La Visión de Lo Invisible. Contra La Banalidad Intrascendente - Pedro Castelao

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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PEDRO CASTELAO

La visión de lo invisible Contra la banalidad intrascendente Prólogo de Andrés Torres Queiruga

SAL TERRAE 2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

Título del original: A visión do invisible © Pedro M. Fernández Castelao, 2013 Editado por Ediciones SEPT Vigo Traducción del autor © Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Manuel Herrero Fernández, OSA Administrador diocesano de Santander 23-12-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2425-9

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Para Cris.

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«A Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1, 18; 1 Jn 4, 12) «But I still haven´t found What I´m looking for» (U2, The Joshua Tree, 1987) «I travel the world and the seven seas everybody it´s looking for something» (Eurythmics, Sweet Dreams, 1983)

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Prólogo UN libro fuera de los usos corrientes. El título mismo tiene algo de insólito, casi iba a decir de «osado», por su fuga de la inmediatez, de lo que resulta importante a primera vista. Hablar del «invisible» y meterse de entrada contra la «banalidad intrascendente» no parecen los mejores avales de propaganda para un libro en tiempos de supervisibilidad mediática, de urgencias inmediatas y de dolorosa inmanencia. Sin embargo, aquí está. Y, como comprobarán la lectora o el lector que en él se quiera adentrar, puede empezar hablando en estilo epistolar de realidades cotidianas, como criar hijos, colegios, lugares y pájaros, para ocuparse después en especulaciones nada fáciles, que pasan por paisajes a veces fascinantes, a veces vertiginosamente abisales. Pero, de eso pueden estar seguros, siempre ayudados por una rara claridad que ciertamente facilita el trayecto. Libro fuera de lo corriente, también por el autor. Hablar de teología –de teología pura– parece que pediría un teólogo clérigo, según las pautas más corrientes y verosímiles del oficio. Pero no. Desde el primer capítulo, nos informamos de que está casado y tiene tres hijos, tres hijos pequeños de los que él a veces –con esa mentira verdadera de todos los padres del mundo– piensa que son los más listos y simpáticos del planeta Tierra. Además, escribe en gallego, pero vive en Madrid. Porque decidió hacer del estudio de la teología su carrera; lo logró con éxito notorio, pero en Galicia seguimos sin tener una Facultad de teología... De todos modos, no está ausente. Dirige entre nosotros la revista gallega Encrucillada, dedicada, como dice su subtítulo, al pensamiento cristiano. Puede hacerlo gracias a las nuevas posibilidades de la informática y a una base eclesial que, contra ciertos vientos y mareas, sigue empeñada en encarnar la fe en la realidad sociocultural de su iglesia. Y también porque le sale de dentro, porque forma parte íntima, nuclear, de su preocupación y de su compromiso. Se sabe solidario de una tradición y compartiendo una necesidad, y quiere entrar en ellas manteniendo la difícil continuidad en una situación empobrecida, muy poco favorable a estas aventuras. Es consciente, además, de pertenecer a un nuevo tiempo que pide renovación. Hace poco, me decía en una carta: «Como sabes, tengo mucho interés en continuar la labor por la que vuestra generación apostó toda vuestra vida: hablar de Dios y de la religión para el mundo, pero desde Galicia. Yo ya pertenezco a una generación distinta. Soy laico, me dedico profesionalmente a la teología. En tres meses finalizo la Licenciatura en filosofía. La cultura gallega no puede prescindir de la trascendencia ni del cristianismo en su autocomprensión actual ni en su proyección de futuro. Y también quiero que mis hijos estén abiertos a la religión en gallego».

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Generación nueva, en efecto. Soplan aires nuevos. En su teología aparecen de vez en cuando referencias, ejemplos y argumentos tomados de películas no precisamente clásicas, sino, más bien, atentas a las sorpresas y simbologías del ciberespacio. En una reflexión siempre acompañada por una clara sensibilidad para las preguntas, las luces y las cegueras de la cultura actual. No por eso pierde el sentido de deuda y continuidad. Se notaba ya bien, como preparación y anticipo, en los dos libros hasta ahora publicados, muy en diálogo con el pensamiento de Paul Tillich, sobre quien hizo la tesis, con premio extraordinario, en la Universidad Pontificia Comillas, donde ahora es profesor. Con esos libros tiene bastante que ver este que estoy presentando. Pero ahora el pensamiento camina ya con paso propio, y lo hace con mesura que no huye de la originalidad, y con hondura que no olvida el esfuerzo por la claridad. Si, como prologuista, se me permite algún consejo para la lectura, diría que conviene empezar dando un rodeo antes de entrar en el tema central. En este sentido, sería bueno empezar por el final, por el Epílogo. En él aparecen retratadas, con trazos claros, la intención y la preocupación que ya se anunciaban en el mismo título del libro: buscar luz y fundamento para evitar el estrechamiento que supondría adaptarse a una visión simplista del mundo. Se trata del esfuerzo por superar una razón unidimensional que ignora la rica polifonía de lo real y por impedir que el sentido sucumba a la marea de un pragmatismo superficial, de un inmediatismo consumista y de una clausura castradora del dinamismo infinito de la vida. Esta quedaría así privada, diría yo, de esa sed de trascendencia, tan presente en la saudade originaria que habita el fondo sin fondo de lo auténticamente humano. Después la lectura tornaría al inicio, a la Introducción. Si la conclusión, como síntesis del recorrido, pudo dar la impresión de que el texto que la precede estará cargado de oscura dificultad, acaso poblado de vocablos extraños y de conceptos etéreos, aquí encontrará una declaración del estilo. Del estilo formal, que trata de escapar –dentro de lo posible– de la grisura de lo abstracto y, sobre todo, de las trampas pseudoprofundas del academicismo. Y también del estilo de fondo, aclarando la preocupación que define el propósito y la orientación fundamental del escrito. Avisa: «No estoy cabreado con el mundo ni tengo vocación de cuáquero. No reniego de la tecnología ni rechazo sus avances». Pero no se resigna a «ese estado de superficialidad tonta que no conoce el significado de palabras como “silencio”, “calma” o “reposo interior”». Y, para ser más concreto, lanza en chorro las preguntas que lo preocupan, esas que, según Tillich, definen la «preocupación última» (Ultimate Concern) en el fondo de toda persona, de toda religión y de toda cultura: «¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene todo cuanto hacemos? ¿Podemos vivir únicamente enredados en asuntos cuya trascendencia es, en último término, intrascendente? Pensemos que vamos a morir tarde o temprano. ¿Para qué tanto afán? ¿Para qué tanto bienestar y tanta enfermiza preocupación por la salud? ¿Todo se reduce a estar bien consigo mismo? ¿En qué se nos va la vida mientras la tenemos? ¿Aún hay sobre la faz de la tierra quien piense 7

en la salvación? ¿Aún tiene sentido preguntar si habrá otra vida después de esta? En una palabra: ¿Existe Dios?». Tras esa lectura llegará el momento de entrar en el Capítulo Primero: «Todos buscamos al Absoluto. La razón religiosa y el trasfondo de lo finito». Aquí habla el corazón del padre por la boca del teólogo. Es una carta para que la lean sus hijos, cuando sean mayores y tal vez él ya no esté. Con palabras que quieren ser infantiles, pero que son irremediablemente arrastradas por el significado adulto que intentan transmitir, va desgranando los grandes temas de la vida y los grandes problemas del mundo; del mundo interior y del mundo exterior. El padre sabe que la vida los está introduciendo, con pie pequeño aún pero en proceso inexorable, en una cultura que les puede ocluir el horizonte de la trascendencia, cegarlos para la difícil –pero tan fecunda e iluminadora– visibilidad de lo invisible. La pedagogía se puebla de ejemplos familiares, de remisiones a la tierra de origen: Corrubedo, Ribeira, Palmeira, de alusiones a los compañeros de barrio y de escuela... Constituye sin duda una buena introducción para los capítulos siguientes, que entran ya con paso decidido y lógica apretada en el grande e inagotable problema del acceso humano a la trascendencia, en esa tarea que –como había dicho Ortega–, en ciclos de afelio y perihelio, de alejamiento y acercamiento, ocupa incesante una de las más hondas preocupaciones del pensamiento. Lo hace en dos capítulos –segundo y tercero– que se complementan, en iluminación mutua. El Capítulo Segundo –«La búsqueda de Anselmo. La razón metafísica y el Único Necesario»– está dedicado al argumento ontológico, propuesto por san Anselmo en el siglo XI para demostrar la existencia de Dios. Un argumento tan discutido como fascinante, cuya validez no divide a creyentes e increyentes, sino que pasa como línea divisoria por medio de los mismos creyentes, filósofos o teólogos –Tomás de Aquino niega, Hegel afirma, Amor Ruibal distingue...–; por eso obligó a multiplicar los distingos o matizaciones y prolonga aún hoy la bibliografía hasta resultar inabarcable. Pero el autor no entra para nada en estos caminos de la erudición. Afronta el tema lanzando la reflexión in medias res. Se mete directamente, sin muletas de erudición bibliográfica, en el texto anselmiano. Con una claridad no fácil de encontrar en los tratados al respecto (que más bien es muy rara), va poniendo a cielo abierto el hilo del problema sin salirse de la misma obra. Y pienso que, realmente, no solo acerca luz inédita, sino que señala, no diría el, pero sí un camino justo y acertado para su interpretación. Como se sabe, san Anselmo, buscando una intelección de aquello que cree –fides quaerens intellectum–, procede mediante una reflexión orante, buscando en diálogo con Dios la razón íntima, la lógica interna –rationes necessariae– de las verdades de la fe. En ese contexto cálido, de búsqueda en tensión íntima y confiada, formula su prueba. Dice, hablando con Dios: «Creemos que eres algo mayor que lo cual nada se puede pensar» (credimus Te esse aliquid quo nihil maius cogitari potest). Es la fórmula que, con ligeras variantes, funciona de común en las discusiones. El gran acierto de Castelao está en seguir adelante, hasta el capítulo XV del Proslogium, para buscar otra fórmula que en apariencia repite lo mismo, pero en la que él –con aguda perspicacia– percibe una 8

diferencia fundamental: «por lo tanto, Señor, no eres solo aquel mayor que lo cual nada puede ser pensado, sino que también eres algo mayor que lo que puede ser pensado» (Ergo, Domine, no solum es quo magis cogitari nequit, sed es quiddam maius quam cogitari possit). Parecen idénticas, exactamente iguales, repito; pero no hay tal; se deja vislumbrar una diferencia decisiva entre las dos. La primera tiende a insinuar: 1) que de algún modo sabemos lo que es Dios; y 2) que eso que sabemos es tan grande que ya no se le puede añadir nada más. En cambio, la segunda indica: 1) que Dios es ciertamente real (quiddam); pero 2) lo es con un modo de ser que ya no se puede pensar, que supera toda capacidad del pensar mismo. No, pues, avance por adición, sino salto cualitativo a otro modo de pensar. Dios aparece así como algo irreductible a cualquier realidad mundana y a cualquier modo de conocer: presente en el pensar, es irreductible a cualquier otra realidad que podamos conocer; presente en el pensar, rompe toda capacidad de ser pensado. Nuestro autor sintetiza: «Su ausencia categorial es su particular forma de presencia. A esto le llamo carácter ultracreatural de Dios. Esto es lo que significa trascendencia». Se comprende que en el texto hay mucho más, pero eso debe quedar ya para la lectura demorada. Para completarla viene el Capítulo Tercero: «La búsqueda de Kant. La razón trascendental y las teofanías especulativas». Ahora, como se ve, es Immanuel Kant el estudiado. Él fue quien puso nombre al argumento... y quien lo introdujo en un camino que, con todos los respetos, no está a la altura de donde lo había situado san Anselmo. Los famosos «cien táleros», cuya existencia en el bolsillo no añade nada al concepto en el pensamiento, pertenecen a ese tipo de argumentos en apariencia profundos, pero irremediablemente superficiales. Su brillo aparente ciega para percibir algo que ya Anselmo le había hecho notar a su objetor Gaunilo: el carácter único e irreductible de este concepto, que no admite ningún paralelo, ni siquiera el de la «isla perfecta», que por lo menos era algo mejor que el de los táleros. Estas consideraciones son comentario mío, no afirmaciones del autor, quien, de todos modos, tampoco se arredra en afrontar la propuesta kantiana. Igual que en el capítulo anterior, prescinde de la bibliografía –oceánica– originada por el intento kantiano de refutación, para caminar dentro de la obra misma. Empieza con una afirmación rotunda: «La Crítica de la razón pura es una perfecta radiografía de los límites de la condición humana». Pero tan perfecta que en esta obra, que es la que interesa en el presente problema, encierra también el conocimiento en la finitud espacio-temporal, como en una «isla» firme, rodeada de un océano innavegable y plagado de oscuros paralogismos. Más tarde buscará, mediante la «razón práctica», una cierta «orientación en el pensar» para adentrarse en sus aguas. Mas eso no afectó a su estudio del argumento anselmiano, porque, al juzgarlo con los criterios estrechos de las «categorías» solo capaces de funcionar con el (nunca bien explicado) choque de las «intuiciones» sensibles, hace imposible a priori cualquier posible validez de un argumento que, como el ontológico, recibe su fuerza y originalidad justamente de la superación de ese estrecho y procustiano lecho. 9

En su respuesta, Castelao no toma el camino, que tan agudamente había señalado ya Hegel, de esa solidificación en lo finito que, viendo el infinito como algo exterior, lo hace aparecer inevitablemente como carente y limitado, preso en las contradicciones del entendimiento (Verstand). Más directamente teológico, llega al mismo resultado, enlazando con san Anselmo: irreductible al pensamiento, Dios lo es por trascendencia libre e inmanencia fundante. Por eso, es ya siempre presencia a manifestarse desde sí mismo: don que se ofrece desde dentro, no conquista prometeica en lo exterior y ajeno. El argumento ontológico consiste justamente en enterarse de esta relación única y absolutamente original, que carga de sugerencia perenne e inagotable la formulación intelectual que Anselmo le supo dar. De manera hermosamente simbólica, Castelao marca la dirección de su postura con dos fórmulas originales de clara impronta teológica. Califica de «pelagianismo especulativo» la ilusión de pensar a Dios como realidad externa que el entendimiento humano debería conquistar; y de «teofanía especulativa» ese libre y gratuito mostrarse de Dios en el más íntimo dinamismo del espíritu humano. Como sucedía en el capítulo anterior, un prólogo tiene que limitarse a señalar la espina dorsal del tratamiento: vale la pena dedicarle un tiempo de lectura reposada, que repase y saboree la rica encarnadura de la exposición. Por mi parte, me confirmo en mi ya relativamente vieja convicción de que el argumento ontológico no es, en realidad, un argumento a priori, sino íntima y radicalmente a posteriori, es decir, apoyado en la experiencia. Solo que en una experiencia que supera la concepción estrecha en la que la encerró Kant –y con él tantos otros–, para abrirse a la anchura, a la altura y a la profundidad de la riquísima realidad humana, que no en vano trae sus raíces de la eternidad creadora. El Capítulo Cuarto –«Buscar a Dios en todas las cosas. La razón teológica y la presencia de Dios»– entra en aguas especulativamente algo más tranquilas, pero que invitan a no bajar la guardia del esfuerzo reflexivo. Consiste, en el fondo, en aplicar al tema de la presencia de Dios esa singularidad absoluta de su modo de ser real y de hacérsenos presente. Insiste en la necesidad de la ruptura con el dualismo de una lógica del «mal infinito», por crecimiento acumulativo en el espacio o en el tiempo. En su lugar, invita a entrar en la «lógica del verdadero infinito», que es la «lógica de la creación» (creación continua y creación desde el amor), que es también la «lógica de la percepción mística», esa que enseña a descubrir en lo-que-se-ve la presencia de lo-que-no-se-ve: en la inmanencia, la luz fundante de la trascendencia. Tal acercamiento le permite aclarar dos problemas de especial relevancia para la sensibilidad actual. Los enuncio aquí como invitación a una lectura especialmente atenta y alertada: la ausencia aparente de Dios como el modo de su presencia real; y la caracterización de esta presencia real, sin convertirla ni en trascendencia dualista ni en no-dualidad indiferenciante. Respecto del primero, intenta mostrar cómo la aparente ausencia de Dios –a veces tan dolorosa– constituye, en realidad, el modo de su presencia: «A lo mejor, la dificultad más grande para percibir esa ausente presencia de Dios –que hace ser a todo cuanto es– no esté –o no esté solo, como parece siempre suponerse– en un posible alejamiento de 10

Dios o en su tan comentado “silencio”, o en su tan famoso “eclipse”. Puede que la dificultad más grande sea, por el contrario, su presencia masiva, su evidencia rendida, su discurso continuo, su brillantez rutilante. No vemos a Dios por exceso de luz». En cuanto al segundo problema, sobre todo respecto de la no-dualidad, hoy especialmente importante, su parecer se presenta claro y, en mi opinión, justo y acertado: «Un amor [de Dios] que, propiciando la alteridad de lo creado, no puede ser pensado coherentemente, a mi entender, como disolvente de identidades. [...] ¿Qué sentido tendría pensar la salvación de dicha criatura como disolución aniquiladora? De igual manera que la trascendencia de Dios no tiene por qué ser pensada como alejamiento de lo creado, de modo similar, la inmanencia de Dios en la creación no debe ser pensada como identidad absoluta. Debemos mantener la tensión entre ambos polos sin caer en los extremos de su acentuación no dialéctica». Por fin, el Capítulo Quinto –«Los artistas como buscadores del Absoluto. La razón estética y la fluidificación de la vida»– abandona el terreno de la especulación incandescente para adentrarse en el mundo más alado de la experiencia estética. Como el autor mismo explica, no es, sin más, ajeno al problema central, puesto que alude a la común estructura de fondo: la captación viva y activamente acogedora de aquello que se manifiesta desde sí mismo. Lo aclara en una exposición fresca que repasa, tomando postura ante ellas, las teorías estéticas de Ortega y Gasset y de Henri Bergson, para ejemplificar su visión en un encuentro con la obra de Antoni Tàpies. Agradeciendo el hecho de que arroja una esclarecedora luz sobre la especulación anterior, yo prefiero ver este capítulo algo así como un adelanto y promesa de futuros estudios más directos acerca del acceso estético a lo Divino y de una asimilación de la belleza –de la «gloria»– como uno de los trascendentales para la visión teológica de Dios en el pensamiento teológico. Entre tanto, tenemos el gozo de acoger esta nueva obra de firme y limpia originalidad teológica. Nada corriente, repito, en un tiempo y una cultura que abundan más en la repetición, más o menos adornada, de la teología tradicional o demasiado enredada en cuestiones de fácil actualidad, que de ordinario duran, como las hojas, solo hasta el otoño siguiente. La solidez del razonamiento, la densidad filosófica y la finura teológica enriquecen así el panorama de nuestro idioma, donde, por fortuna, aunque con ritmo lento, van apareciendo obras que, echando sus raíces en la propia cultura, se abren a los amplios vientos de lo universal. Que venga de un amigo empeñado en la misma tarea y compartiendo la misma esperanza supone para mí, como prologuista, una alegre esperanza. Confío en que sea también para todos ocasión de asomarse a temas y cuestiones no muy visitados, pero, para quien se adentra en ellos, de honda e incluso fascinante densidad humana.

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA

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Introducción SABÍA que sucedía con algunos niños, pero no creía que pudiera suceder con los libros. Parece ser que hay niños que se conciben sin premeditar y, por tanto, vienen sin haberlos previsto. Por mi parte, solo puedo asegurar que también hay libros que aparecen sin que uno los haya concebido con antelación. Después de publicar El trasfondo de lo finito (Bilbao, 2000) y La escisión de lo creado (Madrid, 2011), reconozco, con algo de rubor, mi sorpresa ante este «despiste» que es La visión de lo invisible (Santander, 2015). Me lo he encontrado delante de mí luego de algunos ratos, ciertamente placenteros, delante del ordenador. Ratos perdidos, no siempre conscientes de que podían ser aunados en lo que, finalmente, presento ante el juicio del lector o lectora. Hablaré con toda claridad ya desde el inicio. No he escrito un libro de teología o de filosofía al uso. Debo reconocer que no estoy muy seguro de lo que he hecho. Desde luego, al escribirlo no he pensado en el aula, sino en la calle, en familiares, amigos y eventuales lectores desconocidos. Lo he hecho así porque cada vez me aburren más los libros académicos. No obstante, en mi descargo permítaseme confesar que he pasado los últimos veinte años de mi vida felizmente ante ellos y, por supuesto, jamás afirmaré que no tengan valor. ¡Dios me libre! Lo que sí digo es que, en general (siempre hay excepciones), la mayoría de los libros académicos carecen de gracia. Les sobra rigor formal, pretendida seriedad y aparente fundamentación en superfluas o interminables notas a pie de página, pero les falta brevedad, belleza y claridad. El estilo académico es contagioso; y si les digo la verdad, por más que lo he intentado últimamente, no estoy seguro de haberme curado de tan noble enfermedad. El problema de la gracia es que se pierde cuando se sabe que se tiene. Y cuando se busca por sí misma, lo que se logra es, justamente, lo contrario. Por eso no aspiro a divertir a nadie con la lectura de este escrito, pero tampoco quisiera dormirlo. Solo quiero compartir con quien esté interesado un problema que me preocupa sobremanera. Y quiero hacerlo de forma directa, clara, sencilla y, en lo posible, buscando una expresión bella. Por eso he optado por un estilo diferente al del tratado académico. Con la esperanza de hacer pensar y hacer disfrutar del ejercicio del pensamiento. Para mí ha sido grato escribir este ensayo. Confío en que su lectura también lo sea. Con todo, permítaseme advertir algo, querido lector o lectora, por primera y última vez, de forma clara y directa: si usted se dedica a la teología o a la filosofía académica, no busque aquí lo que el autor no pretende. Déjese llevar –si quiere, claro está– por el sendero propuesto en estas páginas, imaginándose a usted mismo rondando aquellos veinte años que hoy, tal vez, le queden ya un poco lejos (o no tanto). Si acepta acompañarme en esta simulación, le aseguro que todo funcionará mejor.

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Por otra parte, es la única manera que tengo de excusarme ante usted –profesional de la teología o la filosofía– por haber abjurado de ese estilo «serio y riguroso» (plúmbeo y aburrido) que normalmente (y yo el primero) exigimos a los ensayos y a los tratados de cierto nivel. Si no está dispuesto a dejarse llevar por su imaginación, deje el libro. No lo compre. No lo lea. No pierda el tiempo con él, y se ahorrará un enfado. Le prometo que en el próximo libro que escriba –eso me temo– me podrá volver a ver con ese semblante «serio y riguroso» de esas tesis doctorales, por lo que parece, tan admiradas por usted y sus colegas. Pero hoy no. Hoy quiero hacer otra cosa y, como ya está hecha, le advierto con antelación. ¿Sabe por qué me he atrevido a intentar otra cosa? Pues porque tengo tres hijos pequeños, y nada me preocupa más que su apertura a la trascendencia. Por eso he ido escribiendo estas páginas, a ratos perdidos, mientras estudiaba filosofía, en esos escasos momentos en los que la casa duerme. Las he escrito porque creo que su lectura les puede ayudar a descubrir la presencia del Absoluto que todo lo sostiene. No me propongo nada más que esto: hacer pensar sobre lo que juzgo el tema más importante de nuestro tiempo. No quisiera ser pretencioso, pero creo que el tema de nuestro tiempo es que nos hemos quedado sin tema. Y esto, en un tiempo en el que, paradójicamente, son innumerables los asuntos que reclaman nuestra atención de forma cada vez más urgente. Estamos ocupadísimos y no sabemos en qué. Informadísimos sin poder, realmente, decir y explicar, con sencillez y claridad, qué es lo que sabemos o qué lo que ignoramos. A la última de todo sin estar en el principio de nada. Ansiosos, nerviosos, agobiados y deprimidos sin saber muy bien por qué. Ya lo decía Ortega: ¿qué es lo que nos pasa? Que no sabemos lo que nos pasa. Y eso es precisamente lo que nos pasa. ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene todo cuanto hacemos? ¿Podemos vivir únicamente enredados en asuntos cuya trascendencia es, en último término, intrascendente? Pensemos que nos vamos a morir tarde o temprano. ¿Para qué tanto afán? ¿Para qué tanto bienestar y tanta enfermiza preocupación por la salud? ¿Todo se reduce a estar bien con uno mismo? ¿En qué se nos va la vida mientras la tenemos? ¿Hay todavía sobre la faz de la tierra quien piense en la salvación? ¿Tiene sentido todavía preguntar si habrá vida después de esta? En una palabra: ¿Existe Dios? Este es, a mi modo de ver, el tema de nuestro tiempo: la concepción intrascendente de la vida en todas sus dimensiones. No se piense que es esta una cuestión inocua. Hay también aquí una fuente tremenda de injusticia y corrupción. La intrascendencia lo banaliza todo, y la banalidad se complace superficialmente en la búsqueda, cada vez más ávida y ansiosa, de bálsamos que la curen de su incurable insatisfacción. La banalidad intrascendente vive para sí. Pendiente únicamente de su comodidad y bienestar. Y como para esto se necesita dinero, bastante dinero, la vida intrascendente oscila entre la eterna frustración de quien no lo 14

tiene y lo ansía, y la igualmente eterna frustración de quien, teniéndolo, necesita siempre más. Ya que el disfrute de la vida es lo único importante –el verdadero absoluto de la vida intrascendente–, cualquier medio se vuelve lícito para conseguir el dinero que la posibilita. De hecho, no aprovechar las ocasiones que a uno se le presentan para exprimir la vida al máximo –en este sentido horizontal y autocomplaciente– es generalmente juzgado como una pérdida tonta y estúpida de la verdadera vida. Y esto, desgraciadamente, no es exclusivo de nuestro occidente europeo. La concepción intrascendente de la vida se ha hecho masiva con la globalización. En efecto, nuestro mundo ha sufrido un incremento extraordinario con el fenómeno de la globalización, pero tal incremento ha sido fundamentalmente horizontal. Y como el mundo es redondo –¡fíjese usted qué cosas...!–, el incremento horizontal hace que el ser humano gire en torno a sí mismo y a su mundo sin ser capaz de pararse y elevar los ojos más allá de él. Hasta tal punto se ha instalado la banalidad en nuestra sociedad que repugna ver programas de televisión y suplementos semanales de prensa en los que se habla de todo cuanto enredo se pueda imaginar. Todo es ruido atronador, marasmo mediático, corrupción sistémica, cotilleo estúpido, superficialidad vacía. Moda, cocina, deporte. Autoayuda, dietas y viajes. Dinero, poder y fama. Ni los telediarios son excepción. Al hablar de todo, no se habla de nada, pues ni se presentan causas antecedentes ni razones de fondo que expliquen lo que únicamente se muestra en su instante presente. Imagen y nada más que imagen. Micrófonos abiertos y palabras cazadas. Espectáculo, actualidad y demagogia. No estoy cabreado con el mundo ni tengo vocación de cuáquero. No reniego de la tecnología ni rechazo sus avances. Celebro las nuevas posibilidades de comunicación que derriban los muros del tiempo y la distancia, y considero muy positivos los momentos de descanso y ocio, en soledad o en compañía, que nos permiten alejarnos de las obligaciones cotidianas. Ahora bien, una cosa es reconocer la necesidad de esa graciosa ligereza que, en determinados momentos, nos suaviza las gravedades de la vida, y otra ese estado de superficialidad tonta que no conoce el significado de palabras como «silencio», «quietud» o «reposo interior». Vivimos permanentemente conectados, permanentemente localizados, permanentemente enredados. Al hablar de todo, en el fondo no se habla de nada, porque la continua locuacidad mediática impide la emergencia del silencio. Y sin silencio y soledad no puede haber ni vida interior ni verdadera significación de la palabra, sino únicamente ruido, interferencia, zumbido y, en el fondo, incomunicación y una triste soledad vacía. El cristianismo, en general, y la teología cristiana, en particular, no han de estar únicamente pendientes de los retos, desafíos, demandas y preguntas que la sociedad a la que se dirige les plantea. Eso, sin duda, han de hacerlo. Y han de hacerlo bien. Sin embargo, sentado lo anterior, es igualmente decisivo que el cristianismo y su teología 15

interpelen con claridad y firmeza a la sociedad coetánea respecto de aquellas inercias y tendencias en las que, a su juicio, la sociedad yerra el camino. Hay que construir puentes. Cierto es. ¡Pero cuidado con lanzarse ingenuamente al vacío tras los brazos de esos productos pasajeros y mercantiles que son las «modas»...! También las modas afectan al mundo de las ideas. También aquí está presente la superficialidad característica de la banalidad intrascendente. De su mano, la sociedad se desliza por el plano inclinado de una horizontalidad roma y, en la mayoría de los casos, estúpida. A un profesor de teología que quiere ser responsable no se le puede pedir que aplauda con anuencia o que simplemente sonría con cara de bobo ante semejante descalabro. Si en esto la palabra de la reflexión teológica suena mal, por decididamente contracultural, pues que suene. Nada tiene que importarle menos al docente de teología que no cosechar aplausos o generar incomodidad o incluso indiferencia. Solo debe importarle cumplir con su obligación. Y esta no es otra, en el momento en que vivimos, que plantear incesantemente la pregunta por Dios en una situación social en la que la extensión horizontal de la banalidad intrascendente nos tiene a todos en un soñoliento duermevela. Muy cómodo y entretenido, ciertamente, pero duermevela al fin y al cabo. Este pequeño librito quiere luchar contra la banalidad, contra la estulticia, contra el ruido, contra la superficialidad que solo busca diversión, entretenimiento, espectáculo y, por ende, olvido de sí. Y quiere hacerlo porque no me resisto a la intrascendencia horizontal. Y nada me aterra más que el pensamiento de que a mis hijos se les obture el sentido de la trascendencia y vivan tonta y superficialmente su existencia. Allá ellos si, de mayores, optan por la inconsciencia autocomplaciente. Pero por mí, ahora que todavía son pequeños, que no quede. Fernando de la Puente, SJ, me dijo un día que la vida del célibe era más dura, pero más fácil que la del casado y, por el contrario, la del casado era más llevadera, pero más difícil que la del célibe. Cada día que pasa me convenzo más de su acierto. *** Nota sobre la estructura del libro: un semicírculo, un arco, una parábola. Si el capítulo primero, bien afincado en la tierra que pisamos, eleva nuestra mirada en busca de un infinito Absoluto, en un movimiento que podríamos denominar «ascendente», el último, el de los artistas y la experiencia estética, describe el movimiento contrario haciéndonos retornar a la visibilidad tangible de las cosas que nos rodean. Entre esos dos puntos de progresivo ascenso y descenso se encuentra el centro del movimiento parabólico antedicho: la presencia de Dios en su idea, la búsqueda de la realidad de esa idea y la verdadera presencia o ausencia de Dios en el mundo. De eso tratan los capítulos segundo, tercero y cuarto. El epílogo recogerá una intuición central de todo este ensayo que, no obstante, solo aparece de modo transversal en cada capítulo: el carácter variado y múltiple de nuestra razón.

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CAPÍTULO 1:

Todos buscamos al Absoluto. La razón religiosa y el trasfondo de lo finito

Queridos Anxo, Sofía y Mario: Aún no tenéis edad suficiente para comprender todo lo que enseguida os voy a decir. Sin embargo, es imperioso que os lo anote, porque ahora aún soy joven y tengo fuerza y salud para escribir. No obstante, ¿cómo estaré, si es que vivo, cuando vosotros seáis mayores? Más aún: ¿quién me puede decir que no voy a morir mañana? Cuando algún jesuita hablaba con San Ignacio y le contaba sus planes a más de quince días, el de Loyola les interrumpía: «¿Tanto pensáis vivir?». Ya sabéis que, además de vuestro tío Fran, que murió con veintidós años, tengo amigos que ya han emprendido el camino de la vida eterna. El último fue el tío Bernardo, viejo compañero del Consejo de Redacción de Encrucillada. Y todavía más recientemente lo ha hecho Mari, la madre de Juan y Franfi, amigos de la infancia. Recordaréis también a vuestros bisabuelos. Pero, sobre todo, quiero mentaros a mi padre, vuestro abuelo de Ribeira. Así pues, ya que ignoramos el día de nuestra muerte, nada me asegura que sea mejor idea dejar este ensayo para mañana. Aprovecharé el momento que en este instante se me brinda. Entended, por favor, que cuando ahora os escribo sois unos niños pequeños. Sofía: tú vas a cumplir seis años en junio. Anxo cumplirá ocho en septiembre, y Mario cuatro en octubre. Sois, en efecto, muy pequeños, y cuando estéis preparados para leer estas páginas, seréis ya jóvenes o adultos. Vuestra madre os las dará cuando llegue el momento oportuno, si no puedo hacerlo yo, como sería mi deseo, que ojalá se cumpla. Sea como fuere, haced un esfuerzo de memoria para trasladaros a ese vuestro pasado que para mí, aquí y ahora, es mi más inmediato presente.

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1. El misterio del mundo exterior Os voy a hablar de una cosa que, a mi modo de ver, es muy importante. Intentad hacer memoria. Trasladaos, tan solo por unos minutos, a nuestra primera vivienda en San Agustín del Guadalix. Cuando mirabais desde allí al mundo que había a nuestro alrededor, ¿qué es lo que se podía ver? En el parque que todavía está frente al que era nuestro piso, hay terrazas de bares en las que los clientes descansan mientras los camareros trabajan. Hay también bancos de madera, hechos por carpinteros y herreros. Hay otros muchos comercios, pero no son fáciles de ver detrás de las docenas de árboles, de altas copas y frondosas ramas en las que todas las noches solían venir a dormir cientos y cientos de aviones procedentes del norte de África. Cerrad los ojos y haced memoria. ¿No veis también un poco más lejos la torre de la Iglesia, con sus campanas y su gran nido de cigüeña allá arriba? Un poco más distantes están el polideportivo, la pista de atletismo, el campo de fútbol y la plaza de toros; pero ahí están. ¿Recordáis aquella tarde que fuimos a pasear a la ribera del río? Aquella en la que cogimos muchas hojas de morera para alimentar a los gusanos de seda que nos regaló Arancha, la madre de Tirso y de Andrea. Hace tan solo dos días –de esto ya no os acordaréis–, tuvimos la inesperada visita de una cría de gorrión que piaba y saltaba asustada llamando a sus padres. En nuestro pueblo hay muchas cosas, pero, en síntesis, podríamos convenir que, en el fondo, no hay más que aquello que han hecho los seres humanos y todas aquellas otras cosas que, de una manera amplia, podemos decir que pertenecen a la naturaleza: el cielo, el río, los árboles, los pájaros, las plantas, las flores, los gatos, los perros y los gusanos. Sí, ya sé que podemos alargar la lista indefinidamente, pero ya me entendéis. Vivimos en medio de cosas naturales y de otras artificiales. Lo más importante que os quiero transmitir para que lo penséis, valoréis, critiquéis y, finalmente, toméis una postura propia es que la verdadera maravilla de nuestro mundo no está en todo eso que vemos, sea natural o artificial, sino en aquello que, estando ahí, no vemos directamente ni podemos ver cara a cara. La visión de lo invisible. Más adelante os ofreceré una reflexión sobre la experiencia estética. Y también otra sobre la palabra y la idea que han pretendido nombrar lo innombrable. Espero que ambas os puedan ayudar a lograr algo de claridad en lo que aquí no me atrevo más que a insinuar. ¿Qué es eso que no podemos ver cara a cara? Pensad que, cuando nos encaramos con el universo y le hacemos esas preguntas que os hacían a vosotros, de pequeños, en Ribeira –«e ti, de quen vés sendo?»–, el cosmos pone cara de paisaje –como dice Elisa Estévez, una buena compañera de la facultad, de esos alumnos despistados con la mirada perdida– y, por más que se le pregunte, permanece mudo. Haced la prueba: veréis que la existencia del universo es un misterio. Mirad que no hablo de cosas de «tejas abajo», es decir, de la existencia de aquello que configura el interior del universo: un planeta, una estrella, una galaxia, un agujero negro o cualquier tipo de explosión inicial. De todo eso 19

cabe encontrar (o seguir buscando) una explicación más o menos idónea. De lo que hablo es de la misma existencia de «algo», sea este «algo» lo que sea. Esta es la pregunta metafísica por excelencia: ¿por qué hay «algo» y no «nada»? ¡Qué cosa más sorprendente! Pero así es. Porque, de hecho, el caso es que hay cosas, hay mundo, hay universo, estamos nosotros.

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2. El misterio del mundo interior Encaraos ahora con vosotros mismos y mirad en lo más hondo de vuestro interior. Encontraréis el mismo misterio del mundo, con su eco sordo y mudo, resonando en vuestras entrañas, en lo más profundo de vuestra conciencia. Un abismo insondable, una profundidad infinita, una interminable dimensión de la existencia que nos abre a un mundo en el que se deja entrever eso que me gusta llamar «el trasfondo de lo finito» 1. Lo más impresionante es que, si os fijáis bien, ya estamos habitando –como suelo firme y estable– ese trasfondo que, por ahora, solo alcanzamos a intuir, ya que, aunque lo tenemos delante –y, tal vez, justo por eso–, no lo percibimos como tal y no nos damos cuenta de su presencia. Hay que reconocer que no es fácil percibir el trasfondo de lo finito, pero –querámoslo o no– ahí está. Tenemos que retirar –es una manera de hablar– el velo que recubre todo lo real. Tenemos que conseguir esa visión maravillosa que Neo (Keanu Reeves) consigue en el final de la primera parte de The Matrix: ver las cosas por dentro. Ver esa inconsistencia ontológica que las hace transparentes. Algo así es la transfiguración de la creación que experimentan los místicos. El mundo es creación. El universo es algo que remite al propio misterio de Dios como fuente original, realidad sustentadora y meta última. Pero no os apuréis. Nadie dijo que fuese fácil. Si vuestra madre me ha hecho caso –en el caso fatal de que yo ya no esté, cosa que procuraré evitar– y no os ha dado este ensayo ni antes ni después, debéis de tener ahora unos 25 años (Anxo), 23 (Sofía) y 21 (Mario). Hay que ir poco a poco. Por ahora, me contento con que nunca olvidéis que no hay nada más importante en la vida. A esto es a lo que me refería cuando os decía de pequeños, cada noche, en la oración, que la vida del hombre consiste en aprender a escuchar y seguir la voz de Dios. No es ninguna cosa rara. No es ninguna extravagancia ni tiene nada que ver con los secretos de las sectas. Es, simplemente, descubrir la propia vocación en lo que estamos llamados a ser contra nuestra pereza, nuestro miedo y nuestra estupidez. Es aprender a escuchar la palabra y sentir la presencia del Misterio Santo en nuestra vida y en el mundo. Lo demás, por mucho que parezca, por más que aparente, por más importancia que se le conceda en nuestra sociedad, no cuenta nada. Nada de nada. Perdonad que insista, pero es que nada hay más vital y decisivo en nuestra existencia que ser buscadores del Absoluto. De hecho, aunque no sean conscientes de ello, todos los hombres y mujeres buscan un «absoluto» en su vida y viven con arreglo a él. Aquello por lo que trabajan, aquello por lo que se esfuerzan, aquello que orienta su vida y aquello por lo que realmente se parten la espalda es, para ellos y ellas, su «absoluto». Puede ser el dinero, la fama o el poder. Hay muchos «absolutos» que, como no lo son realmente, no pueden dar aquello que prometen. Y cuando uno ha consagrado a ellos toda su vida, al final se siente vacío y engañado. El verdadero absoluto no es una cosa de este mundo. Y por ello, uno sólo puede relacionarse bien con las cosas de este mundo cuando su corazón está puesto en aquello que las trasciende. 21

3. La presencia de un «algo-infinito» No es sencillo buscar bien al verdadero «Absoluto». Sin embargo, en este largo aprendizaje en el que todos estamos –sepámoslo o no– hay un primer paso en el que os podéis ir entrenando ahora que estáis en plena juventud. Id tomando conciencia de que todo cuanto nos rodea –y nosotros mismos también– nace, crece, cambia, envejece y, finalmente, perece. ¿Recordáis los tomates que sembramos en la terraza y que tan buen color llegaron a tener? Ya sé que no, pero bueno... Me hizo ilusión plantarlos. Tanta como pena me dio verlos secos después de las vacaciones de verano. La vida de todo lo que existe experimenta el paso del tiempo como el cartón la influencia de la humedad. Somos figuras frágiles de material degradable. Y todos nosotros –y todas las cosas– estamos cortados por el mismo patrón. No obstante, tengo la firme convicción de que este patrón original se recorta y se confecciona en una tela que es tejida en el telar de la eternidad de Dios. La figura del mundo y la nuestra nos hablan de un «algo-infinito» que nos falta y que se hace sentir, con fuerza, de muchas maneras. Veamos tan sólo algunas.

a) El paraíso siempre lejano Somos gallegos, pero vivimos en San Agustín del Guadalix. Es duro vivir lejos de Galicia, y no menos duro es tener a toda la familia, tanto la de vuestra madre como la mía, a más de seiscientos kilómetros de distancia. Vosotros, supongo, ya habéis hecho vuestra vida aquí, pero sabéis bien que vuestros abuelos maternos todavía viven en Palmeira (o eso espero), y siempre que podemos, pasamos allí las vacaciones. De niños teníais mucha nostalgia de Palmeira, porque veíais en ella la realización infantil del paraíso: playa, mar y juego continuo; pulpo, almejas y nécoras; triciclos, balones y carreras; Gonzalo, Ricardo, Xan y Clara, vuestros primos; ocio sin deberes, cuidados de los abuelos y deseos cumplidos. Esto es lo que significaba Palmeira para vosotros. Y, tal vez, aún ahora os evoque justo todo eso, porque nunca vivimos establemente allí. Siempre idealizamos el lugar en el que descansamos. Para Ricardo, Gonzalo o Xan el paraíso, tal vez, pueda encontrarse en San Agustín del Guadalix. Vete tú a saber... Lo que es claro es que, si viviéramos en Palmeira todo el año, el paraíso estaría siempre en otro lugar. El «algoinfinito» es aquí un espacio perfecto de perfecta integración y de máxima y espontánea felicidad. Es juego. Es inocencia y alegría infantil. ¿Dónde tendréis situado, ahora que sois jóvenes, vuestro anhelado espacio de realización y libertad? ¿Quién sabe?

b) El mal siempre cercano Todos nacemos con una candorosa ansia de bien, pero con una fuerte tendencia al mal. De hecho, cuando os portáis mal –y bien sabéis, ya ahora, siendo bien pequeños, cuándo 22

es así–, echáis de menos el retorno a la armonía vulnerada. En vuestra adolescencia espero que se os haya hecho más patente, pero lo cierto es que ya hace mucho tiempo que os habéis dado cuenta de que hay cosas que debemos hacer y otras que debemos evitar. El mal que hacemos –y el bien que dejamos de hacer– daña a quien nos quiere, y a nosotros nos hace más diminutos. Por eso, ya de pequeños escondemos la cabeza cuando hacemos algo que no debíamos. Porque el mal nos encoge el pecho y nos avergüenza el rostro. Perdemos peso existencial en el trato con el mal. Nos adelgaza el alma. Y no hay manera de recuperar peso interior, no hay forma de recomponer una relación dañada, si no es a través del perdón. Pero eso no es comida de buen gusto. Ni para quien tiene que pedir perdón ni para quien perdona. Mirad cómo está aquí ese «algo-infinito»: como saudade del bien vulnerado y como arrepentimiento del mal hecho. Es integridad moral, entereza interior, verdadera envergadura humana. ¿Habréis aprendido ya a pedir perdón y a perdonar? Espero que sí.

c) El conocimiento y la búsqueda de la verdad Demos un paso más. Es bonito y saludable vivir en la verdad, pero ya sabéis que nuestro conocimiento tiene límites. Anxo, de niño, no dejaba nunca de hacer preguntas. ¿Las seguirás haciendo ahora que ya no eres un crío? No todas las pude contestar de manera adecuada. Y bien que lo siento. La historia del conocimiento humano tiene episodios absolutamente fascinantes. Pensad lo que debió de ser el descubrimiento de la gestación. El misterio de la fecundidad humana y de la fecundidad de la tierra. El dominio y el control del fuego. La descripción de los movimientos estelares... Sin embargo, se da en el conocimiento humano una curiosa situación paradójica: permanece estable y perplejo en una dimensión, y corre que vuela en otra. Dicho de otro modo: el conocimiento humano vive acompañado desde siempre por esas grandes preguntas sobre la existencia para las que nunca ha dado con una respuesta definitiva y concluyente. Convive, pues, con el asombro, con el misterio, con el infinito. Al mismo tiempo, en otra de sus dimensiones, progresa increíblemente, haciendo alucinantes avances. Avances sorprendentes en aquellas cuestiones técnicas que antes llamé «de tejas abajo». Así pues, se da la curiosa paradoja de que, si bien seguimos estando atónitos –igual que Homero, los presocráticos o Platón– ante el misterio del ser en cuanto ser, sin embargo, ya hemos dejado huellas en la luna. Seguimos preguntándonos por el destino del hombre más allá de la muerte, pero ya podemos operar a un niño en el útero de su madre. La situación fundamental de nuestra existencia no es distinta hoy de lo que fue en la aurora de la humanidad. Pero nuestra vida cotidiana y el rostro real del mundo que habitamos no tienen nada que ver con el de nuestros ancestros. La teología, la filosofía y, en particular, la metafísica se ocupan de las cuestiones que pueblan desde siempre la situación fundamental. La ciencia y la tecnología nos llevan de la mano, escrutando todos 23

los rincones del universo y facilitándonos enormemente el bienestar y las comunicaciones. Estas últimas se ocupan de problemas, en principio, resolubles –por lo menos en principio, insisto–, no de cuestiones que, esencialmente, permanecerán siempre siendo misterio y, por tanto, haciéndonos mirar al infinito. Ahora bien, tened mucho cuidado con aquellos que dicen que no hay más mundo que aquel que se conoce con los métodos de la ciencia y se transforma con los inventos de la tecnología. Los que tales cosas dicen tienen el mal de la miopía metafísica, de la cojera existencial, del raquitismo espiritual. Es una enfermedad como otra cualquiera, y conviene cuidarse de ella. Ese mal, que se llama más técnicamente «naturalismo científico», achica el mundo y amputa dimensiones muy importantes de lo real. De hecho, deja sordo el oído del alma, porque reduce el abanico de frecuencia sonora a una sola dimensión. Te incapacita para sentir, percibir, intuir, gustar, desear, pensar y razonar el «trasfondo de lo finito». El naturalismo científico reduce las dimensiones de lo real a las cuadrículas del papel milimetrado. Es muy útil cuando hay que diseñar cosas de esas que, hechas por los hombres –como las que tenemos en nuestro pueblo, San Agustín–, tanto nos facilitan la vida cotidiana. Pero no sirve para orientarse en la existencia, para decidir, imaginar, soñar, desear o hacerse cargo de lo real. Para eso es necesario el sentido de la trascendencia. Un hombre sin gusto por la trascendencia es como un pájaro sin alas. Que ningún Agente Smith (Hugo Weaving) –archienemigo de Neo– os ciegue esa mirada trascendente que, haciéndonos ver las cosas por dentro, transfigura la creación. Que no se os atrofie el olfato simbólico que detecta el suave aroma de lo divino. En una palabra: no os dejéis amputar la razón religiosa. La razón religiosa no es una razón de la que unos carezcan y que otros posean. No es eso. La razón religiosa es esa dimensión de todo ser humano que nos hace trascender la totalidad de lo que existe y contemplar la simple existencia del universo. No qué sea el mundo, sino que el mundo sea: eso es lo místico, como dijo Wittgenstein. Hay algún afectado por el naturalismo científico –cuatro nombres son mundialmente famosos: Sam Harris, Daniel Dennett, Richard Dawkins y Christopher Hitchens– que habla con insistencia de la verdad, de la evidencia, de la ciencia. Me refiero especialmente a Dawkins. Aunque comparte esta habilidad con otros autores, Dawkins ridiculiza con especial insistencia cualquier mención de la tradición, la autoridad o la revelación. Deforma y caricaturiza estas tres cosas para sostener que solo la evidencia «científica» es una buena razón para creer que algo es verdad. Recomienda, incluso, que solo se crea en las evidencias, porque, en el fondo, al no fundarse en pruebas empíricas, las religiones son falaces y solo generan violencia. El problema está en que la tradición, la autoridad y la revelación son cosas bien distintas de las caricaturas que se hacen de ellas; y, sobre todo, la cuestión más fundamental es que en las evidencias no se cree, porque no se puede creer en algo que se impone por sí mismo sin la más mínima duda. Las evidencias se captan y se saben. Y no se duda de ellas, justamente por ser evidencias. Por el contrario, solo se puede creer en aquello que, por definición, no se puede probar de manera concluyente. Por eso la 24

creencia convive necesariamente con la duda, pero es incompatible con la evidencia. De evidencias solo podemos hablar cuando nos ocupamos de los temas «de tejas abajo»; ya me entendéis: de aquellas cuestiones que afectan a las porciones de lo real susceptibles de ser acotadas con el método experimental de las ciencias empíricas. Sobre eso cabe alcanzar evidencias, después de haber formulado hipótesis. Pero ¿sabéis qué? No hay evidencia científica de que la ciencia sea el único modo verdadero de conocer la realidad. Ni hay evidencia científica de que la existencia sea solo lo que la ciencia puede conocer de ella. Esta es también una creencia. Una creencia metafísica –y cuasi-religiosa, viendo cómo la defiende, por ejemplo, Richard Dawkins– que no es sino un prejuicio no probado de su concepción naturalista del mundo. Es paradójico, pero así es. Mirad, hijos míos –hoy ya jóvenes, imagino que rebeldes ante nosotros, vuestros padres–: Dios no es una hipótesis del conocimiento humano, ni su existencia o inexistencia caben dentro de las mallas con las que el hombre aprehende la realidad que lo circunda. Sobre esto hablaremos largo y tendido en las páginas que siguen. Pero sabed ya que escuchar su voz en vuestra vida es un modo cierto de hablar que pretende orientar toda la existencia hacia el Absoluto. Escuchar la voz de Dios no es escuchar «voces», como si los creyentes fuésemos pacientes psiquiátricos. Su revelación no acontece sacándonos a nosotros del mundo, sino adentrándonos más en lo profundo de su misterio. El «algo-infinito» al que antes me refería es ahora necesidad de verdad, ansia pura de conocimiento sólido, sed de sabiduría eterna que no juega al escondite con nosotros. Conviene distinguir de manera adecuada los ámbitos del conocimiento humano, para no decir disparates. En las páginas que siguen os acercaré pensamientos extraordinarios de gente que ha pensado estas cosas con inusitada profundidad. Es bueno que, ya ahora, os empiecen a sonar nombres como Agustín, Anselmo o Kant. Os advierto por adelantado del esfuerzo que os va a exigir ese acercamiento. Pero confiad en mí. En las cuestiones realmente importantes de la vida se avanza con la lógica de la tortuga de Momo. Pequeños pasos hacen avanzar kilómetros. Los hombres grises, que tan afanosa y agobiadamente se conducen en ese precioso relato, no avanzan nada, por más que corran.

d) La difícil lógica de la gratuidad Añadamos una manera más de experimentar eso que nos falta, ese «algo-infinito» que, estando ya en nosotros, se nos muestra como continua demanda. Ahora ya sois mayores; pero ¿recordáis cómo os costaba, de pequeños, compartir las cosas con Mario? Y tú, Mario, ¿recuerdas cómo querías todo para ti? ¿Verdad que aún ahora, cuando ya habéis dejado atrás la infancia, algo tira de vosotros diciéndoos con fuerza que os aferréis a lo que tenéis y que no lo prestéis? Nos sucede a todos. Todos tenemos miedo de perder, tenemos miedo de quedarnos sin cosas, porque la sociedad nos dice que son las cosas las que nos hacen ser. Tenemos inclinación a retener y acaparar. Hay que reconocer que, en principio, no parece cierto eso que os decimos vuestra madre y yo de que hay más alegría en dar que en recibir. Es difícil creerlo. De hecho, va contra toda apariencia 25

natural. Nacemos tan centrados en nuestra propia supervivencia, tenemos tal necesidad de cuidados esenciales, que cuesta toda una vida aprender a salir de sí. ¿Sabéis qué? Que eso, precisamente eso, y no otra cosa, es el amor. Eso es amar: nada más y nada menos que salir de sí. Mario lloraba cuando veía a Anxo o a Sofía en el regazo de papá. Nunca ha sido fácil comprender que los hermanos son fruto de un amor compartido, no competitivo. El amor no se divide, sino que se multiplica. Con todo, también los adultos lloramos como niños por nuestro juguete perdido, por nuestro trozo de pastel, intentando que, en definitiva, también a nosotros nos presten atención o nos hagan caso. La publicidad nos refuerza continuamente en esa idea. Eres más cuanto más tienes. Aquí, ese «algo-infinito» del que estamos hablando se presenta como necesidad de aceptación, de ser queridos, de ser el centro de un mundo en el que siempre estamos descentrados de lo verdaderamente importante, justo porque no queremos más que estar centrados en nosotros mismos.

e) La sombra de la tragedia No os quiero cansar con estas palabras introductorias. Recordad que el esfuerzo de verdad tendréis que hacerlo en las páginas siguientes. Tan solo dejadme anotar que los fenómenos de la naturaleza que tanto os impresionan ahora, de niños –sobre todo a ti, Anxo–, bien veis que, a pesar de su innegable belleza, no son inocuos. Los terremotos causan muertos. Igual que los volcanes, los tornados y los tsunamis. El mundo que nos rodea no es perfecto, ni tampoco lo somos nosotros. ¿Y sabéis qué? Que no hay hombre ni mujer en el mundo que no sufra esto como un déficit que magulla, como una herida abierta, como un misterio difícilmente descifrable. Nuestra sociedad es rica en bálsamos y anestésicos, pero aún no se ha inventado la pastilla de la perfecta felicidad. Acaso porque es imposible. De cualquier manera, lo que aquí os quiero decir es que algo late dentro de nosotros cuando avistamos esa plenitud que no tenemos. Algo nos transforma cuando la degustamos en esos efímeros momentos que, de cuando en cuando, se nos presentan. ¿Recordáis el postre de la fiesta familiar a la que asistimos en junio de 2012, invitados por la universidad en la que trabajo? Probablemente no. Pero Anxo dijo, casi sin querer, después de jugar y jugar toda la mañana, después de almorzar tranquilamente, mientras saboreaba con gusto un refrescante helado: «Esto es vida, papá». Yo pensé inmediatamente, mientras reía, «meu miniño», en todos esos niños que no pueden expresar, porque no la conocen, semejante satisfacción infantil.

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4. La pobreza, la miseria y la verdadera vocación Ahora que habéis crecido, sabéis bien que en el mundo hay millones de seres humanos que mueren de hambre y de sed. Millones de niños han tenido una infancia bien distinta de la vuestra. No desperdiciéis vuestra adolescencia y juventud huyendo de vosotros mismos en botellones absurdos que solo os dejan vacío e impotencia. Pensad qué podéis hacer por los demás. También aquí, en Madrid, hay mucha gente que lo pasa mal. Se puede entrar en contacto con ellos. Si os decidís a ayudar, descubriréis que los ayudados sois vosotros. Ya sé que lo que queréis ahora es pasarlo bien y olvidaros de todo. Ya lo sé. Pero no quiero que dejéis de oír, aunque no os guste, que la juventud se pasa, y que os estáis acercando al momento en el que tenéis que decidir el rumbo que va a tomar vuestra vida. Esa decisión se toma mejor si uno no está borracho, de resaca o mareado por los porros. El contacto real con niños, pobres, ancianos y desvalidos os puede ayudar a espabilar. El mundo no es una nube virtual en la que hay que alcanzar el bienestar o el éxito individual. La vida no es lo que sucede en la Wii o en la PlayStation. Escoged los estudios que más os atraigan, pero pensando siempre en cómo se puede servir mejor. No os dejéis llevar por la inercia social. Cuando vuestra madre y yo estábamos en vuestra situación, todo el mundo estaba preocupado por las «salidas». «Esa carrera, ¿qué salidas tiene?». Tenéis que abriros camino siguiendo el impulso que encontraréis en vuestro interior. Escuchad esa voz interna que os da la respuesta a la verdadera pregunta: ¿cuándo me he sentido verdaderamente lleno en estos años de vida? ¿Haciendo qué? ¿Ocupándome de qué?... ¿Por qué creéis que os apuntamos de pequeños en varias actividades extraescolares? Queríamos abriros al mundo, a la gran cantidad de posibilidades que se nos ofrecen como posibles caminos vitales de realización. Formuladlo como queráis y atreveos a preguntar: ¿qué estudios me preparan para hacer coincidir mi ocupación profesional con mi vocación interior? Tal vez os guste la música. Tal vez el deporte. Tal vez la ciencia, la historia, la pintura, los idiomas o la religión. ¡Qué sé yo...! Lo importante es que identifiquéis vuestra vocación y la persigáis con todas vuestras fuerzas. Y, por supuesto, si lográis realizarla, es decisivo que nunca os olvidéis de quienes, o bien no lo consiguen, o bien no han podido ni siquiera intentarlo. Ayudad, en lo que podáis, a los pobres a salir de la miseria. Ahí encontraréis siempre una fuente de verdadera integración vital que os evitará el ridículo de pensar siempre en vosotros mismos, como si no hubiese nadie fuera de vuestro más inmediato círculo de amistades.

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5. El enamoramiento y el amor Probablemente ya tengáis pareja. O tal vez no. En cualquier caso, con vuestra edad ya habréis vivido o estaréis viviendo las consecuencias de esa revolución hormonal que a todos nos ha puesto cara de bobos. Mirad: el enamoramiento es solo una fase del amor verdadero. No confundáis el envoltorio del regalo con el regalo mismo. No tengáis prisa. Sé que hablo al viento, porque no pensáis hacerme ni caso. Ya lo sé, pero no puedo callarme, por más que os incomode. El amor es un arte y, como en todo arte, hay que empeñar muchas horas para llegar a dominar su técnica. Su técnica es el descentramiento. Su lenguaje, el de la gratuidad. En estos momentos estoy seguro de que, probablemente, no pensáis en otra cosa más que en el sexo. Es normal. Y en parte tenéis razón. El sexo es fundamental. Vuestra futura salud mental adulta dependerá de que ahora, en vuestra adolescencia y primera juventud, integréis adecuadamente esa importante dimensión. Así es, pero no os preocupéis. Lo que aquí me interesa no es haceros sonrojar hurgando en vuestra intimidad. No voy por ahí, no es eso lo que me preocupa. ¿Sabéis qué es lo fundamental? Que seáis críticos con ese invento reciente llamado «amor romántico». Sí, esa concepción del amor que sostiene que solo podrás ser feliz en esta vida si encuentras tu media naranja. No os dejéis engañar: solo podréis vivir bien en pareja si antes habéis experimentado y dominado el arte de la soledad. Solo si aprendéis a estar verdaderamente solos podréis vivir adecuadamente en compañía. El «amor romántico», tan vigente en nuestra sociedad, intenta rellenar huecos. Pero como nuestro interior es un pozo sin fondo, no hay nadie ni nada que pueda colmarlo. Y eso es lo malo, porque ni con sexo, ni con dinero, ni con poder se sacia nunca nuestro interior. Y además, justo por eso, el «amor romántico» es una fuente continua de desencanto y frustración, porque conlleva el peligro de exigir del otro aquello que todos buscamos fuera de nosotros: la felicidad. Y la sociedad nos dice en la literatura, en el cine y en la publicidad: solo si encuentras a tu chico o a tu chica ideal, encontrarás la felicidad. Solo si tienes dinero, poder y una satisfactoria vida sexual, podrás vivir bien en este mundo. Es importante, en consecuencia, que pongáis las cosas en su sitio y que, por más presiones internas y externas que tengáis, no os dejéis llevar por la corriente. Por ejemplo: creedme si os digo que no conviene separar el sexo del amor, como no se puede separar la gimnasia de la educación física. La educación física no se reduce únicamente a ejercicios de movilidad. Es muchísimo más. Tampoco el amor se reduce al sexo. Y, de hecho, el sexo, por más que os digan lo contrario, solo tiene verdadero sentido si se realiza en el marco de una relación interpersonal de amor. Vuestra madre y yo no estamos preocupados por el sexo de vuestra pareja. Como dice el Papa Francisco de las personas homosexuales: ¿Quién soy yo para juzgar? Con todo, lo que verdaderamente nos preocupa es que, si amáis a alguien, lo améis bien. Y si encontráis a alguien a quien amar, también queremos que seáis críticos con el modo en 28

que os ama. En las relaciones de pareja no vale cualquier cosa. Hay que dominar el arte de amar, para amar bien. Y si no se domina, hay que esforzarse en aprenderlo y practicarlo. Mucho cuidado, Anxo y Mario, con reproducir conductas machistas que os hagan ver a vuestra pareja –si es mujer– como una empleada del hogar cuyo espacio vital es la casa y cuya ocupación principal es vuestro cuidado y bienestar. Mucho cuidado con convertir el amor gratuito inicial en una reclamación exigente de permanente reproche y continua insatisfacción. Si amáis a vuestra pareja, hacedla feliz; y si ella os ama a vosotros, no permitáis que os trate mal. Todos somos iguales entre nosotros y también ante Dios. La inercia social tiende a legitimar nuestra pereza y comodidad masculina frente al esfuerzo y trabajo de la mujer. No colaboréis ni activa ni pasivamente en mantener ese estado de cosas. Rebelaos sin miedo y sin vergüenza frente a esa injusticia doméstica. Si queréis a vuestras parejas, cuidadlas y sacrificaos por ellas. Lo demás son cuentos. Sofía, mucho cuidado con esos amores que, como te quieren tanto, te perdonan la vida dejándote salir hoy con tus amigas. Los celos no son una forma de amor. Son una desviación. Son, incluso, una perversión del verdadero amor, puesto que este se edifica en la confianza y en el respeto. Cuando leas estas líneas, estarás ya a punto de emanciparte de nosotros, si no lo has hecho ya. No pases de obedecernos a nosotros a obedecer a tu pareja. Nuestra educación y nuestra exigencia de obediencia está orientada hacia tu futura autonomía. Tienes que ser, en el futuro, una mujer libre y decidida, como ya lo estás siendo de niña. Ni tú ni ninguna de tus amigas habéis nacido para obedecer sumisamente los deseos, manías y frustraciones de nadie. Si alguien os quiere, que os ayude a ser más vosotras mismas. Si no os potencia, o bien le sois indiferentes, o bien os machaca. No hay derecho a ninguna de las dos cosas. No permitáis semejante trato. Es preferible una soledad tranquila e integrada que una convivencia sumisa y tormentosa. Que no os embobe ese timo comercial del «amor romántico». Por otra parte, miña filla, si vosotras queréis a alguien y decidís vivir para siempre con él, amadlo bien, cuidándolo, apoyándolo y ayudándolo a superar la inercia social en la que, probablemente, también se ha podido criar. Si tu futura pareja es un hombre, mucho cuidado con asumir que los niños, cuando los tengas, son solo cosa tuya. Haz espabilar a tu pareja para que, desde el minuto cero, asuma vitalmente que, como fruto de un amor compartido, los niños son responsabilidad de ambos. No aceptes gato por liebre ni rebajas de ningún tipo. Ahí verás si realmente te quiere o si se quiere más a sí mismo. En ese momento podrás también percibir su altura y madurez personal. O ha crecido sabiendo salir de sí y amando a quienes lo rodean –desgastándose, pues, por ellos– o sigue infantilmente centrado en sí mismo, desgastando –y amargando– a todos cuantos lo rodean.

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6. ¡Hasta cuando se os pase la tontería! Ya sé que soy un pesado. Me lo habéis dicho tantas veces que ya estoy acostumbrado. Acabo por ahora con estas cosas que, desde luego, estoy seguro que no queréis oír, puesto que a vuestra edad uno ya lo sabe todo. Solo quiero que reflexionéis un minuto sobre lo que, con toda seguridad, ya estáis cansados de escucharme: en la vida hay momentos de plenitud, pero no duran. Hay otros momentos de sufrimiento y de dolor que, sin embargo, acaban pasando. Lo que no tenemos es aquello que todos deseamos: esa perfecta felicidad que no se acaba nunca y que debería alcanzar a toda la creación y a todas las dimensiones de lo real. A nuestra dimensión inorgánica, orgánica, moral, cognoscitiva y espiritual. A nosotros mismos y a la totalidad del planeta que habitamos, siendo especialmente pródiga con los que ahora nada tienen y tanto sufren. Sé muy bien que mucho de lo que aquí os he dicho os importa un bledo. Vale, ¡qué le vamos a hacer...! Me podría conformar con que hubieseis leído hasta aquí, pero debéis saber que lo más bonito (y lo más difícil) de lo que os quiero contar está todavía por llegar. Con todo, quiero que sepáis que, aunque dejéis aquí de leer y no os decidáis a ir más allá, cuando se os pase la tontería en la que ahora estáis, vuestra madre y yo –si todo va bien, claro está– seguiremos estando ahí para todo cuanto podáis necesitar. ¡Ya volveréis, ya, cuando os toque a vosotros la difícil tarea de ver crecer a quienes tanto vais a amar! Si aún vivo, os espero en esa curva del camino, habida cuenta de que, como a mí me anunció vuestro abuelo, yo también dije, cuando llegó el momento: «¡Cuánta razón tenía mi padre...!» Una última cosa, ahora de verdad y en serio, antes de entrar definitivamente en materia: es importante que sepáis que ese «algo-infinito» del principio que, teniéndolo, al mismo tiempo nos falta, tiene muchos nombres. Los de Ribeira creemos que, más que un «algo», es un «Alguien», y le llamamos «Dios». El Dios de Jesucristo. No me quiero extender, ahora que digo que acabo, para que tengáis un respiro; pero en Jesús de Nazaret tenéis accesible la forma divina de ser persona humana: viviendo para los demás, haciendo el bien y enfrentándose pacíficamente al mal. Dios no deja de lado a ninguna de sus criaturas. Eso es lo que significa el que yo crea en la resurrección: no hay nada más fuerte que el amor de Dios. Ni siquiera la muerte puede con él. Por eso creo en la vida eterna, en la que están mi padre y todos nuestros ascendientes. Allí os esperaré yo, también, cuando me toque. Con todo, como os digo, al Dios de Jesús, ese Dios origen y meta de toda vida, oiréis llamarlo de innumerables modos. Todas ellas hablan del mismo Dios, pero lo hacen de forma distinta. En breve veréis, por ejemplo, cómo lo hace un monje llamado Anselmo. Pero incluso en la negación de Dios, o en el silencio, veréis que es nombrado de forma paradójica. Si me acompañáis un rato más, os enseñaré también la contundente crítica de Kant a lo que Anselmo dijo sobre Dios. Finalmente, solo me resta deciros que nada me alegraría más en mi vida que el hecho de que descubráis por vosotros mismos 30

que el Misterio Absoluto lleva toda vuestra vida delante, detrás, encima y debajo de vosotros. Queriéndoos y alentando vuestros días. Es imposible que, bajo las estrellas, alguien os quiera más que yo o vuestra madre. Pero no lo es que, más allá de todo, Él os quiera con la omnipotencia y la eternidad que solo Dios tiene. Si, cuando leáis esto, ya no estoy con vosotros, debéis saber que jamás tendré descanso eterno mientras no estemos definitivamente juntos en el seno del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y si aún estoy con vosotros, tened paciencia conmigo. Entre tanto, leed, estudiad y vivid despiertos. Pero, sobre todo, andad con cuidado. Como decía mi padre: ¡sentidiño! Tomad ahora un respiro y preparaos para acompañar a un monje del siglo XI en su oración metafísica. Disponeos a realizar un esfuerzo mayor, pero no os preocupéis. Yo voy con vosotros.

1. Cf. P. CAST ELAO, El trasfondo de lo finito. La revelación en la teología de Paul Tillich, DDB, Bilbao 2000.

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CAPÍTULO 2:

La búsqueda de Anselmo. La razón metafísica y el Único Necesario

Queridos Anxo, Sofía y Mario: Que comience mentándoos, ahora de adultos, la puerta mágica de Doraemon y la máquina del tiempo que Nobita tiene en el pequeño cajón de la mesa de estudio de su cuarto os parecerá una puerilidad. ¿Recordáis aquellos dibujos japoneses? ¿Cómo olvidarlos?, diréis tal vez. Guardo la esperanza de que esta infantil evocación os traiga con ella, además de los gratos recuerdos de vuestra niñez, el genuino anhelo que late detrás de unos inventos tan fantásticos. ¡Qué apasionante sería poder viajar en el tiempo...! ¡Qué extraordinario para el ser humano poder atravesar los límites espaciales al cruzar una puerta, como la de Doraemon, que nos hiciera tener todos los espacios del universo al otro lado de ese mágico umbral...! ¿Os imagináis que pudiésemos ser contemporáneos de todos los tiempos, más allá de nuestra infranqueable y circunscrita edad presente?

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1. Viajar en el tiempo Desconozco, mi querido Anxo, si ya habrás inventado la máquina del tiempo. Tal es tu empeño en estos últimos días. No tomes como mezquina doblez que en tu recuerdo aparezcan palabras mías animándote con vehemencia a alumbrar tal invento, junto con el hecho de que ahora, en este texto que aquí escribo, destinado a tu futuro, descubras que desconfío o ironizo sobre tu éxito. Dice un proverbio árabe que quien se empeña en darle con una piedra a la luna, por lo menos acabará manejando bien la honda. Eso es lo que a mí me interesa. ¿Habéis visto ya Terminator? ¿Y Regreso al Futuro? Para vosotros serán ya una antigualla, pero también en ellas está presente ese sueño infantil de viajar en el tiempo. No es probable que en unos años haya en el mercado puertas mágicas o máquinas del tiempo con las que viajar hacia el pasado o «regresar» al futuro; pero ¿quién os ha dicho que no haya manera alguna de trascender el instante puntual y circunscrito de nuestro más inmediato presente para poder alcanzar un tiempo vivido por otro ser humano? Hay una manera. No es sencilla de realizar, pero vale la pena intentarlo. Para hacerlo tenemos que poner en juego dos cosas: lectura e imaginación. ¿Cualquier lectura? No. Solo aquella en la que el autor o la autora haya puesto, además de palabras, el misterio infinito de su interioridad. En el abismo infinito de esas palabras es posible ser contemporáneo de quien las ha proferido. Reconoceréis esas lecturas cuando os encontréis con ellas. Con el resto de libros, escritos y folletos no perdáis mucho tiempo. Está bien saber algo de ellos, pero nunca hay que confundirlas con las lecturas esenciales. De estas no debemos vivir alejados largos períodos de tiempo. ¿Para qué la imaginación? Para deglutir, personalizar y asimilar como propias las vivencias ajenas. En esto consiste el estudio, es decir, la verdadera lectura: en vivir lo no vivido y pensar lo no pensado, gracias a quienes han vivido y pensado antes y mejor que nosotros. La imaginación nos permite ponernos en su lugar y estarlo realmente sin que, en verdad, lo estemos. No lo estamos porque, como es obvio, seguimos habitando nuestro tiempo y nuestro espacio. Pero lo estamos realmente, porque, si hemos sido capaces de ir más allá de las distancias del idioma, la historia y la cultura, hemos podido acceder a lo más auténtico y significativo de una persona: su caudal interior. Y de ese caudal podemos beber todos. Todos somos distintos, pero compartimos la misma naturaleza humana. Somos ríos de vivencias diferentes, pero todos llevamos la misma agua. La máxima universalidad no se consigue en las convergencias de superficie, sino en la comunión íntima de experiencias particulares máximamente concretas. Viajad, pues, conmigo al año 1077. Estamos con un monje llamado Anselmo. En silencio y soledad. En su austera celda. Ante Dios. Mejor dicho, en su celda, en silencio y soledad y ante Dios, pero no con él, sino dentro de Anselmo, puesto que él mismo nos ha abierto las puertas de su oración. De su metafísica oración. ¿Sabéis como la tituló 33

inicialmente? Fides quaerens intellectum, es decir, «fe que busca comprender». Y para comprender aquello que cree, Anselmo tendrá que aplicarse en ir más allá de todo lo físico. Tendrá que superar la totalidad de las cosas de este mundo para vislumbrar la luz del misterio de Dios. Anselmo cree en Dios, pero quiere comprender aquello que cree. Cuando podáis, más adelante, leed su obra. (No os riais: lo digo en serio). En ella encontraréis mucho más que en mis pobres palabras. Con todo, por ahora, me basta con que me acompañéis en nuestro viaje a su interior.

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2. Mundo y realidad: cambio y permanencia Anselmo busca contemplar el rostro de Dios. Es un genuino buscador del Absoluto. Y nos advierte, antes que nada, que para emprender la búsqueda es necesaria una especial disposición de ánimo. Aquietad, pues, vuestra alma, despejad vuestra mente, adentraos en vuestro interior y, por un momento, despreocupaos de todo aquello que continuamente nos ocupa y nos roba la atención. Invocad, como en una jaculatoria, el nombre de Dios. ¿Recordáis cómo lo hacíamos, antes de acostarnos, cuando erais pequeños? «Meu Deus, noso Pai; Noso Pai, meu Deus; Meu Deus, noso Pai». Anselmo utiliza las palabras del Salmo 26,8: «Busco tu rostro; tu rostro, Señor, deseo». Es lo mismo. No se trata sino de ponerse en presencia de Dios, el Absoluto, el único necesario. A pesar de la distancia temporal que nos separa del siglo XI, que la fantasía no os engañe: Anselmo vive en la misma realidad que nosotros, por más que habite un mundo bien distinto del nuestro. La diferencia entre realidad y mundo es bien sencilla de captar. El «mundo» es nuestra configuración histórica, cultural e idiomática de la realidad que vivimos. Es el conjunto ambiental de conocimientos, ignorancias, presupuestos y obviedades compartidas en una determinada sociedad. La «realidad» es, por el contrario, aquello a lo que el «mundo» se refiere e interpreta. La realidad es «facticidad». El mundo es vivencia. La realidad es siempre la misma, pero el mundo no. Nuestro progresivo conocimiento de la realidad es lo que hace cambiar el mundo. El mundo cambia porque nuestro conocimiento de la realidad se ensancha paulatina o repentinamente. Os pondré un ejemplo. Imaginaos en una habitación oscura. Sin ningún atisbo de luz, apenas podríamos decir algo de la realidad que nos rodea. Estaríamos inmersos en un mundo de tinieblas. Imaginad ahora que encendemos una cerilla. La realidad que nos circunda no habría cambiado en absoluto. En su oscuridad sigue siendo la que era, pero nuestro mundo – nuestra percepción y comprensión de la realidad– se habría modificado sustancialmente, puesto que la tímida y fugaz llamita habría conseguido ahuyentar la presencia de la oscuridad completa. Pensad ahora que lo que encendemos es una linterna. Nuestro mundo se agranda conforme aumenta el haz de luz que proyectamos en la cada vez menos oscura habitación. Abramos ahora las ventanas y dejemos que, en pleno día, la luz del sol inunde todos los rincones de la estancia. Nuestro mundo será ya un mundo de luz en coincidencia total con la realidad completa de la habitación definitivamente iluminada. Pues bien, la luz que iluminaba la realidad del mundo en tiempos del Imperio Romano no alcanzaba más allá de Fisterra. Después del 12 de octubre de 1492, el mundo amaneció distinto, pues, aunque la noticia tardaría en llegar (y lo hizo, por cierto, a Baiona), ya solo era cuestión de tiempo que el nuevo continente obligase a modificar todos los mapas del «mundo» que, hasta aquel entonces, creían dar cuenta de la

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«realidad». Todos nuestros ancestros vivieron en la misma realidad que nosotros, pero todos habitaron un mundo distinto. Como sabéis, de pequeño viví muchos años con vuestros bisabuelos en Ribeira. Compartíamos la misma casa, pero vivíamos en mundos muy diferentes. Los abuelos nunca dejaron de vivir mentalmente en los alrededores de Teo, su lugar de origen. Y nunca lograron integrar en su mundo, cuando aparecieron, todos los avances tecnológicos con los que vosotros ya habéis nacido. Su mundo era otro, por más que la realidad fuese común para todos. Todos damos normalmente por sentado que la realidad que vivimos y el mundo que habitamos coinciden completamente. Sin embargo, basta meditar un momento en la limitación insuperable de nuestro conocimiento para ver con claridad que, por más grande que sea nuestro mundo, siempre es mayor la realidad. Ahora bien, ¿qué entendemos exactamente por «realidad»? Más adelante tendremos que responder a esta pregunta. De hecho, esta cuestión nos va a acompañar continuamente en nuestras próximas reflexiones. Pero volvamos con Anselmo. Sigamos en su compañía y adentrémonos en su mundo. Pensemos, pues, en su principal preocupación, es decir, en Dios, en relación con la realidad y su mundo. El mundo que habita Anselmo es un mundo en el que la presencia de Dios forma parte de los conocimientos y presupuestos compartidos colectivamente. En nuestro mundo europeo occidental la situación es justamente la inversa. Sin embargo, lo que aquí quiero enfatizar es que el problema de Dios, no como factor socialmente vigente o no vigente en un determinado mundo, sino en relación con la realidad, en relación con su esse (con su «ser»), es el mismo para nosotros que para Anselmo. Veamos. En el mundo de Anselmo, el «factor Dios» está presente en la vida cotidiana de sus congéneres de forma obvia y natural. En el nuestro, no. En el siglo XI, la presencia explícita de Dios es masiva en la arquitectura, en la escultura, en los poemas, en la literatura prosaica, en los centros de investigación y transmisión de la cultura, en la filosofía, en la política, en la economía, en la liturgia, en las fiestas y celebraciones, en el trabajo artesanal, en las asociaciones gremiales, en las hermandades y cofradías, en los gremios, en los matrimonios, en la generación de hijos, en los alumbramientos, en las enfermedades, en los entierros, en los viajes, en las decisiones estratégicas, en las guerras, en los armisticios, en los nombramientos de los cargos públicos, en la autoridad civil, en la climatología, en las eventuales catástrofes o en las cosechas abundantes... Todo, absolutamente todo, está impregnado de una atmósfera religiosa en la que, desde luego, ya no habitamos activamente nosotros. El «factor Dios» disfruta en la sociedad de Anselmo de una carta de ciudadanía que a nadie le pasaría por la cabeza poner en duda, de tan manifiesta como es su presencia. Hablo, claro está, de la vigencia pública y social de Dios.

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Y, sin embargo, he aquí algo verdaderamente llamativo: Anselmo –como enseguida vamos a ver– encuentra enormemente problemático, angustiosamente descorazonador, terriblemente dramático este hecho tan obvio, común y hasta universal respecto de Dios, al que le dice directamente: «nunca te he visto». Anselmo nunca ha visto a Dios. Lo dice de múltiples maneras y de diferentes formas: «no te conozco»; «no he realizado todavía aquello para lo que fui creado»; «tu morada es inaccesible»; «nunca te he visto y no conozco tu semblante»; «anhelo verte, y tu rostro está demasiado alejado»; «ansío encontrarte y no conozco dónde te hallas». En una palabra: lo obvio, lo patente, lo claro y diáfano parece ser el desconocimiento de Dios. Su ausencia. Y esto –permitidme que insista– en un momento de la historia en el que el «factor Dios» goza de una presencia masiva. Anselmo cree que «hay» Dios. Cree que Dios existe y, por eso, se dirige en silencio y soledad a Él, pidiéndole que muestre su rostro a quien, como él, no alcanza nunca a verlo: «reconozco, Señor –y te lo agradezco– que has creado en mí esta imagen tuya, para que, recordándote, piense en ti y te ame. Pero está de tal modo borrada por el desgaste de los vicios, está tan oscurecida por el humo de los pecados, que, si tú no la renuevas y reformas, no puede hacer aquello para lo que fue creada» 1. Como os digo, nuestra situación ambiental es diametralmente opuesta, y no es probable que, en su estructura de fondo, cambie en los próximos años. Con todo, quisiera preguntaros: ¿No os parece que ante la cuestión decisiva –«hay o no hay Dios»– nuestra humanidad se encuentra igualmente desnuda y a la intemperie, habida cuenta de que la presencia masiva del «factor Dios» en la sociedad no modifica esencialmente la indigencia constitutiva del ser humano ante Él? Y al revés: ¿no os parece que, en un momento social en que el «factor Dios» parece haber sido desalojado de la comprensión ambiental del mundo, en nada afecta esto al planteamiento último de la pregunta capital de si «hay o no hay Dios»? ¿Hemos visto nosotros a Dios? ¿Cómo podríamos intentar tal cosa? Esto es lo fundamental, y tanta dificultad encierra la pregunta en tiempo de primavera como en el crudo invierno. Con todo, reconozcamos que no vestimos la misma ropa en una estación que en la otra. Concedamos, pues, que al cambiar el mundo –a saber, la interpretación de la realidad– cambian igualmente nuestros horizontes, nuestro lenguaje, nuestros presupuestos y nuestras seguridades. Lo válido anteriormente ha podido dejar de serlo actualmente. Todo esto es cierto, y habrá que tenerlo necesariamente en cuenta. Ahora bien, en la desnudez de su yo, el ser humano es siempre el mismo y está igual de solo, ciego y desvalido ante Dios. En el siglo XI o en el XXI. En San Agustín del Guadalix o en Canterbury. A pesar de habitar otro mundo bien distinto del de Anselmo, el problema de Dios, en su real realidad, no es menos agudo para él que para nosotros. Antes bien, al contrario, es, a mi modo de ver, uno y el mismo.

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3. Oración metafísica: ¿lo más grande o lo insuperable? Anselmo quiere comprender lo que cree. Y, justamente por no haber visto nunca a Dios, cree que Dios es «algo mayor que lo cual nada puede pensarse». Escuchad cómo lo dice: «credimus Te esse aliquid quo nihil maius cogitari potest». Intentemos pensar, por un momento, en la literalidad de la expresión con que Anselmo nombra a Dios. «Creemos que eres algo mayor que lo cual nada se puede pensar». O mejor, «Te creemos ser algo respecto de lo cual nada mayor puede pensarse». Anselmo quiere demostrar apodícticamente la existencia de Dios. Quiere comprender aquello que cree. Y está convencido de que en aquello que cree se encuentra contenida la evidencia indudable de la existencia de Dios. Alberga la ilusión de formular un único argumento que haga diáfana la oscura realidad de Dios. Dios y su realidad. Esto es lo que a Anselmo le preocupa. Es aquí, en su comprensión de la realidad, donde se jugará la batalla decisiva de toda su argumentación. Pero ¿qué es «realidad»?, vuelvo a preguntar. Tened un poco de paciencia. Por ahora, siguiendo el propio consejo de Anselmo, meditemos sosegadamente buscando en nuestro intelecto y en nuestra imaginación el modo adecuado de concebir ese «aliquid» («algo») que supera cualquier otro «aliquid», ya que, por principio, el primero sería lo insuperablemente grande frente a cualquier otra eventual grandeza. En cierto modo, en una obra anterior –el Monologion (1076)– el propio Anselmo había hecho algo similar. Pero ahora quiere evitar sinuosos meandros y empinados ascensos para situarse ya en la cumbre insuperable. Elevémonos, pues, a la cumbre, impulsados por la literalidad de la locución con la que Anselmo nombra la meta definitiva: «id quo maius cogitari nequit» (aquello mayor que lo cual nada se puede pensar). ¿Con qué nos encontramos? Por de pronto, nuestro camino avanza, ingenuo, dubitante, de peldaño en peldaño, paso tras paso, añadiendo grandeza tras grandeza en una secuencialidad cadenciosa cuyo final no se alcanza a entrever. ¿Será este el camino? Probémoslo: pienso en algo grande. Siempre puedo añadir mayor grandeza. Añadida esta, nada me impide agrandarla un poco más. Este «poco más» siempre es demasiado escaso, habida cuenta de que puedo seguir engrandeciendo lo pensado sin tener necesidad de detenerme nunca. De hecho, efectivamente, nunca me detengo en ningún punto finalmente alcanzado cuando intento pensar o imaginar ese «aliquid» respecto de lo cual todo es pequeño. Avanzo interminablemente de «algo» en «algo», sin poder asir nunca del todo ese algo mayor que lo cual nada puedo pensar. ¿Qué es, entonces, este «algo» que pienso? ¿Hasta qué punto puedo decir que lo pienso, ya que, cuando me parece haberlo pensado de una vez por todas, me encuentro con que siempre puedo concebir algo mayor? ¿Por qué es tan resbaladizo este concepto –o, mejor, esta locución conceptual– que me obliga a no detenerme nunca? ¿Es tan claro y sencillo decir –como Anselmo dice que le ocurre incluso al «insipiens» (el que no 38

sabe)– que, al escuchar tal locución, «se entiende» y, por tanto, lo entendido «está en el entendimiento» de todo aquel que entiende? ¿Cómo es que «está» si, precisamente, mi entendimiento me atestigua que nunca acaba de estar, ya que se escurre una y otra vez? ¿Podría pensarse que, tal vez, su no estar nunca del todo es ya una forma concreta de estar? En cualquier caso, esta parece ser la primera conclusión más inmediata que se puede extraer del razonamiento de Anselmo. Tendré que pensar si no estará en este esquivo modo de presencia la clave decisiva de todo su argumento. Esto último parece, por ahora, decisivo. Me detendré, pues, a reflexionar sobre la paradójica imposibilidad de detenerme en la reflexión. ¿Qué podremos concluir de la imposibilidad de que el pensamiento se detenga en su caminar cuando piensa en el «algo mayor que lo cual nada puede pensarse»? Lo primero de todo es reflexionar sobre si, tal vez, no habré errado el camino. ¿Quería Anselmo proponerme un concepto de Dios únicamente captable en un paulatino ascenso secuencial? Creo que no. Su intención era justamente la inversa. Probablemente, Anselmo no quería que, en la comprensión de aquello mayor que lo cual nada puedo pensar, procediese en pasos sucesivos, añadiendo grandeza tras grandeza, peldaño tras peldaño, para alcanzar la mayor de todas las cosas, es decir, el maius omnibus. ¿Por qué? Porque esta deficiente comprensión del «id quo maius cogitari nequit» parece ser una de las cosas que Anselmo le reprocha a aquel monje, Gaunilo, que polemizó con él. No es lo mismo aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, que lo mayor de todo. La diferencia estriba en que lo mayor de todas las cosas es siempre una cosa –por definición, siempre superable– y, tal vez, aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado exceda el ámbito de las cosas y tenga, por tanto, otro tipo de realidad definitivamente insuperable. Lo segundo que podemos concluir es que, en consecuencia con lo antedicho, aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado no es el término de llegada de un razonamiento aditivo y, por lo tanto, solo podemos pensarlo como un punto fijo que remite a sí mismo diferenciándose absolutamente de todo cuanto no es él. Aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado supera cualitativa e infinitamente cualquier eventual grandeza, habida cuenta de que no se alcanza el significado de tal locución progresando indefinidamente en la escala de lo mayor. De hacer esto último, nos pasaría lo que, efectivamente, nos ha sucedido aquí en nuestro primer y fallido intento: lo mayor que todas las cosas tiene una presencia tan deslizante y esquiva como la del pez que se nos escurre entre los dedos. Lo tocamos, pero en el mismo acto de tocarlo se nos escapa inmediatamente un paso más allá. Y tras ese paso, otro, y otro, y otro. No podemos decir que no sepamos de él, puesto que –es cierto– siempre podemos concebir algo mayor que lo que acabamos de concebir; pero no podemos alumbrarlo completamente, porque a cada alumbramiento sucede una nueva concepción de algo siempre mayor. Y así ininterrumpidamente.

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Anselmo, por el contrario, nos propone una locución conceptual que no se capta en pasos sucesivos, de progreso indefinido, sino en un acto instantáneo y nada deslizante: «aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado». Meditadlo unos minutos, en silencio y soledad, si todavía no os ha quedado claro. Hemos avanzado mucho, aunque hayamos errado el camino. Haber descartado pensar a Dios en la lógica de un infinito indeterminado, siempre creciente en la horizontal, es un hallazgo de extraordinario valor, como en el capítulo IV de este libro veremos dentro de poco.

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4. Intelecto y realidad Prestad ahora atención, porque Anselmo enfrenta la objeción decisiva y siempre pertinente: hay personas que dicen que Dios no existe. ¿Tendrán razón? ¿Quién puede asegurarlo? ¿Quién puede despejar toda duda? Todos lo hemos pensado alguna vez: ¿Y si Dios no existe? Esta parece ser la convicción ambiental de nuestro mundo occidental. Anselmo cita el Salmo 13,1: «dijo el necio en su corazón: no hay Dios». El necio es el que no sabe (ne-scio). Que nadie se ofenda. Anselmo no insulta; simplemente, cita un salmo. Como estamos viendo, Dios pertenece, indudablemente, al «mundo» de Anselmo. Pero cabe la duda sobre su «realidad». Anselmo quiere despejar, de una vez por todas, ese margen de incertidumbre. Alberga la esperanza de que, después de su argumentación, ya no haya ninguna duda al respecto. Su jugada ganadora consiste en hacer pensar al que niega la existencia de Dios sobre su propia negación. Mirad cómo lo hace. El poder proferir la locución que señala a Dios como ese algo mayor que lo cual nada puede ser pensado es tan capital como el poder escucharla. Quien la profiere puede hacerlo seducido por su potencia semántica o displicente ante su vacuidad. Quien la escucha puede recibirla en su ánimo con fe religiosa o con indiferencia escéptica. En cualquiera de los casos, Anselmo sostiene que, tanto en quien la afirma asintiendo como en quien la afirma rechazando –o, por mejor decir, tanto en quien la escucha con devoción como en quien la escucha impía o neciamente–, siempre se da en todos ellos un implícito reconocimiento de su presencia en el intelecto. ¿Por qué? Porque ambos entienden aquello que afirman o aquello que niegan. Esto también sucede, según Anselmo –y aquí está el centro de su interés–, en aquellos que niegan la existencia de aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado. Entienden lo que niegan. Al entender, han de reconocer que, como mínimo, lo negado por ellos existe, cuando menos, en su intelecto, puesto que profieren una aserción sobre ello, aunque sea negativa. Ahora bien, una cosa es entender algo, y otra que lo entendido sea, se podría objetar. Cierto. Por eso Anselmo pondrá ahora en juego esta capital distinción: «esse in intelectu vel esse in re», que significa que ser en el intelecto no es lo mismo que ser en realidad. Hasta ahora no se ha constatado más que la presencia de la idea de Dios bajo la locución conceptual que la nombra como aquello mayor que lo cual nada puede pensarse. Lo que a partir de ahora habrá que hacer, con Anselmo, es asegurarse de encontrar un puente transitable entre «esse in intelectu» («ser o estar en la mente») y «esse in re» («ser o estar en la realidad»). No negará el necio lo primero, pero sí, con toda claridad, lo segundo. El argumento de Anselmo pretende hacer imposible tal negación. Y por eso discurre así: ese «aliquid», respecto de lo cual nada mayor puede ser pensado, no puede ser solo en el intelecto. De lo contrario, podríamos y podemos concebirlo siendo también en la realidad. Y –continúa Anselmo realizando la afirmación realmente decisiva– este su poder ser también en la realidad, además de su ser en el intelecto, sería un plus evidente que dejaría al «aliquid» residente únicamente en el 41

intelecto como «aliquid» menor que este otro que, además de darse en el intelecto, también se daría en la realidad. Así pues –concluye Anselmo–, para evitar el absurdo debemos concluir que cuando pensamos verdaderamente en aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado ha de estar incluida en tal concepción, y de modo absolutamente necesario, su «esse in re», es decir, su existencia extra-mental en la realidad. De lo contrario, no estaríamos pensando lo que creemos o decimos estar pensando. Ahora bien, ¿qué significa «esse in re»? ¿Qué quiere decir «existir en la realidad»? Esta es, a mi modo de ver, la clave del asunto.

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5. Ser y existir Os adelanto ya ahora algo que sólo entenderéis del todo cuando leáis el siguiente capítulo. Me refiero a la crítica que Immanuel Kant hace de esta concepción que, como acabamos de ver que hace Anselmo con toda naturalidad, considera que existir en la realidad «es mayor» que existir únicamente en el intelecto. La crítica de Kant pone dinamita en el pilar central del puente que, para Anselmo, asegura el tránsito del «esse in intelectu» al «esse in re». Ese pilar es, como estamos viendo, la inmediata constatación de Anselmo, que califica la suma de las dos existencias como claramente mayor que la mera existencia únicamente intelectual. «Quod maius est», dice Anselmo, como quien afirma una obviedad. Poder pensar que una cosa existe en la realidad «es más» que pensarla existiendo solamente en mi intelecto. La cosa pensada parece tener mayor plenitud de ser cuando efectivamente tal cosa existe también en la realidad y no solo en mi mente. La existencia intra-mental es deficiente respecto de la existencia también extra-mental. La segunda siempre supone la primera, pero la afirmación de la primera no tiene por qué exigir necesariamente la segunda. Excepción hecha, claro está, según Anselmo, de ese «aliquid» respecto de lo cual nada mayor puede ser pensado. Solo en ese caso la constatación de la existencia intra-mental llevaría en sí misma aparejada, de modo absolutamente necesario, la afirmación de su existencia extra-mental, pues, de lo contrario, o bien no pensamos realmente el verdadero concepto concebido, o bien caemos en un absurdo insostenible. Kant sostendrá, como enseguida veremos, que, pese a la aparente obviedad de la argumentación de Anselmo, no hay tal plus ontológico en la afirmación del «esse in re» ni, por tanto, tal deficiencia de ser en la afirmación del «esse in intelectu». Dicho de otro modo: el hecho de existir en la realidad no añade nada esencial a lo que el propio concepto de la cosa tiene ya en sí mismo aunque no exista, es decir, aunque su existencia sea únicamente mental. Cien táleros son siempre cien táleros. Su esencia no resulta menguada en caso de ser solo fruto de un sueño ni resulta aumentada por ser objeto de un hallazgo inesperado. Siempre son cien los que se anhelan, y siempre son cien los que se poseen. Su eventual existencia no es más que un «darse», un «ponerse», un «estar ahí» de algo que, esencialmente, no es ni más ni menos, se dé únicamente en el intelecto o se dé también en la realidad. No hay plus de grandeza que añada algo esencial a aquello de lo que antes se dijo que existía en el pensamiento y ahora se dice que, necesariamente, tiene que existir en la realidad, ya que, de lo contrario, su mera existencia intra-mental sería inferior respecto de su existencia también extra-mental. Según Anselmo, al poder concebir también la segunda, ya no podríamos pensar única y aisladamente la primera cuando, efectivamente, nos queramos referir a aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado. Según Anselmo, tendríamos que pensar ambas de modo necesario, porque al darse la primera tendríamos evidencia de la segunda.

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Repitámoslo para que no haya duda: si X es el «algo mayor que lo cual nada puede ser pensado», y decimos que X solo existe en el intelecto, sin embargo, nada nos impide concebir en nuestro intelecto otro X1 que, además de darse en nuestro intelecto, exista igualmente en la realidad. ¿Consecuencia? Tendríamos que X1 sería mayor que X y que, por lo tanto, X no era lo que decía ser, a saber: aquello mayor que lo cual nada podía pensarse. ¿Conclusión? Para Anselmo, dada la existencia de X en el intelecto, es necesaria su existencia en la realidad. En cambio, Kant sostendrá que no hay tal necesidad de la segunda, habida cuenta de que, en contra de Anselmo, para Kant, existir en la realidad «maius non est» respecto de existir únicamente en el intelecto. Anselmo cree haber demostrado la existencia de Dios. Kant no niega, en principio, la existencia de Dios, pero sí la validez de su demostración. Todo concepto que vaya más allá de la experiencia –y Kant, como en seguida veremos, liga indisolublemente su concepto de experiencia a los datos inmediatos de los sentidos– no hace sino intentar volar en el vacío. Por lo que diré a continuación, yo creo que ni Anselmo puede «demostrar» la existencia de Dios, ni Kant interpreta bien su argumento. La dialéctica establecida entre lo intra- y lo extra-mental es, a mi modo de ver, la fuente de todos los problemas. En breve, volveremos con Kant. Dejadme ahora continuar con Anselmo para tratar de comprender mejor el trasfondo de su argumentación y, sobre todo, sus implicaciones.

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6. La demostración de la existencia extramental ¿Qué significa «esse in re»? ¿Qué alcance tiene decir de «algo» que «existe» en la realidad? A mi modo de ver, este es el punto en el que el argumento de Anselmo es más impreciso. La formulación de Anselmo en sus primeros capítulos ha intentado establecer un baluarte seguro –indudable– en el que instalar las tropas que preparen el asalto a campo abierto. Tenemos el concepto intra-mental de Dios. No tenemos más que demostrar que, dado este, necesariamente ha de darse la existencia extra-mental de Dios. De lo contrario, Dios no sería Dios; pero, puesto que no podemos dudar de que pensamos a Dios –ya que lo piensa incluso quien lo niega–, Dios tiene que existir «in re» necesariamente. Dios o «aquello mayor que lo cual nada puede pensarse». Es lo mismo. La locución solo es un recurso pedagógico para comprender lo que implica el propio término «Dios». El problema está en que, en principio, «esse in re», a saber: «existir en la realidad», es algo bien extraño de decir respecto de Dios. Y Anselmo lo sabe, aunque no lo parezca. ¿Qué es «realidad»? ¿Qué es lo que comprende esta palabra? «Lo que existe», podríamos convenir. Reales son las cosas que existen, e irreales las que no existen. ¿Y qué es lo que existe? Todas aquellas cosas o todos aquellos sucesos que se dan en el universo, los conozcamos o no. Dicho de otro modo: todo cuanto acaece en el espacio y en el tiempo. Atención ahora: ¿existe Dios en el universo? ¿Está su existencia comprendida en las condiciones espacio-temporales de cualquier otra existencia posible? ¿Qué significa, pues, que Anselmo afirme la necesidad de la «existencia» extramental de Dios en la «realidad»? El argumento de Anselmo solo se comprende adecuadamente desde la unidad completa de todo su tratado, es decir, de su completa oración metafísica. Y especialmente, a mi juicio, desde su mismo capítulo V en adelante. Anselmo no quiere afirmar únicamente que Dios existe. Esto lo hace en los tres primeros capítulos, donde formula su famoso argumento. También quiere decirnos cómo comprende que Dios exista. Y esto es decisivo, pero lo hace más adelante. Dios es el único que existe por sí mismo, a diferencia de todas las cosas, que no se han dado el ser a sí mismas. Dios es omnipotente, misericordioso e impasible, incircunscripto y eterno. Es por ello por lo que Anselmo llega a afirmar en el capítulo XV: «Ergo, Domine, non solum es quo maius cogitari nequit, sed es quiddam maius quam cogitari possit» (por tanto, Señor, no eres solo aquel mayor que el cual nada puede ser pensado, sino que también eres algo mayor que lo que puede ser pensado). Meditad por unos segundos esta escueta afirmación. En ella se contiene, para mí, lo más importante del libro. «No solo eres aquel mayor que el cual nada puede ser pensado» –eso lo eres, y así te confiesa Anselmo–, sino que, más aún: todo cuanto nosotros podamos pensar de ti nunca alcanza lo que verdaderamente eres. Es decir: «eres algo mayor que lo que puede ser pensado». Sobrepasas todo entendimiento, como sobrepasas todo mundano confín. 45

Nada te contiene, ni limitas con nada. Nada puede aprehenderte, porque eres distinto y superior a todo. Desde esta sencilla confesión se puede comprender mejor que el «esse in re» de Dios reviste un carácter ultracreatural que lo hace trascendente respecto de cualquier otro tipo de existencia posible. Cuando, en el capítulo II, Anselmo plantea la cuestión de Dios en los términos disyuntivos de la doble existencia –«esse in intellectu» y «esse in re»–, es muy sencillo desentenderse del resto de la obra y pensar que el argumento anselmiano concluye aquí. Esto es lo que, como veremos a continuación con más detalle, hace Kant cuando se opone a él. Sin embargo, hay que decir con toda claridad que la cuestión de Dios no puede plantearse –y Anselmo no la plantea así– en la única dialéctica de lo subjetivo y lo objetivo. La verdadera cuestión no es si Dios existe o no en la realidad, habida cuenta de su presencia en el intelecto. La cuestión es qué se entiende por «existir en la realidad» cuando tal existencia se predica de ese Dios que concebimos –sin concebirlo nunca adecuadamente– en nuestro intelecto. Pensemos que el concepto de Dios que concebimos como aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado es, en rigor, como estamos viendo, inconcebible, ya que Dios es «algo mayor que lo que puede ser pensado». Luego Dios se nos muestra como el impensable que, paradójicamente, no podemos no pensar cuando proferimos su simbólico nombre. Y esto, aun en su negación. Las contraposiciones entre lo intra-mental y lo extra-mental solo tienen sentido respecto de existencias citeriores, pero no lo tienen respecto de aquello que es ultra-creatural. La realidad de Dios –en su carácter ultracreatural– es, como el propio Anselmo reconoce, trascendente respecto de nuestro intelecto, por más que, en su concepto, se encuentre imperfectamente presente en él. Pero es que Anselmo no insiste en otra cosa sino en que Dios es igualmente trascendente respecto de todas las otras cosas que conforman la realidad del mundo, por más que el aliento de su presencia sea imprescindible para comprenderlas como realidades creadas. En ambos casos, Anselmo es claro al sostener que Dios dista infinitamente tanto del intelecto como de la realidad y, por ello, sostiene igualmente que es máximamente cercano a ambos. La constatación del capítulo XV que acabo de citar nos permite comprender mejor un pilar básico del argumento de Anselmo. ¿Qué pilar? Este: la presencia de Dios en el intelecto, inserta en el concepto de aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado. Anselmo nos acaba de decir que «no eres solo aquel mayor que el cual nada puede ser pensado, sino que también eres algo mayor que lo que puede ser pensado». Lo cual viene a ser un reconocimiento de que, en el fondo, «esse in intellectu» es, igualmente, una forma de «non-esse» (no-ser). Pensémoslo bien: la presencia de Dios en el intelecto que quiere pensarlo se muestra como impensable. Lo mismo sucede, pues, con el «esse in re». Su ausencia categorial es su particular forma de presencia. A esto le llamo carácter ultracreatural de Dios. Esto es lo que significa «trascendencia». Dejadme que 46

únicamente deje esto apuntado aquí, ya que sobre esto mismo reflexionaremos con más detalle en el capítulo IV de este mismo libro. Os pido, pues, de nuevo, un poco de paciencia. Recapitulando: cuando Anselmo sostiene que, de no existir en la realidad, la presencia de Dios en nuestra mente no es propiamente la presencia de Dios, solo se le puede interpretar adecuadamente si tal existencia extra-mental es concebida en su carácter ultracreatural. Situar la cuestión de la presencia de Dios en la creación, circunscribiendo esta a la polaridad entre «esse in intellectu» y «esse in re», significa, como estamos viendo, desenfocar sustancialmente la cuestión. Este desenfoque, a mi modo de ver, solo lleva al callejón sin salida que veremos a continuación, en la crítica de Kant. Y, por otra parte, tal enfoque de la existencia o inexistencia de Dios es contradictorio con el resto del Proslogion. Como acabamos de indicar, Anselmo apunta con claridad al carácter «trascendente» de Dios. Lo cual significa que, en el análisis de sus atributos, afirmará, como hemos visto, que su modo de ser no es del mismo tipo que el modo de ser de lo que no es Él. Su absoluta trascendencia lo diferencia cualitativamente de toda la creación, y su absoluta inmanencia lo vincula esencialmente con todo cuanto Él mismo ha creado. Así pues, este carácter ultracreatural de Dios nos da la verdadera pauta para comprender lo que, referido a Dios, quiere decir realmente Anselmo cuando habla de «esse in re». En rigor, se podría decir que lo que «existen» son las cosas. Dios es una realidad que sobrepasa toda forma de existencia mundana. Es a esa realidad, que no podemos pensar de otra forma que en su máxima plenitud, a la que Anselmo se refiere cuando dice que no podemos dudar de su «existencia» –valga ahora la palabra– si pensamos bien lo que decimos estar pensando. Yo creo que no le falta razón. Ahora bien, ¿ha demostrado Anselmo la «existencia» de Dios? No, porque la locución «existencia de Dios» es una contradicción en los términos que solo se puede evitar si se cualifica la realidad de Dios en modo y forma ultracreatural. Dios no «existe», precisa y justamente, por ser Dios y no otra cosa. Lo que «existen» son las cosas, y Dios no es una cosa más. Su realidad genuina trasciende radicalmente toda forma de existencia intracreatural, de manera que su forma de ser se encuentra ultrapasando todas las realidades del universo y, por tanto, posibilitando toda otra existencia distinta de Él. Anselmo lo sabe bien: cuando pensamos a Dios, pensamos lo impensable, ya que su omnipotencia, inmutabilidad, misericordia, omnisciencia y eternidad se nos muestran siempre más como lo barruntado que como lo comprendido. Y por ello, Anselmo –aunque le pese y aunque crea haberlo hecho– no puede «demostrar» la existencia de quien sobrepasa toda forma concebible de existencia. Ahora bien, insisto: yo creo que Anselmo tiene razón. No en su demostración, sino en haber detectado una presencia innegable en nosotros, cuya naturaleza, por ser precisamente ultracreatural, no está atada a los vaivenes de la existencia o no existencia de la contingencia o el desgaste del tiempo. Aún habremos de indagar más en lo que de 47

aquí se sigue, pero dejemos ya sentado que la idea de Dios no es una idea más. Es, por el contrario, la idea más fascinante jamás alumbrada en toda la faz de la tierra. Y lo más sorprendente es que, sin saber muy bien cómo ni por qué, lo cierto es que tenemos la idea de Dios en nosotros. Incluso quienes la ignoran, quienes dudan de ella, quienes la niegan con todas sus fuerzas, tienen en sí el barrunto de algo que los sobrepasa completamente. Una idea que, en su mismo aparecer, desborda infinitamente el universo en su totalidad. ¿Cómo es posible, os pregunto ahora, que podamos concebir lo inconcebible? ¿Cómo es que está presente en nosotros aquello que nosotros no hemos podido imaginar, puesto que, en su propia definición, se nos aparece como lo inimaginable, siempre superior y trascendente a cualquier logro de la imaginación?

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7. La presencia de la idea de Dios en el ser humano Permanece, pues, el reto de pensar la presencia inequívoca de la idea de Dios en el ser humano. Intentémoslo con la máxima brevedad. Recordad el texto de Anselmo que citamos al principio: «reconozco, Señor –y te lo agradezco–, que has creado en mí esta imagen tuya para que, recordándote, piense en ti y te ame». ¿Habéis visto 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick? Kubrick filmó la prehistoria. Ese amanecer de la humanidad en el cual sobre la faz de la tierra no se había escuchado aún ningún tipo de lenguaje articulado. Bajo el sol y las estrellas dominaban únicamente los bufidos de las bestias y los gruñidos de los antropoides. Nadie, excepto el Homo sapiens, ha sido capaz, en estos 13.700 millones de años que parece tener nuestro universo, de albergar en su mente y proferir con su voz un término tan especial como la palabra «Dios» (o como se diga en el lenguaje más primitivo que podamos pensar). Pero el hecho es innegable: tenemos la palabra «Dios». Yo la interpreto como «revelación», es decir, como el eco que el verdadero Infinito, que ha dado el ser a todo cuanto existe, genera en la alteridad creada que es el ser humano. No somos nosotros los que, por nuestra propia iniciativa, decimos: «Dios», sino que es Dios mismo el que, al decirse a sí mismo en toda la creación, posibilita que, escuchando nosotros su sonido mudo en el trasfondo de lo finito, logremos balbucirlo respondiendo: «Dios». Y por eso podemos decir con Anselmo: «busco tu rostro»; «no te he visto jamás»; «muéstrate, Dios mío». Dios está a igual distancia del hombre y de su mundo; pero la distinta receptividad de la naturaleza del ser humano respecto de la naturaleza del mundo es la clave que explica la presencia de la idea de Dios en el horizonte de toda la creación. Los árboles no tienen idea de Dios. No porque Dios no esté presente en ellos, sino porque no tienen ni pueden generar ideas. ¿Cómo interpretar, pues, la presencia de la idea de Dios en el ser humano? Como revelación de Dios, como teofanía especulativa, como manifestación de su presencia a toda la creación, que, en el caso del ser humano, es captada, recibida, configurada al modo humano de ser, es decir, como algo espiritual, intelectual, especulativo. Esta es la lógica de la imagen y semejanza. La inobjetividad de Dios se refleja en la inobjetividad de su idea, que solo el ser humano puede captar, albergar y formular. Dejemos aquí apuntada esta bonita intuición que habremos de desarrollar inmediatamente, ahora que nos proponemos dialogar con Kant. Os pido un esfuerzo renovado de concentración. Las páginas que vienen no son sencillas. Os lo advertí al principio y lo reitero ahora. Os aseguro que, como en el deporte, el esfuerzo vale la pena. Pero hay que hacerlo. Descansad ahora y preparaos para abandonar el siglo XI de Anselmo y viajar nuevamente en el tiempo.

1. SAN ANSELMO, Obras Completas, BAC, Madrid 2008, 364-366.

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CAPÍTULO 3:

La búsqueda de Kant. La razón trascendental y las teofanías especulativas

Queridos Anxo, Sofía y Mario: Desplacémonos ahora a Königsberg. Estamos en abril de 1789. Un viejo profesor de filosofía acaba de publicar la segunda edición de una obra titulada Kritik der reinen Vernunft, es decir, Crítica de la razón pura. Una verdadera catedral de pensamiento. No os divertiréis leyéndola, pero si lo hacéis, no olvidaréis la experiencia en lo que os quede de vida. Vayamos, sin más dilación, al asunto que nos preocupa.

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1. El concepto de existencia Como nos reclama lo escrito sobre Anselmo, lo que aquí tendremos que investigar será el concepto kantiano de existencia. Este es, a mi modo de ver, el verdadero núcleo del problema de Dios en la Crítica de la razón pura. Desde aquí puede interpretarse lo mejor de esta obra y, también, sus límites. Intentaré explicar esta afirmación en lo que sigue, proponiéndoos, al hilo de la exposición, una forma diferente de interpretar la crítica kantiana de las pruebas de la existencia de Dios. Con todo, permitidme antes unas básicas y sucintas consideraciones introductorias para facilitaros el acceso a un terreno tan interesante como complejo.

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2. Preliminares necesarios: conocimiento y metafísica La Crítica de la razón pura es una perfecta radiografía de los límites de la condición humana. Leyéndola, se percibe con claridad el vigor de nuestro anclaje en el mundo, la fuerza y el carácter estructural de nuestra vinculación con la experiencia que singulariza, sobre todo, nuestro conocer. La gran pregunta que guía la monumental investigación de Kant tiene como protagonista a la metafísica. ¿Es posible la metafísica? ¿Puede el hombre conocer realidades que superan los límites de la experiencia? ¿Es posible el avance real en este conocimiento? La física avanza, dice Kant. No hay más que leer a Newton. ¿Qué le sucede, por el contrario, a la metafísica, que parece fosilizada en la reiteración de las antiguas respuestas a las antiguas preguntas? Además, ¿cómo es posible que a esas mismas preguntas sobre la inmortalidad del alma, la libertad y la existencia de Dios, unos respondan «A», y otros «no-A» y, lo que es peor, ambos con la misma verosimilitud, pero con creciente y adversaria vehemencia? ¿Sabemos hoy en día sobre esas cuestiones algo más de lo que sabían los que nos han precedido? Kant se pregunta, efectivamente –a la vista del pasado y del presente de la metafísica y, sobre todo, a la vista de su proverbial estancamiento–, si no habrá que investigar los principios más básicos de esta disciplina, en lugar de enredarse en esas discusiones conclusivas que, habida cuenta de los dispares e irreconciliables resultados, nada parecen concluir definitivamente. La búsqueda de esos principios más básicos le lleva a reflexionar a fondo sobre las condiciones de posibilidad de todo conocimiento. En una palabra: Kant investigará las posibilidades y los límites de la propia razón. Así pues, la Crítica de la razón pura constituye un gigantesco esfuerzo por radiografiar internamente las capacidades cognoscitivas de la razón humana y, sobre todo, señalar sus límites infranqueables. A tal efecto, Kant comienza con un giro sorprendente. El problema del conocimiento ha versado hasta ahora sobre la naturaleza o el ser de los objetos conocidos. ¿Qué es la realidad? ¿Qué son las cosas? ¿Cómo puedo conocerlas? ¿Cómo afecta lo exterior a mí, a mi interioridad? ¿Cómo es posible que tenga dentro de mí lo que de forma patente está fuera de mí? En una palabra: ¿cómo es posible el conocimiento? Sean cuales fueren las respuestas que a estas preguntas se den, su planteamiento siempre gira, a juicio de Kant, en torno al mismo vértice: los objetos cognoscibles y su proceso de aprehensión. La genialidad de Kant consiste en centrar la preocupación del filósofo, no en los objetos de nuestro conocimiento, sino en el modo según el cual los conocemos, es decir, en el sujeto. La cuestión decisiva será, pues, esta: ¿quién ha de llevar la voz cantante en la relación sujeto-objeto? ¿En torno a quién pivota verdaderamente la dinámica de nuestro conocimiento? ¿En torno a los objetos, como se 53

ha supuesto hasta ahora, de modo que, según esto, ha de ser nuestro conocimiento el que se adecúe a ellos, o bien, por el contrario, como va a suponer Kant, en torno al sujeto, de forma que han de ser los objetos los que se han de adecuar a nuestro modo de conocer? He aquí, en forma de pregunta, la interesante perspectiva kantiana: ¿y si fuésemos nosotros los que, por lo menos en parte, construimos la realidad que conocemos?1 Para Kant, la razón del ser humano en su encuentro con el mundo no es meramente pasiva, como si solo fuese el lugar receptivo de las impresiones que las cosas fuera de ella le inoculan a través de los sentidos. Kant no es empirista. Por el contrario, tampoco es un idealista que, en consecuencia, niegue la existencia de toda realidad exterior al sujeto, para terminar concluyendo que solo la razón humana es activa en la dinámica del conocimiento, puesto que, en último término, sería ella misma la generadora de toda realidad cognoscible. La posición de Kant es distinta de estas dos concepciones. Él sostiene que, ciertamente, todo conocimiento comienza con la experiencia, pero afirma, igualmente, que no todo conocimiento proviene de la experiencia. De hecho, su gran aportación en la teoría del conocimiento versará sobre el conocimiento a priori, es decir, sobre el conocimiento puro que prescinde absolutamente de toda experiencia. Será en el desarrollo de ese giro capital –que centra nuestra atención no en los objetos, sino en el sujeto que conoce– donde adquirirá pleno significado eso que Kant llama «trascendental»: «Llamo trascendental a todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en la medida en que tal modo ha de ser posible a priori» (A 11-12/B 25). Kant hará, pues, que la razón se vuelque sobre sí misma, que reflexione curvada sobre sí, para interrogarse sobre su singular aportación al proceso cognoscitivo, con independencia de aquello que reciba de la realidad circundante. Pero reflexionemos por un segundo sobre lo que el propio Kant acaba de decir: ¿conocimiento a priori, esto es, al margen de la experiencia? ¿Cómo es posible tal cosa? El conocimiento humano se refleja en los juicios, es decir, en las proposiciones que la razón puede establecer. Kant distingue entre los juicios analíticos y los juicios sintéticos. Los juicios analíticos son tautologías; es decir, no hacen avanzar el conocimiento. Únicamente despliegan lo que ya el propio concepto contiene en sí. Un triángulo es una figura geométrica que tiene tres ángulos. Pues bien: lo que nos dice la proposición está ya incluido en el concepto de triángulo. Los solteros no están casados. Obvio: si un soltero estuviese casado, no sería tal. Los juicios sintéticos, por el contrario, añaden conocimiento respecto de un concepto dado, porque recurren a la experiencia como fuente de ampliación y contraste de lo que el propio juicio establece. El agua hierve a 100º. ¿Seguro? No tienes más que comprobarlo. Pon agua al fuego y mide su temperatura con un termómetro. Si la experiencia te muestra que el termómetro marca 100º cuando el agua rompe a hervir, tendrás ahí la verdad de un juicio sintético. 54

Ahora bien, la dificultad a la que se enfrenta Kant tiene otra envergadura. Reza así: ¿son posibles los juicios sintéticos a priori? En otras palabras: ¿son posibles juicios que digan algo más de lo que está meramente contenido en la propia afirmación del concepto y que, para ello, no necesiten recurrir a la experiencia? En caso afirmativo, ¿cómo es posible tal cosa? Kant sostendrá que todas las ciencias teóricas, como la matemática o la física, contienen juicios sintéticos a priori. Estos juicios cumplen la función de principios, y sin ellos tales ciencias no serían posibles. En el prólogo a la segunda edición de su primera Crítica –ya sabréis que, además de la que estamos comentando, escribió otras dos–, Kant enuncia con claridad lo que hizo avanzar en el buen camino del conocimiento a los investigadores de la naturaleza: «Entendieron que la razón solo reconoce lo que ella misma produce según su bosquejo; que la razón tiene que anticiparse con los principios de sus juicios de acuerdo con leyes constantes; y que tiene que obligar a la naturaleza a responder a sus preguntas, pero sin dejarse conducir con andaderas, por así decirlo. [...] La razón debe abordar la naturaleza llevando en una mano los principios según los cuales solo pueden considerarse como leyes los fenómenos concordantes, y en la otra el experimento que ella haya proyectado a la luz de tales principios. Aunque debe hacerlo para ser instruida por la naturaleza, no lo hará en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino como juez designado que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les formula» (B XIII). Todo lo antedicho parece condensarse en esta idea: «buscar (no fingir) en la naturaleza lo que la misma razón pone en ella» (B XIV). Fijaos en lo que está diciendo Kant: en la investigación científica de la naturaleza, nuestra razón humana reconoce en la propia naturaleza lo que la razón misma ha puesto en ella. «Un momento –diréis–: ¿está diciendo Kant que, si descubrimos en el mundo leyes naturales, esas leyes están puestas ahí por nuestra propia razón?» Exacto: eso es lo que quiere decir. ¿Os resulta sorprendente? Pues ya veréis lo que dice sobre el espacio y el tiempo. Por ahora permitidme ahondar un poquito más en lo que acabamos de decir y preguntaos conmigo: ¿qué es eso que la razón pone en la naturaleza cuando quiere desentrañar sus secretos? ¿Cuáles son esas reglas y esos principios a priori que se pueden conocer con independencia de la experiencia, toda vez que es la razón misma la que precisamente introduce tales cosas en toda experiencia? En el largo desarrollo de lo que Kant llamó la Doctrina trascendental de los elementos –es decir, en la primera gran parte de la Crítica de la razón pura–el profesor de Königsberg respondió cumplidamente a estas cuestiones. Comprenderéis que, en lo que sigue, renuncie a los ricos y sutiles detalles de la exposición de Kant para centrarme en lo nuclear de su argumentación, que es lo que a nosotros nos interesa.

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3. Primer paso en la radiografía de la razón: espacio y tiempo Puesto que todo conocimiento comienza con la experiencia, el primer paso que da Kant en el análisis de las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento consiste en identificar lo que de a priori hay en toda intuición sensible. ¿Qué es lo que caracteriza toda experiencia? Que se da en el espacio y en el tiempo. Pues bien, frente a la comprensión newtoniana de un tiempo y un espacio exteriores al sujeto e independientes de toda forma de percepción, Kant sostendrá que el espacio y el tiempo son formas a priori de la sensibilidad. ¿Qué quiere decir esto? Que el espacio y el tiempo no son cosas en sí mismas. No son realidades independientes de nuestra forma de percibir lo que nos rodea. Antes bien, al contrario, son las condiciones de posibilidad de cualquier intuición empírica. Kant lo dice con claridad en repetidas ocasiones: «El espacio no representa ninguna propiedad de las cosas, ni en sí mismas ni en sus relaciones mutuas, es decir, ninguna propiedad inherente a los objetos mismos y capaz de subsistir una vez hecha abstracción de todas las condiciones subjetivas de la intuición» (A 26/B 42). Y un poco más adelante: «El espacio no es más que la forma de todos los fenómenos de los sentidos externos, es decir, la condición subjetiva de la sensibilidad» (A 26/ B 42). Lo mismo respecto del tiempo: «El tiempo no es algo que exista por sí mismo o que sea inherente a las cosas como determinación objetiva, es decir, algo que subsista una vez hecha abstracción de todas las condiciones subjetivas de su intuición» (A 32/B 49). La reflexión de Kant muestra que, en su concepción, el espacio y el tiempo tienen, efectivamente, validez objetiva respecto de aquello que se nos presenta como objeto de nuestra intuición, es decir, respecto de los fenómenos. Ahora bien, esta validez objetiva jamás ha de extenderse hasta las cosas en sí mismas. Respecto de estas últimas, el espacio y el tiempo, en cuanto tales, no existen o, dicho de otro modo, no tienen sino realidad ideal. Dicho de otra manera mucho más sencilla: Kant afirma que el tiempo y el espacio no existen fuera de nosotros, sino dentro de nosotros. El espacio y el tiempo serían, pues, las formas básicas de la estructura inherente a nuestra propia corporalidad y que configuran, a su propia y singular manera, toda la información que nos proporcionan los sentidos. Espacio y tiempo, en consecuencia, no son cosas al margen de la razón, sino que son las lentes primeras con las que la razón percibe la realidad. La realidad, por tanto, le parece a la razón espacio temporal, porque para el ser humano no es posible un acercamiento al mundo que no se dé, precisamente, en el espacio y en el tiempo. En ese espacio y tiempo que configuran todas nuestras intuiciones sensibles. La tendencia inercial del ser humano es convertir en realidad independiente de sí mismo aquello sin lo cual no puede percibir las cosas. La interpretación de Kant nos 56

despierta, a su juicio, de tal ilusión: el tiempo y el espacio no tienen realidad objetiva fuera de nosotros, sino solo en el interior de nuestra percepción. Es tan envolvente la naturaleza estructural de nuestras percepciones –su carácter espacio-temporal– que, de tan próximas como nos son –de hecho, son idénticas con el comienzo usual de todo nuestro conocimiento–, no alcanzamos a percibir que nosotros solo conocemos «fenómenos», es decir, manifestaciones de las cosas modeladas por las formas puras de nuestra sensibilidad. No conocemos «cosas», sino manifestaciones de esas cosas según nuestro singular modo de percibirlas. Aclaremos un poco más este importante aspecto. Los seres humanos vivimos en un mundo cuyos colores, olores, sabores, texturas y sonidos son, en parte –por así decirlo–, obra de las cosas que lo componen y, en parte, obra de nuestros sentidos de la vista, el olfato, el gusto, el tacto y el oído. Vivimos, no en cualquier mundo, casa o jardín, sino en el jardín, la casa o el mundo que efectiva y realmente percibimos, y precisamente en ese y no en otro. Y esa percepción real y efectiva –aquí está lo decisivo– es el fruto de una construcción, configuración o modelación de dos factores. Y ambos participan con pleno protagonismo. Por un lado, participa la cosa que se nos da, la cosa que se nos manifiesta en su presencia interpelante. Igualmente, por el otro, participamos nosotros, ya que, al recibir tal cosa, al acoger esa presencia que se nos regala o se nos impone, la transformamos en lo que, finalmente, vemos, olemos, gustamos, sentimos u oímos. El «fenómeno» –así llama Kant al objeto propio de nuestro conocimiento, finalmente elaborado con los elementos de la intuición sensible que proporcionan la experiencia y la aplicación inmediata de las formas puras de la sensibilidad– el «fenómeno», digo, es aquello que propiamente conocemos a través de la experiencia, pero no es la cosa en sí. Qué sea el jardín, más allá de nuestra intuición sensible y de su conjunción con el espacio y el tiempo en los que nosotros lo percibimos, es un misterio para la razón humana. Kant no descarta que puedan existir otras formas de vida que conozcan la realidad de manera distinta a la nuestra, pero en ese caso no duda en afirmar que se trataría de formas no humanas de conocimiento. ¿Cómo percibirán nuestro jardín las hormigas que en verano se pasean afanosamente por él? ¿Y las avispas? Para Kant no hay posibilidad alguna de conocer qué y cómo son las cosas en sí mismas, al margen de las condiciones de posibilidad que encuadran todas nuestras experiencias posibles. Si a la cosa percibida le llama fenómeno, a la cosa en sí Kant le llama noúmeno. Del noúmeno sabemos que existe, puesto que conocemos el fenómeno; pero, más allá de su mera existencia, nada más podemos saber de él. Junto a todas sus coincidencias como formas puras de la sensibilidad, hay una diferencia capital entre el espacio y el tiempo. El espacio es forma pura solamente de los fenómenos externos. El tiempo, por el contrario, lo es de los externos y de los internos. Escuchemos a Kant: «El tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos. El espacio, en cuanto forma pura de toda intuición externa, se refiere solo, como condición a priori, a los fenómenos externos. Por el contrario, toda representación, 57

tenga o no por objeto cosas externas, corresponde en sí misma, como determinación del psiquismo, al estado interno. Ahora bien, este se halla bajo la condición formal de la intuición interna y, consiguientemente, pertenece al tiempo. En consecuencia, el tiempo constituye una condición a priori de todos los fenómenos en general, a saber, la condición inmediata de los internos (de nuestras almas) y, por ello mismo, también la condición mediata de los externos» (A 34/B 50). Reconozco que esto es un poco más complicado y no entra dentro de mi interés marearos excesivamente la cabeza. No os preocupéis si no lo entendéis todo. Solo insistiré en aquellas cosas que, según creo, será bueno que os queden claras. Otras simplemente las nombraré, sin detenerme en ellas. Sigamos, pues, adelante. Por ahora, basta con que sepáis que al estudio de las formas puras de la sensibilidad –espacio y tiempo– se dedica la estética trascendental. Este es el primer paso del itinerario de Kant. El siguiente viene dado en la primera parte de la lógica trascendental. Si la estética se centra en las formas a priori de la sensibilidad, la lógica trascendental lo hará en las formas a priori del entendimiento. Con la sensibilidad intuimos los objetos. Con el entendimiento los pensamos. La lógica trascendental se divide en analítica y dialéctica trascendental. Intentad retener esto, porque solo diré una brevísima palabra de la analítica trascendental, para detenerme más pormenorizadamente en la dialéctica. Allí nos encontraremos con la crítica que Kant hace de toda teología posible y con la crítica a que somete las pruebas de la existencia de Dios. En el concepto de existencia que subyace a tal crítica quiero centrar principalmente mi atención, para recuperar todo cuanto venimos analizando en los capítulos anteriores y anticipar, también, los venideros.

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4. Segundo paso en la radiografía de la razón: conceptos y principios Lo que las formas puras de la sensibilidad –espacio y tiempo– son a la intuición sensible, lo son las categorías al entendimiento. La sensibilidad intuye, pero no piensa. El entendimiento, piensa pero no intuye. El conocimiento se produce cuando se unen la facultad de intuir y la facultad de pensar, logrando así una síntesis superior. Tal síntesis solo es posible en el entendimiento por la aplicación de sus respectivas formas puras a los datos suministrados por la sensibilidad en la forma ya elaborada de un fenómeno. ¿Qué son, pues, las categorías? Las categorías son para Kant –a diferencia de Aristóteles, que las consideraba propiedades de las cosas– las formas puras con las que el entendimiento participa activamente en la construcción del objeto de conocimiento en un nivel más elevado que el de la sensibilidad. Esto es sencillo. Kant concibe las categorías como leyes estructurales del sujeto con las que este organiza, clasifica y sintetiza la información suministrada, y ya formalizada previamente, por los sentidos. Como son parte estructural de la facultad de pensar, ha de haber tantas categorías como juicios, es decir, como formas específicas del pensamiento. En la analítica de los conceptos –en la cual lleva a cabo una descomposición de la capacidad misma de pensar–, Kant deduce la existencia de doce categorías clasificadas en grupos de tres, según la cantidad, la cualidad, la relación y el modo. Lo mismo había hecho poco antes con los juicios. Por medio de las categorías y de los juicios, el entendimiento humano piensa, ordena y determina el objeto de conocimiento, de manera que, como ya hemos visto, la regularidad, el orden y la armonía que la razón reconoce en la naturaleza –en las leyes que cree descubrir en ella– no son sino la presencia de su actividad sintetizadora y constructiva que ella misma pone en la realidad. Será interesante retener la insistencia con que Kant repite que «las categorías no tienen, pues, otro uso posible que el empírico, ya que sirven tan solo para someter los fenómenos a unas reglas universales de síntesis tomando como base una unidad necesaria a priori [...] y para adecuar así tales fenómenos a una completa conexión en una experiencia» (A145/B185). A la luz de lo que luego veremos en la dialéctica trascendental, el reconocimiento de este uso de las categorías solo y únicamente en relación con la experiencia dada, con los fenómenos, con la realidad manifiesta, adquirirá toda su importancia. Recordad esto: para Kant las categorías solo se pueden aplicar a intuiciones sensibles. Si no hay intuiciones sensibles que sintetizar, el uso de categorías carece de sentido. Un molino de río a la ribera del cauce de un río seco: eso es lo que son las categorías sin intuiciones sensibles proporcionadas por la experiencia. (Lo que diré a continuación no puedo omitirlo si quiero ser fiel al pensamiento de Kant, pero os advierto de que no es sencillo. La suerte que tenemos es que tampoco es

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absolutamente capital para nuestro propósito. No os preocupéis si no lo entendéis del todo. Seguid hacia delante, que luego lo veréis todo más claro). Ahora bien, ¿cómo es posible que el intelecto pueda aplicar las categorías a la intuición sensible ya previamente elaborada con las formas puras de la sensibilidad? ¿Cuál es el nexo de unión que permite vincular realidades, en principio, tan heterogéneas? Aquí es donde Kant recurre a un elemento intermedio que puede unir ambas realidades, facilitando así esa síntesis superior. Dicho elemento son los esquematismos de la razón. Kant desarrolla este tema en la analítica de los principios, es decir, en la segunda parte de la analítica trascendental. Preguntémonos, pues, ¿qué es un esquema? La diferencia entre una imagen y un esquema –diferencia utilizada por el propio Kant– resulta de lo más útil para comprender la naturaleza de este último. «En sí mismo, el esquema es un simple producto de la imaginación. [...] Así, si escribo cinco puntos seguidos (.....), tengo una imagen del número cinco. Si, por el contrario, pienso simplemente un número en general, sea el cinco, sea el cien, tal pensar es un método para representar, de acuerdo con cierto concepto, una cantidad» (A140/B179). Una imagen es, pues, una representación concreta de algo. Un esquema es un modo, un método, una manera de producir imágenes. Para Kant, «nuestros conceptos puros sensibles no reposan sobre imágenes, sino sobre esquemas. Ninguna imagen de un triángulo se adecuaría jamás al concepto de triángulo en general» (A140-141/B180). Sin embargo, un esquema sí, porque tiene un carácter más genérico y abierto y, por ello, sirve mejor para vincular los principios puros del entendimiento con los fenómenos que proporciona la sensibilidad. El carácter concreto de la imagen le impide su adecuación perfecta al concepto. El carácter más genérico y abierto del esquema se lo facilita. Como estamos viendo, el ejercicio propio del entendimiento tiene un carácter unificador o sintético que va reuniendo y organizando la variedad infinita que proporciona la sensibilidad, conforme a sus propias leyes plasmadas en las categorías, los juicios y los esquematismos. Ahora bien, ¿hay algún principio unificador último que dé unidad completa a todo el entendimiento, de manera que este supere ese carácter cambiante y múltiple que parece adquirir en su trabajo conjunto con la multiplicidad de los fenómenos? A la unidad sintética de todo el entendimiento Kant le llama «apercepción trascendental». ¿Qué es la apercepción trascendental? Es la estructura del pensar que da unidad final a todo el entendimiento y que todos los individuos particulares poseemos en común. La apercepción trascendental es la culminación definitiva en el proceso sintetizador del entendimiento. Es la unidad completa del entendimiento que posibilita, en último término, todo el proceso cognoscitivo; y, finalmente, es la que hace posible la existencia de juicios sintéticos a priori. Kant lo expresa con claridad: «los juicios sintéticos a priori son así posibles cuando relacionamos las condiciones formales de la intuición a priori, la síntesis

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de la imaginación y la necesaria unidad de esta última síntesis en una apercepción trascendental con un posible conocimiento empírico en general» (A158/B197). Ahora bien, el yo trascendental de Kant –esa unidad sintética de apercepción– no es idéntico al yo empírico. Esto es aún más complejo que lo anterior, pero dejadme tan solo que lo enuncie, porque tiene una belleza y unas implicaciones que, tal vez, algún día lleguéis a ver. (Y, si no, tampoco pasa nada). La apercepción trascendental no puede ser confundida con la autoconciencia subjetiva por la cual cada uno se conoce a sí mismo. A lo más que llega la apercepción trascendental es a decirnos que, efectivamente, «somos»; pero esto no es lo mismo que tener conocimiento preciso de nuestro propio yo. «En la síntesis trascendental de lo diverso de las representaciones en general y, por tanto, en la originaria unidad sintética de apercepción, tengo, en cambio, conciencia, no de cómo me manifiesto ni de cómo soy en mí mismo, sino, simplemente, de que soy. Tal representación es un pensamiento, no una intuición» (B157). Y más adelante añade: «la conciencia de mí mismo dista mucho de ser conocimiento de mí mismo, a pesar de todas las categorías que constituyen el pensar de un objeto en general mediante la combinación de lo diverso en una apercepción» (B158). Lo que quiero subrayar al respecto es la importancia de este segundo paso en la radiografía interna que lleva a cabo Kant en esta parte de la Crítica de la razón pura. Pero no os angustiéis excesivamente por la complejidad de la concepción de Kant. Rondáis los veintipico años, y no quiero abrumaros. Pero dejadme que siga un poquito más. Supuestos ya los análisis de la estética trascendental, Kant completa en la analítica la radiografía interna del entendimiento hasta llegar a la facultad dinámica de nuestra más básica autoconciencia como función aglutinante y unificadora de todo el proceso de conocimiento. El análisis, esto es, la descomposición en partes de nuestra misma capacidad de pensar, se completa, pues, con la elucidación de esta función unificadora, de esta actividad que sintetiza necesariamente toda la variedad del entendimiento en un sujeto trascendental sobre el que tanto pensará, con el correr del tiempo, el idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel. Os avisé al inicio de este viaje que, luego de pernoctar en Canterbury, tendríamos un difícil encuentro en Königsberg. Imagino vuestras quejas y extrañezas ante la dificultad del discurso de Kant. Haced un esfuerzo. Leed despacio. Así avanzaréis más rápido. Ya falta menos. Y no os quejéis tanto, que todos los que hemos cursado BUP y COU estudiamos a Kant en el Instituto. Y teníamos profesores que nos lo enseñaban, y nosotros, como alumnos, teníamos que estudiarlo sobre todo pensando en el examen de Selectividad. Así que, venga. Sigamos adelante. (¿Cómo estará ahora –debéis estar leyendo esto en el 2031 o por ahí– la enseñanza de la filosofía en la educación secundaria?)

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5. Tercer paso en la radiografía de la razón: ilusiones y espejismos «Pensar un objeto y conocer un objeto son, pues, cosas distintas» (B 146). Efectivamente, para Kant, la razón no puede conocer todo lo que, sin embargo, es capaz de pensar. El conocimiento verdadero y la aplicación de las formas puras tanto de la sensibilidad como del entendimiento no pueden sobrepasar nunca la experiencia. La realidad es que, no obstante, la razón tiene una congénita e irremediable tendencia a querer ampliar su conocimiento más allá de los límites de toda experiencia posible. No podemos evitar pensar lo impensable. Cuando hacemos tal cosa, la razón corre el riesgo de desvariar al confundir la realidad con espejismos y al dejarse llevar por apariencias de ilusión. Esto es lo que Kant llama «dialéctica de la razón». Kant lo dice claramente: «la razón es completamente dialéctica en sus intentos encaminados a establecer algo a priori acerca de algunos objetos y a extender el conocimiento más allá de los límites de la experiencia posible. Sus afirmaciones ilusorias no se acomodan en absoluto a un canon como el que debe contener la analítica» (A131-132/B170-171). De igual forma que la analítica descubría las categorías y los principios en el entendimiento, conformando a priori el proceso del conocimiento, así descubre ahora la dialéctica trascendental en la razón la presencia de tres ideas con las que hay que conducirse con el máximo cuidado, a fin de no caer en la ilusión trascendental. Estas tres ideas son la inmortalidad del alma, la libertad y Dios. Como ya os he dicho, me interesa centrarme, especialmente, en la cuestión de Dios.

a) La cuestión de Dios y su problemática «existencia» No es acertado pensar que el problema de Dios es únicamente una cuestión teológica. Desde la antigüedad, la filosofía ha tenido en la cuestión de la divinidad –en sus múltiples aspectos– un tema recurrente y nunca prescindible. El tratamiento que Kant da a este tema –aceptando por mi parte (aun a disgusto) que «Dios» pueda ser convertido en un «tema»– es sumamente interesante, porque supone una confrontación de la cuestión de Dios, como cuestión metafísica, con los postulados básicos de toda la Crítica de la razón pura. La tradición metafísica de raigambre más racionalista intentó, de varias formas, forjar pruebas sólidas de la existencia de Dios. La tradición empirista tendió a socavar sus principios y sus conclusiones inclinándose hacia posturas naturalistas y materialistas que prescindían de la necesidad de un único fundamento espiritual y trascendente para dar razón de todo cuanto existe. Kant argumentará en favor de la existencia de Dios. Pero lo hará, principalmente, desde los postulados prácticos de la razón, es decir, buscando una alternativa firme y segura desde la que establecer lo que, según él, la razón pura nunca puede llegar a probar de forma apodíctica. 62

En efecto, para Kant, la pregunta por la existencia de Dios –así como la inmortalidad del alma, o la existencia de la libertad frente a la necesidad del mundo– no puede ser nunca objeto de una demostración definitiva que zanje para siempre la cuestión, porque, en el mismo planteamiento de tal pregunta, la razón ha abandonado el único suelo firme sobre el que puede moverse con cierta tranquilidad. Ese único terreno firme es el ámbito de la experiencia. Cuando la razón se hace preguntas que exceden el ámbito de la experiencia y pretende hacer avanzar el conocimiento más allá de ella, camina en el vacío. Y quien camina en el vacío no tarda en caer. De hecho, para Kant, la razón incurre en paralogismos insuperables cuando pretende probar la inmortalidad del alma o cuando, por el contrario, intenta demostrar su mortalidad. Igualmente, la razón cae en antinomias irresolubles cuando pretende probar la necesidad de un comienzo del mundo o cuando, por el contrario, trata de demostrar su eternidad. De la misma forma, la razón cae en un uso inadecuado de sus ideales más excelsos cuando pretende probar apodícticamente la existencia de Dios o cuando, por el contrario, intenta demostrar su inexistencia. En todos estos casos, el uso dogmático de la razón deviene dogmatismo –a favor o en contra de cualquiera de estas tres cuestiones– y jamás puede llevar a buen término ninguna de sus investigaciones. El dogmatismo de la razón genera ese escepticismo tan letal que, en definitiva, corroe toda confianza del hombre en la posibilidad de conocer la verdad. Lo que Kant lleva a cabo en su investigación y, por tanto, contrapone tanto al dogmatismo como al escepticismo es el uso crítico de la razón en la investigación de sus límites. Para Kant, el problema real y verdaderamente crucial no es saber si Dios existe o no, si el alma es realmente inmortal o si el mundo ha tenido efectivamente un comienzo. El problema auténticamente decisivo –y, por ello, previo a todo esto– es si la razón humana está estructuralmente capacitada para poder responder de forma cabal a este tipo de cuestiones en su planteamiento explícitamente especulativo. En definitiva: ¿podemos avanzar en el conocimiento de la verdad allende los límites de la experiencia posible? ¿Podemos saber algo –lo que se dice realmente saber, es decir, establecer juicios firmes, universales y necesarios– sobre aquellas realidades que, en cuanto tales, no se nos dan como objetos de nuestra experiencia?

b) Ser posible y ser real: concepto y objeto Concretemos la cuestión: ¿podemos saber si Dios existe o no, valiéndonos únicamente de la razón en su dimensión teórica? Para responder a esta pregunta es decisivo desarrollar antes, y con detalle, aquella genial argumentación de Kant en la que niega que exista diferencia entre lo real y lo posible desde el punto de vista del ser que ya os adelanté en el capítulo anterior. «Evidentemente, ser no es un predicado real, es decir, el concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es, simplemente, la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí» (A598/B626). Esta es la afirmación principal. Cuando 63

alguien dice de algo que ese algo «es», únicamente dice que «existe», que hay tal cosa en la realidad. Ese «existir» de la cosa no es una característica más al lado de otras que, eventualmente, pudiera tener la cosa. De darse, ese existir de la cosa la engloba toda ella, de modo que, en cuanto cosa, solo habría cambiado de estado, sin que ninguna particularidad más se le hubiera añadido. El cambio de estado se reduciría a esto: la cosa habría pasado, de ser posible, a ser real; pero en ese tránsito no le advendría nada que pudiese romper su identidad consigo misma en la posibilidad o en la realidad. La cosa es siempre la misma, exista o no. La existencia no le añade nada a su verdadero ser. Únicamente modifica su modo de ser. A este respecto añade Kant: «en su uso lógico, [el verbo ser] no es más que la cópula de un juicio. La proposición: Dios es omnipotente contiene dos conceptos que poseen sus objetos: Dios y omnipotencia. La partícula es no es un predicado más, sino aquello que relaciona sujeto y predicado. Si tomo el sujeto (Dios) con todos sus predicados (entre los que se halla también la omnipotencia) y digo: Dios es o hay un Dios (es ist ein Gott), no añado nada nuevo al concepto de Dios, sino que pongo el sujeto en sí mismo con todos sus predicados, y lo hago relacionando el objeto con mi concepto. Ambos deben poseer exactamente el mismo contenido. Nada puede añadirse, pues, al concepto, que tan solo expresa la posibilidad, por el hecho de concebir su objeto (mediante la expresión “él es”) como absolutamente dado. De este modo, lo real no contiene más que lo posible» (A 598-599/B 626-627). Este texto es importante. La identidad absoluta entre el objeto y el concepto, es decir, entre lo real y lo posible, exige que la existencia como tal del objeto no modifique en nada el concepto –ni poniéndole nada, en caso de darse, ni quitándole nada, en caso de no darse–, de modo que el verbo «ser» quede libre de todo contenido predicamental. Es solo cópula, es solo constancia de que tal cosa se da, está puesta, existe. Nada se añade al objeto, ni nada se le quita cuando se habla de su eventual existencia. Únicamente se le posiciona como tal –en un sentido presencial, si existe, o en ausencia, si no existe–, pero en nada se le puede diferenciar –en sí mismo– de su mero concepto. Consciente de la importancia de lo que acaba de afirmar, Kant intenta aclarar lo dicho con el famoso ejemplo, ya mentado, de los cien táleros. «Cien táleros reales no poseen en absoluto mayor contenido que cien táleros posibles. En efecto, si los primeros contuvieran más que los últimos, y tenemos en cuenta, además, que los últimos significan el concepto, mientras que los primeros indican el objeto y su posición, entonces mi concepto no expresaría el objeto entero ni sería, consiguientemente, el concepto adecuado del mismo. Desde el punto de vista de mi situación financiera, en cambio, cien táleros reales son más que cien táleros en el mero concepto de los mismos (en el de su posibilidad), ya que, en el caso de ser real, el objeto no solo está contenido analíticamente en mi concepto, sino que se añade sintéticamente a tal concepto (que es una mera determinación de mi estado), sin que los mencionados cien táleros queden aumentados en absoluto en virtud de esa existencia fuera de mi concepto» (A 599/B 627). Veamos: lo que Kant dice aquí es relativamente sencillo. Cien euros son siempre cien euros. Son cien euros cuando sueño con ellos, y son igualmente cien euros cuando 64

los saco del cajero. Ahora bien: soñar con cien euros no me hace más rico. Encontrármelos en la calle, sí. Cien euros imaginados son iguales que cien euros existentes; pero de no tenerlos a tenerlos hay una considerable modificación de mi situación financiera que, no obstante, en nada cambia a los cien euros. Pues bien, un poco más adelante concluye: «Así pues, si concibo un ser como realidad suprema (sin defecto ninguno), queda todavía la cuestión de si existe o no, ya que, si bien nada falta al concepto que yo poseo del posible contenido real de una cosa en general, sí falta algo en su relación con mi estado entero de pensamiento, a saber: que sea también posible conocer a posteriori ese objeto» (A 600/B 628). He aquí el punto al que queríamos llegar. Todo el razonamiento anterior está dirigido a la clarificación ulterior de esta cuestión2. No es difícil ver que, con esta aguda argumentación, Kant está quebrando la espina dorsal del argumento ontológico de Anselmo, que el propio Kant bautizó con este nombre. El argumento ontológico sostiene, como hemos visto, que la existencia de Dios puede ser probada apodícticamente profundizando en lo que el propio concepto de Dios implica en sí mismo. Si Dios, por el hecho mismo de ser Dios, no es sino máxima e insuperable perfección, no puede haber perfección posible de la que efectivamente Dios esté privado. De lo contrario, simplemente no sería Dios. Es un hecho que la existencia es una perfección, ya que es ontológicamente superior lo real respecto de lo posible. De hecho, lo cierto es que la presencia del concepto de Dios en nosotros únicamente puede ser debida –concluye el argumento ontológico– al hecho de que tal Dios existe, toda vez que no se puede pensar un concepto de Dios pleno en sus perfecciones prescindiendo de la realización efectiva y real de tales perfecciones en una existencia firme e inequívoca. Dios existe porque el mismo concepto de Dios incluye necesariamente la necesidad de su existencia –valga la redundancia–, so pena, en caso contrario, de no ser propiamente el concepto de Dios. La argumentación de Kant parece seccionar la yugular de tal razonamiento. El argumento ontológico no pasa de ser, para Kant, un mero juicio analítico. Y ya sabemos lo que son los juicios analíticos. El argumento ontológico, a juicio de Kant, no puede hacer avanzar el conocimiento, porque jamás logra salir del mero concepto. Una vez que se formula, todavía queda en pie la pregunta por la existencia o la inexistencia de ese Ser Supremo objeto de todas las perfecciones. Y tal cosa sucede –siempre para Kant– porque, como estamos viendo, la existencia no es un añadido real al concepto, no es un predicado que diferencie al concepto del objeto, de forma que el concepto de Dios puede ser y es plenamente consistente en sí mismo y está plenamente acabado en sí mismo, con independencia de su existencia extra-mental y extra-mundana más allá de su propia realidad conceptual. La cuestión de la existencia o inexistencia de ese ser perfecto, que no alberga defecto ni imperfección alguna, no se resuelve apodícticamente horadando tenazmente la superficie del concepto.

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Aceptamos, diría Kant, que el «objeto-Dios» está contenido analíticamente en el «concepto-Dios». No obstante, todavía no se ha demostrado que el «objeto-Dios» pueda añadirse sintéticamente a tal concepto. Es decir, una vez enunciado el argumento ontológico, todavía habrá que ver, más allá de lo que el concepto encierra, si el «objeto» contenido en él se da, o está puesto, o aparece, de modo efectivo y real, en el único ámbito en el que es posible el verdadero conocimiento: en el ámbito de la experiencia. Y como es lo cierto que no hay posibilidad de conocer la existencia o inexistencia de Dios recurriendo a la experiencia, Kant concluye la imposibilidad de probar la existencia o la inexistencia de Dios valiéndose únicamente de las fuerzas y recursos de la razón teórica. La razón teórica –sentencia Kant– fracasa estrepitosamente al querer pronunciarse de forma definitiva –en un sentido o en otro– sobre temas que exceden su ámbito de competencia. Esta es su conclusión principal –pero también provisional, habida cuenta de lo que después dirá sobre la existencia de Dios en el uso práctico de la razón– respecto del tema que nos ocupa. Analicemos, no obstante, la concepción de lo que propiamente implica la «existencia» de algo y su aplicación directa a la cuestión de la «existencia» de Dios.

c) La «existencia» de Dios y sus dificultades En la Crítica de la razón pura, así como en las Lecciones sobre la filosofía de la religión, Kant utiliza, en su exposición y en su crítica, un concepto de existencia que, en su aplicación teológica, es fuente y origen del principal defecto que, a mi modo de ver, tiene toda su reflexión. Dicho brevemente: el concepto de «existencia» que Kant maneja es el que él mismo identifica con la posición de las cosas. Como acabamos de ver, algo existe cuando es puesto en sí mismo como tal, es decir, cuando se da, cuando aparece, cuando abandona el ámbito de lo posible para hacerse presente en el ámbito de lo real. Pues bien, este es el patrón de fondo con el que Kant afronta la cuestión de la «existencia» de Dios. Veámoslo en acto en su propia reflexión. Cuando Kant quiere mostrar la ilusión dialéctica –es decir, el desvarío de la razón– que, a su juicio, se encontraría detrás de todas las pruebas trascendentales de un ser necesario, dice nuestro autor: «Llama poderosamente la atención el que, si suponemos que algo existe, no podamos eludir la conclusión de que algo existe de modo necesario. El argumento cosmológico reposaba sobre esta inferencia perfectamente natural (aunque no por ello segura). Sin embargo, si tomo un concepto cualquiera de una cosa, veo que nunca puedo representarme la existencia de esta como absolutamente necesaria; que nada me impide, sea lo que sea lo que existe, pensar su no-ser; que, consiguientemente, si bien tengo que suponer algo necesario en relación con lo existente en general, no puedo pensar ninguna cosa particular como necesaria en sí» (A615/B643 [los subrayados son míos]). En principio, no hay dificultad en aceptar que Kant pueda tomar «un concepto cualquiera de una cosa» para constatar, acto seguido, su carácter contingente. De hecho, 66

para él, la necesidad absoluta en la existencia no puede ser pensada de modo que afecte a una cosa particular. Solo en lo que se refiere a lo «existente en general» puede ser supuesta; pero Kant añade que «no puedo pensar ninguna cosa particular como necesaria en sí». Hasta aquí, todo normal, habida cuenta de que Kant habla explícita y específicamente de un concepto cualquiera de una cosa cualquiera. La cuestión adquiere otro tono cuando esta misma argumentación y este mismo modo de proceder es aplicado directamente a Dios. Tal vez no haya otro fragmento más claro que aquel pasaje en el que Kant habla del vértigo del abismo que produce el carácter infundado del fundamento mismo. Este texto es capital: «La incondicionada necesidad que nos hace falta de modo tan indispensable como último apoyo de todas las cosas constituye el verdadero abismo para la razón humana. La misma eternidad está muy lejos [...] de producir en nuestro ánimo tanta impresión de vértigo. En efecto, la eternidad se limita a medir la duración de las cosas, pero no las sostiene. No podemos ni evitar ni soportar el pensamiento de que un ser que nos representamos como el supremo entre todos los posibles se diga a sí mismo en cierto modo: “Existo de eternidad en eternidad; nada hay fuera de mí, excepto lo que es algo por voluntad mía, pero ¿de dónde procedo yo?” Aquí no encontramos suelo firme» (A 613/B 641). Por lo que se ve, Kant considera un planteamiento cabal convertir a Dios en sujeto de tal pregunta. Le parece adecuado y procedente que Dios mismo pueda preguntarse por su propio origen. A la vista del texto inmediatamente anterior a este, me parece claro que el problema de Kant es haber pensado a Dios y a su existencia del mismo modo que se piensa el concepto de una cosa cualquiera. «Si tomo un concepto cualquiera de una cosa, veo que nunca puedo representarme la existencia de esta como absolutamente necesaria; que nada me impide, sea lo que sea lo que existe, pensar su no-ser». Por eso Dios, según Kant, podría preguntarse: ¿de dónde procedo yo? Lo grave de la cuestión es que el concepto de Dios y la concepción de su existencia que aquí están en juego sufren, a mi juicio, un defecto a priori que incapacita de raíz a ambos para poder vehicular de modo adecuado lo que tales conceptos, en sí mismos, deberían poder transmitir. Para Kant, el concepto de Dios, entendido como el Ser Supremo, no es sino la infinita magnitud de la omnitudo realitatis, es decir, la expansión horizontal sin límites del concepto de ser. «El concepto preciso de Dios consiste en que Él es la Cosa sumamente perfecta» 3. Por esta razón le parece adecuado incluir el concepto del Ser Supremo en esa dinámica argumental que jamás puede detenerse en ninguna «cosa particular» en la búsqueda de la absoluta necesidad, ya que «nada me impide, sea lo que sea lo que existe, pensar su no-ser». ¿Recordáis el camino errado del infinito indeterminado como mera adición de grandeza tras grandeza que analizamos y rechazamos en el capítulo anterior? También puedo pensar el no-ser de Dios, dice Kant, puesto que su concepto de existencia no se diferencia esencialmente del «concepto cualquiera de una cosa». La cuestión, sin embargo, es bien otra. ¿Y si Dios jamás pudiera ser pensado como una «cosa»? ¿Y si su «realidad», por ser precisamente su realidad –es decir, por ser justamente divina–, no necesitara ni pudiera necesitar nunca una eventual 67

fundamentación ulterior, por más suprema, excelsa o elevada que sea la concepción que de Él se tenga? Cualquier «cosa» cuyo fundamento propio no esté en ella, sino más allá de ella, jamás puede ser pensada como Dios. Y esto lo sabía muy bien Anselmo. Pero es que, más aún, en el caso preciso de Dios, ya es de todo punto desatinado aplicarle no solo el nombre de «cosa», sino también cualquier tipo de argumentación que pueda ser aplicada con sentido al mundo de las cosas y de sus encadenamientos causales. Esta es la razón por la que el concepto de Dios que Kant utiliza en su obra se me antoja tan preciso y determinado en su formulación metafísica como romo en su potencia semántica, y débil en su capacidad deíctica. Esto se ve con diáfana claridad en la discusión acerca de su eventual «existencia». Kant concebirá a Dios como ens originarium, ens summum y ens entium. Dios es pensado, pues, como el Ser Originario, fundamento absoluto de todo cuanto existe; como el Ser Supremo, puesto que nada hay que esté por encima de Él; como el Ser de todos los seres, ya que todas las cosas, al ser condicionadas, se hallan sometidas a Él. Ahora bien, añade Kant: «todo ello no significa que exista una relación objetiva entre un objeto real y otras cosas, sino la relación entre una idea y unos conceptos. Todo ello nos deja en una ignorancia total acerca de la existencia de un ser de perfecciones tan extraordinarias» (A 579/B 607 [en esta cita, solo el segundo subrayado es mío]). ¿Qué quiere decir aquí Kant con «existencia»? No otra cosa que esto: realidad extra-mental. El punto clave de la incomodidad de Kant respecto de la teología trascendental –así llama Kant al sistema de los supuestos conocimientos acerca del Ser Supremo que prescinde de toda experiencia y se atiene únicamente a la razón pura– es que «este uso de la idea trascendental sobrepasaría los límites de su determinación y validez, ya que la razón, al basar en ella la completa determinación de las cosas en general, únicamente la tomó como concepto de toda la realidad, sin exigir que toda esta realidad estuviese dada objetivamente ni constituyera, a su vez, una cosa. Esto último es una mera ficción mediante la cual reunimos y realizamos en un ideal, como ser particular, la diversidad de nuestra idea» (A 580/B 608). Tal vez esté aquí el factor decisivo de las dificultades teóricas de Kant: el concepto no puede exigir por sí mismo la posición objetiva, real y efectiva de la cosa misma. Y cuando se pretende concluir lo segundo de lo primero, se realiza una «mera ficción». La cuestión está en cómo atribuir (o no) existencia a un determinado objeto. Kant es claro al respecto. Nunca se puede hacer –ya lo hemos visto– analíticamente desde el concepto mismo. Es obligatorio, sintéticamente, salir de él4. La clave está en que nuestra noción de existencia dice relación única y directa a lo que Kant llama «la unidad de la experiencia», y en esa unidad de la experiencia no aparece por ningún sitio un «objeto» adecuado a lo que implica el supremo «concepto» de Dios. «No podemos afirmar que una existencia fuera de este campo sea absolutamente imposible, pero constituye un supuesto que no podemos justificar por ningún medio» (A 601/B 629). Me interesa especialmente profundizar en las implicaciones de este planteamiento de Kant para que lo comprendáis bien y podáis pensar sobre él. Kant sostiene que nuestro 68

conocimiento únicamente puede ser conocimiento real y fundado si se atiene al ámbito de la experiencia. La pretensión del argumento ontológico, según la cual el propio concepto de Dios contendría en sí mismo la evidencia de su existencia, resulta anulada por Kant al demostrar que la existencia de un objeto meramente posible no presenta ningún añadido respecto del puro concepto de ese objeto. De forma que para determinar la existencia o inexistencia de cualquier objeto se hace necesario salir de él, para ver, en la experiencia, si tal objeto se da o no, es decir, si está puesto en la existencia o resulta manifiesta su ausencia. Kant concluye que, en la unidad de nuestra experiencia, nada podemos decir ni de la existencia ni de la inexistencia de Dios. Y no descarta que «fuera de este campo» pueda ser posible dirimir la cuestión. Ahora bien, para el género humano, en las condiciones actuales de su historia y existencia, esto no es más que ficción. Insisto en el carácter no dialéctico del concepto de Dios y de su presencia (o ausencia) con el que Kant piensa toda esta problemática5. Quiero decir con esto que es sumamente extraño que Kant piense en la posibilidad de atribuir una eventual «existencia» a Dios allende los límites de la «unidad de nuestra experiencia», una vez que ha dictaminado que, en ella, no hay posibilidad de decir nada al respecto. Dios sería una «Cosa» Suprema, Originaria, Perfecta, cuyo excelso carácter la sitúa «fuera» del campo de nuestra experiencia, por lo que quedaría demasiado alejada del alcance de nuestro conocer. ¡Como si no fuese un verdadero contrasentido pensar en un modo de «existencia» de Dios yuxtapuesto a la unidad de nuestra experiencia...! Con «yuxtapuesto» quiero evocar aquí eso que Kant llama «fuera del campo de la experiencia», es decir, más allá del mundo fenoménico en el que habitamos. Con esa atribución de ese modo de existencia a ese tal «Dios», es decir, pensando en esos términos la existencia o no existencia de Dios, se ha caído ya, en principio y sin que ya nada lo pueda remediar, en una concepción filosófico-teológica que hace imposible un adecuado planteamiento y una adecuada comprensión del verdadero problema que implica la cuestión de Dios. Kant, en este sentido y a raíz de todo lo dicho, es supranaturalista. Esa inadecuada concepción es profusamente utilizada por nuestro autor tanto en la prueba ontológica como en la prueba cosmológica como, finalmente, en la prueba físico-teológica –por más que para Kant todas se reducen al argumento ontológico y todas dependen, en último término, de su supuesta validez. Lo que subyace al planteamiento de Kant, respecto de Dios, no es sino una expansión horizontal sin límites del concepto de ser y del concepto de existencia en medio del cual se encuentra –como una isla en un océano– nuestra limitada razón. Por eso Dios podría estar «fuera» de nuestra isla de conocimiento, aunque nunca podremos ser capaces de saberlo a ciencia cierta. En ningún momento se percibe en Kant, respecto de su concepto de Dios, la presencia de esa dialéctica entre inmanencia y trascendencia que late, implícita y explícitamente, en la obra de todos aquellos pensadores que, como, por ejemplo, Pablo de Tarso, Ireneo, Orígenes, Agustín, Anselmo, Tomás, Buenaventura, Nicolás de Cusa, Schleiermacher, Rahner, Tillich o Pannenberg, también se enfrentaron con la cuestión filosófica y teológica de Dios. No habla nunca Kant de una 69

diferencia cualitativamente absoluta entre Dios y su criatura, al tiempo que sostenga –en justa y equilibrada reciprocidad– la máxima proximidad e intimidad que se pueda pensar. No hay tensión en su concepto de Dios. Se percibe, por el contrario, una clara tendencia reificadora (es decir, «cosista») en su concepto, que tiene consecuencias letales para la realidad hacia la que apunta.

d) La inversión de las pruebas de la «existencia» de Dios: teofanías especulativas ¿Tiene sentido querer probar la existencia de Dios? ¿Cómo interpretar las formulaciones de las pruebas tradicionales, si tales pruebas no pueden probar nada? Kant acierta al criticar las pretensiones de validez apodíctica de las pruebas. También acierta al criticar las pretensiones de validez apodíctica de los impugnadores de tales pruebas. Sin embargo, me parece que no interpreta adecuadamente el supuesto fracaso teórico de la razón. A mi modo de ver, no hay tal fracaso. O, mejor dicho, sólo lo hay desde un punto de vista; pero ese punto de vista no es ni el único ni el mejor. Podríamos dar a ese punto de vista el nombre de «pelagianismo especulativo». Si se interpretan las pruebas de la existencia de Dios como el esfuerzo de la razón por alcanzar con sus ideas y reflexiones el santuario de la divinidad, que, como ha mostrado Kant, es inalcanzable, por no darse en el ámbito de la experiencia, entonces hay que reconocer que, efectivamente, la razón fracasaría, como Ícaro, al intentar acercarse al sol. Pero ¿y si, frente a esta interpretación prometeica de la razón, frente a esta concepción ascensional de los argumentos especulativos, fuese posible concebir el movimiento justamente contrario? ¿Y si, en lugar de esfuerzo y conquista, tenemos en ellos donación gratuita de una realidad absolutamente indebida e inalcanzable? Que el hombre pueda concebir el concepto del Ser por antonomasia, es decir, que pueda albergar en sí algo que lo sobrepasa infinitamente, no es sino tener conciencia de que, como hemos visto, podemos pensar lo impensable. Lo pensado en tal concepto de Dios es impensable, porque en nuestro pensamiento se nos muestra siempre más allá de toda nuestra configuración ideal, por menos inadecuada que esta sea. Este es, a mi modo de ver, el verdadero centro del asunto y lo verdaderamente asombroso. Tenemos en nosotros la idea de Dios, y esa idea de Dios, si la miramos adecuadamente, nos habla de alguien cuyo ser no podemos pensar nunca de modo adecuado cuando, al mismo tiempo, no podemos no pensarla, de tan patente como es su manifestación teórica. Si escarbamos en nuestro yo, ahí emerge la cuestión de la inmortalidad. Si preguntamos al mundo por su origen, ahí aparece la cuestión de la libertad o la necesidad. ¿Y si nos preguntamos por Dios? Ahí tenemos la impensable conjunción de una transpersonalidad no mortal, libre y absoluta. Que dicha manifestación implique aporías para el pensamiento no debería ser interpretado como algo negativo de la idea, sino, justo al revés, como signo eminente de que, en la medida de sus posibilidades, habla de forma adecuada acerca de quien, en 70

razón de su misma divinidad, sobrepasa infinitamente las posibilidades teóricas de la razón humana. Cuando nuestra razón se refiere de forma adecuada a quien está más allá de ella, y lo hace de una forma cabal, entonces es lógico que deba tensar sus formulaciones y contorsionar sus músculos para poder vehicular con sentido su potencia semántica más allá de lo que es común en el lenguaje ordinario. Cuando Kant lleva a cabo la crítica de toda teología fundada en principios especulativos de la razón, afirma: «es completamente imposible salir de un concepto partiendo de él solo» (A639/B667). A no ser que la naturaleza de ese concepto –cabría añadir– sea hasta tal punto inverosímil, inexperimentable e impensable que la verdadera cuestión no esté en cómo salimos del concepto, sino en cómo ha llegado tal concepto hasta nosotros. Si interpretamos la naturaleza de los conceptos metafísicos de la teología, no como «conceptos», sino como «símbolos conceptuales», entonces invertiremos la dinámica de pensamiento en la que los sitúa y los interpreta Kant para hacer que capten su verdadera onda significativa. En el hecho de que estos conceptos no puedan proporcionar conocimiento empírico está, justamente, la prueba de que son conceptos adecuados a aquello que traen consigo. No nos hablan de algo mundano, sino de algo ultracreatural. Preguntarse por la realidad «extra-mental» de tales conceptos y, en definitiva, «extra-mundana» –como si se tratase de algo yuxtapuesto– es aplicarles una concepción supranaturalista de Dios. Es desde esta inadecuada concepción desde la que se los considera vacíos en su incapacidad de señalar un «referente externo». Kant será ciego al adviento de Dios en los conceptos especulativos. Solo oirá su voz en el adviento acontecido en la conciencia moral. Sin embargo, ambos advientos no son sino uno y el mismo. La contraposición entre el carácter ideal o real, lógico u ontológico de la formulación de las pruebas de la existencia de Dios –y, sobre todo, del argumento ontológico–, en la que siempre se enredan tanto los partidarios como los adversarios de tales argumentos, es absolutamente secundaria respecto del verdadero asunto en cuestión. El problema de verdad, el verdadero talón de Aquiles del argumento –debilidad en la que coinciden tanto unos como otros– es, según creo, como ya he indicado, la cuestión de la «realidad extramental». Aquí reside el punto clave. Por «realidad extra-mental» se entiende la «existencia» de la «cosa» fuera del concepto. Los partidarios del argumento ontológico sostienen que la necesidad de la realidad extra-mental efectiva de Dios está incluida en la misma formulación de su verdadero concepto. Sus detractores consideran que, formulado el concepto, todavía no se ha dicho nada de su efectiva existencia más allá de él. ¿Qué se quiere decir exactamente cuando se afirma que al concepto de ens realissimum debería corresponderle en la realidad la «existencia» de dicho Ser? Los partidarios del argumento aciertan al detectar la presencia de Dios en la mera formulación del concepto. Se equivocan al creer que para asegurar la veracidad de tal presencia es preciso considerar necesaria su «existencia extra-mental» o «extra-conceptual» sin enfatizar adecuadamente su carácter ultracreatural. Los adversarios del argumento aciertan al criticar como ilegítimo, en la mera formulación ideal del concepto, el tránsito automático del concepto lógico a la realidad ontológica. Pero yerran al considerar la

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existencia del concepto, su puro ser conceptual, como ficción, imaginación o creación propia del sujeto limitado. El argumento ontológico no es una prueba de la existencia de Dios, porque nada puede probar a Dios. Pero ¿y si lo considerásemos como una manifestación de su presencia en la dimensión especulativa de la razón? ¿Y si pudiésemos interpretarlo como una verdadera teofanía de la razón pura? Yo creo que, de hecho, así es. Creo que quien percibe el carácter necesario del ser de Dios, dándose simultáneamente con la formulación de un concepto adecuado de Él, asiste en el fondo a una de las más bonitas teofanías especulativas en las que la presencia eterna de Dios se le ofrece al hombre como presencia misteriosa del verdadero y absoluto Infinito. De hecho, si uno lo piensa detenidamente, verá con facilidad que términos como «existencia» u «objeto» son de todo punto inadecuados y hasta incompatibles con Aquel al que se llama «Dios». Por eso, el argumento ontológico no es interpretado adecuadamente cuando es pensado como un argumento. Lo es, por el contrario, cuando se le comprende como una visitación de Dios a la razón especulativa. Los ideales de la razón, que Kant únicamente considera ideales regulativos, son como las imágenes de la naturaleza que se asoman a nuestra ventana a través de los cristales. Para el insecto azorado que se golpea una y otra vez contra ellos –eso hace Kant en la Crítica de la razón pura cuando, una y otra vez, choca con los paralogismos, las antinomias y los usos inadecuados de las ideas de la razón pura–, el paisaje exterior se le puede antojar ilusión trascendental, desvarío dialéctico, espejismo de la razón, de tan impenetrable como experimenta la dureza del cristal. Así nos pasa a nosotros con los límites de la razón. Tan fuertemente depende nuestro conocimiento de su anclaje en la arena de la experiencia que, cuando se nos manifiesta una realidad que se encuentra más allá de ella, nuestra razón crítica puede juzgar que esa realidad trans-empírica no puede ser sino ilusión, ya que somos incapaces, por nosotros mismos, de ir más allá de la experiencia, o sea, de abrir el cristal de la ventana y campar a nuestras anchas por ese mundo que nos visita a través de la mediación translúcida del impenetrable cristal. Todo cambia si, por el contrario, invertimos la orientación del impulso de Kant. Si consideramos los ideales de la razón como teofanías, como visitaciones, como manifestaciones que, como el paisaje por la ventana, no son proyecciones nuestras, sino apariciones manifestativas cuyo entero disfrute solo será posible allende las condiciones de la existencia –cuando el cristal se abra–, entonces los ideales de la razón, la necesidad absoluta del ser necesario, se muestran como un extraordinario tragaluz al mundo del Infinito absoluto. Lo genial de Kant es que identifica perfectamente su presencia. Pero su análisis no le permite situarse adecuadamente ante el advenimiento de tal presencia en el ámbito teórico de la razón. Solo acertará a situarse de forma distinta con la razón práctica. Pero no en su dimensión teórica. ¡Como si no fuera propio de la razón teórica poder contemplar, intuir, pensar, imaginar y desear lo que, aun sobrepasando sus límites de capacidad, se le manifiesta como su auténtica plenitud!

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No hay necesidad alguna de pruebas teóricas de la existencia de Dios. Sobre todo, una vez que se ha caído en la cuenta de la contradicción en los términos que implica vincular conceptos como «existencia» y «Dios» en una misma expresión. Ha de bastarnos la paradójica existencia de la idea de Dios presente en su concepto si realmente la vemos como lo que, según creo, verdaderamente es: una teofanía especulativa. La presencia teofánica de Dios en su idea a través del concepto que la expresa solo es posible en nosotros porque existe una afinidad profunda entre el Infinito Absoluto que es Dios y nuestra propia condición creada. Creo que es nuestra condición de criatura, creada a imagen y semejanza de Dios, como ya señaló Anselmo, la clave que permite reorientar en una mejor dirección la interpretación del pensamiento de Kant. Mejor que guiarse por el «pelagianismo especulativo» del profesor de Königsberg parece ser abrirse a la lógica de la propia donación gratuita que solo el Infinito Absoluto puede comunicar en su máxima e impensable plenitud. Dios puede ser pensado, pues, como aquella realidad nouménica de la cual, efectivamente, no podemos tener ninguna intuición empírica –nadie ha visto a Dios–, pero sí la podemos pensar en cuanto causa originaria y trascendente de su fenómeno, es decir, de su teofanía conceptual. Dios no es su concepto, pero su concepto sí es su fenómeno. Fenómeno especulativo, pero fenómeno al fin y al cabo. Su modo de presencia, a través de su concepto, es la forma según la cual lo «en sí» de Dios resulta «visible» a nuestro entendimiento y a nuestra sensibilidad. Del mismo modo que carecemos de intuición de la «cosa en sí» de cualquier realidad objetiva por el simple hecho de que solo conocemos fenómenos y, sin embargo, sabemos de la «cosa en sí», habida cuenta de la noticia que de ella tenemos –precisamente a través su modo de aparecer en el fenómeno–, de la misma manera podemos afirmar que podemos saber del «en sí» de Dios, siempre misterioso e ignoto en su propia realidad abismal, si reconocemos la dialéctica de su concepto como «fenómeno» de su divino aparecer. No hay intuición sensible. Correcto: de ahí partía Anselmo. No hay aplicación de categorías posible. Correcto: Kant lo dijo bien. Pero el concepto y la idea de Dios existen en medio de todos los otros fenómenos que remiten a cosas en sí intramundanas. La dialéctica inherente a su modo de aparecer conceptual es la inequívoca señal de que su carácter remitente trasciende el ámbito de la existencia ordinaria –donde, por más ignotas que sean, se sitúa siempre el «en sí» de las cosas del mundo– para adentrarnos en un modo de ser inimaginable, por cuanto sobrepasa todos los límites de la razón. Dicho en pocas palabras: Dios es ultracreatural, pero sabemos de Él gracias a su teofanía especulativa. Tomaos un descanso, que lo tenéis bien merecido.

1. No veáis en esto una mera repetición de la doctrina del obispo Georges Berkeley, según la cual «ser es ser percibido», de modo que el ser propio de las cosas dependería, en último término, del proceso de percepción de quien las intuye. Kant, con la distinción entre cosas y fenómenos, introduce una importante diferencia al respecto. Cf. KrV, A 27/B 43: «No podemos considerar las especiales condiciones de la sensibilidad como condiciones de posibilidad de las cosas, sino solo de sus fenómenos. Por ello podemos decir que el espacio

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abarca todas las cosas que se nos pueden manifestar exteriormente, pero no todas las cosas en sí mismas, sean intuidas o no, y sea quien sea el que las intuya». Para Kant, a diferencia de Berkeley, lo que dependería del proceso de percepción no serían las cosas, sino los fenómenos, es decir, las manifestaciones de las cosas y su configuración. Pero no os preocupéis por estos detalles. Me importa que os fijéis en la argumentación principal. 2. Habría que pensar si la brillante solidez de esta argumentación de Kant no cae por tierra ante este texto de Ortega: «La relación de nuestra mente con las cosas consiste en pensarlas, en formarse ideas de ellas. En rigor, no poseemos de lo real sino las ideas que de él hayamos logrado formarnos. Son como el belvedere desde el cual vemos el mundo. Decía muy bien Goethe que cada nuevo concepto es como un nuevo órgano que surgiese en nosotros. Con las ideas, pues, vemos las cosas, y en la actitud natural de la mente no nos damos cuenta de aquellas, lo mismo que el ojo al mirar no se ve a sí mismo. Dicho de otro modo, pensar es el afán de captar mediante ideas la realidad; el movimiento espontáneo de la mente va de los conceptos al mundo. Pero es el caso que entre la idea y la cosa hay siempre una absoluta distancia. Lo real rebosa siempre del concepto que intenta contenerlo. El objeto es siempre más y de otra manera que lo pensado en su idea. Queda esta siempre como un mísero esquema, como un andamiaje con que intentamos llegar a la realidad. Sin embargo, la tendencia natural nos lleva a creer que la realidad es lo que pensamos de ella; por tanto, a confundirla con la idea, tomando esta de buena fe por la cosa misma. En suma, nuestro prurito vital de realismo nos hace caer en una ingenua idealización de lo real. Esta es la propensión nativa, “humana”» (J. Ortega y Gasset, «La deshumanización del arte», en Obras selectas, Espasa-Calpe, Madrid 2000, 436). El subrayado es mío y pretende enfatizar que, si es cierto, como sostiene Ortega, que «lo real rebosa siempre del concepto que intenta contenerlo» y que, en consecuencia, «el objeto es siempre más y de otra manera que lo pensado en su idea», entonces no parece tan clara la identidad absoluta que Kant sostiene que se da entre el ser posible y el ser real, como si la existencia efectiva de la cosa no añadiese nada al mero concepto. Para Ortega, por el contrario, «el objeto es siempre más y de otra manera que lo pensado en su idea». Cien táleros reales serían, pues, «más y de otra manera que lo pensado en su idea». Se podría argumentar, en sentido contrario, que, para Ortega, la «idea» y el «objeto» reproducen aquí la relación que para Kant se da entre el «fenómeno» y la «cosa en sí». Y que, por tanto, no habría oposición última entre el planteamiento de ambos, ya que Kant trabajaría con «conceptos» y con «objetos», dando por sentado que la cosa en sí «es siempre más y de otra manera que lo pensado» en su objeto conceptual. La cuestión estaría, pues, en que Kant dudará de que pueda saberse algo –si existe o si no existe– de ese «objeto conceptual» si su existencia no viene avalada por un juicio sintético posterior. Ahora bien, la eventual existencia de ese objeto conceptual nos adentra en el terreno, no solo de los fenómenos, sino también en el de las cosas en sí. No en el de su conocimiento –no podemos ir más allá de los fenómenos–, pero sí en el de su existencia –si hay fenómeno, es porque la cosa en sí se da, está puesta, existe en la experiencia–. Y aquí parece acertado atender a la advertencia de Ortega, que insiste en la sobreabundancia ontológica de la realidad efectivamente existente respecto de su siempre esquemática concepción ideal, frente a la absoluta identidad que Kant considera que ha de darse en la exacta correspondencia entre ser posible y ser real. Esta es una cuestión que dejo simplemente anotada sin poder, ahora, profundizar más en ella. Os vuelvo a repetir que me interesa que sigáis la argumentación principal, no mis consideraciones secundarias. Como veis, no estoy totalmente curado del academicismo universitario del que al inicio abjuré. ¡Qué le vamos a hacer! 3. I. KANT , Lecciones sobre la filosofía de la religión, Akal, Tres Cantos, Madrid 2000, 78. 4. Cf. KrV, A 601/B 629: «Así pues, sea cual sea el contenido de un concepto, tanto en su cualidad como en su extensión, nos vemos obligados a salir de él si queremos atribuir existencia a su objeto». 5. Conviene añadir que, por lo que aquí respecta, el término «dialéctico» no ha de ser entendido en sentido kantiano –como aquel uso de la lógica que juega con la apariencia, la falsedad y el error, provocando siempre la ilusión trascendental al extender infundadamente las ideas de la razón–, sino en aquella sana y legítima acepción relacionada con la dinámica semántica de los símbolos. Y especialmente de los símbolos religiosos, tan bien estudiada, entre otros, por Paul Tillich.

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CAPÍTULO 4:

Buscar a Dios en todas las cosas. La razón teológica y la presencia de Dios

Queridos Anxo, Sofía y Mario: ¿Dónde está Dios? Reconozcámoslo una vez más con Anselmo, el necio y Kant: Dios no parece estar por ningún sitio. Ignacio de Loyola nos invita, sin embargo, a «buscar y hallar a Dios en todas las cosas». ¿Qué locura es esta? ¿Cómo podremos hacer tal cosa? Vamos a intentarlo, si es que todavía os quedan fuerzas para seguir avanzando.

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1. De nuevo la cuestión de Dios La teología es el intento de hablar bien de Dios. Paul Tillich la definió como el discurso metódico sobre los contenidos de la fe cristiana. Acercarse con seriedad y realismo a la fe cristiana y a sus contenidos implica hacerse cargo de un problema mayor que, aquí – como venimos haciendo–, vamos a tratar en exclusiva, renunciando, por tanto, a otras cuestiones igualmente interesantes, mas no propias de este ya largo ensayo. Me centraré, pues, en la condición de posibilidad primera y última de la fe cristiana: en la cuestión de Dios. Fijaos bien: si no hay Dios, la fe cristiana no es más que un espejismo; no es más que la vacía y desesperada divinización de un judío ejecutado; no es más que una vana proyección de un deseo de vida transmortal absolutamente irrealizable. Por el contrario, si hay Dios, todo cambia. Si hay Dios, tiene sentido vivir con la lógica del mundo invertida. Tienen sentido las bienaventuranzas; tiene sentido la dialéctica paulina, que experimenta la verdadera fuerza en la máxima debilidad y concibe la verdadera sabiduría como locura aparente. Si hay Dios, la fe cristiana no es espejismo, sino anuncio, anticipo, camino que nos lleva hacia una plenitud inimaginable que esperamos compartir con todo cuanto hay en el cielo y en la tierra. Sin olvidar que, en esa plenitud, los últimos de este mundo serán necesariamente los primeros. Centrémonos, pues, en la cuestión de Dios para intentar decir algo con sentido que no sea del todo inadecuado.

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2. Trascendencia e intranscendencia Hay que reconocer que no es fácil hablar de Dios. Por lo que más adelante diré y por lo que hemos visto ya, se verá que, tal vez, no haya nada más difícil. El error fundamental que, a mi juicio, cometen todas las encuestas sociológicas que preguntan a gente anónima por su creencia o increencia en Dios es, precisamente, suponer que la palabra «Dios», proferida así, de cualquier manera, en cualquier circunstancia, incrustada en una pregunta al lado de otras, puede remitir automáticamente a aquello que realmente significa. Cuando se habla de cualquier manera de la divinidad, la cuestión de Dios se vuelve, literalmente, «intrascendente». Privada de la trascendencia que necesariamente le pertenece, la cuestión de Dios se vuelve banal. Y nada hay más letal en cuestiones teológicas –y vitales en general– que la banalidad. Podríamos emplear aquí aquella feliz cualificación con la que Tillich nombró la caída del pensamiento teológico en la ontoteología para indicar, con toda precisión, el peligro de la banalidad intrascendente. Tillich habló, con acierto, de la «blasfemia involuntaria», esto es: proferir el nombre de Dios sin advertir su dinamismo simbólico, es decir, sin saber que estamos ante un nombre santo que nombra al Innombrable y, por lo tanto, lo que nunca se puede enjaular en las redes de los conceptos ordinarios. Utilizar el nombre de Dios en vano significa, en consecuencia, manipularlo sin las debidas consideraciones y, por tanto, maltratarlo. Y esto no es algo inocuo. Maltratar las palabras trae consecuencias, porque las palabras son las puertas de la realidad. Y cuando se trata mal una palabra, se maltrata un acceso a lo real, se cierra una puerta al mundo. En el caso que nos ocupa, lo que se cierra es la puerta que trasciende absolutamente todo aquello que llamamos «mundo». La consecuencia de esto es que nuestra concepción de la realidad queda cada vez más mermada y achatada. Efectivamente, cuando un nombre sufre maltrato, se vuelve mudo. Se pone de espaldas y deja de vehicular a través de él su significado. La dimensión de la realidad que antes brotaba en su interna cavidad permanece ahora clausurada, cerrada e inaccesible, como esas puertas selladas por la policía o la autoridad judicial. Cuando esa palabra obstruida –como es el caso de la palabra «Dios»– no se refiere a una dimensión particular del mundo, sino a la condición de posibilidad absoluta del mundo mismo, entonces, lo que queda clausurado en sí, incluso con el maltrato de la blasfemia involuntaria, es la totalidad de lo que existe. Una totalidad que, a partir de ese momento, deja de ser tal, para fragmentarse infinitamente en parcelas de lo real que reclaman para sí la atención completa de un ser humano ya inexorablemente disperso en la banalidad intrascendente de un mundo incapaz de preguntarse por sí mismo y, por tanto, incapacitado para ir más allá de sí. La cuestión de Dios precisa, pues, de unas especiales condiciones para poder ser proferida con sentido y afrontada en su verdadera naturaleza. Por eso hace falta deshacer antes algunos malentendidos que nos permitan no resbalar en la superficialidad de lo banal ni darnos de morros contra un acceso imposible de franquear. 77

3. Presencia y ausencia Al comienzo de la obra de Anselmo que ya conocéis –inicialmente titulada Fides quaerens intellectum, mas luego rebautizada como Proslogion–, el monje de Canterbury se dirige a Dios diciéndole: «Y ahora, pues, Tú, Señor Dios mío, enseña a mi corazón dónde y de qué manera buscarte, dónde y de qué manera encontrarte. Señor, si no estás aquí, ¿dónde te busco ausente? Si, en cambio, estás en todas partes, ¿por qué no te veo presente?» 1. ¿Dónde buscar a quien no está? ¿Cómo buscar al ausente? ¿Dónde ver a quien está en todos los lugares y, en cambio, no parece estar en ninguna parte? ¿Cómo ver a quien, estando, no está? Este movimiento dialéctico, que va de la presencia a la ausencia y de la ausencia a la presencia, es absolutamente fundamental si queremos situarnos de manera adecuada ante la cuestión de Dios. ¿Sabéis por qué? Pues porque Dios no es una cosa de este mundo. Y, al mismo tiempo, no hay cosa de este mundo dejada de la mano de Dios. En la historia reciente del pensamiento filosófico y teológico se insistió extraordinariamente en la trascendencia de Dios. Y, como digo, con toda razón. Pero si esa acentuación de la trascendencia no está dialécticamente equilibrada con una igual acentuación de su inmanencia, deformamos la imagen de Dios. Luego aludiremos, en efecto, a la deformación de la inmanencia de Dios que deriva en identidad absoluta, que tan de moda parece estar en nuestro tiempo. Pero ahora intentemos, tan solo por un instante, superar esa concepción de la trascendencia que aleja a Dios del mundo. Os invito a intentar percibir la presencia de Dios en el trasfondo de lo finito. ¿Cómo? Así: si pudiésemos percibir en la mera existencia de las cosas esa belleza y esa bondad que propiamente experimenta quien se deja seducir por la contemplación desinteresada de la naturaleza, entonces nos sería igualmente posible percibir, también ahí, el distante rumor de una voz que –sin ser distante, sin ser rumor y sin ser voz– nos habla calladamente de un bien y una plenitud que, en lo que vemos, solo llegamos a vislumbrar. Y, sin embargo, quien lo experimenta activamente puede asegurar que lo experimenta realmente en todo su hondo y auténtico dinamismo. Tal vez la dificultad más grande para percibir esa ausente presencia de Dios –que hace ser a todo cuanto es– no esté –o no esté solo, como parece siempre suponerse– en un posible alejamiento de Dios, o en su tan comentado «silencio», o en su tan famoso «eclipse». Tal vez la dificultad más grande sea, por el contrario, su presencia masiva, su evidencia rendida, su discurso continuo, su brillantez rutilante. No vemos a Dios por exceso de luz. No percibimos su presencia por falta de distancia. Hace falta atender bien a esta dialéctica de la presencia en la ausencia y de la ausencia en la presencia para comprender esto. Habitar durante años al pie de una cascada implica que, con el paso del tiempo, uno deja de oírla. Lo mismo sucede en Corrubedo –tierra de vuestro abuelo paterno– con el mar. Se hace tan natural el azote de las olas agitadas por el viento que, cuando uno vive allí, puede dejar de advertir su continuo e ininterrumpido murmullo.

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Esto es lo que, tal vez y en cierto modo, acontece con la presencia y la ausencia de Dios. Es tan expansiva su atmosférica presencia en la realidad expresa –de hecho, es el fundamento del ser mismo de toda la realidad creada y su continua presencia transformadora en ella– que nos cuesta percibirla como tal, porque no tenemos distancia suficiente para captarla. Habitamos desde siempre en ella, y por eso, siendo la realidad primerísima, en cuanto que coincide con la donación del ser a todo cuanto es, se nos muestra invisiblemente como lo más patente, diáfano y presente; y sin embargo –o, mejor dicho, justamente por eso–, nos resulta endiabladamente difícil reconocerla en su ser de puro don, de desinteresada gratuidad, de signo de su amor incondicional, debido a que, precisamente, inunda por dentro y por fuera toda nuestra realidad más próxima, inmediata y cotidiana. Una vez escuché de un niño, entre extrañado y quejoso –¿recuerdas Anxo?– que él nunca había visto cómo gira la tierra. Y es cierto. Tenía razón. No podemos percibir el giro del globo terráqueo porque nos falta distancia para verlo desde fuera. Giramos con la tierra, y por eso no captamos directa e inmediatamente aquello en lo que estamos. Esto es lo que nos sucede, en cierto sentido, con la presencia incircunscrita de Dios: en sí misma –como el sonido de la cascada, o el murmullo del mar, o el movimiento del planeta–, es la realidad primera y más inmediata en la que estamos, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,28). De modo paradójico, por su absoluta proximidad –y porque, estando más cerca que nada, no es una cosa entre otras, sino la absoluta condición de posibilidad de todo ser y el amor continuo que transforma todo cuanto es– es la menos conocida y la más difícil de conocer. Notad que esta absoluta e inmediata proximidad, esta presencia masiva que descubre una mirada mística, no es sino el contrapolo necesario de la absoluta trascendencia de Dios, debido a lo que, evocando a Juan Calvino y Søren Kierkegaard, la teología diastática del siglo pasado –principalmente en la figura de Karl Barth– llamó «la diferencia cualitativa absoluta entre el Creador y la criatura». Justo por ser Dios el totalmente otro, es también lo más cercano que pensar se pueda. Y, sobre todo, su absoluta trascendencia no implica alejamiento, sino un modo inédito de presencia íntima. Conviene insistir en esta última afirmación. El reconocimiento expreso de su presencia masiva no es una disminución de la afirmación antedicha: «Dios no es una cosa de este mundo». Es, justamente, su más firme ratificación. Justo por no ser una cosa de este mundo, su presencia puede ser total sin ser de ningún modo categorial. La evidencia innegable de su ausencia categorial reafirma que su forma de presencia es siempre trascendente. Pero esta trascendencia no tiene por qué ser pensada únicamente en términos de alejamiento, distancia, silencio o eclipse. Es más, lo adecuado es, a mi modo de ver, lo contrario. Con todo, intentemos concretar un poco más esta abstracta reflexión para poder percibir con más claridad sus hondas implicaciones.

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4. Presencia y ausencia en el espacio En el fragmento de Anselmo que antes cité, traduje con una paráfrasis una palabra latina que también en castellano se puede utilizar como cultismo. Decía Anselmo: «Señor, si no estás aquí, ¿dónde te busco ausente? Si, sin embargo, eres ubicuo [si autem ubique es], por qué no te veo presente?». Antes dije: «si, sin embargo, estás en todas partes...». El significado es claramente el mismo, pero el término «ubicuidad» va a sernos ahora muy útil, si bien, comprendido y utilizado de una manera bien distinta de como en este fragmento lo utiliza Anselmo. Cuando de una manera intuitiva comprendemos la relación que tienen los cuerpos con el espacio, todos compartiremos que, efectivamente, donde está una cosa no puede estar otra; es decir, donde se sienta una persona no puede sentarse otra; y donde aparca un coche no puede aparcar otro. De una manera espontánea, pues, podemos convenir en que todas las cosas –nosotros incluidos– ocupamos el espacio de una manera fragmentaria, circunscrita y excluyente. Fragmentaria, porque nunca ocupamos todo, sino tan solo una parte. Circunscrita, porque nuestra ocupación no es difusa, sino que coincide con nuestra determinada hechura. Excluyente, porque, como dije, en el espacio donde estamos nosotros no puede estar ninguna otra realidad. Pensemos, en cambio, en todas esas ocasiones en las que nuestro deseo y nuestra imaginación nos llevan a anhelar poder estar en dos sitios al mismo tiempo. O en tres o en cuatro. Los límites de nuestra relación con el espacio lo impiden, sin duda, pero ello no impide que tengamos palabras para nombrar tan codiciada posibilidad. De hecho, hablamos de la bilocación, de la trilocación, etc. Es decir, hablamos de modos de presencia fragmentaria, circunscrita y excluyente que, sin embargo, se pueden multiplicar sin límite en razón de la sucesión de los números naturales. Es bien sabido que dicha sucesión no tiene fin. No tenemos más que elevar a -n potencia tal enumeración para alcanzar un concepto extraordinariamente sugestivo. Ese concepto es, precisamente, el de «ubicuidad». Una persona o una cosa ubicua es una persona o cosa presente, no aquí o allí, sino, aquí, allí, allá y más allá. En fin, en todas partes. Afinemos algo más la comprensión estricta de este sugestivo concepto. Algo ubicuo es algo que está en todos los sitios, pero extendiendo horizontalmente su forma de presencia fragmentaria, circunscrita y excluyente. Como ocupa todos los lugares, esa presencia se vuelve completa, total, única. Fijémonos bien. La ubicuidad implica la reproducción ilimitada de una ocupación espacial que ahoga, inunda e invade completamente todo cuanto lugar se pueda pensar, impidiendo que ninguna otra cosa (o persona) pueda encontrar hueco o fisura espacial. Puesto que está ella, ya no puede haber nada más, ya que su forma de presencia, como estamos viendo, es «ubicua». Esta es la razón de que sostenga que el concepto de ubicuidad no es adecuado para hablar de la presencia de Dios. Si Dios fuera ubicuo, no habría creación, no habría mundo, no habría ni espacio ni tiempo. Su presencia lo inundaría todo sin posibilidad alguna para cualquier tipo de alteridad no divina. Cualquier cosa que pensemos «ubicua» en el 80

mundo disputaría el espacio completo de la creación a cualquier otra realidad posible, hasta el punto de hacerla completamente imposible. Y todo, porque la ocupación del espacio de todas las cosas de este mundo es, precisamente, fragmentaria, circunscrita y excluyente. ¿Recordáis la reduplicación sin límite del Agente Smith en la tercera parte de The Matrix? Como se percibe con facilidad, el concepto de ubicuidad resulta de la elongación sin fin de una forma de presencia propia de las realidades objetivas. ¿Recordáis nuestro camino errado con Anselmo cuando buscábamos aquel «aliquid» mayor que el cual nada podía ser pensado? Mirad ahora que, puesto que Dios no es una cosa más de este mundo, de ninguna forma se puede predicar de él la ubicuidad. Más propio y adecuado parece, empero, hablar de la «omnipresencia» de Dios. La omnipresencia no es resultado de extender la forma de presencia fragmentaria, circunscrita y excluyente de modo infinito e indeterminado. No se sitúa en la horizontalidad del espacio de las criaturas. No disputa el lugar en el ámbito de los huecos disponibles para tratar de ocuparlos todos y no dejar ningún vacío. La afirmación de la omnipresencia de Dios significa que no hay espacio privado de la presencia de Dios, justamente porque su forma de presencia no es ni fragmentaria ni circunscrita ni excluyente. Se trata de una singularísima forma de presencia que se da en el ámbito propio de la criatura, pero de una manera no categorial, es decir, no concurrente con la ocupación habitual que las cosas creadas hacen del espacio. Por eso hablamos, creo que con razón, de «presencia trascendente», sin que ello tenga necesariamente que connotar alejamiento, silencio o eclipse. Al contrario, justo por ser trascendente, es decir, por no reproducir el modo objetivo de presencia, puede darse real y plenamente en todo el espacio posible, sin que por ello ningún lugar ni ningún sitio puedan reclamar para sí la posesión particular y exclusiva de tal presencia. Y esto en un modo de presencia realmente íntimo, hondo, medular, hasta el centro mismo de la esencia más propia de todo cuanto es. Esa intimidad absoluta del Creador respecto de todo cuanto espacio podamos pensar viene precisamente propiciada por su absoluta omnipresencia. La ausencia categorial es la condición de posibilidad (y el signo paradójico más elocuente) de la presencia trascendente. Igualmente, la presencia trascendente no es sinónimo de ausencia absoluta, sino de un modo divino de estar realmente presente en el hondón más íntimo de toda presencia categorial. Dios tiene una forma particular de hacerse presente que, en sí misma, no es sino una demanda inexcusable de su propio ser. Dios «está» no estando; lo cual significa que, dada su omnipresencia, no hay ningún espacio privado de su divina majestad.

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5. Presencia y ausencia en el tiempo Tomad aliento y demos un paso más. Lo dicho respecto del espacio es igualmente aplicable al tiempo. Nuestra experiencia intuitiva e inmediata del tiempo es aquella que nos dan los relojes: el movimiento pautado de unas agujas girando en una superficie circular. Ya se ve con claridad la honda vinculación del tiempo con el espacio. Medimos el paso del tiempo en función del espacio, es decir, contando el número de veces que se recorre un fragmento espacial. Así se mide igualmente la velocidad: espacio partido por tiempo. ¿A qué viene todo esto? A que también la presencia de los objetos en el tiempo se caracteriza por su ubicación en una línea compuesta por momentos igualmente fragmentarios, circunscritos y excluyentes. Fragmentarios, porque el tiempo de un objeto es siempre limitado. Circunscritos, porque no abarcan más que aquello que el objeto da de sí. Excluyentes, porque, cuando el objeto está en un tiempo, no puede estar en otro. (Es evidente que hablo siempre del tiempo cronológico y evito aquí mencionar el bergsoniano tiempo como duración. A esto hay que añadir que nuestro tiempo real siempre es un tiempo presente, porque, en rigor, el pasado ya no es, y el futuro aún no es. La ontología particular de un tiempo ido y de un tiempo por venir reclamaría un análisis de las posibilidades y modos de ser del acontecer temporal que, para lo que aquí nos interesa, no es ahora pertinente). Nuestra ocupación limitada del espacio, que nos impedía estar en dos sitios al mismo tiempo (se ve aquí lo cerca que ambas dimensiones están entre sí), también nos impide habitar dos tiempos de forma conjunta. Si estamos ubicados en el presente –y siempre estamos ubicados en el presente–, no estamos ya en el pasado y no podemos estar aún en el futuro. Tampoco podemos habitar dos o tres presentes simultáneos. No tenemos, pues, más que un tiempo, y nuestra relación con él es la misma que tenemos con el espacio. «Aquí» y «ahora», y nada más (respecto del asunto que nos interesa, claro está). Si extendemos horizontalmente el tiempo cronológico, nos encontraremos con que podemos remontar, río arriba, la corriente ininterrumpida del flujo temporal hacia un pasado más cercano o más remoto y que, recíprocamente, podemos anticipar, río abajo, la corriente ininterrumpida del flujo temporal hacia un futuro más o menos lejano. En todo caso, estaremos siempre situados en un momento concreto, fragmentario, circunscrito y excluyente de la secuencialidad temporal. ¿Podremos vivir –vuelvo a preguntar– dos tiempos simultáneos? ¿O tres o cuatro? Ya sabemos la respuesta. Pero también debemos saber que la «eviternidad» es ese concepto forjado por nuestra imaginación y nuestro deseo de poder vivir una existencia temporal sin principio ni fin, cuyo gozo de un tiempo concreto no impida la deleitación de otro tiempo cualquiera, por más lejano (hacia delante o hacia atrás) que tal otro tiempo pueda estar. La «eviternidad» nos posibilitaría, igualmente, poder vivir cuantas vidas posibles imaginemos, ya que

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siempre tendríamos «tiempo» de hacerlas reales. ¿Recordáis a Christopher Lambert en Los inmortales? La «eviternidad» es a la vivencia del tiempo lo que la «ubicuidad» a la ocupación del espacio. La diferencia está en que la ubicuidad implica la ocupación simultánea de todo espacio posible, y la eviternidad la presencia sucesiva en todo tiempo igualmente posible. Dada la cercanía de ambos conceptos, también hace falta tomarle bien la medida al segundo para no resbalar en su superficie. De igual modo que no podemos predicar la ubicuidad respecto de Dios, tampoco podemos decir que Dios sea eviterno, es decir, poseedor de una duración horizontal sin principio ni fin. Si así fuera, Dios no sería el Señor del tiempo, porque Él mismo estaría contenido dentro de la secuencialidad propia del flujo temporal. El señorío de Dios sobre el tiempo se nombra, más adecuadamente, con el término «eternidad», es decir, «omnitemporalidad». Insisto: la eternidad no puede ser confundida con el discurrir ilimitado de una secuencia que va del pasado al futuro pasando necesariamente por un presente siempre huidizo. No es una vida interminable ni una duración ilimitada lo que se predica de Dios. La eternidad es al tiempo lo que la omnipresencia al espacio. El tiempo secuencial de la cronología histórica es la yuxtaposición irreversible de momentos puntuales. El «ahora» es al tiempo lo que el «aquí» al espacio. Dios es eterno, no «eviterno». Boecio, en relación con la eternidad del mundo, afirmó con razón: «algunos, cuando oyen decir que a Platón le pareció que este mundo no tuvo principio en el tiempo ni tendrá un final, deducen que este mundo creado es coeterno con el Creador, lo cual no es correcto. Una cosa es, ciertamente, discurrir por una vida interminable, cosa que Platón atribuyó al mundo, y otra ser la presencia total y simultánea de una vida infinita, cosa que manifiestamente es propia de la mente divina» 2. La eternidad de Dios tiene más que ver, por tanto, con esa «presencia total y simultánea», propia de una vida verdaderamente «infinita», que con el «discurrir por una vida interminable». En eso consiste, propiamente, el señorío de Dios sobre todos los tiempos. No hay, pues, ningún momento del tiempo dejado de la mano de Dios, ni un tiempo más lleno que otro de su presencia. La ausencia categorial de Dios en la secuencialidad del tiempo es la condición de posibilidad última de su máxima proximidad a todo momento como presencia trascendente. De igual modo, su eternidad trascendente no equivale a una ausencia absoluta de Dios respecto del tiempo, o a una exterioridad lejana, sino a un modo de presencia que se acerca al centro mismo de todo acontecimiento temporal con más intimidad de la que el propio tiempo –siempre presente en un flujo continuo– tiene respecto de sí mismo. Una vez más, vemos la polaridad de la presencia y de la ausencia en el adecuado equilibrio que reclama la atención dialéctica a la absoluta trascendencia de Dios, junto con su absoluta inmanencia. Y las dos, de manera paradójica, al mismo tiempo. Solo

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atendiendo a este delicado movimiento podremos pensar adecuadamente sobre los modos de relación que el Creador puede establecer con la realidad creada. El hecho es que la cuestión de la presencia de Dios adquiere, ciertamente, cromatismos nada insignificantes, según que tal presencia se encuadre en uno de los tres esquemas generales que trataré a continuación. Produce cierto consuelo constatar que las consecuencias para la espiritualidad, la vivencia sacramental, la concepción de la acción de Dios, los milagros, la encarnación, etc., son, por lo demás, evidentes, dado que aquí, en los límites de este ya largo ensayo, ni siquiera voy a poder aludir brevemente a ellas. Apuntaré únicamente, de forma muy resumida, algunos aspectos que perfilan las características generales de estos tres grandes esquemas fundamentales.

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6. Modos de presencia: externa, interna, envolvente Un primer esquema general sitúa la presencia propia de Dios en una relación de exterioridad respecto de la creación. Este esquema es extraordinariamente común y se encuentra detrás de muchísimos planteamientos filosóficos y teológicos de corte tradicional. El mundo es concebido como una realidad natural dada a los hombres, y Dios aparecería imaginativamente representado como quien, desde fuera, observa lo que en el mundo acontece. Se acentúa aquí de tal manera la trascendencia de Dios que el implícito fundamental de esta concepción filosófica y teológica es que Dios no está en el mundo, de suerte que su ausencia categorial implica una distancia trascendente nunca superada en el normal discurrir de la causalidad intramundana. Dios no está en el mundo, porque, de estar, está lejos de él. Lo mira y lo atiende desde fuera como aquel niño que mira el recipiente de cristal donde ha puesto su colección de hormigas. Puesto que Dios está fuera del mundo, para que Dios se haga presente, para que la criatura pueda tener contacto con Él, o para que Él se haga presente en la vida interna de la creación, es preciso que Dios mismo interrumpa el normal acontecer de la naturaleza para que su acción sea efectiva en el interior de la creación. También el niño puede, con solo introducir su dedo, jugar a su antojo con las hormigas que tiene bajo su completo señorío. Son múltiples los problemas filosóficos y teológicos que acarrea esta concepción intervencionista de la presencia y de la acción de Dios. No es el último de ellos el hecho de suponer que, como su presencia no es ordinariamente categorial, su modo de hacerse presente en la creación debe tornarse extraordinariamente categorial. Queriendo salvaguardar la trascendencia divina de Dios, esta concepción teológica objetiva, reifica y torna mundana la acción y la presencia divina de Dios. En una palabra: la desdiviniza3. Como digo, el problema fundamental de esta concepción intervencionista de la acción de Dios es su déficit de dialéctica. Afirma acertadamente la trascendencia de Dios, pero lo hace de modo tan parcial, tan poco equilibrado, con tal merma de la imprescindible dialéctica antes nombrada que, necesariamente, resbala sobre los conceptos haciendo de la trascendencia divina una exterioridad alejada de una realidad creada que, en consecuencia, vive huérfana de la presencia próxima de Dios. El segundo esquema acentúa exageradamente el polo contrario. Y hoy está muy de moda. Si en el primero se nos ofrece una relación externa entre Dios y la creación, ahora lo que prima en esta segunda concepción es la clave interna. Dios y el mundo no serían realidades heterogéneas, sino homogéneas. No se encontrarían, como en el primer esquema, el uno frente al otro, en una exterioridad mutua que generaría un dualismo de oposición, sino que, pese a todas las apariencias, Dios y la creación serían uno, en una honda interioridad que produciría una relación no-dual de total identificación.

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Dicho más sencillamente: la pluralidad de todo lo existente no es más que una pluralidad aparente. La esencia última de todo lo real que, precisamente, se encuentra bajo las formas múltiples de la naturaleza e incluso de las personas, es el propio ser del único y auténticamente existente: la absoluta divinidad con absoluta plenitud de ser. La individualidad de las cosas, así como la singularidad de los individuos, no es más que un engaño de nuestros sentidos externos e internos. Si logramos correr el velo de lo real, accederemos a la verdadera visión de la genuina esencia que, tras el espejismo de la multiplicidad, no es sino una única y perfecta unidad. La ola es el mar. Nuestra conciencia individual cree ser singular e intransferible porque está apegada a la ilusión de un ego poderoso del que teme desprenderse. Cuando recibe la iluminación, cuando accede a las dimensiones más recónditas del ser, cuando logra traspasar el umbral del espejismo desorientador, entonces es cuando adquiere la suprema sabiduría. La divinización, la salvación, la verdadera iluminación es sabernos Dios, sabernos uno con la divinidad, sabernos ella misma, porque solo ella misma es la verdadera realidad que verdaderamente existe. Somos botellas de agua que flotan en la superficie de un océano inmenso. Todos creemos que el líquido que portamos en nuestro interior es distinto de todo cuanto conocemos. Estamos presos del yo. Somos esclavos de sus deseos y víctimas de su falso poder. La liberación religiosa consistiría, pues, en romper el cristal que nos engaña para descubrirnos tan agua salada como salada es el agua oceánica que antes nos mecía. Roto el vidrio, ya somos uno con el mar que nos inunda. Ya estamos liberados de nosotros mismos. Ya hemos deshecho la ilusión del yo. Deberemos, por tanto, fundirnos en el mar de la divinidad, en esa lógica del «trans-» que va más allá de todo dualismo de oposición. Solo de este modo alcanzaremos el reino de lo transpersonal, de lo transmundano y de lo transdivino. Solo así transitaremos a una concepción de lo real y de Dios que deje atrás los defectos y limitaciones del teísmo personal que, según esta concepción, resulta irremisiblemente identificado con el esquema de la relación externa expuesto en primer lugar. No a la oposición, no al dualismo. En este segundo esquema se nos anima a transitar hacia este nuevo paradigma superando toda cuanta dualidad nos limite. A esta concepción no-dual hay que reconocerle el acierto de querer acentuar el polo de esa inmanencia tan descuidada por ese teísmo que exterioriza la presencia y la acción de Dios. Es bueno, en principio, afirmar la presencia de Dios en todo e, incluso, aprender a vislumbrar nuestro propio ser enraizado en la eternidad del Misterio Santo. Es acertado subrayar con énfasis que todo cuanto es no tiene otra fuente de ser más que la inimaginable plenitud del ser y del amor de Dios. Y, por tanto, puesto que de Dios procede, es bueno reconocer que hay una genuina y ontológica vinculación de nuestro ser –y del ser de todo cuanto es– con el propio ser de Dios. Y esto es bueno hacerlo, también, atendiendo a dimensiones de la experiencia religiosa (la corporalidad, la sensualidad, la afectividad, etc.) que, tal vez, no siempre son bien integradas en formas de espiritualidad propias de ese teísmo externo del primer esquema. De hecho, esta segunda concepción no-dual se presenta tocando fibras muy sensibles de nuestra condición religiosa y diciendo cosas que, en principio, son verdad. El problema reside en 86

que, como las acentúa de manera tan exagerada, tan parcial, tan poco equilibrada, se presenta como la forma más profunda y desarrollada de comprender la verdadera esencia del cristianismo, cuando, a decir verdad, a mi modo ver, no consiste más que en una recaída moderna y actual en una concepción no dialéctica de pensar el Absoluto de Dios en su relación con lo no divino. Sí, dije bien: con lo no divino. Porque nosotros no somos Dios. En nosotros hay mal. Padecido y cometido. Hay error, ignorancia, enfermedad, tentación, hambre, violación, asesinato, culpa y muerte. Y estas no son realidades aparentes, cuyo ser consistiría en una vaporosa ontología del espejismo. No es así. No se suprimen únicamente suprimiendo el deseo. Son realidades muy reales y muy dramáticas. La salvación, la liberación, no consiste, por tanto, en alcanzar una conciencia integrada en el todo universal, de suerte que desaparezca –por no ser verdaderamente real– nuestra individualidad herida en el magma informe de la divinidad. La salvación es la superación plena y definitiva de todas las formas de mal y de su posibilidad. Por eso, lo que sostiene el cristianismo es la potenciación infinita de todas las realidades creadas en su contacto intracreatural (en la gracia) y transmortal (en la bienaventuranza) con el amor infinito de Dios. Un amor que, propiciando la alteridad de lo creado, no puede ser pensado coherentemente, a mi entender, como disolvente de identidades. Si es Él mismo quien crea la criatura, y esa criatura está dotada por Él mismo de la posibilidad de recibir libre y gratuitamente su amor, ¿qué sentido tendría pensar la salvación de dicha criatura como disolución aniquilante? De igual manera que la trascendencia de Dios no tiene por qué ser pensada como alejamiento de lo creado, de modo similar, la inmanencia de Dios en la creación no debe ser pensada como identidad absoluta. Debemos mantener la tensión entre ambos polos sin caer en los extremos de su acentuación no dialéctica. La tercera forma de pensar la relación entre Dios y la creación y, por lo tanto, su manera de hacerse presente en él, la expondré por medio de un ejemplo. En esta tercera vía se usa la imagen de lo envolvente. Agustín de Hipona nos hablará de una esponja envuelta y penetrada por un inmenso mar. Veámoslo. En el libro VII, 5, 7 de las Confesiones, el teólogo africano dice, hablando de la tierra en relación con Dios, que su imaginación hizo a la tierra creada: «grande, no cuanto era realmente, pues tal cosa no podía saber, sino tan grande como quise, aunque finita. Por el contrario, a ti, Señor, como a quien por todas partes la envolvía y la penetraba, siendo infinito por todas partes, como si hubiera un mar único, ubicuo, inmenso e infinito por todos los sitios y tuviese dentro de sí una esponja grande, bien que finita, que en todas sus partes estuviese llena de ese mar inmenso. Así, plena de ti, infinito, ponía yo tu creación finita». La imagen es muy sugestiva: una esponja limitada envuelta por un océano infinito. Rodeada por él y empapada en él. ¿Tendremos en esta imagen una forma adecuada de pensar la relación entre Dios y la creación? ¿No vemos afirmada en ella la presencia de Dios en lo creado (el océano empapa el interior de la esponja) al mismo tiempo que su forma trascendente de ir más allá de la creación (el océano envuelve y rodea a la esponja)? 87

Es necesario no dejarse engañar por la fuerza sugestiva del ejemplo. A pesar de las apariencias, la esponja no está total y absolutamente penetrada por la presencia de ese océano que la envuelve. Hay presencia del océano en ella justo allí donde lo permite la factura física de la esponja. Es decir, en las cavidades interiores en las que, en rigor, no hay materia de la esponja, ya que, de no estar el océano, estaría el aire si, acaso, la esponja estuviera en tierra seca. Y solo allí. Por otra parte, es claro que el océano que empapa a la esponja no es todo el océano. No es más que una ínfima parte de él. Habría, pues, una pequeñísima parte del mar presente en aquel espacio interior que el cuerpo de la esponja le permite, y habría una infinitud indeterminada de océano que, envolviendo a la esponja, nunca tendría nada que ver con ella. Se ve, por tanto, con claridad que en la imagen citada no hay verdadera presencia inmanente de Dios en lo creado, puesto que ambos se situarían en una misma dimensión de la realidad disputándose, de manera concurrente, la ocupación de un mismo espacio. Donde verdaderamente está el cuerpo físico de la esponja no hay océano. Y, al mismo tiempo, tampoco hay verdadera afirmación de la absoluta trascendencia de Dios respecto de lo creado, ya que la imagen envolvente de su inmensidad no es sino la elongación horizontal de una forma de presencia que, en rigor, intenta ocupar, en la ambiciosa lógica de la ubicuidad, todo cuanto espacio esté disponible4. Ya sabemos que la lógica de la ubicuidad resulta de un concepto de infinito como indeterminación siempre potencialmente creciente. ¿Recordáis a Anselmo? Como ya notamos, es este un infinito muy inadecuado como para ser referido a la realidad de Dios. En consecuencia, podemos decir que ni una concepción externa de la relación entre Dios y la creación, ni una concepción interna, ni una envolvente, al modo de la descrita, son capaces de acertar con la manera idónea de pensar el problema de la presencia y de la ausencia de Dios en el mundo. Los tres esquemas fracasan en su intento por su falta de adecuada dialéctica. Necesitamos con urgencia una concepción dialéctica que atienda a la trascendencia de Dios sin caer en el alejamiento, y a la inmanencia sin caer en la identidad, y al equilibrio entre ambas sin caer en la yuxtaposición. Intentemos, finalmente, por tanto, decir una brevísima palabra sobre ese modo adecuado de pensar la presencia de Dios en la dialéctica precisa con su ausencia categorial. Porque, no lo olvidemos: «a Dios nadie lo ha visto jamás».

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7. El auténtico modo de presencia. Buscar y hallar a Dios en todas las cosas No puedo más que indicar muy sumariamente algunos aspectos, puesto que no os quiero cansar más de lo que ya lo he hecho. Creo que debemos tener en cuenta, por lo menos, estas cuatro cosas. La primera: nos hace falta un nuevo concepto de «infinito» que de ninguna forma sea concebido ni como la elongación indeterminada de una magnitud sin fin, ni como contrapuesto y lindante con el que no es él. El propio Agustín, en el capítulo XIV del libro VII de las Confesiones, afirma con respecto a Dios que, llegado un momento: «vidi te infinitum aliter», es decir, «te vi infinito de otro modo». Esta otra manera es aquella a la que Hegel se refirió acertadamente como el «verdadero infinito». No el infinito de la elongación secuencial, sea espacial o temporal. No el infinito de la ubicuidad o de la eviternidad. No el infinito del mar oceánico que envuelve indeterminada y parcialmente a la creación. No el infinito siempre aumentable del «maius omnibus». Precisamos de ese verdadero infinito que hace de Dios un absoluto no contrapuesto a lo que no es propiamente él, sino, justo al contrario, posibilitando y favoreciendo esa alteridad no divina que –contra toda concepción de identidad no-dual– Él mismo crea y mantiene en el ser. Ese infinito absoluto allende todo concepto no simbólico y allende, incluso, de todo símbolo conceptual. Ese infinito absoluto que el cardenal Nicolás de Cusa pensó más allá de la coincidencia de todos los contrarios, ya que, en cuanto tal, no es opuesto a nada. Ese infinito absoluto carente de nombre, pero poseedor, al tiempo, de todos los nombres. Ese infinito absoluto, luz y fuente de toda luz, amor incondicional y origen de todo amor, verdad plena de todo ser y manantial puro de todo cuanto existe. Ese infinito absoluto que la teología mística de Dionisio invocó en la impronunciable exageración de palabras imposibles. Ese infinito absoluto ante el que Anselmo, luego de haber creído que probó su existencia extramental, afirma que es incluso más grande que aquello más grande que podamos pensar. Ese infinito absoluto del «Deus semper maior». En una palabra: el verdadero infinito creador de una alteridad distinta de sí que se hace presente en nuestro inefable anhelo de la vida eterna. La segunda: la lógica del verdadero infinito, nos muestra que no hay, pues, dos «cosas», dos «elementos» que, después de reconocidos, tendríamos que poner en relación en un segundo momento. «Dios» y «la creación» no enumeran una dualidad que, de manera externa, interna o envolvente, tendríamos que, o bien poner en contacto supranaturalista, o bien identificar de manera absoluta, o bien yuxtaponer como la esponja en el mar. La singularísima relación que une y diferencia a Dios y a lo que no es Dios –a pesar de su divina procedencia originaria– solo puede ser pensada si superamos toda objetivación de Dios. Incluso aquella que, de modo siempre inadvertido, nos sitúa desde fuera, ante Dios y ante el mundo, como si fuera posible ocupar, de manera epistemológica, un lugar neutro, exiliado de esa relación; un lugar tercero y equidistante 89

frente a tal dualidad de elementos. «Dios» y «la creación» estarían ahí delante, ante nosotros; y nosotros, pensadores de su relación, estaríamos aquí, al margen de esa relación, viendo especulativamente a ambos a una distancia mentalmente razonable. Situados así, no tenemos nada que hacer, porque la lógica de las preposiciones nos jugaría siempre la mala pasada de poner a Dios en una relación categorial con lo creado, por más que nos empeñemos en lo contrario. La única manera de superar la lógica preposicional que objetiva inadvertidamente a Dios –y hace falta recordar que, por más excelsa que sea la objetivación, no deja nunca de ser objetivación– es ganar conciencia de que, de modo paradójico, una total y absoluta inobjetivación de Dios es imposible bajo las condiciones de la existencia. Por eso, como dijo Henry Duméry, «cuando se está seguro de que Dios no puede aparecer, no puede ser visto ni tocado, no puede, en definitiva, ofrecerse a los sentidos, entonces es cuando no hay problema en acercarlo a la visibilidad, a la percepción, a las formas concretas de existencia para hacer próxima y cotidiana su presencia. No porque sus formas de presencia sean estas, sino porque sin ellas es difícil expresar la conciencia viva y real de la relación de Dios con el mundo» 5. En rigor, no hay alteridad exterior, ni identidad interior, ni envolvente (pero yuxtapuesta) relación entre el Creador y la criatura. Dios no está ni ante, cabe, con, contra, de, desde, en, etc., relación con lo no divino. Pero sin estas imágenes intramundanas, sin nuestra lógica preposicional, sin este modo categorial de hablar, sin aludir siempre de modo inadecuado a polaridades y acentos, a tensiones y dinámicas, a conceptos y símbolos, no seríamos capaces de decir una sola palabra sobre Dios. Ahora bien, ninguna de estas imágenes nos habla de manera completamente adecuada de su invisible forma de presencia. Deberemos aludir a unas para compensar otras. Comentar estas otras para corregir las primeras. Como la relación de Dios con el mundo es una relación viva y real, todo nos servirá para hacernos eco de ella, puesto que, en rigor, nada hay que para tal propósito nos pueda servir de manera aislada. La tercera: la lógica de la creación. Aquí está, a mi modo de ver, la clave para comprender de modo más adecuado la presencia de Dios en lo creado y, por tanto, igualmente, su ausencia categorial. Dios no es una cosa de este mundo, porque es el Creador de todo cuanto existe. Dios está en el mundo haciendo estar el mundo. Está no estando. Está haciendo ser. Su adecuada forma de presencia resulta siempre mediada por la misma realidad creada. No hay presencia de Dios sin mediación, como no hay luz sin sombra. La dificultad está en que la relación que establece el Creador con su creación no consta de un momento primero en el que, dado el par de elementos sin relación, entrarían en relación en un instante determinado del tiempo. La relación Creador-criatura es constituyente para la creación y, por tanto, no puede pensarse su realidad al margen de la inimaginable e irrepresentable «acción» creadora de Dios. Y, por otra parte, el carácter creador de Dios no lo liga necesaria y obligatoriamente a la existencia de lo no divino. La creación es un fruto gratuito e indebido del amor que Dios mismo es. Es una realidad generada en la libertad absoluta y no condicionada por nada ni por nadie. Ni por una materia previa, ni por otra divinidad adversa, ni por ningún tipo de germen intradivino, ni 90

por ningún tipo de efervescencia de su interna naturaleza (Natur in Gott). La creación no emana de Dios como los rayos lo hacen del sol. La creación no es una divinidad degradada en forma material, como si fuese agua contaminada por vertidos industriales. La creación procede del poder absoluto de Dios, pero no es Dios. Dios la crea sin que haya nada que quede al margen de su poder creador (creatio ex nihilo), puesto que la omnipotencia de su amor no precisa de nada para hacer ser a aquello que de ninguna forma es (creatio ex amore). Como fuente y origen de todo el universo (visible e invisible, conocido y desconocido, humano y eventualmente alienígena), Dios está presente en todo espacio y en todo tiempo manifestando masivamente su amor a todas las figuras creadas, de manera simultánea y coincidente con su continua donación de ser. Estar Dios presente en la creación significa que la creación está siendo y yendo a más. Dios está transformando todo lo que creó con una donación continua de sí mismo –de su amor creador y transfigurador–, que lucha de modo incansable contra todas las formas posibles de mal. Que su modo de «estar» (presente) sea «no estar» (de manera categorial) muestra que la palabra más sonora de todo el universo es la dicha en la propia existencia del universo. El Logos de Dios resuena tras todos los procesos macro- y micro-cósmicos, porque la Palabra de Dios es la lógica interna, fundante, constituyente y consumadora de toda la creación. Esta es la lógica de la creación en Cristo. Lo que sucede es que, como la música de los astros que escucharon los pitagóricos (y que S. Kubrick nos hizo volver a escuchar en 2001: una odisea del espacio), estamos tan acostumbrados a ella –como al sonido de la cascada, al murmullo del mar o al movimiento del planeta– que ya no somos capaces de procesar y descifrar su singular frecuencia sonora, siendo, como es, la partitura cósmica de la armonía universal. La cuarta y última: la lógica de la percepción mística. El cristianismo tiene dentro de sí una potentísima tradición que nos enseña a mirar todo cuanto nos rodea como se miran los ojos de la persona a la que amas: con el movimiento de la connotación. Es así como funcionan los símbolos. Un símbolo es aquella realidad cuyo significado remite siempre a otra cosa distinta de sí y de la que, no obstante, participa. Que todo cuanto existe sea distinguido como un símbolo significa percibir el carácter remitente de lo visible hacia lo invisible. En el próximo y último capítulo os intentaré hacer ver que esto también sucede en el arte verdadero. Pero ahora estamos hablando del mundo en relación con Dios. En efecto, el mundo en el que estamos no solo nos dice cosas de sí mismo, sino que en su aparecer, en su dársenos, también hace presente realidades no visibles directamente en nuestra percepción. Y, de alguna manera, también en el aparecer del mundo puede hacerse presente aquello que ningún modo mundano de presencia puede enjaular. La fenomenología francesa nos está enseñando a ver lo invisible en toda manifestación visible6. Nuestra percepción es siempre mayor que nuestra visión sensorial, puesto que percibimos, en su realidad completa y acabada, cosas que siempre (y solo) se nos manifiestan de modo parcial. En toda visión sensorial vemos únicamente el rostro parcial que la realidad nos ofrece. Pero somos capaces de percibir la cosa total, por más que 91

solamente la veamos desde una determinada perspectiva. Podemos decir que percibimos lo que no vemos de la cosa (lo invisible), puesto que decimos «mesa», «silla», por más que nunca veamos toda la mesa o toda la silla, al carecer de una perspectiva de visión absoluta que elimine toda invisibilidad, siempre concomitante a la esencia de la manifestación. De la mesa solo vemos lo que nos aparece. Sin embargo, percibimos, de manera paradójica, lo que de la mesa no nos aparece. Percibimos lo invisible en toda captación visible. Trascendemos lo directa e inmediatamente dado, hacia la totalidad del fenómeno, en todo acto natural y espontáneo de conocimiento categorial. Poseemos de manera constitutiva la dimensión de la trascendencia. Siempre vamos más allá de todo cuanto se nos muestra. Esto no es únicamente cierto de las figuras particulares que componen el mundo, incluyéndonos a nosotros. También lo es de nosotros mismos y del propio mundo. Esto es lo que, en el fondo, hace posible esta concepción teofánica de la que venimos hablando: la visibilidad de lo invisible en la transparencia de lo real. En la naturaleza, en la historia, en la vida humana. Somos capaces de percibir (sin verlo) aquello que se da en el fondo de todo ser, sin ser Él mismo ningún ser particular. Y podemos percibirlo porque en la esencia de toda manifestación se encuentra la dialéctica de la presencia y la ausencia, de lo visible y lo invisible. De la presencia total y completa de una realidad que, dándose a nuestra percepción (pero no a nuestros sentidos), nunca podemos verla, sentirla, captarla de una manera completamente adecuada, como bien supo Anselmo. Por eso, todo puede convertirse en vehículo adecuado de visibilización del invisible, puesto que todo cuanto es, siendo distinto de Dios, está ontológicamente enraizado en su eterna divinidad, participando, por tanto, por pura gratuidad, de la fuente perfecta de todo ser. La mirada trans-fenoménica que hace de la realidad creada una realidad translúcida es esa mirada mística que nos permite afirmar, con toda nuestra propia tradición y contra toda apariencia: «Dios está presente».

1. SAN ANSELMO, Obras Completas, BAC, Madrid 2008, 360. 2. BOECIO, La consolación de la filosofía V, prosa 6, CCL 94, 101, lin. 28-34. 3. No deja de ser irónico que la concepción apologética del milagro, que tan fuerte quiso ser en la defensa de su carácter sobrenatural frente a todo peligro naturalista, caiga en esta misma concepción intervencionista que naturaliza y desdiviniza la acción y la presencia de Dios. Cf. la crítica del cardenal W. Kasper de esta concepción apologética tan típica del siglo XIX y principios del XX en W. KASPER , Jesús. El Cristo, Salamanca, Sígueme 1994 [original alemán, 1974], 112-113. Mirad, igualmente, la posición crítica del actual Prefecto de la Doctrina de la Fe, G. L. MÜLLER , Dogmática. Teoría y práctica de la teología, Herder, Barcelona 1998, 220: «La “intervención” de Dios en el mundo no puede significar nunca la suspensión de la causalidad creada». 4. En descargo de San Agustín es obligado decir que tal concepción es solo un paso intermedio por el que él pasa en su camino hacia una concepción de Dios mucho mejor. De hecho, después de exponer tal imagen, Agustín mismo la critica con contundencia y la abandona. 5. Lamento confesaros que, como copié hace tiempo el texto a mano en una libreta, sin anotar entonces la referencia, ahora no encuentro la cita exacta por ningún sitio. Creo haber leído este texto en algún escrito de

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Juan Martín Velasco. Pero id vosotros a saber en cuál. Menos mal que, como ya advertí en el prólogo, esto no es un libro académico para filósofos y teólogos de profesión. 6. Cf. J-Y. LACOST E, La phénoménalité de Dieu. Neuf études, Cerf, Paris 2008, esp. 33-54.

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CAPÍTULO 5:

Los artistas como buscadores del Absoluto. La razón estética y la fluidificación de la vida

Queridos Anxo, Sofía y Mario: Me diréis que todo cuanto os acabo de decir sobre Dios, su presencia invisible y su ausencia categorial es demasiado complicado para ser captado de forma sencilla. Estáis equivocados. En sí mismo, es muy sencillo. Lo complicado es nuestra manera de intentar que, al decirlo, no deje de ser sencillo. Reparad en que, desde que estuvimos en compañía de Anselmo hasta ahora mismo, no intentamos más que entrever el rostro de Dios, es decir, la faz invisible de quien habita en una luz inaccesible. Ya veis que no es fácil, pero está muy lejos de ser imposible. Con todo, hay que reconocer que poder decir con sentido: «Dios está presente» –como acabamos de hacer– y vivir permanentemente en la luz de esa presencia, no se consigue fácilmente. Como vosotros aún os estáis iniciando en el arte de aprender a mirar el mundo y a vosotros mismos –aunque, a decir verdad, mientras vivimos aquí, todos somos siempre principiantes en tales cosas–, es necesario ahora relajar un poco el paso, descansar unos momentos y pensar si no nos podremos ir entrenando en la visión de lo invisible con realidades más cotidianas. Creo que sí. Las consideraciones de la fenomenología de las últimas páginas del capítulo anterior nos señalan el camino adecuado. La fenomenología nos invitaba a percibir lo invisible que está siempre presente en toda manifestación visible. ¿Qué disciplina os parece que nos será útil si queremos adiestrarnos en tal cosa? No os será difícil adivinarlo si lo pensáis un poco. ¡Exacto! El arte. Reflexionemos, pues, sobre el arte e intentemos captar lo invisible con la ayuda de esa actividad humana que, en la densidad de la materia, trata siempre, precisamente, con realidades y significaciones inmateriales. En efecto, la visibilidad de lo invisible en las manifestaciones artísticas va de la mano con la percepción del Invisible –es decir, de Dios– en todo cuanto existe. Es cierto que hay arte y artistas para todos los gustos. Ahora bien, un verdadero artista –pero solo el verdadero– trasciende necesariamente la caducidad del tiempo al intentar palpar el flujo de la vida, siempre huidizo. En cierto sentido, podemos decir que también él es un místico. También él transita siempre hacia el trasfondo de lo finito y ahonda, en el ejercicio de su oficio, en los misterios de lo real. Es un creador que sueña y juega a ser lo que jamás podrá llegar a ser: el creador absoluto. Sin embargo, no hay en el verdadero arte, en ese deseo de creación absoluta, impostura idolátrica, sino humilde e inevitable 94

misión imposible. No hay obra eterna, porque nada hay eterno en el mundo. Pero el ansia de eterna omnipotencia caracteriza necesariamente a todo verdadero artista. Pues el artista total intenta hacer visible o audible lo que los demás ni vemos ni oímos tal y como él lo capta. Y quiere hacerlo de una vez por todas y para siempre. A eso consagra su vida, y no vive más que para eso. ¿No veis aún la conexión del arte con todo cuanto llevamos dicho? También el artista es un buscador del Absoluto. También él es sensible a la presencia de ese «algoinfinito» del que os hablé en el primer capítulo. En el arte tenemos entreabierta una puerta inmanente a la absoluta trascendencia de Dios. No olvidéis, además, que el arte, la filosofía, la teología y la religión fueron siempre en la historia de la humanidad miembros de familias vecinas. Que no os extrañe, pues, la afinidad íntima que hay entre la experiencia religiosa y la experiencia estética. En este tramo final del libro lo veremos, incluso, con un ejemplo práctico. Así pues, si lo de Dios, en su idea, en su realidad, en su presencia y ausencia, os pareció excesivamente complejo, acompañadme más relajadamente a un museo. Al que queráis. Daremos un paseo juntos y os enseñaré algunas cosas. Pero antes permitidme que os pregunte: ¿qué es el arte? ¿Qué es eso que llaman «experiencia estética»? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es y qué no es una obra de arte? Hablemos un poco de esto antes de ir, por ejemplo, a Bilbao, al Guggenheim. Me reconoceréis que no es sencillo intentar decir una palabra sobre asuntos tan complejos. Ayudémonos, pues, del pensamiento de quienes nos han precedido, para intentar llegar a buen puerto. En lo que sigue me serviré, principalmente, de la obra de Ortega y de unas lecciones de Henri Bergson. Avanzaré unas reflexiones críticas sobre ambos en las que, modestamente, apunto mi parecer sobre la esencia de la experiencia estética y, también, sobre la posible aplicación de tal concepción a la obra escultórica de Antoni Tàpies. A ver si nos aclaramos.

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1. La estética de Ortega en forma de prólogo La concepción estética de Ortega y Gasset no es fácil de sistematizar. Se encuentra desperdigada en múltiples ensayos que, normalmente, son escritos de circunstancias. Sin embargo, hay dos, entre todos ellos, que apuntan maneras de sistema. Me refiero al «Ensayo de estética a manera de prólogo» –escrito que, efectivamente, Ortega escribió como prólogo al libro El pasajero, de J. Moreno Villa, publicado en Madrid en 1914– y a su otro ensayo, «La deshumanización del arte», del año 1925. Tanto uno como otro son ensayos tan breves en páginas como ricos en ideas e intuiciones. A mi modo de ver, dando por sentada la perspicacia y la profundidad de la mirada filosófica de Ortega, comparten ambos textos un cierto déficit de desarrollo detallado y sistematización completa. Son ensayos germinales que anuncian y esbozan, pero no culminan, lo que en ellos emerge. Esto no les quita ningún valor –porque es claro que, en ellos, Ortega no pretende más de lo que consigue–; pero también es cierto que ayuda a comprender mejor la naturaleza exacta del extraordinario alcance que, sin duda, tienen. No obstante, me centraré principalmente en el primero de los dos ensayos, para exponer los rasgos fundamentales del pensamiento estético de Ortega. No dejéis de leer a Ortega. Su pensamiento es tan sugerente como agradable su lectura.

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2. La esencia del arte y la primacía del yo ejecutivo El primer pensamiento de Ortega respecto del arte en el Ensayo a modo de prólogo puede condensarse en esta sencilla afirmación: cuando hablamos de arte, hemos de hablar de belleza y, al hacer esto último, es necesario superar la concepción inglesa de lo bello, es decir, aquella que lo confunde con lo útil, lo confortable, lo habitual, lo que decora y ornamenta los hogares anglosajones. Ortega nos indica explícitamente el nombre del padre de esta criatura estética: «Uno de los hombres más funestos para la Belleza ha sido, tal vez, Ruskin, que ha dado al arte una interpretación inglesa. La interpretación inglesa de las cosas consiste en su reducción a objetos domésticos y habituales. [...] Su evangelio es el arte como uso y comodidad» (p. 154)1. Ortega reivindica una concepción más elevada de la belleza, libre de la horizontalidad burguesa y abierta a la excelencia y a la peligrosidad de Baco y las musas. «Sería prudente libertar la Belleza de esa vaina decorativa en que se la quiere mantener y que vuelva el alma acerada a dar bajo el sol sus peligrosas refulgencias» (p. 155). Para ello es necesario profundizar en la experiencia estética. Es necesario saber qué es experimentar esencialmente la Belleza sin que uno pueda contentarse con sucedáneos baratos. Es aquí donde Ortega anuncia y esboza (lamentablemente, de manera muy breve y esquemática) la tesis central de todo este ensayo en particular y, en general, de su concepción estética: lo esencial de la experiencia estética no es sino el encuentro entre mi yo y la intimidad de las cosas que se ejecutan en acto ante nosotros en la obra de arte. Dicho de otra forma: la esencia del arte es la presentación de la intimidad de las cosas realizándose ante el espectador. Para comprender todo cuanto está incluido en esta sintética definición es necesario acompañar a Ortega en su dilucidación del concepto clave al respecto: el yo ejecutivo. Veamos brevemente qué es para Ortega el yo ejecutivo. Cuando, al inicio del ensayo, Ortega se opone a la concepción estética de Ruskin arriba mencionada, lo hace invocando a continuación la máxima kantiana que prohíbe convertir a los otros hombres en medios, en lugar de fines. Reducir la belleza a utilidad es como convertir algo que solo tiene naturaleza de fin en un medio. Esta es la razón por la que Ortega recupera la intuición kantiana: para mostrar que todas las cosas pueden ser convertidas en medios útiles, excepto una: el yo. La clave fundamental de todo este ensayo estriba, a mi juicio, en responder adecuadamente a esta pregunta: ¿qué entiende exactamente Ortega por «yo»? ¿Y qué por «yo ejecutivo»? El yo ejecutivo parece ser, para Ortega, la verdadera esencia de todo cuanto existe. Es importante subrayar que, según él, «yo» no es únicamente el pronombre personal de la primera persona del singular. «Yo» es «ser algo». No está reservado solo a personas, sino que incluye todas las formas de ser, también las no personales. También las cosas son «yo» o, mejor visto, también se podría decir que tienen su «yo», es decir, su peculiar e intransferible intimidad, en la que anida su auténtica y genuina identidad. «Yo 97

significa, pues, no este hombre a diferencia del otro, ni mucho menos el hombre a diferencia de las cosas, sino todo –hombre, cosas, situaciones– en cuanto verificándose, siendo, ejecutándose» (p. 158). Fijémonos en la infinita ampliación del concepto de «yo» que realiza Ortega: no solo las «cosas» tendrían su «yo», sino también las situaciones, de la misma manera que las personas, es decir, que todos los seres humanos. El ser propiamente tal de todo cuanto es o existe, su naturaleza activa, su ser esto aquí y ahora en pleno acto singular, fluyente, vivo, inobjetivable, es lo que Ortega llama «yo ejecutivo». Así pues, añade: «cada uno de nosotros es yo, según esto, no por pertenecer a una especie zoológica privilegiada, que tiene un aparato de proyecciones llamado conciencia, sino, más simplemente, porque es algo» (p. 158). Que una caja sea roja, o que en un vaso haya agua, o en el cielo una estrella, implica que, «como hay un yo Fulano de Tal, hay un yo-rojo, un yo-agua y un yo-estrella» (pp. 158-159). Y con esto llegamos a la más enigmática frase de todo este ensayo, que, a mi modo de ver, permite varias interpretaciones. Afirma Ortega: «todo, mirado desde dentro de sí mismo, es yo» (p. 159). ¿Qué significa exactamente esto? Al haber ampliado el yo infinitamente –como hemos visto– y hacerlo coincidir con la esencia íntima de las cosas, de las situaciones y de las personas, cabe preguntarse si Ortega atribuye cierto tipo de subjetividad a todo cuanto existe y, por tanto, cierto grado de «yoidad» también a las cosas y a las situaciones, o si, por el contrario, concibe que esa subjetividad no sería propia de ellas, sino una especie de préstamo del único sujeto realmente autocentrado: el yo personal. ¿Hay subjetividad en las cosas y situaciones, o una mera atribución, o proyección, o préstamo del yo del sujeto personal a ellas? Me inclino por la primera opción. De lo contrario, no se entenderían ni la crítica que Ortega hace a Fichte ni la que hace, más claramente, a Lipps. En efecto, Ortega criticará a Fichte la desmesura y exageración en que éste incurre cuando extrae la entera realidad del mundo del propio yo, como si el yo personal fuese fuente y origen único de todo ser. También criticará a Lipps, quien verá la esencia de la obra de arte en la proyección del yo del propio sujeto sobre el objeto concreto de la experiencia estética. Según Lipps – siempre en la exposición de Ortega–, el placer estético acontecería en el reconocimiento que el yo hace de sí mismo en la obra de arte sobre la que previamente se ha autoproyectado. Las críticas de Ortega estarían bien fundadas, pues, en esa ampliación formidable del yo que Ortega realiza, pero no en el sentido omnienglobante de Fichte o autoproyectivo de Lipps, sino en esa dinámica reconocedora del carácter subjetivo, inobjetivable, activo y fluyente, esencialmente misterioso y radicalmente inaprehensible, del secreto más íntimo de todo cuanto existe: sea un hombre, una cosa o una situación. Así interpreto aquí esa ambigua y enigmática afirmación de Ortega: «todo, mirado desde dentro de sí mismo, es yo» (p. 159). Ortega no tarda, pues, en dar un paso más para alcanzar, después, su tesis principal: «hacer de algo un yo mismo es el único medio para que deje de ser cosa» (p. 156). Fijémonos en que no dice hacer de «alguien» un yo mismo –como querría el Kant de los imperativos de la razón práctica–, sino de «algo» un yo mismo. Se explicita, pues, su 98

ampliación del concepto de «yo» al verdadero ser de toda cosa. Como vemos, hay en Ortega una suerte de «yoificación» de lo real, una «egotización» de la intimidad de las cosas que las dota de una subjetividad sui generis. Conviene subrayar –como estamos haciendo– y retener esta idea para comprender adecuadamente la estética de Ortega y su noción de «arte». A mi modo de ver, Ortega acabará llevando la cuestión del arte y la estética al problema del conocimiento, descuidando, tal vez, la cuestión de la belleza. Pero esta es una cuestión sobre la que volveré más adelante. Es la idea de la subjetividad sui generis de las cosas –recordemos: un yo-rojo, un yo-agua, un yo-estrella– la que nos permite comprender la subsiguiente crítica a Kant: «Mas, a lo que parece, ante otro hombre, ante otro sujeto, nos es dado elegir entre tratarlo como cosa, utilizarlo o tratarlo como «Yo». Hay aquí un margen para el arbitrio, margen que no sería posible si los demás individuos humanos fuesen realmente «Yo». El «tú», el «él», son, pues, ficticiamente «yo». En términos kantianos diríamos que mi buena voluntad hace de ti y de él como otros yo» (p. 156). Lo que Ortega va a sostener es que no hay tal margen de arbitrio. Pero ni ante el prójimo ni ante nada. Ni ante los hombres, ni ante las cosas, ni ante las situaciones, porque lo que llamamos «yo» –el ser algo íntimo de todo lo que es– no es cosa que podamos convertir en «cosa». No es una realidad que, siendo o pudiendo ser «cosa» para nosotros, hayamos de procurar convertirla –como mandaría Kant– en «yo». Es justo al contrario: por ser «yo» en sí misma, no hay forma de que podamos convertirla en «cosa». Ortega lo dice con toda claridad e insistencia: «antes hablábamos del yo como de lo único que no solo no queremos, sino que no podemos convertir en cosa. Esto ha de tomarse al pie de la letra» (p. 157). Aquí parece estar la idea fundamental de la concepción de Ortega: el yo de todo cuanto existe, su propia intimidad, nos es directamente inaccesible precisamente porque es «yo». No podemos tener de ella sino noticias exteriores, porque no podemos acceder directamente con nuestro conocimiento a su propio «estar siendo», a su «ser en acto», es decir, «a su yo ejecutivo». ¿Cuál es la razón de esta radical incapacidad de nuestro conocimiento? La respuesta es elemental: conocer es cosificar; y la verdadera intimidad de las cosas, de los hombres y de las situaciones, al ser «yo», es decir, al ser un algo que se realiza en el mismo acto de ser, no es reificable. Nunca puede devenir objeto lo que es esencial y radicalmente sujeto, es decir, yo ejecutivo. Esta absoluta inobjetividad de todo yo ejecutivo es lo que hace que no solo haya una distancia insuperable respecto de todo cuanto nos es, por así decirlo, exterior, sino que también la haya respecto de nuestro propio conocimiento interior. Ortega lo sintetiza de forma admirable: «Ese yo, a quien mis conciudadanos llaman “Fulano de tal” y que soy yo mismo, tiene para mí, en definitiva, los mismos secretos que para ellos. Y viceversa: de los demás hombres y de las cosas no tengo noticias menos directas que de mí mismo. Como la luna me muestra su pálido hombro estelar, mi «yo» es un transeúnte embozado que pasa ante mi conocimiento, dejándome ver tan solo su espalda envuelta en el paño de una capa» (p. 160). Tal vez exagere un

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poco Ortega al decir que mi yo tiene los mismos secretos para mis vecinos que para mí, pero no lo hace al enfatizar que también para mí mi yo es esencialmente misterio. En efecto, no podemos ver el ojo con el que vemos en el propio acto de ver. Pero es que tampoco lo vemos cuando con él nos miramos a nosotros mismos. Nos vemos, pero no nos vemos ver. Miramos, pero no podemos mirarnos mirar. Como no podemos ver nunca por nosotros mismos el ojo que mira, así tampoco podemos conocer a quien conoce por la imposible objetivación de quien –esto es, de nosotros mismos– por naturaleza debe objetivar para conocer. Cuando el yo se hace consciente de sí y se convierte a sí mismo en objeto de su propio conocimiento, se desdobla a sí mismo en un yo cognoscente, reflexionante, ejecutivo –por decirlo en lenguaje de Ortega – y un yo cognoscible, reflexionado, pasivo. El primero es como nuestra propia sombra: jamás la pisaremos, por más que sea la rapidez e insistencia de nuestro salto sobre ella. Es el transeúnte embozado de Ortega. Siempre se nos escapa, precisamente porque su propio ser consiste en ser ejecución. Y la ejecución muere como tal cuando se la quiere reducir a cosa ejecutada. El estanque ya no es río, porque el río deja de ser tal cuando cesa de fluir. Esta es la razón del carácter misterioso de toda intimidad: «al convertirse en imagen, deja de ser intimidad» (p. 161). Esa distancia insuperable que toda intimidad guarda respecto de todo acto de conocimiento –sea nuestro, respecto de algo distinto de nosotros, o nuestro, respecto de nosotros mismos– tiene ese carácter respectivo que Ortega sintetiza así: «la verdadera intimidad que es algo en cuanto ejecutándose está a igual distancia de la imagen de lo externo como de lo interno. La intimidad no puede ser objeto nuestro ni en la ciencia, ni en el pensar práctico, ni en el representar imaginativo. Y, sin embargo, es el verdadero ser de cada cosa, lo único suficiente y cuya contemplación nos satisfaría con plenitud» (p. 161). Mi propio andar me es tan extraño como, en general, me es cualquier andar ajeno, no obstante su radical e íntima diferencia, tan bien señalada por Ortega. Ahora bien, ¿y si fuera posible una actividad humana cuyo objetivo único no fuese sino presentar las cosas en su más puro y genuino ser ejecutivo? ¿Y si, precisamente gracias a esa eventual actividad humana, pudiésemos presenciar lo que, de otro modo, siempre permanecerá oculto en razón de su propio misterio? ¿Y si la intimidad de las cosas pudiera aparecérsenos, sin por ello dejar de ser intimidad? Esto es lo que, según Ortega, acontece en la experiencia estética. Esto es lo que, justamente, sostiene Ortega que acontece en el arte. La esencia del arte es, pues, para nuestro autor, la presentación de la intimidad de las cosas realizándose o ejecutándose ante el espectador. Por eso el arte es un lenguaje que nos acerca directamente a lo que, de otro modo, jamás puede dársenos como tal. Ese es su secreto: hacer presente lo inobjetivable. Ortega lo ejemplifica aludiendo al Pensieroso: «¿Qué diferencia hay entre la imagen visual que a veces tenemos de un hombre pensando frente a nosotros y el pensar del Pensieroso? Aquella imagen visual obra como una narración sobre nosotros; nos dice que allí, a nuestra vera, alguien piensa: hay siempre una distancia entre lo que se nos da en la imagen y aquello a lo que la 100

imagen se refiere. Mas en el Pensieroso tenemos el acto mismo de pensar ejecutándose. Presenciamos lo que de otro modo no puede sernos nunca presente» (p. 162).

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3. Condensar y fluidificar la vida Expuesto lo más nuclear del rico y sugerente pensamiento estético de Ortega, me pregunto a continuación si eso es realmente así, tal y como Ortega lo concibe y lo expresa. ¿No podríamos pensar que también el Pensieroso no es sino una imagen visual que jamás puede anular ni superar la distancia que siempre hay entre la imagen y lo aludido por ella? Pensadlo brevemente conmigo, queridos Anxo, Sofía y Mario, tan solo por unos segundos. ¿Se da realmente, como sostiene Ortega, «el acto mismo de pensar ejecutándose» en la cristalización pétrea que es la escultura del pensador? Lo que ahí parece haber es, precisamente, una alusión cristalizada, un acto objetivado, un movimiento solidificado, una alusión quieta a una realidad –la del pensar– que, en la vida, es justamente fluyente, continua y siempre dinámica. Visto así, el Pensieroso es una narración plástica, tan narración, tan distante y tan alejada del acto del que nos habla como cualquier otra imagen visual, vocal o auditiva. Recordemos que Ortega había cifrado la ventaja principal del arte, frente a cualquier otro tipo de lenguaje, en el hecho de que «el idioma alude meramente a la intimidad, no la ofrece» (p. 162). Poco más adelante añadía: «La narración hace de todo un fantasma de sí mismo, lo aleja, lo traspone más allá del horizonte de la actualidad. Lo narrado es un «fue», y el fue es la forma esquemática que deja en el presente lo que está ausente, el ser de lo que ya no es –la camisa que la sierpe abandona–. Pues bien, pensemos lo que significaría un idioma o un sistema de signos expresivos cuya función no consistiera en narrarnos las cosas, sino en presentárnoslas como ejecutándose. Tal idioma es el arte: esto hace el arte» (p. 163). Ya hacia el final del ensayo insiste Ortega en la misma idea: «Diríamos que, si el idioma nos habla de las cosas, alude a ellas simplemente, el arte las efectúa» (p. 171). Me pregunto si no será justamente al revés. Habría que pensar si no es precisamente el lenguaje, en su realidad activa, ejecutiva, locutiva, el que realiza las cosas que nombra, el que les confiere carta de ciudadanía en el mundo que habitamos, el que las hace justamente ser. Pues parece ser el idioma aquello que, al nombrar las cosas, las constituye como cosas, imágenes o conceptos en su necesaria e imprescindible referencia al yo. El lenguaje, por su propia naturaleza fluyente y ejecutiva, es mucho más apto para hacer presente el yo ejecutivo de todo lo real o, por lo menos, para acercarnos a la intimidad de las cosas, los hombres y las situaciones en su singular e intransferible estar siendo. Por el contrario, la obra de arte –tal como Ortega la piensa en contraposición al idioma–, al trabajar con un material menos efímero y maleable, no puede sino fijar, agarrar, aprehender la vida que fluye más libre y espontáneamente –más ejecutivamente– en el lenguaje. Si esto es así, es decir, si consideramos que la explicación de Ortega no es satisfactoria, habrá que pensar entonces cómo se dará la experiencia estética en la contemplación de la obra de arte. A tal efecto, me parece que no sería errado explorar la naturaleza de ese momento en que, en el encuentro entre el espectador y la obra, resuciten –es decir, cobren vida– las potencias cristalizadas en el proceso de su 102

realización. En la ejecución de la obra de arte el artista condensa en material plástico fragmentos de vida. En cierto modo, puede decirse que congela la vida, la paraliza, la priva, momentáneamente, de sí misma. La experiencia estética consistiría en fluidificarla, en descongelarla, en revivirla, en liberar esos fragmentos vitales de su revestimiento artístico, interaccionando personal y activamente con la obra en su contemplación. Como una balsa de agua se precipita cauce abajo, no bien se agrieta el embalse que la retiene, así los trozos de vida remansados en la obra inundarían igualmente la vida de quien, contemplándola activamente –es decir: recibiéndola–, deja que la obra –la vida solidificada en la obra y fluidificada nuevamente por quien la comprende– lo empape, lo engulla y lo anegue, entrando plenamente en él. Cuando esto sucede, acontece la experiencia estética, porque ya no sería solo que la obra está ante uno, sino que uno está vitalmente habitando la obra por dentro. Para Ortega la estética es más una cuestión de conocimiento que, a fin de cuentas, de belleza. Por eso nos ha hablado de la esencia del arte como la presencia ejecutiva de la intimidad de las cosas; como el conocimiento de su verdadero ser, podríamos decir. A mi modo de ver, la esencia del arte no es tanto una cuestión de saber cuanto de revivir. El arte tendría la insustituible doble función de ayudarnos, por un lado, a vivir lo nunca vivido y, por otro, a hacernos revivir lo que corremos el riesgo de olvidar. Por eso no creo acertado contraponer, como hemos visto que hace Ortega, arte e idioma. También el lenguaje, el idioma, en cuanto que nos hace vivir historias nunca vividas y lucha incesantemente contra el olvido, es arte. Y así se muestra tanto en las tradiciones orales como en las escritas, así en la poesía, en la narrativa y en todo tipo de literatura en general. La cuestión esencial de la obra de arte no estaría, pues, en la supuesta inmediatez que haría presente el arte frente a la lejanía meramente alusiva de cualquier otro tipo de lenguaje, sino, más bien, en si la supuesta obra de arte, al ser contemplada activamente, tiene vida dentro de sí que liberar y, por tanto, tiene fuerza que desencadenar; o si, por el contrario, es un fraude, a saber, un cuerpo inerte y vacío. Aquí cabría, pues, recuperar el concepto de belleza como la atracción que el ser humano siente ante las formas armónicas que presenta la vida en todo su acontecer. También hay armonía en lo informe. También hay belleza en las vidas rotas de la literatura. También hay belleza en las personas desfiguradas por la tragedia o la enfermedad. Lo informe no carece de toda forma. Carece de forma proporcionada; pero ¿quién ha dicho que la forma no puede ser también desproporcionada o caótica? Hay, pues, en lo informe una armonía en forma de ausencia que se deja entrever en la deficiente forma presente. De igual modo que hay vida en la muerte. Una vida ausente que se hace paradójicamente presente en el «ser» inerte. Por ser «ser inerte» puede decirse que, en cierto modo, dicho ser aún «vive» –en cuanto «es» ser inerte–, por más que haya fallecido. Tenemos un ejemplo claro de esto en el Cristo de Velázquez. La fuerza interna que late en el fondo último de la aparente serenidad del cuerpo muerto de Cristo hace que la obra pueda liberar un haz torrencial de fuerza escondida en la

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plasmación gráfica de un cadáver. Pero para ello es preciso conectar vitalmente con la obra. Hay que ver lo invisible que en ella palpita. La experiencia estética sería, en consecuencia, la conexión liberadora de las fuerzas vitales atrapadas en la obra por el genio del artista, gracias a la contemplación activa de quien congenia en lo profundo con aquello que la obra encierra. Y esto acontece igualmente en la escultura, en la pintura, en la literatura, en la música, en la arquitectura y en cualquier otra disciplina artística. Así pues, la mirada del espectador actuaría en la obra de arte como una válvula de escape por la que ascendería nuevamente a la epidermis de la existencia el magma volcánico que, al rojo vivo, hierve en el subsuelo de la corteza de la existencia. Cuando la obra no es contemplada, todo duerme. Cuando, siendo contemplada, no lo es activamente, es decir, congeniando vitalmente con ella, no hay todavía experiencia estética. Esta únicamente se produce cuando el espectador deja de estar «ante» la obra y resulta envuelto por ella y, por tanto, pasa a inhabitarla, a vivir dentro de ella. Cuando esto sucede, la obra estalla. Cuando esto acontece, los límites materiales que la singularizan se difuminan, porque lo que hay en ella no es ella misma, sino algo que en sí misma ella no puede contener: la vitalidad incontenible de una vida que, por más que se intente, jamás se puede decir total y absolutamente. A mi modo de ver, el arte no sería, pues, como sostiene Ortega, la presencia de la intimidad de las cosas en su efectiva ejecución. Eso no acontece realmente en la obra de arte, por la sencilla razón de que también ella remite, alude, cristaliza e intenta aprehender lo inaprehensible, sin conseguirlo nunca del todo. También ella, como todo idioma, como todo lenguaje, es transitiva y, por tanto, dirige la mirada y la atención del espectador hacia otra cosa que ya no es ella misma. Igual que el lenguaje, al nombrarlas, nos introduce en las cosas, así la obra de arte nos hace habitar segmentos de vida ajena. Y lo hace llevándonos a otros mundos, transportándonos a tiempos y espacios que, por más presentes que nos parezcan al estar ante nosotros, son siempre tiempos y espacios lejanos que pertenecen al pasado. Al pasado del artista que los agarró, los domesticó y los ató con la argolla de la materia. Y esto sucede incluso cuando la obra quiere anticipar el futuro. Ese futuro no es sino el pasado del artista que lo imaginó. Cuando uno congenia con la obra de arte, el mundo arcano revive en nosotros, y nosotros en él2. Este es, a mi modo de ver, el núcleo esencial de la experiencia estética. Este es, según creo, la esencia y el secreto de la obra de arte. Si es así, con ello tendríamos también un criterio para orientarnos en el cambiante y resbaladizo mundo del arte contemporáneo. ¿Estoy ante una obra de arte o ante un ridículo fraude? Con sumo gusto intentaré responder con un ejemplo práctico a esta cuestión, luego de ayudarnos, críticamente como hemos hecho con Ortega, del pensamiento del igualmente genial Henri Bergson.

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4. Intuiciones estéticas de Bergson: el narcisismo del yo Las dos breves lecciones de estética impartidas en Clermont-Ferrand por Henri Bergson y publicadas recientemente por Siruela en nuestro país, son tan concisas como enjundiosas. En estas pocas líneas me limitaré a referir brevísimamente su contenido. La primera se titula «lo bello». La segunda «el arte». En la primera, luego de nombrar –simplemente nombrar– a Baumgarten, Kant, Hegel, Schiller, Cousin, Jouffroy, Dumont, y sus respectivos acercamientos a la teoría estética, se pregunta Bergson: «¿qué es lo bello y en qué se distingue de las nociones próximas?» 3. Bergson dirá –como ya hemos visto que apuntó Ortega– que lo bello no es ni lo agradable ni lo útil. Lo agradable influye, sobre todo, en la sensibilidad. Lo bello, por el contrario, parece dirigido más bien a la inteligencia. Lo bello no tiene un fin exterior a sí mismo, al contrario que lo útil, que siempre lo es en relación con otra cosa distinta. Bergson cita aquí a Kant al recordar que lo bello «es una finalidad sin fin». Por eso la obra de arte «no debe servir para otra cosa que para ser admirada o contemplada» (p. 51). Si lo bello no es ni lo agradable ni lo útil, ¿qué relación tendrá, pues, con lo bueno y lo verdadero? Bergson sostendrá que lo bello, siendo ciertamente más afín, se distingue, sin embargo, de lo bueno y de lo verdadero. La diferencia de lo bello con lo bueno reside en que el bien siempre es obligatorio. Lo bello, por el contrario, nunca obliga. La diferencia de lo bello con lo verdadero tiene que ver, por así decirlo, con la amplitud o con la extensión. «La verdad reside en afirmaciones universales. No hay ciencia de lo particular, decía Aristóteles. Por el contrario, la belleza reside siempre en un objeto individual y concreto» (p. 52). Con esto no se ha hecho más que decir lo que la belleza no es. Ahora habrá que esforzarse por alcanzar un concepto positivo de ella. Para Bergson, «lo bello no es otra cosa que la idea, el sentimiento o el esfuerzo traduciéndose bajo una forma material y sensible. Por eso encontramos belleza en un paisaje: porque lo animamos mediante el pensamiento» (p. 57). Para llegar a esta conclusión, sobre la que aún deberemos profundizar, Bergson ha tomado impulso en la antigua Grecia. De hecho, ha comenzado su búsqueda positiva de un concepto adecuado de belleza evocando a Platón: «decía Platón que, cuando nos encontramos en presencia de un objeto bello, nos parece tal porque comparamos la forma que presenta con una idea clara que tenemos en la mente y cuyo origen es una percepción anterior, una reminiscencia» (pp. 53-54). Bergson reconocerá aquí una profunda intuición que él convertirá en idea propia: «la de que un objeto no es nunca bello por sí mismo, sino solo en virtud de un juicio por el que los seres humanos lo comparamos con un ideal concebido por nosotros, lo que equivale a decir que, en última instancia, lo bello está en nuestro espíritu y no en las cosas» (p. 54). 105

Bergson se opondrá a toda concepción que reduzca lo estético a ser no más que expresión de ideas. Él considera que, junto a las ideas, lo estético también expresa sentimientos, pasiones, actividades, fuerzas y esfuerzos. Por eso, en nuestros juicios estéticos se dan cita todo tipo de realidades bajo las cuales podemos percibir el emerger y la presencia de ideas, sentimientos o esfuerzos netamente humanos. «Por eso las grandes montañas producen en quien las contempla una emoción estética: pensamos en el esfuerzo que ha levantado esas montañas, verdaderos gigantes que se alzan ante nosotros» (p. 57). La clave de la estética de Bergson se encuentra, a mi juicio, en lo siguiente: el hombre considera bello aquello en lo cual reconoce la presencia de algo que le recuerda cosas que tienen que ver con él, con su pensamiento, su sentimiento o su esforzada actividad. Lo acabamos de ver: «lo bello está en nuestro espíritu y no en las cosas». La percepción estética de Bergson tiene, entonces, una dosis importante –tal vez excesiva– de antropomorfización. «Nosotros, seres humanos, nos encontramos en presencia de una materia que parece no tener nada en común con nosotros, ni con el pensamiento, ni con la inteligencia, ni con la actividad. Cuando nos parece que esta materia, en ciertos casos particulares, expresa una idea, un sentimiento, o manifiesta un esfuerzo, aplaudimos lo que se podría denominar la conquista del espíritu sobre las cosas; estas se hacen más semejantes a nosotros, nos interesamos por ellas como por algo humano, simpatizamos con ellas, las queremos, las consideramos bellas» (pp. 58-59). El hombre considera bello lo que percibe como humano o cercano a lo humano. No sé si será exagerado lo que diré a continuación, pero a veces pienso si en esta concepción estética no nos encontraremos con una especie de concepción narcisista de la belleza. Bello sería lo que, en el espejo de la realidad, reflejaría mi imagen. Bergson, de una forma un tanto sorprendente, parece indicarlo con claridad cuando limita la capacidad de conocer y amar que el hombre tiene a la propia realidad del hombre: «de la misma manera que no nos conocemos más que a nosotros, no amamos más que lo que es humano. A la inversa, todo lo que es humano nos place». ¿Es cierto eso de que el hombre no ama «más que lo que es humano»? Creo que no. Sea como fuere, lo cierto es que, para Bergson, el placer que el hombre experimenta cuando se encuentra a sí mismo en todo lo que no es él sería el placer estético y, por tanto, aquello que explicaría que digamos de algo que nos parece bello. ¿Qué es, pues, lo bello? Yo y todo lo que me recuerda a mí. «Con nuestros juicios sobre lo bello se mezcla una ilusión antropomórfica semejante a la del niño que anima y humaniza, por así decirlo, todo lo que tiene ante sus ojos» (p. 57). La estética sería, pues, la capacidad que el hombre tiene de antropomorfizar la naturaleza o, dicho de otro modo, de reconocer en lo que no es él su propia imagen y semejanza. Y, por tanto, la capacidad de quedarse encantado al verse a sí mismo en todo lo que le parece tener rasgos humanos. Cuando Bergson ve las ramas del sauce suavemente inclinadas a la orilla de un río, percibe en él –haciéndose eco de una teoría de Spencer– la gracia de un movimiento que consigue lo que quiere con el menor gasto de energía. Pues bien, «la economía de la fuerza solo nos 106

complace si nosotros mismos nos ponemos en el lugar del objeto material para gozar idealmente de esa economía» (p. 60). No es, entonces, el sauce y su graciosa reverencia lo que nos parece bello, sino la idealización del movimiento arbóreo protagonizado imaginativamente por nosotros mismos. Recordemos que, como ya hemos visto, «lo bello está en nuestro espíritu y no en las cosas». ¿No tenemos aquí otra vez al hombre, Narciso, enamorado de sí mismo?4. Bergson distingue, más allá de esto, entre lo bello, lo bonito, la gracia y lo sublime. De lo ridículo afirma que no alcanza a tener una idea clara; pero respecto de lo bonito dice que «es lo bello en las cosas pequeñas, en las que son frágiles, delicadas» (p. 59). A su juicio, «la gracia es, sobre todo, la belleza del movimiento» (p. 59). Lo sublime sería aquello que nos hace presente el infinito. «Todo pensamiento expresado de una u otra manera y que despierte en nosotros la idea de infinito producirá la emoción de lo sublime» (p. 60). Una vez dilucidado lo que, para Bergson, es la belleza, veamos qué piensa, en general, sobre el arte. De esto se ocupa su segunda lección de estética, que aún es más breve que la anterior. Me limitaré, pues, a unas rapidísimas consideraciones. Para Bergson, el arte embellece a la naturaleza. La naturaleza, si es bella, lo es únicamente por accidente. Su concepción del arte está en perfecta sintonía con su concepción antropomórfica (o narcisista) de la belleza: «recorramos las diversas artes; veremos que, en efecto, todas se proponen representar bajo una forma sensible algo humano; sentimientos, pensamientos, actividad» (p. 63). Bergson repasa a continuación la pintura, la escultura, la música, la arquitectura y la poesía. Su conclusión es esta: «el objetivo del arte es siempre expresar algo y colocar al espectador o al oyente en un estado psicológico determinado. Es lo que se admite implícitamente cuando se dice que el artista representa un ideal, pues el ideal no es otra cosa que el sentimiento o la idea bien determinados que él libera de todos los elementos extraños que habitualmente se mezclan con él en la realidad» (p. 65). Sin embargo, para Bergson, el arte es, en un aspecto capital, inferior a la naturaleza. El arte «no es capaz, como ella, de dar vida» (p. 66). Sin embargo, el arte fomenta el amor a la medida, al orden, al ritmo, a la armonía. El artista, por más que intente reproducir o copiar a la naturaleza, quiera o no, siempre la interpreta. Para Bergson, el arte puro no es el que intenta imitar la naturaleza o el que, como se hace en la ficción, inspirándose en un sentimiento o en una idea, recrea elementos reales, sino, más bien, aquel que «no representa la realidad, sino la verdad» (p. 69). Ciertamente, como dice el propio autor, esto es algo «muy diferente» (p. 69). Ortega ha descubierto en las cosas su yo ejecutivo, es decir, que las cosas no son cosas, porque su propio ser consiste en ser un yo fluyente y misterioso. A su juicio, solo el arte tiene el poder y la capacidad de hacernos inmediatamente presente el yo ejecutivo de todo lo real. Para Bergson, por el contrario, el arte no es sino la representación de lo

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bello, y acabamos de ver que para él lo bello es la manifestación material de algo humano: una idea, un sentimiento o un esfuerzo. A mi modo de ver, el arte consiste en la condensación sensible de fragmentos vitales dotados de una especial densidad existencial. El artista los detecta, se siente embargado por ellos, se encuentra literalmente anegado por su presencia embriagadora y molesto por ese punzante empuje que no lo abandona hasta que no hace algo con ellos. El artista debe, necesaria y obligatoriamente, desembarazarse de aquello que lo ha embargado, a fin de hacerse cargo de eso que se le aparece, lo quiera o no. De ahí surge la obra de arte. De esa desazón, de esa feliz incomodidad. De ahí surge la necesidad de plasmar en unas líneas de papel, o en un lienzo, o en un bloque de mármol, o en un molde de bronce, o en una partitura, o en lo que sea, esa densidad vital fragmentada en un momento incandescente para poder recuperar la paz perdida. El fluir de la vida y su imaginación condensada en una forma aprehensible: eso es el arte. Y eso es la belleza: la tensión vital latente en la imposible adecuación de lo representado con la experiencia digna de ser representada. Hay belleza en una obra de arte cuando tal obra ha sido capaz de condensar verdaderamente un fragmento de vida vivida o imaginada. Hay belleza cuando la vida vivida o imaginada, presa en la materialidad sensible de la obra, puede ser nuevamente fluidificada por la interacción del lector o del espectador. Hay belleza cuando la vida retenida es nuevamente liberada. Hay belleza en la tensión, en el movimiento revitalizador, en la apertura a vidas pasadas que vuelven a hacerse siempre presentes. Ciertamente, no acontece esto en presencia de todas las obras que, en el actual mercado del arte, pretenden presentarse como tales. Ahora bien, sí en algunas de ellas. Cuando esto acaece, a mi modo de ver, creo que podemos estar seguros de estar ante una verdadera, significativa y perdurable obra de arte. Esta sería, a mi juicio, la esencia de la experiencia estética y, por tanto, el criterio para discernir entre el arte verdadero y el fraude.

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5. Una posible aplicación práctica: Antoni Tàpies y la presencia latente del Absoluto Queridos Anxo, Sofía y Mario: permitidme incluir aquí, ya para finalizar, una breve alusión a una experiencia propia. La ocasión la brinda una reciente visita al Guggenheim (14-11-2013) que tuve la fortuna de disfrutar en numerosa y muy grata compañía. En ella asistí a una exposición de la obra escultórica completa de Antoni Tàpies. La impresión generalizada que tal exposición causó entre la mayoría de los que asistieron conmigo no fue muy positiva. Algunos de ellos comentaron abiertamente su disgusto y dieron razones de él. Para mí, por el contrario, el encuentro con el universo escultórico de Tàpies fue un descubrimiento realmente gozoso. Fue también un momento propicio para verificar, en acto, la solvencia práctica de la teoría que acabo de enunciar. Debo confesar que, recorriendo las diferentes salas, se me hizo tan evidente y natural la efectiva adecuación entre la teoría estética aquí propuesta y la realidad observada, que me causó admiración el sentir generalizado de amplia desilusión y cierto engaño. ¿No será Tàpies un tahúr? ¿No es esta exposición una tomadura de pelo? En encuentros posteriores tuve que esforzarme en dar razón de mi alegría y contento tras la visita, ante la extrañeza e incredulidad de la mayoría de mis compañeros. Valgan estas palabras finales para completar un poco más lo que allí difícilmente logré proferir y defender. A mi modo de ver, Tàpies ha logrado aherrojar el flujo continuo y siempre escurridizo de la vida cotidiana en pequeños fragmentos de materia. Unos platos blancos, apilados y convenientemente dispuestos sobre una peana igualmente blanca, no son meramente platos. Nada hay más banal y frágil que nuestra experiencia continua en nuestro continuo trato con las cosas. Las cosas solo son cosas cuando las tratamos como cosas. Los platos se apilan, se ponen en la mesa, se llenan de comida, se ensucian, se lavan, se secan y se vuelven a apilar. Visto así, son, ciertamente, solo platos. ¿Qué sucede, no obstante, cuando nos encontramos con ellos en un inesperado espacio en el que se nos obliga a verlos y contemplarlos sin poder ni tener que usarlos? ¿Qué acontece cuando nuestra mirada se posa sobre su ser de platos, en lugar de verlos instrumentalmente como meros platos? ¿No emerge ahí ese yo ejecutivo de Ortega que nos habla del ser de las cosas en el código cifrado de la subjetividad? El cambio de escenario no es banal. Las cosas dejan de ser tales cuando son sustraídas del ámbito en el que su ser se reduce a la mera utilitas. Cuando se desconectan de su función y se nos aparecen tal como son en sí mismas –en su ser en cuanto ser, más allá de su hacer–, las cosas hablan del mundo que las contiene y nos dicen cosas de él. Algo similar nos sucede cuando nos encontramos en determinados eventos sociales –como las cenas de Navidad– con personas cuyo trato asociamos con la cotidianidad de su oficio y su atuendo ordinario. A veces, incluso nos cuesta reconocerlas como tal, dada la inmediata identificación que hacemos entre su ser personal y su función o rol social. Pero son personas más allá de la función que cumplen. 109

Lo mismo sucede, mutatis mutandis, con los objetos. Los objetos de la vida cotidiana guardan en su interior el lenguaje no verbal de su propia intimidad. Su intimidad es nuestra intimidad. Pero no porque, al modo de Bergson, nos reconozcamos en ellos a nosotros mismos, sino porque su casa es nuestra casa, su espacio nuestro espacio, su tiempo nuestro tiempo. Habitamos el mismo mundo en el tiempo ordinario que ambos compartimos. Nos hablan, pues, en la lengua silenciosa de nuestro hogar, de nuestras experiencias compartidas de convivencia o soledad, de encuentro o desencuentro, de tristeza o de felicidad. Y nos hablan ellas, en cuanto cosas que son más que cosas, desde su propio lugar y desde su intransferible modo de ser. Tàpies ha intentado cristalizar esos momentos, aislándolos de su contexto ordinario en el que continuamente fluyen, y en cuyo fluir no podemos escuchar su voz, de tan cerca como la tenemos. El correr de la vida nos hace resbalar sobre su superficie. Deslizándonos sobre los segundos, los minutos, las horas y los días, pasamos por encima de ellos sin poder palpar y tensar las cuerdas de su densidad vital. Cuando el artista interrumpe el flujo temporal y nos dice: «¡Detente, mira y contempla estos platos!», no nos está hablando de platos, sino que nos obliga a escuchar lo que los platos nos dicen de nosotros mismos cuando solo hablan de su humilde, frágil y cotidiano ser platos. Las cosas no nos hablan como muñecos parlantes cuya locuacidad es obra de nuestro arte de ventrílocuos. Nos hablan ellas, desde ellas. Y lo hacen con su quieta e inaudible sonoridad. También nuestra vida cotidiana, que todos los días trata con platos, es igual de humilde, frágil y caediza que los platos de Tàpies; pero nosotros pasamos por ella creyéndonos bronce irrompible de estabilidad perpetua. Enfrentándonos, por ejemplo, a unas zapatillas, Tàpies pone ante nosotros la comodidad de la casa, junto con la limitación de quién, por edad o enfermedad, no puede salir de ella. El sofá en el que siempre nos sentamos no aparece ahora –en la obra de Tàpies– como algo que invita a descansar en su mero ser instrumental de pura cosa. El sofá es algo más. Está gastado y es de bronce. Nadie está cómodo sobre el bronce, pero lo cierto es que todos quisiéramos, cuando no podemos ya más, que el calor del descanso y la acogida mullida de ese sofá que conocemos con nombre y apellidos –de ese nuestro sofá– no terminasen nunca (o nos restaurasen por completo). Lo que solo parcialmente nos acoge en su limitación siempre volátil se nos muestra en la obra de Tàpies en su realidad esencial, es decir, como ese asiento eternamente receptivo y restaurador de nuestras fuerzas fracasadas. Ahora bien, he aquí el dilema insoluble: si queremos que dure, ha de ser de bronce. Si queremos que sea cómodo, no durará. El sofá no es una cosa. Es algo más. Nos habla, igualmente, de esa presencia anciana que siempre está en nuestra infancia y juventud, hasta que deja de estar. En el brazo del sofá de Tàpies está la huella de una mano. De una mano que una vez estuvo y que, tal vez, ya no estará más. Y, sin embargo, nunca dejará de estar mientras seamos nosotros los que contemplemos tal sofá.

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Las cosas no son solo cosas, si aprendemos a mirarlas. El mundo no es solo mundo, si nuestra mirada transteofánica lo traspasa hacia el verdadero absoluto que tras él y en él anida. Las cosas que hemos utilizado toda la vida, las que hemos gastado de tanto usarlas, aquellas que nos han acompañado abnegadamente, casi sin advertirlo, son elocuentes si aprendemos a escucharlas. Si desciframos su lenguaje callado, se nos aparecen como cosas-sujeto, como realidades tocadas un día por un ser humano que ha dejado sobre ellas una huella indeleble, posibilitando así su verbalización artística. Como sucede en los cuentos de hadas, la experiencia estética es capaz de transformar los seres inertes que nos rodean en seres animados que interaccionan con nosotros. El tiempo se va y ya no vuelve. El artista lucha contra el carácter huidizo de la vida que se nos va, encapsulando en trozos de bronce pedazos de cotidianidad. Nada hay más cómodo y confortable que un colchón. El colchón que Tàpies ha intentado rescatar de la caducidad del tiempo está atado con un simple trozo de cuerda, pero tiene la solidez del material artístico escogido para tal empeño: el bronce. Otra vez el bronce. El contraste no puede ser más patente. El artista está siempre derrotado. Su misión es imposible. El cartón se rompe, se degrada, se descompone. Hagamos, pues, con Tàpies, una enorme caja de cartón y un cesto de mimbre que, siendo caja y cesto, engañen, sin embargo, al espectador, al tiempo y a la corrupción, transfigurando el cartón y el mimbre en esencia bruta de metal. Otra vez el bronce. Ayudemos a la materia a salvarse del carácter dinámico y lábil de una realidad frágil, temporal y caediza que todo lo tritura. Salvémosla de su desintegración, porque solo así podremos redimir los trozos de nuestra vida que alientan en ella, y solo así podremos intentar salvarlos de la muerte. En todas las obras de Tàpies está presente la «tau» franciscana y la cruz. No me interesa ahora la intención exacta del autor, por más explícita que me parezca. Es evidente: está hablando del cristianismo y del misterio de Dios. Lo decisivo es la capacidad evocativa de su obra: la recreación por medio del contraste de la dinámica de la vida. Y no hay vida que no incluya dolor, sufrimiento y muerte. Tengo para mí que Tàpies ha condensado en materia fragmentos de existencia vital. Tal vez no le suceda a todo el mundo; pero si se tiene dentro la concepción de la experiencia estética que aquí hemos ensayado, puede suceder que, encontrándose ante un armario destripado –como el de Tàpies– poblado de ropa arrugada y desordenada, uno pueda sentirse inundado por un torrente de potencialidad semántica que lo sitúa existencial e imaginativamente ante todos sus armarios, celosamente cerrados y pulcramente ordenados. La vida interior abierta, nuestra conciencia al desnudo, la cotidianidad vulnerada, la enfermedad y la confusión mental siempre posible, el recuerdo ambiguo, la necesidad de orden e integración vital, el caos magmático de nuestro interior siempre inquieto y bullicioso, siempre secreto y expectante, siempre móvil y tentador. Tal vez ahí, ante una de sus obras, el espectador pueda sentirse concernido por ellas, por su significado, por su capacidad evocativa, por su intención profunda. Tal vez pueda vivir fragmentos de una vida ajena, melancólicamente vivida por quien así la ha plasmado. Tal vez pueda reconocerse él mismo en la plasmación artística de quien se la ofrece. Tal vez 111

pueda sentirse interpelado por una plasmación gráfica, visual, material, escultórica... que dice todo abiertamente sin propiamente proferir ni una sola palabra. Esa torrencial potencia semántica que inunda la interioridad de quien contempla la obra de arte se desencadena cuando se sintoniza con la objetividad de lo que el artista ha plasmado. Cuando esto acontece, uno no puede desentenderse, sin más, del aluvión de fragmentos de existencia que se le vienen encima cuando mira y contempla la obra. Es más: se sabe que se está ante una verdadera obra de arte cuando tal cosa efectivamente sucede. Esa es la esencia de la experiencia estética: la condensación y la fluidificación de la vida. Lo confieso, pues, para terminar: en la visita al Guggenheim, ante las esculturas de Tàpies, a mí me sucedió.

1 Cito por la edición de Paulino Garagorri, indicando en el propio texto el número de página. Cf. ORT EGA Y GASSET , La deshumanización del arte y otros ensayos de estética, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid 19949 . 2. Redactado ya este trabajo, en una conversación inicialmente trivial, el siempre genial Pedro Rodríguez Panizo me espetó, como quien no quiere la cosa, citando a Mikel Dufrenne, luego de mi pregunta acerca de lo que para él era la esencia del arte: «el objeto estético esperando su epifanía». 3. H. BERGSON, Lecciones de estética y metafísica, Siruela, Madrid 2012, 50. A continuación indicaré en el propio texto la página en cuestión. 4. El drama de Narciso –hijo del dios río Cefiso y la náyade Liríope–, tal y como Ovidio nos lo cuenta en el libro III de las Metamorfosis, consiste, propiamente, en que Narciso ame del mismo modo en que, con su desdén, el propio Narciso ha hecho que le ame Eco: sin poder unirse jamás con lo amado. En rigor, hay que decir que Narciso no se enamora de sí mismo en cuanto sí mismo, sino de su imagen. Es decir, ama aquello con lo que nunca jamás podrá unirse, porque, en cuanto pretende abrazar el objeto de su amor, la imagen de Narciso, reflejada en el estanque, se deshace. La última obra de Javier Cercas –esa novela sin ficción o relato real que es El impostor (Penguin Random House, 2014)– explora admirablemente el fenómeno del narcisismo subrayando sugerentemente el «peligro» de conocerse (o no querer o no poder conocerse) a sí mismo. Leedla en cuanto podáis. Es una genialidad. Aprenderéis mucho sobre las ambigüedades de la condición humana.

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Epílogo LA razón humana, nuestra razón, es compleja. Puede hacer grandes cosas, pero también puede destrozarlo todo. Tiene múltiples dimensiones, y nada es más errado que reducirla únicamente a su dimensión horizontal y práctica. En nuestro particular recorrido ensayamos suficientemente con la razón religiosa, metafísica, trascendental, teológica y estética. Ni que decir tiene que no agotamos el abanico de dimensiones de la razón, pero espero que os quedase bien claro su esencial carácter multiforme. ¿Recordáis cómo comenzamos hablando de vuestra infancia en San Agustín del Guadalix, sobre la presencia y la ausencia de ese «algo-infinito» que de tantos modos se nos presentaba? Luego de viajar a Canterbury y a Königsberg en su búsqueda, y después de entrever, elevándonos considerablemente, tras el «infinito», el invisible rostro de Dios –en su idea y en su realidad, en el espacio y en el tiempo–, rematamos nuestro viaje, gracias al arte, poniendo de nuevo los pies en la tierra. Pero ahora, una vez que hemos atendido a la experiencia estética, ya sabemos que la materia encierra en sí un misterio huidizo del que ya nunca nos podremos olvidar. Gracias al arte, podemos figurarnos lo inimaginable; podemos volver a volar más allá de las cosas sin movernos de donde estamos. Gracias a la dinámica de la experiencia estética, podemos comprender qué significa, en el fondo, «revelación»: manifestación en el espacio y en el tiempo de aquello que, como sentido definitivo de la vida, trasciende en valor y significación todo tiempo y todo espacio. Presencia visible del Absoluto invisible. Tenemos que cuidarnos de que nada ni nadie nos recorte la razón múltiple que nosotros mismos somos y que nos enriquece la vida de un modo tan maravilloso. El imperio público de la economía –ahora que estamos en una profunda crisis– no nos hace hablar más que de dinero. ¡Pobre sociedad la que no puede preocuparse sino de la injusticia y la miseria generada por un estado total de rapiña y corrupción...! ¡Pobre sociedad la que se ha quedado sin tema y sin contenido, más allá de la producción mecánica de productos de consumo en cuya posesión se fía el sentido global de la existencia...! ¡Pobre y ciega sociedad aquella que ha perdido el olfato visual para la trascendencia y se arrastra, sin levantarse un ápice del suelo, en busca de una satisfacción y contento nunca conseguidos y siempre más inalcanzables...! ¡Pobres de nosotros, que vivimos en tal sociedad...! El camino de la razón, desde los albores de la humanidad, no ha consistido en otra cosa más que en la búsqueda del Absoluto. Pero, como hemos visto, no es fácil contemplar su rostro. Más sencillo –y más letal– es convertir realidades mundanas en sucedáneos del Absoluto. Eso es lo que significa la palabra «idolatría». Da igual qué realidad sea la entronizada. Puede ser un hombre, un libro, una patria, un ideal, una institución, un partido político, un equipo de fútbol o un determinado estilo de vida. Da igual. En toda absolutización fanática de lo relativo no hay más que el peligroso germen 113

de la estupidez y del totalitarismo. Y ese es un potencial muy destructivo. Sobre todo en épocas –como es la nuestra– de crisis. Mucho cuidado, pues, con los discursos simplones, con las reducciones facilonas, con el lenguaje encorsetado y el pensamiento cerril. La religión, la teología y la filosofía son realidades que ayudan a vivir mejor si uno las toma en serio. Nos sacan de nosotros mismos, nos elevan sobre nuestra cómoda horizontalidad y nos ponen ante las cuestiones decisivas de la existencia: ¿qué es el bien? ¿Cómo se evita el mal? ¿Dónde hay injusticia y cómo se combate? ¿Por qué vale la pena vivir y por qué cosas hay que dar la vida? No son realidades estas reducibles a un mero estudio memorístico, o a una repetición mimética, o a un adoctrinamiento irreflexivo. ¡Son todo lo contrario! Son invitaciones a ir más allá de todo lo dado. Son provocaciones que incitan a experimentar personalmente aquello de lo que hablan. Son ocasiones de ejercer y probar la razón en sus dimensiones ulteriores, que la sitúan al borde supremo de todas sus capacidades y de todos sus límites. Sí, ya sé lo que me diréis. Ya sé que –tal vez– veáis la religión y a algunos de sus públicos representantes más cerca de un dogmatismo intransigente y malhumorado que de este talante de libertad, aventura y riesgo que aquí os he propuesto. No os dejéis engañar por las apariencias. También hay hooligans en los estadios de fútbol, y seguro que los diferenciáis perfectamente de los aficionados dignos y pacíficos. No confundáis el verdadero espíritu religioso, teológico y metafísico –que siempre es crítico y constructivo– con el espíritu clerical. El espíritu clerical es esa tendencia que posee a todas aquellas personas (sean defensores de la fe o combatientes contra ella) que confunden a Dios con el humo del incienso y, por ello, creen poseerlo –los que lo codician– en exclusiva, en sus pequeños incensarios; o lo ven únicamente recluido en los templos y sacristías –los que lo repudian. Nada hay que impulse más la libertad, el bien, la palabra abierta, la paz, el diálogo franco, la justicia y la amplitud de miras en el pensamiento y en la acción que una vivencia auténtica de la religión como búsqueda incansable del verdadero Absoluto manifestado en Jesucristo. Que cada uno lo busque donde pueda o le sea dado. Vosotros, por favor, no os alejéis demasiado de ese hábitat espiritual que es la Iglesia. En ella lleva resonando, desde hace más de dos mil años, la Palabra Eterna del Único Absoluto en el que es posible esperar eso que, a veces, tanto ansiamos, luego de un prolongado esfuerzo o de una tragedia vital: un verdadero y feliz descanso eterno. No os invito a desentenderos del mundo. ¡Todo lo contrario! Implicaos a fondo en él y penetrad en el misterio de la existencia horadando, con vuestra inteligencia y voluntad, la superficie resbaladiza de la banalidad intrascendente. Rebelaos contra el ruido y el enredo cultivando el silencio y la sencillez. Haceos preguntas. Que no os asuste buscar respuestas. Nunca aceptéis imposiciones doctrinales que anulen vuestro pensamiento. Sed audaces en la práctica de vuestra vida atreviéndoos a transitar, solos o 114

en compañía, vuestros propios caminos. Dios no os abandonará nunca, aunque vuestra madre y yo ya no podamos acompañaros. ¡Sentidiño! Y esperemos que todo vaya bien. Pero, aunque así no fuese, no desesperéis. Confiad en Dios y estad seguros de que Él confía en vosotros. Nos veremos, nuevamente, cuanto todo esto acabe. Por lo menos, eso es lo que yo creo. Vosotros veréis. San Agustín del Guadalix, 5 de marzo de 2014 [email protected]

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Agradecimientos LA redacción final de este libro ha sido tan azarosa como inesperado su comienzo. Parte de él fue escrito primeramente en gallego, y otra parte en castellano. Trabajar y vivir en Madrid (en San Agustín del Guadalix) explica lo segundo. Ser de Ribeira y director de Encrucillada, lo primero. A muchas de las ideas aquí expuestas les saqué algún que otro provecho en mis estudios de filosofía aquí en Madrid. Por eso le tuve que dar prioridad a una primera redacción en castellano. Sin embargo, nada me hacía más feliz que la idea de poder publicar mi primer ensayo en gallego, la única lengua en la que siempre me habló mi padre. La inmediata finalización de los mentados estudios atrancó el remate definitivo tanto del texto castellano como del gallego. Pero más de este último. Sin la docta y generosa revisión y corrección de Xesús Portas Ferro, no sé cuándo habría podido tener listo el texto para publicar. Afortunadamente, gracias a su rápido trabajo y a momentos que yo he podido salvar del ajetreo diario, el libro se publicó en gallego en junio de 2014. Quiero indicar también que, excepto el capítulo IV de este ensayo –que reproduce, con ligeras modificaciones, un estudio publicado en el número 185 de Encrucillada– el resto es totalmente inédito. Las personas que enuncio a continuación leyeron parte (la mayoría, solo el capítulo primero) o todo el manuscrito de este ensayo antes de su publicación. Sus comentarios y sugerencias me fueron de gran ayuda. Quede constancia, así pues, de mi gratitud a todos estos amigos y amigas que nombro en orden alfabético: Olimpia Anchía Bustío, Carlos de Ayala Martínez, Olga Belmonte García, Eduardo Berché Moreno, José Manuel Caamaño López, Virgina Cagigal de Gregorio, Camino Cañón Loyes, José Luis de Castro, Josemi Colina, Miguel García-Baró, Isabel García-Gallo Peñuela, Manuel García Villasenín, Sheila Gómez Herrera, Juan Ramón Lacadena, Alejandro Martínez, Adoración Morales Fernández, Paula Merelo Romojaro, Belén Mendoza Zabala, Xosé Manuel Pensado Figueiras, Ricardo Pinilla Burgos, María José Rebollo Frías, Juancho Rivas Silva, Pedro Rodríguez Panizo, Raquel Romero Criado, Juan Rubio, Pedro Sánchez Martín, Antonio Sánchez Orantos, Elvira Santos Pena, Rocío Solla Sampedro, Andrés Torres Queiruga, Belén Urosa Sanz, Marisa Vidal Collazo, Engracia Vidal Estévez, Miguel Ramón Viguri, Gonzalo Villagrán Medina. Un agradecimiento singular merece, sin duda, el prólogo de Andrés Torres Queiruga, de quien tanto sigo aprendiendo. Antón Gómez González me puso en contacto con la editorial SEPT, que editó el libro en gallego. Agradezco a su director, José Francisco Domínguez Martínez, haber aceptado publicar este libro en esta editorial, cuyo compromiso con Galicia y la religión es tan meritorio como indiscutible.

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Enrique Sanz Giménez-Rico y Pedro Rodríguez Panizo me facilitaron el contacto con la editorial Sal Terrae. A Ramón Alfonso Díez Aragón, a Jesús García-Abril y a todo el equipo directivo de la editorial Sal Terrae les agradezco sinceramente sus sugerencias y correcciones y, por supuesto, la publicación de la edición castellana de este ensayo. A todos los nombrados y nombradas mi más sincera gratitud.

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Índice Portada Créditos Prólogo Introducción Capítulo 1: Todos buscamos al Absoluto. La razón religiosa y el trasfondo de lo finito 1. El misterio del mundo exterior 2. El misterio del mundo interior 3. La presencia de un «algo-infinito» a) El paraíso siempre lejano b) El mal siempre cercano c) El conocimiento y la búsqueda de la verdad d) La difícil lógica de la gratuidad e) La sombra de la tragedia 4. La pobreza, la miseria y la verdadera vocación 5. El enamoramiento y el amor 6. ¡Hasta cuando se os pase la tontería!

Capítulo 2: La búsqueda de Anselmo. La razón metafísica y el Único Necesario 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

Viajar en el tiempo Mundo y realidad: cambio y permanencia Oración metafísica: ¿lo más grande o lo insuperable? Intelecto y realidad Ser y existir La demostración de la existencia extramental La presencia de la idea de Dios en el ser humano

Capítulo 3: La búsqueda de Kant. La razón trascendental y las teofanías especulativas 1. 2. 3. 4.

El concepto de existencia Preliminares necesarios: conocimiento y metafísica Primer paso en la radiografía de la razón: espacio y tiempo Segundo paso en la radiografía de la razón: conceptos y principios 118

2 3 6 13 18 19 21 22 22 22 23 25 26 27 28 30

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5. Tercer paso en la radiografía de la razón: ilusiones y espejismos a) La cuestión de Dios y su problemática «existencia» b) Ser posible y ser real: concepto y objeto c) La «existencia» de Dios y sus dificultades d) La inversión de las pruebas de la «existencia» de Dios: teofanías especulativas

Capítulo 4: Buscar a Dios en todas las cosas. La razón teológica y la presencia de Dios 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

De nuevo la cuestión de Dios Trascendencia e intranscendencia Presencia y ausencia Presencia y ausencia en el espacio Presencia y ausencia en el tiempo Modos de presencia: externa, interna, envolvente El auténtico modo de presencia. Buscar y hallar a Dios en todas las cosas

Capítulo 5: Los artistas como buscadores del Absoluto. La razón estética y la fluidificación de la vida 1. La estética de Ortega en forma de prólogo 2. La esencia del arte y la primacía del yo ejecutivo 3. Condensar y fluidificar la vida 4. Intuiciones estéticas de Bergson: el narcisismo del yo 5. Una posible aplicación práctica: Antoni Tàpies y la presencia latente del Absoluto

Epílogo Agradecimientos

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