León Rozitchner - Mavinas, de la guerra sucia a la guerra limpia

April 2, 2017 | Author: kultrun8 | Category: N/A
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Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia El punto ciego de la crítica política

León Rozitchner Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia : el punto ciego de la crítica política / León Rozitchner ; con prólogo de Diego Sztulwark y Cristián Sucksdorf. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Biblioteca Nacional, 2015. 168 p. ; 23x15 cm. ISBN 978-987-728-026-5 1. Ciencia Política. I. Diego Sztulwark, prolog. II. Sucksdorf, Cristian, prolog. CDD 320.982

León Rozitchner. Obras Biblioteca Nacional Dirección: Horacio González Subdirección: Elsa Barber Dirección de Administración: Roberto Arno Dirección de Cultura: Ezequiel Grimson Dirección Técnico Bibliotecológica: Elsa Rapetti Dirección Museo del libro y de la lengua: María Pia López Coordinación Área de Publicaciones: Sebastián Scolnik Área de Publicaciones: Yasmín Fardjoume, María Rita Fernández, Pablo Fernández, Ignacio Gago, Griselda Ibarra, Gabriela Mocca, Horacio Nieva, Juana Orquin, Alejandro Truant Diseño de tapas: Alejandro Truant Corrección: Alejo Hernández Puga Selección, compilación y textos preliminares: Cristian Sucksdorf, Diego Sztulwark La edición de estas Obras fue posible gracias al apoyo de Claudia De Gyldenfeldt, y a su interés por la publicación y la difusión del pensamiento de León Rozitchner. © 2015, Biblioteca Nacional Agüero 2502 (C1425EID) Ciudad Autónoma de Buenos Aires www.bn.gov.ar ISBN: 978-987-728-026-5 IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Índice

Presentación

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Palabras previas

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Prólogo a la segunda edición

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I. La lógica ilusoria del proceso militar

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II. De las razones científicas y objetivas que avalaron la “recuperación” de las Malvinas y su descripción

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III. De cómo hay que pensar para no ser un traidor

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IV. Cómo el deseo subjetivo puede alcanzar la verdad histórica y objetiva

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V. Los “justos intereses populares” y la verdad de la historia que vivimos

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VI. Del “como si” de la guerra sucia, impune y simulada, a la rendición y entrega en la guerra de verdad Apéndice documental Por la soberanía argentina en las Malvinas: por la soberanía popular en la Argentina, por el Grupo de Discusión Socialista Malvinas: Argentina enfrenta al colonialismo, por Ernesto Giudici El resultado imposible: bueno para la Argentina, malo para el régimen, por Rodolfo Terragno Durante la guerra de las Malvinas elevan proyectos para privatizar empresas, Clarín, 29 de abril de 1982

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Esta edición de las Obras de León Rozitchner es la debida ceremonia póstuma por parte de una institución pública hacia un filósofo que constituyó su lenguaje con tramos elocuentes de la filosofía contemporánea y de la crítica apasionada al modo en que se desenvolvían los asuntos públicos de su país. Sus temas fueron tanto la materia traspasada por los secretos pulsionales del ser, de la lengua femenina y de la existencia humillada, como las configuraciones políticas de un largo ciclo histórico a las que dedicó trabajos fundamentales. Realizó así toda su obra bajo el imperativo de un riguroso compromiso público. Durante largos años, León Rozitchner escribió con elegantes trazos una teoría crítica de la realidad histórica, recogiendo los aires de una fenomenología existencial a la que supo ofrecerle la masa fecunda de un castellano insinuante y ramificado por novedosos cobijos del idioma. Recreó una veta del psicoanálisis existencial y examinó como pocos las fuentes teológico-políticas de los grandes textos de las religiones mundiales. Buscó en estos análisis el modo en que los lenguajes públicos que proclamaban el amor, solían alejarlo con implícitas construcciones que asfixiaban un vivir emancipatorio y carnal. Su filosofar último se internaba cada vez más en las expresiones primordiales de la maternalidad, a la que, dándole otro nombre, percibió como un materialismo ensoñado. Leído ahora, en la complejidad entera de su obra, nos permite atestiguar de qué modo elevado se hizo filosofía en la Argentina durante extensas décadas de convulsiones pero también de opciones personales sensitivas, amorosas. Biblioteca Nacional

Presentación La obra de León Rozitchner tiende al infinito. Por un lado, hay que contar más de una docena de libros editados en Argentina durante las últimas cinco décadas, la existencia de cientos de artículos publicados en diarios y revistas, varias traducciones, muchísimas clases, algunas poesías y un sinnúmero de entrevistas y ponencias que abarcan casi seis décadas de una vida filosófica y política activa. Por otro, una cantidad igualmente prolífica de producciones inéditas, que con la presente colección saldrán por primera vez a la luz pública. Pero esta tendencia al infinito no consiste simplemente en una despeinada sucesión de textos, tan inacabada como inacabable; es decir, en un falso infinito cuantitativo de la acumulación. Lo que aquí late como una tendencia a lo infinito cualitativo surge de la abolición de los límites que definen dos ámbitos fundamentales: el del lector y el de su propia obra. El del lector, porque para abrirnos su sentido esta obra nos exige la gimnasia de una reciprocidad que ponga en juego nuestros límites: sólo si somos nosotros mismos el “índice de verdad” de esos pensamientos accederemos a comprenderlos. Pues esta “verdad” que se nos propone, para que sea cierta, no podrá surgir de la contemplación inocua de un pensar ajeno, sino de la verificación que en nosotros –ese cuerpo entretejido con los otros– encuentre. Para Rozitchner el pensamiento consiste esencialmente en desafiar los propios límites y en ir más allá de la angustia de muerte que nos acecha en los bordes de lo que nos fue mandado como experiencia posible. Pensar será siempre hacerlo contra el terror. Como lectores debemos entonces verificar en nosotros mismos la verdad de ese pensamiento: enfrentar en nosotros mismos los límites que el terror nos impone. Pero habíamos dicho también que ese infinito cualitativo no sólo se expandía en nuestra dirección –la de los lectores– sino también en 9

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la de su propia obra. Y es que la producción filosófica de Rozitchner, que se nos presenta como el desenvolvimiento de un lenguaje propio en torno de una pregunta fundamental sobre las claves del poder y de la subjetividad, despliega su camino en el trazo arremolinado de una hondonada. Paisaje de múltiples estratos cuyos límites se modifican al andar: cada libro, además de desplegar su temática particular, incluye de algún modo en sus páginas una nueva imagen de los anteriores que sólo entonces, en esa aparición tardía, parecen desnudar su verdadera fisonomía. Así, podríamos arriesgar –apenas con fines ilustrativos– un ordenamiento de este desenvolvimiento del pensamiento de Rozitchner en cuatro momentos fundamentales; estratos geológicos organizados en torno al modo en que se constituye el sentido. Estas etapas funcionan a partir de algunas claves de comprensión que ordenan la obra y posibilitan ese ahondarse de la reflexión. En la primera, el sentido aparecería sostenido por la vivencia intransferible de un mundo compartido. La filosofía será entonces la puesta en juego de ese sustrato único –fundante es el término cabal– de la propia vivencia del mundo, a partir de la cual se anuda en uno lo absoluto de ese irreductible “ser yo mismo” con el plano más amplio del mundo en el que la existencia se sostiene y en el que uno es, por lo tanto, relativo. La posibilidad del sentido, de la comunicación, no podrá ser entonces la mera suscripción al sistema de símbolos abstractos de un lenguaje, sino la pertenencia común al mundo, vivida en ese entrevero de los muchos cuerpos. Entonces, constituido a partir de lo más intransferible de la propia vivencia, el sentido crecerá en el otro como verdad sólo si este es capaz de verificarlo en lo más propio e intransferible de su vivencia. El mundo compartido es así la garantía de que haya sentido y comunicación. En lo que, a grandes rasgos, podríamos llamar la segunda etapa, este esquema persiste; pero al fundamento que el sentido encontraba en la vivencia común de mundo, deberá sumarse ahora la presencia del otro en lo más íntimo del propio cuerpo. Es este un amplio período

del pensamiento de Rozitchner, cuyo inicio podemos marcar a partir de la síntesis más compleja de la influencia de Freud en la década del 70. Encontramos, entonces, una de sus formas más acabadas en el análisis de la figura de Perón, el emergente adulto y real del drama del origen y su victoria pírrica; la derrota de ese enfrentamiento imaginario e infantil en el que nos constituimos será el correlato de la sumisión adulta, real y colectiva, cuyos límites son el terror: “lo que comenzó con el padre, culmina con las masas”, cita más de una vez Rozitchner. Pero en el extremo opuesto del espectro, el trabajo inédito sobre Simón Rodríguez establece nuevas bases: el otro aparecerá ahora como el sostén interno de la posibilidad de sentido. No ya como el ordenamiento exterior de una limitación, sino como la posibilidad de proyectarme en él hacia un mundo común. Sólo entonces, sintiendo en mí lo que el otro siente –la compasión– podrá darse un final diferente al drama del enfrentamiento adulto, real y colectivo, camino que es inaugurado por ese “segundo nacimiento” desde uno mismo que señala León Rozitchner en Simón Rodríguez como única posibilidad de abrirse al otro. El tercer momento estaría marcado por un descubrimiento fundamental que surge a partir del libro La Cosa y la Cruz: la experiencia arcaica materna, es decir, la simbiosis entre el bebé y la madre como el lugar a partir del cual se fundamentaría el yo, el mundo y los otros. En esta nueva clave de la experiencia arcaica con la madre se aúnan las etapas anteriores del pensamiento de Rozitchner en un nivel más profundo. Pues el fundamento del sentido ya no será sólo esa co-pertenencia a un mundo común, sino la experiencia necesariamente compartida desde la cual ese mundo –como también el yo y los otros– surge y a partir de la cual se sostendrá para siempre. Pero esto no es todo, porque también las formas mismas de esa incorporación del otro en uno mismo –que según vimos podían estructurarse en función de dos modalidades opuestas, cuyos paradigmas los encontramos en Perón como limitación (identificación) y en Simón Rodríguez como prolongación (com-pasión)– serán

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ahora redefinidas en función de esta experiencia arcaica. El modelo de la limitación que el otro instituía en uno mediante la identificación –como en el análisis de Perón– será ahora encontrado en un fundamento anterior, condición de posibilidad de esta forma de dominación: la expropiación de esa experiencia arcaica por parte del cristianismo, que transforma las marcas maternas sensibles que nos constituyen en una razón que se instaura como negación de toda materialidad. Pero también será lo materno mismo la posibilidad de sentir el sentido del otro en el propio cuerpo, entendiendo, entonces, ese “segundo nacimiento” como una prolongación de la experiencia arcaica en el mundo adulto, real y colectivo. Esta nueva clave redefine el modo de comprender la limitación que el terror nos impone, que es comprendido ahora como la operación fundamental con la que el cristianismo niega el fundamento materno-material de la vida y expropia las fuerzas colectivas para la acumulación infinita de capital. El cuarto momento es en verdad la profundización de las consecuencias de esta clave encontrada en la experiencia arcaico-materna y que en cierto modo se resume en la postulación programática de pensar un mater-ialismo ensoñado, es decir, de pensar esa experiencia arcaica y sensible desde su propia lógica inmanente, pensarla desde sí misma y pensarla, además, contra el terror que intenta aniquilarla en nosotros. Y esta última etapa del pensamiento de Rozitchner, que se desarrolla especialmente a partir del artículo “La mater del materialismo histórico” de 2008 y llega hasta el final de su vida, será también la de una reconversión de su lenguaje, que para operar en la inmanencia de esa experiencia sólo podrá hacerlo desde una profundización poética del decir. No obstante este desarrollo que hemos intentado aquí, estas claves y sus etapas no pueden, de ningún modo, ser consideradas recintos estancos, estaciones eleáticas en el caminar de un pensamiento, pues su lógica no es la de un corpus teórico que debe sistemáticamente ordenarse, sino la síntesis viva de un cuerpo que exige, como decíamos más arriba, que lo prolonguemos en nosotros para sostener su verdad. Sólo queda entonces el trato directo con la obra.

La actual edición de la obra de León Rozitchner, a cargo de la Biblioteca Nacional, hace justicia tanto con el valor y la actualidad de su obra como con la necesidad de un punto de vista de conjunto. La presente edición intenta aportar a esta perspectiva reuniendo material disperso y, sobre todo, dando a luz los cuantiosos inéditos en los que Rozitchner seguía trabajando. Hay, sin embargo, una razón más significativa. La convicción de que nuestro presente histórico requiere de una filosofía sensual, capaz de pensar a partir de los filamentos vivos del cuerpo afectivo y de dotar al lenguaje de una materialidad sensible para una nueva prosa del mundo.

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Cristian Sucksdorf Diego Sztulwark

Palabras previas Parecería que, como precursor del retorno del contenido reprimido, un creciente sentimiento de culpabilidad se apoderó del pueblo judío, y quizá aun de todo el mundo a la sazón civilizado, hasta que por fin un hombre de aquel pueblo halló en la reivindicación de cierto agitador político-religioso el pretexto para separar del judaísmo una nueva religión: la cristiana. Pablo, un judío romano oriundo de Tarso, captó aquel sentimiento de culpabilidad y lo redujo acertadamente a su fuente protohistórica, que llamó “pecado original”, crimen contra Dios que sólo la muerte podía expiar. Sigmund Freud, Moisés y la religión monoteísta

I Con Cuestiones cristianas se presenta el tercer libro inédito de la colección León Rozitchner. Obras que lleva adelante la Biblioteca Nacional. El libro está compuesto por tres artículos escritos y reescritos en múltiples ocasiones entre los años 2002 y 2010. Acaso no sea demasiado osado deducir del título que hemos puesto a esta compilación que estos artículos giran en torno al cristianismo. Esto, evidentemente, es acertado. Pero no lo es del todo. Pues para León Rozitchner la expresión “cuestión cristiana” tiene –en coincidencia con el filósofo y poeta francés Henri Meschonnic– una connotación particular; a saber, la de ser la correcta formulación de otra expresión de tradición mucho más extensa: “cuestión judía”. De modo que la afamada “cuestión judía” no sería otra cosa, finalmente, que una cuestión cristiana. Y es que la “cuestión judía” no es ni puede 15

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ser un problema judío, ni tampoco pagano, y mucho menos aún un problema de la humanidad en general, sino que constituye exclusivamente un problema cristiano, pues ha sido sólo a los ojos cristianos que los judíos se han convertido en un “problema”, una “cuestión” a la que se debería, de un modo u otro, dar una “solución”. Y es por esto que sólo en términos de un análisis de las determinaciones propias del cristianismo se hace posible plantear el verdadero problema: qué es aquello que los cristianos temen de los judíos, qué cosa es eso que una y otra vez intentan aniquilar al aniquilarlos –ya sea por la fuerza o por la conversión–, con sangre derramada o sangre redentora, con la cruz o con la espada. Es por esto que, para Rozitchner, el planteo de la “cuestión cristiana” no puede reducirse al mero análisis de las determinaciones del cristianismo, sino que, por el contrario, se deben prolongar estas determinaciones hasta encontrar en ellas la clave de esa persecución a los judíos que organiza la sensibilidad occidental desde hace casi dos siglos, y de la cual la solución final representa su empeño más monstruoso, aunque no por ello incoherente. Ese “secreto” que los judíos tienen para los cristianos, aquello que los cristianos han buscado aniquilar –también en ellos mismos– al aniquilarlos, es para Rozitchner la cifra misma del origen del cristianismo: la reconversión de las huellas de la madre arcaica que guarda nuestra propia existencia corporal –el borramiento de la experiencia de simbiosis a partir de la cual se viene al mundo y en la que el mundo se sostiene– en atributos de un Dios padre abstracto, inmaterial y trascendente. Esta operación cristiana de negación de lo arcaico materno que debe actualizarse en cada cuerpo que viene al mundo bajo el dominio cristiano –el de su mitología, el de su organización afectiva, no el de su mera “religión”–, debió darse, en el momento de su aparición histórica, sobre el fondo de otra respuesta mitológica: la judía. Es en la mitología judía que León Rozitchner encuentra la persistencia de los contenidos arcaicos maternos, aunque sometidos por el patriarcalismo religioso judío, que la mitología cristiana suprimirá –sin lograrlo

jamás del todo, pues borrarlos sería borrar el sentido humano y vivido de lo que llamamos mundo. En palabras de Rozitchner, esta operatoria del cristianismo consiste en “transformar los sueños y las visiones judías que vienen de la infancia tal cual fueron vividas como arcaicas, para metamorfosearlas en sueños y en visiones actuales, adultas y reales. Para nosotros, en cambio, se trata de transformar lo añorado del ensoñamiento materno para actualizarlo y prolongarlo –enderezado diríamos– como adultos en una realidad colectiva, terrestre e histórica presente”. Los tres artículos que aquí presentamos se inscriben entonces en el intento por dar cuenta de esa operatoria cristiana, esa modificación de la mitología judía para borrar los rastros corporales y materiales de nuestro origen. Dar cuenta entonces, como sostiene Rozitchner, no de la escisión entre el cuerpo y el alma (lo que ya implica que cuerpo y alma son dos cosas distintas), sino de la escisión en el cuerpo mismo, para que una parte del cuerpo quede como una mera cosa y la otra, vaciada de lo que tiene de madre arcaica –de mater-ialidad diría el último lenguaje de Rozitchner–, aparezca como la verdadera existencia, más allá de la vida y del mundo.

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II El primero y más extenso de los artículos, “La Biblia judía y el calefón cristiano”, aunque fechado en 2005, surge de una versión originaria del año 2002. Este artículo, a pesar de las diversas reformulaciones y correcciones que van de 2002 a 2006, es el único de este libro que ha quedado inconcluso. Su tema central lo insinúa el epígrafe de Freud que hemos colocado al inicio de este prólogo: las modificaciones mitológico-afectivas que el judío Saulo (san Pablo) debió operar sobre sí mismo para “salvarse”, creando entonces como (di)solución de su propio drama “edípico”, esa novedad subjetiva que llamamos cristianismo. Encontramos entonces en este análisis el primer tránsito 17

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de una solución edípica judía a una cristiana, la reducción –como señala Freud– de esa culpa colectiva a su fuente protohistórica. Pero con una diferencia fundamental, pues esta protohistoria no la remite Rozitchner, como hizo Freud, al “mito científico” de la horda primitiva, sino a la relación arcaica con la madre. El segundo artículo, “Malas lenguas”, comenzado en 2008 y finalizado en 2010, explora esta misma operatoria cristiana desde el punto de vista del origen arcaico-infantil de la lengua. Para ello compara el mito judío de la torre de Babel, en el que una lengua originaria comprendida por todos es suplantada –intervención divina mediante– por la confusión de los muchos lenguajes, con el mito cristiano de Pentecostés, narrado en Hechos de los Apóstoles, en el que el Espíritu Santo, descendiendo como lenguas de fuego, permite a los apóstoles hablar lenguas para ellos desconocidas. El texto de Rozitchner da cuenta del modo en que el lenguaje patriarcal (llamado erróneamente lengua materna), marcado por la escisión que el signo impone entre significado y significante, reemplaza a la verdadera lengua materna (esa que hablan las madres y sus bebés en un continuo de sentido, en el que cuerpo y sonido son una y misma Cosa, sin palabras o signos) y se constituye como un momento central del vaciamiento de los atributos de la madre arcaica para dar cuerpo a la figura espectral del Dios padre. “Entonces –afirma Rozitchner– podemos volver a las lenguas, pero para comprender eso que la lingüística no nos enseña. Por eso tuvimos que volver al origen del habla, porque la palabra se macera y circula en el elemento del ensoñamiento materno, ese que está antes de que los estructuralistas analicen su funcionamiento. La lengua se crea en el abrazo de los cuerpos sexuados que el hijo recibe en su boca con la leche del pecho del cuerpo materno”. Finalmente, el artículo “Cristo, el hijo que se vuelve loco de amor por su madre”, escrito en la misma época que el anterior, da cuenta de la transacción alucinada que se debate en la figura misma de Cristo y cuya única resolución es un ir al muere. Para ello la comparación será ahora

entre el mito judío de Jonás, devorado por una ballena (símbolo de la madre devoradora) y rescatado por Jehová, y el evangelio de Mateo. Estas “cuestiones cristianas” no son sin embargo un insistente compendio de las respuestas mitológicas con las que el cristianismo ha transformado y negado al judaísmo y a la figura sobreviviente de la madre arcaica, sino –y quizás mucho más importante– una advertencia de lo que sigue haciendo, día a día, con cada uno de nosotros.

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Buenos Aires, diciembre de 2013

Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia El punto ciego de la crítica política

Prólogo a la segunda edición

Hay varios debates que todavía quedan pendientes en la Argentina sobre hechos cruciales de su historia reciente. Situac­iones trágicas por las consecuencias que han producido, pero sobre todo porque constituyen esos agujeros negros que, al despojárselos de su sentido para ocultar una significación qui­zás insoportable, impiden que se los comprenda y se los inte­gre a la conciencia ciudadana y entren a formar parte de su pensamiento y de su cuerpo –si es que pensar y sentir se quie­re–. Esos acontecimientos cegados extienden su sombra sobre el presente y van así delimitando la percepción de nuestra reali­dad en la que se ha perdido el hilo conductor de viejas com­plicidades, como si nuestra “cultura” actual, afirmada en car­comidos palafitos que la mantienen alejada de su cercano origen, no hundiera sus pilotes en esa ciénaga de la cual la ma­yoría quiere distanciarse. Es preciso entonces devolverles la importancia que han perdido y, en lo que a este libro atañe, abrir también la com­prensión de ese fragmento fundamental de nuestra historia que la complicidad colectiva quiere borrar de su pasado: la guerra de las Malvinas. Pero más aún: estamos seguros de que ese sentido encubierto paraliza y oscurece, en el paroxismo de un presente cruel e insoportable, lo que la experiencia co­lectiva debería reconocer para aprender de ella: eso que la petulancia llama “elaboración de la verdad histórica” pero que para nosotros significa habilitar de nuevo a la vida las zonas mortecinas, insensibles, postergadas e impotentes de nuestras propias vidas. Los argentinos no atinan todavía a mirarse el rostro en el espejo de esa guerra que alentaron en su inmensa mayoría, como tampoco reconocen su propia sombra en el acompañamiento tá­cito y silente del genocidio –este sí quizás más comprensible por imperio del terror 23

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diseminado– o en la privatización de nuestra economía. Sólo esta irresponsabilidad colectiva no asumida luego convierte a los hechos históricos que hemos generado en meros cataclismos naturales que nos dejan inermes, vencidos por el olvido y la mala conciencia. La secuencia de nuestra historia reciente es ejemplar y re­vulsiva: traza los meandros de un delirio colectivo que arrastró su propia destrucción en su coherencia alucinada. Recordemos: cuando no habían pasado ni diez años siquiera desde esa guerra que prolongó el horror del genocidio en el envío de cientos de adolescentes a la muerte con el aplauso de la población entera que los alentaba, esa misma población en su mayoría entró lue­go en el jolgorio del “un peso-un dólar”, y festejó alborozada la entrega de los bienes nacionales, como si el botín de esa guerra perdida –el aniquilamiento de personas y de bienes– aún no hubiera sido suficientemente saldado. Era como si al derrumbe insoportable de la fantasía pueril del triunfo en las Malvinas se lo transmutara, por arte de magia, en la fantasía boba de una Argentina Potencia por fin alcanzada. Y entonces pensamos: ¿qué podemos achacarle a la ma­yoría de una población aterrada en su torpe deriva, si tene­mos presente que casi la totalidad del pensamiento crítico, función que delimita y abarca el campo político e ideológico que llamamos “de izquierda”, también alentó y apoyó políti­camente esa fantasía siniestra del devocionario de las FF.AA., cuando súbitamente decidieron “salvar a la patria” recuperando la soberanía en las islas rocosas del Atlántico Sur luego de aniquilar –asesinato, tortura, violación, robo– toda resis­tencia en la soberanía de los cuerpos y la tierra que previa­mente habían arrasado? Estos momentos donde los cuerpos pensantes enmude­cen están todos ellos referidos a estados cruciales de los últi­mos tiempos: la complicidad complaciente y triunfalista de quienes, antes enfrentados, en un giro inexplicable se inscri­bieron de pronto a favor de una ilusoria transformación anti­imperialista iniciada por las fuerzas genocidas, porque tam­bién estaban –se argüía– apoyadas por el pueblo. O el culpable acceso a una “verdad” que requería a veces beber la copa del

oprobio hasta las heces para no perder el rumbo político y coincidir por un momento –astucia que la razón reconocía co­mo “realista”– con la lenta, trabajosa y equívoca verdad que se elabora “en el seno de las contradicciones del pueblo”. De un pueblo que giró en descubierto su destino, pero del cual no ha­bía que tomar una distancia crítica aun cuando hubiera pues­to sus preferencias, dado su apoyo y prestado su corazón a las fuerzas que no tenían otro objetivo que organizarlo para su so­metimiento y provecho. No se trata entonces de que neguemos ese margen de in­decisión que toda acción política presenta –la incertidumbre que genera el no poder anticiparse al desarrollo de aconteci­mientos cuyo devenir es imposible prever con precisión– y cu­ya verdad sólo se la alcanza una vez efectuada. Y otra, pero muy otra, es negarse luego, para eludir la responsabilidad de poner en duda aquello que la había movido, dejar que el fra­caso de la acción que alentaron permanezca como un punto ciego para la experiencia colectiva, esa que el pensamiento y la eficacia del Poder llena luego con su narración gloriosa y su patriotismo de opereta. La aventura de la guerra de Malvinas permanece aún sin poder plantearse críticamente, es un fragmento de historia congelada no ya por la derrota de las FF. AA., que se habían apoderado del poder, y de la cual ya ni se habla o sólo se la re­memora con letras coloradas en el almanaque de las fechas pa­trias. Es mucho peor todavía: permanece congelado por los políticos e intelectuales “progresistas” o de izquierda que le dieron, y justificaron teórica y políticamente, su apoyo con­trariando la mínima cordura. Es aquí donde se justifica la reedición de este libro escri­to durante el transcurso de la guerra misma. Se trata de un he­cho determinante en el derrotero histórico que llevó a la ruina de un país, a una destrucción monumental de sus riquezas, a un inmenso potlatch no sólo de bienes irrecuperables sino de millones de personas, a una metamorfosis impensable de au­todestrucción en masa. De eso se trata: de comprender cómo ha llegado a producirse la casi extinción de un país cuya deso­lación estamos viviendo y cuya quietud marina sólo se ve

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per­turbada por un movimiento superficial y a veces encrespado por altas olas que sólo por un momento interrumpen la quie­tud y nos devuelve luego a la calma chicha de las mayorías si­lenciosas y aplastadas. Las Malvinas es, entre muchos otros, uno de esos eslabones que atenacea el secreto político de una cadena férrea de ocultamientos y engaños que ciñe el cuerpo despedazado y tumefacto a que ha quedado reducido esto que llamamos Patria. Es una cuenta pendiente que debemos saldar entre todos para que vuelva a renacer desde bien abajo, arando trabajosa­mente en la sequedad de una tierra endurecida, quizás nueva­mente la esperanza.

León Rozitchner, Buenos Aires, 2005

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I La lógica ilusoria del proceso militar

El que a hierro mata adentro, a hierro muere afuera: tal fue, corregida, la lección. Y con esto sólo queremos decir que la derrota de la dictadura militar en las Malvinas se inscribe en una lógica estricta que en el terror impune del comienzo de su implantación tenía inscripto ya su final. Creemos que ese de­senlace, imprevisible en los términos precisos en los cuales se desarrolló, no es sólo fruto del azar; por el contrario, esta gue­rra “limpia” constituyó la prolongación de aquella otra guerra “sucia” que la requirió. Pero al mismo tiempo –y es lo que qui­zás más nos interesa– queremos extraer de aquí las consecuen­cias de una lógica política que la izquierda, atada aún a las ca­tegorías y a la mentalidad de derecha, debería por fin retener. Y es precisamente en estos acontecimientos cruciales donde se muestra sintéticamente, en su convergencia, la densidad con­tradictoria antes dispersa que vuelve por sus fueros para orga­nizarse en su verdad. Y su verdad la alcanzó a través de esta prueba contundente e implacable que es la guerra. De allí que nos interesara, durante el desarrollo de la guerra misma, y antes de que alcanzara su definición, cuando aún prevalecía el pleno triunfalismo ingenuo adentro y afuera del país, retomar esa lógica que comenzó con mayor evidencia en la guerra “sucia” interior, para plantear desde allí la com­prensión del proceso político, y una toma de posición. Ligar esa primera “guerra” –un “como si” de tal, impune y asesino– con la otra, e incluir ambas en la misma impunidad que las planteó. Esta manera de enfrentar las cosas contrariaba aque­lla que en su momento se impuso en forma general, y en la que se inscribieron muchas de las fuerzas políticas en el exilio –y, naturalmente, dentro del país–. No era fácil expresar, y publi­car, frente a ese triunfalismo vertiginoso que lo arrollaba todo (ya conocíamos otros que también 27

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en su momento avasallaron la capacidad de pensar y discriminar) una posición que se ma­nifestara opuesta a esa “reconquista” de la soberanía en las Malvinas y opuesta también a ese triunfo de las fuerzas arma­das argentinas. Y no porque deseáramos el triunfo inglés, sino porque sólo deseábamos la derrota de nuestro enemigo prin­cipal: la Junta Militar y todo lo que estaba, detrás de ella, em­pujándola para ratificar con ese posible triunfo su propia sal­vación. Porque el éxito del poder militar del ejército de ocupación argentino significaba la derrota del poder –moral y político y económico– del pueblo argentino. Pero casi no quiere decir nada esta reflexión, porque ha­bía una certidumbre previa que nos sostenía; en realidad está­bamos diciendo desde el comienzo mismo de la guerra que esa victoria era, por la misma lógica en la que se inscribía, imposi­ble. Y sólo a partir de esta imposibilidad previsible y necesaria, con la cual se debía ineludiblemente contar, era pensable por anticipado su término. Fue aquí donde se puso en evidencia un cierto tipo de coherencia que habitualmente desdeña y nie­ga el “realismo” político: la que mantiene la coherencia del pensar subjetivo como lugar donde también se elabora la ver­dad, y su convergencia con la coherencia que organiza la reali­dad objetiva. Y es en esta convergencia, sostenemos, donde se descubre y verifica el sentido del pensar y la razón. Porque de eso se trata: haber fantaseado lo real como para poder pensar desde el propio lugar subjetivo un desenlace que la realidad en su término contrarió de manera tan feroz; debe ser este el ín­dice de que algo andaba mal en el cuerpo y en la cabeza del que piensa. Que en ese lugar personal y subjetivo desde el cual se dictaba la lección de verdad objetiva y patriotismo a los demás, algo fallaba: que permanecía habitado aún, como persona, por una contradicción y un acuerdo no resuelto. Que estaba dominado aún por la fantasía y la ilusión. El modo de enfrentar la guerra de las Malvinas puso de relieve una vez más la crisis en la que se halla un modo de pen­sar la política y la historia: aquel que se regula sólo por las con­diciones estratégicas, económico-políticas, alejadas de la pues­ta en juego –y en duda– de

la subjetividad y de lo imaginario, que en nada contribuirían, según se cree, a dar sentido más cierto a nuestra inserción en cada acontecimiento: como si no fuesen constitutivos de la realidad real. Una diferencia radical nos separa de ese modo de pensar y de su metodología, y es esa diferencia la que nos lleva a formular la tesis que sostenemos aquí: reafirmar que la coherencia subjetiva es también núcleo de verdad histórica, índice de realidad donde su dialéctica se elabora y se prolonga. De allí tal vez la tensión con la cual enfrentamos las de­claraciones de ese grupo de exiliados en México que nos ponía tan en juego, y el tono de nuestra respuesta. Todo eso pertene­ce al momento en el cual, pese a su formulación teórica, expe­rimentamos una negación tan profunda que acentuaba una marginalidad que, aún desde el exilio, y ahora desde los mismos compatriotas, se nos imponía. Fuera ya de la patria se nos volvía a expatriar por no pensar de la misma manera respecto de las Malvinas; se nos expatriaba, pues, por segunda vez, y ahora esta exclusión nos llegaba no desde la Junta Militar sino desde un grupo de exiliados de izquierda, haciéndonos sentir que, al pensar lo que pensábamos, estábamos colaborando y deseando el éxito de los enemigos de nuestro país al desear el fracaso del ejército argentino delegado en la Junta Militar. Pe­ro algo más preciso y sutil: se nos expatriaba de la verdad al no pensar de acuerdo con la “objetividad científica”, que era la de ellos, y calificaban a la que sustentaba lo contrario como “fala­cias”. Y con la designación de “falacia” se nos quería expatriar también de nuestra memoria y de nuestro sentir, al tener que dejar de lado como contradictorio y no científico el origen histórico y vivido de nuestra comprensión. Y todo esto, una vez más, en aras de una presunta y certera verdad científica que oficiaba, a su manera, como un garrote más, como un ar­ma poderosa asumida también impunemente –la verdad cien­tífica también pretende ser impune– contra quienes osábamos situarnos en otro lugar. Era demasiado de una sola vez. Insistimos en la coherencia de la subjetividad porque le asignamos una importancia primordial: la consideramos como una prueba y una

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verificación de qué es lo que está en juego aún en el pensar político, y la prueba está dada por la situación –la guerra– en la que el pensar se expresa. No cuando se piensa en el vacío ingrávido del campo teórico o desde el lugar neutral y aséptico de la formulación académica. Lo que se elaboró y pen­só en esa coyuntura dramática e inesperada, que volvió a desen­cadenarse sorpresivamente sobre el pueblo argentino con su promesa de muerte, muestra algo muy importante en el campo del pensar teórico, porque adquiere el carácter de una verifica­ción de los contenidos subjetivos y objetivos que están en juego cuando se piensa. No se piensa ni se sabe nada impunemente, ya lo sabemos. Pero queremos mostrar que sólo la activación de los contenidos subjetivos constituye el desfiladero entrañable por donde circula la posibilidad de ver o no la realidad en su verdad. Es en ese compromiso de coherencia personal con lo vivido donde se elabora el sentido que trata de aprehender la coheren­cia de lo real y que se llama saber objetivo. Por eso hemos to­mado esa experiencia que fue la “guerra de las Malvinas” como una verificación de nuestra posición teórica. Asistimos allí a la prueba en los hechos de la experiencia histórica inmediata de lo que se dice y se piensa, cuando somos sorprendidos de pronto por la complejidad inesperada de una situación que debe ser asumida y en ella se despliega ese fundamento informulado que es el sustento del pensar, y que es tan difícil discernir y ais­lar cuando son los procesos de larga o mediana duración los que se consideran. Así, la guerra de las Malvinas, precisamente por la brevedad de su desarrollo, actuó al modo de una ampliación en la captación de esta experiencia. La certidumbre de coincidir con la verdad, que la realidad de pronto nos revela en el estalli­do de ciertos hechos, nos lleva a echar el lastre de las precaucio­nes, y es el deseo realizado el que esplende en lo inesperado de la realidad que lo daría por realizado. Aquí la espontaneidad de nuestra reacción visceral barre con las barreras del acomoda­miento crítico en el mismo momento en que lo ejercemos y pensamos tal como somos, en nuestro más claro y profundo modo. Y así acceden a la luz, como si se tratara de ideas ciertas y verdaderas, nuestras propias creencias desdeñadas; son ellas

las que se filtran y se ponen de relieve mostrando el fundamen­to de lo que, por inverificable, habitualmente permanece invi­sible. No es lo que pensamos en frío, sobre la vida, sino el mo­do como vivimos, en nuestra espontaneidad sentida y pensada, en ella. El hecho de que ambos trabajos, el Manifiesto del Grupo de Discusión Socialista y el mío, hayan sido escritos durante la guerra misma de las Malvinas y antes, por lo tanto, de que su resultado fuese conocido, sirve también a los fines de la verifi­cación teórica que proponemos. Y diríamos algo más: es una verificación también del arraigo efectivo de la teoría en la subjetividad: hasta qué punto, sospechamos, los fundamen­tos filosóficos que sostienen la teoría se verifican en el pensar, es decir, en el modo como han sido modificados por este co­nocimiento los sujetos mismos que piensan. Máxime cuando, como veremos durante el desarrollo, las dos falacias denuncia­das por los autores del “Manifiesto” se refieren ambas a los contenidos subjetivos presentes, como deformación se dice, en los sujetos que piensan.

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II De las razones científicas y objetivas que avalaron la “recuperación” de las Malvinas y su descripción 1. Realismo y deslinde de la subjetividad: las falacias que contrarían la sana razón Tomamos como ejemplo de esta posición la que asumió el Grupo de Discusión Socialista, cuyos miembros publicaron durante la guerra de las Malvinas una declaración en la que ex­ponían con amplitud los criterios científicos que sustentaban su línea política. De esta declaración, aparecida en la ciudad de México el 10 de mayo de 1982, extraeremos y reproduciremos textualmente sus puntos más importantes, que son los que luego trataremos de discutir (ver Apéndice al final). El Grupo de Discusión Socialista se propuso comprender cabalmente el conflicto de las Malvinas y enfrentar los obstácu­los que se oponían a esa comprensión, que era la de ellos. Para lograrlo debían previamente demostrar los prejuicios y falencias de quienes se oponían a la “recuperación” de las Malvinas por la Junta Militar y encontrar las nuevas razones y el nuevo modo de pensar que se abriera camino en la aproximación a una nue­va realidad. Porque esa realidad, de tan nueva y sorpresiva, no admitía ser pensada y percibida con criterios viejos que caduca­ban ante lo inédito e intrincado del hecho histórico, y por lo tanto inesperado, que a todos nos sorprendía. Nuevo modo de pensar quiere decir para nosotros: abrir en cada hombre que piensa una relación distinta con la realidad, transformando su modalidad afectiva, su memoria, su razón, su percepción en fin de la vida, que hasta ese entonces fue la suya. Pensar no es nada así de simple: implica en quien piensa abrir el campo de una ex­periencia efectiva de transformación. Las falacias parecen ser una simple cuestión de principios lógicos; en realidad se refie­ren a la coherencia personal, subjetiva, vivida, de quien piensa. Veamos entonces qué nos propone, para pensar lo nuevo, el do­cumento de México. 33

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Comienza por desbrozar el campo de las falsas categorías que impiden discernir la originalidad de la realidad histórica:

▶▶ pedir la paz –oponiéndose a la guerra– pero retenien­do las islas en poder de la Argentina; ▶▶ solicitar simultáneamente el retorno del país a la de­mocracia.

“Hay dos tendencias dominantes en los análisis polí­ ticos corrientes, que se erigen en obstáculos para entender el conflicto de las Malvinas y fijar una posición correcta a su respecto. Una, es la inclinación generalizada a explicar un fenó­meno exclusivamente por sus orígenes; otra, es la difundida propensión a atribuir coherencia a priori a los acontecimientos políticos. En este caso [en los análisis de quienes se oponen a apo­yar la reconquista iniciada por la Junta Militar, L. R.], ambas se combinan con una gran fuerza aparente: Ar­g entina está gobernada por una brutal dictadura militar de derecha (lo cual es cierto); este gobierno es, por aña­didura, uno de los más entreguistas que ha conocido el país (lo que también es cierto); por lo tanto la ocupación de las Malvinas agota su sentido [para quienes se oponen a ello, L. R.] en el carácter siniestro de quienes la promovie­ron, y los sectores progresistas del mundo deben oponer­se a ella y desear su fracaso. Nos proponemos demostrar aquí por qué las falacias del origen y de la coherencia pue­den hacer que dos verdades conduzcan a un razona­miento falso”. Haber detectado las falacias que, como obstáculos, em­pujan a desear el fracaso de la “aventura” militar iniciada por la Junta que llevó a la recuperación de las Malvinas, le permitirá al Grupo de Discusión Socialista tomar una posición política que afirme lo positivo que emerge inesperadamente desde lo negativo, obtener una provechosa ganancia sorpresiva dentro de una realidad que nada, hasta entonces, lo hacía preveer:

2. La nueva realidad nos descubre a los enemigos de verdad Una vez desembarazados de las dos falacias criticadas –la del origen de la Junta Militar y la de la coherencia a prio­ri– desembocaríamos en la aceptación de una nueva realidad que es capaz de enriquecernos si nos animamos, dudando de ellas, a admitir por un momento nuestra propia incoherencia, para dejar emerger una nueva coherencia que abandona a la anterior de puro vieja. El abandono de las dos premisas falsas les permite esta­blecer, frente a la novedad del acontecimiento, una nueva je­rarquización del enemigo que enfrentamos los argentinos: el enemigo principal pasa a ser los Estados Unidos e Inglaterra y, secundariamente, la Junta Militar. “Por cierto la fuerza aparente de este argumento ya co­mienza a tambalear ni bien se echa un vistazo a los actuales enemigos de Argentina. Por un lado Inglaterra (...). Por el otro, Estados Unidos (...)”. Y así invertida la jerarquización anterior, que se apoyaba en las dos falacias criticadas, puede el Grupo de Discusión So­cialista pedir que definamos de otro modo nuestra posición:

▶▶ Apoyar la recuperación de las Malvinas realizada por las fuerzas armadas argentinas;

“Para quienes reducen un fenómeno a sus orígenes, o no pueden tolerar la incoherencia, debería ser por lo menos difícil tener que elegir entre Galtieri y Thatcher-Reagan. Y por supuesto el problema no se resuelve situándose más allá del conflicto so pretexto de que ‘todos son ma­los’ porque, como siempre, desentenderse es también una manera de optar: en este caso, es

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contribuir al triun­fo de los malos más fuertes, es decir del frente imperialis­ta anglonorteamericano”.

ser sus consecuencias. Esta nos parece la única manera sensata de obtener algunos cri­terios que sirvan de guía para definirse ante una situación indudablemente confusa. Y, como se verá, tiene la ventaja de que no obliga a elegir entre los malos, si­no que lleva a mantenerse al lado de los justos intereses populares”.

“Tolerar la incoherencia” permite optar para salir de una falsa oposición y entrar en una coherencia mayor. La lógica que organiza lo real parecería tener una imperiosidad que resulta de que proviene desde el enfrentamiento más general, que estaba antes oculto, para determinar de allí –la cosa es de­ductiva– lo particular. La premisa mayor del enfrentamiento que opone el “mal mayor” al “mal menor” no deja otra opción. Si nos desentendemos invocando la pureza del incontamina­do, que suponen sería la nuestra, para eludir la opción de los dos males, la lógica de hierro nos persigue y nos señala: aun­que no lo queramos, estamos apoyando el mal mayor. El “pa­ri” de Pascal abandona la metafísica de la salvación en el más allá y reencuentra las condiciones de nuestra salvación política en el más acá. Hay que elegir, y eligiendo de este modo tene­mos todo por ganar –hasta el cielo del apoyo popular–. Y para lograrlo no tenemos ni siquiera que volver a inventar, como Pascal, el cálculo de probabilidad.

3. Los “justos intereses populares”, garantes de la objetividad La negación del origen, la tolerancia de la incoherencia que se nos pide y la inversión de la jerarquía del enemigo que convierte a la Junta Militar en “mal menor” constituyen a su manera un giro copernicano en el “aparato psíquico” de quie­nes pensaban la realidad de otro modo y, de pronto, ante lo inesperado, rectifican sus criterios, invierten la posición, se dan cuenta de que estaban equivocados y encuentran para dar­le su acabado que hasta la justicia, la única posible, la popular, está también de su lado:

Pero en verdad con esta nueva lógica el problema de los dos males desaparece: lo “bueno” y lo “malo” subjetivo se des­plaza, y lo justo objetivo, fuente de valoración, ocupa su lu­gar. Al ponerse a la diestra de los “justos intereses populares”, hasta el tener que elegir el mal menor se esfumó. La justicia distributiva, que distribuye lo bueno y lo malo, recae ahora en la apreciación justa del pueblo, que no teme mancharse las manos y le dice “sí” a lo bueno de Galtieri y le dice “no” a lo malo.

4. De cómo se nos revela algo “mucho más trascendente, complejo e importante” El contenido verdadero del enfrentamiento se hace visi­ble una vez que excluimos las falacias del origen y de la cohe­rencia a priori que enceguecía nuestra visión. Y cabe entonces desechar como un objetivo secundario, sin importancia, la in­terpretación que muestra esta “recuperación” de las Malvinas cual si fuera un pretexto político, nada más:

“No hay otra alternativa que examinar con cuidado y sin prejuicios qué es lo que está en juego en este episo­dio y cuáles pueden

“Un recurso extremo de las fuerzas armadas (argentinas) para apuntalar un gobierno que se derrumba frente a la disconformidad general. No cabe ninguna duda de que ambos gobiernos, el ar­gentino y el británico, encontraron en la cuestión de las Malvinas un magnífico pretexto para cubrir con el nacionalismo sus respectivas crisis internas. Más allá del pretexto que sirve a ambos gobiernos (Thatcher y Gal­tieri), sin embargo, la magnitud que ha adquirido el con­flicto tanto como las informaciones

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existentes respecto de las riquezas potenciales del Atlántico Sur y las hipóte­sis relativas al valor estratégico del mar Austral, inducen a pensar que lo que está en juego es algo mucho más tras­cendente, complejo e importante que lo que podría de­ducirse de los comentarios y apreciaciones más generali­zados acerca de esta guerra no declarada”.

miento hace más notorio el peli­gro de que la confrontación de las dos superpotencias se llegue a plantear abiertamente en el Atlántico Sur y por eso mismo coloca en primer plano la necesidad de impe­dir la extensión de la guerra”.

Y así, al deslindar los prejuicios subjetivos, tocamos por fin tierra firme, alcanzamos la materialidad de los intereses económicos, políticos y estratégicos que configuran el verda­dero marco de sentido de este enfrentamiento. Al poner la mi­ra en la destrucción de la Junta Militar argentina estamos apo­yando con ello la destrucción de las riquezas fundamentales del país. Porque en primer lugar está la cuestión de los recursos petroleros de la plataforma submarina del Atlántico Sur. Están también el “krill” y los nódulos minerales. Y, como si fuera poco, a los económicos se le agregan los intereses estraté­gicos: el pacto del Atlántico Sur u OTAS que terminaría por completar el de la OTAN. Y está, por último, el problema de la Antártida. Como se ve, “lo que está en juego es algo mucho más trascendente, complejo e importante”, y este carácter impre­visto de las condiciones económicas, políticas y estratégicas es lo que los lleva a apuntalar la inversión de la jerarquía anterior, que sostenía a la Junta Militar como el mal mayor, el enemigo principal en el interior de la propia nación. La negación de las falacias encuentra aquí nuevamente su justificativo material e histórico: transforma lo que antes era para los argentinos lo más importante –los actos de entrega de la soberanía del país, los asesinatos y las torturas, la ocupación militar– en menos importante frente a lo que, de pronto, se revela ocupando en la jerarquía el lugar de “lo más trascendente, complejo e im­portante”: “Todo esto demuestra que el de las Malvinas no es un conflicto absurdo o susceptible de ser atribuido exclusi­vamente a dificultades internas dedos países involucra­dos (...). Este convenci38

Lo cual nos revela que el Grupo de Discusión Socialista de México tenía la convicción, como se ve, de que las islas per­manecerían en poder de las fuerzas armadas argentinas como una conquista efectiva. Por eso se preocupan por la pérdida de lo que –creen– ya se ganó. Y es esta expectativa, la de conservar lo “reconquistado”, lo que les permite calcular las consecuen­cias negativas de un desenlace diferente.

5. Lo de las Malvinas no es una guerra sino una “recuperación” La trascendencia del conflicto de las Malvinas, lo que nos lleva entonces a esta inversión de la jerarquización, es la importancia que las islas tienen para estos enemigos de la Ar­gentina, Gran Bretaña y EE. UU.: “Si así no fuese, ¿por qué habría enviado Inglaterra dos tercios de su flota y arriesgado Estados Unidos la vir­tual liquidación de la OEA y del TIAR? (...) Para una y para otra, para explotar las riquezas petroleras e ictiológi­cas y para instalar bases, era necesario resolver antes el asunto de la soberanía, determinar en forma definitiva quién podía firmar las concesiones sin riesgos futuros para los beneficiarios. Esto es lo que no comprendió suficientemente el go­bierno argentino. No es que no estuviese dispuesto a cualquier entrega; sólo que al recuperar la soberanía de las Malvinas, de hecho, no las recuperaba jurídicamente para sí sino para el pueblo argentino en su conjunto”.

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Todas las razones que nos exponen tienen un único pre­supuesto: que las Malvinas fueron efectivamente “recupera­das” por la Junta para el pueblo argentino. Pero lo que nos abre la duda sobre este supuesto es la carencia absoluta y completa de base material para enfrentar un problema planteado no en el campo de la política sino en el de la guerra. La lógica políti­ca de la Junta Militar, que se siente fuerte con sus hierros, para “recuperar” las islas recurrió a la fuerza armada, es decir a los medios de la guerra. Planteó las primeras condiciones como cuando desplazaran al poder civil en el propio país: recurrien­do no a los medios jurídicos sino a los medios de la fuerza. Y la pregunta surge, a la venezolana: ¿con qué culo se sienta la cu­caracha? ¿Con qué se sienta la fuerza de nuestras fuerzas ar­madas? Porque aquí entonces sí que entramos en el delirio y la ilusión de la izquierda. Es la fantasía y la ilusión de la recupe­ración, la credulidad en la pura y efectiva fuerza material mili­tar sin moral. En otras palabras: su complicidad no en el cam­po de los hechos imprevisibles sino en el de la común ilusión que los liga a las dos; de haber caído ambos, la derecha y la iz­quierda, en la omnipotencia de la pura fuerza.

“La soberanía argentina sobre las Malvinas abre la po­sibilidad de una lucha popular en el interior del país pa­ra impedir que los gobernantes de turno la desbaraten en los hechos mediante la entrega. (...) Si los nuevos ‘paladines de la soberanía nacional’ as­piran a recuperar el prestigio perdido y hacer olvidar los daños causados al pueblo y al país porque han ocupado las islas, es tarea nuestra y de todos impedir que esa ma­niobra cuaje, separando por una parte lo que la Junta pretende confundir (la cuestión de las Malvinas y su po­lítica) y uniendo por la otra aquello que la Junta preten­de separar y dividir (las fuerzas populares)”.

6. La certidumbre de la “recuperación” abre un nuevo campo de acción Y esta ilusión compartida, como toda ilusión, abre un campo complementario de satisfacción. Al dar por sentada la efectiva recuperación de las Malvinas, este hecho ilusorio le confiere por fin a la izquierda argentina un ámbito de acción política. Dando por supuesto, sin falacias ahora, esta posesión, se inaugura un nuevo campo de acción donde seremos necesa­rios y habremos de desarrollar nuestro plan político como consecuencia de haber aceptado, realistas al fin, el resultado positivo de una guerra (digamos, por ahora, sólo de su primera parte) que nos permitirá retomar a la realidad.

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La izquierda recupera con el triunfo de la Junta, que sería un triunfo para todo el país, su tarea política: conectiva y dis­yuntiva, “uniendo” y “separando”; siempre corrigiendo el deber de los demás, su labor se prolonga desde la abstracta lógica pro­posicional proyectada ahora, al fin encarnada, sobre las cone­xiones y articulaciones dedo real. Siempre ocupa y necesita ocu­par el lugar que previamente otros le han de preparar, para el caso hasta la misma Junta Militar. Así también, de disyunción en conexión, desde el comienzo de su Declaración pretendió desbaratar un pensamiento crítico adherido a la complejidad de lo real separándonos del origen –la primera falacia que denun­cia– y luego separándonos de la coherencia a priori –la falacia terminal–. Y todo ello porque, desde el exilio, necesitaban conec­tarse, a toda costa, con la lejana realidad nacional.

7. La objetividad de lo “justo” se ratifica desde lo internacional La objetividad científica requiere sin embargo otras cau­ciones, esta vez externas: la inscripción de los nuevos hechos dentro de la coherencia del marco internacional. Si desde aden­tro del país el apoyo popular a los intereses calificados como “justos” es lo que les da la 41

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razón, ahora es el apoyo agregado de los países no alineados, de Cuba, de Nicaragua y del Frente Farabundo Martí los que cierran, corroborando lo bien plantea­do del problema, el horizonte de sentido exterior.

uniéndonos a los justos intereses internacionales, abarcar la di­latada dimensión internacional. Eran las falacias del origen y de las categorías a priori las que nos impedían ensanchar esta coherencia nueva que une indisolublemente, en un lazo de amor, lo nacional y lo internacional.

“Como en la fábula de Moratín, ‘es flaca sobremanera toda humana previsión, pues en más de una ocasión sale lo que no se espera’. Lo que no esperaban ni Galtieri ni sus acólitos era que la reivindicación de las Malvinas iba a ser ubicada en un contexto que le confiere un nuevo sentido, por completo ajeno a sus intenciones”. “Por eso el apoyo de los países no alineados; por eso el apoyo de Cuba o de Nicaragua o del Frente Farabundo Martí. No porque los militares argentinos hayan pasado a ser buenos: sino porque produjeron un hecho cuyas consecuencias ya no les pertenecen plenamente, aunque sin duda van a esforzarse por contrariarlas en toda la me­dida de sus posibilidades”.

8. La contundencia del nuevo hecho objetivo contradice la intención subjetiva de la Junta Militar

¡Extraño pesimismo este que va a buscar en la fábula de Moratín lo que antes el optimismo buscó en la razón de Marx! Que en más de una ocasión “salga lo que no se espera” no alcanza para declarar, como estando ya de vuelta, y cansados de la espera, a toda previsión humana. Porque tampoco esperábamos nosotros lo que la Junta no previó. ¿Deberemos abandonar nuestra propia coherencia? ¿Lo inesperado de la Junta de­muestra también acaso los límites de nuestra razón? Parecería entonces que era porque estábamos aferrados a los valores de lo bueno y de lo malo, a nuestra experiencia y a nuestro re­cuerdo y a nuestra razón –las dos falacias denunciadas– que la conciencia se revela sólo subjetiva, limitada a los prejuicios de su propio y restringido entorno y, en última instancia, a la fla­ca materialidad de su propio cuerpo. Por eso, ante lo nuevo, y las perspectivas que ahora vienen desde afuera, desde los países del tercer mundo y del socialismo, podemos incluirnos sin prejuicios abarcando hacia adentro los “justos intereses populares”, y con ellos todo el campo nacional; y hacia afuera,

Lo inesperado del hecho no sólo “le confiere un nuevo sentido, por completo ajeno a sus intenciones”: lo mismo pasa con las nuestras. Y por el hecho de que “ya no les pertenecen ple­namente” a la Junta Militar, pasan a pertenecernos a nosotros: a los justos intereses nacionales e internacionales. El hecho cam­bió su significación y adquiere una refulgencia objetiva, más allá de las intenciones de la Junta Militar. Lo subjetivo de la Jun­ta –las intenciones– se ve negado por la objetividad histórica del hecho, y lo subjetivo una vez más se independiza de lo objetivo. ¿La subjetividad de los militares quedaba entonces inscripta en “sus intenciones” nada más? ¿No aparece aquí una concepción de lo subjetivo como si estuviera, en tanto “intención”, escrito en el agua, mientras “el hecho”, en su objetividad, lo estaría en la contundente materialidad del metal? ¿No hay acaso una mate­rialidad política, económica y armada que haya forjado e ins­cripto “las intenciones” en la realidad? ¿Las “intenciones” de los militares son un flujo anímico sin otro sostén más que el cere­bral? ¿Esas “intenciones” no formarán tal vez un sistema material en el cual el hecho objetivísimo de la Junta –la “recuperación” de las Malvinas– quedó inscripto, con su destino, para siempre ja­más? Por eso el hecho recibe ahora, como una fulgurante estre­lla, soberbia en su destellante esplendor, el reconocimiento nue­vo que le atribuye un nuevo sentido: es reconocido como propio de la izquierda desde el campo nacional y desde el internacional. Su verdad, la verdad del hecho, reside en su nueva inscripción que se quiere material. Pero tiene la fugaz materialidad que le concede sólo el

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primer tiempo del juego: la ofensiva argentina sin defensiva británica, la ocupación por la Junta sin la recuperación por Inglaterra. La única materialidad que sostiene este hecho, fuera de las armas y los soldados que la ocuparon, queda limitada a lo ideal: el apoyo vociferado interior, y las declaraciones de afecto del campo internacional.

Si todo el mal acumulado, en cuya enunciación se com­placen para que no se piense que se lo dejó de lado, “marca ín­timamente la coyuntura actual” y por lo tanto definen así su significación objetiva, debemos reconocer sin embargo que la objetividad tiene un lado tremendamente bueno (la recupera­ción de las Malvinas), que es el trascendente y mayor, y otro “íntimamente” malo (la política represiva y entreguista mili­tar), cuya trascendencia es menor. Esa recuperación figura ob­jetivamente por lo menos al lado, pero en un lugar superior, a lo que sería para la coyuntura lo menos importante en la esca­la de la nueva valoración: la política represiva y destructiva in­terior. Lo que antes era lo más importante se convierte ahora, por un acto de la misma Junta, en menos importante y tras­cendente. ¿No nos habían adelantado, acaso, que el acto de la recuperación de las Malvinas “no se agota en el carácter sinies­tro de quienes lo promovieron”? La Junta Militar misma, por su acción, produce un acto que trasciende lo siniestro de sí misma, y para el caso ya no importa tanto el autor sino sus obras. Y obras son amores para quien sabe ampliar, más allá de las falacias, su patriota corazón.

9. La Junta Militar es mala, pero perder las Malvinas es mucho peor “Reivindicar en la actual situación la indiscutible sobe­ranía argentina sobre las Malvinas no implica (...) echar un manto de olvido sobre su política [de la Junta] desde 1976 hasta el presente. Por el contrario, para dar su sentido cabal a esa justa reivindicación se requiere como condición indispensable asumir una posición resuelta y clara de repu­dio a dicha política. La dictadura no es menos dictadura por el mero hecho de haber ocupado las Malvinas e izado en ellas la bandera argentina. En este sentido, la represión brutal y la opresión económica contra el pueblo llevadas al paroxismo a partir de marzo de 1976; los crímenes políticos de Videla, de Viola y de Galtieri tanto como los crímenes económicos de Martínez de Hoz, de Sigaut y de Alemann; la inexistencia de libertades y derechos políticos y la ver­gonzante, y a veces desvergonzada, intervención en Bolivia, en El Salvador, en Guatemala, en Honduras; la censura y la persecución culturales y el desempleo y el hambre; todos es­tos hechos, y muchos otros, marcan íntimamente la coyun­tura actual y por lo tanto definen también su significación objetiva. Decidir olvidarlos bajo la figura generalizante de la ‘unidad nacional’ supondría no sólo renunciar a la nece­saria labor de esclarecimiento que el momento exige, sino también suscribir la ‘versión política de los hechos’ que la propia Junta Militar pretende imponer y los objetivos que persigue con ella”.

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10. La sabiduría popular separa y diferencia como lo hace, exenta de falacias, la ciencia “No caben dudas –los hechos de todos los días lo de­muestran– que el pueblo argentino, espontáneamente y a través de las organizaciones políticas, sindicales y de derechos humanos, ha sabido y sabe separar y diferenciar. Está en manos de todos impedir que una justa reivindi­cación popular sea explotada en beneficio de la política entreguista y antinacional”. Pero la “falacia del origen” denunciada al comienzo con­tinúa siendo el obstáculo principal para entender esta nueva conducta política que exige separar y diferenciar. 45

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“Al comienzo de este documento hicimos hincapié en la falacia que consiste en confundir los orígenes de un hecho político con su desarrollo y con sus resultados. Cabe ahora añadir que evitar esa confusión e imposibili­tar que las consecuencias de este hecho político sean aquellas esperadas por quienes lo originaron no es algo que va de suyo sino que depende también de una tarea colectiva de esclarecimiento y de las iniciativas políticas que se impulsen”.

las fuerzas populares y los intelectuales progresistas necesi­tan, hoy más que nunca, para comprender el proceso ac­tual e incidir eficazmente sobre él”.

Habrá, pues, quienes se obstinen en negar esta solución porque para ellos el origen sigue tozudamente determinando el sentido político del término. Y porque según la segunda falacia también para estos obstinados la coherencia anterior sigue sub­iendo pese a la novedad del nuevo hecho, y se prolonga como apreciación actual respecto de la siniestra Junta Militar. Por el contrario, es el relegamiento del origen de la Junta lo que les permite a los miembros del Grupo Socialista apoyar el hecho inesperado producido por los militares. Y es la nueva coheren­cia, alejada de la anterior que lo era “a priori”, la que los ubica, inesperadamente, en esa nueva dimensión de la política abierta de golpe para la izquierda. Para que este nuevo camino se muestre, debemos leer ya en el campo objetivo de la política interna los signos anuncia­dores de esa nueva coherencia y de esa nueva discriminación:

¿Y si esto tampoco fuese tan cierto? ¿Y si las Madres de Plaza de Mayo, por lo que sabemos, se niegan a discriminar? ¿Y si estas expectativas, dadas como ciertas, también formaran parte de la ilusión proyectada sobre la lejana tierra de la patria para justificar vuestra posición?

11. La ilusión de la izquierda coincide con la ilusión militar Por encima de la estrecha subjetividad individual, aferra­da al recuerdo, a la experiencia decantada, a la razón verificada, se abre la nueva objetividad política, la que proclama la “bon­dad” de los hechos pese a las siniestras intenciones de la Junta Militar. “Decíamos al principio que no se trataba meramente de optar entre ‘los malos’. Esperamos que haya quedado claro por qué. Después de 149 años de reclamos continuados y de 17 años de negociaciones infructuosas, la dictadura militar argentina tomó imprevista e inconsul­tamente entre sus manos una reivindicación nacional que no por eso ha dejado de ser justa”.

“La Madre de Plaza de Mayo que, agitando una ban­dera argentina, defiende nuestra soberanía sobre las Mal­vinas al mismo tiempo que sigue reclamando por su hijo desaparecido; el obrero cesanteado por Mercedes Benz que denuncia a la vez la agresión inglesa y la política eco­nómica del gobierno militar; las multitudes que con sus estribillos atacan al imperialismo norteamericano sin de­jar por ello de pedir el fin de la dictadura de Galtieri: he aquí hechos y acciones que señalan el camino, que expre­san concretamente la madurez y la lucidez política que

Es cierto: nos habíamos hecho viejos de tanto esperar. ¡Deberemos entender entonces que la crítica que el Grupo de Discusión Socialista dirigió a la violencia guerrillera por recurrir a la guerra y no a la democracia, era mala sólo porque fue ineficaz? (Ellos también querían recuperar las armas para el pueblo: ¿por qué no los dejaron entrar en los cuarteles en paz?) La violencia de la dictadura, cuando produce un hecho positi­vo y resulta eficaz es una violencia buena: no hay nada que reprochar. ¿O queremos ocultar que es una guerra y por eso la llamamos “recuperación”? La democracia política no sería

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entonces una condición esencial para resolver los conflictos: la guerra es un recurso adecuado cuando el resultado coincide con lo justo. Y pensamos entonces que nos quieren decir que debemos aceptar la democracia no porque sea esencial a la so­ciedad civil y nos permitirá alcanzar los objetivos por las bue­nas, sino que sólo la admitimos como un mal menor cuando no tenemos la fuerza para imponer nuestra voluntad. Y por eso, cansados de esperar el cambio, hasta aceptamos la fuerza impuesta por la voluntad de la Junta Militar. Sucede que, para la perspectiva ilusoria del Grupo Socialista, el acto violento ejecutado por la Junta, que prolongó ha­cia afuera la prepotencia impune armada interior, no era un acto de guerra: era una “recuperación”. Es otra apariencia e ilusión la que aquí impera y, como decíamos antes, nuestros amigos toman del proceso temporal de la guerra sólo el acto puntual comenzante, el “hecho” que “parecería” ser sin violen­cia –no matamos a ningún inglés, declaró la misma Junta que mataba impunemente argentinos adentro– pero no la totalidad de los actos que le dan su acabado, y que es la resistencia inglesa a la agresión. Aquí, en la descripción de este hecho, no se trata ni de lo bueno ni de lo malo, sino de comprobar que son las leyes de la guerra las que fueron convocadas en el juego. Y este juego hay que tener con qué jugarlo. Y esos dos aspectos, la ofensiva y la defensiva, son los que constituyen la unidad del acto de guerra. Cayeron en la trampa de pensar que, como en la sorpresa de la ocupación no hubo realmente resistencia, no habría guerra. Creyeron, compartiendo la ilusión de los mili­tares de la Junta, que de este enfrentamiento sólo se quedarían con la primera parte, la ofensiva, que no habría esa segunda parte que se llama defensiva, que no habría entonces que pe­lear: era, una vez más, un paseo impune militar.

ser calificado de demencial, esos medios incluyen el envío al Atlántico Sur de armas nu­cleares, que el almirante de la flota inglesa puede utilizar si lo considera necesario”. Y desde la ilusión compartida con la Junta de una ofensi­va armada que invadió por la fuerza las islas y llevó allí sus tro­pas de ocupación, llaman “demencial” al segundo momento inevitable de la defensiva inglesa que, si no somos niños que ju­gamos a la guerra, era algo absolutamente inevitable, puesto que sucedió. Con lo cual se hace visible que ambos, tanto la Junta Militar como nuestros amigos de México, participaban de la misma ilusión. Que ambos quedaron sorprendidos de que los Estados Unidos apoyaran una guerra colonial, y que por lo tanto ambos participaban también de esa ilusión: que los ingle­ses no deberían ser excesivamente malos, ni los norteamerica­nos tan traidores a nuestros intereses nacionales. Que ambos estaban –y la lógica a priori, de haber sido sostenida y no negada como falacia, se los pudo hacer prever, y el origen negado se los podía hacer entender– compartiendo la misma categoría de la impunidad en el ejercicio de la fuerza: que ambos estaban fuera de la realidad. Desde allí este idealismo se prolonga en las consecuen­cias políticas de una acción necesariamente ineficaz, que recupera de la materialidad de los acontecimientos sólo la pro­pia voz y las propias palabras y la propia teoría que le sirve de único fundamento. La realidad, en su crudeza demencial, lo probó. Pero no se trataba de demencia: era preciso leer la re­alidad desde los poderes efectivos y desde las fuerzas, descar­tando la ilusión de la Junta Militar que al parecer invadió también la cabeza de la gente de izquierda.

“Luego de un simulacro de mediación, Estados Uni­dos ha cerrado filas con Inglaterra para impedir por to­dos los medios que Argentina recupere los territorios que le fueron arrebatados por un acto de rapiña colonial. En un gesto que sólo puede

“Ya se han perdido vidas jóvenes de uno y otro lado en este enfrentamiento. Ya se han perdido también cuantio­ sos recursos cuya reposición supondrá enormes sacrifi­cios, especialmente para un país en crisis como la Argen­tina. No hay que dejar que esta situación se prolongue ni un segundo más.

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Hay que marchar, peticionar, denun­ciar para poner fin a este conflicto. 1) LLAMAMOS a todas las fuerzas progresistas del mundo para que se movilicen por el inmediato cese de la agresión imperialista en las Malvinas: debe negociarse de inmediato la paz, con el retiro de las fuerzas colonialistas inglesas y el mantenimiento de la recuperada soberanía ar­gentina sobre las islas. 2) ADHERIMOS a todos los sectores populares de Argentina que luchan para que no sea entregada una so­beranía que se está reconquistando con la sangre y el es­fuerzo del pueblo, mientras el gobierno sigue haciendo pagos a los ingleses para preservar su “buen nombre” y ni siquiera ha roto sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Continuemos sin claudicaciones en la lucha por la plena autodeterminación. Hay que exigir la inmediata nacionalización de las empresas inglesas y norteamerica­nas que siguen medrando en Argentina. Debe irse el go­bierno militar que nadie eligió y, con él, un ministro de Economía que está al servicio de los mismos intereses que ahora agreden militarmente al país. Debe cesar la repre­sión en todas sus formas y deben aparecer los desapareci­dos. Debe restablecerse la democracia en la Argentina”. México, D. F., 10 de mayo de 1982

las certezas más cruciales–, se encuentran nuevamente solos por un lado y, por otro, muy acom­pañados: por una enorme frustración nacional. Y lo que aspiró a la destellante luz de lo más objetivo y verdadero se revela ahora puramente subjetivo, ilusorio y desgajado de esa inscripción po­sitiva en la realidad a la que al fin habrían de alcanzar. El final de la lección de la fábula de Moratín los vuelve a situar, una vez más, en el mismo lugar, pero ahora compartiendo esa sorpresa con la Junta Militar: también para ellos en esta ocasión vuelve a salir de los hechos lo que no se esperaba. Salió lo que no se esperó: la ren­dición y la entrega. Cuestión de nunca acabar. Y nos preguntamos: ¿qué pasa si volvemos a recuperar como cierta, y no como falsa, la “falacia” del origen? ¿Qué pasa si volvemos a revalorizar cierta racionalidad que fue llamada “a priori” sólo porque no podía prever por dónde habría de saltar la liebre, aunque alcanzaba al parecer para prever qué habría de pasar cuando salió? Es esto justamente lo que quere­mos considerar en lo que sigue.

12. La suprema objetividad, defraudada, los devuelve a la subjetividad abandonada Y esto es lo dramático y lo paradójico de semejante docu­mento: comenzaron echando por la borda los propios índices subjetivos, renunciaron a lo más propio para abrirse a una di­mensión objetiva, colectiva y nacional. Había que pagar un pre­cio y ese precio fue pagado. Luego de todo este abandono y re­nunciamiento que se creyó justificar teóricamente como si no fuera tal –los índices más propios, 50

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III De cómo hay que pensar para no ser un traidor 1. Tolerar la incoherencia para evitar la traición Quienes hayan leído con atención las citas colocadas en el comienzo de este trabajo seguramente habrán tenido, como yo, dos sentimientos contrapuestos y antagónicos: uno, lo que esta declaración tiene de común con muchas de las que fueron formuladas, dentro y fuera de la Argentina, para defender la “recuperación” de las islas emprendida por la Junta Militar; otro, la extrañeza de encontrar planteado en esta, a diferencia de aquellas, un fundamento teóricoepistemológico, un sueño “científico”, sobre el cual lo que en las demás era una afirma­ción sustentada en el sentido común se convertía aquí, te­niendo el mismo contenido, en una afirmación basada en “la ciencia” y en la previa refutación teórica de quienes podían sustentar una posición política opuesta. Se nos solicitaba así un compromiso político desde el exilio, y la fundamentación lógico-científica no estaba alejada de la intención de motivar nuestra disposición. Contrariado por el hecho de que mi posición, una entre otras, cayera justa­mente dentro de las falacias denunciadas, y no pudiendo sin embargo abandonarla, traté de esbozar una respuesta que cumpliera dos designios simultáneamente: enfrentar la pre­sunción de cientificidad con la que se nos conminaba a pensar bien, y para hacerlo tener que plantear un punto de partida aparentemente no científico: defender nuestro deseo –“desear el fracaso” de esa acción guerrera, recriminan– que nos habría llevado a pensar mal. De allí la pregunta que nos debemos formular: ¿qué sig­nifica en el campo del compromiso político esta decisión meto­dológica planteada como único criterio para alcanzar la máxi­ma objetividad? No se trata sólo de que denuncian, que además de la lógica a la cual escaparían tienen su ralente de moralidad: falacia es también fraude, engaño 53

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y hasta hábito de emplear fal­sedades en daño ajeno. Las falacias del origen y la falacia de la coherencia a priori se inscriben simultáneamente en el campo de la ética y de la lógica, y nos quiere decir que pensar mal es lo mismo que pensar el mal. La gravedad de la situación era de peso. Ambas falacias desvirtuaban la comprensión de algo evidente para muchos pero al mismo tiempo equívoco para otros: aceptar o rechazar la “recuperación” de las Malvinas emprendida por la Junta Mi­litar. Y al rechazarla nos precipitábamos en el infierno al in­fringir la ley del razonar verdadero pues, como pensar mal era pensar el mal, nos convertía en traidores a la causa nacional, porque, implícitamente, al oponernos a esa “recuperación”, optábamos por “el frente imperialista anglosajón”. Así, la in­fracción a los postulados de esa lógica objetiva nos arrojaba ne­cesariamente en la traición. Extrañamente, en este comienzo del discurso teórico-po­ lítico encontramos los elementos básicos de todo juicio penal: la ley por la cual debemos regularnos; la transgresión que nos califica sin atenuantes de culpables; y la condena por traición a la patria y a la revolución. Ese foso de los leones al que esa polí­tica nos condenaba era producto sólo de una cosa, cuya grave­dad se mide por las consecuencias a las que conduce, pero que aparentemente está situada en el campo de la reflexión teórica nada más: haber afirmado la falacia del origen y de la coherencia a priori como fundamento de ese deseo que era el nuestro: el fracaso de la aventura armada de la Junta Militar.

se las presenta como las más científicas y las más críticas? Ese lugar tal vez estaba también presente en aquello mismo que lo silen­ciaba: allí donde los autores asientan más sólidamente su crite­rio de objetividad, allí mismo donde se trata de encontrar la ga­rantía que los excluya del subjetivismo afectivo y de la irracionalidad: en las falacias propias que esconden tras las fa­lacias ajenas y en la pretensión de certidumbre que les concede el uso habitual de la “ciencia” profesional. Es allí, pensábamos, donde se debe de esconder y ocultar el fundamento de la deci­ sión más personal, más subjetiva, precisamente ese que por in­cómodo se pretendía radiar, el lugar de residencia donde apa­recen como un signo a descifrar las señas particulares del que piensa: allí donde anida el deseo, excluido de determinar la ver­dad, en el momento mismo en que se está tratando de desco­nocerlo, para que desaparezca. El deseo es lo subjetivo, es el mal que nos lleva a pensar mal. Se trata, pues, de legitimizar por medio de la razón una determinada faceta del poder, no sólo del que aparece en el mundo exterior sino también del poder propio, de las propias potencialidades que entran en contradicción con aquel. Se tra­ta, en el modo de organizar la lógica del pensar, de recortar lo real y justificar la participación de los hombres en él. La teoría aparece así como un modo de ayudar a “construir” la realidad política. Y por eso nos preguntamos: ¿qué realidad es la que nos ofrecen construir desde el exilio, y desde dentro del país, aquellos que han ratificado y justificado la “recuperación” de las Malvinas hecha por la Junta Militar como si se hubiera tra­tado de un “legítimo interés popular”?

2. Pensar científico y subjetividad Porque, pese a la lógica, algo nos sonaba mal en este dis­positivo para pensar bien. Algo nos extrañaba por su ausencia: adónde ir a buscar las motivaciones en la toma de posición po­lítica? ¿Dónde buscar –porque necesariamente en algún lugar habría de estar– el compromiso racional y afectivo que funda­menta también la decisión política, las “razones del corazón” que parecía como si no existieran, precisamente cuando 54

3. Detrás de las falacias se esconde el deseo del mal Así entonces –quedábamos– los que hemos caído en las fa­lacias no podemos sino optar “por el frente imperialista anglosa­jón”. La operación que comenzó luchando lógicamente contra las falacias culmina, como vemos, en la atribución moral hacia quienes osan regularse 55

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“exclusivamente” por el origen de la Junta y del Proceso, y por una antigua coherencia que se niega a ver la novedad: seremos traidores a los “justos intereses populares”, a la causa del pueblo, a la causa de la revolución latinoamericana y del tercer mundo todo, mientras que sus autores, por haber teni­do el coraje de refutar estas falacias, no. Lo que separa la traición ajena de la devoción propia no es, como se ve, nada más que una declaración. El terror también se cuela en el discurso político y al falaz se lo ajusticia, naturalmente en el papel. Así, luego de la lec­tura de ese documento, deberemos –recuerdo de otros juicios más célebres– reconocernos y sentirnos culpables porque sus au­tores nos han revelado el sentido “objetivo” irrefutable, y la ver­dad histórico-política, aunque inconsciente, claro está, de nuestra opción. Así sucedió con lo que muchos han sentido y prefirieron entonces callar. No nos dábamos cuenta de que era la falacia del origen y de la coherencia a priori la que nos expelía fuera del cam­po de la realidad, “más allá del conflicto”, donde “todos son ma­los”. No nos dábamos cuenta de que nuestra posición era tam­bién una manera de optar, ingenuos de nosotros, por el mal. Eso es lo que nos convierte objetivamente en traidores, pues al recha­zar esa “recuperación” de las Malvinas estábamos contribuyendo al triunfo de “los malos más fuertes”, es decir, al triunfo del fren­te imperialista anglonorteamericano. Pero tal vez sea necesario comenzar a situar las cosas donde debieran estar. Reconocer, más modestamente, que viviendo en el extranjero sólo estábamos en la platea de esos acontecimientos, y que nuestra declaración no es la de un combatiente en el conflicto: convidados de piedra queriendo hacer valer nuestra carnalidad, no podemos más que sugerir y sumar fuerzas simbólicas en las pocas páginas de una declaración trazada en el papel. Pero sin embargo algún poder les da: la traición circula por la palabra, estamos también nosotros en una guerra de posiciones donde la frase es barricada y el epíte­to un misil. El proyectil de acero y fuego estalla en la batalla con su poder real que aniquila la vida; la palabra escrita, para no ser menos, estalla a su manera con su terror simbólico y aniquila al opositor con la sugerencia de su traición. 56

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4. ¿Y si el deseo no fuera irracional? Pero puesto que los autores de la declaración de México, el Grupo de Discusión Socialista, para apoyar la recuperación de las Malvinas por la Junta Militar, han escrito un largo tra­bajo de diez páginas para justificar su posición y esclarecer con ella a los demás, y porque esta declaración tiene un sentido teórico-político que les concede el valor de actuar como con­ciencia pensante de los que desde el exilio agregan al proceso político esa perspectiva complementaria con la interna que les da la distancia, y les acercan así a los otros, a los que están den­tro del país, una manera de ver y un apoyo que les devuelve esa perdida unidad, es por eso que quizás valga la pena que nos aclaremos algunos términos, cosa que al volver también nosotros a la Argentina el retorno no nos encuentre a algunos en pecado mortal de traición. ¿A quiénes? A aquellos que, preci­samente, no deseamos el triunfo militar de las fuerzas armadas argentinas. Porque –hay que decirlo– resalta que lo que yo pienso roza vuestros obstáculos epistemológicos, caigo en am­bas falacias –la del origen y la de la coherencia a priori– y por lo tanto en lo que ustedes llaman caer en una falsa coherencia a partir de dos falsos principios. Declaro humildemente (hoy que es 20 de mayo de 1982):1 he deseado el fracaso de la gue­rra emprendida por los militares en las Malvinas. Según uste­des, y los militares y las clases populares a quienes objetiva­mente vuestro juicio se une, seguramente soy un traidor. Y ustedes, para ellos al menos, ya no lo son. Pero, como ven, ni mi deseo ni el razonamiento de ustedes contribuyó mucho ni al triunfo ni a la derrota. La única diferencia es que la realidad coincidió con mi deseo, puesto que los militares argentinos fue­ron derrotados, y debo según ustedes asumir la culpa de ser traidor a la patria mientras que a ustedes, a quienes por lo demás la realidad les negó la razón, los salvó. Sólo hay una cosa que es clara y paradójica a la vez, y que es el 1. Esta respuesta fue escrita en esa fecha como si el resultado fuese ya dado: tal era la convicción de la derrota percibida y comprendida desde el exterior. 57

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tema de este trabajo: que un deseo, ligado a las falacias del origen y de la coherencia a prio­ri, esté más en la verdad que vuestra razón. Yo soy culpable, co­mo muchos otros que no pueden hablar, de haber deseado más bien el no-triunfo militar argentino: hay que conservar el ma­tiz, y no por eso nos caemos de la realidad. ¿Se tratará tal vez de una astucia de la lógica modal? Ustedes en cambio están li­berados de toda culpa por haber deseado lo opuesto al desear el triunfo de la Junta Militar. Pero aclaremos una vez más: ni vuestros deseos ni los míos determinan para nada, desde afue­ra, al acontecimiento. A lo sumo es un índice de nuestra inserción contradictoria ante un acontecimiento histórico que nos tiene, a la distancia, dentro-fuera de él.

entre nuestros deseos y aún siento, les confieso, un no sé qué de culpa y de desazón, la vergüenza quizá de quien se queda solo. Porque habría coincidencia entre el deseo vuestro y el deseo del pueblo argentino y el de los militares, cosa que en mi caso no sucede. Mi deseo me condena a caer fuera de la realidad dese­ando y sintiendo y pensando contra ella y en oposición a ella: traicionando desde mi pequeña y mezquina corporeidad que no sabe sino desear el mal. Y lo que sería mucho peor: no puedo sino pensar el mal. Que por lo tanto es falaz en un campo –en el del pensamiento– y mezquino en el otro –en el de su de­seo–. En suma: objetiva y subjetivamente, un traidor.

6. La verdad histórica asumida en el deseo 5. El deseo y la traición Las cosas fueron bien planteadas por ustedes desde el co­mienzo: el problema es el de la culpa por desear. “Desear su fra­caso”, nos señalan: el fracaso de la ocupación de las Malvinas. Pero ustedes también han tenido que desear, han tenido que ha­cer que una prolongada reflexión crítico-epistemológica se con­vierta en deseo, y por ello han podido desear su éxito. ¿Deseo subjetivo y a priori contra un deseo objetivo, y trabajoso y fun­dado, a posteriori? Razón de más para decir tal vez que la razón estaba de más, y que es necesario volver a encontrar, tanto para ustedes como para mí, la permanencia de un deseo no negado en la apreciación de la realidad. Así entonces, deseo por deseo, ustedes también han tenido que desear: sólo que han deseado su éxito. Y, como buenos intelectuales que nos movemos tratando de justificar nuestros deseos en el papel, reconozcamos que no estamos haciendo otra cosa que justificarlos y a veces hasta alie­narnos al deseo ajeno. Pero vayamos más lejos aún y pongamos las cartas sobre la mesa. Lo confieso: yo deseé la derrota de la Argentina en el mundial de fútbol, cosa que ustedes no. Yo de­seé que los militares argentinos no ganaran en la guerra de las Malvinas, cosa que ustedes no. Mido todo el abismo que se abre

Pero veamos un poco más de cerca esto del deseo que nos prolonga hasta la realidad política en la cual la falacia del origen y de la coherencia a priori determinan necesariamen­te nuestra traición. ¡Falacia del origen, la llaman ustedes! Re­conozco el origen que está presente determinando mi deseo: el terror impuesto por nuestros militares, la muerte y desapa­rición de decenas de miles de compatriotas, la entrega de la riqueza del país y de sus habitantes, la tortura, la humillación y el embrutecimiento como formas de dominio sobre la so­ciedad civil. Ustedes también lo saben y repudian, igual que yo: ahí no radicaría nuestra diferencia, según leo. La diferen­cia está en mantener como fundamento del desear ese origen que se prolonga hasta la actualidad. Todo esto, sabido y sen­tido, debe ser acallado a nivel del deseo, porque ese origen, calificado ahora de falacia por la sana razón, se ha convertido en un impedimento para aprehender en verdad la novedad del acontecimiento que con la guerra de las Malvinas se de­sencadenó. ¿Qué razón sería esa alimentada por la venganza y el rencor? La verdad científica es neutra y pura: no tiene ni sabor ni olor. Es entonces cuando cabe preguntarse: ¿qué es el deseo?, ¿qué lo constituye?, ¿con qué se alimenta?; ¿hay tránsito desde el deseo

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pasado hacia el deseo actual?; ¿qué tiene que ver el de­seo con la razón? Si ustedes tuvieron que alejarse de la Argen­tina, digamos, al menos, para salvar la vida del destino aciago que otros, miles de otros, no pudieron eludir, ¿de qué pasta es­tá hecho el deseo de ustedes que olvida el origen presente en nuestra propia sensibilidad –imaginación, afecto, terror, pre­sencia de la muerte de compañeros, amigos y compatriotas baleados o torturados o arrojados desde helicópteros, vivos, al mar por los propios militares argentinos? Si esta experiencia crucial que fue la nuestra constituye un índice irrenunciable de mi inserción en la historia y por lo tanto en la realidad, ¿có­mo han hecho ustedes –puesto que todos tenemos amigos, compatriotas al fin, que murieron asesinados por la crueldad de esos militares que ahora ubican en el plano político–, cómo han hecho ustedes para silenciar el deseo de que sus autores fracasen? ¿Cómo han hecho ustedes para silenciar al menos en un comienzo esta emergencia del antiguo deseo, ese que per­manece en el origen y que por un momento debe haber vibra­do y animado fugazmente vuestro cuerpo como un anhelo y un afecto que arrastraba, con su recuerdo, un índice irrenun­ciable de verdad? ¿Cómo han hecho ustedes para acallar la pre­sencia imborrable de la tortura y la muerte que segó la vida y tuvo esos ojos que ya ni lloran por los nuestros, cómo han hecho para transmutar ese deseo elemental y convertirlo en su contrario al transformarse en deseo político, salvo la falacia del origen en la cual yo caigo y ustedes ya no? Culpable, sí, de de­sear en lo político, y no sólo allí, la derrota, lo confieso. ¿Pero ustedes? ¿Culpables acaso de haber acallado en vuestro cuerpo y en vuestra conciencia la elemental coherencia que mantiene la presencia del asesinato y del terror en la política, esa incohe­rencia que ustedes dicen que hay que tolerar, pero a la cual yo no puedo renunciar? Pero sobre todo –fuera ya de todo pate­tismo– de no mantener ese origen, relegado como falacia ra­cional, en tanto fundamento explícito y metodológico de vuestra posición teórica que abandona lo más propio como si fuera lo más irracional. Si ese origen queda excluido, y no se reconoce como fundamento del deseo en relación con lo que

está pasando en la Argentina, sospecho –y trataré de mostrar­lo– que ese contenido y esa experiencia crucial desaparecen como índice de realidad del fenómeno político, y vuelve a su­mirlos en una falsa política, y en un error mucho más temido por sus consecuencias futuras que el que cometen los que sien­ten y piensan como yo.

Se trata de comprender, como ustedes dicen, “qué es lo que está en juego en este episodio”, para lo cual hay que dejar, nos piden, los “prejuicios de lado”. ¿Prejuicio, entonces, este juicio que viene también de las vísceras y del corazón? ¿Prejui­cio este deseo de que los asesinos y torturadores y los destruc­tores de nuestro país sean destruidos a su vez, como enemigo principal que son, para evitar que prosiga y triunfe esa des­trucción? Los cuatro jinetes del apocalipsis no hubieran hecho con nuestra patria lo que hicieron con ella nuestros militares si con sus esqueletos trajeados de colores hubieran atravesado toda su geografía sembrando la destrucción. Prejuicio, entonces, el que está en el fundamento de nuestro razonar: visceralmen­te aquello que ustedes, que “examinan con cuidado y sin pre­juicios”, pueden deslindar, anestesiar, tal vez, y evitar sentir pa­ra poder pensar. Con ello logran algo muy importante en la tarea intelectual: desplazar el sentir de vuestro cuerpo como si fuese un falso índice de objetividad y verdad, para pasar a pen­sar sin prejuicios y con cuidado. Con cuidado de no suscitar el afecto como índice, que la conciencia política señala como un prejuicio y el “diktat” teórico como falacia: el mal del origen convertido, para los que lo sufrieron, en origen del mal. Por eso hay una incoherencia que ustedes dicen que hay que so­portar para pasar a otra nueva coherencia. Y esa incoherencia, que sería el dictamen de la duda y de la razón sobre la certi­dumbre de nuestro sentir, aparece como un momento de tránsito que la razón registra, y sólo quiere decir: es el momento oscilante y ambiguo en que la razón rompe sus amarras con la afectividad, y se

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7. Los prejuicios del corazón

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queda en el aire, sin cuerpo propio que la sus­tente, para iniciar desde allí un nuevo derrotero que tomará cono índice de la reflexión sólo a la ciencia objetiva y a la pu­ra razón. Y ese momento de incoherencia que nos piden es precisamente lo que no queremos, no podemos ni debemos soportar, porque –y esta es la diferencia con ustedes– no cre­emos que nos lleven a terminar ni en la falta de razón ni en la irracionalidad. Nos lleva, eso sí, a ver y percibir la realidad de un modo diferente, y a abrir una distancia entre el proyecto político que es el de ustedes y ese otro que sería el nuestro.

supremo bien, “los justos intereses populares”, más allá de los espejismos antropocéntricos que nos llevaban a elegir, cautivos como estamos de un deseo subjetivo y hasta pequeño-burgués por carecer de esa referencia respecto de la cual se lee el sentido histórico de toda verdad. El deseo, todo deseo, es por definición solipsista y se afirma, pretencioso, contra la objetividad “científica”. Pero ¿somos marxistas o no? ¿Qué duda cabe en la elección? ¿Aferrarnos al propio deseo, tachado de subjetivo, ligado al origen y a una coherencia anterior convertida falsamente en ley de toda realidad? ¿O desear con el deseo de las masas, que tiene respecto del nuestro una deste­llante objetividad política e histórica, que es la categoría funda­mental por último encontrada, que le permite al científico coincidir por fin con lo real fuera de toda duda y denunciar al mismo tiempo las falacias lógicas de nuestra razón individual? Nuestra razón subjetiva partiría de un deseo aislado, que de pu­ro viejo y empecinado se quedó atrás: desear la derrota de los militares argentinos. Y así, de paso en paso, esta derrota arras­tra, de ser mantenida como deseo no superado, otra mucho más importante que aparece de súbito produciendo un cambio ra­dical de ubicación en nuestra azarosa y miope posición: ese de­seo nuestro de fracaso, determinado exclusivamente por el ori­gen y proyectado sobre los militares argentinos, se convierte inesperadamente en su contrario: en el deseo de fracaso de “los justos intereses populares”. ¡Carajo con nuestra desdicha y nuestra constancia! El destino de nuestro deseo, como en la tra­gedia antigua, nos lleva necesariamente a realizarlo, sin poder soslayarlo, pero alcanzamos con ello nuestra propia destruc­ción. Porque al afirmar nuestro deseo contrariamos, de puros subjetivos y soberbios en nuestra venganza, el deseo popular. Otra vez entramos en la historia con el pie cambiado, mal.

8. ¿Dónde buscar el criterio de la verdad política? ¿Qué es lo que está en juego?, nos preguntamos con uste­des. La situación es indudablemente confusa, y esperamos del análisis la claridad. Como toda ayuda en los momentos difíciles para alcanzar la verdad que defina la justa posición y nos aleje del error, de la traición y del mal, es preciso ordenar lo confuso, unir diversas perspectivas en una síntesis que traiga los múlti­ples aspectos de esa espesa realidad, tenerlos presentes para discriminar su sentido. Lenin ha muerto. Marx casi ha sido vuelto a sepultar, Gramsci y Mao también desaparecieron: hasta el mismo Perón se nos murió. Hay que alcanzar los nuevos crite­rios que nos sirvan de guía a los que hemos quedado huérfanos de dirección. El problema: ¿quién los ha de suplir, cuál ha de ser nuestro índice regulador? ¿Cuál ha de ser nuestra brújula allí donde impera la confusión, porque al parecer ni el origen anti­guo ni la coherencia anterior son capaces de dar cuenta de la realidad actual? La dimensión creadora de la historia, la astucia de la razón deshizo nuestras certezas y emerge de pronto rom­piendo la lógica en la que creíamos estar inscriptos y nos lleva a elegir inesperadamente, si no sabemos discernir lo que aporta de nuevo, por la traición. Ese índice según ustedes es sólo uno y con la novedad tiene muy poco que ver, pues coincide extrañamente con las enseñanzas que el marxismo tradicional nos proporcionó: alcanzar el 62

9. Las masas, índice externo de la verdad Porque de eso se trata, una vez más: de no alejarse de las masas argentinas porque –recuerdo torturador para alguna izquierda– habiendo 63

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una vez contrariado a Perón, nos alejamos de lo que fue su triunfante decisión histórica. Tomémoslo de ejemplo. Otra vez se trata aquí de aquello mismo que, según se nos critica, nos sucedió: no apoyamos en su momento el deseo de las masas argentinas, nos mantuvimos adheridos a nuestros deseos, y por lo tanto no deseamos el triunfo de Perón. El triun­fo de Perón fue un deseo de las masas argentinas que verificó lo bien fundado de la elección popular, puesto que la nuestra al no apoyarlo implicó –a su manera– una traición. Pero leamos aho­ra las cosas desde el término: de aquella traición, ya verificamos que no elegimos objetivamente por los enemigos de la patria al no elegir a Perón. Seguimos consecuentemente nuestra tarea de comprender el sentimiento de nuestra historia, y pese a que las masas reencontraron su destino con Perón, y pese a que algunos intelectuales arrepentidos de su deseo engrosaron este apoyo, fracasaron todos estruendosamente llegando a la implantación de la dictadura más feroz que Perón haya, con su fracaso y su modalidad política, producido. Pero ahora ya no. Nos persigue aún un vago relente de culpa desde el fondo del corazón que está, como sabemos, a la izquierda: nos alejamos de las masas y por eso en su momento no triunfó definitivamente Perón. Si las masas hubieran en­contrado su apoyo en la izquierda, que hubiera debido apoyar más decididamente a Perón, otro hubiera sido el cantar. La consigna actual, pues, que nos dicta la culpa de nuestra pasa­da indecisión: no separarse nunca más de las masas, apoyarlas en cada decisión. Seguir humildemente el camino que ellas nos señalan, que es el verdadero, habiéndose demostrado lo falso que era ese otro que se apoyaba en nuestro deseo. Y man­tengamos entonces como criterio crítico esta cercanía que nos acerca al mismo tiempo a la verdad. Sólo que ¡ay!, habrá que negar nuestro deseo, puesto que nuestro deseo las contraría una vez más al desear que fracase la recuperación de las Malvinas emprendida por la Junta Militar. Pero, una vez más, ¿qué tiene que ver el deseo de fracaso o de triunfo en todo esto, en nuestra oposición tan enfrentada y radical?

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10. La lógica de la eficacia y la lógica de la verdad Primero, reconozcámoslo, existe una certidumbre a la que adherimos que nos señala la aprehensión de una lógica com­pleja en los procesos históricos y que de alguna manera espera­mos verificar. Y es la que afirma que no hay separación entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual y lo colectivo, y que el sentido de la historia arrastra un limo elemental que nutre y da coherencia al acontecimiento y le confiere esa densidad que hace que la historia humana no sea una historia natural. A ries­go de pecar de ingenuos en estos tiempos de desgracia, de des­confianza e incertidumbre, diríamos más aún: creemos que hay una lógica compleja y aún oscura que liga el mal con el fracaso y el bien con la verdad. Que nuestra posición ética es nuestra posición política, pero al mismo tiempo proclama algo más fundamental: que la verdad del acontecimiento, inscripta en la realidad, anima y se refiere a la densidad de todo lo que en él se produce. Y que la eficacia –la utilidad podremos decir– de la lu­cha política no puede inscribirse en la realidad a costa de ocul­tar la presencia de algunos contenidos como si estos, formando parte de ella pero no siendo comprendidos por la masa, pudie­ran ser excluidos. Para decirlo en otras palabras: creemos que la eficacia pasa por la verdad. Pero no de la verdad que se les ense­ña que hay que decir a los niños, sino de otra más particular: aquella que debemos decirnos a nosotros mismos. Porque no se tra­ta aquí simplemente de reconocer la existencia escrita, proclamada, proferida –¿simbólica se dice ahora?– del hecho mencionado sólo como una presencia en el papel de aquello que reconocemos como habiendo, sin embargo, existido. Vuelvo a hablar del deseo. Si se trata de algo más, en lo que se refiere a su contenido, que un mero reconocimiento formal (como cuando us­tedes dicen “no olvidamos”, “no implica echar un manto de olvido”), esto quiere decir que el sentido de ese contenido debe también estar presente determinando la significación y la lógica que de él resulta –el origen– en todo el proceso político que tratamos de comprender. Afirmamos: el sentido de lo que los autores del documento dicen no 65

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olvidar –el terror militar, si lo mantienen así– no pasa a dar sentido cabal a su propuesta po­lítica. Está presente en el papel, es verdad, pero como lo está el saludo a la bandera de las ceremonias donde se expresa la hipocresía patriótica del militar. Porque no se conserva en el funda­ mento teórico con su significación plena, que demuestre y que señale que su existencia como hecho crucial en el origen y el desarrollo del Proceso es algo más que su presencia simbólica en la memoria, por eso su contenido imaginario se escindió separán­dose, y aun oponiéndose, a lo conceptual. Allí reside la diferen­cia y la importancia del deseo en la elaboración teórica que, sin ese lleno, es sólo un vacío que siempre los otros con sus senti­mientos, aunque colectivos para ser contundentes, deberán lle­nar. Ese deseo, que expresa el término encarnado de múltiples experiencias, ha pasado a convertirse para nosotros, por el con­trario, en un punto de partida, un axioma vivido, un operador lógico y metodológico fundamental. Lo cual no quiere decir que este sentido, que resalta de una coherencia y de una fideli­dad afectiva, se mantenga también presente, con la misma con­tundencia, en la representación política del acontecimiento his­tórico en el cual participamos. Porque allí puede suceder que su significación visible haya sido relegada de la experiencia colectiva por razones ideológicas, que la represión y el terror podrían explicar, y parezca entonces como si no funcionara, aunque esté en sordina, en las determinaciones de lo real. Y por lo tanto co­mo si su eficacia, en tanto presencia y memoria, hubiera desa­parecido de esa misma realidad: como si el terror anterior, por ejemplo, no estuviera presente ya. Y por ello quienes piensan el acontecimiento desde el deseo de las masas y no desde el propio y relegan ese índice que da sentido a la reflexión porque es difí­cil mantener, ahora solos, la presencia continua del terror en la propia subjetividad, esos intelectuales –es decir, quienes han hecho votos de entereza al menos a nivel del pensar– deberían mantenerlo presente como índice imborrable precisamente para quienes lo quieran abandonar; y esto pese a que las “masas”, que sufren y viven lo que tal vez nosotros no, tiendan sin em­bargo a dejarlo momentáneamente de lado. Se comprende que

así suceda con el terror que los oprime: es difícil mirar de fren­te, verle la cara a Dios. Y ese es sin embargo nuestro objetivo y nuestra espuria eficacia en tanto pensamos y escribimos para los demás: no poder impedir que emerja nuestro deseo, no dejar de tenerlo presente como índice insoslayable del sentido de lo real. Y esto podrá ser así si es que hemos penetrado profundamente en esa imbricación sustancial que liga el deseo individual con el deseo colectivo, y puede leer la distancia que el poder opresi­vo introduce, disociando y separándolos.

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11. La coherencia y el trabajo intelectual Es claro, se dirá: cuando Lenin reclama que el intelectual incluya el objetivo “implícito” de las masas en su propio dis­curso y se aproxime a él, revelado, desde afuera, o cuando Gramsci nos habla del intelectual orgánico que reencuentra el deseo de las masas, ¿la cosa es simple y directa, es mero reflejo de una verdad que ya se hizo a la luz y esplende en la masa ya? ¿O más bien señalan una distancia que el intelectual, si para al­go sirve, tiene que elaborar y sacar difícilmente a la luz, a pesar de que por un momento deba contrariar este encuentro con las masas en las cuales habría de verificar su razón, quiero de­cir la de ellas? Hay aquí una debilidad que el intelectual, aun­que no dude de su adhesión efectiva, debe arriesgar. Eso es lo inédito de su experiencia y de su servicio: debe estar siempre en acto porque ninguna teoría, en su generalidad, suple esa distancia que siempre queda por elaborar. Pero tomar como índice de verdad a “las masas” como expresión de los “justos intereses populares” porque ellas están donde nosotros no, y lo que ellas hacen deba entonces constituirse en nuestra guía y en nuestra norma porque “señalan el camino”, es una verificación conquistada demasiado a la ligera, es una correspondencia como la que existe entre la revelación de Dios y la verdad del hombre de fe: es una correspondencia sin lucha y sin riesgo. “Yo soy el camino, la verdad y la luz”: ante la ley del padre pre­fiero la orfandad. Por eso decíamos que considerar que las 67

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ma­sas “señalan el camino” significa trasponer el nivel político en el cual ellas se mueven como único criterio de realidad, cuan­do sabemos que el campo en el cual se mueven es el de una “re­presentación” que el sistema mismo les creó. Es pensar que lo que pensamos, que se oculta y se soslaya en la realidad para es­conderse en lo imaginario y en los fantasmas de la clase, y que nosotros entrevemos como algo que han debido, por terror, mandar a guardar, es como si todo eso, porque parece que la masa no lo piensa ni lo vive ni lo conserva en algún recóndito lugar, debiera simultáneamente ser relegado también de nues­tro discurso como si se tratara de un residuo infamante de nuestra subjetividad que, al querer mantener todo lo que la realidad le ha conferido como su contenido, piensa que esa sensibilidad y esa memoria obsesionada son también un privi­legio de clase. Y piensa entonces que no todo lo que uno pien­sa y siente es válido, porque carece de ese acuerdo con la ver­dad de las masas que es el único criterio de acceso a la verdad y a nuestro nuevo deseo, socializado ya. Y así lo más propio, el deseo de que la Junta Militar fracase, debe ser relegado: las ma­sas, nos dicen, quieren el triunfo de esa causa –la recuperación de las Malvinas– realizada de cualquier manera, aunque quie­nes lo realizan sean, como lo son, los mismos que las torturan, las reprimen y las destruyen junto con el país. Ellas, respecto de los grandes intereses nacionales cuya encarnación depurada son, superan los enconos y rencores; nosotros, en cambio, no. Y porque las masas creen que los que las destruyen y las opri­men y las explotan pueden al mismo tiempo, y en otro nivel –superior, claro está– ser justos y realizar una acción de recu­peración soberana, anticolonial, que ellas también desean, por eso entonces nosotros debemos también ceder allí: mantener nuestro primer deseo bien oculto, en las profundidades más míseras y vergonzosas de nuestra soberbia subjetiva y abisal, para transmutarlo y hacerlo que aparezca, nacionalizado ya, colectivizado, superado, limpio y depurado de las escorias ma­lignas del subjetivismo individual, como si se tratara de pro­ducir entonces un nuevo deseo, contrario al anterior. Y para que nuestra coincidencia con el pueblo sea aún más certera hasta tiene la

apariencia –¡vea usted!– de la pura espontanei­dad, coincide con el deseo de las masas que piensan –política y realismo mediante– que el bien y el mal, lo justo y lo injus­to, lo racional y lo irracional, lo a priori y lo a posteriori, la en­trega de la soberanía y su recuperación simbólica, se encuen­tran en lo mismo, que “hay que aceptar la incoherencia” y que también hay que aceptar que los objetivos contrapuestos ven­gan mixturados como viene el oro con la escoria y el bien con el mal. La contradicción de nuestro deseo, que desea el fraca­so militar argentino, consistiría entonces en que no vemos ni comprendemos, como lo hace el pueblo, que en el lugar del mal está simultáneamente presente la consecución, aunque equívoca, del bien, y que el que retorna por la fuerza la soberanía de las Malvinas puede ser el mismo que destruye la sobera­nía efectiva del país. Y todo ello se explica porque hay, seguramente, una contradicción objetiva en el seno del deseo militar: en alguna parte la dialéctica también habría de alcanzarlos. Que tienen un aspecto nacionalista justo –ese que aparece en la recuperación de las Malvinas, ese que los autores del escrito que comentamos reconocen cuando afirman que los militares pensaban en términos estratégicos para recuperarlas– y otro aspecto, antagónico con aquel, que los lleva a entregar por otro lado la totalidad de la riqueza del país no sólo suprimien­do a gran parte de sus habitantes sino también estrujando sin piedad la humanidad toda de la nación. Así hay entonces una premisa no explicitada –no, falacia no– que aparece aquí y que está diseminada, y que ejerce su acción subterránea como en sordina: el de la doble inscripción militar, en el plano de la do­ble realidad política de su contradicción. Hay un lado bueno y otro malo, una doble faz como en la cabeza de Jano: una que mira el lado bueno de las cosas, otra que mira el lado malo, y que con nuestra comprensión, duchos en dialéctica, debemos oportunamente salvar. ¿Acaso toda persona, a fuerza de tal, no tiene siempre una doble cara? Así entonces hay también en nuestros militares un doble deseo: matar a los argentinos que se les opongan, liquidar –como lo han hecho– la soberanía efectiva del país, pero por otro lado recuperarla en el otro de­seo hecho evidente de

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recuperar la soberanía sobre las Malvi­nas. ¡Qué contradicción encierra el alma militar! Casi casi po­dríamos decir que tiene algo afín con la nuestra cuando nos sinceramos con la realidad, adherimos al anhelo popular y des­cubrimos que algo tenemos de común. Que hay un punto en el cual, como hacen las masas, por fin nos podremos acordar: salir a gritar y apoyar su acción, porque han cumplido el deseo de recuperar las Malvinas, y por el otro, en el mismo momen­to, repudiarlos porque han cumplido el deseo de suprimirnos a nosotros de la realidad. Con el primero sí estamos de acuer­do, proclama la esquizofrenia que se pretende política y astu­ta; con el segundo, en cambio, no. Se trata de actuar en el sí del primero; es decir, mandar a guardar en la subjetividad tene­brosa el segundo: enterrar a los muertos en nuestra profunda y dolorosa pero irreal subjetividad, que a lo sumo podrá recor­dar, pero no se convertirá nunca en índice indeleble desde el cual comprender la lógica de la realidad. Los habremos inmo­vilizado en nosotros, los habremos negado como núcleo que da sentido a la política real y los habremos convertido en una mera inscripción aislada, mausoleo que guarda los restos de los restos en una subjetividad que rindió su lógica a la doble ins­cripción. No es que uno quiera aquí, en una macabra e impú­dica operación, hacerse dueño de los muertos que todos senti­mos. No es eso, no. Quiero solamente decir que el sentido de los compatriotas asesinados permanecerá como recuerdo se­pultado en lo afectivo de nuestra subjetividad, pero la lógica política se inscribirá, ella sí, en lo que tenemos en común con el deseo político del deseo militar y con el deseo político de las masas populares que dicen sí a las Malvinas y a Galtieri, no. Esta escisión no puede ser sostenida, y no porque parezca uti­litaria solamente o porque elijamos la pureza del ingenuo, si­no porque es de una falsa eficacia y utilidad. A la corta, en es­tos días de euforia infantil y triunfalismo lúdico, podrá parecer que tiene éxito; a la larga, es preciso demostrarlo. Pero el ori­gen de este planteo actual lo hemos visto, como un adelanto de su eficacia histórica, en la pasada adhesión a Perón de mu­chos amigos y compañeros, ahora muertos.

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12. El deseo nos ata a lo viejo y nos impide ver la verdad Aquí comienza a revelarse, creo, el sentido político que la mera referencia al deseo, como si se tratara sólo de algo subjetivo, llevaba a ocultar. La revelación del sentido pluridimensional de la política –y el hecho de que en ella aparezca mucho más, y otra cosa, de lo que estaba en su comienzo, y que por lo tanto no pueda explicársela sólo por el origen– encuentra aquí su confirmación: la aparición de un nivel tras­cendente de la realidad, alejada también en los militares de sus intenciones, dentro del cual los objetivos de la Junta se inscriben sin necesidad de modificar los índices subjetivos, con los cuales antes la habíamos aprehendido, pero ahora por favor ya no. Pobres ingenuos y almas tiernas, esas bellas almas de los que adhieren a su deseo y a su sentir: la historia y la me­todología científica les niegan la razón, porque los justos in­tereses populares muestran a su término, en su riqueza crea­dora, la lógica que los regula y que el científico atento trata de retener. Mantienen junto lo que nosotros nos negamos a entender: la adhesión a lo bueno de los militares y la nega­ción a lo malo de los militares. Hay que aprender la lección.

13. ¿Y si fuera al revés? Pero, ¿quién dijo que nuestra lógica, la que mantenemos ligada al deseo de que fracasen los militares argentinos, estaba alejada en su origen de comprender lo que encontramos a su término? ¿Quién dijo que nuestra afirmación de lo negativo del poder militar argentino fuese sólo un índice restringido, mínimo y subjetivo, del proceso histórico? ¿Quién dijo que es­tábamos en el origen separados de las “masas” y de los justos intereses populares? ¿Esto no supone entonces que tal vez en­tre los que suscriben esa declaración y nosotros había desde ese origen mismo, del cual provenimos en la realidad nacional, una diferente inserción y teníamos una diferente apreciación del terror 71

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militar? ¿Y que si ellos pueden mantenerlo como re­cuerdo –“no olvidarlo”– para nosotros tiene un sentido que puede prolongar su lógica hasta el presente sin tener nada que abandonar, pero tampoco sin tener nada que separar a su tér­mino? Queremos decir: en nosotros, ese origen adquiría una coherencia que no tomaba el destino de las masas en el co­mienzo de una manera tal que nos llevara a encontrarlo, como un descubrimiento y un nuevo aporte, al final. Para decirlo más claramente: depende de cuál fue la relación que en el ori­gen, en nuestro propio pasado, pues, mantuvimos con las ma­sas populares para comprender que quizás al término tratemos de compensar lo que desdeñamos al comienzo. O mejor aún: ¿no será que en el origen de vuestra prime­ra, o segunda, o tercera inserción política hubo un alejamien­to de las masas desilusionadas de su ineficacia, porque tal vez en ese entonces los “justos intereses populares” que ellas soste­nían no coincidían con los “justos intereses” que la teoría re­velaba pero que las masas populares no reconocían? Las masas carecían de empuje revolucionario y aceptaban en cambio el empuje burocrático. ¿Y que para corregir esta defección se aceptó entonces, explícita o implícitamente, el accionar de una minoría, en este caso el apoyo a los Montoneros o al ERP, que por ellas y aun contra ellas habrían de hacer, ellos sí, con mayor valentía y devoción, la ansiada revolución? ¿Y que así, desde dentro del peronismo o de la izquierda armada, se las lle­varía a su radicalización, porque se había comprendido que en ese entonces las masas no eran las que discernían la verdad de la historia pero tal vez ustedes –quiero decir aquellos que apo­yaron a una variante del peronismo, una minoría soberbia y elegida que contra las masas mismas, y leyendo su defecto– podrían llevarlas más allá de donde ellas querían ir? Por eso se trata de comprender cómo cada uno de nosotros toma ese ín­dice, el del propio origen de su inserción política, que encierra a su vez el del terror que fue la respuesta militar, para tenerlo presente o abandonarlo según convenga: si aceptamos o no te­nerlo presente, sin avergonzarnos, como nuestro propio ori­gen. Porque, si no hay que abandonar a las masas ahora, cuan­do

parece que sí nos revelan su verdad, ¿quiere decir que antes sí se las había abandonado como índice de la realidad, es decir, de su destino atado por ejemplo a la política de Perón, que les impedía dar su apoyo a la revolución que la izquierda armada les proponía, pero que ahora, de vuelta ya de la ilusión de di­rigir y ordenar el fenómeno histórico anterior, hemos aprendi­do por fin, desde el exilio, que sólo ellas tenían, y tienen por lo tanto también ahora, la razón?

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Yo no tengo necesidad de ser inconsecuente, yo no tengo solamente que “recordar” a los asesinados por el terror militar: yo sé que sus imágenes y sus presencias continúan teniendo para todos nosotros una vida fantasmal para siempre jamás. No se trata de eso: se trata de la significación en la cual esas muertes están inscriptas como sentido de la política y de la re­alidad sin más. Yo no tengo, para ser lógico y consecuente, na­da que desplazar, y puedo pensar la coherencia de la realidad y alcanzar creo sin residuo una mayor densidad explicativa, precisamente porque los conservo junto con el origen de la si­tuación actual. Yo no tengo, por hacerlo, que alejarme de las masas populares; solamente, cuando éstas en su acción tien­dan a relegarlos y a ignorarlos por las trampas quizá del siste­ma y de la política oficial, tenemos que volver a incluir y a mantener en la memoria de la historia aquello sin lo cual no hay efectiva realidad, queremos decir, no hay tránsito posible de la dependencia a la posible liberación popular.

14. La lógica política y la negación de la propia historia El problema de adoptar tal o cual posición frente a la “recuperación” militar de las Malvinas no plantea necesaria­mente el relegamiento del origen, el negarlo como índice, el considerarlo como una “falacia”, sino para aquellos que han tenido que modificar su propia lógica en el tránsito del pasado a lo actual, del origen al presente –y no es por azar que esa experiencia quede excluida del análisis teórico que nos pre­sentan–. 73

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Y se revela entonces no como una necesidad pura­mente lógica y metodológica sino como una justificación del origen de los propios errores de lógica política, de su propia omnipotencia anterior. Y es ese mismo error que se quiere co­rregir ahora, una vez más, en el reencuentro de otra omnipo­tencia compensadora pero de signo opuesto: el de las masas populares que, se descubre al fin, son las únicas que deben tener en adelante –¿y para siempre?– la razón. ¿La razón científica necesitará siempre, para afirmarse como verdad, el po­der absoluto del omnipotente que la habrá de validar? Así comprendemos cómo el fervor de esta nueva línea política encuentra el fervor subjetivo de la transmutación. Pero algu­nos argentinos comprendimos antes, y comprendemos tam­bién ahora, que el sentimiento popular no es algo que por sí mismo tenga siempre la razón. Comprendimos desde antes el proceso peronista inicial como habiendo determinado en las masas un esquematismo político-social que se continúa hoy en el modo de enfrentar, inermes y dispersos, los actos de la Junta Militar. Entonces para nosotros, decimos, que no par­timos de negarles siempre a las masas la razón, no tenemos que conferirles ahora esa capacidad porque antes tampoco se la exigimos ni quisimos corregirlas por medio de actos y po­líticas que pretendieran suplir la experiencia histórico-subje­tiva, que es la de ellas, por medio de acciones militares que, más allá de su ubicación en el peronismo, las habrían llevado hacia donde no querían ir. Porque no presupusimos en el “origen” nuestra omnipotencia para elegir su destino por ellas, es por eso que no debemos ahora, ni necesitamos para contar con ellas, concederles la omnipotencia que antes nos asignábamos a nosotros mismos. Antes se las quería llevar, con guiños y voluntarismo, a donde no querían ir. De vuelta de ese fracaso, y del desastre que significó el advenimiento cruel del régimen militar, tenemos que concederles ahora que nos prestamos a ir hacia donde ellas quieran llevarnos: “hechos y acciones que señalan el camino, que expresan concretamen­te la madurez y la lucidez política”. Ni tanto ni tan poco. Esta formulación teórico-política que nos reclama el ne­cesario apoyo a la “recuperación” de las Malvinas por parte de la Junta

Militar por las razones expuestas, pero sobre todo porque encontraron inesperadamente el apoyo popular, y convierte al rechazo de este reclamo en traición a los “justos intereses populares” y en apoyo implícito al imperialismo an­glosajón, esta formulación, decimos, es falsa. Es la falsa op­ción que una inconsecuencia histórica dicta, como si fuera la más objetiva, la plenamente real, y que por eso nos plantea el problema del origen como algo que tiene que ser abandonado frente a la nueva plenitud descubierta en la realidad política actual. Y entendemos por qué el problema del origen está li­gado al de la “coherencia a priori” que la coherencia actual vendría a defraudar. Pero la plenitud actual no nos plantea a nosotros la necesidad de un cambio de marco en el cual perci­bimos en su momento lo que fue plenitud pasada, ni se inscri­be contradictoriamente con la de ahora. No se trata de pre­sunción; se trata, como pasaremos a explicar, de una diferencia de óptica política fundamental entre ambas posiciones que es preciso aclarar y desarrollar.

El dilema es de hierro: nos dan a elegir entre Galtieri o ReaganThatcher. Lo mismo hace la Junta Militar en el inte­rior del país. Ellos dicen: no elegimos a Galtieri, elegimos sólo estar al lado de los “justos intereses populares”. Pero ¿quién di­jo que las Malvinas son en este momento un “justo interés po­pular”? ¿Quién dijo que el enemigo principal son en este momento los Estados Unidos e Inglaterra, y no las fuerzas milita­res argentinas de ocupación que tratan de invertir la jerarqui­zación a su favor? ¿Y quién dijo que ese interés lo es precisa­ mente en momentos en los cuales la soberanía efectiva del país fue arrasada por los mismos militares que la defienden simbó­licamente en el enfrentamiento con Inglaterra? Como si los “justos intereses populares” pudieran ser reivindicados pun­tualmente, sin inscribirlos en una jerarquía histórica que en cada momento –como elemental regla

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15. La jerarquía de lo justo no es puntual

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general– da sentido a toda reivindicación. Entre los “justos intereses populares” de la población argentina referidos a la afirmación de la soberanía que se prolonga desde los cuerpos sometidos en el interior de nuestro territorio continental, y los “justos intereses popula­res” puestos por esos mismos militares como los de primera necesidad en las Islas Malvinas existe, es evidente, algo común que los une. Pero ambos, pese a su común denominación de soberanía, no dejan de estar ubicados, en este momento histó­rico, como radicalmente antagónicos y no como complementarios. Más aún: en este mismo momento se muestran como excluyentes y contradictorios entre sí. Porque en esta jerarquización que planteamos no se tra­ta sólo de un problema formal. Se trata de un desplazamiento de la jerarquía de intereses, que es lo propio del sistema de dominación y al cual nos tienen habituados los populismos: des­plazar para ocultar. Y la conciencia de este desplazamiento de lo formal o lo material, de la defensa de las Malvinas a la de­fensa efectiva de la real soberanía popular que se prolonga des­de los cuerpos sometidos, aparece nítida en la ambigüedad que los mismos autores declaran: primero nos dicen que vista des­de el pueblo esta recuperación no es un desplazamiento: el pueblo discierne claramente la diferencia. Pero a renglón se­g uido escriben que la izquierda –nosotros, dicen– tendrá que actuar y presionar para que este desplazamiento no tenga éxi­to. ¿En qué quedamos? ¿Nos regulamos por las masas populares o no? ¿O se trata de que también vislumbran que, una vez más, las categorías del desplazamiento efectuado por la Junta Militar puede tener éxito con ellas? Y entonces, ¿no habría que modificar esa premisa sentada como guía del análisis? Porque corremos el riesgo, otra vez, de vernos desplazados nosotros mismos de la realidad.

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IV Cómo el deseo subjetivo puede alcanzar la verdad histórica y objetiva Deseo e historia Pero el planteo de afirmar nuestro deseo de que el ejérci­to genocida fracase no es algo que deba ser tomado de mane­ra inmediata, sino que también debe ser analizado, para en­contrar el sentido de verdad que arrastra dentro de su aparente inconsistencia subjetiva y arbitraria. ¿Cómo un deseo podría convertirse en índice y hasta en verificador de algo tan grave como lo es una decisión política que engloba a la totalidad de una nación? ¿Quién podría ser tan infatuado como para to­mar un deseo y sentarlo en la base de un razonamiento cientí­fico? El deseo a lo sumo puede ser “objeto” de la ciencia, pero nunca podrá ser aquello por lo cual la ciencia se regule, se di­rá. Es necesaria, entonces, una aclaración: cuando expresába­mos nuestro deseo de que los militares argentinos no hicieran la guerra, no éramos traidores a la patria ni a las masas popu­lares. Ese deseo que así se despertó y nos invadió no era sino el reconocimiento de una dialéctica que, así sentida, verificaría una lógica que fue nuestro hilo conductor desde mucho tiem­po atrás. Esa que no se asienta en la aceptación de la incohe­rencia afectiva como lugar desde el cual se afirmará luego la coherencia racional. Y era como el término sentido y pensado de una deducción: si todo lo anterior era lo que fue, entonces esta significación sentida como deseo jugaba el extraño papel de una conclusión. Sucede que la afectividad está también inserta en un discurso, en una lógica, y no es la loca de la casa como algún racionalismo la pretende presentar. Arrastra, y a veces en forma más profunda, un contenido incontenible de ver­dad. Desear que fracasen las fuerzas armadas argentinas era, en otro nivel, desear el triunfo popular. Pero no cualquier triunfo, por ejemplo no un triunfo compatible con la perma­nencia de los militares ligados 77

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para siempre a las masas con un nuevo lazo de amor que significaría el término, al menos du­rante mucho tiempo, de un verdadero pasaje a la maduración de su percepción política. Y veremos también que esto no se inscribía en el deseo de que triunfe el colonialismo ni yanqui ni inglés. Hay un extraño isomorfismo sentido entre la propia individualidad y la congruencia posible del mundo histórico que la razón, necesariamente, tratará luego de demostrar por­que no está alejado de ella, tal vez porque se elabora en el mis­mo lugar. El triunfo del colonialismo yanqui e inglés en las Malvinas no dependía de nuestro deseo: desgraciadamente tampoco de nuestra actividad. Ese triunfo formaba sistema con la lógica de la realidad que los militares argentinos pre­tendieron deslindar ilusos e ingenuos, seguros de su impuni­dad. ¿O vamos a creer que la Argentina esperó 150 años para que precisamente estos militares opresores reconquistaran las Malvinas porque antes no se quiso, de pura cobardía, asumir esa recuperación? La derrota argentina estaba presente ya des­de el comienzo, por las razones y la lógica que veremos des­pués. Y era esa lógica inscripta en uno mismo la que se mani­festaba como deseo: no deben ganar. Y porque, con ese punto de partida que estaba en el origen, la implantación del terror impune, la destrucción de la efectiva soberanía nacional, la ca­rencia de una política de fraternidad con las naciones oprimi­das o liberadas de ese mismo imperialismo que –consecuencia inesperada– se salía a combatir, con todo eso, en términos estrictos de estrategia militar, la victoria era imposible de alcanzar. ¿No era más alocado entonces “desear” que ganaran, cuando ese deseo no correspondía a nada real? Quienes apoyaron la recuperación cayeron en la fantasía abierta por la campaña inicial de los militares argentinos. Nosotros no.

primer paso de una secuencia fatal, como si las fuerzas reales que se enfrentan a muerte pudieran, en el enfrentamiento extremo que es la guerra, ganar sin enfrentar las consecuencias de una osadía que había que tener con qué avalar. Ese deseo entonces era más irreal y fantaseado que el nuestro, aunque se presente como producto de un puro razo­nar, porque no tenía ni siquiera la permanencia del origen vi­vido en la propia corporeidad como soporte de ese desear.

Por eso han solicitado casi todos, dentro y fuera del país, la paz, pero conservando la recuperación. Ganándolo todo, permaneciendo en el

Porque al sentirlo así coincidía entonces sí lo irracional del afecto con lo irracional de una realidad negada. Al proce­der de esta manera, entraban en la fantasía de que cualquier fuerza, cualquier poder, cualquier forma de guerra, cualquier fuer­za militar, sea cual fuere su origen –otra vez la misma joda del origen– puede alcanzar en nuestro mundo una victoria que la más simple lógica objetiva –y no digamos ya la marxista– po­dría ayudar a desechar. Se trataba entonces sí, en este caso, de un deseo irreal e irracional. Nuestro deseo entonces no era un deseo que se apoyaba puntualmente en un sentimiento mo­vido sólo por el odio o el rencor, como en otros podría estar movido por la fantasía o el olvido: era un deseo imbricado en una compleja lógica que le daba sentido, al ser sentido como verificación. Si no hubiera llegado a pasar lo que pasó, efec­tivamente lo nuestro tal vez habría sido un delirio y una pre­sunción. Pero el deseo tiene sus razones que algunos razona­dores no alcanzan a comprender. Aparece para ellos de pronto como si dijera lo que ellos leen: desea el fracaso de la Argentina, por lo tanto es un traidor. Pero si comprendemos la lógica en la cual se inserta debería ser leído de otro modo: como verificación. El deseo era el que expresaba el anhelo de que la realidad no fuese lo que los militares quieren que sea; que hay una lógica que enlaza la presencia del terror a la de los actos y de las acciones que se inscriben, y no de cualquier modo, en la realidad. La racionalidad de esa lógica es también estricta, y no es necesario delegarla para no perder de vista lo real: por el con­trario, se constituye en un índice vivido de su verdad. De esa verdad que precisamente

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Ganar y ganar: la fantasía de insertarse en la realidad

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resplandece manteniendo presente lo que se quiso separar: lo subjetivo de lo objetivo, el terror an­terior separado de la política actual, la soberanía de los cuerpos y la expresión simbólica de esta soberanía sobre el fondo de ha­ber relegado su fundamento real.

Pero mantener ese deseo nuestro significaba algo más: que al afirmarlo como índice lo insertábamos y le dábamos ac­tualidad en la historia, lo hacíamos ser a su manera, le propor­cionábamos ese “poder mágico” del cual hablaba Hegel que lo saca de la nada en la cual, fuera de la memoria, se lo quería se­pultar. Porque hacerlo aparecer era contrariar toda la realidad oficial, extraerlo de la clandestinidad en la que muchos se tu­vieron que refugiar. Desear el fracaso argentino era lo inconfe­sable, el baldón de nuestra maldad, porque ese modo de sentir y de pensar contradecía la fantasía general, que aparecía, ella sí, como la única realidad. Pero mantener el deseo de que no ganen porque esa fuerza así signada por el terror no debe ga­nar, y prolongar ese índice de su mera fuerza bruta sin moral como sentido de la realidad para todos, y sobre todo para aquellos con quienes decimos contar para ir más allá–, significaba entonces que había que eludir las trampas que ese despla­zamiento oficial nos tendía. Y la trampa era hacernos creer que los que así deseábamos nos caíamos de la realidad. Significa entonces no aceptar la transacción y deshacer el juego en el cual se nos quiere implantar. Es descubrirles también a ellos que no toda fuerza es una fuerza adecuada, y que su poder reside en otro lugar. Decíamos que no se podía ganar esta guerra por las mismas razones por las cuales decíamos antes que con el peronismo no podía haber revolución. Porque en ambos casos estamos nadando en la ilusión. Porque las imbricaciones no son simples. Desplazan y suplantan, dijimos, pero no es gratuito aceptar este cambio de lugar y de ubicación del interés nacional. Si entramos en el juego de la reivindicación

de las Malvinas, y nos desposamos con ellos para compartir lo bueno de la decisión, deberemos reconocer el valor militar, su devoción, el patriotismo que los inspira, la razón de Estado que les da finalmente la razón, el movimiento afectivo que nos lleva a considerarlos como no siendo tan malos como son, el derecho a permanecer y mante­ner su lugar dentro de la dirección del gobierno: no hay transacción que se realice sin concesión. ¿Se imaginan ustedes cómo llegaría a ser nuestro ejército si sale vencedor? Y a partir de esta aceptación que los militares nos impusieron metiendo a todo el país en una aventura siniestra que terminará por darle un golpe mortal dentro de su destrucción, en algo el pueblo argentino, al aceptarla y embarcarse, se hace partícipe de ella, queda ligado por un lazo de siniestro amor a lo anterior. Por­que acepta que los militares, en última instancia, al menos en lo que se refiere a la soberanía de las Malvinas, tenían la razón. Pero no hay “partículas” de razón fuera del campo racional en el cual encuentran su inscripción. Nuestros militares se acordaron de las Malvinas para re­cuperar el honor. ¿Se recupera el honor? ¿Existe el arrepenti­miento? ¿Se purgan los crímenes? ¿Hay constipado moral? ¿El acto de “recuperar” las Malvinas es bueno porque, consi­derado como puntual, tiene una bondad intrínseca que se prolonga en quienes lo realizan? ¿O será sobre todo porque en su obcecación los aprendices de brujos desataron las furias y produjeron un efecto político que a la izquierda le convie­ne aprovechar? Pero, quedemos claros: ese no es un producto que a los militares tengamos que agradecerles. Lo que sí está en ellos es la culpa de sus deseos, de sus intenciones, de sus obras y de sus efectos: eso debe ser puesto a cuenta de la lógi­ca y de la contradicción que en sus cabezas no pudieron pre­ver: también los militares tienen su inconmovible subjetivi­dad. Pero en vez de señalarlo como un resultado que dentro de la lógica militar tenía un sentido cabal, y que perseguía el objetivo que hemos visto ya, de pronto las izquierdas se enar­decen de nuevo frente a los resultados que aparecen como si fueran producto del azar, y superados en su alegría de nuevos ricos de la historia con lo que, ahora sí, se va a desencadenar, nos conminan a que apoyemos

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Deseo y densidad de lo real

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la reivindicación de las Mal­vinas como si este apoyo fuera a significar que de ahora en adelante tendremos necesariamente como aliados a los mili­tares al querer lo mismo que ellos quieren, o que de ahora en adelante hay muchas cosas que olvidar y no recordar, porque nuevamente cualquier lógica y cualquier intención, en polí­tica, puede llevar a cualquier lugar. Eso es lo que se llama “po­lítica”, dirán: y así entendida siempre estaremos, post festum, invitados a comernos las migajas de la realidad, para no per­der el lugar.

también piden la paz, pero después: reteniendo lo que creen que ganó la aventura militar. Nosotros hubiéramos queri­do impedir que el pueblo argentino cayera en la trampa y desau­torizara por segunda vez, consecuentemente, lo que durante seis años hizo: la destrucción de la soberanía nacional, hecha por la Junta, que se prolonga desde los cuerpos sometidos, y se negara una vez más a hacer coincidir en algún punto este nuevo equí­voco: la aventura militar y la reivindicación popular. Esa relación se soldó: pero al aceptarlo se convirtió en un acuerdo, en algún sentido, con la Junta Militar. Si llegaran a ganar, Dios nos libre ­de ese acuerdo. Preferimos como siempre, como en otras ocasio­nes, anotarnos a perdedor.

¿Desde dónde hay que comprender la realidad? Por qué habría de estar más en la verdad el pueblo argen­tino cuando reafirma el acto de reconquistar las Malvinas hecho de cualquier manera, destinado a fracasar como una aventura más, que nosotros, aunque aislados, cuando rechazamos esa guerra, no para apoyar a Inglaterra o a los EE. UU., por supuesto, si­no porque nos embarca a todos en una locura destructiva que nos convertirá en postulantes crónicos de su reconquista? Y no sólo como ahora de Inglaterra sino también de los EE. UU., que se implantarán en ese lugar como una base más. Nos enorgulle­cíamos todos desde niños con el fracaso de las invasiones ingle­sas que estaba en el origen de nuestra independencia. ¿Nos sonrojaremos en adelante con nuestro fracaso adulto que rubricará nuestra dependencia? ¿Era entonces necesario dar su apoyo a es­ta aventura? Se dirá: el pueblo se la dio. Yo no lo sé: ¿lo saben us­tedes desde México tal vez? Porque, de la Argentina, lo único que se sabe es lo que está autorizado, hasta cierto punto, a mani­festarse y lo demás, terror mediante, se debe mandar a callar. Vean ustedes: la misma lógica que nos condenará como traidores a la patria en vuestro papel es la misma que inhibe la manifestación de toda opinión que internamente, en la Argentina, in­tentará oponerse a esta guerra. Ustedes piden la paz, lo mismo que hace uno, aparentemente. Nosotros la pedíamos antes de la invasión, como negación del apoyo al acto de la Junta Militar. Ustedes

Por todo esto, no creo que sea lícito acudir, para sostener la tesis de la defensa de las Malvinas, al ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo. La Madre de Plaza de Mayo que, agitando una bandera argentina, defiende nuestra soberanía sobre las Malvi­nas al tiempo que sigue reclamando por su hijo desaparecido coincidiría con lo que ustedes afirman. Tal vez no sea así. ¿Por quiénes lloran y piden, las Madres de Plaza de Mayo frente a la casa Rosada? ¿Que reaparezcan con vida sus hijos, cuando ellas saben que ya la perdieron? Las Madres de Plaza de Mayo son las que han puesto en evidencia dónde se asienta la soberanía de una nación: en la vida de sus ciudadanos que se ex­pande desde sus cuerpos. Saben, de un saber fundamental, que esos militares que las destruyeron están incapacitados para de­fender, en nuestra nación, ninguna soberanía que se enlace a ese fundamento. Las Madres de Plaza de Mayo sólo piden que los militares reconozcan el crimen, que hagan público el saberse homicidas, que recaiga sobre ellos el repudio y el castigo de la nación. Quieren que nadie se haga el que no sabe, ni el ejército ni el pueblo: que las palabras “asesino” y “fratricida” vuelvan de nuevo a tener su

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Las Madres de Plaza de Mayo piden otra fundación de la nación

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valor. No basta decir que fue el efecto de la gue­rra “sucia”: ninguna es limpia, como se vio. Es necesario decir que no fue una guerra la que los militares emprendieron contra los argentinos, sino que reconozcan –más allá de su código de honor, al cual la quieren elevar cuando hablan de guerra– que no fue una guerra sino un crimen realizado con saña despiada­da contra gente indefensa, luego de la tortura y de la violación. Quieren que reconozcan toda la dimensión de miseria que unió a la impunidad criminal el acicate del botín: saqueos, extorsio­nes, despojos, robo en fin. Que no pudieron darse siquiera la apariencia de un sacrificio sangriento con víctimas inmoladas para apaciguar a algún dios: fue lo más miserable unido a lo más mezquino, el crimen unido al robo, y sobre todo a la impuni­dad. Piedra libre para asesinar y robar. Las Madres de Plaza de Mayo expresan, simbolizando, la totalidad del “proceso”, y mantienen presente uno de sus ex­tremos indelebles, su fundamento de muerte, sobre el que se apoya el sistema que nuestros militares implantaron en la nación. Esa muerte que los autores esquivan está de cuerpo pre­sente en las madres que engendraron a los hijos que el poder militar asesinó. No son un mero monumento a lo pasado, co­mo la pirámide nueva que oculta y conserva en su interior a la anterior. Son la presencia viva de quienes se niegan a sepultar a cada hijo como un muerto más, porque hacen presente el sentido de esas muertes que los otros quieren olvidar. Muertos sin sepultura estos que las Madres de Plaza de Mayo vuelven a dar a luz. Y están allí porque quieren darle, renovando esa vi­da de otro modo, una existencia social. Es a esa existencia social, a esa memoria viva a la que el país no puede ni debe renunciar como nación. ¿Renunciare­mos a ella porque hay que hacer política, y en política siempre hay que transar? Pero la cosa no va por allí. Los militares se ha­cen los sordos, miran hacia otro lado, quieren desviar la vista del crimen y quieren que todo el país desvíe la mirada que es­tá en su macabro y horrendo origen. Los militares quieren, a diferencia de las Madres, el olvido social: quieren despojarlo de su significación.

Hay dos formas de reconstruir la nación después de se­mejante derrumbe: está la que ellos nos ofrecen y nos propo­nen canjear, aquella “guerra sucia” contra esta otra guerra “limpia” de las Malvinas; y está esa otra que las Madres de Plaza de Mayo mantienen como un índice y una invitación a otra nueva fundación de la nación. Las Madres quieren decirnos que ambas guerras son sucias. Y si me quieren hablar de un “nacionalismo” que tenemos que aceptar so pena de quedar afuera, porque las clases populares, que son nacionalistas, por su mismo nacionalismo obnubilado, pasional, sí, pero no visce­ral, quieren aceptar la transacción de canjear muertos por muertos e igualarlos, tenemos entonces que elegir entre esas dos formas de nacionalidad. ¿Tenemos que elegir por mante­ner el crimen como fundamento olvidado de la nación? Pero los hombres que olvidan a los muertos que no quieren ver los sepultan en sí mismos, y sepultan con ellos lo más propio: el sentido de una vida convocada también ella entonces a trai­cionar la cifra elemental que deberíamos asumir y prolongar. ¿Recuerdan cuando Marx nos repetía: le mort saisit le vif ? Los muertos se agarran a los vivos porque no quieren morir defi­nitivamente sino volverse a animar, a cobrar vida, en quienes los quieren olvidar. Pero no son los muertos quienes así se aga­rran: ellos, ya lo sabemos, no pueden hacer nada más. Son los muertos insepultos, los que en nosotros no pueden reposar en paz, quienes agitándose nos piden que los prolonguemos, que les volvamos a dar sentido en nuestras vidas para que prolon­g uen la de ellos: que los volvamos a incluir con su significa­ción inconclusa en el tiempo histórico, quiere decir, en el tiempo del proyecto nacional.

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Política y memoria Porque eso también es política. Debemos pensar si que­remos constituir nuevamente un ámbito nacional donde esa transacción excluya de la realidad vivida –pero no de la fanta­sía que nos perseguirá, fantasmal– la permanencia del terror militar. Porque de eso se trata: el terror que

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nos lleva a excluir el recuerdo social dentro de la colectividad que los militares limitan, ese mismo terror se prolongará en nosotros mismos como una forma de vivir que estará condenada irremisiblemen­te a mantener presente, aunque interiorizado, el poder militar que ya no necesitará cuidarse de nosotros afuera. En esa transacción lo habremos metido bien adentro, estará y permanecerá como fundamento inconfesable de todo acto. ¿Alguien quiere vivir en semejante nación? Porque si así procedemos, todo acto nuevo se inscribirá una dimensión, que tenderá a olvidar la otra –que sin embargo está allí–. Por ejemplo, al inscribir los nuevos muertos en la guerra de las Malvinas como si se tratara de una guerra por la conquista de una porción de nuestra soberanía, elevaremos el dolor de estas nuevas madres al nivel político: los hijos verdaderos de la patria son los que han muerto, mandados una vez más por los militares, por la nación. Serán los muertos legítimos, estos que los militares pueden confesar. Sucede que todos quieren olvidar a los muertos, y con ayuda de los monumentos y los altares que ahora sí se van a levantar oficialmente, la cosa irá mejor. ¿Olvidarán las madres estos cadáveres envueltos en la bandera de guerra de la patria, y con su sol? La política, que es la de ellos, dice: el sacrificio era necesario. Pensamos que no. Sucede que, como pasa en este sistema de encubrimiento de la muerte social, todas las muertes son elevadas al panteón: tendremos ahora otro soldado desconocido más. Pero al hacerlo así anulamos el sentido histórico que liga ambas formas de muerte, y dejamos de leer la lógica que circula en otro nivel, ese del cual los militares nos quisieran separar. Nuestros militares siempre engendran muertos, esa es la verdad. Al elevar los muertos a la dignidad nacional, los inscribimos en la política aparente, en la representación encubridora: en los falsos valores de una nacionalidad de cartón. Y la política de liberación desaparecerá también ella enterrada y recubierta a su manera en las consideraciones estratégicas, económicas y de avance internacional de la “revolución” que de­jará de lado el objetivo humano de toda transformación.

¿Para qué queremos volver a la patria? ¿Volver cediendo también el sentido de lo que nos alejó? ¿Volver como los viejos, al término de la vida, quieren volver a la tierra natal para, de otra manera, es cierto, morir? Pienso que hay que mantener viva la memoria, que ella siga alimentando toda formulación intelectual y toda política, porque la trampa que los militares nos tienden a todos está allí. Lo cual no quiere decir que no volvamos: hay muchas formas de volver. Yo sé como ustedes que el terror es terrible, y cómo cala en cada uno, cómo sigue mordiendo y gruñendo en todo intento de liberarnos para ir más allá y poder enfrentar la densidad de la realidad; cómo muerde y gruñe en cada amor, en cada amistad, en cada hijo, en cada afecto, y qué difícil es vivir con él, creyéndolo venci­do. Peor es olvidar, porque seguirá de todos modos estando presente, sólo que en adelante con nuestra complicidad.

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Terror y soledad Vean ustedes: la propuesta que sostienen los lleva a con­fundirse en el plano político con las posiciones que abarcan sin distinción todas las gamas, desde los partidos de derecha demó­crata-cristianos, Fraga en España inclusive, hasta la posición de Cuba y la URSS pasando por la socialdemocracia, sin ninguna distinción. Porque para estos partidos, en realidad, es poca o ninguna la importancia que tiene el proceso político de repre­sión y de terror –al cual, por otra parte, han acudido, acuden o acudirán cuando les llegue el momento de tener que actuar–. Dentro de esa confusión –quiero decir, en este confundirse con todos sin distinción–, ¿qué queda de vuestra diferencia política que se expresa, como matiz, manteniendo presente otra propuesta, digamos la marxista, digamos la de izquierda nacional, digamos aquella que mantiene presente como índice de un pro­ceso político lo que las otras no: la evidencia que desde la expe­riencia del terror se desarrolla como una diferencia sustancial que nos separa de 87

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todas las demás, es decir aquella que plantea la soberanía nacional desde los cuerpos de los hombres que en cada nación la constituyen? Si ustedes ceden, en honor a lo que denominan falacia, su poder de esclarecimiento en el mismo momento en que se afirman como una guía para evitar em­prender el camino que lleve a pensar mal, terminan, en honor a lo que denominan política, por ceder el índice más importante que haga posible pensar una política como diferente a la de los demás. Y eso es lo que ceden cuando abandonan como índice de la política la propia experiencia, digamos el índice subjetivo, de vuestra inserción en lo real, pasando por encima de aquello que ha sido despreciado por la política y el “socialismo real”: el valor del hombre como criterio de toda decisión política. Parecería que no abandonan nada, nada más que una cate­goría teórica, al hacer la crítica de la falacia. Pero sospechamos que aquí el método científico está –¿inconscientemente?– al ser­vicio de la represión y, como diría Freud, la crítica cree que está dirigiendo su pensar por el mejor camino, agudizando sus ante­nas para regular su pensamiento teórico, en alerta crítica, por medio de la pura razón. Pero en realidad la crítica se presta tam­bién para evitar que aparezcan aquellas conexiones que lleven al sujeto que piensa más allá de lo que sería riesgoso pensar y ob­tendría ese resultado paradójico: que en el momento mismo en que cree alcanzar la verdad está encubriendo en quien piensa el núcleo del dolor y de mayor significación y de mayor compro­miso consigo mismo y con los demás. Ninguno de nosotros, ni tampoco por supuesto quien esto escribe, queda excluido de es­to. De allí la necesidad de explicarnos, de escribir; de cotejar nuestras perspectivas con la de ustedes, por ejemplo. Y entre las muchas condiciones que se pueden descubrir para acercarse a la verdad hay una, sobre todo, que a veces nos da la garantía de haber ido más allá: soportar por un momento al menos, no contar con la aprobación inmediata de los otros para afirmar lo que di­fícilmente se abre camino en las propias convicciones, que vie­nen alimentadas en uno como una difícil conquista desde muy atrás. Me refiero a la soledad, esa intemperie que constituye tal vez,

en el pensar, el acto de encontrarse en la mayor soledad, sin soportes externos para apoyarse y que le den la razón, sin tener ni siquiera los deseos populares de su parte. Ese acto, el de que­rer pensar la verdad del acontecimiento sin acudir al artificio de la política donde los demás, en tanto colectivo, actuarían como criterio de certidumbre y de objetividad. La trampa que tiende la política a la verdad son las transacciones multitudinarias del populismo, donde el pueblo reunido como en foro y coro pare­cería reunir por fin nuestras oscilaciones subjetivas con el lugar productor de la verdad social y resolver la ecuación en el reen­ cuentro alborozado de la subjetividad aislada con la objetividad histórica. Porque a veces la verdad es lo intolerable, y nos queda­mos solos, y no podemos –ni siquiera en esta oportunidad cru­cial– estar con lo que el pueblo quiere. Tal vez sea este un acto de coraje que tiene que ver muy poco con la soberbia y sí con la co­herencia del que debe pensar más allá de la apariencia: aparecer señalando dentro de la realidad que lo niega ese margen que, de tan intolerable, no puede ser integrado por los demás. Ese resi­duo que le confiere, como hemos visto, su efectiva densidad. Pe­ro que por las trampas y las acechanzas y las determinaciones ideológicas impide que se haya convertido en una experiencia profundamente política, y le impide al pueblo entonces inte­grarlas y mantenerlas presentes como índices de su propia reali­dad. Entonces nos corresponde a nosotros –y de allí el valor de la experiencia llamada intelectual; pero nada extraordinario: nos pagan directa o indirectamente para ello– mantener ese índice que los demás quieren relegar.

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Verdad política y subjetividad Por eso vuestra crítica al incluirse sólo como verdad polí­tica pierde su verdad teórica, al dejar estos supuestos fuera de la elaboración de la verdad política. Pero mucho más que eso: deja lisa y llanamente de ser verdadera simultáneamente en ambos campos. Si es en el campo de la política, se confunden con cualquiera otra, y por eso algunos en el 89

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exilio han podido sentarse con el embajador de la Junta, o apoyarse en la misma posición de los partidos tradicionales que no se plantean el problema de la existencia de la Junta Militar ni de los asesina­tos ni de la dominación interior, ni de la entrega del patrimo­nio nacional en sus propios países: coincidencia puntual que borra toda diferencia que da precisamente sentido a otra polí­tica, a esa que nuestra propia historia y nuestro propio recuer­do nos llevan a reafirmar. Si por el lado de la teoría, y por lo tanto de nuestra función intelectual, se confunde con la del marxismo politicista y economicista, digamos con la del “socialismo real”, digamos con la teoría que algún nuevo manual habrá de recoger como muestra, en el seno de la izquierda que pretendió ser crítica constituye una nueva vuelta de tuerca en la producción de mecanismos de encubrimiento en el interior de la teoría misma. Y donde, como vemos, todos obedecen al mismo intento: aplacar el sentido vivido y afectivo de cada ex­periencia personal ligada profundamente a la dramaticidad de la historia como índice que, en los momentos de decisión y de ve­rificación, es decir, en los momentos en los cuales la coyun­tura política e histórica sintetizan el sentido disperso, le permiten alcanzar una dificultosa unidad y coherencia. Y es precisamente en ese momento de tránsito y de confusión, tan fugaz, cuando el intelectual tendría que proceder a cumplir su función de discernimiento y de aclaración. Por eso duele y asombra y decepciona que precisamente allí la deje de cumplir para no perder pie dentro de la realidad. Pero sucede así porque no hace pie en sí mismo, porque no puede sostenerse solo en medio de todo lo que tiende a negarlo. Y delega entonces su poder para buscar su apoyo en los otros, imaginados como multitud, presente o anterior, que cedieron el suyo o lo dele­garon o que tuvieron que transar porque la realidad que les es propia –pero que no se confunde con la nuestra en el exilio– les tendió la trampa cercana, vivida, aterrorizante, a la que no pudieron o no quisieron decir no: la aceptación de esta guerra a la que van a morir tantos jóvenes arrastrados por la misma decisión de quienes los diezmaron desde el propio interior de la nación.

Porque la materialidad del país no se lee sólo en la de sus clases populares: nosotros, cada uno, somos también una por­ción sensible de esa misma materialidad nacional. Y porque no renunciamos a ella podemos reivindicarla en cualquier lugar en el cual el azar del exilio nos desplazó: esta nacionalidad por­tátil, este ser una célula sensibilizada a todo lo que sucede allí, porque sucede en nosotros, es un índice irrenunciable. No el único, es verdad, pero sí aquel que ninguna consigna metodo­lógica bien cumplida, enseñada, explicada y aprendida, traza­da en múltiples textos de graves doctores, podrá nunca suplir. De lo cual resulta una coincidencia no inesperada: es precisamente ese índice que ustedes querían radiar el que se ha convertido en discriminador de todas nuestras relaciones polí­ticas, como para poder discernir dentro de ellas el sentido ver­dadero de cada posición, congruente o no con la nuestra. Ese índice del terror impune que el poder de la Junta ejerce será el índice discriminador de la intención y el alcance de cada apo­yo, y es el que nos permitirá discernir cuáles son las fuerzas y las políticas que podemos apoyar. Ese índice es válido tanto para la URSS como para Cuba, Nicaragua o el Frente Fara­bundo Martí, para cualquier país del tercer mundo tanto co­mo para los EE. UU. o la socialista Francia. Y, desde el interior del propio país, desde el seno mismo de nuestra tragedia nacional, ese sentido se irá, sin tener nada que abandonar de él, prolongando hasta abarcar coherentemente todo el ancho ám­bito de la realidad internacional. Esta coherencia a ultranza tiene varios resultados: nos permite discernir el alcance momentáneo o prolongado que recibirá la política que sostene­mos. Pero hay algo importante que así conservamos: no nos confundimos, no nos hacemos el otro, no estamos a merced del instante o del pronunciamiento fugaz, no nos alienamos en las imposibilidades ajenas tomadas como norte de nuestra situación por carecer de todo otro. Para el caso, ese deseo con­tradictorio y temido que, hecho de puro sentimiento y de con­g oja, nos oprimía la razón y decidimos dejarlo de lado, como nefasto e incongruente con la razón política, mero sofisma del origen, gusano revolviéndose

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en el seno de lo que aspira a la luz. Y la luz es la luz que siempre viene de afuera, del objetivo de la revolución internacional de las alianzas y de los enfrenta­mientos de otros pero que, ¡ay!, si sólo vienen de allí, nos han de encontrar siempre a su merced. ¡Que Dios nos encuentre confesados en cada momento de elegir!

V Los “justos intereses populares” y la verdad de la historia que vivimos Ni aun así Tal vez desde dentro del país, y para los que están inscrip­tos en una reconquista interna del poder, y que dialogan con los militares, no quepa otra alternativa: la posibilidad de disentir implicaría la ruptura del diálogo y las promesas ganadas y, desde el poder militar dueño de toda la comunicación masi­va, serían presentados como traidores de esa patria, posición difícil de remontar después. Pero al mismo tiempo, interna­mente, no pueden separarse de los grupos y organizaciones políticas cuyos militantes o simplemente una parte de la po­blación salieron a apoyarlos, por ejemplo en la Plaza de Mayo: deben entonces mantenerse unidos porque los anima una mis­ma decisión de imponer la salida política y desalojar a los mi­litares del poder. Esta posición, insisto, sostenida desde dentro del país, es la única que me inquieta un tanto cuando afirmo esta otra alternativa en el análisis de la guerra. Allí adentro sí sentiría quizás la necesidad de apoyar a los jóvenes soldados, allí me vería empujado tal vez a no separarme de ellos, invali­dando siquiera esa aventura por la que son enviados a comba­tir y a morir. Pero, ¿tendría derecho, aun dentro del país, y aun deseando la reconquista de las Malvinas, a ignorar la estrategia de fracaso en la cual con nuestro apoyo los vamos a embarcar? ¿Podría apoyar que se los mande a morir, sabiendo y previen­do, por las condiciones mismas de la guerra emprendida, aun limitado sólo a la comprensión de las condiciones pensables en las cuales una guerra en serio se puede ganar, podría apoyar, digo, semejante decisión que llevaría al fracaso y a una dependencia mayor? No, francamente, ni aun negando la oposición frontal en la cual desembocó la guerra, ni considerando la ga­nancia política en general del desarrollo inesperado que luego alcanzó –y el hecho de que se haya desarrollado así

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no depen­de de nosotros–, ni aun en ese caso se la podría apoyar. Lo cual no quita ni pone nada al desarrollo ulterior de lo que los mili­tares han producido, como un efecto a utilizar: ahí es donde la realidad puede ser asumida plenamente, sin tener nada que abdicar. La contradicción que estaba antes de la guerra la vuel­vo a encontrar después, pese a y tal vez por la jugada realizada por la Junta Militar, como un resultado que no es menos real para mí, aunque se haya desarrollado sin mi intervención. Co­mo, por otra parte, para nosotros todos se desarrolló. Pero no se me diga, en respuesta, que al principio, las co­sas eran diferentes, que fueron los EE. UU. quienes traiciona­ron, y que la brutalidad inglesa, y que por eso la guerra se per­dió. Porque eso querría decir entonces que contaban con los EE. UU. como aliados de la reconquista, por lo tanto no so­mos tan antiimperialistas, o al menos tanto como la Junta Mi­litar antes de descubrir la traición. Y además querría decir otra cosa aún: que entramos de lleno a participar en la fantasía de la guerra de la Junta Militar, y que por lo tanto son sus catego­rías de la guerra las que regulan nuestro propio pensamiento que se quiere nacional. ¿Y dónde quedan entonces, me pre­g unto, los trabajos escritos de quienes emprendieron las gue­rras populares? ¿Para qué acudir asiduamente a ese bagaje in­telectual, a toda esa compleja elaboración de las categorías de la guerra mirada desde el lado de “los justos intereses popula­res” que le dan su sentido diferente al que le pudieran dar el general Dudelford o el mariscal Foch? Esa concepción de la guerra que da para cualquier cosa, para dar cualquier batalla, no solamente tiene poco que ver con la penosa elaboración histó­rica, producto de muchos fracasos y algunos éxitos: tampoco tiene que ver ni siquiera con lo que el mismo Clausewitz enseñó. ¡Y ahora resulta que vienen a predicar el éxito y el apoyo a una guerra que cualquier política puede autorizar! Y aun cuando hablamos del apoyo que los que antes se oponían le dan a la recuperación de las Malvinas, ¿se dan cuenta de que ya todo es irrecuperable, que ese mismo apoyo es algo puntual, formal, no inscripto en la materialidad del acontecimiento, quiero decir la materialidad del enfrenta­miento guerrero? 94

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La destrucción previa del país hacía imposible la guerra Hablemos pues sobre qué significa preparar a un país para esta guerra. O, en otros términos, qué significa armar un país para desarrollar un destino propio y no impuesto. Cuando di­go que el entronque en este proceso, por medio del apoyo, se mueve, como la mera política, en el campo de la “representa­ción”, quiero decir que como guerra ya todo estaba, y desde an­tes, y contra nuestra voluntad, jugado ya. No se prepara un país para la guerra de cualquier manera. Que un país se prepare pa­ra la guerra implica elementalmente no haber liquidado su economía, porque la producción, la riqueza y la participación de sus habitantes en ella forman material y moralmente parte de su preparación. Era desarrollar internamente una ideología que abarcara con su sentido unificador a todos los sectores hasta ahora marginados de la nacionalidad real. Era ampliar esta ideología en el apoyo efectivo –material, intelectual, teó­rico y moral– con los países que defendían nuestra propia po­sición. Era armar el corazón de los hombres para que tuviesen desde allí la voluntad de vivir y de luchar por desarrollar esa realidad que en los hechos mismos de la propia vida llevaba implícita la necesidad de la defensa y de la expansión sobre los límites materiales y sociales de la propia nación. Era, además, despertar la pasión de vivir, como para que la vida rompiera el límite de la propia individualidad que nuestros militares mer­cantilizaron en una preocupación diaria atada al azar del dólar o de la bolsa. Era crear otra forma de sociedad en la que el designio político fuera una decisión de la inteligencia nacional, no un subterfugio ilusorio militar. Ese proceso preparatorio de todas las dimensiones de la riqueza nacional constituye el fundamento de una estrategia real para desarrollar una guerra de recuperación que tenga la posibilidad de ganar. Ese proceso material y moral, que sólo el tiempo histórico pudo preparar, ¿creen ustedes que se ha de remediar señalando, desde la nece­sidad política y la estrategia internacional, la necesidad de apo­yarlo? Demasiado tarde y, no por culpa nuestra, demasiado ineficaz. Ningún instante podrá 95

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remediar esa eficacia que las palabras y el apoyo vociferado quieran suplir. Y esto no es cul­pa nuestra. El verdadero juego de fuerzas se jugó mucho antes; y sobre todo, durante los últimos siete años de la destrucción efectiva de la soberanía del país. Por eso el sentimiento de am­bigüedad que la lectura del documento de Giudici o el de Godio nos despiertan: carajo, nos decíamos, ¿no será que vamos por el mal camino y abandonamos a nuestro pueblo y aban­donamos una línea cuyo triunfo no podemos dejar de apoyar? Es claro que sí; no dejamos de apoyarla, pero como este apoyo es puramente formal, ¿a quién va dirigido? ¿En qué consiste su eficacia? ¿Quién ha de ganar con él si al mismo tiempo se me solicita que postergue ese otro peligro que subsiste, el del enemigo principal, y que jugó a cara o cruz su destino no para sal­var al país sino para salvarse a sí mismo? Reconozcamos al menos esto: la decisión del triunfo de lo que el poder militar desencadenó no depende de nosotros para que se decida en un sentido u otro. Todo lo que en la materialidad de los hechos, y su inscripción moral (en sentido guerrero, como cuando se dice: la moral del soldado), se requería para vencer estaba jugando de antemano: en la destrucción anterior del país, en su política interior e internacional. Eso está inscripto en la materialidad de la historia, no solamente en su representación. Y la guerra se juega en esta densidad. Lo que se aporta ahora, insisto, pertenece al campo de la representación, de la forma “moral” –propaganda, manipulación­–, quiero decir que no llega a movilizar ni a crear la materialidad efectiva de lo real que se pone en juego en la guerra. Repito las palabras de Maquiavelo, que sin ser marxista lo dijo: Dios sólo favorece a los profetas armados, los otros pierden la gracia ante él. Reconozcamos que, al respecto de la guerra que se libró en las Malvinas, no tuvimos, estrictamente, como argentinos, nada que ver. Digo nosotros, los que no participamos en la lucha del aparato militar porque todo, desde antes, estuvo jugado ya. Y con exclusión de nuestras humanidades que, como enemigos, el gobierno militar persiguió, torturó y aniquiló, porque defendíamos la soberanía real del país.

Nuestro apoyo posterior al momento que el destino marcó inexorablemente como final, porque el destino juega con la materialidad de los hechos históricos, no se podrá remontar con nuestras declaraciones de apoyo. La Junta preparó la estrategia de su fracaso, que será de todo el país, desde que tomó el poder. Pero desde mucho antes: ¡desde que Perón apoyó la exclusión y liquidación de toda la izquierda nacional, de Cámpora para acá!

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Acerca de lo justo en la moral, la guerra y la política La declaración-manifiesto de Giudici es también explíci­ta: “afirmamos que el acto del 2 de abril es nacionalmente justo y anticolonialista. (...) Lo es a pesar del juicio que se tenga sobre el actual gobierno (y nosotros no ocultamos ni disfrazamos nues­tra oposición política). Pero la causa es justa. Y si Gran Bretaña nos hiciera la guerra, por su pérdida, para los argentinos será una guerra justa”. Giudici reencuentra así las formulaciones del grupo socialista de México: “Los militares argentinos produje­ron un hecho que ya no les pertenece plenamente”. Analicemos este razonamiento y esta separación: lo justo del hecho señalado, de la verdad material de su inscripción. ¿Se pueden acaso separar? ¿Se puede decir: estoy contra la Jun­ta y apoyo el hecho de retomar las Malvinas? Sí, en el papel es posible, ¿por qué no? Pero si somos consecuentes, y el pensar piensa la estructura de lo real, ¿no se ve la contradicción? ¿No se ve que con esa Junta, y con ese país que ella destruyó, y con su política, y con su dominación interior, y su aislamiento in­ternacional, era imposible emprender esa recuperación? Es claro, nos quedamos sin el pan y sin la torta: sin las Malvinas y sin la moral. ¿Qué le irán a pedir al gobierno argentino ahora, luego de esta complicidad y de esta miopía elemental? ¿De qué lo van a acusar, si antes no se vio esa relación? Nos quedaremos con que la recuperación de las Malvinas era una causa justa, pero nada más. La búsqueda de la justicia, acudiendo a cual­quier medio, para el caso al ejército argentino, 97

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nos llevó al fra­caso. Cruzados de una reivindicación justa, nos aliamos con cualquier poder, como si lo “justo” no tuviera que crear, en la lucha política, las condiciones materiales y morales para aspi­rar a imponerse como real. Me hace sentir mal tener que re­cordarle esto a la izquierda, esta reflexión elemental que de­biera ser la que guíe su posición diferente frente a la historia, diferente de la que la burguesía y el espiritualismo cristiano nos quieren hacer tragar. Lo justo de esta guerra sólo tenía como base material y moral el limbo del papel donde se lo reivindicaba como tal. Nos quedamos otra vez con las razones morales, como desde hace mil años hasta acá. ¿No le parece a Giudici que la reconquista de nuestro propio territorio hubiera requerido una condición más eficaz y previa para enfrentar una fuerza internacional que un ejército entreguista no podría nunca ejercer? Yo, francamente, declaro no entender este razonamiento que se separa de la base material y del verdadero poder de toda acción política, para pensarse como un espiritua­lismo más, a pesar de que tienda a ser aparentemente más realista y hasta marxista. ¿Qué realismo habría aquí en este oportunismo separador de lo justo independizado de la mate­rialidad y del poder que haría posible a la justicia ganar? Este supremo idealismo de lo justo que pide prestado a cualquier poder la base para triunfar, es precisamente lo que siempre la izquierda intentó realizar, y así le fue. No fuimos capaces, o no se pudo crear un poder propio, una base material real que uniera lo justo a los justos, la moral a los cuerpos que podrían reivindicarla como algo propio, que se prolongaba como justicia desde el anhelo sentido de la base material que la engendró. Por eso lo justo siempre pasó y circuló por otro canal. Lo “jus­to” del socialismo nacional pasó por el “justicialismo”, por la base material usurpada por el “movimiento peronista” que el ejército preparó, y cuyo apoyo concreto –la unidad con inte­reses materiales contrapuestos– sirvió de base para hacer tam­bién pasar como de contrabando los “justos intereses popula­res”. La materialidad de la clase obrera se aposentó en otras, apuntalada por la materialidad del nacionalismo de derecha, la materialidad de la industria nacional, la materialidad del po­der de los militares, etc., en los cuales

depositó sus “justos in­tereses populares”, para que otros poderes los realizaran por su mediación. Y no se trata de negar las alianzas necesarias para alcanzar a inscribirse en lo real. Se trata sólo de no inscribirse siempre en el campo enemigo, faltos de la posibilidad de vehi­culizar y actualizar una materialidad propia que se convierta en la base real y eficaz de las propias causas justas. Y, como ca­recemos de esa base material propia, siempre nos quedamos e inscribimos nuestras causas justas en el poder de los otros, que las ponen a circular –como Perón con los “justos reclamos populares”– para oponerse a otra justicia más fundamental: el poder real de los trabajadores y del socialismo nacional. ¿Estaremos tan alejados de la realidad que podemos pen­sar cualquier cosa como posible sin atender a sus propias condi­ciones? ¿Hasta tal punto el terror y el hábito de la dependencia nos cegaron para impedirnos ver las condiciones materiales sin las cuales no hay política justa? ¿No será que todavía sigue co­mo fundamento del pensar de algunos políticos su adscripción anterior a proyectos que parecen haber tenido éxito a pesar de haber infringido esto que ahora señalamos: la base material so­bre la cual se ejercen las causas justas? En la época de Stalin y su despotismo opresivo, al menos era la suya una opresión ten­diente a fortificar de cualquier manera y con cualquier medio el poder de la nación: así se pudo defender contra Alemania y rei­vindicar “justos intereses populares” a pesar de que el pueblo ruso estuviese oprimido por el dictador. Pero con ese esquema prestado no podemos analizar el despotismo militar en nuestro país. Porque este despotismo no es un despotismo ni siquiera nacional, tendiente a desarrollar aunque despótica y cruelmen­te el poder de la nación. Fue, y debemos tenerlo claro, un ejér­cito de ocupación al servicio de la destrucción de la nación. Yo sé que a Giudici puede que esta situación en la Argentina le re­cuerde algunas otras a las que, frente al PC argentino, se opuso dignamente. Pero, me pregunto, ¿cómo es posible que ahora no distinga esta falsa unidad que así se soldó y que llevó al fracaso y a una pérdida más rotunda aún de aquello que se quiso re­conquistar? ¿Y que se haya dejado de lado que era precisamente

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la política interna del ejército reivindicador la que hacía imposible, necesariamente imposible, la realización material de una causa justa? Precisamente eso: faltó la base material, quiero decir la base humana, quiero decir la base moral.

hecho por medio de los cuales se la pretendió conquistar. De ese acto sensato (acto no sólo tomado “imprevista e inconsultamente”), se han hecho cómplices, subjetiva y objetivamente, los que adhirieron a él. Fueron, una vez más, sus “profetas desarmados”. Pero más aún: creer que sólo fue lo “inconsulto” y lo “imprevisto” lo negativo de ese acto es no ver su inscripción como resultado del “origen” de la Junta: no ligar el contenido total de ese acto con los seis años de destrucción, que le antecedieron, de la soberanía del país.

Lo justo sin realidad Sigamos con esto de lo justo. Nuestros amigos de México repiten: “La dictadura militar tomó imprevista e inconsulta­mente entre sus manos una reivindicación nacional que no por eso ha dejado de ser justa”.

Lo justo no está separado de la “moral” de las fuerzas

Lo cual significa decir que una “reivindicación nacional” tomada por cualquiera, en el momento en que ellos escojan, y de cualquier manera, aun aquella manera que lleva a su fraca­so y a su postergación, “no por eso deja de ser justa”. Esto es manejarse con un criterio muy extraño de justicia y objetivi­dad. ¿Se refiere a la reivindicación que, en abstracto, es justa? ¿O se refiere, prolongando el carácter sagrado de todo cuanto la toca, a las condiciones que permitan alcanzar, concretamen­te, lo justo? Se olvida que el “hecho” que desencadena la “reivindicación justa” adquiere sentido en el marco material y estratégico dentro del cual se lo realiza, como si la justicia no estuviera sujeta a ciertas condiciones, que requiere de la eficacia para que culmine como tal. Y las condiciones a las cuales fue unida esa reivindicación justa más bien señalan que el marco de su inscripción la convertía una vez más, como todo lo que la Junta toca, en su contrario: en una entrega. La “justa reivindicación nacional” no podía, pues, estar separada de las condiciones que nos aproximaran a obtenerla, y estas, como vimos, no pueden ser cualesquiera. Porque lo justo puntual se convierte en injusto, podemos decir: fue una insensatez condenar al fracaso la “justa reivindicación”, y las condiciones de su fracaso están indisolublemente ligadas al acto, al

Pero hay que analizar más claramente este modo de razonar, porque aquí se revela una de las modalidades de la política de izquierda. Designar como “falacia” el hecho de explicar el acontecimiento recurriendo al origen significaba, como hemos visto, desalojar precisamente el acto del marco histórico objetivo y subjetivo, de su sentido material. Así aislado, ese acto podía ser considerado como “justo”; como si lo justo fuer una cualidad adherida al hecho con independencia de las condiciones posibles de su realización. Téngase presente que no referimos, como los autores lo hacen, a la “reivindicación justa” que se prolongó en la “recuperación” militar. Un acto justa podría ser realizado por cualquier medio y hasta ser incluido en el marco de otro acto injusto: valdría de por sí más allá de quien lo ejerciera y de la inscripción que este adquiriera. Sólo se atiende a su resultado también puntual. Y como en política todo es válido, se dice, o hay al menos muchas cosas a las que hay que plegarse, y como aprendimos también que en política hay que llegar hasta a tragarse sapos, no importa quién realice esos actos ni las intenciones de quienes los piensan. Eso se lo pone a cuenta de la subjetividad de los autores, que ven aparecer una cosa diferente cuando esperaban otra en su lugar. Pero aquí, como vemos, no se trata de la subjetividad de los sujetos militares: se trata del marco real, material, económico, políti­co, social, etcétera, que forma

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sistema con la posibilidad de alcanzar los objetivos propuestos: lo concreto real. Es extraño ver cómo los autores reconocen la represión brutal, los crímenes, las intervenciones degradantes, los asesinatos, la entrega del país al poder del imperialismo, la censura, la persecución, el hambre: todo esto, es verdad, corresponde a la acción de las fuerzas militares. Y al mismo tiempo, como si se tratara de algo separado, cuya órbita reside en otra constelación, pueden decir que ese acto que ellos, los injustos, realizan, aunque sea lograr su propia salvación, no por eso deja de ser justo. Como si todo lo anterior que habían descripto no configurara la condición material, y no sólo moral, de la realización de lo justo. Significa pensar en el limbo de los valores puntuales, y olvidar la intrincación material que le da realidad a ese acto. No se trata el nuestro, como se ve, de un juicio moral: se trata de decirles también que era un falso cálculo que dejó de lado la materialidad de su inscripción. Por eso decíamos antes que la ética no está separada de la verdad. Lo mismo sucedía con algunos intelectuales en su adhesión al peronismo, donde la positividad de la aceptación populista y su organización también constituían actos “justos”, más allá del sistema total donde estos actos adquieran su realidad y más allá del sentido en el cual los inscribía su organizador. En sí mismo era positivo que la clase obrera se organizara en función de esos objetivos justos; pero se perdía de vista cómo el sistema mismo los volvía a incluir en la dependencia y en cl sometimiento, en lo injusto, merced precisamente a esa misma y “positiva” organización. Pero tampoco se trataba de negarles a los obreros que se integraran: no dependía de nosotros teníamos con qué. Aunque otra cosa es alinearnos en la aceptación de ese sistema porque al buscar precisamente lo contrario de lo que buscábamos nosotros, realizarían un acto que luego sí alcanzaría, por nuestra mediación, a desarrollar su contradicción. Sólo que, ¡ay!, la contradicción todavía está es­perando, y nosotros, a su vez, que pase; mientras tanto, deja­mos de hacer oír al menos nuestra voz y nos silenciamos como para que esa dialéctica, en cuyo segundo tiempo siempre juga­mos –nunca en el primero–, haya de desarrollarse hasta

que, con nuestro apoyo astuto, alcance su maduración. La verdad, si es que la hay, aparecerá al final. Cabe advertir, sin embargo, que todos los hechos de la Junta Militar nunca le pertenecieron plenamente: afectaron, como la invasión a las Malvinas, a toda la nación. ¿Querrán decir los autores que sólo la “recuperación” de las Malvinas nos pertenece ahora a nosotros, porque debemos reconocerla, aunque viniendo de la Junta, también como nuestra? ¿Por qué habría de ser este el único hecho que nos pertenece a todos, a no ser que, a diferencia de los otros, podamos sentirnos acor­des con él? Y nos dicen entonces que esto resulta del “nuevo sentido” que recibe ese hecho al ser ubicado en otro “contex­to”, principalmente el internacional. Pero es precisamente lo que tenemos que verificar: si ese sentido tiene una nueva inscripción efectivamente material que lo sostenga como tal. Pensamos por el contrario que este sentido “nuevo” se inscribe en la vieja estructura material y moral que lo sustenta. Para que aparezca un nuevo sentido en la historia hay que leerlo con referencia a otra cosa que lo fundamenta: sobre qué está escrito, con qué lo está, sobre qué fuerza real reposa. Y veremos que ese nuevo sentido circula y se apoya, adquiere realidad, en la vieja y tozuda materialidad de una soberanía moral y mate­rial, económica y políticamente destruida: sin base para servir de apoyo efectivo a ese sentido nuevo que los autores creen descubrir. Sólo de allí podría resultar un “nuevo sentido” váli­do: los demás son florecillas del campo que la poesía tenebrosa de nuestros militares engendró sobre la única materialidad que los sostiene: la de las armas, nada más. Este discurso militar, que adquiere “nuevo sentido” aunque esté escrito con la sangre de miles que murieron antes y siguen muriendo ahora por él, tendría por lo menos que teñir su discurso con la llamada de atención de su color: la sangre con la que está escrito.

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La apariencia también tiene un soporte material En la historia hay que leer la fuerza de un nuevo sentido no en cualquier lugar, sino en el nivel de profundidad material y moral que lo imbrica y le da realidad. Aun la materialidad del discurso histórico tiene niveles de verdad y niveles de apariencia: el poder de las armas, restringido a ellas, es una materialidad de papel. Los tres tristes tigres de la Junta no fueron para los ingleses más que eso: tigres de papel. El discurso de nuestras fuerzas armadas se inscribió en la materialidad de la guerra, pero aun siendo material, este hecho es puramente ilusorio: reposa en una materialidad fungible sin sustento ni moral ni nacional. Apoyados en la pura fuerza física, limitada a las ar­mas, nada más, y a las cuales se despojó de su fundamento histórico y humano. Pero hay otra inscripción que es también material y que nos da el contexto más cierto de este nuevo sentido: la vieja lógica atada al origen de la Junta y a la coherencia a priori, esa que nos mantenía unidos no a la materiali­dad superficial e ilusoria de los nuevos hechos sino a la cohe­ rencia que surge de la materialidad profunda de los hechos de la Junta y que liga la soberanía de las Malvinas, para verificar su sentido, a la soberanía de los cuerpos de los hombres del país dominados por ella. Y porque siempre sostuvimos que todos los hechos de la Junta, sus resultados, nos “pertenecen” plenamente, es por eso que este nuevo hecho no nos podía sor­prender como para cambiar con su sentido el anterior. ¿Y si fuese el origen subjetivo, ese que aparece negado como falacia, presente en la materialidad de un cuerpo que no renuncia a su inscripción, el que mantiene tozudamente su inserción en la materialidad más profunda de los hechos históricos, donde se elabora en verdad su sentido? ¿Y que por lo tanto sea la inserción de nuestra propia experiencia y en nuestra corporeidad, es decir, aquella inserción que determina nuestro deseo, lo que nos permite mantener un sentido ligado a otro nivel de realidad sin ilusión? ¿Y si la negación de ese origen, al separarnos del sentir de nuestro cuerpo, nos separó también de esa materialidad y nos permitió el salto mortal de inscribirnos en el nuevo 104

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sentido sin esa base espesa, afectiva y corporal, que lo sostiene y le confiere su realidad y su verdad? Entonces no cabe decir que se trata de una “soberanía que se está reconquistando con la sangre y el esfuerzo del pueblo” sino que, por el contrario, se la está perdiendo, como se la perdió. ¿Ignoraban acaso que se iba al fracaso; mejor dicho, que ese fracaso estaba inscripto en la realidad ya? Insisto: faltos de pensar la base material del enfrentamiento porque se la dejaba de reencontrar desde su base subjetiva, desde el propio deseo, y desde la coherencia de la afectividad. Al ser negado el propio deseo, considerado como un signo falaz, era, como vemos, la propia materialidad en la cual estaba inscripto, que no se podía ver, lo que los alejaba de comprender toda la inscripción de ese proceso en la realidad. Fue la negación del propio deseo que dejó de funcionar como índice de la compleja y trabada realidad en la cual tenía sentido, y no sólo puntual, lo que llevó como en un deslizamiento inesperado a dejar de lado su prolongación, su inclusión, dentro del sentido de la realidad histórica. Y así se pasó a validar el acto de las fuerzas armadas ligado al “deseo” de las masas, que olvidan muchas cosas, se dice, que nosotros no. En ese desplazamiento se pierde en sentido de la verdad inscripta materialmente en la realidad. Porque ese deseo no era un solo subjetivo, sino que se constituyó como tal en una compleja lógica que liga a lo individual con lo social y con lo histórico. Ese deseo no comenzaba sólo con el cuerpo: era por el contrario el término de la elaboración donde los dos extremos se unían en la carne, cobraban sentido vivido y significación dada en la presencia de una forma de ser personal. Era el producto de una síntesis donde los valores y las razones se unían y adquirían coherencia, encontraban su viabilidad en la acción real.

La paradoja de la guerra y la ilusión Los “justos intereses populares” no debieran hacernos cambiar las categorías que nos permitan comprender la realidad que lleve a facilitar 105

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su realización. Y estamos en la guerra que, es cierto, parte de una paradoja: no es el atacante quien la desencadena, sino el defensor. Inglaterra fue el atacando hace ya mucho tiempo, pero en esta guerra actual no. Y ese hecho lejano no nos sitúa ahora a nosotros como defensores sino como agresores. Es quien resiste el ataque el que comienza la guerra: el que no se rindió. Los militares argentinos penetraron por la fuerza, rompiendo la paz, en el recinto dominado por Gran Bretaña, y con su justa razón de viejos derrotados (y apoyados por la fuerza) dijeron: son nuestras. Hasta aquí no hay guerra, se dirá. No hay guerra porque tenemos la razón en ocuparlas, y no hay guerra porque si bien exterminamos a 30.000 argentinos al ocupar el país, no matamos a ningún súbdito inglés al ocupar las Malvinas: de caballeros a caballeros es la cosa cuando se trata de un país superior. Pero al montar esta comedia militar, con el guiño de ojo a su patrón –los EE. UU.–, esperaban que esa invasión armada quedara sin respuesta. Y sin respuesta militar inglesa quería decir: no habría resistencia del Imperio, no habría por lo tanto guerra. Quiere decir: habría otra vez impunidad, eludiendo la muerte y el riesgo, como lo hicieron adentro. Pero no seamos ingenuos: la paradoja de Clausewitz supone que el ejército entre en el campo del enemigo no como entraron los militares en la casa de los ciudadanos secuestrados y asesinados. Si fuera así no habría, es verdad, guerra. Triunfaría la prepotencia impune sabiendo, como sucedió entre nosotros, que el enemigo civil no podría oponer resistencia. Pero cuando se inicia una guerra de verdad, y se sabe que se encontrará resistencia, hay que estar preparado con los medios adecuados –calculables– de la resistencia. Si traslada­mos la categoría de la impunidad de la llamada guerra interior a la exterior, quiere decir que los militares argentinos cayeron en su propia trampa. Para enaltecer su cobardía y ocultarla, a la masacre interior impune y frente a un enemigo desarmado la llamaron también “guerra”. Y con esa ilusión pasaron de la guerra “sucia” interior a la guerra “limpia” exte­rior. Pero ¿qué pasó con la izquierda que no pudo dejar de pensar con las mismas categorías de los militares que se pro­pusieron su exterminio, y en parte

lo lograron? Al asignarle a Gran Bretaña el ser la iniciadora de la guerra, se embarcaron en la idealidad de la fantasía militar que se mueve, una vez más, en la impunidad. ¿Cómo suponer entonces que la iz­quierda argentina avale esa fantasía, producto de un presun­to acuerdo con los EE. UU. debido a la función de ejército de ocupación que cumplía, de que no habría guerra sino “paz con retención de las islas” en poder de la Junta Militar? Ello significaba entrar en el juego de nuestros militares, digamos en su macabra fantasía, y acudir necesariamente a aceptar –¡oh, ironía de la neutralidad teórica!– la alianza con los EE. UU. para no perderlas, que ya había sido pagada de ante­mano y a la que habría que seguir pagando si por azar el ejército hubiera logrado su objetivo de impunidad. Es el país quien hubiera seguido pagando la “recuperación” de las islas con la permanencia de la entrega de nuestra soberanía interior y ahora de la exterior: en la alianza del Atlántico Sur. Pero además, siempre piensan con las categorías de una anterior. Antes el enemigo principal era el colonialismo inglés quiso ocupar todo nuestro territorio y no lo ocupó: quedaron sólo con las Malvinas en el Atlántico Sur. Pero, seamos consecuentes, ¿quién es nuestro poderoso enemigo actual, cuál es nuestra dependencia mayor, a quién sirve y quién apoya nuestro ejército de ocupación? ¿Quién mantiene las mayores inversiones, a qué intereses responden un Alemann o un Martínez de Hoz? ¿De quién son realmente aliados nuestros militares? Sucede que Inglaterra es un enemigo secundario en este momento, y por eso se permitieron atacarlo. Sucede que la tragedia sería con los Estados Unidos, y la comedia, se creía, con la vieja Albión, fundida sin remisión. Ni se atacaba a nuestro enemigo principal, ni el ejército se distanciaba de él al hacerlo: contaba con su complicidad. Eso es lo que salió mal. Y así, de vuelta de esta aventura, nos quedamos sin el pan y sin las islas, con otros mil jóvenes muertos que se agregan a la lista de los muchos miles que murieron antes, y con los militares adentro, y con una necesaria frustración nacional. Digamos: con una necesaria depresión nacional, de la cual ninguna representación, ninguna astucia, ninguna fantasía, ningún juego simbólico –esperemos– nos

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podrá ahora sacar. Habremos tocado tierra, como nuestros muertos, pero quedamos al menos con vida como para emprender desde allí un camino que atraviese con su verdad todos los niveles de la realidad, y vuelva a entroncar la experiencia subjetiva, sentida, desde el deseo de los hombres y mujeres argentinos: el reencuentro con el sentido verdadero de la realidad. Ya no será el terror el que impedirá sentir desde dónde prolongar nuestra relación con la fantasía y el juego de la muerte, que pasó de un lugar a otro, desde la izquierda hacia el pueblo, y que todo lo abrazó con una verdad semejante, dentro de la cual la impunidad habrá encontrado por fin sus límites. Por eso decíamos que no habría que entrar en el juego militar, en su fantasía, por más que el pueblo la hubiera sentido como propia. Hablábamos de desplazamiento: teníamos que conservar la plenitud de nuestra voz y de nuestro deseo. ¿Nos atreveremos, después de haber entrado en el juego, a hablar de la misma manera que si lo hubiéramos conservado? ¿En qué nueva transacción, después de este, habremos oportunamente de entrar?

Decimos entonces que no podíamos inscribirnos a favor de esta guerra, porque esta guerra en la cual los militares metieron al pueblo argentino no era una “guerra popular”: para serlo, el pueblo argentino hubiera debido poder optar. Decimos además que nos hemos opuesto, y nos oponemos, a la existencia de la dominación imperialista anglonorteamericana. Pero sobre todo decimos que debemos rechazar esta guerra desde el comienzo, desde el ataque inicial, porque ella nos llevó a la derrota y a la pérdida de vidas inútiles: nos hizo perder una posibilidad que no era privativa de la fuerza militar sino una decisión de toda la nación. Y que esta decisión era la nación misma la que debía prepararla. Decimos por lo tanto que no desde el exterior ni desde el interior había que propiciar la guerra apoyando a los militares

argentinos como si con ella apoyáramos a toda la nación: era elegir desde la jerarquía que los militares quisieron imponer, aunque con ello, para no salir derrotados internamente, derrotaran una vez más a toda la nación. Decimos por lo tanto que había que señalar que tanto la decisión militar como la guerra posterior era un proceso en el cual el mismo imperialismo y el colonialismo, al apoyar a la Junta como ejército de ocupación al servicio de sus intereses extranacionales, nos metió. Debemos mostrar entonces que la guerra es muy anterior, que el pueblo argentino estaba en guerra contra un ejército comandado desde el exterior, y que esta política de dominación interna les había ofrecido como botín esa “guerra sucia” ganada a la totalidad del país: en su economía, en su cultura, en sus hijos, en el exterminio masivo de la población y en la secuela de miseria y de despojo a la que se lo sometió. Había que mostrar que esta guerra estaba planteada desde esa oposición fundamental, en la cual ni Inglaterra ni los EE. UU. constituían el único enemigo principal: el enemigo principal, el ejército argentino de ocupación, formaba sistema con el enemigo exterior. No hay distinción. Por lo tanto, mostrar que todo el país estaba ocupado ya desde hace mucho tiempo atrás, y por Inglaterra, y por los Estados Unidos, porque la única fuerza armada que nos sometía estaba entregando este país ocupado a los intereses del imperialismo anglonorteamericano. Porque, nos preguntamos una vez más: ¿quién armó este ejército? ¿Quién lo defendió? ¿Quiénes impusieron su silencio sobre el genocidio? ¿Quiénes disculparon su acción? ¿Quiénes lo siguieron manteniendo? ¿Quiénes solicitaron su ayuda en los golpes militares para oponerse a la resistencia popular en otros países latinoamericanos? ¿Quiénes pagaron ese apoyo armándolo con los medios más sofisticados de represión interior? ¿Quiénes elaboraron, para disculpar estos crímenes, la distinción entre totalitarismo y autoritarismo? ¿Quiénes prepararon a estos hombres, desde hace décadas, y los adiestraron en la teoría de la Seguridad Nacional, que es el eufemismo con el que disfrazan el carácter de ocupantes militares del propio territorio nacional?

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¿Era acaso una guerra “nacional”?

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Había que mostrar cómo, por lo tanto, por ser un ejército de ocupación al servicio del que ahora aparecía circunstancialmente como su enemigo, esa guerra estaba perdida desde el comienzo, y la nación no podía apoyarlo como si se tratara de recuperar efectivamente la soberanía nacional. Había que mantener en todo ese proceso la presencia de la unidad indisoluble que une a las fuerzas armadas argentinas con los intereses armados y económicos a los que ahora les hacemos decir que están combatiendo, y a los que previamente se entregaron –y se seguirán entregando después de la derrota–. Había que no perder de vista toda la situación. Y el apoyo al pueblo argenti­no –que al parecer se dice que los acompañó– no podía tomar sólo el problema de las Malvinas como guerra limpia, separán­dola de la guerra sucia y de la ocupación interior. Con el apo­yo a los militares argentinos por la “recuperación” de las Mal­vinas, una vez terminada esta –como terminó con el fracaso, ahora sí, de todo el país–, el problema fundamental reaparece. Pero reaparece agudizándose en su verdad porque la guerra se perdió. No se olvidó quiénes llevaron a la derrota, y entonces no se soldó lo que más se temía: esa imagen que uniera al ejér­cito argentino con la nación argentina, consolidándose como unidad mentida y aparente lo que antes se había ganado, dis­criminadamente, como oposición. Y tampoco la política latinoamericana hubiera ganado en discriminación. Seguirán los pueblos creyendo, en la apa­riencia y representación que es el escenario de la política con­vencional, que con sólo tener una fuerza armada poderosa, sea cual fuere la política interior, se podrá hacer cualquier guerra, para el caso una guerra de liberación. Se seguiría pensando la guerra con las categorías de los militares, no con las categorías de la política nacional, y se seguiría pensando que cualquier fuerza da para cualquier cosa; para el caso, que con esas cate­ gorías impuestas por todos los medios de comunicación, ape­lando a todos los tics y a todos los prejuicios, a todas las formas de la alienación que la cultura dominante decantó en la cabe­za y en los cuerpos de las clases populares, se podría llevar ade­lante una política eficaz de independencia nacional.

Y no es casual que en esta situación de crisis, cuando la guerra puede servir para revelar el sentido de muerte y des­trucción presente en la estructura nacional, acuda el sistema internacional a otra revelación: a la disolución de las culpas precisas, de los actos precisos, del genocidio preciso, de la guerra precisa, para disolverlas en la generalidad de la religión. También el pueblo argentino es religioso y católico: el Santo Padre vino presuroso a lavar las heridas, a enjugar las lágrimas y a ponerlo todo a cuenta del Mal con mayúsculas, y del Pecado Original. Pero fue también a salvar a la Curia que apoyó y ratificó la masacre argentina, en nombre del Dios de la Guerra Sucia, y a salvar a los militares de la Guerra Limpia, en nombre del Buen Dios, que alguna vez se dijo que era criollo y que la derrota demostró que no. Y cuando aparece que ni Dios nos calva ya, he aquí al Papa, a Su Santidad, que viene a envolvernos con una cortina de humo santo, la verdad que esplende luego de este nuevo genocidio que la Junta realizó para salvarse a sí misma, y ahora nuevamente con ayuda de Dios. De este Dios revitalizado en cuyo nombre, una vez más, se querrá vencer el alma del pueblo argentino: descansemos, una vez más, en paz. Pero no hay paz para nadie si en el consuelo que se nos viene a dar se invoca una vez más la paz de las tumbas, y no se muestra cómo esa presunta paz esconde lo que ellos no quieren que se vea: que se trata sólo de una tregua en la cual el pue­blo argentino se enfrenta, desde hace tiempo, desde adentro y desde afuera, contra la dominación internacional prolongada en su ejército de ocupación. El Papa vino a ratificar la entrega, la devolución de lo “recuperado”: no la paz del comienzo sino la rendición final.

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Lo “grandioso” del objetivo elegido para tapar la enormidad de la destrucción interior En este preciso momento oigo al general Menéndez arengar a “sus hombres” en defensa de Puerto Argentino: es 2 de junio y son las siete de la tarde. Y yo me sigo preguntando sobre lo que ustedes critican,

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“la propensión a atribuir cohe­rencia a priori a los acontecimientos”, en el mismo momento en que estos se desarrollan. Frente a este fracaso ineludible que sé que va a venir, y a esta nueva pérdida de vidas de tantos jóvenes argentinos que van, una vez más, a morir por una calcu­ lada decisión de nuestros militares, ¿qué nos quiere decir el Grupo Socialista de México? ¿Que tengo que dudar de lo que estoy viendo y comprendiendo porque hay una nueva lógica que la mía anterior no alcanza a explicar? ¿Quieren decirnos que nuestro proceso político no tiene una línea y que la com­prensión con la cual ahora la pienso no puede mantenerse al enfrentar las vicisitudes a que lo real la obliga, estas por ejem­plo que veo en la televisión, si quiero permanecer compren­diendo el movimiento de la realidad que se desarrolla ante mí? Pero sigo pensando para entender las imágenes que veo más allá de lo que se muestra: todo poder se mantiene en la medi­da en que doblega al enemigo y evita la aparición de resisten­cias que no puede enfrentar. Así con el gobierno militar argentino, que recurrió a la “recuperación” de las Malvinas porque había llegado a los límites de su entrega y de su bruta­lidad, y que por ese camino no podía seguir, y se tenía que sal­var acudiendo a cualquier medio. Pero ese medio no podía ser cualquiera en verdad: tenía que ser tan grandioso como para que pudiera ocultar la magnitud de la destrucción que hicie­ron de nuestra soberanía real, que tratarían de ocultar con es­ta reconquista simbólica. Pero la crítica contra nuestra comprensión, invalidada por ser a priori, ¿no nos querrá decir algo diferente? ¿No será la fórmula del oportunismo, por medio de la cual todo puede cambiar y adoptar los mil rostros que cada nueva situación dibuja? ¿Y que por lo tanto hay que estar dispuesto, para entrar en el “realismo” de la historia, a transar? ¿No querrá decir en última instancia que no hay principios reguladores de la polí­tica, y que nos caemos siempre de la razón anterior para cho­car con el inmediatismo camaleónico de la irracionalidad, que adopta como todo camaleón una apariencia: la de una nueva coherencia que justifique la nueva adaptación a la nueva realidad? Yo no le temo a lo irracional: sólo que todo esto me suena a demasiado racional,

y como si fuera un viejo conocido ya. Precisamente porque no le asignamos a priori su coherencia hasta poder predecir cada hecho en particular, tampoco le vamos a negar a la realidad la capacidad de producir alguna novedad. Todos se asombran y claman ante la aparición de lo inesperado y lo confunden con una nueva coherencia: EE. UU. contra la Argentina, la Argentina contra los EE. UU., Costa Méndez con Fidel Castro, ¿qué más? ¿Incoherencia, dijeron? Digamos virajes inesperados, nada más. Puesta a punto en el desarrollo de las contradicciones múltiples por las que se encontraban acorralados, en verdad la respuesta de la Junta Militar fue inesperada para todos: esa es una demostración de su “sabiduría” y de su locura y de su estar nadando en la ilusión, lo mismo que los autores del documento llaman “la aventura”. ¿Quiere decir acaso que nuestros militares metidos a políticos pueden volverse locos, y que la realidad también, y que no hay coherencia entre el origen de la Junta, el “antes” de la “recuperación de las Malvinas” y el “después”? ¡Pero si todo es muy coherente! Lo que se podría decir en cambio es que todo este último acto era inesperado. Pero lo inesperado no es por eso incoherente: una vez lanzada la acción inesperada, la lógica material vuelve a desenvolverse. Y si se desenvuelve como coherencia ininterrumpida después, es porque vuelve a reencontrar la coherencia que estaba presente desde antes. Para ello sólo basta reconocer que la historia es fuente de sorpresas, y que la imaginación y la ciencia no pueden siempre adelantarse a ella. Esa es la pesadilla de los servicios de “inteligencia”: no pueden prever lo que puede pasar más allá de la propia. Tal vez también se nos quiera decir que nos cerramos a la fulgurante creación que se desarrolla ante nuestros ojos, y preferimos perder la ocasión de un nuevo avance hacia el socialis­mo y la revolución. Quiere decir que los acontecimientos políticos adquieren su coherencia a posteriori, y que es siempre una regla de buena salud, para no equivocarse, presuponer una nueva coherencia terminal y dudar de la que la precedía. O al menos que es una coherencia imprevisible desde el origen. Lo cual quiere decir que nuestra coherencia

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no era tal, esa con la cual leíamos la actividad de nuestros militares y del imperialis­mo y de los gobiernos latinoamericanos y europeos que ahora dicen estar de nuestro lado y también, ¿por qué no?, la que atribuíamos –y ustedes también tendrán que atribuir– a la po­blación que expresa los “justos intereses populares”. Pero una cosa es el desarrollo de los hechos –inesperados, con los cuales la inventiva y la genialidad de nuestros militares emprenden sus estrategias que los conducen a la guerra exterior–, y otra es la coherencia con la cual, como norma reguladora de com­prensión, los leemos.

Insistimos: que los hechos hayan sido inesperados, ¿qué duda cabe? Pero que hayan sido incoherentes, no. Incoheren­cia será tal vez para quienes están adheridos a la superficie de los acontecimientos y en cada acción, o en cada coyuntura, o en cada nueva inscripción, toman los meandros de este desa­rrollo como una quiebra de la coherencia que los regula. Y allí ven aparecer la ocasión, la oportunidad de una nueva acción. Pero los que así proceden –podría pensarse– carecen ellos mis­mos de coherencia, porque están limitados y plegados al vai­vén de la acción y de la reacción, a leer la razón como nueva en cada vuelta de tuerca de la realidad, y pensar que cada golpe de dados puede abolirla, y por lo tanto estar dispuestos a cambiar sus criterios cada vez que el cubilete los vuelve a lanzar. Por eso no debe sorprender que esta acción militar haya conmovido a tantos hasta tal punto, y los haya llevado a creer que de lo inesperado de los hechos salga, de cada uno de ellos, una nueva ley. Este empirismo en la consideración de los he­chos políticos tiene un nombre: oportunismo. En cada oportunidad es preciso estar atento a lo que esta nos muestra, porque no hay una racionalidad que nos sirva de guía para incluir cada uno de sus pasos en una comprensión más global. A la incoherencia de los hechos inesperados, se la suplanta en cada caso

con una nueva coherencia que anula la anterior y vocifere como el que vende los folletos jurídicos en la calle Florida: ¡salió la nueva ley! y a los que no alcanzamos aún a leerla nos recomiendan: “¡soporten la incoherencia!”, y nos prometen que terminaremos por pensar como ellos: bien. Pero hagamos como si fuéramos científicos: lo que aquí cambia no es la racionalidad, que sigue muy a pesar nuestro siendo la misma, ni nuestra coherencia; lo que cambia es la modalidad que adquieren los acontecimientos al desarrollarse, y que hasta ahora no han mostrado nada que nos obligue a renunciar y a seguir comprendiendo el desarrollo excesivamente racional, racional busca la náusea, del mundo en que vivimos. Depende del nivel desde el cual leamos el sentido de lo que vemos. Este vals sobre las olas que baila la realidad, que nos pide que abandonemos el origen para comprender mejor lo nuevo, la aparición súbita de la nueva razón, no es sino la contraparte de ese zarandeo indeciso que a muchos llevó de aquí para allá, del Partido Comunista al Movimiento Peronista, de los Montoneros a la Social-Democracia, y, por fin, de la Social-Democracia al Retorno a una nueva patria, a la que habrá que aceptar en su nueva coherencia –democrática a secas esta vez–, hasta la próxima vuelta de tuerca que nos ubicará Dios sabe dónde, pero nunca –por lo que se ve– donde esperamos, desde hoy, estar. Por eso a este proceder no podemos llamarlo, como sus autores quisieran, “acumulación de experiencias”, “nuevo marco de comprensión”, “enseñanzas que resultan de la nueva realidad”, como nos dicen; estamos bastante viejos ya como para haber perdido tan lamentablemente el tiempo que nos devoró, y tener en cada ocasión que recomenzar, como si en cada acontecimiento tuviéramos que lanzar el vagido de un nuevo alumbramiento. Yo me niego a perder el origen una vez más. Yo me niego a abandonar como índice de la comprensión de nuestra realidad la experiencia argentina de treinta años, por lo menos, para acá, y sobre todo en su fase terminal. Yo me niego a dejar de afirmar ciertos valores sentidos, pensados y vividos, como reguladores de mi comprensión de lo que está sucediendo. Y no se

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Lo inesperado no nos arroja en la incoherencia

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trata de presunción subjetiva: algunos clási­cos, que no viene al caso citar, hasta me darían la razón a falta de ser ustedes quienes me la den. Pero tampoco me inquieta mucho tener la razón de mi lado: tal vez ni siquiera se trate de eso, si miramos bien. Me inquieta bastante más no poder expresar esto que no sólo está presente en mí ahora, sino en muchos más, pero que no pueden hacer oír su voz, ni dentro ni fuera del país, en cada caso por diferente razón. Y la razón de los que están en el exilio, para no hacer oír su voz, la encuentro expresada en vuestro documento: el anatema que anticipa el juicio final, el de ser tachados de traidores a los “justos intereses populares”. Palabra del pueblo, palabra de Dios. Pero en ambos hace mucho tiempo que dejé de creer.

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VI Desde el “como si” de la guerra sucia, impune y simulada, a la rendición y entrega en la guerra de verdad Los fantasmas de los asesinados rondan la conciencia de los militares: temen que les demos vida en nosotros Los militares norteamericanos, que formaron a los nuestros, tienen una lógica que no comunican a los militares de los países dependientes a quienes adiestran para funciones claramente definidas. Ellos tienen el anverso y el reverso, la mirada total, que a nuestros generales sólo se les aparece de una sola faz. Ellos saben bien que son los garantes exteriores de su exis­tencia, saben que tuvieron que enfrentar las verdaderas guerras en las cuales se vence o se derrota de verdad. Lo saben por Vietnam, por Alemania, por Japón. Y saben que la función pa­ra la que adiestran a nuestros militares es para la dominación y contención interior. A fuerzas de segunda, realidad de segun­da. Y realidad de segunda es aquella a la cual aceptaron rele­garse nuestros militares al convertirse en ejército de ocupación al servicio de la entrega de los intereses nacionales a los extran­jeros. Y cuando Reagan habla para convencerlo a Galtieri de­be de haberle hablado, igual que Haig, de superior a inferior. “No se pasen de la raya, porque si no…”. Porque además la de­pendencia exterior no es sólo una experiencia del alma: es una experiencia de la dependencia real en la cual las fuerzas milita­res se mantuvieron al mantenerse atados a los pertrechos y a la ayuda del campo occidental. Pero además, a nuestros militares les faltó la “moral” para defender, en este acto de apariencia, los intereses de toda la nación. Estaban cercados por dentro y sabían que les estaba negada la verdadera representatividad, la que se prolonga desde los cuerpos de los hombres argentinos, de sus mujeres, de sus niños, y se funde en una sola solidaridad y en una sola decisión. Los fantasmas de los asesinados y la realidad de la entrega, y de la represión, y del dominio, y de los 117

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negociados, minaron también sus cabezas y sus corazones. No se hace impunemente una guerra con cualquier política, decimos, y el deseo del triunfo militar estaba minado desde dentro: no podían hacer nada sin el lazo de amor que los ligaba a los EE. UU., y no a la nación. Cuando les falla EE. UU. se van a pedir, mendigando, ayuda a quienes antes despreciaban, ata­caban y humillaban, a Cuba, a las amantes despechadas, países de América, a Nicaragua, al tercer mundo: pensaron hasta en la URSS. Que estos países políticamente les respondieran que sí, por razones que aparecen inscriptas en el campo del enfren­tamiento contra los EE. UU., nos parece coherente y necesa­rio. Y también sólo hasta cierto punto. Pero nosotros, ¿noso­tros también habríamos de plegarnos a este deseo militar que no tenía nada que ver con el nuestro como tampoco con el de­seo verdadero de la población de los “justos intereses popula­res”, que más allá de la mera representación vuelven a aparecer de pronto, como si despertaran de un nuevo mal sueño que una vez más los obnubiló al no calar profundamente en la rea­lidad que estaban viviendo desde tanto tiempo atrás? ¿Cómo se les podría creer a los militares en lo que hacían –ya que no en lo que decían–? ¿Cómo se podría apoyar una decisión que es­taba guiada por un objetivo que iba también directamente contra el pueblo? La “reconquista” de las Malvinas iba en rea­lidad a la “reconquista” del corazón popular, significaba el en­quistamiento de los militares en el alma aterrada del pueblo ar­gentino, la deformación de su deseo, el encubrimiento por medio de una salida fantaseada que nuevamente se volvería a inscribir en el campo imaginario de su realidad ideológicamente manipulada dentro de esa guerra que se lleva contra el pueblo desde hace años para acá. Pero sigamos con la coherencia que liga nuestro deseo con el deseo de los militares: precisamente el antagónico. El deseo de muerte que es el gusano vivo del alma militar, de aquella que dieron realmente a nuestros compatriotas sin lástima y sin compasión, ese sentimiento no podía ser congruente con la defensa de la nación. El militar, se dice, estaba movido por proyectos estratégicos; pero era su deseo el que estaba también en juego, tanto el deseo de casta como el individual:

el de salvarse a sí mismo aunque fuese necesario destruir para ello la totalidad del país. La entrega militar no se inscribe en la estrategia fría: ellos debían sentir paso a paso, acto a acto, persona a persona, la destrucción, el desaliento, el empobrecimiento, la distancia, el sufrimiento, la humillación cotidiana de los demás, que alimentaba día a día su soberbia a costa de toda esa miseria que producían. Debían vivir en sus cuerpos la dependencia del enemigo, la entrega material de nuestras riquezas, la fiesta y el carnaval clandestino, mientras por todos los medios asediaban a la población. Debieron sentir la valentía de nuestros muertos, la entereza de los asesinados, y la propia debilidad. La muerte estaba de cuerpo presente en ellos. Sabían que la “guerra sucia” no fue una guerra: no podían confesar su impunidad. Y con la misma impunidad, que no podían abandonar, emprendieron otro “como si” de guerra que esta vez simulara ser una guerra de verdad; que proporcionara con su fácil triunfo la apariencia de realidad. Y desde este deseo del militar es como debemos analizar las condiciones en las cuales objetivamente se inscriben, tanto en la política como en la guerra. También partimos entonces del deseo del militar para explicar el sentido de esta guerra; como partimos del propio para oponernos completamente, desde el comienzo, a ella. Es precisamente este encubrimiento del deseo, esta postergación, lo que el militar también busca: lo transmuta en nacional y en unidad al pasar de la ocupación interior a la guerra exterior. En la política todavía se hacía visible: ¿en la guerra acaso desapareció? Si no desapareció en la guerra, porque su sentido atravesó toda la realidad que la preparó, ¿debemos nosotros hacer lo mismo con nuestro deseo e inscribirnos sólo en el nivel llamado político, o en el de la pura “representación” que para ellos fue esta guerra, para reencontramos en el mismo nivel de la realidad, pero sin su profundidad y su densidad? Remitir el propio deseo a la pura subjetividad que debe ser salvado, excluido como índice, para pasar a pensar “objetivamente” la realidad, implica desgajarse de un nivel de imbricación en lo real donde nuestro deseo se enfrenta al deseo militar. Donde estos deben ser vistos y

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comprendidos y sentidos en su prolongación hacia la realidad. Y la política no tiene por qué suspender su vigencia, con la excusa racional de que el origen –que el deseo de que fracasen mantiene– debe ser relegado.

Los militares intentaron, como hemos querido mostrar, elevar a la “representación” política los asesinatos y los desaparecidos. Para ello tuvieron que desarrollar también una representación equivalente: la “representación” de la “guerra de las Malvinas”. El dilema era de hierro, y de él no podían salir. Este “dilema de hierro” en el que se encuentran constituye nuestro poder político: lo deben resolver porque el país –mudo, callado, inerme– lo exige. Son los límites de su política en los que están encerrados. Dibujan el lugar, aunque invisible, de nuestra fuerza, la resistencia, aunque difusa, de todo el país que los observa. Que la “guerra” fue concebida como “representación” es lo que demostramos y lo que el mismo Galtieri demostró: cómo contaba con el apoyo devoto de los EE. UU. y pasaba de la “escasamente posible” a la “totalmente improbable” reacción armada inglesa. Las dos les fallaron. Fue precisamente eso lo que trastornó el plan y se pasó de la “representación” de la guerra a la presencia real. En la representación jugaban a ganar; en la presentación real la guerra se perdió y de la comedia se pasó a la tragedia. Pero arrastraron al país a ella. Si se piensa el fenómeno exclusivamente con las categorías de la explicación política, económica y estratégica, se pierde sin integrar esta dialéctica que estaba como fundamento y base de todo el proceso, y se la despoja de su densidad. Pero algo más aún: se parte entonces sólo de los “hechos” obnubilando su determinación compleja, reduciendo su sentido, empobreciendo la percepción de la realidad, y se entra en una dialéctica alocada que no se sabe ya más, como decía Marx del valor, por dónde agarrarla. Pero ¿quién se empobrece con esto? Se empobrece el sentido de la política para los sujetos que la realizan, que deben participar en ella, que están

participando a su manera, y se lo reduce a la mera inscripción oportuna en la eficacia, se cree, de esa única dimensión de la realidad. Se dejó de lado la eficacia de los sujetos, su sentido de verdad, la de constituirlos como sujetos coherentes desde el deseo vuelto a despertar como fundamento de su conexión con la historia. Se trabaja sólo afirmando como lugar de inserción de la política el nivel que ésta organizó en la “representación” del pueblo, en la que define “los justos intereses populares” por lo que el sistema preparó en la subjetividad de cada sujeto, trabajando en su carne y en su imaginación por el terror. En vez de volver a suscitar el origen, esa historia que se prolonga y se sostiene en la memoria de los hombres pese a las inscripciones y a las tachaduras y a las defensas y censuras que el sistema va decantando en ellos, se vuelve a tomar los “justos intereses populares” dentro del espacio psíquico y político trabajado por la dictadura militar. En vez de despertar un coraje y un empecinamiento y una coherencia y una decisión que pongan en juego toda la humanidad de los individuos, se los vuelve a suscitar sólo en ese lugar residual donde subsiste el planteo convencional y aparente del sistema: por una parte, apoyar la recuperación de las Malvinas –como si hubiera sido, en verdad, en verdad material digo, una– y, por la otra, repudiarlos por su inscripción política, económica o cultural. En vez de proyectar sobre el pueblo la posibilidad de ir más allá, de mantener tozudamente o volver a despertar el fundamento mismo del sistema político en la negación de la vida que decantó en cada uno como límite impuesto por el terror y buscar allí la única y verdadera fuerza que puede convertirse en fundamento de otra política y de otra soberanía (más allá del nacionalismo burdo de derecha al cual le vamos a pedir sus categorías para apoyarnos aún en ellas), volvemos para reencontrarlas oportunamente al inscribirnos en este proyecto que llevó otra vez al fracaso y a la defraudación. Por eso el origen tiene una doble inscripción: subjetiva y objetiva, y no se lo puede relegar. Porque no se trata del origen perdido en la bruma de los tiempos solamente: se trata del origen que dejó su huella, aunque para muchos tachada, en la propia corporeidad. De ese origen

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El dilema de hierro que los aprisiona

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que subsiste aún en la materialidad de cada cuerpo, y que fue seguramente la experiencia más radical que nuestra historia –quiero decir la historia de la cercanía de la tragedia histórica que antes estaba para muchos fuera de nuestra geografía– y que al final también nos alcanzó. De esta historia no podemos hacernos los ingenuos, porque nos abre al dramatismo verdadero de la historia universal: el de la amenaza atómica, de la militarización, de la burocratización profunda de los hombres trabajados técnicamente por el poder militar. El enemigo principal está allí, no lo podemos olvidar. Yo sé que todo esto puede sonar como acusación para quienes sin embargo también mantienen presente este peligro. Pero mi intención es solamente recordarles que esa difícil coherencia que planteamos implica que no es posible, si los mantenemos como índices, inscribirnos en cualquier política, en cualquier decisión, porque a pesar de todo, por el modo equívoco de su inscripción objetiva, lo volvemos a plantear en los mismos términos que el enemigo: sin despertar el núcleo de poder más doloroso pero más fuerte que anida en cada hombre sometido, y que requiere suscitar en él el coraje de ir más allá de la “representación” de sí mismo para alcanzar una verdad más profunda y crucial: descubrir cómo el despotismo del sistema anida en nuestra propia subjetividad. Lo que nos falta demostrar ahora es que el Ejército argentino era ya, por definición, un ejército vencido y que el país mismo estaba vencido porque ese ejército nacional lo había previamente derrotado. Y que en esas condiciones no había ninguna posibilidad de emprender una guerra, a no ser que esta fuera sólo simulada, que es lo que en realidad pasó.

Ya en un trabajo anterior habíamos sostenido que el ejército argentino era, frente a los reales enemigos que asedian y expropian la riqueza

y se oponen al destino de nuestra propia patria, por definición, un ejército vencido. Porque dependía, en su misma existencia, de aquellos a quienes debería combatir. Pero no solamente eso: porque había pedido prestado al enemigo las categorías mediante las cuales comprendía su propia misión y organización; pensaba el país con las categorías del opresor. Hasta la apariencia de independencia nacional estaba negada y era sólo eso: una representación. Y toda su misión guerrera consistió hacia adentro, en lo que los ejércitos ante los cuales se doblegó –por ejemplo el norteamericano– le habían delegado como tarea: la dominación interior de la propia nación. Hasta las categorías de la guerra son producto del enemigo, y forman parte de su doctrina de guerra, que es la de Contrainsurgencia y Seguridad Nacional, que fundamenta su plan de guerra. Pero no sólo esto: la doctrina de la guerra que dicta el enemigo va unida a la doctrina económica del despojo nacional. Esa es su verdadera base material: la destrucción del país como unidad material y espiritual. Ningún golpe de Estado militar en la Argentina vino sólo trayendo las armas al dominio del poder, sino que siempre lo hizo con su amante: la expropiación material, económica de sus riquezas en función de un proyecto que, junto con la doctrina militar, trae su doctrina económica dirigida por el centro del poder imperial. Esta inscripción económica es la que verifica la verdad de su carácter antinacional y el de ser, en definitiva, un ejército de ocupación para implantar en el interior del país la fuerza y la dominación que permita el despojo de sus habitantes, sobre todo la de sus clases populares. De manera tal que este ejército tenía una misión concreta, su plan de guerra, cuya doctrina era elaborada en el centro imperial, donde al mismo tiempo recibe su entrenamiento. Esta misión concreta, específica y definida en su propia esencia, delimitaba con toda precisión el sentido de su acción. Era un ejército definido en los límites que el enemigo le proporcionó y sólo existía para cumplir esa elevada misión. Todo está dado vuelta entonces: el lenguaje y los símbolos y la historia y la independencia nacional, y San Martín y Belgrano, y la bandera, y todos los “patriotas” de la independencia juntos no son más que

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Un ejército vencido es, por definición, aquel que destruyó la fuerza y la vitalidad de su propio país y atacó a su población

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simulación porque, al mismo tiempo que se presentan como los herederos de esos soldados que vivieron y murieron por el ideal de la independencia, son los que realizan bajo esa misma advocación una pirueta mortal: sirven para encubrir la realidad de su misión actual. Que es lo que la “recuperación” de las Malvinas demostró. Si el ejército emprendía la guerra para enfrentar a Inglaterra, se producía aquí no sólo un vuelco en las alianzas sino sobre todo un efecto de demostración en la estructura material y estratégica en la cual estaba inscripta su existencia real como fuerza armada. Su existencia real como ejército dependía de las condiciones políticas, económicas, sociales, técnicas y tácticas que en ese momento eran las dadas. Su organización efectiva, material y racional, su efectividad como poder armado, no queda definida sólo por la materialidad de las armas que tiene en las manos, sino por la relación con la estructura efectivamente material y política que impusieron desde las armas al país. La materialidad del poder armado, su organización, no hace sino reflejar los límites de la materialidad del poder que sus habitantes ejercen sobre toda nuestra geografía como propia o como enajenada. Un ejército, el alemán cuando ocupa Francia, despoja al país y a sus habitantes, destruye y desorganiza su productividad, entra a saco en sus riquezas y a la derrota militar le sucede la derrota económica y cultural y moral: no vacila en encarcelar y en fusilar y en torturar a sus patriotas y en imponer, para vencer toda resistencia interior, la presencia del terror. Pero ese ejército de ocupación sabe que el pueblo no podría apoyarlo nunca en una guerra: la resistencia interior es su manifestación. A un ejército claramente extranjero le resultaría imposi­ble volcar la situación a su favor proclamándose, al mismo tiem­po que destruye la soberanía de un país, el ser “simbólicamen­te” su defensor. Pero ese es el camino que la fantasía le abre a un ejército de ocupación nacional, y es lo que pasó entre nosotros. El ejército extranjero no termina nunca de ocupar definitivamente un país y anexarlo como si fuera propio. Y eso lo sabía bien Clausewitz cuando ponía los objetivos negativos –la de­fensa de lo propio– como la condición fundamental que pudie­ra

llevar a la derrota del enemigo. Y la defensiva era por eso más fuerte, invencible a la larga, porque contaba con las fuerzas físi­cas y morales de la población, que tenía la existencia inconmovible e invencible de las montañas y los ríos del país. El pueblo, aunque a la retaguardia, y en la medida en que conservara su capacidad de resistir, era invencible. Y eso también lo compren­dieron nuestros militares, y había que derrotar también esta invencibilidad interior acudiendo a una estratagema, puesto que era un ejército nacional: aparecer defendiendo simbólicamente la soberanía del país. Recurrieron para ello a un viejo anhelo presente desde siempre en la conciencia nacional: la recuperación de ese trozo de soberanía que los había congelado como la única reivindicación nacional que les quedaba inscripta como común con la población del país. Esa soberanía residual y simbólica es la que se puso en juego para recuperar su propia situa­ción de entrega real de la soberanía nacional, astucia ante los límites que terminaron por reconocer, el que les marcaba una resistencia invencible que, a la larga o a la corta, la más temida, habría de aparecer.

Pero, cuando comenzó la guerra y lo simbólico se hizo real, los límites de la realidad de su existencia como ejército dependiente se impusieron en la realidad material. Su acción ofensiva duró mientras las armas que le confirieron sus alia­dos para una distinta utilización –dominio interior y colabo­ración exterior en los límites y dominios que ellos desde afue­ra le marcaban– llegaron a su agotamiento. Sólo fue preciso que se agotaran las municiones y los aviones y los misiles, y la tecnología prestada y los medios de detectar información –la inteligencia en la zona de guerra– para que ese ejército se en­tregara. Porque fuera de ese abastecimiento, en una guerra limitada al ejercicio de la pura fuerza en el lugar preciso que la geografía de las islas limitaban, la guerra se acabó. Quiere de­cir que el límite para la actividad de estas

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La realidad de las fuerzas

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fuerzas armadas lla­madas “nacionales” reposaba en el ámbito político de su pre­via inscripción anterior, al servicio como se vio de los intereses extraños a la nación. Porque para desarrollar la soberanía del país, y recuperarla, había que desarrollar previamente una lar­ga tarea interior que ellos, por supuesto, habían previamente destruido. Cuba, mejor armada y preparada que nosotros, tiene una base enemiga implantada en su propia isla, en el propio territorio nacional y no lejana como las Malvinas: tiene una espina enemiga clavada casi en su propio corazón. ¿No sería esa también una “justa reivindicación popular”? Y si lo es, ¿por que el ejército cubano no la retomó? Fuerza por fuerza, comparada con la de la base, la suya es superior. No lo hace porque sabe que en estas condiciones sería una locura y una aventura guerrera, porque tiene conciencia del poder del ene­migo, porque saben en verdad qué es una guerra no simula­da, y porque ese ejército no se forjó en la represión interior: aunque hasta pueda no gustarnos su política, en verdad el ejército de Cuba no es un ejército de ocupación interior, y su nacimiento mismo está unido a la recuperación de una sobe­ranía perdida que está todavía en juego, en un juego comple­jo, en esta difícil coyuntura. En cambio en la Argentina de pronto se descubre –y la izquierda lo celebra– que el problema primero y fundamental no es la dominación y ocupación de las fuerzas armadas sobre la totalidad del propio territorio nacional, ocupado como si se tratara de territorio enemigo y tratado como tal. El problema verdadero, el genuino, el pri­mero, el que aparece como más urgente, el que debe asumir la primacía sobre todo otro, ¡es la reconquista de las Malvi­nas! Y yo me pregunto: ¿qué pueblo es el nuestro que se anota en todas, y que no ve sin embargo lo fundamental que lo aprieta, lo atosiga, y que mira de costado, siempre queriendo darse un espectáculo, aunque sea el de su propia destrucción como nación? Pero le pregunto a las izquierdas afanosas de esta reivindicación: a ese pueblo podemos por lo menos de­cirle algo, pese a que por un momento, nuevamente, tenga­mos que separarnos de su decisión. ¿Qué debemos hacer? ¿Gritar que sí, o esperarlos de vuelta de esta nueva defrauda­ción en la que han de caer, para

que comiencen por lo menos a creer en nosotros luego de la experiencia, o para perdernos de nuevo los dos? En la organización misma de las fuerzas ar­madas –en la producción que sostienen y apoyan, en el abastecimiento, misiles, tipos de hombres en armas, aliados, desarrollo económico del país, distribución de la riqueza, etcétera– se hace evidente que son la política y la dirección que toma el país como totalidad en períodos de paz las que habrán de de­terminar el tipo de guerra elegido, es la política –como forma general de dirección– la que abre el abanico de las posibilida­des defensivas y ofensivas de sus fuerzas armadas y definen con toda exactitud sus límites. Los límites del poder armado caen fuera del poder armado, reposan en otro lugar. Nues­tros militares sabían esto pero, al mismo tiempo, no: creye­ron que ese lugar no era el propio país sino aquel otro del cual ellos dependían. Es claro: habían delegado la soberanía y cre­yeron que el lugar de su poder armado reposaba en el centro extranjero del poder armado, no en el propio país. Les importaron más los EE. UU. que la propia nación. Por eso decimos que en la guerra de las Malvinas el ejército ar­gentino era un ejército derrotado por definición. Haber acep­tado la “recuperación” de las Malvinas como un resultado a mantener, creer en esa guerra y aceptarla como tal, era delirio que, como dice Freud, tiene su contenido histórico pero le faltaba su verdad material. Formaba sistema con el delirio y la fantasía militar.

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El amenazante susurro interior Lo que esta guerra reveló, lo que en ella hizo crisis, pasó por lo inesperado para ellos pero que ellos habían preparado: por un conflicto interior. Esta guerra es la expresión de lo que los militares se ocultan a sí mismos, pero que los sigue y seguirá ob­sesionando, persiguiendo como en sordina, espectro fantasmal de una derrota moral, la disimetría vivida en la representación como valentía, la guerra sucia como sucedáneo de una guerra de verdad. No se tortura y se asesina y se ultraja y se despoja 127

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y se hunde en la miseria a un país sin que en algún lugar de ese “cuerpo colectivo popular” no se oiga el resonar de la verdadera voz que clama contra esa defección y esa cobardía, aunque se la oiga queda, en la presencia callada y muda de los que nada di­cen pero que ellos saben que están allí. Nuestros militares fue­ron adiestrados siempre para detectar el susurro interior que mostraba el surgimiento del malestar contra el poder que opri­me al pueblo: son los teru-teru en la laguna del poder. Y cuando dicen de sí mismos que son “la última reserva moral del país” están queriendo en realidad decir otra cosa: que son el último y definitivo límite que encontrarán los inte­reses populares para realizar sus fines, y que son ellos los que, cuando aparezca el desborde político que muestra esa posibili­dad, son ellos la última reserva, el postrer límite de la fuerza ante la formalidad vacía del derecho, para oponerse a que se despliegue en el campo de la política esa posibilidad. Por eso en el lenguaje militar todo se debe leer al revés: porque en la realidad son la expresión más extrema y descarnada de los ob­jetivos reales de dominación de las minorías sobre los intereses nacionales que al mismo tiempo deben presentarse como sus opuestos. Y eso es lo que expresa, invertido, el discurso militar. La guerra y la derrota de las Malvinas sirvieron para demos­trarlo, pero la izquierda se niega a elaborar esa experiencia y se pliega a su apariencia. Lo que prepara este fracaso exterior estaba ya presente en la política militar que procedió precisamente a derrotar­nos por anticipado. La cabal y concienzuda y metódica des­trucción del país que emprendieron las fuerzas armadas ar­gentinas desde que tomaron el poder fue la derrota primera que nos infligieron, y preparaba anticipadamente la derrota posterior. Destruida su riqueza, destruida y diezmada su in­dustria, empobrecida su población por la doctrina económi­ca cuyo general fue Martínez de Hoz, perseguidos a muerte sus trabajadores, asesinados sus líderes, destruidas las institu­ciones, acallada, dispersa y perseguida la cultura que elabora­ba el sentido nacional de nuestra realidad, perseguidos nues­tros jóvenes como sospechosos por el hecho de contener la vitalidad despuntante de la población, asesinada parte

de su inteligencia y excluida otra del país, destruida la economía agraria, sólo al servicio de una minoría, y empobrecida y regi­mentada, digamos encarcelada y sujeta a régimen militar la educación desde la universidad hasta la escuela primaria, si­tiado y ocupado el país todo en su alma y en su cuerpo por el terror impune, por esta fuerza destructiva que nos arrasó, yo no veo que nunca en nuestra patria se hubiera desarrollado tan feroz y cruelmente, con toda saña, una ocupación y des­trucción tan sistematizada y organizada del país. Fueron to­dos los niveles de la realidad los saqueados, sin límite ni ley, en la medida en que expresaran una capacidad siquiera im­plícita de resistir esa ocupación militar. Todo fue ocupado, y lo que de ella quedaba fueron sólo símbolos vacíos una vez que fueron vaciados de su efectiva realidad. Pero en esta des­trucción los militares se sabían y se sentían responsables: en algún lugar, pese a todo su poder, seguían temiendo la reac­ ción, la resistencia. No tenían otro territorio, como tienen los militares extranjeros que invaden un país, al cual pudieran retirarse y que les fuera propio: era en el propio territorio des­truido dentro del cual se debían replegar. Estaban atrapados dentro de su soberbia armada e impune y lo sabían. No en lo inmediato, pero sentían subir la resistencia como sube el rocío, de abajo hacia arriba. Entonces seamos claros: no había ninguna posibilidad de vencer en esta guerra ni “recuperar” ninguna isla contra nuestros enemigos externos hasta tanto no hubiéramos recuperado previamente nuestro propio territorio nacional de nuestro enemigo principal: las fuerzas armadas de ocupación. Y toda decisión política mal podría aparecer luego para despojarlo del poder usurpado.

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La estrategia de la guerra de las Malvinas prolonga la impunidad de la guerra “sucia” El enemigo ya había ganado adentro al conquistar desde dentro, por medio de ellos, la nación. Por eso EE. UU. e Inglaterra apoyaron 129

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desde el comienzo a la Junta Militar, por eso la halagaban: estaban ambos al mismo servicio, al servicio de su destrucción y de su entrega. Entonces, ¿de qué guerra instantánea me hablan, que el pueblo argentino, derrotado material y moralmente por anticipado, habría de ganar? Los militares argentinos habían perdido esa guerra desde antes: desde que tomaron el poder. La fantasía militar tenía una doble faz. Cuando decimos que cayeron en la trampa de la impunidad estamos diciendo una verdad a medias, y que abarca sólo un aspecto de lo que les pasó. En realidad habría que agregar esta otra, que forma sistema con aquella sin embargo: en el fondo, bien en el fondo –en ese fondo inconfesable donde se rumia la verdad que se sabe que está presente pero que no se quiere ver, porque por eso son machos y hay que sacar pecho y hay que ver lo fuertes que son–, allí residía una verdad inconfesable: la cobardía de los asesinos que el nombre de “guerra sucia” designa con un eufemismo excremencial; la disimetría del que se hace el valiente porque cuenta con la impunidad del poder. En fin, esta cacería fue lo contrario y opuesto a una guerra de verdad, donde los que luchan asumen la posibilidad de morir o vencer, porque el adversario es en realidad uno, que lo en­frenta con su propio y temido poder. Pero nada de eso, que defi­ne en verdad una guerra, pasó aquí con los miles de compatriotas asesinados de espaldas y a traición. De espaldas: no podían, desarmados, solitarios, amarrados, hacerles frente; a traición: no podían esperar que hasta ese punto se dejara de lado la mí­nima condición humana del que está indefenso. Fue una cacería despiadada de la que nos asombra que no sientan vergüenza; nos da vergüenza y horror que no la sientan. Enfrentaron un enemi­go amarrado, y a su asesinato frío lo llaman guerra. Porque no se atreven a utilizar la palabra que corresponde: asesinato a sangre fría, homicidio agravado por indefección, alevosía y satisfacción en la tortura; abyección. De esta doble faz de la abyección se querían salvar. Pero la abyección no tiene salvación: si no la enfrenta para recono­cerla, el abyecto sólo busca salida en la simulación, en elevar la abyección a la heroicidad

cuya carencia justamente (es decir la cobardía que en ella anida) se quiere simular. Y la guerra de las Malvinas fue ese intento de pasar de lo uno a lo otro, de la “guerra sucia” a la “guerra limpia”, a la guerra que limpie la ab­yección. Pero como era una simulación, tampoco fue una gue­rra, porque salvo algunas acciones de los aviadores, lo demás fue una representación –lo más próximo a la realidad posible, es cierto, tan próxima a la realidad de la recuperación de la so­beranía del país cuanto pueden estarlo la recuperación de la soberanía de las Malvinas–. Pero, fue lo ilusorio de la salida que venía desde ese planteo el que les dictó la salida, no la realidad de recuperar una soberanía que ellos mismos derrotaron al de­rrotar desde el vamos a la propia nación. De allí la fantasía: en la guerra interior –manera de de­cir–, ganaron ellos. Es claro, no era difícil; el poder civil desarmado (es decir, sin poder), ese poder es derrotado, destruido, aterrorizado por la saña atroz de ese poder armado despiada­do. La desigualdad y la impunidad signaron el sentido de esta guerra interior, en realidad cacería clandestina, llamada sistema de seguridad nacional. Esta guerra de dominación sobre la propia nación puso a todo el país al servicio pacífico, apaci­g uado, doblegado, del dominio interior de una minoría y de la dominación exterior. Entonces ese mismo ejército –y esas mismas cabezas, y con esa misma inscripción– quiso realizar una salida salvadora hacia el exterior, abrir un flanco simbóli­co en el interior del enemigo interno, el propio pueblo, quie­ro decir romper el cerco que los había cercado por sus propias consecuencias en el interior del propio territorio que creían sometido, porque presentían que el poder del pueblo se unía a los fantasmas de los asesinados y de los muertos. Y contra los fantasmas que alimenta la ignominia no hay defensa: están también adentro como ellos quedaron también y dentro del país, sitiados por el silencio amenazante del pueblo. Estaban rodeados, los que creyeron triunfar, desde adentro: desde den­tro de sí mismos y en el interior de la nación. Y aún teniendo todas las armas en la mano, y la policía, y el terror, estaban ellos mismos aterrorizados de que siguiera en pie el poder mu­do que creyeron haber vencido. Y para

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romper ese cerco inter­no emprendieron la experiencia de un “como si” de guerra si­mulada que desde el comienzo creían tener ganada. Igual que en los cuarteles con los desaparecidos inermes. Pero afuera los esperaba, convertido en enemigo de verdad, ahora en serio, ese mismo aliado de la dominación interior.

los norteamericanos saben muy bien que siendo comandante del Ejército, es decir antes de ser presidente, siempre traté de acercarme a ellos y a su ad­ministración, de reanudar el mutuo entendimiento que se había debilitado durante la administración anterior (…). Y a decir verdad, el acercamiento que personalmen­te establecí con el gobierno de Reagan fue excelente. Nos entendíamos muy bien. Se suponía que era mucho lo que podíamos hacer en este continente. (...) Esto es una traición. (...) No cabe duda que nos sentíamos muy ligados a Norteamérica y a Europa Occidental. Es por eso que nos sentimos tan traicionados, tan defraudados. Es por eso que estamos dando un vuelco a nuestra política exte­rior” (El Nacional, 16 de junio de 1982).

Ganar sin luchar: otra vez la impunidad Lo que asombra, insistimos, es que ciertos sectores de la iz­quierda participaran de esta fantasía militar; cayeron en la trampa del primer momento de la guerra, de la ofensiva, sin pen­sar en que habría defensiva, es decir sin pensar en las condi­ciones de realidad del enemigo. ¿Quién podría garantizarles que no habría respuesta armada adecuada? Galtieri y los mi­litares querían, hemos visto, como en la otra “guerra”, ganar sin luchar, es decir sin enfrentar el riesgo de la muerte, es decir, una guerra donde no hubiera que batallar. Por eso Galtieri, él mismo, acusa a Reagan de traidor. Acusa de traidor al enemi­go del país porque, habiéndosele entregado y humillado y servido como esclavo, no lo apoyó. Es que hay una moral de amos y hay otra moral, que es la de los esclavos. Galtieri que­ría la paga por la entrega del país y de su dignidad tirada a los pies de los EE. UU. por su intervención en Bolivia, El Salvador, Nicaragua. Quería la paga por la entrega de la soberanía real a los intereses económicos, políticos y estratégicos de los EE. UU. Y quería la paga anticipada por la entrega de, por medio de la privatización de nuestra base material soberana, las principales empresas nacionales propuestas durante la guerra misma1 como una caución más de la entrega y de la sumisión. “A los norteamericanos... debo decir que les guardo un gran rencor, y que me tienen profundamente decepcionado, porque

No les reconocieron los servicios prestados: los dejaron pagando una vez más. Cálculo que el amo desconoció.

La impunidad exterior La “representación” de la guerra estaba totalmente pre­parada, y fue la entrega, objetiva y subjetiva, la que la preparó. Por eso nos interesa comprender cómo la categoría de la im­punidad interna se prolongó determinando las condiciones, fantaseadas esta vez, de la impunidad exterior. Dijo Galtieri: “Aunque se consideraba que posiblemente Gran Bre­taña reaccionara, no creíamos que fuera probable que se presentara una movilización por las Malvinas”.

1. Ver “Durante la guerra de las Malvinas elevan proyectos para privatizar empresas”, en Apéndice documental.

Así lograrían su triunfo impunemente, sin tener que lu­char. Pero era en su cabeza misma donde, dentro del esque­ma racional que se prolonga como “esquema de guerra” en el cerebro militar, la impunidad

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le hacía difícil el cálculo más elemental. Por eso decimos que hasta la capacidad subjetiva de pensar la guerra estaba previamente determinada por las condiciones materiales de la derrota que ese ejército nos infligió. Y esta derrota impune del pueblo argentino era un límite para pensar la realidad de la guerra: se contaba con el apoyo del enemigo en el cálculo mismo de la guerra. Se contaba con otra guerra que tampoco sería una guerra de verdad. La cabeza de este militar estaba ya copada y ocupada por la confusión: “Quiero decir que la reacción (inglesa) se consideró co­mo una posibilidad, no como una probabilidad”. Si era posible, es porque podía pasar de lo ideal a lo real. Y si podía pasar a lo real, era por lo menos probable, aunque fuese pequeño el grado de la probabilidad: la guerra se juega precisamente en ese límite. Aquí la inteligencia militar los per­dió, dirigidos por una cabeza preparada para la represión im­pune y en el espacio ingrávido de la dominación interior, lo probable de la guerra en serio desapareció. Pero no estaban ca­pacitados para pensar las condiciones de la intemperie, de la realidad. “A mi juicio era escasamente posible y totalmente improbable”. Sólo porque ellos creían que era totalmente improbable, la guerra emprendida no fue una guerra, como decía­mos, sino una simulación. Pero la simulación deja de ser tal cuando lo totalmente improbable deja de ser total. Si era esca­samente posible, era un algo por lo menos de posible: escasez no quiere decir carencia total. Y si así lo era, no podía ser totalmente improbable: tenía por lo menos una pizca de proba­ble, esa que de tan pequeña se convirtió en presencia real y ma­terial de toda la armada real. Esto que estamos citando no expresa un defecto lógico de razonamiento. Este razonamiento, como vimos en la larga cita anterior, contaba con que lo “escasamente posible” se tornara en “totalmente improbable”: Reagan se encargaría de sal­var ese vacío que la lógica presenta. Y ese vacío lo llenaba con su pleno: el pleno que los enriqueció con nuestro vaciamiento como nación. Es allí donde la lógica, que no puede confesar el contenido que circula en su interior, se disfraza y se presenta como incongruencia inesperada que el azar resolvió. Pero ellos, los militares, contaban con la derrota previa del

propio país para llenar con una fuerza extraña, que es precisamente la enemiga nuestra, la reconquista también impune de las Malvi­nas. La carencia de fuerza real interior, la perdida soberanía del país aniquilado, eso mismo que ellos habían entregado, pe­dían ahora que viniera desde afuera: de esclavo a amo.

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La moneda con que pagaron las ilusiones perdidas Se ve entonces claramente que la efectiva soberanía per­dida del país, en su realidad nacional de su territorio real, fue la moneda de cambio con la cual podrían alcanzar que los mis­mos beneficiarios le concedieran la apariencia de recuperarla como formalidad en la “recuperación” de las Malvinas. Ese mismo ejército que se movilizó para derrotar al país aparecería ahora movilizado para recuperar una soberanía de cartón, co­mo osados y valientes luchadores en el “como si” de una gue­rra de fachada. “Nunca esperé una reacción tan violenta, nunca”. Por eso fueron a la guerra: para ganar sin pelear. Igual que la guerra sucia interior. ¿Cómo pudieron ser capaces de tanta violencia interior estos militares que, cuando van a la guerra, esperan del enemigo armado que con ellos, por piedad, la respuesta no sea nunca “tan violenta”? Estamos viendo entonces cómo ese “escasamente posible” se transformó en “totalmente improbable”. Es el tránsito de la comedia a la tragedia, el retorno inesperado a la realidad violenta de los demás, para la cual el terror impune no los ha­bía preparado: esa es la clave ilusoria que adquiere realidad en un viraje inesperado. Antes, en la cacería impune interior, fue así; todo es posible (en la impunidad) pero contaban con que allí nada era probable (como respuesta de la sociedad). Y con ese esquema impune y sin riesgo fueron a la gue­rra. Desde lo posible (ideal) a lo probable (real) había un tránsito: de lo impunible a lo punible, de la mentida valentía a la verdad de la cobardía. En la comedia todo fue un “como si”; como si fuera una guerra, y así continuaron, 135

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canchereando ante el país, como valientes: “Que me venga a buscar el principito”. Y diciendo para sus adentros: “Reagan me lo dijo, total, yo sé que no va a venir”. Pero cuando la fantasía del principito vino en realidad, no lo hizo bajo la imagen del pe­timetre real: se vino con toda la armada imperial. Entonces se pasó a la tragedia, que como siempre pagaron nuestros jóve­nes soldados del interior, esos, la carne de cañón despreciada, los cabecitas negras, y se rindieron sin decir nada más. Y volvemos otra vez al único campo de realidad que les queda: otra vez la retirada los devuelve al propio campo nacional. Pero la retaguardia ahora no es el pueblo: sólo les queda el cuartel, y la ferocidad. Retrocedieron, pues, vencidos al interior del país. Y allí los esperaba aquello de lo cual querían huir, pero ahora con su verdad definitiva: el temido poder popular, sin las armas, pero ciertos ante la evidencia: los militares eran tigres adentro, pero afuera fueron un tigre de papel. Tigres, sí, contra el pueblo in­defenso. Esta evidencia definitiva quedó inscripta para siempre en la historia nacional. Pero lo que ellos nos plantearon como comedia es trage­dia nacional, una vez más, y ya no admite, en el país, ninguna otra representación simulada de la realidad ni presente ni anterior. Está el fracaso y la verdad de cuerpo presente, el fracaso interior y el fracaso exterior. Pero el cadáver de la derrota hie­de, y ese mismo hedor sube y se expande ahora desde todo cuanto han matado, destruido, vejado: derrotado. ¿Qué harán, ahora, acorralados por primera vez contra la realidad que a dos puntas, afuera y adentro, les dijo no? ¿Se seguirán alimentan­do de una fantasía, aferrados a ella para mantenerla como un empecinado timbre de honor que deberá negar todo su conte­nido real de horror? Yo no lo sé. Pero los resultados a los que estamos asistiendo muestran qué hubiera pasado si los milita­res, por azar del destino, hubieran vencido sin tener que lu­char: se hubiera ratificado la fantasía interior en la exterior, se hubiera colmado imaginariamente la brecha, y la realidad visi­ble, narrable y mostrable de la derrota interior y del terror hu­biera desaparecido de la faz de la tierra argentina: hubiéramos quedado nadando nuevamente en la fantasía y en la negación, que ahora sí

abarcaría con su encubrimiento la totalidad de la nación. Entonces sí hubieran tenido razón nuestros amigos de México: en el campo de la realidad pensada desde la fantasía, prolongada sobre el país desde el encubrimiento logrado por el triunfo militar, hubiera sido una falacia lógica aquella catego­ría de la memoria del origen, y hubiera sido otra falacia la de la coherencia a priori: se hubiera apoderado del país una lógica donde el origen y la coherencia del Proceso que derrotó al país hubieran desaparecido cubiertos por la negación. Pero lo que este drama nos muestra es que hay una cohe­rencia más profunda que la crítica a las falacias no pudo des­truir. Esa coherencia que está ligada al origen, que liga la re­presentación con la presencia, a la historia con la verdad.

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Los límites de la verticalidad Pero aun si se piensa que un país sometido al terror y a la ocupación militar puede enfrentar adecuadamente una gue­rra, piénsese entonces en las condiciones de ese terror nacional prolongado en la sumisión militar del soldado al superior. ¿O se cree que las condiciones de dominación que un soldado vi­ve, los “cabecitas negras” humillados, va a convertirlo en un combatiente aguerrido, estando minada por dentro esa adhe­sión obligada hacia aquellos que los mandan a morir en una guerra arbitraria y ofensiva? Eso lo saben todos los militares “serios” del mundo, que enfrentaron las guerras de verdad en condiciones de equivalencia armada, frente a una fuerza des­tructiva similar o superior. El techo de la impunidad desapare­ció aquí. El militar argentino quedó a la intemperie, y no ha de ser con esa moral de cazadores de presa con la cual han de po­der combatir la contundencia armada de los que le hacen frente. Los “lagartos” se entregaron sin combatir y rindieron sus armas en las Georgias. Y ese capitán Astiz torturador, asesino, delator de madres de asesinados, que puso tan fácilmente la muerte fuera de sí para dársela impunemente a los demás, aho­ra, aterrado a su vez, sólo 137

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quiere salvar la suya. Es que enfren­tó por primera vez una fuerza de verdad. Los que estarán obli­gados a morir son los cabecitas negras del interior, y esto muestra cómo el terror y el desprecio no abarcan solamente a los presuntos guerrilleros: es contra el pueblo argentino contra el cual combaten. Ellos, una vez más, se han de salvar. Ven el círculo de fuego que se cierra en derredor abriendo la dimen­sión interior del miedo que habían puesto afuera, y lo ven cre­cer y avanzar desde dentro de sí. Por eso decía un militar nor­teamericano que los había adiestrado y que los conocía bien:

Los norteamericanos mismos saben bien claro para qué los adiestraron: para la seguridad interna. Y allí, sin rivalidad y sin enfrentamientos “en gran escala”, es decir en la pequeña cacería interior, han sido “contundentes”: no tenían enemigo real ni equivalencia, y la disimetría en esa cacería es la del hom­bre acorralado frente al cazador implacable y armado. Y esa misma relación de dominación, la misma disimetría apoyada en la misma falta de reciprocidad, es la que impera

en la verti­calidad del soldado que recibe sin resistencia la orden del su­perior. Y a ese terror que interiorizan en el soldado se lo llama “gran capacidad de mando”, verticalidad. Por eso el general norteamericano sabía lo que decía: si se rompe la verticalidad que somete al soldado sometido, así como si se rompe la do­minación que subyuga por el terror a los ciudadanos, con la ruptura de esa verticalidad se rompe la verticalidad de mando y de poder y de sometimiento que constituía la relación inte­rior de las fuerzas armadas argentinas con toda la población. Eso es lo que el fracaso de la guerra de las Malvinas les prome­te a los militares, precisamente cuando lo están realizando pa­ra conservar la permanencia de la verticalidad de su suprema­cía sobre todo el país, reafirmada en la apariencia de triunfo con la cual contaban. Lo cual quiere decir que los militares sa­ben que tienen el poder, pero ahora sólo les quedará el poder de las armas que tienen en su poder. Y nada más que este. Y na­die puede para gobernar sentarse sobre las bayonetas. Y más aún si antes se han sentado ellos mismos, creyendo que no es­tarían, sobre la de los ingleses. Este problema, el de la verticalidad del mando, y por lo tanto de la sumisión como relación para ejercer el poder, no debe parecer importante a los que apuestan hoy en día a que la Argentina venza, sin ver qué es lo que vencería en ella. Y no pueden ver esta relación de sumisión, como tampoco otros pudieron ver que la verticalidad peronista era algo que debía ser cambiado para que el pueblo argentino pudiera independi­zarse de su sometimiento a otro general que había entroniza­do las condiciones de la guerra en la paz de la política. Los mi­litares siempre quieren lo mismo: la verticalidad. ¿La querrán también los hombres de izquierda? Una política que se niegue a leer en las condiciones que nos muestra la guerra una am­pliación de aquellas que regulan las relaciones políticas en la paz, y no combata ambas, no ha logrado comprender el pro­blema del efectivo poder político y las condiciones de su triun­fo en ambas situaciones: en la guerra de la política y en la po­lítica de la guerra. Siguen pensando la realidad con las mismas categorías, y de allí la ineficacia de ambas y siempre

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“Mientras los ingleses están altamente preparados y constituyen un cuerpo casi profesional, los soldados ar­g entinos son conscriptos recientemente reclutados y la mayoría provienen de las zonas cálidas del norte del país. Sandy Woodward, el comandante inglés, es tal vez un poco bocón, pero es un hombre que se ha preparado pa­ra este tipo de enfrentamientos a gran escala (...). En cambio los generales argentinos han elaborado su noción de guerra en base a la seguridad interna. Y efectivamente han demostrado ser contundentes combatiendo a la sub­versión del país. Tienen gran capacidad de mando y esa es su virtud. Pero si los ingleses logran cortar la comunicación con su tropa esa rigurosa verticalidad se rompería y los efectos para los soldados argentinos serían desastrosos”. (El Nacional, 24 de mayo de 1982, citado por Miguel Schapira, corresponsal de ese diario).

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la frustra­ción que los acompaña justo cuando, creen, están por ganar. Están por ganar y descubren siempre que es el enemigo ¡oh, azar! quien en realidad ganó. Una vez más: si llegaran a triun­far los militares argentinos que en este momento apoyan por­que “todo el pueblo está por la guerra y la recuperación de las Malvinas”, verían otra vez llegada la hora de otro fracaso polí­tico. Y una vez más, lo contrario de lo que decían combatir apa­recería ocupando el lugar del poder al que ellos aspiran. Hasta que, esperando turno y con paciencia, nos llegue otra oportu­nidad. Y otra vez aparecerán las críticas a la falacias, descu­ briendo la novedad. Cuestión de nunca acabar.

Caracas, mayo de 1982.

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Apéndice documental

Por la soberanía argentina en las Malvinas: por la soberanía popular en la Argentina Gupo de Discusión Socialista1 México, D. F., 10 de mayo de 1982

Hay dos tendencias dominantes en los análisis políticos corrientes que se erigen en obstáculo para entender el conflic­to de las Malvinas y fijar una posición correcta a su respecto. Una es la inclinación generalizada a explicar un fenómeno ex­clusivamente por sus orígenes; la otra es la difundida propen­sión a atribuirles coherencia a priori a los acontecimientos po­líticos. En este caso, ambas se combinan con una gran fuerza aparente: Argentina está gobernada por una brutal dictadura militar de derecha (lo que es cierto); este gobierno es, por aña­didura, uno de los más entreguistas que ha conocido el país (lo que también es cierto); por lo tanto, la ocupación de las Mal­vinas agota su sentido en el carácter siniestro de quienes la pro­movieron y los sectores progresistas del mundo deben oponer­se a ella y desear su fracaso. Nos proponemos demostrar aquí por qué las falacias del origen y de la coherencia pueden hacer que dos verdades conduzcan a un razonamiento falso. Por cierto, la fuerza aparente de ese argumento ya co­mienza a tambalear ni bien se echa un vistazo a los actuales enemigos de Argentina. Por un lado, Inglaterra, que descubre a último momento la importancia del derecho a la autodeter­minación de los malvinenses, a quienes ha mantenido reduci­dos a ciudadanos de segunda categoría –la misma Inglaterra que no disparó un solo tiro para defender el derecho a la 1. José Aricó, Sergio Bufano, Agustina Fernández, Gregorio Kaminsky, Ana María Kaufman, Ricardo Nudelman, Marcelo Pasternak, Rafael Pérez, Olga Pisani, Gloria Rojas, Norma Sinay, Jorge Tula, Haydée Birgin, Emilio De Ípola, Néstor García Canclini, Mirta Kaminsky, Pedro Levin, José Nun, Ana María Pérez, Osvaldo Pedroso, Juan Carlos Portantiero, Nora Rosenfeld, Enrico Stefani, Carlos Tur, Sergio Sinay. 143

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autodeterminación de cinco millones de negros cuando Ian Smith decretó la secesión de Rodesia; o que envía sus tropas para impedir el derecho a la autodeterminación de los católicos de Irlanda–. Por el otro lado, los Estados Unidos, convertidos en abanderados del no uso de la violencia en las relaciones in­ternacionales con los evidentes derechos que les confieren su sangrienta participación en la guerra de Vietnam o su desem­bozada intervención actual en Centroamérica. Para quienes reducen un fenómeno a sus orígenes o no pueden tolerar la in­coherencia, debiera ser por lo menos difícil tener que elegir en­tre Galtieri y Thatcher/Reagan. Y, por supuesto, el problema no se resuelve situándose más allá del conflicto so pretexto de que “todos son malos” porque, como siempre, desentenderse es también una manera de optar: en este caso, es contribuir al triunfo de “los malos más fuertes”, es decir, del frente imperia­lista anglonorteamericano. No hay otra alternativa, entonces, que examinar con cui­dado y sin prejuicio qué es lo que está en juego en este episo­dio y cuáles pueden ser sus consecuencias. Esta nos parece la única manera sensata de obtener algunos criterios que sirvan de guía para definirse ante una situación indudablemente confusa. Y, como se verá, tiene la ventaja de que no obliga a elegir entre “los malos” sino que lleva a ponerse del lado de los justos intereses populares.

El 30 de abril pasado, al anunciar que Estados Unidos daría apoyo material a la Gran Bretaña si esta lo pidiera, el presidente Ronald Reagan acusó a la Argentina de ser el primer país que recurre a la agresión “en la disputa de un rincón de tierra helada”. En Newsweek del 10 de mayo de 1982 se pre­senta una ilustración de artillería argentina dictaminando: “una guerra por el honor, una prueba de machismo”. Por otra parte, y sobre todo inmediatamente después de la ocupación argentina de las Malvinas y otras islas del Atlántico

Sur, se in­sistió en la hipótesis de que la ocupación era un recurso ex­tremo de las Fuerzas Armadas para apuntalar un gobierno que se derrumbaba frente a la disconformidad general. Una vez iniciadas las hostilidades, también en Europa se adjudicó la firmeza e intransigencia del gobierno de Margaret That­cher a la necesidad de lograr un consenso interno que se ha­llaba aparentemente deteriorado por la crisis económica y por la desocupación. No cabe ninguna duda de que ambos gobiernos, el ar­g entino y el británico, encontraron en la cuestión de las Mal­vinas un magnífico pretexto para cubrir con el nacionalismo sus respectivas crisis políticas internas. Sin embargo la magni­tud que ha adquirido el conflicto tanto como las informacio­nes existentes respecto a las riquezas potenciales del Atlántico Sur y las hipótesis relativas al valor estratégico del mar Austral, inducen a pensar que lo que está en juego es algo mucho más trascendente, complejo e importante de lo que podría dedu­cirse de los comentarios y apreciaciones más generalizados acerca de esta guerra no declarada. En primer lugar, está la cuestión de los recursos petro­leros de la plataforma submarina del Atlántico Sur. Las pros­pecciones sismográficas realizadas señalan un elevado po­tencial de hidrocarburos. No obstante, para confirmar la existencia y el volumen de esa riqueza hay que iniciar las per­foraciones, que sólo pueden concretarse si se determina an­tes la jurisdicción política, requisito ineludible para poder realizar contratos firmes con las compañías especializadas. La Argentina ya inició con buen éxito dichas perforaciones en la plataforma continental que le pertenece, la cuenca de Magallanes; pero las prospecciones señalan posibilidades to­davía más interesantes en la cuenca de las Malvinas, sobre la que tendrá jurisdicción el país que pueda afirmar su sobera­nía en el archipiélago. Las perspectivas de alza de los precios del petróleo seña­lan que se pueden acometer las exploraciones en yacimientos marítimos aun cuando estas supongan costos más altos; a la vez, el reemplazo del petróleo por otras fuentes energéticas avanza a paso muy lento, debido

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Las riquezas en juego

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tanto a la recesión econó­mica internacional como al alto costo del petróleo sustituti­vo, que es más elevado que el precio de los hidrocarburos en el mercado mundial. (Hace una semana, por ejemplo, la compañía petrolera más poderosa del mundo, EXXON, abandonó abruptamente la construcción del Colony Shale Oil Project, en Colorado, por su enorme costo, que había pa­sado de 3.1 billones de dólares a 6 billones de dólares). En lo que respecta a la Argentina, antes de iniciarse el conflicto la dictadura militar había otorgado especial importancia a la ex­plotación del petróleo de la plataforma submarina para obte­ner nuevas fuentes de divisas en un futuro más o menos pró­ximo y acrecentar así sus vínculos con Estados Unidos, atrayendo inversiones privadas de ese país y contribuyendo estratégicamente a proporcionar suministros de diferente origen al de la OPEP. Con todo, el petróleo no es lo único en juego. En la pla­taforma submarina existen grandes cantidades de “krill”, una de las principales fuentes proteínicas del futuro y, colindando, una fabulosa riqueza en nódulos minerales, sustitutivos de los yacimientos terrestres cuando éstos empiecen a agotarse y a volverse poco atractivos desde el punto de vista de los costos. La apropiación y el control de las cuencas submarinas amena­za desatar una violenta ola de disputas por la posesión de los lechos marinos, reiterando lo que ya sucedió con el reparto co­lonial de la tierra en pasadas guerras mundiales.

Desde el punto de vista estratégico, existen problemas pendientes que involucran a las grandes potencias, a los paí­ses industrializados de Europa y a las naciones con litorales de la región, de una manera tan compleja que puede produ­cir asociaciones impensadas o súbitos cambios de posición en las políticas de algunos de los involucrados. En primer lugar está el intento, por parte de Estados Unidos, de conformar un Pacto del Atlántico Sur u OTAS, contrapartida meridio­nal de la

OTAN, en la política de formulación de una estra­tegia global contra la URSS. La OTAS se terminaría de com­plementar con la OTAN en la medida que cerrara un círculo de aislamiento de la URSS que incluye al océano Índico. Pa­ra ello se debería contar con una base militar equipada con armas atómicas, con un archipiélago estratégicamente ubica­do como podría ser el de las Malvinas, de la misma manera que ya lo es la isla Diego García. Sólo así se podría asegurar, según la OTAN, el aprovisionamiento de petróleo prove­niente del Golfo Pérsico a Estados Unidos y a Europa Occi­dental. En la actualidad, no menos de 10.000 buques tan­ques realizan con ese propósito la travesía anual alrededor del cabo de Buena Esperanza. También por esa ruta transitan gran parte de las materias primas (caucho, madera, estaño) provenientes del sudeste asiático con destino a los mismos mercados. El Atlántico Sur es igualmente imprescindible pa­ra controlar el paso hacia el Pacífico por el estrecho de Ma­gallanes, necesario para la VII flota yanqui cuyo calado no le permite navegar por el canal de Panamá. El propósito de lograr una OTAS ha ido encontrando numerosos escollos, a pesar de que hubo operaciones navales conjuntas de Estados Unidos con los países del sur (del tipo de la operación UNITAS) y de que el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) constituye una primera vinculación entre el principal país integrante de la OTAN y América Latina. Sin embargo, el enlace con Sudáfrica y la integración del conglomerado defensivo ha sido hasta ahora imposible de instrumentar. Brasil tiene especiales relaciones económicas con el Áfri­ca negra, de las que depende una parte importante de sus ex­portaciones industriales. El desarrollo de este mercado, al que se le asigna especial significación, hace que las autoridades brasileñas se hayan empeñado en construir una poderosa y moderna base militar frente a la Isla Ascensión, isla que está sirviendo de abastecimiento a la flota británica. Por cierto, las relaciones económicas brasileñas con el África Negra son in­compatibles con una alianza con Sudáfrica. Argentina, por su parte, coloca cerca del 80% de sus exportaciones cerealeras en la Unión

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Los intereses estratégicos

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Soviética. La integración de un pacto tipo OTAS de­bilitaría considerablemente este nexo. Además está el problema de la Antártida, cuyo futuro reparto será algún día tan ineludible como el de las platafor­mas submarinas que parece haberse iniciado con este conflic­to. Brasil y Argentina tienen posiciones rivales con respecto a la Antártida y con relación a sus aspiraciones a convertirse en potencias nacionales de alcance continental en el Atlántico Sur. Al mismo tiempo, ambos países no poseen en el Atlánti­co Sur los mismos intereses que los países de la OTAN, con quienes tendrán controversias en la discusión sobre la Antár­tida y las plataformas submarinas. Gran Bretaña, mediante el laudo sobre el Beagle, convirtió a Chile en país atlántico, de­bilitando así la posición argentina en lo que hace a sus aspira­ciones sobre la plataforma submarina y sobre la Antártida. A la vez, y dadas las circunstancias, Gran Bretaña podría tener muchas menos dificultades que Argentina para ofrecer las Malvinas como base operativa de una eventual OTAS. Por consiguiente, no es extraño que Estados Unidos se haya incli­nado abiertamente a su favor aun a riesgo de poner en peligro sus relaciones diplomáticas y militares con América Latina y de colocar al mundo al borde de la guerra. Y que también se haya sumado a esta empresa la Comunidad Económica Euro­pea, imponiendo sanciones a Argentina. Todo esto nos demuestra que el de las Malvinas no es un conflicto absurdo o susceptible de ser exclusivamente atribuido a dificultades internas de los países involucrados. Este conven­cimiento hace más notorio el peligro de que la confrontación de las dos superpotencias se llegue a plantear abiertamente en el Atlántico Sur y por eso mismo coloca en primer plano la ne­cesidad de impedir la extensión de la guerra.

Como se ha visto, las Malvinas son mucho más que ese “rincón de tierra helada” a que se refirió Reagan, sobreactuando otra vez su viejo

papel de yanqui bueno e inocente. La pre­g unta es obvia: si así no fuese, ¿por qué habría enviado Ingla­terra dos tercios de su flota y arriesgado Estados Unidos la virtual liquidación de la OEA y del TIAR? Sucede que, por las razones militares y económicas que se han explicado, una y otra potencia imperialista colocaron el problema de las Malvinas en el punto preciso en que se inter­sectan los conflictos norte-sur/este-oeste; es decir, a la vez como cuestión de utilidades y como cuestión estratégica. Para una y para otra, para explotar las riquezas petrolíferas e ictio­lógicas y para instalar bases, era necesario resolver antes el asunto de la soberanía, determinar en forma definitiva quién podía firmar las concesiones sin riesgos futuros para los bene­ficiarios. Esto es lo que no comprendió suficientemente el “go­bierno” argentino. No es que no estuviese dispuesto a cual­quier entrega; sólo que al recuperar la soberanía de las Malvinas, de hecho, no “la recuperaba” jurídicamente para sí sino para el pueblo argentino en su conjunto. Y Haig tiene una conciencia mucho más lúcida de la fragilidad de la dictadura militar que el propio Galtieri. Aun dando este las concesiones que se le pidiesen, ¿quién garantizaba, quién garantiza, que un próximo gobierno popular no las anularía? La dictadura militar argentina se siente tan occidental y cristiana, tan devota de la economía de mercado y tan confia­da en el poder de la represión que ni advirtió plenamente la debilidad que proyecta su imagen ni pensó por un momento que se la podía situar en el campo antiimperialista, ni se dio cuenta de que para Estados Unidos la única opción lógica era Inglaterra. Como en la fábula de Moratín, “es flaca sobremanera to­da humana previsión, pues en más de una ocasión sale lo que no se espera”. Lo que no esperaban ni Galtieri ni sus acólitos era que la reivindicación de las Malvinas iba a ser ubicada en un contexto que le confiere un nuevo sentido, por completo ajeno a sus intenciones. Por eso el apoyo de los países no alineados; por eso el apoyo de Cuba o de Nicaragua o del Frente Farabundo Martí. No porque los

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La postura imperialista anglonorteamericana

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militares argentinos hayan pasado a ser buenos, sino porque produjeron un hecho cuyas consecuencias ya no les pertenecen plenamente (aunque sin duda van a esforzarse por controlarlas en toda la medida de sus posibilidades). La postura anglonorteamericana es de una nitidez que no admite confusiones: resulta absolutamente coherente con la política exterior de Reagan y de Thatcher y se llama colo­nialismo. Un colonialismo que, enceguecido por su presunta fuerza, no vacila en poner en su contra a la opinión pública de toda América Latina. (Recuérdese que Reagan y Haig son de los que hoy lamentan la retirada yanqui de Vietnam; y no la repetirían, costase lo que costase. Recuérdese, también, que ambos son los paladines no ya de la paridad, sino de la superioridad bélica de Estados Unidos frente a la Unión Soviética). Esto es lo que hay que tener muy claro: la soberanía ar­gentina sobre las Malvinas abre la posibilidad de una lucha po­pular en el interior del país para impedir que los gobernantes de turno la desbaraten en los hechos mediante la entrega en cambio, la pérdida de esa soberanía implica la consolidación a largo plazo del dominio imperialista sobre un área cuya im­portancia Inglaterra y Estados Unidos vienen a confirmar con sus acciones. En el primer caso, se trataría de un triunfo parcial que las fuerzas progresistas de Argentina se encargarán de com­pletar; en el segundo caso, se trataría lisa y llanamente de una gravísima derrota no ya para el gobierno que se lanzó a esta aventura sino para la nación en su conjunto.

También es cierto que la aventura de la Junta Militar se corresponde con una posición inglesa anterior, no por más disimulada menos violenta. Nos referimos a la prolongada e irritante renuncia de Gran Bretaña a cumplir una resolución de las Naciones Unidas que tendía a dar solución pacífica al con­flicto en torno a la soberanía de

las Malvinas. Esta disputa ha­bía tenido a su vez un comienzo violento que los británicos gustan olvidar o justificar con datos históricos muy poco convincentes. En 1833, una corbeta inglesa despojó por la fuerza a los argentinos de las islas que habían heredado como resultado de su independencia del dominio español. Los pobladores argen­tinos de las Malvinas, con su gobernador y comandante mili­tar, fueron forzados a abandonarlas y sólo quedó en ellas, por algunos años, la resistencia armada de un puñado de gauchos. Desde entonces, y pese al inmediato reclamo argentino en Londres –renovado anualmente sin excepción hasta el presen­te–, la ocupación inglesa se mantuvo. Ella se tradujo en el de­sarrollo de una exigua población, que alcanzaba a cerca de 1.800 habitantes en vísperas del actual conflicto, cuyo dere­cho a la autodeterminación es esgrimido como argumento en contra del reclamo argentino. Pero es sabido que la usurpación no puede ser fuente de derecho. En este punto, es lógica la respuesta argentina en el sen­tido de que, para un territorio cuya población original fue desalojada por la fuerza y en el que el ocupante posterior prohibió –como lo hizo Inglaterra– la adquisición de pro­piedad a quien no fuera británico, no puede invocarse la doc­trina de la autodeterminación. Es también cierto que la súbi­ta preocupación británica por la opinión de los isleños contrasta con el secular abandono al que los tuvo relegados, política, cultural y materialmente. Las islas carecían de asis­tencia hospitalaria, de enseñanza media, de comunicaciones telefónicas y comerciales con el continente cercano, al punto de que su avituallamiento dependía de cuatro viajes anuales de un navío británico. El único interés de los ingleses por los isleños tenía nombre: la Falkland Island Company, que los contrata como mano de obra para la producción de lana, en condiciones que estudios británicos han considerado deplo­rables. Es llamativo, decíamos, el actual fervor británico por el cumplimiento de una resolución de Naciones Unidas –la 502 del Consejo de Seguridad– cuando se lo compara con su tibie­za y morosidad para ajustarse a otras disposiciones del mismo cuerpo. Nos referimos

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Los derechos históricos argentinos sobre las Malvinas

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a la resolución 2065 de la Asamblea Ge­neral que reconoció, en 1965, la existencia de una cuestión de soberanía sobre las Islas Malvinas y recomendó a los gobiernos de los dos países la búsqueda de una solución pacífica. Desde entonces, la postura inglesa consistió en eludir el cumplimien­to de esa resolución, pese a la paciente insistencia argentina, que fue apoyada en 1966, en 1967, en 1969 y en 1971 por nuevas recomendaciones de la Asamblea General que urgían que se acatase la resolución 2065. Es ese menosprecio británico al es­píritu y a la letra de otras disposiciones de las Naciones Unidas lo que hace particularmente sospechoso su actual entusiasmo por la Resolución 502. No sólo los argentinos, que viven aho­ra las consecuencias dramáticas de lo que, en buena medida, es responsabilidad de ese soberbio menosprecio inglés ante sus re­clamaciones; no sólo los isleños, cuya cuota en los prejuicios del conflicto no pueden menos que atribuir en parte a la ligereza de su lejano gobierno, sino hasta los propios aliados de la Gran Bretaña en el litigio actual, han advertido la responsabilidad que le incumbe en su estallido: “...mi gobierno comprende el profundo sentimiento nacional de Argentina por recuperar las islas, así como su frustración luego de largos años de infructuo­sas negociaciones”, declaraba el 4 de mayo el propio Reagan a su colega panameño (Excelsior, 5 de mayo de 1982). Palabras de tono extrañamente contrastante con la posición norteameri­cana de apoyo a los británicos, quizás atribuibles a la preocupa­ción que ha causado en Estados Unidos el repudio latinoameri­cano a su conducta.

Reivindicar en la actual situación la indiscutible sobera­nía argentina sobre las Malvinas no implica, como lo quieren algunos y en primer lugar el propio gobierno, echar un manto de olvido sobre su política desde 1976 hasta el presente. Por el contrario, para dar su sentido cabal a esa justa reivindicación se requiere como condición indispensable asumir una posición resuelta y clara de repudio a dicha política.

La dictadura militar no es menos dictadura por el mero hecho de haber ocupado las Malvinas e izado en ellas la bandera argentina. En este sentido, la represión brutal y la opre­sión económica contra el pueblo llevadas al paroxismo a partir de marzo de 1976; los crímenes políticos de Videla, de Viola y de Galtieri tanto como los crímenes económicos de Martínez de Hoz, de Sigaut y de Alemann; la inexistencia de libertades y derechos políticos y la avergonzante, y a veces desvergonzada, intervención en Bolivia, en El Salvador, en Guatemala y en Honduras; la censura y la persecución culturales y el desem­pleo y el hambre: todos esos hechos y muchos otros, marcan íntimamente la coyuntura actual y, por tanto, definen también su significación objetiva. Decidir olvidarlos bajo la figura gene­ralizante de la “unidad nacional” supondría no sólo renunciar a la necesaria labor de esclarecimiento que el momento exige, si­no también suscribir la “versión política de los hechos” que la propia Junta Militar pretende imponer y los objetivos que per­sigue con ella. Si los nuevos “paladines de la soberanía nacional” aspiran a recuperar el prestigio perdido y hacer olvidar los daños causados al pueblo y al país porque han ocupado la salida es tarea nuestra y de todos impedir que esa maniobra cuaje, separando por una parte aquello que la Junta pretende confundir (la cuestión de las Malvinas y su política) y uniendo por la otra aquello que la Jun­ta pretende separar y dividir (las fuerzas populares). No caben dudas –los hechos de todos los días lo muestran– de que el pue­blo argentino, espontáneamente y a través de las organizaciones políticas, sindicales y de derechos humanos, ha sabido y sabe se­parar y diferenciar. Está en las manos de todos impedir que una justa reivindicación popular sea explotada en beneficio de la po­lítica entreguista y antinacional. Al comienzo de este documento hicimos hincapié en la falacia que consiste en confundir los orígenes de un hecho po­lítico con su desarrollo y con sus resultados. Cabe ahora añadir que evitar esa confusión e imposibilitar que las consecuen­cias de este hecho político sean aquellas esperadas por quienes lo originaron no es algo que va de suyo sino

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La responsabilidad de la Junta Militar

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que depende tam­bién de una tarea colectiva de esclarecimiento y de las iniciati­vas políticas que se impulsen. La Madre de Plaza de Mayo que, agitando una bandera argentina, defiende nuestra soberanía sobre las Malvinas al tiempo que sigue reclamando por su hijo desaparecido; el obrero cesanteado por Mercedez Benz que denuncia a la vez la agresión inglesa y la política económica del gobierno militar; las multitudes que en sus estribillos atacan al imperialismo anglonorteamericano sin dejar por ello de pedir el fin de la dic­tadura de Galtieri; he ahí hechos y acciones concretas que son mucho más que simbólicos. Hechos y acciones que señalan el camino, que expresan concretamente la madurez y la lucidez política que las fuerzas populares y los intelectuales progresis­tas necesitan, hoy más que nunca, para comprender el proce­so actual e incidir eficazmente sobre él.

la propia presencia en la zona de submarinos de propulsión nu­clear entraña riesgos ecológicos gravísimos: si ellos fueran hundidos, la riqueza ictiológica del Atlántico Sur se malogra­ría por décadas. Ya se han perdido vidas jóvenes de uno y otro lado en este enfrentamiento. Ya se han perdido también cuantiosos recursos cuya reposición supondrá enormes sacrificios, espe­cialmente para un país en crisis como la Argentina. No hay que dejar que esta situación se prolongue ni un segundo más. Hay que marchar, peticionar, denunciar para poner fin al conflicto.

Detener de inmediato la agresión imperialista Decíamos al principio que no se trataba meramente de optar entre “los malos”. Esperamos que haya quedado claro por qué. Después de 149 años de reclamos continuados y de 17 años de negociaciones infructuosas, la dictadura militar ar­gentina tomó imprevista e inconsultamente entre sus manos una reivindicación nacional que no por eso ha dejado de ser justa. Luego de un simulacro de mediación, Estados Unidos ha cerrado filas con Inglaterra para impedir por todos los me­dios que Argentina recupere los territorios que le fueron arre­ batados por un acto de rapiña colonial. En un gesto que sólo puede ser calificado de demencial, esos medios incluyen el en­vío al Atlántico Sur de armas nucleares, que el almirante de la flota inglesa puede utilizar si lo considera necesario. (El mis­mo almirante que no vaciló en hundir el crucero General Belgrano, cuando navegaba a varias millas de distancia de la zona de guerra, y que ordenó el ataque al aviso Sobral, un buque que estaba dedicado a tareas de salvataje). Por otra parte, 154

1. LLAMAMOS a todas las fuerzas progresistas del mundo para que se movilicen por el inmediato cese de la agresión imperialista en las Malvinas: debe negociarse de inmediato la paz, con el retiro de las fuerzas colonialistas inglesas y el mantenimiento de la recuperada soberanía argentina sobre las islas. 2. ADHERIMOS a todos los sectores populares de Argentina que luchan para que no sea entregada una sobe­ranía que se está reconquistando con la sangre y el es­fuerzo del pueblo, mientras el gobierno sigue haciéndoles pagos a los ingleses para preservar su “buen nombre” y ni siquiera ha roto sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Continuemos sin claudicaciones la lucha por la ple­na autodeterminación. Hay que exigir la inmediata nacionalización de las empresas inglesas y norteamerica­nas que siguen medrando en Argentina. Debe irse el go­bierno militar que nadie eligió y, con él, un ministro de economía que está al servicio de los mismos intereses que ahora agreden militarmente al país. Debe cesar la represión en todas sus formas y deben aparecer los desapareci­dos. Debe restablecerse la democracia en Argentina.

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Malvinas: Argentina enfrenta al colonialismo

En artículos publicados en Nueva Presencia (febrero de 1981) en momentos en que casi todos los sectores de la opinión pública argentina reclamaban la aceptación de la propuesta papal sobre el Beagle, sostuve, al fundamentar la oposi­ción a esta propuesta y a la mediación misma, que el diferendo argentino-chileno no se limitaba a una simple demarcación fronteriza en medio de rocas heladas, inhóspitas y sin valor, si­no que el problema eran también las Malvinas y el resto del Sur, incluida la Antártida. Ahí debía definirse el porvenir de una Argentina de la cual muchos sólo conocen su parte continental y algunos ni si­quiera eso. Viven de espaldas al mar cuando este es ya fuerza apremiante para los políticos de visión creadora como para los científicos y técnicos lo es el espacio. La cuestión se trasladaba así del mapa a las actitudes in­ternas, polémicas, en la propia Argentina: entre el cómodo con­formismo (que achicaba al país tanto como el propio Martínez de Hoz, al que algunos decían oponerse) y la arriesgada empresa de actuar en la imagen de una Argentina que, más allá de su tri­go y carne (pero sin renegar de estos), es, además, riqueza marí­tima, minerales, petróleo, energía, vías de comunicación. Ima­gen física de esa Argentina que, para nosotros, era también –e inseparablemente– voluntad de cambio estructural y social. “El Beagle: problema nacional-internacional en la época de las multinacionales y con todas las piezas del tablero antártico”. Así titulé aquellos primeros artículos y ello definía un contenido. Luego (“La segunda ofensiva”) demostré cómo el gobierno de Pinochet utilizado por Gran Bretaña contaba también con el apoyo de Reagan a fin de penetrar ambos, con base propia en el Atlántico Sur, el “arco antillano” de la tesis geopolítica de Chile que los llevaba a las

Malvinas y el delirio del contralmirante Chisojo Araya completaba la dominación hasta África del Sur. Estados Unidos, cabeza de “la segunda ofensiva”, se convir­tió en el más fervoroso apoyo de la propuesta papal y envió uno tras otro, emisarios militares y civiles para alentar a Chile y pre­sionar sobre la Argentina. Aunque el proyecto no era nuevo, ahora el sueño imperialista parecía acercarse a la realidad: Estados Unidos amo del Atlántico Sur. Desde ahí, también en su delirio, empezó a repartir: Gran Bretaña cedería todo o parte de las islas a la Argentina, a cambio de bases yanquis, en las propias Malvinas o en el Beagle; apertura de Chile hacia el Atlántico; concesiones petroleras a Gran Bretaña en el fondo del mar y/o en la Patagonia; concesiones mineras a Estados Unidos, quien vendría también con su propio “dere­cho del mar” y debería estimular, naturalmente, la reforma de nuestro Código de Minería. Algún día se sabrá si este plan llegó a formalizarse y quiénes lo compartieron, porque en algún momento determinado llegó hasta registrarse cierta euforia ideológica cuando se sostuvo que todo ello cortaba la expansión soviética. Como en el anticomunismo de Hitler, unos estuvie­ron de acuerdo y otros cayeron en el lazo como bobos. En ese vasto escenario, en el que los complotados ya se re­partían el botín –con la supresión, por supuesto, de nuestra proyección en la Antártida–, la Argentina recuperó el 2 de abril los tres grupos de islas (Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur) con una oportuna e impostergable operación militar. No entramos a considerar aquí qué pasó entre aquellos proyectos y el acto militar. Nos limitamos a un hecho que, como ocurriera anteriormente con el diferendo del Beagle, será valorado de diferente modo según la actitud que se tome ante los problemas nacionales y sociales. Unos se limitarán a aplaudir, a cantar el Himno, a agitar escarapelas. Otros irán más allá de lo formal y lo territorial. Nosotros estamos entre estos últimos. Y, aunque en al­g una izquierda pueda haber temor o reticencia, nosotros –en aquel sector que encara de frente y en su totalidad la crisis argen­tina y lo que debe rehacerse– afirmamos que el acto

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del 2 de abril es nacionalmente justo y anticolonialista. Lo es a pesar del juicio que se tenga sobre el actual gobierno argentino (y nosotros no ocultamos ni disfrazamos nuestra oposición política). Pero la causa es justa. Y si Gran Bretaña, por su pérdida, nos hiciera la guerra, esa guerra, para los argentinos, será una guerra justa. Comenzamos con el escenario real en que se debatía el problema del Beagle, porque el escenario es el mismo y sin lo de antes no se puede comprender lo de hoy. Los actores son los mismos. Los objetivos también. Se ha movido una pieza, tal vez inesperada. Y como en el ajedrez, el movimiento de una pieza en el “tablero antártico” obliga a la reubicación o realineamiento de to­das las demás. Esto en el frente externo. Pero también en el fren­te interno deberá haber cambios porque, ante la gravísima situa­ción creada, se deben reconocer derechos hoy negados al pueblo y éste debe asumir su propia responsabilidad nacional y social. El frente externo y el interno pasarán a ser uno solo, la so­beranía en lo internacional “debe ser” también soberanía econó­mica y política en lo interno. Actuamos en un gran escenario físico. El problema no es só­lo de espacio. Es también de tiempo. Todos los países presentes en la Antártida activan su toma de posiciones para hacer valer sus “derechos” en 1991, a treinta años de la ratificación del Trata­do Antártico, y en el momento de su modificación. Por lo tanto todo lo que ocurra en adelante tiene que con­siderarse en esa perspectiva. No es cuestión, entonces, de perdernos en parcialidades ni formulismos. Tarde o temprano la Argentina debía recuperar las Malvinas y ello sólo se podía lograr por la fuerza. El único reproche que se puede formular es no haberlo hecho antes. En la historia valen las tendencias, las líneas que perdu­ran en medio del cambio circunstancial. El tiro de Sarajevo no “causó” la guerra de 1914; sólo la desató. El 2 de abril, en el Atlántico Sur, puso de relieve las líneas más o menos ocultas y puso en movimiento los compromisos. Estados Unidos quería actuar a “dos puntas” –con Gran Bretaña y la Argentina–, tuvo que optar en el Consejo de Seguridad por su aliado

imperialista. Lo hizo para que la Argen­tina claudicara ante ambos y volviera a regir el juego del reparto proyectado. Si, ante una firme actitud argentina, viera que se equivocó en el cálculo, dará un paso atrás hacia la “mediación”, siempre en el mismo objetivo (los acontecimientos de las últi­mas horas así parecen confirmarlo). Es necesario hablar con crudeza. Ninguna operación tác­tica o estratégica –sin descartar ninguna– nos deberá cerrar los ojos ante la realidad. Estados Unidos y Gran Bretaña, por encima de todo, son aliados imperialistas contra la soberanía e indepen­dencia de cualquier pueblo que los enfrente. Y la fuerza del colo­nialismo, más allá de las ideologías, fue evidente cuando Francia se unió a la piratería inglesa y el intervencionismo yanqui. Francia nunca dejó de ser colonialista y tanto ahí como en In­glaterra las divergencias internas no impidieron que los labo­ristas británicos fueran imperialistas y que gran parte de la iz­quierda gala defendiera sus colonias hasta el último aliento. ¿Se pedirá cuenta de esto a Mitterrand? Latinoamérica nunca creyó en la “doctrina Monroe” y la rechazó. Solamente un tonto podría creer que ahora la esgrimirá Estados Unidos contra su socio “extracontinental”. Alfredo Palacios, en su discurso en el Senado a favor de las Malvinas (publicado por Claridad en octubre de 1934) dijo que esa “doctrina” era que para defender a los Estados Unidos y un pretexto intervencionista en America latina para su propio beneficio. Los norteamericanos –dijo entonces Palacios– no creye­ron que se violaba la doctrina “cuando anexaron la mitad del territorio de México. Y por lo que se refiere a Europa no la aplicaron en 1833, dos años después de muerto Monroe, y cuando en 1902 la República Argentina la invocó no en su interés si­no en el de sus hermanas de América, una de las cuales había sido bloqueada por las armas de Alemania, Inglaterra e Italia a objeto de obtener el pago de créditos reclamados contra Vene­zuela por súbditos de aquellos países” (doctrina Drago). Estados Unidos tampoco aplicará ahora su doctrina (...) seguir manejándolo, que el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia

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Recíproca), redactado contra el Este, riña ahora contra una potencia del Oeste. La Argentina, pues, debe enfrentar a esos enemigos imperia­listas juntos. Entre ellos se repartirán la tarea colonizadora: ca­ñones de un lado, sonrisas del otro. Los intereses opuestos tor­nan inevitable nuestra oposición a ambos y lo principal será no dejar que prosperen nuevos engaños. Tampoco el sentimentalismo ni el latinoamericanismo formal deben desprevenirnos frente a Chile. El “enemigo fundamental” puede operar desde muchos lugares y Chile puede ser uno de ellos. Esto es lamentable, pero la actitud justa ante lo real es superior al lamento. La unidad de los pueblos chileno y argentino sigue sien­do esencial en el sur, pero lo real es que una equivocada posi­ción chilena, antiargentina de hecho, condujo a dividir en dos lo que debió ser frente común. Chile fue instrumento de una política colonialista contra la Argentina. Y será su víctima. El esfuerzo de ambos pueblos para que eso cambie –obviamente, cambio efectivo en los dos– será una gran contribución a la lucha común latinoamericana contra el imperialismo. Mientras tanto no podemos confundir deseos con rea­lidad. Hay un latinoamericanismo formal, detenido en situacio­nes ya pasadas. Admiradores de Manuel Ugarte han pasado por alto muchas, muchísimas de sus observaciones por estancamien­to y limitaciones ideológicas. “La Argentina, el Brasil y el Uru­g uay tendrán que ser en el porvenir naciones de actividad maríti­ma”, señaló Ugarte en El destino de un continente, para añadir luego: “Virtualmente en lo comercial el sur del Atlántico perte­nece hoy a Inglaterra y a los Estados Unidos” y recuerda cómo en alguna oportunidad pudo estar dispuesta a ceder las Malvinas a Estados Unidos “mediante compensaciones”. Si Gran Bretaña es desalojada del Atlántico Sur y no se da ningún motivo, para que Estados Unidos tenga una base firme, se acercará el momento en que Argentina, Uruguay y Brasil conven­gan en defender lo que les es común. Hay también que superar esquemas rígidos de conducta política. La naturaleza de un gobierno no debe trabar la com­prensión de los verdaderos problemas nacionales. Esto no signifi­ca ceder ni entrar

en oportunismos complacientes. Por el contra­rio, desde una actitud correcta en un aspecto se modifica lo otro. El proceso activo en la perspectiva del cambio es lo polí­ticamente decisivo sobre la fraseología rígida e inoperante. Las críticas que en el exterior se formulan, con fundamento, contra el gobierno argentino no deben conducir al simbolismo de subestimar, ignorar e incluso censurar el hecho del 2 de abril. Por el contrario, su verdadera comprensión sería favorable al desarro­llo de la acción anticolonialista iniciada. Esto es válido especialmente en América latina. Situacio­nes parecidas condujeron más de una vez a desconocer la pro­fundidad de muchos acontecimientos. El hecho argentino de­bería ser tomado por los pueblos latinoamericanos como propio aunque con elementos y perspectivas diferentes. La rea­lidad nos muestra una vez mas que los pueblos latinoamericanos deben confiar en primer término en sí mismos. Será siem­pre la base de una mayor comprensión mundial. Los que en la Argentina hemos estado al lado de todos los pueblos latinoamericanos en sus luchas democráticas y de liberación tenemos derecho a solicitar que ahora se examine con criterio amplio nuestra situación a los fines de la solidari­dad activa, intensa e inmediata. Barcos de guerra de una nación construida sobre el des­pojo en todas las partes de la tierra vienen hacía el Atlántico Sur. Recorrerán 14.000 kilómetros para intentar reapoderarse de lo que consideran parte del imperio. ¡Los pueblos latinoamericanos deben impedirlo! Lo que se haga jurídicamente tal vez ayude y sea necesario esgrimirlo, pero lo decisivo será la intervención directa de los pueblos lati­noamericanos. Habrá que evitar la guerra pero no a costa de la derrota ar­gentina, que sería una derrota de toda América latina. Paz, sí, con la derrota de la agresión inglesa y de la com­plicidad de los Estados Unidos. Ninguna “negociación” puede hacernos volver atrás y eludir la cuestión de fondo: los derechos argentinos en las Malvinas, el Atlántico Sur y la Antártida.

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La Argentina debe ganar esta acción por las Malvinas e ir mejorando de hecho su situación para que, siendo el país que más derechos tiene y más ha realizado en el sur, no sea burla­do por la formalidad de un Tratado Antártico manejado por grandes potencias en su beneficio. La Argentina debe mejorar esa situación de hecho para que no sea estrangulada por todos lados. Esto es lo que está ocurriendo en una vasta, rica y codi­ciada región del mundo. La Argentina defiende ahí un presente y crea un futuro.

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El resultado imposible: bueno para la Argentina, malo para el régimen El Diario, Caracas, Venezuela, abril de 1982

Londres. El gobierno de Margaret Thatcher se ha com­prometido a reconquistar las Islas Malvinas. La primer minis­tro ha dicho, evocando a la reina Victoria, que “no hay nin­g una posibilidad” de que Gran Bretaña fracase. El gobierno del general Leopoldo Fortunato Galtieri a su vez, ha proclamado que la Argentina no abandonará las islas en ningún caso. Sus fuerzas armadas harán frente a cualquier intento británico de recaptura. Mientras más de la mitad de la Armada Real británica viaja hacia el Atlántico Sur, tanto en Londres como en Buenos Aires hay conciencia de que ambos gobiernos están poniendo en juego, cuando menos, sus propios destinos. ¿Qué efectos tendrá, en particular sobre la Argentina, el resultado de esta crisis? Para analizar esto, es necesario tener en cuenta sólo dos posibilidades: victoria o derrota; o lo que es lo mismo, conservación o pérdida de las islas. Es posible que la resolución de la crisis sea menos tajante –pese a la retórica de ambas partes en la etapa presente–, ya sea porque se alcance al­g una fórmula de compromiso o porque el conflicto se extien­da y las islas terminen siendo sólo uno de los elementos en jue­go. En todo caso cualquier resultado reducido, en términos de política interna, a victoria o a derrota. ¿Qué ocurrirá, pues, si triunfa la Argentina? El primer análisis sugiere que la victoria robustecería a las Fuerzas Armadas y las habilitaría para perpetuarse de he­cho en el poder, o buscar la homologación popular. La reivin­dicación de las Malvinas lavaría las culpas del pasado inmedia­to y convertiría en héroes a esos generales que, hasta el 2 de abril, eran vistos por sus compatriotas 163

León Rozitchner

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con mucho más temor que respeto. Como una consecuencia más trascendente apare­cería “demostrado” que la violencia vale más que el derecho, y que –mirando al pasado reciente en retrospectiva– los milita­res hicieron bien en afrontar el problema que planteaba la sub­versión en la forma en que la hicieron. El culto de la fuerza que podría derivarse de esta experiencia sería aún más grave que la consolidación transitoria del régimen. Contra esos aspectos negativos, existen otros –tanto o más poderosos– que no deben perderse de vista. En primer lugar, la reivindicación de las Malvinas es una causa histórica que ha sido perseguida por varias generaciones de argentinos y –con inde­ pendencia de quiénes sean los actores en la etapa decisiva– si las islas se reintegran a la Argentina definitivamente, eso representa­rá la satisfacción de un ideal colectivo. Ese país, moralmente que­brado por una acumulación de debacles políticas y económicas, tiene necesidad de recobrar confianza en sí mismo. Si impusiera su voluntad a la británica, sentiría que ningún enemigo es sufi­cientemente poderoso cuando existe una fuerte determinación. La Argentina, además, lograría eso a pesar de los Estados Unidos, lo cual desautorizaría el fatalismo paralizante de quienes imagi­nan que esa superpotencia ejerce un poder inapelable. Cualquiera fuera el usufructo que, de inmediato, los milita­res argentinos hicieran de su éxito, esas consecuencias generales quizás ofrecieran a la sociedad argentina mayores posibilidades de cambio que el caso subsecuente a una derrota. En definitiva, las posibilidades de estructurar un poder político representativo, equitativo y democrático, son siempre más amplias en las socieda­des donde la autoconfianza es más firme. En el caso de la Argentina, la tarea de sus dirigentes civiles sería extraer la correcta ense­ñanza de la experiencia, mostrando que la fuerza sólo es válida cuando se ejerce como último recurso en favor de una causa legíti­ma, y que la única forma en la cual los militares pueden reali­zarse políticamente es asociándose a las causas populares que no se reducen a la recuperación de las Malvinas. La derrota provocaría un agrietamiento de las fuerzas ar­madas. Esto podría ser considerado, en principio, útil para promover un cambio

más profundo. Después de más de un lustro, durante el cual los derechos más elementales fueron ig­norados y la economía argentina fue desarticulada, la derrota acaso fuera vista como el corolario inevitable de un régimen que, en su caída, arrastraría a todo el militarismo. Sin embargo, lo cierto es que, aun en ese caso, los militares –o el sector más fuer­te de ellos– seguirán siendo la única fuerza en condiciones de im­poner su voluntad al resto de la sociedad. Se producirían divisio­nes y purgas en las Fuerzas Armadas pero, después de un desastre, los militares tendrían necesidad de aferrarse al poder po­lítico. El éxito les habilitaría la única salida digna a la que po­drían haber aspirado. El fracaso los forzaría a la preservación, en el contexto de una sociedad diezmada y desmoralizada. Una derrota a manos de una potencia extranjera catalizaría la de­sintegración argentina.

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Rodolfo Terragno

Malvinas

Durante la guerra de las Malvinas elevan proyectos para privatizar empresas Clarín, Buenos Aires, jueves 29 de abril de 1982 Un programa de privatizaciones para 17 empresas del Es­tado y que prevé la revisión de los regímenes legales vigentes ele­vó el Ministerio de Obras y Servicios Públicos a la Presidencia de la Nación. Martini indicó que ese plan está dirigido a fortale­cer la estructura básica de la economía argentina. Simultánea­mente trascendieron detalles de los proyectos de traspaso al área privada de organismos y empresas dependientes de Economía. El ministro de Obras y Servicios Públicos, ingeniero Ser­ gio Martini, informó que fueron elevados a la Presidencia de la Nación los proyectos de privatización correspondiente a las 17 empresas dependientes de esa cartera. Ese plan comprende a la Empresa Nacional de Telecomunicaciones, Empresa Nacional de Correos y Telégrafos, ATC Argentina Televisora Color-TV Canal 7, Aerolíneas Argentinas, Ferroca­rriles Argentinos, CONARSUD Asesoramiento y Consultoría S.A., Obras Sanitarias de la Nación, Hidroeléctrica Norpatagánica (HIDRONOR S.A.), Agua y Energía Eléctrica, Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA), Yacimientos Petrolíferos Fiscales, Yacimientos Carboníferos Fiscales, Gas del Estado, Química Río Tercero. Según la información oficial, “para la elevación de las pro­puestas se analizó cada empresa en particular y se determinaron los cursos de acción que, en cada caso, se consideraron los más realistas y los más convenientes para el interés general”. “Se ha presentado entonces –agregó el M.O.S.P.– un programa de desestatización que pretende reflejar la decisión po­lítica del gobierno de la Nación y que admite la necesidad de tratar en profundidad el sistema de precios, la oferta y deman­da de capitales y la revisión de regímenes legales vigentes”. 166

Martini comunico también que el plan propuesto está dirigido a “fortalecer las estructuras básicas de la economía ar­gentina”.

Economía El Ministerio de Economía también habría elevado a la Secretaría de Planeamiento los proyectos de privatización de empresas y organismos de su área. El informe, que constaría de 15 capítulos, incluye a los siguientes entes y compañías: Seguros Aeronáuticos Empresa del Estado, Caja Nacional de Ahorro y Se­g uro, bancos oficiales, Instituto Nacional de Reaseguros (INdeR), Casa de la Moneda, Sociedad del Estado, Austral Líneas Aéreas S.A., Corporación del Mercado Central de Buenos Aires, licita­ ciones mineras, sociedades de economía mixta, tenencias acciona­rias del Banco Nacional de Desarrollo y Caja Nacional de Ahorro y Seguro, Papel Misionero S.A., Siam S.A., Lagos del Sur S.A., Corporación Argentina de Productores de Carne (CAP), Compañía Nacional Azucarera S.A. (CONASA). Economía propiciaría dejar al Banco de la Nación como único banco nacional y propondría eliminar todas las funciones aseguradoras de la Caja Nacional de Ahorro y Seguro y la priva­tización total del INdeR. Respecto de las licitaciones mineras se propone eliminar, en los casos de Nevados de Famatina y Bajo la Alumbrera, la asociación de los oferentes con Fabricacio­nes Militares. Para CAP y CONASA, las privatizaciones y liquidaciones ya fueron dispuestas por administraciones ante­riores. Por otra parte, el subsecretario de Agricultura, David Lacroze, se referirá hoy en una conferencia de prensa al plan de privatizaciones del área a su cargo y a las conclusiones elaboradas por el Foro de Exportadores que se efectuó en Ottawa, Canadá.

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