La Vida Sin Pixie TXT

March 31, 2017 | Author: Jorge Luis Rosales Macias | Category: N/A
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RUY XOCONOSTLE W.

LA VIDA

SIN

PIXIE EDICIÓN REDUX

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La vida sin Pixie Primera edición: septiembre, 2005 (Joaquín Mortiz, Planeta) Segunda edición (redux): abril, 2010 D. R. © 2010, Rodrigo Xoconostle Waye www.ruyxoconostle.com www.paiki.org Tal como se explica aquí, esta es una edición electrónica gratuita. Puedes enviar comentarios sobre la edición y el contenido de este libro electrónico a: [email protected]

Licenciado por Creative Commons Atribución-No comercial-No derivadas 2.5 México Eres libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra, bajo las condiciones siguientes: Atribución — Debes reconocer la autoría de la obra en los términos especificados por el propio autor o licenciante. No comercial — No puedes utilizar esta obra para fines comerciales. No Derivadas — No está permitido que alteres, transformes o generes una obra derivada a partir de esta obra. This work is licensed under the Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 2.5 Mexico License. To view a copy of this license, visit http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/mx/ or send a letter to Creative Commons, 171 Second Street, Suite 300, San Francisco, California, 94105, USA.

ISBN 968-27-0991-1 Publicado por Paiki en México en el año dos mil diez Foto de portada, “Elias the strange”: cortesía de Dana Albicker.

☞ Flickr. 2

RUY XOCONOSTLE W.

LA VIDA SIN

PIXIE EDICIÓN REDUX

Inicio | Índice

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Este libro no está dedicado a nadie en particular.

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Om Ganapati namah. Salutation to Ganesha. Saludo a Ganesha. El día en que el joven escritor corrige sus primeras pruebas, se siente orgulloso como un colegial que acaba de merecer su primera sífilis. –CHARLES BAUDELAIRE, Mi corazón al desnudo I’m all lost in the supermarket I can no longer shop happily I came in here for that special offer A guaranteed personality. —THE CLASH, Lost in the Supermarket

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DRAMATIS PERSONÆ [Índice]

HANK CANASTAKIS; el narrador LA SRA. CANASTAKIS; su madre CUKI PIRULAZAO; su mejor amigo CLAVIUS PIRULAZAO; hermano mayor de Cuki KAREN PIRULAZAO; hermana menor de Cuki ALO PIRULAZAO; hermano menor de Cuki MARPIS PIRULAZAO; hermana mayor de Cuki MADRE; madre de Cuki LA ABUELA FINNEGAN; madre de Madre MIDYET HALLIBURTON; esposa de Cuki SENADOR HALLIBURTON; padre de Midyet DRENDRO; primo perfecto de Midyet MARTINCILLO; esposo chistoso y primo político de Midyet COLE; paiki PIMP; paiki NAOMI; peluquero de Cuki PIFAS; perro de Cuki MILDRED; bartender en Flynn’s ROBIN SIMON; conductora del show del fido FLACA DE LA DIADEMA; asistente de Robin SRITA. TOPISTO; representante de Cuki Escena: Ramos Arizpe-Saltillo, Monterrey, Naucalpan y Las Vegas.

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[Índice]

Uno Clavius, Marpis, Cuki, Karen y Alonso. Los cinco Pirulazao, en fila, listos para la foto. Las niñas estaban disfrazadas con vestidos como merengues, con listones y tobilleras. Los niños, con shorts y suéteres abiertos y zapatos modelo “Exorcista” de Canadá. Clavius, Marpis, Cuki, Karen y Alonso. Los cinco Pirulazao odiando la idea de que les tomen una foto juntos. Ahora miren al fotógrafo, el ancho cuello de su camisa y la panza desbordada, agitando los brazos para formar la señal universal de “péguense, péguense”. Desde afuera de la escena, la Sra. Canastakis, mi madre, me abrazó con fuerza, me abrazó como sólo abrazan las madres solteras que sólo tuvieron un hijo. ¿No se ven adorables?, me dijo la Sra. Canastakis. Clavius, Marpis, Cuki, Karen y Alonso. Los cinco Pirulazao, en fila, listos para la foto. Yo habría dado todo por estar en esa foto. Pero nunca me pidieron que me metiera en la foto. 11

Hola, mi nombre es Hank Canastakis. Siempre quise ser un Pirulazao. La Sra. Canastakis me llevó a vivir a la calle de Lirios en 1975. Yo era sólo un bebé cuando el Sr. Canastakis se fue de la casa. La Sra. Canastakis le tiró un vaso de agua en la cara. Hasta donde sé, eso y coger fue lo único que hicieron juntos. La Sra. Canastakis se hizo amiga de las vecinas de la calle de Lirios. Las vecinas de la calle de Lirios eran: la Sra. Pirulazao, también conocida como Madre, la tía Grousy y la tía Casandra. Todas tenían maridos y todas vivían con ellos en la calle de Lirios. Todas menos la Sra. Canastakis, claro. ¿Nosotros también somos una familia?, le pregunté un día a la Sra. Canastakis. Claro que sí, me dijo. Tú y yo. No necesitamos ser más para ser una familia. Con excepción de las cuatro casas de las cuatro familias, la calle de Lirios era un panteón de terrenos vacíos. La leyenda urbana era la siguiente: un cabrón de la inmobiliaria había estafado a varios compradores para luego darse a la fuga a Vegas o a las Caimán. Los buenos folks que le habían entregado a este bastardo sus ahorros con tal de hacerse de una propiedad en la calle de Lirios, “un buen lugar para criar críos”, según los folletines de ventas, perdieron todo y luego el Gomierdo confiscó los predios por alguna zurrada legal. A la fecha es un misterio por qué aquel cabrón no le hizo la misma mamada a los cuatro colonos originales. 12

El dueño original de la casa en la que vivíamos nunca la ocupó. Puso un anuncio en el periódico Ecos, la Sra. Canastakis lo vio, le llamó y se la rentó. Y así fue como nos hicimos vecinos de los Pirulazao. Este es el momento de la película retro, granulada y muda, en el que las cuatro familias saludamos a la cámara y nos vemos participando en un convite masivo: la carne asada, las Wagoneer estacionadas al fondo, las mesas con refresco Squirt y vasos de plástico y sillas de tronco rebanado y platos con pastel detresleches a la mitad y yo con una playera manga tres cuartos, verde, de los Green Bay Packers, el pelo lacio y como si lo hubieran cortado con una bacinica, abrazando a Karen. Los años felices. Pausa. Esto es todo lo que necesitan saber sobre la tía Grousy: la tía Grousy era una española que venía de España, güereja y pistoja. Había tenido una educación equivalente a la de un albañil, y también comía sardinas con judías porque el sueldo no le daba para más. Antes de ser la tía Grousy, trabajaba como la secretaria del gerente de un banco madrileño. Usaba faldas pegadas ligeramente arriba de la rodilla, y un dorado chongo a-go go coronaba su gulivera. Estaba bien buena. En una bizarra coincidencia a la que la Sra. Canastakis años más tarde se referiría con el pedorro nombre de “karma”, Ósmon Pirulazao, prometido de la Yuli Pereira Ikos, su novia y amor desde la preparatoria, y en aquellos tiempos un simple ejecutivo joven de la General Electric, hizo un rutinario viaje de tra13

bajo a España, pero regresó con un nuevo amor: allá en Madrid conoció a la que sería la tía Grousy y le metió su verga tepaneca hasta las amígdalas. Nueve meses después la trajo de este lado del Atlántico y contrajo nupcias con ella. Acomplejado pero feliz por haberse “amarrado” (así decía él, actuando las comillas con los dedos) a una güereja española y cumplir el viejo adagio de la familia, a saber, “mejorar la raza”, a Ósmon Pirulazao no le importó en lo más mínimo, como se habrán dado cuenta, romper el corazón de su novia de juventud. Tuvieron dos hijos (a “la parejita”) y llegaron a vivir a la calle de Lirios. Curiosamente, la Yuli Pereira Ikos, quien nunca llegó a ser la tía Yuli, se mudaría a Circuito de las Flores a una distancia de la calle de Lirios no mayor a una caminata de diez minutos, a un lado de un río de mierda y orines. En esa casa vivía, toda despechada, con un vendedor de autos usados. Y hasta ahí la historia de la Yuli Pereira Ikos. No voy a decir nada más de ella. Los primos de Cuki, es decir, los hijos de Ósmon y Grousy Pirulazao, eran y siguen siendo unos pendejos. La “niña” terminó la carrera de odontología a los treinta años luego de dropear otras tres facultades, y a la fecha atiende en un consultorio de cagada que su papá le puso en Circuito Historiadores. El “niño” nunca terminó la escuela, es adicto a las benzodiacepinas y las consume como M&M’s. Los dos siempre me cagaron. Solía verlos cuando pasábamos Navidad en casa de Madre, lo cual se repetía todos los años. La costumbre, por suerte, se fue perdiendo con el tiempo. 14

La tía Grousy vivió con el tío Ósmon en la calle de Lirios hasta que un cáncer le devoró la matriz en tiempo récord. Algunos años más tarde, cuando por sorpresa el propio y privado corazón de Ignacio Pirulazao también conocido como Padre fallara, el tío Ósmon aprovechó su ausencia en el planeta Tierra para casarse con Madre, lo cual provocó una fúrica oleada de indignación hamletesca, sobre todo por parte del hijo menor, Alonso o Alo. El tío Ósmon y Madre siguen juntos. Pausa. Esto es todo lo que necesitan saber de la tía Casandra: la tía Casandra se casó con Andoni Pirulazao en la misma iglesia que Padre y Madre, pero en su boda no nevó. Andoni Pirulazao era el mayor de los Pirulazao; no tenía la guapura física de Ósmon, ni la chispa de Ignacio, pero sí era el más cerebral. El listillo, pues. Andoni Pirulazao veía por su futuro, lo cual resultó irónico, pronto entenderán por qué, y había jurado en algún momento de su juventud que lucharía hasta la muerte por evitarse la pena de “ser pobre”. Así es que cortejó a una mujer de la alta zoociedad, que a la postre sería la tía Casandra. Por supuesto, como casi siempre sucede con estas cosas, la tía Casandra era fea y poco deseable, pero la dote equilibraba el trato de llevarse al chango inmundo a casa. Y de ese modo se unieron en nupcias Andoni Pirulazao y la tía Casandra. Ahora bien, la ironía de que Andoni Pirulazao viera por su futuro no es gratuita: la tía Casandra, nariz de bulbo, largos huesos, espalda ancha y 15

piel lechosa —que contrastaba con sus pelos lacios de Morticia—, cargaba encima una maldición que le echó una india kikapú en medio de alguna caravana desértica años atrás: anticipar los eventos futuros con sueños premonitorios. Aquellos sueños no eran simbólicos sino perfectamente directos, objetivos y legibles. Como recibir por e-mail tu agenda para los próximos cinco años. Por lo menos una vez a la semana la tía Casandra soñaba un sueño en el que veía, en primera fila, una película de tal o cual acontecimiento de gente cercana, y en ocasiones de parroquianos que ni siquiera conocía. No bastando con que aquello fuera lo suficientemente aterrador como para perder la razón, jamás le creyeron una sola palabra de lo que vio en sueños. Aunque fuera la verdad, aunque los acontecimientos anticipados se confirmaran con la crudeza de los hechos, nunca, jamás nadie le hizo caso a la tía Casandra. Varias tragedias se habrían evitado, si tan sólo la hubieran escuchado: imaginen, por ejemplo, una Navidad nevada, y Madre sentada en un tocador, arreglándose para su boda, y la tía Casandra a un lado, diciéndole con lágrimas en los ojos que había soñado que con el paso de los años Padre la iba a engañar y robar, y que casi la iba a destruir. Pero Madre no le prestó atención. Estaba demasiado ocupada con su propio y privado acto de escapismo. A pesar de todo, el tío Andoni floreció con la tía Casandra. Ellos fueron los primeros en llegar a la calle de Lirios, casi dos años antes que el tío Ósmon y la tía Grousy. Varios éxitos financieros después, y con dos 16

niños a bordo (dos hombres, ellos no pudieron armarse el sketch de “la parejita”), se mudaron a un caserón en el country, convirtiéndose en el modelo a seguir por las familias que se quedaron atrás. Un 17 de abril, según parece, el tío Andoni orquestó un comelitón para inaugurar su nueva propiedad. Recuerdo perfectamente la cara alcohólica de Padre y el cansancio de Madre cargando con sus cinco hijos y la envidia del tío Ósmon y la tía Grousy y la honesta felicidad de la Sra. Canastakis, dando vueltas por el living, sobando el paño de los muebles y arreglándose sus hermosas pestañas en el espejo del recibidor, soñando, una vez más, con el día en que ella y yo dejáramos de pagar renta y tuviéramos nuestra propia casa. El primogénito del tío Andoni se apachurró dos vértebras en un accidente de motocicleta y nunca más volvió a caminar. Su otro hijo padecía de uno de esas estúpidas enfermedades de falta de atención, cosa que se agudizó cuando salió al aire el canal de videos musicales. Nunca terminó la escuela primaria, y parecía un costal de huesos y vísceras ambulante, sin alma, caminando o sentado, mudo, sin nada que decir u opinar. Sumen estos hechos a las visitas oníricas, y el resultado fue una tía Casandra consumiendo fármacos potentes como Tic-Tacs. Ahora imagínenme, morro y escuálido, abriendo y cerrando puertas del portento de mansión del tío Andoni en el country, y viéndome a mí mismo en una amplia recámara con una cama king size de sábanas de satín fiucsa, y una carcajada patética llamándome desde una esquina, y yo aproximán17

dome y hallando a la tía Casandra, tirada junto a la cama, en bata de seda, el buró retacado de pastillas, volteándome a ver con los ojos perdidos y dilatados, llamándome y riendo, llamándome y riendo. ¿Se siente bien? Un silencio, y luego: No. Y ahí mismo, con la sonrisa desencajada, la tía Casandra me dijo que la Sra. Canastakis moriría, dejándome solo, y que un día yo traicionaría a mi mejor amigo. Aterrorizado, huí. Pausa. Clavius, Marpis, Cuki, Karen, Alonso. Los cinco Pirulazao, en fila, para la foto. Clavius, el mayor, era el consentido y estaba completamente echado a perder. Él se llevaba la mitad de la atención de Padre y Madre. Marpis nunca fue “la princesa” de papi ni la confidente de mami. Karen maduró por su cuenta, mirando compulsivamente el fido y secreteándose con sus amigas del colegio y fajándose con chicos en autos estacionados en las callejas junto al Cine Apolo. Yo la amaba en secreto y en silencio, obsesión que parecía compartir con Alonso o Alo, el menor de los Pirulazao, quien parecía estar metido en su propio y privado planeta veinticuatro por siete, leyendo cómics y conversando con su amigo imaginario. Hola, mi nombre es Hank Canastakis. Siempre quise ser un Pirulazao. 18

Cuki y yo éramos los mejores amigos. Pasamos los años jugando videojuegos y lanzándonos el balón de futbol americano en el jardín estilo californiano y masturbándonos con el póster de Farrah en bici pegado en la pared. Ea ea, a ver quién se viene primero. Recuerdo eso y los picnics y las navidades y los largos veranos formados en el cinematógrafo y a la cachetona Karen, que aún no era la que sería, caminando por la casa con una jarra de Kool-Aid, haciendo lo que Madre nunca hizo: llamarnos a la mesa para comer. Pausa. Esto es todo lo que necesitan saber de la Sra. Canastakis: la Sra. Canastakis pasaba todos los días sola, sentada bajo una sombrilla a un lado de la carretera, leyendo Impacto y Tele Guía y fumando cancros baratos. Vendía casas. De vez en cuando se cruzaba un cliente interesado, y quizá alguna vez logró cerrar una venta. La mayor parte del tiempo sólo entregaba trípticos a familias que viajaban en vanettes y que nunca más volvería a ver. Nunca tuvimos dinero. Nunca vi que la Sra. Canastakis cambiara de auto o propusiera unas vacaciones. El fridge era una cosa flaca que la mayor parte del tiempo servía sólo para almacenar cancros y vasines de yogur con fecha de caducidad de 1851. Todos los domingos comíamos pollos de Río y en Navidad los únicos regalos que traia Santa Clos eran los que me compraban los Pirulazao. La Sra. Canastakis, sin embargo, tenía algo especial, un aura, un pedigrí. Era nuestra propia y privada Grace Kelly. 19

Con la Sra. Canastakis fingiendo vender casas, yo pasaba la mayor parte del tiempo en casa de los Pirulazao. Al menos hasta que la tía Casandra murió. Fue entonces cuando el tío Andoni puso a la venta el caserón del country, ubicado en la calle de San Diego de los Padres. Madre se lo compró. El día que los Pirulazao se mudaron no me moví un segundo de su lado. Ayudé a sellar y cargar cajas. Aquel camión de mudanzas se llevaba mucho más que cosas. En algún momento, me arrojé hacia Cuki, lo abracé y le dije: Cómo quisiera ser un Pirulazao. Y me eché a llorar. Quería autoempacarme en una caja de corrugado y montarme en el camión de mudanzas y que me llevaran lejos de ahí y nunca más volver a la calle de Lirios. Lo que fuera, menos quedarme. Solo. Cuki se despegó y me miró con una sonrisa. Me dijo: Yo no. Teníamos catorce años. La gente suele decir que en su familia todos son locos e idiotas, y los Pirulazao no eran la excepción. Pero, sobre todo, parecían odiar la idea de tener que vivir juntos. La idea de ser “familiares”. Clavius se casó con Debbie Jay y terminó divorciándose. Marpis se casó con Danilo y terminó divorciándose. Cuki se casó con Midyet y terminó divorciándose. Alonso o Alo se casó con una modelo de pasarela y terminó divorciándose. Cuando eso sucedió nadie le decía más Alonso o Alo, sino Sonny. 20

De Karen no voy a decir más. No ahora. Dicen que por más que corras lejos, los errores de tu familia siempre te alcanzarán. Siempre te alcanzarán tus hermanos disfuncionales y tus padres disfuncionales. Yo corrí detrás de los Pirulazao. Y no me refiero sólo al hecho concreto de un niño de pelos ochenteros persiguiendo un camión de mudanzas por la calle: aunque ya no estaban cerca, pasaba todo el tiempo en casa de San Diego de los Padres, con Cuki. Los juegos de la infancia dieron paso a las tardes de marihuana y cerveza y videojuegos en su casa o en un antro de máquinas tragamonedas, Flynn’s. Estudiamos juntos la preparatoria y la universidad (yo, becado) y lo vi irse a vivir a Saltillo. Un mal día, todas esas cajetillas que fumó la Sra. Canastakis a un lado de la carretera, vendiendo casas, vinieron a cobrarle de golpe la factura. En unos meses los alveólos de sus pulmones ya no podían oxigenarse. La predicción de la tía Casandra se había cumplido. Un mal día, amanecí solo en una casa cuya renta no podía pagar. Madre cubrió los gastos de la cremación de la Sra. Canastakis. Sentado en la sala de espera de la funeraria, disfrazado con un traje negro prestado y con las cenizas de la Sra. Canastakis en las manos, caí en cuenta de que era un paiki. No había hecho absolutamente nada con mi vida. Nada más que jugar videojuegos y fumar marihuana y tomar cerveza. Y pronto tendría que desalojar la casa de la calle de Lirios. 21

Pero mi corazón se alegró. Aquella era una excelente oportunidad para que Madre finalmente me adoptara. Al fin podría ser un Pirulazao. O eso pensaba. Así es que fui a visitarla. Ella tenía otros planes. Me dijo que Cuki se había ido a vivir al Norte, y que estaba solo y triste. Por la lejanía, por su nuevo empleo, por la nostalgia, por lo que fuera: mi compañía le haría bien. Así es que me notificó que ella financiaría mi estancia con Cuki allá. Y así fue como llegué a vivir con él al departamento de Melrose. Al principio, volvimos a ser los mismos paikis de Naucalpan, los que pasaban la tarde entera tomando cerveza y sorprendiendo a todos con nuestras suertes en las máquinas tragamonedas de Flynn’s. Después conoció a Midyet. Se casó y yo regresé, contra mi voluntad, a Naucalpan. Me adoptó el dueño de Flynn’s. Dos años más tarde él también regresó. Sin trabajo, sin perro y sin esposa. Lo vi en una reunión anual de ex alumnos. Me dijo lo siguiente, palabras más, palabras menos: “Nunca estuve embarazado. Boink. No pude llegar a ser vicepresidente de La Compañía antes de los treinta. Boink. Perdí mi empleo por huevón y pasar los días en el cine y las noches en un grocerí. Me odio. Soy un perdedor de mierda. Me caga encontrarme conmigo en todos lados. Me hace vomitar. Soy una puta rastrera que tiene la vagina en la cara y la cara en la vagina. Me comía la mierda de mi jefe. Mamaba vergas por un aumento del dos por ciento. Pixie nunca existió. Boink. Sólo fue un producto de mi imagina22

ción. Midyet era Pixie y Pixie era Midyet. Pifas murió atropellado. Midyet y yo nos destruimos hasta convertir nuestro amor en un xodido Chernobyl. Y ahora he vuelto a Naucalpan a vivir a casa de Madre. De nuevo tengo el pelo largo, paso los días en pants y tenis y dedico mi vida a ver el fido y jugar videojuegos y embrutecerme con la vieja y estarria Miller High Life. Me convertí en un paiki y creo que me siento orgulloso de ello. Estoy escribiendo un libro sobre mi infierno personal con la hija del senador Halliburton. Una editorial está interesada en publicarlo. Dicen que sería un ‘escándalo’. De vez en cuando pienso en Midyet y si alguna vez la volveré a ver”. Y lo último me hizo recordar que puedes haber terminado con tu pasado, pero que tu pasado no ha terminado contigo.

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Dos Era 1999 y estábamos fiesteando como si fuera 1999. Cerré el fridge y miré, de reojo, al grupo de perfectos desconocidos que jugaban Dungeons & Dragons y fumaban base en el comedor. Intercalaban el pase de cucharas y encendedores con el de los dados rodando por el tablero. Un cuarteto de ptitsas, amigas de los dragonitas, supuse, danzaban en la sala, completamente drogadas, al ritmo de “Fire” de Hendrix. Así es que no fue difícil que me pegaran la tonadita y saliera, dando brinquitos ridículos, al área de la piscina comunal en la privada de Melrose, donde un atajo de bábers jugaba la última versión de Madden en la consola de Sony con fidos atachados por extensiones desde el departamento. Coronaba la escena el olor de la carne asada, los ríos de cerveza y las toneladas de ptitsas buenísimas que se taneaban en tanguitas bajo el desértico sol saltillense. Conversaban absolutamente de nada y reían desaforadamente. Sólo abandonaban sus tumbonas para esnifar perico en el baño. Imaginé 25

que me cogía a una de ellas, una morena, bajo la escalera y en el estacionamiento de visitas y sobre el desayunador empotrado a la cocina integral. En mi imaginación se venía de pocamadre. A las cinco de la mañana sólo quedaban en pie dos tipos que discutían bizantinamente sobre el inesperado hecho de que Neo pudiera detener balas adentro de la Matrix. En la piscina había un veco dormido en la cama flotona. Y Cuki y yo, sentados en el sillón tailandés o japonés que miermano se compró para sentirse una mejor persona, no hablábamos de nada. Hendrix ya no sonaba en el estéreo. Nada de nada, sólo un silencio incómodo, ustedes saben. Tramposamente, me tiré un pedo. Cuki lo olió en silencio. Antes eso lo hacía reír. Ahora, nada parecía funcionar. Miermano se sentía solo, intermitentemente melancólico y aburrido. Vale verga, dijo Cuki. Déjala ir, muchacho, le dije. Su caso era difícil. Cuando llegué a Saltillo, dos años atrás, encontré a Cuki convertido en un báber, un veco obsesionado con la popularidad que era capaz de tirar la casa por la ventana con tal de tener a doscientos pelmazos llenando su estancia. Drogas, alcohol, rocanrol, videojuegos, lo de siempre. Pero su decadencia había empezado, yo lo sé, cuando conoció a la mujer. Un día amaneció sin gulivera. Y eso no es bueno, nada bueno. Pues una cosa es que se te meta una fulana en la gulivera, y otra que pierdas la gulivera por una fulana. Cuki empezó por lo segundo. Tss. 26

Pero me estoy adelantando. Antes de que apareciera la mujer, Cuki me llevaba en su patético Audi por las calles de Abasolo y PérezTreviño para asustar a las prostitutas con una réplica de la Steyr-Mannlicher de Harrison Ford en Blade Runner que se había comprado en eBay. Cualquiera podría pensar que la gracia consistía en imitar a un asesino en serie, pero no, eso no le interesaba a Cuki. Él fingía ser Deckard retirando portapieles. Luego empezó con su mamada de conocer ptitsas. Y no en plan de te pago y vienes a mi casa a chupármela (pues de ese modo hasta yo saldría bien librado, y vaya que soy un paiki feo). No, Cuki quería conocerlas por los canales adecuados, por el camino de la rectitud. Así es que conoció a muchas. Salió con varias, de hecho. Puras chicas de zoociedad, pero con ideas liberales. Una estaba insatisfecha con su empleo y quería irse a Europa a perseguir un posgrado. Otra le advirtió que estaba casada con su trabajo. Otra era una ejecutiva que se la pasaba viajando y tomando café. La última con la que deiteó pretendía ser periodista. Después de una patética velada, esperando el Audi en el valet parking, Cuki le dijo “eres más aburrida que la mierda que cago a diario” y luego “eres la perra más superficial, fea y pendeja que he conocido en mi vida” y luego “prefiero leer la Sección Amarilla que estar contigo” y finalmente 27

“¡Boink!” Así es que volvimos a las madrugadas de rondín, a pasearnos en el Audi, algunas putas corriendo apanicadas, otras llamando desesperadamente a sus chulos. It’s too bad she won’t live, recitaba Cuki a ciento treinta kilómetros por hora mientras tomaba otra Miller High Life que yo le proporcionaba desde el asiento del copiloto. But then again, who does? Miermano estaba aburrido. Corte a: lunes, Cuki se para en el trabajo de chancletas y bermudas, pelos desaliñados, más shaggys de lo normal, y una cara de los mil caraxos. Vómito de Cerdo, su jefe, lo llama a su oficina y, con la dura mirada del déspota ilustrado, le dice: Cabrón, ¿qué chingados es esto? ¡Pareces un descamisado! Y que me lo manda de regreso a casa. ¡Y descuéntenle el día de paso! Corte a: Cuki sentado en el futón tailandés o japonés, junto a su apasionado y vehemente narrador, tarareando Purple Rain. El fido apagado. Sin energía eléctrica. Cero. Los recipientes cartonosos de comida china vacíos, tirados en el piso. Botellas secas. Recogí una caja de pizza. Estaba a la mitad. Y retacada de hongos. Cuki vio aquello. Susurró: 28

¿Te había dicho que a maese Iwatani se le ocurrió Pac-Man tras ver una pizza a la que le había arrancado ya un triangulillo? Plas. Dejé caer la caja. ¿No quieres ir a lo de Jumpman?, propuse. Para que te distraigas. Cuki ya estaba obsesionado con la mujer. No quería hacer nada. Así es que seguimos viendo el fido. Muerto. Para un paiki no hay nada peor que se haya ido la luz. Entonces, sonó el teléfono. Los de la compañía telefónica siempre se pitorrean de los de la compañía eléctrica. Aunque no haya luz, ellos sí funcionan. ¿Bueno? Horrorizado, le pasé el auricular a Cuki. Es para ti. ¿Si? Una pausa. ¡Voy para allá! En efecto, era la mujer. Midyet. Perra loca. Ahora imaginen a Cuki, quince minutos después, con jeans, tenis y una playera con el logo de Atari. Tienes que venir, me dijo. ¿Por qué?, pregunté. No puedo hacerlo sin ti, miermano. Okey… Y levanté el culo y lo acompañé. Quizá una extraña compasión se apoderó de mí. Quizá no quería que hi29

ciera otra pendejada. Quizá Midyet y Cuki padecían dos o tres enfermedades de la gulivera y estaban más locos que una cabra con hormonas hiperactivas. Y me sentía con la obligación moral de cuidarlos. Montados en el Audi, le dije: La perra está loca. Sólo le salen serpientes de la boca. Me gustan las locas, dijo Cuki. Dieciocho años viviendo con Madre me abrieron el apetito. Boink. Pero esta perra en verdad está xodida de la gulivera, insistí. Espero que lleves suficiente Thorazine, Clozaril y Fluanxol. Seré como una montaña de ladrillos, dijo Cuki, ido. ¿Sabes? La amo diez veces más que cuando llamó. Es una serpiente. Nada que digas me hará cambiar de opinión. Tich, ¿cómo sabes que no viene a mandarte por el culo? En cuanto llegue, le hablaré como es debido, respondió como si yo no estuviera ahí. Que empieza a dar de gritos, le diré que su voz es como la del ruiseñor. Que frunce el ceño, le diré que su cara es tan tersa como los parquímetros empapados del rocío de la mañana. Que se empeña en permanecer muda, alabaré su incomparable elocuencia. Que me pide que me largue de su vida, le agradeceré por quererme tener a su lado día y noche. Que se niega a casarse conmigo, le preguntaré qué día hay que presentarse con el superieure e imprimir las invitaciones. Llegamos. Midyet apareció cinco minutos después. Vestía de rosa. 30

Pero, de nuevo, me estoy adelantando. Esta es la verdadera historia de cómo se conocieron Cuki y Midyet. Fue en una fiesta, en el verano de 1998. Una gala. El tipo de sofisticado bacanal en el que debajo de cada cenicero hay chelovecos con esmoquin hablando mamadas a los gritos y sosteniendo puros. Parecía una copia mierdera de la fiesta del Hotel Overlook que alucina Jack en The Shining. En los baños podías escuchar a los bábers pingarse a las cigarreras. Podías escuchar los “ah ah” y los “uh uh“. En cierto momento, entré a mear y de una de las puertas de los escusados, con un semblante histérico, apareció ésta tetona espeluznante de top y minifalda de espandex, cargando su caja con cancros. Se había metido cocaína hasta el culo. Poco después salió el báber, sintiéndose la gran cagada. Me guiñó un ojo y procedió a enjuagarse las manos y echarse agua en el pelo engelado. En los lavabos, el Delbert Grady de aquel baño se limitó a lanzarme una mirada tétrica. La Compañía daba la fiesta. Un ejército de tetonas se paseaba por el salón sosteniendo charolas retacadas de frutas exóticas y cocteles elaborados. En los lounges VIP las mesas de vidrio y metal estaban listas para los arrancones de perico, y en los sillones warholianos las putanas masajistas aguardaban a los clientes potenciales. Fidos de quince metros de altura mostraban a toda potencia imágenes de lava multicolor saltando de un lado a otro, como si se tratara de un screen saver gigante. Elefantes y camellos, es decir, 31

auténticos elefantes y camellos, trasladaban a los invitados del servicio de valet parking a sus mesas, y las barras cantineras de neón atendían frenéticamente a los mil y tantos gorrones. Una banda de covers amenizaba con rayos láser y hielo seco, y tocaban “Modern Love” de Bowie. En medio del ruidero, Cuki me recordó que Nolan Bushnell era como su guru. Nuestro guru. El paiki original. El Adán de todos los paikis. Miermano Cuki y yo estábamos en éste improvisado lounge árabe, disfrazados con ridículos esmoquines (¡yeah, un paiki en esmoquin!), moño estridente y aparatoso, ligeramente desfajados, los sacos tirados a un lado y los tirantes a la altura de los muslos. Acostado en un montón de cojines de satín rojo, observaba cómo una tetona, en el mejor de los estilos caligulescos, le ponía uvas en la boca a Cuki. Un gafete VIP colgaba del pecho de miermano. De su muñeca, un Rolex Daytona, el mismo que empeñó Nicolas Cage en Leaving Las Vegas. Ptitsa es mujer, dije, mirando con los ojos semicerrados el fido gigante con la lava technicolor. Pe-tit-sa, repitió Cuki, con otra uva en la boca. Cheloveco es hombre. Che-lo-ve-co… Aquella era la clase semanal de nadsat de Cuki. Yo era su sensei, claro. ¿Cómo digo ojos? Glasos. ¿Cómo digo tetas? Grudas. 32

Cuki era un postpuberto de veinticinco años, un inmaduro zoquete de dos décadas y media, un báber, un insensato y un palurdo. Se comía o creía comerse el mundo a puños. El pelo de Shaggy le cubría parcialmente las orejas, y un cancro de los del camello (que me gustan por su sabor) descansaba en sus dedos. Mis glasos se pierden en tus grudas, le dijo Cuki a la tetona entre uva y uva, y la golfa rió artificialmente. En el fido gigante aparecieron imágenes de juegos retro: Missile Command, Pac-Man, Centipede, Space Invaders, Defender, Galaxian, Dig Dug. En algún momento, declamó Cuki en un tono nostálgico, alguien dijo que Nolan Bushnell era el tipo más inteligente sobre la faz de la Tierra. Paralelamente, uno de sus amigos dijo que su rango de atención era similar al del Golden Retriever. La tetona rió artificialmente. De nuevo. Cuki se levantó de súbito. ¿Me estás escuchando?, tomó su saco y sacó la cartera. Extrajo un billete de veinte dólares, que la tetona miró con pánico. Toma, pendeja. Ve y cómprate un cerebro. Y movimos la cortina de bambú y salimos de ahí. Nos encontrábamos en un mezzanine, en una suerte de terraza. Desde ahí podía verse la infame y grandiosa orgifiesta. La banda de covers amenizaba en el escenario con sus fracs azul cielo y sus pantalones a cuadros. Las bocinas parecían estallar. Una multitud de parroquianos bailaba sangoloteando los brazos de un lado a otro, las luces tintineaban, el neón vomitaba 33

explosiones de color en los rincones, y los elefantes, mudos y majestuosos, caminaban entre mesas y bailadores, llevando y trayendo invitados. Una gran caca. Plaf. Cuki y yo caminamos por el jején, rodeando el excremento paquidérmico y fajándonos un poco las camisas. Miermano detuvo a otra tetona y le arrancó un coctel azuloso. Errantes, caminamos hasta hallar una de las barras de neón y ahí nos estacionamos. Sonrisas de complicidad. Ah, la vida era simple. Ah, la vida era temeraria. Ah, la vida era como una laaaaaarga canción de Blur. La banda de covers cambió de melodía: Love in the nineties is paranoid. Frente a nosotros, un fido. En él aparecía Ray Kassar, convertido en una imitación barata de Max Headroom, repitiendo una y otra vez que aquel día era su cumpleaños. Maldito homosexual. Cuki le tiró una trompetilla. Luego pidió dos Jack D. Y encendió un cancro. Me convidó de su cajetilla. Ah. La vida era buena. Aún dejaban fumar en interiores. ¡Salud! 34

Chocamos vasos. Y entonces: en el otro lado de la barra, una de esas horribles coincidencias que tardan diez, veinte, treinta años en llegar a ti. Alguien que siempre fue un rostro en la multitud, un “otro” que formaba esa masa de “otros” en tu vida, formado en la fila del banco, en el auto contiguo en el tráfico, dos filas adelante de ti en el cinematógrafo. Un “otro” que deja de serlo en el momento en el que se convierte en esa mujer que te está mirando del otro lado de la barra. Creo que te buscan, le dije a Cuki. Cuki me miró con interés. Luego a ella. Así pasó unos segundos, hasta que le gritoneó, desde su lugar: ¡Hola! Ella sonrió, elevó su vaso y regresó el cumplido: ¡Hola! Y ahí estaba ella, del otro lado de la barra. Con sus redondos ojos cafés. Con su nariz respingada. Con su cuello de ganso. La mujercilla le sonrió de nuevo. Cuki le devolvió la sonrisa. Doce segundos después, ella estaba sentada junto a nosotros. Se sonrieron una vez más. El nombre es Cuki, dijo él. El nombre es Midyet, dijo ella. ¿Midyet… como en enano?, dijo él. ¿Cuki… como en galleta?, dijo ella. Correcto mondo, Cuki le guiñó un ojo. Boink. Luego se dieron la mano y se dijeron “mucho gusto”. 35

Aquello fue amor a primera vista. Yo lo sé. Inexplicablemente, la banda de covers cambió a “Drive” de The Cars. Nolan Bushnell, comenzó un ebrio Cuki. ¿Sabes quién es él? ¿El inventor del Pong? Correcto mondo, Cuki giró su Jack D. en el aire y salpicó un poco a su alrededor. En algún momento, alguien dijo que Nolan era el tipo más inteligente sobre la faz de la Tierra. Paralelamente, un amigo cercano a él declaró que tiene un rango de atención similar al del Golden Retriever. Midyet no externó ninguna expresión facial. Sólo farfulló: Me imagino que lo último es requisito para dedicarse a los videojuegos. ¿Cómo fue eso? Que me imagino que lo último es requisito para dedicarse a los videojuegos. ¿No te gustan los videojuegos? ¿No es obvio? ¿Qué haces aquí entonces? ¿Tú qué crees? ¿Siempre respondes a una pregunta con otra pregunta? ¿No lo sé, y tú? Risitas y la banda cambiando a “Heaven Must Be Missing An Angel”. ¿Qué haces aquí?, interrogó Midyet. 36

Trabajando, Cuki dijo lo último mientras sacaba la lengua como Joaquin Phoenix en Gladiator. Boink. En esos años, Cuki repetía constantemente la palabra “boink”. Pero nunca supe qué significaba o con qué patrón u objetivo lo hacía. Supongo que trabajas para La Compañía, afirmó Midyet, señalando el gafete. Ajá. ¿Y tienes bien puesta la camiseta? Me tratan como rey. Y yo los trato igual. Es un buen acuerdo, remató Cuki con eructo. Sí, eres una pieza de arte, dijo Midyet, agitando el aire frente a su cara. No, tú eres una pieza de arte. ¡Gracias! Eso fue lindo. Cuki y Midyet, como todos sabemos, terminarían juntos. Y luego separados. ¿Por qué no me acompañas afuera?, preguntó Cuki. ¿Afuera? Sí, afuera, le guiñó un ojo. Boink. ¿Para qué? Para… ¡tú acompáñame! Okey. Boink, Cuki me vio y me hizo una seña. Ven, tich, vamos. ¿Y quién eres tú?, me preguntó Midyet. Le dije quién era y ella se conformó con la respuesta. Así es que Cuki nos tomó a mí y a Midyet de la mano y nos llevó por entre las mesas y los invitados y 37

los elefantes y las piscinas y los beodos y las tetonas vendedoras de cancros. Dimos vuelta donde una puerta trasera, hasta la cocina y más allá. Salimos hacia un patiecillo que daba a un estacionamiento desolado. Y oscuro. ¿Qué hacemos aquí?, preguntó Midyet, cubriéndose los brazos, desnuditos gracias a su horripilante vestido de noche. Cuki sacó una cucharita de oro del interior de su saco, y una bolsilla de plástico engrapada. Puso el perico en la cuchara y esnifó. Para esto, echó la gulivera para atrás, sorbiendo con un poco de problemas. ¿No era obvio? ¿Para ti era obvio?, me preguntó. Sí, para mí era obvio, respondí, francamente aburrido. Boink, Cuki le ofreció la cuchara a la ptitsa. ¿Tú dónde trabajas? En una consultoría de información, Midyet tomó la cuchara. Ah, Cuki sirvió una pizca de polvo. ¿Lista? Yep. Midyet esnifó. Echó en turno la gulivera para atrás y trastabilló un poco. Épale. Está cool, se estrujó la nariz, entrecerrando los ojos. De dónde es, tú. De Deep Ellum. Ah. 38

Hay como cien dilers. Es más fácil conseguir esta cagada que café. Ja. Eres preciosa, caraxo, exclamó Cuki. Lo mejor de esta fiesta, ¡boink! ¡Gracias! Tienes una belleza clásica. ¿Te lo habían dicho? Me han dicho cosas peores. Deveras me gustaría salir contigo, Cuki volvió a esnifar y en ese momento encontró a Midyet de nuevo frotándose los brazos. Perdón, ¿quieres mi saco? Sí, gracias, Midyet se lo puso y me volteó a ver. ¿Tú no quieres? ¿El saco? No, tontis. Lo otro. Duh. No, gracias. Sólo fumo mota. Ah. Cuki, con camisa de mancuernillas y tirantes, se sobó las manos. Soltó una frase prefabricada: Hace frío. Para ser Monterrey. Y en verano. Ajá, dijo Midyet, poco interesada en el clima. ¿Decías? ¿Qué? ¿Qué decías antes? Ah. Que deveras me gustaría salir contigo. ¿Y por qué? ¿Además de tu belleza clásica? Además de eso. Porque creo que este asunto va a acabar bien. ¿Tienes cancros? 39

Sí, Cuki le pasó uno y lo encendió. Tienes bastante confianza en ti mismo, dijo Midyet, toda coquetita, luego de inhalar el humo. ¡Boink!, Cuki fumó, René Casados dice que siempre sonrías y la fuerza estará contigo, pero yo tengo una mejor. A ver, deslúmbrame. “La segunda mejor función de los labios es sonreír.” ¿De dónde salió eso? Es una frase prefabricada, intervine. Las compra en Home Depot. A tres noventa y nueve la caja con cinco. ¿Se supone que eso fue un chiste?, preguntó Midyet. No, dijo Cuki. Es cierto. Boink. Riendo, Midyet se acercó a Cuki y le regaló un abrazo. A lo lejos sonaba una música cadenciosa. Se quedaron unos cuantos segundos así, abrazados. Y yo ahí, mierda. Busqué mis propios cancros. No tenía. Así es que me hice pendejo. No sabía dónde poner las manos. Las coloqué debajo de las axilas. Corte a: Cuki y yo, sentados en la terraza del departamento de Melrose, fumando un porro y mirando la Luna. ¿De dónde salió eso? ¿Qué? Lo del abrazo. Ah, pues… se me antojó. Qué mamada. 40

Si llego a ser vicepresidente antes de los treinta, voy a instituir quince minutos diarios de abrazos en la oficina. Eso se lo dijo Cuki a Midyet cuando se despegaron. Y remató así: Y tú vas a tener que ir a darme uno o dos. Caraxo, eres preciosa, ¡boink! Midyet le echó ojos querendones. Y le sonrió de nuevo. Un parroquiano se asomó por la puerta. ¿Maese Pirulazao? ¿Si? Tiene llamada. Cuki se quedó mirando al piso. Así pasó unos segundos. ¿No vas a responder?, le dije. Sí, voy, regresó del letargo. No me tardo. Entró a la cocina y contestó. Al “bueno” siguió un “ajá” y otro “ajá” y un “okey” y finalmente “ahorita los veo”. Midyet y yo no hablamos nada durante el tiempo que duró la llamada. ¿Tienes que irte?, preguntó Midyet cuando volvió Cuki. Es que están aquí unos japoneses o chinos, whatever, y llevan semanas chingando con que me quieren ver. Suena importante. ¿Importante? ¿Qué saben los japoneses de videojuegos?, Cuki rió vulgarmente y luego se puso serieci41

to. Oye, la próxima semana reestrenan Return of the Jedi. ¿Te gustaría acompañarme? ¿Sábado? ¿No eres un poco mayor para que esas cosas? Hey, Harrison Ford es mayor que yo y aparece en las tres pelis. Y en un papel protagónico. Bueh, igual no puedo. ¿Por? Tengo un compromiso. ¿Qué clase de compromiso? Una comida en casa de mi papá. Qué hueva. ¿No te gustaría acompañarme? ¿A dónde? A la comida en casa de mi papá. Claro. Me encantan las comidas en casa del papá de la ptitsa que acabo de conocer. Boink. ¿Petitsa?, preguntó Midyet. Chica, mujer, hembra, traduje. Es lengua nadsat. Ah, okey. Silencio. Y… ¿ya quedamos? ¿Con la comida? Yep. Sí. Boink. Ejecutando una caravana, Cuki se dirigió a la puerta de entrada a la cocina. Pero Midyet lo detuvo con un grito: ¡Tu saco! Y la estúpida y mamona respuesta de Cuki fue: ¡Quédatelo! ¡Tengo muchos! 42

En el valet parking, volvimos a coincidir con Midyet, quien portaba el saco de Cuki, con las mangas largas y la espalda abombada. Cuki, hecho un caballero, pidió que reestacionaran su Audi hasta que el vehículo de la damita llegara. Platicaron de la oveja Dolly, la hizo reír con otra frase prefabricada, le presumió su sueldo y sacó a colación, ante el evidente aburrimiento de ella, que Troy Aikman era la respuesta que habían estado esperando los Vaqueros de Dallas. Finalmente, cuando el auto de Midyet arribó, Cuki descubrió dos o tres datos relevantes: a) Ella también vivía en Saltillo, y no en Monterrey, como podría esperarse, b) Su teléfono era el 333444555 y c) Si Cuki la acompañaba a la comida en casa de su papá, con gusto aceptaría pagar el favor metiéndose al cine para ver Return of the Jedi. Y bueh, como yo estaba ahí, a Midyet no le quedó otra opción que invitarme también. Corte a: Cuki, Midyet y yo en el Audi, todos con anteojos oscuros y música pop sonando en el radio. Las curvas del Fraccionamiento Bosque Encantado, rumbo a la sierra de Arteaga, parecían inclinar los árboles de coníferas. El cableado subterráneo. El sol veraniego pegando fuerte. Mi familia es especial, advirtió Midyet. No les parece que ande por mi cuenta, mucho menos que venga sola a este tipo de eventos. Boink y doble boink, graznó Cuki, encendiendo un cancro. Oye, ¿me puedes hacer un favor? 43

Claro, lo que quieras. Cuki alcanzó la guantera y sacó de ésta una mascada blanca. De seda. Se la pasó a Midyet. ¿Y esto? Póntela. ¿Para qué? Te vas a ver bien. Muy Hollywood. ¿Es una perversión o algo? Tú… ¡tú póntela! Midyet obedeció, y yo sólo atiné a arquear las cejas. Corte a: Cuki y yo ese día en la noche, fumándonos un porro en la terraza del departamento de Melrose. Sí, es otro porro. Y no estábamos viendo la Luna. Estaba nublado. ¿Qué mamada fue esa? ¿Ahora cuál? La de la mascada. Soy un espontáneo, qué quieres, dijo, el muy pendejo. ¿A poco no parecía Tippi Hedren? Tich, Tippi Hedren era güera. Boink. De vuelta en el Audi: Caraxo, eres hermosa. Boink. ¡Gracias! ¿Sabías que Bothrops asper es el nombre en latín para la nauyaca real? No, pero gracias por decírmelo. ¿Sabías que algunas clases de bambúes se estiran hasta treinta centímetros por la noche? 44

¿Sabías que guardas una gran cantidad de datos inútiles? Boink. ¿Y tú?, Midyet se volteó a verme en el asiento trasero. ¿Andan juntos para todos lados? Tú me invitaste. Independientemente de eso. Sí. Andamos juntos para todos lados desde niños. Oh, Midyet arqueó las cejas. ¿Se conocen desde hace mucho? Sí, dije respirando hondo, desde niños. Corte a: el senador Halliburton versus Cuki. ¡Allá estás, hijomío! Abrazo pringoso. Panza de burócrata pegándose al virginal cuerpecito báber de Cuki, quien sólo atinó a regresar el abrazo con una cara que mezclaba el asco y la falsa complacencia. Papá… Midyet intentaba relevar a Cuki. Pero el senador parecía más interesado en miermano. ¿Cómo estás, hijomío? ¿Cómo me llamó? Eso lo preguntó Cuki. ¿Perdón? Que cómo me llamó. El senador se encogió de hombros. Cuki aprovechó: Con todo respeto, usted no sabe si yo traigo una nueve milímetros en el costado y mis intenciones son clavarle una bala desde la parte baja de la barbilla hasta que le salga por la silla turca. Usted no sabe si yo 45

soy un loco hijo de perra de esos que han visto demasiados episodios de Robotech y planeo ir al fast food court a darle de escopetazos a las carreolas de los parroquianos que han llevado a sus bebés a tomarse fotos con el oportunista disfrazado de botarga de Pikachu que se para afuera de la heladería Danesa 33. Una pausa. Y luego: El nombre es Cuki, Cuki Pirulazao. Por si se lo preguntaba. Pueden imaginarme tragando saliva. Mordiendo calzón. ¿Y tú quién eres?, me preguntó el senador. El amigo mal tercio, respondí, rápidamente. Pasamos a una carpa árabe en donde estaba la mesa y el resto de los comensales. Es un amigo del trabajo, dijo Midyet. ¿Y a qué se dedica, joven Pirulazao? Trabajo en la industria de los videojuegos. ¿Le gustan los videojuegos, senador? No, papá cree que los videojuegos corrompen a la juventud, ¿verdad? ¿Whiskey? ¿Vodka? ¿Tequila? ¿Vino tinto?, ofreció un mesero. El tinto está bien, dijo Cuki. Pero también tráeme un caballito de tequila… ¡que sean dos! Eso fue como de sitcom, pensé. Oh, ya veo, retomó Cuki. ¿Alguna vez ha jugado Custer’s Revenge, senador? No mames, pensé. No, nunca. 46

Midyet se alejó momentáneamente. A hacer quiénsabequé. Es una maravilla. En el juego, usted es Custer. ¿Sabe quién fue Custer? ¿Aquel de/ Ese güey. Bueh, la cosa se trata de matar indios, ya sabe, sioux y comanches, y después buscar a esta india buenísima… No me digas. Digo, son pixeles. Pero uno puede imaginar que está buenísima. Llegaron los tequilas, y Cuki se empinó a toda velocidad el primero. Dijo: En fin, la india buenísima está amarrada a un poste. Y luego uno la tiene que violar. Entre más rápido se la coja más puntos le dan. ¡Boink! ¡Miren, miren! Esa era Midyet, cargando una charola de madera costarricense retacada de Sabritones de Jalisco. Ah, un buen Sabritón no le cae mal a nadie, dije y mastiqué compulsivamente. ¿Quién es ese? Un sujetillo perfectamente bronceado, ataviado con khakis, camisa de lino y peinado de Don Johnson, se acercó al grupo. Mira, Cuki, Midyet jaloneó al bronceado y lo puso frente a él, él es mi primo, Drendro. ¡Mucho gusto! Cranc cranc cranc. Más Sabritones, por favor. 47

¿No te conozco de algún lado, Drendro?, interrogó Cuki. A mi también me pareces conocido, graznó el primo. ¿No estuviste en el Tecnológico? Sí, declaró Cuki impúdicamente, campus Naucalpan. Y yo pensé: otro maricón del Tec. Campus Monterrey, el primo le dio la mano de nuevo. ¿Qué estudiaste? Cuki, para variar, no le hizo caso a la pregunta que le formulaban. En su lugar, ladró: Ajá, estuve un semestre de intercambio en Monterrey. Ya me acuerdo de ti. Eras el capitán de equipo de lacrosse. ¿No te andabas cogiendo a las purrrrristas del equipo? Midyet hizo una mueca. El primo se jaló el cuello de la camisa, incómodo. Perdón, dijo Cuki, jorobándose un poco. ¿Fui muy brusco? ¡Cuki! Okey, okey. No lo voy a balconear, se volteó un segundo y luego reviró: ¡Pero te la pasabas de huevón y no entrabas a clases con el pretexto de que eras becario deportivo! Ya estuvo bueno, ven y siéntate aquí, Midyet lo jaloneó. Vale, me callo, Cuki se sentó en la mesa. Ya había alguien más ahí, junto a él. Un lonjudo que apestaba a cancro. Cuki lo señaló con el dedo: ¿Y éste quién es? Él es Martincillo, lo presentó Midyet. Corte a: Cuki y yo en el departamento de Melrose. 48

¿Quién era ese Martincillo?, pregunté. Nunca entendí. El esposo de la hermana del Primo Perfecto, Cuki acompañó lo último con una trompetilla. Yerno del senador, claro. Qué complicado, añadí con hueva. Si algún día escribo un libro, el senador va a ser un personaje, dijo Cuki. Pero le voy a poner el cenador. Por cerdo y hediondo. Cumplió ambas promesas. Lo del libro y lo del “cenador”. Pero no me voy a adelantar. DevueltaenlacomidadelpapádeMidyetenelFraccion amientoBosqueEncantado: Hola Martincilloooooooo, Cuki hizo una vocecita tipluda y señaló al Primo Perfecto. ¿Puedo suponer que, por eliminación, eres cuñado del huevón éste? ¡Le atinaste!, rió Martincillo. Él es un amigo… ¡De la oficina!, completó Cuki, vistiendo una sonrisa mongólica. ¿Y la brujer, Martincillo? No pudo venir. Está trabajando. ¿Trabajando? ¿En sábado? ¡Alguien tiene que pagar por todo esto! Cuki frunció el ceño y le dedicó una miradita tierna a Midyet, quien se encogió de hombros. Está enferma, allá arriba, en la casa, intervino el senador, un poco serio. Si puede baja un rato. Cuki regresó a Martincillo. Le dijo, con tono solemne: ¿Eres el chistoso de la familia? 49

¿Cómo? Ya, hombre. No tienes que responder nada si no quieres. Y Cuki se cruzó de brazos, atufado. Silencio. Venga, Martincillo intentó romper el hielo. ¿A qué te dedicas, Cuki? Trabajo. ¿En qué? En un trabajo. Sí, ¿pero en qué? En la industria de los videojuegos. ¡No me digas! Qué interesante. Ajá. ¿Y en qué compañía? En una. Ah, ya veo. Y gano ciento sesenta mil dólares al año menos impuestos más bonos de productividad más caja de ahorro menos ajuste vacacional más fomento a la eficiencia más aguinaldo más reparto de utilidades. Miermano Cuki: un cabrón exagerado. Okey, exclamó Martincillo, incómodo. ¿Dónde vives? En un lugar. Y… Pago tres mil quinientos dólares de renta al mes. ¿Satisfecho? Cuki tenía la idea de que lo único que le interesaba a la gente era el dinero. El tema por excelencia de nuestros vulgares tiempos. La razón de nuestra exis50

tencia. Dios Dólar, principal protagonista de La Abundancia y, por ausencia, de La Depresión. Vaya… gracias. ¿Gracias de qué? Gracias por ser tan honesto, dijo Martincillo, visiblemente enojado. ¿Quieres que sea honesto? ¿En verdad quieres eso?, Cuki tomó una garrafa con vino que estaba en la mesa y se sirvió en un vaso. Dime si me equivoco: tú eres de esos que para todo tienen una anécdota, un detalle cagado. Eres de esos clasemedieros que se endrogan con la tarjeta de crédito por hacerle una fiesta de quince años a tu hija. Eres de esos que se embarcan en un autofinanciamiento a sesenta mensualidades con una tasa del veinte por ciento anual. ¿Ya acabaste? No: eres el tipo de idiota que usa el help de la hoja de cálculo. Martincillo guardó silencio. Tomó de su vaso. ¿Cierto? Martincillo no dijo nada. ¿Ahora te haces el callado?, interrogó Cuki y luego afirmó: No confío en los callados, ¿sabes? Jimmy, el líder de los suicidas de Guyana, era muy callado, y ya ves lo que pasó. Los tipos callados después resultan ser los maniáticos que un día descargan una escopeta sobre la clientela de un Taco Bell. Y en día de quincena. Cuki todavía no bebía de su vaso. Primo Perfecto soltó una risita. 51

¿Tú de qué te ríes?, increpó Cuki. Pareces maricón. Seguramente no le tocaste un pelo a las porristas de tu equipito. Me das asco. Boooooooooink. Al fin congeniamos en algo, exclamó el senador Halliburton, que había estado muy ocupado dándole órdenes a los meseros. Los homosexuales son asquerosos. Son unos depravados y unos podridos. El ano se hizo para expulsar las heces, senador. ¡Definitivamente! ¿Puedo decirle “suegro”? ¡Cuki! Esa fue Midyet. ¡Pero por supuesto! ¡Muchas gracias, suegro! ¡Y brindo por eso!, el senador elevó su copa. ¿Por qué? ¿Por lo de suegro? ¡Pero claro! Mi Midyet no se quiere comprometer con nadie. ¡Y ahora yo brindo por eso!, ladró Cuki. Los dos bebieron. Pero Cuki soltó su vaso. Al piso. Se rompió en mil pedazos. ¿Qué chingados fue eso?, interrogó el senador, bien cabreado. ¿Qué fue eso? ¿Qué fue eso?, gritoneó Cuki, poniéndose de pie. ¡Su vino es una mierda! ¿Cómo se atreve a darnos Padre Kino? ¡Salvaje, hombre de las cavernas, pervertido! Ay güey, pensé. 52

Miren, esa gente podía soportar los insultos de Cuki, pero no que se pasara de verga con el senador Halliburton. La integridad física de Cuki en un hilo. Y la mía. Entonces: Tienes razón, suspiró el senador, hundiéndose en su silla, derrotado, como el rey de los Rohirrim. Este vino es muy malo. No es justo lo que hice, dio un golpe en el brazo de la silla. ¡Ésta es una ocasión memorable y yo la echo a perder con un vino de quinta! Cuki volvió a su silla. Martincillo, con una servilleta en la mano, le dio una palmada en el hombro. Eres buena onda, nuevo. No me estés chingando, fue la respuesta de Cuki. Boink. Por favor, acepta mis disculpas, dijo el senador, y carraspeó antes de seguir. Mi hija y su novio no merecen esto. Midyet hizo una mueca grotesca. Ya saben, una de esas muecas que sólo pueden traducirse como “¿uh?”. Gracias, senador. Pero mi novia, su hija y yo, estamos con todos ustedes, y eso es lo que cuenta. ¿Qué les pasa? Esa fue Midyet. ¡Yo no soy novia de nadie! ¡Yo no quiero estar con nadie! ¿Por qué no me dejan en paz? Esa fue Midyet de nuevo. Y se alejó corriendo. Y miermano la siguió hasta el interior de la casa. 53

Más tarde, fumándonos el porro, Cuki me confió en que consistió su discusión con Midyet. El único testigo había sido una figurita de Lladró: Me dijo que no me había traido a la comida para que la humillara frente a todos. ¿Y qué le dijiste? Que sólo le seguía el juego a su papá. ¿Y qué te dijo? Que qué mamada había sido esa de, Cuki engrosó la voz, “lo que usted diga, suegro” y “mi novia, su sobrina”? ¿Dijo “qué mamada”? ¿Cómo? ¿Usó esas palabras? No pendejo, es una dramatización. ¿No me estás escuchando? Cuki se rascó la gulivera. ¿Y qué más le dijiste?, pregunté. Que pensé que estaba haciendo lo correcto. ¿Y qué te dijo? Que era un idiota. ¿Tú? Sí. Yo. Hundido en un vaso de horripilante Padre Kino, sólo atiné a escuchar un “¡Gracias por nada!”. Y un portazo. Cuki volvió a la mesa. El senador murmuró: Déjala ir, muchacho. Cuki tragó saliva. Se sirvió un poco más de Padre Kino. 54

Mi hija tiene… sus estados de ánimo, comenzó el senador. A veces está muy bien. Y a veces muy mal. Y lo peor de todo es que nunca parece estar satisfecha. ¿Tú te sientes satisfecho, Cuki? Jamás, respondió lapidariamente. Los egresados del Tecnológico no conocemos la palabra “conformismo”, y se dirigió a Primo Perfecto: ¿Verdad, marica? Primo Perfecto asintió. Eres de los míos entonces, dijo el senador. Cuki se levantó de la mesa. Arrojó la servilleta de tela. Gracias por todo, dijo y me volteó a ver. Tich, vámonos. Corte a: Cuki y yo en la terraza de la privada de Melrose, fumándonos el porro. ¿Y qué vas a hacer?, pregunté. ¿Cómo que qué? Pues hablarle. Pero la perra está loca. No está loca. Simplemente, todos tenemos nuestros días. Con todo respeto, Romeo, lo que me cuentas suena como un día rutinario para ella. ¿Y eso qué? ¿Y eso qué? Una cosa es encontrarte a una loca y mandarla por penepas, y otra lidiar con ella regularmente. Creo que no me molestaría tener que lidiar con ella regularmente.

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Bueh, me metí un tanque de marihuana y agregué con la voz tuneleada: Diviértete si quieres. Pero no lo tomes en serio. Hey, Cuki se aguijoneó el pecho con su dedo índice, soy yo. Exhalé. La mota me supo deliciosa. Le ofrecí el canuto a Cuki. Pásame esa madre, dijo.

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[Índice]

Tres Durante las próximas semanas, Cuki bombardeó a Midyet con llamadas, flores y una suscripción vitalicia a Button Mashers!, su revista de videojuegos favorita. También le regalaba ocasionales visitas relámpago a su oficina, pero por lo general terminaban mal. Corte a: un perfectamente trajeado Cuki parado en el lobby del edificio en el que trabajaba y sigue trabajando Midyet, sosteniendo dos tiquetes del cine. La ptitsa aparece súbitamente, pero no detiene su andar. Cuki le dice, mientras la persigue: Yuju, boletos para Return of the Jedi esta noche… Midyet no voltea a mirarlo. Y después, cena para dos: hamburguesas en Love & Rockets. Midyet no voltea a mirarlo. Se sigue de frente. Cuki se detiene. ¿No te gustan las hamburguesas? Midyet desaparece en el elevador. Uff.

Según sé, las cosas cambiaron un martes. Miermano tenía junta con un nutrido grupo de simios de marketing, de esas reuniones a las que lo arrastraban sin pedirle opinión, de esas juntas eternas en las que hasta el más macho palidecía. O al menos eso me decía Cuki. En realidad nunca estuve en una. ¿Tienes los datos que te pedí, Cuki? Ese fue Vómito de Cerdo, su jefe, y no sólo eso, sino un cabrón y un hijoputa. Vómito de Cerdo era el tipo de bastardo que “improvisaba” reuniones que terminaban durando cuatro horas. El tipo de bastardo que le exigía a sus lacayos que fueran a verlo a su oficina justo cuando estaban a punto de irse a casa. El tipo de bastardo que se armaba cenas de socialité en su infumable departamento de diseño, donde ejecutivos como miermano Cuki tenían que soportar a su especie de esposa farmacodependiente que escupía pendejadas predecibles sobre la farándula y presumiendo las compras que había hecho en Miami la semana pasada. El tipo de bastardo bipolar que a veces te ama, a veces te odia. Corte a: Vómito de Cerdo radiante y encantadoramente feliz. Ea, Cuki. Me encantó tu reporte. Es de lo mejor que he visto. Felicidades. Corte a: Vómito de Cerdo pateando todo lo que encuentra en su camino. ¿Qué clase de reporte fue ese? ¡Es la peor mierda que he visto en mi vida! 58

El tipo de bastardo que revisaba cada cuenta de gastos, cada lápiz gastado, cada post-it mal usado. Corte a: Vómito de Cerdo asomándose a la oficina de Cuki, taza en mano, con la leyenda “Bosses are forever. I’m so glad you are mine” inscrita con letrotas rojas. Y… Cuki. ¿Si? Sólo quería recordarte, tú sabes, que continúes ayudándome a racionar la cantidad de clips que se usan en la oficina… te lo digo a ti porque sé que eres… un tipo razonable. Es decir, razonas. Uff. De vuelta en la reunión con los simios de marketing, Vómito de Cerdo hablaba y hablaba. Y no dejaba de hablar. Cuki no soportó más. Ustedes disculparán. Eso dijo, y acto seguido salió a fumar un cancro en el área designada para los adictos a la nicotina. Una vez ahí, parado junto al cenicero, se dio cuenta de que olvidó los cancros. Puta madre, pensó Cuki, y luego mierdaahívieneelvaclayodePutrefoy. ¡Hey! Le robó un cancro. Y escuchó al vaclayo de Putrefoy quejarse de la empresa durante un minuto y treinta y dos segundos. De nuevo, no soportó más. Apagó el cigarro y salió del edificio. Tomó un ricsho. Al mol. Rápido. 59

El letrero en la entrada del estacionamiento techado lo saludó: MALL DE TWIN PINES

Entró corriendo. La corbata aleteando en su hombro izquierdo, una vuelta, un carrito que vendía lentes oscuros, unas escaleras eléctricas, el multiplex, allá, al fondo. Según sé, Cuki no se detuvo hasta que estuvo frente a la taquilla del cinematógrafo. Correr hasta ahí. A refugiarse ahí. No estaban pasando Return of the Jedi. Pero sí Never Been Kissed. Compró un boleto. ¡Gracias! Corrió hacia la sala. ¡Boink! Bendito destino, bendito karma, benditas moiras, me dijo Cuki, esa noche, mientras nos fumábamos otro porro en la terraza del departamento de Melrose. ¿Qué?, pregunté, predeciblemente. Ahí estaba Midyet, con su perfecto trajecito gris de perfecta ejecutivita mamona. ¿Y qué hacía? Hablaba con el encargado de la sala. ¿Adentro o afuera? ¿De la sala? Sí. Afuera. Donde te toman el tiquete. ¿Y? 60

Pues nada. Ahí estaba. Con su nariz respingada. Con su cuello de ganso. Cuki se acercó a entregar su boleto e intercambió miradas con Midyet. Y luego la saludó: Hola. El viejo y estarrio frik. Mariposas en el estómago. Hola, saludó Midyet. ¿Trabajas aquí?, fue la primera y pendeja pregunta de miermano Cuki. Claro que no idiota, fue la rotunda negativa, llena de hartazgo, de Midyet. ¿Qué haces entonces? Trabajando. ¿No que no trabajas aquí? ¿Me ves disfrazada de boletera? Y… no. En la agencia trabajamos para esta cadena de cines. ¿Sí entiendes, no? La fila, sin moverse. Morros escapistas de la escuela y sexagenarios con todo el tiempo del mundo, impacientes por ver a Drew Barrymore en otra estúpida comedia romántica. Oye… ¿Si? ¿Puedes pasar? Estás retrasando la entrada. Gruñendo “mnkksjdgrjfgr”, Cuki se metió a la sala. Tomó asiento. Sólo un minuto. Decidido, salió a encarar a Midyet. ¿Y ahora?, preguntó Midyet, cruzándose de brazos. Tengo un problema. 61

¿Qué problema? No está el carrito de la dulcería. ¿Ah, no? ¿Le puedes llamar? Es que es urgente. Pero la dulcería está aquí al lado. Las rosetas de maíz sonaron pop pop pop. Si no me traes el carrito pronto, dijo Cuki, hecho un manojo de nervios, voy a perder mi asiento. El cine entero apestaba a mantequilla. ¿En serio? Te lo juro. Midyet lo tomó del brazo y juntos entraron al cine. Ella caminaba como maja. Él, como Citripio. ¿Te van a robar tu lugar? En la sala, cuatro pubertos y seis carcamales. Otros doscientos y tantos asientos vacíos. De todos modos es una emergencia, insistió Cuki. De ninguna manera voy a pedir que traigan el carrito de la dulcería, explicó Midyet. ¿Qué no tienen la política de “al cliente lo que pida”? Midyet se acercó coquetamente a Cuki. Le echó una sonrisa charming. Dime, corazón. ¿Qué edad tienes? Veinticinco, respondió Cuki sin dilación. ¡Ca! Eso lo explica todo, exclamó Midyet. ¿Por qué?, interrogué a Cuki con horror en el departamento de Melrose. Me dijo que no es una buena edad, relató Cuki. Tanto emocional como creativamente hablando. Los 62

veintisiete, esa es la edad perfecta. Realmente Jesucristo inició su vida pública a los veintisiete. Steven Spielberg filmó Jaws a los veintisiete años. Boink. Guau, dije. Esa tipa es intensa. De vuelta en el multiplex: Ya va a comenzar la función, agregó Midyet cuando comenzaron a bajar las luces. Apúrate: no te vayan a ganar el lugar. Midyet se daba media vuelta cuando Cuki la tomó del brazo. ¿Quieres salir conmigo? ¿Ahora? Tengo que trabajar. Otro día. Por favor. Midyet suspiró. ¿Cuántos años tienes?, preguntó Cuki, desesperado. Veinticinco. Boink, también veinticinco, dijo Cuki limpiándose un hilito de saliva. Ahí lo tienes. Misma edad. Es genial. Aunque ambos estemos todavía lejos de la edad perfecta, tanto emocional como creativamente hablando, claro. ¿Qué dices? ¿Sábado? ¿Tú y yo? Silencio en la terraza de lo de Melrose. ¿Y? Midyet, extrañamente, dijo que sí. Me sonreí. ¿Qué?, preguntó Cuki. Nada. ¿Está bien, no? Sí. Supongo. ¿Cómo que supongo, pedazo de pendejo? Pues no sé, no quiero sonar… ya sabes. 63

No, no sé nada. Okey. Okey. Otro silencio. ¿Es el sábado? Sí. Sábado. Bueno: ese sábado, acompañé a Cuki a cortarse el pelo con Naomi. Ya saben, el muy pendejo quería verse lindo y chulo para su cita. La loca le había hecho jurar que aquello era en “plan de amigos”. Y miermano dijo “sí, claro, es de amigos”. Los amigos, por supuesto, cuando se ven mandan lavar el Audi y se compran una camisa nueva y se van a cortar el pelo con Naomi. Sí, amigos. Una “cita de amigos”. Entramos al mol por el estacionamiento oeste, donde estaba aquel letrero de MALL DE TWIN PINES

El local de Naomi era como new wave + cráyons + neón. Naomi: uno noventa y seis, tetas postizas, nalgas paradas de silicona, mata rubia a la Heather Locklear. Supertravesti, la cabrona. O cabrón. Naomi me perturba, le dije a Cuki mientras se estacionaba. Él jugaba con la palanca esa tiptronic, yo con mi Tetris para el Game Boy. ¿Por? Tich, yo soy heterosexual, ¿cierto? Hasta donde yo sé. 64

Y para un heterosexual es perturbador ver un rostro tan atractivo. ¿En serio te parece atractivo? Bueno, sí. ¿Por qué? No porque sea masculino, sino porque es muy femenino. ¿Y eso lo hace agradable? Yep. Aún caminando, continué clavado en el Game Boy. Lancé otra pregunta: Tich, ¿Naomi tiene pene? Sin duda, respondió Cuki. ¿Es grande? Boink. ¿Qué clase de pregunta es esa? No sé, el tipo de pregunta que haces cuando vas en un elevador. Supongo que sí. ¿En dónde lo esconde? Lo debe de torcer hacia su ano, y fijarlo o amarrarlo o asegurarlo con calzones apretados. ¡Y de ahí no te mueves cabroncito!, añadí. Ya en el antro de Naomi, dejé el Game Boy a un lado y tomé una Button Mashers! Venía un artículo que afirmaba que Sony iba a fracasar en su intento por incursionar en la industria de los videojuegos. Naomi, con su cara de top model y su cuerpo de Kareem Abdul-Jabar, tomó un disco y lo puso en la grabadora. Clic. 65

Sabes, tich, dijo Cuki, sentado en la silla giratoria y con su capa de plástico, la mejor cualidad de Naomi es que escucha. Es callada, pero sabe escuchar, ¿verdad Naomi? Naomi asintió con la gulivera. Preferí seguir mi lectura de Button Mashers! Naomi es una persona respetable, siguió relatando Cuki. No como yo. Yo apesto, eso todos lo saben. Mi trabajo es una mierda. Autorizo cientos de miles de dólares al año pero ni un quinto de ese dinero es mío. De los diecinueve a los veinticinco estudié una carrera universitaria de la que salí titulado con especialización y máster, tomé trece cursos de intercambio en Estados Unidos, asistí a docenas de conferencias y seminarios. ¿Y a qué me dedico? A cuidarle el dinero a otros. Triple boink por eso. Deja de trabajar entonces, respondí con claridad, los ojos enterrados en la revista. Naomi arqueó las cejas de puto. ¿Cómo tú? Sí. Como yo. ¿Y qué ganaría con eso? Nada. Serías un paiki. Y ya. Cuki permaneció en silencio unos segundos. Lo cual aproveché: Quizá ya eres un paiki. Pero todavía no lo sabes. Tich, ese no es el punto. ¿Cuál es el punto?, pregunté desinteresadamente. Que soy un lacayo corporativo. Qué novedad. 66

Por eso amo a Midyet. Ella es diferente. Naomi dejó de tijeretear. ¿Qué? Ese fui yo, preguntando con asco. ¿De qué hablas, pendejo?, insistí. Midyet es la única persona que vale la pena de nuestra generación. Boink. ¡Pero la has visto tres veces!, exclamé pegándome con la revista en el muslo, y me dolió un poco. En la primera esnifaron perico. En la segunda ella cambió de humor de una manera arrebatada y te retiró el habla. En la tercera tuvieron una conversación profunda y trascendente afuera de un cine. ¿Te suena a la única persona que vale la pena de nuestra generación? Y volteé a ver a Naomi: ¿A ti te suena? Naomi movió la gulivera negativamente. ¿Entonces tú eres la única persona que vale la pena de nuestra generación?, me preguntó Cuki, encabronado. No, pero ella tampoco. Molesto, Cuki me aguijoneó con la mirada: So what? So what? Deja que esa maniacodepresivatripolar te empiece a armar un pedo mundial tras otro y te vas a acordar de mí. Me vale verga. Y boink. Cuki me botó en el subterráneo y se lanzó por Midyet. La tipa vivía sola en un departamento del Deep Ellum, es decir, una zona llena de gente “progresista” y “con ideas”. Lo cual no le quitaba lo man67

tenida. Deep Ellum no estaba ni la mitad de aburguesada que la privada Melrose, pero sí era más cara. Lo cual suena estúpido y contradictorio, pero así era. Midyet, supe después, había estudiado la mitad de la carrera en el Tecnológico y la otra mitad en Brown. La loca había engañado al senador con la zurrada de la mujer liberal que desea entregarse al conocimiento y no ser una sinseso. Ajá: el senador Halliburton pagó con la falsa promesa de que, una vez que la nena saciara su hambre de conocimiento, se amancebaría con un hombrecillo de zoociedad. Los planes de Midyet, según ella, eran diferentes. Ella era lo que en aquellos tiempos (y vaya que eran buenos) llamábamos “gente alternativa”. Ahora imaginen a Midyet con jeans de Armani, huaraches de Adidas y playera pegadita de Banana Republic. Casualmente jipiteca para verse interesante, pero también con marcas suficientes para no salirse del “status”. Sé que aquel sábado fueron al zoo. Aprendieron nombres de animales en latín y compartieron un sundae en McDonald’s. También bailaron al ritmo de un grupillo funk que se armaba tremendo toquín con trombones y bajos y guitarras y percusiones y teclados. El baterista, según me cuentan, era igualito a Emilio Estévez. Sábado en tren. Este es otro sábado, no se confundan. Cuki invitó a Midyet a Monclova. Y no, no fue en domingo como escribió Cuki en su libraco, años después. Lo sé porque estaba viendo episodios atrasados 68

de Star Trek en el fido cuando Cuki se paró frente a mí con un espantoso saco arremangado y copete a la Joe Strummer y preguntó: ¿Cómo me veo? A lo que yo respondí: De la verga. A lo que él respondió: Tu mamá. Mismo sábado, pero ya en Monclova. Población: 1,450. Una alegre caminata por los terregales. Una visita al antiguo parque de beisbol. ¿Cómo te fue? Eso le pregunté a un exhausto Cuki, ya de vuelta por la noche. El veco se echó en el futón japonés o tailandés, junto a mí. En esos momentos intentaba, sin mucho éxito, sacar a Jill Valentine de Raccoon City. Midyet es poderosa…  boink, dijo Cuki, quitándose los tenis. Cómo no pensar en esos muslos, cómo no pensar en esas tetas de campeonato. Suena a que estuvo bien. Cuando entramos al estadio… ¿Cuál estadio? Al estadio de beisbol abandonado. ¿Fueron a un estadio de beisbol abandonado? Dejé Biohazard por un segundo. Curiosamente, comenzó a sonar en el estéreo “Head Like A Hole”. Sí. ¿Tu cita de amor fue en un estadio de beisbol abandonado? Ajá. 69

Eres una persona muy enferma. Cuando entramos al estadio, retomó Cuki, me regaló una sonrisa que no era una sonrisa. ¿De qué estás hablando? Me levanté por un jugo de verduras en lata. Y me tiré un pedo en el camino. Era su forma de manifestar imprinting. ¡Boink! ¿Qué?, grité desde la cocina. ¡Boink! ¡No, lo otro! Imprinting. Así se le llama al instinto que poseen todas las especies naturales de reconocer al primer ser que ven al nacer. Man, bebí y un poco del jugo de verduras se me quedó en los bigotes de cuatro días sin afeitarme, ¿te habían dicho que guardas en la gulivera una gran cantidad de información inútil? Midyet me tomó de la mano pero no me tomó de la mano. En realidad me marcó. Como a una vaca. ¿Eso te sientes, una vaca? Si llego a ser vicepresidente antes de los treinta, voy a prohibir las prácticas desleales como el imprinting. Aluciné varias cosas. Casi todas malas. Cuki estaba empezando a perder la gulivera por esa mujer. ¿O sea que no te la cogiste? Ese fui yo. Como siempre, sacando conclusiones precipitadas. No. O no tan precipitadas. 70

boinK. Ese fue Cuki. Y no es un dedazo. Más o menos así dijo su “boink”. Mierda, tich, dije, rascándome la frente, con preocupación. ¿Nos fumamos un canuto y hablamos de eso? No no, dijo Cuki, levantando a duras penas el esqueleto, estoy muerto. ¿Uh? Sábado en la tarde, Midyet de visita en Melrose. Yo estaba tirado en el futón, mirando el canal de videos musicales. Ciclo de Dustin Hoffman. Cuki y Midyet habían rentado El graduado y Tootsie. Primero pusieron Tootsie. ¿Es la del veco que se divorcia y tiene que cuidar al morro y luego el morro se parte la crisma en el parque?, pregunté. No, esa es Kramer vs. Kramer, instruyó Midyet. ¿No es esa la del veco que se viste de ptitsa y sale en el fido y arma un escándalo de los mil canicas y después confiesa toda la verdad? No, esa es Tootsie, instruyó Midyet. Pero si quieren vemos qué hay en el fido. Whatever, dije, poniéndome una sudadera percudida y mis Converse Chuck Taylor. Me voy a lo de Jumpman & Jumpman. Viernes en la noche, velada porno. Tenía listas las cintas de VHS y los klínex. En eso, llegaron Cuki y Midyet. Venían de ver a Blur, que se presentaba por esas fechas en Ramos Arizpe, así es que venían de un humor realmente alternaquito. Ñaca. 71

¡Hola!, me saludó la mujercilla de beso y yo sólo puse el cachete. El pretexto era el siguiente: iban a seguir la fiesta pero decidieron que mejor se quedaban en lo de Melrose a hacer pasta. Ya que me habían arruinado la velada porno (selección frustrada de esa noche: The Cock Always Ring Twice), decidí que era un momento oportuno para visitar a Hister, nuestro vecino nurembergiano que se escondía en la privada en la que vivíamos. Antes de salir, Cuki me detuvo. Traia consigo una Sports Illustrated. Me mostró un anuncio de There’s Something About Mary. ¿No te parece que Midyet es idéntica a Cameron Diaz? Tich, tu vieja tiene el pelo castaño, dije. Tich, no es mi vieja. ¡Craptastic!, exclamé al cerrar la puerta detrás de mí. Y vaya que no entendía esa parte. Los pendejos andaban juntos para todos lados. Todo el tiempo. Se habían convertido en un insospechada mancha voraz imposible de separar. Pero no “andaban”. Ni cogían, hasta donde yo sabía. Domingo por la tarde: llegué a lo de Melrose después de ir a fumar mota con unos paikis en los vestidores del Macy’s del Twin Pines. Al entrar, me topé con la sorpresa de que la mancornadora de Midyet estaba en el futón, muy sentada, con mi control de la consola de Sony en las manos. Técnicamente no era mío, pues yo no lo había comprado. Pero Cuki me había dicho, bueh, que era mío. 72

Hola, saludé con desgano. ¿Como que ya estás viniendo demasiado por acá, no? Cuki me volteó a ver encabronado. Me gusta, qué quieres, fue la respuesta de Midyet, ida, frente al fido, tratando de atinarle a los movimientos de Parappa the Rapper. Yo pensé que las ptitsas inteligentes de Deep Ellum no jangueaban en Melrose. Ira, odio. Desprecio total. Pues estabas muy equivocado. ¿Puedo retar?, dije con una sonrisa falsa. Año nuevo. Cuki y Midyet me habían invitado a pasarlo con ellos en un restaurante nuevo que se llamaba Las Playas. Muy exclusivo. Carísimo. Me hicieron ponerme corbata. ¿Les parece bien si pedimos vino? Cuki era insoportablemente báber. Como un paiki de clóset. Midyet, insoportablemente hermosa. Yo me quedo con mi chela, dije. Anda, no seas mamón. No te pasa nada si chupas decentemente una vez en tu vida. Boink. Así estoy bien. ¿Seguro? ¡Que sí, con un caraxo! En algún momento, la conversación giró en torno al pasado personal. Ya saben, el tipo de temas escabrosos que uno debería evitar a toda costa. Claro que a veces no se puede. ¿No fue Paul Thomas Anderson quien escribió: “You may be through with the past, but the past ain’t through with you”? 73

La cosa se puso peluda cuando Midyet mencionó a un misterioso ex novio con el que casi contrajo matrimonio: Yo traté de comportarme a la altura, aun cuando me sentía como Carrie bañada en sangre de cerdo. Me gustan las ptitsas que usan metáforas cinematográficas, dijo Cuki. Cuando me dio el anillo, le pregunté: “¿Por qué gastaste en esto?” ¡No!, exclamé, ironiquillo. ¿Y saben qué me respondió? ¿Qué? “Hago lo que quiero con mi dinero”. Anal, farfulló Cuki. Me di media vuelta y me fui. Le aventé el anillo de compromiso, cosa que me llena de orgullo, considerando que él lo compró con su dinero. Bien hecho, aplaudió Cuki. Y qué tamaño de idiota. Boink. ¿Cuándo anduviste con él?, pregunté. En la uni. Pero casi no nos veíamos. Yo estaba en Brown. Ah. ¿Cuánto llevas sin novio entonces?, pregunté con malicia. Nótese, en este punto de la historia, que Cuki y Midyet seguían siendo amiguitos. Todavía no pasaba absolutamente nada entre ellos. Lo cual era creepy, por supuesto. Dos años, respondió ella. Muy creepy. 74

¿Dos años tranquilos? Muy tranquilos, Midyet tomó una aceituna negra y la echó en su boca. Volver a mi feliz vida de soltera es lo mejor que me podía pasar, por si te interesa saberlo. En efecto, me moría de las ganas de saberlo, dije poniendo ojos de chinito. Pues ahí lo tienes. ¿Y a tu papá no le importa que no tengas pretendiente?, seguí interrogando. Claro que le preocupa. Pero a mí no. Sólo tengo veinticinco años. Y muy bien vividos, agregó Cuki. ¿Y no te presiona con que le lleves a alguien o algo? ¿A qué viene la pregunta?, Cuki tosió y me echó, one more time, ojos de pistola. Estoy tratando de entender las cosas, tich, me expliqué. Sí, me presiona bastante, dijo Midyet. Pero yo no me dejo. ¿No te amenaza con retirarte el apoyo económico? Justo por eso trabajo. Ah, claro. Una working girl. ¿Y si te quita el depa? Está a mi nombre. Suena a que tienes todo bajo control, la señalé incriminatoriamente con el dedo índice. No hay nada más importante que mi independencia, filosofó Midyet. Y eso se refleja en permanecer soltera. ¿En serio crees eso?, xodí. ¿Qué te pasa güey?, preguntó Cuki y volteó a ver a Midyet. Discúlpalo, así se pone cuando se pone pedo. 75

¡Yo no estoy pedo! No, déjalo, pidió Midyet, toda tranquis. ¿Qué más quieres saber? Nada. Sólo explícame en qué consiste esa vaclayez que acabas de decir. ¿La de vivir mi feliz vida de soltera? Sí. En que hago lo que quiero y con quien quiero. ¡Pero te la pasas con Cuki!, exclamé formando la expresión universal de “duh” con las palmas de las manos. Tú también. Bueno, originalmente me juntaba con Cuki para estar cerca de su hermana, Karen. ¿En serio?, preguntó Cuki con horror. ¿Y ahora?, interrogó Midyet. Karen está como a ochocientos kilómetros de aquí. Y tú te la pasas jugando videojuegos. Hey, eso dolió, dije. Pero mi objetivo original no ha cambiado. Sigo prendado de Karen. ¿Y tú por qué te la pasas con Cuki? Por lo que ya te dije. ¿Y eso es…? Porque vamos al cine, nos pitorreamos de los parroquianos, fumamos, comemos y bebemos lo que queremos, Midyet le guiñó un ojo a Cuki. Sí, eso es lo que quiero. Guau. Qué envidia, exclamé con una risita entre dientes. 76

Tú no podrías hacer todas esas actividades, intervino Cuki. No tienes trabajo, ergo, no tienes dinero. ¿Me estás juzgando? Diviértete: permanece soltera, dijo Midyet, extendiendo los brazos, como callándonos. Ese es mi eslogan. ¿Y no necesitas a nadie?, volví a xoder. Digo, sentimentalmente hablando. A nadie. ¿Me vas a decir que en ningún momento de esta mierda absorbente, ensimismada y egocéntrica que llamas tu vida, te parece que necesitas a alguien? No. ¿No extrañas el sexo? ¿Quieren que me vaya y los deje solos para que discutan sus intimidades?, dijo Cuki al tiempo que comenzaba a ponerse ligeramente fúrico. Discúlpalo, así ha sido siempre. Midyet ignoró a Cuki y me miró con ojos sanguinolientos. Misma respuesta: nop. No lo necesito. Me pregunto qué tan sincera es esa respuesta. Muy sincera. ¿Qué tal era tu ex novio? ¿Qué tal era para el sexo? ¿En serio tenemos que hablar de esto?, manoteó Cuki. ¿Te puedes esperar?, le respondí, estoy a la mitad de algo. Era muy bueno, gracias por preguntar. 77

¿Qué tan bueno? Muy bueno. Y no necesito dar más explicaciones, Midyet se levantó, y Cuki, caballerosamente, hizo lo mismo. Yo me quedé sentadote. Con su permiso, voy al pipisroom. Y Midyet se alejó, dando brinquitos. ¡De todos modos respondiste lo que quería saber!, le gritoneé mientras se iba. Otra vez solos. (…) Inclinándose hacia mí, Cuki comenzó a atacarme: ¿Qué pedo contigo, cabrón? Tich, ¿de qué te molestas? Ustedes no son nada. ¿Me oyes? Nada. Chinga tu madre. ¡Esta vieja sólo te va a traer problemas! ¡Boink!, Cuki regresó al respaldo de su silla. Al menos creo que probé mi punto. ¿Cuál punto? ¡Que está loca! ¿Qué es eso de que no necesita sexo? ¡Y al mismo tiempo dice que su ex novio se la cogía delicioso! ¡Nunca dijo que su novio se la cogía delicioso! Para mí está implícito. Tich, sabes bien que eso es pura mierda. Está tratando de sonar interesante. Tich, llevan meses saliendo y nada de nada. ¿Qué te dice eso? Me dice que estoy haciendo todo a mi tiempo. Boink. 78

¡Pero antes cogías con quién querías y cuando querías! A lo mejor estoy madurando. A mí me parece que te estás haciendo pendejo. Jódete. Estábamos mejor sin ella, dije suspirando y tomé un bollo de la canasta de pan. Mira, ¿sabes qué es esto? ¿Un pan? Es una bola de cristal. Y la estoy conjurando en estos momentos. ¿Sabes qué veo? ¿Qué ves? Tu futuro, pendejo. Se acercaban las doce de la noche. La corbata realmente empezaba a estorbarme. ¿Y cuál es mi futuro? ¡Que ésta loca en cualquier momento se va a deschavetar y te va a xoder la vida! Cuki se mordió un dedo. Acto seguido, me arrancó agresivamente el bollo. No no no, ahora yo voy a ver la bola de cristal. Boink boink. ¿Y qué vas a ver? ¿Mi futuro? El tuyo es bastante predecible, Cuki sobó el bollo. Prefiero el mío. ¿Y qué ves? Veo una boda. Midyet y yo, dijo con un orgullo estúpido y adolescente. Nos vamos a casar. ¿De dónde sacas tanta mierda?, pregunté con asco. ¡Porque estoy enamorado de ella, pendejo! Me hundí en la silla. 79

Boink, remató Cuki, levemente. ¡Hola!, exclamó Midyet al regresar del baño, con una sonrisa perfecta. ¿Por qué las caras largas? Bueh, los dos teníamos razón. Cuki terminó casándose con Midyet. Y sí, también le xodió la vida. Diez… nueve…  ocho… siete… seis… cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡feliz 1999! *** A las seis y quince de la mañana sólo quedaban en pie dos tipos que discutían bizantinamente sobre el improbable hecho, a dos meses del estreno de The Phantom Menace, de que las precuelas de Star Wars apestaran. En la piscina había un montón de hojarasca otoñal. Cuki y yo, sentados en el sillón tailandés o japonés, no hablábamos de nada. “Since I’ve Been Loving You” de Led Zep sonaba en el estéreo. Aparte de eso, sólo un silencio incómodo. Tramposamente, eructé. Cuki lo olió en silencio. Antes eso lo hacía reír. Ahora, nada parecía funcionar. Miermano se sentía solo, intermitentemente melancólico y aburrido. Vale verga, dijo Cuki. Déjala ir, muchacho, le dije. La decadencia de Cuki, espero que esto ya haya quedado claro, había empezado cuando conoció a la mujer. Un día amaneció sin cabeza. Midyet y él, luego de meses de ser inseparables, ya no estaban juntos. Por 80

un malentendido que no me molestaré en describir. Sobre una situación que no me molestaré en describir. Entonces, sonó el teléfono. ¿Bueno? Horrorizado, le pasé el auricular a Cuki. Es para ti. ¿Si? Una pausa. ¡Voy para allá! En efecto, era la mujer. Midyet. Perra loca. Ahora imaginen a Cuki, quince minutos después, con jeans, tenis y una playera con el logo de Bizarre Creations. Tienes que venir, me dijo. ¿Por qué?, pregunté. No puedo hacerlo sin ti. Montados en el Audi, rumbo al mol, le dije: La perra está loca. Sólo le salen serpientes de la boca. Me gustan las locas, dijo Cuki. Dieciocho años viviendo con Madre me abrieron el apetito. Boink. Pero esta perra en verdad está xodida de la gulivera, insistí. Espero que lleves suficiente Clonazepam, Rivotril y Klonopin. El letrero de toda la vida nos saludó: MALL DE TWIN PINES

Midyet apareció cinco minutos después. Vestía de rosa. Cuki abrió sus brazos de par en par. 81

Midyet se siguió de largo. ¿Qué quieres, con una chingada? Bueh, yo tenía razón. Midyet se detuvo a un par de metros de nosotros. Me miró con furia: Y trajiste a tu eunuco. Me encogí de brazos. Aquella no iba a ser una velada romántica. Opción desechada. Y por supuesto no iba a irme de ahí. No me perdería aquella macroestupidez por nada del mundo. ¿Qué quieres, dime?, gritó Midyet, volviendo a Cuki. Tienes dos semanas buscándome, ¿no? Pues aquí me tienes. Cuki dudó un segundo. Y entonces, lo dijo. El muy vaclayo lo dijo: Buenas noches, Pixie. Así te llamas, ¿no? ¿Qué? Pixie. ¿Así te llamas, no?, Cuki se acercó ligeramente. ¿Estás en drogas?, interrogó Midyet en un estado confuso. ¿No fue Bryan Ferry quien dijo “love is the drug for me?” Yo sé quién eres, empezó Cuki y su tono era freaky. Eres Pixie, ni más ni menos; me embrujas y me pierdes, y me dejas a la deriva. Y me vuelves loco. Eres Pixie, la buena Pixie, la encantadora Pixie, la fascinante Pixie y, a ratos, Pixie la maldita. Por todos lados he escuchado alabar tu hermosura, celebrar tus virtudes y proclamar tu dulzura. Boink. 82

Por no decir su locura, carraspeé. Midyet me lanzó un aguijón envenenado con sus ojos café caca. Después, volvió a su estado de confusión. Por eso, Cuki tosió, si te he buscado es porque quiero decirte una o dos cosas. Cosas importantes. Quiero decirte que mi vida es complicada y definitivamente se ha complicado más contigo a bordo. Yo estaba seco y perdido hasta que te encontré. Y si te digo esto es porque ya no puedo más. Si no lo saco me va a explotar el corazón. Y el muy mamón se hincó. Y le dijo lo siguiente: Te amo, eso es. Tu mezcla de defectos y cualidades es lo que necesito. Reúnes todo, absolutamente todo lo que he buscado en otro ser humano. Y aunque sé que estás sola y así estás bien y no necesitas a nadie, de todos modos tenía que decírtelo, pues estoy dispuesto a tomar el riesgo. Midyet se estrujó la cara. Y el pelo. Y los ojos café caca. Estoy hablando de compartir contigo lo dulce. Y lo amargo. En esta vida. No en la próxima, cuando seamos gatos. ¿Qué piensas? ¿Te parece justo?, dijo Midyet. ¿Me parece justo qué? ¿Te parece justo que vengas a decirme estas cosas, que vengas a decirme que yo soy lo que tú necesitas, que yo soy lo que has estado buscando, como si eso fuera a halagarme o a hacerme sentir bien? ¿Como si ser la persona que otra persona ha buscado durante toda su vida fuera mi único objetivo? ¿Crees que por haber te83

nido una calentura y alucinar que soy ese “otro especial” o haberte gustado o atraido físicamente tienes derecho de venir a decirme estas pendejadas? Esto no es una calentura, croó Cuki, muy serio. Estás loco. ¿Sólo él?, musité. No tienes idea de lo que significa cargar conmigo. Si de esa forma llamas a mis intenciones, sí, cargaría contigo. ¡Para eso están los burros!, rió Midyet. Y también las mujeres, Cuki hizo un ademán refiriéndose al embarazo, se sobó la panza y dio dos vueltas. ¿Lo disfrutarías, sabiendo que es mi hijo? ¡Un hijo tuyo! ¡Qué asco! Por un momento, compartí la idea. Tener un hijo con Cuki debe de ser una experiencia desagradable. Ah, dulce Pixie, hablas sin pensar. Tú también quieres estar conmigo. Eso es obvio. ¡Ni aunque me obligaran! ¿Por qué el desplante?, preguntó Cuki, hecho un enamoradizo, y la abrazó, forcejeando. ¿Por qué el veneno? Cuidado con el aguijón, intervine. El remedio es fácil, Cuki continuaba forcejeando, se le arranca y ya estuvo. Boink. Boink. ¡Eres tan pelma que no podrías encontrármelo!, Midyet logró salirse del abrazo cukiesco. ¿Quién no sabe en dónde está?, Cuki le acomodó una nalgada. ¡En la cola! ¡Cerdo! 84

Lo último fue acompañado por un soplamocos. Cuki se sobó la nariz. Cabrona, dijo Cuki al ver su propia sangre, vuelve a hacerlo y te tiro los dientes. ¿Dónde quedó el caballero?, Midyet retó a Cuki, pero éste parecía volver a sus cabales. Tu amor, carraspeó, puede devolverlo. Mi amor no está disponible para ti ni para nadie. Pero tú eres mi princesa, mi reina, mi emperatriz. ¿De un rey idiota? Vamos, amor mío, ¿a qué viene tanto vinagre? No lo puedo evitar cuando estoy con un lerdo. Aquí no hay ninguno; ergo, no hay necesidad del vinagre. ¡Que sí! ¡Que no! ¡Ash!, Midyet comenzó a caminar hacia las escaleras eléctricas. ¡Adiós! Y sí, Cuki corrió detrás de ella. No no no, de ésta no te escapas, boink, dijo jalándola del brazo. Yo, francamente entretenido, me recargué contra una barda y prendí un cancro. ¿Por qué la insistencia?, Midyet se detuvo. ¿Qué no te das cuenta de que no te convengo a ti ni a nadie? Me habían dicho que eras como una bestia, pero yo te encuentro amable, deliciosa, alegre. Tu lengua es tan dulce cual flor primaveral. ¡Eres incapaz de hablar mal de nadie o de arrancarte con berrinches!, me señaló con el dedo. ¿Y alguien por allá dijo que eres una serpiente? Reí. Y fumé. 85

De tu boca sólo emergen palabras de amor, Cuki volvió a abrazarla, y Midyet se resistía. Anda, corazón de melocotón, sorpréndeme, shoquéame, hazme sentir que éste día ha valido la pena, que vivir vale la pena ahora que te conocí. ¡Eres un idiota! ¡Qué forma de adornar las ondas hertzianas con semejante hablar! ¡Qué elocuencia! ¡Qué ternura! Dios, Midyet respiraba pesadamente, ¿pero qué caraxos fumaste hoy? Me volteó a ver, amarrada por el abrazo pincesco de Cuki: ¿Qué le diste? ¡Yo también quiero saber qué se metió hoy!, grité desde mi bardita, arqueando las cejas. Las palabras acuden a mí espontáneamente, desde el calor de mi corazón, Cuki pegó sus labios a los de ella, y le plantó tremendo beso. ¡Y más caliente estarás en mi cama!, siguió besándola, ¡allí, allí es donde quiero calentarme! ¡Loco!, se despegó ella. ¿Qué quieres? Ah, negocios, Cuki de nuevo se puso de rodillas. No siento otra cosa más que amor, amor idiota y sincero desde el primer momento en que mis ojos se posaron en ti. Pero ya te dije que no le convengo a nadie. Soy dañina. Estoy mal de la cabeza. ¡En eso no te voy a contradecir!, intervine desde la bardita. ¡Cállate cabrón!, me gritó Cuki, y casi de inmediato volvió a su estado de serenidad. Escucha: somos dos los que estamos mal de la cabeza. Pero sé, aquí aden86

tro, que siempre nos cuidaríamos. Todos necesitamos que alguien nos cuide. Yo nunca te dejaría sola. Hemos estado solos mucho tiempo. Pero ya no tenemos que estarlo. ¿Qué dices? Cuki repitió el “qué dices” un par de veces más. Suspiré y fumé. Al mirar a Midyet, con el semblante de una niña perdida, necesitada de amor, pensé que necesitaba un canuto. Bostecé. La Midyet destructora se derrumbó y abrazó a Cuki. Se besaron. Quise soltar un aplauso forzado, pero no me salió nada. Ni un solo ruido. Sólo fumé. Corte a: Cuki arreglándose frente al espejo, varios meses después. Chaqué y zapatos de charol. Flamante corte de pelo. Tuvimos un breve diálogo antes del “enlace”: ¿Cómo me veo? De la verga. Tu mamá. Se trató de una “ceremonia privada”. Con amigos y familiares. Momentos destacados: el senador Halliburton más feliz que nunca. Madre criticando todo y a todos. Después de la mierda católica, el brindis y el primer baile, me quité el saco y me recliné contra la silla. Observé las nalgas de una invitada. Reparé en Cuki y Midyet. En verdad parecían enamorados. Todos fingimos ser felices por lo menos un día. ¿No fue Bowie quien dijo “I don’t believe in modern love”? 87

[Índice]

Cuatro Después del desafortunado evento nupcial, le dije “adiós” a Saltillo y le dije “hola” o, más bien, “hola de nuevo” a Naucalpan. Ridículamente bronceado, tras su también ridícula luna de miel caribeña de tres semanas, Cuki me corrió de la privada de Melrose más o menos de la siguiente manera: yo estaba tirado en el futón japonés o tailandés con el control de la consola de Sony en la mano, cuando… Bueno, tich, y… ¿has pensado qué vas a hacer? Voy a jugar un rato y luego me voy a dormir, respondí sin quitar los ojos del fido. Estoy cansado. No, me refiero a qué vas a hacer. ¿Cómo que qué voy a hacer? Sí, ¿qué vas a hacer? ¿Con qué? Con tu vida. Bueno, nada. ¿Cómo que nada?

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Soy un paiki, dude. Los paikis no hacemos nada con nuestra vida. Tich, Cuki se sentó junto a mí y, delicadamente, me quitó el DualShock de las manos. Sabes que no puedes seguir viviendo aquí. ¿Por qué no? Porque ya estoy casado. Y los recién casados deben vivir por su cuenta. Solos. Sin distracciones. ¿Según quién? Tich… Qué pedo contigo. ¿De dónde sacaste estas ideas? ¿De esa tipa? ¡Esa tipa es mi esposa! ¡Y es una arribista!, apenas y podía contener la ira. ¡Mira lo que nos hizo! ¿Qué? Tragué saliva. Como pude, articulé lo siguiente: ¡Estábamos muy bien sin ella! ¡Nuestra vida estaba bajo control! Ja. ¿Te puedes escuchar un segundo? Boink. ¿Por qué lo haces? Tich, tú sabes que… Ya. Ésta es la típica parte en la que dices “sólo sigo órdenes”. Y bla bla bla. Algo así fue. Así es que decidí regresar a Naucalpan, a mi jomtáun, al lugar de origen de todos los paikis del mundo. La aventura cukiesca había terminado. Con dolor, tuve que admitir que mi travesía con Cuki a Mordor había fracasado. De haber sido Frodo (Cuki) y 90

Sam (yo), seguramente nos habríamos puesto superpedos en el antro ese del Pony pedorro y El Anillo hubiera terminado perdido en una apuesta de vencidas y la cala. De haber sobrevivido a nosotros mismos, cierta Gollum, cierta Esmigol se nos metería en medio. Y así pasó, de hecho. Primero, me reporté con Madre: le conté mi versión de los hechos y me puse a su disposición por si otro de sus mongólicos hijos necesitaban ayuda. Luego, pedí asilo en Flynn’s, en la esquina de Rex y Watseka, el único lugar en el que pueden refugiarse los paikis. Su dueño, Kevin Flynn, un auténtico fósil de la época del Arcade, jamás me pediría que lo ayudara en tareas futiles como sacar la basura o lavar platos en la barra. Simplemente me regalaba tokens para el piso de máquinas tragamonedas y se conformaba con que le ayudara a los parroquianos casuales a pasar tal o cual nivel de, digamos, Street Fighter. Ese, podía decir, era mi “trabajo” en Flynn’s. Pasó un año. Las computadoras no enloquecieron con el Y2K. La primera precuela de Star Wars sí apestó. Steve Jobs presentó un nuevo walkman llamado “iPod”. Y un día, caminando entre las máquinas de Midway, con algo de La Cura en mi walkman (los paikis no tenemos dinero para upgradear nuestros gadgets), me encontré con Cuki y Midyet. Una encantadora sorpresa, sin duda. ¡Oye! Me quité los audífonos. Los miré de arriba abajo. 91

Él seguía siendo el mismo imbécil. Ella seguía siendo hermosa. Hey, qué bueno es verlos, dije, con los audífonos descansando en mi cuello. Nada mejor para la reputación de este antro que lo visite una joven y sana pareja. ¿Cómo estás? Esa era Midyet. Se había cortado el pelo chocolatoso. Pero no me importaba. Bien, ¿y tú? Tenemos que hablar, dijo Cuki, parco. ¿Tenemos? No nos escuchábamos ni nosotros mismos, así es que los llevé al leonero que me prestaban y siguen prestando en el segundo piso. En aquellos años (y vaya que eran buenos) lo tenía retacado con pósters de Heather Graham y Lucy Liu en modalidad golfita. Ahora veo por qué tus amigos tienen catorce años, xodió Cuki. ¡Cuki!, lo empujó Midyet. ¿Vienes a chingarme, tich? Mi playera decía “Space Paranoids”. No, Midyet me tomó de la mano. Venimos a invitarte a un viaje. Volteé a ver a Cuki. Me puso una xeta de los mil caraxos. Evidentemente, no era su idea: A mí ni me la hagas de pedo. Si no fuera por ella no estaría aquí. Boink. Corte a: Vegas. El pretexto: asistir a la expo de computadoras y videojuegos más grande del conti92

nente. Y no critiquen. Yo sólo era un paiki aprovechándose de la situación. Tengo que admitir que, al vernos caminando por el lobby del Dune, bajo los reflectores, pensé que éramos Los Tres Malditos y que dejaríamos en la ruina a aquel xodido casino. Quise pensar que aquello era el regreso a “los viejos tiempos”, pero en realidad los tres nunca habíamos jangueado juntos. Igual era una linda idea. Cuki se había empeñado en disfrazarse a la última moda de Scarface. Con ese look de narco cocainómano temía que lo confundieran con un millón de dólares. Y recién lavados. Me preguntaba si Sam “Ace” Rothstein se sentiría amenazado. El veco pasaba por su mejor momento: era ya un famoso y reconocido publirrelacionista de la industria de los videojuegos, los editores de revistas y los productores del fido le besaban el culo con tal de que les consiguiera exclusivas y la cala. Soberbio, se paseaba del brazo con su chica esplendorosa y su esclavo paiki. ¿Qué más quería miermano Cuki? La vida tendría algunas sorpresas para él. Como su oscuro y deprimente descenso a la paikedad, meses más tarde. Pero me estoy adelantando. ¡Vegas, día uno! ¿Vamos al casino?, preguntó Cuki y yo simplemente asintí con la gulivera. Digo, ya que había dado las nalgas, lo más decente era obedecer las órdenes de mi renovado mecenas. 93

Pus vamos, dije. Una semana antes, en Flynn’s, mi primera respuesta había sido no. Un rotundo y cacarizo “no”. Tienen que estar enfermos si creen que voy a creer que ésta burla tiene algún fundamento, dije en aquella ocasión. Es en serio, queremos invitarte, Midyet continuaba tomándome de la mano, con una inocencia e ingenuidad dignas de la hermana de sangre que nunca tuve. Simplemente es algo que… queríamos hacer desde hace tiempo. No me tragué el asunto del “seamos amigos de nuevo”. Tampoco, y llámenme intrigoso si quieren, lo de la culpa y el “reparemos el daño”. Aquello sonaba apestoso. Yo sabía qué era lo que estaba pasando. Pero no se los voy a decir ahora. Okey, vamos. ¡Vegas, día dos! Repetí las palabras “okey, vamos”, luego de que Cuki mencionó que les sobraba un boleto para la pelea de campeonato de los pesos pesados del Consejo Mundial de Boxeo entre Larry Holmes y Leon Spinks en el Riviera Hotel. El boleto de marras (y la habitación, y el tiquete aéreo) habían pertenecido a un tal Mod, un compañero de trabajo de Midyet que canceló de último momento. Y no me pregunten qué clase de xodido trabajo hacía Midyet que tenía que asistir a una expo en Vegas. Okey, vamos. Sí… ya qué. Vamos. 94

Tampoco era buena voluntad que hayan ido a Naucalpan sólo a buscarme. En realidad, dos días antes del reencuentro en Flynn’s había sido el tercer cumpleaños de Cole, el hijo de Marpis. Habrá sido un toddler, pero yo sabía que en su cerebro nuevecito cargaba con un código genético que lo inclinaba hacia las adicciones, la depresión, la traición y el incesto, como todos los Pirulazao. A eso agreguen la cancelación del tal Mod y bueh, una semana después yo estaba sentado a un lado del hijo putativo de Tony Montana, mirando cómo Leon le rompía toda su madre al pobre de Larry. Modda fucka! ¡Vegas, día tres! Mi gafete de entrada a la expo parecía un gran letrero que gritaba VILLAMELÓN

Visitamos los stands de Sony, Hitachi, Panasonic, Samsung, Pioneer, Microsoft y Electronic Arts. Eran como parques temáticos en miniatura, retacados de gadgets que podían convulsionar de la emoción a cualquier paiki trasnochado que pasara por ahí. El ambiente era carnavalesco, con edecarnes entregando folletines, parroquianos jugando demos y autos para exhibir lo último en sonido móvil. No te despegues, ordenó Cuki. Sí papá, respondí. Y no me digas papá. Sí papá. Digo, no papá. 95

Cuki estaba desilusionado porque Microsoft no había llevado al show su nueva y muy anunciada consola. Sega, Nintendo y Sony fabricaban consolas. Microsoft no. Supongo que de ahí partía la novedad. ¿Estás triste, papá? ¡Que no me digas papá! Perdón papá. ¡Vegas, día cuatro! En el hotel, empacando. Ajá, los paikis también hacemos maleta. Mínima, pero la hacemos. Midyet y yo abandonábamos Vegas al otro día. Cuki se iba a quedar por “asuntos de trabajo”. Cuki Montana y yo nos despedimos en el lobby. ¿Te veo mañana? Claro. Si quieres desayunamos. Si quieres. ¿No quieres? Yo sí. Pero tú manejas el dinero, papá. ¡Puck! Cuki me dio un puñetazo amistoso en la panza. Mamón. Y se fue. Me dirigí a mi cuarto, con el aire un poco fuera de su lugar. Okey: pilchas acomodadas, dientes lavados, piyama enfundada, flic porno listo. Chicks With Dicks, si mal no recuerdo. Me preparaba para jalarle el cuello al ganso. Entonces, toc toc. Ajá, toc toc. Apesumbrado, corrí a asomarme por el hoyín. 96

Y ahí estaba, parado en el pasillo alfombrado. El muy idiota. ¿Qué pedo? Abrí la puerta, Cuki se metió de golpe. No hagas preguntas, y se sentó rápidamente en la cama. Aventó los zapatos, comenzó a quitarse la playera y se desabrochó el cinturón. Wo wo wo, dije con las manos extendidas. ¿De qué se trata esto? ¿Qué parece? Aquí voy a dormir. Boink boink. ¿Pero por qué? Tich, se bajó los pantalones, y definitivamente no es lo que acaban de pensar, en serio no me hagas preguntas. Cuki suspiró. Me miró con seriedad. ¿Compartimos la cama?, preguntó, y de nuevo, no es lo que acaban de pensar. ¿Qué pasa?, insistí. ¿Te corrieron o qué? Se sentó. Volvió a suspirar. Corte a: Dominic Astor, connotado periodista de chisme político, en entrevista otorgada a El mundo de Cotín, afamado chow de cotilleo y malalengua: “La hija del senador Halliburton tenía, como todos sabemos, cambios súbitos de humor. Un día podía ser ‘amorosa esposa’ y al otro ’bastarda sin calzones’. Aquel episodio del libro en el que Cuki arroja el anillo de casado al escusado en Orlando, Florida después de que Pixie no le permitiera avanzar en sus coqueteos amorosos, en realidad se llevó a cabo en Las Vegas, 97

Nevada, y por una trifulca de índole doméstica. Cuki y Midyet discutieron amargamente y, en un arranque, él se lanzó al baño y aventó el anillo por el dobleucé. Midyet, evidentemente molesta por el detalle, lo corrió del cuarto y él tuvo que dormir en otro lado”. De vuelta al cuarto del Dune: Tich, yo sólo quería, para mi última noche con ella en Vegas, despertar en Venecia, despertar en París. ¿Y qué te dijo? Me llamó porfiriano y rompecatres y me corrió. ¿Te corrió? Sí, me corrió. ¿A patadas? A empujones. Te lo dije, me puse filósofo y tomé una cerveza del minibar. ¿Quieres, tich? No. ¿Qué? ¿Que de qué? Que qué me dijiste. Que las cosas iban a salir mal. Estás exagerando. Boink. ¿Esto te parece sólo “una cosa que salió mal”?, actué las comillas. Ni madres, esto es el símbolo de algo más profundo y revelador. ¿De qué hablas? Tich, es un error que te hayas casado. Eso todos lo sabemos. Ni hablar, uno la caga todo el tiempo. Y ahora vas a pagar. Yo no voy a pagar nada. 98

Me encanta que seas tan ingenuo, deveras. Escucha, le dije al sentarme junto a él: un esposo quiere pingar. Y lo menos que debe hacer la marida, le duela o no la pendeja gulivera, es abrirse de patas y aceptar. ¿Cierto? Boink, sí. ¿Y qué te dice esa zorra infame, esa perra desgraciada? ¡Más respeto cabrón!, Cuki me empujó violentamente. ¡Estás hablando de mi esposa! Te dice “hoy no pingas tú, hoy no pingo yo”, proseguí sin hacer caso de la advertencia. “En suma, hoy no se pinga.” Realmente encabronado, Cuki se levantó y corrió al baño. Divertido, lo seguí hasta allá y observé cómo se quitaba el anillo del dedo y lo echaba al cagadero. Plop. Me asomé. Ahí abajo, en el piso azuloso del escusado, el plateadito anillo. No me tomó la sorpresa. Me tomó la melancolía. Luego, pensé en una referencia cinematográfica. ¿Cómo se llamaba?, pregunté. ¿Quién?, gritó Cuki, hecho un cavernícola. ¿David Keith? ¿Quién? ¿O era Keith David? ¿De qué hablas? Del veco de An Officer and a Gentleman. El que se traga el anillo de compromiso de un trago. ¿Ehh… David Keith? 99

Eso es lo que debiste haber hecho. ¿Hacer qué? ¡Empinar el codo con tequila y tragarte el anillo! Cuki miró el escusado. Si llego a ser vicepresidente antes de los treinta, voy a proponer que no se permita la contratación de hombres y mujeres casados, ya sea por bienes separados o mancomunados. Aquella fue la primera vez que dijo eso. ¡Vegas, día cinco! Midyet y yo esperábamos nuestro vuelo en la terminal A del aeropuerto McCarran. Me cargué mi Game Boy, a pesar de estar muerto y sin pilas (que no siempre es lo mismo), y pensaba que Midyet era una macarra porque no me había dado de comer. El diálogo en ciernes se dio en la clásica situación peligrosamente ideal para enterarse de cosas de las que uno no necesita ni quiere enterarse. O algo peor. ¿Te puedo preguntar algo?, arrancó Midyet. ¿Para qué? Necesito saber una cosa. Sólo si a la mitad de la charla no vas a agarrar tu machete de Jason y vas a empezar a hablar en arameo o alguna otra lengua muerta. Prometido. Y llévame a comer algo, dije poniéndome de pie. Me cago de hambre. Vamos.

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Sentados en un antro de bagels, pretzels y cerveza Budweiser. Midyet con un vaso de agua. Yo con un plato con mucha comida gringa. ¿Extrañas a Cuki?, disparó Midyet. Extraño el fridge. Me imagino… ¿pero no lo extrañas a él? Un poco, me sinceré, el muy pelmazo. Sí. ¿Crees que cometimos un error al casarnos? Dejé a un lado el plato. Hey, no me gusta hacerle al bate y pelota. Anoche él me dijo algunas cosas y ahora tú otras. ¿Qué creen que soy? ¿Un puto consejero matrimonial? ¿Qué te dijo? No te voy a decir nada. No insistas. Ándale, ¿qué te dijo? Que no quisiste darle arrumacos. Hank, El Facilón. ¿Nada más? Básicamente, sí. ¿Crees que estoy loca? ¿Por no querer sexo? En general, digo. Pregúntame algo más difícil. Dime, ¿te parezco loca? Claro que sí, volví a mi plato. Puedes llegar a ser muy obvia, ¿sabes? Midyet guardó un silencio sagrado durante unos segundos, y luego empezó: Es que a veces todo parece estar muy bien. La vida es simple y yo me siento contenta. No podría decir 101

que feliz, pero sí contenta. Conforme. Y Cuki es maravilloso y encantador. Y me trata muy bien. Y es muy fuerte, ¿sabes? La debilidad me da repele. Cuando las cosas se complican, y me siento infeliz, no me puedo contener y digo lo que pienso. A lo mejor eso es lo que le molesta a él. Y tampoco me encanta estar con gente. Digo, no todo el tiempo. Aunque a veces sí. A veces no me gusta estar sola. Me siento sola muchas veces. Pero a ratos nada es mejor que estar sola. Sola y metida en lo mío. Cuando estoy feliz me gusta estar con Cuki. Cuando estoy infeliz, la verdad… no. No me gusta estar con nadie. Tengo muchas cosas dándome vueltas en la cabeza. Tengo trabajo, lo sé, me encanta lo que hago, lo sé, mi papá se preocupa por mí, lo sé, mi Cuki se preocupa por mí… también lo sé. Pero a veces nada es suficiente. Y siento que eso lo vuelve loco. Que yo esté loca. Sólo porque se preocupa. Porque cuando no te preocupas por alguien ni siquiera te enteras. Pero él se entera. Porque se preocupa. No es como mi papá. Él sólo quería verme casada. No se preocupa. Ni se entera. Miré a Midyet con medio bagel en el hocico. Estás bien pinche loca, me cae. Se me antojó un cancro, dijo Midyet. En Estados Unidos ya no dejan fumar en los aeropuertos. Igual tengo que dejar de fumar. Ajá. También pensé que debería comprar un perro. ¿Para qué? Para la casa, menso. Para que nos acompañe. No veo el caso. 102

Ni yo. No me gustan los perros. Son sucios. Si lo que quieres es una mascota, mejor tengan un hijo. ¡Un hijo! Esa sí es una pésima idea. ¿No quieres tener hijos? Ni que estuviera loca. ¿Tú, loca? Y luego Cuki me dice que trabajo mucho. Pero esa es una contradicción, porque él también trabaja mucho. No los envidio, créeme. Trabajo en la oficina. Y luego en la casa. Huy, si vieras cómo tengo el comedor. Lleno de papeles y porquería y media. Me lo puedo imaginar perfectamente. Luego el vuelo se retrasó y fuimos juntos a la sala de espera de viajeros frecuentes. Y pasó algo que no debió haber pasado. Ahora imaginen a Midyet, de vuelta en Saltillo, en el departamento en Melrose, frente a la computadora, con la impresora de matriz de punto haciendo su ruido incesante, un montón de papeles a un lado y otro montón al otro, restos de cartoncillos de comida china, latas de refresco y cajas vacías de pizza. Toma el teléfono y marca el número de Flynn’s. Ring ring. Bueno, digo desde el otro lado. Hey. Soy yo. ¿Quién es yo? Midyet. 103

Midyet Halliburton de Pirulazao. ¿A qué debo el horror? Ya ves, tenía ganas de hablarte. ¿Cómo estás? Bien. ¿Y tú? Más o menos. Oye, tuve un problema. ¿Qué pasó? Compré el perro. ¿Te acuerdas? Te dije que iba a comprar un perro. No: me dijiste que pensaste que deberías comprar un perro pero que no te gustan los perros porque son sucios. Pues cuando llegué a Saltillo fue lo primero que hice. Compré un perro. Bien por ti. ¿Para eso me hablaste? No. Es que Cuki llegó anoche. Y tuvimos un problema. ¿Qué problema? No tenía anillo. Dice que lo perdió en Las Vegas. No me digas. Sí. Y me suena raro. ¿A ti te dijo algo? Nop. Llegó sin anillo. Y no me dijo nada. Evadió y se fue. ¿Y qué te dijo del perro? Nada. Sólo xodió con que quién lo iba a cuidar y bla bla bla. Pero sé que le cagó la idea. Probablemente. Dios, todo está tan complicado. Pero tú sí sabes escuchar. Si tú lo dices. Cuki está muy raro. No me dice nada. Y cada vez que le hablo de algo me contesta con su jeta de pende104

jo y su voz incriminadora como si no escuchara, “¿queeeeeeeé?” Sí, conozco ese tono. ¿Te puedo hablar otra vez si la cosa empeora? Hey, sé mi invitada. Okey. Gracias. Eres lindo. Clic. Imaginen a Midyet en silencio, con un cachorro de bloodhound metiéndose entre las patas de la mesa del comedor y esnifándole los pies. Vuelve a tomar el teléfono. Ring ring. Bueno. Hey. Qué pasó. ¿Estás bien? Sí. ¿Tú? Sí. ¿Por qué preguntas? Por lo de Las Vegas. Lo del aeropuerto. Quedamos que no ibamos a hablar de eso. (…) Sí. Pero es que… no me gusta cuando sucede algo que no debió haber sucedido. ¿En qué quedamos? (…) En que no ibamos a hablar de eso. Ajá. (…) Oye. 105

¿Qué? ¿Te gusta “Pifas”? No tengo idea de qué chingados estás hablando. Pifas. Así le puse al perro. Claro. Pifas. Suena muy bien. Deveras. ¿No fue Paul Hewson quien dijo “eres peligrosa porque no sabes lo que quieres”? *** No volví a hablar con Cuki en un buen tiempo. Él no me buscó. Y yo no lo busqué. La que sí me buscó fue Midyet. Me telefoneaba a Flynn’s para contarme de las visitas intermitentes de Marpis y los desayunos con Vómito de Cerdo y Gertrude, de su trabajo y lo mal que, repentinamente, se pusieron las cosas para Cuki en La Compañía. De hecho, me hablaba tanto que Kevin me amenazó de muerte si seguía ocupando la línea. Por suerte, un día, las llamadas de Midyet cesaron. No supe nada más. Navidad en Naucalpan: el round 1. A los paikis nos gusta ir a perder el tiempo a los mols. Ni siquiera es un asunto de “window shopping” y la cala. Sólo es ir a ver chelovecos. La cosa se pone un poco más interesante en Navidad, claro. Ya saben, los árboles y los colores. Y Santa Clos dándole audiencia a morros de todas las edades. Un poco barroco. Pero es interesante ver a todos esos buenos vecos comportándose ridículmente y gastando sus aguinaldos de 106

manera salvaje. Así es que estaba en el Galleria, sentado en el fast food court, pensando en lo horroríficamente complicada que es la Navidad, cuando lo vi venir. Vestía con un abrigo de lana y zapatos nais. Pero no se confundan: Cuki se veía xodido. Ya saben, el viejo y estarrio frik de que algo no marcha bien. Lo siniestro es que parecía que habíamos quedado de encontrarnos. Cuki se aproximaba a mí a velocidad de crucero. Ahora que lo pienso, Cuki se aproximaba a mí de una manera balística. Tich, dijo. Ea, regresé el saludo, justo en el momento en el que prendía un cancro. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo va? No va, se sentó. ¿Vacaciones? Vacaciones permanentes. El viejo y estarrio frik. Oh. Ya veo. Y de vuelta en Naucalpan. ¿Qué pasó con La Compañía? Recorte de personal. ¿Te corrieron? No. Me recortaron. ¿No es lo mismo? Déjalo en que me recortaron. Boink. No fue Joe Strummer quien dijo “I’m all lost in the supermarket, I can no longer shop happily, I came in here for that special offer, a guaranteed personality”? Corte a: Germán Gedovius, periodista de chisme político, grabado en videotape para el programa es107

pecial transmitido por el canal 127-B, Qué verde era mi hongo: “Resulta interesante el episodio en el que Cuki describe con morbo de detalle, y a la manera grecorromana, cómo llega su hermano a casa luego de ser despedido. Todo indica que Cuki hizo una representación trágica de su propio despido pero personificado en el hermano. Es lo que en el medio llamamos ‘un sofoclazo’”. Después del tema “me corrieron”, como es de esperarse, pasamos al tema “Midyet”. Al respecto, Cuki prefirió el tono “te vale verga”: ¿Y Midyet? ¿Qué? ¿Dónde está? ¿Para qué quieres saber? Me encogí de hombros. Pura curiosidad. Pues qué curioso eres. Pendejo. Y se levantó y se fue. Miermano Cuki. Impredecible e idiota. ¿No fue Paul Hewson quien dijo “eres un accidente esperando a pasar”? Navidad en Naucalpan: el round 2. Los paikis también nos enfermamos cuando hace frío. Ya saben, esos bichos aéreos que pululan por todos lados. El remedio: sopita de pollo. Y qué mejor lugar para disfrutar de la sopita de pollo que en la casa de San Diego de los Padres. Pero no crean que lo hice para ver a Cuki, por mí podía arrancársela. En 108

realidad, desde que regresé a Naucalpan, frecuentaba la casa de San Diego de los Padres para asaltar el fridge. Madre siempre fue amable conmigo. Así es que ahí estaba, en el desayunador de la amplia cocina, tragándome mi sopita de pollo. Tenía la apariencia de un jómles, con dos toneladas de trapos encima y guantes con los dedos rebanados hasta las falanges. Madre me observaba con interés. Tétricamente, me recordaba la manera en que Midyet me miraba en el McCarran un año y medio atrás. ¿Y qué te dijo? Esa era Madre interrogándome sobre mi encuentro con Cuki. No me dijo nada. Sólo se fue. Es un inútil, te digo. Un buenoparanada. Madre tenía una mala opinión de sus hijos. Y a veces no. Era una mujer compleja. Lo corrieron del trabajo y al otro día lo corrieron de su casa, confesó Madre. El muy inútil. ¿Quién le contó eso? ¿Midyet? Sí, hablé con ella, la doña se sentó junto a mí. ¿Y sabes qué me dijo? ¿Qué? Que Cuki enloqueció. Noooooo. Slurp. Slurp. Neurótico y corrupto. ¿Corrupto, Madre? Seguro lo corrieron por transa. Ah, ya veo. 109

Silencio. Sólo éramos Madre, yo y mi slurp slurp. ¿Te contó del accidente? No. ¿Cuál accidente? Corte a: close up al maltratadito cutis de la Nena Rowland, dos días después de la sopita de pollo, en el Hotel Flanagan, durante la Reunión 2001 de Ex Alumnos del Tecnológico. ¿No supiste del accidenteeeeeeeeeeeeeeeee? ¿Cuál accidenteeeeeeeeeeeeee?, la arremedé. Cuki y su esposa chocaron. Allá donde viven. En Sonoma. En Sinaloa. En Saltillo. El salón estaba retacado de chelovecos atrapados en Timbiriche, los pantalones stretch deslavados y los tenis Reebok blancos con la bandera británica. Todos con vasito de poliestireno y nametag. El mío decía “H”. ¿No me digaaaaaaaaaaaaas? Sí, parece que estuvo durísimo, y cuando dijo eso, yo pensé en las otrora durísimas tetas de la Nena Rowland, rubia de tres suelas con chiches de calcetín con canica y más corrida que la ramera de Kim Basinger. Se acercó Pantoliano. Otro pelma de la uni. Saco de lana a cuadros. Lentes de armazón grueso. ¿Qué pasa? ¿No supiste del accidenteeeeeeeeeeeeeeeee?, preguntó. Suspiré. ¿El de Cuki?

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Sí: parece que iban saliendo de una fiesta o algo así, y era un lugar con muchas curvas. Supe que se voltearon. Corte a: mi conversación con Madre en el desayunador. Se voltearon y quedaron bocaabajo, dijo ella. No me diga. Y qué bueno es este caldo, caraxo. Corte a: mi conversación con Pantoliano en el Hotel Flanagan. Fue algo terrible. De ambulancias y todo. Corte a: mi conversación con Madre en el desayunador. ¿Y qué le pasó a Midyet? ¿Ella está bien?, interrogué. Sí, chico, no les pasó nada. Sólo se murió el perro. Iba en el asiento trasero. Quedó todo apachurrado. El viejo voló a Saltillo, para verificar que todo estuviera bien. “El viejo” era Padre. Así le decía Madre. Ah. Corte a: mi conversación con la Nena Rowland en el Hotel Flanagan. Supe que iban con un amigo o algo. Y que se mató. Horrible. ¿No se llevaron de corbata a un ciclista que andaba por ahí, y él fue el que murió?, comentó Pantoliano, oportunísimo. Así se hacen los chismes, dije, hecho un sabihondo. Se asomó Dusty, nerd infumable de la generación: Yo oí que chocaron contra una vanette llena de boy scouts. Y que casi todos murieron. 111

Entonces, llegó Cuki. Trago en mano, bailoteando hasta nosotros, como una mediocre imitación del imbécil de Tom Cruise en Risky Business. Holaola, saludó. Estaba bien pedo. ¿Cómo van las cosas?, interrogó Pantoliano. No van, respondió Cuki. ¿No van? Chuik. Ese era el sonido de un hueso de aceituna disparado desde la boca de Cuki y que cayó, redondito, en los pies de Pantoliano. ¿Y tu esposa, Cuki? ¿Cómo está ella?, insistió el muy pendejo de Pantoliano. Boink. ¿Perdón? Bien, gracias. ¿Todo bien? Bien, bien. ¿Han pensado en tener familia ya?, interrogó la Nena Rowland. Ah, me di cuenta. No sabían nada del pleito, de la separación, del divorcio en ciernes. Ya hemos hablado de ello. Pero no sé si estemos listos. ¿No tendrás ideas negativas al respecto?, rió estúpidamente la Nena Rowland. ¿Sobre qué? Sobre la paternidad, claro. Yo no. Ella sí. Un silencio incómodo. 112

Yo pensaba que no valía la pena traer más niños a éste mundo, comenzó Pantoliano. A sufrir, digo. Con lo de las Torres y Afganistán y lo difícil que se ha vuelto viajar en avión. Digo, ¡qué horror! Sí sí, qué horror, todos movimos negativamente la gulivera. Todos menos Cuki. ¿Está tu esposa aquí? ¿Mi esposa?, Cuki tenía los ojos de conejo. Sí, tu esposa. Anda por ahí. Bueno, esperemos a que aparezca. No no, dime. Es que tengo que darles un consejo. Dímelo. Yo se lo paso al costo, dijo Cuki sonriendo sardónicamente. Sí vale la pena tener hijos, dijo Pantoliano y se llenó de un orgullo falso e hipócrita, y la Nena Rowland lo celebró con un “ahhhhh”, e incluso el paleto de Dusty parecía estar a favor. Cuando los tienes en tus brazos, sabes que tomaste la decisión correcta. Cuki se echó para atrás. Sólo un paso. Le dijo a Pantoliano: ¿Sabes qué? Tú me cagas. Siempre me has cagado. Eres un perdedor de mierda. Me caga encontrarme contigo en la calle. Me hace vomitar. Y a la Nena Rowland: Tú eres una puta rastrera que tiene la vagina en la cara y la cara en la vagina. ¿Te acuerdas de esa vez que pingamos en el auto y que te dije que había sido la mejor cogida de mi vida? Bueno, mentí. Boink. 113

Y a Dusty: Tú tienes cara de que te comes la mierda de tu jefe. Y de que mamas verga por un aumento del dos por ciento. Y a mí: Y tú… traidor. Eres un reverendo hijo de la chingada. Me orino en ti, puto. Y miermano se fue. Lentamente, y en silencio, el grupo se desintegró. Yo corrí detrás de Cuki, quien salía por una de las puertas de emergencia. Lo alcancé casi en el estacionamiento, donde intentó darme un puñetazo, resbaló y cayó de nalgas junto a un Ford Torino. Intenté levantarlo, pero no me lo permitió. El veco se puso a llorar. Nevaba. La horrible nieve naucalpense mezclada con tierra y materia fecal. Nunca estuve embarazado, me dijo. Menos mal, dije, arqueando las cejas. Boink. No pude llegar a ser vicepresidente de La Compañía antes de los treinta. Boink. Perdí mi empleo por huevón y pasar los días en el cine y las noches en un grocerí. Okey, esto va en serio, pensé, y me senté junto a él. Me odio. Soy un perdedor de mierda. Me caga encontrarme conmigo en todos lados. Me hace vomitar. Soy una puta rastrera que tiene la vagina en la cara y la cara en la vagina. Me comía la mierda de mi jefe. Mamaba vergas por un aumento del dos por ciento. Pixie nunca existió. Boink. Sólo fue un producto de mi imaginación. Midyet era Pixie y Pixie era Midyet. Pi114

fas murió atropellado. Midyet y yo nos destruimos hasta convertir nuestra relación en un xodido Chernobyl. Y ahora he vuelto a Naucalpan, separado y divorciado, a vivir a casa de Madre. De nuevo tengo el pelo largo, paso los días en pants y tenis y dedico mi vida a ver el fido y jugar videojuegos y embrutecerme con la vieja y estarria Miller High Life. Eso no puede ser malo, me sonreí y él también sonrió. Me convertí en un paiki. Y creo que me siento orgulloso de ello. Eso tampoco puede ser malo. Un silencio. La sucia nieve cayendo sobre nuestras guliveras. Estoy a punto de publicar un libro. No me digas. ¿Sobre qué? Sobre mi infierno personal con la hija del senador Halliburton. Los de la editorial dicen que va a ser un “escándalo”. Verga, exclamé en automático. (…) De vez en cuando pienso en Midyet y si alguna vez la volveré a ver, dijo Cuki. Y yo también me pregunté, ahí sentado, bajo la nieve, si la volvería a ver. Y sí lo hice, de la manera más bizarra e improbable: en un show del fido, varios meses después, luego de que se publicara el libro de Cuki que, efectivamente, resultó un “escándalo”. Pero esa Navidad las cosas aún no pasaban. Nos abrazamos. Cuki y yo éramos drugos de nuevo. 115

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[Índice]

Cinco Jonk, jonk, sonó el claxon. Cole, Pimp y yo, afuera de la casa de San Diego de los Padres, estacionados en un Beetle negro de gordas llantas. Clima, asientos reclinables, ceniceros, espejo de vanidad. Los esenciales que uno necesita para llevar una vida moderna y confortable. Jonk jonk. Cuki salió corriendo de la casa. Subió al Beetle. Cerró la puerta. ¡Cuki, cariño! Esa era la voz tipluda de Madre, quien sostenía, triunfante, una bolsa de papel de estraza. Cuki abrió la puerta. Bajó del Beetle. Regresó corriendo a casa. Se te olvida tu lónch, Madre arqueó las cejas. Gracias ma, dijo Cuki y dio media vuelta. ¿No se te olvida algo?

Giró de nuevo en los talones. Mua mua. Dos besos bien plantados, uno para cada cachete. La escena habría sido encantadora si miermano hubiera tenido doce años y se dirigiera a la escuela. Pero no. Tenía treinta, y era un huevón de clase mundial. Luego: la mirada sospechosa de Madre. ¿Qué?, preguntó Cuki, hastiado. ¿Qué? Hoy es el gran día, dijo Madre con un dejo musical y se sonrió perversamente. No me digas que con esas fachas vas a ir a tu entrevista. ¿Desde cuándo esos pants azul marino con raya blanquiplateada en la pierna, playera con manga de tres cuartos, sudadera abierta, gorra de los Dodgers y tenis Vans cuadriculados, los mismos que modeló Sean Penn en Fast Times at Ridgemont High y que hacían ver a Cuki como un paiki y no sólo eso, sino como el Iggy Pop de todos los paikis, podían considerarse “fachas”? Ma… Vas a salir en el fido y todos te vamos a ver en la fiesta de los Randyson, ¿recuerdas? Qué emoción. ¡Sólo quiero que estés presentable! Nosotros lo regresamos a tiempo para que se cambie, le dije a Madre desde el interior del Beetle. Antes de las dos estamos aquí. ¿Seguro? ¡No problemo! Regresar al Beetle. Subir. Cerrar la puerta. 118

Run run. Jaudi, saludé desde el asiento del copiloto. Jaudi, dijeron al unísono Pimp y Cole. Pimp, rechoncho y burdo, hizo espacio en el backseat para Cuki. Los pelos lacios de Shaggy le cubrían las orejas. Cole era estridentemente rubio. Él conducía. Jaudi, saludó Cuki. ¿Hoy es el programa?, preguntó Pimp, emocionado. ¿No escuchaste, pendejo?, dijo Cole. Prefiero no parolear de eso, pidió Cuki. ¿Podemos ir de patiños?, insistió Pimp. Cállate pendejo, gruñió Cole, y luego miró a Cuki por el retrovisor. ¿En serio podemos ir, man? Sí, güey. Pueden acompañarme, Cuki suspiró. Nomás no vuelvan a tocar el tema. El auto arrancó. Pensé que Cuki tenía el pelo oscuro, negrísimo, y que eso lo hacía como Han Solo. Y Cole era como Luke Skywalker. Y Pimp era como Citripio. Todo lerdo y sin haber cogido en años, si es que alguna vez pensaron que Citripio podría coger. Yo no era nadie. Un jawa, quizá. El Beetle tenía un radio. ¡Hey, tiene radio! Esa era la declaración que Pimp hacía todos los días. Bueno, no todos los días porque no todos los días hacíamos la vesche, pero sí cada vez que hacíamos la vesche, es decir, rentar un auto en lo de Kaufman. Y a veces, como aquel día, Cole y Pimp rentaban un auto antes pasar por mí y Cuki para hacer la vesche. 119

Les digo, que tiene radio, repitió Pimp. ¿Buscamos el disco? Lo que siempre pasaba, siempre, era que el sujeto de gafas que estaba detrás del mostrador, el que ponía a Cole a firmar una montaña de papeles, le avisaba que debajo del asiento del conductor hallaríamos un disco, una especie de acoplado, música, seis o siete tracks que solía regalar Kaufman Rent-A-Car para premiar la fidelidad de sus clientes. Ellos dos, porque yo nunca tuve el honor de presenciar ese momento. Una cortesía. Y no me pregunten por qué lo ponían debajo del asiento del conductor, no me pregunten por qué la xodida política del corporativo de Kaufman Rent-A-Car estipulaba que el acoplado de cortesía con su cajita de policloruro de vinilo no estaría ensartado en la guantera o algún otro sitio más a la mano. Nunca supe por qué no eran prácticos. Simplemente, no lo eran. Gracias a Cuki sé algo del mundo corporativo, así es que entiendo las decisiones arbitrarias e ilógicas. Y a la vez no. Sólo sabía que era una cortesía, una puta amabilidad que el sujeto de gafas de la Kaufman les había anunciado veinticinco veces con un “es una cortesía y después “eso quiere decir que es suyo” y luego “considérenlo un regalo. De Kaufman Rent-A-Car para ustedes. De nosotros para ustedes” y de paso 120

“no tienen que fingir demencia e intentar robarlo, no es necesario que lo guarden en su chamarra o mochila, pues es suyo”. Y a pesar de que en la cajita de cloruro de polivinilo decía claramente “ejemplar de cortesía”, bueh, Pimp —párvulo y rollizo— se las ingeniaba para “robárselos”. El muy imbécil. Metió la mano debajo del asiento y halló el disco, envuelto delicadamente en un plástico transparente. ROCK DURO DE LOS 70

Pimp comenzó a chingar con que deberíamos poner el disco. Nugent, Nazareth, Foghat, Deep Purple. ¿Puedopuedopuedo? Justo ese momento abandonábamos la zona de San Bartolo y entrábamos a toda velocidad al Lyndon B. Johnson. Cole —canalla y grosero—, hurgaba sus narices con las sucias garras que Dios le dio por manos y dedos y uñas. Las mismas garras con las que sujetaba el volante del Beetle. Como todas las veces que hacíamos la vesche, Cuki aventó el mierdero lónch de Madre, un xodido sandwich de atún con jitomate y cebolla en pan integral, por la ventana. Okeyokeyokey, ponlo. Con “Rock duro de los 70” de fondo discutimos sobre desayunar en el Automat, ir a Flynn’s, comprar un nuevo paquete de tarjetas Topps en el bazar y videograbar Jackass en el TiVo que estaba en la sala que Padre preparó especialmente para el fido. 121

¿Te la estás pasando bien?, me preguntó Cole mientras pasábamos frente a un espectacular de Camel que mostraba a un modelo mamadísimo y bien guapísimo con atuendo a la James Bond sosteniendo un cancro en la mano y posando a un lado del eslogan: “Me gustan por su sabor”. Me la estoy pasando increíble, respondí. En el Lyndon B. Johnson no había mucho tráfico. Un anuncio de neón… el Hilton… una anciana manejando una Blazer atascada hasta el cogote con bolsas del grocerí. Las mismas furgonetas, las mismas guayines, los mismos Datsun, cochecitos japoneses fabricados por japoneses de mierda que comienzan a apropiarse del país. Perros atropellados. Sus cráneos reventados sobre el hormigón del progreso. Lo mismo de siempre: el horizonte grisáceo, frío, apático. Me divertía imaginar que algún psicópata se acercaría al Beetle, al mismo y xodido Beetle que rentaron en lo de Kaufman, y que dispararía contra nosotros. Bang bang, estás muerto. Bang bang, bienvenido a las estadísticas de muerte por arma de fuego. Bang bang, los gringos triunfaron, ya somos como ellos, éste es sólo el preludio al Nuevo y Encantador México. Bang. Bang. Bang. Pero eso jamás pasó. Era sólo el mismo freeway seco, estéril. Sin vida. Tich. ¿Qué? ¿Puedes checar a qué temperatura estamos?, me pidió Cole. 122

Bajé la ventanilla. El aire helado. Me chupé el dedo. Lo saqué. Congelado. Lo volví a meter y cerré la ventanilla. Como a diez grados, dije. ¿Seguro? En Naucalpan hacía frío todo el año. Pero no era el tipo de frío como para ponerse abrigo o instalar calefacción en la casa. No. Era un frío estúpido que te xodía, simplemente te xodía. Era un frío que nunca se encrudecía. Sólo estaba ahí. Molesto. En la mañana hacía frío. Pero al mediodía hacía calor. Y en la tarde llovía. Aquel era un día típico en Naucalpan. Sí, como diez grados, repetí. Qué hueva. ¿Cuánto dijiste?, preguntó Pimp. Cállate, pendejo, dijo Cole, y le ordenó a Pimp que pusiera la calefacción. Y yo sabía que si Cole lo pedía, bueh, había que hacerlo. Cole era como nuestro patrón. Cole nos daba trabajo. Ergo, había que hacerle caso a Cole. No que lo necesitara. O que debiera hacerlo. Por definición, un paiki no tiene trabajo. Un paiki juega videojuegos, bebe cerveza y tiene amigotes. En ningún lado figuran las palabras “trabajo” o “empleo”. En el caso de Cuki, la necesidad de trabajar era casi inexistente. Gracias a su escandaloso despido de La Compañía, Cuki era dueño de una cuenta bancaria retacada de dólares. Cuki podía llegar con una tarjeta de crédito a una tienda y usarla como el xodido Martillo del Alba y desaparecer todos los productos de los anaqueles. Y si algo saliera mal, Madre y Padre le habrían hecho el favor de proveerle con suficiente dine123

ro como para despreocuparse y rascarse los yarboclos hasta que el infierno ofreciera membresías dos por uno en la compra de un kilo de detergente y lejía marca propia Sam’s Club. Na. Cuki nos acompañaba a mí y a Pimp y a Cole por buenaonda. Él hacía como que trabajaba y Cole hacía como que le pagaba. Pimp sacó otro disco de lo de Kaufman. Uno que se había “robado” una semana atrás. ÉXITOS POP DE LOS 80

Y lo puso en el momento en el que Cole le preguntó a Cuki: ¿Eres feliz, man? No. ¿Y tú? No. Reímos y por un segundo fingimos que, en realidad, sí éramos felices. Reímos mientras circulábamos por el freeway y, furtivamente, se escabullía la ridícula noción de que esta vida sirve de algo y hay una xodida olla de oro al final del arcoiris. En el disco, el track tres: “Save A Prayer”, de Duran Duran. Track cuatro: “Tainted Love”, de Soft Cell. Track cinco: “More Than This”, de Roxy Music. Puedo ennumerar veintiún canciones que me ayuden a pensar en el Beetle rodando por el freeway, pero eso sería realmente idiota. Prefiero contarles del aburrido cemento, de la aburrida planicie naucalpense desprovista de montañas, de la aburrida canción de mierda que habíamos escuchado doscientas veces y que loopeamos sin cesar, de 124

nuestras pendejas discusiones en torno a Nintendo y Microsoft y Sony, de nuestras teorías sobre las verdaderas motivaciones comerciales detrás de Peter Jackson y Fran Walsh, de las aburridas golfas con las que habíamos jangueado en Petey’s una noche atrás. Pero todo, tristemente, tendía a ser igual. ¿Jueves? ¿Viernes? ¿Sábado? Who fucking cares. Entramos al dauntaun. Pimp, el muy imbécil, empezó con su rutina de intentar robar el disco en turno de Kaufman Rent-A-Car y, por más que le explicamos o tratamos de explicarle que era un regalo y que alguien no podía ser tan pendejo como para robarse a sí mismo, guardó, sacadísimo de onda, la caja plástica en su chamarra. El título del disco era ROCK ALTERNATIVO DE LOS 90

Nos estacionamos en el QuickStop de la Avenida 5 donde estaban estas cuatro prietas, Dios, unos pedazos de paraíso: enormes culos, relucientes bembas, tetas desbordantes y un lingo estridente que hasta el rexodido Huidobro les envidiaría; unas prietas de mierda más buenas que la puta que las parió bajando por la calle hechas una batucada pringosa, haciendo ruido con las monedas en los bolsillos y las pegajosas suelas de los tenis, sí, un mediocre fusil de Stomp. Las prietas tomaban Slurpee y conversaban afuera del QuickStop. Son como simios, declaró Pimp, realmente escandalizado por el espectáculo. 125

Cállate, pendejo, dijo Cole sin voltear a verlo. Imaginé qué podían contener sus bolsas de piel de cochino, y me asaltaron unas ganas irresistibles por lamer una de esas tetas a punto de estallar… los morados pezones… las vulvas tan hinchadas y grandes como sus bembas… Cole decidió que debíamos de pararnos frente a ellas, hechos unos cabrones. Así lo hicimos. Cuki se graduó de la universidad, les dijo Cole con sus anteojos Wayfarer como los que usaba Bruce Willis en Moonlighting. Es nuestra esperanza. Él es el futuro. Cole sugirió que los ocho fuéramos al Six Flags Over Texas. Cuatro paikis versus cuatro prietas buenísimas frente a nuestras narices… algo excitante. ¿Va o no va? ¿Va o no va? Yo me puse nervioso y prendí un cancro. No deberías fumar, me dijo una de las prietas. Son Camel. Me gustan por su sabor, dije e inhalé. ¿Perdón? Miermano Hank, me señaló Cuki, es un manojo de hits publicitarios, el sueño húmedo de un mercadólogo retrasado mental. Siempre dice que fuma Camel porque “le gustan por su sabor”. Hey, exclamó súbitamente una de ellas, señalando a Cuki, yo a ti te conozco. ¿No sales en el fido? Pimp, adentro de la tienda, robaba unas moritas o un Frutsi. Y Cuki: No. 126

Claro, dijo otra, yo te vi en el fido. Tú fuiste el que escribió ese libro. Vas a salir en el programa de Robin Simon. Lo han estado anunciando toda la semana. Y Cuki: No. Pensé que eras más alto. Y Cuki: No. Riendo de la situación o riéndose de nosotros, no lo sé, las prietas se alejaron. No las volvimos a ver. Vamos. Abandonamos el QuickStop y nos adentramos aún más en el dauntaun, ahora sí, listos para hacer la vesche. Cole estacionó el Beetle frente a un edificio abandonado, cerca de donde le dispararon a Manuel B. por la espalda; del otro lado de la calle había una máquina expendedora de cerveza con la figura de una caja de zapatos vertical. Cole dijo “esperen aquí” y, como siempre, Pimp, Cuki y yo asentimos. Cole se bajó, abrió la cajuela, sacó una nueve milímetros, la escondió en donde las nalgas y la espalda coinciden en el pantalón, se acomodó un bucle dorado y cruzó la calle hasta llegar a la puerta del edificio. Toc toc. Entrar. Desaparecer. Aprovechando el momento, Cuki y yo bajamos del coche y caminamos rumbo a la máquina expendedora de cerveza. Cruzar la calle. Cuki me dio una moneda de veinticinco centavos. 127

La lata de Miller High Life cayó ante mí. Destapar. Beber. Rezar: Ah. Me gusta por su sabor. Cuki hizo lo mismo. Bebió. Y así permanecimos, en silencio, unos minutos. Saqué mi móvil. Cuki me miró de soslayo. Hay una parafilia nueva, una obsesión por juguetear con el móvil mientras te encuentras con otro veco en silencio. Gracias a la modernidad, se han terminado los “silencios incómodos”. Ahora todo mundo puede sustituir sus “silencios incómodos” con un “silencio mientras hago algo con mi móvil”. Podríamos haber charlado de cualquier cosa, del clima, del Gomierdo. Lo que fuera. Pero no. Era más probable que uno de los dos, o incluso los dos, sacaramos el móvil y pretendiéramos hacer algo no necesariamente importante. Sólo algo. Fue lo que hice. Saqué mi móvil. Miré mis contactos. Encontré el que buscaba. KAREN P.

Sonriente, tecleé con mis dedos de chancho un mensaje de texto. Setenta caracteres. Ni uno más. Ni uno menos. Send. Qué día, caraxo, dijo Cuki, como pensando en voz alta. Cole regresaba, muy sonriente, cargando bajo el brazo un bulto envuelto en papel de estraza. Lo echó en la cajuela, junto con el arma. 128

¿Vamos a Flynn’s?, preguntó y yo, Miller High Life en mano, mientras lo seguía de vuelta al Beetle, dije: Vamos. Corte a: la esquina de Rex y Watseka. Flynn’s, cerrado. YES! WE’RE CLOSED

Tich, qué pedo, me regañó Cuki. Tú vives aquí. ¿Y? ¿No podías advertirnos que Flynn’s abre hasta las diez? No me acordé. Argumentamos tener hambre, así es que cruzamos la calle y nos metimos al Automat. YES! WE’RE OPEN

Tras pasar las puertas giratorias sesenteras y regresar las dulces sonrisas de las meseras disfrazadas de rosa (y más de una tenía chamorros de piel de durazno), con encantadora música de violín al fondo, tomamos asiento en un gabinete de piel o vinipiel que se asemejaba al que ocuparon Pumpkin y Honey Bunny cuando asaltaron aquel merendero. ¿A nombre de quién registro la mesa? A nombre de nadie. ¿Ya saben cómo funciona el Automat? Ya. Puro, total y absoluto self-service. ¿Gustan café? 129

Sí. Dieciséis segundos después estábamos de pie, absortos como Ferris y Cameron y Sloane en aquel museo de Chicago, frente a las docenas y docenas de minúsculas vitrinas con alimentos del Automat. Manzana. Papaya. Bisquet. Vaso de leche. Yogur. Tamal de dulce. Jugo de naranja. Huevo revuelto. Quesadilla de panela. Cuernito con cajeta. Arroz con leche. Cereal con pasas. Plato de chilaquiles. Hot cakes de tamaño regular y hot cakes “tamaño dólar”. Sólo teníamos que insertar una moneda y listo: la vitrina se abría con un sonido mecánico bien padrísimo y el alimento era nuestro. El Automat que cruzaba Rex y Watseka estaba frente a donde había estado el Cine Apolo. Lo enfrentaba un camellón en el que, durante los ochenta, un nutrido grupo de paikis perdía el tiempo admirando al Pelusa y otros sujetos menos talentosos armarse suertes imposibles en bicicletas y patinetas. Un día el Cine Apolo cerró y en su lugar pusieron un Home Depot o un Office Depot y yo sé que el Automat también cerrará y lo tirarán y pondrán un Pizza Hut o alguna otra franquicia gringa y el Pelusa ya no debe andar en bicicleta y seguraramente se ha conseguido un trabajo formal y mal remunerado de nueve a seis. Todo eso pensé cuando entrábamos al Automat y en el camellón, a la distancia, crecía la yerba mala. Si Cuki hubiera llegado a ser vicepresidente antes de los treinta iba a contratar al Pelusa para que lo entretuviera. Lástima que cumplió treinta y nunca llegó a ser vicepresidente. Sólo estaba en el Automat. Solo, frente a las 130

vitrinas. Solo, pero con sus drugos. Decidiendo que iba a desayunar. Meter la moneda. Cole tomó un café americano y un bisquet. Jalar la perilla. Pimp, una caja de Cheerios y un vaso de leche. Tomar el alimento. ¿Quieres algo, Cole?, preguntó Pimp con su comida en la mano. Cállate pendejo, fue la respuesta de Cole. Masticamos en silencio. Yomi yomi. Entonces, reparé que a algún simio mercadólogo se le ocurrió poner un Arcade adentro del Automat. Yomi yomi. Se trataba de una carcasa de metal cromado con un fido atachado. En ésta, dos morros jugaban Virtua Cop bien entretenidísimos. Con soltura, disparaban sus pistolas de luz a la pantalla y veían caer a los rufianes. Mira, man, dijo Cole, dónde quedaron los años de Atari. En el escusado, respondió Cuki. Pero yo sigo usando mi 2600. ¿Deveras? Ajá. Cole miró a Cuki con una risita contenida en el rostro. ¿Qué tiene de malo mi viejo Atari? Bueh, ya no me divierte jugar Circus Atari. ¡Circus Atari era bueno! No lo creo. ¡Pero si a ti te gustaba está bien, eh! Claro que me gustaba. 131

Cuki dijo lo último con un pedazo de melón en la boca. ¿Vas a vender tu Atari?, preguntó Pimp, completamente fuera de contexto. Cállate pendejo, le dijo Cole. Pimp se levantó de la mesa sin decir nada, rumbo a las vitrinas. ¿Se enojó? Me vale verga. ¡Cuki! Esa era una voz femenina. Cuki sólo enterró la mirada en su plato de melón. ¡Hola! La que lo saludó, parada frente a la mesa, era una ptitsa, una especie de guiñapo humano, anteojuda y más fea que un culo con granos de punto blanco. Hola Topisto, respondió Cuki, mirándola de soslayo. ¿Qué haces? ¿Tú qué crees?, dijo Cuki sosteniendo tenedor y cuchillo en la mano. ¿Listo para la gran entrevista? No. ¿Tú? Cole y yo, que ya habíamos visto la escena en anteriores ocasiones, seguimos devorando nuestro desayuno. ¡Pero claro que estoy lista, tontolete! ¡Lista para apoyar a mi escritor favorito! Sí, esa pendeja era la “representante de prensa” de miermano Cuki, y ustedes bien podrían reclamar que lo menos que necesita este mundo enterrado en el lo132

do y la mierda es otro sobrevaluado escritor, y que lo último que necesita un sobrevaluado escritor es tal cosa como un “representante de prensa”. Y tendrían razón en reclamar. Pero ahí la teníamos, respirándonos en la nuca. ¿Siempre eres así?, preguntó Cuki con un dejo de asco. ¿Cómo?, preguntó pendejamente Topisto. Una metiche. Una cualquiera. Una zorra estúpida que se mete en lo que no le importa. Y Cuki le robó a Cole la nueve milímetros que guardaba en los calzones y le metió tres balas a Topisto en pecho y cuello, y el guiñapo se derrumbó contra los perfectos sillones de uno de los gabinetes sesenteros del Automat, formando al instante un charco de sangre púrpura, ante la mirada atónica de los parroquianos que sólo habían acudido a ese lugar a disfrutar de su desayuno hipercalórico acompañado de sobrecitos de Splenda®. Bueh, lo último fue completamente imaginario. Lo único que preguntó Cuki fue: ¿Siempre eres así? Y lo que Topisto respondió fue: ¿Cómo? Y lo que le dijo Cuki en turno fue: ¡Un encanto! Y ahora, una explicación no pedida por el lector: al notar el sorprendentemente morboso interés que esos simios llamados periodistas mostraron en el libro, la Editorial Francine-Gladys se aseguró de ponerle a 133

Cuki una nana para lidiar con los Jimmy Olsens de este mundo. En cada presentación, en cada entrevista, en cada inflamación mediática en la que debiera aparecer en público, la propia y privada representante de prensa de Cuki estaba ahí. Omnipresente. Gracias, querido, ladró Topisto al mostrar sus dientes podridos. ¿A qué hora paso por ti? ¿Para qué? ¿Cómo que para qué? ¡Para tu entrevista con Robin Simon! Oh, eso. A la hora que quieras. ¿A las tres? Vale, a las tres. ¡Okey, chao! Topisto se fue dando brinquitos. No sé qué mierdas hice en otra vida que ahora tengo que soportar a esta golfa, dijo Cuki. Todo por escribir un libro. Qué cosa. Sí. Hueva. Igual no voy a ir. ¿A dónde? A la entrevista. ¿Por? Qué hueva. ¿No? Pues sí. Masticar. Luego, mi pregunta: ¿Y ha tenido éxito? ¿Qué? El libro. Bueno, sí, Cuki se encogió de hombros. 134

¿Más de lo que esperabas? Ajá, más de lo que esperaba. ¿Por qué? No porque en este país de subnormales la gente acostumbre leer, dijo Cuki, sino porque a todo mundo le interesa el cotilleo. Saber lo que hace el de enfrente. Digamos que uno puede encender un fuego en el desierto del Gobi, pero no habrá nadie ahí para alarmarse. Y no tienen que haber leído Ulises en lunfardo para saber que si prenden ese mismo fuego en medio de la Capilla Sixtina se llevarán una zurra del tamaño de Chihuahua. Ahora, con todo respeto para miermano Cuki, a nadie le importa lo que tenga que decir un pobre bastardo como él. Sin embargo, cuando el suegro del bastardo es objeto de rebatingas informativas entre la prensa sensacionalista política, oh sí, tenemos un pedo de proporciones bíblicas. No que todos tuvieran algo interesante que decir al respecto. Corte a: la rueda de prensa del libro. Estimado Cuki, dice Periodista Interesante no. 1, ¿en verdad se metía o le gusta meterse velas por el ano? Nos llama la atención que insistan en preguntarle a nuestro autor si, como se dice en el libro, se metía velas por “salva sea la parte”, dice Topisto usurpando el micrófono. Yo sólo quiero pedirles que observen las verdaderas intenciones de la obra. Es decir, ¿qué significa meterse velas por “salva sea la parte”? Uno puede hablar metafóricamente, ¿no? Cuando yo le digo a alguien “fórmate en la cola” no le estoy diciendo que se coloque a escasos milímetros del recto, ¿cierto? 135

Ahora bien, no es el momento de discutir las diferencias entre la analogía y la metáfora, las cuales no conozco, pero sí puedo negar categóricamente que absolutamente todo lo que describiera Cuki en su maravilloso libro deba tomarse al pie de la letra. ¡Gente, por favor! ¡Hay cosas más importantes que discutir! Pero dinos, Cuki, dice Periodista Interesante no. 2, ¿te metías velas por el ano? Cuki le arranca el micrófono a Topisto y ladra: Sí. ¿Por? (Fin del morboso flashback.) Era mi intención proseguir con el melón, cuando escuchamos gritos por la zona de las vitrinas. Al asomarnos pudimos ver, tirada en el piso, a una estarria carcamal y, corriendo hacia nosotros, un desquiciado Pimp, sujetando una bolsa de mano. Lo adivinaron: era la bolsa de Ancianita Tirada en el Piso. Nuestra fuga fue menos emocional que la de Pumpkin y Honey Bunny. Simplemente salimos corriendo y nos trepamos al Beetle. Un paiki no es una persona deshonesta, mucho menos un felón. Así es regañamos a Pimp hasta hacerlo llorar, y lo obligamos, si bien no a confesar su crimen, sí a deshacerse del botín. La bolsa de Ancianita Tirada en el Piso salió disparada del Beetle a sesenta millas por hora. Run run. De nuevo el Lyndon B. Johnson. Me quedé con hambre, dijo Cole, ya más tranquilo. No acabé de desayunar. Yo igual, dije. 136

Me recliné contra el asiento y respiré hondo. Por el retrovisor vi a Pimp, quien parecía haber olvidado ya su vulgar episodio y parecía estar realmente entretenido con la caja del disco de lo de Kaufman. Cuki, a su lado, lo miraba con desprecio. Algún día voy a escribir sobre ti y las pendejadas que dices y haces, le dijo. Vas a ser un gran personaje. Pimp respondió con un: ¿Deveras? Y yo volví a reclinarme. Cerré los ojos. Pensé que Cuki ya no decía la palabra “boink”. Desde que se hizo paiki, simplemente dejó de decir “boink”. Pensé también en lo curioso que es acordarse de uno mismo. En ese otro que eras. Es como recordar a alguien que ya se fue, a alguien que nunca más volverá. *** Mis nalgas estaban apoyadas en la orilla de la banqueta, frente a la recepción del Hilton Towers y con el Lyndon B. Johnson del otro lado de la barrera de contención. Una larga caravana de autos retacados con gasolina de Dinoco se apilaban en la caseta del freeway; seguramente se dirigían a Irving, al juego de futbol. Cole nos había pedido que lo esperáramos afuera del Hilton, pues tenía que hacer la vesche, es decir, entregar un paquete en el cuarto doscientos treinta y siete. Me levanté y caminé hacia el Lyndon B. Johnson. Quise escuchar las olas del mar y sentir la arena en el rostro, pero estaba a unos mil quinientos kilómetros de 137

Oaxaca. Sólo éramos nosotros y los autos haciendo fila en el freeway, depositando en la canasta unos cuantos penis, unos cuantos daims. El claxon del Beetle me sacó de mis cavilaciones. Todo había salido bien. Tomamos la 66, de nuevo rumbo a Rex y Watseka. Había tráfico rumbo a Forth Worth. En el carril de la izquierda, dos superieures con cara de eunucos conducían un Vega. Cuki primero dijo que nos detuviéramos en un QuickStop a comer algo, y luego cayó en un profundo sueño. Cuando arribamos, miermano paiki continuaba perdido en el negocio del movimiento ocular rápido. Ya estacionados en el QuickStop, intentamos despertarlo, pero no pudimos. Decía cosas como “no molesten” y “mñsidia” y “avísenme cuando todo termine”. Valiéndonos verga, nos bajamos y lo dejamos ahí. En el changarro nos atendió un estúpido egipcio o marroquí o algo con un acento de zurrada. Consumimos, en este orden, dos Coca-Colas de seiscientos mililitros, tres hot dogs con chili y mostaza, cuatro tacos de canasta (dos de papa y dos de mole verde) y un paquetín de tuinquis. No hablamos absolutamente de nada. Sólo nos dedicamos en cuerpo y alma a atragantarnos. Nuestros panas fueron las cajitas de microcorrugado, las servilletas desechables, los vasos de plástico, las bolsitas con salsa catsup, mostaza y jalapeño. Durante ese periodo de tiempo sólo vimos a una ptitsa vestida como Madonna en su etapa Music y un barrendero vestido de amarillo. La música era demasiado lenta e hipnótica. 138

Cole pagó y salimos. En la puerta del estanquillo estaba este póster de Troy Aikman, apuntándonos con el dedo: WINNERS DON’T USE DRUGS!

En el Beetle, Cuki nos esperaba con los ojos bien abiertos. ¿Qué pedo?, saludó. ¿Qué pedo de qué?, dijo Cole. ¿Ya comieron, verdad? Sí. ¿Y por qué no me despertaron? Eso intentamos. Pero estabas muerto. Drugos malos, ¡malos malos malos!, gruñó Cuki. ¡Por mi estómago hablará el espíritu! La cosa se iba a poner violenta cuando dos carabineros, disfrazados a la vieja usanza, con chaquetas de piel negra y pistolas automáticas en los muslos, se bajaron de su patrulla de torreta ochentera y caminaron hacia nosotros. Todos tranquis, dijo Cole. Cuki bajó ligeramente la visera de la gorra de los Dodgers. Yo me recargué contra el cofre del Beetle. Pimp sudó copiosamente. ¿No fue Joe Strummer quien dijo “police and thieves in the streets, scaring the nation with their guns and ammunition”? 139

Los carabineros llegaron hasta nosotros. El que parecía ser el líder, enfrentó a Cole: Buenos días, le dijo. Buenos, respondió Cole. Estamos haciendo una revisión. ¿De rutina? No. Alguien le robó su bolso a una señora. ¿En el QuickStop? No. En el Automat de Rex y Watseka. Pero creemos que se vinieron para acá. Cuki, sentado en el asiento trasero, sonrió. El carabinero que parecía ser el líder se agachó para verlo mejor a través de la ventana. Señor, ¿puede salir del auto? ¿Perdón? Que si puede salir del auto. Cuki obedeció. El carabinero lo encaró. ¿Me permite su identificación? Cole me miró con sorpresa. Yo sólo atiné a encogerme de hombros, mientras Cuki extraia el carnet de la billetera. ¿Nombre y apellido, empezando por el segundo? ¿Por el segundo nombre o por el segundo apellido? Gran Gorila puso cara de pocos amigos. Repuso: ¿Tiene dos nombres? No. Entonces por el apellido. Pirulazao, Cukierzo. ¿Edad? Treinta. 140

¿Ocupación? Ninguna. ¿Ninguna? Ninguna, dude. Soy desempleado. Miermano dijo lo último con un acento de orgullo y autocomplacencia. El carabinero permaneció un par de segundos con la mirada clavada en Cuki. Hey, exclamó finalmente el carabinero, usted salió en el fido. En el programa de las entrevistas, en el que todos lloran. Cuki suspiró. Todavía no salgo en ese… Oh sí, usted es el del libro, el carabinero le señaló a Cuki a su compañero. Es el que te dije. El que salía del clóset en el libro aquel. No me acuerdo, dijo el otro gorila, indiferente. Yo no salí de ningún clóset, se defendió Cuki. Qué cagado. Realmente es usted el del fido, replicó el carabinero con una sonrisa en el rostro. Claro que… ¿Qué? Pensé que era más alto. Le regresaron su identificación. Se disculparon por las molestias y se fueron. De nuevo. Solos. ¿Qué sigue?, pregunté. Voy por algo al QuickStop, avisó Cuki. ¿Dónde los alcanzo? En Flynn’s, dijo Cole, echándome una mirada de complicidad. Pero te esperamos. 141

Okey, y Cuki me miró de soslayo. ¿Cómo me veo? De la verga. Tu mamá. Arf. La lengua está mojada. Todo el tiempo está mojada. Eso pensé cuando vi a la tipa del pelo lacio meterse la bola de helado en la boca. Y me recordó una adivinanza que me hacía reír cuando era niño: “Una niña rosada que siempre está mojada”. Ahora me suena a un albur, pero cuando era niño me hacía reír. Una niña rosada. La lengua. La tipa de la lengua rosada y el pelo lacio pasó caminando junto a mí, en la esquina de Rex y Watseka. Finalmente estábamos frente a los arcos de ladrillo de Flynn’s. Ahora imaginen al clerc metiendo en una bolsa de jareta los doscientos dólares en tokens que compró miermano Cuki. Cole, Pimp y yo estábamos ya detrás de él, esperando el botín. Cuki nos miró como un drug dealer, como te mira aquel que posee exactamente lo que necesitas en ese preciso momento. Nos pasó un puñado de tokens a cada quien y se quedó con el resto. Caminemos por el lobby, dijo, encendiendo un cancro. Miermano Cuki podía ser un mero accesorio en el Beetle rentado por Cole, pero en Flynn’s se convertía en un dios. El Amo Y Señor Del Lobby. Su Satánica Majestad Cukierzo Pirulazao. El Paiki Mayor Que Merece Nuestra Reverencia. Poco importaban sus pants desaliñados o sus estúpidos Vans o su estúpida gorra de los 142

Dodgers. Cuando Cuki caminaba por el lobby de Flynn’s y los parroquianos, fueran paikis, bábers o simples turistas, lo veían con respeto y reverencia. Pasamos junto a las máquinas de pinball y las secciones especiales de Midway y Sega y Atari. Llegamos al rincón que le interesaba, al rincón retro en el que estaban Ms. Pac-Man, Matrix Blaster, Space Gunner, Code Wars, Intruders y Space Paranoids. Cuki solía decir: “Y en el sexto día, Dios le dio al hombre pulgares para jugar videojuegos”. Cuki era el profeta de la paikedad. Cuki era más que un cliente frecuente. Cuki era el líder de la causa. Así es que enfrentó la cabina de Space Paranoids. Insertó el token. Comenzó a jugar. Quince minutos después, los parroquianos se arremolinaban junto a la máquina tragamonedas. Cuki disparó y esquivó. Se acercaba peligrosamente al récord. Tres más. Dos más. Uno más. Un nuevo récord. En medio de la algarabía, Cuki se hizo a un lado y dejó ir su última vida. La pantalla se transformó en un grotesco GAME OVER

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¡Novecientos noventa y nueve mil puntos!, exclamó un paiki no identificado en el gentío, ¡es un nuevo récord! Entre los aplausos y la gritería histérica, Cuki sólo sonreía. Y una voz femenina le preguntó: ¿Cómo lo haces? ¿Perdón? ¿Que cómo lo haces? La sonrisa de Cuki se disolvió. Y no porque haya visto algo espantoso y horrible, sino todo lo contrario: frente a él estába esta criatura hermosísima, de pelos lacios castaños. Con sus redondos ojos cafés. Con su nariz respingada. Con su cuello de ganso. La pegadita playera con la leyenda COPYRIGHT

era levantada por dos chichis cuasiperfectas. El nombre es Cuki, dijo él El nombre es Mildred, dijo ella. Y así pasaron un par de segundos. Más repuesto, Cuki agregó: El secreto está en las muñecas. Mildred sonrió. Estoy allá, junto a la barra, agregó ella. Atiendo la cubeta de cervezas. Si quieres… ¡Vamos por una!, la interumpió Cuki. Y así, esquivando paikis, se dirigió a la cubeta de cervezas, y nosotros con él. Creo que voy a querer cuatro Miller High Life. 144

¿Puedes sacarlas?, preguntó Mildred, y Cuki hizo su labor de buzo, claro. Le entregó las botellas y ella procedió a destaparlas. Cole, Pimp y yo nos sentamos en la barra, sonrientes. Desde ahí podíamos ver a la ptitsa, detrás de la enorme tina de latón, con vaqueros apretados y perfectos dientes blancos y unos ojos que brillaron cuando Cuki le extendió los verdes billetes. Esos ojos texanos no los ves en cualquier lado, dijo Cuki, y Mildred sólo rió. Entonces, ella disparó: ¿No saliste en el fido? Una vez, respondió Cuki. ¿Y hoy vuelves a salir, verdad? Vi los avances. En el programa de Robin Simon. Sí, sí. Cool, Mildred lanzó una mirada charming. Te entrego tu cambio. Gracias. Cuki se sentó con nosotros. Delicadamente, puso las cervezas en la barra. Miermano estaba… un poco… ido. ¡Oye! ¿Qué? ¿Estás bien? Pero Cuki no dijo nada. En silencio, bebimos de las Miller High Life. Flynn’s comenzaba a llenarse. Unos chelovecos del tipo rudo, con golovás rapadas y tatuajes en los brazos, le exigieron tragos del viejo Jack D. y Jim B. al veco de la caja, un cabrón idéntico a Tarantino. Uno de los esquinjeds le dijo “¿sabes cómo le 145

llaman a la cuarer páunder en París?”, y luego rieron un rato pero huyeron de ahí antes de que el tendero sacara de detrás de la barra una escopeta. Cuki terminó a toda velocidad su primera cerveza y se organizó la segunda ronda. Repitió todo el gag de parolear con Ojos Texanos y sacar las Miller High Life de la cubeta, pagó y volvió y platicamos de los siguientes tópicos: a) de que habíamos pasado por la calle Houston, donde, como siempre, Cuki se quitó la gorra en respeto al buen John F.; b) de que Cole le dio un dólar al canijo de Watseka para que cuidara el auto rentado; c) de que Troy Aikman tenía un crush secreto con Steve Young pero que no lo hacía público porque padecía un severo problema de disfunción eréctil; d) del Gomierdo, la pareja moderna y el futuro de la consola de Sony. Después, ya entrado en la vieja y estarria cerveza, Cuki soltó un breve monólogo: En estos tiempos, y vaya que son buenos, las opciones se limitan a dos y sólo dos: ser un “báber” o ser un “paiki”. La decisión depende, en gran medida, de lo que el mundo espere de ti, y también de lo que uno espere del mundo. Pasa lo mismo con el amor. Uno se imagina una cosa pero normalmente termina encontrándose con otra. En estos tiempos, y vaya que son buenos, los árabes derrumban las torres de los gringos y puedes traer toda tu música en una cajita blanca que cabe en tu bolsillo, pero el amor sigue siendo el mismo, la misma mentira que alguien inventó para que la gente no se arrojara por la ventana. La misma mierda de siempre. 146

Dicen que lo malo del amor es que se trata de un crimen del que no se puede prescindir de un cómplice. En las bocinas de Flynn’s sonaba una versión lado B de “Living on the Edge” de Aerosmith. Cuando Cuki regresó con su tercera cerveza, el reloj que estaba encima de las botellas de bourbon y el letrero neón de Michelob marcaba ya las dos con treinta de la tarde. ¿Qué pedo con tu programa?, interrogó Cole. Me vale verga, ya les dije que no voy a ir, Cuki bebió y encendió otro cancro. Además, he conocido a una jeva. Volteamos al rincón de la cubeta de cervezas. Mildred tenía las manos mojadas y los dedos arrugados de tanto meter y sacar cervezas. Mildred, dijo Cuki sin quitarle la mirada de encima a la ptitsa. Qué ganas de sentarla en mis piernas y sentir esas nalgas de ángel y… mierda, Cuki hizo una pausa acompañada por un largo trago de Miller High Life, esa Mildred es un querube a los que Gutiérrez Nájera les dedicó largas páginas. ¿Pueden creer esos ojos texanos? ¿Pueden creerlos? Ya estás pedo, dijo Cole. Mejor te llevamos a tu casa para que te alistes para el programa. ¡Que no voy a ir, con una chingada! Cole apenas decía un “pero quedamos en algo con Madre” cuando Cuki ya caminaba hacia Mildred. Oye. Mildred fumaba un cancro. Nalgas paradas. El rostro perfecto. ¿Si? 147

¿Te gustaría hacer algo conmigo? Quizá, Mildred se pasó la lengua por los labios. Salgo a las seis. ¿Por qué no vienes por mí? Y… sí, respondió Cuki, con sorpresa en el rostro. Aquello había sido demasiado fácil. Extrañeza. Dio media vuelta. Frente a él, otra sorpresa. Srita. Topisto, acompañada con un inmutable gorila de saco y corbata azul marino y pantalones grises. El gorila, una versión mexicana de Oddjob, parecía escuchar algo del chícharo que le colgaba del oído. Cuki trató de huir, pero Oddjob rápidamente lo pescó e inmovilizó. Cargándolo como si fuera un juguete, lo sacó de Flynn’s, ante la mirada atónita de Mildred, paikis, bábers y, ajá, esos turistas perdidos. ¡Suéltenme! ¿Pensabas que iba a permitir que no fueras a tu compromiso?, xodió Srita. Topisto mientras salían del yoint. ¡Golfa de cagada! Cole, Pimp y yo corrimos hasta la puerta de entrada, seguidos por Mildred. Arrojaban a Cuki a una limusina negra con vidrios entintados. ¿Puedo acompañarlo?, pregunté, sin pensarlo. Srita. Topisto me miró con desconfianza. Ándale, métete, dijo con las cejas arqueadas. Mildred miró cómo nos alejábamos sin moverse de la banqueta.

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[Índice]

Seis Las rejas se abrieron y la limusina se paró en seco. El chofer bajó la ventanilla y la gulivera de un guardia de seguridad se metió momentáneamente al auto para escrutarnos. Una vez que nos dieron autoadhesivos con nuestros nombres, volvimos a rodar. ESTACIONAMIENTO DE VISITAS

Oddjob bajó primero, pegándose celosamente a Cuki. De un túnel vi salir una figura, primero muy borrosa y luego muy clara. Se trataba de esta estarria ptitsa con el rostro estirado, el copete parado y un horrendo vestido negro y collar de perlas en el cuello. Hola Cookie, saludó ofreciéndole la mano. Soy Robin Simon. Hola Robin, dijo Srita. Topisto, yo vengo de Editorial Francine-Gladys. Oh, claro, saludó cortésmente Robin Simon, y volvió a Cuki: ¿No me vas a saludar, querido? No, dijo Cuki.

Okey, Robin Simon ejecutó una sonrisa ensayadísima, y me miró en turno. ¿Y tú quién eres? El amigo mal tercio. ¡Bien! ¿Me acompañan? Caminamos por el estacionamiento hacia el túnel, coronado por letrero en el que se leía, con grandes letras rojas FORO Q

¿A dónde vamos?, preguntó Srita. Topisto. Este es nuestro foro más grande, empezó Robin Simon mirándonos con ojos desorbitados, como de muñeca Blythe, éste es el lugar donde edificamos y luego derrumbamos. Poco importa lo que hayas dicho o hecho hasta que sales en el fido. ¿Eres feo? Ven y haz una carrera en el fido, ahora serás hermoso. ¿Nadie te escucha? Ven y haz una carrera en el fido, ahora todos te prestarán atención. ¿Tienes una mentira apasionante? Ven y cuéntanosla. Aquí se fabrica la verdad. Dime, querido, me preguntó a mí, ¿a quién crees que le interesa la verdad? Me encogí de hombros y dije: No sé. ¿A nadie? ¡Correcto mondo! Cuando te ven veinte millones de personas, poco importa si lo que dices es remotamente parecido a la verdad. Caminábamos ya por un larguísimo y angosto pasillo blanco, y Robin Simon seguía paroleando como cotorra: 150

Éste es el verdadero tótem, el único tótem que necesitas, el único y verdadero signo de nuestros tiempos. El secreto, le guiñó un ojo a Cuki y le dio un pequeño y amistoso codazo, el secreto es sobreinformar. ¿Calidad? Por favor, lo único que le interesa a la audiencia es que le des mucho. La audiencia se muere de hambre pero quiere saber. ¿Qué quiere saber? Mucho. ¿Qué es mucho? Mucho es TODO. La audiencia quiere saber TODO. En verdad, escúchame: nadie quiere dominar al mundo. Olvídate del calentamiento global. En unos años a nadie le va a interesar. Olvídate de la guerra contra el terrorismo. Ya viene el Nuevo Orden Mundial. En el Nuevo Orden Mundial nadie quiere dominar al mundo. En el Nuevo Orden Mundial lo único que importa es que todos quieren enterarse de TODO. La bruja infernal se detuvo frente a un fido empotrado en la pared. En éste aparecía George, ladrando en su soez inglés texano: What if free people could live secure in the knowledge that their security did not rest upon the threat of instant U.S. retaliation to deter a terrorist attack, that we could intercept and destroy strategic ballistic missiles before they reached our own soil or that of our allies? No entendí nada, dijo Srita. Topisto. Una puerta. Toc toc. Dos corifeos orientales abrieron, y de inmediato hicieron las caravanas. Ante nosotros se mostró, entonces, un enorme estudio con grúas y cuatro o cinco cámaras y luces y mamparas y gente, ríos de gente cir151

culando por doquier. Comenzamos a bajar por unas interminables escaleras de metal y nuestras pisadas hacían tap tap tap. El cotilleo es la verdadera democracia, prosiguió Robin Simon su monólogo. La audiencia alrededor del tótem enterándose de TODO lo que hace el famoso. Qué come, con quién se acuesta, con qué se pone a volar. Una flaca con diadema se acercó a Robin Simon, pero ésta la paró en seco, y La Flaca De La Diadema sólo atinó a congelarse como estatua al tiempo que la arpía continuó hablando: Pero les voy a decir mi sueño: mi sueño es un mundo en el que la información sea libre. Y para que sea libre, tiene que fluir de ambos lados. De allá para acá y de acá para allá, y abrazó a Cuki y trazó con la mano un horizonte: Imagina que los fidos de todos estén interconectados y nos podamos comunicar a través de ellos, y podamos ver no sólo lo que hacen los famosos sino nuestros vecinos y también gente que no conocemos y a lo mejor nunca veremos frente a frente. Todos alrededor del tótem viendo TODO lo que hace un grupo de perfectos desconocidos sólo por el placer de enterarnos de TODO. Lo que hacen, comen, cagan, sueñan. TODO. Lo importante y lo banal. Lo dulce y lo amargo. TODO. ¿Quién quiere enterarse de lo que hace un grupo de desconocidos?, pregunté. Por ahora nadie, respondió Robin Simon. Pero pronto, todos querrán. Odelay, exclamé. 152

¿Te imaginabas hace unos meses que serías tan famoso?, le preguntó Robin Simon a Cuki. No soy tan famoso, respondió Cuki. ¡Ya lo eres! En el Nuevo Orden Mundial todos somos famosos, felices y sin censura. Al único que respetamos es a El Patrocinador. El tótem sólo le rinde culto a El Patrocinador, El Patrocinador es el que permite que TODO sea visto y TODO sea informado. Y tiene sentido, ¿sabes? Consumir es nuestra verdadera vocación. Robin Simon carraspeó. ¿Qué te parece, Cookie?, interrogó. Cuki no dijo nada. A Cuki le parece interesantísimo todo, intervino Srita Topisto. Supongo, Robin Simon hizo una mueca y dejó de abrazar a miermano. En fin, el programa tiene dos intervenciones de gente común que se ve en situaciones extremas. Luego viene el bloque de los famosos… Pero yo no soy famoso, insistió Cuki. ¡Cuá! Pero qué chistoso eres, querido. No lo creo. Aderezamos todo con un poco de consejos, tips para mejorar tu vida. ¿Sabes? La idea es hacerle creer al fidovidente que, en medio de toda la popó, ha encontrado información realmente útil, lo cual es una patraña, por supuesto. ¡Labor social!, exclamó Srita. Topisto. Robin Simon se recargó contra un barandal, con el estudio de fondo y como dejándose arrullar por el ronroneo de los tubos catódicos de los monitores. Ya 153

instalada, dijo: Algún día la gente mirará atrás y dirá que yo di a luz al siglo veintiuno. La Flaca De La Diadema miraba a Robin Simon con impaciencia. ¿Qué haces ahí parada?, le dijo Robin Simon con un tono déspota. Tengo que llevar a su invitado a lo que es el maquillaje, cacareó La Flaca De La Diadema, friqueadísima. Robin Simon volteó a ver a Cuki, y le regaló una sonrisa maternal: ¡Al fin vas a perder la virginidad! ¿No es emocionante? Emocionantísimo. Todo va a salir bien. Te veo al rato, y regresó, fúrica, con La Flaca De La Diadema: ¿Qué esperas? La Flaca De La Diadema cogió del brazo a Cuki. Custodiados por Oddjob, salimos todos del estudio. (…) Siete minutos después, en un cuarto blanco con fotos enmarcadas de Mario Pintor, Emmanuel y Mimí la ex de Flans, me vi sentado en un sillón al lado de Cuki. Srita. Topisto estaba de pie junto al retrato de Mimí la ex de Flans. ¿Cómo estás?, preguntó Srita. Topisto. Cuki no dijo nada. Hey, te estoy hablando. Y yo te estoy oyendo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué haces preguntas pendejas? Cuki sobaba la cuadrícula de sus perfectos Vans. 154

Tenía que traerte, Cuki. Sabes bien que no podía hacerme tonta. Ahora me vas a salir con el gag de que sólo sigues órdenes. Pues sí, la mancornadora se cruzó de brazos, yo sólo trato de hacer mi trabajo. Mira, huevos. ¿Qué dijiste? Nada. Cuki se quitó los Vans y los dejó, ahí tirados, en el piso alfombrado. Moviéndome aparatosamente a un lado, adoptó una posición fetal en el sillón. Bah. Me fui a parar junto al Oddjob. Vaya que sería difícil escapar con Oddjob bloqueando la única salida. Oddjob era como un ángel de la venganza, sí. Un Ángel de la Venganza. Eso suena bien. Maquillista Gay llegó a los dos minutos. Traia copete a la Simon Le Bon y camisa rosa de puños de leopardo. Luego de poner sobre el buró de luz sus chingaderas, empezó con las joterías: Esto es un circo, corazón. No te me vayas a friquear. Me recuerdas a mi peluquero, dijo Cuki. Maquillista Gay detuvo por un segundo sus afanes: ¿Es eso bueno o malo? Estaba bien buena. ¡Ay qué lindo! Srita. Topisto hojeaba una revista. A un lado de ella, La Flaca De La Diadema, extremadamente nerviosa. 155

¿Y tú qué hiciste de especial?, preguntó Maquillista Gay. Escribí un libro. ¡Un libro! Qué monada. Pero eso ya lo sé, corazonsote… La Flaca De La Diadema le dedicó una mirada purulenta a Maquillista Gay. ¿Por qué?, preguntó Cuki. No es correcto que lo que es el maquillista maricón hable con los invitados, aclaró La Flaca De La Diadema. Ah. Cuki es lo que es la celebridad, informó La Flaca De La Diadema. ¡No me digas! ¿Tú eres la celebridad?, preguntó, sorprendido, Maquillista Gay. Si eso dicen… Es que en cada programa siempre salen dos invitados normales y uno famoso, explicó Maquillista Gay. ¿Tú por qué eres famoso? Porque escribí un libro. Ah sí, claro. El libro. ¿Y es bueno? No, dijo Cuki, y Srita. Topisto movió reprobatoriamente la gulivera. ¿Jelou? ¿Jeloooooou? Esa era La Flaca De La Diadema, en el ácido, hablando, sí, con su diadema: Genteeeeeeee… necesito ayudaaaaaaa, La Flaca De La Diadema daba vueltas como trompo chillador. 156

Maquillista Gay aprovechó el descuido de La Flaca De La Diadema y le preguntó, en voz baja, a Cuki: Ya en serio: ¿qué hiciste de especial para estar aquí? Te digo que escribí un libro. ¿Y se supone que eso te hace la celebridad de hoy? Buena pregunta, Cuki carraspeó. ¿Tienes algo para mí, Pol?, interrogó desde su esquina La Flaca De La Diadema, realmente estresada. ¿Pol? ¿Como en Paul?, preguntó Cuki al escuchar lo último. Pol como en Pol, aclaró Maquillista Gay al sacudir una escobetilla en el rostro de miermano. Le dicen Pólvora desde que era niño. Por prieto. Ah. No me estás ayudando, Pooooooooool… Alguien aquí se está desesperando. Te digo que esto es un circo, dijo Maquillista Gay y terminó de sacudir la escobetilla y por un segundo admiró su obra. Pero no te preocupes, corazón. No me preocupo. ¡Pol! ¿Dónde está lo que es mi entrevistado? Se abrió la puerta del cuartito. ¡Ahh! Era un tipo darkie. Labios, uñas y ojos pintados de negro. La Flaca De La Diadema respiró hondo. Gracias Pol, ya llegó. La Flaca De La Diadema señaló con ojos desquiciados al darkie y se dirigió a Maquillista Gay: 157

¿Te falta mucho? Necesito que trabajes prontou al invitado de lo que es el cheerio. ¿Tú eres el joven cuya novia se convirtió en un cheerio?, preguntó jotísimo Maquillista Gay. El darkie asintió. Yo suspiré. Cuki suspiró. Srita. Topisto suspiró. Oddjob no movió un solo músculo de su rostro y no suspiró. La Flaca De La Diadema saludó efusivamente al recién llegado y luego suspiró, seguramente cuando le vino en mente lo triste y patético que era su trabajo. Entonces Maquillista Gay le dijo a Cuki que acababa de maquillar a una ptitsa muy linda pero con ojos y mirada triste y que para ser tan linda le daba la impresión de ser también una persona muy oscura. En ese momento, pedí permiso para ir al baño y salí del cuarto. *** Robin Simon caminaba aceleradamente por todo el estudio, y La Flaca De La Diadema la perseguía frenéticamente. Los corifeos orientales, cargando maletitas de cosméticos y tabletas y libretas, también iban detrás de ella. Y atrás de éstos, un enano con una cajetilla de cancros. Robin Simon se detuvo. Todos los que la seguían chocaron en carambola, como los robots de J.F. Sebastian. Robin pidió un cancro. El enano se apresuró a pasárselo. Camel Lights. Me gustan por su sabor. Encender. 158

Fumar. Apagar. La estarria continuó caminando, rebasando gente, pasando junto a las cámaras, brincando cables y tronándole los dedos a alguien. Frente al escenario había unas improvisadas gradas de madera, retacadas de chelovecos. Y yo sentado entre ellos. Robin Simon se subió a la tarima, le dio la vuelta a los sillones rojos en donde se sentaban los invitados, pasó a su escritorio y se sentó en su silla ortopédica y con el respaldo de bolitas bien comodísimo y pegado como con velcro. Uno de los corifeos orientales sacó una toallita similar a una hostia y le limpió el sudor de la frente, y el otro le quitó el brillo de la nariz con un poco de polvo. En la mesa había unos cartoncillos con preguntas escritas a mano. La película transparente del fidoprompter bajó automáticamente del techo: BUENAS TARDES QUERIDOS FIDOVIDENTES, SOY ROBIN SIMON Y HOY LES TENEMOS PREPARADO UN PROGRAMA REALMENTE ES-PEC-TA-CU-LAR

Junto a mí, en las gradas de madera, estaba este veco de jeans negros y botas vaqueras y chamarra plateada explicándonos las reglas del programa: cuándo había que aplaudir y cuándo había que exclamar “ahhhhhh” y cuándo había que reír y cuándo había que exclamar “uhhhhhh”. Y luego nos dijo que para el 159

artista el aplauso es como su alimento. Un fanboy bajó por las gradas de madera tambaleándose y le dijo al veco de los jeans negros que quería pedirle un autógrafo a Robin Simon pero el veco de los jeans negros cortésmente le pidió que dejara de hostigar y que regresara a su lugar y el fanboy obedeció maldiciendo entre dientes. Robin Simon se acomodó. Le colocaron el lavalier en la solapa del saco. La Flaca De La Diadema observaba la operación con cuidado. Preguntó: ¿Todo listo? Sí. ¿Necesitas algo más? Café. Okey, La Flaca De La Diadema voló a la mesa de los esnacs y las bebidas que estaba tras bambalinas y regresó con el café de Robin Simon. Era una taza con el logo del programa y la leyenda “Fido hosts are forever. I’m so glad you are mine”. ¿Todo listo? Ese era el floor manager. Traia pantalones entubados. ¿Todos tienen que hacer la misma pregunta?, preguntó Robin Simon, ligeramente asqueada. Elevando los ojos al cielo, el floor manager se alejó. Robin Simon bebió de su café. Suspiró. Dio dos chasquidos y los enanos corrieron a encenderle otro cancro. Se lo detuvieron en la boca arrugada. Fumó. Una vez. Dos veces. Un fulano con diadema salió de la nada y le mostró los dedos. 160

Cinco, cuatro, tres…, y el dos y el uno fueron mudos. Ah, el sorprendente mundo del fido tras bambalinas. Empezó el video institucional con una música festiva de fondo; trompetas, platillos y clarinetes. El de los jeans negros arengó al respetable. Quién sabe por qué, pero aplaudí desaforadamente. El decorado de rascacielos detrás del escritorio de Robin Simon se prendía y apagaba. Luces magentas y amarillas. El tipo de la diadema le dio la señal. ¡Buenas tardes queridos fidovidentes, soy Robin Simon y hoy les tengo preparado un programa es-pecta-cu-lar! En la pausa comercial regresé al cuartito blanco. Ahí seguía Cuki, tirado en el sillón. Muy maquillado. ¿Cómo me veo?, preguntó. De la verga. Tu mamá. Srita. Topisto torció el cuello para ver lo que estaba sucediendo en el fido empotrado en la pared. Qué emoción, exclamó. Puta, sí. ¿Podemos ser un poco más optimistas, Cuki? Las entrevistas me dan hueva. Pues lo siento mucho. Estamos aquí para vender libros. De eso se trata todo este asunto de “la promoción”, ¿sabes? Editoriales de mierda. Lo único que realmente les para los pezones es vender fascículos coleccionables en puestos de revistas. Todos hablan de mi libro pero nadie lo lee. Y nadie lo compra, claro. 161

Gruñón. Zorra. Oddjob no veía el fido. Tampoco decía nada. Parecía un disecado gorila con ojos coreanos de importación. La Flaca De La Diadema entró al cuartito blanco, completamente transfigurada y en estado neurótico: Este camerino está conectado directamente con lo que es el escenario, le explicó a Cuki hecha una esquizofrénica. Yo voy a estar aquí contigo, y si no estoy yo va a estar Pol. Y no te preocupes: Pol es completamente easy going. Cuando te toque lo que es tu participación, yo voy a venir por ti o Pol, si es el caso. Y te vamos a llevar por lo que es esa puertecita y cuando salgas todos te van a ver y vas a tener la cámara encima pero tú cool y sólo camina en línea recta hasta lo que es el sillón que no está ocupado, ¿oki? Repito: el que no está ocupado. ¿Oki? Cuki escuchó todo en silencio. ¿Oki? Cuando La Flaca De La Diadema parecía haber acabado, Srita. Topisto preguntó: ¿Van a necesitar que Cuki se quede después del programa? La Flaca De La Diadema torció el cuello, giró la punta de su zapato izquierdo y la colocó levemente en el piso. Respondió con un: ¿Quién? En ese momento entró Pol al cuartito blanco. Se parecía al vocalista de A-ha, pero en prieto. Preguntó: ¿Cookie se escribe como galleta, con doble O? 162

No, es Cuki, con ce, instruyó Srita. Topisto. ¿C-o-o-k-i-e? No, Cuki, repitió la Srita. Topisto. Con ka. I latina. C-u-k-i. Okey, Cookie, escribió Pol en una tarjeta de cartoncillo. Cuki se recargó, deprimido, contra el sillón rojo. Es para Robin, dijo Pol. Le gusta saber perfectamente bien cómo se escriben los nombres de sus invitados. ¿Cachan? Cacho, respondió Srita. Topisto. Pol salió corriendo. En el fido empotrado en la pared, terminaba la participación del veco darkie cuya novia se convirtió en un cheerio. Pero dime, le decía Robin Simon al darkie, ¿no te gustaría ver a tu novia de nuevo? O sea, ¿de carne y hueso y a tamaño natural? Claro… ¡Upsi du! ¡Te tengo una sorpresa! ¡Aquí está tu novia, sigue siendo humana y está bien! A esa bizarra escena siguió una ronda de aplausos. Poco después, Robin Simon ladró, en vivo y en cadena nacional: Y después del corte comercial, tendremos en el estudio a Cookie Pirulazao, autor del libro autobiográfico Pixie en los suburbios, el cual ha levantado polémica por su inflamado relato de la tormentosa relación que vivió con las hijas del senador Baldo Halliburton, ¡upsi du!, sonó la campana y el respetable aplaudió. No se vayan, ¡quédense con nosotros! 163

Volteé a ver a Cuki. Él miraba el fido. Luego me miró a mí. ¿Qué?, preguntó Cuki, con un dejo de terror. ¿Las hijas del senador Halliburton?, pregunté, también con un dejo de terror. Cuki asintió. ¿Cuáles hijas?, pregunté, aún con un dejo de terror. Pues Pixie y Midyet, intervino Srita. Topisto, quiénes más van a ser… Ah, dije, y me quedé con la boca abierta un buen rato. ¿Que no has leído el libro? Parpadeé compulsivamente, y respondí: Nop. Luego, me despedí de Cuki: Suerte, tich. Me están apartando mi lugar. *** En el estudio, le retocaban el maquillaje a Robin Simon. También le encendían un cancro. La Flaca De La Diadema le decía: Recuerda que hoy vamos a regalar lo que es el libro de feng-shui para idiotas que nos quedó de la semana pasada… ¿Que no era el libro de los consejos del sexólogo? Y…, La Flaca De La Diadema revisó como desesperada su tableta, me parece que no… y… creo que no… o sí… déjame ver… ¿Sí o no? 164

En el libreto tengo lo que son las recomendaciones de libros, Robiñinga. Está bien, dijo suavemente Robin. Y bueno, quería comentarte, si me lo permites, tartamudeó La Flaca De La Diadema, que me parece hipercool que combines nuestro bloque de celebridades con lo que es el concepto del bloque de gente común en situaciones extremas. Niña… ¿Si?, preguntó La Flaca De La Diadema, entre aterrada e intrigada. No tienes que decir “lo que es” o “lo que son” cada vez que explicas algo. Sobra. Siempre lo haces. Y es desagradable. ¿Cómo? Dijiste “en el libreto tengo lo que son las recomendaciones de libros”. Basta con decir “tengo las recomendaciones de libros”. La Flaca De La Diadema se rascó la gulivera. Repitió: ¿Cómo? Ash, olvídalo. Robin Simon fumó. Pasaron cuarenta y cinco segundos. Por un costado del escenario entró La Flaca De La Diadema acompañando a Cuki y Oddjob a un lado, celosamente arrimado a miermano. Caminando rápidamente, llegaron al lugar en donde estaban las luces y las cámaras y los cables pegados al piso con masking tape. Sentaron a Cuki en un sillón rojo y, velozmente, le pusieron un pequeño micrófono que se prendía del 165

cuello de su playera. Uno de los orientales intentó retocar a Robin Simon, pero ésta se despegó violentamente para saludar a su invitado. Hola Cookie, le dijo, ¿listo? ¿Puede hablar?, le preguntó el floor manager a Cuki. Probando, probando, dijo Cuki. ¿Puede hablar?, insistió el floor manager. Esto una mierda, unodostrés… Ay, pero qué cosas dices, Robin Simon se retorció como gusano. ¿Viste lo que dijimos de tu libro? ¿Dijimos? Yo sólo te escuché a ti hablar. Usé la tercera persona editorial, querido, replicó Robin ágilmente. Pero dime, ¿estás listo para tu entrevista? No. ¿Puede hablar otra vez? Cagada, zurrada, meada… Okey, listos, advirtió, en el ácido, el floor manager, y se dirigió a Cuki. Le voy a pedir que me acompañe detrás de esta mampara, cuando le demos la señal va a pasar a sentarse al sillón más cercano al escritorio de Robin y se va a poner el micrófono. ¿Entiende mis instrucciones? Ajá. ¡Seré gentil, querido!, le dijo Robin Simon a Cuki mientras lo llevaban tras bambalinas. ¡Lo que tú digas, querida!, arremedó Cuki. La cámara paneó por el estudio con el logotipo esquinado, trompetas y platillos retumbando de fondo, y se detuvo en el escritorio de Robin Simon. 166

¡Upsi du!, arrancó la caclecacle, nuestro siguiente invitado es un brillante joven escritor naucalpense, autor del polémico libro Pixie en los suburbios que presentamos hace rato. Por favor démosle la bienvenida a Cookie Pirulazao. Aplausos y más música de trompeta. Cuki apareció por detrás de la mampara. Saludó al respetable y, un poco titubeante, se dirigió hacia el escritorio. Ahí lo esperaba Robin Simon, de pie. Le propinó tremendo beso en la mejilla. Cuki se sentó en el sillón rojo. ¿Cómo estás, Cookie? Bien. ¿Sí eres naucalpense, verdad? Sí. ¿Y no vinieron a verte tus familiares? No. Alcé las manos como neurótico. Si alguien podía llamarse “familiar” de Cuki era yo. Robin Simon me vio y dijo: Parece que sí tienes un familiar en el público… Cuki me miró con toda la hueva del mundo. Agregó: Él no es mi familiar. Pero cuéntanos cómo va tu libro, Robin Simon puso los codos sobre la mesa. No lo sé. Yo te diré, comenzó Robin Simon sin poner la mínima atención a la falta de cooperación de Cuki, me dicen que afuera de los “círculos literarios”, es decir, 167

con gente que no está relacionada con el ámbito de los escritores, ha tenido una sensacional respuesta. No tenía idea. ¿Por qué será? ¿Es una pregunta? Sí, Robin Simon sonrió. ¿Por qué será? ¿Por qué será que no tenía idea de que, según tú, haya tenido éxito afuera de los “círculos literarios”? Lo segundo, querido. La última línea de Robin Simon, con veneno. No lo sé. Déjame ayudarte, Robin se inclinó hacia adelante. ¿Será por la parte autobiográfica? Cayó una ronda de aplausos falsos del público. ¡Upsi du! El libro no tiene una “parte autobiográfica”. Bueh, no me refería a un capítulo en concreto. ¿Pero sí está salpicado de referencias personales, cierto? Sí. ¿Por qué? ¿De qué más voy a escribir? ¡Upsi du!, exclamó Robin y se dirigió al público. ¡Un escritor honesto! Otra ronda de aplausos. La Pixie del título, entonces, ¿es una persona de carne y hueso? Sí. Cuéntanos, Cookie. ¿Quién es Pixie? Una ptitsa que conocí. ¿Cuando viviste en Saltillo? 168

Cuando viví en Saltillo. ¿Estaban casados? No. ¿Pero tú te embarazaste, cierto? Cuki gruñó. Es que en el libro hay una parte que mezcla la fantasía con la realidad, dijo la caclecacle al mover vigorosamente las manos, en la que describes que tú mismo, ¡quedaste embarazado! Cayó otra ronda de risas entre el respetable. ¡Sí, sí! ¡Eso dice!, Robin exclamó lo último como disculpándose. Sí, quizá eso escribí. No quizá, Robin Simon mostró el libro a la cámara, sí lo escribiste. Aquí está. Okey. Quizá era tu manera de decir que ibas a ser padre. Quizá. ¿Con Pixie? Silencio en el estudio. Close up a Cuki, tragando saliva, la mirada gacha. Imaginé al director de cámaras, desde la cabina, pidiendo que enfocaran morbosamente la expresión del invitado, y al floor manager, viendo todo por un monitor, diciendo en voz baja: “Bien, bien”. Sí. Con Pixie. Sé que perdiste a Pixie. Sí. Y también sé que es difícil para ti hablar de ello. 169

No tienes idea, Cuki suspiró, con toda la hueva del mundo. La Flaca De La Diadema pasó corriendo junto a Srita. Topisto, quien estaba ya en modalidad moquienta, con aquello que llaman “un nudo en la garganta”. Yep, el viejo y estarrio nudo en la garganta. Dime Cookie, ¿tu libro es un homenaje a Pixie? No lo sé. Y bueno, estoy de acuerdo en que tienes derecho a gritar a los cuatro vientos todo sobre ti, dijo Robin Simon acelerando el ritmo y la intensidad de sus palabras, pero ¿por qué mostrarle a todos los aspectos privados de la gente con la que compartiste tu vida? ¿Pediste permiso para hacerlo? No tengo por qué pedir permiso, Cuki frunció el ceño. Ellos hablan de mí todo el tiempo. Y no me piden permiso. Pero no lo hacen público. Eso lo dices porque no conoces a Madre. ¡Upsi du!, sonó la campana y el público rió. Vamos a comerciales y cuando regresemos quiero que nos cuentes todo de Midyet, la “hermana mala” de Pixie. ¿Te acuerdas de ella? Cómo olvidarla, replicó Cuki, seco. ¡Ahora regresamos! Entró el jingle y, casi en sincronía, los corifeos orientales. Le prendieron un cancro a Robin. Le pusieron un babero. Le secaron la frente. Le quitaron el brillo. También retocaron a Cuki. Srita. Topisto se asomó desde las mamparas, me volteó a ver y elevó los 170

pulgares, emocionada. Le regalé de vuelta una innecesaria sonrisa de plástico. Sesenta segundos después: Estamos de vuelta, dijo Robin Simon. Yo quería preguntarte algo, Cookie: la novela está impregnada de cierto estilo de vida, un estilo de vida muy… caro. ¿Qué pasó con eso? ¿Cómo que qué pasó con eso? No es por nada pero… mírate. ¿Qué? Tu… ropa. El de los jeans negros nos arengó a reír. Y así lo hicimos. No tengo trabajo. Esto no es ningún secreto, ni para mis amigos, ni para mis hermanos, ni para Madre y Padre. ¿Vives con tu madre? Sí. ¿Y nunca te dice nada? ¿Nunca te exige que salgas y consigas trabajo? No. ¿Por qué crees que sea así? No lo sé. ¡Ese es el escritor honesto que todos queremos!, Robin Simon soltó una risotada. Pero hay algo que todavía no me cuadra: ¿no extrañas los lujos y las cosas caras? No vivo mal en casa de Madre. Déjame refrasear: ¿no extrañas tu independencia? Sigo yendo solo al baño. 171

Más aplausos y risas. Robin Simon trató de calmar la situación. Bueno bueno, cuéntame de tu padre. ¿Él qué opina al respecto? Él no opina nada. ¿Nunca opina nada? No. ¿Rencor, acaso? No. ¿Tu padre toma mucho? Sí, dijo Cuki y se escucharon los “ohhhh” entre el respetable. Vive borracho, pero como tiene mucho dinero, la gente supone que está en todo su derecho. ¿Y no te da pendiente? Claro que no. Por mí se puede morir. ¡Tenemos eso grabado!, Robin rió falsamente y tomó de su taza, en medio de una lluvia de aplausos. Bien, volviendo a ti, Cookie: ¿tu experiencia amorosa tuvo algo que ver con esta transformación? ¿Cuál transformación? Esta. De yuppie a desempleado. Ah. No. ¿Qué me dices de Midyet? ¿Qué quieres que te diga? ¿En verdad te trataba taaaaaaaaan mal? Silencio. Cuki respiró hondo. Robin Simon esperó impaciente la respuesta. Todo está en el libro. O sea, sí fue una tortura. Sí. 172

Upsi du, Robin Simon vio una de sus tarjetas y pareció ponerle más atención al audífono que le colgaba del oído. Vamos a escuchar una pregunta del público. Robin Simon se levantó y de inmediato le proporcionaron un micrófono de mano. Se dirigió a un veco sentado a unos cinco lugares de mí. ¿Cuál es su nombre?, interrogó Robin Simon. Uh, Morizio. Morizio, ¿cuál es su pregunta? ¿Por qué perdiste tu empleo, Cuki? Risas y organito melódico. Robin Simon torció el cuello. ¡Upsi duuu!, exclamó la estarria. ¿Tienes algo que decir, Cookie? Por huevón. Me corrieron por huevón. Okey… vamos por acá. ¿Cuál es su nombre? Méngui. Méngui, ¿cuál es su pregunta? La ptitsa observaba fijamente a Cuki. ¿Alguna vez amaste a Midyet? Cuki se revolvió en su silla, nervioso. ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Nunca la quisiste?, intervino Robin Simon, parada junto a Méngui, ¿aunque fuera tantito? No. Todos en el público abucheamos. Cuki me volteó a ver, como si mis “buuu” le hubieran calado particularmente.

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Oooooootra pregunta, exclamó Robin Simon y se dirigió a un veco moreno de anteojos con gorra de los Steelers. ¿Cuál es tu nombre? Monz. Mi pregunta es: Cuki, ¿has vuelto a ver a Midyet después de la separación? No. Luego de un breve silencio, Robin Simon exclamó: Bueno, no me vas a creer quién está aquí, Cookie… ¿Quién?, preguntó Cuki con horror. ¡Midyet! Miré hacia un lado y luego al otro. Y ahí estaba Midyet. Con sus redondos ojos cafés. Con su nariz respingada. Con su cuello de ganso. San Cancrillo en muletas de goma, dije, en voz alta. Los aplausos no se detuvieron, ni siquiera cuando Midyet se sentó en el sillón rojo que estaba al lado del sillón rojo de Cuki. De hecho, hasta ese momento me percaté de que había un segundo sillón rojo. Vacío. Expectante. Un poco temblorosa, pero entera, Midyet se clipeó el lavalier a la playera. Cuki estaba cagado. Robin Simon parecía haberse tatuado la V de la victoria en el rostro. Yo… bueno, me crucé de brazos y sonreí. Me sentía muy nervioso. Casi como cuando Alvin Harper atrapó esa bomba de Troy Aikman en el cuarto cuarto del juego de campeonato de la Conferencia Nacional entre los Vaqueros de Dallas y los 49s de San Francisco. 174

¿Y bien, Cookie, qué te parece?, interrogó Robin Simon. Pero de la boca de Cuki no salió una sola palabra. ¡Ustedes dos deben tener mucho de qué hablar!, retomó Robin, y el palero de los jeans negros arengó al respetable. ¿Cómo estás tú, Midyet? Bien, Robin, gracias. Cuéntanos, Midyet, ¿a qué te dedicas? Trabajo en una consultoría de información. Suena complicado. Sí, lo es. ¿Trabajas mucho? Más o menos. ¿Tal como aparece en el libro? ¿Día y noche? No tanto, pero sí soy una persona dedicada a mi trabajo. ¿No tanto como en el libro?, Robin Simon puso los codos sobre el escritorio, y fingió una cara de interés ultramarino. No. No tanto. ¿Cómo te sentiste cuando leíste sobre ti en Pixie en los suburbios? Bang bang. Estás muerto. Cuki tragó saliva. Mordió calzón. Bang bang. No muy bien, dijo Midyet. Obviamente, todos teníamos curiosidad por conocerte. Y un poco de miedo, debo decir. En el libro pareces ser una persona feroz, se escucharon las risas y el organillo melódico. ¡Upsi du! Cuki tragó saliva. Mordió calzón. 175

Bueno, yo no soy esa persona que describes, Robin, dijo Midyet. Este… ¿Por qué no dejamos que Midyet cuente su historia y luego te damos derecho de réplica, Cookie?, lo interrumpió Robin Simon. Y miermano Cuki se calló. ¿Decías? Yo no soy esa persona, prosiguió Midyet. Bueno, ciertamente eres más alta. Seguro, Midyet soltó una risita nerviosa. El caso es que me dio mucha tristeza haber leído todo eso. Eso, Robin Simon tomó un lápiz y la señaló con éste. Cuéntanos cómo te sentiste. Close up y silencio en el foro. Triste. Un poco perdida… enojada. Muy enojada. Realmente enojada. ¿Qué más te molestó del libro, Midyet? En verdad me estás asustando, chiquilla. Los parroquianos en el graderío, nerviosos. Me molesta que la gente piense que yo soy esa mujer horrible que aparece en el libro, el tono de Midyet era crudo y áspero. Y todo el asunto de Pixie, claro. Pixie, remató Robin Simon con un tono de suspenso, y volteó a la cámara. No se vayan, amigos, vamos a comerciales y en un segundo regresamos para hablar de esta misteriosa Pixie. Movimiento en el estudio. Los corifeos orientales. El enano. El cancro. Robin examinó sus cartulinas y no le puso un gramo de atención a los invitados. Ajá, como 176

si no existieran. El floor manager arreglaba algo en el lavalier de Midyet, Cuki se tallaba los ojos, con esa expresión de salir de aquí, huir de aquí, salir de aquí… Oddjob lo observaba de cerca. Y Srita. Topisto también, un poco aterrorizada. Y el público murmuraba. En cierto punto, Midyet y Cuki voltearon a verse. En silencio. El supremo silencio. El silencio de los que antes hablaban de todo y ahora no hablan de nada. Treinta segundos después: Pixie. ¿Quién es Pixie? Esa fue Robin Simon, regresando de comerciales. Los presentes en el estudio nos habíamos puesto en hold, en una pausa indefinida, en completo silencio. Midyet se recargó contra los brazos del sillón rojo y dijo: No lo sé. No la conozco. Ruido en el estudio. Robin Simon, aunque fingía estar sumergida en una de sus tarjetas, no podía impedir sonreír. Volteó a ver a miermano: ¿Cookie? ¿Qué? Es tu derecho de réplica, ladró Robin Simon, completamente poseída de su chow. ¿No tienes nada que decir, corazón? No, fue la parca respuesta de Cuki. ¿Quién es Pixie?, insistió Robin Simon como tirando en medio la pregunta, y esperando a que alguien la recogiera. Pixie no existe, dijo Midyet, fuerte y claro. 177

Silencio en el estudio. El floor manager: “No mames”. Srita. Topisto, cagada. La Flaca De La Diadema, en el ácido. ¿Puedes repetir eso? Pixie no existe, Robin. ¿De dónde salió, entonces? Estábamos en un mol. El día que Cuki y yo empezamos a andar, Midyet respiraba pesadamente. Bueno, ese día Cuki me dijo Pixie. Y ya. ¿O sea que Pixie es un apodo? Noooo, Midyet ejecutó un tono de desesperación. Yo soy Pixie. La Midyet que ven en el libro soy yo. Sin todos los detalles grotescos, pero soy yo. Intransigente, controladora, ególatra, narcisista y adicta al trabajo. Y también soy Pixie. Todo lo que menciona que hizo con Pixie, en Monclova, en las comidas y las cenas, en los viajes, todo, todo eso lo hizo conmigo. El romance, la forma en que nos conocimos, las maneras que tuvimos de separarnos y regresar, mis ausencias, mis obsesiones. Todo. Yo soy esa. Yo soy Pixie. Pero acabas de decir que no eres la Midyet del libro… Bueno, no tal como se ve en el libro. Y luego, Robin Simon ignoró la respuesta de Midyet: A ver, dijiste que también eras Pixie. Pero un minuto antes comentaste que Pixie no existía. Quizá lo que quiero decir, Midyet arqueó las cejas, harta, es que Cuki inventó a la Midyet del libro para darle voz a todo lo que odiaba de mí. E inventó a Pixie… para darle voz a las cosas que le gustaban de mí. 178

Cuki cruzó los dedos de las manos. Miraba hacia el frente. Como un yogui. En silencio. Con la cara de piedra. Tenso. ¿Tienes algo que decir, Cookie? Esa fue la primera pregunta de Robin Simon. Cuki no dijo nada. ¿Cookie, por qué inventaste a Pixie? Creo que eso es lo que queremos saber todos. Esa fue la segunda pregunta de Robin Simon. Pero Cuki no dijo nada. Nada. Ya que Cuki no quiere hablar, dijo Robin Simon, ¿por qué no nos cuentas de Hank, Midyet? ¿Hank?, titubeó Midyet. Sí, Hank. Siguiendo la misma lógica, en el libro “Hank” es el nombre simbólico que Cuki le puso a tu trabajo, ¿cierto? Yo les puedo hablar de Hank, dijo Cuki, al fin. Está sentado allá. Fila cuatro. Y me señaló, el muy cabrón. Y las luces se dirigieron a mí. Y yo sólo saludé con la mano. “Hola.” Sí, Hank, Robin Simon revisó sus tarjetas, y no mostró expresión alguna de asombro. Hicimos un poco de investigación que, como sabes, es la base de este programa, y encontramos a un Hank. ¿Curioso, no? Sonreí a la cámara. Un Hank, prosiguió Robin, que estudió con Cookie en el Tecnológico. De hecho, tengo entendido que se 179

conocen desde niños. Eran vecinos. Y parece que incluso vivió con él mientras estuvo en Saltillo. Antes de casarse contigo, claro. Midyet no dijo nada. Simplemente imitó la posición de Cuki y cruzó los dedos de las manos. ¿Y qué creen? ¡Hank está aquí!, gritoneó Robin Simon. Siguieron los platillos, el clarinete y las trompetas, y el palero de los jeans negros devolviéndole la vitalidad a los chelovecos del público. Qué curiosa coincidencia, ¿no?, dijo Robin Simon al ponerse de pie, blandiendo el micrófono inalámbrico como un acero de Hattori Hanzo. Como Excalibur. Como la Espada del Augurio. Como la Destino Verde. Hola Hank, me saludó, ¿cómo estás? Bien, respondí, también de pie, sudando debajo de los reflectores y con el micrófono que ágilmente me había dado La Flaca De La Diadema. ¿Por qué no nos dices a qué te dedicas? No me dedico a nada. Soy un paiki. ¿Qué es un paiki? Un paiki es… ¡Vamos a comerciales!, interrumpió bruscamente Robin Simon, de regreso en nuestro último bloque vamos a desentrañar la verdad y nada más que la verdad detrás del libro Pixie en los suburbios, que nuestros amigos de Editorial Francine-Gladys le regalan el día de hoy a los primeros cinco amigos del público que llamen desde casita al teléfono que está en pantalla. ¡Volvemos! 180

Mientras volví a tomar asiento, se repitió la secuencia. Corifeos orientales. Cancro. La Flaca De La Diadema corriendo por todos lados como desquiciada. Srita. Topisto, agitando las manos, tratando de sacarle a Cuki alguna expresión. Los chelovecos en las gradas muy entusiasmados con el misterio, observándome de pies a cabeza. No entendían nada, claro. No habían leído el libro. Pensaban, quizá, que era un tercero en discordia. Que Cuki era gay y yo también. Que nos drogábamos. O que manteníamos un bizarro triángulo amoroso. Bajé hacia el escenario, con el permiso de Oddjob y el floor manager. Saludé a Midyet. Hola Midyet, le dije. Hola, Hank, me dijo. Carraspeé y me dirigí a Cuki. Tich. Cuki dudó un segundo, y luego dijo: Qué pedo. Otro silencio. Pregunté: ¿Cómo me veo? De la verga. Tu mamá. *** Regresé corriendo a mi lugar justo cuando el floor manager señalaba con su dedo a Robin Simon. La música arrancaba y el logotipo aparecía en pantalla. 181

¡Upsi du! ¡Estamos de vuelta para nuestro último bloque! Hank, ¿cómo conociste a Midyet?, preguntó Robin Simon con prisa. Luces sobre la fila cuatro. Mi cara de asno en cadena nacional. Conocí a Midyet por Cuki. ¿Y cómo se conocieron ellos? En una fiesta. ¿Tú estabas ahí? Yo estaba ahí. ¿Cómo era la relación entre Cookie y Midyet? Rara. ¿Puedes ser más descriptivo? Primero ella no quería nada con él. Luego él insistió. Después, Midyet iba al departamento de Melrose casi todos los días. Al final se casaron. Ellos se quedaron en Saltillo y yo me vine a Naucalpan. ¿Estuviste en la boda? Sí. Ahora bien, Robin Simon tomó sus tarjetas, algo que me intriga es la manera en que Midyet y tú empezaron a relacionarse… Él y yo nunca tuvimos nada que ver, brincó, de la nada, Midyet. Y el silencio se apoderó, de nuevo, del estudio. Nadie dijo eso, querida, dijo Robin Simon, esbozando una leve, casi imperceptible sonrisa. Hey, ella sólo necesitaba hablar con alguien, intervine. Robin Simon me miró con dagas en los ojos: 182

¿Puedes ser más descriptivo? Cuki me miraba con extrañeza. Midyet me miraba con extrañeza. Midyet estaba loca, dije. Eso es un hecho. Pero me consta que lo quería. Y al decir “lo quería” me refiero a que quería “todo” con él. Pero Cuki no puede tener “todo” con nadie. Es un paralítico emocional. Y cuando uno es un paralítico emocional, llega un punto en el que no puede seguir adelante. Se pasma. ¿Qué quieres decir con todo esto?, preguntó Robin Simon. Que Cuki lo echó a perder. Por eso Midyet me buscó. Porque necesitaba hablar con alguien. ¿Qué quieres decir con que lo echó a perder? Yo qué sé. Lean el libro. Y me senté. ¿Entonces Midyet y tú no tuvieron nada que ver?, insistió Robin Simon. Nada que ver, respondí desde mi asiento. Pura amistad. ¿Ni una aventurilla? Nada de nada. Una mezcla de aplausos y rechifla tomó el lugar y Cuki golpeó en los brazos del sillón, desaforado, y enfrentó a Robin Simon: ¿Ahora resulta que yo soy el idiota disfuncional y estos sólo dos buenos amigos que siempre se portaron bien? ¿Qué estás diciendo, Cookie?, preguntó Robin Simon, reanimada, ¿que Midyet te fue infiel con Hank? 183

¡Claro que sí! ¿Puedes comprobarlo? Claro. Que. No. El floor manager comenzó a hacer señas. Se acababa el tiempo, ajá. Ahí lo tienen, queridos amigos, Robin Simon volteó a la cámara. ¡La indecisión de un escritor! ¡Esto es una injusticia!, Cuki se levantó, amenazador, y el floor manager empezó a hacerle señales como loco al director de cámaras. ¡Esto es una reverenda mamada! ¡Y tú eres un cabrón mentiroso! ¡Te la cogiste en mi jeta! Lo último lo dijo Cuki encarándome. Descargando toda la mierda almacenada durante años. Se acabó el tiempo!, gritoneó Robin Simon al tiempo que Oddjob y otro gorila de seguridad contenían a Cuki. ¡Muchas gracias por acompañarnos y esperemos tener de nuevo a nuestros invitados del día de hoy… Oddjob sujetó a Cuki y lo tiró al suelo. Midyet se levantó del sillón rojo, apanicada. El palero de los jeans negros se apuró a animar a los chelovecos para que sepultaran el lío a punta de aplausos. …para concluir con este tema que ha resultado más apasionante de lo que esperábamos! ¡Todos los ganadores de los libros no olviden presentarse en nuestras oficinas… En medio de la pelotera, un gorila de seguridad me empujó y caí a un lado de mi asiento. Observé, pues, la situación desde el piso: cómo entró el tema del programa, cómo el palero de los jeans negros bailaba una 184

especie de break-dance y se hacía el chistoso, cómo Oddjob llevaba a Cuki, gritando cosas ininteligibles, tras bambalinas. …con una identificación oficial vigente a partir de mañana de cuatro a seis de la tarde! ¡Gracias y hasta la próxima! Robin Simon se quitó el lavalier y, abriéndose paso, seguida por los corifeos orientales y el enano, llegó hasta Midyet. Muchas gracias por venir, le dijo con un apretón de manos. Fue uuuuuuun placer. Espero que se repita. Yo espero que no, fue la respuesta de Midyet. ¡Claro!, Robin Simon sonrió falsamente y desapareció por los pasillos del canal 127-B. Midyet se quedó atónita, ahí parada. Con La Flaca De La Diadema a un lado. Srita. Topisto apareció de la nada. Las saludó con una sonrisa trastabillante, y preguntó, histérica: ¿No han visto a Cuki? Nadie dijo nada. Desesperada, Srita. Topisto enfrentó a La Flaca De La Diadema, y la sacudió de los brazos: ¿Tú no has visto a Cuki? ¿Mmm? ¡Que si no has visto a Cuki! La Flaca De La Diadema se quitó la diadema. Respondió: ¿Quién?

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Siete El agua me escurría por el pelo. No sabía a qué hora había empezado a llover. Pero ahí estaba, la xodida lluvia. Caminando por el dauntaun, de noche, esquivando chelovecos, mirando mis propios pies, metido en mi propia gulivera, llegué a un QuickStop. Era el mismo de la mañana, donde el bote de basura, donde las prietas, donde los carabineros. La lluvia se escurría por las cornisas, haciendo hilitos oscuros en las paredes hasta arrastrarse al piso, empapando futilmente a los zepelines con publicidad que flotaban entre los edificios y que rezaban con altavoces gigantes ¡EMPIECE DE NUEVO EN UNA TIERRA DE DORADAS OPORTUNIDADES! Entré al QuickStop y pedí una cajetilla de cancros. Me gustan por su sabor. Pagué con un billete arrugado, el único que traia conmigo y que había estado ahí, en la oscuridad, durante meses o años, no sé, esperan187

do el momento en el que al fin este paiki estuviera solo y con sus propios recursos a la merced del mundo. Era un billete de cien dólares. He olvidado de dónde lo saqué o cómo lo conseguí. Al meterme el cambio, billetes y monedas, de vuelta en los bolsillos, tuve una idea genial, una de esas que me han hecho sobresalir en el planeta Tierra y que aprendí de tantas visitas sonámbulas al mueble de libros de superación personal en Sanborns: ponerme tan asquerosamente pedo que se me boten los ojos de la cara. ¿Qué le doy?, preguntó la clerc con una hueva infinita al verme de vuelta en la tienda. Tsingtao. Cuarenta segundos después era el orgulloso dueño de una botella de un litro de bebida espirituosa transparente envuelta en papel de estraza. Salí. Puta lluvia de mierda. Qué frustración que llueva, es la clase de mierda que no puedes detener aunque quieras y te concentres un chingo. Procurando que un carabinero no me viera, le di un trago furtivo a la botella ahí mismo, afuera del QuickStop. Corrí de nuevo, bajo la lluvia. Me vi en una callejuela retacada de parroquianos con gabardinas y sombrillas. Una callejuela de doble sentido, encharcada, vibrando con los letreros de neón y el incesante zumbido del zepelín diciendo ¡EMPIECE DE NUEVO EN UNA TIERRA DE DORADAS OPORTUNIDADES! 188

En una esquina, un puesto de sushi con un dragón de neón sacando y metiendo la lengua, fss, fss. Me apresuré a sentarme, y la silla metálica se sintió helada cuando mis empapadas nalgas se posaron en ella. Tras colocar la bolsa de papel de estraza en el mostrador, observé a detalle el lugar: los menús improvisados, las botellitas de salsa de soya, el Astro Boy de pilas que movía uno de sus brazos de arriba a abajo. El pana japonés que atendía, un viejecillo bigotón con gorro, me saludó moviendo la gulivera. Deme cuatro, dije, señalando unos makis en una tabla. Futatsu de jubun desuyo, respondió. No, cuatro. Dos y dos. Cuatro. Futatsu de jubun desuyo, repitió el estarrio. Y fideos. Wakatte kudasai yo! Cogí una bolsa plástica con palillos de madera y la rompí. Puliendo rutinariamente las estacas, sentí la vibración del móvil en los bolsillos. A la vibración siguió el ring ring, y mientras sonaba ring ring pensé que podrás haber terminado con tu pasado, pero que tu pasado no ha terminado contigo. ¿Bueno? Hank. Soy yo. ¿Quién? Cole. Ah. ¿No te alegras de escucharme? 189

Cómo no. Es la primera llamada que recibo hoy. Mira, estoy brincando de la felicidad, y mecánicamente, subí los dos pies al descanso de la silla. ¿Cómo estás? Meh. El programa fue un desastre. Lo vimos aquí en Flynn’s. Ajá. ¿Por qué acabaron entrevistándote a ti o qué pedo? Cosas que pasan, tich. ¿Qué pasó con Cuki? ¿Dónde está? No lo sé. ¿Soy su biógrafo o qué? Cole me apodaba “Sushi”, pero él no sabía que yo sabía. Sushi por “pescado frío”. A mis espaldas, Cole decía que yo era un cabrón desprovisto de emociones, un cabrón varios niveles por encima del hipócrita promedio. Un backstabber. Bueno, tú estabas en el programa. Llámale a su teléfono. Lo hice, pero no contesta. Me manda directo al buzón. Quizá lo olvidó en su casa, yo qué sé. Me preocupa Cuki. A mí no. No te hagas el rudo conmigo, tich. Bah. Pausa. Si te enteras de algo llámanos. Aquí vamos a estar. Okey. Pausa. Okey. Bye. 190

Bye. Clic. No se va a detener, pensé. Esto no se va a detener. Y la lluvia seguía, peor que un minuto atrás, peor que cinco minutos atrás. Ni siquiera tenía ganas de ver llover, de todas esas mamonas nociones románticas que no sirven absolutamente para una chingada. Aquello de “sushi” era una mamada. Claro que me importaba Cuki. Claro que quería saber dónde estaba. Saber que estaba bien. Claro que quería aclarar las cosas. Llegaron mis fideos, y el plato decía “Noodle Chan”. Comí. Llegaron mis makis. Eran sólo dos. Japonés pendejo. Le pedí cuatro, pero él insistió con que dos eran suficientes. Igual no tenía hambre. No tenía razón para encabronarme. Pero estaba encabronado. La lluvia seguía cayendo estridentemente cuando escuché unas pisadas detrás de mí. Hey, idi-wa. Volteé sutilmente. Era un veco bigotón de gabardina, una suerte de latin lover garapiñado. Volvió a hablar en su lingo extranjero: M'sieu, aduanon kovershim angam bitte. Tronando los dedos, llamé el japonés. Arqueé las cejas y me encogí de hombros, haciéndole notar que no tenía puta idea de qué mierdas me estaban diciendo. Dice que ya llegó su ricsho, dijo el pana en perfecto español. 191

Con la boca llena, mirando de nuevo hacia el mostrador, dije: Te equivocaste de cliente, tich. Lo fa, ne-ko shi-ma, de va-ja. Dígale que estoy comiendo, le pedí al japonés. Madre to ka… me ni omae yo, dijo el veco bigotón. Las palabras mágicas. ¿Madre, eh?, dije y me sonreí. Madre quiere verme. Clásico. Cinco minutos después me vi abordando un ricsho. Afuera, la lluvia. Oscura. Sentado en el asiento trasero, le di un trago largo a la botella de Tsingtao. Cerré los ojos.

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Ocho Abrí los ojos. Al parecer, había estado dormido con la cara encima de las teclas de un piano. Me despegué y un delgado hilito de sangre, entre mi boca y las teclas del piano, se estiró hasta romperse. Me encontraba en una estancia grande, a media oscuridad. Una luz intermitente entraba por una ventana, y luego desaparecía. Encima del piano, un vaso de whiskey de color almendrado a la mitad, presumiblemente mío. Y una foto vieja, a colores, pero pálida o con el tinte arruinado. La Steyr-Mannlicher de Cuki, la misma que usábamos para espantar prostitutas en Saltillo, recargada junto al vaso. Parecía escucharse, de fondo y tenuemente, “Just Another Sucker On The Vine” de Tom Waits. Me gustaría decirles que también soñé con un unicornio. Pero eso no pasó nunca. No importa, igual; el resto de la velada fue flamboyante, rara e inolvidable. Empezó conmigo reconociendo, primero, a los buenos chelovecos de la foto. Eran los Pirulazao.

Clavius, Marpis, Cuki, Karen y Alonso. La foto con las niñas disfrazadas con vestidos como merengues, con listones y tobilleras y los niños, con shorts y suéteres abiertos y zapatos modelo “Exorcista” de Canadá. La foto en la que no fui requerido. Al brutal flashback siguió el reconocimiento del terreno. Aquel era el estudio de la casa de San Diego de los Padres, con sus muebles de cedro y sus pedorras lámparas de banquero con copetes verdes y bases doradas. Me pareció recordar algo. La botella de Tsingtao. Me puse en cuatro y busqué debajo del piano. No la encontré por ningún sitio. *** Primer acto. Madre aparece por una puerta corrediza. Carga una gigantesca cartulina que la hace ver como una hormiga llevando la cena a casa. Madre, saludo, un poco espantado. La estarria me ve con ojos taimados. Voltea la cartulina y puedo leer, en ésta, la inscripción ¡EMPIECE DE NUEVO EN UNA TIERRA DE DORADAS OPORTUNIDADES! que marcan las pulcras letras inscritas con marcador. Muy lindo, concedo, viendo los monaguillos zapatos de Madre por debajo de la cartulina, ¿algún tipo de proselitismo político? Ven, dice Madre al tirar la cartulina, acércate. 194

¿Yo? Claro. Esto es importante. Con los ojos cerrados, Madre coloca su palma derecha sobre mi mollera. Me dice: ¿Quién eres? Soy Hank, Madre. ¿Cómo entraste? Y… no lo sé. Por la puerta, supongo. Bien, abre súbitamente un ojo. ¿Hank, dices? Hank Canastakis. ¿Quién te invitó a esta casa? Tú me llamaste, Madre. Tu propio y privado Edward James Olmos fue por mí. Interrumpió mi cena, de hecho. No recuerdo nada de eso, Madre cierra de vuelta el ojo. Pero no importa. Lo haremos de la manera fácil. ¿Qué? ¡Shhh!, exclama y hace presión en mi gulivera. No me desconcentres. Perdón. Te diré tres cosas que no sabes. Esto es importante, ¿eh? Lo que tú digas, Madre. ¿Quién soy yo? Madre… ¡Imbécil!, me zapea y regresa la mano a su posición. Esto es importante. ¿Quién dices que soy, chamaco? Eres Madre, respondo, evidentemente frikeado. La Sra. Pirulazao, ni más ni menos. 195

Me lo temía, vuelve a apretar. Continuemos. Te diré tres cosas que no sabías. ¿Uh? Charles Dickens siempre dormía alineando su cama de norte a sur. ¿Deveras? ¿Lo sabías? Nop. Demonios. Vamos con la segunda: realmente fue Nikolai Testa quien inventó la radio. Eso es lo que yo llamo un dato de interés general. Marconi fue un sucio oportunista, ¡ca! ¿Esa fue la tercera? Na. Mientras Aristóteles consideraba que el cerebro era un simple órgano de enfriamiento de la sangre, Alcmeón pensaba que éste era el centro de la actividad intelectual. ¡Qué error! ¿Sabías eso? No. Para nada. Madre deja de hacer presión y se aleja unos pasos, de tal modo que puedo mirarla con calma. Viste una bata que la hace ver como un monumental chorizo mal envuelto. Girolamo Cardano fue un gran matemático, defensor a ultranza de la astrología. ¿Crees en los horóscopos, chico? Me temo que no, Madre. Bueh. Predijo astrológicamente el día de su propia muerte. ¿Crees en el destino, chico? 196

Esa pregunta es difícil… ¡Ca! El veintuno de septiembre era el día señalado. Gozaba de buena salud. Se suicidó. Madre toma la cartulina y se aleja dando brinquitos. Aquello fue extraño. A mi mente llega una estrofa: Don’t need a helmet, Got a hard, hard head. Don’t need a raincoat, I’m already wet. Lo siguiente: camino por un pasillo angosto. En las paredes blancas, fotos en blanco y negro. Primera foto: el perro original de los Pirulazao en la calle Lirios, muchos años antes de que la popó alcanzara al ventilador. Se llamaba Argos, sí, Argos. Como el perro de aquel buen veco Ulises. El pasillo angosto y de paredes blancas me llena de vida a medida que avanzo. Me hace sentir que regreso a mi lugar de origen, al lugar donde pertenezco. Segunda foto: los argénteos pantalones de Madre en su juventud, aleteando al viento y los riscos abajo (¿o encima?), probablemente algún viaje al Cono Sur. Tercera foto: Padre de cadete, guac, vaselina en su cabello, un dragaminas al fondo, marineros alrededor de la metralleta “Vulcano” de treinta y cinco milímetros. Tercera foto: firma de casados. Madre. Padre. El abuelo Macario Pirulazao. La abuela Delfina Pirulazao. Los tres últimos, muertos. 197

Los tres últimos, muertos, eso pienso y eso digo en voz alta. Cuarta foto: dos ptitsas hermosas, riendo. Lindo marco, perfecto encuadre, inmejorables modelos. ¿Quiénes son? Karen y Marpis de niñas. Concentro mi mirada en Karen, la más hermosa de las narices, auch, esas pestañas cómo duelen. Quinta foto: cuatro de los cinco Pirulazao, todos adultos. Falta Cuki. Yo estoy agregado en la foto. Yo, abrazando a Karen. Sonriente, feliz. Y ese momento es uno de esos momentos en los que te das cuenta de que sabes algo. Como cuando dejas de andar en bicicleta por muchos años, pero un día tomas el manubrio y sientes los pedales y sabes que estás ahí, de nuevo, en La Zona, en ese pedacito de conocimiento que poseías pero que tenías escondido en algún lugar oscuro del rasudoque. Vuelvo a la cuarta foto, y entiendo todo, y mi pedacito de conocimiento es éste: tres de los cuatro chelovecos de la foto están muertos. El abuelo Macario Pirulazao. La abuela Delfina Pirulazao. Y Padre. Mierda. Toto: ya no estamos en Kansas. Una canción, difuminada, se escucha por ahí: Y nosotros los pobres marinos Hemos hecho un gran submarino Para vivir en el fondo del mar Que ya no se puede vivir en la tierra 198

Alcanzo el final del pasillo. Trago saliva. Primero, la botella de Tsingtao había desaparecido. Y ahora, me doy cuenta de que estoy vestido como un báber cualquiera. Con traje y corbata y zapatos pulidos y el pelo perfectamente podado. Compruebo lo último con terror al echarme una larga mirada en el reflejo del vidrio de la quinta foto. En la que estoy abrazando a Karen. En la que estoy sonriente. Y feliz. Salgo a un jardín. En el centro, una fuente. Me rebasan un par de robots armados con charolas. Se dirigen, afanosos, a un portón de madera. El olor de la cocina emana de ahí. Y yo comienzo a recordar: arriba está el comedor, abajo la cocina, a un costado la pesada puerta de acero inox por la que se accede a la congeladora. Recuerdo que Clavius y Debbie se divorciaron. Recuerdo que Alo se convirtió en el editor de la revista de videojuegos Button Mashers! y se casó con una modelo de pasarela y la embarazó y perdieron al hijo y luego se divorció de ella y luego tuvo una hija con otra ptitsa de nombre Veloe. Recuerdo que Marpis y Danilo se divorciaron y pelearon a muerte por la patria potestad de Cole. Recuerdo que Padre murió y Madre y el tío Ósmon se casaron, dando lugar a La Sospecha Hamletesca. Recuerdo que Cuki se convirtió en la última manifestación del paiki, un ermitaño, un veco que tiene años sin ver a su familia y que vive en un dormitorio de un campus universitario. Recuerdo que yo dejé la paikedad y conseguí un empleo bien remunerado de nueve a seis y que 199

me enamoré de Karen y ella de mí. Recuerdo los besos de Karen Pirulazao en una biblioteca, silenciosos, mojados, hermosos, imborrables. Recuerdo las dos costillas que se me rompieron cuando rodé por la escalera, golpeado a puño limpio por Alo, cuando se enteró de lo nuestro. Pero hay más que besos y costillas rotas. Hay promesas, compromisos. Una boda en ciernes. Me voy a casar: qué terrorífica idea. Karma matrimonial: incluido con el paquete. Como fumar la bacha de un cancro que se ha apagado. Aves de mal agüero: a) encender un cancro mientras preparan la comida, b) mirar la comida antes de sentarse a la mesa y c) mirar a la novia antes de la boda. Me voy a casar con Karen. Finalmente seré un Pirulazao. Sonrío ante la ocurrencia. Un fast forward a mi vida, pienso. Eso: alguien dejó apretado el botón de fast forward. Todo esto no ha pasado. Pero de alguna manera ya pasó. La idea me agrada. Sintiéndome feliz, atravieso el jardín, pego un brinco y quedo al borde de la fuente. Del fondo emana un agua muy transparente, donde un azulejo de formas caprichositas contrasta con el cristalino líquido. Doy vueltas por la cornisa de piedra, tarareando “Singin’ in the Rain” a la Alex DeLarge. Bailoteo un poco y salto al agua. Me hinco y meto bruscamente la gulivera. Aspiro el agua turbia y un torrente acuoso viaja por mi nariz apuñalándome en el tabique y pasando al otro lado de la frente hasta llegar a la Silla 200

Turca. Saco los pelos de báber y el rostro empapado, dando grandes bocanadas de aire. La fuente es profunda…  podría morir ahogado y ni las branquias que Dios no me dio servirían de gran cosa. Corte a: perfectamente seco, estoy parado en la gigantesca cocina de la casa de San Diego de los Padres, una xodida cocina del tamaño del nuevo Texas Stadium, tres veces más equipada que la de Ratatouille, y sin ratas. El penetrante olor de la comida se mezcla con los restos de cloro en mis narices. Un grupo de silenciosos robots preparan el banquete. Camino por la gaveta de yerbas y condimentos. RADICALES BLIPTÓRIDEOS ULULANTES YENICAS ORTAGÓLICAS REPTURRANTES

De nuevo, mi reflejo. En esta ocasión, contra un gargantuesco wok adquirido en la WokShop de Logan Avenue 237, San Francisco, California. Me anudo la corbata. Estoy decidido: no me interesa volver atrás. Igual nunca podré admirar mi culo, el pobre diablo siempre está detrás. ¿Habrá tal cosa como un ser que pueda besar sus propias nalgas? Si yo pudiera me la mamaría. Claro que eso lo dicen todos los vecos. Más condimentos: GOSATIFES PEDRELAICAS INTIQUINTAS BROSTIFÉÑILAS RABABOTAS CONSTANTINAS

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Los robots en la cocina son demasiado estériles, demasiado pulcros. No hay forma de que derramen la sopa. O que le metan un grano más de pimienta, clavo y orégano. Los robots no se equivocan. Disculpándome con los mecanoides, me asomo a una de las ollas. Ahí, flotando, la cabeza de un gran danés. Interesante. Volteo y, a mi derecha, observo a un robot perseguir torpemente a un par de mandarinas con pies que corren por su vida. Al momento de pisar una crujiente semilla de limón, siento una cáscara de toronjil estrellándose contra mi rostro. Es Karen, ataviada con un floreado mandil y cola de caballo. Anotar esto en mi agenda: cogerme a esa pony tail. Es urgente. Las manos de Karen están batidas de una sustancia extraña, y una franja carmesí escurre por los pétalos de la flor mandilesca. Mientras un robot trabaja con pimienta y clavo la mandíbula del gran danés, me acerco a Karen, el más virtuoso ángel del Señor. Sus ojos, un regalo del Valhalla; sus pestañas, tejas del Paraíso de Dante. Nos sonreímos. Las manos de cocinera de Karen tocan mis mejillas. Y nos besamos. Dos, tres veces. Como en el aeropuerto, cuando ella se fue a Europa a trabajar un año, y yo le enjuagué las lágrimas diciéndole que en verano me iba a tener allá de visita, y que aquel iba a ser nuestro verano del amor. Y sé perfectamente que esas cosas aún no pasan pero adentro de mí siento como si ya hubiera pasado todo. Así se siente cuando alguien deja apretado el botón de fast forward de tu vida, supongo. 202

Ya te extrañaba, dice Karen. Dilo de nuevo, le pido. Pensé que tú no me extrañabas. No soy tan seca. Sí te extrañé. Nunca he dicho que seas seca. Sólo que eres rara. Nos besamos de nuevo. Recargado sobre la estufa hay un platón de barro, una de esas estúpidas artesanías mexicanas, con la leyenda: El que enamora es camión El que juega es pellejo El valiente es difunto Y el borracho es todo junto Finalmente despegamos los labios. Le digo: Es de mala suerte mirar cómo preparan la comida antes del banquete. Puedes esperar en el comedor, dice Karen. Okey. Doy media vuelta. Salgo por una portezuela y de ahí, tomo unas escaleras. Otro platón de barro, otra estúpida artesanía mexicana: No juegues a par visto No creas a mujer que llora No te juntes con pendejos Buenos consejos. ¿Alguna vez los escuché? ¿Alguna vez los escucharé? “Búscate una ptitsa caderona”, decía la Sra. Canastakis, “porque son paridoras”. En 203

mi agenda, ponerlo ahí: buscar una adorable chica de anchas caderas. Eso. Ergonómica. Para cogerla como un perro. Me veo en un balcón. La vista que ofrece es magnífica. El lago Ontario. Brrr. Una bandera se zarandea a lo lejos, encima de una cornisa de la casa de San Diego de los Padres. Y una esquinada gárgola, a su lado, parece venirse para abajo. Esta puta casa es enorme, seguramente las gárgolas del ala sur no conocen a las gárgolas del ala norte. Regreso al interior, dejando tras de mí una estela de polvo. Bajo otras escalinatas y troto por un larguísimo pasillo, ahora tarareando “Solsbury Hill”, my heart going boom boom boom, el recuerdo de los días felices con Karen, cuando nos vimos en Londres, besos con bufandas en Piccadilly, estrechas caminatas con el Támesis como un perfecto cartel de película. Voy tan concentrado en el recuerdo de anécdotas que aún no suceden, que sin querer choco con una erecta armadura medieval que custodia un paredón. Al Lancelot aquel no se le mueve ni una pestaña. Un poco zarandeado, ajusto mi corbata. Debo verme bien, ahora es cuando debo crear una buena impresión con mi suegra. Verga. Madre es mi suegra. Vergadepollo. ¿Cuántas suegras he tenido? Todas gordas, todas vejetas, todas ranflas. Si no es esto, es aquello, decía una. Las nueve en punto: ¡saca la basura!, decía otra. Ahora estoy en una enorme estancia; enmedio, se alza una réplica a escala del acorazado alemán Bis204

marck, celosamente guardado en una cúpula de plástico. Karen, verano del amor: trenzas, ropas jipis, hechos unos cerdos de mierda. Barcelona, Madrid, Toledo, gran, gran, gran cogida en Sevilla. Nos robaron en Praga. Cuando llegamos al cuarto, no había nada. Por suerte todo el tiempo traiamos con nosotros el pasaporte. Por suerte, estábamos juntos. Nos amábamos. Hank Canastakis versus Karen Pirulazao, soleados sueños bajo el cielo azul, enamoramientos de a dólar. Sí, aquel fue nuestro verano del amor, escuchando a R.E.M. y a Jeff Buckley y a Sigur Ros en el iPod, en trenes, en cafecitos románticos, en tienditas de museos. Dos años después estoy parado en un living del tamaño del Madison Square Garden al lado de un modelo a escala del Bismarck. ¿Por qué el Bismarck? Ah, claro: Padre fue matarife de la guerra. Padre, El Oficial de la Armada: pantalones blancos, Café de La Parroquia, reuniones de amor en Mocambo. Padre, El Marinero de Azúcar, juar. Quién lo iría a pensar. El modelo a escala del Bismarck tiene buenos acabados, sin duda. Quizá demasiado pegamento en la popa. En la parte baja, una placa: BISMARCK (1941). MARINA GERMANA. ACORAZADO. CONSTITUÍA UNA SERIE CON EL ANÁLOGO TIRPITZ Y EL PRINZ EUGEN. PUESTO EN GRADA: 1936. BOTADO EN: 1939. COMPLETADO EN: 1940. HUNDIDO EN: 1941. 205

Sólo esos alemanes imbéciles podían gastar tanto dinero en cosas inútiles. ¿Qué tal el Muro de Berlín? Primero lo levantan, luego lo tiran. Pendejos. DESPLAZAMIENTO:

41,000 TONS (EN PLENA CARGA: 50,900 TONS). DIMENSIONES: 251 METROS DE ESLORA, 36 DE MANGA, 10 DE CALADO. POTENCIA: 200 CABALLOS DE FUERZA. VELOCIDAD MÁXIMA: 30 NUDOS. AUTONOMÍA: 8,100 MILLAS (A 19 NUDOS). TRIPULACIÓN: 103 OFICIALES + 1,989 MARINEROS Y SUBOFICIALES. Monocotiledóneo argot naval. Cuando Karen regresó de Europa le di el anillo de compromiso. Fue en una elegante fiesta de disfraces de su trabajo. Ella iba disfrazada de enfermera militar y yo, bueh, de apuesto oficial de la Armada, ajuar cortesía del baúl de los recuerdos de Padre. Bailamos “One More Kiss Dear” muy pegaditos. El tema de la fiesta era “Encantamiento bajo las estrellas”. La invitación cambiaba las palabras “salón” por “hemisferio”, “área” por “constelación”, “mesa” por “estrella” y “mesero” por “observador”. El resultado final, era el siguiente: Hemisferio: Boreal. Constelación: Grulla. Estrella: 29. Observador: 51. Karen lloró cuando vio el anillo. No lo podía creer. Y yo no podía creer que le estuviera dando a una mujer, a esa mujer, un perfecto anillo de compromiso de 206

una perfecta manera. Cuando me dijo “sí quiero casarme contigo”, nos abrazamos y pensé en Bob Dylan y aquel “no te olvides que todos tienen que dar algo a cambio por lo que reciben”. Finalmente soy un Pirulazao. El paiki ha muerto. ¿Quién eres tú? Esa es la voz de una arrugada mujer, jorobada, vestida con un largo manto de algodón y flores rojas, gritando desde el otro lado de la estancia. Hank. ¿Hank? Hank. Sí. ¿Y usted? Yo soy la abuela de Karen. ¿Deveras? Pensé que la abuela Pirulazao estaba muerta y agusanada, varios metros bajo tierra. Y ahí debe seguir, la arrugosa me miró con profundos ojos grises, tal vez cataráticos. Pero yo soy la otra abuela. La abuela Finnegan. Oh. Anotar en la agenda: si he de evolucionar, deberé escuchar lo que los manos de pasita tienen que decir. Parte de los nuevos paradigmas del nuevo Hank: La Llamada Táctica Geriátrica. La abuela Finnegan se aleja unos pasos. Me dice, señalando al Bismarck: Antes, los barcos eran de madera y los hombres de hierro. Hoy, los barcos son de hierro y los hombres de madera. Y a veces ni eso. De jabón, quizá. Se escuchan pasos. La abuela Finnegan reacciona con asombrosa agilidad. 207

Allá vienen, debo irme, y desaparece por una puerta oculta, jalando la manita de la estereotipada escultura de Mercurio apuntando al cielo. Los dueños de los pasos son un trío de robotsmeseros, marchando rítmicamente con bandejas. Son acompañados por la adorable Karen, desprovista ya del delantal, con jeans y playerita y bucles, quien bailotea alrededor de ellos, como una pixie del bosque. ¿Vamos? Esa es Karen, encantadora. Y yo la sigo hasta el comedor. Una mesa amplia. Larga. Los robots acomodan las tres bandejas, que parecen tortugas de aluminio dormidas. Uno de ellos, con su cara de licuadora y voz sintetizada, me pregunta: ¿Un whiskito? Por supuesto. Karen toma asiento junto a mí. Después, agarra mi mano. Vienen las largas miradas y las sonrisas. Hola, me dice, usando un tono de voz formal, como si no nos conociéramos. El nombre es Karen Pirulazao. Hola, respondo. El nombre es Hank Canastakis. Qué guapo te ves, me dice. Te sienta bien usar traje. ¿Deveras? Sí. ¿Te puedo dar un beso? Claro. El tronido resuena por todo el salón. Labios perfectos, carnosos, parados, formas caprichosas, lengua limándote los caninos. 208

Te quiero, dice. Yo te quiero a ti, digo. ¿No ardes en deseos por saber qué hay debajo de estas tapas?, Karen coloca sus manos debajo de su barbilla. Me temo que no soy tan curioso. El mecanoide regresa con el whiskey. En un segundo llegan los demás, avisa Karen. No desesperes. Me aguanto. ¿Ves? Allá viene Marpis. La hermana mayor de los Pirulazao, considerablemente más cascada, vieja y arrugada, me saluda con un beso tronado en la mejilla. ¡Hola Hank! Espero que no hayas visto lo que hemos preparado de entrada. Y… no. ¿Qué es? Ni siquiera ha olido algo, dice Karen. Debe tener las narices clausuradas. Una sorpresa, dice Marpis al momento de coger mi whiskey y darle un trago. Eso era de Hank, dice Karen. ¡Oh, disculpa! No te preocupes, pediré otro. Tres whiskeys más, ordena Karen y el robot se aleja a toda velocidad. Al mismo tiempo, otro robot arriba a la mesa y deposita una botella de tinto. Italiano. Está desencorchado, para que se oxigene o algo. Nunca lo he enten209

dido del todo. Pero así soy yo: mala mesa, mala cuna, mal diente, mal semen. ¡Madre! ¡Ven, Madre, ven! Una rimbombante Madre se balancea a lo largo de la estancia como navío en alta mar que baila cha-chachá. La vikingesca mujer trae los mismos cachetes y la misma maliciosa sonrisa, pero viste con un atuendo similar al de las sobrecargos de Panam en 2001: Odisea del espacio. Con todo y aquel estúpido gorro de merengue. ¿Y Clavius?, le pregunta Madre a Marpis, cubriendo la mesa con su sombra. Avisó que iba a llegar tarde. Imagino a Madre en gravedad cero, tratando de cachar la pluma flotante y con el Danubio Azul de fondo. ¿Quién es este?, pregunta ella, mirándome con desdén. Hank, Madre, Hank, responden las chicas Pirulazao al unísono. ¿Tienes hambre, Hank? Y… sí. No. No sé. Croc croc croc. ¿Escucharon eso? No, dice Marpis. Ni yo, dice Karen. Me pareció escuchar una tripa, dice Madre. Croc, croc, croc. ¿Qué vamos a comer?, pregunto, nervioso. 210

Alguien aquí está ofreciendo un recital intestinal, dice Madre. ¡Ahí está de nuevo! Croc, croc, croc. Ya llegaron los whiskeys. ¡Perfecto! Alguien debe tener mucha hambre… Croc, tup. Tup. Recuerdo haber comido aquel fideo “Noodle Chan”, pero mi estómago no. El estómago: un triturador perfecto. El hígado: el más grande filtro jamás creado. El recto: estupenda autopista de ocho carriles. Croc, croc, croc. Una servilleta de tela cubre los mantecosos muslos de Madre. Ella no toma whiskey, sino Stolichnaya. Me mira con recelo. Salud, le digo. Mmm, ¿de quién eres hijo? ¡Madre! Es una pregunta, nada más que eso. No hay problema, suegra. Solía ser hijo de la Sra. Canastakis. Claro, esa arribista. ¡Madre! Croc, croc croc. ¡Lo sabía!, Madre se levanta un segundo, ¡son tus tripas! ¡Madre! Demonios, Madre vuelve a tomar asiento. ¿Quién la mató? ¿A quién? 211

A tu mamá, idiota. Karen me mira apenada. Pero no importa. Respondo: El cáncer es una enfermedad de hombres. El cancro, de plantas. *** Segundo acto. Las bandejas se abren y, en su interior, se exhiben ensaladas con mollejas y otras viscosidades. Unos robots entregan garfios y garras metálicas para tomar la lechuga y la col y las carnes. Otros sirven la sopa en platos hondos. Unos pelillos anaranjados flotan en la superficie. ¿De qué es? Meconio, esclarece Marpis. Taconeos, plac plac, repicando sobre el mármol del living. Volteo para averiguar de quién es el rataplán. Se trata de la abuela Finnegan, suéter abierto, manchas en las manos de pasa, dos caídos calcetines con canica por tetas, medias marrón, ralos pelillos plateados. Parece una versión live action de la ruquilla infiltrada de Monsters, Inc. ¡Abuelita!, dicen Karen y Marpis. Mamaíta, dice Madre, ¿realmente vas a comer con nosotros? Eso es evidente, tonta, un robot le alcanza una silla y me pongo de pie, todo educadito. ¿Cómo te sientes hoy?, la interroga Madre. Mal. ¿Cómo debería de sentirme? 212

¿Ya conoces a Hank, mi prometido?, me presenta Karen. Sí, sí. Pero siéntate, niño, que hoy amanecí jodida del esternocleidomastoideo. La sopa se va a enfriar, dice Madre. Comiencen a comer o este guano se va a poner decadente en unos minutos. Vuelvo a mi asiento. Meto la cuchara en el hondo plato y jugueteo con los pelillos anaranjados. ¿De qué me dijiste que era?, vuelvo a preguntar. Meconio, dice Marpis. Carísimo. ¿Cómo se apellida el joven?, interroga la abuela Finnegan. Canastakis, abuelita. ¿Eres judío?, pregunta Madre. No, miro el brebaje. ¿Qué tiene la sopa de meconio, disculpen? Las primeras secreciones intestinales que surgen de los bebés en el momento del parto, explica Marpis. Nosotros le ponemos albahaca, aguacate y queso panela, receta de los Finnegan. ¿Mierda, entonces?, sugiero. No exactamente, dice Marpis y suerbe. En un bebé recién nacido los excrementos no son tan consistentes como las heces. Igual tiene orines y líquido amniótico. Es carísimo y difícil de conseguir. Oh, exclamo y tomo una cucharada. ¿Y ahora serás Karen Canastakis?, pregunta la estarria 213

Sí, dice Karen, tomándome de la mano. ¿No es emocionante? Es deliciosa esta sopa de meconio, digo. ¿Tiene chipotle? Un poquitín, dice Marpis. ¿Realmente no eres judío?, insiste Madre. No, respondo. Las mujeres de hoy adoptan los apellidos de sus esposos y pierden su individualidad, dice la abuela Finnegan, dirigiéndose a Karen. Yo jamás adopté el apellido de tu abuelo, por ejemplo. Era diferente, mamaíta, dice Madre. ¿De qué es la ensalada?, pregunto. En cambio, prosigue la abuela Finnegan, apuntando con su dedo flamígero a Madre, este pedazo de res de inmediato se adjudicó el apellido del inútil de tu padre. Pirulazao es un bonito apellido, dice Karen. Col, lechuga, pimienta, mollejas y nervios de dientes de cerdo, describe Marpis. Otra especialidad culinaria de los Finnegan. ¿Quiénes son los Finnegan?, interrogo. Jovencito, dice la abuela Finnegan, yo nunca adopté el apellido de mi esposo, como le explicaba a mi nieta. Siempre fui una Finnegan, y se dirige dulcemente a Karen: Y eso que tu abuelo era muy guapo y se merecía un mundo de atenciones. No sabía que ustedes tenían raíces irlandesas, le digo, en general, a la mesa. Jovencito, dice la abuela Finnegan, soy tan irlandesa como el Sinn Fein. Por mis venas corre Guinness. 214

Eso suena cool, digo, y remato: Y esta ensalada es soberbia. Mi amor, dice Karen, en voz baja, todo el cuento de Irlanda es algo que mi abuelita siempre se ha inventado. ¿En dónde vivieron los primeros Finnegan que llegaron a América?, pregunto, haciendo caso omiso del comentario de Karen. Mi esposo era guapísimo, dice la abuela Finnegan. Fue oficial de la Armada. ¡No otra vez con eso!, cacarea Marpis. Madre, dile que se calle. Entonces puedo suponer que los primeros Finnegan que llegaron a América vivieron en Veracruz, digo. Efectivamente. Y sólo Veracruz es bello. Ahí vas con tus cuentos chinos, dice Madre. Papá se dedicaba a vender y comprar escobas, no a navegar buques camaroneros. ¡Mi esposo primero fue cadete de la Heroica Escuela Naval y luego Oficial de la Armada! No de nuevo, no, Marpis se pega en la frente. Papaíto trabajaba en una ferretería, comenta Madre. Luego voló aviones a reacción, dice la abuela Finnegan. ¡Madre! ¡Ahora dice que voló jets! Déjala Marpis, ladra Karen. ¿Tú qué, huevona? No se peleen, niñas. Puedo demostrar que el capitán Finnegan voló aviones, dice, con orgullo, la abuela Finnegan. Un Etàndart de manufactura francesa. Una cafetera voladora. 215

¿No se supone que Finnegan era su apellido de soltera?, pregunto, francamente confundido. Esto es demasiado, suspira Marpis. Y peleó en las Falkland. Sé pelos y señales. Mamaíta, dice Madre, papaíto nunca navegó en buques camaroneros, ni voló aviones franceses y menos en las Falkland. Tonta insolente, los buques camaroneros son de la Marina mercante, corrige la abuela Finnegan. Tu padre sí peleó en las Falkland. Siempre hemos odiado a esos pesados ingleses, eso está bien claro. Delicioso, digo al mirar mi vacío tazón de sopa de meconio. Me fascinó. Simplemente me fascinó. Qué bueno, dice Marpis, chupando uno de sus dedos de adulta contemporánea. Porque esa sopa costó un ojo de la cara. ¡Y me sé de memoria el himno de la Escuela Naval! La abuela Finnegan se pone de pie. Canta, desentonada: Cadete soy De la Naval Mi orgullo es ser marino Cantando voy Un himno al mar Feliz con mi destino Qué estupidez, dice Marpis. ¡Déjala! Es romántico, dice Karen. 216

Mi escuela y mi bandera Las dos mi gloria son Daré mi vida entera Por defenderla del invasor Cállala ya, Madre, dice Marpis. Cállala de una vez por todas. ¡Déjala en paz!, dice Karen. Bah, dice Madre. Mientras la abuela Finnegan deposita las arrugadas nalgas de vuelta en el asiento, los platos de ensalada y sopa son retirados. Yo estuve ahí, ay, recuerdos. Hotel Mocambo. Baile de recepción a los cadetes de nuevo ingreso. Después, el Premio Luna, la Medalla Argentina. Ay, recuerdos. Decía que peleó en las Falkland, digo al encender un cancro de los del Camello, que me gustan por su sabor. ¿Cómo fue eso? Cuñado de mi vida y de mi corazón, dice Marpis, aterrorizada: No lo hagas. ¡Vamos! Puede ser interesante. Una puede estar preparada para todo, menos para ser nieta de una abuela lunática… ¿Cuál era el grado de su esposo?, insisto. Capitán. Capitán de corbeta. ¿Y cómo fue que peleó en las Falkland? Oh, tan guapo él. ¿Les platiqué de su amigo Víctor Hugo? Sí abuelita, ya nos has platicado. 217

Tenía una bemba gigante, la abuela Finnegan infló la boca grotescamente. Más grande que el Pirata Fuentes. Dos robots se presentan con patenas de plata. Encima de ellas, brócolis gigantes, uno por patena. Los brócolis son del tamaño de una bola de boliche, y nadan en una salsa rojiza. Una botella de vino blanco sigue a la caravana culinaria. Sin duda esa es la verdura más grande que he visto, exclamo, apagando, de paso, mi cancro. Brócoli del Bajío. Rarísimo. Muy caro, explica Marpis. No es kosher, pero espero que te agrade, dice Madre. ¡Madre! Los británicos le han puesto una felpa a los gauchos en las Falkland. Esos cerdos argentinos, uff, tan creídos, dice la abuela Finnegan. ¿No era irlandés su esposo?, pregunto al clavar mi tenedor en el descomunal brócoli. ¿Qué hacía en el Río de la Plata? Juar. Un irlandés rosarino, se ríe Marpis. Ay, abuelita. La salsa es de arándano, me instruye Madre. Está mezclada con un poco de sangre del danés. No es kosher, por supuesto, pero espero que aun así te agrade. Ningún caviar es tan caro como ésta salsa, agrega Marpis. Otra especialidad de los Finnegan. Los gauchos necesitaban apoyo de donde fuera, continúa la abuela Finnegan. ¿Y quiénes levantaron el dedo? Nuestros estúpidos diplomáticos, por supuesto. ¡Mandaron a mi Patrick a las Falkland! 218

Su verdadero nombre era Gustavo, susurra Karen. Demonios, meto la punta de mi colorina corbata en la salsa de arándano y sangre de danés. Soy un imbécil. Una perfecta corbata de Zegna echada a perder. Patrick era muy fuerte. Un semental. Digno representante de su tierra. No creo que tu pedazo de tela sea tan caro como la salsa en la que lo sumergiste, dice Marpis, tronando la boca. La cosa fue que se hizo un héroe, prosigue la abuela Finnegan. La enclenque Fuerza Aérea Argentina tenía solo tres misiles Exocet. ¿Puedes llamar a un robot?, le digo a Karen. Mierda. ¡Ahora quiero ver la cara del rabino cuando se entere que has echado a perder su regalo del Yom Kippur, ladra Madre. Madre, los judíos no se dan regalos como nosotros en Navidad. Uno de los Exocet nunca fue disparado. Gardel le compuso un tango. ¿No me diga?, vuelvo a la abuela Finnegan mientras limpio frenéticamente mi corbata con la servilleta. El otro sí fue disparado. Justo en el puente de mando de una fragata británica. No estalló en el instante. Murieron seis o siete, y eso por el impacto. Los ingleses tuvieron tiempo de bajar a la tripulación y luego, con más calmita, hacer desactivar al Exocet. O lo balearon desde una distancia prudente, no recuerdo, ay, los años. 219

Esos judíos son tan aburridos, dice Madre. Mira que no regalarse cosas. Sírvanme más vino. ¿Sí llamaste al robot?, pregunto. Esta mierda va a desintegrar mi corbata. ¡Esta mierda es muy sofisticada!, se defiende Marpis. Marpis, sírvele vino a Madre, exige Karen. Te dijo a ti. ¡Pero tú estás más cerca! No peleen, niñas, yo misma lo haré, Madre toma con pericia la botella y atina en la copa de cristal. Ahora que lo dices, los judíos sí se divierten. Les gusta coger putas. Y si son cristianas, mejor. Pero el tercer misil, juar, ése se lo treparon al avión de mi Patrick. Al Etàndart. ¿Y cómo le fue?, interrogo, buscando con la mirada a un robot. El objetivo era un portaaviones que estaba anclado muy cerca de una de las islas. Leí que los apóstoles del camino de Emaús iban a un burdel. Cuando se encontraron con Nuestro Señor se maldijeron porque su chanchullo se les había cebado. ¡Madre!, exclama, por enésima vez, Karen. Mi Patrick tomó su Etàndart equipado con un solo Exocet y voló por las cordilleras de las Falkland. Pegadito al suelo, debajo del radar, relata la abuela Finnegan. Un jodido robot. Un rejodido robot. ¿No hay uno disponible?, interrogo. 220

Y arriba y abajo ¡el risco! Todo lo esquivó. Era sumamente diestro, ay, él tan guapo. Este es un buen vino, niñas, dice Madre, y se dirige a Karen. Pregúntale al hijo de la muerta a ver si no quiere tantito. ¿Quieres vino, amor? No, gracias, no me gusta el vino blanco. ¿Por qué?, interroga Marpis. La cosecha fue sumamente exclusiva. Una en un millón, te lo juro. Todo vino blanco tiende a convertirse en cooler, respondo, ahora viendo a la abuela Finnegan. ¿Y qué pasó entonces? Tú sabes que los misiles tienen dos cargas de combustible: una, la que lo hace explosivo, y otra, la que le permite volar como un zancudo, sigue platicando la abuela Finnegan, hecha una experta. Bueh, mi Patrick decidió aguardar lo más posible para gastar lo menos el combustible con que volaba el Exocet. ¿Qué dijo ese mamón?, pregunta Madre. Que el vino está muy frío, dice Karen. No, bestia, corrige Marpis, dijo que es muy sofisticado. ¡No me digas bestia! Paren niñas, paren. El caso es que no quiso. A muy corta distancia del portaaviones inglés, aún sin ser detectado por ellos, ¡zaz! Lanzó el Exocet. ¿Qué tan cerca estaba? Casi no has probado tu brócoli, cuñado, dice Marpis. Es que el brócoli me saca gases, explico. 221

Tan cerca que el inglés que estaba hasta arriba pudo ver al avión que lo lanzó, se ufana, orgullosa, la abuela Finnegan. ¿Cómo se llama el fulano ése que trepan al mástil más alto? ¿Cuál, mamaíta? Como aquel primer retardado español que creyó ver las Indias. ¿Rodrigo de Triana?, pregunto. Eso. El triana del portaaviones lanzó la alarma y los ingleses se pusieron como los boludos que son a formar una cortina de fuego. ¿Cómo sigue tu corbata?, pregunta Marpis. Tiesa, respondo. ¿No han visto al robot? Demasiado tarde. El Exocet estalló a lo bestia y partió al portaaviones en dos. ¿Sabes lo que eso significó? Vidas humanas al escusado. Dios jalando de la cadena. Me lo puedo imaginar, digo, fingiendo asombro. Ya viene el plato fuerte, cuñado, advierte Marpis. Espero que tengas apetito. Y yo espero que este judío hijo de una muerta no me desprecie el tinto, advierte Madre. Como en Verdún, recita la abuela Finnegan. Miles de hombres a la cloaca. Pobres de los niños que fueron a Verdún, pobres de sus madres, pobres de sus padres. Esto no es una exageración: Ravel peleó ahí. Se enteró que en la trinchera de enfrente, un pianista que servía como soldado había perdido su mano derecha, o la izquierda, ya no recuerdo. Al final de la guerra se juntaron. Ravel le compuso su "Concierto para la mano izquierda". O derecha, ya no recuerdo, ay, los años. 222

Explíqueme eso de Ravel y la mano izquierda, pido mientras me desanudo la corbata. O derecha, no lo recuerda del todo bien, dice Karen. ¿En serio no quieres tu brócoli?, interroga Marpis. Nada más hay que decir, suspira la abuela Finnegan. Las cosas de la guerra son como la buena música. Una perfecta armonía de tripas y sangre. Y mi pobre cuello, a punto de desprenderse. Arf. Pensé que era su músculo esternocleidomastoideo lo que le fallaba, farfullo. ¡Da lo mismo! A mi edad todos los huesos son engranes mal lubricados. Un robot arriba con una botella de tinto, y ejecuta el descorche en pocos segundos. Aprovecho para entregarle al mecanoide la sucia corbata. Cuando todo esto sucede, siento la fría mirada de Madre sobre mí. ¿Le puedo ayudar en algo, adorada suegra? Madre le dice a Karen: ¿Qué dice este Golem desprovisto de prepucio hijo de Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y demás patriarcas, profetas y rabinos, todos muertos, como su propia madre? Creo que no te conviene despreciar el tinto, asevera Marpis. La cosecha fue espléndida. Cuando joven, follar. Cuando anciana, cagar. Así es la vida, dice la abuela Finnegan. Y es cosa que Sócrates sabía. Pruebo el vino. 223

Elevo la nariz y la ceja izquierdas. La mirada de Madre de nuevo está sobre mí. ¿Qué te ha parecido, Malaquías? ¡Madre! ¿Por qué insiste en ubicarme en alguna rama semítica, Madre? ¿Judíos?, grazna la abuela Finnegan, enloquecida. ¿Dónde? Preparen las calderas, los caldeos vienen. ¿En verdad piensas desposar a mi nieta? En ese caso, deberás luchar con Asmodeo. Todo hijo de Israel debe de. Niñas, creo que es importante que averigüen por qué ha tardado tanto el plato principal. La abuela Finnegan eructa. Marpis se levanta de la mesa y sus pasos se escuchan por toda la estancia. Karen aprovecha para tomarme de la mano. Pero escuchen, la abuela Finnegan agacha la cabeza e imita una caracola con su mano pegada al oído: sí existe el amor febril. Marpis regresa acompañada por varios robots que cargan tarugos con palpitantes trozos de carne y frascos con especias. Nuestra servidumbre pensó que deseábamos aguardar un poco antes de entrarle al plato fuerte. ¿Qué es?, pregunto. Riñones de danés a la pimienta, explica Marpis. Otra monstruosa especialidad que la casa Finnegan trae para todos ustedes. Muy cara y exclusiva, por supuesto. 224

Un platillo casi místico, se ufana Madre. De nuevo, no sé si sea kosher, pero eso es algo que me importa un pepino. ¡Madre! Ahora que lo dice, sonrío al aspirar el aroma de la carne en la tablita, la comida kosher es bastante sabrosa. ¡Nadie ha dicho lo contrario!, Madre eleva la voz. Si Nuestro Señor Jesucristo pudiera, se la viviría en esos grandes almacenes de judíos que abundan en el Valle. Son dueños de todo. Sucia diáspora. Tengo amigos judíos que son muy importantes, grazna Marpis. Lo cual me recuerda un cuento, tose la abuela Finnegan. Una historia de amor o algo por el estilo: dos chicos adolescentes que se aman. Él se llama Muki, ella Bixie. Me suena familiar, digo, intrigado. Un día, justo cuando arde Bagdad, Muki se despide de Bixie. Pasan dos días y él no le llama. Al tercero, le manda un fax, comunicándole que ya tiene otra novia y que está perdidamente enamorada de ésta. Bixie sufre y piensa en enterrar una daga en sus manos y en su cuello, pero desiste. Karen extrae de sus bolsillos un arrugado billete de veinte dólares y grita: ¡Miren lo que he encontrado! ¿No es maravilloso encontrar dinero en tu ropa? ¿Qué pasó entonces?, interrogo, francamente intrigado. 225

Sucede que Muki no tiene ninguna novia. Simplemente no tiene deseos de ver a Bixie, de conversar con ella, de acompañarla al cinematógrafo, de tomarla de la mano, de besarla. Por eso se ha inventado todo lo de la nueva chica. Como Alo, que a veces escucha voces, dice Karen, melancólica. Voces que no son de nadie y que se le pegan a los oídos. El autor de las voces se llama: Huade. Qué estupidez, dice Marpis. ¿Dónde está Alo, por cierto? Cambiándole los pañales a Mayumi o Midori, como se llame su hija, dice Madre al clavarle el cuchillo al riñón de danés. Un poco de pimienta brinca fuera del plato. ¿No quería hacerla sufrir?, le pregunto a la abuela Finnegan, aún interesado en su relato. Quizá. Lo importante es que iniciaron una curiosa correspondencia. Muki le contaba de su inexistente novia, y Bixie, de sus fallidos intentos por olvidarlo. De vez en cuando fantaseaban del momento en que pudieran volver a juntarse. ¿O sea que esta es una historia de amor, abuelita? Un día Muki decidió terminar con su compañera ficticia, prosigue la abuela Finnegan. E inició otra relación, también ficticia, claro. Bixie, desesperada, decidió continuar con su vida. Se casó y tuvo dos niños. Luego enviudó. Pero la correspondencia continuó. Bixie leyó las cartas de Muki durante los siguientes treinta y cinco años. 226

Qué historia, exclamo, boquiabierto. Muki tenía sesenta y dos años cuando sintió el impulso de volver a ver a Bixie, viuda y sola, pues sus dos hijos habían crecido y se habían ido lejos. Donde antes vivían Las Gracias ahora estaba La Celulitis, y donde se conchababa una bondadosa y tonificada piel, ahora se arremolinaban las arrugas. Un día, Muki simplemente entró en casa a Bixie y dijo “he vuelto”. (…) ¿Fin de la historia? Fin de la historia. Bueno, hay de todo en la viña del Señor. Esa no fue una historia de amor, dice Karen, un tanto desilusionada. Prefiero algo más al estilo de An Officer And A Gentleman. ¿Has terminado ya con tu riñón, Isaías?, pregunta Madre. Claro: un guapérrimo aspirante a oficial de la Armada, Richard Gere, se enamora de una hermosa obrera poco calificada de una fábrica de papel, Debra Winger. He visto esa cinta en algún lado, dice Marpis. La escena en la que Richie rescata a Debra de la fábrica es estupenda, dice Karen. Probablemente se trata de la escena más cursi en la historia del cine, digo. Dos enormes trozos llenan mi boca al tiempo que una cebosa copa de vino se tambalea frente a mi rostro. Creo que has metido demasiada carne en tu boca, comenta Marpis. Bkjshjlstgrwrs, respondo. 227

A mí no me parece cursi, dice Karen y deja a un lado los cubiertos. Él le da a ella su gorra, y eso es bastante. Para un marino eso es importante, dice la abuela Finnegan, melancólica. Cuando mi Patrick me dio la suya supe que nos casaríamos. Otra vez con esa zurrada, Marpis mira retadoramente a Madre. Madre, ¿puedes detenerla? ¿O sea que en ese momento usted supo que iban a estar juntos para toda la vida?, interrogo. Na, eso es basura de Hollywood, ladra la abuela Finnegan. Sí existe lo que el ebrio llama “un momento de claridad”, pero no hay tal cosa como “un momento de iluminación”. Los hombres no se definen por un momento en su vida, menos los amores. Nunca hay un instante en el que se puede decir “supe que lo amaría por el resto de mi vida”. Eso es boñiga joligudense. Cuando tienes setenta y siete años y ves al pedazo de pellejo que está a tu lado, sólo aciertas a decir “es un misterio por qué sigo aquí”. Algunos conocen el amor aniquilante y pasional. Otros pasan la vida en relaciones sedentarias y con eso pueden decir “he amado”. Pero, ¿no dijo que cuando le dio la gorra supo que se iban a casar? Eso dije. ¿Y aquello no contradice brutalmente su argumento? No es una metáfora, idiota, regaña la abuela Finnegan. Me la dio y me pidió que me casara con él. Pero por lo que veo tú todavía piensas que el amor es mágico. Nada hay más falso. 228

Kate Winslet y Jack Black en The Holidays, dice Karen. Eso sí es lindo. Romántico, no cursi. Un robot quita el tarugo de mi vista. Declaro, satisfecho: Una gran comida, sin duda. ¿No quieres postre?, pregunta Karen. A mí ni me ofrezcan, dice la abuela Finnegan. El dulce es malísimo para mi cúbito y mi radio. No, gracias, digo. ¿Quieres que te prepare un americano? Compré un costalito en Starbucks, Karen pregunta al darme un pequeño beso en la mejilla. Claro. ¿Y tienen algún digestivo? Hay licor de mandarina, dice Marpis. Absurdamente caro y preparado aquí mismo, en la cocina. ¡Claro!, exclamo, me pareció ver a las pobres mandarinas correr por su vida. Ping! Ese es el móvil que hasta ese momento ignoraba se encontraba en mis pantalones. Lo tomo y lo veo. Es un mensaje de Karen. Leo: Tus palabras duelen de bonitas, pero creo que podré soportarlas. Karen me mira con curiosidad. ¿Quién es? Tú, respondo y le muestro el teléfono. Los ojos de Karen se llenan de lágrimas. 229

¡Mi amor!, exclama al momento de abrazarme. ¿Todavía guardas ese mensaje? ¡Tiene años! *** Tercer acto. Un robot llega con mi taza de café en las manos. Gracias, digo. Le han puesto coñac, como querías, advierte Marpis. ¿Eso quería? De nuevo, un rataplán resuena en la estancia. Eso que suenan son zapatos de un veco. ¡Clavius!, grita Karen. Clavius, dice, bufando, Marpis. Un gabardón guarda la figura de Clavius, canoso, con antiparras y barba de candado. Sostiene un portafolios de laptop en la mano izquierda. Buenas tardes, saluda. Hola Hank. Hola. ¿Y Alo? Cambiándole los pañales a Mayumi o Midori, dice Madre, y se echa a dormir. Ha de estar en Seattle o algo, dice Marpis, con hastío. Allá se la pasa. No, Alito regreso hace unos días, dice Karen, melancólica. Cuando Clavius intenta sentarse, la abuela Finnegan comienza a gritar histéricamente: ¡No hay sitio! ¡No hay sitio! 230

¡Hay sitio de sobra!, dice un indignado Clavius, y jala una silla. Madre ronca copiosamente. ¿Quieres un poco de vino?, pregunta Karen. Clavius mira la botella de tinto. Está vacía. Pero ya se acabó. Ajá, dice Karen. Entonces no es muy cortés que me hayas ofrecido, responde, enfadado, Clavius. Tampoco es muy cortés que te hayas sentado sin que te hayamos invitado, replica la abuela Finnegan. Pero habíamos quedado en que iba a venir a verte, abuelita. Necesitas que un cirujano te arregle esa nariz, comenta Marpis. Es algo horrendo. No deberías hacer alusiones personales, dice Clavius, tomándose la nariz. No es muy correcto. ¿Qué es lo correcto?, pregunto. Sí, ¿qué es lo correcto?, dobletea la abuela Finnegan. Vamos, ¿qué es lo muy correcto?, tercia Marpis. Karen abre sus enormes ojos y dice: ¿En qué se parece un gallinazo a un flautín? Clavius soba su barbilla: Creo que puedo dar con la respuesta. A ver, presiona Marpis. Espera, estoy pensando. Entonces di lo que piensas. Eso es lo que hago, espeta Clavius. Yo pienso lo que digo. Es la misma cosa. 231

No es la misma cosa, dice la abuela Finnegan. Según tú, sería lo mismo decir “veo lo que como” que “como lo que veo”. Y también, dice Karen, te parecería lo mismo decir “me gusta lo que recibo” que “recibo lo que me gusta”. Y también, interviene Madre, emergiendo de su modorra, para ti sería lo mismo decir “respiro cuando duermo” que “duermo cuando respiro”. Para ti sí es lo mismo Madre, digo, sonriente, tomando de mi café con coñac. La conversación decae durante algunos minutos. Marpis saca un pesado reloj de su bolsillo. Es el Rolex Daytona de Cuki. Rompe el silencio: ¿En qué día del mes estamos? Hoy es ocho, indica Clavius. ¡Error de dos días!, suspira. Luego, se dirige a Karen: Eres tan estúpida, te he dicho que la mantequilla no es lo mejor para los engranes. Karen responde con la cabeza baja: Pero es la mejor mantequilla que tenemos. Sí, pero han de haber caído algunas migajas dentro. Has hecho mal en utilizar el cuchillo de pan. Y Marpis toma el reloj y lo sumerge en café. Al ver que no camina, dice: Nada. Karen se voltea hacia Clavius: ¿Has adivinado ya el acertijo? No, me doy. ¿Cuál es la solución? No tengo la menor idea. Ni yo, digo. 232

Ni yo, dice Marpis. Ni yo, suspira la abuela Finnegan. ¿Cómo has estado, abuelita?, interroga Clavius, cambiando evidentemente de tema. ¿Has estado tomando tus pastillas? Como siempre. ¿Cuántas? La dosis que me recetó el doctor Biondi. Clavius la observa con recelo. Añade: Por ahí me dijeron que se te había estado pasando la manita. ¡Cuéntanos un cuento, Madre!, exclama Karen. Madre despierta de su letargo. Pensé que era importante que habláramos de la medicina de abuelita, chilla Clavius, dirigiéndose a las hermanas Pirulazao. ¡Pronto!, le dice Marpis a Madre, ignorando el comentario de Clavius. O te volverás a quedar dormida. Bien, comienza rápidamente Madre. Eran estas dos hermanas, Midyet y Pixie. Vivían en el fondo de un pozo. Midyet y Pixie, repito, como embriagado. ¿Y qué comían?, pregunta Karen, sumamente interesada. Ten más vino, le dice la abuela Finnegan a Clavius. ¡Pero si no he tomado nada!, responde un ofendido Clavius. Por lo tanto, no puedo tomar más. Quieres decir que no puedes tomar menos. Es más fácil tomar más que nada. ¿Qué comían?, vuelve a preguntar Karen. Cajeta, contesta Madre. 233

No podían vivir únicamente de cajeta, dice Clavius. Se hubieran enfermado. Pero es que ya estaban enfermas, prosigue Madre. Muy, muy enfermas. ¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?, interrogo. Era un pozo de cajeta, responde Madre. ¡Pero eso no existe!, dice Clavius. Si no sabes lo que es la cortesía, termina tú con el cuento, increpa la abuela Finnegan. ¡Preferiría que me dijeras por qué has tomado tantas pastillas! ¡Después del cuento! En verdad que hay un pozo de cajeta, continúa Madre. ¿Saben? Midyet y Pixie estaban aprendiendo a dibujar. ¿Con qué dibujaban?, pregunta Karen. Con cajeta. Pero no entiendo, interrumpe Clavius, ¿de dónde sacaban la cajeta? Se puede sacar agua de un pozo, dice Marpis. Por lo tanto, se puede sacar cajeta de un pozo de cajeta, ¿no, idiota? ¡Pero ellas estaban adentro del pozo!, dice Clavius, cruzándose de brazos. ¿Pues dónde más podrían estar?, regaña Madre. ¿Qué dibujaban? ¿Qué dibujaban?, brincotea, infantil, Marpis. Dibujaban cosas que empiezan con la letra “C”, dice Madre. 234

Diez minutos después, una llamada telefónica: es Alo, avisándonos que encontraron muerto a Cuki en el dormitorio del campus. Llevaba, quizá, dos días ahí, pudriéndose. *** Abrí los ojos. Al parecer, había estado dormido con la cara encima de las teclas de un piano. La luz del día entraba por una ventana. Encima del piano, un vaso con una bebida transparente a la mitad, presumiblemente mía. Y una foto vieja, a colores, pero pálida o con el tinte arruinado. La Steyr-Mannlicher de Cuki, la misma que usábamos para espantar prostitutas en Saltillo, estaba recargada junto al vaso. Parecía escucharse, tenuemente de fondo, “C'est Merveilleux” por la Piaf. Aquel era el estudio de la casa de San Diego de los Padres, con sus muebles de cedro y sus pedorras lámparas de banquero con copetes verdes y bases doradas. Me puse de pie. Me pareció recordar algo. La botella de Tsingtao. Me puse en cuatro y busqué debajo del piano. Ahí estaba, vacía. El hambre me estaba matando. Así es que salí del estudio y caminé hacia la cocina. Deposité la botella de Tsingtao en la basura.

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[Índice]

Nueve Abrí la puerta del fridge. Jugo de naranja. Cogí la botella y me la empiné, recargado sobre la superficie de melamina ponderosa del desayunador, de un solo trago. Alcancé un bloc de notas pegado en el fridge. Arranqué un papel. Escribí: “En aquellos tiempos (y vaya que eran buenos), las opciones se limitaban a dos y sólo dos: ser un ‘báber’ o ser un ‘paiki’. La decisión dependía, en gran medida, de lo que el mundo esperara de uno, y también de lo que uno esperara del mundo. Pasa lo mismo con el amor. Uno se imagina una cosa pero normalmente termina encontrándose con otra. En aquellos tiempos (y vaya que eran buenos), los árabes derrumbaban las torres de los gringos y podías traer toda tu música en una cajita blanca que cabía en tu bolsillo, pero el amor seguía siendo el mismo, la misma mentira que alguien inventó para que la gente no se arrojara por la ventana. La misma mierda de siempre. Dicen que lo malo

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del amor es que se trata de un crimen del que no se puede prescindir de un cómplice. Y así es”. Satisfecho, doblé el papel y lo guardé. La casa de San Diego de los Padres estaba anormalmente silenciosa. Madre debe estar dormida, pensé. Atravesé el hall hasta las escaleras caracoladas. Subí y me metí, rápidamente, a la recámara de Cuki. La cama estaba tendida. Así es que miermano Cuki no llegó a dormir, pensé. Me saludaron los pósters de Muse y Jeff Buckley y Smashing Pumpkins y El imperio contraataca y el fido atachado a la consola de Sony y el Macintosh. Abrí la cajonera, donde sabía que Cuki guardaba dinero, y hurgué entre los calcetines. Bingo. En una caja de zapatos estaban los fajos de billetes. Tomé un par de rollitos. En las escaleras caracoladas, me crucé con Madre. Vestía pants y gabardina. Hola, Hank. Hola, Madre, saludé, un poco apenado, colocando mi antebrazo detrás de la nuca. ¿Confundido? Y… un poco. ¿Pasé aquí la noche? Sí. Pero Cuki no. No. Creo que lo del programa estuvo un poco fuerte. Supongo. Ya había visto a Madre. Vaya, ya estaba hablando con Madre. Pero la casa de San Diego de los Padres 238

seguía anormalmente silenciosa. Y el rostro de Madre era de piedra. ¿Pasa algo?, pregunté, intrigado. Marpis tuvo un accidente. Chocó contra un árbol. ¿Feo? Feo. La están operando. ¿De qué? Del brazo. Le quedó muy mal, Madre dejó escapar un sollozo. Tardaron cuarenta y cinco minutos en sacarla. Estaba prensada. Mierda. ¿Pero de lo demás está bien? Sí. Podía caminar cuando la sacaron. Ah, qué bueno. (…) Se llevó un pedazo de camellón. Ed Rooney ya está viendo todo. Ah, okey. (…) ¿Ya te vas? Y… sí, Madre. Tengo cosas que hacer. Claro. Yo voy al hospital, bajó un par de escalones pero volvió a mí. ¿Te puedo pedir un favor? Sí sí, lo que sea. Si hablas o ves a Cuki, ¿le dices lo que pasó? Es que no he podido localizarlo. No me digas. Las llamadas entran directo al buzón. Ajá. ¿Karen ya sabe? Sí, ya sabe. Vino del campus derecho a la casa. Anda por aquí. 239

Ah, okey. Bueno, chau, y Madre me dio un beso en la mejilla. Y una sonrisa. La vi bajar las escaleras caracoladas. Plas. Cerró la puerta detrás de sí. De nuevo solo. Suspiré. Afuera, una musiquita insolente. Tintín, tintín. La música del camión de los helados. Tíntirrin tin, tíntirrin tin. Me asomé por la ventana. El trasnochado camioncito de helados Cherry Popper estaba estacionado casi enfrente de la casa de San Diego de los Padres. Sí: el trasnochado camioncito de helados Cherry Popper, rodeado por chelovecos haciendo jogging y los estarrios que se levantaron temprano para comprar el periódico y los lepes pecosos en sus bicicletas y las ptitsas llevando la ropa a la tintorería de Wong. Todos como hipnotizados por la musiquita insolente, por ese tintín tintín, tintirrín tin. Estoy en un suburbio, pensé. Y me sentí como en casa, claro. Desde la ventana vi, entonces, una nariz respingona. Una nariz respingona con un mechón rosado, una carabonita. Era Karen, caminando hacia el trasnochado camioncito de helados Cherry Popper. Karen, caralavada, ni sonriente ni triste, con su estado anímico en Meh, atrás de Drive y ligeramente adelante de Reverse, 240

caminando por el amplio jardín estilo californiano. Bajé corriendo. Karen estaba formada en la fila. Me paré detrás. Pero ella no me vio. ¿Qué va a ser? Chocolate amargo. En cono. Hey, saludé, al fin. ¡Hola! Sonrisa de carabonita caralavada. Mi corazón de pollo latiendo a mil por hora. Beating like a hammer. ¿Supiste lo de Marpis? Sí. Mala pata. ¿Estás haciendo guardia? Sí. Por si alguien llama a la casa o algo. Claaaaaaaro. Aquí tiene, el clerc de Cherry Popper, bata y gorro blancos, entregó el helado. Es uno cincuenta. Gracias, Karen pagó con un billete de cinco. Lamió su helado. Te mandé un mensaje. ¡Sí!, Karen se sonrojó y me lanzó un combo de sonrisa de ángel + ojos al cielo + cejas arqueadas. Y te lo contesté. ¿Deveras?, exclamé, histérico, y me puse a buscar el móvil en mis bolsillos. Seguro estaba dormido o algo cuando lo enviaste, o lo tenía en silencioso, no sé… Te veo más tarde, dijo Karen. Tomó su cambio y se metió de vuelta en la casa. Y ahí estaba la respuesta de Karen, rebosante, en mi móvil: 241

Tus palabras duelen de bonitas, pero creo que podré soportarlas. Decidí que era hora de regresar a Flynn’s. Dejé atrás el trasnochado camioncito de helados Cherry Popper y me busqué un ricsho. *** Una de la tarde, parado frente a Flynn’s, esquina de Rex y Watseka. El sol, quemante. La avenida, larga y con el cemento caliente, parecía abandonada. Y el letrero de neón rezaba FLYNN’S: CASA DE SPACE PARANOIDS

Ahí, en la entrada, estaba Cuki. Vestía la misma ropa del día anterior: los pants azul marino con raya blanquiplateada en la pierna, la playera con manga de tres cuartos, la sudadera abierta, la gorra de los Dodgers y los Vans cuadriculados, los mismos que modeló Sean Penn en Fast Times at Ridgemont High y que lo hacían ver como un paiki y no sólo eso, sino como el Iggy Pop de todos los paikis. De frente. Cuki y yo. Como dos pistoleros de película de Sergio Leone. Impasibles. Mudos. Cuki. Tich. (…) Parece como si la novia te hubiera botado, le dije. 242

No. De hecho me corrió. No me digas. ¿Por qué? Por hacerle la pregunta equivocada. ¿Cuál fue? “¿En qué estás pensando?” Llámenlo cortesía profesional, pero reí. Mucho. Reí mucho. Cuki aprovechó para repetir nuestro gag: ¿Cómo me veo? De la verga. Tu mamá. Entramos a Flynn’s. El lugar estaba semivacío. Nos sentamos en la barra. La cubeta de cervezas, abandonada. Sólo estaba este sujeto idéntico a Jeff Bridges limpiando vasos. Y bueh, llámenlo cortesía profesional, pero me levanté para tomar las cervezas por mis propios medios. El Jeff Bridges, proxémicamente, me hizo la señal universal de “lo anoto en tu cuenta”, y yo le hice la señal universal de “anótalo en la cuenta de Cuki”. Sentados, en la barra. Impasibles. Mudos. Como dos pistoleros de película de Sergio Leone. Cuki comenzó: Antes que nada, déjame decirte que no soy un “paralítico emocional”. No dije nada. Sólo concedí asintiendo y con una mirada arrepentida. Cuki siguió, soltando un suspiro: Durante una época de mi vida luché por dinero. El dinero suficiente para poder tener y mantener a una ptitsa como Midyet. 243

Y lo lograste. Oh sí. Tuve el dinero y tuve a la ptitsa. Y ahora no tienes nada. Bueh, no la tengo a ella. Pero sí el dinero. Igual no lo ejerces. Ajá, Cuki empinó la botella de Miller High Life. Pero lo burgués no se quita. Aunque seas un paiki. ¿Y es igual con las ptitsas? Cuki no respondió a lo último. En su lugar, recitó: ¿No fue Holly Golightly quien dijo “el blues da porque te estás poniendo gorda y quizá porque llueve demasiado. Estás triste, y eso es todo”? (…) “Pero el mean reds es horrible”, Cuki completó la frase. “Súbitamente tienes miedo y no sabes de qué. ¿Alguna vez te ha dado esa sensación?” Cuki rió. Una risa hueca, sin vida. Midyet y yo jugábamos a traducir diálogos de Breakfast At Tiffany’s, dijo. Ella era Holly Golightly y yo Paul Varjak. Cuando ella acababa esa frase, la de los “mean reds”, yo le decía “seguro, yo también me he sentido así”, y ella remataba con un “bueno, cuando me dan lo único que me ayuda es subirme a un ricsho y correr a Tiffany’s”. Lo último lo recitó imitando la voz gruesa de Midyet. Sonreí sin decir nada. Lo cagado es que me corrió de la casa usando una frase de Breakfast At Tiffany’s. Pero esa no te la voy a decir, ladró Cuki y tomó un cancro y fumó. Mi casa. Mi propia casa. El departamento que puse con mi tra244

bajo. Con mis propias manos. Ella se quedó con todo. Bueno, luego se fue a vivir a otro lado. O eso cuentan. Seguí escuchando a Cuki. Sin decir nada. Antes de entrar a La Compañía y antes de la universidad, en la prepa, todo era muy simple. ¿Te acuerdas? Con cinco dólares comprábamos mota y caguamas. Nos metíamos todo en el parque de Sigüenza y Góngora. ¿Te acuerdas, tich? Me acuerdo, dije. El parque era muy verde entonces. Ahora está amarillento. Han cerrado los callejones porque están asaltando a la gente. Y se va a poner peor. México cada vez se pondrá peor. Es la espiral descendente. Es el kipple, ¿sabes? El kipple es la única fuerza que opera en el universo. Dios no existe, y si existe, se ha ido ya. Pero nos dejó el kipple. Kipple. Salud por eso. Salud. Clinc y bebimos. Mierda, uno nunca puede cansarse de tanta belleza, siguió Cuki. Por eso me dolió perdernos. Yo la amaba, pero sobre todo nos amaba. Yo nos amaba. Amaba la idea de Cuki y Midyet juntos. La idea de Cuki y Pixie juntos. Pero yo no dejé de ser yo, y ella no dejó de ser ella. Cuando me engañó… Cuki…, quise decir algo, pero me paró con la mano. Como cuando Neo detiene balas. Igualito. Sí, yo nos amaba, continuó Cuki, como recién oxigenado. Cada mañana que la vi fue como verla por primera vez. Midyet opacaba a Minnie Mouse. Midyet 245

nalgasperfectas, Midyet rostrodeángel, Midyet meveobiendepants. Cuki se detuvo, como meditando algo importante. Repuso: Quizá cuando Midyet era Pixie todo era más simple. Creo. El Jeff Bridges había desaparecido. Sólo éramos Cuki y yo en la barra de Flynn’s. La vida sin Pixie es complicada, Cuki se talló los ojos, pero no lloró. Nos abrazamos. Cuki y yo éramos drugos de nuevo. Y en ese momento, como mágicamente, Flynn’s pareció recobrar la vida. Los familiares ruiditos de las máquinas tragamonedas reaparecieron, el sonido de vasos chocando en la barra, de vecos riendo y gritando, de la música de fondo, ensordecedora. ¿Te puedo hacer una pregunta?, le dije a Cuki. Claro, tich. Lo que quieras. ¿El apellido de soltera de Madre es Finnegan? Sí, pero sólo usa el Pirulazao. ¿No lo sabías? Nop, me sonreí. Para nada. Y Cuki había compartido mi sonrisa, pero la suya se disolvió casi de inmediato. Y no porque hubiera visto algo bello y delicado, sino todo lo contrario. Frente a él estaba esta criatura increíblemente gorda y rellena, más bien chaparra, de pelos lacios castaños. Con sus redondos ojos cafés perdidos en la cachetona cara de bagel. Con su nariz respingada. Con su cuello de ganso perdido en la asquerosa generosidad de sus carnes. La pegadita playera con la leyenda 246

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era levantada morbosamente por descomunales chichis y lonjas. Hola, saludó Cuki, extrañado. ¡Hola!, la gorda le sonrió de vuelta. ¿Cómo estás? Cuki dudó un segundo. Bien. Gracias. ¿Y tú? Bieeeeeen, la gorda inmunda tomó una cerveza y la limpió con un trapo. ¿Miller High Life, verdad? Sí, respondió, sardónico, Cuki. ¿Y para ti? Yo estoy bien, respondí, boquiabierto. Gracias. Pok. Corcholata afuera. Okey, son tres dólares. Cuki pagó con uno de diez. Mientras la gorda buscaba el cambio en una cangurera que sólo incrementaba de tamaño su panza, comentó, muy santurrona: Bueno, hoy también salgo a las seis, por si te interesa… Miermano pareció reaccionar: ¿Hablé contigo ayer, verdad? Sí. Le vendí cervezas a ti y a tus amigos. Claro… Y quedaste de pasar a las seis, dijo la gorda al arreglarse un bucle chocolatoso que le estorbaba en la frente. Bueno, no quedamos, pero yo salgo… A las seis. Entendido. ¡Exacto!, le entregó su cambio. Cuatro y cinco y cinco son diez. ¿Listo? Gracias. 247

¡Gracias a ti! Cuki y la gorda se miraron. Te llamas Mildred. Ya me acordé. Qué memoria, señor, dijo Mildred con un acento coqueto. ¿Estás segura de que eres la misma persona?, interrogó Cuki, y Mildred se cruzó de brazos, fingiendo indignación. ¡Claro! ¿A quién pensabas encontrarte? Cuki no dijo nada más. Sólo agradeció con botella en mano y dio un trago. Y nos levantamos de la barra y caminamos al rincón retro, al tintineo de las máquinas tragamonedas, a esa música que nunca se acaba, que nunca languidece.

Las Arboledas, noviembre de 2003/abril de 2004. Redux: febrero-marzo de 2008/febrero-marzo de 2009 248

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[Bonus track: lo que le sucedió a Alo Pirulazao mientras Cuki iba a El show de Robin Simon] Versión original de 2005 Joy Division, Transmission

Alo Pirulazao abre los ojos con pesadez. El techo le da vueltas. La cruda le arranca la vida. Lo invade la sensación de que alguien lo observa con atención. Un chirrido, y luego: —¡Arriba, Alonso, que hay que ir a la escuela! Gira la cabeza. Ahí está: la voz de Madre, emergiendo de la bocina, fuerte y clara. Alo quiere regañarla por xoder desde tan temprano, pero no puede hacer nada. Desde la casa de San Diego de los Padres, Madre grita fuerte y claro al micrófono manoslibres: 251

—¡Arriba, Alonso, que hay que ir a la escuela! Madre es la única persona en el mundo que llama “Alonso” a Alo. —¡Arriba, arriba, arriba! Alo se quita el pedazo de cobija que le cubre la cara, y mira la bocina. —Ma… estoy en la escuela —farfulla con voz modorra—. Y hoy es… sábado. Madre, en el desayunador de la cocina, moja un cuernito en una taza de café. —¡Negativo! ¡Hoy es viernes! ¿Qué harías sin mí? Ahora llegarás temprano a tu clase —y su voz se disuelve. Alo envuelve la cabeza de regreso a las cobijas. Odia el campus. Preferiría estar en alguna playa, Zipolite, Zicatela… —¡Arriba! —la bocina se enciende repentinamente y Alo brinca en la cama con el corazón palpitándole. Corte a: Madre sonriendo en la cocina de la casa de San Diego de los Padres. Observa con morbo el altavoz; es idéntico al que tiene Alo, pero está junto al hornito. —Caraxo. ¿Por qué eres así? —chilla Alo desde el otro lado de la bocina. —Te recuerdo que hoy es lo de los Randyson. —Sí, ma. —Ahí vamos a ver la entrevista de tu hermano. ¡Hoy es el gran día! —Sí, ma. Corte a: la almohada en la que nuestro resacoso amigo había estado reposando su cabeza, volando cual 252

proyectil amorfo hasta posarse justo encima de la pequeña bocina. Clic. Fin de la transmisión. —Gkjhtkld. Bueh, es demasiado tarde. Uno de los dos rúmeits de Alo mienta madres desde su cama. —Quítale ya esa chingadera a tu mamá —dice rúmeit no. 1. Alo pone los pies en el suelo. Bosteza al tiempo que pronuncia un maltrecho “buenos días”. La boca le sabe a guano; como si toda la noche hubiera masticado una moneda. Ocho de la mañana. Ánimo flagelante. Preferible siempre será soñar con mujeres hermosas/ Algo le cae en la cara. Ropa. Huele como la mierda que dejan los burros que por las noches se meten clandestinamente al country. Despeja su visión. Rúmeit no. 2, perfectamente vestido y acicalado, se encuentra bajo el marco de la puerta del baño, mirándolo con los brazos cruzados. —¿Qué pasa? —pregunta Alo, realmente confundido— ¿Por qué la agresión? Rúmeit no. 2 revira: —Sabes que me caga que tomes mi ropa sin pedirme permiso y que, aparte, me hagas estas mamadas. Alo revisa la prenda, un saco amarillo huevo de Versace. Primero no entiende bien en qué consiste el problema, pero luego hace un “ahhh” abriendo la boca de par en par. Además del olor fétido, el saco está 253

tieso de la parte superior de la manga y la solapa derechas, y con varios trocitos de algo pegados. —Perdón —se disculpa rascándose la sien—, es que la botana estaba medio mala. Rúmeit no. 2 golpea con su talón el piso. —¿Por qué llegas y lo cuelgas en el clóset? —No sé… ¿porque ese es su lugar? Rúmeit no. 1 grazna: —¿Pueden callarse el hocico? El asunto termina con Alo aceptando llevar el saco vomitado a la tintorería de Wong, ahí mismo en el campus. —Ya, ya. Mete el masacote en una bolsa de cartón de Aurrerá. Alo es el hermano menor de Cuki. Eso ustedes ya lo saben. O por lo menos lo intuyen. Estudia en la universidad y vive, de lunes a viernes, en un dormitorio del campus. Tiempo de encerrarse en el baño. Al pasar, rúmeit no. 2 lo empuja con el hombro. Respirando profundamente, Alo se sienta en el escusado. Toma una Mad. Abre la página en la que comienza el especial “Grandes éxitos de Sergio Aragonés”. Del otro lado, rúmeit no. 2 grita: —¡No vayas a ensuciar la taza, cabrón! Alo vuelve a respirar profundamente. Opta por dejar el escusado para mejor ocasión. Se levanta y toma el jabón y el champú y la esponja y se da una larga ducha.

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No es un buen día para salir, se repite una y otra vez mientras la espuma baja por su abdomen perfectamente plano y virginal. *** En ayunas, sentado en una banca, Alo prende un cancro. No ha comido nada todavía, pero en algún lado leyó o creyó leer que fumar un cancro en ayunas es buenísimo para oxigenar el cerebro. En sus pies está la bolsa de Aurrerá con el saco vomitado. Fuma. Decide no entrar a la segunda clase, ni a la tercera. Por ahí de las diez y media de la mañana, el sol se asoma, custodiado por un tímido cúmulo de nubes. Alo, todavía en la banca, se pone los anteojos oscuros y trata de dormir. Cerrar los ojos. El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza de Alo se para frente a él. —¿Qué haces, huevón? Abrir los ojos. —¿Se te perdió algo? —pregunta Alo. El Paiki le recuerda que es viernes. Ya es tiempo de ir al lugar donde todos los estudiantes beben cerveza hasta embrutecerse y perder el control. Un lugar junto a la autopista. El highway 12. Veinticuatro carriles de alta velocidad. Y una lateral por la que los estudiantes entran al antro de cervezas. —Vamos —ordena Alo sin pensarlo mucho. 255

Alo y El Paiki se suben al Maverick y toman el highway 12 y manejan por la lateral y llegan al antro de cervezas y se estacionan en el estacionamiento de tierra. Listo. Alo toma asiento sin soltar la bolsa de Aurrerá. La silla de madera está arrugada como tetas de vetarra de la tercera edad y catacuás. El coxis le duele. Pide una cerveza. La sostiene, helada, en la mano derecha. Lo importante es ponerse pendejo. El Paiki está junto a él. Suspira. Ahhh. En un rincón hay una pecera sin pescados, pero con sobras de carnes peludas de puerco. Al lado, un tarugo con un machete enterrado. Por doquier crecen las mesas de lámina. Colgando del techo, una parchada conexión con cinta de aislar y, al final del cable, una grabadora. El piso es de cemento terroso, sucio; el techo, de lámina. Parece que va a caerse. Insuficiente. Se hacen corrientes de aire. Alo siente frío. Las articulaciones le duelen. Los estudiantes comienzan a llegar. Son de agua. Agua ondulada. Las rejas de malla, abiertas de par en par, reciben a una mujer acuosa que se detiene frente a Alo, y éste mete la mano en su cabeza. Agita con fuerza y se la deshace. Queda solo, tal como quería, pero con el brazo empapado. Saluda a la señora que prepara las quesadillas. “Deme dos”, pide con gestos. Junto a la señora reposa una hielera obesa de cervezas… una obesa hielera de 256

cervezas. Pondera la situación general. Los estudiantes se instalan en las mesas… comen quecas… compran cerveza… algunos se arremolinan afuera del antrillo, invadiendo el highway 12. Hablan de cosas. Unos brindan. Otros escupen. La autopista le sonríe. Se toma de la barbilla y acomoda la solapa de su chamarra de mezclilla y el enorme copete engelado que cubre sus ideas de los rayos del sol. Karen Pirulazao entra por las rejas de malla y se dirige a Alo, quien, hecho un caballerito, inclina la cabeza. —Galanazo, ¿cómo estás? —Más o menos. —¿No te parece éste un día hermoso? —Ajá. Karen, mechón rosado, playerita pegada. Cháicol en la boca. —Hay veces que me encantaría llegar a saludarte y que me dijeras: estoy muy bien. —Eso equivaldría a decirte “soy muy puto”, ¿no crees? Masticar ese cháicol. Uno. Dos. —¿O sea que te sigue gustando que te metan un pepino por la cola? —Yo decía puto en el sentido de que me gustan las putas. —Putero, querrás decir. —Eso. —¿Sabes? La próxima vez que te salude no te voy a decir nada. 257

—Sorry. —¿Zorri? —Luego luego a sacar a las garlopas. —¿No que te gustan mucho las putas? —Pues la verdad, no sé; tú me gustas, eso que ni qué. —Y no soy puta. (…) —¿Por qué has callado, Alito? —Porque otorgo. —O sea que no soy puta. (…) —¿Otra vez, recabrón? —Te estoy xodiendo. —Vete a xoder a alguien más. —Ya me toca, Sunrise. Ya me toca. —¿A qué viene eso? —Sabes muy bien de qué hablo. —¡Alito, corazón de melocotón! —Karen le pellizca los cachetes—, ¡no te me pongas así! —¡Me mandaste a chingar a mi madre! —¡Aliviánate! —¡Cada vez que quieres me mandas a chingar a mi madre! —¡Shh! —¿Por qué me callas? —No lo eches a perder. —¿Qué? ¿El momento? —Alito, corazón: nunca se te va a quitar lo estereotipado —se saca el cháicol de la boca y lo pone en una 258

envoltura de origen desconocido que toma de uno de sus bolsillos. —En los estereotipos siempre hay uno bueno y uno malo. ¿Cuál soy yo? —¡Piensa! —¿El malo? —No. —El bueno, pues —Alo se cruza de brazos. —¡Tampoco! —¿Entonces? —¡Eres el pendejo! Alo ríe. La parca risa sin vida. —Una película con el bueno, el malo y el pendejo — ríe, desencantado. —¡Exacto! —¿Y ahora estamos haciendo la segunda parte de la película? —Preferible a hacer la segunda parte del libro. —No me hables de ese pinche libro de mierda. —Okey, okey, sigamos con los términos fílmicos — Karen toma la mano de Alo—. Digamos que… digamos que la película aún no acaba. —Sólo espero que no termine igual que la anterior, Sunrise. —La pasada duró lo que tenía que durar y se acabó como se tenía que acabar. Fue lindo lo que pasó entre nosotros, y eso es todo. (…) —¿Y qué hubiera pasado si siguiéramos juntos? 259

—¿Juntos? —Karen suelta una carcajada— No seas ridículo, Alito. La gente se saldría del cine. Sería la película más aburrida del mundo. —Yo no lo creo. —No hay drama sin conflicto, Alito. —¡Gracias, mamona! —¡Shh! ¡No lo eches a perder! —¡Tú, con un caraxo! ¿Qué clase de comentarios son esos? —¿La verdad duele? —Karen suspira— Siempre me he preguntado por qué los hombres sí pueden herir y luego fingir demencia… —Siempre me he preguntado por qué eres tan honesta. —Ya ves. —No veo. ¿Así le haces a tu novio? —Que por cierto, anda por ahí. —Dime —insiste—, ¿así le haces a tu novio? ¿Así lo xodes? —No lo sé. ¿Por qué no le preguntas? —No me interesa —Alo pone cara de digno. (…) —Oye —Karen se torna un poco más seria. —¿Qué? —¿Vas a ir a lo de los Randyson? —No sé. ¿Tú? —¿Por qué crees que te pregunto, idiota? —Mira, huevos —bebe de su cerveza. Luego, ve a Karen con interés morboso—. ¿Desde cuándo tan interesada en los eventos familiares? 260

—¡Te vale pito! —¡Realmente quieres ir! —Ash. —No me digas que… (…) —¿Qué? —No me digas que a la nihilista Sunrise le interesa seguir siendo parte de la patética familia. —Pues no, no exactamente. —¿Entonces? —Quiero ver lo de Cuki y ya. —Lo puedes ver en cualquier lado. ¿Por qué ahí? —Mira, ya sabes que por mí todos se la pueden arrancar. —Eso no es cierto. Te interesa la familia. Y mucho. —Ay, ya. —Moralina. —Síguele. —Fresa —da otro trago, y se levanta de la silla—. ¡Moralina! —Pícate el ano —Karen da media vuelta y camina lejos de ahí. Triunfante, Alo termina con su cerveza de un trago, y levanta el casco al gritar: —¡No vayas a tomar mucho! ¡Tu adorado Cuki no merece que su primera vez en el fido la veas en estado de ebriedad! (…) En efecto: Karen se apellida Pirulazao y es hermana de Alo. Y Alo está enamorado de ella. Sí. 261

*** —Te estaba esperando —dice El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza De Alo al tiempo que pone otra cerveza en la mesa de latón. Es la quinta de la mañana. Alo, muy sentado, ve con curiosidad a su amigo imaginario. —¿Otra? —es la pregunta de Alo, con un leve atisbo de culpa. —Otra —es la sardónica respuesta de El Paiki. —Tengo que desayunar algo. O me voy a poner muy estúpido. —¿Qué pasó con tu hermana? —Se encabronó. —¿Por tu culpa? —Algo hay de eso. —¡Felicidades! Ya era hora de que la castigaras. —Me siento mal. —No mames. —¿Crees que sería bueno que hablara con ella? —¿Para que te veas como un rogón? —No le voy a rogar, sólo quiero arreglar el problema. —No vayas, man. —¿Tú qué sabes? Ni siquiera existes. —¡Perdedor! ¡Mediocre! Poniéndose la bolsa de Aurrerá bajo el brazo, buceando entre los estudiantes, manoseando el cemento, oliendo las señales, siguiendo las huellas como el buen sioux que es, Alo busca y busca a Karen. Por el 262

highway 12 cruzan dos rubias, cuatro morenas, seis caníbales, una caravana mortuoria, una patrulla motorizada y unos cuantos estudiantes más acercándose al antro de cervezas. Al fin la encuentra, sentada en el cofre de un Ford. Brazos cruzados y cara despreocupada. —¡Sunrise! —gritonea Alo— ¡Sunrise! Karen se llama Karen en honor a Karen Carpenter, cuyo ridículamente exitoso sencillo Close to You puso en un estado de shock permanente a Madre, quien no lo dudó un segundo y decidió nombrar a su casi recién nacida en honor a la soon to be anoréxica favorita de este lado del Atlántico. Alo le dice Karen a Karen, y no precisamente por la anoréxica, sino porque así se llama. Pero también le dice, como ya se habrán dado cuenta, “Sunrise” o “la Sunrise”, y a veces “Tequila Sunrise”. El mote nació un día de verano, o de primavera, whatever, en el que Alo se quedó dormido en uno de los camastros junto a la piscina de la casa de San Diego de los Padres. Las muy diversas razones por las que el huevón burgués le metía con singular alegría a las siestas no vienen al caso, lo verdaderamente importante es que, en ese día de verano o primavera (whatever), tuvo un sueño. Aquella noche pasé a visitar a miermano Cuki para jugar un poco del viejo y nostálgico Atari. En la cocina, mientras asaltaba el fridge de los Pirulazao, Alo se me acercó y me describió su sueño: “Estaba echado con las piernas encima del volante de un Cadillac azul, azul cielo. Vestiduras blancas. 263

Convertible. Vestía pantalones de algodón y cinturón de cuero; camisa de cuello largo y manga corta; zapatos de charol y calcetines blancos; sombrero de paja y lentes oscuros. El carro se encontraba parado en la periferia de un enorme estacionamiento, el cual estaba totalmente vacío, a excepción del lugar que el Cadillac y yo ocupábamos. Frente a mí, lejísimos, parecía haber una tienda de grocery. Yo soy más viejo de lo que soy. Entonces, noto que alguien sale de la tienda de grocery. Comienza a sonar Close to You, ya sabes, la canción de mierda que le encanta a Madre. Cuando la figura se vuelve nítida, caigo en cuenta de que es una mujer. Viste falda y blusa azul cielo, muy pegada, arriba (definitivamente) de la rodilla; guantes, alpargatas y bolso blancos; también lentes oscuros y un pequeño sombrero circular. Bajo los pies del volante. Se detiene frente a mí. Nos quitamos los lentes al mismo tiempo. La mujer es Karen. Sube al carro sin que yo mueva un dedo. Me dice: ‘¿Cómo te llamo?’, y yo le contesto: ‘Alo. ¿Y yo a ti?’ Luego de un segundo, responde: ‘Sunrise’”. Bueno, más o menos así era el sueño. No me pidan que se los cuente al pie de la letra, ya que pasó hace tiempo. De todos modos, al menos tres puntos quedaron comprobados: uno, que algunos sueños son locos y estúpidos; dos, que Karen también era la Sunrise. Al menos en la cabeza idiota de Alo. Tres: que un sueño con música de fondo de los Carpenters es una combinación apestosamente peligrosa. —Sunrise… 264

La Sunrise voltea. —Qué ondas. —Oye… ¿estás enojada? —No. —Pero lo siento en tu voz. —¿Qué? ¿El dizque enojo? —Pues sí. —¿Duele? —Algo. —Eres un recabroncito. —Oye. —Eu. —¿Quién eres? —dice lo último pegando su nariz a la de la Sunrise— ¿Eh, quién eres? —Confórmate con saber quién no soy. —Ay sí, cálmate tú. —Válgame, Alito. —Bueh. —No soy moralina, ni fresa, ni me da frío. ¿Okey? —Eres superwoman. Y eres impresionantemente hermosa. —Ajá. —Eres fea, entonces. —No soy repugnante. —Okey, eres bonita. —Por eso, no soy fea. —¿Y nosotros? —¿Nosotros qué? —¿También me enteraré de qué sucede con nosotros sabiendo lo que no somos? 265

—Sí. Creo. —¿Qué no somos? —No somos novios. La Sunrise se aparta con delicadeza. —Entonces, ¿vas a ir a lo de los Randyson? —pregunta Alo, ligeramente derrotado. —Sí. ¿Y tú? —Sólo si tú vas. —Yo creo que sí. —Entonces sí voy. —Okey —Karen se acomoda el mechón rosado—. Creo que hoy me habló Cuki. —¿Cómo que crees que te habló? —Me dieron el recado de que alguien llamó al dormitorio —Karen bosteza—. Pero no se identificó. —¿Segura que fue él? —Sí. Lo conozco. (…) —¿Con quién vas? —¿A dónde? —A lo de los Randyson. La Sunrise ríe. —¿Cómo que con quién voy? Con Bobby. Eso dolió. —¿No es obvio, Alito? —Pero… —No más pendejadas por favor. Y tira esa mierda — señala la bolsa de Aurrerá—. Te ves patético. Alo suspira. Quiere otra cerveza. Pronto. 266

“AQUÍ ESTÁ TU desayuno”, dice El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza de Alo. El Paiki está parado junto a una portezuela de madera. Tiene cara de payaso del infierno, pintado de pies a cabeza. Como esos buenos amigos de Twisted Sister. Alo, realmente intrigado y un poco ebrio ya, deja su cerveza y su bolsa de Aurrerá y se dirige a donde está El Paiki. Lo sigue hasta detrás de la portezuela. El Paiki tiene en su mano un cilindro de metal del tamaño de un encendedor pequeño. Alo sonríe. El Paiki sonríe. Caraxo, hasta el cilindro de metal del tamaño de un encendedor pequeño parece sonreir. “Aquí está tu desayuno.” Toma el cilindro. La superficie es opaca. De un extremo cuelga una tapa, y del otro, apenas y asomándose, una pequeña aguja. Con pericia, la coloca en su cuello y siente el aguijoneo, rápido e intenso. En tres segundos, la sustancia invade su cerebro. *** El hedor de la estupidizante cerveza, mezclado con el de la carne de puerco y el polvo. “¿Dónde está mi mente? ¿Dónde está mi mente?” Los estudiantes hormiguean por doquier. Algunos están sentados, conversando. Otros se arremolinan afuera, como siempre, invadiendo el carril lateral. Alo camina entre ellos, hasta el pito. Si rodeas las mesas del mohoso antrillo hallarás un cobertizo en el que hay una tina con leños. 267

Ahí calientan un chorromontón de agua y gentemala armada con palos y cuchillos asesina a los cerdos en una onda de mutilación. Les pegan enmedio de los ojos y les rajan debajo de las patas en una onda de mutilación. A veces chillan y a veces no, pero de todas formas nunca se oyen sus lamentos; la música, los gritos y los olores crean una densa niebla que no permite que el lamento del cerdo llegue a los viciosos oídos. Junto al matadero hay un alambre de púas y, detrás, un barranco de unos cuatro metros de profundidad. Allá hay árboles, pastos verdes y, subiendo, una vereda por donde a veces pasan los coches con sus pesadas máquinas. Alo solía orinar en dirección al barranco. Cuando se sentía mareado por la cerveza, hostigado por el hedor de la gente, iba a ese lugar a oler el olor del cerdo muerto. ¿Dónde está mi rasudoque? ¿Dónde está mi rasudoque? Mira hacia la vereda. Al mear, intenta atinarle a las hojas de los árboles de allá abajo. Regresa al centro de la acción, esquivando diablos y flamas. Saca algunos dólares de su billetera y compra otra cerveza. De nuevo lo asalta la duda: “¿Dónde está mi mente? ¿Dónde está mi mente?” 268

Sale del antro de cervezas bolsa de Aurrerá en mano y se detiene frente al intolerable vaivén del highway 12. Mira la imponente, ancha e infinita autopista. Divisa, enfrente, un camellón con una boya marina tirada enmedio. Una boya marina. Metro y medio de diámetro. Roja. Alo siente verguenza, y lástima de pensar en la pobre boya, completamente fuera de contexto, completamente inútil. Mira el carril lateral. El carril lateral es muy angosto: sólo pueden pasar un auto de ida y otro de vuelta. ¿Dónde está mi rasudoque? ¿Dónde está mi rasudoque? Gira la cabeza hacia su derecha. El carril lateral, en forma de curva, se tuerce hacia arriba, en dirección al panteón. Mira a la izquierda. El carril lateral se alarga ad infinitum. A la derecha, a unos cuantos metros de él, un tope. A la izquierda, otro tope. Regresa al antro de cervezas. No encuentra a Karen. 269

“¿Y el tal Bobby? ¿Qué coche traerá? ¿Qué gel se untará? ¿Qué música escuchará?” Busca a la Sunrise. “Ea, guey, ¿has visto a la Sunrise?” Se ve a sí mismo, repentinamente, hablando con toda la concurrencia. No para de estrechar su mano contra las de los demás estudiantes. Toma una cerveza más, tipo Lager, según parece. ¡Hey! ¡Alo sólo quiere curar su resaca! No debió de haber salido del dormitorio. Debió haber hecho lo correcto. Meter la cabeza en un agujero. Y no salir en este día. Pedir perdón, retirarse, ausentarse, esfumarse. Sale de nuevo al pie del highway 12, y la masa de estudiantes teporochos invade la mitad del carril lateral. Los coches tienen cuidado de no rebanarle las nalgas a algún escolapio. Ve de nuevo el camellón en donde estaba la boya. Qué curioso. Antes, sólo una boya marina roja de metro y medio. Ahora dos imágenes antropomórficas, pero difusas, como las del fido, justo como las del fido, 270

sentadas junto a la boya. Alo intenta enfocar. Poco a poco le hacen caso sus ojos. La imagen más nítida. Ya casi. ¡Chin! Se atraviesa una lanchona LTD con los vidrios entintados. Varios coches detrás del LTD. Autos con gente triste. Parroquianos llorando. Sólo llorando. ¿Dónde está mi rasudoque? ¿Dónde está mi rasudoque? Alo mueve la cabeza a diestra y siniestra izquierda derecha derecha izquierda arriba abajo ya se cansó. Ahora camiones. Un pequeño caos vial a la altura de los topes. Los estudiantes teporochos no quieren quitarse, no, ellos quieren seguir ocupando la mitad del highway 12, su propia y privada carreterita que les pertenece. No alcanza a ver el par de imágenes difusas que sentadas están junto a la boya marina del camellón. ¿Por qué no camina hacia allá? Caray, sólo es un pequeño trozo. 271

Y, después de todo, el carril lateral es muy angosto. El problema (quizás) es que a veces ve lo que está junto a la boya y a veces no. Ahora sí ahora no ahora tampoco ahora menos. Patrullas policiales. Ambulancias. Diapositivas. Un momento todo oscuro luego la imagen fugaz después un globo aerostático un avión cientos de eletedés transportando muertos furgonetas trocas. Y los cadáveres no paran de reír. Una caravana vaquera un buque camaronero el logo del canal de videos musicales un pelotón de caminata olímpica preparándose para Seúl monjas desnudas un enjambre de abejas, otro de tatankas y 272

hasta el zepelín de la Corporación Shimago-Domínguez ofreciendo una promoción para el puente del 15 de septiembre. “¿Dónde está mi mente? ¿Dónde está mi mente?” Alo: izquierdaderecharribabajo. Caraxo. Termina el caos vial. Mira hacia adelante. No hay nadie junto a la boya. Aprieta la bolsa de Aurrerá. Se enfila rumbo al camellón. Prefiere detenerse y detener a un estudiante ebrio: —¿No has visto a Karen? —le pregunta. —Sí, se acaba de meter. —Oh que las chingadas. Alo se clava a toda velocidad en el antro de cervezas. Hace stop en una mesa en particular. —No me digas que no te mueres por cogértela —dice El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza De Alo—, que no te cortarías un brazo con tal de cogértela… —¿Alo? Esa es la voz de Karen, sentada en una mesa. Alo, con la mirada perdida. —Jelou… ¿Alo? Camina cual soldado prusiano, esquiva estudiantes, clava las narices en el hedor del antrillo. Percibe: otro puerco ha sido asesinado… otra cerveza destapada. Todo para llegar a esa mesa en particular, en la que está la Sunrise.

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—¿Y éste puto te va a quitar el privilegio de cogerte a tu propia hermana? —le dice El Paiki— ¡Oh, no! ¡No señor! Karen, ajá, con un brazo inconfundiblemente masculino abrazándola. —¿Alo? —Hola —Alo reacciona finalmente. —Hola —replica Karen—. ¿Ya conocías a Bobby? Es un sujetillo con zapatos de mascatuercas, peinado relamido y, sobre sus hombros, la cabeza de un asno. Parece que lo acaban de extraer del Magic Circus. Saluda: —¿Qué onda mano, cómo estás? —Bobby, a Alo no le gusta que le digan mano. —Perdón —el Bobby Mascatuercas hace una caravana—. ¡Qué onda, chavo! —Hola. —¡Hasta que conozco a uno de mis cuñados! —el Bobby se acomoda el copete— Al otro lo veo hoy en el fido. —¿No me conocías, carnal? —¿Carnal? —el Bobby y la Sunrise se voltean a ver con sorna y comienzan a reír bobaliconamente. —¿A qué vienen las risas? —pregunta Alo. —Nada personal, mano… ¡perdón, chavo! —exclama el Bobby. Más risitas. —Mejor me voy —anuncia Alo. —No te vayas chavo, haces buen mal tercio —le dice con la ceja arqueada—. ¿Qué pedo con la bolsa, eh? 274

Alo se dirige a la Sunrise: —Anota esto para el archivo de la constancia: un hombre hiriendo a otro hombre. —¡Tigre! —grita excitada la Sunrise. —Ay, qué cosas dices, mano. —Adiós —Alo da media vuelta. —¡No te vayas mano! —lo empuja el Bobby desde su asiento—. ¿O debo llamarte Alo? ¿Es un apodo? —Así me llamo —Alo de nuevo da media vuelta. —En realidad se llama Alonso —aclara la Sunrise. —¿Por eso pareces puto? —¡Ay Bobby, cómo eres, ya lo echaste a perder! — interviene la Sunrise. —No me defiendas tanto —ladra Alo y otra vez da media vuelta. —¡No le digas qué hacer, mano! —de nuevo el Bobby lo empuja. —¿Y tú te sientes el muy mayorcito o qué? —Alo lo enfrenta. El Bobby se para. En verdad es más alto y fornido que Alo. —¡Soy tu padre! Dos segundos después, viene la respuesta de Alo: —¡Con razón tienes cara de pendejo! Empujones y puños alzados. —¡Ya! —la Sunrise los separa metiéndose enmedio de ambos— ¡Lo peor que puede pasarle a una mujer es que peleen por ella! —¡No mames por favor, Karen! —¡No le hables así, mano! 275

—¡Le hablo como se me hinchen los huevos! —¡Shh! ¡No lo eches a perder, Alito! —¡Cerdos! —Alo se arranca lejos de ahí— ¡Cerdos los dos! —¡Ya lo echaste a perder, Alito! —¡Chinguen a su madre! —¡Chíngala tú, pinche escuincle joto! —¡Muérete, cabrón! ¡Muérete! *** “Y algo más: ¿Vas a dejar que te la quite impunemente? ¿Vas a permitir que ese Bobby Caradeperro se salga con la suya? Regresa ahí y diles algo. Dile a ella lo que sientes. Recuérdale lo que pasaron juntos. Que no te salga con una vaclayez, que no te salga con que ya no se acuerda o que fue una noche de calentura. ¡Fueron varias noches! ¿Cómo va a explicar varias noches de calentura? ¡Esto es amor! ¡Esto es amor!” Alo destapa otra cerveza. Toma la bolsa. Camina de regreso a Karen. *** —¡Oye! El Bobby voltea. —¿Qué quieres, mano? —Ositos de peluche psicodélicos: no lo echen a perder. —¡Pero si es el Bobby Caralampio! 276

—Karen —el Bobby mira a la Sunrise con hastío—, dile a tu hermanito que se vaya. —Alito, no seas así. —¿Qué? Yo sólo quiero ser bueno. —Eres un niño pendejo. —¿Ves quién es el agresor? —¿Y quién me llamó Caranoseque? —Así te llamas, ¿no? El Bobby se levanta. —Mira… La Sunrise de nuevo se pone en medio. —¿Se van a comportar? Los dos se sientan cual autómatas. Karen pregunta con voz delicada: —Bueno, ¿cuál es el problema, Alito? —Ninguno. —¿Por qué no eres un buen cuñado y platicas con Bobby del programa de Cuki o, no sé, box y autos y esas cosas que les gustan a los hombres? —Eso: regáñalo —pide el Bobby. —No, si lo mismo va para ti. —Uh. —Díganme, ¿cuál es el problema? ¿No quieren arreglar las cosas? —Yo no sé —declara Alo. —Yo tampoco —remata el Bobby. —En ese caso, me voy. —No te vayas —suplica el Bobby. —Pinche rogón. 277

—A ver, ven —Karen le da un beso al Bobby—. ¿Nos disculpas un segundo? —Pero sólo uno. La Sunrise y Alo caminan lejos de la mesa. Pestañas, dientes, tono cariñoso: —¿Qué chingados te pasa, corazón? —No me digas que te gusta ese teto. —Pues sí: me gusta. Y mucho. —Ash. —¿Qué? —Siento celos. —No sé por qué. —¿Debo tomar eso como algo bueno o qué? —Mira, celosito, vete a celarte las nalgas. Karen se quiere ir, pero Alo la detiene violentamente, pegando su boca al oído de ella. —¿No lo entiendes? —¿Qué? —Me debes algo. Tú me debes algo. —¡Yo no te debo nada! —Estábamos enamorados. La voz de Alo suena creepy. —¿Enamorados? Juar. Al fin logra zafarse. Regresa con el Bobby. Alo permanece parado frente a ellos. La Sunrise agita las manos: —¡Sáquese! *** 278

—¿Puerta de marfil o puerta de cuerno? —pregunta El Paiki Que Vive Adentro de la Cabeza de Alo. Sostiene dos cilindros de metal. Uno más chaparro que el otro. —De marfil —responde Alo desapasionadamente. El Paiki le da el cilindro de metal más grande. Alo inyecta la sustancia en su cuello. Speed. Los ojos se le hacen chiquitos. La boca se le seca. Siempre es así. Se levanta y camina hasta perderse entre la multitud. Busca algo en sus bolsillos. “Pinche putana”, piensa. “Zorra de mierda. ¿Dónde estará?” Sale del antro de cervezas. Divisa la boya en el camellón. Oh una moto un huracán una ola con un surfer un buque camaronero una horda de niños de primaria muchachas gordas en bikini un sujeto idéntico a Cuki ahorcando a una mujer idéntica a Robin Simon caos vial desfile con banda y marchistas y carros alegóricos un carro con la rechoncha cara de Alo al frente y luego uno con la cara de ¡Porky! Otro con el rostro de la Sunrise 279

y uno con el del Bobby. Una monja. Sí, eso, una monja. Alo abraza a El Paiki, quien no se había separado de él, y le susurra al oído: “La monja desnuda tiene un fierro. La monja desnuda es idéntica a Karen. Babea. Yo soy un puerco. De preferencia, uno con personalidad: Porky. La monja no tiene que perseguirme, me clava el fierro en la panza y no sale sangre sino cientos, miles de bombones. Los veo en el suelo, los levanto y me los como. Miro a la monja-Karen. Olvido que soy un puerco y me avalanzo sobre ella.” El último carro alegórico jala, con un grueso cable, un gigantesco globo. Ese globo es la efigie de Cuki, sosteniendo el libro. —El puto libro de mierda. El Paiki, vestido de negro y con los ojos de conejo, se para frente a Alo y le dice con voz altísima: —¿Has visto a Karen? ¿Verdad es que estaba sentada aquí hace un rato? ¿Verdad es que el Bobby le agarraba la mano? ¿Verdad es que te quieren ver la cara de pendejote? ¿Verdad es que ella te quiere a ti y a nadie más que a ti? ¿Verdad es que digo la verdad? ¿Verdad es que Karen es un cerda cachonda? ¿Verdad es que disfruta comiéndose los cuerpos de los hombres? ¿Verdad es que en estos momentos está comiéndose a ese hijoputa del Bobby? ¿Verdad es que están en el coche del Bobby? ¿Verdad es que no lo vas a seguir permitiendo? 280

Alo reacciona: —¿Cuál es el coche del Bobby? —¿Ves aquel Duster? —El Paiki señala el estacionamiento de tierra— Detrás de él hay un Super Bee con placas SMAG 271174. En ese coche llegó el Bobby. —Gracias. —De nada. Alo corre. —¡Hey! —¿Qué? —¡Tu bolsa! Regresa. La toma. —Gracias. —De nada. Alo corre y su cerveza se vacía en el camino. Corre directo al Super Bee, casi empapado por el líquido maltoso. Justo en esos momentos arranca el Duster que lo ocultaba, dejando desnudo el vidrio trasero del Super Bee. Sin detenerse, mira cómo un pie desnudo golpea el vidrio lateral y una mano (seguramente la izquierda), se pega contra el trasero. Todo el auto se sacude. Una frente se asoma. Ahora un par de ojos. Ahora una nariz. Luego una boca. Con barbilla. Toda la cara. Expresión de asombro. 281

Dando un grito espantoso, Alo lanza el casco de cerveza contra el vidrio trasero. La botella rebota y sale disparada lejos de ahí. Alo se detiene, respirando y jadeando pesadamente. El Bobby sale del auto: pecho desnudo, pantalones desabotonados. Cierra los puños. Alo duda un segundo. Y luego ya no duda. Toma una roca del terroso suelo y la estrella contra el vidrio, que ahora sí se rompe. Lo siguiente: Karen saliendo del auto a medio vestir, una multitud juntándose alrededor para la pelea, el Bobby masacrando a Alo, Karen tratando de detener al Bobby, pun, rodillazo, codazo, patín, salivazo. Otra roca en el suelo, Alo estrellándola contra la cabeza del Bobby, Alo metiéndose al Super Bee para abofetear a la Sunrise, las sirenas sonando a lo lejos, Alo estrellando su puño cerrado contra el rostro de Karen, una, dos, tres veces, las torretas sonando y brillando cada vez más cerca, Alo saliendo del auto, completamente ensagrentado, el Bobby tirado en el piso, el caos vial por todos los mirones en el carril lateral, los carabineros golpeando estudiantes indiscriminadamente y subiéndolos a las julias, Alo, con la bolsa de Aurrerá en las manos, huyendo a toda velocidad. *** Un rostro de ángel lo observa. Raro es cuando el asco y la belleza se combinan. Un poco de vómito seco se pega a su chamarra de mezclilla, pero ese rostro que 282

lo mira es el rostro de un ángel. Desde su posición horizontal, el foco de carnitas azuloso que cuelga del techo se coloca justo detrás de la nunca de Rostro de Ángel. Un halo púrpura baña tenuemente sus mejillas y su pelo. Como un aura. En algún lugar leyó lo que significan los diferentes colores del aura. Ya lo ha olvidado. La habitación es amplia. En la pared hay repisas, y en ellas está todo: los adornos, los recuerdos, la ropa, los retratos, los objetos de uso diario. La cama está como a medio metro del suelo. Alo se revuelca con las manos apretando las almohadas. Despierta. Siente los pantalones desabrochados y la saliva pringosa en los cachetes. Abre los ojos. Rostro de Ángel lo mira con cariño. Alo se sienta. Había estado en una cama. Así es que se sienta en la cama. La cabeza le estalla, y apenas y siente las piernas. Hace calor. Siente calor. Luego, huele el vómito en su chamarra. —¿Qué pedo? —Vomitaste. —Ya veo. —¿Te quieres quitar la chamarra? —Rostro de Ángel trata de acercarse, cautelosa. —¿Quién eres? —Alo se echa para atrás. —Belynch —responde Rostro de Ángel. El color de las paredes cambia a un tono pastel. Es por el foco de carnitas, claro. Son varios focos de carnitas. Alo escucha: hay ruido afuera. Afuera de dónde. Afuera de ese cuarto. Afuera de eseloquesea. —¿Dónde estoy? 283

—Estás aquí —responde Belynch, santurrona, y de un brinco se sienta junto a él, en la cama. Comienza a sobarle el brazo, y Alo se friquea; luego, se deja querer. —¿Y mi bolsa? —Alo se pone nervioso— ¿Dónde está mi bolsa? —Aquí la tengo —Belynch le muestra la arrugada y maltrecha bolsa de cartón de Aurrerá—. Tú relájate. Descansa. Estás aquí. Las caricias brotan una erección en Alo. Belynch se da cuenta. Ríe. Su risa es como la de una niñita. —Estoy aquí —Alo medita, con la boca abierta. —Sí, estás aquí. Hay una inscripción en la pared. Alo enfoca. Lee: And you may find yourself living in a shotgun shack And you may find yourself in another part of the world And you may find yourself behind the wheel of a large automobile And you may find yourself in a beautiful house, with a beautiful wife And you may ask yourself —Well… how did I get here? El recuerdo de la Sunrise lo toma por entero. La erección no cesa. —Llegué con ella tal como soy —dice, y Belynch lo escucha atentamente, acariciando ahora su pelo—, le dije mentiras, pero así soy yo. Quiero estar con ella. Eso es todo. 284

El ruido de afuera se incrementa; adentro, su pecho escupe sudor salitroso. Súbitamente, siente que quiere ir a casa, que quiere ir al campus, que quiere irse a la mierda. Se pone de pie violentamente. —¿A dónde vas? —pregunta Belynch, inocente. —Tengo que salir de aquí. La erección baja de tono. Se da cuenta de que no trae zapatos. Sus tenis. En dónde están, se pregunta. El piso es frío. Se arrodilla y comienza a gatear, como buscando. —¿Qué haces, loco? —pregunta Belynch, jocosa. —Golpeé a una mujer y ahora quiero ir a casa. Golpeé a mi hermana y ahora quiero ir a casa. Ver a mi hermano en el fido. Quedarme en casa y pudrirme ahí. —Estás en casa —dice Belynch, fría, y pone en su mano una pastillita rosa. Todo gira. Un pasillo negro. Belynch toma a Alo de la mano. Después de meterse la pastillita rosa, accedió fácilmente a dejar atrás la chamarra vomitada y la bolsa de Aurrerá con el saco vomitado. “Luego regresamos por tus cosas”, le había dicho Belynch. “Tú relájate y disfruta.” Una luz al final del túnel. El ruido y la música crecen. Un barbón custodia otra puerta. Él decide quién pasa y quién no. Belynch simplemente le hace una seña y entran. La puerta se abre. El lugar es enorme y está formado por cuatro anillos concéntricos. Están en un tercer nivel o, más bien, en un primero: lo que ven debajo de ellos son dos niveles subterráneos y, enmedio y hasta abajo (en el ho285

yo de la dona), un anfiteatro bizarro donde cientos de parroquianos danzan al ritmo de remix largos y aburridos de Jacko y un escenario en el que un montón de lonas amarillas cubren instrumentos musicales. Tomados de la mano, Alo y Belynch caminan por el primer nivel donesco. Los focos de color le dan un raro matiz al ambiente. Las paredes están tatuadas con jeroglíficos y alebrijes. Logran bajar al primer nivel subterráneo y llegan hasta una barra formada por vitroblocs azul turquesa. Alo quiere pedir algo, pero Belynch lo jala. Siguen bajando y no se detienen sino hasta que alcanzan el segundo nivel subterráneo. El sótano. Ahí no hay mesas; todo el círculo es una barra con sillas formadas. Detrás, un ejército de cantineros ataca ferozmente las botellas y los vasos. Cada cuatro o cinco segundos cambia el color de la barra. El piso es de hule. Los parroquianos bailan. Belynch se detiene a charlar. Alo escucha palabras como “gas”, “pshh” y “uhh”. También “atmósfera”, “acá”, “agarralónda”, “kich” y “güórale”. Alo piensa, muy adentro, en los terrenos de su intuición, que está rodeado por artistas y escritores. Siente asco. Alo se disculpa y huye de ahí, rumbo a la donesca barra. Se sienta. Ah. Relax. Enfrente de él, un fido. Y un barman limpiavasos. Cómo olvidarlo, piensa. Ojalá y el barman no le cambie. Están pasando El show de Robin Simon. Uno de los comerciales anuncia el partido de la noche. Lakers contra Celtics. Magic contra Bird. Alo se siente relajadísimo. Pide una cerveza. Una más. 286

—Tres con cincuenta —dice el barman. Extiende un billete de cinco dólares. No verifica su cambio. Ni siquiera sabe si se lo dan. Bebe y olvida que ahí está el fido. Repara en las columnas que sostienen el sótano. Una serpiente multicolor se enrosca alrededor de una de ellas. Las escamas son agradables. Alo mira con atención la serpiente multicolor. Le encuentra patas… debe ser una salamandra. Y esas patas tienen garras. Guau. La columna cambia de magenta a naranja y de cian a mostaza. Entonces mira la cabeza de la salamandra: horrible. Colmillos. Ojos de fuego. Narices que emanan humo. Una expresión de tortura. Piensa que aquella columna es algo bello y terrible a la vez. Algo más le llama la atención. Es el rostro beatífico de una mujer hermosa que lo ve fijamente. Tropezándose, Alo da media vuelta. Pisa a un parroquiano, y le pide disculpas, pensando en la mujer que lo veía fijamente a los ojos. Es Karen, piensa, temblorino. Caraxo, cómo llegó aquí, de qué se trata esto, puta madre. Qué hacer. Qué hacer. Se recupera, pide disculpas de nuevo y atina a tomar su cerveza y huir. Toma de un solo trago lo que queda de la botella. Ahhh. Una vuelta a la izquierda. Llega a un lounge. Una visión apocalíptica: pastillas multicolor en las mesitas ovoidales, fulanos esnifando perico e inyectándose speed en el cuello, qué delicia. Aquello le cae pesado al estómago. Siente repulsión de sí mismo y quiere salir, y también quiere quedarse y que le regalen un poco, pero recuerda que afuera está ella. 287

Cierra los ojos. Los abre. El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza De Alo está frente a él: —No me digas que no quieres más, no me digas que no se te antoja. Alo traga saliva. No puede estar ahí. El antojo. Pero afuera está ella. Ella. Y el Paiki: —¡Puto de mierda! ¡Enfrenta tu mierda! ¡Enfrenta tu mierda! —¿Qué haces aquí? —Recordándote lo puto y lo MIERDA que eres. En el lounge, el aire se siente enrarecido. Extrañado, decide salir. Se arrima a la barra, Trata de cubrirse. Se esconde en un rincón. —¿Algo más? —dice el barman con tono tipludo. Alo ejecuta una mueca de repulsión. El Paiki arquea las cejas. —No gracias, ya tengo —responde cortesmente y se voltea. Lo jalan de la playera. —¿Qué? Es el barman, de nuevo. —¿Entonces qué haces aquí? —¿Cómo que qué hago aquí? —¿Sí, qué haces aquí si no vas a pedir nada de chupar? —Y… no sé. No sé qué hago aquí. —¡Entonces vete! —Bueno, dame otra. 288

—¿Seguro? —Seguro. El barman obedece. Alo bebe. Su visión se nubla, ah pinche pastillita qué pedo. Errático, tira su cerveza sobre la barra. Parece semen embarrado. El barman se estira, luego de suspirar, y limpia el tiradero con un voluminoso trapo. Alo agradece. Siente un dolor de cabeza. Su pene se pone erecto. El barman descubre el bulto creciente. El Paiki le dice: —¿Qué, eres puto? El barman le cobra: —Son tres cincuenta. Alo paga con un billete de cincuenta dólares. —¿No tienes cambio? El barman regresa el billete de cincuenta dólares. —Perdón, es todo lo que tengo. —Pero no tengo cambio. —¿Eres puto? —insiste el Paiki— ¿Eres puto? —¡No! —grita Alo, y el barman lo ve con desconfianza. —Okey, no tienes por qué gritarme. —Mejor no la quiero —dice Alo. —Pero la acabas de tirar. Alo se limpia el sudor de la frente. El barman le guiña un ojo, desaparece un segundo y vuelve con una cerveza nuevecita. Parpadea y la pone frente a Alo. —No importa, te regalo otra. —No, gracias. —¿Por qué? —Porque no. 289

—Pero es un regalo. —Me gusta pagar por lo que consumo. Mejor ve y busca el cambio, ¿okey? —No hay cambio, te digo —el barman se moja los labios—. Pero quédatela. —Entonces cóbrate ésta y la que tiré. —Igual no tengo cambio. —Caraxo. Alo respira hondo y bebe. —Okey. Gracias. —¿Eres puto? —interroga el Paiki. Alo se atraganta levemente. El barman le pregunta, sin decir más: —¿Quieres que te mame la verga? Alo se atraganta masivamente. —¿Qué? —pone el casco en la barra, que eyacula copiosamente la espuma. —Si me dejas mamarte la verga te doy chela toda la noche. Es más, hasta te dejo que me lamas la cola. —¿Qué chingados te pasa? El barman se echa para atrás, visiblemente molesto. —¿Qué me pasa de qué? —¿Por qué me acosas? —¿Eres puto o qué? —vuelve a xoder el Paiki. —¡Déjame en paz con un caraxo! —le dice Alo al Paiki. Escandalizado, el barman reclama: —¡Si no quieres que te molesten deberías dejar de andar con la verga parada por todos lados! Alo observa el bulto en sus jeans. Voltea. Frente a él está Karen. Sonriente. Playerita. Diferente a la que traía 290

en la mañana. Playerita con la leyenda “Copyright”. El mismo mechón rosado de siempre. —¿Dónde te habías metido, guapetón? Brinco espantadizo. Y luego un gulp. —¿Qué haces aquí? —¿Qué haces tú aquí? —Pues aquí… nomás —responde Alo, nervioso. —Mmm, me suena a que andabas de puto —Karen voltea a ver al barman y ambos se sonríen. —Ash, no xodas. —Así es que al fin saliste del clóset… —¡Caraxo! —Okey okey, no te enojes —Karen le da un billete de cien dólares al barman—. Dame una cerveza oscura. Y cóbrate las dos de él. —A la orden. Encabronado, Alo observa alejarse al barman maricón. Cuando se da cuenta, dos manos de mujerbonita le tapan los ojos. —Karen… La Sunrise lo besa de forma naif. Veintitrés campanitas suenan en el corazón alesco. —Shhh. Alo golpea con su antebrazo la botella, que cae al suelo y explota. El momento parece durar varios minutos. Alo desea que Tequila Sunrise se recueste en el suelo y los vidrios hagan sangrar su espalda y el líquido rojo fluya por el Valle durante la noche, e imagina que ahí, en ese mar precioso, los barcos navegan y una nueva fauna marina crece, y que en las playas teñidas 291

él y ella caminan de la mano y se recuesta al lado de la autora del nuevo océano y luego se ahogan juntos, calmadamente, pasmosamente… *** Cómo llegué a esto, se pregunta Alo al separarse de su hermana. El beso fue mojado, piensa. Me gusta por su sabor. —Hola —dice Karen, extrakinky. —Hola. —Te ves bien. —Gracias —Alo deja ver algo de desconfianza en su voz—. ¿Cómo estás? —Pues ya sabes. —¿Bien? ¿O mal? —Ya sabes. —No, no sé. —Ni bien ni mal. Bien sólo las putas, y mal sólo los pendejos. —Ah —Alo recuerda las palabras de su hermana en la mañana, y las repite tal cual—. A veces me encantaría llegar a saludarte y que me dijeras: estoy muy bien. —Equis —responde Karen, apática—. ¿Nunca te han dicho que tienes muy poco pelo, Alito? —Todo el tiempo. —Por eso usas gorra, supongo. Bueno, hoy no. —Ajá. —Siempre me has gustado así. ¿Se nota? 292

—Ajá —Alo se mueve nervioso, mirando hacia los lados—. ¿Qué más se nota? —Que no has tocado un cepillo de dientes en días. —¿A qué huelen mis muelas? —Feíto. A alcohol. —Uh. —Perdón. —¿Por qué? —Por criticona —Karen le arrima las chichis—. Sobre todo porque anoche la borracha era yo. —Bueh, yo te cuidé. —Sí, lindo —lo abraza momentáneamente—. Y yo te eché a perder tu saco. —No importa, ya sabes —dice Alo mongólicamente. —Eso es bonito. De tu parte, digo. La multitud crece en el lugar. Alo reconoce a un grupo de drogados de la fraternidad Lucky StrikeHuxley. Vuelve con Karen, quien lo mira amorosamente. Respira hondo. Ella dice: —Oye. —Dime, querido. —Nunca me habías tratado tan bien. —Eso no es cierto. —En serio. —Será que ahora sí me estás tratando bien. —No sé —Alo traga saliva—. Estás rara. —¡No es cierto! —Casi pensaría que estás planeando algo. —Para nada. Alo cierra los ojos. Los talla. Vuelve con Karen. 293

—¿Puedo abrazarte? —interroga, con un tono de desesperación. —No, gracias. —¿Por qué? —Quiero que no me abracen. —Bien. Esa es la Karen que yo conozco —Alo busca sus cancros pero no trae—. ¿Tienes un cancro? —No fumo. —¿Y el Bobby? —¿Qué con él? —¿Dónde anda? —Por aquí. Pero no sé. —¿No ibas a ir a lo de los Randyson? —Ya no se me antojó. —¿Por? —Me quitaste las ganas. —¿En serio? —Sí. (…) —¿Qué pasó? —¿Qué pasó cuándo? —Después de… tú sabes. Karen eleva las cejas. —¿Quieres que te diga? —Por favor. Karen suspira. Habla: —Bobby me preguntó sobre ti, por qué reaccionabas así, si teníamos onda… ya ves, insinuó que traemos algo… íntimo. —Ajá… —Alo asiente. 294

—No le importó que tú, salvajito, me hicieras daño. ¿Ves abajo de mi ojo izquierdo? Es una medalla. Me la he ganado a pulso. ¿Sabes qué hice? Le dije que me encantaba coger contigo y me armó un pedo mundial. Luego le dije que era un asno insensible. Y luego te insultó y dejé que lo hiciera porque decía la verdad. La Sunrise muestra los dientes. —Caray, discúlpame —Alo se talla el pelo—. No quería/ —Ah, chinga a tu madre, leandro culero. Epa, la Sunrise está de vuelta en casa. —¿Qué pasa? ¿Ahora me insultas? —Vete a la vergota, jotito. —¡Caraxo, perdóname! —¿Por qué me pegaste? (…) —¿No me vas a decir? —Sí, bueh… no sé. —Mira, putito, si me da la gana de coger contigo, bien. Y si me gusta cogerme de lo lindo al otro pendejo, también. Eso es cosa que a ti te vale madres. Pero, ¿qué veo? A un retardado con una piedra en la mano, dispuesto a romper un vidrio que ni siquiera es suyo. —Ya sabía que me ibas a reclamar. —¿Reclamar? La Sunrise lo empuja. —¿Cómo chingados no quieres que te reclame? Eres igual de pendejo que Bobby. —¡Y dale con decirle Bobby! —¡Ese es mi problema, con un caraxo! 295

—¡Perdóname por favor! —Na, na. —¿No es importante que te pida perdón? —Nop. Hay asuntos más importantes. Deveras. —¿Cómo qué? —Hoy me he dado cuenta de muchas cosas. —¿De qué cosas? —Adiós. Alo se queda solo. Ni siquiera hace el intento de perseguir a Karen. En el fido aparece el logotipo del chow de Robin Simon. Ha terminado el bloque del compadre cuya novia fue secuestrada por un extraterrestre. Ring ring. Suena la campana. *** Con horror en el rostro, Alo ve al Bobby, justo después de que Karen se levanta, tomar asiento junto a él. Relevos australianos, creo que les dicen. —Hola —saluda el Bobby. Alo no dice nada. Sólo siente que la oscuridad cae sobre él. —Ea, man. Dos cervezas —le dice el Bobby al barman. —A la orden. —No, yo estoy bien. —Ándale, una no es ninguna. El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza de Alo le guiña un ojo. —Pero… 296

—¡Una! —grita el Bobby, y después modera el volumen—. Ándale. Y te dejo en paz. En el fido, Robin Simon dice “¡Upsi du!” y luego “¡Te tengo una sorpresa!”. Alo traga saliva. Llegan las cervezas. Oscuras. Beben. —Ahh —el Bobby choca el tarro contra la barra después de tomar—. ¿No te encanta? —Me gusta por su sabor —dice Alo. —¡Yo siempre digo eso! El Bobby ríe estúpidamente. Luego, empieza: —Cuñado, ¿puedo decirte cuñado? Alo asiente con la cabeza. —Yo sé que han corrido chismarrajos de que Karen y tú andan, bueh, planchándose la bastilla y rataplán, pero yo sé que esos chismarrajos son sólo eso: chismarrajos. O sea, tú tienes a tu noviecita santa y pulcra, y ella va en nuestro mismo campus, ¿cierto? —¿Yo tengo novia? —Sí, pero nadie la conoce porque es ratón de biblioteca. Tú llevas ya dos años con ella, ¿cierto? —No sé de qué me hablas. —Sí, llevas dos años con ella —afirma, agresivo, el Bobby. —Si tú lo dices. —Lo que quiero que veas es que cada quien tiene su amorcito loco: tú tienes a tu ratón de biblioteca y yo tengo a Karen, lo que elimina cualquier malentendido. —Supongo. 297

—Sucede (déjame contarte) que Karen y yo nos conocemos desde la infancia, ¿no te ha platicado? —No. —Ay qué niña, si yo jugaba futbol y era quarterback y ella era porrista y… ¿no te ha dicho nada? —No. —Uff, nuestrás mamás son amiguísimas, vecinas y bla bla bla. —¿Madre y tu mamá? —Sí, de toda la vida. Lo importante es que Karen siempre me ha ayudado a superar las crisis. Me ha echado la mano para sacar de mi cabecita a una novia que tuve hace dos años. —No lo sabía. —Tú sabes que uno se encula, comienza a secretar sustancias y ¡pas! Un día crees amanecer enamorado y que tú y ella son el uno para el otro. ¿El amor, sabes? —No, no sé. —Por desgracia, a ésta chiquilla se le declara un extraño lupus cortisoide en las células paninaras y ¡zaz! De repente me veo en medio de hospitales, médicos, batas, uff, el caso es que en una semana ya la habíamos enterrado, ¡algo muy cabrón! Quedé asqueado de la vida, pero Karen se dedicó a sacarme del hoyo, y estoy saliendo ajá, ¡estoy saliendo! —Ya veo. —Pero es un proceso lento, no creas, cada vez que paso cerca de un hospital pierdo control de algún esfínter que tengo o queseyó porque luego luego me orino y ¡pzing!, meada por aquí y ¡pzing!, meada en la cola del 298

cine y ¡pzing!, un trozo de mierda se escurre por los pantalones mientras espero en el cajero automático, aunque bueh, esa es la parte más radical del problema, pues (déjame decirte) qué bueno que ella tiene a un hermano como tú, ya que eres un superapoyador. —¿Un superapoyador? —Sí, un superapoyador. Pero volviendo al tema, no alucines si te dicen que los vi juntos porque sé que tú tienes a tu ratona de biblioteca y ella me tiene a mí. Y tampoco tienes que preocuparte por su virginidad. —¿Ah, no? —Noooooooooooo, Karen es más virgen que la de Los Remedios. Karen es prácticamente una monja, te digo, apretadita, ingles tiernas, clítoris lavado, vagina mustia, himen nuevecito, con sello de garantía y toda la cosa. —Ajá. —¿Todo arreglado? —Y… sí. —Qué bueno, cuñado. ¿Quieres otra? —No, gracias —responde Alo—. Estoy deprimido. —¿ESE ES TU hermano? —pregunta el Bobby. Alo empina el codo. Regresa la botella a la barra. Asiente con la cabeza, mirando el fido con ojos ligeramente perdidos, y dice: —Sí. Cuki. —No lo conocía. —¿Aunque hayas convivido tanto con mi hermana desde la infancia? 299

—Hey —el Bobby le propina un golpe en el pecho—. Soy un poco distraido. —Ajá —Alo se soba—. ¿Y Karen? —No lo sé —el Bobby toma de su cerveza—. De loca por ahi. Como todas las pinches viejas. “Midyet”, piensa Alo, y después se caga de la risa. La encomiable risa del tizo. Pega en la barra con el puño, y hasta ordena otra cerveza (sin importarle si el barman tiene o no cambio). —¿Quién es esa? —pregunta el Bobby, repentinamente interesado. —Es Midyet —dice Karen, justo al tomar asiento junto al par—. La esposa de Cuki. —Cuki es mi hermano —comenta Alo, medio estupidizado—. Cuki es mi hermano. —¿Entonces ella es como…  mi cuñada? —saliva el Bobby. —No son nada —aclara Karen y al tiempo toma a Alo del brazo—. Hey. —¿Qué? —Ven. —Espera —pide Alo, con cerveza nueva—. Esto está bueno. —No. Ven. En serio. —¿Qué traes? —es la pregunta de Alo, violentamente arrastrado por Karen a través del antro, pasando las barras, a los parroquianos bailando y hasta una escalera. Bajan atropelladamente, chocan con dos yonquis, dan vuelta en la esquina, abren una puerta y finalmente se ven en un lote medio vacío. 300

Un lote medio vacío. Hay algunos autos. Alo reconoce uno de ellos. Un Super Bee. Con un plástico cubriendo el vidrio trasero. —¿Qué hacemos aquí? —la interroga de nuevo, pero Karen sólo se limita a mostrar las llaves del Super Bee. El viento de la tarde sopla. Nubes. —Tenemos que hablar. —¿Ahora? ¡Pero está Cuki en el fido! —No importa —Karen lo lleva hasta el coche, lo abre y arroja a Alo en el asiento trasero. —¿Qué haces? —Déjalo ir, muchacho —dice Karen, metiéndose junto a él y cerrando la puerta. —¿Por qué? Con intensidad, con una rabia y una pasión extrañas y horrendas, Karen besa a Alo, le mete la lengua, toma su pene y lo estruja, se le encima y lo apachurra. Alo se hace a un lado, asustado. La empuja y se reclina contra el asiento de cuero. Respiran pesadamente. No dicen nada, sólo se miran. Alo se estremece y soba sus brazos. Ve la leyenda “Copyright” en la playerita. No entiende un caraxo. El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza De Alo observa todo desde afuera. Mudo. Karen se pasa al asiento del copiloto, como borracha, casi golpeando a Alo con sus pies, y cae pesadamente, de nalgas. Prende el radio. Suena algo de Booomtown Rats. “The silicon chip inside her head has switched to overload.” El Super Bee tintinea. Tin tin. Tan tan. Karen canta un poco y luego suelta dos risitas y luego se pega, violentamente, 301

a la ventanilla. Apaga el radio. Soba su mechón rosado. Voltea a ver a Alo, quien le regresa la mirada con una extraña mezcla de amor y asco. El horror. Karen comienza a sollozar. Un lloriqueo ahogado, soso. Raro. Se limpia los mocos con el antebrazo. Mira de nuevo a Alo. Él no le ha quitado los ojos de encima. Así pasan un rato, sin hablar de nada ni de nadie. (…) —Me voy —anuncia Alo, esforzándose por salir del Super Bee—. Tengo que ir a casa. Este no ha sido un buen día. —No, no te vayas —Karen se apresura y coge la manija de la puerta—. No te puedes ir. —¿Por qué? —Porque no hemos terminado contigo. Alo se rasca la cabeza. Piensa en su bolsa de Aurrerá. La bolsa, dónde dejé la bolsa. El saco, tengo que ir a dejarlo, me van a cerrar, y el saco/ Rewind. Su mente regresa a la última frase de Karen. “Porque no hemos terminado contigo.” ¿Cómo? Se voltea y la enfrenta. —¿Quiénes no han terminado conmigo? Karen, sujetando la manija. Alo, en el asiento trasero. La puerta por la que salieron del antro se abre. El Bobby y otros tres cabrones en el lote. Cara de pocos amigos. Comienza a llover. Poco a poco. Karen los saluda. Señala a Alo con los ojos y las cejas. 302

—¿A dónde? —pregunta el Bobby. Alo ha salido ya del Super Bee. El ruido de las gotas, plop plop plop, cayendo sobre sus hombros. Ve a los lados. No hay salida. Oh no, piensa. Bobby y los tres cabrones se acercan. Los golpes varían en intensidad y colocación. El inaugural es un tubazo en la clavícula izquierda que cae ahí sólo porque Alo mueve la cabeza a tiempo. Algo choca contra sus piernas, contra sus espinillas, contra su cara, contra su cuello y después siente que lo toman de la espalda. Le arrancan unos pelos, y casi le rompen la playera. Cae al suelo. Karen grita, como una burda aficionada en ringside: “¡Puteénlo, que sepa lo que se siente!” En el suelo, Alo siente las patadas, los tubazos y los golpes en la cara, algunos con el puño cerrado y otros con toda la mano. Instintivamente, se coloca en posición fetal, pero es imposible. Aquello ya duele bastante. Finalmente, siente a alguien treparse en él. Es el Bobby, o al menos eso observa desde su posición. Luego, los puños del Bobby. Después de los primeros tres moquetes, las mejillas y la nariz se le duermen. Un dolor seco, ahogado. ¿Es eso sangre? ¿Es esa mi sangre? ¿Cuándo fue la última vez que alguien te hizo sentir bien? ¿Cuándo fue la última vez que te dijeron un piropo? ¿Que elogiaron tu trabajo? ¿Que te dieron una palmada en la espalda? ¿Que alabaron lo limpio que dejaste el auto? ¿Que te dijeron lo orgullosos que están de ti por haber pasado un examen? ¿Cuándo fue la última vez que te recibieron con una sonrisa al llegar 303

a casa? ¿Que te dijeron “qué bien te lucen esos zapatos”, o “qué bueno que te cambiaste el corte de pelo. TE VES MEJOR”? ¿Cuándo fue la última vez que alguien te escribió una nota encantadora y la dejó en tu portafolios, en el monitor de tu computadora, en el limpiaparabrisas de tu auto? ¿Cuándo fue la última vez que te agradecieron que regresaras a la butaca cargando una bolsa de palomitas y un refresco? ¿Cuándo fue la última vez que alguien te dijo que te necesitaba? ¿Que te hicieron ver que eres importante? ¿Que sin ti el mundo no sería el mismo, que estaría incompleto? ¿Que podrás ser imperfecto pero que para esa persona eres sublime? Un escupitajo final. De Karen. —No me vuelvas a poner un dedo encima, hijo de puta —le dice. El Bobby la abraza y se mete con ella al Super Bee. Los otros tres ya los esperaban ahí. Llueve. Run run. Adiós. *** —Dime. —Pero no tiene mucho sentido. Y es un poco idiota. —Así son los sueños. Belynch limpia dos heridas en la cara de Alo. Con un algodón. Y agua oxigenada. Alo, cual pachá, reposa en un sillón. Disfruta aquello. Realmente lo disfruta. Un espacio en blanco. Luego comienza: 304

—Okey, el sueño es así: Karen vestida de novia. Siempre he creido que tiene la cara de un ángel, pero en el sueño es demasiado: peor que nunca de hermosa. Peor que nunca. Está esta gran iglesia, con flores y muchos invitados y el superieure detrás del altar, ¿sabes? —Sí, me lo imagino perfecto —dice Belynch, con su vocecita idiota. —Las manos de Karen, vírgenes. Su cara, inmaculada. Su himen, pulcro. —¿Cómo sabes eso? —Sólo lo sé. Así son los sueños. —Claro. —Cuando me arrodillo junto a ella, sé que yo soy el novio y que pronto seremos lazados —suspira—; yo, un patán, casándome con una virgen hermosa. Luego soñé la misma iglesia, la misma gente, el mismo superieure y las mismas flores. —Ajá… —Nada más que… un detalle ensuciaba la función. —¿Cuál? —Yo era un invitado más. Y en ese sueño, Karen no era virgen. Belynch no dice nada. Luego suelta un “ja”. —Creemos haber terminado con el pasado, pero el pasado no ha terminado con nosotros. ¿Verdad? Alo sonríe. Por primera vez se pregunta: “¿En dónde estoy?” —Creo que debería llamarme un taxi o algo —suelta Alo, repentinamente preocupado. 305

—No te preocupes, nosotros te regresamos —dice Belynch. —¿Quiénes somos nosotros? Se levanta y se sienta en el sillón. Aquel lugar es oscuro. —¿Dónde estamos? —pregunta Alo, más lúcido de lo normal. Belynch no dice nada. Sólo le ofrece una pastillita rosa. Sonríe, y Alo la observa. En una mesa está su bolsa de Aurrerá. Pero no ve a El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza De Alo. Ni un rastro de él. Siente miedo. —Todo va a salir bien —Belynch le pone la pastillita rosa en la boca—. No te preocupes. —¿De qué debería preocuparme? —replica Alo, resistiéndose a tragarla. —De nada. ¿No quieres? —¿Qué es? —Algo para que te sientas mejor. Soy un pendejo, dice Alo, y traga. —¿Dónde estamos? —En una fiesta —dice Belynch, a su lado, acomodándole el fleco. —¿En una fiesta? ¿Y dónde está la gente? —En otro cuarto. Ya están llegando. —¿Ah sí? Quiero verlos —reta. Belynch se pone de pie. El ruido de la lluvia, afuera, es lo único que los separa. Le extiende la mano. —Claro. ¿Vamos? 306

Mira la negrura afuera, justo al coger la bolsa de Aurrerá. Cuando se asoma por la ventana, tiembla el cielo. Un trueno. Dos segundos después, todo se ilumina. Está en un lugar boscoso. Árboles y más árboles. A lo lejos, puede observar, una carretera. Fugazmente recuerda su propio coche. El Maverick. Estacionado junto al highway, en el antro de cervezas. O quizá ya se lo llevó la grúa, piensa Alo. Sigue con la mirada las parcas luces de un auto en la distancia. En medio, entre él y los dos faros que se alejan, no hay nada. Sólo árboles. Y lluvia. Se aferra a la bolsa de Aurrerá. —¿Seguro que no la quieres dejar aquí? —pregunta Belynch. —Sí. Seguro. Alo le echa una última mirada a la habitación en la que han estado. Crece la precipitación. Un ensordecedor concierto acuoso. Sigue a Belynch hasta la puerta. La lluvia parece ocultar lo que hay detrás de esa puerta. Sí, no es la puerta, piensa Alo, es la lluvia. El ruido de la lluvia. —Todo va a salir bien —dice una vez más Belynch, con su tono pacífico. Abre la puerta. Luces que queman. Reflectores. Pantallas plateadas para rebotar la luz. Tripiés. Alo se deslumbra. Instintivamente, tapa su cara. Cuando logra recuperarse, nota que lo ven. Unos diez pares de ojos lo observan. Son hombres. Todos están desnudos. 307

*** La cabra, con la lengua de fuera y los ojos desorbitados, ríe a carcajadas. Alo no puede dejar de verla. Quizá sea la pastillita roja, o la lluvia, o sólo ese maldito día, pero sus pupilas se han dilatado y la cabra lo posee. No quita los ojos de ella ni siquiera cuando las suaves manitas de Belynch lo llevan a una silla junto a una hielera y se sienta junto a él. Alo traga saliva. —¿Estás bien? La cabra en realidad es un hombre desnudo. Desnudo, pero con máscara de cabra. Tiene una botella de algún licor en las manos, y se pasea entre los demás empelotados, sirviendo shots en caballitos tequileros. Alo observa el resto de la escena. Los reflectores, montados en negros tubos gruesos, provocan un calor sofocante en el salón. Junto a las paredes, montoncitos de ropa con sus respectivos zapatos. Cuidadosamente acomodados. Cada montoncito en su lugar. Hay otros invitados. Y no están en canicas. Andan de camisa rosa y corbatitas delgadas, y los puños arremangados sobre las mangas de los sacos, y los pelos parados bien New Wave. Algunos cargan tabletas con papeles, y parecen muy ocupados anotando cosas, y otros nada más conversan y echan bromas y ríen como si se hubieran metido diez kilos de perico. Uno con wet look opera una pesada cámara. Alo no alcanza a ver hacia dónde apunta la cámara. Hay demasiados empelotados tapándole la vista, haciendo un se308

micírculo. Desde la silla en la que está sentado, Alo sólo ve espaldas y nalgas peludas, lonjas y estrías. Alo reacciona. Busca la salida. Eso. Salir de aquí. Se levanta. —¿A dónde vas? —pregunta, inocente, Belynch. Justo en ese momento suena una armónica y un organillo y una exasperante trompeta. Todo junto, todo al mismo tiempo. —A pedir un taxi, gracias —responde tembloroso; el ruido le quema la piel. Alo se acerca a una ventana (afuera: la negrura y la lluvia) y después a una puerta. Cuando toma la manija, la cabra bípeda destroza sus tímpanos con esa carcajada que corroe su cabeza y que sabe que lo perseguirá hasta el fin del mundo. Se detiene en seco. De nuevo las manos de Belynch. De nuevo lo llevan a la silla. Se sienta. Frente a él, la cabra. —¿A dónde ibas, mi muchacho? —interroga la cabra, la voz cegada por la máscara. —¿Yo? —Sí, tú. —Y… a pedir un taxi. Tengo que irme. —No te vayas, mi muchacho —la cabra sirve un shot del licor, verdoso—. Tómate uno. —No, gracias. —Anda, Alo. Te va a ayudar. Alo mira a Belynch con furia. —¿Me va a ayudar para qué? 309

—Hey, no me mires así. Tú relájate y disfruta. Alo obedece y bebe. Hace una mueca. El licor quema su garganta. —¿Otro? Y así, se empina dos al hilo. La cabra se aleja, riendo y diciendo cosas inaudibles. —¿Qué hora es? —¿Para qué quieres saber la hora? —Por favor. Haciendo una mueca de hastío, Belynch ve su reloj de muñeca. —Es casi la una. —Estuve dormido mucho rato. Gritos detrás de las nalgas peludas. Aplausos. Alo respira hondo. Mira a Belynch: —¿Me vas a decir qué es esto? Belynch pestañea dos veces antes de hablar: —Bukkake. Alo asiente con la cabeza. —Ah. ¿Cómo? —Bukkake. —Okey. Bucaque —traga saliva antes de volver a preguntar—. ¿Qué es bucaque? Tomándolo de las manos, Belynch se acerca a él. Con ternura, empieza: —Una bola de extraños eyaculan en la cara de una chica. De preferencia muy bonita y muy joven. Y grabamos todo en video. ¿Cómo ves? Alo hace un “mmm” con los labios y los ojos y el cuello tenso. 310

—¿Y los extraños salen en el video? —No. Sólo ella —Belynch le da un beso en la mejilla—. No te pongas nervioso. Te va a gustar. Tragar saliva. —Además, te vamos a pagar. ¿No es maravilloso? Ese extraño sentimiento de pérdida. *** Alo pide un cancro. Se lo dan. Fuma. Dispara: —Karen se largó de mi vida. Lástima —se rasca la cabeza—. Tantas cosas que pude haberle dicho… disculpas… un baúl lleno de cosas maravillosas. —Siempre traigo extraños —dice Belynch, mientras prepara una pipa de crack armada de una botella de ron—. Ese es mi trabajo. Traer extraños al bukkake. El cameramán dice que sólo así funciona. Él es un artista, sabes. —Un baúl… lleno… de… cosas. Belynch sonríe y toma a Alo de la mano. —Tú haz lo que diga el cameramán —continúa—. Si te da frío, puedes quedarte con calcetines, pero tengo que advertirte que no es naaaaaada cool, ¿cachas? La próxima semana vamos a rentar un ring de box. Como en donde boxean, ¿cachas? Va a estar increíble. —Esto no tiene sentido, nada tiene caso, me lleva la chingada —grazna Alo, un poco ido—. ¿Dónde voy a dormir hoy? Tengo que llevar un saco amarillo huevo de Versace a la tintorería, ofrecer un par de disculpas… 311

—Estás muy tenso —Belynch prende la pipa con el encendedor y fuma. Los ojos se le ponen en órbita—. ¿Quieres? —No, no le hago a eso —responde Alo—.¿O sí? ¿O no? No sabría decirte —mira a Belynch con una mirada de desesperación—. ¿Te conozco? —Anda —Belynch le da la pipa—. Anda, te vas a sentir mejor. Alo obedece y se mete el tanque. Arribarribarriba. La música crece de volumen. Una vena le palpita, y de inmediato regresa el cancro a su boca. Fuma. Una vez. Dos veces. Una lagrimita se asoma por el ojo. —Ahora vengo —avisa Belynch y le da un besito en la mejilla. Se va caminando, con su pipa en las manos. De nuevo solo. Apachurra la bolsa de Aurrerá, siempre a sus pies. Una fulana buena pasa cerca de él. Es idéntica a las que saca Robert Palmer en sus videos. Vestido negro de una sola pieza, quizá de licra, untado, apenas arriba de la rodilla, medias, cinturón aparatoso, labios rojísimos, maquillaje blanquísimo, pelo corto y embarrado. Toda una Simply Irresistible. Muy seria, camina a un lado de Alo. Él le sonríe pero ella no regresa el cumplido. Qué seriedad, piensa Alo, Dios, qué seriedad. Y yo qué hago aquí. Llevar el saco a la tinto. Hacer una llamada telefónica. Pedir dos disculpas. La Simply pasa junto a los empelotados, se pierde entre las nalgas peludas, las luces y el cameramán. Adiós a la Simply. 312

De nuevo solo. Fuma. Hacer una llamada. Pedir dos disculpas. Junto a la hielera, un teléfono de disco. El cable atachado a la pared, pero el aparato en el piso. Se asegura de que nadie lo vea. Lo toma. Marca. Espera. —¿Bueno? —Bueno. Pausa. —¿Alito? —Sí, soy yo. Hola. Pausa. —Hola. —¿Qué haciendo? Pausa. —Tratando de dormir. ¿Qué quieres? (…) —No sé… —Voy a colgar. —No me cuelgues. (…) —¿Qué quieres? —Yo sólo quiero… que todo acabe. Pausa. —Vete a dormir. —No puedo. No tengo sueño. Pausa. —¿Dónde estás? Pausa. —No tengo sueño. 313

Clic. Alo permanece viendo la bocina. Sólo suena el tut tut tut. Junto al disco hay un papel pegado con diurex. En éste se lee: Your lights are on, but you’re not home Your mind is not your own Might as well face it You’re addicted to love. La cabra lo saca de su meditación. —¿Uh? —¿Tienes algún negocio con ese teléfono? Mira el auricular, aún en su mano. —No. —Entonces regrésalo a donde lo tomaste. Alo así lo hace. —Ya te toca. Venga. —Okey. Se levanta, sorprendido de la facilidad con la que obedeció la orden. Así se queda. Sin hacer nada. —¿Qué haces? ¡Encuérate! Confundido, comienza quitándose la playera, luego los zapatos y los pantalones, hasta quedarse en calzones y calcetines. Siente frío. La cabra se impacienta. —¿Quieres que te ayude con el resto? —Y… no. Fuera los calzones. Y los calcetines. Acomoda su ropa como los montocitos que había visto antes. —Bien. Ven. 314

—Okey. Alo camina detrás de la cabra, cubriéndose pudorosamente. Le arde la nariz. Le arde la cara. Le duele la cabeza. Tiene frío en las plantas de los pies. Y allá vienen, se aproximan las nalgas peludas, contacto en cinco, cuatro, tres, dos, uno… temblando y súbitamente sintiendo el calor de las luces, Alo se pega al copioso grupo de extraños empelotados, y todos observan hacia el mismo lugar: un tapete acolchonado de gimnasia color azul rey, en el que descansa la Simply, de rodillas, el culo reposando en los talones de sus pies. Todavía está inmaculada. Y muy seria. La mirada perdida, vacía. El rostro perfecto, pómulos, nariz, barbilla, orejas, ojos, cejas, frente. Los labios, mojados y brillantes, parecen estallar. A un lado de él, los empelotados se masajean el pene. Muchos están hinchados ya, a punto de reventar. Otros medio flácidos, como si apenas empezaran. No lo sueltan. Lo jalan y lo estiran. Y no le quitan los ojos a la Simply. “Estamos grabando”, dice el cameramán. “¡Venga de ahi señores, quiero ver sus tacos de leche, quiero que me regalen una cascada de mecos!” Alo respira hondo. Le tiemblan las piernas. Supone que debe hacer algo, pero su miembro no responde. Está empequeñecido, como un botón espantado, perdido en su pelo púbico, en sus propios y privados pendejos. Un gordo, lonjas y pelos en la espalda, es el primero en enfrentar a la Simply. El glande de su pene es una gran bola morada. Se para a un lado de la mujer y comienza a masturbarse a toda velocidad. “¡Abre la boca graaaaaande, corazón!”, grita 315

el cameramán y la Simply obedece. Dos segundos después, un chorro acuoso, seguido de una densa eyaculación, empapa el rostro de la Simply, quien con la lengua quita el remanente de la verga del gordo. El gordo gime. “¡Eso era todo!”, exclama el cameramán, “¡te gusta por su sabor, yo lo sé!” Algunos de los tipos New Wave aplauden. “¡Siguiente voluntario!” El semen comienza a escurrirse por las mejillas de la Simply cuando otro empelotado ya está parado frente a ella. Salir de aquí, piensa Alo. Un flaco casi esquelético y con máscara de luchador está parado junto a Alo. Con la lengua de fuera, da brinquitos y no deja de jalonearse el pene. Alo, bastante preocupado ya por su falta de erección, gasta también energías en mantener a raya al flaco de la máscara de luchador. A veces se pega demasiado. Un poco demasiado. La Simply está completamente chorreada. Los pelos mojados, el vestido de licra arruinado. Unos doce parroquianos le han eyaculado encima. El flaco de la máscara de luchador quiere meterse, pero el cameramán decide que es suficiente. Pide un aplauso para la Simply, quien se levanta y agradece con caravanas. El flaco de la máscara de luchador gruñe “puta madre llevo toda la noche esperando” y cosas por el estilo. Belynch, ahora disfrazada como la Simply, se acerca al semicírculo de carne. Con la mirada vacía, pasa junto a Alo y el flaco de la máscara de luchador le pe316

llizca el culo y la manosea agresivamente. El cameramán, realmente encabronado, le advierte que no vuelva a tocar a las chicas o tendrá que cancelar todo. El flaco de la máscara de luchador refunfuña. Belynch se arrodilla en el colchón azul rey. Está lista para que le lluevan encima. Alguien le respira en la nuca a Alo. Asustado, voltea. Es el flaco de la máscara de luchador. La verga inflada. Se hace a un lado, dando traspiés. Mientras tanto, en el colchón azul, dos empelotados eyaculan al mismo tiempo sobre Belynch. Puaj. —¡Vas, muchacho, ahora es cuando! Se pone el dedo en el pecho: —¿Yo? —pregunta Alo. —No, yo —responde el cameramán—. ¡Claro que tú! Señala con sus ojos sus partes nobles. Nada de nada. —¿Qué pasa? —No sé. —¿Qué pasa, quién trajo a este pendejo? —el cameramán interroga a los tipos New Wave, y ninguno sabe decirle algo. —¡Voy yo, voy yo! Ese es el flaco de la máscara de luchador. El cameramán lo ignora. —¡Yo, yo! —¡A ver, tú! Ese es el cameramán señalando a otro empelotado, alto y fornido. —¡Yo, falto yo! —¡Espérate tantito, compadre! 317

Encabronado, el flaco de la máscara abandona el semicírculo. El alto y fornido pasa a masturbarse en la cara de Belynch. Salir de aquí, piensa Alo, y ahora sí lo dice en serio: da media vuelta y, dando empellones, se mueve entre los invitados, pero la cabra lo detiene. —¿A dónde crees que vas? Lo arrastran de vuelta al frente. —¡Es que no puedo! La risa maligna. La risa que lo carcome. —¿Estás loco? ¡TODOS PUEDEN! —¡Que no puedo con un caraxo! Alo le da un empujón a la cabra. A su lado, el cameramán lo coge del hombro, pero se zafa. De nuevo media vuelta: salir de aquí. Se detiene. Congelado. El flaco de la máscara de luchador ha vuelto, y con ojos desorbitados. Tiene un revólver en las manos. Apunta hacia el cameramán, quien se encoge y levanta las manos. Alo está en medio. —¡Toda la puta noche me has hecho esperar, hijo de tu puta madre! —grita, desquiciado, el flaco de la máscara de luchador— ¡Me duelen los huevos de tanto aguantarme! Alo pone en pausa la respiración. La quijada le tiembla. El revólver tiembla. —Señor, por favor cálmese y hablemos de esto tranquilamente —dice, cagado, el cameramán, las manos arriba. Plic. 318

Ese es el seguro del revólver. —¡Yo no voy a hablar contigo, degenerado de mierda! —grita el flaco de la máscara de luchador, y señala con los ojos el arma— ¡Vas a hablar con él! —Señor, por favor… ¡Cranc! Esa es la bala del revólver. Un salpicón de sangre rocía el rostro de Alo. *** Corre rabiosamente por una calle oscura, arbolada. Berrea como un niño, repitiendo incesantemente “hijo de puta” y “pendejo pendejo pendejo”, y se pega maniaticamente en la cabeza con las palmas de las manos. Se aferra a su ropa hecha bola, y a la bolsa de Aurrerá, enredada con todo lo demás. Se tropieza y cae de bruces junto a un árbol. Tiene miedo de voltear, pero lo hace. Bocaarriba, en la calle, los empelotados huyen de la casa como avispas de un panal. Las luces de los autos se encienden, los gritos ahogados. Parece que ha terminado pero no ha terminado. Alo se levanta, vuelve a recoger sus cosas y sigue corriendo y llorando. Llueve. La sangre del cameramán se mezcla con el agua y comienza a correrse de su cara. Después de un rato, deja de llover. ***

319

Descalzo, Alo pasa la caseta de seguridad del campus. El guardia lo saluda indiferente. Sólo presta atención a lo que trae en las manos. Una maltrecha bolsa de Aurrerá. Atraviesa el estacionamiento y los jardines. Hay poca gente. Sólo los que salen a correr. Y los que se levantan temprano para los cursos sabatinos. Se dirige al edificio comercial. En la cafetería, un profesor desayuna y lee el periódico. En el estanquillo de copias fotostáticas, una clerc aburrida se recarga contra el mostrador. Y en la tintorería de Wong, Maese Wong termina de poner los letreros promocionales de dos por uno y “Yes! We’re open”, y la esposa de Maese Wong, afanosa, arregla algo en la caja. —Buenos días —saluda Alo. Toma el saco amarillo huevo de Versace y lo pone en el mostrador. Con asco en el rostro, Wong lo revisa y termina echándolo en un cesto. Le entrega el tiquete. Agradeciendo, Alo sale de ahí. Tira la bolsa de Aurrerá en el primer bote de basura que encuentra. Camina de nuevo por los jardines, hasta el edificio Manuel Buendía. Subir las escaleras hasta su dormitorio. Abrir la puerta. Las camas tendidas. Los rúmeits se han ido. Como todos los sábados, han escapado temprano. Pasa al fridge. Toma una botella de jugo de naranja. La bebe toda de un solo trago. Satisfecho, se dirige a su recámara. Mira de reojo los pósters de Belinda Carlisle y Kim Basinger y Kathy Lee Crosby y Sandinista. Su cama. Haciendo “puf” se deja caer, bo320

caabajo. Con la nariz apachurrada, voltea hacia su izquierda. En el buró, hay una nota escrita a mano. La mierda, piensa. El Maverick. Estacionado junto al highway, en el antro de cervezas. Seguro se lo llevó la pinche grúa, medita Alo. Le da culpa. La mierda, piensa. Y no lo lee. Prefiere dormir. Casi de inmediato comienza a roncar. Diez minutos después, lo despierta una musiquita insolente. El camión de los helados. Qué pedo, piensa. Abre los ojos. Qué mamada. Tintín, tintín. Tíntirrin tin, tíntirrin tin. Vale verga qué mamada, despotrica. Tíntirrin tin. Se levanta y se asoma por la ventana. El trasnochado camioncito de helados Cherry Popper se ha estacionado frente al edificio. Tíntirrin tin. Los estudiantes que hacen jogging y los que se levantan temprano el sábado para asistir a sus cursos nerds se aproximan, emocionados, a la caja rodante. —Todo el puto semestre soportando esta mierda — dice Alo al volver a la cama—. Qué bueno que ya viene el verano. Qué bueno. De nuevo acostado, observa el buró. Coge la nota. Lee: Cabrón, tu mamá no ha dejado de chingar desde anoche. Haznos un favor y llámale cuando llegues. Lo piensa dos segundos. Toma el auricular. Marca. 321

Espera. —Bueno. —¿Bueno? —Alo carraspea— ¿Cuki? —Qué pedo. La voz de Cuki es ronca. Adormilada. —¿Está mi mamá? —No. —Es que me estuvo hable y hable, y como no vine en toda la noche/ —Sí sí, bla bla bla. Yo le digo que llamaste. Pausa. —Okey. Por favor. —Ya te dije que sí guey. —Okey. Bye. Clic. Cierra los ojos. Un poco de paz. Entonces, siente una presencia. Abre los ojos. Ahí, parado frente a la cama, está El Paiki Que Vive Adentro De La Cabeza de Alo. Lo observa con una sonrisa pálida en el rostro. Alo, pelos rebeldes y almohadazo, lo encara, agresivo: —¿Qué? El Paiki se encoge de hombros, sardónico. —No digas nada —dice Alo y vuelve a sumir la nariz en la almohada.

[Fin del bonus track] 322

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ÍNDICE Dramatis personæ ............................................................... 9 UNO ..................................................................................... 11 DOS ..................................................................................... 25 TRES ................................................................................... 57 CUATRO ............................................................................ 89 CINCO .............................................................................. 117 SEIS ................................................................................... 149 SIETE ............................................................................... 187 OCHO ............................................................................... 193 NUEVE ............................................................................ 237 BONUS TRACK ............................................................ 251

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