Lecciones de Vida-Elizabeth Kubler

March 19, 2018 | Author: Karla López López Lizardi | Category: Happiness & Self-Help, Love, Truth, Death, Knowledge
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LECCIONES DE VIDA.

Lecciones de amor, de coraje, de sinceridad... Ahora es el momento de aprenderlas

Elisabeth Kübler-Ross. (autora de La rueda de la vida) y David Kessler.

LECCIONES DE VIDA.

Elisabeth Kübler-Ross y David Kessler

Barcelona : Javier Vergara, 2002 ISBN 84-666-0969-5

¿Es así como quiero que sea mi vida?

Todos nos hacemos esta pregunta en algún momento. La tragedia no es que la vida sea corta, sino que a menudo comprendemos demasiado tarde lo que es realmente importante. En Lecciones de vida, la autora que nos enseñó a ver la muerte de una forma más natural se une a David Kessler para conducirnos a través de las lecciones prácticas y espirituales que debemos aprender para vivir la vida en su máxima plenitud. Tras muchos años de trabajo con enfermos terminales, los autores han comprobado que ciertas lecciones se repiten una y otra vez. Algunas de ellas pueden ser difíciles de aprender, pero el simple intento de comprenderlas es profundamente gratificante. En este libro, desde la lección del amor hasta la lección de la felicidad, los autores nos revelan con sencillez y hondura la verdad acerca de nuestros temores, nuestras ilusiones, nuestras relaciones y, sobre todo, nos invitan a apreciar todos y cada uno de los momentos de la vida.

I «Todos tenemos lecciones que aprender durante este período que llamamos ”vida”, y esto se advierte sobre todo cuando uno trabaja con moribundos. Los que están a punto de morir aprenden mucho al final de su vida, en general cuando ya es demasiado tarde para aplicarlo. Después de irme a vivir a Arizona, el Día de la Madre de 1995 sufrí una apoplejía que me dejó paralizada. Pasé varios años al borde de la muerte. Algunas veces pensaba que me quedaban semanas de vida. Estaba preparada para morir y en ocasiones casi me sentía decepcionada al ver que la muerte no llegaba. Pero no he muerto, porque todavía sigo aprendiendo lecciones de vida, mis últimas lecciones: las verdades fundamentales y los secretos de la existencia misma. Quería escribir un libro más, pero no sobre la muerte y los moribundos, sino sobre la vida y los vivos.» Elisabeth Kübler-Ross.

AGRADECIMIENTOS.

A Joseph, que hizo posible que escribiera otro libro. A Ana, que se ocupa de mi casa para que pueda vivir en ella en lugar de ir a una residencia. Y a mis hijos, Bárbara y Kenneth, por ayudarme a continuar.

Elisabeth.

Ante todo quiero expresar mi más profundo agradecimiento a Elisabeth por el privilegio de escribir este libro con ella. Tu sabiduría, autenticidad y amistad han convertido esta labor en una experiencia única. Gracias también a Al Lowman, de Authors and Artists, por creer en la importancia de esta obra. Tu guía, apoyo y amistad han constituido auténticos regalos en mi vida. Asimismo, quiero expresar mi agradecimiento a Caroline Sutton, de Simon & Schuster, por su inspiración, su atención y su magistral revisión. Gracias también a Elaine Chaisson, doctora en filosofía; a B. G. Dilworth, a Barry Fox, a Linda Hewitt, a Christopher Landon, a Marianne Williamson, a Charlotte Patton, a Berry Perkins, a Teri Ritter, enfermera; a Jaye Taylor, aJamesThommes, medico, y a Steve Uribe, terapeuta matrimonial y familiar. Todos ellos han contribuido, de una manera especial, a la realización de esta obra.

David.

MENSAJE DE ELISABETH.

Todos tenemos lecciones que aprender durante esta época que llamamos vida. Esto resulta especialmente evidente cuando se trabaja con moribundos: ellos aprenden muchas cosas al final de su vida, en general cuando ya es demasiado tarde para ponerlas en práctica. Después de trasladarme al desierto de Arizona, en 1995, el día de la Madre sufrí un ataque de apoplejía que me provocó una parálisis. Durante los años siguientes estuve a las puertas de la muerte. En ocasiones tenía la sensación de que moriría al cabo de unas semanas. Y muchas veces me sentí decepcionada de que no fuera así, porque sentía que estaba preparada. Pero no he muerto porque todavía estoy aprendiendo las lecciones de la vida, mis últimas lecciones: las verdades fundamentales de nuestras vidas, los secretos de la vida misma. Quise escribir un libro más, pero no sobre la muerte y los moribundos, sino sobre la vida y el proceso de vivir. Todos tenemos un Gandhi y un Hitler en nuestro interior. Digo esto de un modo simbólico. Con Gandhi me refiero a lo mejor que hay en nosotros, a nuestra parte más compasiva, mientras que Hitler representa lo peor que hay en nuestro interior, lo negativo y la mezquindad. Las lecciones de la vida suponen trabajar nuestros aspectos mezquinos y despojarnos de nuestra negatividad para encontrar lo mejor que hay en nosotros y en los demás. Estas lecciones son las pruebas de la vida, y nos convierten en lo que somos. Estamos aquí para sanarnos los unos a los otros y también a nosotros mismos. Y no me refiero a la sanación del cuerpo físico, sino a una sanación mucho más profunda, a la sanación de nuestro espíritu, de nuestra alma. Cuando hablamos de aprender nuestras lecciones, nos referimos a resolver los asuntos pendientes. Y esto no tiene que ver con la muerte, sino con la vida. Nos remite a las cuestiones más importantes que tenemos que resolver. Por ejemplo, debemos plantearnos si, además de ganarnos bien la vida, hemos dedicado tiempo a vivir de

verdad. Muchas personas han existido pero en realidad no han vivido, y han empleado enormes cantidades de energía en mantener ocultos sus asuntos pendientes. Los asuntos pendientes son la cuestión más importante en la vida de cada uno y, por lo tanto, son el aspecto primordial al que nos enfrentamos cuando nos encontramos con la muerte. La mayoría de nosotros morimos con una gran cantidad de asuntos pendientes, y otros muchos al menos con unos cuantos. Hay tantas lecciones que aprender en la vida que resulta imposible hacerlo durante una sola existencia. Pero cuantas más aprendamos, más cuestiones resolveremos, y podremos vivir la vida con más intensidad, una vida realmente plena. Entonces, muramos cuando muramos, podremos exclamar: «¡Dios mío, he vivido!»

MENSAJE DE DAVID.

He pasado mucho tiempo con personas que estaban al borde de la muerte. Esta labor ha sido para mí muy enriquecedora y plena. Gran parte de mi crecimiento psicológico, emocional y espiritual se debe a mi trabajo con los moribundos. Estoy profundamente agradecido a aquellos con quienes he trabajado y que tanto me han enseñado, pero mis lecciones no empezaron con ellos, sino hace muchos años, con la muerte de mi madre, y siguen en la actualidad, con cada persona amada que pierdo. Durante los últimos años me he preparado para decir adiós a una maestra, consejera y una queridísima amiga, Elisabeth. He pasado mucho tiempo con ella recibiendo las lecciones finales. Ella, que me había enseñado tanto sobre mi trabajo con los moribundos, se enfrentaba ahora a su propia muerte. Me hizo partícipe de sus sentimientos (enfado la mayor parte del tiempo) y su visión de la vida. Elisabeth estaba terminando su último libro, La rueda de la vida, y yo estaba escribiendo el primero, Las necesidades de los moribundos. Incluso durante esa época de prueba en su vida, Elisabeth me ayudó muchísimo y me aconsejó sobre el proceso de edición, mis pacientes y sobre la vida misma. En muchas ocasiones me resultó muy difícil abandonar su casa. Nos despedíamos convencidos de que sería la última vez que nos veríamos y yo me alejaba bañado en lágrimas. Es tan duro perder a alguien que ha significado tanto en tu vida...pero ella decía que estaba preparada. Sin embargo, Elisabeth no murió, sino que mejoró ligeramente. No había acabado con la vida y ésta no había acabado con ella. En tiempos muy lejanos, las comunidades se reunían en ciertos lugares donde los niños y los adultos escuchaban a los ancianos y las ancianas relatar historias de la vida, de sus retos y de las lecciones que se aprenden a las puertas de la muerte. La gente sabía que, en ocasiones, las lecciones más relevantes se encuentran en las situaciones de mayor sufrimiento. Y también sabían que para los moribundos, y también para los vivos, era importante que esas lecciones se transmitieran. Eso es lo que yo deseo, transmitir algunas de las lecciones que he aprendido. Al hacerlo me aseguro de que lo mejor de aquellos que han fallecido les sobrevivirá. Durante el largo, y a veces extraño, viaje que llamamos vida, encontramos muchas cosas, pero, sobre todo, nos encontramos a nosotros mismos. Descubrimos quiénes somos en realidad y qué es lo más importante para nosotros. De los momentos buenos y malos, aprendemos qué son realmente el amor y las relaciones, y en ellos hallamos el valor para superar los enfados, las lágrimas y los miedos. En el misterio que entraña

todo esto, disponemos de todo lo que necesitamos para que la vida funcione, para encontrar la felicidad y para conseguir no vidas perfectas ni cuentos de hadas, sino vidas auténticas que llenen nuestros corazones de significado. Tuve el privilegio de pasar cierto tiempo con la madre Teresa unos meses antes de que falleciera. Me dijo que su labor más importante era la que realizaba con los moribundos, pues para ella la vida era algo muy valioso. «La vida es un logro -me dijo-, y morir es el final de ese logró.» La mayoría de nosotros no sólo consideramos que la muerte no es un logro, sino que tampoco creemos que nuestras vidas lo sean. Y, sin embargo, lo son. Los moribundos siempre han sido maestros de grandes lecciones, porque cuando nos encontramos al borde de la muerte vemos la vida con más claridad. Al compartir sus lecciones con nosotros, los moribundos nos enseñan el valor de la vida misma. En ellos descubrimos al héroe, esa parte que trasciende todas nuestras experiencias y nos transporta a todo lo que somos capaces de hacer y ser; a no estar sólo vivos, sino a sentirnos vivos. .



NOTA PARA EL LECTOR.

Este libro es el resultado de una estrecha colaboración entre Elisabeth Kübler-Ross y David Kessler. Los casos relatados y las experiencias personales proceden de sus conferencias, seminarios y conversaciones con los pacientes y sus familiares. Algunos casos corresponden a David; otros, a Elisabeth, y otros a ambos. Para mayor claridad utilizamos el pronombre «nosotros» a lo largo de todo el libro excepto en los casos y las experiencias personales, que van precedidos por sus iniciales respectivas: EKR y DK.



LA LECCIÓN DE LA AUTENTICIDAD.

Stephanie, una mujer de cuarenta y pocos años, compartió esta historia durante una conferencia: «Un viernes por la tarde, hace unos cuantos años, me dirigía de Los Angeles a Palm Springs. No era el mejor momento para circular por aquella autovía de Los Angeles, pero estaba ansiosa por llegar al desierto y pasar un fin de semana relajado con unos amigos. »A las afueras de la ciudad, los coches que iban delante de mí se detuvieron. Yo también paré el mío detrás de una larga hilera de vehículos, miré por el retrovisor y vi que el coche que me seguía no aminoraba la marcha sino que se acercaba al mío a una velocidad enorme. Comprendí que el conductor estaba distraído e iba a chocar conmigo con mucha fuerza. También me percaté de que, debido a su velocidad y a que , mi coche estaba parado a pocos centímetros del de delante, me encontraba en un grave peligro. En aquel momento fui consciente de que podía morir. »Me miré las manos, que sujetaban con rigidez el volante. No las había agarrotado de una forma consciente: ése era mi estado natural y así era como vivía la vida. Decidí que no quería vivir, ni tampoco morir, de aquella manera. Cerré los ojos, inspiré y dejé caer los brazos a los lados. Me dejé ir. Me rendí a la vida y a la muerte. Entonces el otro coche chocó violentamente contra el mío. »Cuando la sacudida y el ruido cesaron, abrí los ojos. Estaba ilesa. El coche que tenía delante estaba destrozado, el de detrás también, y el mío estaba comprimido como un acordeón. »La policía me dijo que tuve suerte de estar relajada, porque la tensión muscular aumenta la probabilidad de sufrir lesiones graves. Al marcharme de allí sentí que había recibido un regalo, que no consistía sólo en salir ilesa del accidente, sino en algo mucho más valioso: había visto el modo en que vivía la vida y se me había concedido la oportunidad de cambiar. Hasta entonces me aferraba a la vida con el puño apretado, pero me di cuenta de que podía sostenerla con la mano abierta, como a una pluma que reposara en la palma de mi mano. Comprendí que si podía relajarme hasta el punto de liberarme del miedo a la muerte, también podía, a partir de entonces, disfrutar de la vida con plenitud. En aquel instante me sentí más conectada conmigo misma de lo que lo había estado nunca.» Como muchos otros que se encuentran al borde de la muerte, Stephanie aprendió una lección, no sobre la muerte, sino sobre la vida y cómo vivir. Todos sabemos que en lo más hondo de nuestro interior hay alguien que es quien estamos destinados a ser. En general nos damos cuenta de cuándo nos estamos convirtiendo en esa persona y también de lo contrario, pues todos sabemos cuándo las cosas no van bien y no somos la persona que deberíamos ser. De un modo consciente o inconsciente, todos buscamos respuestas e intentamos aprender las lecciones de la vida. Luchamos contra el miedo y el sentimiento de culpabilidad y buscamos el sentido de la vida, el amor y el poder. Intentamos comprender el miedo, la pérdida y el tiempo y descubrir quiénes somos y cómo podemos ser realmente felices. A veces buscamos estas cosas en el rostro de nuestros seres queridos, la religión, Dios o en otros lugares. Sin embargo, con demasiada frecuencia las buscamos en el dinero, la posición social, el trabajo «perfecto» o en cosas

parecidas, y al final descubrimos que no sólo no hallamos el significado que buscábamos, sino que encima nos hacen desgraciados. Si seguimos esos falsos caminos sin un conocimiento profundo de su significado, nos sentiremos inevitablemente vacíos y creeremos que la vida tiene poco o ningún sentido y que el amor y la felicidad no son más que ilusiones. Algunas personas encuentran el sentido de la vida en el estudio, la cultura o la creatividad. Otras lo descubren cuando se encuentran cara a cara con la infelicidad o incluso con la muerte. Quizá los médicos les han dicho que padecen cáncer o que les quedan sólo seis meses de vida. Quizás han visto a un ser amado luchar por su vida o se han visto amenazadas por terremotos u otras catástrofes. Esas personas se hallaban en una situación límite, pero también en el umbral de una nueva vida. Si miraron directamente a los ojos del monstruo y se enfrentaron con la muerte sin rodeos, de una forma completa y sincera; si se rindieron ante ella, su visión de la vida cambió para siempre porque aprendieron una lección de la vida. Esas personas tuvieron que decidir, en la oscuridad de su desesperación, qué querían hacer con el resto de su existencia. Muchas de estas lecciones no son agradables de aprender, pero todos los que las han recibido opinan que enriquecen la textura de la vida. De modo que ¿por qué esperar al final de nuestra existencia para aprender las lecciones que podemos asimilar ahora? ¿Cuáles son esas lecciones que la vida nos pide que aprendamos? Cuando se trabaja con los vivos y los moribundos, resulta evidente que la mayoría de nosotros nos enfrentamos a las mismas lecciones: la lección del miedo, de la culpabilidad, del enfado, del perdón, de la rendición, del tiempo, de la paciencia, del amor, de las relaciones, del juego, de la pérdida, del poder, de la autenticidad y de la felicidad. Aprender lecciones se parece un poco a alcanzar la madurez. Uno no se siente de repente más feliz, rico o poderoso, pero comprende mejor el mundo que lo rodea y se siente en paz consigo mismo. Aprender las lecciones de la vida no consiste en hacer que nuestra vida sea perfecta, sino en ver la vida como es. Como dijo un hombre: «Ahora me maravillo de las imperfecciones de la vida.» Venimos a este mundo para aprender nuestras propias lecciones. Nadie puede decirnos cuáles son, y descubrirlas forma parte de nuestro viaje personal. Durante este viaje se nos ofrecen muchas o sólo unas pocas de las cosas que tenemos que resolver, pero nunca más de las que podemos asumir. Alguien que necesite aprender sobre el amor quizá se case muchas veces o ninguna. Y alguien que tenga que superar la lección del dinero quizá no tenga nada o tanto que no pueda ni contarlo. En este libro hablaremos de la vida y de vivir y descubriremos cómo se ve la vida a las puertas de la muerte. Aprenderemos que no estamos solos, sino que todos estamos conectados; descubriremos cómo crece el amor y cómo nos enriquecen las relaciones. Esperamos rectificar la percepción de que somos débiles, y nos daremos cuenta de que no sólo tenemos poder, sino que en nuestro interior está todo el poder del universo. Aprenderemos la verdad sobre nuestras ilusiones, la felicidad y la grandeza de quiénes somos realmente. También aprenderemos que se nos ha dado todo lo que necesitamos para que nuestras vidas funcionen de maravilla. Cuando las personas con las que hemos trabajado se enfrentaron a la pérdida de un ser querido, se dieron cuenta de que el amor era lo único que importaba. En realidad, el amor es la única cosa que podemos poseer, guardar y llevar siempre con nosotros.

Aquellas personas dejaron de buscar la felicidad en el exterior, y aprendieron a encontrar la riqueza y el sentido en lo que son y en las cosas que tienen; aprendieron a profundizar en las posibilidades que tienen a su alcance. En resumen, echaron abajo los muros que las protegían de la plenitud de la vida. Ahora esas personas ya no viven para el mañana, a la espera de un ascenso, las vacaciones o de buenas noticias del trabajo o la familia, sino que han encontrado la riqueza en el presente porque han aprendido a escuchar a su corazón.

La vida nos ofrece lecciones, verdades universales que nos enseñan los aspectos básicos del amor, el miedo, el tiempo, el poder, la pérdida, la felicidad, las relaciones y la autenticidad. Si hoy no somos felices no es debido a las complejidades de la vida, sino a que echamos de menos su sencillez fundamental. El verdadero reto consiste en encontrar en esas lecciones su puro significado. Muchos de nosotros creemos que sabemos algo sobre el amor, pero en realidad no nos llena porque no es amor de verdad, sino una sombra oscurecida por el miedo, las inseguridades y las expectativas. Estamos todos juntos en el mundo, pero nos sentimos solos, desamparados y avergonzados. Cuando nos enfrentamos a lo peor que puede ocurrir en una situación, crecemos. Cuando las circunstancias están en su peor momento, sacamos lo mejor de nosotros mismos. Y cuando encontramos el significado verdadero de esas lecciones, descubrimos vidas felices y significativas. No perfectas, pero sí auténticas, porque viviremos la vida en profundidad. Quizá la lección primera y menos obvia sea ésta: ¿Quién aprende esas lecciones? ¿Quién soy yo? A lo largo de la vida nos formulamos, una y otra vez, estas preguntas. Estamos seguros de que, entre el nacimiento y la muerte se produce una experiencia que llamamos vida. Pero ¿somos la experiencia o el experimentador? ¿Somos nuestro cuerpo, nuestros defectos, la enfermedad que padecemos? ¿Somos una madre, un banquero, una oficinista o un hincha deportivo? ¿Somos un producto de nuestra educación? ¿Podemos cambiar y ser todavía nosotros mismos o estamos esculpidos en piedra? Lo cierto es que no somos ninguna de estas cosas. Sin duda, tenemos defectos, pero no somos nuestros defectos. Puede que padezcamos una enfermedad, pero no somos ese diagnóstico. Quizá seamos ricos, pero no somos nuestra solvencia. Y tampoco somos nuestro curriculum vítae, nuestro barrio, nuestras calificaciones, nuestros errores, nuestro cuerpo, los papeles que desempeñamos ni nuestros títulos. Hay una parte de nosotros que es indefinible e invariable; una parte que no se pierde ni cambia con la edad, la enfermedad o las circunstancias. Existe una autenticidad con la que nacemos, vivimos y morimos. Somos sencilla, maravillosa y plenamente nosotros. Cuando observamos a las personas que luchan y afrontan una enfermedad, nos damos cuenta de que para averiguar quiénes somos tenemos que despojarnos de todo lo que no somos realmente. Cuando observamos a los moribundos, ya no vemos esos defectos, errores o enfermedades a los que antes prestábamos atención. Los vemos sólo a ellos, porque al final de la vida son más auténticos, más sinceros y más ellos mismos, como los niños. Pero ¿acaso sólo podemos ver quiénes somos en realidad al principio y al final de nuestra vida? ¿Acaso sólo las circunstancias extremas revelan las verdades comunes y,

fuera de esos momentos, somos ciegos a nuestro ser genuino? Ésta es la lección clave de la vida: descubrir nuestro ser auténtico y hallar la autenticidad en los demás. En una ocasión, alguien preguntó a Miguel Ángel, el gran artista del Renacimiento, cómo creaba esculturas como, por ejemplo, la Pieta o el David. Él respondió que simplemente imaginaba la estatua en el interior del bloque de mármol y eliminaba lo que sobraba hasta revelar lo que siempre había estado allí. Aquellas maravillosas estatuas, ya creadas y presentes desde siempre, sólo esperaban a ser reveladas. Lo mismo ocurre con la gran persona que aguarda en nuestro interior para salir a la luz. Todos tenemos la semilla de la grandeza. Las grandes personas no poseen algo de lo que los demás carezcamos; sencillamente, se han despojado de muchas de las cosas que se interponían en el camino de su mejor forma de ser.

Por desgracia, nuestros dones innatos se encuentran con frecuencia ocultos bajo las capas de las máscaras y los roles que hemos asumido. Roles como los de padre o madre, trabajadores, pilares de la comunidad, cínicos, entrenadores, inadaptados, animadores, buenas personas, rebeldes o hijos amorosos que cuidan a su padre enfermo, que pueden convertirse en rocas que cubren nuestro verdadero ser. Algunas veces, los roles nos son impuestos: «Espero que estudies mucho y llegues a ser médico», «Compórtate como una dama», «Si espera usted progresar en esta empresa, tendrá que ser eficiente y diligente». En otras ocasiones asumimos ciertos roles con entusiasmo porque son, o nos lo parecen, útiles, edificantes o lucrativos: «Mamá siempre lo hacía así, o sea que debe de ser una buena idea», «Todos los guías de los Boy Scouts son nobles y sacrificados, así que yo también lo seré», «En el colegio no tengo amigos, pero los chicos populares practican el surf, de modo que yo también lo practicaré». A veces adoptamos roles nuevos de forma consciente o inconsciente, cuando las circunstancias cambian y nos vemos perjudicados por el resultado. Supongamos por ejemplo que una pareja dice: «Todo era maravilloso antes de casarnos. Cuando lo hicimos, nuestra relación dejó de funcionar.» Al principio, los miembros de esta pareja eran simplemente ellos mismos, pero cuando se casaron adoptaron los roles que les habían enseñado. Intentaron ser un esposo y una esposa. En algún lugar del subconsciente tenían una idea de cómo debían ser un esposo y una esposa y actuaron conforme a esa idea en lugar de ser ellos mismos y descubrir qué clase de cónyuge querían ser. O, como un hombre explicó: «Yo era bueno en mi papel de tío, pero me siento decepcionado por mi actuación como padre.» Como tío, se relacionaba con sus sobrinos desde el corazón, pero cuando se convirtió en padre, creyó que tenía un rol específico que asumir. Sin embargo, ese rol se interpuso en su camino de ser él mismo de una forma auténtica.

EKR.

No siempre resulta fácil descubrir quiénes somos en realidad. Como muchas personas sabrán, mis hermanas y yo somos trillizas. Cuando era pequeña, a los trillizos se los vestía igual, se les compraban los mismos juguetes, realizaban las mismas actividades, etcétera. La gente incluso los trataba no como a individuos, sino como a un grupo. En el

colegio no importaba lo buenas estudiantes que fuéramos. Pronto aprendí que, me esforzara o no, las tres siempre conseguíamos un simple aprobado. Quizás una de nosotras había obtenido un sobresaliente y otra un suspenso, pero los profesores siempre nos confundían, de modo que era más seguro aprobarnos a las tres. A veces, cuando me sentaba en las rodillas de mi padre, sabía que él no estaba seguro de cuál de las tres era yo. ¿Pueden imaginarse lo que eso significa para la propia identidad? Ahora sí sabemos lo importante que es reconocer al individuo y sus diferencias respecto a los demás. Hoy en día, los nacimientos múltiples se han convertido en una rutina, pero los padres ya saben que no se debe vestir y tratar a todos los hijos del mismo modo. El hecho de ser trilliza influyó en mi búsqueda de la autenticidad. Siempre he intentado ser yo misma, incluso cuando serlo no era lo más popular. En mi opinión, nada justifica ser un farsante. A lo largo de la vida, y a medida que he aprendido a ser yo misma, he desarrollado la facultad de reconocer a las personas que también lo son. A esta facultad la llamo «oler a los demás». Para saber si alguien es auténtico o no, tienes que olerlo con todos los sentidos. He aprendido a oler a las personas en cuanto las conozco, y si huelen a auténticas les hago una señal para que se acerquen a mí; si no, les envío una señal para que se alejen. Cuando se trabaja con moribundos, se desarrolla un agudo sentido del olfato de lo auténtico. Ha habido épocas en que la falta de autenticidad no siempre me resultaba evidente; en otras ocasiones no he tenido ninguna duda. Por ejemplo, muchas personas quieren parecer agradables y me acompañan a las conferencias e incluso empujan mi silla de ruedas hasta la tarima, pero después muchas veces me cuesta encontrar ayuda para volver a casa. Me he dado cuenta de que estas personas me utilizan para inflar su ego. Si en realidad fueran agradables y no sólo interpretaran ese papel, se preocuparían de que regresara a casa sin problemas. La mayoría de nosotros adoptamos muchos roles a lo largo de nuestra vida. Hemos aprendido a cambiar de rol, pero con frecuencia no sabemos cómo actuar sin ellos. Los roles que asumimos, como los de cónyuges, padres, jefes, buenas personas, rebeldes, etcétera, no son necesariamente malos y nos proporcionan modelos útiles que podemos seguir en situaciones que nos resultan desconocidas. Nuestra labor consiste en distinguir los roles que actúan a nuestro favor de los que no lo hacen. Es como ir quitándole las distintas capas a una cebolla. Y como ocurre cuando pelamos una cebolla, puede provocarnos alguna lágrima. Por ejemplo, puede resultar doloroso reconocer la negatividad que hay en nosotros y encontrar las formas de exteriorizarla. Todos tenemos el potencial de ser desde un Gandhi a un Hitler. A la mayoría no nos gusta pensar que albergamos a un Hitler en nuestro interior, y no queremos ni oír hablar de ello. Sin embargo, todos tenemos un lado negativo o un potencial de negatividad y negarlo es lo más peligroso que podemos hacer. Resulta inquietante encontrarse con personas que niegan por completo el aspecto potencialmente oscuro de su ser. Algunas personas insisten en que no son capaces de tener pensamientos o realizar acciones negativos de verdad. Admitir que tenemos la capacidad de ser negativos resulta esencial. Una vez aceptado este hecho, podemos trabajarlo y liberarnos. Además, conforme aprendemos nuestras lecciones arrancamos capas de roles y vamos encontrando cosas de las que no nos sentimos orgullosos. Esto no significa que lo que somos, nuestra esencia, sea mala, sino que llevábamos una

máscara que no reconocíamos. Si en algún momento descubrimos que no somos personas superagradables, es hora de desprendernos de esa imagen y de ser quien realmente somos, porque ser agradable en todos los momentos de la vida es de farsantes. Muchas veces, el péndulo deberá oscilar hasta el otro extremo (y entonces nos convertimos en personas de mal genio) para que pueda volver al punto medio, donde descubrimos quiénes somos en realidad: alguien a quien la compasión convierte en agradable en lugar de una persona que da para obtener algo a cambio. Resulta todavía más difícil liberarse de los mecanismos de defensa que nos ayudaron a sobrevivir durante la infancia y que pueden actuar en nuestra contra cuando ya no los necesitamos. Una mujer aprendió, cuando era niña, a aislarse de su padre alcohólico. Sabía que cuando la situación la superaba lo mejor era alejarse y salir de la habitación. Ése era el único medio del que aquella niña de seis años disponía cuando su padre estaba borracho y gritaba. Esa forma de actuar la ayudó a sobrevivir durante una infancia difícil, pero ahora que es madre ese aislamiento es perjudicial para sus hijos. Debemos liberarnos de los recursos que ya no nos sirven. Debemos darles las gracias y dejarlos ir. En algunos casos sentiremos pena por aquella parte de nosotros que nunca llegará a ser. Aquella madre tuvo que llorar la pérdida de aquella infancia normal que nunca experimentó. A veces obtenemos muchas cosas con los roles que representamos, pero con frecuencia nos damos cuenta al llegar a la madurez de que tienen un coste. Además, a partir de cierto momento el coste resulta insoportablemente alto. Muchas personas no se dan cuenta, hasta bien entrada la edad adulta, de que han sido siempre los cuidadores y pacificadores de su familia. Cuando lo comprenden, se dan cuenta de que, en efecto, son buenas personas, pero que con su familia lo han sido de una forma exagerada. De una manera inconsciente asumieron la responsabilidad de que sus padres y hermanos fueran siempre felices: terminaban con todas las peleas, les prestaban dinero y les ayudaban a conseguir empleo. Llega un momento en que nos damos cuenta de que no somos el pesado rol que representamos, y dejamos de asumirlo. Seguimos siendo buenas personas, pero ya no nos sentimos obligados a procurar que todo el mundo sea feliz. Lo cierto es que algunas relaciones no funcionan. Los desacuerdos y las decepciones tienen que existir. Si nos sentimos responsables de la solución de todos los problemas, pagaremos un alto precio, porque esa labor es imposible de realizar. ¿De qué forma responderemos ante nuestro nuevo ser? - Quizá nos demos cuenta de que el rol que representábamos constituía una ardua tarea y que es estupendo no sentirse responsable de la felicidad de todo el mundo. - Quizá nos demos cuenta de que engañábamos a los demás y que los manipulábamos para que sintieran más aprecio por nosotros siendo agradables con ellos. - Quizá nos demos cuenta de que somos estupendos simplemente siendo nosotros mismos. - Quizá nos demos cuenta de que nuestras acciones pro, venían del miedo: miedo a no ser buenos, miedo a no ir al cielo, miedo a no gustar a los demás, -Quizá nos demos cuenta de que utilizábamos el rol para ganar premios, para ser amados y admirados por todo el mundo, y veamos que sólo somos humanos, como los demás. - Quizá nos demos cuenta de que es bueno para las otras personas tener problemas, pues ellas también están en el camino de descubrir quiénes son.

- Quizá nos demos cuenta de que les hacíamos débiles para sentirnos más fuertes. - Quizá nos demos cuenta de que nos fijábamos en sus problemas para evitar pensar en los nuestros. - La mayoría de nosotros no ha cometido actos delictivos; aun así todos tenemos que enfrentarnos a las partes más oscuras de nuestra personalidad. El blanco y el negro son evidentes, pero son las zonas grises, como los roles de buena persona, víctima, mártir o el aislamiento, las que, con frecuencia, escondemos y negamos. Estos roles son las zonas grises de nuestra parte oscura. No podemos enfrentarnos a la negatividad profunda si no admitimos que tenemos aspectos negativos. Si reconocemos todos nuestros sentimientos, podremos convertirnos en «yos» completos. Quizá lamentemos la pérdida de esos roles, pero nos sentiremos mejor porque seremos nosotros mismos de un modo más genuino. Nuestro ser es eterno, nunca ha cambiado ni lo hará. Nuestro ser es mucho más que nuestras circunstancias, ya sean magníficas o mediocres; no obstante, solemos definirnos en función de las circunstancias. Si tenemos un día estupendo (hace buen tiempo, la bolsa ha subido, el coche está limpio, los niños han sacado buenas notas y la cena y el espectáculo han sido agradables) sentimos que somos personas maravillosas. Si no es así, sentimos que no valemos nada. Nos movemos con la marea de los acontecimientos: algunos podemos controlarlos y otros no, pero nuestro ser es mucho más invariable que todo eso. Nuestro ser no puede definirse por los hechos de este mundo o nuestros roles. Eso son ilusiones, mitos que no nos hacen bien. Detrás de todas nuestras circunstancias, de todas nuestras situaciones, hay una gran persona. Descubrimos nuestra verdadera grandeza y esencia cuando nos liberamos de ese remedo de identidad y encontramos nuestro verdadero ser.

A menudo nos definimos en función de los demás. Si los otros están de mal humor, nos deprimimos; si ven que nos equivocamos, nos ponemos a la defensiva. Pero nuestro verdadero ser está más allá del ataque y la defensa. Somos seres completos y valiosos, ya seamos ricos o pobres, viejos o jóvenes, merezcamos una medalla olímpica o estemos iniciando o terminando una relación. Tanto si estamos al principio de la vida como al final, en la cima de la fama o en las simas de la desesperación, siempre somos la persona que hay detrás de nuestras circunstancias. Somos lo que somos, no nuestras enfermedades ni lo que hacemos. La vida consiste en ser, no en hacer.

DK.

Le pregunté a una mujer que se estaba muriendo:

-¿Quién eres ahora? Ella me respondió: -Siempre me he sentido tan normal desempeñando mis roles que tenía la sensación de que mucha gente podría haber vivido mi vida: nada hacía que fuera diferente a la de los demás. »Gracias a mi enfermedad me he dado cuenta de algo muy revelador: sé que soy una persona única. Nadie ha visto o experimentado el mundo del mismo modo que yo, y nadie lo hará. Desde el principio de los tiempos hasta el final, no habrá nadie como yo.

Esto era tan cierto para ella como para todos nosotros. Nadie experimenta el mundo del mismo modo. Todos vivimos historias distintas y nos ocurren cosas distintas. Nuestro ser es único más allá de lo comprensible. Pero hasta que no descubrimos quiénes somos en realidad, no podemos celebrar nuestra singularidad. Muchas personas padecen graves crisis cuando se dan cuenta de que no saben quiénes son realmente. Además, empezar a averiguarlo constituye una tarea sobrecogedora. Descubren que no saben reaccionar ante las circunstancias de un modo genuino en lugar de hacerlo como creen que deberían. Algunas personas, cuando se enfrentan a diagnósticos que pueden significar la muerte, tienen que averiguar, por primera vez, quiénes son. Ante la pregunta de quién se está muriendo, surge la respuesta de que una parte de nosotros no muere, sino que continúa, como siempre lo ha hecho. Cuando caemos enfermos y ya no podemos ser la cajera, el viajante, la doctora o el entrenador deportivo, tenemos que formularnos una pregunta importante: «Si no soy estos roles, entonces ¿quién soy?» Si ya no somos la chica maja de la oficina, el tío egoísta o el vecino voluntarioso, ¿quiénes somos? Para descubrirnos, ser auténticos con nosotros mismos y averiguar lo que queremos y no queremos hacer, tenemos que confiar en nuestras propias experiencias. Debemos hacer las cosas porque nos proporcionan paz y alegría, desde el trabajo que desempeñamos hasta las ropas que vestimos. Si hacemos algo para que los demás nos valoren, es que nosotros no nos valoramos. Resulta sorprendente lo mucho que nos regimos por lo que creemos que debemos hacer y no por lo que queremos hacer realmente. De vez en cuando debemos concedernos un capricho que normalmente reprimimos o hacer algo raro o nuevo. Probablemente aprenderemos algo sobre quiénes somos. O podemos preguntarnos qué haríamos si nadie nos mirara, si pudiéramos hacer lo que quisiéramos sin consecuencias. ¿Qué haríamos? Nuestra respuesta nos revelará mucha información sobre quiénes somos o, al menos, sobre qué hay en nuestro camino. Es posible que nuestra respuesta apunte a una creencia negativa acerca de nosotros mismos, o a una lección que debemos aprender antes de descubrir nuestra esencia. Si nuestra respuesta es que robaríamos, es probable que tengamos miedo de no tener lo suficiente. Si nuestra respuesta es que mentiríamos, es probable que no nos sintamos seguros diciendo la verdad. Si nuestra respuesta es que amaríamos a alguien a quien no amamos en la actualidad, es posible que tengamos miedo a amar.

Durante las vacaciones yo siempre corría de un lado para otro. Me levantaba temprano y, durante el día, visitaba tantos lugares y hacía tantas cosas como me era posible y regresaba al hotel avanzada la noche, agotado. Cuando me di cuenta de que aquello no me divertía, de que siempre estaba en tensión, me pregunté qué es lo que haría si nadie me viera. La respuesta fue que dormiría hasta tarde, visitaría algunos lugares de interés a ritmo pausado y me sentaría en una playa o una terraza al menos una hora al día, para leer un buen libro o, simplemente, no hacer nada. El rol de turista entusiasta que lo visita absolutamente todo, no era yo. Lo hacía porque creía que debía hacerlo, pero me

sentí mucho más feliz cuando me di cuenta de que me divertía y aprendía más si combinaba el turismo con el descanso. ¿Qué haríamos si nuestros padres, la sociedad, el jefe o el profesor no estuvieran cerca? ¿Cómo nos definiríamos a nosotros mismos? ¿Quién hay detrás de todas esas circunstancias? Ése es nuestro verdadero yo. Cuando tenía sesenta años, Tim, padre de tres hijas, sufrió un ataque al corazón. Había sido un buen padre para sus hijas, ya mayores, a las que había educado él solo. Tras sufrir el infarto, examinó su vida: «Me he dado cuenta de que no sólo mis arterias se han endurecido -me explicó-, sino que yo también lo he hecho. Me endurecí años atrás, cuando mi mujer murió. Tenía que ser fuerte y quería que mis hijas también lo fueran, así que fui duro con ellas. Pero ahora mi tarea ha terminado. Tengo sesenta años, mi vida pronto llegará a su fin y ya no quiero ser duro nunca más. Quiero que mis hijas sepan que tienen un padre que las quiere muchísimo.» En la habitación del hospital, Tim habló a sus hijas del amor que sentía por ellas. Ellas siempre habían sabido que las quería, pero la ternura que mostró su padre hizo que se les saltaran las lágrimas. Tim sentía que ya no tenía que ser el padre que creía que debía ser o que tuvo que ser en el pasado, sino que podía ser la persona que era en su interior. No todos somos genios como Einstein o grandes atletas como Michael Jordan, pero «si eliminamos lo que sobra» todos podremos ser brillantes de un modo u otro, según los dones que tengamos. Nuestro verdadero ser es el amor más puro, la perfección más auténtica. Estamos aquí para sanarnos a nosotros mismos y para recordar quiénes hemos sido siempre: la luz que nos guía en la oscuridad. La búsqueda de quiénes somos nos lleva a la tarea que debemos realizar, a las lecciones que tenemos que aprender. Cuando nuestro ser interior y exterior son uno, ya no necesitamos escondernos, temer o protegernos a nosotros mismos. Nos vemos como algo que va más allá de nuestras circunstancias. Una noche, ya tarde, hablaba con un hombre en un centro para enfermos desahuciados. Padecía una esclerosis lateral amiotrófica (o enfermedad de Lou Gehrig). -¿Qué parte de esta experiencia le resulta más dura? -le pregunté-. ¿La hospitalización? ¿La enfermedad? -No -me respondió-. La parte más dura es que todo el mundo piensa en mí en tiempo pasado. Como alguien que una vez existió. Pero no importa lo que le ocurra a mi cuerpo; siempre seré una persona completa. Hay una parte de mí que es indefinible e invariable; una parte que no perderé y que no desaparecerá ni con la edad ni con la enfermedad. Hay una parte de mí a la que me aferró, que es quien realmente soy y siempre seré. Aquel hombre había descubierto que la esencia de su ser era mucho más que lo que le sucedía a su cuerpo, el dinero que había atesorado o los hijos que había criado. Somos lo que queda tras quitar todos nuestros roles. Dentro de nosotros hay un potencial de bondad que supera nuestra imaginación, de entrega que no espera compensación, de escucha que no emite juicios, de amor incondicional. Ese potencial es nuestro objetivo. Podemos alcanzarlo llevando a cabo grandes acciones y también pequeñas acciones diarias. Muchas personas que cambiaron debido a una enfermedad y querían ayudar a

otros a cambiar, han trabajado en su crecimiento personal, y ahora, camino de completar sus asuntos pendientes, están en situación de ser una luz para los demás. Ser quienes somos significa honrar la integridad de nuestra identidad humana. Y eso puede incluir aquellas partes oscuras que con frecuencia tratamos de ocultar. En ocasiones creemos que sólo nos atrae lo bueno, pero de hecho nos atrae lo auténtico. Nos gustan más las personas que son auténticas que las que ocultan su verdadero ser tras capas de bondad artificial.

EKR.

Hace unos años, en la Facultad de Medicina de la Universidad de Chicago, tuve la suerte de ser elegida profesora favorita. Se trata de uno de los mayores honores que los profesores pueden recibir, pues a todos nos gusta que los alumnos nos valoren. Cuando anunciaron que yo había ganado el premio, todo el mundo fue muy amable conmigo, como era habitual. Pero nadie me comentó nada del premio y percibí que había algo detrás de sus sonrisas, algo que no explicaban. Al final del día recibí en mi despacho un espléndido ramo de flores de parte de uno de mis colegas, un psiquiatra infantil. La tarjeta decía: «Me muero de envidia, pero aun así, te felicito.» A partir de aquel momento supe que podía confiar en aquel hombre. Lo quise por ser tan real, tan auténtico. Siempre sabría a qué atenerme con él y me sentiría segura a su lado, pues mostraba su verdadero ser. Ser quienes somos de un modo perfecto incluye ser sinceros sobre nuestros aspectos oscuros, sobre nuestras imperfecciones. Nos sentimos cómodos cuando sabemos quién es la persona con la que estamos, y resulta igualmente importante aprender la verdad sobre nosotros mismos, sobre quiénes somos. Un hombre me explicó la historia de su abuela, que enfermó a punto de cumplir los ochenta años. «Me costaba mucho dejarla marchar--me contó-. Al final, reuní el valor suficiente para decirle que no quería perderla. Sé que parece egoísta pero es así como me sentía.”Querido nieto -me dijo-, me siento completa y mi vida ha sido plena. Sé que ahora no me ves llena de vida, pero te aseguro que he vivido mi viaje con mucha intensidad. Somos como tartas: damos un pedazo a nuestros padres, otro a nuestra pareja, otro a nuestros hijos y otro a nuestra profesión. Al final de la vida, algunas personas no han guardado un trozo para ellas mismas y ni siquiera saben qué clase de tarta son. Yo sí lo sé. Es algo que todos descubrimos por nosotros mismos. Y puedo abandonar esta vida sabiendo quién soy.” »Cuando oí las palabras ”Sé quién soy”, pude separarme de ella. Gracias a aquellas palabras lo conseguí. ¡Sonaba tan completo! Le dije que cuando me llegara el momento de morir esperaba ser como ella y saber quién era yo. Ella se inclinó hacia delante, como si fuera a contarme un secreto, y me dijo: ”No tienes que esperar a morirte para descubrir qué clase de tarta eres.”»



LA LECCIÓN DEL AMOR.

El amor, ese sentimiento que nos cuesta tanto definir, es la única experiencia verdaderamente real y duradera de la vida. Es lo contrario del miedo, es la esencia de las relaciones, el núcleo de la creatividad, la gracia del poder, una parte compleja de quienes somos. El amor es el origen de la felicidad; es la energía que nos conecta y vive en nuestro interior. El amor no tiene nada que ver con el conocimiento, la educación o el poder, pues está más allá del comportamiento. También es el único don de la vida que no perdemos nunca. Y, por último, es la única cosa que podemos dar de verdad. En este mundo de ilusiones y sueños, en este mundo vacío, el amor es la fuente de la verdad. Sin embargo, a pesar de su poder y grandeza, es difícil de alcanzar. Algunas personas dedican su vida a buscar el amor. Tenemos miedo de no conseguirlo nunca, de encontrarlo para después perderlo o no hacerle caso; tememos que no sea duradero. Creemos saber cómo es el amor porque nos hicimos una idea de él cuando éramos niños. La representación más común es el ideal romántico, la creencia de que, algún día, encontraremos a ese ser especial y entonces nos sentiremos completos, todo será maravilloso y viviremos felices para siempre. Pero, como es lógico, cuando en la vida real tenemos que añadir detalles que no son tan románticos, cuando descubrimos que la mayor parte del amor que damos y recibimos es condicional, se nos rompe el corazón. Incluso el amor que sentimos por nuestras familias y amigos y el que recibimos de ellos se basa en expectativas y condiciones. De forma inevitable, esas expectativas y condiciones no se cumplen, y los detalles de la vida real se convierten en la trama donde se tejen nuestras pesadillas. Descubrimos entonces que tenemos amistades y relaciones sin amor, y despertamos de nuestras ilusiones románticas en un mundo que carece del amor que esperábamos cuando éramos niños. Más tarde, adoptamos la visión adulta del amor y lo vemos todo de una forma realista y amarga. Afortunadamente, el amor verdadero sí es posible. Podemos sentir aquel amor que soñábamos. Ese amor existe, pero no la manera como nos hemos acercado a él. El amor verdadero no se encuentra en nuestro sueño de encontrar a nuestra media naranja o al amigo del alma. La plenitud que buscamos está aquí y ahora, con nosotros y en nuestro interior, en la realidad. Sólo tenemos que recordar. La mayor parte de nosotros deseamos un amor incondicional, un amor que surja por ser quienes somos más que por lo que hacemos o dejamos de hacer. Si tenemos suerte, mucha suerte, quizás hayamos sentido unos minutos de ese amor en nuestra vida. Por desgraciaba mayor parte del amor que experimentamos está sometido a muchos condicionantes. Somos amados por lo que hacemos por los demás, por el dinero que ganamos, por lo divertidos que somos, por nuestra forma de tratar a nuestros hijos y de cuidar de nuestra casa, etcétera. Nos resulta difícil amar a las personas simplemente por ellas mismas. Es como si buscáramos excusas para no amar a los demás.

EKR.

Una mujer muy correcta se acercó a mí al terminar una conferencia. Ya sabrán ustedes lo que quiero decir con «correcta»: su peinado era impecable, su ropa combinaba a la perfección, etcétera.

«El año pasado asistí a uno de sus seminarios -me dijo-. De regreso a mi casa, no podía dejar de pensar en mi hijo de dieciocho años. Todas las noches, cuando volvía a casa, lo encontraba sentado en la cocina con una camiseta gastada y horrible, regalo de una de sus amigas. Siempre temía que, si los vecinos lo veían, pensarían que no podíamos vestir a nuestros hijos de forma adecuada. »Él simplemente se quedaba allí, sentado con sus amigos. -Cuando aquella mujer dijo ”amigos”, su rostro reflejó su desagrado-.Todas las noches lo reñía, sobre todo por aquella camiseta. Una cosa lleva a la otra y... Bien, ésa era nuestra relación. »Pensé en el ejercicio sobre el final de la vida que realizamos en el seminario. Me di cuenta de que la vida es un regalo, un regalo del que no dispondremos para siempre. También comprendí que mis seres queridos no estarían junto a mí eternamente. Y me puse a pensar en los supuestos:”¿Y si me moría al día siguiente? ¿Qué sentiría respecto a mi vida?” Me di cuenta de que estaba contenta con mi vida a pesar de que la relación con mi hijo no fuera perfecta. Entonces pensé:”¿Y si mi hijo moría al día siguiente? ¿Qué sentiría yo respecto a la vida que le había proporcionado?” »Comprendí que, en este caso, experimentaría una pérdida enorme y un gran conflicto interior debido a nuestra relación. Mientras representaba en mi mente la horrible escena, pensé en su funeral. No querría enterrarlo vestido con un traje, pues no era de llevar trajes: querría enterrarlo con la maldita camiseta que a él tanto le gustaba. Así es como lo honraría a él y a su vida. »Entonces me di cuenta de que muerto lo amaría por lo que era y lo que le gustaba, pero que no le estaba dando ese regalo en vida. «Comprendí que aquella camiseta tenía un gran significado para mi hijo. Fuera por la razón que fuera, era su favorita. Cuando llegué a casa aquella noche le dije que me parecía bien que llevara la camiseta siempre que quisiera. Le dije que le quería tal como era. Y me sentí tan bien por haberme despojado de las expectativas, por dejar de intentar cambiarlo y por amarlo sólo por lo que era... Y ahora que ya no intento que sea perfecto me parece adorable tal como es.» Sólo encontramos paz y felicidad en el amor cuando nos olvidamos de imponer condiciones al amor que sentimos por los demás. Además, por lo general imponemos las condiciones más duras a aquellos a quienes más amamos. Nos han enseñado muy bien el amor condicional, de hecho, hemos sido literalmente condicionados, lo cual hace que el proceso de desaprendizaje resulte muy difícil. Como seres humanos, no podemos amarnos los unos a los otros de un modo completamente incondicional pero sí que podemos experimentarlo durante algo más que unos minutos en toda una vida, que es lo que hacemos normalmente. Una de las pocas ocasiones en las que disfrutamos de un amor incondicional es cuando nuestros hijos son pequeños. A ellos no les importa si tenemos un día bueno o malo, cuánto dinero poseemos o cuáles son nuestros logros. Simplemente nos quieren. Con el tiempo, cuando los premiamos por sonreír, obtener buenas calificaciones y ser lo que queremos que sean, les enseñamos a poner condiciones al amor. Pero todavía podemos aprender mucho del modo en que los niños nos quieren. Si quisiéramos a nuestros hijos incondicionalmente durante un poco más de tiempo, crearíamos un mundo muy distinto. Las condiciones que imponemos al amor son pesos con los que lastramos nuestras relaciones. Cuando nos desprendemos de las condiciones, encontramos muchas formas de amor que antes no creíamos posibles.

Uno de los mayores obstáculos a los que nos enfrentamos cuando queremos dar amor incondicional es el miedo a no ser correspondidos. No nos damos cuenta de que el sentimiento que buscamos consiste en dar, no en recibir. Si medimos el amor que recibimos, nunca nos sentiremos amados, sino estafados, porque el acto de medir no es un acto de amor. Cuando no nos sentimos amados, no es porque no recibamos amor, sino porque reprimimos el nuestro. Cuando discutimos con nuestros seres queridos, creemos que estamos enfadados por algo que han hecho o han dejado de hacer, pero en realidad lo estamos porque hemos cerrado nuestro corazón, porque hemos dejado de dar amor. La reacción ante una discusión nunca debería ser retener nuestro amor hasta que respondan a nuestras expectativas. ¿Y si no lo hicieran? ¿Nunca volveríamos a amar a nuestra madre, nuestro amigo o nuestro hermano? Si los amamos a pesar de lo que hicieron, percibiremos cambios, veremos desatarse todo el poder del universo. Y veremos cómo los demás nos abren su corazón con ternura.

DK. Una mujer, azafata de la TWA, compartió con nosotros esta historia: «Yo era amiga de una azafata del vuelo 800. Un día la telefoneé porque me acordé de ella; hacía tiempo que no habíamos hablado y la encontraba a faltar. Le dejé un mensaje en el buzón de voz pidiéndole que me llamara. Pasaron unos días y yo me enojé más y más porque no respondía a mi llamada. Mi marido me dijo que simplemente la telefoneara de nuevo o que grabara lo que quería decirle en el contestador. Yo sabía que, con toda probabilidad, ella debía de estar ocupada y que cuando tuviera un momento libre me llamaría. A pesar de todo, cada vez me sentía más y más enfadada. Retuve mi amor y le cerré mi corazón. Al día siguiente su avión se estrelló. Lamento profundamente no haberle dado mi amor sin reservas. Estaba jugando con el amor.» Le dije a aquella mujer que no fuera tan dura con ella misma, que su amiga sabía, gracias a sus años de amistad, que ella la quería. Aquella mujer necesitaba perdonarse y darse cuenta de que actuaba con ella misma como había actuado respecto a su amiga cuando no respondió a su llamada. Estaba midiendo el amor por un solo momento, por una acción, y había decidido cerrar su corazón. Debemos ver el amor de un modo global, no en sus detalles. Los detalles, como el de la llamada telefónica, pueden distraernos del amor verdadero. La historia de aquella mujer es un ejemplo de cómo las reglas, los juegos y las mediciones interfieren en la expresión del amor que sentimos los unos por los otros. Es una lección dura de aprender. Para volver a abrir nuestros corazones, debemos estar dispuestos a ver las cosas de un modo distinto. Con frecuencia cerramos nuestros corazones y somos intolerantes porque no sabemos lo que le ocurre a la otra persona: no la comprendemos, no sabemos por qué no responde a nuestras llamadas o por qué nos grita, de modo que dejamos de amarla. Nos cuesta muy poco hablar de nuestras heridas, de nuestro dolor y de lo injustos que los demás han sido con nosotros. Lo cierto es que cuando no nos ofrecemos nuestras sonrisas, nuestra comprensión y nuestro amor, nos traicionamos los unos a los otros. Retenemos los dones más valiosos que Dios nos ha otorgado. Esta falta de entrega es mucho más grave que lo que la otra persona haya hecho o dejado de hacer. Una noche, una mujer de noventa y ocho años nos habló sobre la vida y el amor:

«Mi madre, con quien crecí, desconfiaba de los hombres. Según ella, su única utilidad era proporcionarnos seguridad económica. Yo seguí sus pasos y no permití que el amor entrara en mi vida. ¿Por qué había de desear semejante problema? El único hombre al que quise y en quien confié fue mi hermano. Él lo era todo para mí: mi hermano mayor, mi amigo y mi protector. Se casó con una mujer maravillosa. Cuando yo tenía cerca de treinta años, mi hermano se puso muy enfermo. Los médicos no sabían con seguridad qué le pasaba. Yo estaba con él en el hospital y, de algún modo, sabíamos que iba a morir. Le dije que no quería vivir en un mundo en el que él no estuviera y me respondió que la vida había significado mucho para él y que, aunque se acercara su fin, no cambiaría nada de lo que había vivido... excepto a mí. Me dijo: ”Me temo que te vas a perder la vida, tu vida, y te perderás el amor. No lo hagas. En este viaje que llamamos vida, todos deberíamos sentir el amor. En el fondo, no importa a quién, cuándo o durante cuánto tiempo ames, sólo importa que lo hagas. No te lo pierdas. No realices este viaje sin amor.” »Yo tuve una mejor vida gracias al mensaje de mi hermano. Podía haber seguido desconfiando de los hombres, podía haberme convertido en algo inferior a una mujer, inferior a una persona. Pero superé mi desconfianza y mis miedos e intenté vivir la vida que mi hermano quería para mí. Tenía mucha razón. Disponer de este período de tiempo, de esta vida, y no amar sería no experimentar la vida con plenitud.» Muchos de nosotros aprendemos cosas del amor o, mejor dicho, de la protección, como lo hizo aquella mujer. Aprendemos pronto a no confiar en los hombres, las mujeres, el matrimonio, los padres, la familia política, los compañeros de trabajo, los jefes e incluso la vida misma. Personas bien intencionadas que creían actuar en nuestro propio interés nos enseñaron a desconfiar. No se daban cuenta de que nos predisponían a perdernos el amor. Sin embargo, en el fondo de nuestro corazón sabemos que estamos destinados a vivir y amar plenamente y a experimentar aventuras emocionantes en la vida. Es posible que este sentimiento esté enterrado en lo más hondo de nuestro ser, pero allí está, esperando que un acto, un suceso o quizás una palabra de alguien lo haga salir a la luz. Nuestras lecciones pueden provenir de fuentes inesperadas, como los niños.

EKR. Hace unos años, conocí a un niño que estaba ansioso por dar amor y encontrar la vida a pesar de hallarse al final de la suya. Tenía nueve años, y hacía seis que padecía un cáncer. Un día, en el hospital, lo miré y me di cuenta de que había dejado de luchar. Eso era todo. Había aceptado la realidad de su muerte. El día que se iba a su casa me detuve en su habitación para despedirme. Me sorprendió que me preguntara si quería acompañarlo a su domicilio y, cuando eché una ojeada a mi reloj , me aseguró que no tardaríamos mucho. Llegamos a su calle y aparcamos. El niño le pidió a su padre que le bajara la bicicleta, que había estado colgada en el garaje tres años sin que nadie la utilizara. Su gran ilusión era dar una vuelta a la manzana montado en ella, pues nunca había podido hacerlo. Le pidió a su padre que colocara las ruedecillas auxiliares. Se necesita mucho valor para formular una petición como aquélla, porque resulta humillante que los otros niños te vean circular con las ruedecillas puestas mientras ellos realizan saltos y piruetas con sus bicicletas. Su padre lo hizo con los ojos llenos de lágrimas.

A continuación, el niño me miró y dijo: «Tu labor es frenar a mi madre.» Ya sabemos cómo son las madres. Quieren protegernos en todo momento. Su madre quería sujetarlo durante toda la vuelta alrededor de la manzana, pero aquello lo privaría de su gran victoria. Ella lo comprendió. Sabía que una de las últimas cosas que podía hacer por su hijo era contener, por amor, sus ansias de protegerlo mientras se enfrentaba a su último y gran reto. Lo observamos mientras se alejaba, y aquel tiempo nos pareció una eternidad. Más tarde, lo vimos aparecer por la otra esquina. Apenas mantenía el equilibrio y estaba terriblemente cansado y pálido. Nadie había creído que pudiera montar en bicicleta, pero lo hizo, y llegó, radiante, hasta nosotros. A continuación le pidió a su padre que desmontara las ruedecillas auxiliares y los subimos, a él y a la bicicleta, al piso de arriba. «Cuando mi hermano regrese de la escuela, ¿le diréis que venga?», preguntó. Dos semanas más tarde, su hermano pequeño, que iba a primero, nos contó que su hermano le había regalado la bicicleta por su cumpleaños porque sabía que aquel día ya no estaría allí. Sin disponer de mucho tiempo ni energía, aquel valeroso niño había realizado sus últimos sueños, que consistían en dar la vuelta a la manzana en bicicleta y regalársela a su hermano pequeño.

Todos tenemos, en nuestro interior, sueños de amor, de vida y de aventura. Pero, por desgracia, también tenemos muchas razones para no intentar realizarlos. Estas razones parecen protegernos, pero en realidad nos aprisionan. Mantienen a la vida alejada de nosotros. La vida pasará antes de lo que creemos, y si tenemos bicicletas que queremos montar y personas a las que queremos amar, éste es el momento de hacerlo. Mientras pensaba en las lecciones del amor, también lo hacía en mí misma y en mi propia vida. Como es natural, si estoy viva es porque aún tengo lecciones que aprender. Yo, como todas las personas con las que he trabajado, necesito aprender a quererme más. Todavía me considero una montañesa suiza y siempre que oigo la expresión «amarse a uno mismo», debo admitir que me imagino a una mujer masturbándose en un rincón. Está claro que a causa de esto nunca he conectado muy bien con esa expresión. En mi vida personal, y también a través de mi trabajo, he recibido mucho amor. Se podría concluir que, si uno es amado por tantas personas, también se ama a sí mismo, pero no siempre es así. De hecho, no es así en la mayoría de los casos. Lo he comprobado en cientos de personas vivas y moribundas y ahora lo veo en mí misma. El amor tiene que surgir de nuestro interior, si es que ha de surgir y yo todavía no lo he logrado. ¿Cómo podemos aprender a amarnos a nosotros mismos? Éste es uno de los desafíos más difíciles de superar. La mayoría de nosotros no aprendimos a querernos cuando éramos niños. En general, nos enseñaron que querernos era algo negativo, porque este sentimiento se confunde con mirarse el ombligo y con el egoísmo. Por consiguiente, creemos que el amor consiste en encontrar a una persona maravillosa o a alguien que, simplemente, nos trate bien. Pero esto no tiene nada que ver con el amor. La mayor parte de nosotros no ha experimentado el amor, sino una recompensa. De niños aprendimos que seríamos amados si éramos educados, sacábamos buenas notas, sonreíamos a nuestra abuela o nos lavábamos las manos cuando debíamos. Escondíamos nuestro mal humor para que nos amaran sin darnos cuenta de que aquél era un amor condicional y, por lo tanto, falso. ¿Cómo se puede amar de verdad cuando

se precisa tanta aprobación de los demás? Podemos empezar por nutrir nuestras almas y sintiendo compasión por nosotros mismos. Debemos preguntarnos si nutrimos, si alimentamos nuestra alma y si realizamos actividades que nos hagan sentir mejor con nosotros mismos y nos aporten felicidad. Cuando nos amamos llenamos nuestra vida de actividades que nos hacen sonreír. Ésas son las cosas que hacen que nuestro corazón y nuestra alma rebosen de alegría, y que no siempre coinciden con las buenas acciones que nos enseñaron; son cosas que hacemos sólo para nosotros mismos. Cuidarnos a nosotros mismos puede consistir en dormir hasta tarde los sábados en vez de levantarnos temprano y hacer algo «útil». Y es permitir que el amor que nos rodea entre en nuestro corazón. Además de cuidarnos, debemos ser compasivos con nosotros mismos y darnos un respiro. Muchas personas dicen que no pueden creer lo que hicieron en determinada ocasión y se llaman a sí mismas tontas o estúpidas. Si otra persona comete un error, le decimos: «No te preocupes, le sucede a todo el mundo, no pasa nada.» Pero cuando somos nosotros quienes lo hacemos, creemos que somos un auténtico desastre. La mayoría de las personas somos más indulgentes con los demás que con nosotros mismos. Practiquemos el ser amables con nosotros mismos y el perdonarnos como lo hacemos con los demás.

DK.

Caroline es una mujer alta y atractiva de cuarenta y tantos años que aprendió a nutrir su alma. Tiene un cabello negro precioso y la sonrisa más sincera que he visto nunca. Nos conocimos mientras trabajábamos en un proyecto, y me gustó porque es la persona más feliz que he conocido jamás. Hacía dos años que mantenía una maravillosa relación con un dentista amable, inteligente e ingenioso. Estaban planificando los últimos detalles de su boda, que se celebraría al cabo de unos meses, y consideraban la posibilidad de adoptar a un niño. Moverse por el mundo con Caroline es una experiencia enriquecedora. Para ella nadie es un extraño. Es amigable y cariñosa con todo el mundo: con los recepcionistas, los camareros, la persona que tiene delante en la cola del cine, etcétera. Una noche, durante la cena, le comenté que tenía suerte en el amor. Ella rió con suavidad, dijo que no era cuestión de suerte y me contó su historia. Seis años atrás, se había encontrado un bulto en el pecho. Cuando le hicieron la biopsia, el médico le dijo que el tejido tenía un aspecto extraño, pero que hasta después de tres días no podrían decirle si era canceroso o si se había extendido. «Creí que había llegado mi hora -me contó-. Aquello podía ser el fin. Toda mi infelicidad salió a la superficie. Aquellos tres días fueron los más largos de mi vida. Me sentí realmente afortunada cuando me dijeron que no era un cáncer, pero decidí que, aunque las noticias eran maravillosas, no iba a permitir que aquellos tres días pasaran sin ningún significado. No iba a vivir la vida igual que hasta entonces. »Las vacaciones de Navidad se acercaban y recibí las habituales invitaciones a fiestas. Las Navidades anteriores me había sentido desesperada y muy sola. Había asistido a tantas fiestas como había podido en busca de amor. Quería encontrar a alguien que me quisiera, que me diera todo el amor que yo no me daba a mí misma. Así que acudí a una fiesta, recorrí el lugar con la vista en busca del hombre perfecto y, como no estaba allí,

me fui corriendo a otra. Después de ir de fiesta en fiesta, regresé a mi casa sintiéndome más desesperada y más sola que al principio. »Decidí que aquel año no haría lo mismo. Tenía que haber otra manera de hacer las cosas. Resolví dar amor y ser amada. Y tomé la determinación de dejar de buscar. Saldría, pero aunque no encontrara al hombre perfecto, seguro que conocería a otras personas, personas maravillosas con las que podría charlar. Simplemente, hablaría con ellas y me divertiría. Iría con la intención de que me gustaran y quererlas por ser quienes eran. »Es probable que pienses que el final de la historia es que aquel año encontré al hombre perfecto, pero no fue así. Sin embargo, al terminar la noche no me sentí sola ni desesperada porque hablé desde el corazón a las personas que conocí. Todas las sonrisas que esbocé y todas las veces que reí aquella noche fueron sinceras. Todo el amor que sentí fue auténtico y pasé una noche fantástica. Recibí amor de los demás y, para mi sorpresa, me gusté a mí misma mucho más. »Seguí actuando de esta manera durante todo el año y no sólo en las fiestas, sino también en el trabajo, en las tiendas y en todas las situaciones posibles. Cuanto más amor daba, más amor sentía. Y cuanto más amor sentía, más fácil me resultaba quererme a mí misma. Ahora soy más amiga de mis amigas que nunca y he conocido a gente maravillosa. Me he convertido en una persona más feliz, en alguien con quien los demás desean estar, y ya no me siento desesperada, ya no busco. Ahora siento el amor todos los días.» Amarnos a nosotros mismos es recibir el amor que siempre está a nuestro alrededor. Amarnos a nosotros mismos es eliminar barreras. Resulta difícil ver las barreras que erigimos a nuestro alrededor, pero ahí están, e influyen en todas nuestras relaciones. Cuando encontremos a Dios, nos preguntará: «¿Te has dado amor a ti mismo y a los demás y lo has recibido?» Si permitimos que los demás nos amen y los amamos, aprenderemos a amarnos a nosotros mismos. Dios nos proporciona infinitas oportunidades para amar y ser amados. Esas oportunidades están por todas partes, y están ahí para que las aprovechemos.

EKR. A un hombre de treinta y ocho años le diagnosticaron un cáncer de próstata. Me contó que durante el tratamiento, que estaba pasando solo, había empezado a revisar su vida. Mientras hablábamos, en su rostro se reflejaba la gran tristeza que sentía debido a su soledad. Le hice la pregunta obvia: -Pareces una persona brillante, atractiva y amable, y creo que te gustaría que hubiera alguien aquí, a tu lado. ¿Por qué no tienes esposa o compañera? -No tengo suerte en el amor -me respondió-. He intentado amar a las mujeres y hacerlas felices. En mis relaciones he empleado toda mi energía en conseguir que se sintieran bien, pero a la larga las decepciono, y cuando empiezo a vislumbrar que no puedo hacerlas felices, la relación se termina. Hasta ahora no me importaba, porque podía volver a empezar de nuevo con otra persona. Pero ahora, ya ha transcurrido la mitad de mi vida y podría terminar antes de lo que esperaba. Estoy empezando a darme cuenta de que quizá no he amado en absoluto. Sin embargo, sigo creyendo que si no hago feliz a una mujer es que no le estoy dando lo que quiere, y entonces es más fácil dejarlo correr. Le formulé entonces una pregunta que, por lo visto, nunca se había planteado:

-¿Y si el amor no consistiera en hacer feliz a una mujer? ¿Y si, en vez de esto, definiéramos el amor como «estar ahí»? Sabemos que, en realidad, no podemos hacer feliz a alguien todo el tiempo. ¿Y si tu teoría fuera errónea y, a la larga, lo que las hiciera felices fuera simplemente que estuvieras a su lado? La vida tiene altibajos. No podemos solucionar todos los problemas de nuestros seres queridos, pero podemos estar ahí para apoyarles. ¿Acaso no es ésta, a la larga, la manifestación más profunda de amor? -Mientras permaneces en el hospital y sigues el tratamiento para el cáncer de próstata, no es probable que ninguna mujer, ni nadie, pueda hacerte feliz -le dije-. Pero ¿acaso no significaría mucho para ti que alguien especial estuviera aquí, a tu lado, mientras pasas por todo esto?

DK.

A menudo termino mis conferencias con la historia de una joven madre y su hija, Bonnie, que vivían a las afueras de Seattle. Esta historia ilustra cómo incluso un desconocido tiene el poder de consolar a otras personas. Un día, la madre dejó a su hija de seis años con los vecinos de la casa de al lado para ir a trabajar. Avanzada la mañana, mientras Bonnie jugaba en el jardín, un coche fuera de control apareció por la esquina a toda velocidad. Se abalanzó sobre la niña tras invadir el jardín y la atropelló. La policía acudió casi de inmediato. El primer agente que llegó corrió hacia la niña y vio que estaba gravemente herida. Como no podía hacer nada para salvarla, simplemente la tomó en sus brazos y la abrazó. Nada más. Cuando los enfermeros llegaron, la niña había dejado de respirar. Le administraron los primeros auxilios y se la llevaron a toda prisa al hospital, donde el equipo médico de urgencias intentó reanimarla durante una hora sin éxito. Una de las enfermeras, que había estado buscando a la madre de Bonnie desesperadamente, tuvo que informar a la pobre mujer de que aquella niña a quien había besado con cariño por la mañana, había fallecido. La enfermera le transmitió la terrible noticia con tanta dulzura como le fue posible. Los gerentes del hospital se ofrecieron a mandar a alguien a buscarla, pero la madre insistió en acudir por sus propios medios. La madre entró en el hospital con entereza hasta que vio a su hija, que yacía sin vida sobre la camilla. Entonces se derrumbó. Los médicos se sentaron junto a ella y le refirieron las heridas que había sufrido su hija y lo que habían hecho para intentar salvarla. Pero eso no la ayudó. Las enfermeras también se sentaron con ella y le explicaron que habían hecho todo lo posible por salvar la vida de su hija. La madre lloraba tan desconsoladamente y se la veía tan afectada por el dolor, que los médicos creyeron que tendrían que ingresarla. La desolada mujer se dirigió al teléfono para avisar a sus familiares. Al verla, un policía que llevaba allí casi cuatro horas se puso de pie.

Era el primero que había llegado al lugar del accidente, el que había sostenido a Bonnie en sus brazos. Se dirigió a la madre de la niña y le contó lo que había ocurrido. Y añadió: «Sólo quiero que sepa que no estuvo sola.» La madre se sintió sumamente agradecida cuando supo que su hija había pasado los últimos momentos de su vida en los brazos de alguien y que había sentido amor. Saber

que su hija había recibido amor al final de su vida, aunque fuera de un desconocido, la consoló.

EKR Estar presente lo es todo en el amor, en la vida y en la muerte. Hace muchos años fui testigo de un interesante fenómeno en un hospital. Muchos de los moribundos se sentían muy bien, aunque no en el aspecto físico, sino en el mental. Ese cambio no se debía a mí, sino a la mujer de la limpieza. Siempre que entraba en la habitación de uno de mis pacientes moribundos, algo ocurría. Habría dado un millón de dólares por conocer el secreto de aquella mujer. Un día me la encontré en el pasillo y le dije, casi con sequedad: -¿Qué les hace a mis pacientes moribundos? -Sólo les limpio la habitación -respondió ella a la defensiva. Estaba decidida a averiguar lo que hacía para que aquellas personas se sintieran bien, así que la seguí, pero no pude descubrir qué hacía de especial. Tras unas semanas de vigilancia, me agarró del brazo y me metió en una habitación que había detrás de la sección de las enfermeras. Me contó que hacía algún tiempo, en invierno, uno de sus seis hijos se puso muy enfermo. En plena noche llevó a su hijo de tres años a urgencias y allí esperó, angustiada, con su hijo sobre la falda, a que apareciera algún médico. Pero no acudió ninguno, y ella vio cómo su hijo moría de’ neumonía en sus brazos. Compartió conmigo su dolor y su sufrimiento sin odio, sin resentimiento, rabia o negatividad. -¿Por qué me lo cuenta? -le pregunté-. ¿Qué tiene que ver con mis pacientes? -La muerte ya no es una extraña para mí -me contestó-. Es como una vieja conocida. A veces, cuando entro en las habitaciones de sus pacientes les veo tan asustados que no puedo evitar acercarme y tocarlos. Les digo que yo he visto a la muerte y que, cuando suceda, todo irá bien. Y me quedo a hacerles compañía. Hay veces en que querría salir corriendo, pero no lo hago. Intento estar allí para ellos. Eso es amor. Aquella mujer no tenía conocimientos de psicología o medicina, pero sabía uno de los mayores secretos de la vida: el amor es estar disponible para los demás y preocuparse por ellos. A veces, debido a circunstancias que escapan a nuestro control, no podemos estar presentes de una forma física, pero eso no significa que no estemos conectados a través del amor.

DK.

El año pasado me invitaron a participar en un congreso para médicos y enfermeras en Nueva Orleans y a impartir una clase para asistentes sociales en la Universidad de Tulane. La experiencia iba a ser muy gratificante para mí profesionalmente, pero sin duda no sería un viaje de placer. Cuando el avión aterrizó, me embargaron muchas emociones. Aquella ciudad siempre sería para mí el último lugar donde vi a mi madre con vida. Decidí que cuando mi labor profesional terminara, visitaría el hospital donde mi madre había fallecido. En el hospital de la población donde vivíamos no podían hacerse cargo de mi madre, así que la trasladaron a aquel otro, que disponía de más recursos y estaba a dos horas de

viaje de nuestra casa. En aquella época yo no tenía más de trece años, y las normas del hospital establecían que los visitantes debían tener, al menos, catorce. Por consiguiente, estuve muchas horas sentado junto a la entrada de la unidad de cuidados intensivos, esperando una oportunidad para colarme dentro y hablar con mi madre, tocarla o, simplemente, estar con ella. Por si aquello fuera poco, el hotel Howard Johnson, que estaba justo frente al hospital y en el que mi padre y yo nos hospedábamos, fue evacuado un día de forma inesperada. Mi padre y yo estábamos en el vestíbulo camino de visitar a mi madre cuando, de repente, varios coches de la policía se detuvieron en medio de enormes chirridos, delante del hotel. Los agentes corrieron al interior y nos gritaron que saliéramos fuera. Mientras lo hacíamos, oímos unos disparos. Un francotirador estaba apostado en el tejado del hotel y disparaba a los transeúntes. Mi padre y yo queríamos ir directamente al hospital para estar con mi madre, pero los agentes no nos lo permitieron e insistieron en que nos refugiáramos en el edificio de al lado. Al final la policía logró dominar, hasta cierto punto, la situación y pudimos entrar en el hospital. Más tarde, el francotirador murió a manos de la policía. Así que a los trece años, y mientras sentía una imperiosa necesidad de ver a mi madre, pasé por la experiencia de salir corriendo de un hotel mientras un francotirador disparaba a los peatones para refugiarme en un edificio contiguo. Durante todo aquel rato deseé ardientemente pasar unos minutos con mi madre y despedirme de ella. Veintiséis años más tarde atravesaba la pequeña parcela de césped que había a la entrada del hotel, frente al hospital. Recordé el nerviosismo y la confusión de aquel día. Me detuve frente a la puerta de la unidad de cuidados intensivos en la que mi madre había pasado las últimas dos semanas de su vida y miré por la misma ventana por la que había mirado veintiséis años atrás, cuando era un niño que ansiaba ver a su madre. Una enfermera pasó por allí y me preguntó si quería visitar a alguien. Yo le respondí que no y le di las gracias, pero no pude evitar pensar en la ironía que suponía su actitud respecto a la de las enfermeras que no me dejaron entrar años antes. -¿Está seguro? -insistió la enfermera-. Si quiere, puede entrar. -No -le respondí-. La persona que quiero ver ya no está aquí, pero gracias.

Ahora, después de muchos años y muchas lecciones, sé que mi madre vive en mi corazón, en mi mente y en las palabras de este relato. También estoy convencido de que ella existe en algún otro lugar y de algún otro modo. No puedo verla ni tocarla, pero puedo sentirla. A pesar de la sensación de pérdida y de separación, estoy seguro de que estuve junto a mi madre durante sus últimos días de vida, aunque no lo estuviera físicamente. También hay ocasiones en que son otras las personas que están junto a nuestros seres queridos. El hecho de que esos profesionales de la sanidad o un amable desconocido estén simplemente ahí, aun sin saber siquiera el nombre de la persona a la que acompañan, constituye un poderoso acto de amor. Una señora de la limpieza, una madre, un amigo o un policía que sostiene entre sus brazos a una niña a la que no conoce de nada... Las lecciones del amor adoptan muchas formas y se encuentran en todo tipo de personas y situaciones. No importa quiénes somos, qué hacemos, cuánto dinero ganamos y a qué personas conocemos: todos

podemos amar y ser amados. Podemos estar ahí y abrir nuestros corazones al amor que hay a nuestro alrededor y también ofrecerlo y no perdernos ese gran regalo. El amor siempre está presente en la vida, en todas las experiencias maravillosas y también en las trágicas. El amor es lo que da a nuestros días un significado profundo, y es de lo que estamos hechos en realidad. Sea cual sea el nombre que le demos: amor, Dios, alma, etcétera, el amor es algo vivo y tangible que habita en el interior de todos nosotros. El amor es nuestra experiencia de lo divino, de la santidad. El amor es la riqueza que nos rodea. Y está a nuestra disposición.



LA LECCIÓN DE LAS RELACIONES.

Una mujer de cuarenta y un años rememoró una noche sin incidentes que había pasado con su esposo unos meses antes. Tomaron una cena sencilla que ella había preparado y después vieron la televisión. Cerca de las nueve, su marido le dijo que le dolía el estómago y se tomó un antiácido. Unos minutos más tarde le anunció que se iba a dormir. Ella le dio un beso de buenas noches y le dijo que se quedaría un poco más y que esperaba que se encontrara mejor a la mañana siguiente. Una hora y media más tarde, cuando ella se fue a acostar, su marido dormía profundamente. Por la mañana, cuando la mujer se levantó, supo que algo no iba bien. «Simplemente, lo sentí -nos dijo-. Miré al lado y supe que Kevin había fallecido. Murió mientras dormía, de un ataque al corazón, cuando tenía cuarenta y cuatro años.» Aquella dolorosa experiencia enseñó a aquella mujer a no dar por seguras las relaciones, las personas y el tiempo. «Cuando Kevin falleció, repasé nuestras vidas y lo vi todo de un modo distinto. Recordé nuestro último beso, nuestra última comida, nuestras últimas vacaciones, nuestro último abrazo y la última vez que habíamos reído juntos. Me di cuenta de que uno nunca sabe cuál será su última salida nocturna o su último día de Acción de Gracias. Y hay ”últimos” en todas las relaciones. Quiero poder pensar en todas esas situaciones y sentir que hice lo que pude para estar totalmente presente y no sólo a medias. Ahora comprendo que Kevin fue un regalo del que podía disfrutar durante un tiempo, pero no para siempre, y esto es así con todas las personas que conocemos. Saberlo hace que valore a esas personas y esos momentos mucho más.» En el transcurso de nuestra vida tenemos muchas relaciones. Algunas, como las de pareja, las que tenemos con personas importantes para nosotros o con los amigos, las escogemos, pero otras, como las de los padres y los hermanos, nos vienen impuestas. Las relaciones nos ofrecen las mejores oportunidades para aprender las lecciones de la vida, para descubrir quiénes somos, a qué tememos, de dónde procede nuestro poder y el significado del amor verdadero. La idea de que las relaciones son grandes oportunidades para aprender puede parecer extraña al principio, porque todos sabemos que las relaciones pueden ser experiencias frustrantes, difíciles e incluso rompernos el corazón. Pero también pueden constituir, y a menudo es así, las mejores oportunidades de las que disponemos para aprender, crecer, amar y ser amados. Muchas veces pensamos que tenemos pocas relaciones, básicamente las que mantenemos con nuestra pareja y otras personas significativas, pero la verdad es que nos relacionamos con todas las personas que nos encontramos, ya sean amigos, familia, compañeros de trabajo, profesores o dependientes. Nos relacionamos con los médicos a los que vemos sólo una vez al año y con los vecinos molestos que intentamos evitar. Todas estas relaciones son diferentes a su manera, pero comparten muchas características porque proceden de nosotros. Nosotros somos el común denominador de todas y cada una de nuestras relaciones, desde la más íntima e intensa a la más distante. Las actitudes que aportamos a una relación, ya sean positivas, negativas, de esperanza u odio, las aportamos a todas nuestras relaciones. Nosotros decidimos si brindaremos poco o mucho amor a cada una de nuestras relaciones.

EKR.



Hillary, que ya había estado ingresada cuatro veces en el hospital, había pasado los últimos años luchando contra el cáncer, que se le había reproducido, y siguiendo los tratamientos. Su mejor amiga, Vanessa, y el esposo de ésta Jack, me dijeron que podían aceptar la muerte de Hillary, aunque a Jack le daba mucha pena que no hubiera encontrado a esa persona especial y que muriera sola.

Yo le respondí que no moriría sola, que ellos estarían con ella. Durante mi siguiente visita a Hillary, Vanessa y yo tuvimos que salir a hablar al pasillo por la cantidad de visitas que había en la habitación. «Jack se sentía apenado porque Hillary no había encontrado el amor de su vida, pero yo la envidio por todo el amor que hay en esa habitación. No tenía ni idea de la cantidad de personas que la querían. Y nunca antes había percibido tanto amor puro por una persona. Creo que Hillary también está sorprendida», me contó Vanessa. Más tarde, aquella noche, Hillary miró todos los rostros que había a su alrededor y dijo: «No puedo creer que todos vosotros estéis aquí por mí. No sabía que me queríais tanto.» Aquéllas fueron sus últimas palabras. Es posible que algunos de nosotros no encontremos nunca a esa persona especial, pero eso no significa que no disfrutemos de un amor especial en nuestras vidas. La lección que debemos extraer de esta experiencia es que a veces no reconocemos el amor porque lo etiquetamos y consideramos que sólo el amor romántico es el auténtico. Pero hay muchas relaciones y mucho amor a nuestro alrededor. Ojalá tuviéramos la suerte de vivir y morir con la clase de amor que Hillary tuvo a su alrededor. Las relaciones insignificantes o accidentales no existen. Cualquier encuentro o intercambio, desde los que tenemos con nuestra pareja hasta el que tenemos con un operador telefónico anónimo, ya sea breve o profundo, positivo, neutral o doloroso, es significativo. En el plan general del universo, todas las relaciones son potencialmente importantes porque incluso el encuentro más fugaz con un desconocido puede enseñarnos muchas cosas sobre nosotros mismos. Todas las personas que conocemos tienen la posibilidad de ofrecernos paz espiritual y felicidad o conflictos e infelicidad. Todas pueden aportarnos mucho amor y relaciones estupendas en las situaciones más inesperadas. Esperamos mucho de las relaciones románticas: sanación, felicidad, amor, seguridad, amistad, satisfacción y compañerismo. También esperamos que esas relaciones solucionen nuestra vida, nos libren de la depresión y nos aporten una alegría inmensa. Somos especialmente exigentes con esas relaciones y esperamos que nos hagan felices por completo. Muchos de nosotros incluso creemos que cuando encontremos a esa persona especial toda nuestra vida mejorará. En general, no pensamos así abierta o conscientemente, pero si examinamos nuestro sistema de creencias, encontraremos que esa idea está ahí. ¿Quién no ha pensado alguna vez que si tuviera pareja todo sería perfecto?

Las relaciones románticas son maravillosas y también deseables a pesar de sus dificultades. Nos recuerdan nuestra perfección única en este mundo y que no estamos, en modo alguno, separados de los demás. Los problemas surgen cuando creemos, de forma equivocada, que esas relaciones van a ser la solución de nuestra vida. Las

relaciones no pueden ser ni son una solución. Esta forma de pensar es típica de los cuentos de hadas. Sin embargo, no es extraño que muchos de nosotros pensemos de este modo. Después de todo, crecimos con los cuentos de hadas, y muchas personas nos animaron a creer que, cuando encontráramos al príncipe azul o a la chica cuyo pie encajara en el zapatito de cristal, nos sentiríamos completos y realizados. Crecimos convencidos de que todas las ranas escondían a un príncipe encantado. De un modo sutil, nos enseñaron que hasta que encontráramos a esa persona especial seríamos sólo una mitad de la naranja, una pieza de un rompecabezas que busca ser completado. La forma de pensar que subyace en los cuentos de hadas es mágica, divertida y tiene su función, pero si abusamos de ella perdemos iniciativa y no asumimos la responsabilidad de hacernos felices y mejores a nosotros mismos y de resolver nuestros problemas profesionales, familiares y de otro tipo. En lugar de eso, creemos que el sentirnos realizados y la solución a nuestros problemas surgirán de ese alguien especial. Un trabajador de la construcción llamado Jackson vivía como podía después de que le diagnosticaran una leucemia. Poco después de recibir la noticia, conoció y se enamoró de Anne y, tras un corto noviazgo, se casaron. Dos años más tarde, Anne lo cuidaba en el que suponían sería el último año de su vida. Anne estaba orgullosa de los dos años que habían vivido juntos, y decía: «Nunca creí que llegara a amar a otra persona de un modo tan profundo. Antes tenía miedo al compromiso, pero he conseguido asumir el compromiso definitivo. Antes de conocer a Jackson, mis relaciones no duraban más de un año, pero a causa de su enfermedad he podido eliminar todos mis bloqueos. Gracias al amor que siento por Jackson, por fin me siento completa.» A continuación, ocurrió lo mejor...,y lo peor. Después de que muchos tratamientos no funcionaran, eligieron a Jackson para un trasplante de médula ósea, y éste salió bien. Jackson pasó de estar condenado a muerte a disfrutar de una salud excelente. Seis meses más tarde, nadie habría dicho que había padecido leucemia. Pero entonces la relación con Anne se deterioró. Ella se sentía asfixiada y dominada, y se quejaba de que la pasión había desaparecido. Su reacción no es extraña en relaciones en las que uno de los componentes de la pareja está muy enfermo y existe la posibilidad de que muera. Jackson era consciente del cambio de Anne y habló con ella: «Estabas dispuesta a amarme y honrarme, a ser mi esposa hasta que la muerte nos separara, pero, por lo visto, sólo si yo moría al cabo de seis meses. Sin embargo, no he muerto, y ahora nuestra relación es real, es un verdadero matrimonio para toda la vida. Ahora que no pende sobre mi cabeza una sentencia de muerte, nos enfrentamos a los compromisos cotidianos, a los problemas que tiene todo el mundo. Estoy feliz porque he recibido el regalo de la vida, pero tú actúas como si te hubieran condenado a cadena perpetua. »El final feliz se ha convertido en realidad. Después de todo, voy a vivir, pero no existen soluciones mágicas para el matrimonio. Tenemos que resolver nuestros problemas y nuestra relación. Es mucho más difícil enfrentarse al día a día cuando el ”hasta que la muerte nos separe” podría ocurrir cincuenta años más tarde.» Después de debatirse y sentirse confusa respecto a sus sentimientos, Anne se sometió a una terapia para aclarar sus emociones, y aprendió que era más fácil comprometerse ante la perspectiva de una separación.

«Jackson tenía razón. Me había engañado a mí misma otra vez y había asumido otro compromiso a corto plazo. comprendí que una cosa era ser la heroína, la mujer que acompaña a Jackson al final de su vida, y otra muy distinta ser su esposa cuando iba a vivir. Me di cuenta de que había utilizado nuestra relación para reafirmarme, para tener una relación con éxito. Gracias al valor que demostró Jackson al ser él mismo y decirme la verdad, aprendí que la magia se encuentra en las experiencias cotidianas que vivimos con los demás durante el largo trayecto que realizamos. La enfermedad de Jackson me ayudó a experimentar un sentido del compromiso más profundo. Después de todo lo que habíamos pasado juntos, me di cuenta de que lo amaba de verdad. Reencontré la pasión sin el drama de la vida o la muerte.» Gracias a esa relación, Anne ahondó en su interior y aprendió una lección muy importante acerca de los aspectos de ella misma que debía sanar y de lo que es la vida real, y cambió sus fantasías de hadas y héroes por una vida auténtica y el amor verdadero. La realización y la plenitud personales deben proceder de nuestro interior. Ese alguien especial no resolverá nuestros problemas de intimidad y compromiso, no nos hará más felices en el trabajo, no conseguirá que nos asciendan, no mejorará nuestras notas ni hará que nuestros vecinos sean más amables. Si éramos infelices cuando estábamos solos, seremos un esposo o una esposa infelices. Si no habíamos logrado establecernos profesionalmente, cuando encontremos a ese alguien especial nos convertiremos en una persona con pareja pero sin éxito profesional. Si éramos un mal padre, seremos un mal padre con una relación. Y si sentíamos que no éramos nada sin el hombre o la mujer de nuestra vida, tarde o temprano esos sentimientos de vacío aflorarán en la relación. La realización y la plenitud que buscamos se hallan en nuestro interior, esperando a que las descubramos. Si esperamos encontrar la propia realización en la persona a la que amamos, significa que creemos que no valemos lo suficiente, que no estamos completos, que no podemos generar nuestro propio amor, que no podemos crear nuestra propia felicidad en el trabajo y en nuestra vida social y personal. La verdadera respuesta consiste en dejar de buscar y en completarnos a nosotros mismos como personas. En lugar de buscar a alguien a quien amar, debemos hacernos más dignos de ser amados. En vez de querer que nuestra pareja actual nos ame más, debemos procurar que valga más la pena que nos amen. Y también debemos preguntarnos si damos tanto amor como queremos recibir, o si, por el contrario, esperamos que la gente nos ame profundamente aunque no seamos merecedores de ese amor ni seres generosos. Como se suele decir, «si no sabes gobernar tu propio barco, nadie querrá cruzar el océano contigo». Si buscamos amor, debemos recordar que el maestro vendrá cuando estemos preparados para aprender la lección. Cuando haya llegado el momento de que tengamos una relación, esa persona especial aparecerá. No hay nada malo en querer una pareja para compartir la vida, pero es distinto desear una relación que nos aporte cariño y alegría que necesitar a alguien para sentirnos completos. Hemos nacido para encontrar una gran alegría y felicidad en los demás y también para realizarnos y sentirnos plenos. Es probable que, algún día, encontremos a ese alguien especial pero mientras tanto debemos darnos cuenta de que somos valiosos y merecemos amor tal como somos, por nosotros mismos. Todos merecemos ser felices sin más, tener amigos, un buen empleo y todas las cosas maravillosas que la vida nos ofrece.

Debemos tener siempre presente que, sólo por el hecho de existir, somos especiales. Somos un regalo único y valioso para el mundo tanto si tenemos éxito profesional como si no y tanto si estamos casados con la pareja perfecta como si estamos solos. No tenemos que esperar a que alguna cosa del exterior llegue o nos suceda: ya somos seres completos. La solución a nuestros problemas no se halla en las relaciones románticas. Estemos casados o no, si queremos que en nuestra existencia haya más amor, debemos enamorarnos de nuestra propia vida. En general, las personas que tienen una relación íntima han de resolver las mismas cuestiones, pero a la inversa. Si tenemos conflictos con el amor, atraeremos a alguien que nos hará de espejo de ese mismo tipo de problema. Si un miembro de la pareja es dominante, es probable que el otro sea pasivo. Si uno es adicto a algo, el otro puede ser un salvador. Si la dificultad común de la pareja es el miedo, uno se enfrentará a él lanzándose en paracaídas o escalando montañas mientras que el otro preferirá tener ambos pies en el suelo y se mantendrá alejado incluso de los ascensores. Los iguales se atraen, pero de una forma opuesta. Alguien describió este fenómeno en una ocasión con las siguientes palabras: «En todas las relaciones, uno cocina los pasteles y el otro se los come.» En general, cuando surge un problema uno de los componentes de la pareja es más activo y quiere hablar sobre la cuestión, profundizar en ella e intentar resolverla, mientras que el otro la enfocará de un modo distinto y elegirá retraerse, pensar en ella y reflexionar. Ambos creerán que es el otro el que tiene el problema y no le gustará el modo con que maneja la situación. Pero desde una perspectiva realista son perfectos el uno para el otro. El enfoque más directo de uno pone en marcha al otro, y la negativa a enfrentarse al problema de éste hace reaccionar al primero. ; Todos nuestros pasos se dirigen, siempre, a la sanación de esos aspectos nuestros que están heridos. Pero la mejora no siempre es fácil o evidente. El amor nos pone en la puerta todo lo que necesitamos para sanarnos, aunque a veces sean cosas muy distintas al amor mismo. Si pedimos al universo que nos dé más capacidad de amar, es probable que, en ese momento, no nos envíe personas que amen mucho, sino a personas a las que les resulte difícil amar. Mientras nos esforzamos por relacionarnos con esas personas, tenemos la oportunidad de dar más amor. Con frecuencia, las personas con las que nos relacionamos activan las cuestiones que tenemos que solucionar como nadie más podría hacerlo. Aunque esas personas nos resulten muy frustrantes, es probable que sean precisamente las personas que necesitamos. Las personas inadecuadas son, con frecuencia, nuestros mejores maestros. Jane, una mujer fuerte y extrovertida, me contó, al final de su vida, que se había sentido víctima de un padre alcohólico que la maltrataba. «Y elegí a un marido que también era alcohólico y me maltrataba. Al final, me separé de él. Cuando miro atrás, me doy cuenta de que, aunque fue muy doloroso, casarme con él fue lo mejor para mí. Tenía que regresar al pasado y revivir aquellos sentimientos de víctima que había experimentado de niña. Tenía mucho que sanar y aquel matrimonio sacó aquellas cuestiones a la superficie. Ahora me siento muy agradecida por haber vivido aquella experiencia.» Esto también se cumple respecto a las personas que forman parte de nuestra vida pero que no hemos elegido, o sea, nuestra familia. Nuestros padres, hermanos e hijos, sobre todo los adolescentes, pueden sacarnos de nuestras casillas como nadie más puede

hacerlo. Estas personas, aunque a veces resulten difíciles, son nuestros maestros especiales, porque no podemos alejarnos de ellos con la misma facilidad con la que lo hacemos de los amigos y otras relaciones que hemos elegido. Con frecuencia no tenemos más remedio que buscar una solución para que esas relaciones funcionen, y es posible que descubramos que consiste, simplemente, en amarles tal como son. Las situaciones que se producen en las relaciones nos ofrecen todas las lecciones que necesitamos aprender. Como diamantes en una pulidora, pulimos nuestras aristas más afiladas mediante nuestras relaciones. En ocasiones nos decimos a nosotros mismos que seremos felices cuando determinadas cosas de una relación cambien. Deseamos esos cambios porque queremos que la relación nos haga felices. Creemos que cuando consigamos que nuestra pareja o la relación sean distintas, serán la esposa o el esposo perfectos y seremos felices. Pero eso es falso.

Nuestra felicidad no depende de que las relaciones cambien para «bien». Nosotros no podemos cambiar a los demás ni nos corresponde hacerlo. ¿Qué ocurriría si no cambiaran nunca o si no tuvieran que cambiar? Además, si nosotros queremos ser quienes somos de verdad, ¿no deberíamos permitir que ellos también lo fueran? Nuestras relaciones son las adecuadas. Aunque la otra persona no sea como queremos que sea, eso no significa que esté actuando mal. Todas las relaciones son recíprocas, lo cual significa que somos el reflejo de las personas con las que nos relacionamos. Los iguales se atraen, así que atraemos lo que hay en nuestro interior. Charles y Kathy llevaban casados cinco años. Charles comprendió el aspecto negativo de la idea de que actuamos como un reflejo de los demás: «Si tengo una relación aburrida, quizá se deba a que estoy aburrido. O peor, a que soy aburrido.» En efecto, Charles tenía razón. Pero la-parte positiva es que eso hace que el problema sea más tangible. Decir que una relación es aburrida no es una afirmación muy concreta y adjudicamos el problema a la relación. Lo bueno del asunto es que el problema está en nuestro interior, de modo que podemos llegar a él y solucionarlo. La solución nunca consiste en hacer saber a la otra persona que está equivocada para que cambie, y tampoco en conseguir que sea mejor: siempre tiene que ver con nosotros mismos. Nosotros creamos nuestro propio destino y tenemos que descubrir las lecciones que subyacen en las dificultades a las que nos enfrentamos. Demasiado a menudo nos deshacemos de nuestra pareja en lugar del problema. Las parejas nos ofrecen una oportunidad única para descubrir nuestros puntos flacos y a nosotros mismos. Eso no significa que debamos sufrir manteniendo una relación enfermiza, pero antes de separarnos debemos preguntarnos si el problema reside en nuestra pareja, en la relación o en nosotros. Cuando nos fijamos en la otra persona, perdemos de vista lo que realmente debemos trabajar en nuestra relación, o sea, nosotros. Podríamos decir: «Qué vacío debo de estar para estar tan lleno de ti.» La única persona a la que podemos controlar es a nosotros mismos. Si centramos nuestro trabajo en nosotros mismos, las circunstancias que nos rodean cambiarán por sí solas. Eso puede significar que la relación funcione o bien que no sea así y haya llegado el momento de seguir otro camino. Pero se trata, siempre, de un trabajo interior.

Cuando preguntamos a distintas personas si querían estar enamoradas, sus respuestas, instantáneas y decididas, nos sorprendieron: «¡Sí, siempre!» o «¡No, nunca! El amor me supondría abandonar mi carrera profesional, sacrificarme y tener que satisfacer en todo momento a la otra persona». La primera respuesta es enternecedora, aunque quizá poco realista, pero la segunda tampoco es razonable. ¿Podemos definir el amor como «un tremendo sacrificio»? Quizás es lo que aquellas personas aprendieron del amor cuando eran jóvenes. Todos imitamos las relaciones que vemos y aprendemos de ellas cuando somos niños. Si cuando éramos jóvenes estábamos rodeados de relaciones infelices, este hecho influirá en nuestras actitudes hacia el amor y en las relaciones que tengamos a lo largo de nuestra vida. Tenemos que observar nuestras relaciones y preguntarnos: «¿El amor que doy y el que recibo tienen como fundamento el modo en que percibí el amor cuando era niño? ¿Es éste el tipo de amor que deseo dar y recibir? ¿Es ésta la clase de relación que realmente quiero?» Si percibimos el amor como algo dolorosamente complejo, debemos averiguar la razón. Si creemos que el amor constituye una complicación, es probable que, de pequeños, presenciáramos relaciones complicadas. Si creemos que el amor es un abuso, es probable que presenciáramos relaciones abusivas. Si creemos que el amor significa compartir con alegría, es probable que presenciáramos relaciones de cariño y atención. Por desgracia para algunas personas (para demasiadas), con frecuencia confundimos el amor con el control y la manipulación, e incluso a veces con el odio. Pero no es necesario que nos quedemos atascados en esta confusión provocada por definiciones poco acertadas. Podemos redefinir el amor para nosotros mismos, podemos crear las relaciones que deseamos experimentar. Lamentablemente, no solemos actuar de esta forma, sino que mantenemos esas relaciones infelices y esperamos que algo suceda por arte de magia. Del mismo modo que algunas personas se deshacen de la pareja en lugar del problema, otros continúan inmersos en él. Mantenemos relaciones que no funcionan por dos razones: la primera, porque confiamos en que cambiarán, y la segunda, porque nos enseñaron que todas las relaciones deberían funcionar. ¿Cuántas veces hemos oído hablar de personas, o las hemos conocido, que han retomado antiguas relaciones que no funcionaban? ¿Cuántas veces hemos oído casos de mujeres que han regresado con hombres que no quieren comprometerse? Si lo que deseamos es un compromiso, ¿por qué aferrarnos a una persona que tiene dificultad para comprometerse? ¿Por qué volver a un pozo seco? Cuando las personas se sienten frustradas por relaciones que se repiten, es como si buscaran leche en una ferretería. Por muchas veces que recorran los pasillos, no la encontrarán. Si queremos amor, ternura y afecto en nuestras relaciones pero hemos escogido a una persona que, con toda claridad, no puede ofrecérnoslo, debemos escoger a otra. No debemos permitir que los demás sean desconsiderados con nuestro amor, nuestro corazón y nuestra ternura. Y tampoco que las viejas creencias dicten nuestra vida actual. Podemos reescribir las normas, pero para conseguirlo tenemos que aprender a respetarnos a nosotros mismos y a los demás y volver a grabar sobre las viejas cintas. Podemos encontrar por nosotros mismos una nueva definición del amor, una que de verdad signifique tratar a la otra persona como a alguien valioso y merecedor de un gran

amor y dedicación. Y podemos esperar el mismo trato hacia nosotros. Se trate de lo que se trate, nos corresponde a nosotros definir nuestra propia vida. Además de decidir qué clase de amor queremos, tenemos que aprender a amar sin crearnos ilusiones. Si nuestras relaciones son puras, si permitimos que el universo actúe y aprendemos las lecciones conforme aparecen, basaremos nuestras relaciones en la entrega, el compartir y la participación fluida de ambas partes. Cuando dejamos de intentar cambiar a nuestra pareja, sentimos el poder del amor, sin falsas ilusiones, y ya no tenemos que planificar, esforzarnos, luchar, manipular o controlar. Entonces se acaban esta clase de situaciones: «Es que si no le controlara, no lo haría» o «Ella no será quien quiero que sea si no cambio algunas cosas». Debemos aprender a compartir nuestras verdades con la otra persona. No hay nada malo en discutir con nuestra pareja sobre algo que nos molesta. Pero el enfrentamiento con expectativas significa manipulación. Debemos hablar y expresar nuestra opinión, pero no sólo para obtener la reacción que deseamos. Si nos aferramos a nuestras expectativas e ilusiones, no amamos de verdad. Dejemos que el otro sea él mismo. Y si nos abandona, será porque tenía que ser así. Vivir cada día como si estuviéramos al borde de la muerte, nos hace darnos cuenta de que tenemos ideas preconcebidas sobre cómo debería ser nuestra vida. Muchas veces, alguien es feliz en su relación de pareja pero se plantea, una y otra vez, si la otra persona estará allí al cabo de veinte años. Quizá lo esté y quizá no. No podemos conocer el futuro. También resulta difícil valorar a las personas como son ahora y no centrarnos en el pasado o el futuro. ¿Cuántas veces nos quedamos estancados en el recuerdo de algo que hicieron hace mucho tiempo y dejamos que aquel recuerdo infeliz influya en la opinión que tenemos de ellos, aunque se hayan disculpado y hayan cambiado? Conservamos nuestros clichés y queremos castigar o hacer ver a esa persona que nos hirió en el pasado. Nos aferramos a nuestros sentimientos y acumulamos resentimiento y pruebas en contra de la persona que amamos. Si nos apegamos a las heridas del pasado es porque ya no tenemos la intención de amar a esa persona. En lugar de aferrarnos a esos sentimientos desagradables, debemos aprender a quejarnos cuando nos hieran y decírselo directamente a la persona que lo ha hecho. Entonces podremos seguir avanzando. Cuando nos libramos de las imágenes futuras, de las expectativas acerca de cómo deberían ser las cosas, de nuestras estrategias y nuestros planes, el amor cobra vida propia y va adonde quiere ir en lugar de adonde nosotros intentamos dirigirlo. De todos modos, nunca tenemos mucho éxito en ese intento. Pero cuando soltamos las riendas, el amor suele llevarnos a lugares tiernos y maravillosos que ni siquiera habíamos imaginado. No todas las relaciones han de durar toda la vida; algunas tienen que acabar. Ciertas relaciones duran cincuenta años; otras, seis meses. Algunas sólo se terminan de un modo completo cuando una de las personas muere, y otras se acaban mientras ambos están vivos. La duración de una relación, o la forma en que termina, nunca es equivocada. Se trata, simplemente, de la vida. Lo que tenemos que tener en cuenta respecto a las relaciones es si están completas o no y cómo lograr completarlas o terminarlas de la mejor manera posible.

Del mismo modo que consideramos que la muerte es un fracaso, creemos que las relaciones, si no son duraderas, también lo son. Igual que opinamos que una vida completa y de éxito es aquella que ha durado noventa y nueve años, sentimos que las únicas relaciones completas y de éxito son las que duran para siempre. En realidad, las relaciones son satisfactorias y nos sanan incluso si terminan después de sólo seis meses. Cumplen la función que tienen que cumplir, y cuando ya no son necesarias es porque se han completado y han conseguido su objetivo. Por desgracia, no siempre somos conscientes de esta realidad. James creía que podía hacer funcionar cualquier relación, pero nos hizo partícipes de sus sentimientos de desasosiego respecto a una de ellas: «Mi amiga Beth y yo tuvimos una relación de pareja que se terminó hace dos años. Yo nunca creí que estuviéramos destinados a estar juntos, pero de todos modos sentí que habíamos fracasado en nuestra relación. Me sentí herido, enfadado y triste, y ella también. Hace un mes, y durante cuatro días seguidos, me fui encontrando con personas que habían visto a Beth la noche anterior. También coincidí con su compañera de trabajo, que era su mejor amiga. Pensé que aquello quería decir algo. Quizá que tenía que llamar a Beth, quizá que la relación no debía haber terminado. Así que la telefoneé y salimos a cenar. Durante la cena, en ningún momento mencionamos la posibilidad de volver a estar juntos, pero hablamos de lo mucho que habíamos aprendido el uno del otro y de que seríamos mejores en nuestras próximas relaciones gracias a la que habíamos tenido juntos. De un modo sorprendente, aquella conversación hizo que dejara de ver nuestra relación como un fracaso y la considerara completa y satisfactoria.» Algunas personas reaparecen en nuestra vida. A veces ocurre porque esas relaciones no han terminado y tenemos más aspectos que sanar. Sin embargo, otras veces vuelven a aparecer esas personas porque aunque la relación haya terminado en nuestra mente no está completa. Tenemos que redondear el final. En ocasiones esto significa, simplemente, que tenemos que cambiar nuestra percepción de la relación y dejar de considerarla incompleta o un fracaso. No existen errores en las relaciones. Todo se desarrolla como debe ser. Desde nuestro primer encuentro hasta la última despedida nos relacionamos los unos con los otros. A través de nuestras relaciones aprendemos a ver nuestra alma, con toda su rica topografía, y a avanzar hacia la sanación. Cuando nos despojamos de nuestras expectativas sobre las relaciones amorosas, dejamos de preguntarnos quién será la persona amada y cuánto durará la relación; trascendemos esos límites y encontramos un amor que es mágico y que ha sido creado por una fuerza superior a nosotros, y especialmente-para nosotros.



4. LA LECCIÓN DE LA PÉRDIDA.

EKR.

Un estudiante de psicología que estaba terminando la carrera se debatía interiormente debido a la pérdida que supondría la muerte de su abuelo, el cual había contribuido a su educación y estaba gravemente enfermo. Según dijo, parte de su conflicto residía en la decisión de aplazar su último año de estudios para pasar más tiempo con él. Pero también se sentía impelido a terminar la carrera en aquel momento, porque estaba aprendiendo mucho sobre la vida. -Lo que estoy aprendiendo ahora en la facultad -explicó-, me está ayudando de verdad a crecer como persona. -Si quieres crecer como persona y aprender, debes darte cuenta de que el universo te ha matriculado en un curso de posgrado de la vida llamado «pérdida» -le respondí. Al final perdemos todo lo que tenemos; sin embargo, lo que de verdad importa no se pierde nunca. Nuestras casas, coches, empleos y dinero, nuestra juventud e incluso nuestros seres queridos son sólo un préstamo. Como todo lo demás, nuestros seres queridos no nos pertenecen. Pero esta realidad no tiene que entristecernos, sino todo lo contrario, pues nos permite valorar más las múltiples y maravillosas experiencias y cosas de las que disfrutamos durante nuestra vida en este mundo. Si la vida es una escuela, la pérdida es, en muchos aspectos, la asignatura más importante del programa de estudios. Cuando sufrimos una pérdida, experimentamos también el cariño que nuestros seres queridos (y a veces incluso los desconocidos) sienten por nosotros en nuestros momentos de necesidad. Una pérdida es un vacío en nuestro corazón, pero es un vacío que reclama más amor y que nos permite albergar el de los demás. Llegamos a este mundo sintiendo la pérdida del útero de nuestra madre, aquel mundo perfecto que nos había creado. Somos arrojados a un lugar en el que no siempre nos alimentan cuando tenemos hambre y en el que no sabemos si nuestra madre volverá a nuestro lado cuando se aleja; un lugar en el que nos gusta que nos sostengan en brazos, pero donde, de repente, nos dejan sin más. Donde a medida que crecemos perdemos a nuestros amigos, cuando ellos o nosotros nos mudamos, y a nuestros juguetes, cuando se rompen o los extraviamos, y donde también perdemos el campeonato de béisbol. Donde tenemos nuestros primeros amores, pero los perdemos. Y la lista de pérdidas no ha hecho más que empezar. Durante los años siguientes, perdemos profesores, amigos y los sueños de la infancia. Todas las cosas intangibles, como los sueños, la juventud y la independencia, al final se desvanecen o terminan. Todas nuestras pertenencias son sólo un préstamo. ¿Acaso fueron alguna vez verdaderamente nuestras? Nuestra realidad en esta tierra no es permanente; tampoco lo son nuestras propiedades. Todo es temporal. La permanencia es imposible, y al final aprendemos que no hallaremos la seguridad en el intento de conservarlo todo ni rehuyendo la experiencia de la pérdida. La verdad es que, no nos gusta ver la vida desde esta perspectiva. Nos gusta fingir que siempre gozaremos de la vida y de las cosas que hay en ella. Y no queremos enfrentarnos a la última pérdida que viviremos: la muerte misma. Es curioso ver cómo fingen muchos familiares de enfermos terminales cuando llega el final. No quieren

hablar de la pérdida que están sufriendo y mucho menos comentarlo con los seres queridos que van a morir. El personal de los hospitales tampoco quiere explicar nada a los pacientes. ¡Qué iluso por nuestra parte creer que las personas que se acercan al final de su vida no son conscientes de la situación! ¡Y qué absurdo creer que eso los ayuda! Más de un paciente terminal ha mirado a sus familiares y les ha dicho con severidad: «No intentéis ocultarme que me estoy muriendo. ¿Cómo podéis no hablar de este hecho? ¿No os dais cuenta de que todo ser viviente me recuerda que estoy muriendo?» Los moribundos saben lo que van a perder y comprenden su valor. Son los vivos los que, con frecuencia, se engañan a ellos mismos.

DK.

Aprendí sobre la pérdida cuando me desperté en plena noche retorciéndome de dolor. En cuanto lo sentí, comprendí que era grave. Aquel dolor abdominal era mucho más que un dolor de estómago corriente. Visité a mi médico, que me recetó un antiácido y me indicó que hiciera un seguimiento del problema. Tres días más tarde, un jueves, el dolor había empeorado y el médico decidió efectuar un examen más minucioso. Me ingresaron en el hospital durante todo un día para hacerme unas pruebas, incluyendo endoscopias del intestino grueso superior e inferior que le permitieran comprobar si algo en mi tracto gastrointestinal iba mal. En la sala de recuperación el médico me explicó que habían descubierto un tumor que obstruía parcialmente la parte superior de mi intestino. -¿Tendré que operarme? -pregunté alarmado. -He efectuado una biopsia y la he enviado al laboratorio -respondió-. Lo sabremos el lunes. Aunque sabía que era tan probable que el tumor fuera benigno como maligno, mi mente y mis emociones volvieron a mi padre, quien había fallecido de un cáncer de colon. Durante aquellos cuatro días insoportables en que esperé los resultados de las pruebas, lamenté la pérdida de mi invulnerabilidad juvenil, de mi salud e incluso de mi vida. El tumor era benigno, pero los sentimientos de pérdida de aquellos días fueron muy reales. La mayoría de nosotros nos resistimos y luchamos contra las pérdidas que experimentamos a lo largo de nuestra vida, y no comprendemos que la pérdida es vida y la vida es pérdida. La vida no puede cambiar y nosotros no podemos crecer si no existe la pérdida. Un antiguo dicho judío dice que si bailas en muchas bodas, llorarás en muchos funerales. Eso significa que si estamos en muchos comienzos también estaremos en muchos finales. Si tenemos muchos amigos, sentiremos muchas pérdidas. Si creemos que hemos sufrido grandes pérdidas es sólo porque hemos recibido muchas bendiciones durante la vida. Las pérdidas que experimentamos pueden ser grandes o pequeñas, desde la muerte de uno de nuestros padres a no encontrar un número de teléfono. Y también pueden ser permanentes, como ocurre con la muerte, o temporales, como cuando añoramos a nuestros hijos mientras estamos de viaje de negocios. Hay cinco etapas que describen la forma en que reaccionamos frente a cualquier pérdida, no sólo ante la muerte. Estas etapas pueden aplicarse a todas nuestras pérdidas, ya sean grandes o pequeñas, permanentes o temporales. Supongamos que un hijo nuestro nace ciego. Experimentaremos una sensación de pérdida profunda y reaccionaremos de una de las siguientes maneras:



Negación: «Los médicos dicen que no puede seguir los objetos con la mirada, pero dadle tiempo y cuando crezca lo hará.»

Rabia: «¡Los médicos tendrían que haberlo sabido! ¡Nos lo tendrían que haber dicho antes! ¿Por qué Dios nos ha hecho esto?»

Negociación: «Podré soportarlo siempre que pueda aprender a cuidar de sí mismo cuando sea mayor.»

Depresión: «Es terrible. Su vida estará tan limitada...»

Aceptación: «Nos enfrentaremos a los problemas conforme surjan. Y, a pesar de todo, podrá disfrutar de una buena vida llena de amor.»

Supongamos por otro lado, y desde un punto de vista más superficial, que se nos cae una lente de contacto. Podríamos responder a la pérdida de estas formas:

Negación: «¡No puede ser que la haya perdido!»

Rabia: «¡Maldita sea, tendría que haber sido más cuidadoso!»

Negociación: «Prometo que, si la encuentro, seré más cuidadoso en el futuro.»

Depresión: «¡Estoy tan triste por haberla perdido...! Ahora tendré que comprar otra.»

Aceptación: «No pasa nada. Tenía que perder una tarde o temprano. Encargaré otra por la mañana.»

No todo el mundo pasa por estas cinco etapas cuando experimenta una pérdida. Las reacciones no siempre ocurren en el mismo orden y podemos experimentar alguna de ellas en más de una ocasión. Sin embargo, sufrimos muchas pérdidas y de muchas maneras, y siempre respondemos de una u otra forma ante ellas. Gracias a las pérdidas, adquirimos experiencia en este tipo de situaciones, tras lo cual estamos más preparados para enfrentarnos a la vida.

Sintamos lo que sintamos cuando perdemos algo o a alguien, será exactamente lo que tenemos que sentir. Nunca debemos decirle a alguien: «Ya has experimentado la negación durante bastante tiempo, ahora debes sentir rabia» ni nada parecido, porque no sabemos cómo ha de ser el proceso de sanación de las otras personas. Las pérdidas se sienten como se sienten. Nos hacen sentir vacíos, desvalidos, paralizados, inútiles, rabiosos, tristes y temerosos. No queremos dormir o bien queremos dormir continuamente; no tenemos apetito o queremos comer todo lo que encontramos. Podemos ir de un extremo a otro o pasar por todas las etapas intermedias. Experimentar cualquiera de estas sensaciones, o todas, forma parte del proceso de sanación.

Quizá lo único cierto respecto a la sensación de pérdida es que el tiempo lo cura todo. Por desgracia, la sanación no siempre es un proceso directo, no es como la línea ascendente de un gráfico que nos transporta de forma rápida y suave a la integridad, sino como una montaña rusa: subimos hacia la integridad y de repente nos hundimos en la desesperación; parece que vamos hacia atrás y entonces avanzamos, y después nos parece que retrocedemos al principio. Eso es la sanación. Es seguro que sanaremos y que volveremos a sentirnos completos. Quizá no recuperemos lo que hemos perdido, pero sanaremos. Y en un determinado momento de nuestro viaje por la vida, descubriremos que nunca tuvimos realmente, del modo que creíamos, a la persona o la cosa por cuya pérdida nos lamentamos. Y también comprobaremos que siempre la tendremos, aunque de un modo distinto. Aspiramos a sentirnos completos. Esperamos poder conservar a las personas y las cosas exactamente como son, pero en el fondo sabemos que no es posible. La pérdida es una de las lecciones más difíciles de la vida. Intentamos que nos resulte más fácil revistiéndola de un aire romántico, pero el dolor de la separación de algo o alguien a quien queremos es una de las experiencias más duras que podamos vivir. La ausencia no siempre nos hace más cariñosos. A veces nos hace sentir más tristes, solitarios y vacíos. Del mismo modo que no hay bien sin mal ni luz sin oscuridad, no hay crecimiento sin pérdida. Y aunque pueda parecer extraño, tampoco hay pérdida sin crecimiento. Ésta es una idea difícil de comprender, y quizá por eso siempre nos sorprende. Algunos de los mejores maestros en esta materia son padres que han perdido a sus hijos debido al cáncer. Al principio dicen que esta experiencia es el fin de su mundo, lo cual es comprensible. Años más tarde, algunos dicen que han crecido gracias a aquella tragedia. Como es lógico, habrían preferido no perder a sus hijos, pero su pérdida les ha ayudado de unas formas que no esperaban. Aprendieron que «es mejor’’ amar y haber perdido que no haber amado nunca». Lo cierto es que, en general, no cambiaríamos la experiencia de amar y perder a nuestros seres amados por la de no haberlos tenido nunca. Si sólo miramos por encima nuestra vida y las pérdidas que hemos experimentado, puede resultar difícil comprobar que hemos crecido, pero crecemos. Las personas que han experimentado pérdidas, a la larga se hacen más fuertes y más completas. Cuando alcanzamos cierta edad solemos perder pelo, pero nos damos cuenta de que lo que hay en nuestro interior es cuando menos tan importante como nuestro exterior. Cuando nos jubilamos ganamos menos, pero gozamos de mayor libertad. Cuando nos hacemos viejos perdemos independencia, pero recibimos parte del amor que dimos a los demás. A menudo, cuando sufrimos la pérdida de lo que poseemos en esta vida, nos lamentamos, pero después descubrimos que somos más libres y que nuestro destino era viajar por este mundo ligeros de equipaje. A veces, cuando las relaciones se terminan, descubrimos quiénes somos, no en relación con las otras personas, sino con respecto a nosotros mismos. Debemos perder algunas cosas o capacidades para que nos demos cuenta de cuanto valoramos lo que nos queda.

EKR.



Cuando pensamos en la pérdida en general, pensamos en grandes pérdidas como la de un ser amado, la vida, la casa o el dinero. En las lecciones de la pérdida, no obstante, descubrimos que en ocasiones las cosas pequeñas de la vida se convierten en las más grandes. Ahora que mi vida está confinada a una cama de hospital en el salón de mi casa y a una silla colocada a su lado, me siento agradecida por no haber perdido algunas de las cosas que casi todos damos por seguras. Con la ayuda de una silla retrete, al menos puedo hacer mis necesidades yo sola. No poder ir al baño o bañarme yo sola constituiría para mí una terrible pérdida. En la actualidad me siento muy agradecida de poder seguir haciendo estas cosas por mi misma. La pérdida de nuestros seres queridos debido a la muerte es sin duda una de las experiencias más desgarradoras que podemos vivir. Sin embargo, algunas personas que han perdido a alguien por un divorcio o una separación dicen, con todos los respetos, que la muerte no es la pérdida máxima. Según ellos, la separación de aquellos a quienes amamos por una razón distinta a la muerte, es una de las separaciones más difíciles. Saber que la otra persona sigue con su vida y no poder compartirla con ella causa mucho más dolor y hace que la decisión de continuar sea mucho más difícil que en el caso de la separación permanente debida a la muerte. Al fin y al cabo, encontramos nuevas maneras de compartir la existencia de aquellos que han fallecido puesto que viven en nuestro corazón y en nuestra memoria. De los moribundos hemos aprendido cosas interesantes sobre la pérdida, y los que han estado clínicamente muertos pero han regresado a la vida nos han enseñado lecciones claras y comunes a todos ellos. La primera es que ya no tienen miedo a la muerte. La segunda, que ahora saben que la muerte sólo consiste en despojarse del cuerpo físico, igual que nos deshacemos de un traje cuando ya no lo necesitamos. La tercera, que recuerdan haber experimentado, al morir, un sentimiento profundo de plenitud y de unión con todo y con todos y ningún sentimiento de pérdida. Por último, dicen que no estaban solos, que siempre había alguien con ellos. Un hombre de unos treinta años me contó que su mujer lo había abandonado de forma inesperada. Se sentía totalmente desolado. Mientras me hablaba de la angustia que experimentaba, levantó la vista y me dijo: -¿El sentimiento de pérdida es esto? Muchos amigos míos han perdido a seres queridos debido a separaciones, divorcios e incluso la muerte. Estaban tristes y me decían que lo pasaban mal, pero yo no tenía ni idea de cómo se sentían. Ahora que lo sé, querría dirigirme a ellos y decirles que lo siento, que no sabía por lo que estaban pasando. »Ahora he crecido y soy mucho más compasivo. En el futuro, cuando un amigo sufra una pérdida, me comportaré de un modo totalmente distinto y le daré todo mi apoyo. Estaré disponible para él de maneras en las que nunca había pensado y comprenderé el dolor por el que estará pasando como nunca antes imaginé. Éste es uno de los objetivos por los que experimentamos pérdidas en nuestra vida. Las pérdidas nos unen, nos ayudan a profundizar en la comprensión mutua, nos permiten relacionarnos de un modo que ninguna otra lección de la vida nos ofrece. Cuando estamos unidos en una experiencia de pérdida, nos preocupamos los unos de los otros y nos relacionamos de un modo nuevo y más profundo.

La única cosa que resulta tan difícil como sufrir una pérdida es vivir en la incertidumbre de si va a suceder o no. Los enfermos dicen a menudo: «¡Desearía mejorar o morir!» o «Los días de espera para saber los resultados de las pruebas son insoportables.» Una pareja que intentaba recomponer su relación se quejaba: «La separación nos está matando. Ojalá pudiéramos hacer funcionar nuestra relación o darla por terminada definitivamente.»

En ocasiones la vida nos obliga a vivir en la incertidumbre, sin saber si experimentaremos o no el sentimiento de pérdida. A veces tenemos que esperar durante horas para saber si la operación ha ido bien, unos días para conocer los resultados de las pruebas o un período indeterminado de tiempo mientras algún ser querido se enfrenta a su enfermedad. Otras veces, cuando un niño se pierde, nos vemos obligados a experimentar la incertidumbre durante horas, días, semanas o períodos más largos. Las familias de los soldados que han desaparecido en combate viven con angustia la situación. Muchas de ellas siguen sin haberlo superado décadas más tarde, y puede que no lo hagan hasta que sepan, de forma definitiva, si han muerto o han sido rescatados. Pero también es posible que esa información no les llegue nunca. Norteamérica sufrió el dolor de la incertidumbre cuando la avioneta de John F. Kennedy hijo se dio por desaparecida durante unos días. El gobierno local, el estatal y el federal utilizaron todos los recursos de los que disponían para averiguar lo que había ocurrido v porque el país necesitaba un final.

Experimentar la incertidumbre de una pérdida es, en sí mismo, una pérdida. No importa cuál sea el resultado de la situación, porque constituye igualmente una pérdida a la que debemos sobreponernos.

DK.

Recuerdo bien a mi padre, su rostro vivaz, sus ojos brillantes, su cálida sonrisa y su reloj de pulsera de oro con la correa negra que parecía formar parte de su brazo. Siempre los recordaré juntos, y mi padre sabía que a mí siempre me había gustado su reloj. * Hace unos años, mi padre se estaba muriendo, y yo me encontraba junto a su cama. Lo miré con los ojos llenos de lágrimas y le dije que no sabía cómo despedirme de él.

-Yo tampoco sé cómo despedirme de ti -respondió mi padre-. Pero sé que tengo que hacerlo. Tengo que despedirme de ti y de todo lo que siempre he amado, desde tu rostro a mi casa. Ayer por la noche incluso miré por la ventana y me despedí de las estrellas. Toma mi reloj -me dijo mientras señalaba su muñeca. -No, papá, siempre lo has llevado puesto. -Sin embargo, ha llegado el momento de que le diga adiós y de que lo lleves tú. Desabroché el reloj de su muñeca con suavidad y lo coloqué en la mía. Mientras lo miraba, mi padre me dijo: -Tú también tendrás que despedirte de él algún día. Pasaron los años y yo nunca olvidé aquellas palabras. El reloj siempre ha sido para mí un recuerdo agridulce de la temporalidad de la vida. Apenas me lo quito. Hace cosa de un mes tuve un día agitado en el trabajo. Al salir me fui al gimnasio con un amigo.

Después me duché y me fui a casa. Estuve trabajando en el jardín, volví a ducharme y me vestí para salir. Aquella noche, al acostarme, me di cuenta de que no llevaba el reloj. Durante los días siguientes lo busqué por todas partes. Experimenté de forma simultánea la pérdida del reloj, que con tanta intensidad representaba a mi padre y mi infancia, y la lección de la pérdida que él me había enseñado. Siempre supe que, algún día, perdería el reloj, ya fuera debido a mi muerte o a otras circunstancias. Tuve que asimilar la idea y el sentimiento de que todo lo que tenemos es temporal, que no es más que un préstamo. Con el paso del tiempo me acostumbré a esa idea y a la pérdida inevitable que había sufrido. En lugar de centrarme de forma exclusiva en el reloj, descubrí otras maneras de estar conectado con mi padre y mi infancia y asumí la advertencia de mi padre de que yo también tendría que despedirme de todo algún día. Tres meses más tarde, derramé un vaso de agua que había en mi mesita de noche. Cuando me agaché para limpiar el suelo, encontré el reloj. Estaba detrás de una pata de la cama. Ahora vuelvo a llevarlo en la muñeca, pero comprendo realmente que todos nuestros regalos son temporales y que cuando nos despedimos de ellos descubrimos que hay algo en nuestro interior que no se puede perder. La mayoría de las cosas que poseemos tiene un significado para nosotros no por ellas mismas, sino por lo que representan. Y lo que representan es nuestro para siempre. Las pérdidas son complicadas y rara vez nos dejan indiferentes. Además, nadie puede predecir cuál va a ser su reacción ante una pérdida. El dolor es algo personal. Los sentimientos pueden ser contradictorios o abrumadores, y también podemos experimentarlos con retraso. Una pérdida, o incluso una posible pérdida, afecta a muchas vidas: la de la familia, los amigos, los compañeros de trabajo y también la de los profesionales de la medicina que se ocupan del paciente. Todo el mundo se siente herido, incluso las mascotas de esa persona. Todo el mundo experimenta la sensación de pérdida, y ésta puede separarnos o unirnos. Durante un seminario, una mujer se lamentó de la pérdida de su esposo, no debida a la muerte, sino al divorcio. Nos pareció interesante porque dijo que sus problemas empezaron mientras él luchaba contra el cáncer. «Durante el tratamiento yo me quedaba despierta por la noche y lo observaba respirar explicó en voz baja-. Me consumía la idea de perderlo. Permanecía despierta y me preguntaba qué haría el día que dejara de respirar. No podía soportar pensar en lo que pudiera pasar, en perderlo. Al final, sufrí una depresión nerviosa y me separé de él a causa de la culpa que sentía. Ahora, después de unos años, él disfruta de muy buena salud. De aquella situación aprendí que cuando alguien se enfrenta a una enfermedad que puede suponerle la muerte, toda la atención se centra en esa persona. Todo gira en torno a cómo evoluciona la enfermedad, cómo se siente el enfermo, cómo responde al tratamiento, etcétera. En aquellos momentos me sentí muy egoísta por experimentar mis propios sentimientos, mis propios miedos. En ningún momento se me ocurrió exclamar: ”¡Eh, y yo qué!” No me parecía bien. Yo no era el paciente, así que ¿quién era yo para necesitar ayuda cuando era él el que se estaba muriendo? Por lo tanto, no dije nada y al final estallé.»

Nuestro dolor se complica cuando la pérdida está acompañada de circunstancias como defunciones múltiples, un asesinato, una epidemia o cuando la muerte es repentina. Como efecto secundario, quizá sintamos rabia por las circunstancias de la muerte, un choque emocional por su rapidez, etcétera. De hecho, creo que todo el dolor que sentimos es complicado; raras veces es simple. A principios de los años ochenta, durante la primera etapa de la epidemia de sida, Edward perdió cerca de veinte personas a las que quería. Sin embargo, en aquel momento le pareció que experimentaba un sentimiento de pérdida muy poco profundo. «Los quería -repetía una y otra vez-. ¿Cómo puedo sentir tan poco?» Durante quince años estuvo preocupado porque no sentía nada hacia aquellas personas a las que había amado y perdido. Una noche se despertó presa del pánico y buscó con frenesí por toda la casa fotografías de aquellas veinte personas. De un modo repentino, el dolor lo golpeó como una tonelada de ladrillos. En aquel momento, Edward estaba lo suficientemente fuerte y preparado para poder experimentar alguna de aquellas pérdidas. Aquellos sentimientos habían estado guardados para cuando pudiera enfrentarse a ellos. Sentimos las pérdidas en nuestro momento y a nuestra manera y, de hecho, la negación es un favor que se nos concede: experimentamos nuestros sentimientos cuando nos llega el momento; permanecen a salvo hasta que estamos preparados. Esto les ocurre con frecuencia a los niños y los adolescentes que pierden a sus padres. Quizá no sientan mucho dolor hasta que sean adultos y puedan soportarlo. No podemos escapar de nuestro pasado. Muchas veces, la tristeza del pasado se mantiene latente hasta que estamos preparados para experimentarla. A veces, las pérdidas nuevas desencadenan las antiguas y no sentimos una pérdida hasta más tarde, cuando sufrimos otra. Como muchas otras jóvenes esposas de los años cuarenta, Maurine se sintió destrozada cuando recibió un telegrama de lo que entonces se llamaba el Departamento de Guerra donde se le comunicaba que su esposo había fallecido. Maurine y Roland se enamoraron en la universidad y se casaron a toda prisa antes de que él se alistara en el ejército, sólo unas semanas después del ataque a Pearl Harbor. Antes de un año, Roland había terminado su entrenamiento como piloto de caza y fue destinado al extranjero. Más tarde, Maurine recibió el telegrama. En vez de pasar el período de luto, aquella viuda de veintiún años se mudó con rapidez a otro estado, consiguió un empleo y comenzó una nueva vida. Dos años más tarde volvió a casarse. En los años siguientes tuvo tres hijas y olvidó su pasado. Su nuevo esposo conocía su anterior pérdida, pero ella nunca mencionó a Roland a sus hijas ni a sus nuevos amigos; nunca colgó fotografías de él en su casa ni tuvo ningún contacto con su familia o con amigos que los habían conocido cuando estaban juntos. Cincuenta años más tarde, su segundo esposo enfermó y falleció. Entonces, todo el dolor por la pérdida de ambos esposos manó a borbotones formando un único río de lágrimas y pena. Para superar aquellos sentimientos, Maurine creó dos murales fotográficos en una de las paredes del salón de su casa, uno por su primer amor y otro por el segundo. Eso le permitió separar y resolver los distintos sentimientos y pérdidas que había sentido. Muchas personas experimentan sentimientos contradictorios ante la pérdida de algunos seres queridos, sobre todo cuando se trata de padres que les inspiraban emociones

encontradas. El principal obstáculo para enfrentarse y superar ese sentimiento de pérdida es que no comprenden cómo pueden sentir lo que sienten por alguien con quien realmente no se entendían. «Mi madre era tan mezquina conmigo... -explicó una mujer-. Era literalmente una tirana. ¿Por qué me duele que haya muerto?» En una versión reciente para el cine de Frankenstein, la famosa novela de Mary Shelley, el doctor Frankenstein da vida al famoso monstruo sin pensar en ningún momento en su felicidad o en cómo será su vida, y de este modo lo condena a una existencia de miseria y tormento. Al final de la película el doctor es asesinado. La criatura llora y, cuando le preguntan por qué llora por el hombre que le causó tanto sufrimiento, responde, simplemente, que era su padre. Lloramos por la pérdida de los que cuidaron de nosotros como correspondía y también por la de aquellos que no nos dieron el amor que merecíamos. He presenciado este fenómeno una y otra vez. Es Como el niño que ha recibido una paliza y añora a su madre mientras está en el hospital pero no puede verla porque está en prisión por haberlo golpeado. Podemos sentirnos verdaderamente afligidos por la pérdida de personas que se portaron de un modo terrible con nosotros. Pero si sentimos aflicción por su pérdida, debemos experimentarla. Tenemos que darnos tiempo para llorar y sentir nuestras pérdidas y aceptar que no podemos negar esos sentimientos incluso si creemos que esa persona no merecía nuestro amor. Tanto si el sentimiento de pérdida es complicado como si no, todos sanaremos a nuestro debido tiempo y a nuestra manera. Nadie puede decirnos que ya deberíamos haberlo superado o que el proceso va demasiado rápido. El dolor es siempre individual. Siempre que avancemos en la vida y no nos quedemos estancados, estaremos sanando nuestro dolor. Muchas veces, sin saberlo, recreamos pérdidas para enfrentarnos a ellas, aceptarlas y, finalmente, superarlas. Otras veces, si hemos resultado heridos por una pérdida, desarrollamos ” maneras de protegernos: nos distanciamos de nuestros sentimientos, los negamos, ayudamos a otros a superar sus heridas para no sentir las nuestras o nos volvemos autosuficientes para no necesitar a nadie nunca más.

EKR.

Cuando Gillian tenía unos cinco años, sus padres la abandonaron en la puerta de un orfanato. Mientras era pequeña, no se dio cuenta ni comprendió lo que estaba ocurriendo. En la actualidad es una mujer brillante de mediana edad, emocionalmente sana y autosuficiente. Me habló de su abandono y de cómo la había afectado. Me dijo que había pasado gran parte de su vida intentando superar aquello, pero que, con el tiempo, se había dado cuenta de un problema mucho más importante: -Lo que pasé cuando era una niña fue grave, pero aquello ocurrió hace más de cuarenta años. Ahora me he dado cuenta de que, en los últimos veinte años, nadie me ha abandonado como yo misma lo hago. -¿Me lo puedes explicar? -le pedí. -Por ejemplo, cuando alguien me llama para salir durante el fin de semana, dejo que responda el contestador o, si lo hago yo, enseguida me pongo a hablar de lo ocupada que estoy. No quiero que los demás sepan lo sola que me siento. Nunca les doy la oportunidad de invitarme a salir. Y si tengo la posibilidad de hacer planes para las

vacaciones, siempre consigo no comprometerme con nadie y, al final, las paso sola y siento que nadie se preocupa por mí. ¿Por qué actuaba Gillian de esta forma? De un modo subconsciente, nos ponemos en situaciones que nos recuerdan nuestras pérdidas originales para poder sanarlas. Gillian por fin se está recuperando: se ha dado cuenta de que ahora es ella quien debe cuidar de sí misma. -Soy una mujer de cuarenta y ocho años -me dijo-, una persona adulta; ya no soy la niña que abandonaron en el orfanato. Los niños pueden ser víctimas, pero yo ya no soy una niña. Ahora me corresponde a mí asegurarme de que hago lo que quiero hacer. Si nos preguntamos por qué no dejamos de encontrarnos con personas que nos abandonan, quizá sea porque el universo nos envía a esas personas y situaciones para ayudarnos a sanar nuestro sentimiento de pérdida. Al final, sanaremos. De hecho, el proceso de sanación ya está .en marcha. No obstante, hay veces en que la lección de sanar una vieja pérdida consiste en darnos cuenta de que no podemos evitar sufrir otras nuevas. Cuando nos protegemos frente a las pérdidas, recaemos en ellas. Quizá nos mantengamos alejados de otras personas para asegurarnos de que no las perderemos, pero eso ya es una pérdida en sí.

Un matrimonio tenía problemas en su relación. Los dos querían tener hijos, pero la mujer siempre lo aplazaba. Al final, la mujer explicó que había perdido a su madre, su padre y sus abuelos a causa del cáncer. Entonces se dio cuenta de que no quería tener hijos porque temía perderlos o que ellos la perdieran a ella. Hablamos sobre el miedo a la pérdida y sobre el hecho de que nadie puede conocer el futuro con antelación. Por mucho que lo deseemos, no podemos evitar sufrir pérdidas, no podemos crear situaciones en las que la ausencia de la pérdida esté garantizada. Aquella mujer podía adoptar niños, lo cual, si en su caso se trataba de una cuestión genética, reduciría las posibilidades de que sus hijos desarrollaran un cáncer. Pero ¿qué otras enfermedades hereditarias podían padecer? Y ¿qué podría evitar que murieran en un accidente de tráfico? En cuanto a ella, podía adoptar todo tipo de precauciones para evitar contraer un cáncer. Podía alimentarse bien, practicar deporte y hacerse chequeos con regularidad, pero también podía morir a causa de un terremoto, un accidente o un atraco a mano armada. Es imposible vivir en un mundo en el que no haya pérdidas. Aquella mujer se dio cuenta de que todos sus miedos eran posibles, pero no probables. Aceptó que vivimos en un mundo imperfecto que nos provoca miedos y decidió seguir adelante y tener un hijo. Este tipo de situaciones parecen pérdidas en sí mismas o, al menos, pérdidas nuevas o presentidas que sacan a la luz las antiguas. Son más que eso. Son la creación de situaciones de sanación. Activan aquellas partes de nosotros que quizás antes no teníamos y que pueden sanar nuestro sentimiento de pérdida. Constituyen una visita necesaria a una vieja herida y nos hacen volver a la plenitud y la reintegración. Las pérdidas suponen, a menudo, una iniciación a la etapa adulta. Las pérdidas nos convierten en mujeres y hombres auténticos, en amigos, esposos y esposas verdaderos. La pérdida es un derecho de paso; es cruzar el fuego para pasar al otro lado de la vida.

DK.



Cuando era pequeño, vi caer a mi madre al suelo justo cuando acababan de darle el alta en el hospital. Aquella caída me asustó y le dije que debería volver a ingresar. Ella observó mi cara asustada y me dijo: -Las personas se caen, y en el mejor de los casos vuelven a levantarse. Esto es la vida. Las pérdidas son, en muchos aspectos, como las caídas. Hay algo arquetípico respecto a la pérdida, ya sea de alguien, de algo, del equilibrio o la armonía. Atravesamos el fuego y cambiamos. Algo nuevo surge de nuestro paso por el fuego; ya no somos un diamante en bruto. La sociedad, y también las familias y los individuos, experimentan pérdidas. Al principio, algunas familias viven en el caos que sigue a una pérdida y se desestructuran, pero después sus sentimientos cambian y la familia vuelve a unirse.

Para sanar una pérdida hay que pasar por varias etapas. Sentimos y reconocemos las pérdidas cuando estamos preparados. Debemos permitir que la clemencia de la negación actúe y recordar que sentiremos lo que tenemos que sentir cuando llegue el momento. Descubriremos entonces que la única manera de superar el dolor es experimentarlo. Lo comprenderemos cuando estemos preparados. Muchas veces, asimilamos una pérdida no pasados unos días o unos meses, sino al cabo de unos años. Con el tiempo descubrimos que podemos aceptar un mundo en el que hemos sufrido una pérdida. En la observación de cómo se enfrentan las personas a la muerte percibimos mucho simbolismo. Al principio quieren hacerse muchas fotografías, como si quisieran dejar constancia de que estuvieron aquí. Conforme su enfermedad avanza, pasan a menudo por una nueva etapa y ya no quieren salir tanto en las fotografías. Se dan cuenta de que éstas tampoco son duraderas: en el mejor de los casos pasarán a manos de otras generaciones que ni siquiera los conocerán. Entonces descubren que lo que importa de verdad es su propio corazón y el de sus seres queridos, y descubren esa parte del sentimiento de pérdida que podemos trascender. Todos podemos encontrar esas partes genuinas nuestras y de nuestros seres queridos que no se pierden. Y también podemos aprender que lo que realmente importa es eterno y nuestro para siempre. El amor que hemos sentido y el que hemos dado no pueden perderse.

Una noche, ya tarde, me encontraba en el departamento oncológico de un hospital visitando a un paciente. Allí, hablé con una enfermera que se sentía desolada porque acababa de perder a un enfermo. -¡Es la sexta persona que he visto morir en esta semana! -se lamentó-. No lo soporto más. No puedo presenciar una pérdida tras otra y tras otra. Es como si no existiera un final; no sé si esto acabará algún día. Pregunté a aquella sensible enfermera si podía hacer una pausa para caminar conmigo. Antes de que pudiera responder, la tomé con suavidad de la mano y nos dirigimos a otra ala del hospital. Después de doblar una esquina, entramos en la zona de la maternidad y la conduje hasta la cristalera que nos separaba de los recién nacidos. Observé su rostro mientras contemplaba aquellas vidas nuevas como si nunca hubiera presenciado una escena semejante. -Debido al trabajo que realiza -le dije-, tendría que venir aquí con frecuencia para recordar que la vida no sólo consiste en sufrir pérdidas.

Incluso cuando experimentamos nuestro sentimiento de pérdida más profundo, sabemos que la vida continúa. Por muchas pérdidas y finales que se produzcan en nuestra vida, siempre hay nuevos comienzos a nuestro alrededor. En medio del Su dolor, la pérdida puede parecer eterna, pero el ciclo de la vida no deja de manifestarse. Aquella enfermera se dio cuenta de que había contemplado su trabajo sólo como una pérdida. Había olvidado que ayudaba a completar las vidas que, como las de aquellos bebés, habían comenzado en una maternidad parecida a aquélla muchos años antes.



5. LA LECCIÓN DEL PODER.

Carlos, un hombre de cuarenta y cinco años al que se le había diagnosticado el V. I. H., aprendió la lección del poder a medida que su enfermedad progresaba. «Primero perdí mi trabajo. Después mi discapacidad aumentó y perdí mi seguro médico. Antes de que me diera cuenta, vivía en un centro de acogida y estaba demasiado enfermo para trabajar. Mi vida se había convertido en una pesadilla. »Acudía a un ambulatorio para recibir atención médica. Allí me hablaron de un tratamiento en proceso de investigación para el que podía ser elegido. Firmé los documentos necesarios, me efectuaron el primer examen médico y esperé. Pasó una semana; dos, cuatro, cinco. Yo me encontraba cada vez peor y siempre me decían que sabrían algo a la semana siguiente. Tenía que desplazarme hasta el ambulatorio para preguntar por el tratamiento porque ya no tenía teléfono. Después de siete semanas, apenas podía caminar hasta allí. Me cansaba mucho y me faltaba el aliento. Un día no tuve más remedio que sentarme en el bordillo de la acera. Recuerdo que miré al suelo y pensé que aquello era todo, que aquél iba a ser mi final. »Aquél no era el primer desafío al que me enfrentaba en la vida. En mi casa éramos muy pobres y yo trabajaba en el campo. No tuve mi primer par de zapatos hasta los once años. Sobreviví a muchas situaciones durante la infancia. ¿Qué había ocurrido con todo aquel valor y determinación? Permanecí sentado en el bordillo y lloré. Pensé: ”Por favor, no aquí, no ahora. Todavía quiero hacer más cosas. Quiero presenciar el cambio de milenio.” Siempre quise formar parte de ambos siglos. Lloré porque había perdido todo mi poder. »Me sentía como si mi alma se estuviera consumiendo. Me estaba perdiendo a mí mismo. ¿Tenía que morir en aquel lugar? »Entonces tuve un pensamiento. Todavía estaba allí: quizá no había perdido todo mi poder. »Conseguí levantarme y llegar al ambulatorio. Le dije a la enfermera que mi cuerpo necesitaba ayuda, que no disponía de más tiempo para esperar a que me aplicaran el nuevo tratamiento. Tenía que haber alguna otra forma de conseguir los nuevos medicamentos. »Debido a mi insistencia, la enfermera me inscribió en otro programa que desarrollaban en otro centro y en el que podían incluirme. Aquel mismo día empecé con una nueva combinación de medicamentos. En la actualidad, dos años más tarde, mi cuerpo se ha recuperado. Ya no me estoy muriendo. Mi mejora se debe a que aquel día recordé que tenía poder. Si no lo hubiera recordado, habría fallecido.» Nuestro verdadero poder no proviene de nuestra posición en la vida, una cuenta bancaria abultada o una profesión admirable: es la expresión de la autenticidad que reside en nuestro interior, es la expresión de nuestra fuerza, integridad y gracia. En general, no somos conscientes de que el poder del universo está en el interior de cada uno de nosotros. Miramos a nuestro alrededor y consideramos que los demás son poderosos, que la naturaleza es poderosa. Somos testigos de que las semillas se convierten en flores y de que el sol cruza el cielo todos los días. Incluso vemos que la vida se crea en nosotros, a partir de nosotros. Sin embargo, creemos que estamos desconectados de todo este poder. Dios no creó a la naturaleza poderosa y al hombre débil. Nuestro poder procede de la comprensión de que somos únicos y de que tenemos

el mismo poder innato que el resto de la creación. Nuestro poder reside en nuestro interior. Es el poder con el que nacimos y, si lo hemos olvidado, sólo tenemos que recordarlo.

El doctor David Viscount explicaba una historia que nos recuerda cómo podemos encontrar y utilizar nuestro poder. Nos habló de una ley según la cual, si alguien posee un trozo de terreno y la gente cruza por él, al menos una vez al año debe señalizarlo e indicar que se trata de una propiedad privada. Si no se hace así, al cabo de unos cuantos años la parcela pasa a ser pública. Nuestras vidas son como esa propiedad. De vez en cuando debemos marcar los límites que nos definen y decir: «No», «Esto me ha dolido» o «No dejaré que me pises». Si no lo hacemos, entregamos nuestro poder a aquellas personas que, de modo intencionado o no, nos pasan por encima. Es responsabilidad nuestra recuperar nuestro poder. En una famosa escena satírica, el difunto comediante Jack Benny representaba el papel de un tacaño a quien se le acercaba un ladrón empuñando un arma que le exigía: «¡La bolsa o la vida!» Jack permanecía inmóvil largo tiempo y al final exclamaba: «¡Estoy pensando, estoy pensando!» Tendemos a igualar la riqueza con el poder y creemos que el dinero puede comprar la felicidad. Sin embargo, muchas personas descubren con tristeza que tienen dinero pero no son felices. Se cometen tantos suicidios entre la gente acomodada como entre aquellos que no han acumulado riquezas. Sigmund Freud dijo una vez que si le dejaran elegir entre tratar a pacientes ricos o pobres, él siempre elegiría a los ricos porque ya no creen que todos sus problemas se solucionarán con el dinero. Como es lógico, a pesar de todo, a la mayoría de nosotros nos gustaría disfrutar de la experiencia de tener dinero. Pero el dinero no es más que eso, una experiencia. Distinta, pero no mejor que otras. Un hombre sabio lo sabía todo acerca del dinero y la felicidad porque poseía ambas cosas. Durante una época de descalabros financieros le preguntaron qué sentía siendo pobre, a lo que él respondió: «No soy pobre, estoy arruinado. Ser pobre es un estado mental, y yo nunca lo seré.» Aquel hombre tenía razón: la riqueza y la pobreza son estados mentales. Algunas personas no tienen dinero y se sienten ricas, mientras que otras, a pesar de ser ricas, se sienten pobres. Ser pobre significa creer que se es pobre, lo cual es mucho más peligroso que tener poco dinero. Si pensamos que carecemos de valía, olvidamos que, aunque el dinero viene y se va, nosotros siempre somos valiosos. Pensar en términos de abundancia es lo contrario de pensar en términos de pobreza. Cuando recordamos nuestra valía, cuando nos acordamos de lo importantes y valiosos que somos, aumentamos nuestro valor intrínseco. Esto y sólo esto es el principio de la auténtica riqueza. Algunos de nosotros tratamos a los objetos como si fueran algo de valor, lo cual no está mal siempre que recordemos que nosotros somos mucho más valiosos que cualquier objeto que podamos poseer. A menudo nos dicen que hagamos lo que nos gusta hacer y que el dinero llegará por sí solo. Esto, a veces, es cierto, pero lo que siempre es cierto es que si hacemos lo que nos gusta nuestra vida tendrá más valor para nosotros que si poseemos un Mercedes. Cientos de personas, en su lecho de muerte, expresan sus arrepentimientos. Muchas dicen: «Nunca realicé mi sueño» o «Nunca hice lo que realmente quería hacer» o «Fui

un esclavo del dinero». Pero nadie dice: «Desearía haber pasado más tiempo en la oficina» o «Habría sido mucho más feliz si hubiera tenido diez mil dólares más». De la misma manera que creemos que el dinero nos proporciona fuerza, también creemos que el control sobre los demás y las situaciones nos aporta poder. Queremos tener el mayor control posible y pensamos que debemos controlarlo todo o remará el caos. Como es lógico, debemos ejercer cierto control para llevar a cabo las actividades cotidianas, pero si lo ejercemos más de lo razonable surgen problemas, y en lugar de poderosos nos sentimos desgraciados. Cuanto más control ejercemos, menos calidad de vida tenemos, porque utilizamos toda nuestra energía en controlar lo incontrolable. Si bien es cierto que aquellos que poseen más dinero o se encuentran en una posición de poder pueden controlar más su entorno que los que no lo tienen, eso no tiene nada que ver con el verdadero poder; se trata sólo de una influencia temporal sobre los demás. Cualquier cosa que temamos perder, como el cuerpo, el trabajo, el dinero y la belleza, es un símbolo del poder exterior. Cuando intentamos controlar a las personas y las situaciones, las privamos a ellas, y también a nosotros, de las victorias y las derrotas naturales que se producen en la vida. Queremos que actúen a nuestra manera por su propio bien, pero nuestra manera no es siempre la mejor. ¿Por qué tendrían que actuar los demás como nosotros queremos? ¿Por qué no habrían de aportar su carácter único a todo lo que hacen? Cuando abandonamos el control y nos damos cuenta de que no podemos dominar a las personas, las cosas o los sucesos, y que no es más que una ilusión, adquirimos más poder en las relaciones y la vida. Además, la vida no se convierte en un caos cuando dejamos de ejercer el control, sino que sigue el orden natural de las cosas.

EKR.

En una ocasión comprobé cómo el orden natural de las cosas se desarrollaba de una forma perfecta aunque inusual. Un día di una conferencia en Nueva York delante de 1.500 personas. Cuando terminé, cientos de asistentes formaron una cola para que les firmara un libro. Firmé tantos como pude, hasta que llegó el momento de irme al aeropuerto. Aun así, firmé unos cuantos más, pero tuve que marcharme. Me fui a toda prisa al aeropuerto y allí me enteré de que habían retrasado el vuelo quince minutos. Eso me dio tiempo para ir al lavabo, cosa que necesitaba con urgencia. Mientras estaba dentro, oí una voz que decía: . . -Doctora Ross, ¿le importaría? «Importarme qué», pensé. Entonces, alguien deslizó uno de mis libros por debajo de la puerta junto con un bolígrafo para que lo firmara. -Sí que me importa -respondí. Agarré el libro, pero pensé que no me daría prisa en salir del lavabo. No obstante, sentía curiosidad por saber quién había hecho algo así. Al otro lado de la puerta esperaba una monja. -No la olvidaré en toda mi vida -le dije. Y no se lo dije con dulzura, pues, en realidad, quería decir: «¿Cómo se atreve a no dejarme utilizar el lavabo en paz?» -¡Le estoy tan agradecida! Ha sido la Divina Providencia -respondió ella. Por mi mirada dedujo que yo no entendía lo que quería decir, así que añadió-: Me explicaré.

Me di cuenta de que me hablaba con el corazón. Yo detestaba aquella situación porque no entendía que alguien intentara controlarme y manipularme de aquella manera, pero percibí un poder enorme en su pureza. -Mi amiga, que también es monja, se está muriendo en Albany. Contaba los días que faltaban para su conferencia. Deseaba venir con toda su alma, pero estaba demasiado enferma para viajar. Yo quería hacer algo por ella, así que he venido, he grabado su conferencia y quería llevarle uno de sus libros firmado por usted. Esperé en la cola casi una hora, pues sabía lo mucho que aquello significaría para mi amiga. Sólo quedaban unas cuantas personas delante de mí cuando usted tuvo que marcharse. Aunque hice todo lo posible por conseguir su firma, no lo logré. Ahora entenderá por qué, cuando la vi entrar en el lavabo, supe que era cosa de la gracia divina: el universo nos había traído al mismo aeropuerto, a la misma compañía aérea y al mismo lavabo en el mismo momento. Aquella mujer no sabía adonde me dirigía, si iba a abandonar la ciudad, qué aeropuerto iba a utilizar y ni siquiera si iba a tomar algún vuelo. Se sorprendió mucho cuando me encontró en el lavabo. Y eso demuestra que no tenemos que controlar las cosas para que sucedan, si es que tienen que suceder. ( Las casualidades no existen, sólo las manipulaciones divinas. Éste es el auténtico poder. Nuestro poder personal es un don inherente a nuestra persona y constituye nuestra verdadera fuerza. Por desgracia, lo olvidamos con frecuencia y no lo ponemos en práctica. Cuando nos preocupa la opinión de los demás, entregamos nuestro poder. Para recuperarlo debemos recordar que se trata de nuestra propia vida. Lo realmente importante es lo que cada uno de nosotros piensa. No tenemos el poder de hacer felices a los demás, pero sí podemos conseguir nuestra propia felicidad. No podemos controlar lo que los demás piensan; de hecho, apenas podemos influir en sus ideas. Pensemos en todas las personas a las que intentábamos complacer diez años atrás. ¿Dónde están ahora? Es probable que ya no formen parte de nuestra vida y, si lo hacen, seguramente todavía intentamos obtener su aprobación. Debemos liberarnos, recuperar nuestro poder y formarnos nuestra propia opinión sobre nosotros mismos. El objetivo de nuestro poder es ayudarnos a llevar a cabo lo que queremos hacer y ser todo lo que podemos ser. No hemos recibido este poder sólo para poner en práctica lo que «deberíamos». Eso es lo peor que podríamos hacer con nuestra vida. Debemos realizarnos plenamente nosotros mismos. El poder personal deja espacio en nuestra vida, y en las vidas de quienes nos rodean, para la integridad y la gracia. Este poder implica que apoyemos a los demás para que sean fuertes: somos fuertes y podem os ayudar en lugar de recibir ayuda. Además, este tipo de poder nos sirve de apoyo interno. Cuando vemos que el otro es fuerte, reconocemos la fuerza que hay en nuestro interior- Cuando los demás nos responden con afecto, reaccionamos de un modo cariñoso, y encontramos el amor que se halla en nuestro interior. En resumen, lo que creemos de los demás acabamos por creerlo también de nosotros mismos. Si creemos que la persona que tenemos al lado no es una víctima, esta creencia nos ayuda a reconocer que nosotros tampoco lo somos. La gracia permite que estos buenos sentimientos se expandan, se exterioricen. Cuando creemos en los demás, encontramos la fe para creer en nosotros mismos.

Sin embargo, somos humanos, y a menudo perdemos nuestro objetivo. Revisamos nuestros errores y carencias y pensamos que somos infelices por los fallos que hemos cometido; creemos que no somos bastante buenos y que tenemos que cambiar. Pero si sólo vemos nuestros errores e incapacidades nos atamos a ellos. Si pensamos que no hemos hecho lo suficiente y decidimos que, a partir de ahora, haremos más, entramos en el peligroso juego del «más». Pensamos que seremos felices cuando tengamos más dinero, más autoridad en el trabajo o cuando se nos respete más.

¿Por qué nos parece que el futuro alberga más posibilidades de felicidad y poder que el presente? Porque, hagamos lo que hagamos, nos engañamos con el juego del «más» y perdemos nuestro poder. El juego del «más» nos mantiene en la sensación de que nos falta algo y de que no somos lo bastante buenos. Y aunque obtengamos lo que queremos, nos sentiremos todavía peor porque no es suficiente: todavía somos desdichados. Si tuviéramos un poco más... No nos damos cuenta de que la simplicidad es lo que importa. Los moribundos no pueden jugar al juego del «más» porque para ellos quizá no exista un mañana. Descubren que en el presente hay poder y que hay suficiente. Si creemos en un Dios bueno y todopoderoso, ¿de verdad creemos que diría: «Tendré que esperar hasta mañana»? Dios no diría: «Yo quería que Bill tuviera una buena vida, pero en fin, no tiene un buen empleo, así que no puedo hacer mucho.» Dios no tiene en cuenta los límites que le ponemos a nuestra vida y a nosotros mismos. Dios nos ha dado un mundo en el que la vida siempre puede ser mejor, no mañana, sino hoy mismo. Si lo permitimos, un día malo puede convertirse en bueno, una relación infeliz puede mejorar y muchas otras cosas «equivocadas» pueden transformarse en correctas.

Leslie y su hija de cinco años, Melissa, cruzaban la calle en una zona comercial. Un Jeep con la música a todo volumen se saltó el semáforo en rojo para girar a la izquierda. El conductor, que sólo tenía diecisiete años, no vio a Leslie y a Melissa porque la luz del sol lo deslumbró. Pero Leslie vio el Jeep y supo que las atropellaría. Sólo tuvo tiempo de tornar a su hija en brazos. El conductor las vio en el último momento y realizó un viraje. Chocó contra unos coches aparcados y se detuvo a sólo unos centímetros de la madre y la hija, que se habían quedado paralizadas. El muchacho se sintió desolado por lo que había ocurrido, pero Leslie sólo sentía agradecimiento. «Podría haber acabado perfectamente de otra forma, con Melissa y yo misma en el suelo, muertas -dijo la aliviada madre-. La vida puede tomar tantas direcciones... Aquel día me sentí agradecida porque nos salvamos. Desde entonces no doy nada por seguro. Ahora, cuando mi madre, que tiene cincuenta y cinco años, me telefonea para decirme que no le han encontrado nada en la mamografía, le agradezco que se haga la prueba, y le doy gracias a Dios por su buena salud. Aquel día me di cuenta de la fragilidad de la vida y esto ha despertado mi gratitud. Y la gratitud ha aportado a mi vida un significado y un poder enormes.» Una persona agradecida es una persona poderosa, porque la gratitud genera poder. La abundancia se basa en el agradecimiento por las cosas que tenemos. El verdadero poder, la felicidad y el bienestar se encuentran en el hermoso arte de la gratitud. Debemos estar agradecidos por lo que tenemos y porque las cosas son como son. Debemos sentirnos agradecidos por ser quienes somos, por las cosas que hemos

traído a este mundo al nacer y por ser únicos. En un millón de años no habrá nadie como nosotros. Nadie puede ver el mundo y reaccionar ante él como lo hacemos individualmente. Por otro lado, si no sabemos apreciar las cosas y las personas que tenemos ahora, ¿cómo podremos apreciar otras cosas, personas y poder cuando lleguen a nuestra vida? No podremos hacerlo, porque no habremos ejercitado el «músculo de la gratitud» ni habremos aprendido o practicado esta virtud. En lugar de eso, pensaremos que esa segunda pareja, ese segundo millón de dólares o esa casa más grande no son suficientes y que necesitamos más. Ésa sería nuestra vida: continuamente querríamos más cosas o desearíamos que la realidad fuera distinta; jugaríamos al juego del «más» y no nos sentiríamos agradecidos por todo lo que tenemos. Debemos centrarnos en nuestro propio camino, el camino que nos lleva a cosas mejores y más importantes que el dinero o la riqueza material. Debemos cambiar el juego del «más» por el del «suficiente». Debemos dejar de preguntarnos si lo que tenemos es suficiente, porque en nuestros últimos días nos daremos cuenta de que lo fue. Si somos afortunados, lo comprenderemos antes de que nuestra vida llegue a su fin. Cuando la vida es suficiente, no necesitamos nada más. Si creemos que nuestra existencia ha sido suficiente, nos sentimos de maravilla. El mundo es suficiente, aunque muchas veces no nos permitimos sentirlo así. Este sentimiento nos resulta extraño porque vivimos la vida como si no tuviéramos bastante. Sin embargo, podemos cambiar esta percepción. La afirmación de que la vida es lo que hay y que no necesitamos nada más es una maravillosa afirmación de gracia y poder. Si no necesitamos nada más, si no tenemos que controlarlo todo, podemos dejar que la vida se desarrolle por sí misma. Tenemos mucho poder en nuestro interior, pero poco conocimiento acerca de cómo utilizarlo. El verdadero poder procede de saber quiénes somos y cuál es nuestro lugar en el mundo. Cuando sentimos que tenemos que acumular cosas, olvidamos lo que somos. Debemos recordar que el origen de nuestro poder consiste en saber que todo está bien y que todo el mundo actúa exactamente como debe hacerlo.



6. LA LECCIÓN DE LA CULPABILIDAD.

DK.

Hace unos años, Sandra se sintió feliz cuando Sheila, su mejor amiga, le dijo que iba a casarse, y encantada cuando su amiga le pidió que fuera la dama de honor. El día de la boda, Sandra, que entonces tenía veinte años, llegó a la casa de la novia en su flamante coche nuevo para conducirla a la iglesia. Sandra se ofreció a llevarla no sólo porque era la dama de honor, sino porque creyó que así su amiga viajaría con más comodidad. Llovía, y Sandra aparcó el coche en el cobertizo de la casa de Sheila. La ayudó a llevar los complementos del traje de boda y el equipaje para la luna de miel hasta el coche, e iba a sentarse en el asiento del conductor cuando Sheila le dijo que la dejara conducir. -¡No puedes llegar a tu propia boda conduciendo! -Déjame hacerlo -insistió Sheila-. Me ayudará a distraer la mente de millones de otras cosas, como que el sol ha! decidido no asistir a mi boda. Sandra le dio las llaves del coche a su mejor amiga y se pusieron en marcha. Mientras recorrían los tres kilómetros que las separaban de la iglesia, repasaron los detalles de la boda y comentaron que el tiempo empeoraba y que la lluvia caía con fuerza. De repente, el coche patinó y Sheila perdió el control. Chocaron contra una farola y la novia falleció al instante. A Sandra se le rompieron unos cuantos huesos, pero sobrevivió. Es decir, sobrevivió físicamente. Su psique, no obstante, resultó herida de gravedad. Incluso después de veinte años, se sentía atormentada por lo que había ocurrido aquel día. -Si hubiera conducido yo -se lamentaba-, Sheila estaría viva. Hablé con Sandra y le planteé algunas preguntas. -¿Estás absolutamente segura de que Sheila habría sobrevivido si hubieras conducido tú? ¿Acaso sabías que iba a ocurrir un accidente? ¿Sabías que Sheila iba a fallecer? ¿Sabías que tú ibas a sobrevivir y ella no? La respuesta a todas estas preguntas fue negativa. -¡No, pero yo estoy viva y ella no! Era evidente que Sandra todavía no podía desprenderse de su sentimiento de culpabilidad. -Si hubiera ocurrido al revés, ¿qué querrías que Sheila te dijera? -le pregunté-. En otras palabras, si tú hubieras muerto y ella estuviera aquí y pudieras hablar con ella, ¿qué le dirías? Si pudieras ver que tu amiga, décadas más tarde, todavía se sentía atormentada por la culpabilidad, ¿qué le dirías sobre aquel accidente? Sandra tardó unos instantes en ponerse en el lugar de su amiga. -Le diría que era yo quien conducía y que era responsable de mis decisiones. Que nadie me obligó a conducir y nadie podría haberlo evitado. Que era el día de mi boda y que no habría aceptado un no por respuesta a mi deseo de conducir. -Los ojos de Sandra se llenaron de lágrimas por aquel trágico y distante día-. Le diría que no había sido culpa suya, que, simplemente, había sucedido. Y que no quería que desperdiciara su vida sintiéndose culpable.

En ocasiones, los sucesos, incluso los más trágicos, ocurren y no es culpa de nadie. Nadie sabe por qué una persona fallece y otra sobrevive. Sandra se sentía culpable y estaba enfadada con ella misma porque no había conducido el coche aquel día, porque había dejado que su amiga condujera y perdiera la vida. Sandra necesitaba que le recordaran que, en aquel momento, no sabía ni tenía ningún medio de saber las consecuencias de su decisión sobre quién iba a conducir. Ella creyó que dejando conducir su coche nuevo a su amiga la ayudaría a disfrutar más del día de su boda. Su reacción se conoce con el nombre de «culpabilidad del superviviente», pero es un sentimiento que no tiene una base lógica. Este concepto se dio a conocer, por primera vez, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando algunos supervivientes de los campos de concentración se preguntaban por qué habían muerto los demás y ellos no. Este fenómeno se produce cuando alguien es testigo o sobrevive a una catástrofe, como el atentado de la ciudad de Oklahoma; a un accidente de aviación o de coche, o incluso a enfermedades de carácter epidémico como el sida. También aparece cuando uno de nuestros seres queridos fallece, aunque sea por causas naturales. A pesar de que resulte fácil comprender que ciertas personas que han pasado por sucesos dolorosos o terribles se pregunten por qué se han salvado, en el fondo se trata de una pregunta sin respuesta. Incluso hay cierta arrogancia oculta en ella. No nos corresponde a nosotros preguntarnos por qué alguien ha muerto o ha sobrevivido: estas decisiones corresponden a Dios y al universo. Sin embargo, aunque no haya una respuesta a esa pregunta, existe una razón para lo que ha ocurrido: los supervivientes se han salvado porque tienen que seguir viviendo. Entonces, la verdadera pregunta es ésta: si nos hemos salvado para vivir, ¿lo estamos haciendo realmente? El origen psicológico de la culpabilidad radica en el hecho de que nos juzgamos a nosotros mismos, en la sensación de que hemos hecho algo mal. La culpabilidad es rabia contra nosotros mismos, la rabia que surge cuando violamos nuestro sistema de creencias. La mayoría de las veces, este desafortunado juicio hacia nosotros mismos procede de lo que nos enseñaron cuando éramos niños. El sentimiento de culpabilidad proviene de nuestra niñez, porque nos educaron para ser «prostitutos». Esto puede parecer duro, pero es cierto. Cuando utilizo la palabra «prostituto», me refiero al modo en que, de niños, nos vendíamos de forma simbólica para obtener el afecto de los demás. En general, nos enseñaron a ser niños y niñas buenos y a complacer los deseos de los demás en lugar de enseñarnos a formar identidades propias fuertes. En realidad, no se nos anima a ser independientes o interdependientes, sino a ser codependientes, a considerar que la vida y las necesidades de los demás son importantes y a descuidar las nuestras. Esta decisión no es consciente, y a menudo no sabemos cómo satisfacer nuestras propias necesidades para ser felices. Un síntoma evidente de esta codependencia es nuestra incapacidad para decir no. Se nos enseña que si accedemos a las peticiones de los demás les caeremos bien. Muchos padres se sienten desgraciados cuando sus hijos les dicen que no, cuando en realidad es maravilloso que aprendan a decir que no en los momentos adecuados. Todos deberíamos aprender a decir que no, pronto, alto y claro. El deseo de complacer a los demás es un terreno fértil para la culpabilidad, pero no es el único. A veces nos sentimos culpables cuando intentamos reafirmar nuestra independencia. En concreto, esto puede constituir un problema para los niños que sufren

una pérdida mientras se está formando su identidad. Sólo unos padres sabios pueden ayudarles a superar o atajar ese sentimiento de culpabilidad.

EKR.

Scott, un niño de nueve años, estaba enfadado con su madre porque no lo dejaba ir a un campamento. Ella le había advertido con claridad que no iría a menos que terminara sus deberes, pero a Margie le resultaba difícil que su hijo mantuviera una disciplina. Tenía cuarenta años y le habían detectado un cáncer en las cervicales que se había extendido hasta el hígado. -No quiero que se sienta desgraciado a mi lado -me explicó-. Nos queda tan poco tiempo... A pesar de los deseos que sentía Margie de vivir en armonía, la discusión sobre los deberes y el campamento fue en aumento. Un día Scott le espetó lleno de rabia:

-Ojalá estuvieras muerta. Fueron unas palabras muy duras, y otros padres le habrían soltado que no se preocupara, que su deseo se vería cumplido pronto, pero Margie lo miró y respondió con suavidad: -Sé que no lo dices en serio y que estás muy enfadado. Diez meses más tarde, Margie estaba confinada en su cama. -Quiero que Scott tenga buenos recuerdos. Sé que mi muerte marcará su infancia..., si no termina con ella. Este hecho ya es suficiente por sí solo y no quiero que se sienta culpable. Por lo tanto, he hablado con él sobre la culpabilidad. Le he dicho: «Scotty, ¿recuerdas cuando estabas muy enfadado conmigo y me dijiste que deseabas que estuviera muerta? Pues bien, cuando haya transcurrido mucho tiempo, recordaras cosas como ésta y quizá te sientas mal. Quiero que sepas que todos los niños se enfadan y a veces creen que odian a su mamá. Sé que, en realidad, no me odias. Sé que, en tu interior, te sientes muy dolido, y no quiero que te sientas culpable por cosas como ésta. Tú has conseguido que, para mí, ser madre constituya una experiencia maravillosa. Ha valido la pena vivir sólo por estar contigo.» La mayoría de nosotros no somos tan sabios como Margie respecto a la culpabilidad y sus orígenes. No somos conscientes de la culpabilidad que inculcamos en nuestros hijos ni de la que nos inculcaron a nosotros. Nuestras vidas evolucionan hacia la etapa adulta repletas de culpabilidad, una culpabilidad poderosa, mortificante y, en su mayor parte, improductiva. Hasta cierto punto, necesitamos la culpa. Sin ella, la sociedad sería caótica. No habría semáforos en rojo que nos indicaran que nos detuviéramos y conduciríamos como si estuviéramos solos en la carretera. La culpabilidad forma parte de la experiencia humana. En ocasiones puede constituir una guía que nos avisa de que algo ha terminado, y también puede indicarnos que no estamos siguiendo nuestro sistema de creencias, que estamos traspasando los límites de nuestra integridad. Para superar el sentimiento de culpabilidad, tenemos que alinear nuestras acciones con nuestras creencias.

DK.



Helen y Michelle tienen en la actualidad unos cincuenta años y han sido amigas durante algo más de dos décadas. Sin embargo, Helen está enfadada con Michelle y apenas se han hablado en los últimos cuatro años. Helen incluso se encoleriza si se menciona el nombre de Michelle. «Todavía tengo cuatro regalos de cumpleaños para ella en mi trastero y no se los daré hasta que tenga tiempo para mí.» Desde sus segundas nupcias se convirtieron en amigas sólo de nombre. Michelle fue la primera en volver a casarse. Helen se sintió feliz por ella, pero empezó a sentirse abandonada. Justo en aquella época Helen conoció a su segundo marido. Las dos amigas empezaron a distanciarse. Helen telefoneaba a Michelle para quedar con ella, pero ésta nunca encontraba tiempo para hacerlo. Helen le decía: «Tengo tu regalo de cumpleaños, Michelle, tenemos que vernos.» Pero nunca se veían.

Entonces, a Helen le diagnosticaron un cáncer de mama. Revisó su vida y aquella amistad rota surgía una y otra vez. Cuando le pregunté por qué no enviaba todos los regalos de cumpleaños a su amiga Michelle, ella me contestó con furia: «No hasta que nos veamos, y hace años que lo intento. Todavía la telefoneo y le digo que tengo unos regalos para ella.» Pregunté a aquella mujer enfadada si creía que la culpabilidad había jugado un papel en aquel distanciamiento, pero ella me respondió con rapidez que no se sentía culpable. Le pregunté si intentaba que su amiga se sintiera culpable. -¿Por qué piensas eso? -me preguntó ella intrigada. -En mi opinión -le respondí-, sea por la razón que sea, Michelle quería terminar o al menos cambiar vuestra amistad dejando de quedar contigo. En lugar de afrontar este hecho de forma directa, no dijiste ni hiciste nada salvo comprar más regalos. Puedo entender que lo hicieras el primer año, pero ¿por qué continuaste comprándolos durante los cuatro siguientes? Seguramente te dabas cuenta de que los comprabas sólo para acumularlos. -Seguía pensando que aquel año encontraríamos tiempo para vernos. Le pregunté si los regalos eran distintos de un año para otro y me respondió que cada vez eran más bonitos. Entonces le pregunté por qué quería dar regalos cada vez más bonitos a alguien que no estaba interesado en recibirlos. Intrigada, Helen pensó en sus acciones. Entonces, dijo con brusquedad: -No lo comprendes. Michelle está equivocada, es ella la que no quiere que nos veamos. -Puede ser -contesté-, pero ¿no crees que los regalos que compraste eran regalos de culpabilidad? Cuando comprabas regalos tan bonitos, ¿qué querías que Michelle sintiera cuando los abriera? Helen bajó la vista y, por fin, admitió con serenidad que quería que se sintiera culpable por no reunirse con ella. -¿No crees que ella percibe ese deseo en tu voz? Quizá sea ésta la razón de que no quiera verte. No le ofreces tu amistad, sino el regalo de la culpabilidad. -Quiero aclarar esta situación. Quiero hacer mejor las cosas. -Entonces envíale los regalos por correo. -No -respondió Helen, inflexible. -Pues entrégalos a una institución benéfica. -No, no puedo hacerlo.

-Si quieres sentirte mejor, tendrás que librarte del sentimiento de culpabilidad, del que sientes tú y del que haces sentir a los demás. Si te aferras a esos regalos, te aferras a la culpabilidad. Ahora te sientes culpable porque intentas que ella se sienta culpable. -Pensaré en esto. Unas semanas más tarde, Helen telefoneó a Michelle por última vez, pero en lugar de decirle que tenía unos regalos para ella, se disculpó por ellos. Michelle le dijo que se había sentido presionada por aquellos regalos. Hoy en día, se vuelven a hablar e intentan reconstruir su amistad. Han decidido empezar de nuevo y han entregado los regalos a una institución benéfica. El sentimiento de culpa nos ata a las partes más oscuras de nosotros mismos. Constituye una conexión con nuestra debilidad, vergüenza y falta de perdón. La parte más mezquina de nosotros se alimenta de la culpabilidad, y la falta de acción también. Cuando nos sentimos culpables somos mezquinos, y nuestros pensamientos más bajos nos dominan. Al cabo de un tiempo nos sentimos avergonzados. La solución es ponernos en acción y compartir nuestros sentimientos. Nuestro verdadero yo no conoce la culpabilidad. Nuestro verdadero ser está más allá de la culpabilidad de este mundo. La vergüenza y la culpa están relacionadas de un modo muy profundo. La vergüenza procede de una culpabilidad antigua. El sentimiento de culpa está relacionado con algo que hicimos, y la vergüenza, con quien creemos que somos. La culpabilidad que atacó nuestra conciencia se convierte en la vergüenza que ataca nuestra alma. Habitualmente, la vergüenza, al igual que la culpabilidad que la precede, tiene sus orígenes en la infancia, antes de que sepamos quiénes somos. La vergüenza se desarrolla antes de que sepamos que somos responsables de nuestros errores y de que podremos cometer muchos pero que, en ningún caso, nosotros somos esos errores. Si nuestras necesidades y nuestros padres chocaban, sentíamos que era porque habíamos hecho algo mal. Empezábamos a creer que éramos malos. Después escondíamos nuestro dolor, rabia y resentimiento. Ahora simplemente nos sentimos mal con nosotros mismos. A la edad de quince años, Ellen era demasiado joven para ser madre, pero no demasiado para quedarse embarazada. Su familia no se esperaba algo así, ni siquiera le habían hablado de aquel aspecto de la vida. Cuando Ellen ya no pudo esconder su estado, se lo contó a sus padres. Llenos de vergüenza y culpa, la enviaron lejos para que tuviera a su hija y la entregara en adopción. Ellen no quiso tomar ningún calmante durante el parto porque quería ver a su bebé bien despierta. Antes de llevarse a su preciosa hija, le permitieron verla, pero no abrazarla. Unos cincuenta y cinco años más tarde, Ellen tenía el corazón débil y una salud general delicada. -Ha llegado el momento de resolver mi vida -dijo-. La acepto tal cual ha sido, salvo en lo relacionado con mi primera hija. Sé que debo perdonarme por haberla entregado en adopción. Yo misma era una niña cuando ocurrió y no comprendía las consecuencias de mis acciones, pero esta vergüenza me ha acompañado durante toda mi vida. He pensado mucho en mi hija y me he sentido incompleta. Es probable que sea demasiado tarde para encontrarla, e incluso egoísta, pues quizá ni siquiera sepa que es adoptada. Aunque yo era joven y en aquel momento no supe actuar mejor, quiero dejar este mundo con la sensación de que he hecho algo para superar mi vergüenza, así que le he escrito una carta:

Cuando leas esta carta, es probable que haya muerto, Mi vida ha sido buena, pero tú siempre faltaste en ella. Me he pasado la mayor parte del tiempo sintiéndome culpable. Podría haber resuelto este problema antes, y aunque no sé si te habría encontrado, podría haber puesto las cosas más fáciles para que tú lo hicieras si querías. Ahora que mi vida está llegando a su fin, me falta hacer una cosa, y es dejarte este mensaje: Si consigues vivir la vida con plenitud a pesar de lo injusta que a veces puede ser, al final de tus días te darás cuenta de que ha merecido la pena. Sé que no es fácil conseguirlo. Yo me tropecé con la injusticia cuando era muy joven, pero tú lo hiciste desde el primer momento. Sin embargo, puedes descubrir el valor de la vida; no es perfecta, pero vale la pena. Quiero decirte que fuiste una hija deseada y que yo nunca quise abandonarte. En algunos aspectos nunca lo hice. Espero que tengas una vida buena y llena de significado. Si el cielo existe, velaré por ti y te protegeré en la muerte como nunca pude hacer en vida. Mi deseo más profundo es poder ir a tu encuentro cuando llegue tu momento. Los familiares de Ellen encontraron la carta mientras limpiaban su habitación después de su muerte. Retransmitieron su historia a través de la radio local para que la carta llegara a las manos de la destinataria a la que iba dirigida. Unos meses más tarde, una mujer se presentó para averiguar si era la hija de Ellen. Tras ciertas comprobaciones se confirmó que lo era. Al igual que en el caso de Ellen, la vergüenza que experimentamos en nuestra infancia hace que nos sintamos más responsables de nuestras circunstancias de lo que en realidad somos. Si abusaron de nosotros, sentimos que provocamos esos abusos. Si nos sentimos avergonzados, creemos que merecíamos esa vergüenza. Si no recibimos amor, pensamos que no somos dignos de recibirlo. Creemos que tenemos la culpa de nuestros sentimientos negativos, pero lo cierto es que somos valiosos y merecemos lo mejor. Quizá nos hayamos sentido culpables a veces debido a nuestras acciones, pero esos sentimientos nos hacen ser buenas personas, porque las malas personas no se sienten culpables por hacer daño a los demás. Debemos ver lo mejor que hay en nosotros y recordar nuestra bondad. Muchos sistemas de creencias espirituales consideran que la culpabilidad forma parte de un sistema de pensamiento inferior alejado de Dios o que se produce cuando no hay amor. Nuestro instinto nos empuja a intentar librarnos de los sentimientos de culpabilidad porque son muy dolorosos. Esta reacción es inconsciente y consiste en proyectar ese sentimiento en otra persona. «Como me resulta duro sentirme culpable y equivocado, consideraré que el culpable y el equivocado eres tú.» En otras palabras, no puedo ser yo, así que debes de ser tú. Pero cuando nos escondemos tras esta proyección, nos quedamos atascados en un ciclo de sentimientos de culpa que no podemos resolver. La paz y la culpabilidad son opuestos. No podemos experimentar paz y culpabilidad al mismo tiempo. Cuando aceptamos el amor y la paz, negamos la culpabilidad, pero lo contrario también es cierto: cuando nos aferramos a la culpabilidad damos la espalda al amor y la paz. La parte positiva es que se trata de una decisión: podemos decantarnos por el amor y cambiar los sentimientos de culpa por los de paz. Algunas personas creen en un Dios que nos considera malos e indignos de ser amados. Pero muchas otras encuentran al borde de la muerte a un Dios que nos ama incondicionalmente y que nos ve exentos de culpa. Por supuesto que hemos cometido

errores, eso forma parte de la experiencia humana, pero es el sentimiento de culpa el que nos mantiene apartados de Dios y de nuestra realidad amorosa. La culpabilidad y el tiempo también están íntimamente relacionados. Como la culpabilidad proviene del pasado, lo mantiene vivo. La culpa es una manera de evitar la realidad del presente, pues proyecta el pasado en el futuro. Y un pasado de culpabilidad creará un futuro de culpabilidad. Sólo cuando nos liberamos de la culpa nos desprendemos realmente del pasado para crear un nuevo futuro. Es imprescindible que elaboremos nuestros sentimientos de culpabilidad. Hay seminarios y cursos que nos pueden resultar muy útiles para expresar nuestra rabia y después reconocer y exponer abiertamente nuestros sentimientos de culpabilidad. Si los reconocemos con un buen propósito, nos libraremos de ellos, seguramente hechos un mar de lágrimas. Esta clase de manifestación se parece mucho a la confesión católica. Cuando nos confesamos, nos libramos de la carga del secreto, y a menudo encontramos la paz al saber que somos amados por un poder superior a nosotros mismos. También aprendemos que a pesar de todo merecemos el amor de los demás. La clave de la sanación es el perdón. Perdonar significa reconocer el pasado y dejarlo ir. Cualquier cosa por la que nos sintamos culpables puede limpiarse y purificarse a través del perdón. Quizás hayamos sido exigentes con los demás durante toda la vida, pero lo hemos sido todavía más con nosotros mismos. Ha llegado el momento de desprendernos de todos esos juicios. Somos hijos sagrados de Dios y no merecemos ser castigados. Cuando nos perdonamos a nosotros mismos y a los demás, ya no nos sentimos culpables. No nos merecemos la culpa, merecemos el perdón. Cuando aprendemos esta lección somos realmente libres.

7.

LA LECCIÓN DEL TIEMPO.

Nuestra vida está regida por el tiempo. Vivimos gracias a él y en él y, evidentemente, también morimos en él. Creemos que el tiempo es nuestro y que podemos ahorrarlo o perderlo. No podemos comprarlo, pero hablamos de gastarlo, y creemos que organizarlo bien es la clave de todo. Hoy en día, sabemos qué hora es en todos los puntos del planeta, pero antes de mediados del siglo xix, el tiempo se medía de un modo menos rígido. La llegada del ferrocarril creó la necesidad de disponer de unos horarios más estrictos. En 1883 los ferrocarriles canadiense y norteamericano adoptaron un sistema, todavía vigente, por el que se establecieron cuatro zonas horarias en Norteamérica. El proyecto se consideró demasiado radical y muchos pensaron que las zonas horarias eran insultos a Dios. En la actualidad, consideramos que lo que nuestros relojes establecen es la verdad. Incluso hay un reloj nacional en el observatorio naval que es el guardián oficial del tiempo en Estados Unidos. En realidad, este reloj nacional es un ordenador que obtiene el promedio de la hora de cincuenta relojes distintos. El tiempo constituye una medición útil, pero sólo tiene el valor que le adjudiquemos. La enciclopedia Webster lo define como «un intervalo que separa dos puntos de un continuo». Nos parece que el nacimiento es el principio y la muerte el final, pero no es así: son sólo dos puntos en un continuo. Albert Einstein observó que el tiempo no es constante, sino que es relativo respecto al observador. Ahora sabemos que el tiempo transcurre a un ritmo diferente según permanezcamos inmóviles o estemos en movimiento; si estamos realizando un viaje espacial o incluso si viajamos en avión o en metro. En 1975, la Marina comprobó la teoría de Einstein utilizando dos relojes idénticos. Colocaron uno en la tierra y el otro en un avión. Durante quince horas, el avión estuvo volando y se comparó el tiempo de ambos relojes a través de rayos láser. Como Einstein había dicho, el tiempo transcurría más despacio en el avión en movimiento. El tiempo también depende de la percepción. Imaginemos a un hombre y una mujer en un cine. Ambos contemplan la misma película, pero a ella le gusta mucho y a él le horroriza. Para la mujer la película termina demasiado pronto, mientras que para el hombre dura una eternidad. Ambos coinciden en que empezó a las siete de la tarde y que los rótulos del final se proyectaron a las ocho y cincuenta y siete. Pero no están de acuerdo en la experiencia de esa hora y cincuenta y siete minutos. De un modo palpable, el tiempo que experimenta una persona no es el mismo que experimenta otra. Llevamos relojes de pulsera y los sincronizamos para asegurarnos de que llegaremos a tiempo a una reunión, una comida, el cine u otra actividad. Eso está bien: facilita nuestras relaciones y nos permite realizar cosas, comunicarnos y coordinarnos. Pero cuando vamos más allá y consideramos que la designación arbitraria de los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años son el tiempo mismo, nos olvidamos de que todos experimentamos el tiempo de un modo distinto, porque el valor del tiempo depende de nuestra percepción individual. Pensemos en el tiempo como si fuera un arco iris. Del mismo modo que aceptamos planificar nuestras vidas de acuerdo con un reloj para asegurarnos de que empezamos y terminamos de trabajar al mismo tiempo, etcétera, supongamos que acordamos ver uno

de los colores de ese arco iris del tiempo del mismo modo. Lo cierto es que vemos el resto de los colores a nuestra manera individual. Con el tiempo, todo cambia. Cambiamos por fuera y por dentro, cambia nuestro aspecto y nuestro interior. La vida cambia de forma continua, pero muchas veces los cambios no nos gustan. Aunque estemos preparados para el cambio, con frecuencia nos resistimos a él. Mientras tanto, el mundo cambia a nuestro alrededor y no lo hace al mismo ritmo que nosotros. A nuestro parecer, los cambios muchas veces ocurren demasiado deprisa o demasiado despacio. El cambio puede ser un compañero constante, pero no pensamos en él como si fuera nuestro amigo. Nos asusta porque pensamos que no podremos controlarlo, y preferimos los cambios que nosotros hemos decidido porque para nosotros tienen sentido. Los cambios que acontecen en nuestra vida nos intranquilizan, y cuando suceden tenemos la impresión de que la vida toma una dirección equivocada. Pero nos gusten o no, los cambios ocurren, y como la mayoría de las cosas de la vida, en realidad no nos acontecen a nosotros, sino que, simplemente, suceden. El cambio es decir adiós a una situación vieja y familiar y enfrentarse a otra nueva y desconocida. A veces no es lo viejo o lo nuevo lo que nos intranquiliza, sino el intervalo entre las dos situaciones. Ronnie Kaye, autora de Spinning Straw into Gold (Convertir la paja en oro), que ha superado en dos ocasiones un cáncer de mama, dice: «En la vida, cuando una puerta se cierra siempre hay otra que se abre...,pero los pasillos son un infierno.» Así es como funciona el cambio. Normalmente, empieza con una puerta que se cierra, un final, una conclusión, una pérdida, una muerte. Entonces pasamos por un período incómodo durante el que lloramos aquel final y vivimos en la incertidumbre de lo que vendrá después. Este período de duda es duro, pero justo cuando sentimos que ya no podemos resistir más, surge algo nuevo: una reintegración, una reinversión, un nuevo comienzo. Se abre una puerta. Si luchamos contra el cambio estaremos en lucha toda la vida, así que tenemos que encontrar la manera de darle la bienvenida al cambio o, al menos, aceptarlo. Cuando preguntamos a alguien cuántos años tiene, en realidad le estamos preguntando de qué época es. Intentamos establecer un marco de referencia situando a esa persona en el pasado. Cuando averiguamos su edad, sabemos los recuerdos que tiene. Quizá lo sepa todo sobre el Plan Marshall, Jackie Onassis, el primer paseo lunar, los teléfonos de disco o el D.O.S. Podemos rememorar esa información de un modo amistoso, como por ejemplo cantando juntos viejas canciones de los Beatles. Pero también podemos recordarla de una forma hostil y pensar que esa persona es ridícula por haberse dejado atrapar por los postulados hippies. En ambos casos no la vemos exactamente como es en este momento, sino que la juzgamos por la suma de sus experiencias pasadas. Resulta muy liberador desprenderse de las ideas preconcebidas. Todos hemos oído frases como: «No parece que tengas cuarenta años» y la consiguiente respuesta: «Pues éste es el aspecto que se tiene a los cuarenta.» La primera persona quiere decir, en esencia, que la otra no encaja en su percepción de los cuarenta años. La segunda señala que ése es el aspecto que ella tiene a los cuarenta años y que no la clasifique según sus expectativas.

En la cultura occidental no se valora la edad. No tenemos en cuenta que las arrugas son una parte de la vida y creemos que debemos prevenirlas, esconderlas, borrarlas. Sin

embargo, por mucho que encontremos a faltar la energía y el empuje de la juventud, la mayoría de nosotros no querría volver sobre sus pasos, porque recordamos perfectamente la confusión de aquellos años. Cuando alcanzamos la edad adulta, tenemos una mejor comprensión de lo que es la vida y no tenemos tiempo para banalidades externas. Sabemos quiénes somos y lo que nos hace felices. Una vez aprendida esta lección, no la cambiaríamos por volver a vivir la juventud. Este conocimiento y el recuerdo de que la juventud tiene muchas facetas, y no todas ellas fáciles, nos aporta tranquilidad. La juventud es la edad de la inocencia, pero también de la ignorancia. Es la edad de la belleza, pero también de una dolorosa inseguridad. A menudo es la edad de la aventura, y con la misma frecuencia de la estupidez. Para muchos, los sueños de juventud se convierten en las lamentaciones de la vejez, no porque la vida haya terminado, sino porque no se ha vivido lo suficiente. Saber envejecer con elegancia es experimentar con plenitud todos los días y etapas de la vida. Cuando hemos vivido verdaderamente nuestra vida, no queremos volver a experimentarla. Lo que lamentamos es una vida que no ha sido vivida. ¿Cuántos años nos gustaría vivir? Si nos dieran la oportunidad de vivir doscientos años o para siempre, ¿cuántos de nosotros lo aceptaríamos? Cuando pensamos en esta posibilidad comprendemos mejor el significado de la duración de nuestra vida. No queremos vivir más allá de nuestro tiempo. Qué vacíos nos sentiríamos si viviéramos en un mundo en el que las cosas hubieran sobrepasado nuestra comprensión y todas las personas a las que amábamos hubieran fallecido.

EKR.

Un hombre me contó una historia acerca de su madre de noventa y dos años. «La llevé de vacaciones a Dallas, la ciudad donde había nacido. Viajamos en un avión moderno y observé los esfuerzos que hacía mi madre para abrir la puerta del lavabo, provista de palancas que no sobresalían del panel. Ella estaba acostumbrada a los pomos y los tiradores. »A la mañana siguiente temprano, la alarma contra incendios del hotel se disparó. Cuando llegué a la habitación de mi madre, ella estaba en el pasillo, en bata y sobresaltada. También estaba enojada porque había olvidado la llave magnética en el interior y la puerta se había cerrado. Estaba muy asustada y no sabía cómo podría volver a entrar, por no mencionar que iba en bata. Cuando volvimos a casa del viaje me dijo: ”Ya no pertenezco a esta época. No sé utilizar un microondas, no encuentro el botón para cambiar el canal del televisor, no sé utilizar tarjetas en lugar de llaves y todas mis amistades han muerto. El tiempo ha avanzado, pero yo me he quedado atrás.” Fue duro oír aquellas palabras, y me hubiera resultado todavía más difícil comprenderlas, de no haberme dado cuenta durante el viaje de lo frustrante y complicada que se había vuelto la vida para mi madre.» Cuando miramos el cielo por la noche, contemplamos literalmente el pasado. No vemos el cielo como es ahora, sino como se veía años atrás, desde unos pocos a un millón, pues ése es el tiempo que tarda la luz de las estrellas más cercanas en alcanzar la Tierra. Algo muy parecido nos ocurre con las personas. Pensemos, por ejemplo, en el vecino molesto que teníamos cuando éramos jóvenes. Si entonces pensábamos que era un

fastidio, cuando nos lo encontremos estaremos a la defensiva, porque lo veremos como era, no como es hoy en día. ¿Cuántos de nosotros vemos a nuestros padres como son en la actualidad? Ésta es una labor difícil, porque cuando éramos pequeños teníamos la poderosa sensación de que eran unos gigantes que lo sabían todo. Igualmente intensos son los recuerdos en que los vemos como personas malvadas que no nos permitían llevar el pelo como queríamos, estar fuera toda la noche o dejar de hacer los deberes. Si ahora conociéramos al padre de un amigo nuestro, es probable que la impresión que tuviéramos de él fuera más real que la que tiene nuestro amigo, porque no le añadiríamos su información adicional a la realidad actual. De todos modos, incorporaríamos nuestras impresiones sobre los padres en general. Si el padre de nuestro amigo es fontanero, aportaríamos todas nuestras percepciones sobre los fontaneros; si es mayor, incorporaríamos los sentimientos que nos inspira la gente de edad, etcétera. También veríamos el pasado en él, pero de un modo distinto a como lo ve nuestro amigo.

Tenemos reacciones parecidas ante cualquier suceso mundano. Imaginemos a un niño de una familia pobre. Para él, la llegada diaria del correo supone un momento desdichado, porque con el correo llegan las facturas que inquietan terriblemente a sus padres. Imaginemos ahora a otro niño al que le encanta el correo porque a través de él llegan los ingresos de su padre y las invitaciones a las fiestas de cumpleaños de sus amigos. Cuando los dos niños han crecido, el primero reacciona con un ligero nerviosismo ante la llegada del correo, mientras que el segundo lo espera con una alegre expectación. Sus sentimientos no tienen nada que ver con el contenido actual de su correo, sino que son fruto del pasado. En general, no sabemos quiénes son los demás en la actualidad, y lo mismo ocurre con nosotros mismos. Nos vemos como éramos o como queremos ser, pero no como somos en realidad. Se experimenta una maravillosa libertad al saber que la persona que éramos ayer no define de forma absoluta a la que somos ahora. No tenemos que atarnos al pasado. Muchos, al levantarnos por la mañana, nos duchamos y eliminamos la suciedad del día anterior, pero no nos desprendemos de la carga emocional previa, y no tiene por qué ser así. Podemos renovarnos y comenzar de nuevo todos los días. Si fijamos nuestra conciencia en el presente y vemos la vida como es en realidad, podemos empezar todos los días frescos y limpios. Cuando no vivimos el momento, no vemos a los demás y a nosotros mismos como somos, y no podemos ser felices. No debemos cerrar la puerta al pasado, pero tenemos que tomarlo por lo que fue y continuar hacia delante. De este modo nos centraremos en el ahora, en el presente, en el momento que estamos viviendo. Jack tenía la capacidad de vivir siempre en el momento presente. Había participado en varias maratones y siempre estaba en lo que hacía con todos sus sentidos. Cuando entraba en una habitación, miraba a su alrededor como si fuera totalmente nueva, aunque hubiera estado allí miles de veces. Cuando saludaba a alguien y le preguntaba cómo estaba, siempre prestaba atención a la respuesta. Cuando hablaba con alguien, escuchaba de verdad y no pensaba en lo que iba a comer más tarde, la cita de aquella noche o cuánta memoria iba a añadir a su ordenador. Jack estaba siempre ahí, en el presente, de forma palpable; con y para la persona que lo acompañaba.

Lamentablemente, Jack padeció un tipo de linfoma especialmente cruel ya que le afectó a las piernas: se le hincharon y fue la primera parte de su cuerpo que dejó de funcionar. Sin embargo, conforme avanzaba su enfermedad su capacidad para vivir el momento presente se acrecentó aún más. Cuando alguien lo visitaba y le preguntaba qué tal le iba, casi se percibía cómo examinaba su cuerpo y su mente para averiguar su estado. De la misma manera, cuando preguntaba a alguien cómo estaba, su forma de vivir el presente hacía que esa persona se sintiera conectada por completo con Jack mientras éste escuchaba su relato. Jack era un elocuente ejemplo de alguien que vive totalmente en el presente. No sólo no estaba atado a su pasado lejano, sino que cuando hablaba la otra persona ya no pensaba en lo que acababa de contar de sí mismo. Sabía cómo vivir el momento e invitaba a los demás a hacer lo mismo. No se le podían dar respuestas automáticas a preguntas como: «¿Cómo estás?» o «¿Qué me cuentas?». Conseguía que uno realmente se detuviera a pensar en sí mismo y respondiera con sinceridad. Jack no quería perderse ningún momento; no quería perderse nada. Si era otoño, no vivía rememorando las experiencias del verano. Si era invierno, no vivía esperando la llegada de la primavera. Estuvo totalmente presente en todas las etapas de su vida. Después de conocer a alguien como Jack, uno empieza a comprender el modo en que el pasado y el futuro pueden robarnos el momento actual. Si en este instante nos olvidáramos del pasado y nos centráramos en el ahora para experimentarlo con plenitud y vivir la vida de verdad, nos sorprendería cómo mejora la experiencia del momento. Mientras hablamos con nuestra pareja, debemos volcarnos en la conversación en lugar de pensar en la clase que vamos a impartir; más tarde podremos prepararla, y de este modo tendremos una mejor experiencia con nuestra pareja y haremos una mejor presentación en clase. Vivamos los momentos de uno en uno. Hemos llegado a depender del futuro. Algunas personas viven en él, otras sueñan con él y otras lo temen. Todos estos planteamientos nos separan del momento actual. Un hombre de unos cincuenta años que había tenido que dejar su trabajo a causa de una enfermedad, se despertó en una ocasión en plena noche presa del pánico. Abrió su agenda y sólo vio páginas y más páginas en blanco. Su propio futuro parecía literalmente vacío. Sabía que, debido a aquella enfermedad, tenía que desprenderse del pasado y también del futuro, pero hasta que no hojeó con frenesí su agenda de citas no se dio cuenta de lo que significaba despojarse del futuro. Tenía que renunciar a la estructura del tiempo en la que vivimos y nos perdemos. Gracias a esta renuncia, empezó a aprender quién era y cuál era su relación con el tiempo. Al principio tuvo que asumir que el concepto de tiempo, tal como él lo conocía, se estaba desmoronando. Por ejemplo, cuando sus amigos lo telefoneaban para preguntarle en qué momento del día podían visitarlo, él respondía que cualquier momento era bueno, que no importaba. Gracias a este hecho comprendió que su vida continuaría a pesar de que el tiempo y el modo que tenía de llenarlo anteriormente se hubieran venido abajo. Cuando profundizó en sus pensamientos se dio cuenta de que cuando su tiempo se acabara, él seguiría existiendo. «Cuanto más se desmoronaba el tiempo artificial, más me daba cuenta de que vivía y de que moriría en el tiempo -explicó-. Y empecé a sentir, desde lo más íntimo, que soy eterno y existiré después del tiempo. Continuaré existiendo. De hecho, en nuestro centro somos atemporales.»

La realidad del tiempo es que no podemos estar seguros del pasado. No sabemos con certeza si algo ocurrió de la forma que creemos. Y, desde luego, desconocemos el futuro. De hecho, ni siquiera sabemos con seguridad si el tiempo es lineal. Creemos que el pasado ocurre antes y que el futuro se despliega ante nosotros pero con esta idea damos por hecho que el tiempo transcurre en una línea recta continua. Los científicos han especulado con la idea de que el tiempo no es lineal, de que no estamos atrapados en un patrón rígido de pasado, presente y futuro. Si el tiempo no fuera lineal, el pasado, el presente y el futuro podrían existir en el mismo instante. ¿Es esta posibilidad importante? ¿Cambiarían nuestras vidas si el tiempo no fuera lineal, si existiéramos de manera simultánea en el pasado, el presente y el futuro?

DK.

Frank y Margaret habían estado felizmente casados durante más de cincuenta años. Estaban muy enamorados el uno del otro y eran inseparables. Cuando Margaret contrajo una enfermedad terminal dijo: -Puedo aceptar mi enfermedad y puedo aceptar que voy a morir. Lo que me resulta más difícil es saber que no estaré con Frank. A medida que la enfermedad de Margaret avanzaba, ella se sentía más y más inquieta ante la idea de su separación final. Unas horas antes de morir, se volvió hacia Frank, que estaba sentado junto a su cama. Su mente estaba clara y despierta porque no había tomado medicamentos. Le dijo: -Voy a morir pronto. Y por fin me siento tranquila. -¿Qué te ha hecho sentirte mejor? -le preguntó él. -Me acaban de decir que voy a un lugar donde tú ya estás. Tú ya estarás allí cuando yo llegue. ¿Es posible que Frank esté, al mismo tiempo, sentado en la habitación del hospital y esperando a su querida esposa en el cielo? Quizá. Pero también es posible que la cuestión gire en torno a nuestra percepción del tiempo. Para Frank, que vive y respira en el tiempo, quizá pasen cinco, diez o veinte años antes de que vuelva a ver a Margaret. Pero si ella va a un lugar donde el tiempo no existe, quizá le parezca que Frank llega un segundo después que ella. El tiempo es más largo para la persona que sigue viviendo que para la que muere. Cuando un médico comunica a uno de sus pacientes que padece una enfermedad terminal, los sentimientos de éste respecto al tiempo se vuelven muy intensos. De repente le parece que no hay tiempo suficiente. Esta es otra de las contradicciones de la vida: cuando pasamos de lo abstracto a lo real, nos damos cuenta por primera vez de que nuestro tiempo es limitado. Pero ¿sabe de verdad algún médico cuándo a alguien le quedan seis meses de vida? No importa lo que sepamos sobre el promedio de vida de las personas: no podemos saber cuándo moriremos. Tenemos que aceptar la realidad de que no lo sabemos. Algunas veces la lección resulta clara. Cuando estamos a las puertas de la muerte y queremos saber cuánto tiempo de vida nos queda, nos damos cuenta de que nunca lo sabremos. Cuando pensamos en la vida y la muerte de otras personas, a menudo opinamos que murieron antes de tiempo; sentimos que sus vidas fueron incompletas. Pero sólo hay dos requisitos para que una vida sea completa: el nacimiento y la muerte. De hecho, pocas veces decimos que una vida está completa a menos que la

persona haya vivido noventa y cinco años y su vida haya sido intensa, de lo contrario proclamamos que la muerte fue prematura. Beethoven tenía «sólo» cincuenta y siete años cuando murió; sin embargo, sus logros fueron enormes. Juana de Arco ni siquiera tenía veinte años cuando fue ejecutada, pero todavía hoy es recordada y venerada. John F. Kennedy Jr. murió junto a su esposa y su cuñada a la edad de treinta y ocho años. Nunca ocupó un cargo público, pero fue más querido que muchos presidentes. ¿Acaso alguna de estas vidas ha sido incompleta?

Esta pregunta nos recuerda que asimilamos la vida a un reloj de pulsera y que, por lo tanto, lo medimos y lo juzgamos todo de una forma artificial. Pero lo cierto es que no sabemos qué lecciones tienen que aprenderlos otros, quiénes tenían que ser o de cuánto tiempo disponían. Aunque nos resulte difícil de aceptar, la realidad es que no morimos antes de tiempo. Cuando morimos es porque ha llegado nuestra hora. Nuestro reto, y se trata de un gran reto, es experimentar con plenitud el momento actual, saber que este instante contiene todas las posibilidades de felicidad y amor, y no perder esas posibilidades por nuestras expectativas sobre cómo debería ser el futuro. Cuando dejamos de lado nuestro sentido de la anticipación, vivimos en el espacio sagrado de lo que ocurre en este momento.



8. LA LECCIÓN DEL MIEDO.

DK.

Christopher Landon, hijo del difunto actor Michael Landon, tenía dieciséis años cuando, en 1991, su padre murió. Christopher nos habló del efecto que causó en él y en sus miedos la muerte de su padre. «Como es de esperar, su muerte me causó un gran impacto. Me acuerdo del pasado con mucha nostalgia. Mi padre era brillante, encantador y divertido. Hay muchos aspectos de él que el público ignora y que eran parte de la persona completa que yo conocía. »Su muerte fue el acontecimiento más importante de mi vida. Me cambió como persona. De niño yo era muy introvertido, tímido e inseguro. Cuando se crece junto a alguien de tanta relevancia, uno vive siempre a su sombra. Un día, esa sombra desapareció. »Muchos de mis miedos se desvanecieron tras la muerte de mi padre, y aquello me hizo pensar en la muerte en general. Cuando quieres a alguien y esa persona muere, estableces tu primera relación con la muerte. Te acercas a ella, y después le tienes menos miedo porque has estado a su lado. Yo estaba con mi padre en el momento de su muerte. Toqué la muerte y ella me tocó a mí. Ahora es algo real para mí, algo tangible. Y también menos aterrador. Todo me resulta menos terrible. No tengo miedo a las mismas cosas que temía antes de que mi padre falleciera. En el pasado tenía mucho miedo a volar, me ponía realmente nervioso. Mi padre se reía de mi miedo. Después de su muerte, aquel miedo y muchos otros desaparecieron. Sin ser consciente de ello empecé a actuar de una forma más espontánea; era más asertivo y hacía cosas que nunca había hecho con anterioridad. »Antes, cuando me encontraba ante una disyuntiva, cuando tenía una oportunidad de arriesgarme y avanzar, me echaba hacia atrás. Tenía miedo de fracasar y parecer un idiota, así que hacía caso omiso de la oportunidad que se me presentaba. »Cuando mi padre falleció, me enfrenté a la muerte y me di cuenta de que nunca sabemos cuándo vamos a morir y que tenemos que afrontar todos los retos con este pensamiento. Empecé a sentirme más cómodo conmigo mismo. Ya no tenía miedo de mi propia persona, de quién era y quién podía ser, de modo que me arriesgué e hice cosas. No me puse a saltar desde los aviones ni nada tan drástico como eso, pero dejé mi casa y me fui a estudiar a Inglaterra. Abandonar la comodidad y la seguridad de mi hogar constituyó un gran paso para mí. Ahora he aprendido a lanzarme a la vida y ver qué es lo que ocurre. Aquello fue un gran avance para mí. Y creo con firmeza que, de algún modo, el dolor significa crecimiento.» ¿Qué ocurriría si asumiéramos algunos riesgos y nos enfrentáramos a nuestros miedos? ¿Y si fuéramos más lejos, persiguiéramos nuestros sueños y cumpliéramos nuestros deseos? ¿Y qué ocurriría si nos permitiéramos experimentar el amor libremente y sentirnos realizados en nuestras relaciones? ¿Cómo sería el mundo? Sería un mundo sin miedo. Quizá resulte difícil de creer, pero en la vida hay muchas más cosas de las que nos permitimos experimentar. Cuando el miedo no nos tiene cautivos, el abanico de posibilidades es mucho más amplio: un mundo nuevo y sin miedo se abre fuera y dentro de nosotros a la espera de ser descubierto.

El miedo es un sistema de advertencia que, en primera instancia, nos resulta muy útil. Si caminamos de noche por una zona peligrosa de una ciudad, el miedo nos advierte que estemos alerta ante un posible incidente. En situaciones de peligro potencial, el miedo es un signo de sensatez. Actúa como un protector, y sin él no sobreviviríamos mucho tiempo. Pero también resulta fácil sentir miedo cuando no existe peligro. Este tipo de miedo es inventado, no es real. El sentimiento puede parecernos auténtico, pero no se basa en la realidad. Aun así, nos mantiene despiertos durante la noche y nos impide vivir. No parece tener propósito ni piedad, y nos paraliza y debilita nuestro espíritu si no nos ocupamos de él. Podemos resumirlo con las siglas FEAR, («miedo» en inglés): Falsa Evidencia con Apariencia Real. Este tipo de miedo tiene su origen en el pasado y desencadena el miedo al futuro. Sin embargo, estos miedos inventados sirven a un propósito, pues nos ofrecen la oportunidad de aprender a elegir el amor. Son gritos de nuestra alma que pide crecimiento y sanación. Son oportunidades para volver a elegir, para actuar de un modo distinto y escoger el amor en lugar del miedo, la realidad en vez de la ilusión y el presente antes que el pasado. Por lo que respecta a este capítulo y a nuestra felicidad, cuando hablemos del miedo nos referiremos a esos miedos inventados que hacen que vivir no valga tanto la pena. Si encontramos la manera de superar nuestros miedos y aprovechar las múltiples oportunidades que tenemos, podremos vivir el tipo de vida que ahora sólo soñamos. Podremos vivir sin prejuicios, sin temor al rechazo de los demás y sin reservas.

EKR.

Kate, una enérgica mujer de cincuenta y pocos años, me habló de Kim, su hermana gemela. «Hace diez años, a Kim le diagnosticaron un cáncer de colon. Por fortuna, no era muy agresivo y se lo detectaron pronto. Además de hacerme sentir que parte de mí moriría si Kim lo hacía, su enfermedad, y su vida, me han afectado de verdad. Kim y yo éramos idénticas, y no sólo conocíamos todos los sucesos de nuestras vidas respectivas, sino también nuestras emociones. Ahora veo que, mucho antes de que apareciera el cáncer, el miedo nos impedía vivir. Ahora repaso nuestras vidas y veo cuánto miedo teníamos. »Cuando vivíamos en Hawai queríamos aprender a bailar el hula-hula, pero nos daba miedo hacer el ridículo. Durante diez años trabajamos para una empresa de reparto de comidas. Siempre quisimos abrir nuestro propio restaurante, pero teníamos miedo de que no funcionara, de modo que ni siquiera lo intentamos. Después de mi divorcio pensamos en realizar un crucero, pero no lo hicimos porque teníamos miedo de ir solas. »Ahora, nuestras vidas son totalmente distintas. Antes pensábamos que siempre había algo que temer, pero gracias a la enfermedad y la operación de Kim, superamos nuestro peor miedo. Si sobrevivimos a aquello, ¿qué podíamos temer? Además, ahora comprendo que la mayor parte de las cosas que tememos no nos suceden. En general, nuestros miedos no están relacionados con lo que nos ocurre en realidad.» La mayoría de las cosas que la vida nos ofrece llegan sin el preludio del miedo o la preocupación. Nuestros miedos no detienen a la muerte, sino a la vida. Más de lo que queremos admitir, más de lo que sabemos, la finalidad de nuestra vida es enfrentarnos al

miedo y sus efectos. El miedo es una sombra que lo bloquea todo: nuestro amor, nuestros verdaderos sentimientos, nuestra felicidad y nuestro propio ser.

Un niño creció en el seno de una familia de acogida. El matrimonio que estaba a su cuidado lo maltrataba. Con el tiempo, el niño se enteró de que iban a trasladarlo a un nuevo y maravilloso hogar con unos padres que lo querrían de verdad. Viviría en una casa bonita, tendría su propia habitación e incluso su propio televisor, pero él lloraba de miedo. Conocía la situación en la que vivía y, por muy mala que fuera, estaba familiarizado con ella. Además, el nuevo hogar estaba lleno de peligros desconocidos. Había vivido con miedo tanto tiempo que no percibía un futuro sin él.

Todos somos como aquel niño. Hemos crecido con miedo y en el futuro sólo vislumbramos miedo. Nuestra cultura vende miedo. Pensemos en los avances de noticias de la televisión: «/Por qué la comida puede ser un peligro! ¡Riesgos de la ropa de su hijo! ¡Por qué sus vacaciones pueden acabar con su vida! No se pierda el reportaje especial de las seis.» Pero ¿cuántos sucesos que tememos nos ocurren en realidad? Lo cierto es que no existe una gran correlación entre lo que tememos que nos suceda y lo que realmente nos ocurre. En realidad, la comida que comemos no entraña peligro, las llamas no prenderán en la ropa de nuestros hijos y las vacaciones serán divertidas. No obstante, el miedo rige, con frecuencia, nuestras vidas. Las compañías de seguros apuestan a que la mayoría de las cosas por las que nos preocupamos no sucederán nunca, y ganan... la friolera de miles de millones al año. La cuestión no es que no debamos contratar seguros. La cuestión es que, con toda probabilidad, disfrutaremos mucho practicando deportes de aventura; sobreviviremos e incluso tendremos éxito en el mundo de los negocios, aunque asumamos algunos riesgos y, en ocasiones, tropecemos, y que nos divertiremos y conoceremos a muchas personas agradables en las reuniones sociales. Sin embargo, la mayoría de nosotros vivimos la vida como si las circunstancias estuvieran en nuestra contra. Uno de nuestros retos más importantes en esta vida es superar esos miedos. Disponemos de multitud de oportunidades y debemos aprender a sacar el mejor provecho de ellas.

DK.

Troy tenía el sida desde hacía tres años y se consideraba afortunado porque nunca había padecido los efectos de la enfermedad. Físicamente se encontraba bien, pero mentalmente estaba paralizado por el miedo. Sin embargo, estaba familiarizado con una amplia gama de miedos comunes, pues había vivido con ellos la mayor parte de su vida. «El miedo nunca me había paralizado por completo -explicó-; lo justo para mantenerme a cierta distancia de la vida. Al enfermar de sida me sentí destrozado. Fue como si todos mis miedos se hubieran fusionado en una gran enfermedad. Mi compañero, Vincent, siempre me apoyó. Me decía, una y otra vez, que yo era más fuerte que mis miedos, que debía dar un paso adelante y enfrentarme a ellos, que me fuera a comer con el peor de mis miedos y que entonces descubriría que no tenía tanto poder sobre mí como yo creía.

¿Enfrentarme a mis miedos, salir a comer con ellos, dar un paso adelante? ¿Acaso no es suficiente con que tenga el sida?”, pensaba yo. Lo cierto es que no estaba de acuerdo con lo que Vincent afirmaba y ni siquiera tenía en cuenta sus ideas. Nadie sabía más que yo hasta qué punto los miedos me comían vivo. En cierta ocasión, estando yo sin empleo, uno de los compañeros de trabajo de Vincent me dijo que su hermana, Jackie, padecía el sida y acababa de salir del hospital. Tenían problemas para encontrar a alguien que la cuidara y se preguntaba si yo querría hacerlo. Le contesté que lo pensaría y que le daría una respuesta. Le pedí consejo a Vincent. -Ella necesita ayuda con desesperación y a ti te iría bien ese dinero -me dijo. Le pregunté si estaba muy enferma y me respondió que creía que se estaba muriendo. Al oír aquellas palabras todos mis miedos salieron a la superficie. -¿Acaso todo el mundo cree que estoy cualificado para cuidarla porque también yo me estoy muriendo? -le pregunté. -No -me respondió Vincent-. Esperan que no tengas miedo de la enfermedad porque también tú la padeces.

”Vaya -pensé-, se han equivocado de persona.” No podía comprometerme a realizar aquel trabajo porque estaba demasiado asustado. Vincent me recordó que si no quería no tenía que hacerlo, pero que en su opinión debía conocerla. Yo temía hacerlo. Pero entonces pensé que ya había tenido miedo durante demasiado tiempo y decidí ir a verla. Le pedí a Vincent que me acompañara a su casa. Llegué hasta la puerta, me volví y le dije: -Lo siento, no puedo hacerlo. -Está bien, regresaremos a casa y les telefonearemos -dijo él. Pero miré de nuevo la puerta. Allí, al otro lado, estaban todos mis miedos. Decidí enfrentarme a ellos y ver qué pasaba. Algo me empujó a franquear la puerta. »Una vez dentro, vi a Jackie sentada en una silla de ruedas. Debía de pesar unos treinta y cinco kilos. Había sufridos dos apoplejías y no podía hablar bien. Tenía los ojos castaños más grandes que he visto nunca. La miré a los ojos y vi todos sus miedos. Estaban escritos en su frente: ”Tengo miedo a morir. Tengo miedo a morir sola. Tengo miedo de que nadie esté a mi lado en ese momento. Tengo miedo de que te vayas.” ¡Delante de mí se hallaban mis mayores temores! La miré y sentí una gran tristeza. En mi interior, no dejaba de repetirme:”Decídete, enfréntate a tu miedo.” Cerré los ojos y pregunté: -¿Puedo empezar hoy mismo? »Sabía que tenía que ayudar a aquella persona a la que no conocía. Después me enteré de que sus padres no querían saber nada de ella porque tenía el sida. Su intención era pagar a alguien para que la cuidara y sólo esperaban que llegara su muerte. Jackie tenía dos amigas que la visitaban, aunque no muy a menudo. Yo empecé a ayudarla unas horas al día y terminé dedicándole todo mi tiempo. Me convertí en su mejor amigo. No esperaba superar mis miedos, pero lo hice. Y llegué a quererla. Cuando el final se acercaba, la hospitalizaron de nuevo. Ella quería que yo estuviera allí porque tenía mucho miedo. El día que murió, yo estaba a su lado. El personal del hospital había avisado a sus padres, pero éstos se quedaron en la sala de espera. Me senté a su lado y miré sus enormes ojos castaños. Le dije que estaba con ella. Percibía

su miedo. Nunca había sentido nada tan intenso. Volví a oír aquellas palabras en mi mente: ”Decídete, no tiene poder.” Y le dije: -Tengo tu mano entre las mías. Voy a quedarme aquí y sostendré tu mano hasta que te reciban en el otro lado. Entonces la sostendrán ellos. Sin miedo, Jackie, sin miedo. Entonces murió. Vi cómo su pecho dejaba de moverse. Vinieron a buscarla los empleados de la funeraria. Estaban enojados porque nadie les había dicho que Jackie tenía el sida y temían tocarla. Una enfermera y yo nos ofrecimos para ponerla en la bolsa. Estaba cansado de sentir miedo a su alrededor y decidí que ya era suficiente. Preferí hacerlo yo mismo que permitir que se acercaran a ella. Fue la cosa más difícil que he hecho en mi vida. No dejé de decirle:”Sin miedo, Jackie, sin miedo.”» Troy se enfrentó al miedo con el amor y venció. La bondad siempre triunfa sobre el miedo: así es como se supera. No hay nada que iguale al amor. El poder del miedo tiene una base hueca y podemos vencerlo simplemente dando un paso adelante. En la vida tenemos miedo a muchas cosas, como a hablar en público, acudir a una primera cita o incluso admitir que, a veces, estamos solos. En muchos casos, nos resulta más fácil dejar de hacer algo que ser rechazados y enfrentarnos a los sentimientos que nos provoca ese rechazo. Los miedos son engañosos porque están muy bien colocados, uno encima del otro. Podemos eliminar cada una de las capas hasta llegar al miedo que hay en el fondo y que sirve de base a los demás. Habitualmente, es el miedo a la muerte.

Supongamos que estamos muy preocupados por un proyecto de trabajo. Si quitamos ese miedo, debajo encontraremos el miedo a no hacerlo bien. Debajo de éste, descubriremos capas sucesivas de miedos: el miedo a no conseguir un aumento de sueldo, a perder el trabajo y, al final de todo, a no sobrevivir, que es, en esencia, el miedo a la muerte. El miedo a no sobrevivir es el fundamento de muchos de nuestros miedos económicos y laborales. Supongamos que tenemos miedo de pedirle una cita a alguien. Debajo de ese miedo está el miedo a ser rechazados, y debajo el miedo a que no haya nadie para nosotros. En una capa inferior, está el miedo a no merecer ser amados y a que, si nadie nos ama, ¿cómo sobreviviremos? Cuando alguien se siente inadecuado, el miedo que hay en el fondo es el miedo a no valer lo suficiente. ¿Por qué hay personas que, en las fiestas, se quedan en una esquina y no hablan con nadie? Porque creen que no saben relacionarse con los demás, lo que significa que temen no valer lo suficiente como personas. Los otros sí son simpáticos, atractivos, cariñosos, interesantes, pero ellos no lo son. En el fondo de todo se halla el miedo a la muerte, que es la causa de buena parte de nuestra infelicidad. Sin saberlo, hacemos daño a nuestros seres queridos debido al miedo, y por la misma razón nos limitamos personal y profesionalmente. Puesto que todos los miedos tienen su origen en el miedo a la muerte, si aprendemos a mitigar ese miedo podremos enfrentarnos a todo lo demás con mayor tranquilidad. Los moribundos se enfrentan al miedo definitivo, el miedo a la muerte, y cuando lo hacen se dan cuenta de que ésta no puede con ellos, que ya no tiene más poder sobre ellos. Los moribundos aprenden que el miedo no importa, pero para el resto de nosotros sigue siendo muy real. Si, literalmente, pudiéramos entrar en nuestro interior y suprimir todos, absolutamente todos, los miedos, ¿cómo cambiaría nuestra vida? Pensemos en ello. Si nada nos

impidiera realizar nuestros sueños, nuestra vida sería muy distinta. Eso es lo que aprenden los moribundos. La muerte hace que afloren nuestros peores miedos para que nos enfrentemos a ellos de una forma directa. La muerte nos ayuda a vislumbrar que es posible una vida diferente y, al verla, los demás miedos desaparecen.

Por desgracia, cuando el miedo se ha desvanecido la mayoría de nosotros estamos demasiado enfermos o somos demasiado viejos para hacer las cosas que habríamos hecho antes, si no hubiéramos tenido miedo. Muchos de nosotros envejecemos y enfermamos sin ni siquiera haber intentado hacer realidad nuestros deseos secretos, encontrar nuestro trabajo preferido o ser la persona que quisimos ser. Si hiciéramos las cosas que anhelamos hacer, también envejeceríamos y enfermaríamos, pero no nos arrepentiríamos tanto. No terminaríamos una vida a medio vivir. Por lo tanto, una lección resulta evidente: debemos superar nuestros miedos mientras todavía podamos realizar las cosas con las que soñamos. No obstante, para superar el miedo debemos trasladarnos emocionalmente a otro lugar: debemos instalarnos en el amor. Disponemos de muchas palabras para nombrar las distintas emociones que experimentamos en la vida: felicidad, ansiedad, alegría, resentimiento. Pero, en el fondo, nuestro interior más profundo sólo alberga dos de esas emociones: el amor y el miedo. Todas las emociones positivas proceden del amor y todas las negativas del miedo. Del amor surgen la felicidad, el contento, la paz y la alegría. Del miedo surgen el enojo, el odio, la ansiedad y la culpabilidad. Es cierto que sólo existen dos emociones primarias, el amor y el miedo, pero sería más exacto decir que sólo existe el amor o el miedo, porque no podemos sentir ambas emociones a la vez, exactamente en el mismo momento. Son emociones opuestas. Si sentimos miedo, no sentimos amor, y si sentimos amor no sentimos miedo. Intentemos recordar una ocasión en la que sintiéramos amor y miedo a la vez: es imposible. Tenemos que decidir estar en un lado o en el otro. En este caso no podemos permanecer neutrales. Si no elegimos el amor de una forma activa, sentiremos miedo u otro de los sentimientos que lo componen. En cada momento podemos elegir el uno o el otro. Y debemos tomar esta decisión de una forma constante, sobre todo en circunstancias difíciles en las que nuestro compromiso con el amor, en lugar del miedo, está en juego. Elegir el amor no significa que no vayamos a sentir miedo nunca más. De hecho, implica que muchos de nuestros miedos saldrán a la superficie para que los sanemos del todo. Este proceso es continuo. Recordemos que sentiremos miedo después de haber elegido el amor del mismo modo que sentimos hambre después de haber comido. Debemos elegir, de un modo incesante, el amor para alimentar nuestra alma y alejar el miedo, igual que comemos para alimentar nuestro cuerpo y librarnos del hambre. Debemos actuar como lo hizo Troy cuando decidió cuidar a Jackie. Eligió una vez tras otra la bondad por encima del miedo. Decidió servir a algo superior a su miedo, a otro ser humano que lo necesitaba. Esto no significa que su miedo no vuelva a aparecer. Siempre que lo haga, Troy tendrá que volver al amor de nuevo. Todos nuestros miedos inventados tienen que ver con el pasado o el futuro, sólo el amor existe en el presente. El ahora es el único momento real que tenemos y el amor es la única emoción real porque es la única que se produce en el presente. El miedo siempre se basa en algo que ocurrió en el pasado y nos hace temer que algo suceda en el futuro.

Por lo tanto, vivir en el presente es vivir en el amor, no en el miedo. Ésta es nuestra meta: vivir en el amor. Y podemos avanzar hacia ella aprendiendo a amarnos a nosotros mismos. Cuando nos llenamos de amor, empezamos a librarnos de nuestros miedos.

EKR.

Por desgracia, muchos de nosotros estamos llenos de miedo y somos como Joshua, un diseñador gráfico de treinta y cinco años que trabajaba como autónomo para diversas imprentas. Había estudiado arte y soñaba con ser pintor, pero dedicaba la mayor parte de su tiempo a diseñar tarjetas comerciales. Al principio tenía muchos planes, pero ni siquiera se atrevió a intentar ponerlos en práctica.

-Esta es mi manera de ser -insistía-. Simplemente, no soy el tipo de persona que tiene éxito. Mientras hablábamos, intenté averiguar la razón por la que se sentía tan poco valioso. No era a causa de un fracaso o una humillación tremendos, porque no había pintado nada desde que dejó la facultad. Hablamos de muchas cosas, hasta que surgió la cuestión de la muerte de su padre.

-Mi padre era como yo -me explicó Joshua-. Quería hacer muchas cosas, pero no conseguía ponerlas en práctica. Yo también soy así, una especie de fracaso. Seguimos hablando y llegamos a la conclusión de que no había ninguna razón clara para que su padre no convirtiera en realidad sus sueños.

-¿Por qué era tu padre una especie de fracaso? -insistí-. ¿Era mudo? ¿Era incapaz de relacionarse con la gente? ¿Tenía pocas aptitudes? ¿Había fracasado en múltiples ocasiones? ¿Qué le impedía realizarse?

Joshua pensó durante largo tiempo antes de decir:

-No tenía ningún impedimento: era inteligente, tenía aptitudes y se llevaba bien con la gente. Podría haber hecho lo que quisiera, pero nunca lo intentó. Y siempre decía: «Las cosas no nos salen bien a los miembros de esta familia.» Incluso recuerdo que cuando se estaba muriendo quiso ponerse en contacto con un antiguo amigo de la infancia al que no había visto en veinte años. Pero no lo hizo, porque pensó que aquel amigo no querría tener noticias de él después de tanto tiempo. -De repente Joshua se mostró sorprendido y continuó-: Ahora sé lo que le ocurría a mi padre. Siempre tengo la impresión de que no soy lo bastante bueno. Al menos, no lo bastante para pintar. El problema de este hombre no consistía en que diseñara tarjetas comerciales en lugar de pintar, sino en que se sentía inepto e incapaz de desarrollar su profesión con plenitud. Le pregunté qué haría en aquel momento si no tuviera miedo y me contestó que asistiría a clases de pintura. Ése sería un modo de impedir que el miedo se interpusiera en su camino.

-Esta forma de actuar sería distinta a la de tu padre, ¿no es cierto? -le pregunté. Después de pensar durante unos instantes, respondió: -En efecto. Mi padre murió con todos sus miedos. Joshua tiene la oportunidad de vivir una vida distinta, una vida con menos miedo. Quizá llegue a ser un gran pintor o, simplemente, disfrute de la pintura como algo personal. En cualquier caso, no vivirá una vida llena de miedo, ni morirá con ella. Todos vivimos con la posibilidad de morir, pero los moribundos viven con la probabilidad. ¿Qué hacen ante esa certidumbre? Asumen más riesgos, porque ya no tienen nada que perder. Los pacientes que se encuentran a las puertas de la muerte dicen que se sienten inmensamente felices al darse cuenta de que no tienen nada que temer, nada que perder. Es el miedo lo que nos causa la infelicidad, no las cosas que tememos. El miedo adopta muchos disfraces: la ira, la protección, la autosuficiencia... Debemos transformar nuestro miedo en sabiduría. Debemos avanzar un poco cada día y poner en práctica cosas pequeñas que nos dé miedo realizar. Nuestro miedo sólo ejerce un gran poder sobre nosotros si no nos enfrentamos a él. Debemos aprender a utilizar el poder del amor y de la bondad para vencer al miedo. La compasión puede ayudarnos a poner en práctica el amor y la bondad cuando sentimos miedo. La próxima vez que lo experimentemos, tengamos compasión. Si estamos cerca de alguien que está enfermo, aunque sólo sea de algo leve, como un simple resfriado, quizá queramos mantenernos alejados para no contagiarnos. En vez de esto, debemos sentir compasión. ¡Todos sabemos lo que es estar resfriado! Si nos sentimos paralizados porque tememos que nosotros, o lo que hemos hecho, no somos lo bastante buenos, sintamos compasión por nosotros mismos. Supongamos que hemos elaborado un informe sobre una gran idea que se nos ha ocurrido pero tenemos miedo de presentarla a nuestra jefa. Quizá pensemos que no le gustará o que no somos lo bastante buenos y que nos despedirán. Si prestamos atención a esos miedos, crecerán y se expandirán. Pero supongamos que sentimos compasión por nosotros mismos. Supongamos que somos conscientes de que lo hacemos lo mejor que podemos y que hemos redactado el informe con todo cuidado, que es lo único que importa. Si nos preocupa la reacción de nuestra jefa, debemos sentir compasión por ella y pensar que sólo quiere hacer bien su trabajo y que también lo hace lo mejor que puede. De esta manera, utilizaremos la compasión y el amor para disipar nuestro miedo. Resulta sorprendente el modo en que la compasión hace que el miedo se desvanezca. Si tenemos miedo de hablar con los asistentes a una reunión social o de negocios porque no los conocemos, debemos recordar que la mayoría de ellos se encuentra en la misma situación. Ellos tampoco conocen a todos los presentes y temen que nadie quiera hablarles. Algunos incluso se marcharían a hurtadillas a su casa. Debemos recordar que a esas personas, como a nosotros, les gustaría ser tratadas con compasión. Si experimentamos compasión por ellas y por nosotros mismos, nuestro miedo se desvanecerá y podremos hablar con los demás con mayor facilidad. Si comprendemos que las demás personas también están un poco asustadas en su interior, podremos vivir con más compasión y menos miedo. En su fuero interno los jefes, la persona enferma y los asistentes a la reunión sienten miedo, como nosotros, y merecen compasión, también como nosotros. Si vivimos con miedo, en realidad no vivimos. Todos los pensamientos que tenemos refuerzan nuestro miedo o aumentan nuestro amor. El amor da lugar a más amor que se

expande. Y el miedo da lugar a más miedo, sobre todo si lo ocultamos. Y si actuamos con miedo, también creamos más miedo. La verdadera libertad consiste en hacer las cosas que más nos asustan. Si nos arriesgamos, no perderemos la vida, sino que la encontraremos. En ocasiones, vivir una vida segura sin enfrentarnos a nuestros miedos, preocupaciones y ansiedades es la cosa más peligrosa que podemos hacer. No permitamos que el miedo forme parte de nuestra vida de un modo permanente. Si nos desprendemos de él o, al menos, vivimos a pesar del miedo, de una forma sorprendente y paradójica, nos sentiremos más seguros. Podremos aprender a amar sin dudas, a hablar sin reservas y a preocuparnos por los demás sin estar a la defensiva. Cuando dejamos atrás nuestros miedos, hallamos una nueva vida. En última instancia, el amor consiste en liberarnos de nuestros miedos. Como dijo Helen Keller, «la vida es una aventura arriesgada o no es nada». Si aprendemos las lecciones del miedo, tendremos una vida llena de cosas maravillosas y asombrosas, una vida sin miedo que superará nuestros sueños.





9. LA LECCIÓN DEL ENFADO.

Una enfermera de urgencias de un hospital del Medio Oeste recibió un aviso de recepción. La informaron de la llegada de cinco personas en estado crítico. La situación, que en sí misma ya era tensa, se complicó porque uno de los heridos era el marido de la enfermera. Los otros cuatro eran miembros de una familia que la enfermera no conocía. A pesar de todos los esfuerzos de médicos y enfermeras, los cinco murieron. ¿Qué los había matado? ¿El derrumbamiento de un edificio? ¿Un accidente de autobús? ¿Un tiroteo? ¿Un incendio? Lo que los mató fue el enfado. Un coche había intentado adelantar a otro en una carretera rural, pero ninguno de los dos conductores quiso ceder. Circularon en paralelo a toda velocidad mientras, alentados por la rabia, intentaban colocarse delante del otro. Ninguno de los dos vio al tercer vehículo, que avanzaba hacia ellos, hasta que fue demasiado tarde. El marido de la enfermera era uno de los conductores enfadados. Los dos conductores no se conocían y no tenían ninguna razón para estar tan enojados el uno con el otro. La rabia los dominó, simplemente, porque uno quería adelantar al otro. El conductor superviviente fue procesado. Tres familias quedaron destrozadas por aquel trágico accidente provocado por la rabia, considerada por algunos agentes de la policía como la causa número uno de los accidentes de tráfico que se producen hoy en día en Estados Unidos. Todos hemos conducido enfadados alguna vez, pero por suerte pocos hemos sufrido unas consecuencias tan trágicas. Sin embargo, si permitimos que nuestra ira aumente como hicieron aquellos dos hombres, ésta puede convertirse en una importante fuerza negativa en nuestras vidas. Debemos aprender a expresar nuestro enfado de una forma sana para controlarlo antes de que nos controle a nosotros. El enfado es una emoción natural que, en su estado normal, sólo debería tardar entre unos segundos y unos minutos en exteriorizarse. Por ejemplo, si alguien se nos cuela en la cola del cine, es natural que nos enfademos con esa persona durante aproximadamente un minuto. Si sintiéramos nuestro enfado de una forma natural y lo expresáramos, si lo experimentáramos durante un minuto para luego pasar a otra cosa no habría ningún problema. Las dificultades surgen cuando lo expresamos de una forma inadecuada y explotamos o bien lo reprimimos, en cuyo caso se acumula, con el resultado de que achacamos a la situación más enfado del que merece o ninguno en absoluto. El enfado reprimido no se evapora, sino que se convierte en una cuestión pendiente. Si no elaboramos esas pequeñas dosis de enfado, éste aumenta más y más hasta que sale por algún lado, que normalmente no es el adecuado. Aquellos dos conductores tenían tanto enfado acumulado que cuando se encontraron explotaron. En tan sólo unos segundos estallaron como un volcán. Otro problema que surge cuando acumulamos enfado es que, aunque la persona que nos ha herido quiera asumir la responsabilidad de sus actos, para nosotros no resulta suficiente. Si se disculpa sinceramente y aun así seguimos enfadados, nos encontramos ante un enfado acumulado que puede salir a la superficie una y otra vez de maneras distintas e imprevisibles.

Muchas personas han crecido en familias en las que demostrar cualquier tipo de enfado está mal considerado o bien en otras donde el más mínimo problema provoca un estallido de rabia. No es extraño que no dispongamos de buenos modelos para expresar esta emoción natural. En general no sabemos qué tenemos que hacer con el enfado: nos preguntamos si es correcto, cuestionamos su validez, lo expresamos al destinatario equivocado y hacemos cualquier cosa menos experimentarlo. Sin embargo, el enfado es una reacción normal que resulta útil en el momento y lugar adecuados y en la proporción correcta. Por ejemplo, según se ha podido comprobar una y otra vez, los pacientes enfadados viven más. No se sabe con certeza si se debe a que han exteriorizado sus sentimientos o a que, al hacerlo, han recibido más atención. Lo que sabemos es que el enfado crea una reacción y nos ayuda a controlar el mundo que nos rodea. El enfado también nos permite establecer unos límites adecuados en nuestra vida. Siempre que no sea inadecuado, violento u ofensivo, el enfado puede constituir una respuesta útil y sana. El enfado es uno de los sistemas de alarma más importantes de nuestro cuerpo, y como tal no deberíamos reprimirlo de una forma automática. El enfado nos indica que nos están haciendo daño y que nuestras necesidades no están siendo atendidas. El enfado puede constituir una reacción normal y saludable ante muchas situaciones. Por otro lado, al igual que la culpabilidad, puede ser una señal de que no estamos siguiendo nuestro sistema de creencias. Un enfado ocasional y proporcionado a los sucesos que lo provocan, es sano. Lo que causa problemas es lo que, en ocasiones, hacemos o dejamos de hacer con ese sentimiento. A menudo, tenemos tanto miedo de nuestro enfado y lo negamos con tanta intensidad que dejamos de ser conscientes de su existencia. El enfado no tiene por qué ser una bestia horrible que consuma nuestras vidas. Es sólo un sentimiento. Y no nos lleva a nada analizarlo en exceso o preguntarnos si es válido, correcto o está justificado. Actuar así sería como preguntarnos si debemos tener sentimientos. El enfado no es más que esto, un sentimiento, y debemos experimentarlo, no juzgarlo. Como todos nuestros sentimientos, es una forma de comunicación y nos transmite un mensaje. Por desgracia, muchos de nosotros ya no escuchamos su mensaje, y con frecuencia no sabemos cómo sentirlo. Cuando preguntamos a alguien que está enfadado cómo se siente, la respuesta empieza muchas veces con «Creo que...»,una respuesta intelectual a una pregunta emocional. Esta clase de respuesta proviene de la mente, no de las tripas. Tenemos que ponernos en contacto con lo que sentimos en nuestro abdomen. A algunas personas esto les resulta muy difícil, y cerrar los ojos mientras colocan una mano sobre el estómago les sirve de ayuda. Esta simple acción les permite contactar con lo que sienten, probablemente porque utilizan el cuerpo, y no sólo la mente. En la sociedad actual, ponernos en contacto con nuestros sentimientos constituye una idea extraña. Nos hemos olvidado de que sentimos con el cuerpo, y separamos la mente de las emociones. Estamos tan acostumbrados a que sea nuestra mente la que prevalezca que nos olvidamos de nuestros sentimientos y nuestro cuerpo. Fijémonos si no en todas las veces que empezamos una frase con la expresión «Creo» en lugar de con «Siento». El enfado nos indica que no hemos solucionado nuestro dolor. El dolor es una herida actual, mientras que el enfado es, con frecuencia, una herida que no ha sanado. Si acumulamos heridas y no las afrontamos, nuestro enfado crece. Y si acumulamos muchas, nos resultará difícil distinguir las unas de las otras, y al final incluso nos

costará reconocer que tenemos enfado. Estaremos tan acostumbrados a vivir con ese sentimiento que creeremos que forma parte de nuestro ser, empezaremos a considerarnos malas personas y el enfado llegará a formar parte de nuestra identidad. Debemos emprender la tarea de separar nuestros viejos sentimientos de nuestra identidad. Debemos despojarnos del enfado para recordar nuestra bondad y quiénes somos. Además de enfadarnos con los demás, nos encolerizamos con nosotros mismos por cosas que hemos hecho o no hemos hecho. Nos enfadamos porque consideramos que nos hemos traicionado a nosotros mismos, a menudo por querer complacer a los demás a expensas de nuestros sentimientos. Nos enfadamos cuando no respetamos nuestras propias necesidades y deseos. Nos enfadamos con los demás porque no nos dan lo que merecemos, pero no nos damos cuenta de que, en realidad, estamos enfadados con nosotros mismos por no saber cuidarnos. En ocasiones somos demasiado obstinados y no admitimos que tenemos necesidades, pues en nuestra sociedad tener necesidades equivale a ser débil. Cuando dirigimos el enfado a nuestro interior, a menudo se manifiesta en forma de sentimientos depresivos y de culpabilidad. El enfado que mantenemos en nuestro interior cambia nuestra percepción del pasado y distorsiona nuestra visión de la realidad actual. Este enfado antiguo se convierte en una cuestión pendiente no sólo con los demás, sino también con nosotros mismos. En general, tendemos a irnos de un extremo al otro: reprimimos nuestros enfados y los dejamos explotar culpando a los demás y a nosotros mismos. No nos permitimos expresar el enfado de una forma natural, así que no es extraño que lo consideremos algo malo, ni es de extrañar que pensemos que aquellos que gritan tienen mal carácter. Pero el mero hecho de no gritar no significa que estemos en paz o que no estemos enfadados.

DK.

Berry Berenson Perkins, viuda del actor Anthony Perkins, es una de las mujeres más encantadoras que conozco. Ostenta una mezcla de elegancia, delicadeza y calidez que te serena de inmediato. Sin embargo, bajo esa dulce apariencia hay mucho dolor. Por fortuna, Berry ha tenido el valor de enfrentarse al enfado que alberga bajo la superficie. Hasta este momento no había hablado de ello en público, pero cuando le comenté que estaba escribiendo otro libro me dijo que quería compartir su experiencia porque creía que ayudaría a otras personas. Berry me contó: «Todas las personas afrontamos el dolor de forma diferente. Lo más importante es hablar de lo que nos sucede y encontrar la manera de sacar el enfado. Muchas personas nos dicen: ”Supéralo ya” o ”Expresa tu enfado”, pero no han pasado por lo mismo que nosotros. Yo he perdido a un ser querido y puedo decir que es una de las experiencias más duras que se pueden vivir. »Tuve que enfrentarme a la realidad de que la mayor parte del tiempo estaba enfadada. Enfadada porque no tenía a nadie a mi lado para ayudarme a completar la educación de mis hijos; enfadada porque tenía que salir adelante sola cuando estaba acostumbrada a

hacerlo en compañía. Ahora comprendo que estaba enfadada con Tony por habernos dejado. Se trataba de un enfado latente. Me sentía enfadada y no sabía por qué. »Me di cuenta de que descargaba mi enfado en las tareas cotidianas y en mí misma. Y espero sacarlo por completo algún día. En mi opinión, cuanto más nos enfrentamos a él, más enfado sacamos. Le he escrito cartas a Tony y me he esforzado mucho para sacar mi enfado fuera y dirigirlo de forma adecuada. »También es importante expresar los sentimientos positivos que sentimos hacia esa persona para compensar el enfado y no estar enojados todo el día. Después de su muerte, nos sentíamos confusos y conmocionados. Reprimí mi enfado y se convirtió en una depresión. Yo le amaba muchísimo y no quería culparlo de nada, pero no pude evitarlo. »He aprendido muchas lecciones sobre el enfado. He aprendido que nunca me había relacionado con él. La mayoría de los matrimonios se enfadan de vez en cuando, pero nosotros nunca nos enfadábamos. Evitábamos tener ese tipo de discusiones en la familia. No queríamos decir nada desagradable que pudiera herir a la otra persona. Nos mostrábamos muy amables los unos con los otros, y huíamos de aquellas cuestiones que podían provocar un enfado. Pero resulta difícil perdonar si, antes, no nos hemos enfrentado al enfado. Cuanto más enfado saquemos al exterior, más perdón obtendremos.» Los miedos no afrontados se convierten en enfado. Cuando no prestamos atención a nuestros miedos o ni siquiera sabemos que los tenemos, se transforman en enfado. Y si no nos enfrentamos al enfado, éste se convertirá en rabia. Estamos más acostumbrados a enfrentar nos. a nuestros enfados que a nuestros miedos. Nos resulta más fácil decir a nuestra pareja: «Estoy enfadado contigo» que «Tengo miedo de que me dejes». Es más sencillo para nosotros enfadarnos porque algo va mal que admitir que tenemos miedo de no ser lo bastante buenos. Hace unos meses, un joven llamado Andrew tenía que encontrarse con su novia, Melanie, en un bar. Sin embargo, había varios bares de la misma empresa por toda la ciudad, y cada uno fue a uno distinto. Andrew esperó a Melanie durante treinta o cuarenta minutos, le dejó un mensaje en el contestador y regresó a su apartamento. «Me imaginé que había habido algún malentendido y pensé que nos veríamos en otro momento, pero la reacción de Melanie fue distinta. Se enfadó mucho conmigo. Supuso que le había dado plantón a propósito, y me dijo que la había decepcionado y que ya no podía confiar en mí. Yo le respondí que, simplemente, nos habíamos confundido de bar.» Lo que para Andrew fue una simple confusión, para Melanie supuso una gran decepción que le hizo pensar que no se podía confiar en Andrew y que la volvería a defraudar. Melaine adjudicó más enfado a la situación de la que ésta merecía. Posiblemente se trataba de un enfado que provenía de viejas heridas y que le impidió ver la realidad tal como era. Melanie no supo reconocer el miedo que se ocultaba tras su enfado, y convirtió a Andrew en el culpable de la situación. Por desgracia, dio un único paso: se enfadó. Todos somos muy buenos dando ese paso: «Estoy enfadado porque no viniste», «Estoy enfadado porque has llegado tarde», «Estoy enfadado porque no has hecho un buen trabajo», «Estoy enfadado por lo que me has dicho». Pero tenemos que aprender a dar el

segundo, es decir, mirar en nuestro interior y explorar el miedo que hay dentro. A continuación damos unas cuantas pistas sobre lo que podría estar ocurriendo realmente: El enfado: Estoy enfadado porque no viniste. El miedo subyacente: Cuando no vienes, tengo miedo de que me hayas abandonado.

El enfado: Estoy enfadado porque has llegado tarde. El miedo subyacente: Para ti, no soy tan importante como tu trabajo.

El enfado: Estoy enfadado porque no has hecho un buen trabajo. El miedo subyacente: Tengo miedo de que ingresemos menos dinero y no podamos pagar las facturas.

El enfado: Estoy enfadado por lo que me has dicho. El miedo subyacente: Tengo miedo de que ya no me quieras.

Resulta más fácil seguir enfadado que enfrentarse al miedo, pero esta actitud no ayuda a resolver el verdadero problema. En realidad, sólo provoca que el problema superficial empeore, porque las personas no suelen reaccionar bien ante un enfado. Si le gritamos a alguien, es difícil que le convenzamos de que está equivocado. Seguro que no hemos oído nunca a nadie decir: «Me gritaron durante diez minutos pero seguía creyendo que tenía razón, aunque después de veinte minutos de gritos, comprendí su punto de vista.» Incluso cuando nuestros miedos están justificados, pueden perder su justificación si manifestamos demasiado enfado. Por ejemplo, recordarle de forma continua a un compañero de trabajo que llega tarde, no ayuda a resolver la situación. Pero si le decimos: «Tenemos mucho trabajo y tengo miedo de que no podamos terminarlo», él podrá tener en cuenta nuestro miedo y no se sentirá mal a causa de nuestro enfado. Se requiere mucha energía para reprimir los enfados, y aun así todos tenemos heridas que oscurecen nuestra alma. Daphne Rose Kingma, terapeuta y escritora, celebró un seminario para personas que estaban en proceso de separación y nos contó lo siguiente: «Siempre recordaré a aquella conmovedora y extraordinaria mujer. Debía de tener casi ochenta años y pensé: ”¿Qué hace esta mujer aquí? ¿Es posible que esté terminando una relación?” Uno a uno, todos los asistentes explicaron su historia: por qué estaban allí, quién los había abandonado el día de Navidad, qué intentaban superar, cómo había terminado su relación y lo sorprendidos que estaban de que hubiera ocurrido. Al final le llegó el turno a aquella mujer y le pregunté: »-¿Qué hace usted aquí? ¿Está terminando una relación? »Ella me respondió: »-Me separé de mi marido hace cuarenta años, y estaba tan amargada y enfadada que me he pasado todo este tiempo sintiéndome amargada y enfadada. Me he quejado de mi antiguo esposo a mis hijos; de hecho, me he quejado a todas las personas que conozco, y no he vuelto a confiar en ningún hombre. Y en todas las relaciones que he tenido, antes de tres semanas surgía siempre alguna cosa que me recordaba a aquel hombre ruin que había sido mi marido. Nunca he podido superarlo. Pero ahora me estoy muriendo: padezco una enfermedad terminal y sólo me quedan unos meses de vida. No quiero llevarme todo este enfado a la tumba. Me siento terriblemente triste por haber vivido esta vida sin haber vuelto a amar. Esta es la razón de que esté aquí. No he podido vivir en paz, pero quiero morir en paz.

»Si alguien se pregunta si tendrá el valor y la fuerza necesarios para dar ese paso y superar el enfado, le recomiendo que se acuerde de aquella mujer, una gran y conmovedora maestra.» En nuestra sociedad se considera que el enfado es algo malo e inadecuado, de modo que no disponemos de una manera sana de exteriorizarlo. No estamos acostumbrados a hablar de él ni a manifestarlo. Nos lo tragamos, lo negamos o lo reprimimos. La mayoría de nosotros lo guardamos dentro hasta que, al final, explotamos porque no hemos aprendido a decir que estamos enfadados por las cosas pequeñas. Muchas personas no saben reaccionar en el momento y decir que están enfadadas por esto o por aquello en el instante en que se produce el enfado. En vez de esto, fingen que son personas amables y que nunca se enfadan, hasta que explotan y enumeran las veinte cosas que la otra persona ha hecho en los últimos meses y que la han hecho enfadar. La muerte produce una cantidad enorme de enfado en todos los implicados. ¿Qué hace el personal del hospital con su enfado? ¿Y qué hacen las familias y los pacientes con el suyo? Sería estupendo que los hospitales contaran con una habitación donde se pudiera gritar, no a alguien en concreto, simplemente gritar bien fuerte. Sería fantástico que todos dispusiéramos de una habitación aislada en la que pudiéramos expresar nuestros enfados, porque si no los sacamos acabaremos gritándole a alguien, y eso tiene sus consecuencias. A nadie le gusta estar cerca de una persona enfadada. Y una persona enfadada es, con frecuencia, una persona sola. Muchas personas reprimen su enfado porque lo juzgan. Creen que si fueran buenas personas, si fueran encantadoras y espirituales, no se enfadarían ni deberían hacerlo. Sin embargo, el enfado es una reacción normal. Es importante ayudar a las personas a resolver todos los sentimientos de enfado que sienten hacia ellas mismas, los demás o incluso hacia Dios. A algunas personas, proferir insultos contra Dios, gritar con el rostro hundido en una almohada o golpear la cama del hospital con un bate de béisbol les ayuda a exteriorizar su enfado. Después cuentan lo bien que se sienten al haberlo sacado, y se dan cuenta de que tenían miedo de pronunciar esos insultos porque creían que Dios los fulminaría con un relámpago o los castigaría de alguna otra manera. No obstante, después de hacerlo se sienten más cerca de Dios que nunca. Como dijo una mujer, «me di cuenta de que Dios era lo suficientemente poderoso para soportar mi enfado. Además, también comprendí que mi enfado no estaba relacionado con Él». Una azafata de vuelo explicó que su padre había fallecido de forma accidental mientras limpiaba su escopeta. Ella intentó, una y otra vez, aceptar su muerte, pero no lo conseguía. Hasta que un día, mientras pensaba en la muerte de su padre, estalló una terrible tormenta, con truenos y relámpagos. Salió al jardín y, en medio de aquel ruido y de la lluvia, gritó al cielo con todas sus fuerzas expresando toda su rabia. Algo en aquella tormenta la ayudó a ponerse en contacto con su enfado y a sacarlo. Tras gritar durante un rato con el puño levantado hacia el cielo, cayó de rodillas y lloró. Y, por primera vez en muchos años, se sintió en paz otra vez.

EKR.

Después de los ataques de apoplejía, sentí que podía vivir con la idea de morir o con la de recuperarme. Sin embargo, tuve que vivir con mi incapacidad, pues el lado izquierdo

de mi cuerpo quedó paralizado y no mejoró ni empeoró. Me sentía como un avión detenido en la pista del aeropuerto, y yo deseaba que despegara o que regresara al hangar. Pero no me quedó más remedio que esperar. Y me enfadé. Me enfadé muchísimo con todo y con todos. Incluso me enfadé con Dios. Le llamé de todo...,y ningún relámpago me fulminó. A lo largo de los años, muchas personas me han agradecido mi estudio acerca de las etapas del proceso de morir, de las que el enfado forma parte. Pero muchas de esas personas se esfumaron cuando fui yo quien se enfadó. Al menos el 75 % de mis amistades me abandonó. Incluso algunas personas me criticaron a través de la prensa por no morir de una forma elevada y sentirme enfadada. Era como si me dijeran que estaban de acuerdo con las etapas que había descrito pero no con el hecho de que yo estuviera en una de ellas. Sin embargo, los que se quedaron a mi lado me permitieron ser como soy y no me juzgaron ni a mí ni a mi enfado, lo cual ayudó a que se disipara. He explicado que se debe permitir a los pacientes expresar su enfado y que ellos mismos deben darse el permiso. Mientras estaba en el hospital después de mi primera apoplejía, una enfermera se sentó sobre mi codo. Yo grité de dolor y di mi primer golpe de kárate. En realidad no la golpeé, sólo realicé el movimiento con el otro brazo. A raíz de aquello, escribieron en mi expediente que era una persona agresiva. Esto es muy común en los ambientes médicos: se etiqueta a las personas con exageración por tener reacciones normales. Estamos en este mundo para experimentar y sanar nuestros sentimientos. Los bebés y los niños viven sus sentimientos y luego van a otra cosa. Lloran y se les pasa, se enfadan y se les pasa. Los moribundos, con su sinceridad, se parecen a los niños que una vez fueron y vuelven a utilizar expresiones como «Tengo miedo» o «Estoy furioso». Nosotros también podemos aprender a ser más sinceros y a expresar nuestros enfados. Podemos aprender a vivir una vida en la que el enfado sea un sentimiento pasajero y no un estado.



10. LA LECCIÓN DEL JUEGO.

DK.

Un día visité a Lorraine en el hospital. Le habían diagnosticado un linfoma. Tenía setenta y nueve años, el pelo blanco y llevaba pulseras. Cuando entré estaba sentada en la cama hablando con su familia. A pesar de las malas perspectivas, sentí que interrumpía una reunión familiar feliz. Me presenté y le pregunté si podía regresar en otro momento, cuando no estuviera tan ocupada. «Desde luego, me encanta recibir visitas», me dijo con una sonrisa. Mientras me iba, me pregunté si ella sabía con exactitud la razón de mi visita. Pero lo cierto es que era plenamente consciente de lo que sucedía: se enfrentaba a un cáncer. Cuando regresé al día siguiente, Lorraine tenía la radio en marcha y bailaba en la intimidad de su habitación con todo el entusiasmo de una chica de diecisiete años. Mientras la contemplaba, pensé en un tópico que, no obstante, en aquel momento era cierto: bailaba como si no existiera un mañana. Lorraine me miró por encima del hombro mientras bailaba. Yo le sonreí y dije: -¿Qué está haciendo? Para progresar, dejarnos de lado a nuestros seres queridos. Creemos que nuestro deseo es darles algo más cuando, en realidad, lo que ellos quieren es a nosotros. En efecto, tener éxito y controlar la situación es importante, pero el juego también lo es. Sentimos un deseo innato de divertirnos y de liberar y disipar nuestras tensiones, pero por desgracia hemos reprimido esa necesidad de jugar y a veces hasta la hemos olvidado. En muchas oficinas, se celebra el cumpleaños de los empleados e incluso se compra un pastel y unos globos. Éstos, a veces, quedan desperdigados por el suelo o se elevan al techo de la oficina y los pasillos. Si pudiéramos observar a los empleados mientras se dirigen a la fotocopiadora o al despacho de algún compañero, los veríamos jugar con los globos, impulsarlos hacia arriba con la punta de los dedos, hacerlos bajar tirando del cordel para verlos subir de nuevo hasta el techo o atar el cordel en sus dedos. Pero lo harán de una forma discreta, cuando crean que nadie los ve. Esos empleados altamente productivos tienen una gran necesidad de jugar. Muchas personas son como ellos: niños sin globos. Nos hemos olvidado de jugar, hemos olvidado cómo se juega y también en qué consiste jugar. Tenemos que recordarnos a nosotros mismos que jugar es hacer las cosas que nos proporcionan placer por el simple hecho de experimentar placer. El juego consiste en experimentar una diversión que trasciende todas las fronteras. Todos podemos jugar con personas del mismo sexo o del opuesto, de distinta raza, religión o edad. Incluso podemos jugar con seres de otras especies: muchos de nosotros disfrutamos muchísimo jugando con nuestras mascotas. Jugar es expresar nuestra alegría interior mediante la risa, el canto, el baile,nadar, ir de excursión, cocinar, correr, jugar a un juego o cualquier otra cosa que nos proporcione una diversión. Jugar hace que todos los aspectos de nuestra vida sean más significativos y agradables. El trabajo resulta más satisfactorio y las relaciones mejoran. El juego hace que nos

sintamos más jóvenes y positivos. Es una de las primeras cosas que los niños aprenden a hacer: es natural e instintivo. ¿No resulta triste que en la mayoría de las vidas haya existido tan poco juego? Cuando alguien me pregunta cómo puede permitirse el lujo de dedicarle tiempo a jugar, le contesto que lo que no puede permitirse es no jugar. El juego aporta equilibrio a nuestra vida y mejora nuestro estado mental. Si hemos jugado en nuestro tiempo libre, trabajaremos mejor. Cuando alguien dice que se siente harto de su trabajo, podemos preguntarle qué le gusta hacer en realidad. Si responde que el cine, preguntémosle cuándo fue la última vez que fue a ver una película. Es probable que nos conteste que hace un par de meses. Si no hacemos lo que nos gusta, es muy probable que nos sintamos hartos. Jugar también nos ayuda físicamente. Muchos estudios científicos han demostrado que la risa y el juego reducen la tensión y hacen que se liberen en el cuerpo unas sustancias llamadas endorfinas, con una composición química parecida a la de la morfina. Quizá sea gracias a estos atenuantes naturales del dolor y potenciadores del buen humor, los cuales aportan un bienestar natural a nuestra vida, por lo que nos sentimos mejor después de reír y jugar. La risa es un medicamento que se autoalimenta, porque cuanto más reímos, más deseos tenemos de reír. Incluso ante una cuestión tan seria como la muerte, el humor tiene su papel.

EKR.

En una ocasión se permitió el acceso al público en general a una clase sobre la muerte y los moribundos para estudiantes de medicina y psicología. El profesor se sorprendió cuando una enferma terminal se apuntó a su clase, pues era algo que no esperaba. Como le preocupaba la intimidad de aquella mujer, no comentó su estado a los demás. Más tarde le dijo: -Lo que más me inquietaba era que alguien hiciera una broma o algún comentario jocoso sobre la muerte, pues para usted, es una cuestión real y no un ejercicio intelectual. La mujer le respondió: -Las bromas y la diversión forman parte de la vida, y la risa es uno de los medios que utilizo para vivir esta experiencia. Si los estudiantes hubieran bromeado, no habría tenido ningún problema. Lo que más me ofende es que se evite hablar de esta cuestión o pronunciar palabras como muerte o cáncer. Prefiero bromear sobre estos temas porque la risa es mucho más divertida que el temor y mucho más auténtica que el disimulo.

DK.

Jacob Glass es escritor y conferenciante de temas espirituales. Una tarde me encontraba charlando en un bar con este viejo amigo, que me contaba que con frecuencia empezaba el día en aquel lugar, leyendo, disfrutando de su café y reuniéndose con amigos. Vive cerca de allí, en una casa sencilla que satisface muy bien sus necesidades.

Mientras hablábamos de sus escritos y conferencias, lo animé a que trabajara más y le expliqué cómo podía ampliar su horario de trabajo.

-¿Y qué conseguiría con esto? -me preguntó. -Podrías dar más conferencias por semana, alcanzarías el sueño americano y algún día podrías retirarte. -¿Y entonces tendría tiempo para sentarme en el bar relajarme y leer? -Desde luego, podrías hacer lo que quisieras. -Pero si ahora ya lo hago. Dispongo de días libres y de tiempo para disfrutar de la vida, pasear, ir al teatro y comer sin prisas. ¿Por qué habría de dedicar todo mi tiempo a ser productivo y así poder disfrutar de la vida algún día si ya la disfruto ahora? Había pasado por alto que Jacob ya tenía la vida que yo le decía que podría disfrutar algún día si trabajaba más. Y me di cuenta de que, en lugar de estar relajado y disfrutar del café, había caído en la trampa de pensar en la productividad y dar más importancia al trabajo que a la diversión. El trabajo y la diversión no tienen por qué ser actividades totalmente separadas. Divertirse en el trabajo es bueno, y disfrutar mientras se realizan las tareas diarias nos ayuda a pasar el día y la vida. Lamentablemente, resulta muy fácil centrarse sólo en alcanzar metas y sentirse desgraciado cuando no se consigue. Debemos buscar la diversión en el trabajo, pero también debemos separar el trabajo de la diversión. Por ejemplo, un hombre preguntó: «¿Qué os parece mi solución? En lugar de trabajar todo el sábado y no pasar ningún momento con mi esposa, saco el ordenador portátil al jardín y trabajo allí cuatro o cinco horas. Así estamos juntos e integro el trabajo y la diversión en mi horario.» La esposa de aquel hombre seguramente estará de acuerdo en que su marido no se divierte mucho y es probable que se sienta desatendida. Si bien es cierto que está con su cuerpo, no está con su mente ni con su corazón. ¿La mente y el corazón de aquel hombre están divirtiéndose en el jardín o están concentrados en planificar la reunión del lunes? Aquel hombre no se divierte: trabaja en un entorno distinto. El omnipresente teléfono móvil ha convertido gran cantidad de tiempo de ocio en tiempo laboral. Tenemos conversaciones de trabajo mientras comemos en los restaurantes, y ya no sólo conducimos, sino que conducimos y hablamos por teléfono al mismo tiempo. La gente ya no va simplemente de compras, sino que pasea de un lado para otro del centro comercial con un teléfono pegado a la oreja. Algunas personas incluso hablan por teléfono en el cine, y hubo una mujer que fue haciendo llamadas con su móvil mientras estaba de parto. Algunos de nosotros acabamos convirtiendo nuestras aficiones y entretenimientos en trabajo. Una noche, una mujer que había superado un cáncer comentó con su esposo el ingente trabajo que suponía organizar la fiesta anual del instituto de enseñanza secundaria local. Estaba agotada y se acordó de lo que se había prometido a sí misma cuando estaba enferma. «Creí que organizar aquella fiesta me divertiría -dijo-, pero ahora estoy demasiado ocupada. Me encargo de todo y no pienso ni hablo más que de mis obligaciones. Cuando tenía miedo de que me quedara poco tiempo, me prometí que, si me curaba, me divertiría más. Pero esto no es diversión, es trabajo. Si el cáncer se reproduce, no podré decir que he disfrutado del tiempo que se me ha concedido.»

Hemos olvidado cuál es la finalidad de nuestras aficiones. Supongamos que nos gusta fabricar muebles por el simple placer de hacerlos y un día se nos ocurre convertir esta afición en un negocio. Resulta fantástico trabajar en algo que nos gusta, pero, por definición, una afición es algo que hacemos por placer sin que importe el resultado. Si fabricamos muebles para venderlos, ya no se trata de una afición, sino de un trabajo. Sin darnos cuenta, hemos convertido una actividad que nos gustaba en algo que no disfrutamos ni realizamos por el simple placer de hacerlo. Nos olvidamos de jugar cuando nos tomamos la vida demasiado en serio. Debemos recordar los tiempos en que jugábamos de una manera auténtica, antes de que aprendiéramos a jugar pensando en producir; un tiempo en el que nuestros corazones eran receptivos y en el que jugábamos sin sentirnos culpables después. Pero la idea de vivir para divertirse se contempla con recelo. Cuando somos jóvenes, nos dicen: «La vida es seria, borra esa sonrisa de tu rostro. ¡Haz algo, conviértete en alguien de provecho!» Entonces, cuando vemos a alguien que, simplemente, practica el surf, nos preguntamos que por qué no hace algo con su vida.

Pero ¿de verdad resulta tan horrible reducir al mínimo las propias necesidades para poder hacer lo que nos gusta durante todo el día? Menospreciamos a los surfistas porque dicen que viven en un mundo en el que la diversión nunca acaba. La verdadera cuestión es, ¿por qué tantas personas viven en un mundo en el que la diversión nunca empieza? Hay quien dice que el ocio es la madre de todos los vicios o que es «antes la obligación que la devoción». Y conforme vamos subiendo peldaños en la escalera del éxito dejamos de divertirnos. Consideramos que la vida es difícil y queremos «progresar» de forma constante y dejarlo todo bien atado, pero entonces no encontramos tiempo para divertirnos. Perdemos la costumbre de disfrutar de la vida y cuando lo hacemos nos sentimos culpables, pues consideramos que es una pérdida de tiempo. Quizás esto explique por qué muchas personas con éxito se divierten a escondidas o por qué el deseo natural de divertirse se manifiesta de formas poto sanas en determinadas personas (algunas incluso aparecen en los noticiarios por esta causa). Muchos de nosotros somos como los empleados de la oficina y los globos. Hemos reprimido la necesidad de jugar durante tanto tiempo que cuando surge nos induce a tener múltiples aventuras amorosas, tomar drogas o comer o comprar de forma compulsiva. Sentimos que no nos merecemos divertirnos o ser felices, de modo que boicoteamos nuestra vida. Tenemos que aprender a permitirnos «ser malos» y divertirnos. Muchos de nosotros hemos crecido en familias que nos preguntaban con regularidad qué habíamos hecho ese día. Como respuesta teníamos que enumerar todos nuestros logros para demostrar que habíamos sido productivos y no habíamos perdido el tiempo. Incluso ahora, de adultos, nos sentimos más cómodos citando las tareas que hemos realizado que explicando que hemos hecho algo por puro placer. Ronme Kaye, que había sobrevivido a un cáncer, nos contó en un seminario que tuvo que aprender a admitir ante los demás que había pasado la tarde simplemente escuchando a Beethoven. Ronnie dijo: «Tuve que aprender a contar con orgullo que me había pasado toda la tarde escuchando la Sexta Sinfonía de Beethoven porque me proporciona un inmenso gozo. Algunos de mis amigos comprenden la importancia de esa alegría, y cuando les digo que he estado escuchando música, se sienten felices por mí. Pero hubo un tiempo en que me habría

avergonzado no realizar cientos de cosas en una tarde. Ahora me doy cuenta de lo importante que es la música para mí.» Tengamos la edad que tengamos y sea cual sea nuestra situación, podemos volver a jugar. Siempre podemos encontrar de nuevo el sentido del juego porque reside en nuestro interior. Los niños saben jugar. En la escuela disponen de un tiempo para el juego porque todo el mundo está de acuerdo en que el trabajo escolar debe equilibrarse con un tiempo de diversión. Lo mismo ocurre con los adultos. ¿Por qué no habríamos de quedar con otras personas para jugar? Primero tenemos que aprender a valorar el juego y el tiempo que le dediquemos, y después concedérnoslo a nosotros mismos. Quizá tengamos que programar ese tiempo para el juego, y a veces incluso forzarnos a hacerlo. Siempre hay trabajo pendiente, pero eso no es una razón para no jugar. Si no nos concedemos tiempo para divertirnos, al final no tendremos nada que ofrecer a los demás. Si no nos permitimos disfrutar de un tiempo de ocio de calidad, empezaremos a lamentar el tiempo que dedicamos a nuestro trabajo o incluso a nuestra familia. Se trata de jugar ahora o pagar las consecuencias después. Debemos recordar que el juego es algo más que un momento de alegría aquí y otro allá: es tiempo real dedicado al juego. Tenemos que distanciarnos del trabajo y del lado serio de la vida. Disponemos de miles de maneras para introducir de nuevo el juego en nuestra vida. Por ejemplo, en lugar de comprobar el estado de la bolsa a primera hora de la mañana, podemos leer la tira cómica. También podemos ver una película de risa, comprarnos ropa divertida o una corbata vistosa. Si nuestra vida y nuestro trabajo son muy formales, podemos vestir ropa interior original. Debemos practicar diciendo que sí a las invitaciones que recibamos y siendo más espontáneos. De vez en cuando, hay que hacer algo absurdo. Todo puede ser un juego, pero hay que estar alerta, porque podemos convertir cualquier pasatiempo en algo productivo. Si damos paseos porque realmente nos gusta, se trata de un juego, pero si caminamos a diario porque es el ejercicio rutinario que creemos que debemos realizar, ya no es un juego. Los deportes y los juegos de mesa son fuentes maravillosas de diversión. Con ellos dejamos salir al niño que llevamos dentro. Correr por un campo de fútbol o concentrarnos en una partida de bridge puede ayudarnos a construir nuestra identidad, liberar tensiones y relacionarnos con los demás. Muchas personas se reúnen para jugar a algo. Invitan a los amigos para jugar al Monopoly, al Trivial Pursuit o al Risk, y los invitados se sorprenden de lo bien que se lo pasan y de los recuerdos maravillosos que estos juegos despiertan en ellos. La competición suele ser un componente esencial de los deportes y los juegos de mesa, y puede constituir una motivación estupenda. Sólo si nos lo tomamos demasiado en serio perdemos la alegría del juego. ¿Ha jugado alguna vez a un juego de mesa con alguien que se lo tomaba demasiado en serio? No resulta nada divertido, y tampoco lo es la vida si nos la tomamos así. En una ocasión aprendí una lección de Emma, mi ahijada de cuatro años. Estaba jugando con su amiga Jenny a un juego llamado Candyland. Cuando Jenny estaba a un paso de ganar, Emma saltó con entusiasmo y dijo: «¡Oh, Jenny, espero que ganes!»

Emma no comprendía el concepto de vencer al otro jugador. Para ella, la diversión consistía en jugar. Todavía no era consciente de que si su amiga ganaba, ella perdía. Era feliz simplemente jugando. Todos deberíamos aprender de su inocencia. Las celebraciones constituyen oportunidades evidentes de diversión, pero no debemos reservar nuestra alegría sólo para las ocasiones especiales: debemos celebrar todas las ocasiones que se nos presenten. Ya concedemos bastante tiempo a los sucesos negativos; debemos dedicar un tiempo igual o mayor a los positivos. Podemos celebrar la visita de un amigo, una buena comida o que es viernes. Podemos celebrar la vida. Y también podemos acicalarnos porque sí o utilizar la vajilla de los domingos para comer con la familia. En general, no dudamos en cocinar una buena comida para unos desconocidos, pero para nosotros nos preparamos una lata de atún, el abrelatas y un trozo de pan. Los funerales son un ejemplo especialmente interesante. Todo el mundo se arregla y se reúne en la casa del difunto, donde se sirve la comida en la vajilla de porcelana y se sientan en el salón que nunca se utiliza. Pero ¿llegó a disfrutar el difunto de todo esto en vida? Por último, debemos dedicar cierto tiempo a nosotros mismos. Casi todos estamos de acuerdo en que es necesario compartir un tiempo de calidad con nuestros seres queridos. Pero también tenemos que dedicar un tiempo a estar solos; un tiempo que sea sólo para nosotros y que no consista simplemente en los ratos que nos quedan cuando todo el mundo se ha ido o esos momentos en los que por casualidad nos encontramos a solas, sino un tiempo que habremos reservado para nosotros, un tiempo que dedicaremos a nuestra persona y a nuestra felicidad. Durante ese tiempo no debemos comprometernos a ver una película determinada, comer ciertos alimentos o hacer algo concreto. Debemos dedicar ese tiempo a nosotros mismos y a estar con nosotros mismos; a hacer lo que queramos, cuando queramos y de la forma que queramos.

EKR.

Joe, un próspero hombre de negocio», me habló de su cáncer del sistema linfático: «Tenía un bulto de gran tamaño en el cuello que crecía con rapidez. Visité a un oncólogo y dispuso que me lo extirparan de inmediato. A continuación me administraron quimioterapia. Pasé de ser un trabajador eficiente a ser un paciente eficiente: controlaba las pruebas del laboratorio, compraba los medicamentos y acudía a las visitas del médico. Nunca me imaginé que estar enfermo supusiera tanto trabajo. «Mientras recibía uno de los últimos tratamientos de quimioterapia, pensé en volver a trabajar. Mi trabajo era algo muy serio, y en aquel momento, con el cáncer, mi vida también se había convertido en algo muy serio. Pero se trataba de sobrevivir y, gracias a Dios, lo conseguí. Entonces me pregunté: ”¿Para qué? ¿Para qué me he salvado? ¿Para trabajar más? ¿Para producir más?” »En aquel momento me di cuenta de que mi vida había sido gris y vacía. Todas las personas que conocía habían construido sus vidas a partir del concepto del éxito, y yo no era diferente a ellos. Pero no iba a regresar a aquel tipo de vida. »Decidí reconstruir mi vida, hacer cosas con mis amigos y divertirme otra vez. Quería ir al parque, asistir a conciertos, contemplar a la gente que paseaba y charlar de vez en cuando con los desconocidos en lugar de evitarlos. Me había perdido tantas cosas en la vida... Ya era hora de disfrutarlas de nuevo.»



Cuando éramos niños todas las experiencias nos parecían potencialmente mágicas. Si pudiéramos revivir sólo una pizca de aquel antiguo sentimiento y jugar un poco más, recuperaríamos parte de nuestra inocencia perdida. Aunque nuestro cuerpo envejezca, podemos permanecer jóvenes de corazón. No podemos evitar envejecer por fuera, pero si jugamos, seremos jóvenes por dentro.

11.

LA LECCIÓN DE LA PACIENCIA.

Jessica tenía un padre maravilloso: era divertido, aventurero y un poco travieso. Pero también era impredecible, y tras divorciarse de la madre de Jessica, desaparecía a menudo durante semanas enteras o incluso meses. Cuando sus padres se separaron definitivamente, Jessica, que tenía catorce años, continuó unida a su padre. Su madre justificaba con bondad sus ausencias y le decía: «Él es así. No tiene nada que ver contigo.» Jessica sabía que su padre iba a desaparecer cuando le compraba un regalo aunque no fuera su cumpleaños o Navidad. Y si intentaba abrirlo, él se lo impedía. «Paciencia, Jessica, es para más adelante», le decía. Después de unos días o unas semanas, cuando ella lo añoraba de verdad, su madre le permitía abrirlo. Cuando Jessica se convirtió en una mujer, el cariño que sentía por su padre aumentó. Incluso después de finalizados los estudios, cuando trabajaba de consejera matrimonial y familiar y tenía un esposo y dos hijos, ella y su padre de setenta y tantos años seguían tan unidos como siempre. Siempre que planeaba marcharse él la telefoneaba y le decía que se iba de viaje y que la vería a su regreso. Un día se marchó y no regresó. Pasaron unos meses y Jessica se preocupó de verdad: sentía que, esta vez, era distinto. Cuando los amigos de su padre le dijeron que tampoco sabían nada de él desde hacía tiempo, Jessica denunció su desaparición a la policía. Cuatro años más tarde recibió una llamada. Habían localizado a su padre en una residencia de ancianos en Las Vegas, y no lo habían identificado como persona desaparecida hasta que ingresó en un hospital por una infección grave. Los empleados de la residencia le dijeron a Jessica que su padre había manifestado repetidamente que no tenía familia. Jessica se sintió confundida, pero cuando llegó a Las Vegas descubrió lo que pasaba. Su padre no la reconocía porque padecía Alzheimer. Jessica estaba contenta porque había encontrado a su padre, pero muy apenada de ver el estado en que se hallaba. Una vez que se hubo recuperado de la infección, Jessica lo trasladó a una residencia cercana a su domicilio. En el fondo de su corazón esperaba que mejorara y la recordara. «Pensé que así era él y que, una vez más, ponía a prueba mi paciencia. Era como si lo hubiese encontrado y, al mismo tiempo, no lo hubiera hecho. »Creí que si tenía paciencia, tarde o temprano mi padre recuperaría la memoria. Día tras día y semana tras semana, lo visité. Pero estaba enfadada. Ahí estaba él, pero yo no lo conocía a él ni él a mí. La única cosa que me recordaba a mi padre era la paciencia que necesitaba para cuidar de él. Intenté hacerme a la idea de que el padre que conocía estaba allí, en algún lugar. Como consejera solucionaba problemas ajenos, pero no podía solucionar el mío. Lo único que podía hacer era tener paciencia.» El estado físico de su padre empeoró poco a poco. Enfermó de neumonía, y al final falleció. Cerca de un año más tarde, mientras organizaba la venta de objetos usados de su domicilio, Jessica encontró su viejo contestador automático. A Jessica se le quebró la voz cuando nos explicó lo que había ocurrido: «Pensé que era mejor probarlo antes de ponerlo a la venta, así que lo enchufé y lo puse en marcha. Me sorprendió mucho lo que oí. Se trataba del último mensaje de mi padre. Ya lo había escuchado cuando se fue, pero no había vuelto a hacerlo desde entonces.

Decía: ”Jessica, cariño, sólo quería decirte que me voy. Espero que te acuerdes de mí durante mi ausencia. Pienso en ti todos los días, aunque no hablemos. Sé que te preocupas por mí, pero quiero que sepas que, donde voy, estaré bien. Te quiero mucho y espero verte de nuevo.”

»Jessica se enjugó las lágrimas. »Ése era mi padre. Siempre me enseñaba a tener paciencia. Y también era típico de él dejarme un regalo para que lo abriera más tarde.» Muchas situaciones y enfermedades, como el Alzheimer, nos enseñan grandes lecciones sobre la paciencia y la comprensión. A veces, esas lecciones están dirigidas a la familia y a los amigos más que al enfermo.

EKR.

La paciencia es una de las lecciones más difíciles de aprender, y quizá la más frustrante. Nunca he sido una persona paciente. Siempre he estado muy ocupada y no he parado ni un momento: recorría miles de kilómetros todos los años, visitaba pacientes, daba conferencias, escribía libros y eduqué a mis hijos. Debido a mi enfermedad, ahora sólo puedo moverme en una silla de ruedas con la ayuda de alguien y me enfrento al reto de aprender la lección de la paciencia. Detesto que sea una lección, pero sé que cuando enfermamos tenemos que aprender a tener paciencia. Cuando me encuentro bien salgo con una amiga, pero me gustaría moverme por todas partes y con mayor rapidez de la que me permite la silla de ruedas. A veces, cuando estamos en unos grandes almacenes y alguien quiere adelantarnos tengo la sensación de que estorbo. En una ocasión salí con una amiga a comprar ropa de invierno. Me dejó sola mientras iba a ver lo que había en el otro pasillo y tuve que ser paciente hasta que regresó. Ahora tengo que hacer a menudo una de las cosas que más odio: esperar. Cuando estás enfermo o dependes de otras personas, descubres en cualquier situación una lección sobre la paciencia, de modo que tendré que vivir estas situaciones hasta que aprenda la lección. Y la estoy aprendiendo desde dentro. Una de las lecciones de la paciencia es que no siempre logramos lo que queremos. Aunque deseemos algo en este preciso instante, es posible que no lo consigamos hasta más tarde, o nunca. Sin embargo, siempre obtenemos lo que necesitamos, aunque no coincida con lo que habríamos imaginado. En la época actual no estamos acostumbrados a vivir con incomodidades. Esperamos que los resultados y la satisfacción sean inmediatos. Queremos respuestas incluso antes de que puedan emitirse. Disponemos de servicios de reparaciones y comercios que abren las veinticuatro horas del día. Si tenemos hambre, siempre encontramos comida, desde un plato preparado hasta la que venden en los comercios y los restaurantes que abren toda la noche. Incluso existen ferreterías y tiendas de material de oficina que abren las veinticuatro horas del día. Y ¿quién sabe hasta qué punto Internet alimentará nuestra impaciencia? Después de todo, con este medio ni siquiera tenemos que

desplazarnos a la librería para comprar un libro ni recorrer calles y calles con un agente inmobiliario en busca de una casa, pues todo está disponible de forma instantánea. La gente ya no sabe esperar, y ni siquiera conoce el significado de esta palabra. Es cierto que resulta agradable obtener lo que queremos cuando queremos, pero también es importante saber esperar para sentirnos satisfechos. Diversos estudios han demostrado que si a varios niños se les da la opción de comer una galleta en este instante o dos al cabo de una hora, los que son capaces de esperar se desenvolverán mejor en la vida en un futuro. La paciencia es, sin lugar a dudas, un valor importante; sin embargo, muchas personas se quedan delante del microondas mientras piensan, «¡Deprisa!», o se enfadan si en la tienda tardan más de una hora en revelar sus fotografías.

El problema va más allá de la incomodidad de tener que esperar. Muchos de nosotros no sabemos vivir las cosas y las situaciones tal como son. Creemos que tenemos que cambiarlas o mejorarlas y no pensamos que todo irá bien si lo dejamos. Opinamos que no es lo mismo que algo suceda con retraso a que se resuelva de una manera distinta a como queríamos. Sin embargo, estas dos ideas tienen el mismo origen mental, que consiste en juzgar que la situación no está bien tal como está. Pero ¿conseguimos algo cuando somos impacientes? La clave para tener paciencia estriba en saber que todo va a salir bien y confiar en que existe un plan. Resulta fácil olvidarnos de esto y, en consecuencia, muchas personas intentan controlar las situaciones que, de otro modo, se resolverían como deben en el momento oportuno. También, al final de la vida, algunas personas aceptan que su muerte está cerca, mientras que otras se impacientan y quieren saber cuándo llegará el momento. A estos últimos les tranquilizaría saber que no morirán hasta que estén preparados. Y esto es cierto tanto respecto a la muerte como a la vivida. También aprendió que si no le comunicaban los resultados en el plazo de dos días, tenía el derecho de llamar o visitar al médico. Es importante que encontremos nuestro poder. Si abusan de nosotros, debemos levantarnos y decir: «¡Esto no está bien!» Pero si es la vida la que establece las pautas, debemos relajarnos y aceptar la situación tal como es. La vida consiste en una serie de experiencias por las que todos pasamos. Aunque no la percibamos, existe una razón detrás de cada experiencia. Todo tiene un sentido. Todo lo que nos ha ocurrido ha sido para que aprendamos las lecciones que necesitamos aprender. Pero resulta difícil cuando gritamos con impaciencia que la situación no nos gusta y queremos cambiarla. Otras veces, simplemente vivimos la experiencia y no la negamos, no nos quejamos ni intentamos hacer nada para cambiarla. Todas las experiencias nos conducen a un bien mayor y a la sanación. La parte positiva es que no tenemos que hacer nada para conseguirlo. Sólo tenemos que vivir la vida tal cual es. Un camionero llamado Gary aprendió la lección de la paciencia. Siempre viajaba de un lado para otro, y durante muchos años bebió para mitigar su infelicidad. Cuando tenía cuarenta años, se vio amenazado por la pérdida de la vista. En las ventanas de mi domicilio tengo persianas. De repente, empecé a verlas onduladas y a percibir unas manchas en mi campo de visión. Al principio pensé que sólo era el cansancio.»

Los médicos le aplicaron un nuevo medicamento directamente en los ojos que detuvo al virus, pero ya había perdido el 65 % de la visión. Una infección ocular secundaria casi le hizo perder la vista del ojo izquierdo por completo. Lo sometieron a dos operaciones, pero su visión ya estaba gravemente dañada y no había esperanzas de que volviera a ver como antes.

Desde el primer momento me dijeron que no podían hacer nada para que recuperara la visión que había perdido. Sabía que podía pasarme el resto de la vida intentando superar aquella pérdida. Mientras estaba en Nueva York para recibir el tratamiento, tuve que buscar un sitio donde dormir. El único lugar que pude costearme resultó ser un convento. Estaba lleno, pero encontraron una habitación para mí. Mientras estuve allí, recé para tener mucha paciencia. Comprendí que no podía cambiar lo que me estaba sucediendo. Había hecho todo lo que podía y lo había intentado todo. Ya no podía hacer nada más por mi vista. En la vida, a menudo perdemos cosas, y la vista era lo que yo tenía que perder. Conozco a muchas personas que se recrean en el lado triste de la vida. Podía lamentarme, pero no quería pasarme el resto de mi vida haciéndolo. Quizás ése era el reto que necesitaba. Al perder la visión, empecé a tomármelo todo con más calma y me replanteé mi forma de vivir. Decidí hacerlo de un modo distinto. Antes no habría hecho nada, sólo sentirme desgraciado y beber. Pero, a raíz de aquella experiencia tuve que aprender muchas cosas nuevas para seguir con vida; entre ellas, a superar los problemas. Nadie cuidaba de mí, así que tenía que hacerlo yo mismo. Tuve que encontrar mis propios sueños y objetivos. Aquello me ayudó a sentir la vida de un modo más intenso, a disfrutarla mucho más. Me gustaba jugar al billar y creí que tendría que dejarlo, pero después de practicar cierto tiempo, volví a jugar bien. Me he dado cuenta de que la gente de Los Angeles, donde vivo, es muy impaciente. No tienen tiempo para nada y siempre quieren ir más y más deprisa. Yo también era como ellos, pero ahora comprendo que el tiempo que tenemos es para disfrutarlo. En cierto modo, ahora veo más que antes de perder tanta visión. Ahora miro con más atención, pues tengo que hacerlo. Busco el humor y el aspecto positivo en todas las situaciones. Muchas personas no encuentran las cosas buenas o el humor de la vida. Sin embargo, no creo que vea cosas que los demás no pueden ver, sino que ellos no tienen paciencia para mirar o apreciarlas.» El primer paso que tenemos que dar para tener más paciencia es dejar de querer controlar o cambiar las situaciones. Es ser conscientes de que algunas cosas son como son por alguna razón, aunque no estemos de acuerdo con esa razón o no la veamos. Si no podemos cambiar alguna circunstancia, debemos considerar que es acertada. Debemos tener fe en el proceso de evolución de las cosas y su desarrollo. Aunque creamos que tenemos que intervenir en los acontecimientos, lo cierto es que la mayoría de las cosas sorprendentes que ocurren en el mundo tienen lugar sin nuestra ayuda, interferencia o intervención. Por ejemplo, no tenemos que decir a nuestras células que se reproduzcan ni a un corte que cicatrice. Existe un poder en el mundo, y debemos tener confianza en que todo se mueve hacia el bien, aunque no lo veamos ni lo reconozcamos. Eso es la fe. Tener paciencia es tener fe.

Cuando tenemos fe, sabemos que ninguna experiencia es inútil. La mayoría de las personas, al final de su vida no cambiarían ni siquiera las malas experiencias, porque han aprendido de todo lo que les ha ocurrido. Todas las situaciones por las que pasamos, por muy difíciles que sean, nos suceden para que pueda aflorar nuestro yo perfecto. Si los acontecimientos se suceden demasiado deprisa o demasiado despacio para nosotros, debemos recordar que nuestro ritmo no siempre es el mejor, y que existe un plan. Podemos permitirnos relajarnos y dejar que la vida fluya. Darnos ese permiso significa que somos capaces de ceder. No debemos olvidar que tenemos la capacidad de relajarnos y rendirnos ante las situaciones y que disponemos del tiempo, los medios y el valor necesarios para esperar. También es posible que no haya nada que esperar, que la situación por la que estamos pasando sea exactamente como debe ser. No es por casualidad que el nombre paciente, que significa «persona que recibe un tratamiento médico», y el adjetivo paciente, que significa «sobrellevar la aflicción con serenidad», estén relacionados. Ambos proceden del vocablo latino pati, que significa «soportar». Quizá pensemos que las cosas que nos ocurren están relacionadas con nuestra salud, trabajo o vida amorosa y queramos cambiarlas, pero lo cierto es que no es así. Lo que nos ocurre tiene que ver con nosotros mismos. Y tiene que ver con el amor, la compasión, el humor y la paciencia que aportamos a nuestra vida y a sus situaciones.

También debemos tener presente que, en última instancia, Dios y el universo no dirigen las situaciones, sino a nosotros. Si nos preguntamos por qué el universo no nos consigue la gran oferta de trabajo que esperamos es porque al universo no siempre le preocupa el tipo de trabajo que tengamos. El plan abarca mucho más que nuestro trabajo. El universo tampoco se preocupa de si estamos casados o no; le interesa más el modo en que experimentamos el amor que si hay alguien en nuestra vida o no. Y aún más, el universo no se preocupa tanto de nuestra salud como del modo en que experimentamos la vida, sean cuales sean las condiciones. Al universo le preocupa quiénes somos, y atraerá a nuestra vida, a través de cualquier situación y en cualquier momento, lo que necesitamos para convertirnos en la persona que tenemos que ser. La clave consiste en confiar..., y tener paciencia.



12.

LA LECCIÓN DE LA RENDICIÓN.

EKR.

Recuerdo muy bien a un chico al que traté mientras moría. Cuando se acercaba al final de su vida, se dibujó a sí mismo como a un ser diminuto a punto de ser alcanzado por una bala de cañón enorme. Esto demostraba que veía su enfermedad como una fuerza destructiva. Sabía que iba a morir, pero era evidente que no había alcanzado la paz. Después de trabajarlo juntos durante un tiempo, aceptó y se rindió a lo que estaba ocurriendo en su cuerpo. Supe que mi trabajo había terminado cuando se dibujó sobre las alas de un pájaro que volaba hacia el cielo. A partir de aquel momento el chico sintió que una fuerza bondadosa se lo llevaría y él no se resistiría. Su rendición hizo que el resto de su vida, aunque breve, fuera más gozosa y significativa. Si nos rendimos, todos podemos encontrar, en cualquier circunstancia, una paz maravillosa. Por desgracia, muchos tenemos miedo a rendirnos porque creemos que significa que nos damos por vencidos y abandonamos la lucha, lo cual es un signo de debilidad. Pero en la rendición no hay debilidad ni dolor, sino todo lo contrario: cuando nos rendimos al conocimiento de que todo está bien y que alguien se ocupa de todo, encontramos consuelo y fortaleza. Se requiere mucha fe para imaginar que todo está bien cuando uno está enfermo o sufre una pérdida. Incluso ante las pequeñas pruebas de la vida resulta difícil rendirse. En general, queremos dominar las situaciones y hacer que las cosas sucedan a nuestro modo, y consideramos que acción es igual a fortaleza, y pasividad a debilidad. Nos resulta difícil aceptar que dejarnos llevar es algo positivo hasta que comprendemos que la mayor parte de la vida debería resultarnos fácil. No tenemos por qué darnos cabezazos contra la pared ante determinadas situaciones. Si tenemos que luchar de forma continua, es posible que el universo esté intentando decirnos algo. Debemos relajarnos. No tenemos que aferrarnos a los empleos, las relaciones o las situaciones. Simplemente, podemos relajarnos y tener en cuenta que la vida será tal como debe ser. Pensemos que la vida es como una montaña rusa. Montamos en los vagones, pero no los conducimos. Sería frustrante intentar dirigir el vagón adonde nosotros queremos: no sólo no podríamos conducirlo, sino que nos perderíamos la experiencia de montar, simplemente, en él, con todas sus subidas y bajadas. La señal para que nos rindamos nos llega cuando estamos agotados por intentar controlar una situación o ganar una batalla. Nos rendimos para liberarnos de esa mortal tenaza, para dejar de preocuparnos, para abandonar esa lucha continua que resulta tan destructiva, que nos impide vivir el momento y disfrutar de unas relaciones jubilosas; que destruye la creatividad y obstaculiza nuestra felicidad y alegría. La resistencia provoca miedo, y éste nos hace creer, de forma equivocada, que debemos controlar todos los aspectos de nuestra vida en todo momento. Ha llegado la hora de rendirse, de dejarse llevar, de nadar a favor de la corriente y no contra ella. Dale, un hombre de mediana edad que padecía una cardiopatía, nos dijo: «Si he vivido hasta ahora con buena salud es porque he sido capaz de rendirme. »Hace años aprendí que si no nos rendimos empeoramos las cosas. Al principio creía que rendirse constituía una contradicción. ¿Cómo podía rendirme, relajarme y vivir con tranquilidad si sabía que padecía una cardiopatía grave y podía morir en cualquier

momento? ¿Cómo podía relajarme ante una situación tan difícil? ¿Y de qué forma me ayudaría a hacerlo? Entonces sentí la presencia de mi padre. Falleció hace años, pero todavía lo siento en el corazón y el alma de vez en cuando. »Mi padre era una buena persona. Murió de cáncer, aunque estuvo a punto de hacerlo unos años antes debido al alcoholismo. Perdió empleos a causa de la bebida y le ocasionó graves problemas a mi madre. Necesitaba ayuda para salvar su vida, pero cuando alguien se está muriendo a causa de la bebida, con frecuencia sólo vemos que bebe y olvidamos que se muere. Además, nada podía cambiar hasta que admitiera que tenía un problema y se rindiera a un poder superior. Tenía que aceptar que era un alcohólico; si no, no podría dejar la bebida. »A1 final se unió a Alcohólicos Anónimos y eso cambió su vida. Fue a estudiar psicología a la UCLA y se dedicó a asesorar a los presos. Fue capaz de ayudarles mucho porque sabía lo que era necesitar ayuda, sobre todo para rendirse y aceptar. »Cuando murió, cientos de personas asistieron al funeral. Eran personas que le querían y a las que había podido ayudar no porque se hubiera dado por vencido, sino porque se había rendido. Yo estaba orgulloso de él. Después comprendí que la lección que él había aprendido también podía aplicármela a mí mismo. Tenía que relajarme a pesar del diagnóstico de cardiopatía. Tenía que rendirme a la realidad. Tenía que abandonar la negación y dejar de luchar contra lo invencible. Yo no podía elegir entre padecer la cardiopatía o no padecerla: mi enfermedad era un hecho incuestionable. Si me rendía, recuperaría la paz y la calidad de vida.» Muchos de nosotros nos esforzamos en exceso a diario porque creemos que el control siempre es algo bueno y nos parece peligroso dejar que el universo se encargue de todo. Pero debemos preguntarnos si ese control es realmente necesario para el funcionamiento del mundo. No nos tenemos que levantar temprano para recordar al universo que haga salir el sol, y cuando damos la espalda al mar el universo no se equivoca y hace que la marea vaya en la dirección contraria. No tenemos que recordar a nuestros hijos que crezcan año tras año ni organizar cursillos para explicar a las flores cómo tienen que florecer; tampoco tenemos que asegurarnos de que los planetas mantengan la distancia que los separa. El universo hace funcionar muy bien este planeta tan complejo, con todas sus flores, árboles, animales, viento, sol y todo lo demás. Es éste el poder al que tememos rendirnos. En ocasiones puede resultar complicado descubrirla parte buena o lo que debemos aprender de una situación difícil, y quizá nos preguntemos por qué tenemos que pasar por ella. Pero muchas veces el universo no tiene otra manera de sanarnos. Intentemos ver las circunstancias desde la perspectiva de cómo son realmente y no de cómo son «de malas». Nadie sabe con certeza por qué nos suceden cosas en la vida. El problema es que creemos que deberíamos saberlo. Pero vivir requiere humildad, porque la vida es un misterio. Todo nos será revelado a su debido tiempo. ¿Cómo podemos rendirnos? ¿Cómo podemos dejar de luchar? Del mismo modo que terminamos el juego del tira y afloja: simplemente, soltando la cuerda. Debemos soltar el control. Cuando por primera vez en nuestra vida empezamos a relajarnos, aprendemos a confiar en Dios y en el universo. Cuando nos dejamos ir, nos desprendemos de nuestras imágenes mentales acerca de cómo deberían desarrollarse las situaciones y aceptamos lo que nos brinda el universo. Aceptamos que, en realidad, no sabemos cómo deberían ser las cosas. Los moribundos lo aprenden cuando repasan su vida. comprenden que las situaciones «malas» a menudo los llevaron a estados mejores,

y que lo que ellos creían que era bueno, no era necesariamente lo mejor para ellos. Por ejemplo, los tratamientos experimentales pueden ser maravillosos y curar a las personas, pero también pueden causar más mal que bien. Muchos pacientes han luchado para recibir tratamientos experimentales porque estaban convencidos de que así salvarían su vida. Algunos acertaron, pero otros no. Lo cierto es que no siempre sabemos qué es lo mejor para nosotros. Por eso debemos renunciar a querer saber adonde nos conduce la vida; debemos dejar de lado la pretensión de que siempre sabemos lo que está bien y debemos desistir de intentar controlar lo incontrolable. Aquellos momentos en los que creíamos saber con certeza qué era lo mejor, éramos presa de una ilusión. Nunca lo hemos sabido ni lo sabremos. Para rendirnos sólo tenemos que levantarnos por la mañana y decir: «Hágase tu voluntad y no la mía.» Y también: «No sé lo que pasará hoy. Me he planificado el día: iré a trabajar, segaré el césped, etcétera. Pero me rindo ante el conocimiento de que mis planes son sólo un proyecto. Sé que surgirán cambios, oportunidades que no esperaba, sorpresas maravillosas o que quizá me asusten. Sé que se producirán situaciones que me abrirán nuevos caminos. Tengo la absoluta confianza de que todo esto me llevará en una dirección que guiará a mi ser y mi alma a su desarrollo más perfecto.»



DK. James, un hombre que había sido muy activo durante toda su vida, tenía ahora setenta y cuatro años y padecía la enfermedad de Parkinson. Él siempre había dado, pero nunca supo recibir.

Cuando se puso enfermo y los demás tuvieron que cuidarle, no vio ninguna razón para continuar viviendo. Su familia le explicó que para ellos era una gran alegría poder cuidarlo con amor. Por mucho que desearan que aquella trágica situación no se hubiera producido, sentían que era un honor poder corresponderle. Pero James sólo se veía como una víctima y consideró seriamente la posibilidad de suicidarse. Cuando hablamos de sus sentimientos, le dije: -Nadie puede impedir que se suicide si decide hacerlo, pero creo que lo que más le preocupa es la sensación de que ya no puede elegir. Sin embargo, ¿se ha parado a pensar que puede decidir suicidarse o no hacerlo? Y también puede decidir aceptar esta situación, lo cual constituiría una rendición positiva, no porque sea una situación fantástica, sino porque es positivo que elija rendirse en vistas a un propósito superior. Usted elige; no es una víctima. Sabía que James era un veterano de guerra y le pregunté qué había hecho allí. Me respondió con orgullo que había sido piloto. Acto seguido, le dije: -Comprendo que quiera continuar ejerciendo el control y que no desee rendirse, pero ¿mientras pilotaba no se enfrentó a situaciones en las que tuvo que ceder el control de una forma positiva? Él pensó durante un momento y respondió: -En efecto, tenía que cederlo a la torre. Sabía que los controladores aéreos tenían una visión más amplia de lo que sucedía, de modo que dejaba con tranquilidad la situación en sus manos. -Entonces quizá comprenda que en este caso también existe una visión más amplia de su vida y de la de sus seres queridos. Quizás esta lección no sea sólo para usted, sino

para todos, del mismo modo en que el controlador aéreo se preocupaba de todos los aviones que estaban volando y no sólo del suyo. Aquello sí tuvo sentido para él. Comprendió que rendirse era una elección y que no significaba darse por vencido. Existe una diferencia importante entre rendirse y darse por vencido. Darse por vencido es como si al diagnosticarnos una enfermedad terminal levantáramos las manos y exclamáramos: «¡No, hay esperanza! ¡Estoy acabado!» Rendirse es elegir el tratamiento que nos parece adecuado y, si no funciona, aceptar que nuestra vida en este planeta es limitada. Cuando nos damos por vencidos negamos la vida que tenemos. Cuando nos rendimos, la aceptamos tal como es. Ser una víctima de la enfermedad es darse por vencido, pero ser consciente de que siempre, en cualquier situación, se puede elegir, es rendirse. Dar la espalda a la situación es darse por vencido, y volcarse en ella es rendirse.

EKR.

Dios ha sido muy astuto, pues mi mente no se ha visto afectada por las apoplejías. Esto es impartir lecciones. No puedo utilizar mi pierna y mi brazo izquierdos, pero puedo hablar y pensar. Muchas personas pierden la sensibilidad de todo su lado izquierdo, incluida la capacidad de hablar. Pero éste no es mi caso: del cuello para arriba, estoy perfectamente bien. Sin embargo, el lado izquierdo de mi cuerpo está paralizado, y por eso digo que mi apoplejía es paradójica. No existe ninguna lesión cerebral, pero el lado izquierdo de mi cuerpo, el lado femenino, está inmovilizado. El lado femenino es el lado que recibe. Se considera que el color rosa es un color femenino, ¡y no es por casualidad que lo deteste! Sin embargo, en la actualidad intento aprender a apreciarlo. Debo aprender a recibir, a dar las gracias, y también a tener paciencia y a rendirme. A lo largo de mi vida no he parado de dar, pero no he sabido recibir. Ésta es mi lección de ahora: aprender a recibir amor y cariño, a ser nutrida en lugar de nutrir. Me he dado cuenta de que tenía un gran muro de piedra alrededor del corazón. Fue construido para evitar que me hirieran, pero también dejó al amor fuera. A muchas personas les cuesta rendirse de forma positiva incluso en las situaciones sin importancia. Probablemente todos conocemos a personas que, incluso en una conferencia, sienten que tienen que ponerse en pie y competir con el orador. Quizá digan: «Tengo que dejar las cosas claras. El conferenciante está equivocado.» Esas personas no saben, simplemente, escuchar y recibir. No se dan cuenta de que no es necesario que muestren siempre su desacuerdo ni tienen que corregir a todo el mundo. En lugar de esto, podrían dar al conferenciante la oportunidad de realizar su exposición y, quizá, cambiar un poco su forma de pensar. Si, después de escuchar la conferencia, deciden que no están de acuerdo o que no volverán a escuchar a ese conferenciante, su reacción estaría bien. Pero si muestran su desacuerdo desde el principio no se rinden a la oportunidad de recibir y aprender. Algunas personas creen que incluso escuchar lo que otros tienen que decir significa perder una batalla. Lo cierto es que escuchar, y escuchar con atención, constituye una rendición, breve y positiva, al punto de vista de otra persona, el cual podremos incorporar al nuestro, analizarlo o prescindir de él.



El mattre de un conocido restaurante cuenta que algunos clientes le dicen: «Quiero probar su famosa ensalada César, pero sólo con aceite y vinagre» o «Póngame el pollo especial, pero a la plancha, no al horno, y sin salsa». El maítre seguía: «Lo que aportamos a la comida es nuestra forma única de cocinarla y presentarla. Si alguien no la quiere así, se pierde aquello que nuestro cocinero hace tan bien. Puedo comprender que alguien que ya haya probado nuestros platos quiera tomarlos con menos salsa o deba hacerlo por cuestiones dietéticas, pero muchas veces los clientes no nos dan la oportunidad de hacerlo a nuestra manera.» Todos nos hemos vuelto muy controladores. Hemos olvidado lo que es ser estudiante y sentarse a los pies de los demás. No sabemos aceptar otras ideas y experiencias, ni siquiera durante unos breves momentos o en relación con las cosas pequeñas de la vida. Cuando nos resistimos a aceptar las situaciones que no podemos cambiar, nos agotamos y perdemos nuestro poder y tranquilidad de espíritu; sin embargo, los recuperamos cuando dejamos que las cosas sean como son, que es como decir: «Voy a ser feliz ahora en lugar de posponerlo.» Por otro lado, cuando rehusamos rendirnos es como si dijéramos: «No puedo ser feliz de ninguna manera hasta que las condiciones cambien.» Es posible que otras condiciones resultaran más agradables, pero también es posible que las circunstancias no cambien nunca, lo cual nos convertiría en víctimas de esa falta de cambio. Si afirmamos que sólo seremos felices en tales y tales circunstancias, nos limitamos. ¿Acaso la situación que imaginamos es, en verdad, la única buena? ¿Acaso no hay muchas otras circunstancias y situaciones, algunas de las cuales ni siquiera imaginamos, que nos pueden aportar serenidad? No estamos hablando de aceptar todo lo que sucede: si no nos gusta un programa de televisión, no tenemos que rendirnos a él, sino cambiar de canal; si no estamos satisfechos con nuestro trabajo, debemos buscar uno nuevo; si nuestro coche hace un ruido extraño, lo mejor es que lo llevemos a reparar; si somos infelices ante una situación concreta, debemos utilizar nuestro poder y rectificarla. Me refiero a circunstancias que, según hemos decidido, constituyen obstáculos insalvables para nuestra felicidad; a situaciones en las que sentimos que no podremos ser felices a menos que cambien, pero que no podemos cambiar. Si tuvimos una infancia desgraciada, no podemos volver atrás y convertirla en una feliz. Si alguien a quien amamos no nos corresponde, no podemos forzarlo. Y si padecemos un cáncer, en ese momento no estaremos sanos. En estas situaciones podremos sentirnos todo lo infelices que queramos, pero no podremos cambiar los hechos. La manera más rápida y poderosa de aprender la lección que nos ofrece una situación es rendirnos a la vida tal como es. No podemos cambiar una infancia desgraciada, pero podemos disfrutar de una vida feliz. No podemos hacer que alguien nos ame, pero podemos dejar de malgastar nuestro tiempo y nuestra energía en esa persona. No podemos dar unos pases con una varita mágica y conseguir que nuestro cáncer desaparezca, pero eso no significa que nuestra vida haya llegado a su fin.

DK.

Un hombre diabético llamado Bryan fue hospitalizado por una infección en la pierna derecha. Bryan tenía cincuenta años, era director de una empresa y se sentía

aterrorizado y rabioso porque los médicos le habían dicho que quizá tendrían que amputarle la pierna. Aquel hombre tenía primero que darse el permiso para sentir con intensidad lo que le estaba ocurriendo para, después, liberarse de aquellos sentimientos. Cuando lo hubo hecho, le pregunté si podía rendirse a la situación. Al principio Bryan no veía en qué le beneficiaría aquello, incluso se enfadó por haberlo expresado. Pero yo insistí: - La horrible posibilidad de perder la pierna te obsesiona, domina tus pensamientos y te llena de miedo y rabia. ¿Por qué no piensas en esta posibilidad durante un tiempo, la sientes y después te despreocupas? Si vas a perder la pierna, la perderás, pero recrearse en esta posibilidad, hacer ver que no piensas en ella o negarte incluso a hablar de esta cuestión no hará que suceda o no suceda. - De modo que si me reconcilio con la idea de perder la pierna si me rindo por completo, ¿no la perderé? Le recordé que el trabajo espiritual profundo es eso, trabajo espiritual profundo. No podemos negociar con él. No podemos pensar que si somos muy espirituales obtendremos lo que queremos. Si Bryan se rendía ante la idea de perder la pierna, era posible que, aun así, la perdiera. Pero esta posibilidad era como un demonio que lo poseía, tanto a él como a su felicidad y también a su capacidad de crecer a partir de aquella situación. La idea de perder la pierna le resultaba tan aterradora que ni siquiera podía pensar en ella. Cuando por fin fue capaz de vivir la situación con sus sentimientos y preguntarse qué pasaría si se la amputaran, Bryan se dio cuenta de que podría superarlo. Tendría una pierna ortopédica y la vida continuaría. Cuando hubo pasado al otro lado de la rendición, encontró paz. Se relajó respecto a la situación, lo que permitió que su cuerpo sanara y evolucionara en la dirección que tenía que hacerlo. Por fortuna, su pierna respondió bien al tratamiento y no tuvieron que amputársela. Sin embargo, al mirar atrás, Bryan dice que lo más asombroso de aquella experiencia es que cuando por fin se rindió a la peor posibilidad, encontró la paz. Muchas veces insistimos en que no podremos ser felices hasta más adelante, cuando las cosas hayan cambiado, pero si podemos ser felices mañana también lo podemos ser hoy. Si el amor puede existir mañana, también puede existir hoy. Podemos sanar aunque nada cambie. Cuando nos rendimos a la vida tal como es, las situaciones se transforman de una forma milagrosa. Es en este estado de rendición cuando podemos recibir. Cuando dejamos que las cosas sean como son, el universo nos brinda los medios para cumplir nuestro destino. ¿Qué momento es el adecuado para rendirnos? ¿En qué situaciones? Cualquier día, cualquier momento y cualquier situación constituyen una oportunidad para rendirnos. Cuando nacemos, y también cuando morimos, nos rendimos a una fuerza superior a nosotros. Pero entre esos dos momentos nos perdemos porque nos olvidamos de rendirnos. Si una situación debe cambiar y tenemos el poder de hacerlo, hagámoslo. Pero también debemos aprender a identificar las situaciones que no podemos cambiar. Son aquellas ocasiones en que sentimos que nadamos contracorriente, que nos debatimos y que tenemos miedo, y es cuando debemos poner en práctica la aceptación y la rendición. Si no lo hacemos, la lucha acabará con nosotros.



Si no nos sentimos en paz, ha llegado el momento de rendirnos. Si la vida no fluye, ha llegado el momento de rendirnos. Si nos sentimos responsables de todo, ha llegado el momento de rendirnos. Si queremos cambiar lo que no podemos, ha llegado el momento de rendirnos. Sin embargo, cuando optamos por el cambio debemos reflexionar acerca de qué cosas necesitamos cambiar exactamente y por qué. Por ejemplo, Steve era contable y se sentía desgraciado porque, en realidad, deseaba trabajar en el mundo del teatro. Luchaba consigo mismo de forma constante porque se resistía a cambiar la seguridad de su profesión por la inestabilidad de la vida teatral. Cuando, por fin, aceptó que continuaría como contable, alguien le dijo que una compañía de teatro buscaba un director financiero. Steve consiguió el empleo, y en la actualidad es uno de los directores financieros de espectáculos de Broadway más importantes y de más éxito. Si dejamos de luchar de forma continua para que las cosas sean como queremos y, simplemente, dejamos que sucedan, nos regalaremos un maravilloso presente. Si repasamos nuestra vida comprobaremos que algunos de los mejores momentos y oportunidades que hemos tenido no fueron el resultado de nuestro esfuerzo por conseguir que las cosas salieran a nuestra manera. Más bien fueron afortunadas coincidencias, ocurrieron porque estábamos en el lugar oportuno en el momento adecuado. Así es como funcionan la rendición y la vida: con sutileza. Muchas personas que quieren cambiar de profesión recuerdan el dicho de «zapatero a tus zapatos» y llegan a la conclusión de que pueden aportar un estilo propio, una creatividad y un valor increíbles a su forma de trabajar actual en lugar de buscar algo distinto. Hay ocasiones en que la necesidad de cambio es evidente, pero en otras no. Cuando no sepamos si ha llegado el momento de cambiar o de rendirnos, puede ayudarnos la oración de la serenidad:

«Dios, concédeme la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar, el coraje de cambiar las que sí puedo cambiar y la sabiduría para distinguirlas.»

A veces aprendemos la lección de la rendición en lugares y de formas insospechadas. «Cuando tenía veintisiete años, trabajaba en Japón», contaba Jeff. «Era un lugar apasionante, la vanguardia del mundo de los negocios. En mitad de un gran proyecto, empecé a perder el apetito y, después, a sentirme muy cansado. En un principio creí que era debido a un exceso de trabajo, pero al final me hospitalizaron y me diagnosticaron una neumonía. Aquello me pareció malo... hasta que me dijeron que aquel tipo de neumonía lo provocaba el VIH. Los médicos estabilizaron mi estado físico para que pudiera volver a Estados Unidos. »Cuando regresé sólo traje en mi mochila verde unas cuantas cosas; dejé en Japón el resto de mis pertenencias. También dejé allí toda mi vida anterior, pues había estudiado durante años la economía y los negocios japoneses y siempre había querido vivir en aquel país. Cuando me recuperé de la neumonía me sentí como si me hubieran arrebatado todos mis sueños. Era como oír: ”Lo siento, pero no podrá tener lo que quiere nunca más.” Y así era: ya no podía tenerlo. Habría resultado demasiado difícil

vivir en un país extranjero, lejos del lugar donde recibía el tratamiento y el seguimiento que necesitaba. Ya es bastante duro batallar con el sistema sanitario de mi país. »Al principio me sentí enojado y frustrado, pero descubrí que todavía podía elegir. Podía intentar vivir mi antiguo sueño, que ahora era imposible, o rendirme a mi nueva vida. Continuar con mi vida anterior podía suponerme un estrés enorme, así que tenía que rendirme. Me habían ofrecido una vida nueva. »Cuando dejé de luchar contra la realidad, surgieron nuevas ideas y sueños. Los abogados con los que había trabajado siempre me habían impresionado y me di cuenta de que yo también podía serlo. La carrera de Derecho duraba tres años, pero gracias a los cuidados médicos yo tenía un futuro. Cuando me rendí descubrí aspectos de mí mismo que no conocía: mi valor, mi adaptabilidad. Ahora disfruto de una vida maravillosa y siento que todo es perfecto. Me gusta estar otra vez en Estados Unidos y todo funciona de un modo estupendo. Me he establecido aquí de un modo que no esperaba. Muchas posibilidades nuevas y maravillosas surgieron cuando me rendí a este nuevo futuro.» Jeff podría haberse sentido furioso y víctima de la situación durante los veinte años siguientes, pero eligió no hacerlo y rendirse a lo que la vida le ofrecía. Incluso él estaba asombrado por su falta de resentimiento. «Pensaba que me sentiría amargado -dijo-, pero recibí un fantástico regalo. Comprendí que soy capaz de ver las cosas de un modo distinto y de desprenderme de mis ideas preconcebidas. Todos los tópicos se han cumplido: la vida es muy corta y no sabemos cuál será nuestro último día. Encontrar lo bueno en lo malo es una de las lecciones más gratificantes que he aprendido.»

13.

LA LECCIÓN DEL PERDÓN.

Durante la década de los cuarenta y antes de obtener su independencia de la Gran Bretaña, la India estaba inmersa en varias guerras religiosas internas. Un hindú cuyo hijo había muerto a manos de un musulmán en una de aquellas contiendas, visitó al Mahatma Gandhi y le preguntó: «¿Cómo podría perdonar a los musulmanes? ¿Cómo podría encontrar la paz cuando mi corazón está lleno de odio por aquellos que han matado a mi único hijo?» Gandhi le sugirió que adoptara a un huérfano enemigo y lo criara como si fuera hijo suyo. Necesitamos perdonar para poder vivir una vida plena. El perdón es el medio del que disponemos para sanar nuestras heridas, para volver a relacionarnos con los demás y con nosotros mismos. Todos hemos sido heridos, y aunque no merecíamos ese dolor, de todos modos nos hicieron daño. Y es casi seguro que también nosotros hemos herido a otros. El problema no consiste en que nos hayan herido, sino en no poder o no querer olvidar. Ésas son las heridas que continúan doliendo. A lo largo de la vida vamos acumulando estas heridas, y carecemos de las directrices o la formación para deshacernos de ellas. Aquí es donde el perdón entra en juego. Podemos vivir practicando el perdón o sin practicarlo. De forma irónica, el perdón puede ser un acto egoísta, puesto que incide más en la persona herida que en quien la hirió. Los moribundos encuentran la paz de la que carecieron en vida porque morir es liberarse y perdonar también lo es. Cuando no perdonamos los aferramos a viejas heridas y prejuicios; mantenemos vivas las épocas infelices del pasado y alimentamos nuestros resentimientos. Cuando no perdonamos nos convertimos en esclavos de nosotros mismos. El perdón nos ofrece muchas cosas, incluso la sensación de plenitud que creíamos arrebatada para siempre por el ofensor. El perdón nos ofrece la libertad de volver a ser quienes somos. Todos, nosotros y nuestras relaciones, merecemos la oportunidad de un nuevo comienzo. Esta oportunidad es la magia del perdón. Cuando perdonamos a los demás o a nosotros mismos, recuperamos la armonía. Del mismo modo que un hueso soldado es más fuerte que ese mismo hueso antes de romperse, nuestras relaciones y nuestra vida serán más fuertes cuando el perdón haya sanado nuestras heridas. Los moribundos son grandes maestros del auténtico perdón. Ellos no piensan: «Yo tenía razón y sé que tú estabas equivocado, pero en mi grandeza, te perdono.» Por el contrario, piensan: «Has cometido errores y yo también. ¿Quién no? Pero ya no quiero medirte por tus errores del mismo modo que no quiero que me midan a mí por los míos.» Existen muchos obstáculos para perdonar. El principal es pensar que si perdonamos aprobamos el comportamiento que nos hirió. Pero perdonar no consiste en estar de acuerdo con que nos hirieran, sino en liberarnos del dolor que sentimos por nuestro propio bien, y porque nos damos cuenta de que si nos aferramos al rencor seremos nosotros quienes nos sentiremos desgraciados. Las personas que se resisten a perdonar deben recordar que sólo se castigan a ellas mismas. Perdonar no significa permitir que nos pisoteen. Perdonar es un sentimiento de caridad en el mejor sentido de la palabra. Cuando perdonamos, reconocemos que la otra persona no estaba en su mejor momento cuando nos hirió, y que es mucho más que sus errores.

Los demás también son humanos, cometen errores y han sido heridos, como nosotros. Después de todo, el perdón se produce en nuestro interior. Perdonamos para sanarnos a nosotros mismos. El comportamiento de los demás no es más que eso, una manera de comportarse, pero nosotros no perdonamos su comportamiento, sino a la persona. El deseo de venganza es otro obstáculo para el perdón. Cuando nos desquitamos, sólo obtenemos un sentimiento temporal de alivio o satisfacción, si es que obtenemos algo. Acto seguido, nos sentimos culpables por habernos rebajado al tipo de comportamiento que, al principio, pensábamos que era incorrecto. Cuando nos desquitamos queremos que quienquiera que nos haya herido sepa lo mucho que nos ha dolido su actuación, de modo que arremetemos contra él..., y entonces nos duele más. No hay nada malo en expresar nuestro dolor, pero si nos aferramos a él se convierte en un castigo que nos imponemos a nosotros mismos. Perdonar puede ser difícil. En ocasiones resulta más fácil obviar la situación. Muchas veces sentimos la necesidad imperiosa de perdonar pero lo aplazamos, y con nuestra pasividad permitimos que, gota a gota, la infelicidad se vaya colando en nuestra vida. A veces no somos conscientes de que no queremos vivir así y de que no disponemos de toda la eternidad para aclarar las cosas hasta que nuestra vida está a punto de terminarse. La falta de perdón nos mantiene estancados. Esta situación nos resulta tan familiar, y hasta podemos sentirnos tan cómodos en ella, que perdonar nos parece aventurarnos en lo desconocido. A menudo resulta más fácil culpar al otro que reanudar la relación. Además, si nos fijamos en los errores de la otra persona no tenemos que observarnos a nosotros mismos y nuestros defectos. Cuando perdonamos recuperamos nuestro poder para vivir y desarrollarnos más allá del incidente que nos . ofendió .Vivir en el dolor nos hace víctimas perpetuas, mientras que, si perdonamos, trascendemos el dolor. No tenemos por qué sentirnos heridos por algo o alguien de forma permanente. Y en este conocimiento reside un gran poder. Explicar cómo podemos perdonar en cuatro fáciles lecciones es como explicar de qué forma podemos salvar el mundo, o sea, igual de difícil. A veces, perdonar es como si nos arrancaran las entrañas, por eso parece tan duro como salvar al mundo. Por cierto, mediante el perdón es como salvamos al mundo. Cuando éramos pequeños y nos herían o heríamos a alguien, normalmente alguien pedía perdón. Sin embargo, ahora que somos adultos las disculpas no se oyen con tanta frecuencia, y aunque las oigamos, decidimos a veces que no son suficientes. Si un niño hace algo mal, percibimos su miedo, confusión y falta de conocimiento. En él vemos a un ser humano. Pero cuando es un adulto el que nos hiere, tendemos a ver sólo lo que nos ha hecho. Ese adulto se convierte, para nosotros, en una personalidad unidimensional caracterizada, sólo por el dolor que nos ha causado. El primer paso para perdonar es ver otra vez en esa persona a un ser humano. Los demás cometen errores, y a veces son débiles, insensibles, imperfectos; están confusos y dolidos; se sienten solos, emocionalmente inmaduros y frágiles, y tienen necesidades. En otras palabras, son como nosotros, almas que realizan un viaje lleno de altibajos. Una vez que reconocemos que son humanos, podemos empezar a perdonarlos haciéndonos conscientes de nuestro enfado. Debemos deshacernos de esa energía estancada golpeando y chillando a una almohada, diciéndole a un amigo lo enfadados que estamos, gritando o haciendo cualquier otra cosa que nos ayude a sacarlo fuera. En

muchas ocasiones, después de esta reacción sentiremos la tristeza, el dolor, el odio y el sufrimiento que había detrás del enfado. Cuando esto ocurra, debemos permitirnos experimentar esos sentimientos para, acto seguido, desprendernos de ellos, que es la parte más dura. El perdón no tiene que ver con las personas que nos han herido; no tenemos que preocuparnos por ellas. Hicieran lo que hicieran, lo más probable es que estuviera más relacionado con ellas, con su mundo y sus problemas, que con nosotros. Cuando soltemos ese gancho que nos unía a ellos, nos sentiremos libres. Todo el mundo tiene cuestiones que resolver y ninguna de esas cuestiones es asunto nuestro. Lo que sí es asunto nuestro es nuestra paz espiritual y nuestra felicidad.

DK.

A veces nos parece imposible perdonar porque el acto cometido es demasiado ofensivo. En este caso, Elisabeth Mann puede darnos una buena lección sobre la tolerancia, el amor, la rabia y el perdón. Elisabeth tiene muchas razones para sentir rabia. Cuando era una adolescente los nazis la apresaron junto a su familia y los enviaron a Auschwitz, un campo de concentración en el que la esperanza de vida era escasa. Al poco de llegar, Elisabeth preguntó a un guardia dónde estaba el resto de su familia. Él señaló el humo que salía de una chimenea enorme y le dijo: «Ahí es donde están.» Cuando los soldados aliados liberaron el campo, trasladaron a Elisabeth a Dinamarca, donde tenía que tomar un tren con destino a Suecia. Había otros supervivientes con ella, pero su familia había muerto. «Me dieron una taza de café que me supo a gloria; no he vuelto a probar nada igual cuenta Elisabeth. Una enfermera acompañó hasta allí a dos mujeres y un hombre y nos dijo que también eran supervivientes de un campo de concentración-.Yo sospeché de inmediato que no lo eran porque llevaban maletas. Ningún superviviente de un campo de concentración tenía equipaje; ni siquiera una muda. Aquellas dos mujeres y el hombre nos preguntaron en qué campo habíamos estado y cómo habíamos llegado allí, y mis compañeros les relataron su historia. »A la mañana siguiente llegó el tren que nos trasladaría a Suecia. A mí me acomodaron en un compartimento con las dos mujeres que habían hecho preguntas y otras tres. No había mucho espacio en el vagón, sobre todo a causa de las maletas de las dos mujeres. Ellas se sentaron en el suelo, las otras tres en los asientos y yo me encaramé al estante donde normalmente se coloca el equipaje. Aquella noche, cuando todo el mundo parecía estar durmiendo, oí un ruido. Miré hacia abajo y vi que las dos mujeres habían abierto una de las maletas. En el interior había fotografías de personas con el uniforme de las SS. Las mujeres rompían las fotografías y las echaban por la ventanilla. Debo decir que nadie que hubiera estado en un campo de concentración tendría o querría tener fotografías de los guardias. »En una de las paradas, unos funcionarios subieron al tren y nos fueron interrogando. Cuando preguntaron a las dos mujeres dónde habían estado, en qué campo, etcétera, ellas repitieron las historias que habían oído de mis compañeros la noche anterior. Yo podría haber dicho algo al respecto, pero me sentía tan feliz de que la guerra hubiera terminado... Estaba convencida de que todos habíamos aprendido de aquella

experiencia. Pensé que no era responsabilidad mía castigar a aquellas personas. Si Dios quería castigarlas, lo haría. Llegamos a Suecia y no volví a verlas nunca más.

»Si guardé silencio no fue porque perdonara a aquellas personas lo que habían hecho, sino porque pensé que estaba en las manos de Dios y no en las mías perdonar o no. No me correspondía a mí decidir sobre el destino de los demás. Después de todas las muertes que habían ocurrido, mi hermano pequeño, mis padres, ¿cómo podría decir que lo que había pasado no tenía importancia? »Sin embargo, para mí fue importante no albergar en el corazón el deseo de venganza. Recuerdo que, en el campo, cuando nos llevaban a limpiar las calles por la mañana pasábamos por delante de una panadería. Teníamos siempre tanta hambre que el olor del pan recién horneado nos trastornaba. Siempre decíamos que cuando fuéramos libres correríamos a la panadería y nos comeríamos todo el pan, pero nunca pensamos en matar al panadero.»

La mayoría de las cosas que nos ocurren en la vida no son tan terribles como lo que sucedió durante el Holocausto. Aun así, sentimos que hay cosas que no deberíamos perdonar. Cuando eso ocurra, podemos hacer lo mismo que Elisabeth Mann: ponerlo en manos de Dios. Aunque era joven y terriblemente vulnerable y estaba sola, Elisabeth supo ver que era Dios quien debía juzgar..., si ésa era Su voluntad. En otros casos, queremos perdonar de corazón pero no nos decidimos a hacerlo. Entonces es bueno pedir ayuda: «Dios, querría perdonar pero no puedo. Ayúdame, por favor.»

EKR.

Quizá deseemos practicar el perdón en todas las situaciones, pero lo cierto es que resulta una tarea agotadora. Y, puesto que somos seres humanos, puede que nos resulte imposible perdonar por completo a todo el mundo y por todas las cosas. Soy consciente de que tengo dificultades para perdonar algunas cosas en mi vida, y si cuando muera no lo he perdonado absolutamente todo, no pasará nada, porque no quiero morir siendo una santa. Cuando estaba muy enferma y dependía de los demás, unas enfermeras venían a mi casa a cuidarme. Me di cuenta de que sacaban una cantidad enorme de basura, grandes bolsas de plástico, todos los días. En aquella época yo no podía levantarme de la cama, y pensé que no podía producir tantos desperdicios. Les pregunté sobre aquella cuestión y me dijeron que era sólo basura. Cuando, más adelante, pude moverme un poco más, me di cuenta de que me habían estado robando. No sólo se habían llevado objetos de valor, sino también recuerdos que había salvado del incendio de mi casa anterior. Entre los objetos desaparecidos había cuadros, diplomas y otros títulos. Tengo un corazón fuerte y esto evitó que sufriera un infarto. Sé que debería perdonar, pero no quiero. Todavía no. Ni siquiera lo estoy intentando. Resulta obvio que aún no estoy preparada. Aunque resulte irónico, la persona a quien debemos perdonar con más frecuencia es a nosotros mismos. Tenemos que perdonarnos por lo que hemos hecho y por lo que no hemos hecho. Siempre que creamos que hemos cometido un error tenemos que

perdonarnos, y si creemos que no hemos aprendido una lección, tenemos que perdonarnos por no haberlo hecho. Las cosas que tenemos que perdonarnos no siempre tienen sentido y quizá ni siquiera sean verdaderas equivocaciones. Con frecuencia, sobre todo cuando somos jóvenes, nos sentimos responsables de las cosas que suceden a nuestro alrededor; por lo general, más de lo que deberíamos.

DK.

Elisabeth Mann todavía tiene que perdonarse a diario por una de esas situaciones trágicas en las que nos planteamos «¿Y si...?» y en la que se vio inmersa cuando era muy joven. Cuando ella y su familia llegaron a Auschwitz, los colocaron frente a unos soldados armados que preguntaron a Elisabeth qué edad tenía su hermano. Ella les respondió que tenía trece años y les contó con orgullo que, según la tradición judía, ya era un hombre. Cuando se enteró de que a los hombres los enviaban de inmediato a la cámara de gas y a los niños les perdonaban la vida, temió que su comentario hubiera nevado a su hermano a la muerte.

«Ojalá se me hubiera ocurrido decir que era más joven -confiesa Elisabeth-. Si no hubiera dicho su verdadera edad, quizás aún estaría vivo. Si me hubiera callado, quizás habría sobrevivido. Muchas veces siento que lo envié a la muerte.» Incluso en la actualidad Elisabeth echa de menos a su hermano pequeño y se pregunta «¿Y si...?». Pero debe continuar buscando el perdón en su corazón debido a su equivocado sentido de la responsabilidad. La mayoría de nosotros no tenemos que enfrentarnos a cuestiones tan graves como la de Elisabeth Mann, pero a menudo nos juzgamos y nos consideramos poco adecuados y malas personas. La clave para perdonarnos a nosotros mismos consiste en darnos cuenta de que habríamos actuado de una forma distinta si lo hubiéramos sabido hacer mejor. Nadie piensa: «Vaya, éste sería un buen error para cometer» o «Haré esto porque así me sentiré realmente mal por haber herido a esa persona». Cuando hacemos las cosas creemos que actuamos de la manera correcta, de modo que tenemos que perdonarnos por no saberlo todo. Incluso si hemos herido a alguien a propósito, seguramente ha sido porque también nosotros nos sentíamos heridos. Si pudiéramos haber elegido una alternativa mejor, es probable que lo hubiéramos hecho. Estamos en esta vida para cometer errores, herirnos los unos a los otros de forma accidental y, de vez en cuando, perder nuestro camino. Si fuéramos perfectos, no estaríamos aquí. Y la única forma de aprender a perdonarnos es cometer algunos errores. Hacemos lo que hacemos porque somos humanos. Y si hemos hecho algo tan terrible que nos resulta imposible perdonarnos, siempre podemos entregarlo a Dios. Podemos decir: «Dios, no puedo perdonarme a mí mismo todavía. ¿Puedes perdonarme y ayudarme a encontrar el perdón en mi interior?» Debemos recordar que el perdón no es una tarea que se realiza una vez en la vida sino algo continuo. El perdón es nuestro plan de mantenimiento espiritual; nos ayuda a

sentirnos en paz y a estar en contacto con el amor. Nuestra única tarea es volver a abrir nuestros corazones.

14.

LA LECCIÓN DE LA FELICIDAD.

EKR.

A Terry, un hombre de cuarenta y cinco años, le diagnosticaron una enfermedad terminal. Pasó los últimos días de su vida en un centro para enfermos desahuciados. Cuando lo conocí me dijo que se sentía bastante bien. Su temperamento animado me intrigó y le pregunté por su enfermedad. Él no se negaba a aceptarla y su respuesta fue clara y realista. Acto seguido le pregunté: -¿Cómo vive con la certidumbre de que va a morir? Todos sabemos, de una forma intelectual, que moriremos algún día, pero usted vive con el conocimiento real de que morirá pronto. -Vivo muy bien con este conocimiento -dijo Terry-. De hecho, ahora soy más feliz de lo que nunca imaginé. Aunque parezca extraño, la mayor parte de la vida me he sentido infeliz. Aceptaba que aquello que tenía era lo mejor que podía conseguir. Pero ahora que el tiempo del que dispongo es limitado, he reflexionado sobre qué es la vida en realidad y he decidido que si estoy vivo quiero estar realmente vivo, y si estoy muerto quiero estar realmente muerto. También he pensado mucho sobre lo que quiero hacer antes de morir, y gracias a todo esto me he dado cuenta de que soy más feliz que antes. Algo cambia acerca del significado de la vida cuando de verdad nos damos cuenta de que no durará para siempre. Lo contrario también es cierto: no es infrecuente oír decir a las personas que se han curado que eran más felices cuando creían que sus días estaban contados. Cuando, como Terry, comprendemos de verdad que el tiempo que nos queda es limitado y que tenemos que conseguir que sea significativo, nos volcamos mucho más en ser felices.

La mayoría de nosotros piensa en la felicidad como en una reacción a un suceso, pero de hecho se trata de un estado de ánimo que tiene poco que ver con lo que ocurre a nuestro alrededor. Muchas personas han creído que serían felices de verdad cuando consiguieran o hicieran algo, pero cuando el gran acontecimiento ocurre, se sienten infelices. Una y otra vez comprobamos que la felicidad duradera no se encuentra en el hecho de ganar la lotería, tener un cuerpo hermoso o quitarnos las arrugas. Todas estas cosas proporcionan alegría; pero el entusiasmo pasa pronto y entonces nos sentimos tan felices o infelices como lo éramos antes. La parte positiva es que disponemos de todo lo que necesitamos para sentirnos felices. La negativa es que con frecuencia no sabemos utilizarlo. Nuestra mente, nuestro corazón y nuestra alma han sido programados para que seamos felices; todas las conexiones están hechas. Todo el mundo puede encontrar la felicidad y lo único que tenemos que hacer es buscarla en el lugar correcto. Aunque la felicidad es nuestro estado natural, hemos sido educados para sentirnos más cómodos con la infelicidad. Aunque resulte extraño, no estamos acostumbrados a la felicidad. Muchas veces no sólo nos parece poco natural, sino inmerecida. Ésta es la razón de que, a menudo, pensemos lo peor de los demás o de las situaciones. Debemos esforzarnos en sentirnos bien respecto a ser felices y comprometernos a encontrar la felicidad.

Parte de nuestra tarea consiste en aceptar la creencia de que encontrar la felicidad es, en primera instancia, el propósito de la vida. Muchas personas rechazan esta idea y la consideran egoísta y desconsiderada. Pero ¿cuál es la causa de este rechazo? Cuando somos felices nos sentimos culpables y nos preguntamos por qué hemos de buscar la felicidad cuando hay tantas personas que son menos afortunadas que nosotros. O, como lo dijo alguien de un modo terminante: «¿Por qué habríamos de ser felices?» La respuesta es que somos los hijos amados de Dios, y que fuimos creados para disfrutar de todas las maravillas que nos rodean. Recordemos que cuando somos felices podemos dar más a los demás, a los que sufren. Cuando tenemos lo suficiente y estamos satisfechos, no actuamos desde la necesidad o porque nos falta algo. Sentimos que tenemos suficiente y de sobra para dar a los demás, que podemos compartir algo más de nuestro tiempo, dinero y felicidad. En realidad, las personas felices son las menos egocéntricas. Suelen compartir su tiempo de forma voluntaria y hacen servicios. Con frecuencia son más amables y cariñosas que las personas desdichadas, y perdonan y se preocupan más por los demás que aquéllas. La infelicidad conduce a un comportamiento egoísta, mientras que la felicidad aumenta nuestra capacidad de dar. La verdadera felicidad no es el resultado de un suceso ni depende de las circunstancias. Nosotros, y no lo que ocurre a nuestro alrededor, determinamos nuestra felicidad.

Una mujer llamada Audrey se dio cuenta de esto cuando organizó un acto en favor de los enfermos de esclerosis lateral amiotrófica o enfermedad de Lou Gehrig. Audrey organizaba el acto para recaudar fondos, y ella misma padecía la enfermedad. Era la segunda vez que preparaba aquel evento. Cuando lo hizo por primera vez, diez años atrás, le acababan de diagnosticar la enfermedad. Entonces tenía muchos años de vida por delante, pero en esta ocasión la esclerosis había progresado drásticamente y Audrey sabía que sería la última vez que podría asumir semejante tarea. «Quería hacerlo una vez más -dijo Audrey-. Había aprendido tanto en esos diez años... Cuando organicé el primer acto me sentí utilizada. No me gustó la idea de ser la imagen de la enfermedad. Antes era más ingenua, pero ahora había madurado y era más sabia. La primera vez surgieron discusiones, egocentrismos y mucha estupidez, pero ahora lo haría mejor. Tenía ganas de hacerlo. Sin embargo, pocas semanas después de empezar a planificarlo todo, las situaciones empezaron a repetirse. Yo no lograba entenderlo y lloré mucho. ¡No conseguía hacerlo mejor que diez años antes! »Empecé a censurarme a mí misma. ¡Estaba tan convencida de que había madurado y cambiado! Entonces caí en la cuenta: yo había cambiado, pero las circunstancias no. ¿Por qué había pensado que no aparecerían problemas? Esa actitud era poco realista. Los problemas no habían desaparecido, pero ahora podía manejarlos de una forma diferente. Ese era el reto, y gracias a ese conocimiento todo se desarrolló deun modo distinto. Cuando dejé de intentar cambiar las circunstancias, todo funcionó mejor, yo me sentí más feliz y el acto constituyó un verdadero éxito.» La felicidad no depende de lo que sucede, sino de cómo lo vivimos. Nuestra felicidad está determinada por la forma en que percibimos, interpretamos e integramos los acontecimientos en nuestro estado de ánimo. Y el modo en que percibimos los acontecimientos está determinado por nuestra predisposición. Debemos utilizar la ecuanimidad para aprender nuestras lecciones y recordar la verdad sobre los demás y

nosotros mismos. Debemos preguntarnos si tendemos a ver lo mejor o lo peor en las situaciones y en los demás. Las cosas con las que nos comprometemos y a las que prestamos atención, crecen. Por lo tanto, lo mejor o lo peor crece en el seno de nuestras interpretaciones y de nosotros mismos. Si contemplamos el pasado desde una perspectiva negativa, como si careciera de propósito o significado, plantamos semillas que se convertirán en futuros similares a ese pasado. Por eso nos referimos al pasado como a nuestro bagaje, pues se trata de algo que resulta pesado de transportar. Sea cual sea el nombre que le demos, el pasado es esa parte de nosotros que nos lastra y enlentece nuestro progreso hacia la felicidad. La felicidad es nuestro estado natural, pero hemos olvidado cómo ser felices porque nos hemos perdido en nuestra impresión de cómo deberían ser las cosas. Pensemos en el consejo que todos, algún día, hemos recibido: «Simplemente, intenta ser feliz.» El intento se interpone en el camino del sentimiento. Conseguimos ser felices de una forma progresiva y no mediante ciertas técnicas o por asistir a un acontecimiento feliz aislado. Alcanzamos la felicidad cuando experimentamos repetidos momentos felices, los cuales deberían ser cada vez más frecuentes. Un día seremos conscientes de que hemos vivido cinco minutos de felicidad y, antes de que nos demos cuenta, habremos experimentado una hora, después una noche y más adelante todo un día. Las comparaciones son, con toda probabilidad, el camino más corto a la infelicidad. Nunca podremos ser felices si nos comparamos con los demás. No importa quiénes seamos, lo que tengamos o lo que podamos hacer; en uno u otro aspecto, siempre seremos menos que alguien. La persona más rica del mundo no es la más atractiva, y la más atractiva no tiene los músculos más desarrollados; la persona con los músculos más desarrollados no tiene la mejor pareja, y quien tiene la mejor pareja no ha recibido el premio Nobel, etcétera, etcétera. Si establecemos comparaciones no nos costará mucho sentirnos completamente desgraciados. Ni siquiera necesitamos a los demás para realizar esas comparaciones autodestructivas; si nos comparamos con nuestro pasado o futuro, obtendremos los mismos resultados. La felicidad consiste en sentirnos orgullosos de nosotros mismos tal como somos ahora, sin compararnos con los demás ni con quienes éramos o creemos que seremos. La pregunta «¿Por qué yo?» surge cuando nos consideramos víctimas de las circunstancias. Este sentimiento nos mantiene anclados en la infelicidad porque nos lleva a interpretar que todos los sucesos malos constituyen una afrenta personal. Cuando pensamos que todo nos ocurre a nosotros aparece el sentimiento de víctima. Existen la pérdida y la restitución, el sol y la lluvia, pero no existen por una cuestión personal hacia nosotros. Incluso que alguien nos hiera no está muchas veces relacionado directamente con nosotros. Cuando entendemos esto dejamos de sentirnos víctimas. Debemos recordar que nuestras emociones y nuestra realidad están determinadas por nuestros pensamientos, y no lo contrario. No somos víctimas del mundo. Vivimos en el País del Cuando. Creemos que seremos felices cuando ciertas cosas sucedan: cuando empecemos un nuevo trabajo, cuando encontremos a la pareja adecuada, cuando nuestros hijos hayan crecido. Y nos sentimos muy decepcionados al descubrir que no nos hace felices obtener lo que esperábamos. Entonces elegimos una nueva serie de «cuandos»: cuando tengamos más antigüedad en el trabajo, cuando nazca nuestro primer bebé, cuando los hijos vayan a una buena universidad... Pero llegar a nuestros «cuandos» no nos proporciona una satisfacción duradera. Debemos elegir la

felicidad por encima del «cuando...». El «cuando...» es ahora. La felicidad es tan posible en las circunstancias actuales como en otras. Muchas veces no vemos una situación como es en realidad, sino bajo la luz del concepto de cómo debería ser. Cuando proyectamos nuestras expectativas en las circunstancias negamos la verdad y no percibimos más que ilusiones. Ver la verdad es saber que, suceda lo que suceda, el universo se mueve en la dirección correcta. Es decir, nosotros podemos desviarnos del camino, pero nuestro destino nunca lo hace. Los sucesos de nuestra vida serán buenos o malos, pero el mundo está programado para obtener unos resultados y guiarnos hacia nuestras lecciones. El mundo está diseñado para conducirnos hacia la alegría, no para alejarnos de ella, aunque a veces creamos que las cosas se mueven en la dirección equivocada. No existe ningún problema ni situación que Dios no pueda manejar. Y lo mismo podemos decir de nosotros. La vida hace que nos enfrentemos a toda clase de paradojas. Mike, un hombre de treinta y un años, solía visitar a su padre, Howard, de sesenta y nueve, que padecía un cáncer de colon. Los médicos no estaban seguros de qué le deparaba el futuro, porque la enfermedad no remitía. Las visitas de Mike eran breves y poco frecuentes. Aunque era un hombre cariñoso, Mike tenía muchas cuestiones pendientes con su padre y no le gustaba la mujer con la que se había casado hacía cinco años. Un día Mike pasó por la casa de su padre al salir del trabajo. Su padre no estaba, pero sí su tío Waiter, el hermano de su padre. - Entra y espérale -le dijo Walter-.Volverá pronto del médico. Mike se sentó en el salón, pero se sentía inquieto y no dejaba de mirar el reloj. Transcurrieron cinco, diez, veinte minutos. Al final, Mike telefoneó a un amigo y le dijo: - Esperaré diez minutos más, y si no ha llegado le dejaré una nota. Yo he cumplido mi parte, lo he visitado, pero no es culpa mía si no está. Su tío Walter, que estaba en la cocina, no pudo evitar oír la conversación. Se disculpó por haberla escuchado y le preguntó a su sobrino si deseaba oír un consejo aunque no se lo hubiera pedido. - Desde luego -respondió Mike-. ¿Por qué no? - Mi padre, tu abuelo, murió cuando yo tenía treinta y tantos años, más o menos tu edad. Ahora tengo setenta y siete; han transcurrido cuarenta desde su muerte. Lo cierto es que tu abuelo era de trato difícil. Cuando falleció experimenté sentimientos encontrados hacia él. Ahora, cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de una de las paradojas de la vida: la vida es larga, pero el tiempo es corto. Después de su muerte, y durante los treinta años siguientes, me fui dando cuenta del poco tiempo que había pasado con él y deseé haber tenido más. No había comprendido que mi vida era larga, pero que su tiempo no. »Sé cómo te sientes respecto a tu padre. Es mi hermano y sé que no es fácil llevarse bien con él, ni tampoco con tu madrastra. Quizá puedas resolver tus problemas con él quizá no, pero piensa que si crees que tenéis tiempo para resolverlos es porque vas a vivir mucho tiempo. Pero tu padre tiene cáncer y quizá nos deje pronto. Aquellas palabras hicieron reaccionar a Mike. Se dio cuenta de que podía seguir enfadado con su padre durante los cincuenta años siguientes, pero que no podría estar con él tanto tiempo. Decidió pasar más momentos con él, no necesariamente para solucionar sus diferencias, sino para aprovechar el tiempo del que disponían.

Creemos que seremos felices cuando solucionemos nuestros problemas o las malas épocas hayan pasado. Queremos vivir la vida de una forma equilibrada, pero lo que nosotros consideramos equilibrio no lo es en absoluto. De hecho, es un gran desequilibrio. No hay bien sin mal, ni luz sin oscuridad, ni día sin noche, ni amanecer sin anochecer, ni perfección sin imperfección...Todos vivimos en medio de estos opuestos, estas contradicciones, estas paradojas. Somos un cúmulo de contradicciones. Siempre intentamos ser algo más, y al mismo tiempo intentamos aceptarnos y amarnos como somos. Intentamos aceptar la realidad de la experiencia humana, y al mismo tiempo sabemos que somos seres espirituales. Sufrimos, pero podemos sobreponernos al sufrimiento. Experimentamos pérdidas, pero sentimos amor eterno. Damos por hecho que seguiremos viviendo, pero sabemos que no será para siempre. Vivimos en un mundo lleno de menos y más, de cosas grandes y pequeñas, de ciclos de escasez y de abundancia. Si reconocemos estos opuestos, seremos más felices. Nuestro papel en el universo está siempre en equilibrio, nos lo parezca o no. Parte de este equilibrio consiste en comprender que la vida no gira alrededor de nuestros grandes momentos: el ascenso, la boda, el retiro y la curación. La vida también transcurre entre esos momentos. Muchas de las cosas que tenemos necesidad de aprender residen en los pequeños momentos de la vida. La mayor parte del tiempo la dedico sólo a existir. Si mi vida va a consistir en esto, espero morir pronto. Como he dicho anteriormente, muchas veces me siento como un avión atascado en la pista de despegue. Preferiría regresar al hangar, o lo que es lo mismo: ponerme bien, o despegar de una vez. Si pudiera elegir, decidiría vivir, siempre y cuando pudiera volver a andar, trabajar en el jardín y ser capaz de hacer las cosas que me gustaba hacer. Si voy a seguir viva, quiero vivir.

En la actualidad no vivo, sólo existo. Pero incluso en la simple existencia hay pequeños momentos de felicidad. Soy feliz cuando mis hijos vienen a visitarme, y soy especialmente feliz cuando juego con mi nueva nieta, Sylvia. Anna, la mujer que me cuida, también me hace feliz porque me hace reír. Estos pequeños momentos hacen que la existencia sea soportable.

DK.

El descubrimiento de la vacuna contra la polio por Jonas Salk, en la década de los cincuenta, constituyó un acontecimiento histórico innegable. Le preguntaron si tenía la intención de patentar la vacuna, pues si lo hacía se convertiría en uno de los hombres más ricos de la tierra. Él respondió que no podía patentar la luz del sol porque no era suya y que tampoco lo era su descubrimiento. Muchas personas pensarían: «¡Qué gran sacrificio, qué gran momento! Esto es lo que uno espera conseguir en la vida. Si gozara de un momento como ése, si tuviera la oportunidad de ser tan noble y sabio, sentiría que tengo una vida real, una vida auténtica e importante, me sentiría poderoso y feliz.» Solemos esperar a los grandes momentos para vivir la vida de verdad». Sin embargo, durante una mesa redonda en la que participé junto al doctor Salk en los años ochenta, y en la que fuimos tomando decisiones de poca relevancia, pude comprobar el gran amor,

atención, importancia y poder que otorgaba a todas las circunstancias, por nimias que fueran. En los aspectos más insignificantes de la vida encontraba la mayor relevancia. En lo común, encontraba lo especial. Una de las mayores paradojas a las que nos enfrentamos en la vida es la de nuestra parte oscura. A menudo intentamos deshacernos de ella, pero la creencia de que podemos hacerla desaparecer es poco realista e inverosímil. Tenemos que encontrar el equilibrio entre nuestras fuerzas opuestas. Conseguirlo no es fácil, pero forma parte de la vida. Si consideramos que este equilibrio es tan natural como el hecho de que la noche sigue al día, nos sentiremos más satisfechos que si intentamos hacer ver que la noche nunca llegará. En la vida hay tormentas, pero a la tormenta siempre le sigue la calma. De la misma manera que no ha habido ningún día sin noche y ninguna tormenta ha durado una eternidad, nos movemos de un lado a otro en el péndulo de la vida. Experimentamos lo bueno y lo malo, el día y la noche, el yin y el yang. Y con frecuencia enseñamos exactamente lo que tenemos que aprender. Vivimos en estas paradojas, en los múltiples altibajos. Aunque es cierto que la felicidad no depende de las circunstancias externas, intentamos mantener el equilibrio entre esta verdad y la realidad del mundo en que vivimos: las cosas que suceden a nuestro alrededor nos afectan. Sería poco realista decirle a alguien que está viviendo una tragedia que no debería afectarle, porque lo hará. Por otro lado, cuando pasamos por nuestros peores momentos, a veces descubrimos lo mejor de nosotros. Lo cierto es que superamos las tragedias y seguimos adelante en busca de la felicidad. La luz del sol se abre paso en la oscuridad, y en la experiencia de la muerte a veces encontramos la vida. Para encontrar la felicidad, debemos aprender algunas cosas y desaprender otras. Debemos enseñar a nuestra mente a pensar de un modo radicalmente distinto a como el mundo nos ha enseñado. Debemos desaprender las formas de pensamiento negativas y practicar las positivas, pero no cuando nos sentimos felices mientras paseamos en plena naturaleza en un día radiante, sino en todo momento, sobre todo cuando las circunstancias no nos producen precisamente alegría.

La próxima vez que alguien nos moleste, practiquemos la felicidad. No se trata de evitar la experiencia, sino de escuchar lo que la otra persona dice, valorar si contiene información importante y hacer lo posible para que no interfiera en nuestro estado de ánimo. Debemos revisar nuestros patrones de conducta y preguntarnos qué comportamientos nos producen felicidad y cuáles nos llevan a la desesperación. Debemos realizar cambios, internos y externos. ¿Los celos nos proporcionan felicidad? ¿Gritar o avasallar a alguien nos produce una satisfacción duradera? Cuando somos agradecidos, ¿cómo nos sentimos? Cuando tenemos un gesto amable con alguien, ¿nos sentimos felices? Mientras conducimos, en lugar de insultar a los demás conductores debemos mirar a nuestro alrededor y pensar que todos estamos en el mismo barco. Debemos imaginarnos cómo se sienten los demás y practicar la amabilidad con ellos. Aquellos que quieran hacer el curso avanzado pueden practicar la amabilidad anónima llevando a cabo algún acto bondadoso o compasivo sin decírselo a nadie. Un día, durante un viaje a Egipto, me hallaba frente a un antiguo templo dedicado a la sanación. Cuando caí en la cuenta de que todavía faltaba una hora para que llegara mi amigo, me sentí molesto. No tenía adonde ir, de modo que me senté a la entrada del

templo y observé a las personas que acudían a visitarlo. Al principio simplemente contemplaba sus rostros mientras leían el rótulo que describía el templo y explicaba sus poderes de sanación. Me pregunté qué tipo de sanación vendrían a pedir aquellas personas. Entonces pensé: «¿Y si en lugar de sentirme desgraciado por esta hora perdida rezo por cada una de las personas que entra en el templo?» Así lo hice mientras intentaba al mismo tiempo adivinar lo que aquellas personas esperaban sanar. Recé por ellos para que recordaran su plenitud, su fortaleza, su belleza innata y su singularidad, su amor y su sabiduría. Recé para que sanaran de su pasado y para que encararan el futuro con esperanza y sin recelos. Me di cuenta de que deseaba esa sanación para mi vida. Lo siguiente que recuerdo fue la llegada de mi amigo. Aquella hora transcurrió con una rapidez mágica y me sorprendió la grandeza y la felicidad que había experimentado.

Todos encontramos la felicidad de formas distintas y a partir de lecciones diferentes, pero las respuestas de la vida son, en general, sencillas. Una mujer de unos ochenta y cinco años, Patricia, lo explicó de una manera muy clara. Se la veía satisfecha de su vida; de hecho, era la personificación de la felicidad. Un día, alguien le preguntó si se sentía tan feliz como parecía. Ella sonrió y respondió: «He disfrutado de una vida buena, y eso hace que me sienta feliz. Aprendí hace años a elegir las cosas que me hacen sentir bien y que son duraderas. Sé que suena muy simple, pero la vida es así. Se nos presentan muchas situaciones a lo largo de nuestra existencia. Cuando se producía una situación recordaba cómo me había sentido en ocasiones parecidas, si bien o mal. Aprendí a escoger sentirme bien. Si no había pasado nunca por esa situación, me imaginaba cómo me sentiría después de tomar una decisión al respecto. Muchas veces, cuando me sentía desgraciada, me daba cuenta de que estaba a punto de efectuar una elección que después me haría sentir peor. Al final aprendí a tomar las decisiones que me hacían sentir bien respecto a mi vida. Debemos elegir las alternativas que hacen que nos sintamos bien y orgullosos de quienes somos; las que hacen que los demás también se sientan bien y que, además, sean duraderas. En ese caso habremos elegido el amor, la vida y la felicidad. Es así de sencillo.»

LECCIÓN FINAL.

No hace mucho tiempo, hablábamos con una vieja amiga. Es una mujer atractiva y de éxito, tiene cuarenta y tres años y es médica. Fue una auténtica sorpresa que se quejara de no ser feliz. Nos contó que no le gustaba su trabajo, lo cual nos dejó muy asombrados. Sabíamos que era una buena médica y que daba clases de medicina en una universidad importante. Sin embargo, ella no se sentía satisfecha. -Pero tu profesión es fantástica -le comentamos-. ¿Acaso algo va mal? -No, sólo que no me siento feliz profesionalmente. Nos explicó que creía que no aportaba lo suficiente a la sociedad. -¿Acaso no acudes los viernes como voluntaria a la clínica gratuita? ¿Acaso no das clases y conferencias sin cobrar siempre que puedes? Además realizas donaciones a varias instituciones benéficas, ¿no es cierto? -le preguntamos.

-Así es -respondió ella-, pero no es suficiente. Cuando mencionó la posibilidad de hacerse una operación de cirugía plástica nos dejó de una pieza. -Un simple estiramiento de piel -nos explicó-, un implante en la barbilla y un poco de colágeno. No hay nada malo en la cirugía estética, pero frente a nosotros se hallaba una hermosa mujer que no necesitaba ayuda en aquel aspecto y que parecía envejecer con poco más que alguna arruga. Por último nos pidió nuestra opinión. Nos miramos mientras nos preguntábamos quién le habría metido aquellas tonterías en la cabeza a nuestra amiga. Aquella mujer estaba felizmente casada, era lista y hermosa, tenía salud y éxito y era muy respetada. Podía hacer lo que quisiera, y aun así sentía que no había llegado donde quería, pensaba que no era generosa y le parecía que su aspecto no era atractivo. Quizá necesitaba mejorar su interior y no su exterior. Si no podía reconocer el éxito del que disfrutaba, ¿cómo podría reconocer otras cosas? Si no podía valorar su belleza, ¿por qué habría de sentirse de una manera distinta después de la cirugía plástica? Si no se sentía satisfecha con todo el bien que hacía, cuando dedicara más tiempo y dinero a los demás ¿se sentiría de otro modo? Cambiar sus circunstancias externas no le serviría de nada. Tenía que darse cuenta de que ya era maravillosa y generosa en aquel momento. Al igual que esta mujer, la mayoría de nosotros disponemos en la actualidad de todo lo que necesitamos para que nuestra vida funcione. No todos somos tan atractivos y hemos alcanzado tantas metas como ella, pero constituye un buen ejemplo porque su caso resulta muy evidente. La mayoría de las personas tenemos todo lo que necesitamos para ser felices, pero no lo somos. No estamos satisfechos con nuestros logros, ya sean grandes o pequeños. No estamos contentos con nuestro aspecto, aunque lo cierto es que no somos tan poco agraciados como creemos. Lo que nos falta es una mayor experiencia interior. Se nos ha dado todo lo necesario para vivir una vida plena, significativa y feliz, pero no reconocemos los dones y la bondad que poseemos. En nuestro trabajo como terapeutas hemos comprobado que muchas personas no valoran o incluso niegan su bondad. Algunas de las personas más comprometidas, generosas y afectuosas que existen no son conscientes del efecto que producen en el mundo. Muchos presidentes de instituciones benéficas, religiosos y personas que trabajan sin descanso para evitar la intolerancia, no son en absoluto conscientes de su bondad. Es como si no pudieran ver la verdad de quienes son en realidad. A estas personas solemos contarles la siguiente historia:

«Había una vez un hombre de corazón puro que realizaba buenas acciones. También cometía errores, pero no tenía importancia, no sólo porque hacía muchas cosas maravillosas, sino porque aprendía de sus equivocaciones. Por desgracia, era tan consciente de sus buenas acciones que se convirtió en una persona engreída. »Dios sabía que no había ningún problema en que una persona bondadosa cometiera errores si seguía evolucionando, pero también sabía que el orgullo en ningún caso conducía a la felicidad. Por lo tanto, despojó a aquel hombre de la capacidad de reconocer sus buenas acciones y la reservó para el momento en que hubiera terminado su labor terrenal. Aquel hombre siguió actuando con bondad, y todas las personas que lo conocían se lo agradecían, pero él no era consciente de sus actos ni comprendía el bien

que hacía. Sin embargo, al final de su vida Dios le mostró todas las buenas acciones que había realizado.» Con frecuencia no reconocemos nuestra bondad hasta el final de nuestra vida. Debemos ser conscientes de que estamos aquí para reconocer nuestra bondad y recordarnos los unos a los otros nuestro valor y el milagro de nuestra existencia. Desde su comienzo hasta el final, la vida es una escuela, con pruebas individuales y retos que superar. Cuando hemos aprendido todo lo que podemos aprender y hemos enseñado todo lo que podemos enseñar, regresamos a casa… En ocasiones resulta difícil reconocer las lecciones. Por ejemplo, no es fácil comprender que un niño que ha fallecido a los dos años de edad ha venido a este mundo a enseñar a sus padres la compasión y el amor. Pero no sólo puede resultarnos difícil averiguar lo que tenemos que aprender, sino que también es posible que nunca sepamos qué lecciones hemos venido a enseñar. Sería imposible enseñarlas todas a la perfección, y sin lugar a dudas hay dragones a los que no tendremos que abatir en esta vida. A veces, no abatirlos es, precisamente, la lección. Resulta fácil decir: «Es triste que esta persona no haya aprendido la lección del perdón antes de morir.» Pero es probable que esa persona aprendiera lo que tenía que aprender. O quizá se le ofrecieron oportunidades para aprender y decidió no hacerlo. Incluso, ¿quién sabe?, quizás esa persona no tenía que aprender la lección del perdón y con su ejemplo ofreció a los demás la oportunidad de aprenderla. Todos aprendemos y enseñamos al mismo tiempo. Cuando las vidas de ciertas personas se ven sacudidas por vicisitudes interminables y están llenas de desgracias, quizá se pregunten por qué han de superar tantas pruebas y por qué Dios parece tan despiadado. Vivir experiencias difíciles es como ser un guijarro en un río: uno es zarandeado y recibe golpes, pero termina más pulido y es más valioso que antes. Después, estaremos mejor preparados para enfrentarnos a lecciones de mayor envergadura, retos más importantes y una vida más plena. Las pesadillas se convierten en bendiciones que forman parte de la vida. Si hubiéramos protegido al Gran Cañón del Colorado de la erosión que lo creó, no veríamos la belleza de su contorno. Ésta podría ser la razón de que muchos pacientes de cáncer y otras enfermedades graves digan que si pudieran volver al momento en que se les generó la enfermedad y borrar todo lo que les iba a suceder, no lo harían. De muchas formas distintas, la pérdida nos enseña lo que es valioso de verdad y el amor nos enseña quiénes somos. Las relaciones nos recuerdan a nosotros mismos y nos proporcionan oportunidades maravillosas de crecimiento. El miedo, el enfado, la culpabilidad, la paciencia y el tiempo se convierten en nuestros mejores maestros. Incluso en los momentos más oscuros crecemos. Es importante que sepamos quiénes somos en esta vida. Conforme crecemos, nuestro mayor miedo, la muerte, nos afecta cada vez menos. Pensemos en lo que dijo Miguel Ángel: «Si la vida es agradable, también debería serlo la muerte, pues ambas proceden de la mano del mismo maestro.» En otras palabras, la mano que nos proporciona la vida, la felicidad, el amor y muchas cosas más, no haría que la muerte fuera una experiencia horrible. Como alguien dijo una vez, los finales son sólo principios al revés. Al comienzo de este libro, Miguel Ángel nos decía que las bellas esculturas que creaba ya estaban allí, en el interior de la piedra. Él sólo eliminaba el exceso para revelar la maravillosa esencia que siempre había estado en el interior. Nosotros hacemos lo mismo

cuando aprendemos las lecciones de la vida: quitamos lo que sobra para revelar el maravilloso ser que hay en nuestro interior. Algunos de los mejores regalos que nos concede Dios pueden corresponder a plegarias que han tenido respuesta; no obstante, las que no la han tenido también contienen regalos. Cuando repasamos las lecciones al final de nuestra vida, aceptamos mejor la idea de que la vida terminará algún día. También somos más conscientes del momento presente. Mientras escribíamos este libro, seguíamos aprendiendo estas lecciones. Nadie las ha asimilado todas; si fuera así, no estaríamos aquí. Dado que seguimos enseñando, seguimos aprendiendo. Resulta difícil enfrentarse a la muerte antes de tiempo, pero la muerte forma parte de la misma esencia de la vida. Hemos pedido a los moribundos que sean nuestros maestros porque no podemos experimentar y analizar la muerte antes de que nos haya llegado la hora. Debemos confiar en las enseñanzas de quienes se han enfrentado a enfermedades mortales. Las personas realizan cambios enormes cuando se encuentran al borde de la muerte. Hemos escrito este libro para explicar las lecciones que se aprenden al final mismo de la vida a las personas que todavía disponen de mucho tiempo para realizar cambios y disfrutar de los resultados. Una de las lecciones más sorprendentes que nos ofrecen nuestros maestros es que la vida no termina cuando les diagnostican una enfermedad terminal, sino que es en ese momento cuando empieza de verdad. Y esto es así porque cuando reconocemos la realidad de la muerte tenemos que reconocer también la realidad de la vida. Entonces nos damos cuenta de que todavía estamos vivos, que tenemos que vivir nuestra vida en este momento y que, hoy por hoy, sólo disponemos de esta existencia. La lección más importante que nos dan los moribundos es que tenemos que vivir todos los días con plenitud. ¿Cuándo fue la última vez que miramos con atención el mar, olimos la mañana o tocamos el cabello de un bebé? ¿Cuándo fue la última vez que saboreamos y disfrutamos de una comida, caminamos descalzos por la yerba o miramos el azul del cielo? Por lo que sabemos, es posible que no tengamos otras oportunidades de vivir estas experiencias. Resulta revelador oír decir a los moribundos que lo único que quieren es ver las estrellas una vez más o contemplar el océano. Muchos de nosotros vivimos cerca del mar pero no nos concedemos tiempo para mirarlo. Todos vivimos bajo las estrellas, pero ¿cuándo miramos al cielo? ¿Vivimos y saboreamos la vida de verdad? ¿Vemos y sentimos lo extraordinario, sobre todo en lo cotidiano? Se dice que cada vez que nace un niño, Dios ha decidido que el mundo continúe. Del mismo modo, cuando nos despertamos se nos ofrece un nuevo día de vida para que lo experimentemos. ¿Cuándo fue la última vez que vivimos un día plenamente? Nunca tendremos otra existencia como ésta, no volveremos a representar este papel ni viviremos la vida como lo hacemos ahora. Nunca volveremos a experimentar el mundo como lo hacemos en la actualidad, con las mismas circunstancias, los mismos padres, hijos y familia. Nunca volveremos a tener este grupo de amigos ni disfrutaremos de la tierra y sus maravillas en una época como ésta. No espere a echar una última mirada al mar, el cielo, las estrellas o un ser querido. Hágalo ahora.



ÍNDICE.

Agradecimientos página 9. Mensaje de Elisabeth página 11. Mensaje de David página 13. Nota para el lector página 17. 1. La lección de la autenticidad página 19. 2. La lección del amor página 39. 3. La lección de las relaciones página 61. 4. La lección de la pérdida página 79. 5. La lección del poder página 101. 6. La lección de la culpabilidad página 113. 7. La lección del tiempo página 127. 8. La lección del miedo página 141. 9. La lección del enfado página 159. 10. La lección del juego página 173. 11. La lección de la paciencia página 187. 12. La lección de la rendición página 199. 13. La lección del perdón página 215. 14. La lección de la felicidad página 225. Lección final página 239.

OTROS TÍTULOS DE LA COLECCIÓN.

JOSHUA Y LA CIUDAD.

Joseph F. Girzone.

Los habitantes de una anónima comunidad urbana, enfrentados a los flagelos de la injusticia y la violencia irracional, viven en el sufrimiento y la desesperanza. Sus problemas parecen insolubles y se agravan día a día. Joshua es un forastero vaya donde vaya. Joven, atlético y de penetrantes ojos azules, sabe llegar al corazón de la gente sencilla. En esa ciudad, que tanto se parece a muchas de las que habitamos, Joshua se verá enfrentado a terribles realidades: racismo, enfermedades, soledad, indiferencia, explotación. Es una ciudad donde los hombres y mujeres padecen, donde esperan un milagro. Con su genuina caridad y su actitud abierta y transformadora, Joshua les señalará el camino para regenerar la ciudad y alcanzar una revitalización económica con la que pocos se atreverían a soñar. Y para aquellos problemas que el dinero no puede resolver, Joshua llevará su mensaje sanador. Un mensaje directo y vital que animará a cada uno a reencontrarse con el Creador y descubrir el verdadero sentido de la vida, el milagro de la solidaridad, el poder de la fe...

En un mundo asediado por la duda y la desesperanza, Joshua ofrece las semillas de una verdadera renovación.

Joseph F. Girzone continúa con esta novela el ciclo iniciado con Joshua y Joshua y los niños, cuyo personaje seduce por su encanto y por la sencillez de su mensaje.

DIOSAS Y HADAS.

Jennifer Heath.

Poderosas, salvajes, sabias, magas, las mujeres del antiguo mundo celta son protagonistas de historias maravillosas cargadas de heroísmo y fantasía. Jennifer Heath ha recopilado los cuentos que su madre y su abuela -irlandesas- le contaran en la infancia, y los ha enriquecido con sus propias investigaciones sobre los textos épicos y la tradición oral de la isla, de los que las mujeres celtas han sido importantes creadoras y guardianas. La Irlanda precristiana y matriarcal fue una tierra de mujeres a las que los invasores romanos calificaron como «singularmente bellas». Su belleza es la expresión de su ingenuidad, espiritualidad, coraje e instinto, los distintos atributos de la Diosa, la madre Tierra. Leer Diosas y hadas es una forma de revivir la mágica atmósfera de la antigua y misteriosa Irlanda para revelar su secreta clave femenina.

CON LOS PIES EN LA TIERRA Y EL CORAZÓN EN EL CIELO.

David Lifar.

La agitación de nuestra vida diaria, con su rutina, sus urgencias y preocupaciones, nos aleja de nuestro centro, nos desequilibra, nos convierte en extraños para nosotros mismos. Anhelamos crecer espiritualmente, y sentimos que estamos demasiado ocupados y confundidos. ¿Cuál es el camino para alcanzar la plenitud? Para David Lifar, el comienzo de ese camino lo marcó un día de 1982, cuando conoció a Mataji Indra Devi. A partir de entonces, se fue construyendo una relación de afecto David la reconoce como su maestra y madre espiritual- y de colaboración. A través de Mataji, David se acercó al yoga y su extraordinario poder transformador como arte y ciencia de vida. En este libro nos propone vivir con los pies en la Tierra y el corazón en el Cielo: descubrir las oportunidades cotidianas de optar por el Bien, por la salud física y mental, por la solidaridad, la tolerancia y el amor. A través de historias, parábolas y poemas originarios tanto de Oriente como de Occidente-, anécdotas y reflexiones, nos invita a alimentar nuestra vida interior y a no perder de vista el objetivo final de todo crecimiento espiritual: percibirnos como seres totales, en comunión con todo lo que nos rodea.

Solapa 1:

«Todos tenemos lecciones que aprender durante este período que llamamos ”vida”, y esto se advierte sobre todo cuando uno trabaja con moribundos. Los que están a punto de morir aprenden mucho al final de su vida, en general cuando ya es demasiado tarde para aplicarlo. Después de irme a vivir a Arizona, el Día de la Madre de 1995 sufrí una apoplejía que me dejó paralizada. Pasé varios años al borde de la muerte. Algunas veces pensaba que me quedaban semanas de vida. Estaba preparada para morir y en ocasiones casi me sentía decepcionada al ver que la muerte no llegaba. Pero no he muerto, porque todavía sigo aprendiendo lecciones de vida, mis últimas lecciones: las verdades fundamentales y los secretos de la existencia misma. Quería escribir un libro más, pero no sobre la muerte y los moribundos, sino sobre la vida y los vivos.»

Elisabeth Kübler-Ross.

Solapa 2: La doctora Elisabeth Kübler-Ross, autora de éxitos editoriales como La muerte} un amanecer, Vivir hasta despedirnos y La rueda de la vida, ha recibido más de veinticinco doctorados honoris causa. Sus libros se han traducido a más de treinta idiomas. En la actualidad vive en el desierto de Arizona. Su página web es: elisabethkublerross.com.

David Kessler, especialista en la última etapa de la vida y en la atención a enfermos terminales, ha ayudado a centenares de hombres y mujeres, entre ellos los ya fallecidos Anthony Perkins y Michael Landon. Su primer libro, The Needs of the Dying, recibió elogios de la madre Teresa y ha sido traducido a once idiomas. Vive en Los Ángeles, California, y su página web es: www.davidkessler.org.

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