Las Aventuras Del Chico Fleitas (El Tarro de Dorchester)

August 29, 2017 | Author: Caramanduca Editores | Category: Unidentified Flying Object, Aerial Photography, Camera, Internet, Light
Share Embed Donate


Short Description

Descripción: Una audaz novela de detectives narrada en tono de comedia. El protagonista, Guido Fleitas, es un detective ...

Description

Primera edición, noviembre de 2012 Las aventuras del Chico Fleitas © Josué Aguirre Alvarado Diseño de cubierta: Angel Hoyos Calderón

Derechos reservados. © Caramanduca Editores De Josué Aguirre Alvarado Av. Los Cocos 421 Piura -Perú Ruc:10425249971 facebook.com/caramanduca Cel: (51) 993 830486 E-Mail: [email protected] Hecho el Depósito Legal Biblioteca Nacional Del Perú N° 2012-14221 ISBN N° 978-612-46267-3-9

El tarro de Dorchester Me atraen los misterios sin resolver; y más si llevan décadas o siglos inconclusos. Un día en la universidad me obsesioné con un libro que trataba sobre objetos fuera de lugar, dígase, hallazgos que no pueden clasificarse en ninguna era conocida. Uno de los que consideré más interesantes fue el mecanismo de Anticitera, que puede describirse como un tipo de reloj de engranajes epicicloidales que calculaba la posición del sol, la luna y los planetas. Según los descubridores, esta máquina fue construida un siglo antes de Cristo, en la antigua Grecia; lo que resulta extraño, pues la tecnología que emplea aquel mecanismo recién apareció en el siglo XIX de nuestra era; es decir, dos mil años después.

Pero ni el mecanismo de Anticitera ni el resto de la lista detallada de artefactos fuera de lugar, me llamó tanto la atención como el tarro de Dorchester; no sólo por lo que pudo representar, sino por su posterior y misteriosa desaparición. Hoy ha llegado a mi oficina una mujer llamada Nora. Tiene unos 65 años, calculo. Viene acompañada de su hijo Antonio, un hombre como de mi edad, de gestos verticales y sonrisa difícil. Ella está afligida. Él está incómodo. –…A ver, déjeme ver si entendí, su marido está desaparecido y quiere que yo lo busque. –No, señor Fleitas, no queremos que lo busque, queremos que lo encuentre – solloza la mujer. –Mira, Fleitas… –interrumpe Antonio de muy mala gana– A mí no me interesa si lo

encuentras vivo o muerto con tal de que lo encuentres… Nora empieza descontrolada.

a

llorar

de

forma

–¡Disculpa, mamá, pero hay que ser realistas! Si el viejo ha estado desaparecido todo un mes, lo más sensato es que esperemos recuperar su cuerpo para cobrar el seguro de vida. –¡Cómo dices eso, hijo! –A ver… ¡Tranquilos, tranquilos! –intento calmar–. Voy a poner mi grabadora y quiero que me cuenten todo lo que debo saber sobre el señor… ¿Cómo me dijo que se llamaba el señor? –¡De Cárdenas! ¡Ernesto de Cárdenas! – interrumpe Nora– Es conocidísimo. ¿No habrá oído hablar de él? Es arquitecto. –No, temo que no. –¡Cómo que no! –me ataca Antonio– ¡Pero si él construyó este edificio!

–¿La Riviera? –pregunto yo. –¡Así es!… Tú tienes una oficina aquí y no sabes ni si quiera quién la construyó. ¿Qué clase de detective eres? –Entonces Antonio vuelve sobre Nora– ¡Vámonos, mamá! Mejor busquemos a otro detective más despierto. –No, hijo… El señor Fleitas parece de confianza. Seguro que puede ser tan audaz como simpático. –¿Eres audaz, Fleitas? –me reta Antonio. –¡Lo soy! –¿Muy audaz, señor Fleitas? –replica Nora. –¡Audacísimo! Nora y Antonio se miran a los ojos y hacen una aprobación que me resulta telepática. –Mira, Fleitas. Recurrimos a ti porque necesitamos efectividad. Ya sabes cómo trabaja la policía. Uno piensa que

despliegan toda una red de inteligencia para buscar personas. Pero nada de eso. Sólo se contentan con visitar la morgue y, cuando encuentran algún cadáver que se ajuste a las descripciones, nos llaman para verlo. Desde que reportamos la desaparición ya hemos visto a una docena de muertos. Mira a mi mamá, Fleitas. ¿Tú crees que a ella le gusta ver cadáveres? –Pues, no. –Entonces, te ruego que hagas un buen trabajo. Somos de buena familia y te aseguro que pagaremos bien. De pronto se me escapa una sonrisa boba que se me hace muy evidente. Lo veo en los ojos de Nora, mientras se seca las lágrimas. Intento cambiar de expresión. Pienso que mi actitud es poco profesional. Saco la grabadora, presiono rec y le pido que me cuente todo acerca de su marido.

–Mi marido se llama Ernesto de Cárdenas y es arquitecto de profesión. Cumplió 66 años la semana pasada. Ya estaba pensando en el retiro, pobre. Ha trabajado en un sinfín de proyectos en esta ciudad y en otros países. Se le consideraba vanguardista… –¡Eso es! ¡Vanguardista! –interrumpe Antonio–. ¿Conoces La casa oval? ¿El rascacielos Gaigax? ¿El Museo de Ciencias Naturales? –Mismamente. –¡Pues los construyó el viejo! –reniega. –Señor Fleitas, a lo mejor ha leído la noticia de su desaparición en los diarios. Aquí le traje uno. Mire, desapareció justo el 5 de este mes. La policía encontró su auto carbonizado en el bosque, pero no había rastro de él. –¿El señor de Cárdenas tiene algún enemigo conocido? –Pregunto.

–Ninguno –me responde Nora–. Él siempre se ha llevado bien con todos, es un hombre de sociedad. Entonces miro mi grabadora y me inquieto. Antonio busca algo en su maletín. Es un CD. Me dice que es una recopilación de fotos y videos del arquitecto que me van a servir para la búsqueda. –…Ernesto estudió en Las praderas, un buen colegio. Fue promoción del año 63… –continúa la mujer sin detenerse. –Bien, pero… –interrumpo. –…Luego ingresó a la Universidad Científica. Fue primero en su clase por cinco años consecutivos; excepto el último, que se distrajo por estar trabajando en obras públicas. ¿Se imagina? Aún no se graduaba y ya estaba trabajando en proyectos de envergadura.

–Sí, me imagino… pero, señora, tengo que decirle… –…Entonces estaba mejorando la red de alcantarillados de una pequeña provincia – continúa Nora–. Ahí fue cuando lo conocí. Yo estaba trabajando como asistente de un ingeniero civil y siempre conversábamos con Ernesto. Nos impresionaban sus ideas innovadoras… En ese momento le pongo stop a la grabadora ante el asombro de Nora y Antonio. Yo sonrío tontamente. Nota mental: Antes de usar la grabadora, verificar que haya un casete adentro. *** El tarro de Dorchester es (o fue) un vaso de zinc tallado con motivos florales. Fue hallado en 1851 en Massachusetts, Estados Unidos, petrificado en una roca sedimentaria que se encontraba a 5

metros bajo tierra. En la zona se estaba realizando una excavación para sentar los cimientos de un edificio. Mientras se detonaban las rocas en el subsuelo, una gran piedra se partió en dos. Dentro de ella se encontró el artefacto. Inmediatamente éste fue objeto de estudio. Sin embargo, nunca se supo a qué civilización perteneció. Su fabricación se dató en 100 mil años de antigüedad. Y, como es bien sabido, en ese periodo no se puede hablar siquiera de la existencia del hombre como un ser pensante. Puesto que este caso no luce tan complicado (o, por lo menos, no tan peligroso), he concluido que no le pediré ayuda a nadie. Ha llegado la hora de hacer las cosas por mi cuenta, con orgullo, capacidad y decisión. Reviso las imágenes de Ernesto de Cárdenas. Es un sujeto de mirada molesta.

Sin embargo, en sus ojos se ve una pizca de manía. Tiene unos bigotes gruesos y duros como los de Stalin. Una cosa rara: en ninguna de las fotos, incluyendo las de los eventos de gala, al arquitecto se le ve usando corbata; lo cual me deja ver que hay algo de espontaneidad dentro en su naturaleza. He pasado un día entero recopilando toda la información disponible sobre de Cárdenas. Y ahora mismo, tengo que decir, me ha llamado la atención un artículo publicado en internet que trata sobre signos extraños encontrados dentro de los acabados de las edificaciones del arquitecto, detalles a los que la mayor parte de sus clientes no le encuentran significado. Por ejemplo, me parece interesante lo que se dice de La casa oval. Construida en los 60, la residencia es una estructura circular que cuenta con un poderoso motor en el sótano que hace que ésta gire de acuerdo a la posición del sol.

Según el artículo, en el jardín central se hallaba una fuente adornada por un ángel mirando hacia el cielo con un gesto de desamparo. El cliente, que era el embajador de la República de Turquía, le preguntó a de Cárdenas en repetidas ocasiones por el significado de la estatuilla. Pero como el arquitecto se negó a dar explicaciones y la figura no encajaba con el credo del diplomático, el ángel fue retirado tiempo después. El edificio Gaigax, una estructura futurista de fines de los 70, llamó la atención porque en el techo de Cárdenas había dispuesto la colocación de una serie de luces láser que dibujaba sobre las nubes la antigua constelación de Antínoo. Se dice que en el piso 30, el arquitecto diseñó un extraño mosaico de un submarino, en cuyo interior residía un hombre en actitud de plegaria. Tal como ocurrió con La casa oval, de Cárdenas nunca explicó el significado de la obra.

Ya me distraje. En lugar de plantear la estrategia para la investigación, me entretengo revisando todos los rincones accesibles del edificio La Riviera en busca del signo misterioso de de Cárdenas. En el artículo no se mencionaba esta edificación. Y creo saber por qué. La Riviera es una de las obras menores del arquitecto. El edificio es más bien funcional y utilitario; lo cual, no obstante, redobla mi curiosidad. Si de Cárdenas se ha tomado el tiempo de poner su marca aún en esta obra, los signos no son causales y, por tanto, deben tener una correlación. Recorro cada uno de los quince pisos del edificio. Y, así, rendido, aterrizo en el zaguán sin éxito, con sudor en la frente y la camisa zafada. Ahora, el viejo portero me mira con curiosidad. Yo aprovecho la ocasión. Le pregunto si sabe de alguna figura o pintura simbolista que haya

servido como ornamento cuando se inauguró el edificio. Sin embrago, él no sabe nada. A pesar de su edad, no lleva mucho trabajando en La Riviera. Por lo tanto me ofrece llamar al dueño del edificio; cosa a la que rehúyo, pues tengo pendiente ya un mes de renta. De pronto, adosado a la pared del recibidor, diviso un panel de vidrio esmerilado que llama mi atención. Como sé que esta tendencia decorativa es más o menos actual, deduzco que no ha sido obra de de Cárdenas e intuyo que el cristal ha sido colocado posteriormente para cubrir algo. Reviso el espacio entre el vidrio y la pared. Apenas entra una mano. Pero se puede ver algo. Es un trazo en altorrelieve. Le pregunto al portero por aquello y entonces él recuerda: “Ah, sí, sí… era un garabato horrible. Como al dueño no le gustaba, lo mandó a cubrir”. De inmediato, traigo mi cámara infrarroja y saco unas fotografías a través del vidrio.

Cuando las veo en mi computadora se me hacen conocidas. Es un gráfico precolombino de estilo Maya. *** Aunque no tiene mayor lógica, creo que los signos misteriosos en las obras de de Cárdenas pueden dar luz sobre la desaparición del arquitecto. Es verdad que de repente me estoy distrayendo, puesto que sólo me baso en un presentimiento. Pero también es cierto que no puedo trazar un plan de ataque si es que antes no descarto el mayor número de incógnitas, por más improbables e irracionales que parezcan. A la mañana siguiente voy a la residencia de los de Cárdenas, que es un palacete afrancesado estilo siglo XVIII. En la puerta me presento como el detective Fleitas y pido hablar con el hijo del

arquitecto. En su lugar, se asoma a la puerta una muchacha de sonrisa coqueta, que me saca la lengua: “¡Perdón, pensé que era para mí!”, se disculpa mientras sus mejillas se ponen coloradas. “No te preocupes… yo estoy buscando al señor Antonio o a la señora Nora”, le contesto. Ella me mira con sus ojos gatunos maquillados por una línea negra que se riza hacia los lados. “Mi hermano no tarda. Pasa”. De ese modo, en un momento me hallo siguiéndola a través de un salón espléndido, con pinturas barrocas y ventanales gigantes; todo un lujo que, sin embargo, no me atrae más que la sensualidad de los pasos de mi anfitriona. Está casi descubierta por la espalda y se le ve un tatuaje tribal. “Acompáñame”, me repite, como si se hubiera percatado de mi impresión. Me lleva hasta la mesa del comedor, la cual es larguísima y tiene más sillas que cualquier restaurante que frecuento. En el

centro, hay una pila de libros antiguos y varias hojas arrugadas. Ella me conduce hasta allí, donde veo que ha estado ocupada dibujando laberintos complejísimos. Me muestra uno y me reta a que lo resuelva antes de que regrese su hermano. Sin embargo, me veo obligado a declinar, puesto que considero poco oportuno que alguien contratado por la familia se preste para aquellas interacciones. –¡Ah, vamos! –insiste con desagrado– ¿No eres detective? –¡Lo soy! –respondo avergonzado. –¡Entonces resuelve el laberinto! Quiero ver qué tan rápido lo puede hacer un profesional. –¿Es una orden? Tomo el papel y le doy unas cuantas vueltas. Trazo unas líneas tímidas. Ella me mira con impaciencia. Yo intento

distraerla. Intuyo que me va a llevar mucho tiempo terminar el laberinto. Mientras tanto, no se me ocurre nada más ingenioso que preguntarle sobre los símbolos misteriosos en las obras de su padre. Se los empiezo a nombrar. Sin embargo, ella me detiene. “Nosotros siempre le preguntamos por eso y él siempre se hace el loco. Pero, yo tengo una teoría”, me dice con una voz traviesa. “Él estaba obsesionado con eso de los visitantes de otros mundos”, se echa a reír. Y me contagia. “¡Extraterrestres!”, le repito mientras sigo con mi laberinto. “¿Te causa gracia lo que dije?”, me reta. “¡No, nada de eso!, es sólo que me pregunto, qué tendría que ver, por ejemplo, el ángel de La casa oval con extraterrestres”. “Ah, esa es fácil”, me desdeña. “Es una persona mirando al cielo, buscando a sus creadores en las estrellas”. Me detengo en el laberinto.

–¿Es en serio? –le pregunto con asombro. –Supongo. –¿Y el hombre dentro del submarino en el edificio Gaigax? –Bueno, eso lo relaciono con algo que vi en la televisión, en un programa llamado Alienígenas ancestrales. Ahí hablaban de Jonás, el de la Biblia. –Pero a Jonás se lo tragó una ballena, no un submarino –repongo. –Es que no es un submarino. Es una nave extraterrestre sumergible. En el programa decían que lo de la ballena era algo simbólico. Nuevamente me quedo detenido sobre el papel. No logro entender si es que lo que me dice la muchacha es muy inteligente o muy descabellado. –¿En verdad crees en eso? –Sí, soy fanática de las teorías de conspiración. ¿Ves? –Me señala sus

libros–. Me gusta leer sobre cosas misteriosas y buscarles respuesta. –¡En eso nos parecemos! –le digo con caché–. He terminado con el laberinto. Ella se queda analizando mi solución del laberinto con cierta desazón. Pasan algunos segundos. Y como el momento se hace vacío, se me ocurre mostrarle las imágenes infrarrojas que tomé en La Riviera y, sin hacer mayor advertencia, le pregunto si sabe de qué se trata. Entonces ella se sorprende y deja el papel de lado. “Yo sé”, me dice y se pone a revisar uno de sus libros. Asoma su lengua entre los labios y pasa una a una las páginas hasta que da con una enorme ilustración. Como lo supuse al principio, se trata de un dibujo Maya. Es el Sarcófago de Pacal, el cual lleva tallada una imagen que, se especula, representa a un hombre dentro de una nave espacial. “¿Sabes qué es lo que creo?”, me comenta con alarma.

“¿Qué cosa?”, le pregunto con inquietud. “Que a mi papá lo raptaron los extraterrestres”. Ahora ninguno de los dos nos reímos. Más bien, permanecemos en silencio. –¡Karen! –grita Antonio. La muchacha, sintiéndose descubierta, recoge con rapidez sus libros y se despide diciéndome que pronto nos veremos otra vez– ¡Deja de estar atormentando al señor Fleitas con tus estupideces! El hijo de de Cárdenas se acerca a la mesa, disgustado. Me saluda de mala gana y me invita a pasar a la sala. No me deja hablar. –¿Y tú? ¿Qué cosas conversas con mi hermana? –Me riñe. –Disculpe si he cometido una impertinencia. Sólo estaba recabando datos –me defiendo.

–Te gusta mi hermana. ¿No es cierto, Fleitas? –No, por favor. No me obligue a responder –contesto con una vergüenza infinita. –¡Pues sí te obligo! Si tú estás trabajando para mí, yo no espero que vengas a coquetear con mi hermana. –Bueno… –hago una pausa larguísima–. Es una muchacha muy… amable. –¿Es todo? –Lo juro. –¡Qué bueno, porque sólo tiene 15 años! Cuando escucho eso, siento que en mi rostro se exprimen todos los nervios. Felizmente me alivia el sonido de unos zapatos de tacón que golpean a lo lejos. La esposa de de Cárdenas ha entrado a la sala. Antonio me deja en paz y ayuda a su madre a sentarse en uno los sillones. La mujer se hunde en la espesura del acolchado.

–Señor Fleitas ¿Qué lo trae por aquí? ¿Ya tiene alguna pista sobre Ernesto? –me pregunta con inquietud. –Lo siento, aún no –le respondo con timidez. –El señor Fleitas ha venido por otros asuntos –interrumpe Antonio, con malicia. –¿Y de qué se trata? –continúa Nora. –Bueno, yo… en realidad… tenía que consultar… –vacilo, pensando que ya estaba de más preguntar por las figuras extrañas en las obras el arquitecto. Sin embargo, se me ocurre una gran salida digna de un detective–. Quería saber si es que tienen algún contacto con la policía que me pueda facilitar alguna pista hallada en el lugar donde fue encontrado el auto del señor de Cárdenas. –¡Faltaba más! –Exclama la mujer con agrado, como si entendiera que mi pregunta refleja un gran progreso en la investigación–. Vaya a la división de

investigaciones de la policía en el centro de la ciudad. Pregunte por el teniente Gavilano. Él le ayudará. *** Salgo de la casa de los de Cárdenas con cierta satisfacción. Pienso que puedo ir inmediatamente a la división de investigaciones de la policía. Sin embargo, cuando busco mi motocicleta en el estacionamiento, me encuentro con Karen. Me espera con el dibujo del laberinto que le resolví. –¡Ése no era el camino! –me reclama. –Pero lo solucioné –le contesto. –Sí, pero no era el camino que había planeado. Te aprovechaste de un error en mi diseño y lo resolviste como se te dio la gana. –Bueno… no me di cuenta. Disculpa.

–¡No te disculpes, tonto! Has cogido un camino más difícil que el mío e igual llegaste al final –se ríe. –A veces los problemas no sólo tienen una solución. Es mi filosofía de vida. –Esto dice mucho de ti. Hay personas que ni si quiera encuentran la solución más simple. En cambio tú, que no encontraste el camino correcto, buscaste uno diferente que dio el mismo resultado. ¡Es increíble! Karen me sonríe con admiración. Yo la veo y pienso que es terriblemente hermosa y madura para su edad. Maldita sea, pienso, ya he leído a Navokov y sé en qué acaban estas cosas. Así que le sonrío de vuelta e intento despedirme. –¿A dónde vas? –Me pregunta con desesperación. –A la policía. Tengo trabajo que avanzar. –¡Llévame contigo!

–No, no se puede. ¡Adiós! –arranco la moto y la dejo atrás. Ella me persigue unos pasos y me grita. –¡Esto no se va a quedar así, Fleitas! Me reúno con Gavilano, en la división de investigaciones. Gavilano es un policía de esos que visten de civil con una placa brillante en el pecho. En principio es un sujeto muy amable y colaborador. Conversamos un rato. Me pone al tanto de las limitaciones de la policía para buscar personas y felicita la idea de mi contratación para resolver el caso. Gavilano me comenta, además, que en el lugar de la desaparición, lo único que se encontró fue un porta planos con los trazos de una antigua construcción del arquitecto. Me conduce a un depósito y me muestra el auto de de Cárdenas, que está calcinado. Según el informe de los forenses, no hay sangre ni restos orgánicos. Tampoco han hallado pistas

que prueben que viajaba acompañado por alguien. Luego Gavilano me ofrece llevarme al lugar del incidente. Dice que lo hace de favor, porque le tiene en estima a la familia, aunque yo sospecho que de por medio hay algún tipo de incentivo. Conducimos casi una hora afuera de la ciudad. Entonces, el teniente se orilla y me invita a bajar. Caminamos unos metros adentro del bosque. Mientras, él me narra lo que cree que ha sucedido. –El auto volteó repentinamente por acá. Luego, se descarriló y avanzó todo este tramo hasta chocar con aquel árbol. Entonces se incendió. Yo reviso el tronco rápidamente y no encuentro huellas de choque. –¿Se estrelló? incredulidad.

–cuestiono

con

–Es lo que deducimos. El auto lo encontramos al pie de este árbol. Intento recrear el suceso en mi mente, pero me resulta difícil; más aún cuando veo que hay un arbusto intacto que corta la trayectoria que me indicó Gavilano. –¿Y por qué tendría que desviarse? – Pregunto. –A lo mejor se le atravesó algún animal o se quedó dormido… qué se yo. Conozco este bosque. Sé que en él no hay animales lo suficientemente grandes para atravesarse por la carretera y causar accidentes. Por otro lado, pienso en la hora de lo ocurrido. De Cárdenas manejaba a medio día e iba a supervisar la construcción de un puente. Me resulta difícil creer que se haya quedado dormido en ese momento. Pero lo marco como algo posible, aunque poco probable.

Entonces regreso con Gavilano al auto. Me fijo bien en la carretera. No veo rastros de los neumáticos en el asfalto. –Le voy a decir lo que pienso, teniente. Aquí no ha habido un accidente. –Entonces, señor detective, ¿qué ocurrió? –Me pregunta él en son de burla. *** Gavilano me entrega una copia de los planos hallados en el auto del arquitecto. Y como de momento es la única pista que tengo, paso toda la tarde tratando de averiguar a qué obra pertenecen. De momento puedo ver que los dibujos son de los años 60 y que corresponden a los primeros trabajos de de Cárdenas. Para saber más al respecto llamo a la oficina de registros públicos y les doy el número de predio. Con eso me responden que se trata de una vieja casa de dos pisos que

pertenece a un barrio residencial. Como aún queda luz de día, me pongo en marcha hacia allá. No he podido llegar más a tiempo. La vivienda está siendo demolida. Con ello queda explicado, en primera instancia, por qué de Cárdenas portaba los planos: es posible que los propietarios se los hayan pedido para poder estudiar las conexiones con el alcantarillado o los cimientos. Nada fuera de lo común. Sin embargo, cuando me voy retirando del lugar, una vieja curiosidad aviva mi propósito en aquel barrio: los extraños símbolos en los acabados de las construcciones de de Cárdenas. –¡Un momento, por favor! –me acerco gritando al que parece ser el capataz de la tropa de demolición. –¿Qué quiere usted? –me grita él de muy mal humor.

–Necesito revisar unos detalles dentro de la casa –le explico. –¡No se puede! –¿Por qué no? Me demoraré sólo un momento. –Los revisará cuando hayamos terminado –concluye y me da la espalda. De pronto, se escucha taladros neumáticos a todo motor; poderosos golpes de martillo sobre cinceles y rugidos de júbilo de los obreros. Es una orgía de polvo y piedras que vuelan por el aire. Una pared cae violentamente a pocos metros de donde estoy y se levanta una espesa polvareda. Es mi oportunidad. Enciendo mi cámara de fotos e ingreso violentamente a la casa sin que el jefe de la demolición lo note. Disparo a discreción. La luz del flash sobre la atmósfera caótica me hace sentir como protagonista de una mala película de acción. Imagino que tengo una

ametralladora grandota en mis manos y que he entrado a exterminar a todo un pelotón. Sin embargo, la idea me dura poco. He divisado a dos obreros atrás de mí, levantando sus inmensos martillos. “¡Un intruso!”, alertan. Desesperado, subo por la escalera y me refugio en el segundo nivel. No alcanzo a tomar ni dos fotos del lugar hasta que uno de los trabajadores, quizá el más fuerte de todos, me encuentra y me pone a correr. Atravieso todas las habitaciones de la casa, hasta que por fin me encuentro en un callejón sin salida. El demoledor me lanza al suelo, me despoja de la cámara y, por fin, me arrastra de los pelos hasta afuera. He sido derrotado. Bajo la venia del capataz, los dos obreros del martillo destruyen mi costosa cámara de fotos. Luego, el jefe, partiéndose de risa, recoge los pedazos, los mete en una bolsita negra y me la entrega. ***

Tras su descubrimiento, el tarro de Dorchester fue fotografiado por varias revistas científicas y dio la vuelta al mundo en innumerables exposiciones y museos. Su aparición causó un sinnúmero de contradicciones y dudas por parte de quienes creían que se trataba de un fraude, puesto que se asemejaba mucho a un tipo de jarrón hindú de la época. Sin embargo, las interrogantes no podían ser ignoradas. De ser un timo ¿Quién tenía la capacidad de colocar el artefacto dentro de una roca sedentaria sin partirla? Y si esto fuese remotamente posible ¿Con qué finalidad se hizo? Cuando se pretendió realizar una investigación profunda para despejar las dudas, el tarro de Dorchester desapareció misteriosamente. Sin rastros, el reporte policial de la época se archivó señalando que no había ninguna prueba que pudiera

si quiera sugerir que se había perpetrado un robo. He regresado a la oficina. Abro la bolsa negra que contiene los restos de mi cámara de fotos. Desparramo los fragmentos sobre la mesa. Guardo una leve esperanza que se hace realidad: la memoria SD está intacta, con lo cual aún puedo cargar las imágenes en mi computadora. Está visto que nunca seré un buen fotógrafo y eso me preocupa porque en mi trabajo necesito disparar bien aún en las circunstancias más apremiantes. Más de la mitad de las fotos son inservibles. Apenas se ve la luz del flash rebotando sobre el polvo. Otras imágenes están movidas. Por último, las pocas fotos buenas son trozos de paredes que no tienen nada de especial. Está bien. Tomaré esto como una lección. Debo ponerme a pensar más bien en las pistas claves de la desaparición de de

Cárdenas. Vamos a ver: ya he visto que es poco probable que el arquitecto haya tenido un accidente. Y, como el cuerpo aún no aparece, podría deducir que ha sido secuestrado. ¿Pero qué sentido tiene? Ha pasado casi un mes desde su desaparición y nunca se pidió un rescate. El timbre suena. Como estoy ocupado, prefiero hablar por el intercomunicador. –¿Qué desea? –Guido, soy yo, Karen ¡La pucha…! –Karen, estoy ocupado, por favor… –le explico de mala gana, para que me deje en paz. –Guido, no me molestes. Déjame entrar. Necesito hablar contigo. –No, Karen, mejor no. Tengo que analizar unas cosas.

–No me importa. Quiéralo o no, estás trabajando también para mí. La hago pasar. Karen está bebiendo algo con un sorbete en un vaso de cartón. No puedo decir nada más de ella. Sólo confirmo que le gusta andar ligera de ropa, lo que está a las antípodas de mí, que siempre visto camisa y corbata. Karen se sienta en uno de mis sillones y cruza las piernas. “No me puedo demorar. Le he dicho a mi chofer que se estacione en el centro comercial y piensa que estoy comprando ropa”, me comenta. A mí se me ocurre, muy por el contrario, que si esa es su excusa, el conductor ya se ha hecho la idea de esperar ahí toda la noche. “¿Qué has averiguado?”, me pregunta Karen y le da un sorbo a su bebida. Entonces, le hago un breve resumen de lo que he analizado y finalizo diciendo que creo que el señor de Cárdenas está vivo en algún sitio.

–¡Ay, Guido! Eres tan lento que deberías trabajar cuidando tortugas. ¡No, por Dios! Mejor no. Seguro que se te escapan – exclama con disgusto. –Bueno, en la investigación hay que ir paso a paso para no cometer errores. –¡Eres irrecuperable! –entonces busca algo en su bolso y me muestra un recorte de periódico. Yo lo leo detenidamente mientras ella me dice “te lo dije” con la mirada. Se trata de una noticia de un avistamiento de ovnis el día de la desaparición del arquitecto. –¿Y de qué forma me sirve esto? –¿Me tienes vacilada, no? Ya te dije qué pasó… ¡A mi padre se lo llevaron los extraterrestres! –Extraterrestres… –repito con cansancio. Suena el timbre nuevamente. Y lo que me temía: es Antonio y la señora Nora. ¿Qué hago contigo, Karen? Me vas a meter en

un problema mayúsculo. “Guido, escóndeme, si se dan cuenta de que me vine sola me matarán”, me suplica. “¡Pronto!, métete al baño”, le ordeno. Ella, por supuesto se queja: “¡Ay…! ¿No tienes un mejor lugar?” “No, y hazlo pronto, porque no quiero que esto se preste para malas interpretaciones”. Ella se ríe desvergonzadamente. Sin embrago obedece. Yo abro la puerta. –Señor Fleitas, ¿cómo está? –Me saluda la señora Nora con un rostro de incertidumbre que no cambia. –Bien, progresando de a pocos –le contesto. –Espero que tengas buenas noticias, Fleitas. Mi madre está tan impaciente que me rogó que viniéramos a ver los avances –me comenta Antonio. –Lamentablemente –y miro involuntariamente a la puerta del baño–, no he podido avanzar mucho. Yo hubiera

preferido tener algo en concreto antes de comunicarme con ustedes –aclaro. –No importa, señor Fleitas, dígame lo que tenga, cualquier cosa sirve –me consuela la mujer. –Vamos a ver… –me dejo caer sobre el sillón–. He revisado la escena en la que se encontró el auto del señor de Cárdenas y casi he llegado a la conclusión de que no se trata de ningún accidente. De hecho, hasta me animaría a decir que el arquitecto se encuentra vivo en algún lugar. Entonces veo que a la señora Nora le brillan los ojos con ilusión. Esa es una de las recompensas que gratifican mi trabajo como detective privado. La otra cara de la moneda es el rostro de Antonio; un gesto de eterno fastidio. –Entonces… ¿Dónde diablos está? –me pregunta él.

–Bueno… la verdad… no sé… recién estoy empezando a unir las piezas. He estado investigando acerca de las obras del señor de Cárdenas y hay un paralelismo que me intriga –me animo a decir entusiasmado por la mirada de la mujer. –¿Cuál? –me pregunta Antonio, abruptamente. –Sí… bueno… todavía no puedo comentar nada… son cosas que aún tengo que investigar más… –¿Ves? Te lo dije, mamá –interrumpe Antonio–. Éste no sabe nada aún. Mejor regresemos a casa y hablemos con Gavilano. –Está bien, señor Fleitas. Lo dejaremos trabajar –se despide la señora Nora–. Pero antes… ¿Me permite usar el baño? Entonces miro nuevamente la puerta del baño e imagino a Karen adentro. Debe tener las manos cubriendo una risa

delatora. Me apresuro en decir “no, no se puede” y me pongo a pensar en alguna excusa contundente. El tiempo se vuelve muy relativo. Si tuviese un reloj de pared escucharía un tic tac. Nota mental: necesito un reloj de pared, uno de esos grandes que tienen péndulo. Le haría bien al look de mi oficina… –¿Por qué no se puede, Fleitas? –me insiste Antonio. –Es que el wáter está atorado. Lo siento – atino a decir accidentadamente. –¿Atorado? –Me pregunta la mujer como si no comprendiera el significado de la palabra. –¿Qué pasa, Fleitas? ¿Has cagado mucho y atoraste el wáter? –me reta Antonio, mientras da unos pasos hacia la puerta del baño. –¡Muchísimo! –Contesto con miedo– ¿Conocen la marisquería que queda en la plaza del malecón? ¡Nunca coman ahí!

Asustados, Antonio y Nora retroceden y se despiden incómodos. Cierro la puerta y espero unos minutos. Cuando creo que es conveniente, abro el baño y Karen salta encima de mí. “¡Gracias, gracias, gracias!”, celebra prendida de mi cuello. Luego me da un beso en la mejilla y se va. Cierro lentamente la puerta. En el ambiente, ha quedado un fuerte olor de perfume de albaricoque. *** Vuelvo sobre las fotografías de las paredes; es decir, sólo grietas y pintura descascarada. Las voy borrando una tras otra hasta que llego a la última, que es una jardinera decorada con un mosaico de mayólicas pequeñitas en forma de tablero de ajedrez desordenado. Observo un momento la imagen. No le encuentro sentido. La borro también. En esta

residencia no hay, pues, un ángel mirando al cielo, un hombre en un submarino o un grabado Maya que simbolice algo sobrenatural. “¡He aquí un camino sin salida en este laberinto!”, exclamo como respuesta a las tontas teorías de Karen. Ahora vamos por lo objetivo. Se me ocurre hacer una lista de las ciudades que de Cárdenas suele visitar por trabajo o placer. Luego, enumero los hoteles más importantes de cada localidad y busco sus números de teléfono. Llamaré a cada uno de ellos, confiando en que alguno me dé una pista sobre el arquitecto. Son muchas llamadas. Pero a mal tiempo buena cara. Por lo menos no tengo que telefonear al extranjero. Un contacto en migraciones me ha informado que de Cárdenas nunca salió del país. Tres horas después acabo con las llamadas sin ninguna respuesta positiva. Me siento como un vendedor de seguros. Y lo que es

peor de todo: aún no puedo concluir nada, sólo que tendré que hacer otra lista, aún más extensa que la primera, con las ciudades que de Cárdenas no frecuenta y sus hoteles. Calculo que el número de llamadas fácilmente superará las mil. Me he despertado de madrugada. Mi lista de las mil llamadas está a medias y yo estoy tendido en el sillón del recibidor. La luz se ha quedado encendida y mis ojos poco a poco se van adaptando a la claridad. Frente a mí aparece el vaso de la bebida que Karen dejó a medio terminar. Bajo la marca del refresco veo un código QR que me recuerda a la jardinera de la casa demolida de de Cárdenas. Me parece curioso. Pienso que no podría ser posible, a pesar de la notable semejanza. La casa fue terminada en la década de los 60 y entonces apenas estaban disponibles los escáner de códigos de barra. Por las

dudas, lo he revisado en mi diccionario enciclopédico. De todas formas, vuelvo a descargar de mi cámara la imagen de la jardinera. Sin mucha fe cargo la fotografía en un software que reconoce códigos QR. Y, para sorpresa mía, en el primer intento, éste me deriva a una dirección en internet que contiene una serie de números y letras que no puedo entender a priori. Entre los edificios veo salir el sol. A la par, mi cafetera ha empezado a escurrir las gotas del primer café caliente de la mañana. Sobre la mesa de mi escritorio las ideas empiezan a fluir como si hubieran estado dormidas en mi cabeza mientras yo funcionaba en modo automático. Tenía hace un buen tiempo separadas las letras de los números, pero no es hasta que veo todo con la luz del día que se me ocurre que “EWNS” es la abreviatura de Este, Oeste, Norte y Sur en inglés; con lo que

deduzco que toda la serie refiere a una posición geográfica. Busco las coordenadas en un mapa y éstas me llevan hasta un pequeño pueblo llamado “Tierra encantada”, un paraje desértico cerca de la frontera. En internet busco más información al respecto y descubro que, supuestamente, en aquel lugar un ovni chocó con la tierra a mediados de los años 60. Desde entonces se han registrado un sinnúmero de avistamientos en la zona. ¿Cómo relaciono esto con la desaparición de de Cárdenas? Pues bien, el último avistamiento importante en aquel pueblo se produjo el mismo día de la desaparición del arquitecto. Ya me lo había dicho Karen. *** ¿Qué es el tarro de Dorchester, finalmente? Es decir, ¿Para qué pudo

servir este artefacto en una antigüedad tan remota de 100 mil años? ¿Existía entonces alguna civilización que lo emplee como vaso ceremonial, artículo de decoración o como un simple depósito? Eso es lo que más me intriga. Si fuese un fraude, al menos el embaucador se hubiera tomado la molestia de decir cuál era su utilidad. Así hubiera hecho su historia más contundente. Pero nada. Yo le he dado mil vueltas a la figura del tarro y, a pesar de los años que llevo estudiándolo, no veo que sirva para nada en concreto. Juro que no le encuentro razón de ser. Empaco y, sin ningún contratiempo, me embarco en el primer bus que sale hacia la frontera, pasando por Tierra encantada. Es un viaje de unas 14 horas y el tiempo me sobra para pensar; pensar qué estoy haciendo, por ejemplo. No puedo evitar relacionar el caso del arquitecto de

Cárdenas con el tarro de Dorchester; un objeto enigmático, imposible, en torno al cual surgen opiniones encontradas. ¿Pero de qué valen las opiniones si éstas se opacan con la pregunta cómo y a dónde fueron a parar? Bajo del bus en Tierra encantada y contemplo el pueblo por primera vez. Es uno de esos lugares que empiezan con una estación de gasolina y terminan con un restaurante de carretera. Entre los cactus se agrupa una docena de casas en la arena anaranjada. Es como el escenario de una película de vaqueros; con un almacén, un bar y un hospedaje; pero también con una plataforma deportiva, una tienda de suvenires y un gran cartel que dice: “Tierra encantada, ciudad estelar”. En la gasolinera converso con el chico que atiende. Su nombre es Camino. Yo intento ser simpático. En broma le pregunto si es

que le pusieron así por nacer al lado de la carretera. Él se enoja un poco. Me responde que sus padres son católicos fervientes y que su nombre refiere a las enseñanzas de Cristo, las cuales son el camino a la salvación. Avergonzado, procedo con lo que vine. Le muestro una foto que imprimí de de Cárdenas y le pregunto si lo ha visto por ahí. Camino ve la foto y cree reconocer a alguien, pero no está completamente seguro. Entonces me sugiere que pregunte en el hospedaje, que ahí me pueden dar más razón. Yo me despido. Sin embargo, él se apura a sacar algo entre sus cosas y me muestra un objeto que se asemeja a un platillo volador con un grillo barnizado. “¿No quiere comprar un recuerdo de Tierra encantada?”. “No, no. Yo sólo vengo por trabajo”, le aclaro. Él me mira con desilusión. “Pero este recuerdo es especial”, insiste. “¡Es el grillo sideral!”.

Cargando mi nuevo “Grillo sideral” entro al hospedaje y vuelvo a preguntar si es que han visto a de Cárdenas en el pueblo. La recepcionista, una mujer anciana y cansada, no le presta atención a mi pregunta. “¿Va a rentar una habitación?”. “No, no, soy detective y vengo por trabajo”, le contesto. “¡Tenemos un cuarto disponible con agua caliente!”, persiste. Yo me pongo de mal humor y saco una foto del arquitecto. “Sólo quiero saber si has visto a este sujeto. Está desaparecido desde hace un mes”. La recepcionista se queda pensativa. Dice que no puede decirme con certeza si ha visto a de Cárdenas, porque en todo ese tiempo ha atendido a muchas personas. Sin embargo, me propone que hable con su jefe, a quien llama a gritos. El gerente está en el baño y, tras los alaridos, se asoma con temor, como si hubiera llegado un puñado de asaltantes. Entonces me mira. No le parezco gran

cosa. Ahora intenta reponer su autoridad a la fuerza: “¡Qué quiere usted, que estoy ocupado!”. La recepcionista no me da tiempo para contestar: “Este chico viene preguntando si es que se ha hospedado aquí un tal de Cárdenas”. El hombre me mira ahora con maldad. “Perfecto, Francisca, revisa los archivos mientras yo le hago un tour por el pueblo”, propone. Yo le reclamo: “Oiga, pero yo no vengo de turista, vengo a trabajar”. “Usted va a tomar su tour y le costará 50 billetes”, remata. El gerente me hace montar en su cuatrimoto. Luego, me da una vuelta por el pueblo y, cuando parece que ya no hay nada más que ver, me lleva unos kilómetros hacia las dunas, al lugar donde habría impactado el ovni en la década de los 60. “La nave era Etnoniana y vino de la galaxia X, que queda a 300 años luz de nuestro sistema solar. En el planeta Etnión habitan seres de luz que tienen una

inteligencia 12 veces mayor que la de los seres humanos”, me advierte y después me lleva a un cerro y me indica que en aquel lugar se producen los avistamientos. “Mire el cielo. Ésta es una carretera de ovnis. Por aquí los viajeros cósmicos transitan todas las noches en sus viajes intergalácticos. Por un módico precio lo puedo traer otra vez por la noche para que vea el espectáculo y pueda captar la energía estelar que desprenden las naves”. Dada mi incómoda situación, yo decido permanecer en silencio. Entonces, él me muestra una piedra que guardaba en su bolsillo. “Mire usted, éste es un trozo de la nave espacial que se estrelló en el desierto hace cincuenta años, ¿no es maravilloso?” “Maravilloso”, repito con ironía. “...Y va a ser suyo sólo por 30 billetes”, me propone (es decir, me compromete). Yo me disculpo: “Le agradezco, pero no creo ser la persona indicada para poseer esa pieza”. “Nada de eso. Si a usted le interesa

la información que solicitó en el hospedaje, entonces le interesa esta pieza”, concluye. De regreso al hospedaje, cansado y con una insolación del demonio, me reencuentro con la recepcionista, quien me da la noticia que estaba esperando: “Sí se ha registrado un señor de Cárdenas aquí entre las fechas que me preguntó. Pero sólo estaba de paso. De repente en la tienda de recuerdos le pueden decir más. Parece que allá hizo un amigo”. Voy por fin a la tienda de suvenires con la idea de estar enfrascado en toda una gestión burocrática. Ahí me atiende un chico de overol rojo. “Buenas tardes, señor, ¿viene por un recuerdo?”, me saluda. “No, sólo vengo a hacer unas preguntas”, le respondo secamente. Entonces, el muchacho saca un artefacto extraño de abajo del exhibidor. “¡Mire lo

que tengo aquí!”, me señala con emoción a donde yo sólo veo un plato roto. “Es una réplica a escala del ovni que se estrelló en los 60 y está baratísimo”, continúa. “¡No vengo a comprar nada, carajo! ¡Sólo quiero saber si has visto al sujeto de esta foto!”, le grito con el resentimiento contenido por todos los habitantes del pueblo. El chico del overol rojo, entonces, se queda en silencio y baja la cabeza. Luce abatido. Me apena. “Está bien, está bien, ¿Cuánto es?”, repongo. De pronto, él cambia de ánimo súbitamente, mete el plato en una bolsa y me comenta que sí conversó con de Cárdenas: “Él es un gran aficionado a los ovnis, tuvimos una agradable charla el día que vino, después se fue a la frontera. Es todo lo que sé”, me comenta mientras me cobra el importe. Así, con mi insolación, mi platillo roto, mi pedazo de ovni y mi grillo sideral me paro al costado de la carretera y me dispongo a tomar el próximo bus hacia la frontera.

*** Nunca había estado antes en la frontera. Pero trato de reunir el valor para no dejarme intimidar con sus movimientos. Lo primero que hago es llamar a los de Cárdenas para reportar mi avance. Que vean que estoy trabajando. Antonio no responde mis llamadas. Entonces, decido telefonear al número de la casa. Grave error. Me contesta Karen. –¡Fleitas! ¿Dónde estás? –Estoy en la frontera, Karen. Necesito que le dejes un recado a tu mamá… –¿Y qué haces allá? –Bueno… yo… –y pienso en que lo más sensato es decir la verdad–. Estoy siguiendo una pista para dar con tu padre. –¿Pero cómo? ¿Qué has descubierto? –Nada, Karen, sólo dile a tu mamá que estoy…

–Espera, no me puedes vacilar de esa forma. ¡Exijo que me digas qué has descubierto! –me ordena. –Está bien. He llegado hasta aquí porque descubrí una extraña conexión entre los mensajes ocultos de las obras de tu papá, las que te comenté y los avistamientos de ovnis… –¡Lo sabía! ¡Sabía que yo tenía razón! – festeja la muchacha. –Espera Karen, no le comentes nada de esto ni a tu mamá ni a tu hermano ¡Por favor! Ellos sólo deben saber que estoy siguiendo una pista en la frontera y que mañana los llamaré a esta misma hora. –Está bien, renegón –me dice entre risas y cuelga de golpe, lo cual me deja preocupado. Mis temores, se materializan en menos de una hora. Para ese entonces, me había detenido en un café para analizar una guía de sitios de interés que podría haber

visitado el arquitecto. Antonio me está llamando. –¿Qué demonios haces en la frontera, Fleitas? ¿Es verdad lo que me dice Karen? ¿Estás persiguiendo marcianos? –No, Antonio, lo que estoy haciendo… –¿Y por qué llamas a mi hermana? –Me interrumpe–. ¿Por qué evitas hablar conmigo? Me tienes miedo, ¿no es cierto? –¡No, Antonio! yo quería comunicarme con usted… lo llamé… –¡No quiero escuchar tus explicaciones! Se ve que no tienes ni la más puta idea de qué va este caso. –Antonio, escúcheme… –¡No me interrumpas! ¡Se acabó, Fleitas! Estás despedido. Eres el detective más ineficaz del mundo. Piérdete ¡Adiós! Mi café se enfría. Ha pasado media hora desde que hablé con Antonio. Junto a mi lista de sitios de interés, mi mano empieza

a temblar de coraje. Un momento. Cada persona tiene un límite de paciencia. Y creo que el hijo de de Cárdenas acaba de sobrepasar ese límite. Es hora de poner orden aquí. Busco un teléfono público y llamo a Antonio, esperando que no reconozca el número y no me evite. –¿Aló? –¡Escúchame, putito malcriado! Puedo ser joven, puedo equivocarme y puedo decir cosas que no suenan coherentes; pero nunca he dejado de lado un problema y no voy a empezar a hacerlo por un engreimiento tuyo. Así que, te guste o no, voy a encontrar a tu papá. Y, aunque no me pagues la otra mitad de lo pactado, me encargaré de hacerme presente con mis conclusiones sólo por el placer de verte tragar tus pequeñas y basurientas palabras. Y cuelgo sin esperar que me responda. Me siento liberado. Ha nacido un nuevo

Guido Fleitas, un detective privado valeroso, con el temple necesario para poner en su lugar a cualquier aprovechado. ¡Soy el jefe de la situación! Sin embargo, mi súper yo se va desinflando cuando pienso en la señora Nora y lo mal que le debe caer la noticia de mi arrebato. A lo mejor no debí decirle nada a Antonio; después de todo, quien estaba contando conmigo era ella y no su hijo. Pienso en esto un rato y casi me dan ganas de llamar y pedir disculpas. Sin embargo, me detiene otro pensamiento: quizá deba esperar a tener noticias sobre de Cárdenas. Esa será la mejor manera de reconciliarme con Nora. *** Karen me ha estado llamando toda la mañana. Yo no he querido responderle para evitar problemas. He preferido dedicar el día a visitar todos los sitios de

interés que estaban en mi lista. Pero no he tenido éxito. En ninguno de esos lugares han visto al arquitecto. Estoy casi convencido de que de Cárdenas está en la ciudad. Todas las pistas apuntan a eso, aunque no encuentro ni una pizca de lógica en el caso. Es como si en un viaje decidiera tomar tantos atajos como me fuese posible; de modo que, llegando a mi destino, no podría explicar cómo llegué hasta ahí, pues del camino principal quedarían muchos tramos vacíos, espacios misteriosos que, de momento, sólo puedo cubrir con hipótesis. Primera hipótesis: de Cárdenas ha decidido desaparecer por voluntad propia. ¿Y con qué motivo? Supongamos que de Cárdenas ha querido escapar de algo. Si es así ¿lo vendría planeando durante tantas décadas como para dejar pistas en sus obras?

Segunda hipótesis: hagámosle caso al buen Gavilano. De cárdenas tuvo un accidente en su auto. Pero de ser así ¿por qué su cuerpo no se encontró en el auto? Supongamos que el arquitecto hubiese sobrevivido al accidente y que esté vivo. De ser así ¿por qué no se quedó al costado de la carretera para pedir ayuda? Y si hubiera muerto afuera del auto a causa del accidente ¿por qué tengo el testimonio de las personas que lo vieron en Tierra encantada? Veo las llamadas perdidas de Karen en mi celular y recuerdo su juego del laberinto, cuando llegué a la meta por un camino distinto al que ella había trazado. Pienso que algo parecido ha ocurrido aquí. Si no hubiera tomado una dirección alternativa, creyendo que hay una relación sobrenatural entre los mensajes de las obras y el actual paradero del arquitecto, no tendría una salida frente a mí. Esa es la

clave. En realidad, en un laberinto no importa qué camino tomes, importa que llegues a la meta. Animado por esta idea, desarrollo un nuevo plan. Me paro en un punto estratégico de cada vía principal de la ciudad y vigilo a la gente durante horas. Entre avenida y avenida contemplo las faenas completas que realiza cada tipo de persona. Así, desde un punto muerto en una calle veo gente que entra en el banco, va de compras y toma un taxi con un destino desconocido. Frente a la iglesia de la Plaza Mayor las cosas son distintas. Las personas salen de misa, compran un periódico o algún confite y se sientan en las bancas a leer o a conversar durante varios minutos. Con el tiempo, empiezo a ver más de una vez a las mismas personas pero en diferentes avenidas. Yo les pongo nombres para diferenciarlos; Teresa, Manuel, Mariana, Carlos… Después,

imagino sus vidas y empiezo a inventarles historias; como la de una tal Irene, una mujer de cincuenta años que necesita ir al salón de belleza porque esta noche va a encontrarse con su joven amante; como la de Ricardo, que compra un puro y lo fuma desconsolado, pensando que el negocio familiar que él maneja se está yendo a la quiebra. Poco a poco voy conociendo la ciudad por los movimientos de su gente. Y, en unos cuantos días, ya tengo más o menos agrupados a sus habitantes. Sé quiénes son los oficinistas, las amas de casa, los ancianos de los cafés, los jóvenes artistas, los intelectuales, los obreros, los estudiantes y otros. Sé, también, qué sitios frecuentan. De esa forma, si consigo encajar el perfil de de Cárdenas en uno de esos grupos, tendré una lista corta de lugares en los que lo puedo encontrar. Así, pues, una noche llego a la puerta del bar Bohemia. Y ahí, por fin lo veo con

mis propios ojos. Resulta inconfundible su porte de intelectual antiguo y sus bigotes de Stalin. Cruzamos miradas. Entonces sé que no hay error. Yo lo reconozco y él también parece reconocerme de una forma que no puede explicar. Lo sigo a la barra. Me pregunta: “¿No eres de por acá, verdad?” “No, igual que usted”, le respondo. De Cárdenas se pone pálido. Miro al cantinero y le hago una señal. Dos cervezas, por favor. *** –Me llamo Guido Fleitas. Soy el detective privado que su familia contrató para buscarlo –me presento. De Cárdenas se siente fastidiado, descubierto. Me mira con desconfianza. Tiene un tic que no podía imaginar. Es como un giño en el ojo izquierdo, como si se le hubiera metido una basurita.

–¿Y qué sabes de mí? –me dice mientras le da un sorbo a su cerveza. La espuma burbujea en sus bigotes. –Sé que está aquí. –¿Pero cómo? ¿Cómo has llegado hasta aquí? Es imposible que alguien sepa de este lugar en esta ciudad… –se irrita. –Seguí las pistas que usted dejó en sus obras. –No te entiendo, chico. ¡Háblame claro! –Sus obras tienen mensajes ocultos. Junté todas esas referencias, incluyendo el código QR de la jardinera de la casa que se demolió la semana pasada. Eso me dio una coordenada y di con Tierra encantada. ¡Ahí todos me hablaron de usted! –¿Qué código QR? ¿De qué me hablas? –Ay, no se haga el tonto, ¡el código que estaba oculto en la jardinera! Usted lo dejó adrede. –Fleitas, te juro que no sé de puta me hablas.

Nos quedamos callados un momento. Me termino mi primer vaso de cerveza y pido otro. –Para ser sincero, yo tampoco sé muy bien de qué hablo –me disculpo–. Pero sea como sea, ya di con su paradero. Ahora me va a acompañar a la capital. Su familia lo espera. –No, no… no puedo regresar. –Salvo que me dé una buena excusa, sólo me basta hacer una llamada para que su familia tome el primer avión a esta ciudad. De Cárdenas respira profundamente. Puedo adivinar que se siente acorralado. Su ojo izquierdo empieza a parpadear y apura otro trago. –Estoy en la quiebra, ¡En la maldita quiebra! –¿Y cómo es posible?

–¡Coño, no sabes nada! ¿Cómo has llegado hasta acá sin saberlo? –No sé, la verdad. Creo que tomé otro camino. De Cárdenas se echa a reír. –¡Igual que yo! Mira, te lo voy a contar todo. Pero tendrás que hacer uso de tu secreto profesional. –Adelante –respondo pensando en que ha llegado el momento de poner luz a toda la oscuridad por donde caminé. –Hace algunos años conocí a una bailarina con la cual mantuve una relación. No me preguntes por qué ni cosas sin sentido. Los matrimonios se oxidan. Es algo normal. En fin… la bailarina me prometió muchas cosas; que escape con ella a otro país, que empecemos una nueva vida en el anonimato. Así que empezamos a tramar nuestra huida. El plan era muy simple. Un día, camino al trabajo, iba a descarrilar mi

auto a propósito. Le prendería fuego para despistar a la policía y así hacerles creer que morí en un accidente. –Ése fue el día del avistamiento de los ovnis. –Así es. Y como soy ufólogo, no pude evitar pasar por Tierra encantada, que es uno de esos sitios que me gusta visitar secretamente. Ahí pasé una noche antes de venir para acá, a la frontera. La bailarina me estaba esperando para cruzar al otro lado. –¿Y qué ocurrió luego? ¿Le robaron? –Sí, pero no. Es decir, me robaron, pero antes de lo que creí. Como sabía que me iban a buscar, temía que me encuentren tan pronto hiciera un retiro del banco. Así que antes de mi desaparición, le hice una transferencia bancaria a la bailarina. Y ahí es donde se fastidió todo. Llegué aquí y no la encontré. La busqué, la llamé y nunca más supe de ella. Desapareció con mi dinero.

–Entiendo. –¡Y, coño, fue perfecto! Porque en mi situación no puedo ponerle ninguna denuncia sin obligarme a descubrir mi infidelidad. Me jodió, Fleitas, me jodió… –¿Y por qué dejó el rastro en sus obras? –¡Ah! Yo no sé por qué insistes tanto con eso. Desde joven he creído que existe vida en otros mundos. Y de ahí no es muy difícil entusiasmarse con la evidencia que nos dejaron los extraterrestres en la antigüedad. Eso lo quise plasmar en mis obras, como algo lúdico. Pero nada más. Nunca se me ocurrió que eso podría acabar siendo una pista para dar con mi paradero. –Entonces se puede decir que lo encontré de casualidad. –Por pura casualidad. Porque no se me ocurrió que se tomaría la molestia de investigar el código de la jardinera. Porque pensé que esa casa la demolerían antes. Porque pasé por Tierra encantada

sin haberlo planeado. Usted se aprovecho de todas esas incidencias y tomó un atajo. Eso es raro porque otro detective quizá se hubiera puesto a investigar mis cuentas bancarias y de repente por ahí hubiera intentado deducir algo. Pero ese era el camino más obvio y, por tanto, en el que más pensé. Lo felicito. –¿Por qué? ¿Por aprovecharme de una casualidad? –Por encontrarme. Sinceramente, en lo que va de este mes pensé que ya nadie nunca me ubicaría y que debía resignarme a empezar una nueva vida acá. Pero usted ha cambiado todo el panorama. –¿Ah sí? –Digo sin entender. –Sí porque, ahora que lo pienso, el modo en el que usted ha resuelto este caso me resulta muy conveniente para ocultar mi infidelidad. –¿Ah, sí? –Repito. –Sí. Usted va a ser mi cómplice y validará mi versión. Entonces, yo podré regresar a

casa, mi familia estará contenta, usted cobrará lo que le deben y caso cerrado. –¿Ah, sí? –Repito. –Diremos que he sido abducido. ¡Así todo tendrá lógica! –me dice de Cárdenas con emoción. –¡Oiga, no me tome el pelo! –protesto. –No se lo estoy tomando Fleitas. Piénselo, toda su investigación apunta a eso, aunque no sea verdad. Pero a nadie le importará porque, a pesar de todo, ha conseguido encontrarme. Además, así podríamos justificar todos esos mensajes que puse en mis obras y éstas se revalorarán. ¡Usted es un genio, Fleitas! Por mi bien decido permanecer callado. De Cárdenas, al contrario, ensaya una risa malévola que combina a la perfección con sus gruesos bigotes. Entre trago y trago, se va poniendo cada vez más colorado. Al verlo risueño y feliz, concluyo que colaboraré. De todas formas mi honor ya

está lo suficientemente manchado como para preocuparme por pequeñeces. –Quién sabe, chico. Quizá más adelante lo contrate para que busque a la bailarina y me devuelva mi dinero –me propone con astucia. *** Y así es cómo un objeto fuera de lugar se hace un espacio. El tarro de Dorchester ahora sólo es una idea. Si acaso alguien puede dar fe de él, es como mito o leyenda; algo tan cierto y probable como el Arca de la Alianza o el Santo Grial. No es objeto de estudio científico. No más. Desaparecido el cuerpo del delito, no hay verdades; sólo misterio y especulaciones. Lo mismo ocurrió con el caso De Cárdenas. En su ausencia teníamos las conjeturas, las especulaciones, las

hipótesis; en su presencia, sólo la realidad pura y dura. Pero si este caso hubiera sido un laberinto que empezamos al revés, desde la meta hacia la partida, ¿No tendría el que lo resuelve el derecho de reescribir las leyes que le dan solución al problema? De Cárdenas y yo hemos regresado a la capital. Él ha preferido llegar de sorpresa y explicarle a su familia lo que según él ocurrió. “Iba conduciendo al trabajo cuando una fuerte luz me cegó y perdí la conciencia. Cuando desperté estaba en un laboratorio donde me examinaban seres de otro mundo”, cuenta. Para mi fortuna, me deja como un héroe. Supuestamente, yo lo encontré semanas después, desnudo en el desierto. Me muerdo la lengua mientras escucho aquella distorsionada versión de los hechos. Contemplo a la señora Nora. Estoy seguro de que le importa un comino que su marido le hable de extraterrestres.

Sin embargo, le sonríe. Se ve que no cabe en su alegría. Por otro lado, Karen mastica un chicle y me coquetea con la mirada. Antonio me observa con disgusto e incomodidad. De Cárdenas le pide a su mujer la chequera y con gusto me firma un cheque por una suma que me dará la tranquilidad de no trabajar por todo un año. Antonio se queja. Dice que es demasiado. Entonces les recuerda a todos que me he portado mal con él y que me había despedido. –¡Con mayor razón! –exclama De Cárdenas–. Si no ha trabajado por dinero y lo ha hecho sólo por vocación, merece doble pago. –¡Recuerda que ese dinero es de mamá! – insiste Antonio. Yo recibo el cheque y estrecho las manos de todos los presentes. No me detengo a

pensar en lo absurdo del caso. Quiero creer que todo está bien, que al final la familia lo merece. A lo mejor un error del arquitecto no amerita ni los reclamos ni el sufrimiento. A lo mejor él ya aprendió su lección. Qué se yo. Como detective no debo meterme en los asuntos personales de mis clientes. Como Robert me decía: “Un mecánico no se pregunta por qué debe arreglar un auto, sólo lo repara”. Mi trabajo ha terminado. Salgo de la casa de los de Cárdenas y veo que el sol brilla radiante entre las enredaderas del jardín. Afuera me espera un auto. La familia ha dispuesto de un chofer para que me lleve de regreso a mi oficina. Entro por la puerta de atrás. El conductor enciende el motor. En ese mismo momento, la puerta del otro lado se abre y entra Karen. Sin decir nada, cierra la ventana que comunica el habitáculo con el asiento del chofer y,

en esa confusión, me da un tierno y apasionado beso.

Esta es una de las 4 historias que componen este libro. Para obtener un ejemplar completo, consulta en tu librería o ponte en contacto con la editorial: [email protected] http://caramanduca.atspace.eu/ http://facebook.com/caramanduca

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF