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JULIO RAMÓN RIBEYRO/ Las respuestas del mudo
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LAS RESPUESTAS DEL MUDO Selección, prólogo y notas de Jorge Coaguila
Segunda edición, corregida y aumentada
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Primera edición: 1998, Jaime Campodónico Editor. Segunda edición: 2009, Tierra Nueva Editores.
A la memoria de Juan Antonio Ribeyro Fotografías de portada y del álbum fotográfico: Archivo de Lucila Ipenza, viuda de Juan Antonio Ribeyro.
© De la selección, prólogo y notas: Jorge Coaguila Correo electrónico:
[email protected] Blog: http://jcoaguila.blogspot.com © De esta edición: Tierra Nueva Editores Editor: Jaime Vásquez Valcárcel Correo electrónico:
[email protected] Página web: www.proycontra.com.pe Jirón Trujillo 1565, Punchana, Iquitos, Perú Teléfono: 065-252598 Diseño de carátula e interiores: César Hernández Cuidado de edición: Juan Carlos Bondy Elaboración de índice onomástico: Cecilia Otálora Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: ISBN:
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«No me considero marginal si entendemos por ello al escritor huraño, que vive escondido, que se desentiende de su obra, que jamás concede entrevistas o participa en reuniones literarias. A mí me fastidia la representación, la figuración, la publicidad, para decirlo crudamente; pero lo cierto es que cedo a estas solicitaciones, aunque sea en forma esporádica y no en proporción a las oportunidades que se me ofrecen. Y lo hago no por placer ni por interés, sino por responsabilidad, en la medida en que pienso que un escritor tiene obligaciones para con sus editores y para con sus lectores, y que no debe abandonar a los primeros ni perder todo contacto con los segundos». «Soy un escritor que recibe todo lo que viene», 1982, .
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Índice INTRODUCCIÓN
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ENTREVISTAS Discusión de la narración peruana (1960) Reportaje (1971) Ribeyro, la anticipada nostalgia (1971) Encuesta a los narradores (1973) Ribeyro: el océano interior (1973) La azotea de Julio Ramón (1973) Lo que dijo Ribeyro (1975) . No quiero ser ejemplo de nada (1978) Individualista feroz y... anacrónico (1981) Entrevista exclusiva a Julio Ramón Ribeyro (1982) Soy un escritor que recibe todo lo que viene (1982) ’ Entre zapatos y terremotos (1983) El cine, la literatura y la vida (1984) , Las letras nuestras de cada día (1986) , ,
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La palabra de Julio (1986) Teoría y praxis de la ficción literaria en Ribeyro (1987) El enigma de la transparencia (1987) Ribeyro y la condición del hombre (1987) Ribeyro a la escucha de una voz que dicta (1987) La respuesta del mudo (1988) Ribeyro, Lima y un cigarrillo (1988) Una hora con Julio Ramón Ribeyro (1990) Para mí, todo es motivo de duda (1992) El Perú de hoy da para una novela negra (1992) Todavía no sé quién soy (1993) Protagonistas: Julio Ramón Ribeyro (1993) Interrogatorio a Julio Ramón Ribeyro (1993) Cada cual interpreta el Perú a su manera (1993) El asedio de la fama (1994) Entrevista con Julio Ramón Ribeyro (2003) ANEXOS
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Introducción
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Quiso alejarse de los géneros literarios tradicionales, pero escribió cuentos, novelas y piezas de teatro. Aunque muchos creen que nació en Miraflores, vino al mundo en Santa Beatriz, donde pasó sus primeros años de infancia. Era reservado, sin embargo habló de su padre, quien —pese a ser bondadoso— le propinaba golpizas; de su amor a una prima cuando era adolescente, acerca de quien publicó Crónica de San Gabriel (1960), y de las penurias que experimentó como cargador de bultos en una estación ferroviaria en París. Evitaba ofrecer opiniones políticas, pero apoyó a la guerrilla del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), en 1965; al gobierno dictatorial del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975) y a la propuesta del presidente Alan García de estatizar la banca (1985). Estos son algunos de los hechos que el lector de Las respuestas del mudo se puede enterar sobre Julio Ramón Ribeyro, uno de los mejores cuentistas de lengua castellana. También se puede dar cuenta de que era aficionado a las piezas de Johann Sebastian Bach, al jazz, a los boleros de Armando Manzanero. Que intentó ser profesor en la Universidad de San Marcos, pero el asuntó se complicó por cuestión de títulos y revalidaciones. Asimismo, que perdió dos textos de juventud: el cuento «Benito, el pescador», acerca de un personaje del barrio de Santa Cruz, y la novela El hijo del montonero, de corte indigenista. Que más tarde le pasó lo mismo con un libro basado en el papel que interpretó Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo (1941). Que fue autor de guiones no realizados, entre ellos uno sobre el medio boxístico
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en el Perú. Que tuvo entre sus proyectos escribir un conjunto de relatos titulado Lo que tú me contaste, inspirado en historias que le confiaron sus amigos. Que quería continuar Los geniecillos dominicales (1965) con dos novelas. Que pretendió reescribir las memorias de un mercenario peruano que fue piloto en diversas guerras como la de Vietnam (1958-1975). Que dejó inconcluso Calendario de los amores muertos, una serie de semblanzas llamada Proverbiales y una autobiografía. Que planeó viajar de pueblecito en pueblecito para redactar un informe acompañado con dibujos de cada cosa que observara, a lo Guaman Poma de Ayala. Las entrevistas corresponden de 1960 a 1994, año en que fallece Ribeyro. Solo una se publicó póstumamente, en 2003, la realizada por el profesor Efraín Kristal en 1979. En ellas uno puede advertir, como telón de fondo, el clima político del país, como la dictadura de Velasco o la amenaza del grupo subversivo Sendero Luminoso. También algunos momentos destacados de la biografía del autor: sus operaciones quirúrgicas por cáncer en 1973, la condecoración de la Orden del Sol en 1986 y el anuncio de la obtención del Premio Internacional Juan Rulfo meses antes de su muerte. Ribeyro se sorprendía que fuera reconocido más por los mozos de restaurantes de Miraflores que por los clientes. Compartía una idea del poeta portugués Fernando Pessoa: la fama es irreparable. Entre las cosas simpáticas que dejan estas entrevistas es saber que el periodista Reynaldo Trinidad, en 1973, llevó a Ribeyro a una de sus primeras casas, la del jirón Montero Rosas 117, a media cuadra de América Televisión, casa que tomó como modelo para escribir «Por las azoteas», uno de sus cuentos más conocidos. De vuelta a su viejo barrio, Ribeyro se puso a jugar con un balón de fútbol ante un grupo de chiquillos. Publicadas cronológicamente por fecha de aparición y no de realización, estas entrevistas tuvieron en la mayoría de casos como destino los diarios limeños, solo una es para la televisión y otra para la radio. Algunas se desarrollaron en París, ciudad donde residió el escritor por más de tres décadas. Aparecen tal como fueron editadas, salvo algunas necesarias correcciones de fechas, títulos, erratas
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y faltas ortográficas. Lo fundamental, el espíritu que los gobierna, se mantiene intacto. En algunos casos los entrevistadores son críticos o creadores que carecen del conocimiento de las técnicas periodísticas. También hay lo otro: periodistas que saben poco de literatura, pero conocen su oficio. Eso ha estado al margen si los resultados fueron positivos. A la primera edición de Las respuestas del mudo (1998), se añaden seis entrevistas, una de las cuales fue realizada por el propio Ribeyro. Confieso que, luego de leer un artículo de Gabriel García Márquez, se me ocurrió por un instante inventar una entrevista seleccionando las mejores preguntas y respuestas del material que aquí se reúne, pero eso traía muchos problemas, pues algunas opiniones varían con el tiempo y hay que tener mucho cuidado para saber con cuáles quedarse. Por otro lado, el lector notará que en ciertas entrevistas Ribeyro dice las mismas cosas con algunas variantes. En todo caso, se trata de no ser redundante, se opta por el aporte. Por ello, le incomodaban los reportajes, porque le hacían las preguntas de siempre: ¿Cómo escribió su primer cuento? ¿Cuándo vuelve a residir en Lima? Juan Antonio Ribeyro, hermano del escritor, me comentó desde su casa miraflorina en la que se ambienta «Tristes querellas en la vieja quinta» que los editores presionaban mucho al cuentista para que este promocione sus libros: «Era lógico que ellos se preocuparan por recuperar su dinero y, por supuesto, ganar, pero a Julio Ramón le incomodaba mucho este tipo de cosas. No le gustaba exhibirse. Además, su figura no se prestaba: era flaco y tímido». Este volumen es parte de una trilogía de entrevistas escogidas a grandes narradores peruanos contemporáneos: Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Si hay que hacer una distinción, se debe señalar que el primero era parco, reflexivo, que en el segundo dominaba su seguridad y sus opiniones políticas y que el tercero buscaba la ocurrencia. No son las primeras entrevistas a escritores peruanos, pues ahí están las realizadas a Manuel González Prada, Abraham Valdelomar, César Vallejo, Raúl Porras Barrenechea, Ciro Alegría, José María
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Arguedas, publicadas en un periodo previo al uso extendido de las grabadoras y las cámaras de televisión. Algunas son de extraordinaria calidad periodística. Confío, por último, que este conjunto asiente mejor las bases para obras mayores sobre este notable narrador que es Julio Ramón Ribeyro, el mudo más locuaz de las letras peruanas, pues hay abundante material para una biografía o para estudios críticos. Lima, 31 de agosto de 2009 J C
Entrevistas
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Discusión de la narración peruana (1960)
Nada nos parece más necesario, en estos momentos, que colocar la cuestión de la narración en primer plano, para propiciar una discusión entre los mismos narradores. Creemos que en ella debe esclarecerse, aparte de otros tópicos, las razones de cierto estancamiento de la narrativa del país. Y debe servirnos también, de paso, para enterarnos hasta qué punto los escritores peruanos tienen conciencia de la realidad a la que se enfrentan en nuestra época. ¿Cuál es la situación actual de la narrativa peruana? —Es curioso advertir que en un país como el nuestro, que cuenta con una tradición narrativa bastante arraigada, se encuentre cuantitativamente en desventaja frente a países como Argentina, Chile, Ecuador o México, en lo que a narradores se refiere. En la actualidad solo existen en el Perú figuras aisladas y no movimientos promocionales. Y estas figuras aisladas no actúan de una manera muy convincente. El largo silencio de Ciro Alegría, por ejemplo, nos inquieta. No sabemos cuánto tiempo José María Arguedas, ocupado en sus trabajos etnológicos, tardará en escribir otra novela. Y Francisco Vegas Seminario, no obstante su fecundidad —quizá a causa precisamente de ella—, no ha producido aún, a mi parecer, una obra ejemplar, y entiendo por ejemplar una obra que suscite en el escritor joven un deseo de imitación o de emulación. Esto en cuanto a los «veteranos». Entre los narradores de mi generación hay dos nombres que me interesan: Carlos [Eduardo] Zavaleta y Eleodoro Vargas Vicuña.
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Admiro de Zavaleta su técnica narrativa y su manera de atacar el relato desde un ángulo tan particular que todas las expresiones y las inflexiones usuales del relato quedan automáticamente eliminadas. En Vargas Vicuña me seduce el inimitable tono coloquial de sus cuentos, su autenticidad, su ternura. Es tan personal que parece haber él solo inventado el cuento. Acerca de los narradores que vienen cronológicamente detrás de nosotros no tengo una opinión formada, al punto que no sé si realmente existen. No he leído el libro premiado de Mario Vargas Llosa1 y las prosas poéticas de Luis Loayza2 me hacen recordar a ese cementerio de belleza inútil que son las Histoires brisées (1950), de Paul Valéry. Bien entendido no desestimo tentativas solitarias —en nuestro medio al menos— como la de José Durand en sus relatos de una ironía tan limeña, escritos en tan buen castellano. Ni tampoco dejo de apreciar las narraciones llenas de humor y fantasía de Felipe Buendía. Pero dejando a un lado los nombres propios y tratando de emitir un juicio no a un nivel local sino internacional, considero que la narrativa peruana atraviesa por un periodo de crisis. Ello se debe a cierta modorra típica del artista peruano, a la ausencia de estímulos en nuestro ambiente cultural y a la falta de vida literaria. Aquí los narradores trabajan, o no trabajan, secretamente. Soy amigo de casi todos ellos, pero rara vez o nunca hablamos o discutimos acerca de lo que estamos escribiendo. Será pudor, falta de interés, o qué será, pero cada cual va por su lado. No hacemos intercambio de libros ni de ideas, y la mayoría de nosotros no vive como escritor sino como burócrata o semiburócrata que escribe los días feriados. Claro, no se puede esperar otra cosa de un país donde el autor no cuenta con ningún respaldo oficial y donde emisoras y editoriales nos tratan como si ya estuviésemos muertos y sin herederos.
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¿Qué temas exigen ser revelados imperiosamente en la narración peruana? ¿Siguen siendo iguales las realidades campesina y urbana expresadas por los novelistas de generaciones anteriores? Si ha habido cambios en ellas, ¿en qué consisten? —No sé hasta qué punto un escritor debe plantearse previamente los temas que deben ser revelados o si estos temas deben imponerse por sí mismos en la sensibilidad del escritor. Pero si por ventura dispusiera de una oficina encargada de suministrar temas a los narradores, empezaría por señalar algunos asuntos de ambiente capitalino. Me ratifico en la tesis que sostuve en 1953, a saber, que Lima es una ciudad sin novela. Es cierto que desde aquel año hasta la fecha se han escrito algunos libros sobre Lima —[Enrique] Congrains [Martin]3, [José] Bonilla, Luis Felipe Angell4—, pero estos libros se han quedado en la periferia de la capital: la han atacado por las barriadas. Esto revela, por supuesto, que las barriadas aquí y en todo el mundo constituyen un tema interesante, urgente, aún no agotado —pensemos en El Montón, por ejemplo, o en La Ciudad de Dios—, pero no es el único tema de la ciudad. No olvidemos que Lima, en los últimos treinta años, se ha convertido de pequeña ciudad en gran urbe y que esta conversión, con todas sus implicaciones, ha pasado inadvertida para los literatos. Han surgido nuevas ocupaciones, nuevos tipos sociales, nuevas relaciones de trabajo, nuevas formas de vida, y otras han desaparecido o subsisten o están a punto de desaparecer. Así, para poner ejemplos triviales, el zapatero remendón ha sido batido en retirada por las renovadoras eléctricas de calzado, la vieja quinta republicana ha sido reemplazada por el edificio de departamentos y las profesiones liberales van sufriendo el asedio de las profesiones técnicas, al extremo que vemos fotógrafos o peluqueros que ganan mucho más que abogados o agrónomos.
La novela No una, sino muchas muertes (1958). La novela La tierra prometida (1958), acerca de la cual Ribeyro publicó «En torno a una polémica. Crítica literaria y novela», en el suplemento «Dominical» de El Comercio, Lima, 28 de diciembre de 1958. Se reproduce en La caza sutil (1976).
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La colección de cuentos Los jefes (1959), Premio Leopoldo Alas 1958. El libro de narraciones El avaro (1955).
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Estas observaciones no tendrían ninguna importancia si no hubieran originado situaciones conflictivas, a verdaderos problemas humanos que son, en última instancia, los que interesan a un narrador. Así, sobre este fondo de la ciudad transformada, el buen observador podría descubrir multitud de temas o de ambientes (vida de los universitarios, entretelones de la política, servidumbres de la burocracia, surgimiento de empresas, proliferación del hampa, etcétera) que valen la pena, si se tiene talento, de ser revelados literariamente. Naturalmente que Lima no es el Perú y queda aún la reserva de la provincia. Conozco solo aspectos parciales de la provincia para saber qué temas pueden allí interesar. Pero creo, por ejemplo, que la conquista de la colonización de la selva —como la que intentara ese grupo de familias que partió hace poco— constituye un tema épico de una gran viabilidad novelística. Igualmente me parece que sería utilísimo narrar el proceso de incorporación de algunas ciudades de provincia a formas de vida más a tono con la edad de la razón. Tal es el caso de Huamanga, donde la reapertura de una universidad ha creado una serie de conflictos ideológicos y sociales nacidos del encuentro de una fuerza liberalizadora y un ambiente pacato, oscurantista y clerical. Confieso que estas ideas las lanzo un poco al azar. Para escribir no parto nunca de razonamientos. Parto siempre de impresiones más o menos profundas, más o menos poéticas, inscritas de tal manera en mi sensibilidad que exigen su formulación literaria. ¿Cuáles son sus perspectivas literarias? —Después que se publique mi novela5 y el libro de cuentos europeos6 que estoy terminando, tengo la intención de escribir una novela de vanguardia, con carácter experimental, destinada a fraguarme un nuevo lenguaje y una nueva forma de expresión. Me siento un poco agotado dentro de los cánones del relato conven-
Crónica de San Gabriel (1960), la cual se desarrolla en la sierra de La Libertad. Los cautivos, que apareció por vez primera en el primer tomo de La palabra del mudo (1973).
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cional y constreñido a decir cosas banales en un lenguaje banal. En verdad, últimamente me aburre todo lo que escribo, al extremo que ni siquiera me doy el trabajo de pasarlo a máquina. Para copiar mi novela terminada en 1958 me tuve que ir a Chosica, para buscar esos días en blanco7 en los cuales es mejor hacer algo aburrido que no hacer nada. (Con esto no le estoy haciendo mala propaganda a mi novela, pues como decía Proust —frase consoladora—: «¡Cuántas obras maestras deben haber sido escritas entre bostezos!»). No sé si a los demás narradores se les planteará con la misma urgencia que a mí el problema de la expresión. Me parece literalmente un crimen seguir empleando expresiones como «comenzó a sospechar», «volteó la cabeza», «se detuvo súbitamente», etcétera —herencia de cien años de novela psicológica y de pésimas traducciones—, solamente porque no existen otras equivalentes. No se trata, pues, de buscar expresiones equivalentes, sino de encontrar una actitud narrativa que haga innecesarias estas expresiones. Más importante que buscar nuevos temas es buscar una nueva actitud narrativa, con todas las consecuencias que implica: modificación de la sintaxis, del vocabulario y de los ritmos oracionales. En resumen, mis expectativas son inciertas. Sé adónde quiero ir, pero no tengo ninguna garantía acerca de los resultados.
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7 La experiencia se recrea en el cuento «Ausente por tiempo indefinido», del libro Solo para fumadores (1987).
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Reportaje (1971)
En los últimos tiempos, algunos escritores han manifestado su simpatía y adhesión por el socialismo. ¿Participa usted de esta posición? ¿Qué es para usted el socialismo? —En mi caso, mi simpatía hacia el socialismo proviene no de la creencia de que el socialismo es el mejor sistema social ideado por el hombre sino de que es simplemente menos malo que el capitalismo. En realidad, deploro la falta de imaginación de la humanidad que solo ofrece como alternativa al capitalismo el socialismo. Ello se debe probablemente al carácter de nuestra estructura mental, que siempre nos pone de facto frente a elecciones de tipo binario. Con esto no estoy preconizando una «tercera posición», cuyos resultados son por todos conocidos, sino el replantear el problema de la organización social sobre bases nuevas. Como cada cual tiene el derecho de hacerse sus propias utopías, yo propondría partir de un análisis de la crisis contemporánea de la vida en comunidad para sugerir algo así como un retorno a ciertas formas de vida tribal. Es obvio que ni el mundo capitalista ni el socialista (se trate del soviético, del chino, del árabe, del nórdico, del yugoslavo, etcétera) suprimen totalmente los problemas que nacen de la convivencia humana, pues en ambos mundos perviven instituciones rígidas y represivas, como pueden ser la pareja, la familia, la escuela, el Estado. Por eso comprendo que los hippies hayan tratado de fundar nuevas formas de comunidad basadas en lo que podría llamarse la «familia electiva», la no represión
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y la recusación de la sociedad de consumo. Ellos no violan las reglas del contrato social sino que viven al margen de él. Por lo que sé sin embargo de las comunas hippies del oeste de los Estados Unidos, los resultados han sido discutibles y en algunos casos nefastos. Aquellas en las que la droga interviene como un elemento suplementario de evasión llegan a producir células donde se recrea bajo una forma delirante las figuras del dueño y del esclavo. Pienso particularmente en la comunidad satánica Manson. Otras comunas hippies no han podido librarse de la presión del mundo capitalista, cuyo poder de recuperación es ilimitado, y se han convertido en una especie de gremios o hermandades artesanales, que fabrican objetos para el comercio, cayendo por una vía indirecta en el circuito económico del que pretenden escapar. Ahondando más en el tema de las formas de convivencia social más humanas y aceptables podría llegar a decirse, aunque esto parezca una provocación, que su modelo está en el Perú y son las comunidades indígenas. Su propio estancamiento es la mejor prueba de su perfección. Si en el curso de su existencia han conocido problemas, deformaciones o desintegraciones, ello se ha debido menos a fallas internas del sistema que a las agresiones de un medio circundante hostil. Habría tal vez que tomarlas como modelo pero adaptándolas a la tecnología y al mundo moderno, sin que ello les arrebate su fisonomía original, lo que francamente no me parece arduo sino imposible. Queda entendido que cuando me refiero a las comunidades indígenas pongo en paréntesis la mortalidad infantil, el analfabetismo, la falta de higiene, pues todo eso me parece remediable, para exaltar la falta de individualismo y la participación de todos sus integrantes en una auténtica vida colectiva, donde cada cual tiene su función y su misión y donde se ha llegado a una armoniosa alternancia de trabajo, ocio, fiesta y esparcimiento. Recalco también que dichas comunidades han sido uno de los pocos ejemplos de núcleos humanos que lograron un alto grado de autarquía y se pusieron al margen de la sociedad de consumo, cosa que no fue comprendida ni perdonada.
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Dados los rezagos feudales de nuestra sociedad y su dependencia del imperialismo, ¿cree usted que las medidas económico-políticas adoptadas por el gobierno actual8 posibilitan el socialismo en el Perú? —El proceso desencadenado por el actual gobierno es positivo en la medida en que está llevando a la práctica reformas que el Perú necesitaba desde hace una cuarentena de años y que ningún gobierno había hasta entonces logrado ejecutar. No estoy en condiciones de predecir si este proceso desembocará en el socialismo ni en qué forma de socialismo, pero sí me parece claro que está creando los instrumentos para forjar una sociedad más justa, de la que queden eliminadas las formas más alarmantes de explotación. ¿El tratamiento literario de los personajes que participan en la lucha de clases que se libra en nuestra sociedad constituye para usted solo un problema de orden técnico o, además, es un problema que compromete su posición política? —Confieso no entender bien la pregunta, por lo cual no respondo. Algunos escritores postulan el derecho del escritor a la rebeldía permanente, sea cual fuere la sociedad en la que le toque vivir. ¿Cree usted que esta rebeldía debiera mantenerse aun cuando ella signifique la negación del principio de la dictadura del proletariado? —Siempre me he preguntado qué harían los escritores si por azar les tocara vivir en una sociedad perfecta, en la cual no hubiera nada que censurar o por lo cual combatir. Probablemente colgarían la pluma o cultivarían una literatura preciosa, bucólica, mística o encomiástica, como ha ocurrido en ciertas épocas de la historia. Pero como seguramente dicha sociedad no existirá nunca, los escritores pueden
Se trata del régimen del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), que fue apoyado por diversos sectores de la izquierda. Sin embargo, los miembros de la revista Narración, como Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso, se opusieron a las reformas de este gobierno iniciado con un golpe de Estado.
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estar tranquilos, motivos no le faltarán. En cuanto a la dictadura del proletariado, no veo por qué razón no sería también censurable, si diera pábulo a ello. Pensar que dicha dictadura es la coronación de todo el proceso social, lo intocable, me parece dogmático, ridículo e incluso antimarxista. Como el mundo es imperfecto, nada es estable, nada dura, todas no son sino etapas hacia formas imprevisibles de evolución. En consecuencia, en toda sociedad siempre habrá lugar para los rebeldes, y entre ellos para los escritores.
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Ribeyro, la anticipada nostalgia (1971)
Simbólicamente, Julio Ramón Ribeyro no quiso despedirse de Santa Beatriz. Horas antes de volver a Francia concedió a La Nueva Crónica esta última entrevista. Lo encontramos confundiendo libros y vestidos dentro de una maleta inmensa, tan excesiva y honda que parecía que se estuviese yendo para siempre. Asediado por mi grabadora prestada y el implacable lente de Risco, yendo de su casa a los malecones de Miraflores y de los malecones a su memoria, le dijo adiós a Lima. O prefirió no decirle nada. Pero no quiso despedirse de Santa Beatriz, el barrio donde nació, el barrio rodeado de árboles probablemente derribados donde vive todavía su infancia. «En Santa Beatriz vivía también Sebastián Salazar Bondy. Y Chariarse. Y Blanca Varela. También Pepe Bonilla y Wáshington Delgado. En realidad, los únicos que conocí en esa época fueron Blanca y Wáshington. Tendríamos 6 o 7 años. Corríamos por el barrio y jugábamos e íbamos a una escuelita que quedaba cerca de mi casa. Santa Beatriz era verdaderamente una especie de aldea llena de gente espléndida que después se dispersó. Como si ciertos barrios fueran propicios para segregar unos cuantos monstruos: escritores, poetas, pintores. Porque también vivía Szyszlo allí, creo que en la calle Alejandro Tirado». «A los 7 años me mudé a Miraflores. Entonces Santa Cruz era una hacienda. Mi casa fue una de las primeras que se construyó por aquí en 1936. No había luz ni agua. Era una casa moderna, pero
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había que alumbrarse con velas y traer agua en barriles. Había cerca un establo y los toros pasaban todas las tardes, y en las mañanas las vacas iban a ser ordeñadas y pasaban por ahí, contoneándose llenas de cencerros por la avenida Comandante Espinar, por 2 de Mayo. Ahora todo eso me parece increíble». A L Yo estaba seguro de que Julio Ramón no iba a querer despedirse de su primera casa. Recorrimos Miraflores, Santa Cruz, parte de San Isidro, hablando de mil cosas, pero se negó, tímida y tercamente, a despedirse de su barrio de monstruos. Será porque Ribeyro es uno de esos escritores que insisten en su infancia. Como todo creador auténtico, cultiva un niño asombrado dentro de sí, un niño que descubre y define las cosas a diario recreándolas. «Puede ser. Pero sospecho que dentro de todos nosotros hay más gente además de ese niño. Porque se conservan hasta los recuerdos más lejanos y olvidados. Y a veces esto no es una cuestión puramente proustiana. Un color puede hacerte revivir grandes escenas de tu infancia. Una vez, en Bélgica, hace ya muchos años, vi desde un tranvía un aviso comercial que tenía los colores ocre y verde. Esa especie de asociación cromática me hizo recordar los cuartos, las paredes, mis amigos, mis tías de esa época, mi abuela dormitando». «Creo que en todo el mundo hay varias personas o varias personalidades. A través de la vida una de ellas termina por imponerse a las otras, las regresa al silencio, las domina. Y solo en momentos excepcionales, de gran peligro o de gran pasión, alguna de ellas logra suplantar a la principal. En mi caso coexisten varias, con igual vehemencia. Por un lado, existe el escritor; por otro lado, el bohemio; por otro lado, el hombre de su casa, el padre de familia que no es escritor ni bohemio. Y el niño de 7 años que corría frente al mar y se iba a escuchar audiciones en Radio Miraflores. Y también una especie de aventurero frustrado, de viajero que ya no viaja, de seductor que ya no seduce».
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U —Julio, ¿qué le dirías a Lima antes de partir? —Qué pregunta tan complicada... No sé... —¿O no tienes absolutamente nada que decirle? —Francamente, no sé... —¿No le dirías, por ejemplo, que se vuelva peruana, que se nacionalice? —Mira... Voy a darle vueltas mientras hablamos de otras cosas. Por ejemplo, puedo decirte algo sobre ese cuento que tú consideras, inexplicablemente, extraordinario9. Ese de Tres historias sublevantes. Ese de la higuerilla... Un día se me ocurrió bajar a la playa por una de esas quebradas que hay cerca de mi casa y me encontré con un viejo pescador que estaba sentado en la orilla y conversé con él, y me dijo su historia a grandes rasgos: que había tenido un hijo que murió ahogado, que otro se había fugado, que antes eso era una pequeña barriada con establecimientos de baños, que todo había sido demolido... Me impresionó mucho su relato, simple y desgarrado, pero más me impresionó una planta que crecía en medio de ese paisaje árido y pedregoso. Crecía tenazmente, pese a todo, y me pareció de pronto que era la vida de ese pescador... Durante meses estuve indagando el nombre de esa planta, y solo cuando lo descubrí comencé a escribir el cuento... «Nosotros somos como la higuerilla»... ¿Te acuerdas? —¿Y por qué no te apasiona como a mí el cuento ese? —Creo que no he hecho hasta ahora ninguna obra que me satisfaga. Mis obras están llenas de pequeños detalles valiosos. Como si en cada uno de mis cuentos asomasen pequeñas obras maestras, pero se reducen a frases, a expresiones, a metáforas. Yo quisiera que toda esa obra llegase a alcanzar su unidad. Quisiera una obra donde se diesen todos esos fragmentos. Porque todo lo que he escrito no son sino fragmentos de una obra más amplia que no sé si algún día llegaré a escribir. —Y, a propósito, ¿qué le dirías a Lima antes de partir?
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Se refiere al cuento «Al pie del acantilado».
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—Después, después... —Bueno..., ¿qué época de tu vida recuerdas con más alegría? —Esa de mi infancia, cuando hacíamos excursiones nocturnas, armados de linternas, a la huaca Juliana... L «Después descubrimos la parte de las chacras, cerca del antiguo aeropuerto de la Faucett y, sobre todo, los barrancos, las bajadas al mar, esas playas abandonadas, La Pampilla, El Hondo, y esas tardes interminables, largas, de la infancia. No sé..., a medida que pasa el tiempo, los días se adelgazan, pasan más rápido. Antes, en un solo día, se podía hacer infinidad de cosas. Se podían hacer paseos en bicicleta, y jugar fútbol, y más tarde ir a la matiné, y más tarde salir a caminar, y más tarde descubrir la huaca de nuevo... Los días no terminaban nunca, eran larguísimos. Y eran dorados, además. Y había unas puestas de sol extraordinarias que nunca más he vuelto a ver... Creo que esa es la época que recuerdo con más alegría. —¿Y la época más oscura? —Sin duda alguna, los meses que siguieron a la muerte de mi padre. No solamente porque él fue el único que he tenido en mi vida, sino porque nos dejó en medio de dos desastres: uno moral y otro económico. Porque mi padre vivía solo de su trabajo, y cuando se murió hubo que vender el carro, despedir al jardinero, eliminar a una de las empleadas, sobrevivir largos años con pequeñísima indemnización. Por otra parte, el sentimiento de orfandad, que hasta ahora me acosa. Esta sensación de haber perdido ayer a una especie de guía, consejero, modelo, y que no he vuelto a encontrar ni en las lecturas ni en las personas ni en nadie... Yo hago extensiva esta orfandad a la mayor parte de los escritores peruanos... Como que vivieran y escribieran atormentados por la falta de maestros... Y ese culto a César Vallejo, me pregunto, ¿no podrá explicarse, entre otras cosas, como que los escritores desamparados creyesen haber encontrado a su padre verdadero?... Después he tenido otras épocas oscuras, ya en Europa, momentos de decepción, de desamparo, de pobreza, de enfermedad, pero han sido instantes de tristeza que he podido superar.
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E R, C —Julio, en vista de que te niegas aún a decirle algo a Lima, tengo derecho a hacerte una pregunta lerda o lenta, para no ofenderme. ¿Qué cosa querías ser tú de niño? —De niño yo quería ser militar. Quería ser coronel. —¿Igual que ahora? —Mira... Ahora yo quiero ser escritor... En esa época no, porque no había ningún escritor en mi familia, y sí muchos militares. Y yo quería ser militar. Tenía unos tíos que eran oficiales y que me llevaban al cuartel de Chorrillos. A veces me quedaba a dormir allí, en el cuarto de la tropa, y en las mañanas del domingo montaba a caballo con los soldados y paseaba por Chorrillos. La influencia familiar despertó en mí una vocación castrense que desapareció poco a poco. Hubo un momento en que no quería ser absolutamente nada. Estudié Derecho porque me lo aconsejó mi padre. Llegué incluso a trabajar en un estudio de abogados, hasta que me di cuenta de que para destacar había que servir a los ricos. Entonces dejé la profesión aquí y me fui a Europa... —Ernesto Sabato me dijo alguna vez, sospecho que deambulando por el parque Lezama de Buenos Aires, que para ser un gran escritor hay que ser primero un gran hombre. ¿Tú compartes este criterio? —En realidad, sospecho que no. La historia literaria demuestra muchas veces lo contrario. Entre las virtudes morales y la calidad literaria no hay necesariamente una correspondencia directa. Ha habido, y hay, grandes sinvergüenzas que son escritores notables, sin alusiones personales. —Ni autocríticas, espero. —No. Estoy pensando en Céline, en el Pound de cierta época y en... No, mejor no lo pongas... —¿Y en tu caso? —Creo que las limitaciones que puede haber en mi obra se deben un poco a mis prejuicios de tipo moral. Quiero decir que por haber tratado de llevar una vida justa y honesta he renunciado a una serie de experiencias que hubieran podido enriquecer lo que escribo.
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Incluso, por respeto a la amistad, o por mostrarme acogedor, a veces sacrifico mi tiempo de escritor a otras actividades, recibiendo gente, conversando con amigos, leyendo librejos de aprendices, concediendo entrevistas... Otra vez sin alusiones. —¿No recuerdas haber hecho ninguna maldad? —Escribiendo sí, pero viviendo no. En síntesis, te diré que, para mí, más importante es ser un hombre honesto que un gran escritor. E V PING-PONG —Hoy almorzaste con el general Velasco, ¿no? —Sí. Estaba invitado a Palacio, pero el presidente estaba muy ocupado en una reunión con algunos ministros. Entonces, para hacer tiempo, su yerno Ítalo Zolezzi y yo jugamos una partida de ping-pong. Fue una partida encarnizada que duró cerca de una hora. Naturalmente, como somos muy malos jugadores, los dos perdimos. —¿Ya habías conocido antes a Velasco? —Bueno, hace quince días estuve conversando con él y con Hugo Neira, y un periodista argentino, Salas. Pero lo conocí hace aproximadamente ocho años, cuando era agregado militar en la embajada nuestra en París. Tuve oportunidad, en aquella época, de conversar con él varias veces... —Políticamente, ¿qué impresión te causó entonces? —Bueno, tengo la impresión de que por aquel tiempo el general Velasco no tenía proyectos políticos, aunque sí una clara conciencia de los problemas del país. Nos impresionaba por su sinceridad, por su honestidad. A diferencia de otros militares que yo había conocido y que se envanecen cuando llegan a las más altas graduaciones, él continuaba siendo un hombre enteramente simple, como hasta ahora, fiel a su origen popular y modesto de una familia del norte, con definidos sentimientos antioligárquicos. Y sentía un gran cariño, me acuerdo, por la gente humilde del Perú10. 10 El dictador Velasco lo nombró en 1970 agregado cultural de la embajada peruana en Francia. Este cargo lo abandonó en 1972, para ser representante alterno del Perú ante la Unesco.
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P, J P C G L —¿Tú fuiste reaccionario alguna vez? —Sí. —¿Cuándo dejaste de serlo? —Creo que cuando viajé a Europa por primera vez. Antes de ello, hasta 1952, en mis discusiones y conversaciones universitarias yo adoptaba una actitud retrógrada. Incluso pensaba, por ejemplo, que el indígena peruano era un ser completamente degenerado, que los gamonales tenían la razón, que las comunidades eran improductivas y atrasadas, en fin... Ya en Madrid, alternando con latinoamericanos más lúcidos que yo, comencé a darme cuenta de que estaba equivocado. En 1954, cuando viajé a París, se operó definitivamente un gran cambio en mí. Eso se debió, en gran parte, al hecho de que tuve que trabajar en oficios penosos... Fui obrero en una estación de ferrocarril, portero en un hotel sórdido. Comprendí la vida durísima del que tiene que trabajar ocho o diez horas diarias, usando sus brazos, su fuerza física, y después no le queda tiempo ni curiosidad para leer ni educarse, ni para ir a un espectáculo, y lo único que le provoca es quedarse a dormir. Me di cuenta de que era una situación despiadada y sin salida, que los trabajadores en nuestro mundo llamado libre estaban como exonerados del porvenir y que eso se debía cambiar radicalmente. —¿Qué hacías, exactamente, en la estación de ferrocarril? —Era cargador. Tenía que recoger la mercadería en unas carretillas y llevarlas hasta el andén, hasta unos camiones. Eso era durante ocho horas consecutivas, sin parar. Estuve tres meses así. Abandoné el trabajo un día que tuve que descargar un vagón de hulla, cerca de cuarenta toneladas de hulla. El esfuerzo fue tan extenuante que cuando salí y fui a ducharme, me desmayé. Me llevaron a mi hotelucho en taxi y ya no regresé más, estuve como una semana en cama, tosiendo hollín, con los ojos irritados11. Ver el cuento «La estación del diablo amarillo», donde recrea su experiencia como cargador de bultos en un terminal ferroviario.
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—¿Qué hiciste entonces? —Me metí en uno de los trabajos más hermosos de mi vida, algo que se conoce en Francia como ramassage. Las personas recogen periódicos y revistas viejas en las casas y las venden al peso. El trabajo lo efectuábamos en un triciclo y con mucha libertad12. A cada uno de nosotros nos daban una calle, un bulevar, y entonces uno empezaba a las ocho de la mañana de puerta en puerta, recogiendo papeles, hasta alcanzar cien o doscientos kilos. Tuve ocasión de conocer, trabajando así, todo el interior de París, porque entraba a las casas, descubría a la gente más desconcertante. Recuerdo que Juan Pablo Chang trabajaba también en eso. Y Guillermo Lobatón. Recuerdo que el patrón, el que nos compraba los diarios al peso, nos explotaba terriblemente. Vendía los papeles a un precio cuatro veces mayor que el que nos daba. Lobatón lo descubrió un día y organizó una huelga entre todos los estudiantes que hacíamos ramassage. El patrón tuvo que cerrar la fábrica y se negó a seguir empleando latinoamericanos. Fue la primera intervención política que tuvimos allá. D Cuando Julio Ramón estaba por despedirse de nosotros, insistí en el asunto de «¿qué cosa le diría a Lima antes de partir?». Me acusó de poco original. Insistí. Me acusó de sádico. Se puso a hablar entonces de los escritores de mañana, que nacerán del pueblo, los campesinos, los obreros. «La literatura ha estado en manos de una élite burguesa. Igual que en la Europa de cierta época estuvo en manos de la aristocracia. Los escritores aristócratas no concebían que pudieran salir escritores de la pequeña burguesía. Cuando el duque de Saint-Simon se enteró de un escritor llamado Voltaire, no lo podía creer. Creía que la literatura era un privilegio de su clase. Por eso nosotros, muchas veces, escritores burgueses o pequeñoburgueses, miramos con desprecio las cosas que hace la gente del pueblo, los poetas proletarios,
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Véase el cuento «Solo para fumadores».
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por ejemplo. Acaso por el momento no lo hagan muy bien, pero de su insistencia, que es la misma tenacidad de la historia y de la vida, surgirán grandes artistas. No se trata, pues, de una traslación del poder económico y político solamente, sino también, y fundamentalmente, del poder cultural...». —¿Y qué le dirías, entonces, a Lima? —Ufff. ¿Qué puedo decirle? ¿Qué mensaje puedo darle?... Francamente, no se me ocurre nada... —Supongo que te entiendo, Julio Ramón. Es difícil, cuando no inútil, encargarle algo a una cabeza que va camino al patíbulo.
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Encuesta a los narradores (1971)
¿Cómo juzga la narrativa peruana actual? —La desaparición en pocos años de escritores como Ciro Alegría, José María Arguedas, Sebastián Salazar Bondy constituyó una grave pérdida para la narrativa peruana y dejó vacantes difíciles de colmar de la noche a la mañana. Prácticamente el único narrador de valor universal que tenemos y que soporta la responsabilidad de representarnos en todos los eventos literarios es Vargas Llosa. Ignoro, debido a mi larga ausencia del Perú, si habrán surgido jóvenes narradores capaces de tomar el relevo de sus mayores. Confío, sin embargo, que sea así, no porque avale viejas fórmulas del tipo «Perú, país de narradores» o «tendencias del genio nacional», sino por simple cálculo de probabilidades y por la coyuntura social y cultural que vive el país y América Latina. ¿Existe, a su juicio, en el Perú lo que suele llamarse «vida literaria»? ¿Participa en ella? —Es difícil que países en vías de desarrollo tengan una vida literaria. Esta requiere una infraestructura constituida por editoriales, revistas, concursos, distinciones, órganos de crítica, difusión y propaganda, institutos especializados; en fin, cosas que en el Perú solo existen en estado embrionario. Decididamente no creo que tengamos vida literaria, a menos que se dé este nombre a los pequeños cenáculos que yo conocí hacia 1950, formados por grupitos de fanáticos de la literatura que hablaban mucho, creaban poco y publicaban menos.
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¿Por qué escribe? ¿Cuáles son los estímulos para su labor literaria? —No se escribe por una razón, sino por varias, cuya importancia varía según épocas y el estado espiritual del escritor. Personalmente, y sin que el orden implique prioridad, escribo porque es lo único que me gusta hacer; porque es lo más personal que puedo ofrecer (aquello en lo que no puedo ser reemplazado); porque me libera de una serie de tensiones, depresiones, inhibiciones; por costumbre; por descubrir, conocer algo que la escritura revela y no el pensamiento; por lograr una bella frase; por volver memorable, aunque sea para mí, lo efímero; por la sorpresa de ver surgir un mundo del encadenamiento de signos convencionales que uno traza sobre el papel; por indignación, por piedad, por nostalgia y por muchas otras cosas más. ¿Tiene, ha tenido, trabajos ajenos a la literatura? ¿Cuáles? —Profesor, vendedor de productos de imprenta, meritorio de abogado, portero de hotel, recogedor de periódicos viejos, cargador de estación de tren, traductor en una agencia de prensa, agregado cultural de embajada. ¿Reserva regularmente un tiempo para escribir? —Escribo por temporadas. Puedo dejar de hacerlo durante meses, pero de un momento a otro lo hago con regularidad y tenacidad, de preferencia en las mañanas o muy avanzada la noche. Pero nunca por más de tres o cuatro horas diarias. Pasado este límite, no puedo alinear dos palabras. ¿Cuáles han sido el más bajo y el más alto tiraje de obras suyas? ¿Cuántas han sido traducidas, reeditadas, publicadas fuera del Perú? ¿Ha sido alguna vez su propio editor? —Ello tendría que preguntárselo a mis editores, pero estos generalmente son muy parcos sobre el asunto. Supongo que mi mayor tiraje habrá sido de unos diez mil ejemplares, cuando gané un premio Populibros con mi novela Los geniecillos dominicales. El más bajo fue mi libro de cuentos Los gallinazos sin plumas, que —a mi juicio— fue tirado a dos mil. Han sido reeditadas mis novelas Crónica de San Gabriel (en Chile) y Los geniecillos dominicales (en México).
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Crónica de San Gabriel fue traducida al francés, alemán y holandés. Mis cuentos han tenido más suerte, pues aparte de esos idiomas han aparecido, sea en volumen o sueltos, en italiano, inglés y rumano. Nunca he sido mi propio editor. ¿Quiénes son sus narradores preferidos: a) entre los peruanos, b) entre los extranjeros? —Entre los narradores peruanos que prefiero están José María Arguedas y Vargas Llosa, para hablar de los consagrados. De los narradores nuevos conozco solo a Alfredo Bryce, que, a mi juicio, es un narrador de extraordinaria calidad, una voz verdaderamente original en nuestra literatura. Su novela Un mundo para Julius lo coloca de plano en primera línea de la narrativa hispanoamericana. De los extranjeros prefiero no hablar. Soy muy ecléctico en mis gustos y la lista sería interminable.
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Ribeyro: el océano interior (1973)
Durante tres intensas semanas de estada en Lima, Julio Ramón Ribeyro dictó charlas que conmovieron al público, tuvo un almuerzo privado con el presidente Velasco en Chaclacayo y concedió numerosas entrevistas grabadas. Para variar, decidimos someterlo a un cuestionario, fórmula que aceptó complacido. Las respuestas encierran un mundo cargado de vida, literatura... y política. Hace poco declaraste que tu novela inédita sobre la dictadura de Odría es una novela antimilitarista, «pero contra el militarismo tradicional, contra el caudillismo y la dictadura militar». Puesto que existe una novela de Mario Vargas Llosa sobre esa época y esa dictadura, ¿por qué has considerado necesaria otra novela sobre el tema? ¿Por qué no la has publicado hasta hoy? —Quiero aprovechar esta pregunta para disipar algunos equívocos. La novela a la que aludes no es sobre la dictadura de Odría, sino sobre las semanas previas a un golpe militar de derecha contra un gobierno civil democrático. Por ello, puede haber cierta analogía entre lo que relato y el golpe de 1948 contra el presidente Bustamante. Repito que se trata simplemente de analogía, pues mi intención no fue reconstruir un hecho histórico concreto sino desmontar mecanismos de un cuartelazo reaccionario. Por otra parte, el golpe no es el único tema de la novela, pues hay otros cinco temas
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entrecruzados: un asesinato político, una huelga, un peculado, un crimen sádico, una acción terrorista. La novela fue terminada, por otra parte, en 1966, antes de la aparición de Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa. Tres personajes leyeron entonces el manuscrito: Alfredo Ruiz Rosas, Leslie Lee y Hernando Cortés. Debo anotar también que toda comparación entre la novela de Mario y la mía es ociosa: la novela de Mario es un fresco grandioso de una época, construido con una técnica complejísima y una orquestación verbal que podríamos llamar wagneriana. La mía, en cambio, por su brevedad, la simplicidad de su estructura y la monotonía de su instrumentación, podría compararse más bien con una suite para cuerdas de algún autor clásico. Finalmente, si no la he publicado hasta ahora ha sido por dos razones. Una de ellas es banal: el no haberle encontrado un título adecuado, que resuma los diferentes temas de la novela. Otra más importante: el no haberme ocupado seriamente de buscar una editorial, me refiero a una editorial grande que le asegure una buena difusión. Tus cualidades de cuentista no se discuten. Pero hasta tú mismo pareces haber caído en el cuento de que no eres tan bueno como novelista. ¿No será que has cedido así al terrorismo de la crítica? ¿Por qué crees ser mejor cuentista que novelista? —Es posible que los críticos tengan razón y que yo me haya expresado hasta ahora mejor en el cuento que en la novela. En todo caso, el cuento se adecúa más a mi temperamento algo inconstante y vehemente, que me impide lanzarme a la elaboración de obras que exigen un esfuerzo continuado y tenaz. Además tengo cierta dificultad para visualizar, interiormente, una obra larga como es una novela, con todas sus ramificaciones y complicaciones. El cuento, en cambio, lo concibo por lo general como una totalidad por un solo acto de intuición. Por ello mis novelas, especialmente Los geniecillos dominicales, pueden dar la impresión de ser una yuxtaposición de cuadros más que una narración sólidamente estructurada. Esto puede ser también una ventaja, pues la obra se vuelve más dúctil, espontánea y abierta. A fin de cuentas, no reconozco diferencias cualitativas entre mis cuentos
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y novelas. Ellas son fragmentos de un solo discurso narrativo que únicamente podrá ser apreciado en su conjunto una vez —como dice Henry James— que «el cuadro esté colgado en la pared», es decir, que el autor le ponga punto final con su silencio. En carta privada expresaste una vez: «Nuestra pobre naturaleza humana está constituida de tal manera que uno no puede soportar una alegría de más de quince minutos». ¿Cuál ha sido la mayor alegría de tu vida? ¿Cuánto duró? —Uno en las cartas comete siempre el error de considerar como verdades universales lo que solo es a menudo sentimiento pasajero. La carta es el género de la exageración. Por ello, la mayoría de las personas las expiden apenas terminan de escribirlas, pues si las dejan reposar no se reconocen en ellas y las destruyen. No sé cuándo he dicho la frase que citas ni a quién. Creo haber tenido en mi vida alegrías más duraderas que el cuarto de hora fatídico que menciono. Algunos ejemplos: mi llegada a París en 1952, cuando por primera vez hollaba el suelo de una ciudad que hasta entonces había tenido para mí una existencia puramente literaria; mi regreso al Perú en 1958, cuando desde el barco divisé al fin los arenales y las dunas de una costa donde pasé mi infancia; la terminación de alguna obra que me costó mucho esfuerzo y de la cual quedé satisfecho, y otros ejemplos mucho más íntimos que no vale la pena citar. Has escrito: «Yo no vivo de la literatura ni para la literatura sino más bien con la literatura». ¿Qué opinas de los que viven para la literatura? —Se trata de una distinción un poco sutil que vale la pena ser aclarada. Los que viven de la literatura son los fabricantes de libros, aquellos para quienes su obra es solo un medio para adquirir dinero, consideración, poder. Los que viven para la literatura son aquellos en cambio para quienes el fin supremo es la creación literaria y su vida un simple medio de lograr ese fin. Pienso particularmente en Flaubert, Kafka, Musil. Los que viven con la literatura finalmente son aquellos para quienes la literatura no es ni totalmente un medio ni totalmente un fin, sino más bien una compañía, una presencia que los acompaña a lo largo de su vida y con la que mantienen relaciones
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alternas de amor y de infidelidad. Es obvio que los segundos son los elegidos, los tocados por la gracia de los dioses. Pero son pocos y para nosotros, los vulnerables, tan difíciles de imitar. Tú llegaste a París cuando renacía el interés por Céline y especialmente por su novela Viaje al final de la noche, publicada veinte años atrás. El libro se convirtió en uno de tus favoritos. ¿Influyó en ti como escritor? —No reconozco en mí ninguna influencia de Céline. Céline encarna principalmente la irrupción en la prosa narrativa del lenguaje hablado y es el precursor de toda una familia de autores en cuyo estilo predomina muchas veces una especie de charlatanería o de oralismo exacerbado. Ellos olvidan que Céline no se limitó a transcribir el lenguaje de todos los días, sino que lo recreó, adaptándolo a su propio temperamento gruñón, arbitrario y apasionado. Repito que no tengo influencia de Céline en la medida en que yo continúo utilizando un lenguaje literario, salvo en los diálogos, y en que su visión del mundo, de un pesimismo insondable, excluye toda simpatía por el hombre. Lo que no quiere decir que no lo admire, a pesar de sus errores y desvaríos. Entre Stendhal, Balzac y Flaubert, ¿a cuál prefieres? ¿Por qué? —Creo que estos tres autores representan las diversas posibilidades del genio literario francés y son entre sí incomparables y complementarios. Stendhal es la elegancia, la desenvoltura, la fluidez, la facilidad y la gracia. Balzac es la fuerza de la naturaleza, el poderío de la imaginación (considerarlo solamente como un autor realista es hacerle un flaco servicio) y el torrente de un estilo, a veces retórico o ripioso, pero que arrastra al lector en su corriente. Flaubert representa la conciencia crítica en permanente vigilia, el control implacable de la facilidad y la sensiblería; la disciplina, el rigor, la búsqueda desesperada de la exactitud, de la verdad y de la perfección. Mi admiración por Flaubert, el apego que sentía por su personalidad humana y artística, me hizo en una época desdeñar un poco a Stendhal y Balzac. Pero en los últimos años he reeleído a estos últimos novelistas, especialmente a Balzac, y he concluido
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que los tres son una fuente inagotable de placer, de hallazgos y de enseñanzas. Lo que los une, a pesar de las diferencias anotadas, es que todos ellos fueron en el fondo moralistas en el sentido más amplio de este término. Es decir, sus obras son una reflexión constante sobre la naturaleza humana, nuestras defecciones y grandezas, y han contribuido a dar de nosotros una imagen sin complacencias que nos inspira, según el caso, el repudio o la aceptación. En una entrevista para Caretas en 1965 me dijiste que estabas escribiendo la novela Atusparia. «Creo —precisaste— que la revolución de Atusparia es ‘ejemplar’ en el sentido de que esclarece cómo y por qué puede fracasar una revolución». ¿Cómo lo esclarece? ¿Por qué no has terminado el libro? —De esta novela he hablado varias veces y creo que demasiado, pues se ha convertido para mí en un proyecto probablemente irrealizable. Es cierto que en 1965 la empecé a escribir, pero la abandoné para continuar y terminar la novela inédita de la que hablo al comienzo de la entrevista. Posteriormente traté de seguirla, pero solo escribí unas páginas. El entusiasmo inicial había desaparecido y me era difícil recrear el clima espiritual en el cual la concebí. En la actualidad, se ha convertido para mí en casi un desafío. Lo que me paraliza por un lado es el carácter incompleto de mi información, pues los documentos relativos a esta revuelta indígena son escasos. Luego el hecho de que todos estos acontecimientos sean exteriores a mí, es decir, ajenos a mi propia experiencia y solicitadores de un esfuerzo desmedido de imaginación. Finalmente, el temor de incurrir en la novela histórica tradicional, con todo lo que esta tiene de reconstrucción verista y arqueológica. En lo que respecta al carácter «ejemplar» de esta revuelta, creo que sí podrían sacarse algunas conclusiones acerca de las razones de su fracaso: la ruptura entre el gestor de la revuelta, el cacique Atusparia, que contemporiza con las autoridades, y el representante de sus bases populares, el campesino Uchcu Pedro, que prosigue la lucha por su cuenta hasta su fusilamiento; la penetración del movimiento por elementos oportunistas, como el abogado Mosquera, que trata de sacar ventajas personales de la misma, hasta que la abandona
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cuando ve que se encamina al fracaso; o el periodista Montestruque, que pretende dotarla de una ideología, de una doctrina utópica e inadecuada a la realidad, como era el restablecimiento del Imperio incaico; la poca visión política de sus dirigentes, que no supieron sacar partido de la lucha interna entre Cáceres e Iglesias, la que pudo ser aprovechada para fortalecer su posición. En resumen, el caso Atusparia puede servirnos hoy de algo, si aceptamos el principio de que algo puede aprenderse de la historia. ¿Qué defectos encuentras en la novela latinoamericana de hoy? —No soy un especialista de la literatura latinoamericana y no me atrevería por ello a hacer diagnósticos. Leo solo a unos cuantos autores que me gustan y nada más. Pero si algo he advertido en ocasionales incursiones por la joven literatura es cierto mimetismo, de acuerdo con los patrones implantados por los novelistas de más renombre, lo que muchas veces les impide ahondar en su propia personalidad; cierta tendencia al barroquismo y la oscuridad, como si se partiera del falso principio que América Latina es un continente solamente barroco que excluye otra forma de arte; finalmente, cierta desconfianza en el género novelístico como instrumento de percepción y representación de la realidad, lo que los incita a escribir las llamadas novelas del lenguaje o las novelas de la novela en lugar simplemente de las novelas de la vida. ¿Cuál consideras tu principal responsabilidad como escritor? ¿No atenta tu cargo de agregado cultural de París contra tu independencia de creador y de trabajador de la cultura? —Vallejo dice en El arte y la revolución: «Toda obra de tesis, en el arte como en la vida, me mortifica». Yo admito este principio y soy enemigo de los mensajes, las tesis y los sermones. Mi responsabilidad, en todo caso, se limita a unas cuantas ideas simples, que expresé en un reciente conversatorio: no fomentar el odio, ni la crueldad, ni la injusticia, ni la violencia ilegítima, ni la intolerancia, ni el fanatismo. En cuanto a la segunda parte de esta pregunta, puedo declarar con toda franqueza que mi cargo de agregado cultural no recorta
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en absoluto mi libertad, pues no soy objeto de ninguna presión de nadie y, llegado el caso hipotético, tampoco lo aceptaría. ¿Qué consejo le darías a tu amigo el general Velasco, si te lo pidiera? —Los escritores siempre han sido malos consejeros y no creo que un presidente de la República se arriesgue a pedírmelo. Pero si ello ocurriera en el curso de una charla amigable, respondería solamente con tres verbos: vigilar, perseverar, profundizar.
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La azotea de Julio Ramón (1973)
En una apacible residencia empinada a doscientos metros sobre el nivel del mar, con los cuarenta y ocho kilos de su humanidad, por obra y gracia de la úlcera y dos operaciones, el insigne escritor nos abre la ventana de su inescrutable mundo interior: —Desde este instante quedo a disposición de ustedes por una hora y media, como máximo. Son las diez y media de la mañana. Sábado 1 de diciembre. ¿Qué le parece si recorremos algunos lugares que usted menciona en sus relatos? —proponemos. —Vamos —responde secamente el gran narrador. Entonces tomamos La Costanera y mientras el vehículo se desplaza raudamente a Barranco, contemplando la gris opulencia del mar —de ese mar que tan nostálgica, amorosa y repetitivamente evoca Ribeyro en muchos de sus cuentos—, le preguntamos: ¿Qué significado tiene el mar dentro de su vida como hombre y escritor? —Bueno —dice encendiendo el primer rubio de la mañana—, el mar fue uno de los principales escenarios de mi infancia, porque me gustaba la natación. Yo chapoteaba entre las olas, en invierno o verano, indistintamente. Además, no sé, me producía una sensación de libertad: me invitaba a la aventura y me brindaba la oportunidad
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de mirar de cerca el trajín de los prójimos que pugnaban por sobrevivir entre el mar y las playas. Luego se enfrasca en un denso silencio, porque Julio Ramón Ribeyro —como dijo Ismael Frías— es un «hombre tímido, callado, casi secreto», que hace de esos defectos y virtudes inexpugnables centinelas de sus recuerdos y vivencias que, a la postre, alimentan su vasta producción literaria. —Yo no doy a conocer individualmente mis anécdotas —explica, tratando de justificar ese rasgo—, porque en cada una duerme un cuento, esperando la hora del «levántate y anda». Además, creo en las virtudes del silencio y en los peligros de la charlatanería. Pero sí podría bosquejar una breve autografía, ¿verdad? —Claro. Nací en el barrio de Santa Beatriz, Lima, el 31 de agosto de 1929, fruto segundo de Julio Ramón y Mercedes, mis padres. Mis estudios los cursé en los colegios Montessori y Champagnat, y en la Universidad Católica. Acá estudié Letras y Derecho, aunque no llegué a sacar mi título, porque como practicante de abogado sufrí una enorme frustración: siempre me solidarizaba casi inconscientemente con los golpeados por la adversidad. Luego obtuve una beca del Instituto de Cultura Hispánica y me marché a Madrid, hace veinte años, con apenas noventa dólares en el bolsillo. Ahí debí permanecer solo seis meses, pero me quedé seis años. En ese lapso trasegué por toda Europa, en plan de aventura, desempeñando los más inverosímiles oficios (portero del hotel de la Harpe, en París; recogedor de periódicos usados; cargador de paquetes en las estaciones de tránsito; etcétera), que de alguna manera me acercaron al mundo de los marginados. Luego de esos trajines por el Viejo Continente, retorné al país, para permanecer dos años entre Lima y Huamanga, hasta que un buen día de 1960 nuevamente alcé vuelo hacia París, donde trabajé como redactor y traductor de la agencia France-Presse, cerca de una década. Ahí compartí labores con Carlos Espinoza (hoy funcionario del Ministerio de Industria y Comercio), Alfredo Torero, Luis Loayza y Mario Vargas Llosa, siempre dentro de una gran fraternidad. Y, desde hace cierto tiempo, me desempeño como agregado cultural de la embajada peruana en
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Francia y representante de nuestro país ante la Unesco. Además estoy casado con Alida Cordero y tengo un hijo, Julio, de 7 años. Tal es mi vida en síntesis, aunque debo aclarar que en forma paralela a mi quehacer de hombre común, siempre cultivé con silencioso ímpetu la literatura. Frutos de esa terquedad son, precisamente, mis novelas Crónica de San Gabriel (traducida al holandés, francés, polaco y húngaro), Los geniecillos dominicales y El mar, las islas13, todavía inédita. Además de mi obra de teatro Santiago, el pajarero y más de cien cuentos14, muchos de los cuales se encuentran en dos tomos de La palabra del mudo. En estos momentos, estoy abocado a reunir material histórico sobre la gesta del rebelde huaracino Pedro Pablo Atusparia, que, en 1885, encabezó una sublevación campesina. Atusparia es un personaje fabuloso a quien nuestra historia aún no le otorga el sitial que le corresponde. A base de los datos que consiga, escribiré una novela15. Y ahora, a veinte minutos de nuestra partida, un sol espléndido bruñe generosamente la tersa arenilla de las playas barranquinas. Ribeyro se regocija y comenta: «Me alegro que estas playas, antes angostas y solitarias, hayan sido abiertas al pueblo. Por acá retozaba con mis grandes amigos de infancia Alfredo Castellano y Pedro Perucho Buckingham, unos tipos bien dotados para la creación literaria que por esas contradicciones que suelen darse en la vida tuvieron que abandonar tal vocación para dar paso solo a los segundones». Y, después de este insospechado concepto que debe herir a más de un becerro de oro, el cuentista se somete a los requerimientos del fotógrafo. Dócilmente se para, se sienta, se contonea y se entrega a las placas del gordo Carlos Alegre. Este le dice, amenizando, que tiene un marcado parecido facial con el malogrado Sebastián Salazar Bondy. Ribeyro se carcajea y replica:
Se publicaría en 1976, con el título de Cambio de guardia. La Editorial Planeta anunció en 2009 la publicación de una edición completa de La palabra del mudo, de 95 cuentos. 15 Resultó la pieza teatral Atusparia (1981). 13 14
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—Sí, ambos somos flacos y narigones, aunque yo carezco de esa chispa criolla que caracterizaba a Sebastián. Luego de las tomas, le invitamos a visitar el escenario de su mejor cuento —según apreciación personal—: «Por las azoteas». Asiente. Y enrumbamos hacia Montero Rosas, a media cuadra de América Televisión, Santa Beatriz. Aprovechamos el recorrido para reiniciar el interrogatorio: Un escritor como usted que en sus obras aborda constantemente la problemática socioeconómica del Perú, ¿qué concepto tiene sobre el actual proceso que dirigen las Fuerzas Armadas? —¡Ja!..., como lo he dicho más de una vez a sus colegas, no quiero entrometerme en asuntos políticos, porque soy un funcionario del gobierno, ¿comprende? Solo puedo decirle como César Vallejo: «Hay, hermanos, muchísimo que hacer». Pero entre capitalismo y socialismo, ¿por cuál opta usted? —Lógicamente, por el socialismo. La experiencia del liberalismo económico en el plano mundial es frustrante: esa concepción de la lucha encarnizada por la vida, esa lucha feroz por alcanzar el bienestar y la comodidad es inhumana, cruel. Es un freno a la realización plena del hombre. Nada más. Como es obvio, este abrupto punto final al diálogo político no puede sino conducirnos a abordar el quehacer literario del insigne cuentista. Entonces preguntamos: ¿Por qué usted cultiva con tanto fervor el cuento y no la novela, si esta le puede brindar mayores satisfacciones y beneficios, tanto materiales como espirituales? —La verdad es que la importancia que se atribuye a mis cuentos ha echado un poco de sombra a mi producción novelística, porque si solo comparamos el volumen material de lo que he escrito, la novela sale imponiéndose ineludiblemente. ¿Cuándo descubrió su vocación de narrador? —Creo que a los 14 años. Si mal no recuerdo, sufrí un arresto en el colegio y, para matar el tiempo, escribí un cuento que se
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titulaba «Benito, el pescador»16, cuyos episodios transcurrían en los acantilados de Miraflores. Desde esa primera incursión, se me dio por borronear carillas que las guardaba celosamente en la intimidad. Recién a los 20 años llegué a publicar mi primer relato, en el primer y único número de la revista Correo Bolivariano, con el título de «El hombre de gris»17. Era un cuento muy malo, donde se relataba la vida de un personaje que, a la postre, ha resultado ser el padre del resto de mis personajes. Se dice que la mayoría de sus cuentos son autobiográficos. ¿Es cierto? —Efectivamente. Mis relatos, en un lenguaje estadístico, contienen el ochenta por ciento de realismo y el veinte por ciento de imaginación. Al decir realismo quiero decir experiencias propias o ajenas directamente contadas por sus protagonistas al escritor. Por esto último, mi próximo libro reunirá una serie de historias que me han confiado mis amigos, con el título de Lo que tú me contaste18. El recuerdo es un archivo inagotable de material narrativo. ¿Por qué comenzó a escribir a los 14 años? —Tal vez porque la lectura de cuentistas como Chéjov, Maupassant y Flaubert, entre los extranjeros, y Valdelomar y Diez Canseco, entre los peruanos, generó en mí una necesidad de emulación... Imperceptiblemente el auto frena en seco frente al 117 del jirón Montero Rosas. El chofer anuncia: «Ya llegamos». Ribeyro desciende ansioso y, con una melancólica sonrisa, dice: «Acá viví, jugué, lloré... Más abajo vivía Wáshington Delgado. De acá nos íbamos a pasear al castillo Rospigliosi, aunque nunca nos dejaron entrar». Y mientras nosotros tratamos vanamente de convencer a la mucama de esa residencia para que nos diera acceso a la azotea, Ribeyro gambetea la pelota de unos
Nunca se publicó. Sin embargo, se sabe que se trataba acerca de un personaje de su barrio de Santa Cruz, Miraflores. Es mencionado en el cuento «Los eucaliptos». 17 El título correcto es «La vida gris». 18 Jamás se publicó. 16
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niños que, despreocupados, jugaban en la calle. «Yo era un empedernido jugador callejero», comenta, tratando de despistar a la gente que, por ese singular temperamento novelero del criollo, comienza a rodearlo obstruyendo la faena del reportero gráfico. A pesar de los obstáculos, por una casa vecina, logramos trepar la azotea donde el autor de La palabra del mudo solía sosegar el maltrecho espíritu de un anciano a cambio de un cotidiano obsequio de caramelos. Paseando los ojos por entre ese hacinamiento gris de tablas, trastos, alambres, cables de luz y otras cosas olvidadas, apenas murmura: «Antes las azoteas eran más sucias, pero más hermosas». ¿Está de acuerdo con los críticos que le atribuyen la primacía dentro del panorama cuentístico latinoamericano de los últimos tiempos? —Quizá sea uno de los más fecundos y variados, pero... Latinoamérica ha producido excelentes cuentistas como Borges y Rulfo, a los cuales, tal vez, algún día logre aproximarme. ¡Caramba!, ya sobrepasamos el tiempo convenido. ¿No cree que dos décadas de exilio voluntario por el Viejo Continente lo ha alejado de la realidad peruana y...? —No creo, porque, si bien me he alejado físicamente, me he acercado espiritual e intelectualmente al Perú y a América Latina. Por ejemplo, la forma más cómoda de tomar contacto con escritores latinoamericanos es ir a París y encontrarlos reunidos ahí, y no justamente recorriendo cada uno de sus países. Ya que ha mencionado París, ¿qué concepto le merece esa cosmópolis? —París es una ciudad donde cualquier cosa puede suceder a cada momento. ¿Ha sentido en carne propia la pobreza, digamos, como Vallejo? —Como Vallejo, no. He pasado muchos días tomando un café con leche a las cinco de la tarde y tratando de dormir lo más que podía para no tener hambre, pero no he sufrido tanto. Quizá porque entre los peruanos ha existido una gran confraternidad. Cuando alguien atravesaba por un momento difícil podía estar —confia-
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damente— a la expectativa de los giros o encomiendas que podían llegar a cualquiera de nosotros. Recuerdo comidas memorables, con pan nazareno y vino, barato se supone, ¿no? Comprendemos que usted está bastante apurado, pero ¿podría darnos un par de reglas de oro para cuentistas de inicio? —¿Reglas? Bueno, por experiencia propia, puedo decirle: a) eliminar las dos primeras páginas del origen, porque ahí siempre suele ponerse lo innecesario, y b) no romper la unidad del relato por un punto aparte inoportuno19. Son las doce y media de la tarde, con brisa marina y sol estival. Julio Ramón Ribeyro, quien alguna vez dijo, tomando las palabras de Cesare Pavese, «escribo para defenderme de las ofensas de este mundo», nos extiende la mano, con un adiós. «Adiós» y reingresa lentamente a su hogar, fumando el noveno pitillo del día, con su saco sport, su desteñido blue jean y sus llanos mocasines. Desde el umbral nos sonríe melancólicamente. No podemos evitar que en nuestra memoria se revuelquen dos de sus formidables frases: «Los perros, como muchas personas, necesitan de un amo para poder vivir» y «Para qué llorar, si las lágrimas ni matan ni alimentan»20. Ribeyro es un mudo que habla a través de sus obras, sencillamente.
19 Una especie de decálogo del cuento se encuentra en el prólogo de La palabra del mudo que editó Jaime Campodónico en 1994. 20 Frases del cuento «Al pie del acantilado».
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Lo que dijo Ribeyro (1975)
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Como es poco recordado, el 13 de diciembre de 1973, Julio Ramón Ribeyro estuvo en Lima gozando de uno de sus ocasionales viajes. Ese día Ribeyro se presentó ante un público bastante numeroso en el Instituto Nacional de Cultura (INC) y se dejó hacer preguntas sobre su obra y otras cosas por los siguientes dignatarios: José B. Adolph, Antonio Cornejo Polar, Alberto Escobar y un señor argentino de quien recuerdo solo el apellido, Losada21. La ocasión se llamó «conversatorio», institución agradable para oyentes, hablantes y, sobre todo, autores. Que yo sepa, no se hizo ninguna grabación de lo conversado en aquella ocasión —como la grabación que se hiciera de otro acto público de Ribeyro, en el mismo INC, que serviría de base para la publicación de Dos soledades (Lima, INC, 1974, pp. 39-89)—. Como yo soy un alemán eficiente y ducho en algunas artes esotéricas, tomé notas taquigráficas de lo conversado aquel 13 de diciembre de 1973, precaución que me permite ahora compartir la transcripción de aquellas notas con el público en general y con los lectores de Ribeyro en especial. Debo agregar que el contenido de las notas, es decir, lo que Ribeyro dijo es de notable interés, puesto que Ribeyro nunca lo había dicho antes y tampoco después. 21
Alejandro Losada Guido, crítico literario argentino.
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El conversatorio arrancó con la pregunta de Adolph: ¿Cómo escribe sus cuentos? A lo cual Ribeyro contestó (y es preciso que yo parafrasee ahora y en adelante, pues no apunté todo verbatim; solo las expresiones entre comillas son citas textuales. Lo puesto entre paréntesis es de los participantes. Lo que va entre guiones contiene apuntes míos): «Se es cuentista por temperamento. Es una manera de ver el mundo». En cuanto a sus propios cuentos: él ha elegido ese género por pereza; una novela es demasiado larga. Cornejo Polar preguntó por la técnica. Opinó que a veces el aparato técnico, en la novela moderna, se independiza. Mencionó a Vargas Llosa. Ribeyro, en contraste, continuó Cornejo, no ha escogido ese camino. La obra de Ribeyro, en ese sentido, es marginal, está al margen de la moda «técnica». ¿Por qué, en este momento de esa moda, Ribeyro se ha suscrito a una manera de contar diferente? Ribeyro: El mundo es muy complicado; la tarea del autor es explicar el mundo, hacerlo más comprensible. La técnica «moderna» no tiene nada que ver con la modernidad («¿Mariátegui dixit?», preguntó Ribeyro). Así, las novelas altamente técnicas francesas, no dicen nada. En contraste, Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, dice mucho, y esto en su propia visión del mundo. Además, la técnica depende del tema. En seguida, Ribeyro se refirió al lenguaje: muchos escritores latinoamericanos tratan el lenguaje como una materia plástica y se olvidan de que el lenguaje debe también decir algo. Siguió Alberto Escobar. Recordó que en 1952 apareció el cuento «La huella», supuestamente el primer cuento publicado de Ribeyro22. ¿Qué ha sucedido desde ese primer cuento hasta el último de La palabra del mudo? («El ropero, los viejos y la muerte»).
El primer cuento publicado por Ribeyro fue «La vida gris», que apareció en la revista Correo Bolivariano, Lima, noviembre de 1949, año 1, número 1, pp. 22-23. Se reproduce por primera vez en libro en mi colección de entrevistas Ribeyro, la palabra inmortal, Lima, Jaime Campodónico Editor, 1995, pp. 83-88. 22
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Ribeyro: Siempre he escrito mis cuentos como unidades independientes. No encuentro ningún desarrollo orgánico. Más bien, están agrupados en «familias de preocupaciones». Así, «La huella» es del género fantástico. La segunda vertiente sería el cuento realista («Los gallinazos sin plumas»): Lima, los marginados, etcétera. La técnica es más o menos la misma siempre. La tercera serían los cuentos evocativos, autobiográficos. La cuarta serían los cuentos «europeos»: aquellos en primera persona (pero escondidamente). Concluyó Ribeyro asegurando que él no creía que de estos cuentos se pudiera desglosar una evolución. Ahora le tocó al señor Losada: habló largamente, páginas enteras, de modo que dejé de tomar notas. La esencia de lo que dijo parece haber sido: el defecto de Ribeyro es que él no cree en los actos, en la razón; que es un escéptico. Ribeyro: Losada «tiene muchas ideas». Ribeyro está perplejo. Cuando escribe, dijo, como el cuento «Los cautivos», no es una idea al principio, porque esta le quitaría el placer de escribir. Por ello cuando sus cuentos resultan críticos de la sociedad, no es porque se lo hubiera propuesto: resultan así implícitamente. Sus cuentos siempre son sobre una decepción: un personaje decepcionado se encuentra con un mundo desalmado —«La tela de araña», «Una aventura nocturna»—; sus cuentos narran una frustración. Solo Tres historias sublevantes tiene cuentos en que los hombres comienzan a luchar, pero es una lucha que pierden. Ribeyro admite que en sus cuentos reina un pesimismo, un escepticismo. También afirma que siente desconfianza frente a grupos políticos, a partidos, etcétera. Intervino Adolph: La literatura se puede alienar a ella misma cuando se pone al servicio de algo extraliterario. Los efectos políticos, u otros, de la literatura, dependen de la cualidad de la obra literaria. Aquí Adolph se refirió al reproche hecho por César Lévano (en otra ocasión), de que en su obra no figuran obreros, reproche que Adolph considera absurdo.
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Ribeyro: Sí hay obreros. Por ejemplo, en «Mar afuera», en Crónica de San Gabriel (campesinos y mineros), en «El chaco», etcétera. Pero es cierto que mi obra no es una que se dedica a los obreros o campesinos. No trato esa clase porque no la conozco bien. Escribo solo sobre lo que conozco. Así escribo más sobre la clase media, porque la conozco y porque ella me ha criado. Esto no es un parti pris ideológico. En un aparte, Ribeyro se refirió entonces a la historia de Escobar, según la cual este, un día en Múnich, le acusó de ser, en verdad, un crítico literario. La respuesta de Ribeyro contra esa acusación fue Crónica de San Gabriel. Otra vez le tocó a Cornejo Polar: ¿Cómo se ubica Ribeyro en la narrativa peruana? Ribeyro: No me considero iniciador o precursor. Bryce, por ejemplo, tiene por antecedente Duque (1934), de José Diez Canseco. Pero Bryce nunca lo había leído. Además, Ribeyro cree que hay otro más: un tal Evaristo Galindo, que escribió en 1911 una novela sobre la alta burguesía limeña. Esta obra recién se publicó en 1944, en Barcelona. (¿Y Clorinda Matto con Índole (1891) y Herencia (1893)? ¿Y Julia (1858), de Luis Benjamín Cisneros?). Lo que Ribeyro cree sí haber hecho es haber llamado la atención al cuento citadino. Lima devino una gran urbe más o menos en 1950 y como tal él la vio, madura para el tratamiento literario. Para él, Arguedas es la realización de las imposibilidades de Ribeyro. Le gusta en Arguedas la totalidad de la visión, la visión de la sierra. Por ello, considera a Arguedas como un complementario de Ribeyro. Alberto Escobar: Se ve, es un crítico, después de todo. ¿Qué relación ve Ribeyro entre sus cuentos y sus novelas? Ribeyro: Los cuentos como las novelas son fragmentos de una sola obra («Todos sus cuentos y novelas son fragmentos de una sola alegoría sobre la frustración fundamental de ser peruano: frustración social, individual, cultural, psicológica y sexual», Mario Vargas Llosa, carta del 24 de octubre de 1966). Los geniecillos dominicales es una serie de cuentos, cuadros de costumbres, «esa novela es una suce-
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sión de relatos», solo que las mismas personas juegan en los varios episodios. Hay episodios en Los geniecillos dominicales que podrían publicarse separados, como cuentos en sí mismos. Losada: ¿Cómo es eso del escribir por placer? Ribeyro (retomando la alegación anterior de Losada): «Soy tan escéptico que para mí afirmar algo y dudarlo son lo mismo». En cuanto al placer: de cierta manera, el escribir también es una tortura, un trabajo de esclavos; por el cansancio físico, por los excesos de fumar. En ese sentido, el escribir no es un placer. Volviendo al tema de la ideología, Ribeyro concluyó el «conversatorio» diciendo que en sus cuentos sí hay una ideología: aquella de los escritores del siglo XVIII. El escepticismo es su ideología. Y sí hay una tesis en su obra, pero implícita: no le gusta la crueldad, la intolerancia, etcétera. Aplauso de los presentes y de aquellos ya en la escalera.
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No quiero ser ejemplo de nada (1978)
Quisiera comenzar por plantearle algunos asuntos con respecto a los tres libros que usted ha publicado en los últimos tiempos. Es decir, Prosas apátridas, La caza sutil y Cambio de guardia. En el caso de Prosas apátridas se trata tal vez de un libro bastante nuevo y distinto en la literatura peruana, y recuerdo un comentario de Macera sobre el libro. Él decía que los intelectuales peruanos de su generación, como en el caso de algunas comunidades judías, habían desarrollado una conciencia de culpabilidad, que en Prosas apátridas se notaba con toda su pureza. ¿Usted ha percibido esa conciencia de culpa generacional o, al menos, la ha percibido en su libro? —Creo que esa es una interpretación bastante original de Pablo Macera. No sé si la gente se habrá dado cuenta ya de que Pablo es uno de los hombres más inteligentes del Perú, y siempre sus enfoques son absolutamente originales. En lo que me toca, ese libro no ha nacido de un sentimiento de culpabilidad. Es un libro hecho con retazos de otros libros, precisamente de allí viene su título. La palabra «apátrida» no está relacionada con mi condición personal, sino con la condición de los textos, que son fragmentos de diarios, fragmentos de notas sueltas, incluso algunos son fragmentos de relatos; textos que no tenían ninguna ubicación en ningún género y que entonces decidí reunirlos con ese título expresivo de Prosas apátridas. Es posible que sea un libro
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novedoso en la literatura peruana, y es que en nuestra literatura hay una carencia casi absoluta de textos de esa naturaleza. Generalmente la literatura peruana se ha orientado por los géneros tradicionales: aquí se es novelista, cuentista, poeta o dramaturgo, pero algunos se olvidan de ser escritor, que es lo importante. Prosas apátridas es un libro de meditaciones, de reflexiones, de notas escritas en distintas épocas. Precisamente no quise fechar los textos porque me parecía que no era necesario. Creo que esos textos tienen un valor aparte de las circunstancias en que nacieron. Ha sido también una tentativa de escribir un poco por encima de las contingencias: «urbi et orbe», como habla el Papa en la plaza de San Pedro. En todo caso, no hay duda de que en Prosas apátridas hay un marcado pesimismo, hasta un tono trágico. ¿Esa es una constante personal o una actitud literaria? —Probablemente sea una constante. A mí ya me han definido muchas veces como un escritor pesimista, como un hombre totalmente desencantado de la vida, que no espera nada del hombre o de la sociedad. Ello no es completamente cierto. Siempre me he definido más bien como un escéptico, y el escepticismo no es una actitud de diversión frente a la realidad. Es, por el contrario, una búsqueda tenaz de la verdad. Creo que hay que poner el énfasis sobre la búsqueda más que sobre el hallazgo. El escepticismo es además una escuela filosófica que se basa en la duda permanente; creo que dudar es una de las actitudes humanas más fecundas. Usted ha dudado sistemáticamente. Creo que no cabe duda de eso, pero después de tanto tiempo de duda, ¿ha encontrado algunos hallazgos, algo que ya no someta a la duda? —Sí, unas cuantas certezas, pero de carácter negativo... Tal vez ese es su pesimismo. —Tal vez. Ahora, en cuanto a que hay un tono sombrío, eso es cierto. Y se va a notar aún más en las prosas que se van a añadir a las ya publicadas; porque las últimas prosas fueron escritas en la época en que yo atravesaba por una crisis de salud muy grave, que me puso prácticamente al otro lado de la barrera.
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Al otro lado de la ribera... —Sí, y probablemente eso ha influido en el tono de las prosas inéditas, que son algunas verdaderamente sombrías, desalentadas. De todas maneras yo no he querido en este libro proponer algún ejemplo ni dar alguna lección. Puede ser que a veces tengan un tono ligeramente moralizante, pero yo no me propongo ser moralista, no quiero ser ejemplo de nada, porque en todo caso creo que sería un mal ejemplo. Publicar no es sinónimo de hacer proselitismo, pero, de todas maneras, cuando uno publica adquiere una cierta responsabilidad. —Sí, es posible que eso sea cierto, pero establezco una diferencia muy clara entre el acto de escribir y publicar, que son dos procesos totalmente diferentes. Uno puede escribir simplemente para sí mismo, porque le gusta o porque no puede dejar de hacerlo, y esta es la verdadera finalidad de la escritura a un nivel personal. Y si después uno publica, no necesariamente es para que el texto se conozca, sino sencillamente porque puede estar comprometido con un amigo editor, o porque necesita dinero. Una vez que el libro está escrito ya sale de nuestra propiedad y se convierte en un objeto más, un objeto que se puede transferir. Hay quien dice que usted es el mejor escritor peruano del siglo XIX. ¿Reconoce algo de anacronismo en su literatura? —Creo que lo del mejor escritor del siglo XIX no pasa de ser una broma; pero, por otra parte, eso no me incomoda mucho porque creo que el siglo XIX ha sido uno de los más fecundos literariamente. Pero en cuanto al propio juicio de si mi obra es anacrónica o no, creo que tal vez puede tener un ligero relente de antigüilla. En cierta manera de concebir la construcción, las frases, probablemente hay ciertos ritmos para los cuales el oído actual se está perdiendo; cierta manera de redondear los párrafos, cierta manera de expresarse concisamente. Puede ser que sea eso lo que le da un carácter de antigüedad o de vejez a lo que escribo. Pero creo que la vejez no es una cuestión de formas sino una cuestión de actitud, puesto que se puede escribir de una forma totalmente vanguardista y decir las cosas más redichas del mundo.
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Yo entendía también que lo de anacrónico podía provenir de los cuentos. Usted es sobre todo un cuentista y el cuento es un género que se desarrolló sobre todo en el siglo XIX. —Yo aceptaría que se me considere un cuentista, pero antes que nada soy un escritor. Los géneros existen, pero no es necesario que a uno lo encasillen dentro de un género. Tanto es así que he escrito prácticamente todos los géneros: teatro, novela, pequeños ensayos, cuentos, crónicas. Lo único que me falta escribir es poesía. ¿Nunca ha escrito poesía? —He escrito poemas, pero de tipo paródico, imitaciones de otros poetas, y solo por una cuestión personal. ¿Poemas impublicables? —Impublicables. ¿Es cierta la influencia que le señalan de la literatura francesa del XIX? —Es muy posible, porque siempre he sido muy aficionado a la lectura de la literatura francesa, no con exclusión de otras literaturas, pero sí con preferencia. En principio he estado formado por los escritores franceses del XIX, incluyendo a los más populares. Es decir, Jules Verne, Alexandre Dumas, Eugène Sue, los novelistas del folletín y todos esos escritores que pueden parecer segundones pero que a mi juicio son excelentes. Por lo demás, creo que ahora se está dando un nuevo auge de estos escritores. Vislumbro un retorno de la novela de folletín y popular que ya se está dando en algunos casos. ¿Hace cuántos años vive usted en Europa? —Estoy viviendo seguido en Europa desde 1960. Ya van dieciocho años. —Dieciocho años, y en ese tiempo he regresado cinco veces, pero siempre de vacaciones por unos meses. Es decir, su distancia física del Perú es casi radical en los últimos veinte años. —Sí, mi distancia física es radical, pero la comunicación de tipo espiritual se mantiene. Se mantiene a través de lecturas, porque trato de seguir en lo posible las cosas que se publican en el Perú en
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materia literaria; y luego, a través de correspondencias, contactos que nunca faltan. Y después de tantos años, ¿no siente que el tema original del Perú se maneja solo por el recuerdo? —Sí, siento cada vez más urgente la necesidad de instalarme aquí por un tiempo largo si quiero escribir sobre el Perú. Se ha dicho muchas veces que el hecho de estar fuera del país permite a uno tener una visión a veces muy objetiva y panorámica de la realidad, que le permite separar lo esencial de lo adjetivo y secundario, pero tal vez el relato está basado en la aprehensión de todo lo que es secundario. Es dentro de esa montaña de pequeños detalles que suelen nacer los relatos.
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Individualista feroz y... anacrónico (1981)
Quienes conocen al escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, afincado en París, saben de antemano que es reservado, tímido, hermético. Traspasar esa barrera de silencio no fue fácil. En su recién estrenado departamento de la rue de Sèvres, donde vive con su mujer y su hijo, nos abre las puertas de par en par; se escuchan entonces las melodías de los años treinta: Benny Goodman, Glenn Miller, Tommy Dorsey... Julio Ramón Ribeyro es un omnívoro, ecléctico en sus gustos. Delgado hasta la transparencia, de cabello revuelto y con la expresión de pájaro afilado e inquieto, Ribeyro, embarcado ya en la confianza de la confidencia, nos habla del pasado, presente y futuro de sus actividades. Casado, padre de un jovencito de 14 años, Julio Ramón nos cuenta una anécdota de este último: «Un día le pregunté qué quería ser cuando sea grande y el chico me contestó rápidamente: Cualquier cosa menos estar sentado en un escritorio como tú». Así es. De padres cojos, hijos bailarines... Hace casi treinta años que estás viviendo en París. ¿Por qué elegir París para realizar tu obra literaria y por qué no optar por el Perú, que es tu país natal y que es sujeto y objeto de tus expresiones escritas? —Sobre este asunto, la revista Hueso Húmero en su último número ha hecho una encuesta a los escritores, artistas, intelectuales
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peruanos que viven fuera del Perú y esa misma pregunta me la hicieron23. Yo no la he respondido hasta ahora, ni creo que la responda porque, pensándolo bien, es bastante compleja y me exigiría enunciar todo un pasado, bucear en mi subconsciente para descubrir las verdaderas razones de vivir en el extranjero, y esto podría traducirse en un libro de centenares de páginas24. Hagamos un resumen... —Creo que las razones por las cuales uno vive fuera, y tratándose de mí en particular, van cambiando según las épocas. No habría una sola respuesta. No vivo en el Perú no porque no me guste el Perú, ni mucho menos, sino por circunstancias que me llevaron a irme quedando fuera de mi país. ¿Viniste a Europa por alguna razón específica de estudios o porque Europa tenía algún atractivo especial en el momento en que dejaste el Perú? —Dejé el Perú en 1952, cuando acababa de terminar la carrera de Derecho, gracias a una beca que obtuve para estudiar Periodismo en Madrid. Cuando viajé tenía la intención de quedarme como máximo un año o dos para luego regresar a trabajar como abogado. Ahora, retrospectivamente, me doy cuenta de que al cabo de ese tiempo tuve el temor de regresar al Perú para asumir una responsabilidad, insertarme en un medio social y desempeñar una función determinada. Preferí seguir en la situación del estudiante extranjero, lo cual me daba mayor libertad e independencia y, sobre todo, me eximía de aquellas responsabilidades. Así me quedé un año más en Madrid, luego en París y, a medida que pasaba el tiempo, se iba agravando este problema. ¿Una situación de miedo? —Sí, en cierto modo. Probablemente. Una situación de no tener que enfrentarme a la vida responsable de un adulto; una especie Se publicaría en el número 9 de dicha revista («¿Por qué no vivo en el Perú? Encuesta»), Lima, abril-junio de 1981, pp. 103-104. 24 Muchas veces Ribeyro complicaba los proyectos, pero en varias ocasiones terminaba la propuesta, como en este caso. 23
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de evasión. Existe en muchos estudiantes ese temor de regresar al país para asumir una función. Generalmente los estudiantes prefieren seguir siendo una promesa y no tener obligaciones serias que afrontar o de enfrentarse a la vida en forma cruda. Estando ya en Europa, ¿cuáles han sido tus actividades? —La mayor parte del tiempo lo dediqué a trabajar como periodista en la agencia France-Presse. Comencé en 1960, gracias a la mediación de dos peruanos que ahí estaban colocados: Mario Vargas Llosa y Lucho Loayza. Era entonces un trabajo de redacción, de traducción, de síntesis de noticias, extremadamente rutinario y aburrido, pero bien pagado para aquella época. Ahí estuve doce años, duros y enojosos. Mucho tiempo para una larga paciencia. ¿Y después? —Ingresé a la embajada del Perú como agregado cultural y luego a la Unesco, hasta la fecha. Son entonces dos grandes periodos: doce años de periodista en la France-Presse y los últimos en la Unesco. Vayamos para atrás. ¿Quién y cómo es el niño Julio Ramón Ribeyro cuando nace en el Perú? —Sobre mi infancia, sobre mi vida pasada quedan algunos en testimonios en cuentos que he escrito. Lo que puedo decir es que no soy de aquellos que tienen encono con su pasado y con sus padres. He gozado de una infancia bastante feliz. Nací en Lima, en el barrio de Santa Beatriz, un barrio en el cual han vivido muchos escritores peruanos que han descollado, como Blanca Varela, Sebastián Salazar Bondy, Leopoldo Chariarse, Wáshington Delgado. Era un barrio de clase media, ubicado en una zona intermedia entre los balnearios del sur y el centro de Lima, del cual guardo recuerdos muy gratos. ¿Por qué haber en cierto modo huido de esos «recuerdos gratos» y ese ambiente que evoca con cierta nostalgia y emoción? —Pienso que todos los viajeros, todos los que salen de su país, deben tener algún problema de desadaptación, sea económico, sexual, sentimental o cultural. Pero, en mi caso, no había ninguno de ellos. La razón para mí fue que, terminada mi carrera, quise darme uno o dos años de escape en Europa, como era lógico en mi generación. Solo que esa evasión, en mi caso, ya dura treinta años.
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¿Fue entonces cuando elegiste ante esa dualidad —ser abogado prometedor o escritor aún no decidido— proseguir con la vocación última? —Tal vez fue una elección que no se produjo en un plano muy consciente. Debieron haber fuerzas internas que me arrastraron a ir aplazando mi retorno a Lima y mis responsabilidades profesionales para quedarme en Europa y escribir. Empezaste a escribir desde muy joven. —Sí, cuando estaba en el colegio. Pero la certidumbre de que mi vocación era ser escritor se produce en Europa, cuando comienzo ya a escribir con regularidad y con el deseo de publicar. Creo que eso fue determinado por mi salida del Perú. Muchos escritores peruanos y latinoamericanos como tú han necesitado vivir en Europa para darse cuenta de que su vocación se desarrolla en este continente, como es el caso de Vargas Llosa y otros que han escrito sus «óperas primas» fuera de sus países respectivos. ¿Qué magia fomenta esta producción lejos de las propias fronteras? —Debe de haber un aspecto de mito cultural. Nosotros, en América Latina, estamos muy condicionados por la cultura y la vida europeas, y eso ejerce una atracción para todos los que comienzan a expresarse en la vida artístico-literaria. Además tienen como precedentes a otros escritores que han vivido en Europa, como César Vallejo, Pablo Neruda, etcétera. Hay entonces una especie de ilusión, de deseo de estar donde ellos estuvieron. Por otro lado, también está el hecho de ruptura, de fractura con el país de origen, que puede desencadenar una vocación que estaba en estado latente. Pero lo que puedo decir con absoluta certeza es que no es absolutamente necesario salir del país para hacer una obra literaria. Ahí está el ejemplo de un poeta como Martín Adán, quien en su vida, creo, no ha salido del Perú. O como José María Arguedas, que viajó solo esporádicamente, pero que no vivió en el extranjero por mucho tiempo. ¿Y Ciro Alegría? —Sí, él vivió bastante fuera del Perú. En Chile, en los Estados
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Unidos, en Puerto Rico... Pero la mayor parte de su obra la hizo antes de los 30 años, en el Perú y parte en Chile. Volviendo a tu infancia y a tus esfuerzos de memoria sobre ella... —Tengo una memoria extremadamente prolongada de mi pasado, como algunas cosas que me ocurrieron, por ejemplo, cuando tenía año y medio o 2 años. Recuerdo la primera casa donde realmente viví, en Santa Beatriz; luego, Ancón, donde íbamos a pasar el verano y también un viaje que hicimos a Tarma. ¿Tu familia era numerosa, pudiente? —Era una familia de clase media, de una relativa bonanza, pero nada más. Tengo tres hermanos y siempre fuimos muy unidos, con relaciones amistosas, fraternales. Diría que gozábamos de un mundo de armonía. Yo estudié en el Colegio Champagnat, de los maristas, pero ello no me marcó especialmente. A los 15 o 16 años me alejé de toda práctica religiosa, sin renunciar por eso a una cierta religiosidad pero más bien personal o interior, que dura hasta ahora. Creo que esa formación bastante estricta, con normas católicas, puede grabar y no la considero nociva. Me ha servido para darme ciertas perspectivas, para dejar abierto un ámbito hacia lo religioso, hacia lo infinito, hacia lo inefable, lo cual me parece importante en un escritor o en un hombre que no hubiera tenido ese tipo de educación y que solamente tuviese una visión materialista absoluta de la realidad. ¿Cuál fue tu primera publicación en Lima? —En 1949, cuando tenía 19 años, en una revista que publicaba en Lima la embajada de Venezuela25. Pero fue en los últimos años de mi vida de estudiante, en secundaria, que empecé a escribir. Yo era bastante tímido y mis relaciones con los camaradas de clase eran difíciles, por mi propio temperamento. Era hermético, un poco retraído. Por otra parte, no era un alumno brillante, ni un buen deportista, de modo que frente a mis compañeros me sentía un poco disminuido.
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La revista Correo Bolivariano.
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Y para afirmarme, para oponerle a ellos algo que pudiera hacer bien y que supiera hacer, me puse a escribir. ¿Una especie de revancha? —Sí, era una forma de revancha. Frente a ellos, que sabían correr más rápido, o que sacaban mejores notas, yo podía oponerles el hecho de que sabía escribir. ¿Cuándo te sientes escritor de verdad? —Debe de haber sido en los dos o tres primeros años en que viajé a Europa que fue cuando empecé a escribir con regularidad y con proyectos de hacer libros. Luego vino un periodo de incertidumbre porque tardé en publicar, porque el éxito no se presentaba, no era visible y pasé por momentos de duda, de incertidumbre, pero luego me di cuenta de que lo importante no era tanto publicar, ser famoso o ser reconocido, sino simplemente hacer lo que a uno le gusta, y en lo cual uno se siente bien y que nadie puede hacerlo en tu lugar. Y eso era para mí escribir. ¿Cómo fueron esos años duros en Europa, tus experiencias? —En los primeros años pasé por muchas alternativas. Primero tuve una beca, pero se terminó. No quería entonces regresar a Lima y tuve que vivir un poco a salto de mata. Trabajé en París como cargador, como portero de un hotel, luego hice ramassage, que era recoger periódicos y luego venderlos al peso. Eso me permitió conocer París, ir de un lado para otro, juntarme con amigos como Lucho Loayza, Manuel Aguirre Roca, Hernando Cortés... y muchos más. ¿Dónde vivías en esa época en París? —Siempre en el Barrio Latino y en una zona muy reducida, entre la rue Saint-Séverin, la rue de la Harpe. Es decir, aproximadamente, en una sola manzana, durante casi seis años. Luego viajé a Alemania, a Bélgica y a mediados de 1958 regresé al Perú ya decidido a reintegrarme a mi país y a mis funciones de abogado, como hombre maduro y ciudadano, en buenas cuentas. Pero me fue difícil adaptarme, me había distanciado mucho de mis amigos, surgió cierto tipo de fricciones, diferencias ideológicas, en fin... Tuve problemas con la Universidad de San Marcos, donde yo pensaba ser profesor, pero
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fue muy complicado por cuestión de títulos y de revalidaciones, de modo que después de año y medio decidí regresar a Europa. Y aquí estoy desde entonces. ¿Cuándo te casas? —En 1966. Ya había publicado Los gallinazos sin plumas, un libro de cuentos que escribí en 1955 y que se publicó en Lima, libro que tuvo poca audiencia, aparte de algunos comentarios, lo cual no fue demasiado estimulante. Luego, en 1960, publiqué Crónica de San Gabriel, novela que se leyó moderadamente y no mereció eco memorable, salvo uno último que ha hecho Lucho Loayza26, pero veinte años más tarde. En buena cuenta, la consolidación de mi vocación de escritor se realiza entre los 35 o 40 años, cuando cobro conciencia de que lo que estaba escribiendo no estaba tan mal, que tenía ciertos lectores que apreciaban lo que hacía, que tenía un público que yo no conocía pero que me reconocía. Esto me hizo pensar que no estaba escribiendo en el desierto o en el vacío. Todo ello me estimuló. ¿Hay alguna novela que podría ser decisiva entre las que has escrito y que sería la que tú prefieres? —Tengo sobre esto una opinión indemostrable. Creo que fue Crónica de San Gabriel. Luego he escrito dos más, pero no estoy muy satisfecho. ¿Crees que en el género del cuento se pueda tender a la reflexión más que en la novela? —Creo que sí. Mi primer contacto con la literatura fue a través de los cuentos. Recuerdo que cuando era bastante niño tenía muchos libros de estos. Mi padre tenía una buena biblioteca. Leí entonces los de Valdelomar, Maupassant, Chéjov. Tal vez fuera esa la causa que me indujo a querer parecerme a esos autores. Más tarde, escribí cuentos porque personalmente tengo alguna dificultad para construcciones muy grandes y de mucha envergadura y además
Este texto de Luis Loayza apareció con el título de «Regreso a San Gabriel», en Inti, Revista de Literatura Hispánica, número 9, 1979, pp. 53-64. Luego se reprodujo en la segunda edición de El sol de Lima, en 1993.
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no poseo la capacidad de hacer proyectos a largo plazo. Nunca he pensado lo que pueda hacer dentro de un año, año y medio o dos años. Evidentemente para escribir una novela hay que tener una gran confianza en el porvenir y una gran seguridad de que uno va a poder hacerlo. En cambio he tenido siempre una especie de vehemencia, de empezar y acabar rápidamente. Un reflejo de vivir au jour27 y de ver pronto el fin. Tu actividad literaria que surge en los años sesenta no está, sin embargo, identificada al famoso boom latinoamericano. ¿Por qué no figura tu nombre, siendo como eres uno de los escritores más importantes de las últimas décadas? —Sobre eso puede haber una serie de explicaciones. Del boom de los años sesenta ya nadie habla. Eso se acabó. Los autores del boom estaban solicitados en tanto que novelistas y yo más que nada era cuentista, y no hubo un boom del cuento. Claro que he escrito novelas, pero ellas no tenían un carácter novedoso, impactante como las de los grandes autores del boom. En consecuencia, la única manera para mí de entrar en el movimiento habría sido a través del cuento, pero el cuento no era aceptado, ni siquiera por las editoriales. Había un cierto rechazo por el relato corto. Se pedían novelas, largas y complejas. El boom, que ya es historia añeja, ¿qué opinión te merece retrospectivamente? —Creo que fue importante y estimulante para los escritores latinoamericanos que tenían un gran talento y que tuvieron una influencia en la literatura peninsular española. De los cuatro grandes representativos, como Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, ¿a cuál de ellos elegirías como condicionante de ese movimiento? —Creo que los cuatro son bastante diferentes y cada cual tiene sus méritos. Supongo que una novela como Cien años de soledad no la ha escrito ninguno de los otros. Diría que es una de las cúspides
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En francés, ‘al día’.
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de la narrativa latinoamericana; me parece la mejor de todas, difícil de alcanzar en su ambición y en su descripción de una realidad mágica y mística. En cuanto a escritor en sí, no por novela sino por toda su obra, me parece que Vargas Llosa es un novelista nato, un hombre que escribe novelas como respira y que de una obra a otra va buscando nuevos escenarios, nuevos temas, nuevas técnicas. Si bien aprecio más sus primeras obras que las últimas, creo que hay que elegir entre el escritor que escribe un gran libro y nada más o el que escribe diez, quince o treinta libros de gran calidad. Has omitido a Carlos Fuentes y a Cortázar en tu examen. —No sé, a lo mejor debo tener cierta insensibilidad para penetrar en los libros de Fuentes, pero nunca he podido gozar con ellos como me ha pasado con los otros citados. El caso de Cortázar es muy interesante porque es un eximio cuentista, que me ha servido mucho porque de él he aprendido en grado sumo. Él ha innovado no solo una serie de aspectos que van más allá del estilo y del lenguaje, sino de la estructura literaria. Es un hombre que no se satisface, no se queda en una forma de escribir, sino que trata siempre de descubrir nuevas posibilidades, de recrearse en formas actuales de expresarse, con libros de tendencia política, de cuentos, de novelas, de libros con ilustraciones, etcétera. Hablas de literatura política y de ahí derivamos a la literatura «comprometida». ¿Tu opinión? —Estoy comprometido solamente con mi propia vocación. La única vez que intenté hacer política fue con mi novela Cambio de guardia. Me parece que fue un error, aunque no reniego de ella. Pretendía ser una crítica de una dictadura militar, de una sociedad corrompida e, incluso, de una juventud embarcada en actos de violencia. Pero no logré realizarla como era mi intención. El tema me atraía desde el punto de vista ideológico, pero no emotivo. ¿Quiere esto decir que no has tenido una tendencia política, adhesión a algún partido o movimiento? —Soy completamente reacio a todo esto. Soy un individualista feroz y probablemente anacrónico, incapaz de integrarme a un partido político, grupo, asociación. En el fondo soy un escéptico. Eso
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no quiere decir que no tenga simpatías, pero me sería complicado explicarlas. He tenido amigos en determinados partidos, he sufrido por sus derrotas, pero siempre desde el exterior, como espectador. Sin embargo, la literatura contemporánea, me refiero a los del boom como García Márquez, Julio Cortázar, que están comprometidos, y Mario Vargas Llosa, que lo estuvo y ahora lo está en otro sentido, ¿te merece respeto o te parece que debería decantarse? —Eso depende de cada escritor y de cada persona. Hay escritores que solo se pueden realizar a través de una literatura de ese tipo, porque es el campo de interés dentro de su ideología, de su manera de enfocar la realidad. Ello no me parece nada reprochable. Al contrario, es una línea que siguen ciertos escritores en América Latina, como lo hicieron Asturias, Vallejo, Neruda y tantos más. Son grandes escritores. Lo cuestionable no es el hecho de que se traten temas políticos, sino que lo traten mal. ¿Puede un escritor conjugar su quehacer literario con un cargo público, como es tu caso, funcionario de la Unesco? —Sí puede conciliarse. Los precedentes de grandes escritores que han sido representantes públicos o funcionarios (Neruda, Carlos Fuentes, etcétera) son numerosísimos. Me remonto a Quevedo, que era un agente del gobierno de su época. Y puedo citar otros ejemplos, sobre todo en el campo de la diplomacia. No creo que haya una posición entre un cargo y una actividad de escritor. Una función pública no obstaculiza a la literatura. Quisiéramos saber tu opinión sobre el momento que vive el Perú, momento de explosión literaria bastante valiosa. —Esa eclosión, en realidad, no data de estos últimos años sino de hace unos diez o quince años, tanto en el campo de la poesía, a partir de poetas como Hinostroza, César Calvo, Cisneros hasta los mucho más jóvenes, que tienen una gran vitalidad y una gran variedad (no quiero citar nombres), como en el campo de la narración, escritores que tienen imaginación, formación literaria, deseo de innovación. ¿Algunos nombres en este último aspecto?
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—Por ejemplo, Carlos Calderón, Higa, Ampuero, Martínez y hace poco un escritor que ha publicado su primera obra, que se llama Gastón Fernández y que vive en Bélgica hace muchísimo tiempo, del cual leí sus espléndidos cuentos hace algunos años pero que recién es conocido en el Perú. He sido jurado de concursos en el Perú y he leído manuscritos de jóvenes que venían de todas partes y que me impresionaron mucho. Pocos de ellos han publicado y se quedaron con sus originales en un cajón, por falta de canales adecuados. Así es. Hay dificultades de edición, carestía de papel, penurias con la impresión... En fin, generalmente se editan libros seguros, aquellos que se van a vender, muy comerciales o textos escolares. Tus obras han sido traducidas a varios idiomas y, al fin, eres objeto de reconocimiento en otros países. —Sí, es cierto. Hoy mismo acabo de recibir una carta de Grecia, en la que me anuncian que van a publicar una selección de mis cuentos; luego, otra edición de ellos en Einaudi, de Italia. En setiembre aparece en París otra selección. Hay, sin embargo, un mundo para mí que es extraño y en el cual no he penetrado, que es el de la lengua inglesa. Será por cuestiones editoriales o a lo mejor porque no les intereso. ¿Qué obra estás escribiendo? —Un libro de relatos pero que no son cuentos en el sentido tradicional28. Son más bien episodios sobre personajes históricos, como un esbozo o una semblanza sobre la muerte de Valdelomar, sobre Ricardo Palma, sobre el naufragio que sufrió y en el cual no murió y que originó que pudiera escribir las Tradiciones peruanas, cosa importante para nosotros los peruanos. Hagamos un paréntesis. ¿Cómo acogiste, como escritor, el ingreso de una mujer como Marguerite Yourcenar al seno de la Academia Francesa?
Este libro iba a aparecer con el título general de Proverbiales. Solo se conocen algunos textos. Ver Antología personal, Lima, Fondo de Cultura Económica, pp. 101-123. 28
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—Me dio un gran gusto, pues yo era y soy un gran admirador de Marguerite Yourcenar cuando aún no era conocida y muy famosa. No diría que es una escritora actual en el sentido novedoso, pero tiene una prosa francesa clásica de una calidad incomparable. ¿Piensas volver al Perú o piensas quedarte en Europa para continuar tu obra? —Tengo pensado regresar al Perú no en un corto plazo, pero sí en un plazo razonable. Depende también de cuestiones familiares: mi hijo debe terminar sus estudios, mi mujer trabaja. En fin, esto solo es momentáneo. ¿Proyectos literarios? —Terminar el libro que he comentado, que no solo se refiere a semblanzas de peruanos sino también a europeos, como Ovidio, el marqués de Sade, Caravaggio y diferentes personajes que me atraen y que tuvieron una vida significativa o dramática, que vivieron episodios dolorosos o gozosos que valen la pena evocar y comentar desde el ángulo y punto de vista de un latinoamericano.
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Entrevista exclusiva a Julio Ramón Ribeyro (1982)
Él se queda por un instante mirando una próxima lejanía antes de decirme: —Ya me han solicitado hasta cinco entrevistas, una de ellas para la televisión, y yo me he negado a concederlas. Yo le iba a..., pero Julio Ramón prosigue imprevistamente en el uso de la palabra: —Temo que por esta actitud mía se me juzgue mal. Más de uno puede pensar que se trata de arrogancia; no es así. Pienso que una persona, un escritor en este caso, solo debe permitir ser reporteado cuando tiene algo importante o nuevo que expresar. No soy partidario de ese deporte insípido del reportaje por el reportaje. Cuando experimento la necesidad de comunicarme con los demás por una vía no literaria y cuando la naturaleza o la urgencia del asunto así lo aconsejan, me apresuro a buscar a un periodista. Su golpeante lógica me ha dejado con los lapiceros caídos en un rincón del ring. Sin embargo, saco fuerzas de flaqueza: —Una vez me citaste una frase del mariscal Benavides... «A los amigos todo; a los enemigos la ley». Y yo soy tu amigo. Me mira y sonríe de un modo un poco conejil: —Bien, Gonzalo, entrevístame entonces; pero con una condición. —Las que tú quieras.
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—Solamente una...: publica la entrevista después de que yo me haya regresado a París. Me daría mucha vergüenza encontrarme en la calle con una de esas personas a quienes les dije que no iba a conceder ningún reportaje. Me lanzo presto a la inquisición. —¿Cuál es el motivo de tu visita a Lima? Su rostro, generalmente pálido, palidece aún más. —Iba a venir con mi hijo y, al final, decidí no traerlo. Mi esposa y yo vivimos el problema de tener un hijo único. Yo me imaginaba tener buena predisposición para la psicología. Por desgracia, parece que no es así. Su comportamiento me es incomprensible y nada agradable. Le ofrecí que si mejoraba su conducta, lo iba a traer para que conociera el Perú, uno de sus grandes deseos. Era un premio que no se supo ganar. Federico Camino, que está con nosotros y gracias a quien me conecté con Ribeyro, tercia en el tema: —También yo soy padre de hijo único, pero no me causa dificultades. Julio Ramón agita sus brazos marfileños: —Ese es el quid, no hay reglas. Únicamente la intuición de los padres puede encontrarle una salida al túnel. Como un sol amargo ha caído sobre nuestra mesa, trato de proyectar una sombra amable: —Y te decidiste por las playas limeñas. —Detesto las playas en tiempo de verano. Cuando estoy aquí huyo a Chosica. —¿Además de eso? —Además de eso, algo útil he hecho. Me he comunicado personalmente con Luis Enrique Tord y Carlos Gassols para hablar sobre la posibilidad de llevar a escena mi obra Atusparia. Ellos, principalmente Carlos, están entusiasmados con la idea; pero el montaje es caro; tampoco mucho más caro que otros espectáculos que se ven acá; sin embargo, por el momento, el Instituto Nacional de Cultura no cuenta con los fondos económicos para abrir el telón. Lo más
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positivo del caso, para mí, es que hayan aceptado mi propuesta de que la dirija Hernando Cortés29. Cambio de esquina y le manifiesto: —Mis lectores no me disculparían si no me dices algo sobre la actual narrativa peruana. Torna a ponerse adusto: —Me desagrada ejercer de crítico de mis compañeros de trabajo. Sin embargo, deseo decir dos cosas: Me extraña la indiferencia con la cual han sido recibidas las obras de Carlos Calderón Fajardo y estoy leyendo con singular placer la excepcional novela de César Calvo30.
A quien Ribeyro le dedicó su cuento «Al pie del acantilado» y que dirigió la primera representación de Santiago, el pajarero. El autor lo calificó como su «director titular». 30 Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía (1981). 29
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Soy un escritor que recibe todo lo que viene (1982)
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Tú has escrito tres novelas, pero no aún la novela que muchos esperan de ti, aquella que contenga todo tu saber narrativo o tu experiencia de la vida, como lo han conseguido o intentado la mayor parte de los narradores latinoamericanos que cuentan. ¿A qué se debe eso? ¿Te consideras realmente un novelista? —Yo me considero un escritor, antes que nada. Creo que eso es lo importante. Que lo sea escribiendo novelas, cuentos o cualquier otra cosa es secundario. Dicho esto, reconozco que mis tres novelas publicadas son menores, diría obras de juventud, pues fueron escritas entre los 25 y los 35 años. Después he comenzado otras, unas diez o más, pero no pasé de las primeras páginas, quizá porque empezaban demasiado bien para poder mantener el tono. Alguna vez publicaré como una curiosidad estos comienzos de novelas, que son en realidad zócalos de estatuas que no existen31. En cuanto a que llegue en el futuro a escribir mi gran novela lo veo problemático. La gran novela uno la contiene dentro de sí o tiene que encontrarla fuera de sí. Yo no contengo sino fragmentos de novelas. Y fuera de mí no percibo
Cuyo título anunció: El pedestal sin estatua, inicio de una docena de novelas inconclusas, de la que se conoce «El Abominable».
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el mundo como una totalidad sino fragmentariamente. Por ello me resulta más cómodo escribir cuentos o textos breves. Lo que no lo considero como una frustración, pues para ser un buen escritor no es indispensable pasar por la prueba de la novela. Nuestros escritores clásicos más celebrados no lo son por haber escrito novelas, como es el caso de Garcilaso, Palma, González Prada, Vallejo. Y dos de los más grandes autores latinoamericanos actuales, Borges y Paz, tampoco han escrito novelas. Cito estos nombres no por una emulación pretenciosa, sino para darle crédito a mi argumentación. Para hablar del cuento, ¿crees que después de «Silvio en El Rosedal», en el cual tu estilo y tus preocupaciones personales se han unido tan bien, tus cuentos futuros estarán marcados por esta experiencia? —No necesariamente. Ese cuento se basta a sí mismo, expresa todo lo que tenía que decir al respecto y no tiene por qué generar una familia de cuentos similares. Para mí, es solo una referencia de valor, no el inicio de una nueva poética. ¿El rosedal de Silvio existe en la realidad o fue una invención tuya? ¿Cómo escribiste el cuento? —Francamente no sé si el rosedal existe, pero lo que sí existe es la hacienda que sirve de marco del relato. Es una hacienda de Tarma que se llama La Florida y que visité mucho de niño y de joven. Lo que no recuerdo es si tenía un rosedal. Es muy probable que sí, pues de otro modo no veo por qué le puse a la hacienda ese nombre. Sí es una invención el asunto de la disposición de las rosas, lo que no estaba previsto cuando comencé a escribir el relato. Yo quería evocar esta hacienda y la vida de su propietario, pero de pronto la narración derivó hacia lo imaginario, por razones que ignoro. Tal vez fue una influencia de lecturas que efectuaba entonces sobre el simbolismo de las catedrales góticas, el mensaje escondido en sus fachadas de piedra. O del rosedal del malecón de Cannes, en la Costa Azul, con sus dibujos geométricos, por donde paseé tantos veranos. O simplemente la presencia inconsciente de ese relato de Henry James, «El dibujo
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en la alfombra»32, que leí hace veinte años, pero que nunca he olvidado. ¿Cómo saberlo? La creación es un hecho complejo, misterioso. Soy bastante racional, y cuando escribo sé aproximadamente adónde quiero ir, pero a veces algo llega a mí de la otra orilla de mi razón e impone su ley. ¿Qué estás preparando actualmente? —Nada en particular, es decir, nada que me distraiga de una manera exclusiva. Algunos cuentos que comienzo, abandono, vuelvo a comenzar... Luego fragmentos de tipo autobiográfico, pero que no siguen ninguna cronología ni están destinados a formar parte de un todo: mi primer viaje en barco a Europa, el terremoto de 194033, las playas a las que fui de niño, mi vida en Berlín, etcétera. Estos fragmentos los escribo a medida que mi memoria me los propone34. Son como los islotes de un archipiélago. Quizá alguna vez se junten y formen un continente. En suma, soy actualmente un escritor en disponibilidad. Recibo todo lo que le viene, pero no salgo a buscarlo. Debe de ser signo de vejez. En una entrevista dijiste que escribías un diario íntimo, del cual sacaste algunas de tus Prosas apátridas. ¿Lo sigues escribiendo? —En forma muy discontinua, pueden pasar semanas o meses sin que añada una sola línea. No creo además que tenga mucho interés literario35. Cuando releo mis viejos cuadernos me doy cuenta de que le daba importancia a cosas que no la tenían o que he dejado de anotar cosas esenciales. Es algo muy extraño llevar un diario. He leído centenares y hasta ahora no encuentro el principio primero que los gobierna. A veces se escribe un diario por arreglar cuentas consigo
También se le conoce como «La figura en el tapiz». Su título original es «The Figure in the Carpet» (1896). 33 Hay un texto que rememora esta experiencia: «Mayo 1940», del conjunto de cuentos Relatos santacrucinos (1992). 34 De su Autobiografía divulgó tres textos. 35 Sin embargo, el primer volumen fue publicado una década después, en 1992, como La tentación del fracaso. 32
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mismo o con los demás. O para preservar una identidad amenazada por el trajín y el caos de la vida cotidiana. O para luchar contra la depresión. O para dejar una buena imagen de sí a la posteridad. O para fijar ciertos recuerdos que nos pueden ser útiles más tarde. Y por tantas otras razones. No sé si sería aconsejable llevarlo. Un diario puede matar a un escritor, me refiero a su poder de invención, de creación, pero también puede salvarlo. Del suicidio, por ejemplo. O del olvido. Lo último que has publicado es Atusparia, la mejor de tus piezas de teatro. ¿Hay posibilidades de ponerla en escena? —Claro, y es muy posible que cuando esta entrevista se publique ya se haya estrenado o esté por estrenarse. Es el Teatro Nacional Popular el que la pondrá bajo la dirección de Hernando Cortés. Una obra como Atusparia, que no es una obra comercial y que resulta costosa por el número de actores, los decorados, el vestuario de época, etcétera, solo puede ser montada por un teatro nacional que, como en todos los países del mundo, esté subvencionado... En cuanto a que sea mi mejor obra de teatro, como dices, eso solo se sabrá cuando se monte. Hay obras que están muy bien sobre el papel, cuando se leen, pero que llevadas a escena pueden ser un desastre. De acuerdo con el director, he hecho algunas modificaciones en el texto publicado, como añadir o suprimir ciertos diálogos, cambiar algunas frases que eran cacofónicas o impronunciables... Pero, aun así, estas mejoras no garantizan nada. El éxito de una pieza depende en última instancia de la dirección y de los actores, suponiendo que la obra tenga un mínimo de calidad. ¿Te consideras —como algunos críticos lo han dicho— un «escritor marginal»? —Depende de lo que se entiende por «marginal». Si se trata de alguien que hace una obra hermética, difícil, destinada a sí mismo o a un reducido número de entendidos, sería absurdo decir que soy un escritor marginal. ¡Al contrario, podría decir que soy un escritor popular! O más bien que mi obra es potencialmente popular. Sobre esto tengo testimonios que no voy a detallar, pero sé que mis libros, por los temas que tratan o porque están escritos en forma sencilla,
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accesible, llegan al gran público, sin por ello dejar indiferentes a las élites literarias. Tampoco me considero marginal si entendemos por ello al escritor huraño, que vive escondido, que se desentiende de su obra, que jamás concede entrevistas o participa en reuniones literarias. A mí me fastidia la representación, la figuración, la publicidad, para decirlo crudamente; pero lo cierto es que cedo a estas solicitaciones, aunque sea en forma esporádica y no en proporción a las oportunidades que se me ofrecen. Y lo hago no por placer ni por interés, sino por responsabilidad, en la medida en que pienso que un escritor tiene obligaciones para con sus editores y para con sus lectores, y que no debe abandonar a los primeros ni perder todo contacto con los segundos. En fin, hay una tercera forma de marginalidad, la del escritor que es un poco conocido en relación con la continuidad de su obra o cantidad de libros publicados o menos conocido que autores de una obra equivalente. Ese podría ser mi caso. Y se debe, a mi juicio, al hecho de no haber publicado ningún libro en una de las grandes editoriales que cuentan con buen servicio de promoción y de distribución. Me refiero naturalmente a mis publicaciones en español, pues mis libros han sido publicados en excelentes editoriales de otros países. ¿Tienes algún plan de regresar a Lima para quedarte por un tiempo prolongado? —Me encantaría, pero por razones personales no lo veo viable por ahora. No creo además que si regreso lo haría a Lima. Mi ideal sería vivir en una playa desierta36. Este es un viejo sueño romántico, ecológico, literario, como quieras llamarlo, pero que temo seguirá siendo un sueño. En febrero pasado, que estuve en Lima, pasé varios días en la región de Ica en busca de la playa soñada. Vi algunas, pero de acceso tan difícil que es casi imposible levantar en ellas aunque sea un cuarto de adobe. Por ejemplo, para llegar de Ocucaje al mar
Sobre este deseo escribió el cuento «La casa en la playa», de Solo para fumadores (1987).
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hay que atravesar un desierto intransitable durante dos o tres horas, con el peligro de quedarte atascado en los médanos y esperar allí días para que te rescaten. ¿Cómo hacer, pues, para llevar hasta esas playas materiales de construcción, enseres y mobiliario, por elementales que sean, agua potable, energía eléctrica, etcétera? Se puede, claro, pero a un costo enorme, salvo que te decidas a vivir como un hombre de las cavernas. Lo que no es mi caso, pues me atrae la vida de eremita, pero de un eremita civilizado que tenga a la mano una bebida helada o un estéreo para escuchar a Bach o a Manzanero, según el momento... Es cierto también que, a falta de la playa, podría buscar una quebrada o valle de la sierra. Pero a mí siempre me ha fascinado el paisaje de la costa. Como dice Ernst Jünger, existen «pistas de aterrizaje», lugares de los cuales uno puede despegar hacia otras formas de vida o de pensamiento. Hacia otros mundos espirituales. Y uno de esos lugares son las playas desiertas de nuestra costa.
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Entre zapatos y terremotos (1983)
Hace treinta años que Julio Ramón Ribeyro llegó a Europa. No había publicado aún ni un solo libro, pero en ese momento, sin duda, se decidió su destino de escritor. Ya no le quedaba otro remedio que insistir en esa vocación inasible que sordamente había socavado el inicial interés que brotó en él por la jurisprudencia. En Lima, tal vez en cualquier momento de frío pragmatismo, hubiera podido reconsiderar su decisión y continuar sus estudios de Derecho. Mientras que, encontrándose en Europa, cualquier pensamiento en ese sentido constituía solo una vaga ilusión, una quimera. Tenía, pues, que labrarse ese oficio tan incierto que es el oficio de escritor, pese a las dudas que a veces lo asaltaban —y todavía lo asaltan— de que quizá se había equivocado en su decisión: ¿acaso la jurisprudencia no era la carrera en la que brillaron con holgura sus antepasados? Las aptitudes para el desempeño de algunas profesiones, así como las tareas, también son hereditarias. Hasta el momento de su viaje a Europa únicamente había publicado en revistas algunos cuentos primerizos que han quedado olvidados, sin pena ni gloria, en los recodos del inacabable camino de la escritura. Sin embargo, en esos trabajos iniciales, en esos ejercicios de narrador inexperto, ya estaba presente ese tono sombrío y escéptico, con sus personajes hundidos en el deterioro y en la mediocridad, que hacen inconfundible la narrativa de Ribeyro. Para hablar de su quehacer narrativo, arduamente sostenido en las buenas y en las malas, fuimos a verlo
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un miércoles en la noche en su casa de la rue de Sèvres, más bien un bulevar pétreo y hermoso, como todos los bulevares de París. Alto y flaquísimo, fumando, nos abrió la puerta. Una puerta de esas antiguas, sólidas y desmesuradas, como para gigantes. En un primer salón luminoso, despejado de muebles, cuyos ventanales dan al trajín del bulevar, nos encontramos cara a cara con un cuadro original del colombiano Botero. Aún sin recobrar el aliento, nos detuvimos frente a un óleo de Miró, después un grabado de Picasso, un Dufy, y ya en un pasadizo, camino a la biblioteca, un retrato de Ribeyro, en pose de tres cuartos, todo un artista, con las manos sobre el teclado de una máquina de escribir, trabajado por el peruano Herman Braun a partir de una técnica fotográfica, muy fresca y vibrátil. En la atmósfera sosegada de la biblioteca, hacia donde no llega el bullir de la calle, ni la tentación de las cimbreantes hermosuras que adornan el bulevar, intentamos el comienzo de la entrevista. Que nos hablara, por fin, el autor de La palabra del mudo, esa inigualable colección de cuentos que Carlos Milla empezó a publicar en 1973 y que ya va por su tercer tomo. Allí están reunidos seis libros de cuentos y parece que inicialmente se pensó en titularla Diálogo de sordos. Pero no; antes de la entrevista primero un vino, que por algo estábamos en la mata del susodicho placer. Ribeyro sacó a relucir como quien extrae un naipe de la manga, su copa con labraduras de colores, muy particular, cuyo altísimo pie, o más bien fina y alargada pierna de cristal, solo conoce las caricias de sus dedos de fumador. Ribeyro no es de los que se sienten bien cuando lo entrevistan, a pesar de que es todo «un pico de oro» como la mayoría de los hombres de su generación: ahí están para confirmarlo Pablo Macera, Wáshington Delgado, Carlos Araníbar, este último el más pintadito de todos. Ribeyro ha preferido siempre la conversación informal pero de marca mayor, esas maratones verbales en que se conoce al verdadero conversador y en las que los repetidores de paporreta, los ratones librescos, quedan por las patas de los caballos. Fue en los primeros tramos de la charla que recordamos la cara de espanto del joven que fue sorprendido cuando se robaba un libro de la biblioteca del Centro
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Pompidou, esa edificación controvertida, con las tripas al aire, en cuya explanada exterior impera sospechosamente la música del Tercer Mundo. El tan codiciado libro había sido una obra en castellano de Julio Ramón Ribeyro. Sin duda, valía la pena el riesgo y la condena, como diría cualquier certero vals criollo. Todo habría empezado cuando el mencionado joven leyó el cuento de Ribeyro «Una aventura nocturna», que vertido al francés publicó hace poco el diario Le Monde. Allí se despertó el apetito por la narrativa de Ribeyro y, ante la imposibilidad de conseguir en las librerías de París algo de dicho autor en su idioma original, decidió, sin hacerse mala sangre, depredar la biblioteca más actualizada de Francia. Ya después la computadora se encargaría de señalar el respectivo vacío bibliográfico, pensaría el joven y temerario lector de Ribeyro. Pero luego del primer vino nadie se queda callado. De modo que la entrevista tomó la punta del ovillo. ¿Cómo empezó tu carrera de escritor? —¡Demonios! ¿Carrera de escritor? ¿Cuándo escribí el primer cuento? ¡Qué me voy a acordar! Seguro que lo escribí cuando tenía 15 años, cuando estaba en el colegio. Sí, probablemente fue en esa época. Pero en realidad mi primer cuento destinado a la publicación lo escribí cuando estaba en la universidad. Es decir, cuando ingresé a la Universidad Católica de Lima. Entonces yo ya tenía cierta inclinación por la literatura. Escribía poemas, un poco a escondidas, me acuerdo. Eran unos poemas románticos que había comenzado a escribir desde los 13 años. Pero de pronto me di cuenta de que no tenía mucha disposición para la poesía y empecé a escribir en prosa. De repente, cuando yo estaba en la universidad, apareció una revista que se llamaba Correo Bolivariano y que la editaba la embajada de Venezuela. No sé a través de quién, creo que de Alberto Escobar, me pidieron una colaboración, un cuento. Un cuento que se publicó y que nunca lo he recogido en libro. Se llama «La vida gris». En ese cuento está condensado ya todo lo que he escrito después.
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¿Qué contabas en ese tu primer cuento? —Era el cuento de un individuo que había llevado una vida completamente gris, que todo había sido banal en su vida. Todas las cosas le habían resultado mediocres. No había ni sufrido mucho ni tenido éxito. Una vida gris. Recuerdo que en uno de los detalles dije que alguna vez ganó la lotería, pero se trataba de esos premios menores, insignificantes. Ese es el cuento que publiqué por primera vez. Yo tenía 16 años y acababa de entrar a la universidad. Y ¿por qué no lo recogiste en tu primer libro, en Los gallinazos sin plumas? —Oh, no, no. Es que era un cuento muy malo. Era un cuento largo, lleno de detalles y descripciones, repeticiones. Además, ni siquiera tengo el original. Solamente está en esa revista, Correo Bolivariano, que ya no debe quedar ningún ejemplar en el mundo, porque era una revista editada por una embajada y la regalaban a diplomáticos que ni siquiera la leían. Después publiqué en Letras Peruanas, la revista que dirigía Jorge Puccinelli. En torno a esa revista se congregaron algunos estudiantes universitarios de San Marcos en particular, y de la Católica yo y el poeta Carlos Germán Belli. El doctor Jorge Puccinelli nos exhortó para que colaborásemos. Entonces, cada cual dentro de sus inclinaciones y posibilidades empezó a escribir. Recuerdo que Víctor Li Carrillo escribió un artículo sobre Heidegger, Alberto Escobar escribió no sé qué cosa, Francisco Bendezú un poema y yo un cuento que se llama «La huella». En esa época acababan de entrar al Perú los libros de Kafka traducidos en Argentina, de modo que todos los escritores jóvenes estábamos influidos por Kafka y a mí «La huella» me resultó un cuento completamente kafkiano. En ese cuento yo hice, creo, incluso la ilustración, porque en ese tiempo yo dibujaba un poco, me gustaba ilustrar mis trabajos. Luego que publiqué ese cuento, apareció por allí una nueva revista que se llamaba Realidad, que la dirigía un profesor que enseñaba filosofía en la Universidad de San Marcos, un tal Enrique Barbosa. Él les pidió a los jóvenes universitarios que colaboraran. Yo mandé ahí tres cuentos y aparecieron los tres. Uno titulado «La encrucijada», otro «La máscara» y el tercero que no
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me acuerdo37, pero que también era como los otros dos, un poco kafkiano, fantástico. Esa fue una vena que seguí cultivando durante algún tiempo, incluso hasta cuando me vine a Europa, en 1952. Una vez que empecé a vivir en Madrid, en París, que tuve contacto con escritores latinoamericanos de mi generación, entonces conversábamos, discutíamos, nos leíamos unos a otros, y poco a poco fui abandonando ese aspecto puramente imitativo, ¿no? De tratar de escribir conforme al estilo del escritor que en ese momento estaba de moda, que para nosotros era Kafka. Se me ocurrió, entonces, escribir sobre el Perú, ¡qué Perú!, en realidad sobre Lima, que era lo que más conocía. Yo soy limeño. Empecé a escribir, pues, sobre cosas que había vivido o que me habían contado. Fue cuando empecé a escribir los cuentos de Los gallinazos sin plumas. En ese momento no pensé que iba a ser un libro. Eran cuentos sobre mi barrio, gente que había visto en Lima, ¡qué sé yo!, gente de clase media, obreros, sirvientes. Una vez que tuve diez o doce cuentos reunidos, pensé: acá hay un libro. Recuerdo que al primero que se lo mostré fue a Alberto Escobar, que en esa época estaba en Europa. Y Escobar me dijo: «Ya tienes que publicar, ya es tiempo, este es un libro orgánico». Pero no sabía dónde publicarlo. De pronto recibí una carta de un editor que apareció en Lima como innovador y promotor y que acababa de fundar su editorial, me refiero a Enrique Congrains Martin. Me decía que le interesaba publicar algo mío. Entonces yo le mandé el libro y efectivamente lo sacó. Apareció en el año 55 con el título de Los gallinazos sin plumas. Se trata de «El cuarto sin numerar». Mi colección de entrevistas Ribeyro, la palabra inmortal, Lima, Jaime Campodónico Editor, 1995, recogió por primera vez en libro los cuentos: «La vida gris» (Correo Bolivariano, año I, número 1, Lima, noviembre de 1949, pp. 22-23), «La huella» (Letras Peruanas, año II, número 5, Lima, febrero de 1952, p. 30), «El cuarto sin numerar» (Realidad, año I, número 1, Lima, julio de 1952, pp. 1, 10), «La careta» (Realidad, año I, número 3, Lima, setiembre de 1952, p. 5), «La encrucijada» (Realidad, año II, número 5, Lima, enero de 1953, pp. 6-8) y «El caudillo» (suplemento «Dominical» de El Comercio, Lima, 25 de noviembre de 1956, p. 1). Ribeyro se equivoca: no es «La máscara», sino «La careta». 37
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¿Cómo trabajas tú? ¿Con qué horario? ¿En las mañanas, en las tardes? —Tengo un horario completamente absurdo porque no es razonable ni racional. Escribo al mediodía. Los escritores, por lo general, eligen las mañanas o las noches para escribir. Algunos se levantan muy temprano, a las cinco de la mañana, era el caso de Hemingway, y hacia el mediodía dan por terminada su jornada y se empiezan a divertir. Hemingway era así. Empezaba a escribir en la mañana y al mediodía se tomaba el primer whisky o el primer gin y luego toda la tarde seguía divirtiéndose, ya no escribía. En mi caso, yo escribo al mediodía, cuando regreso de la oficina antes de almorzar. A las cuatro de la tarde (dieciséis horas) paro y me pongo a almorzar. No sé por qué motivo he elegido este horario. Pero es el horario que sigo hace por lo menos diez años. Para mí, es imposible escribir en las mañanas. Antes de tomar desayuno, o después, no puedo hacer nada. En las noches tampoco. No sé, necesito estar en el mediodía solar, absoluto, y entonces a esa hora me viene la necesidad de escribir. Necesidad que se ha convertido en una costumbre y, finalmente, en un reflejo. Creo que sería muy importante que completaras esta información; sobre tu modo de trabajo, con un testimonio acerca de tu vida. —En los últimos tiempos —yo no he publicado nada desde Prosas apátridas, que editó Carlos Milla Batres en Lima hace como cuatro años— estoy tratando, justamente, de escribir un libro que sea de tipo autobiográfico. Quiero encontrar la forma de escribirlo, porque es extremadamente difícil no caer en lo convencional. ¿Quién no escribe una autobiografía, después de todo, o un libro de memorias o recuerdos? Además se cae siempre en tópicos. La autobiografía es un libro que está lleno de tópicos. Uno empieza hablando de sus ancestros, de sus padres, de su infancia, de su vida sexual, de su colegio, de sus amigos, de sus viajes. Todas las biografías al final se parecen. He estado tratando de buscar una nueva forma de abordar la autobiografía sin caer en los convencionalismos del género. En esto estoy hace tres o cuatro años, trabajando, y les puedo adelantar que
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no he encontrado aún la forma. Yo quiero tocar todas esas cosas que aparecen en las autobiografías pero sin utilizar la forma convencional. Había pensado en utilizar una serie de elementos simbólicos aunque fueran de los más anodinos. Por ejemplo, playas. Todas las playas a las cuales he ido de niño o ya de viejo. Hoteles, los hoteles donde he estado alojado. Debo haber estado alojado en unos cien hoteles. Bibliotecas a las que he ido. Libros. Gatos, gatos que he tenido, desde el primer gato que vi en mi vida hasta el último que tuve hace dos años y que cuando salí de vacaciones lo tiré al Bois de Boulogne. Lo asesiné prácticamente. Cosas de este tipo. Buscar elementos que sirvan para aglomerar una serie de recuerdos y experiencias en torno a algo. Pueden ser también, no sé, restaurantes, o marcas de vino, o zapatos. Acordarme, ¿no?, cuál fue el primer par de zapatos que tuve. Porque después de todo, por más rico y dandi que uno sea, los zapatos que uno ha usado en su vida no son muchos. En el Perú, en la clase media, uno no se compraba más que un par de zapatos al año. Después de todo, no son tan numerosos. Hasta los 20 años, creo que yo tuve solo unos veinte pares de zapatos, nada más. Hablar de zapatos, ya sabes, no es inocente. Porque se dice que el zapato es un signo sexual. —Bueno, yo no había pensado en eso. Solo estaba tratando de encontrar una forma que me fuera útil. También hay un capítulo que se llama «Terremotos y temblores». Yo he estado en el terremoto del año 40 en Lima, después en temblores muy fuertes. En torno a esos temblores, escribir sobre lo que me pasaba a mí, a mi familia, o lo que ocurría en el país. El asunto es que yo puedo escribir una serie de capítulos sobre estos elementos, pero el problema luego es cómo unirlos. Eso es lo que estoy tratando de resolver. Tengo que armarlos de alguna forma. ¿Y cuánto de Ribeyro de carne y hueso hay en tu narrativa? —Creo que es necesario determinar, con absoluta precisión, desde qué perspectiva se quiere escribir. No voy a poner el caso de mis cuentos sino de las tres novelas que he publicado. Las dos primeras son bastante autobiográficas. La primera, Crónica de San Gabriel, en realidad es una transposición de una temporada que pasé
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en una hacienda de la sierra del norte. Los personajes son reales, todos existen. Los nombres aparecen cambiados, pero todo es más o menos exacto. La segunda, Los geniecillos dominicales, también es autobiográfica. Creo que todos los episodios, porque es una novela con episodios muy autónomos, tienen que ver con mi experiencia. La tercera, Cambio de guardia, es una novela puramente cerebral. Yo dije: Voy a escribir una novela en la cual tenga que haber un caso policial, una huelga, un golpe de Estado, un gran peculado, una estafa pública. Escogí seis o siete situaciones y las escribí desde esa perspectiva. No intervine ni como personaje ni como protagonista. Todo era exterior a mí. Y ahora yo tengo la impresión, quince años después de haberla escrito, de que es la peor de mis novelas. Eso me ha hecho pensar que mi dirección es escribir sobre asuntos personales, autobiográficos, quizá un poco disimulados a través de un personaje con otro nombre, pero que tiene mucho que ver con mi propia vida. Creo que Cambio de guardia es una novela inferior a las otras. Sin embargo, hay gente que me dice que le gusta esa novela, que es mi verdadero camino. Total, yo no sé. ¿Cuáles son los otros grandes temas que has volcado deliberadamente en tu obra? —Los otros son la frustración, la sordidez, incluso la violencia. Hay muchos relatos en los que aparecen escenas de violencia, peleas, pugilatos, abusos. Por eso creo que la violencia y la soledad son temas fundamentales en mis libros. Asimismo la dificultad para comunicarse con el prójimo. La marginalidad es otro tema. Muchos de los personajes de mis cuentos están desubicados de su medio social. Son desocupados o delincuentes o pequeños empleados descontentos de su destino, en fin. Ahora, también existen otros temas que aparecen. Esto lo he visto mucho después de escribirlos. Especialmente cuando tuve que hacer una colección de cuentos para Gallimard. Temas o elementos ya de otra naturaleza. El agua, por ejemplo. Tengo una serie de cuentos que ocurren en el mar o en una piscina donde el agua tiene una presencia importante. Yo no podía explicarme a qué se debía eso. Cuál es la razón. Quizá la primera razón es que soy costeño y desde que tenía 2 años he ido al mar. Aprendí a nadar a
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los 5 años y la natación es el único deporte que practico. Pero no creo que eso sea suficiente. Deben de haber otros elementos de tipo simbólico. El inconsciente, lo que significa el agua. ¿Como símbolo de purificación? —Es decir, el elemento primero del cual hemos salido. Y también el mar como símbolo de la libertad. ¿Eres un hombre fundamentalmente pesimista? —¡Cómo voy a ser pesimista! Si fuera pesimista, ya me hubiera muerto hace años. Soy profundamente optimista. Sin embargo, el pesimismo es una constante en tu obra. —Yo soy muy optimista, muy optimista, en la medida en que estoy convencido de que siempre habrá un día siguiente. Nunca me acuesto pensando que no va a haber mañana. Bueno, esto es en el aspecto personal. Con respecto a la humanidad, sí puedo decir que soy pesimista. Con respecto a mi persona, no. Yo creo que los problemas siempre se solucionan, aun sin que uno busque la solución. Bueno, nos interesa esta actitud tuya en relación con el destino de tu propio país. —En ese caso, diría que más que pesimista soy escéptico. Pesimista es una persona que cree que nada tiene solución, que todo va para mal. No ve ninguna posibilidad de que mejore la situación, ya sea personal, nacional o universal. El escéptico, en cambio, es una persona que duda dónde está la verdad. En consecuencia, no puede predicar sobre la realidad porque no sabe. Yo no puedo predicar porque no sé dónde está la verdad. Existen una serie de alternativas, pero ante estas alternativas prefiero abstenerme de dar un consejo, una opinión. El pesimista es el que está convencido de que todo sale mal, que todo se va al diablo. Entonces, en tu caso, habría más escepticismo que pesimismo. —Sí, exactamente. Y ¿a qué se debe ese escepticismo? —Eso se debe al conocimiento. O la ignorancia. Y a la historia. Me da la impresión de que en la historia hay cosas que se van repi-
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tiendo. Vico38 lo decía. Por otro lado, los marxistas piensan que del encuentro de dos posiciones contrarias sale una tercera y que siempre hay una situación diferente y nueva y que se va progresando. Tengo la tendencia a pensar que las cosas siempre se van repitiendo. Con diferentes nombres, en diferentes circunstancias, con otros pretextos, pero las situaciones son análogas. Y sobre esto hace tiempo que estoy tratando de escribir por lo menos un artículo. Específicamente sobre un fenómeno que se produjo en los siglos VII y VIII, en la época de Bizancio, del Imperio romano de Oriente. Fue la famosa Guerra de las Imágenes. Un hecho que duró ciento cincuenta años, entre los partidarios de representar las imágenes divinas en forma real y los que pensaban que la divinidad no podía representarse y que todas las imágenes debían destruirse. Esto originó matanzas, discusiones, polémicas, concilios. Y todo era por una discusión teórica absolutamente ridícula, menor, pero que ocasionó una conflagración, controversias irresolubles. Ahora todo el mundo se ha olvidado de la Guerra de las Imágenes. Ya nadie habla de ella, solo los historiadores, y esto, cuando conversan: ahí sí, y el Papa tal hizo esto, y el emperador cual hizo lo otro. A veces pienso que las controversias actuales —digamos— entre una economía planificada y entre una economía liberal, o entre marxistas maoístas y marxistas leninistas, corresponden exactamente al mismo tipo de discusión. Y puede dar para un siglo, con todas las consecuencias políticas y sociales que puede traer, pero después desaparece. Desaparece y se recuerda como un hecho curioso. Dentro de un siglo o dos siglos, la gente dirá: Ah, claro, verdad, en el siglo XX había unos tipos que leían a Marx y decían: ¡Caramba!, la sociedad tiene que ser así, hay que hacer socialismo, la dictadura del proletariado. Y otros que decían: No, hay que continuar con los principios de la democracia de tipo liberal, burguesa. Esas cosas pasan. Esas cosas, para mí, corresponden a esas querellas antiguas que duraron un siglo o dos, y que eran por una cuestión así, teórica, que tenía cierta repercusión en la práctica,
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El filósofo italiano Giambattista Vico (1668-1744).
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pero que después fueron olvidadas y superadas. De ahí surgieron otras. Por ejemplo, una de las controversias de tipo intelectual, con repercusiones sociales y políticas que duró más de dos siglos, tres siglos, fue el problema de la gracia y el libre albedrío, cuestiones de teólogos que empezaron a discutir sobre eso y luego se fue complicando porque cada posición tenía ciertas implicancias en la vida real, en la vida práctica. Entonces esto fue generando una discusión y un problema político que terminó con la persecución y la proscripción de los jansenistas, que después reaparecieron nuevamente bajo otra forma. Bajo la forma de sociedades secretas, qué sé yo. Un fenómeno que duró muchísimos años. Sobre el jansenismo, por ejemplo, hay bibliografías que mencionan miles de libros que se han escrito. Lo que pasa es que ahora ya nadie se interesa mucho por estos asuntos. Pero hasta el siglo XVIII se hablaba del problema. La Revolución francesa cortó la discusión. Desde entonces las controversias se plantearon en otro plano. Bueno, esto viene a propósito de lo que me decían, de que tengo una concepción circular de la historia, de que los hechos que tanto nos impresionan y nos comprometen ahora, son hechos que ya han ocurrido años antes con otros nombres, con otros objetivos, pero que en el fondo son la misma cosa. Quizá podríamos volver los pasos sobre tu obra literaria. —Sí, pero que sea una cosa concreta. Una cosa concreta sería ¿por qué tienes predilección por el cuento, a pesar de que has incursionado en la novela, en el teatro y en el ensayo? —Creo que es una cuestión de estructura mental. Siempre he pensado un poco en las categorías kantianas. Es decir, hay una serie de moldes mentales que nos permiten percibir la realidad de acuerdo con ciertas formas o figuras. Para Kant era la esencia, el ser, la cantidad, etcétera. Esas eran las celdas a través de las cuales —según él— se percibía la realidad. Trasladando estas categorías kantianas al caso de un ser humano cualquiera, vemos que hay personas que perciben la realidad por medio de secuencias cortas, verbales o plásticas. El cuentista vendría a ser aquel que aprehende la realidad a través de un tipo de categoría que encuadra con un relato o situación breve
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y completo de sí mismo. Te voy a poner un caso anecdótico para explicarte esto que aparentemente es muy abstracto. Yo fui hace muchos años a una conferencia política a favor de la guerra de Argelia. Era un local cerrado. Fui con un director de teatro y con un periodista, ambos peruanos. Estábamos en plena conferencia cuando de pronto irrumpió en la sala un comando de fascistas partidarios de Argelia Francesa que tiraron bombas lacrimógenas. Todo el mundo salió disparado, por las ventanas, por las puertas, lagrimeando. Al día siguiente comentamos este hecho entre los tres. Entonces me di cuenta de que yo había concebido esta situación como un cuento. Lo había visto inmediatamente como una narración en la cual pasaban una serie de cosas, contaba allí el discurso del orador en el momento de la intervención del comando fascista. El director de teatro lo había visto como una pieza de teatro. Había visto los gestos, los movimientos. Cosas que se me habían escapado a mí. El periodista lo había visto como un hecho de que él tenía que narrar para un artículo periodístico, refiriéndose a los personajes, los detalles, los nombres reales de los protagonistas, la situación política en Francia. Eso me impresionó mucho y dije: Aquí hay una cuestión de estructura mental, porque cada uno ve en la realidad lo que le interesa ver, de acuerdo con un molde preestablecido. Aparte de esto, lo cierto es que soy bastante flojo para ponerme a concebir una obra muy larga que me va a demorar años. No tengo capacidad para investigar. Una novela requiere buscar datos, referencias. Además soy vehemente, me gusta tener las cosas rápido. A veces me demoro meses, incluso años, pero en fin. A mí me gustaría terminar lo que escribo el mismo día. Todo esto podría explicar la razón por la cual tengo preferencia por el cuento. Claro, yo he escrito novelas, teatro, ensayos, miles de cosas más, pero esto siempre me ha molestado. Esto correspondería un poco a la visión que se tiene del escritor latinoamericano, que es un tipo que toca todo. Pero esto no es únicamente latinoamericano, en realidad, es universal. Victor Hugo ha hecho crónica periodística, teatro, novela, relatos, historia. Voltaire, igualmente. Todo el mundo ha hecho de todo. Ahora, yo no sé si el cuento es un género más difícil o más complicado que la novela. Yo no creo. A pesar de que
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soy principalmente cuentista, creo que una novela es mucho más complicada, requiere mayor madurez y concentración y otras cualidades que yo no tengo. En cuanto a la generalidad de los lectores, creo que también tienen preferencia por la novela porque existe la creencia, cierta o errada, de que algo se aprende con la lectura de una novela. Se piensa que la novela le puede enseñar algo, en cambio el cuento no, el cuento es una lectura de divertimento. Esa tendencia a hacer fructuosa una lectura lleva al lector a leerse unos mamotretos de mil páginas, pésimamente escritos y de los cuales al final no saca absolutamente nada. Pero, en fin, el lector tiene la impresión de que en cada novela está aprendiendo algo completo y sustancial. Esta es la gran ventaja de los novelistas: el público está con ellos, y el público es el que manda, así esté manipulado por los editores y la propaganda. Es interesante lo que sostienes. Te contradices y matizas cuando expresas que el público es el que manda. Esa relación entre el autor y el destinatario afecta seguramente la finalidad de la literatura. —¡Pero cómo quieren que no me contradiga! Como decía Unamuno, reivindico el derecho de contradecirme. Y a propósito de Unamuno, hace poco estuve revisando sus ensayos. ¡Qué mal escritor era, como estilo me refiero! ¡Y qué confuso! Uno tiene que tragarse cientos de páginas para encontrar de pronto algo interesante. Por ejemplo, todos los debates actuales sobre la identidad cultural y la forma de preservarla están ya en germen en su libro En torno al casticismo. Tú llevas ya veinte años en París. ¿Piensas regresar al Perú algún día? —Por supuesto. Podría decir que no pienso sino en eso. Pero este es un asunto demasiado complejo, algo que no puedo explicar en dos palabras. De modo que lo dejo para otra ocasión.
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El cine, la literatura y la vida (1984)
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Si hay una afición literaria que los redactores de Hablemos de Cine comparten con la alegría, asiduidad y humor de las lealtades permanentes, esta es la lectura de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, nuestro mayor escritor de narrativa breve. Un conjunto diverso de circunstancias hizo que Isaac León y Federico de Cárdenas permanecieran unas semanas en París el año pasado —las que aprovecharon, entre otras cosas, para ponerse parcialmente al día con el cine europeo que no se ve en Lima y revisitar viejos clásicos—, donde se reencontraron con Carlos Rodríguez Larraín. El proyecto de una entrevista a Ribeyro, que había surgido varias veces en estos años, pudo al fin materializarse gracias al entusiasmo y buena voluntad con que el escritor, a quien visitaron en París, acogió la iniciativa, lo que públicamente le agradecemos. Por primera vez, Julio Ramón habló de cine y lo relacionó con la actividad literaria y vital. En efecto, es sabido que Ribeyro prefiere la calma que lo liga a su oficina en la Unesco y a su gabinete de trabajo al asedio periodístico. Y aunque el cine forma parte de los «intereses cíclicos» que ha abandonado, el haber sido en alguna época ferviente cinéfilo y el constante interés que los cineastas peruanos prestan a su obra justifican largamente esta entrevista.
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Sabemos que actualmente no asistes con demasiada frecuencia al cine, sin embargo conocemos que en alguna época el cine te fascinó, que fuiste —como se dice en Lima— un «cinemero». —Cuando recién llegué a París vivía muy cerca de la cinemateca, que quedaba en la rue d’Ulm, e iba cuatro o cinco veces a la semana, viendo dos o tres películas por vez. Esa ha sido la época en que he ido al cine con más continuidad e interés. Hace diez años comencé a dejar de ir al cine progresivamente, hasta casi dejarlo totalmente. Hubo años en que solo vi dos o tres películas que me interesaban por razones muy personales. ¿Hubo alguna causa que justifique este alejamiento? —Siempre he tenido intereses cíclicos sobre ciertas expresiones artísticas. Durante muchos años me dediqué casi exclusivamente a escuchar música. Fui a todos los conciertos del Teatro Municipal de Lima durante siete años seguidos. Iba incluso a los ensayos de los conciertos. Ese interés luego acabó totalmente. Aquí, en París, fui crítico de teatro de la agencia France-Presse, y debía escribir una crónica semanal. En esa época iba al teatro cuatro o cinco veces a la semana. Renuncié poco tiempo después al cargo y dejé de ir al teatro. En el caso del cine, mi ausencia quizá se deba a razones más profundas que no me he puesto a analizar. Tal vez no encuentre en él las gratificaciones estéticas o espirituales que hallo, por ejemplo, en la lectura. Pienso que ustedes han escogido el cine en una época en que este ya formaba parte de las costumbres naturales del hombre. Cuando yo era pequeño el cine era muy incipiente, en Lima existían relativamente pocas salas y existía menos variedad de películas para escoger. Yo recuerdo haber ido al cine desde que tenía 5 o 6 años. Incluso recuerdo que mi primera película la vi en el cine Odeón de La Victoria. Su trama se desarrollaba en el Polo, y había osos, barcos y hombres con pieles. Luego vi —como todos los muchachos de la época— las seriales de Buck Jones, Ken Manard, Tom Mix. Vi también La mano que aprieta39, de la que aún recuerdo la música. Las seriales se veían el día domingo, la acción se interrumpía en el
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momento de mayor suspenso y los muchachos comentábamos toda la semana lo que iría a pasar en el próximo episodio. Luego de la guerra, las seriales desaparecieron. Hacia los 14 o 15 años dejé de ver seriales, pero seguí yendo al cine todos los fines de semana. En esa época, el cine era una especie de acto social. Todos los muchachos del colegio iban, semana a semana, al mismo cine, sea el Ricardo Palma o el Leuro de Miraflores, no importaba la película que dieran. Era una ocasión para reencontrarse con los amigos, meter vicio o ver a las muchachas. A la salida, todos iban al parque de Miraflores a darse una vuelta, antes de regresar a casa. Era todo un acto social. En esa época, yo no tenía idea de que las películas tenían un director, pensaba que se hacían solas, que venían hechas. Era el tiempo de las películas mexicanas de rancheros, con Chaflán o Tito Guizar. Había también buenas películas argentinas. Recuerdo una actriz con una voz maravillosa, Mecha Ortiz. A partir de 1946 llega a Lima el cine europeo, que se había interrumpido con la guerra, películas italianas y francesas, y comienzo a interesarme en ellas. ¿Participaste en los inicios del movimiento cineclubístico en Lima, en los años cincuenta, con Andrés Ruskowsky, y alguna otra gente? —No participé porque en esos años me aprestaba a venir a Europa. L ¿Reconoces alguna influencia del cine visto en tu obra? —No les puedo decir que haya una influencia directa del cine en mi obra literaria. Quizá de algún modo inconsciente he tratado de representar alguna sensación sentida al ver un film. Recuerdo, sí, un caso de influencia de Un tranvía llamado deseo40. Luego de ver el film escribí una pequeña novela, que luego perdí, cuyo protagonista era muy parecido al personaje que encarnaba Marlon Brando, es Película de 1951, dirigida por el estadounidense Elia Kazan. Su título original es A Streetcar Named Desire.
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Película de 1953, dirigida por el peruano-argentino Enrique Carreras.
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decir, una persona brutal, ruda, sensual. Salvo esa experiencia no tengo ninguna otra respecto a la presencia directa de un film en mi obra. A veces recuerdo algunos detalles de actuación como gestos que se me quedan grabados y me vienen a la mente mientras estoy escribiendo, entonces sencillamente los plagio. No existe en ninguno de tus cuentos la presencia del cine como actividad de sus protagonistas, ni una sala como escenario de la historia... —Es cierto, creo que en ninguno de ellos está la presencia del cine, ni como pasión de los personajes ni como escenario del cuento. Solamente existe uno llamado «Alienación», en el que el protagonista que quiere aprender inglés va a ver películas americanas. Además cree parecerse a Alan Ladd y, luego de la proyección de las películas de ese actor, se para en la puerta de los cines para que la gente al salir piense cuán parecido es al americano. Sin embargo, entre ciertos realizadores peruanos hay una tendencia a pensar que tus cuentos son muy adaptables, hay una tentación permanente de recrear tu obra en términos cinematográficos. ¿Alguna vez al momento de escribir has pensado que lo que estás haciendo puede convertirse en cine? —Nunca he pensado en las posibilidades fílmicas de lo que escribo, pero dos o tres veces he hecho guiones en base a mis cuentos. Generalmente no me interesa escribir guiones. Cuando alguien me ha planteado alguna vez realizar alguna adaptación de mis cuentos, le he dejado en absoluta libertad. C Es extraño que no se haya filmado aún ninguno de tus cuentos, siendo potencialmente tan cinematográficos en tu visualización de los espacios y construcción de la historia41. Con posterioridad a esta entrevista se han filmado los cuentos «Una aventura nocturna» (Celso Tolentino), «Por las azoteas» (Rodolfo Pereyra) y el video «Las botellas y los hombres» (José Carlos Huayhuaca). [Nota de los redactores de la revista].
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—Lo que me dicen es una cosa que me pone un poco nervioso, pues pienso que lo bueno de la literatura es que no se pueda llevar al cine. La literatura debe tener cualidades tan específicas que debe presentar cierta dificultad para ser trasladada a otro tipo de expresión y la prueba es que los mejores libros que se han escrito no se han podido adaptar al cine. Por eso cuando me dices que mis cuentos son muy cinematográficos, empiezo a sospechar que no son muy literarios. Lo que pasa es que tus cuentos son muy atractivos para los jóvenes cineastas peruanos porque tienen dos características: la primera es que una buena parte de ellos suceden en un ambiente limeño, y el cine nacional se hace mayoritariamente en Lima. La segunda razón es que tus cuentos son historias cortas que se adecúan perfectamente a la longitud de un cortometraje, que es el tipo de cine que se hace en mayor cantidad. —Yo agregaría una tercera razón, y es que en los cuentos tiene que haber una acción, suceder una peripecia, y eso se presta para hacer un pequeño guion de cortometraje. Varios cuentos míos han sido adaptados al cine o a la televisión. Hay uno llamado «Tristes querellas en la vieja quinta», que adaptó Augusto Tamayo San Román y produjo el Cetuc42. Ahora, puedo mencionar que fue una realización bastante defectuosa, pues se dirigió como si fuese teatro retórico y declamatorio. Enrique Pinilla tomó episodios de varios de mis cuentos con el fin de filmarlos y dar una idea sobre mi mundo narrativo; no fue, pues, propiamente la adaptación de un cuento. Lo hizo para la televisión. Revisando papeles viejos, encontré dos o tres guiones hechos por mí, uno de ellos completo para una película que quería hacer Kurt Rosenthal, sobre el medio boxístico en el Perú. El proyecto falló y nunca se realizó el film. Encontré también otro guion para un documental sobre Guaman Poma de Ayala que iba a realizar un director francés muy joven de origen vietnamita que estaba fascinado con las ilustraciones de Guaman Poma. Este film sí se produjo hace unos quince años más o menos. Eran únicamente vistas fijas sobre los grabados de Guaman Poma, y resultó muy interesante. 42
Centro de Teleducación de la Universidad Católica.
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¿Cuáles son tus opiniones sobre los resultados de la adaptación de Pinilla? —Pienso que tenía una limitación, que es presuponer que el espectador conocía mis cuentos, pues no se explicaba quién era tal personaje o tal otro o de qué relato habían sido extraídos. Les puedo decir que, de mis libros, Crónica de San Gabriel es el que más ha despertado el interés de los cineastas. He tenido por lo menos diez propuestas de adaptación de esa novela. La primera data de 1960, cuando se publicó, de un cineasta llamado Henri Aisner en Lima. Federico García me ha hablado, en algunas ocasiones, de que algún día hará un film sobre la novela. Hasta ahora son promesas amistosas. Hay una serie de elementos de esa novela que la hacen atractiva: todo sucede en una hacienda, en un ambiente cerrado, con paseos o cabalgatas hacia las afueras, hay un terremoto, crímenes, un amor juvenil. E ¿Has hecho crítica de cine alguna vez? —Lo primero que escribí para publicar fue justamente una crítica de cine. Acababa de ingresar a la universidad, a los 16 años, y se creó una revista en la Facultad de Letras. Se me pidió una colaboración sobre Canción inolvidable43, una película sobre la vida de Chopin con Cornel Wilde y Merle Oberon. La vi tres veces, tomé el trabajo con mucha seriedad, pero rechazaron el artículo por ser excesivamente literario. Quiero decirles que el cine que me interesa ahora es aquel que tiene cierto matiz fantástico, como el de Brian de Palma o el que cuenta algún misterio que queda vibrando en el espectador, y no termina cuando este abandona la sala, como en el caso de Picnic en Hanging Rock44, que vi varias veces. Una de las cosas que me molesta 43 También conocida como Una canción para recordar (1945), de Charles Vidor. Su título original es A Song to Remember. 44 El título original de esta película del estadounidense Brian de Palma es Picnic at Hanging Rock (1975).
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del cine es que la ruptura al salir de la sala sea muy brusca. Cuando dejas de ver un film sufres un cambio incluso espacial, pues tienes que salir a la calle, abandonar la luz artificial y pasar a la luz natural. A veces te olvidas completamente de la película, pues empiezas a tomar atención a otras cosas. En cambio en la lectura, uno no sale del libro de esa forma. El libro siempre queda enhebrado en la memoria del lector durante un tiempo y permanece. Muchos críticos han calificado tu obra con un término extraído de la historia cinematográfica, han dicho que es neorrealista. ¿Asumes tú esa calificación? —La época del neorrealismo fue una de las últimas épocas en que asistí en forma continua al cine. El cine italiano siempre me ha interesado por su capacidad de tratar temas sociales y no solo aquellos problemas psicológicos e individuales tan propios del cine francés. Creo que asumo el término ‘neorrealista’, pues yo mismo me he calificado así, cuando algunos críticos han dicho que Ribeyro es un escritor realista. Y me he calificado así por mi afinidad e interés por el cine neorrealista, al que consideré como la forma más adecuada de hacer películas. Siempre me han impresionado los finales de las películas. El final de Mientras la ciudad duerme45, de John Huston, me pareció soberbio, igual que el de Las noches de Cabiria46. El final de una película neorrealista, Milagro en Milán, de Vittorio de Sica, es uno de mis preferidos, por su confusión entre la realidad y la fantasía. U De la lectura de tus cuentos se puede decir que si te interesaran los guiones, serías un excelente dialoguista. —He notado que la adaptación literal cinematográfica de los diálogos de mis cuentos suena mal. Jamás he intentado escribir guiones directamente para el cine, aunque he tenido dos ideas que no las De 1950. Película del italiano Federico Fellini, de 1957. Su título original es Le notti di Cabiria. 45 46
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veo expresadas en la forma de cuento sino de película. Hace poco se me ocurrió la idea de una comedia, que, de filmarse, tendría que ser en los Estados Unidos y con actores del tipo de Robert Redford o Paul Newman. Tengo únicamente la idea, pero esta encierra lo que sería toda la película. Faltaría que en ella trabajen un guionista profesional y un creador de gags. Se basa en un asunto que leí hace un tiempo en el periódico, sobre un millonario que quería asegurar la virginidad de su hija, su heredera, que iba a emprender un viaje a Europa. Por supuesto, ninguna compañía aceptó. Pensando en esa historia se me ocurrió la posibilidad de que una compañía hubiese aceptado correr el riesgo de asegurar por un millón de dólares la virginidad de la joven. La compañía destaca a uno de sus mejores agentes para que siga a la muchacha durante todo su viaje y la proteja, la vigile y preserve su virginidad. A partir de ahí empiezan los enredos de la película. El agente se embarca disfrazado y pronto divisa a un playboy que asedia a la muchacha. Aprovechando un descuido de la chica, el agente tira al mar al pretendiente cuando las cosas ya estaban avanzando demasiado. Luego cae otro playboy, que termina encerrado en el baño de un restaurante del puerto en el que el barco hace una escala. Al fin llegan a Europa, y en Francia y en Italia, claro, le caen seductores franceses e italianos, de los que el agente tiene que deshacerse mediante tácticas adecuadas a esos temperamentos nacionales. En España el agente se ve obligado a intervenir físicamente, pues tiene que salvar a la muchacha de un asalto y una violación inminente. Al conocerse surge un romance. Hay que aclarar que el agente ya estaba un poco enamorado de ella, pese a que ella hasta el momento no lo conocía. El agente decide, para mayor seguridad, viajar con ella, protegiendo de este modo su virginidad. Entonces tiene que cuidarse de él mismo, pues un día la muchacha le invita a su cuarto en el hotel. Con el fin de no ceder, primero finge una borrachera, luego una indigestión y, al final, en una situación desesperada, le tiene que decir que es homosexual. La chica, decepcionada, regresa virgen a su país. El padre da una gran fiesta en honor de su hija, e invita al asegurador que aparece acompañado por el agente. Allí se reconocen, se reencuentran y hay
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un happy end, pues terminan casados. Sin embargo, en la noche de bodas al tipo no se le para, tiene un desfallecimiento. Ese es el final47. C Salvo el final, el argumento es muy a lo Lubitsch. —Esta idea, por ejemplo, no podría escribirla como cuento, la veo como una sucesión de situaciones cinematográficas. Hace poco leí en una entrevista de Hablemos de Cine que alguien decía que viendo la película de tal cineasta había transformado su vida48. No puedo entender que nadie transforme su vida viendo una película, que nadie pueda cambiar su manera de vivir o de pensar luego de ver un film, como sí ha ocurrido y ocurre con la lectura, con los libros. Solo puedo aceptar esa transformación en el caso de un profesional del cine, que cambie su manera de hacerlo luego de contemplar un film maravilloso, pero pienso que eso jamás sucede con el espectador común. ¿Qué es lo que provoca que la lectura pueda alterar una vida y el cine no? Creo que hay dos razones. Primero que el cine no es apto para transmitir mensajes de tipo espiritual. Su función no es esa. Transmite imágenes, reacciones, sentimientos, pero no mensajes del tipo que transmite la literatura. En segundo lugar porque el cine que uno ve queda depositado en nuestra memoria, mientras que los libros que uno lee se enhebran en nuestra personalidad. Se dirigen a dos planos diferentes de nuestra vida interior. No creo que se trate de la experiencia de un film en concreto que transforme la personalidad de alguien, pero sí de una experiencia acumulada. Es común encontrar entre los aficionados del cine quienes consideren que a partir de tal película vista su manera de ver la realidad se orientó de modo distinto. También está el caso de muchos cineastas que dicen que determinada El cineasta Federico García, en 1989, llevó a la pantalla grande este argumento de Ribeyro con el título de La manzanita del diablo. 48 Sam Peckinpah frente a La casa, según Carlos Saura, en Hablemos de Cine, números 73-74. [Nota de los redactores de la revista]. 47
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película los impulsó a empezar hacer cine. Es el caso de Buñuel cuando se refiere a Las tres luces, de Fritz Lang. —En el campo profesional es posible encontrar esas experiencias, pero pienso que el cine tiene una ineptitud para transmitir estos mensajes espirituales. Podemos ver reconstruido el ataque a Pearl Harbour, pero no pueden llevar al cine los Pensamientos, de Pascal, ni Crítica de la razón pura49. Esos son los tipos de mensaje espiritual que pueden modificar la vida de una persona. Pero ese ataque a Pearl Harbour puede encarnarse y filtrarse a través de ciertas experiencias humanas, que quizá no tengan el grado de desarrollo que pueden tener en una novela. Son medios de expresión y en consecuencia experiencias diferentes las que se suscitan en el cine y la literatura. Por otro lado, el impacto más importante que causa el cine es en la sensibilidad de la gente, las alteraciones en la percepción de la realidad y en la emotividad. Por ejemplo, hay una inmunización frente a la violencia. —Yo creo más bien en el resultado contrario. Las películas de gran violencia me provocan una sublimación, una descarga de los sentimientos de agresión. Igual sucede con el cine pornográfico, que provoca desazón y rechazo por la sexualidad. Por otro lado, el poco cine que veo actualmente es a través del aparato de video de mi hijo, en el que contemplo, a veces completas, algunas películas de terror o ciencia ficción, que son las que alquila.
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Del filósofo alemán Immanuel Kant.
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Las letras nuestras de cada día (1986)
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En cuanto Debate supo que Julio Ramón Ribeyro y Alfredo Bryce Echenique coincidían por primera vez en Lima, les propuso de inmediato un almuerzo y una charla. Aceptaron: martes 29 de abril en El Suizo de La Herradura, allí, con la cercanía del mar, el rumor de las olas y la complicidad que iban creando las copas de vino, se desarrolló la inolvidable conversación que aquí resumimos. El fútbol y el box, Vargas Llosa y Scorza, la popularidad y el anonimato, el oficio de escribir y la manía de leer: cuando los amigos hablan, hablan de (casi) todo... Ustedes comparten muchas cosas, pero entre ellas hay una curiosa: la afición al fútbol. ¿Cómo es así? —JRR: Yo iba al Estadio Nacional José Díaz cuando tenía 8 o 9 años. Era el viejo Estadio Nacional. Recuerdo que para conseguir sitio en los partidos internacionales, que eran a las tres de la tarde, había que ir a las nueve de la mañana. Desde esa hora hasta la otra, había que soplarse diez partidos de fútbol (de calichines, de juveniles) bajo un sol abrasador porque eran en verano. En las tribunas se vendían hojas de periódico para hacerse cucuruchos y taparse la cabeza: todavía no existía la industria de las viseras. También había espectáculos y rifas. A cierta hora pasaban tipos vendiendo boletos
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a un sol, luego, generalmente, no se realizaban las rifas. Terminaba el partido y terminaba la rifa. Era una época extraordinaria. —ABE: Las tribunas eran de madera. —JRR: Sí, y cada vez que el equipo peruano perdía un partido, el público trataba de incendiar: se prendían los periódicos y todo lo que se podía. ¿Y han notado algún cambio (por los partidos que últimamente han visto) en el público y en las costumbres futbolísticas? —JRR: Sí, antes las barras eran menos ruidosas y más ordenadas. Solo hacían ligeras intervenciones. —ABE: Las más importantes eran las del Sport Boys, del Alianza Lima y de la U. —JRR: La de la U tenía su palmadita característica. Ahora hay unas bandas que tocan todo el tiempo: son insoportables. Ellas distraen, molestan al espectador. —ABE: El debut mío fue traumático: llegué al Estadio Nacional por primera vez con el Gordo Iturrino, periodista de Última Hora. Y lo primero que vi fue a Pasalacqua50 volando, así que me volví hincha del Ciclista Lima. Yo debía de tener 10 años. En esa época tapaba El Pez Volador. Después se estrellaron en un ómnibus y creo que murieron todos. Además, yo he jugado en el Estadio Nacional: fui arquero de los juveniles de la U, en la época de Perón y Odría. Entré a la cancha dando botes a la pelota. Me la quitaron y la tiraron a la tribuna, a la zona del Alianza y no me la devolvieron. Pero recuerdo que entregué mi valla invicta frente al Independiente de Buenos Aires. Fue un partido terrible: cuando el Independiente avanzaba se iba hasta mi entrenador. —JRR: Yo he sido jugador del equipo de mi clase, en el Colegio Champagnat: era centro-foward y goleador. Pero eso duró muy poco, dos o tres años, y me alejé definitivamente del deporte de las patadas. Mi juego era más bien de sutileza: yo hacía buenos pases a
Acerca de este arquero, Bryce Echenique escribió el cuento «Pasalacqua y la libertad».
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los hombres que estaban bien colocados y, cuando estaba cerca del arco, trataba de meter goles. Pero no tenía mucho físico. Y me daba cuenta de eso. ¿Y cuál ha sido el mejor gol que han visto en su vida? —ABE: El mejor gol que he visto en mi vida fue de Alberto Terry: gol olímpico. La pateó bombeadita y con efecto. —JRR: Yo he sido testigo, en el año 39, del gol más extraordinario que metió Lolo Fernández, precisamente frente al Independiente de Buenos Aires. Vino a jugar al José Díaz como campeón argentino y su arquero era el famoso Bello. Hubo un tiro libre desde media cancha, desde el centro de la cancha, y no se formó barrera porque todo el mundo pensó que Lolo iba a centrar. En esas épocas las pelotas eran de un cuero duro, medio ovaladas, cosidas con una especie de pita: se humedecían y se ponían pesadísimas. Lolo tomó distancia y metió un patadón directo al arco: gol. —ABE: Lolo era excepcional. Era un goleador y era, al mismo tiempo, un hombre que sabía peinar la pelota perfecto. Esa era una gran época de la U, porque el relevo de Lolo fue Alberto Terry. La Saeta Rubia fue un jugador extraordinario hasta que se empezó a emborrachar demasiado. Antes de ir al estadio, paraba en el Superba y pedía «un tallarín, carajo, y una caja de cerveza». Después metía un gol de cabeza y creía que lo había metido de ladrillazo. El box es un deporte más vinculado a la literatura que el fútbol. ¿Por qué? —JRR: Tal vez porque es más fácil técnicamente. Sobre el box se han realizado grandes novelas y películas. El mundo, la mafia, los personajes del box son un tema literario muy fecundo. —ABE: El box es mejor tema inclusive que los toros. Como personajes literarios, primero está el boxeador, segundo el torero y tercero (muy atrás) el futbolista. Ni siquiera en la literatura peruana costumbrista hay fútbol. Hasta hay gallos («El Caballero Carmelo»), pero no fútbol. ¿Ustedes han escrito sobre box? —JRR: Yo tengo un guion cinematográfico que nunca se llegó a producir. Era la historia clásica: un obrero de Chiclín que entra
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a boxear, se vuelve un gran campeón y termina de catchascanista y de mendigo, al final. —ABE: El catchascán es la prostitución del boxeador, así como la fumigación es la prostitución de un aviador. Pero tú tienes, Julio, un cuento de una pelea de barrio: «El próximo mes me nivelo». ¿Cuáles son tus experiencias de barrio? —JRR: Yo vivía en Miraflores, donde había mucha vida de barrio. —ABE: El barrio funcionaba antes casi como un colegio. —JRR: Sí, el barrio era una escuela. Además, las gentes eran muy celosas, cuando algunas de otro lado se trataban de meter. Los chicos invitaban al cine, enamoraban a las chicas del mismo barrio. Si aparecían gentes del otro lado de la línea del tranvía (es decir, Surquillo), inmediatamente había roces y fricciones. Los miraflorinos les decíamos «los cholos». En mi cuento narro una pelea entre un «cholo» y un miraflorino. —ABE: Yo era de Marconi. También había broncas: todos le pegaban al heladero. Pero tú también tienes, Julio, otro cuento de barrio: «Alienación». Es un cuento maravilloso y terrible. Pinta muy bien la complejidad de la vida de barrio. Uno de los protagonistas, el zambo López, de tanto querer ser gringo, muere en Corea. La otra, de ser la hembra y la reina del barrio, termina siendo una chola de mierda en los Estados Unidos. Por ella, todos los del barrio eran capaces de trompearse. Es la historia de una abeja reina que mataba a sus zánganos, en realidad. —JRR: En esa época era una obsesión no ser cholo. El predominio de la sociedad blanca y de sus valores era muy fuerte. Todos querían integrarse a ese mundo. Yo creo que ese fenómeno ya está desapareciendo un poco. —ABE: Yo no estoy muy seguro de eso, Julio. En Lima actual todavía hay mucha gente que suspira por ser gringa. Yo diría que cada vez hay más misses y menos tapadas. Cada vez hay más secretarias bilingües que quieren saber inglés, sin saber todavía castellano. Sin embargo, también es cierto que ese mundo, respecto
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a la sociedad en su conjunto, es cada vez más minoritario. Lima es muy complicada. En sus últimas novelas, Lima no está muy presente. ¿Por qué? —JRR: Yo no sé cómo un novelista puede dar cuenta de toda la complejidad de la Lima actual. Ahora se pueden escribir buenos reportajes periodísticos, pero dar cuenta del fenómeno global es muy complicado. Es terrible. Se necesitaría la imaginación de un Balzac, para poder ver todo. —ABE: Y tener una puerta trasera, para huir de los acreedores. —JRR: En Cambio de guardia yo he utilizado un recurso especial: hacer una secuencia de episodios cortísimos, para armar una especie de rompecabezas total. Pero corresponde a la Lima de los años cincuenta. Las relaciones sociales son tan insólitas ahora que necesitaría unas tres mil páginas para poderlas describir. ¿Cómo demonios se pueden tocar todos los temas que hay ahora? Yo creo que es preferible escribir un cuento en el que se trate solamente de un personaje en un momento dado. —ABE: Exactamente. Muchos cuentos de muchos sectores: esa puede ser una manera. También otra puede ser buscar la esencia de la peruanidad narrando el enfrentamiento del peruano con otros mundos. Es una manera tímida, diferente de enfrentar ese problema. —JRR: Yo creo que sí. Tus últimas dos novelas son peruanísimas en ese sentido. Y son formidables: la historia de un peruano espantado por la sociedad europea. —ABE: Yo creo que este es un problema importante. Pero, si lo seguimos desarrollando, se convierte en un falso problema. El verdadero lector peruano puede leer a Homero o a Balzac o a Julio Ramón, indistintamente. Porque los conflictos que ellos tratan en el fondo son los mismos. La limeñidad no es la medida de la calidad pura de la literatura. ¿La velocidad de cambio del Perú los afecta? —JRR: Bueno, a mí sí me afecta. Y es eso, justamente, lo que me impide muchas veces escribir sobre Lima. Hay una extraordinaria frase de Borges: «La actualidad es siempre anacrónica». Cuando tú
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quieres escribir sobre la actualidad, ella ya ha cambiado. Yo nunca he pretendido ser actual. Si no hubiera sido periodista o reportero, habría hecho otro tipo de literatura. Eso por un lado. Y, por otro, el hecho de vivir fuera del Perú veinte o treinta años te crea otros patrones, otra visión de lo que puede ser la literatura. Curiosamente, uno puede ser un gran escritor y escribir obras maestras sin referirse a su sociedad. Un ejemplo es Conrad: fue polaco y escribió novelas de aventuras. No hay relación rígida entre la nacionalidad y la calidad de lo que se escribe. La nacionalidad no la aporta uno en los temas, sino en la manera de ver las cosas. En la sensibilidad. —ABE: Yo creo que no hay temas actuales o inactuales. Todo depende de la forma como se los aborde. Y allí se da la nacionalidad: Vallejo escribiendo España, aparta de mí este cáliz. Una persona que sufrió terriblemente por la nacionalidad, por la caducidad de su nacionalidad, fue José María Arguedas: eso lo llevó al suicidio. Él no sabía en el fondo a qué mundo pertenecía. ¿Y qué sienten ustedes del éxito? ¿Qué han sentido en la Plaza de Armas (tú, Julio) o en el Banco Continental (tú, Alfredo)? —JRR: Yo he notado que ahora hay un lector limeño fervoroso, por escritores como nosotros que venimos del extranjero esporádicamente. Hay un tipo de lector anónimo, del cual conocemos el rostro. Los lectores de hace diez o quince años eran profesores universitarios, amigos. Ahora yo encuentro en la calle gentes que me reconocen y me piden un autógrafo. Pero yo dudo: ¿son lectores o son personas impresionadas por el mito, por la figura del escritor en la televisión? Yo quiero creer que son gentes que han leído, que me conocen, que me aprecian y que sienten la necesidad de tocarme por todo ello. —ABE: Bueno, pero a lo mejor te tocan primero y después te leen. Yo tengo una respuesta sumamente esperanzadora, basada en un hecho real. El otro día estaba pasando por un parque y se me acercó un guardián: un hombre que por su aspecto parecía analfabeto o, por lo menos, no interesado en literatura que no fuera pornográfica. Me dijo que de todos mis libros prefería Tantas veces Pedro. Y ese es el que menos se ha difundido. Tuve que bajarme
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del carro y abrazarlo. Yo creo que la gente no se acerca a lo que no conoce o a lo que no está a punto de conocer. Hay un cariño basado en la novelería, que los acerca a la lectura. Y, por eso, está bien que existan esos lectores. —JRR: ¿Pero de dónde han salido? —ABE: La rebelión de las masas, Julio, la rebelión de las masas. —JRR: ¿Qué los ha estimulado? —ABE: Julio Ramón es un solitario introvertido, mientras que yo soy un solitario extrovertido. Pero creo que nos parecemos muchísimo en nuestra reacción frente a cualquier manifestación de grandes honores. Por un lado, las podemos agradecer y nos emocionan. Pero, por otro, no nos hacen profundamente felices porque no somos seres vanidosos. En cierta forma, las vivimos con una angustia tremenda de no saber qué hacer ante la responsabilidad que se nos otorga. —JRR: Claro, esa especie de fervor de un lector anónimo te crea una responsabilidad, aunque no lo quieras. ¿Por qué carajo este lector te lee? ¿Habría que escribir para él? Ese tipo de responsabilidad me crea muchos problemas. Yo no puedo dejar mis proyectos literarios para acercarme más a ese tipo de público. En el fondo, es un problema ético grave. —ABE: Exactamente, es un problema ético que te crea gran angustia y gran soledad. ¿Preferirían mantenerse en el anonimato? —JRR: No es un problema de anonimato, sino un problema que te hace reflexionar. Yo he escrito una serie de libros, porque gozaba escribiéndolos. De pronto, me encuentro con un gran público que los ha estado siguiendo y los aprueba. Pero esos lectores no coinciden con los que yo había imaginado. Yo he escrito cuentos sobre lo que era Miraflores en los años treinta. ¿Qué les interesa eso a los lectores del 86? —ABE: Bueno, Homero también escribió sobre un barrio llamado Troya. Yo creo que esto no debe ser un motivo de paralización de la obra. No tiene nada que ver, no hay por qué preocuparse.
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Y ahora que han pasado por estas experiencias nuevas, ¿recuerdan cómo fue que se conocieron? —JRR: Yo podría decir solamente que un día Alfredo llegó a mi casa, allá en París, por el año 64. Apareció un día con Hernando Cortés. —ABE: Exactamente. —JRR: Yo tenía un departamento en un barrio periférico de París: el Père Lachaise. Allí llegó este joven y, bueno, allí empezamos nuestra amistad. Acababa de escribir un libro de cuentos. Que él les cuente el resto. —ABE: Sí. Yo acababa de escribir mi primer libro de cuentos, al cual Julio le cambió de título. Me dijo: «El libro es bueno, pero el título se parece a ti». El título era: El camino es así. —JRR: Le dije que parecía un mal bolero. —ABE: Yo le dije a Julio entonces que, por favor, él le pusiera el título. Yo fui a ver a un maestro, y Julio recibió a un aprendiz. Lo lindo es que muy rápido nos convertimos en amigos. Cuando yo era estudiante en San Marcos, había una serie de enormes afiches de escritores peruanos en el Parque Universitario. Y siempre la figura de Julio me atrajo más, porque me parecía el más escritor de todos. Aunque no el más fotogénico, ciertamente. —JRR: Esos afiches fueron iniciativa de Manuel Scorza, cuando sacó los Populibros. —ABE: Esos pósteres estuvieron allí meses de meses. Yo sentía la premonición de una amistad que tenía que alcanzar. Yo era amigo del póster y el póster era amigo mío. Hernando Cortés fue una persona maravillosa que, cuando leyó algunas cosas mías, me dijo: «Tienes que conocer a Julio Ramón Ribeyro». Entonces, cuando tuve realmente la garantía de que él era íntimo amigo de Julio, me atreví a ir a su casa. Y me trató con un cariño enorme. Julio fue muy honesto conmigo y me dijo que esos cuentos le gustaban, me explicó cuáles eran sus virtudes y cuáles eran sus defectos. Muy poco tiempo después, un día llegó a mi casa en busca de una máquina fotográfica. Fue el pretexto para que la amistad continuara, para que no se fuera a quedar en esa visita de un hombre que no volvía para no molestarlo más.
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—JRR: Yo me acuerdo de esas épocas. Después de la publicación de Huerto cerrado (aceptaste mi título), empezaste a escribir Un mundo para Julius. El primero que me habló de tu libro fue Hernando Cortés, porque me dijo que le habías leído unos fragmentos. Yo le dije que, bueno, me gustaría conocerlo un poco. Y, luego, tú viniste a casa a leer los primeros capítulos, que me impresionaron profundamente. Cuando terminaste el manuscrito, me entregaste uno para que lo leyera antes de presentarlo al famoso concurso de Seix Barral. Hasta ahora tengo ese manuscrito. Lo guardo en un cartapacio para venderlo a una biblioteca norteamericana dentro de unos quince años. —ABE: Yo recuerdo que llevaste ese manuscrito a Portugal, en un viaje de veraneo al cual me invitaste. Julio Ramón le tenía pánico al avión y, cuando yo lo encontré en el aeropuerto con una cara de pavor atroz, no sabía si era por el avión o por el manuscrito: qué porquería habré escrito, pensé. Sin embargo, al poco rato Julio cambió de cara y me dijo que había llegado a la conclusión de que era imposible que dos escritores peruanos murieran juntos en un accidente de aviación. —JRR: Yo también me acuerdo mucho de ese viaje. Y, bueno, después nos hemos visto regularmente en París, en tu casa de la rue Amyot. Maravilloso reducto por el que han pasado todos los peruanos que han estado en París. ¿Y se veían con Mario Vargas Llosa en esa época? —JRR: No, en esa época Mario ya había dejado París. —ABE: Mario dejó París antes del 68. Julio Ramón y yo nos conocimos, en realidad, el 67. —JRR: Yo conocí a Mario mucho antes, en el 61 o 62, cuando llegué a París por segunda vez51. Junto con él y Luis Loayza, entré
Ribeyro asegura en una entrevista de 1993, a Leonardo Valencia Assogna, que conoció a Vargas Llosa en Lima, probablemente en 1958. Ver mi artículo «Historia de una amistad: Ribeyro y Vargas Llosa», que apareció en 1996, en la revista Alma Máter, número 11, pp. 98-105.
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a la agencia France-Presse a trabajar como traductor. Mario estuvo dos años allí y después se fue, justamente para escribir La ciudad y los perros. Su esposa52 y él consiguieron, creo, un trabajo en la radio. Allí tenía más tiempo para escribir. —ABE: Mario fue mi profesor en la Universidad de San Marcos, por el año 60, justamente antes de irse a París. Ese era uno de los siete trabajos que menciona en La tía Julia y el escribidor. Era asistente de cátedra de su tío Augusto Tamayo Vargas. Mario era un excelente profesor: muy, muy exigente. A la semana de haber llegado a París, en octubre del 64, me lo encontré sentado en un café de París. Me acerqué a su mesa y le dije: «Cómo le va, doctor Vargas Llosa». Muy amablemente me pidió que no le dijera doctor y, luego, me invitó a almorzar a su casa varias veces. Luego yo me fui a Italia, a escribir Huerto cerrado, cuyo primer manuscrito me lo robaron. Cuando yo le conté eso a Mario, se puso muy mal, le dieron unos ataques de sudores fríos. Yo le dije: «Viejo, a quien le han robado el libro es a mí; por favor, no sufras de ese modo». Después, Mario se vino a Lima para casarse por segunda vez53. Volvió a París por una breve temporada y luego se fue a Barcelona, donde lo veía con alguna frecuencia. —JRR: Las relaciones con Mario continúan hasta ahora. —ABE: Claro, Mario ha sido siempre un estupendo amigo. Cada vez que pasaba por París, llamaba a Julio Ramón (en cuya racionalidad, digamos, confía mucho) y le pedía que me ubicara. «Bryce es un ser inubicable», le decía. —JRR: Los tres teníamos una especie de ritual, que consistía en almorzar juntos. Lo que yo recuerdo de esos encuentros, sin embargo, es que no hablábamos de literatura. ¿Cómo fueron las relaciones con Manuel Scorza? —JRR: Las relaciones de Mario con Scorza fueron bastantes duras, tormentosas. Sin embargo, las mías con Scorza fueron cor-
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Se refiere a la boliviana Julia Urquidi, primera esposa de Vargas Llosa. Con Patricia Llosa.
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diales. Él fue editor de dos de mis libros: Las botellas y los hombres y Los geniecillos dominicales. Aunque los publicó con una serie de innumerables errores54, yo le tenía gratitud, porque él decidió que yo era un autor al que valía la pena publicar. Luego nos vimos en París en circunstancias diferentes. Estuvimos distanciados por un tiempo, porque yo dije públicamente que Redoble por Rancas no me había gustado. Él me reprochó eso, pero luego pasó la tempestad. Él era muy irónico, muy sarcástico y a menudo me lanzaba puyas que, por supuesto, yo también respondía. Tipo curioso, Scorza. Para mí, Scorza siempre fue un personaje muy enigmático, con muchas virtudes y con muchos enemigos. Había gente que no lo quería nada y yo trataba de saber por qué, porque conmigo fue más bien cordial. —ABE: Conmigo siempre se portó estupendamente. Sin embargo, obviamente, era una persona atormentada. Su desgarramiento interior lo proyectaba en un cinismo falso, puesto que en realidad él no era cínico. Siempre tenía que decir cosas terribles. En mi casa, por ejemplo, una vez dijo que había vendido treinta millones de libros en treinta idiomas distintos. Él decía eso porque necesitaba superar su desgarramiento. Yo creo que Manuel fue una persona que sufrió mucho porque quería ser amado en el Perú. Él quería un reconocimiento social que no llegaba. En una carta que escribió días antes de morir, le dijo a una amiga: «Yo solo seré amado en el Perú cuando me haya muerto». Y tuvo toda la razón, porque en su entierro hasta el presidente Belaunde dijo que había sido su amigo personal. —JRR: Manuel era un tipo que representaba. Tenía el don de la actuación. Por el año 60, cuando fundó su editorial y empezó a ganar dinero, un día me invitó a su oficina. Había alquilado el úl-
54 En una carta del 1 de junio de 1965, publicada en el diario El Comercio, Ribeyro se dirige a Manuel Scorza, editor de Populibros Peruanos. Se queja por las erratas de Los geniecillos dominicales (1965). «Desautorizo públicamente dicha edición y me reservo el derecho de recurrir a la vía judicial», dice.
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timo piso del edificio más alto de Lima. En un momento dado, me llevó hasta una de las ventanas y me dijo: «Algún día todo esto será mío». Yo creo que a él siempre se le quedó grabada la idea de ser un escritor no solo bueno, sino también importante. —ABE: Eso era un drama en su vida: el reconocimiento. Alguna vez vinimos juntos a Lima y el viaje fue terrible, porque él se dedicó a tomar whisky, para que se le pasara el miedo al avión. Cuando llegamos, algún desgraciado publicó una nota diciendo: «Llegaron Manuel Scorza y Alfredo Bryce Echenique en el mismo avión, juntos pero no revueltos». Manuel inmediatamente escribió veinticinco cartas, para aclarar que éramos muy amigos. Yo creo que ese tipo de bajezas no se responden. Él perdía mucho tiempo y energías en esas cosas. Después de su muerte, una persona muy desagradable que no tengo por qué nombrar publicó una carta también absolutamente vil sobre su nota. Entonces me di cuenta de que Manuel había tenido muchos amigos, porque recibí muchas felicitaciones por haberlo defendido. Yo estaba especialmente conmovido por su muerte, ya que yo también debí haber subido al avión en el que se mató55. Tú también apareciste, Julio, en una lista equivocada de las víctimas. —JRR: Yo recibí incluso un artículo necrológico, que escribió Alonso Cueto. Muy simpático: era la primera vez que podía darme cuenta de lo que se pensaba sobre mí. Él escribió eso pensando que estabas en el avión que se cayó. Esa nota era para Debate. —JRR: O sea, los tuve que desilusionar. No tanto, digamos. Pasando a otro tema: ¿tienen pensado regresar al Perú? —ABE: Estamos en el Perú.
En el accidente aéreo de Mejorada del Campo, Madrid, el 27 de noviembre de 1983, fallecieron 181 personas, entre ellas también el crítico uruguayo Ángel Rama y el novelista mexicano Jorge Ibargüengoitia.
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—JRR: Después de dos horas de grabación, no hemos entrado todavía en materia. —ABE: ¿Cuál es la materia? En todo caso, yo ya realicé mi regreso al Perú, que es este. Ahora soy más dueño de mi tiempo y pienso vivir a caballo entre el Perú y Barcelona, entre el Perú y Europa. La mitad de mi vida la he vivido en Europa, la otra mitad en el Perú. Sería un disparate que yo perdiera esa disponibilidad de cruzar fronteras. Ya no dependo sino de mí para decidir mi tiempo. —JRR: Para mí, regresar al Perú es un sueño, una utopía. La utopía de vivir en una playa perdida de la costa. Con Emilio Rodríguez Larraín hemos buscado la playa ideal y todavía no la hemos encontrado. Mientras no la encontremos, esa playa seguirá siendo utópica y, por eso mismo, indestructible. Julio, ¿es cierta tu imagen oficial, según la cual tu bohemia ha terminado? —JRR: Yo no sé si tengo una imagen oficial. Sin embargo, mi vida bohemia realmente cambió el año 73, cuando me operaron y me enfermé, hace trece años. Estuve a punto de morir. —ABE: Yo creo que la bohemia puede ejercerse de muy distintas maneras. Hay una bohemia que recorre distancias, que va de cabaret a cabaret. La bohemia de Julio es, en cambio, en el interior de su casa. —JRR: Cuando era soltero llevaba una vida más desordenada, porque no tenía ninguna obligación de tipo familiar. Pero siempre he sentido la responsabilidad de la literatura. Alfredo, has escrito dos novelas en los últimos cuatro años. Eso supone una disciplina, un trabajo diario. Sin embargo, también hay la idea de que tú no tienes ningún orden en tu vida. —ABE: Bueno, yo creo que toda persona que haya entrado a mi casa se ha llevado una sorpresa. Hasta el más mínimo cenicero está en su lugar. Soy muy ordenado en mi vida interior y muy desordenado en mi vida exterior. Al salir de casa, yo necesito romper ese orden y, también, sentir la seguridad de que él existe y me espera. En París yo no tenía hijos, que te obligan a una serie de cosas pero, al mismo
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tiempo, también te dan un orden que funciona. Entonces cada día me costaba más mantener el orden de mi casa. No me defendía bien, tenía demasiadas tentaciones: París me había cansado. Entonces, decidí buscar un lugar más propicio y me fui a la provincia francesa. Allí me ofrecieron un trabajo estupendo en la universidad: daba pocas clases y ganaba una cantidad importante de dinero. Yo llegué lleno de ilusión, mis colegas y mis alumnos me trataron estupendamente y, sin embargo, terminé en una clínica por siete meses. Allí terminé de escribir El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz y el libro de cuentos que voy a publicar ahora56. Desde la clínica fui también un profesor ejemplar, ya que iba a dar clases en ambulancia y con enfermera. Yo no le encuentro ninguna explicación racional a esas cosas que me pasan. Por eso, pienso escribir un libro que se llame (si Julio no se opone) Memorias desde un punto de vista. Ahí quiero decir lo que me dé la gana. Eso lo voy a hacer en España. España, aparta de mí esta Francia. —JRR: Te voy a hacer una pregunta espontánea. ¿Tú serías capaz de escribir un libro que no tuviera nada que ver con tus experiencias personales? ¿Sobre el virrey Amat, la conquista del Perú o Cristóbal Colón? —ABE: No, eso no me ha incitado nunca. Se ha dicho equivocadamente que voy a escribir una novela sobre Flora Tristán57, por ejemplo. Pero me es muy difícil escribir algo que no me involucre personalmente. En mi último libro de cuentos hay uno que se llama «El papa Guido Sin Número». Hablo de un personaje totalmente ficticio, pero me meto en territorios de mi época de estudiante. Lo que pasa es que soy un escritor cercano a la novela picaresca. Tú, Julio Ramón, eres el primero que lo ha señalado. Cuando terminé Tantas veces Pedro recuerdo que me dijiste «Caramba, cómo demonios haces para hablar tanto de ti y no contar nada de lo que yo he sido testigo».
Magdalena peruana y otros cuentos (1986). Quien sí publicaría una novela sobre Flora Tristán sería Mario Vargas Llosa: El paraíso en la otra esquina (2003).
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La novela picaresca tiene una estructura seudoautobiográfica. El lazarillo de Tormes, por ejemplo. Yo no sé si en mi cuento «El papa Guido Sin Número» hay algo autobiográfico. Pero la autobiografía también comprende lo que uno imagina. Sobre el tema, hay un comentario de Abelardo Oquendo: mientras más se define el personaje principal como narrador de la obra, más se pierde la capacidad de la objetividad. —ABE: Yo prefiero que Julio Ramón responda a esa pregunta. Como Abelardo se refiere a mí, prefiero que responda una persona que tenga más objetividad que yo. —JRR: Yo creo que la obra de Alfredo es completamente autobiográfica. Desde los primeros cuentos de Huerto cerrado hasta su última novela: siempre hay un personaje que es, en una forma u otra, Alfredo Bryce. Alfredo es un escritor que se basa auténticamente en sus experiencias personales, en su manera de ver el mundo. Por eso, tiene una estructura discursiva que es puramente suya. Curiosamente, también todos mis libros son autobiográficos en cierta medida. Eso no es tan evidente. —JRR: Quizá. El caso de Mario Vargas Llosa es totalmente distinto. Él es capaz de escribir una novela como La guerra del fin del mundo, ubicada en otro país y en otro siglo. Él trata de imaginar a sus personajes y, luego, los representa. Tal vez por su temperamento y su formación: más libresca. —ABE: Los libros han sido su gran fuente. Mario es un hombre que, en el fondo, detesta la aventura vivida. Ya sea de barrio a barrio, ya sea de botella a botella. Ha viajado siempre por los libros con una emoción más grande que la que yo he podido sentir. Yo no siento la suficiente pasión por las aventuras que leo, como para lanzarme a escribir a partir de ellas. ¿Cómo es tu caso, Julio Ramón? —JRR: Yo he intentado escribir sobre personas que no me conciernen directamente. Hasta ahora no he podido. —ABE: Pero Atusparia no te concernía. Es un personaje histórico.
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—JRR: Cierto, no me concernía aunque tengo una cierta simpatía por él. Sin embargo, yo creo que ese es un mal libro mío: lo sentí lejano. Hay quienes creen que las mejores novelas de Vargas Llosa son las autobiográficas. —ABE: En cierta manera, sí. Yo he dictado clases tres años seguidos sobre La tía Julia y el escribidor y Pantaleón y las visitadoras, así que las conozco bien. Ambas son diferentes, pero están perfectamente logradas respecto a la ambición inicial del autor. Sin embargo, pienso que yo no hubiera podido escribir La tía Julia y el escribidor como él la escribió. Si la hubiera escrito, lo más importante para mí no hubiera sido tener 18 años y que la tía tuviera 31. Eso no me hubiera importado en absoluto. A pesar de lo lograda que es la obra, pienso que le falta cierta ternura y cierta pasión por la vida privada. En todo caso, Mario es siempre sorprendente. Cuando están poniendo en tela de discusión su última novela, inmediatamente publica otra. —ABE: Inmediatamente publica otras. ¿No creen ustedes que hay una estrecha relación entre el método de escribir y la obra misma? —ABE: Ninguna. Yo no creo que haya existido un escritor más disciplinado que Malcolm Lowry, que fue el más caótico de todos. Con eso cerramos la discusión. Se dice que yo soy más bohemio y loco que Mario. Sin embargo, Mario me preguntó hace poco cómo logré escribir tanto en cuatro años, de los cuales el último fue en una clínica. El año de la clínica se debió a los dos anteriores, en los cuales yo llegué a escribir catorce horas sin parar. Me sentaba a las dos de la tarde y me daban las cuatro de la mañana: caía de arcadas de hambre, de dolor, de cansancio, de fatiga, de todo. Llegaba a la cocina, abría la refrigeradora y me comía una manzana. Me acostumbré a vivir de una manzana. Me parecía a Adán. ¿Qué es disciplina? Si se escribe siete horas diarias es disciplina. ¿Si se escribe catorce horas es doble disciplina? —JRR: El método y el ritmo de la escritura son dos cosas muy complejas, demasiado complejas.
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¿Cada escritor tiene su propio ritmo? —ABE: Así es. Nosotros hemos vivido bajo la influencia del boom, en el cual todos declaraban ser disciplinados. Pero no sabemos cómo escribían los anteriores. A lo mejor Ciro Alegría y José María Arguedas eran disciplinadísimos. Y no lo declararon, porque no había esa idea del escritor. —JRR: Cada cual tiene su propia estrategia y su propia rutina. La mía es escribir siempre a ciertas horas del día. ¿Cuáles? —JRR: Son dos horas inconcebibles: yo siempre escribo de una a tres de la tarde. Son dos horas reservadas para escribir antes del almuerzo. No puedo escribir en la mañana porque voy a la oficina. No puedo escribir en la noche porque estoy con mi familia o porque salgo con amigos. Al mediodía tengo un hueco de dos horas, desde hace diez años. Las utilizo rigurosa e implacablemente para escribir. Llego a mi casa y me pongo a escribir lo que sea. ¿A mano o a máquina? —JRR: A máquina, a máquina eléctrica. Que ahora también son anticuadas, porque han surgido las computadoras. Te las recomiendo, Alfredo, aunque no sé si te puedas adaptar a ellas. Son excelentes porque no se tiene que borrar ni sacar y poner páginas. —ABE: Yo necesito un borrador que ensucie, para poder después limpiar. Además, ¿saben lo que le pasó a García Márquez? Se compró una de esas máquinas para escribir su última novela, que se debería llamar Todo lo que usted quisiera saber sobre el amor en 500 páginas58 Un día escribió catorce páginas en la máquina y no se dio cuenta de que le habían cortado la electricidad. El hombre vive desesperado, porque eran las mejores catorce páginas de toda la novela. Yo no quiero que me corten la electricidad ni quiero electrocutarme. ¿Y qué sientes, Julio Ramón, si en tus dos horas no puedes escribir nada?
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Se refiere a El amor en los tiempos del cólera (1985).
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—JRR: Si no me sale nada, no me importa. Lo importante es estar dos horas allí, tratando de escribir algo. Una línea, dos líneas o un párrafo. —ABE: Yo he analizado a un montón de escritores que dicen escribir de tal hora a tal hora. Sin embargo, juro que los he visto chupar a esas horas. ¿Y qué otros elementos son propicios para escribir? —JRR: Yo necesito crearme un clima propio. Un ambiente en el cual trabajar sin interferencias del exterior. La música es importante, por ejemplo. En una época, yo ponía música para escribir porque me servía de pantalla y de protección. Por eso, no puedo escribir acá en el Perú: me falta mi máquina, mi tocadiscos, mi ambiente. Cuando entro a mi habitación, en París, ese clima ya está creado. Entro a otro mundo: el mundo de la literatura, el mundo de la creación. ¿Qué clase de lectores son? —JRR: Yo he sido un lector omnívoro de joven. Ahora cada vez leo menos. Leo solo lo que me interesa, así no tenga actualidad. La actualidad me importa un huevo. Cuando me preguntan si he leído la última novela de fulano o de mengano, siempre digo que no. ¿Por qué tiene uno que leer lo último? Yo leo lo que me da la gana: historia, poesía periódicos, revistas. ¿Lees varios libros simultáneamente? —JRR: Sí, muchos. No solamente libros sino también tesis de amigos y cualquier otra cosa. Todo lo que me interesa en el momento. Soy especialista en los diarios personales, las correspondencias, ese tipo de literatura. Si empiezo un libro y no me gusta, lo dejo a la mitad o a la tercera parte. —ABE: Yo soy bastante disciplinado en ese sentido. En eso tengo muchos más horarios que para escribir. Para escribir tengo la hora en que comienzo (las tres de la tarde), pero no la hora en la que voy a acabar. El mínimo es cuatro horas, pero eso puede extenderse más allá. En cuanto a las lecturas, estoy influido por Julio: solo quiero releer. Al abandonar Francia me deshice de mi biblioteca con una facilidad increíble. Al llegar a España me he sentido obligado a leer literatura española, por un mínimo de
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caballerosidad. Leo mucho pero cada vez leo menos. Estoy en un periodo crítico. —JRR: Uno no debe hacer lecturas compulsivas. Yo hacía de joven lecturas compulsivas. Cuando estaba en la universidad, para emular a mis amigos y para tener tema de conversación, leía a ciertos autores. Ahora eso me importa un pito. Las lecturas a medida que uno envejece las va olvidando. Me he dado cuenta de que yo muchas veces me he dado el trabajo de leer unos bodoques gigantes y, después, no me acuerdo de nada de lo que tenían dentro. Entonces, me doy cuenta de que he perdido miserablemente el tiempo. ¿Cómo es tu relación con los libros, Alfredo? —ABE: Yo soy menos preciosista que Julio, ciertamente. En la biblioteca de Julio hay ediciones preciosas. Es una biblioteca hermosa de mirar y de leer. Yo subrayo los libros, les doblo páginas, les arranco páginas y me las meto al bolsillo. Los subrayados son muy importantes para las lecturas. ¿Por qué subrayé esto el año 60 o esto el año 70? —JRR: De pronto uno se da cuenta de que subrayó una tontería. —ABE: Claro, esa tontería me conmovió entonces. Lo que queda en la memoria es lo que conmueve. Yo siempre llevo conmigo unas fichas: las suelo leer en mis conferencias. —JRR: Sí, yo me he dado cuenta de eso también. La memoria es emotiva, más que informativa. Tú has escrito un hermoso artículo, Julio, sobre tu relación con los libros. Está en La caza sutil. ¿Mantienes lo que dices en él respecto a la idea de acostarse con libros? —JRR: Sí, yo sostengo que el libro es un objeto al que hay que poseer. Tiene que haber una relación vital, amorosa con él. Por eso, yo también los subrayo, los araño, les hago notas marginales. Uno tiene que vivir con sus libros, irse a la cama con ellos, dejarlos marcados. ¿Para eso no son un obstáculo las ediciones lujosas? —JRR: Ah, no. Yo hago lo mismo, sean o no lujosas. ¿Te metes a la cama con ediciones empastadas en cuero? —JRR: Por supuesto. Y las marco y las subrayo.
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—ABE: Cuando se está en la casa de García Márquez, también se descubre que el tipo es superordenado. Tiene su biblioteca computarizada. Julio también sabe dónde encontrar cada uno de sus libros. Cuando estás conversando con él en su casa, de pronto se levanta, saca un libro, lo hojea y lo deja. ¿Y cuál es, finalmente, su meta como escritores? —JRR: Yo creo que un escritor es bueno si crea un propio estilo. Si no depende de nadie. Si no hay ningún punto de referencia respecto de lo que hace. Ese es el gran escritor. —ABE: En el Perú han logrado eso Arguedas, Valdelomar y Julio Ramón. —JRR: No, yo no creo eso. Yo no tengo un estilo: tengo solo una tonada. —ABE: Bueno, si te pones tan exigente, ¿quiénes son reconocibles siempre en lo que escriben? Poquísimos: Borges... y... y Pocho Rospigliosi. Esa es una buena frase para terminar, porque nos devuelve al tema inicial: el fútbol.
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La palabra de Julio (1986)
En televisión se entendió que a usted le gustaba escribir sobre temas peruanos y limeños, pero que aquí no podía escribir... —Es que en Lima estoy quince días y no tengo tiempo de crear mi propia atmósfera. ¿Su propia atmósfera? —Es la que existe en París, en las diversas casas que he vivido, ¿no? Hay momentos en que entre el escritor y su ambiente se crea una especie de simbiosis. Entonces puede concentrarse y trabajar en forma continua. Aquí es difícil porque siempre he estado en hoteles, en casas familiares y no he podido encontrar espacio de creación, por decirlo en términos solemnes. Y, prescindiendo de términos solemnes, ¿cuál es su relación con el Perú? —Es una relación nostálgica, porque hace ya más de veinticinco años que yo vivo afuera. Por otro lado, es una relación de interés, diría, de un amor un poco ambiguo. Conflictuado... —Sí, sí. El ser peruano es una especie de responsabilidad, de carga que uno lleva. ¿Qué tipo de responsabilidad? —Es decir, uno se siente concernido con lo que ocurre en el país, ¿no? Uno no puede hacer mucho, pero nacer en el Perú es como recibir el bautizo de una religión.
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...Un estigma. —No, tanto como eso no. Sucede que a uno lo consagran a un país, y uno tiene la obligación de respetar esa responsabilidad que ha recibido. Y esta responsabilidad, en el caso del Perú, es una especie de carga, porque vivimos en un país difícil y duro. ¿Ser peruano es una carga difícil y dura? —Sí, pero hay que asumirla, porque no se puede abjurar de la nacionalidad, como se abjura de una religión. ¿Y cómo la asume usted que vive fuera? —La asumo a mi manera. Interesándome por lo que ocurre. Escribiendo sobre la realidad. En fin, amando. ¿Amando, dice? —Sí, amando, bebiendo a la gente del Perú, a la gente de Lima. Quizá bebiéndola un poco literariamente, pero también esa es una forma de amor. ¿Y cree que en esa forma de amor ha dado lo suficiente? —Creo que he dado bastante. Inclusive, creo que podría dejar de escribir. Me parece que si mi trabajo literario no es abundante, ha sido intenso y enriquecedor para mí, y ojalá también para el lector. A mí me parece que la condecoración con la Orden del Sol lo sorprendió a usted... —Bueno, fue sorpresivo, porque yo me enteré de la condecoración solo poco antes. De modo que no tuve tiempo para adaptarme a la situación. Tal vez por eso se la quitó rápidamente y hasta se le cayó. ¿No fue eso un acto fallido? —Lo que pasa es que no tengo mucha experiencia en ese tipo de ceremonias. Yo no sabía cuánto tiempo había que conservar una condecoración. ¿Y la caída de la condecoración? —¡Ah!, eso sencillamente fue una torpeza de mi parte. Julio Ramón, el afecto del público hacia usted es notorio, y debe parecerle abrumador. Y sin embargo usted es tan reacio a mostrarse ante la gente, tan esquivo. ¿Qué cree que el público
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quiere de usted, y qué le produce ese afecto, más aún si muchos de sus libros no han tenido la circulación que debieran en este país? —Supongo que hay mucho de mito, ¿no? Quiero decir que el hecho de que un escritor como yo viva fuera del país, y venga solo esporádicamente, hace que esa figura sea fantasmagórica, y que cada venida mía sea como la extraña aparición de alguien que la gente tal vez no crea que exista. Por eso cuando me ven sienten la confirmación de una presencia de la cual dudaban. Pero no puede descartar una suerte de fervor... —Bueno, yo creo que sí he encontrado mucho de fervor en lectores particularmente jóvenes. ¿Y a qué atribuye ese fervor? —Tal vez debe de haber algo en mis libros que les permita reconocerse o reconocer al país en que viven. Tal vez mi obra sea el espejo fragmentado en el que cada cual encuentra como una palabra dicha particularmente para él. No me respondió qué le producía ese efecto... —Bueno, me gratifica, ¿no?, pero hay algo que me incomoda profundamente y es la presión. Y hablo de esa presión terrible que da la notoriedad, que —como decía el poeta Fernando Pessoa— es irreparable, y es un estado del cual uno no puede desprenderse nunca. Yo puedo soportar mucho el trabajo, el dolor, hasta la adversidad, pero la notoriedad es absolutamente intolerable. Soy muy frágil para estar constantemente asediado. ¿Qué otros miedos tiene Ribeyro? —¿De qué habla? De miedos a la soledad, al envejecimiento, a la muerte. Miedos, pues. —Yo ya estoy acostumbrado a todos esos sentimientos. Ya me he acostumbrado al sentimiento de la vejez. ¿Y a la muerte? —A la muerte nunca le he tenido miedo. Se lo digo con absoluta franqueza. ¿Y qué le molesta de envejecer?
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—Lo único que me molesta del envejecimiento es la imposibilidad de realizar ciertos actos placenteros que se podían realizar de jóvenes, como los deportes. A mí me gusta la natación. Ahora soy incapaz de nadar cien metros. Y tampoco puedo correr ni jugar al fútbol. Yo era centro-foward en el Champagnat. En fin, no puedo hacer nada de eso, porque el cuerpo no me responde. Pero el envejecimiento tiene ventajas incomparables. —Bueno, le da a uno un poco de serenidad para observar los acontecimientos, y sobre todo uno ya no se asombra de nada. ¿Esa pérdida del asombro no es un pie en la otra orilla? —No. Creo que la pérdida del asombro es simplemente el signo de la sabiduría. Aunque para algunos, esa falta de capacidad de asombrarse es un indicio no de envejecimiento, sino de pérdida de capacidad para captar la realidad, y para interesarse por ella. ¿Y a usted no lo asombra ni siquiera lo que está ocurriendo en el Perú? —A mí siempre me ha preocupado lo que ocurre en el Perú. Y me preocupa ahora un poco más, porque todo lo que sucede ahora viene desde atrás. Es una acumulación. Sucede que estos acontecimientos han coincidido en un tiempo muy corto. Y hablo del recrudecimiento de la delincuencia, el apogeo del narcotráfico en una escala verdaderamente difícil de combatir. Y hablo también de la subversión, que se exterioriza de una forma tan violenta. Todo con el problema de la deuda externa, la disminución del valor de nuestros productos de la exportación chocan en un periodo muy corto, creando esta situación espantosa de emergencia para lo cual hay que crear soluciones de emergencia. ¿Qué es lo que más le impresiona de todo lo que ve? —Los cambios que viene sufriendo Lima en el transcurso de los años. Hace tres semanas que vivo aquí, en la Colmena. Comparo esta avenida de hace diez años o menos, cuando era una de las arterias orgullo de la ciudad, con la de ahora, repleta de ambulantes, sucia, con gente que camina por ahí y no sabe adónde va ni qué cosa quiere. Julio Ramón, en Prosas apátridas, en la número 48, usted dice que su capital de vida está gastado y que está viviendo del
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crédito. Mucho se ha especulado sobre su enfermedad. ¿El crédito es amplio o está pagando las últimas cuotas?... Y pienso que podría preguntarle si también las está apurando. —Las prosas no están fechadas. Y cada una corresponde a una fecha determinada, y fueron escritas bajo los efectos de causas determinadas. Esa prosa yo la escribí cuando estaba gravemente enfermo. Cuando estaba por morirme. De modo que yo la escribí pensando que me quedaban muy pocos meses de vida. Después me di cuenta de que no. Descubrí que la vida tiene también sorpresas y que, de pronto, esos días alargados comienzan a alargarse y alargarse. Y bueno, eso, más que un regalo, es un obsequio. De manera que usted agota su capacidad de asombro y, sin embargo, descubre que la vida tiene sorpresas. —Bueno, mi caso no es el único. Hay miles de casos semejantes. Tuve la suerte de estar en los casos excepcionales. Por eso su desencanto por la vida y las cosas... —Sí, por la enfermedad. No olvido esa feroz frase suya de cambiar todas sus lecturas por el estómago de un obrero. —Eso también corresponde al periodo de mi enfermedad. En ese estado de desesperación yo dije: Caracho, yo preferiría cambiar cuarenta años de lecturas por un estómago sano. Julio Ramón, usted dijo también que cada escritor tiene la cara de su obra... —Yo creo que es así. Francamente lo he verificado observando a los escritores y su obra. Es inconcebible que un escritor no sea reflejo de lo que escribe y, recíprocamente, lo que escribe es reflejo del rostro de un escritor. Entonces, cada escritor tiene la cara que merece... —Exactamente, es así. En ese libro que me ha acompañado tanto, usted dice que somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero realmente es difícil que hayan sido pulsadas todas. Así nunca sabremos qué era lo que guardábamos: nos faltaron el amor, la amistad, el viaje, el libro. ¿Qué le faltó a usted, Julio Ramón?
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—Yo creo, Mario, que en este momento no podría decirlo. Sinceramente. Yo sé que todos contenemos posibilidades que no se han podido desarrollar, porque ha faltado siempre un pequeño acontecimiento en nuestra vida que inhibió esa posibilidad. ¿Qué le faltó, Julio Ramón? —Mire, a mí me gusta mucho la música desde niño. Quizá si yo hubiera seguido estudios de piano, sería un compositor, un ejecutante. Por otro lado, hay en mí un pintor frustrado. Yo puedo pintar, por ejemplo59. Esa es una posibilidad que no se desarrolló. Evidentemente que no se pueden elegir todas. Ahora, yo no sé si la que elegí fue la mejor. ¿Cuándo empezó a hacerse preguntas? —Siempre he sido una persona que se ha interrogado, sobre casi todo. Sobre uno mismo. Sobre el mundo. Sobre la religión. Sobre los problemas que atañen al hombre de nuestro tiempo y al hombre de siempre. Yo tengo un tipo de inteligencia interrogativa. Tengo más preguntas que respuestas. ¿Y hay preguntas que nunca obtuvieron respuestas? —Sí, muchas. ¿Cuáles, por favor? —La memoria. No sé lo que es el tiempo. No sé las relaciones que hay entre el pensamiento y el lenguaje. También no sé lo que es la historia. Son temas recurrentes que vienen siempre a mí, y sobre los cuales solo puedo formular hipótesis. ¿Cuál cree que sea el origen de su opción por la literatura? —Hay una cuestión de educación familiar, de temperamento, de relaciones con algunos familiares. Amigos, viajes, lecturas familiares. Tantas cosas. ¿Y sus primeros libros, sus primeras lecturas? —Hubo una mezcla de lecturas clásicas. La Ilíada, El Quijote, que leí de muy niño. Después, a los 12 años, las obras de Salgari, ¿no?, de Verne. Esas lecturas fueron para mí muy impresionantes,
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y no sé si a la larga influyeron en mí, pero sí me dejaron algo muy profundo, imborrable. ¿Y recuerda lo primero que escribió? —Eso debe ser a los 13, cuando estaba en el colegio. Escribía cuando los cursos me aburrían. Creo que escribía algunos poemas. Cosas así. ¿Cómo fue su infancia? —Muy vinculada a los libros. Mi padre era un hombre muy culto, con una magnífica biblioteca. A través de él me interesé por los libros y por la lectura. En general, he tenido una infancia muy rica. Y es uno de los temas que no he desarrollado ampliamente en mis libros. Ya estoy escribiendo algunos fragmentos sobre mi infancia, particularmente en Tarma, donde viví desde muy niño. Y también sobre Miraflores, hasta los años cuarenta60. Curiosamente esos años regresan ahora con mayor nitidez. Estoy tratando de elaborar un libro, que no sé si será una novela, algún libro de memorias o un relato autobiográfico, pero en todo caso estará vinculado a toda esa etapa feliz. ¿Y cómo era de niño? —Un poco frágil, hasta cierta edad, porque era muy chiquito, muy pequeñito. Era un poco enfermizo. Muy tímido. Muy afecto a la soledad. Y me gustaba viajar. ¿Viajar? —Sí, viajar. Cuando tenía 13, 14 años, yo viajaba solito por el Perú. Me iba a Tarma, donde tenía parientes, y después a Chiclayo, y a la zona de Marañón. Lo hacía por conocer, por vivir la experiencia del viajero solitario. Así satisfacía mis deseos de aventura que después colmé en Europa. Fue el anticipo. De su obra ¿qué es lo que más quiere? —Por un lado, Crónica de San Gabriel porque fue la primera novela que escribí61. La hice en un momento de exaltación por el
En especial, sobre su barrio de Santa Cruz. Fruto de este proyecto es la colección de cuentos Relatos santacrucinos (1992). 61 No fue la primera que escribió sino la primera que publicó. Apareció en 1960. 60
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Hasta sus últimos años pintó acuarelas.
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Perú. Reviví en esa novela momentos que me habían impresionado mucho en mi adolescencia. También tengo afecto a Prosas apátridas, libro heterodoxo. Luego quiero muchos cuentos sueltos, «Por las azoteas», «Silvio en El Rosedal»... ¿Cómo fue su relación con su padre, Julio Ramón? —De temor reverencial, y de respeto y admiración. Era un hombre muy severo, que aplicaba en la casa una política muy autoritaria. Pero al mismo tiempo había en él una gran bondad, una gran generosidad. Después de su muerte me enteré de que ayudaba a familiares más pobres, con actos que eran desproporcionados para sus recursos. ¿Después de muerto lo entendió más? —Sí. Lo sigo entendiendo cada vez más, después que yo mismo he sido padre. En las relaciones con mis hijos62, yo mismo he redescubierto una serie de cualidades de mi padre. ¿Y ha sido tan riguroso como él? —No. Precisamente, he sido todo lo contrario. Para contrarrestar esa severidad, he sido un padre muy permisivo. Además, en los tiempos en que vivimos, ya no se pueden adoptar esos métodos. ¿Su padre le pegaba? —Sí, me daba palizas. ¿Y no cree que esa dureza en el trato lo formó a usted silencioso, solitario?... —No, no creo... ¿Pero le pegaba? —Tengo un fragmento sobre las palizas que recibía, que eran justificadas, por cierto. Pero quien más sufría con ellas era él, porque después de pegarnos, mi hermano también sufría castigos, mi papá se encerraba en su escritorio y se quedaba horas, como arrepentido. ¿Lo recuerda en una actitud distinta? —Por supuesto. Una vez recuperó unos libros que él había vendido de joven. Entonces apareció en la casa en un taxi, con unos
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Ribeyro solo tuvo un hijo, Julio, quien nació en París en 1966.
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paquetes, y entró en estado de exaltación y de emoción increíbles. Así empezó a abrir los paquetes con una alegría infinita que entendí, porque fue la primera vez que lo vi en el interior de la casa con el sombrero puesto. ¿Usted podría decirme a quién quiso más: a su padre o a su madre? —A ambos, de una manera diferente. Siempre he respetado a mi padre. Pero en cuanto a querer, querer a mi madre. Mi amor por ella es algo que se ha acentuado en los últimos años de mi vida. ¿Qué ama usted del Perú? —Su naturaleza. El paisaje andino. La selva. Pero sobre todo la costa y el mar. Para mí son dos elementos indispensables. Por eso es que vengo al Perú todos los años. Para recorrer los desiertos y las playas solitarias del sur, sobre todo. Me encantan esos paisajes arenosos, esos médanos, esos cerros pelados, secos, austeros, esa sobriedad de la costa peruana. Y el mar sobre todo. ¿Y detesta? —Por momentos, la huachafería. ¿Qué es lo huachafo para usted? —Es difícil. Es una mezcla de pretensión, de mal gusto, de arribismo social, de vulgaridad. Julio Ramón, el amor no está marcado en su obra. —Sí, tiene razón, no está marcado. Yo creo que el único libro donde el amor está marcado es en Crónica de San Gabriel, donde el amor se da entre dos primos adolescentes. Pero en mis otras obras, no hay historias de amor memorables. ¿Y ha pensado llenar ese vacío? —Creo que sí. Una vez empecé a escribir una historia de ese tipo. Creo que se llamaba Calendario de los amores muertos, un nombre algo cursi que creo no lo conservaré cuando lo escriba. Regresa a su vida la infancia, la posibilidad de escribir un libro de amor. ¿Se puede decir que el escritor escéptico y melancólico renueva su existencia? —Sí. Escribir es una forma de revivir los episodios de nuestro pasado, pero al mismo tiempo es una forma de vivir el momento
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presente en que estamos escribiendo. Es una forma de vida. Y, claro, esa es una especie de renuncia, en la medida en que escribir es un acto que nos aleja del momento actual. Cuando uno escribe, vive. Pero esa es una vida imaginaria, ficticia. Se pierde contacto con la realidad, y así se renuncia a la vida. Si la duda es el signo más notorio de su inteligencia, ¿cuál es el de su sensibilidad? —Una tendencia excesiva a ponerme en el rol de los otros y, en consecuencia, de sentir sus problemas y sufrirlos, como si fueran míos. ¿Qué lo ha hecho sufrir más: la soledad, la enfermedad o el amor? —Lo más desgarrador han sido los sufrimientos sentimentales. Esos sufrimientos espirituales difíciles de desarraigar. Después de todo, una enfermedad está relacionada con el dolor, y eso puede combatirse con medios artificiales, si se quiere. Creo que el sufrimiento amoroso es una experiencia espantosa que, para vencerla, hay que tener mucha energía moral. Después de todo, Julio Ramón, ¿está en sus proyectos regresar definitivamente al Perú? —Es algo que no descarto. Estoy decidido a instalarme en una casita de la costa sur o norte, o en los alrededores de Lima. Pero siempre cerca del mar.
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Teoría y praxis de la ficción literaria en Ribeyro (1987)
¿Es para usted la literatura una forma de aprehensión de la realidad o existe en su producción el reconocimiento de que la literatura es algo falso en relación con la vida, un mundo con leyes propias, diferentes a las que se encuentran en la realidad? —No tiene sentido decir que la literatura es un reflejo de la realidad. Pienso, más bien, que es una recomposición de ella, como lo afirmo en «Del espejo de Stendhal al espejo de Proust»63. En ese artículo abordo ese asunto de la literatura como recomposición de la realidad basándome en dos fragmentos, uno de Stendhal y otro de Proust, en los cuales utilizan el término ‘espejo’ refiriéndose a la literatura, metáfora muy utilizada por todos los defensores de la literatura como reflejo de la realidad. Pero el espejo no hace sino registrar la realidad, no añade nada. Sin embargo, vemos cómo las obras de Stendhal no son exactamente un reflejo, sino una recomposición de la realidad. Lo que pasa es que la frase de Stendhal está citada de modo incompleto. Después de decir que la novela es como un espejo, él añade una serie de frases que completan este primer enunciado con una serie de matices. Pasando de allí a Proust, este tiene una frase muy larga donde habla también de la personalidad del escritor como un espejo que refleja la realidad, pero luego añade 63
Aparece en La caza sutil (1976).
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que la realidad cobra diversas facetas; de este modo, «espejo» (metáfora que le gustaba mucho), dentro de todo el contexto de su frase, parece referirse a «prisma». Esto está relacionado también con todas las metáforas que usa Proust tomadas de la óptica. Pienso que En busca del tiempo perdido es, más que una novela, una poética. Cuando habla de literatura, hay cantidades de metáforas. Se podría hacer un inventario de todas las metáforas que usa de la óptica, de la fotografía, que revelan toda la importancia que daba a la visión del escritor. Sobre todo, hay una frase que señala y que yo acepto —y que además he utilizado con otras palabras—, que me parece muy exacta, que dice que los escritores en general no cambian la realidad, lo que cambian es la mirada sobre ella. No es que la realidad haya cambiado, lo que ha cambiado es la manera de verla: eso es lo importante. Por eso es que en una parte de las Prosas apátridas digo que el escritor recompone, ordena, comprende, transcribe, realiza una operación mental, ordenada, sobre lo caótico de la realidad. La literatura no es ni debe ser, a mi juicio, entonces, un reflejo de la realidad. Por eso, la metáfora del espejo no debe hacernos entender la literatura de esa manera, porque, para empezar, no tendría ningún interés reproducir una cosa que ya existe exactamente como es. Ya no habría ahí verdaderamente creación sino copia. La literatura debe ser una recomposición de la realidad. Yo creo que esa es la labor del escritor. Al escribir, lo que este hace es recoger todos esos materiales, darles una estructura y hacerlos comprensibles al lector. Por eso, yo insistía en que la literatura es una reconstrucción de la realidad, no solo un reflejo de la realidad. ¿Piensa que la modalidad predominante de representar el mundo en sus ficciones puede calificarse de «realista»? ¿Considera que ha habido una evolución en este sentido desde los primeros cuentos hasta la fecha? —Creo que sí soy un escritor realista. Pienso que siempre he partido de situaciones reales, incluso cuando mis cuentos se han deslizado, han patinado hacia lo irreal como en el caso de «Silvio en El Rosedal». Yo he partido de situaciones reales, pero justamente
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porque en eso consiste la labor literaria llego a veces a extremos de irrealidad o a extremos de fantasía o a los límites del absurdo. Por otro lado, a mí me parece que ha habido una evolución clara desde los primeros cuentos de Los gallinazos sin plumas. Son los cuentos de tipo neorrealista, realista, en que la acepción «ficción pura» no es adecuada. Son historias reales, o historias de las que yo me enteré, o que yo vi en parte, de modo que el aspecto de ficción, de imaginación, de creación, está reducido. Frente a esto, en el tercer tomo de La palabra del mudo, si hace un análisis detallado de cada cuento, notará que hay muchos de ellos que son de un tipo, no diré fantástico, sino no realista. Qué puedo decir. Por ejemplo, «Silvio en El Rosedal» o «Carrusel», cuentos que parten de una situación real pero que está exagerada al punto de que ya no se debe considerar real. También es el caso de «El marqués y los gavilanes». Hay cuentos que sí son realistas por el tema, como «El embarcadero de la esquina», pero donde por adoptar el narrador el punto de vista del personaje —un alcohólico— se supera un poco el realismo algo chato y prosaico de algunos de mis primeros cuentos. En el tercer tomo también hay cuentos que son perfectamente naturalistas y que corresponderían, en realidad, a un periodo anterior, a pesar de haber sido escritos casi todos en la misma época. Por ejemplo, «Cosas de machos», historia de una pelea entre militares, o «La señorita Fabiola», que es la evocación de un personaje, casi la estampa de un personaje. Luego, «El polvo del saber», que también es un cuento naturalista. «Tristes querellas en la vieja quinta» es un caso similar, aunque este cuento también tiene su parte de exageración: la de llevar una situación real a un límite ya casi insoportable. Se trata de una situación casi arquetípica, la de la enemistad íntima, la de aquellas personas que solamente viven en función del pleito con el otro. Después hay unos cuentos que son evidentemente fantásticos, como «Demetrio», escrito en el año 53, en la época de Los gallinazos sin plumas. Lo que pasa es que yo no lo había recogido en un libro y lo tenía por ahí suelto. Después también un cuento que me gusta bastante que se llama «La juventud en la otra ribera», que ocurre en
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París y tiene una intriga policial; es un cuento policial, en realidad. Además, posee cierto sentido simbólico, digamos: el hombre viejo que quiere vivir una aventura amorosa que ya no le corresponde, porque ya no está en la edad, porque la juventud para él ya está en la otra ribera. ¿Hay un intento consciente en usted por no ocultar los artificios de toda creación literaria, en la medida en que —como lo afirma en la prosa 72— parte del concepto de literatura como afectación? ¿Hay en usted una falta de interés por utilizar técnicas sofisticadas que intentarán ocultar el carácter ficticio y no real de la escritura? ¿Obedece esto a su concepción de la literatura como una falsedad que no debe ser enmascarada, porque eso podría ser poco leal con el lector? —La forma natural de expresarse es la palabra, la escritura es una invención posterior a la del lenguaje oral. Primero los hombres hablaron, después de muchos siglos inventaron la escritura, que es una serie de signos gráficos sometidos a reglas muy estrictas, extremadamente estrictas. Hoy la lingüística lo ha demostrado: son normas rigurosas y prácticamente intransgredibles. Entonces, partiendo de este principio, la literatura —como todo lo escrito— es una convención, y la narración cae dentro de este juego convencional. La literatura es una convención y no se deben ocultar sus reglas. Poner en claro que el hecho de escribir es un hecho convencional me lleva a no tratar de ocultar la presencia del escritor. Es preciso darle a entender al lector que está leyendo algo que alguien le está contando y que ese narrador está presente, que no está oculto. Por ese motivo es que en cuentos más recientes el narrador está cada vez más visible, presente en la narración, opina, comenta. Predice incluso muchas veces lo que va a ocurrir. Para que el lector tenga la conciencia de lo que lee y dé a entender que está leyendo algo que no existe en la realidad, algo que es una obra literaria. Para mantener la distancia y para que el lector perciba con mayor nitidez lo que está leyendo. ¿A qué se refiere cuando dice en el prólogo al tercer tomo que Cuentos de circunstancias sería el título adecuado de La pa-
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labra del mudo? ¿Estaría de acuerdo con afirmar que el concepto de «circunstancia» está ligado al reconocimiento de un proceso dialéctico que se produce en muchos de sus cuentos, en que el personaje sufre la irrupción temporal de una circunstancia imprevista y azarosa, opuesta a su rutina habitual, que en realidad no transforma su vida, ya que todo vuelve a ser como antes, pero que le hace cobrar una nueva conciencia de sí? —Por «cuentos de circunstancias» me refiero al hecho de que son cuentos que han surgido sin plan previo y que he escrito en diferentes circunstancias de mi vida. Cada una de estas situaciones personales ha marcado un cuento. Cada uno de ellos ha surgido de una circunstancia existencial mía, propia. En cuanto a la segunda parte de su pregunta, en realidad, yo no había pensado en esa interpretación, pero me parece válida, se puede sostener, se puede justificar. En muchos de los cuentos, en un momento dado, los personajes salen de su vida rutinaria y entran en una circunstancia particular que hace que su vida cambie, que dé un vuelco. Qué digo yo, por ejemplo, en el cuento «Una aventura nocturna», en que el protagonista una noche baja a un café donde hay una señora que está sola y entra ahí. Esto podría interpretarse como una circunstancia que le proporcionaría una aventura inesperada, importante para él, porque es un hombre muy solo. Al final no pasa nada, pero la aventura frustrada lo marca de alguna forma. Hay un momento en que estos personajes aparentemente tímidos, tímidos en realidad, y un poco apáticos, actúan, hacen algo, quieren hacer algo, arriesgan, y generalmente les sale pésimo el asunto, eso ya no sé por qué motivo, pero siempre les sale mal. Pero hay un momento en que juegan su carta. Eso es lo que pasa en «La juventud en la otra ribera», en que un funcionario, un burócrata, en Europa, de pronto, se lanza a una aventura, sí, pero ahí sí a una aventura con resultados fatales. Sí, hay muchos cuentos, si uno empieza a analizarlos con este criterio, puede encontrar una gran cantidad en los cuales funciona este mecanismo. Mucho se habla acerca de la negatividad y del vacío que parecen desprenderse de sus relatos. Frente a esto, ¿«Silvio en El
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Rosedal» vendría a ser de alguna manera una afirmación de la búsqueda existencial y, en última instancia, de la vida? —Silvio puede ser un álter ego del artista en general. En el fondo, es una alegoría de la situación del artista auténtico para el cual el reconocimiento, la consideración, la fama, la gloria, el público, a la postre se le revelan secundarios y en el fondo la única satisfacción que tiene es la del propio juicio, el propio criterio. De este modo, Silvio se puede realizar a sí mismo sin testigos ni aplausos. Es una actitud, no diré egoísta, no, pero puede ser interpretada como tal, o de desentendimiento de los demás, pero también puede ser interpretada como una forma suprema de la sabiduría y de la experiencia. En realidad, en el cuento «Silvio en El Rosedal» —y en «El embarcadero de la esquina»— hay también —como una vez lo dije— una cierta veta o vena alquímica, porque en esa época yo leía ciertos libros sobre la alquimia, me interesaba por eso, y uno de los principios de la alquimia teórica dice que el resultado final, el hecho de encontrar la piedra filosofal no interesa, lo que interesa es el itinerario para llegar hasta esta piedra filosofal. En el caso de Silvio, lo importante es la búsqueda, búsqueda que al final no da ningún resultado, pero que le ha permitido vivir. La búsqueda del mensaje le había permitido encontrar su propio camino, que era tocar solo en la torre. Silvio es uno de los personajes con el que me identifico más. El periodo de creación de ese cuento fue muy intenso para mí. Hay cuentos que uno está escribiendo un poco distraído y no muy concentrado, pero en ese cuento sí me sentí completamente ganado por el tema, abstraído. Y uno se da cuenta de eso porque pierde la noción del tiempo. De pronto uno se da cuenta de que ya son las diez de la noche y ha empezado a escribir a las tres de la tarde. No se da cuenta, no sé, debe de haber otro nombre para ese tipo de experiencia parecida a la que da la droga, en la cual el tiempo desaparece. Aparte de eso, es un cuento que yo no sabía en qué iba a consistir. Es un cuento que no había planeado. Por ejemplo, algunos han visto una coincidencia entre «Silvio en El Rosedal» y la clave SER que este encuentra —como observó Luchting en una comunicación
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privada—, pero en realidad yo no había pensado en ello. Lo que yo quería hacer era simplemente describir la vida de un personaje que llevaba una hacienda en la sierra, que se fue a vivir a esta hacienda, nada más. Iba a ser un relato muy realista. De un personaje que yo conocía, además. Pero de pronto el cuento se deslizó, patinó hacia lo irreal. ¿Por qué razón? No hay ninguna explicación que yo pueda dar. En un momento dado, no sé por qué motivo se me ocurrió que en el jardín debía haber algo, algo escondido. Entonces, ya se desencadenó toda la continuación del cuento. En general, podía haber una frase, una clave, una enseñanza, una receta. La idea es que el cuento no fue totalmente previsto antes de ser escrito. ¿Cuáles cree usted que son sus fuentes o influencias más fuertes, sobre todo en el tercer tomo? —Influencias probablemente deben existir, aunque estas puedan pasar desapercibidas para el propio escritor. Muchas veces las aprecian mejor los lectores, los críticos. Pero, en todo caso, en algunos de mis cuentos de ese tercer tomo yo estaba un poco impregnado, en esa época, por la lectura de los cuentos de Henry James, un autor que a mí me parece extraordinario. Aprecio mucho sus novelas, pero más me gustan sus cuentos. ¿Cuál sería la huella de Henry James? La huella, digo, porque escribir como Henry James es una pretensión absurda. Es lo no dicho, lo callado, lo aludido, lo que el autor oculta. Yo no oculto nada en tanto que técnica, que estilo, pero sí oculto en tanto que intención. En un cuento como «Terra incognita» he tratado de referirme indirectamente a la homosexualidad del doctor Peñaflor, a la homosexualidad reprimida pero presente, que esa noche por circunstancias, por una circunstancia, estuvo a punto de realizarse y no se realizó. Claro, fue una frustración. En «La juventud en la otra ribera» también hay una serie de cosas no dichas, reflexiones un poco ambiguas que le corresponde al lector completar. Por ejemplo, lo que no está claro en «La juventud en la otra ribera» es si la muchacha quería ayudar o no al pobre profesor que se había perdido en París, si quería salvarlo, advertirle del peligro que corría, o si ella verdaderamente era una cómplice. Esta es la huella
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de James. Hay otro cuento en los tomos anteriores, «Noche cálida y sin viento», en el cual —el que notó esto fue Oviedo— el personaje llega a un club social, toca la puerta —es socio de este club—, y se mete a la piscina, empieza a tratar de nadar; el guardián ya estaba dormido. Trata de aprender a nadar, solo que por poco se ahoga. En realidad, lo que yo quería narrar no era eso; la verdadera historia es que este tipo estaba enamorado de una empleada, con la cual iba a ir al día siguiente a la laguna de Chilca. En este paseo no quería quedar mal, dar unas cuantas brazadas. Por eso, la noche anterior fue a la piscina a tratar de aprender un poco. Por supuesto que le falló también, casi se ahoga. Ese cuento está en realidad no escrito. En este caso, la verdadera historia no está entre líneas, sino que está no escrita. El cuento es lo silenciado. Esta no es solo una técnica de Henry James; también guarda cierta analogía con ciertas formas de arte no literarias, como la escultura, en la cual el vacío puede ser significativo. Por ejemplo, Henry Moore. Los vacíos que hay entre las formas obvias son también esculturas, así como los silencios en Henry James son también escritura64.
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Entrevista realizada el 17 de febrero de 1981.
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El enigma de la transparencia (1986)
A Ribeyro lo confunden con un hombre modesto o, peor aún, un indiferente. Ignoran que es un hombre resignado a su fama. Hace lo posible por ajustarse a ella, por admitir que es un autor cuya obra tiene lectores fervorosos. Cuando lo conocí en París, a mediados de los setenta, Ribeyro componía, a diferencia de muchos literatos por entonces de moda, una rara avis. Parecía, y me lo sigue pareciendo, como imagen, un escritor de principios de siglo. Un poco Lugones, o tal vez el Borges influenciado por Lugones. Fino, elegante, discreto, correctamente vestido y con buenos modales. Aclaro que no hablo de modales exquisitos, que siempre son irritantes, sino de esa sobria distinción, de esa mesura y, en especial, de esa cortesía, que uno agradece como ejemplo de civilización. En el estudio del canal 9, donde se va a realizar la entrevista, periodistas, técnicos y amigos se aglomeran para verlo. Observan desde lejos, respetuosos. Ribeyro está preocupado por el traje que viste, un terno gris de media estación, que puede sofocarlo cuando se enciendan las luces. En treinta años de carrera literaria es su primera entrevista en televisión. Es la primera que acepta. Eso también, en él un exceso de cortesía, se lo agradezco. Por alguna extraña razón recuerdo muy bien aquella escena. Estamos a punto de salir al aire y Ribeyro teme sentir calor. Fuma, apenas se mueve. Dudo que se halle aterrorizado o a un tris de la parálisis. Y entonces, por un instante, tengo la impresión de adivinar su pensamiento. Quizá piensa, me
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digo, que para él también es un misterio que tanta gente le confiera la dimensión de un mito. ¿Cómo empezaste a escribir?, ¿qué edad tenías cuando escribes tu primer cuento? —Bueno, yo empecé a escribir en el colegio, más o menos a los 12 o 13 años. En esos días escribía poemas románticos, inspirados en la obra de Zorrilla, Espronceda, Salaverry, etcétera. En cuanto a mi primer cuento, lo escribí casi al final de la secundaria, en quinto año. Aún recuerdo bastante bien ese cuento. Su título era «La careta» y narraba la historia de un individuo que, para entrar a una fiesta, se coloca una máscara de burro. Cuando la fiesta termina y el individuo sale, no se puede quitar la máscara. Se le había quedado pegada al rostro. Y entonces ocurre que, a partir de ese momento, empieza a triunfar en la vida65. ¿Hubo alguien en tu familia o entre tus amigos que contribuyó significativamente a desarrollar tu vocación? —Quien contribuyó a formarme como escritor fue mi padre. Era un hombre extraordinariamente culto; tenía una hermosa biblioteca y, sobre todo, un gran amor a la lectura y a los libros. Muy a menudo, al llegar de su oficina, nos reunía en la sala de la casa y nos leía cuentos o fragmentos de novelas. De hecho, esto despertó en mí un interés muy fuerte por la literatura. ¿Le diste a leer tu primer cuento? —No. Mi padre murió cuando yo apenas tenía 15 años66. De modo que no pudo enterarse, ni siquiera sospechar, que iba a tener
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un hijo escritor. En realidad, el escritor, en potencia, era él. Por eso he pensado siempre que cuando empecé realmente a escribir, ya con la seriedad y la decisión de ser escritor, lo que quería era escribir los libros que mi padre nunca consiguió escribir. ¿«La careta» fue publicado en alguna revista? —No, no fue publicado67. En esta época, me imagino, tendrías una idea o un sueño de lo que significaba ser un escritor célebre. ¿Aquella idea se parece a lo que eres ahora? —En absoluto. Yo tenía en ese entonces una idea mucho más romántica de los escritores. Imaginaba que un escritor, aun cuando alcanzara renombre, viviría siempre en la paz y la soledad. Ahora sabemos que, en estos tiempos, eso es imposible; basta lograr una cierta notoriedad para que toda tranquilidad desaparezca. El renombre literario obliga a una suerte de trabajo forzado. Hay que conceder entrevistas, asistir a foros, promover los propios libros a través de conferencias y viajes. Recuerdo que cierta vez, en Berlín, en una reunión literaria, oí a Günter Grass, que acababa de publicar El tambor de hojalata, referirse justamente a eso; decía que después del gran éxito de su novela, había tenido que visitar diecisiete ciudades y dar no sé cuántas conferencias68. No, Dios mío. No existe ninguna semejanza entre esa situación y lo que yo imaginé de niño sobre la vida de un escritor. Se ha dicho que detrás de cada escritor se oculta, en última instancia, una persona tímida. ¿Lo crees así?
«La careta» apareció en setiembre de 1952, en la revista Realidad. En el texto 184 de Prosas apátridas Ribeyro anota: «Uno escribe dos o tres libros y luego se pasa la vida respondiendo a preguntas y dando explicaciones sobre estos libros. Lo que prueba que a la gente le interesa tanto o más las opiniones del autor sobre sus libros que sus propios libros. Y en gran parte a causa de ello no escribe nuevos libros o solo libros sobre sus libros. Para contrarrestar este peligro, tener presente que una buena obra no tiene explicación, una mala obra no tiene excusa y una obra mediocre carece de todo interés. En consecuencia, los comentarios sobran».
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El primer cuento que publicó Ribeyro es «La vida gris», aparecido en noviembre de 1949. Por otro lado, «La careta» tiene un final distinto. El argumento se centra en Juan, quien, deseoso de asistir a la Fiesta de la Risa, elabora una máscara con bermellón untado a su rostro. En la reunión se divirtió mucho, pero fue hasta que el marqués de Osin, quien ofrecía la celebración, pidió que todos se quitaran la careta. Juan no pudo, pero con un cuchillo se la quitaron, aunque con la piel del rostro, que fue arrojada a los perros. 66 Episodio recordado en el cuento «Página de un diario». 65
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—Mira, la mayoría de escritores que yo conozco son más bien particularmente audaces. Y dudo que la timidez, entre los escritores, sea un sello distintivo. El tímido más famoso, en todo caso, tal vez haya sido un escritor suizo, Henri Frédéric Amiel, que escribió un larguísimo diario que yo leí de niño y que era ciertamente un grito desesperado por combatir su timidez. En lugar de timidez, yo diría que se da en muchos escritores algo más cercano al pudor. Tú tienes ese pudor. Te caracterizas por rechazar la publicidad y las entrevistas, por no figurar. —Es verdad. Admito un deseo de preservar mi intimidad y mi vida privada; no me gusta que me interroguen constantemente sobre aspectos de mi vida personal. ¿Qué es, para ti, el estilo? —Una cuestión de visión, no de técnica. El estilo —como decía Proust— es una manera de mirar el mundo, de interpretarlo y, naturalmente, en el caso de los escritores, de expresarlo mediante la escritura. Algunos críticos (cito, en especial, al alemán Wolfgang A. Luchting) te han definido como el mejor escritor peruano del siglo XIX. Lo que Luchting destaca es tu acatamiento a un modo de narrar clásico. ¿Este es un juicio justo o injusto? —Puede ser un juicio justo, si, cuando Luchting habla del siglo XIX, se refiere a los escritores clásicos que admiro tanto, como Flaubert y Stendhal, o los grandes escritores rusos, como Dostoievski y Tolstoi. Es más, en tan buena compañía, me sentiría muy complacido de ser considerado un autor del siglo XIX. Pero si lo que se trata de decir es que soy un escritor anticuado, entonces me rebelo. Yo diría que eres un escritor clásico, pero abierto a la experimentación del lenguaje. —Hasta cierto punto. Porque tampoco soy partidario de las innovaciones y las revoluciones en materia del lenguaje... Pero has incorporado, en tus cuentos, el monólogo interior y una serie de recursos técnicos que no son del siglo XIX. —Eso es correcto, sí. Aunque la modernidad no depende tanto de la técnica y del lenguaje. La modernidad, como el estilo, es
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también una cuestión de visión. Se puede escribir novelas o libros con una técnica absolutamente revolucionaria o con un estilo vanguardista, y sin embargo hacer obras completamente anacrónicas, verdaderas antiguallas. Cuando aparecen tus primeros libros había entre nosotros un predominio del indigenismo. Lo tuyo, y también lo de otros escritores del cincuenta —asumir la literatura urbana—, representó una ruptura. ¿Esto fue un rechazo consciente o un proceso natural? —De hecho, fue muy consciente. Esta actitud la habían tomado otros escritores de mi generación o un poco anteriores, como Congrains Martin y Salazar Bondy. Pero lo que ocurrió conmigo resulta bastante explícito. En los años 51 y 52, yo estaba escribiendo una novela que se titulaba El hijo del montonero y que trataba sobre el mundo andino, la vida de los campesinos y los problemas agrarios, un mundo cuyos paisajes solo había conocido en viajes cortos a la sierra. Y de pronto, a mitad de ese libro, comprendí que lo que hacía era una locura. ¿Por qué tenía que escribir sobre algo que conocía mal? Decidí al cabo de un tiempo escribir sobre lo que conocía, sobre Lima, mi ciudad, sobre la gente con la que me codeaba, mis familiares, mis amigos. Hablemos de los secretos del oficio literario. Hemingway solía afilar varios lápices antes de comenzar a escribir. ¿Cuál es tu peculiaridad? ¿Cómo calientas motores? —Me estás hablando de lo que para mí es lo más difícil: calentar motores. Es frecuente que yo permanezca sentado media hora o tres cuartos de hora delante de mi máquina de escribir y sencillamente no se produce nada. Calentar motores, a veces, es fumar, tomar café o beber un vaso de vino; otras, escuchar música. Necesito ir creando el clima propicio para que se desencadene el proceso de creación literaria. Y ese clima, por otra parte, requiere de un ambiente físico adecuado: un lugar y un decorado que conozca bien, en el cual me sienta relativamente protegido. Creo que en los últimos años he escrito menos por el hecho de haberme mudado de casa varias veces.
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Yo recuerdo que en alguna ocasión dijiste que habías escrito algunos cuentos en barcos o restaurantes. —Sí, pero eso fue durante mi juventud. Hay una gran diferencia. Me empujaba el entusiasmo juvenil, escribía a mano, y efectivamente, lo hacía en trenes, barcos, bares y hoteles. Esa fue la etapa juvenil. ¿Diseñas un objetivo definido en cada obra o eres más bien de esos escritores que no saben bien lo que quiere expresar hasta que lo hace? —Arranco siempre de una idea bastante simple, un resumen del tema que voy a tratar. Esa idea, claro, puede ir variando en el curso de la escritura, cosa normal en la mayor parte de los escritores. Pero también, como en todo, hay cambios absolutamente imprevistos. Yo recuerdo, por ejemplo, que algo de eso pasó con mi cuento «Silvio en El Rosedal». Mi intención era escribir la historia de un hijo de inmigrantes italianos, que se instala en un fundo de la sierra y que poco a poco se va aserranando. Empieza a vestirse con poncho, empieza a hablar incluso un español con acento quechua. Lo que yo pretendía era describir un caso humano, hacer un cuento casi antropológico y nada más; pero a medida que lo escribía, la historia patinó hacia lo imaginario y de súbito me di cuenta de que este hombre, Silvio, había ido a buscar en aquel fundo una filosofía, un secreto, el enigma de la vida. El cuento se convirtió en la obsesión de este personaje por descubrir, en la disposición de las rosas, en el dibujo que conformaban los sembríos de las rosas, un mensaje oculto. Cuando estás escribiendo, ¿tienes algún tipo de temor? ¿Algo te da mala espina? —El miedo lo da la página en blanco. Siempre se siente un poco de angustia cuando uno enfrenta la página en blanco, cuando se está por arrancar. En cuanto a supersticiones, relacionadas con el acto de escribir, no tengo ninguna. Tengo, sí, supersticiones corrientes... ¿Como cuáles? —Veamos... Hay una que he respetado escrupulosamente desde que tengo uso de razón. Consiste en que, cada mañana, al levantarme,
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me pongo primero el zapato derecho. Esto es infalible. No sé a qué responde esta ceremonia, pues yo soy racionalista, cartesiano. Julio Ramón, ¿cómo sientes que un cuento te ha salido bien? —Me parece que experimento una sensación de alivio y, si se quiere, una sensación de libertad. Como si me dijera ya salí de esto, no voy a regresar más y ahora puedo pasar a otra cosa. ¿Te has arrepentido alguna vez de un libro o de un cuento que hayas publicado? —Oh, si yo quisiera ser severo, diría que estoy arrepentido de haber escrito todos mis libros. No estás siendo severo, sino verdaderamente injusto contigo y tus lectores. —Digamos entonces que hice algunos cuentos, ensayos y piezas de teatro, de los cuales no estoy propiamente arrepentido, pero sí me molesta un poco que hayan sido publicados. En la colección de cuentos de La palabra del mudo, que es esencialmente un gran fresco sobre las clases populares y la clase media, muchos de tus personajes revelan una misma actitud: pesimismo, apatía y desencanto. Son gente frustrada o fracasada. ¿Por qué este aire de familia? —Tal vez esto parte de una concepción de la vida o de nuestro paso por el mundo: nuestra naturaleza precaria. El hecho de no poder perdurar, de no poder ser eternos, para emplear esa palabra pomposa, hace que la vida en sí sea un fracaso. De tal forma que, ubicados en ese marco general o filosófico, mis personajes sombríos o frustrados son explicables. Además, pertenecen a un mundo gris. La frustración, en esta sociedad peruana que yo conocí y viví, era el tono de las clases medias y populares. Claro que también había gente que triunfaba, pero no es interesante escribir sobre los triunfadores. No se puede decir nada de la gente feliz. Si uno lee, por ejemplo, los cuentos para niños, llega al fin de las peripecias y a una especie de desenlace lapidario: «Se casaron y fueron muy felices». Ya no se puede añadir algo más, porque donde irrumpe la felicidad empieza el silencio.
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Otro aspecto destacable es que eres solidario con tus personajes. Uno de tus libros se titula: Tres historias sublevantes. Esta percepción del mundo, a la que te has referido, ¿implica un desafío, una conminación a no resignarse? —En este libro, en particular, sí. Precisamente fue uno de los pocos libros compuestos, un libro en el que me propuse escribir tres cuentos que describieran tres combates, tres combates perdidos, pues los protagonistas o los personajes principales terminan derrotados. Tienen, eso sí, el mérito de haber combatido. En el primer cuento, «Al pie del acantilado», se trata de un hombre que lucha por la vivienda; él construye su casa y se la destruyen, pero luego continúa su camino e intenta construir una vivienda un poco más lejos; en el segundo cuento69, es un campesino que se rebela contra un gamonal y finalmente muere asesinado; y en el tercero70, un empleado de circo, que se subleva contra el dueño del circo que lo tiraniza: muere también asesinado. En los tres combates hay una decisión de no claudicar, de luchar hasta el fin. ¿Intentaste alguna vez un tipo de literatura completamente diferente a la que has hecho? —No, si te refieres a un tipo de literatura que suponga otra visión del mundo. No es posible cambiar nuestra visión como uno se cambia de camisa. Esto es algo que por lo común queda para siempre, a menos que se nos ocurra un suceso extraordinario, inesperado, deslumbrante, que nos transforme. En los aspectos formales, en cambio, hubo algunos intentos. He pensado, más que intentado, escribir novelas policiales. Fue un género que me obsesionó hace diez o quince años, aunque nunca me aventuré a abordarlo. Luego, también, me interesó la ciencia ficción... ¿A qué respondía tu interés por la ciencia ficción? ¿Te gustó alguna novela de ese género? —Me gustó una confidencia del género. Me la contó un amigo. Era una historia insólita: un viaje en platillo volador. Yo tenía, y aún 69 70
«El chaco». «Fénix».
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la tengo, una gran confianza en este amigo, y no creo que haya tenido razones para engañarme. Lo cierto es que quise escribir un libro sobre su aventura. Sostuvimos larguísimas conversaciones grabadas, acumulé cintas con todos los detalles de ese extraño viaje... ¿No sería una excusa de tu amigo para perderse de la casa un par de semanas? —No, no. (Risas). Me hablaba en serio... Lamentablemente, en esa época, salieron muchos libros sobre ese asunto, visitas de ovnis y esas cosas. En suma, el argumento se volvió trillado. Así que lo dejé. Puede ser que algún día lo retome, aunque lo veo difícil. Tú llevas muchos años viviendo en Europa. ¿Qué cambios genera el exilio en un escritor? —Bueno, en principio, debo hacer una precisión: yo no soy un exiliado. Soy simplemente una persona que viajó a Europa y se quedó viviendo ahí por diversas razones, pero sin tener ningún impedimento para regresar a mi país. ¿Lo podemos llamar autoexilio? —De acuerdo. ¿Qué cambios produce en un escritor vivir afuera? En primer lugar, ofrece un ensanchamiento de la percepción, a causa del contacto que se siente con otras culturas. Y luego, un trato directo con lo que hemos soñado y leído. ¿Eso fue lo que te impulsó a viajar? —Es difícil definir mi intención original. De lo que sí puedo hablar, me parece, es de los resultados: me deshice de cierto provincianismo. ¿Buscaste gente? ¿Estableciste algún tipo de contacto con escritores que admirabas? —Nunca sentí la necesidad de buscar a escritores conocidos o famosos. En París, en mis primeros años, abundaban los escritores. Estaban Carpentier, Miguel Ángel Asturias y García Márquez, aunque este último por entonces era casi un desconocido. Con el único que tuve contacto y amistad fue con Julio Cortázar. Era un hombre muy cordial y sencillo; muy amable, sobre todo, con los escritores jóvenes. Cortázar no hablaba mucho de literatura. Cuando se reunía con sus amigos, hablaba de otras cosas: del tango, de la buena comi-
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da (le encantaba la buena comida y a mi casa iba siempre a comer cebiche). Era un tipo formidable, imaginativo y brillante. En una ocasión, en que hablábamos de un escritor que él juzgaba anticuado, me dijo que cuando abría sus libros todas las letras salían volando, como una nube de polillas71. ¿Cómo fueron tus comienzos en Europa? ¿Qué tipo de empleos conseguías? —Tuve que desempeñar varios empleos, pero yo no quisiera glorificar esa época. ¿Fue una época dura para ti? —Bastante dura, como es la vida allá para la mayoría de los estudiantes. Tuve trabajos esporádicos. Cuando se me acabó la beca, y mientras aguardaba obtener otra, me puse a trabajar. El dinero que me enviaban de casa tardaba en llegar. Era una cuestión de supervivencia. Recuerdo que trabajé, entre otras cosas, como portero de un hotel. Afortunadamente era un hotel pequeño; tenía seis o siete habitaciones. ¿Portero de día o de noche? —Era portero permanente, de día y de noche. Y también debía ocuparme de hacer la limpieza y cobrar el alquiler, hacía de todo. De todas formas, no fue un empleo tan difícil, pues los inquilinos (había tres peruanos y un escritor francés, ahora muy conocido) eran muy comprensivos conmigo. Ellos se hacían su habitación y eso me permitía contar con las tardes libres para dedicarme a escribir. Un trabajo duro, por el contrario, fue el que tuve en una estación de ferrocarril. Allí era cargador de bultos, con carretilla y todo; trasladaba carga de los trenes a los camiones o de los camiones a los trenes. Trabajo durísimo, auténtico trabajo de obrero. En mi cuadrilla de cargadores figuraban algunas personas, ahora honorables y respetables, ¿sabes? Estaban el poeta Leopoldo Chariarse y los pintores Eduardo Gutiérrez y Sigfrido Laske. En fin, yo no pude soportar mucho tiempo este trabajo: demandaba un esfuerzo físico
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enorme. Pero ahí tuve por primera vez la experiencia de lo que es el trabajo físico, un trabajo que te trasmuta en robot, a tal punto que cuando concluyes la jornada no tienes ganas de leer ni de pensar; solo provoca tomarse una cerveza y echarse a dormir. ¿Cómo entiendes la repercusión de tu obra, no estoy refiriéndome a la crítica especializada, sino a lo que se da en la gente común, esos lectores que siempre se acercan a saludarte? ¿Qué crees que gusta o interesa más de tus cuentos y novelas? —A mí siempre me ha intrigado esta especie de fervor que noto en un público joven y, más aún, en un público popular. Me pregunto qué cosa encuentran en lo que escribo. Supongo que ven, en cierto modo, una imagen en la cual se reconocen. Pero ¿por qué se reconocen si son relatos en los cuales comúnmente las situaciones resultan deprimentes y los desenlaces trágicos? ¿Se identifican? ¿Se sienten un poco como mis personajes? Puede ser. Aunque también advierto que a otros no les atrae tanto mis temas en sí, sino cierto humor. Eso me agrada. Muchos hallan comicidad donde yo justamente quise ponerla... ¿«Tristes querellas en la vieja quinta»? —Por ejemplo. Es un cuento excelente, con un notable sentido del humor. —Y hay otros cuentos con humor, que los críticos rara vez han señalado. Julio, con la violencia que vive el país (terrorismo72, delincuencia y una crisis económica mucho más aguda que la de los años cincuenta), ¿qué situaciones imaginas que protagonizarían tus personajes si vivieras ahora en Lima? —Tendría evidentemente que modificar mi galería de personajes. Para empezar, figuraría en uno o en varios relatos el personaje del narcotraficante, pequeño o grande; luego, el hampón, las bandas de secuestradores y, desde luego, la gente vinculada al terrorismo.
Según la Comisión de la Verdad y Reconciliación, las víctimas por la guerra antisubversiva fueron aproximadamente 69.280.
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Esta frase aparece en el texto 34 de Dichos de Luder.
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Son situaciones reales, graves. Ciertamente en mi obra hay violencia; puede detectarse una violencia contenida y una violencia explícita, pero no refleja lo que acontece hoy en el Perú. En uno de mis cuentos aparece un pequeño delincuente, un carterista. ¿Qué significa este sujeto frente a una banda organizada? Es otro mundo. Una última pregunta, Julio. ¿Opinas que el artista, específicamente el escritor, debe ser una persona incómoda para el poder? —Eso depende del poder. Si se trata de un gobierno despótico, el escritor estará atacándolo y el poder sentirá que este es incómodo. De ahí que haya tantos escritores exiliados, deportados y encarcelados. No es ese el caso de los gobiernos democráticos. El escritor puede entonces apoyar al poder, incluso apoyarlo por omisión, si no se pronuncia, o proceder como un crítico saludable o un crítico a secas. Lo que sí juzgo inconveniente es que se convierta en un adulador del poder. Porque la adulación es negativa tanto para el que adula como para el que es adulado. De todos modos, la legitimidad del poder no deriva de que los escritores se adhieran o no a un determinado gobierno, sino de la adhesión del pueblo.
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Ribeyro y la condición del hombre (1987)
El «Seminario Regional sobre Creación Teatral en América Latina y el Caribe», que se realizó recientemente en Lima, tuvo la participación y dirección de Julio Ramón Ribeyro, embajador permanente del Perú ante la Unesco. Aprovechamos su visita para dialogar con él sobre su obra teatral. ¿Cuándo comienza tu actividad teatral? —Fue al llegar a Europa que empecé a leer mucho teatro y a ir a él, gracias a mi amistad con Hernando Cortés. Esto lo tengo siempre presente. Sobre todo leía él, y yo lo escuchaba. Así durante dos o tres años, en París mi información teatral vino a través de Cortés y con él. Eso fue lo que me incitó a escribir teatro y es así que cuando volví a Lima por un año, en el 60, en ese momento comencé a escribir teatro. ¿Cuál fue tu primera obra? —Santiago, el pajarero. Se dice que estuvo un tanto inspirada en el Galileo Galilei, de Brecht. —Si tú quieres, sí. Porque cuando estuve en Berlín, dos o tres veces por semana, iba con Cortés de Berlín Occidental a Berlín Oriental a ver a la Berliner Ensemble, cuando Brecht estaba en pleno apogeo en Europa. Vi su Galileo Galilei, Madre Coraje, El
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señor Puntilla y su criado Matti, etcétera. Brecht es un hombre que ha influido mucho en el teatro, creó una estética teatral y sin duda tuvo influencia en Santiago, el pajarero. Pero el origen del tema se basa en una tradición de Ricardo Palma, quien a su vez se basó en Santiago de Cárdenas, quien existió y trató de inventar el avión. En la obra teatral muere, pero en la realidad tuvo un final que no estuvo de acuerdo con su talento. ¿Qué sensación te produjo su puesta en escena? —La hizo Histrión en el 60, en vísperas de mi retorno a Europa. A mí me impresionó mucho y fue la primera vez que tuve un contacto directo con un grupo, porque asistí a los ensayos, conversé mucho con Hernando Cortés, el director, con los actores y se introdujeron incluso algunas modificaciones que no estaban en el texto original. Ha sido quizá la experiencia más valiosa que he tenido en cuanto autor, porque, después, no he asistido prácticamente a ninguna puesta en escena de alguna de mis obras. El otro día me contabas que tus cuentos los escribías prácticamente de un tirón, que no pasabas a la siguiente línea si no habías antes obtenido la precisa, y que, cuando los terminabas, ya no hacías ninguna corrección. ¿En el teatro te ocurre lo mismo? ¿Eres reacio a corregir posteriormente? —Yo creo que en el teatro la actitud del escritor es diferente. En el cuento uno puede partir simplemente de una idea e ir improvisando, ir cambiando cosas durante la escritura. Se puede, incluso, desviar el cuento de una intención inicial. En el teatro uno tiene que trabajar con un esquema previo, saber cuántos actos o cuadros va a tener, cuánto va a durar, cuántos personajes van a intervenir y qué es lo que va a pasar con ellos. Uno tiene que tener ya todo previamente fijado. ¿Un personaje de cuento se le puede rebelar al autor y uno de teatro no? —Así es. El personaje teatral tiene que estar ya perfectamente delineado, bien pensado y saber qué es lo que tiene que hacer durante el transcurso de la pieza. ¿Qué vino después de Santiago, el pajarero?
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—Escribí otras piezas que no han sido puestas en escena, salvo piezas en un acto, muy breves, algunas de las cuales publiqué en el año 63 y 64 y que sí han sido muy montadas por grupos de aficionados, colegios, en las escuelas de teatro. Me refiero a Confusión en la prefectura o a El último cliente, entre otras. Sé que han sido muy difundidas, casi siempre sin consultarme y a veces sin mi firma, pero creo que esto es una cualidad porque pienso que el destino de las obras realmente populares es el de convertirse en anónimas. Después hice tres piezas largas: Fin de semana, que se basa en mi cuento corto «La piel de un indio no cuesta caro», porque cuando terminé el cuento y lo publiqué me pareció que podía desarrollarse teatralmente. No se ha representado nunca. Luego Los caracoles, que es una pieza que nadie se ha atrevido a montar, no sé si porque es muy mala o muy difícil. Después escribí Atusparia, que originalmente iba a ser una novela —incluso había llegado hasta la página 50—, pero fue un poco complicado para mí continuarla porque tenía muchos personajes y necesitaba información sobre el hecho histórico preciso que, en ese momento, no tenía en París. Entonces me decidí por una obra de teatro, eliminando personajes y situaciones y dibujando lo esencial de esa gran insurrección campesina. La escribí en un par de semanas... Pero cuyo proyecto ya tenías veinte años atrás... —Sí, sí. La novela la había empezado a escribir, digamos, en el 60, y la obra de teatro la escribí hacia el 80. Esta fue escenificada también por Hernando Cortés, a quien podría llamar mi director titular. No la vi. Estaba en ese momento en París y no tengo una idea muy clara del resultado porque he recibido opiniones contradictorias. En tus «Observaciones preliminares» de Atusparia, señalas que buscas una analogía y tratas de buscar un correlato diacrónico entre tus personajes y algunas personalidades que puedan ayudar a la línea del personaje. ¿Es así como siempre trabajas tus obras? ¿En función de analogías? —No, particularmente. Solo en esta obra por ser de carácter histórico que estaba basada en un hecho social importante. Creo que el llevar al teatro un hecho histórico solamente tiene sentido
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si este hecho histórico tiene actualidad, si puede ser adecuado a nuestra época, de otro modo se convertiría en un teatro de tipo arqueológico. En relación con Atusparia, encontré que reunía una serie de arquetipos que correspondían a comportamientos humanos en casos de insurrecciones. Distinguí al líder carismático, que es el que inicia el movimiento pero cuyos objetivos son moderados, que quiere producir un cambio, pero sin el ejercicio excesivo de la violencia. También al líder radical, que se suma al movimiento y que lo quiere llevar hasta las últimas consecuencias, incluso con la violencia excesiva. Al intelectual o ideólogo, puesto que en todos los movimientos ha habido un escritor o poeta que se ha ligado al movimiento por una cosa lírica, utópica, y que redacta manifiestos, pronuncia discursos, una especie de asesor intelectual, pero sin mucho contacto con la realidad. Por último, al oportunista, que busca sacar provecho personal y que está dispuesto a cambiar de camiseta si la cosa marcha mal. Claro que hay muchos más, pero son estos cuatro arquetipos que yo identifiqué y que he visto más o menos reproducidos en otros movimientos revolucionarios que se han producido luego o antes. Yo comparaba especialmente el caso de Atusparia y Uchcu Pedro con el caso de Robespierre y Danton: si se quiere más o menos enfriar la Revolución francesa para aprovechar lo ya adquirido o, más bien, extenderla un poco por toda Europa, como única forma de afianzarla. Un poco también la posición de Fidel Castro y del «Che» Guevara. ¿Cómo es que nace en ti una obra teatral, cómo decides que un tema sea tratado en teatro y no en cuento? ¿Qué es lo que te motiva? ¿Un carácter, una situación? —Es una cuestión bastante difícil y sutil, porque —como te digo— hay temas que yo he empezado a escribir en forma narrativa y después he pensado que podrían ser una obra de teatro. Es decir, este relato tenía potencialmente una serie de situaciones y de personajes que eran muy plásticos y que podían, más que ser leídos, ser representados. En lo que se refiere a escoger un tema como teatro o como cuento es también una cosa del impulso del momento. De pronto encuentro que lo que había pensado como cuento tiene
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mucho diálogo, situaciones que se prestan a desarrollarse y espacios cerrados, más o menos característicos, entonces me decido por trabajarlo en una pieza teatral. Te advierto que siempre pensando en una forma un tanto convencional, porque he visto ahora en Lima a grupos de teatro en los que se da este arte de una manera distinta que nada tiene que ver con la narración ni el teatro literario. Hay otro aspecto que facilita mi escritura teatral y es que en mi narración, por lo general, evito todo tipo de introspección y descripción psicológica. En mis cuentos mis personajes actúan, yo trabajo sus comportamientos y es a través de ellos que se revela la calidad, la enjundia de los personajes. En la mayoría de mis cuentos procedo así, porque de lo contrario sería muy pesado estar describiendo a cada personaje, cómo es, qué piensa, etcétera. Evito en lo posible eso. El teatro se basa justamente no en descripciones, que podrían ir en un preámbulo, pero que si están implícitas en la obra a través de sus comportamientos resultan innecesarias, si no en acciones. ¿De qué manera este seminario te ha aportado a tus concepciones escénicas? —Para mí ha sido quizá más importante que para la mayoría, por una razón sencilla: yo vivo en Europa hace casi treinta años y no he tenido la oportunidad de tomar contacto ni con el teatro latinoamericano, ni con los grupos y compañías, ni con las puestas en escena que realizan. Estos cuatro días me han permitido, pues, estar con dramaturgos, autores y directores, conversar con ellos, escucharlos, leer algunas de sus ponencias. De modo que he llenado un enorme vacío que había en mi conocimiento del teatro latinoamericano. Naturalmente esto me ha hecho reflexionar mucho sobre ciertas interrogantes que tenía. ¿Cuáles? —Sobre todo una, que era una especie de premisa sobre la cual partía siempre: en América Latina existe un teatro, pero ¿existe dramaturgia? Y yo entendía por dramaturgia un estilo, una manera de hacer el teatro, de producirlo, de representarlo, de actuarlo, de temas comunes. Por ejemplo, dramaturgia era la que existía en el Siglo de Oro español, el teatro romántico alemán, el realismo americano, el
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expresionismo alemán. Yo pensaba que en América Latina no existía una forma específica de hacer teatro, que había autores, directores y compañías, pero sin algo que lo caracterizara de manera común. Después de asistir al seminario me doy cuenta de que sí existe y quizá no una sino varias dramaturgias latinoamericanas. ¿En qué lo notas? ¿Cómo las podrías caracterizar? —A mí me han interesado no solamente los presupuestos teóricos que fueron enunciados, sino incluso los espectáculos que vi. Asistí solamente a dos: al del Teatro de Villa El Salvador y al de Yuyachkani. Yo había oído hablar mucho sobre el teatro de grupo, la creación colectiva, pero no había tenido ocasión de ver su práctica en escena. Me he dado cuenta de que es una forma dramatúrgica latinoamericana en la medida en que es una forma que nace del contacto entre el grupo y su público. Es decir, el grupo explora cuáles son las necesidades del público al cual se dirige, indaga cuáles son sus problemas, qué cosa es lo que interesa, cuáles son sus aspiraciones y necesidades y hacen un teatro que va dirigido a colmar estas necesidades, a tratar esos problemas y a aportar teatralmente soluciones a sus aspiraciones. En este sentido, hay, pues, en América Latina una mayor preocupación que en Europa a realizar este teatro colectivo con autor o sin autor. En Europa, aparte de casos aislados, no existe este estrecho contacto entre el grupo y el público. ¿Y de qué manera crees que esto puede influir en tu futuro teatro? —Lo que puedo decir es que este seminario ha sido sobre todo un motivo de reflexión, pero no estoy seguro de si esto puede influir ya en mi forma de escribir teatro en el futuro. No sé, es posible, no lo puedo asegurar. En realidad, soy antes que nada un escritor que se expresa, cuya obra es un continuo, que está formada por cuentos, novelas, ensayos, piezas de teatro, etcétera. Lo más importante para mí no es el género que empleo sino lo que yo quiero transmitir. Me preguntarás, entonces, y qué es lo que quiero transmitir, qué es lo que me preocupa. Te respondo quizá una cosa muy banal: a mí me parece que es la condición del hombre en la Tierra, con todos sus problemas, preocupaciones, inquietudes, frustraciones, aspiraciones.
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Si esto lo puedo expresar en cuento, bien. Si en una obra de teatro, igual. Lo mismo si en una novela o en un ensayo. ¿Qué rol juega lo político en tu obra? —Toda obra literaria es política en una forma explícita o implícita, desde el momento en que se expresa una visión del mundo y, dentro de la visión del mundo, el futuro de la sociedad y sus componentes. Lo que creo, siempre he pensado y predicado, es que no hay que hacer de las obras literarias un instrumento dedicado exclusivamente a la discusión de una ideología o de una praxis política. Eso sería la muerte de la literatura. En todo caso, no es lo que todos los escritores debían hacer. Es muy posible que muchos hayan logrado, por una especie de talento personal, combinar la calidad literaria con la intención deliberadamente política, pero es difícil y raro. Creo, antes que nada, que el hecho de escribir es una manera de comunicar una visión del mundo y, al mismo tiempo, una forma de responderse a sí mismo las preguntas que se hacen sobre los temas esenciales del hombre. En el fondo, toda obra literaria es un diálogo entre uno mismo y la obra, en la cual la obra es el interlocutor que responde a las preguntas que uno mismo se hace. No creo que no haya en este momento en ti una idea para una próxima obra teatral. ¿Cuál es? —Leyendo los Diálogos, de Platón, encontré que la defensa que hace Sócrates ante los jueces que lo van a juzgar por «inmoral» y «falta de respeto a los dioses locales», entre otras acusaciones, resulta una obra que es una de las más altas producciones del espíritu humano, de una enorme belleza, profundidad e ironía y, al mismo tiempo, sumamente teatral en su discurso... ¿Una obra de tesis? —Así es. Comencé entonces a averiguar si se habían escrito obras de teatro sobre este tema, revisé diccionarios teatrales en las bibliotecas de París y encontré una pieza de un inglés del siglo XVIII o XIX que trataba el proceso de Sócrates, y nada más. Me pareció raro que no haya sido explotado teatralmente, porque se trata de un personaje que ha tenido una influencia sobre la cultura y la mentalidad del género humano. Después me enteré de que Rosellini
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había hecho una serie para la televisión italiana, que no he visto, que existe también una ópera bufa sobre la muerte de Sócrates y que hace poco un belga ha tratado el tema. Pero creo que eso no impide que yo también pueda abordarlo. Sócrates es un personaje actual en la medida en que por sus ideas, su comportamiento, causa disturbios en la sociedad establecida. Eso hace que sea «necesario» sacárselo de encima imputándole cargos, juzgándolo y condenándolo. ¿Te simpatizan los que causan disturbios? —Creo que sí. Son los únicos que hacen marchar la historia, son los grandes cuestionadores en todo terreno, no solamente en el social, sino también en el artístico, científico, filosófico, etcétera. Santiago, el pajarero, causa disturbios al inventar un aparato que era inconcebible en su época. Atusparia también es un individuo que causa disturbios. Sócrates fue un individuo que causó disturbios y por eso fue condenado a muerte. Y fue a ella con gran dignidad, porque a pesar de que tenía la posibilidad de pedir indulto o escaparse, prefirió suicidarse tomando la cicuta. Tú sabes que existe el anhelo de que estés muy pronto con nosotros acá en Lima. ¿Será esto posible? —Será posible a corto o mediano plazo, pero no a largo.
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Ribeyro a la escucha de una voz que dicta (1987)
París, 3 de noviembre. Las seis de la tarde y hace frío. Avanzo, sin embargo, hacia el metro Courcelles, con una cierta euforia. Acabo de salir del departamento de Julio Ramón Ribeyro tras dos horas y media de charla, grabada en su mayor parte para la entrevista que me ha pedido El Nacional. Intento definir a este hombre delgado y sobrio con unas cuantas palabras: peruano desgarrado y lúcido, hombre de su tiempo que busca actuar con integridad intelectual y moral, escritor genuino que se las ha arreglado para descuidar sus ambiciones literarias, si las tenía (en España lo conocen recién hace unos años). Es lo primero que me viene a la cabeza, pero rápidamente me quedo con otra imagen: amigo generoso73 y sencillo, con quien puedes hablar y en quien puedes confiar, amigo de verdad. Ese es Julio Ramón. No se equivoca, pues, Alfredo Bryce, cuando habla de él en términos parecidos. Y esta es la constatación que yo he hecho en tres años de contactos, cultivados en arduas discusiones sobre el Perú, sobre literatura, sobre la vida o sobre las Ribeyro presentó dos libros de cuentos de Alfredo Pita: Y de pronto anochece (1987) y Morituri (1990). Las transcripciones de sus discursos se publicaron en la revista Caretas: «Ribeyro habla del cuento» (sobre Y de pronto anochece), 13 de julio de 1987, pp. 68-69, y «Los nudos de Pita» (sobre Morituri), 26 de noviembre de 1990, pp. 72-73. 73
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virtudes de un buen vino. Casi todos los viernes, por la tarde, en su oficina de embajador del Perú en la Unesco, el escritor Ribeyro reúne a un grupo de gente para hablar del país o de las lecturas y trabajos de cada uno, pero fundamentalmente, tal vez sin proponérselo, para enseñarnos esa virtud rara entre los peruanos, la amistad. Lo que sigue es un documento excepcional, pues Ribeyro, normalmente reacio a las entrevistas, habla sin velo alguno de su obra, de su vida y de sus ideas; de sus satisfacciones y frustraciones; de sus proyectos. El escritor habla de la escritura y reflexiona con lucidez y buen humor sobre los misterios de esto. Por todo ello, al salir de su casa, iba con el corazón alegre, pese al frío. Julio, está a punto de publicarse en Lima tu libro de cuentos Solo para fumadores. Esto es un acontecimiento porque con él rompes un largo periodo de silencio narrativo. —Bueno, sí. Han pasado casi diez años desde mi anterior libro de cuentos. En ese lapso he publicado más bien Prosas apátridas, pero en narrativa, en ficción, este es mi primer libro en una década. Por lo que has contado, algunos de ellos se centrarán en una reflexión sobre el oficio de escribir. —En algunos cuentos hay algo de eso. En todo caso, muchos de los personajes son escritores. En el cuento que da título al libro, en «Solo para fumadores», el narrador es un escritor. En «Ausente por tiempo indefinido», un cuento sobre la imposibilidad de escribir, el personaje es un escritor que se encierra en un hotel perdido para solucionar el problema que tenía para escribir. Otro se llama «Té literario», en el cual uno de los personajes también es un escritor. ¿Esas historias reflejan de algún modo angustias que has sentido en estos diez años? —Sí, sobre todo en «Ausente por tiempo indefinido». Creo que ese cuento refleja bien una angustia que pienso sienten, han sentido siempre, todos los escritores. ¿Qué otros ámbitos recorres en este libro? ¿Aparece en él tu mentada versatilidad temática y formal? —Todos los cuentos son versátiles, para emplear ese término, aparte de la reiteración del personaje escritor. «Solo para fumadores»,
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por ejemplo, es un cuento que yo alguna vez tenía que escribir porque mi vida ha estado y está muy ligada al cigarrillo. Al cigarrillo lo están proscribiendo en el mundo. ¿Te estás despidiendo del tabaco? —Es una lástima que este relato se publique cuando hay una campaña universal contra el cigarrillo, porque incluso, leído en cierta forma, puede parecer una crítica contra el tabaquismo. Bueno, ¡qué se le hace! Después, entre los otros cuentos del libro, hay uno fantástico, un poco delirante, una historia de locos, titulado «Escena de caza». En este libro, ¿tus lectores encontrarán al Ribeyro de los libros pasados? —Solo para fumadores retoma temas frecuentes en mi obra narrativa corta. Es decir, el tema de la creación literaria, el tema de la muerte —tratado en un cuento que se llama «Los otros»—, el tema de la locura, el tema fantástico, el tema de la impotencia y de la decadencia, que también está incluido en mi obra pasada. Es decir, hay una reiteración de todos estos temas, que regresan siempre en lo que escribo, que creo que son lo que le dan una tonalidad, una atmósfera, ribeyriana si quieres, a mis libros, lo que los hace reconocibles. Después de este libro, ¿por cuánto tiempo clausuras la tienda? —Yo no clausuro nada. (Risas). Este libro es, en realidad, una parte del cuarto tomo de La palabra del mudo, que había prometido publicar hace algunos años, pero que he venido postergando porque no he terminado de revisar los cuentos que lo conformarán. Hay unos diez o quince cuentos que están allí, descansando y que esporádicamente reviso. Espero terminarlos en los próximos dos o tres años. Julio, hablemos un poco de Prosas apátridas. Acaba de aparecer en España un nuevo volumen. —Bueno, se trata de publicar una tercera edición del libro, con el título de Prosas apátridas completas. La primera tenía ochenta y nueve textos, la segunda ciento cincuenta y esta trae doscientos.
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Con esto creo que termina el ciclo. Se trata de un tipo de escritura muy atractivo para mí pero que me impedía... Eran textos cada vez más breves... —Sí, sí. Me impedían desarrollar temas más amplios. Ya me bastaba, a veces, resumir en un pequeño texto una idea, una reflexión, un argumento que hubiera podido dar algo más. Era una especie de manía de concentración que me estaba llevando a escribir textos cada vez más cortos. En las últimas cincuenta Prosas apátridas hay algunas que ya solo tienen tres o cuatro líneas. Así iba a llegar al... Al silencio... —A un silencio elocuente... (Risas). Pero, por otro lado, Prosas apátridas satisfacían una necesidad tuya de expresarte, de expresar tu pesimismo, tal vez un cierto nihilismo. —Hay algunas que corresponden a un momento doloroso de mi vida. Se puede entender así que tengan un tono muy sombrío, pero también hay otras con humor. Hay algunas Prosas apátridas que son verdaderos chistes. Pero, como han sido escritas en el curso de muchos años —algunas datan de hace veinte años, otras de tres—, entonces reflejan un poco los vaivenes de la vida. Precisamente te quisiera preguntar si terminar con las Prosas apátridas tiene que ver con un nuevo periodo en tu vida. —No, no necesariamente. Es una decisión de tipo puramente literario. Quiere decir simplemente que ya no quiero escribir más Prosas apátridas. Con doscientos ya es suficiente. (Risas). Julio, para tus lectores eres sobre todo un cuentista, pese a que también has escrito novelas. ¿Cómo sientes eso? —En mi caso particular, siempre he tenido dificultades para escribir novelas. Incluso me pregunto si las tres que he publicado son realmente novelas, en el sentido cabal del término. Es un poco el caso de Ciro Alegría, si quieres. Mis novelas son relatos independientes que se van anudando. Pero eso también es El Quijote. Así que no es un reparo muy consistente.
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—No, en El Quijote hay una concepción total de la realidad, una interpretación de la realidad, cosa que no hay en mis novelas. Yo no interpreto nada, yo cuento. Sobre esto hay un interesante ensayo de Umberto Eco en el que explica un poco el crecimiento, la estructura de su novela El nombre de la rosa74. ¿En las Apostillas a «El nombre de la rosa»? —Sí. Allí Eco hace algunas consideraciones interesantes que vale la pena citar, porque explican un poco su actitud frente a la narrativa. Dice, por ejemplo, que para escribir una novela no hay que partir de palabras, sino de una cosmogonía. Es decir, siempre lo más importante en una novela es tener una visión totalitaria del mundo, perdón, totalizante, ese es el término (risas), antes que partir de la palabra. La palabra viene en segundo lugar, primero está la visión cosmogónica y luego la escritura que le conviene. Estás atacando al noveau roman. —Sí, si quieres. Umberto Eco hace también una observación interesante en el sentido de que para escribir no hay que partir de frases sino de macroproposiciones. Esto puede parecer un poco confuso, pero yo lo entiendo perfectamente y lo aplico a mi propio caso, pues en esta observación de Umberto Eco tal vez encuentro una explicación a lo difícil que me es escribir novelas. ¿Qué es una macroproposición? ¿Es tener clara una historia de principio a fin, por lo menos en forma esquemática? —Sí, no toda la historia, por lo menos los grandes episodios que la constituyen, porque si uno articula todo su arte narrativo en frases, como es mi caso, entonces resulta sumamente arduo escribir. Cuando se trabaja sobre frases, estas tienen que estar perfectamente logradas, no solamente desde el punto de vista de la corrección gramatical sino también de la eufonía, de la armonía. Es decir, cuando se articula sobre la frase, la literatura se convierte casi en un arte musical en el que no pueden haber notas falsas.
74 Se refiere a Apostillas a «El nombre de la rosa» (Postille al nome della rosa, 1983).
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Es caminar en forma permanente sobre una cuerda... —Sí. En cambio cuando se articula sobre macroproposiciones, no importan los movimientos falsos, lo que importa es el todo. Hablas de las dificultades que tienes para abordar la novela, pero ello no te ha impedido, sin embargo, escribir tres. —Sí, tres novelas. Pero si observas un poco la cronología, mis tres novelas son obras de juventud, fueron escritas entre los 25 y los 35 años. Crónica de San Gabriel la escribí cuando tenía 26. Los geniecillos dominicales la escribí cuando tenía 30 o 32 y, luego, Cambio de guardia cuando tenía 35 o 36. Después no he escrito ninguna novela y de eso han pasado ya veinte años, aunque eso no quiere decir que yo no haya intentado escribir. Debo tener por lo menos quince o veinte, no sé cuántas, novelas empezadas75. Ese es un número enorme... —Algunas están en la primera página, otras tienen diez, algunas han llegado hasta las cuarenta o sesenta. Hasta que me detenían problemas puramente de concepción de la escritura, el fenómeno este de articular toda la narración sobre la frase: cuando falla una frase todo el conjunto se desmorona. ¿Es todo el problema? —Por un lado eso y, por otro, una cierta incapacidad, una cierta vehemencia, en el sentido que me molesta ver que las cosas no se concluyen. Un cuento, por más trabajo que le dé, uno lo puede terminar en meses. Pero una novela es un trabajo de largo aliento, exige una continuidad en el interés, una concentración, una exclusión de los otros aspectos de la actividad literaria que no coincide con mi manera de ser. Ahora, esto no quiere decir que no me esfuerce por escribir una novela. Lo seguiré intentando. Por eso es que a veces dices que no eres novelista. —Sí, pero lo puedo ser todavía. (Risas). Soy un narrador. Un narrador en general, porque hay que tener en cuenta que lo impor-
75 Se refiere a El pedestal sin estatua, conjunto de novelas inconclusas. Todavía permanece inédito.
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tante no es lo que uno escriba, sean cuentos o novelas, sino libros. Y los libros que forman parte de una obra no tienen por qué ser estrictamente ortodoxos. Muchas veces es en la heterodoxia de la manera de escribir en el que puede estar el germen de la originalidad, de la novedad76. ¿Cuál de tus libros tiene estas características? —Bueno, creo que podría citar, por ejemplo, Los geniecillos dominicales. Salió y algunos sentenciaron que no era una novela, que era una narración de episodios, etcétera, etcétera, que no tenía una estructura. Pero precisamente quizá su valor esté en que es espontáneo, en que no tiene una estructura y en que le preocupan poco los cánones de la construcción novelesca. Es un libro abierto que, en ese sentido, está más cerca de la vida que de la construcción literaria. ¿Lo que no es el caso de Crónica de San Gabriel? —Crónica de San Gabriel está mejor estructurado porque las circunstancias y el tema del libro se prestaban, tenían una cierta coherencia puesto que es una novela que transcurre en una hacienda, en un ámbito restringido, y relata la vida de un grupo familiar muy cerrado, casi tribal. Tiene un carácter rural y casi bucólico. Yo guardo una imagen muy viva de Crónica de San Gabriel, pues fue una lectura de adolescencia. Después, por las sensaciones que me había dejado, la he visto como un homenaje a cierta literatura francesa y también, quién sabe, a la literatura que hizo la generación anterior a la tuya en el Perú. —Sí, pero es un falso recuerdo el que tienes de la novela, puesto que es todo lo contrario. Esa novela no es indigenista.
76 En el prólogo de su Antología personal (México D. F., Fondo de Cultura Económica, abril de 1994), dice: «Las fronteras entre los llamados géneros literarios son frágiles y catalogar sus textos en uno u otro género es a menudo un asunto circunstancial, pues toda obra literaria es en realidad un contínuum. Lo importante no es ser cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente escritor».
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No, no indigenista, digo rural, bucólica. —Y bucólica no sé hasta qué punto. Es la visión de la sierra peruana y de la vida en una hacienda de un adolescente limeño, que no tiene, claro está, un conocimiento muy profundo de la naturaleza, ni de las costumbres, ni de la mitología de la vida serrana. O sea, es una visión no muy profunda pero sí original, por el ángulo particular desde el cual enfoca esa vida. En eso reside su valor. Tiene, se podría decir, el mismo interés que puede tener una visión de Lima hecha por un provinciano... Exactamente, es lo que quería decir. —Ella no coincide con la visión de Lima que tiene un limeño. Es una historia de adolescencia, de viaje, pero, en este caso, el joven limeño que va al campo ha consumido mucha literatura. —Bueno, si quieres. En la novela hay por lo menos tres presencias remotas: Le grand Meaulnes, de Alain-Fournier, una hermosa novela, una historia de adolescentes que transcurre en la provincia, francesa en este caso. La segunda es Días de infancia, de Máximo Gorki, que me impresionó mucho cuando la leí en España, años antes de escribir Crónica de San Gabriel, también una historia de ambiente familiar, narrada por un niño, casi un adolescente. Y la tercera, que también me impresionó, es un libro muy poco conocido, Dominique, del pintor Eugène Fromentin, una novela que se parece a Le grand Meaulnes, de Alain-Fournier, por su ambiente provinciano, familiar y donde hay una historia amorosa entre primos. O sea, sí tienes razón cuando dices que al escribir esa novela yo tenía presentes algunas lecturas de novelas europeas. Pero claro, si yo no las menciono ellas no serían visibles e incluso me pregunto si fueron realmente una influencia. Hablemos de Cambio de guardia, tu tercera novela. —Cambio de guardia es un libro que siempre me fue difícil aceptar, a pesar de que me costó mucho trabajo escribirlo. Estuve dos años, del 64 al 66, trabajándolo en circunstancias difíciles porque en esa época estaba en la France-Presse, en París, y llegaba muy cansado a casa, y el tiempo y las energías que me quedaban las empleaba en escribir Cambio de guardia. Es una novela diferente a las anteriores porque no se basa en absoluto en experiencias personales, autobiográficas. Es una
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novela completamente inventada en todos sus episodios y personajes, en la que traté de expresar la sociedad limeña del momento a través de situaciones típicas, que dieran una visión sombría del Perú. Por eso es que hay una serie de grandes temas, tratados alternativamente: un asesinato político, un golpe de Estado, un gran peculado, un crimen sexual y una huelga, temas que eran típicos del Perú de ese momento. No, creo que este libro a pesar de... ¿Es el libro que te desencantó sobre la novela? —Es posible. Es un libro que fue publicado demasiado tarde. Cuando lo terminé de escribir, en el 66, lo guardé, lo dejé reposando, pero pasaron diez años antes que lo publicaran. Apareció recién en el 76. Diez años en los cuales no le corregí ni aumenté nada, simplemente lo abandoné, y fue en forma circunstancial que lo publiqué. Mi editor, Carlos Milla, que en esa época ya había empezado a publicar mis cuentos, por entonces, me pidió más cosas y, bueno, como tenía guardado ese manuscrito, se lo di. ¿Qué le reprochas? —Creo que ahora lo hubiese hecho de otra manera. Es muy esquemático, está escrito en secuencias muy cortas, con un estilo puramente descriptivo, un estilo casi de informe administrativo, escueto, muy seco. Pensándolo bien, los temas que trata curiosamente son de gran actualidad. Hay allí una semilla naciente de la violencia, por ejemplo, ya que hay un grupo de estudiantes que se dedica a practicarla, ¿no? También hay un asunto relacionado con los bancos y los banqueros. (Risas). Hay una amenaza de golpe militar que se materializa finalmente. Quiero decirte que esos temas que traté en mi época y que yo pensaba que se habían vuelto anacrónicos, en realidad, renacen, van resurgiendo, por ciclos. No sé si tal vez podría hacerse una lectura actualizada, moderna, de ese libro de hace veinte años. ¿Tú crees que los libros editados son sagrados, intocables? —Yo particularmente soy incapaz y enemigo de corregir lo que ya está publicado77. Ya me resulta difícil corregir un libro que recién está terminado. ¿Inclusive las correcciones menores, los gazapos de un libro publicado? Carlos Milla, tu editor, en su advertencia a La
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palabra del mudo, dice que se trata de los textos definitivamente establecidos de tus cuentos. —Probablemente había algunos errores tipográficos graves que eran necesario, imprescindible corregir. Pero otros detalles no. No recuerdo si es en Crónica de San Gabriel, por ejemplo, que hay un momento en el que un personaje sale a caballo y regresa en mula. Esas cosas no las corrijo. Son cosas casi simpáticas, una curiosidad que queda ahí para el lector atento, para ver si el lector se da cuenta y las descubre... ¿No te ha tentado ningún proyecto de gran aliento? —Tengo por ahí una especie de autobiografía, que eché a andar hace muchísimos años pero que todavía no ha cuajado. No la estoy escribiendo en forma continua, quiero decir, cronológicamente continua, sino los episodios que voy recordando, que luego tengo que armar. Eso podría dar con el tiempo una novela autobiográfica o un libro de memorias. —Ese es el problema. Vacilo entre tratarla como autobiografía o como memorias, porque si bien estas formas parecen identificarse en realidad son diferentes. En las memorias, la distancia es mucho
Esta afirmación es errónea. Por ejemplo, el cuento «Los gallinazos sin plumas» tiene varios cambios, si se lo compara con la versión publicada en de La palabra del mudo. En la edición de Enrique Congrains Martin, de 1955, dice: «A la seis de la mañana, hora celeste y mágica, la ciudad se levantaba de puntillas y comenzaba a dar sus primeros pasos». En la edición de Carlos Milla Batres, de 1973, dice: «A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos». El texto «La ventana de guillotina» (suplemento «Dominical», de El Comercio, Lima, 19 de octubre de 1958, pp. 1, 4) es la versión previa de «Dirección equivocada», del libro Las botellas y los hombres (1964). En la primera edición de la novela Cambio de guardia (1976) los diálogos tienen comillas. En la segunda, de 1994, estos tienen guiones. Le pregunté por qué hizo esa variación y me respondió que se lo sugirieron los editores, pues así se podía entender mejor la historia. Al artículo «La alquimia hoy» (publicado en la revista Eco, Revista de Cultura de Occidente, número 215, Bogotá, setiembre de 1979, pp. 458-468), el cual quería incluir en una nueva edición de su libro de textos periodísticos La caza sutil (1976), Ribeyro pensaba quitarle las numerosas notas. 77
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mayor entre el narrador y lo narrado. Son recuerdos que uno hace mucho tiempo después de lo vivido. Además, cierran definitivamente el ciclo, y ese no es tu caso. —Sí, la autobiografía puede ser escrita desde un punto de vista más actual. Quiero decir que uno puede escribir su autobiografía a medida que va viviendo su vida, mientras que las memorias uno las escribe cuando uno ya da por cerrado su ciclo. Es el balance. —Sí, el balance y el testamento. (Risas). Entonces volvamos a tus cuentos, ¿por qué optaste por el género? —Tal vez por una cuestión de formación, y también por mi dificultad para tener visiones totalizantes de la realidad, que es una exigencia, como ya dijimos, para escribir una novela. ¿A qué edad empezaste a escribir? —Cuando estaba en el colegio, a los 14 o 15 años. Ya escribía en esa época relatos, de los cuales, naturalmente, no he publicado ninguno. Salvo uno que creo que publiqué a los 16 años en una revista universitaria. ¿Y cuándo comienzas a escribir en forma orgánica con miras a un libro? —Bueno, es la época de Los gallinazos sin plumas, mi primer libro, que es un libro orgánico o que quiere serlo. Tomé la determinación de escribir diez cuentos que solamente fueran sobre Lima, como primer punto, y como segundo, que los cuentos fueran escritos de acuerdo con una técnica particular, es decir, transcurrieran en un espacio muy cerrado y en un tiempo muy corto. Eso les debía dar unidad. El libro fue concebido, pensado, dentro de esas dos pautas. Lima como escenario y unidad e interacción del tiempo y del espacio. Es un esquema un poco teatral si se quiere. Esta norma, esta concepción, ¿a ti se te ocurrió o la tomaste de una escuela, la aprendiste de alguien? —Fue influencia de Dublineses, el libro de James Joyce. Si uno lo lee con detenimiento encuentra que todos los cuentos que lo componen son episodios que ocurren en pocas horas. Incluso,
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el último, que es el más largo, un cuento imperecedero que se llama «Los muertos». Es solo la descripción de una fiesta, de una cena, en la que todo transcurre. Sí, fui influido por ese libro que había leído unos años antes. Se me ocurrió que era la técnica que convenía para una colección de relatos sobre Lima78. ¿Cuántos años tenías entonces? —Tenía 22 o 23 años. Pero esa norma no ha regido toda tu producción. —No. Ni siquiera en Los gallinazos sin plumas lo respeté completamente, porque el cuento que da nombre al libro se desarrolla en varios escenarios. Luego, en los siguientes libros, dejé de lado ese esquema. Cuando se habla de tu formación, se menciona la influencia de Kafka y de Borges, por los elementos fantásticos, pero nadie menciona a Chéjov cuando se refieren a tu realismo. ¿Has leído mucho a Chéjov? —Sí, claro, junto a otros narradores europeos del siglo XIX que he leído mucho pero que casi no se mencionan: Balzac, Maupassant, Anatole France, etcétera. También he leído, por supuesto, a los cuentistas peruanos, a Valdelomar, a Clemente Palma. En cuanto a influencias, claro, debe haberlas: Chéjov, Maupassant, en los relatos de corte realista, y luego Kafka, etcétera, en los fantásticos. Creo inclusive que los primeros cuentos que escribí en el colegio eran de corte fantástico. En esa época leía mucho a Poe. De hecho, entonces, tú aceptas lo de tu versatilidad y polivalencia. —Tú has hablado de versatilidad. Yo no sé. Lo dicen los entendidos. —Creo que es cierto y falso. Ni siquiera en cuanto a géneros En el prólogo a Los gallinazos sin plumas, de 1955, dice: «Diez cuentos distintos continúan siendo diez cuentos. Diez cuentos afines constituyen ya otra cosa. Complementándose entre sí pueden dar una idea de conjunto sobre un tópico cualquiera que se aproxime al de una novela. En este sentido, Dublineses, de Joyce, es un ejemplo característico».
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se puede decir que un escritor es versátil porque ha escrito novela, cuento, teatro, ensayo. Toda obra es una entidad en su conjunto. Es la atmósfera, el estilo, lo que le da la unidad y carácter a una obra, cualquiera que sea el género en que se exprese, cualquiera sea el tema que trate el escritor. Es comprensible, sin embargo, que Lima se haya sorprendido en aquel tiempo ante un escritor que con igual facilidad tocaba el registro fantástico y el cosmopolita y, a la vez, el mundo de la clase media limeña. —Y también el de los marginales de las zonas suburbanas, del proletariado que surgía en esa época. ¿Hasta entonces nadie había hecho una propuesta literaria así? —Creo que si te pones a buscar, a investigar, sí hay escritores versátiles, para utilizar ese término. Valdelomar, por ejemplo, que tiene cuentos marginales, íntimos, de la provincia e, incluso, completamente imaginativos, fantásticos, como sus Cuentos chinos. Entonces, no fuiste muy novedoso en el Perú, según tú. —No. Puede ser que no haya sido el primero en tratar temas tan variados, etcétera, pero en todo caso quizá he sido el que los ha tratado con más continuidad y con mayor abundancia. ¿Se puede decir que fundas la escuela fantástica en la literatura peruana contemporánea? —De ningún modo. Clemente Palma había hecho solo cuento fantástico mucho antes que yo, y ya mencioné también a Valdelomar, por no citar sino a dos de los que en este momento me acuerdo. Además, si se hace un catálogo de mis cuentos, los fantásticos realmente no son tan numerosos. Creo que de los cien que he escrito solo unos diez o quince son realmente fantásticos. Pero algunas piezas son claves, como «La insignia». —Bueno, algunos están bien logrados, evidentemente. (Risas). Cuando escribes un cuento, ¿cómo se da en la práctica, en tu cabeza, esa opción por el realismo o lo fantástico? —Bueno, ese es un viejo tema. Creo que dentro de un escritor hay en realidad varios escritores. En una personalidad hay varias
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personalidades, que se manifiestan alternativamente y nunca en una perfecta unidad. Desde el punto de vista psicológico, todos los seres humanos son contradictorios. Hay aspectos no siempre definidos que se manifiestan, de pronto, en diferentes circunstancias. Así se explica el que a veces escriba cuentos en los que trato de presentar escenas de la vida real, etcétera, que en otras ocasiones me salgan temas que estaban, por así decirlo, reprimidos, que provienen del mundo del sueño, de la pesadilla, o que simplemente me surjan ideas que me caen como un aerolito, sin que las haya en lo absoluto premeditado, ajenas al pensamiento, a todo el aparato mental. Es como un cortocircuito del que salen chispas. ¿Con qué cuento conocido tuyo te ocurrió algo así? —Por ejemplo, ¿qué te puedo decir?, con «Silvio en El Rosedal», uno de los cuentos que más han apreciado los lectores. Es un cuento que iba a ser simplemente un relato realista sobre la vida de un soldado que después de vivir muchos años en su hacienda comienza a indianizarse, comienza a dejar de ser el limeño que había ido a vivir a la sierra y se indianiza. Era un relato más bien de tipo antropológico, pero en el curso de su escritura, de pronto, se deslizó hacia lo irreal, sin ninguna premeditación de mi parte, no sé cómo. Hasta ahora no me explico por qué motivo ese cuento, que se iba a limitar a la vida de ese hacendado, se deslizó hacia un mundo más bien simbólico. Se te escapó. —Se me escapó y se convirtió al final en un relato que es una especie de alegoría de la existencia humana, del amor senil, del arte, de la evocación artística. Esas y muchas otras cosas están contenidas en ese cuento. Muchas más cosas de las que yo viví y de las que puedo saber incluso ahora. Materia para investigadores. —Exacto. Cortázar decía que a veces los cuentos le caían como cocos sobre la cabeza. —Sí, es cierto. Todo eso también es uno de los misterios de la creación literaria. Hay cuentos que he escrito de un tirón y que me
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han salido redondos. Por ejemplo, en Solo para fumadores hay uno que se llama «La solución». Es un cuento que calificaría de difícil, un poco difícil por el tema que trata y por la forma como está solucionado todo el relato. Sin embargo, lo escribí de un tirón, es decir, en unas pocas horas. Pero otros dan problemas, ¿no? —Sí, por ejemplo, «Solo para fumadores». Lo empecé hace unos cuatro o cinco años, o más, y solo lo he terminado hace un año. Me demoré como tres o cuatro años en escribirlo. Claro, no me dedicaba exclusivamente a ese cuento. Lo retomaba cada semana, cada mes, pero no, no lo podía concluir, así, de un tirón. Hay otros cuentos en el libro que me han costado mucho esfuerzo, pero «La solución» y «Escena de caza» salieron en horas, prácticamente sin cambiar nada, como dictados. ¿Quién te dictaba? —Hay una voz interior, una voz que a veces uno sintoniza en momentos de distracción y también en momentos de concentración. Existe, es una evidencia. Es la propia voz de uno que brota, como si uno hubiese puesto un disco en un aparato, y que comienza a dictar. Entonces uno no tiene más que escucharla, con atención, evitando cualquier obstáculo que pueda cortar esa emisión. En fin, esos son los enigmas de la creación literaria. Cuéntame un poco ¿cómo trabajabas antes, cuando comenzaste a escribir, y cómo trabajas ahora? —Bueno, eso es una cuestión de rutina, de años. Ha ido variando con el tiempo. En una época solo escribía a mano, con lapicero o pluma, y escribía en cualquier momento del día, de la noche o de la madrugada, a la hora en que me provocaba escribir. Después abandoné la pluma y empecé a escribir a máquina, siempre a horas diferentes. La única condición, eso sí, en todos los casos, era la soledad. No puedo escribir cuando hay gente a mi alrededor. Tengo que estar muy, muy aislado no solamente de forma física sino también al margen de preocupaciones, de contratiempos. Luego pasé a la máquina eléctrica, y en ese periodo empecé a escribir en las tardes. Desde entonces, a partir de las seis de la tarde ya no escribo una línea.
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¿Y en las mañanas? —En las mañanas tampoco. Es una cuestión ya de tipo metabólico. Para escribir tengo que haber almorzado, haber tomado unas tazas de café o haber fumado unos cigarrillos. Un proceso biológico muy complicado. No podría escribir en ayunas, después de cenar o a medianoche. Entonces, escribes a la misma hora, ¿todos los días del año? —Sí, en todo caso procuro escribir. Me siento ante mi escritorio y me quedo unas horas escribiendo, si puedo, y si no, corrigiendo cosas antiguas, o escribiendo parte de mi diario o cartas. Tengo esa especie de ventana en el día en la cual solo me dedico a escribir. Pero perdonas sábados y domingos, supongo. —No, inclusive los sábados y domingos. ¿Escribes muchas cartas? —Cada vez menos. Creo que ha sido un grave error en mi vida el haber dedicado tanto esfuerzo y tiempo en escribir cartas. He escrito centenares, miles. Y no es que crea que no es un género interesante, creo que forma parte del todo literario, solo que uno nunca sabe adónde van a parar. En muchos casos son destruidas, se pierden o son olvidadas. En mi caso, creo que hay dos o tres corresponsales que las han guardado. Desgraciadamente somos gente desordenada, a veces yo mismo pierdo las cartas79. En nuestras reuniones de los viernes hablamos mucho de lo que pasa en el Perú y en el mundo y tú participas con entusiasmo. ¿Se puede decir que tienes posiciones políticas? ¿A qué te refieres con tu teoría sobre el avance de los bárbaros? —Más que una posición política, procuro tener una visión lúcida sobre lo que pasa en el mundo, y de ahí mi teoría sobre los
Su hermano mayor publicó algunas cartas que le remitió Julio Ramón. Luego de la muerte de aquel, la viuda de Juan Antonio Ribeyro, Lucila Ipenza, continuó con esta labor. Más tarde se editaron Cartas a Juan Antonio, en dos volúmenes. Uno en 1996 y el otro en 1998. También se publicaron una serie de cartas a Luis Loayza: «Algunas cartas de Julio Ramón Ribeyro a Luis Loayza». Hueso Húmero, número 47, Lima, noviembre de 2005, pp. 118-138. 79
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bárbaros, que no es despectiva sino, por el contrario, histórica. En el Perú, por ejemplo, los sectores conservadores se oponen a la irrupción irresistible de las clases populares que luchan por su bienestar y que terminarán por imponer su propio modelo social más justo y solidario, por más que nos pese a los hijos de la burguesía80. Y, en el mundo, la ocupación cada vez más visible de los territorios privilegiados de Occidente por nosotros, los adelantados del Tercer Mundo, es el anuncio de una nueva civilización basada en el contacto, en el cruce y, finalmente, el mestizaje étnico y el sincretismo cultural. A esto me refiero con lo de los bárbaros: los otros, los despreciados, los temidos, los extranjeros, están cayendo sobre el mundo viejo para construir uno nuevo.
Se refiere en especial a la posición de Mario Vargas Llosa, en 1987, frente a la propuesta de estatización de la banca y seguros hecha por el presidente Alan García. Ribeyro declaró a la agencia France-Presse: «Tengo una vieja y estrecha amistad con Mario Vargas Llosa y lo admiro muchísimo como escritor. Por ello me mortifica tener que discrepar de él a propósito del debate sobre la nacionalización del crédito. Pero, por encima de los sentimientos personales, están los intereses del país. Y, a mi juicio, estos intereses coinciden con el proyecto gubernamental del presidente Alan García, con la grave coyuntura por la que atraviesa el Perú y con mis propias convicciones. El debate actual, por otra parte, rebasa el motivo que lo originó para convertirse en una confrontación entre los partidarios del statu quo y los partidarios del cambio». Más adelante, Ribeyro agrega: «Y en este debate, pienso que la posición asumida por Vargas Llosa lo identifica objetivamente con los sectores conservadores del Perú y lo oponen a la irrupción irresistible de las clases populares que luchan por su bienestar, y que terminarán por imponer su propio modelo social, más justo y solidario, por más que nos pese a los hijos de la burguesía». En 1993, Vargas Llosa saca a la luz sus polémicas memorias El pez en el agua, donde responde: «En los días de la estatización de la banca, la prensa aprista difundió, con mucho bombo, unas declaraciones furibundas de Julio Ramón Ribeyro, desde París, acusándome de identificarme ‘objetivamente con los sectores conservadores del Perú’ y oponerme ‘a la irrupción irresistible de las clases populares’. Ribeyro, escritor muy decoroso, hasta entonces amigo mío, había sido nombrado diplomático ante la Unesco por la dictadura de Velasco y fue mantenido en el puesto por todos los gobiernos sucesivos, dictaduras o democracias, a los que sirvió con docilidad, imparcialidad y discreción. Poco después, José RosasRibeyro, un ultraizquierdista peruano de Francia, lo describía, en un artículo de 80
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Julio, ¿y cómo estás de salud? En el Perú con frecuencia se habla de tu salud. —De salud estoy bien. Sucede simplemente que después de los 50 años ya el organismo se resiente. Uno tiene dolencias relacionadas con la edad. Yo estoy bien, solo tengo una ligera afección renal, probablemente cálculos, que es un poco incómoda y fastidiosa, pero aparte de eso... ¿Y el estómago? —El estómago muy bien, en fin... En todo caso, nunca te has privado del buen vino. —No, por supuesto que no. El vino no es una bebida alcohólica, es un remedio. (Risas). Además, lo único que tomo son Burdeos (Saint-Émilion), cosecha 57 u 82. ¿Qué doctor te prescribió ese remedio? —Un doctor que por desgracia ya se murió. Un doctor que parecía un personaje de Balzac, un anciano. ¿En serio, te prescribió vino? —Sí, me dijo que nunca dejara de tomar en el almuerzo y en la comida una copa de Burdeos. La receta la he seguido al pie de la letra y, como ves, estoy muy bien. (Risas). ¿Te ocurre tomar una copa de vino mientras escribes? —A veces. Pero en general lo evito y lo reemplazo con otras Cambio, trotando por París con otros funcionarios del gobierno aprista en busca de firmas para un manifiesto en favor de Alan García y de la estatización de la banca que firmaron un grupo de ‘intelectuales peruanos’ establecidos allí. ¿Qué había tornado al apolítico y escéptico Ribeyro en un intempestivo militante socialista? ¿Una conversión ideológica? El instinto de supervivencia diplomática. Así me lo hizo saber él mismo, en un mensaje que me envió en esos mismos días (y que a mí me hizo peor efecto que sus declaraciones), con su editora y amiga mía Patricia Pinilla. ‘Dile a Mario que no haga caso a las cosas que declaro contra él, pues solo son coyunturales’». El autor de La palabra del mudo, pese a ser animado por varios amigos, nunca escribió una respuesta a Vargas Llosa, por ser enemigo de las polémicas. Consideró, además, que sería una contienda desigual, ya que Vargas Llosa, por su mayor acceso a los medios de comunicación en varios países, tendría siempre un público más amplio.
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cosas, porque hay un acto mecánico de tomar algo que hay que satisfacer. Entonces tomo Coca-Cola, lo cual creo que es mucho más dañino, o té. Sobre todo té helado, en verano. ¿Te incomodaría hablar un poco sobre tus colegas escritores peruanos? —No es que me incomodaría sino que creo que esta entrevista está ya muy larga y ya habrá oportunidad de hacer otra, exclusivamente sobre mis colegas, en la que pueda hablar con detalles de cada uno81.
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Nunca se realizó la segunda parte.
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La respuesta del mudo82 (1987)
Los orígenes de una vocación suelen ser tan oscuros como los estímulos que la determinan. A veces la idea misma que uno se hace de su vocación puede estar teñida por una elaboración posterior a la que el desarrollo y los avatares de la vida no son del todo ajenos. No obstante, nadie mejor que uno mismo para trazar, siquiera tentativamente, el derrotero que una vocación ha seguido a partir de sus primeras manifestaciones hasta su materialización definitiva y, sobre todo, si quien habla de ella es un escritor. —Mi vocación literaria en realidad comenzó muy temprano, cuando estaba aún en el colegio siguiendo cursos de instrucción secundaria. Recuerdo que algunos de mis condiscípulos de entonces, cuando teníamos 14 o 15 años, eran también escritores en potencia y yo tenía una especie de sexto sentido para captar entre mis compañeros de clase quiénes eran los que tenían esas inclinaciones literarias. Así, entre los sesenta o setenta alumnos que había en el curso donde yo estaba, en el Colegio Champagnat, encontré dos o tres amigos, uno de ellos que era poeta y otro que era narrador. Entonces, ya durante los recreos o a la salida del colegio conversábamos de literatura,
Esta entrevista se realizó en París, para Radio Francia Internacional. El editor de esta versión fue Edgar Montiel.
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cambiábamos libros; en fin, intercambiábamos incluso los primeros escritos que hacíamos entonces. Es decir, fue una vocación muy temprana la que nació en mí. Pero esta vocación tuvo su origen más que nada en casa, porque mi padre era un hombre que había sido un escritor frustrado, era un hombre que tenía una gran cultura literaria, contaba con una excelente biblioteca y tenía siempre la intención de escribir algún día. Recuerdo que siempre en casa, los sábados o en algunos momentos que tenía libres, sacaba un libro de su biblioteca, nos reunía en la sala y nos leía. Yo recuerdo haber escuchado de niño lecturas de escritores extranjeros, un poco de tipo folletinesco. Nos leía, por ejemplo, obras de Dumas, de Victor Hugo, pero también nos leía cosas más serias, como extractos de El Quijote, libros de Eça de Queiroz o cuentos de Maupassant, de Valdelomar. Porque también nos leía autores peruanos: Valdelomar, Ricardo Palma83. Y también poesía. Los primeros poemas de Baudelaire que yo escuché, se los escuché leer a mi padre, traducidos directamente del francés. Poemas de Baudelaire, poemas de Walt Whitman, en fin. Más que nada es a través de esta educación familiar y de este interés de mi padre por la literatura que fue naciendo en mí el deseo de escribir y, sobre todo, el deseo —debido al gran respeto que le tenía— de hacer méritos para ganarme su aprecio. Y es así que yo escribía en esa época un poco en secreto y clandestinamente con la intención de llegar algún día a mostrar a mi padre lo que yo podía hacer. Desgraciadamente, mi padre murió cuando yo tenía 15 años y no tuve ocasión nunca de mostrarle lo que escribía. Luego entré a la Universidad Católica, donde conocí a varios muchachos que venían de otros colegios y con quienes compartí afinidades desde el punto de vista vocacional. Ahí se formó un pequeño grupo que sacó una revista que se llamó
Su padre, Julio Ramón Ribeyro Bonello, fue amigo de Valdelomar. Su bisabuelo Ramón Ribeyro y Álvarez del Villar fue amigo de Palma. A ambos escritores Julio Ramón les dedicó dos textos: «Gracias, viejo socarrón» (Debate, número 11, Lima, noviembre de 1981, pp. 68-69) y «El vuelo del poeta» (Debate, número 12, Lima, diciembre de 1981, pp. 64-66), referidos a Palma y Valdelomar, respectivamente.
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Ágora. Los redactores de esta revista eran una docena de estudiantes, entre ellos los poetas Leopoldo Chariarse y Carlos Germán Belli, el narrador —luego humorista— Luis Felipe Angell, en fin. Éramos seis o siete muchachos que empezamos a idear, a planear, y sacamos finalmente esta revista, de la cual, como todas las revistas de jóvenes universitarios, solamente duró un número. Las primeras publicaciones como los primeros amores caen fácilmente en el olvido, poemas que solo se recitaron una vez, cuentos que nunca más fueron publicados. ¿Qué autor no se ha arrepentido con el tiempo de sus primeros escritos? ¿Qué autor recuerda siquiera el título de sus primeras obras? —En esa revista no publiqué cuentos. Allí, publiqué una crítica cinematográfica, porque en esa época yo era muy aficionado al cine, iba mucho al cine. Cuando hubo la repartición de columnas en la revista, a unos les tocó escribir poesía, a otros ensayos literarios, a otros comentarios sobre conciertos y a mí me asignaron los comentarios sobre cine. Ya había publicado un cuento antes, en una revista universitaria que salía auspiciada por la embajada de Venezuela, una revista que se llamaba Correo Bolivariano. En esa revista recuerdo que publiqué mi primer cuento, que se llamaba, si mal no recuerdo, «La vida gris», que es un cuento sobre un personaje que contiene en sí ya potencialmente todos los personajes posteriores de mi narrativa corta. Es un personaje que lleva una vida un poco sórdida: un hombre de clase media que fracasa en todas sus actividades y que muere convencido de que ha vivido para nada, de que de nada han servido sus esfuerzos, y con la sensación de un desencanto, de una frustración total. Por eso, el cuento se llama «La vida gris». Todos estos primeros cuentos publicados en esta revista, como luego en otras revistas que circulaban entonces, eran cuentos muy de principiante. Es decir, estaban bastante influidos por los autores que más leíamos entonces. En esa época recuerdo que los autores que estaban más de moda entre los jóvenes universitarios eran James Joyce, Kafka, algunos autores norteamericanos como Hemingway, Steinbeck. De modo que yo estaba muy influido por esos autores, y lo que traté muchas veces era escribir más o menos como ellos, lo
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cual era en ese momento prácticamente imposible. De todos esos cuentos que escribí en esa época, unos diez o quince, solamente han quedado publicados en esas revistas y nunca los he recogido en mis libros posteriores. Como en otros países de América Latina, también en el Perú la primera narrativa moderna se ocupó casi exclusivamente del tema rural. Tuvieron que pasar muchos años y el país tuvo que sufrir profundas transformaciones antes de que surgiera una narrativa propiamente urbana. —Sí. Lo cierto es que nosotros habíamos tomado conciencia de que Lima era una ciudad que carecía de novela. Había notado que, desde el comienzo del siglo hasta los años cuarenta, no se habían escrito novelas sobre Lima. Esas novelas importantes que hubieran dejado una huella y una marca en la narrativa peruana. Esto era curioso, puesto que la generación nacida a fines del siglo XIX estaba conformada por intelectuales y escritores muy importantes, entre los cuales hubo ideólogos como José Carlos Mariátegui y Haya de la Torre, grandes historiadores como Jorge Basadre y Raúl Porras Barrenechea, poetas formidables como Vallejo, Martín Adán y Westphalen. Pero no había narradores. En realidad, los únicos libros en prosa más o menos interesantes que se publicaron en ese periodo fueron La casa de cartón, que es de un poeta, de Martín Adán, que no se puede decir que es una novela estrictamente sino un relato poético, y Duque, de Diez Canseco, que es muy breve, una sátira de la alta burguesía peruana. Pero aparte de eso no se había escrito realmente una novela importante de carácter urbano. La gran novela peruana empieza en 1935 con el indigenismo, cuando aparecen en el mismo año Agua, de José María Arguedas, y La serpiente de oro, primera novela de Ciro Alegría. Durante quince años, Arguedas y, particularmente, Ciro Alegría publicaron sus primeros libros que se referían al mundo andino. Entonces nosotros, en el año 50, hicimos esta comprobación de que no existía una novela sobre Lima y que la única novela peruana importante era la novela indigenista. Y sucedía entonces que Lima había empezado a transformarse, la Lima provinciana de mi infancia, de los años treinta, la Lima tran-
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quila, ordenada, en la cual toda la gente más o menos se conocía cuando iba al centro y saludaba a derecha e izquierda a las familias limeñas, y el salón del Palais Concert era una especie de vitrina, de paseo para los elegantes de la ciudad y para los dandis de la capital. La ciudad estaba rodeada en esos años de jardines, de huertos y de haciendas, pero fue ya a comienzos de la Segunda Guerra Mundial y a finales del conflicto cuando empezó a producirse una enorme migración campesina hacia la capital, sobre todo hacia las afueras de Lima. Entonces empezaron a aparecer las primeras barriadas o pueblos jóvenes, como se llaman ahora. Lima empezó así a transformarse, porque esta migración campesina modificó la fisonomía de la ciudad en el sentido de que comenzaron a aparecer en sus calles campesinos, gente de los Andes que antes no se veía, bajo la forma de vendedores ambulantes o simplemente de pordioseros, en pequeña escala entonces, como se ampliaría veinte años después. Pero, en fin, ya había signos de una lenta ocupación de Lima por una clase social diferente que estaba haciendo su ingreso en la capital. Naturalmente que esta migración campesina hacia Lima creó una serie de problemas de desocupación, de vivienda, de tránsito, de transporte, también problemas de pequeña delincuencia que empezó a extenderse. Todos estos elementos fueron entonces los que sirvieron a los escritores que se interesaban por Lima como detonante. Es decir, Lima es ya una ciudad que bulle, que comienza a cambiar y que es necesario escribir sobre ella. Estos personajes hacen paulatinamente su ingreso en la narrativa de Ribeyro. —En mis cuentos, al menos en mis primeros cuentos, no aparecen personajes provincianos. Pero sucede que la llegada de estos provincianos agravó los problemas sociales de la capital y tuvo repercusiones en la clase media limeña. Fue de esta pequeña clase media que tomé los personajes, los temas y las situaciones de mis primeros cuentos. Aunque, posteriormente, he tratado a veces de forma un poco marginal, o si se quiere episódica, la aparición de personajes provincianos. Sobre todo se escribieron en esa época varios libros de relatos relacionados con la primera migración campesina a Lima.
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Por ejemplo, la novela de Luis Felipe Angell La tierra prometida, que justamente es la historia de un provinciano que llega a Lima, se instala en una de esas barriadas y se pasa toda su vida tratando de penetrar, instalarse, integrarse a la capital misma y no puede nunca, siempre se queda en la barriada. Para este provinciano, Lima era la tierra prometida a la cual nunca llega. Y también hay varios relatos de Congrains sobre provincianos que se instalan en la barriada, tratan de trabajar, de integrarse y generalmente fracasan. Recuerdo que desde el punto de vista de la ideología de estas novelas escribí un artículo en el 53, «Lima, ciudad sin novela», en el cual hago todo este tipo de reflexiones que hago ahora, con mucho detalle, para explicar por qué Lima no tenía novela, para interrogarme sobre las posibilidades de que surgiera una novela sobre Lima. Este artículo produjo cierto impacto, porque al año siguiente Congrains sacó su primer libro sobre Lima, Lima, hora cero84. Salazar Bondy sacó un libro que se llama Náufragos y sobrevivientes. Recuerdo que Congrains, una vez que sacó su libro, que yo no conocía, tiempo después, me dijo por carta que su libro fue motivado por el ensayo que había leído, y lo había incitado a escribir sobre la realidad limeña. La narrativa de los jóvenes autores peruanos del 50 recrea una nueva visión de Lima a la vez más exacta y más universal. —Yo había observado también que la visión que se tenía de Lima seguía siendo la visión arcaica de Ricardo Palma. Había inventado una Lima y había dejado una visión de Lima que era la que seguía perdurando un poco en la mentalidad de los lectores y sobre todo en el punto de vista que podía tener el extranjero de Lima. Cuando se pensaba en la capital, se pensaba siempre en la Lima de la Perricholi, en la Lima de los virreyes, en la Lima de las guerras civiles, de la Lima de la República, pero no en la verdadera Lima de los años cuarenta o cincuenta, que era ya otra cosa. Y creo que son los habitantes los que hacen una ciudad y la vida de una
84 Sin duda, con influencia del neorrealismo, en especial de la película Alemania año cero (Germania anno zero, 1948), del italiano Roberto Rossellini.
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ciudad, pero son los escritores los que hacen que esta vida de la ciudad perdure, sea representada y se transmita. Los que pueden dar la imagen universal de una ciudad son los escritores, no solamente sus habitantes. Entonces me pareció importante que nosotros dejásemos un testimonio y una prueba de la existencia de esta Lima en ebullición de los años cincuenta. Eso fue, se puede decir, el marco teórico dentro del cual empezamos a escribir sobre Lima. Cada cual a su manera y poco a poco las estéticas fueron diferenciándose en cada uno y cada cual cumplió la tarea a su manera y con objetivos que llegaron a ser diferentes, pero ese fue el clima intelectual en el cual surgió esa narrativa urbana. Todo escritor es permeable no solo a ciertos acontecimientos saltantes capaces de sacudir la realidad inmediata sino también y, principalmente, a los cambios lentos, difíciles de percibir para un ojo poco avizor, que la modifican de manera profunda y definitiva. Más tarde o más temprano esta nueva realidad termina por manifestarse, por medios diferentes y hasta contradictorios, en la obra de todo escritor. —El primer libro que publiqué, Los gallinazos sin plumas, no contenía los primeros cuentos que había escrito, sino que detrás había, por lo menos desde el año 46 hasta el 52, seis años de trabajo literario de cuentos escritos y no publicados o de cuentos escritos y publicados en revistas o periódicos. Es decir, había ya en mi caso un trabajo de formación y un aprendizaje bastante continuo. De modo que en mi primer libro, Los gallinazos sin plumas, que escribí la mayor parte en París, era un libro que representaba el fruto de muchos años de trabajo. Ahora ese libro, Los gallinazos sin plumas, contiene potencialmente una serie de elementos que corresponden a la Lima actual; obviamente los problemas que tenía Lima en los años cincuenta han cambiado en 1987, pero han cambiado sobre todo en un punto de vista cuantitativo, pues la situación permanece. Por ejemplo, el título del cuento que da nombre al libro Los gallinazos sin plumas se refiere a los primeros ejemplos que capté en la ciudad de recogedores de basura. Es decir, de los muchachos que vivían recogiendo la basura, sea en las puertas de las casas, sea en los
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muladares, para poder vivir de lo que encontraban, eran hechos en esa época un poco aislados y puntuales, pero que yo logré percibir. Esto en el año 87 es una industria; ya no son cuatro o cinco niños que van en busca de basura, sino son verdaderas hordas e incluso grupos organizados que trabajan casi en forma industrial sobre enormes muladares y tienen contacto con fábricas de papel, con fábricas de vidrio, en las cuales colocan sus productos. Otro cuento de Los gallinazos sin plumas muestra el caso de un pequeño delincuente. La delincuencia era una cosa que me atraía en esa época porque se estaba desarrollando mucho. Pero, claro, era una delincuencia primaria, pequeños ladronzuelos o carteristas. En los años que corren ahora ya la delincuencia es una delincuencia tipo Chicago, con bandas organizadas, con ataques a mano armada a bancos, con secuestros, cosa que no existía en mi época. Lo que quiero decir es que ya en ese primer libro mío, Los gallinazos sin plumas, aparecen en germen los grandes problemas que conocería la urbe Lima, la metrópoli Lima en los años ochenta. Otro determinante en la obra de un escritor reside en sus orígenes familiares y sociales, aunque también en este caso la compleja realidad se manifieste muchas veces de manera ambigua o ambivalente. —Por parte de mi familia paterna, pertenezco a una familia de la alta burguesía peruana, intelectual, puesto que la mayoría de mis antepasados fueron hombres que tuvieron mucho lustre, como magistrados, profesores y rectores en la Universidad de San Marcos, ministros de Relaciones Exteriores, abogados85, etcétera. Pero por el lado materno desciendo de una familia de origen cajamarquino. Mi madre nació en Cajabamba, de hermanos muy numerosos y de una situación económica muy modesta. Es el cruce de una familia de la
Su tatarabuelo Juan Antonio Ribeyro y Estada (1810-1886) y su bisabuelo Ramón Ribeyro y Álvarez del Villar (1839-1914) ocuparon exactamente los mismos cargos: rector de la Universidad de San Marcos, presidente de la Corte Suprema de Justicia y ministro de Relaciones Exteriores.
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alta burguesía en declive con una familia provinciana que llega a la capital y tiene que afrontar todos los problemas de la integración en Lima y luchar duramente para empezar a emerger y a integrarse. Entonces, cuando he escrito, he mirado preferentemente más a los miembros de mi familia paterna que a los de mi familia materna, quienes eran, cuando se integraron a Lima, de pequeña clase media con problemas muy agudos y muy típicos de trabajo, de frustración, de enfermedad. Y es a partir de ese pequeño núcleo familiar maternal que empiezo a escribir y luego se va ampliando hacia las pequeñas capas medias de mi barrio, porque vivía en un barrio que se llama Santa Beatriz, que era un pequeño barrio de la clase media, casi baja. Han sido, pues, los personajes que he observado en el medio familiar, en el medio del barrio. Luego, cuando me mudé a Miraflores, cuando tenía 7 años, empezó mi vida miraflorina. Ahí ya aparece otro tipo de personajes de clase media pero un poquito más alta. De modo que hay una relación muy clara que puede explicar un poco la tipología de los personajes que aparecen en mis cuentos, y esta explicación viene a través de mis propias experiencias, de mi propia vida, de mis propias mudanzas y errancias por Lima y luego por Europa. El Perú como paisaje literario... —En Europa he continuado escribiendo sobre el Perú. ¿Por qué razón? Porque siempre he tenido la impresión, a pesar de haber vivido tantos años en Europa, de que mi vida en Europa era provisional. Nunca había pensado, cuando vine, en quedarme tanto tiempo. Es decir, nunca me pasó por la mente que iba a estar treinta y seis años, como cumplí hace poco, desde que llegué a París en el año 51. No tenía entonces mucho interés en escribir sobre Europa porque no era ni mi país ni mi cultura, ni el lugar donde yo pensaba vivir, eso por un lado. Por otro, también puedo decir que si continué escribiendo sobre el Perú fue porque las impresiones de la infancia y la adolescencia han sido para mí siempre muchísimo más fuertes, han tenido una carga emocional más duradera, me han marcado más. Quiero decir que conservo con mucha más frescura y con mucha fuerza todas esas experiencias, esos recuerdos de infancia y adolescencia, con más fuerza que las experiencias de mi juventud europea.
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Esa es la explicación de que hasta ahora no haya escrito sino unos cuantos relatos sobre mis experiencias europeas pero ningún libro largo. Mis tres novelas transcurren todas en el Perú, cuando la mayor parte de mi vida la he pasado fuera del Perú, y lo natural sería que un narrador, un novelista, publique una novela sobre el lugar donde ha pasado los últimos treinta y seis años de su vida. Eso todavía no ha ocurrido. Es un mundo que todavía no he aprovechado ni tratado literariamente. Todavía sigo acantonado y sigo escarbando en todas las experiencias de mi vida limeña y peruana. Solo cuando se agoten estos elementos, que están por agotarse, empezaré tal vez a tratar de utilizar todas mis experiencias personales, existenciales y, si se quiere, intelectuales de mi vida fuera del Perú. La mujer desempeña un papel importante en la obra de Ribeyro, hasta el punto de determinar en algunos casos la tónica misma de sus relatos. —He observado que algunos de mis libros están ligados profundamente a la existencia de un personaje femenino. Es el caso de Crónica de San Gabriel. Esta novela está estructurada sobre un personaje femenino que fue un personaje real, que fue una prima mía, con quien tuve una relación amorosa de adolescente muy fuerte. Y mi segunda novela, Los geniecillos dominicales, si bien es menos obvio, hay también un personaje femenino: se llama Estrella, una prostituta que tiene una aparición muy fuerte en los primeros capítulos del libro y en los últimos. Después de Ludo, es el personaje más importante del libro. El hecho de que no haya continuado escribiendo novelas probablemente se deba a que no he tenido más experiencias amorosas, de que no ha habido una presencia femenina suficientemente fuerte como para estructurar un libro en torno a ella. Creo que es a través de las relaciones femeninas que nosotros descubrimos una serie de cosas nuevas en el mundo. El hecho de evitar estas relaciones, de disminuirlas o de no tenerlas significa una mutilación en el escritor, cuya visión del mundo se limita a la que obtiene a través de sus amigos. Hablo de relaciones en el sentido más claro. Es decir, relaciones normales, no estoy hablando de otro tipo de relaciones. Creo que las mujeres nos enseñan mucho. Siempre he mirado a la
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mujer como un ser extraordinario, como si fuera un ser casi hasta de otro planeta. Es un ser bastante enigmático, secreto, que tiene muchas cosas que enseñarnos. Por eso, deploro el no haber, durante muchos años de mi vida, aprovechado esta fuente de enseñanza y de conocimiento del mundo que es la mujer y que es la relación intensa con la mujer. Por eso digo que solamente cuando yo pueda reanudar una relación intensa con una mujer es que lograré descubrir nuevos aspectos de la realidad que me permitan escribir una novela. Esto puede parecerte un poco subjetivo, pero lo siento, siento que hay algo de verdad y de cierto en esta hipótesis. Otra de las particularidades de su obra es el amplio espacio que le otorga Ribeyro a la locura. —Es cierto, en mis novelas aparecen varios locos o anormales, como Jacinto, de Crónica de San Gabriel, o como los personajes de los cuentos «Por las azoteas» y «El embarcadero de la esquina», en el cual hay un alcohólico que está al borde de la locura. También hay otro cuento, «Agua ramera», que transcurre en París, en el cual el protagonista es un demente, pero esto no queda muy claro sino hasta el final del libro. En general, tengo cuatro o cinco relatos más en los cuales aparecen personajes marginales, pero que bordean la esquizofrenia, la locura. Como el cuento «Los predicadores», que transcurre en Ayacucho, en el cual los tres personajes son locos, los tres locos del pueblo. Esta digresión solamente tiene por objeto demostrar que siempre la anormalidad aparente, y la locura en particular, me ha atraído y ha sido un tema para mí de interés narrativo86. Francia, el mito de París, ha ejercido una fascinación que atraviesa aún las fronteras nacionales y generacionales. Esta fascinación se transforma a menudo en influencia cuando se trata de artistas o escritores. —Creo que todos los muchachos de la clase media limeña más o menos intelectual, universitaria, a través de sus lecturas, de
Otro caso es «Conversación en el parque», del libro Solo para fumadores (1987).
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sus autores preferidos, de Balzac, Stendhal y manifestaciones como el cine, la pintura, sentían la atracción por París, ciudad que por otra parte siempre ha ejercido una fascinación sobre los intelectuales latinoamericanos en el siglo XIX. Francamente, creo que la influencia francesa la tuve antes de venir a París, no solo a través de mis lecturas de juventud sino también a través de la influencia de mi padre. Mi padre era francófilo, toda la vida no hablaba sino de Francia, de la cultura francesa, y sus principales autores eran franceses. A través de él, leí a los 15 años a Flaubert, a los grandes novelistas del siglo XIX. Es decir, antes de venir a Francia tenía una información literaria francesa. Cuando vine a París continué ampliando mis conocimientos de la cultura francesa, que es la que conozco mejor. En todo caso, mucho mejor que la española, que la latinoamericana. Pero no sé hasta qué punto ese periodo francés, de vivir en París, ha influido sobre mi formación literaria. Creo que la formación ya era previa, y sobre todo que hay un momento en que ya es más difícil que las lecturas y que las experiencias influyan sobre la manera de escribir o sobre la poética de un escritor. Las influencias siempre son infantiles o juveniles, pues pasados los 30 años es más difícil. En cierta forma, por razones de carácter, me siento bastante impermeable a las influencias de tipo cultural de los países donde he vivido. He vivido en España dos años y no creo verdaderamente que esa vida española haya influido en alguna forma en mí. También viví en Alemania casi dos años. Igualmente he vivido en Bélgica un año. De mi paso por estos países han quedado unas cuantas anécdotas, pero no creo que las culturas de estos países hayan modificado mi propia cultura. Curiosa opción la de un cuentista que decide establecerse en Francia, país donde el cuento casi ha caído en desuso o donde se le considera al menos como un género menor. —En el siglo pasado en Francia hubo cuentistas notables y todos los grandes escritores crearon cuentos. Flaubert escribió tres cuentos maestros y Balzac lo mismo, los Cuentos droláticos, aparte de muchos cuentos que figuran en La comedia humana. Stendhal no escribió cuentos, pero escribió Crónicas italianas, que son relatos
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a la manera de cuentos históricos, basados en hechos reales87. No hablemos ya de Maupassant y de la gran cantidad de cuentistas de su época, como Gérard de Nerval. En fin, existía ya una gran literatura basada en el relato corto en Francia del siglo XIX. En el siglo XX, es cierto, la cosa cambió por razones que ya sería muy largo de explicar, la desafección del público por el relato corto, el desinterés de las editoriales por publicar este tipo de libros o la falta de acogida en las revistas y los periódicos de la producción cuentística. Lo cierto es que Francia es quizá el país europeo en el cual hay menos interés por el cuento, porque en Inglaterra o España todavía se siguen publicando libros de cuentos, aunque no tienen tanta acogida como la novela. Es cierto, en Francia, por más esfuerzos que se han hecho hace poco, algunos movimientos con revistas que publican solamente cuentos y con nuevos premios, no se ha reactivado el interés de los escritores franceses por el cuento, ni de los editores por este género. La novela, objeto máximo de un escritor... —Yo había escrito más que nada cuentos, pero muchas veces el cuento es una escapatoria, una forma de salir a bajo costo de un tema que nos interesa, o de cumplir uno con sus obligaciones y con sus deberes de escritor. Pero, claro, es la novela siempre, para todos los narradores, el objetivo máximo, el objetivo mayor. Si bien no creo que sea indispensable, porque hay muchos escritores, y de los mejores en América Latina, que nunca han escrito novelas y que más bien tenían un espíritu antinovelesco, como Borges y Octavio Paz. Pero dentro de mis proyectos está, naturalmente, el escribir alguna vez una novela. Ahora, mi primera novela, Crónica de San Gabriel, como lo cuento en el prólogo de la edición española88, no fue un acto muy deliberado, sino una especie de impulso que me nació durante un invierno en Alemania, en el cual por razones climáticas tuve que quedarme dos o tres meses encerrado en casa. Entonces empecé a evocar unas vacaciones que había pasado de adolescente
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Como Proverbiales, libro inconcluso de Ribeyro. Edición de 1983: Barcelona, Tusquets Editores, 213 pp.
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en una hacienda de la sierra y, de pronto, me di cuenta de que estaba realmente escribiendo una novela. A partir de ese momento, reestructuré la construcción del libro y lo dividí en capítulos, titulándolos, tratando que cada capítulo tuviera la misma dimensión que el otro y terminara cada uno en una especie de suspenso que incitara al lector a iniciar el siguiente capítulo. El libro nació sin plan, sin estructura. A medida que lo escribía me fui dando cuenta de que era una novela y traté de darle cierta cohesión y cierto ritmo novelístico. Ese libro curiosamente se desarrolla en la sierra del Perú y contradice todas mis teorías sobre las necesidades de escribir sobre Lima. Es un libro atípico en mi producción, pues es la única de mis novelas que transcurre en el mundo serrano, que es un mundo que no conocía sino por viajes esporádicos o por viajes vacacionales. La estructura de la novela en Ribeyro. —Tengo tres novelas, pero hay que tener en cuenta que estas fueron escritas entre los 25 y los 35 años. Es decir, las considero un poco obras de juventud: Crónica de San Gabriel fue terminada en Múnich cuando tenía 26 años, Los geniecillos dominicales fue escrita hacia el año 60 y Cambio de guardia fue terminada en 1966. Es decir, han pasado casi veinticinco años y no he vuelto a escribir novelas. He escrito novelas, es cierto, pero en un periodo cuando era mucho más joven, tenía un poco más de entusiasmo y quizá un poco más de sentido del riesgo. Estas tres novelas, si uno las analiza con cuidado, al menos dos de ellas, son como relatos agregados unos a otros. Esto particularmente en Los geniecillos dominicales, que no tiene una estructura novelística clásica. El estilo puede ser clásico, pero no tiene ninguna innovación desde el punto de vista estilístico. Quiero decir que la estructura de esta novela es muy abierta, muy flexible. Es decir, un capítulo sigue al otro, pero a veces no tienen una relación inmediata con el anterior: los personajes pueden ser los mismos, pero las situaciones han cambiado. El libro se va por una vía y después se desvía por otra. Sigue una línea un poco sinuosa, como si no tuviera un armazón, que es lo que caracteriza precisamente a la novela, que es un relato construido sobre una estructura argumental muy sólida y con ritmo. Es decir, para mí, son como cuentos
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que se han ido sumando unos a otros hasta construir una novela. No de una manera consciente, porque sencillamente quizá el tema mismo del libro se prestaba a ese tipo de construcción, porque eran muchos personajes jóvenes, cada cual tenía sus propios asuntos, sus problemas. Hay episodios que son digresiones o pequeñas novelas dentro de la novela, que podían suprimirse perfectamente sin que pasara nada. Sin embargo, completan un poco el tono general del libro, le dan su atmósfera. También la tercera novela, Cambio de guardia, está construida por cien o ciento y pico de fragmentos cortos89. Cada fragmento tiene una o dos páginas. Es decir, cada fragmento es en realidad como un pequeño cuento. Está escrito, en todo caso, con la técnica de un cuento: en forma muy concisa, con un estilo muy directo, muy simple, muy concentrado. Gracias a esta técnica pude terminar el libro, porque si me hubiera lanzado a escribir capítulos muy largos quizá no habría podido hacerlo. Tenía cada día por lo menos que terminar uno de los fragmentos del libro, que eran esos pequeños capítulos de una o dos páginas. De modo que no se puede decir que yo haya publicado tres novelas, pues, con excepción de Crónica de San Gabriel, creo que las otras dos no son novelas. Son novelas atípicas que corresponden más a un temperamento de cuentista que de novelista. Con el correr de los años, toda gran obra narrativa desarrolla sus grandes temas, crea sus propios personajes tipo, que se encuentran y se repiten en una y en otra obra insistente, obsesivamente... —En general, los personajes de los cuentos, por razones de longitud del texto y por razones de economía narrativa, son enfocados desde un punto de vista muy exterior. Es decir, muchas veces, describo solamente sus comportamientos, pero no voy a su mundo interior. Describo sus acciones, lo que dicen o lo que hacen, pero no lo que piensan. Mientras que en las novelas hay más posibilidades de
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Son ciento ochenta y seis breves textos distribuidos en trece capítulos.
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ahondar en el personaje, interiorizar el relato, presentar las situaciones vistas muchas veces por el propio protagonista o por los personajes y matizar realmente la naturaleza de la psicología del personaje. Creo que esa es la principal diferencia que hay entre los personajes de mis cuentos y de mis novelas. Pero, aparte de eso, creo que hay mucha similitud. Quiero decir que, tanto en mis cuentos como en mis novelas, hay grandes temas que se repiten, son obsesiones —como diría Vargas Llosa— que reaparecen. Te puedo mencionar algunos casos de temas recurrentes: la decepción o el desencanto. Podría citarte veinte o treinta cuentos en que los personajes emprenden una aventura y esta aventura falla por una razón u otra, por circunstancias exteriores a él, por la naturaleza de los personajes, por cuestiones puramente del azar. Siempre hay algún obstáculo que impide cumplir los deseos de los personajes. Otro tema es la decadencia. Crónica de San Gabriel y Los geniecillos dominicales90 son novelas que aparentemente no tienen nada que ver, pero los une el tema de la decadencia. En Crónica de San Gabriel es la decadencia de una hacienda serrana del norte del Perú, de un latifundio mediano, ni siquiera una gran hacienda, pero es la decadencia de una familia que posee estas tierras hace años, hace generaciones y que termina con la venta de la hacienda y la quiebra económica de la hacienda. En Los geniecillos dominicales es la decadencia de una familia que había tenido un pasado ilustre y que, poco a poco, económicamente, va cayendo y los últimos representantes son un par de hermanos que llevan una vida bohemia sin horizonte ni perspectivas, dedicados más a pensar en ser escritores, aunque no escriben. Es el tema de la decadencia, pero no de una familia de latifundistas, sino de una familia de la burguesía limeña. Es decir, hay similitudes. Otro tema que está ligado con estos dos es el tema que llamo «el combate perdido»: no solo hay personajes que fracasan porque no combaten, sino también personajes que combaten pero son vencidos. En Crónica de San Gabriel, el dueño de la hacienda trata
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Ambas de corte autobiográfico.
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de salvar su propiedad pero no puede. Es derrotado porque hay otros hacendados más ricos, hay otras circunstancias: hay un accidente, un terremoto, una sequía, etcétera, que hacen que su combate sea finalmente inútil. En mis cuentos, sobre todo en el libro Tres historias sublevantes, hay combates perdidos en tres regiones diferentes del Perú. El primero es el combate de un hombre de la costa por su propiedad, por tener una casa, una vivienda, y no lo consigue. El segundo es el de un comunero por establecer la justicia en su comunidad y que, al final, es asesinado. El tercero, que transcurre en la selva, es el combate de un hombre que trabaja en un circo y que, al final, también muere asesinado por unos soldados. Es decir, es un tema recurrente y es visible también en mi obra teatral. Por ejemplo, en Santiago, el pajarero el protagonista quiere dar a conocer un invento que modificará la ciencia, que es el avión, pero el medio es tan cerrado, hay tanto oscurantismo y tanta resistencia ante este invento que finalmente termina por morir. Se basa en un hecho real. En Atusparia, otra de mis obras de teatro, se da el mismo caso, ya no en el campo de la ciencia, sino en el campo de la política. Es la historia de un alcalde indígena que trata de rebelarse contra las injusticias que existían en el departamento de Áncash, como el abuso de impuestos, y que dirige un movimiento revolucionario que termina por ser aplastado. El personaje acaba envenenado por los propios alcaldes indígenas. Los temas «del combate perdido», de la decepción y de la decadencia aparecen en mis cuentos, en mis novelas y en mis piezas de teatro. Le dan un poco de unidad a todas mis creaciones y a géneros tan dispersos en los cuales me he expresado. Influencia de la cultura francesa en las Prosas apátridas, uno de los libros más celebrados de Julio Ramón Ribeyro y ciertamente aquel que le ha deparado las mayores satisfacciones. —Este libro, en realidad, es el tributo a la cultura francesa. Creo que este libro es una consecuencia de mis lecturas de los grandes moralistas franceses. Creo que lo que más me interesa de la literatura francesa, tanto como la gran novela francesa del siglo XIX y algunos novelistas franceses del siglo XX, como Proust y Céline, es ese tipo de escritos que no tienen que ver nada con la ficción. Es decir, desde
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los ensayos de Montaigne en el siglo XVI hasta los cuadernos de Valéry en el siglo XX, pasando por las máximas de La Rochefoucauld. En fin, hay toda una producción que tiene un valor único y que es típicamente francés. Es muy raro encontrar en otras literaturas esa cantidad de libros que se basan en máximas, reflexiones, aforismos, en un poco de correspondencia, diarios íntimos, memorias. Ese tipo de literatura me interesa mucho y es la que más leo, sobre todo en los últimos años. Libros un poco heterodoxos como El esplín de París, de Baudelaire, que recoge reflexiones, breves narraciones, etcétera. En fin, hay toda una tradición en Francia de este tipo de literatura. Ahora, Prosas apátridas está dentro de esa línea, responde a esa curiosidad. Es interés mío por este tipo de literatura de no ficción y por textos muy cortos que expresan una reflexión, una idea, un sueño, un proyecto, una descripción incluso. Por eso mismo llevan el título de Prosas apátridas, porque generalmente los que han leído este libro, los que han visto el título lo han interpretado como si fueran los textos de un apátrida, de una persona que no tiene patria. En mi caso, es completamente falso, porque no soy un deportado ni un exiliado ni un apátrida, simplemente sucede que los textos no tienen patria literaria. Quiero decir que son textos que han ido siendo escritos en diferentes circunstancias de mi vida y que estaban tirados en un cajón, dispersos, escritos en cuadernos, en papelitos, qué sé yo, y que no tenían territorio, no tenían un espacio para existir independientemente. Entonces, la única forma de hacerlos vivir era reuniéndolos, dándoles un territorio para que gracias a la acumulación y al número constituyan un libro y existan en tanto que libro. Por otra parte, es uno de los libros, a pesar de ser heterodoxo, en el sentido de que es una obra que no tiene género, que más satisfacciones personales me ha dado, en la medida en que ha sido bastante leído y bien leído por el público. He recibido testimonios extraños de todo tipo de gente, no solamente de gente muy cultivada, intelectuales —porque aparentemente el libro se dirige a ese tipo de gente—, sino más bien de gente muy humilde, de choferes de taxi, de gente que de pronto cuando estoy en Lima me ha dicho: yo leí un libro de usted, tal libro. ¿Por qué motivo esta obra ha llegado a tanta gente? Te hablo también
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de médicos, alumnos de colegio, pequeños empleados. Es un libro que, justamente por su carácter fragmentario, porque hay tantos fragmentos, cada lector encuentra, aunque sea un fragmento, algo muy personal, y eso basta para que un libro quede en la memoria de alguien. Si uno encuentra algo, algo que verdaderamente le impresiona, que le choca, que le hace reflexionar... Basta que cada lector encuentre un fragmento para que el libro tenga posteridad. «La poesía se vuelve trabajo de alfarero», apuntaba en uno de sus poemas el vate peruano Javier Heraud, haciendo referencia de lo arduo que se vuelve la labor creativa conforme el escritor va alcanzando su plena madurez y va perdiendo esa espontaneidad fácil que suele ser común a los creadores bisoños. La madurez de un escritor se expresa no solo en su obra, sino también en su capacidad para analizar los problemas que le plantea su escritura. —Me doy cuenta de que mi escritura cada vez está más centrada sobre las frases, quiero decir que nace y se genera a través de una frase, que cada frase origina la siguiente. Es decir, mientras que la primera frase no esté perfectamente redactada no puedo escribir la segunda frase. Suponiendo que pase a la segunda frase y haga una pequeña corrección en la tercera, esa corrección que hago en la tercera repercute inmediatamente sobre la segunda y sobre la primera. ¿Por qué? Por una cuestión de rima, de consonancia, de alteraciones, de ritmos, para los cuales tengo un oído muy sensible, de modo que es el tipo de método de escritura que podría ser más bien de tipo musical, en el cual no puede haber una falsa nota porque toda la composición se derrumba. Entonces, eso hace que tenga que trabajar muy lentamente, de modo que el poder alinear cinco frases en las cuales ni una de ellas atente contra la otra, es un trabajo de artesano. En fin, no sé, o tendré que resignarme a emplear en mis libros falsas notas como lo hacen todos los grandes novelistas, que no les importa que haya una falsa nota porque no tienen el sentido de la composición musical, o tendré que resignarme a escribir simplemente una cosa muy breve, que no pase de diez páginas perfectas. Antes de dar lectura a un texto, Ribeyro nos explica por qué ha escogido la prosa apátrida 150.
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—Porque creo que ella es una síntesis un poco de mis, cómo te puedo decir, de mi concepción del mundo, un poco ambigua entre el escepticismo y la esperanza, si se quiere: «Me despierto a veces minado por la duda y me digo que todo lo que he escrito es falso. La vida es hermosa, el mar un manantial de gozo, las palabras tan ciertas como las cosas, nuestro pensamiento diáfano, el mundo inteligible, lo que llamamos útil, la gran aventura del ser. Nada en consecuencia será desperdicio: el fusilado no murió en vano, valía la pena que el tenor cantara ese bolero, el crepúsculo fugaz enriqueció a un contemplativo, no perdió su tiempo el adolescente que escribió un soneto, no importa que el pintor no vendiera su cuadro, loado sea el curso que dictó el profesor de provincia, los manifestantes a quienes dispersó la Policía transformaron el mundo, el guiso que me comí en el restaurante del pueblo es tan memorable como el teorema de Pitágoras, la catedral de Chartres no podrá ser destruida ni por su destrucción. Cada persona, cada hecho es el nudo necesario al esplendor de la tapicería. Todo se inscribe en el haber del libro de cuentas de la vida».
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Ribeyro, Lima y un cigarrillo (1988)
Dice Norman Mailer que «la fama es el teléfono que suena dos o tres veces más cada semana para pedir entrevistas que no queremos conceder y no concedemos. La fama es esa gente de amables intenciones que interrumpe nuestros pensamientos en la calle. La fama es la incapacidad para emborracharnos anónimamente en un bar de extramuros, o sea, la incapacidad de crear una melancolía obsesiva durante una noche de revelaciones». Tú eres un escritor famoso en el Perú y fuera de él. ¿Te molesta la fama? —A esa cita de Norman Mailer yo opondré una cita muchísimo más breve del poeta Fernando Pessoa, la cual dice: «La fama es irreparable». Cuando él define la fama como irreparable está considerándola realmente como si fuera un error, un defecto o un vicio. Y en lo que a mí concierne, realmente me siento bastante, no diría molesto, sino incómodo cuando entro a un café, a un restaurante aquí, en Lima, en Miraflores más en particular, y hay gente que me reconoce, que se acerca a pedirme firmas en papelitos o en algún libro. Es algo que me incomoda porque siento que pierdo esa ambición mía que es llegar a pasar desapercibido. Recuerdo que hace diez años te hicieron una entrevista en una revista local y tú dijiste algo así como que la gente empezaba a reconocerte. Parece ser que en ese momento, por lo menos, si no te era agradable la situación, no te era molesta. O incómoda.
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—Sí me incomoda que la gente me reconozca, asumiendo que prefiero el anonimato. Pero, evidentemente, me agrada, en el sentido de que es una prueba que lo que escribo ha llegado a conquistar un público de lectores, de admiradores. Curiosamente, cada vez me doy cuenta más de que este tipo de público no se encuentra en las élites sino más bien entre un sector social bastante popular y de un origen bastante modesto. Por ejemplo, las últimas personas que me han reconocido, si se quiere, en los cafés y restaurantes de Miraflores son los mozos y no los clientes. Varios mozos de diferentes establecimientos se me han acercado y me han dicho: «Ah, usted es el autor de La palabra del mudo, usted es el autor de Solo para fumadores», lo cual es siempre simpático para mí: encontrar ese tipo de público. Evidentemente eres un autor profundamente limeño. He estado releyendo La caza sutil, ese conjunto de artículos de muchas épocas que recopiló Luis Fernando Vidal y he encontrado un juicio muy interesante sobre el escritor limeño. Dices ahí: «El limeño es amigo de la improvisación, de las soluciones rápidas, de las componendas de última hora. Quisiera escribir en un mes una novela. Pero la novela es más que un chiste, no brota como los hongos, y quien no esté dispuesto a sacrificar en ella algunos años, no puede esperar encontrarla en su velador después de un sueño de grandeza». —Sí, hay algo de eso. En el fondo esa opinión que yo tenía sobre el limeño fue hecha a propósito de, si no me equivoco, un artículo que se llama «Lima, ciudad sin novela». En esa época no había grandes novelistas peruanos que hubieran tratado el tema de Lima como el elemento principal de una novela. Ese artículo fue escrito en 1953. Y una de las causas a las que yo atribuía la carencia de una novela sobre Lima era el carácter del escritor limeño. Consideraba que por cuestiones de idiosincrasia carecía de la constancia, de la seriedad y del rigor para poder escribir una novela. No sé si se mantendría ahora, treinta años más tarde, esta misma opinión sobre el limeño y sobre su capacidad para escribir novelas. Esa carencia y esa dificultad que a veces tiene el escritor de Lima para trabajos rigurosos, de largo aliento, probablemente obedecen a otro tipo de
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razones que a cuestiones de idiosincrasia. Quizá sea, sencillamente, la falta de tiempo. El escritor de Lima vive prácticamente acosado por una serie de necesidades que lo obligan asimismo a tener una serie de trabajos, trabajos en la universidad, trabajos en los periódicos, trabajos de otra naturaleza que no le permiten dedicarse a la creación. En ese mismo artículo hacías un inventario de personajes y temas con los que podía hacerse una novela limeña. ¿Tenías entonces ya un plan de lo que querías hacer? —Sí, en realidad cuando escribí ese artículo, «Lima, ciudad sin novela», pensaba muy íntimamente en que debía yo escribir una novela sobre Lima para colmar ese vacío y fue una cosa que intenté al comienzo, pero la abandoné. Yo en esa época tenía 22, 23 y, más bien, lo que hice fue escribir un libro de cuentos sobre Lima que fue Los gallinazos sin plumas. Y luego, en el curso de los años, publiqué ya dos novelas que tratan realmente el ambiente limeño: Los geniecillos dominicales y, diez años más tarde, Cambio de guardia. Ahora, en lo que respecta al inventario de temas que dices que yo había elaborado en esa época, era más bien un inventario de situaciones o de personajes que de temas realmente novelescos. Situaciones y personajes, por otra parte, que han cambiado mucho. Es decir, Lima se ha transformado en tal forma que han aparecido nuevas situaciones y nuevos personajes. O, sencillamente, se han hipertrofiado. Por ejemplo, en el libro de cuentos ya citado, Los gallinazos sin plumas, existen pequeños delincuentes, pequeños raterillos, mientras que ahora hay bandas organizadas de asaltantes que efectúan sus atracos con todos los medios más modernos del gansterismo. También en ese libro aparece un pequeñísimo traficante de cocaína. No está explícito, pero se intuye. Y ahora estos ya no son pequeños traficantes sino magnates, los grandes padrinos del tráfico de drogas. También en Los gallinazos sin plumas había unos muchachos que recogían basura, dos, de un muladar. Ahora son decenas de miles que lo hacen y de gigantescos muladares. Antes esos muchachos recogían lo que podía comer un cerdo, ahora se recoge en los muladares en forma industrial todo lo que se puede comercializar.
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En cambio, hay otras situaciones que en mi época no existían, no se habían dado, como es el tema de la subversión o el terrorismo. Sin embargo, en mi novela Cambio de guardia hay un fenómeno de terrorismo juvenil, hay un atentado contra un club y en Los geniecillos dominicales hay también algunos embriones de situaciones que se producirían más tarde, como una revuelta en Ayacucho, una asonada campesina contra el prefecto, que es asesinado. Esto es escrito en 1962 o 1963 y es premonitorio de lo que ocurriría quince o veinte años más tarde. En Los geniecillos dominicales, calificabas precisamente a Lima, o al centro de Lima, de «remedo de una urbe asiática construida por algún director de cine para los efectos de un film de espionaje». Eras duro e irónico. —Esa comparación que hay en mi novela creo que se verifica. Esa fue una imagen, si se quiere, novelesca al comienzo de la obra, pero en la Lima actual hay calles como el jirón de la Unión o la avenida Abancay que son bazares orientales de Las mil y una noches que transcurren no en un Oriente fabuloso... Sino de pesadillas... —Exactamente, en un mundo onírico. Ahora, no me parece extraño, ni lamento, esta presencia masiva de gente de los Andes o de los pueblos jóvenes en la ciudad a través del comercio ambulatorio. Nosotros olvidamos que la Lima del siglo XVI o XVII tenía tres mil o cuatro mil españoles y criollos y treinta mil negros e indígenas, los que vivían en El Cercado, que así se llamaba porque estaba en una especie de gueto. Hubo una época, más bien al final del siglo XIX o a comienzos del siglo XX, que Lima se blanqueó. Y era más bien raro ver por el centro de la ciudad, por El Damero, a gente que no fuera de la plutocracia o de la clase media. Rara vez pasaba por allí un indígena con poncho. Pero, de pronto, a partir de la Segunda Guerra Mundial, empieza a aparecer nuevamente el comercio ambulatorio que existía ya en la Colonia y al comienzo de la Independencia. Hay que ver los cuadros de Angrand sobre el centro de Lima. Allí se ven cantidades de gentes, de comerciantes que pasan en burro por el centro de Lima y que tenían quioscos en la
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Plaza de Armas, incluso. Entonces hay una especie de retorno, pero en forma hipertrofiada. No solamente invasión sino apropiación del centro de la ciudad, de la ciudad de los blancos por los migrantes del mundo andino y provinciano. Hay un extraordinario repunte de la narrativa en el Perú, después del predominio de la poesía. ¿Qué opinas sobre esta nueva hornada de narradores peruanos que creo tú conoces? —Bueno, conozco más que nada a los narradores de mi generación o de la generación siguiente, pero últimamente he tenido ocasión de leer, en antologías sobre todo, a narradores muchísimos más jóvenes. He leído la antología publicada por el INC, a cargo de Guillermo Niño de Guzmán, sobre los narradores nacidos aproximadamente en la década de 195091, es decir, de la época en que mi generación empezaba a publicar. Es sumamente alentador encontrar a escritores con un enorme talento, como ese escritor de origen chino, Siu Kam Wen, del que he leído solamente un cuento, «El tramo final», que me parece un relato verdaderamente excelente, muy original y extraño porque es una visión de la colonia chino-peruana vista desde el interior. Después hay otro cuento de un escritor, probablemente también de origen chino, que se llama Mario Choy... Hijo del historiador Emilio Choy... —Ah, de Emilio Choy, con razón. Porque Emilio Choy era un hombre brillante, realmente un excelente historiador. Bueno, ese cuento de Mario Choy me impresionó mucho. Y también otros jóvenes cuentistas ya más conocidos, algunos consagrados, como Alonso Cueto, el propio Niño de Guzmán, que ha tenido la delicadeza de no incluirse en la antología, o Cronwell Jara. Lo mismo el autor de Maní con sangre y de un reciente libro, Jarabe de lengua, que es Alejandro Sánchez Aizcorbe, que también me parece un escritor muy interesante. Definitivamente creo que este repunte de la narrativa es un hecho que revela hasta qué punto el ejemplo de los escritores
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Se trata de En el camino. Nuevos cuentistas peruanos (1986).
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mayores, de otras generaciones, y el éxito obtenido por algunos de ellos en el exterior, ha servido de estímulo. Y a propósito de narración, hay otro libro que estoy leyendo, que he empezado a leer, pero no es un escritor de los jóvenes, sino un escritor un poco menor que yo. El libro se llama Hombres de caminos, de Miguel Gutiérrez. Es un libro que me ha sorprendido hasta ahora por la calidad de su escritura y por la seriedad con que parece está elaborado. Este libro forma parte de una saga de romanescas o novelescas sobre el bandolerismo en Piura. Bueno, no he terminado de leer todavía esta novela, pero hasta donde he leído me parece interesante, si bien quizá, a mi juicio, está excesivamente preconcebida. Es decir, le falta quizá un poco de espontaneidad. El relato está demasiado bien distribuido entre las diferentes partes de la novela, lo cual no es necesariamente un defecto. Sin embargo, soy partidario de los libros más espontáneos, más fluidos. También lo que me ha parecido notar es la ausencia de un estilo personal, esto puede parecer una observación grave, pero me refiero a que hay varios estilos dentro del libro. Yo me pregunto: ¿cuál es el estilo de Miguel Gutiérrez? Porque él escribe tan pronto con el estilo de un periodista provinciano, tan pronto con el estilo de la voz colectiva del pueblo que narra un hecho episódico92. ¿Eso no te parece deliberado...? —Probablemente sea deliberado, pero esta excesiva virtuosidad, si se quiere, en el empleo de diversos estilos hace que se pierda de vista el estilo personal del autor. Yo prefiero un escritor que escribe siempre igual, con su propio estilo, a uno que utiliza diferentes
Lo mismo me dijo Ribeyro sobre Vargas Llosa en una entrevista que le hice en 1993: «Él es un escritor que no tiene un estilo, es un escritor que tiene muchos estilos. Tanto es así que cuando escribe sus novelas y textos periodísticos no utiliza el mismo estilo. Y tampoco es el mismo estilo el de La ciudad y los perros que el de La guerra del fin del mundo. Él, más o menos, va cambiando estilos de acuerdo con los temas que va tratando o con el público al que va dirigiéndose. No me parece un defecto. Al contrario, es una cierta virtud. Sin embargo, eso lo hace, desde mi punto de vista, menos original que otros escritores». 92
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voces estilísticas en una obra. Luego, es una cosa muy subjetiva, evidentemente... Se ha dicho de Julio Ramón Ribeyro que es un escritor ejemplar, pero también un escritor al que no le ha preocupado la búsqueda de nuevas técnicas literarias. ¿Un poco lo que dijiste tiene que ver con eso? —No, no, porque yo he empleado a veces, en algunos relatos, voces y estilos que no son míos. En un relato que se desarrolla en Ayacucho que se llama «Los predicadores» hay dos locos y una loca que hablan, monologan. Obviamente reconozco que esas formas de hablar no son las mías, son de los personajes, son lo que yo llamo estilos prestados. Ahora, en lo que respecta a las innovaciones, de carácter formal, no sé, habrá que examinar muy detalladamente mis cuentos para ver si hay o no hay. Muchos me han llamado escritor clásico, un escritor del siglo XIX, lo cual me parece exagerado. No me molestaría, por otra parte, ser un escritor del siglo XIX, porque es un siglo de gran literatura, de gran narrativa, sobre todo. Ahora, no es el momento, en el curso de una entrevista, de tratar de hacer una apología de las innovaciones de mis relatos. Hay muchas, poco sutiles, pero hay. Por otra parte, en algunos artículos, que no están publicados en volumen, he tratado a veces el tema de las innovaciones técnicas, de las experimentaciones en el relato o en la poesía. Es el caso de un artículo que no sé dónde lo publiqué que se llama «El taller de literatura potencial»93, que es un movimiento que se creó en Francia hace una treintena de años, de escritores que justamente se dedicaban a escribir aplicando, solamente, técnicas e innovaciones inéditas de escritura, entre los cuales estaba Marcel Duchamp, pintor además. Realmente hicieron innovaciones muy curiosas hasta el punto del letrismo. Es decir, hasta la utilización de los signos alfabéticos, en una forma muy arbitraria, casi sin conteni-
«El taller de la literatura potencial» se publicó el 8 de mayo de 1977 en el suplemento «La Imagen» del diario La Prensa. No fue recogido, obviamente, en La caza sutil (1976), selección de textos periodísticos. 93
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do, simplemente en base de letras combinadas que no querían decir nada. Bueno, quiero decir con esto que es o por desconocimiento o por ignorancia que mis libros sean relativamente clásicos. Es una cuestión de elección, soy un escritor al que no le gustan las innovaciones un poco estridentes, sino las formas de narrar más fluidas, más clásicas, más simples expresivamente. ¿Qué nos puedes decir sobre tu reciente libro, Solo para fumadores, donde hay una referencia a La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, que tiene muy sabrosas páginas, y las tuyas no lo son menos, sobre el tabaquismo? —Bueno, este último libro en realidad es un libro compuesto de relatos entre sí muy disímiles que tienen muy poca relación con la situación actual del Perú, la sociedad peruana de la década de 1980. Son relatos escritos en diferentes épocas de mi vida, bastante subjetivos algunos, en los cuales el tema del escritor es común. En «Solo para fumadores» el protagonista es un escritor, aunque no está explícitamente tratado se deduce que es un escritor. Soy yo, en todo caso. Con nombre y apellido... —Con nombre y apellido, sí94. En otro cuento, «Ausente por tiempo indefinido», también el personaje es un escritor que se va a terminar una novela a Chosica y se da cuenta, al final, de que ha escrito un mamarracho. Después hay otro relato que es literario, es el de un escritor que no aparece nunca en el cuento, un escritor que debe llegar a un té literario, pero no llega nunca. Y mientras que en el té literario se comenta el libro de este escritor, que es Crónica de San Gabriel, aunque no se dice, se deduce a través de los nombres de los personajes95. Ribeyro y sus dobles... —(Risas). Y después, no sé. En otro cuento, el último, «Conversación en el parque», los personajes si no son escritores están
El cuento no es explícito en relación con el nombre del protagonista, pero hay evidentes muestras autobiográficas del autor. 95 El cuento en mención se titula «Té literario». 94
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muy cerca de serlo, porque son dos intelectuales un poco locos, si no completamente locos, que dialogan en el crepúsculo miraflorino. De cosas absurdas, extravagantes. ¿Qué más puedo decir de este libro? Bueno, es parte del cuarto tomo de La palabra del mudo, que hace años anuncio publicar. Los otros cuentos que completarían este cuarto tomo los tengo en borrador o por terminar hace ya mucho tiempo. Ahora, en relación con mis cuentos anteriores, creo que en estos cuentos hay más humor porque en el fondo el relato inicial, «Solo para fumadores», es un cuento humorístico. Me he dado cuenta al escribirlo y luego al releerlo.
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Una hora con Julio Ramón Ribeyro (1988)
Es opinión generalizada de la crítica —Luis Alberto Sánchez o Wáshington Delgado— dividir su proceso literario en dos etapas: del 53 al 74 en etapa realista y del 74 al 77 de intensificación de lo fantástico. Por el contrario, creo que ya en sus primeros cuentos están fijados los grandes temas de su narrativa que luego usted irá ampliando, perfeccionando a lo largo de su recorrido literario. ¿Qué opina usted acerca de su «primer acto» suyo, cuánto y qué le costó? Además, ¿cómo podría definir su camino literario? —En realidad, hacer una distinción entre lo que es realista y lo que es fantástico es una distinción demasiado académica y, a la vez, escolar. Yo podría incluso decirle que esta apreciación que ha hecho usted es justamente al revés: mi primera obra ha sido una obra de tipo fantástico, de juventud, y que luego más bien he empezado a hacer una obra realista. Podría sostenerse eso: sin ceñirse a esos criterios de lo real y de lo fantástico, creo que una obra está hecha de ondulaciones, es una cosa muy sinuosa en la cual uno va pasando de relatos que están muy inspirados en experiencias inmediatas, en hechos vividos, reales, a otros imaginativos. Al mismo tiempo en que uno vive ese tipo de relatos, hace otros que tienen más relación con la imaginación, con el sueño, con la fantasía. En realidad escribo instintivamente, siempre he escrito relatos que pueden llamarse realistas y relatos que pueden llamarse
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imaginativos sin ser realmente fantásticos, porque yo no practicaba la literatura fantástica, como en el caso de Edgar Allan Poe o algún otro autor. En fin, hago relatos realistas donde algunos se deslizan hacia lo imaginativo. ¿Usted recuerda cuándo escribió su primer cuento? —Mi primer cuento debo haberlo escrito a los 15 años, cuando todavía estaba en el colegio. Era un relato muy realista, en el sentido que describía con exactitud la vida muy mediocre de un funcionario. Pero de inmediato escribí un cuento medio kafkiano, onírico. Después escribí cuentos realistas. Para mí eso no es un problema que me interese mucho, lo que me importa es observar la realidad, en su integridad, quedarme con una idea y transponerla literariamente. Además, muchas veces he tenido cuentos inspirados en sueños, cosas que he soñado luego las he utilizado. Quizá estos cuentos son los que a veces tienen un aspecto un poco fantástico, pero todos son cuentos que nacieron de mi propia experiencia, no es una elucubración mental, no es pretender crear un ambiente de fantasía. A propósito de cuentos de aspecto un poco fantástico, ¿el cuento «Ridder y el pisapapeles» nace de una experiencia onírica o realmente vivida? —Fue una experiencia vivida. Estaba en Bélgica y fui a visitar a un escritor belga y vi en su mesa un pisapapeles igual al que yo había tenido de niño y entonces, como yo lo había perdido tirándolo una noche contra unos gatos, al verlo veinte años más tarde en esa mesa hice la asociación: ese debe ser mi pisapapeles que lancé hace años y que ahora aparece aquí. Y ¿cómo es que apareció acá? Bueno, eso ya es escribir el cuento. En el cuento no hay solución, solo se verifica un hecho, un hecho insignificante, pero lo importante es que surja. En parte comparto la teoría de Cortázar de que lo «mágico» está en lo cotidiano, en nuestra realidad. A veces en la vida nos ocurren cosas tan misteriosas que no tienen ninguna explicación aparente y que solo hay que asumirlas. Sus personajes se mueven dentro de una dimensión individual y son generalmente individualidades angustiadas. En la angustia existencial que se respira en sus cuentos podría verse
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una sutil y profunda crítica que hace usted a la sociedad, como a las revoluciones en las que usted no cree, según afirma en Prosas apátridas. —Hay que hacer una distinción entre el aforismo, la reflexión de tipo general, filosófico que pueda haber escrito como Prosas apátridas, y mi narración, mi obra de ficción. Claro que una cosa se relaciona con la otra, pero no necesariamente son una consecuencia de la otra. Por ejemplo, hablando de la revolución, ciertamente, puedo decir que si me pongo en un plano macrohistórico, por encima de la historia inmediata, por ejemplo, ¿qué produjo la Revolución francesa? Produjo una burguesía chata, necia, unos grandes principios huecos, como liberté, égalité, fraternité. Y la Revolución rusa, ¿qué produjo? Produjo el estalinismo, condenas... Pero eso no quiere decir que no crea en la necesidad de esos cambios, esos cambios son pensables, necesarios, por más inconvenientes que traigan. Es cuestión de detectar este periodo de crisis de manera positiva o negativa y admitir que sin una crisis no puede haber cambio ni progreso. Esa es ya una cuestión de meditación filosófica. Por ejemplo, George Kubler habla de la importancia que tiene la crisis, sea de tipo revolucionario o de tipo económico, en las mutaciones que se producen en la sociedad. Él habla de lo que llama objeto primario y de réplica. Los objetos primarios son las grandes obras que se crean en determinados momentos que coinciden con un momento de crisis y las réplicas son las obras que se van creando a la sombra de esos objetos primarios. Cada tantos años, a veces siglos, se producen crisis que dan lugar a nuevos objetos primarios y a nuevas réplicas. Por ejemplo, la aparición del arte gótico fue un periodo de crisis al que siguió una etapa de réplicas hasta la aparición del barroco, luego sigue otro ciclo de réplicas hasta finales del siglo XIX, cuando aparece el arte moderno que origina nuevos objetos primarios, porque ya las expresiones que se utilizaban no respondían a las exigencias del momento, a la nueva concepción del universo. Cuando usted llegó por primera vez a París, a Europa, ¿de qué manera y con qué intensidad vivió el clima filosófico de aquel entonces?
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—Llegué por primera vez a París en el ocaso del existencialismo, l’après-guerre. Francamente yo miraba eso con mucho escepticismo. Siempre he sido muy individualista, soy muy reacio a participar en movimientos, en grupos. Siempre he vivido voluntariamente marginado. En el 61, 62 yo veía a toda esa juventud que estaba viviendo los últimos estertores del existencialismo en su manera de vestir, de actuar. La observaba, no participaba, era un francotirador. Lo mismo, años más tarde, con Mayo del 68. Todo era un espectáculo para mí. Veía desarrollarse con cierta simpatía, pero también con muy poca ilusión, pues pensaba que eso acabaría en nada, que era una cosa efímera. Los franceses sí creen que Mayo del 68 fue esa gran revolución, escriben libros sobre ese asunto, pero en realidad fue solo un sobresalto. Usted se considera un escéptico, un individualista y, en efecto, el comportamiento de sus personajes refleja cierta frustración, cierta fatalidad permanente. ¿Frente a esa negativa, a ese vacío que parece desprenderse de sus relatos, «Silvio en El Rosedal» vendría a ser, de alguna manera, una afirmación de la búsqueda existencial y, en última instancia, de la vida? —Dentro de la obra de un autor también pueden haber obras primarias y réplicas. Para mí este cuento es un objeto primario dentro de mi obra, un cuento que representa bastante bien, en forma óptima, una serie de ideas que tenía yo sobre la realidad, sobre la vida y que aquí han encontrado su mejor expresión metafórica y artística, comprensible para el lector y aplicable a su propia existencia. Se puede interpretar, claro, en clave optimista, pero en realidad es un cuento que está vinculado con la alquimia, con las lecturas que tenía yo en aquella época sobre la alquimia espiritual. No la alquimia material, esa es la condensación, no la del oro, sino la visión dorada, la de un grado de beatitud, de serenidad, de conocimiento de sí mismo, de felicidad, gracias a un exégesis96. A una búsqueda que en realidad
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es la búsqueda sin fin, es un proceso. En ese cuento, Silvio vive un proceso de tipo alquímico, de búsqueda de su ser gracias a su pasión por la música. Hay que hacer auténticamente lo que más interesa y seguir buscando, aunque no se llegue a actuar, puesto que la finalidad está en la búsqueda, no en el hallazgo. Indudablemente el propio medio social en el que se ha nacido influye mucho en la formación de la persona. Hay algunos críticos, como Antonio Cornejo Polar, que ven en usted cierta conciencia de raíz aristocrática que le llevaría a condenar de manera nostálgica la decadencia de su clase social y a tener cierta perspectiva aristocratizante sobre la realidad. ¿Está usted de acuerdo? —Hay algo cierto en lo que dice Cornejo Polar, y no solo él, también lo señala Miguel Gutiérrez, que es un escritor más que de izquierda casi de Sendero Luminoso97. Este último siempre ha considerado mi obra, con la de Bryce y Vargas Llosa, como representativa de la alta y media burguesía peruana. Es cierto, nos considera como escritores que nada tenemos que ver con la revolución, con el pueblo peruano, con el indígena, sino como la expresión de la burguesía peruana, que es ya una burguesía a punto de desaparecer, en decadencia. Obviamente tiene razón: yo he nacido en una clase burguesa que está extinguiéndose tanto en lo económico como en lo biológico, quiero decir que los viejos señores limeños, de quienes yo desciendo, ya no existen. Ya en Lima no hay limeños, hay provincianos. Los limeños se han ido mezclando con los provincianos, de modo que se han vuelto provincianos, porque el poder de la gente de provincia —el poder físico, biológico— es más fuerte que el de los limeños, es decir, los asfixia. Yo desciendo de una vieja familia limeña de la que no existen sino trazas, quizá soy uno de los últimos representantes de esa familia, como es el caso de Bryce. El caso de Vargas Llosa quizá no pueda decirlo, porque él es provinciano, de Arequipa,
Miguel Gutiérrez expresó sus opiniones sobre Mao Zedong y Abimael Guzmán en La Generación del 50: un mundo dividido (1988).
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Ver el artículo «La alquimia hoy» (1979).
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de Bolivia, no sé, pero no es limeño. Si él ahora se hace pasar por limeño es porque ha ganado su dinero y las familias ricas limeñas lo miman, lo halagan. Pero que es un hombre de provincia eso está reconocido. Sí, creo que hay un acatamiento a mi propia clase, pero eso no impide que no sea sensible a muchos de los problemas de la clase popular, a su capacidad de sufrimiento. Y es más: estoy seguro de que esta gente será la que dominará la sociedad peruana en un futuro no muy lejano. Habrá una verdadera mutación que ya se está produciendo; eso lo noto cada vez que voy a Lima. En sus cuentos se nota casi siempre un espacio cerrado, la casa sobre todo. ¿Eso es la traducción de un espacio interiorizado donde el sujeto es centro y excéntrico, como en «Nada que hacer, monsieur Baruch»? —En efecto, hay cuentos que se desarrollan en habitaciones, en casas. Pero a veces, porque justamente me daba cuenta de que había muchos cuentos que se desarrollan en un espacio cerrado y por la noche; he buscado cuentos que se desarrollaran en espacios abiertos y en pleno día, en la playa, al lado del mar, como «Un domingo cualquiera». Eso era para marcar un contraste entre los entornos, contraste que siempre he buscado voluntariamente. En todo caso, una cosa me parece importante cuando escribo: la presencia del espacio, del entorno, del paisaje. Muchos escritores no dan importancia a los objetos del marco de la acción, creen solo en la dinámica de los personajes, no en lo que está ocurriendo entre ellos. El marco no existe o existe simplemente como un decorado que no tiene influencia sobre la acción. Por ejemplo, a Bryce siempre le hago notar que en su obra no hay naturaleza, no hay descripciones de árboles, de cielo y siempre él me contesta que todo eso no le importa. Incluso en su novela La vida exagerada de Martín Romaña hay una parte en que el personaje hace un viaje de Lima a Piura en ómnibus y dice más o menos: «Viajé de Lima a Piura, no miré nada, y de paso me cagué en el paisaje nacional». Eso es todo el viaje. Si tomas mi novela Crónica de San Gabriel, donde hay un viaje de Lima a Trujillo, te das cuenta de que el viaje es parte de la novela y hay una fuerte presencia de la naturaleza. Aunque sea solo una página,
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en todos mis relatos siempre hay una descripción de los personajes en un espacio determinado, con características determinadas. Por ejemplo, en «Nada que hacer, monsieur Baruch» hay una descripción minuciosa del departamento en el cual hay dos piezas simétricas que son exactamente idénticas la una de la otra. A pesar de tener muebles parecidos, son dos habitaciones. Y esto se nota en todos los relatos: siempre hay la presencia del ambiente alrededor del personaje que desempeña un rol, que crea la atmósfera. Hay una relación muy estrecha entre el espacio y el estado de ánimo del personaje. En tus cuentos se nota la casi total ausencia de grandes temas de la literatura universal, según cierta crítica psicoanalítica, como el amor, la religiosidad. ¿Eso obedece a algún planteamiento filosófico en concreto o es el resultado de una mera casualidad? —Es verdad que en mis cuentos casi nunca aparece el amor, quizá es una cuestión de pudor. A mí nunca me ha tentado escribir sobre mis experiencias amorosas, a pesar de que tengo un par de relatos que están vinculados a experiencias amorosas ya lejanas, bastante densas como para dar origen a un buen relato98. Pero nunca los he terminado, los he dejado siempre en la mitad, porque me parece un poco banal hablar de esas cosas. Quizá sea una cuestión de encontrar el tono que te lleve a hablar de asuntos amorosos sin caer en la facilidad, en la banalidad. En cuanto a la religión, no es que no sea religioso ni anticlerical. Recibí una educación católica. Aunque dejé de practicarla a los 15 años, conservo un fondo de religiosidad natural. No soy una persona que sea completamente incrédula, no soy un ateo: en mí hay una vertiente hacia lo religioso, lo inexplicable, que está abierta. Usted antes se ha definido como una persona que siempre ha vivido voluntariamente marginada. Hablando sobre la difusión Sin embargo, años después escribiría el cuento «Nuit caprense cirius illuminata», fechado en Capri, el 17 de setiembre de 1993, donde un escritor maduro, Fabricio, alejado de su hijo y de su esposa, a quienes ve con poca regularidad, pretende reanudar cuatro décadas después una aventura amorosa con una española de nombre Yolanda Gálvez en una isla italiana. 98
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de su obra, si consideramos el boom de la literatura latinoamericana desde el punto de vista comercial, usted está en buena parte marginado y se automargina. Sin embargo, usted es muy conocido y leído en el Perú hasta el punto de obtener, en 1986, la condecoración de la Orden del Sol. ¿Qué opina usted? —Has dicho bien: me automargino y la primera razón es que, en efecto, a mí no me atrae en absoluto la fama, no tengo el temperamento de un luchador desde el punto de vista comercial. Quizá hace muchísimos años eso me interesaba un poco, pero hace ya muchos años que eso no tiene ningún interés para mí. Si he ganado el Premio Nacional de Literatura es cosa que ha venido del exterior y la he aceptado porque sería un gesto de idolatría no aceptarlo. Pero no busco nada y todo tipo de reuniones, congresos, coloquios, etcétera, no los acepto, no asisto, y, a veces, ni me excuso. Así que una razón es esta: no colaboro, porque soy el peor colaborador de mis editores y de cualquier persona que quiera divulgar mi obra. Otra razón es la propia naturaleza de mi obra. Mi obra no es una obra típicamente latinoamericana para la mentalidad europea. Cuando un europeo piensa en América Latina y en la literatura latinoamericana tiene ciertos estereotipos que cuanto más se realizan en literatura más le atraen: mucha política, muchos dictadores, mucha violencia, muchas revoluciones, muchos indígenas, muchas explotaciones, mucha naturaleza virgen, mucho barroquismo... Eso hay en la mayoría de los escritores latinoamericanos. En mis libros sucede todo lo contrario. Mis libros son de una tonalidad diferente, mis personajes son peruanos, pero también muy universales. Son personajes de ciudad, de una ciudad cualquiera, no solamente de Lima. Hay una falta de presentación vistosa en mis libros para cautivar al lector europeo, extranjero en general. Me basta con que el peruano se reconozca en lo que hago, que identifique el mundo en el que vive. Ahora, que no se reconozca el francés eso ya no me importa. Usted define su obra y sus personajes como universales. Sin embargo, según parece, lo que más le importa es el reconocimiento por parte del público peruano. ¿Es por eso por lo que, a pesar de su larga estancia fuera de su país, solo en muy pocos cuentos
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la acción se desarrolla en Europa: «La juventud en la otra ribera» en París, «Los españoles» en Madrid, «Ridder y el pisapapeles» en Bélgica, «Los cautivos» en Fráncfort, etcétera? —Sí, solo tengo diez cuentos que se desarrollan fuera de Lima: en Madrid, en Amberes, en Fráncfort, en París, etcétera. Y es raro porque la mayor parte de mi vida la he pasado fuera del Perú. Sin embargo, sigo sintiéndome profundamente peruano. Además, tengo muchos cuentos cuya acción transcurre en Europa, pero están guardados. A propósito de lo inédito, en estos últimos años usted no ha publicado nada. ¿Se debe a sus múltiples compromisos diplomáticos o a la falta de deseo de publicar? ¿Tiene algún proyecto inmediato? —Acaba de salir un libro en Lima que se llama Solo para fumadores. Son siete cuentos que escribí en los últimos cinco años y los editó una amiga mía99 que tiene una pequeña editorial que se llama El Barranco. Este lo publicará Tusquets, en España, pero tendré que añadirle más cuentos para la edición europea100. Tusquets, además, va a lanzar una selección de La palabra del mudo que hizo Alfredo Bryce Echenique. No soy muy partidario de las selecciones, pero, en fin, Alfredo Bryce la tiene hecha y con ella el prólogo101. Escribir cuentos es una cosa que ya no me atrae mucho. Lo hago porque tengo los temas archivados y no por falta de tiempo. El tiempo me sobra, en la oficina todo lo hacen las secretarias, pero la cosa es que no tengo ganas. Busco otras formas, formas nuevas, no sé. Tengo varias cosas: tengo un libro inédito de frases muy cortas que no lo he acabado aún porque es un texto impublicable102. Tusquets lo tiene hace tiempo, esperando qué hacer con él, porque no sabe cómo publicarlo. Además, tengo una serie de ensayos un poco en broma,
Patricia Pinilla Cisneros. No se culminó este deseo. Nunca salió esta edición de la que habla. 101 Se trata de Silvio en El Rosedal (Barcelona, Editorial Tusquets. 1989). Pero antes Ribeyro hizo una selección de veintidós de sus cuentos y un prólogo para la editorial española Argos Vergara: La juventud en la otra ribera (1983). 102 Habla de Dichos de Luder (1989). 99
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aparentemente serios, pero irónicos sobre Caravaggio, De Sade, etcétera103. Son solo búsquedas, nada más. En España, por lo menos, se le empieza a conocer desde 1975 con la publicación de Prosas apátridas. ¿Qué difusión tiene su obra en el mundo anglosajón, pues sé de la existencia de más de una tesis doctoral estadounidense sobre su narrativa, y en Europa en general? —En los Estados Unidos soy conocido en el mundo universitario, pero, por lo que se refiere a la traducción, nada. Tengo dos contratos con editoriales universitarias, Colorado y Texas, pero veo el inconveniente de que su difusión se limite al medio académico. No son editoriales comerciales. En Italia me editó Einaudi Crónica de San Gabriel y una selección de cuentos, en Francia y en Alemania han traducido Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y algunos cuentos. Pero, en general, mi obra se difunde entre estudiantes universitarios. De la literatura peruana, ¿a qué autores podría indicarme como sus maestros espirituales y cómo juzga el actual panorama literario peruano? —En la literatura peruana no tengo maestros espirituales. Tal vez el Inca Garcilaso con su Historia general del Perú. Luego, haciendo un salto hasta nuestro siglo, un poco Arguedas, muy poco. Es un gran escritor, de mucha personalidad, pero tiene mucha escoria, muchas imperfecciones. Además, César Vallejo, Martín Adán con La casa de cartón, que es una verdadera joya. Actualmente en el Perú se hace buena literatura. Entre la gente nueva hay muchos escritores jóvenes, muy buenos, como Alejandro Sánchez Aizcorbe, que acaba de publicar Jarabe de lengua, libro al que le he hecho la introducción104: son cuentos muy violentos que reflejan bien el clima de tensión que hay de momento en el país. Otro buen escritor es Alonso Cueto.
Nunca se publicó. Ver el texto «Alejo, el abominable», en Jarabe de lengua, de Alejandro Sánchez Aizcorbe, Lima, Editorial El Quijote, 1987, p. 9.
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He visto en Lima que varias veces se han puesto en escena algunas obras de teatro escritas por usted y sus cuentos «Fénix» y «Tristes querellas en la vieja quinta». ¿Qué opina sobre el teatro latinoamericano en general? ¿Cree, como algunos, que hay una verdadera crisis de los dramaturgos? ¿Ha escrito recientemente algo de teatro? —El año pasado tuve la ocasión en Lima de presidir un coloquio teatral latinoamericano en el cual estaban invitados directores de teatro, dramaturgos, críticos, escritores de varios países latinoamericanos. Fue interesante porque fue una forma de cotejar los problemas que hoy hay en América Latina en relación con el teatro, en el aspecto de la dramaturgia y de la dirección. Lo importante era poner en contacto a los autores con los directores de teatro, porque en América Latina la dramaturgia había perdido importancia y había sido reemplazada por el director hasta llegar al punto de que ya no era necesario contar con una obra escrita para montar una obra de teatro, el propio grupo iba creando el texto. Todo el coloquio se basó en esta confrontación. Hubo una polémica muy dura entre gente que defendía el teatro colectivo, como el colombiano Buenaventura, y gente, como Eugenio Barba, que pretende un teatro donde no exista texto. Para Barba, lo importante es la expresión corporal, la plástica, pero sin contenido político. Yo defendía, más bien, la existencia de un teatro con texto, y en eso me apoyó mucho el crítico francés que dijo que buena parte del teatro moderno había surgido gracias al trabajo de dramaturgos que habían creado al margen de todo grupo, como Ionesco, Beckett, Adamov. Total, después de mucha discusión, se redactó un comunicado oficial en el cual se reconocía que el dramaturgo necesitaba de los directores y los directores de los dramaturgos. Además, de todos modos, era necesario que hubiera un mayor contacto entre los dramaturgos y los grupos. Pienso que eso es importante, que el autor piense quiénes serán sus actores, quiénes serán sus directores, dónde se pondrá la pieza y quiénes la verán. Me di cuenta de eso cuando mi pieza Santiago, el pajarero, que escribí sin pensar exactamente en qué país se iba a montar, qué actores la iban a representar, fue puesta en escena. Entonces allí había un error de
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concepción, porque los personajes eran de mucha prestancia física, muy solemnes, pero los actores peruanos eran mestizos y enanos. Entonces me di cuenta de que no respondían a esos personajes, de que la cosa no iba. La última obra de teatro que he escrito se llama Área peligrosa, tiene un acto, dos personajes. Aparentemente, es fácil de montar, no necesita de escenario, pero en realidad es difícil. Si no se monta bien, con buenos actores para crear un clima de ambigüedades, de equívocos, de inexistencias, la cosa se queda chata y superficial. La han puesto en escena hace poco en Lima, pero no sé cómo habrá salido. Hasta ahora usted ha publicado tres novelas: Crónica de San Gabriel, Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia. Esta última ha quedado, para decirlo así, en la sombra frente al éxito que han tenido en el Perú las dos primeras. En efecto, Cambio de guardia resulta ser su novela menos emocionante. ¿Podría decirme algo sobre ella? —Esta novela fue una obra que me dio mucho trabajo, a pesar de que la escribí en un periodo relativamente corto. Por lo general, escribo rápido, pero corrijo mucho las cuestiones de redacción, de fraseo. No refundo ni rehago mis libros, no es mi estilo de trabajar: un libro sale bien o sale mal. Cambio de guardia la escribí en circunstancias muy particulares, pues en esa época habían ocurrido incidentes políticos graves en mi país en los cuales habían muerto algunos amigos míos muy queridos. Era la época de la plena efervescencia política, castrista. Todos los peruanos jóvenes que vivían en París estaban verdaderamente emocionados y conmovidos por esas ideas y los que no lo estaban nos parecía que se equivocaban. Luego nos dimos cuenta de que éramos nosotros los que nos equivocamos. La novela fue escrita y movida por el sentimiento y la cólera. Quizá esos sentimientos, a pesar de lo que dice José María Arguedas —«hay que escribir con odio»—, no sean muy recomendables, al menos en mi caso. Me encontraba en un estado de cólera, de malestar, de impotencia. Entonces decidí escribir una novela para criticar violentamente todo lo que había en el Perú: a los sacerdotes, a los militares, a los intelectuales. Imaginé una serie de situaciones que se
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prestaban para este tipo de crítica. Por eso, la novela está constituida por seis o siete historias diferentes, en general unas historias políticas. En todo caso, partí de ciertas ideas preconcebidas sobre la realidad, sobre el mundo, que traté de explicar a través de esas situaciones, formulándolas en términos de novela. Estas serían tres: 1) La idea de la implicación, es decir, el hecho de que todos estamos, de una forma o de otra, el uno con el otro relacionados y a veces mucho más estrechamente de lo que creemos. 2) La idea del azar, es decir, la importancia que tiene el azar en nuestra vida. En la novela hay situaciones que se desencadenan por eventos simplemente fortuitos. 3) La idea de la imposibilidad de descubrir la verdad. En la novela la mitad de las historias quedan en la vaguedad y en la duda. Esta idea me vino y la mantengo porque en la vida, con los hechos más importantes, es extremadamente difícil de llegar a conocer la verdad. Pensemos, por ejemplo, en el asesinato de Kennedy. ¿Quién sabe realmente la verdad? Esta novela tiene, además, aspectos anecdóticos: fue escrita en el 64 y en el 65, pero no tenía título. Había tantas historias dentro que no encontraba un título que las cubriera todas. Cuando la acabé, recuerdo que la leyeron algunos amigos míos y me dijeron que estaba bien, pero la guardé en un ropero donde se mantuvo durante ocho, diez años. La realidad había evolucionado con tanta rapidez que había convertido automáticamente mi novela, violentamente antimilitarista y anticlerical, en un anacronismo. La publiqué solo en el 76 con el título de Cambio de guardia, título que le había puesto un sobrino mío en una reunión de familia.
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Para mí, todo es motivo de duda (1992)
Ya es un lugar común, válido por lo demás, que eres el mejor autor de cuentos que tenemos y, probablemente, uno de los mejores de Hispanoamérica. ¿Por qué la elección del cuento? —Si tú haces una revisión de mi obra narrativa, te darás cuenta de que solo he escrito tres novelas y, estas novelas, las escribí entre los 25 y 35 años; es decir, hace más de treinta años que no escribo novelas. Esto indica que yo tengo la conciencia de que este género no es precisamente en el que me puedo expresar mejor, son ensayos de juventud. El cuento también es una forma de expresar todo un mundo a base de relatos que, por su agregación, pueden ser tan aptos como la novela para expresar el universo de un autor. Hay personas que perciben la realidad como relatos, hay personas que perciben la realidad como poesía y hay otras que la perciben como ensayo o como novela. Esto yo lo percibí una vez que asistí a un mitin político en París en una sala cerrada. Recuerdo que fui con Lucho Loli, que era periodista, y con Sánchez Pauli, que era dramaturgo. Estuvimos en la reunión política y de pronto irrumpieron unos fascistas arrojando bombas lacrimógenas, la sala se llenó de gases y todo el mundo salió disparado, desde los conferenciantes hasta el público. Entonces me encontré con Lucho Loli y con Sánchez Pauli a una cuadra del local. Loli había visto un artículo periodístico, Sanchez Pauli había visto una obra de teatro
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de un solo acto y yo lo percibí como un relato. Resultaba divertido porque los oradores eran unos tipos de izquierda que estaban lanzando arengas con gran valentía, y cuando cayeron las bombas salieron disparados. La novela te exige un esfuerzo mucho más continuado y, sobre todo, la exclusión de otros temas porque la novela te absorbe demasiado. Cuando escribía novelas, estas se convertían en una obsesión. En cambio, con los cuentos puedo escribir cuatro o cinco al mismo tiempo. Siempre he trabajado varios cuentos al mismo tiempo. L Aparte del género cuento, tu obra va por un lado que hoy en día se llama textos, Dichos de Luder, el diario y las Prosas apátridas. Si la novela es tu género de juventud, ¿estos textos son tu género de madurez? —Sí, probablemente, porque estos textos, excepto el diario, son posteriores a la escritura de mis novelas. El diario es anterior, era un ejercicio, una forma de preparación para escribir luego obras de ficción. ¿Cómo surge el interés por este género de no ficción? —Eso se debe a ciertas lecturas. He leído con entusiasmo a Montaigne, a Pascal, a los novelistas del siglo XVIII y a los escritores que en el siglo XIX escribieron textos de reflexión, particularmente diarios íntimos. Entonces por esa especie de placer que yo encontraba en la lectura de este tipo de textos es que a mi turno comencé a escribir así, como un deseo de hacer lo que hacían otros escritores. Salvo algunos cuentos particularmente lúdicos como «La insignia», que es clásico, tus relatos, tanto de ficción y de no ficción, no tienen una vocación por lo fantástico sino más bien un elemento que resulta evidentemente autobiográfico. Pienso en Solo para fumadores, que está catalogado como un libro de cuentos y, sin embargo, me parece que, en su gran mayoría, es un libro de crónicas personales y autobiográficas. ¿Por qué el placer por una creación lo más alejada de la ficción?
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—Lo que tú quieres decir es que tengo una tendencia marcada hacia el realismo más que hacia la literatura fantástica o de ficción pura. Entre los cien cuentos que habré publicado, considerando el cuarto de La palabra del mudo, habrá un diez por ciento que está en la línea de lo fantástico, un poco a la sombra de autores como Poe, como Kafka. Es una vena que incluso resulta bastante juvenil, pues predominaba en los primeros relatos. Con el tiempo me fui constriñendo a una óptica más realista para describir mi mundo, sea en mi propia vida o en la que aprendía de otros, ya que hay muchos cuentos míos que son historias que me han contado distintos amigos. ¿Por qué la opción realista? —Eso se debe a cuestiones de formación literaria y de opción personal. De muy muchacho, yo he sido un adicto a la novela francesa del siglo XIX, Flaubert, Balzac, que en sus novelas reflejaban la sociedad de su tiempo. Por otra parte, es una opción personal porque siendo un escritor limeño de clase media de mediados del siglo XX, me di cuenta de que la literatura urbana no expresaba esa Lima que comenzaba a transformarse. Entonces por qué no retratar esta sociedad y luego rescatarla mediante la escritura, dejar un testimonio de una sociedad determinada en un momento determinado. I S C No solo das testimonio de tu tiempo, sino que vas al rescate de tu infancia. De hecho, tu último libro de cuentos se llama Relatos santacrucinos. Tú has fabricado una epopeya en base al barrio de Santa Cruz, en Miraflores. —Sí. En todos mis cuentos hay muchísimos relatos que transcurren en Miraflores, particularmente en Santa Cruz, pero estaban dispersos en medio de otros relatos que transcurrían en otras zonas de Lima y del Perú. En este último libro he agrupado unos diez o doce relatos que se desarrollan solamente en Santa Cruz de los años cuarenta: mi infancia, mi llegada a Miraflores porque hasta los 6 años viví en Lima, en Santa Beatriz.
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Al mudarme a Miraflores viví un cambio muy importante, Santa Cruz era un barrio que estaba en plena formación. Había tres zonas muy marcadas: la hacienda Santa Cruz, de ahí el nombre del barrio que iba desde la avenida Pardo hasta la Arequipa; el campo de aviación Faucett y el cuartel San Martín. Al llegar a los 6 años fue algo impresionante, hacíamos excursiones por la hacienda Santa Cruz, nos metíamos al campo de aviación Faucett, donde aterrizaban esos aviones de color naranja o trepábamos a la huaca Juliana. En esa época la vida de barrio era muy solidaria. Ese mundo que me marcó tanto es el que he tratado de revivir, o de vivir. No es por cuestiones nostálgicas, la nostalgia es un sentimiento peligroso, se puede caer en un pasadismo anacrónico, sino por esa especie de obsesión, que permanezca un testimonio de todo ese tiempo vivido. Al primer escritor que le escuché decir: «Soy un escritor de clase media» es a ti. Los escritores siempre se han confundido en una especie de magma histórico donde parece que no pertenecieran a ninguna clase. ¿Qué cosa es ser de clase media para ti? —En mi caso, explico mi situación de clase media como el punto de convergencia entre dos clases diferentes. Por el lado paterno, que era una familia de la alta burguesía descendente, y por el lado materno, una familia provinciana emergente. Es decir, en el momento en que estas dos familias se cruzan con el matrimonio de mis padres aparece una zona intermedia, un punto equidistante entre estas dos clases. Yo me he situado en este punto y lo he aceptado como una situación existencial que, por otra parte, me satisfacía. Nunca he pretendido pertenecer a la alta burguesía peruana pero tampoco descender de una familia provinciana de origen modesto. Yo me siento bien en esa posición de equilibrio, pues me permite juzgar a ambas con bastante libertad de espíritu y objetividad. No tengo ningún empacho en burlarme de los defectos de los personajes de la alta burguesía así como trato de ser muy comprensivo con los problemas de la clase media emergente de donde viene mi familia materna. E L P Has pasado casi toda tu vida fuera del país. Eres un hombre hasta cosmopolita en el sentido real de la palabra; sin embargo,
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en tu obra asumes con toda naturalidad desde la vida de barrio limeño hasta las conversaciones de los compadres en las cantinas más rascas. —El hecho de haber vivido treinta años afuera no despertó el menor interés por escribir de esos lugares. Siempre me he sentido un extranjero y no podía añadir nada sobre esos países a los que ya habían escrito los propios nativos, entonces dije: «Si soy peruano, debo escribir sobre el Perú, que es lo que mejor conozco». Quizá porque aún pervive en mí un prejuicio. Pienso que los escritores deben escribir sobre su país. Esto me ha dado buenos resultados. Pero también hay otros casos; Alfredo Bryce, por ejemplo, es un escritor cosmopolita que narra sus experiencias en París o en Madrid. Pero Alfredo escribe desde su perspectiva, no pretende enmendarle la plana a nadie. Tú también debes tener tu perspectiva, aunque resulta curioso que no asome en tus relatos. Al fin y al cabo, Europa no es ocasional sino que significa casi dos tercios de tu vida. —Todo lo que yo he escrito sobre ese mundo no está en los textos de ficción sino en otro tipo de texto. Por ejemplo, Prosas apátridas tiene como telón de fondo París y quien conoce verá que los lugares que describo corresponden a París, aunque yo no lo diga. Aunque hay muchos fragmentos en los diarios, especialmente en el periodo de los cincuenta a los sesenta, que transcurren en el Perú. Ahora, en géneros de no ficción, como el diario, te enfrentas con una obra que se va haciendo a medida que la vas escribiendo de acuerdo con los materiales que te da la vida cotidiana. No hay esa responsabilidad de imaginar y de construir mentalmente una obra como ocurre con los textos de ficción; es más bien una especie de diálogo con uno mismo. Es que muchas veces uno no encuentra interlocutores y no porque no sean lo suficientemente receptivos, sino porque lo que tú quieres decir probablemente no les interesa. ¿Quién puede entonces ser el interlocutor más atento y cercano? Tú mismo. En tu diario hay un elemento que se aparca muy poco en tus cuentos: el amor.
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—Efectivamente, y no me preguntes por qué motivo excluyo ese tema, yo mismo no lo sé. No creo que sea una especie de pudor, porque en mis novelas sí lo he tratado. Crónica de San Gabriel es una novela de amor entre un adolescente y su prima, en este caso es obviamente autobiográfico, y Los geniecillos dominicales es la pasión del personaje central por una prostituta. Es decir, hay una presencia de la mujer, en el primer caso en un amor juvenil y casto, y en el otro la pasión del protagonista. Los diarios empezaste a escribirlos antes que nada. ¿Por qué solo ahora te animas a publicarlos? —Porque no los consideraba parte de mi obra literaria. Yo pensaba que era un trabajo paralelo a mi obra de ficción, ya que existen muchas referencias de lo que estoy escribiendo. Era una especie de ayuda, de stock, de informaciones para los textos de ficción, no les atribuía ningún valor literario. Además, había la tendencia de publicar los diarios en forma póstuma. A partir de la primera mitad del siglo XIX se comenzaron a publicar los diarios en vida. La gente se volvió menos reservada, menos pudibunda. El escritor ya no tenía reparos en tratar su vida privada y en comprometer a la gente contando los secretos de otros. Entonces me dije por qué dejar esas miles de páginas acumuladas a la suerte, hasta que yo desaparezca, mejor es irlas publicando poco a poco. E P Todo esto surge de una actitud testimonial: la opción por el realismo, el rescate de tu clase media. Durante años tus lectores te han visto como un hombre profundamente escéptico. Sin embargo, en los últimos años te veo vivamente interesado en nuestra situación. Háblame un poco de tu relación con el Perú de hoy. —En el cuarto tomo de La palabra del mudo hay un cuento largo que es el epílogo del libro, donde hablo un poco de esta atracción por el Perú que se ha ido fortaleciendo. Trato el tema en forma exagerada. Yo ya estaba saturado de la llamada cultura occidental, de esa vida artística estridente, de la superinformación que se tiene en ciudades como París, entonces surgió la idea del retorno con el
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propósito de llevar una vida más tranquila, incluso con la posibilidad de irme a un pueblito de provincias o a una playa desierta. El cuento del que hablo se llama «La casa en la playa». Esto responde a una especie de saturación de los medios culturales cosmopolitas de los cuales no podía sacar ya más partido. Entonces, dije, ya llegó el momento de desculturizarse, de limpiarse. Llegué con una idea que es muy pretenciosa, te puede hacer recordar a Guaman Poma de Ayala, pues quería viajar de pueblecito en pueblecito y escribir una especie de informe acompañado con dibujos de cada cosa que viera. Este proyecto todavía lo tengo en mente, pero con el estado de convulsión que vive el país resulta un poco complicado. Pero el Perú del que hablas es un poco la tierra del buen salvaje. En realidad, este es un país terrible, feroz. —Este deseo de retornar al Perú está ligado también con la necesidad de comprender al país de cerca y no a la distancia y con el objeto de seguir escribiendo. ¿Tú sientes que este retorno también tiene que ver con el compromiso? —Yo no diría compromiso porque esa palabra no me gusta. Eso de sentirse constreñido a realizar determinado tipo de obra literaria porque hay una especie de precepto que te fuerza a tratar ciertos problemas no va conmigo. Es una cuestión de gusto personal, de curiosidad, de comprender lo incomprensible, pero no creo que sería para valerme luego de un carné de buen peruano. Yo soy un hombre sin ideología, no tengo ninguna certeza de tipo político o social. Para mí, todo es motivo de duda, estoy abierto a todo lo que pueda ocurrir. ¿Tú dejarías de lado esa actitud por alguna causa extraliteraria? —Sería bastante difícil, salvo que ocurrieran cosas excepcionales. ¿Qué cosas serían excepcionales? —Bueno, que estalle una guerra civil donde haya que defender una causa, pero en otras circunstancias prefiero mantenerme solo como observador.
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¿No crees que estamos muy cercanos a ese momento feroz?105 —Me temo que sí. E ¿Has escrito poesía? —Yo he escrito poemas, pero sobre todo pastiches, nada original. Leo mucha poesía —me gusta mucho— y probablemente soy uno de los pocos narradores que leen poesía con regularidad. Se me ha educado el oído, puedo imitar muy bien, puedo escribir sonetos quevedianos o poemas a lo García Lorca. Hay otros que pueden parecer versiones a la manera de variantes. ¿Pero tu intención es siempre la parodia? —No. Hay poemas que me han venido a la mente sin ningún esfuerzo. Me he despertado con un texto en la cabeza y lo he transcrito; ha salido íntegro. Esto me resulta sorprendente, me hace pensar en una comunicación telepática, en la existencia de otros escritores que están encajonados y valiéndose de un sueño aparecen y lanzan su mensaje.
Esta entrevista se publicó el 8 de junio de 1992. Gonzalo de la Puente Ribeyro, sobrino del cuentista, recuerda lo que sucedió poco más de un mes: «El 16 de julio, mientras escuchábamos música en su departamento de Barranco, luego de estar en Miraflores, oímos un estruendo a eso de las nueve de la noche. Era el estallido de un coche bomba en la calle Tarata, en Miraflores, que devastó edificios, vehículos de la cuadra y cobró veinticinco víctimas» («Recuerdos», suplemento «Semana», diario La Primera, 8 de junio de 2007, p. 6).
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El Perú de hoy da para una novela negra (1992)
Lacónico en grado casi exasperante, escrutador, mordaz y extremadamente brillante en la frase puntual, Julio Ramón Ribeyro se cierne nuevamente sobre esta ciudad de inopinados bombazos, miedos y frustraciones con un verdadero banquete editorial, en el que ya lleva presentadas la quinta edición de Prosas apátridas y la cuarta parte de La palabra del mudo, a las que agregará, en los próximos días, su esperadísimo diario personal. En la siguiente entrevista —de las pocas que concede—, Ribeyro habla de sus actuales preocupaciones autobiográficas, de Miraflores y de este desilusionado Perú que, «efectivamente, da para una novela negra». Parece ya un lugar común hablar de Julio Ramón Ribeyro como el mejor cuentista del Perú, o referirse a ti como el narrador más caracterizado de la marginalidad urbana o, ya en el conjunto de la prosa peruana, incluirte en lo que se llama literatura oficial. ¿Te molestan los esquemas? —Sí, me molestan. ¿Oficial?, ¿en qué sentido? ¿Querrán decir una literatura ya instalada dentro de las corrientes literarias peruanas actuales? En este último punto la alusión es a los códigos de narración occidentales por oposición a los de la tradición autóctona... —Pues en ese sentido sí, claro que hago una literatura oficial y no me molesta entonces el término. ¿Cómo has llegado a cerrar este ciclo de La palabra del mudo?
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—En realidad, está cerrado solo provisionalmente. En el prólogo de este cuarto tomo digo que culmina por ahora mi ciclo cuentístico iniciado en los años cincuenta, pero no excluyo que lo reabra próximamente, con la intención de publicar un quinto tomo. Pero, en fin, yo pensaba que con estos últimos cuentos de cierta forma agotaba un poco mis experiencias de juventud, de infancia y que era necesario en el futuro buscar otro tipo de temas y de motivaciones para seguir escribiendo cuentos; es una cuestión que tengo que decidir y afrontar en los tiempos que vienen. Una de las cosas que al detalle más llaman la atención, por su carácter develador, es el nuevo sentido que otorgas al título, La palabra del mudo... —En efecto, cuando publiqué los dos primeros volúmenes con Milla Batres era necesario buscarles un título que pudiera expresar más o menos la temática general de mis relatos y en ese momento pensé que un título apropiado era el de La palabra del mudo porque, al menos en aquellos dos libros, la gran mayoría de cuentos tratan de personajes marginales de la clase media peruana, protagonistas que sufren frustraciones, que tienen problemas que les impiden realmente hacerse escuchar y pensé que ese título era idóneo, pues significaba dar voz a aquellos que no la tienen. Ahora, con el tiempo y conforme iba escribiendo los cuentos de los volúmenes tres y cuatro, empezaron a aparecer otros temas, otro tipo de situaciones, a las cuales ya no se les podía aplicar exactamente el título general de La palabra del mudo. Pero me di cuenta, en esas circunstancias, de que este título podía ser dotado de un significado del cual yo hablo en la nota introductoria. Es decir, La palabra del mudo es mi propia palabra, en la medida en que yo también me considero en cierta forma un marginal. Sobre todo por tu ejercicio de la virtud del silencio... —Así es. Siempre he pasado por ser un hombre relativamente lacónico y discreto, cosa que con los años se ha mellado un poco. ¿Y esta condición de reserva permanentemente podría, de alguna forma que no es posible identificar al momento, influir en tu manera de afrontar el hecho literario en sí?
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—No he pensado en esa posibilidad. Ciertamente conozco a muchos escritores, casi la mayoría de mis colegas peruanos, en todo caso, que son francamente extrovertidos y que no practican la virtud del silencio. Es posible que el adoptar esa actitud de reserva tenga una cierta influencia sobre la naturaleza de lo que se escribe, y eso se refleja desde el punto de vista formal. Por ejemplo, en la medida en que las personas son extrovertidas y muy locuaces —y pongo el caso de Alfredo Bryce— son narradores orales en el sentido que, antes de escribir, ellos cuentan lo que van a escribir, de modo que en su escritura se refleja un poco la oralidad de sus relatos. En cambio, los míos, que son relatos que no han sido contados sino, sobre todo, pensados, sentidos y trabajados en el aislamiento y el silencio, son relatos muchísimo más literarios, en la medida en que se emplea un lenguaje muy literario que excluye, si se quiere, las expresiones coloquiales, las del momento, en aras de un estilo bastante más riguroso, menos cotidiano, sin que esto excluya que sea al mismo tiempo un estilo sencillo. Para hablar de los, hasta este libro, inéditos Relatos santacrucinos, evidentemente son la parte más autobiográfica de tu obra. ¿Esto obedece a una necesidad de volcarte hacia el encuentro pleno con el lector, al que además siempre has privilegiado en tus referencias, o existe otra connotación? —Creo que hay dos puntos en este asunto. El primero es que yo me encontraba escribiendo una autobiografía, y en ella algunos de los capítulos tratan temas que están ahora desarrollados en estos cuentos. En cierta forma, como ves, utilicé ese material autobiográfico que no llegué a plasmar en un libro, porque en un momento dado pensé que la autobiografía era un género que no me convenía, entonces empleé ese material autobiográfico para escribir esta serie de cuentos. Los he despejado, reescrito y publicado en forma de relatos. Esto es desde el punto de vista de su génesis. Ahora, el motivo que me movió a hacer esto, la razón más profunda, es el deseo de rescatar las vivencias infantiles de un barrio de Miraflores, cuyo estilo de vida ha desaparecido prácticamente. Lo que buscaba en el fondo era confrontar el Miraflores de los años cuarenta con el Miraflores de los noventa. Que se noten las grandes diferencias.
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El resultado tiene un desencanto absoluto o algo aproximado... —Pues no tanto. Si bien en todos estos cuentos se advierte un final con tono desencantado, de desilusión, mi intención tampoco era esa. No soy muy partidario de refugiarse en el pasado y decir que siempre fue mejor y, además, mostrarme completamente impermeable a la modernidad. Yo, con mis cuentos autobiográficos y recordatorios, no estoy desvalorizando el sistema de vida del Miraflores actual; sería además una actitud absolutamente anacrónica. Me doy cuenta, a través de mis conversaciones con los muchachos del Miraflores actual, de que para ellos su Miraflores es tan valioso como lo fue el mío, porque ellos se han insertado a un Miraflores completamente diferente al que yo viví, pero ese es el suyo y será el que ellos extrañen dentro de veinte o treinta años, cuando ahí surjan otros jóvenes escritores que vivirán y escribirán en otro, incluso totalmente distinto al actual. Muy bien, pero insisto en la intención principal de la pregunta: ¿esta preocupación autobiográfica —que parece alimentada por la reciente aparición de la quinta edición de Prosas apátridas, en buena cuenta un breviario de apuntes personales, íntimos pero a la vez universales, y la próxima publicación de tu diario personal— implica una autoexigencia de extrovertirte total y definitivamente? —Sí, puede ser. Y esto tiene una explicación. En mis primeras obras había una gran parte de impersonalidad, en los primeros relatos, si tú quieres, y luego vino un periodo en el cual diría asuntos realmente personales, pero a través de personajes interpuestos. Digamos, una novela como Los geniecillos dominicales, donde hay una gran carga autobiográfica, el personaje no soy yo, es otro que se llama Ludo, pero, en fin. Entonces me pregunté: ¿por qué no en un momento escribir ya directamente, colocándome yo como narrador y como protagonista, como el personaje? Me parece una secuencia natural... Ya en Dichos de Luder, tú eres, por supuesto, Luder... —Así es, yo soy Luder también, y me parece natural. Y, por otra parte, por ponernos en el caso, por ejemplo, de mi diario, ese
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material acumulado por tantos años me parece que no tengo por qué tenerlo guardado ahí hasta que me muera y para que se publique luego. Por eso decidí empezar a publicar por lo menos el primer volumen ahora y ver qué recepción tiene. Entonces cabe entender que en estos tres o cuatro últimos libros hay una reivindicación paralela del propio Ribeyro como de la persona del escritor confrontado ante el hecho literario. —Efectivamente. Yo creo que los escritores no deben tener miedo de su propia intimidad, ni tienen por qué estar mostrando falsos pudores o dando de ellos una imagen de gran respetabilidad. Creo que nosotros debemos aprender a utilizar como autores nuestra vida y nuestras experiencias en toda su plenitud, sin estar ocultando o deformando cosas... ¿Y en cuanto al papel del lector en este encuentro? —Sí, claro, siempre que escribo tengo muy presente al lector, pero no a un lector virtual sino a uno abstracto. Porque en el fondo escribir es muchas veces dialogar, y hacerlo con un lector aún no concreto, a uno que vendrá a una posteridad improbable pero posible. Y regresando de la posteridad al presente, a un contrariado tiempo que los críticos reconocen como posmodernidad, y al cual el Perú viene entrando casi por la ventana, es decir, de contrabando —la llamada «cultura chicha» es ya entre nosotros un emblema—, ¿ves la posibilidad de que este fenómeno social sea asumido literariamente? En el caso del desborde marginal de los cincuenta, tú lo hiciste... —Este término de posmodernidad para mí sigue resultando confuso, salvo en el aspecto arquitectónico, en el cual sí lo comprendo bien. En cuanto al fenómeno «chicha», sí, efectivamente, es muy interesante y yo lo he podido observar durante mis viajes anuales a Lima. Obviamente, hay una aparición de un tipo de cultura popular que no tiene nada que ver con la cultura que yo viví en mi juventud. Es un fenómeno muy atractivo desde el punto de vista de la música, de las costumbres, de la manera de vestir, de la manera de comportarse, todo lo cual nos va a conducir a unas formas de expresión cultural que aún no se puede vislumbrar muy bien. En
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otros aspectos como la literatura, por ejemplo, no sé si ocurra lo mismo. Se trata, reitero, de un fenómeno de creciente expansión en Lima que, seguramente, tendrá repercusiones en el campo literario, pero es necesario para ello que aparezcan los primeros escritores, los primeros ensayos. Por otra parte, creo que los escritores que siguen escribiendo lo hacen conforme a los códigos tradicionales. Quizá en el teatro puedan existir algunos ejemplos, sobre todo en los grupos que trabajan el teatro colectivo, como Yuyachkani o Cuatrotablas. Es posible que ellos hayan logrado expresar, hasta ahora, mejor que la narración, que otros géneros literarios, la nueva cultura limeña que se halla en plena formación. Pareciera que la posibilidad de verter en moldes literarios este nuevo fenómeno social la niegas para ti y pasas el encargo a las nuevas promociones... —Bueno, en mi caso ya sería un poco difícil dedicarme a una labor de esa magnitud. Suponiendo que yo me instalara definitivamente en Lima, me sería un tanto difícil tratar, como una especie de explorador, de comenzar a recorrer los pueblos jóvenes, las barriadas, observando la vida en ellos y buscando temas, adaptándome además a esa nueva problemática. Creo que yo seguiría escribiendo de acuerdo con mis formas tradicionales y quizá sobre temas que no tengan mucha actualidad. Eso sí se me antoja curioso tratándose de ti, ¿qué temas? —Actualmente me interesa mucho lo que se refiere a la historia, por varias razones. Una de ellas es que en el Perú no existe una verdadera narrativa inspirada en la historia. Siempre los escritores tratan sobre lo actual o, como yo, sobre cosas que han pasado hace treinta o cuarenta años, que creo que todavía no es historia. Yo me refiero a la historia de los siglos pasados, por ejemplo sobre la Colonia, sobre el comienzo de la República, incluso la época de la Conquista. Creo que este es un vacío grande que existe en nuestra literatura. Digo esto porque en todas las literaturas, y particularmente en las europeas, la historia siempre ha sido una fuente de inspiración para los narradores, particularmente durante la época del romanticismo. En cambio, en nuestro caso, si uno se fija y si se da cuenta, de las
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cincuenta últimas novelas peruanas publicadas en el Perú, es raro que haya un tema histórico... Creo que hay una novela de José Antonio Bravo con ese tema...106. Sí, que acaba de aparecer bajo el sello de Okura... —Así es. Ahora, una novela histórica podría ser La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa, pero no es historia peruana sino del Brasil. Creo incluso que este interés por la historia es una cosa que se va a ir decantando en nuestros narradores. Yo sé, por ejemplo, que Bryce quería escribir una novela sobre Flora Tristán, que ya sería una novela histórica, y creo que el mismo tema lo había pensado también Vargas Llosa107. Y para hablar del sangrante proceso histórico peruano actual, ¿qué productos textuales cabría esperar como representación de esta coyuntura? (¿o acaso debo decir ya «estructura»?). —Creo que esta situación de violencia que vive la sociedad peruana actualmente, a la que se añade la corrupción y el narcotráfico, etcétera, incitaría a escribir una novela de tipo policial, incitaría porque ya los personajes están en el ambiente, las situaciones las vivimos todos los días. Simplemente habría que tratar de encontrar en todo este clima social de violencia y de delincuencia los elementos necesarios para el esquema de una novela policial. Se trata de una posibilidad muy estimulante. En torno a lo que cabe esperar, hay varias respuestas. La primera sería que en épocas de grandes convulsiones sociales a veces no se produce una literatura en el momento. Eso se puede notar en el caso de la Revolución francesa. Las pocas obras que se dieron fueron de carácter político, panfletario o enciclopédico. Los escritores estaban tan imbuidos en el hecho político que no tenían tiempo para escribir sobre eso. Por eso pienso que en el caso del Perú, que vive un fenómeno de convulsión tan grave, no hay aún la suficiente serenidad
Se trata de Cuando la gloria agoniza (1989). Vargas Llosa publicaría la novela El paraíso en la otra esquina (2003), con Flora Tristán y Paul Gauguin como protagonistas.
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ni objetividad para decidirse a escribir una obra literaria sobre estos momentos. Habrá que esperar. ¿Habrá que esperarte?, se preguntarán muchos... —Después de las tres novelas que publiqué, he empezado varias otras que no pasaron de las primeras páginas. Pero hay temas que me siguen pareciendo interesantes para tratarlos novelísticamente. Entre ellas, efectivamente, hay dos que me interesarían escribir, una novela policial, género del que hablábamos y del que, creo, se ha escrito muy poco en el Perú. Mirko Lauer ha escrito una excelente pequeña novela de este corte... Sí, Secretos inútiles, pero también Carlos Calderón Fajardo lanzó antes La conciencia del límite último. Ambas son buenas muestras de un creciente interés por el género. —Pues, sí, tienes razón, también Calderón Fajardo, y esto me hace pensar en un género muy vigoroso y con alcances más eficaces que los de una novela no policial. Ahora, si yo escribiera una novela policial, la ciudad sería Lima, el personaje, naturalmente, sería un pequeño detective de la Policía Técnica o qué sé yo, y lo más complicado es justamente el tercer elemento, la intriga. Pero evidentemente no se trataría de una novela policial de corte clásico, chandleriano, sino una adaptada a este particular clima de violencia institucionalizada... —Así es. En la novela policial hay, como sabes, dos aspectos: la novela de intriga propiamente dicha, que plantea problemas de tipo intelectual, como uno matemático o uno de ajedrez, y se desarrollan en lo que se llama «cuarto cerrado». Pero también existe lo que se llama novela negra, en la que el aspecto social es lo que más importa. Y creo, precisamente, que el clima social peruano actual sería más propicio para una novela negra que para una de tipo intelectual. Y es, probablemente, a la que tú aspirarías. —Probablemente, pero no me preguntes de plazos. Eso depende de miles de cosas...
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Todavía no sé quién soy (1993)
Como bien se ha dicho, hay escritores que buscan infructuosamente la fama, y hay otros que son perseguidos por ella durante toda su vida. Julio Ramón Ribeyro pertenece, sin duda, a los de esta última especie. A pesar de él mismo, este hombre se ha convertido en un personaje público, en un escritor famoso. El fin de semana pasado estuvo presente en Chiclayo, con ocasión de la premiación del Concurso Literario Lundero. Allí fue aclamado sin miramientos por una multitud que abarrotó las instalaciones del Teatro Dos de Mayo, pugnando por un autógrafo o por darle la mano. El corolario de la noche resultó inusual para un escritor: tuvieron que sacarlo prácticamente en vilo y meterlo en un auto, antes de que fuese tragado por esa avalancha humana. Sin embargo, Ribeyro no se ha moldeado ni desfigurado por la fama. Al contrario, es reacio a conceder entrevistas y tener una «vida pública». Aprovechándonos de su generosidad y su amistad con el escritor Guillermo Niño de Guzmán, logramos esta breve entrevista. Fue al promediar las nueve de la mañana en la terraza de un hotel, frente a unas cervezas. Allí estaba Ribeyro: modesto, tímido, casi avergonzado por su celebridad. Sin duda, un símbolo viviente de la cultura peruana.
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V En tu diario, al que has titulado La tentación del fracaso, afirmas que te sientes incapacitado para la vida, para sobrevivir. ¿Crees que escribes por esta razón? —En varias ocasiones he pensado que en la escritura, en la literatura mejor dicho, existen satisfacciones que no me ha dado la vida. Se puede decir que escribo por una dificultad de vivir. ¿Crees entonces que la literatura te aleja de la vida? —No sé hasta qué punto, porque escribir también es una forma de vivir, una elección que uno hace. Entre lo que yo llamo el canto de sirena de la vida, o sea, una vida extrovertida, volcada hacia lo exterior y el oficio literario, que es más bien descender hacia los propios abismos humanos, no hay grandes diferencias; ambas son formas de existir. En ese sentido, ¿cuánto te ha permitido la literatura conocerte a ti mismo? —Es algo que estoy tratando de realizar desde hace más de cuarenta años. Testimonio de ello es mi diario, que empecé a escribir en el 50 y que llega hasta el 93. Bueno, yo puedo decirles con toda franqueza que cuando lo he releído (no en su totalidad porque es demasiado largo), me doy cuenta de que no sé quién soy... (Sonríe). Entonces, ¿cuán útil y beneficioso para tu propia literatura ha sido escribir un diario? —Por un lado, puede haber sido útil, pero como lo digo en el prólogo del primer tomo de mi diario, puede haber sido una coartada para no escribir otras cosas. Cuando uno no tiene qué escribir o cuando resulta difícil escribir asuntos de ficción, escribe diarios; de esta manera uno se siente como recompensado. A partir de la publicación de tu diario, se han editado otros libros similares como el de Vargas Llosa o Bryce. Pareciera que se han puesto de moda estos tipos de textos... —Hay que hacer una distinción, porque los lectores a veces confunden un poco los géneros intimistas, entre los cuales están las autobiografías. Libros de memorias se han escrito muchos en nuestro
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país; diarios, muy poco. Yo conozco solamente un par de diarios escritos por peruanos en los últimos cincuenta años. ¿Dirías que el diario es un género olvidado en la literatura latinoamericana? —No creo que se haya olvidado. Hay mucha gente que escribe diarios. Lo que pasa es que no los publican. O escriben diarios sin la intención de que tengan un valor literario. En mi caso, mi diario, al comienzo, era una manera de registrar los acontecimientos que me impresionaban diariamente; pero con el tiempo se convirtieron en una obra, aparte de ser un testimonio personal. Entendemos que lees muy poco, ¿acaso estás más cerca de los autores clásicos? —Leo poco. Ciertamente, no puedo ni tengo tiempo de leer todo lo que se publica. Respecto a lo editado en el Perú, sigo más o menos las publicaciones recientes. Llegada cierta edad, al menos en mi caso, uno vuelve a las lecturas que ha realizado en un periodo de formación. En este sentido, sí, releo mucho. Pero, claro, releo solo a los grandes autores que me impresionaron y que me enseñaron algo, sobre los cuales regreso para encontrar esas enseñanzas. Por ejemplo, el poeta latino Horacio, Montaigne y otros más cercanos como Proust y Henry James. E Tú radicas en Francia hace mucho tiempo, pero mantienes contacto con nuestro país. ¿Qué impresión te produce volver al Perú? —Bueno, yo regreso al Perú desde hace una veintena de años, de vacaciones por un mes, dos o tres en cada oportunidad, de modo que no puedo apreciar mucho el contraste. Pero sí, entre el Perú de hace veinte años con el de hoy hay sin duda una diferencia extraordinaria. Sin embargo, en «Los gallinazos sin plumas» pareces haberte adelantado en describir la crisis que vivimos. —Cuando escribí ese cuento no me imaginaba que sería un pequeño germen de un fenómeno social que iba a tener más am-
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plitud en el Perú de hoy. Porque en esa época los muchachos que recogían basura eran un puñado. En la actualidad son decenas de miles. Ahora no son solo niños; se trata de una gran industria del muladar. En este sentido sí puede haber sido un cuento premonitorio. Se dice que en tus cuentos has captado el mito del fracaso en el Perú. ¿Crees que es exacta esta apreciación? —Recuerdo que Vargas Llosa decía, en un artículo que escribió sobre mí, que toda mi narrativa era una alegoría de la frustración de ser peruano. Creo que es un enfoque acertado. En realidad, los temas esenciales de mis obras son las historias de la frustración y el fracaso de personajes doblegados, sin salida, por razones no solo económicas y sociales sino también psicológicas y personales. Es una interpretación de la realidad del destino del ser humano; no solo del peruano sino del hombre en general. L , Notamos que en tu literatura hay un gran sentido del humor. ¿Eres consciente de ello, lo haces a propósito? —Es interesante que anotes eso, porque la mayoría de críticos han destacado el aspecto sórdido, sombrío, dramático, melodramático de mi literatura. En efecto, hay intencionalmente un sentido del humor; pero un humor que no es negativo sino que encierra una cierta conmiseración para con el personaje y la situación. El buen humor es difícil de lograr, ¿de dónde proviene ese aprendizaje? —Bueno, son lecturas. A mí me han interesado los autores que tienen no un humor negro sino uno más bien gris. Entre ellos Flaubert, Maupassant, Chéjov, Kafka. Te han llegado inclusive a comparar con ellos. Se dice que no solo eres un gran cuentista peruano sino un cuentista universal. ¿Cómo asumes este reconocimiento? —Obviamente es exagerado. Tal vez me pueden considerar como el escritor de cuentos más fecundo, porque he abarcado un espectro amplio de los problemas humanos. Pero, en fin, si piensan
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que tengo una audiencia y mayor reconocimiento, para mí es muy satisfactorio. Tú eres bastante popular entre los jóvenes y no solamente entre los entendidos. Tus cuentos son lecturas casi obligatorias, se publican en antologías, en textos escolares... —Sí, he tenido la sorpresa en Lima de recibir llamadas y visitas de estudiantes de colegios nacionales y particulares que están leyendo mis obras; incluso me llaman por teléfono para ayudarlos con las tareas que les dejan. Es realmente muy simpático encontrar esta acogida. Hay un cuento tuyo muy simbólico que se llama «El polvo del saber». ¿Proviene de alguna experiencia particular? —Se basa en un hecho real. Esa biblioteca empolvada que aparece destruida por las polillas y la humedad es la biblioteca de mi bisabuelo, que por cuestiones de herencia cayó en manos de unas personas a las que no les interesaban los libros, los cuales fueron arrumados en cuartos donde desaparecieron tragados por el tiempo y las polillas. Escribir cuentos buenos es muy difícil. ¿Cuál ha sido el cuento más trabajoso? —Los que más trabajo me han costado son los cuentos que todavía no he terminado y están hace veinte años en sus carpetas, y cuentos que de vez en cuando rescato. Si hablamos de los publicados, me ha resultado trabajoso escribir «Silvio en El Rosedal», que me costó tres años terminarlo. Para muchos un cuento perfecto... —Así dicen... (Ríe). Hablando de perfección, ¿cómo concibes un cuento perfecto? —Para empezar, es el que se lee de un solo tirón, en el cual no sobra ni falta una coma, que produce una emoción intensa en el lector y se recuerda para siempre. Una última pregunta: ¿la literatura te ha hecho feliz? —Puedo afirmar que sí. Con algunas reticencias, pero sí.
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Protagonistas: Julio Ramón Ribeyro (1993)
Antes de entrevistar a una persona, pienso en su personalidad para decidir el tipo de acercamiento que debo utilizar con ella. Julio Ramón Ribeyro es un hombre que rehúye las entrevistas, un personaje que ha hablado mucho de los beneficios de la soledad y al que aparentemente le incomoda el lucimiento. Un hombre tímido, había pensado yo. A las personas así hay que acercárseles poco a poco, sin avasallarlas, y siempre guardando una distancia que no las haga sentir acosadas. Pero estaba equivocada; no digo que Ribeyro no sea tímido, pero el asunto era mucho más complicado. Un hombre, más que tímido, arisco. Cuando uno entrevista a alguien, se genera siempre un clima de intimidad o, por lo menos, debe generarse para que la entrevista fluya. Por ello, al percibir la fría actitud del escritor cuando comenzamos a conversar, pensé que no podría lograr una buena entrevista. Sin embargo, a él no le era difícil hablar de su niñez y de sus sentimientos, demostrando gran capacidad introspectiva. No por ello dejé de sentir su incomodidad, su mirada esquiva. Lo notaba perturbado y hasta molesto. Hubo una pregunta que muestra un poco el ambiente de nuestro primer encuentro: «¿Cómo se condice su confesión de ser tímido y retraído con la decisión de publicar un diario personal?». La pregunta no pretendía ser agresiva ni tenía segunda intención, pero al parecer a él le molestó y me respondió que era distinto hablar que escribir; y que si querían saber sobre él,
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que leyeran sus libros, porque, por ejemplo, de las entrevistas estaba «harto». No solo por esa respuesta, sino también por todo el clima que acompañó a la entrevista, me sentí terriblemente mal cuando salí de su departamento. Pero, durante los días en que esperaba la segunda cita, traté de entender el porqué de su actitud y se me ocurrieron tres razones. La primera era que para él toda persona desconocida (yo lo era) debe ser tratada como tal. Si esta deducción era correcta, nuestro segundo encuentro debía de ser más fácil. Después de todo, ya me conocía un poco. Mi segunda idea consistía en que él sentía que no tenía ninguna razón por la cual darme esa entrevista. No le gusta darlas, y a mí no tenía por qué hacerme un favor. Así que decidí llevarle una botella de vino. La tercera fue una simple intuición: soy mujer... Así que busqué en todos sus libros, y pude llegar a algunas conclusiones, las cuales se traslucen en las preguntas que le hice en mi segundo encuentro. Un segundo encuentro ameno, agradable y descubridor. Desde que Ribeyro me abrió la puerta, lo noté menos contrariado. Incluso diría que durante esta conversación se mostró amable, y hasta rio en diversas oportunidades. Lo más sorprendente es que me dio un escrito inédito, que respondía a una de las preguntas que yo le hice: «¿Cómo se describiría?». Aquí mi entrevista. «De mi niñez podría hablarle horas porque tengo una memoria extraordinaria. Recuerdo cosas que me ocurrieron cuando aún no sabía caminar. Mi primer recuerdo es de 1930, al año de haber nacido, en mi barrio de Santa Beatriz. Estaba cargado no sé si por el ama o por mi mamá, y vi por una ventana cómo unos soldados derribaban una palmera y se la llevaban en un camión. Tengo recuerdos muy cercanos de cuando tenía año y medio e íbamos a Ancón. La casa de madera rodeada de arena, el teléfono de pared...». «De Tarma, donde viví de los dos o tres años, me acuerdo todo: los personajes, los paseos, los familiares que venían a visitarnos. Incluso me acuerdo de un accidente en que estuve a punto de morir. Bajé a jugar a una huerta que quedaba atrás de la casa y caí en un puquio. Me empecé a hundir, luego todo desapareció, y de pronto
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una mano me rescató. Era el esposo de la cocinera, que estaba por el huerto y lo había visto todo. Mi papá, molesto, lo único que hizo fue darme una latiguera por haberme escapado de la casa y por haberme caído». «Mientras viví en Santa Beatriz, estudié en el Colegio Montessori. En mi clase estaban el poeta Wáshington Delgado y José Bonilla, que ahora es editor. Cuando tenía 6 años nos mudamos a Miraflores. Entré al Colegio Champagnat, donde terminé mis estudios». «Mi padre era un personaje que tenía una personalidad muy fuerte. Autoritario, pero al mismo tiempo muy inteligente e irónico. Todo lo que decía era algo memorable. No abría la boca en vano. Me acuerdo de sus sentencias, frases, descripciones. Era una especie de personaje casi divino para nosotros, una especie de Júpiter. De carácter fuerte y muy severo en ciertas cosas, aunque muy tolerante en otras. Severo en las normas de la casa. Cuando él hacía siesta, debíamos estar fuera de la casa o metidos en un cuarto, porque no toleraba que se le interrumpiera. Era muy exigente con las horas de llegada. Cuando teníamos 8 años, debíamos estar en la casa a las siete de la noche, y si por casualidad nos demorábamos uno o dos minutos, nos esperaba en la puerta para resondrarnos, y si nos demorábamos más, entonces nos castigaba con un látigo. Pero con los estudios era tolerante. Nunca nos exigió ser los primeros de la clase, ni sacar buenas notas. Si sacábamos malas notas, nos traía profesor a la casa. También era muy divertido y gracioso. Hubiera podido ser un gran actor porque inventaba personajes. El recuerdo más fuerte que tengo de él es de cuando murió. Yo tenía 15 años, y fue un gran trauma. Incluso hasta ahora sueño con él y me invade esa sensación de orfandad, de haber perdido la protección». «Mi madre, que murió hace dos años, a los 85, era una persona muy discreta. Sobre todo mientras vivió mi padre, al que obedecía y temía. Pero cuando mi padre murió, reveló una personalidad diferente. Demostró que tenía un gran carácter, un dinamismo y resistencia extraordinarios. Fue ella la que permitió, con mucho esfuerzo y sin amilanarse, que los cuatro hermanos siguiésemos estudios universitarios».
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«Sobre mi infancia, hay muchos cuentos que hablan de ella. Todos mis cuentos escritos en primera persona, en los cuales yo soy el protagonista, son reales. A veces hay una pequeña nota de fantasía, pero si se pudiera distinguir matemáticamente entre lo real y lo ficticio de un cuento, diría que los que llamo autobiográficos son noventa y cinco por ciento reales». Ribeyro heredó la vocación literaria de su padre, al que recuerda leyendo o leyéndoles libros de una muy bien seleccionada biblioteca. «En esa época no había televisión, por lo que mi padre a las siete de la noche nos leía. Una vez traté de hacer una lista de los autores que nos leyó y enumeré como ochenta. Desde Cervantes, hasta pedazos de Balzac, de Flaubert, de Dickens, poesía de Baudelaire, que él traducía directamente del francés. Obras peruanas, como las Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma; cuentos de Valdelomar, de quien había sido muy amigo. Algunos ingleses como Rudyard Kipling, Oscar Wilde, Bernard Shaw. Mi padre no solo nos leía, sino que además nos comentaba, y como era un gran actor, hacía una lectura muy emotiva. Él siempre había dicho, en confidencias, que quería escribir sobre sus aventuras de juventud, cosa que no pudo hacer porque murió muy joven, a los 47 años. Entonces pensé que ya que él no había podido escribir, yo lo haría. Hay un relato mío, llamado ‘Página de un diario’, en el cual cuento que, cuando muere mi padre, entro a su escritorio y noto que la pluma tiene mis propias iniciales, y pienso: ‘Bueno, ahora voy a escribir lo que él no pudo’». Pese a que Ribeyro gustaba desde niño del arte de narrar (recuerda que a los 12 años, al igual que su hermano, llenaba cuadernos enteros de historias dibujadas: «Hacíamos nuestras propias tiras cómicas con historias complicadísimas, llenas de personajes y dibujadas escena por escena»), la decisión de ser escritor vino mucho más tarde. Ribeyro ingresó a la universidad para estudiar Derecho no tanto porque sintiese vocación por la profesión, sino porque era una carrera tradicional en su familia. Tanto su tatarabuelo como su bisabuelo fueron abogados y presidentes de la Corte Suprema de
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Justicia. Ambos fueron, además, rectores de la Universidad Mayor de San Marcos. Su padre, pese a que no ejerció, porque se dedicó al comercio, también estudió Derecho, y Ribeyro sintió que debía continuar con la tradición. Pero al poco tiempo se dio cuenta de que no le gustaba. «Como disciplina, la considero útil e interesante, porque enseña a razonar, a discurrir y a argumentar; pero no me gustaba el pleito, el juicio. Además, si querías ser honesto llevabas las de perder. Recuerdo que quise trabajar en el estudio de un gran abogado que había sido amigo de mi padre. Él me dijo que su estudio no era grande ni poderoso y que mejor fuera a uno donde los asuntos no se resolvieran ante las Cortes, sino directamente desde Palacio de Gobierno. Eso me inhibió aún más. Terminé la carrera, pero prácticamente no la ejercí. Practiqué un poco. Salvo uno o dos procesos, que no eran muy difíciles, los perdí todos. Lo que sí me gustaba era el Derecho penal, lo encontraba más novelesco. Eran situaciones dramáticas. Pero los clientes de Derecho penal de esa época eran gente muy miserable, sin recursos para pagarme. Incluso tenía que pagar los gastos de mi cliente. En la actualidad el Derecho penal sí rinde, porque el tipo de delincuente ha cambiado. Ya no son los rateritos de hace treinta años, sino que son los grandes traficantes de drogas, los grandes funcionarios que han cometido desfalco y que pueden alimentar fácilmente la bolsa de un penalista». En 1952 fue becado a España para seguir cursos de periodismo, y luego se trasladó a Francia, Alemania y Bélgica. Es en Europa donde decide dedicarse a escribir. «Me di cuenta de que escribir es una ocupación en la que uno puede invertir su vida. Pensé: ‘¿Para qué hacer otras cosas, si esto es lo que sé hacer mejor, y es lo que más me gusta?’. Entonces empecé a escribir con más regularidad y responsabilidad». Ocho años después, tras un breve periodo en el Perú, en el que trabajó en la Universidad de Huamanga, Ayacucho, fijó su residencia en París, donde vive hasta la fecha, a pesar de que la alterna con largas temporadas en el Perú. En los primeros años de su diario, usted, refiriéndose a sus escritos, cita a Flaubert diciendo: «Hacemos danzar a los osos cuando lo que queremos es enternecer a las estrellas». Cuarenta
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y un años después de haberlo escrito, ¿siente que ha logrado enternecer a las estrellas? —Modestamente, creo que he logrado enternecer a los hombres, lo cual es más importante. Eso no quiere decir que los cuestionamientos que me hacía en París, en la década del cincuenta, no me los siga haciendo. ¿Se los sigue haciendo? —Por supuesto. Es la única manera de poder hacer algo que me satisfaga, lo cual es bien difícil. Un autor tan perfeccionista como Borges decía: «Cuando un autor está contento con lo que acaba de escribir, quiere decir que eso no es muy bueno». ¿Sigue sintiendo el temor que lo atormenta en su primer diario de que tal vez pierda la capacidad de continuar escribiendo? —Esa es una constante, y tan constante que justamente mi diario se llama La tentación del fracaso. Y ese es el título que van a tener los diez o quince volúmenes de mi diario. Son sentimientos recurrentes, la dificultad de escribir, el sentir que nunca se aprende a escribir, que lo que escribo no tiene ningún valor, que no le interesa a nadie y que no estoy contento con lo que he hecho. Antes tenía el temor de hacer mal las cosas, el temor ahora es el no poder hacerlas siquiera mal. Sentarse y no poder empezar, o empezar cincuenta veces un relato y no pasar de las tres primeras líneas. El sentimiento es ahora de infecundidad, de impotencia, de esterilidad... No sé cómo llamarlo. Sin embargo, usted alguna vez reflexionó que escribir es inventar un autor a la medida de nuestro gusto. ¿Usted se siente satisfecho de su obra? —Es bien difícil juzgarse a sí mismo. Hay muchos elementos subjetivos, que intervienen y es difícil tomar distancia. Puedo juzgar cosas que he escrito hace tiempo y encuentro unas que me parecen bien, como «Por las azoteas» o «Los eucaliptos», que son de cuando yo era niño. Hay otro relato, llamado «Los jacarandás», que transcurre en Ayacucho, o algunos cuentos de tipo fantástico como «Ridder y el pisapapeles». De los cuentos más recientes hay uno que se llama
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«Solo para fumadores». Aunque en realidad no es un cuento, allí todo es real. Es un fragmento biográfico, si se quiere. Bueno, pero es exagerado. —No, todo es absolutamente cierto108. Allí no hay nada inventado. Todo es de un realismo comprobable. ¿Lo de los cubiertos es cierto? (Ribeyro cuenta que se puso cubiertos en los bolsillos del pijama para que creyeran que había subido de peso). —Por supuesto. Y eso lo he repetido incluso, porque hace como cinco años tuve otro internamiento en una clínica de Suiza, pero no por una cuestión estomacal, sino pulmonar, y también estuve sometido al proceso de tener que aumentar de peso, y recurrí a estos y otros procedimientos. Pero usted hubiera podido salir de la clínica sin tener que recurrir a esos procedimientos. —No crea. Si el médico que te está atendiendo considera que no estás sano, no te da de alta, y salirte sin ella puede traerte complicaciones. Cuando escribe un cuento, ¿conoce de antemano el final? —En los cuentos muy breves y donde la pericia es muy simple, desde el comienzo percibo el cuento en su totalidad, e incluso muchas veces he empezado por el final para no olvidarme de las frases con las que quería que terminara. Pero en los cuentos un poco más complicados, en los que hay más personajes, o en los que el tiempo de la historia es más largo, sí me he encontrado a veces con finales imprevistos. Uno de ellos es «Silvio en El Rosedal», que es uno de los cuentos que más me ha satisfecho. Mi idea original era narrar la historia de un hijo de inmigrantes italianos que se va a una hacienda de la sierra y se aserraniza. Comienza a hablar como
108 Contradicción. En un pasaje de una entrevista que le hice en 1991, recogido en Ribeyro, la palabra inmortal (1995), el narrador confiesa que fue una exageración suya afirmar que un libro autografiado por Ciro Alegría lo había cambiado por cigarrillos.
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serrano, a vestirse como tal, a reducirse a una vida muy cercana a la naturaleza, y a alejarse de sus pretensiones musicales. Ese era el caso de una persona que yo conocí. De pronto el cuento patinó a la mitad cuando comencé a hablar del rosedal, y desde allí el cuento cambió de dirección. No solo cambió el desenlace que estaba previsto, que era tomado de la realidad, sino que derivó de lo puramente real a un cuento fantástico, alegórico. Hay muchos otros que he cambiado a la mitad, sea deliberadamente o por una inspiración del momento. ¿Cuándo siente que escribe mejor: cuando está tranquilo o cuando está angustiado? —Eso depende del tipo de obra que uno esté escribiendo. Para escribir una obra de teatro tengo que estar muy tranquilo. El teatro es un género muy impersonal, en el que uno toca temas que no están muy ligados con su vida. Si estuviera angustiado, sería imposible desencarnarme para ocuparme en estos personajes, pero ciertos relatos o novelas los he hecho en estado de tensión o angustia, que era justamente lo que me motivaba a escribirlos. No tengo ninguna regla. Usted afirma que se requiere un clima especial para escribir. Ese clima, ¿lo encuentra más en París que en Lima? En una entrevista mencionó que cada vez que entra a su habitación, en París, el clima ya está perfecto para escribir109. —En París ya he llegado a crear una atmósfera y un espacio muy adecuados para escribir, pero eso me costó trabajo, no fue de la noche a la mañana. Sucedió a partir de hábitos que fui contrayendo, de cierto entrenamiento. Pero llega un momento en que se produce una especie de saturación. Ahora, por ejemplo, creo que me sería mucho más favorable escribir en Lima. Yo aquí solo vengo por temporadas, pero siento que si me quedo más tiempo y comienzo a crear como una cámara de resonancia donde me concentre, podría escribir en mejores condiciones que en París.
Se refiere a la entrevista de Fernando Ampuero, «El enigma de la transparencia», de 1986.
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¿Juega el licor algún tipo de papel en su creación? —Sí; cuando escribo, a veces tomo un par de copas de vino. Por lo general, es vino, es muy raro que tome otra cosa. Pero no escribo en estado alcohólico, pues hacerlo así me sería imposible o muy difícil. Hay muchos escritores que lo hacen, pero creo que son casos particulares. Cuando uno escribe y toma una copa de vino, eso le da un poco más de resistencia, momentánea claro, pero una borrachera es otra cosa. Yo soy bebedor, pero no borracho. La pasión de la juventud, que es un buen ingrediente para ser escritor, ¿cómo se reemplaza en la madurez? —En cierta forma, permanece. Me doy cuenta de que, por más años que pasen, uno en el fondo se siente joven. Yo no me miro en el espejo, me siento igual a cuando tenía 20 o 25 años; y solamente por comparación con jóvenes de esa edad me doy cuenta de que han pasado los años. Hay ciertas diferencias, ciertas maneras de entender las cosas, pero, de otro modo, me siento como en mi juventud. ¿Pero no cree que cuando uno es más joven es más impulsivo, más apasionado? —Bueno, quizá hay algunos sentimientos que se acentúan con los años: uno se vuelve más prudente, arriesga menos. Cuando yo tenía 20 años, me lanzaba a escribir no importa qué, sin calcular, sin plantearme el problema de que iba a ser una cosa larga, complicada y difícil. Ahora no; con los años, trato de ir sobre seguro, de no proponerme nada sin estar seguro de poder realizarla. ¿Qué características cree necesarias para ser buen escritor? —Creo que la primera cualidad que se necesita es la de tener una enorme capacidad de trabajo, la cual no tengo. Yo soy incapaz de ponerme a escribir siete u ocho horas al día. Escribo todos los días, pero muy poco, y hay días en los cuales no escribo. No tengo ninguna rutina de trabajo. Pero si usted escribe tan poco como dice, y es reconocido como buen escritor, entonces esa capacidad de trabajo no es una característica indispensable. —Puede que en ese sentido yo sea una excepción. Pero si yo tuviera la capacidad de trabajo, podría haber escrito mucho más. Por eso
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admiro mucho a los escritores más profesionales, que escriben todos los días regularmente y cumplen con una serie de obligaciones, como escribir artículos para periódicos, textos para conferencias, etcétera. Y tienen sus horas, de tal hora a tal hora responden cartas y... ¿A qué se debe que usted no tenga esta rutina de trabajo? —Tal vez a esta idea de no dejarme encasillar por la etiqueta de escritor. Quiero ser un hombre libre. Ni siquiera sentirme obligado a escribir. No veo otra explicación. Pero tal vez esos fantasmas hacen que deje de experimentar en mayor medida lo que para usted constituye un placer. —Es que, en realidad, el placer de escribir es una cosa ambigua. Hay una parte de satisfacción que proviene del hecho de que uno pierde la noción del tiempo, y justamente una de las gratificaciones que producen las drogas o la embriaguez es la pérdida de la noción del tiempo. En ese sentido, la escritura vendría a ser una especie de droga que te permite evadirte, pero, en mi caso, al mismo tiempo produce mucho cansancio, fatiga mental. Y como fumo mucho cuando escribo, también me produce malestar físico. Por eso, hay un placer de tipo espiritual y un malestar de tipo físico. Usted ha dejado varias veces de fumar... —Sí, por temporadas, incluso una vez hasta por cinco años, y en esos cinco años escribí bastante poco. Me costaba mucho trabajo, no sabía cómo hacer. Consulté con muchos otros escritores que habían dejado el cigarrillo. Recuerdo que una vez le pregunté a un escritor argentino, y me dijo que él había dejado de fumar, pero que se tomaba treinta tazas de té para reemplazar al cigarrillo. Tenía una enorme tetera al lado del escritorio y terminaba el día intoxicado. Cuando dejé de fumar no encontré nada que sustituyera al cigarrillo. En «Solo para fumadores» hago largas disquisiciones sobre la relación entre la escritura y el cigarrillo. Ha mencionado el tiempo que algunos escritores dedican a contestar cartas. ¿Usted contesta cartas? —Antes yo contestaba todas las cartas. Durante unos veinte años he sido un fidelísimo corresponsal. Sobre todo las cartas de un grupo bastante grande de amigos, con los que tenía una corres-
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pondencia regular. Con mi familia también. Pero empleaba mucho tiempo en escribirlas; y a veces tenía que escribir un cuento, pero empezaba contestando las cartas, y cuando las terminaba, ya no tenía ganas ni fuerzas para escribir cuentos. Entonces, poco a poco, fui dejando de hacerlo o lo hacía en tres líneas, lo cual ya solo venía a ser acuse de recibo. Y me acordé de algo que me dijo un día Vargas Llosa. Hablábamos de las cartas de Lucho Loayza, que es un escritor de cartas formidable, y Mario me dijo: «Yo prefiero mil veces escribir un relato o una novela que contestar cartas». Él, sí tiene que hacerlo, probablemente le dictará a una secretaria una idea para que se la escriba. Usted admira a Vargas Llosa como escritor, ¿cierto? —Es un gran escritor, con mucha perspicacia, con un gran sentido de los temas que debe tratar. Creo que siempre ha tocado temas de interés universal. Por ejemplo, La ciudad y los perros y Pantaleón y las visitadoras, libros fuertes dirigidos a criticar a la institución militar. O libros como La guerra del fin del mundo o Historia de Mayta, que son críticas a ciertas ideas. Sabe sobre qué escribir y lo hace no solo con mucha fuerza, sino también con una gran calidad y técnica. ¿Podría mencionar a otros escritores contemporáneos peruanos que admire? —Tengo mucha admiración por Alfredo Bryce. Creo que es un escritor nato. Aparentemente desordenado, pero muy riguroso. Cuando recién llegó a París, por el año 65, me mostró su primer libro, un libro de relatos que todavía estaba inédito. Me pareció estupendo, pero tenía un título muy feo, así que le regalé uno que yo tenía: Huerto cerrado. Su primera novela es formidable, y también me gustó mucho La vida exagerada de Martín Romaña. El primer comentario que se escribió en Lima sobre ese libro lo hice yo. Un comentario muy corto: «Habemus genio»110, algo así como «Habemus Papa». Bryce tiene un sentido del humor extraordinario. Creo que
Se publicó en el diario El Observador, número 123, Lima, 21 de febrero de 1982, p. XIV.
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es uno de los grandes humoristas de la literatura latinoamericana. Además, en sus crónicas periodísticas y en sus artículos de crítica literaria está muy bien informado, lo cual contradice la imagen que se tiene de él, de bohemio e intuitivo. Él hace las cosas con mucha seriedad. Hay muchos otros buenos escritores peruanos, buenos en la narración y además en poesía. En el último año se han publicado cosas interesantes, como la novela de Miguel Gutiérrez111, que es una obra de indudable gran valor, no solamente literario sino también documental, humano e ideológico. Si bien la ideología de la obra no la comparto y solo he leído algunas partes del libro, creo que es un trabajo muy serio. Vivimos en un país donde la recompensa o los reconocimientos son ponderados o tardíos, pero en otro país un libro de esa categoría hubiera recibido un premio. También se han publicado varios libros menores, pero interesantes, como las novelas policiales Secretos inútiles, de Mirko Lauer, y Caramelo verde, de Ampuero. Me parecen dos buenas incursiones por esos terrenos narrativos poco transitados en el Perú. También hay un libro, que no sé si será narración o un largo poema onírico, que se llama Terceto de Lima, de Verástegui. Usted da la imagen de ser un hombre tímido, de gustarle pasar inadvertido. Incluso, en la presentación de su último libro dijo que prometía esfumarse por algún tiempo. Pero ¿cómo se condice una personalidad tan retraída con la de publicar un diario personal? —Publicar es una cosa y hablar con la gente es otra. Yo publico mi libro y punto, desaparezco. Eso me puede evitar hablar con la gente. Si quieren enterarse de mi vida, allí está. ¿Por qué le molesta tanto hablar con la gente? —No es que me moleste hablar con la gente, me molesta que me pregunten sobre mi actividad literaria, sobre lo que estoy haciendo, o sobre lo que pienso de los demás. ¿Por qué motivo?
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Se trata de La violencia del tiempo (1991).
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—Porque ya me lo han preguntado muchas veces. Es una cosa que me harta. La verdad es que esta entrevista que te doy se ha debido más que nada a Niño de Guzmán. Él me dijo que eras una chica inteligente, además de muy guapa, y esas dos cualidades juntas, además de ser raras... pensé que, bueno, haré una excepción. Total, una raya más al tigre... Espero no haberlo desilusionado. Pero quiero decirle que si bien hay preguntas que tal vez ya le han hecho, yo pretendo hacer una entrevista integral, y eso necesariamente incluye algo de lo que usted ya ha dicho. Además, en su diario usted dice que la ventaja de no tener opiniones está en que uno jamás se repite, y que las personas de opiniones formadas son terriblemente aburridas. Pero también estoy segura de que en esta entrevista hay preguntas que nunca le hicieron. Usted es un hombre bastante crítico... —Soy crítico conmigo mismo, pero bastante tolerante con los demás. Yo diría que es un signo de madurez, casi diría de vejez. Uno se vuelve más exigente con lo que uno hace y más tolerante con los demás. ¿Podría intentar describirse? —Alguna vez escribí un autorretrato que nunca ha sido publicado. Si lo encuentro, se lo daré para que lo publique. Muy bien, gracias. (Segundo encuentro. Me entregó el escrito ofrecido... y continuamos conversando). ¿En qué ha cambiado su concepto respecto a usted desde cuando escribió esto? —Hay cosas con las que no estaría plenamente de acuerdo, pero en líneas generales está bien. Por ejemplo, escribí que «aceptaba la compañía de personas que no amenazaran su hermetismo», y es mejor decir «que no amenazaran su tranquilidad», puesto que yo no soy un hombre hermético. Y escribí que aceptaba también «a las personas que no lo avasallaran con su personalidad», y lo correcto es «que no lo avasallaran con su charlatanería». En esa época creía más en la posibilidad de corregir los defectos congénitos del hombre.
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Mediante un sistema social, creía que podían desaparecer esas taras. Ahora, personalmente, no creo que haya sistema social, por perfecto que sea, que pueda hacer desaparecer los defectos congénitos del ser humano, la envidia, el egoísmo... Pero usted cree que todos los hombres son así: egoístas, envidiosos... —No se puede generalizar, pero el hecho de que existan hombres que son buenos, altruistas o leales solo demuestra que existen excepciones, y ello no modifica mi visión del hombre promedio. Una visión bastante negativa. —Hay que mirar lo que ocurre en el mundo. Cuando uno ve lo que pasa en Somalia, en Líbano, en Camboya y, sin ir muy lejos, lo que pasa en países como Colombia y el Perú, se da cuenta de que no hay que tener mucho optimismo ni ninguna fe en la convivencia armoniosa de una sociedad. Hay un ejemplo maravilloso de la dificultad de la convivencia, que figura en Los comentarios reales, de Garcilaso de la Vega. Es una historia muy linda de un español, Pedro Serrano, que naufraga en una de las islas Galápagos y se pasa como tres o cuatro años completamente solo en la isla. Al cabo de esos años, aparece otro náufrago y se asusta del de la isla porque estaba todo barbudo y pelucón, y, para reconocerlo, comienza a recitar el Padrenuestro. Y el náufrago, que ha estado tantos años solo, lo abraza porque al fin va a tener a alguien con quien vivir. Se abrazan y luego pasan unos días y unos meses en gran amistad, pero luego comienzan a surgir rencillas. Rencillas por tonterías: porque uno hacía bulla al dormir o porque les gustaba pescar de manera distinta. Comienzan a enemistarse y se pelean a muerte, al punto que uno se va a vivir a un extremo de la isla, y el otro, al otro extremo, y pasan meses y años sin verse. Luego de siete años vuelven a juntarse, pero justo pasa un barco que los recoge. El resto es ya otra historia, pero el ejemplo es de cómo dos personas solas en una isla ni siquiera llegan a convivir entre ellas pacíficamente. Es una metáfora de la imposibilidad del hombre de convivir con el hombre. Creo que cuando surgen dificultades, comienza a manifestarse más claramente y en forma más obvia esta hostilidad del
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hombre hacia el hombre. Ya lo decía Hobbes, ese famoso filósofo inglés: «El hombre es lobo para el hombre». Quisiera leerle un párrafo de su primer diario y que hablemos al respecto: «Una mujer bella no es una mujer, es un objeto con el cual no cabe otra cosa que la del uso, usufructo y posesión». —La verdad es que lo que digo en esa página es una exageración. Es una actitud más que machista, es una actitud de un cinismo inaceptable. Es una idea que se me ocurrió en ese momento y la puse, pero no es una idea con la que estoy completamente de acuerdo. (Risas). ¡Qué bueno! —Pero también tengo otros comentarios sobre la mujer. Insisto mucho en que la mujer es para mí algo enigmático, que nunca se llega a conocer por sus reacciones. Para mí, es mucho más fácil calar en las profundidades de un amigo, de un hombre, que en las de una mujer. La mujer siempre tiene reacciones inesperadas, imprevistas, sorpresivas, que no están en el plano racional. Las mujeres siempre sorprenden. Y justamente ese carácter enigmático de las mujeres las hace interesantes y atractivas. Un misterio siempre por resolver. Sí, he leído esos comentarios, pero, por sus escritos, casi parecería que para usted las mujeres cumplen un papel negativo en la vida de los hombres, o absolutamente intrascendente. En su libro Prosas apátridas, por ejemplo, escribe que a las mujeres les preocupan mucho las cosas de la casa, mientras que, para los hombres, esas cosas no tienen la menor importancia. —Ese texto probablemente esté inspirado en mi experiencia conyugal, en la cual mi mujer es una mujer muy cuidadosa que se preocupa de que todas las cosas estén bien puestas, que no haya nada roto ni descompuesto, y les prodiga una gran atención a las cosas. Yo podría vivir en una casa en desorden y donde los muebles estuvieran rotos. Pero este departamento está muy ordenado. —Es que en la mañana vino la empleada. Yo no le doy importancia a eso. A partir de esta visión de mi esposa, hice esta generalización, que creo es válida porque creo que hay muchas mujeres que
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son así. Creo que tal vez se deba a que las mujeres tienen el sentido de la posesión más arraigado. Pero no hay, por ejemplo, una mujer inteligente en sus cuentos. —...Estoy pensando. Tendría que revisar. Yo ya he revisado y no la he podido encontrar. —Probablemente se deba a que yo no he tenido la suerte de conocer a muchas mujeres inteligentes. Y las pocas que he conocido eran insoportables. (Risas). De repente he tenido mala suerte, pero las mujeres inteligentes que he conocido eran de un esnobismo intelectual intolerable. En los primeros años de su diario escribió que el camino del gran arte se tiene que hacer completamente solo. El hecho de que se haya casado, ¿significa que ha cambiado de opinión? —No, porque tengo que reconocer que mi mujer me deja un gran margen de soledad. Desde el comienzo comprendió que yo necesitaba concentración y aislamiento, y eso me lo ha permitido toda la vida. El hecho de que me permita que me vaya de vacaciones solo, alejado del hogar y de todas sus cargas, probablemente, etcétera. Y también, cotidianamente, yo siempre he podido gozar de una absoluta tolerancia y comprensión. Por lo tanto, podía llevar una vida conyugal acompañado, pero gozando de grandes espacios de soledad y aislamiento. Ahora ha venido de vacaciones, por ejemplo. —Sí, las vacaciones pueden durar dos meses o más. Pero, sobre eso de la soledad, mi aproximación a ese problema de la soledad está más matizado ahora, no es tan tajante. A través de mis experiencias y lecturas, me he dado cuenta de que no es completamente cierto que uno tenga que estar absolutamente solo para crear. Si uno se aísla totalmente, le es muy difícil crear algo importante. Yo me acuerdo de que Brecht decía que «nada de importancia se hace en la soledad». Claro que detrás de esta frase había cierta idea política, porque él se refería a la solidaridad de los hombres para hacer cambios pero, de todos modos, yo lo aplico al trabajo artístico en general. Porque a pesar de lo que he dicho respecto a la dificultad
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del contacto de los hombres con los hombres, siempre este contacto enriquece, enseña. Uno siempre aprende mucho de los demás, de los amigos. No recuerdo quién decía que los buenos escritores son aquellos que no solo utilizan su inteligencia, sino también la inteligencia de sus amigos. Esta enseñanza la he aplicado muchas veces al pie de la letra. Esto me recuerda aquel cuento suyo de un hombre que siempre se reunía con sus amigos a conversar sobre la novela que algún día escribiría, hasta que decide alejarse de todos y se va a Chosica a escribir. Finalmente termina, feliz, su novela. Lo terrible está en que, cuando la relee, descubre que la novela es pésima. —Ese es un cuento en que el tema de la soledad es visto de diferente manera, porque él, finalmente, renuncia a esta vida solitaria y aislada e incluso renuncia a escribir, porque más importante era el contacto con sus amigos. Decide que el núcleo de la amistad es también una forma creativa de vivir112. Tanto en ese cuento como en otros cuentos suyos de los últimos años, la frustración es encarada con una perspectiva bastante positiva. Mientras que en los anteriores los protagonistas tenían vidas resignadas a su falta de grandeza, con una carga muy frustrante, en este o en «La casa en la playa» los finales son esperanzadores. ¿A qué se debe este cambio? —Deben de haber varias explicaciones que se dan a nivel de la subconciencia y que yo no puedo transpolar. Pero ciertamente hay, a partir de cierta época, una tendencia a vislumbrar una salida más positiva al hecho mismo de existir. Porque —según la definición que un crítico mexicano me dio alguna vez— todos mis cuentos anteriores son chascos. Pero creo que este cambio se debe a que en la década del setenta hice muchas lecturas alquímicas, con lo cual tuve un cambio de actitud. Asumí que la importancia no está en llegar al lugar donde vas, sino que el logro está en la tentativa. En el cuento «Silvio en El Rosedal», por ejemplo, hay una fuerza alquímica. El
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Se refiere al cuento «Ausente por tiempo indefinido».
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señor este que se va a su hacienda en la sierra y comienza a realizar una serie de actividades con el objeto de alcanzar cierta felicidad, como el querer convertirse en un gran violinista, pero así no lo lograse, él sigue tocando su violín porque el goce está en insistir. En el cuento «La casa en la playa» también ocurre lo mismo. Lo importante es la búsqueda de la casa y no tanto el hallazgo de ella. Ese acercamiento a la realidad es lo que ha permitido que en ciertos relatos se vislumbre una perspectiva más luminosa. Me interesaba mucho la alquimia espiritual. Para los alquimistas espirituales, el hecho de poder fabricar oro con materiales viles es solo una metáfora. De lo que se trata es de hacer algo precioso con una vida que está hecha de materiales deleznables. Bueno, se acabó el tiempo que usted me concedió. Muchas gracias113. P XVII (Texto de Julio Ramón Ribeyro) Fue un escritor bien dotado, de una inteligencia desarrollada pero indecisa, de una cultura general irregular y perezosa, que soportaba sin gran fastidio grandes lagunas. Era tímido, prudente, silencioso con los extraños, de poco hablar con los amigos, pero expansivo con los íntimos. Discreto por temperamento, era capaz de guardar grandes secretos, pero no tenía reparo en divulgar los propios. Se vanagloriaba de cierta vocación por el desorden, que no se limitaba solo al plano de sus ideas, sino al de su vida exterior, al de los objetos que lo rodeaban. Era incapaz de grandes proyectos, de planes minuciosos, y si a veces los concebía, nunca fue con la intención de realizarlos. Su falta de confianza en el futuro lo obligaba a limitar sus aspiraciones casi a la esfera cotidiana, y nunca se preocupó realmente de saber qué haría o comería al día siguiente. Sin ser goloso, gustaba de las comidas complicadas más que de las
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La entrevista se realizó en diciembre de 1992.
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simples114, del buen vino y de los licores espirituosos, pero era capaz al mismo tiempo de privaciones principales y le ocurrió soportar sin mucha pena semanas de pan con mantequilla y agua corriente115. Sufría, en cambio, por la falta de tabaco y era aficionado al amor, más a la variedad que a la repetición, sin que su ausencia, sin embargo, lo llevara al desequilibrio. Podía permanecer solo y de hecho tenía cierta inclinación por la soledad y solamente aceptaba la compañía de personas que no amenazaran su tranquilidad o que no lo avasallaran con su charlatanería. Era de una bondad particular, no la bondad de las limosnas ni de las cartas lacrimosas a la madre, sino de un interés acusado por el prójimo y un deseo de comprenderlo, que consideraba como la forma más humana de ayudarlo. Sus defectos principales fueron su pereza, su falta de decisión, su temor al dolor físico, su desorganización. Sus cualidades, su tolerancia por los defectos ajenos y su natural tendencia a absolver la mayoría de las faltas. Solo fue despiadado con la avaricia, la vulgaridad y la crueldad. Creía que el hombre era un ser malo, egoísta y desleal, pero achacaba esta conformación a las condiciones sociales en que vivía. Esperó que un sistema social más justo hiciera desaparecer estas taras o al menos las mitigara. París, 28 de mayo de 1963
En un breve texto, «Poeta a la carta» (El Comercio, Lima, 20 de febrero de 1994), Ribeyro dice: «No puedo hablar ni dar la receta de un plato favorito, pues no soy ni gourmet ni gourmand. Soy lo que se llama ‘un pobre hombre’, capaz de contentarse con unos simples tallarines con mantequilla, pero también de apreciar algún exquisito plato de la cocina china, francesa o peruana (que al decir del profesor Alfred Métraux son, en ese orden, las mejores cocinas del mundo)». 115 En el primer volumen de su diario personal, La tentación del fracaso (1992), escribe en París el 12 de octubre de 1953: «La primera lluvia de otoño me sorprende en mi hotel, muy de mañana, sin un franco en el bolsillo y el estómago vacío hace veinte horas». 114
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Interrogatorio a Julio Ramón Ribeyro (1993)
—Su nombre completo. —Julio Ramón Ribeyro Zúñiga. —Lugar y fecha de nacimiento. —Lima, 1929. —Domicilio. —Tengo dos. Uno en el malecón de Barranco y otro en el parque Monceau, en París. Vivo seis meses en cada lugar. —Estado civil. —Casado, con un hijo de 25 años. —Ocupación. —No tengo. —Profesión. —No tengo ninguna profesión. —¿Qué hace entonces? —Escribo de cuando en cuando. —¿De qué vive? —De mis ahorros y de mis derechos de autor. —¿Qué cosa escribe? —He publicado un centenar de cuentos reunidos en cuatro volúmenes bajo el título de La palabra del mudo. Tres novelas, diez piezas de teatro y algunos libros de ensayo. —¿De qué tratan? —No se lo puedo decir así no más. Tendría usted que leerlos.
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—No tengo tiempo para eso. ¿A qué se dedicaba mientras vivía en Europa? —Trabajé diez años en la agencia France-Presse como periodista y veinte años como diplomático en la delegación del Perú ante la Unesco. —¿Ha estado alguna vez preso? —Nunca. Salvo una vez en París durante veinticuatro horas, porque mi permiso de residencia se había vencido. —¿Tiene alguna actividad política? —Ninguna. No estoy inscrito en ningún partido. —Pero tendrá algunas simpatías. —De joven con el socialismo. Pero actualmente con nada. Soy un escéptico. Me limito a observar. —¿Sabe quién es Karl Marx? —En una época intenté leerlo, pero me aburrió. —¿Qué hacía en Berlín Oriental en 1958? —Fui a escuchar a la orquesta sinfónica La novena, de Beethoven. Soy un fanático de la música clásica. —¿Practica algún deporte o juego? —De joven el fútbol. Era centrodelantero del equipo de mi clase. Ahora solo la natación, la bicicleta y el ajedrez. —Lo veo muy flaco. ¿No tendrá sida? —Lo sabría. Sucede que me sacaron casi todo el estómago a causa de un cáncer y por eso como muy poco. —Una última pregunta. ¿Qué viene a hacer al Cusco?116. —He sido invitado a una reunión de escritores. —Bien. Consultando su expediente veo que me ha ocultado muchas cosas. Que ha ganado los premios nacionales de novela, de teatro y dos veces el de Literatura. Que fue condecorado con la
Este interrogatorio lo escribió Ribeyro como introducción biográfica para un libro que reunía textos de los asistentes a un congreso literario, del 1 al 6 de julio de 1993, desarrollado en Cusco, al que el cuentista no acudió: Coloquio Literatura y Sociedad (1993).
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Orden del Sol. Que lo hicieron miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Que sus libros están traducidos al inglés, francés, alemán, italiano, ruso, chino, etcétera. Pero también veo que en 1954 viajó a Varsovia a un congreso de jóvenes de inspiración comunista. Que en 1964 firmó usted un comunicado de apoyo a las guerrillas. Que en 1959 fue profesor de la Universidad de Huamanga. Que es usted amigo de Mario Vargas Llosa y de Alfonso Barrantes. En consecuencia, va preso. Pase p’adentro.
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Cada cual interpreta el Perú a su manera (1993)
Ribeyro nos citó al mediodía. De modo que cinco minutos antes ya hemos llegado al malecón Souza, en Barranco, donde se puede abarcar fácilmente toda la costa brumosa de Lima que se extiende en una larga curva irregular. Tocamos el timbre, pero nos detiene un portero anciano de facciones indígenas. —Don Julio está ocupado —nos advierte. Le explicamos lo de la cita, la hora prefijada, pero resulta inútil. No nos dejará pasar hasta que el escritor concluya una reunión con dos representantes de la municipalidad. Cuando salen, nos da paso casi a regañadientes; no debemos sorprendernos: los comentarios sobre la reticencia de Ribeyro justifican todos los muros previos. Sería una entrevista difícil, le advertí a Abel Aguilar, que estaba mucho más esperanzado y con la cámara lista para registrar fotográficamente esta entrevista tan esperada con uno de los mayores narradores peruanos. Y resultó difícil, es cierto, pero por lo denso de los temas que tratamos y no por el carácter de Ribeyro, que, si bien es parco y mesurado, no deja de tener una sonrisa espontánea y en sus ojos un irrecusable centelleo de niño que puede aparecer el momento menos pensado. Y también desaparecer tal como vino. Lo de su delgadez lo comprobamos al verlo en su departamento. Enjuto hasta la desesperación, sorprende más por la apariencia de que las últimas semanas lo hubiera estragado una enfermedad sin tregua. Solo que en este caso la enfermedad de Ribeyro lo acompaña desde
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hace años y es tan tenaz como su vicio de fumar. Su enfermedad y pasión es la literatura. Por ella partió a Europa en 1952. Pasamos a su estudio personal, en el segundo piso de su departamento, donde tiene unos cuantos libros y un escritorio con una máquina de escribir. Sobre una mesita reposa la versión francesa de Apostillas a «El nombre de la rosa», de Umberto Eco. En lo alto de las repisas de una biblioteca por demás breve —Ribeyro nos aclara que la suya está en París— y como para que no estén al alcance de la mano, uno detrás de otro están arrumados varios cartapacios fechados. Son los originales de su diario personal, titulado La tentación del fracaso, que tomo a tomo se está dando a conocer desde 1992. Conversaremos sobre su diario y sobre otros aspectos de su obra y de su vida. Tomando como punto de partida su experiencia, al haber vivido entre Europa y el Perú, ¿cómo percibe este fenómeno tan particular del éxodo de los escritores latinoamericanos, que se fueron a Europa en la búsqueda de un espacio estimulante para sus talentos, o en todo caso de reconocimiento, que América Latina no podía darles en determinado momento, y que ahora empiezan a regresar? ¿Ha cambiado esto en algo? —Hay que considerar con cierta reserva eso del retorno de los escritores latinoamericanos a sus países de origen. No creo que sea una regla. Hay muchos escritores que se han ido quedando en Europa, o que han adoptado la nacionalidad del país en que viven, y puedo citar muchísimos casos. Otros, en cambio, sí han regresado. Sea en forma permanente o esporádica, como yo, que cada vez que vengo a Lima me quedo más tiempo. Pero no sé si será esta tendencia al regreso de muchos escritores la conciencia de que ya Europa no es para ellos lo que significó Europa, digamos, para los escritores norteamericanos a comienzos de siglo, hasta la época de las guerras mundiales. Quizá ya no atraiga tanto porque las comunicaciones se han vuelto más fáciles. Se puede regresar a Europa en cualquier momento. Antes los viajes eran larguísimos en barco. Era toda una expedición, y era más difícil ir y volver constantemente. Por otra parte, nosotros ahora estamos mejor informados de lo que ocurre en Europa frente a lo
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que era hace treinta o cuarenta años, gracias a la televisión, al cine, a la circulación de los libros. De modo que para estar empapado de la cultura europea ya no es necesario estar allá. Incluso hay gente que vive en Lima y está mejor informada de lo que ocurre en París que muchos peruanos que viven allá, porque están suscritos a revistas o hacen pedidos de libros. En lo que se refiere a mi caso particular, estoy regresando a Lima todos los años, desde hace una decena de años, y cada vez por más tiempo. Mi objetivo, realmente, es residir en Lima en un momento dado, porque estoy un poco fatigado de la vida en las grandes metrópolis europeas, de esa especie de pasión por absorber la cultura europea, de no perderse una sola exposición o comprar el último libro. Creo que he llegado a un grado de saturación. Lo que ahora pretendo es desculturizarme. Ya no me interesa estar al día. Me interesa ahondar más en las situaciones de mi propio país, retomar contacto con la sociedad peruana, con su manera de hablar, sus problemas, que sirven de materia prima para una obra literaria. La publicación de sus diarios apunta a dar cuerpo a una forma literaria que, como usted bien ha señalado, nunca ha sido utilizada en América Latina como forma típica de expresión de sus escritores. Esto nos llevaría a considerar, finalmente, que su obra sí tiene una honda preocupación formal, a pesar de sus manifiestas expresiones de desencanto ante las ostentaciones formales y técnicas. ¿Cómo conciliar estas dos perspectivas? —El diario, para mí, es una forma de expresión que no creo que esté muy desligada de mis otras formas de expresión, sea en el cuento, la novela o el ensayo. Creo que forma todo un contínuum. Tanto es así que se pueden encontrar en mi diario páginas que pueden parecer fragmentos de ensayos o fragmentos de relatos, y muchas de esas páginas ya son en sí pequeños relatos. No veo una preocupación por asuntos de tipo formal o técnico en el hecho de llevar un diario. Hay reflexiones de Prosas apátridas que constan en el primer tomo de su diario. —Sí, porque Prosas apátridas es una especie de extracto de páginas de mi diario que me parecía que tenían un valor más universal y menos subjetivo, menos personal, y por eso las extraje y las
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publiqué aparte. Pero también hay que tomar con cierta reticencia esa manera de enfocar mi obra, en el sentido de que los asuntos técnicos o formales no me han interesado o los he desdeñado. Si se hace un análisis cuidadoso de mi centenar de cuentos se notará que hay una serie, no diría de innovaciones o de hallazgos, pero sí de preocupación por encontrar para cada relato la forma y la técnica más apropiada para hacerlo más eficaz. Podría enumerar una serie de recursos que he utilizado en diferentes cuentos. No hay un desdén por los asuntos formales, simplemente que son menos visibles. No son ostentosos. ¿Cuándo se cumple la tentación del fracaso? ¿O es solo una lucidez siempre alerta que no nos permite capitular? —El título de mis diarios me surgió cuando releí, en alguna ocasión, los tantos cartapacios que tengo escritos de mi diario personal. Noté que desde las primeras páginas, las de los años cincuenta, hasta las páginas de los años noventa, había siempre una especie de recurrencia a esta reflexión sobre si en realidad estaba haciendo una obra válida o no. Una tendencia a ponerme en tela de juicio constantemente, con esa sensación de que lo que he realizado está muy por debajo de lo que yo pensaba o esperaba. A fuerza de repetirse este sentimiento, me daba la impresión de que estaba tentado por fracasar. Era la orientación de mi naturaleza. Llama la atención en el segundo tomo de su diario una anotación que incluye versos suyos, donde dice: «Si zozobro qué importa en mi tumba perdida / que ponga vino rojo el aire de un adagio / una pluma quebrada y el verso de un suicida». —De un suicida no en el sentido de un suicidio instantáneo, sino en el lento suicidio de vivir. Eso lo escribí cuando estaba muy enfermo. Cada día me daba cuenta de que ir a trabajar era una forma de irme suicidando. Además, quizá también utilicé la palabra suicida por cuestiones de rima. (En este punto, Ribeyro se ríe como si con su respuesta evadiera la tensión de esos versos tan cargados de sentido. No podemos perder la oportunidad, ya que tocamos el tema, de preguntarle al respecto de otro escritor peruano que sí optó por el suicidio). ¿Cómo considera el suicidio de José María Arguedas?
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—Arguedas tenía una personalidad suicida. Creo que había tenido antes un intento de suicidio, del que fue librado, por suerte, en los últimos momentos. También una vez me contó que de adolescente había estado muy tentado por el suicidio. Creo que en su caso intervinieron razones de carácter sentimental, amoroso. Pero, aparte de eso, creo que él había llegado a una especie de impasse, de tipo ideológico más que literario, al no haber podido resolver un problema que siempre lo había preocupado a lo largo de toda su obra, y es el de mantener o preservar la cultura andina y al mismo tiempo modernizarla. Estas dos tendencias eran incompatibles, porque la modernización significaba necesariamente la lenta abolición de la cultura original de los Andes. Arguedas no encontró una solución, a mi juicio. Quizá también tuvo otras razones. ¿Conoció a Arguedas? —Lo conocí en Lima en la casa del poeta Javier Sologuren. Cuando publicó Los ríos profundos, a los pocos días lo comenté elogiosamente. Arguedas lo apreció y me envió una carta muy calurosa y agradecida. Era muy formal en ese sentido. La consolidación de la literatura peruana obedece a parámetros muy disímiles, más aún si pensamos en la obra de Arguedas, Bryce y Vargas Llosa, pero nunca parte de un rasgo unificador, aunque este sea general, como en la literatura mexicana o argentina. ¿Se ha renunciado a un eje o se lo está buscando? —Quizá eso se deba a que el Perú es un país muy fragmentado, donde no hay verdaderamente una cultura homogénea. Un escritor peruano que vive en la zona selvática, en Pucallpa, tiene una experiencia y una visión del país muy diferente a la que tiene un habitante del Altiplano, de Puno, o de la que puede tener un limeño. No se tiene una visión coherente de lo que es el Perú. Cada cual interpreta a su manera. Esa puede ser una razón, pero no solamente hay razones de dispersión geográfica de los escritores y de fragmentación de la cultura del país, sino también es una cuestión de clase social. Los escritores de la clase media o de la burguesía tienen una visión muy diferente a la de los escritores que han salido de estratos populares. Eso también incide en que haya una visión menos unitaria.
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El título general de su obra cuentística es La palabra del mudo. ¿Cuándo surgió como proyecto y qué evolución ha tenido, para usted, en cuanto a sus múltiples sentidos y a sus libros de cuentos más recientes? —Se me ocurrió ponérselo cuando mi editor, Carlos Milla Batres, hará eso ya casi veinte años, decidió ir publicando mis cuentos completos. Era necesario encontrarle un título general. La palabra del mudo me vino a la mente en la medida en que lo que yo quería en mis relatos era dar voz a los hombres de la sociedad peruana que no podían expresarse porque no tenían los medios ni las oportunidades. Me refiero a los marginados, a la pequeña gente de la gran ciudad de Lima o de los pequeños pueblos de provincia. Esa es una de las acepciones. El título, hasta ahora, parece que está bien escogido, si bien no cubre muchos aspectos de bastantes relatos. Y continuando su pregunta, sí he notado una evolución. Si ahora tuviera que escribir los cuentos que escribí en los años cincuenta, probablemente lo haría de una manera diferente. Antes trataba de ser un poco más seco, más directo, más escueto. Más impersonal, si se quiere. Con el tiempo he ido tomando distancia acerca de las cosas que narro. Intervengo más en tanto autor. Soy menos impersonal y trato temas muchísimo más autobiográficos. También tengo una tendencia por hacer digresiones que antes me las tenía completamente prohibidas. Tratar de que cada cuento no sea solamente una historia que uno cuenta sino una historia significativa, de la cual se pueda extraer no solamente un sentimiento o un placer, sino también una enseñanza en un sentido muy amplio. La otra acepción de La palabra del mudo es más personal. El mudo soy yo. El mudo Julio Ramón habla. Me gustaría que hablara respecto de las desavenencias con Mario Vargas Llosa, tal como él las dejó por escrito en su libro de memorias, El pez en el agua. ¿Qué ocurrió realmente? A ustedes los unía una amistad de años. —Ese es un asunto un poco penoso para mí. Yo no esperaba, después de tantos años de amistad, encontrarme con un párrafo tan injusto, tan agrio y tan infundado sobre mí. Pensaba que Mario Vargas Llosa me conocía mejor. A mí me apenó mucho.
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¿Y por qué no lo aclaró públicamente? —No respondí, a pesar de que me ofrecieron en revistas y periódicos facilidades para hacerlo. Me di cuenta de que no valía la pena. Sería, en primer lugar, alimentar una polémica, y soy enemigo de polémicas o discusiones públicas. Luego porque sería una polémica desproporcionada, en el sentido de que la audiencia que tiene Mario Vargas Llosa y su acceso a todos los medios de difusión, habidos y por haber, en todas las partes del mundo, le permitirían que su opinión fuese conocida y en cambio la mía no. No valía la pena. Hubiera sido una contienda desigual. De todos modos —y en eso soy muy lúcido— hago la distinción entre la mortificación que me causó ese párrafo y el aprecio que le tengo a él como escritor. Es un gran escritor, de eso no cabe duda. En cuanto al asunto personal con él, si algún día lo encuentro, trataré de explicarme o que me lo explique. ¿Ustedes se conocieron en París? —Lo conocí en Lima, antes de París, en casa de amigos, cuando era un joven escritor que no había publicado sino unos pocos cuentos en periódicos y revistas. Tenía una personalidad muy fuerte. Estaba muy seguro siempre de lo que decía y escribía, y eso impresionaba mucho. Luego, en París, lo conocí mejor. Fuimos colegas en la agencia France-Presse. ¿Y esa otra gran amistad con Alfredo Bryce Echenique? —Con Alfredo sí tengo una amistad sin sombras desde hace treinta años117. Llegó a París por la década de los sesenta y a una de las primeras personas que buscó fue a mí, llevándome, además, un
117 En una entrevista de Javier Arévalo a Bryce, este declaró refiriéndose a Ribeyro: «Su vida personal fue tan pobre y miserable, tan frustrada, laboralmente. Sirvió a todos los gobiernos. Y su mujer lo maltrataba. Le decía en público: ‘Si hubiese esperado un año más me habría casado con Vargas Llosa’. Una mujer pérfida, que se casó con él porque en ese momento era el único escritor del cual se hablaba en el extranjero y en el Perú, pero de pronto apareció como un meteorito Mario y cambió la superficie de la literatura latinoamericana para siempre. Ribeyro fue el gran perdedor» («El arte de añorar», revista Detalles. La Revista de Wong, año VIII, número 38, Lima, julio-agosto de 2005, pp. 24-27).
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manuscrito de su primer libro de cuentos. Incluso le sugerí el título: Huerto cerrado. Luego lo he visto con una enorme continuidad en París, en España, un poco por todos sitios. Hicimos una excelente amistad, que se mantiene todavía, a pesar de vivir en países diferentes. Nos comunicamos por carta o por fax. Justamente me acaba de llegar una carta de Bryce, en la cual muy generosamente ha hecho gestiones, de su propia iniciativa, en Madrid, para que me inviten en junio próximo a una cuestión que se llama la Semana del Autor118, donde me dedicarán una semana entera. ¿Por qué si se habla del arte como la mejor vía para que el hombre asuma de una manera más plena la vida, termina siendo en el caso del artista una experiencia difícil, a veces devastadora, desgarrada? —Eso está determinado por la distancia que se crea entre las aspiraciones del escritor y sus realizaciones. Conozco a escritores que no tienen nada de desgarrados, están felices con lo que hacen. Otros, en cambio, por más que uno tenga la impresión de que están muy bien y con éxito, viven torturados y desgarrados, insatisfechos, como si se sintieran muy por debajo de sus ambiciones. Puede ser un aspecto de esa pregunta. Ese sentimiento se presenta muy fuerte en el primer tomo de su diario, y en el segundo parece decantarse. —Sí. El primer tomo es muy diferente del segundo porque en la época del primero yo llevaba una vida muchísimo más errante. No tenía trabajo fijo, un domicilio, no tenía una mujer fija. Iba de un país a otro, de un hotel a otro, en una vida aventurera, un poco más arriesgada, llena de cosas imprevistas. A partir del año 60, había alcanzado cierta estabilidad: me había casado, tenía un trabajo permanente, había escogido como residencia París. Entonces se
En junio de 1994, meses antes de fallecer, la Casa de América, de Madrid, le dedicó la Semana del Autor, con un coloquio acerca de su obra, al que asistió Ribeyro. Asimismo, presentó la segunda edición de su tercera novela, Cambio de guardia (Tusquets Editores), y Cuentos completos (Alfaguara).
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calma el ritmo un poco acelerado. Tenía una vida más ordinaria, más racional. Por eso el diario se interioriza más. Ya no versa tanto sobre acontecimientos, sobre viajes, sobre aventuras, sino sobre reflexiones, lecturas, relaciones con mi familia y mis amigos. No obstante, hay una mayor cantidad de notas sobre asuntos políticos, mucho más que en el primero. —En efecto, a pesar de que en los tomos siguientes, por lo que recuerdo, no hay muchas referencias, salvo que sean cosas sumamente importantes que me motivaron a anotarlo. Por lo general, trato de evitar en lo posible ese tipo de opiniones. No tengo vocación de reformista, ni de comentarista de los hechos que ocurren en la política mundial o en la sociedad de nuestro tiempo. No quiero participar en el debate ideológico. Para mí, eso es completamente extraño. Por eso, mi diario se va convirtiendo, no en un diálogo con la sociedad, con el Estado, con el poder, sino en un diálogo conmigo mismo. Desconecto la grabadora y salimos momentáneamente al balcón de su departamento. Ribeyro nos cuenta, mirando hacia la playa, que está pensando en escribir un relato sobre los muchachos que corren olas en sus modernas tablas de surf119. Esta confidencia me sorprende, siendo él tan reticente en su trabajo literario. Pero también me afianza en la creencia de que estuvo con ánimo para conversar. Al bajar en el ascensor, Abel observa que Ribeyro se ha fumado seis cigarrillos seguidos y me lamento por no haber hablado con él, aunque sea de paso, sobre su pasión de fumador. Y no solo sobre eso. A medida que pasan los minutos siguen saliendo a flote más y más inquietudes que se me escaparon. Pero mejor es que sea así. Las respuestas (o las dudas) estarán en sus libros. Al autor, al hombre, dejémoslo allí, con su silencio. Hemos invadido demasiado un corazón que —como decía Conrad en otro tiempo y sobre otro hombre— es a fin de cuentas inescrutable.
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El cuento «Surf» pertenece a la edición de La palabra del mudo, de Seix Barral, de 2009. Se publicó de forma póstuma.
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El asedio de la fama (1994)
En 1973 usted volvió al Perú y participó en muchos actos en los que se hizo un reconocimiento público de la calidad de su obra. Meses después de esa estancia en Lima, usted escribió en su diario, al recordar esos días, que había tenido la sensación de haber sido manipulado, envilecido por la publicidad y la propaganda, «expuesto al asedio de repugnantes reporteros». ¿Siente ahora que esa situación se repite o amenaza con repetirse? —Esa situación no solo se ha repetido, sino que se ha ampliado, porque entonces era simplemente un homenaje de escritores y críticos nacionales, mientras que ahora el asedio es internacional. Tengo que responder llamadas de periódicos de Buenos Aires, México, España120. Pero lo que quisiera enmendar y corregir de esa página del diario es eso de «repugnantes reporteros». No, no son repugnantes, todos son muy simpáticos. Lo único cierto es que cuando se repiten demasiado estos asedios, a uno lo fastidian y hasta le producen mal humor. Pero ese es el precio de la fama... —Es cierto, es la contrapartida de la fama, por desgracia es así. Ya lo decía el poeta Fernando Pessoa cuando afirmaba que la
La entrevista se realizó poco después de obtener el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo.
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celebridad es irreparable, de ella no volvemos nunca, como del tiempo pasado. El jurado que le otorgó el premio Juan Rulfo estuvo presidido por María Kodama, la viuda de Borges. A propósito de la fama y la celebridad, Borges sostenía que «la gloria es una incomprensión y quizá la peor». ¿Se siente identificado con esta frase del escritor argentino? —Es posible, Borges siempre tenía razón, quizá porque en el caso de los premios en particular, y esto lo digo con toda franqueza, no siempre son justos ni tampoco aprobatorios. Simplemente es un accidente que a uno le ocurre en su vida, y la justificación del premio solo lo dirá el futuro. Cuántos libros y autores premiados hay en la historia de los cuales hoy no nos acordamos. Usted declaró una vez que América Latina no había producido obras novelísticas trascendentales que marcasen para siempre la sensibilidad del lector y su relación con el mundo, pero rescataba a Borges, aunque sostenía que ese tipo de trascendencia no le interesaba. —Dije que esa trascendencia borgiana no me interesaba porque se limita exclusivamente al terreno artístico y literario y no va más allá. Es decir, no puede ser, por ejemplo, como la lectura de un libro sagrado. Los grandes libros sagrados, como la Biblia y el Corán, pueden realmente transformar la mentalidad y el comportamiento de sus lectores, de sus adictos. Pero en el caso de Borges, lo único que puede cambiarnos es nuestra sensibilidad y nuestro gusto literario, y no va más allá. No hace de nosotros ni santos ni héroes. Y la clase de trascendencia que usted ha definido, ¿dónde se expresaría mejor en sus libros? ¿En su obra narrativa o en sus ensayos y diarios? —Probablemente se pueda compartir. Creo que más trascendentes pueden ser mis textos no narrativos, del tipo de Prosas apátridas, que tienen una extensión filosófica, que son libros que hacen reflexionar al lector. Pero desde el punto de vista más bien artístico y literario, también le atribuyo importancia al aspecto narrativo de
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mi obra, en la medida en que, como en el caso de los autores que aprecio, ensanchan un poco la visión de las cosas. Considero que un autor valioso es aquel que una vez leído nos permite percibir cosas que no habíamos visto antes. Creo que es cuestión de enriquecer la percepción de la realidad a través de la narrativa. En los últimos años usted ha publicado más ensayos y obras de reflexión que cuentos. ¿Siente que al entrar en la etapa madura de su vida el ensayo le resulta más cómodo que la ficción narrativa para expresarse? —Es posible. Creo que es una tendencia natural de los narradores. En la medida en que van llegando a la madurez, van perdiendo un poco el interés por los géneros puramente narrativos y buscan expresarse a través de géneros diferentes, como el ensayo, el diario, la correspondencia, incluso. Esta es una tendencia un poco natural que se encuentra en muchos escritores. Es mi caso, creo que corresponde a esta tendencia. En efecto, en los últimos años he escrito muchos más textos no narrativos que narrativos. Puede ser también que esto se deba a una cuestión de alejamiento del Perú, pues he estado muchos años fuera. Había perdido bastante contacto con la realidad peruana y me era más difícil tener conocimiento de situaciones, de hechos, de personajes, de dramas, de problemas nacionales, y los europeos, en general, no me interesaban. He escrito muy poco sobre Europa en cuento, unos ocho o diez como máximo. No me atraía mucho estar pintando la realidad europea porque para esto están los pintores europeos. Ese es su mundo, y yo no tenía mucho que añadir a lo que ellos ya han dicho sobre sus propios problemas. Puede haber sido eso, pero esto no significa que he abandonado, ni mucho menos, el género narrativo. Sigo escribiendo cuentos aquí en Lima y tengo proyectos de novelas, solo proyectos, pero en algún momento espero organizarlos. El mundo que describió en sus primeros libros de relatos ya ha desaparecido. El Perú de entonces ya no es el Perú de ahora. Quizá usted se siente desconcertado por esta nueva realidad peruana tan cambiada, tan diferente, y no logra adaptarse a esta nueva realidad y tal vez le resulta difícil expresarla en relatos.
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—Efectivamente, hay mucho de eso. La Lima de ahora no tiene nada que ver con la Lima en la que viví por los años cuarenta y cincuenta. La ciudad se ha transformado y se ha vuelto más compleja, más caótica, indescifrable por momentos, y se necesitaría ser un sociólogo, un antropólogo, para poder hacer una especie de inventario de la realidad actual del Perú y, en particular, de la de Lima. Por otra parte, tampoco hay que dar mucha importancia a la actualidad. Cuando leo relatos de escritores que están en su cuarentena, no siempre sus mejores relatos son los que tratan de la Lima actual, sino los que tratan de su infancia, quizá porque las experiencias de la infancia se graban profundamente en la sensibilidad y en la memoria, y por este motivo son más incitantes para escribir. Repito, no me incomoda mucho el hecho de que estando en Lima no pueda escribir o no escriba nada sobre la Lima actual. Creo que la actualidad, como decía Borges, es siempre anacrónica. Tal vez el hecho de volver ahora a una realidad que no reconoce le haga regresar a la veta fantástica. —No creo, porque en realidad no estoy muy seguro de haber escrito cuentos fantásticos. Entiendo por cuento fantástico un cuento que es puro producto de la imaginación, en el cual las referencias a la realidad son escasas. En cambio, mis cuentos que son considerados fantásticos están apoyados siempre en hechos reales que he conocido o vivido, pero en los cuales hay siempre un momento en que la historia se dispara un poco hacia lo insólito e inesperado. No es el cuento fantástico típico, se trata de un cuento realista que patina o se desliza de pronto en otra dimensión, la dimensión de lo insólito. Si tratara de escribir sobre la Lima actual, quizá la considere como una especie de pesadilla, de alucinación, y lo que escriba sobre ella adquiera ese tono que va de lo real hacia lo irónico. ¿Por qué habla de pesadilla? ¿Le parece horrible la capital ahora? —Horrible en muchos aspectos. Naturalmente, esto no quiere decir que no sea interesante. Lo horrible también puede ser interesante. Entre lo horrible puedo mencionar la informalidad en el campo del mercado ambulatorio, lo caótico del transporte, los niños que
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andan perdidos y desamparados por las calles drogándose con Terokal. Todo eso me parece horrible y por momentos insoportable. Establecido ahora en el Perú, ¿se ha planteado escribir cuentos sobre esta nueva realidad? —Sí, lo he pensado, pero no estoy trabajando en ello específicamente, porque me doy cuenta de que hay escritores jóvenes que han crecido en esa Lima de hoy, que la conocen perfectamente y que están más al tanto que yo de los verdaderos problemas, de la psicología, de la manera de hablar. Es a ellos a quienes corresponde esa tarea. Este descenso a una nueva Lima y su recreación a través del cuento y la novela plantea también un problema técnico, el del lenguaje. ¿Cómo reflejar un nuevo entorno social con palabras que, como usted dice, desconoce? —Ese es un problema que me lo he planteado no solo ahora, sino también en París. Pero después de darle muchas vueltas me di cuenta de que tampoco era imprescindible utilizar el lenguaje actual. Creo que se puede escribir un magnífico libro utilizando, quizá y llegando a la exageración, un lenguaje del Siglo de Oro. ¿Por qué no? Un buen escritor puede usar cualquier momento del desarrollo del lenguaje en su propia lengua. Por su vocación de marginal y su escepticismo, usted podría ser, de algún modo, una suerte de «personaje ribeyriano». ¿La obtención del Premio Juan Rulfo lo reconcilia con el mundo o sigue pensando que «la humanidad es un fracaso, algo que resultó mal»? —En realidad, creo que el hecho de haber obtenido este premio importante es un reconocimiento, una recompensa al esfuerzo de una vida, pero muchas veces me pregunto si el hecho de haber obtenido este premio es un problema más en lugar de un triunfo o una solución. Ya el hecho de haber estado durante una semana respondiendo entrevistas por teléfono o para la televisión, en casa, comienza a parecerme que las cosas no son tan tajantes ni tan claras como uno cree. Esta cosa va a continuar. Dentro de un tiempo tengo que ir a México, Estados Unidos, Canadá, España. Me pregunto si
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no hubiera sido mejor para mí no ganar el premio. No sé hasta ahora realmente si es algo positivo que en buena cuenta cambia mi posición un poco marginal o si, por el contrario, es un chasco más.
Entrevista con Julio Ramón Ribeyro (2003)
París, junio de 1979. En 1978 tenía 19 años de edad y estudiaba letras en la Universidad de Montpellier. Para cumplir con los requisitos de mi beca tenía que presentar algunos proyectos, y mi maestro José Durand —con quien estudié en la Universidad de Berkeley— me aconsejó que entrevistara a algunas de las grandes figuras de la literatura peruana que por entonces residían en París. Durand me alentó con una carta de presentación para Alfredo Bryce Echenique, y el generosísimo Bryce me concedió una entrevista (aquel encuentro fue una experiencia inolvidable para mí) y tuvo la bondad de ponerme en contacto con su gran amigo —casi un hermano mayor— Julio Ramón Ribeyro. Fue con gran emoción que visité el departamento de Ribeyro en la place Falguière, pues había leído y releído muchas veces sus espléndidos relatos, sus novelas, sus obras de teatro y sus Prosas apátridas, con las cuales se iniciaba en el género autobiográfico. Me recibió con amabilidad, pero con un aire silencioso y taciturno, delgado por culpa de la enfermedad con la que batalló durante muchos años. No obstante, una vez que pasamos a discutir temas literarios, el tono de su calmada voz se fortaleció (no dejó de fumar en toda la tarde), y de vez en cuando le salía una leve chispa en los ojos, al ver —quizá— la pasión con la cual un joven lector había hecho un gran esfuerzo para entrar en su mundo literario. Él sabía que me estaba educando y he quedado siempre agradecido por los horizontes literarios que
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aquel encuentro abrió para mí. La conversación duró varias horas y continuó hasta después de llenarse la tercera cinta que llevé con mi grabadora. La entrevista salió demasiado larga para publicarse en su totalidad, y veinticinco años más tarde le mencioné a mi amigo Fernando Iwasaki la existencia de aquella transcripción que había redactado después del encuentro. Le agradezco a Fernando que se haya interesado por las respuestas de un sabio —cultísimo maestro de la escritura— a un joven, entusiasta lector, que se iniciaba por entonces en la aventura de la crítica literaria. ¿Qué escritores peruanos producen en este momento una literatura más imaginaria que realista? —Por ejemplo, Harry Belevan, para citar el caso del paladín de este movimiento, pero también algunos escritores que no han sido publicados todavía como Carlos Calderón, y otros escritores que sí han publicado algo hace tiempo aunque no son conocidos, como Felipe Buendía —que tiene muchos cuentos de ese tipo— o el mismo Pepe Durand, que tiende más hacia lo imaginario. Luego, aquí en París, otro muchacho, Armando Rojas, y también González Viaña. En fin, si uno comienza a pensar y a buscar encuentra una serie de escritores que van por esa vía. Bueno, lo curioso es que yo no sé si lo imaginario es una etapa superior de la literatura o una etapa más bien primitiva. Por momentos me parece que para llegar a lo imaginario es necesario haber transitado mucho por la literatura realista y que es una especie de superación de una etapa, y otras veces me parece que —al contrario— uno empieza escribiendo muy, muy joven, cosas completamente imaginarias y después entra en la realidad. O a lo mejor son periodos completamente alternantes: se empieza escribiendo cosas imaginarias, luego realistas y luego se regresa a lo imaginario. Pero —en fin— esas son especulaciones, y el caso de cada escritor es singular. Y en su caso también se produce este movimiento entre lo imaginario y lo realista. —Sí, yo comencé escribiendo cosas completamente imaginarias, y no porque me interesara lo imaginario, sino porque cuando
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empecé a escribir tenía 14 o 15 años. No tenía mucha experiencia de la realidad. Entonces inventaba cosas, no importa qué. Pero luego, cuando ya viví más, me ocurrieron cosas, mi vida comenzó a parecerme interesante. O lo que yo había vivido era interesante y empecé a escribir sobre eso. Ahora, ya a los 50 años, comienza a parecerme que quizá lo más interesante sea más bien inventar cosas y dar más importancia a los sueños, a las intuiciones, a las invenciones, a los mitos, y no a lo que uno haya podido vivir o ha podido presenciar. Es una cosa que me parece ahora. Por la creación de obras de ese tipo, todavía no he entrado, pero pienso que podría hacerlo si encuentro un tema. Algo así que me seduzca. ¿Qué piensa de La vida a plazos de don Jacobo Lerner, la novela de Isaac Goldenberg? —Bueno, ese libro lo he leído con interés pero sin pasión. Quiero decir que parece interesante por el mundo ese que describe. Es un mundo que para los que no pertenecían a esa especie de microsociedad hebreo-peruana es una novedad, una revelación. Ese aspecto es muy interesante de contenido. Ahora, el aspecto formal me deja un poco frío, lo encuentro un poco mecánico, intercalar esa especie de seudodocumentos o seudoanuncios. Claro, le da agilidad al libro y todo, pero me parece que es un poco un ejercicio literario. Hecho con mucho talento, claro. Ahora, otra cosa en cuanto a la escritura misma, yo no sé si es deliberadamente pobre por momentos o si es el resultado de un dominio deficiente del español. Estoy en esa duda todavía. Un personaje habla en forma muy incorrecta, hay una incorrección que no se sabe si responde a la psicología de un personaje que no hablaba bien el español o es un defecto del autor. Eso no lo veo muy claro. Pero me parece que es un escritor con enorme talento y yo no sé si seguirá escribiendo ahora. Creo que [Goldenberg] está trabajando en una novela. ¿Y qué piensa del nuevo libro de Alfredo Bryce, Tantas veces Pedro? —Es un libro que a mí me gusta mucho, francamente. No solo porque soy muy amigo de Bryce, sino porque he asistido un poco al nacimiento de ese libro cuando lo escribía. Lo leí así, en el original, antes de que se publicara, y luego —ya publicado— nuevamente.
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Es un libro muy valiente en el sentido de que Bryce, con ese libro, rompió con toda una línea que él había ya trazado sólidamente con Un mundo para Julius. Un mundo para Julius era, para mí, la primera etapa de una serie de obras sobre la sociedad limeña que empezaba con la infancia de un personaje y podía haber continuado con su adolescencia, con su juventud o con su madurez. Es un mundo que él conoce muy bien y que ha visto con una gran perspicacia y mucho sentido del humor, pero de pronto, cuando él estaba ya decidido a continuar por esa línea y había empezado una novela sobre un Julius ya mayor, un Julius que ya no estaba en la escuela primaria sino secundaria, etcétera, pues se dio cuenta de que ese libro iba a ser una especie de segundo Julius y que él ya no quería hacer un segundo Julius porque él quería hacer otra cosa. Entonces se aventó sobre este personaje ya adulto, en un mundo completamente europeo y en situaciones cosmopolitas. No creo que sea un libro tan sólido y tan homogéneo como Un mundo para Julius. Es más desigual. Hay partes en Tantas veces Pedro que no me llegan todavía a convencer. Las partes dialogadas, los comienzos —sobre todo— que son diálogos demasiado rebuscados, demasiado inteligentes, demasiado sutiles y por eso mismo llegan por momentos a ser un poco inverosímiles, demasiado ingeniosos. Los personajes, en la vida real, no están siempre en estado de dar respuestas geniales y de decir cosas divertidas a cada momento. Eso no es cierto. El noventa por ciento de las cosas que uno dice en el curso del día son tonterías. Pero lo que a ese libro le da también su valor es que se trata de un libro de un humor increíble. Yo pienso que Bryce es el más grande humorista peruano de la narrativa de nuestra época. Y desde el punto de vista estructural, ¿qué le pareció el libro? —Yo no he analizado ese aspecto, pero no me parece que haya nada que sea llamativo desde el punto de vista estructural. En el fondo, ese libro es bastante autobiográfico. Hay cosas autobiográficas transpuestas que solamente los que conocen a Bryce muy bien pueden más o menos identificar situaciones o personajes. Luego hay una cuestión de composición del libro, que es una idea
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ya muy utilizada: la del autor que está viviendo su propio libro. El protagonista es el autor del libro. Digamos que ese es un modelo narrativo muy actual que se ha utilizado ya mucho. No creo que desde el punto de vista estructural sea algo realmente original. No es ese aspecto el que me interesa, en todo caso... El hecho de que sea una novela peruana que transcurre completamente fuera del Perú, sí. Como el libro de Bravo121. Porque también es interesante que los escritores de pronto escriban sobre espacios que no son sus espacios natales. ¿Por qué motivo uno va a estar obligado a escribir sobre su país? En ese sentido no hay ninguna norma ética o estética que a uno lo condicione. ¿Cuál es su concepción del cuento como género literario? Y si no lo puede definir universalmente, por lo menos defíname sus cuentos. —La verdad es que yo creo que nadie ha podido definir todavía lo que es el cuento. Teóricamente se supone que el cuento es la versión moderna de los prólogos de la Antigüedad, pero esa es una especulación puramente académica. Yo al cuento lo podría definir simplemente como una narración que tiene una extensión muy limitada. Es que no hay otro criterio así, general y universalmente aceptado. Ahora, después uno puede decir: Bueno, aparte de eso, el cuento tiene que tener una estructura muy rígida. Quiero decir que hay que contar una historia, una historia que tenga un desenvolvimiento con un comienzo, una trama y un desenlace generalmente sorpresivo. Podemos especular sobre esos aspectos estructurales del relato, pero eso podía haber sido cierto hasta determinada época: digamos hasta antes de Joyce, digamos en el siglo del gran cuento, en el siglo XIX. En la época de Maupassant, de Chéjov, de Nerval, de grandes cuentistas. Incluso de ciertos norteamericanos de la época, como Poe y Melville. Pero después, ya en el siglo XX, quizá con Joyce u otros autores como Virginia Woolf y Kafka, ya esas cuestiones
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La novela A la hora del tiempo (1978).
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estructurales pasaron al segundo plano. Hay cuentos de Kafka en los cuales prácticamente el argumento es secundario y la historia es secundaria, porque lo que interesa es el clima, el ambiente. Lo mismo en el caso de Virginia Woolf. En el caso de Rulfo también. En Rulfo hay cuentos en los cuales el interés está más bien en el lenguaje, en la forma como se expresan los personajes. De modo que la cuestión estructural tampoco sería un elemento definitorio del cuento como género. Luego, ¿qué otro elemento quedaría? No sé. Yo creo que antes que nada es una cuestión de extensión. Simplemente. ¿Se podría definir el cuento «ribeyriano»? —Yo no sé. Yo nunca he seguido o tratado de crear —deliberadamente— una atmósfera más o menos coherente u homogénea en todos mis cuentos, para darles, digamos, un sello personal. Esa no es una cuestión deliberada. Si existe esa atmósfera —y eso es una cuestión que obedece a razones más profundas— no sé. Yo he escuchado algunas veces —poco, pero algunas veces— decir «esta es una situación ribeyriana», por ejemplo. O «es un relato ribeyriano». Y cuando he escuchado esto me he preguntado ¿y por qué dicen esto? Es decir, ¿qué cosa puede haber en lo que yo he escrito que pueda tipificar una situación o un personaje? Y la primera vez que oí decir esto fue a un escritor peruano, Fernando Ampuero, que no sé si lo conoces. Es un escritor de los nuevos, un escritor muy interesante. Acaba de publicar un libro que se llama Miraflores Melody122, creo. Entonces, un día estaba yo con Ampuero, viendo una pieza de teatro mía que ponían en una especie de teatrín de Miraflores, y la pieza estaba mal puesta y era un desastre. Y entonces me dijo que esa era una situación ribeyriana: el hecho de estar viendo esa pieza mal puesta. Entonces, más o menos deduje de esa observación que por «ribeyriana» entendía él una situación un poco frustrada, sombría, en la cual las cosas salían mal. No sé, en fin, una serie de elementos de tipo negativo. Yo supongo que será eso, que «ribeyriano» sería un
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De 1974.
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mundo de personajes rattés, vencidos, a los que les salen mal las cosas. Ilusos que se dan de tropezones contra la realidad a cada momento, que realmente son derrotados. Sus personajes parece que están irremediablemente dirigidos hacia una catástrofe, hacia un fracaso dentro de un universo que no controlan. —Sí, es posible. Hay como una especie de resignación, de fatalismo y una negación del libre árbitro. En «Mar afuera» el tipo acepta su muerte de esa manera. —«Mar afuera» es el caso límite de una especie de conformismo absoluto. Ahora, quizá en los cuentos más recientes, en algunos del tercer tomo de La palabra del mudo, haya una especie de reconocimiento de la posibilidad de modificar las condiciones y circunstancias de los accidentes de la vida, mediante un esfuerzo, una voluntad, un deseo de cambiar las cosas, de dirigirlas e incluso de vencer la adversidad. Pienso particularmente en ese cuento que se llama «Silvio en El Rosedal», que es para mí el cuento más importante de la colección. Silvio es un personaje que se esfuerza en encontrar sus propios recursos para poder imponerse a un ambiente completamente adverso y que finalmente encuentra —mediante el esfuerzo personal, la búsqueda y la tenacidad— una vía para considerarse no como un vencido, sino como un marginal y un solitario. No como un vencido que encontró lo que tenía que hacer. Y lo hace y lo seguirá haciendo contra todos los obstáculos. ¿Hasta qué punto este cuento es una alegoría personal? —Sí, es posible. Es posible que el personaje central sea una especie de símbolo de mi propio trabajo como escritor, porque la conclusión o la moraleja de ese cuento —si se puede hablar de moraleja— es que finalmente lo que uno debe hacer es lo que sabe hacer, y hacerlo, así a nadie le interese y no tenga ninguna repercusión. Uno termina tocando solo su violín en un techo sin que nadie lo escuche, mientras que la fiesta se desarrolla por abajo. Esa podría ser la relación con mi propio trabajo como escritor. Regresando a esta visión del fracaso, en que por un lado parece que los protagonistas no tienen acceso al mundo y por
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otro encuentran una vía de solución, ¿hasta qué punto es esta una visión del mundo peruano? —Yo no sé. Yo no sé hasta qué punto, al haber presentado en mis primeros cuentos esa visión del hombre, vencido así por las circunstancias, yo no hacía sino reflejar una sociedad. Particularmente la sociedad de la pequeña clase media que vive en ese mundo y que con algunas excepciones reconoce que ese es su mundo. O a lo mejor no hacía sino expresar una visión personal del mundo, temperamental. O puede ser que ambas cosas coincidan. O no sé cuál tiene la prioridad: si es mi temperamento lo que me ha hecho ver solamente esas situaciones en la realidad, o si después de haberlas visto ellas han determinado en mí ese temperamento. Una cosa que me interesa mucho en sus cuentos es que muchas veces hay un personaje que descubre otra historia. De vez en cuando, la historia que descubre deviene su historia al final, como en «Mar afuera» o en «Demetrio». Y hay otros casos en los cuales el personaje descubre una historia y aprende algo de la historia que descubre, como en «Por las azoteas». Y en otros casos es solamente un testigo, como el que no quiere la cosa. Por ejemplo, en «La piedra que gira». ¿Hasta qué punto mostrar una historia a través de un personaje que la descubre es una técnica importante para usted? —Francamente, no veo yo, no entiendo claramente, cuál es la diferencia. «El personaje descubre una historia...». ¿En qué caso, por ejemplo? ¿Quién descubre una historia? Por ejemplo, en «La piedra que gira», el protagonista está en el auto con un muchacho y, estando en el carro con él, descubre su propia historia. O en «Por las azoteas», al final del cuento el muchacho reflexiona sobre la historia que descubrió y aprende algo de esa situación. O en «Mar afuera», el protagonista está en el barco y empieza a descubrir la historia del tipo que está a punto de matarlo. En «Demetrio» es evidente. En «Te querré eternamente» hay un hombre que está interesado en saber la historia de otro. Por lo tanto, la historia importante es la que se descubre, porque el objetivo del cuento es presentar la ironía de
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los amores del personaje observado. Me parece que esa es una técnica recurrente en sus cuentos. —Ese aspecto yo no lo había observado, pero quizá está en relación con otro recurso del cuento, que es el de quién narra la historia, y que es una técnica que yo había observado mucho en Maupassant. En Maupassant, en muchos cuentos, empieza el cuento con alguien que está contando una historia, pero al comienzo de esta historia que está contando cita a un personaje que es el que sigue contando la historia. Por ejemplo, el cuento empieza diciendo: «Estábamos reunidos en el castillo del señor tal tomando una taza de té y de pronto el dueño de la casa dijo lo siguiente: Hace unos años me fui de caza, y...», etcétera, etcétera. «Y durante la escena de caza me encontré con un campesino que me dijo lo siguiente», etcétera, etcétera. Entonces aparece un tercer personaje que le cuenta a su vez al dueño de la casa algo, y en el relato de este campesino aparece de pronto un cuarto personaje, de modo que la narración se convierte en una sucesión de relatos que se van encadenando y en los cuales el contador cambia. En uno de los cuentos del tercer tomo de La palabra del mudo («Carrusel») quise llevar a su extremo límite esa técnica, de modo que son como quince o veinte historias y quince o veinte protagonistas quienes van contando una historia que no termina porque cuando está por la mitad aparece alguien que comienza a contar otra cosa. Pero, claro, hay una cierta unidad, pues al reunir el comienzo con el final la historia se encadenaba. Ese es un recurso, un mecanismo del relato que se puede utilizar conscientemente. Ahora, en lo que tú preguntas..., todos los cuentos que has citado están escritos en primera persona. «Mar afuera» no lo está. —Tienes razón, pero «Demetrio», «Por las azoteas» y «La piedra que gira», todos los cuentos del libro El próximo mes me nivelo, todos esos cuentos están escritos en primera persona. En esos casos es importante distinguir si lo que le ocurre al narrador es lo importante o si lo importante es lo que el narrador va a contar. Yo en realidad no tengo una concepción unitaria, única del cuento. Tú debes haber notado que tengo cuentos de diferentes tipos, con
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diferentes técnicas. Es decir, no sigo un determinado método. Y si hay una cierta unidad es una unidad que está por encima de esos asuntos técnicos, formales. Es una unidad más bien de ambiente, de tono, de tiempo. ¿Cómo escoge el punto de vista de un cuento? —Eso depende. A veces he tenido que reescribir un cuento desde otro punto de vista, porque me daba cuenta de que escrito en tercera persona no me permitía penetrar a fondo en el mundo de un personaje. Otras veces, al contrario, escribir en primera persona limitaba mucho el marco del cuento y entonces tenía que cambiar. Pero, por lo general, el punto de vista surge inmediatamente con el asunto, con el tema. Si son cosas que le han ocurrido a uno mismo, uno tiende a contarlas en primera persona. Si son cosas que a uno le han contado es preferible utilizar otra forma. Si son cosas que simplemente uno ha imaginado en todas sus piezas de principio a fin, puede escribirla en tercera persona. ¿Quién narra el cuento «Nada que hacer, monsieur Baruch»? Parece que es una tercera persona, pero al final hay un «nosotros». —Bueno, ese cuento está narrado en tercera persona. Pero como fue algo que ocurrió en una casa donde yo vivía —vivíamos varias personas que éramos amigos y tuvimos conocimiento de este hecho—, a mí me pareció que era importante hacernos presentes al final del cuento. Incluso me menciono a mí mismo en algún momento en que el tipo está muriéndose, en que se dice: «mientras anochecía, volvió a sentir ese pequeño ruido en el interior de su cráneo, que no provenía, como lo había descubierto, del televisor de madame Pichot ni del calentador de agua del señor Belmonte ni de la máquina en la cual el señor Ribeyro escribía en los altos». Aquel «nosotros» somos todos estos personajes cuando descubrimos el cadáver. ¿Qué representa Charles Ridder para usted? —Es un cuento puramente fantástico, pero de todos modos representa algo. Una idea un poco embrionaria —si se quiere— y que se resume en que un gran escritor puede ser un tipo absolutamente banal. Es decir, todo su talento está concentrado solamente
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en lo que escribe, y que en sus relaciones personales o sociales puede ser completamente nulo. Es así como aparece Ridder. Un joven va a verlo queriendo encontrarse con un genio y se encuentra con un viejo medio idiota que habla tonterías, pero que al mismo tiempo tiene intuiciones extraordinarias, porque en medio de esa aparente distracción e indiferencia con la que recibía a su visitante, Ridder había visto unas cosas y captado otras, y por eso lo que dice al final es sorpresivo. No se sabe si es la realidad, una creación, una invención o el descubrimiento de un hecho real. Entonces lo que quise marcar así era la oposición. Una oposición que es casi triangular. Es decir, el escritor que uno cree que es un genio resulta siendo un hombre banal, pero este hombre banal tiene a su vez una idea genial. ¿Qué significa la ambigüedad a propósito del pisapapeles? —Bueno, ahí también hay un hecho real si quieres, porque toda esa historia es la de un pisapapeles que a mí se me perdió en Lima. Un pisapapeles cuadrado, cristalino, cúbico y transparente que perdí en Lima. Yo realmente lo vi cuando fui a visitar a este escritor cerca de Amberes. Lo vi en su mesa y era exactamente igual. Claro, naturalmente no podía ser el mismo y era absurdo pensarlo, pero a mí en ese momento se me ocurrió que era el mismo, y me dije: «¿Cómo es posible que habiéndolo yo lanzado en Lima hace diez años a unos gatos en el techo de mi casa aparezca acá, diez años más tarde, en el escritorio de este escritor?». Entonces, en ese momento nació la idea del cuento. Pensé: «Bueno, lo que pasa es que yo lo lancé y llegó acá. ¿Cómo llegó acá? No sé, pero el escritor lo va a decir». Y simplemente lo confirma, porque Ridder dice que una noche se despertó escuchando perros que ladraban y vio aparecer este objeto. ¿Por qué se llama «Interior ‘L’» ese cuento en Los gallinazos sin plumas? —Porque en los corralones que había en esa época en Lima —aunque ahora están desapareciendo ya— todos los cuartos tenían una letra. No un número sino una letra. O sea, en un corralón, en un terreno había una serie de cuartitos así, de adobe. Entonces
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cuando uno daba su dirección, uno decía: calle del interior «L» o interior «X» o «R». Ese es el título, pero no sé si ahora eso es muy comprensible porque esa nomenclatura debe haber desaparecido, es muy poco corriente. Otro título que no entendí muy bien es el de «Agua ramera». —El título es completamente arbitrario, pero, por otra parte, como el personaje central del cuento, que es este muchacho que está un poco trastornado, tenía ciertos delirios sexuales, yo relacioné el agua con una divinidad femenina, con la fecundidad, con el sexo, con Venus. Y entonces me pareció que podía calificar al agua de ramera. Aparte de que este personaje, que es real y es un amigo mío, utilizaba un término parecido que en esos momentos yo no recordaba y mira que lo repetía muy a menudo. Era agua y algo más. No me acuerdo qué decía él, «agua pútrida», «agua no sé qué diablos». En el momento de escribir el cuento no me acordaba cómo la llamaba el personaje y entonces puse «agua ramera». Ese cuento, como otros más que hay en el libro, son cuentos en los cuales he tratado de mantener una especie de incertidumbre sobre el personaje. Yo no sé si en ese cuento estaba bien transmitido, pero yo quería dejar un poco en la duda si este personaje estaba realmente loco o si se hacía el loco para poder tener un lugar como ese sanatorio, donde lo atendían, le daban de comer. Por otra parte, ese es un viejo tema literario: el de la locura simulada. Eso viene de Shakespeare, de Goethe, de Pirandello... Hay cantidades. En «La piedra que gira», ¿por qué llevar a este muchacho ante otro para que vea esta piedra? ¿Por qué quiere contarle su historia? —Ese es un cuento muy extraño, porque yo no tenía idea de lo que iba a escribir. Yo solamente quería contar un viaje que hice en auto con un amigo francés de Suiza a París, y cómo en medio del viaje a mi amigo se le ocurrió desviarse a ese pueblecito que se llama Besley. ¿Por qué se le ocurrió desviarse? Pienso y lo digo un poco en el cuento: porque le trajo recuerdos de su infancia, él había estado ahí de niño. Entonces empieza a rememorar su infancia, y este viaje —que es un viaje placentero, si se quiere— se ensombrece
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con este recuerdo. Es una especie de parada trágica en el camino para rememorar ese episodio de su vida y contar la historia de su hermano, que muere fusilado durante la guerra. Y allí viene la idea de la masturbación, que es una idea puramente poética en el fondo, porque no cumple en realidad ninguna otra función. Podía no haber terminado así. Podía haber terminado diciendo que lo fusilaron ahí, al lado de la piedra que gira, pero yo no sé por qué me vino en ese momento la idea de asociar ese lugar de la muerte con el lugar de la masturbación. Por eso el cuento termina: «Así, placer y muerte se reúnen. Al lado de la piedra que gira». La piedra que gira simboliza un poco el tiempo, la rueda del tiempo. ¿Hasta qué punto son importantes para usted los tropos, las figuras retóricas? ¿Cree que cumplen algo más que un plan estético? —Yo creo que uno utiliza las figuras retóricas muchas veces en forma puramente inconsciente. Cuando uno ha leído mucho, estas figuras se van incorporando a nuestra manera de pensar, al punto que uno las utiliza a veces mecánicamente. Yo, después de haber utilizado esas figuras, las he estudiado, y es muy interesante estudiar su estructura, su funcionamiento. Por qué se utilizan, cómo se utilizan. Y lo curioso es que en español hay pocos libros sobre retórica que hagan una descripción y una enumeración bien hechas. En francés tampoco es muy abundante. Hay un libro famoso... Creo que el autor se llama Fontanier... Fontaness... y que incluso ha sido reeditado. Es un libro muy antiguo. Les figures du discours123. —Sí, es muy interesante, porque la retórica es una creación de la literatura clásica. Ya los romanos y los griegos habían clasificado perfectamente las figuras retóricas, y ellas se han transmitido de forma subliminal sin que los lectores se den cuenta. De pronto las utilizan sin saber que están utilizando una figura retórica. Yo utilizo algunas deliberadamente. Quiero decir conscientemente, aunque son figuras
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Cuyo autor es Pierre Fontanier. El libro fue publicado de 1821 a 1830.
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más bien bastante usuales. Por ejemplo, la ironía, ciertas aliteraciones, ciertos retruécanos, ciertos epifonemas. Son frases que se colocan al final de un párrafo y que resumen lo dicho anteriormente como una especie de síntesis. Yo creo que sí son importantes. Ahora, lo curioso es que no se han inventado nuevas figuras retóricas, ni ha aparecido una nueva retórica. Se han inventado nuevas formas de escribir, pero que incluyen siempre las figuras de la retórica tradicional. Parece como si el número de figuras fuera limitado o que después de los clásicos no había nada nuevo que añadir. Creo que eso que usted dice en las Prosas apátridas, a propósito de la pintura, también se puede aplicar a la literatura. Eso de que si uno ve las cosas muy de cerca ya todo está escrito. Si uno ve la escena en Don Juan, de Molière, en el cual Sganarelle... —En «Dirección equivocada» un cobrador busca a un hombre que debe plata a cierta empresa, pero deja el asunto porque ve la cara de una muchacha que es un poco bonita. Creo que Luchting dice en su libro124 que el motivo por el cual dejó de cobrar no es porque vio a una muchacha bonita, sino porque en el Perú la justicia no se encuentra en las instituciones sociales, sino al margen de las leyes de la sociedad. Esa es una interpretación completamente luchteana. Lutching es un crítico que conoce bastante bien lo que yo he escrito y ha empeñado mucho esfuerzo en interpretarlo, pero sus interpretaciones son bastante arbitrarias. Yo con él tengo una correspondencia muy continua y constantemente discutimos estos asuntos125. Bueno, él parte de que lo importante no es lo que el autor haya querido decir, sino lo que el lector descubre. Entonces él se autoriza todo tipo de interpretaciones y de comentarios y glosas. Y por otra parte tiene perfecto derecho de hacerlo y a veces acierta en cosas que yo no había visto, pero en el caso de ese cuento, allí no hay ninguna cuestión relativa a la justicia ni mucho menos. Es J. R. Ribeyro y sus dobles (1971). En el segundo libro que Wolfgang A. Luchting le dedicó a Ribeyro aparecen varias cartas del cuentista o fragmentos de ellas: Estudiando a Julio Ramón Ribeyro (1988).
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un hecho real: en una época trabajé en una oficina como detector de deudores y me ha ocurrido eso varias veces. Y no solamente una vez. Regresaba diciendo que no había encontrado al deudor cuando sí lo había encontrado, pero porque se trataba de una mujer bonita que me inspiraba compasión, o porque era un hombre simpático, o porque era un caso muy dramático. Entonces prefería enterrar el asunto y tant pis para la compañía. ¿Qué piensa del libro de Lutching, J. R. Ribeyro y sus dobles? —Una vez escribí un artículo para un libro que se llama La caza sutil. Es un libro de ensayos literarios en el cual tengo un artículo dedicado a Luchting. Yo soy muy amigo de Luchting para criticar a fondo lo que hace, pero de todos modos pienso que él está perdiendo un poco el tiempo. Está perdiendo el tiempo al escribir sobre mí, por ejemplo. Ahora, tiene un segundo libro sobre mí que no sabe ni dónde publicarlo, porque solamente se publican libros de crítica de esa naturaleza sobre autores muy conocidos. De otro modo no vale la pena, pero él da por sentado en sus artículos que el lector ya ha leído mi obra, que la conoce y —como no es el caso— entonces los que leen eso no tienen interés, no entienden nada. Últimamente él ha escrito un ensayo sobre «Silvio en El Rosedal», que me parece que es lo mejor que ha hecho. Está bien, realmente. Ahí él ha captado ciertas cosas. Claro, se le han escapado otras y ha tenido algunas metidas de pata importantes, pero de todos modos, ha éclairé, ha iluminado el cuento con puntos de vista interesantes. Es curioso cómo cada crítico tiene sus criterios que lo orientan ya a priori sobre la lectura de un texto. Un crítico de formación marxista que había leído ese cuento, pues, no había visto nada. Todo el aspecto filosófico o simbólico que podía haber en el cuento no lo había visto. Solamente había visto el problema de la inmigración italiana en el Perú, porque el personaje es de origen italiano. Entonces me preguntó si ahí trataba el problema de los inmigrantes, pero para mí era secundario. No era necesario que Silvio fuera inmigrante. Podía haber sido simplemente un limeño que se va a la sierra y se acabó. Y así hay otros críticos muy bartheanos, muy formalistas, que si no encuentran en lo que tú escribes una
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innovación de tipo formal, así, llamativa, te dicen que lo que has escrito es una porquería y que no tiene ningún interés. ¿Qué piensa usted de estos críticos? ¿De los formalistas franceses? —A mí no me interesan. He intentado leer, pero no me siento identificado con ese tipo de crítica, porque es una crítica que juzga hechos y no valores. Para mí, más importante es la crítica de un Edmund Wilson, de un Sainte-Beuve, que eran críticos que sí emitían juicios de valor antes que nada. Era su opinión y una opinión fundamentada, y te decían por qué me gusta fulano y por qué no me gusta zutano. Pero esta crítica muy formalista es una crítica que elude el pronunciamiento de valor y se limita a constatar hechos. Hechos que son muy exactos, muy precisos. Lo que ellos dicen es verdad: que si se emplean tantos gerundios, que si se ponen tantas comas, que si se repiten tales palabras, etcétera. Son hechos, pero hechos que en realidad no sirven para juzgar el valor de una obra. Pueden servir simplemente como un primer estadio para después hacer una evaluación. O sea, en realidad no interesa. En el tercer tomo de La palabra del mudo revela que hay una serie de cuentos que todavía duermen en sus borradores. ¿Cuándo vamos a ver estos cuentos? —No sé. He estado hace poco revisando y tenía como seis o siete que están prácticamente terminados, pero no estoy muy animado a seguir escribiendo ese cuarto tomo porque estoy ya un poco cansado de escribir relatos. Yo sé que los puedo terminar, pero que no van a añadir nada más a los que ya he hecho, por lo cual tampoco es absolutamente necesario añadir algo más. Hay autores que escriben siempre las mismas cosas toda su vida y lo que les importa es ir cubriendo un espacio antes que ir innovando constantemente, pero no estoy muy animado. ¿Cómo fueron organizados los siete libros que hacen La palabra del mudo? —Bueno, los libros han sido escritos sucesivamente. Cuando yo terminaba un número de cuentos, cuando tenía diez, quince o veinte decía: «Bueno, ya tengo acá un libro». Y después venía el siguiente, y
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después el siguiente. Ahora, claro, en el libro hay cuentos cuyas fechas no corresponden, quiero decir, que por la fecha debería estar metido en otro libro, pero lo que pasa es que en el momento en que decidía publicar un libro yo consideraba que ese cuento no debía entrar y lo dejaba a un lado, y cuando había terminado de escribir otro libro pensaba que ese cuento sí podría entrar allí y lo metía. Pero lo que se dice un buen cuento, dentro de esos siete libros, no hay sino dos o tres en los cuales sí hay un deseo de hacer un tomo más o menos coherente, unitario. Por ejemplo, Tres historias sublevantes es un libro que desde el comienzo pensé que iba a tener tres cuentos largos sobre las tres regiones del Perú clásicas, escritos los tres en primera persona y más o menos había una cierta estructura. Después, en los cuentos de Los cautivos pensé escribir todos los cuentos en primera persona sobre historias que me habían ocurrido a mí y particularmente en Europa. Bueno, Las botellas y los hombres, porque había muchas historias de borrachos. Pero el resto son simplemente compilaciones de relatos escritos en diversas épocas. En Tres historias sublevantes los tres cuentos son escritos en primera persona, pero es una primera persona muy diferente en cada caso. —Claro, el primero es un relato escrito por el protagonista de la historia, el segundo por un testigo menor que además no participa en la acción que la sigue y el tercero por varios protagonistas al mismo tiempo. ¿Quién narra Crónica de San Gabriel? Si es el mismo Lucho, ¿en qué condiciones está contando esa historia? —Sí, es una historia contada en primera persona, evidentemente, y yo creo que todo el marco y toda la visión de la novela está centrada en esa primera persona que la narra, porque no hay nada narrado que no haya sido visto por el personaje, por el narrador. Pero lo que sucede es que en ese libro hay una especie de décalage, una especie de distancia entre el protagonista que narra y el autor que lo hace narrar, que soy yo. Eso puede hacer pensar por momentos que los narradores son dos, porque ciertas reflexiones no corresponden al protagonista-narrador sino al autor-narrador.
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¿Cómo se explica el carácter irracional de Leticia en la novela? —Yo creo que todas las mujeres a esa edad son completamente irracionales, en primer lugar. Una muchacha de 15 años está en un periodo de adolescencia en el cual sus determinaciones son bastante irracionales, impulsivas, arbitrarias. Por lo general, es un estadio de la formación de la personalidad. Luego porque para mí era un caso casi patológico de histeria de Leticia. Tal como lo he visto luego, quizá no tanto en el momento de escribirlo, pero luego me di cuenta de que el personaje tenía ciertos síntomas de una histeria que le hacía ver ciertas cosas, o creer ciertas cosas o razonar de cierta manera que no era racional ni normal. Aparte de que el personaje en sí —porque también existe el personaje— tenía casi todas esas características. No todas las que he puesto, pero algunas. Después otras —las que tomo de otros personajes que he conocido— y que completan la figura. ¿La irracionalidad de Leticia está compuesta en oposición a la media locura de Jacinto, o es otra cosa? —Hay algo relacionado con eso porque como era una familia de esas familias serranas que habían tenido muchos cruces familiares, donde había un tío que era loco (Jacinto) y un hermano que se había muerto no sé cómo, y entonces en Leticia podían haber ciertos síntomas de esos trastornos genéticos que producen los cruces familiares. No siempre, pero en muchos casos. En todo caso, es un mundo singular, de los que yo llamo «novelas del claustro». Esa novela transcurre en una hacienda y prácticamente una hacienda es un mundo cerrado, autónomo. Y así como hay novelas que transcurren en un cuartel, o en un internado, o en un sanatorio, o en un hospital, qué sé yo, hay muchos mundos cerrados. Este es el mundo de la hacienda, lo que permite ciertas simplificaciones y facilita un poco el trabajo literario. ¿Usted eligió la portada de La palabra del mudo? —Generalmente en los contratos de edición hay unas cláusulas en las que dicen que el editor se reserva el derecho de escoger el formato, la carátula, el papel, etcétera. Claro que a veces hay circunstancias, cuando uno es muy amigo del editor o tiene de
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pronto alguna idea especial, y entonces uno puede ser escuchado, puede incluso hacer que se le respete. Pero de otro modo uno está completamente al arbitrio de lo que el editor decida. Ahora, en cuanto a La palabra del mudo, ahí sí, la carátula yo se la sugerí y se la presenté al editor porque el autor es un amigo mío, pintor aquí en París126, que la hizo, que la diseñó y, bueno, el editor aceptó. De otro modo él hubiera puesto lo suyo. ¿Es el escritor latinoamericano muy distinto al escritor americano o al europeo? —Yo pensaba, por lo que he escuchado hablar tanto a escritores latinoamericanos, que —¡carambas!— si nosotros en lugar de escribir en español y vivir en un país de América Latina, fuésemos norteamericanos y escribiésemos en inglés —¡carambas!—, tendríamos, pues, unas ventas y unos ingresos que nos permitirían dedicarnos solamente a escribir. Esa es la visión que se tiene. Claro, eso corresponde a una visión, la visión del best seller, que funciona en los Estados Unidos. Hay unos cuantos autores que venden por millones, al lado de miles de miles que deben estar en la misma situación que el escritor latinoamericano, con tirajes muy pequeños que los hacen poco conocidos. Y, por otro lado, los libros que venden más son libros que presuponen filosofías y visiones del mundo muy limitadas. Lo que más se vende son libros como Looking Out for Number One (Sea el número uno), o sea, a sí mismo. Cosas que valorizan la virtud del egoísmo. Es una sociedad en la cual el ego, el yo, es lo más importante. Todo el mundo se busca, todo el mundo quiere encontrarse y al demonio con los demás. Los libros lo reflejan. Yo he venido a verificar que los escritores latinoamericanos tienen una visión de la literatura universal muchísimo más extensa y completa que los escritores e intelectuales, digamos, de los países «desarrollados» o «cultos», entre
Herman Braun-Vega, a quien dedicó un breve texto, en 1981, el cual se reproduce en El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro (Lima, Fondo Editorial Cultura Peruana e Instituto Raúl Porras Barrenechea, 2006, pp. 107-108), de Luis Fuentes Rojas.
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comillas. Por ejemplo, los franceses son muy chauvins. Ellos conocen muy bien su literatura, sus clásicos, sus autores contemporáneos y conocen muy bien una literatura extranjera solo cuando se dedican a ella. Los italianistas, los hispanistas o los germanistas conocen muy bien la literatura de esos países, pero aparte de eso no conocen otras cosas, y eso se puede notar, por ejemplo, en las traducciones al francés. Hay cantidades de autores (alemanes e italianos en particular) que han sido traducidos al español y han sido vendidos en América Latina muchísimo antes de que fueran traducidos al francés. Yo he encontrado que empiezan a traducir libros de Hermann Hesse o libros de Moravia, que en Argentina o en México habían sido traducidos hace treinta años, cuando ya todos los jóvenes que se interesaban por la literatura los habían leído. E incluso no solo el aspecto literario creativo, sino cuestiones mismas de crítica. Hay libros —por ejemplo, de críticos alemanes— como los de Kaiser Speitzer, que ya circulaban por América Latina y que los profesores ya habían leído, y que al francés lo han traducido hace solo cinco años. O sea, los franceses recién han empezado a descubrir ese tipo de crítica filológica, estilística, cuando ya era común en Alemania e incluso conocida en España y en América Latina. Pero parece que ahora los latinoamericanos se interesan mucho en esas nuevas críticas francesas, pues incluso en Lima hay una escuela de semiología. —Sí, esa es la cosa de Ballón, creo, aunque Ballón parece que es un buen crítico. Yo no he leído muchas cosas de él, solo articulitos, pero sus discípulos son un desastre. Yo he leído artículos así, de discípulos de Ballón, que son una caricatura de lo que puede ser la crítica. Son de una pedantería, de un tecnicismo y de una oscuridad que no sé a quién se dirigen. Esos son ejercicios que se hacen para que el profesor los lea y los califique, pero para el público no tienen ningún interés. Ahora, te advierto que la posición de los críticos formalistas, semióticos y semiológicos es tan parcial, tan sectaria, tan incomprensible y tan pedante como la de los goldmannianos, y mira que ya los goldmannianos están perdiendo fuerza, aunque todavía hay algunos
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que continúan en esa línea. Yo he hecho verdaderos esfuerzos por leer a Goldmann. Creo que he leído prácticamente todos sus libros y hasta llegó un momento en que me sentía sofocado por esa visión tan mecánica que él tiene del derecho literario mismo. Aporta una serie de informaciones interesantes: relaciones de producción, relaciones económicas, historia de las ideas, relaciones entre la política y la obra..., pero no son convincentes. Pueden ser informaciones que permiten ver una cierta concomitancia entre una obra y un medio social, pero no se explica una cosa por la otra. Yo he leído algunos artículos que me parecen interesantes. Había un estudio que tomaba el relato Cándido, de Voltaire, y explicaba cómo al comienzo del relato se ve la sociedad feudal francesa porque están el barón y la baronesa, pero no se ven los medios de producción, solo los medios de consumición. Ahora, al final vemos una sociedad burguesa donde el trabajo se divide y donde se venden los vegetales que producen en el jardín. O sea, una sociedad que se parece a la sociedad burguesa y entre esas dos sociedades vemos El Dorado, que es, en efecto, el modelo de la burguesía inglesa idealizado. Entonces, en Cándido se puede ver cómo la burguesía francesa cambia del feudalismo a la burguesía a través de la idealización de la burguesía inglesa. Cosas de este tipo me parecen interesantes. Sí, claro, es interesante porque de todos modos es un nuevo punto de vista sobre una interpretación tradicional de la obra de Voltaire, que era una crítica de la filosofía de Leibniz y del optimismo universal. Claro, es un punto de vista nuevo, pero eso ¿qué cosa explica? Puede explicar la génesis de la obra, pero no explica el valor y la importancia artística que puede tener Cándido. El problema de este tipo de análisis, y no sé si es un problema, es que trata de explicar la genealogía social de la obra literaria como si fuera un producto cualquiera. Como si analizara un carro. Te dicen exactamente cómo fue producido y cómo fue trabajada cada tuerca, pero no explican para qué sirve el carro. Explican cómo —dadas ciertas situaciones sociales— se produjo el artículo, en este caso el carro, pero el carro sirve para manejar. Y con la literatura, no sé si se puede hacer siempre, porque no sé si es posible saber cómo
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cada parte de la obra tuvo su génesis en una sociedad, y eso en sí es un problema. Pero digamos que se pueda hacer: no explica para qué vale la literatura, solo el proceso social de gestación de la obra. Pero con todo y todo hay cosas que estos críticos han hecho que me parecen interesantes. El dios oculto, de Goldmann, me pareció interesante. —Sí, en El dios oculto sí hay cosas interesantes sobre la época de la literatura clásica, del jansenismo, pero también tiene otras cosas que son un poco confusas. Yo lo conocí a Goldmann. Un personaje muy extraño, muy borracho y una especie de obseso sexual. Andaba como un gran personaje de Sevilla por el bulevar Saint-Germain, en ciertos cafés por la rue de Rennes, gordo, alto, corpulento, rojo, pelo canoso. Andaba siempre con manuscritos debajo de los brazos y leía en diagonal. Abría de pronto un texto mecanografiado, muy gordo, y en media hora se lo leía. Era un lukacsiano, pero sin la formación, la gran cultura y el conocimiento que tenía Lukács. Una cosa interesante en su obra es que siempre aparecen un enano y un calvo. Son la gente más malvada, la gente más perra de sus obras. Incluso en Prosas apátridas hay un momento en que describe a unos músicos decadentes y dice: «Y este no era un calvo, pero se parecía a un calvo». —Sí, es verdad. Esos son estereotipos que uno tiene en la cabeza y que están identificados con ciertos tipos de conducta. ¿Por qué motivo? Porque quizá en mi vida, yo —de niño, de muchacho— me he encontrado con muchas personas bajitas que me han jugado malas pasadas, o con calvos muy pesados, muy fastidiosos. Entonces, ya he hecho una asociación así, mecánica. Otro leitmotiv es el cigarrillo. En situaciones muy curiosas, en situaciones de grandes tensiones psicológicas, aparece muchas veces el cigarrillo. Por ejemplo, cuando Ludo está esperando al tipo que tiene que matar, toma la colilla de un cigarro, fuma un poco y la apaga. ¿Tendrá eso algún significado especial también? —No sé. Bueno, yo soy muy fumador, como tú podrás darte cuenta, pero no sé si eso está relacionado con mi propia manera de ser, con mi propia vinculación con el tabaco, o si es una repercusión
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de ciertas situaciones de películas. Bueno, ahora ya no se utiliza mucho, pero en las películas de los años cuarenta o de los años cincuenta, en las de Humphrey Bogart, en las policiacas, siempre había momentos en que el héroe fumaba un cigarrillo en los momentos culminantes. Habría que preguntarse por qué motivo los directores utilizaban esas secuencias de los cigarrillos. En Casablanca el cigarrillo es muy importante: cómo se encendía un cigarrillo y cómo se lo avienta un personaje a otro. El tabaco cumple una función puramente plástica o psicológica en el cine, y puede ser que yo haya tomado eso del cine. ¿Por qué decidió publicar Cambio de guardia? Porque me acuerdo haber leído artículos de hace varios años en los cuales se menciona un manuscrito ya terminado, pero que usted no quería publicar. —Bueno, fíjate, en realidad esa novela fue escrita ya hace mucho tiempo. La comencé en el año 66 y la terminé en el 67. No había encontrado un título y había buscado miles. Había apuntado en un cuaderno, pero centenares de títulos, y ninguno me parecía que convenía a la esencia misma del texto, porque hay muchos personajes y muchas situaciones y muchos temas entrecruzados y no encontraba un título que lo abarcara todo. Por ese motivo fui dilatando la publicación del libro. Pero luego me di cuenta de que el libro me interesaba realmente poco y finalmente pasaron como diez años. Pero en diez años ya casi me había olvidado que tenía ese manuscrito tirado en un ropero, y un día mi gato —ese gato negro que ves ahí— se había orinado encima. O sea, un día encontré el manuscrito amarillento, meado por el gato, y dije: «¡Qué hace esto aquí, que lo tengo y no lo publico!». Milla Batres me pedía textos, había publicado mis cuentos, había reeditado algunas cosas, quería cosas nuevas y entonces le dije: «Tengo una novela». En fin, que no estaba muy contento, que ni siquiera tenía título y que ya se habían publicado muchas cosas en América Latina sobre temas más o menos políticos (dictadores, militares) y que ya había pasado su momento. Pero, en fin, Milla me dijo: «No, de todas maneras es interesante», que «tú sabes que no hay que dejar de publicar». Total, me conven-
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ció y le di el manuscrito, pero si no hubiera sido por esa tenacidad de Milla yo no lo habría publicado. No lo habría publicado porque no era su momento. Si lo hubiera publicado cuando lo escribí en el 67 habría sido más importante. Parece mentira, pero hay circunstancias que permiten que una obra tenga más audiencia que otras. Y luego me di cuenta de que no, que no había encontrado el tono, que había querido decir muchas cosas, que había empleado un estilo deliberadamente pobre, puramente descriptivo, con una psicología de un simplismo increíble. Prácticamente sin psicología, porque los personajes aparecen ahí vistos desde el exterior y muy superficialmente, un poco como marionetas. Luego, la novela no estaba claramente situada en una época porque no hay, pues, referencias. Tú puedes pensar que puede ser la época de Odría, pero podría no ser esa época. No estaba muy convencido. Si ahora tuviera que escribirla, la reescribiría de una manera completamente diferente. Es decir, dentro yo creo que hay material novelesco y en exceso. Quizá yo desarrollaría un poco más cada secuencia, porque las secuencias son muy cortas. Y reduciría el número de temas porque hay muchos temas. Creo que hay siete temas, que son: una huelga, un crimen político, un crimen crapuloso, un golpe de Estado, en fin. Reduciría eso un poco y desarrollaría mejor cada secuencia con verdaderos diálogos, entrando en el personaje más a fondo. La novela en realidad parece un informe, no parece una novela. Parece un informe y más bien de tipo administrativo. Pienso que en la novela hay dos cosas que surgen al mismo tiempo, que se yuxtaponen. Una es el golpe de Estado y vemos cómo toda la sociedad consiente y asimila el cambio de gobierno. Y, por otro lado, hay una exploración sobre lo erótico, tanto por parte de las diferentes parejas como de ese grupo... —...Sí, ese grupo que se dedica a hacer reuniones. En realidad, eso fue añadido después. Cuando releí el manuscrito, todas esas secuencias las añadí porque no figuraban. Fue dificilísimo añadirlas porque no sabía cómo meterlas y que encima estos personajes aparecieran en otras secuencias, porque todos los personajes se relacionan. El error de ese libro, aparte de todo esto, es que yo
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partí por primera vez de presupuestos completamente teóricos. Es decir, lo que yo quería hacer yo no lo sabía. No sabía de qué iba a tratar este libro, pero tenía por lo menos dos o tres ideas que quería expresar. O sea, partí de ideas y no partí de situaciones. Y la primera idea era la complicidad de la vida en una sociedad dada. Es decir, pasan muchas cosas y todo el mundo está relacionado con todo el mundo de una manera directa o indirecta: tú conoces a alguien, que a su vez conoce a alguien, o has oído hablar de alguien, pero siempre hay una relación directa entre todas las personas. Esa era una de las ideas. Otra idea era la dificultad de determinar la verdad y la responsabilidad de las cosas, porque en la novela hay varias cosas que quedan prácticamente en el aire. Por ejemplo, el asesinato del periodista. ¿Quién lo mató? ¿Por qué? ¿Fue la mujer del detective? ¿Fue la enamorada? ¿Fue el político que él atacaba en su diario? En fin. Después, el niño ese que muere. ¿Fue realmente el policía el que lo violó y lo mató? ¿Fue el pastelero? ¿Fue otra persona? En fin. O sea, nunca se puede llegar a saber realmente el fondo de las cosas, siempre quedan dudas. En la vida no hay certezas absolutas, siempre hay una posibilidad de una interpretación diferente de los hechos. Esa era la segunda idea. La tercera idea era la idea del azar. La importancia del azar en la vida de las personas, de los grupos. En la novela hay cosas que ocurren por puro azar, encuentros fortuitos de personajes que no deberían encontrarse, pero que por pura casualidad se cruzan. Y ese cruce determina un nuevo rumbo en su conducta. Esas eran las ideas. Para poder realizar estas ideas comencé a inventar toda una serie de historias. Eso le da un aspecto muy frío al libro, muy frío, muy seco... Muy seco porque es una cuestión de tipo demostrativo. No es un libro vivido emocionalmente. Es pensado y organizado reflexivamente. No tiene, pues, vibración. Ahora, puede ser que tenga otras cualidades que justamente sean los defectos que yo le encuentro. A algunas personas les gusta el libro porque es escrito con una gran simplicidad desde el punto de vista de la escritura, con bravura incluso, con descuido. Y no hay psicología porque a algunas personas eso no les interesa. La psicología ya murió, les interesan los comportamientos.
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Wáshington Delgado dice en el texto de la solapa de la novela que lo más importante para él no es ni la psicología ni el testimonio del libro, sino lo que él llama los vínculos y las situaciones existenciales. —Después de eso, Wáshington ha escrito un artículo sobre ese libro. Él hizo el texto de la solapa, pero cometió un error ahí porque en el texto de la solapa inculpaba del crimen de este niño a uno de los personajes de la novela, lo cual era un error de interpretación. Luego, hace poco en realidad, escribió un artículo sobre esta novela. Debía haberla releído y entonces se excusa de este error y hace un comentario que es lo mejor que se ha escrito sobre esa novela. Son dos columnitas de un periódico, pero muy claro, muy preciso. Lo he visto justo127. Lo que no entendí en todo caso era la importancia de lo erótico en la novela. ¿Cuál era la importancia de lo erótico? —En realidad, no tiene ninguna importancia. Siempre he pensado que todas las secuencias eróticas podía haberlas sustraído de este libro y con eso haber escrito un relato, porque es otro mundo. No tiene directamente relación con el resto de las historias. Lo que pasa es que cuando yo releí el manuscrito en el año 67, cuando lo había terminado, me di cuenta de que para completar un poco más ese panorama de Lima había tocado diferentes estratos, diferentes situaciones y no había nada que tuviera un carácter erótico. Entonces recordé a un personaje que es el juez, que es el que organiza estas orgías. Entonces se me ocurrió meter lo erótico para darle una dimensión más, pero no le añade nada al libro. No creo que hubiera sido indispensable, podía haber suprimido esas secuencias y —como te digo— haberlas utilizado en otro relato porque son las únicas secuencias que están escritas no en presente sino en perfecto, y además en las cuales hay cierto cuidado por el estilo. Creo que hay algunas de esas secuencias que son —a mi juicio— de las mejores cosas que yo he
127 «Sobre el Cambio de guardia» (Suplemento «Dominical», de El Comercio, Lima, 1 de abril de 1979, p. 14).
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logrado escribir en narrativa breve. Por ejemplo, así, cogiendo al azar, ahora encuentro una, porque todo el resto de las secuencias son de un estilo que no puedo decir que sea descriptivo, porque ahí también hay descripción, pero puramente informativa. No hay ningún interés o ningún cuidado por cuidar la expresión. Es como si estuviera yo en cada secuencia describiendo las reseñas de un guion de cine. La parte formal, literaria es secundaria. Por ejemplo, este párrafo es uno que pertenece a la secuencia erótica. Para el doctor Amadeo Rubio «el libertinaje era cosa mentale y cobraba la forma de misas onánicas, a las que su cultura clásica dotaba de toda la utilería del caso». Ya esta frase es una frase que tú ves que ha sido pensada. La expresión «cosa mentale» es bien vincineana, de Leonardo da Vinci aplicada a la pintura. «Así, tan pronto era la cortesana del bajo Imperio romano entregada a la voracidad de un esclavo invisible, como el ser alado y bisexo que se solazaba...». Solazaba es un término completamente recherché. «...En el prado indiscriminadamente con ninfas y elfos. Estas fantasías sexuales lo dejaban insatisfecho y exangüe. Tumbado sobre el diván de la alcoba solitaria, pasada la fiebre, redescubría el ropaje más prosaico de la realidad, sus anchos calzoncillos zurcidos por Agripina, sus ligas y sus pantalones. Se vestía entonces sin remordimiento, sin alegría, envidiando goces más directos y corpóreos, como los que seguramente se procuraba Camilo Trejo, el más bruto de sus secretarios. Su ojo avizor le revelaba en Camilo a un ser elemental, para quien el placer era un mero ejercicio que practicaba con la naturalidad de un can, sin el socorro de su fantasía. Por ello, idos los otros discípulos, lo retenía para sondearle, le preguntaba por sus relaciones, lo escudriñaba, y cuando Camilo le pidió ese par de sillones usados pero intactos y tan muelles que guardaba en el piso de los relicarios, sospechó que los destinaba a un garçonnier, donde no podían servir sino de accesorio a la impudicia. Esto avivó su envidia, su curiosidad y siguió interrogándolo entre invitaciones al cine y pasear por el malecón crepuscular... Camilo, que como todo fanfarrón era indiscreto, le habló un día de Villa Dolores, otro del doctor Caproni y así poco a poco el doctor estuvo al tanto de que, paralelamente a sus bacanales imaginarias, había otras reales que se vivían. Ser admitido a una de
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ellas fue entonces su propósito. No tenía nada que perder, se dijo, y añadiría un galardón más a su sabiduría». Como ves, es un párrafo muy bien construido, trabajado literariamente, que está en completo desacuerdo con todo el resto. Porque en el resto no hay sino diálogos de personajes, descripciones, cosas que pasan, pero no hay ningún trabajo sobre la escritura misma. Y todos los párrafos sobre las partes sexuales son de este tipo y escritos además en perfecto, mientras que todo el resto está escrito en presente. El título, además, qué trabajo me costó. Yo lo encontré por azar. Fue durante uno de los viajes que hice a Lima. Milla quería publicar ya el libro porque estaba en la imprenta y solo faltaba la carátula y el título. Tengo muchos sobrinos en Lima, muy muchachos entonces, y les dije: «Ayúdenme ustedes, vamos a ver, ya mismo empiezan a lanzar títulos». Y cada cual decía una cosa y de pronto un sobrino mío dijo: «¡Cambio de guardia!», y dije: «Bueno, aquí está». Eso coincidió además con un «cambio de guardia» en la política peruana: el de Velasco por Morales Bermúdez, el de la actualidad. No entendí por qué el periodista se enamora de esa mujer y luego la rechaza. —Es una parte que no está muy clara. Yo creo que por una especie de discreción y de pudor no lo puse más claramente, porque en realidad esta señora era un agente de un partido político que tenía por misión espiar al periodista para sonsacarle informaciones, y por eso cuando ella lo invita a su casa, bajo la forma aparente de una entrega a un seductor, él se da cuenta, cuando ella va a buscar agua a la cocina, de que esa reunión está siendo grabada porque él ve un cordón que hay debajo en la alfombra. Entonces él comprende que el interés de esta mujer no era por él realmente, sino una misión que estaba cumpliendo. Entonces —por eso— cuando ella se le viene a entregar, él decide irse. ¿Entonces la otra relación de Teresa también era una cosa semejante? Porque el personaje se siente atraído por ella, pero cuando ella se siente atraída por él, el protagonista se va. —El personaje central (Carlos) se da cuenta de dos cosas. Primero, que en Teresa había una cierta tendencia al lesbianismo,
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que no sé si es notorio o no, pero en todo caso yo he querido dejar flotando esta cosa ahí. Por eso el interés de Teresa por esa chica Dora, que no era un interés de asistencia social, sino un interés que iba más allá. Luego, porque Teresa, a pesar de su aparente humanitarismo y de su interés por la política, en el fondo era una chica de formación burguesa. Y como todas las chicas burguesas, que en una época son muy liberales y muy revolucionarias, termina por aceptar todos los valores de su clase y lo único que quiere es casarse, tener una casita y se vuelve conservadora. Él se da cuenta de eso al final. Lo capta cuando ella decide ya no denunciar al cura y este capta el asunto, y a pesar de que él también tiene cierta atracción por ese mundo y está a punto de ceder, se da cuenta de que no valía la pena y quiere irse, porque la única manera de salir de esa especie de sortilegio era yéndose, desapareciendo. Entonces se va y la deja mientras ella prepara el café en la cocina. Y en oposición a Cambio de guardia, ¿cómo fue escrito Los geniecillos dominicales? —Eso fue otra cosa, completamente. En primer lugar, en este libro no hay ninguna experiencia personal, todo es inventado. Quizá haya algunas cosas reales, pero son cosas que yo no he vivido ni han pasado por mi propia experiencia o mi propia actividad. Los geniecillos dominicales, al contrario, es un libro muy autobiográfico. El personaje y toda esa clase media un poco bajada en decadencia, la casa de Miraflores, los amigos, la vocación literaria, las aventuras con una que otra mujer, los prostíbulos, todo eso es real, es autobiográfico. Todos los personajes son reales, además, pero no tiene interés identificarlos, porque eso le puede interesar a los lectores de ahora pero no a los de veinte años más tarde. Además, yo no tenía ningún plan para escribir ese libro, no sabía lo que iba a hacer. Empecé a escribirlo en París hace ya veinte años. En el 61, más o menos, escribí esa novela. Yo quería contar algunos episodios de mi vida: cuando estaba en la universidad, el aspecto bohemio, el aspecto universitario, entonces inventé este personaje y le incorporé algunas de mis propias experiencias: la época en que quiso ser abogado, la época en que quiso ser vendedor, la época en que ofreció lecturas
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literarias, etcétera. Pero en un momento me di cuenta de que este libro, si continuaba por este camino, no iba a terminar nunca porque era demasiado autobiográfico y la biografía de uno no termina sino con la muerte. O sea, hubiera tenido que continuar. Entonces ya al final decidí modificar un poco y precipitar la situación dramática, y por eso hago que el personaje central, Ludo (cuyo nombre siempre le interesó a Lutching, que preguntaba «¿qué significaba Ludo?», cuando Ludo es en realidad la reversión de Ludovico, un juego, un nombre relacionado con el término «lúdico», un personaje que jugaba), se enrede en esta historia con la puta y con el enano ese maleante, que además de enano es bizco pero no calvo (risas), y que participa en un hecho delictivo que además no queda claro, porque yo siempre dejo abierta la posibilidad de una continuación porque es evidente que le pega un balazo y que cae y se rueda por el césped del Campo de Marte, pero no queda claro que muere porque no hay ninguna referencia de que se descubriera un cadáver. En la novela no aparece nada sobre eso, pero de todos modos era una manera de terminar la novela. Y con la afeitada del bigote, que era una forma simbólica y cobarde de dar por clausurada una etapa de su vida, porque en lugar de dedicarse a otras cosas solo se afeita el bigote. Con eso cree que ha cambiado algo cuando quizá no haya cambiado nada. Pero de todos modos, como te digo, esa fue la razón que me llevó a terminar el libro, aunque dejando siempre la posibilidad de continuarlo, hasta el punto que en una época me hice el propósito de escribir dos libros más sobre Ludo: Ludo y los estudiantes y después Ludo y los viajes, pero me dije que no, porque eso era entrar en esas novelas cíclicas interminables. Una de las cosas que más me interesó de este libro es el ritmo cruel. Cada vez que Ludo hace un plan, falla. Entonces eso impone un ritmo... —Exacto, un ritmo diabólico. Ludo hace un plan, un proyecto que le parece que va a ser exitoso, empieza a trabajar en su proyecto, las cosas se ponen duras, queda un poquito de esperanza y la esperanza se deshace..., pero algo ocurre: parece que va a poder llevar a cabo su plan y —en ese instante en el que parece que va a tener
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un buen resultado— es justamente Ludo quien falla. Pero no solo falla: es humillado. Y esta secuencia se repite diabólicamente en el libro hasta el fin... Sí, sí, todas las iniciativas, todas las empresas del personaje, todas son retaches absolutos: la orgía del primer capítulo, cuando empieza a trabajar como abogado, cuando se va con esas chicas a Chosica, la lectura literaria en esa reunión, otras chicas que conoce... Es decir, todo. Yo me di cuenta de que esa actitud es fastidiosa para el lector, porque cuando yo leo novelas y me interesa un personaje porque me produce simpatía, entonces quiero que ese personaje triunfe en un momento dado. El lector también espera eso. Espera eso aunque no sé por qué. Debe ser una de las funciones de la lectura: darle al lector cierto placer, aunque sea de forma vicaria y por oposición. Al lector hay que darle ciertas satisfacciones por «interposición literaria», porque él en su vida probablemente no las tiene y mis libros no se las dan, pues. Al contrario. Pero de lo que yo tengo deseos es de escribir un libro, una novela, en la cual un personaje triunfe alguna vez. Eso es lo que quisiera, pero los temas del triunfador no me seducen, no se imponen a mí en forma necesaria. Y mira que conozco triunfadores. En la vida los vemos, pero no sé, no me parecen interesantes. Ahora, una vez, en una entrevista, dije que un triunfo puede ser en el fondo un terrible fracaso. Es decir, el triunfo es una cosa realmente exterior, si se quiere. ¿En qué consiste triunfar para un escritor? ¿En que sus libros se vendan mucho? ¿En que reciba muchos premios? Pero qué sabemos nosotros de cómo transcurren las cosas en el interior del escritor. En el prólogo a la edición española de Los geniecillos dominicales, Vicente Batista dice que parece que Ludo —que conoce Lima y Miraflores tan bien— es tan forastero en su ambiente como Lucho en San Gabriel. —No creo. En todo caso hay cierta marginalidad en ambos personajes, pero por diferentes razones. En el caso de Lucho, en Crónica de San Gabriel, hay un verdadero exilio, casi una deportación. Cambia de un mundo citadino urbano a un mundo serrano cerrado. En cambio, Ludo está en su ciudad. Ahora, lo que pasa es que con la sociedad de su ciudad tiene contactos bastante marginales, no
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está completamente integrado, pero no hay un cambio de espacio ni de sus relaciones. ¿Y cómo definiría usted sus novelas? —La única novela, realmente novela, que yo he escrito es Crónica de San Gabriel, pues en tanto que construcción de un mundo, es un mundo más coherente, más cerrado, justamente por lo que te decía antes de que se trata de una «novela claustro». Eso simplifica el trabajo del narrador porque sabes en qué espacio te mueves, mientras que Los geniecillos dominicales es una novela situada en Lima, sin fronteras perceptibles, pero tienes ciertas innovaciones que para la época en que la escribí eran interesantes. En primer lugar, era ese mundo de la juventud de la clase media burguesa que no había sido novelísticamente tratado, pues la novela peruana o era indigenista o era no sé qué, pero aquel mundo no lo había visto escrito nunca en el Perú, y se me ocurrió a mí hacerlo. Luego, es una novela desestructurada, en el sentido de que no hay una historia, un tema que vaya in crescendo. Es una sucesión de episodios en la vida de un grupo y particularmente de un personaje. Esos dos aspectos me parecen que le dan cierto valor, ya no literario, sino en cuanto a tema. Incluso yo no recuerdo qué otra cosa había visto —así, a posteriori— que me reconciliaba con este libro, que fue un libro también batteé. Es decir, lo empecé a escribir en el 61 y en el 64 o 65 ya estaba aburrido porque no lo terminaba y tenía otras preocupaciones en ese momento y, bueno, lo cerré. Quizá el mundo urbano miraflorino, ese aspecto de Miraflores no había sido objeto de una novela todavía. Después ya se han escrito más cosas. Esta novela me hace recordar algunas películas. Yo le he encontrado más similitudes con películas que con novelas. Los inútiles, de Fellini, por ejemplo, que es una película vieja, también así, de un grupo de amigos que desde jóvenes se pasan la vida haciendo proyectos en los bares. En realidad, no pasa nada importante. Muchachos así, de clase media, semiintelectuales, semiartistas. Y después con una película de Bardem, Calle Mayor, que también es de un grupo de muchachos españoles en una ciudad de provincias que fue una gran ciudad pero que llevan una vida parecida a la de mis personajes. Estas películas las he visto después
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de escribir la novela, pero inmediatamente encontré una relación y me dije que ese era un mundo real, que existía en todas partes, en todos sitios. ¿Qué piensa usted del movimiento neorrealista del cine italiano? —A mí me ha interesado mucho y me ha marcado mucho. En esa época del neorrealismo yo vivía en Madrid, y en Madrid los cines tenían la particularidad de que ponían dos películas seguidas por un solo precio. (Sonríe). Dos películas, una detrás de la otra. En esa época daban muchas películas de guerra, en el año 51, o sea, el cine neorrealista que nació después de la guerra estaba entrando en España con mucha fuerza. Y así vi, pues, cantidades de películas de Vittorio de Sica y de tantos otros autores del neorrealismo de aquella época. Rossellini, en fin... Parece interesante. Ahora, esa fue una época que marcó mucho el cine, porque después hubo imitaciones en otros países, pero no sé hasta qué punto eso tiene vigencia actualmente. Creo que algunas de las técnicas del neorrealismo italiano se ven en sus cuentos. —Es posible. Justamente este fenómeno del testigo me parece que tiene algo que ver con el neorrealismo. —No sabría qué decirte, francamente. Ahora que me has preguntado sobre esto recién he hecho una asociación con el cine neorrealista, pero no lo había pensado. En todo caso, hay una cosa que ahora sí me parece importante recalcar: la deliberada ausencia que hay en mis cuentos de lo que se llama color local o folclore. Es una de las cosas que yo siempre he detestado. He tratado de eludir todo lo que sea lo típico, lo local, lo regional, lo nacional incluso. Si los cuentos llegan a ser peruanos no es porque ahí se cante el himno nacional o aparezca la bandera peruana, es porque la realidad peruana es así, y quizá eso no sé si tiene alguna relación con el neorrealismo en sí, que era una manera diferente de presentar la realidad. El neorrealismo era un enfoque de lo real pero sin caer en el tópico. En la novela latinoamericana actual, a mí me fastidia esa insistencia, esa fascinación que tienen los escritores latinoamericanos por
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demostrar que son latinoamericanos. Se han cogido de unas tontas nociones como lo real maravilloso, el barroquismo, el mito; en fin, de una serie de ideas que utilizan de forma bastante mecánica para poderse dotar de una identidad que los lectores muchas veces no tienen. Y entonces quieren dar una imagen del continente, que es la imagen que el lector extranjero espera, y para ello recurren a una serie de cosas: el paisaje, el misterio, el barroquismo, el dictador. ¿En qué escritores piensa? ¿En García Márquez? —Pienso en muchos, en casi todos. Bueno, casi todos es un poco exagerado. García Márquez no lo hizo deliberadamente. Él fue el que encontró una vía genial, una visión. Y como esa visión ha sido universalmente aceptada y admitida como legítima, entonces muchos han querido seguir esa vía. Es decir, esto es lo que realmente somos, y así es América Latina: un mundo donde los muertos conviven con los vivos, donde las mujeres vuelan por los aires y donde todo es maravilloso. Yo creo que ese es el camino de la facilidad y un enfoque más bien errado y perjudicial para la visión de Latinoamérica, pues hay muchos otros aspectos y otras formas. ¿Cuáles son sus novelas preferidas de la literatura peruana128? —Tampoco se puede decir que haya muchas novelas muy buenas. La primera para mí es La casa de cartón, de Martín Adán, que en realidad no se puede decir que es una novela. Es narración, prosa poética, en fin. Me parece un libro excepcional, raro, único
Para una encuesta que realicé con Alonso Rabí, le pedí una lista de sus diez novelas peruanas predilectas. Recuerdo que cogió una hoja de papel y un lapicero, hizo su recuento y me la entregó: 1) Peregrinaciones de una paria (1838), de Flora Tristán; 2) La casa de cartón (1928), de Martín Adán; 3) 1911 (1941), de Ventura García Calderón; 4) Los ríos profundos (1958), de José María Arguedas; 5) La ciudad y los perros (1963), de Mario Vargas Llosa; 6) Un mundo para Julius (1970), de Alfredo Bryce Echenique; 7) El caso Banchero (1973), de Guillermo Thorndike; 8) Canto de sirena (1977), de Gregorio Martínez; 9) La danza inmóvil (1983), de Manuel Scorza; 10) La violencia del tiempo (1991), de Miguel Gutiérrez. Ver: «Las 10 mejores novelas peruanas» (revista Debate, Lima, febrero-abril de 1995, número 81, p. 42). 128
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en su género, difícil de imitar y de reproducir. Es una de esas formas solitarias aerolíticas que caen así, de vez en cuando. Después de eso ha habido una gran laguna porque La casa de cartón es de 1928. Entonces hay una gran laguna, quizá hasta El mundo es ancho y ajeno. Yo no soy muy alegrista, los libros de Alegría fueron importantes. En su época cumplieron una función, crearon la conciencia de que se podía escribir realmente sobre el Perú, sobre el mundo del andino, pero literariamente no me seducen los libros de Ciro Alegría. A él yo no lo contaría. Yo contaría Los ríos profundos, de José María Arguedas, que sí me parece que es una gran novela. Y luego habría que tirarse otra laguna hasta La ciudad y los perros y La Casa Verde, de Vargas Llosa, que son para mí sus mejores libros. Los posteriores están bien hechos, pero no me llegan a coger de la forma tan fuerte como los dos primeros. Después Un mundo para Julius, de Bryce, que me parece un libro único en su tipo. ¿Qué más hay en novela? No veo. Ahora, cuentistas hay muy buenos: Vargas Vicuña, Zavaleta, Higa y Carlos Calderón son extraordinarios autores de relatos cortos. Pero hay un escritor que es muy bueno y las cosas que he leído de él me han gustado mucho siempre, aunque no ha publicado todavía una gran obra. Se llama Gutiérrez, Miguel Gutiérrez. Él tiene una novela que se titula El viejo saurio se retira, que es una novela de ambiente piurano, publicada ya hace muchos años y que es también de un internado, de un colegio en Piura, pero estaba escribiendo un libro muy largo que era toda una historia de la sociedad peruana desde el punto de vista político, social, que todavía no ha publicado pero que yo he leído en partes sueltas publicadas en revistas. Me parece que es un autor serio, así que puede dar una obra importante. Él es marxista, un hombre muy de izquierda. Actualmente creo que está en Pekín, hace un par de años que vive en Pekín, de parti pris muy sectario. Tanto es así que a mí me ha dado unos palos feroces en artículos, en los que me ha catalogado entre los escritores de la burguesía, entre los clásicos ya petrificados. Pero las cosas que he leído de él me han gustado siempre mucho. Me parece que es un magnífico escritor. ¿Cómo nacieron las Prosas apátridas?
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—Las Prosas apátridas son en realidad la selección de una especie de notas que yo hago —no te digo que cotidianamente porque sería mucho decir— con regularidad. Notas sobre cosas que veo, que pienso, que me cuentan, que se me ocurren, y entonces hago notas que llegan a ser, bueno, casi un diario, si quieres. Entonces, dentro de este diario había algunas de aquellas notas que no eran excesivamente alusivas a mi propia vida, sino que tenían un alcance un poco más general. Entonces, releyéndolas hice una selección, una selección de ochenta y nueve y luego una segunda selección de ciento cincuenta en total. Notas que reunidas así dieron un libro y, claro, el nombre de «apátridas» vino de que estas notas en sí, individualmente, no pertenecían a ningún género, no eran nada, no tenían un territorio, ni un espacio literario, pero que juntas ya podían formar un libro más o menos, con cierta unidad. Por eso, las llamé Prosas apátridas, aunque muchos han creído que son las prosas de un escritor que se ha ido del Perú, lo cual es completamente absurdo y no tiene ningún asidero. Y es eso, nada más que la compilación de unos textos escritos en el curso de muchos años, y sí, seleccionados, porque otros son más personales y no tienen mayor interés. Hay una que quisiera que me explique: «Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación». —Yo partía del principio de que el hecho, ya, de tomar una pluma y escribir, es una convención que obedece a ciertas reglas. Esas reglas pueden ser la corrección, pueden ser la originalidad, una serie de normas que determinan el hecho de que el lenguaje escrito sea diferente del lenguaje hablado. Entonces a mí me parecía tan afectado escribir obedeciendo todas las reglas de la convención como escribir tratando de imitar un lenguaje descuidado y un lenguaje oral. En esta segunda actitud hay tanta tensión, tanto cuidado y tanta afectación como escribir utilizando un lenguaje literario y muy cuidadoso. Eso es lo que quería decir. Entonces, lo que quería al añadir eso de la retórica que se añade a la afectación es que se puede llegar —pienso— a escribir de una forma muy simple, que no sea literaria y que imite un poco o que trate de copiar ese juego de voz interior,
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como le llaman los lingüistas a la norma lingüística propia, porque cada escritor tiene su norma lingüística: una manera de expresarse y de hablar, que es propia de cada uno. Se puede llegar a eso, pero sin tratar de componerla retóricamente. No sé si está muy claro lo que te digo, porque es un asunto bastante difícil de captar, aunque más o menos eso era lo que yo quería decir. ¿Tiene algo que ver con la observación de Cortázar de que en América Latina se escribe con lenguajes y retóricas no precisamente latinoamericanas? —No estoy muy seguro, fíjate. En las Islas Canarias, entre las pocas conferencias que escuché con interés —porque era muy difícil seguirlas todas—, había una de un profesor español de lingüística, que precisamente habló de este asunto: del lenguaje en la narración en Hispanoamérica y en España, y de la corrección del lenguaje si se trataba de un lenguaje literario o de un lenguaje coloquial, y todo esto utilizando una terminología muy técnica en tanto que lingüística. Pero él hizo una explicación muy convincente sobre la norma lingüística y la norma de la lengua. La norma de la lengua es el lenguaje gramaticalmente correcto, que trata de ser lo más parecido a la manera de hablar de las fuentes primigenias del nacimiento de la lengua española; es decir, lengua de Castilla, de Ávila o de Valladolid. Y norma lingüística vendría a ser la manera de hablar de cada cual. Entonces, él decía que una de las grandes innovaciones y contribuciones de la literatura hispanoamericana a la literatura en lengua española era que los escritores latinoamericanos habían utilizado su norma lingüística, su propia manera de hablar. O sea, hablar sin tratar de imitar a los españoles en cuanto a corrección o perfección de la lengua, y que esa era la vía recomendable para hacer literatura. Citaba una serie de ejemplos, como la desaparición de las «eses» en Andalucía. ¿Por qué no utilizan las «eses» en Andalucía? Porque utilizar las «eses» en español es una redundancia absoluta. En Castilla dicen «las almas blancas»; o sea, utilizan tres veces la «ese» para indicar que es un plural, mientras que en Andalucía dicen «las alma blanca». Basta la primera de las «eses» para saber que alma y blanca ya están en plural también. Y en francés también se utiliza
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el plural solamente en el artículo y en el resto te lo comes, a pesar de que se escribe diferente, pero al hablar te lo comes porque ya no es necesario, se entiende que es plural. A partir de esto ese profesor hacía una serie de disquisiciones sobre la necesidad de que el idioma que se escriba sea el mismo que se habla y cómo esto es un enriquecimiento. A mí me pareció interesante como planteamiento. Y es cierto, hay muchos escritores latinoamericanos —de los mejores— que utilizan el habla, las expresiones corrientes, el lenguaje popular, su propia manera de hablar. La manera de hablar de un grupo juega un papel importantísimo en el lenguaje del escritor, porque un grupo puede ser más importante que la nacionalidad. Pero después estuve pensando y me pareció que era una posición arbitraria, porque a mi juicio es perfectamente legítimo que alguien escriba una obra literaria con un lenguaje cervantino, siempre y cuando el tema imponga ese lenguaje. No voy a escribir una novela sobre el hampa peruana en lenguaje cervantino porque ahí sí hay una contradicción, pero si yo quiero escribir una novela histórica que transcurre en Lima en el siglo XVII y cuyos personajes son cultos, yo utilizaría una lengua cervantina, ¿por qué no? Y después de todo, como la literatura es una convención, tú puedes utilizar en la literatura todas las figuras y todos los estilos de lenguaje que te dé la gana. No hay ninguna regla. No porque utilices el lenguaje hablado o coloquial o tu propia norma lingüística vas a hacer una buena obra. Tú puedes hacer una buena obra utilizando el lenguaje gongorino o rabelesiano o lo que te dé la gana. ¿Va a escribir más de esas Prosas apátridas? —Quizá publique una tercera edición porque ya he aumentado unas cincuenta prosas más, pero creo que ahí terminaría porque ya para mí es una deformación. Por ejemplo, algunas ideas y situaciones sobre las cuales podría escribir un cuento, como ya tengo el esquema de las Prosas apartidas, entonces ya las reduzco a eso. Digo: ¿Para qué escribir un cuento si eso lo puedo escribir en diez líneas, si aquí puedo decirlo todo? No en forma dialogada, narrada o dramática, pero de aquella otra forma puedo decir lo mismo en menos espacio. Y tampoco quiero llegar a esa concentración, porque por el camino
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de la concentración uno termina callándose para siempre. Porque después de las Prosas apátridas puedo decir: ¿Y por qué no lo escribo en tres líneas? ¿Por qué no hago aforismos? Y después del aforismo, mejor ya no digo nada. Los japoneses decían que con los haikus podían crear un universo en diecisiete sílabas. —Claro, está bien. ¿Fue difícil transformar «La piel de un indio no cuesta caro» a la obra de teatro? —No. Tuve que añadir unos personajes y modificar algunos asuntos, porque en el cuento —que es un cuento corto en el cual prácticamente no hay sino narración de hechos— no entro a analizar la deliberación de cada personaje, y eso en el teatro había que explicarlo un poco más, había que abundar, aumentar ciertos detalles, explicar mejor las cosas... Pero, de todos modos, creo que el cuento es más redondo que la obra de teatro. En la obra de teatro, el último acto a mí me parece que no está bien. Está muy forzado. ¿Tuvo problemas para terminar la obra Los caracoles? —Sí, esa obra fue fatal. Bueno, tenía varios finales previstos, pero el que hice fue uno de los tres o cuatro que había encontrado y que en realidad debería haber suprimido, porque un amigo mío que es director de teatro y que leyó la obra me dijo que toda la última escena era innecesaria. La obra debería haber terminado antes. Esa aparición final del personaje central como una especie de fantasma dentro de esa reunión era innecesaria. Además, el teatro a mí ya no me interesa como género literario. ¿Desde cuando? —Hará unos diez años. ¿Por qué no le interesa el teatro? —No me interesa porque el teatro para mí —antes que nada— es un texto, un texto literario que uno escribe para que lo lea un director y lo ponga en escena más o menos con cierta fidelidad. Y de una época a esta parte el texto ha perdido importancia. Entonces, ahora hay grupos que crean su propio texto común, colectivamente, o improvisan. O directores que no cogen una obra de teatro sino un
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relato, una situación, y ellos dirigen y llevan una obra a escena donde el papel del autor ha perdido importancia en función del papel del metteur en scène o del grupo en tanto que conjunto, y ya los directores no necesitan textos para hacer obras de teatro. Ellos los cogen de donde sea: leen un periódico, alguna noticia interesante y hacen una obra de teatro. La montan con su grupo o cogen un cuento, un relato o un mito y con eso tienen su obra. Entonces ya no vale la pena. Entonces para qué escribir. A mí me interesaba el texto. ¿Cuáles son los filósofos que más le han influenciado? —Bueno, en realidad, yo no soy un estudioso de la filosofía..., pero quizá los estoicos, Marco Aurelio, Epicteto..., pero influenciado no. Yo no creo que tenga una formación filosófica tan importante como para decir que me han influenciado. Me gusta mucho Platón. Me gusta por su riqueza, por la variedad de temas que ha tocado, por la naturaleza misma de sus diálogos, que son realmente obras dramáticas. Spinoza un poco. Descartes me pareció muy aburrido. Pascal me parece abominable. Pero no puedo decir que tenga una influencia de filósofos en mi obra o en mi manera de pensar. En una de las Prosas apátridas usted dice que hasta que no se encuentre un sistema más coherente, se tiene que aceptar el sistema marxista. —Como te dije, he dicho que estas son selecciones de textos escritos en el curso de muchos años. Esa era una prosa que corresponde a una época de mi vida... Probablemente es del año 63 o 64, en la cual estaba muy... no te puedo decir que convencido... de la importancia y de la necesidad del marxismo. Pero, en todo caso, lo tenía muy presente en mis relaciones con amigos y lecturas. En ese momento, cuando escribí esa prosa yo realmente creía que el marxismo era una forma de interpretación de la realidad que era muchísimo más justa, exacta y científica que otras, y que en consecuencia había que aceptarlo, pero de forma provisional. La interpretación convenía en ese momento, y después podía ser rectificada, mejorada, contradicha y refutada por otras interpretaciones, lo cual es profundamente marxista, porque el marxismo nunca ha pretendido ser tampoco la verdad absoluta, tal como lo entendía Marx en sus escritos de juven-
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tud. Era un método aplicado a un momento dado. Lo que pasa es que esas prosas no tienen fechas. Debería haber puesto fechas a cada una, aunque si les pongo fechas ya tendría que cambiar el orden, porque el orden yo lo establecí de acuerdo con cierto ritmo; es decir, dar cierta fluidez a las prosas, combinando cortas con largas, ciertos temas con otros. Entonces por eso eliminé las fechas. Las fechas van desde el año 60 hasta el 75, quince años. Pero en esa prosa usted no da alternativa: o se acepta el marxismo o se acepta la filosofía de los vencedores. —Yo no recuerdo si es una prosa en la cual hablo de la historia como un juego que no tiene reglas. En todo caso, a mí me parecía que el marxismo era la única interpretación de la historia en la cual trataban de sentarse las reglas de un juego, y entonces no había ninguna otra filosofía que estableciera ese tipo de reglas, reglas más o menos verificables. Pero yo estoy cada vez más convencido de que no existen reglas. Ni siquiera en el marxismo. Todo es un producto del azar, de la improvisación de fuerzas así, absolutamente incontrolables. Nunca se sabe lo que va a pasar, todo está sometido a lo imprevisto. Entonces su solución no es como la de los nuevos filósofos franceses, que quieren establecer una ética que se sobreponga a la historia. —Yo a los nuevos filósofos franceses no los leo, tengo que leer primero a los antiguos. Nunca podré ir a los nuevos. ¿Conoce la obra de Knut Hamsun? —Claro, lo que pasa es que Knut Hamsun es un autor que fue muy traducido al español hace una treintena de años. Prácticamente había unas veinte novelas de Knut Hamsun traducidas por la editorial Tor y por la editorial Colomino, editoriales muy populares, creo que argentinas. Entonces yo leí muchas novelas, cantidades de novelas, y me pareció un escritor extraordinario. Ahora, tuvo un periodo de sombra y de desgracia a raíz de la Segunda Guerra Mundial, porque —yo no sé, yo no conozco muy bien la vida de Knut Hamsun, su biografía— parece que fue colaboracionista o tuvo una actitud sospechosa en todo caso. Entonces, eso hizo que se desvalorizara su obra por razones puramente extraliterarias. Esos tipos de argumentos
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pesan mucho. En el caso de Knut Hamsun pasó eso, pero ahora están reconociéndolo y volviendo a reeditarlo en francés. En particular han comenzado a reeditar en libros de poche129, así, cantidades de novelas de Knut Hamsun que son formidables. Y además fue una especie de precursor de un tipo de literatura que se creía que era un descubrimiento: la de las novelas basadas en tu propia vida y en tus circunstancias personales. Cosas que ha hecho Henry Miller. Claro, Henry Miller con muchísima más sinceridad, contando cosas que Knut Hamsun no cuenta, pero, en fin, Knut Hamsun era en realidad un aventurero. Ahora están redescubriendo ese mundo hamsuniano que es fantástico. ¿Cuál es su novela hamsuniana preferida? —Varias. Una que se llama Hambre, otra que se llama Pan, otra que se llama Un vagabundo toca con sordina. En fin, ya ni me acuerdo de los títulos, pero tiene cosas, cuentos, tiene relatos buenísimos... ¡Es formidable! ¿Cuál es su próximo proyecto literario? —No sé. Tengo varias cosas, pero ninguna que me seduzca como para dedicarme a fondo. Siempre sigo escribiendo: comienzo cuentos, no los termino, escribo una página y lo dejo, anoto «prosas apartidas», cosas así. Pero una obra, así, de más envergadura, más larga, que me exija más trabajo y más tiempo, no tengo nada. Algunas ideas un poco vagas, pero todavía. Últimamente, sí, en estos días he tenido una posibilidad, una expectativa interesante, pero todavía no sé si lo voy a hacer porque es un tema sobre un mundo que yo no conozco y me obligaría además a hacer un tipo de literatura que no he hecho nunca. Y no sé si es inferior a mis posibilidades, que es la de reescribir el libro de otro escritor, pero en realidad no se trata de otro escritor, sino de un personaje que merecería un reconocimiento así, universal. Y, qué sé yo, de hacer un personaje de cine. Es un piloto peruano de avión, mercenario; es decir, ha participado en la guerra de Biafra, de Vietnam, de Camboya, de Laos, etcétera,
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En francés, ‘bolsillo’.
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siempre como piloto mercenario de avión, a sueldo de una potencia extranjera. Pero ese tipo ha vivido tales aventuras, ha pasado por tales trances, ha realizado tales proezas, que es realmente un personaje titanesco, un personaje excepcional, sin ningún juicio ético, porque es un tipo que no tiene ninguna moral. Ya el hecho de enrolarse como mercenario te indica más o menos cuál es la catadura del personaje. Actualmente vive en Tailandia —donde sigue como mercenario— y hace unos días me mandó un manuscrito hecho por él mismo y solamente sobre un episodio de su vida, porque su vida es tan complicada que él solo ha escrito por el momento su huida de Camboya en el 75, y realmente es sensacional. Sensacional, pero no sé cómo podría yo darle a esto una forma, porque las cosas que él cuenta están mal contadas. Pueden ser interesantes para una conversación, pero ya para un libro que tenga que editarse y que venderse hay que darle otra forma, y eso todavía no lo veo claro. No sé cómo tendría que contar esas aventuras: si voy a emplear la primera persona como si yo fuera él, lo cual no me convence mucho porque, como todas son hazañas, es enojoso y fastidioso que el propio narrador cuente sus propias hazañas. Tendría que utilizar un segundo personaje, una persona que cuente las hazañas de él. ¿Quién sería esa persona? Yo no, porque lo acabo de conocer y no he presenciado sus aventuras y me sería muy difícil entrar en detalles. Entonces estoy tratando de buscar la forma de poder utilizar este material tan rico, porque si yo fuera un «negro», como se llama a esos escritores que escriben para otros y que están justamente a la pesca de estos temas, podría ser un best seller sensacional. Pero yo no conozco ese mecanismo, cómo funciona eso, cómo se hace lo otro, no sé. De todos modos, todavía no he terminado de leer el manuscrito. Me faltan unas cincuenta páginas, pero creo que es interesante. Es interesante porque es una cosa increíble, alucinante, demencial, un mundo del cual no tenemos ni idea nosotros. Es una vida, además, que pasa en el aire, porque prácticamente está todo el tiempo volando en un avión. Un avión en el cual no funcionaba ningún instrumento y que con las llantas rotas seguía realizando los vuelos, llevando abastecimientos y comida a la capital de Camboya, y reco-
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giendo refugiados civiles hacia Tailandia. Era una misión de carácter humanitario en el fondo, y esto durante un año y en las condiciones más espantosas. Todo eso es narrable porque todos son hechos. Además, cosas muy concretas: cómo manejaba el avión; cómo funcionaba con todos los motores apagados y de noche y sin ningún instrumento; cómo se peleaba con la gente que quería escaparse de la capital y luego tenía que botarlas a patadas del avión porque eran militares o gente corrompida que quería huir; cómo él escogía a los niños, a los ancianos, a los heridos o a las mujeres para sacarlos... Es realmente increíble. Aparte de esas historias, es un tipo que ha matado mucha gente. Eso lo cuenta, no tiene ningún escrúpulo. Hasta donde he leído hay tres crímenes, tres tipos que él mató. Él cuenta a partir de la guerra de Biafra y explica que un día vio a unos niños comiéndose crudos a otros niños, por hambre, y cómo no los podían cocer. O sea, no tenían ni cómo hacer fuego. Entonces él sacó su libreta de vuelo —su libro de vuelo, que era un libro que tenía treinta mil horas de vuelo registradas— y se lo dio a los niños para que pudieran cocinar esa carne. A partir de ese momento, dice, perdió todo respeto por la vida humana, toda moral, y le pareció que la vida era una mierda. Y de ahí se volvió duro y decidió hacer la justicia con sus propias manos y sin creer en nadie. Y en el libro, hasta donde he leído, cuenta por lo menos un par de crímenes. Primero mató a un chino cuando estaba en Vietnam —porque hizo la guerra de Vietnam— porque había violado a una sirvienta que él tenía, que era una chica vietnamita y joven, muy bonita y muy inocente. Este chino la sedujo, la raptó de la casa de este aviador peruano y la violó. Entonces, este piloto fue a la casa del chino —que vivía en un edificio—, rompió la puerta de un cabezazo y lo tiró por la ventana, después de mantener un diálogo muy irónico, porque le preguntó al chino si había volado alguna vez. No, le dice. ¿Le gustaría volar? Tengo un poco de miedo a volar, le dijo el chino. Bueno, pues, yo le voy a mostrar cómo se vuela... Y lo agarró al chino y lo tiró por la ventana del octavo piso. Después mata a un general laosiano o camboyano, que quería meterse en un avión de civiles por la fuerza con una pistola en la mano. Entonces lo desarmó y lo mató.
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En fin, hay una serie de cosas terribles, y todo esto mezclado con actos de una humanidad, de una generosidad extraordinaria. Por ejemplo, vivía con una puta que él mismo había recogido herida de un atentado que hubo en Saigón. Una puta que había sido pasto de los apetitos de los soldados americanos, quienes, después de verla herida y casi destrozada, la abandonan. Entonces él la recoge, la lleva a su casa, la cuida durante unos meses y la alimenta. Entonces esa chica se enamora de él y comienza a vivir con él. Así, crudamente como está escrito, transmite una emoción muy fuerte. Ahora, claro, esto no llegaría a un lector de libros de este tipo de testimonios. Habría que reescribirlo, llenar una serie de lagunas, explicar de dónde viene este peruano, en fin, yo no sé por qué motivo está metido en esta aventura de mercenario y qué lo llevó a eso. Y además despejar una serie de incógnitas que él mismo deja. Él dice que ha sido piloto privado de dos dictadores latinoamericanos, pero no sé quiénes son. Me gustaría saber por qué, cuándo, cómo. También dice que ha ayudado a Fidel Castro, llevándole municiones y abastecimientos a la Sierra Maestra en el año 59. Una serie de cosas tan oscuras..., pero como él vive en Tailandia no puedo entrevistarlo. Pero, por ejemplo, ese es un tema que me interesa. No tanto literariamente, sino como una experiencia, como una tentativa de escribir un libro sobre cosas que alguien te cuenta. Un libro testimonial, un documento que además tendría otro aspecto interesante, que es el comercial, porque yo jamás en mi vida he escrito un libro comercial, pero por experiencia querría ver cómo funciona un libro comercial: si realmente funciona o no, cuáles son los procedimientos... Y este libro es comercial desde todo punto de vista. Incluso hay un detalle que para mí es sensacional y que ni siquiera lo ha visto el piloto este, y es que el avión que él utilizaba era uno que nadie quería utilizar porque ya estaba perforado, parchado por todos sitios con motores que no funcionaban, etcétera. Y era un Douglas, un DC-4. Tú sabes que ahora la compañía Douglas tiene problemas, porque han hecho aviones que son malos. Entonces este libro sería una glorificación, una exaltación de las cualidades de un Douglas. O sea, si tú vas a la compañía Douglas y le dices: Fíjese usted, tengo este manuscrito,
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voy a escribir un libro sobre este avión que se llamaba El Poderoso, que ha hecho este servicio durante tantos años en la guerra de Vietnam, en estas condiciones, cómo llevaba doce mil kilos de peso cuando tenía capacidad solamente para ocho mil, y cómo lo hacía funcionar. Pues la Douglas te dice: Ay, caracho, aquí tienes medio millón de dólares. ¿Cómo llegó a conocer a este piloto? —Por puro accidente. Hace años que él vive por la zona de Tailandia, Camboya, por allí..., pero vino a París no sé por qué diablos y fue a la embajada. Y en la embajada preguntó si había algún escritor peruano aquí, que le interesaba hablar con él. Entonces, en la embajada del Perú, una secretaria que me conoce le dijo: «Está el señor Ribeyro, que trabaja en la Unesco». Entonces apareció un día en la Unesco y me dijo: «Yo soy un mercenario peruano, un piloto de avión que he estado en tal y tal sitio. He escrito un libro y quisiera que usted me ayude a escribirlo bien, y a publicarlo en condiciones». ¿Y qué haremos luego? Entonces él me dijo: «Esta es una cuestión comercial, yo solamente quiero que esto se conozca porque hay unos ataques durísimos contra los americanos, contra la CIA, y también contra los comunistas. Es una cosa muy ambigua». Y luego me dijo: «Es un trabajo profesional, y como yo no puedo escribirlo yo haría un contrato con usted». Pero no pude hablar mucho porque yo tenía que irme en ese momento y le dije: «Bueno, regrese usted». Pero me dijo: «Ahora no puedo regresar porque me voy a Tailandia dentro de unas horas, estoy de paso por acá, pero le voy a mandar mi manuscrito». Y hace algunos días me lo mandó y estoy tratando de terminar de leerlo, para ver si se puede hacer algo. ¿Le ha dado indicios de cuándo va a regresar a París? —Yo creo que regresará en cualquier momento. Él tiene mucha movilidad, y no porque maneje un avión, sino porque parece que su situación le permite ir de un lugar a otro en cualquier momento. Me interesaría realmente conversar con él. Me imagino que él vendría si usted se lo pidiera. —Sí, si yo le digo: «Venga usted, necesito conversar durante dos o tres días para que me aclare unas cosas», él viene inmediatamente.
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Así parece que fue escrita la novela de Gregorio Martínez. Entrevistó a un tal Candelario. —Sí, ahora lo que pasa es que en este manuscrito hay una cosa que me molesta y que ya me alarma, y es que todas estas proezas como piloto están relacionadas con una serie de cuestiones de técnicas de pilotaje, que él ahí las cuenta, pero que es muy difícil explicarlas y aclarárselas al lector, porque en realidad yo no sé lo que significa volar sin filoscopio o sin una serie de aparatos que están malogrados, como los alerones y que sé yo. Tendría que haber una versión más vulgar del asunto, aclarar esas cosas para que el lector las entienda sin tener que pensar mucho. Y luego las lagunas de su pasado, del que no sé nada, su origen, si era un piloto militar peruano que se fue, si era un piloto civil... ¿Cuántos idiomas habla él? —Casi todos. Habla inglés, francés, italiano, alemán y no sé qué otra cosa más, pero también habla cantidad de dialectos. Me dijo esto: «Usted no me lo va a creer, pero yo soy uno de los personajes más populares y más conocidos en todo el sudeste asiático. En Saigón pregunte usted por el capitán Salvis, más conocido como ‘Guantanamera’». Guantanamera es el título del libro, porque él tenía un tocacasete colgado siempre de la cintura, donde siempre ponía una canción que se llama ‘Guantanamera’, siempre. Entonces todos lo conocían por Guantanamera. Claro, el inconveniente de este libro es que sería precisamente el libro de un triunfador. Es decir, un hombre que tiene éxito en todas sus misiones, porque no le falló ni una sola. Solamente le falló una misión, una misión que él cuenta allí, que no sé si será cierta, en fin, porque siempre el protagonista de los hechos importantes tiende a exagerarlos; pero él cuenta que en un momento dado trató de establecer una especie de encuentro, de reconciliación, de armisticio entre los camboyanos comunistas y los de Phnom Penh; o sea, los «verdes», como los llama. Y para eso hizo un viaje a pie desde la zona «verde» hasta la zona «roja», atravesando unas selvas y unas milicias asesinadas, y que llegó a entrevistarse con los «rojos» gracias a varias cosas: primero, porque la mujer con la que él vivía era hija de un explorador del Vietcong, y así llevó una
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serie de propuestas de paz que no se realizaron, que fracasaron, pero cumplió misiones muy importantes de tipo político. Bueno, aparte de esta misión, que fracasó, todas las otras misiones son éxitos rotundos. Por eso yo estaba pensando que el libro debería terminar con su muerte y que entonces el narrador sea un testigo. ¿Quién podría servir de testigo a todas sus misiones? —Hay un testigo. Tiene un amigo íntimo que es un francés, que en realidad es el autor de este libro, porque quien ha escrito este libro no es él sino su amigo —que ha vivido en Camboya con él todos estos años y que escribe pésimamente el español porque es francés— y que el otro lo ha contado y el amigo lo ha escrito. O sea, está escrito todo desde el punto de vista del amigo. Entonces tendría que retomar el punto de vista del amigo, incluso, buscar al amigo para que me complete la versión del protagonista. Pero tendría que terminar con su muerte. Bueno, yo lo mataría literariamente, no es necesario que muera. Y entonces empiezo por ahí, por el final. Escribir en primera persona tiene el inconveniente de que son hechos heroicos, son hazañas todas y es muy desagradable que el propio protagonista cuente sus proezas. Por eso es preferible que lo cuente otro, y sería más creíble si lo cuenta otro. Es un tema interesante y me puede interesar por un tiempo. ¿Qué clases de éxitos tuvo? —Todas las misiones que él realizó resultaron bien. Traer alimentos a un pueblo que se estaba muriendo de hambre y sacar refugiados de una ciudad a otra, llevar a heridos, transportar por tierra una columna de refugiados políticos a través de una selva infernal, y por tierra, ya no en avión. También aterrizar con su avión incendiado en una pista de doscientos metros y hacer un vuelo de mil kilómetros con gasolina solamente para trescientos kilómetros: planeaba, apagaba el motor cada cierto tiempo hasta llegar a dos mil pies y entonces volvía a encender el motor y volvía a subir, y después volvía a planear... Es decir, cosas así de un as, pero un mero as de la aviación. Haría una tremenda película hollywoodense. —Él mismo me lo dijo. Esa fue una de las cosas que me dijo. En realidad, este tema es más que nada para un film, me dijo. Pero,
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claro, para hacer el film, primero es necesario publicar el libro. Y es más fácil contar todo en un film que a través de descripciones muy detalladas de operaciones espectaculares que siempre quedarán mejor en la imagen que descritas... Pero en un libro se podría enfocar mejor la psicología de este tipo. —Esa parte psicológica me interesa mucho. Y hay que profundizarla más, porque todavía no entiendo bien cuál es su actitud. Por momentos habla de él como un robot, un hombre sin alma y sin corazón. Por otra parte se muestra como un tipo muy humanitario, de una generosidad increíble y de un arrojo y coraje impresionantes. Otro aspecto sería la actualidad de este tema, pues todo el problema que hay ahora con los expulsados de esa zona, que si los meten en barcos, que si son camboyanos, que si no son camboyanos... Ese fue el preámbulo de la situación actual, esa especie de gran confusión, de gran traición, porque en realidad, ahí, la parte central del asunto es el aspecto político: una requisitoria contra los Estados Unidos, porque los americanos abandonaron al régimen anticomunista de Saigón, y este piloto peruano se enteró, porque tenía muchos contactos, de que los americanos se iban a ir de un día para otro, todos, y que iban a dejar ahí, abandonando a todo el mundo, a merced de los comunistas que estaban a unos cuantos kilómetros de la capital. Y, sin previo aviso ni nada, se fueron. Por otra parte, él ataca también a los rojos, que entraban a sangre y fuego, que mataron a todo el mundo e hicieron abusos increíbles. Él no tiene una ideología, si quieres. No la tiene, evidentemente. Es un tipo que se dejaba llevar por sus instintos, por los impulsos del momento, y tiene momentos de grandeza como momentos de enorme bajeza también. Pero los más reaccionarios norteamericanos también condenaron el hecho de que los soldados se fueran de un día para otro y denunciaron que los comunistas mataban sin piedad. —Sí, pero el hecho de que este ataque a traición de los Estados Unidos no sea por anticomunismo, sino por razones puramente humanitarias, porque este aviador se dio cuenta de que la población se quedó sin nada (sin gasolina, sin abastecimientos, sin municiones);
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es decir, los dejaron tirados allí, a merced del enemigo. Ese aspecto es el que trata, porque el aspecto político en realidad no le interesa mucho. ¿Le gustó el libro de Gregorio Martínez Canto de sirena? —A mí me gustó por partes. Quiero decir que es un libro de un buen escritor, que no es lo mismo que decir que es un buen libro. Se puede ser un buen escritor y escribir libros que no son buenos y viceversa, pero a mí me pareció un libro lleno de afectación por lo que hablábamos antes: porque el hecho de tratar de imitar o copiar o inspirarse en el habla de un personaje popular es una afectación elevada a la segunda potencia. Es lo que yo llamo los «lenguajes prestados»; es decir, él no utiliza para escribir su propio lenguaje, sino utiliza el lenguaje de un intermediario, de un personaje que él ha escuchado, del cual se ha inspirado, etcétera. Y para mí más importante es el propio lenguaje que el lenguaje prestado. Eso por un lado. Por otro, no es una novela. Para mí, que figure como una novela o no es un hecho exterior al libro. Es un relato, una confesión, un diálogo que uno escucha. No hay una línea argumental, no hay una estructura novelística, lo cual no es un reproche en absoluto, pero, en todo caso, para darle referencia como una novela es una novela manca. Yo solamente le doy esas dos objeciones, porque además está bien escrita. Literariamente tiene mucho valor, tiene partes de una belleza irresistible, descripciones así, de paisajes de la costa, o de situaciones. Ahora, hay un cierto abuso de la cosa sexual, y eso me molesta. Me molesta porque cuando yo mismo lo he hecho, me he sentido después mortificado, y en los otros me mortifica más todavía. Noto una cosa que, en el fondo, es una tendencia que tiene que desaparecer. Tiene que desaparecer porque los resortes a los cuales obedece son muy frágiles. Eso implica una mentalidad libre de prejuicios, una actitud muy liberal y muy moderna, una serie de cosas que en realidad no tienen mucho fundamento, porque más importante que todo eso es cierto pudor y cierto buen gusto. Hay escenas de orden sexual que por lo general es muy difícil que sean compatibles con el buen gusto. Siempre se cae en la vulgaridad, y ese aspecto del libro me parece a mí también una falla. Se sabe que
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el personaje era un donjuán, un mujeriego, pero no era necesario abundar en detalles y en impresiones y en anécdotas y en incidentes. Es como las películas pornográficas: fui a ver dos o tres y después no regresé nunca más, porque me pareció que era absurdo, toda esa cuestión del sexo, una cuestión tan personal, tan confidencial, que cada cual sigue a su manera. Uno no tiene por qué estar contando los detalles a nadie. Y sin necesidad tampoco de convertir esto en un tabú. No, sino que es una cuestión que en realidad le concierne a cada cual y, bueno, ese aspecto no me gustó. ¿Cree que se puede hacer el mismo reproche a partes de A la hora del tiempo, la novela de Bravo? —Sí..., quizá un poco. Ese libro tiene otras cosas que me interesan. Quizá porque haya situaciones y episodios que yo mismo he vivido como estudiante en España y en otros sitios de pensiones de españoles, pero, claro, también está la parte esa, esa especie de pornografía simulada, disfrazada de literatura. Me parece que hay un error en aquel libro, y es que tres cuartas partes de la novela es su confesión a la muchacha esta, para la cual escribe el libro. Entonces el libro es una confesión a esta mujer, y después hay otros capítulos que me parecen interesantes en sí, en los cuales otros personajes hablan en primera e incluso en segunda persona. Pero si el punto era que el libro fuera una confesión a esta mujer, no sé qué hacen allí esos otros capítulos. —Lo que pasa es que tú lees las novelas con una mentalidad muy científica. No, no sé cómo decirlo, científico no es el término. En la literatura todavía no hay ciencia. Pero no sé, no me había dado cuenta de esos aspectos. Eso me molestó un poco, pero creo que es un buen libro. —Sí, y además tiene muy buenos títulos. Los títulos de los fragmentos están muy bien escogidos. Yo lo conozco a él, mucho. Sus otros libros son muy malos, y esto es lo mejor que ha hecho. Yo no pensé además que él pudiera dar un salto cualitativo. Su primera novela era una porquería. Voy a tener que releerlo de una perspectiva menos científica.
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—Yo ya no leo sino lo que me gusta. Antes me sentía con ciertas obligaciones intelectuales, que tenía que leer tal cosa y que tenía que leer tal otra, así no me gustara, así me pareciera que era malo. Pero yo trataba de convencerme de que no era malo, y así he perdido mucho tiempo. ¡Cuántas lecturas inútiles en mi vida! De modo que ahora solamente leo lo que realmente me gusta y me produce placer. De otro modo no entro, porque a lo mejor tienes que leer tal cosa o tal otra. Y otra de las cosas de las cuales también me he desprendido es del prejuicio de la erudición. Los latinoamericanos están fascinados —generalmente los intelectuales— por el modelo del erudito europeo. Para ellos se trata de una figura así, cultural, que se remonta a muchos siglos, pero que lo sigue fascinando como una especie de ejemplo, de paradigma al cual tendría que acercarse. Todos los latinoamericanos incultos quieren llegar a ser como el erudito europeo. Pero el erudito europeo después de todo es un pedante, un necio, un profesor universitario y humanamente no tiene ningún interés. Yo creo que ya ha comenzado un poco a desaparecer eso. Lo he notado en algunos jóvenes que ya se han apartado. Yo tenía amigos, por ejemplo, que nunca terminaron su carrera porque pensaban que era necesario reconstruir personalmente toda la cultura. Empezaban a estudiar el griego y pasaban dos, tres años estudiando el griego. Después, o al mismo tiempo, el latín. Después venían a Alemania y se pasaban tres años estudiando alemán. Después querían aprender bien el inglés y el francés, y se pasaban un año en Londres y un año en Francia. Pensaban reunir toda la infraestructura lingüística para poder acceder a las obras. Y una vez que habían pasado diez años haciendo esas cosas estaban tan cansados, tan fatigados, que ya no tenían ganas para leer las obras. A mí me parecía que eso era una pérdida de tiempo, sobre todo en el caso concreto de estos escritores, de estos intelectuales procedentes de países subdesarrollados en los cuales hay otro tipo de urgencias. Empeñarse en esa labor de erudición tipo europeo, cuando ya en muchos campos —no te digo en literatura, que siempre es un poco más difícil— como el de las ciencias sociales, una traducción vale tanto como el original. Uno no tiene por qué estar leyendo a tal o cual en su edición original. Lees la
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traducción y se acabó. Y eso con muchas obras literarias también. Yo no voy a aprender ruso para leer a Dostoievski, es absurdo. Entonces, dejarse un poco de majaderías y no tener miedo de citar una obra en su traducción y no en el original. ¿Por qué no? Eso aligeraría el trabajo, les dejaría ganar tiempo y les permitiría acceder a una serie de conocimientos del que se han visto privados por estar precisamente preparándose para recibir los conocimientos. Pero sí hay quienes llegan a estos altos niveles de erudición, por ejemplo Borges. —Esos son cuentos. La erudición de Borges es un cuento chino, como sus cuentos mismos. Yo no creo que Borges sea un erudito. Es un personaje fascinado por la figura del erudito, pero que él mismo ha mistificado porque en lo de Borges hay mucha mistificación, hay muchos autores y nombres y cosas que no existen, que son inventadas por él. Y luego, que toda su cultura filosófica, histórica y literaria se detiene en una época ya bastante pasada. Qué sé yo, por el año cuarenta o por allí. Y nada más. Después no ha leído nada nuevo ni ha insistido. Su obra es una relectura o remeditación de cosas que él leyó de muchacho o cuando ya era mayor. ¿Le gustan los cuentos de Borges? —Sí, siempre me han gustado mucho. Hasta hace un par de meses en que comencé a pensar un poco más. En realidad, ¿qué significaba todo eso y a qué conducía? Me daban ciertas dudas, ciertas dudas que yo había escuchado antes formular a amigos míos —pero muy de izquierda— y pensaba que eran objeciones de tipo político. Pero después me he dado cuenta de que quizá haya objeciones de tipo puramente literario. ¿Como cuáles? —No sé, me parece que es una masticación, remasticación de unas cuantas nociones semieróticas a las cuales Borges le da vueltas con una gran lucidez y una fantasía increíble, pero que no deja de ser un pequeño mundo. Sin souple, sin fuerza, sin soplo, que es lo que yo admiro más, precisamente porque no es mi caso. Es la gracia de las musas o el delirio de las musas, como lo llama Platón. Hay una frase famosa en el diálogo Fedro en el que dice: «Aquel que
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llega sin el delirio de las musas a escribir gracias a su habilidad, ese será siempre un fracasado y su obra será relegada al olvido por la de los poetas inspirados». Hace la distinción entre el escritor hábil y el escritor inspirado. Me parece que los grandes escritores son los escritores inspirados. Escriben a veces mal, incorrectamente, pero tienen una puissance, una fuerza increíble. Proust es un escritor que escribe incorrectamente; es decir, la cantidad de ensayos que se han escrito sobre las incorrecciones de Proust es increíble, pero era un tipo que tenía ese poder, fuerza de un río, torrente. En Faulkner también se encuentran muchos errores. —Claro. Balzac, que para mí es uno de los mejores novelistas de todos los tiempos, que escribía —carajo— veinte horas diarias y ha escrito, pues, ochenta novelas firmadas, ¡pero doscientas más sin firma! Era un monstruo. Qué manera, sacado de la nada. Justamente una de las cosas más interesantes de El dios oculto es el resumen del análisis de Lukács sobre la tragedia, que me parece muy interesante. —No recuerdo esa parte. ¿Está por el comienzo? Sí, cuando está definiendo su visión de la tragedia. Y decía Lukács que los monólogos de las tragedias clásicas no son monólogos, sino conversaciones con un Dios que no está presente. Y a Dios lo define no necesariamente como a un ser todopoderoso, sino como a un sistema de pensamiento que da una cierta coherencia al mundo. —Claro, hay una parte admirable en el libro que me impresionó mucho y hasta ahora me acuerdo, y es la aparición del título en el texto. Porque el libro se llama El dios oculto, y se habla con ligeras referencias a Dios, y al final de un párrafo aparece solamente la frase «el dios oculto». Ese es una epifonema, una figura retórica que resume todo lo que ha dicho antes, que estaba implícito en esa frase y que estabas esperando que apareciera y aparece en el momento preciso. La primera parte del libro fue la que más me gustó. El análisis de Racine y de Pascal no me pareció tan bueno, pero yo no soy ningún experto ni de esa técnica ni del jansenismo, y tal vez no comprendí.
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—Además, ahí se mete en un terreno muy complejo, una camisa de once varas. El problema del jansenismo es un problema que a mí me interesó mucho en una época y que estuve leyendo y estudiando y que es extremadamente complejo porque no es solamente un problema literario. Es un problema político, filosófico, religioso, social, en fin, uno de esos complejos problemas que duran siglos. Que se van transformando, se van complicando y al final uno no sabe qué cosa es eso. ¿Qué cosa es el jansenismo? El jansenismo originalmente era una posición doctrinal sobre la teoría de la gracia, y allí empezó. Pero después se fue complicando con otras cosas. Una teoría autoritaria del Estado para algunos. Para otros, el derecho del libre arbitrio y de la libre opinión. En fin, y esto se mezcló con partidos políticos, contra Richelieu, contra los jesuitas, y terminó ya prácticamente a mediados del siglo XIX por ser un término que definía un tipo, una forma de asumir la religión católica; es decir, extremadamente riguroso, estricto. Pero todas las cuestiones que toca Goldmann sobre el jansenismo son un poco superficiales para mi punto de vista, porque no entra en el fondo de la materia. Genette ha sido uno de los que más ha impulsado el estudio contemporáneo de la retórica. Ahora hay un enorme interés entre los críticos franceses por esas cuestiones y ha habido coloquios y además editan los coloquios. —A mí me encanta leer esas cosas, me parecen divertidísimas. Hay cantidades de discusiones sobre los temas más absurdos. O sea, sobre algún autor o sobre algún tema. Tienen coloquios sobre versificación, ritmo, rima, métrica, etcétera. Y como son inteligentes los franceses —porque no se puede negar que pueden cortar un pelo no en cuatro, como se dice acá, sino en cuatrocientos—, hacen unos análisis de una fineza extraordinaria. Yo me compré los dos tomos de un coloquio sobre Flaubert que se hizo en Francia hace algunos años, y hay como cuarenta o cincuenta trabajos sobre él. Y hay algunos que son ya delirantes, por el aspecto que han elegido para analizarlo, y escribir después un largo ensayo. Un artículo que ahora recuerdo es el de las itálicas; es decir, cuándo emplea la letra cursiva. ¿Por qué emplea letra cursiva y cuántas veces la emplea y qué sentido tiene
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para Flaubert emplear esta cursiva y qué significa? Si es que quiere utilizar una palabra para poner énfasis en ella, si es una palabra que no pertenece a su vocabulario y qué quiere marcar con eso de que es una palabra prestada, si quiere darle un sentido irónico, si quiere utilizar una expresión común o una frase hecha. En fin, hacen el catálogo de las cursivas en Flaubert y de los diferentes significados que tienen en cada caso. Cosas así, muy extrañas. Vargas Llosa también menciona las cursivas en La orgía perpetua. —Sí, Vargas Llosa sí lo toca muy marginalmente en su ensayo sobre Flaubert, que es una cosa bien hecha. Claro que para un flaubertiano no tiene mayor interés, pero para el lector corriente es una buena introducción y un buen enfoque. También creo que se aprende mucho sobre la literatura del mismo Vargas Llosa, sobre sus filosofías literarias. —Eso es obvio. Lo único original que hay en ese ensayo, lo único que no he visto yo en otro sitio, es una observación sobre el fetichismo de los zapatos130. Cita ahí tres o cuatro ejemplos de personajes que cogen el zapato de la mujer en Madame Bovary, y me parece que en la La educación sentimental también, y le impregna un contenido sexual. Yo conozco bastante bien a Flaubert, hace años que lo leo y lo releo, y también cosas sobre Flaubert, pero no había encontrado nunca esa observación. Tengo unos amigos brechtianos que se molestaron por la parte sobre Brecht. En la que dice que aquí vemos claramente que un libro como Madame Bovary se podría considerar bourgeoise y qué sé yo. Flaubert muestra los problemas de la sociedad tan bien que Brecht —quien sí trata de mostrar los problemas de la sociedad—, pues, no puede. Entonces los marxistas se molestaron. A mí me gusta mucho Brecht, francamente. Yo creo que es un autor extraordinario. No solamente como poeta y como dramaturgo, sino también como
130 Ribeyro me confesó que ese libro solo tiene como novedad el análisis del «elemento añadido».
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ensayista. Los ensayos literarios de Brecht son de una lucidez, de una riqueza increíble, de un conocimiento práctico del fenómeno teatral y sus relaciones con la sociedad, con la dirección, con la actuación y con el decorado complejo. Es, en realidad, uno de los pocos autores confesamente comunistas que me parece que ha llegado a escribir una gran obra. Me parece que su obra de teatro Santiago, el pajarero tiene un poco de Brecht. —Claro, por supuesto. Es completamente brechtiana. Te voy a decir por qué. Porque yo escribí esa obra en Lima cuando acababa de regresar de Europa, y el último año que pasé en Europa lo pasé en Berlín, y en Berlín yo iba con mucha frecuencia al teatro de Bertolt Brecht. Me vi allí cantidades de obras de Bertolt Brecht. Entonces estaba muy impresionado, en esa época, por las teorías brechtianas que tú ya conoces. Cuando yo llegué a Lima y se me ocurrió escribir esta pieza de teatro, inmediatamente me hice un esquema de tipo brechtiano y —evidentemente, claro— hay una influencia notoria. Pero me parece que solamente desde el punto de vista del esquema, porque... —Del punto de vista del esquema solamente, porque no hay la parte política y didáctica que hay en Brecht. No la hay. En Brecht hay todo un sistema de enseñanzas sobre la obra, aquí no. Esta es una obra histórica sobre un personaje peruano, y tratada sin caer en lo patético ni en la cuestión —para emplear los términos brechtianos— de establecer cierto distanciamiento entre el espectador y el espectáculo. Son cosas más bien formales que he tomado de Brecht, pero en cuestión de fondo ni hablar. Por eso no me gustó el artículo de Luchting sobre sus obras de teatro, donde cita un poema de Brecht y sostiene que hay algo parecido en su obra. Y se detiene y no analiza nada más. —Además, ese dato se lo di yo, porque yo encontré un poema de Brecht en el cual Brecht habla de un sastre o de un sombrerero —no me acuerdo— alemán que en el siglo XVII había tratado de inventar el avión y había sido arrojado de un campanario. Una cosa
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por el estilo. Y, en efecto, era una similitud importante con Santiago, el pajarero. Entonces yo le escribí a Luchting una carta: fíjate en este poema de Brecht. Entonces, claro, ha tomado ese dato y lo ha utilizado para su artículo sobre mi teatro, que por otra parte es muy duro. Hay cierta incomprensión. A mí me parece que se queda en la superficie.
Anexos
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Argumentos de novelas CRÓNICA DE SAN GABRIEL () A modo de crónica, Lucho narra los días que pasó en San Gabriel, hacienda de sus familiares, ubicada en la sierra de La Libertad. Había llegado acompañado por su tío Felipe, quien, aunque casado y algo entrado en años, era un notable libertino, muy aficionado al licor y a las mujeres. Ya en la hacienda, Lucho conoce a sus tíos Ema y Leonardo y a su prima Leticia, de 15 años, hija de ambos. Ella se compromete con Tuset, de buena fortuna e hijo de un aspirante a alcalde de Santiago de Chuco, pueblo próximo a San Gabriel. La vida de Lucho en tal lugar es apacible, a veces llega a la monotonía y al aburrimiento. Solo su interés por Leticia quiebra su tranquilidad, pero el cambiante comportamiento de ella le anima a viajar a las punas para trabajar en las minas de tungsteno, las cuales son administradas por el tío Leonardo. Cuando vuelve a la hacienda, luego de varias semanas, encuentra que Leticia y Tuset cambian aros y se preparan para la boda. La situación de Lucho no varía: continúa siendo atormentado por los coqueteos de Leticia. Una sublevación por parte de los indios que trabajaban en las
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minas ocurre entonces, pero esta es pronto reprimida y aplacada violentamente. Por otra parte, Leonardo se encuentra cada vez más endeudado y con menos ganancias. En esos días, Tuset viaja a Huamachuco, y no volvió jamás. Se conoce entonces que tenía tres hijos con una conviviente. Felipe, quien había tenido varias aventuras amorosas, empieza a cortejar a Leticia, pero luego se marcha de San Gabriel. Para sorpresa de todos, tía Ema abandona la hacienda con él. Además, Leticia viaja a Santiago de Chuco a casa de unos tíos. Ahí se sabe que se encuentra embarazada. La novela no revela de quién. Quedan sospechosos Felipe, Tuset y el propio Lucho. Luego que Lucho la visitara, regresa a Lima para intentar olvidar San Gabriel y todo lo ocurrido ahí, aunque los recuerdos lo acosan. LOS GENICIELLOS DOMINICALES () La novela se desarrolla en Lima, durante el Ochenio, gobierno de facto del general Manuel A. Odría (1948-1956). El autor narra la historia de Ludo Melchor José Tótem, bohemio miraflorino que estudiaba el último año de Derecho en la Universidad Católica y frecuentaba la Universidad de San
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Marcos para animar su vocación literaria. Llevaba tres años trabajando en el Departamento Legal de la Gran Firma, pero el último día de 1951 decide renunciar, por lo que la empresa donde laboraba le entrega una liquidación de cinco mil soles. Con este dinero, organiza una orgía en casa del tío Abelardo, quien le encargó cuidar su hogar mientras celebraba el Año Nuevo en otro lugar. Así, invita a Armando, su hermano, y a cinco amigos de barrio, entre ellos Pedro Primrose, conocido como Pirulo. Para mala fortuna, solo consiguen dos mujeres: la Enana y Estrella. Por otro lado, después de varios intentos, Ludo, a punto de tener sexo con una de ellas, se lleva un gran chasco: se da cuenta de que la joven usa un calzón mugroso y agujereado. La casa del tío Abelardo queda sucia, desordenada y con grandes destrozos. Ludo empieza a frecuentar a Estrella, prostituta de El Turbillón, un burdel de El Porvenir, La Victoria. Visitan bares y dan paseos a las playas. Viven en el derroche y el desorden. Los días de juerga acaban con el dinero de la liquidación. Ludo decide, entonces, dedicarse a tinterillo para el doctor José Artemio Font. En el trabajo le va pésimo y, con Pirulo, se dedica a vender artículos de limpieza, pero el negocio naufraga. Sin embargo, conocen a dos hermanas, con quienes se van de paseo a Chosica. Tratan de aprovecharse de ellas, pero estas no se prestan al juego. Por otro lado, Ludo, de vocación artística,
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frecuenta a los estudiantes sanmarquinos de vida bohemia que desean ser escritores. Tienen un proyecto: publicar una revista con la asesoría del profesor Rostalínez Goliuza, una publicación dedicada a la literatura y al arte cuyo título sería Prisma. Cuando Pirulo consigue que su padre le preste su auto, va a gran velocidad con Ludo y un amigo, Jimmi Soler. Tienen un accidente en el que Jimmi fallece. El padre de Pirulo, quien acababa de ser nombrado prefecto de Ayacucho, muere asesinado por comuneros, al parecer como venganza por actuar contra los indígenas. Ludo se recupera y más tarde, con Daniel Lobo —antiguo inquilino de uno de los departamentos que alquilaba su madre—, se dedica a hacer taxi en el auto de este. Un marinero estadounidense que salía de un burdel sube, pero Daniel se desvía del camino y lo asaltan, lo golpean. La noticia sale en los diarios. El Loco Camioneta, un enano tuerto que vivía a costa del trabajo de Estrella, sabía de lo sucedido por ella y chantajea a Ludo. Su silencio a cambio de diez mil soles. Ludo le promete dárselo al pie del monumento a Jorge Chávez. Pero al no conseguir el dinero, resuelve sacar un revólver heredado por su padre y le descarga dos tiros. Huye, se dirige a un bar, se encuentra con Pirulo y beben. Sale, se va a casa de su abuela, piensa suicidarse, pero desiste para rasurarse «heroicamente» el bigote.
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CAMBIO DE GUARDIA () El banquero Napoleón Barreola, el mayor accionista de la fábrica de ladrillos El Vencedor, decide cerrar el negocio con el pretexto de quiebra para abrir otra con una nueva razón social en Chosica. Se liquida a más de doscientos obreros, para contratar nuevo personal a salarios mínimos. Entre los nuevos desempleados se encuentra Fernando Manizales, ex capataz de la ladrillera, quien poco después consigue un empleo de guardián nocturno en el club miraflorino Hawái. En servicio, cierta noche, al estallar un petardo lanzado por estudiantes universitarios, pierde un ojo. Uno de los subversivos era su hijo, Héctor, estudiante de Derecho de la Universidad de San Marcos. Los liquidados de El Vencedor, encabezados por Alejo Saldívar y el negro Anacleto Luque, realizan protestas, huelgas de hambre e, incluso, un mitin en la plaza San Martín. El presidente de la República, luego de conversar con los dirigentes, promete solucionar sus problemas laborales. Se decide que la fábrica se reabra mientras continúa el juicio. Pero cuando los obreros están dispuestos a trabajar, luego de dos meses de huelga, los dueños de la ladrillera les niegan el ingreso a la fábrica: se ha producido un golpe de Estado. Poco antes de estos hechos, Pipo, hijo del diputado Pedro Primo, de la Unión Socialista, es llevado con engaños por el policía Felipe, a quien consideraba su ami-
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go, a la playa de La Pampilla, en Miraflores. Poco después, el niño es encontrado muerto, luego de una violación sexual. Sin embargo, la Policía captura al negro Luque, dirigente sindical de El Vencedor. ¿Fue Felipe el autor del crimen? ¿Acaso el negro Luque? El congresista Pedro Primo había sido acusado por la revista Frente de «haber recibido dinero de una empresa extranjera [las máquinas de escribir Olimpo] para imponer un producto en una licitación pública» en la Cámara de Diputados. El director de esa publicación, César Alva, quien apoya a los obreros de la ladrillera y quien tenía una amante casada con un prefecto, es asesinado misteriosamente. Recibe dos tiros en la cabeza de un tipo que huye. ¿Un crimen político? ¿Un asunto de faldas? Antes de estos hechos, en Puno, en los Andes, una terrible sequía castiga la zona. Las donaciones que llegan de los Estados Unidos (toneladas de trigo, leche en polvo, medicinas, ropa y frazadas) son negociadas por César Vaca, jefe de la aduana de Mollendo, con la complicidad del prefecto Sánchez, jefe de la Comisión de Reparto. El doctor Marel aprovecha la ocasión para comprar seis mil toneladas de trigo. En tanto, cerca de Ancón, el sacerdote Sebastián Narro tiene a su cargo el albergue Martín de Porres para unas ochenta huérfanas. Una de ellas, Dorita Morales, le dice a la asistenta social Teresa Paz, pareja del hijo del general Alejandro Chaparro, que su compañera Ángela está
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embarazada del padre Narro, pero este recibe el respaldo del obispo, monseñor Cáceres, declarado anticomunista. ¿Acaso ellas eran unas histéricas que acusaban al padre Narro sin fundamento? El timorato general Alejandro Chaparro, luego de ser nombrado jefe de la Región Militar del Sur y de ser alentado por ricos empresarios estadounidenses y terratenientes nacionales, se proclama presidente de la República desde Arequipa. Sin embargo, su vida privada se encuentra en el desorden, con licor y prostitutas.
Argumentos de cuentos CUENTOS OLVIDADOS () «La vida gris» (1949). Roberto tuvo una vida completamente mediocre: nunca destacó en el colegio, tampoco como profesional. Jamás se casó. No fue rico ni pobre. «Hasta su muerte fue vulgar, pueril y antipoética». Falleció producto de un resfrío que se complicó. Fue olvidado por completo. «La huella» (1952). Cuando el protagonista ve una mancha de sangre, trata de averiguar el punto de origen. Para ello, angustiado, recorre varias cuadras. El destino final es su dormitorio: cuando llega acababa de producirse su propia muerte. «El cuarto sin numerar» (1952). El narrador pasaba continuamente por un extraño edificio. Cierto día decidió ingresar. Halló en él, distribuidos en departamentos,
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una academia de baile, un tenor y un cuarto sin numerar, al cual entró y donde, al intentar detener la música de un fonógrafo, rompió un disco, del que se quedó con un pedazo. Una mujer le ordenó recostarse sobre una cama a su lado, pero él huyó y volvió a su casa, donde encontró un disco al que le faltaba un pedazo, el mismo del cuarto sin numerar. «La careta» (1952). Deseoso de asistir a la Fiesta de la Risa, Juan crea una máscara con bermellón, al cual unta a su rostro. En la reunión se divirtió mucho, pero fue hasta que el marqués de Osin, quien ofrecía la celebración, pidió que todos se quitaran la careta. Juan no pudo, pero con un cuchillo se la retiraron, incluida la piel del rostro, que fue arrojada a los perros. «La encrucijada» (1953). Un sujeto de un momento a otro encontró un camino y comenzó a recorrerlo, empujado por una fuerza invisible, pero al llegar a una encrucijada no supo qué hacer. Un anciano le informó que lo mismo le sucede a muchos: solo los pocos que son predestinados saben cómo llegar a su ciudad. Después de algunos incidentes, tomó un camino, pero no era el indicado. Así, su cuerpo se dejó caer y fue sepultado por sus propios huesos. «El caudillo» (1956). Un ómnibus se avería en medio de un camino desolado. Los pasajeros alientan al más fortachón a empujar el auto. Al avanzar el bus y encenderse el motor, todos convienen en
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no detenerse y dejan al corpulento benefactor en medio del camino. «Los huaqueros» («Les pilleurs de sépultures», 1964). El mulato Tobías y su compadre Filiberto van a la huaca Juliana, en la oscuridad, en busca de algún tesoro prehispánico. Para sorpresa de ambos, encuentran a dos huaqueros con la misma intención. Cuando parece que encuentran algo, llega un sargento y luego un teniente. Descubren que no es otra cosa que la tumba de un niño que lleva zapatos. El teniente ordena que no quede rastro de la excavación y se marcha con el sargento. Los cuatro huaqueros se retiran llevándose el ataúd con el objetivo de usarlo como leña. LOS GALLINAZOS SIN PLUMAS () «Los gallinazos sin plumas» (1954). En una zona marginal de Miraflores, por mandato del abuelo don Santos, Enrique y Efraín conseguían cotidianamente desperdicios para que se alimentara el chancho Pascual. Cuando los niños enfermaron no pudieron cumplir con las órdenes del abuelo. Efraín tenía una infección en la planta del pie y Enrique tosía como un tuberculoso. Cierta vez, don Santos, quien tenía una pata de palo, enojado porque le mordió el perro Pedro, la mascota de los niños, arrojó a este al chiquero. Sin piedad, Pascual devoró al perro. Enrique, que había salido en busca de alimentos para el puerco, pese a estar enfermo, al regresar se entera de la suerte de su perro. Riñe con el
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abuelo y le empuja, sin que sea su deseo, al corral. Mientras se dirigen donde los gallinazos, escuchan los gritos de su abuelo, enfrentándose al cerdo. «Interior ‘L’» (1953). Paulina Padrón, de 15 años, le sirve té a su padre, un colchonero que había perdido a su esposa y a un hijo por tuberculosis. Mientras bebe, él recuerda que Paulina estuvo embarazada del albañil Domingo Allende, un zambo fornido que fue amenazado con un juicio por el padre de Paulina. El asunto se resolvió con dinero, el cual le permitió al colchonero abandonar su trabajo y, durante varios días, embriagarse. Poco después, Paulina aborta inesperadamente. El señor Padrón, mientras bebe té, pide a su hija repetir la relación con el albañil. «Mar afuera». Los pescadores Janampa y Dionisio se encontraban sobre un bote en alta mar. Debido a la parquedad de Janampa, Dionisio recuerda haberle ganado, hace varios meses, todo su salario en el póquer. Le vino a la mente, además, la vez que conquistó a la muchacha que su colega deseaba: la «prieta». Solos ante la naturaleza, Dionisio comprende su situación y aguarda resignado la hora de la puñalada, de la venganza. «Mientras arde la vela». Mercedes, lavandera que había reunido dinero suficiente para establecer una verdulería, observa, mientras arde la vela, a su hijo Panchito y a su esposo, el albañil Moisés, quien había sido
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llevado a casa, por sus compañeros de trabajo, ebrio y accidentado. Poco después de que los amigos se retiraran, en una discusión, ella lo empuja y él cae, y se golpea fuertemente. Al creer que estaba muerto, fue a casa de su vecina Rosalía, para contarle que al fin abriría, sin los obstáculos que ofrecía su esposo, la verdulería ansiada. Llegaron los vecinos creyendo que Moisés estaba muerto, pero comprobaron que estaba vivo. Un enfermero de la Asistencia Pública le advierte a Mercedes que prohíba a su marido beber más, pues está grave del corazón. Ella, sin perder la ilusión, al amanecer, cuando se consume la vela, coloca en la maleta de su esposo, entre las herramientas de albañilería, una botella de aguardiente. La vela se extingue. «En la comisaría». Martín estaba detenido en la comisaría por no pagar una cerveza. El comisario prometió liberar a quien le diera una paliza a un panadero que había golpeado ferozmente a su mujer. A Martín le esperaría Luisa a las doce, en el paradero del tranvía, para ir a la playa. Por ello, decide enfrentarse al panadero, a quien vence. Sale en libertad, va al encuentro de la joven y, mientras se acerca a ella, siente cierta vergüenza. «La tela de araña». María, de 16 años, quien trabajaba de empleada doméstica para la señora Gertrudis, al ser acosada sexualmente por Raúl, hijo de aquella, resuelve seguir los consejos de Justa. Por ello, abandona la casa de la patrona para
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siempre y se deja llevar por Justa a una habitación solitaria de Jesús María. Ahí, como estaba acordado, vendría el señor Felipe Santos, dueño de una panadería, quien le había prometido un trabajo. Justa se marcha y vuelve a la casa donde era sirvienta. Era casi la medianoche cuando se presentó Felipe Santos, quien, generoso, le obsequia una cadena. Mientras este se la coloca en el cuello, María advierte que, en la habitación donde se encontraban, hay una araña que había tejido una bella y enorme tela. «El primer paso». Sin recursos económicos, Danilo decide trabajar para Panchito, quien comerciaba cocaína. Había concertado una reunión con él, en un bar, a las tres y ya eran las tres y media. Al fin, Panchito llega y le deja algunas instrucciones: coger su impermeable, mientras él se dirigía al baño, e irse (con la droga y el dinero que estaban colocados en los bolsillos del impermeable) de viaje para distribuir la mercancía. Danilo sale del bar y se dirige a la casa de la señora Perla, para buscar a la joven prostituta Estrella, con quien deseaba irse de viaje. «Junta de acreedores». En su establecimiento de Surco, Roberto Delmar recibe a cinco acreedores: al representante de la compañía vendedora de papel Arbocó Sociedad Anónima, al de la fábrica de fideos La Aurora, al de la fábrica de cemento Los Andes, al de los caramelos y chocolates Marilú y a Ajito, japonés del Callao. Entre
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discusiones, Roberto les explica que el incumplimiento del pago de su deuda se debió a la apertura de una tienda cercana mejor que la suya, de propiedad del italiano Bonifacio Salerno. Pedía que se le concediera, dada su grave situación económica, una mora de dos meses y que se le redujeran sus créditos al treinta por ciento. Todos se oponen, salvo el japonés Ajito. Por último Roberto se declara en quiebra, expuesto al embargo y a la clausura del negocio. Ante la tristeza de su mujer, luego de retirarse los prestamistas, Roberto Delmar sale a la calle y pasea por el malecón. ¿Acaso quiere suicidarse? CUENTOS DE CIRCUNSTANCIAS () «La insignia». No se precisa dónde se desarrolla, quizá en una ciudad europea. De manera casual, el narrador encuentra, en un pequeño basural, una misteriosa insignia. Al utilizarla, es integrado a una extraña congregación, la cual, con el transcurrir del tiempo, le va ascendiendo rangos, debido a que cumple con todos los encargos que recibe. Al cabo de diez años, el narrador llega a ser presidente, sin saber aún el sentido de esta organización. «El banquete». Pensando obtener el cargo de embajador en un país europeo y con el deseo de que se construya un ferrocarril a su pueblo (que lo beneficiaría económicamente), don Fernando Pasamano gasta toda su fortuna para agasajar al presidente de la República, lejano pariente suyo. Sin embargo,
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don Fernando Pasamano jamás pensó que, luego del banquete, en la madrugada, un ministro del régimen daría un golpe de Estado y que, por consiguiente, quedaría en la miseria. «Doblaje». El narrador, un pintor y decorador de más de 30 años, obsesionado por la idea de un doble que tenga las mismas referencias y realice los mismos actos que él, viaja a las antípodas: de Londres a Sídney, donde se enamora de Winnie. Cierta vez que se encontraban en una casa de campo advierte que ella conocía muy bien ese lugar. El narrador consideró que ella estuvo en la misma casa antes y con otro. Enojado, la echa para siempre. En vano trató, después, de reconciliarse. Vuelve a Londres y descubre que alguien (su doble) le había suplantado en varios actos: por ejemplo, pintar un cuadro de una madona que tenía el rostro de Winnie. «El libro en blanco». Cierto día el narrador se reencuentra con una vieja amiga, Francesca, ex esposa de un pintor peruano, Carlos Espadaña. Ella le obsequia un hermoso libro, pero con hojas en blanco. Pasa el tiempo y el narrador pierde su empleo en una agencia de noticias. Regala el libro a un amigo poeta, Álvaro Chocano. El libro parece que tenía una maldición, pues Álvaro fallece y vuelve al narrador, quien tira el libro en el parque Monceau. Luego de algunos días, el narrador vuelve a este lugar y advierte que un rosedal estaba destruido.
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«La molicie». Este cuento es acerca del padecimiento de los limeños, durante el invierno, frente a la molicie, el cual provoca aburrimiento y monotonía. El narrador y su compañero se abrazan jubilosos al llegar el otoño. «La botella de chicha». Urgido de dinero, el narrador sale a vender una botella de chicha, valiosa por sus quince años de fermentación. Para no ser descubierto por sus familiares, coloca vinagre en su reemplazo. Regresa a casa sin vender el licor, pues ningún comprador le cree su antigüedad, y advierte que sus parientes festejaban el regreso de su hermano Raúl. Beben plácidamente el vinagre, creyendo que es la respetada chicha de jora. Cuando el narrador quiere convidar el verdadero licor, lo rechazan, dicen que sabe a vinagre y, por último, su padre, don Bonifacio, arroja la botella a la calle. «Explicaciones a un cabo de servicio». Ocurre en Lima. Pablo Saldaña, de 45 años, es conducido a la comisaría por un cabo de servicio, al no pagar la cuenta en el restaurante El Patio. Le explica al policía, mientras camina, que estuvo en el establecimiento discutiendo con Simón Barriga, ex compañero de estudios, la posibilidad de formar una importante empresa que importe vacas. Las proyecciones se encontraban en ganancias exorbitantes cuando Barriga —según Saldaña— salió del lugar, con el pretexto de que llamaría por teléfono a su esposa. Barriga jamás volvió.
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«Página de un diario». Raúl describe cómo recibió la noticia de la muerte de su padre, el sufrimiento de la familia, el velatorio. Cuando coge la pluma fuente con tapa dorada de su progenitor, comprende que se ha transformado en adulto. «Pero si yo soy mi padre», se dice. Y tuvo la sensación de que habían transcurrido muchos años. «Los eucaliptos». El narrador recuerda su infancia transcurrida, hace diez años, en el barrio miraflorino de Santa Cruz. Señala los cambios sufridos en este lugar al modernizarse la ciudad. «El viejo que vendía choclos reemplazó su borrico por un triciclo. El primer cinema fue el símbolo de nuestro progreso, así como la primera iglesia, el precio de nuestra devoción». Símbolo de esta transformación es el derribo de cincuenta eucaliptos, árboles que acompañaron al narrador y a sus amigos durante quince años. «Scorpio». Tobías había roto el labio a su hermano Ramón para apoderarse de un alacrán. Mientras Tobías dormía, a modo de venganza, Ramón libera en la cama de su hermano el escorpión. «Los merengues». Perico cogió, sin autorización, veinte soles de su madre y fue a la pastelería a gastarlo todo en merengues, algo que adoraba saborear. El dependiente lo rechaza porque Perico siempre iba solo a contemplar estos dulces. No obstante, Perico pide con autoridad una cantidad exagerada de merengues. El vendedor le da, como
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acostumbraba y porque creyó que se burlaba de él, un cocacho. Perico sale de la panadería llorando y en los barrancos arroja las monedas. «El tonel de aceite». Poco después de matar con un hacha a Eleuterio, por la disputa de la adolescente Antoña, Pascual Molina se refugia en la casa de su tía Dorotea. Al aproximarse los policías, Pascual se esconde en un tonel lleno de aceite, ante el enojo de la tía, quien no quiere tener problemas con las autoridades. Los guardias llegan y la tía niega tener ningún sobrino. Después de retirarse la Policía, Dorotea encuentra a su sobrino ahogado. LAS BOTELLAS Y LOS HOMBRES () «Las botellas y los hombres». Luego de ocho años, en el club de tenis donde trabajaba, Luciano se reencuentra con su padre, don Francisco. Se van a beber. Don Francisco cuenta que se había dedicado a los negocios en Chile y Argentina, pero carece de fortuna y presenta mal aspecto con trajes raídos. Poco después de terminar su labor como sparring de los que practican tenis, Luciano se vuelve a reunir con su padre, esta vez en el jardín de Santa Rosa, pagando el licor. Por sugerencia de su padre, van al Once Amigos de Bolognesi, en La Victoria, a continuar bebiendo. Siempre fanfarrón, don Francisco domina la conversación de los parroquianos. En cierto momento, Luciano, mestizo con aires de dandi, se aproxima a su padre y le estampa un beso en
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los labios. Pasado el hecho, don Francisco, bebido y en público, declara que dejó a su madre, entre otras cosas, porque ella se acostaba con todo el mundo. Ofendido y con el resentimiento que florece (porque el padre no había cumplido con el hogar), Luciano golpea a su padre. Arman un escándalo, salen a una bocacalle, donde don Francisco recibe más golpes. Vencedor de la contienda, Luciano se va a beber a otros bares. «Los moribundos». Durante la guerra entre el Perú y Ecuador de 1941, empiezan a llegar a Paita los heridos de ambos frentes. El narrador, un escolar aún, relata la forma inhumana como eran atendidos estos. Al no tener mayor espacio para asistirlos en los hospitales, ocupan algunas habitaciones de ciertas casas. Por ejemplo, dos heridos se instalan en el depósito del hogar del narrador: uno era ecuatoriano (de la sierra de Riobamba) y el otro, peruano (natural de Jauja). El fin de la guerra llega y con ella la capitulación de los ecuatorianos. Durante una comida ofrecida al teniente Marcos (novio de Eulalia, hermana del narrador), quien volvió del frente de batalla, el ecuatoriano de Riobamba, algo restablecido, pide irse. Le dan el permiso, mientras el peruano, que solo hablaba quechua, agonizaba. Finalmente el de Jauja muere. «La piel de un indio no cuesta caro». En el valle de Yangas, Pancho, de 14 años, mientras jugaba en el club, muere electrocutado
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por unos cables de alta tensión. Su tutor, Miguel, presuroso, lo lleva a la Asistencia Pública de Canta, pero es en vano. Para evitar todo escándalo, el presidente del club, en plena fiesta ordinaria, le sugiere a Miguel que olvide el asunto, y lo insta a creer que quizá el muchacho murió por otro motivo. Enojado, Miguel pretende partir a Lima con su pareja, Dora. El presidente, luego de viajar a Canta, le entrega un certificado de defunción, el cual indicaba la muerte de Pancho por «deficiencia cardiaca». Después de recibir un cheque de cinco mil soles, para los padres de Pancho, Miguel acepta ir a la fiesta del club y echar al olvido la muerte del muchacho. «Por las azoteas». El narrador recuerda cuando tenía 10 años y pasaba las tardes en las azoteas. Rodeado de objetos en desuso y de gatos techeros, se divertía proclamándose el rey de ese territorio. Cierta vez, en una azotea vecina, encontró a un sujeto de 33 años que tenía la barba descuidada y que decía ser el rey de los gatos. El tipo le contaba historias absurdas, imaginarias. Confesaba que el sol maltrataba su salud. En cambio, se encontraba muy bien en invierno y otoño. Como acabaron las vacaciones, el narrador se ocupó de sus deberes escolares y dejó de subir a las azoteas, porque además se lo habían prohibido sus padres. El libro que algún día le regalara el extraño personaje fue arrojado por su madre a la basura. El narrador, lleno de curiosidad, sube cierto día y se entera
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de que su amigo había muerto: sus familiares estaban de luto. Llovía, pero era demasiado tarde. «Dirección equivocada». Ramón, detector de deudores contumaces, se dirige a Lince en busca de Fausto López, cliente nefasto que debía cuatro mil soles en tinta y papel de imprenta. López se había mudado a un departamento cercano, por lo que tardó un poco en dar con su domicilio. Cuando Ramón llama a la puerta se presenta la esposa del deudor, la observa y, luego de decirle que es vendedor de radios, es rechazado y expulsado. Se retira y coloca en el expediente: «Dirección equivocada», solo porque el rostro de aquella mujer le pareció agradable. «El profesor suplente». El señor Matías Palomino recibe la visita del doctor Valencia, profesor de colegio del curso de Historia, quien le dice que se ausentará del país algunos meses. Le exhorta a que lo reemplace en su cargo y le suelta la posibilidad de que si acepta se le abrirían otras puertas. Al siguiente día, después de trasnochar repasando voluminosos libros, Matías llega diez minutos antes al colegio. Era un ex alumno de Derecho que fue aplazado dos veces consecutivas en el examen del bachillerato. Esperando que pasen algunos minutos, cuando pasea, contempla su figura pálida en un espejo. De pronto, se le cofunden los datos y es invadido por un gran nerviosismo. Por último, desiste de ir al colegio. Intrigado, el portero le pregunta si es el señor Palomino,
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el nuevo profesor de Historia. Rojo de ira, le contesta que es cobrador. Al volver a su casa, es recibido por su esposa con enorme alegría. Él le dice que le fue magnífico, pero se echa desoladamente a llorar. «El jefe». Los empleados de la casa Ferrolux S. A. celebraban con sus superiores la inauguración de su nuevo club social. Al terminar la reunión, Eusebio Zapatero fue detrás de su jefe, el apoderado Felipe Bueno. Invitado por él, con una decena de empleados, recala en el bar del hotel Ambassadeur. Poco después, retirados los demás empleados, Zapatero acompaña a su jefe al Negro-Negro para continuar bebiendo. Quería aprovecharse de la situación para solicitarle un aumento de sueldo, pero desiste y aspira a ganarse su confianza. El jefe le pide tutearle. Muy contento, después de la juerga, se despiden. Tres horas después, Eusebio llega a su trabajo con un retraso de diez minutos. Ingresa, sin anunciarse, al despacho de su jefe y con mucha confianza le dice: «Pim», como acostumbra llamarle alguien de confianza. Felipe Bueno responde: «Buenos días..., señor Eusebio Zapatero» y continuó leyendo la correspondencia del día. «Una aventura nocturna». Arístides, un solterón que trabajaba en los sótanos del municipio anotando partidas del Registro Civil, un tipo con aspecto de fracasado, llega a la una de la mañana, deambulando, a un café lejos del centro
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de Miraflores. Entra con ciertas dudas y encuentra a una mujer gorda, quien le dice que los mozos ya se retiraron. Terminan bebiendo licor. Ella le dice que vive en los altos y poco después bailan. Ella decide cerrar el establecimiento y le pide guardar las sillas y las pesadas mesas de la terraza. Cansado, después de media hora, ella le pide, por último, que guarde un macetero. Él cumplía la orden cuando la ve, risueña, cerrar la puerta. Muy irritado, estrella el macetero contra el suelo. «Vaquita echada». El boticario Cantela, Bastidas, Gandolfo y el ingeniero Manrique beben en casa de este último, en Tarma. En un juego de dados, Bastidas es elegido para darle una terrible noticia al doctor Herminio Céspedes, quien había viajado a Lima con urgencia debido a que su madre se encontraba enferma, dejando a su esposa en Tarma. Los amigos llegan a la cabina telefónica de la oficina de Correos y Bastidas le comunica al doctor Céspedes que ha muerto su esposa de una hemorragia, producto de un parto prematuro, junto con el niño. «Vaquita echada», dice Manrique, expresión que, según explica, es de Cusco y que equivale a «qué mala suerte». «De color modesto». Alfredo, de 25 años, asiste a una fiesta de adolescentes con su hermana, en Miraflores. Rechazado y marginado por los presentes, de pronto, se encuentra en la cocina con una joven negra. Le pide bailar y ella acepta.
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Poco después, ambos salen al jardín y continúan bailando. Repentinamente, los asistentes a la fiesta llegan en masa al lugar donde se encontraban y se sorprenden al verlos juntos. Regresan a la sala alarmados. Indignado, el dueño de la casa los echa. Alfredo y la morena se dirigen al barranco, donde se besan. Paseando, son detenidos por dos policías. Ella es tomada por prostituta y se niegan a creer que es amiga de Alfredo, muchacho blanquiñoso. En la comisaría, el oficial se burla de ellos y, para verificar que no mienten, les pide que se paseen juntos en el parque más concurrido de Miraflores, el parque Salazar. Conducidos por un patrullero, llegan cerca del lugar y, luego de avanzar algunos pasos, Alfredo huye humillado. TRES HISTORIAS SUBLEVANTES () «Al pie del acantilado». Leandro, el narrador, vivía en diversas casas alquiladas hasta que, luego de ser echado por no pagar la renta, se instala, acompañado por sus hijos Pepe y Toribio, en un terraplén del balneario de Magdalena. Para sobrevivir, se alimentan de productos marinos y venden pescado en Santa Cruz, barrio de Miraflores. Poco después, reciben la compañía de Samuel, quien se desempeña en varios oficios menores. Cierta vez, retirando los fierros del mar para que los bañistas se animen a pagar por ingresar a este lugar, Pepe pierde la vida. Desesperados, Leandro, Samuel y Toribio lo buscan en el
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mar con los pescadores hasta que encuentran su cadáver. Poco a poco llegan otros habitantes, que huían de desalojos como él, y se instalan en la explanada y en el desfiladero. Toribio, que había alcanzado los 18 años, lleno de sueños, fuga de casa y se lleva consigo a una joven del lugar, Delia. En esos días, unos policías aparecen y se llevan a prisión a Samuel, por asesinar a su mujer hace cinco años. En esos días llega una notificación que instaba a los pobladores a que desalojaran la zona. Estos, organizados, contratan los servicios de un abogado. Cuando creían todo resuelto y a su favor, se presentan varios policías y el juez. Las casas son derribadas. Ante la protesta de los habitantes, el juez le consigue veinte lotes de terreno en la pampa de Comas. Idos los pobladores, Leandro se retira a un acantilado de Miraflores. Vuelve a ver a su querido Toribio, acompañado por Delia, y recibe el aliento de edificar un nuevo hogar. «El chaco». Caserío de Huaripampa, entre Jauja y Huancayo. Narra un chiuchi, un muchacho. Luego de trabajar de minero en La Oroya, Sixto Molina vuelve de su pueblo con los pulmones podridos. Su padre, ex pastor del hacendado don Santiago, había muerto de pulmonía por trabajar de madrugada. Sixto vivía solo, con tres carneros y dos vaquillas. Sus compañeros de minas, que volvieron también con los pulmones desechos, fueron muriendo poco a poco. Cierta vez, por faltar el
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respeto al niño José, ingeniero e hijo del hacendado don Santiago, Sixto es golpeado por este. En venganza, desde un cerro, Sixto empuja una roca, la cual causa destrozos en la casa de don Santiago, quien, acompañado por sus hombres, le llama la atención. A la semana, la choza de la punta de Purumachay, donde se encontraban los mejores carneros de don Santiago, es incendiada. Este lo busca en su casa, pero no lo encuentra. Sin embargo, mata a sus vaquillas. Al llegar la cosecha, don Santiago contrata, por un pago miserable, a quinientos braceros para que cultiven sus tierras. Pero Sixto, quien era el único que se oponía a ese trabajo, critica el espíritu servil de sus compañeros, por lo que algunos desertaron al sembrío. Una tarde, Sixto fue emboscado cerca del río por tres tipos que lo azotaron ferozmente. Poco después, Sixto y los dos hermanos Pauca, con los rostros cubiertos, le tienden una trampa al niño José, a quien golpean sin piedad. Para fortuna de este, dos cholos salen en su defensa. Sixto y los Pauca huyen y se refugian en los cerros. Sixto le entrega sus borregos a Pedro Limayta a cambio de un fusil. Amenazada, la hermana de los Pauca delata el paradero de sus hermanos, quienes se dirigían hacia Acobamba. Estos son detenidos. Por su parte, Sixto se fue al cerro de Marcapampa, donde más de sesenta jinetes lo buscan y, al dar con él, el ex minero corre hacia ellos para que lo acribillen.
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«Fénix». Década de 1950, a orillas del río Marañón. Cada uno de los treinta y dos textos es un monólogo interior de seis personajes: Fénix, Irma, Marcial Chacón, Max, Eusebio y el teniente Sordi. Al enterarse de que el viejo oso Kong está enfermo, el patrón Marcial Chacón, con mucha cólera, lo golpea para que se restablezca. Fénix, quien le guardaba cariño a la bestia, e Irma, que recibió un latigazo al protestar por la paliza a Kong, observaban la escena. Al aproximarse el número estelar del circo, Chacón decide disfrazar a Fénix de oso y enfrentársele, ofreciendo disculpas al público por reemplazar al fortachón Fénix, de quien dijo que se encontraba enfermo. Durante la pelea, los espectadores llegan a la euforia y, animados, hacen apuestas. Pero, de pronto, Fénix, aún disfrazado de oso, arremete contra Chacón, lo mata de asfixia por estrangulamiento y huye, ante el pavor del público, que sale disparado. Fénix era ex boxeador y ex catchascanista, un negro flaco y fortachón que, a pesar de sus años, se gana la vida enfrentándose al oso Kong, en el número estelar. Se le anunciaba como Fénix, el Hombre Fuerte. Marcial Chacón, dueño del circo, recorre todo el Perú. Es autoritario y déspota. Golpea al enano Max y se aprovecha sexualmente de la contorsionista Irma. Max, cabezón y feo, recibe patadas del payaso Zanahoria en un espectáculo del circo. Eusebio es un soldado que es ordenanza del teniente Sordi,
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quien se encuentra con su tropa en el puesto de Corral Quemado, lugar adonde fue trasladado del cuartel San Martín de Miraflores por haber golpeado al capitán Rodríguez. LOS CAUTIVOS () «Te querré eternamente». Un anciano chileno, enlutado, sube en Cannes a una embarcación que se dirigía a Sudamérica. Volvía a su país luego de treinta años. Como le extrañaba su silencio, el narrador intenta averiguar acerca de él y descubre que este sufría aún mucho por la muerte de Alicia, su ex esposa. Durante la celebración por cruzar el ecuador, para su sorpresa, el viudo vestía traje diferente y sonreía: se había enamorado de una pasajera. Al llegar a Panamá contrae matrimonio. Poco antes había ordenado arrojar el ataúd de Alicia al mar. Antes pensaba que su amor por ella sería eterno. «Bárbara». Después de conservar durante diez años una carta, la única que le escribió una joven polaca (Bárbara), el narrador la destruye sin saber su contenido, pues estaba escrito en el idioma de esta muchacha. La había conocido poco después de terminar la Segunda Guerra Mundial, en Varsovia, al ser uno de los treinta mil muchachos que asistía a uno de los Congresos de la Juventud. Sentía una gran atracción por Bárbara, pero ella solo hablaba polaco y ruso, y él, español y francés. Cierta tarde, ella le conduce a su casa, después de viajar en tren y de recorrer un tramo en bicicleta.
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Dentro, ella se desnuda ante una cama, ante su atenta mirada. Se cambió de faldas y, por último, se puso una blusa. Luego le invitó a salir. Regresan a la ciudad, ante la frustración (además de lingüística, sexual) del narrador. Al día siguiente, este parte de vuelta a París. Meses después recibe una carta de ella, la cual diez años más tarde destruye. «La piedra que gira». Dirigiéndose de Ginebra a París, en automóvil, Bernard le pide al narrador pasar un momento por Vézelay, donde, en una explanada, encuentran una piedra piramidal, bajo una piedra plana, la cual estaba, a su vez, bajo una piedra circular que giraba con el viento. Bernard le explica que, durante la ocupación alemana, su hermano Michel, entonces de 17 años, fue fusilado con otros siete muchachos de la Resistencia. Fue en esa piedra, según Bernard, que lanzaron su primera esperma al masturbarse. «Así, placer y muerte se reúnen. Al lado de la piedra que gira». «Ridder y el pisapapeles». En una casa de campo del andén de Blanden, pueblito belga cerca de Francia, vivía Charles Ridder, un «gran escritor». El narrador, de nacionalidad peruana, lo visita con madame Ana, ahijada de aquel. La conversación le resulta aburrida. La visita le parece una decepción, igual la imagen que proyectaba Ridder, de quien había leído todos sus libros. De pronto, en la biblioteca, el narrador observa un pisapapeles
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que era exactamente igual al que tuvo en Miraflores, donde vivió su infancia y parte de su juventud, el cual perdió cuando, al ser despertado por los maullidos de unos gatos, lo arrojó contra la buganvilla donde se encontraban los mininos. Por más que lo buscó al día siguiente no lo encontró. Ridder explica que el pisapapeles que llama la atención del narrador lo encontró diez años antes cruzando la cerca y cuando cayó a sus pies durante una noche en el corral. «Pero ¿cómo vino a parar aquí?», le pregunta el narrador. Ridder, sonriendo, le responde: «Usted lo arrojó». «Los cautivos». El narrador anónimo, de origen peruano, se instala en una pensión burguesa de las afueras de Fráncfort. Un amigo que vivía en Lima, especie de mecenas, le encargó informarse sobre fotomecánica. Cierta mañana descubre que el patrón de la pensión, Hans Hartman, tenía centenares de pájaros en jaulas alambradas. Hartman era un erudito en el tema de las aves, además de apasionado. Por simpatía, este le permite acceder a su biblioteca de más de dos mil volúmenes. Luego de enterarse de que era peruano, Hartman se informa sobre su país. Pasan algunos días y, antes de partir a Berlín, el narrador pasa a despedirse del señor Hartman, quien, para su asombro, estaba lacónico, glacial. Es más, le pide que se retire. «Así que del Perú, ¿no? ¿No fue el primer país de Sudamérica que le declaró la guerra
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a Alemania?». Sube a su habitación y, al recordar que tenía un libro de Hartman, baja a la biblioteca de este. No lo encuentra, pero descubre una fotografía de 1942, tomada en Auschwitz, donde Hartman aparece como carcelero nazi. «Nada que hacer, monsieur Baruch». El señor Baruch, judío natural de Lituania, era un pequeño comerciante que sufría por el abandono de su esposa, Renée, quien huyó con su empleado, el joven Bernard, llevándose además el dinero de la tienda. Pese a que este hecho sucedió hace un año, el dolor continuaba. Vivía modestamente en el departamento de Simón, en París. Una tarde se introdujo vestido en la ducha. «Aferrando bien la hoja de afeitar entre el índice y el pulgar de la mano derecha levantó la mandíbula y se efectuó una incisión corta pero profunda en la garganta». Tres días después fue encontrado cadáver, cerca de la puerta, por los policías que derribaron la puerta para ingresar al departamento. Narra alguien que lo conoció, un inquilino del edificio. «La estación del diablo amarillo». El narrador trabaja en una estación de tren de París como cargador de bultos. Cierto día un accidente le ocasionó un corte en una nalga. Su hosco compañero en el duro trabajo, el argelino Bel-Amir, esa noche que él sangraba lo sacó de la barraca y le dijo que lo llevaría a Orán. «La primera nevada». El narrador cuenta que el poeta Torroba
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dejó cierta vez algunas cosas en su departamento parisino, luego pidió quedarse a dormir en el piso, luego en la cama. Cierta vez llegó con una hermosa chica drogada, con quien se acostó. El narrador no toleró más y en la siguiente oportunidad no quiso abrirle la puerta, quien insistía en entrar. Al ver que Torroba se alejaba durante una nevada, se arrepintió y le dijo que volviera, pero el poeta, muy enojado, le hizo un feo gesto y siguió su camino. «Los españoles». En Madrid. El narrador renta una pensión con ventana a un patio interior de un edificio, donde habitaban un curita, un militar, un vejete, la hija de este (Angustias, joven salamantina), tres prostitutas (Dolli, Encarnita y Paloma). La bella, lánguida y desgraciada Angustias se enamora de un joven que, después de ciertos paseos y salidas al cine, le pide ir a bailar a la Parrilla de Rex, lugar de las decisiones amorosas. Ella le confiesa al narrador que no asistirá a la reunión pues no tiene un vestido adecuado. En consecuencia, su destino dependía de un buen traje. Enterado el vecindario de esta situación, acuden a ella generosamente las prostitutas a prestarle sus ropas: un par de zapatos, algunas joyas y un traje, con los cuales Angustias parecía una reina preciosa. Sin embargo, a punto de salir, esta renuncia, por orgullo, a asistir al baile. «Papeles pintados». Carmen y el narrador anónimo salen del café
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Danton y se dirigen al hotel de ella, en el bulevar Saint-Germain, en el Barrio Latino. En el trayecto, ella le pide que le ayude a desprender afiches de paisajes turísticos. Accede a su petición, pese a reprocharle. Despellejan paredes más de lo que pensó hasta que arriban al fin al departamento de ella. Carmen era de Málaga, España, y tenía un hijo que vivía en el campo con su nodriza. Había tenido experiencias muy tristes, muchas frustraciones. A la siguiente cita, ella le pide al narrador arrancar un afiche cerca de la escuela de Medicina, pero él se niega rotundamente y van directamente al departamento de ella, donde descubre una cantidad enorme de afiches turísticos de diversas partes del mundo. Sale despavorido, pero luego comprende que para ella esta era una manera de evadirse de la realidad. Retira el afiche que ella deseaba y se dirige al departamento para entregárselo. «Agua ramera». Lorenzo, que llegó a París para realizarse como escritor, sin dinero, es echado de varios hoteles y pasa hambre. Su ingenio permite que se le considere demente para ser internado en una clínica, donde es alimentado y protegido. El narrador anónimo lo visita y, mientras pasean, descubre la farsa de su amigo. Le ofrece ayudarle y promete conseguirle un cuarto para el día siguiente. Lorenzo accede a desmentir su locura, se despide del narrador y vuelve al pabellón de la clínica.
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«Las cosas andan mal, Carmelo Rosa». Carmelo Rosa, español que trabaja como traductor en una agencia de noticias encargado de las cotizaciones de la Bolsa de París o de Wall Street, vive en un mundo limitado. Para el narrador, un compañero de trabajo, Carmelo acabará sus días lejos de su patria, sin socorro y paz, sin gloria y memoria. ¿Acaso como él? EL PRÓXIMO MES ME NIVELO () «Una medalla para Virginia». Desde su vieja casona del muelle, mientras regaba sus geranios, acompañada por su hermanita Pamela, Virginia observa que la señora Rosina, esposa del alcalde de la ciudad de Paita, se ahogaba debido a que su bote de hule inflable se hundía. Se echa a la mar y, con cierto esfuerzo, la rescata. Como muestra de agradecimiento, el alcalde la condecora con la Medalla al Mérito en un baile en su honor. Mientras su padre, Max, bebe en exceso, algo que era costumbre en él, Virginia se retira a una terraza. Se le acerca el alcalde para decirle que es una joven llena de energía, una heroína, y añade que su esposa mejor se hubiera ahogado, pues era fea, egoísta y vulgar. Virginia se marcha y observa cómo su madre le reprocha a su padre por tratar de pararse de cabeza, por hacer el ridículo. «Un domingo cualquiera». Se conocieron el jueves en una fiesta. Nelly, de 17 años, recibe en su casa del barrio de Matute, La Victoria,
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el domingo, la inesperada visita de Gabriela Guardini, quien vivía en Miraflores. Se van a pasear en el Chevrolet del padre de Gabriela, quien se queja de la frivolidad de sus amigos y de lo vacía que era su vida. Almuerzan en un restaurante de La Herradura y se dirigen a la playa de Conchán, en la Panamericana Sur. En este lugar sin gente, Gabriela se desnuda y se sumerge en el mar, lo mismo hace Nelly, ante el aliento e insistencia de su amiga. Tendidas, luego, en la arena, Gabriela intenta seducir a Nelly sin éxito. Retornan al auto, pero este se atasca en la arena. Van a la carretera, donde abordan un colectivo a Chorrillos. De locuaz y afectuosa, Gabriela pasa a la parquedad y se muestra glacial. «Nelly supo entonces que nunca más volvería a ser invitada». «Espumante en el sótano». Aníbal Hernández, padre de seis niños, trabajaba en una oficina de copias fotostáticas del Ministerio de Educación, ubicada en un oscuro sótano. Cierto día, muy animoso, llega a su trabajo para celebrar sus veinticinco años de labores en el ministerio. Durante ese tiempo había sido jefe del Servicio de Almacenamiento, pero tuvo que resignarse con un empleo menor, en el cual era muy eficiente. Ofrece a sus invitados dos botellas de champán y varias empanadas. Asisten a su celebración antiguos compañeros suyos, ahora jefes, como el señor Gómez y don Raúl Escobedo, el director de educación secundaria, quienes se retiran
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luego de brindar y de escuchar un breve discurso de agradecimiento de Hernández. Este se encontraba feliz, además en casa le esperaba su esposa con un suculento almuerzo, pero su jefe, el señor Gómez, sin importarle lo significativo que era ese día para Hernández, le ordena limpiar el sótano. «Noche cálida y sin viento». Pasada la medianoche, Sixto Bellido ingresa al club con la complicidad del guardián Tomás, a quien le entrega un billete de cincuenta soles. Pasan al bar, beben pisco y Tomás, por orden de Sixto, le prepara una mesa de billar. Sixto le pide, además, que le deje practicar natación. Apenas el guardián se retira a dormir, Sixto se dirige a la piscina e intenta nadar, pero casi se ahoga, por lo que llama a gritos a Tomás, quien llega cuando el peligro ha pasado. Ese domingo se realizaría un paseo a la laguna de Chilca, con todos los empleados de la sección ventas de la Casa Watson. Una guapa rubia, empleada nueva que estuvo festejando sus jugadas en el billar, asistiría también. Sixto quería aprender a nadar desesperadamente, sin importarle lo tarde que era, porque esta joven rubia, según decían, nadaba muy bien. «Los predicadores». En Huamanga. Cada monólogo es de un personaje. En el primero, Ucucha delira y evoca «sus grandezas», dice que fue bella y reina de la primavera, que es sobrina del presidente Prado y que le robaron mil millones
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de dólares en oro. En el segundo, Jojosho refiere al capitán Fuentes que anteriormente fue agregado cultural en Roma, que puede dictar conferencias en la universidad sobre cualquier tema, que tiene un solar y que vive de su renta; no obstante, le pide prestado una libra. En el tercero, el joven estudiante Licurgo, ebrio, le dice a un «doctor» que es el mayor conocedor sobre la batalla de Ayacucho, luego le invita al bar Baccará para beber un trago, solo uno, pues tiene que barrer las aulas de la universidad y pasar en limpio su bibliografía sobre la batalla de Ayacucho. «Los jacarandás». El doctor Lorenzo Manrique vuelve a Ayacucho, esta vez acompañado por miss Evans, inglesa que lo reemplazaría en la enseñanza de una cátedra de la Universidad de Huamanga. Manrique había sufrido la muerte de su esposa, Olga, producida por un infarto, quien esperaba dar a luz un bebé. Con el apoyo de colegas y amigos, hace los trámites pertinentes. El cadáver es exhumado y llevado a la avenida de los Jacarandás, donde Manrique tenía un departamento. Espera partir en avión el sábado, pero el vuelo es postergado hasta el lunes debido al mal tiempo. Durante un paseo conversa con miss Evans y se da cuenta de que fue de ella de quien se enamoró en el Mandrake Club cuando estuvo en Londres, siete años atrás. Miss Evans, quien en esencia era la misma, de improviso, le besa los labios. Continúan cami-
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nando, ingresan al departamento de Lorenzo, pero ella, luego de beber un poco de pisco y de decirle este que la desea enormemente, resuelve irse. Se despide y se marcha hasta que Lorenzo la llama a viva voz: «Winnie». Evans continúa su camino, pero se detuvo cuando él la llamó «Olga». Lorenzo corre hacia ella, la abraza y la besa. Regresando a la casa, contemplan por un momento los jacarandás, árboles que dan nombre a la avenida. «Sobre los modos de ganar la guerra». En el barrio de Santa Cruz, Miraflores, el subteniente Vinatea conduce una compañía formada por estudiantes de un colegio religioso de Miraflores a una marcha de campaña. Realizan maniobras en la huaca Juliana. En la simulación de una batalla, el estudiante Pedro Bunker se enfrenta a Vinatea para reconquistar la fortaleza de la huaca. Los patriotas son dirigidos por Vinatea y los enemigos, por Perucho, cuyo nombre real era Pedro Bunker. Al llegar a la cima, Perucho y Vinatea discuten, como dos niños, acerca de qué bando ganó. «El próximo mes me nivelo». El pibe Alberto, quien hacía un año que no se reunía con sus amigos, se enfrenta al cholo Gálvez, que era de Surquillo, para vengarse de las golpizas propinadas al Cojo y a Cieza. Luego que la pelea se desarrollara en varias calles de Miraflores, vence Alberto por estrecho margen. Después del triunfo, Alberto y sus amigos se dirigen al bar Montecarlo, pero
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este, en vez de comentar acerca de la pelea, como todos esperaban, habla de Bertha, con quien se casaría al año siguiente. «Estoy en todo ese lío de comprar muebles, pagar cuentas —dice Alberto—. Cuando hay que pagar letras, tienes que olvidarte de los amigos, trabajar y adiós los tragos, las malas noches. Eso es lo que he hecho en todo este año que no me han visto». Alberto se despide, se retira y llega a su casa. Algo le dice su madre, a lo que responde: «Sí, el próximo mes me nivelo». «El ropero, los viejos y la muerte». Ocurre en Miraflores. El padre del narrador anónimo adoraba su ropero grande, barroco y antiquísimo. Decía, por ejemplo: «Allí se miraba don Juan Antonio Ribeyro y Estada y se anudaba su corbatín de lazo antes de ir al Consejo de Ministros». Por medio de este mueble, creía que se comunicaba con sus antepasados. Pero la visita de Alberto Rikets y su hijo fue fatal para el mueble. Albertito, hijo de este, jugando fútbol, pateó un balón que ingresó a la casa e hizo trizas el espejo del ropero. Ante los invitados, el padre del narrador reprimió su cólera y consideró que su muerte estaba próxima. En efecto, así fue. SILVIO EN EL ROSEDAL () «Terra incognita». El doctor Álvaro Peñaflor, erudito en la cultura grecolatina, salió cierta noche a dar un paseo seducido por la aventura. Vagó y divagó por diversos lugares hasta que ingresó a
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un bar de Surquillo. Bebía cuando un negro corpulento que trabajaba como conductor de camiones se le acercó. Conversaron y, finalmente, el doctor Peñaflor lo llevó a su residencia de Monterrico, donde le habló de la cultura ateniense y de otros temas afines. Sin embargo, al negro nada o poco le importaba lo que le decía el letrado, pues solo le interesaba beber. Al amanecer, Peñaflor llamó a un taxi, el cual se llevó al negro camionero. «El polvo del saber». El narrador nos refiere la suerte de la biblioteca de su bisabuelo, la cual alcanzó diez mil volúmenes y que, al morir el bisabuelo, fue heredada por Ramón, tío del padre del narrador y que murió de súbito, sin testamentar. Todos los bienes de Ramón, incluida la biblioteca, pasaron a su viuda, quien al fallecer, tiempo después, dejó sus pertenencias a algunos parientes. Uno de ellos heredó la casa ubicada en calle Washington, que atesoraba la biblioteca, y rentó sus habitaciones a estudiantes universitarios. Cierto día, al visitar el narrador a un compañero de la universidad, descubre, para su sorpresa, que su condiscípulo vivía en la antigua casa del tío Ramón. Busca la biblioteca, la que encuentra en los cuartos para sirvientes. Descubre, asombrado, cientos, miles de libros amontonados, mohosos y apolillados que, lejos de cultivar el espíritu, molestaban a la gente ocupando espacio. «Tristes querellas en la vieja quinta». Memo García jamás pen-
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só que su vida sería alterada por la llegada de una vecina. Ingeniero jubilado y solterón, vivía en parsimonia hasta el arribo de la señora Francisca viuda de Morales, doña Pancha. Desde sus departamentos, en una quinta de Miraflores, como si vivieran juntos, se reprochaban sus gustos y manías, a veces llegaban a los insultos. Por ejemplo, él prefería la ópera y ella, los radioteatros. El conflicto pasó a otro terreno: producir envidia. Ambos se disputaban quién tenía las mejores plantas en sus macetas. Cuando el hijo de ella vino de Venezuela, Memo creyó que este tomaría venganza, pero descubre que era homosexual. «Las conclusiones que Memo sacó de este incidente se las reservó y no tuvo por el momento ocasión de usarla, pues el hijo, así como vino, se fue». Luego ella compró un loro y él, un gato. Con los años, mientras la quinta seguía cayéndose a pedazos, la salud de Memo y de doña Pancha iba también deteriorándose. Memo jamás pensó que, al caer doña Pancha enferma, sería él quien la atendería en sus últimos días. Doña Pancha murió en el más absoluto silencio, mordiendo su dolor. «Cosas de machos». El capitán Zapata recibe al teniente Arbulú para que se incorpore en la guarnición que tenía al mando en Sullana, mil kilómetros al norte de Lima. Durante una fiesta que organizaba, Zapata ordenó a Arbulú preparar licor para los invitados, pero este le respondió que había venido a esa
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ciudad a trabajar como militar y no como mayordomo. En respuesta, todos los días a las cinco de la mañana, el capitán Zapata envía a Arbulú a realizar maniobras quince kilómetros en el desierto. Harto de la situación, en otra reunión en casa de Zapata, Arbulú le dijo que si había algún problema personal lo podían resolver de hombre a hombre. Ambos abandonan la casa y se baten a puños. Después de un pacto mutuo regresan a la fiesta. En la siguiente reunión, Zapata ordena a Arbulú a preparar cócteles. El teniente respondió, muy seguro: «Por supuesto, mi capitán». «Almuerzo en el club». El narrador, quien reside en París, visita en Lima un club camino a Chosica, en el cual la tía Adela era la decoradora y su esposo, el tío Carlos, el comisario de turno. El lugar se encontraba vacío hasta que llegó Juan Albornoz, quien —con prepotencia— reclama un trago. Para el tío Delfín, el hecho fue humillante, pero no intervino para no perjudicar en el trabajo a su hermano, al tío Carlos. De regreso, el tío Delfín se puso a llorar ante el narrador. «Alienación». Roberto López era un zambo que dedicó su vida íntegra en parecerse a un rubio de Filadelfia. Esto debido a una terrible decepción amorosa con la guapa Queca, una blanquiñosa a quien muchos jóvenes de Miraflores deseaban. Puso todo su empeño en imitar a los estadounidenses: desde sus gestos hasta su modo de hablar,
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pasando por su modo de vestirse. Con mucho esmero, aprendió también inglés. Cuando Queca dejó a un enamorado blanquiñoso, Chalo Sander, y aceptó a otro, Billy Mulligan, hijo de un funcionario del consulado de los Estados Unidos, Roberto (llamado entonces Boby) unió esfuerzos con José María Cabanillas (condiscípulo suyo en el Instituto Cultural Peruano-Norteamericano, donde estudió inglés) para consumar sus deseos. Viajaron ambos a Nueva York. Como la suerte, en esta ciudad, les era adversa, se enrolaron en el Ejército de los Estados Unidos para, si salían vivos luego de un año en la guerra contra Corea, obtener los beneficios del gobierno estadounidense: nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, medallas. En una de esas batallas, Roberto (llamado entonces Bob) fallece. Mientras Queca, casada con Billy Mulligan y residiendo en Kentucky, era considerada por su esposo como «chola de mierda». «La señorita Fabiola». El narrador refiere la historia de su primera maestra de colegio, la señorita Fabiola, pequeña de estatura y fea, además pobre y de vida infeliz. Ella era muy amiga de la familia del narrador, por lo que la visitaba a veces. Cierta vez, el padre del narrador le ofrece un puesto en su oficina. Tiempo después, Fabiola se casa. Al transcurrir los años, luego de volver de un viaje, el narrador se encuentra con ella, entonces con varios hijos. Fabiola le pide
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recomendaciones para divorciarse. Antes de despedirse, la «señorita» Fabiola extrae uno de los libros escritos por el narrador para que este se lo dedicara. Él anota: «A Fabiola, mi maestra, quien me enseñó a escribir». El narrador concluye: «Y tuve la impresión de que nunca había dicho algo más cierto». «El marqués y los gavilanes». Don Diego Santos de Molina, miembro de una de las más rancias familias limeñas, descendía del marqués Cristóbal Santos de Molina, cuarto virrey del Perú. Se irritaba al ser desplazado socialmente por los burgueses, no soportaba el descenso de las familias aristocráticas, oligárquicas y latifundistas como la suya. Cierta tarde tuvo un incidente con don Fernando Gavilán y Aliaga en el bar del hotel Bolívar: la mesa que frecuentaba estaba ocupada por este. Se sintió ofendido, pero no le quedó otra que aceptar su derrota en este terreno. El colmo llegó cuando los Gavilán y Aliaga —que ocupaban cada vez más puestos en la política, la economía y la sociedad— compraron una casona colonial limeña de los Santos de Molina. Don Diego viaja a Monterrey, México, para descubrir la ascendencia de los Gavilán y Aliaga con el objetivo de desprestigiarlos. Encuentra que un familiar fue carnicero (¡horror!). Enterado de tal hallazgo, don Fernando se le acerca para amenazarle que podía demostrar que el virrey del que desciende don Diego fue ahorcado por contrabandista. Este
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no declina en su empeño en escribir un libro genealógico sobre los Gavilán y Aliaga y sobre los Santos de Molina. Poco después de que fuera agredido, cree que lo persiguen. Viaja a París, pero igual sentía que le seguían. Llega a Madrid y Roma, a Yugoslavia, Austria, Alemania y Holanda, hasta recalar en Amberes. En realidad, don Diego continuaba en su rancho de Miraflores, enfermo de alucinaciones. Su delirio se prolongó y, encerrado en su dormitorio con bolsas de galletas y jarras de té, empieza a escribir, por fin, su ansiado libro, pero ve gavilanes, que lo atacan. Se defiende valientemente y los ahuyenta. Anotó este hecho de inmediato como algo memorable, repitiéndolo en varias hojas. Había enloquecido. «Demetrio». El novelista Demetrio von Hagen había anotado en su diario íntimo los actos que realizaría después de muerto. Tales hechos los va desarrollando, ante el asombro y la verificación de Marius Carlen, amigo de infancia. «Es evidente que Demetrio murió el 2 de enero de 1945 [en Amberes], pero también es cierto que en 1948 asistió al entierro de Ernesto Panclós, que en 1949 estuvo en el Museo Nacional de Oslo y que en 1951 conoció en Freimann a Marion y tuvo con ella un hijo. Todo ello está debidamente verificado». En su diario, el 10 de noviembre de 1953, Demetrio anota una visita nocturna a la casa de Marius. Impaciente y con temor, Marius aguarda. Acaba
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el cuento cuando tocan la puerta de su departamento. «Silvio en El Rosedal». El cuarentón Silvio Lombardi hereda de su padre, Salvatore, la hacienda más hermosa de Tarma: El Rosedal. Instalado en su nueva residencia, Silvio mantiene una vida sencilla, sana, sombría, taciturna, melancólica e introvertida. Había vivido bajo el dominio tiránico y avaro de su padre, trabajando siempre en su ferretería, por lo que no pudo tocar el violín como siempre quiso: como un virtuoso. «No pudo así hacer amigos, tener una novia, cultivar sus gustos más secretos, ni integrarse a una ciudad para la cual no existía». Por cortesía y algo de curiosidad, Silvio acepta algunas invitaciones de los hacendados vecinos, asiste a comilonas, paseos y cabalgatas. Sin embargo, fue apartándose poco a poco. Transcurren algunos años y Silvio continúa con su vida sin el apetito de empresas ambiciosas. Lo único que hacía era durar, mientras envejecía. Cierta vez, de forma casual, advierte que en el rosedal de la hacienda existía una misteriosa armonía. Intrigado, desde un observatorio próximo, «Silvio distinguió claramente un círculo, un rectángulo, dos círculos más, otro rectángulo, dos círculos finales. ¿Qué podía significar eso? ¿Quién había dispuesto que las rosas se plantaran así? Retuvo el dibujo en su mente y al descender los reprodujo sobre un papel». Infructuosamente, durante horas, días, hasta años trató de en-
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contrar algún sentido a este enigma. En un primer instante, creyó hallar la clave a través del alfabeto Morse. Le resultó RES, pero fue peor: a partir de estas tres letras surgieron interminables juegos de palabras y de frases sin resultado exacto. Cada vez se complicaba y confundía más. Mientras consumía el tiempo en descifrar tal enigma, hizo algunos viajes a Lima y cierta vez ofreció, en su propia hacienda, a sus vecinos un recital para dos violines de Johann Sebastian Bach. A su concierto, en vez de ir las cien personas que invitó, solo fueron doce, quienes al término aplaudieron sin ningún entusiasmo. Un día, desde Italia, le llega una carta de su prima Rosa Eleonora Settembrini (¡RES!), quien, luego de la Segunda Guerra Mundial, había quedado en la miseria con una hija de 15 años, llamada Roxana Elena Settembrini (¡RES!). El padre de esta había fugado del hogar años antes. Rosa le pide a Silvio que las reciba en la hacienda. Con cierta indiferencia, Silvio decide acoger a ambas. Cuando llega Roxana, queda encantado con su belleza y la colma de atenciones. Además, los hábitos de solterón de Silvio se trastocaron. Tiempo después, por la Feria de Santa Ana y, sobre todo, por el cumpleaños dieciséis de Roxana, Silvio ofreció la mejor fiesta que podía dar. Hubo músicos, castillos de fuego, licores y pachamanca. Los ganaderos tarmeños asistieron en gran cantidad: muchos de los hijos de estos pretendían a Roxana
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con la esperanza de adueñarse de El Rosedal, pues Rosa y Roxana eran las únicas herederas de la hacienda. Al rato, Silvio advierte que Roxana solo bailaba con un joven agrónomo de buen prestigio. En medio de la algarabía, se retira a los altos para contemplar la fiesta, su fiesta. Poco después, desalentado, entró en su dormitorio y tocó el violín, interpretando para nadie, en medio del estruendo, teniendo la certeza de que nunca lo había hecho mejor. «Sobre las olas». Acompañado por su tío Fermín, el narrador visita, en San Miguel, a su abuela, muy enferma de fiebre malta. La anciana se encontraba muy grave, pese a que el clima del lugar era muy bueno, incluso algunos se animaban a bañarse en el mar. Mientras el médico de la abuela se alarmaba por su salud, uno de los bañistas, al ponerse bravo el mar, decidió infructuosamente volver a la orilla. El bañista pide auxilio. Los curiosos, entre ellos el narrador, llaman por teléfono a la capitanía del puerto del Callao para que envíen una lancha de rescate. Esta llegó, pero tarde, pues el joven se había ahogado finalmente. El tío Fermín saca al narrador del público y lo conduce a casa: la abuela había sobrevivido y estaba sonriente. Les extendía los brazos a modo de triunfo, como si emergiera de la cresta de una ola. «El embarcadero de la esquina». Ángel Devoto había sido encerrado por su padre en una granja de Chosica para que cuidara a más
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de tres mil aves de corral. Como ese día se celebraba un reencuentro de sus ex compañeros de colegio, decidió fugarse. Debido a que su padre, en la granja, le tenía desnudo para que no huyera, se vistió con los harapos de un espantapájaros. En un estado lamentable, ebrio, luego de una odisea, en la cual tuvo que vender una gallina para el taxi, llega a la reunión, desarrollada en un lujoso restaurante chino de Miraflores. Sus ex condiscípulos, encorbatados y acicalados, bebían y comían, recordando experiencias colegiales, pero también alardeando de sus recientes adquisiciones. Los millones danzaban en sus diálogos. Los asistentes se irritaron con él, además de su aspecto, por sus groserías e improperios, arruinando así la reunión. Leyó, para colmo, poemas lujuriosos y pidió, luego, limosna. Los presentes se retiraron, criticándolo, a beber en otro lugar y visitar un burdel. Abandonado, Ángel volvió a la granja de su padre, a Chosica, recitando versos. «Cuando no sea más que sombra». El narrador, con sus amigos Paco y Jorge, aspirantes a músico y escultor, respectivamente, se aloja en un pequeño departamento parisino, propiedad de madame Angélique Dufour y su hija, Jeannette, ambas ancianas. Poco después de que la madre falleciera, una anciana que traía sopa se desmaya al ver su cadáver. Ella cree que Jeannette la mató porque impidió su matrimonio con su primo Paul, durante la Primera
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Guerra Mundial. Paul Dufour se presenta, pero fallece ante su tía Angélique. Al enterarse Jeannette, en medio de un accidental incendio que consumía la casa, desea la muerte. Los tres proyectos de artistas huyen del lugar. «El carrusel». Al llegar a Fráncfort, el narrador se dirige a un bar, donde encuentra a un tipo que tenía la mano izquierda mecánica y que le relata su participación en la Segunda Guerra Mundial. Le narra 1) cómo, cuando era joven, abandonó Fráncfort para alojarse en Génova, donde la dueña de la pensión 2) le contó la historia de su tío Nicolás, marino que naufragó con un amigo en unas islas del Pacífico Sur, quienes encontraron a un francés que les relató 3) la vez que visitó un departamento que había alquilado cuando era joven y pobre. En aquella visita se presentó un joven de Senegal que 4) le pedía ayuda a un amigo suyo, ya que su amante, Monique, tenía un problema. Monique le habló que 5) su hermano Pierre estaba enamorado de una muchacha española de buena familia. Cierta vez, Pierre visitó a esta en su dormitorio cuando se apareció un gasfitero, quien 6) le habló de la avería que existía en el baño. Recordó el trabajo que realizó en casa de unos vietnamitas. La propietaria de esta, madame Nguyen, le dijo 7) que últimamente le ocurrían hechos extraños. Recordó la explosión que sufrió su marido en un bar de Saigón. En tal estallido, un sargento
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estadounidense, herido, le dijo a su esposo 8) que momentos antes del atentado estaba discutiendo con un mozo vietnamita, por lo que vino el patrón del establecimiento, quien recordó 9) la conversación que tuvo en París, en la época de la Segunda Guerra Mundial, con el capitán Dupuis, a quien 10) le vino a la mente un incidente escolar: un marroquí en clase que arrojó un preservativo al profesor fue conducido ante el director, quien le dijo 11) que no debería comportarse de modo tan salvaje. Le refirió, además, la desaparición en su casa de un célebre discurso de Napoleón. Mientras investigaba quién era el ladrón, su hija, dándole pistas, recordó 12) las visitas que hacían a su hermano tres estudiantes, uno de los cuales, de origen argentino, llamado el pibe Lanusse, discutiendo sobre LéviStrauss, 13) recordó al mayordomo de su abuelo, que vivía en la provincia de Córdova, llamado Pilic, un yugoslavo que había perdido el pie durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial. Su médico le dijo 14) que, hacía poco, tuvo un caso semejante: un muchacho había perdido la mano izquierda, la cual fue reemplazada por una mano mecánica. Este le dijo 15) que al llegar a Fráncfort se dirigió a un bar... «La juventud en la otra ribera». El doctor Plácido Huamán, de más de 50 años de edad, se dirige a un congreso de educación, en Ginebra. En su escala en París, en la terraza
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de un café, conoce a una muchacha rubia de nombre Solange. Con ella tiene una aventura amorosa durante cuatro días: concurren a restaurantes y bares, visitan museos e iglesias, además pasean por el río Sena. El doctor Huamán se siente como un veinteañero. Para que no siga pagando el alojamiento en el hotel, Solange invita a Huamán a que se instale en el departamento de una amiga que se encontraba de viaje. Luego, Solange lleva a Huamán donde los pintores Paradis y Jimmi, para que les compre unos cuadros. Por los elevados precios, Huamán se niega. Poco después, instigado por Solange, Huamán asiste a una fiesta. En ella se encuentra con Paradis y Jimmi, además está presente una mujer de 40 años (Lucianne), una enana (Nadine), un joven (Jean-Luc), una niña etérea, una señora de traje largo (la Medusa) y el dueño de casa (Petrus Borel). Luego los presentes, salvo Solange y Huamán, consumen marihuana y abundante licor; acaban en una semiorgía. Al amanecer, el doctor Huamán se retira, pero antes —a solicitud de los presentes— certifica con su firma que la niña etérea, menor de edad, había asistido a una reunión sin incidentes negativos. Regresando al departamento donde se alojaba, Huamán advierte que los amigos de Solange habían conseguido, con engaños, su firma para imitarla y cobrar los travellers (cheques de viaje) que le habían robado. Se dirigió a las oficinas de American Express e hizo que anularan su talo-
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nario robado de travellers. Obtuvo la promesa de que en la oficina de Ginebra le extenderían uno nuevo. Como al día siguiente Huamán dejaría París, a modo de «despedida», sale con Solange de picnic al campo Fontainebleau. Luego de almorzar, Solange se siente incómoda, pues pide con cierta insistencia regresar. Huamán, que hasta el momento había evitado que le robaran, observa aproximarse a Paradis, acompañado en un auto por Jimmi y Petrus Borel. Le piden su saco y le roban todos los documentos y dólares que tenía. Finalmente, Huamán recibió un disparo que lo derrumbó de bruces en el pasto. SOLO PARA FUMADORES () «Solo para fumadores». El narrador anónimo nos relata su relación con el cigarrillo, desde sus primeras pitadas, a los 14 o 15 años. Cuenta que durante sus estudios en la universidad le era indispensable entrar al Patio de Letras fumando. Luego su vicio se fue desarrollando en España y Francia, donde llega a vender sus libros al peso para alimentar su adicción. Después de recorrer Ámsterdam, Amberes, Londres y Múnich, decide, mientras trabajaba en la Universidad de Huamanga, luchar contra su dependencia al tabaco, pero sin éxito. Vuelve a París, donde enferma gravemente, incluso llega al borde de la muerte. El narrador termina escribiendo, mientras se recupera, desde la isla de Capri, Italia.
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«Ausente por tiempo indefinido». Mario abandona su departamento miraflorino y, de paso, la bohemia destructiva que llevaba, para terminar de una buena vez la novela que tenía proyectada. Antes de partir coloca un letrero en la puerta de su departamento: «Ausente por tiempo indefinido». Se aloja en un hotel de Chosica, donde pasa días enteros redactando con ardor el ansiado libro, el cual, al terminarlo, lo lee y relee. Considera que no es el gran libro que ansiaba. En consecuencia, vuelve a Miraflores para continuar con la vida bohemia. «Té literario». Adelinda Velit declaraba ser amiga del reconocido escritor peruano Alberto Fontarabia, quien estaba de vuelta en Lima y a quien —decía— había invitado a tomar té. Ella discute con doña Rosalía, doña Zarela, Sofía, Chita y Gastón sobre las características de la obra de Fontarabia, en especial de su novela Tormenta de verano. Al no llegar el escritor, los presentes se inquietan, por lo que Sofía, sobrina de Adelinda, lo llama por teléfono. Este responde que no estaba enterado de la reunión en su honor, tampoco se acordaba de Adelinda e ignoraba si era vecina suya. «La solución». Armando cuenta a sus amigos el argumento de un relato en el que trabaja y el cual tiene por tema la infidelidad de una mujer. Óscar y Amalia sugieren ideas a la historia para que sea más verosímil. Luego que la reunión termina, de que Óscar y Amalia se retiran,
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Armando vuelve a su escritorio, revisa su manuscrito. Más tarde, en su dormitorio, extrae un revólver de su velador y le descarga un tiro en la nuca a su esposa, Berta. «Escena de caza». El narrador se va de cacería en compañía de su hijo Harold, de su primo Ronald y del hijo de este, Ramón. Al no tener suerte, Ronald y el narrador recuerdan lo bien que cazaba el tío George, quien había fallecido hacía algún tiempo y que era un triunfador en este deporte, pues volvía a casa siempre con decenas de palomas muertas. De repente, Ronald y Ramón oyeron dos tiros y vieron caer decenas de aves. No se explicaban quién era el autor de los disparos, pero sospechan que fue obra del tío George. «Conversación en el parque». Alfredo y Javier conversaban sobre cosas absurdas en una banca del parque Salazar de Miraflores. Alfredo trataba en vano de saber por qué a Javier su sirvienta le dice «diablillo». En realidad, Javier está loco. «Nuit caprense cirius illuminata». Fabricio llega a la isla de Capri luego de que su esposa y su hijo se marcharan. Así, podría disfrutar con tranquilidad de los últimos días del verano. Hace quince años que iba a este lugar durante las vacaciones. Una mañana, en un café, vio a Yolanda Gálvez. La siguió, pero no la alcanzó. A ella la conoció en Madrid veinte años atrás, en 1953, pero la amiga de ella, Milagros, saboteó la relación, pues estaba interesada
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en él. Una noche que él esperaba a Yolanda, Milagros le dijo que su amiga no quería saber más de él. Pasaron dos décadas para que él volviera a ver a Yolanda, esta vez en Capri. Al día siguiente, Fabricio la reconoció nuevamente y la siguió hasta que dio con ella. Quedaron a las siete en la casa alquilada por Fabricio, adonde ella llega, pero una tormenta se desata y el fluido eléctrico se va. Iluminados por velas, aclararon lo sucedido: la culpable de la separación fue Milagros. Despertó al día siguiente desnudo, pero solo. De inmediato fue a buscarla a su hotel, pero no supieron darle razón. Volvió a su casa y la empleada le indicó algo que encontró: una boina, la boina que Yolanda usó la noche anterior, y dentro de él un papel que decía: «Tu as rougi le bout de mes jolis seins roses». Estaba firmado por una inicial confusa que podría ser una Y o una L. «La casa en la playa». Al coincidir Ernesto y Julio, el narrador, en Lima, deciden ejecutar un viejo proyecto: encontrar una playa desierta en el Perú para edificar allí una casa. Van a Conchán, playa próxima, pero comprueban que esta estaba habitada. Al año siguiente, de vuelta en Lima, se dirigen a Laguna Grande, una caleta de Ica, pero tampoco era solitaria. Dos años más tarde se llevan la misma sorpresa con la playa al sur de Laguna Grande. Un año después vuelven a aventurarse, esta vez con dos amigas jóvenes: Carol y Judith. Instalados en un exclusivo
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club de Paracas, muy cerca de Ica, pasan tres días divirtiéndose con un pisco delicioso, olvidándose o distrayéndose de su objetivo. Esperaron al año siguiente para volver a la búsqueda, dirigiéndose esta vez a una de las islas de Chincha. Sin embargo, encuentran allí manadas de lobos marinos que hacían un ruido espantoso. Ernesto vuelve a su oficio de escultor en París y Julio, al de narrador. Tres o cuatro años más tarde, al regresar a Lima, con nuevos ánimos, se aventuran a buscar esa playa solitaria, esta vez al norte de Lima. Enrumban para allá. «Surf». Bernardo, que bordea los 60 años, se instala en un departamento de Barranco, frente al mar. Planeaba escribir al fin el libro que le permita ser apreciado por todos. Al cabo de unas semanas, siente que el proyecto naufraga y se dedica a ofrecer fiestas. El país vivía entonces un clima de violencia, con atentados perpetrados por guerrilleros. Se aburrió finalmente de estas reuniones y, al llegar el verano, observa en la playa a entusiastas tablistas. Un día, muy temprano, intentó imitarlos. Sus breves deslizamientos parecían «frases felices en un párrafo inconcluso». Poco después, en busca de mejores olas, fue a Punta Rocas. Se instaló en la casa a medio terminar de un amigo y practicó en las noches. Se preguntó si estaba condenado a dejar todo a la mitad. No progresó mucho en el surf y decidió recluirse. El verano terminaba cuando, en una luna llena, se
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internó en el mar. Encontró al fin la ola deseada. Sin perder el equilibrio, lleno de felicidad, sintió que esa ola lo conducía a la eternidad. RELATOS SANTACRUCINOS () «Mayo 1940». El narrador recuerda un terremoto ocurrido una mañana de mayo de 1940, en Lima. Refiere en qué estado quedaron algunas construcciones y las conmociones que se sucedieron —en su familia, en el barrio y en la ciudad entera— luego del movimiento sísmico. De paso, hace ligeras comparaciones del Miraflores de entonces con el actual. «Cacos y canes». El barrio de Santa Cruz era pequeño y de reciente creación, por lo que todavía no tenía mucha seguridad policial. A los ladrones, llamados cacos, les era bastante sencillo meterse a las casas y robar. Para evitarlos, la familia del narrador decide adoptar perros, pero este método, como los siguientes (una alarma casera, una inservible pistola), resultaron ineficaces. Con el tiempo Santa Cruz crece y el resguardo policial aumenta. «Las tres gracias». Tres muchachas (de 18, 20 y 25 años, aproximadamente), al parecer hermanas, instaladas en un departamento alquilado en Santa Cruz, motivan habladurías de la gente prejuiciosa y malpensada. El colmo fue cuando algunos muchachos las buscaban, pues la consideraban prostitutas. Ellas no soportaron más y se marcharon del barrio muy ofendidas.
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«El señor Campana y su hija Perlita». El señor Campana y su hija Perlita ofrecían espectáculos circenses en diversas ciudades de América Latina. El narrador recuerda la actuación de baja calidad que brindaron en su colegio. Ambos prometieron volver, pero nunca lo hicieron, ya que las autoridades del colegio marista, en el cual estudiaba el narrador, descubrieron que eran amantes. «El sargento Canchuca». El narrador relata que su padre, muy preocupado por la salud de su familia, contrató los servicios de un enfermero, el sargento Canchuca, quien les suministraría dosis de calcio en inyecciones diarias. Al inicio, sus visitas causaban interés y eran esperadas, pero después se volvieron aburridas y hasta enojosas. Por entonces, los miembros de la familia se burlaban a escondidas de Canchuca, de quien decían, entre risas, que estaba enamorado de la criada Zoila o de Mercedes, una de las hijas de la familia. Cierta vez, Canchuca no se presentó, cosa extraña. Días después se supo que se había suicidado dejando la siguiente nota: «Para la ingrata: Me mato porque me desprecias». Zoila y Mercedes fueron las más sorprendidas. «Mariposas y cornetas». Las mariposas se aproximan cada tarde a la casa de Frida, como lo hacían los muchachos que pertenecían a la banda de música del colegio. Ella era una linda muchacha y nueva habitante de Santa Cruz. El flaco García,
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quien tocaba la corneta, cierta vez le declaró su amor. En respuesta, Frida le aseguró que si alguna vez la veía con un lazo rojo atando su cabello era porque había aceptado ser su enamorada. Días después, mientras el flaco García desfilaba por Fiestas Patrias, encabezando la banda del colegio, dirigió su mirada al público y quedó gratamente sorprendido al ver a Frida con el lazo rojo. Su emoción hizo que perdiera el ritmo del desfile y confundiera a sus compañeros. Fue reprendido por ello, pero igual se encontraba feliz. «Atiguibas». El narrador relata que de pequeño frecuentaba el estadio José Díaz. Era hincha de Universitario de Deportes y del mítico goleador Lolo Fernández. Recuerda que oía gritar en las tribunas a un mulato la expresión «atiguibas». Jamás supo su significado. Ya de adulto, cierta vez, al encontrar al mencionado mulato convertido en mendigo, le pidió que le explicara el significado del vocablo «atiguibas». El mulato se lo ofrecía solo a cambio de veinte dólares. Como el narrador tenía un billete de cinco y otro de cien, le dio el de cien para que lo cambiara. Pero el mulato desapareció sin volver. «La música, el maestro Berenson y un servidor». El narrador cuenta cómo surgió su amor por la música clásica, el cual se desarrolló gracias a su condiscípulo Teodorito y, sobre todo, al maestro austriaco Hans Marius Berenson, entonces director de la Orquesta Sinfónica
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Nacional, la cual, según los entendidos, era la mejor de América del Sur. Al cabo de algunos años, al volver el narrador a su país, viajó por motivos familiares a Cusco, donde, para su sorpresa, encontró con aspecto muy lamentable a Berenson: bebedor y en trajes raídos. «Tía Clementina». La familia del narrador pensaba que la tía Clementina sería una eterna solterona, pero inesperadamente esta comunicó su enamoramiento con Sergio Valente, gerente de la compañía donde trabajaba. Posteriormente se casó, pero su dicha terminó cuando, diez años después, este murió. Clementina recibe de herencia más de un millón de dólares, pero no es feliz. Para beneficiarse en el testamento, los familiares la colman de atenciones. Pasan largos años y, finalmente, Clementina muere. Se lee su testamento: todos sus bienes se los legaba en su integridad al Papa, con la condición de que haga misas diarias en el Vaticano por su alma y por la de Sergio hasta el fin del siglo. No se cumple su palabra, pues se dice que no estaba en su sano juicio, y el dinero se reparte entre unas cien personas, todas parientes. Al narrador le tocó lo suficiente para comprar diez cajas de un buen vino francés. «Los otros». El narrador vuelve a Miraflores luego de varios años de ausencia. Observa a sus viejos amigos y recuerda a los compañeros de infancia que no alcanzaron la adolescencia, ya que fallecieron por
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circunstancias diversas: Martha, por ejemplo, murió ahogada; Paco, de un ataque de peritonitis mientras jugaba un partido de fútbol; María, atropellada por un auto; Ramiro, de anemia.
Argumentos de obras teatrales SANTIAGO, EL PAJARERO () La acción transcurre en Lima, en la segunda mitad del siglo XVIII, durante el gobierno del virrey Manuel Amat. Santiago de Cárdenas, criador de pájaros y dueño de una tienda de especias en la calle Botoneros, tenía la cabeza que ardía de ideas: había observado durante diez años el vuelo de las aves y creía que el hombre, con un aparato especial, podía volar. Tanto era su interés por comprobar sus teorías que desatendía su relación con su novia, Rosaluz. En una audiencia ante el virrey Amat, Santiago le explica que puede hacer volar al hombre con un aparato de su invención. Le entrega una memoria de doscientas setenta páginas y dieciséis dibujos. Amat le encarga al matemático Cosme Bueno para presentar un informe al respecto. Tal informe es ofrecido en el Salón de Actos de la Universidad de San Marcos. Cosme Bueno pronuncia seis objeciones desde diversos ángulos: teológico, teórico, filosófico. «Dios se opone al vuelo de los hombres», dice. Santiago es ridiculizado y humillado por el
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público. Días después, Rosaluz lo abandona y se vuelve novia del duque de San Carlos. Poco antes, había dicho: «¿Un hombre que cría pájaros cómo puede fundar una familia?». Tiempo después, el barbero Esteban Gonzalves, quien tenía el deseo de comprarle su decadente tienda, crea un falso rumor: asegura que al mediodía Santiago, el pajarero, volará desde el cerro San Cristóbal. Los ciudadanos, decepcionados, obligan a que Santiago intente hacer realidad su sueño, hostigándole. Poco después aparece el coplero Basilio, amigo de Santiago, cargando el cadáver de aquel, mientras el barbero se apodera de la tienda del pajarero. ATUSPARIA () 1885. Pedro Atusparia, alcalde de Marián y cacique de Huaraz, recupera su libertad luego de recibir un centenar de azotes por presentar un memorial contra el trabajo obligatorio y los nuevos impuestos a los indígenas. Lleno de ira, rodea Huaraz con doce mil campesinos. El minero indígena Uchcu Pedro le ofrece su ayuda, con el empleo de dinamita. Así, Atusparia toma la ciudad y trata de imponer un acta de rendición. Sin embargo, no puede evitar los excesos de Uchcu Pedro contra los enemigos y acepta que la rebelión se extienda a Yungay. Debido a los avances de sus hombres, a Atusparia le comunican que su solicitud a favor de los indígenas ha sido atendida por el gobierno.
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Por ello, el cacique va en busca de Uchcu Pedro para que detenga la sublevación, pero lo cierto es que el gobierno le ha pedido al coronel Callirgos que aplaste la insurrección. Ya en Yungay, donde se volvieron a cometer abusos contra la población, Atusparia ordena la retirada, con cierta oposición de algunos de sus consejeros. En el otro bando, en cambio, el coronel Callirgos prepara un ataque contra los sediciosos desde las afueras de Yungay. Vencido y herido en Huaraz, Atusparia es conducido adonde Callirgos. Se sabe que Uchcu Pedro ocupó Caraz y avanza hacia Carhuaz, pero Callirgos vence en ambas ciudades. Uchcu Pedro logra escapar. En tanto, el teniente Dubois prepara una escapatoria para Atusparia. Lo hace por retribución, porque el cacique le perdonó la vida cuando ocupó Huaraz. Sin embargo, Uchcu Pedro es capturado debido a la traición del abogado Mosquera y, más tarde, fusilado. Atusparia escapa, se refugia y, poco después, se reúne con el nuevo mandatario en Lima (Andrés Avelino Cáceres había asumido la Presidencia). Este le ofrece apoyar los derechos de los indígenas. El cacique vuelve a Huaraz y acepta un almuerzo en su honor que le ofrecen los alcaldes indígenas. Muere envenenado. EL SÓTANO () El señor Rodrigo Delmonte, deseoso de vender su casa, recibe a un potencial comprador. Mientras recorren las habitaciones, Rosita, de
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17 años, hija del señor Delmonte, baja al sótano, donde encuentra al mayordomo, Daniel, de 21, de origen humilde, y conversan. Ella, quien vivía sobreprotegida por sus padres, iba a pasar unas vacaciones de quince días en la casa de playa de su tía Rosalva. Cuando el señor Delmonte y el comprador potencial se aprestan a ingresar al sótano, Rosita y el mayordomo se esconden debajo de la cama. Delmonte y su acompañante recorren el sótano y descubren a Rosita y al mayordomo, pero el padre disimula su asombro y enojo. Suben a la primera planta y el potencial comprador se despide. Delmonte bebe whisky meditando sobre su sillón. Resuelve cerrar el sótano, da permiso a la mucana para que salga de la casa, llama a tía Rosalva para decirle que ha decidido que Rosita viaje al campo y ordena a su esposa, Teresa, salir de vacaciones a la campiña. A ella le miente: le dice que Rosita ya partió a la playa. Antes de salir, le dice a su esposa que, a causa de haber visto «algo particularmente horrible» debajo de la cama del sótano, abrió la llave del gas por precaución. Se retiran los esposos y la pieza termina con los diálogos del mayordomo y Rosita, mientras se acentúa el olor a gas. FIN DE SEMANA () Pancho, de 15 años, es huérfano de padre. Su madre es de origen humilde. Gracias al arquitecto Hugo, aprendió a leer. En el club Los Andes, a cincuenta kilómetros
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de Lima, tiene la indicación de acompañar a Salvador y Mariella, hijos del presidente del club, pero muere electrocutado en un accidente. Hugo lo lleva a Canta, el pueblo más cercano, pero no evita que el muchacho pierda la vida. El presidente del club le pide a Hugo que guarde silencio, impida el escándalo. Como este se opone, va a Canta. Al volver, le muestra documentos a Hugo, uno de la asistencia pública y otro de la comisaría. En ambos se señala que Pancho había fallecido por deficiencia cardiaca. Así, Hugo se entera de que el tío de Dora, el presidente del club, ha borrado toda evidencia del accidente. Ella, su novia, le pide que cese en su empeño de demandar al club, de pedir una indemnización para la madre de Pancho. Además, le explica que se le cerrarán todas las buenas oportunidades laborales. Por ejemplo, ya no diseñaría el bar ni el auditorio de Los Andes. Luego de meditarlo, Hugo decide asistir a la fiesta que se ofrece por el aniversario del club y olvidar el accidente. LOS CARACOLES () El gerente del hotel El Trópico recibe a dos de sus accionistas, preocupados por la situación financiera del negocio. Llama a Aquiles Bombet, propietario del hotel de la competencia, El Viejo Roble, para ofrecerle treinta y cinco mil dólares por su próspero negocio, pero este no acepta. Los accionistas prometen volver a discutir sobre El Trópi-
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co. Meditando una solución con Zacarías, su secretario, el gerente inventa un crimen en el hotel de la competencia para desprestigiarlo. Coloca un aviso en los diarios en los que solicita a un hombre mayor de «buena presencia». Así, contrata a Oblitas Paz, pobretón quien suele alimentarse de caracoles. Este viaja a El Viejo Roble y se hace pasar por turista millonario. Dos sicarios contratados por el gerente de El Trópico atacan a Oblitas con el objetivo de ahuyentar a los turistas de El Viejo Roble. El plan resulta y Aquiles Bombet vende a bajo precio su hotel en ruinas. Sin embargo, la situación no mejora. El gerente decide entonces matar a Oblitas. Los sicarios lo asesinan en la isla del hotel El Viejo Roble y hacen creer que mataron al estrangulador del «millonario Oblitas Paz». Restaurada la tranquilidad, ambos hoteles reciben cientos de reservaciones. Los accionistas, el gerente, Zacarías y los sicarios brindan con champán y bailan, pero Oblitas reaparece y le ordena a todos que se agachen, como caracoles. Dice: «Los individuos pueden desaparecer, pero las clases permanecen». Veinte Oblitas avanzan a cazar a los agachados. EL ÚLTIMO CLIENTE () Adelinda es una solterona de 48 años que tiene un negocio en el centro de Lima, la casa de novias Romeo y Julieta. Poco después de que su madre, una beata con quien vive, se va a rezar la novena a la igle-
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sia, entra al establecimiento Jorge Danton Morales, de 50 años, quien pide en alquiler un chaqué para una reunión importante a celebrarse esa noche. Sería el último cliente, pues estaba por cerrar el negocio. Ella se había puesto un traje de novia porque se le antojó. Con el chaqué puesto, él le confiesa que no tiene ninguna ceremonia, que siempre había deseado sentirse importante con un costoso traje y que es empleado de un ministerio. Entre otras cosas, dice que ve en Adelinda la decencia, la honestidad y, enterado de su soltería, le ofrece de sopetón casarse con ella. Se excusa luego y la invita a cenar ostras. Ella se entusiasma y mientras se cambia para salir al restaurante, él coge el dinero del negocio. Ella lo descubre, pero él se aleja. EL USO DE LA PALABRA () Franklin García, de 25 años, recibe en su cuarto de hotel del centro de Lima a Ángel del Solar, de vocación artística indefinida, quien acaba de volver de París. Franklin le cuenta que su novela Orestes, de unas ochocientas páginas, recibió una crítica negativa: se le señalaba su gran influencia de Ulises, de James Joyce. En su habitación tenía rumas de ejemplares de ese libro. Además cuenta que prepara una ópera bufa con un personaje de dos cabezas como protagonista, es decir, un monstruo bicéfalo, Piti y Puti. Intenta narrar la historia, pero Del Solar se cansa de escucharlo, no
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le deja hacer uso de la palabra y se marcha furioso. C O N F U S I Ó N E N L A P RE F E C T U RA () El prefecto de Huanta, Juan Sandia, recibe la noticia de un golpe de Estado. De inmediato ordena felicitar al nuevo gobernante a través de un telegrama. Su único objetivo era mantenerse en su puesto. Minutos después se entera por la radio de que el presidente no ha dimitido. Más tarde que sí y luego que no. En todo ese trance, el prefecto cambia de opinión: dice que el presidente Héctor Verdoso anda por la senda del progreso o es un incapaz. Que el insurgente general Camilo Chumpitaz es un traidor o un hombre de temple, de disciplina. Al final se confunde tanto que casi enloquece. «¡Que se vayan todos al diablo!», exclama. ÁREA PELIGROSA () El contador Carlos Rojas, de 45 años, trabaja el último día del año. Se encuentra solo, en su oficina, haciendo el balance para que el gerente lo presente a los accionistas. Su esposa lo llama cada cierto momento, lo espera en casa. Las cuentas no cuadran. Ingresa en ese momento Benigno Sánchez, de 55 años, el encargado de la limpieza. Inician una conversación en la que este le recuerda a Rojas que fue un célebre arquero del Ciclista Lima. Para sorpresa del contador, Benigno se atribuye la autoría de «El
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plebeyo», de Felipe Pinglo Alva, y de otros valses criollos. Por pedido del barrendero, reconstruyen la jugada en que Benigno le tapó un penal al delantero uruguayo Porta en 1933. Como Carlos no entendió bien el ensayo, metió un gol. Benigno se enoja al extremo que ahorca al contador con un palo de escoba. «Me dejaste mal ante la hinchada, Porta», dice.
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Índice onomástico Adamov, Arthur 235 Adán, Martín 74, 198, 2347, 334 La casa de cartón 198, 234, 334, 335 Adolph, José B. 59-61 Aguilar, Abel 285 Aguirre Roca, Manuel 76 Aisner, Henri 112 Alain-Fournier (seudónimo de Henri Alban Fournier) 182 El gran Meaulnes 182 Alegre, Carlos 53 Alegría, Ciro 15, 19, 39, 74, 133, 178, 267 El mundo es ancho y ajeno 335 La serpiente de oro 198 Amat y Juniet, Manuel 130 Amiel, Fréderic 158 Ampuero, Fernando 81, 268, 272, 306 Caramelo verde 272 «El enigma de la transparencia» 268 Miraflores melody 306 Angell, Luis Felipe 21, 197, 200 La tierra prometida 21, 200 Angrand 218 Anónimo El lazarillo de Tormes 131 Las mil y una noches 218 Araníbar, Carlos 94 Arévalo, Javier 291 «El arte de añorar» 291
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Arguedas, José María 15, 16, 19, 39, 41, 62, 74, 122, 133, 136, 198, 234, 236, 288, 289, 334, 335 Agua 198 Los ríos profundos 289, 334, 335 Asturias, Miguel Ángel 80, 163 Atusparia, Pedro Pablo 47, 48, 53, 131, 170, 174 Bach, Johann Sebastian 13, 82 Balzac, Honoré de 46, 121, 186, 192, 206, 241, 264, 354 Cuentos droláticos 206 La comedia humana 206 Barba, Eugenio 235 Barboza, Enrique 96 Bardem, Javier 332 Calle Mayor 332 Barrantes, Alfonso 283 Basadre, Jorge 198 Batista, Vicente 331 Baudelaire, Charles 196, 212, 264 El esplín de París 212 Beckett, Samuel 235 Beethoven 282 La novena 282 Belaúnde Terry, Fernando 127 Belevan, Harry 303 Belli, Carlos Germán 96, 197 Benavides, Óscar R. 83 Bendezú, Francisco 96 Biblia 296 Bogart, Humphrey 323 Casablanca 323 Bonilla, José 21, 29, 263 Borges, Jorge Luis 56, 88, 121, 136, 155, 186, 207, 266, 296, 353 Botero, Fernando 94 Brando, Marlon 13, 109 Braun-Vega, Herman 94, 319
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Bravo, José Antonio 253, 305, 351 A la hora del tiempo 305, 351 Cuando la gloria agoniza 253 Brecht, Bertolt 167, 168, 276, 356-358 El señor Puntilla y su criado Matti 167, 168 Galileo Galilei 167 Madre Coraje 167 Bryce Echenique, Alfredo 15, 41, 62, 117-136, 175, 229, 230, 233, 243, 249, 256, 271, 289, 291, 292, 301, 303, 304, 334, 335 El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz 130 «El papa Guido Sin Número» 130, 131 Huerto cerrado 125, 126, 131, 271, 292 La vida exagerada de Martín Romaña 230, 271 Magdalena peruana y otros cuentos 130 «Pasalacqua y la libertad» 118 Tantas veces Pedro 112, 130, 303, 304 Un mundo para Julius 41, 125, 304, 334, 335 Buckingham, Pedro Perucho 53 Buenaventura 235 Buendía, Felipe 20, 303 Buñuel, Luis 116 Bustamante y Rivero, José 43 Cáceres, Andrés Avelino 48 Calderón Fajardo, Carlos 81, 85, 254, 303, 335 La conciencia del límite último 254 Calvo, César 80, 85 Las tres mitades de Ino Moxo y
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otros brujos de la Amazonía 85 Camino, Federico 84 Caravaggio, Michelangelo Merisi da 82, 234 Cárdenas, Federico de 107 Cárdenas, Santiago de 168 Carpentier, Alejo 163 Carreras, Enrique 108 La mano que aprieta 108 Castellanos, Alfredo 53 Castro, Fidel 170, 345 Céline, Louis-Ferdinand 33, 46, 211 Viaje al final de la noche 46 Cervantes, Miguel de 264 El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha 142, 178, 179, 196 Chaflán 109 Chang, Juan Pablo 35, 36 Chariarse, Leopoldo 29, 73, 164, 197 Chéjov, Antón 55, 77, 186, 258, 305 Chopin, Frédéric 112 Choy, Emilio 219 Choy, Mario 219 Cisneros, Antonio 80 Cisneros, Luis Benjamín 62 Julia 62 Coaguila, Jorge «Historia de una amistad: Ribeyro y Vargas Llosa» 125 «Las 10 mejores novelas peruanas» 334 Las respuestas del mudo 13, 15 Ribeyro, la palabra inmortal 60, 97, 267 Colón, Cristóbal 130 Congrains Martin, Enrique 21, 97, 158, 184, 200
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Lima, hora cero 200 No una, sino muchas muertes 21 Conrad, Joseph 122, 293 Corán 296 Cordero, Alida 53 Cornejo Polar, Antonio 59, 60, 62, 229 Cortázar, Julio 78-80, 163, 189, 226, 337 Cortés, Hernando 44, 76, 85, 90, 124, 125, 167-169 Cueto, Alonso 128, 219, 234 Danton, Georges Jacques 170 Delgado, Wáshington 29, 55, 73, 94, 225, 263, 326 «Sobre Cambio de guardia» 326 De Palma, Brian 112 Picnic at Hanging Rock 112 Descartes, René 340 Dickens, Charles 264 Diez Canseco, José 55, 62, 198 Duque 62, 198 Dorsey, Tommy 71 Dostoievski, Fiódor 158, 353 Duchamp, Marcel 221 Dufy, Raoul 94 Dumas, Alexandre 68, 196 Durand, José 20, 301, 303 Eco, Umberto 179, 286 Apostillas a «El nombre de la rosa» 179, 286 El nombre de la rosa 179 Epicteto 340 Escobar, Alberto 59, 60, 62, 9597 Espinoza, Carlos 52 Espronceda, José de 156 Faulkner, William 354
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Fellini, Federico 113, 332 Las noches de Cabiria 113 Los inútiles 332 Fernández, Gastón 81 Fernández, Teodoro Lolo 119 Flaubert, Gustave 45, 46, 55, 158, 206, 241, 258, 264, 265, 355, 356 La educación sentimental 356 Madame Bovary 356 Fontanier, Pierre 313 Les figures du discours 313 France, Anatole 186 Frías, Ismael 52 Fromentin, Eugène 182 Dominique 182 Fuentes, Carlos 78-80 Fuentes Rojas, Luis 319 El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro 319 Galindo, Evaristo 62 García, Federico 115 «La manzanita del diablo» 115 García Calderón, Ventura 334 1911 334 García Lorca, Federico 112, 246 García Márquez, Gabriel 15, 60, 78, 80, 133, 136, 163, 334 Cien años de soledad 60, 178 El amor en los tiempos del cólera 133 García Pérez, Alan 13, 191, 192 Garcilaso de la Vega, Inca 88, 234, 274 Comentarios reales de los incas 274 Historia general del Perú 234 Gassols, Carlos 84 Gauguin, Paul 253 Genette, Gérard 355
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Goethe, Johann Wolfgang von 312 Goldenberg, Isaac 303 La vida a plazos de don Jacobo Lerner 303 Goldmann, Lucien 355 González Prada, Manuel 15, 88 González Viaña, Eduardo 303 Goodman, Benny 71 Golmann, Lucien 321, 322 El dios oculto 322, 354 Gorki, Máximo 182 Días de infancia 182 Grass, Günter 157 El tambor de hojalata 157 Guaman Poma de Ayala, Felipe 14, 111, 245 Guevara, Ernesto «Che» 170 Guizar, Tito 109 Gutiérrez, Eduardo 164 Gutiérrez, Miguel 27, 220, 229, 272, 334, 335 El viejo saurio se retira 335 Hombres de caminos 220 La generación del 50: un mundo dividido 229 La violencia del tiempo 272, 334 Guzmán, Abimael 229 Hamsun, Knut 341, 342 Hambre 342 Pan 342 Un vagabundo toca con sordina 342 Haya de la Torre, Víctor Raúl 198 Heidegger, Martin 96 Hemingway, Ernest 98, 159, 197 Heraud, Javier 213 Hesse, Hermann 320 Higa, Augusto 81, 335 Hinostroza, Rodolfo 80 Hobbes, Thomas 275
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Homero 121, 123 La Ilíada 142 Horacio 257 Huayhuaca, José Carlos 110 «Las botellas y los hombres» 110 Hugo, Victor 104, 196 Huston, John 113 Mientras la ciudad duerme 113 Ibargüengoitia, Jorge 128 Iglesias, Miguel 48 Ionesco, Eugène 235 Ipenza, Lucila 190 Iwasaki, Fernando 303 James, Henry 45, 89, 153, 154, 257 «El dibujo en la alfombra» 89 Jara, Cronwell 219 Jones, Buck 108 Joyce, James 186, 197, 305 Dublineses 186 «Los muertos» 186 Ulises 394 Jünger, Ernst 92 Kafka, Franz 45, 96, 97, 186, 197, 241, 258, 305, 306 Kam Wen, Siu 219 «El tramo final» 219 Kant, Immanuel 103, 116 Crítica de la razón pura 116 Kazan, Elia 109 Un tranvía llamado deseo 109 Kennedy, John F. 237 Kipling, Rudyard 264 Kodama, María 296 Kristal, Efraín 14 Kubler, George 227
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Ladd, Alan 110 Lang, Fritz 116 Las tres luces 116 La Rochefoucault, duque de 212 Laske, Sigfrido 164 Lauer, Mirko 254, 272 Secretos inútiles 254, 272 Lee, Leslie 44 Leibniz, Gottfried 321 León, Isaac 107 Lévano, César 61 Li Carrillo, Víctor 96 Llosa, Patricia 126 Loayza, Luis 20, 52, 73, 76, 77, 125, 190, 271 «De regreso a San Gabriel» 77 El avaro 20 Lobatón, Guillermo 35, 36 Loli, Luis 239 Losada Guido, Alejandro 59, 61, 63 Lowry, Malcolm 132 Lubitsch, Ernst 115 Luchting, Wolfgang A. 158, 314, 315, 357, 358 J. R. Ribeyro y sus dobles 314, 315 Estudiando a Julio Ramón Ribeyro 314 Lugones, Leopoldo 155 Lukács, Georg 322, 354 Macera, Pablo 65, 94 Mailer, Norman 215 Manard, Ken 108 Manzanero, Armando 13, 92 Marco Aurelio 340 Mariátegui, José Carlos 60, 198 Martínez, Gregorio 81, 334, 347, 350 Canto de sirena 334, 350
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Marx, Karl 102, 282, 340 Matto de Turner, Clorinda 62 Índole 62 Herencia 62 Maupassant, Guy de 55, 77, 186, 196, 207, 258, 305, 309 Melville, Herman 305 Métraux, Alfred 279 Milla Batres, Carlos 94, 98, 183, 248, 290, 323, 328 Miller, Glenn 71, 342 Morales Bermúdez, Francisco 328 Moravia, Alberto 320 Miró, Joan 94 Mix, Tom 108 Molière (seudónimo de Jean-Baptiste Poquelin) 314 Don Juan 314 Montaigne, Michel Eyquem de 212, 240, 257 Montestruque 48 Montiel, Edgar 195 Moore, Henry 154 Mosquera 47 Musil, Robert 45 Navarro, Candelario 347 Neira, Hugo 34 Neruda, Pablo 74, 80 Nerval, Gérard de 207, 305 Newman, Paul 114 Niño de Guzmán, Guillermo 219, 255, 273 En el camino. Nuevos cuentistas peruanos 219 Oberón, Merle 112 Odría, Manuel A. 43, 118, 324 Ortiz, Mecha 109 Oquendo, Abelardo 131 Ovidio, Publio 82, 154
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Palma, Clemente 186, 187 Palma, Ricardo 81, 88, 109, 168, 196, 200, 264 Tradiciones peruanas 81, 264 Pasalacqua 118 Pascal, Blaise 116, 240, 340, 354 Pensamientos 116 Pavese, Cesare 57 Paz, Octavio 88, 207 Peckinpah, Sam 115 La casa 115 Pedro, Uchcu 170 Pereira, Rodolfo 110 «Por las azoteas» 110 Perón, Juan Domingo 118 Pessoa, Fernando 14, 139, 215, 295 Picasso 94 Pinglo Alva, Felipe 395 «El plebeyo» 394, 395 Pinilla, Enrique 111, 112 Pinilla Cisneros, Patricia 192, 233 Pirandello, Luigi 312 Pita, Alfredo 175 Morituri 175 Y de pronto anochece 175 Pitágoras 214 Platón 173, 340, 353 Diálogos 173 Fedro 353 Poe, Edgar Allan 186, 226, 241, 305 Porras Barrenechea, Raúl 15, 198 Pound, Ezra 33 Proust, Marcel 23, 147, 158, 211, 257, 354 En busca del tiempo perdido 148 Puccinelli, Jorge 96 Puente Ribeyro, Gonzalo de la Queiroz, Eça de 196
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Quevedo, Francisco de 80 Rabí, Alonso 334 Racine, Jean 354 Rama, Ángel 128 Redford, Robert 114 Reynoso, Oswaldo 27 Ribeyro Cordero, Julio 53 Ribeyro, Juan Antonio 15, 190 Ribeyro, Julio Ramón «Agua ramera» 205, 312, 376 «Alejo, el abominable» 234 «Algunas cartas de Julio Ramón Ribeyro a Luis Loayza» 190 «Alienación» 110, 120, 381 «Almuerzo en el club» 381 «Al pie del acantilado» 31, 57, 85, 162, 372 Antología personal 81, 181 Área peligrosa 236, 394 «Atiguibas» 390 Atusparia 47, 53, 84, 90, 169, 170, 211, 391 «Ausente por tiempo indefinido» 23, 176, 222, 277, 387 Autobiografía 89 «Bárbara» 374 «Benito, el pescador» 13, 55 «Cacos y canes» 389 Calendario de los amores muertos 14, 145 Cambio de guardia 53, 65, 79, 100, 121, 180, 182, 184, 208, 209, 217, 218, 236, 237, 292, 323, 329, 363 Cartas a Juan Antonio 190 Confusión en la prefectura 169, 394 «Conversación en el parque» 205, 222, 387 «Cosas de machos» 149, 380
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Crónica de San Gabriel 13, 22, 40, 41, 53, 62, 77, 99, 112, 143, 145, 180-182, 204, 205, 207-210, 222, 230, 234, 236, 244, 317, 331, 332, 361 «Cuando no sea más que sombra» 384 Cuentos completos 292 Cuentos de circunstancias 150, 367 Cuentos olvidados 364 «De color modesto» 371 «Demetrio» 149, 308, 309, 382 «Del espejo de Stendhal al espejo de Proust» 147 Dichos de Luder 164, 233, 240, 251 «Dirección equivocada» 184, 314, 370 «Doblaje» 367 Dos soledades 59 «El Abominable» 87 «El banquete» 367 «El carrusel» 149, 309, 385 «El caudillo» 97, 364 «El chaco» 62, 162, 372 «El cuarto sin numerar» 97, 364 «El embarcadero de la esquina» 149, 152, 205, 384 El hijo del montonero 13 «El jefe» 371 «El libro en blanco» 367 «El marqués y los gavilanes» 149, 382 «El polvo del saber» 149, 259, 380 El pedestal sin estatua 87, 180 «El primer paso» 366 «El profesor suplente» 370 El próximo mes me nivelo 309,
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377 «El próximo mes me nivelo» 379 «El ropero, los viejos y la muerte» 60, 379 «El sargento Canchuca» 389 «El señor Campana y su hija Perlita» 389 El sótano 392 «El taller de literatura potencial» 221 «El tonel de aceite» 369 El último cliente 169, 393 El uso de la palabra 394 «El vuelo del poeta» 196 «En la comisaría» 366 «En torno a una polémica. Crítica literaria y novela» 21 «Escena de caza» 177, 189, 387 «Espumante en el sótano» 377 «Explicaciones a un cabo de servicio» 368 «Fénix» 162, 235, 373 Fin de semana 169, 392 «Gracias, viejo socarrón» 196 «Habemus genio» 271 «Interior ‘L’», 311, 365 «Junta de acreedores» 366 «La alquimia hoy» 184, 228 «La botella de chicha» 368 «La careta» 97, 156, 157, 364 «La casa en la playa» 91, 245, 277, 278, 388 La caza sutil 21, 65, 135, 147, 184, 216, 221, 315 «La encrucijada» 96, 97, 364 «La estación del diablo amarillo» 35, 375 «La huella» 60, 61, 96, 97, 364 «La insignia» 187, 240, 367 «La juventud en la otra ribera»
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149, 153, 233, 385 La juventud en la otra ribera 233 «La molicie»368 «La música, el maestro Berenson y un servidor» 390 La palabra del mudo 22, 53, 56, 57, 60, 94, 149-151, 161, 177, 184, 192, 216, 223, 233, 241, 244, 247, 248, 281, 290, 293, 307, 309, 316, 318, 319 «La piedra que gira» 308, 309, 312, 374 «La piel de un indio no cuesta caro» 169, 339, 369 «La primera nevada» 375 «Las botellas y los hombres» 369 Las botellas y los hombres 127, 184, 317, 369 «Las cosas andan mal, Carmelo Rosa» 377 «La señorita Fabiola» 149, 381 «Las tres gracias» 389 «La solución» 189, 387 «La tela de araña» 61, 366 La tentación del fracaso 89, 256, 266, 279, 286 «La ventana de guillotina» (artículo) 184 «La vida gris» 55, 60, 95, 97, 156, 197, 364 «Lima, ciudad sin novela» 200, 216, 217 Lo que tú me contaste 14, 55 Los caracoles 169, 339, 393 «Los cautivos» 61, 233, 375 Los cautivos 22, 317, 374 «Los españoles» 233, 376 «Los eucaliptos» 55, 266, 368 «Los gallinazos sin plumas» 61,
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184, 257, 365 Los gallinazos sin plumas 40, 77, 96, 97, 149, 185, 186, 217, 365 Los geniecillos dominicales 14, 40, 44, 53, 62, 63, 100, 127, 180, 181, 201, 202, 204208, 210, 217, 218, 234, 236, 244, 250, 311, 329, 331, 332, 361 «Los huaqueros» 365 «Los jacarandás» 266, 378 «Los merengues» 368 «Los moribundos» 369 «Los nudos de Pita» 175 «Los otros» 177, 390 «Los predicadores» 205, 221, 378 «Mar afuera» 62, 307-309, 365 «Mariposas y cornetas» 389 «Mayo 1940» 89, 228, 389 «Mientras arde la vela» 365 «Nada que hacer, monsieur Baruch» 230, 231, 310, 375 «Noche cálida y sin viento» 154, 378 «Nuit caprense cirius illuminata» 231, 387 «Página de un diario» 156, 264, 368 «Papeles pintados» 376 «Poeta a la carta» 279 «Por las azoteas» 14, 54, 144, 205, 266, 308, 309, 370 «¿Por qué no vivo en el Péru?» 72 Prosas apátridas 65, 66, 89, 98, 140, 144, 148, 157, 176-178, 211, 212, 227, 234, 240, 243, 247, 250, 275, 287, 296, 301, 314, 322, 335, 336, 338- 340 Proverbiales 14, 81, 207
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Relatos sancrucinos 89, 143, 241, 249, 389 «Ribeyro habla del cuento» 175 «Ridder y el pisapapeles» 226, 233, 266, 374 Santiago, el pajarero 53, 167, 168, 211, 235, 357, 358, 391 «Scorpio» 368 «Silvio en El Rosedal» 88, 144, 148, 149, 151, 152, 160, 188, 228, 259, 267, 277, 307, 315, 383, Silvio en El Rosedal 233, 379 «Sobre las olas» 384 «Sobre los modos de ganar la guerra» 379 «Solo para fumadores» 36, 176, 189, 222, 223, 267, 270, 386 Solo para fumadores 23, 91, 176, 177, 189, 205, 216, 222, 233, 240, 386 «Surf» 293, 388 «Té literario» 176, 222, 387 «Te querré eternamente» 308, 374 «Terra incognita» 153, 379 «Terremotos y temblores» 99 «Tía Clementina» 390 Tres historias sublevantes 31, 61, 162, 211, 317, 372 «Tristes querellas en la vieja quinta» 15, 149, 165, 235, 380 «Una aventura nocturna» 61, 95, 151, 371 «Una medalla para Virginia» 377 «Un domingo cualquiera» 230, 377 «Vaquita echada» 371 Richelieu, cardenal 355
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Robespierre, Maximiliano 170 Rodríguez Larraín, Carlos 107 Rodríguez Larraín, Emilio 129 Rojas, Armando 303 Rosas-Ribeyro, José 191 Rosenthal, Kurt 111 Rospigliosi, Alfonso Pocho 136 Rossellini, Roberto 173, 200, 333 Alemania año cero 200 Rubio, Amadeo 327 Ruiz Rosas, Alfredo 44 Rulfo, Juan 56, 306 Ruskowsky, Andrés 109 Sabato, Ernesto 33 Sade, Marqués de 82, 234 Saint-Simon, Duque de 36 Sainte-Beuve, Charles-Augustin 316 Salaverry, Augusto 156 Salazar Bondy, Sebastián 29, 39, 53, 54, 73, 158, 200 Náufragos y sobrevivientes 200 Salgari, Emilio 142 Sánchez, Luis Alberto 225 Sánchez Aizcorbe, Alejandro 219, 234 Jarabe de lengua 219, 234 Maní con sangre 219 Saura, Carlos 115 Scorza, Manuel 117, 124, 126128, 334 La danza inmóvil 334 Redoble por Rancas 127 Shakespeare 312 Shaw, Bernard 264 Sica, Vittorio de 113, 333 Milagro en Milán 113 Sócrates 173, 174 Sologuren, Javier 289 Speitzer, Kaiser 320 Spinoza 340
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Steinbeck, John 197 Stendhal 46, 147, 158, 206 Crónicas italianas 206 Sue, Eugène 68 Svevo, Italo 222 La conciencia de Zeno 222 Szyszlo, Fernando de 29 Tamayo San Román, Augusto 111 «Tristes querellas en la vieja quinta» 111 Tamayo Vargas, Augusto 126 Terry, Alberto Toto 119 Thorndike, Guillermo 334 El caso Banchero 334 Tolentino, Celso 110 «Una aventura nocturna» 110 Tolstoi, León 158 Tord, Luis Enrique 84 Torero, Alfredo 52 Trinidad, Reynaldo 14 Tristán, Flora 130, 253, 334 Peregrinaciones de una paria 334 Uchcu, Pedro 47 Unamuno, Miguel de 105 En torno al casticismo 105 Urquidi, Julia 126 Valdelomar, Abraham 15, 55, 77, 81, 136, 186, 187, 196 Cuentos chinos 187 «El Caballero Carmelo» 119 Valencia Asogna, Leonardo 125 Valéry, Paul 20, 212 Histoires brisées 20 Vallejo, César 15, 32, 48, 54, 56, 74, 80, 88, 122, 198, 234 El arte y la revolución 48 España, aparta de mí este cáliz 122 Varela, Blanca 29, 73
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Vargas Llosa, Mario 15, 20, 39, 41, 43, 44, 52, 60, 62, 73, 74, 7880, 117, 125, 126, 130, 131, 132, 191, 192, 210, 220, 229, 253, 256, 258, 271, 283, 289, 290, 291, 334, 335, 356 Conversación en La Catedral 44 El paraíso en la otra esquina 130, 253 El pez en el agua 191, 290 Historia de Mayta 271 La Casa Verde 335 La ciudad y los perros 126, 220, 271, 334, 335 La guerra del fin del mundo 131, 220, 253, 271 La orgía perpertua 356 La tía Julia y el escribidor 126, 132 Los jefes 20 Pantaleón y las visitadoras 132, 271 Vargas Vicuña, Eleodoro 19, 20, 335 Velasco Alvarado, Juan 13, 14, 27, 34, 43, 49, 191, 328 Verástegui, Enrique 272 Terceto de Lima 272 Vico, Giambatista 102 Vidal, Luis Fernando 216 Vidor, Charles 112 «Una canción para recordar» 112 Vinci, Leonardo de 327 Vegas Seminario, Francisco 19 Verne, Jules 68, 142 Voltaire (seudónimo de François Marie Arouet) 36, 104, 321 Cándido 321 Westphalen, Emilio Adolfo 198
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Whitman, Walt 196 Wilde, Cornel 112 Wilde, Oscar 264 Wilson, Edmund 316 Woolf, Virginia 305, 306 Yourcenar, Marguerite 81, 82 Zavaleta, Carlos Eduardo 19, 20, 335 Zedong, Mao 229 Zolezzi, Ítalo 34 Zorrilla, José 156 Zúñiga, Mercedes 52
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Tarma, hacia 1933. Con su hermana Mercedes, su prima Isabel Iglesias y su madre. En esa ciudad andina su familia materna tenía una hacienda. En Tarma, asimismo, se ambientan los cuentos «Vaquita echada» y «Silvio en El Rosedal».
Colegio Champagnat, Miraflores, hacia 1943. Julio Ramón es el tercero de la primera fila. Su hermano, Juan Antonio, es el noveno de la tercera fila. Aparecen también algunos personajes del libro de cuentos Relatos santacrucinos: Teodorito Schneidewind («La música, el maestro Berenson y un servidor») es el sétimo de la tercera fila y el gordo Federico Battifora («Mayo 1940», «Mariposas y cornetas», «Los otros») es el segundo de la cuarta fila, la de los sentados.
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Colegio Champagnat, Miraflores, hacia 1944. Julio Ramón se encuentra en medio de los de cuclillas. Jugaba de centrodelantero. Era hincha de Universitario de Deportes y de Lolo Fernández («Atiguibas»). Su hermano, Juan Antonio, se encuentra a su izquierda. Jardín de la casa de Comandante Espinar 201, Miraflores, hacia 1947. Julio Ramón, su madre, Juan Antonio, Mercedes y Josefina. Todos los hermanos Ribeyro Zúñiga juntos. El padre había fallecido en 1945 («Página de un diario»).
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Tarma, 1947. Con su tío Félix Santa María, durante una cacería en la hacienda El Tambo. En esta ciudad andina se ambientan dos cuentos: «Vaquita echada» y «Silvio en El Rosedal».
Puerta del Museo del Prado, Madrid, inicios de la década de 1950. Con el poeta Leopoldo Chariarse, con quien fue a entrevistar al español Vicente Aleixandre en 1953 y para quien escribió el prólogo de La cena en el jardín (1975).
Lima, hacia 1950. Juan Antonio (segundo), Alberto Escobar (cuarto) y Julio Ramón (quinto), cuando este era estudiante de la Universidad Católica (1945-1952). En Munich, Alemania, en 1956, Escobar le dijo que tenía más aptitudes para la crítica que para la creación. Como respuesta, escribió Crónica de San Gabriel (1960). Escobar es el modelo del personaje Manolo, de la novela Los geniecillos dominicales (1965).
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Londres, 1953. Con Pedro Perucho Buckingham, quien inspiró a varios personajes. Es Pirulo, de Los geniecillos dominicales; Pedro Bunker, del cuento «Sobre los modos de ganar la guerra»; Ángel Devoto, del cuento «El embarcadero de la esquina».
París, 1963. Trabajando como traductor de noticias en la agencia France-Presse (AFP), donde laboró de 1961 a 1971. Algunas de sus Prosas apátridas (1975, 1978, 1986) se ambientan en este lugar. Además, es mencionado en «Las cosas andan mal, Carmelo Rosa» y «Solo para fumadores».
En un chifa de Lima, 1960. De izquierda a derecha: el poeta Francisco Bendezú (segundo), el cuentista Carlos Eduardo Zavaleta (cuarto), Julio Ramón (quinto) y el novelista Francisco Carrillo (sexto). Aquí aparecen dos geniecillos: Carlos (Zavaleta) y Cucho (Bendezú).
Europa, a mediados de la década de 1960. Con Alida Cordero, su futura esposa. A ella le dedicó el cuento «El chaco», escrito en París, en 1961.
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Berlín, 1965. En un encuentro de escritores. En la primera fila destacan Ciro Alegría (segundo), Jorge Luis Borges (cuarto), Germán Arciniegas (quinto) y Augusto Roa Bastos (sétimo). En la tercera fila sobresalen João Guimarães Rosa (segundo) y Miguel Ángel Asturias (tercero). En la última fila, al centro, asoma Eduardo Mallea. Ribeyro se encuentra al lado de su traductor al alemán, Wolfgang A. Luchting (tercero y cuarto de la segunda fila). Como crítico, Luchting le dedicó dos libros al cuentista peruano: J. R. Ribeyro y sus dobles (1971) y Estudiando a Ribeyro (1988).
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Departamento de la place Falguière, París, 1968. Con su único hijo, Julito, quien inspiró varios textos de Prosas apátridas, uno de los cuales dice: «Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae».
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París, inicios de la década de 1970. Con Maggie Revilla y Alfredo Bryce Echenique, quien dedicó a ella la novela Un mundo para Julius (1970). Ribeyro tituló el primer libro de cuentos de Bryce Echenique, Huerto cerrado (1968), y le dedicó un artículo a su novela La vida exagerada de Martín Romaña (1981), titulado «Habemus genio».
En el balcón del departamento de la place Falguière, París, 1973. Con Julito, nacido en 1966.
Lima, 1971. Con la compositora de valses criollos Chabuca Granda y el poeta César Calvo, quien le hizo dos entrevistas.
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París, mediados de la década de 1970. Con Alfredo Bryce Echenique, Manuel Scorza y Juan Rulfo, acompañados por dos amigas.
Aeropuerto Jorge Chávez, Callao, marzo de 1975. Con su hermano, Juan Antonio, y el narrador Eleodoro Vargas Vicuña, autor del libro de cuentos Ñahuín (1953).
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Aeropuerto Jorge Chávez, Callao, marzo de 1975. Con Josefina, su madre, Juan Antonio y Mercedes.
Miraflores, marzo de 1975. Con sus sobrinos Juan Ramón, Jeannette y Lucy, su cuñada Lucy, su hermano (Juan Antonio) y su compadre Hernando Cortés, a quien le dedicó el cuento «Al pie del acantilado» y quien dirigió la primera representación de Santiago, el pajarero (1960) y Atusparia (1981).
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Miraflores, 1976. Muy cerca de la casa de su hermana Mercedes, donde se alojaba las veces que entonces volvía a Lima. La presencia del mar en la obra de Ribeyro es muy notoria, basta citar los cuentos «Mar afuera», «Al pie del acantilado», «Te querré eternamente», «Una medalla para Virginia», «Un domingo cualquiera», «Sobre las olas», «La casa en la playa» y «Surf». Además, uno de sus primeros relatos, el cual destruyó, se titulaba Benito, el pescador, acerca de un personaje de su barrio de Santa Cruz, Miraflores.
Cementerio de Montparnasse, París, 1979. Escucha atentamente al poeta Enrique Verástegui ante la tumba de César Vallejo. En Francia fue agregado cultural en la embajada peruana (1970-1972), luego representante alterno y más tarde delegado permanente ante la Unesco.
Lima, hacia 1978. Con un amigo y Jorge Puccinelli (de anteojos), quien le publicó el cuento «La huella», en 1952, en la revista que dirigía (Letras Peruanas), y quien le inspiró un personaje de la novela Los geniecillos dominicales: el profesor Rostalínez.
París, 1983. Con Julito.
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Mediados de la década de 1980. Con el poeta Wáshington Delgado, uno de los geniecillos (Franklin) y quien prologó los libros de Ribeyro La palabra del mudo (1973), Los geniecillos dominicales (tercera edición, 1973) y Atusparia (1981).
Palacio de Gobierno, Lima, 6 de abril de 1986. Con Alan García, quien lo condecoró para su sorpresa con la Orden del Sol.
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Balcón del departamento de Barranco, 1991. Con sus hermanos Mercedes y Juan Antonio, a quien le remitió medio millar de cartas, algunas de las cuales se publicaron en dos tomos con el título de Cartas a Juan Antonio (I, 1996 y II, 1998).
Auditorio de la Municipalidad de Miraflores, 16 de junio de 1992. En medio de la presentación del cuarto volumen de La palabra del mudo, el actor Eduardo Cesti aprovechó la ocasión para estrecharle la mano al cuentista. Observan el alcalde Alberto Andrade y el editor salvadoreño radicado en la capital peruana Carlos Milla Batres, quien publicó casi toda la obra hasta entonces de Ribeyro, tanto en primeras o nuevas ediciones.
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Casa de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, julio de 1992. Con Jorge Coaguila, autor del presente libro. Foto: Miguel Carrillo.
Departamento de Barranco, 1994. Con el narrador Fernando Ampuero y el poeta Antonio Cisneros, quienes lo entrevistaron en distintas ocasiones. El primero para la televisión, el 27 de abril de 1986, y el segundo para el desaparecido semanario Sí, en 1992. Se aprecia detrás de ellos un cuadro del catalán Joan Miró.
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Plaza de Toros de Las Ventas, Madrid, junio de 1994. Con el guitarrista Javier Echecopar, el periodista Fernando Carvallo, Alfredo Bryce Echenique y el crítico literario César Ferreira, quien —con Ismael P. Márquez— le dedicó el libro Asedios a Julio Ramón Ribeyro (1996).
Balcón del departamento de Barranco, 1994. En el escenario que le inspiró el cuento «Surf». Foto: Herman Schwarz.
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Julio Ramón Ribeyro nació el 31 de agosto de 1929, en Lima. Estudió Letras y Derecho en la Universidad Católica del Perú. En 1952 viajó a España para cursar Periodismo gracias a una beca del Instituto de Cultura Hispánica. Luego se trasladó a Francia, Alemania y Bélgica, donde continuó su formación literaria. En 1958 volvió al Perú. Después de trabajar en la Universidad de Huamanga, Ayacucho, fijó su residencia en París en 1960. En la capital francesa fue periodista en la agencia France-Presse (1961-1971), agregado cultural en la embajada peruana y delegado permanente ante la Unesco. Fue galardonado con el Premio Nacional de Fomento a la Cultura en 1960, el Premio Expreso de Novela en 1965, el Premio Nacional de Literatura en 1983, el Premio Nacional de Cultura en 1993 y el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo en 1994. Falleció el 4 de diciembre de 1994 en el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas de Lima. Sus libros de cuentos son Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964), Tres historias sublevantes (1964) y Solo para fumadores (1987). Estas obras fueron reunidas, más otros relatos, en cuatro volúmenes de La palabra del mudo (I y II, 1973; III, 1977 y IV, 1992). Sus tres novelas son Crónica de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1965) y Cambio de guardia (1976). Una selección de sus textos periodísticos se publicó con el título de La caza sutil (1976). Sus piezas dramáticas fueron agrupadas en Teatro (1975) y Atusparia (1981). Otros textos breves se incluyeron en Prosas apátridas (1975, 1978, 1986) y Dichos de Luder (1989). Hasta la fecha su diario personal, La tentación del fracaso, alcanza tres tomos (I, 1992; II, 1993 y III, 1995). Prologó y tradujo cuatro relatos del francés Guy de Maupassant en Paseo campestre y otros cuentos (1993). Una serie de entrevistas con Jorge Coaguila se encuentra en Ribeyro, la palabra inmortal (1995), cuyas dos primeras ediciones rescataron, además, seis relatos suyos jamás aparecidos hasta entonces en libro. Las respuestas del mudo (1998, 2009) es una selección de entrevistas de 1960 a 1994. También, en una antología que hasta el momento alcanza dos volúmenes, se ha publicado la correspondencia con su hermano: Cartas a Juan Antonio (I, 1996 y II, 1998).
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Las respuestas del mudo de Julio Ramón Ribeyro Se terminó de imprimir en noviembre de 2009 en
los talleres gráficos de