áxim o ju ram en to de la m áxim a autoridad espartana no puede ser superada por Hermócrates, quien se ve obligado a apelar a la naturaleza. Seguir ignorando por completo la dis­ posición de la audiencia mientras que al mismo tiempo supone que está compuesta por hombres decentes y tolerantes, ésa va a ser la máxima dificultad que deba enfrentar Alcibíades en su discurso en Esparta. Habiendo sido acusado por los atenienses de un delito capital vinculado con actos de impiedad y habiendo escapado a Esparta, Alcibíades desea vengarse de Atenas mos­ trando a los espartanos cóm o pueden derrotar a su enemigo com ún. Alcibíades debe vencer dos prejuicios muy fuertes en su contra. En primer lugar, com o político ateniense se lo conoce com o enemigo de Esparta. Lo que es más im portante, acaba de traicionar o está a punto de traicionar a su propia ciudad y entregarla a sus enem igos. Se deshace de las dos objeciones mediante una sola respuesta: se oponía a los espartanos porque habían sido injustos con él, se enfrenta ahora a los atenienses porque fueron injustos con él (vi 89-92). Al ser consciente de su habilidad única así com o del renom bre que le dio, y al no estar com prom etido con ninguna ciudad en particular a causa de su infinita versatilidad, no está obligado a recurrir a juram en­ tos para evitar la autocontradicción. Se contradice a sí mismo en relación con su postura y la de su familia hacia la democra­ cia: el régimen ateniense que dirigieron no es en realidad demo­ crático, y es dem ocrático pero no podían cam biarlo a causa de la guerra (vi 8 9 .4 -6 ); pero ambas respuestas sirven igualmente bien a su propósito. Tucídides ofrece una caracterización indirecta de la dem o­ cracia ateniense a través del discurso de Atenágoras, el dema­ gogo de Siracusa (vi 36-40). Habían llegado muchos informes a Siracusa de distintos lugares acerca de una flota ¡nvasora ate-

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niense que se acercaba, pero exigió m ucho tiem po para que incluso una m inoría de los siracusanos creyeran en los infor­ mes. Después de que H erm ócrates, que por supuesto estaba seguro de la veracidad de los informes, se dirigió a la asamblea de Siracusa, Atenágoras se opuso a él y desestimó los informes com o un gesto torpe de los oligarcas siracusanos para atem o­ rizar a la multitud y así convertirse en los am os de la ciudad. Según Atenágoras, los atenienses eran demasiado astutos para embarcarse en una empresa insensata y desesperada com o la conquista de Sicilia. Lo único que pondrá fin a las actividades subversivas de los jóvenes oligarcas siracusanos es el terror demo­ crático. Este terror se justifica porque no existe motivo respe­ table o firm e para oponerse a la dem ocracia, el régimen que es a la vez justo y sabio: permite que participen del mismo modo del bien com ún los hom bres de m érito entre los ricos, y la mul­ titud es el m ejor juez de la sabiduría de los oradores. Tucídides confió a Atenágoras la exposición más clara y más integral de la visión dem ocrática que se incluye en su obra, ya que las sen­ tencias grandilocuentes de la O ración Fúnebre no describen la democracia en sí, sino el régimen ateniense.1' Este hecho por sí solo debe hacer de su discurso un objeto del m áxim o interés para nosotros. Com o lo muestran los hechos, el demócrata siracusano estaba equivocado, al m enos en la medida en que no conocía ni entendía la dem ocracia ateniense: la fuerza invasora ateniense llegó con el apoyo pleno de la multitud ateniense y hubiera tenido éxito en su m isión si los hom ólogos de Ate­ nágoras en Atenas no hubieran retirado a Alcibíades de la fuerza invasora por motivos no distintos a los de Atenágoras, con el apoyo pleno de la multitud ateniense. Atenágoras no conocía a la multitud ateniense porque era incapaz de ver más allá de31 31 Cf. en especial 1137.1 con 1163.9.

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las luchas internas de Siracusa; carecía de la com prensión e incluso de la inform ación que poseía Hermócrates. La demo­ cracia ateniense fue un tipo especial de dem ocracia, una demo­ cracia im perial que ejerció un d om inio cuasi tirán ico sobre sus llamados aliados. Incluso Cleón, y precisamente él, se refiere a la dificultad -s e da el lujo de llamarla im posibilidad- de com ­ binar el im perio y la dem ocracia. Cleón pudo conservar esta com binación en cierta medida porque fue capaz de imitar, o de remedar, a Pericles.32 Observaciones com o ésta no van a la raíz del asunto; no tocan lo que Aristóteles llamaría la sustan­ cia de la dem ocracia ateniense, la naturaleza del pueblo ate­ niense (cf. i 7 0 .9 ). Al final del discurso a las tropas previo a una batalla naval, los generales peioponesios les dicen que a ninguno se lo perdonará por actuar com o un cobarde y que si alguno lo intenta se lo castigará, mientras que los valientes reci­ birán honores. El paralelo de esta conclusión en el discurso del capitán ateniense Form ión es su afirm ación de que las tropas están a punto de participar de una gran batalla: acabarán con la esperanza peloponesia de obtener una victoria naval o bien traerán a los atenienses el temor al mar.33 Los peioponesios ape­ lan al interés propio del individuo; los atenienses, sólo a lo que está en juego para la ciudad. Sin duda hubo motivos adi­ cionales-m otivos vinculados con la situación particu lar- para esta diferencia entre los dos discursos; sin em bargo, esto no quita el hecho de que el Form ión de Tucídides, si se lo con­ trasta con sus antagonistas peioponesios, esto es, inconscien­ temente, confirm a la visión expuesta de modo explícito por los corintios en cuanto a que los atenienses se caracterizan por el

32 11137.1-2; 38 comienzo (cf. 1161.2). 33 II 87.9,89.10. Cf. vi 69.3. Formión se dirige sólo a los atenienses, no a los aliados: 1188.3.

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espíritu cívico: el ateniense utiliza su cuerpo com o si fuera lo más externo, lo más extraño a él, para sacrificarlo por su ciu­ dad, y utiliza su pensam iento más íntim o, más propio, para hacer algo por la ciudad (i 70.6). Tucídides presentó al ateniense anónimo, quizá con más fuerza y sin duda con más elegancia, a través del discurso de los atenien­ ses en Esparta (172-78). Da la casualidad de que estos atenienses estaban en Esparta por negocios cuando los corintios y otros aliados de Esparta intentaron incitar a la ciudad para que entrara en guerra con Atenas mediante la presentación de un reclamo ante la asamblea espartana por los abusos atenienses. Al tener noticia de esta acción antiateniense, solicitaron y recibieron un permiso de los espartanos para dirigirse a la asamblea de Esparta y contrarrestar los efectos de las acusaciones de los corin­ tios. El discurso constituye una acción en nom bre de su ciu ­ dad que asumieron sin haber recibido el encargo de su ciudad. Este es el único discurso de este tipo en la obra de Tucídides. El discurso es único además por otro motivo si se lo compara con los demás discursos de Tucídides. Es el único discurso pre­ cedido por una síntesis, que Tucídides presenta en nombre pro­ pio, de la esencia del discurso, una síntesis que en gran medida coincide literalmente con lo que los oradores m ismos afirman en el com ienzo de su discurso acerca del sentido general del mismo.34 La diferencia más im portante entre la síntesis de Tucí­ dides y el comienzo del mismo discurso es ésta: Tucídides afirma que los atenienses deseaban m ostrar el poder de su ciudad; los atenienses afirman que desean poner de manifiesto que su ciu­ dad es digna de m ención, o que es im portante. ¿G im o revelan entonces el poder de Atenas? Ninguna parte de su discurso se

34 El discurso que más se acerca al discurso de los atenienses en este sentido es d de Formión (n 88-89).

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ocupa de este tema. Los temas principales del discurso son los siguientes: (i) Atenas mereció el reconocim iento de Grecia en la guerra persa (73.2-74); (2) no se puede culpar a Atenas por la adquisición de su imperio ni por la forma en que lo admi­ nistra (75-77). C om o el accionar ateniense en la guerra persa sentó las bases del imperio, se puede decir que el discurso tiene el objetivo de justificar el imperio ateniense en vez de exhibir su poder. Es cierto que por el solo hecho de m encionar el impe­ rio ateniense señalan su poder, pero com o todos los presentes sabían de la existencia del im perio ateniense, ni su peor ene­ migo podría afirm ar que la intención era m ostrar el poder de la ciudad, y m enos aun alardear de éste. Su peor enemigo, un éforo espartano, sostiene en efecto que se elogian a sí mismos, pero encuentra el elogio adecuado para describir el mérito ate­ niense en la guerra persa.3* De hecho, es en la parte del discur­ so sobre la guerra persa donde más se aproximan a la referencia explícita al poder de Atenas. Los atenienses, sostienen, salvaron a Grecia al aportar el mayor núm ero de naves, un capitán de gran inteligencia (Tem ístodes) y su audacia. Pero si Atenas fue digna de un imperio no fue a causa de su gran armada sino del fervor y la inteligencia que demostró en Salamina (74.1-2,75.1). Dan a entender que fueron estas cualidades -la inteligencia supe­ rior de sus líderes y el fervor temerario de su pu eblo-, y no la arm ada, el núcleo del poder de Atenas. El m ism o Tucídides nos dice que en la época de Salamina, Esparta era m ucho más poderosa que Atenas (118.2) en todos los aspectos salvo por estas cualidades. O, en palabras de Pericles, en la época de Salamina, cuando habían abandonado su ciudad, los atenienses en cierto modo no poseían más que su inteligencia y su audacia; es más apropiado decir que estas cualidades viriles crearon el poder 35 1 8 6 .1 ; c f. 1 7 3 .2 -3 .

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ateniense, y no que fue el poder ateniense el que creó dichas cualidades (i 143.5, M4-4)- Al hablar, esto es, al actuar, com o lo hacen, los atenienses en Esparta muestran los pilares del poder presente de Atenas. En este sentido, confirm an en silencio lo que los corintios habían dicho a la asamblea espartana acerca de la diferencia profunda entre los atenienses y todos los demás. Pero los corintios habían inferido de esta diferencia que los ate­ nienses eran una amenaza para todos los demás, y en especial para los espartanos. Los atenienses deben negar la solidez de esta conclusión. Lo hacen de un m odo extraordinario. Sostie­ nen que su poder amenazador es producto de la compulsión: se vieron obligados a construir su imperio por temor, por honor y por interés; al ceder a esta com pulsión hicieron lo que los espartanos, m ejor dicho, lo que todos los hom bres hubieran hecho en su lugar: respondieron a la naturaleza humana. Lo que distingue su ejercicio del poder imperial del de todos los demás es la singular imparcialidad en el trato con sus súbditos. Es en primer lugar a través de la increíble franqueza con la que defien­ den la adquisición ateniense del imperio que ponen de m ani­ fiesto el poder ateniense, ya que sólo el más poderoso puede darse el lujo de enunciar los principios que enuncian. Tratan con desdén la acusación de que Atenas amenaza a Esparta: los atenienses, al igual que los espartanos, nunca cometieron el error de empezar una guerra contra un poder equivalente al suyo; todas las diferencias entre Atenas y Esparta y sus aliados pue­ den y deben resolverse pacíficamente, en el marco del tratado. Alguien ha hecho referencia a la ironía provocadora de los ate­ nienses mientras afirma que “sin duda Tucídides no creía que la intención de los atenienses fuera la provocación, sino lo con­ trario”.36 Se puede describir m ejor el discurso com o franco y 36 Gomme, loe. ril., 254.

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exigente a la vez. Tucídides sabía tanto com o Sócrates que es fácil elogiar a Atenas ante una audiencia ateniense.*7 Lo que los atenienses hicieron en Esparta no fue fácil. Tucídides es al m enos tan exigente com o estos atenienses. No se puede decir de él, sin embargo, que no tuviera sus reticencias. Para poder apreciar por com pleto el único discurso de los atenienses en Esparta, se lo debe contrastar también con el único discurso de los espartanos en Atenas (IV 17-20).*® Bajo el inspi­ rador liderazgo de Demóstenes, los atenienses habían logrado derrotar a los espartanos en Pilos y cortar el paso a un im por­ tante destacamento espartano en la isla de Esfactería. Las auto­ ridades espartanas, que habían perdido las esperanzas de libe­ rar este destacam ento y ansiosos por evitar a toda costa su captura o destrucción, enviaron una em bajada a Atenas para empezar las negociaciones de paz. Los em bajadores no pue­ den evitar referirse en su discurso al aprieto en el que se encon­ traban en ese m omento o al gran éxito de Atenas. Lo hacen seña­ lando la buena suerte de los atenienses: si actúan sabiamente, obtendrán honor y gloria además de buena suerte; con m ali­ cia sugieren que la victoria no les tra jo h on or ni gloria. Les advierten que la suerte no va a estar siempre de su lado, y que en la guerra la suerte es de suma im portancia; si los atenienses no hacen la paz ahora, y fracasan en sus empresas más adelante, se creerá que debieron su éxito presente a la suerte, y no a su fuerza e inteligencia (17.4-18.5). De este modo solapado y a rega-378 37 Platón, Mcnéxeno 23sd. 38 El otro homólogo del único discurso de los espartanos en Atenas pronunciado cuando los espartanos advirtieron la pérdida de trescientos hombres, es un segundo discurso posible de los atenienses en Esparta después de la desastrosa peste (1159.2). Los espartanos habrían acordado la paz si los atenienses hubieran escuchado su pedido; Perides habría evitado la paz incluso si los espartanos hubieran escuchado el pedido de los embajadores atenienses.

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ñadientes admiten el hecho, que negaron en las oraciones pre­ cedentes, de que los atenienses deben su éxito presente a su virtud. La elegancia no redime su falta de franqueza y orgullo. Su rey Arquidamo había afirmado que sólo ellos, a causa de su moderación, no se vuelven insolentes con el éxito y se rinden menos que otros a la adversidad. Sin im portar cuán cierta sea su moderación en el éxito, en los hechos se rindieron a la adver­ sidad después de Pilos infinitamente más que lo que lo hicie­ ron los atenienses después de su desastre en Sicilia.39 Se puede decir, sin tem or a equivocarse, que al menos en algu­ nos casos los oradores no tenían la intención de transm itir la im presión de sí m im os que sus discursos transm iten en los hechos. En térm inos generales, los discursos escritos por Tucí­ dides transmiten ideas que no pertenecen a los oradores sino a Tucídides. Esto es perfectam ente com patible con la posibili­ dad de que Tucídides, por ser un historiador, haya respetado tanto com o fuera posible lo que los oradores realmente dijeron, o que no se puede suponer que ninguna opinión expresada en 39 184.2, VIII 1.3. La falta de franqueza por distintos motivos explica el segundo discurso de los corintios en Esparta (1120-124). Al señalar el poder peligroso de Atenas en su discurso precedente, contribuyeron a la decisión de los espartanos de entrar en guerra con Atenas. Después de que la decisión fue tomada, temieron, y no sin motivo (i 125.2), que los espartanos (y los otros aliados) no pelearían la guerra con suficiente vigor y velocidad para salvar a la Potidea asediada: “lo que un hombre planea confiando en el futuro es muy distinto de lo que realiza en la práctica [ya que, en el caso de la práctica, interviene el temor]". La paráfrasis es de Gomme, quien de modo característico omite la idea que nosotros colocamos entre corchetes. Los corintios atribuyen la falta anticipada de vigor y velocidad de sus aliados a la confianza excesiva de éstos en la victoria porque no desean hablar de la tibieza del interés de sus aliados por Potidea, esto es, de la diferencia de interés entre Corintio y sus aliados (cf. 120.2) y porque no desean hablar en exceso del temor de sus aliados fíente al poder ateniense; el temor de ese temor explica por qué hablan con tanta esperanza de las perspectivas de la guerra como lo hacen.

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un discurso sea la opinión de Tucídides. La redacción de los dis­ cursos es sin duda obra de Tucídides. Nadie llegaría a afirmar que los oradores reales comenzaron exactamente con las mis­ mas palabras con las que empiezan sus discursos editados por Tucídides. Por ejem plo, el prim er discurso que aparece en la obra com ienza con “Justo (ju stic ia )” y el segundo discurso, que es una respuesta al primero, comienza con “Necesario (com­ pulsivo)”. La idea expresada por estas dos palabras iniciales jun­ tas, la pregunta acerca de la relación entre la justicia y la nece­ sidad,40 acerca de la diferencia, la tensión, quizá la oposición entre la justicia y la com pulsión -u n a idea que no es el tema de ninguno de los dos discursos- es la idea de Tucídides. Esta idea indicada con tal sutileza y discreción ilumina todo lo que precede a los dos discursos y todo lo que los sigue. Estas dos palabras iniciales indican el punto de vista desde el que Tucí­ dides observa la guerra del Peloponeso.

5. DIKE ¿Cóm o aparece la guerra del Peloponeso a la luz de la distin­ ción entre justicia y compulsión? Según Tucídides, los atenien­ ses obligaron a los espartanos a entrar en guerra con ellos; esta com pulsión es la causa más verdadera de la guerra, aunque la m enos m encionada, distinta de las causas declaradas de forma explícita. Éstas eran los desacuerdos entre Atenas y Corintio res­ pecto de Corcira y Potidea (l 23.6). Tucídides habla primero de los hechos que constituyen las causas declaradas y luego del

40 Cf. Parménides (Vorsokratiker,7* ed. [Fragmentos presocráticos]) parágrafo 8, líneas 14 y 35.

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hecho que constituye la causa no declarada, invirtiendo así el orden temporal de los acontecim ientos: las causas declaradas son “primeras con respecto a nosotros” mientras que la causa verdadera está oculta y se conserva oculta. Pero cuando uno estudia su descripción de estas causas declaradas, observa que son tan “verdaderas” com o la causa más verdadera y que de hecho form an una parte, incluso la parte decisiva, de ésta. La causa más verdadera de la guerra fue que los atenienses, al hacerse grandes y haber infundido miedo a los espartanos, los obliga­ ron a entrar en guerra. Sin em bargo, las acciones de los ate­ nienses, al m enos respecto de C orcira, los hicieron aun más grandes o ai menos prometieron hacerlos más grandes de lo que eran antes de estas acciones. La causa declarada de la guerra, que es inferior en verdad a la causa no declarada, es distinta de la com pulsión ejercida por el poder creciente de Atenas, sin im portar si esta com pulsión fue ejercida o n o antes de C o r­ ara. Se trata de la ruptura del tratado de los 30 años entre Esparta y sus aliados y entre Atenas y sus aliados, esto es, una acción injusta, una acción contraria a la justicia. La “compulsión” difiere ile la “justicia”. En el mismo contexto en que Tucídides contrasta la causa más verdadera y menos declarada con las causas menos verda­ deras y declaradas de forma explícita, afirma que los atenien­ ses y los peloponesios violaron el tratado (123.4,6). Del mismo modo en que no aclaró que la alternativa a la “com pulsión” es la “ju sticia” y sin em bargo aclaró que Atenas ejercía la com ­ pulsión, no aclara quién fue el que violó la justicia, esto es, quién rompió el tratado. No hubo violación alguna antes de que Ate­ nas se aliara con Corcira. Tanto al poner fin com o al realizar su tratado con Corcira los atenienses estaban preocupados por no rom per su tratado con los peloponesios (1 44.1, 45-3. 49-4: cf. 35.1-4,36.1). Los corintios niegan la afirm ación de los corci-

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ríos y los atenienses de que la alianza entre atenienses y corci­ n o s sea com patible con el tratado de los 30 años (1 40.1-41.4; cf. 53.2,4; 55.2). Tucídides, el m ejor juez que uno pudiera desear, no resuelve la controversia. Dice en efecto que el tratado ate­ niense con Corciria, que estaba en guerra con Corintio (el aliado de Esparta), “com pelió” a los atenienses y a los corintios a entrar en guerra (49.7)* Si es imposible decidir si este tratado entraba en conflicto con las estipulaciones del anterior, el anterior podría haber sido violado sin que ninguna de las partes fuera respon­ sable de la violación (cf. 52.3). La acción de los atenienses res­ pecto de Potidea sin duda no constituye una ruptura del tra­ tado, hecho que no evita que los corin tios pretendan que efectivamente es así (66-67; 71.5). Los em bajadores atenienses en Esparta así com o el rey espartano niegan que Atenas haya infringido el tratado (78.4,81.5,85.2) mientras que el éforo espar­ tano niega que los atenienses hayan refutado la acusación con­ tra Atenas y sostiene que Atenas perjudicó a los aliados de Esparta. La asamblea espartana coincide con el éforo (86-88). Tucídides deja en claro que la decisión de los espartanos no fue producto de la justicia sino de la com pulsión, en otras pala­ bras, que la atención a la justicia no carecía de verdad o no era irrelevante. Los espartanos afirman que los atenienses incum­ plieron el tratado o que actuaron contra la justicia (118.3) tan categóricamente com o Perides lo niega (140.2,141.1,144.2,145). Según Tucídides, en esta época hubo una “confusión” acerca del tratado (146), esto es, no estaba claro si el tratado había sido violado o no, pero no hubo una infracción del tratado de la que una de las partes haya sido claram ente responsable. Por otro lado, lo que sucedió en Platea en la primavera siguiente fue sin lugar a dudas una violación del tratado, pero lo justo y lo injusto del caso no está del todo claro, ya que si bien los tebanos (alia­ dos de Esparta) habían invadido Platea (aliado de Atenas) míen-

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tras el tratado aún estaba en vigencia, habían sido convocados por una parte considerable de la ciudadanía de Platea (ü 5.5,7, 7.1, ni 65-66, v 17.2). Las acciones en Platea sin duda habían dado comienzo a la guerra, a m enos que los espartanos estuvieran dispuestos a dejar a su aliado tebano, al que tanto necesitaban, librado al deseo de venganza ateniense, algo que no sería razo­ nable esperar, de m odo que la invasión espartana del Ática que siguió casi de forma inmediata pudo aparentar un acuerdo per­ fecto con la justicia. Seis años después del comienzo de la guerra, después de Pilos, los enviados espartanos que se dirigieron a la asamblea ateniense dijeron que no estaba claro qué ciudad com enzó la guerra (iv 20.2). Se podría decir que esta declaración no expresa necesa­ riamente la convicción de los espartanos sino que era inevita­ ble para ellos dadas las circunstancias, o de acuerdo con el carác­ ter astuto y humilde de su discurso com o un todo. Pero también es posible que después de que hubieran fracasado de modo tan evidente en el intento de derrotar a la ciudad tiránica, estuvie­ ran más dispuestos que al comienzo de la guerra a admitir que la injusticia no estaba por completo del lado de los atenienses. Ln su informe sobre el décimo año de la guerra (todo su informe cubre 21 años), Tucídides afirma sin ambigüedades en su propio nombre que la guerra com enzó con la invasión espartana del Ática (v 20.1), lo que implica que fue Esparta la que violó el tra­ tado. Al mismo tiempo, reproduce o imita la confusión previa al sugerir, a través de lo que dice en el mismo pasaje sobre la fecha exacta del com ienzo de la guerra, que Tebas violó el tratado con su ataque a Platea. Parece sugerir al m ism o tiem po que Esparta comenzó la guerra (violó el tratado) y que Tebas comenzó la guerra (violó el tratado). La confusión decisiva parecería de­ saparecer si se tom a en cuenta el hecho de que los espartanos mismos, y al parecer nadie más, estaban en una situación de des-

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ventaja en la primera parte de la guerra (431-421) debido a que sabían que habían comenzado la guerra ilegalmente, ya que los tebanos habían atacado Platea mientras el tratado estaba en vigor y ellos mismos no habían actuado de otra manera según el tra­ tado; incluso si Esparta no hubiera infringido el tratado por sus propias acciones, lo habría roto al no desvincularse de la acción de Tebas. La situación era completamente distinta durante la segunda parte de la guerra, ya que entonces no quedaba duda de que Atenas había violado el tratado (vil 18,2-3). En la primera parte de la guerra, la justicia estaba del lado de Atenas, m ien­ tras que en la segunda parte, la justicia estaba del lado de Esparta. Dio la casualidad de que en la primera parte de la guerra Tucídides estuviera del lado de Atenas, mientras que en la segunda parte estuviera en cierta medida incluso literalmente del lado de los peloponesios (v 26.5). Si contem plam os el destino del tema de la justicia en la obra de Tucídides, llegamos a la conclusión de que revela la verdad respecto de este asunto con menos ambigüedad cerca de la mitad de su relato. Por el mismo motivo por el cual su observación inicial (1 23.6) no aclaró que la alternativa a la “compulsión” es la “justicia”, esto es, el cum plim iento o la ruptura del tratado, y m enos aun quién fue el que infringió la justicia, oculta tanto com o puede el hecho de que fue Esparta quien infringió la ju s­ ticia. Al afirm ar, en su com entario inicial, que los atenienses obligaron a los espartanos a entrar en guerra, se puede decir que insinúa que los espartanos comenzaron la guerra; pero sin duda oculta por com pleto el hecho de que Esparta infringió el tratado. El carácter extraño de este tratamiento de la respon­ sabilidad espartana en la primera parte de la guerra se hace aun más visible cuando se lo contrasta con el tratamiento que da a la responsabilidad ateniense en la segunda parte; en el último caso, no duda en lo absoluto en declarar su propia opinión sin

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ninguna ambigüedad (vi 105.1-2; cf. v 18.4). Se ju ró solemne­ mente respetar los tratados; su ruptura fue una violación de la ley divina. Por lo tanto, la pregunta acerca de quién comenzó la guerra está vinculada a la pregunta respecto de la ley divina.41 Cuando los espartanos estaban por rom per el tratado y pre­ guntaron al dios en Delfos si debían entrar en guerra, éste los alentó, “com o se dice”, a luchar con toda su fuerza (1118.3) sin hacerles ninguna advertencia contra la violación del tratado. Por el contrario, al urgirlos a luchar, el dios parece haber expre­ sado su creencia de que al comenzar la guerra no violarían el tratado; según los criterios ordinarios, los dioses parecen ayu­ dar a los espartanos en los primeros cinco años de la guerra (1 123.2,11 54.4-5). Pero cuando la guerra duró más de lo que los espartanos alentados por el dios pudieran haber esperado, y en especial después de su desgracia en Pilos, empezaron a dudar de si el oráculo de Apolo les garantizó lo suficiente la legalidad de su guerra o si quizá el oráculo no era obra de la pitonisa de Delfos más que de Apolo (cf. v 16.2; 1112.5). Empezaron a creer que sus desgracias eran justas porque violaron la justicia. Incluso después, al contrastar sus desgracias en la primera parte de la guerra con sus excelentes posibilidades respecto de la segunda mitad, así com o su injusticia en la primera parte con su justicia absoluta en la segunda, creyeron de manera razonable42 que fra­ casaron en la primera parte de la guerra a causa de su injusti­ cia más que por su ineptitud, y que saldrían victoriosos en la segunda parte a causa de su justicia.43 No cabe duda de que los 41 Cf. las referencias a los dioses por los que se hicieron los juramentos en 171.;, 78.4,86.5. La importancia de los juramentos para los vínculos entre las ciudades aparece con más claridad en 115.6 y contexto. 42 Cf. la observación de inspiración similar acerca del espartano Clearco en el Anábasis de Jenofonte, 112.3. 43 Cf. vil 18.1-2. Cf. los paralelos espartanos en 1128.1 y v 16.2-3, y el paralelo ateniense en v 32.1.

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espartanos resultaron victoriosos en la segunda parte de la gue­ rra y que, por lo tanto, resultaron victoriosos en la guerra en su totalidad, y en este sentido se puede decir que no sólo fue confirm ado el oráculo inicial de Apolo sino quizá incluso la preocupación de los dioses por los juram entos (cf. v 26.4). Pero para Tucídides, al parecer, se trataba de determ inar si el vínculo entre la injusticia y la derrota, por un lado, y la justicia y la vic­ toria, por el otro, era más que una coincidencia. Com o lo afirma en otra ocasión, no fue la transgresión de un mandato sobre­ hum ano lo que provocó la desgracia, sino que fue la desgracia la que provocó la transgresión (II 17.1-2; cf. 11 53.3-4). Todo esto no significa que los espartanos estuvieran equi­ vocados respecto de sí m ism os p or considerarse responsa­ bles de la violación del tratado, y m enos aun que Tucídides considerara ir relevan te la pregunta por la justicia. Ni el reposo ni el grecism o, ni siquiera la guerra, son posibles sin tratados entre ciudades, y no valdría la pena tom ar en cuenta los tra­ tados si no se creyera que las partes iban a respetarlos; este supuesto, al m enos en parte, debe basarse en el com p o rta­ m iento pasado, esto es, en la ju sticia de las partes. En este sentido, se puede decir que la fidelidad a las alianzas es justa por naturaleza. Pero dado que este vínculo es insuficiente por obvios m otivos, los hom bres recurren a las sanciones divi­ nas. Tanto los juram entos com o los tratados son un tipo de discursos a los que se debe juzgar, com o a todos los demás dis­ cursos, a la luz de los hechos. Los tratados form an una parte de la obra de Tucídides del m ism o m odo en que lo hacen los discursos de los actores. Los tratados difieren de los discur­ sos por dos motivos: son citados textualmente, lo que no sucede con los discursos, y mientras que los discursos son transm i­ tidos por una de las partes del conflicto, los tratados repre­ sentan un acuerdo entre las partes en conflicto. Así, se puede

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decir que los tratados reflejan el plano político del discurso ¡mparcial propio de Tucídides. Para recapitular, Tucídides distingue la causa más verdadera y menos declarada de la guerra de las causas m enos verdade­ ras y declaradas de form a explícita. La causa más verdadera fue que los atenienses obligaron a los espartanos a entablar una gue­ rra contra ellos, y la causa más declarada fue que los atenienses alegaron la ruptura de un tratado. Así se puede ver otra vez que el principal punto de vista de Tucídides es espartano. La causa más verdadera no puede ser declarada fácilmente por los espar­ tanos44 y com o la causa más declarada es más bien débil, los espartanos debían encontrar el modo de fortalecerla para tener una causa muy poderosa (i 126.1). A este fin utilizaron dos argu­ mentos o conjuntos de argumentos, el primero tom ado de la ley sagrada, y el segundo sólo de orden político, justificado por el procedimiento espartano, Tucídides trata los dos argumentos de forma independiente. Presenta y explica el argumento espartano tomado de la ley sagrada y la réplica ateniense tomada del mismo campo con mucho mayor detalle que el argumento político espar­ tano y la réplica ateniense.45 Esto es aun más increíble dado que una de las argumentaciones políticas - la que trata del decreto ateniense respecto de M egara- parece haber sido m ucho más importante que cualquier otra causa excepto la más verdadera.46 Sin embargo, en contraposición al argumento político en cuestión, los argumentos que tratan de las cosas sagradas estaban d a-

44 Cf. 186.5. 45 Como se deduce de 1139 comienzo, 1126-138 (cerca de 325 lineas) está dedicado a los argumentos tomados de la ley sagrada; si se insiste en llamar al pasaje que se ocupa de Temislodes (135.3-138 fin) un excunus, se pueden quitar 97 lineas; los argumentos políticos y la respuesta de Perides a ellos (t39.i-4> 140.3-4.144-2) toman como mucho 36 lineas. 4« 1139.1,140.4.

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ram ente basados en la ley. Los espartanos exigían de los atenienses que se libraran de la impureza que habían contraído mientras sofocaban el intento de Cilón, al parecer apoyado por Apolo, de convertirse en tirano de Atenas: la demanda poseía la ventaja adicional de poner en entredicho la pureza ritual de Pericíes, el oponente más decidido de Esparta (126-127, cf. 113.6). Los atenienses, que probablemente actuaran siguiendo el consejo del propio Pendes, responden con la exigencia de que los esparta­ nos se libren de las dos impurezas que contrajeron, la primera en una acción contra unos ilotas y la segunda en el castigo a su rey Pausanias, quien intentó traicionar a los griegos entregán­ dolos al rey persa. La exigencia espartana, en especial si se la con­ sidera a la luz de la excelente respuesta ateniense (no una sino dos impurezas y ambas más redentes que la impureza ateniense), sin duda es ridicula para Tucídides; “aquí el león rió” dice un antiguo comentador. Pero aparte del hecho de que esta historia no será la única que revele características ridiculas de Esparta, el carácter ridículo de la demanda de Esparta no otorga dere­ cho a encontrar extraño que Tucídides otorgue más relevancia a esto que, digamos, al decreto de Megara, ni que “una emba­ jada especial tuviera que ser enviada con esta exigencia frívola, por supersticiosos que hayan sido los espartanos”.47 Trazar una línea entre la superstición y la religión de un m odo universal­ mente válido no es una tarea fácil, en especial desde que la teo­ logía natural dejó de ser la base generalmente aceptada para la discusión; tam poco es fácil trazar una línea que divida las preo­ cupaciones religiosas genuinas del uso hipócrita de la religión por parte de los espartanos u otros; por no decir nada del hecho de que dar la iluminación por sentado es equivalente a trans­ form ar la iluminación en superstición. 47 Gomme, be. cit. 447.

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HISIOMiI Di UI SUiSR* D il PtlOPOMÍSO DE lUClOIOES |

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Se debe considerar la historia de Cilón también com o parte de su am plio contexto, esto es, de la descripción total de Tucí­ dides, dada en el libro prim ero, de las causas de la guerra del Pcloponeso. El libro prim ero esta com puesto por las siguien­ tes partes: I. Introducción (capítulos 1-23): desde la antigüedad remota hasta el año 431. II. Las causas declaradas de forma explícita (capítulos 24-88): desde el año 439 hasta la primera mitad del año 432. II. La causa más verdadera (capítulos 89-118): de 479 a 439. IV. Continuación de 11 (capítulos 119-125): segunda parte de 432-

v. Las causas que supuestamente fortalecen las causas decla­ radas de form a explícita y la continuación de iv (capítulos 126-146): desde área 630 hasta fines de 432. Las transiciones de 1a 11, de 11 a 111 y de iv a v son retornos desde acontecimientos posteriores a acontecimientos previos. En particular, Tucídides pasa de las causas declaradas de forma explí­ cita, que son posteriores en el tiem po y m enos verdaderas, a la causa m enos declarada y más verdadera, que es la primera en el tiempo. Este hecho en sí nos hace esperar que la arqueología del comienzo revele la o las primeras causas simples (distintas de la prim era causa de la guerra del Peloponeso) que, com o tales, son las causas sim plem ente verdaderas y “tácitas” o no manifiestas. Esta expectativa se ve confirmada por el estudio de la arqueología. Tucídides no podría haber escrito la arqueolo­ gía si no hubiera “retornado” desde el presente al comienzo en una serie de etapas; su orden de presentación im ita en cierto modo su orden de descubrim iento. La parte central del libro primero está com puesta por dos secciones: (1) la hegemonía

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ateniense (capítulos 89-96) y (2) el imperio ateniense (capítu­ los 97-118); el im perio ateniense, más que la hegem onía ate­ niense, es la causa más verdadera de la guerra del Peloponeso. Tucídides señala la importancia de la segunda sección al intro­ ducirla con un prefacio (97.2). En este prefacio guarda un silen­ cio absoluto acerca del hecho (que podría haber resistido una repetición) de que está por poner al descubierto la causa más verdadera de la guerra del Peloponeso. En cambio, presenta esta segunda sección (que se ocupa de acontecim ientos que ocu­ rrieron entre área 476 y 440) en primer lugar com o una suerte de com plem ento a los informes disponibles acerca de las épo­ cas precedentes, com o si se tratara de una versión mejorada de la crónica de Helánico, y sólo secundariamente com o una exhi­ bición de cóm o se estableció el imperio ateniense. Si pasamos de lo que podríamos llamar el segundo prefacio de Tucídides a su primer prefacio -s u declaración acerca del carácter de toda su obra (l 2 0 -2 2 )- observam os que para nuestra sorpresa allí también guarda un silencio absoluto acerca del tema de la “causa”. Allí presenta su “búsqueda de la verdad” com o una búsqueda de lo que se hizo y se dijo en verdad, esto es, de los hechos ver­ daderos, y no de las causas verdaderas.4* También debe pres­ tarse atención al hecho de que m ientras H eródoto menciona la “causa” en el com ienzo de su obra, Tucídides, el “historiador científico”, no lo hace.4849 De este m odo indica la seriedad de la 48 En cuanto a la distinción entre “hecho” y “causa”, cf. 123-.4-S. Tal vez la diferencia más importante entre el comentario sobre el tiranicida ateniense en r 20.2 y la repetición del tema en vi 54-59 sea precisamente el hecho de que sólo en la segunda se aclara la causa del tiranicidio (cf. 54.1,57.3,59.1). Contrástese v 53 (el acontecimiento central del décimotercer año) para hallar una “causa” que era sólo una “fachada” con 123.6. 49 En 11.3 Tucídides parece afirmar que no hay disponible ningún conocimiento preciso y seguro acerca de lo que sucedió antes de la guerra del Peloponeso (cf también 120 comienzo), pero no puede querer decir

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pregunta por las causas verdaderas -u n a pregunta que, de otro modo, podría parecer (com o lo es para el historiador cientíñco) algo acostum brado-.

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De lo dicho hasta ahora se desprende que la pregunta por la causa verdadera debe ser entendida a la luz de la distinción entre Justicia y Compulsión. Los espartanos creían que su injusticia era la causa de la adversidad que padecieron en la primera parte de la guerra. Tucídides pensará sólo que esa creencia espar­ tana podría haber tenido un efecto adverso en su conducta durante la guerra. Esto no significa que la justicia pertenezca en cierto modo a la esfera de la apariencia y sólo la compulsión a

esto, ya que al menos da un informe preciso de lo que sucedió en las décadas inmediatamente anteriores de la guerra; ante todo.su intento mismo de probar la superioridad de la guerra del Peloponeso respecto a las guerras anteriores exige un conocimiento preciso y seguro de las guerras previas; del mismo modo, su búsqueda de las causas de la guerra del Peloponeso, esto es, de las cosas que precedieron a esta guerra, no tendría sentido si su comentario en 1 1.3 fuera tomado literalmente. Pero Tucídides no era ignorante. Por tanto, se debe tomar en cuenta la importancia del pasaje entendido literalmente. Si no hay un conocimiento preciso y seguro de lo sucedido antes de la guerra del Peloponeso. no puede haber un conocimiento preciso y seguro de la superioridad de la guerra del Peloponeso; la creencia en esta supremacía es sólo un prejuicio, al igual que la creencia en la supremacía de cualquier otra guerra por parte de los contemporáneos de esa guerra (1 21.2). Si no hay un conocimiento preciso y seguro de lo sucedido antes de la guerra del Peloponeso, no puede haber un conocimiento preciso y seguro de sus causas, y menos aun de su causa verdadera; estas causas están cubiertas por un velo de misterio; es al menos tan razonable dar cuenta de ellas en términos de Homero como en términos de Tucídides.

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la esfera del ser, o que la justicia y la compulsión sean meros opuestos. Esparta en efecto violó el tratado, pero estuvo obli­ gada a hacerlo porque vio que una gran parte de Grecia ya estaba sometida a los atenienses, y por ende temía que se volvieran aun más fuertes y por este motivo fue obligada a detenerlos antes de que fuera demasiado tarde.50 La compulsión justifica un acto que en sí sería injusto (cf. IV 92.5). Por otro lado, al parecer, los atenienses actuaron injustam ente; no estaban com petidos a incrementar cada vez más su poder (por ejemplo, aliándose con los corcirenses o embarcándose en la expedición a Sicilia); no los indujo la compulsión sino la húbris (cf. iv 98.5-6). Esto no significa necesariamente que hayan perdido la guerra por este motivo. Sin embargo, en parte los atenienses mismos y en parte Tucídides a través de su relato m uestran que Atenas misma estaba compelida a increm entar su poder o que fue inducida por tem or a los persas y a los espartanos a fundar su imperio y agrandarlo; fue compelida a convertirse en la ciudad tirano; fue compelida a forzar a Esparta a entrar en guerra con ella. En su discurso en Esparta, los atenienses van m ucho más allá. Afu­ man que se vieron compelidos a fundar su imperio y a llevarlo a su forma presente en prim er lugar a causa del temor, luego por el honor, y por último también por interés (1 75.3). Si ser inducido por el honor o la gloria y en especial por el interés se considera compulsivo, es difícil entender cóm o una guerra o la adquisición y el ejercicio de un poder tiránico por parte de una ciudad sobre otras puede alguna vez ser injusta.51 En con­ secuencia, cuando repiten los tres motivos que obligan a las ciu-

$o 123.6,88.;, 88.118.;. 51 En vista de IV 98.5, deberíamos decir que sobre la base de lo que los embajadores atenienses afirman que es Esparta, la misma apacibilidad de húbris y, por lo tanto, de ley divina, no existe.

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ilades a hacerse im periales, los atenienses alteran el orden y hablan de “honor, tem or e interés” Incluso llegan a decir que Atenas sólo respetó lo que siempre estuvo establecido, a saber, que los más fuertes controlan a los más débiles, esto es, que es innecesario recurrir al miedo para justificar el imperio; la inno­ vación no reside en los atenienses sino en los espartanos, que ahora de repente recurren al “discurso justo” que hasta ese m o­ mento no había impedido a nadie que fuera lo bastante fuerte para engrandecerse a sí mismo (i 76.2). Los espartanos no refu­ tan la tesis ateniense. Discutir generalidades de este tipo sería para ellos exhibir una inteligencia excesiva en asuntos inútiles (cf. 1 84.3). En la ocasión apropiada, el m ism o Perides expon­ drá la tesis ateniense en Atenas (n 63.2). Pero los atenienses no son los únicos en presentar esta tesis (cf. iv 61.5). Por otro lado, el ateniense Eufemo, al hablar en Cam arina -q u izá reducido al eufemismo porque la situación de los atenienses en Sicilia no era tan simple com o lo era antes del com ienzo de la guerra o en M elos-, si bien no evita la comparación entre la ciudad impe­ rial y el tirano, justifica tanto el imperio ateniense como la expe­ dición a Sicilia sólo por el interés en su salvación o seguridad, sólo por el temor.51 Incluso si según la instrucción que el relato de Tucídides trans­ mite de m odo tácito todas las ciudades que poseen el poder requerido actúan de acuerdo con la tesis de los atenienses res­ pecto del poder compulsivo del interés, quizá no se deduciría |H>r necesidad que estén obligadas en

efecto a actuar de ese modo.

H1 tema se decide en el diálogo entre los atenienses y los meliauos. Durante la paz entre las dos partes de la guerra del Peloponeso, los atenienses resolvieron convertirse en am os de la isla

Si vi 83.2,4i 85.1; 87.2. Cf. el sentido limitado de la compulsión según el cual excluye el interés y cosas como ésta en vil 57.

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de M elos, una colonia espartana pero neutral en la guerra a causa del poder naval de Atenas. Antes de com enzar el ataque, los atenienses hacen el intento de persuadir a los indianos de que se pasen de su lado. Así com o justo antes del com ienzo de la guerra Perides no permitió a los embajadores espartanos diri­ girse al pueblo ateniense (n 12.2; cf. IV 22) por tem or a que lo engañaran, el gobierno meliano toma la misma precaución ante el mismo peligro. Para no engañar siquiera al gobierno meliano, los embajadores atenienses proponen no pronunciar un largo discurso al que los melianos respondan con otro largo discurso, sino que su intercambio tenga el carácter de un diálogo.*3 Los embajadores atenienses hablan com o si hubieran escuchado la censura de Sócrates a Protágoras o a Gorgias. A través de su pro­ puesta, Tucídides sin duda echa una nueva luz sobre los dis­ cursos que abundan en su obra, y al m ism o tiem po hace hin­ capié en la importancia crucial del diálogo ocurrido en Melos. El diálogo sucede a puertas cerradas. Pero desde el punto de vista de los m elianos es un diálogo que, debido a la presencia del ejército ateniense, no puede conducir a un acuerdo, sino sólo a una guerra o a que se entreguen a la esclavitud; no tie­ nen esperanza de poder persuadir a los atenienses de que vuel­ van a donde pertenecen. Según los atenienses, son los hechos presentes que los melianos pueden ver con sus ojos, a saber, las fuerzas atenienses, los que deben ser el punto de partida del diá­ logo acerca de cóm o los melianos pueden salvarse del peligro actual. Los melianos no pueden dejar de reconocerlo. Luego, los atenienses determ inan el principio de la deliberación. El asunto no es determinar lo justo sino lo factible, lo que los ate-

53 Tomamos en cuenta aquí sólo los discursos, no la matanza; lo que Tucídides pensaba acerca de ese hecho puede inferirse de su juicio acerca de la intención de masacrar a los mitilenios (11136.4,6 y 49.4).

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ilienses pueden hacer a los melianos y lo que los melianos pue­ den hacer a los atenienses; las preguntas sobre la justicia surgen sólo cuando el poder compulsivo es más o m enos igual para ambas partes; si hay una desigualdad tan grande com o entre Atenas y M elos, el más fuerte hace lo que puede y el más débil cede. Los atenienses no dudan de que los melianos con los que conversan, esto es, los líderes, distintos del pueblo, saben que el principio enunciado es verdadero, pero se equivocan. No obs­ tante, los melianos están obligados a argumentar sobre la base del interés, que es distinto de la justicia. Argumentando sobre esta base, recuerdan a los atenienses el hecho de que Melos y Atenas poseen un interés com ún: quien es hoy el más fuerte puede ser el más débil en algún m om ento en el futuro, y enton­ ces sus víctim as anteriores o sus amigos se vengarán de él de forma terrible por lo que ha hecho a los débiles en el apogeo de su fuerza. A los atenienses no los atem oriza esta posibili­ dad, ya que la potencia que los derrote en el futuro pensará en su interés más que en la justicia vengadora, y los atenienses serán lo suficientemente prudentes com o para rendirse al interés del vencedor com o, esperan, lo van a hacer los melianos en el pre­ sente; un poder imperial no debe pensar en su situación bajo un vencedor futuro sino en sus súbditos presentes, que, en efecto, en caso de una rebelión exitosa, sólo pensarán en la revancha; es precisamente para privar a sus súbditos de la isla de toda espe­ ranza de resistencia ante el poder naval de Atenas que los ate­ nienses deben convertirse en los amos de Melos; precisamente el hecho de que Melos se convierta pacíficamente en un aliado de Atenas es el interés com ún al que apelan los melianos: la pre­ servación de Melos com o aliado de Atenas es beneficiosa tanto para Melos com o para Atenas. Los melianos se quedan sin pala­ bras, ya que su pregunta acerca de si a los atenienses les bastaría que los melianos sean sus amigos en vez de sus enemigos pero

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sin aliarse con Atenas ni con Esparta es absurda; incluso supo­ niendo que la amistad y la neutralidad en el mismo sentido no sean m utuam ente exduyentes, los m elianos sin duda desean también ser amigos de Esparta, el enem igo de Atenas. Los ate­ nienses no pueden decir eso en este m om ento del debate por­ que no están en guerra con Esparta. Pero los melianos entien­ den la situación lo suficiente com o para limitarse a ofrecer una neutralidad continua en lugar de la am istad: ¿ios atenienses no pueden tolerar la neutralidad? Después de todo, existe una diferencia entre que los atenienses sometan ciudades que son sus colonias, o bien que se convierten en sus dominios y luego se rebelan, y someter a una ciudad que nunca les perteneció. Subrepticiamente traen a colación la justicia como algo distinto del interés. Los atenienses refutan este argumento negando que haya una diferencia entre estos dos tipos de ciudades en lo que a ellos respecta; sin duda las ciudades sometidas a Atenas creen que su dom inación se debe a la fuerza superior de Atenas; la distinción importante hay que hacerla desde el punto de vista del interés ateniense, distinto de la justicia; en consecuencia, se debe distinguir no entre vasallos legítimos de Atenas y ciu­ dades neutrales, sino entre ciudades continentales e isleñas; el m ero hecho de que haya ciudades isleñas no sometidas a Ate­ nas es tom ado com o un signo del poder m arítim o deficiente de Atenas y, por lo tanto, es perjudicial para Atenas; los atenien­ ses no tem en, com o les recomiendan los melianos, que com o consecuencia de su acción contra Melos todas las ciudades que hasta ese m om ento habían sido neutrales se alíen entre sí con los enemigos de Atenas, ya que las ciudades continentales saben que no están amenazadas por Atenas, m ientras que todas las ciudades isleñas son una amenaza para Atenas. Cuando se refi­ rieron a las ciudades continentales, los atenienses habían men­ cionado, prácticamente sin darse cuenta, la “libertad” de estas

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ciudades, que es distinta de la condición real o potencial de los isleños. Los melianos tom an esto com o un reconocim iento de que si ceden serán esclavizados. Están determinados a defender su libertad a toda costa. Al pasar al tema de “libertad-esclavi­ tud” no es que violen las reglas del diálogo e introduzcan el tema de la justicia; permanecen dentro de la esfera del interés en la medida en que es obvio que el interés de un hom bre o de una ciudad es ser libre, pero amplían esta esfera en la medida en que la libertad también es algo noble; sienten que serían cobardes si no lo arriesgan todo por su libertad. Los atenienses niegan que rendirse a un poder mucho mayor sea vergonzoso; no ren­ dirse mostraría una falta de buen sentido o de moderación -d e esa virtud de la que los hombres de sangre espartana deben estar orgullosos-. Los melianos admiten de manera tácita que ren­ dirse ante un poder m ucho más fuerte no es vergonzoso pero cuestionan que el poder de los atenienses sea m ucho mayor que el de ellos. Sin duda, los atenienses son más que ellos, pero el resultado de una guerra no depende sólo de la cantidad; por eso tienen esperanzas. Los atenienses y los melianos acuerdan así que el tema no es si uno debe actuar noble o vilmente sino si hay motivos para la esperanza de los melianos. Los melianos tienen esperanzas. Los atenienses les advierten contra las espe­ ranzas; no su pequeño número sino su debilidad total, que es bastante manifiesta, hace que no haya esperanzas para ellos en arriesgarlo todo en nom bre de su independencia; aún pueden salvarse por medios humanos; los gobernantes sensatos de Melos no com eterán el error que com eten tantos de recurrir, cuando las esperanzas manifiestas fracasan, a las esperanzas no mani­ fiestas que proporcionan los adivinos y los oráculos, que sin duda conducen a la ruina. Acto seguido, los melianos revelan los fundamentos de sus esperanzas y toda la medida de su desa­ cuerdo con los atenienses. Dos cosas, afirm an, deciden las gue-

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rras, el poder y la suerte; en cuanto a la suerte, depende (en cierta medida o en su totalidad) de la divinidad, y la divinidad favo­ rece la justicia; en cuanto al poder deficiente de los melianos, se fortalecerá a través de la alianza con los espartanos, que ven­ drán para rescatar a M elos aunque sea por lástim a. La cues­ tión de si los melianos actúan noblem ente al resistir a los ate­ nienses se ha reducido a la pregunta de si actúan sabiamente al hacerlo; no se puede actuar noblem ente si se actúa de manera insensata. Si actúan insensatamente o no ahora parece depen­ der por entero de cuán bien fundada está su esperanza en la divinidad, por un lado, y en los espartanos, por otro. Los melia­ nos no m encionaron la divinidad cuando se refirieron al poder. A la esperanza de los melianos en la ayuda de los dioses a los justos, los atenienses oponen la siguiente visión de lo divino y la justicia. Tanto lo humano com o lo divino están compelidos por su naturaleza a dom inar todo lo que sea más débil; esta ley no fue escrita por los atenienses ni fueron ellos los primeros en actuar de acuerdo con ella, sino que la encontraron así, y así la dejarán para el futuro, para siem pre, con la certeza de que los melianos y todos los demás actuarían del m ism o modo si tuvieran el poder que tienen los atenienses. (Se podría afir­ m ar que, según los atenienses, esta ley es la verdadera ley divina, la ley de la interacción entre el movim iento y el reposo, la com ­ pulsión y la justicia, la com pulsión que impera entre ciudades desiguales, y la ley entre ciudades de un poder más o menos sim ilar.) Q ue esta ley im pere en tre los hom bres es, para los atenienses, algo evidente, mientras que su vigencia respecto de lo divino es para ellos un asunto de opinión. Esto no significa que no estén del todo seguros acerca de si la creencia de los melianos en dioses justos no tiene algún fundamento, sino más bien que no están del todo seguros acerca de la existencia de lo divino, o que no desean negar su existencia. Planteado de otra

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manera, los atenienses niegan actuar impiadosamente, ya que al actuar com o lo hacen imitan a la divinidad; además, la divi­ nidad no pudo haber prohibido al más fuerte que dom ine al más débil porque el más fuerte está competido por la necesidad natural a dom inar al más débil. Lo que es cierto de la ayuda divina es cierto tam bién de la ayuda espartana. Los melianos deben ser inexpertos y tontos si creen que los espartanos van a ayudarlos sólo por lástim a. Los espartanos son buenos entre si, en sus propios vínculos cumplen con las costumbres de su país; pero en las relaciones con otros hom bres ellos, más que otros, consideran noble lo que es agradable y ju sto lo que es conveniente. ( Los espartanos se com portan a menudo hacia los no espartanos com o los atenienses se com portaban entre sí durante las peores épocas de la peste. Cf. n 53.3.) Los melianos cuestionan la visión de Esparta que tienen los atenienses (dis­ tinta de la visión de los atenienses acerca de los dioses) al menos en la medida en que afirman que es precisamente el interés pro­ pio, distinto de lo noble y de lo justo, lo que inducirá a los espar­ tanos a ir en su ayuda. Los melianos y los atenienses alcanza­ ron en este punto un acuerdo acerca de la necesidad de ignorar por com pleto lo que podríamos llamar todas las consideracio­ nes morales y religiosas. Los atenienses responden que el inte­ rés propio induce a los hom bres a actuar del m odo en que los m elianos esperan que los espartanos actúen sólo cuando es seguro hacerlo; por lo tanto, es muy improbable que los espar­ tanos se arriesguen; y es evidente que ir en rescate de Melos es un gran riesgo. Los melianos no pueden negar el hecho noto­ rio de que los espartanos son hom bres muy prudentes. De aquí en más pueden hablar sólo de m odo potencial. Los atenienses están justificados cuando afirm an que los melianos no dijeron una sola palabra que pudiera apoyar su seguridad; sus argu­ mentos más fuertes son sólo esperanzas. Los atenienses con-

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cluyen con una sobria advertencia: es totalmente insensato lla­ mar acto vergonzoso a que los melianos se conviertan en un aliado que pague tributos a los atenienses; los melianos en ver­ dad serían deshonrados si, al obligar tontam ente a los atenien­ ses a luchar y derrotarlos, provocan la muerte de todos y hacen que sus mujeres y sus niños terminen vendidos com o esclavos. Después de haber deliberado entre ellos, los gobernantes melia­ nos repiten el rechazo de la propuesta ateniense; repiten que confían en la suerte, que depende de la divinidad, y en los espar­ tanos. Los atenienses los dejan y señalan que los melianos son los únicos que consideran que las cosas futuras son más evi­ dentes que las cosas a la vista, y que contemplan lo no evidente en virtud de desearlo com o si ya hubiera ocurrido; su ruina será proporcional a su confianza en Esparta y en la suerte y en las esperanzas. Com o se desprende de lo que sigue, la predicción ateniense era cierta. Los melianos son derrotados en el discurso antes de ser derro­ tados en los hechos. Es vergonzoso adm itirlo pero, según Tucídides, la resistencia de los melianos a la exigencia de los ate­ nienses fue insensata y, por lo tanto, el destino de los melianos no es trágico. La última duda que pueda quedar desaparece por lo que afirma acerca del fracaso de los de Quíos en su rebelión contra Atenas. Los de Quíos eran mucho más poderosos y adi­ nerados que los melianos, pero, al ser sobrios o moderados, esta­ ban tan preocupados por la seguridad com o los espartanos. Al rebelarse contra los atenienses parecen haber ignorado su segu­ ridad o haber actuado irracionalm ente, pero esto no fue así. Asumieron ese riesgo cuando, según todos los factores ordina­ rios, era sabio hacerlo: en el m om ento de la rebelión tenían m uchos buenos aliados con cuya ayuda podían contar y, com o los mismos atenienses tenían que admitir, la causa de Atenas era prácticam ente desesperada com o consecuencia del desas-

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HISTORIA OI LA ÍUIRRA O lí PtlOPOHtSO DE TUCf DIDES I 2 7 1

Iré en Sicilia; no se puede culpar a nadie de no haber previsto la extraordinaria capacidad de recuperación de Atenas.*4 Se puede explicar el ju icio im plícito de Tucídides acerca de los actos de los m elianos de dos m odos que no son exduyentes. La ciudad puede y debe exigir el sacrificio de sus ciudadanos; la ciudad misma, sin embargo, no puede sacrificarse; una ciudad puede aceptar sin vergüenza, incluso a la fuerza, el dom inio de otra ciudad más poderosa; esto no implica negar, por supuesto, que la m uerte o la extinción es preferible a la esclavitud. Hay una similitud entre la ciudad y el individuo; al igual que el indi­ viduo, la ciudad no puede actuar noble o virtuosamente si carece del equipam iento necesario, esto es, el poder, o, en otras pala­ bras, la virtud es inútil sin armamento.** Si la acción de los melia­ nos fue insensata, debem os preguntarnos si esto echa alguna luz sobre el motivo más increíble de su acto, esto es, su visión de que los dioses ayudan a los justos y hacen daño a los injus­ tos. Esta visión es la visión espartana (cf. vil 18.2). Se opone a la visión ateniense tal com o se la establece claram ente en el diá­ logo con los melianos. El diálogo m eliano hace que nos pre­ guntemos si, sobre la base de la creencia com ún, no deberíamos sostener que para Tucídides la confianza en la ayuda de los dioses es com o la confianza en la ayuda de los espartanos, o que a los dioses les preocupa tan poco la justicia en su trato con los seres humanos com o a los espartanos en su trato con extran­ jeros; el hecho de que la existencia de los dioses no se discuta de modo explícito entre los atenienses y los melianos no demues­ tra que no fuera de im portancia para Tucídides. Si tom am os la54 54 viii 24.4-$. Cf. con este pasaje 11140.1: Cleón juzga el “error” de los mitilenios desde el punto de vista de la justicia; Tucidides juzga el “error” de los de Quíos desde el punto de vista de la seguridad o la prudencia. Cf. IV 108.3-4. Cf. también el caso de los orcomenios (v 61.5). 55 Aristóteles, Ética nicomaquea 1178323-33; Jenofonte, Anábasis 111.12.

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pregunta por la justicia en sí, esto es, sin prestar atención a los dioses, se podría decir que hay un vínculo entre la injusticia y el movim iento, y entre la justicia y el reposo,56 pero del mismo modo en que el reposo presupone el movimiento y tiene su ori­ gen en el movim iento, la justicia presupone la injusticia y tiene su origen en la injusticia. Es precisamente por este motivo que los seres hum anos buscan apoyo para la justicia en los dioses, o por lo que la pregunta por la ju sticia no puede plantearse por entero de form a independiente a la pregunta por los dio­ ses. En el diálogo meliano los atenienses triunfan. No hay debate en la obra de Tucídides en el que la visión espartana o meliana derrote a la visión ateniense. Después de rendirse ante los espar­ tanos, se les permite a los plateenses defenderse de la acusa­ ción capital de no haber ayudado a los espartanos en la gue­ rra; apelan a la justicia y a los dioses. Sus peores enemigos, los tebanos, en el rol de acusadores, les responden basándose en la justicia sin hacer referencia a los dioses. El tema de la necesi­ dad o la conveniencia, distinto de la justicia, y en particular si es conveniente para los espartanos y sus aliados matar a los pla­ teenses no se plantea. Matan a los plateenses; los espartanos han identificado, de acuerdo con la opinión platéense, lo justo con lo provechoso en lo inmediato (m 56.3), ya que era provechoso para ellos ceder al odio salvaje de los tebanos por los plateen­ ses; los espartanos actúan de acuerdo con lo que los atenienses dijeron a los m elianos acerca del m odo de actuar espartano (cf. 111 68.4). Muy distintas fueron las medidas en Atenas res­ pecto del destino de los m itilenios, quienes habían fracasado en su rebelión contra su aliado ateniense. M ientras que en el cam pam ento peloponesio no había nadie que se opusiera a la

56 Cf. Aristóteles, Ética iticomaquea 1104824-25 e Isaías 30:15-16. Cf. Píndaro, Piticas vill comienzo.

S O B R E LA

HISIORIA DE IA 6UERRA DEl PELOPOUESODE

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matanza de los plateenses indefensos, en Atenas había un debate acerca de qué debería hacerse a los mitilenios indefensos. Cleón, que era partidario de la matanza, es quien apela a la justicia; los mitilenios actuaron muy injustamente, prefirieron la fuerza a la justicia, fueron inducidos por la húbrís, y su ejecución es el justo castigo (iu 39.3-6); además, en este caso, lo justo coincide perfectamente con lo provechoso a largo plazo para Atenas. El razonamiento de Diódoto, quien se opone a la matanza de los m itilenios, se basa en qué conviene hacer con los m itilenios para Atenas; no cuestiona el derecho de matarlos a todos ( m 44, 47.5-6). De form a similar, es el severo éforo espartano el res­ ponsable de que Esparta viole el tratado y no el buen rey Arquidamo, quien apela en prim er lugar a la justicia (186); y los ate­ nienses, que ingresaron a la primera parte de la guerra con la justicia de su lado, nunca m encionan su justicia y menos aun se jactan de ella. Parece que la defensa de la justicia o la apela­ ción a la justicia sólo la realizaran los oradores de Tucídides que están com pletam ente indefensos, o bien que son in ju stos.57 Debem os repetir que esto no significa que el principio esta­ blecido de forma convincente por los atenienses en Melos sea incompatible con la justicia en el sentido de la fidelidad a los pac­ tos; es perfectam ente com patible con dicha fidelidad; sólo es incompatible con los pactos que limitarían las aspiraciones veni­ deras de una ciudad; pero éstos no eran los pactos por los que debía preocuparse seriamente Tucídides. La afirmación ateniense de lo que podríamos llamar el dere­ cho natural del más fuerte com o el derecho que el más fuerte ejerce por necesidad natural no es una doctrina exclusiva del imperialismo ateniense; es una doctrina universal; se aplica a Esparta, por ejem plo, tanto com o a Atenas. No la refutan la 57 Para el segundo caso, cf. República 366c3-di.

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I LA D U D A D Y E l H O M t R E

m oderación de los espartanos, su com placencia con lo que poseen, o su desinterés por la guerra. En otras palabras, el de­ recho natural del más fuerte no conduce en todos los casos al expansionism o. Hay lím ites más allá de los cuales la expan­ sión ya no es segura. Hay potencias que están “saturadas”. Los espartanos eran tan “imperialistas” com o los atenienses; sólo que su im perio fue en cierto m odo invisible porque había sido establecido mucho antes que el imperio ateniense y había alcan­ zado su límite natural; por lo tanto, ya no era objeto de sorpresa y ofensa. Al pasar por alto este hecho, avanzamos en la direc­ ción de la máxima locura com etida durante la Segunda Gue­ rra Mundial, cuando hom bres de altos mandos actuaron sobre la base de que existía un Im perio Británico y un imperialismo británico pero no un Im perio Ruso ni un im perialism o ruso porque consideraban que un im perio se com pone de una serie de países separados por agua salada. Q uíos, cuya moderación sólo era superada por Esparta, era superada por Esparta sólo en términos de cantidad de esclavos. Esparta era moderada por­ que tenía graves problemas con sus ilotas; los ilotas los hacían moderados.58 Tucídides, al igual que sus atenienses en Melos, no conocía ciudad fuerte que no dominara a una ciudad débil si esto beneficiaba a la primera sólo por motivos de modera­ ción, esto es, independientemente del cálculo.

7. E L DIÁLO GO EN M ELO S Y EL D ESA ST R E EN SIC IL IA

Pero según la presentación de Tucídides, ¿no sigue al diálogo ateniense con los melianos precisamente el desastre ateniense 58 viii 40.2 y 24.4. Cf. 1101.2,118.2, iv 41.3,80.3-4, v 14.3.

SOBRE I A HISfOKIA DI IA M Í D A DH PÍÍOPOHliO OE T UCÍDID ES

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en Sicilia? ¿No es este desastre, que incluyó la m uerte por la espada o por el ham bre de miles y m iles de prisioneros ate­ nienses, el castigo por el discurso y los actos de los atenienses en Melos? ¿No es su consecuencia, mediada o no por los dio­ ses? Esta idea es tal vez el m ejor ejem plo de lo que Tucídides quiere decir con historias deleitables a los oídos, ya que deja muy en claro que, por injusto, audaz o inmoderado que haya sido el intento de conquistar Sicilia, no fracasó a causa de su in­ ju sticia o audacia; a pesar de los actos y los discursos de los atenienses en M elos, la expedición a Sicilia bien pudo haber tenido éxito. Tampoco se puede decir que el diálogo meliano, al revelar el abandono de los atenienses del principio político de Pendes, haya preparado su abandono de la política de gue­ rra prudente de Pendes. Si bien Pendes nunca hubiera dicho lo que los atenienses dijeron en Melos ni hubiera considerado oportuna la acción contra Melos, su principio político no dife­ ría del de estos atenienses (ll 62.2,63.2). La expedición a Sicilia es contraria a la visión de Perides sobre cóm o se debe dirigir una guerra, pero Tucídides nunca afirm a que el punto de vista de Perides siem pre sea sólido. Por el contrario, si se nos per­ m ite repetirlo, Tucídides consideraba la expedición a Sicilia com o algo perfectam ente factible (1144.1; 11 65.7,11; cf. tam ­ bién vi 11.1). Según él, la expedición a Sicilia fracasó a causa de la deficiencia fundamental de la política interna posteriora Peri­ d es, que es distinta de la de éste; después de Perides, dejó de existir entre los líderes la arm onía perfecta entre el interés pri­ vado y el interés público que caracterizó a Perides; prevaleció la preocupación por el honor y el beneficio privados. Debido a su superioridad manifiesta, Perides en cierto modo se con­ virtió, de form a natural, en el prim er hom bre, m ientras que ninguno de sus sucesores tuvo esa superioridad; al contrario, cada uno debió luchar por alcanzar un lugar destacado y, por

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lo tanto, fue obligado a hacer concesiones al démos que fue­ ron perjudiciales para la ciudad. Fue la preocupación abso­ luta por el interés privado lo que condujo a la ruina a la expe­ dición a Sicilia y, en última instancia, provocó la pérdida de la guerra (u 65.7-12). La Atenas posterior a Pericles carecía de ese espíritu cívico singular que fue la honra de Atenas desde la época de la guerra persa hasta la era de Pericles (170.6,8; 74.1-2). Como Pericles deja en claro con bellas palabras en su O ración Fúne­ bre, Atenas, más que cualquier otra ciudad, dio rienda suelta al desarrollo de las múltiples facetas del individuo y su autosu­ ficiencia digna, o le perm itió ser un individuo genuino, para que pudiera ser infinitam ente superior com o ciudadano a los ciudadanos de cualquier otra ciudad. En su últim o discurso en la obra de Tucídides, Pericles recuerda a sus conciudadanos la necesidad de consagrarse a su ciudad sin reservas. En este sen­ tido parece haber un acuerdo com pleto entre el estadista y el historiador. Tücídides se ocupa ante todo de las ciudades (los atenienses, los espartanos y dem ás), que son distintos de los individuos y, en consecuencia, más de las relaciones belicosas o pacíficas de la ciudad con otras ciudades que de su estruc­ tura interna; de ahí que se ocupe de las vidas y de las muertes de los individuos sólo desde el punto de vista de las ciudades a las que pertenecieron. Aquellos que sostienen que hay un vínculo entre el diálogo meliano y el desastre en Sicilia deben tomar en cuenta un víncu­ lo entre estos dos acontecim ientos, que Tucídides insinúa más que presentar explícitamente cuando se refiere a la liberación del interés privado en la Atenas posterior a Pericles. El diálogo meliano no muestra nada de esta liberación. Pero contiene la negación más absoluta que ocurra en la obra de Tucídides de una ley divina que la ciudad deba respetar o que modere el deseo de la ciudad de “tener más”. Los atenienses en Melos, en con-

SOBRE I A H IS m iA PC IA

6UCKPA P íl

PC10P0HCS0 DE TUCÍDID ES I 2 7 7

traposición a Calióles o Trasímaco, se limitan a afirm ar el dere­ cho natural del más fuerte respecto de las ciudades; ¿pero no son Calides y Trasímaco más consecuentes que ellos? ¿Se puede alentar, com o incluso lo hace Pericles y precisamente él, el deseo de la ciudad de “tener más” que otras ciudades sin alentar a largo plazo el deseo del individuo de “tener más” que sus conciuda­ danos?59 Pericles se consagró sin reservas al bien común de la ciudad, pero a su bien com ún entendido injustamente. No se dio cuenta de que com prender el bien com ún de m odo injusto termina socavando la consagración al bien com ún, más allá de cóm o se la entienda. No pensó lo suficiente en el carácter pre­ cario de la arm onía entre el interés privado y el interés público; dio por sentada esta arm onía. Tucídides observa las muertes de los hom bres desde el punto de vista de las ciudades a las que pertenecieron. Describe con cuidado qué se hizo con los muertos después de las batallas; su entierro apropiado es el acto final del cuidado que la ciudad da a sus hijos; con su muerte no dejan, y sin embargo dejan, de pertenecer a su ciudad: el Hades no se divide por ciudades. La práctica tradicional se vuelve tema de la O ración Fúnebre de Pericles, ya que era una antigua ley de Atenas llevar los cuer­ pos de los soldados caídos a la ciudad para que recibieran un entierro norm al y público, y para que inm ediatam ente des­ pués del entierro los soldados caídos recibieran elogios pro­ nunciados por ciudadanos de renombre (n 34.1,35.3). Pericles está en desacuerdo con la ley que estableció estos discursos fune­ rarios debido a lo difícil que es com placer a los oyentes: para 59 La etapa intermedia entre la ciudad y los individuos son los grupos políticamente más relevantes dentro de la ciudad, los poderosos o ricos y la multitud. Su antagonismo que culmina en una guerra civil se encuentra entre el antagonismo que culmina en la guerra entre ciudades y el antagonismo que culmina en la traición y hechos similares entre individuos.

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algunos ningún elogio es suficiente y otros lo consideran exa­ gerado. No hay elogio que esté a la altura del mayor sacrificio y sin embargo el elogio debe ser creíble. Además, no todos los soldados caídos llevaron vidas igualm ente dignas de elogio -alg u n os incluso eran buenos para nada (u 42.3) y tam bién sus muertes fueron dignas de elogio-. Pericles supera la difi­ cultad elogiando en primer lugar a la ciudad, o la causa por la que todos ellos murieron en igualdad. La fama de la Oración Fúnebre de Pericles se basa en el elogio de la ciudad de Atenas y de lo que ésta representa. No es la ciudad en tanto ciudad, sino una ciudad com o Atenas la que puede exigir el máximo sacri­ ficio. No obstante, todas las ciudades lo exigen por igual, y en muchos casos los ciudadanos respetan el mandato tanto como los ciudadanos de Atenas: la muerte noble por la patria no es una prerrogativa de los atenienses, ni siquiera de los griegos. E incluso la muerte de los atenienses por su patria, digna de una gloria única, no se agota en el hecho de ser una muerte por Ate­ nas. Tucídides señala esta dificultad al hacer que Pericles en su obra evite las palabras “muerte”, “m orir” o “cadáveres”: sólo una vez Pericles m enciona la m uerte en la O ración Fúnebre, y en este caso sólo en la expresión “m uerte no sentida” (11 43.6).6061 Así, en la alusión de Pericles al acontecim iento culm inante de la muerte, hace que dure sólo un m om ento muy breve.6' La glo­ ria de la ciudad de Atenas es hacer que los individuos, los sobre­ vivientes, tanto los soldados com o los deudos, olviden la ago­ nía de sus com pañeros y de sus seres amados. Pero Pericles no

60 Esto fue imitado por Platón en su Mettéxeno-, Platón va incluso más allá que el Pericles de Tucídides. Compárese con éste no sólo el discurso de Gettysburg sino incluso los Epitafios de Demóstenes, Hipérides y Lisias. 61 1142.4. Cf. también 43.2 comienzo, donde parece negar que la muerte sea propia de cada uno mientras que asegura que "el elogio eterno |no inmortall" es propio de cada uno.

SOBRE LA HISTORIA DI IA SUCRRA BU PllOPOHlSO DE TUCÍDID ES

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es un espartano que se dirige a espartanos, com o dejó bien en claro en gran parte de su discurso. Está obligado a mencionar al menos la pena de los individuos que perdieron a sus hijos, hermanos o esposos. Es difícil superar la insensibilidad con la que se refiere, o más bien con la que alude, en especial a la pena de los padres ancianos que perdieron a su único hijo. Recibe un castigo apropiado. Lo único que puede decir a las viudas son palabras propias de un estadista: deberán ser tan buenas com o lo puede ser una mujer, y la m ejor esposa es aquella sobre la que m enos se habla, bien o mal, en una sociedad de hombres. La esposa de Pericles fue la famosa Aspasia. El estadista que observa la vida y la m uerte sólo desde el punto de vista de la ciudad olvida su vida privada. Es adecuado que en la historia de Tucí­ dides el elogio de Pericles preceda 30 meses a su muerte (1165.6). No m enos adecuado es que la O ración Fúnebre esté seguida de inmediato por el inform e de Tucídides acerca de la peste -u n inform e que incluye abundantes menciones de muertes, m uer­ tos y cadáveres y que se ocupa de un acontecim iento que revela las limitaciones de la ciudad-. Tucídides no señala que Pericles perdió a dos de sus hijos y a la mayor parte de sus familiares a causa de la peste, ni que la peste produjo su muerte. Su último discurso, pronunciado bajo el impacto de la peste, continúa el tema de las “calamidades privadas” con más fuerza que sus dos discursos anteriores. Sigue a este discurso el elogio de Tucídi­ des a Pericles, cuyo tema guía es el conflicto entre lo privado y lo público. Tucídides elogia en especial la previsión de Pericles con respecto a la guerra: su previsión estaba limitada a la gue­ rra; no podía haber previsto la peste, pero no previno o no tomó en cuenta lo suficiente lo que les fue revelado a sus conciuda­ danos e incluso a él a través de la peste (1165.6; cf. 64.1-2). Para volver a la pregunta sobre el vínculo entre el diálogo meliano y el desastre de Sicilia, este vínculo lo establece el hecho de

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que, a largo plazo, es im posible alentar el deseo de la ciudad de “tener más” a expensas de otras ciudades sin alentar el deseo del individuo de “tener más” a expensas de sus conciudadanos. Este razonam iento parece apoyar el elogio “espartano” de la moderación y de la ley divina. Pero hemos visto que, bien con­ siderado, Tucídides no acepta este elogio. Si Tucídides fue cohe­ rente, debe haber aceptado la visión presentada por Calides y Trasímaco m ientras evitaba, com o es de esperar, sus crudezas y superficialidades. La prueba será su enseñanza sobre la tira­ nía. De diferentes modos, tanto los espartanos com o los ate­ nienses se oponían a la tiranía. Esparta nunca fue gobernada por un tirano; Atenas se libró del yugo de sus tiranos con la ayuda de los espartanos; la admiración por los tiranicidas ate­ nienses Harmodio y Aristogitón fue una parte importante del modo en que la democracia ateniense se entendía a si misma. Después de haber indicado en su Introducción que la visión sostenida por la multitud ateniense acerca de los tiranicidios de Atenas incluye un error fáctico grave, da en la ocasión apro­ piada, en el libro sexto, un inform e detallado de la tiranía ate­ niense y su final. Tucídides se vio obligado a explicar el temor a los tiranos que se apoderó del áémos ateniense con tanta fuerza com o para convertirlo en un tirano. El acto célebre de los tira­ nicidios atenienses no fue provocado por el am or a la libertad del espíritu cívico sino por celos eróticos. Aristogitón, un hom ­ bre maduro, estaba enam orado del joven H armodio, a quien Hiparco, el herm ano del tirano Hipias, se le insinuó sin éxito; herido en sus sentimientos eróticos y temiendo que el poderoso Hiparco pudiera tener éxito en sus intentos mediante el uso de la fuerza, Aristogitón decidió derrocar la tiranía. Hiparco no imaginó utilizar la fuerza; pero com etió la insensatez de herir a Harmodio por rencor a través de un insulto a la hermana de éste. Por un accidente, los amantes no m ataron al tirano sino a

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Histom t Dt IA M t t A OH PtlOPOHiSO DE l U C lD I D E S I 2 8 1

su hermano, al que la leyenda ascendió al rango de tirano para mayor gloria de los asesinos. El hecho célebre fue un acto irra­ cional en lo que hace a su causa principal así com o más inm e­ diata y, ante todo, en lo que hace a su efecto. Ya que sólo des­ pués del asesinato del herm ano de Hipias la tiranta se volvió despiadada y sangrienta debido al miedo del tirano. Antes de este hecho, la tiranía era popular; los tiranos atenienses eran hombres “virtuosos e inteligentes”;61 sin exigir impuestos altos, adornaron la ciudad, dirigieron las guerras y llevaron los sacri­ ficios a los tem plos; dejaron las leyes de la ciudad com o las encontraron; sólo se las arreglaron para que siempre hubiera uno de ellos en las oficinas de gobierno. Parecería que este estado de cosas, de ningún m odo vergonzoso ni degradante, llegó a su fin debido al acto irracional de los tiranicidas que iniciaron una cadena de actos que condujeron a la expulsión de Hipias de Atenas. Hipias fue a Persia a ver al rey, de donde volvió muchos años después, ya anciano, con el ejército persa a M aratón. A Tucídides le fue posible acabar con la leyenda popular y popu­ lista en parte porque había tenido acceso a una tradición oral inaccesible para todos los atenienses. Al parecer, el informe ve­ raz de Tucídides sobre la tiranía ateniense no es una reivindica­ ción de la tiranía, ya que afirma que com o los tiranos se ocupa­ ban sólo de su propia seguridad y del progreso de sus propias familias, no realizaron acciones dignas de m ención y sin duda no se embarcaron en una ampliación a gran escala del poder de sus ciudades.6263 Pero aún no sabemos si Tucídides consideraba

62 Esto es, tenían las mismas cualidades que Brasidas (iv 81.2). vi $4.6-7 muestra que no hay conflicto entre la tiranía y la piedad; cf. también 1126.3-4 y Aristóteles, Política 1314838 y ss. 63 117,18.1-2,20.2, vi 53.5-59.4. Del mismo modo en que Tucídides conocía ude forma privada” lo que sucedió verdaderamente en la época del llamado tiranicidio, también debe haber conocido de forma privada la

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el imperio com o el bien mayor, ya que afirm ar que bajo ciertas condiciones el imperio es posible y necesario no es lo mismo que ser un “imperialista”. Después de todo, bajo ciertas condi­ ciones también las guerras civiles y las tiranías se vuelven posi­ bles o necesarias. El conflicto entre el interés público y el privado al que Tucídides rem onta el origen del desastre en Sicilia tiene otra cara que no menciona, con buenos motivos, en su elogio de Perides, pero que se desprende de su relato. No debemos olvidar el caso de Alcibíades, a quien apunta ante todo cuando contrasta la política ateniense posterior a Perides con la de Pericles. Primero veremos otros dos casos. Demóstenes, el más amable de los per­ sonajes de Tucídides, com etió en Etolia un grave error por el cual perecieron muchos atenienses m ejores que los elogiados por Pericles en la Oración Fúnebre. Por tem or a la reacción de los atenienses a su fracaso, decidió no volver a Atenas. Fue lo suficientemente versátil com o para compensar a la ciudad por su derrota con una espléndida victoria en la siguiente cam ­ paña en la misma región, tras la cual su regreso resultaba seguro (m 98.4-5,114.1). Se puede vislumbrar aquí el conflicto más grave entre el interés publico y el privado en Atenas: los hombres de espíritu cívico deben temer por su seguridad si cometen erro­ res graves o faltas que el démos considera errores graves. En casos com o éste no es la búsqueda del beneficio propio o el prestigio privado sino la preocupación más legítima de un hom bre por

correspondencia entre los traidores griegos Temistodes y Pausanias y el rey persa, al que cita palabra por palabra (1128.7,129.3. U7-4)- El tirano Hipias también terminó como un traidor de los griegos entregándolos al rey persa. El fenómeno de la “tiranía” y la '‘traición” enraizados en la oposición de interés propio e interés público, son una y la misma cosa. En cuanto a la posibilidad de que hubiera un tirano ateniense en la época de la guerra del Peloponeso, cf. especialmente vm 66.

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su seguridad y honor la que entra en conflicto con el servicio público.64 D urante la expedición a Sicilia, D em óstenes fue enviado allí con un ejército poderoso para ayudar a Nicias, quien carecía de la fuerza necesaria para controlar Siracusa. Demós­ tenes deseaba evitar el grave error de Nicias que consistió en posponer demasiado su ataque a Siracusa; por lo tanto, lanzó un ataque tan pronto com o pudo; sufrió una grave derrota. La situación era en todo sentido más sería que después de su derrota en Etolia. Por lo tanto, no pensó ni un instante en su seguri­ dad y propuso el retorno inm ediato de todas las fuerzas mili­ tares a Atenas. Nicias aún tenía esperanzas de éxito en Sira­ cusa. Pero el m otivo que d io en un con sejo de guerra para rechazar la propuesta de D em óstenes fue que los atenienses verían con malos ojos la retirada de las fuerzas militares de Sira­ cusa a m enos que previamente lo decidieran por votación; si los hom bres que estaban al m ando en Sicilia decidían retor­ nar a Atenas por su cuenta, el voto ateniense sobre los com an­ dantes en Sicilia recibiría la influencia de calum niadores astu­ tos; los m ism os m ilitares que ahora favorecen un regreso inmediato a Atenas afirm arán después de su retorno que los comandantes atenienses habían com etido un acto de traición sobornados por el enem igo; com o conoce la naturaleza de los atenienses, N icias prefiere perm anecer en Sicilia y m orir a manos de los enemigos com o un individuo (“privadamente”) en vez de perecer a manos de los atenienses (“públicam ente”] por una acusación degradante e injusta (vn 47-48). Nicias con­ sideraba que este razonam iento se podía ju stificar pública­ mente: nadie podía negar que su seguridad y honor y los de Demóstenes estaban a merced de demagogos inescrupulosos y de un dimos ignorante y excitable; prefería una muerte honrosa 64 Cf. Maquiavelo, Discorsi 1 28-31.

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I la c i u d a d y el h o m b r e

en la batalla. Pero al elegir “privadamente” su muerte en Sici­ lia, eligió “públicamente” la destrucción de la fuerza militar ate­ niense en Sicilia y, por ende, en la medida en que estaba a su alcance, la ruina de Atenas; debido a un tem or justificado al

dérnos ateniense, actuó com o un traidor. Si el temor por la segu­ ridad, aunque de diferente grado, podia dom inar a hombres de la integridad de Demóstenes y Nicias com o para hacerlos tom ar decisiones tan cuestionables, la conducta de Alcibíades aparece a una luz distinta de com o podría aparecer en otras cir­ cunstancias. Cuando los atenienses ordenan su retirada de Sici­ lia para someterlo a ju icio por una acusación que está sancio­ nada con la pena de m uerte, y sospechando además que está involucrado en un com plot para establecer la tiranía en Ate­ nas (vi 53, 60 -6 1 ), Alcibíades no regresa a Atenas, tem eroso justam ente de que lo mataran sin recibir un juicio justo; prác­ ticam ente no tenía otra opción salvo escapar a Esparta, con­ vertirse en un traidor a su patria y, sin im portar si alguna vez había querido convertirse o no en un tirano, embarcarse en una política de una versatilidad sorprendente-hacer que los espar­ tanos se enfrenten a los atenienses, los oligarcas atenienses al

demos ateniense, y el démos ateniense a los oligarcas ateniensesque por un tiem po lo convirtió en árbitro de todos los poderes y que podría haber llegado a convertirlo en el monarca de Ate­ nas y no sólo de Atenas. Volvamos a considerar en este m om ento el diagnóstico de la expedición a Sicilia que Tucídides hace en su elogio mismo de Pendes. La expedición a Sicilia podría haber tenido éxito de no ser por el hecho de que los sucesores de Pericles se ocupa­ ron más del bien privado que del bien com ún: Alcibíades fue llevado a preferir su bien privado sobre el bien com ún por­ que el démos ateniense lo obligó a convertirse en un traidor de Atenas y a intentar convertirse en su tirano; la expedición

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a Sicilia hubiera tenido éxito si el démos ateniense hubiera con­ fiado en Alcibíades (vi 15.4). De hecho, las prim eras tiranías (com o la de Pisístrato y sus hijos) eran incom patibles con el im perio; el im perio -e n todo caso, el im perio estudiado por Tucídides, el im perio ateniense- no es posible sin una partici­ pación plena del démos en la vida política; el démos favorece de forma entusiasta la más grande empresa imperial llevada a cabo alguna vez por una ciudad griega, pero arruina esta empresa a causa de su insensatez; provoca una situación en la que parece que sólo Alcibíades, del que desconfía y al que odia, y al que condujo a acciones que en el caso de cualquier otro hom bre serían llamadas desesperadas, podía salvar la ciudad convir­ tiéndose en un tirano. La expedición a Sicilia no hubiera tenido éxito, ni siquiera se la hubiera intentado dadas las circunstan­ cias, bajo el gobierno de Perides. Para intentar tal empresa y tener éxito, Atenas necesitaba un líder de m ayor estatura, de una m ejor phúsis que Perides.65 El diálogo m eliano está vin­ culado con el desastre de Sicilia por la m ism a idea que vin­ cula la O ración Fúnebre con la peste: la precaria arm onía entre lo público y lo privado. El vinculo entre el diálogo m eliano y el desastre de Sicilia es más estrecho que el de la ciudad tiránica y el individuo tirá­ nico. Los atenienses de Melos desdeñaban la esperanza de los melianos en la ayuda divina a los justos, toda esperanza en una ayuda divina. Hablaron a puertas cerradas, pero al escuchar­ los se creería que todos los atenienses com partían su visión. Sin embargo, hablaban sólo en nom bre de una parte de los ate-

6; El elogio de la virtud de Antifonte (vm 68.1) debe entenderse como parte del contexto de Alcibíades: Antifonte no es elogiado, como lo son Brasidas y los tiranos atenienses (iv 81.2, vi 54.$), por el hecho de poseer tanto virtud como inteligencia (política).

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nienses - d e los atenienses m odernos, innovadores y tem era­ rios cuyos recuerdos no se extendían más allá de Salamina y Tem ístod es-. Pero precisam ente cuando la nueva Atenas fue puesta a prueba en la guerra del Peloponeso y la población rural del Ática fue desarraigada, todos los atenienses recordaron las raíces que tenían en la antigüedad remota, en una época en que la creencia en los dioses ancestrales estaba en su m áxim o vigor. La O ración Fúnebre misma nos recuerda la gloria singular de M aratón, distinta de la de Salam ina.66 El estrato más antiguo de Atenas se afirmaba a sí m ism o -a ca so de un modo “sofisti­ cado”- 67 en la guerra del Peloponeso tal com o la narra Tucídides a través de N icias, quien tra jo la paz con Esparta que recibe su nom bre y se opuso a la expedición a Sicilia. Se puede afirm ar que Nicias era ese ateniense destacado y patriota que estaba más cerca de la visión “espartana” o “meliana” antes des­ crita. Para entender esto se debe seguir el destino de Nicias tal com o se desarrolla en las páginas de Tucídides. Al hacerlo lle­ garemos a una conclusión más clara del m odo de escribir de Tucídides. El prim er acto de Nicias fue un ataque a una isla cercana a Atenas; la acción fue acom etida para defender a Atenas de los ataques m arítim os; parte de la acción consistía en “liberar” la entrada para las naves atenienses entre la isla y la península (m 51; cf. II 94.1). Los espartanos habían empezado la guerra preo­ cupados por su seguridad; afirmaban que entraron en guerra para “liberar” a las ciudades griegas de la dominación ateniense. Luego encontram os a Nicias al mando en un intento infruc­ tuoso de dom inar la isla de Melos (m 91.1-3); atenienses de una impronta diferente triunfan donde Nicias fracasa. En la siguiente 66 173.2-74.4,1114-16,34.5,36.1-3; cf. Platón, Leyes 707t>4-c6. 67 Platón, Laques 197A.

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ocasión en que oím os de él, su enem igo C león lo había res­ ponsabilizado ante la asamblea ateniense de que los esparta­ nos interceptados en la isla de Esfactería aún no hubieran sido dominados; para rechazar el ataque, Nicias adopta una suge­ rencia ajena y propone que C león vaya a Esfactería, renuncia a su mando m ilitar para que lo asuma Cleón; al igual que todos los hom bres moderados, esperaba que la expedición de Cleón fuera el fin del terrible demagogo (iv 27.5-28.5). Las esperan­ zas de Nicias fueron vanas; su reacción, astuta en apariencia, condujo sólo a que Cleón obtuviera su m áxim o triunfo y, por lo tanto, a la derrota más grave de los atenienses moderados; su movida contra Cleón prefigura su movida contra Alcibíades en el debate sobre la expedición a Sicilia: una movida supues­ tamente propicia para la moderación que garantizó la derrota de esta causa. El cuarto acto de Nicias es una campaña contra Corinto que finalizó con una victoria insignificante; hay dos hechos notables: la victoria se debió a los caballeros atenien­ ses, y Nicias se ocupó religiosamente de que dos cadáveres ate­ nienses en manos del enemigo fueran entregados a los atenienses en una tregua (IV 42-44). Existen paralelos sorprendentes para ambos hechos en la derrota ateniense en Sicilia. Sobre este punto alcanzará con decir que la inferioridad de los atenienses en la caballería puede haber sido el motivo decisivo para su derrota en Sicilia -m o tiv o más im portante que las equivocaciones más increíbles que destaca Tucídides-. Este error militar fue tanto responsabilidad de Nicias com o de Alcibíades (vi 71.2; cf. 20.4, 21.2,22,25.2,31.2, así com o las referencias posteriores a la caba­ llería en la descripción de la expedición a Sicilia). Sin duda está en perfecta arm onía con el espíritu de la enseñanza silen­ ciosa de Tucídides no m encionar este error m ilitar sino sólo perm itir al lector que lo perciba. Y sin duda está en perfecto acuerdo con el espíritu de la búsqueda de causas de Tucídides

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que pudiera encontrar la falta decisiva de la derrota en Sicilia en una equivocación nada espectacular de este tipo -u n error no desvinculado, de hecho, com o lo puede demostrar una breve reflexión, de los errores espectaculares-. Al año siguiente, Nicias estaba al mando de la conquista de una isla habitada por súb­ ditos espartanos; hubo una batalla, pero la resistencia del ene­ migo no fue fuerte; se trató a los derrotados con benevolencia, no com o se trató a los metíanos después de su derrota; la con ­ quista fue fácil gracias a las negociaciones secretas de Nicias con algunos isleños (iv 53-54). Este acto prefigura la política de Nicias en relación con los siracusanos. El sexto acto de Nicias fue rea­ lizado contra Brasidas; Nicias fue responsable en parte de que los habitantes de una ciudad que había pasado de la alianza ate­ niense a los espartanos no fuera masacrada por el ejército ira­ cundo después de su sometim iento (rv 129-130). El último acto de Nicias y el más famoso previo a la expedición a Sicilia fue la paz con Esparta, que separa las dos partes de la guerra del Peloponeso. Este acto fue posible a causa de la m uerte de Brasidas y de Cleón. Con la m uerte de Cleón, Nicias se había conver­ tido en lo que deseaba, el líder de Atenas. Buscaba la paz por­ que en el presente deseaba el reposo para sí y para la ciudad tras el duro esfuerzo de la guerra y porque en el futuro no deseaba exponer su buena suerte, hasta ese m om ento sin tacha, a los caprichos de la fortuna (v 16.1): parece haber una arm onía per­ fecta entre su interés privado y el interés público. Pero la paz pronto reveló su inestabilidad y Nicias fue atacado com o el artí­ fice de una paz que según se decía no era provechosa para Ate­ nas (v 46): no sólo en la guerra los líderes, por no decir nada de los demás, están expuestos a los caprichos de la fortuna. Sólo después de habernos m ostrado a Nicias en una gran cantidad de actos muy variados Tucídides nos deja o ír un discurso de Nicias. Tucídides no presenta a ningún otro personaje de esta

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manera; la introducción única se corresponde con la im por­ tancia única de Nicias.68 En su primer discurso (vi 9-14), Nicias intenta disuadir a los atenienses de realizar la expedición a Sicilia. Hace este intento unos pocos días después de que los atenienses lo hubieran deci­ dido y de que lo eligieran contra su voluntad com o uno de los tres comandantes. No se había producido cam bio alguno en el sentim iento popular entre los dos encuentros de la asamblea (cf. ni 35.4): el éxito de Nicias depende por completo de su poder de persuasión. Su intento de persuadir a los atenienses comienza con el argum ento de que su interés propio lo induciría a favo­ recer la expedición: la expedición le concedería honores ya que sería un com andante y tem e la m uerte m enos que otros; se opone a la expedición, entonces, porque se preocupa de forma exclusiva por el bien com ún. Sin embargo, uno bien podría pre­ guntarse cóm o la expedición puede concederle honores com o comandante si no puede estar coronada por el éxito. ¿Por qué 68 Cf. el informe sobre un discurso de Nicias en v 46.1. En cuanto a Brasidas. cf. II 86.6 (o 85.1) con la única mención previa que se hace de él en 1125.2. Los actos de Alcibfades que preceden a su primer discurso no son inferiores en cantidad a los de Nicias, pero son menos variados. La importancia única de Nicias consiste en que es el representante par excellence de la moderación en la ciudad de la temeridad. Como caballero guerrero y piadoso que se preocupa por su renombre militar y por los augurios, representa también la clase de lectores a la que se dirige en primer lugar Tucidides, cuya obra se ocupa ante todo de la guerra y de los augurios (cf. 123.2-3); se puede comprender mejor la obra si se la lee dirigida ante todo a los Nicias de las generaciones futuras, potenciales pilares de sus ciudades que sin duda se verán atraídos por la descripción de la guerra más grande, que fue tan grande debido a la gran cantidad de batallas y de augurios. Entre esos primeros destinatarios habrá algunos que puedan aprender a elevar su mirada más allá de Nicias o que puedan ascender. Este ascenso estará guiado principalmente por el elogio explícito de Tucidides a los hombres distintos de Nicias: Temistodes, Pendes, Brasidas, Pisistrato, Arquelao, Hermócrates y Antifonte (cf. nota 71 más adelante). Pero también será guiado finalmente por el elogio de Tucídides, transmitido sólo en silendo, a Demóstenes y Diódoto.

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se opone entonces? En realidad, se opone por su propio inte­ ré s -p o r un interés propio que según él está tan en arm onía con el bien común en el caso de la expedición a Sicilia como lo estuvo en el caso de la Paz de N icias-. En cierto modo admite esto al añadir de inmediato que un buen ciudadano debería preocu­ parse por su cuerpo y por su propiedad, ya que es precisamente este interés el que lo lleva a preocuparse por el bienestar de la ciudad. Si tiene alguna esperanza de éxito, intentará persuadir a la ciudad para que conserve lo que posee y no lo arriesgue en nombre de cosas futuras y no manifiestas; esto es, desearía que los atenienses actuaran com o él - e l adinerado y famoso Nicias, que está muy satisfecho con la riqueza y la fama que p osee- se ve inducido a actuar, o que actuaran com o lo harían los espar­ tanos (cf. 170.2-3, vi 31.6). El enemigo a temer, afirma, es Esparta, la antidemocrática Esparta, y no Siracusa; los espartanos pue­ den aprovechar la oportunidad que les brinda el enredo de Ate­ nas en Sicilia para abandonar el reposo: los atenienses deben permanecer en reposo. Intenta hacer que sus oyentes olviden el hecho de que los espartanos tienden a permanecer en reposo y que para despertarlos a la acción se necesitaría más que la pre­ sencia de los atenienses en Sicilia. Sin preverlo y de forma volun­ taria, les facilita a los atenienses este incentivo adicional. Su única esperanza es disuadir a los atenienses de la idea de la expedi­ ción; por no decir más, debe tom ar en cuenta la posibilidad de que, de acuerdo con la decisión formal tomada en la reunión previa de la asamblea, él y Alcibíades formen un comando con­ junto en la expedición. Pero para disuadir a los atenienses de la idea de la expedición, desacredita a su compañero de mando: Alcibíades se ocupa sólo de su bien privado; no se puede con ­ fiar en él. Nadie puede decir si su ataque al carácter de Alcibía­ des, que resultó completamente inútil en su m omento, en otras circunstancias contribuyó, o en qué medida lo hizo, a que los

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atenienses convocaran a Alcibíades m ientras estaba en Sicilia, lo que estim uló la acción de los espartanos contra Atenas; pero nadie puede negar que la calum nia de Nicias a Alcibíades no esté en arm onía con el m odo en que los atenienses trataron a Alcibíades poco después sin atender a los intereses manifiestos de su ciudad. La opinión de Tucídides sobre Alcibíades desde el punto de vista de la virtud cívica coincide con la opinión de Nicias pero, com o Tucídides reflexionó incluso más profun­ damente que Pericles acerca de la com pleja relación entre el interés privado y el interés de la ciudad, está m enos seguro que Nicias de que el interés de Alcibíades por su propia grandeza sim plem ente se oponga al interés de Atenas, y está bastante seguro de que el éxito de la expedición a Sicilia dependía de forma decisiva de la participación de Alcibíades del lado de los atenienses (vi 15). En todo caso Alcibíades, que apela a los ate­ nienses a actuar del m odo ateniense y no del m odo espartano, los convence de que, al confiar el com ando de la expedición de forma conjunta a Nicias y a él, asegurarán que sus propios defec­ tos (si son defectos) sean com pensados no sólo por sus pro­ pias virtudes extraordinarias, sino tam bién por la virtud de Nicias. En su segundo discurso (vi 20-23), Nicias hace un último esfuerzo para disuadir a los atenienses de la ¡dea de la expedi­ ción dejándoles en claro la magnitud de la cam paña necesaria para garantizar el éxito; no se da cuenta de que al hacerlo sólo da a los atenienses lo que parece para ellos el consejo experto más competente acerca de cóm o alcanzar el fin que más desean, o que da pruebas de la sabiduría de Alcibíades, para quien la com binación de la naturaleza de Alcibíades y la experiencia de Nicias es necesaria para el éxito de la expedición. Nicias sin duda no está preparado para ser el único com andante, o incluso el comandante en jefe de la expedición (cf. vil 38.2-3,40.2). M ien­ tras los atenienses preparan la expedición, tienen el primer pre-

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sentimiento del desastre inminente: en Atenas se comete un acto flagrante de impiedad y éste parece ser un mal augurio para la expedición a los ojos de los atenienses, la gran mayoría de los cuales carecían de la ilustración que distinguía a los oradores atenienses de Melos; el tem or popular a los dioses es utilizado contra Alcibíades por aquellos que com piten con él por el fer­ vor popular; de no ser por ciertos cálculos, lo hubieran acusado de inmediato por impiedad; hubieran iniciado una acción judi­ cial en su contra en muy poco tiempo; si bien no tenemos motivo para suponer que Nicias estuviera involucrado en estos actos insensatos, no se puede negar que tanto la desconfianza hacia Alcibíades como el temor popular están en armonía con el modo de pensar de Nicias. Por el m om ento, continúan y se comple­ tan los preparativos para la expedición; la fuerza expediciona­ ria zarpa. La expedición a Sicilia supera todo lo emprendido por Perides; mientras que Pericies defendía el am or a la belleza matizado por el ahorro, la expedición a Sicilia, propia del estilo de Alcibíades, cuyo com pañero de m ando era el extremada­ mente rico Nicias, se inspiraba en el am or a la belleza fastuoso;6* hacía pensar en la expedición de Jerjes contra Grecia; pero des­ pués de que Alcibíades sea convocado, el hom bre que enca­ bece esta empresa orguilosa será el hombre m enos mancillado por la húbris entre sus contemporáneos griegos. Podríamos pre­ guntarnos si la húbris de Alcibíades no hubiera sido más pro­ picia para el éxito de Atenas que la falta de húbris de Nicias. A pesar de la retirada de Alcibíades, los atenienses en Sicilia tuvie­ ron bastante éxito al principio: Nicias fue un general com pe­ tente. Además, el tercero de los tres comandantes a cargo de la expedición, Lámaco, aún estaba vivo, y nadie puede decir en qué medida los primeros éxitos de los atenienses contra Sira-69 69 Cf. vi 31 con 12.2 y V 40.1a,cf. también vil 28.1,3,4.

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cusa se debieron a este hombre al que casi hemos olvidado men­ cionar y que era más dado a la osadía que Nicias. Pero Alcibía­ des había impulsado a los espartanos a la acción y una fuerza peloponesia estaba en camino para ayudar a Siracusa,que estaba en apuros. Además, Lámaco había m uerto en la batalla y Nicias había enfermado. Pero Nicias, ahora el único comandante, subes­ tim ó nuevamente el poder del terrible traidor Alcibíades y era más optim ista que nunca (vi 103-104). Sus esperanzas se ven defraudadas: llegan las fuerzas peloponesias y la situación de los atenienses en Sicilia se deteriora con rapidez. Pero Nicias se encuentra ahora en su elemento: ya no es posible ningún acto osado; la única vía para la salvación es que en Atenas actuara rápido, o bien retirando las fuerzas de Sicilia lo antes posible, o bien enviando pronto refuerzos importantes (vil 8,11.3); aparte de ser prudente, Nicias sólo puede tener esperanzas. Nicias actúa con extrema prudencia en relación con sus propios conciuda­ danos porque conoce sus naturalezas (1 4 .2 ,4 ), no se atreve a decirles que el único curso de acción seguro es la retirada inm e­ diata del ejército de Sicilia; sólo puede esperar que extraigan esta conclusión de su inform e sobre la situación en Sicilia. Esta esperanza tam bién se ve defraudada. Los atenienses envían importantes refuerzos ai mando de Demóstenes, quien intenta evitar el error de Nicias que consistió en la falta de temeridad, pero que fracasa en su esfuerzo tem erario porque las fuerzas del enemigo ya eran demasiado fuertes. La única vía de salva­ ción es el retorno inm ediato a Atenas. Nicias se opone a este curso de acción, en parte, por tem or a los atenienses y, en parte, con la esperanza de que los siracusanos todavía pudieran ren­ dirse debido a la enormidad de los gastos en los que debían incu­ rrir a causa de la guerra. Cuando la situación se deteriora aun más, Nicias cambia de opinión; pero cuando los atenienses están a punto de retirarse se produce un eclipse de luna a causa del cual

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“la mayoría de los atenienses”, con quienes coincide por com ­ pleto el extremadamente piadoso Nicias, se niegan a moverse hasta que hayan pasado “tres veces nueve” días por consejo de los adivinos (50.3-4). C om o consecuencia, la situación de los atenienses se deteriora aun más. O curre algo absolutam ente inesperado. Su flota es derrotada por la flota siracusana; el es­ píritu de iniciativa, la tem eridad y el ingenio que hasta ese m om ento habían sido la causa de la excelencia ateniense los abandonan y ahora animan a sus enemigos; los atenienses se convirtieron en espartanos y los enem igos de los atenienses se convirtieron en atenienses; los siracusanos se enfrentan a la posibilidad de una victoria naval de la grandeza de Salamina; los atenienses están com pletam ente abatidos. Los atenienses intentan escapar por mar de la región de Siracusa donde fue­ ron los sitiados en vez de los sitiadores; los siracusanos están determinados a impedir su escape. Nicias intenta alentar a sus tropas com pletam ente abatidas m ediante un discurso que, si se lo lee a la luz de los hechos, transm ite una sola idea: la sal­ vación de cada uno de ustedes y la de la ciudad en su totalidad depende de que actúen pensando en la verdad que conocen por experiencia, a saber, que por una vez la suerte puede estar de nuestro lado. La batalla naval que continúa en el puerto de Sira­ cusa es observada con extrem a inquietud p or la parte de las fuerzas terrestres que no habían em barcado, en especial por los atenienses, cuyos sentim ientos cam bian de un extrem o a otro a medida que la batalla naval, por cuanto pueden obser­ var, pasa del éxito al fracaso de sus com patriotas. Cuando los espectadores observan que su lado se im pone, ganan confianza otra vez e invocan a los dioses para que no los priven de su sal­ vación; sólo rezan cuando tienen esperanzas basadas en la fuerza aparente de sus com pañeros humanos (71.3,72.1; cf. II 53.4). Al ñnal, triunfan los siracusanos. Sin embargo, la derrota ateniense

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no fiie tan desastrosa com o habían creído la mayoría de los ate­ nienses, que ahora estaban más abatidos que nunca. Aún podían salvarse mediante la retirada terrestre durante la noche, en par­ ticular porque los siracusanos estaban preocupados por un día sagrado -u n día de sacrificio a H ércules-, pero una estra­ tagema hábil de Hermócrates, que com pensó la piedad inopor­ tuna de sus conciudadanos, engañó al confiado Nicias para que retrasara la retirada hasta el amanecer, esto es, hasta que fuera demasiado tarde. Recién dos días después de la batalla naval comienzan los atenienses su retirada, dejando atrás a sus enfer­ mos y heridos en un estado de extrem o sufrimiento; nadie escu­ cha los rezos de éstos aunque todos sus com pañeros al partir tienen lágrimas en los ojos a pesar de que sufrieron, y temen sufrir, cosas terribles que las lágrimas no pueden curar (75.4). Habían dejado Atenas con grandes esperanzas y oraciones so­ lemnes a los dioses; ahora expresan su desesperación m aldi­ ciendo a los dioses (75.7; cf. vi 32.1-2). Sin embargo, Nicias no cambió: aún tiene esperanzas, alienta a los soldados a conser­ var las esperanzas y a no culparse en exceso a sí mismos. Se pre­ senta com o modelo: aquel a quien se creía favorito de la for­ tuna ahora está en el m ism o peligro que el más m iserable de ellos, y además está muy enferm o a pesar de haber vivido actuando para con los dioses según las costumbres y las leyes, y para con los hom bres con justicia, y sin despertar la envidia de hombres o dioses. Es optimista sobre el futuro porque llevó una vida virtuosa, aunque no puede negar que su sufrimiento actual, que no se corresponde con su m érito, lo asusta. ¿Es posible que no haya correspondencia entre la piedad y la buena for­ tuna? ¿O esta desgracia es una parte de la desgracia de Atenas, y los atenienses no son tan inocentes com o él? Sin duda, no todos los atenienses presentes pueden mirar hacia atrás y estar tan satisfechos com o lo está Nicias; en particular, muchos de

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los presentes habían deseado con fervor la expedición a Sicilia a la que Nicias se había opuesto; quizás esta expedición que nos recordaba la de Jerjes contra Grecia, emprendida a causa de la

húbrís de la prosperidad, despertó la envidia de algún dios; pero sin duda ya hemos sido suficientemente castigados. Si la expe­ dición fue un acto injusto, fue una falta humana, y las faltas hu­ manas no reciben penas excesivas. Ahora som os más dignos de la com pasión de los dioses que de su envidia. Nicias no deja de añadir que todavía son bastante fuertes com o para resistir al enem igo siem pre y cuando mantengan el orden y la disci­ plina (77). Pero ni su piedad y su justicia ni su don de mando (cf. 81.3) pueden salvarlo a él ni a los atenienses. Cuando todo está perdido, se entrega al general espartano Gilipo, que está ansioso por salvarlo -u n o de cuyos motivos era que los espar­ tanos estaban agradecidos a Nicias por su benevolencia hacía los espartanos después de Esfactería y por la paz que recibe su nom bre-; pero Gilipo debe ceder a las presiones corintias y siracusanas del m ism o m odo en que sus com patriotas debieron ceder a las demandas de los tebanos por la masacre de los píateenses. “Nicias fue quien menos merecía de entre los griegos de mi época llegar a tal grado de desgracia debido a su consa­ gración plena a la virtud tal com o la entiende la costumbre esta­ blecida” (86.$). El juicio de Tucídides sobre Nicias es preciso, tan preciso com o su juicio sobre los espartanos, según el cual ellos más que ningún otro com binaron con éxito la m odera­ ción con la prosperidad: ambos juicios están emitidos desde el punto de vista de aquellos sobre quienes se em ite el juicio. Son ju icios precisos porque son incompletos. El ju icio de Tucídi­ des sobre los espartanos no revela la causa de la moderación espartana y, por lo tanto, su verdadero carácter. Su ju icio sobre Nicias no revela el verdadero carácter del vínculo entre el des­ tino de un hombre y su moralidad. Nicias, al igual que los espar-

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taños, creía que el destino de un hombre o de una ciudad se corres­ pondía con su justicia y su piedad,70 con el ejercicio de la virtud tal com o se desprende de las costumbres establecidas. Pero esta correspondencia reside por com pleto en la esperanza, en una esperanza sin fundam ento o vana.71 La visión presentada por los atenienses en Melos es cierta. Nicias, y con él los atenienses 70 Cf. vil 18.2. Cf. el paralelo ateniense en v 32.1 (esto es, cerca de la mitad del informe de Tuddides sobre el afio central de la guerra tal como la narra); la reflexión ateniense acerca del vinculo entre la injusticia y la adversidad pertenece a la ¿poca de la supremacía de Nicias. La diferencia entre los embajadores atenienses en Melos y el pueblo ateniense se ¡lustra también a través de las negociaciones entre los atenienses y los beodos después de la derrota ateniense en Delia Los atenienses habian ocupado y fortificado un templo de Apolo. En su discurso a las tropas antes de la batalla, el comandante beodo señala el carácter sacrilego del acto ateniense y llega a la condusión de que los dioses ayudarán a los beodos (tv 92.7). Los atenienses pierden la batalla. Los beodos rechazan el pedido de los atenienses para recoger a sus muertos argumentando que los atenienses profanaron el templo de Delio; los atenienses intentaron demostrar que el motivo es engañoso (97-99). El relato de Tuddides de esta controversia es más extenso que su descripción de la batalla. En su comentario sobre el pasaje, Gomme observa que “es curioso que Tucidides se interese por este asunto sofistico” y que “su insistencia en este argumento de palabras se debfa a su sensación de que el rechazo beodo a permitir que los atenienses recogieran a sus muertos fue otro resultado maligno de la guerra, un abandono de las costumbres reconocidas y humanitarias de Grecia”. La costumbre “humanitaria” se basaba en una piedad especifica, esto es, una comprensión especifica de lo divino, y su estatus por lo tanto no era diferente en sus fundamentos del de la prohibidón de la corrupción de los templos; desde el punto de vista de los embajadores atenienses en Melos -o de Sócrates-, el destino de los cadáveres seria un lema por completo indiferente. El “curioso interés” de Tuddides por la casuística respecto de los asuntos sagrados es una consecuencia necesaria de su interés por el asunto fundamental de la Justicia y la Compulsión a la que los atenienses se refieren de forma explícita en su respuesta a los beodos (98.5-6). Vemos aquí otra vez que Tuddides tiene una mentalidad más abierta o no da por descontado tantas cosas como “el historiador científico”. 71 Por lo tanto, la virtud de Nicias no es una virtud absoluta; está engendrada por la ley, en contraposición a la virtud de Brasidas (IV 81.2), los tiranos atenienses (vi 54.5) y Antifonte (vm 68.1).

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en Sicilia, a fin de cuentas perecieron por el mismo motivo por el que perecieron los melianos. Éste es entonces el vínculo entre el diálogo meliano y el desastre en Sicilia, el diálogo excepcio­ nal y el hecho narrado de manera excepcional: no en efecto los dioses, sino la preocupación humana por los dioses sin la que no puede haber una ciudad libre, cobró una terrible venganza sobre los atenienses. Del mismo m odo en que los atenienses en Melos supusieron de forma equivocada que los líderes melianos, distintos del pueblo meliano, coincidirían con su visión de lo divino (v 103.2-104) y, por lo tanto, de la justicia, supusieron de forma equivocada que el démos ateniense nunca necesitaría de un líder como los líderes melianos. Pendes, quien nunca hubiera dicho lo que dijeron los atenienses en Melos, por el mismo motivo nunca hubiera em prendido la expedición a Sicilia en las cir­ cunstancias en las que se realizó. Alcibíades, quien podría haber dicho lo que dijeron los atenienses en Melos, podría haber con­ ducido la expedición a Sicilia a un desenlace feliz. Pero la impie­ dad real o supuesta de Alcibíades hizo que el démos ateniense tuviera la necesidad de encom endar la expedición a un hom ­ bre de creencias melianas en quien podían confiar perfectamente porque superaba en piedad a todos ellos.

8 . LOS MODOS ESPARTANOS Y LOS MODOS ATENIENSES Esto está claro: el tema “Esparta-Atenas” no sólo no está ago­ tado sino que apenas lo roza la pregunta por cuál de las dos ciu­ dades violó el tratado u obligó a su antagonista a violar el tra­ tado, ya que a m enos que a una ciudad la refrene algún tipo de debilidad, en todos los casos está competida a expandirse. Este m otivo, sin em bargo, ju stifica el im perialism o ateniense del

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mismo modo en que justifica el imperialismo de Persia o Esparta. De forma implícita, justifica el dom inio de los ricos sobre los pobres o viceversa, así com o la tiranía. En otras palabras, este motivo no hace justicia a la verdad buscada por el elogio "espar­ tano” de la moderación y la ley divina. Además, el significado de la "com pulsión” no es del todo claro: los melianos no fue­ ron compelidos a someterse a los atenienses. Pero se podría decir que si la alternativa al som etim iento es la extinción, el som eti­ m iento es compulsivo o necesario para los hom bres sensatos. Los atenienses en la época de Salamina no fueron compelidos a someterse a los persas porque tenían una flota im portante, al inteligente líder Temístodes y el celo más tem erario (i 74.1-2); ¿significa esto que dadas estas condiciones estaban com peli­ dos a luchar? Sin duda, una vez que hubieran luchado y ganado y luego deseado prevenir la recurrencia del peligro extrem o del que se habían salvado, estuvieron com pelidos a em bar­ carse en una política imperial. Lo m ínim o que podríamos decir es que hay diferentes tipos de compulsión. Las declaraciones de los atenienses en Melos son tan escan­ dalosas porque justifican su imperio y, por lo tanto, en última instancia, sus actos contra Melos sólo por la necesidad natural en virtud de la cual los fuertes -quienesquiera que sean - dom i­ nan a los débiles y, por consiguiente, tratan toda considera­ ción a la justicia -c o m o la justicia superior del imperialismo ateniense comparado con el imperialismo de una potencia bár­ b ara- con extrem o desdén. Sólo hacia el final del diálogo men­ cionan al pasar, com o algo muy evidente com o para enfatizar, que su exigencia a los melianos se mantiene dentro de límites razonables. Pero incluso estos atenienses no pueden dejar de señalar que los atenienses son hombres de un carácter distinto a los espartanos. Afirman que los espartanos, en su trato con los extranjeros, de forma más evidente que otros hombres que

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conocen, consideran que lo agradable es noble y lo conveniente es justo; com o la conveniencia, por no decir nada del placer, exige seguridad, y sólo lo justo y lo noble inducen a la búsqueda de peligros, en términos generales los espartanos se inclinan menos a tomar rumbos peligrosos (v 105.4, 107). Los atenienses, en otras palabras, no identifican de manera clara en su trato con los no atenienses lo agradable con lo noble y lo conveniente con lo justo; en cierto modo se preocupan por lo noble o lo bello en todo sen­ tido; en palabras de Pericles, aman lo bello; la temeridad por la que son famosos no es bestial o salvaje o alocada, sino que está inspirada por sentimientos generosos. Esta idea es más escan­ dalosa que cualquier otra cosa que los atenienses o los melianos hayan expresado o sugerido porque se contradice de manera flagrante con la matanza posterior de los melianos, aunque debe­ mos admitir que el acto vergonzoso no se deduce necesariamente de los principios que establecieron los embajadores y que, por cuanto sabemos, los embajadores no fueron responsables de este acto. Lo que los atenienses en Melos dicen acerca de la peculia­ ridad de los espartanos y, por lo tanto, de forma indirecta acerca de los atenienses, nos obliga a afirmar que la atrocidad que come­ tieron posteriormente es tan vergonzosa precisamente porque fue cometida por los atenienses y no por los espartanos; se debe exigir más a los atenienses que a los espartanos, porque los ate­ nienses son superiores a los espartanos. Incluso los atenienses en Melos son testigos de esta superioridad por más de un motivo. Los atenienses en Esparta son testigos m enos am biguos del mismo hecho. Éstos, en efecto, están compelidos a justificar el imperio ateniense. Deben demostrar “qué tipo de ciudad” es Ate­ nas y que es digna del gobierno imperial: fue competida a adqui­ rir el imperio y está competida a conservarlo, pero lo que la com ­ pelió y la compele a hacerlo no es sólo el m iedo y el beneficio sino tam bién algo noble, el honor; en consecuencia, ejerce su

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LA HIS TORIA OS I A S U M Í A DEL P l l O P O H l S O D I T UCI DI DES

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gobierno imperial de un modo más justo, moderado y menos codicioso de lo que le permitiría su poder y de lo que el mismo poder en efecto llevaría a hacer a otros en su lugar. Lo que los atenienses declararon en Esparta a fin de evitar el comienzo de la guerra lo completa en una escala más elevada Pericles en Ate­ nas en su O ración Fúnebre, para demostrar que es más digno m orir por Atenas que por cualquier otra ciudad. Atenas difiere de tal modo de todas las otras ciudades -la s ciudades que se le parecen sólo la im itan - que merece por sobre todas las demás gobernar un imperio. Las cualidades que la distinguen son ante todo las que le faltan a Esparta: la generosidad sin mezquindad o cálculo, la libertad, la alegría o la buena vida magnánima, el coraje en la guerra que no es producto de la compulsión, el man­ dato o la disciplina severa, sino de la magnanimidad, en pocas palabras, un am or templado por lo noble y lo bello. Para decirlo de otro modo, la justificación última del imperio ateniense no es la com pulsión, el miedo o el provecho sino la gloria eterna -u n objetivo en cuya búsqueda los atenienses no se ven com ­ petidos, o con el que no están obsesionados, sino al cual se con­ sagran de forma libre y plena-.72 Pero pasemos de los discursos a los actos o los hechos, que son más dignos de confianza. El prim er hecho destacado -e l prim ero en el tie m p o - presentado por Tucídides y que evi­ dentem ente es relevante para el asunto ahora en considera­ ción es el contraste entre el rey espartano Pausanias y el ate­ niense Temístocles. Fueron los hombres más famosos entre los griegos de su época, a la vanguardia en la lucha contra Persia, y ambos terminaron de una forma oprobiosa después de haber vendido a Grecia a los persas. Tucídides no em ite ju icio sobre

72 Con la última oración intenté exponer la respuesta implícita de Perides al discurso de los corintios en 170.8-9.

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sus traiciones. Temístocles se convirtió en el fundador del impe­ rio ateniense a través de su superior inteligencia, su versatilidad y astucia; Pausanias, de form a involuntaria y contra los intere­ ses de Esparta, condujo a los otros griegos que necesitaban pro­ tección de Persia hasta los brazos de Atenas con estúpida vio­ lencia y la injusticia propia de un tirano. Pausanias escribió al rey persa porque intentaba convertirse en el gobernante de Gre­ cia con la ayuda de éste; Temístocles había sido condenado al ostracismo por los atenienses y escribió al rey persa sólo cuando se vio compelido a hacerlo ante la persecución de Esparta y Ate­ nas. Cuando la conducta no espartana de Pausanias llegó a cono­ cim iento de las autoridades de Esparta, lo convocaron y vol­ vió: no era nada sin Esparta, sin su puesto hereditario en Esparta; los espartanos tenían muy buenas razones -razon es que tenían el peso de evidencias- para sospechar que había com etido alta traición. Pero de acuerdo con la m áxim a im parcialidad que practican entre ellos según la tradición, no tom aron medidas en su contra hasta no tener pruebas que demostraran su cul­ pabilidad más allá de toda duda. Ninguna consideración de este tipo fue dada a los líderes atenienses en Atenas. Gracias a su régim en, Esparta estaba m enos am enazada por individuos extraordinarios o eventuales tiranos que Atenas, o que lo que se creía de Atenas. Temístocles podía haber sido peligroso para Atenas; Pausanias nunca fue un peligro para Esparta. Tam ­ poco Temístocles fue obligado a volver a Atenas; él no necesi­ taba de Atenas para ser alguien; su naturaleza superior (su “genio”) se haría valer en cualquier lugar, sin im portar si se tra­ taba de Persia o de Grecia; Pausanias, por otro lado, que no era de ningún modo extraordinario por su naturaleza -Tucídides no tiene nada que decir acerca de su naturaleza-, debía todo su poder a la ley, y toda virtud que poseyera a la disciplina estricta de Esparta, por completo ineficaz cuando estaba lejos de Esparta.

SOBRE LA HISrORIA t)( I A CUCARA O i l P i l O A O H l i O DE I U CÍ D I D E S

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Esparta pudo haber sido una ciudad m ejor que Atenas; Atenas la superó de lejos por sus dotes naturales, por sus individuos.73 Tucídides nos presenta una constelación de atenienses extraor­ dinarios -extraordinarios por su inteligencia o por su pura habi­ lidad y eficiencia, por la nobleza de carácter o la húbris- y un único espartano extraordinario, Brasidas. Esparta estaba menos amenazada por hom bres extraordinarios que Atenas porque tenía muy pocos; los espartanos eran miembros de un rebaño más que individuos; Esparta, a diferencia de Atenas, no dio a luz leones.74Qué mezquino y qué miserable parece el traidor espar­ tano Pausanias si se lo com para con los traidores atenienses Temístocles y Alcibíades. No es necesario decir que es inimagi­ nable un espartano comparable a Pericles, quien parece no tener rival siquiera entre los atenienses de su tiempo, com o señala Tucí­ dides del siguiente m odo: los discursos de Pericles son los úni­ cos discursos pronunciados en Atenas por un ateniense que no forman parte de discursos gemelos (cf. 1139.4). En cuanto a Bra­ sidas, que es la excepción a la regla, confirm a la regla; él es el ateniense entre los espartanos; es el único personaje de Tucídi­ des que rinde tributo a Palas Atenea y al parecer le hace sacrifi­ cios (iv 116.2, v 10.2; cf. 1113.5). Supera a los otros espartanos no sólo por su inteligencia, su iniciativa, su habilidad com o ora­ dor y su justicia sino también por su afabilidad (iv 81,108.2-3, 114.3-5). Es el único de sus personajes que Tucídides elogia por su afabilidad. Se debe com prender bien este elogio. Hombres com o Nicias y Demóstenes no eran menos afables que Brasi­ das. La afabilidad de Brasidas merecía un elogio no sólo en com ­ paración con la violencia de su antagonista ateniense Cleón, sino ante todo porque su afabilidad, a diferencia de lo que sucedía

73 190.3-91,93.3-4.95-96.1,128-138. Cf. Platón, Leyes 642c6-di.

74 Platón, Leyes 666ei-7; Aristófanes, Las ranas 1431-1432.

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entre los atenienses, era muy poco frecuente entre los esparta­ nos. Cleón es el homólogo de Brasidas porque, así com o Brasidas es el ateniense entre los espartanos, Cleón es en un sentido el espartano entre los atenienses. Com o señalamos antes, en otro sentido Nicias es el espartano entre los atenienses. Tucídides res­ peta a Nicias o en todo caso es amigable con él mientras que des­ precia a Cleón. Cleón revela el alma de Atenas. Su modelo de imperialismo no está ennoblecido por ningún pensamiento de gloria imperecedera. Según él, el imperialismo es irreconciliable con cualquier idea de com pasión generosa o con todo placer derivado de los discursos. Su im perialism o sólo está guiado por la consideración de lo provechoso o lo conveniente. Apela a la justicia pero sólo a la justicia punitiva a infligir sobre los alia­ dos desleales de Atenas -u n tipo de justicia que en su visión coin­ cide con el interés de Atenas-. Sólo siente desprecio por el amor a la gloria y la generosidad y el am or a los discursos por los que Pendes había elogiado a Atenas al m endonar su “am or a la belleza y am or a la sabiduría”, que la distinguían en particular de Esparta. Debido al gran respeto que el démos siente por él, Cleón puede cuestionar la democracia de forma explícita en una asamblea del

démos ateniense, algo que Alcibíades sólo puede hacer en una asamblea espartana. Com o un espartano, condena el deseo gene­ roso de los atenienses de perdonar las vidas de los mitilenios ape­ lando a la moderación expresada en la sumisión ciega a la sabi­ duría de la ley, esto es, a las leyes inalterables de una bondad cuestionable. Se puede decir que lo esencial de su único discurso es que la propuesta de perdonar a los mitilenios es tan absurda que quienes la proponen no podrían haber tenido otro motivo para hacerlo que expresar admiración por su ingenio.” Se lo cas­ tiga de forma severa por su desprecio hacia los discursos. Antes75 75 i» 37-38; 40.2,4. Cf. 171.3 y 84-3-

SOBRE I A HISJOKIA Oí U ÍUÍKPA BU PUOPBMÍSB DE I I K f D I D E S

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de la batalla de Anfípolis, C león, que había condenado a los atenienses por estar enam orados de ser “contempladores” de discursos y sofistas, pasó a “contem plar” el lugar y los alrede­ dores, m ientras que Brasidas d io un discurso a sus tropas y ganó la batalla (v 7 .3-4,10.2-5;11138.4,7). No obstante, por irra­ cional que haya sido Cleón en ésta y en otras ocasiones, es la en carn ación m ism a de lo razonable si se lo com para con el espartano Alcidas, en quien confiaban los espartanos más que en Brasidas. Siguiendo la práctica espartana, Alcidas m ató a los aliados de Atenas a los que había tomado prisioneros; detuvo la matanza de inmediato cuando algunos amigos de Esparta lla­ maron su atención sobre el hecho de que no iba a contribuir a la libertad de los griegos de la dom inación ateniense matando hombres que nunca habían levantado sus armas contra los libe­ radores peloponesios y que eran aliados de Atenas sólo bajo coacción; si no interrumpía su práctica iba a convertir a muchos amigos presentes de Esparta en sus enemigos (11132; cf. 1167.4). Alcidas no era cru el; no m ataba porque d isfrutara h acién ­ dolo; mataba porque los espartanos siempre mataban en esas circunstancias, por tradición y porque era lo esperable. Vemos com o Alcidas queda boquiabierto cuando los amigos de Esparta le sugieren esta idea sencilla; es lo suficientem ente inteligente com o para captar su verdad. Lo que nos sorprende es el hecho de que esta idea sencilla nunca se le hubiera ocurrido a él ni a ningún otro espartano a excepción de Brasidas, quien en ese mom ento aún era completamente impotente.76 Alcidas está tan 76 III 79.3 (cf. 69.1 y 76; cf. 11193 ñn con 92.5 fin |Alcidas está en el centro]). Cf. también 1186.6 (los comandantes espartanos reúnen a los soldados y luego, al ver el humor de los soldados, deciden hablarles) y 88.3 (Formión ve el humor de los soldados y luego los reúne para hablarles). Cf. la referencia a la “vista” en el discurso de Formión (89.1,8) y el silencio al respecto en el discurso de los espartanos. El tema de la “visión” no se abandona en el relato de la batalla que sigue a estos discursos.

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por debajo de Cleón com o Cleón de Demóstenes y de Nicias. Tucídides no em ite ju icio sobre la crueldad de Alcidas, m ien­ tras que sí lo hace sobre la violencia de C león: sabe lo que puede esperar de los espartanos, por un lado, y de los ate­ nienses, por otro. Estas observaciones reciben un fuerte apoyo del contraste entre el trato de los espartanos a los plateenses vencidos y el trato de los atenienses a los mitilenios vencidos (ni 52-68). Am­ bas acciones son judiciales. El delito que juzgan los espartanos es la lealtad de Platea a Atenas, esto es, una línea de conducta que es delictiva sólo sobre la base del supuesto, cuestionado luego por los espartanos mismos, de que la causa de Esparta sea idéntica a la causa de la justicia; el delito que juzgan los ate­ nienses es la ruptura confesa del tratado con Atenas por parte de los m itilenios. Los plateeneses son condenados y ejecuta­ dos sin que se levante una sola voz en su favor a excepción de la suya ante un tribunal espartano; los mitilenios primero son condenados pero luego, cuando los atenienses se arrepienten de su cruel decisión, un ateniense hace la defensa de los m iti­ lenios con tanta convicción com o se los había acusado, lo que les permite salvarse a últim o m om ento. El tema debatido ante el tribunal espartano es exclusivamente si los plateenses fue­ ron justos o injustos, culpables o inocentes; tanto los plateen­ ses com o sus acusadores, los tebanos, se defendieron de la acu­ sación de injusticia y acusaron a la otra parte de injusticia (111 60,61.1,63 comienzo); el tema debatido en la asamblea ateniense no es de manera exclusiva y ni siquiera principal si los mitile­ nios eran culpables o inocentes, sino si era conveniente o no para Atenas m atarlos a todos de forma indiscriminada: los ate­ nienses, en contraposición a los espartanos, suponen que la matanza debe servir a un propósito distinto de la satisfacción del deseo de venganza. Hay cierto parecido entre la posición

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asumida por los tebanos, que exigen la matanza de los plate­ enses y Cleón, que exige la matanza de los mitilenios -ta n to a los tebanos com o a Cleón les disgustan los “discursos magnífi­ cos” (ni 67.6-7 y 3 7 -3 8 )-; sin em bargo, el oponente ateniense de Cleón, Diódoto, com parte algo im portante con Cleón que lo distingue tanto de los atenienses com o de los espartanos y sus aliados: am bos exigen que se otorgue la m áxim a im por­ tancia no sólo al hecho del delito sino también a la sabiduría del castigo. No es necesario decir que los espartanos no ejecu­ tan a los plateenses a causa de una obediencia ciega a la ley divina o a las exigencias de la justicia, sino por su interés propio en lo inmediato; ceden al odio de los tebanos por los plateenses por­ que consideran que los tebanos les resultarán útiles en la gue­ rra (111 68.4) o, com o lo explican los plateenses y com o repeti­ rán los embajadores atenienses en Melos, los espartanos defínen la justicia com o su conveniencia en el presente (lll 56.3, v 105.4). Por vergonzosa que resulte la acción posterior de los atenien­ ses contra los m elianos, los atenienses sin duda no actuaron hipócritam ente com o los espartanos lo hicieron respecto de los plateenses. Nos vemos tentados a decir que los espartanos son calculadores m ezquinos incluso cuando actúan con justicia, mientras que los atenienses poseen una franqueza magnánima incluso en sus crím enes, ya que ni siquiera intentan disfrazar sus crímenes de actos de justicia. Los atenienses, que se alian a los mesenios, no afirm an, com o podrían haberlo hecho, entrar en guerra para liberar a los mesenios de la tiranía espartana; los enemigos de los atenienses, que afirman entrar en una guerra de liberación contra la ciudad tiránica de Atenas en el mismo espíritu en que no toleran a los tiranos dentro de las ciudades, restauran com o era de esperar a un tirano depuesto por los ate­ nienses (ll 30.1,33.1-2; cf. 1 122.3). Tucídides expresa su ju icio sobre la afirm ación de Esparta de entrar en una guerra de libe­

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ración contra Atenas del siguiente m odo: defiende esta afir­ mación, esto es, la pretensión de los espartanos de estar librando una guerra legítima, justo después de su inform e sobre el ata­ que de los tebanos a Platea en tiem pos de paz y justo antes de su inform e sobre la primera invasión espartana al Ática, esto es, entre sus inform es acerca de las violaciones decisivas al tra­ tado de los “peloponesios” (ti S.4-5).77 El único espartano que a través de toda su conducta otorga algo de sustancia al reclamo espartano es Brasidas. Si se la com para con la visión espar­ tana, que intentaba elevar la guerra del Peloponeso a la altura de la guerra persa, la concepción ateniense (periclea) de la gue­ rra es la sobriedad misma: la guerra no tiene otro propósito que la conservación del imperio; esta concepción apela a la inteli­ gencia más que al deseo, el miedo u otras pasiones, La descrip­ ción que da Tucídides de la guerra del Peloponeso com o la gue­ rra más grande debido a la grandeza de los sufrim ientos que produjo coincide más con la visión de Pericles que con la con­ cepción espartana: el esplendor de esta guerra se puede encon­ trar en los discursos más que en los hechos. Sería una exagera­ ción burda afirmar que la preocupación espartana por la justicia o la piedad era sólo hipocresía; temían a los dioses de manera genuina; este temor los indujo a veces a perdonar las vidas de ene­ migos indefensos o a ser benevolentes, com o en el caso de los ilotas itomenses (i 103.2-3), que parecían estar protegidos por un oráculo. Los plateenses, a diferencia de estos ilotas, no esta­ 77 Sigue un procedimiento similar en sus primeras dos afirmaciones acerca de la posición única de Pendes en Atenas (1127.3 Y >39-3); en la primera no elogia a Pendes, mientras que lo hace en la segunda; entre las dos declaraciones, presenta sus informes sobre Cilón y Pausanias-Temístodes; el informe ubicado en el centro indica los motivos de las cualidades extraordinarias de Pericles; el centro ilumina lo precedente y lo subsiguiente. En el ejemplo en discusión en el texto, d centro es iluminado por lo precedente y lo subsiguiente.

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ban protegidos por un oráculo sino a lo sumo por antiguos jura­ mentos. Los atenienses no necesitaban juram entos u oráculos para salvar a los mitilenios; su benevolencia o magnanimidad tenía origen en sus modos o en sus almas. Se puede intentar fortalecer la defensa de Esparta señalando tales atrocidades atenienses com o su complicidad en la desleal carnicería de la clase alta corciria (iv 4 6-48), que desde luego era hostil a Atenas -u n a atrocidad de la que sin embargo es posi­ ble decir que no puede com petir con la desleal carnicería de los hombres más excelentes de entre los ilotas que se habían dis­ tinguido luchando en la guerra de Esparta (iv 8 0 .2 -5)-. Pero sin duda hay un tipo de atrocidad ateniense que no tiene paralelo en Esparta: la furia salvaje de los atenienses entre sí después de la mutilación del herma y la profanación de los misterios (vi 53.12 ,6 0 ). En este caso, el tem or a los dioses que refrenaba el salva­ jism o de los espartanos condujo a los atenienses al salvajismo. En especial si se toma en cuenta este acto en el contexto del trato que en general los atenienses daban a sus líderes, otra vez nos vemos inclinados a afirm ar que Esparta era una ciudad m ejor que Atenas. Llegados a este punto, sólo estam os a un paso de afirm ar que, a pesar o a causa de su antagonism o radical res­ pecto de los modos, Esparta y Atenas eran antagonistas dignos no sólo porque fueran las ciudades griegas más poderosas sino porque cada una poseía a su manera una nobleza extraordina­ ria. Puede hallarse una confirmación de esta visión en el siguiente relato. En contra de la concepción griega de la virilidad espar­ tana, según la cual un espartano preferiría m orir a entregar sus armas, los sobrevivientes espartanos de la lucha en Esfactería se rindieron a los atenienses y a sus aliados; los captores no podían creer que sus cautivos fueran del mismo tipo que los esparta­ nos que habían caído; de ahí que uno de los aliados de Atenas le preguntara con malicia a uno de los cautivos si los que habían

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muerto eran perfectos caballeros; el espartano contestó que un huso (una flecha), esto es, una herramienta femenina, tendría mucho valor si pudiera distinguir a los hombres verdaderos de los otros, indicando así que fue producto del azar que unos hubie­ ran sido golpeados por un proyectil y otros no (iv 40). Es grati­ ficante observar que la pregunta mezquina que provocó la res­ puesta lacónica no fue pronunciada por un ateniense. Éste es el m om ento para hacer dos com entarios generales. Com o se ha dicho muchas veces, Tucídides se ocupa de las “cau­ sas” -la s de la guerra del Peloponeso así com o las de todos los incidentes particulares de esa guerra- La afirmación es correcta siempre y cuando dé a entender que las causas más im portan­ tes son para él cosas tales com o el carácter de Esparta, por un lado, y de Atenas, por el otro, y que Tucídides entiende este tipo de causas menos com o un producto de las condiciones (cli­ m áticas, económ icas, etc.) que com o la especificación de las “causas” más generales, esto es, el m ovim iento y el reposo. Las causas en el sentido de Tucídides no son sólo “materiales” y “efi­ cientes”. Para Tucídides el curso de la guerra es la revelación involuntaria del carácter de Esparta y de Atenas más que el resul­ tado de una estrategia. En segundo lugar, para la comprensión de la superioridad del m odo ateniense sobre el modo espartano no podemos depender de la O ración Fúnebre, que expresa la visión de Tucídides sólo refractada a través de la mirada de Pericles. Según Perides, Atenas no necesita de un H om ero ni de poeta alguno que brínde placeres m om entáneos, no porque com o Tucídides desdeñe la vanagloria o el canto de los elogios de Atenas, sino porque él mismo se considera superior a Homero y a los otros poetas a la hora de exagerar y ornamentar. Tucí­ dides también exagera, en especial cuando afirma que la gue­ rra del Peloponeso afectó “en cierto modo, a la mayor parte de la humanidad”, pero cuán lejos está de Perides quien afirma que

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“todas las (clases de) cosas de todas las tierras” son importadas por Atenas y que los atenienses abrieron para sí “todos los mares y todas las tierras” y dejaron “en todas partes” m onum entos eternos de cosas buenas y malas.78 El discurso de Perides es una alocución pública, política y popular mientras que el discurso de Tucídides es “político” en el sentido de Hobbes. La Oración Fúnebre es el m áxim o docum ento sobre la arm onía entre Pen­ d es y la ciudad de Atenas y, en especial, su démos , que confía en él tanto com o es capaz; su inteligencia superior es evidente para el démosi él es, por decirlo de algún modo, un libro abier­ to para el démos; cuando ellos están en desacuerdo con él entien­ den muy pronto que su desacuerdo se debe por completo a la debilidad o la confusión de ellos;79 la superioridad de Perides es evidente, sin ambigüedades, no com o la superioridad am bi­ gua de Tem ístodes y de Alcibíades. Perides ocupa con justicia el centro del tríptico donde las figuras externas (Tem ístodes y Alcibíades) son superiores a él sólo por naturaleza pero no por ley. Los extremos terminan en un desastre; el fin de Perides pasa desapercibido - e s tan “norm al” com o su v id a- En cuanto a su O ración Fúnebre, al leerla no se debe olvidar en ningún m o­ m ento la arm onía fundamental entre Perides y el démos ate­ niense, o entre el bien privado de Perides y el bien común de Atenas tal com o lo entendían él y la mayoría de los atenienses. Cuando se leen, por ejemplo, las oraciones inolvidables acerca del am or de los atenienses a la belleza y la nobleza y su am or a la sabiduría, o acerca de la ciudad entera de Atenas com o la

78 11.2,21.1,22.4,1138.2,41.4,42.1-2,62.1. 79 En su elogio de Perides, Tucídides dice (1165.9) que cuando Perides vio a los atenienses "fuera de tiempo manifestando una audacia insolente, con sus discursos los refrenaba y les infundía temor”; de forma característica, Tuddides no da ejemplos de un discurso de Perides de este tipo. Véanse las páginas 219-221 de este volumen.

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escueta de Grecia, no debemos pensar en Sófocles y en Anaxágoras sino en lo que podía pensar al oírlo el ateniense medio o, lo que es lo m ismo, las cosas a las que se refiere Perides de forma explícita en este mismo contexto. Que el lector se vea ten­ tado de form a casi irresistible a no tom ar esta precaución es producto del arte de Tucídides. El tratamiento de los plateenses y de los mitilenios nos mues­ tra el contraste entre Esparta y Atenas com o jueces; Pilos y Sici­ lia nos muestran el contraste entre Esparta y Atenas en la adver­ sidad. El comienzo del informe sobre la acción ateniense en Pilos (iv 3-6) está rodeado por informes sobre los fracasos atenien­ ses en Sicilia y en Calcídica: Pilos era el lugar indicado para alcanzar una decisión favorable sobre la guerra. Pilos había sido elegida por el osado y versátil Demóstenes, que podía apren­ der de sus errores, y que en la época de su captura de Pilos no tenía un cargo oficial. Gracias a este hom bre perfectamente no ateniense, los atenienses lograron ganarles a los espartanos en su propio juego; defendieron el territorio espartano que habían ocupado a través de la lucha en tierra contra un ataque naval espartano (12.3; cf. 14.3) y com o resultado más de 300 esparta­ nos quedaron aislados en Esfactería. El desastre temido -e l temor a la captura o al asesinato de la fuerza espartana aislada- fue suficiente para inducir a los espartanos a hacer un llamado a la paz sin haber tenido el beneficio del consejo de Apolo, esto es, a hacer algo que los atenienses habían sido inducidos a hacer contra el consejo de Pericles por un desastre real de una mag­ nitud completamente diferente, a saber, la peste. Sin embargo, el verdadero paralelo del acto espartano después de su derrota en Pilos es el acto ateniense después de su derrota en Sicilia. El desastre en Sicilia, del que todos creían que había derribado a Atenas, sólo condujo a un esfuerzo aun mayor. B ajo la influen­ cia de C león, los atenienses rechazan el pedido espartano de

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paz. Tucídides no em ite ju icio sobre la respuesta ateniense ni sobre el pedido espartano, ya que no hay ningún ju icio implí­ cito cuando registra el hecho de que Cleón fue el m áxim o opo­ nente a la paz con Esparta. En efecto, com o indica Tucídides en un contexto diferente, Cleón era el ciudadano ateniense más violento, y Tucídides desaprobaba por com pleto su posición respecto de los mitilenios (lll 36.4,6; 49.4); pero esto no demues­ tra que en su opinión C león estuviera siem pre equivocado y en particular que estuviera equivocado al no acceder al pedido de paz de Esparta después de Pilos. Después de todo, el princi­ pal opositor de Cleón en ese m om ento era Nicias, un hombre distinguido por la decencia más que por la sabiduría o la tem e­ ridad. Tucídides tam poco cuestiona el ju icio de Cleón respecto de la oferta de paz espartana cuando lo muestra luego asumiendo una postura risible, ya que aparte del hecho de que fue Cleón, y no sus oponentes, quien rió último, la cuestión en esta escena no concierne al ju icio político de Cleón sino a su juicio estra­ tégico que, en la medida en que estaba guiado por el ju icio de Demóstenes, dem ostró su excelencia. A esto debemos agregar que es dudoso, por no decir más, que el buen consejo de Demós­ tenes hubiese servido de algo de no ser por la acción risible, incluso alocada pero firme (iv 39.3), de Cleón en la asamblea ateniense.80 Podría parecer que Tucídides emite un juicio des­ favorable sobre la respuesta ateniense a la oferta de paz espar­ tana al afirm ar que el motivo de la respuesta fue el “deseo de tener más” de los atenienses, un deseo al que se refieren con desa­ probación en su discurso los em bajadores espartanos en Ate­ nas (21.2,17.4) y desaprobado durante toda la guerra del Peloponeso por el mismo Pendes (i 144.1,1165.7). Sin embargo, como

80 IV 28-30. Para la acción en Esfacteria, la experiencia de Demóstenes en Etolia era importante; cf. no sólo rv 30.] sino también lit 97.2-98.;, tv 28.4 y 32-34.

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la ciudad

y

el h o m b r e

hemos visto, Tucídides distinguía entre la sabiduría y su opuesto no sólo de acuerdo con las ideas espartanas de moderación o la idea periclea de lo que podía hacerse sin peligro durante la guerra del Peloponeso. Sin duda es signiñcativo que Tucídides use en este contexto una expresión utilizada prim ero por los espartanos en el m ism o contexto: hace todo lo posible para mirar el caso de Pilos desde el punto de vista espartano. Éste es el motivo por el cual al parecer resta im portancia a las viola­ ciones espartanas al arm isticio local en Pilos (23.1) y, ante todo, el m otivo por el cual parece interpretar el éxito brillante de Demóstenes com o un regalo del azar. Los espartanos interpre­ tan el éxito de este modo no sólo para restar valor a la gloria del enemigo sino en prim er lugar porque creen en el vínculo entre el azar, o la suerte, y los dioses, y en particular entre la mala suerte y el castigo divino: es precisamente en su discurso en Ate­ nas donde expresan por primera vez algunas dudas acerca de quién com enzó la guerra, esto es, quién violó el tratado que juraron respetar (iv 20.2), y es precisamente su adversidad en Pilos más que cualquier otra cosa la que los hizo creer que su mala suerte era un castigo merecido por su violación del tra­ tado (vil 18.2). Tucídides deja en claro en su inform e sobre la lucha en Pilos que no com parte la visión del azar asumida por los espartanos; allí caliñca com o un revés del azar lo que explica com o nada más que una acción de los espartanos y de los ate­ nienses contraria a la opinión prevaleciente acerca de las dos ciu­ dades en esa época (iv 12.2). O, com o lo expresa el Pericles de Tucídides, “estam os acostum brados a responsabilizar al azar siempre que algo ocurre contra nuestro cálculo”.81 Para volver

81 1140.1. Cf. 1191.3-4 con la referencia al azar en el discurso de los pcloponesios (87a) y el silencio al respecto en el discurso de Formión. Cf. Las avispas 62.

SOBRE

IA HISTORIA Oí IA 6UÍRRA OH PH0R0HÍS0 DE

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al tema que nos ocupa, por risible que haya podido ser la con­ ducta de Cleón en la asamblea ateniense, su conducta en Esfactería no lo fue. Mucho más ridículo que cualquier cosa que Cleón haya hecho fue la rendición incondicional de los sobrevivien­ tes de los 300 espartanos en Esfactería si se la com para con la conducta noble de los espartanos en Termopilas y con la visión de los espartanos sobre sí mismos tal com o era generalmente entendida (iv 36.3,40.1). Tucídides alude a esta desproporción del siguiente modo: m ientras que él y todos los demás llama­ ron siempre a los espartanos en Esfactería “hombres” (hoi andres), él los llama “seres hum anos” (anthropoi) cuando están inde­ fensos y a la merced de soldados de armas ligeras que nunca son más que meros “seres humanos”81 Esta alusión difiere del insulto cruel que un aliado ateniense dirige contra los espartanos cap­ turados en Esfactería por el hecho de que de ningún m odo está dirigida contra los espartanos que lucharon tan bien en Esfactería sino contra la ciudad de Esparta. Tal vez la acusa­ ción más dura contra los espartanos la proporciona el hecho de que de no ser por la derrota en Pilos (y la conquista ateniense de C itera, IV 55), nunca se hubieran desviado de su práctica tradicional tanto com o para perm itir a un hom bre de las cua­ lidades de Brasidas realizar su cam paña en el norte y, por lo tanto, nunca hubieran hecho una guerra en el espíritu de una guerra de liberación: un gran pánico, provocado por una derrota (relativamente) menor, no paliada por la buena voluntad ate­ niense para olvidar quién com enzó la guerra y quién instigó la carnicería de los plateenses, obligó a los espartanos a tolerar por un breve periodo, mientras fuera absolutamente necesario, una política generosa. A través de sus éxitos y de su muerte, Brasi­ das elim inó esta obligación e hizo posible la paz de Nicias y, con 82 iv 3 4 .2 ; c f. 33.2 y 3 8 .3 -4 . C f . ta m b ié n it $ .4 -6 .4 y 1119 7.2 -9 8 .4 . C f . n o ta 26 .

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I LA CIUDAD Y El HOMBRE

ésta, el retorno a Esparta de los prisioneros de Esfacteria. Pero el éxito de Brasidas no fue un éxito espartano. Que los griegos no creyeran que el éxito de Brasidas había borrado la vergüenza de Pilos para Esparta se muestra en el hecho de que, según ellos, Esparta fue rehabilitada sólo por su victoria en Mantinea: sólo a la luz de la victoria en Mantinea el fracaso de los espartanos en Pilos apareció ante los otros griegos como producto de la mala suerte y no de la decadencia (v 75.3). La batalla de M antinea ocurrió en el año central de la gue­ rra del Peloponeso, que se extendió por 27 años. Los espartanos estaban en guerra con Argos mientras que los atenienses esta­ ban aliados tanto con Esparta com o con Argos, pero en los hechos luchaban del lado de Argos. Antes casi había habido una batalla entre los espartanos y los argivos en ese mismo año, pero a último m om ento el rey espartano Agis y dos generales argi­ vos habían firmado por su cuenta un armisticio de cuatro meses. A los espartanos les m olestó m ucho el acto de Agis, lo que llevó a que dictaran una ley completamente nueva que establecía que el poder para la tom a de decisiones del rey estaba su jeto al control de los diez concejales elegidos por la ciudad y que lo acom pañarían en las campañas (v 63). Por supuesto, la nueva ley no afectó a la ley sobre el orden de batalla. Debido a lo repen­ tino de la aparición del enemigo en el cam po de batalla en Man­ tinea, a lo que se podría agregar que los espartanos estaban más asustados que nunca, cada uno tom ó con ansiedad su lugar, bien conocido para cada uno en el orden tradicional del ejér­ cito que Tucídides describe a la m itad de su inform e sobre el décimocuarto año de la guerra.®* Fue capaz de describir el orden 83 83 Al final del libro tercero, Tucfdides menciona la erupdón del Etna ocurrida en la primavera antes de mencionar el fin del invierno. “El motivo para este comentario ilógico y superficial está claro: Tucididcs no quería empezar un nuevo 'libro’ con la mención del incidente, la erupción del Etna, que, si bien

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en el que estaban dispuestos los dos ejércitos contrarios pero no de establecer el número de luchadores de cada lado: el número de espartanos era desconocido debido al hermetismo propio de su régimen, y el núm ero de los otros se lo ocultaba por jactan-

cn sf era digna de ser registrada, no tenía ninguna relación con la guerra; era mejor dejarla para el final de un ‘libro’, incluso si eso implicaba, estrictamente hablando, colocarla en un año equivocado”, Gomme 11704. Suponiendo que al referirse a un “libro”, Gomme quiera indicar el registro de un año de la guerra, debemos decir que Tucídídes comienza su descripción del octavo año de la guerra con la mención de un eclipse de sol y de un terremoto -fenómenos naturales que también ocurrieron en la primavera y que en apariencia tampoco hablan tenido nada que ver con la guerra- El final del libro tercero es el final de la descripción del sexto año, el único que prácticamente comienza (til 89) y literalmente termina con la mención de fenómenos naturales; el informe sobre el quinto año prácticamente termina con la mención de un fenómeno natura] (11188.3). La transición que va del quinto al sexto año es la mitad de la primera parte de la guerra (cf. V 20). (La distinción entre lo natural y lo que no es natural, esto es, ante todo lo convencional, parecería ser la clave de la “filosofía de la historia” de Tucídídes, de una enseñanza transmitida en silencio a través de un relato que pretende acercarse lo más posible a una mera crónica. La distinción mencionada se refleja en el hecho de que Tucfdides siga el calendario “natural” [“de acuerdo con los veranos y los inviernos”, v 20.2-3, 26.1), que es el mismo para espartanos y atenienses, para griegos y persas, y que es distinto de un calendario “convencional” y, por lo tanto, necesariamente local. Un oráculo había pronosticado que la guerra duraría tres veces nueve años (26.4]. Tucfdides comienza su narración del décimo año |y sólo de ese año] con la descripción de un acto de piedad [v 1] de los atenienses, un acto al parecer vinculado con su sensación de culpa [cf. v 32]. En esa descripción hace referencia a un acontecimiento anterior mediante la frase “como he dejado en claro antes”, fiase que, en otras circunstancias, ocurre sólo en vi 94.1, esto es, en el comienzo de la descripción del déeimoctavo año de la guerra; cerca del final de esta descripción, Tucídídes se refiere a la sensación de culpa espartana respecto de la guerra [vil 18.2,4]. [Para el vinculo entre v 1 y vi 94.1, cf. también 113.6). Cf. también la nota 70 precedente. Otro indicio es el hecho de que Tucídídes a veces termine su informe sobre cada año con la frase “éste es el final del enésimo año de la guerra” y a veces con la frase “éste es el final del enésimo año de la guerra que Tucfdides describió” )

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cía. Pero como el orden espartano nunca cambia, Tucídides puede calcular, o permitirle hacerlo a su lector, la cantidad exacta de espartanos que participaron de la batalla.84 Los espartanos no parecen haber sido conscientes de la tensión entre el secreto y un orden inalterable o del hecho de que algo tan desordenado com o la jactancia no regulada puede llevar a ocultar la verdad más que cualquier regulación. O, para tomar un ejemplo menos ridículo, m ientras que los espartanos lograron ocultar cóm o hicieron desaparecer de la vista a 2.000 ilotas valerosos, no logra­ ron ocultar el hecho de que los habían aniquilado (iv 80.4), dado que los seres humanos que están vivos suelen estar a la vista de vez en cuando. No es casual que los dos únicos ejemplos que Tucídides aduzca para mostrar la ignorancia de los griegos res­ pecto de las cosas contemporáneas sean espartanos (1 20.3): el hermetismo espartano conduce a la ignorancia respecto de las cosas espartanas, y dada esta ignorancia, por motivos eviden­ tes, no se corre un gran riesgo al elogiar a los espartanos. Recor­ demos también la preocupación ridicula de los espartanos por la impureza ritual de Perides. Para volver a la batalla de Mantinea, mientras que los enemigos de Esparta avanzaban con fer­ vor, los espartanos avanzaban con lentitud de acuerdo con su ley.85Agis, al observar un peligro que surge en cada batalla, intenta evitarlo dando órdenes novedosas sin la interferencia de nin­ guno de los diez nuevos concejales (cf. v 65.2). Dos oficiales es­ partanos se niegan a obedecer (por cobardía, com o afirmaron luego con éxito sus acusadores). A causa de su com pleta falta de experiencia (ya que las órdenes eran totalmente nuevas y los nuevos guardianes de las anteriores no eran eficaces), los espar­ tanos habrían perdido la batalla de no ser por el coraje que mos«4 v 66-68. Cf. V 74 fin y u 39.1.

85 Cf. iv 108.6.

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traron en el m omento crítico (70-72.2). Observamos al pasar que Esparta perdió el fruto de la espléndida victoria al año siguiente (82-83). Tucídides no pretende que su descripción de la batalla de Mantinea sea exacta; la verdad de la descripción es compa­ rable a la verdad de los discursos; ésta puede ser una razón por la cual da sólo la síntesis de los discursos que los comandantes dirigieron a sus tropas antes de la batalla (69,74.1). En todo caso, la sección de su obra que muestra la restauración completa del renombre de Esparta y exhibe la belleza de su orden de batalla, esto es, que se corresponde más con el elogio de Esparta que se encuentra cerca del principio y del final de su obra, revela al mismo tiempo de la manera más clara y específica la ineptitud espartana, la comedia espartana. A la batalla de Mantinea le sigue el diálogo entre los atenien­ ses y los melianos que, a su vez, va seguido por la expedición a Sicilia. El diálogo en Melos separa la comedia espartana de la tra­ gedia ateniense. En cierto modo, Tucídides nos pide que com ­ paremos “Sicilia” con “Pilos” (vil 71.7), por un lado, y con “Micaleso” (vil 29-30), por otro. En com paración con el destino de los atenienses en Sicilia, el destino de los espartanos en Esfactería es de hecho risible. Por otro lado, el destino de Micaleso no es menos digno de piedad que el de los atenienses en Sicilia. Pero éste es más profundamente conmovedor que aquél. El motivo parecería ser que los micalesios no merecían de ningún modo su desgracia incomprensible por ningún acto de húbris, mien­ tras que el desastre ateniense fue la consecuencia de errores graves, de la culpabilidad: Sicilia está inmediatamente a conti­ nuación de Melos. Nadie puede leer la descripción de Tucídides sobre el desastre de Sicilia con la sensación de que los atenien­ ses recibieron lo que se merecían; por no decir más, el desastre no fue proporcional a la falta; esta sensación la expresa Nicias de acuerdo con su modo de pensar (vil 77.1,3-4). Tucídides dice que

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Nicias merecía su desgracia debido a su dedicación plena a la virtud engendrada por la ley. La nobleza de Atenas fue comple­ tamente de otro tipo, de un tipo más noble. La expedición a Sici­ lia, llevada a cabo contra la voluntad de Nicias, tuvo su origen en la nobleza de la audacia de los atenienses -d e su voluntad de arriesgarlo todo en nombre de la gloria imperecedera, de su amor por la belleza de la gloria imperecedera que elogió Pericles (11 6 4 .3 -6 )-. Del m ism o m odo en que la O ración Fúnebre está seguida por la peste, el diálogo meliano está seguido por la expe­ dición a Sicilia. La expedición a Sicilia, o más bien su causa, no sólo la stasis, es un tipo de enfermedad grave, pero una enfer­ medad noble. Tucídides se refiere al eros de los atenienses por la expedición a Sicilia."6 Pericles había apelado a los atenienses a que se convirtieran en amantes ( erastai) de su ciudad (1143.1). Era la comunidad de amantes de su ciudad la que deseaba ador­ nar a su amada con la joya de Sicilia. Se podría decir que “Ate­ nas en Sicilia” es más grande que la Atenas de Pericles según el mismo Pericles: supera todos los “monumentos eternos del mal” (1141.4) que Atenas dejó. El eros del ateniense por Sicilia se encuen­ tra en la cim a de su eros por la ciudad, y ese eros es su consa­ gración plena a su ciudad, la voluntad de sacrificio, de olvidar todo lo privado en nom bre de la ciudad, una voluntad que encuentra una expresión apropiada y, por lo tanto, no ambigua en las palabras de Pericles en su O ración Fúnebre acerca de los padres ancianos, las viudas y los huérfanos de los soldados caí­ dos. O, com o indica Alcibíades, sólo la gloria después de la muerte produce la arm onía perfecta entre lo privado y lo público (vi 16.5). Si el m áxim o eros es el eros por la ciudad y si la ciudad 86 86 vi 24.3. Ésta es la única ocasión en que Tucídides mismo utiliza el sustantivo eros. Sólo uno de sus personajes utiliza este sustantivo: Diódoto (til 45.5). Cuando habla contra la expedición a Sicilia, Nicias acusa al dyserotes tóit apontón (vi 13.1).

SOBRE LA H IS ÍO R IA O í LA SIICRRA DEL P H O P O H E S O DE T UdDI DES I 3 2 1

alcanza su apogeo en un eros com o el de Atenas por Sicilia, eros es necesariamente trágico o, com o parece indicar Platón, la ciu­ dad es la tragedia par excellence.*7 De acuerdo con todo esto, la derrota de Atenas es su triunfo: sus enemigos en cierto modo tienen que convertirse en atenienses para derrotarla;8788 es derro­ tada porque logró convertirse en el modelo para la Hélade. En cuanto a Esparta, su victoria, se deba o no a Apolo, es de interés sólo com o la otra cara de la derrota de Atenas.

9. EL UNIVERSALISMO CUESTIONABLE DE LA CIUDAD El razonam iento que culm ina en la oposición de la comedia espartana y la tragedia ateniense parte del supuesto “ateniense” de que precisamente respecto de la ciudad no se puede redu­ cir lo noble a lo agradable. Ese supuesto tam bién nos conduce a poner en cuestión el ju icio al parecer inhumano sobre la deci­ sión tom ada por los melianos al que fuim os llevados a partir del supuesto com partido por los atenienses y por Tucídides, que encuentra su expresión más clara en lo que los atenienses dicen contra la decisión de los melianos. Por lo tanto, debemos dar un paso más allá. Esta necesidad se deriva también de las siguientes consideraciones: según Tucídides, la expedición a Sicilia no estaba condenada al fracaso, o su fracaso no se puede explicar por la húbris ateniense, por noble que haya sido; el inform e sobre la expedición a Sicilia no es el final de la obra de Tucídides; el acuerdo entre Tucídides y Pericles es menos completo de lo que supone la argumentación de la sección pre­

87 Leyes 817b. 88 C f. 171.3 con vil 21.3-4; 3¿.2> 4137.i; 40.2; 55.

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cedente. En pocas palabras, esta argum entación es demasiado “poética” en el sentido de Tucídides para coincidir plenamente con su pensamiento.89 Según Pericles, el esplendor presente de Atenas dio lugar al renom bre universal que disfruta en el presente, y el esplendor

89 Si Tucfdides dejó su obra inconclusa, de esto no se deduce que no tuviera la intención de terminarla del modo en que lo hace, o con la oración y la palabra con la que termina la versión que conocemos: es posible que una versión anterior desarrolle todos los temas desarrollados en la versión final; la versión anterior diferirla de la versión final sólo en la ausencia del último pulido. Es necesario, pues, preguntarse si la intención no era que el libro octavo fuera el último. El núcleo de la obra son las dos secuelas “Oración Fúnebre-Peste" y “Diálogo mcliano-Desastre en Sicilia”. Estas secuelas señalan en primer lugar la concepción “espartana" de “la moderación y la ley divina". Si se realiza un examen más atento, se puede ver “la comedia espartana y la tragedia ateniense". El libro octavo muestra que esta segunda idea también es una “bella falsedad”: Atenas no cae; la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso no es la consecuencia de su fracaso en Sicilia; aún podría haber ganado la guerra del modo en que Pericles había planeado ganarla. El núcleo de la comedia espartana es“Pilos-Mantinea"; pero “ Mantinea” es también la restauración no cómica del renombre de Esparta después de Pilos. Hay una restauración no trágica que se corresponde con el renombre de Atenas después de Sicilia: Cinosema (cf. vm 106.2,5 con v 75.3). Para resumir el caso en una fórmula: Pilos: Mantinea = Sicilia: Cinosema. La restauración de Atenas después de Sicilia, por no decir más. no está desvinculada del paso de la democracia al sistema de gobierno del año 411 (vm 97), cambio que la vez, por no decir más, no está desvinculado del retorno de Alcibíades de Esparta a Atenas (86.4-8): el implo Alcibiades (53.2) restaura la moderación en Atenas (cf. también 45.2,4-5). La ausencia de discursos en vm -con la excepción, nada desdeñable, del ftagmento dd discurso de Pisandro en 53.3, un discurso que deja en claro la importancia decisiva para la esperanza de Atenas de la convocatoria de Alcibiades y la modificación de la democracia- junto con la ausencia de discursos en v 10-84-, ayuda a revelar la unidad y el lustre del “diálogo meliano y el desastre en Sicilia”. (En cuanto al carácter significativo del final de vm, véase también la referencia a la purificación de Délos por parte de los atenienses en 108.4.) La versión de Jenofonte del final de la guerra del Peloponeso, esto es, su visión implícita de por qué Atenas perdió la guerra coincide plenamente con Tucídides; véase en especial Helénicas 111.25-26 y el contexto.

SOBRE W HISTORIA l>£ LA SUIRRA OH PHOPOHÍSO DE TUCIDID ES

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y el renom bre com binados dan fe de su fama universal e impe­ recedera en el futuro. Atenas posee un control universal del mar. Estuvo o está presente en todas las tierras. Su im perio se extiende sobre más griegos que cualquier otro im perio que haya existido y, si lo desea, es susceptible aun de una mayor expansión. Durante la guerra del Peloponeso ya se prevé la con­ quista de Sicilia, Cartago y de toda la península griega.90 El vivo deseo de una fam a sem piterna y universal apunta hacia el gobierno universal; la preocupación por la fama sempiterna y universal exige un esfuerzo sin lím ites por tener cada vez más; es totalm ente incom patible con la m oderación. El universa­ lism o de Atenas, el universalism o de la ciudad (distinto del deseo de alcanzar un objetivo lim itado com o el gobierno de Sicilia) está condenado al fracaso. Por lo tanto, apunta a un universalismo distinto. Pericles afirm a que ios atenienses deja­ ron en todas partes m onum entos sem piternos de cosas malas (que infligieron a otros o que sufrieron ellos mismos) y de cosas buenas (de victorias que obtuvieron y de beneficios que otor­ garon). Tucídides, en cam bio, llama a su propia obra un bien sempiterno que es útil (i 22.4,11 41.4). Los m onum entos sólo existen para ser mirados; los bienes se poseen. Los monumentos son muy visibles o evidentes y no son útiles; un bien no tiene que ser evidente para ser útil. Los m onum entos son a m b i­ guos y existen para ser m ostrados; un bien útil posee una soli­ dez sin am bigüedades. La diferencia en tre los m onum entos sempiternos de las cosas malas y las cosas buenas y el bien sem ­ piterno que es útil señala la diferencia entre el universalismo brillante y falso de la ciudad y el universalism o genuino del entendim iento. Tucídides basa su afirm ación en nom bre de su obra por el hecho de que ilumina la naturaleza sempiterna 90 11 41.4; 62.2, 4; 64.J, 5; VI15-2, 34.2,90.2-3, Vil 66.2.

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y universal del hom bre com o fundam ento de los hechos, los discursos y las ideas que registra. A la luz de la diferencia absoluta entre el universalismo del pensam iento y el universalismo de la ciudad entendem os el acuerdo de Tucídides, no con Esparta, sino con la moderación y la piedad que según Esparta eran sus guías, y que se revela con menos ambigüedad en Nicias que en Esparta. Cuesta decir, pero no es del todo errado, que para Tucídides la comprensión o el ju icio piadosos son ciertos, aunque por motivos equivocados; no son los dioses sino la naturaleza quien pone lím ites a lo que la ciudad puede intentar de form a razonable. La modera­ ción es la conducta que está de acuerdo con la naturaleza de los asuntos hum anos. El acuerdo entre Tucídides y “Esparta” se refleja en el acuerdo entre los hom bres de simplicidad noble y los hombres de versatilidad odiseica, convertidos am bos en las víctimas de hom bres despiadados con mentes de segundo orden en épocas de discordia civil (m 83). Pero el acuerdo entre Tucídides y los espartanos, o los melianos, o Nicias, no deben impedirnos ver el hecho de que hay un acuerdo igual de im por­ tante entre todos los hombres políticos, incluidos los atenien­ ses, en virtud del cual todos diñeren de Tucídides. De hecho, hay una oposición prim aria entre aquellos (los espartanos, Nicias, los melianos) que sólo desean conservar las cosas pre­ sentes o disponibles y aquellos (los atenienses) que están obse­ sionados por la esperanza de obtener cosas futuras no m ani­ fiestas. Pero si se lo examina con mayor cuidado, resulta que el primer grupo tam bién depende de la misma esperanza.9' En un lenguaje que no es el de Tucídides, hay algo que recuerda a la religión en el imperialismo ateniense.9192 91 Cf. I 70.2,7, v 87,103.2,113, VI 31.6,93. 92 La oposición y el acuerdo en el aspecto decisivo entre Perides y Nicias se puede ilustrar mediante los siguientes hechos. Perides evita hablar de la

SOBRE l* HISÍORIA DI IA 6 UIMA Olí PltOPOMlSO DE lUClDIDES I 325

No obstante, no debem os olvidar la similitud entre el uni­ versalismo del pensamiento (Tucídides) y el universalismo de la ciudad (Atenas) -u n a similitud que Tucídides indicó de forma muy clara al establecer un cierto acuerdo entre su arqueología y la O ración Fúnebre-. De hecho, hay una similitud profunda entre la idea de Tucídides y la audacia que caracteriza a Ate­ nas. Por ambigua que pueda ser esa audacia, esa manta, que tras­ ciende los límites de la moderación, en el plano político encuen­ tra su lugar, o está en acuerdo con su naturaleza, en el plano del pensamiento, del individuo pensante. Encuentra su lugar no en la Atenas de Perides (o posterior a Perides) com o tal, sino en el pensamiento o en la obra de Tucídides. La cim a no es la Atenas de Perides sino la com prensión posible sobre la base de la Atenas de P erid es. La cim a no es la Atenas de P erides sino la obra de Tucídides. Tucídides redime a la Atenas de Pericles. Y sólo mediante la redención la preserva “para siempre”. Del m ism o m odo en que no existiría un Aquiles o un Ulises para nosotros de no ser por Homero, no existiría Perides para nosotros de no ser por Tucídides: la gloria imperecedera que Perides anhelaba no la alcanza Perides sino Tucídides. La auda­ cia política y las virtudes y los vicios que la acompañan hacen posible la audacia máxima. La com prensión de las cosas uni­ versales y sem piternas, que atraviesa las ilusiones de las que depende la ciudad sana, sólo es posible para pensadores que doman leones. Se debe ir más allá. En Atenas, en cierto modo,

muerte y de los muertos en su Oración Fúnebre; la Oración Fúnebre está seguida por la peste con su abundancia de muertos. En cierto modo, Nicias abandonó el fruto de su victoria sobre los corintios al pedirles permiso para recoger dos cadáveres que los atenienses habían dejado atrás (iv 44.3-6); al final de su carrera, en Sicilia, no fue capaz de encargarse del entierro de los innumerables cadáveres atenienses que no estaban en manos dei enemigo (vil 72.2, 75.3. 87-í ).

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los dos universalismos heterogéneos se com binan: el universa­ lismo político fantástico está matizado, teñido, envuelto, trans­ figurado por el universalismo verdadero, por el am or a la belleza y a la sabiduría tal com o Tucídides entiende la belleza y la sabi­ duría, y por lo tanto adquiere su carácter trágico; de este modo es capaz de fom entar una delicadeza viril. La “síntesis” de los dos universalismos es en efecto imposible. Es de suma im por­ tancia comprender esta imposibilidad. Sólo al comprenderla se puede com prender la grandiosidad del intento de vencerla y admirarlo de forma sensata. Si la ciudad no puede ser entendida excepto a la luz del uni­ versalismo peculiar hacia el que tiende, y si este universalismo, a su vez, por su deficiencia esencial, apunta al universalismo del pensamiento, comprendemos por qué Tucídides pudo presen­ tar toda su sabiduría en la form a de un relato intercalado por discursos que está limitado de forma estricta a los asuntos polí­ ticos, que es rigurosamente político -q u e guarda silencio acerca de lo que en la actualidad se llama la cultura ateniense-. Para muchos de nuestros contemporáneos, este silencio no está habi­ litado, com o debería estarlo, por lo que dice e indica acerca de su obra, su lógos, ya que entienden los com entarios en cuestión com o “metodológicos”. Pero Tucídides no sólo habla, aunque de forma lacónica, sobre su obra y su pensamiento; com o hemos intentado mostrar, presenta su pensamiento, incluso su educa­ ción, y por ende “la cultura ateniense”. A través de su obra nos permite, a la luz de la interacción entre el movimiento y el reposo, comprender la guerra y la paz, la barbarie y el grecismo, Esparta y Atenas; nos permite comprender, en tanto reside en él, la natu­ raleza de la vida humana, o volvernos sabios. Pero uno se puede volver sabio a través de la comprensión del pensamiento de Tucí­ dides sin darse cuenta al mismo tiem po de que es a través de la comprensión del pensamiento de Tucídides que uno se vuelve

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sabio, ya que la sabiduría es inseparable del conocim iento de sí. Sabemos por Tucídides mismo que él fue un ateniense. Al enten­ derlo a él, vemos que a su sabiduría la hicieron posible “el sol” y Atenas - a través de su poder y su riqueza, su sistem a de gobierno deficiente, su espíritu de innovación audaz, su cuestionam iento activo de la ley d iv in a-. Al com prender su obra uno puede ver con los propios ojos que Atenas fue en un sen­ tido el hogar de la sabiduría. Sólo cuando uno se vuelve sabio puede reconocer la sabiduría en otros. La sabiduría no se puede presentar com o un espectáculo, del m odo en que se presentan las batallas y los hechos similares. La sabiduría no puede ser “dicha”. Sólo puede “realizarse”. Sólo a través de la comprensión de la obra de Tucídides se puede entender que Atenas fue en un sentido la escuela de la Hélade; de boca de Perides sólo oímos esta afirm ación. La sabiduría no se puede presentar hablando sobre ella. Una prueba indirecta de esto es el carácter insípido, y en el m ejor de los casos superficial, de los capítulos sobre la vida intelectual de este período o aquel que form an parte de obras que son, por lo demás, buenas historias modernas. Nos vemos guiados hacia el estrato más profundo del pen­ samiento de Tucídides cuando tom am os en cuenta la tensión entre, por un lado, su elogio explícito a Esparta - a la modera­ ción espartana- no igualado por un elogio a Atenas y, por el otro, la tesis de la arqueología en su totalidad en relación con la debilidad de los antiguos -u n a tesis que implica que el pro­ greso es algo seguro y, por tanto, el elogio a la innovadora Ate­ nas-. Tucídides no se asocia con “Atenas” de forma incondicio­ nal. Por lo tanto, debemos reconsiderar la tesis de la arqueología. La arqueología esboza el surgimiento del grecismo, el poder y la riqueza desde la barbarie, la debilidad y la pobreza origina­ rias; por lo tanto, crea la impresión de que la barbarie es lo mismo que la debilidad y la pobreza, o que los no griegos son salvajes

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prepolíticos (i 6.i, 5-6). Apenas insinúa el hecho de que hubo sociedades no griegas poderosas y ricas antes de que existiera algo parecido a una sociedad griega (1 9.2,11.1-2,13 fin). Pero admitir que algunos no griegos habían alcanzado la civilización antes que los griegos no pone en cuestión la creencia en el pro­ greso. No es Tucídides quien cuestiona esta creencia sino Diódoto. De todos modos, el discurso de Diódoto es más revela­ dor sobre Tucídides que cualquier otro discurso. Si se lo compara con el discurso de Cleón al que se opone, así com o al discurso en el que los tebanos acusan a los plateenses, se revela com o un típico acto ateniense - n o menos típico de Atenas que la expe­ dición a Sicilia, pero diferente de la expedición a Sicilia porque está inspirado en la m oderación y la afabilidad- No debería sorprendernos que el único acto registrado por Tucídides que refleja de form a apropiada su pensam iento en el plano polí­ tico sea un acto de humanidad com patible con la superviven­ cia de Atenas, e incluso de su imperio. Para evitar el asesinato de los m itilenios propugnado por Cleón, Diódoto primero debe combatir el menosprecio de Cleón por sus oponentes y en especial sus calumnias sobre los m iti­ lenios producto de un interés deshonroso y egoísta. El m odo en que actúa Cleón es dañino para la ciudad; provoca sospechas y temor y por lo tanto priva a la ciudad de un bueno consejo. La ciudad debe prestar oídos por igual a todo aquel que quiera dar su consejo. Para evitar que se den consejos por motivos egoís­ tas, cuyo interés sea el engrandecim iento o el prestigio del con ­ sejero, una ciudad sensata o moderada no honrará más a un hombre cuando da un buen consejo, esto es, cuando la asam­ blea aprueba su propuesta, y m enos cuando da un mal con ­ sejo, esto es, cuando la asamblea rechaza su propuesta; ya que si se siguiera esta práctica, los hombres dejarían de defender o criticar las propuestas sólo para agradar a las asambleas (ni 42).

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Diódoto parece abogar por la igualdad completa, incluso por abolir esa distinción de la que depende la dem ocracia, la dis­ tin ción entre lo popular y lo im popular, entre los hom bres honestos o amigos del détnos y los hom bres corruptos o ene­ migos del démos. Si no a todos los m iem bros de la asamblea, al m enos a todos los oradores se los debe tratar com o si fueran igual de com petentes y honestos; sólo de este m odo se puede erradicar la am bición, que lucha por la superioridad y, por tanto, por la desigualdad. Al mismo tiem po señala que los ciudada­ nos que no son sabios no pueden distinguir el buen consejo del malo, sino que deben identificar el buen consejo con aquel que los convence o atrae, y oculta que un orador cuyas pro­ puestas son aprobadas con frecuencia por la asamblea no puede dejar de ser considerado sabio y ganar prestigio, y que, por con­ siguiente, un hombre apenas ambicioso, inevitablemente, inten­ tará incrementar su prestigio haciendo propuestas que agraden a la multitud. Para expresarlo en otras palabras, el prestigio de Diódoto no puede coexistir bien con el prestigio de Cleón: D ió­ doto m ism o está obligado a insinuar, en contra del principio que propugna, que Cleón o es estúpido o es deshonesto. Gomme subestima la relevancia de la declaración de Diódoto sosteniendo que “se acerca al cuestionam iento del valor del debate libre”. Diódoto presagia el problema de la democracia al señalar el régi­ men en el que sólo participen los hombres moderados y sen­ satos, no mancillados por la am bición.93 Pero no cabe duda de

93 Se puede decir que Cleón plantea y resuelve el problema del siguiente modo: conoces tus limitaciones, sabes que careces de criterio y por lo tanto debes confiar en otros; pero al carecer de criterio, no puedes distinguir entre quienes merecen tu conñanza y quienes no; te ofrezco un criterio que puedas entender: confía sólo en personas de tu tipo, personas sin refinamiento, personas como yo; para que puedas distinguirme de otros miembros del vulgo, poseo la cualidad peridea de no ser veleidoso.

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que Atenas no es una “ciudad moderada” y de que Diódoto está obligado a persuadir a los atenienses a actuar de forma m ode­ rada con los m itilenios. Pone de maniñesto su dificultad y su modo de vencerla al referirse al caso de un orador que da un consejo sensato pero se sospecha que lo dio en nombre de su beneficio privado; en ese caso, los atenienses rechazan el buen consejo por envidia. De ahí que el démos no sea de natural b on ­ dadoso com o había sostenido Cleón (m 38.2). Por motivos no del todo puros, las asambleas democráticas están más preocu­ padas por la pureza de un cierto tipo que por la sabiduría. Como no van a votar por una propuesta a menos que tengan confianza en la persona que la hace, y com o su confianza tiene bases muy poco racionales, no sólo los hombres malos sino también los hombres buenos están obligados a engañar a la asamblea y a m entirle. Quizás no se pueda beneficiar a Atenas sin enga­ ñarla, ya que sólo se responsabiliza a los oradores por lo que proponen y cóm o lo proponen, m ientras que la asamblea, el soberano, no tiene responsabilidad alguna (11143). Con una fran­ queza nunca oída antes,94 Diódoto les dice a los atenienses que sólo usando un subterfugio será capaz de defender con éxito el buen trato de los mitilenios. Al parecer, el subterfugio que utiliza D iódoto consiste en reemplazar la pregunta acerca de la justicia (¿son culpables los mitilenos?) por la pregunta acerca de la conveniencia (¿Atenas obtiene algún beneficio si los mata?) (lll 44). ¿Pero por qué es un subterfugio esa sustitución? Para fundamentar la propuesta de no m atar a los mitilenios, Diódoto plantea la pregunta más amplia de si la pena de muerte es conveniente o sabia en toda circunstancia: para ser sabia, la pena de m uerte debe tener un

94 Lo que Perides dice en 1162.1 se acerca a lo trivial en comparación con lo que dice Diódoto en 11143.2-3.

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efecto disuasivo que no posee, tal com o lo demuestra el hecho de que frecuentem ente se com eten delitos cuyo castigo es la pena de muerte; el nómos es impotente contra la phúsis humana (45). Más allá del valor que este argumento tenga en sí, su uso en estas circunstancias parece revelar no poca falta de inteli­ gencia: al tratar por todos los medios de hacer que los atenien­ ses no maten a los m itilenios sobre la base de que la pena de m uerte es m ala en sí, defiende al m ism o tiem po de m odo absurdo la derogación de la pena de muerte com o castigo por asesinato, impiedad, alta traición y otros delitos abyectos; insi­ núa que, según las norm as establecidas, los m itilenios son cul­ pables de un delito que se castiga con la pena de muerte. Pero sabe bien lo que está haciendo. Su declaración acerca de la pena de m uerte im plica que los delitos castigados con la pena de m uerte son involuntarios y, por ende, com o había adm itido Cleón, que merecen ser perdonados (40.1; cf. 39.2); insinúa así que, suponiendo que los mitilenios hubieran cometido un delito al que se castiga con la pena de m uerte, merecerían el perdón. De este m odo prepara su posterior cuestionam iento de este supuesto, o su prueba de que la mayoría de los m itilenios no había cometido un delito y, por lo tanto, que los atenienses come­ terían un delito al m atarlos (47.3; cf. 46.5). Lejos está de igno­ rar, com o pretende, la cuestión de la justicia. Cleón había basado su argumentación ante todo en la consideración de la justicia y, en segundo lugar, en la consideración de la conveniencia; hace imposible la consideración de la piedad y la bondad, presenta­ das com o totalm ente incom patibles con el im perio (40.2-3). Al responder a Cleón, y conociendo la naturaleza de la ciudad, Diódoto se niega a apelar a la compasión o a la bondad de los atenienses (48.1) sin afirmar, sin embargo, que la compasión y la bondad no tengan su lugar en un im perio. Para ganarle a Cleón, Diódoto pretende ignorar la justicia en su totalidad y

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considerar sólo la conveniencia, mientras que al mismo tiempo, por otro lado, vuelve a la pregunta por la justicia después de predisponer a su auditorio a escuchar el alegato de inocencia. Prepara a su auditorio sugiriendo de forma vaga que los m itilenios podrían merecer el perdón aunque eran culpables de un delito que se castiga con la pena de muerte. La exposición de Diódoto sobre la pena de muerte merece una atención especial. D entro de esa exposición, casi literal­ mente en el centro de su discurso, sugiere que los castigos eran más “suaves” en el pasado, que en la antigüedad incluso los deli­ tos más graves no se castigaban con la pena de muerte, y que al darse cuenta de la ineficacia de los castigos suaves los seres huma­ nos introdujeron prim ero la pena de m uerte y luego la exten­ dieron de forma progresiva com o castigo a un número cada vez mayor de delitos (45.3). Los hombres no se dan cuenta de que los castigos no impiden que los hombres com etan delitos por­ que la naturaleza obliga a los hombres a com eterlos o porque el nómos es impotente contra la phúsis. Se espera más del nómos ahora que en la antigüedad. En los tiempos más remotos, en el comienzo, no había nómos porque no había ciudades; no había castigo propiam ente dicho; si nos abstrajéram os de todo lo demás, podríamos decir que los primeros tiempos fueron la era de Cronos. Sin duda hubo un progreso de las artes (y, por lo tanto, del poder y la riqueza); pero sería equivocado creer que ese progreso es sólo un progreso en afabilidad.95 El progreso del arte va acompañado por un progreso del nómos -d e la ley que ejerce violencia sobre la naturaleza, aunque más no sea por ocul­ tar la naturaleza- Com o Tucídides muestra en abundancia, el hombre no es más afable ahora que el grecismo se encuentra en su apogeo. Por lo tanto, se debe matizar o revisar la creencia 95 Cf. Platón, Protágoras 32704-63.

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en que el hombre ahora se encuentra en su apogeo. La diferencia entre el sabio y el no sabio -esa diferencia que hace imposible para un hom bre sabio beneficiar a su ciudad excepto enga­ ñándola- no se ve afectada por el progreso de las artes o de las leyes. Los hom bres no son simplemente más sabios y más deli­ cados de lo que lo eran en la antigüedad. Se debe matizar la cre­ encia en el progreso sobre la base del hecho de que la natura­ leza humana no cambia. Podría parecer que el mismo Tucídides confirmara o al menos ilustrara la tesis de Diódoto mediante su relato de la purifica­ ción que realizaron los atenienses de la isla de Apolo en con ­ form idad con un oráculo (111104). El tirano Pisístrato había purificado una parte de la isla; en el año sexto de la guerra del Peloponeso, los atenienses purificaron toda la isla. El año ante­ rior, la peste había azotado de nuevo y se habían producido muchos terrem otos (87). Tal vez se sentían culpables (cf. v 32). En todo caso, en nombre de la santidad de Délos, prohibieron los nacim ientos o las muertes en la isla; los agonizantes y las mujeres que estaban por parir debían ser llevados a otra isla cer­ cana a la que el tirano Polícrates había dedicado a Apolo. Des­ pués de haber purificado la isla, los atenienses instituyeron el festival de Délos. En los tiempos remotos, había un festival allí que incluía una competencia atlética y musical así com o repre­ sentaciones y coros enviados por las ciudades de Jonia y las islas vecinas. El hecho está demostrado por Homero, de quien Tucí­ dides cita aquí sólo un único verso (1 9.4). Los versos resaltan contra el resto de la obra porque evocan una escena completa­ mente pacífica. Homero exhorta a las doncellas que habían par­ ticipado del festival de Délos a que lo recuerden y lo elogien com o el más dulce y más agradable trovador de los que visita­ ban Délos. En los tiempos posthoméricos, “las competencias” se abandonaron a causa de las adversidades. Pero ahora, en el

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sexto año de la guerra del Peloponeso, los atenienses restaura­ ron las "com petencias” y agregaron carreras de caballos com o una característica com pletam ente nueva. No queda claro si el festival de Délos m oderno supera al antiguo. Las carreras de caballo sin duda constituyen un progreso;96 ¿pero pueden com ­ pensar la ausencia de Homero?97

1 0 . H ISTO RIA PO LÍTICA Y FILO SO FÍA PO LÍTICA

Tucídides no es sólo un hom bre político que pertenece a tal o cual ciudad, sino un historiador que com o tal no pertenece a ninguna ciudad individual. Es más, es un historiador que ve lo particular a la luz de lo universal, el cam bio a la luz de lo per­ manente o sempiterno, la naturaleza humana com o parte del

96 Cf. Platón, República 328a-i;. 97 La descripción del sexto año de la guerra o, más precisamente, til 86-116 se caracteriza por el hecho de que “la interrupción del relato por el orden cronológico alcanza su limite en la descripción de esta campaña [en Sicilia], y, como la campaña no es de suma importancia ni muy interesante, podría, si se la toma en sf, justificar las criticas de Dionisio y otros a Tucídides por su 'modo cronológico desafortunado*”, Gomme 11413. £1 hecho mencionado es aun más increíble precisamente porque en este contexto, en lo que se podría llamar su tercer prefacio (tu 90.1), Tucídides declara en relación con lo sucedido en Sicilia que sólo mencionará las cosas más memorables de las que afectaron a los atenienses. (Respecto de su “segundo prefacio”, cf. parte 8 anterior.) La descripción dada en 11186-116 está compuesta por quince elementos, de los cuales seis se refieren a Sicilia, tres a fenómenos naturales y uno a la purificación de Deios. La campaña de Demóstcnes en Etolia (que incluye la única mención de Heslodo del libro) es el elemento central. Si se ignora el relato de la purificación de Délos se observa una extraña regularidad respecto de las descripciones de la campaña siciliana, por un lado, y las de los fenómenos naturales, por otro. Cf. también notas 10 y 83 precedentes.

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todo caracterizado por la interacción del movimiento y el reposo; es un historiador filosófico. Por lo tanto, su pensamiento no es radicalmente distinto del de Platón y Aristóteles. Es cierto que sólo se refiere de form a im plícita a los principios creadores, mientras que los filósofos hacen de esos principios su tema o, en otras palabras, que sin duda es necesario ir más allá de Tucí­ dides hacia los filósofos; pero esto no significa que haya una oposición entre Tucídides y los filósofos. Lo que es cierto de la filosofía en general, es cierto de la filosofía política en particu­ lar. Si no nos limitamos a com parar juicios fácilmente citables de Tucídides y Platón acerca de hom bres com o Tem ístodes y Perides, si tom am os en cuenta que todos estos juicios son elíp­ ticos, y si, por lo tanto, reflexionamos sobre ellos, nos daremos cuenta de que los dos pensadores coinciden fundamentalmente acerca del bien y del mal y de lo noble y lo vil. Es suficiente con recordar al lector lo que am bos pensadores señalan respecto del orden jerárquico de Esparta y Atenas. Sin embargo, existe esta diferencia entre ellos: mientras que Platón plantea y responde la pregunta acerca del m ejor régimen en sí, Tucídides responde sólo a la pregunta acerca del m ejor régimen que tuvo Atenas en su existencia (vm 97.2); pero aquí otra vez evidentemente es necesario ir más allá de Tucídides hacia los filósofos que dis­ cuten el tema del m ejor régimen en sí. Todo esto equivale a decir que el pensamiento de Tucídides es inferior al pensamiento de Platón. ¿O pudo Tucídides haber tenido un motivo positivo para interrum pir su ascenso antes que Platón? Se deben com parar cosas comparables. Tucídides no escri­ b ió diálogos socráticos y Platón no escribió un relato de la guerra contem poránea. Pero en el libro tercero de las Leyes Platón esbozó el desarrollo desde la barbarie de los orígenes hasta el siglo en que nacieron él y Tucídides, y este esbozo es com parable a la arqueología de Tucídides. D e hecho, aparte

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del M enéxeno, que pide ser comparado con la Oración Fúne­ bre, este esbozo es la única parte de las obras de Platón que se presta a una confrontación directa e instructiva con una parte de la obra de Tucídides. Com o deberíamos m encionar incluso en el más somero comentario, ambas arqueologías también tie­ nen en común que no hieren los sentimientos espartanos. Hare­ mos hincapié en un solo punto. Platón explica cóm o el buen régimen ateniense que imperó en los tiempos de la guerra persa, el régimen ancestral, se transformó en la democracia extremista de su época. Atribuye este cam bio a la ignorancia voluntaria de la ley ancestral respecto de la música y el teatro: al reempla­ zar a los mejores y los más sabios por el público en general como jueces de las canciones y las obras dramáticas, Atenas entró en decadencia.98 Poco después, sostiene que no fue la victoria naval de Salamina sino las victorias terrestres de M aratón y Platea las que salvaron a Grecia.99 Estos juicios se contraponen por completo con las ideas de Tucídides. Sobre la base de Tucídides, más bien deberíamos afirm ar que los atenienses no tenían otra opción que librar la batalla de Salamina y, com o una cosa con ­ duce a otra, fueron obligados a construir la flota más pode­ rosa; para la flota necesitaban a los atenienses más pobres com o remeros; por lo tanto, fueron compelidos a darles a los pobres en Atenas un estatus mucho mayor del que habían tenido hasta entonces: Atenas fue compelida a convertirse en una democra­ cia; la democratización de Atenas no fue, com o Platón desea que creamos, un acto de locura voluntaria o una elección, sino una necesidad. En términos generales, parecería que Platón, en con­ traposición con Tucídides, deja poco espacio para la fatalidad, que es distinta de la elección. Sin embargo, no hay una diferen­

98 Leyes 69889 y ss., 70085-70104. 99 Ibid. 707*5-07.

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cia fundam ental al respecto entre am bos pensadores. En el mismo contexto al que se hace referencia, Platón afirma que es el azar, más que la sabiduría o la locura humanas, el que esta­ blece regímenes o el que legisla. En otras palabras, el hombre es una suerte de juguete de los dioses.100 En efecto, Platón agrega que dentro de límites muy estrechos los hombres pueden ele­ gir entre distintos regím enes. Pero Tucídides no niega esto. Por lo tanto, no puede negar que sea necesario plantear la pre­ gunta por el m ejor régimen. Se puede afirmar que esta pregunta recibe una respuesta explícita de oradores de Tucídides tales com o Atenágoras y Pericles, pero que sin duda Tucídides no la plantea de forma explícita. Tucídides prefiere una com binación de la oligarquía y la dem ocracia a am bas form as puras, pero no está claro si preferiría esta com binación de forma incondi­ cional a una tiranía inteligente y virtuosa; parece dudar de si un régimen superior a estos dos - la aristocracia en el sentido de Platón y de A ristóteles- sería posible. Sin duda, nunca se refiere en su nom bre a una ciudad virtuosa, mientras que se refiere a individuos virtuosos. Parece haber, según él, algo en la natura­ leza de la ciudad que le impide ascender a la altura a la que puede ascender un hom bre. Cuando Tucídides m enciona en el libro prim ero las causas o justificaciones de la guerra del Peloponeso, hace hincapié en tres de ellas: el tem or de los espartanos al poder creciente de Atenas, la ruptura del tratado y la contam inación producida en la época de Cilón. No se refiere allí con el m ismo énfasis a una cuarta causa o justificación que parecería ser la más noble: la liberación de las ciudades griegas de la tiranía ateniense. Esta causa se basa en la premisa de que, de acuerdo con la justicia, toda ciudad es independiente o es un m iem bro que posee las 100

íbid. 709a!-j; cf. 6+4d7-C4 y 80304-5.

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mismas condiciones que el todo compuesto por todas las ciu­ dades griegas, más allá de que sea grande o pequeña, fuerte o débil, rica o pobre. Com o consecuencia, hay un bien común a todas las ciudades griegas que debería limitar las am biciones de cada una. La autosuficiencia de la ciudad tal com o la presupo­ nen Platón y Aristóteles excluye la dependencia de la ciudad a una tal sociedad de ciudades, o al hecho de que esencialmente sea un m iembro de ésta. Aristóteles llega a visualizar una ciu­ dad perfectam ente buena que no posee en absoluto “relacio­ nes exteriores”.101 Se puede decir que la lección de la obra de Tucídides com o un todo es que el orden de las ciudades presu­ puesto en las proclamas espartanas más nobles es absolutamente imposible, dado el poder desigual de las diferentes ciudades que inevitablemente conduce a que las más poderosas no puedan evitar ser hegemónicas o incluso imperiales. Pero esta enseñanza también vuelve cuestionable el supuesto de la filosofía política clásica; excluye el tipo de autosuficiencia de la ciudad que pre­ supone la filosofía política clásica. La ciudad no es autosuficiente ni es en lo esencial una parte de un orden bueno o justo compuesto por muchas o todas las ciudades. La falta de orden que necesariamente caracteriza a la “sociedad” de las ciudades o, en otras palabras, la om nipresencia de la G uerra pone un límite mucho más bajo a la aspiración más alta de cualquier ciu­ dad hacia la justicia y la virtud que lo que podría haber admi­ tido la filosofía política clásica. La mayoría de los discursos y todos los debates presentes en la obra de Tucídides se ocupan de la política exterior, aquello que una ciudad o un grupo de ciudades dadas hacen en rela­ ción con otra ciudad o grupo de ciudades. Pero el tema de los debates es lo que ocupa un prim er plano o es lo principal para 1 0 1 Política ii2$biy¡2.

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el ciudadano. Ya que para la ciudad que no está al borde de la guerra civil o en medio de ésta, las cuestiones más im portan­ tes conciernen a sus relaciones con otras ciudades. No sin razón Tucídides hace que Diódoto llame a la libertad (esto es, a la liber­ tad de la dom inación extranjera) y al im perio “las cosas más grandes” (m 45.6). En térm inos generales, incluso los hombres más bajos prefieren estar sujetos a hombres de su propio pue­ blo que a extranjeros. Si esto es así, la política exterior es en primer lugar “para nosotros”, aunque es posible que no sea lo principal “en sí” o “por naturaleza”. Tucídides no asciende a las alturas de la filosofía política clásica porque está más interesado que la filosofía política clásica por lo que es “primero para noso­ tros”, distinto de lo que es “prim ero por naturaleza”. La filoso­ fía es el ascenso desde lo que es prim ero para nosotros a lo que es prim ero por naturaleza. Este ascenso exige que lo que es primero para nosotros sea entendido tan adecuadamente com o sea posible tal com o se presenta antes del ascenso. En otras pala­ bras, la comprensión política o la ciencia política no puede par­ tir de la ciudad com o Caverna sino que debe empezar por enten­ der la ciudad com o un m undo, com o lo superior en el mundo; debe partir del hombre completamente inmerso en la vida polí­ tica: “la guerra presente es la guerra más grande” La filosofía política clásica presupone la expresión de este com ienzo de la comprensión política, pero no lo exhibe com o lo hace Tucídi­ des de un m odo insuperable, o, m ejo r dicho, inigualable. La búsqueda de esta comprensión del “sentido común” de los asun­ tos políticos que primero nos condujo a la Política de Aristóte­ les, nos conduce finalmente a la Historia de la guerra del Pelo-

poneso de Tucídides. No obstante, la mayor parte del tiem po la ciudad está en paz. La mayor parte del tiem po, la ciudad no está expuesta en lo inmediato a las enseñanzas violentas de la Guerra, y a com pul-

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siones no buscadas, y por lo tanto los habitantes de la ciudad tienen pensamientos más amables que cuando están en guerra (in 82.2). De ahí que la mayor parte del tiem po se entreguen a la adm iración de la antigüedad, de lo ancestral, más que a la inmersión en el presente (121.2). Al no estar inducidos a tom ar rum bos violentos, elogian e incluso practican la m oderación y la obediencia a la ley divina. Ni para los filósofos clásicos102 ni para Tucídides la preocupación por lo divino es la preocupa­ ción principal de la ciudad, pero el hecho de qué sea lo princi­ pal “para nosotros”, desde el punto de vista de la ciudad, lo demuestra con más claridad Tucídides que los filósofos. Alcanza con recordar lo que Tucídides nos dice acerca de los oráculos, los terrem otos y los eclipses, los actos y los padecimientos de Nicias, los reparos de los espartanos, el caso de Cilón, el perío­ do que siguió a la batalla de Delio, y la purificación de Délos -e n resumidas cuentas, todas estas cosas que para el historia­ dor científico m oderno son irrelevantes, o que lo irritan, y a las que la filosofía política clásica apenas alude porque, para ésta, su interés por lo divino se volvió idéntico a la filosofía-. Nos resultaría muy difícil hacer justicia a este lado oscuro o rem oto de la ciudad de no ser por la obra de hom bres com o Fustel de Coulanges, que nos ha hecho entender la ciudad como ésta se entiende a sí misma, que es distinto del m odo en que fiie exhibida por la filosofía política clásica: la ciudad sagrada, en contraposición a la ciudad natural. Nuestra gratitud no dis­ minuye por el hecho de que Fustel de Coulanges, sus ilustres predecesores, Hegel ante todo, y sus num erosos sucesores no hayan prestado suficiente atención al concepto filosófico de la ciudad expuesto por la filosofía política clásica. Ya que lo “pri­ mero para nosotros” no es la com prensión filosófica de la ciu­ 102 Cf. Política 1328b!1-12.

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dad sino la com prensión inherente a la ciudad com o tal, a la ciudad prefilosófica, por la cual la ciudad se ve a sí misma sujeta y supeditada a lo divino en la interpretación corrien te de lo divino o por la cual eleva su mirada hacia lo divino. Sólo comen­ zando desde este punto estaremos expuestos al impacto pleno de la pregunta de una im portancia fundamental, coetánea de la filosofía aunque los filósofos no la pronuncien con frecuen­ cia: la pregunta quid sit deus.

índice de nombres

Anaxágoras, 48,232,312. Aristófanes, 51 n., 95,218,303. Aristóteles, 27-78,79,80,81 n., 97 n., 114 n., 115,118 n., 127,137,161,166, 173, 178,183, 201, 205-206,207,211, 232,244,271 n., 272 n., 281 n., 335, 337. 338. Agustín, 54 n. Averroes, 45 n., 46 n. Burckhardt, lakob, 56 n. Burke, 55 n. Bumct, John, 81 n. Cervantes, 228. Cicerón, 27-28,34,41 n., 47 n., 48 n., 59 n., 104 n., 110 n., 133 n., 199,228 n. Classen-Steup, 221 n. Coulanges, Fustel de, 340. Demóstenes, 278 n. Engels, 66 n. Esquilo, 131 y n. estoicos, 47. Eurípides, 231 n. Fichte, 66 n.

Gomme, A. W., 221 n., 240 n., 247 n., 249 n., 258 n., 297 n., 317 n., 329, 334 n. Gorgias, 41. Hegel, 55 n., 66 n., 340. Helánico, 260. Heráclito, 40 n. Heródoto, 57,206,260. Hesfodo, 187-188,190,334 n. Hipérides, 278 n. Hipodamo, 33-42. Hobbes, 71 n., 132,207-209,311. Homero. 83,179,193.227-228,237,261 n-, 310,333-334Isaías, 272 n. Isócrates, 33 n„ 39 n., 223. Jenofonte, 28 n., 36 n„ 41 y n„ 51 n., 75 n-, 83-84,87-88,89,94 y n., 97 n., 99,110 n., 114 n., 255 n„ 271 n„ 322 n. Kant, 132-133,185 n. Leibniz, 64 n. Lipsio, Justo, 208. Lisias, 97 y n., 278 n.

344 l

la ciu d ad r a hombre

Locke, 71 n. Lucrecio, 218 n. Maquiavelo, 32,41,48,283 n. Marcelino, Atniano, 208. Marx, 66 n., 192. Moro, Tomás, 94. Nietzsche, 70,196. Parménides, 250 n. Pascal, 34. Pfndaro, 41,272 n. Platón, 28,33 n„ 34 y n„ 37,38,41.43 n., 45. 47. 50, 5» n., 54.55 n., 59 n., 60,64,67 n., 78,79-200, 201-204,

207.211,223 n- 248 n., 278 n., 286 n., 303 n., 321.332 n., 335-338. Plutarco, 221 n., 232 n. Protágoras, 232. Reinhardt, Karl, 210 n. Rousseau, 48,6;, 151 n. Shakespeare, 79,91. Simónides, 106. Sófocles, 42 n., 142 n„ 312. Spengler, 10-u. Spinoza, 30 n„ 71 n .' Tomás de Aquino, 39 n., 45 n., 49 n., 56,63,78 n., 104 n. Tucidides, 191 n., 201-340.

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