Laicismo: Sociedad Neutralizada - Andrés Ollero

March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Laicismo: Sociedad neutralizada Andrés Ollero

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Contenidos Advertencia Breve cv del autor Prólogo 1 2

Laicidad en la constitución española Libertad religiosa y laicismo en España

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Libertad sin ira

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Aconfesionalidad, laicidad y laicismo Entre laicidad y laicismo

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España: ¿un Estado laico?

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Fundamentalismo y derecho Símbolos religiosos en una sociedad multicultural

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¿Podemos imponer nuestras convicciones a los demás?

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Ética pública y ética privada Objeción de conciencia y desobediencia civil

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Catecismo legal

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Religión en el ámbito público Clericalismo católico y nacional-laicismo

14.1 14.2

Clericalismo, laicos y creyentes Laicidad: positiva y negativa

14.3

«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

14.4 14.5

Crítica al cristianismo. Laicidad y ley natural: cognitivismo ético

14.6

Pretendida neutralidad del laicismo

14.7 14.8

Tres autores no católicos. Conclusión

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Referencias

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Advertencia

Este libro forma parte de la colección Argumentos para el s. XXI Director de la colección: Emilio Chuvieco Copyright: Andrés Ollero y Digital Reasons (http://www.digitalreasons.es/) ISBN 978-84-942196-1-0 Ficha bibliográfica: Ollero, Andrés (2014): Laicismo: Sociedad neutralizada, Madrid, Digital Reasons. Diseño de cubierta: Enrique Chuvieco. Los compradores de este libro tienen acceso a un espacio privado en la web de la editorial: http://www.digitalreasons.es/index.php?do=tuEspacio, donde podrán acceder a la última versión del libro, al blog que realiza el autor y a la lectura en línea del texto. Es un espacio para interaccionar con el autor y con otros lectores, y permite generar una comunidad cultural en torno al libro. --Este archivo digital no está protegido de copia, pero se ruega no distribuir su contenido a terceros. Copiar este archivo supone atentar contra los derechos del autor, que recibe el 35% del coste de su obra (frente al 10% que habitualmente se recibe en otras editoriales). Para mantener vivo este proyecto cultural necesitamos tu colaboración. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Las afirmaciones incluidas en el libro son responsabilidad exclusiva del autor. Para más información sobre nuestras obras: [email protected]

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Breve cv del autor Andrés OLLERO (Sevilla 1944). Inicia en Sevilla sus estudios universitarios, que culminaría con Premio Extraordinario de Licenciatura en 1965. Su carrera académica se desarrolla a partir de entonces en la Universidad de Granada, en la que obtiene el grado de Doctor en 1969. Su tesis doctoral “Universidad y política. Tradición y Secularización en el siglo XIX” mereció el Premio “Antonio de Nebrija” del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Profesor Adjunto por concurso en ese mismo año, amplia estudios en Munich (1970-71) y Roma (1973). Profesor Agregado de Filosofía del Derecho en 1982 y Catedrático en 1983. En 1999 se traslada a la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Miembro de la Internationale Vereinigung für Rechst- und Sozialphilosophie (IVR) desde 1970. Académico de Número de la Real de Jurisprudencia y Legislación de Granada en 1997. Recibe la Cruz de Honor de San Raimundo Peñafort en 1998, la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio en 2000 y la Cruz de Oficial al Mérito por la República Austria en 2011. Académico de Número de la Real de Ciencias Morales y Políticas en 2008, Doctor honoris causa por la Universidad “1 Dezembrie 1918” de Alba Iulia (Rumanía) en 2010 y Miembro Titular de la Académie Européenne des Sciences, Arts et Lettres en 2011. Diputado por Granada de la III a la VII Legislatura (1986-2003); Miembro de la Junta Electoral Central durante la VIII (2004-2008). Nombrado Magistrado del Tribunal Constitucional en 2012. Es autor de 29 libros y ha publicado, hasta el momento, un total de 309 artículos y capítulos de libro de su especialidad.

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Prólogo El estudio de los derechos humanos y de su positivación en los ordenamientos jurídicos ha constituido tradicionalmente un aspecto particularmente significativo dentro de la filosofía del derecho. En el caso español se vio particularmente reforzado, tras la transición democrática, con la entrada en juego de la Constitución y su posterior desarrollo interpretativo por el Tribunal Constitucional. Fue este último factor el que me llevó a centrar en gran medida mis trabajos filosófico-jurídicos en aspectos variados de esta renovación de nuestro ordenamiento jurídico. Los seminarios sobre jurisprudencia constitucional, que mantuve durante mis años de trabajo parlamentario, se fueron traduciendo en libros sobre igualdad en la aplicación de la ley, derecho a la vida y derecho a la muerte o discriminación por razón de sexo, entre otros. No me ocuparía de aspectos relativos a la libertad religiosa hasta 1995, con motivo de su conversión por Naciones Unidas en Año de la Tolerancia. Una de las características del periodo franquista había sido la confesionalidad católica del Estado. No deja de resultar paradójico que fuera esa la causa principal de una cierta apertura hacia la presencia de otras confesiones, obligada tras las aportaciones del Concilio Vaticano II. No obstante, se convirtió en tópico la aplicación al régimen de un concepto de cuño francés: nacionalcatolicismo. El artículo 16 de la Constitución ha convertido la aconfesionalidad en uno de los rasgos distintivos de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho. El fenómeno religioso pasa a ser contemplado como uno más de los libremente desarrollados por los ciudadanos, que encuentran así ocasión de expresar sus preferencias, como ocurre también en el ámbito ideológico, cultural o deportivo. De ahí el mandato dirigido a los poderes públicos de cooperación con las confesiones religiosas, con intensidad “consiguiente” a las “creencias religiosas de la sociedad española”. Lo que me ha llevado a ocuparme con mayor insistencia de este artículo de nuestra Constitución es la progresiva tendencia a ignorarlo desde determinados enfoques ideológicos. No es por tanto casual que casi todos los capítulos vayan fechados con posterioridad a 2004. De la cooperación con las confesiones a su práctica expulsión del ámbito público media no poco trecho. Lo más curioso es que se esgrima una presunta neutralidad para, en realidad, neutralizar toda relevancia públicas de las convicciones religiosas, discriminándolas respecto a las ideológicas, filosóficas o morales. Se ha llegado a defender, desde un novedoso concepto de democracia, que -en aras de esa neutralidad- los 7

poderes públicos no sólo han de evitar todo contacto con las confesiones sino también con la sociedad misma, en la medida en que esta conserve las huellas de su presencia secular. Es obvio que está actitud va dirigida especialmente contra la Iglesia Católica, hegemónica en nuestra sociedad y, en consecuencia, directamente aludida en el citado artículo de la Constitución. Parece que nos encontramos ante una asignatura pendiente de nuestra transición democrática: la de asumir sin escándalo que el poder político puede y debe convivir con la autoridad moral que unas u otras confesiones puedan alcanzar por su prestigio ciudadano. En caso contrario, si se pretende que el logro del poder implique como botín la posibilidad de imponer un determinado esquema moral a los ciudadanos, lejos de alcanzarse neutralidad alguna, una minoría patentaría una nueva confesión caracterizada de modo fundamentalista por su supuesta increencia. Los trabajos seleccionados son fundamentalmente de dos tipos. Seis de ellos recogen intervenciones académicas: ponencias para Congresos nacionales o internacionales, presentación de libro en una Real Academia, conferencia o coloquio. Los otros ocho aparecieron en prensa diaria, uno de ellos con formato de entrevista. Se ha procurado mantener en todos los casos la versión original, salvo contados retoques de redacción u ocasionales supresiones para evitar reiteraciones.

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Laicidad en la constitución española

(Tercera de ABC, 12 agosto 2004, con diverso título) Una pregunta-trampa es aquélla a la que no cabe contestar de modo negativo, aunque se discrepe abiertamente del que la planteó. Sirva como arquetipo la del título. ¿Quién se atreverá a negar que España es un Estado laico? Si lo hiciera, aparecería como trasnochado defensor de un Estado confesional; postura que a buen seguro no suscribe ni él, ni nuestra Constitución, ni la misma Iglesia católica, presunta beneficiaria potencial del invento. Pero si admite que España es un Estado laico, no faltará quien dé por hecho que suscribe la más estricta separación entre el ámbito público y las convicciones religiosas, convencido de que éstas habrían de recluirse pudorosamente en lo íntimo de la conciencia. Evitar el dilema exige algo tan simple como aclarar de entrada qué se entenderá por 'laico'; pues no es lo mismo, según reconocen ya tirios y troyanos, laicidad que laicismo. El laicismo propone una tajante no contaminación entre poderes públicos y convicciones religiosas, dado su no menos firme convencimiento de que éstas invitarían a un dogmatismo incompatible con la tolerancia y tienden, en general, a perturbar agresivamente el esmerado ambiente del casino civil. Y eso de la laicidad ¿qué es? Quizá no venga mal que sea nuestra propia Constitución, con sus veinticinco abriles bien cumplidos, la que nos dé alguna pista. Su artículo 16.3 no tiene desperdicio. Nos dice tres cosas, a cual más clara: - Ninguna confesión tiene carácter estatal. - Los poderes públicos han de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. - Como consecuencia, mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. El Tribunal Constitucional, al que no ha dejado de intrigar lo de la laicidad, se precipitó un tanto a la hora de jalear tempranamente su descubrimiento de lo que llama "laicidad positiva". Paradójicamente, la acabó formulando en términos negativos: como aconfesionalidad, remitiéndose al primero de los tres elementos señalados. Se ha afirmado en esa línea que el Estado es "naturalmente" laico, aludiendo a una "laicidad por omisión": la propia de todo Estado, siempre que alguien no se empeñe en revestirlo de pontifical. Más que laicidad positiva, estaríamos hablando, en términos informáticos, de laicidad por defecto. Si probamos a situarnos en el segundo elemento la cuestión cambia. Los 9

laicistas pondrán el grito en el cielo (con perdón...); porque para ellos, e incluso para alguno que otro que se precia de no serlo, un Estado laico no sólo debe mantener un casto alejamiento de cualquier maridaje eclesial, sino que ha de guardar también rotunda distancia respecto a la sociedad misma. Esta, siempre con el refajo lleno de Dios sabe qué convicciones, puede acabar echándole religiosos tejos, produciendo una embarazosa "confesionalidad sociológica". Como soy un entusiasta de la libertad de pensamiento y expresión, tal punto de vista me parece muy legítimo. Lo que no acabo de entender es que se lo predique como si se tratara de un mandato constitucional; para cualquiera que, habiéndose beneficiado de la libertad de enseñanza, sepa leer, resulta claro que la Constitución dice precisamente lo contrario. En eso, y no en su mera aconfesionalidad, radica la "positiva" laicidad de nuestro Estado. ¿Por qué consiste la laicidad en tener en cuenta a la gente? En más de una lengua 'laico' se empareja con 'profano', y esta voz nos remite a su vez al 'no especialista': a quien posee un conocimiento inmediato y no particularmente refinado de una cuestión. También en términos eclesiales el laico es el ciudadano de a pie, mientras el clérigo va de especialista. Lo curioso es que en el ámbito civil se acaba incurriendo en un clericalismo paralelo, cuando los especialistas insisten en que quien tiene que ser laico es el Estado, por su modo de (no) relacionarse con las Iglesias. Si en un momento histórico se consideró obligado que todo súbdito se viera obligado a suscribir la religión de su príncipe –“cuius regio eius religio”- ahora, de acuerdo con el novedoso principio del confesionalismo laicista, todo ciudadano ha de suscribir un obligado "cuius regio, eius non-religio" (con perdón). Laicidad positiva será, por el contrario, la que invita a nuestros poderes públicos, no sólo a dejar a los laicos que suscriban las creencias religiosas que mejor les parezcan y las proyecten a su alrededor, sino que se comprometen además a tenerlas en cuenta. ¿Cómo podrán los poderes públicos tener en cuenta las creencias del personal, siendo la neutralidad una exigencia elemental de todo Estado laico? De nuevo hay que evitar enredarse con la multivocidad de los términos. La laicidad exige neutralidad de intenciones: el Estado será neutral, en la medida en que no adopte decisiones directamente encaminadas a potenciar o privilegiar a una confesión religiosa, yendo más allá de lo que las creencias de sus ciudadanos demanden. Pero esa misma laicidad descarta que la actividad de los poderes públicos haya de ser neutra: no habrá de garantizar una neutralidad de efectos, aquilatando si una u otra medida podrá repercutir más o menos sobre ciudadanos de una u otra confesión. Resulta obvio, por lo ya leído, que si han de tener en cuenta sus creencias es precisamente para cooperar a su libre ejercicio, y no para poner exquisito cuidado en ignorarlas. Nuestro modelo constitucional, como toda solución jurídica, implica una peculiar 10

dosificación de libertad e igualdad. La laicidad positiva opta por dar primacía a la libertad, sin más límite que el veto a toda discriminación individualizada por razón de religión. El laicismo propone, por el contrario, una sobredosis de igualdad, atento fundamentalmente a garantizar la paridad de resultados entre los colectivos confesionales. De ahí que la mención expresa de la Iglesia Católica pretenda convertirla en punto de referencia igualitario para cualquier otra confesión. Dado que las registradas rondan el millar, la receta se convierte en argumento ad absurdum: demos a la Iglesia Católica sólo lo que podamos dar a todas las demás; o sea, nada. Lo que no deja de ser curioso es que, siendo este nuestro marco constitucional, avance imparable entre los católicos un curioso 'laicismo autoasumido', que lleva a posturas poco inteligibles. No ha sido ningún malvado laicista quien ha sugerido, no hace mucho, que siendo la compostelana Ofrenda al Apóstol un acto de Estado, el señor Arzobispo debería haber respetado tal dimensión institucional y no aprovechar la ocasión para colocar una homilía en plena catedral (qué cosas...).. Curiosa manera de "cooperar" con su confesión: ir a su templo a chupar cámara e imponerle además una mordaza. Puro clericalismo civil. Lo dicho, laicos no parecen sobrar

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Libertad religiosa y laicismo en España

Versión original de la ponencia en alemán Religionsfreiheit und Laizismus in Spanien, incluida en “Praktyczne i teoretyczne aspekty prawa konstytucyjnego” (Boguslaw Banaszak y Michal Bernaczyk eds.) Wroclaw, Wydawnictwo Uniwersytetu Wroclawskiego, 2006, págs. 197-205.

Por laicismo habría que entender un diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de auténtica neutralidad. Esa tajante separación, que renvía toda convicción religiosa al ámbito íntimo de la conciencia individual, puede acabar resultando más bien neutralizadora de su posible proyección sobre el ámbito público. Su versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de religión. Determinadas propuestas pueden acabar viéndose descalificadas como confesionales por el simple hecho de que encuentren acogida en la doctrina o la moral de alguna de las religiones libremente practicadas por los ciudadanos. Nada más opuesto a la laicidad que enclaustrar determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una indebida injerencia de lo sagrado en el ámbito público. La Constitución española de 1978 (en adelante CE) no contiene, ni en su preámbulo ni en su texto articulado referencia expresa alguna a Dios. ¿Hemos de derivar de ello que configura un Estado laico? No es posible ofrecer una respuesta adecuada sin cumplir un doble requisito: ahondar en su regulación de los derechos y libertades fundamentales y determinar qué habríamos de entender por laico. Este calificativo puede en efecto renviar a planteamientos tan diversos entre sí como la laicidad o el laicismo. Ya el arranque del artículo 16.1 CE descarta toda óptica laicista: “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades”. Se desborda un planteamiento individualista, que identificaría la libertad religiosa con la mera libertad de conciencia, sin contemplar su posible proyección colectiva y pública. Se garantiza pues un ámbito de libertad y una esfera de agere licere o actuar lícito, con plena inmunidad de coacción, sin que su despliegue deba soportar “más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”. A ello es preciso añadir lo que la jurisprudencia constitucional ha caracterizado respectivamente como dimensiones “negativa” y “externa” de la libertad ideológica y religiosa. La primera se refleja en el artículo 16.2 CE, que rechaza toda práctica inquisitorial: “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su 12

ideología, religión o creencias”. Una de sus inmediatas consecuencias será una elemental exigencia de laicidad. Para preservar un abierto pluralismo es preciso aceptar una doble realidad: no hay propuesta civil que no se fundamente directa o indirectamente en alguna convicción; ha de considerarse por lo demás irrelevante que ésta tenga o no parentesco religioso. Esto descarta la arraigada querencia laicista a suscribir un planteamiento maniqueo de las convicciones; sobre todo a la hora de proclamar el dudoso postulado de que no cabe imponer convicciones a los demás. Aparte de que parece obvio que la mayor parte de las normas jurídicas existen para lograr que alguien realice una conducta de cuya conveniencia no se muestra suficientemente convencido (sea apropiarse de lo ajeno, negarse a contribuir al procomún o incluso sembrar el terror para lograr objetivos políticos...), no hay fundamento alguno para dirigir tal consejo sólo a quienes no ocultan sus convicciones religiosas, como si los demás estuvieran menos convencidos de sus propios planteamientos. Sin perjuicio de que en el ámbito interno las religiones puedan, o incluso deban, llegar a ser algo más que ideologías, resulta indudable que en el ámbito público no deben verse peor tratadas que cualquiera de ellas. La Constitución española ya comenzó por emparejar “libertad ideológica, religiosa y de culto”, cerrando así el paso a la dicotomía laicista: intentar remitir a lo privado la religión y el culto, reservando el escenario público sólo para un contraste entre ideologías libres de toda sospecha. Nada más ajeno a la laicidad que convertir al laicismo en religión civil. Pero lo que sin duda llevará a desechar toda interpretación laicista será el epígrafe tercero. Este arranca de lo que el tribunal califica como “laicidad positiva”, de modo reiterado -Sentencias del Tribunal Constitucional (en adelante STC) 46/2001, Fundamento Jurídico (en adelante FJ) 4, 128/2001 FJ 2 in fine, 154/2002 FJ 6 y 101/2004 FJ 3). Asunto menos afortunado es que paradójicamente la exprese en términos negativos como “aconfesionalidad”: “ninguna confesión tendrá carácter estatal”; pero cuando la laicidad auténticamente positiva entra en escena es realmente con el mandato incluido en la frase siguiente: “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Nos encontramos, pues, ante un Estado que se compromete a ser neutral, pero a la vez se reconoce al servicio de una sociedad que no es neutra ni, en la medida en que se respete su pluralismo, tiene por qué verse neutralizada. De hecho, se ha aludido a la jurisprudencia constitucional alemana para resaltar que “invocando la libertad religiosa negativa no puede verse coaccionado o recortado el derecho de libertad religiosa positiva” (Navarro-Valls, 1998 pág. 31 13

y nt. 25). Esto modifica el planteamiento decimonónico de la laicidad, que la entendía como una declaración estatal de agnosticismo, indiferentismo o ateísmo. Ahora el estado actúa laicamente al considerar lo religioso exclusivamente como factor social específico. Ello resulta compatible con un fomento de carácter positivo, que llevaría a aplicar al factor religioso un favor iuris similar al que se da al arte, el ahorro, la investigación, el deporte, etc. Nos parece interesante recordar cómo, en más de un idioma, laico se presenta como sinónimo de profano: en una acepción por la que con tal término se identifica al ciudadano común, alejado por ello de los especialistas en saberes que no se hallan al alcance del común de los mortales. Así entendido, laico sería el ciudadano de a pie, titular de derechos, y no mero receptor pasivo de las decisiones de los representantes institucionales de turno; sean éstos los que integran la jerarquía de su confesión o los que transitoriamente ejercen la del estado. Una laicidad positiva, con contenido propio, encuentra su más adecuado contrapunto en cualquier actitud clasificable como clerical, tanto en su dimensión política de relación confesión-estado, como en la eclesial de relación jerarquíafieles. Clericalismos aparte, el Estado será en realidad laico cuando permita serlo al ciudadano, situando en consecuencia en el centro del problema el libre ejercicio de sus derechos. Dejará de serlo -por confesional o por laicista- cuando se empeña en imponer a los súbditos su particular y especializado punto de vista, derivado del modo de organizar sus propias relaciones y no las del ciudadano. Como alternativa, desde un modelo de querencia laicista, se sugiere que para la plena realización de la laicidad no basta con separar Estado y confesiones sino que sería “absolutamente necesaria la separación entre Estado y sociedad”, para evitar lo que se califica de “confesionalidad histórico-sociológica” (Llamazares, 2002: pág. 53). El cumplimiento de tal receta exige inevitablemente una actividad neutralizadora, que reforme la sociedad con ayuda de las normas jurídicas. En el fondo del laicismo late la incapacidad de distinguir entre poder y autoridad, percibiendo a ésta como un poder intruso y rival. En realidad la autoridad nunca es poder sino prestigio -cultural, científico, moral o religiosoreconocido. En resumen, la laicidad implica un triple ingrediente. 1. Los poderes públicos no sólo han de respetar las convicciones de los ciudadanos sino que han de posibilitar que éstas sean adecuadamente ilustradas por las confesiones a que pertenecen. 2. Los creyentes, formada con toda libertad su conciencia personal, han de 14

renunciar en el ámbito público a todo argumento de autoridad, razonando en términos compartibles por cualquier ciudadano y sintiéndose ellos, antes que su jerarquía eclesial, personalmente responsables de la solución de todos los problemas suscitados por la convivencia social. 3. Los agnósticos o ateos no pueden tampoco ahorrarse esta necesaria argumentación sino que también han de aportarla. Ello implica renunciar a esgrimir un descalificador argumento de no-autoridad, que les llevaría a una inquisitorial caza de brujas sobre los fundamentos últimos de las propuestas de sus conciudadanos. La inclusión de la referencia expresa a la Iglesia Católica fue uno de los momentos más complicados del delicado consenso entre los constituyentes, superado gracias a un displicente apoyo de los diputados comunistas frente a la beligerancia de los socialistas (Constitución Española, Trabajos parlamentarios, 1980; t. I, págs. [10, 396, 146, 180, 183, 197, 242, 320, 485 y 515]; sobre su debate en el Congreso, t. I, págs. [680, 719 1020, 1027 y 1028]; t. II, págs. [1885, 2046, 2052 y 2065]; sobre las enmiendas y debate en el Senado, t. III, págs. [2677, 2792, 2839, 2854, 2910, 3222, 3224-3226 y 3230-3231]; t. IV, págs. [4416-4418 y 4422]). El alcance de dicha cooperación y las posibles consecuencias discriminatorias respecto a confesiones minoritarias quedan a la espera de la experiencia posterior. El Estado español firma en enero de 1979 una gama de acuerdos con la Santa Sede, que se verán en 1992 acompañados por otros tres: los suscritos con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas, la Federación de Comunidades Israelitas y la Comisión Islámica. El mandato de cooperación demostrará su dimensión positiva al emparentar, en la literatura académica y en la jurisprudencia constitucional, con la dimensión promocional del artículo 9.2 CE. Según este: “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas”. Resulta relevante esta superación de la dimensión negativa, propia de la llamada primera generación de los derechos y libertades, de neta impronta liberal. Se ha resaltado que esto constituye una novedad, porque implica el reconocimiento de la religión, no sólo como un ámbito recluido en la conciencia individual, sino como un hecho social, colectivo y plural; es decir, supone la toma en consideración de la realidad social como elemento vinculante para la actuación de los poderes públicos. Habría entrado en juego una laicidad positiva, que se caracterizaría por una actitud de cooperación, mientras que la meramente negativa implicaba sólo indiferencia o distancia. El propio Tribunal Constitucional levanta acta de que ahora “se exige a los poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional” -STC 46/2001 FJ 4. 15

Abierto este amplio campo de juego, llega el momento de plantearse los contornos del efectivo alcance de la cooperación, lo que exige tener en cuenta tres aspectos: 1) El obligado respeto al mandato de no confesionalidad; 2) La necesidad de hacer compatible esta cooperación de los poderes públicos con la garantía de la libertad de conciencia de sus funcionarios; 3) La adecuada proporcionalidad en la cooperación prestada a unas y otras confesiones. A la hora de la verdad, las quejas procedentes de otras confesiones parecen apuntar más hacia la eliminación de las ventajas de que gozaría la Iglesia Católica que a ver satisfechas reivindicaciones propias. Se denuncia que se habría utilizado “el criterio cuantitativo para defender el establecimiento de diferencias cualitativas”, pero se hace también auto-stop argumental en la ya aludida confesionalidad sociológica: la discriminación más sensible no suele plantearse como una expresa negativa jurídica sino que sería resultado de una ausencia de regulación o de costumbre (López Lozano y Blázquez Burgo, 2004, págs. 183 y 190), fruto de la inercia. En cuanto al posible efecto discriminatorio para otras confesiones del trato reservado a la Iglesia Católica, será la regulación de la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas la que precipite ya en 1981 el debate. Los diputados socialistas recurrentes consideran inconstitucional la existencia de un cuerpo de capellanes castrenses católicos y aventuran que también lo sería, “por omisión”, el no haberse previsto capellanías de otras confesiones. El razonamiento, en clave laicista, cobra visos de argumento ad absurdum, al plantearse una cooperación tan igualitaria como prácticamente inviable; la proporcionalidad sólo podría verse satisfecha igualando neutralizadoramente por abajo. En voto discrepante se recogerá un significativo obiter dictum, no contrapuesto a la postura de la mayoría: con el artículo 16 en España “no se instaura un Estado laico, en el sentido francés de la expresión”, que considere que “todas las creencias, como manifestación de la íntima conciencia de la persona, son iguales y poseen idénticos derechos y obligaciones” -voto particular del magistrado Jiménez de Parga, con tres adhesiones, a la STC 46/2001 del Pleno. El Tribunal Constitucional, sin voto discrepante alguno, aprovecha la angostura del proceso de amparo para limitarse a constatar que no hay trato discriminatorio, ya que “no queda excluida la asistencia religiosa a los miembros de otras confesiones, en la medida y proporción adecuadas”; sólo si ellas la reclamaran y el estado “desoyera los requerimientos”, podría darse tal vulneración (STC 24/1982 FJ 4). La resolución cobra una particular relevancia, 16

por haber abordado de modo directo el juego de libertad e igualdad. La respuesta no puede ser más neta: “el principio de igualdad es consecuencia del principio de libertad en esta materia” (STC 24/1982 FJ 1). Confluirán en otros casos la no confesionalidad y las exigencias de la libertad religiosa de los funcionarios primer y segundo aspecto que habíamos señaladoante la proliferación de celebraciones en las que, por ejemplo, no es fácil discernir si se trata de ceremonias religiosas con participación militar o de actos castrenses de contenido religioso. ¿Nos hallaríamos ante perezosas secuelas de la vieja confesionalidad o ante legítimas muestras de cooperación? El Tribunal considera con meridiana claridad que no se trata de “actos de naturaleza religiosa con participación militar, sino, en claro desmarque de la óptica laicista, de actos militares destinados a la celebración, por personal militar, de una festividad religiosa” (STC 177/1996 FJ10). Sin perjuicio de afirmar sin rodeos que “el artículo 16.3 no impide a las Fuerzas Armadas la celebración de festividades religiosas o la participación en ceremonias de esa naturaleza”, recordará también que deberá siempre “respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia”. Asunto distinto, y que lleva a la paradójica desestimación del amparo, es que “no todo acto lesivo de un derecho fundamental es constitutivo de delito”, por lo que aunque la autoridad militar “vulneró la vertiente negativa de su derecho fundamental a la libertad religiosa”, no lo hizo necesariamente “mediante una conducta merecedora de sanción penal” -STC 177/1996 FJ 10 y 11. Años después el mismo Tribunal recordará que el artículo 16.3 CE, “tras formular una declaración de neutralidad”, “considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia católica y las demás confesiones” (STC 46/2001 FJ 4). La alusión a la neutralidad resulta particularmente relevante, dado que uno de los argumentos más socorridos del laicismo sería su actitud neutral ante las diversas opciones religiosas, alejada de una parcialidad presuntamente perturbadora. En un contexto de cooperación lo neutral no puede identificarse con lo neutro; esto permite descartar de inmediato un inevitable efecto neutralizador. Hay pues una toma de partido por una libertad positivamente valorada, que no se sacrifica a una uniformadora igualdad. Siendo la libertad religiosa un derecho particularmente vinculado a la persona, el laicismo se muestra por el contrario más atento a su repercusión social; antepone obsesivamente igualdad a libertad, hasta el punto de convertir a ésta en públicamente irrelevante (Ollero, 1981: t. II, págs. 1099-1140). De ahí que la respuesta laicista acabe exigiendo una actitud más neutralizadora que neutra. La distinción entre actitud neutral y neutra resulta un eco de la que se ha establecido al recordar que no es lo mismo exigir al estado una “neutralidad de 17

propósitos”, por la que “debe abstenerse de cualquier actividad que favorezca o promueva cualquier doctrina particular en detrimento de otras”, que imponerle el logro de una “neutralidad de efectos o influencias”; resultará imposible que su intervención deje de tener importantes consecuencias prácticas sobre la capacidad de cada doctrina de expandirse o ganar adeptos (Rawls, 1996: págs. 226-228). Nadie ha considerado necesario explicar a qué nos referimos al hablar de libertad ideológica, como tampoco parece nada problemático captar el alcance de la libertad religiosa. Sí sería obligado preguntarse si el pluralismo, como valor superior del ordenamiento, sería compatible con una igualdad ideológica, que persiguiera una parificación de efectos entre las diversas propuestas ideológicas en juego. Nada menos pluralista que una variedad planificada con garantizada igualdad final. Tampoco pues tendría mayor sentido proponer una igualdad religiosa, capaz de garantizar una parificación de los efectos de la actuación de los poderes públicos sobre las diversas confesiones a las que los ciudadanos pueden libremente adherirse. La cooperación, como el pluralismo, no remite a una pluralidad planificada sino a un tener en cuenta las creencias profesadas por los ciudadanos, fruto de su libre voluntad y en consecuencia previsiblemente desiguales. El alcance efectivo del ejercicio de la libertad religiosa acabará cobrando contornos más precisos al verse ponderado con el de otros derechos fundamentales en juego. Así ocurre en el ámbito laboral. Hemos insistido en que sería una falsa laicidad la que llevara, en clave laicista, a una actitud depuradora de cualquier realidad social próxima o remotamente deudora de influencias religiosas. Tampoco tendría mucho sentido proyectar rígidamente sobre la vida social variopintas exigencias religiosas que llegaran a generar una fragmentación perturbadora. Ocasión de ilustrarlo brindó una trabajadora, adherida a la Iglesia Adventista del Séptimo Día, al pretender que su conversión le diera derecho a cambiar el día libre del domingo al sábado. Solicitó en consecuencia que se declarase nulo el despido de que fue objeto por inasistencia al trabajo, argumentando en su favor que, al haberse basado el entonces existente Tribunal Central de Trabajo en el obligado respeto a lo suscrito por la “mayoría social”, inevitablemente “se llega a una situación en la que la confesión más extendida en una sociedad se convierte en confesión estatal” -STC 19/1985, Antecedente (en adelante A) 2 C y E. La laicidad cobra así protagonismo, al resultar obvio que la posible conexión religiosa detectable en la solución a un problema civil no le resta viabilidad en un contexto secular. Ejemplifica, a la vez, la imposibilidad de llegar a resolver posibles discrepancias a través del logro de la ya descartada neutralidad de 18

efectos. El Tribunal Constitucional considera que el hecho de que “el descanso semanal corresponda en España, como en los pueblos de civilización cristiana, al domingo” obedece sin duda a una tradición fruto de un mandato religioso, pero no por ello su permanencia implica el “mantenimiento de una institución con origen causal único religioso”; se trata, a estas alturas, de una “institución secular y laboral” vinculada a un día de la semana “consagrado por la tradición”. Esto es lo que ha llevado a la ley a señalar “un descanso mínimo semanal de día y medio ininterrumpido que, como regla general, comprenderá a la tarde del sábado o, en su caso, la mañana del lunes y el día completo del domingo” (art. 37.1 del Estatuto de Trabajadores), sin perjuicio de posibles modificaciones por contrato laboral o convenio colectivo (STC 19/1985 FJ 1, 2 y 4). Se ha elegido “el día tradicional y generalizado”, con lo que al coincidir con la jornada en que “vacan las oficinas públicas, los centros escolares, etc., se facilita mejor el cumplimiento de los objetivos del descanso” (STC 19/1985 FJ 4 y 5). Veinticinco años después, el paso de la confesionalidad católica del régimen franquista al sistema de cooperación, parece pues haber convertido a la Constitución de 1978 en un instrumento eficaz para una garantía y promoción de la libertad religiosa en un positivo ambiente de laicidad. No cabe afirmar que la Iglesia Católica, indiscutidamente mayoritaria en la sociedad española, haya sido la única beneficiaria, aunque sí se ha visto claramente excluida toda interpretación laicista del texto constitucional.

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Libertad sin ira

(Tercera de ABC, 19 de noviembre 2005) En mis primeros contactos, hace más de treinta años, con la vida universitaria y cultural italiana me llamó, entre tantas otras cosas, la atención la naturalidad con que una buena parte de mis colegas dejaban constancia de su catolicismo en intervenciones públicas, orales o escritas. En la España del franquismo la confesionalidad pesaba paradójicamente sobre no pocos católicos de mi generación. La oficialidad de aquello que se vivía por propia convicción resultaba particularmente incómoda; sobre todo por la vinculación al régimen que en consecuencia tendía a darse por supuesta, incluso en muchos que no se contaban entre sus beneficiarios. De ahí que cualquier proclama católica sonara más a sospechoso exhibicionismo que a otra cosa. Todo ello influyó sin duda en mi positiva acogida a la fórmula grociana: apoyemos nuestra convivencia en exigencias éticas que, por ser naturales, compartiríamos también aunque razonáramos "etsi Deus non daretur", como si Dios no existiera. Qué necesidad habría de elevarse a la fe sobrenatural para argumentar exigencias éticas accesibles a la razón... La confesionalidad acabó pasando a mejor vida, pero no siempre trajo como fruto espontáneo esa 'laicidad positiva' que refrenda nuestra Constitución. En ambientes agnósticos, cualquier alusión al derecho natural se veía con frecuencia rechazada sin necesidad de debate argumental; bastaba con su simplista etiquetaje como receta teológica y su obligado correlato autoritario. Entre no pocos creyentes, la resaca confesional se veía también perpetuada al generar un curioso laicismo autoasumido; el laico católico se vedaba ejercer lo que precisamente es su papel: proponer sus propias convicciones a la hora de organizar el ámbito público, con la misma naturalidad con que los demás proponían las suyas. Dentro de este marco, la puesta en marcha de los Congresos "Católicos y vida pública" da fe del paso a un escenario bien distinto. Al llegar ahora a su séptima edición, bajo el título "Llamados a la libertad", vuelve a facilitar que intelectuales y hombres públicos, españoles y extranjeros, se presten a manifestar su condición de católicos a la vez que abordan los problemas más acuciantes de nuestra sociedad. De camino se da pie a un trabajo conjunto entre quienes viven sus convicciones dentro un sano pluralismo, que se ve no pocas veces acompañado de un mutuo desconocimiento.

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La experiencia se ha mostrado notablemente oportuna, y no sólo por su admirable capacidad de convocatoria. Católicos con relevancia pública dejan claro que no están dispuestos a dejarse tratar como ciudadanos de segunda; que piensan seguir ejerciendo sus derechos ciudadanos, no a pesar de ser católicos sino precisamente por serlo; que no dejarán que se les aplique, sólo a ellos, la estrábica conseja que prohíbe imponer las propias convicciones a los demás, como si los demás no tuvieran convicciones o las impusieran con el especial desparpajo que da el no estar demasiado convencidos. Si la laicidad positiva de nuestra Constitución se traduce en la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, resulta decisivo que los creyentes no renuncien a aportarlas al debate democrático. Se ha producido pues una significativa transición. Por eso no me extrañó que en el contexto de una multitudinaria manifestación volvieran a oírse, treinta años después, con impactante oportunidad esos sones que invitan a una libertad sin ira. En su escenario original supusieron una llamada a los sectores más rígidos de nuestra sociedad, para que no tuvieran miedo a la libertad ni se sintieran amenazados por ella, a la vez que se les hacía recapacitar sobre lo inútil de cualquier actitud reaccionaria. La invitación no resulta ahora menos necesaria, cuando no faltan núcleos radicales que manifiestan similar rigidez, quizá por saberse minoritarios aun disponiendo de los resortes del poder. Reaccionan con un recelo no exento de enojo laicista cuando, con exquisito respeto a las formas democráticas, se proponen soluciones bien distintas a las que están imponiendo con la displicente actitud de superioridad del déspota que se cree ilustrado. Parece como si los españoles siguiéramos condenados a la 'diferencia', al resistirnos a asumir pautas culturales consolidadas en países de nuestro entorno. No me refiero sólo a Italia, donde con motivo del reciente referéndum sobre la reproducción asistida el inefable Pannella y su minoría radical, que no sueñan con poder gobernar ni por accidente, tocó a rebato asegurando que la llamada de la jerarquía católica a la abstención ponía en peligro el Estado laico (léase laicista...). La respuesta no pudo ser más elocuente. Figuras significativas (Rutelli, Fallaci...), reconocidamente alejadas del ámbito católico, no dudaron en apoyar la llamada a la abstención; algo inconcebible hoy por hoy entre nosotros. También en Alemania Jürgen Habermas, tras su llamativo ademán de convergencia con el entonces Cardenal Ratzinger, ha sido bastante explícito: "El precepto de neutralidad frente a todas las comunidades religiosas y todas la ideologías no desemboca necesariamente en una política religiosa laicista que hoy en día es criticada incluso en Francia". "Creo que el Estado liberal debe ser muy cuidadoso con las reservas que alimentan 21

la sensibilidad moral de sus ciudadanos, porque además esto es algo que redunda en su propio interés. Estas reservas amenazan con agotarse, sobre todo teniendo en cuenta que el entorno vital cada vez está más sujeto a imperativos económicos". (cfr. Habermas 2006: pág.138). En España esta fluidez en el debate cultural y político sólo ha llegado abrirse paso como rechazo a la lacra terrorista, que ha animado a aunar posturas a figuras acostumbradas a moverse en campos bastante alejados. No parece tan fácil que creyentes y no creyentes se muestren capaces de suscribir conjuntamente propuestas en beneficio de bienes y valores cuya protección y defensa no exige obviamente profesión de fe alguna. Habrá que esperar que también llegue a consumarse esta nueva transición. Somos no pocos los católicos que incluimos aportaciones de la Ilustración como ingrediente ineliminable de nuestra personal identidad cultural, aunque pueda llevar a alguno a no considerarnos trigo limpio. No es actitud novedosa. El propio Juan Pablo II, en su postrera obra "Memoria e identidad" alababa, no sin un toque de humor, que "ha dado también muchos frutos buenos", ya que "procesos de talante ilustrado han llevado frecuentemente a redescubrir las verdades del Evangelio", como la libertad, la igualdad o la fraternidad. Personalmente considero, por ejemplo, inseparable de mi marco de referencia cultural la aportación de la Institución Libre de Enseñanza, que tuve oportunidad de estudiar a fondo con ocasión de mi tesis doctoral. De ahí que me mueva a la sonrisa ver oficiar como sus propietarios exclusivos a más de uno que no las ha leído ni por el forro. Esa obsesión maniquea por no compartir señas culturales parece fruto de una pereza un tanto infantil, que ahorra definir la propia identidad. Quizá pueda ayudar a generar un nuevo escenario tener la audacia, que Habermas parece apuntar, de asumir la propuesta de Benedicto XVI: invertir la vieja fórmula grociana y atreverse a razonar "etsi Deus daretur", como si Dios existiera. Pensar que ello afectaría a la obligada neutralidad de lo público no dejaría de entrañar una falacia. Cabe sin duda discutir si es preciso suscribir un planteamiento inmanente o transcendente del ser humano; entender que sólo una de esas respuestas implica una toma de partido lleva a suscribir una pintoresca neutralidad, que permite al otro planteamiento, precisamente el minoritario, imponerse sin necesidad de discusión. Puede en efecto haber llegado a muchos no creyentes el momento de ser audaces. Quizá no sea mucho pedir que quienes, a fuer de modernos, nos hemos curtido en la asimilación de la fórmula grociana, esperemos de ellos que, siquiera por vía de hipótesis, se animen a razonar como si Dios existiera. Podría irnos a todos mucho mejor; por experimentar que no quede... 22

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Aconfesionalidad, laicidad y laicismo

Ponencia en el VII Congreso "Católicos y vida pública". Madrid, Ediciones CEU, 2006, tomo 2, págs. 827-830.

Me planteé ya por extenso una pregunta de no fácil respuesta: si el nuestro es un Estado laico (Ollero, 2009). La dificultad de la respuesta radica inicialmente en ponernos de acuerdo sobre qué entendemos por Estado laico, cuestión esta que es la que he intentado esclarecer a la luz de nuestra propia jurisprudencia constitucional. Es frecuente que se entienda el Estado laico como lo propone el laicismo, vinculándolo a una estricta separación (que evite toda posible contaminación) entre el Estado y cualquier elemento de procedencia religiosa. Ello explica que no pocos opten por rechazar el término, aunque en realidad lo que consideran rechazable es el laicismo. Al darse por supuesta tal identificación, los laicistas ven así consolidado un falso dilema entre un Estado confesional generalizadamente rechazado y su propuesta, como si no existiera un posible término medio. Estoy convencido de que no sólo existe, sino de que es la fórmula que con más fundamento constitucional merece el rótulo Estado laico. Se ha argumentado en contrario que con ello se estaría falseando un concepto histórico, acuñado en Francia precisamente en clave laicista. También en la Italia de la posguerra el mapa político, y por ende el cultural, se articuló durante decenios en torno al dilema católico-laico. Pero la historia es fluida. Se ha hecho ya frecuente en Italia que figuras políticas o culturales laicas suscriban sin sofoco posturas públicamente defendidas por la jerarquía católica. Se observa incluso un relativo deshielo del laicismo en Francia. Insistir pues en tal argumento acaba reflejando, más que respeto a la historia, una interesada defensa del laicismo que llevaría a proponer embalsamarla. Cabría preguntarse en beneficio de quién… Jürgen Habermas, en su artículo publicado en "Die Welt" días antes de la primera visita del Papa Benedicto XVI a Alemania, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, fue también bastante explícito. El propio Tribunal Constitucional español, ha aludido en hasta cuatro sentencias (las 46/2001 F4; 128/2001, F2 in fine, 154/2002, F6 y 101/2004, F3) a la presencia en nuestro sistema de una "laicidad positiva". Da así por sentado que fuera de la Constitución habría otra laicidad negativa, o al menos formulada de modo negativo. Sugiere con ello un reconocimiento del Estado español como 24

positivamente laico y no como negativamente laicista. No parece haber acertado sin embargo a la hora de identificar su fundamento, ya que no lo sitúa más allá de la mera "aconfesionalidad"; término más negativo que positivo. Lo que realmente está en discusión es si se considera a lo religioso -al igual que lo ideológico- como un factor socialmente positivo, enriquecedor de una sociedad democrática. El laicismo lo valora negativamente, como elemento bloqueador del diálogo o como alimentador de un fanatismo conflictivo. De ahí que, más que justo título para un derecho, alimentaría conductas que merecerían como mucho ser objeto de tolerancia. Si se me permite la broma, parece como si algunos optaran por dulcificar la añeja condena de la religión como opio del pueblo, prestándose con generosa benevolencia a caracterizarla como tabaco del pueblo; podría hacerse uso de ella pero con la máxima discreción para no contaminar demasiado. Curiosa generosidad la del que somete a mera tolerancia lo que es directo ejercicio de un derecho fundamental. La laicidad positiva plasmada en nuestra Constitución implica, por el contrario, el efectivo reconocimiento de la libertad religiosa como derecho fundamental del ciudadano, a cuyo servicio el Estado ha de mantener con las confesiones las consiguientes relaciones de cooperación. Bastaría con suscribir la equiparación entre libertad ideológica y religiosa, que el propio artículo 16.1 de la Constitución española (CE) plantea, para que buena parte de los problemas suscitados quedaran privados de fundamento. Así, por ejemplo, cuando algunos apelan a la igualdad religiosa habría que entender que reclaman también una igualdad ideológica; lo cual resultaría simplemente ininteligible. No hay noticia de que nadie, invocando tal igualdad, haya propuesto que todos los partidos políticos reciban idéntico apoyo de los poderes públicos, sea cual sea el número de votos obtenidos; ni menos aún de que preconice una acción positiva destinada a equilibrar en el futuro los resultados obtenidos por unos y otros. Tampoco se ha considerado inconstitucional el peculiar tratamiento otorgado en nuestro sistema a los llamados sindicatos más representativos. La existencia de discriminación no se identifica, como es bien sabido, con la mera desigualdad fáctica; exige que esté privada de un fundamento objetivo y razonable. En este caso el fundamento existe y aparece de modo expreso en el propio texto del artículo 16.3 CE. Por más que se invoque la neutralidad del Estado, no cabe pretender que la acción de los poderes públicos tenga una repercusión uniforme en todos los individuos o grupos. Quiero terminar aludiendo a nuestra constitucional aconfesionalidad: "Ninguna confesión tendrá carácter estatal". Algunos utilizan el término confesional de modo mucho más amplio y genérico. Califican como tal a toda medida de los poderes públicos que suscriba contenidos ético-materiales de raíz ideológica o 25

religiosa. Esto -aparte de hacer más complicado el debate- podría invitar a dar por hecha la posibilidad de que existan medidas de los poderes públicos que, por su neutralidad, no asumirían contenido ético-material alguno; lo que resulta difícilmente imaginable. Se va aún más allá cuando se rechaza lo que se califica como confesionalidad sociológica, que no es sino el fáctico reflejo social que las propuestas de determinadas confesiones acaban obteniendo. En clave laicista, llega a afirmarse que no basta con que los poderes públicos guarden una exquisita separación respecto a las confesiones religiosas, sino que habrían de mantenerse también separados de la sociedad en la medida en que ésta refleja siempre connotaciones religiosas. La presencia de autoridades en actos públicos de carácter religioso se convierte en el test más socorrido al respecto. Esta curiosa separación entre Estado y sociedad parece desafiar los más elementales principios de la democracia liberal. Pienso como conclusión que, desde una perspectiva argumental, el término Estado laico genera entre nosotros una acogida favorable, en la misma medida que produce rechazo el término confesional. De ahí que oponerse a un Estado laico tenderá a interpretarse como una opción, más o menos consciente, por la confesionalidad. Convencido de que laico se opone en realidad a clerical, no dudaría personalmente en afirmar que España es un Estado laico: "tan laico como yo" o, si lo prefieren, "tan laico como sus ciudadanos".

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Entre laicidad y laicismo

(Publicado en “Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas” 2009 (LXI-86), págs. 853-857)

Los Académicos de Número sólo tenemos oportunidad, gracias a un muy articulado sistema rotatorio, de presentar como máximo una vez al año ante la Academia el fruto de nuestros trabajos. Estoy por tanto disfrutando de una nada despreciable oportunidad adicional fuera de cuota. Añádase a ello que nuestro Presidente, más allá de su generoso detalle protocolario, es un auténtico protagonista del asunto que nos ocupa, de lo que queda justa constancia a pie de página en el libro que se presenta. Ha intervenido también, aportando su rigor sociológico, Julio Iglesias de Ussel, entrañable y viejo amigo con el que he compartido años de vida universitaria, en Granada, así como una inolvidable etapa de tareas políticas relacionadas con esa misma institución. Por si fuera poco, se ha brindado a participar la catedrática María José Roca, una antigua alumna granadina, lo que, aparte de recordar de modo nada lisonjero cómo los años pasan, apunta que al menos nuestra docencia no le ha impedido llegar a convertirse en una experta de prestigio internacional. Es bien sabido, por lo demás, que escribir libros es tarea mucho más fácil que encontrarle lectores. Puedo sentirme orgulloso de haber encontrado ya, como ha quedado demostrado, tres de la máxima categoría, con lo que puedo considerar todo un éxito el acto que nos hoy reúne. No quiero tampoco ocultar que considero este libro como un homenaje al Tribunal Constitucional español. Desde que comenzó sus tareas, mi producción científica gira de modo prioritario en torno al esfuerzo de hacer filosofía del derecho utilizando como campo de juego sus valiosas sentencias; en este caso, las relativas al artículo 16 de nuestra Constitución. Únicamente en lo que se refiere a la reciente polémica sobre la asignatura de Educación para la Ciudadanía, aún en su antesala, me he ocupado de las del Tribunal Supremo. Es una lástima que para el ciudadano medio, que suele ignorar estas resoluciones, el prestigio del alto Tribunal se esté deteriorando paradójicamente no por las sentencias que ya ha hecho públicas sino por alguna que no llega a emitir. Entrando ya en materia, se ha ido ciertamente en nuestra Constitución más allá de una mera aconfesionalidad, que niega cualquier vinculación de los poderes 27

del Estado a los dictados de un poder superior de signo religioso. Se cumpliría así esa neutralidad de propósito, que Rawls considera exigible en un Estado liberal: ninguna disposición de los poderes públicos ha de tener como objetivo favorecer a una concepción del mundo o “doctrina comprehensiva”, sea filosófica, moral o religiosa. El Tribunal Constitucional ha detectado en el artículo 16 una laicidad positiva. Mientras que la cooperación, explicitada en el artículo 16.3, es la clave de la laicidad positiva, lo típico del laicismo sería un afán de separación, como si se aspirara a una no contaminación entre la vida pública y unas, al parecer perturbadoras, influencias religiosas. Considero que el núcleo decisivo de la laicidad positiva estriba en que el protagonismo de la cuestión corresponda al ejercicio de un derecho fundamental, sin que llegue a verse reducido a un problema de relaciones entre Iglesia y Estado. Tanto una como otro acabarán relacionándose en la medida en que se muestren realmente al servicio del ciudadano. Cuando se enfoca desde la segunda perspectiva, es fácil que el poderoso se preste como mucho a mostrarse tolerante con los que suscriben algún credo religioso. Yo tengo bien claro que, como creyente, no tolero que me toleren; exijo respeto a un derecho fundamental del que soy titular. Comprendo que el matiz escape a quienes no saben distinguir tolerancia, que es conceder a alguien lo que no es suyo, y justicia que es darle lo que tiene título para exigir; de ahí que se consideren muy tolerantes por inventar derechos de temporada, mientras que tienden a desconocer derechos fundamentales. La laicidad tiene poco que ver con el clericalismo, sea religioso o civil. Recuerdo mi sorpresa cuando, tras pronunciar una conferencia en mi sevillana cofradía de San Juan de la Palma, la primera pregunta del coloquio me planteaba la distinción entre bioética cristiana y laica, a la que se refería el manual para la formación de los cofrades sevillanos, que algún clérigo habría diseñado. Me permití observar que no tengo noticia de que exista una bioética cristiana, ya que (al menos en su expresión católica) invita simplemente a asumir una ética natural, asequible a la razón sin necesidad de recurrir a instancias sobrenaturales, sin perjuicio de que éstas puedan reforzarla. No matar es un imperativo natural, que no es válido porque Dios lo quiso, sino que Dios –que es logos- al quererlo rubricaba su racional validez. Por lo demás, para ética laica la mía, sin ir más lejos… Resulta obvio que no soy nada partidario de un laicismo presuntamente tolerante, que trata a la religión como tabaco del pueblo: fume poquito y en casa, manteniendo los espacios públicos libres de humo. Un instrumento al servicio de esta actitud parece ser el intento de convertir a la libertad religiosa, con su específico y positivo tratamiento constitucional, en mera expresión de la libertad de conciencia, lo que la equipararía a meras filosofías o propuestas morales que 28

no han merecido en la Constitución particular reconocimiento específico. Nos hallamos en efecto ante un derecho fundamental de segunda generación, ya que no se conforma con el modelo paleoliberal de no interferencia de los poderes públicos en la conciencia individual, sino que incluye, según nuestro Tribunal Constitucional, una dimensión “asistencial y prestacional”, para hacer real y efectiva la libertad religiosa, en línea con el artículo 9.2 de la Constitución. Es preciso facilitar al ciudadano que pueda ejercer con plenitud este derecho, como se le ayuda a llevar a cabo actividades culturales o deportivas, aunque algunos no estemos ya para muchos trotes. El mismo artículo 16.3 señala cómo debe llevarse a cabo la cooperación de los poderes públicos “con la Iglesia Católica y demás confesiones”: teniendo en cuenta las creencias de la sociedad. No tiene pues sentido esgrimir una presuntas exigencias de “igualdad religiosa”; sorprendentes, porque a nadie en su sano juicio se le ha ocurrido proponer una totalitaria “igualdad ideológica”, que evite que algún partido acabe capitalizando el voto útil de derecha o izquierda. La neutralidad de los poderes públicos ha de ejercerse no sólo respecto a la mayoría, elocuentemente reflejada en las cifras que nos ha aportado el Profesor Iglesias, sino también respecto a las minorías. A más de un ciudadano español le causará estupor tener noticia de que por vía burocrática se ha dado por hecho que el budismo, por ejemplo, tiene en España “notorio arraigo”; o que en Cataluña se han descubierto por vía oficial hasta treinta confesiones religiosas. Debo ser un personaje singular porque, pese a no ser ya ningún niño, no recuerdo haber coincidido con ningún budista en España (sí, por supuesto, en algunos de mis viajes). Un buen amigo me aportaba al respecto todo un irónico indicio: en nuestra telúrica España lo que ha sido desgraciadamente arraigada costumbre fue expulsar al infiel; de ello pueden hablar judíos o moriscos. Venturosamente no ha habido, por el contrario, modo alguno de expulsar a lo largo de veinte siglos a algún budista; simplemente porque no los había... El actual Director General competente ha señalado, sin embargo que la obligada atención a confesiones que, dentro del 1% de población ya señalado, no tienen como los judíos, evangélicos y musulmanes un tratamiento legal específico, justificaría nada menos que modificar la actual ley orgánica de libertad religiosa. En la actualidad en la UNED de Madrid, Barcelona y Valencia se están desarrollando tres cursos para formar imanes. Se han preparado para las comidas unos menús adecuados, lo que me parece lógico en aras de la libertad religiosa, e incluso se han dispuesto unas salas orientadas a la Meca para que puedan realizar sus oraciones. Todo ello irreprochable; lo que no entiendo es que los mismos que promueven estas actividades discutan que en una u otra Facultad haya una capilla católica, como igualmente las hay de una u otra 29

confesión y de diverso aforo en la Terminal 4 de Barajas. La laicidad positiva no es una singular ocurrencia de nuestro Tribunal Constitucional. Alguien tan ajeno a lo religioso como Jürgen Habermas, que reconoce su “mal oído” respecto a dicha temática, se ha expresado con mayor claridad que católico alguno, al afirmar que el Estado liberal incurre en una contradicción al exigir al creyente que traduzca sus planteamientos a términos compartibles por los que no creen, mientras que al agnóstico no sólo no se le exige traducción similar sino que se concede, en nombre de una presunta neutralidad, una prioridad institucional a sus planteamientos. De ahí que -como recojo en el libro- abogue por la necesidad de llevar a la práctica un doble aprendizaje, que incluya a unos y otros (Habermas, 2006: pág. 126). A Benedicto XVI lo malentendieron algunos cuando sugirió en Regensburg que confesiones religiosas, que giran en torno a un voluntarismo divino-positivo, iban a tener notables dificultades para llevar a cabo el laborioso proceso de aprendizaje que ha llevado al catolicismo a ser capaz de dialogar con la Modernidad. Habermas sugiere que también a algunos agnósticos les queda bastante que aprender. Por otra parte, superando la confrontación decimonónica entre razón y fe, el mismo autor invita a cuestionar si la ciencia puede seguir siendo considerada como criterio definidor de lo verdadero y lo falso, o si más bien habría que entenderla como integrada en una historia de la razón, que incluiría también a lo que llama grandes religiones mundiales (Habermas, 2006: pág. 155). Lo que equivale a sugerir que si una religión es tan amplia y difusamente aceptada es precisamente por incluir aportaciones racionales, cuya marginación empobrecería la vida social, condenándola a verse regida por un utilitarismo mercantilista. Esto explica su actitud ante los problemas éticos suscitados por la biotecnología. Anticapitalista aún decenios después, se resiste a que sea el mercado el único instrumento regulador de la vida social. Convencido de que nuestra sociedad se empobrece éticamente de modo sostenido, no espera que vengan de Wall Street las aportaciones necesarias y confía en que de las religiones quepa recibir esa inyección ética que nuestra situación social exige. Debo agradecer a mi buen amigo Julio Iglesias que, con su postura en relación al velo islámico, me facilite un motivo de discrepancia, que puede contribuir a hacer más variado este acto. He calificado el problema de anecdótico, porque en el ámbito de la jurisprudencia constitucional del que me ocupo no hay constancia sobre el particular. Me parece obligado resaltar que estamos hablando de derechos. No se trata de si una niña quiere o no llevar un pañuelo, sino de si tiene o no derecho a hacerlo. Habrá luego que considerar si se trata de un eventual derecho subjetivo otorgado por vía legislativa o de un derecho fundamental, que sólo puede verse desarrollado por una ley que respete su 30

contenido esencial. De un derecho fundamental no se es titular cuando a los demás les parece bien. No somos humanos a partir de la semana que decida la mayoría, ni podemos ejercer la libertad religiosa cuando y como a la mayoría le parezca bien. No hay que ser musulmán para distinguir entre un hiyab y una gorra. Afirmar, como se ha dicho, que en cada caso se decidirá si se puede o no entrar con velo equivale a sugerir que los centros podrán meramente tolerar o no algo a lo que se tiene derecho, o atribuir a los centros competencias legislativas. Por otra parte, no habría hecho falta alguna reformar el reglamento del centro escolar para que esa niña musulmana pueda acceder a él; habría bastado con algo tan elemental como proceder a interpretarlo, como cualquier otra norma, en el marco de la Constitución; o sea, de la manera más favorable a los derechos en ella reconocidos. Cabría sin duda una enmienda a la totalidad, por expresarnos en términos parlamentarios. No estaríamos ante un símbolo religioso, sino ante una intolerable muestra de sometimiento femenino. Entraríamos pues en el ámbito de ese orden público que la Constitución reconoce como único límite admisible a la libertad ideológica y religiosa. La cuestión es tan polémica como peliaguda. ¿Quién debe establecer el sentido de un símbolo? ¿El que lo usa o quienes le observan? En la medida en que esa negativa interpretación semántica tuviese fundamento, sería más razonable que a la niña se la educara de tal modo en la importancia de la autonomía femenina que ella misma, si se sintiera ahogada por el velo, se lo acabara quitando. Al fin y al cabo lo que ella solicita es una excepción, ejerciendo su derecho a una objeción de conciencia. Renunciar a educarla, o desviarla a otro centro donde le concedan graciosamente lo que en justicia es su derecho, es el mejor modo de deseducar cívicamente a sus compañeros. Yo no suscribiría esa integración social por decreto. No ha faltado quien desde nuestro Gobierno actual siga mostrando una pueril alergia a lo religioso. En vez de reconocer que es el derecho fundamental a la libertad religiosa lo que obliga a interpretar que el hiyab no es una gorra sin visera, se descuelga con que debe primar el derecho a la educación; pero esto sí que obligaría a modificar el reglamento y convertiría en intachables las gorras. Todo antes que suscribir nuestra constitucional laicidad positiva, que justifica un deber de cooperación con las manifestaciones religiosas y quienes las encarnan. Enfrente, una derecha hirsuta juega al Guerrero del Antifaz, para que los laicistas de turno se carguen de razón. Una vez que la niña se vea destocada, una novicia asiática animada por sus superioras a completar estudios no podría tampoco acceder a ese mismo centro con la toca sin generar una burda discriminación por motivos religiosos. Inteligente resultado: religión civil para todos, por decreto. 31

Acabo de volver de Polonia, donde la nube volcánica me ha obsequiado con una inesperada prórroga que me llevó el pasado martes a incumplir mis deberes con esta Real Academia. En sus carreteras es difícil circular más de un kilómetro sin encontrar alguna cruz de notables proporciones. Han estado allí durante años de sometimiento a un régimen soviético. En Lublin, en cuya Diputación pude firmar en el Libro de Condolencias motivado por la reciente tragedia de Smolenko, el hemiciclo está decorado por cuadros que recogen con una sola excepción las efigies de sus presidentes. La excepción la constituye un santo: Tomás Moro, identificado como patrono de los políticos. Ahora hay quien pretende que el Tribunal de Estrasburgo, en nombre de la ansiada Europa de la libertad, haga que los polacos quiten los crucifijos que Moscú no pudo desterrar. Curiosa libertad la del laicismo... La conclusión de mi libro es, sin embargo, que lo más negativo en nuestro panorama social no es que haya un gobierno laicista -que parece haberlo- sino lo que he llamado laicismo autoasumido. La intimidante afirmación de que no cabe imponer las propias convicciones a los demás se dirige entre nosotros, como ha criticado Habermas, sólo a los católicos; como si los demás no tuvieran convicción alguna. Se trata sin duda de una curiosa afirmación, porque para que cada cual se comporte con arreglo a su personal convencimiento no hace falta alguna el derecho. Éste existe para convencer a quien piensa que el logro de sus objetivos políticos justifica matar al vecino de lo contrario; o para hacer cambiar de idea al que considera que el que alguien no esté atento a sus pertenencias, como se sugiere en la T-4, las convierte en mostrencas y libremente disponibles. Una gran mayoría de los católicos se somete a tan curioso imperativo, convencidos de que en el ámbito público han de olvidar sus convicciones. El resultado es que acabarán sometidos a las de otros, tan convencidos de ellas que ni siquiera tendrán que convencer a los demás. En pleno despotismo ilustrado, una iluminada cofradía se erige en intérprete de un paradójico sentido común minoritario. Estimo, para terminar, que la regulación de la libertad religiosa en nuestra Constitución, así como la doctrina jurisprudencial que la explicita, es difícilmente mejorable. Me parece por ello un deber de justicia agradecerlo a quienes contribuyeron a diseñarla en el texto constitucional y a los que continúan expresando su contenido desde nuestro Tribunal Constitucional en beneficio de la libertad de todos los españoles.

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España: ¿un Estado laico?

Entrevista con Andrés Cárdenas, publicada en el diario “Ideal” de Granada el 17 de abril de 2005.

Pregunta: Señor Ollero, ¿es España un estado laico? Respuesta: Si laico se entiende en sentido laicista, como absoluta separación entre lo público y lo religioso, nuestra Constitución lo excluye expresamente. Lo que ocurre es que, así como en viejos tiempos estuvimos en postconcilio, ahora parece que estamos en postconstitución: algunos pretenden que la Constitución diga lo que ellos intentaron sin éxito que dijera.

P-Por un lado la Constitución establece la aconfesionalidad del Estado pero la presión de la Iglesia en lo social, lo político y sobre todo en la educación, es intensa. R-El Estado español viene siendo inequívocamente aconfesional; no es que la Iglesia presione sino que los ciudadanos ejercen libremente sus derechos. No es la Iglesia sino que son los ciudadanos los que solicitan abrumadoramente que se enseñe religión católica en los centros públicos. La Constitución obliga a los poderes públicos a tenerlo en cuenta; negarse a ello sería imponer una confesionalidad laicista. P-¿Cuál sería su solución para evitar esta especie de dilema? R-Llevar a cabo la laicidad positiva que suscribe la Constitución: tener en cuenta las creencias de los ciudadanos. Lo laico se opone a lo clerical, a depender ovejunamente de lo que diga el de arriba; el laicismo no es sino clericalismo civil. No me extraña pues que hayan inventado el bautismo por lo civil, rezuma coherencia… P-Usted ha dicho en varias ocasiones que no es igual laicidad que laicismo. R-En efecto, Estado laico es el que respeta al laico; laos, ya en griego, eran los ciudadanos de a pie. En la modernidad se impuso que el ciudadano de a pie había de adherirse a la religión de su príncipe (cuius regio eius religio); ahora algunos deciden que el príncipe no tenga religión y en consecuencia los ciudadanos la practiquen en las catacacumbas (o sea, cuius regio eius nonreligio).

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P-¿Cómo debe de comportarse la Iglesia ante los reiterados intentos de muchos colectivos de convertir a España en un Estado totalmente aconfesional? R-Lo que pretenden en realidad es que el Estado sea laicista. En la Iglesia Católica los curas deben decir misa y recordar los principios de la religión; los laicos debemos espabilar para que no nos discriminen algunos paradójicos amantes solo de una libertad en concreto: la suya de ellos. P-El matrimonio entre homosexuales, un proceso de divorcio simple, la investigación con células madre, la eutanasia, el rechazo de asignaturas religiosas fundamentales y, sobre todo, acabar con la financiación desigual de la Iglesia católica en España. Son muchos frentes los que tiene que atajar la Iglesia… R-Porque la Iglesia se compromete con la defensa de la verdad del hombre. No se limita a decir que determinada conducta es inmoral y que quien la practique se pase por el confesionario. Le preocupa que determinadas medidas obstaculicen una convivencia realmente humana. A la vez recuerda que la caridad se ha de vivir con todos; no sólo con los despistados sino incluso con los enemigos, si alguien se empeñara en serlo. P-¿Deben tener los poderes públicos en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española? R-El artículo 16.3 de la Constitución lo dice expresamente. P-El que haya habido miles de españoles que hayan viajado a Roma para asistir al funeral del Papa, ¿debe hacer reflexionar al Gobierno sobre la religión que se practica en España? R-Es un detalle elocuente pero relativamente secundario. El Gobierno debe respetar la Constitución, sea cual sea el número de peregrinos. No debe imponer a los ciudadanos cómo han de satisfacer sus necesidades. La ministra de turno ha tenido que archivar sus mini-pisos al comprobar que los ciudadanos no quieren vivir en casas de muñecas. No sé por qué con las necesidades espirituales habría que actuar de otro modo. P-En países con larga tradición democrática y laica, las posturas de un número importante de congregaciones católicas han tomado militancia activa en defensa de sus convicciones. ¿Es este el paso que tienen que dar los católicos españoles? R-Termino mi libro “España: ¿un Estado laico?”, que acaba de editar Civitas, aludiendo a un laicismo autoasumido. No me preocupa tanto que un Gobierno pueda tener la tentación de arrinconar a los católicos; me preocupa más que 34

éstos, preocupados de no imponer sus convicciones, se callen mientras los demás imponen las suyas. La democracia consiste en que cada cual haga sus propias propuestas. Para hacer las ajenas ya habrá otros. P-¿Qué ha significado para usted la figura de Juan Pablo II. R-Ha sido un regalo de Dios para la humanidad. Personalmente, nunca olvidaré las cinco oportunidades en que tuve ocasión de saludarle personalmente en Roma y que en una de ellas me hiciera la señal de la cruz sobre la frente, como le solicité. Rebosaba afecto. Le dedicaré otro libro, que recoge trabajos sobre su aportación a la tolerancia y los derechos humanos, ahora en imprenta: 'Derecho a la verdad'.

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Fundamentalismo y derecho

(DIARIO 16, 25 de noviembre 1995)

El asesinato de un gran luchador por la paz, el primer ministro Rabin, ha desmentido de modo elocuente un tópico occidental: identificar las actitudes fundamentalistas con países del tercer mundo, de escaso y arcaico nivel cultural, económicamente subdesarrollados y escasamente "modernizados". Así lo constataron los juristas italianos reunidos por la Universidad de Roma (Tor Vergata), con una significativa representación (un francés, un griego, un español...) de la Europa mediterránea. Para reflexionar sobre fundamentalismo y experiencia jurídica parecía necesario precisar, ante todo, el sentido de aquel término. Otro tópico laicista, en esta ocasión, tiende a identificarlo abusivamente con cualquier planteamiento que pretenda afirmar, con fundamento, que sus propuestas son verdaderas. Pronto, sin embargo, se abrió paso entre los participantes la convicción de que el mejor modo de definir el "fundamentalismo" es, precisamente, su actitud hacia el derecho; su notable dificultad para aceptar aspectos elementales del ámbito jurídico. Tras amplio debate, se acabó decantando una posible definición: "el fundamentalismo es un legalismo religioso sin derecho natural". Con frecuencia, un "ismo" nos pone en guardia ante la exageración patológica de un aspecto de la realidad. Frente a los que, interesadamente, sitúan el peligro en que algo diverso de lo que ellos defienden -es de suponer que con fundamento...- pueda ser considerado "fundamental", la patología del fundamentalismo radica en su obsesión por que todo lo religioso sea tratado como fundamental, a la hora de diseñar el ámbito de lo público. Niega con ello un aspecto elemental del derecho: el establecimiento de una obligada distinción entre sus exigencias, que aspiran a fijar unos mínimos éticos capaces de garantizar -en el fuero externo- una pacífica convivencia social- y otras, que nos exhortan a alcanzar -en el fuero interno- dosis máximas de felicidad o perfección personales. El fundamentalismo se convierte en tal por ignorar, con tan elemental distingo, la autonomía de lo temporal; no por su mayor o menor vinculación a lo religioso. Tanto entre los mínimos garantizables por el derecho, como entre los máximos éticos propios de las doctrinas morales, podrá haber elementos religiosos y profanos. Lo que empuja al fundamentalismo no es proponer la presencia de los primeros, también en el ámbito de lo público, sino introducir indebidamente entre los mínimos reguladores del fuero externo aspectos totalmente ajenos a la 36

frontera natural de lo jurídico. Por otra parte, también el arbitrario intento del laicismo de discriminar a quien formule propuestas de regulación de lo público, a las que quepa vincular con alguna "denominación de origen" de signo religioso, condena a poner en marcha pesquisas inquisitoriales de envidiable raigambre fundamentalista. Si se habla de una "frontera natural" de lo jurídico, no fue para tenerla por fijada de una vez por todas; disponible incluso con particular desenfado para algunos privilegiados, que gozarían de peculiar habilidad para captarla. Se la consideraba objetivamente existente, pero necesitada de búsqueda racional y de una práctica determinación en el caso concreto. El fundamentalista, al ignorar esa frontera natural del derecho, se rebela ante cualquier intento de condicionar la presencia de determinadas exigencias sobrenaturales en el ámbito de lo público. Su error no es pretender que hay elementos verdaderos, vinculados a lo religioso, que deban encontrar plasmación jurídica; lo equivocado es empeñarse en ahogar lo naturalmente verdadero en las profundidades de lo religioso. El fundamentalista acabará creyendo que el "no matarás" sería verdad por haber sido revelado por Dios; en vez de admitir que Dios lo ha revelado porque es verdad; y verdad tan básica como para no ahorrar medios a la hora de evitar que acabe siendo ignorada. El fundamentalista, convencido de que sólo una arbitraria voluntad divina -sin referente natural alguno- prohíbe matar, acabará matando si piensa que con ello hace respetar la divina legalidad. Emerge así violentamente ese fundamentalismo que no es sino un legalismo religioso arbitrario, incapaz de hacer suyas las exigencias naturales del derecho. Lo llamativo es comprobar en qué medida coinciden en este núcleo central la actitud fundamentalista y la de aquéllos que consideran que la democracia es inseparable del relativismo valorativo. Su miedo a quienes, admitiendo que existe, pretenden hablar de la verdad con fundamento y se toman en serio su posible proyección sobre lo público, se convierte en alergia a lo religioso, al considerarlo la síntesis suprema de lo verdadero, lo fundado y lo serio. El resultado será, una vez más, negar toda frontera natural de lo jurídico. No discutirán si el conocimiento y determinación práctica de dicha frontera es más más o menos problemático o complejo; el mero planteamiento de su existencia les parece agresión rechazable. En consecuencia, también para ellos, la frontera de lo jurídicamente regulable sólo podrá derivar de un acto de voluntad (que no de razones...) de la mayoría; o sea, de un acto de voluntad de quienes pueden oficiar como sacerdotes o ministros de ella, aunque atropelle derechos naturales. El laicismo acaba siendo un fundamentalismo secularizado, no más respetuoso con el derecho que el religioso; como él, suscribe un legalismo 37

positivista sin derecho natural. La identificación de relativismo y democracia hace saltar el único posible freno a todo fundamentalismo, religioso o no. Si se quiere neutralizar la amenaza fundamentalista habrá que defender las fronteras naturales del derecho, en una doble tarea: resaltar el fundamento objetivo de unos derechos humanos no negociables; recordar también que, sólo garantizándola mínimamente, podrá la libertad contar con el campo abierto que necesita para aspirar a ineludibles máximos de felicidad y perfección.

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Símbolos religiosos en una sociedad multicultural

Publicado en el “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado” 2012 (XXVIII), págs. 39-48.

La doble sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el caso Lautsi contra Italia se ha convertido en paradigma de la dificultad que Europa viene experimentando a la hora de fijar el adecuado emplazamiento de la religión en el ámbito público. La sentencia de la primera instancia optó de modo unánime por la obligada exclusión de los crucifijos de las escuelas públicas italianas. ¿Quién se atrevería a discutir la necesaria neutralidad del Estado respecto a concepciones del mundo comprehensivas en una sociedad pluralista? La sentencia posterior de la Gran Sala (de 18 marzo 2011: Requête nº 30814/06) estimó por notable mayoría que la carga cultural y la dimensión más pasiva que adoctrinadora del crucifijo haría admisible la decisión italiana de mantenerlos ¿Debería Europa vivir la neutralidad de modo tan surrealista como para obligar a los Estados escandinavos a eliminar la cruz de sus banderas? La situación parece condenarnos a la aporía. Quizá porque en el problema se entrecruzan inadvertidamente dos aspectos bien distintos a la hora de fundamentar una solución. En el contexto de la Modernidad puede llevar a una respuesta equivocada limitarse a plantear si tiene sentido admitir a una religión ejercer el poder; habría que abordar también la respuesta a otra cuestión: qué relación guardan entre sí la racionalidad y la fe religiosa. No en vano la neutralidad del poder estatal aparece como consecuencia de las exigencias de racionalidad propias de la Modernidad. La solución puede cambiar si, en vez de conceder prioridad al problema político -el legítimo ejercicio del poder-, se convierte en punto de partida la posibilidad de una razón práctica y su compatibilidad con la creencia religiosa. El no-cognitivismo ético descarta la posibilidad de una dimensión racional de la praxis. La búsqueda de soluciones justas no tendría nada que ver con la razón, sino con dimensiones emotivas y sentimentales más afines a lo volitivo. A falta de respuestas verdaderas o falsas, habría que arriesgarse a optar a bulto, sin mayores conocimientos que permitan afinar la puntería. En este sentido, podemos citar unas palabras de Habermas: “La tesis de la ‘veracidad’ de las cuestiones prácticas implica que hay una asimilación de los enunciados normativos a los descriptivos”. “Como quiera que el intento intuicionista de captar las verdades morales tenía 39

que fracasar, debido a que los postulados normativos no pueden verificarse ni falsarse, es decir, no pueden comprobarse por las mismas reglas que los postulados descriptivos, se postuló como solución distinta, y bajo los mismos supuestos, la idea de rechazar a ojo de buen cubero la veracidad de las cuestiones prácticas” (Habermas, 2008: págs. 62 y 64). La justicia se convierte así en noción más moral que jurídica, asumiendo una carga de subjetividad que la expulsa del ámbito público para recluirla en lo privado. Ese sería el destino obligado de la religión: enclaustrarse en la catacumba de la privacidad. En efecto si algo caracteriza a la religión es su para algunos, casi insultante- pretensión de verdad, a la que se tiende a atribuir una connotación fuerte: “Las verdades morales, que como antaño se encuentran incrustadas en cosmovisiones religiosas o metafísicas, comparten esta pretensión de verdad fuerte, a pesar del hecho de que, al mismo tiempo, el pluralismo recuerda que las doctrinas comprehensivas [públicas, según el traductor] ya no resultan susceptibles de justificación pública”. “Lo metafísico permanece, aun cuando por así decirlo se lo elimina de la agenda pública, base de validez última de lo moralmente justo y de lo éticamente bueno” (Habermas y Rawls, 1998: pág. 159). La incompatibilidad de tal pretensión con el no-cognitivismo es obvia, pero ¿es a la vez incompatible con la racionalidad moderna? ¿Estaría condenada a un fundamentalismo violento? Se nos ofrecerá como vía de armonización la diferencia, en el ámbito de la praxis, entre lo verificado y lo justificado. Esto reenvía la cuestión a la posible justificabilidad de propuestas afines a lo religioso. El problema se agudiza porque la proyección de la Modernidad sobre el ámbito público gira precisamente sobre una dimensión jurídica de la justicia, fundamentada en su innegociable racionalidad; daría igual que hablásemos del derecho natural de Grocio que de los derechos fundamentales de las actuales Constituciones europeas. Renunciar a la racionalidad de lo justo obligaría a atribuir a la democracia una dimensión meramente emotiva y sentimental, como hará con más ironía que empacho Rorty. La posibilidad de una razón práctica implica admitir la existencia de un logos, presente más allá de lo empíricamente constatable, con el que armonizar el propio comportamiento. ¿Tiene esto aún sentido en una cultura que, por postkantiana, se nos presenta como postmetafísica? Sólo una respuesta positiva puede sacar de su estupor a más de un lector de las propuestas de Habermas sobre el papel de la religión en el ámbito público. La perplejidad se diluye admitiendo que la gestación religiosa de una propuesta ética no resta 40

necesariamente racionalidad a su contenido. Lo que sería poco razonable es sustituir el confesional argumento de autoridad por un laicista argumento de no autoridad, que descalificaría sin debate cualquier proposición con pedigree religioso. Será paradójicamente el contexto hermenéutico, que habría herido de la metafísica, el que acabará sirviendo de fundamento a una ética del sobre la que sustentar una nueva racionalidad práctica. La duda posibilidad de llevarlo a cabo ametafísicamente flotará continuamente empeño. Citando de nuevo a Habermas:

muerte a discurso sobre la sobre tal

“Sin anclaje ontológico la verdad ya no es idea alguna, sino un arma en la lucha por la vida. El conocimiento humano, que incluye la visión, la intelección, la convicción morales, sólo puede presentarse con la pretensión de verdad si se orienta por relaciones entre él y el ser, tal como esas relaciones se ofrecen a la morada divina. Frente a esta peculiar comprensión tradicional, trataré de hacer valer una alternativa moderna, un concepto de razón comunicativa, que permite salvar sin metafísica el sentido de lo incondicionado” (Habermas, 2001: págs.131-132). El giro de la filosofía hacia el lenguaje requerirá un mundo objetivo previo que sirviéndole de referencia nos transciende, porque hablar sobre el habla acaba resultando mortalmente aburrido. Habría que dar por buena esta vía, que parece ahorrarnos el recurso a los postulados de la recta praxis kantiana sustituyéndolos por intuiciones debidamente argumentadas, que nos saldrán al paso en los más variados contextos. En ese marco ¿estaría también la religión en condiciones de aportar razones al discurso público? La respuesta negativa sólo podría proceder de un planteamiento laicista, que no admitiera aportación religiosa alguna al ámbito público, ni siquiera por los cauces institucionales del sufragio democrático. Se prohíbe desbordar el ámbito de una concepción del mundo inmanentista, presentada artificiosamente como neutral. Basta recurrir a la historia para dejar en evidencia la debilidad del intento. No parece que dejara de aportar razones Francisco de Vitoria, cuando la igualdad interracial resultaba tan novedosa como preguntarse hoy si un selenita recién aterrizado debería ser considerado titular de derechos humanos. ¿Habría tenido sentido hacer callar al fraile español, acusándole de meterse en política y recluyéndolo en su convento? Más bien parecería hoy discriminatorio por razón de religión negarle la ciudadanía, mientras que se la reconoce al Grocio que todo lo aprendió de él. No es muy distinto el problema que se plantea Rawls, al que le parece poco razonable imaginar que Martin Luther King hubiera llevado adelante su lucha por los derechos civiles si previamente hubiera visto 41

extirpadas sus convicciones religiosas (Rawls, 1996: 285 y 297). El contexto cultural europeo resultará particularmente rico al respecto. Habermas levantará de ello acta, no sólo de modo genérico sino también personal: “No me podría defender si alguien dijese que mi concepción del lenguaje y de la acción comunicativa orientada hacia el entendimiento se nutre de la herencia cristiana” (Habermas, 2001-b: pág.198). Cuando se olvida el juego de la razón práctica se malinterpreta la llamada a esa neutralidad que se mostró capaz de generar un espacio de tregua en la Europa sumida en guerras de religión. Esto habría resultado imposible sin la cognitivista convicción sobre la existencia de un derecho natural fruto de un indisimulado punto de partida creacionista. Sería por ello equivocado pensar que lo que Grocio consideraba compartible era una neutral concepción inmanentista de la existencia Desde tal punto de vista hay quien hoy considera la fe en la transcendencia como un folklórico antojo fácilmente prescindible, cuando no una irracional fuente de inevitables y perturbadoras incitaciones a la violencia. Para Grocio una concepción inmanentista del mundo sería tan poco neutral como otra basada en la transcendencia; de ahí que plantearla como su alternativa le pareciera blasfema ocurrencia. “Estas cosas que llevamos dichas, tendrían algún lugar, aunque concediésemos, lo que no se puede hacer sin gran delito, que no hay Dios, o que no se cuida de las cosas humanas; y como lo contrario de lo cual ya nos lo inculcan en parte la razón, en parte la tradición constante, y lo confirman además muchos argumentos y milagros atestiguados por todos los siglos, síguese al punto que debemos obedecer sin reserva al mismo Dios” (Grocio De iure belli ac pacis libri tres, Prolegomena, 11). El derecho natural grociano podía ofrecerse como lengua franca, facilitadora de una traducción simultánea que salvara a Europa de una violenta babel. Ahora se aspirará a contar con un lenguaje similar en un contexto postmetafísico, recurriendo como plataforma a una ética en la que, aun descartado el derecho natural “todos los implicados se mueven en el mismo universo de discurso y se respetan mutuamente como participantes cooperativos en la búsqueda de la verdad ético-existencial” (Habermas, 2009: pág. 70). En este contexto tendrá sentido, considerando también a la religión como fuente de razones, invitar al creyente a una traducción de sus argumentos compartible por el agnóstico, pero no enviarlo al infierno de la irremediable irracionalidad. En el primer caso para ser ciudadano no se obligará a suscribir una práctica apostasía, como sería consecuencia inevitable de la segunda hipótesis, generando un 42

empobrecimiento de la aportación de razones al debate público. Para que ello resulte viable en un contexto postmetafísico, Habermas considerará necesario el añadido de un novedoso enfoque postsecular de notable calado ético. En consecuencia el no creyente se verá a su vez invitado a un exigente cambio de mentalidad. Una mentalidad laicista o “secularista”, empeñada en desnudar al ciudadano de su plural veste religiosa, imponiéndole un uniforme secularizado, le resulta tan decimonónica como a Rawls, para el que sin el alimento de las razones no públicas no sería fácil solapar consensualmente razón pública alguna. Se supera el laicismo cuando el agnóstico abandona toda pretensión magisterial. Mientras en países europeos con confesiones religiosas hegemónicas las invocaciones a la igualdad sólo se plantean respecto al trato entre unas y otras confesiones, para Habermas la exigencia de igualdad se situará en evitar una generalizada e inconsciente discriminación por razón de religión. Más allá de un oportunista modus vivendi, se trata de dejar abierto un ámbito de mutuo discurso racional. Esto exigirá al no creyente asumir también un proceso de aprendizaje, que le lleve a traducir sus propios argumentos de modo inteligible para el creyente. La consecuencia lógica será que a nadie pueda extrañar ni suscitar rechazo la presencia pública de aportaciones procedentes de las tradiciones religiosas de la sociedad, ni que resulte fácil detectarlas como fundamento no necesariamente consciente de planteamientos ya consolidados. Admitida en clave cognitivista una racionalidad práctica, sólo una caprichosa discriminación justificaría la exclusión de toda propuesta con posible parentesco religioso. Rechazada la razón práctica, por el contrario, no cabrá recurrir a argumentos; tampoco para justificar la presencia en el ámbito público de una religión a la que se ha adjudicado sin posible juicio la condición de perturbadora o incluso despreciable. Dentro de un mero zafarrancho sentimental será fácil acabar identificando la postura propia con el sentido común, convertirla en pagana religión civil (Habermas, 2001-b: pág. 197), negar el ejercicio del derecho fundamental de libertad religiosa y conceder al creyente con generosa tolerancia, desde un nada descartable fundamentalismo, el honroso privilegio de expresar posibles discrepancias en la intimidad de su hogar. Con tal modelo poco habría hoy que agradecer, en un riguroso balance histórico, a las aportaciones de la cultura europea en el ámbito internacional al discurso de la ética pública. Quizá resulte más cuerdo admitir que, lejos de ser la ciencia empírica y su racionalidad instrumental el único criterio performativo de lo verdadero y lo falso, no pasaría de ser un elemento más de una historia de la razón que incluiría también las aportaciones de las grandes religiones mundiales. Lo contrario equivaldría a cegar una de las fuentes más eficaces de aportación de razones al debate público. 43

“Pero si las cosmovisiones religiosas y metafísicas han puesto en marcha unos procesos de aprendizaje parecidos, ambos modos, la fe y el saber, con sus tradiciones basadas en Jerusalén y Atenas, pertenecen a la historia del surgimiento de la razón secular” (Habermas, 2009: pág. 60). Más inteligente que ignorar nuestra historia sería aceptar el auténtico origen de elementos culturales de los que no dudamos en sentirnos orgullosos. Ello invitaría sin duda a un planteamiento político de la presencia de la religión en el ámbito público más atento a una laicidad positiva, descartando un laicismo, empeñado en reducir en clave no cognitivista la racionalidad a poder.

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¿Podemos imponer nuestras convicciones a los demás?

(En Dos miradas sobre la actualidad (Javier Paniagua Fuentes coord.), Valencia UNED, 2003, vol. II, págs. 295-325). Presentadora: En este nuevo Encuentro, entre jóvenes de bachillerato y adultos ya encuadrados en la llamada tercera edad, creo que vais a comprobar cómo un hombre de derecho como el Profesor Ollero puede hablarles desde la filosofía del derecho y desde muchas otras ópticas de un tema tan cotidiano y tan cercano como si podemos imponer nuestras convicciones a los demás. Es cierto que podemos comenzar hablando de la "imposición", entre comillas, que representan las leyes; a buen seguro acabaremos poniendo sobre la mesa sentimientos que nada tienen que ver con esas normas que, al fin y al cabo, nos gusten o no nos gusten, regulan nuestras vidas, nuestra sociedad. Porque, no sé ustedes, pero yo me planteo ¿imposición de convicciones desde que óptica? Desde la imposición que representan las leyes, como único mecanismo de vida en común. La imposición, deseada, de convicciones que representan o que ejercen sobre los hombres y mujeres las religiones. De imposición de visiones del mundo, reales o en ocasiones irreales, que nos muestras los medios de comunicación. El tema sería tan amplio como queramos. Voy a dejar que sean el propio ponente y ustedes mismos los que debatan sobre la cuestión. Mi primera pregunta quería introducirla de la siguiente manera: cuando hablamos de imponer algo a los demás, irremediablemente tenemos que situarnos en esa frontera que existe entre lo público y lo privado, o lo privado y lo público. Profesor Ollero, sitúenos: ¿esfera privada, esfera pública? Porque no es lo mismo sentir que esas imposiciones vienen, como decía, del ámbito de las leyes o que provengan de la esfera privada; esa esfera o ese ámbito en el que no debe influir sino uno mismo. Un ámbito donde juega la libertad… AO: Lo primero que quiero es agradecer la oportunidad que se me ofrece de estar hoy aquí. Debo aclarar que, en efecto, he sido durante diecisiete años Diputado, pero el pasado 30 de septiembre decidí dejar voluntariamente el escaño para, a partir del 1 de octubre, dedicarme a mis clases por entero. Eso explica que hoy esté aquí, porque imagino que el Pleno del Congreso debe de estar reunido. He entendido que diecisiete años ya está bien. No es bueno dar la impresión de que los políticos no nos vamos ni con agua caliente; es mejor demostrar de vez en cuando que todo tiene una medida. En cuanto a la pregunta: cómo establecemos qué debe ser lo que cada cual ha de organizarse privadamente, a su gusto, para montarse la vida como mejor le parezca, y qué cuestiones sin embargo deberán imponerse en el ámbito público. Aparentemente habría una solución fácil; pero las soluciones fáciles casi nunca 45

suelen ser atinadas. Consistiría en sugerir que en el ámbito privado rija la moral y que cada cual tenga la que quiera, mientras en el ámbito público dejemos hacer al derecho. Eso está muy bien, pero no contesta a la pregunta; lo que hace es remitirnos a una pregunta posterior: qué debe ser objeto del derecho y qué debe ser objeto de la moral. Habrá que establecer de alguna manera qué elementos consideramos indispensables para que la convivencia social se ajuste -es decir, sea justa- y qué elementos, por el contrario, podemos privatizar. Podríamos decir: para eso están los Diputados; que hagan algo... Al fin y al cabo en una democracia se sobreentiende que los Diputados van a hacer lo que los ciudadanos piensan. Por tanto, tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué entendemos que viene o no exigido por la convivencia social. Especialmente ahora, ya que con la inmigración cada vez vamos a convivir con más personas que proceden de otras culturas y tienen, por tanto, otro modo de entender la vida; consideran normales cosas que a nosotros nos parecen anormales, al igual que lo que nosotros vivimos con gran naturalidad a ellos les puede parecer escandaloso. Hay que ver cómo organizamos todo eso. Los ciudadanos tienen un gran papel que cumplir ahí; han de tener una idea sobre qué es lo exigible para que la convivencia social se ajuste, para hacer justicia...

P: Yo imagino que habrá gente entre el público preguntándose cómo podemos saber los de a pie si algo es públicamente relevante. AO: Ahí se plantea un problema que tiene que ver con la filosofía del derecho, que es mi asignatura: cómo establecemos la frontera entre el derecho y la moral. Se suele decir que el derecho debe de ser un mínimo ético; en el sentido de que debe imponerse lo menos posible en la vida social, si queremos tener una sociedad suficientemente abierta y tolerante. No es bueno que impongamos todo aquello que se considere bueno; no todo lo que moralmente es bueno se debe imponer. Hay cosas moralmente muy buenas, pero que no condicionan la convivencia social; no forman parte de esos contenidos sin los cuales la convivencia humana quedaría bajo mínimos. Hay que establecer pues cuál va a ser ese mínimo; para que luego, partiendo de ese mínimo, cada cual pueda buscar el bien como mejor le parezca. El problema consiste en que, para establecer esa frontera entre la moral y el derecho, y esto suena paradójico, hace falta formular un juicio ético. Si yo no sé qué es lo bueno y qué es lo malo, no puedo saber qué es lo justo y qué es lo injusto, y por tanto no puedo establecer esa frontera. Solo desde un planteamiento antropológico, desde un concepto del hombre y de sus relaciones con sus iguales, cabe decir si algo debe ser jurídicamente exigible o no. No sé si se entiende todo esto, pero por ahí va la filosofía del derecho. Hay que emitir un juicio ético. Cuando nos planteamos si la eutanasia debe o no estar 46

prohibida por el derecho penal, o si la poligamia -ahora que empiezan a llegar personas de otras culturas- podría ser tolerada... Ante todas esas incógnitas es imposible acudir a soluciones neutrales. Diga lo que diga, el derecho siempre estará tomando éticamente partido. Esto con frecuencia se olvida. Si se habla de despenalizar algo -por ejemplo, la eutanasia- parece que se nos esté diciendo: vamos a dejarnos de imposiciones; vamos a ser neutros y que cada cual se organice. El problema es que decir que cada cual se organice es ya una forma de tomar partido; equivale a privatizar la posibilidad de poner fin a la vida de un enfermo terminal. Allá cada cual que se las apañe… menos el propio enfermo, que no suele estar en condiciones de apañarse... Eso es tan valorativo porque encierra un juicio ético; como proponer si hay que condenar a cadena perpetua a quien lo haga. Nunca hay neutralidad; hay que tomar partido. Por eso es bueno ser conscientes de que tomamos partido y preguntarnos por qué razones hemos de decir sí o no.

P: Hablemos de las imposiciones religiosas, que imagino que volverán a salir a relucir a lo largo del coloquio ¿cuál es su legítimo papel en el ámbito público? AO: Lo primero que señalaría es que a veces se maneja un concepto un tanto maniqueo de las convicciones. Esa doctrina, como sabéis, consideraba que todo en la vida era fruto de una lucha entre el bien y el mal; como consecuencia, ellos eran los buenos y los demás los malos. A veces se utiliza el término convicciones, como si solo tuviera que ver con la religión; la filosofía o la moral no generarían convicciones sino ideas o planteamientos. Añádase que solo las convicciones se impondrían, mientras que las ideas no. Algunos de los autores que he estudiado, un norteamericano gran figura mundial de la ética; situado políticamente en la izquierda -John Rawls- equipara siempre religión, filosofía y moral. Para él, tan convencido está de sus posturas un católico practicante y militante que un marxista practicante y militante; cada uno tiene su visión y ambos deben ser tolerantes y comprender a los demás. No comparto esa idea de que solamente lo religioso da paso a unas convicciones, que habría que estar alerta para que no se impongan, mientras que otros nos acaban imponiendo todo lo que les parece con la excusa de no están convencidos de nada. Están, por lo visto, tan poco convencidos que ni siquiera tienen que molestarse en convencer a los demás. No, hombre, no; convénzame usted, argumente... Planteado así, el aspecto más complicado es determinar el alcance de lo que suele llamarse la autonomía de lo temporal. Por supuesto que las convicciones religiosas o no- estarán siempre presentes. Todos estamos convencidos de lo que defendemos; en algún sitio lo habremos aprendido: en el ámbito religioso, en el filosófico, por los libros que hemos leído, por los programas de televisión 47

que hemos visto... Eso siempre es así. Lo que hay que evitar es el fundamentalismo; el intento de pretender trasladar toda verdad religiosa al ámbito de lo público en su integridad, aunque no sea indispensable para garantizar una convivencia justa; eso es integrismo. Es el problema que se plantea hoy en día en países con gobiernos islamistas; no necesariamente en todos donde predomina la religión musulmana. Es islamismo convertir todas las exigencias de la "sharia" -la ley religiosa musulmana- en derecho. Como consecuencia éste deja de ser un mínimo ético, porque esa doctrina religiosa es más bien un máximo ético; nos plantea cómo ser personalmente perfectos y no como convivir pacíficamente con otros que quieren ser perfectos de otra manera. Ningún derecho tiene como misión hacer perfecta a la gente. El derecho tiene como misión permitir una convivencia pacífica entre todos, para que cada cual pueda ser perfecto como mejor le parezca. Por eso, cuando alguien intenta trasladar en bloque una concepción religiosa al ámbito de lo civil, con el argumento de autoridad de que lo ha dicho el profeta o lo ha revelado Dios acaba montando un lío. Hay sin embargo religiones, como la católica, que históricamente han asumido la existencia de un derecho natural. Un derecho que, por ser natural, sería por definición cognoscible con las luces de la razón; por lo tanto no hace falta ser creyente para conocerlo. Dentro de estas religiones que asumen la posibilidad de un derecho natural resulta más fácil respetar esa autonomía de lo temporal, de la que hablábamos. Por el contrario, aquellos que consideran que si hay una verdad, porque lo ha dicho el profeta, todos han de obedecerla, aunque no afecte a una convivencia justa, difícilmente respetarán a los demás. Hay que recordar que las exigencias de ese derecho natural pueden verse también reflejadas en el ámbito religioso: por ejemplo, las Tablas de la Ley de Moisés incluían preceptos que habría que considerar de derecho natural. El no matar, el no robar, el no mentir, no eran verdad porque las hubiera revelado Dios, sino que Dios las revela precisamente para recordarnos que son verdad; una verdad tan importante para la convivencia humana, que -sabiendo que a veces podremos tener alguna dificultad para reconocer que no hay que matar al enemigo- las esculpe en piedra para que no se nos olviden. Pero esos mandatos no son fruto de una caprichosa voluntad divina sino el resultado del intento de ese Dios de ayudarnos a los creyentes a conocer verdades de particular importancia también para los no creyentes.

C: ¿Cómo conseguir entonces que cada cual pueda desarrollar su estilo de vida propio, o el estilo de vida de su propia cultura? AO: Nadie podrá en el ámbito público vivir del todo su estilo de vida. Vivir en sociedad exige siempre dejarse condicionar. En cualquier tipo de sociedad; en la 48

familia, para empezar. Cada uno tiene sus cadaunadas y sus manías; la familia funciona bien cuando se parte de la idea de que hay que aguantar un poquito mecha y así la cosa puede ir marchando. En la sociedad civil pasa igual. No cabe imaginar una sociedad en la que todo el mundo pueda hacer lo que le parezca sin que se produzcan problemas. Sin que todos estén convencidos habrá que imponer algunas convicciones que se consideren exigidas por una convivencia justa. Por ejemplo, si unos que creen que para conseguir sus objetivos políticos pueden matar, habrá que imponerles la convicción de que eso no es posible. Si hay otro al que le gusta irresistiblemente lo ajeno y se lo lleva del tirón, habrá que imponerle la convicción de que no se puede robar. Es imposible dar paso a sistemas de vida absolutamente incondicionados, donde hagamos en todo momento lo que se nos antoje. Siempre habrá un condicionamiento; siempre habrá que imponer a alguien algo que no quiere hacer. Si uno, porque tiene prisa, se salta los semáforos en rojo, habrá que imponerle que no se los salte; porque si no al final todos acabaremos llegando más tarde. Asunto distinto es que procuremos articular ese ámbito de imposición, en que consiste el derecho, articulándolo de manera que contemple excepciones. Así ocurre con la objeción de conciencia. Puede establecerse que hay que imponer un determinado modo de organizar las cosas, pero si eso plantea un problema de conciencia a determinado sector por sus ideas filosóficas, morales o religiosas, facilitamos que pueda hacerse una excepción, siempre que el sistema no se bloquee. Habrá que ver cómo se organiza, porque si la excepción se convierte en regla hemos hundido el asunto. Así ocurrió con el servicio militar obligatorio, cuando lo había en España; ya no lo hay... Cabía plantear la objeción de conciencia; así ocurre hoy con el aborto. Se amplía así un poco el campo dentro del cual cada uno podrá funcionar con arreglo a su modo de entender las cosas; pero, a la hora de la verdad, habrá momentos en que no habrá más remedio que imponer convicciones ¿Es posible entonces protestar? En otros tiempos se defendía el derecho de resistencia o el tiranicidio; incluso algunos teólogos decían que era lícito matar al tirano, lo cual es un asunto un poco complicado. El modo más democrático de protestar es el que enseñó a vivir Ghandi, del que habréis oído hablar: una gran figura de la independencia de la India, que invitó a practicar la desobediencia civil. Es un modo de resistencia muy peculiar, ya que no consiste sin más en desobedecer la norma, sino en hacerlo provocando a la vez que se llegue a cumplir para sufrir sus consecuencias; se pretende así que lo irracional del resultado acabe removiendo las conciencias de los demás, y privando a la norma de toda legitimidad social. Los insumisos, por ejemplo, no se negaban solo a hacer el servicio militar, sino que se resistían también a cumplir la 49

prestación social sustitutoria, prevista en la Constitución, provocando que los metieran en la cárcel. Esto producía cierto desasosiego en buena parte de la población, reforzado porque los medios de comunicación prestaban bastante atención al conflicto. Todo ello removía la conciencia general y llevaba a replantear la cuestión. Al final ha desaparecido el servicio militar y tenemos un ejército profesional. Ya veremos cómo va el asunto; si hay soldados bastantes o no, y de donde vienen; pero eso es otra cuestión.

P: Antes ha hecho una alusión a algo que no es una mera cuestión de lenguaje. La propia palabra imposición hace que sintamos rechazo, porque parece que lo que se nos impone son verdades absolutas. Siempre nos sentimos rodeados, no solamente a nivel legal sino también en la publicidad... El ciudadano del siglo XXI cada vez se siente un poco más agobiado o más ahogado. AO: Pienso que tampoco hay que exagerar. Afortunadamente, somos unos privilegiados. Vivimos en un ámbito cultural propio de sociedades abiertas, en el que se disfruta de gran libertad para desplegar cada cual su visión de la vida. La mayor parte de la humanidad está, por el contrario, sometida a sistemas sociales y políticos muchísimo más agobiantes. Por otro lado, conviene no olvidar que las normas, con lo que puedan tener de imposición -sobre todo, las normas jurídicas, que se imponen coactivamente- aportan también un elemento positivo, porque nos ayudan a prever cómo tenderán a comportarse los demás. Si yo partiera de la idea de que la gente se va a pasar el semáforo en rojo, tendría que conducir en la misma situación que si no hubiera semáforos, porque vaya usted a saber lo que hace el tío de al lado... Lo que sí ocurre ahora -y esto tienen ocasión de percibirlo nuestros asistentes de mayor edad- es que se están produciendo cambios muy considerables. Probablemente cuando nos educaron a los que, por edad, estamos más cerca de este sector, la idea fundamental era la verdad. Hay cosas que son verdad, la verdad nos hace libres y por tanto lo que es verdad hay que cumplirlo y se acabó. Luego vino lo del consenso, que en el fondo no tiene por qué contraponerse a la verdad porque, si algo es verdad, la gente tenderá a estar de acuerdo; el consenso puede ser un síntoma de verdad. Si yo admito que, existiendo la verdad, puedo estar equivocado, el consenso me da cierta tranquilidad, ya que si nos ponemos de acuerdo en algo deberá tener algún fundamento. El problema con que ahora comenzaremos a encontrarnos es que ni lo del consenso nos va a servir de mucho. También el consenso puede resultar opresivo para un ciudadano de una cultura que no sea la nuestra. Un musulmán, o un asiático; alguien como el Dalai Lama, por ejemplo, que ha estado hace 50

unos días por aquí, y que tienen su visión de la vida totalmente distinta de la nuestra. Si nosotros decimos: el consenso en España es este; o lo tomas o lo dejas. Caramba; puede que se sientan algo oprimidos. Nos va a surgir la cuestión de los derechos de las minorías. Tenemos minorías entre nosotros desde hace siglos, pero no nos damos cuenta porque pasamos de ellas. Por ejemplo, en España lleva viviendo desde hace mucho tiempo una minoría gitana. No tenemos ni idea de cómo viven, cuál es su ley -porque la tienen...- y ni la conocemos ni nos importa. No sabemos cómo se casan y alguien está pidiendo que el matrimonio gitano tenga efectos civiles. Pero habría que preguntarse cómo se casan unas u otras minorías y si eso entra o no en nuestro consenso, en nuestra visión de lo que exigiría la dignidad de la mujer. Hablamos de la mutilación genital femenina en algunos países africanos, pero también hay cosas curiosas muy cerca de nosotros, de las que no nos enteramos, o miramos para otro lado. El desafío del futuro es cómo nos organizamos sin que el consenso llegue a resultar opresivo para las minorías. Corremos también el peligro de que las minorías se nos refugien en guetos, en zonas cerradas en sí mismas que no lleguen a integrarse mínimamente. Son problemas que, junto a muchos aspectos positivos, la inmigración está produciendo en toda Europa.

P: Creo que se ha hecho usted mismo la pregunta ¿la puede contestar? AO: La clave radica en no confundir el interculturalismo -el hecho de que existan culturas distintas- con el relativismo, que establece que nada es verdad ni mentira; porque eso último no es verdad. Hay cosas que son verdad y cosas que son mentira; si no fuera así, no tendría mucho sentido hablar del respeto a los derechos humanos. Los derechos humanos son verdad. Tendremos que intentar aclarar juntos cuál es su contenido y ahí el consenso podrá jugar su papel ayudándonos a acercarnos a la verdad. El interculturalismo no significa que nada sea verdad ni mentira. Las culturas hemos de entenderlas como el modo en que se traduce histórica y geográficamente algo sustantivo, que es lo humano. Lo complicado será distinguir cuándo algo constituye una exigencia de lo humano, en cualquier lugar; en qué medida, por ejemplo, afecta o no a la dignidad de la persona que alguien se ponga un velo o se lo deje de poner. Habrá que discutirlo, de modo que en cuestiones que no afectan a lo humano cada cual pueda organizarse como quiera e ir vestido como le dé la gana, siempre que ese vestido no vulnere su dignidad. Habrá que entender el interculturalismo como la coexistencia de versiones distintas de lo humano y no como una vía libre para que cada cual se organice a su gusto, dando por supuesto que lo humano no existe.

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P: Usted lo ha dicho: el interculturalismo entendido de modo que no se rebase la frontera de la dignidad. Hemos aludido al caso del pañuelo. Hace pocos meses la prensa recogió ese caso en una adolescente. ¿Cómo se resuelve este hecho, si una parte de la sociedad considera indigno que una criatura vaya tapada al colegio simplemente por el mero hecho de ser mujer? Sin embargo, era la propia niña la que insistía en cumplir su religión y pedía respeto a su libertad y a su derecho a poder elegir, porque quería llevarlo; muy complicado... AO: Es complicado, en efecto. Puede darse la paradoja de que estemos prohibiendo a una niña ir con el velo islámico a clase a un colegio de monjas, que a lo mejor todavía van vestidas de monjas. Sería un poco chocante ¿no? Estaríamos imponiendo que los de una religión sí se puedan vestir así, pero los de otra no... Los que piensan que la religión debe desaparecer del ámbito público, porque son laicistas, dirían que como el velo es un símbolo religioso, fuera todos los velos. Lo cual significaría, evidentemente, que nadie puede tampoco llevar una cruz, ni ningún otro distintivo que pueda tener un sentido religioso. Hay mucha gente que lleva una cruz por motivos puramente ornamentales, sin que le otorgue ningún significado religioso. Hay también chicas jóvenes de cultura islámica que no practican religiosamente, pero al vivir en países extranjeros usan el pañuelo como un modo de afirmar su propia identidad, dejando así clara la vinculación a su pueblo. Lo mismo ocurre con los tiroleses; uno va a Austria o a algún pueblo alemán vecino al Tirol y verá unas chaquetillas curiosas con unos bordes verdes, que aquí no suele llevarlas casi nadie. Cada cual se viste con arreglo a donde está y a donde vive. Hay que ser suficientemente abiertos también y no empeñarnos en que las cosas sólo tienen el sentido que nosotros le damos, empeñándonos en que el pañuelo es siempre algo opresivo para la mujer, mientras más de una mujer entiende que no está oprimida por llevarlo, sino que por el contrario se siente muy de su pueblo llevándolo. Hay que evitar también empeñarse en que las cosas sólo pueden tener el sentido que nosotros le damos. Ahora bien, habrá siempre un límite de lo intolerable. No podemos decir que la mutilación genital femenina vaya usted a saber el sentido que tiene, o que para ellos puede que tenga algún sentido distinto del nuestro. Hay determinadas exigencias de lo humano que consideramos intocables y por tanto no debemos tolerar que se las atropelle. No vamos a tolerar los sacrificios humanos, aunque hayan existido en otras culturas, o a lo peor sigan existiendo...

P: Profesor Ollero, sé que es complicado pero ¿con qué ideas fundamentales se quedaría? 52

AO: Yo me quedaría con dos ideas. Una: que a la verdad no se le debe tener miedo. Vivir sin la verdad no tiene ningún sentido. Pero a la verdad hay que respetarla y la mayor falta de respeto a la verdad es considerarse propietario de ella. Eso sería una grave falta de respeto a la verdad; porque la verdad existe, pero es inagotable. No hay nadie, por muy listo que sea, capaz de conocer la verdad agotándola. Por tanto la existencia de la verdad nos tiene que dar a la vez conciencia de nuestra posibilidad de equivocarnos. Eso tiene que llevarnos primero a vivir con un continuo afán de aprender. Por cierto, me estoy acordando de una frase de un paisano mío -sevillano, cosa que no os había dicho hasta ahora...- que es Antonio Machado. En un libro que les recomiendo a todos, titulado Juan de Mairena, dice más o menos: Hay personas que nunca se hartan de saber; no se duermen tranquilos si no han aprendido ese día algo nuevo. Hay otras que nunca se hartan de ignorar; no se duermen tranquilos si no han descubierto que ignoraban algo que creían saber. Estos últimos son los sabios. Yo se lo suelo recordar a mis alumnos de filosofía del derecho. Les digo: ustedes han venido aquí a ignorar; prepárense a ignorar profundamente, a descubrir que cosas que creían que eran verdad no lo son; gracias a eso sabrán más... Yo creo que esa es la clave. Por un lado, decidirnos a no vivir sin la verdad, e incluso a comprometernos con ella, respetando siempre la visión de los demás. Por otro lado, no sentirnos propietarios de la verdad. Siempre podremos ver las cosas mejor de lo que las vemos. Sobre todo, cuando seamos capaces de argumentarlas convenciendo a los demás de que son verdad; entonces es cuando estaremos más cerca de ella. A veces algún alumno dice: yo esto me lo sé, pero no sé explicarlo; el que no sabe explicar algo no lo sabe en realidad. Es además una exigencia democrática: aprender a argumentar las ideas. No basta con tenerlas claras, sino que hay que intentar transmitirlas a los demás, porque eso nos obligará -esto es muy necesario para los políticos...- a decir las cosas de manera que los otros las puedan entender. Eso es un modo muy práctico de respetar a los demás, renunciando a decir las cosas como a uno le parece que queda más subido. Algunas veces a los profesores no nos entiende nadie y lo achacamos a que somos más listos que nuestros oyentes. El profesor listo es el que consigue hacerse entender; cosa que, dicho sea de paso, temo no haber conseguido hoy del todo, pero seguiré intentándolo...

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10 Ética pública y ética privada (Tribuna abierta en ABC, 3 de octubre 1997) "Ninguna concepción del bien puede ser el núcleo de la justicia básica ni de la razón pública. No podemos apelar a doctrinas religiosas y filosóficas comprehensivas; a lo que como individuos o miembros de asociaciones creemos que es la verdad global", nos escribía hace poco Gregorio Peces Barba, en diálogo con Rawls. De ello viene derivando su ya conocido intento de relegar a lo privado toda ética de contenidos, o que se pretenda verdadera; lo público debería, a su juicio, regirse neutramente por meros procedimientos formales y asépticos. En realidad Rawls dice algunas cosas más, que permiten entender mejor las anteriores. Considera, por ejemplo, que "sería fatal" para la idea de justicia que ha de regir la convivencia política "que se la entendiera como escéptica o indiferente respecto a la verdad, y no digamos en conflicto con ella. Tal escepticismo o indiferencia colocaría a la filosofía política en oposición a numerosas doctrinas comprehensivas (éticas o religiosas), liquidando así de partida su propósito de conseguir un consenso". Una cosa es, pues, que nadie pueda pretender imponer a los demás algo por el solo hecho de estar personalmente convencido de que es verdadero o bueno y otra -bien distintaque en el ámbito de lo público nada sea verdad o mentira, o que quienes estén convencidos de que algo es bueno o malo sean poco menos que un peligro público. El consenso no tiene por qué plantearse como sustitutivo de la verdad; puede, por el contrario, entenderse como el mejor modo de confirmarla. Rara verdad pública o privada- la que no fuera convincentemente argumentable. Al propio Rawls le parecerá incluso lógico que el logro del consenso de sus conciudadanos ofrezca a los defensores de determinados planteamientos éticos o religiosos "razones suficientes para considerar verdadera, o al menos altamente probable, esa concepción". El convencimiento de que las doctrinas omnicomprensivas (éticas o religiosas) "ya no pueden servir, si es que alguna vez sirvieron, como base profesa de la sociedad", no impide a Rawls rechazar todo dogmatismo laicista, reclamando que no se ponga "ningún obstáculo doctrinal a su necesidad de ganar apoyos, de manera que puedan atraerse el concurso de un consenso". Una cosa es que no quepa en el ámbito de lo público imponer, sin ganar previamente el acuerdo de los demás, una determinada concepción del bien, y otra -muy distinta- que sea posible proponer una teoría de la justicia que no lleve 54

dentro (confesadamente o no) alguna concepción del bien. Rawls no duda en reconocer que su teoría "no es neutral". Los "principios de justicia, obvio es decirlo, son substantivos y, por lo tanto, expresan mucho más que valores procedimentales". No cabe, pues, trazar una frontera simplista entre lo privado y lo público, como si se pretendiera evitar que la ética pública pudiera acabar contaminada por la privada. La propia frontera entre lo público y lo privado es siempre fruto de una previa concepción del bien. El problema consistirá en cómo trasvasarla democráticamente al ámbito público, respetando la capacidad de cada cual de argumentar sus convicciones personales. El relativismo (nada puede plantearse como verdadero) o el laicismo (prohibido trasladar a lo público contenidos éticos de parentesco religioso) serían, pues, radicalmente antidemocráticos.

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11 Objeción de conciencia y desobediencia civil (Tercera de ABC, 23 de mayo de 2005) La teoría del derecho parece haberse puesto de moda. De repente el debate de viejos colegas políticos gira en torno al programa de mi asignatura. Toda una buena noticia; claro que nunca faltan aspectos que invitan a la cautela. Por lo visto, para más de uno la objeción de conciencia es una práctica antidemocrática y la desobediencia civil un invento de Torquemada. Preguntado sobre si cabe oponer a la obediencia a una ley emanada de los poderes legítimos algún imperativo de conciencia, el teórico del derecho encontrará oportunidad de oro para remitirse a una de las lecciones de la asignatura: depende de si se es iusnaturalista o positivista. Y estos políticos que se han abalanzado inmisericordes ante un amago de objeción ¿qué son? Si son iusnaturalistas pueden tenerlo fácil, porque tanto Aristóteles como el mismísimo Santo Tomás eran bastante mirados a la hora de dispensar de la obediencia a las leyes. Aunque se tratara de una ley injusta, habría que tener en cuenta que la estabilidad del sistema legal es ya un elemento positivo del bien común, que se vería comprometido si condicionamos nuestra obediencia a escrúpulos personales. Sólo estando muy seguros de hallarnos ante una norma corrupta la desobediencia sería disculpable. El problema es que estos drásticos colegas son sin duda positivistas; se trata de progres de vieja estirpe, que circulan por la izquierda, como los ingleses, y se mueven sin agobios dentro de lo que Benedicto XVI dejó descrito como “dictadura del relativismo”. Si al arrojo de optar por la progresía unen la audacia de ser coherentes, el asunto se les complica bastante. Los alumnos de primero de Derecho saben bien que el positivismo jurídico suscribe una tajante separación entre derecho y moral. Ello supone no sólo que ningún contenido moral tenga por tal motivo derecho a ser jurídico (valga la redundancia), sino también que no deriva obligación moral alguna de que la ley diga o deje de decir algo. Resultaría ridículo asumir con embeleso lo primero y negar lo segundo. Me temo que alguno de mis viejos colegas se adentra por tan intrincado jardín. Nuestro más prestigioso positivista, Felipe González Vicén, dedicó uno de sus más enjundiosos estudios a “La obediencia al derecho”. En él deja bien claro que, a su juicio, no hay razón alguna para sentirse obligado moralmente a obedecer la ley, por el mero hecho de serla; aunque sí pronosticaba no pocos motivos para sentirse moralmente obligado a desobedecerla. Por si alguien no muy leído -haberlos entre los políticos habíalos y haylos- se escandalizaba, no dejó de aclarar el alcance de su afirmación: “La limitación de la obediencia al derecho por la decisión ética individual significa el intento de salvar, siquiera 56

negativamente y de modo esporádico, una mínima parcela de sentido humano en un orden social destinado en sí al mantenimiento y aseguración de relaciones de poder. Este es el sentido que tiene en las modernas constituciones la inviolabilidad de la libertad de conciencia”. No seré tan cruel como para preguntar a cuántos de los que, con voz tonante (el talante puede ser sólo facial), condenan a la hoguera a presuntos objetores les suena don Felipe. Pocos de ellos soportarían sin embargo el sonrojo de reconocer públicamente que no saben quién es Norberto Bobbio. La verdad es que tampoco les echa una mano. Despreocupado de quienes lo enarbolaban como bandera, dejó bien claro que le sobraban arrestos para declararse positivista por partida doble, pero no estaba dispuesto a serlo en tercera instancia. Bobbio blasonaba de ser positivista por su teoría de la ciencia, de la que derivaba un determinado “approach” o modo de acercarse al derecho. Se consideraba positivista también por su teoría jurídica, según la cual sólo es derecho el derecho positivo. Rechazó, sin embargo, siempre lo que llamó “positivismo ideológico”; es decir, la para él peregrina idea de que exista obligación moral de obedecer al derecho positivo por el mero hecho de haber sido puesto por el legitimado para ello. No le cabía duda de que por ahí se acababa en el “gulag”; que algún cardenal pudiera plagiarle no le perturbaría demasiado. Nunca negó que en la Iglesia, a la que respetaba, hubiera mucha buena voluntad. La verdad es que ejercer de positivista e inquisidor al mismo tiempo no resulta muy ejemplar. Por supuesto, para gobernar no es preciso saber de todo; ni siquiera de aquello de lo que se habla. Pero si no se quiere erosionar en la práctica la legitimidad democráticamente adquirida resulta aconsejable no hacer el ridículo pontificando en nombre de la libertad. Más de uno haría bien en plantearse si no va siendo hora de reflexionar sobre cómo demonios se puede defender la existencia de derechos “humanos”, si derecho es sólo lo que dice el que manda; Kelsen, que sí que era progre, no se atrevió a tanto. Así se ahorrarían pretender separar derecho y moral para, a continuación, enviar al infierno civil a quien se atreva a discrepar moralmente de un mandato legal. La cosa no ha quedado ahí. Si se pretende ejercer sin cortapisa alguna el poder político, se hace difícil la convivencia con quien, pese a quien pese, sigue disfrutando de una provocativa autoridad moral. De ahí que a la Iglesia se le eche en cara que esté llamando a la desobediencia civil. Otra lección del programa que se pone de moda. Sobre ella ha escrito páginas encomiásticas la flor y nata de la ética y la filosofía política menos conservadora. Baste recordar a John Rawls o a Joseph Raz. A nadie le extrañó que desde las propias filas socialistas se llamara no hace 57

tanto a la desobediencia civil contra la LOU; es bien sabido que la Alianza de Civilizaciones encuentra razonable límite en la frontera de lo intolerable. Lo que resulta preocupante es que se convierta a Torquemada en padre de tan ética figura. Quien la inventó fue el mismísimo Gandhi; aunque Tertuliano atribuiría la patente a los mártires cristianos, es bien sabido que se pasaba de devoto. La desobediencia civil viene a sustituir a figuras más drásticas como el tiranicidio o el mero derecho de resistencia. A diferencia de éstas, que recurren a la violencia y tienen como víctima a quien malejerce el poder, propone negarse a cumplir la ley y sufrir la correspondiente sanción; será precisamente la injusticia del resultado la que mueva a la sociedad a rechazar el atropello impuesto. Se trata simplemente de invitar al martirio por lo civil, de modo paradójicamente acorde con el laicismo que hoy se nos propone.

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12 Catecismo legal (Tercera de ABC, 3 de junio 2009) Las sentencias del Tribunal Supremo sobre las asignaturas relacionadas con la educación para la ciudadanía ofrecen la oportunidad insólita de asistir a un cruce de argumentos sobre una cuestión de interés general. Es de lamentar que debates como este queden reservados a una minoría de iniciados, capaces de armarse de paciencia y enfrentarse a centenares de folios. Se abordan problemas como la relación entre conciencia personal y derecho, el efectivo alcance del pluralismo como valor superior de nuestro ordenamiento constitucional, la dimensión más excluyente («negativa», diría Kelsen) que positiva de la Constitución al reconocer derechos y contenidos axiológicos, el intento imposible de separar drásticamente ética pública y privada, o la aporía de perseguir en el ámbito educativo una neutralidad moral que no encubra un burdo indiferentismo. Por si fuera poco, se pone de relieve el grado de atención prestado por el Tribunal Supremo a la doctrina del Tribunal Constitucional, y su asombrosa capacidad para ignorarla o malentenderla. El Constitucional afirmó hace ya veintisiete años que «la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español». Nuestro Tribunal Supremo demuestra cierta sordera, fenómeno a veces consistente en percibir sólo lo que interesa y como interesa. Ignora la cita para deducir que «es indiscutible» que se refiere a «materias perfectamente delimitadas: el servicio militar y la posición de los informadores en las empresas informativas». «Es obvio», por lo visto, «que la Constitución española no proclama un derecho a la objeción de conciencia con alcance general». La Unión Europea suscribe todo lo contrario. Coincidiendo con ella el Constitucional dejó claro, en idéntica fecha, que «el derecho del objetor no está por entero subordinado a la actuación del legislador». Como otros derechos y libertades fundamentales, «su aplicabilidad inmediata no tiene más excepciones que aquellos casos en que así lo imponga la Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impida considerarla inmediatamente aplicable, supuestos que no se dan en la objeción de conciencia». La Constitución, lejos de condicionar la posibilidad de objetar de los padres recurrentes, les ha reconocido un fundamento expreso para ejercerla: el «derecho» que les «asiste» para que «sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». El Supremo, muy afectado por el ruido circundante, se inventa «un derecho a la objeción de conciencia de rango puramente legislativo, no constitucional», con lo que una mayoría coyuntural «podría crear, modificar o suprimir dicho derecho 59

según lo estimase oportuno». Por lo que se ve, tenemos la fortuna de contar con dos Constituciones, según el intérprete que nos caiga en suerte. ¿Con cuál de las dos se educará a la ciudadanía? Lo que sí parece obvio es que si el Supremo se muestra discrepante no es por mala voluntad. La falta de debate público nos acaba afectando a todos y aquí de objeción de conciencia se habían venido ocupando mayormente los insumisos y los testigos de Jehová. Añádase a ello un malentendido nada infrecuente al invocarse al pluralismo político como valor superior de nuestro ordenamiento. No consistiría en que cada cual pueda sin obstáculo expresar y aportar al debate público sus posturas personales; no las de los vecinos, por correctas que se las pueda mayoritariamente considerar. En la sentencia parece suscribirse un pluralismo en versión marxista (sector Groucho): soy un hombre de principios pero, si no les gustan, tengo otros. El ciudadano parece obligado a suscribir posturas plurales, lo que le impediría convencerse peligrosamente de que puede tener razón en lo que dice. Esto produce una asimetría que Habermas ha denunciado como incompatible con un Estado liberal. El convencido ha de traducir sus argumentos relativizándolos; el relativista no tiene que traducir nada y su postura gozará de indiscutida prioridad en el ámbito institucional. Lo curioso es que esta forzada indefinición sea compatible con una asignatura obligatoria destinada a explicar modelos imprecisos. El argumento de que sólo se pretende inculcar valores constitucionales, llegando incluso a la promoción activa de su vivencia práctica, resulta sin duda apabullante. Ignora, sin embargo, que la Constitución reconoce el contenido esencial de unos derechos para evitar que el legislador pueda vulnerarlo; pero no establece positivamente un desarrollo que el pluralismo político se encargará de plasmar de mil maneras distintas, todas ellas constitucionales. ¿Con cuál de ellas educamos a la ciudadanía? He sido diputado más de diecisiete años y he comprobado hasta la saciedad cómo los miembros de todos los grupos parlamentarios compartíamos unos valores constitucionales que habíamos jurado o prometido respetar; pero también con qué dificultad unos y otros llegábamos a ponernos de acuerdo a la hora de plasmarlos en algo tan genérico como un texto legal. ¿Será más fácil hacerlo en el ámbito personalizado que la educación moral exige? La Constitución no lo considera posible y por eso convierte a los padres en árbitros de cuestiones tan abiertas. El que tan inevitable, y gozosa, apertura llegue a provocar un debate conflictivo sí parece preocupar al Supremo, pero en realidad es irrelevante. No respetaron la negativa de unos testigos de Jehová a firmar contra su conciencia la conformidad para una trasfusión de sangre a su hijo en peligro de muerte, pensando quizá que en España se considera de modo nada conflictivo que tal actitud es disparatada. Olvidaron que ningún poder 60

público puede erigirse en árbitro de la conciencia de nadie. Asunto distinto es que la objeción -como todo derecho- no pueda tener alcance ilimitado y deba ponderarse con arreglo a exigencias de interés común; como la propia Constitución ejemplifica a propósito del servicio militar. Pero será el poder público el encargado de precisar en virtud de qué bien lo limita, sin cargar al ciudadano con la prueba de presentarle su convicción como convincente. Por detrás de este malentendido late la curiosa diferenciación entre una ética privada y otra pública, merecedora ésta de estricta observancia. Tan poco feliz ocurrencia se pretende convertir en catecismo civil. En una sociedad plural la ética pública es el resultado del entrecruce de las propuestas que sus ciudadanos plantean, cada uno inevitablemente desde su ética personal. Cuando alguien se erige en árbitro de si lo aportado por los demás expresa una «voluntad particular» o la «voluntad general» el totalitarismo está servido: alguien impondrá como general su particular voluntad, erigiéndose en vidente del interés público. Todo este escenario invita a recordar la sentencia del Constitucional sobre el derecho fundamental al agua que su novedoso Estatuto reconoce a los valencianos. Se limitó a negar displicentemente que los derechos de los estatutos autonómicos fueran realmente derechos; y todos contentos. O eso parecía; ahora resulta que para el Supremo el catecismo civil, que nos revela de modo infalible la inobjetable ética pública, incluye la obligación de «asumir y valorar positivamente los derechos y obligaciones» derivados «de la Constitución y del Estatuto de Autonomía», y «utilizarlos como criterios para valorar éticamente las conductas sociales». O sea que, si un aragonés reside en Valencia, la ética pública le obligará a abjurar de sus egoístas particularismos. Para no ser los estatutarios ni siquiera derechos, no está nada mal...

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13 Religión en el ámbito público (Tercera de ABC, 30 de agosto 2011)

La visita del Papa, al encuentro de una nutrida juventud mundial, ha provocado con Madrid como escaparate una presencia de lo religioso que no se experimentaba hace años. Por las mismas calendas, el Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social de Frankfurt hacía hueco a un grupo de trabajo sobre “La religión en el ámbito público”. Se ve que, escarceos políticos aparte, el asunto merece que se le eche un poco de filosofía. No es para menos. La doble sentencia del Tribunal Europeo de Derecho Humanos sobre el caso Lautsi contra Italia se ha convertido en paradigma de la dificultad que Europa viene experimentando a la hora de fijar el adecuado emplazamiento de la religión en el ámbito público. La sentencia de la primera instancia optó, de modo unánime, por la obligada exclusión de los crucifijos de las escuelas públicas italianas. ¿Quién se atrevería a discutir la necesaria neutralidad del Estado respecto a las variadas concepciones del mundo de una sociedad pluralista? La sentencia posterior de la Gran Sala estimó, por el contrario, con notable mayoría, que la carga cultural y la dimensión más pasiva que adoctrinadora del crucifijo haría admisible en Italia la decisión estatal de mantenerlos ¿Debe Europa vivir la neutralidad de modo tan surrealista como para obligar a los Estados escandinavos a eliminar la cruz de sus banderas? La situación parece condenar a la perplejidad. Quizá porque la polémica política se entrecruza con un soterrado debate filosófico. No se trata sólo de discutir si tiene sentido admitir que, como algunos denuncian, una religión ejerza poder; habría que abordar también la respuesta a otra cuestión: qué relación guardan entre sí la racionalidad y la fe religiosa. No en vano la neutralidad del poder estatal aparece como consecuencia de las exigencias de racionalidad propias de la Modernidad. Si la fe es fenómeno irracional, habría que alejarla del ámbito público, obligadamente regido por criterios racionales. Habrá quien, como Rorty, discuta ese punto de partida. Democracia y derechos humanos, como toda dimensión ética, tendrían menos que ver con una petulante razón que con la riqueza que emana de la emoción y el sentimiento. Puede parecer que a lo religioso se lo pondrían así más fácil de lo que tal autor pudiera imaginar. No en vano las obras de misericordia se llevaron organizadamente a la práctica bastante antes de que el Estado de bienestar las desamortizara, convencido de que con libertad e igualdad la fraternidad se convertía en superflua. Pero, si la religión fuera mero sentimiento, su destino obligado sería 62

verse enclaustrada en las catacumbas de la privacidad. La religión, sin embargo, no se limita a expansiones sentimentales. Si algo la caracteriza es su -para algunos, casi insultante- pretensión de verdad. ¿Puede ésta considerarse compatible con la racionalidad moderna? La respuesta afirmativa admitirá que la gestación religiosa de una propuesta ética o política no resta necesariamente racionalidad a su contenido. Escribo en Münster, donde se firmó la paz de Westfalia. Fue una llamada a la neutralidad la que se mostró, hace siglos, capaz de generar una tregua en la Europa sumida en guerras de religión. Habría resultado imposible sin la convicción de poder contar con la existencia de un derecho natural fruto de un indisimulado punto de partida creacionista. Eso era lo que Grocio ofrecía como espacio neutral; no una concepción inmanentista de la existencia, tan poco neutral como la basada en la transcendencia. De ahí que plantearla como su alternativa real le pareciera blasfema ocurrencia. Quienes se sitúan en una irreversible era postmetafísica se conforman hoy con poder partir de intuiciones, que luego han verse debidamente argumentadas. ¿Puede jugar ahí un papel la religión? ¿Estará en condiciones de aportar razones al discurso público? La respuesta negativa sólo puede proceder de ese planteamiento laicista que le niega toda aportación, ni siquiera por los cauces institucionales del sufragio democrático. Habermas dejará a más de uno con el pie cambiado porque no dudará en considerar a la religión como posible fuente de razones argumentables. En caso contrario, no sólo ser ciudadano obligaría al creyente a suscribir una práctica apostasía, sino que se acabaría generando un empobrecimiento de la aportación de razones al debate público. “El Estado no puede desalentar a los creyentes y a las comunidades religiosas para que se abstengan de manifestarse como tales también de una manera política, pues no puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular no se estaría desconectando y privando de importantes reservas”. (Habermas, 2006: pág. 138) A nadie pues puede suscitar rechazo la presencia pública de aportaciones procedentes de las tradiciones religiosas de la sociedad, ni extrañarle que resulte tan fácil detectarlas como fundamento, no necesariamente consciente, de planteamientos públicos ya consolidados.

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14 Clericalismo católico y nacional-laicismo (Conferencia pronunciada en el Seminario “Entre Filosofía, Política y Religión”, organizado por el Instituto de Humanidades de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, el 3 de marzo 2014)

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14.1 Clericalismo, laicos y creyentes Personalmente estoy muy agradecido por la formación que he ido recibiendo desde joven. Una de las cosas que me han enseñado es a aborrecer el clericalismo. Como católico, pienso que el clericalismo es un vicio tan lamentable como arraigado. El asunto es complicado porque, si en la teología católica se entiende que la Iglesia es un Cuerpo Místico del que Jesucristo es su cabeza, el clericalismo, en la medida en que reduce a la Iglesia a su jerarquía, al clero, genera una especie de cuerpo truncado. Sin duda es indispensable y positivo el papel de la jerarquía eclesiástica y del clero; puede conseguir que ese cuerpo mantenga vivo el corazón. Pero me temo que así no consigue que se convierta en semoviente; o sea, que ande. A la hora de la verdad, los que más tienen que hacer andar ese cuerpo son los laicos; me temo que en eso andamos mal, por ambas partes. Hay clérigos que no logran entender a los laicos y hay laicos ─quizás cada vez menos─ a los que al parecer, en el fondo, les encantaría ser clérigos. Es una situación un tanto rara. Curas que aspiran a mangonear en todo lo que haya alrededor. Esto, la verdad, fue más acusado en los años sesenta: el cura obrero, el cura líder sindical… Siempre que había algún asunto que organizar, al parecer lo tenía que organizar el cura. Por otra parte, algunos seglares parecen soñar con que les dejen ser semi-curas. Les encanta estar en el presbiterio e incluso acompañan al cura en sus oraciones cuando no toca… Una especie de nostalgia por parte del seglar. Ese es un aspecto del problema. Por otra parte, yo me siento personalmente expropiado cuando, para ser laico parece que uno esté obligado a comportarse como si fuera no creyente. Esa identificación se ha dado en el ámbito cultural en Italia, donde hay que elegir entre ser católico o laico; algunos juegan a imponer en España lo mismo. En Italia, quizás por la presencia de la Santa Sede, la actividad pública de los católicos es muy visible; parecen mucho más inclinados a dar la cara que en España. En Italia ante ciertos problemas ha sido habitual convocar referendos, que los católicos han ganado o han perdido. Aquí no se le pregunta a nadie nada; se hace lo que quiera el que manda y se acabó. Que para ser considerado laico uno esté obligado a comportarse como si no fuera creyente, no lo acabo de entender. La ley natural contiene principios y exigencias éticas accesibles a la razón; por tanto no es preciso tener fe para conocerlas. Para asumir que no se puede matar a un ser humano no hace falta tener fe. Simplemente, dándole un poco juego a la razón ya se entiende; pero a veces somos un poco irracionales. Ha llegado a plantearse un recurso de amparo de una señora que quedó embarazada y le dijeron que el feto tenía unas malformaciones insuperables y que incluso era previsible que muriera antes de nacer; lo mejor era que abortara. Ella dijo que no; tenía sus ideas y como el niño naciera sería bien recibido. En 66

efecto el niño nació muerto y ella se dispuso a enterrarlo. No fue posible. Según su peso, el derecho administrativo en vigor lo considerará un niño prematuramente fallecido o un mero residuo biológico que debe ser incinerado (como ocurre si a alguien le amputan el brazo). Habrá que dilucidar si ha podido vulnerarse su libertad religiosa e incluso su derecho a la intimidad. Parece un tanto absurdo que a una madre, que lo desea, no le permitan enterrar a su hijo, por muy muerto que haya nacido. Para plantearse esa duda no hace falta creer en nada; quizá el mero sentido común pudiera contribuir a despejarla. No considero, por ejemplo, que haya una bioética cristiana. Como soy laico, mi bioética es indudablemente laica. No sé por qué no iba a serlo; no me dedico a fundamentar mi bioética en argumentos de autoridad o de dogma; la baso simplemente en razonamientos, como tantos otros. Me parece muy positivo cómo el Tribunal Constitucional Español ha abordado ésta cuestión, al menos hasta ahora, en la jurisprudencia acumulada. Curiosamente en una sentencia en la que no parecía venir a cuento del todo; relativa a la popularmente conocida como secta Moon, es decir, a la Iglesia de la Unificación. Le habían negado la inscripción en el Registro de Entidades Religiosas, por entender que se trataba en realidad de una secta. Había un informe del Parlamento Europeo muy negativo, que la acusaba de programar mentalmente a sus adeptos, pero el Tribunal Constitucional entendió que no estaba debidamente probado y autorizó que la incluyeran en el registro. Aparte de eso, que era el problema del que se trataba, sentaba doctrina y hablaba del concepto de laicidad positiva. Me parece muy interesante, porque lleva a entender que hay una laicidad negativa, que es la que suele llamarse laicismo: el intento de entender que lo religioso no debe estar presente en el ámbito público. Así como hay espacios libres de humo, quizá por vincular lo religioso al incienso, se pretende establecer que no es bueno que lo religioso se haga presente en el ámbito público… Por otra parte, habrá una laicidad positiva, que veremos en qué podría consistir.

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14.2 Laicidad: positiva y negativa Para empezar, quisiera recordar que la laicidad es una novedad cristiana; antes del cristianismo no se concebía. En una primera etapa los que tenían autoridad –es decir, auctoritas, que significa prestigio reconocido socialmente- solían ser los ancianos. Estos eran los que gobernaban y a la vez eran considerados sacerdotes. Hay un pasaje muy curioso de nuestra herencia judía; lo encontramos en el Antiguo Testamento, en el segundo libro de Samuel. Se trata de un diálogo muy curioso entre el pueblo israelita y el profeta. Le dicen que, como está ya muy anciano y sus hijos no son como él, les debe dar un rey; como el que tienen las otras naciones. Quieren tener alguien con potestas, que ejerza el poder. Samuel ora a Dios, que le responde: “haz lo que te piden, no te están rechazando a ti, sino a mí, no quieren que yo sea su rey. Explícales… esto es lo que les pasará cuando tengan rey: el rey pondrá a los hijos del pueblo a trabajar en sus carros de guerra, o en su caballería o los hará oficiales de su ejército, a unos los pondrá a cultivar sus tierras y a otros a recoger sus cosechas, o a hacer armas y equipos para sus carros de guerra; ese rey hará que las hijas del pueblo le preparen perfumes, comidas y postres, a ustedes les quitará sus mejores campos y cultivos y les exigirá los tributos… ”. La potestas pasa a sustituir a la auctoritas, pero enseguida tiende a divinizarse. Como consecuencia no se admitirá una cohabitación entre potestas y auctoritas, que es lo mismo que hoy ocurre con el laicismo. El laicista en España, con una hegemonía notable de una confesión religiosa, no concibe que pueda haber alguien con una autoridad moral que se permita expresar públicamente qué se debe moralmente hacer y qué no. Quien tiene el poder, dirá a través de la ley lo que se debe hacer y lo que no, y punto. Si uno va al Coliseo romano, quienes murieron allí, no fue por ser disidentes políticos, sino porque no estaban dispuestos a adorar al emperador; admitían su potestas, que respetaban, pero no estaban dispuestos a concederles una auctoritas religiosa.

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14.3 «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Es el cristianismo, es Jesucristo, el primero que dice: “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”; algo que no se había dicho nunca. Establece que hay que saber distinguir ambos ámbitos. Cuando le preguntan si hay que pagar el tributo, aclarado que es del César, dirá: págalo. Es expresión de en qué medida un elemento decisivo dentro del catolicismo será el respeto a la libertad personal y, por tanto, a la autonomía de lo temporal. La Iglesia no tiene una doctrina que pormenorice cómo se resuelven, en concreto, los problemas sociales. Plantea simplemente unos principios, unos criterios; eso es lo que debe hacer su magisterio, difundido por la jerarquía. Tratándose de principios o criterios, por ejemplo sobre la actividad económica, tendrán que ser los laicos católicos expertos en economía los que los conviertan en una realidad practicable; no los curas, que de eso es lógico que no sepan demasiado. Esa autonomía de lo temporal y ese respeto a la libertad parte del convencimiento de que somos co-creadores. El Creador no ha dejado todo hecho hasta el último detalle, sino que se ha limitado a empezarlo; luego, pues aquí estamos… La misión del laico es colaborar creativamente. Todo eso en el marco, como es lógico, de un ecologismo ético. En la Biblia, el paraíso es el no va más de la libertad; pero también en el paraíso había que ser ecologista y por tanto no se podía hacer de todo: el árbol de la ciencia del bien y del mal no se toca. Curiosamente la tentación será la misma de hoy: “seréis como dioses”. Nuestra creatividad está delimitada; como consecuencia, la autonomía de lo temporal no significa que en su ámbito la ética no tenga nada que decir. Tiene sin duda muchísimo que decir y tendrán que concretarlo los ciudadanos, instruidos -en el caso de que sean creyentes- por su jerarquía o por su magisterio. Como cualquier otro ciudadano, lo harán aportando su punto de vista, con ese trasfondo; lo mismo que los otros lo harán con el suyo, porque trasfondo tenemos todos. Mi paisano Machado, en un libro que yo recomiendo siempre -el “Juan de Mairena”- da un buen consejo: "Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: ¿y cuál es mi zapato? Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?” En efecto, zapatos tenemos todos…

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14.4 Crítica al cristianismo. No le han faltado críticas al cristianismo. Feuerbach, en su libro “La Esencia del cristianismo” de 1848, indica que no es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que es el hombre, en un intento cobarde y apocado de superar sus miedos y limitaciones, el que ha creado una imagen a la que llama Dios, para superarlos. De ahí que cuanto más engrandece el hombre a Dios, más se empobrece a sí mismo. La izquierda hegeliana consolidará ese planteamiento que en el fondo alimenta, de manera más o menos consciente, al laicismo actual. La religión en la vida pública no pinta nada; incluso no sólo no pinta nada, sino que estorba y es perturbadora. Curiosamente el último documento que ha publicado la Comisión Teológica Internacional de la Iglesia Católica (en 2014) tiene un título que puede dejar asombrado, porque habla de la realidad trinitaria y de la relación entre religión y violencia. Sale al paso de autores que abordan la cuestión desde una perspectiva particularmente anti-religiosa. Para ellos, el monoteísmo lleva inevitablemente a un fundamentalismo que deriva hacia la violencia. De ahí que se ofrezca una argumentación teológica de por qué eso no es así. Si se parte de la idea de que negar a Dios es obligado para ser realmente humanos, evidentemente la consecuencia socio-política sería fácil. Recuerdo un chiste de Chumy Chúmez; dibujaba frecuentemente a un señor con chistera, que se suponía que era el poderoso, el capitalista, etc. y otro con boina. En uno de sus dibujos el de la chistera le decía al de la boina: “Y no olvides que hay que dar al César lo que es del César”. El otro respondía: “Sí, don César”… Me pareció muy laicista. Si el asunto se plantea así, mal andamos. Pienso que de ahí no saldrá nada positivo.

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14.5 Laicidad y ley natural: cognitivismo ético En el fondo la laicidad hay que vincularla, inevitablemente, a lo que los clásicos llamaron ley natural; o sea, a lo que de manera más técnica llamaríamos cognitivismo ético. Implica admitir que hay exigencias éticas con una realidad objetiva, racionalmente cognoscible; no expresan simplemente un elemento volitivo, emocional o sentimental, que tiene que ver con lo que uno quiera o desee y no con lo que uno pueda conocer racionalmente. Cuando la ley natural era compartida, de manera general, cumplía una función muy eficaz. En lo relativo a la relación entre religión y violencia, ayudó a superar en Europa las guerras de religión; el derecho natural sirvió de fundamento a un novedoso derecho internacional. El laico Grocio defendió lo aprendido de Francisco de Vitoria, que era un fraile. También la configuración del trato con los habitantes del mundo americano se irá basando en una igualdad iusnaturalista. Al margen de las vicisitudes de la historia concreta, Francisco de Vitoria lo tenía muy claro; de ahí su vanguardismo. También si hoy apareciera un selenita habría que plantearse si le afecta o no la Declaración de Derechos Humanos. El problema es que ha entrado en crisis esa capacidad de encuentro. En la postguerra la querencia fenomenológica convirtió el derecho natural en Natur der Sache (naturaleza de la cosa), pero se estaba hablando de lo mismo: una realidad cognoscible racionalmente, que debe controlar cómo se ejercita del poder. En las constituciones que se promulgan después de la segunda guerra mundial, tras la triste experiencia del Holocausto, se da un giro muy relevante: los derechos no hay ya que entenderlos en el marco de las leyes, entendiendo por derechos lo que las leyes nos concedan, sino que son las leyes las que deben ser interpretadas en el marco de los derechos. Para eso están los tribunales constitucionales, que dictaminarán que una ley es nula, si vulnera el contenido esencial de un derecho. Por supuesto que eso, sin no se es iusnaturalista, resulta difícilmente inteligible. De todas maneras, todo el mundo parece entenderlo muy bien, porque hoy día resulta más conveniente mostrarse contradictorio que parecer iusnaturalista. Benedicto XVI ante el Bundestag (2011) dijo una frase que me impresionó, porque yo di mis primeros pasos en la docencia universitaria dando clases de derecho natural, que es como se llamaba entonces la asignatura conocida hoy como Teoría del Derecho. Dijo: “Después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara. En el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del 71

ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término.” Esto dicho por un profesor de la categoría de Benedicto XVI, entonces Papa y hoy Papa Emérito, impresiona. Y esto ¿a qué se ha debido? Pienso que a dos factores: en primer lugar, a que nos encontramos con una ley natural cuya interpretación parece monopolizada por representantes de lo sobrenatural. Esto empieza a complicar la cuestión. En la Iglesia católica se entiende que la jerarquía, el magisterio, es intérprete auténtico de la ley natural; no la inventa ni la crea, pero fija su interpretación adecuada. Esto produce un solapamiento de lo natural y lo sobrenatural que genera cierta complicación. Si la ley natural parece elevarse más allá de lo natural, mal asunto. Por ejemplo, puede invitar al ciudadano a pensar que “no matar” es un precepto moral muy importante; que “no robar” es un precepto moral muy importante; “no mentir” sería otro precepto moral de importancia. Todos tan importantes moralmente como para que el derecho deba apoyar coactivamente su observancia práctica. Eso no lo veo tan claro. El hecho de que en el Sinaí se hablara de “no matar”, no quiere decir que se enunciara un precepto moral; se trataba de un precepto jurídico-natural. La moral nos invita a unas exigencias maximalistas que nos lleven a la perfección. El derecho, por el contrario, expresa un mínimo ético, indispensable para que podamos convivir. El “no matar” no es un maximalismo moral sino que pertenece a ese mínimo ético; no es un maximalismo ético de no se sabe qué religión, sino un mínimo ético para que todos mantengamos la cabeza en su sitio. Lo que ocurre es que, aparte de expresar un mínimo ético, es indispensable para convivir; esto es lo que genera una obligación moral. A nadie puede extrañar que todo maximalismo ético comience por respetar el mínimo ético. El precepto no es jurídico porque sea muy relevante moralmente; se ve acompañado por una obligación moral como consecuencia de su importancia jurídica; porque sin respetarlo no se puede convivir y estamos moralmente obligados a convivir con los demás. Situado en esta confusión, el católico radical exige que sea la jerarquía la que dé la cara cuando la ley natural sea cuestionada; se queja de que el obispo no habla, el obispo no dice; el obispo o el Papa… Se refugia en un puro clientelismo. Por otra parte, cuando la jerarquía cumple su obligación, que es instruir a sus fieles, nunca faltan otros ciudadanos que los acusan de estar practicando un intrusismo político, al ocuparse de algo más que de decir misa. Añadamos a esto que se ha secularizado el fundamento de la dignidad humana. El mismo Grocio ya plantea que habría que obedecer al derecho natural, aunque Dios no existiera… De ahí pasamos a un decaimiento de la Ilustración, de la Aufklärung, que es lo que preocupa tanto a Habermas como a Ratzinger; por eso se pusieron de acuerdo con tanta facilidad en algunos aspectos. El 72

problema es hoy en día que no parece haber nadie capaz de fundamentar racionalmente la dignidad humana. No es pequeño problema. La dignidad humana se ha convertido en un concepto vacío; algo que no significa nada. No es de extrañar que se soliciten derechos para los animales; si más de uno acaba tratando a su pareja como a un animal de compañía, o a los hijos (deseados, por supuesto) como si fueran su mascota. Pretender desde tal planteamiento que los animales tengan derechos, me parece un alarde de coherencia.

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14.6 Pretendida neutralidad del laicismo El laicista suele erigirse en paladín de una presunta neutralidad. Nos habla de un ámbito –al que llama ética pública- que todos debemos compartir. No tendría nada que ver con la religión, que sería un capricho privado; cada uno en su casa que practique la que quiera. A esto es a lo que llamo nacional-laicismo, porque se alimenta de los complejos derivados de la condena del nacionalcatolicismo franquista. De ahí surge la expulsión de lo religioso del ámbito público, e incluso actitudes inquisitoriales claramente antidemocráticas, como indica nuestra Constitución. Quizá su epígrafe menos conocido sea el artículo 16.2: “Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”. No es raro que en el debate público, si alguien propone que la vida del no nacido debe ser respetada, le repliquen: “eso lo dirá usted porque es católico”. De acuerdo con el citado epígrafe a nadie le importa si yo soy católico o no. Si yo utilizara un argumento religioso, sería lógico que se considerara que no viene a cuento; pero, si no lo utilizo, nadie puede descalificarme por el hecho de ser creyente. Eso sería una clara discriminación por razón de religión, opuesta al artículo 14.

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14.7 Tres autores no católicos. He escogido tres autores, ninguno de ellos católico, para ver cómo intentan solucionar estas cuestiones. John Rawls se convirtió en máximo exponente de la ética y filosofía política norteamericanas. No es nada laicista, ya que muestra mucho sentido común. Lo que no comparte son planteamientos metafísicos, incluida la ley natural en su versión clásica. Entiende que hemos de fundamentar nuestros planteamientos éticos en un consenso solapado, en el sentido de entrecruzado. Debemos armonizar lo que él llama doctrinas comprehensivas, o sea, visiones globales de la realidad y de la existencia humana, concepciones del mundo. Es preciso entrecruzarlas y tejer un consenso cuyo resultado sería la razón pública. ¿Quién es el intérprete de la razón pública?, ¿el Arzobispo de New York?: no. Para él, el intérprete de la razón pública será en su país el Tribunal Constitucional, o sea, el Tribunal Supremo. Las religiones en Norteamérica son muchas; no es como aquí, que hablar de religión es hablar de determinados obispos, siempre los mismos. Aportarán a ese consenso elementos de su ética comprehensiva y enriquecerán así la razón pública. Considera pues que expulsar lo religioso del ámbito público es empobrecer la vida social. Para él, es imposible entender a Martin Luther King y su lucha por los derechos humanos, si le obligáramos a prescindir de su religión; era precisamente el motor de sus sueños. Ser creyente no le impedía hacer uso de argumentos perfectamente compartibles por cualquiera con dos dedos de frente. Rawls, aunque rechaza lo que llama el celo por la verdad absoluta, lo que rehúye es que una única concepción del mundo domine en toda la sociedad. Defiende la primacía de la consensuada “razón pública”, a la vez que considera que la existencia de un magisterio eclesiástico en una democracia es algo de lo más normal, que cualquiera que tenga razón, pública o privada, entiende fácilmente. «Cualesquiera que sean las ideas comprehensivas, religiosas, filosóficas o morales,… »; porque él trata por igual esas tres fuentes. Igual de absurdo sería desterrar la religión de lo público como desterrar la filosofía. No tiene sentido que si alguien afirma “creo que esto habría que resolverlo así”, se le puede alegar “es que usted es filósofo”… “Las ideas comprehensivas, religiosas, filosóficas o morales que tengamos, todas son aceptadas libremente, políticamente hablando, pues dada la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos” (Rawls 1996: pág. 257). Si un ciudadano quiere asumir una doctrina, ¿cómo se le va a negar esa libertad? ¿Va a tener que imponerse la doctrina de usted?... En el caso de Jürgen Habermas lo que abordará es si las confesiones religiosas 75

pueden aportar razones al debate público. Puede sorprender esta postura. Leí por primera vez a Habermas en 1970 en Alemania, cuando suscribía una teoría crítica marxista. Defendía la necesidad de teorizar movidos por un interés directivo del conocimiento emancipador. Habermas se encuentra ahora ante una sociedad con un déficit ético notable, totalmente economicista. Como era y sigue siendo anticapitalista, parece convencido de que de Wall Street no va a venir la solución de este problema. Aun siendo agnóstico, tiene la esperanza de que sean las religiones las que aporten los necesarios elementos al debate público; para superar, por ejemplo, la legitimación de la eugenesia. Afirma que la posibilidad de elegir el sexo del hijo es una postura antiética por definición. El diagnóstico pre-implantatorio le parece aún más éticamente rechazable que el aborto porque, partiendo de la igualdad de todos los seres humanos, no admite que alguien pueda planificar a otro… El problema no es solo que se estén vulnerando los derechos del otro sino que se está traicionando nuestra autoconciencia ética como seres humanos; no se trata de que no se respete la dignidad del feto, es que no respetaríamos la nuestra. Se muestra muy crítico ante el laicismo. Plantea en qué medida los creyentes están siendo discriminados. Hasta ahora a los únicos a los que el Estado liberal ha exigido dividir su identidad en privada y pública, ha sido a los ciudadanos creyentes. Son ellos los que tienen que aprender a traducir sus convicciones religiosas a un lenguaje secular, si aspiran a que sus argumentos encuentren una aprobación mayoritaria; mientras, los agnósticos no tienen que aprender nada. El estado liberal incurre así en una contradicción cuando imputa a todos los ciudadanos un ethos político, que distribuye de manera desigual las cargas cognitivas entre ellos. La institucionalización de la traducibilidad de las razones religiosas (usted tiene que traducir eso para que yo lo pueda entender) convive con la primacía institucional concedida a las razones de los agnósticos sobre las religiosas. Se exige a los ciudadanos creyentes un esfuerzo de aprendizaje y adaptación que se ahorran los ciudadanos agnósticos. ¿Cuál es su solución?: que aprendan unos y otros. Cuando Benedicto XVI va a Regensburg, olvidándose de que ya no es Profesor sino Papa, deja entrever que a la Iglesia Católica le ha costado siglos estar en condiciones de dialogar con la modernidad, mientras los islámicos lo tienen difícil; no asumen la ley natural y por tanto les resultará complicado ese diálogo, al no contar con un campo racional que les sirva de punto de encuentro. Mientras él decía esto, Habermas sugiere que también a los agnósticos les queda una tarea pendiente: tienen que hacerse a la idea de que ellos deben a su vez aprender a dialogar con los creyentes. No cabe entender como algo natural y sobreentendido que los ciudadanos agnósticos saben que viven ya en una sociedad post-secular y han superado el laicismo. Todos somos iguales y hay que compartir argumentos. Ajustar sus actitudes epistémicas a la 76

persistencia de comunidades religiosas, requiere un cambio de mentalidad no menos cognitivamente exigente, para los agnósticos, que la adaptación de la conciencia religiosa a los desafíos de un entorno que se seculariza cada vez más. Con arreglo a los criterios de la Ilustración, los ciudadanos agnósticos han de comprender su falta de coincidencia con las concepciones religiosas, como un desacuerdo con el que hay que contar razonablemente (Habermas, 2006: pág. 147). Rechaza en consecuencia todo intento de expulsar a lo religioso del ámbito público. Es preciso dar paso a un doble aprendizaje. No tiene sentido oponer un tipo de razón, la de los agnósticos, a las razones religiosas, en virtud del supuesto de que las razones religiosas provienen de una visión del mundo intrínsecamente irracional. La razón opera en las tradiciones religiosas igual que en cualquier otro ámbito cultural, incluida la ciencia. Afirmará que el criterio de lo verdadero y lo falso no lo fija es la ciencia, sino que esta forma parte de una historia de la razón a la que pertenecen también las religiones. A nivel cognitivo general sólo existe una y la misma razón humana; los creyentes no son irracionales. Por último, Dworkin, desde su individualismo ético mantiene un planteamiento muy distinto de los dos anteriores. Critica a Rawls, en el marco de la polémica de si la mayoría, en una sociedad democrática, puede imponer un determinado modelo ético de concebir la vida, porque le resulte así más fácil desplegar la vida dentro de su concepción del bien (Dworkin 2003: pág. 169, nota 23). Va a enfrentarse a lo que considera paternalismo. Consiste en obligar a alguien a hacer algo por su bien; prefiere que de su bien se ocupe cada cual. Lo lleva al extremo porque, como es individualista, llega a defender que en un debate sobre el aborto los varones no tienen nada que decir, hasta que no demuestren haberse quedado embarazados; lo cual hoy por hoy sigue siendo un poco complicado. Esto revela que ha perdido todo sentido de lo social; ante la realidad de que cabe eliminar a seres humanos, a mí me tiene que traer sin cuidado. El que, por ejemplo, casi no haya ya niños con síndrome de Down en España, no es algo que me deba afectar. Considera que Rawls está influido por algunos filósofos y sociólogos que afirman que sólo se puede llevar una vida verdaderamente deseable en un ambiente de homogeneidad moral, y quizás incluso religiosa; lo que le parece fatal. Su propuesta es establecer una simetría entre lo ético y lo económico. Al igual que el mercado es el resultado de una serie de decisiones individuales, la ética pública debería serlo de actitudes individuales ajenas a normas impuestas. Si establecemos un paralelismo con el entorno ético, tenemos que rechazar la afirmación de que la teoría democrática atribuye a la mayoría el control total de ese entorno. Debemos insistir que en el entorno ético, como en el económico, es 77

producto de decisiones individuales de las personas (Dworkin 2003: pág. 234). Lo complementará con otro detalle, también economicista, al aludir a las externalidades: Entre las preferencias que tienen los ciudadanos hay unas personales, que tienen que ver con sus problemas individuales, mientras que hay otro tipo de preferencias, que él rechaza, relativas a cuestiones impersonales (Dworkin 2003: pág. 27), que no le afectan directamente, por lo que no deberían tenerse en cuenta.

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14.8 Conclusión Soy decidido partidario de una laicidad positiva, ajena a todo clericalismo. El laicismo no es sino clericalismo civil, dicho sea de paso, por lo que acaba convirtiéndose inevitablemente en una confesión religiosa más: incluso con sus ritos cuasi-sacramentales. Pienso que España experimenta en buena medida un laicismo autoasumido por los propios católicos, por inhibición. Esto convierte al ejercicio del episcopado en deporte de alto riesgo; si el Obispo no habla, sus clericales fieles se lo echarán en cara y si habla peor… El clericalismo civil, propio del laicismo, ignora derechos fundamentales y, a la hora de la verdad, en vez de situar el derecho fundamental de los ciudadanos a la libertad religiosa en el centro de la cuestión, reduce todo a una relación Iglesia–Estado; todo dependerá del concordato de turno entre unos y otros mandamases, que tratan al ciudadano como súbdito o como oveja, lo que puede acabar siendo lo mismo. Más allá de la mera aconfesionalidad, pienso que la clave de la laicidad positiva está en situar en el centro el derecho fundamental que la Constitución reconoce a todos los ciudadanos. No vendrá mal, por último, distinguir entre los derechos, que tienen fundamento en la justicia, y la tolerancia. Hay quien identifica indebidamente la tolerancia con el regalo de derechos. La justicia consiste en dar a cada uno lo que es suyo, su derecho. La tolerancia consiste en dar a uno lo que no es suyo; algo a lo que no tiene derecho sino mero fruto de la generosidad ajena. Quisiera por eso dejar claro que, como titular de un derecho fundamental (la libertad religiosa), no tolero que me toleren.

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15 Referencias Constitución Española. Trabajos parlamentarios Madrid, Cortes Generales (1980), t. I a IV. Dworkin, R. Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad Barcelona, Paidós. Grocio, H. De iure belli ac pacis libri tres, Madrid, Reus, 1925; versión de J. Torrubiano. Habermas, J. y Rawls, J. (1998): “Debate sobre el liberalismo político” Barcelona, Paidós. Habermas, J. (2001): Sobre la frase de Horkheimer: “es inútil pretender salvar un sentido incondicionado sin Dios, en “Israel o Atenas” Madrid, Trotta. Habermas, J. (2001-b) Un diálogo sobre lo divino y lo humano. Entrevista de Eduardo Mendieta, en “Israel o Atenas” Madrid, Trotta. Habermas, J. (2006): La religión en la esfera pública. Los presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos y seculares en “Entre naturalismo y religión” Barcelona, Paidós. Habermas, J. (2008): Ética del discurso. Notas para un programa sobre su fundamentación, en “Conciencia moral y acción comunicativa” Madrid, Trotta. Habermas, J. (2009) La conciencia de lo que falta, en “Carta al Papa. Consideraciones sobre la fe” Barcelona, Paidós. Llamazares, D. (2002): Derecho de la libertad de conciencia. I. Libertad de conciencia y laicidad, Madrid, Civitas. López Lozano, C y Blázquez Burgo M. (2004): Problemática jurídica general de las Iglesias Evangélicas españolas en “Pluralismo religioso y Estado de derecho” Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 2004; Cuadernos de Derecho Judicial, XI. Navarro-Valls, R. (1998): Justicia constitucional y factor religioso en “La libertad religiosa y de conciencia ante la justicia constitucional”, Granada, Comares. Ollero, A. (1981): Christianisme, sécularisation et droit moderne: le débat de la loi espagnole de mariage civil de 1870, en “Cristianesimo, secolarizzazione e diritto moderno” (ed, por L. Lombardi-Vallauri y G. Dilcher) Milano, Giuffrè. Ollero, A. (2009): Un Estado laico. Libertad religiosa en perspectiva constitucional Cizur Menor, Aranzadi. Ollero, A. (2010): Laicidad y laicismo México DF, Universidad Nacional Autónoma de México. Rawls, J. (1996): El liberalismo político Barcelona, Crítica.

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Índice Advertencia Breve cv del autor Prólogo 1 Laicidad en la constitución española 2 Libertad religiosa y laicismo en España 3 Libertad sin ira 4 Aconfesionalidad, laicidad y laicismo 5 Entre laicidad y laicismo 6 España: ¿un Estado laico? 7 Fundamentalismo y derecho 8 Símbolos religiosos en una sociedad multicultural 9 ¿Podemos imponer nuestras convicciones a los demás? 10 Ética pública y ética privada 11 Objeción de conciencia y desobediencia civil 12 Catecismo legal 13 Religión en el ámbito público 14 Clericalismo católico y nacional-laicismo

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14.1 Clericalismo, laicos y creyentes 14.2 Laicidad: positiva y negativa 14.3 «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». 14.4 Crítica al cristianismo. 14.5 Laicidad y ley natural: cognitivismo ético 14.6 Pretendida neutralidad del laicismo 14.7 Tres autores no católicos. 14.8 Conclusión

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15 Referencias

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