Las siete palabras desde la cruz - José-Fernando Rey Ballesteros.pdf
February 22, 2017 | Author: Salvador | Category: N/A
Short Description
Download Las siete palabras desde la cruz - José-Fernando Rey Ballesteros.pdf...
Description
2
3
Créditos
© José-Fernando Rey Ballesteros, 1998 Edición digital: © José-Fernando Rey Ballesteros, 2013 NIHIL OBSTAT: José Francisco Guijarro, censor IMPRIMATUR: Joaquín Iniesta, Vicario General ISBN: 978-84-616-6568-6
4
PRÓLOGO Sé que es difícil y atrevido escribir sobre los sentimientos de otra persona. Pero si esa persona es el Hijo de Dios, el intento puede parecer de una arrogancia rayana en lo irreverente. ¿Cómo atreverme a poner por escrito, sobre un papel, lo que tuvo lugar en ese Corazón que era la puerta abierta del Misterio divino? A primera vista, parece una osadía reprobable. En medio de un mundo para quien la privacidad es un valor casi sagrado, yo me estoy proponiendo, nada menos, escribir unas líneas que inviten a la contemplación de la intimidad del propio Dios hecho carne. Semejante tarea supondría, de un lado, la suma impertinencia, y, de otro, la suma arrogancia, a no ser porque estoy plenamente convencido de que es el propio Dios quien, movido de su Amor hacia el hombre, ha querido mostrarnos su secreto. La Historia humana ha sido a la vez testigo y beneficiaria de un acontecimiento, ocurrido en esta tierra que pisamos y hace casi dos mil años, que la ha convulsionado hasta el punto de convertirla, de alguna manera, en Historia sagrada. Entonces el Verbo de Dios, su Palabra escondida, se hizo carne y se manifestó a los hombres. Jesús de Nazareth, hijo, según se creía, de un carpintero, pasó por este mundo como una puerta que se abre hacia el Cielo, mostrando a los hombres la intimidad del propio Dios. Esa puerta aun no se ha cerrado, y no se cerrará jamás mientras haya hombres en el mundo, porque es una invitación permanente a que el ser humano entre en el Misterio de Dios. Nadie menos celoso de su intimidad que Jesús de Nazareth: los sentimientos de su Corazón nos han sido entregados como una ofrenda amorosa, y, en este caso, el pecado consistiría en no contemplarlos. San Pablo nos anima a hacerlos nuestros, lo que significa apoderarnos de esa intimidad divina y convertirla en nuestra propia intimidad. Repito que parecería un sacrilegio, a no ser porque se trata de un don hecho por el propio Dios a un hombre al que ama de modo inexplicable. Si los sentimientos cuya contemplación me propongo poner por escrito son los que llenaban el corazón de Cristo en el momento terrible del Calvario, la tarea se presenta, además, como especialmente dura. Especialmente dura porque en ese sagrado momento el corazón de Jesús de Nazareth estaba siendo taladrado por nuestros pecados, y necesariamente el pecado humano habrá de ser el principio de esta contemplación. Creo firmemente que el centro de la oración del cristiano no debe ser su propia miseria. Esa oración fácilmente se convierte en un profundo ejercicio de soberbia. La realidad central de nuestra vida, aquella que merece la atención de nuestros ojos en todo momento, es el inmenso Amor de Dios. Pero también creo que dar la espalda a la verdad sobre nuestro pecado constituye una suma estupidez, que además se me antoja altamente peligrosa. Sí; partiremos del pecado, como partía San Ignacio de Loyola, porque ese pecado, en el Viernes Santo, estaba golpeando y perforando el Corazón de Cristo. 5
Entonces veremos cómo todas nuestras culpas, al alcanzar las entrañas de carne del Hijo de Dios, se sumieron en un mar de misericordia que las limpió y las presentó ante el Amor del Padre como una ofrenda de sangre, y de sangre redentora. Ese es el centro de nuestra contemplación: la misericordia divina. Pero la misericordia, el día de Viernes Santo, tuvo forma de sangre. La invitación que desde ahora hago al lector de estas páginas no es a bajar la mirada hacia lo más sucio de si mismo, sino a levantarla sin miedo hacia lo alto del Monte Calvario, donde el Amor de Dios se nos está manifestando de forma apabullante. Así, con los ojos fijos en la Cruz, descubriremos también la realidad de nuestro pecado, pero la veremos reflejada en quien es todo misericordia. Entonces, al conocerle a Él, nos descubriremos también a nosotros mismos como seres locamente amados y totalmente perdonados. Es una experiencia dolorosa, y a la vez sumamente dulce, porque se trata del conocimiento del Amor de Dios sobre nuestras vidas, incluso cuando esas vidas se han apartado de Él. Cuando yo estaba pecando, Dios me estaba amando, y por eso ahora no tengo que disfrazarme ante Él, ni ante mí mismo, ni ante los demás. Detrás de todo esto late, en la forma en que late un grito, la más alegre de las noticias, y esa noticia es el Amor omnipresente de Dios sobre mí. Las Rozas de Madrid, 20 de febrero de 1998
6
LA TORRE DEL CENTINELA En mi puesto de guardia me pondré, me plantaré en mi muro, y otearé para ver lo que él me dice, lo que responde a mi querella. (Hab 2, 1)
Muchas veces, a lo largo de su vida, había anunciado el Señor el momento de su muerte. Lo veía con la claridad con que cualquiera de nosotros guardamos los recuerdos más penetrantes y desgarradores, y a la vez más determinantes de toda nuestra vida. Con esa misma nitidez con que, en algunos momentos, invaden nuestra memoria acontecimientos ya pasados, acudía al alma profética del Salvador el momento terrible y crucial (temido y deseado a la vez) de su Pasión. Cuando esto sucedía, su corazón humano y divino se estremecía preso de un sinfín de sentimientos contradictorios: por un lado, todo aquel panorama de dolor le llenaba de angustia y pánico; por otro, deseaba con apasionamiento de enamorado que llegara la hora de bañar con su sangre los pecados de cada alma. Y este cruce de sentimientos comenzaba ya a desgarrarle por dentro, como el preludio de su obra salvadora. En esos momentos, ante los ojos desconcertados de los apóstoles, el alma del Señor sangraba palabras de fuego que aquellos doce no comprendieron hasta que hallaron su cumplimiento. La mayor parte de las veces aparece la figura de la Cruz: esa cruz aún vacía que esperaba con implacable sed de muerte y de vida; esa cruz que necesitaba (que aún hoy necesita) con verdadera urgencia un Cristo para atraer sobre ella la mirada misericordiosa y sanadora de Dios. Como le ocurre al caminante ansioso de alcanzar la meta, los ojos del Señor se medio entornaban y se clavaban en el horizonte, fijos, inamovibles, reposando ya en el lecho que, al final del camino, otorgaría el descanso a su deseo de construir en la tierra (en las almas) el verdadero Templo de Dios (cf. Jn 2, 19). En este contexto hemos de situar palabras tales como: "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Lc 9, 23); "El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas (...) para crucificarle" (Mt 20, 18-19); "mi yugo (el yugo de la Cruz) es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 30). En otras ocasiones, su Pasión se le mostraba como un bautismo: "Con un Bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me consumo hasta que se cumpla!" ( Lc 12, 50); un sumergirse en las negras aguas del sufrimiento y la muerte para resurgir mirando cara a cara el rostro del Dios vivo. 7
Pero será el evangelista Juan quien nos acerque a otra clave que abrió al Señor un torrente de luz sobre su futura Pasión: bajo esta clave, Él sería "levantado en lo alto". Ya al inicio de su vida pública, en su diálogo con Nicodemo, Jesús se sirvió de esta imagen: "igual que Moisés levantó la serpiente en el Desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre" ( Jn 3, 14). Más adelante le escucharemos, también en este mismo lenguaje: "Cuando yo sea exaltado sobre la Tierra, todo lo atraeré hacia Mí" ( Jn 12, 32); "cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo soy" (Jn 8. 28). Una persona o un objeto se sitúan en alto para que puedan ser vistos por todos desde lejos. Moisés levantó la serpiente de bronce para que los hebreos heridos pudieran dirigir hacia ella sus miradas, y así quedar sanos. Del mismo modo, el Salvador esperaba una hora en que sería levantado ante las miradas atónitas de toda la Humanidad herida y culpable. Era necesario, estaba escrito, que Él fuera expuesto como espectáculo ante hombres y ángeles. Lucas nos dirá que, después de su muerte, "cuantos habían contemplado aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho" (Lc 23, 48). Habían quedado sanados; habían alcanzado la contrición. La vocación del Señor no era ser contemplado sólo por los hebreos de su época; levantado en la Cruz, debía erguirse sobre las ataduras del tiempo y del espacio, para ser contemplado como espectáculo de vergüenza y de salvación por todos los hombres de todas las épocas en cualquier parte del mundo. Quienes con sus manos elevaban la cruz de Jesucristo no tenían la menor idea de la altura a la que la situaban. Dos mil años después, cualquiera de nosotros, con solo levantar la vista, puede contemplar la figura y el rostro del Divino Crucificado, ser atraído irresistiblemente por Él, y ser sanado de sus enfermedades. Y así, porque el Señor ha sido elevado, nosotros somos contemporáneos de Cristo. Si quien está en alto no es una serpiente de bronce, sino un ser humano de carne y con corazón de hombre, la dirección de las miradas se cruza inevitablemente. Cuando miramos a la Cruz, somos también mirados desde la Cruz por unos ojos que, al estar en alto, lo penetran absolutamente todo y hacen innecesaria cualquier palabra que pudiera brotar de nuestros labios. Somos mirados desde la Cruz por unos ojos que hacen que los nuestros se claven en el suelo y que nosotros mismos quedemos sumidos en actitud de profunda adoración. Desde el puesto de centinela de la Cruz, los ojos de Cristo contemplan un panorama insólito, que la mirada humana quizá no podría abarcar ni resistir sin una ayuda de la gracia divina. Si, al alcanzar la cumbre de una montaña elevada, sentimos vértigo y fascinación a la vez por el paisaje que se abre ante nosotros, desde lo alto de la Cruz, a esa altura que se eleva sobre el Cosmos entero y la total tragedia de la Historia humana, ante aquel panorama estremecedor de pecado y misericordia que contemplaron los ojos de Cristo, el vértigo se llama muerte y dolor de los pecados, y la fascinación se llama Caridad, amor desbordante e inexplicable de Dios por cada alma. Situado en lo alto, la mirada del Señor ha quedado clavada en este dramático 8
paisaje, en que cielo y tierra se unen, reventando en medio de ambos el frágil velo de su carne humana, interpuesto como escudo y como puente entre estos dos mundos de pecado y santidad. Jamás podremos, en esta vida, participar de todo lo que entonces se presentó ante sus ojos. Sólo siete palabras que salieron de sus labios mientras contemplaba aquella escena nos hacen partícipes, en la medida en que nuestra mirada puede abarcar, del campo de visión que en ese espeluznante momento se presentó ante el alma de Cristo.
9
PRIMERA PALABRA Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34)
Desde los ojos del Señor La realidad del pecado, como la de la gracia, se escapa en gran medida a nuestra mirada mezquina. Es verdad que una serie de conceptos y una buena formación teológica nos hacen conscientes de la trascendencia de uno y de otra, e incluso de las implicaciones que tienen. Pero, en la vida cotidiana, nuestros ojos se hallan tan clavados en tierra que, a menudo, tratamos las realidades más trascendentes y radicales, aquellas realidades de las que dependen nuestras vidas (e incluso las de los demás) con la misma superficialidad con que un niño trata un juguete usado: volvemos de comulgar, y el mismo Hijo de Dios hecho carne y escondido en la Sagrada Hostia viene a hospedarse en el miserable cuerpo de un hombre pecador a quien no necesita para nada; el milagro es tan grande como lo es el que no tiemblen ante él las piedras de la iglesia. Y, mientras tanto, nosotros podemos estar pensando en que tenemos que hacer tal cosa a las once de la mañana. Se ha abierto ante nuestras propias narices el Sancta Sanctorum de la intimidad del propio Dios, y nosotros estamos dando más importancia a un pequeñísimo acontecimiento puntual que sin el propio Dios ni siquiera existiría. Lo mismo sucede con el pecado: lo cometemos sin pararnos a considerar la magnitud de nuestra acción ni la trascendencia que conlleva. Lo sabemos, pero no lo consideramos en ese momento. Pienso que, si se presentara ante nuestra vista la fealdad, la desgracia de un solo pecado y sus devastadores efectos sobre el alma humana con la misma nitidez y crudeza con que se muestran en Televisión las imágenes de cuerpos humanos famélicos y enfermos en países del Tercer Mundo, no podríamos resistirlo; moriríamos, sin duda, de no ser por una ayuda especial de la Gracia. Pues bien: este y no otro es el panorama que contempla el Señor desde lo alto de la Cruz. Desde allí arriba se divisa en toda su crudeza el drama del pecado humano: y así el Señor contempla a un Dios infinitamente bueno, todo Él misericordia y dulzura, que ama a cada hombre de una forma inexplicable, que se vuelca con la pequeñez de cada una de sus criaturas, que colma de dones gratuitamente a cada alma y desea guardarla entre sus brazos amorosos; a un Dios que parece no tener otra cosa que hacer en toda la eternidad que regalar y regalarse en un amor inmenso a cada ser humano, y que es correspondido tantas veces por el hombre con injurias, desprecios e infidelidades. Ni que decir tiene que, elevado en alto, la mirada del Señor se dirigió entonces a cada 10
uno de nosotros, a cada uno de nuestros pecados. En ellos encontró más dolor incluso que en los de quienes materialmente le crucificaban; porque nosotros hemos recibido ya la Sangre de Cristo, hemos sido lavados por el Bautismo y por la Penitencia, y sabemos, porque así está escrito, que quien peca "crucifica de nuevo al Hijo de Dios y le expone a pública infamia" (Heb 6, 6). Y, aún habiendo recibido tanto y conociendo el alcance de lo que hacemos, hemos vuelto a pecar. Podemos decir que, a nosotros, Dios se nos ha entregado hasta la muerte, y nosotros le hemos correspondido con más muerte.
La Verdadera Cruz Paradójicamente, en el ser humano el dolor crece a la vez que el amor; quien ama mucho, sufre mucho, puesto que el amor acentúa la sensibilidad en todo lo referido al ser amado. Nuestras desgracias las sufren con nosotros aquellos que nos aman, y dejan más fríos a quienes no nos conocen. De esta forma, el amor infinito de Cristo por su Padre Dios hace que hubiera bastado uno solo de nuestros pecados para que el sufrimiento producido en su alma al contemplarlo le hubiera llevado a la muerte. Y ahora, su corazón era apedreado no por uno, sino por una infinidad de pecados que, sin embargo, Él sufría uno a uno (las pupilas de Cristo son tan estrechas que en ellas no cabe más que un solo rostro, un solo pecado, una sola lágrima. El Señor siempre nos mira a solas). Era como un interminable y doloroso taladro. Por ello, el amor del Señor hacia su Padre quedará convertido en el leño vertical de la verdadera cruz que destrozó su corazón humano. Esa verdadera cruz tenía también un leño horizontal, que cruzaba y desgarraba el vertical en un encontronazo terrible: su amor al hombre, a cada hombre, a quien veía enfrentado con el Padre y sometido voluntariamente al poder de las tinieblas y de la muerte. No podemos hacernos a la idea de lo que Cristo ha sufrido por cada uno de nosotros desde el puesto de centinela de la Cruz. En nuestra estrechez de miras, no queremos hacernos conscientes del efecto salvador del Amor de Cristo, y no queremos mirar hacia abajo para ver de dónde hemos sido rescatados, acogiendo así a Cristo como nuestro verdadero Redentor. Hemos corrido una cortina sobre el abismo del pecado, la muerte y el Infierno, y nos es más cómodo vivir sin afrontar directamente la hondura de estas realidades. Nuestra vida es falsa, es la constante escapada del verdadero drama humano que ha llevado a Cristo a la Cruz. Y esto, entre otras cosas, nos ha convertido en unos ingratos.
Ante la tragedia humana Todo eso que nosotros no queremos mirar de frente lo tuvo ante sus ojos el Señor desde su puesto de vigía. Vio como cada uno de nosotros, creado para mirar cara a cara a Dios, para remontarnos a alturas inexplorables y establecer una relación única, personal, de amor con el Autor de la vida; creado para gozar de la felicidad más plena, de 11
la misma gloria y de la paz de Dios, voluntariamente le volvíamos la espalda y nos entregábamos en manos del Príncipe de las tinieblas; cambiábamos nuestra primogenitura divina por un puñado de falsos placeres y nos sometíamos al poder de la muerte. Nos vio enfangados en nuestra propia miseria y llevados a la autodestrucción. Vio nuestras manos, creadas para elevarse al Cielo en alabanza, empleadas en ofender a los hombres y a Dios; nuestros labios, creados para bendecir al Padre de la misericordia, rebosantes con el fango de la injuria y la blasfemia; nuestros ojos, creados para contemplar el rostro humano de Dios, fijos en la carroña de los sentidos mientras ese mismo Rostro era escupido, ultrajado y desfigurado... Si a una madre le rasga el alma ver sufrir a su pequeño, ¿qué no sufriría ese Señor que nos ama a cada uno de nosotros con el verdadero amor materno origen de todo amor? Y, en nosotros, que hemos recibido el Bautismo y la Penitencia, vio el Señor cómo entregábamos una y otra vez el preciosísimo fruto de su Pasión, la gracia de Dios, en las sucias manos de Satanás a cambio de unas bagatelas de muerte. Repito que el Señor, sin duda, sufrió mucho más por nosotros que por Caín. Caín no comió nunca el Cuerpo de Cristo. Nosotros sí, y también hemos asesinado la Gracia de Dios en nuestra alma. Vio el Salvador a la Humanidad precipitarse de lleno en el sufrimiento y en la muerte - consecuencias del pecado - y despeñarse definitivamente en el abismo del Infierno. Y lo más doloroso - no me cansaré de repetirlo - es que no lo vio como una multitud, sino que pudo fijar su vista en cada rostro. Para entender esto correctamente, y contemplando la Sagrada Escritura en su totalidad, es preciso aclarar que, cuando nos referimos a la visión de la tragedia del pecado con todas sus consecuencias, sabemos que la consecuencia última, para el hombre, es el Infierno. Al pecar, cada uno de nosotros ha tomado un camino que conduce a la condena eterna, y que pasa irremisiblemente por el sufrimiento y la muerte. Y, en ese camino, ninguno de nosotros puede dar marcha atrás por mérito propio o por sus solas fuerzas. De este modo, el Señor verá desde la Cruz a cada uno de los hombres, a quien ama con un amor loco, despeñarse definitivamente en la muerte perpetua. No es fácil penetrar en el sentimiento que esta realidad le producía: en su corazón se mezclaban el pavor y la angustia de la madre que ve perderse así a su hijo, y que el Señor sufrió en Getsemaní, con la profunda tristeza del amante que ve al ser amado alejarse para siempre. Ya varias veces durante su vida pública - aunque quizá debiéramos decir que siempre - se situó el Señor frente a esta despiadada escena. Recordemos el llanto sobre Jerusalén: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no has querido! Pues he aquí que se os va a quedar la casa vacía " (Mt 23, 37-38). Es decir: "¿qué tengo que hacer para salvarte? Te ando persiguiendo desde toda la eternidad para librarte de la muerte, y no quieres venir conmigo". 12
Más adelante, en la Última Cena, el Señor contempla este mismo cuadro de una forma muy particular: tiene ante Sí a su querido Judas, a quien llamó y eligió como amigo íntimo, y al mirarle, sus ojos, que siempre ven más allá, contemplan la fealdad de su pecado y el horror del destino que se ha marcado. Entonces brota esta frase de sus labios : "¡Ay de aquél por quien es entregado el Hijo del hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido." (Mt 26, 24). Ni siquiera es una frase de reproche; es un lamento que brota de la pena inmensa de ver caer en la espiral del pecado y de la muerte a quien ama con un amor infinitamente tierno. Y, de una forma mucho más desgarrada, se sitúa el Señor ante esa escena espeluznante camino del Calvario. Unas mujeres, conmovidas ante la contemplación de la humanidad destrozada de nuestro Salvador, le siguen llorando por el camino. El Señor se para y les dice: "no lloréis por mí. Llorad por vosotras y por vuestros hijos(...). Porque, si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?" (Lc 23, 28.31). Es una invitación a unirse a su mismo llanto. Las ve llorando, y viene a decirles : "más lloraríais si vierais lo que yo estoy viendo; eso es lo que deberíais llorar, y no mi cuerpo reventado; porque esto no es nada en comparación con lo que os espera a vosotros. Y eso es lo que me hace llorar a mí." Imposible describir el tremendo desgarro interior de Cristo cuando, ya subido en el puesto de centinela de la Cruz, se queda solo frente a este cuadro aterrador. Él se situó ante la verdadera tragedia de cada una de nuestras vidas, ante esa tragedia que nosotros no hemos querido afrontar, y en la que hemos preferido introducirnos con los ojos cerrados del vértigo de la muerte. No me resisto a transcribir, llegado a este punto, un texto del profeta Jeremías que parece escrito para ser puesto en labios de Cristo en este momento. Ya hemos dicho que la altura a que fue elevada la Cruz permitió que fuera vista con una claridad extraordinaria por todos los hombres. Pero especialmente Isaías, Jeremías y los autores de los salmos la describen con una claridad que asusta.
"Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan: por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo, una herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país.
13
¿Por qué has rechazado del todo a Judá? ¿Tiene asco tu garganta de Sión? ¿Por qué nos has herido sin remedio? Se espera la paz, y no hay bienestar, al tiempo de la cura sucede la turbación. Señor, reconocemos nuestra impiedad, la culpa de nuestros padres, porque pecamos contra ti. No nos rechaces, por tu nombre, no desprestigies tu trono glorioso; recuerda y no rompas tu alianza con nosotros. " (Jer 14, 1721)
Es entonces, situado a solas frente a aquel horror, cuando el Señor acude a su Padre con las palabras de un corazón angustiado que busca socorro: " Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34 )
El grito de amor Para empezar debemos decir que este grito es el grito de una madre. Lo escuchamos en la misma clave en que ya antes habló el Salvador, llorando ante Jerusalén, cuando se comparó a Sí mismo con la gallina ansiosa de reunir a sus polluelos bajo sus alas; o, por expresarlo con palabras del Antiguo Testamento, en aquella clave en la que, a través del profeta Isaías, se expresó el amor de Yahweh por su pueblo: "¿acaso puede una madre olvidarse de su pequeño; no compadecerse del hijo de sus entrañas? pues aunque ella se olvidase, Yo no te olvido" (Is 49, 15). De este modo, viendo el Señor a los que tanto ama despeñarse definitivamente en la muerte, gime angustiado pidiendo la salvación para ellos. Algunos, abierta o veladamente, han querido ver en este grito de Jesús una especie de "exculpación universal": el mismo Señor, desde la Cruz, estaría ratificando que el hombre no es responsable de su pecado porque no es capaz de vislumbrar las consecuencias y el alcance de sus actos. Semejante afirmación hace de todo punto innecesario el tormento de la Cruz de Cristo, y convierte la Pasión en un acto puramente modélico. Si el hombre no merece condena, no hacía falta que todo un Dios hecho hombre se inmolase en un leño como víctima expiatoria. Por lo tanto, ni hemos pecado realmente, ni hemos estado a las puertas del Infierno, ni hemos sido salvados de allí por 14
un Amor tremendo que se ha inmolado a Sí mismo para obtenernos el perdón. Una vez más, se ha intentado dar la espalda a la gran tragedia humana. Es más prudente y más correcto abrir de una vez los ojos, para obtener una visión más amplia de lo que está sucediendo en ese madero en el que el Hijo de Dios está muriéndose de tristeza por el hombre. Ese mismo Hijo de Dios, tan sólo unas horas antes, cenando por última vez con los suyos, ha dicho: "si no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado" (Jn 15, 22). Y, en la misma cena: "si no hubiera hecho entre ellos las obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y mi Padre" (Jn 15, 24). De nuevo palabras de quien, lleno de tristeza, ve perderse al ser más amado. Lo que puede ser duro de aceptar, aunque es enteramente cierto, es que Cristo no ha contemplado a unos hombres ingenuos o estúpidos engañados por la perfidia del Diablo, sino a unos hombres culpables que, voluntariamente, se entregaban en manos del Enemigo despreciando al Dios-Amor que tenían delante de sí. Guste o no guste, esa es la terrible realidad.
El grito de defensa Y allí, elevado en alto, Cristo es también Abogado. Es por ello por lo que rápidamente vienen a sus labios las palabras del Defensor, que busca la única atenuante para su defendido: "no saben lo que hacen”; “tienen la mirada en tierra"; "se han tapado los ojos para no ver" (Ez 22, 26; cf. Hech 7. 57) "y los oídos para no oír, y por eso no miran el alcance de sus actos". Es decir: hemos cubierto el Rostro de Cristo con un velo para que no se nos congele la mano antes de golpear la Faz más hermosa que ha habido sobre la Tierra, del mismo modo que lo hicieron los criados del sumo sacerdote durante aquella farsa que llamaron juicio. En términos de justicia, eso no nos libera en absoluto de nuestra culpa, pero la Divina Misericordia que llena el Corazón de Cristo ya no encuentra otra excusa para nosotros. Como un buen abogado, se aferra a lo único que puede disminuir en algo la culpabilidad del defendido. No podemos olvidar - a riesgo de perder de vista toda la riqueza del acto de inmolación del Señor - que lo que Cristo presenta a Dios Padre no es una reclamación imperativa ni la exigencia de un letrado que esgrime implacablemente una circunstancia eximente ante un juez, sino la súplica humilde de un Pobre que implora misericordia en Quien sabe ha de hallarla. Esa es la abogacía de Cristo. "En los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía librarle de la muerte" (Heb 5, 7).
El gesto sacerdotal Y, sin embargo, sería absurdo decir que estas palabras del Señor son ineficaces 15
para obtenernos el perdón. Pero hemos de leerlas de la misma forma en que leemos el resto de su vida: en Cristo, palabra, persona y obras adquieren una unidad asombrosa: sus palabras han de ser interpretadas siempre a la luz de sus obras, y sus signos nos muestran todo su contenido a través de las palabras que les acompañan. Al mismo tiempo, palabra y obras de Cristo no son otra cosa que un desvelar progresivamente el Misterio de su persona, puesto que Él mismo es la Palabra de Dios hecha carne. Cuando, en lo alto del monte, el Señor pronuncia las Bienaventuranzas, no está hablando sino de Sí mismo, el verdadero pobre, manso, limpio de corazón con hambre y sed de justicia; y no hay mejor explicación de estas bienaventuranzas que la contemplación de la persona de Cristo clavado en la Cruz por amor a nosotros. Visto así, desde el altar de la Cruz, donde se está celebrando a la vez el juicio de Dios enfrentado a una humanidad pecadora y el sacrificio de salvación ofrecido por todos los hombres, la palabra de Cristo es la del Abogado "que intercede por nosotros ante el Padre" (1 Jn, 2,1,); su obra es la del Sacerdote que ofrece la víctima de propiciación; y esta Víctima es su propia persona ofrecida por nosotros. Palabra, obra y persona se unen en una súplica poderosísima por nuestra salvación hecha por quien es nuestro Abogado, nuestro Sacerdote y nuestra Víctima. De no haber responsabilidad en el hombre por su pecado, hubiera bastado la palabra serena de Cristo-abogado para obtenernos una declaración de inocencia. Pero si realmente existe la culpa en el hombre, y existe de forma inapelable, entonces esta palabra no basta; es necesario unir la satisfacción por el mal causado, una ofrenda infinita que repare la ofensa a un Dios de infinita majestad. Y esa ofrenda la pone el propio Salvador en nuestras manos entregando al Padre su propia persona en sacrificio con su gesto sacerdotal. Son ese gesto y esa persona los que dan valor a la palabra de ese abogado. Nuestra contemplación del espectáculo de la Cruz ya no puede ser la de quien contempla una escena desgarradora que le arranca unas cuantas lágrimas, como sucedió a aquellas mujeres camino del Calvario. Se está celebrando un Juicio, y cada uno de nosotros es el reo, y reo culpable. Estamos siendo defendidos por un Abogado que ha hecho saltar, hechas pedazos, las normas procesales, porque la fría justicia no podía salvarnos. Y por ello ha convertido la acción jurídica en un acto litúrgico, en un sacrificio de misericordia, en el que Él mismo, movido de un inefable amor hacia cada uno de nosotros, ha ofrecido como víctima su propia persona destrozada, convertida en una súplica ardiente por nuestra salvación. Y, de esta forma, la misericordia ha irrumpido de forma asombrosa entre las frías paredes de la sala de Justicia. Por una admirable peripecia del Amor, quien era el ofendido se pone de lado del culpable y presenta una reparación, la única reparación más que suficiente para obtener el perdón total. Así, quienes habíamos quedado a merced del Acusador (cuya arma, paradójicamente, era la fría justicia) hemos sido rescatados por obra de la misericordia de una Víctima que no ha venido "a condenar al mundo, sino a que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17). El castigo que, de haber recaído sobre nosotros, nunca hubiera sido suficiente para reparar 16
nuestra culpa, ha caído sobre Él, y se ha transformado en ofrenda de Amor. "Él soportó el castigo que nos trae la paz" (Is 53, 5). El dolor que nosotros no hemos sentido por nuestros pecados ha taladrado su corazón; la vergüenza que no hemos sufrido por nuestras culpas ha sonrojado su rostro; y, porque nuestros labios impuros no eran capaces de abrirse pidiendo eficazmente perdón a Dios, Él, con sus labios purísimos aunque rotos a bofetadas (nuestras bofetadas) ha dicho desde la Cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).
17
SEGUNDA PALABRA “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” ( Lc 23, 43)
El hombre y la cruz El hombre nace y vive crucificado. Después del primer pecado, la Humanidad entera se apartó de Dios del mismo modo que una rama se desgaja del tronco que le da la vida. Una vez desgajada, esa rama no puede esperar más que ir muriendo cada día hasta llegar a ser polvo o cenizas. El horizonte vital de un recién nacido, hasta que Cristo nos redimió, era exactamente igual de triste: ir muriendo un poco más cada día hasta precipitarse definitivamente en el Infierno. Este “ir muriendo” se va realizando en los mil sufrimientos, impotencia, frustraciones y enfermedades que consumen la vida del hombre a diario. Frente a ello tenemos la gran farsa de la apariencia: el poder, la falaz belleza, los honores, los falsos placeres: una anestesia efímera que no hace variar en nada el destino del hombre. Con todo su poder, Julio César murió y fue devorado por la tiniebla. Y, para escándalo de puritanos, Abraham, Jacob, Isaac, el rey David, los profetas... todos ellos acabaron también en el Infierno; allí tuvo que bajar el Señor a rescatarles. Es cierto que el Seno de Abraham, que los recibió después de su muerte, no conllevaba la desesperación de la Gehenna, el inmenso “quemadero de basuras”, pero el Cielo aún estaba cerrado y aquel lugar era, con todo, ausencia de Dios, Seol. Es a ese Seno de Abraham al que nos referimos en el Credo de los apóstoles cuando decimos: “descendió a los Infiernos”. A poco que uno conoce a las personas, se da cuenta de que, detrás de cada mirada de prosperidad, se encuentra un hombre crucificado. Yo estoy crucificado, y lo sé. Y en cada persona que me encuentro veo una cruz, grande o pequeña, pero siempre pesada; porque la propia cruz, por pequeña que sea, es siempre la que más pesa. Cuando alguien me dice que no necesita de nada, que vive muy bien y se encuentra a gusto como está, hasta en su tono de voz me muestra su cruz secreta. Quizá tendríamos que decir que la cruz vergonzante es la peor cruz, porque abrasa en el alma y en la conciencia. Siendo así las cosas, la figura de los dos ladrones crucificados junto a Jesús de Nazareth debería sernos especialmente cercana. Podríamos decir que ellos estaban allí mucho antes que el Señor. Esos dos ladrones somos nosotros, es toda la Humanidad que, a partir del primer pecado, esperaba clavada en una cruz a un Mesías. Todo el mundo espera a un mesías, hasta quienes niegan con rabia la existencia de Dios.
18
Gestas “ ¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti y a nosotros” ( Lc 23, 39 )
Gestas (le llamaré así, pues así se le ha conocido popularmente) esperaba a un mesías que le bajase de la cruz. En Gestas está encerrada toda la rebeldía del hombre ante el sufrimiento. Si hay un Dios allá arriba, no puede permitir que suframos así. Si ese Dios es Padre, y tiene poder, no puede consentir que sus hijos padezcan, que mueran, que se vayan deshaciendo poco a poco. Es decir, Dios tiene que ser como yo y actuar como yo actuaría si yo fuera Dios. Gestas está muy extendido hoy día. En realidad, dentro de cada ser humano hay un Gestas, un rebelde que no quiere pararse a reflexionar porque está muy ocupado sufriendo. Si ese Gestas se proclama agnóstico o ateo, convertirá todas las catástrofes mundiales, los terremotos, epidemias, hambre... en pruebas de la no existencia de Dios. Yo comprendo bien a ese Gestas que no ha visto al Señor. Es cierto que mucha gente, como el Cirineo, han conocido a Cristo cuando se han encontrado con la Cruz; se han topado de bruces con el Crucificado, y han recibido una luz serena sobre sus sufrimientos. Pero esto no deja de ser una gracia. A un hombre que padece sin Dios no se le puede pedir que haga un acto de contrición perfecta. Primero ha de encontrar, junto a él, esa mirada misericordiosa en la que Gestas no quiso fijarse, y, por desgracia, mucha gente hoy no la encuentra. Confío en que la misericordia de Dios no permita que ellos se condenen por nuestros pecados. Me parece que hay una realidad mucho más dura que esa: a Gestas le tenemos en Misa de siete todos los días, convencidísimo de que Jesús de Nazareth, al final, le ha dado la razón. Es el Gestas bautizado y practicante que conserva el convencimiento de la existencia de un camino de salvación más directo, más económico, y, sobre todo, más cómodo que el de la Cruz. Este Gestas al que trato a diario es un burgués que cree haber comprado a Dios con sus oraciones. Va a la Iglesia porque es más cómodo que estar en casa afrontando los problemas diarios; acude al sacerdote porque es más barato que el psiquiatra; y, en lugar de tomar pastillas, recurre a la oración. Pero, cuando se encuentra con la Cruz, levanta los ojos a lo alto, unas veces desafiante, y las más con gesto de víctima inocente, como diciendo: “ ¿qué sucede? ¿Es que he hecho algo malo? ¿No rezo y voy a Misa todos los días? ¿Por qué entonces me sucede esto a mí? “ . Si escucha en la Iglesia palabras duras, piensa que se dirigen al vecino de banco, y si se le pide que viva conforme a la fe que profesa, se escandaliza: “Yo no venía a esto; yo venía a encontrar tranquilidad, no a complicarme la vida” . En definitiva: el gestas de Misa de siete no quiere tener nada que ver con la Cruz. Le guste o no, está crucificado, pero es incapaz de entender las palabras del Señor:
“ Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprenden de mí, que soy manso y humilde de
19
corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29)
¿Cómo se puede hablar de descanso en la cruz?. La cruz es el eterno cansancio. No descanso porque sufro, y sufro más porque no le encuentro sentido a mi sufrimiento. Es un insulto decir que en la cruz se puede descansar. Y lo peor de todo es que tiene razón. Porque la cruz de Gestas es un tormento insufrible. Pero esa cruz, hoy día, está superpoblada. ¡Qué multitud de crucificados pudo contemplar el Señor al girar su rostro hacia la izquierda!
“ ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque lo hemos merecido con nuestros hechos. En cambio éste nada malo ha hecho.” (Lc 23, 40-41)
Dimas La otra cruz, la cruz de Dimas, tiene las mismas dimensiones que la de Gestas. Aparentemente, ambos sufren el mismo dolor. Sin embargo, entre una y otra media toda la distancia que separa el Cielo del Infierno, la paz de la condena. A Gestas le vemos sufrir descompuesto, desencajado, desesperado. Patalea y se rebela ante el dolor, y con ello aumenta su propio suplicio. Se considera víctima de Dios y de los hombres, y enemigo de la Creación y del Creador, que ni siquiera le escucha cuando le pide que le libre de la cruz. Está solo. A Dimas, sin embargo, le vemos sereno y manso. Esa mansedumbre no procede de una debilidad de carácter o de una sensación de impotencia. Dimas no es un imbécil que se deje hacer porque no tenga recursos para cambiar su destino. Si así fuera, su paz sería la de los tontos, la de quien está totalmente vacío, la misma que nosotros buscamos cuando pedimos “que nos dejen en paz”. Es la falsa paz de los muertos. Pero la paz de Dimas sólo puede explicarse si proviene de una mirada al Señor. En medio de su tormento, en lugar de cerrarse a su propio dolor, y tejer un escudo que rompa sus vínculos con la realidad, Dimas ha mirado a Cristo. Aparentemente, es uno como él: un malhechor, un infractor de la ley que cumple su justo castigo. Pero basta mirar su cuerpo para ver que ha sufrido mucho más: le han cosido a latigazos hasta los mismos huesos:
“ La cabeza toda está enferma, toda entraña doliente. De la planta del pie a la cabeza no hay en él cosa sana:
20
golpes, magulladuras y heridas frescas, ni cerradas ni vendadas, ni ablandadas con aceite”. (Is 1, 5-6)
Es un milagro que todavía esté vivo. Se han ensañado con él. En su cabeza han clavado una corona de espinas, y en su rostro se mezcla el barro con la sangre y con los esputos de los soldados. Más parece un gusano que un hombre... Pero su semblante... ese semblante lleno de paz y de dolor... es el semblante de un hombre limpio. En esa faz que, aún acribillada, más parece divina que humana, no se ha marcado ni una mancha de maldad. Esa es la faz de un hombre inocente, lleno de amor. La mirada atenta, absorta, a la pureza que refleja el rostro de Cristo crucificado le pone a Dimas suavemente ante su propia realidad: Esa inocencia no la llevo yo en el rostro. Desde pequeño he pecado, y me he ido esclavizando de mi propia maldad. Quienes me han traído aquí todavía no saben realmente el mal que yo he hecho: ni yo mismo lo sabía hasta hace un momento, cuando, mirando el rostro de este hombre, que dice ser el Rey de los judíos, he visto aquello que yo estaba llamado a ser y no he querido ser. Yo merezco estar aquí, he pecado mucho, y me he hecho reo de un gran castigo, pero él... A él le ha traído aquí, no su maldad, sino la misma ponzoña que habita en mi corazón y en el de tantos hombres. Yo le he traído aquí. Él está sufriendo por mis pecados. Y en sus ojos se ve que lo hace porque quiere; tiene ojos de majestad, no como los de un hombre traído a la fuerza, sino como los de quien sufre voluntariamente. Es una locura, es como si él mandara aquí. Es el Rey de los judíos. Pero, a la vez... es un gusano, está desnudo como yo, está más destrozado que yo... ¡Qué cerca está de mí! Casi siento suavemente su mirada como una mirada de cariño, de perdón. Nadie me ha mirado nunca así, y menos quienes me juzgaban. Y, sin embargo, él, que es inocente, que es el único que podría juzgarme, me mira de tal manera que me hace sentirme perdonado; es como si, bajo su mirada, yo también me sintiera inocente. Esta es la paz de Dimas. Está tan crucificado como Gestas, pero mientras su compañero se ha encerrado en su escudo egoísta, él no está solo. En ese sagrado momento en que está teniendo lugar la única Misa de la Historia, el único Sacrificio Eucarístico que a diario se actualiza en nuestros templos, ambos están presentes, pero sólo Dimas está participando en la liturgia. Se podrían poner en sus labios, con toda propiedad, las palabras de San Pablo: “estoy crucificado con Cristo” ( Gál, 2, 19 ). Este “con Cristo” marca la diferencia entre el lecho mortuorio y el lecho nupcial. La cruz es instrumento de muerte para quien la padece a solas, sumergido en su propio dolor. Pero existe, tiene que existir, un momento en que la fe nos desvela el verdadero rostro de la 21
Cruz: antes de que nosotros llegáramos a ella, Cristo ya moraba allí, ya se había dejado clavar en nuestra cruz. Tiene que existir ese momento de claridad en que veamos, en nuestra cruz, esperándonos con paciencia de siglos, sereno y sufriente, al Crucifijo, al Señor que se ha querido hacer uno con nosotros en nuestro sufrimiento. Y, cuando ese momento llega, cuando abrimos esos ojos de la fe y vemos el rostro sufriente de Cristo, la cruz se convierte en lugar de amor, en lecho nupcial. Envueltos entonces en la noche más espesa del espíritu, sabemos que somos amados por un amor irresistible, supremo; nos reconocemos abrazados por un Amante que, al estar cubierto de llagas, las está imprimiendo en nuestra propia alma; y, rodeados misteriosamente por un amor tan grande que hace daño, nuestra vida se quiebra, se rasga, para dar cabida en ella, al fin, al señorío absoluto de Aquel a quien pertenecemos y que ha querido robarnos el corazón. La voluntad tiene entonces que rendirse por completo a su imperio, y esta rendición total abre las puertas del alma, que será fecundada suave y eficazmente por el Espíritu origen de toda vida. Quedamos, de este modo, como preñados de Dios, y nos damos cuenta de que todo ha cambiado. Ya sólo a Él le pertenecemos; hemos encontrado, por fin, el único Tesoro que merece la pena conservar a cualquier precio. Y todo esto sucede allí, en el Monte Calvario. Por ello muchos santos han querido hacer de la Cruz su morada en esta tierra. ¿Quién que entre en la Cámara Real y guste el vino del Amor verdadero desea volver a salir para encontrar lo que ya no puede menos que saberle a poco? Soy consciente de que decir estas cosas acerca de la Cruz en este mundo que odia el sufrimiento produce escándalo, pero, también sé que ese escándalo reside en la ceguera de Gestas.
Frente a frente En ocasiones, las cruces de Dimas y Gestas están tan cerca como dos camarines de un tanatorio. Como sacerdote, tengo que visitar a menudo estos lugares, en los que queda tan al descubierto la verdad del hombre en su condición de crucificado. Un tanatorio es siempre un monte Calvario poblado por gran cantidad de cruces. Pero, en el fondo, allí, como en cualquier otro sitio, sólo existen tres cruces: la del Señor, que ha querido presidir con su presencia hasta el último rincón del Cosmos, y, junto a Él, como siempre, Dimas y Gestas. En un camarín se contempla una escena desoladora: gritos, desesperación, rostros desencajados, llanto ruidoso, y, sobre todo, una total falta de consuelo. Allí reina la muerte, no sólo en los restos de la persona fallecida, sino en los mismos familiares y amigos, que no tienen ojos más que para la muerte. En el camarín de al lado, sin embargo, hay un silencio profundo. Se palpa un dolor intensísimo, desgarrador, pero una sensación de serenidad lo invade todo. Cuando entras, te reciben con una sonrisa y, de la forma más sencilla y natural, te hablan de Dios. Te hablan de Dios como quien da voz a los sentimientos e ideas que en ese momento discurren por dentro del alma. Te abren su espíritu y te hablan de Dios: y la palabra “Dios” se escurre como bálsamo de consuelo por las heridas del alma. Se experimenta entonces la esperanza, la fe... Están contemplando la Cruz de Cristo, y lo que centra su atención ya 22
no es la muerte, sino la vida, la vida eterna, la vida verdadera. En medio de su dolor, están abismados en el Dios de la vida, y allí reina la paz. Dimas y Gestas están realmente en todas partes en que haya hombres.
La súplica confiada “ Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu reino” (Lc 23,42)
No existe, en todo el Evangelio, una frase comparable a esta. A lo largo de los relatos de los evangelistas, desfila una gran cantidad de personas que se acercan a Cristo y le dirigen la palabra. Unos le llaman “Maestro”; otros “Señor”; otros “rabbí”. Los más audaces le llaman por su nombre, como el ciego Bartimeo, pero añadiendo un título : “Jesús, hijo de David” (Mc 10, 47). Sin embargo, hasta su llegada al Calvario, nadie se había dirigido a él como lo haría un hermano o el mejor de los amigos, llamándole, simplemente, Jesús. Y es ahora cuando ese hombre, a quien los evangelistas llaman “malhechor”, le habla por vez primera con esa cercanía. Si el Jesús a quien Dimas se dirigía así era el Hijo de Dios, esto quiere decir que acaba de inaugurarse una nueva forma de relación entre el hombre y su Creador. A lo largo de la vida de Cristo, nadie ha estado tan cerca de Él como lo ha estado Dimas; ni tan siquiera Juan, el discípulo amado. Dimas consiguió en unos minutos un grado de comunión con Jesús que los apóstoles no gozaron en tres años. No sólo ha creído en Él, no sólo se ha enamorado de Él: además, ha participado con Jesús del suplicio de la Cruz, y hasta se diría que ha unido su cruz con la de Cristo. Y de este modo, una persona que, durante su vida, ha sido un malhechor, se ha convertido, minutos antes de su último aliento, en el modelo de discípulo de Cristo. Por mi parte, me siento consolado al tener como modelo a un malhechor. Siento que Dimas ha empujado ante mis ojos esa puerta del Cielo que es Cristo (cf. Jn 10, 7), y gracias a ese empujón contemplo abierto, también para mí, el Paraíso.
Se cumple una promesa Por un instante, los ojos del Señor se han iluminado. Mirando a Dimas, un torrente de luz ha inundado su alma. Mientras su sangre salvadora se derrama sobre la Tierra, ha visto en aquel compañero de suplicio a tantos corazones humillados bajo el peso de sus culpas recibir, por esa sangre, el perdón de sus pecados y la liberación que tanto anhelaban. Ahora podemos decir que, desde lo alto de la Cruz, se divisa un panorama fascinante de consuelo y de esperanza. Quienes se encaminaban al abismo de la muerte eterna están siendo lavados de sus culpas; la sentencia de condena se está transformando 23
ahora en absolución de todos los crímenes; los corazones de piedra, al abrirse para recibir la sangre del Cordero, se están transformando en corazones de carne; hombres muertos por el pecado, cadáveres ambulantes de todos los tiempos y de toda la Tierra, están resucitando bajo la efusión purificadora del agua bautismal; la humanidad está siendo redimida. Todas las promesas de consolación contenidas en el Antiguo Testamento están comenzando a cumplirse en la persona de Dimas. Revisarlas una a una llevaría muchísimo tiempo, pero el Señor las vio ponerse en pie a todas juntas, desde lo alto de la Cruz, a través de los ojos de aquel Dimas transfigurado y manso. Una de estas promesas, a la que ya nos hemos referido anteriormente, estaba contenida en aquel pasaje de Pentateuco que nos cuenta cómo los hijos de Israel fueron sanados de las mordeduras de serpiente al dirigir su mirada hacia la serpiente de bronce levantada en alto por Moisés (cf. Núm. 21, 4-9). Tal y como el Señor había dicho, Él es esa serpiente, animal maldito, que atraerá la bendición sobre todo el que la mire. Él se ha hecho maldito colgando de un madero (cf. Dt 21, 23), y ha atraído sobre nosotros la salvación de Dios. Hay algo en esa promesa que aún hoy sigue siendo piedra de escándalo, y es el hecho de que la salvación provenga de una mirada. Para el hebreo, la bendición de Dios recae sobre el hombre que cumple la Ley, y todavía nosotros, hoy día, conservamos ese esquema mental. Vivimos como si la salvación consistiera, fundamentalmente, en un hacer. Es cierto que hablamos también de oración, pero hasta cuando queremos explicarlo nos referimos a “hacer oración”, o, peor, “hacer la oración”. Junto a ello, añadimos un número de obligaciones y preceptos que el cristiano debe cumplir para salvarse, y excluimos fácilmente de la salvación a quien no los cumpla. En el fondo, nuestra idea de la justificación todavía está anclada en el Antiguo Testamento. No hemos entendido nada a San Pablo, que vio saltar hecho pedazos este esquema ante de sus propios ojos, o, más aún, dentro de su propia alma, en la forma de una liberación gozosa. Y, sin embargo, la figura de Cristo elevada en alto como la serpiente de bronce nos está diciendo a gritos que lo que nos hace buenos es algo tan sencillo y a la vez tan valiente como una mirada. El hacer, por sí mismo, no cambia el corazón, y por ello no podrá nunca justificarnos ante Dios. Por duro y escandaloso que pueda parecer, es perfectamente posible acudir a Misa todos los días y entregarse a supuestas “obras de caridad” con el corazón lleno de ponzoña. Una persona puede estar escuchando a diario durante años la palabra de Dios proclamada y predicada desde el ambón y permanecer inmóvil como una piedra en el camino de la salvación personal. Todo lo que escucha le gusta, le atrae, pero nunca se da por aludida, nunca piensa que Dios habla para ella. Es decir, no se deja mirar por Dios en lo más íntimo de su miseria, y por ello no puede mirar a la Cruz sintiendo que su desnudez ha quedado al descubierto. Ha cubierto su ponzoña con “actos piadosos”, y es incapaz de mirar y sentirse mirada por Cristo crucificado, como Dimas. En esto consiste uno de los pecados más graves y más secretos desde los 24
días de Cristo hasta hoy: la dureza de corazón.
La oración de la mirada Dimas está en el final de su vida terrena. Dentro de unos minutos se presentará ante el Juez supremo, y no cuenta con obras que le justifiquen. Está totalmente desnudo. Pero desde su cruz ha fijado la vista en su Compañero de suplicio, y la mirada de Cristo le ha derretido las entrañas. Ante ella se ha reconocido culpable, se ha postrado por tierra, se ha dejado enamorar. Su corazón ha sido purificado ante la contemplación de la Bondad suma, y el amor a Cristo que ha brotado de ese cruce de miradas sostenidas le ha puesto tan cerca de su Salvador que le ha tratado como a un amigo a quien se reconoce tras un largo período de amnesia. Y así, Dimas se va a presentar ante Dios desnudo de obras, pero mostrando en su misma desnudez un corazón limpio unido al de Cristo por un flechazo de última hora. Está siendo salvado, y salvado por una mirada. Repito que este pasaje reviste una especial importancia para nosotros, y debe hacernos meditar sobre nuestro modelo de oración. Mientras rezar consista en mirarnos a nosotros mismos, en evaluar nuestra conducta y hacer propósitos para cambiarla; mientras nuestra oración no sea más que un mirarnos en el espejo, y, doliéndonos de lo pecadores que somos, retocar nuestro maquillaje espiritual en busca de una falsa santidad llena de soberbia; mientras el tema central de nuestras conversaciones con Dios siga siendo cómo somos y cómo debemos ser, esa oración nuestra nos precipitará aún más en nuestra cárcel y en nuestra tristeza, cuando no salimos llenos de soberbia y confianza en nuestras propias fuerzas. La oración que justifica al cristiano consiste esencialmente en mirar la bondad, no la maldad; en clavar los ojos en Cristo, que se nos muestra en el Evangelio, y rindiendo ante su belleza nuestro corazón inmundo, arrodillarnos y ser entonces purificados por Él, no por nuestros débiles propósitos. Quizá el origen de este tipo de oración, centrada, en el fondo, en el mismo hombre, sea el buen deseo de dar frutos. Y es cierto que el Señor ha dicho “por sus frutos los conoceréis” (Lc 6, 44), pero, a la vez que esto, dijo “no puede el árbol malo dar frutos buenos” (Lc 6, 43). Nos empeñamos en sacar frutos buenos del árbol malo, y quizá no hemos reparado en que, primero, ese árbol debe hacerse bueno. Y lo que hace bueno a ese árbol que somos nosotros es una mirada de amor a Cristo. Una vez purificado, sus frutos serán buenos. La realidad humana del pecado es demasiado central como para ser erradicada por un mero cambio de conducta. Pasar del pecado a la virtud exige mucho más, exige una purificación que sólo se realiza en la mirada a Cristo crucificado.
El inicio de la Redención Desde lo alto de la Cruz, escuchando las palabras de Dimas, el Señor dirige su 25
mirada al panorama consolador y apasionante de la Redención. Están naciendo los sacramentos. Junto a Él, el primer cristiano está siendo bautizado en las mismas aguas de dolor en que el propio Cristo se bautiza, y aquel reconocimiento de su pecado unido a la petición de misericordia han constituido, y así ha de quedar para siempre, la primera celebración litúrgica del sacramento de la Penitencia. Dimas tuvo el privilegio, al inaugurar este sacramento, de confesar sus culpas al mismo Cristo y recibir de sus labios las palabras de absolución. Es cierto que ya anteriormente el Señor había concedido el perdón a muchos que se le acercaron, como un anticipo de los frutos de su Pasión. Pero es ahora, cuando se está realizando el sacrificio pascual, cuando podemos hablar de sacramento propiamente dicho, y de efusión de gracia. Mirando hacia la Humanidad en la persona de Dimas, el Señor ya ve un río de sangre que corre inundando el Cosmos y la Historia y purificando los corazones de los hombres. Los ojos de Cristo se cruzan ya, en una intensísima mirada de amor, con los de cada uno de nosotros, que se levantan hacia su rostro amable en busca de misericordia y que, a veces, por cobardes, no son capaces de mantenerle la mirada. Ante Él se están descubriendo los secretos de nuestros corazones. Cristo nos está mirando desde la Cruz, y, al levantar nosotros la vista hacia sus ojos y clavarla en el perdón y la bondad que encierran, su mirada está delatando nuestro pecado, y, a la vez, nos está haciendo buenos. Al mirar hacia la Tierra, al mirarnos a cada uno de nosotros, el Señor está contemplando el inicio de nuestra conversión.
La oración del centinela Pero, tras las palabras de Dimas, el Señor levanta su mirada también hacia el Cielo. Mirar al Cielo desde la Cruz no es como mirar hacia la Tierra. Hacia la Tierra el Señor mira como Rey, porque está puesto en alto sobre el Cosmos y la Historia. Pero hacia el Cielo... El Cielo se ve muy lejos desde la Cruz. De allí bajó un día, y ahora ha descendido hasta lo más profundo de la miseria, del pecado, y del abatimiento humanos. Así ha querido asumir el Señor todo dolor y toda pobreza, hasta hundirse en la poza del más pobre, del más humillado, del ladrón, del blasfemo, del martirizado, del agonizante, del mendigo, del desnudo, y, sobre todo, del más pecador de los hombres. Por ello, cuando el Señor ahora mira al Cielo, grita con sus ojos como en el salmo:
Desde lo hondo a ti grito, Señor, Señor, escucha mi voz. Estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
26
¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto. Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora. Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y Él redimirá a Israel de todos sus delitos (Sal 129)
Dios no podía ignorar las súplicas que su Hijo le dirigía desde lo más profundo de la realidad humana, y por eso ahora el salvador, al mirar al Cielo, verá cómo las puertas del Paraíso, que durante tantos siglos habían estado cerradas a fuego, esas puertas que el hombre había inútilmente golpeado con millones de sacrificios y acciones legales, esas puertas que no quisieron ceder ni ante la fe de Abraham ni ante la tenacidad de Moisés, comienzan ahora a abrirse solemnemente ante la inocencia de la sangre de un Cordero que es el Hijo de Dios. Estamos ante el momento más sublime y decisivo de toda la Historia humana, mientras unos soldados se ocupan en sortear unas ropas al pie de una cruz. Sólo los ojos de Cristo lo ven, y ahora también lo verán los de Dimas, y los nuestros. “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43).
27
TERCERA PALABRA “Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 26.27)
En voz alta y en voz baja A lo largo de su paso por la Tierra, el que es la Palabra de Dios hecha carne habló al mundo en voz alta y en voz baja. Como secreto maestro de escena del gran drama de la Historia humana, cuidó muy bien la escenografía cuando decidió hacer su aparición. No hay en la vida de Cristo una sola palabra improvisada, nada dejado al azar. Siempre dice exactamente aquello que tiene que decir, en el momento justo y en el lugar preciso. Desde lo alto de un monte, ante miles de personas, proclama el sermón de la montaña (cf. Mt, 5, 1): quiere que todos los hombres, abatidos por el sufrimiento y la miseria de la vida humana, escuchen palabras de misericordia que sanen sus heridas. A toda esa multitud dolorida y enferma quiere anunciarles el final de la Ley antigua y el comienzo de la nueva era, la era del Amor de Dios derramado como bálsamo sobre los corazones sufrientes. Desde una barca apartada de tierra predica a las gentes las parábolas del Reino (cf. Mt, 13, 2), para inaugurar con tan solemne pregón el imperio de Dios sobre la tierra, hasta entonces en manos del Príncipe de este mundo. Cinco mil hombres, sin contar mujeres ni niños, comieron de los cinco panes y los dos peces (cf. Mt, 14, 21), y todos supieron con alegría que Dios Padre no se olvidaba de alimentar a sus pequeños. Cuando el Señor obra curaciones y milagros, a menudo vemos multitudes que se arremolinan, hasta pisarse unas a otras. En todas estas ocasiones, Jesús aparece como el pregonero divino, enviado por Dios para traer al mundo un mensaje de alegría. Es tan irresistible en Él el deseo de ser escuchado, de llenar la Tierra con las palabras del Amor de Dios, que en ocasiones le veremos llamando Él mismo a la multitud, para que nadie quede sin oír su voz ( cf. Mt, 15, 10, Jn, 7, 37). Sin embargo, en otras ocasiones, el Señor se expresó en voz baja. Cuando se quedaba a solas con los apóstoles les hablaba con palabras que a nadie más dirigía. Les explicaba las parábolas, desentrañaba para ellos los misterios del Reino, les preparaba para la Pasión... Sólo tres de ellos pudieron contemplar su cuerpo transfigurado (cf. Mt, 17, 1). A Nicodemo, maestro de la Ley y fariseo, le habló al oído y de noche (cf. Jn 3, 121), como se habla a un amigo en la intimidad. ¡Y cuántas palabras de Jesús, dichas en privado a los suyos, no han llegado hasta nosotros!. Sobre todo, busca la intimidad con los suyos cuando quiere abrirles el alma. En la última cena, Jesús, ante los doce, 28
desahoga su corazón entristecido con palabras tan estremecedoras que sorprende y apena ver entre tanto a los apóstoles discutir sobre quién de ellos era el mayor (cf. Jn 14-16). En todos estos momentos, Jesús busca más bien la privacidad en la cual se desvelan los secretos más profundos. Si antes mirábamos a Jesús gritando como pregonero de Dios, le vemos ahora susurrando como amigo del hombre: “vosotros sois mis amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn, 15, 15). No sabemos nada de oración si no tenemos nuestros secretos con Jesús, si no le hemos conocido como amigo, y amigo íntimo que habla en voz baja a lo profundo del alma.
Intimidad junto a la Cruz Pero volvamos a la escena que está siendo objeto de nuestra contemplación: estamos en los últimos momentos de la vida de un hombre que agoniza. Aunque uno muera en plena calle, atropellado por un automóvil, ese momento es siempre un momento íntimo, personalísimo. La muerte no pertenece a la vida pública, y el pudor exige morir en la estricta compañía de los seres queridos. Aunque el cuerpo de Cristo fue desnudado y presentado a la sucia mirada del hombre, aunque su muerte fue exhibida como espectáculo, no por ello dejamos de estar en un momento de suma intimidad, de esos en los que un hombre sólo habla en voz baja, para los más cercanos. Quien se acerca a la Cruz debe hacerlo siempre en silencio, con un respeto supremo al Dios del amor que, desnudo y destrozado, termina de entregarse, de consumir su vida por cada alma. Una de las mayores faltas de respeto de los fariseos, uno de los mayores sacrilegios, fue acercarse a la Cruz a pedir un signo, como si Jesús estuviese todavía en su vida pública, pronunciando uno de sus discursos ante miles de personas boquiabiertas, sin respetar el recogimiento que corresponde al momento supremo de la muerte.
“A otros salvó, y a sí mismo no puede salvarse” (Mc, 16, 31) “Tú que destruías el Santuario y en tres días lo reedificabas: sálvate a ti mismo bajando de la cruz” (Mc 16, 30)
Desde la Cruz, Cristo no habla a las multitudes. El tiempo de las multitudes ha dado ya paso al tiempo de la soledad. Es, más bien, la hora de los secretos, de las palabras que se graban a fuego en el corazón. Ya he recalcado antes que el alma que se acerca a la Cruz debe sentirse única, nunca parte de una muchedumbre llorosa como los cientos o miles de personas que abarrotan nuestras salas de cine o nuestros campos de fútbol. Ese alma debe sentirse mirada en soledad, amada en soledad. No han desnudado al Señor ante el mundo entero: Él ha querido mostrar toda su intimidad en secreto ante una sola alma, que por ello debe entrar en su presencia con el corazón descubierto. Todo 29
lo demás es una abominable falta de respeto, porque el cristiano se acerca a la Cruz para vivir con Cristo la intimidad de la muerte del Señor y de su propia muerte. Cuando el alma se aproxima así a la Cruz, con verdadero dolor de los pecados y deseo de intimidad con el Señor, escucha palabras de vida que nunca antes había escuchado, y comienza a conocer a Cristo como se conoce al mejor de los amigos. De este trato nace un vínculo indisoluble y secreto, determinante y privado, un vínculo que ocasiona tal cambio en la vida que la Cruz queda grabada como un estigma en el alma del cristiano. Todo este ambiente de cercanía y soledad rodea la escena del Monte Calvario. Y, sin embargo, las palabras que ahora me dispongo a comentar, salidas entonces de los labios del Señor, tienen tal repercusión universal y tal alcance histórico que sorprende que hayan sido reservadas hasta este momento, en que tan sólo dos personas podían escucharlas. Sin ninguna duda, pertenecen a ese tipo de palabras al que antes me refería, aquellas que el cristiano no comprende verdaderamente hasta que las escucha en la intimidad de la Cruz.
Un supuesto “último decreto” Hay quien habla de estas palabras como si fueran un último decreto de Jesús: tras habernos entregado todo cuanto tenía, y como un gesto de sumo amor y suma generosidad, nos entrega también a su madre. En la persona de Juan estaríamos representados todos los hombres, que en él habríamos recibido, por obra de este decreto, a la madre de Jesús por madre nuestra. Esta interpretación de los hechos es tan piadosa y bienintencionada como imprecisa. De ser cierta, estaríamos ante una ficción legal, una adopción decretada por el mismo Cristo antes de morir. Su único fundamento serían estas palabras del Señor, sin las cuales nunca podríamos pensarnos hijos de la Santísima Virgen. Esto, ciertamente, sería un gran don, pero veremos que lo que hemos recibido al pie de la Cruz es aún mucho más. Sobre todo, esta visión de los hechos es falsa porque el Gólgota no es lugar de decretos. Repito que la vida pública ha pasado ya; las multitudes enfervorizadas y la admiración han dado paso a la soledad de los agonizantes y a las burlas y el desprecio de las gentes. El cuerpo hermosísimo de Jesús, revestido de gloria en el Tabor y recibido entre aclamaciones al entrar en Jerusalén, está tan roto que ya no parece ni humano. Ya no es tiempo de decretos. Ahora el Rey de los judíos se muestra al mundo como un cordero manso, no como un general victorioso legislando sobre su territorio.
La imagen del nacimiento Una vez más, tendremos que escuchar estas palabras a la luz y en el contexto 30
del resto del mensaje de Jesús. Especialmente hemos de acudir al discurso de la última cena, en el que se encuentran las claves más preciadas que han de abrirnos las puertas del significado de la Pasión de Cristo. Quien quiera entender el sacrificio del Calvario debe hacerlo siempre a la luz de los capítulos 13-17 del evangelio de Juan, en los que se hallan las palabras más misteriosas y más llenas de sentido y de cariño de todo el Nuevo Testamento: las pronunciadas por el Señor al despedirse de los apóstoles. En este discurso, el Señor recurre a una imagen desconcertante para explicar su Pasión: la del nacimiento de un niño:
“La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque sabe que le ha llegado su hora; pero cuando da a luz al niño, ya ni se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” ( Jn 16, 21)
Nada más opuesto a la agonía de un hombre a punto de morir y a la tristeza que le rodea que la alegría y el gozo por el nacimiento de un niño. La muerte y cuanto la envuelve crea en torno a sí un ambiente de acabamiento, de fin de la escena. Es el punto y final de una obra, larga o corta, cuya última página está comenzando a cerrarse. Los dolores corporales y espirituales de última hora son más duros si cabe, por que detrás de ellos ya no se ve nada: es una situación última, y esto conlleva desánimo y tristeza. La luz que había envuelto la vida humana se apaga ya para dar paso al triste panorama de la oscuridad más absoluta. Sin embargo, el surgir de una vida tiene toda la ilusión de la primera letra mayúscula de una obra recién iniciada. Es cierto que se escribe con dolor, pero hasta ese dolor está invitando a la madre a mirar hacia delante, a levantar la cabeza para ver asomarse a la nueva criatura. Todo es ilusión, todo es esperanza en torno al niño que nace. Acaba de abrirse un episodio fascinante en la vida de esa mujer que sufre. Al emplear el Señor la imagen del nacimiento de un niño, sitúa todo el sufrimiento de su Pasión bajo un foco de luz que le hace cambiar radicalmente de signo. Si el momento terrible del Gólgota es la muerte de un inocente causada por la envidia y la maldad humanas, y todo acaba ahí, estamos ante el punto final del la Historia, aunque el mundo durase millones de años más. Tras aniquilar al único ser inocente de toda la familia humana, cualquier esperanza de salvación para el hombre estaría perdida. La Historia habría quedado concluida con la peor de las sentencias. Pero si esa hora de sumo dolor para el Hijo de Dios y de suma vergüenza para el hombre hemos de verla, de acuerdo con estas palabras de Cristo, como un alumbramiento, la Historia humana entera, focalizada en el Viernes Santo, se da completamente la vuelta y se convierte en Historia de Salvación. Si en la Cruz está teniendo lugar un nacimiento cuyo dolor de parto es la misma muerte del hombre-Dios, ese alumbramiento que atraviesa la misma 31
muerte y que tiene su origen en el Dueño de la eternidad revestido de carne mortal es necesariamente un alumbramiento a la vida eterna. Tenemos entonces que aceptar que esos dolores han abierto en la Historia una brecha que rompe la férrea cadena del tiempo y la vuelca sobre la eternidad, en la misma forma en que un niño es volcado, desde la oscuridad del seno materno, a la luz del mundo exterior. Esa brecha, que tiene forma de Cruz, marca ahora el sentido de la Historia humana, y por tanto de la historia de mi vida, que ya no tiene otra finalidad que la de buscar a toda costa el Calvario para acabar de nacer, con dolor, a la vida eterna.
La madre Me he detenido en esta imagen porque creo que sin ella no podemos interpretar correctamente las palabras del Señor. Tales palabras brotan del cruce entre dos focos de luz, y este es uno de ellos. El otro, sin ninguna duda, es el encuentro con su madre. Para un hombre bien criado, la figura de la madre evoca seguridad, abrigo y cariño. La madre es, para el niño, la primera escuela en que aprende a ser amado, y esto significa para nosotros, nos guste o no, ser pequeños, necesitados y débiles. Un niño huérfano está expuesto a no ser nunca un niño, porque no haya aprendido a dejarse querer, y esto le incapacita para recibir amor el resto de su vida. Nada más triste que un niño privado del amor materno: es un ser permanentemente hambriento de amor, de aprobación, de apoyo, que pasará su vida mendigando cariño, pero que, cuando se lo den, será incapaz de acogerlo, porque nadie le ha enseñado cómo se hace. Es como una persona sedienta que no pudiera despegar para beber unos labios que en su momento no se abrieron para recibir la leche materna. Así, mientras el padre anima a la persona a superarse y vencer su debilidad para crecer, ante la madre un hombre puede mostrar su flaqueza con la seguridad de que ésta será abrazada. Y en esto consiste ser niño: en sentirse abrazado, querido, precisamente en la propia debilidad. Un niño privado del amor materno no puede sentirse amado porque no sabe mostrar su miseria sin miedo al reproche o al consejo. Y por ello, a la vez que mendigue cariño, ocultará precisamente aquellas partes de su ser en que más necesita ser acariciado. Creerá que siempre debe mostrarse fuerte porque no ha aprendido a ser, a la vez, débil y amado desinteresadamente, como lo es un niño a quien su madre mece entre sus brazos. Esos brazos maternos, al dar calor al niño en los primeros años de vida, imprimen en el alma una forma infantil que capacita al hombre para ser abrazado en lo sucesivo, es decir, para sentirse amado y seguro, siendo débil, en brazos de otra persona. Conforme el hombre crezca, los vínculos externos que le unen a su madre deberán irse abriendo, y en esto consiste la madurez psicológica, pero en el fondo del alma esa persona seguirá siendo siempre un niño, y esta es la infancia espiritual que no ha de perderse nunca. Y es que, nos guste o no nos guste, el niño que hemos sido permanece dentro de nosotros. Quien nunca ha experimentado el amor materno se avergonzará de él y lo ocultará, porque no sabe que ese niño puede ser amado. Quien ha aprendido a 32
dejarse querer, sin embargo, en el fondo de su alma se siente niño y, a la vez, permanentemente abrazado. Cuando, en una situación límite, el hombre sea presa del miedo y de la inseguridad, y se sienta caer vertiginosamente, gritará “¡Mamá!”. Porque es consciente de que, cuando todos los apoyos ceden bajo sus pies, cuando se sabe débil y queda al descubierto su miseria y su desnudez, sólo la madre puede abrazar y dar calor a lo que queda de él, que es, precisamente, eso: el niño.
El niño A este respecto, encontramos en las cartas de San Pablo una frase sumamente reveladora:
“Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Filip. 4, 13)
Digo que esta frase es sumamente reveladora porque nos muestra que algo muy especial ha ocurrido en el alma de Pablo: el papel de la madre está siendo desempeñado por Dios mismo, y esta es la obra de la gracia en el alma del cristiano. Pablo se sabe débil, impotente y pequeño. Y entonces, cuando se sabe más desasistido, es precisamente cuando se siente confortado por un Amor que le acoge en su misma debilidad, ante quien nada tiene que ocultar. Es el amor materno brotando directamente de su fuente originaria, es decir, de Dios. Pero al sentir el fuerte abrazo de ese Amor, todo su ser se estremece ante la omnipotencia de quien le está abrazando, a quien reconoce como su Padre. Y entonces él mismo pasa, de sentirse débil e impotente, a sentirse confortado por un amor materno, y omnipotente con la fuerza de un padre todopoderoso. Dios es Padre y Madre para él. Ahora es fuerte, fuerte con una fortaleza que nunca había tenido antes porque no es suya, sino de quien le ama y le sostiene. Por eso dirá:
“Cuando me siento débil, entonces soy fuerte” (2Cor, 12, 10).
Toda esta experiencia, que consiste en ser criado de nuevo en el seno de Dios, y que es tan necesaria al alma, está reflejada maravillosamente en el salmo 130:
“Señor, mi corazón no es ambicioso,
33
ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre”.
A la vez que Israel, el pequeño de Dios, acalla y modera sus deseos, y se hace débil, como el niño en brazos de su madre, siente, como nunca había sentido, que puede esperar en el Señor por siempre. Desde luego, no es su debilidad la que le hace fuerte. Pero la experiencia misma de su pequeñez le ha llevado a volver a Aquel de quien nació, y de quien nunca debió apartarse, y a dejarse amar en sus brazos. Entonces, al amparo del amor materno y paterno de Dios, se siente fuerte como nunca. Esa experiencia de debilidad fue necesaria para que en adelante no se fiara de sus propias fuerzas. Estos textos nos aclaran con una luz poderosísima aquellas palabras del Señor según las cuales “quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los Cielos” (Mt 18, 4). Lo que el Salvador nos está dando a entender con ellas es que la salvación consiste esencialmente en dejarse amar por Dios:
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1Jn, 4, 10).
El fariseo es el prototipo del adulto espiritual: está tan ocupado en mostrar su amor a Dios, que no es capaz de abrir su corazón y sentirse amado por Él. Es la religión de las obras de la Ley. Pero a nosotros nos salva la fe, y esa fe esencialmente consiste en abrir todos los poros del alma a la presencia amorosa de Dios. El cristiano, que en su trato con los hombres debe ser “astuto como una serpiente” (Mt 10, 16), sin embargo ante Dios, espiritualmente, debe ser muy niño, “cándido como una paloma” (Mt 10, 16), descansando permanentemente en su interior entre los brazos amorosos de su Creador. 34
En otro momento, el Salvador habla de “recibir” el Reino de los Cielos como un niño (Cf. Mc 10, 15). El Reino de Dios, a la luz de estas palabras, más que alcanzarse, se recibe, y se recibe como se recibe el amor de la madre, rodeando la propia debilidad. Personalmente, me supone un gran alivio pensar que Dios no está esperando a que cambie para amarme. Pecador y débil como soy, sé que Él me ama, y es capaz de amarme en mi misma flaqueza, aunque de ningún modo pueda decir que Él ama mi pecado. Pero me hace descansar, en lo profundo del alma, el saber que el Amor de Dios no me lo juego nunca; incluso mientras estoy pecando, Dios me está amando de una forma abrumadora e incondicional. Entiendo que esta visión del Reino es un escándalo para Pelagio. La persona que cree que el Cielo es la meta de una especie de carrera de obstáculos que sólo los muy fuertes pueden superar jamás podrá entender esto. Pero Pelagio era un huérfano espiritual. Quien tenga madre entenderá que puede ser pecador y amado a la vez. En abrirnos para recibir ese amor incondicional nos jugamos la salvación ya en esta tierra. La espiritualidad del niño, así anunciada por el propio Cristo, conlleva otra consecuencia importante: el huérfano, el adulto espiritual, que cuenta con sus solas fuerzas para salvarse, ante la realidad del pecado se viene abajo: pecar constituye un fracaso, y el fracaso conlleva tristeza. El niño, cuando cae, sólo tiene una reacción: grita a su madre, y su madre le recoge. Si el Reino de Dios hay que recibirlo, y recibirlo como se recibe el amor de la madre, ésta será la reacción del cristiano y no aquella. En consecuencia, de lo que fue una caída, rápidamente se obtiene una caricia, y lo que pudo ser un fracaso ha sido ocasión de recibir más amor y aumentar la confianza. Hablo para niños que aman a sus padres, no para el pícaro que ha encontrado la forma de burlar su cariño y abusar de sus dones.
El Gólgota y Belén: primer alumbramiento Pero es ya hora de unir nuestros ojos a los del Señor, levantado en alto, y ninguna ocasión mejor que ésta para hacerlo. He querido llegar a este punto en mi exposición para partir, precisamente de aquí, a lo alto de la Cruz. Ya hemos hecho antes alusión a cómo el niño que ha vivido el cariño de su madre, cuando llega la hora de la soledad y el miedo, de la debilidad y el vértigo, grita inevitablemente la palabra “mamá”. Por un lado, evoca su necesidad de protección, pero, por otro lado, resulta muy explicable humanamente el que la persona que se halla en ese estado vuelva con su mente a otro momento en que la situación era exactamente la contraria: se recuerda el tiempo de la seguridad, del calor, del cariño, de la paz... Especialmente cuando está al borde de la muerte, el hombre vuelve con el pensamiento a los brazos de su madre. A mí, esta consideración me ha llevado a confiar muy fuertemente en la presencia de la Santísima Virgen junto a quien se halla en la última hora de la vida. No en vano esta petición corona todas y cada una de nuestras 35
Avemarías. Dese lo alto de la Cruz, en el momento de su agonía, el Señor vuelve los ojos a su madre, presente junto a Él. Su corazón humano, cuando era el corazón de un niño, se meció en los brazos maternales, llenos de amor y ternura, de María. Su alma fue amamantada por un amor de madre que brotaba del corazón más puro jamás creado por Dios. En ese corazón inmaculado nunca entró la más mínima mancha de maldad, y por ello era, todo él, un recipiente cristalino, purísimo, del Amor divino. El nacimiento de Jesús de Nazareth consistió en pasar, del seno de la Virgen, huerto sellado y reservado para sólo Dios, como un segundo Paraíso Terrenal, a los brazos maternos de esta mujer inmaculada, capaces de transmitir, convertido en ternura, todo el cariño infinito que se alberga en el ser de Dios. Por ello la piedad popular cree en un parto sin dolor. El dolor de alumbramiento vino como consecuencia de la aparición del pecado en la Historia de los hombres, y el nacimiento del Señor se produjo en ese punto de la Historia que Dios quiso reservar para Sí, sustrayéndolo al poder del Maligno. Ese punto clave de la Historia se llama María. Si el cuerpo es, como firmemente creo, una expresión de la realidad más íntima y espiritual del hombre; si llevamos de algún modo en nuestros cuerpos, en nuestro rostro, en nuestros ojos, los estigmas de nuestros pecados y de nuestras virtudes, entonces el cuerpo humano de la Virgen es el cuerpo de mujer más hermoso jamás creado por Dios. Destinado desde el comienzo a ser el sagrario de Aquel a quien los cielos no podían contener, nunca fue ni siquiera rozado por la influencia del mal. Y si el cariño que mostramos a los demás con nuestras palabras y gestos es, como firmemente también creo, una expresión de nuestra experiencia del Amor de Dios; si es verdad que amamos solamente en la medida en que nos sentimos amados, y únicamente nos sentimos amados de verdad cuando conocemos que Dios nos ama, entonces las ternuras y las palabras de aquella mujer hacia su hijo tuvieron bastante que ver con lo que experimentaremos en la visión beatífica. Porque la experiencia que del Amor de Dios tuvo María fue desde sus comienzos tan poderosamente arrebatadora que le llevó a referirse a sí misma, quizá de un modo habitual aunque sumamente íntimo, como “la esclava del Señor”. No olvidemos que es la mujer de la que el mismo Dio se enamoró locamente y a la que quiso fecundar con la semilla de su propio Hijo. Habiendo recibido el Amor de esta manera, sus brazos de madre, sus ojos de madre, sus labios de madre, sus pechos de madre, eran el puro Amor de Dios hecho mujer. Yo no vacilaría ni por un momento en tener por huérfano al cristiano que se prive de esta leche materna, procedente de aquella mujer que, con una vocación singularísima, fue interpuesta, en el mismo seno de la Trinidad, entre el Padre amante y el Hijo amado como canal de transmisión de ese Amor en los primeros años de la vida de Cristo sobre la Tierra. Por todo ello, el paso del seno al regazo de la Virgen fue, para el Hijo de Dios, un paseo por el Cielo pisando la Tierra con cuerpo de carne. La maldición de los dolores de parto, surgida con la expulsión del Paraíso, no pudo hacer allí su aparición. Ahora, elevado en la Cruz, clavado en la misma maldición, al dirigir sus ojos hacia los ojos de su Madre, el Señor recordaba aquel paseo por el Cielo de la Tierra. 36
Aunque sus labios apenas podían abrirse, sus ojos le gritaban “mamá”. Es muy elocuente el hecho de que, en tantos himnos cristianos a la Pasión se haga referencia a la infancia de Cristo. Ese paso atrás en el recuerdo tuvo que estar muy presente la tarde del Viernes Santo. El himno que comienza “Oh, Cruz fiel, árbol único en nobleza...” en un momento dado nos lleva a aquellos momentos en que “llorando en el pesebre, pies y manos / le faja una doncella nazarena”. Y el himno “Dame tu mano, María”, que canta bellísimamente al corazón de la Virgen al pie de la Cruz, profiere, como queja dulcísima, “qué larga / es la distancia, y qué amarga / de Jesús muerto a Emmanuel”. Esta unión de los dos momentos en los corazones de Jesús y su Madre, nacida de ese cruce de miradas, fue atestiguada con mucha antelación por el Espíritu Santo en la palabra profética de la Sagrada Escritura. El salmo 21 comienza con las palabras que pronunciara el propio Cristo desde la Cruz:
“Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Sal 21, 1. Mc 16, 34)
De todos los salmos de la Escritura, éste es, probablemente, el que más cruda y claramente anticipa el cuadro del Calvario. El reparto de los vestidos, el taladro de los clavos, la sequedad de la garganta, el aspecto destrozado del cuerpo del Señor y hasta las emociones de su corazón humano se mostraron en estos versos con siglos de antelación. En ellos leemos:
“Tú eres quien me sacó del vientre; me tenías confiado a los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos” (Sal 21, 10-11)
Estas palabras, que nos abren las puertas a la misma intimidad del corazón de Cristo crucificado, muestran como un foco de luz clarísima el misterio de la Encarnación visto desde el Calvario, con toda la añoranza de quien, sumido en la agonía, recuerda el calor del cariño materno. En ellas contemplamos la acción de Dios en el mismo parto, como Aquel que saca a la criatura del vientre y la confía a los pechos de su madre. Ese alumbramiento fue, por tanto, obra de Dios; no se le permitió al Maligno entrar con la maldición del dolor. Pero, a la vez que se dice que Dios confió a la Criatura a los pechos 37
de su Madre, se afirma un paso, desde el seno, a las propias manos de Dios. Esto no tiene más que una explicación: los pechos de aquella madre eran las propias manos de Dios, las manos con que Dios quiso acariciar a su propio Hijo. Ya lo hemos considerado antes, pero estos versos del salmo 21 nos llevan a la contemplación de esa misma realidad a través de la Palabra del propio Dios, tal como la ha querido confiar a los hombres en la Sagrada Escritura.
El segundo alumbramiento Tendrían que pasar doce años, a partir de aquel alumbramiento virginal (doce años que transcurren en décimas de segundo por el recuerdo de quien se halla al borde mismo de la muerte), para que María comenzara a sentir los primeros dolores de parto. Si el hecho de dar a luz consiste fundamentalmente en que la criatura, hasta entonces encerrada y protegida en la madre, salga al exterior y entre en contacto con el mundo, entonces una madre debe dar a luz a su hijo varias veces a lo largo de su vida. En un primer alumbramiento, el niño abandona el cuerpo de la madre, que debe rasgarse produciendo un dolor intenso. Pero, una vez dado a luz, el niño reposa, como antes contemplábamos, en los brazos de la propia madre, que son una placenta donde la criatura se nutre afectivamente. Todo hogar bien edificado es una placenta, un lugar lleno de calor donde la persona se siente querida por ser quien es, sin necesidad de máscaras. Y, sin lugar a dudas, la temperatura afectiva del hogar la marca siempre la madre. Si hoy día más de la mitad de nuestros hogares están fríos como tumbas, la causa principal es el haber arrancado de ellos a la madre. Nuestra estúpida sociedad de ciegos en busca de eficacia ha pisoteado los hogares y ha matado a las madres de la misma forma que ha escupido sobre la riqueza que encierra ser mujer. Enloquecido por el vértigo de la productividad, nuestro mundo ha cerrado sus ojos a las realidades más profundas, y así, incapaz de detenerse a contemplar, trata a patadas lo más delicado y frágil que Dios ha puesto en él: la sagrada huella del Creador en su propia persona. Esta sociedad que produce muñecos electrónicos y destroza conciencias, incapaz de arrodillarse ante el misterio, acabará por enterrarse en sus propios frutos. En el Hogar de Nazareth creció Jesús, rodeado del cariño de su Madre, durante doce años. Pasado ese tiempo, María comenzó a experimentar los dolores de un segundo parto. El anterior se realizó bajo el signo de la bendición: un Niño que era Hijo de Dios salía del seno de una virgen inmaculada para pasar a unos brazos que no eran sino las orillas mismas de todo el Amor del Creador embalsado en una mujer. Pero ahora esa mujer pierde de vista a su Hijo en una ciudad llena de publicanos, prostitutas y ladrones. Llega la hora de abrir sus brazos y derramar al Hijo de sus entrañas en un mundo que vive bajo el signo del pecado y la maldición; en un mundo que devora a sus hijos y derrama la sangre de sus hermanos.
38
“¿Por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos” (Lc 2, 48).
Y es que la angustia es el nombre de los dolores de este segundo parto. No sabemos cuánto tiempo duró. El siguiente episodio que conocemos de la vida de Jesús ya nos lo muestra concluido. En esa bellísima página del Evangelio que nos traslada a las bodas de Caná, Jesús ya se dirige a su Madre marcando una distancia:
“Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí?” (Jn 2, 48)
No es una distancia de frialdad o alejamiento. Es una distancia de respeto y, si no se tratara del propio Dios hecho hombre, diríamos que hasta de reverencia. Desde esa distancia, el Señor contempla en su madre toda la vocación y la riqueza que el Creador ha puesto en la mujer. Ella es la “mujer” por excelencia. Es como si el Hijo, nuevamente dado a luz, mirara ahora a su madre desde la recién inaugurada distancia, y se llenara de alegría viéndola llena de hermosura. Ha salido ya de sus brazos, y ha pasado a estar enfrente de ella, ante sus ojos. Al calor del abrazo materno ha sucedido el encanto de la mirada serena, que capta desde la distancia los dones de Dios. Ahora el Hijo puede estar orgulloso de su Madre, y la Madre orgullosa de su Hijo.
El tercer alumbramiento Tres años más tarde, la criatura que la madre derramó sobre un mundo maldito está siendo devorada por el pecado del hombre, y se ha vuelto ya todo maldición. Ahora lleva a cuestas las culpas de cada uno de nosotros, y le baña la sangre de nuestros crímenes. Es la imagen misma de la muerte. Pero tan sólo unas horas antes ha dicho:
“Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y vuelvo al Padre” (Jn 16, 28).
Y esas puertas del Cielo que vio abiertas para el buen ladrón están ya dejando escapar la voz de su Padre que le espera alborozado. El mismo tiempo está rompiendo su 39
cadena maldita para dar entrada en la eternidad a quien es su Señor. Estamos, sin duda ninguna, ante un tercer alumbramiento, porque ahora vemos que el Hijo de María está naciendo a la vida eterna. El que vino al mundo desnudo y pobre sale ahora de él cubierto de afrentas y vestido con nuestros crímenes. Este nacimiento está conmocionando hasta el último rincón de la Historia de la Humanidad. Cristo ha puesto su mano purísima sobre nuestras alma cubiertas de lepra, hasta el punto de hacerse uno con nosotros y mancharse con nuestra propia maldición, que ahora le lleva a la muerte. Pero quien agarra con fuerza esa mano misericordiosa, como Dimas, recorre con Él la insalvable distancia que separa las tinieblas de la luz, y nace con Él a la vida eterna. Cristo está saliendo del mundo como cabeza de todo un cuerpo enorme, formado por millones de almas, y que se llama Iglesia. Es el Cristo total el que nace ahora, en este tercer alumbramiento. Nuestra vida entera se convierte en parte de ese alumbramiento, del cual ya han salido a la luz la Cabeza y muchos miembros que nos han precedido. Yo he nacido entonces, pues al ser sumergido en las aguas del Bautismo fui introducido en este momento sagrado, y mi mano de niño, podrida por la culpa de Adán, fue cerrada sobre la mano llagada de Cristo en la Cruz. Y ahí está la Madre; la Madre de la Iglesia; mi madre, en medio del parto más doloroso. En esta ocasión, su Hijo no sale de su seno para pasar a sus brazos, ni de sus brazos para pasar a sus ojos. Jesús es arrancado ahora de la vista de su Madre, y cualquiera que haya tenido esa experiencia conoce el tremendo desgarro interior que supone el perder de vista a un ser querido.
Los dolores del parto El primer dolor de parto de la Virgen es saber que, dentro de unas horas, abrirá sus ojos y su Hijo ya no estará. En vano habrá de buscarle, como la esposa del Cantar de los Cantares, en vano extenderá sus brazos o mandará callar a la Creación entera. No podrá ver, ni abrazar, ni escuchar a quien ha sido su único tesoro en vida. Son los cinco sentidos de la Virgen los que se rompen ahora para dejar salir a su Hijo, y para un hombre, hecho de carne y necesitado de la carne, esto supone romperse él mismo. Por eso, mirando a sus ojos, vemos ahora que María ha roto aguas. Pero éste es sólo uno de los dos filos de la espada que, según le predijo el anciano Simeón (Cf. Lc 2, 35), atraviesa ahora el corazón de la Virgen. En el otro lado está el eco en su alma de todos los dolores de su Hijo. Un hijo siempre está desnudo ante su madre. La mirada materna es capaz de descubrir, de un solo golpe de vista, todo el dolor y la alegría que alberga el corazón de un hijo. Hay un misterioso cordón que enlaza el corazón del Hijo al de la madre, y ese cordón no se rompe nunca. Ese vínculo invisible convierte a la madre en una caja de resonancia de todo cuanto sucede en el corazón de su hijo. Es inútil que un hombre que 40
sufre se presente ante su madre con intención de ocultarle su dolor. Aún no habrá abierto los labios y ya se habrá visto delatado ante la mirada materna. Esa mirada, que penetra rápidamente el corazón de quien estuvo en su vientre y reposó desnudo entre sus brazos, no conoce obstáculos ni respetos humanos; no hay secretos para ella. Esa mirada le permitió a María captar en toda su crudeza el dolor de su Hijo, un dolor que halló eco en sus entrañas como lo halla, en su caja de resonancia, la música que brota de las cuerdas bien afinadas de una guitarra. El dolor de la Virgen y el de Cristo son inseparables en la obra misma de la Redención, porque la plegaria que entonces subió al Cielo - la única plegaria eficaz para redimirnos - brotó en el corazón de Cristo y resonó en el de su madre, desgranando una melodía humana y divina que hizo temblar de amor al Artista supremo. Es por ello por lo que la piedad popular ha hablado tantas veces de María como co-redentora. Así pues, si lo que taladraba interiormente a Cristo eran precisamente nuestros pecados, no supone ni mucho menos ningún atrevimiento decir que la Santísima Virgen ha sufrido nuestros pecados. Es cierto que no los conocía uno a uno, como su Hijo, pero los sufrió todos porque todos golpearon el sangrante corazón del Hijo, y cada uno de esos golpes retumbó en las entrañas de la madre. Estaba dando a luz al Cristo total, Cabeza y cuerpo, para la vida eterna. Pero, en esta ocasión, el cuerpo estaba lleno de rapiña, robos, homicidios, adulterios, fraudes y mentiras. Y todos esos pecados, cargados sobre el cuerpo de la nueva criatura, desgarraron, al darla a luz, el corazón de la Madre de la Iglesia.
“Isaac suplicó a Yahweh en favor de su mujer, pues era estéril, y Yahweh le fue propicio y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: «siendo así, ¿para qué vivir?», y fue a consultar a Yahweh. Yahweh le dijo: «Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño.» Cumpliéronsele los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero, rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob.” (Gén 25, 21-26)
Ya hay dos pueblos en las entrañas de María, entrechocando en su seno y produciéndole en ese choque un dolor inmenso: Cristo y yo. El mayor, Cristo, servirá al pequeño, porque de Él he de recibir cada día el alimento que me da fuerzas y la vida que 41
me mantiene en su presencia. Yo, sin embargo, aún después de haber nacido a la gracia, habré de oprimirle y, olvidando la bondad que me ha redimido, volveré a pecar. Así ha sido hasta ahora, y quiera Dios que esta palabra no se cumpla más en mí. Saldrá primero Él, rubicundo con el color rojo de su sangre, y, agarrado a su talón, asido de sus pies clavados en la Cruz, a la que quiero aferrarme hasta mi último día de vida, saldré yo, nacido a la gracia y alumbrado a la luz divina de la eternidad.
El nacimiento Y el Señor, mirando a Juan, el discípulo amado que le ha seguido hasta la Cruz, ve ya a la nueva criatura saliendo del seno de la Virgen y naciendo a la vida eterna. Su aspecto es el de un niño recién nacido: está cubierto de sangre, la sangre redentora que Él está derramando sobre la Tierra; y también bañado en agua, el agua que brota de los ojos rotos de la Madre y el agua del bautismo que pronto brotará del costado del Hijo. Mirando la escena del Calvario bajo esta luz, descubrimos que, al haberse convertido la Historia del hombre, en este momento, en un duro y feliz alumbramiento, el tiempo busca desde entonces la brecha abierta en el Calvario como el feto busca la salida del seno materno. Esto significa que todo el dolor que pueda caber en mi vida es ya un dolor gozoso, un dolor de parto que me lleva la eternidad a través de la Cruz. Y por ello he de ser alumbrado entre lágrimas. La misma muerte ha sido cambiada de signo, y ahora no es más que la culminación de un nacimiento definitivo, tras el cual comenzaré a vivir. Llegaré al Cielo, y llegaré bañado en una sangre que ya no es mía, sino de Cristo, y en unas lágrimas que, unidas a las de la Virgen, serán de gozo. No me consuelan cuando me dicen que no habrá lágrimas en el Paraíso. Yo, cuando llegue al Cielo, quiero llorar. Abrazado a mi madre, lloraré todas las lágrimas que me he tenido que tragar en esta batalla para poder seguir luchando. Y por ello creo firmemente que parte del gozo del Cielo consistirá en nacer llorando por lo que se ha sufrido, con un llanto de alegría derramado en el pecho de la Madre. Entonces el mismo Señor, tal como nos ha prometido,
“enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25, 8)
Luego vendrá el banquete, pero primero será el saludo; y en el saludo habrá lágrimas. Ante aquella visión de la nueva criatura, ante aquella visión de la Iglesia que 42
empieza a nacer entre lágrimas que ahora se nos descubren alegres, Cristo presenta al hombre nuevo a la nueva Mujer. A María le dice las mismas palabras que una enfermera pronuncia cuando trae por vez primera al niño recién nacido ante la vista de su madre:
“Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26)
Y a este niño que somos nosotros, nacidos de estos dolores y de esta Mujer, a este niño que nunca será huérfano, y que empieza a ver la luz de la Patria eterna, Cristo le comunica, en el momento mismo de nacer, la primera buena noticia, el primer Evangelio:
“Ahí tienes a tu madre” (Jn 19, 27)
43
LA NOCHE MÁS CERRADA “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona”. (Lc 23, 44)
La hora de las tinieblas Estamos en la hora más amarga de la Pasión. Desde esta hora, en que la misma luz del sol es retirada de los ojos de Cristo, veremos al Señor apurar el cáliz del sufrimiento sin mezcla alguna de consuelo. Hasta este momento, a los padecimientos intensísimos del Señor se había unido la visión de una luz: las puertas del Cielo abiertas para Dimas, el apóstol Juan como primicias de la Iglesia naciente... Los ojos de Cristo se habían clavado en esa luz que preanunciaba los frutos de su Pasión, y así su corazón destrozado recibía consuelo. Ahora esta luz desaparece, junto con la del sol, y Jesús queda sumido en la noche afectiva y corporal más profunda. Allá donde mire, hallará tinieblas, espesas tinieblas que amenazan tragarle en la maldición de Adán. Tendremos que entrar más detenidamente en esta noche afectiva y corporal en que el Señor fue sumergido dese lo alto de la Cruz, una noche terrible y sobrecogedora, compatible con la visión beatífica que nunca perdió. Pero por el momento, y como introducción a las cuatro palabras que Jesús pronunció desde lo profundo de estas tinieblas, leamos algún fragmento del libro de los Salmos, que nos situará proféticamente en el desolador paisaje interior en que fueron dichas:
“Mis llagas están podridas y supuran por causa de mi insensatez; voy encorvado y encogido, todo el día camino sombrío. Tengo las espaldas ardiendo, no hay parte ilesa en mi carne; estoy agotado, deshecho del todo; rujo con más fuerza que un león. Señor mío, todas mis ansias están en tu presencia,
44
no se te ocultan mis gemidos, siento palpitar mi corazón, me abandonan las fuerzas, y me falta hasta la luz de los ojos”. (Sal 37, 6-11)
A todos los sufrimientos corporales de Cristo ( las llagas podridas, las espaldas ardiendo, el agotamiento...) padecidos a causa de una insensatez que, siendo nuestra, el Señor hizo suya, se suma ahora la ausencia de luz para los ojos. Su vista no podrá ya ahora recrearse en su Madre ni en Juan, porque, allí donde mire el Señor, sólo verá tinieblas y pecado. Es la pura angustia, sin mezcla alguna de consuelo. En esa tragedia del pecado de hombre, que nosotros no hemos querido afrontar, se hundirá en Señor en cuerpo y alma hasta el fondo, y esto supone ser sumergido en la noche. Al alejarse de Dios, vida y luz para el hombre, la Humanidad se había entregado a la muerte y a la oscuridad, poniéndose bajo el poder del “Príncipe de las Tinieblas”. Ahora el cuerpo de Cristo -y al decir su cuerpo incluyo también su afectividad, toda la esfera de sus sentimientos y emociones humanas- ha quedado en poder de Satanás. El Diablo nunca actuará directamente sobre Él, después del intento fallido del Desierto. Se servirá de instrumentos humanos, y no está de más decir que esos instrumentos hemos sido nosotros. Al entregarnos al pecado, con cada una de nuestras culpas hemos ido tejiendo ese manto de tinieblas que ahora envuelve por completo al Señor, en una pesadilla de muerte.
“Me has colocado en lo hondo de la fosa, en las tinieblas del fondo” (Sal 87, 7) “Me hace morar en las tinieblas como los que han muerto para siempre” (Sal 142, 3)
De este modo, se cumplía la palabra que Él mismo había dicho a quienes le prendieron en el Huerto de Getsemaní:
“Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” ( Lc 22, 53)
Ahora el Príncipe de la Noche tendrá poder sobre el cuerpo mismo del 45
Salvador y sobre las emociones de su corazón. Del mismo modo que ha llenado el cuerpo de heridas, sangre, esputos y barro, sumirá su corazón en un sentimiento de soledad y tristeza desgarrador. En vano buscará el Señor la compañía de los suyos, que ya están muy lejos:
“Mi compañía son las tinieblas” (Sal 87, 19)
El poder de Satanás Desvelando el contenido de un apócrifo judío del Antiguo Testamento, el apóstol San Judas nos describe en el versículo 9 de su carta cómo el Diablo y San Miguel se disputaron el cuerpo de Moisés. Fuera cual fuera el significado de este pasaje, no cabe duda de que, siendo Moisés una figura de Cristo, ahora se está cumpliendo en su plenitud lo que en él se narra: el cuerpo del nuevo Moisés, nacido de una Virgen desposada con Dios, ese cuerpo del Verbo Divino, sagrario del mismo Espíritu Santo, ha quedado a merced de Satanás. No podemos imaginar, por mucho que lo intentemos, lo que tuvo que suponer, para quien es la Vida misma, el verse en manos del señor de la muerte; para quien es la Luz del mundo venida del Cielo, el verse en manos del Príncipe de las Tinieblas. Hasta estos extremos del dolor de Cristo no alcanza, no puede alcanzar nuestra contemplación; tan sólo podemos asomarnos a ese abismo y presentir estremecidos cómo nos ha amado el Señor. Me resulta sobrecogedor, cuando intento acercarme a ese misterio de amargura, el considerar que Cristo ha querido sufrir todo eso por mí, cuando no me necesitaba para nada. Simplemente me ha amado, y ha querido pagar ese precio espeluznante para que yo pudiera estar con Él. Después de esto, me aterra pensar que podamos no darnos cuenta del valor de una sola alma humana, comprada de este modo por el Señor. Pero más aún me aterra que la sangre de tal Señor pueda perderse porque el hombre no quiera extender sus manos y recibir el don que tanto le ha costado comprarnos; o simplemente lo deje caer y se lo entregue a Satanás a cambio de un placer temporal efímero y podrido, robado al mismo Dios. El misterio del sufrimiento de Cristo nos desvela el misterio de nuestro pecado, pues ante la Cruz vemos cada una de nuestras culpas clavadas en el cuerpo y en el corazón del Señor. El mismo Creador nos podría entonces gritar: “¡Mira lo que has hecho con mi Hijo!”, “Ahí tienes tus pecados; míralos y date cuenta de dónde han ido a parar”. El mundo ha quedado a oscuras la tarde del Viernes Santo. La luz del sol ha sido arrancada de los ojos del hombre. La belleza de este mundo ha desaparecido durante unas horas, y la Creación entera se ha convertido en un mar de fealdad y tristeza, de tinieblas y angustia. Ahora se oyen más que nunca los gritos de los niños que mueren, de los hombres famélicos, de las mujeres ultrajadas y de los ancianos abandonados feneciendo entre montones de basura. En el silencio en que ha quedado sumida la Tierra se oyen los bombardeos, los cañones, los alaridos silenciosos de 46
criaturas despedazadas por sus madres antes de nacer, los terremotos e inundaciones: “es vuestra hora y el poder de las tinieblas”: (Lc 22, 53). Ahora han quedado al descubierto todos los pecados ocultos tras las falsas sonrisas, los vestidos suntuosos, los montajes de marketing o las paredes encaladas de nuestras sacristías. Se ha ocultado la luz, pero todo el mal ha quedado a la vista. El hombre se ve desnudo en la tarde del Calvario como se vio Adán en la mañana del Paraíso. Y quien no se llena de vergüenza y sonrojo en esta tarde ha perdido toda posibilidad de volver a llegar a ser hombre, porque ha olvidado lo que esto significa.
La luz que rompe la noche El Maligno pudo hacerse con el cuerpo de Cristo, y oscurecerlo entre los tormentos más crueles; pudo incluso tener poder sobre sus sentimientos y emociones, entenebreciéndolos con la soledad y la tristeza más profundas; pero el propio Cristo, su voluntad, continúa entregado por completo a un sólo Señor, a su Padre. Ahí, en lo más profundo de su ser, en lo que le identifica como persona, no pudo entrar Satanás, como no puede entrar tampoco en el santuario de nuestra voluntad si nosotros no le abrimos las puertas. La voluntad de Cristo, en medio de esa noche terrible, estuvo, como lo estuvo siempre, inflexiblemente orientada a cumplir en todo los deseos de su Padre Dios. Esa claridad no pudieron cegarla las tinieblas; esa claridad rompió las tinieblas y el poder del Mal. Esa es la antorcha encendida por Dios en un mundo envuelto en oscuridad, la antorcha que, con su resplandor repentino rompiendo la noche, ha puesto en evidencia a los hombres, entregados como estábamos a las obras de las tinieblas. La obra del Maligno, permitida por Dios, cambia de signo y el pecado toma voz de profecía. La misma noche que cubre piadosamente la desnudez de Jesús de Nazareth desvela ahora la fealdad del proceder humano y la obra del Príncipe de este mundo. Entre tanto, los ojos de Dios se pasean por la tierra buscando belleza sin hallarla:
“El Señor observa desde el Cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios. Todos se extravían igualmente obstinados; no hay uno que obre el bien, ni uno sólo” (Sal 13, 2-3)
Y así camina por la tierra la mirada de Dios hasta que llega al cuerpo 47
destrozado de su Hijo; un cuerpo que provoca la nausea, que produce asco:
“varón de dolores, experto en sufrimientos, como uno ante quien se vuelve el rostro” (Is 53, 3)
Y en ese cuerpo, que más parece de un gusano que de un hombre, se recrean los ojos del Padre, y encuentran toda la belleza que había puesto en la condición humana revestida de divinidad, porque allí, por vez primera, un hombre está amando a lo divino. La mirada de Dios descansa, y se complace el Amante recibiendo el Amor del Amado. Y nosotros, que nos hemos visto descubiertos y estamos llenos de vergüenza, comprendemos que hasta ahora hemos vivido a oscuras, y que se ha encendido en el mundo una luz poderosísima que ha puesto en evidencia nuestras tinieblas, nuestras malas obras, nuestra desnudez. Esa luz que brota del Calvario nos pone ante la mirada de Dios y, a la vez que nos llena de rubor, nos hace presentir que, muy pronto, al igual que Adán en el día del sonrojo, seremos vestido por nuestro propio Creador; pero ya no con una piel de animal, sino con la misma piel de Dios. Y así quedamos sobrecogidos, entre el temor, la vergüenza y la esperanza. Pero la fuerza más poderosa, en este paisaje, es la misericordia. Dios ha permitido que la luz del sol se oscurezca, como lo permite tantas veces a lo largo de nuestra vida, para que no haya más luz ante el hombre que la que brota de Cristo crucificado y abierto, y para mostrarnos así que Él ha roto la noche, clara ya como el mismo día. Quien cierra los ojos a esa única luz está ya condenado, porque eso, precisamente eso, es el Infierno.
48
CUARTA PALABRA “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 16, 34)
El salmo 21 Quisiera comenzar el comentario de estas palabras diciendo que no creo que Jesús de Nazareth, desde lo alto de la Cruz, estuviera rezando el salmo 21. Ésta me parece una manera fácil de eludir el misterio encerrado tras este momento de suma soledad para nuestro Salvador. Quien reza una oración vocal, ya sea un salmo o cualquier otra plegaria, se une a la oración de otro. En el caso de los salmos, se trata de un gesto particularmente significativo, pues al ser palabra de Dios, el hombre se une a la oración que Dios mismo ha querido regalar a su pueblo, trascendiendo así su pequeñez y dejando que las palabras de su mismo Creador oren desde él. De una manera muy especial sucede esto en el Padrenuestro, en el que el Espíritu de Jesucristo ora en nosotros con las palabras del mismo Salvador. El propio Señor, en el transcurso de aquella última cena, rezó con los apóstoles los salmos del Hallell, uniéndoles así a la plegaria del pueblo elegido. Pero para Sí mismo, Jesucristo no tenía ninguna necesidad de unirse a una oración inspirada, porque Él es el inspirador de toda oración, incluidos los propios salmos. Cualquier oración de Cristo es un camino abierto hacia Dios, por el que el hombre en gracia puede caminar. El primer Padrenuestro, pronunciado por sus labios de carne desde nuestra tierra maldita, rasgó la cortina del Cielo y se clavó en las entrañas de Dios, y desde entonces esa brecha quedó abierta para cada cristiano que lo reza unido a su Salvador. Pero también podemos decir lo mismo de la oración que brotó con sangre en Getsemaní (Cf. Lc 22, 44), o la que manó con gozo ante los relatos que aquellos setenta y dos hicieron de los prodigios obrados por sus manos (Cf. Lc 10, 21-22). La oración de Cristo, en cierto sentido, es superior a los propios salmos, porque éstos eran palabras inspiradas por Dios para ser recitadas por hombres pecadores, mientras que aquélla es la palabra dicha por el propio Dios-hombre desde lo profundo de la Tierra. Por eso, las palabras que, desde los labios de Jesús de Nazareth, brotaron dirigidas hacia su Padre, constituyen siempre una oración originaria, que funda ámbitos divinos en los que el cristiano en gracia, situado por el Espíritu Santo en el mismo corazón de Cristo, entabla con su Dios una relación verdaderamente filial. Pero aún podemos abordar esta misma cuestión desde otra clave: los propios salmos cobran su valor como oración divina en cuanto que son una plegaria brotada de los labios y el corazón abierto de Cristo en la Cruz. Para entenderlo correctamente 49
tendremos que situarnos ante esa distancia de elevación de la Cruz, por la cual Jesús de Nazareth fue levantado sobre el Cosmos y la Historia. Desde lo alto de ese puesto de centinela, rotas las cadenas del espacio y del tiempo, el Señor pudo ver y ser visto, amar y ser amado por los hombres de todas las épocas y en todo lugar, y también por nosotros, que hemos sido constituidos, por ello, en contemporáneos de Cristo. No fue nuestro Salvador quien recitó el salmo, porque esas palabras brotaron primeramente de los labios de Jesús, y el salmista, simplemente, las reflejó. En el orden cronológico esto constituye un verdadero disparate, porque el salmo fue escrito cientos de años antes de que Cristo abriera siquiera sus labios de carne. Pero la palabra profética de la Escritura, que busca la Cruz, no está encerrada en los esquemas rígidos de la cronología, porque Cristo ha remontado la Historia y ha hecho saltar, hecha pedazos, la cadena del tiempo. Según los esquemas cronológicos, es un absurdo decir que yo, cuando celebro la Eucaristía, estoy situado de lleno en el Monte Calvario y en la tarde del Viernes Santo. Pero lo estoy. El nuevo tiempo abierto con sangre por Cristo sitúa a la Cruz en la cima de la Historia, y todo acontecimiento humano, presente o pasado, es influenciado por la Cruz y revierte en la Cruz, aunque de maneras diversas. La Historia se ha convertido en una suerte de diálogo entre el hombre y Cristo crucificado. De este modo, el salmista no tuvo más que levantar, guiado por el Espíritu Santo, los ojos y los oídos para contemplar y escuchar la escena del Calvario, origen de toda palabra revelada porque en ella la misma Palabra de Dios se agota hasta el silencio. Situado profética, y por ello, realmente, en el Viernes Santo, se constituyó en cauce por el que fueron derramadas, en su época, las palabras de Cristo. Esta relación se estableció entonces en el orden profético como se establece ahora constantemente en el orden de la gracia. La Cruz divide la Historia, en referencia a ella misma, en tiempo profético y tiempo de gracia, ambos puestos realmente ante el Leño, abarcando de principio a fin todas las épocas. Resulta apasionante leer bajo este prisma la Escritura y la misma Historia, que se ha convertido en un estanque cuyas aguas reflejan clarísimamente la imagen de la Cruz, levantada en su mismo centro. El hombre cree que la Historia es obra suya, y lo es, pero cuando la contemplamos de lejos descubrimos con sorpresa, grabada en ella, la faz de Cristo. Moisés estuvo situado proféticamente en el Viernes Santo cuando, desde lo alto del monte, extendió sus brazos para sujetar el madero mientras su pueblo derrotaba a los amalecitas (Cf. Éx 17, 8-12), reflejando así la silueta de Cristo, extendidos sus brazos en la Cruz sobre el Calvario, mientras su Iglesia vence al poder de Satanás; y estuvo proféticamente situado en el Viernes Santo Isaac, subiendo el monte con la leña de su sacrificio sobre los hombros, señalando a Aquel que subiría al Gólgota con el leño de su Cruz; los ejemplos serían interminables, porque el Antiguo Testamento tiene forma de Cruz. Y nosotros mismos nos situamos por la gracia en el Calvario cuando unimos nuestros padecimientos a los de Jesús de Nazareth. Incluso cuando rechazamos esa gracia nos situamos allí, y del lado de quienes crucificaron al Señor de la gloria. La muerte y resurrección de Cristo son ese punto central elevado del que toda la Historia 50
toma su contenido. Y por ello, las palabras de Jesús brotaron primero de sus labios y luego fueron a parar al salmo escrito cientos de años antes. Siendo esto así, resulta un contrasentido querer profundizar en las palabras del Señor desentrañando el salmo 21. Más bien, entenderemos ese salmo cuando hayamos primero profundizado en las palabras de Cristo, que son el manantial primero y único del que toma voz toda palabra revelada.
La pobreza radical del hombre El hombre es un ser pobre por naturaleza, en situación de permanente necesidad, que tarde o temprano descubre que no puede ni mantenerse a sí mismo. El cuidado con que tantas personas, hoy día, conservan, adornan, o exhiben su cuerpo, tiene fatalmente un ridículo desenlace ante el diagnóstico frío de un cáncer incurable. Cubriendo con un velo de falso pudor la realidad de la muerte, el hombre puede, durante toda la vida, creerse rico, siempre y cuando sus posibilidades se lo permitan. Puede actuar como si fuera el dueño absoluto de su persona, de su tiempo, de su cuerpo y de sus fuerzas. Incluso puede creerse el dueño también de los demás. Mientras malgasta su vida en esa farsa, supongo que no es consciente de la formidable situación de ridículo en que se está colocando ante los mismos ángeles, ridículo tal que sería capaz de despertar una sonora carcajada en los cielos, de no ser porque, además, la situación es patética. Llegará un momento en que esa persona, obligada quizás por el diagnóstico de una enfermedad incurable, tenga que abrir los ojos y descubrir entonces, cuando acaso es ya demasiado tarde, que ha sido pobre toda su vida, porque ni tan siquiera ésta, su propia vida, estaba en sus manos. De haber vivido como lo que era, un mendigo, hubiera levantado todos los días sus ojos a los cielos pidiendo una limosna, y hubiera quizá recibido a cambio una onza de eternidad cada mañana. Pero jugó a ser lo que no era, jugó a ser poderoso, y ahora que se le abren los ojos y se ve desnudo, el frío manto transparente de soberbia con que se había cubierto se ha endurecido tanto que le impide arrodillarse para suplicar compasión. La profunda herida causada por el pecado en la naturaleza humana hace que la genuflexión, en lugar de mostrarse a la persona como su postura natural ante Dios, requiera de cierto ejercicio, hasta que las sutiles tablas con que el orgullo ha envarado nuestras rodillas se rompan por completo. Una de las escenas más duras de mi vida de sacerdote tuvo lugar cuando fui a administrar los últimos sacramentos a un hombre que, durante años, se había negado sistemáticamente a confesar sus pecados. Cuando llegó la enfermedad mortal, advertido por los más cercanos, persistió en su negativa. Gracias a la insistencia de una persona de mi parroquia, en un momento dado accedió a que le visitara el sacerdote. Fui avisado inmediatamente, y sin demora acudí a su casa. Al verme entrar en la habitación, me miró con ojos tristes, me pidió disculpas por haberme hecho venir, y con un : “No puedo, padre; no estoy arrepentido de nada”, volvió a su postura anterior. Tenía ante mí a un hombre incapaz de arrodillarse, debatiéndose ante la muerte con su propia impotencia 51
para postrarse ante Dios. Tras una breve conversación, me rogó que me marchara y aquella noche murió. De camino a mi casa, mientras oraba por él, un pensamiento acudía a mi mente de forma incesante: “¡Qué difícil es morir arrodillado cuando no se ha querido vivir arrodillado!”. Esta pobreza radical del hombre no sería tal si no hubiera en él un deseo innato de eternidad. Nadie se siente pobre por no poseer el planeta Venus, por la sencilla razón de que nadie lo siente como necesario. Pero somos radicalmente pobres por no poseer nuestra propia vida, porque en todo hombre hay un deseo de vivir eternamente. De no ser así, de haber sido creados para la muerte, ésta no sería más molesta que un sueño reparador tras una vida de cansancio. Pero si nos rebelamos y pataleamos ante la idea de dejar de existir, es que hemos sido creados para vivir siempre, y esta vida no está en nuestras manos. Somos pobres de solemnidad desde que nacemos; y, como no tenemos realmente nada, diremos que hemos sido creados pobres para poder recibirlo todo de Dios, como un don. Quien, cerrándose a ese don de Dios, pretende llenarse con su propia pobreza - aunque esta pobreza se valore por millones - se condena a sí mismo a una vida frustrada, porque todas las criaturas juntas no pueden llenar una vida creada para recibir al propio Dios.
La nostalgia Tal situación de precariedad es casi más notoria en el plano afectivo. El corazón humano está hambriento casi siempre. Hay, desde luego, momentos a lo largo de la vida en que se experimenta un cierto consuelo; pero se trata tan sólo de eso, de momentos, aunque en ocasiones puedan durar años. Como el resto de su persona, el corazón humano ha sido creado para saciarse con Dios. Tras la quiebra que el pecado supuso en nuestra relación con el Creador, ese corazón humano ha quedado muy lejos del Único que puede llenarlo. Y por ello, el hombre tendrá siempre sed de Dios, una sed que él no puede saciar con sus medios. Tal carencia radical del corazón humano toma en la persona la forma de añoranza o nostalgia, y así podemos decir que todo hombre nace pobre porque nace con nostalgia de un Dios que está lejos. Entre tanto, la persona puede narcotizar su afectividad con el consuelo de las criaturas, pero ese consuelo, que por ser creado es siempre momentáneo, tarde o temprano se le presenta como falso y hasta cansino. El entusiasmo más trepidante, el enamoramiento más fascinador, la exaltación más emocionante, en esta tierra siempre dejan tras de sí cierta estela de desengaño. Es como si el objeto que nos fascina, al estar creado por Dios y ser reflejo de su belleza, acariciara nuestra añoranza del Creador. Pero cuando lo asimos, nos damos cuenta de que, aún siendo uno de sus dones, no es todavía el mismo Señor, y entonces lo soltáramos con nostalgia. Repito que este deseo natural de Dios está incrustado en todo hombre, lo sepa o no, y convierte su vida en un peregrinaje por tierra extraña. Es por ello muy importante que el hombre no olvide que es a Dios a quien echa de menos, porque cuando lo olvida deja de ser un peregrino para convertirse en un apátrida. Tras el 52
destierro en que el pueblo de Israel fue arrancado de su suelo vital, adquirió el convencimiento de que no podía olvidarse de su patria, so pena de dejar de existir como pueblo, pueblo unido por una misma añoranza. Mientras mantuviera viva esa añoranza, conservaría sus raíces, aunque fuera en estado doliente:
“Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión. En los sauces de sus orillas colgábamos nuestras cítaras. Allí los que nos deportaban nos invitaban a cantar; nuestras opresores a divertirlos: «cantadnos un cantar de Sión». ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera! Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías.” (Sal 136, 1-6)
Cuando el hombre se olvida de cuál es el verdadero objeto de esa nostalgia que le acompaña mientras vive, su lengua se pega al paladar, porque se hace incapaz de pronunciar el nombre de Dios, el único nombre que puede salvarle; y su mano derecha se paraliza, porque ya no puede trazar sobre su cuerpo la señal de la Cruz.
El consuelo en la añoranza La unión plena con Dios en esta tierra no la obtiene el hombre en sus sentidos ni en sus afectos, que están aquí sujetos a esa mezcla de consuelo y añoranza. Tal unión 53
sólo puede llevarse a cabo, antes de la bienaventuranza, en el plano del espíritu. De este “desposorio espiritual” depende que el hombre pueda convivir en paz con su nostalgia. Por él, la persona se sabe amada por Dios con un amor arrebatador, y se siente movida a amar a Dios como único bien. Esta relación de amor, fruto de la contemplación del misterio divino y de la entrada en un diálogo arrodillado con este Misterio, crea en el alma tal ambiente de paz espiritual que la herida de los sentidos y de la afectividad, toda vez que pueda ser más dolorosa si cabe al aumentar el amor, se hace dulce por la cierta posesión de lo que, a la vez, se añora. El joven enamorado, cuando está lejos de la mujer amada, encuentra cierto gozo en recordarla. Ese recuerdo aumenta el dolor de su añoranza, pero a la vez alimenta la relación amorosa, que estrecha las distancias y le sitúa en espíritu frente a quien se muestra lejos de los sentidos. Tal relación amorosa hará que, aún siendo más fuerte su hambre, no quiera ya saciarla en otro objeto que no sea la persona amada. Del mismo modo, cuando el espíritu del hombre no goza de esa presencia permanente de Dios, su cuerpo y su afectividad enloquecerán por saciar en la criaturas una sed que, por ser de Infinito, no puede saciarse allí. Pero quien ha entablado con Dios ese diálogo de amor en su ser más profundo, se sentirá a la vez sediento y saciado, herido y sanado, inquieto y en paz. Y esa paz aquietará los sentidos y el corazón, manteniéndoles en el hambre hasta que consigan la posesión del verdadero objeto de su querencia. Sólo el que ama puede convivir con el hambre, llegando incluso a amar ese hambre.
La pobreza humana de Cristo La naturaleza humana del Jesús de Nazareth, que ahora contemplamos en la Cruz, es exactamente la misma que la nuestra, y toda esa realidad que acabamos de describir se hizo presente en Él como se hace presente en cualquiera de nosotros. Tan sólo media una diferencia: la relación de Amor con Dios entablada en lo más profundo del espíritu fue en Él sumamente perfecta, puesto que estamos hablando de una persona divina. Él era Dios, era el Hijo de Dios, y por ello esa relación fue, en todo momento, la misma visión beatífica. Siempre vivió ese diálogo como una unidad perfecta:
“El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30)
Pero en todo lo demás, sus sentidos y su afectividad estuvieron sujetos al hambre y a la sed tanto como los nuestros. Y, en el momento supremo de la Cruz, mucho más. Sin duda tuvo que ser así, por que en Él el amor era inmenso, y a un mayor amor corresponde un mayor dolor. El conocimiento profundo, de experiencia, de lo que es la vida en el seno de la Trinidad, tuvo que producir en su corazón una nostalgia indescriptible, nostalgia que le acompañó durante toda su vida. Más que nadie, Él fue 54
siempre un peregrino en tierra extraña herido de añoranza por la casa de su Padre. Movido por la sola fuerza del amor, abandonó el hogar paterno, y vino a esta tierra de esclavitud para buscar la oveja que había perdido (Cf. Lc 15, 4-6), pero trajo con Él, clavado en su alma, como un dardo, el recuerdo ensangrentado del calor de hogar del Paraíso. Y así, Aquél de quien se escribió:
“mis delicias son estar con los hijos de los hombres” (Prov. 8, 31)
alumbrará, en su alma, un sueño nuevo.
El gran deseo de Jesús de Nazareth Dije antes que la verdadera cruz en que Cristo muere está formada por el cruce de dos leños: su amor a Dios, convertido en nostalgia invencible del Cielo que ha abandonado y del seno de la Trinidad repleto de Amor; y su amor por cada hombre, que lleva aparejado, como en cualquier corazón humano, el ansia de tener cerca a esa persona a la que ama locamente, y que somos cada uno de nosotros. De estos dos leños están brotando, como lágrimas, dos deseos: volver cerca del Padre, por un lado, y no separarse del hombre, por otro. La tragedia es que estos dos deseos no pueden ser colmados a la vez, en la actual situación de pecado, en la que el hombre se ha situado a una distancia infinita de Dios. Por ello, el cruce de los dos leños desgarra el corazón de Cristo, y le lleva a formular al Padre la petición suprema, sacerdotal:
“que donde estoy yo también estén ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo.” (Jn 17, 24)
Éste es el gran deseo de Jesús, expresado de forma sublime y convertido en oración en las horas anteriores a su muerte. Por este ansia que taladra su alma, Jesús entregará su vida.
55
Mientras formulaba su oración, Jesús estaba en la tierra, caminando con los hijos de los hombres; pero lo hacía en una tierra de pecado, y en esta tierra de pecado los sentidos y el corazón tenían sed de Dios.
Consuelo y desconsuelo en Jesucristo Muchas veces, durante su paso por la tierra, ese corazón sediento de Jesús de Nazareth fue consolado por su Padre, el mismo Padre que enviara el maná para alimentar a su pueblo en desierto, antes de llegar a la Tierra Prometida. Eran en su vida, como en la nuestra, momentos de especial gozo sensible en que la mano de Dios parecía acariciar el corazón herido de su Hijo, en camino de vuelta hacia la Patria que manaba en abundancia la leche y la miel del Amor de Dios. Tras la multiplicación de los panes y los peces, el Señor subió solo al monte, mientras los suyos, sintiéndose abandonados de su Maestro, se entregaban al miedo de la muerte en medio de la tormenta. Cristo descendió del monte majestuoso, caminando sobre las aguas, después de haber recibido en la intimidad con su Padre el consuelo que aliviara su fatiga. Cuando los setenta y dos volvieron, tras haber expulsado demonios y obrado prodigios, y relataron llenos de entusiasmo las maravillas que Dios había obrado por sus manos, el corazón del Señor, rebosante de gozo y de consuelo, pregustó la eternidad del triunfo final en compañía de los suyos: “Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18), dijo entre transportes de alegría, e inmediatamente, “llenándose de gozo en el espíritu Santo, exclamó: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado los misterios del reino a los sabios y entendidos, y se los has revelado a los sencillos. Sí, Padre, porque así te ha parecido mejor.»” (Lc 10, 21). Cuando en la persona de aquella samaritana se sintió reconocido como el Mesías por su Iglesia, y la vio purificada de sus muchos pecados ante la contemplación de su señorío, el gozo de su corazón le abrumó de tal manera que no quedaba ni en su cuerpo sitio para el hambre: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis” (Jn 4, 31). De nuevo vio por adelantado el triunfo final, y el mundo se le convirtió en un campo sembrado, verde ya para la siega (Cf. Jn 4, 35-38). A través de los hombres, que tanto amaba, Dios consoló las entrañas de su Hijo, Amante solitario a quien los suyos no reconocieron. En Cesarea de Filipo, el Nuevo Adán, que caminaba lleno de soledad entre hombres que no podían reconocerle ni entender su lenguaje, porque el pecado les había convertido en bestias, ve por adelantado, en la confesión de Simón, a la nueva Eva, ese alma que nacería de su costado abierto en la Cruz, llena de su mismo Espíritu, el Espíritu de su Padre, capaz de entablar con Él una relación de conocimiento, de amor. Entonces, rebosante de alegría, le da un nombre nuevo, como el primer hombre se lo dio a la primera mujer, y le entrega las llaves de su casa, como el esposo hace con la esposa en el día de las nupcias (Cf. Mt 16, 13-20). Estos, y otros muchos, fueron momentos de consuelo, en los que el Padre ungió con bálsamo divino la herida abierta por la nostalgia en el corazón del Hijo; 56
momentos que hicieron más llevadero a Cristo el destierro que voluntariamente había aceptado, cruzando un desierto afectivo en el que estas caricias paternas eran un oasis donde mitigar su sed. Allí pregustaba, como se puede pregustar en esta tierra, los bienes que esperaba poseer cuando volviera al Padre cargado de almas como dardos. Alternaron estas ocasiones con momentos de gran tristeza y desconsuelo, ante el pecado de los hombres, quienes con su dureza de corazón habían arrojado de sí la presencia de Dios. Y siempre, en todo instante, con una inconmovible paz de espíritu y un gozo secreto que nadie podía arrebatarle, porque era su única posesión: la presencia de su Padre en lo más profundo de su ser:
“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano. Me ha tocado un lote hermoso. Me encanta mi heredad” (Sal 15, 5-6)
Consuelo y desconsuelo en el discípulo Quiso Jesús que quienes, con Él, tenemos que recorrer este interminable desierto, pudiéramos sentir en el corazón el mismo refrigerio de que Él gozó. A sus tres íntimos les mostró su gloria en el monte Tabor (Cf. Mt 17, 1-8), y fue tal la dulzura de aquel momento, que ya no querían marcharse. No sabían que les estaban reservados consuelos aún mayores al final del camino, y que un peregrino no puede detenerse en el oasis más de lo debido. De otro modo, dejará de ser caminante y, pretendiendo instalarse en el consuelo, renunciará a alcanzar la posesión del verdadero bien, que no se obtiene sin trabajo. El momento del Tabor era necesario, porque nos hacen falta, a quienes somos de carne, esos signos que confirmen la presencia de Dios entre nosotros. Pero, pasado el instante de luz, el viajero debe llenar su memoria con el recuerdo de aquella dulzura y proseguir su camino. En los momentos de mayor dureza, volverá al recuerdo que ese abrazo imprimió en el corazón, y entonces sabrá que, aunque no le vea, Dios está allí. El mismo Dios que entonces se hizo visible continúa presente de un modo misterioso y escondido. Pero su poder es el mismo. Tarde o temprano, reaparecerá la luz, llegará otro oasis, y el corazón consolado se alzará para dar gracias a Dios en medio de la noche, recibiendo del Padre nuevas fuerzas con que continuar andando, porque ese corazón ya no quiere descansar en nada ni en nadie hasta que se encuentre definitivamente con el Único que puede darle reposo.
El desconsuelo absoluto 57
Tras el oscurecimiento del sol, a la hora sexta del Viernes Santo, a Jesucristo le es retirado todo consuelo sensible. Quedaron así sus sentidos y sus emociones en poder del Maligno, y la presencia de Dios, que tantas veces se mostró a sus ojos en la forma de aquellos verdes campos listos para la siega, y a su corazón rebosante entonces de gozo, les es arrebatada a ambos. Esta presencia queda en lo profundo de su alma, donde conserva la visión beatífica, donde se sabe amado y protegido por su Padre, donde reside la inmensa paz que brilla en su semblante. Pero la batalla de los sentidos y el corazón es aterradora. Si mira hacia el hombre, se ve despreciado, burlado y humillado. Es el último de los humanos, pateado y escupido, condenado como blasfemo y entregado a la maldición del leño. Aquéllos a quienes entregó su corazón, a quienes confió los secretos de su alma, con quienes compartió su última cena y en quienes depositó su Cuerpo sacramental, le han abandonado como a un perro ante una jauría de fieras, y así ha sido arrojado a la furia y al pecado de los hombres como carnaza para ser despedazada por las bestias.
“Mis parientes y conocidos se quedan a distancia” (Sal 37, 12) “Me han desechado como a un cacharro inútil” (Sal 30, 13)
El salmo 101 resuena ahora, lleno de respeto, ante esta soledad suprema, describiendo a Jesús de Nazareth con la triste imagen del pájaro abandonado:
“Estoy como lechuza en la estepa, como búho entre ruinas; estoy desvelado, gimiendo, como pájaro sin pareja en el tejado” (Sal 101, 7-8)
Cuando, desde lo alto de la Cruz, mira el Señor a los hombres, ya sólo encuentra desprecio. Él conoce y ama a cada uno de ellos con pasión de eternidad, es su Creador y su Dueño. Con locura de enamorado fue capaz, al verlos perecer en manos del Maligno, de abandonar su riqueza como Dios y dejar tras de Sí la casa de su Padre para venir a rescatar a cada alma y llevarla de nuevo al hogar patrio, donde compartir con ella la eternidad perdida a las puertas del Edén. Y así, tomó forma de siervo, tan sólo 58
por amor al hombre, y compartió todo padecimiento humano. Y cuando se presentó, vestido de humildad, ante aquellas almas entregadas a la condena, el hombre le volvió la espalda y no quiso reconocerle; se volvió contra Él, contra su Amante y su Salvador, y le arrastró contra el polvo mismo de la muerte.
“Conoce el buey a su dueño; el asno el pesebre de su amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne” ( Is 1, 3).
¡Cómo resuenan, en medio de esta noche terrible, ante la mirada dirigida al hombre por un Salvador desconsolado, los improperios que, basándose en el libro de Miqueas, la Liturgia canta la tarde del Viernes Santo!:
“Pueblo mío, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te saqué de Egipto: tú preparaste una cruz para tu Salvador. Yo te guié cuarenta años por el desierto; te alimenté con el maná, te introduje en una tierra excelente, tú preparaste una cruz para tu Salvador. ¿Qué más pude hacer por ti? Yo te planté como viña mía. Escogida y hermosa. ¡Qué amarga te has vuelto conmigo! Para mi sed me diste vinagre, con la lanza traspasaste el costado a tu Salvador. Por ti yo azoté a Egipto y a sus primogénitos, tú me azotaste y me entregaste.(...)
59
Yo te guiaba con una columna de nubes, tú me guiaste al pretorio de Pilato. Yo te sustenté con maná en el desierto, tú me abofeteaste y me azotaste. Yo te di a beber el agua salvadora que brotó de la peña, tú me diste a beber vinagre y hiel. Por ti herí a los reyes de los pueblos cananeos, tú me heriste la cabeza con la caña. Yo te di un cetro real, tú me pusiste una corona de espinas. Yo te levanté con gran poder, tú me colgaste del patíbulo de la Cruz. Pueblo mío, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!” (Del Misal Romano)
Y así, los ojos del Señor no encontrarán consuelo ya en la tierra. Desamparados de los hombres, expulsados de entre los vivos, escupidos de este mundo como se escupe la inmundicia, buscarán su consuelo en el Cielo, y en el Cielo ya no hay consuelo para ellos. La nostalgia es casi infinita. ¡Qué lejos se muestra el Paraíso a aquellos ojos y a aquel corazón que están a punto de ser tragados por la tierra!. Aquellos ojos y aquel corazón los tomó de una Virgen un Pastor peregrino herido de amor por sus ovejas. Y, desde el mismo momento en que los tomó, esos ojos y ese corazón se llenaron de nostalgia. Pero ahora, vomitado por su propio rebaño y todavía lejos de su Padre, ya no le queda nada; la nostalgia es ya tan estremecedora que se ha convertido en abandono, en una soledad que desgarra sus entrañas. Tan fuerte hubo de ser esta herida del Señor, que todo hombre que nace de Cristo hereda esta añoranza de Dios en sus sentidos y en su corazón, y carga con ella hasta la muerte.
El abandono El sentimiento que ahora inunda las entrañas de Jesús de Nazareth es el del abandono de Dios. Ha descendido, en su humillación amorosa, a esa zona del hombre en que Dios no estaba presente, porque era consecuencia directa del pecado humano: el 60
sufrimiento y la muerte, dominio del Príncipe de las Tinieblas. Esa zona terrible de la condición humana estaba entonces bajo el imperio del sin-sentido: no era obra de Dios, quien no quiere que su criatura sufra, ni aún menos que muera (Cf. Sab 1, 13), que hizo al hombre para la vida y la felicidad. Había aparecido con la rebeldía y el pecado, y por ello en esa circunstancia Dios estaba ausente. Tampoco acercaba al hombre a Dios, puesta que era un mero castigo sin esperanza alguna de redención inmediata. Un sólo pecado no podía ser redimido por un simple hombre ni con una eternidad de sufrimiento. Por ello, el dolor y la muerte constituían aquel lugar donde el hombre se sentía abandonado de Dios. Así las cosas, hasta la venida de Cristo, la bendición del Dios sobre el justo consistía en la prosperidad temporal, en el consuelo terreno: largos años de vida, multitud de hijos, multitud de bienes. La providencia se manifestaba por vía ordinaria en la ausencia de sufrimientos. Pero siempre había algún pecado, y ese pecado había que pagarlo con la muerte, de manera inevitable. El pecador se apartaba de la providencia de Dios, y siguiendo al Maligno caía en su terreno, el del sufrimiento y la muerte, donde la bendición del Creador se tornaba maldición. Quien sufría era un maldito, y, una vez ingresado en ese oscuro territorio sin Dios, el hombre sólo podía preguntarse: “¿por qué?”. Esa pregunta se hizo Job, y la respuesta de sus amigos no se hizo esperar: “porque has pecado contra Dios”. Eso mismo le preguntaron a Jesús sus apóstoles ante aquel ciego de nacimiento: “¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?” (Jn 9, 2). Pero la respuesta de Jesús, en este caso, fue tan nueva como desconcertante: “Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten las obras de Dios” (Jn 9, 3). Aunque los apóstoles no lo entendieron, ni mucho menos quienes leían aquel libro de Job, donde inexplicablemente un hombre sin pecado se veía arrojado al abandono, el Señor estaba realizando el anuncio de un acontecimiento que cambiaría radicalmente la existencia del hombre: en esa zona terrible del sufrimiento y la muerte, donde el Satán tenía pleno poder, iba a hacerse presente la gloria de Dios.
Providencia y escándalo Jesús había animado a los suyos a abandonarse sin miedo en las manos del Creador, sabiendo que el Dios que alimenta a los pájaros del cielo y viste a las flores del campo cuidaría de ellos, con mayor razón, en esta tierra (Cf. Mt 6, 25-33). Por eso ahora tendrá que prepararles para el escándalo:
“Cuando os mandé sin bolsa, sin alforja y sin sandalias, ¿os faltó algo? (...) Pues ahora el que tenga bolsa, que la tome, y el que no tenga, que venda su manto y que compre una
61
espada” (Lc 22, 35-36)
La providencia divina, que hasta entonces se les había manifestado sensiblemente como la mano amorosa de Dios cuidando de sus criaturas en esta tierra con ternura inefable, ahora iba a manifestarse por caminos distintos, misteriosos, incomprensibles para la lógica humana. Al mismo que había pronunciado tan hermosas palabras sobre los desvelos de Dios por cada criatura, le iban a ver destrozado, envuelto en sufrimientos, y como abandonado de Dios. Parecía la misma negación de sus palabras, y así se lo escupieron a la cara:
“¡Confió en Dios! ¡Que le salve! ¡Que le libre si es que tanto le quiere!” (Mt 24, 43)
Para la lógica humana, el cuerpo de Cristo crucificado es la negación de la providencia. Según esa misma lógica cerrada al Misterio de la redención, el sufrimiento proclama a gritos la no-existencia de Dios. Pero la Providencia divina estaba entonces ocupada en tareas más importantes que la de atender a los salivazos de una lógica estúpida. El mismo Dios, hecho hombre, estaba haciendo su estrada triunfal en los dominios del Príncipe de las Tinieblas. El Dios que es la misma Luz se había cubierto de oscuridad para rescatar a quienes yacían en la noche, hambrientos, sobre todo, de un sentido a su dolor, y no se atrevían a encararse con el Cielo preguntando :”¿por qué?” para no encontrarse con la terrible respuesta de sus muchos pecados. Aún no había muerto Jesús, y ya había comenzado su descenso a los Infiernos. Habiendo entrado de lleno en esta noche del sufrimiento y de la muerte, experimentó la ausencia, el abandono de los cuidados de Dios en su cuerpo y en su afectividad, y, peor todavía que la misma muerte, se sintió morir. Allí se encontró con toda la Humanidad sufriente, que en mal uso de su libertad se había apartado de Dios, y ya no encontraba, no podía encontrar, el sentido de su vida. Y desde semejante abismo, erigido en portavoz de todos los hombres que sufren, pronunció la pregunta que, después de Job, ningún otro hombre se hubiera atrevido a formular:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc
62
16, 34)
Pero en esta ocasión, y de momento, el Cielo calló. Quien así hablaba era la inocencia suma, la misma Santidad, sólo de amor movida. ¿Quién se atrevería a acusar? ¡Qué silencio en las moradas celestes! Y, mientras tanto, la secreta sonrisa del Padre, que, a través de su Hijo, había contestado ya, con una pregunta, con esa misma pregunta, todos los interrogantes brotados en los corazones de los hombres que sufren. La gloria de Dios acababa de irrumpir prodigiosamente en el único lugar de la Tierra donde Dios no estaba: el Hijo de Dios había ingresado en el reino de las Tinieblas, y desde entonces las tinieblas están bañadas de luz. Sobre el sin-sentido del sufrimiento y de la muerte humanas, fruto de una maldición, acababa de trazarse la señal de la Cruz como signo de bendición eterna. En Cristo crucificado, la gloria de Dios habita definitivamente en el abismo del dolor. El Maligno ha sido derrocado, y ahora el hombre, cuando desciende entre lágrimas por las aguas del desconsuelo, antes de que pueda tan siquiera abrir los labios para emitir su queja, habrá encontrado una mano taladrada por un clavo, que es la mano de su Dios; y comprenderá que ha entrado en un santuario de amor, lleno de la gloria del Creador; allí podrá agarrarse a esa mano llagada, y descubrir que se encuentra, como Jacob, ante la misma puerta del Cielo (Cf. Gén 28, 17). En el lugar del abandono de Dios, hallará ahora su presencia más cercana, porque allí está el mismo Dios crucificado. Con sus brazos extendidos, ha abarcado en su cercanía la existencia humana por completo.
“Si subo al Cielo, allí estás Tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro” (Sal 138, 8)
La nueva presencia Hace pocos días, una joven me preguntaba si sentía algo especial mientras, en el Santo Sacrificio, pronunciaba las palabras de la Consagración. Con rapidez le contesté que, ordinariamente, no. Ese momento sacratísimo en que Cristo se apodera de mis manos, de mis labios y de toda mi persona, normalmente se escapa a los sentidos, que han de verlo pasar sin conseguir atraparlo. Parece una paradoja, pero el momento de presencia más fuerte de Dios en la vida de un sacerdote deja a los sentidos con hambre. Sé que el señor está ahí, sé que le tengo entre mis manos verdaderamente, como lo tuvo la Virgen María; sé que se me ha sometido por completo como un mendigo de amor... Pero no puedo ver al Señor, ni tocar al Señor, porque mis sentidos se detienen en las sagradas especies sin poder entrar. Casi lo toco, pero no lo toco; casi lo veo, pero no lo veo... El espíritu atento se llena de Dios, pero los sentidos y el corazón, por donde Dios 63
ha pasado sin hacerse notar, se quedan con hambre, aquejados de una nostalgia casi infinita que sólo ha de saciarse cuando, ya en la otra orilla, puedan contemplar al único objeto de su deseo. Si esto sucede en la celebración de la Eucaristía, momento cumbre de la vida del sacerdote, ¡qué no sucederá el resto del día!. El desconsuelo es el estado habitual del corazón humano y de su cuerpo en esta tierra. Mientras busca sin saberlo la presencia de su Dios, el hombre anda en ocasiones como mendigando pan en casa ajena, cuando anhela el pobre consuelo que las criaturas fingen darle, y camina empobrecido comiendo la inmundicia que encuentra por el suelo y destruyendo así su persona, mientras su Padre tiene en casa pan en abundancia. No sabe ya dónde colocar sus sentidos, y por ello es necesario que encuentre, en medio del desierto, la presencia humilde de su Dios, crucificado y desconsolado como él. Si hay un lugar en la Tierra donde Cristo ha querido habitar con su corazón humano y su cuerpo de carne, nosotros no tenemos ya otra morada bajo el sol. Si en algún lugar de la Tierra Jesucristo ha querido colocar sus sentidos y su corazón, los nuestros ya no han de tener otro lugar para vivir que no sea junto a su único bien. Ese lugar está tan cerca de cada uno de nosotros que sólo tenemos que levantar los ojos para casi tocarlo. Por eso, estoy firmemente convencido de que, mientras dura este destierro, los sentidos y el corazón del hombre están bien en la Cruz. Allí mantenidos, clavados y sufrientes, añorantes, están siendo a la vez saciados por una presencia misteriosa pero real, muy real, de su único Señor. Cuando, soberbios, salen de allí buscando el falso consuelo que nunca llega, han de volver insatisfechos, porque ya todo les sabe a poco. Fuera de la Cruz, no hay otro lugar en la Tierra donde el hombre sufriente pueda encontrarse con su Dios.
La mano tendida en las tinieblas Expulsado por el pecado del mundo de los vivos, no pertenece ya a esta tierra, que le ha vomitado como inmundicia. Abandonado por Dios en el abismo de la noche, su cuerpo aún no ha sido recibido en las moradas celestes. Es un Apátrida divino, condenado a la soledad más absoluta y radical en que pueda hallarse un hombre. Pero así, elevado en alto sobre los hombres y humillado ante Dios, suspendido entre Cielo y Tierra sin encontrar descanso, Cristo se alza majestuoso como puente nuevo entre Adán y el Paraíso. En la suma humildad, es el pontífice que ha unido, después de largos siglos de espera, la gracia divina y la pequeñez humana. A través de esa Cruz, que no siendo del Cielo ni de la Tierra, es el lecho en que el Príncipe celeste ha mordido el polvo de la muerte humana, ya se está derramando copiosamente la bendición divina sobre toda criatura visible. Y así, cuando el hombre sufriente cree haber llegado al fondo de su soledad y de su desconsuelo, y no encuentra ya un lugar donde ocultarse bajo el sol, verá allí, en lo profundo del cáliz del dolor, esa mano llagada esperándole con paciencia de eternidad. Y al asirse a ella como se asen los pobres, con fuerza, casi con avaricia, escuchará una voz familiar que le hará llorar su nostalgia y cerrar sus labios. Es la voz 64
cálida y sufriente de Cristo, que, en nombre de aquel mendigo que ya sabe que es mendigo de Dios, hablará suavemente, como se habla a quien está al otro lado de una puerta cerrada pero muy próxima, pidiendo a su Padre que, una vez más, la abra para Él:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 16, 34)
65
QUINTA PALABRA “Tengo sed” (Jn 19, 28)
Isaac y Rebeca
“ El siervo de Abraham hizo arrodillar a los camellos fuera de la ciudad, junto al pozo, al atardecer, a la hora de salir las aguadoras, y dijo: «Yahweh, Dios de mi señor Abraham, dame suerte hoy, y haz favor a mi señor Abraham. Voy a quedarme parado junto a la fuente, mientras las hijas de los ciudadanos salen a sacar agua. Ahora bien, la muchacha a quien yo diga: ‘Inclina, por favor, tu cántaro para que yo beba’, y ella responda: ‘ Bebe, y también voy a abrevar tus camellos’, esa sea la que tienes designada para tu siervo Isaac, y por ello conoceré que haces favor a mi señor». Apenas había acabado de hablar, cuando he aquí que salía Rebeca, hija de Betuel, el hijo de Milká, la mujer de Najor, hermano de Abraham, con su cántaro al hombro. La joven era de muy buen ver, virgen, que no había conocido varón. Bajó a la fuente, llenó su cántaro y subió. El siervo corrió a su encuentro y dijo: «Dame un poco de agua de tu cántaro»..” (Gén 24, 10-17).
El Antiguo Testamento, con todas sus tragedias y epopeyas, es una historia de amor. Hay, detrás de cada página, un Amante celoso y pasional, enamorado hasta la locura, y una amada; una amada devota a veces y frívola las más; a menudo infiel, y en ocasiones hechizada y rendida hasta las lágrimas; cuando infiel, altiva y ebria de vanidad, y casi siempre, pasada la infidelidad, compungida y desolada por haber abandonado a su único Amor. Es la historia de Dios con su pueblo, que constituye el verdadero drama cuyo argumento da consistencia a cada verso del Antiguo Testamento. Nosotros sabemos hoy todavía mucho más. Quienes hemos conocido a Cristo sabemos ya que este drama es el drama del Calvario, y que cada página de la revelación veterotestamentaria es una representación velada y a la vez luminosa de la escena que tuvo lugar en el Gólgota. En cada una de ellas están, embozados o disfrazados, pero reconocibles, los personajes centrales de la Historia: Cristo, María, la Iglesia, Herodes y 66
Satanás. Algunos de ellos, en escena; otros, entre bastidores, esperando a hacer su aparición. Pero ninguno falta ni sobra; son siempre los mismos cinco. A lo largo de este drama, sólo en momentos puntuales quiso Dios, en persona, interpretar su propio papel. Lo hizo en algunas escenas hermosísimas, como los vis a vis que tuvo con Abraham o con Moisés, o alguna manifestación a los profetas. Pero, de ordinario, Él eligió a actores magníficos que, ante la amada, interpretaron el papel de Dios. De este modo, la representación no quedaba desnivelada, y aquella mujer tenía también ocasión de lucirse en escena. Los patriarcas desempeñaron ante su pueblo el papel de Dios, y no es difícil ver, tras su vida, el genio de quien es el Autor y principal protagonista. En este tortuoso romance que abarca toda la Historia humana, gracias a ellos podemos contemplar al Dios amante tratando de conquistar el corazón de su pueblo. En la escena en que Isaac se gana el amor de Rebeca, los principales actores aparecen convenientemente embozados, como corresponde a los galanteos de cierta altura artística. Dios se esconde tras la máscara de Isaac, y tras la femineidad de Rebeca se halla todo el pueblo de Israel, que de forma simbólica contiene a la Humanidad en su conjunto. Dios tiene un estilo propio de hacer las cosas, y, por lo tanto, también tiene un estilo propio de flirtear. Nunca descubre sus cartas abrumadoramente, ni es amigo de grandes demostraciones de poder que fascinen a la amada y la rindan inevitablemente ante sus ojos. Si hay algo que sorprende en este juego amoroso, es contemplar cómo la infinita pasión que abrasa el corazón divino se filtra ante la amada del modo más sutil, suave y delicado, con un respeto finísimo y una ternura sin límites. Para empezar, desconcierta el hecho de que Isaac no se presente directamente ante Rebeca. Será un siervo, enviado por su padre, el que represente al hijo en el lance amoroso. Todo está por lo tanto, perfectamente calculado para que el verdadero amante no sea reconocido a primera vista, antes de que llegue su momento. Y es que Dios es un maestro en el arte de tomar distancia: todo su objetivo es no abrumar, no forzar la libertad del hombre. Gusta de ser amado libremente, y por ello se disfraza o se oculta tras su siervo, hasta que la amada le ha dado el “sí”. Entonces, sólo entonces, manifestará su rostro ante quien ya desea contemplarlo. La escena amorosa adquiere una especial belleza cuando, con el fin de trabar contacto con Rebeca, el siervo le pide agua para beber. Detrás de aquel enviado está Isaac, el hijo de Abraham, el heredero de las promesas de Yahweh, llamado a ser padre de multitud de pueblos e inmensamente rico, pidiendo limosna a una mujer desconocida que ha venido a recoger agua. Y, para mayor desconcierto, detrás de Isaac está Dios todopoderoso pidiendo a su amada, al hombre, que le dé agua para beber. Estamos ante una de las escenas de amor más finas y elegantes de toda la Sagrada Escritura. Ahí tenemos al amante, arrodillado como conviene ante la amada, 67
mostrándose necesitado ante ella; no ofrece, suplica; no se exhibe, se emboza y se humilla. Y ahí está la amada, con el desenlace de la situación enteramente en sus manos. Hasta tal punto se ha hecho pobre el amante, que su felicidad depende de que ella acceda a satisfacer su demanda. Hasta tal punto ha sido ensalzada la mujer, que es ahora la reina de la escena: tiene poder para iluminar la vida de aquel siervo, o para condenarlo a la sed. Pero lo más asombroso de toda la situación, lo realmente desconcertante, es que ese amante arrodillado, empobrecido y medio muerto de sed es el propio Dios; y esa amada que tiene ahora en sus manos al pretendiente es la pequeña criatura humana. Aquel ante quien ha de doblarse toda rodilla, el Creador de Cielos y Tierra y cuanto en ellos habita, que merece el homenaje de toda criatura, cuando se enamora decide empobrecerse y, arrodillándose Él mismo ante el hombre, le suplica una limosna de amor que calme su sed. Este es el modo divino de flirtear. Es la locura más hermosa de cuantas pudiera padecer el Dios de los ejércitos.
Elías y la viuda de Sarepta Más adelante, en el primer libro de los Reyes, encontramos la misma escena, con los mismos actores, los únicos actores, aunque con disfraces distintos:
“Le fue dirigida la palabra de Yahweh a Elías diciendo: «levántate y vete a Sarepta de Sidón y quédate allí, pues he ordenado a una mujer viuda de allí que te dé de comer». Se levantó y fue a Sarepta. Cuando entraba por la puerta de la ciudad había allí una mujer viuda que recogía leña. La llamó Elías, y le dijo: «tráeme, por favor, un poco de agua para mí en tu jarro, para que pueda beber».” (1Re 17, 7-10).
En esta ocasión, el propio Elías es el enviado, el “hombre de Dios”, el mensajero de amor que, en nombre de quien le envía, se arrodillará ante aquella viuda pobre y pasará la sed de Dios pidiendo una limosna a quien nada tiene. Esta vez, el Autor de la Historia ha elegido a una viuda a punto de morir en su pobreza para representar a su pueblo, que es lo mismo que decir al alma humana. Con ello ha puesto de manifiesto, en esta escenificación, la penuria radical del hombre después del pecado. Rota su relación con Dios, la vida de la criatura humana se ha ensombrecido y llenado de tristeza, como la de una viuda que hubiera perdido a aquel que era la única razón de su vida. Por otra parte, al perder el contacto con su Creador, de quien recibía todos sus bienes, la criatura se condenó a sí misma a vivir en la más absoluta precariedad. Ahora, aquel Dios a quien un día rechazó vuelve a ella disfrazado, y no trae por saludo el reproche o la queja. Vuelve sediento y, arrodillándose ante ella, le pide un poco de agua. Ha decidido 68
conquistarla de nuevo, y es tanto el amor que alberga en su alma, que no teme humillarse ante quien le fue infiel, y postrarse a sus pies como un pobre. Hay otro dato que esta segunda representación añade a la escena. Además de pedirle agua, Elías pide a la viuda que le dé algo para comer, aún sabiendo que lo poco que ella tiene es lo justo para subsistir ese día. En resumidas cuentas, lo que ese mendigo arrodillado le está pidiendo a aquella mujer es que le dé, en limosna, todo cuanto tiene. Y es en ese gesto, por encima de cualquier otro, donde, desde detrás del embozo, está sonando un timbre de voz que recuerda al de Dios. Esa súplica atrevida, hecha con tal naturalidad, no proviene de un hombre. Esa súplica proviene de Alguien que entiende el amor de una manera distinta, de una manera que podríamos calificar como “a lo divino”. Sólo quien, después de haber sido ofendido y abandonado, y no necesitando para nada de su criatura porque en Sí mismo es inmensamente rico y feliz, movido por puro amor, es capaz de abajarse hasta la misma necesidad y, arrodillándose ante quien voluntariamente le ofendió, se pone indefenso en sus manos, es capaz de pedirle, en limosna, cuanto tiene para vivir. Quien posee ese estilo de amar puede, con todo derecho, solicitar una respuesta en el mismo lenguaje. De otro modo, se rompería la armonía de esta representación amorosa. Con el transcurrir de los años, el Director irá afinando cada vez más, y, siglos más tarde, asistiremos a una puesta en escena maravillosa de esta misma declaración de amor. Antes de contemplarla, hemos de caer en la cuenta de que, en todo este tiempo, han tenido lugar muchas infidelidades. Después de Elías, otros enviados de aquel Padre se han arrodillado ante la misma mujer. Ninguno de ellos ha conseguido hacerla rendir su corazón a ese Dios enamorado y postrado a sus pies. Antes al contrario, esa amada de Dios, altiva y sanguinaria, infiel hasta el orgullo, maltrató y dio muerte a los mensajeros de su divino Amante. Los profetas fueron despreciados y escarnecidos ante la triste mirada de Dios, quien, reducido voluntariamente y por amor a la impotencia, recibió pacientemente los sucios salivazos arrojados sobre su mano suplicante por aquella mujer que era, inexplicablemente, el amor de su vida. No logro encontrar explicación humana ante la obsesión de Amor que Dios siente por el hombre. Sé perfectamente que Él no me necesita para nada, mientras que yo no puedo ser feliz sin Él. También sé lo estúpido que sería si pensara en un sólo instante que tengo derecho a su amistad. Le he despreciado, le he ofendido y traicionado mil veces. He tenido que volver a Él otras tantas pidiendo perdón, y en cualquiera de ellas hubiera tenido que callar por la vergüenza si Él se hubiera negado a perdonarme. Y, sin embargo, cada vez que acudo al sacramento de la Penitencia tengo la segura impresión de estar haciendo feliz a Dios. No tengo la menor duda de que Dios se ha enamorado de mí de una forma absurda, que casi me produce sonrojo. Y lo más desconcertante es que no logro hallar explicación humana este Amor tan incondicional. No tiene, en verdad, explicación humana, porque se trata de algo que reside en la misma intimidad de Dios. Los mismos sabios de este mundo que, dándose aire de importancia, han llamado neuróticas o histéricas a Santa Teresa de Ávila o a Santa Teresita del Niño 69
Jesús dirían, si pudieran psicoanalizar a su Creador (¡Cuánto les gustaría!) que estamos ante un clarísimo caso de enajenación mental. Y, sin embargo, este Divino Enajenado ha reconstruido mi vida con su locura. Gracias a ella, me sé amado de una forma infinita y eterna, y sé que ese amor no me lo juego nunca, haga lo que haga. Sé que aunque el mundo entero, comenzando por quienes me son más cercanos, me diera la espalda y se volviera contra mí, nunca estaría solo o condenado al desamor. Y esta certeza me proporciona una libertad para vivir y una seguridad para actuar que el mezquino y siempre condicional cariño que los hombres solemos repartir jamás me hubiera dado. Realmente, estamos hablando de un modo de amar, de un modo de flirtear, de un modo de entregarse y de un modo de vivir “a lo divino”. Quien abre sus puertas a esa lógica disparatada y deja que se infiltre en su alma necesariamente habrá de pasar por loco ante aquellos hombres que no han conocido el Amor. Y es de acuerdo con esa lógica como, tras haber enviado un sinfín de siervos para cortejar a la amada en nombre de su Hijo, habiendo sido éstos despreciados, humillados y hasta asesinados por aquella mujer de corazón de piedra, Dios se ve obligado a tomar una determinación. Ésta podría muy bien consistir en abandonar el lance, pues Él nada se jugaba en este sangriento coqueteo. Pero eso hubiera sido demasiado “lógico”, demasiado “cuerdo”. La decisión adoptada por Dios en el seno de la Trinidad, decisión que cambiaría el curso de la Historia humana, fue la de enviar al Hijo en persona al escenario, para que interpretara su propio papel.
Jesús y la mujer samaritana Ahora bien, de acuerdo con ese estilo divino de flirtear, el Hijo habría de ir embozado, semi-oculto y semi-manifiesto, para permitir así la soltura que el deslumbramiento hubiera robado al juego amoroso. Como anteriormente, llegado su momento, el embozo habría de caer, pero no antes de obtener el “sí” de la amada. Y así fue como, embozado en carne humana, una carne que a la vez que manifestaba el amor velaba la gloria, el propio Hijo de Dios pisó con sus divinos pies esta tierra hasta entonces de maldición, haciendo su entrada en el pútrido burdel en que su amada malgastaba la vida cubierta de pecado y sumida en la miseria.
“Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice : «Dame de beber». Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos)” (Jn 4, 5-9).
70
Si aquella mujer hubiera leído bien, sin prejuicios, el Antiguo Testamento, le hubiera bastado para distinguir, detrás de aquel embozo de carne, la voz del gran Amante. Era su estilo, su escena preferida: de rodillas, sediento, mendigando agua... Era el Señor. Después de su resurrección, el apóstol Juan, que estaba enamorado y tenía un corazón limpio como la nieve, le reconocería gracias a esta misma escena. (Cf. Jn 21, 7). Pero cuando Jesús se sentó junto al pozo de Sicar todavía la misma Escritura estaba embozada, cubierta de un velo que no tardaría en caer. Esta vez nos hallamos ante una representación maravillosa, en la que el Amante y la amada están más cerca que nunca, y a la vez continúan ocultándose el rostro el uno al otro, con una especie de pudor cargado de lirismo. Ninguno quiere descubrirse el primero, pero ambos se insinúan con una finura enormemente poética. El genio artístico del Autor y Director está mostrando su brillo de un modo hermosísimo junto al pozo de Sicar. Nunca Dios fue más poeta al rimar la Historia humana con el Amor divino. Tendremos que volver a este lugar de ensueño, donde el Hijo de Dios se entretuvo coqueteando con el alma humana, más adelante; pero de momento hemos de constatar un dato relativamente nuevo que el Creador ha añadido a la escena: la mujer se extraña de que sea un hombre de raza judía quien se dirija a ella pidiéndole agua. Nos explica el evangelista que los judíos tenían por pecadores e impuros a los samaritanos. Sin embargo, para aquel hombre, nada importaba el supuesto pecado de su interlocutora; en cualquier caso, no constituía un obstáculo para acercarse a ella. La mujer desconoce todavía el motivo de este atrevimiento, y quizá lo achaca al estado de necesidad del mendigo, pero acaba de sentirse tratada con respeto por aquel que podría haberla despreciado, y esto le desconcierta. Se trata de un dato sumamente importante, porque muchas conversiones de publicanos y prostitutas, a quienes se acercó Jesús, tuvieron que ver con esto. Lo que les hizo cambiar no fue específicamente la palabra del Señor, sino el hecho de que se acercara a ellos con respeto, mientras los demás les tenían por sucios y abominables. El mismo que no temía tocar la carne putrefacta de los leprosos para limpiarla comió con los pecadores en aire de amistad y estrecha cercanía, y de este modo les ganó para el reino de los Cielos. Si esto significa, como claramente parece, que nuestros pecados no son un obstáculo para que el Hijo de Dios se acerque a nosotros, la noticia es sumamente alegre, porque nos convierte en candidatos a primeros actores en esta escena maravillosa. A la vez, si queremos estar a la altura del guión y del Guionista, nunca debiéramos perder el asombro eterno de la samaritana : “¿Cómo Tú...?” , es decir: “¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?” (Sal 8, 5). ¡Cuántas respuestas encierra esta pregunta! Todos estos acontecimientos, y otros muchos producidos a lo largo de siglos, habían venido preparando el camino para la puesta en escena final, en que la Humanidad 71
entera contemplaría la definitiva declaración de amor realizada por un Dios loco y apasionado ante el alma del hombre en pecado. Sobre el terrible escenario del Monte de la Calavera, tendrá lugar la representación más sobrecogedora del Amor divino.
La sed del Crucificado Decir ahora que el Amante se halla de rodillas ante la amada es no hacer justicia a la escena. De rodillas estuvo en Belén y en el pozo de Sicar; ante su gesto, el hombre respondió como suele: con entusiasmo al principio, con promesas de amor eterno, con palabras ardientes. Pero cuando el Amor de Cristo, penetrante como los rayos del sol, tocó lo más profundo de su persona, el hombre se dio cuenta de que estaba ante un Dios sumamente celoso: había que amarle con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, o no amarle en absoluto. Entonces se revolvió contra ese Dios que, arrodillado como un mendigo a sus pies, le pedía agua para beber, y gritando, por boca de los habitantes de Jerusalén: “¡Crucifícale!”, le partió la boca, para que no siguiera pidiendo. Y ahora, en esta representación final de la escena del Mendigo divino y la adúltera pobre, el Personaje principal ya no está arrodillado: está totalmente postrado a los pies de la amada, mordiendo el polvo de la muerte y bañado en la sangre del desprecio. Dios se ha rendido totalmente ante el hombre, y, de manera voluntaria, se ha puesto del todo a su merced. Personalmente, me hace estremecer el pensar que Cristo está postrado ante mí, preso de amor. Me hace estremecer como se estremeció Pedro cuando le vio arrodillado lavando sus pies sucios. Confieso que hay algo, en lo más bajo y repugnante de mi soberbia, que me hace desear que las cosas no hubieran sido así. A esa parcela mezquina de mi ser le resulta incómodo, comprometido, tener a todo un Dios postrado entregándose sin condiciones. Pero también sé que es esa parte sucia de mí mismo la que, sabiendo que Dios estaba ahí, al alcance de la mano, le ha ofendido y golpeado hasta romperle el corazón. Y reniego hasta las lágrimas de ese hombre viejo, de esa escoria que me ha dado motivos suficientes como para hacer penitencia el resto de mi vida. Sé que lo que tengo ante mí es un misterio de Amor que no podré comprender jamás, y que lo peor que podría hacer con él es ignorarlo. Me sé amado de una forma poderosísima, con pasión de eternidad, por todo un Dios, y lo que más me asombra es que ese caudal impetuoso de Amor no violenta mi libertad en lo más mínimo;antes bien, al llegar ante mí, se arrodilla como las olas en la playa. De no ser porque es verdad, la única verdad, parecería una blasfemia el decir que Dios se me ha sometido por completo. Y, sin embargo, esta permanente sensación de asombro llena mi vida, especialmente desde que recibí el privilegio de la ordenación sacerdotal. Cuantas veces invoco al Señor en el Santo Sacrificio con las palabras de la Consagración, me obedece a mí, que estoy lleno de pecado, y se pone humilde, inerte, entre mis dedos, a mi merced. Lo levanto para mostrarlo al pueblo, y Dios apenas pesa; le hago descender suavemente al altar, y 72
mis manos no son aplastadas ante la gravedad del Creador del Universo. Cuando parto en dos la Sagrada Hostia, apenas ofrece resistencia, como denunciando la dureza de mi cerviz, nunca dispuesta a dejarse quebrar. Yo mismo lo entrego, como un regalo, a quien se acerca a comulgar, y entonces gusto de mirar a los ojos de quien lo recibe, como diciendo: “¡Ábrele las puertas! ¡Mira que es Dios quien viene a ti!”. En esos momentos, algo me dice que a Él le gusta ser entregado como un regalo. El espectáculo de un Dios enamorado, postrado ante el hombre, pidiéndole una limosna de agua, no nos ha escandalizado todavía lo suficiente. En el fondo de muchos corazones persiste la idea de un Dios absolutamente frío, cuyo favor debe ganarse el hombre a fuerza de puños. Ese Dios produce en la persona un sentimiento de agobio, de impotencia: es un Dios que flirtea como el hombre, presumiendo, avergonzando la pequeñez del ser humano con sus alardes de poder. Pero el Crucificado del Calvario, que, al borde de la deshidratación, gime pidiendo agua, más bien debiera provocarnos el sonrojo que recorrió, como un escalofrío, el cuerpo de la Virgen cuando se dio cuenta de que había seducido a Dios. Y es que la Anunciación fue otra de las representaciones de esa misma escena de amor “al estilo divino”. Desde lo alto de la Cruz, ya sumido en el desconsuelo más profundo, sufriendo en su cuerpo y en su alma cada uno de nuestros pecados, despreciado y expulsado a golpes, por nosotros, de la tierra de los vivos, aquel Carpintero de Nazareth fijó la vista en cada una de las almas que componemos la gran familia humana. Y, en ese preciso instante que abraza la Historia entera, al clavar sus ojos en cada hombre, dejó públicamente constancia de que seguía enamorado. No hay duda: ese hombre ama al estilo divino; es el Hijo de Dios. Pero el guión no termina ahí. Todo ha quedado en suspenso tras la sorprendente declaración de amor. La Creación entera, como público atento al genio teatral de su Amo, ha quedado sumida en un silencio de asombro durante unos segundos. Pero, recuperada de su estupor y de nuevo convertida en personaje, ha de responder, por boca del hombre, a ese Galán que ha reiniciado el juego amoroso de forma sorprendente. Y ahora es el alma humana quien tiene el mando de la situación. Sólo de su respuesta depende el final de la Historia.
El guión Quisiera dejar constancia, llegados a este punto, de que no empleo esta comparación teatral por puro capricho. Todo, en la vida de Cristo, se halla sometido a un plan de salvación cuidadosamente estudiado y predeterminado por su Padre. Nada está dejado a la improvisación. Su perfecta obediencia a este plan de salvación, hasta en los detalles más pequeños, permite que le veamos como “resplandor de la gloria del Padre” (Cf. Heb 1, 3). Para cada momento de su existencia, había una respuesta, un movimiento, una actitud marcadas desde el Cielo, que eran entonces la voluntad de Dios. 73
De que Él acomodase su voluntad humana y toda su persona a estos deseos divinos, ofreciendo un sacrificio de obediencia, dependía nuestra salvación, y también dependía la armonía, la belleza de movimientos de su propio paso por la Tierra, que hacen que podamos contemplarlo, también, como el sacrificio más hermoso. Esa voluntad del Padre, ese plan de salvación prefijado desde el Cielo, estaba, en la tierra, a la vez oculto y manifiesto. Manifiesto porque había quedado escrito, por inspiración del propio Dios, en el Antiguo Testamento; y oculto porque su sentido estaba velado por la interpretación carnal que el pueblo judío aplicaba a la Escritura. Allí, en las páginas de la ‘Torah’, los ‘Nebihim’, y los ‘Ketubim’, estaba el guión de nuestra redención, escrito en clave divina. Pero hacía falta un actor supremo que poseyera esa clave divina, la del Espíritu Santo, Autor de la Escritura, para poder leer el guión, y tuviera el talento artístico necesario para poder interpretar un papel hecho a la medida de un Dios. Cuando, en la plenitud de los tiempos, ese Actor sale a escena, su propia interpretación, llevada a cabo con una perfección extraordinaria, va desvelando a los hombres, progresivamente, el contenido del guión, es decir, el verdadero sentido del Antiguo Testamento. En algunas ocasiones dejará Él mismo constancia de su sometimiento a la Escritura: cuando aparece por vez primera de modo público en Nazareth, su carta de presentación consistirá en hacer una lectura, en voz alta, del guión:
“Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy».” (Lc 4, 17-21)
De la misma forma, llegando al final de su vida, al reprochar a quienes le apresaban que vinieran con espadas y palos, les dirá:
74
“Todos los días estaba junto a vosotros, en el Templo, y no me detuvisteis. Pero es para que se cumplan las Escrituras”. (Mc 14, 49)
Sin embargo, la mayoría de las veces, esta perfecta armonía queda semioculta en el misterio. Será necesario que el espectador se sitúe en la misma clave que el Actor y el Guionista, para contemplar cómo, en la vida de Cristo, se va desvelando, progresiva y definitivamente, el plan de Dios, el guión. Cuando San Mateo escribe su evangelio, ya ha recibido el Espíritu Santo, y esta efusión de la gracia ha abierto sus ojos y sus oídos a la clave divina. Contempla entonces de nuevo la vida de Cristo, a quien tan sólo conoció “según la carne” (Cf. 2Cor 5, 16), y ante esta nueva luz queda sumergido en un asombro permanente. Conforme asiste de nuevo, en su recuerdo, al paso de Cristo por la Tierra, va viendo caer, de un modo fascinante, el velo que cubría el guión, y va encontrando con gozo la armonía digna de un genio divino. Este gozoso estupor queda reflejado una y otra vez en su evangelio cuando, ante hechos concretos de la vida de Cristo, no es capaz de resistir la tentación de detenerse y anotar, con el cierto júbilo de quien descubre por vez primera una luz que siempre estuvo allí, el cumplimiento de un pasaje de la Escritura, es decir, del guión (Cf. Mt 2, 17; 2, 23; 4, 14; 8, 17; 12,17; 13,35; 21,4; 27,9...) A la luz de ese mismo Espíritu santo, el hombre, convertido ya en actor de pleno derecho, puede y debe leer también ese guión para interpretar su papel. Si así lo hace, si consagra su vida al conocimiento del plan de Dios y al cumplimiento de ese mismo plan en cada minuto de la existencia, esa vida se vuelve transparente a la gloria, al brillo de Dios. El actor, como corresponde a un buen intérprete, desaparece, y sólo luce el talento del Creador. En esa luz que parte del Cielo y brilla así en la persona, esa luz que cumple la petición: “santificado sea tu Nombre”, del Padrenuestro, consiste, y no en otra cosa, la felicidad en esta tierra. Por eso Jesucristo toma, como modelo de discípulo, al que cumple la voluntad de Dios. (Cf. Mt 7,21) Este es el motivo por el que nos importa, y mucho, saber qué dice el guión; qué respuesta ha previsto Dios que demos a ese Cristo enamorado y rendido que de rodillas nos pide de beber. De que actuamos exactamente así, y no de otra manera, conformando nuestra voluntad con ese plan y poniendo todos nuestros talentos a su servicio, dependen nuestra felicidad, nuestra salvación, y el cumplimiento logrado de la obra de Dios.
La respuesta de Rebeca
75
«Bebe, señor», dijo ella, y bajando en seguida el cántaro sobre su brazo le dio de beber. Y en acabando de darle, dijo: «También para tus camellos voy a sacar, hasta que se hayan saciado». Y apresuradamente vació su cántaro en el abrevadero y corriendo otra vez al pozo sacó agua para todos los camellos. El hombre la contemplaba callado para saber si Yahweh había dado éxito o no a su misión” (Gén 24, 18-21)
Rebeca es una de esas mujeres de corazón grande que hallamos en la Escritura; se entrega porque quiere, con una libertad y una soltura que nada tienen que ver con la tacañería a que el mundo nos tiene acostumbrados, propia de corazones mezquinos. Ha entrado perfectamente en las claves del juego amoroso, y por ello sus ojos han ido más allá de la literalidad de aquella humilde súplica. No es suficiente con calmar la sed de aquel siervo; su generosidad se extiende también a los camellos que trae consigo, para que ninguna necesidad quede insatisfecha. Está a la altura de las circunstancias, y, ante aquella solapada declaración de amor, ha sabido responder “al estilo divino”, mientras los ojos atentos de aquel hombre la contemplaban en silencio.
La respuesta de la viuda de Sarepta
“Ella se fue e hizo según la palabra de Elías, y comieron ella, él y su hijo” (1Re 17, 15)
La reacción de la viuda de Sarepta ante la petición de Elías está empapada toda ella del modo de amar de Dios. Su postura es inasumible bajo las solas luces de la prudencia humana, porque lo que ella entrega al profeta es cuanto tiene para vivir. Esta actitud, o es un completo disparate, o equivale a entregarse ella misma, es decir, a entregar su vida en manos de un pobre que le pide una limosna. Su respuesta sólo puede cobrar sentido si la interpretamos desde una clave sobrenatural, porque sólo al Señor de la vida puede un hombre entregarle su existencia entera. Lo que hace que la viuda de Sarepta esté a la altura del Amor de Dios es que, al entrar en diálogo con Él, asume todo el riesgo del mundo. Desde el momento en que hace su ofrenda, Dios no es para ella un elemento más de su vida; al haberle dado cuanto tenía, Dios ya lo es todo para ella. En definitiva, ya no puede, literalmente, vivir sin Dios. El riesgo que libremente ha asumido es máximo, y a amar así ha quedado, de forma ineludible, en manos de Dios. Y semejante actitud armoniza perfectamente con ese estilo divino de amar.
76
La respuesta de la mujer samaritana De la samaritana que encontró a Jesús junto al pozo de Sicar no se nos dice ni tan siquiera que, extrayendo un poco de agua, se la hubiera ofrecido al Señor. Es más, todo parece indicar que no lo hizo, si nos atenemos a la imagen que San Juan pone ante nuestros ojos de un cubo seco y abandonado por olvido al borde del pozo. Y, sin embargo, la sed y el hambre de Jesús quedaron satisfechas hasta tal punto por aquella mujer, que se negó a tomar el alimento que los apóstoles le ofrecían. En ese hermosísismo diálogo que Cristo mantuvo, al borde del pozo, con la samaritana, el Amante, partiendo del plano simbólico ineludible en el lance amoroso, condujo a la amada al plano más real y más profundo de la realidad de aquella y de la sed de Éste, y lo hizo de un modo tan delicado y tan sangrante, tan crudo y tan dulce a la vez, que aquella mujer acabó calmando la sed de todo un Dios en su misma raíz, al entregarle precisamente aquella ofrenda que un Dios requiere: la fe. No sólo le entregó su existencia en cuanto viviente, como la viuda de Sarepta: se entregó como creyente, quedando convertida en apóstol. Ella misma quedó presa de ese estilo divino de amar. Pero el juego de los embozos engaña a la lógica humana, mostrándole unos personajes cuyos papeles, en realidad, están invertidos. Ese mendigo sediento que arrodillado pide agua para beber es el Rey del Universo, y aquella mujer que acude al pozo con su cántaro es un ser humano pobre desde que nació y, lo sepa o no, presa de una sed que ninguna criatura puede calmar, porque es sed de Dios.
El mendigo misterioso El Carpintero de Nazareth que, juzgado de forma infame, se debate en la agonía clavado vilmente en un leño, y que ofrece al mundo el espectáculo de un cuerpo humano hecho trizas, bañado en su propia sangre; ese Jesús que, sumido en el dolor más profundo y casi muerto de sed, pide agua para beber, tiene dentro de Sí un infinito caudal de vida eterna, porque es Dios. Y ese hombre que, al pecar, decidió que la presencia del Nazareno estaba de más en su vida, y, por tanto, había que arrancarle de la Tierra; ese hombre que, al apartarse de Dios, juzgó que no necesitaba para nada a quien ahora le pide una limosna, y resolvió prescindir de Él, es la criatura más pobre del Universo, porque fue creado para vivir eternamente y está condenado a muerte; fue creado para amar y ser amado por Dios, y está entrando de lleno en el Infierno, en la ausencia de Dios. Y, sin embargo, es Él, el Carpintero, quien pide una limosna. Tienen que empezar a caer los embozos.
“Si conocieras el Don de Dios, y quien es el que te dice: «dame de beber», tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”
77
. (Jn 4, 10)
La postura ante Dios Ahora ha de ser la amada quien se arrodille, respondiendo así al gesto del Amante. Para ello ha de sentirse necesitada, ha de conocer su sed y saberse pobre. Esa palabra del Señor: “agua viva”, removerá en ella recuerdos y ansiedades olvidadas hace largo tiempo, quizá miles de años, cuando sus padres abandonaron el Jardín, y, alcanzando de lleno el centro de su herida, cubierta por tanta ponzoña y tanta ignorancia culpable, le recordará que está sedienta de Dios y de vida eterna; le recordará que, tras ese aire de suficiencia y esa falsa satisfacción, se oculta una persona muerta de sed desde su mismo nacimiento, y que, aunque nunca quiso pensarlo, tenía más sed cuanto más intentaba calmarla en aljibes cenagosos. Esos aljibes, que ella tan bien conoce, nunca la han saciado; es agua podrida, que deja un regusto de insatisfacción y nostalgia y un poso de suciedad que amarga las entrañas. Sin embargo, ¡cuántas veces volvió al mismo sitio, sabiendo que no habría de encontrar consuelo! Y así, sintiéndose despojada suavemente de su embozo, y desnuda, tanto en su pecado como en su pobreza, se arrodillará ante quien se arrodilló primero, y con el corazón roto le pedirá una limosna:
“Señor, dame de ese agua, para que no tenga que venir al pozo a sacarla” (Jn 4, 15)
Muy probablemente no sabe lo que dice, pero, al haber entrado en esa clave amatoria divina, el Espíritu Santo en persona le está apuntando el guión, aunque tampoco de ello se dé cuenta. Tras sus palabras se esconde el deseo del alma enamorada que ya no quiere necesitar más que a Dios, ni pertenecer a nadie más que a quien ha sido siempre su Señor. El grito suplicante que pide agua es ahora del hombre, y el destinatario de esa súplica es Dios. Repito que me es indiferente el hecho de que la mujer samaritana supiera o no lo que pedía o a quien se lo pedía. Muy probablemente, no tenía la menor idea, porque en ese estadio del diálogo, se mueve en un nivel muy superficial. Sin embargo, aunque no tenga presente la trascendencia de cuanto ocurre en ese momento, está operando con un material divino. Sólo el Autor de la obra conoce todo su alcance, y Él es dueño de revelarlo cuando quiera, tanto a los actores como al público. Y si juzga oportuno hacerlo una vez concluida la representación, tanto mejor. Tampoco el rey David sabía lo que estaba diciendo cuando, al asumir ese mismo papel, y sintiendo una 78
sed abrasadora, clamó desde lo más profundo de su nostalgia:
“¡Quién me diera a beber agua de la cisterna que hay a la puerta de Belén!” (2Sam 23, 15; 1Cro 11,17)
De nuevo Belén. Allí, en aquel establo, se representó esta misma escena en una versión sublime, y esta vez con actores de primera categoría. La Palabra de Dios se arrodilló hasta hacerse muda y pedir que le enseñaran a hablar; el Amor de Dios se arrodilló hasta hacerse niño y pedir unos brazos que le estrecharan; la omnipotencia de Dios se arrodilló hasta la desnudez indefensa de un infante, y pidió en limosna unos pañales. Y aquella ante quien estaba, la amada, la mujer que más dignamente nos representó ante el Amor de Dios, era María de Nazareth, quien se hizo a sí misma “la esclava del Señor” y le pidió a su vez en limosna el cumplimiento de la palabra de Dios en su vida. La altura estética y artística era, en este caso, insuperable para toda la Historia. Ese agua viva que prometió Jesús a la samaritana estaba manando ya en Belén, y esa cisterna a la que David se refiere es una mujer que contuvo en su vientre el infinito caudal de la misericordia del Altísimo. Sin verlo, David lo vio, y con cientos de años de adelanto gimió de sed ante el Misterio de la Encarnación.
El comienzo de una relación de amor Estamos ante un momento delicadísimo de la escena. Si el alma que ha escuchado la súplica pobre del Hijo de Dios no deja caer su embozo y se postra ante Él como un pecador sediento, la representación no seguirá adelante. Ese alma pasará de largo, y tan sólo guardará el recuerdo de un pedigüeño que vino a importunarle. Quizá más adelante recuerde aquella voz, y aquella promesa de agua viva, y, despertando de su inconsciencia, vuelva junto al pozo con la esperanza de que aquel hombre siga allí; y, sin duda, allí lo encontrará, aún postrado en el polvo de la muerte esperando una respuesta... O quizá ese alma no vuelva, aunque recuerde... Pero si el hombre quiere dejarse seducir; si quiere entrar en ese juego amoroso al estilo divino que el mismo Dios le ofrece, entonces debe abajarse, y esto es hacer penitencia. El ejercicio del ayuno, la mortificación de los sentidos y la imaginación, para un cristiano tiene todo el sentido de una respuesta galante al Amor seductor de Dios. El alma que se reconoce pecadora, privándose por amor y libremente de satisfacciones materiales e internas innecesarias, está poniéndose a la altura de un Amante que se ha acercado a ella pobre y de rodillas, sediento y necesitado. Por ello, las prácticas cristianas 79
de penitencia y mortificación no son más que la expresión ineludible, en el propio cuerpo, de una actitud de postración interna y de reconocimiento del propio pecado, adoptada en diálogo con el Amante divino que se arrodilló primero. Ya tenemos a los dos amantes arrodillados, el uno frente al otro. El embozo ha caído del rostro de la amada, y sus ojos se han clavado fijamente en la faz de aquel mendigo misterioso que la desnudó con una mirada de misericordia. Ahora será Él quien descubra enteramente su rostro, y muestre su gloria a solas ante la amada rendida:
“«Sé que va a avenir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo». Jesús le dice: «Yo soy, el que te está hablando».” (Jn 4, 25-26)
Hasta tal punto sació el agua viva la verdadera sed de aquella mujer, que también ella olvidó el motivo de su viaje al pozo, y, dejando allí el cubo, marchó, llena de júbilo, a comunicar su descubrimiento. Por primera vez, y tras haber tenido cinco maridos, se había enamorado de un pobre que era Dios.
Amor y Cruz El amor a la Cruz siempre ha sido y será un escándalo para el mundo. Hablar de belleza donde se nos muestra un espectáculo humanamente repugnante hasta la nausea no deja de ser, según esa lógica, una locura. Pero también lo es creer que el hombre que en el Gólgota pidió agua mostraba un cuerpo parecido al del Cristo de Velázquez. Esa belleza que el pintor ha de plasmar en colores, porque no encuentra otro modo de expresarla, no residía, dese luego, en el cuerpo crucificado de Cristo, que humanamente era repulsivo, “como uno ante quien se vuelve el rostro” (Is 53,3). Nos creemos que en el Calvario se exhibió un desnudo griego, y luego nos escandalizamos ante el cuerpo de un moribundo que, cubierto de pus y llagas, agoniza ante nosotros en la habitación de un hospital. Pero lo que nos ha salvado es la sangre, aunque nos produzca mareo el mirarla. La verdadera belleza, el misterio de Amor que la Cruz esconde, se muestra a la mirada del hombre en un segundo momento: cuando el pecador se deja estremecer por el lamento de un Cristo que muere de sed, y arrepentido se postra ante Él dándole a beber su propia vida, entonces cae el embozo, el velo que cubre la Cruz, y en ella verá clavado a todo un Dios amante, que no habiendo encontrado mejor forma de mostrarle su Amor, se ha rendido a sus pies, y, agotado hasta la muerte, le suplica:
80
“Tengo sed” (Jn 19, 28)
81
SEXTA PALABRA “Todo está consumado” (Jn 19, 30)
El más hermoso de los hijos de Adán Los ojos del Señor ya están cansados. Las densas tinieblas han entrado, a través de ellos, hasta lo más profundo del alma. Su grito sediento ha sido respondido entre risas por una esponja empapada en vinagre... Ha contemplado, en unas horas, todos los crímenes, todos los horrores, todos los pecados con que la Humanidad ha pagado a Dios su infinita generosidad... Ha mirado al cielo, y esa mirada ha brotado sangre a borbotones por la herida de su destierro... Ahora, en estos últimos instantes de su paso por la tierra, los ojos de Jesús se dirigen hacia sí mismo. Tan sólo unos días antes, dos días antes, cuando aún paseaba por las calles de Jerusalén con toda libertad, sonriendo a los niños y a veces con el rayo en su mirada al predicar el evangelio, o al reprender a los escribas y fariseos, ese mismo cuerpo, lleno de vida, hubiera hecho exclamar al hebreo honrado, con las palabras de un salmo: “Eres hermoso, el más hermoso de los hijos de Adán” (Sal 44, 3)
El cuerpo humano del Hijo de Dios, que se mostró a los hombres envuelto en una túnica inconsútil, era de tal belleza que ya hablaba del Creador antes de que se abrieran sus labios. El brillo que adquirían sus ojos cuando se refería a su Padre había rendido a multitudes, y la profundidad de su mirada, penetrante como espada de dos filos, tocando con un extremo lo alto del Cielo, y con el otro lo más íntimo del alma de su interlocutor, removió las entrañas de Mateo, de aquel joven rico, y de tantos otros. Sus manos fueron el cauce de carne por el cual la gracia sanadora de Dios se derramó sobre multitud de enfermos. Al contacto de aquellos dedos, muchos ojos cerrados se abrieron, muchos oídos dormidos despertaron, muchas lenguas atadas se soltaron, muchos cuerpos cubiertos de lepra quedaron limpios. Confieso que siento especial veneración hacia los pies del Señor. Esos pies, que fueron ungidos con verdadera devoción por María, la hermana de Lázaro (Cf. Jn 12, 18), y por una prostituta que aprendió a amar a Dios (Cf. Lc 7, 36-50), son, a mi modo de ver, el vivo cumplimiento de promesas de amor formuladas hacía largo tiempo; promesas que, burlando la metáfora y la retórica, se hicieron realidad cuando aquellos pies divinos 82
se posaron sobre el suelo de esta tierra reseca:
“¡Ojalá rasgases el Cielo y bajases!” (Is 63, 19) “Inclina tu cielo y desciende, toca los montes, y echarán humo” (Sal 143, 5).
Ese abrazo sorprendente del Cielo a la Tierra se hizo realidad de una forma física en los pies de carne del Señor. Por vez primera, la Tierra, apartada violentamente de su Creador por el pecado de Adán y sometida al poder de Satanás, recibía la caricia de consuelo de su Dueño. Y así, sin que el hombre se diera cuenta, el orbe entero se estremeció con un escalofrío que recorrió de oriente a occidente, presintiendo, en aquel abrazo, su próxima redención. No me canso de imaginar el cuerpo humano de Jesucristo. Es el único cuerpo terrestre del cual un hombre puede enamorarse con el amor único con que la criatura se enamora de su Creador, quizá el único amor plenamente auténtico que mana del corazón humano. Dos días. Tan sólo dos días antes del Viernes Santo, los labios del Señor sonreían iluminando su rostro. Al hablar con los niños y bendecirles, al tratar familiarmente con Lázaro, Marta o María, al conversar con los Doce en los momentos de descanso... Cuando se abrían, el Espíritu Santo se derramaba suavemente sobre los corazones, vertiendo en ellos una alegría tristemente olvidada desde hacía miles de años:
“En tus labios se derrama la gracia” (Sal 44, 3)
Este verso, quizá, nos da la clave para entender por qué tantas multitudes se agolpaban contantemente en torno a Jesús, y “le oían pendientes de sus labios” (Lc 19, 48). El corazón humano, creado para ser empapado y fecundado por el Espíritu de Dios, arrastraba miles de años de sequía, y era ya una tierra tan seca, tan árida, que hasta había olvidado cómo era el agua que podía saciar su sed. Cuando el Hijo de Dios, lleno del Espíritu Santo, se posó sobre la superficie de la Tierra y sus labios se abrieron, la gracia divina comenzó a derramarse sobre aquellas almas que le escuchaban, y causó tal estremecimiento, removió tales recuerdos, que la sed olvidada y aletargada se despertó rugiente, feroz. Aquellos hombres no eran conscientes de qué era lo que les movía; no sabían expresar que eran presa de una sed de siglos, cuya satisfacción se mostraba, por 83
fin, cercana, manando de unos labios de carne como los suyos, por los que se derramaban, a borbotones, las palabras de Dios. Dos días. Tan sólo dos días antes, aquel cuerpo era la pura belleza, la pura alegría de Dios sobre una tierra entristecida:
“Mi amado es fulgido y rubio, distinguido entre diez mil. Su cabeza es oro, oro puro; sus guedejas, racimos de palmera, negras como el cuervo. Sus ojos como palomas junto a arroyos de aguas, bañándose en leche, posadas junto a un estanque. Sus mejillas, eras de balsameras, macizos de perfume. Sus labios son lirios que destilan mirra fluida. Sus manos, aros de oro, engastadas de piedras de Tarsis. Su vientre, de pulido marfil, recubierto de zafiros. Sus piernas, columnas de alabastro, asentadas en basas de oro puro. Su porte es como el Líbano, esbelto cual los cedros. Su paladar, dulcísimo, y todo él, un encanto. Así es mi amado, así mi amigo, hijas de Jerusalén.” (Ct 5, 10-16)
84
Cuando contemplo la Pasión del Señor, a menudo me siento movido a retroceder, en mi mente, esos dos días, y pensar que todo aquello podría no haber sucedido. Podríamos no haber pecado; podríamos haber pagado con amor al Amor de Dios; podríamos haber recibido a Cristo con el corazón abierto... Y, sin embargo, ahora, tan sólo dos días después, Jesús de Nazareth mira a su cuerpo, desnudo y destrozado; a un cuerpo que no parece ya el de un hombre, sino el de un gusano: sus cabellos, trenzados con espinas que taladran la piel y los tiñen de escarlata, se han empastado con la sangre y el polvo de la vía dolorosa, como un velo de muerte y de espanto; su frente ha sido desgarrada por aquella corona de burla, y de ella manan rojas hileras de amor que recorren los pómulos y empapan la barba, cayendo por ella en gruesas perlas sobre la superficie de la tierra; sus ojos, llenos de paz, han visto, desde allí arriba, demasiada muerte, demasiadas traiciones, demasiados crímenes, y ahora están lánguidos, derrotados por la tristeza, bañados en lágrimas silenciosas que ningún hombre advirtió; en sus mejillas, ya casi pegadas a los huesos, se entremezcla el polvo con la sangre y con esputos secos salidos de la sucia boca de los hombres, imprimiendo en ellos el paisaje terrible de nuestro pecado; los labios se los hemos partido a bofetadas, y el inferior cuelga macilento, abierto, derramando todavía, sobre la tierra, la gracia de Dios roja como la púrpura. Las manos, cosidas al leño por un sucio clavo que ha taladrado las muñecas, y pobladas de astillas que se clavaron cuando cargaba con la Cruz, ya no pueden acariciar, ni moverse al ritmo de sus palabras de vida, porque son la imagen de la muerte y la esclavitud. El torso, abierto como un árbol herido por el hacha, se ha rasgado igual que un velo, y muestra a la vez la carne, la sangre y hasta los huesos, sin recordar en nada al cuerpo de un hombre. La piel ha sido arrancada a latigazos, y en sus piernas el flagelo ha abierto surcos encarnados que una madre hubiera querido ungir con aceite. Los pies, taladrados por el clavo, sucios por la polvareda, son el caño en el que confluyen tantos regueros de sangre, y desde ellos esa sangre desciende, como un río suave de gracia, sobre tierra, mar y cielo. Todo está consumado.
La Alianza Ese cuerpo destrozado del hombre-Dios es la consumación física, tras largos siglos de espera apasionada y hambrienta, de las nupcias de Dios con su pueblo, de la Alianza de amor rota en el Edén y renovada solemnemente en el Horeb, y que ponía fin, de una vez por todas, al repudio que el Creador hizo recaer sobre el hombre en la persona de Adán. Cuando el hombre se fascina ante la realidad del amor de las criaturas, y muy 85
particularmente del amor nupcial, a menudo pierde de vista que no se halla más que ante un reflejo de la que es la Historia de amor por antonomasia. La Alianza es una realidad tan central en la vida de los hombres, lo sepan o no, que todo amor humano es un eco de lo que en ella sucede. Cuando el hombre se enamora, tiene siempre en sus manos un material divino, aunque no sea consciente de ello. Ese chispazo de luz nupcial brotado precisamente de la Alianza puede enaltecerle hasta divinizarle, o ser profanado y pisoteado indignamente al someterlo al capricho humano. No me cabe la menor duda de que, cuando un hombre y una mujer se enamoran, están reproduciendo, reflejando en sus vidas la realidad suprema de las nupcias de Dios con su pueblo. Si en tiempos de Moisés era posible el divorcio a través del libelo de repudio, es porque la Alianza estaba rota, y Dios había repudiado a su pueblo. Pero si Cristo abole esta ley para proclamar que el nuevo matrimonio es indisoluble, esto quiere decir, sin duda alguna, que una nueva Alianza se está estableciendo, y esta Alianza va a ser consumada físicamente de una vez por todas.
“Vosotros seréis mi pueblo, y Yo seré vuestro Dios.” (Ex 6,7)
Son las palabras de la fórmula de la Alianza, que constituyen una auténtica promesa de amor y entrega mutuas entre Yahweh e Israel: Tú serás mía, y Yo seré tuyo; te entregarás a mí, y Yo me entregaré a ti. Con ellas, a la vez que queda sellado el pacto nupcial, comienza una tragedia. El pecado, que entró en el mundo por envidia del Diablo, ha abierto una brecha entre Dios y el hombre, y esa brecha no pueden salvarla las fuerzas o lo méritos humanos. Esta terrible distancia supone una herida mortal en la Alianza, porque, mientras permanezca abierta, los esposos no podrán tocarse. Ha comenzado una tremenda agonía: Israel intenta acercarse a su Esposo a través de la Ley, pero el pecado hará su aparición una y otra vez, impidiendo a la esposa acortar las distancias.
El drama de la entrega de la vida: la Ley El pueblo hebreo es un pueblo carnal, y no entiende de esos distingos espirituales que gustan tanto a nuestro intelectual burgués de hoy: no comprende el amor a distancia, ni conoce las citas a ciegas, ni sabe nada de posicionamientos filosóficos u opciones fundamentales. Las cosas, para él, son mucho más simples, y, a la vez, mucho más crudas: un matrimonio tiene que consumarse, y esa consumación ha de ser física, corporal, carnal. Si quiere sellar definitivamente su amor con Yahweh, debe entregarle la vida y el cuerpo, como Sara, Rebeca y Raquel entregaron su cuerpo a Abraham, Isaac y Jacob. Mientras no lo haga, no podrá gozar de su Esposo en la única manera que conoce de hacerlo, es decir, carnalmente. Fueron siglos de pasión voraz insatisfecha, 86
condicionados fatalmente por aquel pecado que, como un grillete, encadenaba a la esposa al dominio de Satanás, impidiéndole acercarse al tálamo nupcial. La Ley le señalaba el camino para entregar su vida, pero cuantas veces Israel intentaba recorrerlo, caía derribado por el terrible golpe del pecado. De nuevo se levantaba y, renovando la Alianza, emprendía el mismo camino, pero volvía a caer indefectiblemente. Se levantó con Abraham poderosamente en busca de su Dios, y cayó entregando a José como esclavo en manos de Egipto; en Moisés se alzó de nuevo, y vivió un idilio con su Dios en el Desierto, pero cayó hecho trizas ante un becerro de oro; entró en la Tierra Prometida, e hizo mil esfuerzos para volver a emprender la marcha; la voz de Samuel resonó en todo Israel como la del heraldo de la mañana, que invita a despertar y caminar hacia Dios, pero en Saúl el pueblo cayó de bruces; se levantó prodigiosamente en David, el joven pastor que venció al Filisteo, pero cayó ante la belleza de Betsabé, la mujer de Urías, y se revolcó en el fango con Salomón... ¡Qué terrible agonía, en busca del abrazo del Esposo, sin poder acortar la distancia!
“Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío. Tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?” (Sal 41, 1-3)
“Mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62,2)
San Pablo, viviendo como judío, experimentó trágicamente esta agonía al intentar recorrer el camino de la Ley:
“Aún queriendo hacer el bien, el mal es el que se me presenta. Pues me complazco en la Ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros.” (Rom 7, 21-23)
87
Toda su desesperación se traduce en el grito final:
“¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rom 7, 24)
Y así la Ley, que señalaba el camino de acceso a Dios, se había convertido, por la dureza del corazón de hombre, en el velo terrible que separaba a la esposa del Esposo, impidiendo la consumación carnal de la Alianza.
El drama de la entrega del cuerpo: la muerte La entrega del cuerpo, en ese matrimonio marcado por la angustia, encontraba en su camino el muro fatal de la muerte. Antes del pecado, Yahweh paseaba por el jardín a la hora de la brisa (cf. Gén 3,8), y hablaba con el hombre cara a cara. Pero con el pecado entró la muerte en el mundo, y Dios quedaba del otro lado de aquella zanja. Así las cosas, la consumación de la Alianza tenía que realizarse necesariamente a través de un sacrificio, y ese sacrificio había de ser un sacrificio humano. Es la escalofriante intuición de Abraham, que hizo mella en todo el pueblo judío. No bastaban ni los corderos ni las reses, porque el hombre mismo debía cruzar ese fatídico umbral a través del holocausto. Tampoco bastaba que el ser humano se entregase, sin más, a la muerte, porque el peso de sus pecados le conducía al Seol, a la ausencia de Dios. El sacrificio debía ser humano, sí, pero el cordero no podía tener defecto ni mancha alguna que le arrastrase al Infierno (cf. Ex 12, 5). Ese hombre sin pecado que entregara su cuerpo debía, además, lavar con su sangre las culpas del pueblo, para que la consumación de la Alianza no quedara en él sólo, sino que fuera la esposa, el nuevo Israel, quien hiciera su entrada en la cámara nupcial. Este es el Mesías, el Siervo de Yahweh, tal como el profeta Isaías lo vio: el cordero humano que, mediante su sacrificio, debía consumar la Alianza en nombre del pueblo. Pero en la raza hebrea el hombre sin pecado no existía. El ser humano era concebido ya pecador desde el seno de su madre (cf. Sal 50, 7), y estaba desde entonces condenado a esta fatídica búsqueda del abrazo de Dios. La Alianza no podía consumarse, y la esposa, como la del Cantar, se desesperaría tras la pista de amor del Amado oculto, cuyo lecho se situaba más allá de la muerte:
88
“En mi lecho, por las noches, he buscado al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé. Los centinelas me encontraron, los que hacen la ronda en la ciudad ¿Habéis visto al amor de mi alma? (Ct 3, 1-2)
Esos centinelas eran, nos aclarará San Pablo, de un lado la Ley, vigía infranqueable para el hombre pecador, y de otro lado el Satán, el acusador, apostado detrás de la muerte para llevar al hombre al Seol en justa condena por sus pecados (cf. Gál 3,23; Rom 7, 23). Así las cosas, la Alianza de Dios con su pueblo era un matrimonio infértil, no consumado. Israel era una mujer estéril, incapaz de unirse a su Dios para dar frutos de vida, abandonada a la soledad en que había quedado después de su repudio y en manos de su propio pecado.
El anuncio de la nueva Alianza El profeta Ezequiel recorre la historia de esta Alianza frustrada en el capítulo 16 de su libro, y lo hace de una forma trágica y bellísima. Son unas páginas llenas de dolor y de ternura, que sitúan al lector con toda crudeza ante la historia de su pueblo, vivida en la clave del amor de Dios:
“Tu padre era amorreo y tu madre hitita. Cuando naciste, el día en que viniste al mundo, no se te cortó el cordón, no se te lavó con agua para limpiarte, no se te frotó con sal ni se te envolvió en pañales. Ningún ojo se apiadó de ti para brindarte alguno de estos menesteres, por compasión a ti. Quedaste expuesta en pleno campo, porque dabas repugnancia, el día en que viniste al mundo. Yo pasé junto a ti y te vi agitándote en tu sangre. Y te dije,
89
cuando estabas en tu sangre: «Vive», y te hice crecer como la hierba de los campos. Tú creciste, te desarrollaste y llegaste a la edad núbil. Se formaron tus senos, tu cabellera creció; pero estabas completamente desnuda. Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo - oráculo del Señor Yahweh - , y tú fuiste mía. Te lavé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te puse vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino fino y un manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un colar a tu cuello (...) Pero tú te pagaste de tu belleza, te aprovechaste de tu fama para prostituirte, prodigaste tu lascivia todo transeúnte entregándote a él. Tomaste tus vestidos para hacerte altos de ricos colores y te prostituiste en ellos. Tomaste tus joyas de oro y plata que yo te había dado y te hiciste imágenes de hombres para prostituirte ante ellas (...) ¡Oh, qué débil era tu corazón - oráculo del Señor Yahweh para cometer todas estas acciones, dignas de una prostituta descarada! (...) A toda prostituta se le da un regalo. Tú, en cambio, dabas regalos a todos tus amantes y los atraías con mercedes para que viniesen a ti de los alrededores y se prestasen a tus prostituciones (...) Pues bien, prostituta, escucha la palabra de Yahweh. Así dice el Señor Yahweh: (...) Porque no te has acordado de los días de tu juventud, y con todas estas cosas me has provocado, he aquí que también yo por mi parte haré recaer tu conducta sobre tu cabeza, oráculo del Señor Yahweh (...) Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré en tu favor una alianza eterna (...) Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy Yahweh.” (Ez 16, 3-11.15-17.30-33.35-36.43.60-62)
Esta historia terrible concluye con una promesa: puesto que la Alianza primera ha resultado estéril, el mismo Yahweh establecerá una nueva Alianza, esta vez definitiva, consumada y fértil.
“He aquí que vienen días, dice el Señor y concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva Alianza, no como la antigua Alianza que hice con sus padres el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto.
90
Como ellos no permanecieron fieles a mi Alianza también yo me desentendí de ellos, dice el Señor. Esta es la Alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo.” (Jer 31, 31-33)
“De todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi Espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos y que guardéis y cumpláis mis mandatos” (Ez 36, 25-27)
Aquella nueva Alianza iba por fin a consumarse en un abrazo eterno. Dios mismo purificaría a su esposa, a su pueblo, y le daría un corazón capaz de rendirse ante Él. Entonces, con la esposa ya rendida, tendría lugar un tierno abrazo de amor en el cual Él fecundaría a su amada infundiéndole su propio Espíritu. Preñada del Espíritu de Dios, la esposa podría, al fin, dar a luz las obras de santidad, el cumplimiento de la nueva Ley.
“Ya no te llamarán ‘abandonada’ ni a tu tierra ‘devastada’; a ti te llamarán ‘mi Favorita’ y a tu tierra ‘desposada’;
91
porque el señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se desposa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo” (Is 62, 4-5)
Leída desde esta clave, la historia del profeta Oseas resulta particularmente luminosa. Haría falta transcribir aquí todo el libro de Oseas, y no puedo hacerlo. Pero lo que convierte a este profeta en una figura especialmente cercana a Jesucristo es que, en lugar de entregar, como otros profetas, su palabra al servicio de Dios, es su propia vida la que entrega al Creador, convirtiendo dócilmente su existencia en una palabra dicha por Dios a su pueblo. Obediente a los mandatos del Señor, se casa con una meretriz, a la que posteriormente, también por indicación divina, repudia. Una vez repudiada, Dios le invita a desposarla de nuevo, y esta vez para siempre. Con todo ello, Oseas convierte su biografía en una parábola viviente sobre la Alianza rota, el repudio de Dios hacia su pueblo, y la promesa consoladora de la nueva Alianza. Los ejemplos podrían multiplicarse hasta la saciedad. Personalmente, me resulta apasionante leer la Sagrada Escritura bajo esta clave nupcial. Detrás de cada página se esconde un delirio, un requiebro, un reproche o una tristeza amorosa. No hay una sola línea que no tiemble de amor, esperando ser desvelada ante la mirada del alma, bajo la tenue y poderosísima luz del Espíritu. Y así, toda la Historia Sagrada queda convertida en unos desposorios ansiados y mil veces retrasado, pero cumplidos, al fin, al llegar la plenitud de los tiempos.
La consumación Si el cuerpo roto y casi despedazado de Cristo pendiente del madero muestra al mundo el cumplimiento de todas las Escrituras (“todo está cumplido”, se suele traducir también), es porque en ese cuerpo se ha consumado, por fin, la nueva Alianza, y con ello la Alianza antigua, frustrada una y otra vez, ha llegado a su término. La consumación de este matrimonio, en la noche de las bodas del Cordero, tras siglos de hambre y de espera apasionada, fue tan sobrecogedora que ha hecho estremecer de terror y de gozo la Historia entera y los mundos; desde lo más alto del cielo a lo más profundo del abismo, en aquella noche un escalofrío recorrió, como un dardo de Amor, a Creador y criaturas. Hecho, por voluntad propia, uno con los hombres, hombre perfecto y sin 92
mancha, el Hijo de Dios cargó con los crímenes de toda la Humanidad sobre su cuerpo y su alma. Y así, constituido en cabeza del pueblo, entregó su cuerpo al eterno amante, el Padre de los Cielos. En Él, por vez primera desde la caída de Adán, la Humanidad tuvo un cuerpo virgen, intacto, jamás prostituido por Satán ante los falsos dioses ni manchado con la culpa. Era el cuerpo sin mancilla del “Amado, el Predilecto” (Mc 1, 11), sumamente agradable a Dios, el único capaz de rendir al Creador ante su hechizo. Cargando con la secular angustia del hombre hambriento, ese cuerpo virgen se entregó, lleno de ansiedad, a la muerte en busca del abrazo del Amante, que esperaba inquieto al otro lado de la terrible cortina. Y el Amante abrazó al Amado, y en Él a la esposa hambrienta, con un abrazo divino, de tormenta y de vértigo, impetuoso, dulcísimo. Entonces aquel cuerpo virgen, velo tras el cual toda la Humanidad ardía de pasión, se rasgó por completo, inundándolo todo de sangre; con él se rasgó la cortina del Templo, de arriba a abajo, porque, en aquel sagrado momento, Dios y el hombre estaban siendo uno. Y a través de los despojos sangrantes de aquel velo, el Amante infundió en las entrañas de su esposa la semilla santa de su Espíritu, y la Tierra entonces quedó preñada de Dios, loca de amor, llena de alegría. Todo está consumado. Todo el amor contenido de Dios por su pueblo estaba en el corazón de Cristo, que vino a la Tierra como el novio acude a desposar, por fin, a la amada. La castidad de Jesús de Nazareth, el celibato que vivió durante su vida en la tierra, no puede interpretarse si no es en una clave esponsal. Nada más lejos de este amor nupcial que la continencia que brota de la frialdad, la represión o la impotencia. Cristo no era un eunuco. Su celibato es un celibato ardiente, enamorado, pasional, sacerdotal, que brota del corazón encendido del Cordero cuyas bodas se celebraron en el Gólgota. Como auténtico amor esponsal encerrado en un corazón de carne, arderá de pasión buscando expresarse, precisamente, a través de la carne, por la entrega del cuerpo a la esposa en un abrazo eterno.
“¡Cómo me consumo hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50)
Entrando en juego semejante amor, proveniente de todo un Dios y encerrado en las entrañas de carne del Cordero - Esposo, no cabía más que una expresión carnal capaz de llevar a cabo la consumación de las nupcias, y esa expresión carnal era la muerte. Y así, en la cima del Monte Calvario, envuelta la Creación en una noche inventada a las doce de la mañana para albergar el mayor acto de amor jamás derramado sobre esta tierra, sobre el tálamo santo de una Cruz que es ya el lecho nupcial del cristiano, el Cordero desposó a su amada con un beso de muerte y de vida, y le entregó 93
su cuerpo enamorado hasta la misma extenuación, derramando por sus llagas un aliento y una sangre, semilla de la gracia, que llegaron hasta las entrañas de una tierra podrida, rejuveneciéndola y preñándola de vida eterna. Las palabras rituales de la Alianza, escritas siglos antes, temblaron de gozo: “Vosotros seréis mi pueblo, y Yo seré vuestro Dios” (Ex 6,7). Dios se nos entregó sin reservas, corporalmente, y ahora, con esa sangre, nos ha comprado y somos suyos. Todo está consumado.
Alianza, Cruz, y amor conyugal Hay que estar totalmente ciego para no percatarse, contemplando así la Pasión de Cristo, de que la unión conyugal entre el hombre y la mujer es un acto sagrado, un eco en la carne y el corazón humanos de la historia de amor de Dios con su pueblo, y por ello constituye en si misma una renovación de la Alianza. No me cabe la menor duda de que, en ese momento, cuyo alcance y trascendencia sobrepasa con mucho el estrecho campo de visión de nuestros ojos, el hombre y la mujer están siendo instrumentos privilegiados de un acontecimiento esencialmente divino, y en ese acontecimiento el ser humano es un invitado de honor que debe acercarse con suma reverencia a las puertas del Misterio. También por ello estoy firmemente convencido de que, en nuestra sociedad, el hombre ha cometido una profanación terrible al convertir la sexualidad en un mero objeto al servicio de fines humanos generalmente inconfesables. Cruzando a patadas los umbrales del Sancta Sanctorum, ha hecho de la unión conyugal una técnica, y la ha manipulado con anticonceptivos y mecanismos bastardos, nacidos de lo más bajo de su propio egoísmo, para someterla a su dominio. Muy probablemente lo ha hecho con los ojos vendados, y no me cabe duda de que detrás de esa venda está el Diablo, pero alguien tiene que abrir los ojos a esta sociedad que, en nombre de no se sabe qué valores, está pisoteando toda reliquia de Dios en el hombre. El “seréis como dioses” está más vivo que nunca, cuando el hombre se ha olvidado de cómo arrodillarse y se quiere adueñar del Misterio, convirtiéndolo en objeto de estudio, de placer o de conveniencia. Pero, como siempre, la arrogancia de la criatura se vuelve contra sí misma. La sexualidad, creada para divinizar al ser humano reflejando en él el brillo supremo del amor divino, se ha convertido en un tirano despótico que humilla y esclaviza a multitud de hombres, reduciéndoles a un estado casi animal. Lo repito una y otra vez: detrás de esa cadena está el Diablo, y el hombre sigue postrado, aunque sea ante Satanás. Su estilo es sumamente sibilino, pero es un déspota. No nos resulta ya extraño ver cómo grandes figuras de la política y de la economía mundial, los hombres con más poder de la tierra, pueden caer humillados hasta el fango arrastrados de la entrepierna. El poderoso cree que domina los destinos del mundo, pero sus propias acciones no están en su poder. Él mismo es un siervo de una fuerza mayor. Multitud de matrimonios se van a pique estrepitosamente a causa de esclavitudes vergonzantes, y todo ello entre ordenadores, teléfonos móviles, dispositivos intrauterinos y pastillas para dormir. Si este es el resultado 94
del progreso del hombre a las puertas del siglo XXI, tengo que concluir que el ser humano permanece de rodillas, aunque nunca lo ha estado de una forma más indigna. Y, sin embargo, el Sancta Sanctorum sigue abierto; los umbrales del Misterio, cuyo velo se ha rasgado, siguen manando luz a borbotones para todo aquel que abra los ojos. Y, todavía hoy, cada vez que el esposo y la esposa, abiertos plenamente al amor vivificante de Dios, se unen gozosamente haciéndose una sola carne, la Historia entera de la Alianza tiembla de alegría y se hace presente en ese tálamo nupcial que es un altar; y sobre ese altar se actualiza la entrega carnal y espiritual de Cristo a su Iglesia, y se hace realidad el Misterio del Amor y de la Vida. Y Cielo y Tierra se unen en una noche santa para recordar, a quien quiera escucharlo, que el hombre nunca más será repudiado por su Dios, porque esta nueva Alianza es ya para siempre. Dios es fiel. El cuerpo de Cristo, Cordero y Esposo, ha sido entregado. Su voluntad está rendida ante su Padre y ante los hombres. Quizá se nos escapó, entonces. Todo el alcance de sus palabras: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros” (Mt 26, 26) . Pero ahora que lo tenemos ante nuestra vista entendemos que se abrasaba como un enamorado. Por eso, contemplando la Cruz, sabemos que la humanidad de Jesús de Nazareth reventó de Amor.
“Todo está consumado” (Jn 19, 30)
95
SÉPTIMA PALABRA “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46)
Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía. Jesús, José y María, en Vos descanse en paz el alma mía. (Oración para la encomendación del alma a Dios Oración para antes del descanso nocturno)
El sueño y la muerte El sueño es el hermano de la muerte. Cuando el hombre pone fin a sus tareas y se retira al descanso nocturno, vive por anticipado, como en un ensayo, su hora final. Durante todo el día ha sido, ha querido ser, dueño de sus actos, de su mundo, de sus propias decisiones y en ocasiones incluso de las ajenas. Ahora, al relajar sus sentidos y suspender la consciencia, tiene que abandonar el control y abandonarse a sí mismo. De día, ha sido el capitán de la nave, y ha luchado contra toda suerte de tempestades. De noche, se convertirá en simple equipaje, indefenso y a merced de todo aquello que le amenazó durante la jornada. Ha de hacer la experiencia de bajar la guardia y retirarse del puesto de mando, entregándose dormido en manos de su dios o de sus fantasmas. Lo único que hay que temer del hombre dormido es que se despierte. El hombre que no sabe morir es el mismo que no sabe dormir; es ese hombre persuadido de que todo depende de él. Se nos ha convencido de que la madurez humana se apoya en la autoconfianza y en la autoestima, y con ello se ha modelado un hombre insomne. Apoyado sobre sus propias fuerzas, y desconfiando de todo lo que no pueda controlar, se resiste a abandonar cada noche el puesto de mando y entregarse en manos de lo ignoto: un suceso inadvertido, una traición, una conspiración a sus espaldas, las 96
terribles consecuencias de un posible olvido, un escape de gas... De nada sirve la confianza en uno mismo durante el sueño; durante el sueño hay que confiar en alguien más, y a ese alguien el hombre le está entregando su vida cada noche. Se duerme mejor cuando hay un guardia de seguridad vigilando la calle, o el aparcamiento, o el comercio... Pero no hay guardia de seguridad para los fantasmas: en cuanto el hombre baja las defensas y abandona la consciencia, todo aquello que le amenazaba durante el día y que a duras penas, con gran esfuerzo, había conseguido mantener a raya, se apodera de él en sueños y le vence, inundándole en un mar de pesadilla. La única defensa, en este caso, contra los fantasmas, son las pastillas para dormir. Por decepcionante que pueda parecer el cuadro, sabemos que multitud de hombres, hoy día, viven y duermen así. Nuestras farmacias y nuestros herbolarios son visitados a diario por hombres seguros de sí mismos, pero incapaces de abandonarse.
Morir con los ojos cerrados Respecto a la muerte, se ha convertido, para muchos, en un tabú. Se vive como si nunca se fuera a morir, y se rehusa hablar de cuanto tenga que ver con ella, como si el mero hecho de mentarla nos aproximara su aterradora presencia. A menudo tengo que acercarme a personas que se hallan al borde de la muerte y a quienes su familia mantiene en la más absoluta ignorancia acerca de su verdadera situación, bajo pretextos caritativos. “Si se lo digo, la mato”, me aseguraba una mujer cuya madre iba a ser sometida a una operación con muy pocas posibilidades de supervivencia; a aquella madre se le había dicho que le iban a extirpar una verruga. En resumidas cuentas, se le convenció de que aquella anestesia suponía un sueño más, cuando lo más posible es que aquel letargo no fuera realmente uno más. Por dura que sea la noche, contamos con la experiencia de despertar cada mañana, y el hombre confía una y otra vez en la repetición del ciclo. Pero hay un sueño, el de la muerte, cuya otra orilla nos es desconocida, al menos en el plano de la experiencia. Y ese sueño requiere de un grado de abandono y confianza mucho mayores, porque implica subirse a una embarcación cuyo destino es, para nosotros, un misterio. En esa embarcación el hombre no es capitán ni remero, sino equipaje, y para morir en paz nos gustaría al menos conocer al barquero. Sé que no puedo generalizar, y que nuestra sociedad está viendo también a muchos hombres que se arrojan voluntariamente a esas aguas de la muerte como quien salta de un quinto piso en un incendio, pensando que, ocurra lo que ocurra, no será peor de lo que ya está viviendo. Pero si ya es triste pasar huyendo por la vida, más triste aún me parece recorrer también huyendo el camino de la muerte. Hay pastillas para morir como hay pastillas para dormir, y a menudo en nuestros hospitales esa última hora se alcanza casi en estado de inconsciencia, en la embriaguez producida por los calmantes. Escuchamos con frecuencia, ante unos restos 97
mortales, la frase: “no se dio cuenta de nada”, y hasta se nos hace consoladora. Todo parece decirnos que la muerte ideal es la de quien muere como un imbécil, engañado y con los ojos cerrados, sin ni siquiera prestar atención a lo que está pasando. Sería más rápido enseñarnos, directamente, la conveniencia de vivir también como imbéciles. ¿Qué hemos hecho? Hemos imaginado un mundo sin la muerte, y habitamos ese universo ideal con los ojos cerrados, hasta el punto de parecernos un crimen el situarnos ante la verdad. Como no contamos con ella, no nos preparamos para morir, y, cuando el momento llega, no podemos improvisar ante una situación de semejante calado. Cada vez que subimos a un avión, se nos alecciona en distintos idiomas sobre cómo actuar en caso de accidente; se nos enseña a sobrevivir. Pero se nos oculta la verdad: si ese accidente tiene lugar, lo más probable es que muramos. ¿Quién nos dice entonces qué tenemos que hacer? A aquella mujer que se acercaba a la muerte pensando que se sumía en un sueño del que despertaría con una verruga menos no sólo la engañaba su familia: esa última mentira era la consecuencia natural de una situación vital falsa: ¿cómo abrirle los ojos en el último momento, cuando los ha tenido cerrados de por vida? Si es el sacerdote quien rompe la fantasía, le acusan de imponer la recepción del sacramento con amenazas crueles sobre un moribundo. Y, sin embargo, necesitamos prepararnos para la muerte. En ese supremo momento en que el tiempo se diluye en la eternidad nos lo jugamos absolutamente todo, y después ya no hay tiempo para cambiar la apuesta. Es verdad que se muere, en la mayoría de los casos, como se ha vivido, pero esta corta vida temporal no deja de ser, aunque queramos ignorarlo, una mera preparación para lo que sucederá en el momento supremo, del mismo modo que la vigilia marca indefectiblemente lo que será el sueño. La libertad con que Dios ha dotado al ser humano le otorga el máximo poder de decisión sobre su vida, y el hombre tiene su existencia entre las manos como un tesoro o como una bomba de relojería. Allí donde la coloquemos, allí quedará para siempre. Quien, durante el día, apoya su vida en sus propias fuerzas, sentirá que esa vida queda, durante el sueño, indefensa, en suspenso, y no dormirá tranquilo. Quien apoya su vida en un ser de carne temerá la muerte de ese ser más aún que la propia; pero cuando llegue, y llegará puntual, se derrumbará como un castillo de naipes, en medio de un inmenso vacío. Quizá encuentre otro apoyo, o quizá no, pero en todo caso: ¿quién sostendrá nuestra vida cuando llegue la hora final, si la hemos apoyado en unas fuerzas que se deterioran y se acaban? Es probable que esta pregunta no tenga valor para quien piense que la muerte es el fin de todo, y también de la vida. Pero a esa persona le basta un poco de honradez intelectual para percatarse de que, entonces, nada tiene realmente valor. El mundo es un absurdo en movimiento, y cada uno de nosotros una casualidad pasajera; el corazón humano, que ansía la eternidad a cada momento, es una broma de mal gusto gastada por un dios malvado que se ha reído de nosotros. Es un camino sin salida, porque ese dios malvado no es Dios.
98
La entrega de la vida Estamos creados para la eternidad, y desde que nacemos somos proyectados hacia un “para siempre” que pasa, de manera necesaria, por el puente de la hora final. Entretanto, observamos cómo toda realidad terrena aparece y desaparece a gran velocidad; nuestro tiempo, nuestras fuerzas, nuestros mismos sentimientos, los seres más queridos con toda su belleza y los más odiados con toda su fealdad, todos pasan. Colocar allí nuestra vida supone el vértigo temporal ahora, y, después de la muerte, cuando ya no habrá tiempo de cambiarla de sitio, el vértigo eterno. La suma confianza en uno mismo o en los seres creados no deja de ser la suma estupidez, porque una vida creada para la eternidad no puede apoyarse en criaturas inestables. Necesitamos un punto de apoyo firme, eterno, que resista esa última convulsión de la carne antes de su transformación. Y en buscar y encontrar ese apoyo consiste la preparación para la muerte, una preparación que dura toda la vida.
“No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban; amontonad tesoros en el Cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6, 19-20)
Sé que no es nada fácil entregar la vida y ponerla en manos de Dios. Muchos cristianos hablamos constantemente de ello y, sin embargo, sabemos que el santo abandono, al final, es un don del Espíritu Santo, quien, desde luego, cuenta con la cooperación humana. Dejar la vida en manos de Dios supone renunciar a creerse el protagonista de la propia existencia, considerarse un simple colaborador en la configuración de la propia biografía. Semejante actitud sólo puede nacer de la más absoluta certeza acerca del señorío divino sobre la Historia. Es una confianza sin límites en que hay un Dios, de quien no tenemos experiencia sensible directa, que se ocupa de nosotros constantemente con un amor infinito, y que es todopoderoso para impedir cualquier mal en quien se acoge a Él. Es la misma confianza, llevada hasta el punto de la insensatez humana, que Cristo pidió a Marta cuando su hermano Lázaro llevaba muerto tres días (cf. Jn 11, 40). Repito que no puedo entenderla sino como un don otorgado en medio de la noche del sentido, pero sé que Dios otorga ese don a quien se lo pide con humildad. Cuando se recibe, el alma queda en un estado de quietud nunca vivido, incluso en medio de la actividad más desbordante, porque en su interior sabe que ni siquiera esa misma actividad es definitiva: la última palabra la tiene siempre Dios, y Él nunca deja de decir esa palabra de Amor que cuenta incluso con nuestros errores.
99
El sueño de Jesús de Nazareth Ver a un niño dormido en brazos de su madre es toda una lección de espiritualidad cristiana. Uno puede contemplar esta escena en medio del mayor alboroto, y asombrarse de que la criatura permanezca en ese estado de paz, aún rodeado de actividad y ruido. Supongo que la misma impresión tuvieron los apóstoles cuando vieron al Maestro dormir profundamente en una barca que se hundía a merced de la tormenta. Pero un niño no tiene motivos para despertar, porque no tiene nada que defender. Si algo sabe es que, dormido o despierto, no depende de sí mismo. Está totalmente entregado y, a la vez, totalmente confiado a los cuidados de su madre, de quien él mismo depende. Así dormía Jesús de Nazareth, y así le vieron los suyos cuando, locos de terror, le despertaron pidiendo auxilio.
“En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque Tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo” (Sal 4, 9)
“Puedo acostarme, y dormir, y despertar, tu diestra, Señor, me sostiene” (Sal 3, 6)
Así dormía Jesús de Nazareth: como un niño. Siendo, como era, omnipotente, estaba, sin embargo, permanentemente apoyado en su Padre, de quien procedía todo su poder. De noche, como de día, confiaba tan sólo en la diestra de Dios, y esa diestra no enflaquece ni se debilita al ponerse el sol (Cf. Is 59, 1). No fue nunca el capitán de su propia nave, porque en todo momento se sabía conducido y dirigido por su Abbá, su Papá, como si constantemente anduviera alzado en brazos por Él. No había temores en su vida que inundaran su sueño, porque un niño que se sabe protegido por su padre no aprende a temer nada hasta que un día le pierde de vista; y ese día, para Jesús de Nazareth, no llegó.
“Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque Tú vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan”
100
(Sal 22, 4)
Aunque todos los hombres le fallaran, aunque sus propios amigos se conjuraran contra él y tramaran quitarle la vida, nada había de temer, puesto que su espíritu no se apoyaba en ser alguno de carne, sino en el único Dios que jamás podía fallarle.
“No se confiaba a ellos, porque los conocía a todos” (Jn 2, 24)
Completamente abandonado a su Padre vivió, y así dormía, completamente abandonado a los únicos cuidados del Creador de Cielo y Tierra. No necesitaba guardia de seguridad que velase sus sueños para defenderle, porque su Guardia estaba en vigilia permanente:
“No duerme ni reposa el Guardián de Israel” (Sal 120, 4)
Mientras Él dormía, su Padre velaba, y Él era consciente de que nada malo podía pasarle. Por eso Jesús de Nazareth durmió, durante toda su vida, con la paz de un niño protegido por su padre.
El sueño del cristiano La práctica del examen de conciencia nocturno, concluido con un acto de contrición, me parece la mejor entrada en el descanso al final de día. Al igual que Cristo, y gracias a Él, somos también hijos de Dios; hemos depositado nuestra vida en un Señor que ya no duerme, y que ha prometido estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Cf. Mt 28, 20). Lo único que tenemos que temer es separarnos de Él, porque entonces quedaríamos nosotros al mando de nuestra propia vida. Personalmente, y después de haber vivido la experiencia de mi propio pecado, esta posibilidad me aterra. Sé a dónde podría llevar mi nave, y el inmenso daño que podría causar a los demás, y por ello intento despertar todos mis sentido cuando, diariamente, antes de sumir la 101
Sagrada Hostia, le grito en voz baja al Señor : “jamás permitas que me separe de Ti” (del Misal Romano). Esa posibilidad de tomar un día las riendas de mi vida y caminar según mis propias luces es lo único que me hace temblar: la traición a Dios, a los hombres, a la Verdad, a mis seres queridos y a mí mismo que supondría dejar de ser niño me parece abominable y me espanta. Y aún más me asusta el ver que todos los días recorro un pequeño trecho del camino en esa dirección. Por eso, al llegar la noche, mis ojos han de dirigirse a Dios, para recorrer necesariamente compungidos el camino de vuelta. Mi arrepentimiento nocturno, unas veces sentido y otras no (y, cuando sentido, muchas veces engañado por la soberbia) pero siempre sincero, y esa mirada a los ojos del Padre, junto con mi deseo real, cierto, de no volver a alejarme y de recibir el sacramento de la Penitencia para renovar la gracia de Dios en mí, es suficiente para que los brazos de Dios vuelvan a estrecharme fuertemente. Todo ha terminado. No hay por qué volver la vista atrás, porque ese día que concluye no me pertenece, está entregado a la misericordia de Dios con sus aciertos y sus errores, y yo mismo he quedado, una vez más, entregado al Amor del Padre, para descansar en Él. El día, ese día que es, que era y que fue siempre de Dios, y en el que yo trabajé en una obra que no es la mía, ha quedado cerrado y encomendado a su Dueño, un Dueño que contaba incluso con mis errores y que sigue velando, mientras yo duermo, para continuar su obra, porque yo no le soy necesario. Pudo hacerlo sin mí, aunque por Amor quiso hacerlo conmigo, y ahora que yo duermo Él vela mis sueños y continúa su obra sin mi cooperación activa, porque Él, el único Autor, nunca se cansa. Seguramente, mientras duermo, Él actúa corrigiendo los errores que de día he cometido, y al despertar encontraré una obra nueva, y hasta me parecerá que todo salió bien. No tengo que temer el futuro; puedo encomendarlo tranquilamente a su Providencia, porque ahora sé que ese futuro no depende de mí. Si dependiera de mí, temblaría de pánico. Pero ni siquiera sé si voy a despertar mañana en la Tierra o en el Cielo. ¿Qué me importa? Si despierto en la Tierra, le encontraré sentado a la cabecera de mi cama, aún despierto, vigilante. Si despierto en el Cielo, encontraré su abrazo amoroso de bienvenida: “se acabó la prueba; terminó el cansancio, el sufrimiento y el desgaste; se acabó el temor a apartarte de Mí. Ha llegado la hora, descansa conmigo para siempre”, me dirá. Y seguirá su obra en el mundo que yo haya dejado, exactamente igual que cuando yo estaba allí, con el mismo poder y la misma fuerza, aunque sin mi estorbo. Dios es grande.
La muerte del cristiano ¡Qué hermoso tiene que ser morir con esa confianza con la que podemos entregarnos al sueño, sabiendo que todo está en manos de Dios! En cierta ocasión, y habiendo sido llamado a asistir a una mujer que se hallaba al borde de la muerte, sentí con mucha fuerza que la persona que se hallaba ante mí iba a estar ya muy pocas horas en este mundo. No achaco este sentimiento a ningún factor sobrenatural; creo que cuantos estábamos allí lo compartíamos. A veces la muerte se deja anunciar de un modo misterioso y palpable. Cuando me quedé a solas con ella, le dije: “¡Te vas a ir al 102
Cielo!”. Se le iluminaron los ojos, y repitió mis palabras, como saboreándolas. Confesó sus pecados, recibió la Santa Unción, y después tuvimos una breve conversación que no puedo olvidar, pero que tampoco puedo transcribir. Le presenté algunas intenciones para que las llevara consigo ante la presencia de Dios, y ella se ilusionó realmente con el futuro largo, eterno, que se abría ante sus ojos. La dejé allí feliz, en paz, y a las pocas horas murió. Murió como debe morir el cristiano, con los ojos abiertos, mirando al frente, sabiendo a dónde iba y por qué, deseosa de fundirse en un abrazo con Dios. Murió en paz, y esa paz no le abandonará en toda la eternidad. Siempre que pienso en ella me rebelo una y mil veces ante esa concepción de la vida que nos quieren imponer, y según la cual el hombre debe morir como un imbécil, con los ojos cerrados y pensando que le están extirpando una verruga.
La muerte de Jesús de Nazareth Jesús de Nazareth murió como había vivido, totalmente entregado a Dios. Sus últimas palabras fueron las de un niño que se duerme encomendado su vida en manos de su padre. Completamente a oscuras, extenuado de cansancio y ya gastado, el Verbo de Dios agotó sus últimas sílabas y apagó su voz con un beso de amor y confianza, un beso de buenas noches tras el cual quedó sumido en el silencio. Sus ojos se cerraron y su cabeza se inclinó hacia delante, vencida al fin por el peso de aquellas espinas con que los hombres coronamos al Hijo de Dios.
El cumplimiento del Misterio Con esas últimas palabras se cumplía plenamente en la Tierra un misterio celosamente guardado hasta entonces en lo más alto de los Cielos. Había un Espíritu que iba del Hijo al Padre, del mismo modo que había fluido del Padre al Hijo. El Hijo lo había recibido del Padre, y ahora, en el momento de su muerte, se lo entregaba de nuevo en forma plena. Y es que Dios acababa de representar, sobre la Tierra, el misterio de su propio ser, desvelándose ante los hombres como Trinidad que es fuente, la única fuente, la primera fuente de Amor y de Vida. Hay un Padre, un Hijo y un Espíritu. Ese Espíritu, que es una persona, es a un tiempo Amor y Vida: amando vivifica y ama vivificando.
“El Padre ama al Hijo” (Jn 5, 20)
Un flujo de Amor constante e ininterrumpido, como una cascada que, cayendo del Cielo, llegara a la Tierra con fuerza inusitada, inundaba sin cesar el corazón humano de Jesús de Nazareth. El origen de aquel torrente era el Padre de los Cielos, y esas aguas, 103
ese amor poderosísimo, era el Espíritu Santo. El gozo de Cristo estaba en saberse siempre amado por su Padre, en el chapoteo permanente de aquella cascada sobre sus entrañas de hombre. Y por eso su vida en la carne fue la forma humana y a la vez divina de corresponder a ese Amor con el mismo Espíritu:
“Yo amo al Padre, y obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14, 31)
Y así aquellas aguas, que habían descendido desde el Padre al corazón del Hijo como una cascada de Amor, volvían de nuevo al Padre destiladas en un sacrificio de obediencia y de entrega total, con el aroma agradable de la devoción filial. Y ahora, en el momento supremo de la muerte de Cristo, esa muerte es la rendición total de la voluntad, la entrega absoluta y sin reservas del Amor recibido.
“Yo vivo por el Padre” (Jn 6, 57)
Esa misma fuente de Amor que corre entre el Padre y el Hijo es también fuente de Vida, y tanto esa Vida como ese Amor son el Espíritu Santo. De este modo, la vida de Jesús de Nazareth fue siempre una vida compartida, recibida permanentemente de su Padre. El apóstol Juan, vidente de lo invisible, quedó fascinado ante la intuición de que aquellos miembros de carne del hijo del carpintero de Nazareth estaban animados por una fuerza y una luz extraordinarias, nunca vistas hasta entonces en la Tierra. Aquellas manos, aquellos ojos, aquellas palabras, estaban dotados de una energía que no era caduca ni pesada o cansina, como la de los hombres. Esa energía misteriosa que desprendía por todas partes la humanidad de Cristo hacía que cualquier gesto o palabra suya, en lugar de caer pesadamente en tierra como los gestos y palabras humanos, se levantaran hacia el Cielo con una gracilidad deslumbrante, elevando en su vuelo las almas de quienes le miraban o escuchaban. Aquellos gestos y palabras que, según Él mismo decía, no eran suyos porque venían del Padre, abrían en la Tierra las puertas de un misterio celeste, y ese misterio era el de la Vida eterna, única forma de denominar a esa energía. Vida eterna porque venía de la eternidad, del Padre, y se derramaba sobre la Tierra en el cuerpo de carne de Jesús de Nazareth. Juan contempló esa fuente misteriosa, y lo expresó con unas palabras tan breves como lúcidas:
104
“La vida se hizo visible” (1Jn 1, 2)
Al hacerse de carne, Dios desplegó su vida sobre la tierra, y aquellos privilegiados pudieron ver con sus ojos y tocar con sus manos las puertas abiertas del secreto de Dios. Aquel hijo de un carpintero de Nazareth, que comía y bebía y se cansaba como los demás, estaba permanentemente recibiendo y mostrando una vida que los hombres jamás habían conocido, y que pertenecía a la misma intimidad de un Dios que se estaba revelando. Una vez recibida, esa energía celestial no era retenida ni por un instante por el Hijo, sino que en cada minuto era entregada de nuevo al Padre en un holocausto de obediencia cuyo fuego nunca cesaba de arder. Cristo se consumió en ese fuego de la obediencia día a día, y su oblación subió de nuevo al Padre como sube el humo de incienso, símbolo del sacrificio espiritual. Y por eso, la muerte de Jesús de Nazareth es, sobre todo, entrega de la vida, culminación del ciclo por el cual el Espíritu Santo parte del Padre hacia el Hijo como don y retorna del Hijo al Padre como entrega. En el corazón de Juan quedaron grabadas estas palabras, cuyo sentido sólo al pie de la Cruz comprendió plenamente:
“Nadie me quita la vida; Yo la doy porque quiero” (Jn 10, 18)
Al pisar la Tierra con pies de carne, Dios se ha sometido voluntariamente a las leyes del mundo creado, y esas leyes exigían que un misterio como el de la Trinidad, siendo en sí mismo eterno y no estando sujeto a cambios ni evoluciones (y aquí, aunque nos resulte difícil entenderlo, eterno no significa estático), tenía, sin embargo, que revelarse dinámicamente, en un proceso temporal. Durante treinta y tres años, los hombres vieron con sus ojos cómo se desenvolvía, abriéndose en Belén y cerrándose en el Gólgota, el dinamismo del secreto de Dios. Podría decirse que, en la vida de Jesús de Nazareth, la Santísima Trinidad representó su Misterio en la Tierra, y debe decirse que Juan lo vio. Por ello, dándose cuenta de que sobre la Cruz, en esa consumación de la entrega amorosa de la Vida, se estaba “echando el broche” a la Trinidad, su pluma eligió muy bien las palabras con que situarnos ante ese momento sagrado:
“E, inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (Jn 19, 30)
105
Un Dios reventado La obra estaba concluida. Había terminado la representación. El Espíritu recibido del Padre sobre la carne durante treinta y tres años acababa de ser totalmente entregado de nuevo por el Hijo. El secreto de Dios había quedado al descubierto; y, sin embargo, algo había cambiado. Tendrán que transcurrir tres días cortos, los más largos de la Historia, para que el mundo se percate de que todo ha cambiado. Este desenvolvimiento terreno del Misterio de Dios, realizado durante su paso por la Tierra, ha dejado -parece casi blasfemo decirlo- una huella en el mismo Ser Divino. Al entrar en un mundo de pecado, la Fuente de Amor y Vida, tocada y observada por los hombres, ha sufrido un reventón, y por ese reventón se está derramando el Espíritu Santo sobre la Tierra. En breves momentos, los ojos del mismo Juan comenzarán a ver manar ese Espíritu a través de una fuga en el costado de un muerto, y en tres días ese escape divino de energía eterna mostrará triunfante al mundo la victoria de la Vida, y lo bañará como un río de gozo que aún brota de una Cruz abierta. Pero no es este el momento de asomarse al otro lado. Quizá más tarde. Dejemos, por ahora, que la noche susurre su propia claridad. No quiero cerrar esta palabra. Dios no ha querido cerrarla. Aún sigue abierta, aún sigue pronunciándose, aún sigue manando...
106
Table of Contents Página de título PRÓLOGO LA TORRE DEL CENTINELA PRIMERA PALABRA Desde los ojos del Señor La Verdadera Cruz Ante la tragedia humana El grito de amor El grito de defensa El gesto sacerdotal SEGUNDA PALABRA El hombre y la cruz Gestas Dimas Frente a frente La súplica confiada Se cumple una promesa La oración de la mirada El inicio de la Redención La oración del centinela TERCERA PALABRA En voz alta y en voz baja Intimidad junto a la Cruz Un supuesto “último decreto” La imagen del nacimiento La madre El niño El Gólgota y Belén: primer alumbramiento El segundo alumbramiento El tercer alumbramiento Los dolores del parto El nacimiento LA NOCHE MÁS CERRADA La hora de las tinieblas El poder de Satanás La luz que rompe la noche CUARTA PALABRA El salmo 21 La pobreza radical del hombre 107
La nostalgia El consuelo en la añoranza La pobreza humana de Cristo El gran deseo de Jesús de Nazareth Consuelo y desconsuelo en Jesucristo Consuelo y desconsuelo en el discípulo El desconsuelo absoluto El abandono Providencia y escándalo La nueva presencia La mano tendida en las tinieblas QUINTA PALABRA Isaac y Rebeca Elías y la viuda de Sarepta Jesús y la mujer samaritana La sed del Crucificado El guión La respuesta de Rebeca La respuesta de la viuda de Sarepta La respuesta de la mujer samaritana El mendigo misterioso La postura ante Dios El comienzo de una relación de amor Amor y Cruz SEXTA PALABRA El más hermoso de los hijos de Adán La Alianza El drama de la entrega de la vida: la Ley El drama de la entrega del cuerpo: la muerte El anuncio de la nueva Alianza La consumación Alianza, Cruz, y amor conyugal SÉPTIMA PALABRA El sueño y la muerte Morir con los ojos cerrados La entrega de la vida El sueño de Jesús de Nazareth El sueño del cristiano La muerte del cristiano La muerte de Jesús de Nazareth El cumplimiento del Misterio Un Dios reventado 108
109
Índice Página de título PRÓLOGO LA TORRE DEL CENTINELA PRIMERA PALABRA
2 5 7 10
Desde los ojos del Señor La Verdadera Cruz Ante la tragedia humana El grito de amor El grito de defensa El gesto sacerdotal
10 11 11 14 15 15
SEGUNDA PALABRA
18
El hombre y la cruz Gestas Dimas Frente a frente La súplica confiada Se cumple una promesa La oración de la mirada El inicio de la Redención La oración del centinela
18 19 20 22 23 23 25 25 26
TERCERA PALABRA
28
En voz alta y en voz baja Intimidad junto a la Cruz Un supuesto “último decreto” La imagen del nacimiento La madre El niño El Gólgota y Belén: primer alumbramiento El segundo alumbramiento El tercer alumbramiento Los dolores del parto El nacimiento 110
28 29 30 30 32 33 35 38 39 40 42
LA NOCHE MÁS CERRADA
44
La hora de las tinieblas El poder de Satanás La luz que rompe la noche
44 46 47
CUARTA PALABRA
49
El salmo 21 La pobreza radical del hombre La nostalgia El consuelo en la añoranza La pobreza humana de Cristo El gran deseo de Jesús de Nazareth Consuelo y desconsuelo en Jesucristo Consuelo y desconsuelo en el discípulo El desconsuelo absoluto El abandono Providencia y escándalo La nueva presencia La mano tendida en las tinieblas
49 51 52 53 54 55 56 57 57 60 61 63 64
QUINTA PALABRA
66
Isaac y Rebeca Elías y la viuda de Sarepta Jesús y la mujer samaritana La sed del Crucificado El guión La respuesta de Rebeca La respuesta de la viuda de Sarepta La respuesta de la mujer samaritana El mendigo misterioso La postura ante Dios El comienzo de una relación de amor Amor y Cruz
66 68 70 72 73 75 76 77 77 78 79 80
SEXTA PALABRA
82
El más hermoso de los hijos de Adán La Alianza El drama de la entrega de la vida: la Ley 111
82 85 86
El drama de la entrega del cuerpo: la muerte El anuncio de la nueva Alianza La consumación Alianza, Cruz, y amor conyugal
SÉPTIMA PALABRA
88 89 92 94
96
El sueño y la muerte Morir con los ojos cerrados La entrega de la vida El sueño de Jesús de Nazareth El sueño del cristiano La muerte del cristiano La muerte de Jesús de Nazareth El cumplimiento del Misterio Un Dios reventado
96 97 99 100 101 102 103 103 106
112
View more...
Comments