Las Preguntas de Jesús - Fernando Montes

September 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Mary, Mother Of Jesus, Jesus, Love, Truth, Homo Sapiens
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Las preguntas de Jesús Fernando Montes S.J. Ediciones Universidad Alberto Hurtado Alameda 1869 – Santiago de Chile [email protected] – 56-228897726 www.uahurtado.cl

ISBN libro impreso: 978-956-357-048-9 ISBN libro digital: 978-956-357-049-6 Registro de propiedad intelectual Nº 257603

Dirección editorial Alejandra Stevenson Valdés Editora ejecutiva Beatriz García-Huidobro Diseño de la colección y diagramación interior Francisca Toral Imagen de portada: Latinstock Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

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LAS PREGUNTAS DE JESÚS Fernando Montes S.J.

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Índice

Portada Créditos Título Índice Presentación Prólogo PRIMERA PARTE Las preguntas de Jesús I. ¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lucas 2, 49) II. ¿Me amas? (Juan 21, 17) III. ¿Qué buscáis? (Juan 1, 38) IV. ¿Quién me tocó? (Lucas 8, 45 V. ¿Ves a esta mujer? (Lucas 7, 40) VI. ¿Qué quieres que haga por ti? (Lucas 18, 41) VII. ¿Quieres sanarte? (Juan 5, 6) VIII. ¿Con qué compararemos el Reino de los Cielos? (Lucas 13, 18) IX. ¿Quién dice la gente que soy yo? (Marcos 8, 28) X. ¿Quién dicen ustedes que soy yo? (Mateo 16, 15) XI. ¿Y tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas? (Juan 3, 10) XII. ¿Por qué has dudado? (Mateo 14, 31) XIII. ¿De qué discutíais? (Marcos 9, 33) XIV. ¿Cuántos panes tenéis? (Marcos 6, 38 y 8, 5) XV. ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (Mateo 12, 48) XVI. ¿Dónde están los otros nueve? (Lucas 17, 11-19) XVII. ¿Por qué me llamas bueno? (Marcos 10, 17) ¿Por qué me preguntas acerca de lo que es bueno? (Mateo 19, 17) XVIII. ¿Si la sal pierde su sabor, con qué se la salará? (Mateo 5, 13) XIX. ¿Quién se hizo prójimo del herido? (Lucas 10, 36) XX. ¿Creen que he venido a traer paz a la Tierra? (Lucas 12, 51) XXI. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé? (Mateo 20, 22) XXII. ¿Cómo podéis creer vosotros que buscáis la gloria en los otros y que no buscáis la gloria que viene de Dios? (Juan 5, 44) 4

XXIII. ¿Por qué esta generación pide un signo? (Marcos 8, 12) XXIV. ¿No deja las noventa y nueve ovejas en el campo y va a buscar a la extraviada hasta encontrarla? (Lucas 15, 4) XXV. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si él mismo se pierde? (Mateo 16, 26) XXVI. Lo que has preparado, ¿para quién será? (Lucas 12, 20) XXVII. ¿No han leído lo que hizo David cuando tuvo hambre? (Marcos 2, 23) XXVIII. ¿Por qué no juzgan ustedes mismos? (Lucas 12, 55) XXIX. ¿Por qué ustedes quebrantan el precepto de Dios en nombre de la tradición? (Mateo 15, 3) XXX. ¿Por qué te fijas en la pelusa que está en el ojo de tu hermano y no miras la viga que está en el tuyo? (Lucas 6, 41) XXXI. ¿También ustedes siguen sin entender? (Mateo 15, 16) XXXII. ¿Ustedes también quieren irse? (Juan 6, 67) XXXIII. ¿Conque darás la vida por mí? (Juan 13, 36) XXXIV. ¿No habéis podido velar una hora conmigo? (Mateo 26, 40) XXXV. ¿Por qué me preguntas a mí? (Juan 18, 21) XXXVI. ¿Por qué me pegas? (Juan 18, 23) XXXVII. ¿Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí? (Juan 18, 34) XXXVIII. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mateo 27, 46) XXXIX. Mujer, ¿por qué lloras? (Juan 20, 15) SEGUNDA PARTE Las preguntas del Evangelio I. ¿Y tú vienes a mí? (Juan Bautista a Jesús. Mateo 3, 14) II. ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? (Discípulos de Juan Bautista a Jesús. Mateo 11, 3) III. ¿Tú quién eres? ¿Dónde está tu Padre? (Fariseos a Jesús. Juan 8, 25 y 8, 19) IV. Maestro, ¿dónde vives? (Discípulos a Jesús (Juan 1, 38) V. ¿Por qué nos has hecho esto? (María a Jesús. Lucas 2, 48) VI. ¿Quién será este de quien oigo contar tantas cosas? (Pregunta que se hace Herodes. Lucas 9, 9) VII. ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? (Preguntan unos magos que venían de Oriente. Mateo 2, 2) VIII. ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Natanael a Felipe. Juan 1, 46) IX. ¿No es el hijo del carpintero? (La gente de la Sinagoga de Nazaret. Mateo 13, 54) X. ¿Cómo sabe este letras sin haber estudiado? (Pregunta que se hacían los judíos en Jerusalén. Juan 7, 15) XI. ¿También ustedes se han dejado engañar? (Pregunta de los sacerdotes y fariseos a los guardias. Juan 7, 47) XII. ¿Cómo tú siendo judío me pides a mí de beber que soy samaritana? (Una mujer de Samaria junto al Pozo de Jacob. Juan 4, 9) XIII. ¿Qué más me falta? (Pregunta de un joven rico a Jesús. Mateo 19, 20) 5

XIV. ¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores? (Pregunta de los fariseos a los discípulos. Mateo 9, 11) XV. ¿Quién quiere matarte? (Pregunta de la gente a Jesús. Juan 7, 20) XVI. ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de la Pascua? (Los apóstoles a Jesús. Mateo 26, 17) XVII. ¿Acaso seré yo? (Los discípulos a Jesús. Mateo 26, 22) XVIII. ¿Cuánto me quieren dar y yo os lo entregaré? (Judas a los jefes de los sacerdotes. Mateo 26, 15) XIX. ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? (El buen ladrón a su compañero. Lucas 23, 40)

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Presentación Es interesante constatar que buena parte de la enseñanza de Jesús a sus discípulos la hizo por medio de preguntas. A ellos, que eran rudos pescadores, les enseñó con interrogantes simples a plantearse los verdaderos problemas: ¿Quién es tu prójimo? ¿Qué buscáis? ¿Qué quieres que haga por ti? ¿Por qué lloras?, etc. Esas preguntas son hondamente humanas y tienen perenne actualidad. Pongo en sus manos unas reflexiones sencillas sobre algunas de esas preguntas del Señor y sobre las que los apóstoles y la gente de su tiempo le hicieron a Jesús. Estas reflexiones pretenden ayudar la oración personal y el compartir en reuniones comunitarias. En medio de una vida hoy muy agitada es muy provechoso dedicar unos momentos cada día para hacer una pausa que haga posible un encuentro con uno mismo y con el Señor. Estas páginas tienen por objeto ayudar en dicha pausa diaria. Es importante dejar resonar calladamente en nuestro interior esas interrogantes para que desde el fondo del corazón, desde la verdad más radical de nuestra existencia, broten las respuestas. Así se reflejará nuestra propia verdad y constataremos que los problemas se resuelven mejor si se plantean correctamente las preguntas. Enseñar preguntando tiene la ventaja de ayudarnos a buscar en lo mejor de nosotros la respuesta y a cimentar el Evangelio prestándole nuestra propia vida. Aprender a preguntarse es signo de madurez. Ello permite romper las falsas seguridades, tomar distancia de uno mismo y descubrir la hondura que tenemos. Hay personas que no se interesan por las preguntas últimas. Viven… solo viven. Trabajan, corren y se afanan sintiendo que lo único real es la agitación. Dicen que el hombre moderno no tiene tiempo para perderse en sutilezas. Preguntarse por el fin de la marcha les parece que es un modo de huir. Y para no huir de lo “real”, en realidad huyen de la “verdad”. El hombre de estos días, que en muchos aspectos ha logrado progresos increíbles, con frecuencia ha perdido el rumbo de su marcha. No quiere levantar la cabeza para mirar adónde va el camino y tampoco quiere preguntarse qué es lo que en el fondo anda buscando. Pero esa pregunta, aunque se acalle, sigue resonando en lo más hondo de todos los proyectos humanos. Oculta bajo mil costras hay una sed intensa de sentido… y 7

tarde o temprano el hombre volverá a la fuente que puede dar respuestas a esa inquietud. ¿Cómo despertarnos de la actual modorra? El ser humano no quiere para su propia vida respuestas hechas en serie como lo que hoy produce y ofrece el mercado. Por eso es tan atractivo plantearse las preguntas que nos hace Jesús. El Señor nos invita a cada uno de nosotros a fundar nuestro propio y particular camino respondiendo esas preguntas. En estas páginas comentaremos las preguntas de Cristo… pero ahora dirigidas a nosotros. Para responderlas será necesario, tal vez, abrir el corazón con la actitud del niño que no teme confesar su ignorancia y su gran debilidad. Desde San Pablo, Orígenes y los Santos Padres ha habido este tipo de interpretación espiritual del Evangelio. Ella de algún modo complementa el estudio erudito que es por cierto necesario, pero que a muchos resulta alejado de su vida. El Evangelio es muy sencillo, muy simple y muy profundo. Por ese motivo las respuestas a la mayoría de las preguntas se van asemejando. Casi todas ellas terminan en la humildad, el agradecimiento, la entrega y el amor. No será extraño que en estas páginas se sienta la percusión repetida del martillo que va clavando golpe a golpe en el centro del corazón los valores de Jesús. Por eso, le aconsejo no leer más de una pregunta cada vez. Ellas no están escritas para ser leídas de corrido. Son una invitación a la reflexión personal para “sentir y gustar” el Evangelio internamente. Deje resonar calladamente estas preguntas en usted. Ya no nos sirven las respuestas aprendidas de memoria porque los tiempos cambiaron. Estas líneas son una ayuda para que usted responda a estas interrogantes desde la verdad más honda de su existencia. La primera edición de este libro se publicó hace más de veinte años y ha sido traducido y publicado en varios países. La presente edición ha añadido muchas preguntas del Señor que no estaban en las precedentes. Hemos incluido en esta el Prólogo que iniciaba la edición original, que fue escrito por Monseñor Carlos González, entonces Obispo de Talca y Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile. FERNANDO MONTES, S.J.

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Prólogo El padre Fernando Montes S.J. ha tenido la gentileza de pedirme que haga una introducción a las reflexiones que él ha ido escribiendo sobre el seguimiento de Jesús. Confieso que leer y meditar estas páginas me ha ayudado mucho a profundizar mejor en las preguntas que Jesús hace a sus discípulos. Estas reflexiones, en forma de respuestas a las preguntas de Jesús, muestran una lectura meditada y rezada del Evangelio y que el autor va aplicando a la vida actual, a los problemas de hoy día, a los Nicodemo, a los ciegos en el camino, a los que dudan y sufren. Recomiendo a los cristianos y a los consagrados meditar con cariño estas páginas y puedo asegurarles que les harán mucho bien. Les ayudarán a conocer mejor al Señor, a escuchar las preguntas que les hace en sus vidas concretas y les traerán mayor paz a sus corazones. Que el ejemplo de quien ha escrito estas meditaciones impulse a otros a seguir por este camino, que ayuda enormemente a conocer al Señor, razón de ser de toda vida cristiana.

CARLOS GONZÁLEZ C. Obispo de Talca Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile

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PRIMERA PARTE LAS PREGUNTAS DE JESÚS

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La primera parte de este libro está dedicada a las preguntas que formuló Jesús a sus padres, a sus apóstoles y a las más diversas personas. El orden con que se presentan no es necesariamente cronológico. Los contenidos de tales preguntas se refieren a los más diversos temas. Entre ellos, en primer lugar, el misterio de la persona de Cristo en quien se hace visible el Dios invisible; en segundo lugar, los referidos a la calidad del verdadero encuentro con Jesús y, finalmente, los criterios y el mensaje con que Jesús quiere formar a los suyos. La cantidad de preguntas que hace a los fariseos indica lo importante que era para el Señor mostrar la distancia de su Mensaje de la mentalidad farisaica tan difundida en medio de su pueblo y que fácilmente puede transformar en su raíz al verdadero cristianismo. Llama la atención la vigencia que pueden tener hoy esas interrogantes.

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I

“¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lucas 2, 49)

Estas son las dos primeras preguntas que formula Jesús en el Evangelio. Con ellas responde a su madre que angustiada lo buscaba porque se había perdido en el camino. Al volver a su tierra después de la visita anual al Templo, José y María creían que el niño iba en la comitiva, pero al notar su ausencia, al sentir su vacío, volvieron de prisa sobres sus pasos para buscarlo. Tal vez es la experiencia que muchos sienten hoy en su propia vida. Nos cuenta el Evangelio que ellos quedaron desconcertados al encontrarlo en medio de los sabios de Israel. En su desconcierto, en medio del dolor por la pérdida y de la alegría por el reencuentro, la Virgen le preguntó a su hijo: “¿Por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Es la misma pregunta que muchos le hacen a Dios en los momentos duros e incomprensibles de sus vidas. La respuesta de Jesús fue a su vez una doble pregunta que ayuda a entender su profundo misterio: “¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Esta respuesta en forma de pregunta recuerda el centro de la misión de Jesús que es hacer la voluntad de su Padre. Así, El Señor le da a entender a su madre y a nosotros cuál es el criterio central y de fondo de su actuar: hacer siempre y en todo la voluntad de Dios. Es decir, darle a su Padre la centralidad absoluta en la vida y concebir esa vida como una misión. En otras palabras, Jesús le dice a su madre que no debe inquietarse, que debe superar sus angustias, tener confianza y estar tranquila aunque le sobrevengan dificultades y haya soledades, porque debe saber que él estará siempre haciendo la voluntad de su Padre y ocupado de las cosas que son de Él. Dice el Evangelio que María guardó todas estas cosas en su corazón y eso la preparó para acompañar, aceptar y ofrecer la entrega de Jesús en la Cruz. Al pie de esa cruz ella 12

tuvo la certeza de que su Hijo hacia la voluntad de su Padre asumiendo la debilidad y el dolor humano hasta el extremo. No hay norma más profunda para el actuar humano que el hacer la voluntad de Dios y no existe una actitud más sabia que discernir en todo momento y en todas las circunstancias lo que nos pide el Señor, lo que Él espera de nosotros. Quien busca y procura hacer en todo momento la voluntad del Padre ha comprendido la misión de Jesús y es en verdad su seguidor. Jesús llegó a decir que su madre y sus hermanos eran quienes hacían la voluntad de su Padre como Él la hacía. Por eso con esta pregunta, luego de meditarla en su corazón, la Virgen comprendió el lazo más profundo que tenía con su hijo. Ella le había dicho a Dios: “Hágase en mí según tu palabra”. Y esa actitud la hizo Madre de Dios. Si nosotros vivimos en nuestra vida esa entrega seremos de verdad los hermanos del Señor.

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II

“¿Me amas?” (Juan 21, 17)

No hay pregunta más simple y tal vez ninguna tan hondamente humana y más fundamental que la pregunta con que Jesús se despidió de Pedro: “¿Tú me amas?”. ¿Puedo confiar en ti? Fue la última pregunta de Jesús en este mundo. Es una pregunta que va al fondo y exige la verdad. Todo hombre ha hecho esta pregunta a la persona con quien quiere compartir la vida… sabiendo que de la respuesta depende el curso de su existencia. “¿Tú me amas?”. Ahí no hay lugar para la táctica o la estrategia. Jesús no preguntó a su apóstol cuánto había entendido, ni cuál era su capacidad de trabajo, sino cuál era la hondura de su amor. Solo cuando estuvo seguro de que ese amor era sólido, pudo confiar definitivamente su obra a la debilidad humana. “¡Apacienta mis corderos!”. Porque Jesús reconoció que Pedro lo amaba de verdad, confió en él y le dio la misión de confirmar a sus hermanos. Sobre sus débiles fuerzas de hombre, convertidas en roca, el Maestro edificó su Iglesia; y simbólicamente a él, como cabeza, le entregó las llaves que abren y cierran las puertas de la vida. La prudencia, sin embargo, hubiera aconsejado desconfiar. Pedro había conocido la traición y el temor pudo paralizar en un momento todos sus sueños: había negado a quien amaba. Todo pareció entonces terminado. En esas circunstancias Jesús quiso ir al fondo de las cosas. Hizo la pregunta decisiva, la única que en definitiva interesa: “¿Tú me amas?”. Jesús esperó la respuesta de Pedro, como Dios aguardó expectante el “sí” de María del cual dependía el plan de salvación. Por eso la hizo tres veces como tres habían sido las negaciones del apóstol. El futuro de la fe dependía de ese amor… Y Pedro no falló: “Señor, tú sabes que te amo”. Jesús también nos ha buscado a nosotros. Con los años, sin embargo, hemos olvidado 14

el encanto de ese primer encuentro. Por la necesidad de adaptarnos a los tiempos, por el imperativo de dar razón de nuestra fe… hemos ido cargando el cristianismo de “teologías” que son necesarias, pero que pueden a veces hacernos perder la sencillez e inmediatez del encuentro personal. Fácilmente nuestra fe se ha convertido en doctrina, en afirmación de valores morales, en pensamiento social, en acción. Tales respuestas pueden ser aptas para un momento determinado en la historia y hacerse incomprensibles en otras circunstancias. Todo eso es realmente fundamental y necesario en su momento, pero no puede sustituir una relación gratuita de elección, amor, ternura y fidelidad entre el hombre y Jesús. Ahí se encuentra el alma del cristianismo. Pocos cristianos pueden decir que aman al Señor con toda su alma, con todas sus fuerzas, con todo su corazón. Por eso resulta fundamental preguntarnos también hoy: “¿Tú, en verdad, le amas?”. Es la pregunta suprema del Evangelio. Han pasado los años. Pocos pasajes tienen para nosotros más actualidad. La Iglesia nos invita ahora a una nueva evangelización; a un reencuentro con Cristo que renueve a fondo nuestro ardor. En estas circunstancias el Señor repite su pregunta final que está en el origen de la Iglesia y de todo proyecto evangelizador: “¿Tú me amas?”. Él espera la respuesta. No podemos engañarnos y engañarlo. Él desea que, como Pedro y con Pedro, podamos contestarle: “Señor, tú sabes todas las cosas. Tú sabes que te amo”. Si el mundo intuye que nuestra respuesta es verdadera, comienza entonces la nueva evangelización.

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III

“¿Qué buscáis?” (Juan 1, 38)

Jesús, al comenzar su ministerio, quiso responder a los más profundos anhelos humanos. Yendo solo por las márgenes del río Jordán, Jesús se dio cuenta de que lo seguían… Intuyó en el ruido de esas pisadas el caminar de seres humanos que añoraban y buscaban algo. Ellos representaban a la humanidad en búsqueda. En esos pasos resonaba la larga marcha de Israel por los desiertos buscando la tierra prometida; en esos pasos había un eco de tantos pobres, sufrientes y profetas que esperaban un Mesías. Volviéndose hacia ellos les preguntó: “¿Qué buscáis?”. Quisiéramos reflexionar sobre esta pregunta del Evangelio que tiene validez más allá de la circunstancia en que fue pronunciada. Puede ayudarnos hoy a reorientar nuestras propias marchas. “¿Qué buscáis?”. Lo que Jesús realmente deseaba saber era hacia dónde querían ir esos hombres y por qué abandonaban sus seguridades, por qué dejaban a su antiguo maestro. Jesús, que en el Evangelio enseñó preguntando, se vuelve hoy también hacia nosotros porque quiere saber tras qué cosas andamos. ¿Qué queremos realmente? En nuestro trabajo, en nuestra familia, cuando vamos a descansar, cuando discutimos de política, ¿qué vamos buscando? ¿Vale la pena hacer lo que estamos haciendo? ¿Nuestro caminar nos conduce a alguna parte? El problema no es solo personal. También se le plantea a la sociedad en su conjunto. ¿Qué buscamos, qué metas perseguimos como pueblo…? Si queremos desarrollarnos, ¿qué progreso, en verdad, nos interesa? Cuando nos imponemos (y mucho más cuando nos imponen) sacrificios, ¿qué se busca? ¿Cuál era nuestro proyecto real, por ejemplo, cuando nos asignamos la tarea de volver a la democracia? ¿Queríamos la libertad, la igualdad de oportunidades y derechos, la justicia, la verdad? Las utopías y los sueños determinan una parte importante de nuestros desvelos. Una 16

sociedad sin metas es una sociedad estancada. Del mismo modo una sociedad que proclama objetivos sin poner los medios para llegar a ellos, tarde o temprano quedará cruelmente burlada. Es tarea primordial de los líderes proponer objetivos y corregir las esperanzas falsas que llevan al fracaso. El hombre es maestro en esconderse y camuflar sus anhelos. La primera consecuencia del pecado que experimentó Adán fue su necesidad de ocultarse… Y Dios le salió al encuentro con una pregunta lacerante que es un llamado a la verdad: “Adán, ¿dónde estás?” (Génesis 3, 9). El Señor invitó a nuestros primeros padres a atreverse a salir del matorral que los escondía y a enfrentar su propia realidad. Las ideologías, las medias verdades, las pasiones humanas, hacen muy difícil que el individuo y la sociedad se atrevan a decirse realmente qué andan buscando. Los prejuicios, los intereses de clase, los temores, las tradiciones nos quitan la libertad para escuchar la pregunta de Jesús y para responderla con honradez. En verdad, ¿qué buscamos? Uno de los grandes desafíos pedagógicos es enseñar a buscar, a soñar, a ponerse metas que valgan la pena… y a dar la libertad para iniciar la marcha. Lo que uno busca define el camino que se recorre y en cierto modo anuncia lo que uno encontrará. La búsqueda orienta la marcha. Quien nada busca no solo andará errante, sino que perdido todo rumbo jamás llegará a meta alguna. Con mil variantes, el hombre tiene un camino trazado, un “camino real” para su vida. Ese camino lo hace salir de Dios su creador y lo conduce para encontrarse un día con el Rostro del Señor que es padre y fin de todos los desvelos. Si la senda escogida no termina golpeando la puerta de Dios, el ser humano habrá errado su más profunda vocación. Todo lo que el hombre tiene, todo lo que es, todo lo que hace, debe afirmar su paso para llegar a Dios. Es bueno tomar conciencia de que si nosotros andamos en búsqueda es porque previamente es el mismo Señor quien anda tras de nosotros, como mostró en el Génesis. Es Él quien nos busca y quiere encontrarnos… Pero ese encuentro nunca será posible si libremente no nos ponemos nosotros en su camino. Dios jamás va a tronchar nuestra libertad. Es consolador constatar que todos los caminos, por errados que sean, se cruzan algún día con el camino de la Vida verdadera, dándonos la posibilidad de reorientar los pasos. Por eso es bueno hacer resonar en nosotros con honradez la pregunta de Jesús “¿Qué buscáis?”. Nunca es tarde para responder.

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IV

“¿Quién me tocó?” (Lucas 8, 45)

Jesús iba camino de la casa de Jairo. Centenares de personas se apretujaban en su entorno para poder oírlo. Casi no podía avanzar por el gentío que lo presionaba por todos lados. Era el barullo que produce la curiosidad. Muchos querían acercarse al “profeta” para poder contar que lo habían visto, que lo habían tocado. En el lenguaje actual diríamos que todos hubiesen deseado sacarse una fotografía con Él o arrancarle un autógrafo… pero curiosamente todos esos hombres fueros incapaces de alcanzar al Señor. Se rozaron con Él, lo apretaron sin llegar a tocarlo. Al Señor se va por otros caminos y de eso se trata la reflexión sobre esta pregunta. Solo una mujer se acercó silenciosa y por detrás tocó la orla del manto de Jesús. Iba cargada de humillaciones y de dolor por una enfermedad infamante que la hacía contagiosa e impura ante la ley. En ella no había curiosidad. Había necesidad y confianza. Llevaba años sufriendo. Había acudido a otros inútilmente. Entonces solo le quedaba Dios. Al extender su mano para tocar el borde del manto del Señor, corrió por ella un flujo de soledad, impotencia y vergüenza que quiso ocultar con el silencio. Eso era ella: un amasijo de ruinas que esperaba en Jesús… y el flujo de su sangre se detuvo y sanó de su mal. Mientras la sangre dejaba de manar, del Señor brotó una fuente de gracia, de comprensión y paz El señor hizo entonces la pregunta: “¿Quién me tocó?”. Jesús percibió que ahí había otra cosa. Alguien de verdad se acercaba a él. Había humanidad y sinceridad. Alguien se atrevía en secreto a mostrarle sus miserias. Alguien se acercaba lleno de necesidades y no tenía otra voz que su total confianza. Ese lenguaje llegó al corazón de Cristo: “¿Quién me tocó?” Este texto, a su modo, nos enseña sobre el verdadero acceso a Jesús. Los teólogos se han preguntado muchas veces cómo se llega a Jesús que vivió hace ya tiempo y sus mismas palabras están mediadas por una tradición. Los géneros literarios de los exégetas, las tesis más nuevas de cristología, con todo lo necesarias e importantes que sean, son incapaces de tocar la orla del manto y llegar por ahí hasta el corazón de Cristo. Esa 18

mujer no pidió nada: se contentó con establecer un contacto real con Jesucristo desde su verdad humana. Ante Jesús no hay máscaras porque Él en lo secreto capta nuestro propio secreto. Todo hombre tiene enfermedades que lo hacen sufrir; con frecuencia son más graves las del alma que las del cuerpo, pero solemos encubrirlas con títulos, honores, con ciencia vana… con superficialidad. Así no podremos nunca alcanzar a Jesús. Esta mujer anónima, sencilla y sufriente nos enseña un modo de acercarnos a Él: con confianza, con humildad, silenciosamente, poniendo a su sombra nuestra enfermedad. Con esa actitud, aunque esa mujer no hubiese sanado en su cuerpo, habría encontrado su verdadera salvación. A través de esa mano temblorosa, sus penas pasaron a Jesús y se hicieron parte de la cruz redentora. Ese dolor inmenso encontró un sentido salvador. Y darle un sentido al sufrimiento es más importante que curarlo. Ahora cabe preguntarnos: ¿Cómo nos acercamos nosotros al Señor? ¿Desde dónde lo buscamos? Esta mujer con su silencio nos ha abierto una vía. Por ella caminan sobre todo los pobres y los sencillos de corazón.

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V

“¿Ves a esta mujer?” (Lucas 7, 40)

Jesús era el invitado en una casa principal. Simón, un fariseo, le había rogado que cenase con él. Entonces, de improviso, se presentó en la cena una mujer reconocida en la ciudad por sus pecados. Mientras ella besaba los pies del Señor y los ungía con perfume, se fue haciendo evidente en la mente del fariseo que el Señor no era profeta porque no reconocía a los pecadores; porque no los apartaba de su cercanía. El anfitrión miraba sin ver realmente lo mejor de esa mujer en llanto. Jesús en esa noche nos entregó una de sus más profundas enseñanzas. Nos dio una lección de humanidad porque invitó a mirar al ser humano como lo hace Dios. Volviéndose a Simón, le pidió atención pues tenía algo importante que decirle. Y le contó una historia de prestamistas y deudores para que entendiera que a quien se le condonan deudas grandes tiene muchas razones para amar. Pero el Señor fue aún más lejos. Contemplando a esa mujer enriqueció su historia. –¿Ves a esta mujer? Nos sabemos cómo era su apariencia. Tal vez tenía las muestras de su oficio. Pero sabemos que ella ocultaba un gran misterio humano: bajo sus atavíos de mujer públicamente pecadora había lugar para la ternura verdadera, para la humildad y para que Dios pudiera entrar en ella como a su propia casa. En esa mujer se entrecruzaba un doble misterio de debilidad y amor. Por eso ella era capaz de recibir el perdón y acoger la paz. El Señor descubrió en esa mujer despreciada por todos, un fondo de verdadero amor; ella era la prueba de que los más duros pecadores, en su debilidad, pueden también amar. Viéndola a ella, Jesús completó su enseñanza: no solo ama aquel que es perdonado, sino que es perdonado aquel que ama; el amor no es solo fruto del perdón, sino en cierto modo es su causa. El pecador también puede amar a pesar de su falta. Y ese día se abrieron las puertas del regreso y la misericordia a muchos que se sentían lejos y sin derecho al perdón. 20

En esa pregunta Jesús nos invita a limpiar nuestras pupilas para llegar a ver: “¿Ves a esa mujer?”. Es importante calibrar la hondura que alcanza el mirar de nuestros ojos. Cuando se mira a un hombre o a una mujer, solo merece el nombre de mirada aquella que atraviesa el exterior y llega hasta las fuentes de lo humano; aquella que no queda entorpecida por las apariencias y aquella que supera los prejuicios o las reglas estrechas. Esto nos da una enorme esperanza a quienes sabemos que coexisten en nuestro ser un amor grande y una debilidad no menos grande. En medio de los más reprobables extravíos, el ser humano puede anidar también un gran amor… y por ahí entra Dios con su perdón. Los que nos hemos esforzado vanamente por extirpar nuestros defectos, los que sin éxito hemos querido mostrar a Dios una libreta limpia, sabemos que hay un camino más corto y más seguro hacia Él: amarlo humildemente como la pecadora del banquete. Esa mujer nos abrió una puerta a la esperanza. En ella se posó la mirada penetrante de Dios hasta encontrar lo que es más suyo: el amor. Esa mirada que la respetó, la comprendió y la transformó hasta su raíz. Así mira Dios a los hombres. Jesús al preguntarle a Simón si veía a esa mujer, le mostró que la verdadera visión no se detiene hasta llegar a los fondos de amor que hay en el corazón incluso del que parece extraviado. Él enseñó que el mirar de Dios no es como el mirar humano porque sus ojos van a lo esencial. ¿Qué habríamos visto nosotros en esa mujer? ¿Qué vemos nosotros en nuestros compañeros de trabajo, en nuestros familiares, en las personas que cruzan nuestra vida, en los agnósticos o ateos, en los separados y vueltos a casar? A la luz de esta enseñanza, rompiendo prejuicios, condenaciones y rechazos, vale la pena marchar a lo esencial y mirar como mira Jesús.

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VI

“¿Qué quieres que haga por ti?” (Lucas 18, 41)

Esta pregunta se la hizo el Señor a un hombre que no podía ver. El ciego llevaba tiempo sentado junto al camino de Jericó, hundido en sus tinieblas, aguardando la luz. El desgraciado, al oír el gentío, gritó pidiendo ayuda. Jesús detuvo su marcha y preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Nunca en su vida ese hombre había escuchado algo semejante. Ese pobre limosnero no podía imaginar que el Mesías le ofrecería su cercanía… que el Hijo de Dios estaría dispuesto a responder a sus anhelos… que sus oídos aguzados para oír las más leves brisas iban a escuchar la voz del Verbo de la vida que le decía: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Con sencillez, ese hombre no pidió riquezas, prestigios ni triunfos; no pidió la honra. Solo pidió ver. Sin embargo, detrás de esa palabra está la hondura de la fe. En el Evangelio “ver” es mucho más que mirar con los ojos de la carne; solo “ve” de verdad el que es capaz de vislumbrar el misterio; el que descubre hacia dónde va su vida y dirige hacia allí sus pasos. En realidad solo “ve” quien en medio de sus trabajos y sus penas descubre a Jesucristo. El que no llega a eso, aunque vea, conserva su ceguera. Esa misma pregunta de Jesús resuena hoy en el corazón de cada uno de nosotros, porque el Evangelio sigue vivo. El Señor es cercano y se interesa por nuestras necesidades y nuestros anhelos. Él nos vuelve a preguntar: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Es hora de preguntarnos qué queremos pedirle a Dios. Vale la pena reflexionar sobre nuestras peticiones al Señor porque eso manifiesta nuestras necesidades, nuestros valores y tal vez nuestros criterios más profundos. En los momentos de necesidad o de dolor nos volvemos a Dios para pedirle que venga en nuestra ayuda. Desgraciadamente, a menudo solo se pide dinero, salud o verse privados de un dolor… pero allí no está la llave que permite abrir la puerta de la felicidad y de la vida.

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En el Antiguo Testamento, Dios le pidió al sabio rey Salomón que le solicitara algo y este no pidió riquezas ni salud; pidió sabiduría y Dios lo alabó por saber pedir lo que conviene. Si el Señor nos preguntara qué esperamos de Él, muchos no sabríamos responder. Sin embargo, curiosamente, cada día, con nuestros trabajos y desvelos, consciente o inconscientemente estamos respondiendo a esa pregunta. En realidad, ¿qué andamos buscando es este mundo? Si en el momento supremo de la vida se nos concediera hacer tan solo una petición; si en ese momento el Señor me preguntara qué quiero yo de Él, ¿qué me atrevería a pedirle? Tendría que ser algo definitivo, algo que orientara el rumbo de la marcha. No podría ser algo pasajero. Cuando Herodes después de la danza seductora, ofreció a Salomé todo cuanto ella deseara, la joven se vio confundida. Entre sus veleidades, no sabía por qué decidirse; su vida estaba sin rumbo y terminó pidiendo la cabeza de Juan el Bautista. Perdió entonces su oportunidad. No es fácil pedir a Dios lo que realmente necesitamos. Se trata de llegar hasta el fondo de nosotros mismos, de descubrir nuestro anhelo más hondo, de escudriñar en nuestro interior para encontrar lo que da sentido a nuestras vidas; se trata de aclarar qué es lo que constituye nuestra felicidad o qué fracasos nos causan las mayores penas. Ante esa pregunta de Jesús resulta indispensable interrogarnos con mucha honradez: ¿Qué quiero yo en verdad? ¿Qué deseo para los seres que amo? ¿Vale de verdad la pena lo que busco? ¿Qué estoy dispuesto a recibir de Dios? El ciego de Jericó hizo una petición que agradó a Jesús: “Señor, que vea”. A ese hombre sencillo, lo demás se le dio por añadidura. El milagro que hizo Jesús fue mucho más que devolverle la visión a ese ciego: le permitió encontrarlo a Él. Eso cambió su vida, ya que no siguió –como dice el Evangelio– “sentado junto al camino”, sino que se puso verdaderamente a caminar y quiso seguir a Jesús.

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VII

“¿Quieres sanarte?” (Juan 5, 6)

Jesús hace esta pregunta a un paralítico que llevaba treinta y ocho años junto a la piscina esperando un milagro para poder andar. En tales circunstancias, pudo parecer algo retórico y casi cruel preguntarle a ese hombre si quería recobrar la salud. Sus deseos eran evidentes: él aguardaba con ansias el temblor de las aguas y la ayuda de una mano salvadora. Pero Jesús sabe lo que hay en el corazón humano. Él conoce en profundidad nuestros extraños modos de proceder. Curiosamente, entre las cosas raras que tenemos los humanos, está el hecho de que muchos de nosotros, en el fondo del alma, preferimos seguir postrados para siempre antes que levantarnos. Nos cuesta acercarnos a quien pueda ayudarnos. Tenemos miedo de que diagnostiquen nuestro mal; lo negamos, lo ocultamos y permitimos que él siga su avance. Esa es la constatación de psicólogos, médicos y directores espirituales. Rechazamos poner los medios que nos hacen andar. Solo queremos aliviar los síntomas, descubrir alguna receta fácil… pero intuyendo que el mal es tan profundo que no tiene remedio. Esto vale también en las crisis de fe; en los desgarrones que quitan sentido a nuestra vida. Nos encerramos allí, sin buscar las salidas. Al parecer, nadie quiere sufrir; se diría que todos buscamos la felicidad, pero extrañamente, con frecuencia, ponemos esa felicidad en compadecernos de nosotros mismos o en que los otros se preocupen de nosotros, nos tengan lástima y se nos acerquen. Parece ser que nos gusta que nos miren con compasión. No es raro encontrar a personas que narran con detalle sus dolencias y que cuentan las incomprensiones y malos tratos que injustamente reciben. Los rencores, las rabias profundas que nos hieren por dentro, los remordimientos malsanos están agazapados en nuestro interior y se agarran a nosotros como una 24

garrapata… y nosotros nos agarramos a ellos como a nuestra identidad. Ellos nos paralizan como al enfermo de la piscina. El verdadero mal no está tanto en el dolor físico o en la pena que tengamos, como en el modo como procesamos ese sufrimiento. Todos, tarde o temprano, tenemos que afrontar el dolor; el drama es que algunos preferimos quedar entrampados, paralizados para siempre en el mal. Eso explica que Jesús, antes de emprender la aventura del milagro y de la fe, nos pregunte: “¿Quieres sanarte?”. Para andar, para superar nuestras dolencias es indispensable poner algo de nuestra parte. Todo es gracia pero nada se hace sin la humilde y libre colaboración humana. La vida y la salvación son un regalo, un don de Dios. La misma aceptación de ese don es también un regalo, pero supone la colaboración del hombre: “¿Tú quieres sanarte?”. Ante tantas penas, dudas de fe, incomprensiones, faltas de sentido, es necesario hacernos honradamente la pregunta que Jesús formuló al paralítico: “¿Tú quieres sanarte?”. ¿Tú quieres levantarte y andar? ¿Tú quieres ayudarte y qué te ayuden? ¿Eres capaz, en verdad, de confiar en los demás y en el Señor? ¿Eres capaz de mirar con honradez la verdadera causa de lo que te pasa? ¿Te atreves a poner los medios eficaces para salir de la parálisis? Si tú no quieres poner, al menos, ese deseo de tu parte, todos tus males son incurables… pero no olvides que el Señor ha venido para invitarte a andar.

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VIII

“¿Con qué compararemos el Reino de los Cielos?” (Lucas 13, 18)

Si el Señor me hiciera hoy esta pregunta tal vez no sabría responderle y sin embargo ella es esencial para vivir y entender el cristianismo. La pregunta que nos hace Jesús tiene inmensa vigencia hoy: ¿Qué entendemos por Reino de los Cielos? ¿Con qué podemos compararlo? Unos lo entienden como evasión de la dura realidad de este mundo y otros como éxito y triunfo resonante de la religión y dominio de la Iglesia. En tiempos de Jesús, muchos concebían el Reino como la liberación política definitiva de Israel y su predominancia sobre las naciones. La visión de Jesús no corresponde a esas ideas. Fue extraño que Jesús comparara el Reino de los Cielos con la más pequeña de las semillas o con la humilde levadura. Pero esa semilla, en su insignificancia, tiene una fuerza interior que la convierte poco a poco en una planta frondosa. Del mismo modo la pequeña porción de levadura es capaz de trabajar lenta y silenciosamente hasta transformar por dentro toda la masa. Ambos ejemplos son lo contrario de la ostentación y de la apariencia. Son una muestra del valor de la humildad, de la fuerza interior muchas veces silenciosa e invisible. Sin lugar a dudas, el corazón de la enseñanza de Jesús, la médula del Evangelio, es el anuncio del Reino de su Padre. Por eso es tan importante entender a qué se refería. Su enseñanza no fue un código de moral, ni tampoco una teoría o una doctrina que se expusiera punto a punto en forma de tratado erudito o pedagógico. En su vida pública Él recorrió los territorios de la Galilea y sus alrededores proclamando que el Reino estaba cerca y todos sus gestos, palabras, milagros y el conjunto de su vida fueron un signo de esta buena noticia. Del modo cómo comprendamos el anuncio del Reino dependerá, por una parte, nuestra intelección del Evangelio y, por otra, de esa intelección dependerá la respuesta adecuada y actual que le demos a la pregunta que Jesús hoy nos formula. Como toda palabra humana, y mucho más cuando ella se refiere a Dios, el término reino es ambiguo y puede prestarse a muchos equívocos. El propio Jesús tuvo que escabullirse cuando querían hacerlo rey porque comprendió que no estaban hablando de 26

lo mismo. Él debió volver muchas veces sobre el tema, buscando comparaciones apropiadas, contando parábolas, corrigiendo errores, pues no fue fácil para Él darse a entender. La gente quería poder, seguridad, fuerza, y Jesús hablaba de servicio, de humildad y hasta del fracaso de la muerte. Con cuánta facilidad se liga la palabra reino a una corte ampulosa, a un trono fastuoso, a una corona de oro, al ejercicio de un poder omnímodo, al boato, a lujos y privilegios. La historia de la Iglesia ha estado marcada por este equívoco. Muchas veces en el decurso de los siglos cambiamos la corona de espinas por coronas de oro, impusimos por la fuerza las ideas, establecimos títulos honoríficos y levantamos ejércitos. Con frecuencia expresamos nuestra adoración al Señor adornando los lugares de culto con profusión de lujos tan ajenos a las pajas del pesebre de Belén o a la sencillez de Nazaret. Aunque parezca extraño, un mal entendido amor a Dios pudo alejarnos de la imagen del Padre que Jesús nos reveló. No fue fácil entender de qué hablaba Jesús cuando se refería al Reino. Al final de sus días debió precisarle a Pilato, que estaba intrigado por lo que escuchaba, que su reino no era de este mundo, pero que estaba profundamente inserto en él. Hasta en eso parecía contradictorio porque era… ¡y no era intramundano! ¿Con qué compararíamos hoy el Reino anunciado por Jesús? El ejemplo de la mostaza no nos es muy útil porque pocos conocen esa semilla. El pan no se elabora en casa y pocos han visto el efecto de la levadura. Pero mucho más grave es que no podamos responder esa pregunta porque, nunca como ahora, hemos puesto la confianza en las apariencias, en el prestigio, la fuerza y el consumo, en los títulos académicos, en la acumulación de poder y de riquezas. Aunque hoy existen pocos reyes y ellos no son lo que eran antes, sin embargo persiste la lucha encarnizada por el poder. Sigue ejerciéndose la violencia. Los ejércitos tienen hoy más armas que jamás en la historia de la humanidad. La política nacional e internacional busca desesperadamente la dominación, creando clases sociales oprimidas y naciones dependientes y pobres. Claramente el reinar de Dios es algo diferente. Ahí la humildad, el respeto al pobre, el amor entre los hermanos, el perdón, son reglas esenciales. El dar vale más que el tener; el hacerse servidor y ser el último cuando uno es el primero es el modo de ejercer el poder. En el reinar de Dios, rompiendo las lógicas del mundo, el que manda se coloca en lugar del que sirve como lo hizo Jesús en la última cena. Es una semilla sembrada en lo más hondo de nuestro corazón que genera relaciones profundamente humanas, donde el servicio y el olvido de uno mismo parecen esenciales. Esa levadura da sentido a nuestras vidas, nos ayuda a enfrentar nuestros fracasos y genera la más profunda, duradera y genuina felicidad. La lógica del Reino de Dios nos permite levantar la mirada y no perder la esperanza cuando viene el dolor. Esa misma lógica hace posible que el grano de trigo al morir se 27

haga fuente de vida y dé nuevos frutos. Jesús anunció la llegada del Reino como una semilla que iría germinando y su persona fue el rostro visible y humano de ese Reino adveniente. Con Él se produjo la cercanía definitiva de una divinidad misericordiosa y humana que caminaba en medio de nosotros, generando un hombre nuevo y nuevas relaciones del hombre con Dios, con el hombre y con el mundo. Con el anuncio de ese Reino cambió el sentido profundo de la religión. Ella más que una acción humana, más que una búsqueda apasionada del absoluto y un deseo de alcanzar la divinidad, se convirtió en una total entrega de Dios al ser humano. Con Jesús es Dios el que baja, el que se acerca para compartir nuestra existencia. El Reino es una nueva presencia cercana de Dios, que levanta al caído, consuela al que sufre y sana al herido. Es una nueva relación entre los seres humanos, donde la fraternidad y la solidaridad son más importantes que el dominio egoísta y la competencia. Es una experiencia que transforma el poder en servicio. Es un modo de entender el cosmos como la casa común que nos regala Dios y que debe albergarnos y nutrirnos a todos por igual. Pero sobre todo el Reino de Dios, Reino de misericordia y amor, da una consistencia definitiva a la historia humana en esta Tierra y nos permite a todos tener una vida llena de sentido, cargada de amor y por eso muy feliz. En este mundo de consumo hay que atreverse a hablar del verdadero Reino; pero ¿con qué podemos compararlo para que nos entiendan? ¡Cuánto ganaría la humanidad si en vez de concebir el desarrollo en producir más dólares per cápita, pusiéramos estas ideas en el corazón del concepto de progreso! ¿Con qué podríamos comparar hoy el Reino de Dios para que lo entendamos mejor y para que nos entiendan?

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IX

“¿Quién dice la gente que soy yo?” (Marcos 8, 28)

En el corazón de los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas, Jesús formula a sus discípulos esta pregunta que es verdaderamente medular. “¿Quién dice la gente que soy yo?”. El Maestro quiere saber qué piensan de él los hombres de su tiempo. Desea también contrastar la opinión de la multitud con la de los discípulos que lo han acompañado paso a paso… “Y vosotros, ¿quién dicen que soy yo?”. La multitud ha seguido a Jesús con entusiasmo, ha contemplado los prodigios, le ha descubierto sus llagas para que Él las cure; ha escuchado sus palabras… pero ese pueblo que necesitaba la presencia del Mesías, ha sido incapaz de llegar al fondo del misterio y por eso no ha sabido reconocer al que esperaba. “Él vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (Juan 1, 11). Las ideas que tenían, los prejuicios impresos en su imaginación, impidieron a ese pueblo descubrir la novedad sobrecogedora de la presencia de Dios. Jesús fue un misterio insondable para sus contemporáneos. Lo más que podía aceptar era que habían vuelto a la vida Elías, Juan Bautista o uno de los profetas (cf. Marcos 8, 28). No podían, sin embargo, creer ni aceptar que Dios se hiciera parte de la historia humana; que el Mesías compartiera palmo a palmo nuestras penas y grandezas; no podían comprender que Dios se hiciese un hombre libre, humilde y manso, amigo de publicanos y pecadores. Mucho menos podían entender que el Señor marchara por el camino de la cruz y que fuera un servidor sufriente. En vano había anunciado eso la Escritura. Ese escándalo ni los discípulos podían aceptarlo. ¿Estamos hoy mejor? La pregunta de Jesús conserva su vigencia y los cristianos, llamados a evangelizar el mundo, debemos también preguntarnos qué piensa de Jesús la gente de estos días. “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Muchos ya no se ocupan de Él o acallan su llamamiento. Para otros, es tan solo un recuerdo del pasado, una etapa superada de la cultura. Algunos lo actualizan diciendo que es un revolucionario, un “se busca” intransigente; un maestro de moral; o uno más de la lista de gurús y maestros que jalonan la marcha del espíritu. Otros lo ven como un Dios 29

lejano y espiritual. “¿Quién dice la gente que soy yo?”. ¿Qué piensan los científicos de hoy, aquellos que esperan dominar un día los secretos de la vida y transformar el mundo? ¿Qué piensan aquellos economistas que, seguros de su saber, ubican el progreso humano en la cantidad de dólares que producimos per cápita? ¿Qué piensan de Jesús los pragmáticos, que miran con desdén, como algo anticuado, las consideraciones éticas? ¿Qué piensan los que por razones de Estado y seguridad torturan y matan? ¿Qué piensan de Él aquellos religiosos que han hecho de su vocación solo una profesión o un camino de promoción burocrática? ¿Qué piensan los artistas que buscan la belleza fuera de Dios? ¿Qué piensan los deportistas que han convertido el desarrollo físico en el dios que adoran? Como los contemporáneos de Jesús, los hombres de este tiempo han pasado a su lado sin comprender su misterio y siguen hoy buscando un Salvador. Puede hacernos sufrir el hecho de saber que esa respuesta insuficiente la dan también ahora muchos que se dicen cristianos… Tal vez, sin yo quererlo ni saberlo, piense lo mismo que piensa la gente. “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Respondiendo a esa pregunta, se puede hacer un diagnóstico de la humanidad que anda errante en busca de un pastor… La respuesta depende en buena parte del testimonio que nosotros damos y por eso esa respuesta abre para nosotros una misión en el mundo de hoy.

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X

“¿Quién dicen ustedes que soy yo?” (Mateo 16, 15)

Es esta la pregunta central del Evangelio. En torno a ella se organiza en los sinópticos – Mateo, Marcos y Lucas– la vida y las enseñanzas de Jesús. Es bueno que también yo me pregunte por el lugar que ocupa Jesús en mi vida; por el significado que Él tiene para mí. Después de largo tiempo de formación, el Señor les preguntó a los suyos quién decía la gente que era Él… Y oyendo la variedad de respuestas –porque unos creían que era Juan Bautista, otros pensaban que era Elías o alguno de los profetas– se atrevió a averiguar si ellos mismos habían comprendido el fondo del misterio y si estaban aptos para escuchar el alma del mensaje: “¿Y vosotros, quién decís que soy yo?”. Es importante este paso de la opinión general, de la teoría (que no compromete vitalmente) a la pregunta que penetra hasta la verdad del corazón y que no se puede eludir: “Y ustedes, ¿quién decís que soy yo?”. Largamente ha estado Jesús instruyendo a los suyos. Les ha ido revelando poco a poco su misterio. Les ha mostrado su amor y manifestado las ternuras insospechadas de Dios, su Padre. Él sabía que para esos hombres sencillos que, dejándolo todo lo habían seguido, no sería fácil ir más allá de las apariencias. Ellos tendrían dificultad de manifestar una opinión diferente a la que tenía la gente de su entorno. ¡En esto eran tan parecidos a nosotros! Sin embargo, era imposible levantar una Iglesia sobre unos discípulos que no hubiesen hecho penetrar el Evangelio en su propio corazón. Por eso, todo dependía de esta simple pregunta: “¿Y ustedes, quién decís que soy yo?”. Para poder contestar a esta interrogación, no basta con haber aguzado la razón. Conocer a Jesús, llegar a intuir la hondura de su ser, es un regalo. Hay que abrir el corazón como un niño para que Dios lo llene con su gracia. Por lo demás, siempre es así cuando se quiere llegar a conocer en realidad a una persona. No es la carne ni la sangre quienes permiten descubrir el misterio… 31

Si Jesús no es más que un hombre ejemplar, vana es nuestra fe; si Él es solo un hombre, nuestro mundo se cierra y la marcha de nuestros pies se detendrá algún día sin haber llegado a parte alguna. Si el Señor es tan solo un profeta, los que creemos en Él somos los más desgraciados de los hombres. “¿Quién dicen ustedes que soy yo?”. Pedro tomó la palabra en nombre de los doce… (y por qué no decirlo, en nombre de nosotros) y dio la respuesta que el Maestro esperaba: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Esa respuesta, tomada en serio, cambió la vida de los apóstoles y también influyó hasta la raíz en la nuestra. Los exégetas podrán discutir sobre esa respuesta, pero la Iglesia sabiamente ha entendido siempre que ahí está la verdad última. Ahí se revela mejor que en ninguna parte lo que es Dios, la Iglesia y el hombre. Reconocer a Jesús como el Mesías es aceptar, no solamente que Él es quien llena todas las expectativas del hombre… sino también reconocerlo como Hijo del Altísimo. La confesión cristiana es afirmar que nuestro Dios fue más allá de todo lo que podíamos anhelar, porque vino a compartir nuestra propia humanidad. Si la respuesta de Pedro expresa la verdad, la vida humana adquiere una dimensión que no era posible imaginar: el hombre es mucho más que la imagen de Dios, como nos enseña el Génesis… Al asumir nuestra humanidad el Verbo se hizo uno de nosotros y nos introdujo en el misterio mismo de Dios. “¿Quién dicen ustedes que soy yo?”. Es esta finalmente la radical interrogante que tarde o temprano se nos presenta y que define el horizonte de nuestra existencia. Es bueno hacernos hoy esta pregunta con toda honestidad. Si yo digo de verdad que para mí Jesús es el Hijo de Dios vivo, el Mesías largamente esperado, todo cambia. En un momento de crisis, cuando la humanidad busca con afán un camino, cada cristiano y cada grupo de la Iglesia tiene que preguntarse, con la misma fuerza con que Jesús preguntó a sus apóstoles, qué piensan en verdad de Jesús. “¿Quién dicen ustedes que soy yo?”. Si dudamos, si no nos atrevemos a responder, recordemos que Dios oculta el misterio a los sabios de este mundo y lo revela a los niños, a los pobres y a los humildes de corazón.

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XI

“¿Y tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas?” (Juan 3, 10)

Hemos dedicado parte importante de la vida a aprender. Hicimos grandes sacrificios para acrecentar nuestros saberes. ¡Cuántas horas de estudio! ¡Cuántas vigilias! ¡Cuántos exámenes y pruebas tuvimos que rendir! Y de todo esto, ¿qué ha quedado? Muchos de los versos que aprendimos se olvidaron y tal vez ya no somos capaces de repetir la lección que nos dieron nuestros maestros. Pero algo de todo aquello se incrustó en lo más hondo de nosotros. Esos conocimientos configuraron en buena parte nuestro ser y nuestro obrar. Y cuando llegue el momento del arqueo final, ¿qué quedará de todo lo aprendido con tantos esfuerzos y padeceres? ¿Habremos asimilado lo que en realidad era importante? Nicodemo era un hombre notable entre los judíos. Honesto y buscador… era en verdad un maestro. Él había indagado la Escritura y podía explicar, al modo de los sabios de Israel, todos los secretos de la ley. Convencido de que Jesús era un enviado de Dios, de noche se acercó a Él, porque tenía sed de saber. El Señor, de un modo incomprensible, lo invitó a nacer de nuevo; le rompió sus certezas, le habló en un lenguaje simple que le obligaba a ir de lleno a lo esencial… Y el sabio quedó mudo. El que conocía todo, ignoraba lo más fundamental. “¿Y tú, que eres maestro de Israel, no sabes estas cosas?” (Juan 3, 10). Han pasado los años y la pregunta de Jesús resuena para nosotros, hombres del siglo XXI, con impresionante actualidad. Aprendimos tantas cosas. La ignorancia se ha batido en retirada en casi todos los dominios. Los profesionales han llegado a grados increíbles de especialización. Pero no ha sido fácil guardar los equilibrios. Nuestra educación hizo crecer, en desmesura, aspectos importantes del saber y dejó en penumbra zonas indispensables para la vida humana. Hay sabios que son sabios tan solo en una parte de ellos mismos. Espiritualmente jorobados, crecieron sin concierto, desajustando el todo. Nadie les enseñó a rezar, a ser humanos, a ser tiernos, a ser padres o esposos, a repartir 33

su tiempo, a contemplar, a conocer el fin de la aventura… nadie les enseñó a vivir y a ser felices. Nadie los acercó al fuego del Espíritu. ¿No es razonable entonces hacernos la pregunta de Jesús? Si somos sabios, ¿cómo es que ignoramos lo más fundamental? “¿Tú eres sabio de Israel y no sabes estas cosas?”. Tú que has dedicado tanto tiempo a estudiar, finalmente, ¿qué sabes de la vida? Este saber profundo no ocupa lugar, no está vedado a nadie y curiosamente los más pobres, los que más sufren y los débiles pueden llegar a él con más hondura. Este saber rompe las reglas del aprendizaje y puede florecer cuando la memoria ya debilitada deja partir lo estudiado. Cuando las fuerzas van flaqueando, el hombre es capaz de percibir dónde está lo esencial: aquello que debe perdurar. Por eso es importante que todos, incluidos los sacerdotes y los teólogos, nos hagamos la pregunta de Jesús: “¿Y tú, que eres maestro de Israel, no sabes estas cosas?”.

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XII

“¿Por qué has dudado?” (Mateo 14, 31)

Pedro, el primero y principal de los apóstoles, sintió en su propia carne, como muchos hombres, el peso de la duda. Vehemente y apasionado, al reconocer a su Maestro viniendo en las sombras de la noche, quiso ser como Él y marchar sobre las aguas para ir a su encuentro. En ese entonces, la fe de Pedro era real pero incipiente. Basada en el primer amor a su Señor, esa fe, porque era todavía débil para afrontar la tormenta, se afianzaba todavía en el prodigio. A pesar de la confianza no era una fe radical. El apóstol marchaba airoso sacudido por el viento y el oleaje. En tal barahúnda sintió miedo. La firmeza de su marcha empezó a ceder; y el agua se fue abriendo lentamente bajo sus pies. Su fe se hundió. Ante la perspectiva del abismo, carente de todo apoyo y seguridad, Pedro tuvo que volverse definitivamente a Jesús y poner sólo en Él su confianza. Desde el fondo de su duda y su temor gritó: “¡Señor, sálvame!”. La duda fue el paso a la fe decisiva. La prueba lo hizo transitar de la confianza, tal vez superficial, a la fe más honda en su Maestro. Perdiendo todas sus seguridades, descubrió que sin Jesús él se hundía para siempre. Dudar y hacerse preguntas que tocan las raíces no necesariamente significa que todo se ha acabado… Por el contrario, es esa, a veces, la condición para volverse definitivamente a Dios. Cuando ya no hay apoyo humano, cuando todo parece terminar, el hombre puede tender las manos a su Señor y exclamar: ¡Sálvame! La duda radical puede ayudarnos a descubrir sin embustes, sin adornos, la necesidad absoluta que tenemos de Dios. El hombre de este siglo que ha visto quebrarse buena parte de sus certezas, tiene mucho que aprender en la duda de Pedro, pues ha sentido, como el apóstol, que bajo sus pies se rompieron muchas seguridades y que surgen por eso innumerables dudas, temores y preguntas. Para muchos, sin embargo, puede ser ese el camino del 35

reencuentro. Pedro dudó porque no había dado el paso a la entrega total y en el momento último él comprendió que Jesús estaba a su lado dispuesto a tenderle la mano. La verdadera fe no marcha sobre el agua… se afirma solo en Dios. Quien duda ha de saber que en su mar no está solo. Quien ha perdido todas sus seguridades y quien carece de puerto, puede volverse en su impotencia al Señor y pedirle que lo salve. Jesús estará siempre esperándolo. “Hombre, ¿por qué has dudado?”.

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XIII

“¿De qué discutíais?” (Marcos 9, 33)

Atravesando Galilea, medio escondido, sin detenerse, Jesús iba instruyendo a sus discípulos (cf. Marcos 9, 30). Ellos conversaban y discutían porque no entendían las palabras de su Maestro. En el primer descanso el Señor les hizo una pregunta decisiva: “¿De qué discutíais por el camino?”. Es curioso, pero al menos dos veces se preocupó Jesús de lo que conversaban sus discípulos. Él, que los quería y que deseaba formarlos para el futuro ministerio, sabía que la palabra y la conversación eran importantes. Qué se dice y cómo se dicen las cosas, debía preocuparle a quien se interesaba en formar apóstoles. Después de su resurrección, cuando ya terminaba su presencia visible entre los suyos, volvió a preguntarles de qué estaban hablando a dos que se alejaban, descorazonados, llorando la derrota. Ellos iban camino de Emaús (Lucas 24, 17). Triste debió ser para el Señor constatar, después de tanto esfuerzo pedagógico, que la conversación de sus discípulos fuese tan poco evangélica. En verdad es que ellos habían entendido poco. Discutían sobre quién era más importante. Y camino de Emaús, sin entender las Escrituras, iban mirando hacia atrás, rota toda esperanza. Siguiendo el interés de Jesús es bueno preguntarle al hombre de este siglo y sobre todo a quienes siguen a Jesús, de qué hablan y cómo se comunican. Esa pregunta se puede traducir o ampliar en nuestro tiempo interrogando qué vemos en la televisión y cómo usamos el internet en sus diversas formas. Es triste constatar que en este tiempo nuestro hay mucha soledad. Por odio, por rutina, por falta de horizontes o por miedo, hay personas que han dejado de hablar. Mudas ante un televisor, hay familias enteras que han perdido la capacidad de mirarse a la cara, de conversar y de contar sus sueños. La comunicación electrónica, si bien puede ayudar, a menudo quita el sabor humano del encuentro. ¿De qué discutes? Preguntar eso equivale a interesarse por las cosas que nos apasionan, las cosas que son importantes para nosotros. Cuando tú hablas, ¿qué cosas 37

tienen realmente valor para ti? Muchos discuten y hablan de cosas que no valen la pena. Por desgracia hay hombres y mujeres que tienen un registro pequeño de intereses. Solo se puede hablar con ellos de dinero, de sexo, de negocios, de fútbol o de coches. La política cuando se convierte en tema excluyente puede ser también una forma de decir pocas cosas. Pero más delicado es cuando nuestra conversación, hecha para comunicarse y construir lazos, se dedica a destruir a otros. En el hablar se manifiestan los prejuicios, las estrecheces de clase, las pasiones. También ahí se manifiestan las ternuras, las grandezas, la objetividad y el respeto… “porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Lucas 6, 45). El Señor quería que nuestra conversación fuese sencilla y directa: “Sí” o “No”; que jamás hiriera al hermano; que nos preocupáramos de las necesidades y dolores de los otros y que dijéramos en todo momento la verdad. El hablar humano debe ser bello. Es una pobreza grande tener un vocabulario reducido, una gramática imperfecta o convertir el lenguaje en una grosería. La grosería se usa a veces para ofender, pero la mayor parte de las veces es una muletilla que oculta una inopia atroz. Empobrecer la palabra reduce fuertemente la capacidad que tiene el hombre de ser humano, de entrar en comunión y habitar responsablemente la Tierra. Dios le dio a Adán, como muestra de su señorío, el poder de ir poniéndole nombre al universo. Jesús quiso enseñar a los suyos a hablar también con Dios. Sólo en ese diálogo confiado donde el hombre puede decirle “Padre” a Dios, la conversación, la palabra humana, adquiere toda su profundidad y su esplendor. Un hombre que nunca habla con Dios, verá que su palabra tarde o temprano perderá horizontes. Por todo lo anterior, es bueno que hagamos hoy resonar en nosotros la pregunta de Jesús: “¿De qué discutíais?”. Nunca deberíamos olvidar que la palabra, la conversación de Dios con nosotros, fue Jesús de Nazaret.

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XIV

“¿Cuántos panes tenéis?” (Marcos 6, 38 y 8, 5)

Esta simple pregunta, repetida más de una vez en el Evangelio, abre un camino nuevo para resolver los problemas humanos: “¿Cuántos panes tenéis?”. Durante horas ha andado la muchedumbre detrás de Jesús. La gente desfallece. Empieza a oscurecer. A pesar del desierto, el calor y el cansancio, esta muchedumbre que no tiene pastor, ha estado largo tiempo siguiendo y escuchando al Maestro. Parece que en tales circunstancias el hombre, más que un pan, añora una Palabra. Ante esta situación, los discípulos aconsejan al maestro que despida a la multitud porque el lugar es despoblado y no hay donde comprar alimento. Pero el Señor, con ternura se preocupa del hambre de su pueblo (Marcos 8, 2) y les pide a los suyos que ellos se preocupen de alimentar a sus hermanos. Los apóstoles se sienten impotentes porque carecen del dinero, más de doscientos denarios, para comprar el pan necesario y alimentar a esa multitud. La solución propuesta por los apóstoles, ante el hambre y el desamparo, es sorprendentemente actual: desentenderse del problema despidiendo al gentío para que cada cual se las arregle como pueda. En nuestras mentes solo el dinero y el mercado pueden quitar el hambre ¡Cómo si las cosas únicamente se arreglaran comprando! En estas circunstancias, Jesús los sorprende con la pregunta: “¿Cuántos panes tenéis?”. Esta pregunta los saca de su lógica y los invita a compartir lo poco que tienen. Jesús pide una aportación. No importa cuánto sea. Pide que el hombre ponga su parte en la tarea, que participe poniendo su migaja. No importa que sean cinco panes. Dios no quiere hacer por sí mismo lo que puede hacer con el hombre. Esa tarde todos pudieron comer hasta saciarse y sobró pan. La bendición de Jesús cayó sobre ese gesto de compartir lo que se tiene. En el desierto era difícil desprenderse, ya de noche, del único sustento. Los apóstoles fueron invitados a poner en común lo que tenían. El milagro fue hacer fecundo el compartir… y el alimento alcanzó para todos y hubo restos. 39

El Señor nos necesita… ¿Cuántos panes tenemos? En un mundo que nos enseña a producir, a acumular para hacer viable la economía, el Señor nos invita también al riesgo de entregar a los otros lo que tenemos. “¿Cuántos panes tenéis?”. El Señor quiere que revisemos las alforjas para que compartamos con otros lo que hemos recibido y acumulado. Se trata de ofrecer nuestro dinero, nuestra profesión, nuestras cualidades y el fondo de nuestro ser para que otros sacien su hambre. A menudo, como país, salimos a mendigar a otras latitudes para resolver nuestros problemas. Tal vez tengamos que hacerlo. Pero previamente hemos de preguntarnos cuántos panes tenemos en casa… quizás nos quedemos sorprendidos al ver que a pesar de la pobreza, nos sobran varias cestas. Porque el Señor nos necesita, nos vuelve hoy a preguntar: “¿Cuántos panes tenéis?”. Es hora de revisar nuestros haberes.

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XV

“¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” (Mateo 12, 48)

Pocas preguntas de Jesús nos ayudan tanto como esta a captar el alma del Evangelio. Nos permite conocer en profundidad los criterios que usaba el Maestro para entender al hombre: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Afortunadamente, esta vez conocemos la respuesta del Señor. Todos sabemos que dentro de nosotros tenemos mucho de nuestros padres. Ellos nos han dado la vida; nos han enseñado a rezar; han formado nuestros gustos y nuestro criterio moral. La sangre que llevamos en las venas y la cultura que hemos recibido en casa, nos marcan profundamente. Por eso es normal que cuando deseemos conocer a alguien y ubicarlo en este mundo preguntemos: ¿Quién es su madre y quiénes son sus hermanos? Los que trataron con Jesús, en eso no fueron una excepción. Creían tenerlo plenamente ubicado porque sabían que era hijo del carpintero de Nazaret. Conocían a María y podían señalar a sus parientes. Tal vez sabían, en medio de un pueblo amante de la genealogía, que él era un brote lejano de la rama de Jesé… un descendiente de la familia del viejo rey David. Curiosamente, con esa mirada superficial, era muy difícil que llegaran a entender de verdad el misterio de María y la raíz de su maternidad. Tampoco podían captar la hondura de Jesús. Por eso el Señor se alejó de este modo tan tradicional y tan humano de ubicar a una persona. Hizo la pregunta: “¿Quiénes son mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Y la contestó de un modo diferente al que estamos acostumbrados. Una vez más, Él nos cambia las perspectivas y nuestro horizonte. Al contestar a su pregunta, Él nos indica un camino novedoso para entender al hombre y nos enseña simultáneamente el centro del Evangelio: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Lucas 8, 21). 41

Con eso tal vez hacía la mayor alabanza de María. Si tuviésemos que definir lo más central de la vida de Jesús y de su madre, lo que los hace familiares, no podríamos señalar ni su sangre ni su pobreza ni su disponibilidad ni tantas otras virtudes… Tendríamos que ir a la raíz: ellos en todo momento hicieron la voluntad del Padre. Ahí estuvo su grandeza, su libertad y su más íntima unión. Hacer la voluntad de Dios es atreverse de veras a ser uno mismo, a realizar el sueño que Dios tuvo al crearnos. Es vivir sin caretas la más radical autenticidad. Es poner el centro de la vida donde debe estar. María fue elegida para ser madre de Cristo porque ella podía decirle a Dios con toda verdad: “Hágase en mí según tu palabra”. Quien vive haciendo la voluntad de Dios ordena libremente todas las cosas para servir al Señor… y llega a la más total madurez; no es esclavo de nada ni de nadie. Uno de los problemas del hombre de hoy es que se resiste a centrar su vida en su más profunda vocación y que, por el contrario, la fundamenta en torno a cosas de la periferia. Se interesa solo por su profesión, por el éxito, por el dinero, por el trabajo o por su linaje… y fácilmente termina perdiéndose a sí mismo. ¿Qué criterios empleamos para conocer a alguien? ¿Qué pregunta hace un padre, en estos tiempos, cuando quiere conocer al pretendiente de una de sus hijas? ¿Cómo nos definimos a nosotros mismos? ¿Quiénes son mis amigos… mis hermanos? Han cambiado los tiempos; pocos preguntan ahora por las genealogías… pero nuevos criterios, tal vez más superficiales, sirven para ubicar al hombre. ¿Qué edad tiene? ¿En qué trabaja? ¿Qué títulos académicos ha obtenido? ¿Cuáles son sus triunfos? Pocos se preguntan si ese hombre está centrado en aquello que debe perdurar. Vanidad de vanidades… Es hermano de Jesús solamente quien, como Él, procura hacer siempre la voluntad de Dios; el que escucha su palabra y la pone en práctica. ¿Podemos de verdad llamarnos nosotros hermanos del Señor?

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XVI

“¿Dónde están los otros nueve?” (Lucas 17, 11-19)

Diez leprosos han acudido a Jesús pidiendo la salud. Más doloroso que la misma enfermedad es el rechazo que produce este mal. La lepra es una maldición que da terror. Además de carcomer al hombre, destruye sus relaciones y lo aísla… y un ser sin relaciones fácilmente pierde su misma humanidad. Siguiendo las prescripciones de la ley, los diez enfermos tenían que alejarse y elevar su voz para implorar piedad. El leproso era un ser condenado. Obligado a apartarse de todo el mundo, debía anunciar su presencia pavorosa haciendo sonar un cascabel. Aquellos pobres hombres estaban contrahechos por una lepra visible producida por un bacilo… pero ese era, tal vez, solo un símbolo de otra lepra oculta, más grave, más universal y cuyo origen las personas de este siglo no nos atrevemos a reconocer. Y algo de esa enfermedad la llevamos todos. Es un hecho que entre nosotros hay mucha soledad. Los hombres nos vamos aislando, nos vamos temiendo, hiriendo y destruyendo. En los negocios, en las oficinas y hasta en la misma familia cada uno levanta sus trincheras para afrontar la competencia. Esta es la lepra de la que necesitamos con urgencia ser curados. Esos enfermos del relato evangélico son una muestra de nuestra pobre humanidad. Aquellos desdichados, en situación límite y carentes de toda esperanza humana, se acordaron de Jesús y acudieron a Él pidiendo ser sanados. “¡Maestro, ten compasión de nosotros!”. A esos diez leprosos que buscaban la salud, Jesús les encargó que hiciesen lo que estaba mandado: que fueran a presentarse al sacerdote. Marcharon todos, llenos de curiosidad, tal vez con pena y desilusionados porque el Señor no hacía con ellos un milagro; sin embargo, por el camino sintieron que sus miembros recuperaban la vida, sus dedos retorcidos volvían a estirarse y su piel cambiaba de color. En tales circunstancias, solo uno se acordó de Jesús y regresó a dar gracias. Eso no lo aprendió en la ley. El hombre era un samaritano, nos cuenta el Evangelio. Tal vez fue el 43

único que de verdad sanó porque comprendió lo que es la gratitud. Su corazón reseco por la lepra interior, perdió sus costras y renació a la vida. No sintió el agradecimiento del esclavo que genera malsana dependencia; experimentó el reconocimiento humanizante del amigo que acerca y agranda el corazón y otorga libertad. Solamente el sentido de lo gratuito y de la gracia rehace el mundo del espíritu. El que no ha tenido esta experiencia difícilmente podrá entender lo que es la vida humana y mucho menos podrá entender a Dios. En un mundo de competencia de mercado, de medidas precisas, de eficiencia, qué difícil resulta conservar el sentido del don y el valor de lo gratuito. A todo se le ha puesto hoy un precio. Hasta las obras de arte han dejado de valer por su belleza. Pero lo más importante escapa a esta necesidad de tasación. Lo gratuito por esencia no puede comprarse ni venderse; con el amor, la alegría, la esperanza y la fe no se puede comerciar. La felicidad más honda no está puesta en subasta. Se recibe como un don y se da como un regalo. Supone el paso del mercader al amigo. Parece, por eso, indispensable educarnos en el sentido de la gracia. Formar el corazón y abrir la conciencia a todos los dones recibidos. Es normal que acudamos a Dios cuando hay problemas, pero nos falta hoy el salmo agradecido. Es necesario limpiarse los ojos y reconocer lo que es regalo: la vida, la fe, los bienes de la tierra, la amistad y tantas otras cosas. Muchos ven con claridad lo que les falta, pero no tienen perspicacia para gozar de aquello que se les ha dado en abundancia. “¿Dónde están los otros nueve?”. Ellos no sabían agradecer y difícilmente pudieron reinsertarse de manera humana en la vida social. Solo quien transita por esta vida con un sentido de verdadero agradecimiento mira a los demás con ojos limpios; no se siente atacado y para triunfar no cree necesario achicar a los otros; puede sentirse verdadero hijo del Señor y considerar como su hermano a todo aquel que se le acerque. La inmensa mayoría, exactamente nueve de cada diez, se aleja sin expresar jamás su gratitud ni a Dios ni a los demás. Que el Señor nos ayude a ser como ese hombre de Samaria. Esa es la clave del cristianismo y de la verdadera felicidad. En un mundo con tanta soledad y lepra interior que nos aparta a unos de otros, el agradecimiento creará nuevos lazos.

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XVII

“¿Por qué me llamas bueno?” (Marcos 10, 17)

“¿Por qué me preguntas acerca de lo que es bueno?” (Mateo 19, 17)

Los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) narran el episodio del joven rico que se acercó a Jesús para preguntarle qué debía hacer para alcanzar la vida eterna. Pero donde Mateo dice que el hombre preguntó qué cosas buenas debía hacer, Marcos y Lucas ponen el adjetivo “bueno” en Jesús: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?”. Por este motivo la pregunta que a su vez formula Jesús es diferente en Mateo a la que escriben Lucas y Marcos. De esa doble versión surgen las dos preguntas que encabezan estas líneas y que constituyen la respuesta de Jesús. En Lucas y Marcos, Jesús responde preguntando: “¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es bueno”. Mientras que Mateo pone el acento en lo que hay que hacer “¿Por qué me preguntas acerca de lo que es bueno?”. El hombre del relato tenía muchos bienes, pero le faltaba tal vez lo principal; a pesar de sus riquezas, no sabía qué hacer para alcanzar la vida. Tenía dudas y sentía inseguridad: “¿Qué he de hacer yo de bueno?”. Como se refleja en el doble relato, ese joven no sabía bien dónde estaba lo bueno, en qué consistía la bondad y dónde poner el adjetivo… pero tal vez intuía que no se trataba solamente de hacer cosas. El relato pone la raíz de la bondad en Dios y sutilmente coloca la calidad moral del actuar humano en su identidad con Dios y el seguimiento de Cristo. Ese joven ha intuido que en Jesús existe una bondad radical –“solo Dios es bueno”– que puede darle la respuesta definitiva al problema de su vida. Ha percibido que en Jesús hay algo de Dios que puede presentar los verdaderos valores, abrir la verdadera ruta. Por eso dice el Evangelio que el joven corrió hacia el Señor y se postró ante Él.

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Jesús se resiste a darle una receta. “¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno?”. Antes de proponerle soluciones, Jesús quiere ir a lo más hondo del alma de ese hombre y a lo más hondo del misterio. Antes de dar cualquier respuesta o cualquier consejo, es necesario saber si el hombre está dispuesto a revisar a fondo sus criterios… si está dispuesto a aceptar como bueno lo que el Señor le diga y sobre todo a aceptar que solo Dios es la bondad. Se trata de llegar a las raíces de la moralidad. “¿Por qué me preguntas por lo bueno?”. Jesús, tanteando su terreno, le ofrece primero un camino seguro, sin grandes aventuras: “Cumple la ley”. Es la respuesta a alguien que vive de la ley. Lo bueno hay que ponerlo en las obras. Quédate con lo que está mandado. Marcha a paso tranquilo por tus obligaciones. Allí todo está claro. Viviendo de la ley conocerás las prohibiciones y las órdenes; no tendrás sobresaltos. Para el que solo busca ser fiel a las normas, solo hace falta un código. Pero ese joven necesitaba verdaderamente algo más; y porque había intuido en Jesús lo que es bueno, se atreve a pedirle que le indique otro camino. El hombre joven quiere acceder al verdadero cristianismo. Quiere pasar de la mentalidad judeo-farisaica que vive de la ley, al cristianismo que propone el amor. Ese es un camino más estrecho pero más directo. Entonces, mirándolo con cariño, Jesús se atreve a presentarle su camino, la profunda verdad: “Si quieres ser perfecto, ve a vender todo lo que tienes y dáselo a los pobres”; abandona tus seguridades; despójate, atrévete a ser libre, a amar verdaderamente… “ven y sígueme”. Es la invitación a una religión del seguimiento personal y del amor. Frente a los grandes problemas que agitan a los jóvenes de hoy (el sentido de sus vidas, su sexualidad y tantas otras cosas) Jesús les pregunta –y nos pregunta a todos– si estamos dispuestos a creerle a Él, a seguirlo a Él e identificarnos con Él. Si estamos dispuestos a revisar nuestros criterios acerca de lo que es bueno, si estamos dispuestos a afinar nuestro espíritu para tener un mismo corazón con Él. Él no nos propone, en primer lugar, una prohibición, ni siquiera una ley… Nos invita a una decisión, a una aventura, a un riesgo, a un ideal: a atrevernos a ser como Él y compartir con Él la vida: “Ven y sígueme”. Más que a hacer lo bueno, a ser buenos… De ahí se seguirá con creces todo lo demás y se comenzará a vivir desde ya la vida eterna. Ante un problema tan candente como el del uso de los bienes o frente al problema de la sexualidad, Jesús no se limita a proponer un mandamiento. El Evangelio ha hecho santos no porque coarte sino porque agranda el corazón y el ideal. Es un modo distinto de enfrentar los grandes desafíos. No se trata de ensanchar la manga o de agrandar la puerta… se trata de agrandar el corazón y profundizar la mirada, hasta identificarse con 46

Jesús. Es una vida nueva. Es este, tal vez, el mayor desafío para la Iglesia: creer de verdad y anunciarnos que si queremos ser perfectos, si queremos realizar nuestra vocación de hombres, no debe interesarnos tanto “la perfección” sino dejarlo todo y seguir a Jesús. Pedir menos es quedarse para siempre sin entender el Evangelio. Es volver insípida la sal y esconder cobardemente la luz del candelero.

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XVIII

“Si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la salará?” (Mateo 5, 13)

Al hombre le gusta contemplar el fuego y el mar en movimiento. Allí no tiene sitio la rutina; hay siempre novedad. A nadie se le oculta que con el tiempo los más altos ideales, los mayores amores, los más fuertes entusiasmos, corren el riesgo de perder su vigor. Sin darnos cuenta, ellos empiezan a morirse en nosotros y con ellos, poco a poco, somos nosotros mismos los que morimos. Curiosamente, nuestro ocaso interior no es solo cosa nuestra. La pérdida puede afectar a otros. La sal se va desvaneciendo… “Y si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la salará?”. Detrás de esta simple pregunta de Jesús está en juego la calidad de nuestra vida y el valor de nuestro testimonio… por eso vale la pena preguntarnos si no vamos perdiendo el sabor. El testimonio cristiano no es solo cuestión de palabras; él muestra su verdad con el ejemplo de la vida. No es extraño que Jesús, queriendo precisar nuestra misión en el mundo, haya comparado nuestra tarea con el destino humilde de la sal. Él nos pide que nuestra vida se entregue a los demás como hace la sal que se disuelve para dar sabor al alimento. En el cristianismo, la calidad de la vida está muy ligada a la misión que hemos de desempeñar para hacer felices a los otros. Es esta la ocasión de preguntarnos con mucha sencillez y honestidad cómo estamos viviendo el sermón de la montaña, porque es ahí donde se habla de la fuerza de la sal. En el sermón de la montaña es donde se resumen las más radicales exigencias del cristianismo y frente a ellas podemos calibrar nuestro sabor. Allí se le pide al seguidor de Cristo que con su vida y con su palabra sazone la existencia humana. Su modo de vivir no es algo encerrado y debe ser tan sabroso que pueda empapar de sabor la vida del prójimo. Allí se nos enseña a perdonar, a amar al enemigo, a tener una justicia que sea más exigente que la de este mundo, porque no se contenta con la letra sino que va al fondo de la verdad; allí se nos enseña a ser radicales en la pureza, a limpiar nuestros ojos de toda mirada torva; a no juzgar al prójimo; a reconciliarnos con el hermano antes de acercarnos al altar; a no vivir para amontonar tesoros que la polilla se come; a no 48

transformar el dinero en un dios; se nos enseña también a no ostentar tratando de ser vistos y aprobados por los hombres, y sobre todo a confiar en la Providencia y a orar al Padre con la confianza y el amor que solo un hijo puede tener. El sermón de la montaña nos ofrece criterios muy distintos a los criterios de este mundo. Para Jesús son felices los pobres, los que tienen hambre de justicia, los que rechazan la violencia, los que trabajan por la paz y los misericordiosos. El cristianismo no consiste solo en creer en Dios. Supone tratar de vivir el sermón del monte en la realidad de cada día. La sal no es para sí. Ella desaparece; es la calidad de su sabor la que transforma el todo. Impregnando con su presencia la masa, el todo adquiere gusto. Ella no le arrebata el sabor propio a cada comida. Por el contrario, lo realza. Es bueno verificar nuestro compromiso con el Evangelio. Inconscientemente podemos estar llevando una existencia desabrida. A la luz de la pregunta de Jesús vale la pena preguntarnos: ¿Qué cristianismo vivimos? ¿Cuál es el mensaje que irradiamos? ¿A qué sabe nuestra vida? Un cristianismo insípido, sin mordiente, solo sirve para “ser tirado fuera”. Es posible que la vida haya agotado el entusiasmo de nuestra fe primera y que vivamos un ateísmo práctico. ¿Qué podemos hacer si la sal pierde su sabor? ¿Con qué se la salará? A Dios gracias, el Señor nunca le cierra al hombre todas las puertas y Él nos recuerda que lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. El cristiano, por gracia del Señor, puede volver a nacer (Juan 3)… y la sal puede volver a ser sal.

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XIX

“¿Quién se hizo prójimo del herido?” (Lucas 10, 36)

La ley de Dios nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos. Este mandamiento es semejante según Jesús a la norma suprema que ordena amar a Dios con todo el corazón. De la comprensión unificada de este mandato doble depende, en verdad, la profunda intelección del Evangelio. Tanto debió de repetir Jesús a los que lo seguían que era necesario amar a Dios y al prójimo, que finalmente un fariseo pidió una explicación: “¿Quién es mi prójimo?” (Lucas 10, 29). Hubiese sido fácil contestar diciendo que “prójimo” es el que está cerca, que “prójimo” son los otros hombres. Pero en el Evangelio la proximidad no es una medida física, es una dimensión del corazón. La respuesta era tan importante que Jesús dio un largo rodeo para hacerse entender. Él contó una parábola que debió extrañar a los judíos de aquel tiempo, porque hablaba de las bondades de un hombre de Samaria. Ese samaritano ayudó con delicadeza y con sus bienes a un desgraciado que había sido atacado cuando caminaba de Jerusalén a Jericó. Un sacerdote, en cambio, y también un levita que pasaron por el mismo lugar, siguieron su marcha sin molestarse con ese ser que parecía muerto. Ellos estaban próximos pero no fueron prójimo. Curiosamente, al contar esta parábola, Jesús no hacía sino narrar su propia historia. Él era el buen samaritano. Él vio que había entre nosotros mucha gente herida y mutilada; que había pobres y humillados; que había muchas personas solas y extraviadas. Él percibió que pocos en este mundo se acercaban de verdad a los sufrientes y excluidos, porque esos no son “prójimo” de nadie. Él percibió que en este mundo, a pesar de la cercanía física, había distancias y abismos muy profundos que separaban al hombre de su hermano. Entonces Él decidió llenar esos abismos. Él que compartía el ser de Dios, decidió compartirlo con la humanidad que estaba abandonada. Jesús se hizo samaritano y se detuvo en el camino que bajaba de Jerusalén a Jericó… y en un recodo de esa ruta yo también estaba. Él quiso hacerse cercanía de todos los que lloran. En otras palabras, Él 50

“se hizo prójimo” nuestro. Jesús, con su ejemplo y con su propia vida, cambió la perspectiva del fariseo que preguntaba por su prójimo. El Señor vino a hacerse prójimo de todos nosotros. Él respondió a la pregunta dándola vuelta. La diferencia parece sutil pero es muy importante. Jesús se puso del lado de los que sufren y desde allí miró para ver quién se atrevía a dar un paso; quién era capaz de acercarse al desvalido; quién “se hacía prójimo” del necesitado que estaba herido en el camino. El sacerdote y el levita de la parábola pasaron a la misma distancia del samaritano, pero el herido no fue prójimo de ellos. En el fondo Jesús le pide al fariseo que, mirando las cosas desde la perspectiva de los otros, se pregunte si él se acerca, si él los convierte en prójimo, si se ocupa de ellos y los ama profundamente como manda la ley. Por eso, no interesa tanto saber quién es mi prójimo… cuanto mirar al caído y ver desde él si yo me hago prójimo suyo y lo amo de verdad. ¿De quién me hago prójimo? ¿Por quién me preocupo? ¿A quién le doy mi tiempo? ¿Por quién corro riesgos? ¿A quién socorro? ¿A quién le doy mi dinero? ¿Con quién lloro? La pregunta es necesario formularla desde los que necesitan una mano y tan difícilmente encuentran a alguien con voluntad de cercanía. Al parecer ellos no tienen prójimo. Vivimos en una sociedad sin prójimos porque desgraciadamente cada uno de nosotros, a menudo, está preocupado solo de sí mismo. A los marginados es bueno preguntarles: ¿Quién se acercó a ti cuando estabas en necesidad? Todos buscamos que nos amen y consuelen. Nadie quiere quedar solo en esta vida… y Jesús nos invita a salir de nosotros, a cambiar la perspectiva y buscar no tanto que me acompañen sino que nadie quede solo. El problema no es saber quién está cerca de mí, sino de quién me hago yo prójimo, a quién me acerco. Si el samaritano hubiese pensado en sus derechos, en su cansancio o en sus necesidades, si hubiese mirado el mundo desde sí mismo… el herido no hubiese tenido jamás prójimo alguno y curiosamente, el mismo samaritano hubiese seguido solo en su camino. “¿Quién se hizo prójimo del herido?”. Esta es una pregunta esencialmente cristiana, y el Señor vuelve hoy a formulárnosla. Es importante centrar la vida en el otro y no en mí mismo; iniciar la aventura de acercarnos a los demás, de preocuparnos por ellos, de hacerlos de verdad “prójimos” nuestros. Jesús se hizo prójimo mío. Él asumió mi vida. Él tuvo la iniciativa de acercarse. Yo fui importante para Él… Y Él me invita hoy a hacer lo mismo por mi hermano. Pero lo que es más importante: al final de su vida perfeccionó la ley de Moisés que pedía amar al prójimo como a uno mismo, para pedirnos que lo amaráramos no como uno se ama sino como me ama Él, es decir, hasta morir. “Les doy un mandamiento nuevo: ámense unos a 51

otros como yo los amo”.

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XX

“¿Creen que he venido a traer paz a la Tierra?” (Lucas 12, 51)

Jesús es paradójico. Quien ha sido llamado Príncipe de la Paz, nos dice que ha venido a traer la división. Más precisamente, san Mateo nos recuerda que su Señor vino a traer discordia. Esta expresión no deja de extrañarnos e invita a afinar la reflexión. ¿No estaremos llamando paz a algo que está lejos de serlo? Lo que es paz para algunos, ¿no significa la muerte y dolor para otros? Esta pregunta desconcierta. Hemos estado acostumbrados a ver en Jesús la encarnación de la paz… y en realidad creemos que solo Él puede dar la paz que el mundo no puede dar. En un lenguaje semítico, que ama los contrastes pero obliga a ir al fondo de la verdad, Jesús nos hace una pregunta inquietante. Él está en la línea de Jeremías y Ezequiel, que acusaban a los falsos profetas que hablaban de la paz cuando todo andaba mal (Jeremías 6, 13; Ezequiel 13, 10). “¿Creéis que he venido a traer paz?”. Desde antiguo se ha dicho: Si vis pacem para bellum (Si quieres la paz prepárate para la guerra). Ármate hasta los dientes para que te teman… Esta es la lógica del mundo. Pero esta paz no la quiere Jesús y con razón nos dice que ese no es su mensaje. “No he venido a traer la paz sino discordia” (Mateo 10, 34). La paz fundada en la mentira y la apariencia, la paz de la componenda fácil que acumula problemas para el futuro, no es la paz de Jesús. Qué lejos están de su mensaje la paz de cosmético que solo quiere salvar las apariencias; la paz armada: la paz que se impone por la fuerza y que a menudo cuesta más que una terrible guerra; la paz del cementerio donde nadie opina y donde nadie puede disentir. Bajo el mando de esta aparente pacificación, existen violencias escondidas y atrozmente mortales. Cuando un pueblo está tranquilo porque está petrificado por el terror, no está ciertamente saboreando el fruto de la paz. Los pobres y quienes carecen de las más elementales oportunidades de vivir con dignidad pueden ser testigos de que por ahí no va 53

la salvación del mundo. En esas circunstancias no son hijos de la paz quienes callan, sino los que se atreven a denunciar el mal. Tampoco es la paz del Evangelio aquel pasarlo bien sin pensar en los otros. En un mundo hedonista, en un mundo que rechaza la fidelidad, que desconoce el heroísmo, se confunden los términos y la “tranquilidad”, el bienestar material, la carencia de problemas, la farándula, el entretenimiento y el olvido terminan por paralizar el corazón sin darle el verdadero reposo. El mensaje del Señor padece violencia. El Evangelio supone una batalla interior. Vencerse a sí mismo, entregar la vida para que otros puedan vivir, rechazar la mediocridad, oponerse al compromiso espurio y a la verdad dicha a medias, ciertamente cuesta mucho. Ser radicalmente coherente con lo que se cree es una guerra implacable. La verdad es dolorosa, pero solo ella nos hace libres. Ser libre para decir las cosas hiere muchos intereses y acarrea problemas. La propia muerte de Jesús muestra lo conflictivo del mensaje que Él vino a proclamar. Pero el cristianismo no es solo lucha interior. Él se proyecta sobre la sociedad y quiere transformarla. Él pretende reconstruir en sus raíces las relaciones del hombre con su hermano… y cambiar la lógica del mundo. Eso provoca resistencias. Es impresionante lo que molesta que alguien tenga el valor de proponer el reto, de enfrentarse a este mundo. Perturba una persona que tenga un corazón libre y diga la verdad. No es fácil que se acepte al que opta por los más débiles y hace suyo el desamparo del mundo. A menudo se le acusa a él de delincuente. Quien es testigo del Espíritu en medio del materialismo que se nos quiere imponer, quien tiene a Dios por el centro y fuente de su vida, tiene que aceptar su inexorable cuota de martirio. Jesús no quiere una paz falsa, aunque rechaza la violencia… No ataca, pero recibe con amor las consecuencias de esa violencia y va a la muerte. Es esta la más dolorosa realidad de su mensaje que no se puede ocultar. Jesús hizo guardar la espada… porque el que mata con la espada a hierro muere… Quiso romper la espiral de la agresión. Su mensaje no es una invitación a la dulce tranquilidad… Es un mensaje abrasador. El reino de los cielos padece violencia. A lo largo de la historia del cristianismo ha corrido mucha sangre de mártires… y ella ha sido la mejor semilla de la fe. El Evangelio no fue nunca un sedante. Muchos discípulos de Cristo entregaron su vida para que el mundo pudiera realmente vivir. Desgraciadamente no solo hubo sangre de mártires y justos. Muchas veces los cristianos, malinterpretando las palabras de Jesús, tomaron la espada y quisieron imponer por la fuerza y la violencia el Evangelio. Muchas veces quisimos erradicar la cizaña poniéndole fuego a las sementeras ahogando la libertad y sembrando la muerte. No es esa la violencia que Cristo enseñó. Jesús asumió sobre sí la violencia y no golpeó a nadie 54

“He venido a traer fuego a la Tierra; y qué he de querer, sino que arda” (Lucas 21, 49). La llama del Evangelio nos invita a desinstalarnos… Que ese fuego arda en nuestros corazones y que por ahí empiece a encender al mundo… y entonces alcanzaremos la paz que el mundo no puede dar (Juan 14, 27). La pregunta que ahora comentamos nos obliga a interrogarnos con honestidad sobre el modo que tenemos de insertarnos en este mundo.

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XXI

“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?” (Mateo 20, 22)

La madre de Santiago y Juan, cuyo padre era Zebedeo, se acercó a Jesús y le pidió que en el reino esperado esos hijos se sentaran uno a la derecha y el otro a la izquierda, es decir, que ocuparan los primeros lugares. A pesar de su debilidad querían sobresalir, ser reconocidos y triunfar. ¡Que seres tan humanos! ¡Que cosa tan actual! La respuesta de Jesús fue desconcertante. Él formuló una contra pregunta, que tarde o temprano escucha todo cristiano: “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. ¿Me pueden acompañar hasta la cruz? ¿Son capaces de dar la vida? La pregunta es dura y parece quitarle poesía al Evangelio. No es extraño que nosotros tratemos, por todos los medios, de esquivar esa ruta escabrosa para alcanzar la Vida. Qué fácil es seguir al Señor en momentos de victoria, en épocas de triunfo, pero qué difícil es aceptar la derrota, beber el fracaso… subir con Él a la cruz. El cristianismo nunca ha sido un camino ancho. Servir con toda el alma, dejar que los otros sean más importantes que uno, que los otros sean felices, siempre será muy duro. El mismo Jesús sintió angustia de muerte ante ese cáliz y hubiese deseado evitarlo. “Aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres Tú” (Marcos 14, 36). En Él primó la fidelidad a su Padre para salvar al hombre. El Evangelio fue, es y seguirá siendo siempre un escándalo en el mundo. Querer adaptarlo a las últimas modas será siempre una tentación. Es cierto que estamos llamados a inculturarlo, a encarnarlo en cada tiempo y cada circunstancia, pero eso no significa empequeñecer sus exigencias, ablandar la llamada… o vaciar el cáliz. Un cristiano a medias no vale la pena. Él debe responder a las necesidades de este tiempo y ser sensible a las necesidades más hondas del hombre, pero esa sensibilidad no consiste en adaptarse al mundo. ¿Cómo entender el Evangelio frente al mercado y su competencia, frente a la doctrina 56

de la seguridad nacional, frente al desarrollo, al bienestar material, al estudio especializado y a tantos desafíos de la vida moderna? El mensaje no nos aparta del verdadero progreso humano, pero nos invita a situarnos de tal manera que jamás ese progreso nos encierre en nosotros. El desarrollo no debiera apartarnos del hermano o de Dios. La radicalidad no consiste en la rigidez, en la dureza de las reglas, sino en una invitación a darlo todo. Precisamente porque el cristiano debe estar dispuesto a morir y a dar la vida, ha de ser capaz de ser comprensivo, cercano y humano. Así fue Jesús. Porque hay que darlo todo, no es posible ser mezquinos ante nadie. El verdadero profeta no es un ser amargado que encuentra todo malo o que proclama siempre amenazas y represiones… Es profeta el que revela en cada momento el querer de Dios; el que vive para los demás y para Dios. Qué fácil es que el cristianismo se convierta en la religión de los que piensan bien, de los bien adaptados. Nos hemos arreglado para convertir la cruz en un signo de buena crianza. Pocos recuerdan lo que ella significa y lo que ella fue para Jesús (a menudo llevamos la cruz en nuestro pecho, aunque ella es más bien una joya de oro con brillantes). Sin embargo, no deberíamos ocultar que es un escándalo al cual san Pablo llamó locura y necedad… pero que, a la vez, es fuerza de salvación y sabiduría de Dios. ¿Puedes beber ese cáliz? Por extraña paradoja, ese cáliz es signo de alegría y fraternidad. Con el salmista “levantamos el cáliz de nuestra salvación e invocamos el nombre de Yahvé” (Salmo 116, 13). Sentarse a compartir el cáliz es imagen del Reino, es signo de la verdadera hermandad y será siempre memorial de nuestra fe. El cáliz alegra el corazón del hombre. Aquí está el misterio del cristianismo: el que da la vida la gana. El que recibe al Señor da su vida con Él. Quien muere por los demás resucita a la vida eterna. El que llora tiene una risa más limpia y más profunda. Pero no podremos olvidar jamás que el cáliz de la fraternidad contiene la sangre de Jesús derramada por nosotros. Solo el grano de trigo que se deshace es fecundo en espigas y gavillas. Por eso la fe cristiana es fuente de muchas esperanzas y da una paz que el mundo no puede dar. Uno entiende estas dos dimensiones del cáliz, recordando una frase de san Ignacio, quien decía a un novicio que “para ser feliz, hay que ser siempre humilde”. ¿Somos capaces de vivir a fondo la humildad y el camino que siguen los humildes? Es bueno que hoy tratemos de responder con nuestra vida al Señor que vuelve a preguntarnos: “¿Son capaces de beber el cáliz que yo beberé?”.

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XXII

“¿Cómo podéis creer vosotros que buscáis la gloria en los otros y que no buscáis la gloria que viene de Dios?” (Juan 5, 44)

Pregunta larga y complicada que es crucial para la comprensión del Evangelio. En un momento muy central de su vida, Jesús experimentó con dolor que su pueblo no se abría a Él. Ese pueblo que tuvo su origen en un acto de fe, a la hora decisiva se cerró a la fe; cuando tuvo a la mano la clave de todos sus misterios, no supo descifrarlos. Ese pueblo que había recorrido los desiertos buscando la tierra prometida, que atravesó los siglos en pos de las promesas, que escrutó las palabras de los libros sagrados a la espera de la llegada del Mesías, cuando vio el rostro humano de ese Mesías no lo reconoció. Pareció entonces que los sueños de Moisés, el clamor de Isaías y de los otros profetas fueron vanos. Ese pueblo elegido, liberado de su prisión de Egipto, no pudo dar el paso definitivo hacia su libertad. El Verbo de la vida puso su tienda de campaña entre los suyos pero “los suyos no lo recibieron” (Juan 1). Jesús, adolorido, comprendió el problema y dio una explicación: “¿Cómo podéis creer vosotros que buscáis la gloria en los otros y que no buscáis la gloria que viene de Dios?” (Juan 5, 44). Esa pregunta es actual porque el hombre moderno experimenta también una gran dificultad para creer. En medio del progreso, la humanidad experimenta una gran desazón. ¿No será que hemos puesto nuestra gloria, nuestro fundamento, nuestra felicidad en un lugar equivocado? Andamos buscando apasionadamente el reconocimiento de los otros, nos adaptamos a las modas más diversas tratando de ser valorados. Buscamos las riquezas, el prestigio, los títulos para ahogar en ellos el sentimiento de nuestra pequeñez. Formulamos recetas de pacotilla para sanar dolores y desconciertos del alma. Y en medio de ese mundo, nos cuesta dar el paso de la fe. La fuente de toda increencia radica en la búsqueda desordenada de la propia gloria y 59

en el andar mendigando el prestigio que da este mundo. Todos sabemos que el mundo premia a los suyos, a los que comparten sus criterios. Sin embargo, no existe encierro más estrecho que la búsqueda autorreferente o errada de la felicidad sin referencia a Dios. El fundamento de nuestra grandeza, de nuestra dignidad, es el amor que Dios nos tiene. La felicidad sin ocaso radica en hacer nuestra la voluntad del Señor. El hombre es creado para amar y servir a Dios compartiendo eternamente su ternura. El Señor es el origen y el fin; es la fuente y el horizonte de nuestro existir; tenemos una ruta marcada en nuestro corazón. Como seres humanos en nuestra raíz no deberíamos andar errantes, no deberíamos deambular sin sentido entre estrellas vagabundas. Tenemos un sendero. Ese camino comienza en Dios y en Él termina. En esa ruta se encuentra la verdad del hombre. Toda otra vía es un laberinto que no tiene salida. Por eso es bueno preguntarse: ¿Dónde colocamos nuestra paz? ¿Hacia dónde miran nuestros ojos cuando ellos se cansan? A la hora de hacer nuevos proyectos, en el momento de soñar en nuestra realización más honda, ¿cuál es la fuente de toda coherencia? Cuando hacemos nuestras opciones de familia, de trabajo, de estudio o de descanso, ¿qué sitio ocupa Dios? Una cultura que tiende a poner el yo como centro de toda referencia y la autorrealización como meta del individuo, se cierra al mensaje central del Evangelio, se seca la fuente de la paz. Un yo avasallador va tronchando todo altruismo. A esa cultura Jesús le recuerda hoy que el hombre solo llega a su plenitud abriéndose a su Dios. En Jesús comprendemos que la gloria de Dios no se opone a la gloria del hombre; que no hay antagonismo entre Dios y su criatura; que no estamos en competencia arrebatándonos uno al otro la existencia. La gloria de Dios es nuestra propia gloria y nuestra verdadera gloria llena de gozo el corazón de Dios. Quien ama a Dios con pasión y quien se sabe amado apasionadamente por Dios, vive con mucha sencillez la plenitud que da el amor. A este acto total de confianza, de comunión y entrega no se puede llegar si uno pone su razón de ser fuera de Dios. “¿Cómo puede tener fe quien busca su gloria en los otros y no busca la gloria que viene de Dios?”.

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XXIII

“¿Por qué esta generación pide un signo?” (Marcos 8, 12)

El Evangelio nos dice que esta pregunta le salió a Jesús de lo hondo del corazón. Él acababa de multiplicar los panes para dar de comer a la multitud, y los fariseos, en lugar de abrirse a la verdad, pidieron otro signo, una señal del cielo. El Salvador sintió su impotencia ante esos corazones que se cierran y “dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dijo: ¿Por qué esta generación pide una señal?” (Marcos 8, 12). Jesús vio que no existía en su generación la disposición de penetrar en el signo que Dios daba a su pueblo a través suyo. Era una historia repetida. Los israelitas mientras caminaban por el desierto detrás de las promesas, vieron un día que el hambre y la sed borraban todos los senderos. Volvieron sus miradas al pasado y añoraron las cebollas que comían en Egipto. No soportaron la prueba del camino y decidieron probar ellos mismos a Dios. Prefirieron ser esclavos antes que confiar en un Dios inasible. Dudaron de un Dios que iba adelante pero que no se dejaba encadenar. El pueblo quería tocar y ver, quería signos y símbolos, y Dios hablaba a la distancia perdido entre los truenos. Dios parecía que olvidaba sus promesas. La vida de la fe tiene, como el caminar de los israelitas, momentos de oscuridad y de prueba. Llega la noche que ennegrece la marcha y que obliga a la fidelidad, a mantener el rumbo con la esperanza de la aurora. Fácilmente en esa situación se rompe la actitud creyente. Cuando se entra en el momento de la desolación e incertidumbre las certezas parecen deshacerse y lo que en un momento se vio con claridad, se convierte en noche. Entonces se piden signos y más signos; se piden pruebas y certificaciones. Nada parece satisfacer la sed de verificación. En esas circunstancias se hace imposible el lenguaje de la fe y con ello los ojos se van poniendo cada vez más opacos para descifrar las señales. Olvidando el lenguaje simple y elemental del Evangelio, algunos buscan apariciones, extrañas revelaciones, milagros y prodigios; otros piden un tipo de certeza que es propio de las matemáticas. Ante las propias dificultades, se le pide a Dios que se manifieste, se le somete a examen riguroso para ver si puede con prodigios testificar el hecho de ser Dios. No se trata de que los signos sean malos. La Iglesia ha defendido siempre el derecho del hombre a usar su razón y ha anunciado que el cristianismo es razonable; pero con san 61

Pablo, y con sano realismo, conoce los límites de esa razón para llegar al misterio. Intuye que la razón orgullosa estrecha la mirada. Por eso ha insistido en la necesidad de que la razón humana se abra a la verdadera sabiduría, porque “la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres…”, “mientras los judíos buscan signos y los paganos sabiduría, nosotros predicamos un Cristo crucificado: escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”. Los fariseos estaban dispuestos a interpretar signos astrales, señales asombrosas pero eran incapaces de discernir los signos de los tiempos, la presencia de Dios en la historia. La cruz, como signo, resume la lógica de Dios y se manifiesta en otros signos que muestran la presencia entre nosotros del Reino: “Los ciegos ven y los pobres son evangelizados”. Frente a Tomás que pedía ver para creer, la Iglesia ha repetido que es necesario creer para ver. La fe abre los signos como el amor abre los ojos para entender a las personas. Desde lo más profundo de la experiencia del amor y de la fe uno comprende la verdad de la frase tradicional: “Cree para que llegues a entender”. Desde el amor y la fe, la cruz es luminosa; los pobres nos hablan del Señor; los que lloran son bienaventurados. ¿Por qué esta generación pide un signo? Porque nos cuesta abrirnos a la señal definitiva: el Hijo del Altísimo colgado de la cruz y resucitado por amor a nosotros. Solo quien tenga los ojos finos para descubrir el misterio de Dios y el misterio del hombre podrá comprender y aceptar el mensaje de Jesús.

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XXIV

“¿No deja las noventa y nueve ovejas en el campo y va a buscar a la extraviada hasta encontrarla?” (Lucas 15, 4)

Jesús formula esta pregunta en la parábola de la oveja perdida que junto a la del hijo pródigo y la de la moneda extraviada explica la misericordia de Dios con los pecadores. Ella debería ser una guía para la Iglesia, no solo para que ella pueda ayudar a los que han caído, sino para que se preocupe y cuide a los que están lejos, que también son creaturas amadas por Dios. La correcta respuesta a la pregunta resulta particularmente significativa en un momento en que muchos parecen alejarse de Jesús y necesitan salvación. Sin duda alguna ella corresponde al espíritu que el Concilio Vaticano ha querido inculcar al pueblo de Dios: una actitud abierta y misionera porque Dios quiere que todos los seres humanos se salven, formando una gran comunidad fraternal a pesar de las enormes diferencias étnicas y culturales. Las profundas luchas que se produjeron en el Siglo de las luces y durante la Revolución francesa, que marginaron a la Iglesia del ámbito público, y sobre todo el progreso de las ciencias que cuestionó la revelación y el mensaje religioso, pusieron a los cristianos en actitud defensiva. Se levantaron muros para proteger a la institución eclesial. Se definió a la Iglesia como sociedad perfecta, como si esta fuese una realidad paralela y completa frente a la sociedad civil. En teología se estrechó la comprensión del dicho Extra Ecclesia nulla salus, es decir, fuera de la Iglesia no hay salvación, quedando dentro solo los “buenos”, los salvados, mientras fuera gemía el resto en las tinieblas del error. Se habló entonces de los “enemigos de la Iglesia”, haciendo muy difícil todo diálogo. El Reino de Dios fue sinónimo de la institución eclesial. Obviamente esto no fue solo culpa de los cristianos. Hubo actitudes beligerantes y descalificadoras de quienes no se consideraban cristianos, sobre todo de los que originalmente compartían una cultura cristiana, pero ahora renegaban de su pasado. El encierro pretendió que Dios había quedado dentro de modo que no era posible encontrar su huella en los caminos exteriores. Los numerosos misioneros inmensamente sacrificados que fueron a tierras lejanas, más que anunciar la buena nueva del Reino a 63

menudo buscaron más bien el incremento de la Iglesia. El Concilio insistió que la comunidad cristiana es una levadura que se inserta en una masa más grandes, que ella es un instrumento en las manos de Dios para que todos los hombres se reconcilien entre sí y con Dios. Fue muy consciente de que la acción de Dios se ejerce fuera de los muros institucionales, que Dios está presente en el mundo, que hay semillas esparcidas ahí donde hay buena voluntad. Como consecuencia de esa actitud abierta, se habló de un anuncio universal y liberador. Es conveniente hacerse hoy esta pregunta para ver que es importante acercarnos y buscar a las ovejas alejadas. Eso supone la necesidad de redefinir en qué consiste ser el rebaño de Dios, qué significa la lejanía de la que habla el Señor, para que su rebaño no se cierre y no se convierta en un coto protegido. El bautismo no es un muro. Este nos incorpora a Jesús, nos hace vivir su vida, asumir sus valores y también la misión de salvar a la humanidad en su conjunto. Nos ayuda a ir a la casa del publicano a cenar con Jesús y ofrecerle la salvación como el mismo Señor lo hizo con Zaqueo La Iglesia está presente donde hay caridad, donde hay diálogo, donde hay buena voluntad, donde hay justicia, y es eso lo que tenemos que anunciar para que todos sin excepción se salven. La Iglesia debe ser consecuente cuando canta: “Donde hay caridad y amor, ahí está Dios”… También fuera de sus muros hay mucho amor. La imagen del trigo y la cizaña en lugar de dividir a la gente entre buenos y malos, es algo mucho más profundo que nos recuerda que dentro de cada uno de nosotros y también dentro de la Iglesia, hay una lucha entre el bien y el mal y que como cristianos debemos jugarnos la vida por el bien, respetando los tiempos y cuidando los métodos. Lo importante de esta parábola es que nos convierte en anunciadores de la misericordia que no hace acepción de personas, que no margina. Las misiones no se refieren solo a las tierras lejanas. Ellas están en nuestra patria, en nuestros hogares y en nosotros mismos. Somos todos ovejas de un mismo pastor. Incorporar a un alejado es ante todo amarlo realmente como hermano, ocuparnos de él y anunciarle el mensaje de Jesús. Aunque parezca extraño, esto nos hace también más misericordiosos con los defectos de la propia Iglesia.

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XXV

“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si él mismo se pierde?” (Mateo 16, 26)

¿Qué significa en realidad perderse a sí mismo?… Y, ¿qué es eso de “ganarse”? ¿Qué es para nosotros ganar la apuesta de la vida? No hay pregunta más fundamental, porque en cierto modo todo depende de ella… y son, por desgracia, muy pocos los que se la hacen. Pierde su vida el que después de navegar no llega al puerto para el que fue creado. Jesús nos invita hoy a reflexionar sobre este tema. Detrás de esta pregunta podemos ver al trasluz todos nuestros valores. Para responder honestamente, debemos revisar nuestros criterios… y descubrir qué es lo más importante en nuestra vida. El problema no radica tanto en ponernos de acuerdo sobre nuestro ideal. Todos queremos la felicidad, el amar y ser amados. En eso fácilmente podremos concordar. La dificultad está en descubrir la ruta que conduce a ese ideal y en encontrar los medios que nos llevan al fin sin engañarnos. Es el sendero el que nos conduce y determina el rumbo de la marcha llevándonos al fin. Por eso el Señor nos propone un fin y a la vez un camino bien orientado que conduce a ese fin… pero ese sendero en verdad es estrecho. Hoy son pocos los que se interesan por el fin al cual marchamos. Como sabiamente dice Séneca: “Para un navegante que no va hacia un puerto, todos los vientos le son adversos”. Es importante que ese fin valga la pena. Anthony Giddens, el sociólogo inglés, decía que la vida no vale la pena vivirse si no se tiene un ideal por el cual valga la pena morir. Para fijar la ruta, el Evangelio nos proporciona una extraña luz. Invirtiendo toda lógica humana, nos recuerda que quien pierde su vida por el Señor, la conservará. Es un lenguaje oscuro, paradójico y exigente. El mundo no habla así. Hay hombres triunfadores. Y cada vez más, son ellos los que imponen su estilo. En los negocios, en la universidad, en la vida social, en el deporte y en tantos otros ámbitos, 65

imponen su presencia los que saben hablar fuerte y los que golpean duro. Son felices porque ocupan los primeros puestos. Pero, muchas veces, detrás de tanto brillo hay una gran pobreza “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?”. Con frecuencia la Iglesia ha repetido esta frase del Maestro. Tal vez hoy más que nunca vale la pena reflexionar sobre ella cuando nos están ofreciendo tantas cosas… En verdad nos ofrecen el mundo. Nos quieren hacer creer que poseyendo la Tierra descubriremos las claves de la vida. La gente lucha y sufre tanto por alcanzar metas cortas y se hace tantas ilusiones, ¿Vale la pena todo esto? ¡Qué dura es la competencia por triunfar, por sobresalir!… Y todo esto, ¿para qué? “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su vida?”. Muchas veces lo que solo es un camino se ha ido convirtiendo en un fin. Lo que solo es un medio se ha transformado en un ídolo. Con este simple cambio se tronchan innumerables vidas. El trabajo ha dejado de ser trabajo para convertirse en un dios… Lo mismo le ha pasado al deporte, al sexo y a tantas otras cosas. La gente gana el mundo y termina perdiéndose. Es este uno de los rasgos más crueles de una cultura que ha entreverado todos los senderos y que, sin darnos cuenta, nos ahoga. Es una cultura que ha confundido los medios con los fines. Hay padres que dicen trabajar para sus hijos y no se dan el tiempo para conversar con ellos. Apenas alcanzan a verlos cuando ya están dormidos. Triunfan en su profesión, han sobresalido en el trabajo, pero uno se pregunta si las prioridades habrán estado bien formuladas. Al final de tanta ganancia, ¿qué se logró en verdad? Como nunca, nos encontramos con personas que han perdido su norte, que han errado el camino y dan vueltas en redondo buscando la propia felicidad. “¿De qué le sirve al hombre…?”. El trabajo, los títulos, el bienestar… son caminos de realización que se nos ofrecen. En sí son buenos, salvo que pierdan su condición de medios. Entonces se hacen crueles. Nos esclavizan y terminan destruyéndonos. Estamos en la cultura de la adicción. Existen adictos no solo a las drogas, al alcohol y al sexo; los hay también al trabajo, al deporte, al dinero, a la ciencia, al poder, a los escaparates y a tantas otras cosas. ¿Y al final qué queda de todo esto? Es propio del adicto perder los horizontes y con ellos perder su libertad. La Iglesia nos invita hoy, con sencillez, a tener el coraje de jugarnos la vida por algo que en verdad no nos deje vacíos. Algo por lo cual vale la pena morir.

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XXVI

“Lo que has preparado, ¿para quién será?” (Lucas 12, 20)

Una y otra vez Jesús nos previene contra la codicia, contra el deseo desordenado de acumular bienes y riquezas. Un hombre le pidió al Señor que le dijera a su hermano que compartiera con él su herencia. Jesús les dijo a los que ahí estaban: “Cuídense de cualquier codicia porque por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes”. Precisando su respuesta a ese hombre, contó una parábola simple sobre un rico hacendado que tuvo una buena cosecha y para poder almacenarla y acumularla derribó sus graneros y construyó otros más grandes. En esos granos amontonados y bien guardados puso su seguridad y su confianza. Ese hombre, viendo sus riquezas, se dijo: “Tienes mucho acumulado, muchos bienes para muchos años, descansa, come, bebe y disfruta”… Nunca pensó que esa misma noche dejaría el mundo… y que Dios le diría: “Necio, lo que has preparado, ¿para quién será?”. ¡Qué pregunta más simple y más crucial! Pocas enseñanzas son más sabias y validas hoy en medio de nuestra cultura globalizada, que les repite a las personas y a los países que el progreso y la felicidad dependen del dinero, del producir y acumular. Eso lo asumimos y lo inculcamos a los jóvenes a la hora de orientar su vida y elegir sus profesiones. ¡Oriéntense hacia donde puedan ganar más y estar más seguros! El dinero pesa más que el servicio. Por eso a las universidades se entra para aprender y se sale para ganar dinero. Pocos entran para aprender y salen para servir. Valdría preguntarle a esos jóvenes: ¿El título que obtendrás… para quién será? En el mismo Evangelio de Lucas, poco después (Lucas 12, 34), el Señor precisa su enseñanza: Donde está tu tesoro, ahí está tu corazón. Qué triste es tener el corazón arrinconado en un granero, prisionero y sin capacidad para darse a los otros y amar. Jesús termina su enseñanza diciendo que lo mismo que le ocurrió a quien no pudo gozar de sus cosechas le pasará al que acumula tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios. 68

Ser rico a los ojos de Dios es vivir para los demás, ser solidario, compartir los bienes. Es doloroso constatar que en un país pobre haya personas que no se cansan de acumular dinero, autos, joyas, casas, produciendo con eso desequilibrios sociales e injusticias. Cavan su propia sepultura. Jesús insistió en la confianza en Dios porque la gente del mundo solo piensa y se angustia por tener más bienes. Nos recuerda que hemos de buscar el Reino de Dios, es decir la fraternidad, la felicidad de todos, una vida buena compartida…y que todo lo demás se dará por añadidura. Normalmente, por desgracia, se pone la confianza en las compañías de seguros que curiosa y engañosamente prometen asegurar la vida. Las pólizas de seguro no aseguran lo esencial ni dan la felicidad. Los seguros de vida lo único que no aseguran es la vida, porque la muerte puede venir a buscarnos la misma noche en que compremos ese seguro. El cristianismo no desprecia los bienes: pide que ordenemos el corazón para que ellos no nos encierren. Los bienes son para compartirlos y no para acumularlos.

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XXVII

“¿No han leído lo que hizo David cuando tuvo hambre?” (Marcos 2, 23)

Los fariseos, empapados de la ley, se escandalizaron al ver que los apóstoles cortaban unas espigas para poder comer. Era entonces un sábado y los preceptos les parecían claros: un hijo de Israel, en ese día, debía descansar. Los fariseos vivían intensamente preocupados de lo que hacían los otros y su mirada estaba siempre cargada de sospechas y de condenación. Buscaban la perfección más que la entrega y esa perfección consistía en la fidelidad escrupulosa a los preceptos. Ante el error o la debilidad ajenos, ellos preferían escandalizarse antes que comprender. Hacían la vida muy dura a los demás y por eso mismo hacían muy difícil su propia existencia. Es esta la actitud de aquellos que, olvidando el espíritu, se encapsulan en la letra de la ley. Este modo de proceder impide discernir y, al aprisionar al hombre en estrecheces, le cortan, sin quererlo, las manos al Señor. El problema es eterno y por eso es actual. ¡Qué distinto fue en eso Jesucristo! Les enseñó a sus discípulos que el día de reposo había sido hecho para el hombre y que Dios era su Padre. Que la verdadera intelección de la Escritura lleva necesariamente a la misericordia y a la genuina libertad, que es más exigente que la ley. Impresiona constatar cómo la palabra de Dios puede ser leída con espíritus tan diferentes. Ella, mal entendida, puede llevar a la esclavitud y sin embargo debería ser el camino hacia la libertad. Los fariseos, escandalizados al ver a los discípulos, los condenan preguntando: “¿Por qué hacen tus discípulos algo que no está permitido?”. Jesús respondió volviendo a la Escritura y recordando el caso de David: “¿No han leído ustedes lo que hizo David?”. El Señor hacía referencia a una ocasión en que el Rey y sus compañeros entraron en la casa de Dios porque tenían hambre y comieron los panes consagrados que solo podían comer los sacerdotes. Rompieron el precepto para salvar al hombre. “El sábado ha sido creado para el hombre” (Mateo 12, 7). Esta respuesta es esencial para entender la verdadera moral cristiana y para captar el mensaje de Jesús sobre el hombre y sobre Dios. El cristianismo solo se entiende si genera hombres libres, con la conciencia de ser en este mundo hijos y no esclavos de su Dios. Y 70

en estos tiempos de desconciertos y cambios es de máxima importancia que seamos capaces de vivir y transparentar esta realidad. En una sociedad marcada por muchas inseguridades, cambios y temores, cuando muchos traspasan toda barrera y caen en un cierto libertinaje, es normal que algunos se tranquilicen si encuentran los caminos cubiertos de estacadas. Porque quien apenas se mueve y nada arriesga no puede equivocarse, pero en verdad no vive. Muchos prefirieren amordazar la vida en vez de señalarle un rumbo que la oriente. Parece más seguro decirle al transeúnte: ¡No se puede! ¡Está prohibido! ¡Es pecado! La libertad supone ciertos riesgos y está en el corazón del cristiano formar personas que sabiéndose hijos se atrevan a asumir los desafíos. Ser hijos es un proyecto centrado en el amor que genera relaciones de confianza frente al Señor y de gran compasión y fraternidad hacia los otros hombres. La intransigencia, la dureza, la estrechez y el libertinaje egoísta aparecen cuando no se ha entendido la humanizadora exigencia del verdadero amor. El fariseo busca la paja en el ojo del otro; el discípulo de Cristo es, por esencia, un hijo y un testigo de la misericordia. “¿No han leído lo que hizo David?”. En nuestra vida personal, profesional y comunitaria es importante preguntarnos si se manifiesta la libertad y la misericordia del cristiano. Es ese un sello que marca al discípulo de Jesús y no la estrechez de la ley.

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XXVIII

¿Por qué no juzgan ustedes mismos? (Lucas 12, 55)

El Capítulo 12 de san Lucas está lleno de importantes enseñanzas para la formación moral. Esa enseñanza termina con la pregunta que nos ocupa y que es una llamado a la responsabilidad ética personal. Al comenzar el capítulo, Jesús no acepta constituirse en juez o árbitro que decide en una disputa por herencias (12, 14). El juez es el que dirime y el que tiene la última palabra en una disputa entre dos personas. El juez dispone de la fuerza para imponer la ley. En cierta manera, les arrebata a los querellantes la última palabra y asume la responsabilidad por la justicia. La respuesta de Jesús es muy significativa para entender el camino al que Él recurre para formar conciencias libres. Él no quiere tomar la decisión, sino ayudar a los actores a formar sus criterios para que puedan discernir y juzgar. En lugar de dictaminar cómo se distribuyen los bienes de la herencia expone ideales morales para que quienes están implicados en un caso sean adultos y capaces de tomar la decisión correcta y éticamente justa. Es muy interesante que pocas líneas después (Lucas 12, 56), Él les dice a sus discípulos que así como saben interpretar los signos de la Tierra y del cielo y pueden prever cuándo vendrá la lluvia, deberían poder interpretar la realidad para orientar su acción. Su pregunta es clara: ¿Por qué no saben interpretar el tiempo presente? Siguiendo esta doctrina, el Concilio Vaticano II fue insistente en invitar a discernir los signos de los tiempos, a escuchar la voz de Dios en los acontecimientos. Ese discernimiento debería guiar el actuar cristiano. Esta enseñanza es particularmente importante cuando hemos tomado conciencia de que nadie puede arrebatar a las personas su obligación de actuar en conciencia. La teología tradicional afirmaba que la última norma, el último juez de la moralidad es la conciencia propia y, sin embargo, se fue introduciendo una práctica según la cual confesores y directores espirituales podían finalmente decidir e imponer una acción a las personas. El mismo magisterio encargado de iluminar e interpretar la revelación para que 72

sea una luz en el discernimiento personal, tuvo tendencia de transformarla en ley y en norma estrecha. Por lo anterior, es muy importante la pregunta que en seguida hace Jesús y que es el centro de esta reflexión: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?” (Lucas 12, 57). Ese es un llamado a la responsabilidad moral y al discernimiento. El criterio moral es información, pero no arrebata la libertad ni la necesidad de discernir e interpretar el momento presente. Jesús no viene a arrebatarnos nuestra responsabilidad moral, no viene a tomar decisiones por nosotros, sino a formar nuestra libertad haciéndonos ética y humanamente responsables. Esta pregunta acarrea una enorme enseñanza para la Iglesia, que no debe reducir los ideales morales, sino proponerlos como un modo de contribuir a formar la conciencia de los cristianos para que ellos crezcan en libertad y se comporten como verdaderos hijos de Dios y no como esclavos de la ley. Esta pregunta tiene relevancia en los momentos de cambio, cuando es necesario como nunca formar al discernimiento y la responsabilidad para que los seres humanos como adultos puedan asumir sus decisiones buscando la voluntad de Dios aquí y ahora. Jesús propuso ideales morales mientras el fariseo proponía una ley. Quien infringe una ley peca y debe ser castigado. Esa era la enseñanza de los fariseos. Por la ley la mujer adúltera debía perecer apedreada. Jesús tiene otra visión. No rebaja el ideal de pureza, pero está dispuesto a ayudar al débil haciéndolo crecer. A la pecadora no la condena, pero la ayuda con su perdón y con su amor para que siga un camino hacia un ideal de pureza. La posición de Jesús y la del fariseo son radicalmente diferentes ante el bien y ante la falta. Uno propone una ley y Él la misericordia que permite levantarse. No es lo mismo acompañar que quitar la libertad, como no es lo mismo castigar frente a la caída que dar una mano para la salvación. Ante la tentación de algunos cristianos de descargar su responsabilidad en el sacerdote, este debería evitar la tentación de aplastar una conciencia y formular la pregunta de Jesús: “¿Por qué no juzgan ustedes mismos lo que es justo?”.

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XXIX

“¿Por qué ustedes quebrantan el precepto de Dios en nombre de la tradición?” (Mateo 15, 3)

Qué difícil es en tiempo de profundos cambios tener claro qué cosas no deberían cambiar. No es fácil discernir aquello que es fruto de un momento de la historia y que quedó incrustado en ciertas tradiciones, pero que no debería ser perenne. Los fariseos, en tiempos de Jesús, estaban apegados a ritos, costumbres e interpretaciones que consideraban intangibles, pero descuidaban el espíritu de la ley. Por eso se cerraron a la buena noticia que traía el Señor. Esa actitud es muy humana y de hecho la encontramos a menudo entre nosotros, quienes estamos enfrentando un cambio radical en la historia. Nada genera más inseguridad que los cambios. Eso es particularmente grave cuando se ponen en duda valores considerados esenciales, tradiciones asentadas, costumbres ancestrales y los modos de vivir de nuestros mayores. Ante tales cambios caben tres actitudes: la primera es aferrarse al pasado, manteniendo incólumes las costumbres conocidas que dan seguridad; la segunda actitud es entrar a los cambios sin ninguna crítica, adaptándose a ellos y aceptando todas la novedades superficialmente; la tercera, que parece más razonable, es discernir los signos de los nuevos tiempos para introducir aquellos cambios que son necesarios para enfrentar la vida nueva con fidelidad a lo más fundamental. Jesús fue claro y duro en esta materia. Ante unos fariseos y letrados que escandalizados le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los mayores pues no se lavan las manos antes de comer?”, Él respondió: “¿Y por qué ustedes quebrantan el precepto de Dios en nombre de su tradición?”. Esos fariseos y letrados eran fieles seguidores de la letra estricta de la ley, pero habían olvidado el espíritu que obliga a interpretar esa letra para conservar su espíritu. Ellos estaban muertos por la letra, eran esclavos de ella y Jesús quería devolverles la vida y la libertad, dándoles el espíritu. El Señor no pretendía quebrantar ni una jota del alma de la ley mosaica y por eso quería que fuese bien interpretada. El Señor recordó en ese 74

momento las palabras de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí” (Isaías 29, 13). Conocer a fondo el mensaje de Jesús en este punto es crucial para una institución como la Iglesia, que debe perdurar en el tiempo, guardando en su integridad la revelación que le fue entregada y que ha ido siendo interpretada y transmitida por una sana tradición. Como toda institución formada por seres humanos ella vive en el tiempo y debe responder a las exigencias de cada época. Ella debe anunciar el mensaje en un lenguaje que sea comprensible para personas que viven necesariamente en determinadas circunstancias y en diferentes culturas. No es fácil sostener lo esencial, comprenderlo cada vez mejor, sin confundirlo con lo que es propio de un determinado momento o circunstancia. No es lo mismo tradición que inmovilismo. Existe siempre el peligro de confundir la tradición con formas circunstanciales que fueron necesarios e importantes en un tiempo. La sotana, el latín, ciertos modos de orar y hasta ciertas respuestas morales son formas de vivir de una época, pero no pertenecen a la esencia del ser cristiano. Más que nunca hace falta hoy un sano magisterio, a la vez sólido y abierto, que permita el avance de la historia y el progreso en la genuina comprensión del Evangelio. El Concilio Vaticano II fue un modelo magnífico de ese magisterio capaz de descifrar los signos de los tiempos para purificar tradiciones que pueden enceguecer más que ayudar. El Concilio quiso ser muy fiel a la revelación y al mismo tiempo responder a nuestro tiempo. Muchos, como los fariseos que conoció Jesús, se escandalizaron por los cambios. La humanidad ha progresado en su modo de entender el mundo; los aportes de la ciencias, el nuevo rol de la mujer en la sociedad, un mayor conocimiento científico de la sexualidad humana, el respeto por la libertad y la conciencia que son tan centrales en el Evangelio, y muchas otras cosas deberían ser incorporadas para que el Evangelio pueda seguir siendo una buena noticia para el hombre y la mujer de hoy. Como nunca, hemos de demandar la capacidad de discernimiento, la honestidad de hacernos las preguntas que el hombre de hoy se hace, para que la tradición no sea mal interpretada y no nos deje convertidos en estatuas de sal vueltas al pasado. La tradición es esencial, pero a condición de que ella sea coherente con la revelación y abierta a los cambios de la historia para poder transmitirla en su mayor pureza. Es doloroso ver que muchos, oyendo nuestros discursos, crean que el cristianismo pertenece irremediablemente al pasado, porque se aferra a viejas y espurias tradiciones.

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XXX

“¿Por qué te fijas en la pelusa que está en el ojo de tu hermano y no miras la viga que está en el tuyo?” (Lucas 6, 41)

Esta pregunta sabia y que denota un profundo conocimiento del alma humana, la hace Jesús en medio de un discurso donde da diversos consejos para relacionarnos con los demás. Ese discurso está en el Capítulo 6 de Lucas y es una joya de sabiduría y humanidad. Ahí nos pide que tratemos a los otros como queremos que ellos nos traten a nosotros; que les hagamos el bien aun a los que nos hacen el mal; que perdonemos y que lleguemos hasta a amar a los enemigos. El Señor nos pide que no juzguemos, que no condenemos, que demos sin medida. Nos recuerda que seremos medidos con la medida que midamos a los otros. El trato que damos a los demás suele ser reflejo de nuestra propia vida interior. Es corriente que el inseguro se asegure rebajando a los demás; que el acomplejado proyecte sus complejos; que quien no se siente amado no sepa amar. Por eso las actitudes benevolentes suelen ser consecuencia de un corazón bueno. Por eso Jesús dice: “El hombre bueno saca cosas buenas del tesoro bueno de su corazón” (Lucas 6, 45), porque de la abundancia que hay en el corazón brota la palabra amigable y bondadosa. Es por eso indispensable, para situarnos en la sociedad, para convivir con otros, que antes hagamos un esfuerzo por sacar la viga que oscurece nuestros ojos y los males que endurecen nuestro corazón. Para vivir y hacer realidad estos consejos de Jesús, es necesario situarse ante los otros viendo siempre su lado positivo o menos malo. De ahí nace el consejo de san Ignacio, quien dice que todo buen cristiano debe estar más pronto a salvar el punto de vista del otro que a condenarlo. También brota de ahí el dicho de santo Tomas que enseña que nadie está tan lejos de la verdad que no tenga algo de verdad. Podríamos añadir que nadie es tan malo que no tenga algo de bueno en su corazón. Qué diferente sería nuestro mirar y nuestro hablar si procurásemos siempre ver el lado bueno de las personas y las cosas. Si miráramos al otro con la benevolencia con que solemos mirarnos a nosotros mismos. 76

Eso es muy necesario en una sociedad profundamente competitiva donde son pocos los dispuestos a dar ventajas reconociendo las cualidades y bondades de los otros. El hablar mal de los demás es una norma extendida. Todo se pone en duda. Caen implacablemente en la sospecha las personas y las instituciones. El periodismo a menudo convierte en noticia todas las caídas y se esfuerza en encontrar el lado flaco de la gente, de los grupos y de la misma sociedad. A juzgar por los titulares de la prensa, hay muy pocas cosas buenas en la sociedad. Con esa mirada destruimos nuestro convivir. Es corriente que cuando alguien escucha algo malo sobre otra persona vaya y le cuente esos rumores al afectado. Pocas veces sucede lo contrario. No son muchos los que al oír algo bueno de nosotros vengan a contarnos lo bueno que han oído, creando lazos de cercanía y agradecimiento. Es en este contexto de maledicencia y mal mirar que parece tan conveniente hacernos la pregunta de Jesús: ¿Juzgo a los otros con los mismos criterios con que me juzgo a mí mismo? ¿Por qué soy tan agudo y clarividente para ver los defectos ajenos mientras los míos me pasan inadvertidos? Qué distintas serían nuestras conversaciones y las relaciones sociales si no fuésemos tan tremendamente críticos con los demás. Curiosamente, mirar con ojos limpios y benevolentes nos hace mucho bien a nosotros mismos porque nos permite vivir en paz con los demás y gozarnos no solo de nuestros éxitos sino también de los ajenos.

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XXXI

“¿También ustedes siguen sin entender?” (Mateo 15, 16)

Qué fácil es poner el centro de la moral en el cumplimiento de leyes, en la realización perfecta de ritos o en el conservar ciertas tradiciones. Eso parece seguro y claro. Luego de una áspera disputa con los fariseos a quienes acusa de no cumplir los mandatos de Dios por seguir sus tradiciones, Jesús se dirige a la gente explicándole su modo de entender el comportamiento ético. El tema debe haber sido importante para Él porque les dijo: “Escuchen atentamente: no contamina al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella”. Esa sencilla frase, para la cual Jesús pide especial atención, tiene una importancia muy grande en la historia ética de la humanidad. Ella pone el centro del actuar moral en el decisión humana, en el fondo del corazón y la libertad. Fue corriente en las tradiciones religiosas antiguas declarar como tabú, como intocables, ciertos objetos que se convertían en contaminantes. En Israel se prohibía ingerir muchos alimentos por ser impuros y transmitir su impureza. La verdadera pureza consistía en alejarse y privarse de muchas cosas, en practicar ayunos y penitencias. Por el contrario, para Jesús todas las cosas eran buenas. Somos nosotros con nuestro modo de obrar desordenado los que destruimos el orden moral. Por eso la verdadera formación debe consistir en educar el corazón para que el ser humano sepa usar todas las cosas sin subvertir los designios de Dios. Esa enseñanza era muy coherente con lo que Jesús había afirmado en referencia al sábado, cuando decía que este estaba hecho para el hombre y no el hombre para el sábado. Obviamente, los fariseos se escandalizaron mucho al oírlo hablar así, como se habían escandalizado al ver que los apóstoles no cumplían el sábado y comían sin lavarse las manos. Eso era para ellos tan importante como negar a Dios. Sin embargo, era tan fuerte la fuerza de la costumbre, tan repetida la enseñanza de los fariseos, que los mismos discípulos tuvieron también mucha dificultad para entender esta 78

mirada libre de Jesús, a quien acusaban de comedor y bebedor, de quebrantar el sábado y sentarse a la mesa con los impuros dejándose tocar por ellos. Jesús hizo entonces a los discípulos la pregunta que comentamos: “¿También ustedes siguen sin entender?”. A ellos les costaba aceptar que todas las cosas eran limpias al entrar en el hombre y que era en el corazón y el vientre humano donde se corrompían. No fue fácil que los judíos de la primera Iglesia comprendieran esto y por eso Pablo insistió en la bondad de la creación, diciendo “que todas las cosas son nuestras, que nosotros somos de Cristo y que Cristo era de Dios”. De este modo todo está en el plan divino, todo expresa la belleza y bondad de Dios, pero el ser humano puede desordenar ese don. Muchos siglos después, Ignacio de Loyola dirá que todo ha sido creado para el hombre y que la libertad se alcanza cuando uno usa bien de las criaturas como medios para alcanzar a Dios. Él termina los ejercicios mostrando cómo Dios habita en todo de modo y que hemos de aprender a “amar todas las cosas en Dios y a amar a Dios en todas las cosas…”, eso nos lleva a “en todo amar y servir”. El cristianismo es la religión de la libertad; por eso hay que educar el corazón humano para que de él salga el bien sin desordenar la creación. Qué difícil es todavía hoy formar la libertad, formar a personas que como hijos de Dios se sientan en su casa en la creación, cuidándola y usándola correctamente. La comida, el deporte, la belleza, la sexualidad, el amor, el mismo dinero y todas las cosas de la Tierra son en sí buenas, pero nosotros podemos desquiciarlas. Hay que formar seres libres para que, usándolas como hijos, no se conviertan en esclavos de todo lo que Dios les regaló.

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XXXII

“¿Ustedes también quieren irse?” (Juan 6, 67)

Es una pregunta que el Maestro podría hacerle hoy a muchos cristianos. Ella trasluce dificultades serias y una crisis en la Iglesia naciente. Los hombres se cerraban. El pueblo de Israel pedía más señales. Jesús, acosado por esas insistencias, decidió ir al fondo de su revelación, explicando que Él era el pan que Dios enviaba para dar vida al mundo. Entonces empezó el gran desbande. En tales circunstancias, la crisis permitió a los discípulos atravesar los signos y llegar al misterio. Tal vez es el camino que tiene cada uno de nosotros para alcanzar la luz. “¿Ustedes también quieren irse?”. Esta pregunta no está dirigida a los que no aceptan la fe, sino a los discípulos en medio de su desconcierto, porque el creyente también pasa noches oscuras y puede sentir distancia ante su Dios y ante su Iglesia. El seguidor puede cansarse en el camino y seguir otras rutas. Entre los discípulos de Jesús, algunos se alejaron porque la doctrina era dura; otros, como los que iban camino de Emaús, partieron después del Viernes Santo con su esperanza hecha pedazos. Es humano perder las esperanzas. Es bueno por eso reflexionar sobre los que se desilusionan. La Iglesia desde sus comienzos ha conocido los desgarrones. Grupos enteros se han alejado de ella levantando otras tiendas. El problema adquiere hoy candente actualidad. Tal vez pasó el tiempo de los cismas y las guerras religiosas. Muchos de los que hoy se alejan lo hacen en silencio. Parecen haber perdido la ilusión. Van abandonando el interés, dejan de participar y de repente se sienten distantes de su madre. Algunos creen en el Señor y no en la Iglesia. Un punto de la doctrina, el modo de gobierno, las riquezas, un escándalo o la propia debilidad hacen que muchos no se sientan en casa en este templo. Algunas de esas desilusiones tienen también su origen en la dificultad del hombre para creer. En realidad, cuesta aceptar la pequeñez y la opacidad humana como lugar del encuentro con Dios. Por eso muchos prefieren irse. Es delicado este partir que rompe las fidelidades más profundas. Puede haber semillas de ese alejarse en nuestros propios 80

corazones. Es bueno entonces releer el Evangelio y hacernos personalmente la pregunta que Jesús les formuló a los doce: “¿Ustedes también quieren irse?”. Detrás de esa pregunta existe un gran conflicto. Los hombres no aceptaron que el hijo de un pobre carpintero, con domicilio conocido en un mísero pueblo, pudiera haber bajado del cielo y ser la vía para llegar a Dios. “¿No es este el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” (Juan 6, 42). Les resultó difícil comprender el camino de la encarnación. No pudieron aceptar a Dios hecho cercanía y debilidad. En parte, ese conflicto subsiste también hoy porque la Iglesia, la institución humana, es el último eslabón de la lógica de Dios. Es hacer llegar la encarnación hasta concebir a la Iglesia, que está conformada por débiles seres humanos, como el cuerpo de Jesús que continúa su obra en la Tierra. Es duro de aceptar porque donde hay hombres hay división, ambigüedades y ambiciones, defectos y pequeñez. Donde hay seres humanos hay siempre razón para el escándalo y muchos querrán partir. “¿Ustedes también quieren irse?”. Esa pregunta se replantea hoy. Pedro respondió en nombre de los doce: “¿A quién iremos? Solo Tú tienes palabras de vida eterna”. El apóstol aceptó ahí el humilde camino de la encarnación y de la Iglesia. Él reconoció que la cercanía de Jesús supone aceptar la humanidad nazarena de Cristo y seguir en el grupo de los doce. La fidelidad a Jesús pasa por la mediación de esta contradictoria comunidad humana; para eso es necesario reconocer que dicha comunidad hecha Iglesia guardó en su corazón, escribió y nos trasmitió los Evangelios. Ella nos entrega hoy los sacramentos y nos alimenta con el cuerpo de Jesús. La crisis puede ser la ocasión para descubrir el misterio de este camino humano de Dios. Eso nos permite pasar de una pertenencia a la Iglesia puramente sociológica, a una adhesión de fe más personal, capaz de superar los escándalos. Pero esa adhesión es un regalo, es una vocación, porque “nadie puede venir a mí si el Padre no lo trae”. ¿Ustedes también quieren irse? Que Pedro ayude a cada uno de nosotros a responder como él: “¿A quién vamos a ir? Solo Tú tienes palabra de vida eterna”.

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XXXIII

“¿Conque darás la vida por mí?” (Juan 13, 36)

Pocas personas amaron más a Jesús que Pedro, el pescador que tenía su barca en Cafarnaúm. Al leer los Evangelios se ve que era un hombre muy generoso y sin embargo muy débil. Cuando conoció a Jesús e intuyó su misterio, el día de la primera pesca milagrosa, Pedro se descubrió a sí mismo como un pecador y dejándolo todo lo siguió. Pero curiosamente ese apóstol, como decíamos, generoso, era a la vez muy débil. El Nuevo Testamento no ahorra palabras para mostrar sus flaquezas. Nos dice la escritura que él no aceptaba el camino de la cruz y se creyó capaz de impedir que Jesús siguiera ese camino (Mateo 16, 22); el dudó de su fe cuando arreció la tormenta; con orgullo pensaba que si los otros negaban a Jesús él jamás lo haría; fue violento cuando vinieron a prender a Jesús usando su espada; al final, a pesar de su orgullosa promesa, negó al Señor tres veces; y al comienzo de la Iglesia, por miedo, cambió su posición frente a la apertura a los gentiles y por eso lo reprendió san Pablo, etc. Jesús, a pesar de la enorme debilidad de Pedro, confió en él como en ningún otro. Lo hizo roca y fundamento de su Iglesia; lo constituyó como cabeza del cuerpo apostólico; le entregó a él simbólicamente las llaves del Reino; le encomendó a él pastorear su rebaño después de su partida. Jesús usó la barca de ese hombre como símbolo de su Iglesia y navegó en ella a través de tormentas, sintiéndose seguro. Todo eso porque a pesar de su debilidad Pedro en verdad lo amaba. En la última cena, cuando Jesús anuncia su partida final, Pedro como siempre generoso y poco consciente de su debilidad, le dijo que quería acompañarlo y que estaba dispuesto a dar la vida por su querido maestro. Jesús, que conocía lo que hay en el hombre, le preguntó irónicamente: “¿Conque darás la vida por mí?” (Juan 13). El Señor era consciente de que su pobre apóstol lo negaría antes que el gallo cantara. Esta escena es para todos nosotros muy consoladora. Ella muestra que Jesús no eligió a Pedro porque fuera el mejor, el más coherente o el más fuerte… lo eligió porque era capaz de amar mucho a pesar de su debilidad.

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Al contemplar el modo de actuar de Jesús con este apóstol podemos entender que el Señor confíe en nosotros y nos ame a pesar de nuestras traiciones. Podemos también leer la historia de la Iglesia no como la historia de hombres impecables que no caen, sino como la historia de la confianza de Dios en la debilidad humana. La vocación y la vida de Pedro nos ayudan a comprender la caída de muchos sacerdotes, obispos y cristianos que a pesar de sus flaquezas aman y son amados, perdonados y confirmados en su misión. Jesús nos invita a revisar nuestros criterios para juzgar al ser humano; nos ayuda, asimismo, o a ser más humanos, comprensivos y misericordiosos. Cuando nos eligió, el Señor era consciente de todas nuestras flaquezas y por eso cuesta comprender que a veces queramos apartar de Jesús a los que consideramos que son más débiles o han caído. También a todos nosotros Jesús nos puede tender su mano salvadora cuando nos hundimos, como lo hizo con Pedro cuando este dudó en el momento de la tempestad. Hay que ser humildes para responder la pregunta que nos hace el Señor. Por eso hemos de rogar para que en la hora de la dificultad podamos responder a la pregunta de Jesús, dando realmente la vida por Él.

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XXXIV

“¿No habéis podido velar una hora conmigo?” (Mateo 26, 40)

Esta pregunta de Jesús manifiesta un misterio asombroso. Ella cambia en profundidad la idea que nos hacemos de Dios y nos hace percibir la “debilidad” del Señor. Aquí se expresa la locura de Dios que es más sabia que todas nuestras sabidurías. Detrás de esta pregunta hay una revelación: El Todopoderoso, hecho hombre, nos necesita. La humanidad de Dios es tan humana que echa de menos nuestra cercanía. En la hora del amor total, después de haber entregado su cuerpo y su sangre, Jesús siente la angustia de la decisión última. Se dirige al huerto para decirle a su Padre, en la intimidad, que solo quiere hacer su voluntad. En ese momento se juega el todo de su vida y la validez de su mensaje. No quiere estar solo en tal instante. Tomando a los más íntimos les suplicó que velaran con Él. Como nunca, entonces, necesitó a los que en la cena llamó amigos… pero ellos se durmieron. Los había elegido para que estuvieran con Él y en el momento de mayor necesidad se les cargaron los ojos de sopor y el temor pudo más que la amistad. “¿No habéis podido velar una hora conmigo?”. En medio del dolor del mundo, esta pregunta vuelve a resonar en nuestro oído. La humanidad de Dios nos pide cercanía… cercanía a Él y a los que sufren. Cuando una pareja joven recibe a un hijo deforme, cuando un hombre ve morir a su esposa, ante una enfermedad incurable del amigo o ante el fracaso de todos los proyectos, solo queda callar y acompañar. Para acompañar no se necesita ser ni muy sabio ni muy inteligente ni muy rico. No hacen falta palabras. Allí sobran las cosas. Se necesita olvido de sí mismo para estar cerca del alma. Es muy simple. Es necesario no pensar tanto en las penas propias ni en los defectos o proyectos. A menudo le ofrecemos a Dios nuestro trabajo, pero en la hora del huerto no se trata de que trabajemos por Él ni que lo ayudemos a continuar su obra. Eso por cierto es necesario… pero la tarea más importante de los apóstoles y de los cristianos es más honda y misteriosa. Esta pregunta nos quiebra los esquemas y establece una relación que nunca podríamos soñar. Dios nos pide que en la hora suprema de su 84

dolor y de su entrega, estemos cerca, acompañándolo al menos una hora. Dios se pone a nuestra altura. Tal vez mejor: se pone más bajo que nosotros. Las palabras de Mateo en la hora del juicio final en el Capítulo 25 de su Evangelio, le dan toda su extensión a esta pregunta. Ellas nos enseñan que Jesús se identifica y necesita compañía en todos los que tienen hambre, están presos o enfermos. Nos queda el consuelo de que nadie es tan pequeño que no pueda acompañar a Dios… y acompaña mejor el que es más pobre, el que ha sufrido, el que calla y escucha. No es mejor acompañante el que es más fuerte, sino el que es más humano. Mientras haya sufrimiento en el mundo esta pregunta seguirá resonando. ¿Desde dónde me pide hoy Jesús que vele con Él? Dios quiera que al caer la noche el Señor no tenga que repetir esa pregunta. “¿Cómo podéis estar durmiendo?”. “¿No habéis podido velar una hora conmigo?”.

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XXXV

“¿Por qué me preguntas a mí?” (Juan 18, 21)

En esta pregunta se encierra un gran misterio. La Palabra que estuvo en el origen de todas las cosas, se calla. Pero su silencio cede el paso a una nueva voz. Abre una nueva etapa de la vida humana y de la historia de salvación. Es el momento de la Iglesia. “¿Por qué me preguntas a mí? Pregúntales a los que me han escuchado y que ellos digan qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho”. La Palabra eterna nos había sido dirigida de mil modos. Nos había hablado por las maravillas de la creación que reflejaban al Creador; nos había hablado, también, por los anhelos insaciables del corazón humano. Esa Palabra que fue tejiendo siglo tras siglo la Escritura, se fue haciendo patente en la historia del pueblo de Israel y se expresó por los profetas que anunciaban al que iba a venir. Llegada la plenitud de los tiempos, esa Palabra se hizo carne cuando Jesús de Nazaret nació de una virgen pura en un pueblito de Judá. Para quien sabe oír y ver, ahí está, humanizada, la respuesta divina a las más hondas preguntas; ahí está la puerta del cielo y el único camino hacia la Vida. Es la Palabra de Dios que se hizo humana. Habiéndose encarnado la Palabra, nuestros pobres oídos pudieron oír el diálogo interno de la Trinidad; pudimos ver con nuestros ojos lo invisible de Dios y tocar con nuestras manos a Aquel que es intangible. Esa Palabra no solo nos reveló el secreto del misterio íntimo de nuestro Dios, que es trinitario; en ella se nos hizo también patente el misterio del hombre y su destino. En su breve paso por la Tierra, nos contó el infinito amor del Padre hacia nosotros y nos reveló el plan que el Señor tiene para colmar nuestros anhelos. En el momento supremo de su vida, ante el sumo sacerdote, esa Palabra se calló, o mejor dicho, quiso que los discípulos respondieran en su nombre; que ellos tomaran el relevo: “¿Por qué me interrogas a mí? Pregúntales a los que han oído lo que he dicho”.

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En ese momento central de su existencia, de algún modo nos pide que nos hagamos Palabra, que hablemos por Él, que seamos sus testigos. Se trata de un nuevo paso de la encarnación. Eso supone que hemos escuchado un mensaje y lo hemos conocido a Él íntimamente. Esa pregunta es de inmensas consecuencias para nuestra vida. Al callar Él, nos invita a que reflejemos con nuestro ser entero su mensaje y continuemos su presencia; que le prestemos nuestra propia humanidad a la Palabra eterna. Fiel a este pedido, la Iglesia, comunidad de los creyentes, guardó la memoria de su Señor y lo anunció. Ella escribió los Evangelios y nos transmitió celosamente el “depósito de la fe”. Por esto, tras esta pregunta hay también una invitación a que, con espíritu religioso, escuchemos a la Iglesia. Es también una exigencia para que esta sea fiel y procure ir haciendo comprensible el mensaje en diversas lenguas y en las diferentes circunstancias que vivirán los hombres de todos los pueblos en los tiempos por venir. “¿Por qué me preguntas a mí? Ellos saben lo que he dicho”. ¿Lo sabemos realmente? ¿Estoy realmente en condiciones de tomar el relevo? Para hablar por Él y como Él, es preciso haberlo escuchado atentamente. El sumo sacerdote quería conocer la verdad acerca de los discípulos y de las enseñanzas del maestro. ¿Qué podría contestarle yo? ¿Sería mi respuesta fiel a la Palabra eterna que por mí se hizo carne y que me llamó a su seguimiento? La fecundidad del Evangelio depende en parte de mi capacidad de reflejar en mi vida y en mi tiempo el rostro del Señor.

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XXXVI

“¿Por qué me pegas?” (Juan 18, 23)

Maltratar al hombre, imagen de Dios, es siempre un sacrilegio. Pero en esta ocasión el golpe fue directo al rostro del Señor. La humanidad escuchó entonces la pregunta que hoy día nos ocupa: “¿Por qué me pegas?”. La noche estaba gélida. Un grupo hacía ronda en torno al fuego. En la casa de Anás, el Sumo Sacerdote interrogaba a Jesús, pero los dados estaban ya echados porque convenía que un hombre muriera por el pueblo. En verdad fue una parodia de justicia, donde los grandes de Israel cerraron su corazón a quien por siglos habían esperado. Generación tras generación, el pueblo vivió de las promesas y cuando llegó la hora en que se cumplían las grandes esperanzas, los ancianos expertos en Moisés y los profetas fueron incapaces de discernir la presencia de Dios en medio de su pueblo. Extraña cerrazón. El hombre, que desde Adán añoraba ser como Dios, no aceptó que Dios se hiciera hombre y lo acusó de blasfemia. En ese momento supremo de la revelación, el hombre golpeó a Dios. Le tapó la boca de un manotazo porque el Señor le revelaba que estaba compartiendo su destino. Maniatado y humillado, Jesús le dijo a la humanidad que Él estaba ahí para recalentar por dentro los corazones fríos. En esa tarde, Jesús también le reveló al sumo sacerdote que Él ya no hablaría porque nos cedía la palabra a los que lo conocíamos y lo habíamos escuchado; que Él para siempre confiaría en nosotros. “¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han escuchado” (Juan 18, 21). Pegar es un signo de debilidad que deshumaniza, que nos hace agresivos con Dios y con el hombre y que destruye las relaciones de fraternidad. Hay muchos modos, a veces sutiles, de golpearnos los unos a los otros y hacernos mal. Es esta una manera desnaturalizada de relacionarnos. Por eso todavía resuena la pregunta y sigue siendo actual: “¿Por qué me pegas?”. Esta pregunta adquiere una inmensa amplitud si se toma conciencia de que Jesús considera como hecho a Él lo que se hace a los pequeños y los débiles. Así se lo hizo saber a Saulo que perseguía a los cristianos cuando camino a 88

Damasco le dice: “¿Por qué me persigues?”. Jesús se identifica con todos los perseguidos; siente en carne propia las agresiones, los golpes e injusticias. Cada vez que ofendemos, que hacemos sufrir, que usamos la violencia con un ser humano, nos pregunta: ¿Por qué no eres hermano? ¿Por qué haces sufrir? ¿Por qué te afirmas hiriendo el rostro de tu prójimo?… Pero más en el fondo: “¿Por qué me pegas?”. Esta pregunta lacerante nos recuerda que el pecado más que la ruptura de una norma, más que el quebrantar una ley es una ofensa personal al Señor. Es un golpe que baja de las mejillas hasta repercutir en el corazón que más ha amado a los hombres. Por eso cuando hacemos nuestro examen de conciencia más que interrogarnos si hemos transgredido un código, deberíamos escuchar esta pregunta de Jesús: “¿Por qué me pegas?”.

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XXXVII

“¿Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?” (Juan 18, 34)

Pilatos en el juicio preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Y el Señor respondió con la pregunta que estamos reflexionando: “¿Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?”. Esta pregunta de Jesús es importante en los tiempos que vivimos… Ha habido revuelo en la ciudad santa de Jerusalén. Todo el mundo ha hablado de este profeta poderoso en obras y en palabras, de quien esperaban que restaurara por fin el reino de Israel. Pero ese sueño se ha acabado… Los jefes de su pueblo lo han entregado a la autoridad romana. El Señor está solo ante Pilato. Es el poder de este mundo, las legiones de Roma frente a la debilidad y a la grandeza simple del hombre… y frente al misterio de Dios. Como en ninguna parte se manifestó ahí la fuerza de la verdad y la dignidad de la persona humana. Pero era necesario tener ojos limpios y penetrantes para percibir ahí la humanidad. Pilato era incapaz de eso; él tenía que conservar su puesto, guardar su autoridad, defender la dignidad del imperio frente a otras opciones. En la mirada de ese prisionero humillado, fracasado e impotente brilla, para quien sabe ver, la hondura del misterio. El gobernador no tiene la finura para captar frente a quién está. A Pilato lo han hecho creer que tiene las llaves de la vida porque tiene el poder para matar. Como tantos hombres, él se cree importante por el cargo que ocupa. Por desgracia, él es solo víctima de un juego de pasiones, influencias y temores, incapaz de enfrentar la más importante encrucijada de la historia con libertad. Entre los mármoles de su palacio, él es un pobre esclavo. Él habla, pero su palabra es un eco de lo que los otros opinan. Le han dicho que este galileo tiene trazas de rey, pero para él eso solo se entiende en un sentido político que podría malquistarlo con Roma. 90

Más por curiosidad que por deseo de captar la verdad, se vuelve hacia aquel pobre desdichado: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús no responde a la pregunta del gobernador directamente. Él desea situar el diálogo en un nivel que está más allá de las palabras de moda. Cuando el hombre se mueve en el terreno de la moda, achica su libertad y no puede abrirse a la verdad. “¿Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?”. ¿Eres capaz de tener una palabra propia, honesta y personal cuando le hablas a Dios? ¿Tú quieres en verdad escuchar la respuesta? El pobre prisionero quiere liberar al gobernador de la oculta prisión que lo encierra. Lo invita a que tenga una opinión como persona. En un mundo como el nuestro, donde la publicidad crea la moda; donde las ideologías, las clases sociales; donde las “certezas” de la ciencia nos impiden tener un juicio libre y personal sobre los hechos, es interesante preguntarse hasta dónde soy influenciable. Hasta qué punto repito lo que se está diciendo. ¿Tengo yo, por ventura, el coraje de pensar y de ser independiente? ¿Puedo yo enfrentar a Jesucristo y escuchar su llamado aunque la inmensa mayoría de los hombres opinen de otro modo? Muchos viven aterrados de perder su trabajo y necesitan hablar para contentar al que está en el poder. Como Pilato, le tememos a “los jefes judíos y al César de Roma”. Con mucha frecuencia se escrutan las encuestas para no quedar atrás, para ser hombres de la época. “Ser modernos” se ha convertido en suprema norma de la moralidad y de la vida. La “mayoría”; pueden encerrarnos en una masa anónima e irresponsable, pero esa masa para que sea humana debe estar formada por personas. No es una cuestión de números. El hombre de este tiempo busca apasionadamente la libertad, pero corre el riesgo de estar programado por otros. La moda, la publicidad nos va nivelando por dentro y lentamente van achicando el cerco de nuestra prisión. A Jesús es necesario llegar con el corazón abierto para ser capaces de escuchar de su boca la verdad del hombre y la verdad de Dios. Es necesario tener una sana libertad frente al medio, que puede impedirnos tener una decisión personal. Pilato era de aquellos que solo repiten opiniones ajenas… era incapaz de indagar personalmente hasta encontrar lo cierto. Por eso Jesús hizo un llamado a su responsabilidad preguntándole: “¿Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?”. Lo mismo nos pregunta hoy Jesús, invitándonos a la libertad interior.

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XXXVIII

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27, 46)

En toda la historia humana no se escuchó jamás una pregunta más misteriosa ni más dramática: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Al terminar su vida en esta Tierra, si hablamos como hombres, vino el fracaso total. El Hijo de Dios Altísimo, por quien y para quien todas las cosas habían sido hechas… el que era el principio y final de todo lo que existe entre nosotros… experimentó hasta lo más hondo de su alma no solo la derrota, sino el abandono de su mismo Padre. Antes, lo habían abandonado sus apóstoles, lo dejamos nosotros que vendríamos después… y entonces lo hirió la lejanía de su Dios. Él sintió que no era un hombre sino un gusano; escarnio y vergüenza de su pueblo… Se experimentó como el agua derramada. Apretado contra el polvo de la muerte vio cómo se repartían el botín de sus despojos. Allí sintió los gritos del descalabro: ¿Fueron vanos sus trabajos? ¿Fue falsa su palabra que Él creía fuente de vida? ¿Sería verdad que los ricos y no los pobres eran bienaventurados ante Dios? ¿Tenía sentido asumir la causa de los más desposeídos y sufrientes de la Tierra? ¿Los pecadores no podrían jamás sentarse a la mesa de los hijos? ¿Sería razonable perdonar, poner la otra mejilla y llegar a amar al enemigo? ¿Sería posible en esta Tierra la vida en el Espíritu? …Y más allá de la muerte, ¿estarían los brazos abiertos del Padre? En ese momento todo se hizo pregunta y abandono. Eso es el infierno. Sin ser pecador, asumió en su carne las consecuencias del camino que ha elegido el hombre al alejarse de Dios. “Su corazón como cera se derritió en sus entrañas, su garganta se secó como una teja y su lengua se pegó a su paladar” (Salmo 22). Esta pregunta que comentamos no es solo de Jesús; es de la humanidad en su conjunto… y precisamente por eso está hoy en la boca de Jesús. El eligió experimentar y hacer suyo hasta el extremo todo el dolor humano y, por lo tanto, esta pregunta es también nuestra. Jesús, para expresar su angustia, que constituye el centro de la cruz, no formuló con sus propias palabras su interrogación. Él prefirió tomar un salmo que resume los llantos y amarguras de su pueblo y del mesías. Todos los sufrientes de Israel, los 92

exiliados, los humillados, enfermos y oprimidos se habían vuelto a Dios con las palabras del salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Jesús al formular esa pregunta, con palabras de otros que sufrieron antes que Él, hacía converger hacia su persona todo el llanto que ha derramado el hombre. En tal momento asumía en su carne todos los abandonos y todos los desgarrones que experimentó y sigue experimentando la humanidad en este mundo. Allí, como nunca, Él era EL HOMBRE. Allí era más cercano a nosotros que en Belén o cuando hacía milagros. En esta pregunta entendemos, mejor que en otras partes, la verdad de la encarnación… Comprendemos que es cierto que “el Verbo se hizo carne”, que compartió la suerte y el sufrimiento humano. Que su humanización no consistió solo en hacerse hombre. Él se hizo pobre, pequeño y fracasado. Él hizo suyas la soledad, la angustia y los quiebres de la humanidad. Y desde entonces, por sola que sea nuestra soledad, ella tendrá una compañía. De algún modo todos hemos pasado o pasaremos por algo semejante y por eso algo de nosotros colgaba esa tarde de la cruz. La lección de Jesús es que en esas circunstancias no se detuvo en la pregunta, siguió rezando el salmo con las briznas de vida que aún palpitaban en su cuerpo. Prefirió seguir confiando en la Palabra y en el amor de su Padre. El salmo 22 que rezaba Jesús en la cruz habla de él, y muestra que el servidor sufriente no se detuvo en su dolor. Él volvió su corazón hacia su pueblo, diciéndole finalmente que Dios no abandonó al pobre en su miseria y por eso siguió alabándolo en medio de la asamblea. Para acompañar a Jesús en la cruz vale la pena leer hoy este salmo que siembra la esperanza en medio del dolor. En esto se diferenció de nosotros y nos abrió el camino de la vida. A donde nosotros llegamos por orgullo, Él mostró la hondura de su amor y de su fe. Confió en su Padre y lo amó hasta el extremo… y en sus manos entregó el Espíritu. Su muerte se hizo vida fecunda para todos nosotros. Él abrió así el fondo de todo camino sin salida. Todo dolor, toda duda, todo hastío, unidos al sufrimiento de Cristo y puestos con amor en las manos del Padre, se hacen fuente de vida y camino de resurrección. No existe otra ruta con más esperanza para el hombre.

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XXXIX

“Mujer, ¿por qué lloras?” (Juan 20, 15)

Esta pregunta tiene dos enseñanzas importantes que aportarnos. Ella nos revela el corazón consolador de Cristo y nos invita a no sepultar la vida en un sepulcro. Pocas personas sintieron más la muerte de Jesús que María de Magdala. Tal vez pocos, en verdad, lo amaban con más fuerza. Con un perdón profundo él había renovado en su corazón la tierna capacidad de amar con dignidad. Con la cruz se quebraron sus sueños e ideales y el ser humano sin soñar se muere. Todo parecía haber llegado al fin. Esa mujer apasionada y fiel sintió que lo puro, lo espiritual, que ella había reencontrado, ya no tenía lugar en esta Tierra. El dolor rompió sus esperanzas y la ancló en el pasado. A pesar de las palabras del Maestro, quiso poner su último consuelo en un cadáver. Mientras quedara algo del Señor podría seguir viviendo al menos del recuerdo. Pero eso no es vivir. Rompiendo toda lógica quiso aferrarse a un muerto, y como hija de Israel pensó empaparlo con óleos y resinas. Corrió al sepulcro cuando era muy temprano. Quería estar allí, detener la vida y sepultarla junto con su Señor. El desconcierto fue para ella inmenso al descubrir que la gran piedra que cerraba la entrada, estaba puesta al lado y que el cuerpo del Señor no se encontraba allí. Ya no tenía rumbo en esta vida… su mundo se acababa para siempre. Desesperada acudió a Pedro. No podía ni siquiera conservar escondido en una roca al que la hizo vivir. La muerte del Señor le había arrebatado el sentido de su vida, pero este robo del cuerpo inanimado rompía la última atadura. No le quedaba nada… “Se han robado de la tumba a mi Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Ella lloraba y en eso seguía siendo humana. Pero, como para muchos hombres y mujeres, las lágrimas le hicieron ver la luz. “¿Por qué lloras?”. Alguien a sus espaldas se preocupaba de ella. ¿Por qué tu fe no traspasa las rocas… no llena los vacíos? ¿Por qué me quieres muerto? ¿Por qué tu amor no es capaz de transformar esta partida en fuente de esperanza? ¿Por qué no haces fecundo tu dolor? 94

“Mujer, ¿por qué lloras?”, le preguntó Jesús. Pero ella no pudo reconocerlo. El sufrimiento hacía inalcanzable su presencia. Ella no era capaz de razonar. Ella no podía hacer resonar nuevamente los anuncios que el Señor había hecho. Ella leía los acontecimientos con la peor de todas las lecturas… y no le dejaba ningún espacio a la Resurrección: “Se han robado a mi Señor”… En esto ¡qué humana era María! Todos tenemos algo de esta pobre mujer… A menudo nos aferramos al dolor; parece más seguro poseer un cadáver que permitirle a Dios entrar y salir por nuestras vidas con la fuerza radiante del Espíritu. La enfermedad, la soledad, la pena, muchas veces nos nublan la mirada y el Señor se nos va. El llanto pierde todo sentido y se hace pura vaciedad. “¿Por qué lloras?”. Pero en ese momento se produjo el segundo gran milagro en la vida de la Magdalena, ciertamente más importante que el salir de demonios. Sintió su nombre… sintió la palabra creadora de Dios que la hacía de nuevo, sintió que la querían: “¡María!”. ¡Eso solo bastó! El Evangelio nos cuenta que las ovejas reconocen la voz de su pastor. Esa mañana la mujer de Magdala experimentó toda la capacidad de consuelo de la voz de Jesús. Ella se supo conocida por dentro, acompañada, comprendida e invitada a volver a vivir. “Rabboni” fue la respuesta… Esta vez el don era total y definitivo. Rabboni en hebreo quiere decir “maestro” y para una persona del Oriente eso lo implica todo. Detrás de tal palabra María le dijo a su Señor: “No importa que no estés. Yo me alimentaré de tu palabra y viviré de ella… y la anunciaré a mis hermanos. La fe ya no necesitará tu presencia en un sepulcro. Tampoco será necesaria tu visión. Tu Espíritu, la realidad de tu Iglesia (hecha visible en Pedro y los discípulos), la Eucaristía, será para mí tu nueva cercanía”. Y María fue cerrando sus heridas con la fe en el resucitado… Y entonces se secó su llanto. Cuando un cristiano sufre, tiene que ser capaz de reconocer la presencia extraña del jardinero que vuelve a hacerle la pregunta de la resurrección: “¿Por qué lloras?”.

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SEGUNDA PARTE LAS PREGUNTAS DEL EVANGELIO

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Los hombres y mujeres que se encontraron con Jesús a lo largo de su vida, le fueron formulando numerosas preguntas. Muchas de ellas expresan las dudas que eternamente se ha formulado el ser humano cuando enfrenta el misterio. Tal vez, en su forma simple, reproducen interrogantes que nosotros mismos nos hacemos o le hacemos a Dios. Como fuimos meditando en las páginas de las preguntas de Jesús, deseamos en las siguientes analizar algunas preguntas de la larga serie que diversas personas formulan en los Evangelios. Afortunadamente, para muchos de esos interrogantes tenemos la respuesta que da el propio Señor.

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I

“¿Y tú vienes a mí?” (Juan Bautista a Jesús. Mateo 3, 14)

Esta pregunta muestra el desconcierto que provocó desde el comienzo el Evangelio de Jesús. Los criterios humanos de éxito, de triunfo, de poder se trastocaron, abriendo una vía insospechada que después de veinte siglos no acabamos de entender. Juan era un hombre santo, el más grande de los hijos de mujer según Jesús, que dedicó su vida entera a preparar la llegada del Señor. Austero y solitario, predicó un bautismo de conversión al que acudían todos los pecadores de Israel. Para oírlo, bajaban al Jordán hombres y mujeres de todas las condiciones. Era una larga fila de miserias, una caravana quebrantada, que esperaba purificarse para abrirle atajos rectos a la llegada de los tiempos mesiánicos. Junto a las aguas del río encontraban al profeta pobremente vestido, insobornable, que predicaba con fuerza, anunciando que el hacha estaba puesta en la raíz. Todos esperaban que luego de la purificación, pasado este momento de congoja y conversión, se abrirían los caminos para que pudiese entrar por fin a Sión un rey glorioso, lleno de poder, capaz de destruir por la fuerza los imperios del mundo. Israel esperaba un Mesías que enjugara las lágrimas, sometiera a los opresores y vengara las humillaciones seculares de ese pequeño pueblo escogido por Dios. Juan fue el primer desconcertado cuando el Espíritu le hizo comprender que el Esperado en lugar de venir por las amplias avenidas, bajaba hasta el Jordán confundido en un mismo sendero con los más necesitados. En medio de esa masa pecadora venía el Mesías. Era uno más. Humilde, incorporado a su pueblo, marchando por sus mismos caminos, despojado de fuerza y de poder, bajaba hasta las aguas que acogen la debilidad humana… “¿Y tú vienes a mí?”. Muchos quieren ir hacia Dios, y se extrañan cuando experimentan que es Dios el que viene. Con ese gesto desconcertante, que indica que el poder de Dios va por un camino diferente al que imagina el hombre, se inició la vida pública de Jesús y Juan empezó a entender que “el Reino de los Cielos estaba cerca” pero de un modo diverso al esperado. No era un rey, era un hermano; no era un guerrero portentoso sino un sencillo 98

viandante en todo semejante a los demás. El Bautista se sintió indigno. Como una respuesta a la oposición de Juan a bautizarlo, Jesús le dijo que era necesario cumplir lo que Dios había ordenado. Y ahí estaba el misterio. Dios no quería imponerse, ni quería sacar a los hombres de este mundo, sino compartir con ellos a fondo la existencia. Dios se hacía presente en medio de la vida cotidiana. Era preciso, sin embargo, limpiarse los ojos para verlo en ese andar común. El misterio del Evangelio es que el Señor viene y que nadie, por pequeño que sea, puede sentirse excluido de esa venida. “¿Y tú vienes a mí?”. Por débiles que seamos, por pequeños que nos sintamos, la pregunta de Juan nos permite descubrir en qué consiste el mesianismo de Jesús. Él golpea humildemente mi puerta para entrar en mi casa aunque sea indigna, para quedarse y morar en ella. Él viene a mí. Se hace como yo, habla mi lenguaje, asume mis penas. La pequeñez, el servicio, la entrega fraternal son los signos de un reino nuevo. Por eso, cuando Jesús confundido con la escoria humana bajó al Jordán, se abrieron los cielos y el Padre anunció que ese era su hijo amado, objeto de su complacencia. En ese momento de suprema humildad y obediencia comenzó el anuncio público del Evangelio en esta Tierra y el Señor se hizo Emmanuel: “Dios con nosotros”. Ahí se nos abrió el consuelo y la esperanza. Esto no puede dejar de sorprendernos y por eso repetimos la pregunta de Juan: “¿Y tú vienes a mí?”.

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II

“¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?” (Discípulos de Juan Bautista a Jesús. Mateo 11, 3)

Esta pregunta, que en el ocaso de su vida mandó a hacer Juan, nos conmueve y extrañamente resume una inquietud que muchos hoy comparten. No hay duda alguna: Juan le jugó limpio a Dios. Él, que era un hombre de fe sólida y firme, dedicó su existencia enteramente a preparar los caminos para la llegada del Señor. Como todos los justos de su pueblo, esperaba la aparición gloriosa del enviado de Dios que vendría finalmente a imponer el orden nuevo. Nada sería ambiguo; por fin se haría luz en un mundo de dolor y de tinieblas. Él consagró toda su existencia a ensanchar las rutas para ese amanecer. Sin embargo, y en el atardecer de su propia vida, cuando el hombre merece reposar recogiendo los frutos maduros de su esfuerzo, Juan sintió un embate estremecedor que lo hizo preguntarse: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?”. Dos hechos parecían conmover sus certezas: su propio fracaso y el mensaje humilde de Jesús. Ese hombre que se ganó el respeto universal en Israel por su altura moral y su valor, terminaba sus días en la cárcel prisionero de Herodes. Los caminos anchos que él había anunciado se convirtieron en un estrecho calabozo. La liberación prometida se había transformado para él en un cepo horroroso. No dudaba de la promesa de Dios, pues seguía esperando, pero percibía el error de su vida y de su predicación dedicada a anunciar la inminencia de un rey que no venía. Es la duda lacerante del sentido que, en definitiva, puede tener la vida cuando aquello por lo cual uno ha apostado y ha trabajado no parece dar fruto. Es la pregunta que se hace un padre al dudar, cuando ya no hay reparo, de la educación que ha dado a sus hijos. Es la pregunta que se hace el apóstol cuando ve la ineficacia del mensaje anunciado con empeño y sacrificio. Es la pregunta de quien vive el fracaso y el sinsentido de su obra. Todos queremos cosechar el fruto de nuestros trabajos y nos duele constatar que no veremos el tiempo de la siega o que definitivamente no recogeremos lo esperado. Pero tal vez más que eso, desconcertaba a Juan el oír que el mensaje y el 100

comportamiento de Jesús no parecían responder al modelo de Mesías añorado. El que se retiró al desierto y ayunó duramente, oía desde la cárcel que Jesús trataba con la gente, asistía a banquetes y terciaba con publicanos y pecadores. En lugar del hombre poderoso veía a alguien que parecía ser únicamente un hombre más… el humilde hijo de José. Esa angustia vital la compartía con sus discípulos que enviados por él fueron a preguntar si de verdad el Señor era el que iba a venir o debían esperar a otro. Jesús les respondió a los mensajeros que todos los postergados de la Tierra verían en Él y en sus palabras la posibilidad de alcanzar la verdadera libertad. Con su respuesta el Señor fue de lleno a lo más profundo de las profecías que anunciaban la presencia de un Dios liberador. Jesús fue delicado con san Juan, pues le dio argumentos profundos enraizados en la palabra de los profetas que lo antecedieron. La pregunta de Juan ha atravesado el tiempo y llega hasta nosotros. Muchos se desconciertan porque el Evangelio no se impone, porque con frecuencia parece retroceder y porque la misma Iglesia parece hecha de una extraña debilidad. Los cristianos con frecuencia, cuando hemos gozado de poder, hemos pretendido imponer por la fuerza la verdad y la historia se ha encargado con porfía de dejar incólume la cizaña en medio del trigo. La respuesta de Jesús nos invita a resituar las esperanzas porque Él les ofrece a los pobres, a los ciegos, a los pequeños, una buena noticia. Cuando uno experimenta situaciones límites de dolor y de impotencia tiene la posibilidad de volverse al Señor para poner solo en Él la esperanza… y cuando alguien se encuentra finalmente con Jesús deja de esperar otros mesías que el mundo anda ofreciendo. Por eso termina su respuesta a los enviados de Juan diciendo que son felices los que no pierden su confianza en Él.

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III

“¿Tú quién eres? ¿Dónde está tu Padre?” (Fariseos a Jesús. Juan 8, 25 y Juan 8, 19)

Jesús hablaba mucho de Dios a quien llamaba su Padre. Una y otra vez se refería a su relación íntima con Él. Era obvio que lo amaba con ternura. El centro del Mensaje que quería transmitir era revelar a ese Padre, dar a conocer cómo era Él, exponer sus criterios y contarnos cuál era su designio para el ser humano. Él aclaraba que su testimonio era válido porque procedía de ese Padre y de Él recibía no solo la autoridad sino la fuerza para perdonar y sanar que mostraba en su intensa actividad pública. Para la indignación de los fariseos que creían conocer a Dios con claridad, que se sentían los dueños de su palabra, les repetía: “Si me conocieran a mí conocerían a mi Padre” (Juan 8, 19), añadiendo: “Él me envió y está conmigo y no me deja solo porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8, 29). Era muy difícil que lo entendieran porque les repetía que ellos eran de este mundo mientras él era de lo alto (Juan 8, 23). Molestos porque enseñaba estas cosas en el templo, los fariseos le preguntaron: “¿Tú quién eres? ¿Dónde está tu padre?”. Estas preguntas se han seguido repitiendo en la historia. Quienes son capaces de responderlas han alcanzado el corazón del cristianismo y en cierto modo han resuelto el más profundo enigma de la existencia humana. Es por eso fundamental que al meditar el Evangelio nos hagamos también nosotros cada día esas mismas preguntas. El señor nos asegura que si somos fieles a su palabra “conoceremos la verdad y la verdad nos hará libres” (Juan 8, 31). Para los fariseos, desgraciadamente, “la palabra” se había convertido solo en una ley y en lugar de quedar libres, con su encuentro quedaban esclavizados. Ellos se creían libres por saberse hijos de Abraham, pero con su actuar no solo encadenaban a Dios y desconocían el sentido liberador de su Palabra, sino que imponían un yugo insoportable al pueblo. Por eso no llegaron a saber quién era Jesús y dónde estaba su Padre. Tan central era este tema de la revelación del Padre bueno y liberador, que este diálogo duro con los fariseos narrado por Juan en el Capítulo 8 de su Evangelio, se repite con mayor hondura y con otro tono cuando en la última cena Jesús les hace una síntesis a sus discípulos de lo más medular de su Evangelio. Jesús resumió entonces lo que había querido enseñarles a lo largo de sus vidas juntos: “No se inquieten. Crean en Dios y 102

crean en mí” (Juan 14, 1). Y es sorprendente lo que en ese momento les dice: “Si me conocieran a mí, conocerían también al Padre. En realidad ya lo conocen y lo han visto… Quien me ha visto a mí ha visto al Padre… Créanme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí… Las palabras que yo digo no las digo yo por mi cuenta; el Padre que está en mí hace las obras”. Lo más consolador para aquellos discípulos fue que les prometió que les enviaría el Espíritu, y que ellos entrarían en la misma comunión. Que estarían en Dios y Dios en ellos. En ese último encuentro Jesús los hizo capaces de responder las dos preguntas que habían hecho agresivamente los fariseos y que inician esta reflexión. Supieron que Dios estaba en Jesús, que esa era la manifestación última y total del Señor, que esa relación íntima de Jesús con su Padre era el origen de su profunda libertad y de su misericordia en el obrar. Estas palabras quedaron guardadas en el corazón de aquellos hombres y solo después de la resurrección, habiendo pasado por la prueba de la cruz, el día de Pentecostés, comprendieron a cabalidad lo que habían escuchado. Ellos comprendieron que el Verbo hecho carne los había elegido y había habitado con ellos. Comprendieron que habían conocido el rostro humano y misericordioso de Dios. Mirando a Jesús y viéndolo actuar comprendieron cuánto amaba Dios a los hombres, su inmensa capacidad de perdón, su cercanía. Ellos tomaron conciencia de que dándoles pan a las multitudes, sanando a los enfermos, Dios estaba manifestando su ser. Comprendieron dónde había que poner la confianza, cómo había que ejercer el poder y cómo había que perdonar y que era necesario entregar la vida con amor a los demás. Qué diferente se muestra el cristianismo cuando lo presentamos solo como una doctrina precisa y una moral exigente, y no como se refleja en la palabra y el actuar del Señor. Los discípulos vieron que ahí estaba la clave de la historia y por eso después, al conocer la resurrección, entendieron el destino de la vida humana. Para ellos Jesús no fue solo la revelación del Padre, sino también la revelación de ellos mismos. En Él supieron quiénes eran ellos mismo, cuánto valían como seres humanos a los ojos de Dios y cuál era su horizonte final. Ese mensaje entró tan hondo que casi todos ellos murieron mártires por enseñar a otros lo que habían aprendido de Dios conociendo y viviendo con Jesús.

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IV

“Maestro, ¿dónde vives?” (Discípulos a Jesús, Juan 1, 38)

Esta pregunta tiene importancia en la historia de las religiones. La humanidad entera ha buscado siempre dónde encontrar a Dios. Ha querido conocer un lugar seguro para acudir allí a descargar sus penas. A veces ha creado un sitio sagrado para evitar que la divinidad se mezcle peligrosamente con la vida ordinaria. Un Dios localizado más fácilmente está a nuestra disposición perdiendo la grandeza del verdadero Dios. “¿Dónde vives?”. Para unos la divinidad escondía su misterio en la oscuridad temible de los bosques; otros, como los griegos, pusieron su panteón en la montaña. Algunos, buscando cercanía, sacralizaron una roca o un árbol milenario. Muchos pueblos prefirieron labrar una figura o fundieron, con sus metales, un ídolo para ofrecerle a él sus sacrificios. Ellos, olvidando que ese ídolo había sido labrado por sus propias manos, terminaron identificándolo con su dios, encerrándolo en un templo. Allí concentraron su culto, convirtiendo en profano todo lo que estaba fuera de esas murallas santas. Los chinos desarrollaron un tipo de culto que daba un lugar central a la capilla de los dioses familiares. En las grandes migraciones cargaban entre sus bártulos aquellas divinidades tutelares, cercanas y sin muchas pretensiones de grandeza. Finalmente unos pocos prefirieron como lugar santo la religión ignota de los cielos. A menudo la idolatría no consiste tanto en adorar a un dios falso, sino en buscarlo en un lugar equivocado. Muchos han puesto toda su esperanza, le han dado sentido al conjunto de su vida en la búsqueda del dinero, en el servicio a la patria, en el éxito político, en la belleza física, en el triunfo social, profesional o deportivo. Sin quererlo han buscado a Dios en un pequeño encierro. A la pregunta “Maestro, ¿dónde vives?”, han respondido con un sitio que achica a Dios, convirtiéndolo en ídolo. En su larga historia, Israel siguió casi todos esos caminos sintiendo la necesidad de contar con la cercanía de Dios, pero descubriendo que su Señor, creador del Universo, no podía limitarse a la estrechez de su encierro. En el desierto vieron humear la cumbre de una montaña, construyeron una tienda de campaña que los acompañaba llevando en 104

su interior el Arca; golpeados por la soledad construyeron un becerro que les permitiera ver y tocar la presencia de Yahvé; posteriormente, asentados ya en la tierra de las promesas construyeron en la cumbre del monte Sión un templo que fue una de las maravillas del mundo y allí fueron a adorar… Pero las invasiones y las guerras les fueron arrebatando esos lugares hasta que un día Jesús les enseñó que había llegado el tiempo en que ni en este monte ni aquel adoraríamos a Dios, sino que tendríamos que purificarnos para adorarlo en “espíritu y en verdad”. Por eso no es extraño que el Evangelio de Juan en sus inicios haya puesto la pregunta que comentamos. Dos discípulos que habían intuido el misterio quisieron saber dónde habitaba Jesús. El Maestro, que no tenía dónde reclinar la cabeza, que no vivía en un lugar conocido, los invitó a compartir la vida. “Vengan y lo verán”. “Y se quedaron con Él ese día”. El evangelista no nos dice dónde vivía Jesús, no nos describe la tienda en que acampaba porque más que encontrar una casa o un templo, lo encontraron a Él, lo conocieron a Él y se permanecieron con Él. Por eso su primera expresión, luego de aquella tarde, fue: “Hemos encontrado al Mesías”. El Señor les enseñó a los suyos que el verdadero templo, el lugar de la presencia del Dios infinito era su persona y que seguirlo a Él era encontrar el camino para llegar al Padre. Él era en este mundo la presencia visible del Dios invisible.

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V

“¿Por qué nos has hecho esto?” (María a Jesús. Lucas 2, 48)

El Evangelio de Lucas nos cuenta que la familia de José, el carpintero de Nazaret, subía cada año desde la apartada Galilea hasta Jerusalén para celebrar ahí la fiesta de la Pascua. Esa pareja piadosa tal vez no intuía por entonces que los ritos sagrados de sacrificar corderos que ellos celebraban con tanta devoción para recordar la gesta salvadora de Dios, eran tan solo una profecía que vendría a realizarse un día en su propio hijo. Esa peregrinación preparaba al niño para su Pascua y disponía a sus padres para el día de la entrega total. Era costumbre subir a la ciudad santa en una larga caravana de amigos, parientes y conocidos. Esos peregrinos acudían de todas partes formando una multitud abigarrada. Como habían llegado, terminada la fiesta, volvían a sus lugares de origen cantando salmos y comentando la experiencia vivida y compartida en la casa del Señor. A la hora de la vuelta, en una ocasión el hijo de María y José se mezcló entre las gentes y no emprendió el regreso. Había cumplido recién sus doce años. Los padres, confiados plenamente en Él, no notaron su ausencia; lo creían jugando y correteando con los otros muchachos como era su costumbre. Podemos imaginar la angustia de esos padres al comprobar la pérdida. Deshicieron sus pasos, preguntaron, rezaron, mirando a todos lados, hasta encontrarlo nuevamente en el templo, en medio de los sabios. La madre formuló entonces la pregunta que comentamos: “¿Por qué nos has hecho esto?”. Cuánto respeto, misterio, desconcierto y dolor encierran estas palabras. Tal vez más que un reproche, la pregunta de María denota el deseo de sondear los caminos de Dios. Por eso a ella Jesús le responde con la única razón que podía dejarla satisfecha: “¿No sabes que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Curiosamente, muchos le hemos hecho a Dios esa misma pregunta y lo que es más extraño, muchos santos y justos también la han formulado… “¿Por qué nos has hecho esto?”. Ante una enfermedad incurable, ante el fracaso de un proyecto bueno, ante la muerte de un ser querido, ante una profunda depresión, ante una traición, ante nuestras 106

debilidades, ante una Iglesia que no responde a nuestros ideales y esperanzas, nos volvemos a Dios más que con una queja, con un profundo desconcierto: ¿Por qué desapareces? ¿Por qué nos dejas solos?... “¿Por qué nos has hecho esto?”. El mismo Jesús, en el momento de la Cruz, se dirigirá a su Padre con las palabras desgarradoras del salmo: “¿Por qué me has abandonado?”. Es importante captar en toda su hondura la respuesta del Señor. Qué difícil nos resulta a nosotros entender que Dios sea el foco central de toda la existencia. Hacer la voluntad de su Padre era la razón de existir de Jesús. Ni el temor, ni la fuerza, ni la ley lo motivaban. Todo lo hacía por un amor incondicional y apasionado. La vida entera de Jesús consistía en hacer realidad la misión recibida del Padre y por eso y para eso, estaba en este mundo. “¿No sabes que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?”. María guardó con respeto en su corazón las palabras del hijo. Ella quedó en un silencio admirado ante el misterio y una vez más se dejó cubrir por la sombra del Espíritu. Ella había aceptado incondicionalmente ser la esclava del Señor, ofreciéndose entera para que en su persona se cumpliera la Palabra… y ese Hijo suyo le enseñaba ahora hasta dónde se puede amar al Padre, hasta dónde se puede vivir unido a Él. Le pareció pequeño su dolor ante la fuerza de un Dios que se entrega y comprendió una vez más, mirando a su hijo, que de verdad vale la pena ser enteramente del Señor. “Hágase en mí según tu palabra”.

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VI

“¿Quién será este de quien oigo contar tantas cosas?” (Pregunta que se hace Herodes. Lucas 9, 9)

Hay preguntas que no merecen contestación porque están mal planteadas o porque son hechas desde una perspectiva que no puede abrirse a la respuesta. Cuando preguntamos algo, ¿nos interesa realmente lo que se nos responde? ¿Estamos dispuestos a escuchar? ¿Qué buscamos, en verdad? La persona de Jesús invitaba a sus contemporáneos a indagar la razón de su misterio. Muchos de los que se encontraron con Él, se preguntaron: ¿Quién es este? Pero mientras para algunos la pregunta era vital y decisiva, para otros no pasaba de ser una mera curiosidad, pues no estaban dispuestos a dejarse interpelar. La pregunta que consideramos no nació ciertamente de un interés profundo. La formuló Herodes por una mera curiosidad. Este hombre era un reyezuelo superficial que gobernaba por encargo de los romanos la región de Galilea. Se aferraba al poder a cualquier precio, aunque ese poder que detentaba era más aparente que real, pues no tenía raíces en la cultura del pueblo que le estaba encomendado. Mundano y débil, llevaba una vida que le había merecido la reprensión de Juan Bautista. Como toda su familia, Herodes vivía para congraciarse con culturas ajenas y por eso era incapaz de soportar la autoridad que emana de la verdad. En eso se parecía a Pilato. El Evangelio de Lucas nos cuenta que a la hora de la pasión, Jesús fue enviado por el gobernador romano donde Herodes y que este se “alegró mucho pues hacía largo tiempo que deseaba verle, por las cosas que oía de él y esperaba presenciar alguna señal prodigiosa que él hiciera”. Entonces hizo muchas preguntas que Jesús no respondió. Este ser superficial ansiaba un rato de entretención más que un encuentro. Él no era un hombre de búsquedas sinceras nacidas de la necesidad humana. Tenía curiosidad y procuraba divertirse. Como a un hombre moderno, le gustaban los espectáculos y los shows, hasta perder la cabeza. Un baile de la hija de Herodías lo trastornó y llegó a ofrecer la mitad de sus dominios para continuar la fiesta. Este hombre voluble y sensual pretendía acercarse a Jesús, pero no para abrirse al misterio. Ese tipo de hombre sin hondura, frívolo, sin escrúpulos, difícilmente se abre al Evangelio. Sus preguntas no pretenden llegar a la verdad porque se aterra de encontrarse con ella. Por eso es 108

razonable pensar que él, en realidad, no buscaba conocer al Señor. No fue por un deseo de dejarse interpelar, ni por necesidad de conversión en su existencia. Era para pasarlo bien tan solo un rato. Jesús fue duro con él. Lo llamó zorro y cuando estuvo prisionero en su presencia no quiso entrar en la lógica del espectáculo, como insistentemente se le pedía. El Señor dignamente se calló. La pregunta sin respuesta de Herodes abre ciertamente interrogantes sobre nuestra propia vida. Vivimos una época en la que a menudo es necesario matar el tiempo, se montan shows estelares y fiestas que son “eventos”, donde la risa, la canción y el chiste son más una máscara que la expresión de alegría humana. Estamos todos tan preocupados de nuestro propio éxito, tan temerosos ante la posibilidad de nuestro fracaso, que difícilmente nos interesamos con toda el alma en las preocupaciones o necesidades de los otros. Cuando como Herodes preguntamos “¿quién es este?”, más que interesarnos por el otro queremos saber si él puede reportarnos algún beneficio. Cuando uno se acerca a los otros con preguntas que en realidad no son preguntas, porque no nos interesan las respuestas, o porque en verdad no nos interesan los otros, nos hacemos incapaces de romper el cerco de nuestra soledad. Quedaremos envueltos en nosotros sin llegar jamás a conocer al hombre y mucho menos a Dios. “¿Quién es este?”. No hay pregunta más humana que esta formulada un día por Herodes, pero la actitud superficial de aquel hombre la vació de contenido.

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VII

“¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?” (Preguntan unos magos que venían de Oriente. Mateo 2, 2)

Los seres humanos podemos convertirnos en fieras por alcanzar y conservar el poder. En todas las organizaciones humanas, tanto en las civiles como en las religiosas, el poder puede transformarse en una pasión que oscurece la moral y destruye la razón. No es extraño que parte importante del sufrimiento en la Tierra, de las guerras, de las peleas fratricidas, tenga su origen en esta lucha sin cuartel por dominar. La vida de Jesús fue marcada desde su nacimiento por esta dura realidad. Desde su infancia fue perseguido porque hacía temblar el poder de los poderosos. La pregunta que comentamos la formularon unos hombres venidos de Oriente que habían quedado deslumbrados por el resplandor de una estrella peregrina. Ellos buscaban a un niño y, con cierta ingenuidad, jamás pensaron que su interés por un recién nacido iba a provocar tanto revuelo en las esferas políticas y en los centros de poder de Jerusalén. La pregunta de los magos llegó a oídos de Herodes, quien se sobresaltó porque intuyó que su reino podía tambalear. Nos cuenta el Evangelio que todo Jerusalén se conmovió con él porque nada es más amenazante que rozar, aunque sea suavemente, las estructuras del poder (Mateo 2, 3). Los sabios y los sumos sacerdotes sabían que el Mesías, el esperado, nacería en Belén y ese hecho era inquietante porque recordaba los criterios de Dios para juzgar a quien tiene poder. Cuando el Señor decidió remover a Saúl por su mala conducta como rey, envió al profeta Samuel precisamente a Belén a buscar un sucesor entre los hijos de Jesé. Toda la descendencia de ese hombre fue pasando ante los ojos del profeta: los más grandes, los más inteligentes, los más fuertes. Pero Dios no eligió a ninguno de ellos. Prefirió a David, el más pequeño, que ni siquiera fue llamado por su padre porque no se le consideraba digno de ser el escogido. Él pastoreaba el ganado. A propósito de esa elección nos dice la Biblia: “La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias pero Yahvé mira el corazón” (I Samuel 16, 7). Muchos siglos después, en Belén, volvió a dar fruto la raíz de Jesé. Al nacer un niño 112

en un pesebre se nos volvió a enseñar que el verdadero poder no radica en la fuerza ni en el dinero, y que la autoridad no viene del boato ni de los títulos que los hombres nos damos. Por ese motivo ese niño pequeño envuelto en pañales, por su sola presencia y su silencio, pudo parecer amenazante porque subvertía los criterios de este mundo en un punto central de la convivencia humana. Un hombre menos preocupado de estrellas y más atento a Dios, el viejo Simeón, entendió que el niño pobre y humilde de Belén sería un verdadero signo de contradicción, puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel (Lucas 2, 34). Jesús, más adelante, tuvo dificultad en hacer entender que Él era rey, pero no un rey como el mundo entiende a esa dignidad. Él hubo de insistir en que quien manda debe ante todo servir y quien es el primero debe hacerse el último. Desde los sumos sacerdotes a Pilato, pasando por Herodes y por los mismos apóstoles que tenían su propia ambición, todos temblaron ante este hombre libre que se abajó a sí mismo haciéndose esclavo, poniendo su poder divino al servicio del hombre (Filipenses 2, 6-7). No es fácil definir en qué consiste el poder y, sin embargo, él es esencial para ordenar nuestras relaciones humanas. Todos, sin excepción, y no solo el jefe, el general o el político, manejamos una cuota de poder. El enfermo intuye que sus quejidos mantienen en vela al enfermero; el maestro de escuela puede subyugar a su alumno; el portero de un edificio puede dejar esperando al visitante; el pequeño burócrata retarda el trámite al rellenar formularios sabiendo que quienes hacen la fila en ese momento dependen de él; el recién nacido intuye que sus padres son en cierto modo esclavos de su llanto. El marido tiene poder; la mamá tiene poder… los niños también lo tienen. En alguna zona de nuestros pequeños mundos todos somos en algún momento reyezuelos. Hacemos sentir lo que somos y esperamos que se nos reconozca. Es corriente hoy que uno crea que es alguien en la medida en que se levanta sobre los demás; en la medida en que uno puede mandar, disponer, sobresalir y dominar. El poder configura en buena parte el drama humano, pero mirado a la distancia hay algo en ese juego que tiene un triste tono de parodia y mascarada. Es bueno preguntarnos dónde está nuestro poder y cómo lo ejercitamos. ¿Estamos en condición de aceptar los criterios del rey nacido en Belén? “¿Dónde está el rey de los judíos?”. Los reyes que nacen en Belén —David y Jesús— tienen en común la humildad. Por eso al Mesías esperado lo encontraremos en Belén, como un niño pequeño envuelto en pañales junto a una mujer que puso su grandeza en hacerse esclava del Señor. En Belén encontramos el único poder que perdura: el poder de Dios que se manifiesta en los humildes de corazón y que nos convierte en mensajeros de la paz para los hombres de buena voluntad.

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VIII

“¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Natanael a Felipe. Juan 1, 46)

Natanael hizo esta curiosa pregunta. Sin embargo, era lo que pensaba la gente culta de su tiempo porque hasta los sumos sacerdotes y los fariseos le dijeron a Nicodemo en una ocasión: “Estudia y verás que de Galilea no salen profetas” (Juan 7, 52). Natanael era un hombre recto y sin dolo. Estaba bajo la sombra de una higuera cuando vino Felipe de Betsaida a contarle que había encontrado al que tanto esperaban; aquel del cual habían hablado Moisés y los profetas. Se trataba de un hombre proveniente de Nazaret, hijo de un tal José. Esas señas le bastaron a ese israelita para cerrar sus puertas al encuentro. En lugar de aceptar el anuncio de su amigo, él lo rechazó con la pregunta agresiva que comentamos: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”. Era la fuerza inexorable del prejuicio. No podía creer que de un pueblo miserable de la Galilea pudiese salir el salvador. Hoy, para nosotros, Nazaret está cargado de santidad y poesía. Todos rememoramos ese nombre con cariño y respeto, pero seguramente todos los hombres prudentes, todos los sabios de aquel tiempo le hubiesen negado a ese paraje montañoso, escondido y oscuro, el privilegio de tener en sus entrañas a las dos personas más importantes de la historia humana: María y Jesús. La actitud prejuiciada de Natanael debe hacernos reflexionar. Esta pudo hacer imposible para siempre el encuentro con Jesús; tal actitud podría hoy ensombrecer nuestro mundo. No hay barrera más infranqueable que la de los prejuicios. Ella resiste todas las evidencias y permanece imperturbable en el tiempo. Los prejuicios achican las miradas, tranquilizan las conciencias ante atrocidades y hacen evidentes los argumentos más falaces. ¿Cuántas injusticias, cuántas guerras y cuántos malos entendidos tienen su causa más profunda en los prejuicios poco racionales que se transmiten de generación en generación? Los prejuicios de razas, de clases sociales, de sexos, de religión, han 114

jalonado tristemente la historia humana. Más aún, tenemos prejuicios sobre nuestros amigos y sobre nuestros hijos. Creemos conocerlos y les impedimos mostrarnos lo que ellos son. Pero peor todavía: muchas veces nos encasillamos a nosotros mismos, pensando que no servimos para muchas cosas, que somos malos para los idiomas, que no somos capaces de aprender matemática, que no podemos hablar en público, y eso suele ser una forma paralizante de prejuzgarnos. ¿Qué decir sobre los prejuicios existentes contra los servidores públicos, los políticos, los sindicalistas, los empresarios? Los hombres nos encajonamos unos a otros en conceptos que se dan por sabidos y probados. Los prejuicios nos han hecho creer que las mujeres son menos inteligentes, que los pobres son flojos, que los jóvenes… que los negros… que los judíos… que los chinos… que los homosexuales… “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”. Tenemos prejuicios sobre el mismo Dios a quien no lo dejamos ser un humilde nazareno y, mucho menos, asumir como propio el rostro de los postergados de este mundo. Parte importante de la cultura que modela nuestro espíritu está formada por prejuicios que hacen imposible el encuentro entre los hombres e impide reconocer a Dios que está en medio de nosotros. El Evangelio debería abrirnos el corazón. Para romper la cerrazón, Felipe no encontró otro modo mejor que invitar a Natanael a ver a Jesús: “Ven y verás”. En el contacto personal, al sentirse conocido, querido y aceptado, Natanael se entregó al misterio. “Maestro, Tú eres el Hijo de Dios”. La irradiación del Señor logró romper la barrera paralizante que obnubilaba la mente de aquel verdadero israelita. Viendo a un galileo semejante en todo a los demás, Natanael debió reconocer que también de Nazaret podía salir algo que no solo era bueno, sino que le cambiaría radicalmente su propia vida y, dejándolo todo, lo siguió.

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IX

“¿No es el hijo del carpintero?” (La gente de la Sinagoga de Nazaret. Mateo 13, 54)

La gente de Nazaret, oyendo lo que Jesús decía en la Sinagoga y viendo sus milagros se hacía muchas preguntas: “¿De dónde saca este su saber y sus milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Sus hermanas no viven entre nosotros? ¿De dónde saca todo esto?”. Quisiera reflexionar esta pregunta desde el punto de vista de José. ¿Qué pensaría él al contemplar a ese niño, a ese joven que según el Evangelio le estaba sujeto y que con razón todos consideraban su hijo? Qué extraña sensación debía sentir ese hombre justo y noble que, en cierto modo, ocupaba en esta Tierra el lugar del Todopoderoso. Para la gente de su entorno, Jesús era mucho más el hijo de José que el hijo de Dios; y ciertamente en ese hombre trabajador el Señor veía, con razón, la imagen misma de su Padre del cielo. Esto nos puede ayudar a entender qué significa ser padre en nuestros días. En esta pregunta se nos pone de manifiesto que la paternidad es mucho más que transmitir la vida física. Si María quedó encinta, sin concurso del varón, fue porque la fuerza del Espíritu la cubrió con su sombra, Dios no quiso, sin embargo, prescindir de la presencia masculina en el complejo proceso psicológico que llevó a Jesús a compartir en todo la condición humana, menos en el pecado. Dios invitó a José a asumir la responsabilidad de formar humanamente al Mesías. Por eso fue verdaderamente un padre. Algunos pueden creer, cometiendo un grave error teológico, que Jesús no necesitó enseñanza porque era hijo de Dios. Ellos aceptan, a lo más, que José le haya enseñado a usar el serrucho y la garlopa, pero rechazan que él haya sido esencial en la formación humana, moral, religiosa y afectiva del enviado de Dios. En José queda de manifiesto que ser padre significa mucho más que contribuir a 116

engendrar un niño en las entrañas de una mujer. Al contemplar a este israelita, en un tiempo como el nuestro que degrada la paternidad hasta el punto de llegar a ofrecer gametos como mercancía, resulta evidente que la paternidad humana no puede limitarse a procrear hijos. Ser padre es, ante todo, una apasionante aventura espiritual. Este hombre sencillo, humilde y noble entroncó a Jesús en la savia viva de su pueblo, le transmitió las mejores tradiciones; en él aprendió Jesús la difícil tarea de ser hombre. En José comprendió que mandar es servir, que los pobres merecen todo respeto, que la verdadera religión no era la que enseñaban los fariseos, los saduceos ni los mismos maestros de la ley. Viendo cómo trataba a su madre, el niño aprendió a tratar con dignidad a la mujer. Si es cierto que el padre contribuye con el código genético, no lo es menos que con su imagen y presencia contribuye en la formación de la persona humana, porque todo hombre lleva pegado en su alma como su propia identidad el ejemplo, lo que vio y experimentó en su casa. Ser padre significa dar amor, enseñar a vivir, a hablar, a mirar, a amar, a sufrir humanamente. Es darle a un niño la andadura para que pueda enfrentar la vida. Uno de los problemas más graves de la cultura moderna es el ocaso de la figura paternal. Alguien dijo que hoy más que un desmadre, existe un “despadre” cultural que genera un serio problema en el alma de mucha gente y en el conjunto de la sociedad. Cada uno vive para sí y en sí, y falta alguien que con amor nos abra a un mundo objetivo, difícil, en el que hay que saber vivir con otros amándolos, respetándolos. El verdadero padre, con amor, agranda el pequeño círculo madre-hijo, y enseña a su descendencia que en el mundo hay otras personas, que hay obligaciones, deberes, compromisos, leyes y límites: que la vida es social. Ser padre es plasmar un espíritu sociable en quien debe vivir en sociedad. Los contemporáneos de Jesús se preguntaban dónde podría haber aprendido las cosas que enseñaba. El mérito de José es que le enseñó a Jesús a ser más que el hijo del carpintero, permitiéndole crecer en gracia delante de Dios y de los hombres. Él le dio la formación necesaria y la libertad para cumplir la misión más importante que persona alguna haya tenido en esta Tierra. Él le enseñó un modo de ser hombre que hacía patente el profundo misterio: ser en su humanidad el rostro visible del Padre de los cielos. Por lo anterior, cabe volver la pregunta hacia nosotros: ¿En qué se nota que mis hijos son mis hijos? ¿Solo en los rasgos físicos, en el color del pelo o de los ojos? ¿Puede limitarse la tarea del padre a transmitir la vida, enseñar una profesión o procurar el alimento para subsistir? La tarea más profunda de todo padre es ayudarle a su hijo a cumplir la misión que Dios le confió y a reflejar, como Jesús, el rostro de Dios que es paternal.

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X

“¿Cómo sabe este letras sin haber estudiado?” (Pregunta que se hacían los judíos en Jerusalén. Juan 7, 15)

El origen de la sabiduría de Jesús que preocupaba a los judíos en Jerusalén ya había sorprendido e inquietado a sus paisanos de Nazaret. Esta pregunta tiene relevancia en una cultura que hemos llamado del conocimiento. El saber marca hoy más que antes el alma del ser humano y el progreso de una sociedad. El estudio parece asegurar más que ninguna otra cosa el destino de las personas y producir movilidad social. Jesús no parece haber estudiado demasiado. Ciertamente no fue discípulo de los grandes rabinos y, sin embargo, fue un sabio. Su universidad fueron los pobres de Nazaret, el amor de su madre, el ejemplo y el trabajo manual de su padre José. La meditación de la palabra de Dios junto al fuego del hogar fue su escuela. ¿Qué significa esto para nosotros? La respuesta de esta pregunta tiene una importancia radical para la vida y sobre todo para la educación. Nos cuenta el Evangelio que subió Jesús medio escondido hasta Jerusalén porque su presencia ya creaba problemas y fue al Templo a enseñar. A pesar de ser Él un humilde galileo, se maravillaban los judíos oyendo su palabra. Había en ella una verdad conmovedora y una autoridad desconocida para los escribas y maestros de ese tiempo. Entonces surgió la pregunta que comentamos: “¿Cómo sabe este letras sin haber estudiado?”. Ya antes, en la sinagoga de su tierra, se habían extrañado de su mensaje quienes lo conocían como el hijo de un carpintero aunque allí las exigencias eran menores que en Jerusalén, donde estaban radicados los principales maestros de la ley y los escribas. Tal vez hoy más que en ese tiempo le hubiésemos cerrado la boca a quien no tenía un título ni un postgrado o no podía exhibir largos años de escolaridad. Jesús, sin embargo, era de verdad un Maestro, lleno de sabiduría. La palabra sabiduría deriva del latín y tiene sus raíces en el vocablo “sapere”, que significa gustar, profundizar afectivamente. Tener sabiduría, ser sabio, no es lo mismo que tener ciencia o ser científico. Por eso dice Ignacio de Loyola que “no el mucho saber harta y satisface el 119

alma sino el sentir y gustar las cosas internamente”. Uno puede saber muchas cosas y no ser sabio. El verdadero sabio es ese ser maduro, que mira las cosas con distancia y llega a lo más hondo; ese ser con prudencia y sin arrebatos. Él es capaz de acuñar una sentencia que da vida haciendo crecer a la humanidad. Hemos conocido sabios entre gente muy sencilla, que no fueron a la universidad. De eso dan testimonio los dicho populares llenos de verdad humana. En un país que quiere hacer de la educación una de sus prioridades, es importante no olvidar esta pregunta: “¿Cómo sabe este letras sin haber estudiado?”. No podemos sino alabar y apoyar todo lo que se haga para favorecer la educación escolar. Es importante el mejoramiento de los programas, el aumento de las horas lectivas, achicar los cursos, la capacidad de investigar, etc. Las técnicas más modernas deben ser acogidas y sostenidas con entusiasmo… Pero eso no basta para educar de verdad al ser humano. El saber puede medirse con las pruebas objetivas que hoy abundan en nuestros currículos. Pero la sabiduría verdadera es más difícil de medir. Ella se manifiesta viendo cómo se enfrenta el dolor, cómo se secan las lágrimas, cómo se resuelven los conflictos, cómo se relaciona uno con los demás, cómo se encara el fracaso, cómo se juega y cómo se aborda la muerte. Se han rotos los canales que transmitían la sabiduría. Se silenció a las abuelas, no se escucha a los pobres, no se aprende del caído. Hoy se forma a los profesores, que conocen las técnicas pedagógicas y los contenidos de su ciencia, pero rara vez se forma al maestro que, por vocación, irradia humanidad y es sabio. Los profesores pueden aprender técnicas pero si no cultivan su profunda vocación nunca serán maestros como lo fue Jesús. En ese contexto es lógico que se crea que es mejor un computador que una persona… y que algunos piensen que el futuro de la educación está en las máquinas más sofisticadas. Sin embargo, nada es más importante que la sabiduría para transmitir valores, para enseñar el sentido de la vida, para educar la libertad, para formar el respeto a los otros y la amistad cívica. Solo el maestro sabio educa a la responsabilidad. El sabio tiene una visión de conjunto y posee una correcta jerarquía en los valores. El sabio sabe vivir una vida buena. Jesús, que fue despreciado por no haber estudiado, nos dio con su ejemplo una enseñanza que cambió el mundo, pues nos advirtió que hay una sabiduría que no se alcanza solo con diplomas; que las sofisticadas fórmulas matemáticas, los descubrimientos genéticos, deben ser ubicados en una visión más profunda de la humanidad y su destino. El Evangelio es un tesoro de sabiduría más que un texto doctrinal o científico. Él nos regala una certeza razonable más fuerte que la que puede dar cualquiera ciencia.

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El ejemplo de Jesús debe ser profundamente meditado hoy. Su estrecha comunión con su Padre le da una visión del mundo y de la vida humana que no ha tenido comparación. No fue a la universidad pero Dios, fuente de la vida, le enseñó a vivir. Y en esa escuela aprendió que la vida se gana cuando se da a otros por amor.

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XI

“¿También ustedes se han dejado engañar?” (Pregunta de los sacerdotes y fariseos a los guardias. Juan 7, 47)

Jesús fue fuente de división en su tiempo. Luego de las impresionantes declaraciones de los capítulos 6 y 7 de Juan, “entre la multitud se murmuraba mucho de él. Unos decían que era bueno y otros que no, que engañaba a la gente (Juan 7, 12). Mientras algunos pensaban que era el Mesías otros opinaban que estaba endemoniado. El Señor pedía que no juzgaran por las apariencias sino por la justicia (Juan 7, 24). Que lo juzgaran por sus obras. “Por sus frutos los conoceréis”. En su discurso había invitado a los que tuviesen sed que vinieran a Él y bebieran, que les daría de comer su carne y beber su sangre, que Él tenía una relación particular con el Padre de los cielos del cual procedía. Añadía que su enseñanza no era suya sino del que lo envió. Más adelante entendieron que el corazón de ese mensaje era un nuevo “mandamiento”: “¡Ámense unos a otros como yo los he amado!”. Por todo eso, los sumos sacerdotes y los fariseos enviaron guardias para detenerlo (Juan 7, 33). Ellos querían matarlo. Para desazón de los jefes, los guardias regresaron sin traerlo, dando como razón que “jamás hombre alguno habló como habla ese hombre” (Juan 7, 46). A lo cual replicaron indignados los sacerdotes: “¿Ustedes también se han dejado engañar? ¿Quién de los jefes y los fariseos ha creído en él? Solo esos malditos que no conocen la ley” (Juan 7, 49). En el fondo basaban su juicio en su superioridad intelectual y en su clase social; para ellos Jesús era un ignorante y un galileo. Tanto es así que a Nicodemo, que era fariseo y que se atrevió a pedir prudencia, le dijeron que parecía galileo, que estudiara, que escudriñara la escritura para que viera que de Galilea no salían profetas (Juan 7, 52). Muchos tal vez opinan hoy que los cristianos, los seguidores de Jesús, estamos engañados, que somos “galileos”, como se les llamó al principio a los cristianos, que somos como esos simples pescadores y campesinos que no tenían ciencia. Hemos escrutado, sin embargo, el alma humana, hemos tenido la experiencia de nuestras debilidades y también de nuestros profundos anhelos; hemos escrutado las 122

escrituras y los diferentes saberes (eraunao en griego) de la historia humana; hemos conocido el ejemplo y la vida de tantos santos y mártires; hemos comprendido el valor del servicio, de la humildad y de la entrega y eso nos ha permitido tener razonablemente la certeza de una profunda verdad. Comprendemos que muchos no acepten el criterio de Paulo que nos dice que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, pero tenemos razones muy serias para afirmar que esa sabiduría es de verdad sabia. Una parte importante del progreso del devenir humano es fruto de la enseñanza de Jesús en torno a la persona, al amor, a la libertad, al servicio, a la paz que rompe las fronteras estrechas. Sobre todo, Él nos mostró una imagen de Dios, cercano y misericordioso, que puede dar sentido verdadero a nuestra vida y a nuestra muerte. Nuestro propio corazón es el testigo de la solidez de esa enseñanza. Sabemos por experiencia lo que decía Pascal cuando afirmaba que el corazón tiene razones que la razón no comprende. A lo largo de la historia cometimos los cristianos numerosos errores y caímos muchas veces, pero esas caídas no fueron consecuencia de la enseñanza del Maestro sino, por el contario, modos de alejarse de ella. Y hemos tenido que volver a esas enseñanzas para enmendar nuestros rumbos. Lo que experimentamos nosotros nos acerca a la experiencia que tuvieron los humildes galileos que sintieron cerca el Reino de Dios y su justicia, creyeron en Él y le pidieron a Jesús que aumentara su fe.

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XII

“¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí que soy samaritana?” (Una mujer de Samaria junto al pozo de Jacob. Juan 4, 9)

En el Evangelio hay pocas escenas más profundas y tiernas que la conversación de Jesús con la mujer de Samaria que bajó a buscar agua del pozo de Jacob. El Señor estaba muy cansado cuando la vio llegar. Con su profunda libertad interior le pidió ayuda porque tenía sed, haciendo una doble trasgresión a las costumbres de su tiempo. Entonces era extraño que un hombre hablara con una mujer desconocida y además resultaba incomprensible que un judío le dirigiera la palabra a una samaritana1. Los dos pueblos estaban separados hacía siglos. Jesús, opuesto a esas exclusiones sociales, le pidió de beber a una mujer que era habitante de la ciudad de Siquem, entablando así un diálogo que hasta hoy nos conmueve y que reveló la profundidad de su misión. De la sed material se pasó al agua viva y a las fuentes que brotan sin cesar hasta la eternidad. Jesús le dijo que llegarían tiempos en que tendríamos que adorar a Dios en espíritu y en verdad, rompiendo los estrechos límites que circunscribían la adoración a un monte, a un templo, a unos ritos o a un pueblo. Y en ese ambiente de confidencia espiritual, Jesús fue más allá: rompiendo el secreto de su mesianidad que guardaba con celo, Él se atrevió a contarle a esa mujer antes que a Jesús que era el Mesías que Israel esperaba con ansias. Hay un hecho que hace más admirable este diálogo. Esa mujer no solo era samaritana, sino que estaba lejos de llevar una vida ejemplar. Nos puede sorprender que estas perlas de la revelación se las dijera Jesús a una mujer que no era ejemplar en su vivir. Al menos cinco maridos se le habían conocido y era claro que aquel con quien vivía no era su esposo. Por eso, sutil y engañosamente, ella decía no tener marido. Jesús, sin ambigüedades pero con gran ternura, le recordó su verdad. Esa verdad sin rodeos pero dicha con inmensa caridad terminó por conmover el corazón de esa mujer, convirtiéndola en heraldo de Jesús. Esas palabras directas, sin ambages, le abrieron un camino a esa mujer que llevaba una herida en su corazón. La verdad la hizo libre. La verdad acortó las 124

distancias que separaban a judíos y samaritanos. Nos cuenta el Evangelio que la samaritana, dejando en el suelo ese cántaro que permitía sacar el agua material que iba a buscar, corrió a hasta su pueblo a decirles a los suyos que había encontrado a quien tanto esperaban. Conmueve constatar que el motivo de su cambio profundo fue precisamente el que alguien haya podido decirle con amor todo cuanto había hecho. Más que todas las revelaciones hechas por Jesús, fue el sincero recuerdo de su vida atormentada lo que le abrió los ojos. Para quienes buscan apasionadamente el modo de decir la verdad no como una amenaza sino para que ella sea acogida, para quienes en una sociedad pluralista andan tras caminos de diálogo y de respeto, este episodio es señero y nos indica el modo cristiano de decir la verdad sin descalificar ni excluir a las personas. Un pluralismo hecho de silencios o ambigüedades termina poniendo un muro entre los seres humanos, pero también una palabra descarnada y dura hace imposible compartir lo más profundo. La verdad del Evangelio es una verdad que salva, que acoge y que sana. Ella establece un puente entre el hombre y la mujer, entre los pueblos divididos, y permite que el pecador sienta el perdón. Por eso, desde el corazón mismo del Evangelio no tiene sentido que alguien pregunte: “¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí que soy samaritana?”, porque los samaritanos también pueden ser buenos, como el hombre de la parábola que ayudó a su prójimo… Tampoco es evangélico que alguien que se sabe pecador crea que no es digno de sentir que brota desde su corazón una fuente que salta hasta la vida eterna.

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XIII

“¿Qué más me falta?” (Pregunta de un joven rico a Jesús. Mateo 19, 20)

Esta pregunta forma parte de un diálogo de Jesús con un hombre que le salió al camino. Una parte de este diálogo lo hemos reflexionado ya en la pregunta que hace Jesús a ese hombre: “¿Por qué me llamas bueno?”. San Mateo dice que quien se acercó al Señor era joven, probablemente por las inquietudes que tenía. Se trataba de una persona correcta que había procurado cumplir los mandamientos de Dios desde su niñez; además, tenía muchos bienes. Por este motivo la tradición lo ha llamado siempre “el joven rico”. Su condición social y económica le aseguraba una vida tranquila. Sin embargo, no estaba contento con esa tranquilidad. Eso no le bastaba. Se ve que no estaba conforme con los estrechos límites entre los que se movía su existencia regalada. Él añoraba la vida eterna y comprendía que no valía la pena proyectar su vida actual hasta la eternidad. Por eso ese joven rico no dudó en preguntarle a Jesús: “¿Qué más me falta?”. Y esa pregunta llega con fuerza hasta nuestros oídos y quisiéramos plantearla hoy. Ni los bienes de la tierra que poseía en abundancia, ni el mero cumplimiento de la ley eran capaces de aquietar su corazón juvenil hecho para más. Él sentía que le faltaba algo para que su vida tuviese la trascendencia tan propia de una existencia genuinamente humana. Educado para la tranquilidad que da el cumplir y el poseer, nadie le había enseñado cómo romper ese círculo estrecho que lo entrampaba. La “quietud” lo inquietaba; la “seguridad” le arrebataba el sentido del riesgo que conlleva todo progreso. Su alma tocada por la juventud estaba, paradójicamente, amenazada de vejez. Por eso Jesús lo invitó a la verdadera perfección que supone cambiar de raíz las perspectivas. Curiosamente a quien le faltaba algo para ser plenamente feliz, Jesús no le dio más cosas, sino que lo invitó a que dejara lo que tenía. Le pidió que lo abandonara todo y que se pusiera a caminar tras de sus pasos: “Ven y sígueme”. Le propuso un ideal, una marcha que ordenara su vida y que no lo mantuviera aprisionado. Le dio horizontes y le propuso un fin. Una llamada semejante le hizo Dios a Abraham cuando lo invitó a comenzar la aventura de la fe: deja tu parentela y tu ciudad de origen y ponte a caminar tras la tierra prometida. Ahora, en cambio, no eran tierras ni cosas las que se ofrecían, no 126

era la seguridad de una ley. Era una persona, el misterio insondable de un hombre, y el Reino que Él anunciaba. Jesús de Nazaret lo invitaba a seguirlo, a pasar por esa puerta estrecha como único camino capaz de conducir de verdad a Dios y a la eternidad tan añorada. Solo poniéndose en camino, dejándolo todo podría aquel joven descubrir en ese rostro humano lo invisible de Dios. En pocas palabras, Jesús lo invitaba a abrirse completamente a una experiencia real y viva del verdadero Dios. La pregunta de este joven tiene una extraordinaria actualidad. Y la respuesta de Jesús tiene también hoy más vigencia que nunca. Aparentemente tenemos todo lo imaginable, pero intuimos que eso no merece ser eterno. Estamos recubiertos de seguros de todo tipo, pero nos encontramos a la intemperie cuando se trata de lo más definitivo. Estamos centrados en nosotros mismos; en nuestro físico, nuestra realización, nuestra tranquilidad, y eso nos encierra en un círculo de hierro. Tenemos muchas cosas pero la eternidad está muy lejos. En tales circunstancias es bueno preguntarnos como el joven del Evangelio: ¿Qué más nos falta? ¿Nos bastan las cosas que tenemos? ¿Nos satisface el tipo de trabajo, el ritmo de vida que llevamos, las cosas que hemos coleccionado con tanto sacrificio? ¿Es razonable proyectar hasta la eternidad lo que hoy somos y hacemos o nos falta algo más? Desgraciadamente carecemos del coraje para hacernos esas preguntas elementales. O mejor dicho, nos cuesta hacerle al mismo Señor esa pregunta para que Él nos revele nuestras carencias. Solo Él puede hacernos mirar más allá de nuestros estrechos límites. Jesús nos invitará a volver a nacer aunque seamos viejos, a adquirir un corazón peregrino guiado por la libertad del Espíritu. Nos llamará a una perfección que no consista en cumplir una ley sino en vivir, en amar, en entregar la vida a los demás, en ser como Él mismo. “Si quieres ser perfecto, deja lo que tienes… ven y sígueme”. Que el Espíritu Santo nos permita tener un corazón más joven que el de aquel joven que se marchó entristecido porque solo sabía cumplir la ley y tenía muchos bienes.

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XIV

“¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores?” (Pregunta de los fariseos a los discípulos. Mateo 9, 11) Es corriente que las diversas culturas acuñen en dichos populares ideas que todos aceptan como obvias. Así, entre nosotros, es común pensar que las amistades que tenemos revelan quienes somos. Se nos ha dicho desde que éramos chicos: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. No es extraño por eso que los padres se preocupen por los amigos de sus hijos y que pregunten inquietos con quién van a salir. A Jesús lo juzgaron mal por reunirse con gente mal vista en Israel. Algunos pensaron que no podía ser profeta porque se dejaba tocar por una mujer de fama muy dudosa. Otros juzgaron que no podía ser el Mesías porque departía amigablemente con los odiados publicanos cobradores de impuestos. Era un escándalo en Israel que un maestro se atreviera a entrar en la casa de esos hombres impuros para cenar con ellos. “¿Cómo es que tu maestro come con cobradores de impuestos?”. Quienes se creían justos no percibían que en ese gesto provocador se expresaba mejor que en ningún otro el rostro misericordioso de Dios. El Señor entraba en nuestra historia no para sentarse con los “buenos”, sino para buscar y sanar a los que necesitaban médico porque estaban enfermos. Han pasado los siglos y estos relatos siguen siendo una llamada de atención para nosotros que, sin merecerlo, nos creemos herederos de las promesas divinas. ¿Somos capaces de ir a buscar a los que sentimos lejanos? ¿Vamos a sentarnos a su mesa a compartir con ellos como amigos sin prepotencia ni arrogancia? ¿Qué actitud tenemos, qué palabra salvadora ofrecemos a quienes hoy trafican con la droga, a los que amparados en su poder torturan, a los que promueven una moral que prolonga las injusticias? ¿Cómo nos acercamos a los que todavía no conocen a Dios o frente a los que rechazan su mensaje? ¿Cómo nos percibe la mujer que abortó y que por eso guarda una pena en su alma? ¿Qué pasa con los separados? Estas preguntas son cruciales porque ellas hacen brillar la esencia de la misión de la Iglesia. Ahí se manifiesta el alma del Evangelio. “Yo no he venido para los justos sino para los pecadores… No tienen 128

necesidad de médico los sanos”. No podemos olvidar que el plan, el deseo de Dios, es que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Jesús no ocultó la verdad ni mitigó el Mensaje, pero Él no lo arrojó como una piedra sobre el caído, sino como Evangelio, como noticia buena. Acercarse no significa bendecir acciones erradas sino buscar al ser humano para ofrecerle la salvación. Israel, en lugar de salir a proclamar el mensaje de Dios a los pueblos, se encerró en la autocomplacencia de ser el pueblo elegido. También nosotros como ese pueblo santo tenemos peligro de encerrarnos. ¡Qué fácil es reunirse con los que piensan como uno, con los que tienen nuestra misma moral y comparten la fe! El mundo se divide así nítidamente entre buenos y malos… y, por supuesto, nosotros quedamos siempre entre los buenos. Más grave aun es cuando imponemos nuestras preferencias políticas como cerco de la Iglesia o cuando nuestro horizonte se limita a nuestra clase social. Hemos de cuidarnos mucho de convertir nuestra comunidad, que debería ser por esencia misionera, en una comunidad solo de quienes son como nosotros. Una Iglesia con estrechez de miras y encerrada no es la Iglesia de Jesús. Mirar con simpatía a los que están alejados, acercarse a ellos, interesarse por su modo de pensar y por sus problemas, compartir sus angustias, fue un modo muy propio de Jesús para revelar que Dios es un Padre misericordioso que no hace exclusiones. Aunque muchos podrán creer que andar con tales compañías significa que nos hemos alejado del redil, en verdad si hacemos eso estaremos siguiendo las huellas del Maestro. Ir a cenar con los publicanos no significa abandonar la verdad sino hacerla trasparente y atractiva, y al mismo tiempo, es entender que ella nos ha sido dada como fermento de salvación.

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XV

“¿Quién quiere matarte?” (Pregunta de la gente a Jesús. Juan 7, 20)

Muchas veces habló Jesús de su muerte. Es parte de la ideología actual no hablar de este tema. El morir no parece estar en el horizonte de nuestros contemporáneos y por eso el tema de esta pregunta no interesa. Sin embargo el morir tiene relación estrecha con lo que uno hace en esta vida. El Señor percibía que su doctrina hería muchos intereses. Su cercanía con los marginados, su visión de una religión que genera libertad interior, su llamado a evitar la hipocresía y el formalismo de fachada, su relación confiada y filial con Dios, rompían los esquemas sobre los que se organizaba la sociedad de su tiempo. Maestros de la ley, fariseos, saduceos, esenios, sacerdotes, se sentían amenazados al oír que el reinado de Dios que ellos esperaban no pasaba por sus estrechos marcos. Un hombre sencillo y sin escuela, venido de Galilea, se atrevía a decir que el sábado era para el hombre y no lo contrario; que lo que ensucia no es lo que entra, sino lo que sale del ser humano, declarando así puros todos los alimentos; que los tesoros pueden ser pasto del orín y las polillas; que Dios no hace acepción de personas y que llegaría un día en que el Señor sería adorado en espíritu y en verdad, ensanchando los estrechos límites del templo de Jerusalén. Ese hombre se atrevía a decir que el Reino de Dios estaba cerca; más aún, que estaba dentro de cada uno, pero que no consistía solo en cumplir la letra de la ley o en ayunar y menos en realizar ritos. Él agregaba que ese Reino padecía violencia, pero que no se alcanzaba por la espada. En ese Reino las prostitutas, los leprosos, los pecadores y los publicanos, todos los postergados, serían bienvenidos, que Dios los acogería y sería su garante. Jesús quería ser fiel a esa doctrina que no era suya sino recibida de su Padre (Juan 7, 16). Él percibió, sin embargo, que enseñar esas cosas era en extremo peligroso y les dijo a sus oyentes que ellos lo querían matar. La gente quedaba extrañada, como si nada pasase. Como en el mundo de hoy, tratándose de la muerte, esa gente negaba el problema, lo ocultaba o simplemente se mentía a sí misma. Por eso preguntó: “¿Quién quiere matarte?”. En este contexto vale la pena entender la enseñanza de Jesús a sus discípulos: “No 130

temáis a quienes matan el cuerpo, temed más bien a los que matan el alma” (Mateo, 10, 28). El Señor no cambió, mantuvo la integridad de su mensaje, la coherencia con su misión. Hubiese sido fácil para Él adaptarse, silenciar su doctrina o buscar un entendimiento. “¿Quién quiere matarte?”. Como la gente que rodeaba a Jesús, podemos andar por este mundo sin tomar conciencia de que hay formas sutiles de darnos muerte. No nos damos cuenta de que somos acosados por todos los costados. Somos muchos los que creyéndonos vivos deambulamos por el mundo con el alma medio muerta. Sin esperanza, sin ilusiones, sin saber adónde vamos, perdiendo las mejores energías en cosas que, a la larga, no dan vida. Es impresionante el número de gente amargada, solitaria, angustiada o deprimida. Viejos y jóvenes, sin distinción de clases, sienten oprimírseles el alma; ella se les muere y con eso un día llegará la muerte sin sentido. Existen muchos elementos de las ideologías imperantes que nos encierran en nosotros mismos. Preocupados desmesuradamente por la vida corporal, por la belleza física, por las apariencias, olvidamos las enseñanzas del Maestro sobre olvidarse de uno mismo y dar la vida a otros. La ideología del éxito a cualquier precio, de la importancia desmesurada del dinero, de la búsqueda apasionada de los medios sin tener fines que valgan la pena, producen efectos que son peores que la muerte física. Muchos prefieren abandonar la vida precisamente porque sin darse cuenta han perdido la razón del vivir. No podemos vivir fuera del tiempo, no podemos dejar de compartir nuestra cultura, pero no podemos permitir que ella nos arrebate la existencia. Muchas veces les trasmitimos a nuestros hijos, les enseñamos en las escuelas, cosas que en verdad los matan. ¿Nos hemos preguntado a fondo qué cosas nos quitan el gozo más profundo de vivir? Nos preocupamos, con razón, del esmog, de la higiene, de las epidemias, y desatendemos lo más importante. Nosotros, que estamos hechos para la vida, que añoramos la plenitud, tenemos que ser conscientes de que, tal vez sin pensarlo y deseándonos el bien, muchos quieren matarnos. No se trata de vivir atemorizados sino de volver al Evangelio que es fuente de la vida. Todos vamos a morir pero es grandioso morir después de haber vivido de verdad con proyección eterna.

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XVI

“¿Dónde quieres que te preparemos la cena de la Pascua?” (Los apóstoles a Jesús. Mateo 26, 17)

La vida de Jesús llegaba a su fin. Se acercaba la fiesta más importante del calendario judío. Por mandato de Dios todos debían reunirse cada año junto a la mesa para comer el cordero pascual, símbolo de la liberación de Israel. Era el momento de recordar lo que Dios había hecho por amor al pueblo de su elección. Ese gesto sencillo y familiar era también una profecía que anunciaba el día de la gran liberación, el paso definitivo de Dios rompiendo todas las cadenas y llenando de esperanza al oprimido. Los comensales debían estar por eso con sus sandalias puestas, ceñidos con sus ropas para el viaje y listos para partir detrás de Dios. Era la Pascua: el paso del Señor. En ese contexto y con esa historia como trasfondo, los discípulos le preguntaron al maestro: “¿Dónde quieres que te preparemos la Pascua?”. San Lucas (22, 8-9), dice, más precisamente, que Pedro y Juan, los principales apóstoles, fueron los encargados de hacer los preparativos de la cena y que fueron ellos quienes interrogaron al Maestro. El encargo hecho especialmente a estos dos discípulos indica cuán importante era para Jesús la misión de preparar la Pascua. No solo las personas que eligió, sino el modo como Jesús interpretó las Escrituras, nos invitan a pensar que para Él “preparar la cena de la Pascua” era algo más importante y profundo que un mero poner la mesa y acondicionar vajillas. Los judíos se habían ido aficionando cada vez más a lo exterior de los preceptos, dedicando el máximo interés a cuidar meticulosamente los ritos. El Señor, por el contrario, fue derecho al espíritu profundo de la ley. Siguiendo la enseñanza de los profetas, invitó a sus discípulos a descubrir el sentido de los ritos, a llevar los preceptos a su más honda radicalidad, a pasar del cumplimiento exterior de los ayunos y penitencias, hasta llegar a vivir en la plenitud del corazón las exigencias de Dios. Por eso, al pedir esa noche que sus apóstoles prepararan la cena, Jesús quería hacerlos participar en verdad en la GRAN PASCUA , en el momento central de la Historia humana. Él quería servir esa cena a la humanidad y deseaba que los doce no solo fuesen comensales, sino que le ayudaran en la preparación. El Señor quería entregar sacramentalmente su 132

vida, compartir su cuerpo y su sangre, enseñar que en su Reino el que manda debe servir, que hay que atreverse a lavarles los pies a los demás, que hay que amar como Él amó. Sobre todo, quería abrirles a los hombres una nueva relación de intimidad con Dios, enriquecida con la promesa del Espíritu. Han pasado los siglos y continuamos realizando el memorial de ese momento privilegiado de la vida de Jesús. También hoy Él tiene ansias de cenar la Pascua con nosotros (Juan 13, 1) y nos pide que vayamos a preparar esa cena, a hacer los aderezos necesarios para que nos podamos reunir, entre hermanos y con Él, a compartir su cuerpo y su sangre, es decir, su total entrega. Él nos pide que seamos comensales y colaboradores. Que abramos nuestras puertas y ayudemos a otros a abrirlas. ¿Dónde tenemos que preparar hoy la cena de Pascua? ¿Cómo tiene que ser esa preparación para que ella alcance toda su significación? ¿Qué nos pide Jesús que hagamos en nuestro tiempo, para que Él pueda reunir a sus seguidores junto a sí, entregarse a ellos y darles el mandamiento, que sigue siendo nuevo, de amar como Él amó? Preparar la Pascua supone abrirle las puertas y acoger a Dios, estar dispuestos a partir, a soltar las ataduras, a llenarse de esperanza en el poder del Señor y a hacernos capaces de compartir lo que tenemos, hasta la propia vida. Es extraño y simbólico que la casa donde se celebró la cena haya sido el hogar de un hombre desconocido cuyo nombre y señas ignoramos. Por cierto esa casa no era ni el gran templo, ni el hogar de los más estrechos seguidores. Ese hombre era uno de nosotros. Allí nacía una Iglesia que no excluía, que no exigía requisitos de raza, inteligencia o posición social, que no era la Iglesia de los puros. Tan solo se pedía el deseo de acoger al Señor, de abrirle de par en par el corazón. “¿Dónde quieres que te preparemos la cena?”. Su respuesta es muy clara: “Mira que estoy a tu puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré a su casa y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3, 20). ¿Qué sala de nuestra casa le abriremos? El desconocido le abrió una sala amplia y espaciosa (Marcos 14, 15).

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XVII

“¿Acaso seré yo?” (Los discípulos a Jesús. Mateo 26, 22)

En la última cena se vivía un ambiente tenso. Todos habían tomado conciencia del peligro. Los discípulos, aunque simples, olían la amenaza. Era tan claro el riesgo, que habían subido a Jerusalén dispuestos a morir con Él. La oposición a Jesús iba cerrando todos los espacios y parecía inminente el desenlace fatal. Las enseñanzas y la personalidad del Maestro habían herido tradiciones y resquebrajado una interpretación estrecha de la ley. Su sabiduría había resquebrajado el saber de los maestros considerados sabios. Esas enseñanzas habían cuestionado moralmente a quienes ostentaban el poder civil y religioso de la nación. Por eso ellos buscaban su cabeza. Preferían que un hombre, aunque justo, muriera por el pueblo antes de ver amenazada la nación entera dominada por ellos. Cuando se rompe el mundo tradicional tiemblan las identidades. Fácilmente, entonces, se traspasan los principios morales y muchos, que son tenidos por justos, son capaces de llegar hasta a cometer atrocidades para mantener sus seguridades y privilegios. La razón de Estado y hasta las creencias religiosas son invocadas para justificar lo que no tiene justificación. En ese ambiente enrarecido, Jesús se reunió con los suyos a celebrar la Pascua y en tales circunstancias les hizo un anuncio que complicó más las cosas. El Señor les hizo saber a los apóstoles que la línea divisoria entre el bien y el mal no estaba clara ni siquiera entre los suyos, porque les anunció durante la cena que uno de ellos lo iba a traicionar. Entonces brotó la pregunta que comentamos. El Evangelio nos cuenta que los discípulos se llenaron de tristeza. En medio de la confusión y del miedo, uno tras otro fueron formulando esta pregunta que tiene un dejo de humildad y de grandeza. “Señor, ¿acaso seré yo?”. Esas palabras nos permiten descubrir que esa gente ruda había comprendido el ejemplo y la enseñanza de Jesús. Ellos no comenzaron a dudar de los otros. Ellos no comenzaron a buscar culpables entre sus compañeros. Tuvieron la grandeza de dirigir su primera sospecha sobre ellos 134

mismos. El maestro les había enseñado a no buscar la paja en el ojo ajeno. Por eso en esa hora dramática todos prefirieron hacerse conscientes de la propia debilidad y antes de pensar mal del prójimo le preguntaron al Maestro “¿acaso seré yo?”. En la hora de la crisis, en el momento de la división, estos pobres pescadores nos enseñaron que la primera pregunta, cargada de honestidad, debe orientarse siempre hacia la propia fragilidad; que no es cristiano querer echar sobre los hombros del hermano el peso de la traición. A quienes nos gusta separar pronto el trigo de la cizaña, dividir con claridad a los buenos de los malos, nos cuesta aceptar que el mal anda rondando entre nosotros y que muchas veces está enquistado en nuestro corazón. En un país como el nuestro, cargado de tensiones, herido por historias dramáticas, traspasado de dolores, hace falta que reaccionemos como los discípulos de Jesús, quienes con humilde honestidad, sin autoengaños, quisieron ante todo buscar la propia responsabilidad. Distinto puede ser nuestro futuro como nación, distinta puede ser la vida en nuestras familias y en nuestro trabajo, si desviamos nuestra mirada acusadora tan fácilmente dirigida hacia los demás para pedirle al Señor que nos ayude a mirarnos a nosotros mismos para limpiar en lo más profundo nuestro propio corazón: “Señor, ¿acaso seré yo?”.

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XVIII

“¿Cuánto me quieren dar y yo os lo entregaré?” (Judas a los jefes de los sacerdotes. Mateo 26, 15)

Esta pregunta trágica la formuló Judas a los jefes de los sacerdotes. Él, que era uno de los doce, que había sido escogido, quería un precio por la entrega de su maestro. Treinta monedas de plata sellaron el destino del hijo de Dios entre nosotros. Judas llegó al extremo de ponerle precio a quien lo había amado y elegido. “¿Cuánto me quieren dar y yo os lo entregaré?”. En ese momento no contó el Evangelio que había escuchado, esa buena nueva basada en el amor incondicional y gratuito de Dios gracias al cual a todos se les ofrece un lugar y una oportunidad de salvación. La actitud de Judas debe hacernos reflexionar profundamente a cuantos estamos en el siglo XXI, empapados de criterios de mercado, asignando un precio a todo lo que vemos: al arte, al deporte, a la felicidad y hasta a la vida misma. Se ha dicho que todo tiene su precio. Nos hemos habituado a pensar que el trabajo humano es una mercancía como otras. Y aunque resulte triste, hemos llegado a creer que finalmente también las personas pueden ser compradas. ¿Qué mensaje les damos a los jóvenes al hablar de la compra y venta de jugadores de fútbol por cifras siderales? Medimos su calidad deportiva por el valor irracional y escandaloso de su pase. En una cultura que exacerba el mercado, parece confirmarse esta terrible apreciación que destruye lo más grande del hombre: su dignidad intransable. Hasta en esto Jesús ha asumido nuestra humanidad: fue tasado como una cosa más y se le puso precio. Pero una más atenta consideración nos muestra que quien se vendió finalmente fue el propio Judas. Por treinta monedas Judas vendió sus ideales. El dinero pesó más en su alma que la lealtad, que la amistad forjada en años de convivencia. Todos sus sueños se entregaron por treinta monedas. Cuando uno pone precio a algo, finalmente es también uno mismo quien se vende. En el caso de Judas, por un puñado de plata vendió su corazón que era aficionado al dinero (Juan, 12, 6). Ante la actitud de este apóstol traidor no podemos tirar fácilmente una 136

piedra sin dejar de preguntarnos, con honestidad total, cuál es nuestro propio comportamiento. Muchas veces nos vemos impulsados a pedir a nuestros hijos que traicionen su vocación buscando una profesión que dé más plata. A menudo se elige o se abandona un trabajo solo teniendo en cuenta la paga que se promete y no el valor de lo que se hace, la realización humana, la solidaridad con quienes uno ha trabajado, la experiencia, el servicio. Hay modos muy sutiles de venderse: silenciar los propios puntos de vista para no caer mal; seguir las modas para sentirse aceptado. Tener como criterio supremo el ganar dinero, termina por poner precio a la propia alma. El dinero se ha hecho norma universal que regula nuestros actos, nuestras preferencias y nuestros sacrificios. Por él podemos llegar hasta a traicionar los ideales más queridos. Hemos llegado a confundir el valor con el precio. En nuestro lenguaje común para conocer el precio monetario de una cosa solemos preguntar: ¿Cuánto vale?, olvidando que las cosas que más valen no tienen, en realidad, precio. La amistad, el amor, la fe, el sentido último de la existencia no tienen precio. Someterlos al mercado significa destruir lo más humano de lo humano. No se trata aquí de discutir la validez de un sistema, sino de insistir en la invendible dignidad del ser humano que como hijo de Dios está llamado a vivir y ejercer su libertad. Si todo tiene precio en nuestra sociedad los niños no nacidos, los enfermos incurables, los ancianos, los locos, los más débiles carecerán de un sitio entre nosotros porque mantenerlos cuesta caro y “valen” poco. Y nosotros mismos terminaremos un día por perder valor en el mercado, cuando tal vez hayamos llegado a ser más ricos en humanidad. El más profundo drama de Judas fue su dificultad para aceptar un reino que funcionaba con reglas diferentes al éxito y el dinero. Probablemente por eso se desilusionó de Jesús y salió a venderlo para apartarlo de su camino. Tarde comprendió Judas lo que había hecho y su dolorosa muerte es un recuerdo de que el hombre es más que pan, éxito o fortuna; y que el Evangelio pobre y gratuito, difícil de entender en estos tiempos, sigue siendo el camino de la vida.

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XIX

“¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?” (El buen ladrón a su compañero. Lucas 23, 40)

Es común que contemplemos a Jesús en su pasión, doliéndonos de sus dolores y compadeciendo sus penas. Lo acompañamos a la distancia, como un sano cuando visita a un enfermo moribundo. En el fondo, somos incapaces de comprender que sufrimos con Él la misma condena. O mejor dicho, que Él aceptó para sí mi propia cruz. Un hombre en el calvario vio las cosas de otro modo. No contempló desde fuera, porque también él colgaba desde una cruz vecina. Él, que era un malhechor, en ese momento trágico en que pagaba por las fechorías de su vida, se sintió compañero de Jesús. Comprendió LA CRUZ desde su cruz. Él entendió que ese inocente, condenado como él, le abría una puerta que le permitía ordenar y recomponer, hasta en sus raíces, la vida azarosa que había llevado. Él comprendió el misterio de la cercanía de Dios cuando lo vio sufrir, por causa suya, su mismo tormento. ¿Cómo habrá sido el proceso interior de ese condenado? Seguramente él pasó de la consideración de su miseria, del miedo a la muerte inminente, de sus propios dolores, al misterio de ese hombre que colgaba a su lado, hermano en las desdichas, cercano como ningún otro. Él dejó de mirarse a sí mismo para volver sus ojos a Jesús, que lo acogía cuando todos lo habían abandonado. Él entendió el lazo indestructible entre su debilidad y el amor de un Dios cercano como nadie. Supo entonces que llegaba al final, que ya era imposible deshacer lo andado, que no podría devolver lo que robó, que no tenía tiempo para hacer nuevas cosas. Pero comprendió también, en ese instante, que en un acto de confianza sin límites, en un acto de entrega, podía rehacer todo lo vivido, reordenar sus despojos abriendo para siempre el porvenir. Su vida miserable y sin destino se llenó entonces de sentido. Lejanos le parecieron su pasado y sus andanzas. Poco a poco fue asumiendo su vida a partir de la confianza que nacía… “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. El último milagro de Jesús antes de morir fue invitar a ese hombre a entregarle sus miserias, a traspasar el peso de su cruz, a la cruz donde colgaba Dios, a pasar desde su ínfima y atormentada pequeñez al Dios cercano que sufría con y como él. 138

Puede ser difícil para nosotros subir a la cruz del Salvador, pero más fácilmente podemos subir a aquella del buen ladrón. Desde esa altura de hombre condenado podremos hablarle al Señor al oído. Todos hemos caído, todos sufrimos… sin embargo, desde nuestros dolores, desde nuestra propia cruz, como el ladrón, desde nuestras traiciones podemos volvernos al Señor y pedirle confiadamente que se acuerde de nosotros. Habiendo perdido todo apoyo podemos finalmente, en la hora decisiva, apoyarnos en Él, comprender que sufrimos la misma condena, mirarlo desde nuestra cruz, desde nuestra condición de pecadores, desentrañando su misterio de justo solidario para que Él nos asuma con todo lo que somos. Sabremos entonces que hemos entrado a una profunda comunión con el Señor, que Él ha hecho suya nuestra cruz y nosotros hemos asumido la suya; que padecemos la misma condena y que hemos finalmente entrando al Paraíso. “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

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Cf. Juan. 4, 27: “Los apóstoles al llegar se sorprendieron que estuviese hablando con una mujer” y la propia mujer se extrañó de que un judío le hablara a ella que era samaritana (v. 9).

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Índice Créditos Título Índice Presentación Prólogo PRIMERA PARTE Las preguntas de Jesús I. ¿Por qué me buscaban? ¿No saben que debo ocuparme de las cosas de mi Padre? (Lucas 2, 49) II. ¿Me amas? (Juan 21, 17) III. ¿Qué buscáis? (Juan 1, 38) IV. ¿Quién me tocó? (Lucas 8, 45 V. ¿Ves a esta mujer? (Lucas 7, 40) VI. ¿Qué quieres que haga por ti? (Lucas 18, 41) VII. ¿Quieres sanarte? (Juan 5, 6) VIII. ¿Con qué compararemos el Reino de los Cielos? (Lucas 13, 18) IX. ¿Quién dice la gente que soy yo? (Marcos 8, 28) X. ¿Quién dicen ustedes que soy yo? (Mateo 16, 15) XI. ¿Y tú, que eres maestro en Israel, no sabes estas cosas? (Juan 3, 10) XII. ¿Por qué has dudado? (Mateo 14, 31) XIII. ¿De qué discutíais? (Marcos 9, 33) XIV. ¿Cuántos panes tenéis? (Marcos 6, 38 y 8, 5) XV. ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? (Mateo 12, 48) XVI. ¿Dónde están los otros nueve? (Lucas 17, 11-19) XVII. ¿Por qué me llamas bueno? (Marcos 10, 17) ¿Por qué me preguntas acerca de lo que es bueno? (Mateo 19, 17) XVIII. ¿Si la sal pierde su sabor, con qué se la salará? (Mateo 5, 13) XIX. ¿Quién se hizo prójimo del herido? (Lucas 10, 36) XX. ¿Creen que he venido a traer paz a la Tierra? (Lucas 12, 51) XXI. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé? (Mateo 20, 22) XXII. ¿Cómo podéis creer vosotros que buscáis la gloria en los otros y que no buscáis la gloria que viene de Dios? (Juan 5, 44) XXIII. ¿Por qué esta generación pide un signo? (Marcos 8, 12)

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XXIV. ¿No deja las noventa y nueve ovejas en el campo y va a buscar a la extraviada hasta encontrarla? (Lucas 15, 4) XXV. ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si él mismo se pierde? (Mateo 16, 26) XXVI. Lo que has preparado, ¿para quién será? (Lucas 12, 20) XXVII. ¿No han leído lo que hizo David cuando tuvo hambre? (Marcos 2, 23) XXVIII. ¿Por qué no juzgan ustedes mismos? (Lucas 12, 55) XXIX. ¿Por qué ustedes quebrantan el precepto de Dios en nombre de la tradición? (Mateo 15, 3) XXX. ¿Por qué te fijas en la pelusa que está en el ojo de tu hermano y no miras la viga que está en el tuyo? (Lucas 6, 41) XXXI. ¿También ustedes siguen sin entender? (Mateo 15, 16) XXXII. ¿Ustedes también quieren irse? (Juan 6, 67) XXXIII. ¿Conque darás la vida por mí? (Juan 13, 36) XXXIV. ¿No habéis podido velar una hora conmigo? (Mateo 26, 40) XXXV. ¿Por qué me preguntas a mí? (Juan 18, 21) XXXVI. ¿Por qué me pegas? (Juan 18, 23) XXXVII. ¿Lo dices por ti mismo o te lo han dicho otros de mí? (Juan 18, 34) XXXVIII. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mateo 27, 46) XXXIX. Mujer, ¿por qué lloras? (Juan 20, 15)

SEGUNDA PARTE Las preguntas del Evangelio I. ¿Y tú vienes a mí? (Juan Bautista a Jesús. Mateo 3, 14) II. ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? (Discípulos de Juan Bautista a Jesús. Mateo 11, 3) III. ¿Tú quién eres? ¿Dónde está tu Padre? (Fariseos a Jesús. Juan 8, 25 y 8, 19) IV. Maestro, ¿dónde vives? (Discípulos a Jesús (Juan 1, 38) V. ¿Por qué nos has hecho esto? (María a Jesús. Lucas 2, 48) VI. ¿Quién será este de quien oigo contar tantas cosas? (Pregunta que se hace Herodes. Lucas 9, 9) VII. ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? (Preguntan unos magos que venían de Oriente. Mateo 2, 2) VIII. ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Natanael a Felipe. Juan 1, 46) IX. ¿No es el hijo del carpintero? (La gente de la Sinagoga de Nazaret. Mateo 13, 54) X. ¿Cómo sabe este letras sin haber estudiado? (Pregunta que se hacían los judíos en Jerusalén. Juan 7, 15) XI. ¿También ustedes se han dejado engañar? (Pregunta de los sacerdotes y 142

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fariseos a los guardias. Juan 7, 47)

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XII. ¿Cómo tú siendo judío me pides a mí de beber que soy samaritana? (Una mujer de Samaria junto al Pozo de Jacob. Juan 4, 9) XIII. ¿Qué más me falta? (Pregunta de un joven rico a Jesús. Mateo 19, 20) XIV. ¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores? (Pregunta de los fariseos a los discípulos. Mateo 9, 11) XV. ¿Quién quiere matarte? (Pregunta de la gente a Jesús. Juan 7, 20) XVI. ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de la Pascua? (Los apóstoles a Jesús. Mateo 26, 17) XVII. ¿Acaso seré yo? (Los discípulos a Jesús. Mateo 26, 22) XVIII. ¿Cuánto me quieren dar y yo os lo entregaré? (Judas a los jefes de los sacerdotes. Mateo 26, 15) XIX. ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? (El buen ladrón a su compañero. Lucas 23, 40)

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