Las Cinco Llagas de La Santa Iglesia (Antonio Rosmini)

May 12, 2017 | Author: Octavio SánchezFrías | Category: N/A
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Santa Iglesia

Antonio Rosmini

LAS CINCO LLAGAS DE LA SANTA IGLESIA TRATADO DEDICADO AL CLERO CATÓLICO Edición preparada por Clemente Riva Prólogo de IIdefons Lobo

ediciones península'"'

La versión original italiana fue publicada por Edizioni Morcelliana, de Brescia, con el título de Delle cinque piaghe della Santa Chiesa. © Edizioni Morcelliana, 1966

Prólogo: «Actualidad de la obra de Rosmini)

Traducción de ILDEFoNs LOBO

Cubierta de Jordi Fornas, impresa en Aria s. a., Avda. López Varela 205, Barcelona. Primera edición: julio de 1968. Realización y propiedad de esta edición (incluidos la traducción, el prólogo y el diseño de la cubierta) de Edicions 62 sla., Casanova 71, Barcelona. Impreso en Flamma, Pallars 164, Barcelona. Dep. legal B. 25.181-1968

Al presentar al lector de habla castellana la obra más importante de Antonio Rosmini (1797-1855)-importante por su contenido, por su lucidez, por su valentía y por sus consecuencias-, nos da la impresión de hallarnos ante una obra reciente y actual, a pesar de que fue escrita en 1832. Muy pocas de sus páginas pueden considerarse como supera~as por las circunstancias actuales. Diríase que el autor ha Id? describiendo y analizando algunos aspectos de nuestra SItuación actual. No nos detendremos en situar la obra en su contexto histórico: el sacerdote Clemente Riva que ha preparado esta edición crítica, lo ha hecho magníficamente en el estudio introductorio que sigue a estas páginas. Nos limitaremos a señalar algunos detalles relativos a la publicación de este libro, y a insistir en algunos puntos que nos parecen particularmente interesantes para el lector actual. Rosmini fue un hombre de su tiempo. Filósofo, hombre extraordinariamente erudito, observador perspicaz de la situación social y política de la época en que vivió, no dudó en pronunciarse abiertamente ante unos hechos que nadie se atrevía a desenmascarar. Fueron su amor y fidelidad a la Iglesia lo que le indujeron a ello. Rosmini no fue de aquellos hombres que pasaron desapercibidos por sus contemporáneos. Su talento y su·rectitud, sus dotes y su sentido de la eficacia, le llevaron a entrar en contacto con las más altas esferas políticas y eclesiásticas. Confidente del Papa Pío IX (1846-1878),éste le había manifestado su propósito de crearlo cardenal dentro de muy poco, e incluso era señalado como su futuro Secretario de Estado. Su personalidad y su influencia le crearon enemigos. Y así, mientras en el Santo Oficio se tramaba la condena de su libro «Las cinco llagas de la santa Iglesia», Rosmini tampoco era nombrado Consultor del mismo Santo Oficio y del Indice. Acusado ante el Papa de errores doctrinales, interceptada la correspondencia entre él y Pío IX, el prestigio de Rosmini 5

se derrumbó en pocos días en el Vaticano. En mayo de 1849 el mismo Pío IX confirmaba la inclusión de la obra de Rosmini en el Indice de libros prohibidos, aunque por otro conducto se le aseguraba que su obra estaba exenta de cualquier censura teológica. Uno de los frutos positivos del Concilio Vaticano II ha sido el plan de reforma de la Curia Romana, y concretamente de la Congregación del Santo Oficio, efectuada en diciembre de 1965. Poco después, el mismo cardenal Ottaviani confirmaba el acta de defunción del Indice de libros prohibidos. Entre los autores contenidos en el Indice, después de su supresión, Rosmini ha sido el primero en ser rehabilitado. En efecto, en marzo de 1966,la Congregación para la Doctrina de la Fe autorizaba la publicación de «Las cinco llagas de la santa Iglesia», y poco después el cardenal Ottaviani, Prefecto de aquella Congregación, lo confirmaba oficialmente mediante una carta dirigida a Clemente Riva, perito rosminiano que ha preparado la edición que presentamos, y en la que no se han omitido los pasajes que Rosmini se vio obligado a suprimir, y en la que se señalan los que fueron retocados debido a la censura de la época. Es cierto: Rosmini ha sido rehabilitado. Pero como declaraba a finales de 1966 el cardenal Pellegrino, arzobispo de Turín, refiriéndose a la obra en cuestión, «las rehabilitaciones póstumas son necesarias, pero no son suficientes para cambiar los hechos ni borrar las consecuencias». Los hechos que denuncia Rosmini son de actualidad, y por consiguiente, su sensibilidad eclesial, su voluntad de eficacia, su enorme erudición y su sólida documentación sobre la que funda sus tesis, deberán. prestar grandes servicios para despertar las conciencias y poner en marcha un cambio de estructuras políticas y eclesiásticas. Quisiera ahora señalar brevemente algunos puntos que me parecen especialmente válidos y sugestivos ante una situación político-religiosa determinada. Rosmini nos ha legado un magnífico ejemplo de obediencia y de fidelidad a la Iglesia. Según él, la auténtica fidelidad consiste en la justica y sinceridad (n. 117, nota 122), no en justificar y ocultar, ni en un falso irenismo, ni ea una falsa prudencia de los que creen que «los católicos no han de tener la temeridad de hablar y que deben observar perfecto si6

lencio para no levantar inquietudes y rumores molestos ... Esta clase de prudencia es el arma más terrible de cuantas están minando a la Iglesia» (n. 124). Se trata de una autocrítica constructiva instalada en el interior de la Iglesia la que Rosmini ejerce con la mayor dignidad, citándonos otros ejemplos elocuentes de la historia, incluso el caso de reconocimiento público de errores de gobierno por parte del Papa Pascual II ante el sínodo del Concilio de Letrán de 1112,y del reconocimiento de abusos de poder por parte de los Papas del siglo xv. En las páginas de Rosmini descubrimos algunas ideas-clave que son como el hilo conductor de su exposición: el carácter divino de la Iglesia fundada por Cristo y dotada de una misión salvadora y civilizadora; la fidelidad a la más sana tradición y a la experiencia histórica de la que aún 11.0 día tenemos mucho que aprender; la libertad absoluta de la Iglesia frente a los poderes temporales y a los gobiernos que a menudo se sirven de ella; la fidelidad a los hechos y a la realidad: aquéllos, según él, son de derecho divino en cuanto todo sucede dentro de un plan providencial (n. 97 y 126). Esta fidelidad a la realidad presupone en Rosmini una visión profunda del sentido de la historia. Se trata de una visión dinámica, evolutiva: todo está sujeto al progreso (n. 18),y por lo mismo afirma la posibilidad de un cambio incluso del mismo objeto de lo que es de derecho divino, según las circunstancias de los tiempos (Carta 1, p. 218). Este mismo principio lleva a Rosmini a formular una crítica de la concepción estática de la ley: ciertas leyes promulgadas ante unas necesidades de un momento histórico, impiden a menudo «tanto el abuso como el óptimo uso», e incluso son perjudiciales si siguen en vigor después de haber desaparecido su objetivo (n. 159). Un principio fundamental para la reforma de la Iglesia propuesta por Rosmini se basa en una justa concepción de la autoridad y de un ejercicio correcto de la misma. De acuerdo con el Evangelio, Rosmini concibe la autoridad no como un dominio ni básicamente como gobierno, sino como un servicio (n. 77 y nota 4). Es sorprendente hallar enunciado por Rosmini un principio que él califica de certísimo: «todo cuerpo y persona moral, hablando en general, es apta, y sólo ella, para juzgar lo que más le conviene» (n. 116). De este principio y de la primitiva y más auténtica doctrina de los Padres de la Iglesia, Rosmini deduce la necesidad de la par7

ticipación del clero y del pueblo no sólo en la elección de los obispos, sino también en el gobierno de las Iglesias locales. Los antiguos obispos daban cuenta a sus súbditos de todo cuanto hacían y les pedían su consejo (n. 54). ¡Cuán lejos estamos hoy día de esta concepción de la autoridad eclesiástica! Igualmente Rosmini cita ejemplos de la independencia y de la valentía de los antiguos pastores ante los poderes públicos que no se comportaban según la justicia (n. 80). Rosmini espera de la autoridad del Papa y de la de los obispos la curación de las cinco llagas que afligen a la Iglesia, algunas de las cuales siguen sangrando actualmente. El autor enumera como primera, segunda y tercera llaga de la Iglesia, la separación entre el clero y pueblo en la liturgia, la insuficiente educación del clero, y la desunión de los obispos. La Iglesia del Concilio Vaticano II ha tomado conciencia y posición ante estos males mediante la introducción de la lengua vulgar en la liturgia (objeto de duras acusaciones contra Rosmini por el solo hecho de haberlo insinuado tácitamente), mediante las orientaciones dadas por el Concilio para reformar los Seminarios, y mediante la doctrina de la colegialidad episcopal. En cambio la cuarta llaga descrita por Rosmini, la intervención de los gobiernos en el nombramiento de los obispos y la exclusión de los fieles y del clero en esta designación, sigue aún abierta. Este es el problema que más preocupa a Rosminí, que llena más páginas de su libro y que es objeto de mayor atención en las tres cartas publicadas en el Apéndice en las que acumula copiosa documentación. Rosmini pone en juego todos sus recursos de erudición para dejar en claro los males inmensos que acarreó y acarrea a la Iglesia la intervención de los gobiernos en el nombramiento de los obispos. Intentó demostrar que el derecho divino, la tradición apostólica y patrística y la misma razón, postulan la participación del clero y del pueblo en la designación de sus pastores. «Toda sociedad libre -escribe Rosmini- tiene derecho, por esencia, a elegirse sus propios oficiales. Este derecho le es tan esencial e inalienable como el de existir» (n. 74). Ya el Papa san León Magno escribía: «quien debe presidir a todos, por todos debe ser elegido». Según las máximas de la Iglesia antigua citadas por Rosmini, los fieles tienen derecho a rechazar a un pastor que no sea de su agrado. También los Papas san Celestino y san León reconocían a los fieles el derecho de poner el veto a un candidato, y mandaban 8

que nunca se nombrara a un obispo contra la voluntad de los. fieles. Otra norma tradicional en la elección de los obispos citada por Rosmini (nn. 114-115),era que no podía ser obispo un sacerdote mandado de fuera, sino que debía haber vivido ya largo tiempo en la diócesis: diversos Papas insistieron también en esto (Carta III, p. 239-240).Escribe Rosmini: «El rey que nombra (a los obispos), no quiere fijarse, o en último término, no se fija en estas cosas. Manda a la diócesis las personas que él quiere, sean de donde sean, y no sólo de fuera de la diócesis, sino también de fuera de la provincia y hasta de otro clima y nación. Ahora bien, un extranjero que incluso quizás habla otro idioma, quizás proviene de un país aburrido por las rivalidades nacionales, tal vez no conocido por otra fama que la de ser calificado como favorito del rey, hombre hábil y buen cortesano, ¿acaso será éste el confidente de todos? No se trata de saber si un pueblo de santos se puede santificar incluso bajo tal obispo. Más bien se diría que si se supone un pueblo de santos, el obispo resulta inútil. Si se supone el pueblo cristiano tal como es, y si se quiere conducirlo a la práctica del Evangelio, no se necesitan tales pastores, sino otros. Si se quiere descristianizar al mundo, que se siga actuando así, y veremos por cuanto tiempo los príncipes pueden gobernar el mundo después de haberlo descristianizado» (n. 115). Y aun suponiendo que el elegido fuera «una persona de cualidades excepcionales, según las santas máximas de la Iglesia, esto no basta para ser obispo de una diócesis, por ser desconocido o por no convenir con el carácter de los que deben ser sus súbditos, o por serIes indeseable debido a cualquier causa» (n. 114). Rosmini describe también la trágica situación de la diócesis a la que se le ha impuesto un obispo sin escuchar al pueblo (Carta II, p. 225-226),y propone incluso un método o procedimiento para que el obispo sea elegido por el clero y el pueblo (Carta III, p. 240 ss.). La quinta llaga que el autor observa en el cuerpo de la Iglesia, es la servidumbre de las riquezas y de los bienes temporales excesivos, bienes que le privan de su libertad. Por esta razón afirma que empobrecer a la Iglesia equivale a salvarla, y alaba a los sacerdotes que renuncian a los estipendios estatales (n. 73 y nota 37). El autor toca también el espinoso problema de las tasas impuestas a los bienes de la Iglesia. Rosmini opina que si los bienes de la Iglesia sobrepa9

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san lo que es de estricta necesidad para el sostenimiento del clero, y no se da todo lo restante a los pobres, aunq~e se trate de un estado cristiano, no es justo que aquellos bienes estén exentos de los impuestos comunes (n. 160, nota 51). Rosmini propone también que los laicos adquieran mayor compromiso en la gestión de los bienes ?e la Iglesia y que -como se hacía en la antigücdadlos ObISpOSden cuenta a sus diocesanos de la administración de los bienes que pertenecen sobre todo a los pobres, y que se haga público el estado económico de la diócesis sin excluir una posible censura por parte del laicado (nn. 161-162).

Introducción

El lector fácilmente se habrá dado cuenta del interés y de la actualidad de los problemas tratados en «Las cinco llagas de la santa Iglesia». Es verdad que algunos de los puntos de vista de Rosmini podrían ser objeto de discusión, por ejemplo su concepción algo teocrática de las naciones cristianas, su idea del sacerdote que, según él, estaría falto de personalidad propia en cuanto representa a la Iglesia, etc. No obstante, Rosmini sigue siendo un profeta: por la agudez con que identificó una problemática, por las bases que sustentan su ideología, por las soluciones que propuso, por su fidelidad a toda costa a unos principios que defendió contra viento y marea. Ojalá su obra contribuya a sensibilizar a los espíritus despreocupados y a iluminar las mentes de todos cuantos, desde dentro o desde fuera, observan, sufren y trabajan para superar la crisis que conmueve a algunas Iglesias nacionales y locales. ILDEFONS

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LOBO

Cuixa, noviembre de 1967

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Antonio Rosmini (1797-1855) revela en esta obra todo su gran amor y su visión grandiosa de la santa Iglesia de Dios. Se trata de un amor iluminado por la inteligencia, amor que le hace apreciar y valorar todos los elementos esenciales de la Esposa de Cristo, y que al mismo tiempo, no le cierra los ojos ante las penas que afligen su organismo debido a la tristeza de los tiempos y a los defectos de los hombres. Ya el Concilio de Trento había identificado algunas situaciones enfermizas del mundo cristiano de su tiempo y había iniciado una obra eficaz de saneamiento, desgraciadamente no del todo llevada a término por los hombres de Iglesia. «El Concilio de Trento, escribe F. Bonali en un lúcido artículo, hunde el bisturí especialmente sobre tres llagas: a) la ignorancia del clero y del pueblo; b) la división del clero, y el distanciamiento de éste respecto al pueblo, con la consiguiente disminución de la acción social de la Iglesia; e) la supina sujeción del clero al poder laico. De todo ello derivaron tres principales reformas que pueden caracterizarse así: a) cultura del clero y del pueblo; b) celebración de Sínodos y restauración integral de la jerarquía eclesiástica según la práctica de la disciplina antigua, a fin de conducir la Iglesia al lugar que le compete como guía e iluminadora de los pueblos; e) libertad absoluta de la Iglesia en la acción social. Esta es la síntesis. Mientras que el análisis nos viene dado por Las cinco llagas de la santa Iglesia de Rosmini.» I La exposición de Rosmini, empero, se extiende más allá, incluyendo otros numerosos aspectos del organismo eclesiástico. El sacerdote de Rovereto, a medida que llena sus páginas, tiene presente la imagen de la Iglesia crucificada. A semejanza del Cristo crucificado, la Iglesia sufre a causa de las llagas infligidas a su cuerpo, que son como aquellas inferidas en el cuerpo adorable del divino Salvador sobre la cruz. Los males que afligen a la Iglesia de su tiempo, Rosmini cree 1. F. BONAL!, Le cinque piaghe di A. Rosmini e il Concilio Trento en «Rivista Rosminiana», XLI (1947), p. 11.

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que son cinco principalmente, tantos cuantas fueron las llagas de Jesús crucificado. Dichos males los enumera así: a) la separación entre el pueblo y el clero en el culto público, b) la insuficiente educación del clero, c) la desunión de los obispos, d) el abandono del nombramiento de los obispos al poder temporal, e) la sujeción de los bienes de la Iglesia al poder político. Rosmini, con su cálido y radical análisis descubre un nexo lógico, y a la vez histórico, entre una llaga y otra, nexo que nos viene explícitamente subrayado en el mismo texto. Junto a estos cinco puntos principales, nos vienen indicados también otros aspectos estrechamente conexos. De modo que resulta una exposición que respira a todo pulmón, aunque Rosmini tuviera el proyecto de un tratado en el que habría discurrido de los remedios a los males que afligen a la Iglesia de Dios. El escrito que presentamos no se agota en el mero diagnóstico de los males, sino que la parte más importante del libro es el tratado positivo sobre la Iglesia. Las llagas constituyen solamente un motivo, uno de los estímulos que permiten a Rosmini ampliar su mirada penetrante y llena de exaltación sobre la figura entera de la Esposa inmaculada de Cristo, con todas sus inmensas riquezas y sus potencialidades infinitas, capaz de obrar el bien de sus miembros y de la humanidad entera, y de ser el verdadero instrumento de salvación y de santificación de todos los hombres. La Iglesia posee una tal fuerza intrínseca, que efectivamente es capaz de extraer de su seno y de su historia energías antiguas y modernas más que suficientes para sanar estas llagas. Su fuerza es la misma fuerza de Cristo, de Dios. Con ella puede renovar y rejuvenecerse a sí misma en todos sus aspectos, en todos sus miembros y en todas sus instituciones. El Concilio Vaticano II ha confirmado abundantemente que las páginas de Las cinco llagas de la santa Iglesia son realmente verdaderas y proféticas. Los puntos más destacados del libro son: la unión viva del clero y de los fieles en el único Pueblo de Dios; la participación activa e inteligente en la liturgia; el Cristianismo como misterio de vida sobrenatural; el carácter central del Sacramento y de la Palabra de Dios; el retorno a las fuentes de los Padres de la Iglesia; la necesidad indispensable de una teología viva; los graves daños causados por el juridicismo adulatorio; la educación profunda del clero; la unión de todos los obispos para formar un solo cuerpo con el Romano Pontífice como cabeza; el re-

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torno, en la comunidad cristiana, a la idea del obispo como padre y pastor de la Iglesia local; presencia y consentimiento de todos los fieles en la elección del propio pastor; el sentido de responsabilidad y de participación sincera a la vida de la comunidad eclesial; la libertad de la Iglesia en relación a los poderes políticos y a los bienes terrenos; la pobreza del clero y de los fieles; la caridad de la Iglesia con los indigentes, a los cuales pertenecen, en parte, los bienes de la misma; el predominio de la idea social, aportada por el Cristianismo, sobre la idea individual, propia del paganismo; la vivificación cristiana de los individuos ante todo, y después, de la sociedad; el planteamiento Cristocéntrico de la historia humana. Todo este complejo aparece completado con una documentación y erudición increíbles, como es normal hallarla en casi todas las obras rosminianas. Naturalmente, en este libro hallamos algunas posiciones que reflejan situaciones de la historia de la Iglesia de la primera mitad del siglo XIX. No sería justo pretender que correspondan exactamente a situaciones de tiempos sucesivos. Por lo mismo hay cosas afirmadas por Rosmini, que poseen un valor contingente y transitorio. Pero los motivos de fondo son siempre válidos. Basta pensar únicamente en el espíritu y en los Documentos del Concilio Vaticano II. Los principios sobre los que el sacerdote de Rovereto llamó la atención y que expuso en su época, incluso con incomprensiones, sufrimientos y humillaciones, hoy están madurando y fructificando. No inciden en el tiempo y no hacen historia los hechos clamorosos y publicitarios, ni solamente los acontecimientos y las ideas que hallan en su curso un camino fácil, apoyado y sostenido oficialmente. En la historia de la Iglesia hay movimientos e ideas que se prolongan en el silencio y la persecución, penetrando a fondo en las conciencias y produciendo beneficios que aparecen a largo plazo. Creemos estar no muy lejos de la verdad, afirmando que Las cinco llagas es la obra más célebre de cuantas escribió Rosmini (bastante numerosas, por cierto). La ofrecemos ahora al público en una edición verdaderamente nueva. Es decir: presentamos el último texto del autor, ya que hemos llevado a cabo nuestro trabajo a base de una copia de la obra que Rosmini anotó de propio puño y letra. En caso de haberle sido posible, tenía intención de reeditar su propio trabajo con no pocos retoques y con notables añadiduras y aclaraciones. 13

"Para comprender Las cinco llagas, escribe F. Bozzetti,' es necesario, ante todo, penetrar en el estado de ánimo con el que fueron escritas. Esto es evidente para quien lee sin prevenciones. Rosmini cree en la Iglesia. La piensa y la siente corno la gran obra de Dios en el universo, corno el Reino de Dios, corno el cuerpo místico de Cristo. Quizás en los veinte siglos de existencia de la Iglesia, no exista un católico que la haya amado más que él. Por esta razón se aflige de los males que ella sufre. Y en su dolor, no digo que los exagere, pero les da un relieve que, para quien no ama corno él, puede parecer exagerado. Y a pesar de todo, un tal sentimiento acalorado no atenúa ni ofusca la claridad de la mente. Aquellos males que Rosmini veía en la Iglesia de principios del siglo XIX, eran una realidad. En efecto, el sentido de Cristo, la vida sobrenatural y litúrgica del pueblo cristiano, eran de bajo nivel. Para levantarlo precisaba un clero fervoroso y sabio. Pero para ello se requería una formación más completa. Esto era incumbencia de los obispos. Mas los obispos no podían actuar con fruto si no estaban unidos formando un solo cuerpo, según la institución de Cristo, y no se hallaban apiñados junto a su cabeza, el Papa. ¿ Qué impedía dicha unión? La intromisión del poder laico que había obtenido tener en sus manos el nombramiento de los obispos. ¿Y cómo lo consiguió? Poniendo a su servicio los bienes de la Iglesia, servidumbre que constituía un resto del feudalismo. ~ste es el contenido de Las cinco llagas. »Es fácil darse cuenta de que el objeto principal y final del libro es la reivindicación de la libertad de la Iglesia. Casi dos tercios del libro, en efecto, no hablan de otra cosa. Rosmini lo escribió en 1832, en una población de la región paduana, Correzzola, perteneciente al duque de Melzi, y lo terminó en el Calvario de Domodossola el año siguiente. Después lo encerró en un cajón. Publicarlo en aquel momento hubiera sido un escándalo. Era demasiado osado para un súbdito de Austria. Era precisamente el sistema de José II, entonces eficiente corno nunca, el que era tornado en consi2. Son muchos los que han escrito sobre esta obra rosrninianao Más que otra cosa indicaré la bibliografía esencial. Tengo ante mis ojos algunas páginas manuscritas de dos profundos conocedores de la figura y del pensamiento de Rosmini: el P. Giuseppe Bozzetti (1878-1956)y el P. Giovanni Pusineri (1886·1964),los cuales habían empezado, en diversas ocasiones, a escribir sobre Las cinco llagas de la santa Iglesia. En esta introducción me referiré a las consideraciones a propósito hechas por los dos escritores rosminianos.

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deración: resultaba una protección sobre la Iglesia que se convertía en capa de plomo; la religión era un "ínstrumentum regni": un clero pávidamen te obsequioso; y era regla oficial la sospecha por toda afirmación espontánea de vida espiritual. »Precisamente en aquel momento, Rosmini lo experimentaba personalmente en Trento, donde la modesta tentativa de abrir una casa para su nuevo Instituto de Caridad hallaba persecuciones y vejaciones de toda suerte por parte del Gobierno, del cual el Príncipe obispo y la Curia eran cómplices con un servilismo que a nosotros hoy nos parecería increíble. Eran tiempos aquellos en los que, para citar un solo y simple episodio, podía darse el caso de un obispo corno Tschiderer, hombre piadoso y santo cuya beatificación se tramita, pero que interrogado una vez por un sacerdote suyo simplemente para obtener el permiso de ir al Veronese para un mes de vacaciones fuera de la diócesis, respondió: "Por mi parte no tengo nada que objetar, pero ¿qué dirá el Gubernium]"

»La santa indignación del ánimo sacerdotal de Rosmini ante un tal estado de cosas, se desborda en las páginas de Las cinco llagas, y las convierte quizás en las más vivas y las más calurosas que haya nunca escrito: facit indignatio versum,» Pero los tiempos cambian y la situación italiana se abre a una nueva vida. Los «tiempos propicios» parece que llegan, según Rosmini, con la elección a Papa de Pío IX. En efecto, así escribe: «Pero ahora (1846) que la cabeza invisible de la Iglesia ha colocado sobre la cátedra de Pedro un Pontífice que parece destinado a renovar nuestra época y a dar a la Iglesia aquel nuevo impulso que debe impeler por nuevos caminos hacia una carrera tan imprevista cuanto maravillosa y gloriosa, ahora se acuerda el autor de estas cartas abandonadas y no duda más en confiarlas a manos de aquellos amigos que en el pasado condividían con él el dolor y en el presente las más alegres esperanzas (n. 165).» Entonces Rosmini >. Stromata, l. 24. Esta es también la razón por la que los doctores de estos siglos, en materia de filosofía siguieron a Aristóteles, mientras que los de los primeros siglos sentían más simpatía por Platón.

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ecro a la persuasión, que exige una disposición múltiple, Pino al orden objetivo de las doctrinas, orden absoluto e m~ariable. Con lo cual mengua la plenitud ~el d.iscurso y fácilmente introduce aquel elemento de racionalismo que en el siglo XVI se desarrolló plenamente en el protestantismo," siglo en el que la ciencia sagrada y la religión de Cristo dejaron de ser dominio del clero y fueron, por decirlo así, totalmente secularizadas. 40. Los compendios y las sumas escolásticas llegaron al apogeo de su perfección en el siglo XIII con la Suma de Santo Tomás de Aquino, obra maravillosa. Los maestros que se sucedieron hasta nuestro tiempo en las escuelas cristianas, aunque recibieron muchísimo del nuevo florecimiento de los estudios por lo que respecta a la historia, a la crítica, a las lenguas, a la elegancia del estilo, en el fondo de la doc-

25. El protestantismo, que hoy en día ha renunciado a la revelación para atenerse a la sola razón, es decir, a la razón sistemática, que no es razón, constituye el extremo y total desarrollo de aquel elemento de racionalismo que fue sembrado por los Escolásticos en la sagrada doctrina (pero no por todos ellos, sino por Abelardo, Ockham, etc.). No se vaya a creer que en los católicos, es decir, en aquella parte del mundo cristiano que no se sintió con fuerzas para seguir el desarrollo de este elemento hasta su término final, que es salirse de la Iglesia y de la misma revelación, el elemento de dominio racional haya sido ocioso y no haya comportado ningún efecto apto para ser mostrado y reconocido por nosotros como prole legítima de tal padre. Es fácil darse cuenta de que, en cuanto a la doctrina dogmática, fueron efecto suyo las disputas que dividieron a las escuelas católicas, sobre todo respecto a la gracia, llegando a ser irreconciliables. Por cuanto atañe al derecho civil y canónico, fueron efecto suyo muchas cavilaciones que, en parte, disminuyeron el vigor de las leyes más saludables. Y en cuanto a la moral, el efecto no fue diverso, ya que ocasionó todo cuanto se dijo y se hizo en torno a la cuestión del probabilismo: lo que se dijo y se hizo en esta materia tuvo gran influencia en el decaimiento de las costumbres del pueblo cristiano, decaimiento acaecido no menos debido a la influencia de lo que se llamó «Iaxismo», que debido a lo que se llamó «rigorismo». Son demasiado conocidas las batallas teológicas tan perjudiciales para la unión del clero y para su santificación. No añadiré nada más sobre esto. Así habla Fleury sobre las cavilaciones de los hombres de leyes del siglo XIII: «Véanse los cánones del gran Concilio de Letrán, y más aún los del primer Concilio de Lyon, y se conocerá hasta qué punto extremo llegó la sutileza de los litigantes, con el objeto de eludir todas las leyes y utilizarlas como pretexto para la injusticia, ya que esto es precisamente lo que yo califico de espíritu de cavilación. Ahora bien, los abogados y los prácticos en los que dominaba este espíritu, eran los clérigos, los únicos que entonces estudiaban la jurisprudencia civil

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trina, empero, no hicieron más que seguir a los Escolásticos, copiarlos, glosarlos, resumirlos, casi diría igual como los maestros que se sucedieron después de los seis primeros siglos de la Iglesia, habían hecho con los Padres. No se considere injuriosa esta comparación, cuya verdad comprenderá cualquiera que no se quede en la superficie de las cosas. Las cartas aparecidas de nuevo en los siglos xv Y XVI llamaron la atención de los hombres, los cuales, abandonada la especulación por el afán de la imaginación y del sentimiento, echaron a perder el nervio de la filosofía cristiana, que pereció así como había perecido antes la grandeza y plenitud de la exposición. Ya no se dio más importancia a las grandes e intrínsecas razones de la doctrina de la fe, mantenidas, sin embargo, por los mejores Escolásticos, que a su vez habían perdido de vista la importancia del modo grandioso y rebosante con que los Padres la exponían. Los Escolásticos disminuyeron la sabiduría cristiana al despojarla de todo lo que pertenecía al sentimiento, y la hacía eficaz. Los discípuo canónica, la medicina y las otras ciencias. Si la sola vanidad y la ambición de distinguirse, suministraba a los filósofos y a los teólogos tan perversas sutilezas para disputar continuamente y no rendirse nunca, ¿qué no habrá hecho la codicia del lucro para incitar con mayor vigor a los abogados? ¿Qué podía llegar a ser semejante clero? El espíritu del Evangelio no es otra cosa que sinceridad, candor, caridad, desinterés. Tales clérigos, tan desprovistos de estas virtudes, resultaban muy incapaces de enseñarlas a los otros» ( Según esta misma tradición de la Iglesia alejandrina habla otra luz gloriosísima de la misma Iglesia, Orígenes, cuando confirmándola con la ley dada por Dios en el Antiguo Testamento, comenta aquel pasaje del Levítico que empieza así: Convocavit Moyses Synagogam et dicit ad eos etc. El pasaje es éste: Licet ergo Dominus de constituendo pontifice praecepis· set, et Dominus elegisset, tamen convocatur et Synagoga. Requiritur enim in ordinando sacerdote et PRAESENTIA POPULI ut SCIANT OMNES ET CERTI SINT, quia qui praestantior est e~ omni po pulo, qui doctior, qui sanctior,qui in omni virtut6 eminentior, ille eligitur ad sacerdotium, et hoc ASTANTE POPULO, ne qua postmodum retractio quiquam, ne quis scr;/.pulus resideret. Hoc est autem quod et APOSTOLUS PRAECEFIT in ordinatione sacerdotis dicens: Oportet autem illum et testimonium habere bonum ab his qui foris sunt. r7 Por lo tarta, estos Padres deducían la necesidad de la intervención del pueblo en las elecciones, de las leyes divinas concordes, es I

25. Epist. encyclica ad omnes ubique commint'stros Domino dilec· n. 2: . 26. Epist. omnibus ubique solitariam vitam agentibus etc., n. 14. 27. In Cap. 8 Levit. Hom. 6.

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decir, de las leyes del Antiguo y del Nuevo Testamento, y todo según la enseñanza y la tradición de las Iglesias a las que pertenecían. En este pasaje de Orígenes, debe notar se la razón que aduce de la presencia del pueblo ut sciant amnes et certi sint quia qui praestantior est ex amni papuZo, qui sanctior, qui doctior, qui in omni virtute eminentior, ille eligitur ad sacerdatium, ya que se considera siempre en la Iglesia que en la elección de los pastores no basta contentarse en hallar el hombre que posea solamente buenas cualidades negativas, sino que se debe aplicar todo el esfuerzo para descubrir a quien esté adornado con las mayores cualidades posibles, en una palabra, el que sea más digno ex omni populo. De ser así, si tal es la doctrina y la norma de la Iglesia, que se nos. diga cómo pueden cumplirse éstas -sin querer engañarnos con vanos subterfugios y con sutilezas de forma, sino deseando honestamente hallar la verdad de los hechos- cuando los nombramientos sean abandonados en manos de los gobiernos laicos y se lleven a cabo en lo oculto de sus gabinetes. El mismo Orígenes, en la homilia XXII sobre el libro de los Números, advierte cuánta diferencia existe entre la elección de un simple sacerdote y la de un obispo, que él compara al caudillo del pueblo hebreo: Moisés no se atrevió a constituirlo por sí mismo, sino por revelación divina y congregando a todo el pueblo, a pesar de que hubiera nombrado por sí mismo a los ancianos, los cuales, según Orígenes, corresponden a los simples sacerdotes. Y, no obstante, Moisés hubiera podido hacerlo. «Sed hoc non facit, non eligit, non audet. Cur non audet? Ne posteris praesumptionis relinquat exemplum.» 21 Así se expresa Orígenes, cuyas observaciones son repetidas por san Juan Crisóstomo.Z9 No se opone a esta tradición de la Iglesia alejandrina lo 28. L. M. FRANC HAU..IER explica de esta manera el pensamiento de Orígenes: «qui (Orígenes) notat Moysem elegisse presbiteros quos ipse ordinat: populo vera ducem nequaquam nisi ex divina revelatione et synagoga congregata, eligere ausum fuisse: simili enim ratione episcoporum, qui sunt populi duces, electionem videtur Ecclesia maioris momenti censuisse, quam ut episcoporum, INCONSULTA PLEBE, arbitrio permitteret» (De sacris electionibus etc., p. 1, sect. 1, cap. 2 a. 4). 29. In Act. Apost. Hom. 14. Este Padre enseña la misma doctrina: deduce la necesidad de hacer intervenir al pueblo en las elecciones episcopales no menos por razón de los ejemplos de la ley antigua , que por razón del ejemplo de los Apóstoles. Observa que los Apóstoles no eligen a los diáconos propria sententia y que «prius rationem

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que señalan san Epifanio 30 y san Jerónimo," a saber, que en Alejandría, inmediatamente después de la muerte del obispo, el clero lo substituía por otro, sacándolo de su seno, a fin de no dar ocasión a las facciones y a los partidos populares. Al morir san Alejandro, añade san Epifanio, no se pudo elegir en seguida al diácono Atanasio, aunque había sido designado sucesor suyo por el prelado moribundo, ya que se hallaba ausente: había sido enviado por el mismo Alejandro a la Corte del emperador, por lo que se confirió la cátedra ale. jandrina a Aquila. Pero lo que cuenta san Epifanio, es considerado por los mejores críticos como un error de este Padre. En realidad, y es cosa indudable, Atanasio, como él mismo atestigua, fue sucesor inmediato de Alejandro, por lo que aquel Aquila del que habla Epifanio, si es que existió y si no se refiere al gran Aquila antecesor de Alejandro, situado por error en este lugar, a lo máximo pudo ocupar la Sede sólo de modo provisional hasta el retorno de Atanasio y en nombre suyo. De todos modos, la alusión hecha por aquellos dos Padres, no prueba otra cosa sino que no se admitía demora en hacer la elección del nuevo obispo así que moría el antiguo, y no que el pueblo no interviniera: prueba, en efecto, como observa Thomassinus, primariam eligendi auctoritatem penes praesbyteros alexandrinos fuisse,J2 lo cual no puede ser puesto en discusión; pero que el pueblo no tomara parte alguna en la elección y que no debiera aportar su testimonio, su aprobación, su aceptación, no lo prueba de ninguna manera. Si las cosas hubieran sido de otro modo, los herejes no hubieran después opuesto a la elección la falta del consentimiento del pueblo: o si la hubieran impugnado, hubiera bastado con responder que tal era la costumbre y la tradición reddunt mu/titudini»; y añade: quod etiam nunc fieri oPo.~tet (Ibid.). Hace una observación semejante hablando de la elecclOn ~e .sa~ Matías: «lam illud considera quod Petrus omnia ex communt d¡sc¡pulorum sententia nihil auctoritate sua, nihil cum imperio» (In ct . Hom. 3) , y esto a~nque reconociera la plena potestad que tenía Pe ro de elegir por sí mismo. Podemos considerar a este gran Padre co.m o testimonio autorizado de la tradición de Antioquía Y de Constantlll O pla ya que si la doctrina de estas Iglesias hubiera sido diferentde, s:~ Ju~n Crisóstomo lo hubiera sabido y no hubiera interpretado e a modo la Escritura. 30. Haers. 69, n. 11. 31. Epist. ad Evangelum. 32. Ve tus et nova Eccles. disciplina, p. II, lib. II, cap. !, 6.

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de la Iglesia Alejandrina. Pero no se respondió así: se respondió demostrando cómo su elección había sido pública y solemne, cómo había sido unánime el consentimiento de todos al elegirlo, y con cuántas instancias y aclamaciones lodo el pueblo cristiano había demostrado quererlo como obispo." Finalmente, hay que creer que san Atanasio conocía como ningún otro la tradición de su propia Iglesia ya que cuando para demostrar que Gregorio se había incautado indebidamente de la sede de Alejandría observaba entre otros defectos, que la elección no había sido hecha «SECUNDUM VERBA PAULI», congregatis populis et Spiritu ordinantium tute «D. N. JESU CHRISTI»." Se puede creer muy bien

cum virque Orígenes conocía la tradición cuando consideraba la intervención del pueblo como una exigencia de la misma ley de Dios, tanto de la antigua como de la nueva. Hallamos, pues, concordes en esto toda la Iglesia occidental, o mejor, la Iglesia universal representada por san Clem ente y por la Iglesia Romana, y la Iglesia oriental representada por san Atanasio y por la Iglesia Alejandrina, cuando n os aseguran que la intervención del pueblo en las eleccion es episcopales procede de la tradición inmediata de Cristo y de los Apóstoles, y que viene confirmada también por la ley escrita del Antiguo y del Nuevo Testamento, interpretada b ajo la luz y el espíritu de la misma tradición. Hallamos concordes estas Iglesias en atestiguarnos que la intervención del pueblo en las mencionadas elecciones, pertenece al derecho divino. No obstante, consultemos también a las iglesias de África, de las que pueden ser dignos representantes san Cipriano y los obispos de su tiempo. La carta 68 de este insigne Padre es una carta sinodal, y fue escrita no sólo en nombre propio, sino en nombre de cuarenta y dos obispos de África, cuyos nombres aparecen al principio de la misma carta. Además, no va dirigida a una persona en particular, sino a las Iglesias de España ad cleros et ad plebes in Hispania consistentes. En esta carta, pues, escrita en ocasión de haber desaparecido en la persecución dos obispos españoles, Basílides y Marcial, se lee lo siguiente: «Quod et ipsum videmus DE DIVINA AUCTORITATE DESCENDERE, ut sacerdos PLEBE PRAESENTE, SUB OMNIUM OCULIS sicut 33. Epist. encyclica Concilii Alexandrini, in Athan. ApoJ., 34. Ad Ep. Ortodox., n. 2.

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in Numeris c. XX Dominus Moysi praecepit dicens: Apprehende Aaron fratrem tuum et Eleazarum filium eius et impones eos in monte coram omni Synagoga, et exue Aaron stolam eius et induere Eleazarum filium eius, et Aaron appositus moriatur ibi." CORAM SYNAGOGA iubet Deus constitui sacerdotem, id est instruit et ostendil ordinationes sacerdotales NON NISI SUB POPULI ASSISTENTIS CONSCIENTIA FIERI OPORTERE, ut PLEBE PRAESENTE veZ detegantur maZorum, veZ bonorum praedicentur, el sit ordinatio iusta et legitima QUAE OMNIUM SUFFRAGIO ET IUDICIO FUERIT EXAMINATA. Quod postea SECUNDUM DIVINA MAGISTERIA observatur in Actis Apostolorum, quando de ordinando in locum Iudae ApostoZus Petrus ad plebem Zoquitur: Surrexit, inquit, Petrus in medio discentium: fuit autem turba hominum fe re centum viginti (Act. 1). Y aducido el ejemplc de los siete diáconos, sigue diciendo: quod utique iccirco TAM DILIGENTER ET CAUTE, CONVOCATA PLEBE TOTA, GEREBATUR ne quis al altaris ministerium vel ad sacerdotaZem locum indignus obreperet; y poco después concluye: Propter quod diligenter DE DIVINA ET APOSTOLICA OBSERVATIONE servandum est et tenendum quod apud nos quoque fe re per provincias universas tenetur ut ad ordinationes rite ceZebrandas AD EAM PLEBEM, CUI PRAEPOSITUS ORDINATUR, episcopi eiusdem provinciae proximique quique conveniant, et episcopus deligatur PLEBE PRAESENTE, QUAE SINGUIt

LORUM VITAM PLENISSIME NOVIT ET UNIUSCUIUSQUE ACTUM DE EIUS CONSERSATIONE PERSPEXIT.»

Me detengo aquí, ya que me parece que tales documentos son suficientes para conprobar lo que decía, es decir, que también la intervención del pueblo en las elecciones episcopales, pertenece al derecho divino. Esto no lo dije por mí mismo, sino apoyándome, como se ve, en las bases de los más venerables y .antiguos documentos. Después que, desgraciadamente, tuve el dolor de constatar que alguien se había escandalizado de esta mi opinión -que no es mía, como dicen, sino de los que estuvieron cerca de la fuente de la tradición, cerca de Cristo y de los Apóstoles, legítimos sucesores de éstos a los que se les confió el sagrado depósito para transmitirlo a la posteridad-, creo que t{!ngo el deber de impedir cualquier escándalo que alguien haya podido sufrir, añadiendo alguna reflexión y diciéndoles: Hermanos míos, si vosotros os limitarais a mantener una opinión diversa de la mía, me abstendría en absoluto de haceros algún reproche o de lamentarme por ello. Pero vaso-

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tras no soportáis que otro piense de otro modo en algo que la Iglesia nunca ha definido a 'ruestro favor, y os precipitáis a acusarme de herejía, de ~or: de temeridad, cuando más bien deberíais -si me creéis en el error-, atribuir el desacierto a una doctrina muy inferior a la vuestra, puesto que siempre he confesado la falibilidad de mi mente, y he declarado siempre y he demostrado con las palabras y con los hechos, querer estar sometido, como el último de los fieles, a cualquier decisión y sentimiento de la Santa Iglesia Apóstolica Romana. De esto me lamento. Pero para convenceros de que en la sentencia de la que hablamos no es probable que haya herejía ni error alguno, contentaros con hacer junto conmigo las siguientes consideraciones: Cuando el discípulo de los Apóstoles, el sucesor de Pedro, el Vicario de Jesucristo, el Santo Padre y mártir Clemente, en nombre y persona de la Iglesia Romana, escribía a la Iglesia de Corinto que, según el documento dejado por Cristo a los Apóstoles, los obispos debían ser instituidos mediante la intervención de todo el pueblo, si en esta sentencia hubiera error -y ciertamente que no puede haberlo-, ¿es posible que la Iglesia de Corinto, apostólica también ella, y que conservaba las recientes tradiciones de Cristo y de los Apóstoles, no se hubiera escandalizado como ahora hacéis vosotros conmigo? ¿Es posible creer que no hubiera dicho una palabra contra esto, sino que al contrario aquella carta venerable se leyó en las Iglesias públicas, como si fuera inspirada por Dios mismo, sin oposición alguna? Y puesto que tales cartas, como observan los eruditos," aunque fueran dirigidas a Iglesias particulares, no obstante se consideraban como dirigidas igualmente a todas las Iglesias, ¿es posible que ni la Iglesia universal ni una Iglesia particular no emitiera ni un hilo de voz para señalar aquel error o aquella herejía que ahora vosotros os complacéis en descubrir en la misma doctrina porque la veis en mis labios? ¿Es acaso posible que los sucesores de san Clemente, sin decir nada de lo contrario, sin hacer censura alguna, hayan confirmado en sus cartas y disposiciones todo cuanto san Clemente les había transmitido, cuando incluso el mismo Papa Liberio, hablando de sus predecesores, entre los que Clemente era considerado uno de los principales y más ilustres, declara que recibieron y transmitieron fielmente de mano en mano la tra35. ef. Beveregio en la edición de los Padres Apostólicos.

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dición del Apóstol Pedro, quam ipsi a beato et magno Apostolo Petra acceperunt? 36 I Y san Atanasia cuando e.':i~:~ndo a todos los obispos y a todos cuantos en el orbe católico hacen profesión de vida solitaria, afirma que el pueblo cristiano por tradición apostólica y divina toma parte en la elección de los obispos, ¿ es posible que no temiera ser tachado de error o herejía por parte de alguno de los obispos contemporáneos o por alguna de las iglesias, o al menos no temiera ser contradicho por el Sumo Pontífice? Y en cambio, en vez de ser acusado de tan gran culpa, fue defendido y considerado como el campeón de la pureza de la fe por el Sumo Pontífice y por toda la Iglesia católica, mientras que san Julio Papa, en un Concilio condena cual intruso en la Iglesia Alejandrina a Gregario, por varias razones, entre otras también por la falta de intervención del pueblo cristiano, confirmando así el mismo argumento mencionado por Atanasia. Y con todo, éste apeló y se dirigió a Roma in Ecclesia -dice- ubi nulla extranea formido, ubi solus Dei timar est, ubi liberam quisque habet sententiam! 37 San Atanasia hace este magnífico elogio de la Iglesia Romana. ¿Acaso san Cipriano, unido casi con todos los obispos de Africa, hubiera escrito impunemente y con toda seguridad a los obispos de toda España que el pueblo debía intervenir en las elecciones episcopales secundum divina magisteria de divina auctoritate, de divina et apostolica traditione, sin que nadie nunca lo tachara por ello de herejía o de error, o lo hubiera desmentido en lo más mínimo, sino que todos lo aplaudieron cual auténtico testimonio y doctor de la Iglesia? Por lo tanto había un asentimiento de toda la Iglesia sobre este punt!='o Los obispos y las iglesias andaban todos de acuerdo. Las tradiciones concordaban con ellos en magnífica armonía. Apoyado sobre estos fundamentos, también yo me he atrevido a decir, sin temeridad sino con respeto hacia la Iglesia y hacia su espíritu, hacia sus cánones y sus decretos, que el pueblo tiene un derecho divino de tener parte en la elección de los pastores que deben apacentarlo y conducirlo a la salvación. Hay que añadir una reflexión que proporcionará otro arSAN ATANASIO, Epist. ad omnes ubique vitam solitariam agentes. 37. Ad omnes ubique solitariam vitam agentes, n. 29,

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gumento para probar que no es temeraria, y muchos menos herética, la sentencia de que la facultad otorgada al pueblo cristiano de intervenir con su sufragio en la elección de los propios pastores, forma parte de una tradición divina y apostólica. Es doctrina común de los teólogos, que cuando una costumbre eclesiástica, cuyo inicio no se puede determinar, se constata que es común a todas la Iglesias, y especialmente a las fundadas por los Apóstoles, tal costumbre debe considerarse de institución apostólica. Ahora bien, consta por la historia como un hecho indiscutible, que en todas las iglesias más ilustr'es del mundo, y de modo especial en las fundadas por los Apóstoles, en las iglesias de Roma, de Alejandría, de Antioquía, de Constantinopla, de Efeso, de Heraclea, de Corinto, de Tesalónica, de Cartago, y lo mismo puede decirse de todas las otras, durante muchos siglos eJ pueblo intervino ordinariamente en la elección de los obispos, y sin el voto o consentimiento del pueblo el obispo no era considerado legítimo, sino intruso." Aunque no hubiera otros argumentos, éste ya bastaría por sí solo para considerar aquella costumbre como una de las fundadas por los Apóstoles, según el espíritu de Dios y la enseñanza de Cristo.¿Sabéis ahora lo que hacéis cuando no reconocéis la fuerza de este argumento y negáis el carácter apostólico de una sola tradición eclesiástica que se apoya sobre este argumento y sobre los otros expuestos más arriba? Negáis así la apostolicidad de todas las tradiciones, os cerráis el camino para demostrar el carácter apostólico de cualquier otra tradición. Este es el verdadero peligro: y este peligro es grave." 38. Adviértase aquí de nuevo que afirmamos que la intervención del pueblo en las elecciones episcopales es de derecho divino puramente moral. El hecho de que se considerara como intruso el obispo que entraba en la diócesis contra la voluntad del pueblo, provenía únicamente del derecho eclesiástico, lo cual equivale a decir que la Iglesia no le confería la jurisdicción ni le confiaba la misión, precisamente porque quería que interviniera el consentimiento del pueblo requerido moralmente por la tradición divina y apostólica. 39. Cuando un autor es atacado en las palabras que ha pronunciado, tiene lugar una discusión de la que puede surgir la verdad. Pero no es así cuando la inculpación no tiene otro fundamento que las intenciones que se suponen en lo más acuIto del espíritu. Tal es la acusación que algunos me hacen, la de querer que la sagrada liturgia se celebre en las lenguas vulgares. Yo no dije ni una palabra de esto, ni nunca pensé .de otro modo de lo que piensa y definió la santa Iglesia sobre esta cuestión. La ocasión de semejante acusación fue el hecho de que yo indicara históricamente las causas por las cuales ac-

·Por todo lo cual me parece que puedo concluir, sin merecerme culpa alguna, con la frase de Natale Alessandro que escribe así: DE TRADITIONE DIVINA ET APOSTOLICA OBSERVATIONE descendit quod populus in electionibus sacris suffragetur suo testimonio, concedo: iudicio, nego: '" esto es todo cuanto dije nada de más, nada de menos. ' Me parece necesario, además, que responda a la objeción que puede insinuarse en el ánimo de los que, constatando que se ha verificado un cambio en una gran parte de la Iglesia católica, y desde hace ya algunos siglos, respecto a la disciplina acerca de las elecciones de los supremos pastores, temen que al admitir como de derecho divino la intervención del pueblo en ellas, se critique a la Iglesia, como si hubiera sobrepasado los límites de su poder modificando tualmente el pueblo cristiano que asiste a las funciones sagradas no toman aquella parte activa que le asignan los ritos y el espíritu de la Iglesia. Históricamente, pues, dije que esta separación del pueblo cristiano respe~to al clero que realiza las funciones, se ha producido poco a poco debIdo a dos causas, a saber: por la escasa instrucción que ~e ha dado al pueblo sobre las funciones sagradas, y por haberse perdido el uso de la lengua latina al introducirse las nuevas lenguas. No dije nada más. Y no obstante, ¡esto bastó al celo de algunos para deducir mi intención de querer que las sagradas funciones se tradujeran en lengua vulgar.! ¿Impugnan acaso la verdad de las dos razones indicadas por mi históricamente? No, puesto que no pueden hacerlo. En su lugar añaden por sí mismos y me atribuyen lo que no dije. Concluyen: ¿queréis, pues, la lengua vulgar? Yo les contestaré: hermanos míos, seguid leyendo mi libro y se disipará en vosotros toda sospecha. Yo no sólo indico históricamente aquellas dos I;:azones del mal, sino que propongo también el remedio. ¿Cuál es este remedio? ¿Acaso el que vosotros interpretáis, que las sagradas funciones deben traducirse en lengua vulgar? Vaya, de ningún modo: no propongo un remedio que sería peor que el mal. Yo señalo como único remedio «una mayor instrucción del clero», porque el clero mejor instruido en el espíritu def culto eclesiástico y alimentado del jugo vital del mismo, comprendería mejor la importancia y sabría hallar los medios de instruir al pueblo y hacerlo participar más íntimamente y saborear más de cerca los sagrados ritos y todo lo que se le dice y se le hace en la Iglesia. Esto es lo que dije y únicamente esto en la obra Las cinco llagas de la santa Iglesia, y no otra cosa. Lo cual demuestra claramente que no formo parte de aquellos que, no comprendiendo la divina sabiduría de la Iglesia, querrían cambiar la lengua que ella usa en las sagradas funciones . De todos modos, para tranquilizar ante cualquier escrúpulo, insisto y declaro aquí solemnemente que me atengo en todo y por todo a cuanto se definió en torno a esta cuestión en la bula llena de sabiduría Auctorem fidei, y especialmente en las proposiciones 33 y 66. 40. Diss. 8 in Saecul. 1.

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una costumbre de derecho divino, o como si hubiera obrado con poca prudencia. Si hubiéramos creído que tales consecuencias provienen lógicamente de la doctrina expuesta, nunca la habríamos aceptado ni expuesto. Por más que esta objeción ya la haya resuelto en otro lugar, no obstante, pensando que quizá se pueda leer este escrito sin haber leído los otros escritos míos, volveré sobre el tema prestando servicio a mis adversarios buenos y bien intencionados. No quiero aprovecharme de las opiniones de varios teólogos sobre el poder que atribuyen al Papa de dispensar, por causa justa, incluso las cosas que son de derecho divino. Las opiniones de estos teólogos se pueden leer en las obras de Suárez· ' y en otros autores. No obstante, observaré que no habiendo sido condenada la sentencia de Me1chor Cano, el cual, distinguidos dos tipos de preceptos divinos, algunos inmutables, y otros que son tales, que su observancia puede en algún caso particular impedir un bien espiritual mayor, como el voto o el juramento, sostiene que la Iglesia tiene facultad para dispensar de estos últimos. Así, tampoco podría condenarse el hecho de afirmar que la Iglesia tiene"'la facultad de dispensar la consulta del pueblo en las elecciones episcopales cuando esto sea necesario para evitar un mal mayor, aunque dicha intervención del pueblo sea de derecho divino. Según esta sentencia teológica no condenada, por el hecho de admitir que las elecciones del clero y del pueblo sean de derecho divino, no se sigue la consecuencia que se quiere deducir, a saber, que la Iglesia haya traspasado los límites de su autoridad al cambiar la forma de dichas elecciones. En segundo lugar, es admitido entre los teólogos que se califique de derecho divino todo lo que sea de institución apostólica, como lo advierte santo Tomás," y en estas cosas el doctor Angélico, seguido por muchos, concede al Papa la facultad de dispensar. En tercer lugar, conviene distinguir entre el derecho divino y el objeto del derecho divino. El objeto del derecho divino no siempre viene determinado por el mismo derecho, 41. De Legibus, lib. X, cap. 6. 42. Quodlib. 4, a. 13, y Quodlib. 9, a. 15; también In 4 dist o 26, qu. 3, a. 3, ad 2. PC 17 . 19

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y por lo tanto la Iglesia tiene el poder de determinarlo de diversas maneras según las diferentes necesidades y las diversas oportunidades de las épocas. Tomemos como ejemplo el contrato matrimonial, que es objeto del derecho divino porque constituye la materia del sacramento. Este derecho no determina todas las formalidades que debe revestir tal contrato a fin de que sea materia apta para el sacramento del matrimonio: es objeto del derecho divino, pero indeterminado. Por consiguiente la Iglesia tiene la facultad de determinarlo y de añadir aquellas condiciones y formali· dades que ella cree que conducen mejor al bien espiritual y temporal del pueblo cristiano, )' tiene facultad también para variar estas formalidades según las diversas circunstancias sociales en épocas diversas. Con su poder la Iglesia hace que aquel mismo contrato que en una época era materia válida del sacramento del matrimonio, en otra época no sea más materia válida. Y así, antes del Concilio de Trento, eran considerados como válidos por la Iglesia los matrimonios clandestinos; después de este Concilio, el contrato matrimonial ya no es materia idónea para el sacramento si no se concluye en presencia del propio párroco y ante dos testigos. De esto no se debe deducir que la materia de los sacramentos no sea de derecho divino, o que la Iglesia, cambiando la materia del sacramento matrimonial, se haya apartado del derecho divino, cuando en realidad no ha hecho otra cosa que determinar de modo diverso el objeto, el cual, por otra parte, no es especificado por el mismo derecho divino, sino que solamente se indica en general. Algo semejante debe decirse sobre el modo de elegir a los obispos. Este modo es objeto del derecho divino, pero no es determinado de manera total y en todas sus circunstancias; corresponde, por lo tanto, a la autoridad de la Iglesia, determinarlo según las necesidades y la utilidad del pueblo crist.iano. Po; lo tanto, están sujetas a la autoridad de la IglesIa las dIversas modificaciones que en el transcurso de los siglos ha experimentado el método de elegir a los pastores diocesanos, ya que ella, movida por el Espíritu Santo, determina lo que más conviene al Reino de Dios sobre la Tierra. En cuarto lugar, conviene tener presente lo que advertí al principio: no se trata del derecho divino constitutivo, sino de un derecho divino moral. Por ejemplo, el robo y la agresión los prohíbe el derecho divino. No obstante, yo puedo dar el dinero a quien me pide la vida: yo que cedo lo _que

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es mío, no infrinjo el derecho divino, pero lo infringe quie.n me obliga con violencia a cederlo. Lo mismo hay que , d~clr de la libertad de la Iglesia; ésta es toda ella y en su maxlma totalidad, de derecho divino. Pero esta inalienable e imprescriptible libertad fue asediada y ~iol~nta?a muchas veces. y la IO'lesia tuvo que tolerar su dlsmmuclón. Para salvar a una p:rte, la parte mayor y esencial, ha de~~do abandonar la parte menor y menos imp?rtante. La ces.lOn a los soberanos cristianos del nombramIento de los ObISPOS, debe considerarse bajo este aspecto, ya que la Iglesia no lo hizo ciertamente por decisión propia y espontánea, no fue ella quien se avanzó a los soberanos a pedirles que lo a~eptaran. Lo hizo porque, teniéndolo todo en cuen~a, descubnó en ~u sabiduría, que éste era el menor mal posIble en aquellas CIrcunstancias difíciles de los tiempos en los que se hallaba. Y por parte de la Iglesia no hay en ello la más. mínima. ir:fracción del derecho divino: no fue el agente smo el pacIente. En quinto lugar hay que advertir qu~ la Iglesia: debie~do, por razón de la angustia fruto de las CIrcunstancIas, teme.ndo en cuenta la barbarie que cubrió al mundo y por lo mISmo la ignorancia del pueblo y la facilidad en llegar a violencias y a facciones tumultuosas'" teniendo en c~enta la n~­ gligencia de los eclesiásticos 44 y la preponderancIa del domInio temporal de los príncipes bárbaros que oprimían a los pueblos con la espada de conquist~dores, Y, q~e por todos los medios empuñaban la fuerza caSI como umca base del orden público en aquellos siglos agitados, d~biendo la ~gl~sia, digo, ceder a la presión del tiempo y confIar a los prmclpes los nombramientos de los obispos,'l lo hizo por una parte 43. Esta fue la razón excepcional y momentánea por la cual Pepino se lisonjeaba de haber recibido del Po?-tíf~ce Zacarías !a facu.ltad de proveer las sedes vacantes, «ut acerb!tatz temporum zndustr!a sibi probatissimorum decedentibus episcopis mederetur» (Lupus, Ep!st. 81). . l. 44. La dejadez de los eclesiásticos en mantener lIbres l~? e ecclOnes según la antigua fórmula, es atestiguada por los Con~IllOs. de la época. El Concilio II de Orleans dice en el can. 7: «In ordznand!s metropo/itanis episcopis antiquam institutionis formulam renov?mus, QUA.M PER INCURIAM OMNIMODIS VIDEMUS OMISSAM . /taque metr0'p0lztanus eptscopus a comprovincialibus episcopis: c!e~icis velo pop~tl!S el~ctus, congregatis in unum omnibus comprovznctalzbus epzscop!S ordznetur.» Lo mismo se deduce del Concilio V de París, en el can. 1, el cual restablece las elecciones por el clero y el pueblo «iuxta statuta patrum». 45. Se cree vulgarmente que el sínodo séptimo y octavo celebra?;os en los siglos VIII y IX -es decir, cuando los pueblos del norte, hablen-

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conservando al menos el princIpIo en la forma legal, y por otra, acompañando la gran cesión con todos los atenuantes capaces de disminuir el inconveniente. He dicho que en las formas legales se salvó el princIpIO, ya que según el derecho público que entonces vigía en Europa, los monarcas absolutos representaban ellos solos a los pueblos, y sólo ellos se ocupaban de sus intereses. Según es-

te derecho, pues, se consideraba que el pueblo debía aceptar a sus pastores por boca de su soberano, ya que, así como en el orden civil, el pueblo nada hacía a no ser por medio de su príncipe, del mismo modo los hombres de leyes laicos extendieron esta máxima al orden eclesiástico y espirituaL Cualquiera que fuera el valor intrínseco de tal derecho, éste vigía, se aceptaba y se creía en éL

dose precipitado sobre occidente y sobre el septentrión, habiendo con· vertido en bárbaras las regiones más civilizadas de Europa, habiendo disuelto los vínculos de la antigua sociedad y reducido a la ignorancia y a todas las calamidades a los pueblos más cultos-, apartaron totalmente al pueblo de la intervención mediante su sufragío, en las elecciones episcopales. Esto es falso. Si se examinan detenidamente los cánones de aquellos Concilios generales, se descubre, al contrario, que no hacen otra cosa que oponerse a las intromisiones de los príncipes y de sus magnates en las elecciones episcopales, y protegen así la libertad de la Iglesia. He aquí el canon 3 del Sínodo VII, que es el segundo de Nicea (año 787): Omnis e/ectio a principibus facta episcopi aut presbiteri aut diaconi, irrita maneat secundum regu/am quae dicit: Si quis episcopus saecu/aribus potestatibus usus, ecclesiam per ipsos obtineat, deponatur et segregentur omnes qui illi communicant (Cant. Ap. XXX). Oportet enim ut qui provehendus est in episcoporum ab episcopis e/igatur; quemadmodum a sanctis patribus qui apud Nicaeam convenerunt, definitum est etc. El título que antecede a este canon en la traducción de Herveto, es éste: quod non oporteat a principibus e/igi episcopum. Es, pues, evidente, que no se trata aquí de excluir al pueblo cristiano de prestar su testimonio: no se abroga nada de lo que hacía la Iglesia antes de este Concilio, sino que se renuevan los cánones apostólicos y los decretos del primer Concilio de Nicea, los cuales ciertamente que no excluyen al pueblo. En suma, el Concilio no se propone otra cosa que proteger la libertad de las elecciones episcopales contra la intromisión en ellas de los poderes laica les que en aquella época pretendían acaparar con la violencia, no menos los derechos del pueblo que los de la Iglesia. Se desea que los obispos elijan como ya antes lo habían hecho, sin impedir que el pueblo continuara expresando su deseo y prestando su testimonio como también se había hecho hasta entonces. El VIII Concilio ecuménico, el IV de Constantinopla (año 869), con los cánones 12 y 22 renueva la misma prescripción concordans, como dice, prioribus Conci/iis, sin abrogar ni innovar nada respecto a las antiguas tradiciones. Anastasio Bibliotecario, resumiendo el canon 12, lo enuncia así: Statutum est etiam istud admodum Ecclesiae Dei proficuum, ne favore principum e/igantur episcopio Es verdad que en el canon 22, después de haberse ordenado «neminem /aicorum principum ve/ potentum semet inserere electione ve/ promotione patriarchae ve/ metropolitae, aut cuius/ibet episcopo, ne videlicet inordinata hinc et incongrua fiat consufio», añade: «praesertim cum nullam in ta/ibus potestatem quemquam potestativorum ve/ ceterorum /aicorum habere conveniat, sed potius si/ere, ac attendere sibi, usquequo regu/ariter a collegio Ecclesias suscipiat finem electio futuri pontificis». Mas, ¿qué

aporta todo esto? 1.0 Está fuera de discusión que ningún laico tiene poder de elegir al obispo: este poder pertenece y siempre ha pertenecido a la autoridad de la Iglesia, es decir, a los obispos y al sumo Pontífice. Conviene, pues , distinguir la autoridad de elegir del derecho del pueblo de dar el propio parecer que es lo que nosotros defendemos. 2.° El Concilio habla de cada uno de los laicos, no del cuerpo de los fieles: se propone excluir las imposiciones de los príncipes y de los laicos poderosos; 3.° el Concilio ordena que los laicos no hablen hasta el final de la elección, y permite, pues, que una vez terminada la elección expresen su consentimiento y su aceptación; 4.° El Concilio permite además que si algún laico es invitado por la Iglesia no sólo a dar su testimonio y aceptación respecto al elegido, sino a participar también en la elección, lo haga, aunque modestamente: si vera quis laicorum ad concertandum et cooperandum ab Ecclesia invitatur, licet huiusmadi cum reverentia, si forte vo/uerit, obtemperare se asciscentibus»; 5.° quiere que la elección del orden eclesiástico sea común, concorde y canónica, y la defiende contra la intromisión de los laicos poderosos que se propusieron impedir su resultado: «Quisquis autem saecu/arium principum et potentum, veZ alterius dignitatis laicis -se habla siempre de laicos individuales de alto rango- adversus ca mmunem, consonantem atque canonicam electionem ecclesiastici ordinis agere tentaverit, anathema sit» etc.; 6.° finalmente hay que observar que después de estos Concilios, en la Iglesia oriental, la intervención del pueblo en las elecciones no cesó sino poco a poco, lo cual debe atribuirse a la degradación del estado del mismo pueblo, cuyos derechos eran absorbidos pOr el absolutismo de los gobiernos civiles, pues excluidos los príncipes y los poderosos, cesaba también la intervención del pueblo que, o no se preocupaba de ello, o no era dejado libre ni en esto por parte del poder laical que quería ingerirse él en lugar del pueblo. Optima cosa es defender y proclamar limpia de toda mancha la disciplina moderna aprobada por la Iglesia. Pero esto debe hacerse con verdad y lealtad, ya que no otra cosa quiere la Iglesia. El celo que mueve y justifica a la Iglesia en su actuación actual, no debe prejuzgar la gloria que le proviene de su actuación primitiva. Por lo que no es digno de alabanza imitar a ciertos escritores griegos del bajo imperio, como Zonara y Balsamón, los cuales, perjudicados en sus sentencias por las costumbres de la época en que vivieron, cuando el pueblo ya no intervenía más en las elecciones, mintieron diciendo que. ~a facultad de intervenir había sido quitada al pueblo por el ConcllIo Niceno I. a cuyos cánones se refieren los Concilios Niceno II y Constantinopolitano IV. A fin de que nadie crea que la interpretación que yo hago .de estos Concilios es sólo mía y mis adversarios hallen nueva ocaslón de

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En cuanto a los atenuantes que se añadieron a la cesión de los nombramientos, hay que notar que la propuesta del príncipe, antes de confirmar al elegido, puede recoger la información de juzgarse necesaria, incluso por parte de los fieles, sobre la persona nombrada, lo cual prueba que la Iglesia también de hecho mantuvo la máxima de que no se excluyera totalmente, por lo general, la voz de la grey sobre su futuro pastor. En sexto lugar, finalmente, conviene distinguir el derecho del ejercicio del derecho. El primero puede muy bien provenir de la institución divina, ¿pero acaso se deduce de ello que sea también de origen divino el ejercicio del derecho, y que la Iglesia no pueda regular de otro modo dicho ejercicio? Si, pues, la Iglesia suspendió por causas justas el ejercicio del derecho del pueblo de intervenir en las elecciones de sus pastores, ¿se sigue acaso de ello que haya anulado el derecho mismo? ¿Con qué documento eclesiástico se podrá nunca probar tal tesis? La historia no nos brinda ninguno: antes bien, nos dice que el pueblo fue en gran parte excluido de la intervención en las elecciones de los obispos, pero no existe documento alguno, que yo sepa, que pruebe algo más de lo dicho, a saber, que se suspendió el ejercicio de aquel derecho del pueblo. ¿En cuántos otros casos la Iglesia no regula, y en tiempo oportuno no suspende el ejercicio de derechos incluso naturales y divinos? El derecho de comer es natural, confirmado también por la ley divina." Y, también la Iglesia suspende y regula su ejercicio, sin sobrepasar en nada su autoridad, cuando impone a sus fieles, a sus hijos, el ayuno y la hablar mal de mí, recordaré que el eruditísimo Luis Thomassinus explica exactamente como yo las deliberaciones de aquellos Concilios y según el modo que claramente señala el texto de aquellos cánones. Estas son sus pabaJ;as respecto a cuanto definió el VII Concilio: «U t ergo Nicaeni 1 Concilii canone ita episcopis adsignabantur summa elec-

tionum potestas, ut cleri populique nihilominus momenti aliquid haberent suffragia, quorum tamen omnium arbitri et iudices essent episcopi; non aliter Nicaenae II Synodi canone supra laudato, ita constitU/tur episcoporum quidam auctoritatis apex, ut nec clero tamen, nec populo sua excutiantur suffragia7> etc. (Vetus et nova Ecclesiae disciplina, p. 11, lib. 11, cap. 26, 1). Aquel docto compilador de la disciplina eclesiástica hace las mismas observaciones sobre lo que dispuso el VIII Concilio ecuménico, demostrando con muchos ejemplos que también después de éste, el pueblo siguió interviniendo en las elecciones episcopales según los cánones antiguos. 46. Gen. 2, 15-17; 9, 2-5.

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abstinencia de carne. Es un derecho divino el que tienen los fieles de participar de la santísima Eucaristía: responde al precepto impuesto por Cristo. Y también la Iglesia impone condiciones positivas para el ejercicio de este derecho, como estar en ayunas desde la medianoche precedente: lo regula con esta y otras disposiciones. Lo suspende del todo a los excomulgados. Lo limita de muchas maneras, por ejemplo prohibiendo que un hombre sano comulgue dos veces en el mismo día. Los obispos, por institución divina, tienen el derecho de gobernar a la Iglesia: in qua vos Spiritus Sanctus posuit episcopos regere Ecclesiam Dei:' ¿Qué significa esto? ¿Acaso la Iglesia no tiene facultad de dictar leyes para los obispos, de limitar su jurisdicción, de suspenderlos por completo en el ejercicio de sus funciones? La Iglesia, por lo tanto, tiene autoridad para reglamentar y suspender, por causa justa, el ejercicio de todos y de toda clase de derechos que tienen los fieles; sin que esta reglamentación del ejercicio de los mismos destruya o anule los derechos radicales. Y así, la Iglesia podía suspender perfectamente, de acuerdo con su sabiduría, o limitar" el ejercicio del derecho que tiene el pueblo de participar en las elecciones de sus pastores. El hecho de que la suspensión de este derecho fuera universal y durara varios siglos, no constituyó un obstáculo, ya que el más o el menos no cambia la especie, y la suspensión debe durar tanto cuanto duran las causas que la han motivado, a juicio de la Iglesia. Por otra parte la vida de la Iglesia es tan larga que varios siglos pueden considerarse como un tiempo breve. Por lo tanto, esta mera distinción entre el derecho y el ejercicio del derecho es más que suficiente para justificar a la Iglesia de lo que hizo, y libra de toda mancha la antiquísima doctrina que el pueblo fiel recibió de Cristo 47. Act. 20, 28. 48. Es cierto que, incluso actualmente una ciudad que se hubiera quedado sin obispo, podría expresar su deseo de que tuviera como sucesor a esta o a aquella persona de su confianza y excluir a otra. Esto ha sucedido muchas veces en los tiempos modernos, y la Iglesia nunca reprobó estas manifestaciones espontáneas de la opinión pública de los fieles . También en la ordenación de los sacerdotes, según el Pontifical Romano, se suele realizar todavía la ceremonia, de .pedir al pueblo el buen testimonio a favor del clérigo que es pl:"0movldo. ~, como dice Hallier,

69. Cap. Quia propter, cap. 57. Cavallerio en sus Come?tarios De iure canonico, P. 1, cap. 22, par. 14 dice: Dignitates Eccleslarum conferendae sunt dignioribus, et hinc potius pond.eranda, quam ~um e ran· do suffragia. Sed ne in rixas et turbas suffraglOr.u m ponderat!l;me evaderent electiones, moribus receptum est, ut malOr pars expnmat ~o­ tius corporis consensum. Cf CABASSUT., Theor. et prax. lur. Canon. lib. n, 70. cap. 24. 'b VIII Pedro de Marca cree erróneamente (De C.S. et l. Ll , cap.

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Esto se podría obtener, según mi opinión, de varios m?dos. Para mencionar uno sólo, me parece que se podrían abrIr registros en todas las parroquias de la diócesis, a las que todos los fieles que lo desearen pudieran dirigirse para escribir su parecer sobre el nuevo obispo que hay que elegir, para denunciar los impedimentos canónicos contra los que tuvieran probabilidades de ser elegidos, y dar también el nombre del sacerdote que consideraran má s digno de ser el futuro obispo de aquella diócesis. Para resucitar en el pueblo el sentimiento de la importancia que tiene que sea elegido e1 mejor pastor posible, además de la~ preces e instrucciones públicas oportunas hechas desde el púlpito, especialmente sobre la rectitud de intención al dar el voto, me gustaría que cada párroco, cerrados los susodichos registros que podrían haber quedado abiertos durante ocho días, invitara a su casa a doce ancianos, es decir, a los más viejos entre sus feligreses que hayan comulgado por Pascua y que no estén impedidos para asistir a la reunión -es también conveniente hoy día resucitar el sentimiento de respeto hacia la vejez-, y dialogando con ellos, recogiera sus sentimientos, llamando también a esta conferencia a los sacerdotes de la parroquia. Después, hechoel escrutinio de los votos y el proceso verbal de la conferencia, que fuera enviado todo al Vicario foráneo o decano. De esta manera el pueblo tendría amplias ocasiones para dar a conocer sus deseos prestando su testimonio a favor de los mejores, abandonando los tumultos y las facciones. Pasemos a analizar la parte que debería tomar en las elecciones el clero diocesano. A mi parecer, sería útil y conveniente que el clero diocesano se reuniera en asamblea en la ciudad episcopal, en la Iglesia catedral: podrían ser nombrados escrutadores los canónigos de las catedrales, los rectores y directores espirituales de los seminarios, los profesores que instruyen y educan en letras, en filosofía y teología a los clérigos -es razonable que se dé a aquéllos más importancia de la que generalmente se les da-, y los vicarios foráneos o decanos. Esta asamblea es suficiente para conocer cla6, JI. 2) que este canon excluye de las elecciones la parte ínfima del pueblo, interpretando «kojlous» por vilem plebeculam, puesto que esta palabra, como ya otros observaron, significa propiamente los tumultos y motines. Cf. TOMASS.: De V. et N. Eccles. Discipl. P. n, lib. n, cap. 2.

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ramente ,el voto del clero diocesano. La primera cosa que debería haoer esta asamblea, sería examinar diligentemente los sufragios del pueblo presentados por los vicarios forá.neos, y habiendo verificado el escrutinio de los mismos, y habiendo escrito los nombres de los que han sido indicados 'por el deseo popular, la asamblea debería examinar, ante todo, si puede estar de acuerdo ·con la elección del que es más deseado. Cuando no sea así, debido a excepciones canónicas, o por otras razones, llevaría a cabo el mismo examen sobre las otros designados, procurando escoger alguno de éstos. Si tampoco esto fuera posible, la asamblea nombraría a otro _a votos, indicando las razones por las que, declinadas las propuestas del pueblo, ha creído deber preferir a un sacerdote no designac;.o. El decano del capítulo o el vicario capitular, o un canónigo elegido por la asamblea, subscribiría las actas en los que siempre debería indicarse la persona hacia la cual el pueblo demostró mayor deseo, así como también la que fue preferida por la asamblea del clero diocesano: estas actas serían enviadas o llevadas al metropolitano. Después, en función de jueces, se reunirían con el metropolitanoe1 día establecido, los obispos coprovinciales, y examinadas las aetas de la elección verificada, confirmarían al elegido por el pueblo, o al elegido por el clero diocesano. Y si ni uno ni el otro reunieran en sí las condiciones requeridas por los cánones, o se pusieran de aouerdo en elegir a otro sacer,d ote más digno de modo manifiesto, pondrían por escrito el resultado de su juicio, que sería sometido al Sumo Pontífice como a juez supremo, quien debería realizar la confirmación y la elección definitiva. Si los obispos coprovcinciales, el clero diocesano y el pueblo convinieran en una misma persona, sólo ésta sería presentada al Sumo Pontífice. Si fueran dos las personas que hubieran resultado elegidas por las 'tres clases de electores, entrambas .serían propuestas a la confirmación pontificia. Finalmente, si el pueblo nombrara a uno, el clero diocesano a otro, y los obispos coprovinciales a un tercero, se sometería la terna a la sentencia pontificia. No vaya a decirse que este procedimiento para elegir a los obispos es largo y complicado, ya que resulta ordenado y puede ser tan rápido como se quiera mientras los responsables provean su ejecución. Y en caso de que comportara alguna lentitud, sería compensad¡:t de sobras por las garantías que ofrecería la correcta elección de los obispos y por 31~

la satisfacción de todos, ya que hoc tamen munus, dice el Concilio de Trento, huiusmodi esse censet, ut sí pro reí magnitudine expendatur, numquam satis cautum de eo videri possit.71 No obstante, cabe notar diligentemente una cosa, y es que no se debería cambiar en nada el modo prescrito para la elección del Sumo Pontífice, modo sabiamente determinado a partir de la más madura y larga experiencia, sobre todo considerando que sus electores son lo suficientemente numerosos y son siempre los hombres más eminentes e ilustres de la Iglesia de Dios, los cuales conOfl.~n de cerca las necesidades de la Iglesia universal, cuyos asuntos tratan, habiendo sido dispuesto por el sagrado Concilio de Trento, que sean escogidos entre todas las naciones cristianas, quos SS. Pontifex ex omnibus christianitatis nationibus quantum commode fieri potest, prout ido neos reperit, assumet, y que sean los más excelentes, nihil magis in Ecclesia Dei esse necessarium, quam ut Beatissimus Romanus Pontifex, quam sollicitudinem universae Ecclesiae ex muneris sui officio debet, eam hic patissimum impendat, ut lectissimos tantum sibi Cardinales adsciscat.72 La elección del Sumo Pontífice es del todo excepcional, ya que no se trata de elegir solamente el obispo de Roma, cuyo clero, por otra parte, los Cardenales -r epresentan, sino de elegir la Cabeza de la Iglesia universal, cuyacondición nadie puede conocer mejor que el sagrado colegio -que asiste al Pontífice en el gobierno de la misma, cual propio Senado. Por lo que la elección del mismo no necesita ningún cambio, ninguna ley nueva. Cumplidas las leyes que han sido publicadas y confirmadas por la experiencia, y observado 10 que prescribe el Concilio de Trento, se garantiza y se asegura plenamente la óptima elección de la Cabeza suprema de la Iglesia. Se objetará, quizás, al modo que indicamos como el que nos parece más conveniente para las elecciones episcopales, que no se menciona para nada alguna intervención del poder civil. ¿No parece que debería tener algún peso también ésta en la elección de los obispos? Ante todo, existe una diferencia entre el poder civil, que puede ser organizado bajo diversas formas de gobierno, y la persona del rey. Este no es más que un simple fiel como 71. Ses, XXIV, De Reform., cap, 1. 72. [bid.

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todos los otros y que debe ser juzgado, según sus méritos buenos o malos, por Dios y por la Iglesia. La riqueza y el poder no le añaden nada de nuevo ante la ley de Di~s y. ante el poder espiritual. E1, por su naturaleza y pres.CIndI.endo de sus privilegios, es un fiel que pertenece a la dIócesIS en la que reside, y también él puede registrar su voto como todos los demás, puede registrar sus excepciones y sus recomendaciones como todos: el peso de las mismas será considerado y medido por quien le incumbe. Pasemos a considerar el poder civil. Si éste quiere prestar ayuda a la Iglesia debe hacerlo únicamente del modo que la Iglesia lo desea y se '10 pide, no según su arbitrio propio. Por lo tanto, cuando la Iglesia solicite su intervención para reforzar la legítima elección de los pastores ya realizada, el poder civil hará una buena obra si presta su apoyo a la ejecución de 10 que la Iglesia ha determinado. En la época en la que las elecciones episcopales eran perturbadas por los tumultos populares, la Iglesia recurrió muchas veces al poder civil para mantener el orden y a fin de que las facciones no impidieran al obispo elegido tomar legítima posesión de su sede. Pero también muchas veces el poder civil, aprovechándose de estas peticiones de la Iglesia, se introdujo en las mismas elecciones, más allá de cuanto los sagrados cánones permitían y de cuanto la Iglesia deseaba, 10 cual constituyó un abuso de fuerza, deplorable y muy funesto." 73. Así, parece que el Sumo Pontífice Simplicio advirtió al Pre· fecto del Pretorio, Basilio, bajo Odoacro rey de los érulos, que en las elecciones de los obispos debía hallarse presente para ayudar a re· primir los tumultos y los amotinamientos, y que el mismo Basilio des· pués pretendió . más diciendo que sin él no se podían elegir obispos. Por lo que Cresconio, obispo de Tívoli, en el sínodo romano celebrado en el año 502 se lamentó del edicto de Basilio con estas palabr as: cHoc perpend~t sancta Synodus, si praetermissis personis religiosis quibus maxime cura est de tanto Pontifice, electionem laici in suam redegerint potestatem: quod contra canones esse, manifestum est.» Teodorico, rey de los Godos, muerto el Pontífice romano, para poner tér· mino a las discusiones y a las luchas que duraban desde haCIa dos meses, nombró a Félix 111, a quien nadie igualaba en cualidades excelentes entre el clero romano, y el Senado y el pueblo espontáneamente lo aceptaron, como se deduce de las cartas del rey Atalanco (CASSIODOR~, Lib. VIII, Epist. 16). También po.r estl3: razón, a fin de que. fueran repr~ midas las perturbaciones y las vIOlencias, Juan IX en el SITIodo rom~ del año 898 quiso que el nuevo Pontífice fuera consagrado, no elegl o, en presencia de los magistrados civiles y con la ayuda de la fuerza

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Se ' dirá que el poder civil tiene un gran interés que sean elegidos obispos que mediante su influencia moral no perturben los asuntos públicos, y que por 10 tanto, parece razonable que también aquél debe interve~ir. No negamos esto, sino en el modo debIdo. El asunto debe ser considerado en todos sus aspectos. Así como en las formas modernas de gobierno se deja a todos los ciudadanos la libertad de opinar, incluso en los .asuntos administrativos y políticos, así también los obispos deben ser hombres que gocen de la misma liberta~ ..No debe considerarse culpa del obispo si no aprueba las InJusticias y los abusos de la administración pública, o si no calla ante los mismos. Es más, los obispos, como maestros de las naciones, deben mantener derecha en su mano la balanza de la justicia, deben proteger a los oprimidos incluso contra los abusos de la autoridad pública, aunque de modo prudente y legítimo. Deben amar i~al~ente a los grandes y a los pequeños, a los reyes y a los subdltos, a los gober~an­ tes y a los gobernados. Ahora bien, si el gobierno pudIera excluir del episcopado, a su arbitrio, los mejores y m~s íntegros sacerdotes, o elegir a los que le son más dócIles y que demuestran ser ciegos e indiferentes ,ante los males públicos, resulta claro que nunca se te~dn~ .sobre las sedes episcopales a hombres de perfecta JusticIa, y que gopública, como él mismo declaró: «Quia sancta romana. Ecclesia pIUl'.imas patitur violentias, Pontifice obeunte; quae ob hoc mfe,:unt~r, quta absque imperatoris notitia et suorum legatorum praesentu~ fa .
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