La Vida Cotidiana de Los Dioses Griegos - Giulia Sissa y Marcel Detienne

May 1, 2017 | Author: peter | Category: N/A
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Descripción: Filosofía....

Description

U VIDA COTDUNA OE LOS

DIOSES Clin i

i

GIULIA SISSA • MARCEL DETIENNE

Giulia Sissa y Marcel Detienne

La vida cotidiana de los dioses griegos

f (MCIOfKS

m EDICIONES TEMAS DE HOY

Colección: HISTORIA Autores: Giulia Sissa y Marcel Detienne Título original: La vie quotidienne des dienx grecs Hachette 1989 Ediciones Temas de Hoy, S. A. (T. H.) Paseo de la Castellana, 93. 28046 Madrid Traducción: Elena Goicoechea Larramendi Revisión de la edición española: Alfonso Silván Rodri catedrático de griego D.I.B. Diseño de portada: Rudesindo de la Fuente Ilustración de portada: Angus McBride Primera edición española: mayo, 1990 ISBN: 201-0107810 (edición francesa) ISBN: 84-7880-029-8 (edición española) Depósito legal: M. 11.935-1990 Compuesto en EFCA, S. A. Impreso en LAVEL, S. A. Printed in Spain - Impreso en España

8

INDICE

IN T R O D U C C IO N .............................................................................

19

PRIMERA PARTE HOM ERO A N TRO PO LO G O C a p ít u l o I

¿LITERATURA O A N T R O P O LO G IA ?.......................................

33

El mundo de la ¡liada, 35.—Tiempo de pormenores, 40.—Es­ tructuras e invención de lo cotidiano, 45.—Un rasguño: vis­ lumbre de un mundo, 47. C a p ít u l o II

LOS DIOSES, UN A NATURALEZA, UN A SO C IED A D ........

51

La sangre inmortal y su contexto, 52.—Hera y el cinto de Afro­ dita, 57.—Afrodita y el deseo, 61.—Diosas o mortales, al fin y al cabo mujeres, 63.—Dioses sometidos, 66. C a p ít u l o III

DISTRIBUCIO N D EL TIEM PO.....................................................

71

Divinidades del tiempo, 71.—Placeres e inquietudes, 77.—Zeus y Hera en acción, 82.—Inquietudes y peligros, 85. C a p ít u l o IV

EJERCER DE DIO S: U N ESTILO DE VIDA.............................. Reacciones divinas, 93.—Metamorfosis y suplicios, 100.

91

8

Indice

C a p ít u l o V

DELEITARSE C O N E L PLACER D E VIVIR..............................

103

Apetitosos vapores, 104.— La relación del sacrificio, 109.—La ración de los dioses, 111.—Néctar y ambrosía, 115.—El placer de la felicidad, 118.—La crítica de los filósofos, 120.—El placer de la vida, 122.—La vida cómica, 124.—Cenas de negocios, 126. C a p ít u l o VI

INJERENCIAS DIVINAS..................................................................

131

Influencia sobre los hombres, 133.—¿Dioses razonables?, 137. C a p ít u l o VII

PAISAJES D E SO BER A N IA ............................................................

141

Zeus se compromete, 145.—La mirada de Hera, 149.—La men­ tira de Zeus, 150.—... y la de Agamenón, 153.—Hera y Poseidón, 156.—Dificultades del poder, 162. C a p ít u l o V III

LOS DIOSES Y LOS DIAS...............................................................

167

¿El Génesis como un trabajo diario?, 171.—El Génesis: ¿un tra­ bajo digno de Dios?, 175.—La vida de los dioses y la vida de los hombres, 177.

SEGUN DA PARTE LOS DIOSES EN LOS PLACERES DE LA CIUDAD C a p ít u l o IX

CU A N D O LOS OLIM PICOS SE VISTEN DE CIUD AD AN O S

187

Elegir una ciudad, 191.—Construir un territorio, crear dioses para cada ciudad, 197.—Formas, saberes y poderes, 199. C a p ít u l o X

UN JA R D IN PO LITEISTA .............................................................. Acopio de estructuras, 209.—Configuración de dioses y jerar­ quía de poderes, 214.

203

Indice

9

C a p ít u l o X I

EL CO M ERCIO D E LO S DIOSES.................................................

221

Una práctica social: «creer en los dioses», 224.—Derechos po­ líticos, carne y sacrificios, 230.—Presencia de los dioses, 234. C a p it u l o X II

D EL ALTAR AL TERRITO RIO : EL HABITAT DE LOS PO­ DERES D IV IN O S........................................................................

239

Del altar a la ciudad, 243.—Singularidad del templo griego, 250.—Asuntos locales, 255. C a p ít u l o XIII

ASUNTOS DIVINOS, ASUNTOS H U M A N O S..........................

259

Dioses en la médula de lo político, 264.—{Dioses dominados por los hombres?, 268. C a p ít u l o X IV

HERA, ATENEA Y CO M PAÑIA: LA FUERZA DE LAS MU­ JE R E S...............................................................................................

273

Atenea m isógina, 275.— Praxítea, una anti-Clitemestra, 282.—Fundadora y madre patria, 286.—Una mujer a la cabeza de los efebos, 290.—El recorrido de los santuarios, 294. C a p ít u l o X V

U N FA LO PARA D IO N IS O ...........................................................

299

La epifanía del falo, 304.—El corazón y el miembro viril al mar­ gen de la erótica, 309. NOTAS

313

EL M UNDO GRIEGO EGEO

URANO-GEA

OCÉANO-TETIS

OCEANIDES

CEO-FEBE

i

ASTERIA

i

LETO-ZEUS

REA-CRONO

HIPERIÓNTiA

IAPETO-CUMENE

r~i

SELENE'ATLANTE PROMETEO-CELENOS

EOS

HELIO

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i i— i

r

EPIMETEO- HESTIA

DEMÉTER

ZEUS

MERA

POSEIDÓN-ANFITRITE

PANDORA

ARTEMISA

APOLO

1--- 1

DEUCALIÓN

LICO

I*

QUIM ERlflf i

PIRRA

PERSÉFONE ATENEA

ARES

HEBE

ILITIA

HEFECTO

ABISMO

EREBO

NOCHE

ÉTER

(1) Este cuadro genealógico presenta las descendencias más importantes surgidas de la pareja de antepasados Cielo y Tierra. Se observará que la filiación de Hefesto y de Atenea es uniparentaL

DIA

(2) Genealogía del Día, divinidad que no pertenece a la descendencia de Cielo y Tierra, sino a la de Abismo a través de Noche.

N o t a d e l r e v is o r t é c n i c o s o b r e l a t r a n s c r ip c ió n DE LO S TÉRM INOS GRIEGO S

Dado el doble carácter de la presente publicación, que por una parte tiene mucho que decir a un sector versado en cuestiones relativas a la cultura Antigua, y por otra pre­ tende llegar a un público más amplio, se ha pretendido adop­ tar un sistema riguroso en lo que se refiere a la transcrip­ ción de los términos griegos que aparecen en el texto en letra cursiva. Al lector conocedor de los problemas que en­ traña tal operación no es necesario hacerle ninguna indica­ ción sobre los criterios adoptados, que observará de inme­ diato, pero a otros lectores más profanos sí pueden facilitar la lectura de dichos términos unas breves indicaciones: 1.

2. 3. 4.

Los grupos /ph/, /ch/, /th/, /rh/ encuentran una correspondencia aproximada en los sonidos que atri­ buimos a nuestras letras /, j, z, r, esta última cuando va-en posición inicial. La h en posición inicial trata de reflejar una aspira­ ción equivalente a la de la lengua inglesa. El grupo /ll/ hay que leerlo como dos eles indepen­ dientes. Una z puede leerse como si se tratase del grupo /ds/ en castellano.

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L a vida cotidiana de los dioses griegos

5. 6.

El diptongo ou se pronuncia como nuestra «. Cuando encontramos ¿ o bien 6 quiere decir que en griego hay una eta o un omega, pero no tiene con­ secuencias en la pronunciación convencional del griego. Los acentos ' (agudo) y * (circunflejo) se re­ flejan en la lectura mediante el nuestro de intensidad.

IN TR O D U C C IO N *

yy I AMBIAR la vida» era ayer una consigna de ” las pintadas callejeras; hoy es un tópico de la sociedad del espectáculo. La «calidad de vida» se ha con­ vertido en un asunto individual. Los especialistas nos lo repiten a diario y a porfía en los medios de comunicación. También ayer, pero esta vez de la mano de Fourier y la obra Viaje a Icaria de Etienne Cabet (1840), la «vida coti­ diana» estaba a la orden del día. En el taller de Marx y Engels, los filósofos elaboraron una crítica de la vida coti­ diana mientras esperaban la llegada de aquellos que, en fe­ chas próximas a mayo del 68, iban a denunciar con reno­ vada violencia la época industrial, el capitalismo, los ritmos inhumanos de trabajo y la explotación de los asalariados, degradados y encadenados las veinticuatro horas del día. Lo cotidiano significaba entonces alienación, y el final de lo co­ tidiano debía ser el Gran Día, la Revolución, la abolición de la división del trabajo y el hombre por fin desalienado. En un ensayo titulado La vida cotidiana en el mundo moderno 1 escrito en 1968, Henri Lefebvre desacreditaba lo cotidiano «en el sentido Hachette» 2, lo cotidiano por do­ quier, en los incas, etruscos, romanos e incluso griegos, tal * La primera pane de la obra ba sido escrita por Giuiia Sissa, Marcel Detienne ha redactado la segunda y la introducción es de ambos.

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como existe lo cotidiano en Billancourt, en las fundiciones de acero de Lorena o sencillamente en el hotel Matignon. Según este autor, «Hachette» se equivocaba, ignoraba con toda seguridad que lo cotidiano es sinónimo de alienación y que únicamente aparece tras la expansión de la economía mercantil y monetaria, sin que deba confundirse con la vida y la cultura material cuyo inventario había establecido Fernand Braudel. Al parecer, los griegos, romanos y etruscos se habrían introducido por error en la colección de Hachet­ te, o mejor dicho habrían sido indebidamente extrapolados, desviados y anexionados; puesto que es evidente que grie­ gos, romanos y etruscos pertenecen a una época anterior a lo cotidiano 3, «cuando la prosa del mundo no estaba se­ parada de la poesía». Etruscos, romanos y griegos —afir­ maba Henri Lefebvre— gozaban con naturalidad de un es­ tilo que manifestaba los mínimos detalles de su civilización. Sea cual fuere el fundamento teórico de la división mar­ cada por la alienación, es evidente que la atención hacia lo cotidiano, la categoría de «día», la reflexión sobre la forma de vida sometida a un orden diario, no han esperado a los requerimientos de la economía capitalista moderna para ma­ nifestarse. Cuando Joyce decidió relatar la vida cotidiana de la gente en 1905 en una unidad temporal de un solo día concreto desmesuradamente dilatado, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la madrugada, entre Bloom y Molly, tal vez se hallaba oscuramente determinado por el fracaso revolucionario de la Comuna de París o por otra menos escandalosa; pero al escribir Ulises, Joyce escribe de nuevo, o incluso recrea, la tradición literaria de Occidente desde Homero, con la Odisea y la 1liada. Una tradición que no cesa de explorar los valores del día, de comparar las dife­ rentes formas de vivir en el marco de una sola jomada, a través de Jean-Jacques Rousseau, Ronsard y Rabelais, Sé­ neca y los discípulos de Pitágoras. Jcan Starobinski ha des­ tacado magníficamente a los personajes de mayor relevan­ cia: Ronsard nos habla de los «días plurales» en la euforia expansiva del humanismo, las mil maneras de vivir las múl­ tiples vidas; Rabelais del día de Gargantúa, desde las tres

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de la mañana a la caída del sol, los cuidados del cuerpo, los ejercicios físicos inseparables de la actividad intelectual que corresponden a una educación enciclopédica; los hábitos cotidianos formulados por el protestantismo cuando el in­ dividuo se ve obligado a ser «una persona ordenada por su responsabilidad ante Dios»; la exhortación cristiana para preparar el advenimiento del Día eterno, organizando la jornada con una disciplina monacal instituida por las gran­ des órdenes religiosas, desde Casiano a san Benito 4. Si nos remontamos en el tiempo, encontramos en Séneca y el estoicismo romano la recapitulación de los sucesos de la jornada, la descripción por escrito de actos y gestos, el examen de conciencia a la manera de los pitagóricos a fin de controlar el tiempo-olvido, de construirse una identidad rememorando los pensamientos y actos al final de la joma­ da 5. Con Pitágoras, los griegos descubrieron las virtudes espirituales de lo cotidiano, del «cada día», mediante un trabajo de reunificación, de rememoración que permite re­ troceder en la cadena de sucesivas encamaciones eligiendo una nueva forma de vida que transforme al ser humano en su totalidad 6. Y así cada día, puesto que, como escribió Séneca, una sola jornada vale por toda la vida de un indivi­ duo 7. Desde el principio, y en particular desde la epopeya de Homero en el siglo VIII antes de nuestra era, la humanidad estuvo marcada e incluso estigmatizada por la noción de día, de tiempo breve, de tiempo instantáneo. Por ejemplo, la palabra crono, que crecerá hasta convertirse en el dios Tiempo, es decir en el Padre de los días, en la litada signi­ fica el instante, el momento singular y fugitivo 8. Bajo las murallas de Troya, la existencia humana tiene el matiz de lo «diario», de «tal día en que» 9 tal suceso se ha producido, o bien de lo que cada mañana trae de bueno o malo. «En este mundo, el pensamiento de los hombres es lo que cada día el Padre de los humanos y de los dioses quiere que sea» I0, como Homero pone en boca de Ulises, el héroe de la Odisea. Por tanto, a los hombres, a los mortales, les correspon­

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de lo cotidiano, la fuerza vital de corta duración, mientras que los dioses se reservan el «siempre» y gozan de una vitalidad de larga duración " , la cual también implica una forma de vida diferente de lo diario y lo efímero 12 que impregna la Odisea de principio a fin. La noción de día implica la de forma de vida, ya que los dos términos se aúnan en la idea de vida que tan fuertemente moldea el concepto griego de tiempo. En efecto, aión 13, término por el que los griegos designan a «la vida», significa para los médicos la médula espinal, la sustancia de la fuerza vital, marca a la existencia su duración, su extensión más o menos larga o más o menos breve. Es la «fuerza vital», es decir, la vida, lo que diferencia a los hombres de los dioses: pues es evidente que no tienen la misma vitalidad, aun cuando inmortales y mortales se sienten a comer en la misma mesa, los unos al lado de los otros. Los hombres y los dioses parecen vivir bajo un régimen de paridad pero, de hecho, no son «iguales en vitalidad», en aión M, como dice Hesíodo al recordar a este respecto la edad de oro, es decir el tiempo anterior al asunto de Prometeo, el fuego robado y el escándalo de la engañosa ofrenda de la carne de la víctima. Precisamente Hesíodo, en su obra la Teogonia, ofrece la versión más difundida del origen de los hombres y de los dioses: unos y otros nacieron de la misma madre, la Tierra, Gea. Al igual que la especie humana, los dioses griegos pertenecen a la totalidad del mundo. No son ni divinidades transcendentes ni dioses creadores que fueran dueños del cielo, la tierra y el mar. Por supuesto que cada una de las dos especies cumple con su propio destino. E incluso algu­ nos de los dioses del Olimpo no dudan en despreciar a los mortales, «semejantes a hojas que, ya viven rebosantes de esplendor, alimentándose del fruto de la tierra, ya se con­ sumen y mueren» I5. Diferencia de poder, de dynamis, como dice Píndaro 16 al recordar el parentesco de origen entre los dioses y los hombres: la morada de los dioses, el cielo bron­ cíneo, es inquebrantable, mientras que el hombre es sólo insignificancia, nada, menos que una hoja caída de un árbol. Frente a los grandes inmortales, la especie humana es víc­

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tima del error y ofrece un espectáculo de impotencia congénita para hallar remedio contra el envejecimiento y la muerte 17. Sin embargo, debido a su origen común, la vida de los hombres y la vida de los dioses se comparan continuamen­ te, y en toda la tradición, desde Homero a Hesíodo, ésta hace referencia a aquélla. Los dioses son tan próximos, tan semejantes que son vistos como «seres cuya forma es la de un brote humano» (anthrOpophySs) 18. En Grecia los dioses nacen en el mundo I9. Todos aque­ llos que en mayor o menor medida vuelven su mirada hacia la teología pagana tienen la imagen de Apolo y Artemis nacidos en Délos, Hermes en una cueva y Afrodita surgien­ do del Egeo. Un pensamiento teológico que se adapta per­ fectamente al otro nombre griego de anthrOpologéin, es de­ cir, del saber cuyo objeto son los dioses representados como hombres. Los dioses habitan en el Olimpo, viven en las alturas, en cielo abierto. Es un espacio por el que no transcurren las estaciones, en el que el tiempo no varía. Pero por muy elevada que sea la cima de una montaña, siempre tendrá su base en la Tierra. Los dioses viven allá arriba, pero en un lugar que aún pertenece a la Tierra.^ Los dioses no mueren, son athdnatoi, inmortales, aeigennStai, nacidos para siem­ pre. Lo cual no impide que Ares vea de cerca la muerte ni que conozcamos una tumba de Zeus. Sus cuerpos son vul­ nerables a las heridas, sufren con ellas. Alimentados de am­ brosía, néctar y vapores, no poseen sangre; pero, bajo su hermosa piel, están llenos de otros muchos humores. Los inmortales son akedées, están exentos de preocupa­ ciones. Para ellos la vida discurre plácidamente (rhéa). Y sin embargo, a pesar de esta cualidad típicamente divina que los poetas no dudan en atribuirles, se preocupan ((ksdesthai) de muchos asuntos; sus compromisos con el mundo y los hombres son continuos. A pesar de ser bienaventurados, mákares, sin embargo son presa de la cólera y de la piedad, del temor y del deseo; por lo tanto, de todo lo que con­ mueve y trastorna.

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Lo que es cierto es que resulta temible encontrarse con ellos frente a frente. Y a pesar de esto, se aparecen muy a menudo a los humanos, ya sea disfrazados o, como ocurre con frecuencia, a cara descubierta, sin que su presencia pro­ voque una conmoción en quien la afronta. Por consiguiente, tal como se desprende de la poesía homérica —testimonio por antonomasia—, la representa­ ción de los dioses es ambigua. Por una parte difieren de manera radical, tienen su tiempo, su espacio, un cuerpo no humano, son apacibles y terribles; por otra, el ritmo trepi­ dante en el que viven, se desplazan e intervienen, oculta la alteridad y casi la desacredita en el momento en que apa­ recen en escena en un plano de profunda homogeneidad con los hombres. Un aspecto emblemático de este doble discurso es la lengua. Homero atribuye a los dioses un uso de la lengua exclusivo. Sin embargo, la poesía homérica in­ siste en poner el griego de los mortales en boca de los habitantes del Olimpo, como si se tratara de su propio idio­ ma. Las únicas diferencias irreductibles con la identidad de los humanos son la inmortalidad, la edad inmutable y una serie de extraordinarios poderes: velocidad, fuerza, invisibi­ lidad o posibilidad de volar. Los olímpicos tienen su propia sociedad. Unidos por relaciones de parentesco, con alianzas matrimoniales endogámicas, constituyen un grupo cerrado, compuesto por tres generaciones cuyos individuos están anclados en una deter­ minada edad. Apolo es el koúros, el joven imberbe; Zeus, barbudo, es el adulto. Muchos de los hijos están engendra­ dos fuera del grupo, por algún olímpico que seduce a una mujer mortal; pero rara vez un bastardo semidivino es re­ conocido como un dios con pleno derecho. Así ocurre con Heracles, hijo de Zeus y de Alcmena, quien fue admitido en el Olimpo tras una serie de hazañas inverosímiles. Y esto provocó las reivindicaciones de Dioniso, hijo de Zeus y Sémele, princesa de Tebas. Al no ser reconocido dios por los suyos, Dioniso urdió una cruel venganza: hizo que su tía Agave, hermana de su madre, se volviera loca y matara a su propio hijo desmembrándole de manera salvaje. Lo

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más frecuente era que los hijos de los dioses o de las diosas no heredasen la condición inmortal del progenitor: eran sim­ plemente héroes, seres extraordinarios por su valor, privi­ legiados por el favor divino del que gozaban a lo largo de la vida. Pero su existencia tenía como destino un final. La estructura familiar, y por tanto jerárquica, de la so­ ciedad olímpica engendra relaciones de fuerza y poder. En primer lugar, tal y como está representado en la tradición épica, el señorío de Zeus tiene su propia historia. Zeus arre­ bató el poder a su padre Crono, quien a su vez había des­ poseído al suyo, Cielo (Urano). En una dinastía de inmor­ tales la sucesión se produce de modo violento. Pero Zeus no es hijo único: tiene hermanos y hermanas. Con las her­ manas establece alianzas, casándose con una de ellas (Hera) o dándole una hija (Perséfone) a otra (Deméter); con los hermanos hace un reparto igualitario del mundo por sorteo —típicamente fraternal. A Hades le corresponde el universo de los muertos, a Poseidón los mares, mientras que él recibe el cielo. En cuanto a la Tierra y al Olimpo, estos lugares quedarán indivisos y comunes. Sin embargo, esta triple re­ partición sólo resulta equilibrada en apariencia. Desde las alturas, Zeus domina. En calidad de padre de los dioses y de los hombres se impone a todos sus congéneres por ser el más fuerte, el único que podría dar la talla frente a los demás. Esto en cuanto a fuerza física, pues no duda en desafiar a los dioses de formas insólitas, como lanzar una cuerda desde el cielo a la Tierra y que desde abajo tiren de un extremo todos los dioses, mientras él sujeta el otro cabo. Así se verá que todos los habitantes del Olimpo juntos no tienen la fuerza de Zeus. Esto también atañe a sus herma­ nos, ya que, aunque pretenden ser sus iguales, se les recuer­ da con firmeza el orden de prelación. Poseidón, por ejem­ plo, quería intervenir en la guerra de Troya, a pesar de la prohibición de Zeus. Intenta hacerlo con la complicidad de Hera, quien distrae la atención de su esposo. Pero en cuan­ to Zeus se despierta del sueño amoroso que ha sellado sus párpados, el temerario Poseidón debe resignarse a ceder y someterse a una voluntad que no tolera la indisciplina.

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¿ 4 vida cotidiana de los dioses griegos

Zeus en plena gigantomaquia, fulminando a los gigantes, los hijos de la Tierra, y lanzando el fuego celeste a los que se atreven a amenazar su joven soberanía. Crátera en form a de cáliz, pintor de Altamira, 480-470 antes de J. C. Museo del Petit Palais, París. G. Bulloz.

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Zeus, el padre de los dioses y de los hombres —frente a quien unos y otros parecen a veces compartir la misma situación de inferioridad—, no se considera obligado a ob­ servar unas reglas democráticas. £1 es quien hace las leyes. Atenea repite: «Hay que temerle, porque castiga indistin­ tamente al inocente y al culpable.» En efecto, existe un alto grado de capricho en el ejercicio del poder; se ciega de ira y amenaza con golpear y lanzar a los dioses desde la cima del Olimpo para que se estrellen contra el suelo. El lenguaje de los dioses expresa con gran colorido los virtuales con­ flictos en el interior de un grupo ligado por una autoridad despótica. Manifiesta así mismo la extraordinaria versatili­ dad de estos seres, llamados mdkares, felices, pero extrema­ damente susceptibles ante la mínima ofensa o el menor per­ juicio contra su honor. Zeus lo mismo pisotea los requeri­ mientos «jurídicos» de su hermano que se conmueve ante los ruegos de Tetis solicitando vengar la muerte de su hijo. En asunto de timé, de honor, en seguida se siente interpe­ lado el padre de los dioses y de ios hombres. Muy pronto estos dioses que tanto se implican en los asuntos de los hombres serán el blanco de las críticas más dispares. Los filósofos llegarán a decir o bien que su forma no es sino la sombra producida por aquellos que los pien­ san (Jenófanes), o bien que sus modales e inclinaciones no son dignos de la perfección, ¡dea ésta inseparable de lo di­ vino (Platón), e incluso que su forma de vida apasionada y vulnerable a las preocupaciones no es compatible con la certeza, natural en todos los hombres, de su felicidad ab­ soluta (Epicuro). También muy pronto se les reducirá a simples alegorías de fenómenos naturales. La reflexión de los griegos abre así una vía a las polémicas de los Padres de la Iglesia. Pero, ¿qué llegan a ser los habitantes del Olimpo, los grandes dioses familiares de nuestra mitología, en el tiempo de los hombres? ¿Invaden efectivamente la vida cotidiana de los griegos organizados en ciudades? Como sabemos, el mundo de Homero y de la epopeya es contemporáneo a la aparición de las primeras ciudades griegas, a las más anti-

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L a vida cotidiana de los dioses griegos

guas comunidades de ciudadanos. ¿Intervendrán con fre­ cuencia los dioses en los asuntos de los nuevos ciudadanos? ¿Se sentirán los hombres en la ciudad bajo el dominio de los poderes divinos? Sin duda, los dioses están presentes en la ciudad hasta el punto de que ninguna comunidad política puede ser fundada ni instituida sin sus dioses. Siempre hay un primer altar, un sacrificio inaugural e incluso un lugar reservado para los dioses en cada nueva ciudad. En Grecia el político no puede prescindir de los poderes divinos. Pero, al mismo tiempo, algunos relatos nos cuentan cómo los habitantes del Olimpo descubrieron cierto día la existencia de ciudades, ciudades totalmente inventadas por esos mor­ tales «semejantes a hojas». Y he aquí que los olímpicos se atropellan para ocupar un lugar, el primero por supuesto, en aquellas pequeñas sociedades concebidas con tanta per­ fección que hasta la ubicación de sus templos ha sido pre­ vista por el arquitecto-urbanista o por el fundador titular. Los dioses están encantados con su nuevo traje de ciuda­ dano, seducidos ante la idea de convertirse en los «dioses de la ciudad». En las ciudades que van surgiendo por doquier hay in­ cluso un tiempo previsto y reservado para los dioses, para los asuntos que les conciernen, las fiestas, los sacrificios, la duración de las ceremonias, los detalles del ritual, la orga­ nización del calendario o los días consagrados en particular a cada uno de ellos. Los dioses están siempre presentes, sus asuntos se estudian antes que los de los hombres. A este respecto todos los ciudadanos se muestran unánimes. Y lo son también en cuanto a admitir como algo evidente que son las asambleas políticas las que deciden soberanamente en todos los asuntos de los dioses. Son sin duda dioses muy activos, presentes en toda la vida social, en todos los aspec­ tos de las relaciones de los hombres entre sí, en la conducta y en las actitudes públicas y privadas. Dioses a quienes varias veces al día, mediante oraciones y sacrificios, se les implica en la vida de los ciudadanos, ya sea porque los hombres se dirigen a la asamblea, se preparan para la guerra o esperan la maduración de los productos de la tierra. Dio­

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ses que disponen de su propia autonomía, dan consejos por medio de oráculos, de señales específicas, pero también dio­ ses que la ciudad elige deliberadamente para tenerlos a la vista, de tal manera que, en general, los ciudadanos no se sientan nunca bajo su dominio. Los dioses en la ciudad no parecen en absoluto seres poderosos y atareados como lo son los activos dioses de Homero, dispuestos a someterse unos a otros a los más terribles tormentos con tal de satisfacer la necesidad casi mórbida de ocuparse de los asuntos de los mortales. Tam­ poco son seres indiferentes como los que imagina Epicuro, dioses lejanos, confinados en la beatitud, dedicados a con­ templarse a sí mismos sin preocuparse en absoluto por el ajetreo de los lugares públicos. Son seres poderosos impli­ cados por su peculiar manera de actuar en todas las con­ ductas de los que pretenden «hacer vida de ciudadano». Y para poner en escena a algunos de estos dioses com­ prometidos en el mundo de los humanos, hemos decidido presentar, dando prioridad a la parte femenina, a unos per­ sonajes tan poderosos como Hera y Atenea, que ejercen su soberanía entre Argos y Atenas y regentan no sólo el con­ junto de las actividades de las mujeres, sino también la for­ mación de los futuros ciudadanos. Mientras que con Dioniso, y siguiendo los pasos de una de sus representaciones, la procesión del falo, podremos examinar, bajo el símbolo de un dios tan atento a todo lo relacionado con lo femeni­ no, aquellas maneras tan cívicas de ver las relaciones de la fecundidad natural y de la sexualidad cotidiana.

PRIMERA PARTE

HOMERO A N TRO PO LO G O

CAPITULO I

¿LITERATURA O ANTRO PO LO GIA?

•c

A E puede hablar de una vida cotidiana de los dio^ ses? Sin duda es una pregunta difícil y delicada, ya que siempre nos acecha la anécdota, sentimos la amenaza de la futilidad y se cierne ante nosotros, mortales lectores, el aburrimiento que algunos suelen atribuir a los dioses. Pero es también un tema apasionante ya que sería despre­ ciar nuestra inclinación natural y, ante todo, equivocarnos sobre la propia teología si, por pudor, desistiéramos de la curiosidad hacia la vida cuando se trata de los dioses. ¿Cómo viven? ¿Qué hacen con el tiempo? ¿Qué les gusta hacer? Si lo real nos intriga, no tengamos miedo a su inconveniencia. Convenzámonos por el contrario de que estas pequeneces, estos detalles tan cotidianos lanzan, en todo tiempo y lugar, un desafío al pensamiento mítico o «lógico» sobre lo divi­ no. Tomemos como ejemplo la distribución del tiempo de los dioses; relacionar estas tres palabras, dioses, tiempo, dis­ tribución, significa tener que salvar otros tantos obstáculos: definir a un dios, imaginar su experiencia del tiempo y des­ cribir su correlación en el mundo. Veremos más adelante que, ante estos problemas, la fi­ losofía clásica no sólo se limitó a adoptar unas posturas fatalmente antinómicas. Más aún, cuando con Platón (si­ glo IV antes de nuestra era), Cicerón (siglo I de nuestra era) e incluso Luciano (siglo II de nuestra era) el debate sobre

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la naturaleza de los dioses adoptó la forma de un diálogo explícito, se vio que si existía tal controversia de argumen­ tos y refutaciones sobre la idea de divinidad era debido a un punto oscuro, causante de todos los litigios: ¿existe o no la posibilidad de acción en los dioses? Esta es la cuestión que divide a las escuelas y que dará lugar a dos opciones opuestas. Para Platón, y más tarde para los estoicos, la acción en el tiempo y en el mundo —lo efímero— no se reduce a una simple posibilidad accidentalmente inherente a la identidad divina. Actuar parece que constituye el a priori mismo de la existencia de los dioses: es su razón de ser. Por esto, admitir que hay inmortales, negando al mismo tiempo que sean activos, significa implícitamente negar su existencia. Por el contrario, una crítica recurrente de la tradición reli­ giosa, cuya versión más difundida es la de los epicúreos, prohíbe cualquier hipótesis de vida divina activa, a fin de concebir a los bienaventurados en la plenitud de la perfec­ ción. Hacer o no hacer: desde los griegos, la cuestión de la existencia de los dioses, de un dios, se plantea en estos términos, en el seno de una tradición que, primero politeís­ ta y luego monoteísta, postula la exigencia de justificar al ser en función de la capacidad de actuar. «Actúo, luego soy»: así podría enunciarse el lema de los dioses que expre­ san los teólogos —paganos y cristianos, indistintamente— comparados con los dioses epicúreos que aspiran al reco­ nocimiento lógico y que, por el contrario, reivindican la esencial y soberana ociosidad. Para subrayar la legitimidad de este debate y su permanencia a lo largo de los siglos, bastará recordar algunas páginas de la Enciclopedia de Diderot y D ’Alembert. Definir el ateísmo, esa idea preconce­ bida que «no se limita a desfigurar el concepto de Dios, sino que [...] lo destruye completamente», significa resuci­ tar el fantasma siempre acechante de la escuela de Epicuro. Ateísmo es la opinión de aquellos que niegan la existencia de Dios, autor del mundo [...]. He añadido las palabras autor del

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mundo porque no basta con aceptar en el sistema propio la pa­ labra Dios para no ser ateo. Los epicúreos hablaban de dioses y sin embargo eran verdaderamente ateos, porque no concedían a éstos parte alguna en el origen y la conservación del mundo y los relegaban a una vida de desidia ociosa c indolente. Si la cultura griega hubiese seguido la vía epicúrea, si los dioses del Olimpo se hubiesen mostrado tan divinos como los inmortales del taoísmo o el Cielo de Confucio, cuya máxima «El ni siquiera habla» descubrieron los jesuitas en el siglo XVII, entonces, por supuesto, hubiera sido impen­ sable una Vida cotidiana de los dioses griegos. Pero estos dioses se despertaban todas las mañanas cuando la Aurora traía, para ellos como para nosotros, la luz anaranjada de un nuevo día. Y cada día, por amor, ira o pasión, se levan­ taban con un proyecto, una intención o un deseo que les empujaba al exterior, a este mundo sublunar que compar­ tían con nosotros, en el que se creían inmortales y en el que ardían de ansias de vivir. Erase una vez la Grecia de Homero. Muy lejos de las fútiles charlas y de las parodias poste­ riores, el ritmo de los hexámetros rememoraba sin ironía y sin recelo las gestas y los días, la vida de ios dioses anti­ guos. En las ciudades de la Grecia clásica, donde la ¡liada y la Odisea se cantaban cada año 1 ante el público, se ofre­ cía un compendio de esta vida de los dioses; en imágenes literarias y relatos aparecía ante los hombres un mundo ha­ bitado y moldeado por ellos.

E l mundo de la Ilíada Una sucesión de días soleados y noches oscuras: hechos extraordinarios e imprevistos se suceden con un fondo de temporalidad firme, continuo, costumbrista y lleno de mi­ nucias. En el primer plano del desarrollo del relato, pugnan con violencia los incidentes y las secuelas de una guerra que, de pronto, se ha convertido en épica y febril al estallar

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la cólera de un héroe por una cuestión de honor. El campo de batalla se sitúa en el país de los hombres, a orillas del Escamandro, y los dioses no sólo están implicados sino que la dirigen, la promueven y se obstinan en ella. Ellos son quienes toman las decisiones y las armas. La guerra de Tro­ ya les pertenece. ¿Quién arranca a los ejércitos del letargo, de la tensión inmóvil y de la espera vacía en que han trans­ currido inútilmente tantos años? ¿Quién decide la estrategia de estas memorables jornadas de salidas, emboscadas, asal­ tos y duelos? Es el padre de los dioses y de los hombres, es Zeus quien rompe con la monotonía del sitio en el ins­ tante en que responde a los ruegos de una diosa agraviada en la persona de su hijo. El es quien decide cuándo tendrá lugar la resolución y el final del conflicto. Le envía un men­ saje al soberano de los argivos, un sueño engañoso con el que provoca el terrible enfrentamiento que se saldará con la toma de la ciudad. Y el sueño, al tiempo que confunde a Agamenón en cuanto a sus próximas victorias, no oculta sin embargo la naturaleza divina de su origen. En efecto, la imagen parlante que se aparece al rey dormido con el rostro de Néstor, venerable consejero, evoca la asamblea de los olímpicos: «Los inmortales que poseen olímpicos pala­ cios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los troyanos.» 2 Un desacuerdo entre los dioses mantenía pa­ ralizada la acción; la señal de un dios rompe la inercia. Para el poeta de la ¡liada, la dinámica de la guerra de Troya y la trepidante historia de sus batallas están en manos de los olímpicos. La pelea entre Aquiles y su rey significa una ocasión, un accidente primordial. «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo»; con estas palabras co­ mienza el poema. Pero el causante de la desavenencia entre el héroe, hijo de una diosa, y el soberano de origen mortal, el motor dinámico es un dios. Sin duda el poeta le pide a la diosa que el relato se desarrolle a partir del momento en que «una disputa separó al hijo de Atreo, defensor de su pueblo, y al divino Aquiles» 3. Pero este principio oculta otro. Por encima del altercado que enfrenta a un rey y a

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su mejor paladín se vislumbra otra causa, decisiva y divina. «¿Cuál de los dioses promovió entre ellos esta contienda para que pelearan?», pregunta el poeta. Y aparece Apolo como protagonista. En el origen de la disputa se halla, pues, el hijo de Leto y de Zeus: él es quien ha visto a uno de sus sacerdotes humillado por el jefe de los aqueos; él fue quien «bajó enfurecido de la cima del Olimpo» * para vengarse. Agamenón se había negado a devolverle la hija a Crises, sacerdote de Apolo, ya que esta joven había sido elegida por el rey como botín tras la conquista de Crisa. Pero en la persona de su ministro, es el propio dios quien se siente ofendido: la presunción del rey le atañe y le hiere. Reac­ ciona. Hace su entrada en aquel tiempo sombrío en el que nada sucedía desde hacía mucho. Por consiguiente, él es quien inaugura el acelerado ritmo de la guerra en la narra­ ción. El motivo inicial de la ofensa infligida por Agamenón al sacerdote y a su dios se debió a esa debilidad tan humana llamada arrogancia de soberano. Pero no olvidemos que todo el desarrollo de la guerra se halla bajo los designios de Zeus. Para su incursión en el mundo humano, para llegar a situarse como la noche, muy cerca de las naves griegas, Apolo abandona su casa, una morada de sólida construc­ ción que se halla en el feudo montañoso de los inmortales, el macizo del Olimpo, al noreste de la Grecia continental. Como cualquiera de sus semejantes, al acercarse a los hom­ bres, al principio de la litada, Apolo debe realizar un viaje, es decir recorrer en poco tiempo la distancia que separa dos espacios: el de sus acciones puntuales, en este caso la lla­ nura de Troya, y el de su vida cotidiana. Dos espacios y también dos tiempos: la intriga caballeresca, el drama que se sitúa en primer plano, se destaca —como ya hemos se­ ñalado— sobre un fondo de costumbres, hábitos y gestos repetidos. Este segundo plano se deja a veces percibir por medio de rápidos trazos que se deslizan en el relato apro­ vechando algunos descansos, bien para hacer una alusión a ese nubarrón movido por las Estaciones y que hace las ve­ ces de puerta a la entrada del Olimpo 5, o bien a los mo-

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dales en las comidas 6. Pero los indicios de una vida divina que sería como un paisaje apenas esbozado en perspectiva componen en realidad un cuadro diferente y hacen presu­ poner que existe otro escenario para las hazañas de los dio­ ses. El de una vida propia, autónoma y paralela. Se desplie­ gan largas escenas de asambleas y conversaciones, banque­ tes y altercados en el palacio de Zeus o en las alturas que lo rodean. Viajes, encuentros, disputas: los dioses se mue­ ven en este ambiente en el que unos días se suceden a otros con un ritmo absolutamente semejante al que conocen los mortales. Se mueven, actúan, viajan, pero también descan­ san: saben dejarse llevar por el transcurso del tiempo, la ociosidad y el paso de las horas. El lector de Homero se imagina perfectamente a los habitantes del Olimpo en una sociedad de pleno derecho e independiente; con una histo­ ria agitada de acontecimientos que no se corresponde siem­ pre con la de los mortales. Esa sociedad ha experimentado cambios en el poder y sediciones. Su estructura jerárquica y genealógica está de forma continua expuesta a posibles conflictos. Pero también cuenta con una sólida estabilidad que se basa en un sistema de conductas y representaciones: los olímpicos respetan unas reglas, mantienen unas costum­ bres y poseen una conciencia muy firme de su identidad étnica. La sociedad de los inmortales invita al estudio histórico y a la etnografía. El gran reparto cultural que divide en dos al mundo de la litada no es aquel que diferencia a los grie­ gos de los troyanos: el parecido de los hombres entre sí es casi total. Todos los mortales, cualquiera que sea su origen, heleno o asiático, hablan el mismo idioma, llevan armaduras que pueden ser intercambiadas sin dificultad, comen de igual manera idénticos alimentos y hacen sacrificios a los mismos dioses. Frente a ellos, y vistos en su conjunto, son los in­ mortales quienes se configuran como un pueblo distinto. Tienen su propia lengua, una alimentación específica, y em­ plean los metales de una forma muy particular: el bronce para las casas, el oro para la vajilla y los enseres —e incluso ellos mismos poseen una sustancia vital que no es sangre.

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Además de unas características propiamente divinas, de los innumerables poderes que manifiestan —desplazarse a una velocidad que anula el tiempo, metamorfosearse, hacerse invisibles, infundir fuerza o anularla—, los olímpicos po­ seen un conjunto de rasgos culturales en su verdadera acep­ ción. No son sólo dioses, seres sobrenaturales dotados de una omnipotencia virtual e inmóvil. Son habitantes del Olimpo, que se alimentan de ambrosía y disfrutan con la música apolínea. La litada nos presenta a los inmortales bajo una doble dimensión, por una parte de historia, es decir de sucesión de hechos narrados y, por otra, de densidad cultural como conjunto de información sobre un sistema de vida. Es a un tiempo relato y descripción: el ejemplo de los días inmersos en la guerra quiere ser representativo de otros posibles días, o bien semejantes o bien vividos de forma diferente, pero que el texto homérico invita a adivinar, ya que al tiempo que nos arrastra en una narración de hechos trepidantes, nos deja también entrever la vida material de los olímpicos. Si hoy en día tiene sentido escribir una vida cotidiana de los dioses griegos, es debido a que Homero lo ha hecho posible. Ni la Teogonia de Hesíodo (siglo VII antes de nues­ tra era), ni el numeroso corpas de tragedias (siglos V y IV antes de nuestra era), ni aun la literatura mitológica nos ofrecen una visión tan precisa de la vida de los dioses en el tiempo: no se reconstruye lo cotidiano —esa mezcla de in­ vención y de rutina, de automatismos e imprevistos— me­ diante una acumulación de hazañas y de biografías. En la litada no se olvida nunca este doble aspecto. Por esto se­ guiremos el relato de Homero. Sería una lástima plantearse únicamente esta pregunta: «¿Qué hacen los dioses cuando no participan en la guerra de Troya?», ya que podemos conocer, por el contrario, todo lo relacionado con estos días, tan plenos y emblemáticos. Por todo ello, la primera parte de esta Vida cotidiana va a desarrollarse en el marco cronológico de la epopeya troyana.

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Tiempo de pormenores Si realmente queremos llegar al fondo de lo que los grie­ gos llamaban lo efímero, es decir lo cotidiano, es necesario captar todo lo referente a las reglas y modales cuya propie­ dad es pasar desapercibidos. «¿De qué se alimentan? ¿Qué beben? ¿Cómo se visten? ¿Cómo son las viviendas?» 7 Si estas preguntas nos suelen parecer inconvenientes para los hombres, no cabe duda de que pueden llegar a hacernos sonreír a propósito de dioses, ese «estamento del tiempo libre» cuya vida discurre en una sucesión de hazañas. Y sin embargo, todas estas pequeñeces, estos pormenores, dan a la ficción épica —más aún en lo divino que en lo humano— su fuerza imaginativa. Gracias a Homero también en los dioses existe lo real. Y entre otros aspectos, es esto lo que diferencia a la epopeya de la mitografía. Para Apolodoro, a quien se le atribuye un importante compendio mitológico titulado la Biblioteca, un mito es una narración en la que se ha eliminado todo elemento que no constituya un suce­ so. Cualquier dato que no revista una función estrictamente necesaria para el desarrollo de la intriga se desecha. Los recopiladores de mitos se muestran parcos en detalles. Por el contrario, un poeta como Píndaro se empeña en censurar todo lo que pudiera empañar o hacer desmerecer la ima­ gen de los olímpicos: tampoco esta vez hay espacio para los asuntos corrientes, el prosaísmo, el reverso de la mo­ neda. Hesíodo, por su parte, relata, nombra, enumera, pero deja sin embargo los días para el mundo de los hom­ bres. Veamos un ejemplo. Un momento crucial en la vida conyugal de Zeus y Hera es la discusión por el nacimiento de Heracles. Este episodio podría relatarse de la siguiente manera: Cuando Heracles estaba a punto de nacer, Zeus declaró a los dioses que el descendiente de Perseo —el que iba a venir al mun­ do— seria rey de Micenas; pero Hera, celosa, persuadió a las Ilitias para que retrasasen el parto de Alcmena e hizo que Euristeo, hijo de Esténelo, naciera a los siete meses.

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Tenemos una presentación correcta del desencadena­ miento de los hechos y no falta nada de lo esencial para la comprensión de la intriga: así es como la describe Apolodoro en la obra Biblioteca 8. Pero si volvemos a leer la «mis­ ma» historia en la Ilíada 9, descubrimos un formidable des­ pliegue de estos escasos elementos narrativos. Lo que en Apolodoro era una sucesión de hechos puramente tempo­ rales y desprovistos de cualquier precisión espacial, se con­ vierte en el poema en una composición de varios «actos» en sentido teatral. El primero se desarrolla en el Olimpo: Zeus se vanagloria ante todos los dioses por el próximo nacimiento de un hijo que está destinado a alcanzar el ma­ yor poder posible entre los mortales. A continuación cam­ bia el decorado: Hera abandona la cima de las montañas para ir a Argos y llevar a cabo con mucha astucia su doble estrategia. El tercer acto, que se sitúa de nuevo en el Olim­ po, es el de las imprecaciones del soberano contra Ate, esa divinidad que le ha cegado hasta hacerle olvidar la cautela. Zeus la coge y la arroja al mundo de los hombres. Homero introduce pues el espacio, que es el principal requisito de lo cotidiano. Y señala el espacio con connotaciones estéticas y toponímicas que determinan su cualidad. El Olimpo es es­ carpado, el cielo estrellado, Argos se sitúa en la tierra de los aqueos: los epítetos, más que adornar, confieren parti­ cularidades a las cosas y personas. Homero introduce el tiempo: todo sucede en un solo día. Y precisamente en este detalle se basa todo el ardid de Hera, ya que hace jurar a Zeus que el hijo nacido precisamente ese día de su sangre se verá colmado de poder. Desde el punto de vista de la construcción narrativa, la diferencia se hace aún más evidente. En el relato de la Ilíada siempre se infiltran descripciones, intercaladas con discur­ sos directos. Incluso cuando tiene que expresar una suce­ sión muy rápida de acontecimientos, el poeta no renuncia jamás a precisar, comentar y esclarecer, lo cual da a sus relatos una mayor riqueza de colorido y consigue que sean mucho más ágiles que los textos de los mitógrafos, tan par­ cos en detalles. Pues estos últimos, con tanto comedimien-

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to, se vuelven monótonos y válidos únicamente para clasi­ ficar y comparar en un plano de imprecisa generalidad en el que cualquier héroe puede convertirse de un momento a otro en el héroe que realiza la hazaña con ayuda del dios. Con Homero nos zambullimos en un mar de detalles, en lo específico de las situaciones: son los detalles los que lo­ gran esta singularidad, tanto en la trama del relato como en la riqueza del vocabulario. Por tanto, el poeta concede tiem­ po para que hablen los dioses, les deja explicar largo y ten­ dido el cómo y porqué van a realizar determinada gesta, les presta un discurso sin duda redundante en cuanto a la in­ triga, pero valiosísimo por la información que nos da acerca de los dioses. El intercambio de palabras transforma a los silenciosos «actores» de la mitografía en sujetos cuya actividad ha sur­ gido de la experiencia, las vivencias y la vida. Entre el Zeus de Apolodoro, que anuncia el nacimiento de uno de sus hijos, y el de Homero, que se vanagloria en primera per­ sona, existe una gran diferencia: la que separa a un autó­ mata de un personaje. En el primer caso, el sentido de los acontecimientos nos viene dado por el obervador, quien presta a sus «actuantes» un mínimo de móviles necesarios y suficientes para justificar las iniciativas: los celos de Hera en esta ocasión. En el segundo, el diálogo introduce una variedad de actitudes subjetivas y de sentimientos llevados a la acción. Desde luego Zeus culpa y se venga de los po­ deres de Ate, temible congénere que le ha cegado y le ha incitado a presumir ingenuamente, provocando así la des­ gracia de Heracles. Por lo tanto, existe también en la na­ rración poética una fuerza exterior que dirige la acción. Pero en el relato, esta fuerza se convierte en un personaje; posee sin duda el poder de determinar la conducta de otro per­ sonaje, pero a su vez este último puede hacerle frente y castigarle. Los acontecimientos tienen una causa, pero la causalidad adquiere una forma conflictiva y dramática. En oposición a los mitógrafos y a su parsimonia narra­ tiva poco propicia a dilaciones y rodeos, la palabra poética puede reflejar una duración perfectamente repetitiva y es-

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tática. A las vidas de los dioses, cuyo desorden se relata en síntesis, les hace eco la vida de los dioses escenificada como una prolongación indefinida, virtualmente eterna, de una misma conducta y un mismo estado. En la obra la Teogonia de Hesíodo, los dioses están divididos en dos tiempos dis­ tantes e independientes. En un plano anterior, se despliegan en un tiempo lineal su historia y las vicisitudes genealógi­ cas. Nacimientos, matrimonios y conflictos van siendo des­ granados con un ritmo narrativo constante. Ese es su pasa­ do. En el plano actual, se les atribuye por fin una vida de sosiego sin sorpresas del reino de Zeus. Es tiempo de pla­ ceres y deleites musicales. El canto de las Musas alegra el alma al señor del Olimpo. «Infatigable brota de sus bocas la grata voz. Se toma resplandeciente la mansión del gran Zeus padre, al propagarse el delicado canto de las diosas.» 10 Su incansable voz es, junto con el festín, la condición im­ prescindible para una vida placentera en el Olimpo. Pero allí la música no llena los entreactos de una existencia agi­ tada y dramática, ya que para los dioses de Hesíodo, el tiempo de la vida activa ya ha pasado. Sin descanso esa voz discurre, cuenta y se propaga. ¿Existe una vida cotidiana de los dioses para el poeta que escribió la Teogonia? ¿Qué son las jornadas de los dioses para el autor de los Trabajos y los días, ese sorpren­ dente modo de vida de los hombres? Desde que Zeus puso orden en su mundo, se vive feliz en el Olimpo. Se escucha la dulce voz, eternamente dulce, glykeré, de las nueve Mu­ sas. Una voz que recrea hasta el infinito, para memoria de los dioses, el recuerdo de sus propias hazañas. Así, el mis­ mo canto que ocasionalmente distrae a los desventurados hombres, halaga sin cesar el corazón de Zeus. Esa misma armonía que sirve de alivio a los mortales en los momentos de luto, sumerge a los dioses en una contemplación conti­ nua de su propia imagen e historia. Gozar y sentir la ple­ nitud en sí mismos y vivir en una perenne satisfacción: ¿qué otra cosa nueva, mejor, diferente, podrían desear estos dio­ ses melómanos? Las Musas, hijas de Zeus y de Mnemósine (Memoria),

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nacieron para cumplir un cometido muy concreto y apre­ ciado: proporcionar el olvido de las desgracias y una tregua a las preocupaciones. Procurar unas pausas, un tiempo de felicidad en la vida de trabajo, cansancio y penalidades que es el destino de los mortales. Ellas no sienten ninguna preo­ cupación, pues su corazón está protegido (aksdss). Sólo tie­ nen un interés, el canto. Sirenas bienhechoras y portadoras de un reconfortante olvido, consiguen borrar al momento el luto en el que un alma se ve sumida M. Quien escucha la voz que fluye en boca de un poeta amado por las Musas, interrumpe los recuerdos de las preocupaciones (kídea): es­ cuchar las hazañas de los héroes, soñar con los dioses en las moradas del Olimpo, todo ello alivia las penalidades de una vida traspasada por la muerte. Las Musas, diosas ajenas a la inquietud, salvan, aunque sea por un tiempo efímero, a los humanos de la preocupación, sustituyendo el recuerdo obsesivo de la muerte por la rememoración de otra vida, la de los dioses y los héroes. Esa misma vida que igualmente cantan para que los dioses gocen consigo mismos. Otro gran pensador hablará también de este placer re­ flexivo. Para Aristóteles ya no se trata de Zeus oyendo re­ petidamente su historia y complaciéndose en escucharla. El principio que rige el mundo, principio de movimiento, bien supremo y deseable en grado sumo es una pura inteligencia ocupada eternamente en el acto de pensar. El intelectual sustituye al esteta. «Su vida alcanza la mayor perfección» en cuanto a lo que vivimos. Este dios filosófico, el Pensa­ miento, piensa: en eso consiste su vida, su placer. Vive pen­ sando o, mejor aún, es el acto mismo de pensar y «su vida perfecta y eterna es ese acto que se perpetúa a sí mismo». Dios es un «ser vivo eterno perfecto»; la duración continua y eterna de su vida de sujeto inteligente, «eso mismo es Dios». ¿Cuál será pues el objeto? El mismo, en tanto que pensamiento. Dios se piensa a sí mismo pensando: es el único pensamiento digno de él ,2. Tal es el vértigo de la reflexión, de la reflexividad en la cual la exigencia filosófica de perfección compromete a un dios activo. Tal la obligación por la idea de que ser dios es

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un placer, pero un placer del cual nadie más y nada más debe ser la causa, ya que en ese caso Dios dependería, ne­ cesitaría del prójimo. Dios debe ser autosuficiente, siendo al mismo tiempo la causa del deseo de los demás. Nos ha­ llamos lejos del Olimpo de Hesíodo, de aquella autoconsciencia vanidosa e ingenua, alimentada de relatos y halagos. A Aristóteles no le es necesaria esa felicidad basada en néc­ tar, ambrosía, música y poesía. El filósofo se burla de los olímpicos de Hesíodo de quienes piensa que no siguen un régimen de ambrosía por gusto y placer, sino más bien por­ que les es necesario l3. En efecto, Hesíodo habla de los dioses castigados con el ayuno, debilitados e incluso caquéc­ ticos 14: el concepto de deseo divino no queda claro. Y sin embargo, el filósofo y el poeta coinciden en la preocupación de concebir a los dioses encerrados en sí mis­ mos y ahí se ve hasta qué punto uno y otro asfixian y hacen impensable la vida cotidiana de los olímpicos. El tiempo no transcurre al haberse anclado y recogido en un eterno pre­ sente. Nada hay de cotidiano en los mitógrafos y demasia­ do en Hesíodo. El espejismo del hoy eterno, sempitemum hodie de la teología cristiana, ya se vislumbra en el hori­ zonte. Estructuras e invención de lo cotidiano Con anterioridad a la novela, la epopeya es el único género en el cual se mezclan narración y diálogo, en el que se escribe largo y tendido, sustituyendo el mecanismo del rápido encadenamiento de sucesos por la alternancia de la narración, ya de por sí prolija en pequeños detalles, y de la puesta en escena de situaciones en las que únicamente existe un intercambio de palabras en un tiempo real. Por lo tanto hay dispersión, disgregación y generosidad. En rela­ ción con lo esencial que sería la intriga, en Homero todo es «detalle». Ahora bien, este rasgo es esencial en lo cotidiano. Los historiadores de los Anales, los antropólogos y, a su mane­

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ra, los autores de las «vidas cotidianas» de esta colección lo han demostrado ampliamente. Sólo que lo han realizado en el ámbito de la historia de los hombres, convencidos de que lo cotidiano es el tiempo de quienes están destinados a mo­ rir. F. Braudel, al recordar al público de Johns Hopkins los motivos para escribir «Las estructuras de lo cotidiano», de­ claró en 1977: «Creo que la humanidad vive inmersa en lo cotidiano.» 15 Hay que plantearse cuando se habla de los dioses, si los detalles de la vida cotidiana dejan por ello de ser esas «trivialidades» 16, ese «conjunto generalmente mal percibido de historia vivida con mediocridad» 17. Una po­ sible respuesta sería que, en tal caso, ya nó hay historia, ni siquiera mitología —pues para ello basta con la intriga— y lo que sí hay es literatura, ya que el detalle es también lo esencial de la literatura. El mismo Roland Barthes, que en 1957 se burlaba tan abiertamente de los pequeñoburgueses preocupados por la vida privada de los artistas l8, en la obra El placer del texto confesaba sus gustos como lector: ¿Por qué algunas personas (entre las que me cuento) sienten placer al ver representar la «vida cotidiana» de una época o de un personaje en las obras históricas, novelescas y biográficas? ¿A qué se debe esta curiosidad por los detalles: horarios, comidas, aloja­ mientos, vestimentas, etc.? ¿Se trata quizá del placer fantasmagó­ rico de la «realidad» (la materialidad del «aquello ha sido»)? ¿Y no es el propio fantasma quien trae el «detalle», la escena ínfima, privada, en la que yo puedo fácilmente ocupar un lugar? 19 Lo cotidiano es el detalle y el detalle es un fantasma, uno de los que hacen gozar de la lectura; por ello lo coti­ diano es un placer del texto. Sin embargo, molesto por esta tendencia a rebuscar las «notaciones más tenues» y las más «insignificantes», Barthes cede, aunque con remordimien­ tos, al placer: ¿«Habría pues “histéricos” (esa clase de lec­ tores) que al parecer encuentran placer en un extraño tea­ tro: no en el de la grandeza, sino en el de la mediocri­ dad?» 20 Y volvemos a lo de antes: apenas se capta lo coti­ diano en su dimensión fantasmagórica y literaria, vuelve a convertirse en el tiempo de la mediocridad, de la insignifi-

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canda, del «voyeurismo» con culpabilidad. El literato coin­ cide en esto con el historiador, puesto que sin duda el pro­ pio Braudel ha dado prioridad a lo cotidiano, el tiempo de larga duración, en donde se hallan las mutaciones más len­ tas y se conservan las formas de vida. Ha explorado por tanto lo cotidiano para poner de relieve su importancia. Pero hace este camino con la convicción de que es el ámbito de las costumbres inconscientes, la rutina y la «historia vi­ vida con mediocridad» 21. Insipidez, tristeza, limitación. Otros lo llamarían falta de autenticidad. Y sin embargo, se ha escrito por otra parte que lo co­ tidiano no está hecho únicamente de estructuras, de reglas heredadas y repetidas que lo organizan: lo cotidiano tam­ bién se puede inventar, improvisar y modificar. Pienso en M. de Certeau y en su esfuerzo por que apareciera una dimensión innovadora, ingeniosa, heurística de este tiempo que es el de la vida real, en el que los hombres se desvelan, buscan y se afanan 22. Pienso en P. Ricoeur y sus teorías que permiten reconsiderar lo cotidiano como el tiempo en el que la experiencia subjetiva de la duración se encuentra con el mundo 23. Un rasguño: vislumbre de un mundo Pienso sobre todo en Homero. Y quisiera señalar con un ejemplo cómo el relato mezcla lo habitual con lo inédi­ to, pudiendo enunciar reglas generales de la vida social de los dioses en el preciso instante en que uno de ellos comete una transgresión. Cierto día Afrodita, en un arrebato de protección ma­ ternal hacia su hijo Eneas, guerrero mortal, interviene en la contienda. Lo protege con los pliegues de su hermosa tú­ nica y con los brazos. Pero aun siendo diosa tiene sus pun­ tos vulnerables. Diomedes, héroe muy belicoso, aprovecha la ocasión. «Sabe que es una diosa sin fuerza; no es una de las divinidades que presiden los combates de los humanos; no se trata de Atenea ni de la devastadora Enio.» Por lo

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cual, se lanza contra el hermoso cuerpo inerme de Afrodita y la hiere, no sin antes haberla tratado con dureza: ¿qué hace ella en medio de esa carnicería? ¡No es ése su sitio, sino entre las débiles mujeres! Del rasguño de la muñeca se escapa un humor: la sangre inmortal producida en un cuer­ po divino por un régimen alimenticio especial. Presa de un dolor lancinante, Afrodita es transportada al Olimpo donde su madre Dione la consuela y Zeus, su padre, le recuerda a su vez el lugar que le corresponde: «N o son para ti, hija mía, las tareas de la guerra. Conságrate en tu caso a las dulces obras del himeneo.» 24 Este episodio demuestra que la sociedad de los olímpi­ cos está estructurada con una rígida oposición de compe­ tencias; que por lo tanto un dios puede excederse en sus atribuciones; que el transgresor será llamado al orden y pagará caro el haber olvidado los límites. Y todo esto gra­ cias a un pequeño, a un insignificante incidente: la herida de Afrodita. Este breve episodio nos abre en realidad las puertas del Olimpo, nos muestra las relaciones entre los dioses y nos informa también sobre la vulnerabilidad de sus cuerpos, su sangre y sus lágrimas. Es, por otra parte, el pretexto para una lamentación —sobre la que más tarde volveremos— de la condición divina. Ese rasguño en la her­ mosa piel de Afrodita nos revela numerosos aspectos de la vida de los dioses. En primer lugar, a partir de este episodio tan peculiar y rico en detalles, podemos imaginarnos otros muchos. Ya que el relato hace las funciones de ejemplo, es la parte emblemática de un todo implícito e imaginable. El discurrir de la narración sigue luego la corriente de una vida social en donde las obligaciones costumbristas son, como en todas partes, fuertes pero no infrangibies, en donde los sujetos actúan en el tiempo entre la ley y la transgresión, entre costumbres e imprevistos. Así, en la obra de Homero y especialmente en la ¡liada la vida de los dioses se despliega en toda su densidad, en esa mezcla de acontecimientos y de rutina que la caracteri­ zan. Nos dejaremos guiar por el relato de Homero, dete­ niéndonos allá donde, en la sucesión de hechos, se abran

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las ventanas de un teatro que habla, no de la mediocridad, sino más bien de la vita, de la existencia de los dioses. Umberto Eco lo llamaría «salgarismo» 25, yde eso se trata. En efecto, el relato está ahí, enlazado, construido, ajustado, dándonos la oportunidad de introducirnos en ese segundo plano, que se hace posible gracias a los pasos en falso. Y reivindico para ello el nombre de antropología; ya que la «ciencia del hombre» ha robado su nombre al anthrOpologéin de los griegos, que no era sino la representación de los dioses con rasgos humanos 2b. Homero es literalmente anthrdpológos cuando da vida a los inmortales: sólo nos queda leer su obra para descubrir hasta qué punto un antropólo­ go, en el sentido actual del término, puede también sacar provecho de ella.

CAPITULO II

LOS DIOSES, UNA NATURALEZA, UNA SOCIEDAD

I se realiza una investigación etnográfica y compara­ tiva, se observa que los dioses presentan respecto a los mortales un estatuto excepcional y heterogéneo al mis­ mo tiempo. Por una parte, se pueden atribuir sus cualidades a una sistemática superioridad sobre los hombres. Por otra parte, debemos reconocerles también una diferencia especí­ fica. Los dioses se perciben distintos porque son más gran­ des, más poderosos y más sabios que los hombres, pero también porque, para regular su existencia, eligen unas nor­ mas que les son propias y exclusivas. «Ningún hombre, por fuerte que sea, puede impedir que se realice la voluntad de Zeus, porque el dios es mucho más poderoso.» 1 Y siguien­ do así hasta el infinito nadie sería capaz de aventajar a Hermes, sobrepasar a Apolo o ir más allá que Hera. Indepen­ dientemente de los caracteres personales —aun siendo Zeus *polyphérteros*, muchísimo más fuerte que el resto de los olímpicos 2— todos los inmortales, todos los dioses por el hecho de serlo son «cien veces más fuertes», polyphérteroi, que el héroe más audaz 3. Los hombres lo saben, y si lo olvidan lo pagan a veces caro; e incluso los propios dioses que observan desde las alturas los naturales defectos de los hombres lo recuerdan siempre. Zeus, cuando se lamenta de haber dado unos caballos divinos a un infeliz mortal, ob­ serva que la edad, la muerte y el dolor hacen que «entre

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todos los seres que andan y respiran sobre la Tierra, nadie sea más miserable que el hombre» 4. Por otra parte, la alteridad de los dioses no se mide sólo en un orden de gran­ deza. Su felicidad, su condición de seres ajenos a las preo­ cupaciones (aksdées) 5 les opone radicalmente a los pobres mortales cuyo destino es vivir en la pesadumbre (achnymenoi). Al igual que la inmortalidad, la bienaventuranza es un atributo cualitativo. Sin embargo, al querer señalar en exceso los rasgos dis­ tintivos y las diferencias, el etnólogo de los olímpicos se expone a sorprendentes contrariedades. La frase que pro­ nuncia Aquiles y que parece marcar una división muy clara entre infelices mortales e inmortales sin preocupaciones, lo que hace en realidad es exponer una opinión muy relativa. Como veremos más adelante, la ausencia de preocupaciones entra en contradicción con la actividad, los compromisos y las constantes inquietudes de los dioses. Además, la expe­ riencia de tristeza e incluso de sufrimiento no es exclusiva de los humanos: dioses como Hefesto y Tetis se califican a sí mismos como achnymenoi, afligidos por el dolor 6. L a sangre inmortal y su contexto Nos dicen también que los dioses no tienen sangre, sino otro humor, el ichór 7. Y ello es debido a una alimentación sin cereales ni vino 8. Cierto día el belicoso Diomedes hirió a Afrodita: De la muñeca de la diosa brotó la sangre divina (ámbroton háima), o mejor dicho el ichór, que tal es lo que tienen los bien­ aventurados dioses, pues no comen pan ni beben vino de oscuro fuego, y por esto carecen de sangre (anáimones) y son llamados inmortales 9.

He aquí, pues, otra característica de la especificidad de los dioses, tanto más importante cuanto que una práctica cultural —el régimen alimenticio— es considerada determi­ nante de una cualidad natural, la existencia de ichOr en lugar

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de sangre, atributo éste del hombre en el cual fluye a rau­ dales. Ser un dios supone pertenecer a una sociedad en la que se come de una manera determinada —o, mejor dicho, no se come— y por consiguiente poseer una naturaleza con­ forme a los hábitos alimenticios que se han seguido. Aun hallándose en las antípodas del hombre, un dios es lo que come. Desde luego, se podría caer en la tentación de inferir, a partir de esta particular característica, que todos aquellos que tomen ambrosía tienen una anatomía y fisiología divi­ nas. Ya que si el texto es tan pragmático en esta cuestión —si ingieren determinado alimento, les corresponde deter­ minado metabolismo—, nosotros podríamos hacernos una idea no menos exigente de todo el cuerpo de los dioses. Pero por desgracia, falta coherencia incluso en la cues­ tión del háima (sangre). El señor de los dioses, Zeus en persona, no duda en hablar de su sangre, de su háima lite­ ralmente, y en una circunstancia en la que la proximidad con lo humano se hace de lo más evidente: cuando presume de esperar el nacimiento de un hijo destinado a la gloria, un hijo que será de su sangre, por tanto de su háima tal y como si fuera un descendiente de la raza humana (VI, v. 211): «Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz un varón que, perteneciendo a la familia de los hombres engendrados de mi sangre (háimatos ex emeü eisi), reinará sobre todos cuantos le rodeen.» 10 Zeus presume y se va­ nagloria del próximo nacimiento de Heracles: Zeus padre se siente orgulloso de su sangre. Sangre metafórica, diría­ mos, que sólo hace alusión a la multiplicación de los hom­ bres por analogía. Pero el hecho de quitar así importancia a este haima, del que no se precisa si es inmortal, tampoco conduce a una mayor idealización del cuerpo divino, puesto que supone reconocer que la transmisión de la identidad en los dioses funciona de igual manera que en la reproducción humana. Admitamos sin embargo que, para una teoría ge­ neral de la fisiología divina, hay que basarse fundamental­ mente en la afirmación del poeta cuando explica de manera muy didáctica las consecuencias de una costumbre, y no en la palabra puesta en boca de uno de sus personajes. Porque

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el primero sabe, gracias a las Musas, de qué está hablando, mientras que el segundo, cuando se vanagloria ante todos los dioses, obedece al thymós, al impulso de su corazón n . Confiemos más en la sabiduría del narrador que en las fa­ tales emociones de un personaje, y repitamos junto a él que los dioses no tienen sangre, siendo pues físicamente dife­ rentes a los mortales. Pero la sangre no lo es todo. Mortales o inmortales, los cuerpos antropomorfos son complejos y activos; sus partes y humores, sus funciones y movimientos se exhiben en el primer plano del relato de sus vidas. Y si prestamos aten­ ción al cuerpo de los dioses, más allá dé las glosas, en el desarrollo del tiempo relatado, estamos obligados a recono­ cer que el organismo divino no se corresponde con la di­ ferencia entre hdima e icbdr. Haima es, por el contrario, la excepción. Aparte de la sangre, hay una perfecta corres­ pondencia entre el cuerpo de los mortales y los inmortales. Los miembros son iguales, los tejidos idénticos; las partes internas no presentan ninguna particularidad. Se utilizan los mismos términos para designarlos y para señalar las funcio­ nes. Es cierto que la mano de Apolo, cuando cae sobre la espalda de Patroclo, le produce vértigo. En medio de la contienda, el joven héroe se lanza y siembra la muerte, «se­ mejante a un dios». Pero un dios verdadero le acecha... [Apolo] llegó, terrible —y en el tumulto Patroclo no le vio venir, pues Apolo iba hacia él envuelto en una espesa niebla. Se rnso detrás de Patroclo y alargando la mano le dio un golpe en a espalda y en los anchos hombros. Al punto, los ojos del néroe sufrieron vértigo. Entonces Febo Apolo le quitó e¡ casco de la cabeza [...]. A Patroclo se le rompió en la mano la larga pica [...], sus hermosos miembros perdieron la fuerza ,2.

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Dos cuerpos, pues uno de ellos es invisible para el otro y extraordinariamente poderoso, pero que actúa de la forma más natural en el hombre: con la mano, cheirí. Cierto es que los pies de Poseidón traicionan al olímpi­ co cuando se aleja, a pesar de las apariencias con las que se ha encubierto. El dios ha dejado su residencia marina y

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desemboca en el campo de batalla. Se dirige a los dos Ayax, el hijo de Telamonio y el hijo de Oileo, asemejándose en el cuerpo y la voz al augur Calcas. Tocándoles con el cetro, confiere a sus miembros un fuerte vigor, primero a los pies y luego a las manos. Y, de repente, como un gavilán, em­ prende el vuelo. Muy rápido. Tan rápido que incluso aque­ llos para quienes se había disfrazado comprendieron que no se trataba de un hombre. Ayax, uno de los dioses del Olimpo, nos instiga, transfigura­ do en adivino, a pelear junto a las naves: pues ese no es Calcas, el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas y su andar {podón Sdé knSmáón) 13. Huellas, íchnia, marcadas en el suelo, en el polvo. «A los dioses se les reconoce fácilmente» —es una observación del propio Ayax—, pues de una forma muy pedestre van dejando tras ellos huellas que se pueden seguir y olfatear. Un dios camina con los pies sobre la tierra y así descubri­ mos que es un dios. Sus pasos dejan señales al igual que los humanos, como un cazador, por ejemplo, al que un león sigue la pista o incluso como las de las fieras a las que persiguen perros de fino olfato M. Ichnion es el indicio más claro de una presencia que se ha esfumado, del paso de un ser vivo, uno cualquiera de los que «respiran y caminan sobre la tierra» l5. Y caminar sobre la tierra no es algo se­ cundario en la vida de los humanos. Por el contrario, es un rasgo distintivo con respecto a los dioses: éstos son inmor­ tales, aquéllos caminan sobre la tierra. Estas son las palabras del propio Apolo cuando recuerda a su enemigo Diomedes: «¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan sobre la tierra.» 16 Andar, e incluso trepar (herpéin), es una moda­ lidad típicamente mortal de moverse en el espacio; los dio­ ses, por el contrario, «poseen» el lugar en que habitan y son «los que tienen el Olimpo», boi Olympon échousi; quie­ nes comen pan recorren una tierra que no les pertenece y

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Apolo Sauroctono. Praxitelcs, Musco Vaticano, Roma. Al’.

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que, según los Cantos ciprios, n¡ siquiera les sostiene. Por lo tanto, Poseidón se traiciona en lo que es más propio del humano: las huellas de los pies. Ante esa mano totalmente extendida y muy pesada de Apolo están las manos de Patroclo, que se han quedado de repente sin fuerza al ser castigado por el dios. Junto a los pies de Poseidón que dejan huellas divinas están los pies de los dos Ayax, a quienes ese dios Ies ha infundido ímpetu y vigor. Nos preguntamos si el poeta no se recrea en poner en escena un cuerpo a cuerpo entre hombres y olímpicos en el que lo extraordinario del ser divino —su fuerza, su huella— no deja de recordarnos una homología fundamen­ tal: la identidad de la anatomía. ¿Es casual el que la más sorprendente revelación de la belleza de Afrodita tenga lu­ gar ante la más hermosa de las mujeres, la que más se ase­ meja a ella, Helena? «Para hablar a Helena se presentó to­ mando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta.» Pero Helena reconoció «el hermosísimo cuello, los deseables pechos y los refulgentes ojos de la diosa, y llena de asombro habló con ella» ,7. Cualquiera que fuese la intención del poeta al subrayar los rasgos comunes entre un dios frente a frente con un mortal, resulta innegable que el hecho de confirmar la su­ perioridad de los rasgos divinos permite al poeta demostrar que hombres y dioses son comparables. Detengámonos en la belleza, ese atributo divino por excelencia que engaña, más que ningún otro, en cuanto a la naturaleza, olímpica o mortal, de un ser con apariencia humana. Veamos, pues, a dos diosas en dos momentos de su vida en lo que hay de más femenino en ella, la seducción: Hera y Calipso. H era y el cinto de Afrodita Hera tiene poder y soberanía. Como hermana y esposa de Zeus, no deja de provocar y de enfrentarse con el señor del Olimpo para que prevalezcan sus propias estrategias. En

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el trío formado junto a Afrodita y Atenea que requiere los deseos de Paris, el príncipe troyano, ella encarna y alardea de poder, mientras que sus dos congéneres y rivales le ofre­ cen al joven la gloria militar y la más bella mujer, respec­ tivamente. Hera es una mujer de carácter y acción, autori­ taria, por lo que la seducción no es su forma habitual de intervención. Y sin embargo, recurre a ella cuando puede serle útil para sus propósitos y ardides. ¿Qué hace si nece­ sita encarecidamente preparar una diversión y desviar así la atención de Zeus, distrayéndole del espectáculo de los asun­ tos humanos? «La poderosa Hera, la de los grandes ojos, pensaba cómo podría engañar a Zeus, el que lleva la égi­ da.» 18 ¿Actuando acaso como soberana, hablándole de po­ der? No, la diosa de hermosos ojos decide llevar a cabo una magistral escena de provocación sexual. Y para ello, da los cuidados necesarios a su cuerpo. Al amparo de cualquier mirada indiscreta, después de haber cerrado una sólida puer­ ta cuya cerradura ninguna otra deidad sabía abrir, se arregla con toda habilidad y esmero. Se lava primero con ambrosía el cuerpo deseable para limpiar­ lo de toda impureza. Lo unta luego con un aceite craso, divino y suave, sólo necho para ella, y tan oloroso que, al moverse en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difunde por el cielo y la Tierra. Ungida la hermosa piel, se arregla el cabello, y con sus propias manos forma los rizos brillantes, be­ llos, divinos, que cuelgan de la cabeza inmortal l9.

Es cierto que se rocía de ambrosía, que los rizos son divinos, «ambrosiacos», y la cabeza inmortal. Pero el cuer­ po, la envoltura exterior de su cuerpo (chrOs), no es en apariencia más que una chrOs semejante a la «piel» de los mortales, a la de un hombre como Ulises, por ejemplo. También Ulises tendrá un día que lavar y purificar su chrOs llena de sal y suciedad cuando naufrague en la costa de los feacios 20. Calificada de «hermosa», la piel de Hera no pre­ senta ninguna característica histológica específica. Por el contrario, sabemos que puede ensuciarse y debe lavarse y limpiarse de impurezas, exactamente igual que la piel de un

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soldado cansado y mugriento de polvo. Esas impurezas tan físicas, esas lymata, imposibilitan la comunicación de un mortal con los dioses y los actos rituales; cuando Agame­ nón ofrece un sacrificio a Apolo, manda a sus hombres que hagan lustraciones, echando al mar las impurezas (lyma­ ta) 21. Esto no impide, sin embargo, que la epidermis de un dios pueda estar mancillada de lymata. Después de rociarse con ambrosía, viene la unción con aceite. Por lo tanto, la piel de Hera estaba seca, deshidra­ tada, árida. No posee esa maravillosa propiedad que le po­ dríamos atribuir, la de conservarse siempre suave y odorí­ fera. Al igual que la piel de una mujer mortal, la de Hera también hay que suavizarla y perfumarla artificialmente. Aunque el producto cosmético sea exclusivo, fabricado sólo para ella y llamado ambrotos, inmortal, no por ello resulta menos connotativo el hecho de que una operación, en sí misma típicamente humana, se realice en el mundo de los olímpicos. Es una técnica física, trivial, masculina y feme­ nina, a la que se entregan tanto los héroes más musculosos como las jovencitas más coquetas 22. Por último, Hera se arregla el cabello sin ninguna ayuda, con sus propias ma­ nos. Purificado, perfumado y resplandeciente, el cuerpo de la diosa está ya listo para recibir el atuendo y los adornos. Se cubrió luego con el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le hiciera; y lo sujetó al pecho con un broche de oro. Después se puso un ceñidor que tenía cien bor­ lones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como los ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Más tarde, la divina entre las diosas se cubrió con un velo, nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias 23.

El cuidado de la indumentaria es metódico y estudiado, ya que el cuerpo divino no se perfila sólo con los rasgos señalados por el baño, la unción y el peinado. Al cubrirse se descubre: cuello, orejas, tiernos lóbulos en los que ha habido que practicar una incisión; talle esbelto ceñido con cinturón; pies que hay que calzar con sandalias. De arriba

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abajo hay que vestirlo sin ninguna extravagancia y de la manera más femenina posible. Velo, vestido, sandalias, ce­ ñidor e incluso pendientes con piedras preciosas grandes como los ojos: nada de esto es divino en el sentido de que se vieran privados de ello los cuerpos de las mortales. Por el contrario, todo esto hace que el cuerpo de la diosa sea como el de una hermosa y elegante mujer. Así, «cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la estancia» ZA. A continuación viene un maravilloso intermedio. Antes de acercarse a Zeus, la hermosa diosa va a conseguir un instrumento mágico: el cinto que Afrodita, especialista en las anes del tálamo, lleva atado al pecho. Es «un cinto bor­ dado, de variada labor, que encierra todos los encantos: hállanse allí el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más pru­ dentes» 25. Todo, absolutamente todo lo que sirve para la seducción, se halla en el objeto con que Afrodita ciñe sus célebres senos. Hera lo coge, lo esconde en un pliegue del vestido y abandona en raudo vuelo la cima del Olimpo para llegar a Lemnos. Por muy hermoso y adornado que estuviera, el cuerpo de Hera no se hallaba aún preparado para el encuentro amo­ roso. Le faltaba algo, aquello que le va a proporcionar el accesorio que le ha prestado otra diosa: el poder de desper­ tar el deseo. Ternura, atracción y palabras seductoras: cua­ lidades que no se encuentran en la belleza del cuerpo y los adornos. Hera no confía en sus propios encantos. Para ser deseada toma prestado ese objeto, tan pequeño que puede esconderlo bajo la ropa, que provocará para ella, pero in­ dependientemente de ella, el deseo sexual. Podríamos entender esto de una manera, por decirlo así, taxonómica: Hera es una divinidad cuya primera función es, según Dumézil, la soberanía. Por lo tanto, ella no es capaz de ejercer un poder, el poder erótico, que caracteriza a otra función diferenciada y que está encarnada personal­ mente por Afrodita. La diosa soberana necesita la ayuda de la diosa del amor, por carecer de la función reservada a ésta

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y también porque desea respetar su dominio exclusivo. Ya hemos visto que cuando Afrodita se inmiscuye en los asun­ tos de la guerra, el señor del Olimpo le recuerda con seve­ ridad sus propias funciones. Ahora bien, aunque la expli­ cación en términos de esferas de actividad y modos de ac­ ción es sin duda oportuna, no resulta sin embargo suficien­ te. La situación en la que se encuentra Hera respecto a Afrodita no es idéntica a la de Afrodita cuando se enfrenta a los límites de sus competencias. En el caso de Hera al tomar prestado el cinto de Afrodita nos hallamos ante una cuestión mucho más decisiva y sutil: ¿de dónde viene el deseo?, ¿cuál es la causa del deseo? Y de nuevo en esta cuestión podemos comparar a los olímpicos con los morta­ les. Afrodita y el deseo «En las cumbres montañosas del Ida, el de los mil ma­ nantiales» un joven pastor cuida su rebaño. Pero, de pron­ to, aparece ante él una espléndida joven. Admiración, em­ belesamiento, deseo. Ansias tan locas que, en seguida, nada más obtener su consentimiento, querrá hacer el amor con ella, aunque luego tuviera que morir. La quiere poseer, pero él resulta ser la presa. Eros dominante se ha apoderado del joven: érOs se ha adueñado de Anquises. Afrodita le ha seducido, subyugado, hechizado: la diosa le ha lanzado al corazón el «dulce deseo». Y ese glykys hímeros, en tanto que manifestación sustancial en él, le va a dictar sus pala­ bras y sus actos. Tomar, domar, invadir: el deseo actúa como una fuerza repentina y totalmente externa en el cuerpo masculino de Anquises, príncipe troyano, y en el de cualquiera de sus semejantes, los hombres. La belleza de la joven criatura femenina que se presenta ante él no es sino un punto de partida. «Maravillado, Anquises observaba su noble presen­ cia, el talle y el destello de las vestiduras.» Manto más bri­ llante que la llama del fuego, collares y brazaletes, maravi-

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llosa piel, «con el resplandor de la luna su delicado cuello brillaba para asombro de la mirada»: Anquises tiene la vista clavada en la contemplación del prodigio. El deseo no ema­ nará de él ni se alzará en él: el deseo le invade, érOs héilen, y le hace hablar. El hombre sometido al deseo es pasivo y se halla a su merced. Cuando érOs le aprehende, no le queda otro cami­ no que seguir de manera automática las normas de la se­ ducción, o bien, como en el mundo de los filósofos, llevar a cabo el aprendizaje del enkráteia, el autocontrol. Pero el hombre no es el único que padece estas ataduras, pues dio­ ses y animales son muy semejantes. La joven que ha capturado la mirada de Anquises y por quien el deseo se ha adueñado de él se encuentra en realidad en idéntica situación. Se ha quedado deslumbrada por la belleza del cuerpo del joven y también ella ha visto su co­ razón invadido por un dulce deseo que le han «lanzado». Se somete a la atracción que siente y que la ha inducido a arreglarse, bañarse, perfumarse, vestirse y cubrirse de joyas para comparecer ante los ojos del mortal. Y todo ello a pesar de su naturaleza y su nombre, pues se trata de una diosa, nada menos que Afrodita en persona. Seductora se­ ducida, aquella que maneja sin descanso la fuerza del deseo sufre a su vez y sin saberlo los efectos apremiantes del glykys hímeros, su arma de uso cotidiano. Porque Afrodita somete a la ley del deseo a todo aquel que vive y se mueve: dioses, mortales y bestias de la tierra y el mar. Sólo tres personas se resisten a ella, tres diosas obstinadas en la virginidad: Atenea, Artemisa y Hestia. To­ dos los demás, y en particular todos los dioses, son sedu­ cidos por su fuerza. Nadie más puede —ya sea un bienaventurado dios o un hom­ bre mortal— escapar a Afrodita. Hace perder la razón hasta a Zeus, que lanza el rayo, el padre de los dioses, que recibe los más grandes homenajes; incluso este espíritu soberano, tan sabio y tan rudente, se equivoca y se engaña cuando a Afrodita le place, aciéndole unirse con mujeres mortales 2é.

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El dulce deseo es asunto de Afrodita, es lo principal de su trabajo, de sus érga. Y sin embargo, hímeros no es un poder que coincida con ella, ni ella es su personificación. Afrodita no se confunde con el deseo que manipula, que lleva bordado en el ceñidor que lleva alrededor de su pecho. El deseo es, en sí, autónomo. Por ello, otro dios puede utilizarlo. Lo hará Zeus contra la propia Afrodita, para ven­ garse, para que ya no pueda presumir de seducir a los olím­ picos, quedándose ella fuera del alcance de érós. Zeus «le introduce en el corazón el dulce deseo». Entre los inmor­ tales, Afrodita se vanagloriaba, con una sonrisa tierna pero triunfal, de unir a su antojo dioses y diosas con mortales. Como muy bien ha demostrado Ann Bergren, esta diosa se sentía orgullosa de sembrar la confusión en las fronteras del cosmos. Pero Zeus volvió contra ella el arma del deseo y fue víctima sin saberlo ni poder evitarlo de lo que infligía a los otros seres y la hacía sonreír. Cuando Afrodita cae en la trampa de lo que precisa­ mente le da fuerza y prestigio, de aquello que debería co­ nocer a fondo y por tanto evitar, da testimonio de la actitud tan semejante que dioses y mortales tienen ante el deseo. Ni siquiera ella, que a diario juega con el deseo amoroso, lo domina en realidad 27. Y en consecuencia, Hera mucho menos aún. No son suficientes los adornos para la seduc­ ción: hímeros, philótis y amorosas pláticas entran en juego para conmover los cuerpos y acercar uno a otro. Diosas o mortales, a l fin y a l cabo mujeres «En una de las más altas cumbres del Ida, el de los mil manantiales», un gran dios, el padre de todos, observa a los ejércitos de los hombres en plena contienda. Pero, de pron­ to, se presenta ante él una joven mujer. Hermosa y con ricos adornos, deseable gracias al talismán que lleva escon­ dido en el pecho, así aparece Hera ante su esposo. «Zeus, que amontonaba las nubes, la vio venir, y apenas la distin­ guió, enseñoreóse (amphikalyptó) de su prudente espíritu el

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deseo.» 28 De igual manera que del príncipe mortal a quien visita Afrodita, érOs se apodera del rey del Olimpo y le hace hablar. ¿Desea Hera ponerse en camino para visitar a sus padres? Bien, pero lo puede dejar para más tarde. El deseo es demasiado intenso y no admite dilaciones, por lo que Zeus acosa a su mujer: Ven, acostémonos y gocemos del amor [...]. Jamás la pasión por una diosa o por una mujer inundó [periprochyó) mi pecho ni me avasalló (damáo) como ahora [...] con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera (me glykys hímeros hairéi) Igual que el deseo por Afrodita se apodera (hairéo) de Anquises, así el deseo de acostarse con su mujer invade, domina y obnubila a Zeus. Pero las declaraciones amorosas son diferentes. Anquises está deslumbrado por una belleza desconocida de quien sospecha que pueda tratarse de una diosa. Zeus tiene ante sus ojos a su propia hermana y es­ posa. Y la sorpresa por este deseo tan acuciante que a pesar de ello le inunda, se traduce en un efluvio de galantería en el que se percibe cuánto hay de extraño y de intenso en esta pasión. Para un griego el momento culminante de un amor, el más penetrante, es el impacto de la mirada sobre un objeto nunca visto. Ahí, en ese instante, la duda, el temor de que la belleza sea excesiva y divina se manifiesta en un mortal —Ulises o Anquises, por ejemplo— con la emoción y el encantamiento más absolutos. Un dios, por supuesto, no tiene nada que temer por la naturaleza divina o humana de aquélla o aquél a quien desea. Sin embargo, también los dioses están sujetos a las mismas leyes del deseo: su fuerza externa y depredadora, la celeridad e inconstancia en el tiem­ po. El amor de los dioses no es eterno, es tan inestable y efímero como el de los mortales. Por ello el día en que Zeus se descubre deseando tan ávidamente a su propia esposa es para él la réplica de otro día, aquel en que se acostó con ella por primera vez, de manera clandestina. Y está tan ma­ ravillado que no se resiste a explicarle a Hera cuán intenso

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es su deseo, más fuerte que el que antaño sintiera por lo, Dánae, Europa, Sémele, Alcmena, Deméter o ella misma cuando fue seducida. Retórica amorosa de dudosa delicadeza sin duda, pero que hace aún más próximo a un dios con los mortales. Zeus se parece mucho al menos a dos hombres: Paris y Ulises. A Paris, esposo de Helena, cuando el día en que ella le tiende una trampa erótica, presionada a su vez por las su­ gerencias de Afrodita, no se le ocurren otras palabras para expresar su deseo que las que salen de boca de Zeus: Mas, ven, acostémonos y gocemos del placer del amor. Jamás la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, des­ pués de robarte, partimos de la amable Lacedemonia en las naves que atraviesan el Ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera J0. A Ulises, amante de la diosa Calipso y retenido por ella en una deliciosa isla, que aunque no hace el recuento de sus aventuras extramatrimoniales, sí explica a su amante cómo relaciona y compara a una mujer con una diosa. Calipso, diosa de pleno derecho pero que no habita en el Olimpo y vive sola, ama sinceramente al mortal Ulises. Mientras que él, en la lejanía, piensa en su esposa y yace sin deseo al lado de una amante que le desea. Calipso hace prevalecer su belleza olímpica. Se precia de no ser inferior en belleza ni arrogancia. ¿Alguna vez se vio que una mujer y una diosa pudieran rivalizar en cuerpo o rostro? 31 Y Ulises asiente, pues bien sabe que a su lado Penélope no la puede igualar ni en hermosura ni en grandeza, que es mortal y está des­ tinada a envejecer. Pero a pesar de ello, todos los días so­ lloza, soñando con que llegue por fin el momento del re­ greso, en volver a su hogar, a casa 32. Así, en el mundo homérico no sólo se pueden comparar los cuerpos humanos con los divinos, no sólo basta con poseer una gran belleza para parecer un dios, sino que tam­ bién una mujer puede triunfar sobre una diosa, aun tenien­ do menos hermosura y grandeza. Y todo esto sucede por

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unos hombres que, mortales o divinos, experimentan el de­ seo y lo expresan con idénticas palabras. Dioses sometidos Si siguiéramos detenidamente los efectos del deseo amo­ roso en el cuerpo y en las palabras de los dioses, descubri­ ríamos a unos seres muy humanos y tan sometidos como los hombres. Sin embargo, se podría objetar que quizá la sexualidad represente un área de acción particular, en donde los protagonistas de la mitología clásica desplegaron en es­ pecial su antropomorfismo. ¿Intrascendencia de un liberti­ naje pasado de moda? ¿Punto débil de unos dioses en otros aspectos sobrehumanos? Nada de eso. El amor nos intro­ duce en un campo en el que la disimilitud entre olímpicos y mortales parece esfumarse definitivamente, en el que nada nos recuerda que al parecer unos están mejor dotados que los otros para la existencia. Son los humores y las partes del cuerpo —corazón (thymós y kér), diafragma (phrén), pecho (stithos)— la causa y el origen de los impulsos afec­ tivos 33. Ahí se registran las pasiones: cólera, piedad, odio, amistad. Tal vez el régimen alimenticio prive a los dioses de sangre, pero, por otra parte, todo su comportamiento social se basa en una «biología de las pasiones», cuya huella en el cuerpo debían de reconocer con facilidad los griegos como suya propia. La bilis, es decir, la cólera, constituye uno de los ingre­ dientes más activos en la intriga de la litada. Si hacemos un recorrido de su campo semántico, encontramos a unos dio­ ses víctimas del rencor (mlnis) o del arrebato (ménos), en­ furecidos (choómenoi) o que se indignan (ochthéin) y se irritan (nemessdo) 34. Y no podríamos limitarlo a unas ma­ nifestaciones episódicas de carácter. Por el contrario, se tra­ ta de factores dinámicos en el relato. Reconstruir, día a día, la vida de los olímpicos significa rendirse a la evidencia de que la voluntad estratégica de Zeus, a quien se le supone autor de la determinación y el orden de los acontecimien­

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tos, no es en realidad más que el efecto secundario provo­ cado por un impulso más inmediato y menos meditado: la terrible cólera del dios contra Agamenón 35. Ira divina que conduce a un encadenamiento de reacciones pasionales, ya que Agamenón ha provocado el intenso rencor de Aquiles, quien ha solicitado piedad a Tetis, la cual, a su vez, ha sabido provocar la irritación de Zeus. ¿Y la ira de Zeus no viene acaso a sustituir a la de Apolo, uno de cuyos sacer-

Apolo blandiendo un puñal de sacrificios, la máchaira, está a punto de degollar a Titio, culpable de haber querido seducir a Leto y aquí en ac­ titud suplicante. Un Apolo que degüella, y en más de una ocasión en sus propios altares. Crátera de Orvieto, pintor de los nióbides, 460-450 antes de J. C. Museo del Louvre, París. F. Lauros-Giraudon.

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dotes ha sufrido una afrenta por parte de Agamenón y ha implorado venganza al dios? La actuación de los dioses se puede ir contando de ira en ira. En especial, Zeus y Apolo, Hera y Atenea, Ares y Poseidón funcionan de esta manera; ante el estímulo de la ofensa responden con la exaltación de la bilis y se lanzan rápidamente a una acción efectiva. La cólera se presenta como el motor de su trepidante vida y, en consecuencia, de la historia de los hombres. Ella es la que inicia el relato y determina el final. Ya que en la litada el ritmo se paraliza con la tregua de todas las cóleras, cuando los olímpicos, Apolo y Zeus a la cabeza, renuncian a la recíproca violencia, a las opiniones divergentes y al desacuerdo que les ha conducido a tantas peleas y enfren­ tamientos. Enfurecidos por una vez al unísono, por el en­ sañamiento de Aquiles contra el cadáver de Héctor, solida­ rios en una nueva y última cólera dirigida contra este hé­ roe... loco de rabia, decretan el cese de las hostilidades y, por lo tanto, del relato que de ahí extraía fuerza e inspira­ ción. Pero también los dioses muestran una extensa gama de facultades deliberativas e intelectuales: voluntad (boulé), «corazón» (thymós), intelecto (noüs) 36. Son inherentes a ellos los aspectos más activos de la subjetividad. En parti­ cular el thymós, origen de los sentimientos pero también de los impulsos voluntarios y de las decisiones que se imponen al yo humano, el cual funciona con mucha normalidad en los dioses. Para Atenea querer es verse empujada por su gran corazón (ithymós) 37; para Zeus expresar lo que siente es decir lo que en su pecho le dicta el «corazón» 38. Llegar a opciones divergentes equivale, para el conjunto de los dioses, a tener los «corazones» divididos 39 y, para uno de ellos, esto significa meditar en el diafragma para llegar a hacer la elección que el «corazón» considera más adecua­ da 40... En resumen, los olímpicos dependen del thymós ni más ni menos que los mortales. Y, para terminar, pensemos en la lengua, símbolo ele­ mental de humanidad y de diferencia entre los grupos so­ ciales. Los habitantes del Olimpo, según nos cuentan, tie­

Los dioses, una naturaleza, una sociedad

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nen una que les es propia. Tal lugar o tal pájaro, señala el poeta, lo llaman los dioses con un término particular, dife­ rente del empleado por los hombres 41. En primer lugar, nos podría sorprender que la lengua eventualmente reser­ vada para los dioses fuera evocada en relación a palabras y objetos que pertenecen por completo al universo de los hombres. Más aún: todos los olímpicos, seres habladores si los hay, conversan siempre en griego tanto entre ellos como con los mortales, sin que jamás el poeta sugiriera al audi­ torio que está traduciendo para un público de mortales y de helenos un idioma particular de los dioses. Tampoco, en ninguna ocasión, los dioses que se acercan a charlar con los hombres dan muestra alguna de bilingüismo. Los dioses abandonan su voz divina, auds, y adoptan a veces la voz humana de un mortal, pero no su lengua. En el cambio la diferencia queda abolida. La distancia expresada entre dos lenguas está salvada por una palabra que surge siempre es­ pontáneamente en griego. Por supuesto, a veces nos encon­ tramos con situaciones excepcionales. Por ejemplo, Afrodi­ ta desea un día seducir a un troyano, a Anquises. Se pre­ senta ante él con el aspecto de una joven frigia y, para conseguir su amor, le cuenta que su padre la ha prometido en casamiento con él. Intentando que la historia resulte más verosímil, le explica que para llegar allí ha debido hacer un largo viaje y ha aprendido el troyano que les permite en­ tenderse: «Conozco vuestra lengua tan bien como la nues­ tra: la nodriza que me crió en palacio era troyana; me tomó de los brazos de mi madre y me alimentó en la primera infancia. Por esta razón hablo bien vuestra lengua.» 42 Es decir, la diosa ha elegido un idioma concreto para dirigirse a un mortal, pero esto forma parte de su mascarada de jovencita frigia en el país de Troya.

CAPITULO III

DISTRIBUCION D EL TIEMPO

L

A existencia de los dioses se desarrolla, en princi­ pio, bajo un horizonte en el que la muerte es ajena. Sin embargo, los olímpicos no viven en una eternidad i móvil bañada en límpida luz. Los dioses gozan de la lejanía del aciago óbito en una dimensión de continuidad «efíme­ ra» que se renueva día tras día... Incluso en la más serena e idílica evocación del Olimpo, la beatitud de los inmortales se presenta como una felicidad de todo el día, de todos los días: el Olimpo se define como: [el lugar] en el que se dice que los dioses, alejados de cualquier conmoción, tienen su morada eterna; ni está sacudido por los vientos, ni las lluvias lo inundan; allá en las alturas jamás nieva; en todo momento el éter, que fluye sin nubes, corona la cima con alba claridad; allá en las alturas, los dioses pasan con felicidad y alegría todos sus días '.

La estación es siempre la misma, pero el lapso de tiempo comprendido entre el amanecer y la caída del sol es el único espacio temporal a la medida de los inmortales. Divinidades del tiempo Los dioses moldean el tiempo astronómico, pero respe­ tan así mismo las exigencias que éste impone. El propio

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Zeus, como gran dios soberano, es el amo de las secuencias y los ritmos cronológicos: él manipula el rayo y la lluvia, fenómenos que pueden abatirse sobre los hombres de im­ proviso. Pero aparte de aquellas situaciones en que los uti­ liza como señal evidente de sus humores, el hijo de Crono vela por la sucesión ordenada de los días y de las estaciones, es decir, las Horas, que forman parte de las divinidades del Olimpo. La propia Aurora, con sus rosados dedos, es una diosa. Ella provoca el retorno matinal del día con cálidas tonalidades cuando se levanta y abandona a su anciano es­ poso soñoliento. Se despierta y «va a llevar la luz tanto a los inmortales como a los humanos» 2. La Noche, criatura primordial, «doblega a los dioses y a los hombres» 3. Los olímpicos, semejantes a los seres que sufren por el cansan­ cio, están sometidos a la alternancia del descanso y la vigilia. [Al atardecer] cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia in­ teligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho don­ de acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono 4. Sensibles a la necesidad y al deseo de dormir, los dioses van hacia el lecho —lecho que a veces es legítimamente conyugal— al igual que los hombres 5. Los olímpicos, que habitan la cima de una montaña que se alza en el diáfano cielo, están inmersos en el límpido éter, ese espacio en el que, sin cesar, sigue su curso una de las divinidades: el Sol, incansable sobre su carro, «se eleva por encima de las hermosas aguas hacia la bóveda dorada, para alumbrar a los inmortales y a los mortales de las tierras del trigo» 6. Una gran divinidad como Hera tiene el poder de forzarle a acelerar su curso: si una jornada de contienda resulta demasiado larga para los guerreros a quienes prote­ ge, hay que abreviarla. El Sol tendrá que espolear a los caballos 7. Pero se trata de una transgresión a la regla to­ talmente excepcional dado que todos los dioses tienen buen cuidado de acatarla. Hera es sagaz y disfruta con la cons-

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piración y el espionaje. En más de una ocasión ha sabido persuadir al Sueño para que adormezca a Zeus y conseguir que fracasen así sus planes 8. Un día interrumpió la gesta­ ción de una mujer en el séptimo mes y alargó más de la cuenta el embarazo de otra, Alcmena, amante de Zeus de quien esperaba un hijo: quería retener el nacimiento del bastardo de su rival, anunciado por Zeus con gran impru­ dencia, y que en su lugar naciera otro niño. Al anticipar un alumbramiento y retrasar la llegada de otro, Hera se toma la libertad de modificar una periodicidad natural y divina que, en principio, es idéntica en todos los cuerpos femeni­ nos 9. De manera análoga, cuando Ulises regresa a Itaca, otra diosa astuta, Atenea, impide a la Aurora el enganche de los caballos: de esta manera la claridad del alba, enemiga de los amantes, no llegará tan pronto a los esposos que apenas se han reencontrado l0. El Sol, la Aurora, la Noche y el Sueño son divinidades móviles. Siempre vuelven a reemprender el mismo viaje y hacen del tiempo una sucesión de fases y momentos con cualidades propias y coloridos incomparables. Con sus idas y venidas, su presencia o ausencia en uno u otro punto del espacio, estas divinidades introducen la discontinuidad y la repetición en el cielo. Para los olímpicos respetarlas signi­ fica reconocerlas como seres de su misma condición, dota­ das de poderes autónomos y temibles. El inducirlas a que excepcionalmente renuncien a la rutina denota o bien un manejo diplomático o bien un abuso de poder que no tiene por qué modificar el indispensable equilibrio del cosmos. Del mismo modo, las divinidades del Tiempo temen al dios soberano. Cuando Hera le pide al Sueño que duerma a Zeus —quiere apartarlo mientras que Poseidón ayuda a los griegos—, el hermano de la Muerte le confía sus temores: ¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente ador­ mecería a cualquiera otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano, que es el padre de todos ellos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus, hijo de Crono, si él no lo manda " .

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Atenea llevando la egida, con el casco y la temible casaca adornada con cabezas de serpientes erguidas y sibilantes. La hija de Zeus, subida en un carro de guerra, sujeta la lanza y las riendas mientras que a su lado ca­ mina Heracles, su protegido, cubierto con una piel de león y armado con una clava. Anfora, siglo vi antes de J. C. Museo del Petit Palais, París. F. Bulloz.

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El Sueño no ha olvidado el día en que se atrevió a sumir en el sopor al rey de los dioses bajo el mandato, también en esta ocasión, de su esposa: al despertar Zeus le hubiera sin duda arrojado al Ponto, si la Noche no le hubiese sal­ vado, rauda Noche a quien Zeus debe rendir honores ,2. Una sola vez la Aurora se había desentendido de su trabajo, causando así el desorden en el cielo: el día en que su hijo Memnón, príncipe de los etíopes, murió en el campo de batalla a manos de Aquiles. Aquel día «el color bermejo que anuncia la mañana palideció y el cielo se cubrió de nubes». Fue Ovidio 13 quien relató el riguroso luto de la diosa, su viaje al Olimpo, la visita a Zeus y la petición de honores para su hijo. Aquel día dioses y hombres fueron conscientes del valioso trabajo de la Aurora, una labor que ella recuerda al soberano: impedir que la Noche traspase sus límites H. Nos hallamos, pues, ante una delimitación de la extensión del tiempo, un mutuo reconocimiento de de­ rechos, competencias y atributos: el orden instaurado por Zeus tras las desgarradoras luchas que asolaron la familia de los dioses está basado en el reparto y la moderación. El Sol que todo lo ve y la Aurora de rosados dedos, la rauda Noche y el dulce Sueño son personajes vivos con biografía y memoria, sentimientos, pasiones y una concien­ cia muy clara de sus funciones y su rango. Podríamos pre­ guntarnos si el día, la propia jomada, tiene así mismo una imagen mítica. Hesíodo incluye al Día entre los hijos de la Noche l5. Pero en el mundo homérico, un día es el inter­ valo entre el alba y la noche, el período de claridad que inaugura la Aurora y prolonga el Sol en su travesía celeste. Es un espacio de tiempo, recortado en la extensión tempo­ ral y dispuesto a recibir los sucesos que van a llenarlo. Un día es una porción de tiempo; sin embargo, el día puede ser un punto en el tiempo, una fecha en la que se cumple un destino o se realiza una hazaña —día fatídico, día de la libertad, día del regreso. Calificado por lo que resulta ser un soporte, el día parece ser una cosa, un objeto concreto, que podemos alejar, destruir o arrebatar, o bien algo que se aproxima I6. Posee una realidad sustancial e incluso un

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peso físico: Zeus pesó en una balanza de oro los días de los aqueos y de los troyanos, de Héctor y Aquiles. El de mayor peso, el que estaba más colmado de fatalidad, desig­ naba a los perdedores y al héroe cuya muerte se veía cer­ cana 17. En este sentido concreto, el día fatídico parece te­ ner vida y es el otro nombre de Kér, el dios de la muerte. Si bien el día en sentido cosmológico no es una divini­ dad y no goza de una identidad personal, el segmento tem­ poral que representa proporciona, sin embargo, una refe­ rencia esencial para la vida divina. Las estaciones no pasan por el país de los olímpicos; el transcurso de los meses y los años resulta indiferente para los dioses. Existe un pasa­ do —del que se guarda memoria— y un futuro —para el que se hacen proyectos—, pero futuro y pasado se compo­ nen únicamente de días idénticos que no conducen a la vejez. Los inmortales han nacido para siempre. Son conce­ bidos, alumbrados, crecen hasta la edad que les va a corres­ ponder y ahí se paran. A partir de ese momento sólo exis­ ten los días. La imposibilidad de morir sería una carga muy difícil de soportar si la edad avanzara hasta el infinito. Sibila y Titón, seres humanos divinizados, sufrieron esta agota­ dora inmortalidad, la desgracia de una vejez sin escapatoria. Sibila, profetisa de Apolo y amada por él, recibió de su dios un cruel obsequio: no moriría antes de volver a ver su tierra natal. Pluricentenaria, demacrada y consumida —vivió en lo sucesivo en una redoma y sólo su voz era perceptible— suplicó un día a unos consultantes llegados de su patria, la Tróade, que le enviaran una carta lacrada. Al ver el lacre, hecho de tierra, pudo por fin librarse del suplicio. En cuan­ to a Titón, esposo de la joven Aurora, obtuvo el don de la eternidad gracias a la intercesión de la diosa; pero olvidaron precisar en la demanda que él conservara la juventud eterna. Por ello, este inmortal sufrió la experiencia de un deterioro lento y desesperanzado. La vida de los inmortales se cristaliza a una edad deter­ minada que es inmutable. Es una vida puramente cotidiana, pues sólo existen días que empiezan y terminan con el mo­ vimiento del Sol. Los dioses dan contenido, ocupan y dis­

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tribuyen esos días que no están contados. Les imprimen la huella de su actividad y preocupación. Existen asuntos in­ ternos y placeres privados, pero ante todo está la inmensa atención que exige el mundo humano. Los dioses están ahí por todas partes y en todo momento, como tácticos y es­ trategas, provocadores o combatientes. Adoptan todas las fisonomías posibles y se esconden bajo cualquier rostro o disfraz. Nada de lo humano les resulta extraño en esta gue­ rra que dirigen ellos por la fuerza y sobre todo mediante la astucia, como si se tratara de un proyecto suyo. Están omnipresentes en la contienda, sobre el terreno, como si también allí se hallaran en su propia casa. Placeres e inquietudes Los dioses, a la vez amos y súbditos del tiempo cosmo­ lógico, son responsables del tiempo que viven los hombres, de sus preocupaciones y de la respuesta a sus deseos. Tam­ bién en este ámbito disponen de un poder extraordinario, cuyo ejercicio resulta, sin embargo, indisociable de la pro­ pia capacidad para verse afectados. La sensibilidad pasional es la otra cara de la moneda del poder de acción. Precisa­ mente esta cuestión ha llegado a poner en duda la felicidad de la vida de los dioses 18. ¿Felicidad olímpica, idéntica a sí misma todos los días? ¿Compromiso en el mundo y en lo cotidiano de la historia? Tenemos ai respecto un doble discurso que es fundamental en la teología clásica ,9. Pero volvamos al problema fáctico para plantear esta cuestión no como reflexión filosófica, sino en su versión relatada: ¿cuál es la distribución del tiempo de los dioses? Imaginemos primero la ciudad de los olímpicos. Veámosla a la manera romana, tal como la describe Ovidio a sus lectores en Las metamorfosis: Existe en el empíreo una vía que se divisa fácilmente en un cielo límpido; lleva el nombre de Vía Láctea; a la vista se distin’ue por su altura resplandeciente. Por este camino los dioses de as alturas se dirigen a la residencia real, en donde vive el sobe-

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rano que lanza el rayo. A derecha e izquierda se hallan, con las puertas abiertas, los atrios frecuentados por la nobleza celeste; la plebe vive aparte, en otros lugares; delante y a un lado, los dioses poderosos han situado a sus penates. Así es la morada que me atrevería a llamar, si se me permite, el Palatino del cielo . Para los romanos, el mundo de los dioses es urbano, es una réplica aérea de los elegantes barrios dispuestos para la dolce vita de la aristocracia de la época de Augusto. ¿En qué emplean su tiempo los dioses dentro de los palazzi? Al parecer, la única actividad que se puede tener en cuenta es el culto que rinden a los penates: dioses devotos y solícitos de la piedad doméstica. Lo cual no parece causar una gran preocupación. Sin embargo, el teatro de los palatia caeli no se presenta, al principio de Las metamorfosis, para que se representen escenas de apacible reverencia religiosa. Nada de eso, ya que los dioses que se apresuran por la Vía Láctea hacia la morada del rey se preparan para un momento di­ fícil: Júpiter, en uno de esos arranques de cólera que le caracterizan, ha convocado una asamblea de urgencia. Si los dioses tienen un cielo, ese lugar es sin duda para las reso­ luciones «políticas», el ejercicio del poder y la gestión de los asuntos mundanos. Por otra parte, podemos imaginarnos el Olimpo con un paisaje griego, un espacio menos estructurado y menos ur­ bano. Aquí también hay casas (dómata), entre ellas la de Zeus, lugar de asambleas y de banquetes divinos. En este ambiente de esplendor21 pensemos en los inmortales en general, en esos dioses a quienes se llama, en plural, «bien­ aventurados», «que llevan una vida fácil» y «sin preocupa­ ciones» 22. Aunque podríamos repetir los célebres versos de la Odisea: «Allí transcurre entre la felicidad y la alegría la existencia de los inmortales.» 23 Imaginemos ahora que asistimos a un diálogo homérico bastante subido de tono, durante el cual una voz femenina pero poderosa se levanta contra un esposo poco solícito: «¿Quieres que sea vano e ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó, así como la fatiga de mis corceles?» Trabajo, fa-

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tiga de los caballos y transpiración: sin duda éste es el des­ tino de los mortales, si no el de las bestias que se dejan la piel ayudando a los hombres en las labores o huyendo a la carrera ante la muerte. Parece razonable pensar que los bien­ aventurados inmortales, sin preocupaciones y de vida fácil, deben hallarse muy lejos de ese mundo en el que unos cuer­ pos vulnerables se sienten agotados de fatiga y huelen a sudor. Y sin embargo, si indagamos sobre esta dama fuera de sí, que protesta invocando su agotamiento, los corceles de­ rrengados y el «sudor que me costó», no hay que extrañarse de que no se trate ni de una bestia ni de una mortal: «Tam­ bién yo soy una deidad y nuestro linaje es el mismo.» 24 Se trata de Hera, hermana y esposa del señor del Olimpo. Esta riña conyugal y las reivindicaciones por el justo reconoci­ miento de un trabajo agotador debemos situarlo en el co­ razón del mundo olímpico, en la mansión de Zeus, durante una conversación entre él y su esposa. Habíamos dicho que ese mundo era de beatitud, ausen­ cia de preocupaciones y vida fácil: la dolce vita. Nos en­ contramos con el agotamiento por un trabajo que hace su­ dar. Y no obstante seguimos con Homero e incluso con la litada. Intentemos, pues, llegar un poco más al fondo del texto y del significado de las palabras. Se nos podrá perdo­ nar que insistamos en la lengua, dado que el medio en el que viven los dioses griegos es precisamente el lenguaje poé­ tico. Podríamos preguntarnos si las palabras de Hera no son más que una simple figura estilística y si su «sudor», como el de un boxeador o una bestia, hay que tomarlo al pie de la letra. Pero, ¿qué haríamos entonces con la trans­ piración de Hefesto, el dios de las fraguas al que Tetis halló en el taller «bañado en sudor y moviéndose en torno a los fuelles»? 25 Ahí el narrador afirma que, a su parecer, un dios puede tener la piel sudorosa y debe tenerla así si tra­ baja. En resumen, el sudor está justificado y es legítimo en el cuerpo de un olímpico. Aún más: incluso en el caso de que quisiéramos a toda costa restarle importancia, tendríamos que afrontar, aparte del sudor, todo aquello que lo provoca,

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a saber, la fatiga, el trabajo y las preocupaciones, ya que Hera, en el momento en que se enfurece contra Zeus por haber menospreciado sus hazañas, está defendiendo en rea­ lidad todo lo que ella hace por los griegos, todas las mo­ lestias que se toma por los aliados de los atridas contra Troya y la familia de Paris. La fatiga es la exteriorización más evidente de la preocupación, ksdos, que debería ser ajena a los dioses, si se les llama aksdées (alfa privativa + kédos). «Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados.» 26 En estas palabras de Aquiles encontramos uno de los enunciados generales que se repite a lo largo de la litada y que podríamos llegar a tomar al pie de la letra, como aque­ lla descripción de la visión de conjunto que aporta el texto. Pero esto nos desorientaría totalmente, ya que si Aquiles declara que los dioses son aksdées, por su parte los dioses conocen el ksdos. Su madre, la diosa marina Tctis tan a menudo desgraciada, se preocupa en numerosas ocasiones por su hijo 27, ella está ksdoméns por él 28. Y además es el propio Aquiles quien evoca los kaká ksdea, la «desgracia cruel para su corazón» a la que los dioses van a poner fin 29. El campo semántico de preocupación no es ajeno a los dioses. Por el contrario y de una forma paradójica, si se tiene en cuenta por una parte la frecuencia de uso de las palabras pertinentes en relación con los sujetos divinos y, por otra, la «definición» aparente de los dioses como ajenos a la preocupación, se comprueba que la última es la excep­ ción y requiere por tanto algunas aclaraciones. ¿Acaso Aqui­ les está simplemente atacando a los dioses porque son in­ diferentes no ante los hombres, sino ante la desgracia de los hombres? ¿Desea mostrar su desprecio por unos seres que «no se molestan» en cierto modo como aquellos peces que devoran «tranquilamente» los cadáveres humanos? 30 Se po­ drían hacer muchos comentarios sobre la frase pronunciada por Aquiles. En resumen, cualquiera que sea el sentido atri­ buido al calificativo aksdées, resulta imposible ignorar el enfrentamiento entre dos aspectos opuestos: la preocupa­ ción y la indiferencia que la / liada atribuye a los dioses.

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Troya, ciudad abierta, sitiada por ios griegos. «Muertos mis hijos, escla­ vizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos» (litada, canto XXII, v. 62-65). Copa, firmada Brygos, 490-480 antes de J. C. Museo del Louvre, París. F. Lauros-Giraudon.

Sobre este punto se podría plantear la objeción de la discontinuidad del texto homérico, su composición e histo­ ria. Por supuesto no hay que descartarla. La incoherencia —cualquiera que sea la razón— es real y profunda, y viene de muy atrás. Se observó ya en la época clásica como un fallo inherente a la antigua teología, como una indecisión sobre la propia naturaleza de las divinidades 31. Por consiguiente los dioses no ignoran las preocupacio­ nes. Aún más: si existe relato, si se cuenta la vida —d e jo s hombres y de los dioses—, es precisamente porque su ktdos está siempre a flor de piel y listo para convertirse en aten­ ción, afecto, protección o ira, castigo y venganza. La preo­ cupación divina es, en sentido literal, el motor de la histo­ ria.

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Zeus y H era en acción Observemos a dos divinidades responsables y sobera­ nas, Zeus y Hera, y dos maneras de actuar ante las preo­ cupaciones. En uno de los primeros sucesos que relata la ¡liada, Aquiles, el hijo de Tetis, está ciego de ira. Agame­ nón le ha ofendido y siente deseos de matarle. Coge su espada. ¿Se lanzará? Una diosa interviene. El héroe se para y recobra la sangre fría. El asesinato del rey se evita por muy poco. Esta escena ha sido estudiada por P. Vidal-Naquet desde el punto de vista de la experiencia temporal: Para el observador humano, el tiempo es pura confusión. Aqui­ les desenvaina y envaina luego la espada, sin que los presentes comprendan esta secuencia temporal. De hecho Atenea, invisible para los demás, le ha hablado y su discurso, como explica R. Schaerer, pone ante él la perspectiva del tiempo 32. Desde el punto de vista de la inteligibilidad, existe una oposición real entre los espectadores humanos y Atenea, frente a Aquiles que gesticula con la espada. Y es Atenea quien introduce esta oposición, como señala P. Vidal-Naquet, mediante su intervención, por su presencia y el interés que siente en aquel momento por lo que ocurre en la gue­ rra. Una diosa irrumpe en el tiempo de los hombres, que muy bien podría transcurrir con plena autonomía, para in­ terrumpir e invertir el curso de los sucesos y remodelar el futuro de los héroes. Pero, ¿por qué está allí Atenea? ¿Qué la lleva a ese lugar? Literalmente la preocupación, el kédos de Hera. «Me envía Hera, la diosa de los niveos brazos que os ama a entrambos y por vosotros se preocupa (kedoménS).» 33 Con estas palabras se presenta. Al principio de la 1liada, los héroes parecen actuar por el impulso de movi­ mientos instantáneos y estar sujetos al presente inmediato —él me ofende y yo, raudo, le mato; pierdo una cautiva y exijo otra inmediatamente; ¿reclamas a tu hija?, márchate sin demora; ¿quieres la parte que me corresponde del bo­ tín?, ahora mismo me largo. Reaccionan sin esperar a más, con la rapidez con que se elevan los humores: cólera, ira,

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rencor. La celeridad es una característica de su poder y una función del honor: no se puede tolerar una ofensa. Por otra parte, una diosa se desliza en este ritmo trepidante de ac­ ciones, deseos y discursos para decretar una tregua, reservar un espacio de tiempo a la espera, al intercambio diferido, a lo que llamaríamos el sereno placer de la venganza. Atenea le enseña a Aquiles un placer diferente, menos ardiente y más provechoso: el del proyecto, el placer que se saborea por anticipado y que va más allá de la tiranía impuesta por el «ahora» del deseo heroico. Pero esta perspectiva de pa­ ciencia está engendrada por una actitud divina, la preocupa­ ción y, concretamente en este caso, una abnegada preocupa­ ción. En resumen, los desvelos de Hera modelan el tiempo de la ¡liada y salvan el relato, como señala P. Pucci 34. Al de­ tener a Aquiles cuando está a punto de matar a Agamenón, el ksdos divino, opuesto a la presteza heroica, hace posible e inaugura expresamente el porvenir relatado. Y no veremos que decaiga esta preocupación generadora de historia. Por su causa los argivos van a reaccionar ante la lluvia de flechas devastadoras que lanza Apolo a su ejército 35 y Atenea, e incluso la propia Hera, se pondrán en peligro siempre que los efectos de otra voluntad, la de Zeus, las induzca a preo­ cuparse por el futuro de los mortales a quienes protegen. En cuanto a Zeus, su acción sobre el destino de los mortales se despliega en dos momentos —uno justo al prin­ cipio y el otro al final de la ¡liada— en los que «siente gran inquietud (kédetai) y se compadece». Estas dos ocasiones de solícita preocupación marcan el principio y la termina­ ción de las vicisitudes que sufrirán los hombres a causa de una disputa entre héroes que tan sólo cobra importancia al convertirla un dios en asunto personal. Para empezar, Zeus se inquieta y se compadece —o al menos lo aparenta— por el rey griego Agamenón. Por eso, dice, le envía un sueño a partir del cual se inicia todo el drama 36. Mientras que Apolo ha bajado del Olimpo para llevar a cabo su venganza y cerrar así un ciclo de intercambio de violencias, Zeus interviene para comprometer a todo el mundo, hombres y

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dioses, en una nueva ola de actos sangrientos. El ksdos cons­ tituye para Zeus, al igual que para Hera, pero al servicio de una estrategia diferente, un elemento dinámico primordial con capacidad para iniciar el curso de los sucesos así como para paralizarlos. Cuando de nuevo Zeus se preocupe y se compadezca, lo hará por otro soberano, el troyano Príamo 37. Y en virtud de esa inquietud decidirá establecer una tregua. Será el final de la Ilíada. Como se ve, la Ilíada es muy clara en el lenguaje y la estructura: no existe por una parte el tiempo y por otra la preocupación, como si fueran dos nociones independientes. Por el contrario, esta última será la manera divina de que exista el tiempo y de estar los dioses junto a los hombres. Esto significa que la primera visión del mundo en la antigua Grecia de la cual poseemos un relato continuo y reconocido, plantea la relación del tiempo con la preocupa­ ción como constitutiva de la experiencia de tiempo. Hay que observar, sin embargo, que se trata de sujetos cuyo atributo principal y distintivo es la inmortalidad. Ahora bien, si en el hombre la preocupación es la manera habitual de estar en el tiempo, es debido —según una reflexión con­ temporánea muy conocida— a la muerte, con el fin de man­ tenerla alejada, lo cual resulta trivial y no del todo cierto. Se trata de imprimir en lo cotidiano una ocupación y una preocupación, no asumiendo por tanto el destino para el cual cada uno de los mortales viene al mundo. Pero en la Ilíada los hombres —cuando son héroes— van adelante y salen siempre al encuentro de la muerte. Para ellos, el día que cuenta es aquél en que posiblemente morirán. Los días corrientes se suceden sin brillo, insignificantes. Por el con­ trario, los dioses viven su inmortalidad llena de inquietudes y en una sucesión de días semejantes. Lo cotidiano, y por tanto lo ordinario, es la dimensión de la vida de los dioses, en la cual la ausencia de la muerte descarta cualquier he­ roísmo. Porque no tienen nada que perder. ¿No podrían parecer, en opinión de algunos, ridículos pequeñoburgueses alienados?38

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Inquietudes y peligros Y sin embargo, en sus hazañas en el campo de batalla, los olímpicos llegan a rozar la muerte como si de un peligro real se tratara. Los dioses, vulnerables, son heridos. De la carne desgarrada por el hombre brota sangre no humana, aunque no deja por ello de ser menos valiosa para su vida. Los dioses sufren y recurren a los cuidados médicos: un experto facultativo se halla permanentemente en el Olim­ po 39; se aproximan a lo más aciago. Ares confiesa que ha estado a punto de quedarse en el campo de batalla entre los cadáveres cuando Diomedes, con la ayuda de Atenea, le ha herido 40. El héroe, semejante a un dios, se había lanzado con un terrible grito de guerra sobre el dios verdadero. Atenea, invisible al haberse puesto el casco de Hades, se hallaba a su lado: ella misma cogió con una mano la lanza que había arrojado Ares y la desvió; luego, con todas sus fuerzas apuntó el arma de Diomedes «a la ijada de Ares, donde el cinturón le ceñía». La «hermosa piel» del broncí­ neo dios se desagarró y su voz clamó «cual grito de nueve o diez mil hombres que se hallaran luchando en la guerra». De regreso al Olimpo, Ares muestra a Zeus la herida y la inmortal sangre que de ahí mana. Suspira y se lamenta: «¡Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hom­ bres!» 41 Celoso de Atenea y de las preferencias que le con­ cede su padre, Ares la acusa de haber provocado e incitado a Diomedes. En cuanto a él, admite sin mayor vergüenza que sólo la huida le ha salvado del peor de los peligros: «Si no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que sufrir horrores entre espantosos montones de cadáveres, o quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me hiciera el bronce.» 42 Como vimos antes, Afrodita también fue herida por la pica de Diomedes; al igual que Ares, pudo escapar de su enemigo gracias a la huida. Con ayuda de Iris regresó al Olimpo y se refugió en el regazo de su madre, Dione, quien la recibe en sus brazos, la acaricia y consuela. ¿Quién ha

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tenido el valor de maltratar a su querida hija? Afrodita cree que es un simple mortal, un guerrero que se atreve a com­ batir con los olímpicos. Pero su madre la desengaña: Diomedes no es más que un ejecutor. Atenea, que odia a su rival, le ha instigado a ello. Y, al igual que Ares, Dione se lamenta de que por culpa de los hombres los dioses se pe­ leen entre sí: Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que muchos de los moradores del Olimpo hemos tenido que aguantar ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos dioses a otros, horribles males. Las toleró Ares, cuando Oto y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, le tuvieron trece meses atado con fuertes cadenas en una cárcel de bronce: allí hubiera perecido el dios insaciable de combate, si su madrastra, la bellísima Eribea, no hubiese recurrido a Hermes, quien sacó furtivamente de la cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras le agobiaban. Las toleró Hera, cuando el valeroso hijo de Anfitrión la hirió en el pecho diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor ator­ mentó entonces a la diosa. Y las toleró también el ingente Hades, cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole en la puerta del infierno una veloz saeta, a él, que estaba entre los muertos, le entregó al sufrimiento: con el corazón afligido, traspasado de dolor —pues la flecha se le había clavado en la robusta espalda y abatía su ánimo—, fue el dios al palacio de Zeus, al vasto Olimpo 43. En opinión de Ares y de la meditativa Dione, los graves accidentes que hacen brotar la sangre de los dioses son de origen divino. Estos habitantes del Olimpo parecen con­ vencidos de que, detrás del mortal que levanta la mano contra uno de los suyos, se esconde en realidad un adver­ sario de su propia raza. El hombre que se deja persuadir para atacar a un dios a sabiendas, es simplemente un pobre idiota que ignora el destino que le espera. Por los hombres, a causa de los hombres y en el país de los hombres, los dioses llegan a conocer el peligro, pero en cualquier caso, estas aventuras forman parte de la historia olímpica. Se diría que la razón última de todo ello es la excesiva preocupación por los hombres: los dioses se interesan demasiado por los efímeros vivientes y de ahí proviene la experiencia de ríes-

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go. En definitiva, ¿vale la pena todo eso? ¿N o es una locura dedicar tantas atenciones y poner en peligro la propia paz y felicidad por unos seres tan frágiles y despreciables? El problema a veces se plantea explícitamente, como si los in­ mortales soñaran con la ataraxia. Un día, Ares pierde a Ascálafo, hijo nacido de una mujer mortal y por quien sien­ te gran amor; el joven héroe ha muerto en el campo de batalla. Y he aquí que este dios guerrero, azote de los mor­ tales, se siente afligido por la desaparición de un hombre, de su propio hijo. Ciego de ira, quiere vengarlo. Ya está dispuesto a coger las armas y salir corriendo de la asamblea. Sus caballos están listos. Pero Atenea le alcanza y le quita el casco y la pica. Ares estaba dispuesto a desafiar el rayo de Zeus —que había prohibido cualquier intervención mi­ litar—, aunque su destino fuera caer tendido entre los muer­ tos, entre la sangre y el polvo. ¡Cuánta locura e impetuo­ sidad! Al parecer Atenea conoce mejor que Ares que los hombres nacen para morir y que «es difícil conservar todas las familias de los hombres y salvar a todos los indivi­ duos» 44. Seguramente la diosa de ojos garzos pensó en las consecuencias, en la terrible cólera de Zeus, y halló un fácil argumento para apaciguar al impetuoso Ares. Pero ella no es la única en evocar el disgusto que le produce la agitación y los problemas que provocan las relaciones con los hom­ bres. En otro momento, cuando casi todos los olímpicos se hallan en el campo de batalla peleando unos contra otros, se escuchan dos voces que recuerdan que no vale la pena atormentarse y combatir entre dioses por unos simples mor­ tales. Al decir esto, Hera apartará a Hefesto del ensaña­ miento con que hacía hervir y arder a Janto, el río-dios 45. Por idéntica razón, Apolo rechaza el desafío de su tío, Poseidón: ¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si comba­ tiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Abstengámonos, pues, de combatir y peleen ellos entre s í46.

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Duelo con una divinidad detrás de cada combatiente. A la izquierda Ate­ nea y a la derecha Hermes gesticulando y atendiendo a su héroe. Anfora, pintor de Andoxtdes, 530-320 antes de J. C. Musco del Louvre, París. F. Alinari-Viollet.

Los dioses no deben enfrentarse entre ellos por unos simples mortales. Esta alusión se repite a menudo. De cuan­ do en cuando, un olímpico retrocede; el peligro le frena y se da cuenta de que es inútil sufrir o hacer sufrir a un semejante por la salvación momentánea de un ser que está destinado a la muerte. La desconfianza epicúrea hacia unos dioses ausentes, indiferentes, no comprometidos, está sin

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duda justificada. Sin embargo, la verdadera conducta de es­ tos dioses se inclina hacia el compromiso, al lado de los hombres y en su trayectoria. Tenemos testimonios a lo lar­ go de toda la epopeya. De hecho los dioses son audaces y temerosos, generosos y francamente ruines; tan pronto en­ cuentran normal el pelear a muerte, como el preservar su «hermosa piel». En Ares y Atenea esta alternancia se per­ cibe con claridad: Atenea puede proponer a su hermano la retirada del combate 47 para, poco después, atacarle y clavar la pica de Diomedes en su ijada 48. Existe sin duda una lógica en estos cambios de humor. Pero lo esencial parece ser que el campo de lo posible se despliega ampliamente ante los dioses. Algo tan vasto y tan rico como el deseo y la posibilidad de esquivar los golpes —los olímpicos pueden salir volando y desaparecer en cualquier momento— coe­ xiste con la admitida eventualidad del sufrimiento. Lo po­ sible llega incluso al extremo del peligro de muerte.

CAPITULO IV

EJERCER DE DIOS: U N ESTILO DE VIDA

L

A Tierra está agotada; los hombres son una gran carga. Solicita, pues, del gran Zeus un remedio que la alivie. El soberano del Olimpo, conmovido, piensa en una solución radical: diezmar la pululante masa de huma­ nos. Pero no lo hará de forma instantánea ni fulminante. Una larga estrategia se va poniendo en marcha. Habrá un matrimonio entre un mortal y una diosa, Peleo y Tetis, y de él nacerá un héroe extraordinario, Aquiles. Zeus, perso­ nalmente, seducirá a una joven princesa, Leda, para engen­ drar a Helena, de inmensa belleza. Alrededor de la biografía de estos dos personajes se tejerá el destino de la raza hu­ mana en la guerra de Troya, verdadero genocidio planeado por un dios. El sabio Proclo resume así los hechos: Zeus delibera con Temis sobre cómo provocar la guerra de Troya. Eris aparece cuando los dioses festejaban la boda de Peleo. Procura que una desavenencia enfrente a Atenea, Hera y Afrodita para saber cuál de las tres es la más hermosa. Zeus ordena que Hermes las lleve ante Paris-Alejandro, que vive en el Ida, para que éste haga de juez. Alejandro elige a Afrodita, entusiasmado ante la ¡dea de casarse con Helena. Después, siguiendo los con­ sejos de Afrodita, construye una flotilla de barcos [...]; Alejandro llega a Lacedemonia, en donde es recibido como huésped por el hijo de Tindáreo y más tarde en Esparta es acogido por Menelao. Durante un festín, Helena recibe los obsequios de Alejandro. Des­ pués Menelao embarca hacia Creta tras haber recomendado a He-

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lena que atendiera a los huéspedes hasta su partida. Entonces es cuando Afrodita consigue que Helena caiga en brazos de Alejan­ dro. Y, sin sospecharlo, toda la humanidad se ve metida en el engranaje. La Iliada no relata ninguno de estos episodios que apa­ recen en los Cantos ciprios, gran epopeya perdida de la que no se conserva más que este lacónico resumen y algún otro pasaje. En el siglo V antes de nuestra era, Eurípides recurrió a este tema para contar de nuevo la historia de Helena y justificar plenamente a la hermosa mujer, dándole su propio destino. En lugar de presentarla como una mujer frívola y conscientemente infiel, Helena debe ser considerada, según Eurípides, como «el objeto demasiado hermoso» (kallísteuma) de quien se han servido los dioses para «enfrentar a griegos y frigios y provocar muertes con el fin de aliviar a la Tierra, ofendida por los innumerables mortales que la cubrían» ’ . Pero incluso en la 1liada, ese maravilloso cuerpo programado para ser el azote de la humanidad y arrojado por Afrodita en brazos de su huésped, no opone ninguna resistencia ante la voluntad que lo dirige. Y nadie puede escaparse a él. Helena, belleza fatal —en sentido propio—, apremiante e irresistible, provoca el deseo como respuesta inmediata, automática e ineludible a su presencia. El hom­ bre que sucumbe, atrapado por la anánke, la necesidad eró­ tica, no tiene nada que hacer. Los viejos troyanos de la Ilíada lo saben muy bien cuando la ven caminar y subir a las murallas: «N o es reprensible que los troyanos y los aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las dio­ sas inmortales...» 2 Helena, belleza divina, materializa un destino divino. «Pues a ti no te considero culpable —le dice Príamo—, sino a los dioses, que promovieron contra noso­ tros la luctuosa guerra de los aqueos.» 3 ¿Qué ocurre en esta historia con la decisión (krísis) de París? El deseo le viene dictado y éste no es sino el cóm­ plice de las intenciones de Zeus, quien sabe que los encan-

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tos de Afrodita triunfarán sobre la atracción del poder mi­ litar y la soberanía. Si Helena es ofrecida a un mortal, la respuesta es previsible. Por lo tanto, las estrategias de los dioses se apoyan a veces en las pasiones de los hombres 4. En este caso concreto, la suerte de toda la humanidad está en juego. Los mortales, esa pesada carga que hay que arro­ jar del espacio en que viven, no tienen más remedio que tomar consciencia de su finitud: pensar que son tan efíme­ ros como las hojas de una estación y demasiado sensibles con los impulsos de su ser.

El juicio de París, preludio de la guerra de Troya. Copa, pintor Makron, ceramista Hierón, 490-480 antes de J. C. Staatliche Museen Preussischer Kulturbesitz, Berlín. F. J. Tietz-Glacow.

Reacciones divinas Llegó el sueño a las tiendas de los guerreros griegos. Las naves estaban amarradas algo más lejos. El dios arquero, negro como la noche e invisible, se puso al acecho. La única señal, sonora, de su presencia era el resonar de las flechas en el carcaj. De repente, se produjo un terrible chasquido: la primera flecha había sido lanzada. Después todo se de­ sencadenó: animales y hombres quedaron diezmados. Las

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flechas de Apolo volaron durante nueve días, en los cuales lo único que ocurrió fue que el dios masacró sin tregua. «En el décimo día, Aquiles convocó al pueblo a junta.» 5 ¡Ya era hora! Por fin reaccionaba algún hombre: la respues­ ta a la incursión desleal y feroz de Apolo es una prudente iniciativa. Sin embargo, este hombre que ha sido el primero en tener presencia de ánimo para convocar a príncipes y guerreros sólo actúa motu propño en apariencia. Una vez más es la diosa de los niveos brazos, Hera, quien pone este pensamiento en su corazón 6. Por lo tanto no son los hombres los que se rebelan ante el azote de Apolo: es otra congénere suya, otra olímpica, la que azuza y moviliza a las víctimas de su rival. Hera, fiel a su alianza con los griegos, contra la ciudad del impruden­ te París, no tolera que se extermine a sus amigos. Mejor es no plantearse qué hubiera ocurrido si una diosa del Olimpo no se hubiera preocupado por su suerte. La inercia de los mortales nos sorprende, pero hay que habituarse al insólito papel que juegan los hombres en ese teatro de sombras que atraviesan. Los mortales, tan pronto ágiles y rápidos en la acción como paralizados por el estupor, responden de for­ ma discontinua ante los sucesos que llevan una señal divina. En el orden del día de la junta de los griegos se plantea una única cuestión: ¿cuál ha podido ser el error que ha provocado las represalias de Apolo? Si el motivo fue algún voto o hecatombe, quizá quemando grasa de corderos y de cabras se le consiga apaciguar. Los dáñaos, indecisos y preo­ cupados, pero convencidos de haber cometido alguna falta, preguntan al hombre que ha recibido de los dioses el don de conocer el pasado, presente y futuro. Pero Calcas los desengaña: no es un olvido cultural lo que ha enfurecido a Apolo. Se trata de una afrenta al honor de uno de sus sa­ cerdotes, a Crises, a quien el rey Agamenón se negó a de­ volver la hija que fue hecha prisionera al tomar la ciudad de Crisa. El anciano había ido a ofrecer un rescate a cambio de su hija, pero el rey griego le había ofendido con su negativa. Ahora bien, este insulto a Crises se dirige también al dios Apolo, pues el sacerdote viste sus colores: a partir

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de ese momento, la joven tendrá que ser devuelta al propio dios sin rescate y además con un gran sacrificio, una heca­ tombe, como desagravio. Con estas condiciones cesarán las desgracias 7. Agamenón acepta: «Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis ami­ gos.» 8 Pero para salvar su prestigio y no verse desfavore­ cido respecto a los otros paladines, decide llevarse a otra mujer cautiva: a firiseida, la que le había correspondido a Aquiles en el reparto del botín. He ahí, pues, la primera acción: la venganza de un dios irritado, frenético, ciego de ira. La escena de la litada co­ mienza con los estragos que causa Apolo. Desde el princi­ pio, la presencia divina se manifiesta con la furia. Suscep­ tibilidad, resentimiento y violencia criminal: es decir, que los olímpicos no son ni más prudentes ni menos pasionales que los hombres. Agamenón sufrió esta triste experiencia el día en que en Aulide —era una etapa del camino a Troya, la flota estaba amarrada, el ejército acampado y el rey se distraía con la caza— se le escaparon por imprudencia unas cuantas palabras de las que se iba a arrepentir el resto de su vida. «¡Ah, qué hermosa cierva acababa de abatir! ¡Ni la propia Artemisa lo hubiera hecho mejor! «El rey estaba orgulloso de su captura y olvidó lo que ningún mortal de­ bía ignorar: el hecho de que los dioses, todos los dioses, aborrecen la idea de que se les aventaje. Imprudencia y lamentable vanidad que no perdonó la hermana de Apolo, la Cazadora: una repentina tempestad se levantó en el mar, y Calcas, el reputado adivino, descifró en esas señales la cólera de la diosa. Para conseguir su perdón, el propio rey debía sacrificar a su hija. Agamenón accedió a degollar a Ifigenia —aunque esta acción le costaría muy cara—, pero en el instante en que el sable iba a hundirse en la garganta de la víctima, Artemisa colocó una cierva en su lugar. Nadie se dio cuenta de ello 9. Antes de ofender a Apolo, Agamenón había provocado a Artemisa; en ambos casos la respuesta es una cólera des­ piadada que sólo un sacrificio puede aplacar, pero para el mortal se trata de un descuido, un error, una torpeza: em­

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peñarse en conservar a una cautiva porque es hermosa y presumir de haber cazado una buena pieza. ¿Tan grave es eso? Y sin embargo resulta suficiente para desencadenar los ataques de ira en los habitantes del Olimpo. Los hombres se ven expuestos a los humores de los dioses y éstos se sienten ofendidos por las mínimas torpezas que inevitable­ mente siguen cometiendo aquéllos. ¿Por qué un rey piado­ so como Agamenón no evita ese desliz gratuito con los dos arqueros? Se diría que si hay unas normas elementales para mantener unas buenas relaciones con los dioses, él o bien las desestima o bien no las conoce. Y ¿por qué los dioses no son más tolerantes con estos seres tan distraídos y con tan escaso dominio sobre sus palabras y gestos? Ahí reside todo el problema de la presencia de los dioses en la Tierra. A nadie le está permitido ignorar la ley y cualquier infrac­ ción lleva consigo un castigo; pero, ¿existe acaso un código penal? Hay transgresiones voluntarias y premeditadas, como por ejemplo cuando los compañeros de Ulises mataron y se comieron a las vacas del Sol en Sicilia. Estos animales estaban terminantemente prohibidos y eran intocables: los hambrientos marineros fueron en contra de una orden ex­ plícita y desafiaron la venganza y cólera divinas. Si irritado y deseoso de vengar a sus bueyes de retorcida cor­ namenta el Sol exige a los dioses la destrucción de nuestra nave —dijo desesperado Euríloco—, prefiero morir de una vez tragan­ do el agua amarga de las olas que languidecer y morir en esta isla desierta 10. Estos desgraciados, abatidos por el hambre y amenaza­ dos por una muerte espantosa, prefirieron degollar a los animales sagrados. Se dispusieron a ofrecer un sacrificio a los dioses, dándoles la parte que les hubiera correspondido en una verdadera inmolación. Y debido a las circunstancias, toda la ceremonia resulta equívocamente correcta: se cogen hojas de encina en lugar de granos de cebada, puesto que no hay, y se hacen libaciones con agua porque se carece de vino. La mayor paradoja es que se comparte con los dioses

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unas víctimas que pertenecen en su totalidad a un dios. ¿Hay que extrañarse, pues, si por su parte las bestias sacri­ ficadas no están realmente muertas? Los pellejos se movían, las carnes que estaban en el asador empezaron a mugir y las que todavía estaban crudas contestaron a sus mugidos. Como era de prever, el Sol clamó venganza y amenazó con hundirse en el Hades y brillar para los muertos, ya que ese rebaño siciliano era su alegría cuando ascendía hacia los astros del firmamento y cuando, al terminar su carrera, vol­ vía a la Tierra. Entonces Zeus le prometió lo que deseaba: «¡Sigue brillando, Sol, ante los inmortales y sobre la Tierra cereal, ante los ojos de los hombres! ¡En cuanto a los que te ofendieron, te prometo hundir su nave en el proceloso mar con mi lívido rayo!» 11 Así fueron exterminados quie­ nes se habían alimentado de carne sagrada. La decisión consciente de desobedecer constituye, sin embargo, un caso aislado; son pocos los ejemplos de ofensa deliberada como el de los compañeros de Ulises o, aún más grave, el de los pretendientes de Penélope. Estos olvidaban sistemáticamente las más elementales ofrendas que se deben rendir a los dioses en las comidas; jamás hacían sacrificios, se lo comían todo. En la fiesta de Apolo, se proponen que­ mar en su honor patas de cabra... al día siguiente l2. Tam­ bién ellos, como ya sabemos, serán exterminados durante una comida ese mismo día. Pero la mayoría de las ofensas que provocan la cólera de los dioses son, llamémoslo así, involuntarias: son más unos actos fallidos que unas decisio­ nes. «[...] De vez en cuando alguna infracción en el cuito a los dioses llega a trastornar nuestra vida», medita con tris­ teza el Agamenón de Eurípides ,3. Y cuando los griegos son el blanco de las flechas de Apolo, intentan recordar qué graves afrentas han podido cometer para merecer aquello y se preguntan si no han olvidado algún voto. En efecto, se­ mejante olvido hubiera sido imperdonable como demuestra otra versión del sacrificio de Ifigenia. Según este relato, en las fechas en que debía nacer su hija, Agamenón cometió la imprudencia de prometer a Artemisa el más hermoso fruto del año, sin sospechar el sentido de estas palabras

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—sin pensar en su propio fruto— ni preocuparse tampoco de cumplir esta promesa. Pero la diosa no lo había olvidado y un buen día reclamó lo que se le debía M. Puesto que, en aquella lejana estación, el producto más hermoso había sido la hija nacida en casa del rey, ésa era, pues, la criatura ele­ gida que había que sacrificar, siendo así la víctima de la ambigüedad que encerraban las palabras de su padre. Esa era la única condición que permitiría a la flota inmovilizada reemprender el viaje. Los griegos, diezmados por Apolo, se preguntaban an­ gustiados si habían olvidado algún voto o si habían omitido algún sacrificio. Esta última pregunta es también muy opor­ tuna, ya que conocemos la historia de Eneo, el Vinatero —muy devoto por lo demás—, quien no le dedicó a Arte­ misa los sacrificios de la siega, mientras que inmoló heca­ tombes en honor de los otros dioses. Esta diosa de nuevo hizo aparecer un jabalí en sus viñas. Hubo destrozo de los ricos campos y muerte de numerosos cazadores que habían llegado para acabar con la bestia: sólo Meleagro, el hijo de Eneo, consiguió matarlo. Pero Artemisa, contrariada, pro­ vocó entonces una contienda entre el grupo de cazadores: «¿quién conseguiría la cabeza y la hirsuta piel?» De este modo en lugar de un justo reparto lo que hubo fue una guerra entre amigos 15. A Apolo, cuyo furor es el azote de los griegos, no se le niega ningún sacrificio de víctimas ni el cumplimiento de ninguna promesa. Tampoco se le ignora como a menudo le ocurre a su hermano Dioniso, cuyas repentinas apariciones suelen dar lugar a malentendidos. Este dios, nacido de Zeus y una princesa tebana, que le llevó en su muslo los últimos meses de gestación, recibió el peor de los insultos por pane de su familia materna: en Tebas fue recibido como un ex­ traño y se empeñaron en negar su naturaleza divina. Pero su primo Perneo sufrió la más cruel prueba de la divinidad de Dioniso al ser desmembrado como un tierno cervatillo por su propia madre presa de la manía, la locura báquica. En Atica, porque su efigie recién introducida no fue reci­ bida y tratada con honores, envió la enfermedad al sexo de

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los hombres: únicamente la institución de un culto digno de él y las procesiones de falos pudieron apaciguarle. Tam­ bién en Atica urdió una buena trampa porque no se daba el debido aprecio a su bebida —los campesinos considera­ ron que el vino era mortífero ya que producía sueño, y mataron a Icario, el hombre que lo había dado a probar. Se acercaba Dioniso con el aspecto de un adolescente en la flor de la gracia y todos, pletóricos de deseo, querían seducirle. Pero Dioniso efebo suscitaba el deseo para desaparecer lue­ go, dejando a los campesinos atónitos y con una erección —priápica— en sus miembros viriles. Como veremos más tarde en la segunda parte de este libro, el percance concluyó con la ofrenda de estatuillas de madera 16.

Apolo, scnt.ulo con exquisita dclicadc/a en el borde de un elevado trípo­ de (instrumento del oráculo délfico), con un carcaj a la espalda y tocando la cítara. Hidria, pintor de Berlín, 480-470 antes de J. C. Museo Vatica­ no, Roma. F. Anderson-Viollet.

Al Apolo de la ¡liada no se le subestima respecto a un dios rival —lo que a veces le sucede a Afrodita cuando una joven se consagra a Artemisa y a la vida virginal— ; no fue malinterpretado, por estupidez, como le ocurrió a Deméter, cuando sometía a un niño al fuego depurador para hacerle

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inmortal y la madre de la criatura, demasiado curiosa, lanzó un grito de espanto al descubrir la escena: la diosa, enfada­ da, dejó al niño con su condición de mortal y ordenó que se instituyera el culto de los misterios de Eleusis 17. En la virtualmente infinita gama de errores que irritan a los in­ mortales, en el caso de Apolo se trata de una ofensa pro­ ducida —por la vehemencia de la pasión-— a uno de sus sacerdotes. Su venganza puede parecer fuera de lugar, ya que Agamenón no sale herido mientras que sus hombres mueren a docenas, y desproporcionada, pues si nadie hu­ biera intervenido, tampoco hubieran cesado de producirse los estragos. Pero en el mundo de los dioses ningún criterio preestablecido determina la escala de castigos. Lo mismo los dioses pueden matar por «una palabra que se escapa de entre los dientes» que por un sacrilegio urdido con toda intencionalidad. Por tanto, los que han asesinado delibera­ damente a las vacas del Sol y aquellos cuyo delito es per­ tenecer a la armada de Agamenón mueren de igual modo. M etam orfosis y suplicios Apolo exige un espléndido sacrificio. En efecto, el sa­ crificio es el medio por excelencia de reconciliación entre olímpicos y mortales. Esta norma sufre, sin embargo, gran­ des excepciones, ya que hay faltas que los dioses consideran inexplicables y sancionan con un castigo definitivo. Toda la tradición tardía de las metamorfosis da testimonio de ello: si se comete un error, se deja de ser lo que se era y queda transformado en otro —animal, planta, estrella—, adoptan­ do para siempre, en la permanencia o en la reproducción, una forma que será significativa del suceso que provocó la mutación. La comadreja, por ejemplo, pare por la boca—se­ gún los Antiguos— porque así se recuerda y se reactualiza la acción de la joven Galintias, que, contra la voluntad de Hera, anunció con boca mentirosa (ore mendaci) el parto de Alcmena y el nacimiento de Heracles ,8. La araña, con esa tela que vuelve a empezar ininterrumpidamente, perpe-

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túa el trabajo de Aracne, la vanidosa tejedora que un día se preció de ser más hábil que Atenea: si teje mejor que la diosa, pues ¡que lo siga haciendoí 19 Cruel ironía que hace de un cuerpo y de la repetición de sus gestos o cualidades naturales la viva transcripción de un desagradable recuerdo. A veces, como en la historia de Níobe, muerte y metamor­ fosis se aúnan. Níobe, madre de seis hijos y de seis hijas, se sentía dichosa y orgullosa de su progenitura. «Leto, de­ cía, tenía dos hijos: ¡ella una docena!» 20 Tanta soberbia la pagaron con sus vidas los hijos de Níobe, pues Artemisa y Apolo —los hijos de Leto— se repartieron equitativamente la tarea de hacerlos perecer. Lanzando una flecha tras otra, Apolo mató a los hijos y Artemisa a sus hermanas, mientras que Níobe fue transformada en peñasco. Todo esto «por­ que Níobe pretendía compararse con Leto, la de hermosas mejillas» 2I. Muerte, metamorfosis: aunque los dioses también tienen otras maneras de vengarse de quienes les ofenden. Están los suplicios eternos, los castigos que, en el Hades, son el des­ tino de unos hombres sumamente insolentes. Ulises encon­ tró a tres de ellos: Tirio, Tántalo y Sísifo. Tirio, hijo de la Tierra, estaba inmovilizado en el suelo: su inmenso cuerpo yacía sobre nueve estadios, pero tan buena presencia no servía para nada, ya que dos buitres que anidaban allí le devoraban el hígado. El gigante pagaba así por su osadía, al haber intentado seducir a Leto, la amante de Zeus 22. Había transgredido las reglas de la decencia amorosa como Ixión, personaje que, según otras versiones 23, había sido recibido personalmente en la morada del rey del Olimpo. Gozaba, por tanto, de un trato de favor, puesto que, cul­ pable por haber derramado la sangre de su suegro, se ha­ llaba en el destierro y deshonrado por todos los hombres: sólo el gran Zeus tuvo la generosidad de darle asilo para purificarle. Pero en agradecimiento a tan elevado favor, Ixión había acosado con sus atenciones a Hera, la propia esposa del amo de la casa. Como castigo ejemplar, le ató a una rueda que daba vueltas sin cesar. Tántalo, por su parte, sufrió otra tortura: de pie en el agua, veía que ésta se acer­

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caba a sus sedientos labios, pero en cuanto intentaba beber, se retiraba, tragada por la tierra. Justo encima de la cabeza había ramas de árboles cargados de fruta —peras, granadas, manzanas, higos, ...— ; al extender la mano, una ráfaga de viento se las llevaba 24. Tántalo, sediendo, hambriento y paralizado en un impotente deseo de alimentarse y beber, sufría las consecuencias de un gesto «prometeico»: era in­ vitado de honor en la mesa de los dioses, pues Zeus le hacía partícipe de sus pensamientos, pero perdió la oportunidad de ser el favorito cuando robó a los inmortales, para rega­ lárselo a los hombres, el néctar y la ambrosía, alimentos divinos a los que debía su propia inmortalidad 25. En cuan­ to a Sísifo, emblema moderno de la condición humana, pa­ gaba sus incontables canalladas y, sobre todo, el haberse mostrado indiscreto con Zeus arrastrando hasta la cima de una montaña un peñasco enorme que volvía a caer por su propio peso, y así indefinidamente 26. Pero además de los castigos perpetuos, existe una vía más fácil para el desagravio y el intercambio entre dioses y mortales: el sacrificio.

CAPITULO V

DELEITARSE C O N EL PLACER DE VIVIR

^ I» XISTE alguna sociedad donde la comida no ^ J sólo sea el medio para llenar los estómagos y aplacar la sed, es decir, saciar una necesidad natural? Los griegos, con una exquisita sensibilidad para la función sim­ bólica y social de los actos relacionados con la alimenta­ ción, pusieron en práctica el almuerzo, el banquete y el simposio con la etiqueta y el arte que se hallan asociados a esos momentos de intenso encuentro, charla y sociabilidad. Desde los diálogos filosóficos llamados «Banquete» o «Ban­ quete de los siete sabios» hasta las elocuentes y eruditas conversaciones tituladas «Charlas de sobremesa», los sabios eligieron la situación convival como la ocasión por excelen­ cia para ponderar la cultura La mesa implica el correcto reparto, la invitación y la alternancia de papeles y es, por tanto, el lugar idóneo para apreciar múltiples signos, ahí donde los hombres hablan y se manifiestan y la cocina in­ troduce una estética que responde más a un deseo que a satisfacer un apetito. Placer y relación social son los dos aspectos más sobre­ salientes de los convites tanto en la ciudad como en el mun­ do de Homero. Sin duda existe un hambre física, visceral y astrictiva. «La urgencia del triste banquete» 2 hace nece­ sario el sustento, pues un hombre no vale nada y ni siquiera puede trabajar un día completo sin alimentarse.

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Eso da fuerza y valor. Estando en ayunas no puede el varón combatir todo el día, hasta la puesta del sol, con el enemigo: aunque su corazón lo desee, los miembros se le entorpecen, le rinden el hambre y la sed y las rodillas se le doblan al andar 3. La necesidad obliga a almorzar. Pero la cena y el desa­ yuno son ante todo agradables pausas en días agotadores 4. En la comida, los hombres gozan del placer de vivir, inclu­ so los más humildes. El porquerizo Eumeo le confiesa a Ulises: «A pesar de la dura vida, los dioses son complacien­ tes cuando le conceden a un mortal el placer de la carne y la dicha de convidar a los amigos.» 5 Los dioses, al igual que los hombres y aún más que ellos, son sensibles al placer que proporciona el compartir un festín: con los olorosos vapores que les llegan de los altares donde los mortales les ofrecen sacrificios, con el re­ parto de ambrosía y néctar durante los banquetes que ellos organizan y también con la presencia, más frecuente de lo que se cree, en las mesas de los hombres.

Apetitosos vapores «¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila y reinas en Ténedos poderosamente!» 6 El sacerdote a quien Agamenón había ofendido ha recibido su desagravio. Le han devuelto la hija y entregado las víc­ timas para la sagrada hecatombe; ya se está preparando el gran ritual del sacrificio expiatorio. Los asistentes se han lavado las manos y han cogido un puñado de granos de cebada. Escuchan la invocación de Crises a su dios para que ponga fin al azote que diezma a los argivos. Con los brazos extendidos hacia el cielo, el anciano dirige la plegaria al señor de Crisa: la palabra establece primero el contacto en­ tre los mortales y el divino, antes de que las bestias que se hallan alrededor del altar sean inmoladas. Apolo, de lejos, escucha las palabras de su sacerdote. Pero tras este preludio verbal, viene una sucesión de

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acciones: se esparce la cebada sobre la cabeza de los bueyes, «se retira la cabeza hacia atrás, se degüella y desuella, se separan los huesos de los muslos que se cubren por ambos lados de grasa y se colocan alrededor pedazos de carne cru­ da» 7. De este modo se ofrece la parte que le corresponde al dios, la primicia que le va servida en forma de vapores. Los huesos, la grasa y la carne cruda «son colocados por el anciano sobre leña encendida y rociados de oscuro vino» 8. Sólo después de haber ofrecido al dios su alimento etéreo, los hombres piensan en sí mismos. «Quemados los muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás, lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo retiraron del fuego.» 9 Por lo tanto se cocina, o más bien se hace un rápido guiso, para el banquete de los mortales. Pero, «cuando hu­ bieron satisfecho el deseo de comer y beber», los mancebos llenaron las cráteras y distribuyeron el vino para las liba­ ciones: todos los presentes le ofrecen las primicias a Apolo. «Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán al Arquero.» 10 Apolo, agra­ decido, se siente contento. En la escena de la ceremonia, el asado de la carne, su reparto y el almuerzo de los hombres siguen y preceden a los dos momentos que representan la verdadera finalidad del sacrificio: hablar y apaciguar al dios mediante la invo­ cación, el convite y las reverencias. Desde este punto de vista, la solemne liturgia del sacrificio a Apolo es ejemplar: el festín de los hombres acompaña a la ofrenda —poética y alimentaria— que se rinde a un inmortal. Las ocasiones para demostrar munificencia e interés son numerosas: agradecer, aplacar, solicitar favores y conjurar las cóleras. Antes de una batalla o después de una emboscada, con la esperanza de lograr una alianza favorable, o bien para evitar el castigo, los hombres se apresuran a invitar a los olímpicos a esta recepción imaginaria, la ceremonia del sacrificio. Por esta razón, los sacrificios homéricos de mayor pompa son prin­ cipalmente actos de culto y sólo de manera accidental oca­ siones de almuerzo para los celebrantes " . Sin embargo,

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l-.l vaso Rica describe las diferentes secuencias del sacrificio de los ani­ males desde que se desuellan hasta que se corta la carne en trozos equi­ valentes y se ensarta. Hidria jónica, 450 antes de J. C. Villa Giulia Roma. F. A. Held-Artephot.

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aun predominando este tipo de sacrificio, existen también otras modalidades. Puede ocurrir que se ofrezca una parte a la divinidad durante un banquete en el cual el principal destinatario sea un hombre, por ejemplo, un huésped. Eumeo, el fiel por­ querizo, inmola el mejor animal del rebaño para el extran­ jero que llega a su casa: ignora que se trata de Ulises, su amo en persona, pero la intuición y la hospitalidad campe­ sina le inducen a tratar al desconocido con generosidad. Esta situación tiene en realidad poco que ver con los in­ mortales y únicamente les concierne porque se les tiene en cuenta. Sin embargo, Eumeo echa al fuego el pelaje de la cabeza, que ha sido arrancado del cuerpo vivo de la víctima, y quema los miembros cubiertos de grasa. Ofrece la prime­ ra parte de la carne asada para los invitados a Hermes y a las Ninfas y él no prueba su ración sin haber derramado antes una copa de oscuro vino para el resto de los dioses. No olvidar a los dioses en una comida cuyo pretexto es la hospitalidad humana significa de hecho dedicarles una con­ tinua atención: Eumeo reserva los dos lomos del cerdo para el noble extranjero por quien ha sacrificado la bestia, pero empieza por hacer una ofrenda a los inmortales. El huésped recibe su parte de honor y los dioses tienen prelación en el servicio 12. Los olímpicos, bien como interlocutores principales en la mayoría de las ocasiones, o bien, rara vez, como ausentes a quienes no se olvida, están implicados en un reparto que obedece al criterio de la primicia y, según otras opiniones, a la ficción de lo completivo: los trozos que se les reservan representarían de hecho el cuerpo entero de la víctima, aun­ que no por ello deja de ser patente la verdadera forma de reparto. Pero la idea de distribución no coincide totalmente con la idea de sacrificio. Hay holocaustos, pero también hay comidas entre humanos durante las cuales se mata, se come carne y se ignora a los habitantes del Olimpo. El sacrificio total en el cual una víctima se consume por completo en el fuego, es decir, el holocausto, ofrece el mo­ delo original de sacrificio según un historiador chipriota,

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Asclepíades, citado por Porfirio, filósofo neoplatónico del siglo III de nuestra era. Al principio los hombres no mata­ ban: ni para los dioses ni para ellos. Un día instituyeron la práctica de matar un cordero para hacer una oblación a las divinidades: los hombres quedaban excluidos. Pero, en cier­ ta ocasión, un sacerdote se dejó tentar por un trozo de grasa asada que había caído del altar: lo recogió y se rela­ mió los dedos. La primera transgresión que iba a iniciar el régimen carnívoro de los mortales se había producido, y así, el holocausto daba paso a la repartición l3. Por el contrario, en el mundo homérico la ofrenda com­ pleta a los dioses, sin parte alguna para los hombres, re­ quiere una situación excepcional. Se queman animales en­ teros en la pira de Patroclo bajo el signo de la intemperan­ cia y la locura de Aquiles. En dos ocasiones los hombres se deshacen del animal inmolado enterrándolo o echándolo al mar. Se trata de sacrificios que consagran un juramento y un pacto. Podríamos pensar que en estas ocasiones en que se va a sellar un acuerdo inviolable entre mortales, los co­ mensales deben tener prioridad sobre la ofrenda. Sin em­ bargo y precisamente en estos casos, los hombres no prue­ ban la carne de las víctimas degolladas. El rito no tiene ninguna connotación alimentaria, sino que se conviene en el fundamento de una amenaza, del furor asesino que se desencadenaría si se rompiera el trato. El hecho de hacer una libación —derramar vino en la tierra para los dioses— encubre un significado macabro: si alguien infringe el pac­ to, ¡que sus sesos y los de sus hijos se desparramen por el suelo como la bebida que se ha vertido! Esa es la fórmula de maldición que acompaña al gesto: es la prefiguración de una venganza y la anticipación de represalias. A los dioses se les invoca no sólo en calidad de testigos, sino también como responsables de un eventual ajuste de cuentas. «Y si en algo perjurare, dice Agamenón, envíenme los dioses los muchísimos males con que castigan al que, jurando, contra ellos peca.» M Como situación opuesta al sacrificio en el que los hom­ bres se ven privados de su ración alimenticia, también pue­

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de suceder que los dioses sean totalmente ignorados en una comida de mortales. Esto ocurre en la entrevista entre Príamo y Aquiles, cuando el anciano rey va a implorar que le devuelvan el cadáver de su hijo. Piensan ya únicamente en la tregua y se miran con mutuo respeto y admiración: am­ bos hombres se asemejan a seres divinos. La audiencia no es en absoluto sacrilega. Al contrario, ha sido Hermes, en­ viado por Zeus, quien ha conducido a Príamo hasta la tien­ da de Aquiles. Y no obstante el guerrero invita a su hués­ ped a degustar un cordero asado sin reservar parte alguna para los dioses ,5. Tampoco nadie piensa en los inmortales durante una cena que parece habitual y en la que los aqueos degüellan bueyes en el campamento y disfrutan con un buen «lemnos» 16. L a relación del sacrificio Un sacrificio ejemplar prevé el reparto de la carne entre mortales e inmortales, alimento que los primeros ofrecen a los segundos y del que ellos mismos participan. Existe una versión autorizada del origen de esta costumbre, pues el otro gran teólogo griego, Hesíodo, se hace eco de este re­ cuerdo. Hubo una vez una edad de oro. Los hombres y los dioses vivían juntos, habitaban el mismo lugar, aquél en el que la primera mujer, apenas esbozada, fue presentada a unos y otros para su asombro. Hombres y dioses comían juntos, pero ocurrió que un día el encargado de preparar el buey para el banquete, «Prometeo, presentó un enorme buey que había repartido con ánimo resuelto, pensando engañar la inteligencia de Zeus. Puso, de un lado, en la piel, la carne y ricas visceras con la grasa, ocultándolas en el vientre del buey. De otro, recogiendo los blancos huesos del buey con falaz astucia, los disimuló encubriéndolos de brillante gra­ sa» ,7. Por haber intentado favorecer a los hombres, el Titán puso fin a la fraternidad alimentaria que antes unía a olím­ picos y mortales. Zeus, ciego de ira, privó a los hombres

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del fuego —que luego le robó con gran astucia Prometeo— antes de enviarles una desgracia —sin duda sobrestimada—, la mujer. £1 injusto reparto del buey inaugura en realidad un nuevo tiempo: en adelante los mortales repetirán ritualmente en los altares la insolencia de Prometeo. Quemarán para los dioses sólo los huesos de las víctimas, cubiertos de grasa, y ellos se quedarán con la carne roja y las visceras. De esta forma, el sacrificio establece un momento de comunicación y de contacto entre los habitantes de la Tie­ rra y los del Olimpo. En una inmolación, el destinatario es invocado e interpelado por quienes se la ofrecen. Apolo comprende y escucha la plegaria de Crises; se complace con los peanes que le cantan al tiempo que se derrama el vino de las libaciones. Acepta gustoso la ceremonia y, en silen­ cio, recibe los ruegos que le son dirigidos formalmente. Al día siguiente, cuando los emisarios de Agamenón se van de Crisa, les envía vientos favorables. Los dioses no siempre manifiestan sus reacciones ante las demandas que acompa­ ñan al ritual con signos visibles de consentimiento o recha­ zo. En estas cuestiones se muestran discretos. Agamenón no sabe nada de las intenciones de Zeus cuando éste «acepta a las víctimas, pero no se dispone a cumplir los votos* ,8. Las mujeres troyanas no reciben una respuesta explícita cuando prometen sacrificar a Atenea doce vacas de un año a condición de que rompa la lanza de Diomedes 19, aunque ella se niega sin ser escuchada. Los olímpicos pueden acce­ der o no a las demandas, manteniendo en la incógnita a los postulantes. Los hombres formulan sus deseos, envían el mensaje y ya sólo les queda esperar las consecuencias. Los dioses a quienes se interroga mediante el sacrificio contestan a los ruegos con unas respuestas más o menos enigmáticas, pero ellos ya no se hallan allí presentes junto a los hombres que les inmolan muslos de animales. El rito revela el distanciamiento en el preciso momento en que per­ mite restaurar la comunicación mediante la ceremonia. Es lo que queda de una relación de comensales antaño perdida. Sin embargo, puede ocurrir que un inmortal llegue a asistir física y personalmente al ritual que se le dedica. Por ejem-

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pío, cuando Atenea acompaña a Telémaco a casa de Néstor para averiguar la suerte que había corrido su padre. Atenea, con el aspecto del prudente consejero Mentor, tomó parte activa en un sacrificio a Poseidón. Al atardecer interrumpió el discurso —sin duda elocuente— del amo de la casa20. Ella la sobrina del dios, una olímpica de noble estirpe, di­ rigió las operaciones del sacrificio dedicado al hermano de su padre, antes de desaparecer dejando a todos atónitos; pues después de saludar a los huéspedes con la voz de Men­ tor, había emprendido raudo vuelo convertida en un pigar­ go. Néstor la había reconocido: «N o hay duda de que se trata de un habitante de la mansión olímpica, seguramente la propia hija de Zeus, la gloriosa diosa Tritogenia...» 2I, dijo, y sin más demora le prometió una vaca «a la que nadie había puesto el yugo en su ancha testuz». Atenea se rego­ cijó y aceptó la plegaria así como el voto. Al día siguiente, apenas amaneció, el rey se apresuró a cumplir el sacrificio y la diosa estuvo presente. Apareció «con un paso seme­ jante al de los hombres e incluso al de su hermosa vícti-

L a ración de los dioses En el mundo homérico, el sacrificio de una víctima ani­ mal representa para los dioses una ocasión para comunicar­ se con los hombres y compartir con ellos un alimento cár­ nico, aunque sea en forma de vapores. Aun repitiendo, grosso modo, la broma de mal gusto que tuvo Prometeo con Zeus, el ritual se diferencia sin embargo en un aspecto fun­ damental. Admitamos que los «muslos» (méria) quemados en el altar sean efectivamente fémures —es decir, los huesos del muslo— y no los muslos enteros, lo cual no se sabe a ciencia cierta; de cualquier manera, hay que reconocer que los dioses de Homero no reciben nunca «huesos blancos», ostéa leuká, como le ocurrió a Zeus engañado por el Titán. Encima de la grasa que envuelve a los mSria se coloca una capa de carne cruda para que se queme y se convierta en

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vapores para los dioses. Al menos en una ocasión, estos trozos fueron tomados de los miembros del animal, y un comentarista tardío escribió que, con estas lonchas de carne los Antiguos querían ofrecer al dios un compendio de la totalidad de la bestia 23. Así se explicaría la entusiasta aco­ gida que dan los olímpicos a los sacrificios de los hombres homéricos: si es normal que Zeus segregue bilis al descubrir los pulidos huesos bajo la grasa que los ocultaba, también lo es que se regocije ante los altares llenos de huesos, grasa y roja carne que humean en los campamentos de griegos y troyanos. Los dioses griegos son carnívoros. La ambrosía y el néc­ tar son indudablemente alimentos exclusivos y olímpicos, pero ellos no rechazan la carne animal, siempre que les sea servida en forma de olor. Esta es la hipótesis del relato de Hesíodo: ¿por qué iba a enfadarse Zeus si no se sentía ofen­ dido al verse privado de carne? Este campesino amargado, para quien todo resulta fastidioso, empezando por las mu­ jeres, es el único que no ve en estos sacrificios tan apetito­ sos para el resto de los inmortales, sino una repetición del enojoso ardid que utilizó Prometeo. Porfirio, teólogo pagano, nos aclara este aspecto del há­ bito alimenticio de los dioses en su discurso sobre la nece­ sidad de abstenerse de carne y rechazar el sacrificio. Ase­ sinar a seres vivos para ofrecer una parte a los dioses sig­ nifica atribuir a estas criaturas superiores unos gustos tan innobles como los que tienen los hombres impíos. Según él, habría que decir de quienes practican el sangriento sa­ crificio «que más que dioses perversos, lo que hay son men­ tes perversas, ya que consideran a los dioses como seres malvados, desprovistos de cualquier superioridad natural so­ bre nosotros» 24. Así pretende denunciar el hecho de que el sacrificio se fundamenta en una teología ilegítima y en una idea francamente vulgar de la divinidad. Según este neoplatónico, que reprocha a los cristianos la creencia en la encarnación ateniéndose a la incompatibilidad entre natura­ leza divina y materia corpórea, se debe pensar que los dio­ ses son vegetarianos. Sólo habría que quemar en su honor

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frutos, grasas y briznas de hierba. Así es como los hombres de antaño manifestaban la piedad y gratitud, antes de ofre­ cer sacrificios sangrientos, pues éstos tienen su origen como consecuencia de diversos sucesos relacionados con «el ham­ bre y la injusticia que de ella deriva» 25. Fue una mujer quien mató, por descuido, al primer cer­ do. «Tras lo cual su marido, haciendo prueba de prudencia y creyendo que había cometido un acto ilegítimo, marchó a Delfos para consultar a la Pitonisa.» Apolo «aceptó lo que había ocurrido», ratificó el error y permitió así que se re­ pitiera. El primer cordero fue ofrecido a un dios como pri­ micia después de que el mismo oráculo impusiera una con­ dición previa: que el candidato «asintiera inclinando la ca­ beza hacia el agua lustral». En cuanto a la cabra y al buey, ambos fueron degollados por un pecado de gula: la primera cabra porque había comido hojas de vid, y el primer buey por haber probado un pastel sagrado que, junto a otras ofrendas vegetales, estaba destinado a Zeus Poliéus. El pri­ mer sacrificio, ya fuera un gesto involuntario o bien pro­ vocado por un cambio de humor, es para cada uno de los animales un aciago accidente provocado por el imperfecto control que tienen los humanos sobre sus actos. El dios se limita a sancionar una conducta. En el caso del cordero, el deseo de un hombre precede al consentimiento del animal para su sacrificio. Se diría que la divinidad a quien se con­ sulta no desea pronunciarse. Deja que la cuestión, matar o no matar, se plantee y se resuelva caso por caso entre el verdugo y la víctima. Es evidente que el papel que juegan los dioses plantea un problema delicado para los teólogos, pues si fueran tan ascéticos y zoófilos como pretende Porfirio, ¿no debería haber castigado Apolo a los asesinos de animales o al menos haber prohibido que se repitiera la fechoría? Nada impide a los inmortales sancionar las faltas de los hombres, incluso las que no son intencionadas. Ya hemos visto que por el contrario eso suele ser lo habitual. Porfirio, para demostrar que el sacrificio sangriento no tiene otra justificación que el hecho accidental o la injusticia humana, evoca aquellos

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relatos en que se afirma que la inmolación de seres vivos está determinada por la ignorancia, la cólera o el temor. Pero estos mismos relatos acusan a uno de los dioses olím­ picos, nada menos que a Apolo. Se presenta como cómpli­ ce, aunque sea a disgusto, de la institución de un ritual que el filósofo tacha siempre de ilegítimo. De hecho, la reflexión del teólogo sobre la alimentación digna de los dioses oscila entre dos argumentos. Por una parte, el atribuir a los inmortales un gusto por la carne indica un error humano: este punto de vista presupone que a un dios no le deberían agradar las víctimas de carne san­ guinolenta. Por otra parte, hay que admitir que algunas divinidades se deleitan con los vapores cárnicos; estos seres no son dioses, sino demonios maléficos: «Son aquellos que se complacen con las libaciones y el olor de la carne», es­ cribe Porfirio citando la ¡liada, canto IX, verso 500. Ya que la parte aérea y corpórea de su ser «vive de los vapores y exhalaciones, de una vida alimentada con diversos efluvios; obtiene su fuerza de los vapores que ascienden de la sangre y carnes quemadas» 26. En resumen, si los dioses homéricos se complacen con el olor de la sangre y la carne roja, es que no son verdaderos dioses. A los Padres de la Iglesia les agrada utilizar este tipo de inducción. Si Apolo ha elegido como profeta a una mujer que, con las piernas abiertas, recibe las exhalaciones a través del sexo, es porque el señor de Delfos no es un dios, sino un malvado demonio. Por ejemplo, Orígenes (siglo III de nuestra era) y Juan Crisóstomo (siglo IV de nuestra era) intentarán así hacer desapa­ recer el prestigio del oráculo pitio. Lo somático y lo carnal son unos criterios muy operatorios para estos precursores, cristianos o no, de la historia de las religiones. Y, en cuanto a los placeres de la «mesa de los demonios», Celso y Orí­ genes estarán de acuerdo en lo esencial: el polemista pagano reconoce: Quizá no haya que negarse a creer en los sabios: dicen que la mayoría de los demonios terrestres, absorbidos en la genera­ ción, destinados a la sangre y a los vapores de la grasa [...] no

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pueden hacer otra cosa que curar los cuerpos o predecir el destino inmediato del individuo y la ciudad, y que su ciencia y su poder sólo se aplican a las actividades de los mortales [VIII, 60, 6].

El apologista recomienda con empeño: contra estos de­ monios gulosos, lo mejor que se puede hacer es confiarse, en cuerpo y alma, al Dios supremo a través de Jesucristo.

N éctar y am brosía «Todo el día, hasta la caída del sol, estuvimos saborean­ do carnes sin parar y bebiendo dulce vino...» 27 (recuerdos de Ulises a su paso por la mansión de la diosa Circe). «Ter­ minada la faena y dispuesto el banquete, comieron y nadie careció de su respectiva ración» 28 (escena del banquete de los dáñaos durante un sacrificio en una playa de Crisa). Disponer del tiempo necesario —a veces todo un día com­ pleto—, esmerarse en el reparto para que sea del agrado de todos y que nada falte en los corazones de cada uno: he ahí la fórmula para el éxito de un festín. Y nuevamente: «Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva ra­ ción...» 29 Se repite la misma ¡dea de perfección con las premisas de larga duración y abundancia de manjares; sin embargo, esta cita corresponde a otro banquete, el de los habitantes del Olimpo. Los dioses comen y beben: la ambrosía y el néctar, ali­ mentos de inmortalidad, son desde la infancia el pan y vino cotidianos. Cuando Leto fue acogida en la isla de Délos y dio a luz a Apolo, no amamantó a su hijo, aun siendo una diosa. Temis, con sus manos inmortales, le hartó de néctar y deliciosa ambrosía. Pronto se vieron los efectos: la cria­ tura se revolvía con tanta fuerza que los pañales no podían sujetarle. Se libró de este estorbo y se puso a hablar; recla­ maba con fuerza la lira y el arco, anunciaba el proyecto de fundar un oráculo y, saltando de la cuna, comenzó a andar por los largos caminos de la Tierra 30. Hermes nació en una

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gruta en la que había tres armarios cerrados con una pesada llave de oro: «Tres depósitos llenos de néctar y de deliciosa ambrosía», en donde el alimento divino se guardaba junto con los vestidos «como en las santas moradas de los dioses bienaventurados» 31. La ambrosía y el néctar, alimentos de los dioses y para los dioses, pueden ser también un medio para divinizar y dar la inmortalidad a un niño que, por nacimiento, está destinado a morir. Deméter intentó infundir la inmortali­ dad a una criatura frotándole y dándole masajes en la piel con estas sustancias activas. La noble diosa, que llevaba luto tras la desaparición de su hija Perséfone, entró como no­ driza en la mansión de una familia de Eleusis. Y así crió Deméter en el palacio al hermoso hijo del prudente Céleo, llamado Demofonte, y cuya madre era Metanira, la de la esbelta cintura. Crecía el niño como una criatura divina, sin to­ mar el pecho ni ningún otro alimento. Le frotaba Deméter con ambrosía, como si hubiese nacido de un dios, y soplaba suave­ mente sobre é l3Z. Pero la inmortalidad también puede llegar por vía oral. Las Horas destilaban néctar y ambrosía en los labios de Aristeo, hijo de Apolo y de una mujer, Cirene, para alejarle de la muerte 33. La naturaleza del cuerpo se puede transformar untando la piel, frotándola, o bien echando en la boca con sumo cuidado unas sustancias que evitan la muerte. ¿Cuál es su función específica? Estas sustancias alimentan y sacian el hambre y la sed; también pueden evitar el proceso de putre­ facción. Un día Aquiles, ese inmortal malogrado que se encami­ na más trágicamente que ningún otro héroe hacia el destino de una muerte prematura, se niega a ingerir cualquier tipo de alimento. Desconsolado por el luto, quiere ser solidario hasta el final con el amigo que ha muerto en combate lle­ vando sus propias armas y que conoció el día fatal en su lugar. De nada sirven los apremiantes consejos de sus com­ pañeros de armas insistiendo en que la guerra no se gana

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con el estómago vacío y que los días de los hombres no pueden transcurrir sin alimentos. Aquiles se enfurece y se niega a probar bocado. Pero alguien le observa desde las alturas del Olimpo. También Zeus sabe que las rodillas de los hombres se doblan y se echan a temblar si les aprieta el hambre. Decide por tanto que sea Atenea quien vaya a su encuentro y le reconforte sin que él se percate. La diosa emprende rápidamente el vuelo para ir en su ayuda. Pero no le obliga a comer, sino que derrama en el pecho de Aquiles deliciosa ambrosía y un poco de néctar «para que el hambre cruel no hiciera flaquear las rodillas del héroe» 34. De esta manera, un cuerpo debilitado por el ayuno en­ cuentra de nuevo toda su fuerza y vitalidad. Pero también un cuerpo muerto, un cadáver ya rígido, puede percibir los efectos benéficos de estas divinas panaceas. El cadáver de Patroclo, unos restos mortales de excepción, será echado al fuego y los restos —los huesos blanqueados y las cenizas— enterrados. Pero antes de los solemnes funerales, transcurre un lapso de tiempo y la carne de los humanos se descom­ pone rápidamente. Los gusanos de la maldita raza de las moscas corrompen a los muertos. Tetis, para preservar el cuerpo de Patroclo, le derrama ambrosía y rojo néctar en la nariz. Yo misma procuraré, dijo la diosa a su hijo preocupado por el cadáver de su querido amigo, apartar los importunos enjambres de moscas que se ceban en la carne de los varones muertos en la guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservaría igual o mejor que ahora 35.

Ambrosía y néctar son los alimentos apropiados para criar a un dios recién nacido, convertir a un mortal en in­ mortal e incluso para la asepsia de un cadáver. Pueden revitalizar el cuerpo de un héroe debilitado por el hambre y la sed, pero no sirven para devolver la vida a un cuerpo ya muerto. Resucitar a un cadáver significaría más bien el re­ torno del Hades de aquello que sobrevive de la identidad de un mortal, su doble desprovisto de corporeidad, el éidólon. Ambrosía y néctar son pues una cura de inmortalidad,

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unas sustancias que en los cuerpos tienen la virtud de re­ sistir al tiempo y desafiar a la muerte. En los cuerpos de los inmortales conservan la belleza, el brillo y la energía cuando se aplican con regularidad. Como hemos visto, Hera se unta con ambrosía para un encuentro erótico. Pero am­ brosía y néctar son, ante todo, el alimento cotidiano de los olímpicos. Y por esta razón constituyen un elemento de particular importancia en la vida de los dioses. E l placer de la felicidad Decir que los dioses comen y beben no es suficiente para el tema que tratamos. Es cierto que, entre otras mu­ chas actividades, también ésta ocupa un lugar y parece por tanto compatible con la naturaleza divina. Pero aunque esto sea exacto, habría que decir algo más. Si soñáramos con los dioses como hacíamos antes de que Heine los desterrara, podríamos decir que los dioses están bebiendo y comiendo. Presente continuo. En ese instante, seguramente uno de ellos —quizá Temis— ofrece una copa de néctar rojo oscuro a Apolo que regresa y a Hera que se acerca, ya que no hay una hora establecida ni unas ocasiones especiales o extrañas para ello. «Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín.» Cuando por ventura aparece Apolo, entonces «el padre ofrece a su hijo el néctar y le da la bienvenida con una copa de oro». O bien, cuando la augusta Hera llega al escarpado Olimpo y encuentra allí reunidos a los otros dio­ ses inmortales en el palacio de Zeus: «Todos se levantaron al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y ella aceptó la que le presentaba Temis, la de hermosas mejillas...» 36 El festín dura todo el día (própan émar) y resulta fácil imaginárselo en todo momento, cuando se ofrece una copa al recién llegado en cualquier esquina del Olimpo. El festín llena todos los rincones del tiempo: el de la vida cotidiana de los dioses en los lugares que sólo a ellos les pertenecen. El festín de los dioses: Rafael, Giulio Romano, Tintoretto..., ¿qué sería la grandiosa pintura de la época clásica

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si los dioses que se eternizan en la mesa rodeados de opu­ lentas naturalezas muertas —manteles, vajilla y extraordi­ narios manjares— no compitieran con la sobria última cena del dios cristiano de doble naturaleza, que reparte el pan y el vino antes de la inminente muerte? Las moradas del Olim­ po seguirán siendo un lugar de banquetes o garden partid indefinidamente reproducidos en los más variados paisajes, en los teatros y en las cortes europeas, que rivalizan por inventar nuevamente la vida de los dioses. ¿Sería acaso un festín infinito el emblema, la parte por el todo de una vida feliz en donde la felicidad consistiría en la alegría convival, olvidadiza de cualquier preocupación? ¿Habríamos por fin encontrado la clave de la beatitud olím­ pica y traslucido el secreto de estas palabras: «sin preocu­ paciones»; «de vida fácil»; «bienaventurados»? ¿La dura­ ción hasta el infinito del buen humor de los dioses consis­ tiría en la perpetuidad de un banquete o de un simposio? ¿Habría para los dioses tiempos de fuerte tensión, de tra­ bajo y trastornos que se destacaran en una continuidad de placeres vividos con una copa en la mano, saboreando la ambrosía? El banquete infinito ofrece un modelo de per­ fecta felicidad. Platón se burlará de los órficos, que no su­ pieron concebir la condición de los bienaventurados en el más allá, si no era reunidos, para siempre, alrededor de una mesa 37. Por una parte, los suplicios infernales consisten en torturar con un deseo eternamente insatisfecho. Trenzar una cuerda que se deshace, tender las manos hacia unos frutos que se acercan y se alejan, llenar un tonel sin fondo o em­ pujar una piedra que volverá a rodar cuesta abajo: son otras tantas variantes de una experiencia idéntica, la imposible consecución de un deseo. Ocno, Tántalo, las Danaides y Sísifo, todos ellos sufren con la intolerable persistencia del deseo 38. Su vida cotidiana es una perpetua tensión. Por otra parte, los bienaventurados viven en un tiempo de pla­ cer infinito, sujetos a una mesa que les procura una total satisfacción.

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L a crítica de los filósofos Cuando Lucrecio quiere comparar a los hombres que malgastaron su tiempo persiguiendo bienes inútiles, y por ello quedaron insatisfechos, con aquellos que tuvieron una vida plena, toma como ejemplo a las Danaides condenadas a llenar el tonel y al invitado que se levanta de la mesa contento y satisfecho. Pero los bienaventurados de los que se burla Platón no abandonan nunca su lugar, y al filósofo le resulta fácil despreciar estas bacanales. Sin embargo, los dioses no están encadenados a sus tronos de oro, a los pla­ tos de ambrosía y a la crátera en la que Hebe o Hefesto beben a grandes tragos el néctar teñido de rubí. Los traba­ jos y las preocupaciones —como ya hemos visto— le alejan muy a menudo de los placeres del Olimpo. Los dioses grie­ gos no son perezosos. Platón, una vez más, da fe de ello. En contra de aquellos que, con anterioridad a Epicuro, pre­ tendieron que los dioses existían pero que no se ocupaban de los hombres, el autor de las Leyes nos recuerda que «los dioses tienen toda clase de virtudes y en particular la de velar por el Universo» 39. Esta bondad se manifiesta a tra­ vés de la templanza, inteligencia, valor y virtud, nociones que se oponen a la despreocupación, pereza y desidia. Y puesto que esto es válido para los hombres e incluso para ¡os animales, también debe ser cierto para los dioses. Re­ sulta imposible concebir a los olímpicos como unos zánga­ nos o unos parásitos. Si son buenos —lo cual es un postu­ lado—, no son perezosos ni se entregan a la tryphg, al lujo desmedido. Para Platón, los dioses pueden hacer todo lo que hacen los mortales y lo realizan inmejorablemente, llegando a es­ merarse en los mínimos detalles de sus obras. Hasta tal punto les desagrada la pereza que sobresalen en la conse­ cución de los trabajos. Sin embargo, otro filósofo, Aristó­ teles, vendrá a mitigar esta confianza y seguridad de su maestro. Aristóteles afirma que toda la mitología, centrada en la representación de los dioses en forma humana, es una tradición tardía que se incorpora a una creencia anterior,

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según la cual «los astros son dioses y lo divino abarca la naturaleza entera» 40. Los dioses antropomorfos, con sus historias y peculiar forma de vida, son invenciones pedagó­ gicas útiles «para persuadir a la multitud y servir a las leyes e intereses comunes». En efecto, cuando el propio Aristó­ teles plantea la ética humana y el estilo de vida ideal y digno del hombre, compara la vida de los mortales y la de los olímpicos. Y aún va más lejos: se puede comprender en qué consiste la felicidad de los hombres a partir de lo que se puede conjeturar de la vida cotidiana de los dioses. La vida que en mayor medida favorece al hombre es la vida del espíritu. Esta clase de vida es también la que pro­ porciona mayor felicidad. Para Aristóteles esto es de una claridad meridiana. Pero tiene que argumentarlo. He aquí lo que también prueba que la perfecta felicidad es una actividad contemplativa. ¿Acaso no hemos dado por supuesto que los dioses estaban colmados de todo y eran especialmente felices? Por lo tanto, ¿qué clase de acciones nos veremos obliga­ dos a atribuirles? ¿Las que son conformes a la justicia? Pero, ¿no llegarán a parecemos ridículos si nos los representamos ligados por contratos, obligados a devolver dinero y otras obligaciones por el estilo? O bien, ¿serán acciones que inspiren valor? Y en ese caso, ¿tendremos que verlos pasando por terribles pruebas y expuestos a mil y un peligros con el pretexto de que dicha con­ ducta es honorable? ¿Serán acciones acordes con un hombre ge­ neroso? ¿A quiénes harán donaciones? Resultaría muy extraño verles utilizar la moneda o cualquier otro medio de cambio. ¿Y qué decir de su temperancia? ¿Cómo la manifestarían? ¿No sería un elogio desconsiderado el privarles de indignos deseos? Haga­ mos una enumeración completa: todo lo que concierne a la acción parecerá mezquino e impropio de los dioses. A pesar de ello, todo el mundo está de acuerdo en pensar que viven y por con­ siguiente se dedican a alguna actividad —no como Endimión que se halla sumido en el sueño. Por tanto, si a un ser vivo le priva­ mos del poder de actuar y, más aún, del de crear, ¿qué queda ya sino la contemplación? De este modo, la actividad de Dios que prevalece por su felicidad sólo puede ser contemplativa 4I. Aristóteles priva, pues, a los dioses de una vida activa, salvo que ésta sea vivida con el pensamiento. Y esta forma de vida, la única que no resulta ridicula para un dios, es la

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más digna para el hombre. Algunos siglos más tarde Séneca repetirá en Roma que el filósofo vive feliz como un dios —con (a salvedad de que su felicidad es efímera—, ya que del tempus del que dispone hace una vita, es decir, trans­ forma el tiempo en una vida que le pertenece y abarca con la vista el pasado, presente y futuro. Es feliz como un in­ mortal porque, en lugar de perder los días y dejarlos trans­ currir con infinidad de ocupaciones, es dueño de todos ellos y los tiene ante su vista, siendo cada uno como su vida entera. Al elegir el otium, «el sabio es tan feliz en su exis­ tencia como un dios a lo largo de los siglos» 42. Este problema de la inmovilidad y de la extensión del tiempo bajo la mirada de un dios que abarca toda la dura­ ción en un eterno hoy, sempitemum hodie, será muy del agrado de la teología cristiana. Responde a la exigencia de concebir el tiempo vivido por un ser divino como si estu­ viera consagrado al continuo ejercicio de la contemplación y la sabiduría. Los dioses no son perezosos, protesta Pla­ tón, están ocupados en servir al mundo. Los dioses no son perezosos, corrige Aristóteles, pero sólo pueden dedicarse a una vida contemplativa, esa forma de vida que Séneca llamará otium. Sin embargo, ningún filósofo habla del pla­ cer de vivir de los dioses en términos de festín. E l placer de la vida Y no obstante, la felicidad de los dioses se relata de la siguiente manera: «El día en que estalla una disputa entre Zeus y su esposa, Hefesto no oculta que su única preocu­ pación es que la discordia interrumpa “el placer del ban­ quete”.» Su poderosa madre, a pesar de la cólera, debe «intentar ser amable con Zeus para que éste no vuelva a turbarnos el festín» ° . Hefesto reclama literalmente la feli­ cidad (¿dos) y la ataraxia cuando desea que Zeus no turbe (tarássein) la fiesta. Lo que en apariencia teme no es la in­ terrupción de una simple comida, sino el trastorno de un día entero de placer.

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Podríamos decir: el trastorno de una vida entera de pla­ cer si, en lugar de hallarse entregada al tumulto de la epo­ peya homérica, contempláramos la vida de los olímpicos como la describe Hesíodo, siempre idéntica e inmóvil. Mu­ cho antes, durante la edad de oro, los hombres vivieron como los dioses. ¿Qué quiere decir esto? Sin preocupacio­ nes ni fatigas ni vejez. «Siempre jóvenes de brazos y pier­ nas, se divertían en los banquetes, lejos de cualquier pe­ sar.» 44 Los dioses son por tanto asiduos de la tháleia, del banquete alegre, convival, del simposio, que entre los mor­ tales se halla bajo la égida de una musa, Talía, la que ayuda al control del inhumano y bestial deseo de comida y bebi­ da 4S, la misma musa que al parecer reveló a los mortales el komikós bíos, la vida cómica, la comedia 46. Otro día el jovencísimo Apolo que por primera vez lle­ gaba al Olimpo, se encuentra con una escena habitual en la existencia de sus congéneres. Su padre, muy feliz, le ofrece una copa de néctar, como si los dioses no se ocuparan de otras cosas. Los inmortales, al verle, solamente piensan en la música y en las canciones. Las musas le responden al unísono con hermosa voz, cantando los imperecederos dones de los dioses y la suerte miserable de los hombres; cantando las cosas que los dioses im­ ponen a esos seres que viven perdidos sin ser capaces, en su im­ potencia, de descubrir ningún remedio contra la muerte ni un recurso contra la vejez 47. Beber y disfrutar de los privilegios: ¡ésa es la felicidad para los olímpicos! Muy pronto lo adivina el astuto Hermes cuando patalea y se rebela ante los oscuros proyectos de su madre. ¡Llevar una vida modesta en el fondo de una gruta y lejos del Olimpo! «Vale más, exclama Hermes, vivir siem­ pre (émata partía) con los inmortales, ricos, opulentos y prósperos, que pudrirse aquí, en esta gruta sombría.» 48 La riqueza de la que aquí se habla, aunque parezca mentira, es de alimentos. No se trata de néctar o ambrosía, sino de ofrendas de sacrificio.

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L a vid a cómica Los dioses no sólo son unos invitados asiduos en las moradas de quienes les invitan a cenar. Como ya hemos visto, reciben también los vapores de las carnes asadas en los altares de los hombres. Sienten un feroz apego por estas cosas, y es tal su gula que, en una célebre comedia, Las aves de Aristófanes, o en algunos diálogos de Luciano, será ob­ jeto de escarnio. El día en que las aves del cielo deciden interceptar y guardar para sí los apetitosos olores que llegan de los sa­ crificios, los dioses se ven obligados a suplicar a estos ani­ males y negociar un intercambio de favores: cederán sobe­ ranía si recuperan la pitanza. Al parecer, la ambrosía y el néctar no alimentan a los dioses, ya que las aves creen que los olímpicos morirán de hambre proverbial si desvían los vapores de las carnes 49. Por lo tanto a los olímpicos no les queda más remedio que elegir democráticamente a tres de­ legados, Poseidón, Heracles y Tribalo, este último repre­ sentante de los dioses bárbaros, y encargarles que lleven las negociaciones y pacten con las aves. Pues como ha descu­ bierto Prometeo, enviado para espiar, desde que el aire está colonizado por la ciudad de las aves, los vapores no llegan ya a los dioses: el hambre y el ayuno se avecinan 50. Zeus se ve obligado por los dioses bárbaros a reiniciar las im­ portaciones de entrañas. En cuanto a las aves, que se pro­ claman diosas e inmortales e incluso antepasados de los olímpicos, prometen prestar a los efímeros humanos una eficaz vigilancia llena de prosperidad y alegrías: si nos es­ timáis como a dioses, dice el corifeo, velaremos el tiempo meteorológico y os anunciaremos los cambios. En lugar de residir en el cielo para vivir retirados majestuosamente como Zeus, estaremos presentes para ofreceros riqueza, salud, vida, paz, juventud, risas, bailes, fiestas y leche de pájaro. Será tal la opulencia de vuestras riquezas que os sentiréis desbordados 51. En efecto, los hombres podrán instalarse y vivir en la ciudad de los dioses-aves, la felicidad Ies espera. «Si alguno

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de vosotros, oh espectadores, desea en adelante llevar una vida placentera junto a las aves, que venga con nosotros», así de generosa es la invitación dirigida a los atenienses reu­ nidos en las gradas del teatro. Y los nuevos dioses prepa­ rarán un gran sacrificio y servirán una gran parrillada de aves disidentes para... ellos mismos. Los tres olímpicos en­ viados como embajadores llegarán justo a tiempo de ver a los pájaros a punto de asarse condimentados con queso ra­ llado, silpnium y aceite, y para expresar el nostálgico re­ cuerdo que les trae tan delicioso desayuno. En el género cómico, la felicidad es ante todo saciedad y exceso de plenitud material, tanto para los hombres como para los dioses. Con la salvedad de que estos últimos al­ canzan rápidamente y sin obstáculos lo que desean. Frente a las aves, nuevos dioses por ser los actuales dueños de los vapores, los olímpicos condenados a consumirse no son más que seres sometidos e indigentes. Destinados a un deseo que no consiguen satisfacer, llegan a conocer lo que es el desamparo humano. Imploran, confían y esperan. El festín infinito, ese festín que no tenían que preparar, que estaba siempre listo, inagotable, en ofrenda, se convierte en una meta a conquistar, o bien a recobrar mediante el intercam­ bio. Sobre este mismo tema, pero en una situación diferente —una asamblea convocada de urgencia por un asunto de vital importancia: cómo responder a las críticas de los filó­ sofos—, los olímpicos demostrarán que ni siquiera las cir­ cunstancias más trascendentes pueden obligarles a despren­ derse de lo que Luciano (siglo II de nuestra era) llamaba su hábito cotidiano: pensar en alimentarse. «¡Nuestra ración, nuestra ración! ¿Dónde está el néctar? ¿Dónde está el néc­ tar? Ya no queda ambrosía, ya no queda ambrosía. ¿Dónde están las hecatombes? ¡Que haya víctimas para todo el mun­ do!» 52 Ante la carencia, los dioses se lamentan a gritos por su apetito, el hambre y la sed, como si el hecho de reunirse, aunque sólo fuera para una breve asamblea, les resultara intolerable sin el acompañamiento de bebida y comida. En esta ocasión, el debate es de capital importancia y concierne

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precisamente a su manera de vivir: ¿se interesan en realidad o no por los hombres? ¿A qué dedican su tiempo? Los filósofos siembran la confusión. ¿Cómo responden los dio­ ses, los propios interesados? Muchos de ellos claman ven­ ganza, o bien se callan. Por el contrario, hay uno que se toma las cosas en serio. Autocrítica: Epicuro lleva razón. Según él, «a decir verdad, los dioses estamos aquí sin hacer otra cosa que espiar a ver si alguien nos ofrece un sacrificio o inmola una ofrenda en los altares, y el resto, llevado por el azar, se va a la deriva» 53. No está muy clara la cuestión, ya que todo esto se dice a puerta cerrada, cuando ningún «hombre asiste a esta asamblea» 54, pero es una sorprenden­ te confesión. Sin embargo, Zeus no está en absoluto de acuerdo. Cenas de negocios Mal rayo les parta a los filósofos que afirman que la felicidad habita únicamente entre los dioses. Si supieran, al menos, todo lo que padecemos por causa de los hombres, no anhelarían con cier­ ta envidia nuestro néctar y nuestra ambrosía ni darían crédito a Homero, un hombre ciego y charlatán que nos llama «bienaven­ turados» y va explicando lo que pasa en el cielo, él, que ni si­ quiera podía ver lo que sucedía en la tierra. Así, Helios, el sol, ue está ahí unciendo el carro, surca el firmamento a lo largo del ía, vestido de fuego y resplandeciendo con sus rayos, y ni siuiera tiene tiempo libre —afirma— para rascarse el oído. Y si esviara su atención, aunque sólo fuera un instante, los caballos desbocados, desviándose de su camino, harían arder todo con grandes llamaradas. Selene, la luna, también despierta, da vueltas mostrando su luz a quienes caminan de noche y a quienes regre­ san sin hora de los festines. Apolo, así mismo, que se ha espe­ cializado en una actividad complicada, casi se ha quedado sordo de oír a los que se enfadan porque no les favorecen los designios del oráculo; tanto es así que no tiene más remedio que estar en Delfos, poco después ir corriendo hasta Colofón, desde allí cru­ zar hasta Jamos y otra vez corriendo a Délos o a Brancidas. En resumen, donde ía profetisa, tras haber bebido del manantial sa­ grado y haber masticado laurel y haber agitado el trípode, le exhorta a estar presente, allí debe presentarse sin demora para corroborar los oráculos; si no, a saber dónde iría a parar la fama

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de su arte. No diré, para poner a prueba su experiencia en la mántica, cuántos inventos maquinan, cociendo para el en el mis­ mo perolo carne de carnero y tortugas, de modo que si no hu­ biera tenido un olfato muy fino, el propio Lidio se habría mar­ chado burlándose de él. Asclepio, a su vez, no deja de ser cons­ tantemente molestado por auienes están enfermos: «ve cosas te­ rribles, toca cosas desagradables y en las desgracias ajenas encuen­ tra provecho para las propias penas». ¿Qué podría decir de los Vientos, que impulsan el crecimiento de las plantas y hacen na­ vegar a los barcos a su lado y soplan sobre los que aventan trigo? ¿O del Sueño, Hypnos, que vuela sobre todos, o del Ensueño, Oneiron, que anda vigilante por la noche con el sueño y le sirve de intérprete? Los dioses asumen todos esos penosos trabajos por amor a los hombres, desempeñando cada uno su misión de cara a garantizar la vida en la tierra. Y los trabajos de los demás son, con todo, bastante llevaderos. Hay aue ver, yo, rey y padre de todo y de todos, cuántas inco­ modidades soporto, cuántos problemas tengo, con la mente pues­ ta en tan gran número de preocupaciones. A mí me toca inexo­ rablemente, lo primero, inspeccionar las tareas de los demás dio­ ses que me ayudan de algún modo en mi gobierno, para que no racaneen en ellas. Después tengo que hacer miles de cosas que casi se me escapan por su pequeñez. Porque, organizando y ad­ ministrando yo mismo las más importantes de mis actividades —lluvias, tempestades, huracanes y relámpagos—, no sólo no me he liberado de preocupaciones de menos monta, sino que tengo que hacer todo eso y al tiempo supervisarlo todo, como el pastor en Nemea, ver a los que están robando, los que juran en vano, los que hacen sacrificios por si alguien ha derramado la libación, de dónde sube la grasa y el humo, quién, enfermo o en apuros por el mar me llamó en auxilio, y lo más fatigoso de todo, en un instante tengo que asistir a la hecatombe de Olimpia, observar a los que guerrean en Babilonia, enviar una tromba de agua al país de los getas y darme un buen banquete entre los etíopes. Y ni aun así resulta fácil evitar las censuras, sino que, en muchas oca­ siones, «los demás dioses y algunos hombres con penachos de crin de caballo» se duermen toda la noche, y a mí, a Zeus, no me sorprende el dulce sueño. Porque, si me amodorrara un po­ quito, al punto se demostraría que tiene razón Epicuro cuando afirma que no nos preocupamos de los asuntos de la Tierra. Y el peligro no es en absoluto desdeñable si los hombres le hacen caso en esc punto: los templos se nos quedarían sin coronas, las calles sin olor a grasa y humo de las víctimas, las cántaras de vino sin gente que nos haga libaciones, los altares fríos; en una palabra, nos quedaríamos sin sacrificios y sin ofrendas, con lo que el ham-

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bre sería abundante. En consecuencia, igual que los pilotos, me he quedado solo en las alturas llevando el timón entre mis manos, y los marineros, unos borrachos, si acaso, duermen, mientras yo, en vela, sin comer, me preocupo por todos en lo más profundo de mi ser y en mi corazón, pues he recibido yo solo la distinción, al parecer, de ser el jefe. Así que con gusto preguntaría yo a los filósofos que consideran felices únicamente a los dioses, cuándo piensan que nos queda tiempo libre a nosotros, que tenemos mi­ les de asuntos que atender, para el néctar y la ambrosía 5S. Le corresponde a Zeus en justicia ser quien, con cono­ cimiento de causa, zanje la cuestión de la felicidad de los olímpicos. Una cosa es cierta: si hay que imaginarse una actividad que llene el tiempo de los dioses, y puesto que se les supone felices, ésta tendría que ser la de consumir am­ brosía y néctar, en el regocijo de un banquete. Sin embargo, los olímpicos ni siquiera tienen tiempo para este placer que les atribuimos. Están ocupados en otras cuestiones sin nin­ gún respiro. Y aún más: en lugar de dedicarse exclusiva­ mente al placer convival, tienen que encargarse de infinidad de compromisos simultáneos. Ocupan su tiempo no sólo en tareas sucesivas, sino que a cada instante están divididos. Tienen que desdoblarse. Hacen todo a la vez. Incluso el propio alimento, cuando se trata de vapores que provienen de sacrificios, constituye una fuente de problemas. Y esto por dos razones: primero, porque sujetos al intercambio con los hombres, los dioses se ven obligados a preocuparse de los asuntos de la Tierra a fin de recibir la parte corres­ pondiente de las víctimas y, segundo, porque el seguimien­ to de la actividad ritual en los altares y los templos supone por sí mismo un trabajo considerable. Kédos y hédos —preocupación y placer— son insepara­ bles. Y tanto más cuanto que en el Olimpo de la ¡liada los festines son, si no siempre casi siempre, un momento para los debates, deliberaciones y toma de decisiones. Si la asam­ blea convocada por Zeus en el diálogo de Luciano no puede iniciarse antes de acallar las voces que reclaman ambrosía, néctar y vapores, es decir, en la más absoluta abstinencia y sobriedad, las reuniones de sesión plenaria en la morada del

Dioses asistiendo a un banquete en parejas, el marido recostado y la es­ posa sentada o en pie. Igual que los festines de los mortales: lechos, me­ sas y cojines decoran la casa, simbolizada visualmente con una columna. De izquierda a derecha y de arriba abajo, vemos a Zeus y Hera, Poseidón y Anfitrite, Dioniso y Ariadna y Ares y Afrodita. Copa, pintor de Kodros, 430-420 antes de J. C . Museo Británico, Londres. F. Museo Británico.

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señor de los dioses son habitualmente sympósia regados de néctar. A diferencia de los hombres, que suelen posponer a los momentos de trabajo político las cenas y los placeres, los dioses hablan con la boca llena. £1 sabor del néctar se mezcla con el de las palabras a veces ásperas, biliosas o llenas de dulzura, que permiten dirigir los asuntos de la Tierra.

CAPITULO VI

INJEREN CIAS DIVINAS

V

OLVAMOS al momento decisivo, al instante inau­ gural en el que una diosa, mensajera de la inquie­ tud de otra, viene a poner de manifiesto la perspectiva de tiempo —del proyecto y la espera— ante un mortal impa­ ciente. ¿Qué hace un dios cuando irrumpe en el mundo para que prevalezca un deseo y se modifique una conducta? ¿Qué métodos escoge para ejercer su poder sobre los hom­ bres? Entre Aquíles y Atenea lo que hay es un diálogo a cara descubierta. Listo para saltar sobre el rey, el paladín ha desenvainado la espada. Detrás de él, invisible para los de­ más, una mano le tira de la cabellera. Aquiles se estremece y se vuelve. Su mirada asombrada se encuentra con los cen­ telleantes ojos de la virgen Atenea. El héroe, sorprendido aunque poco intimidado al estar acostumbrado a tener re­ lación con los dioses, hace la primera pregunta: ¿Por qué, hija de Zeus, el que lleva la égida, has venido nue­ vamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Aga­ menón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que va a ocurrir: por su insolencia perderá pronto la vida '. Arrogancia de soldado y certeza de poder controlar el futuro, como si un dios fuera alguien a quien hubiera que

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enseñar e imponer las propias intenciones. La emisaria del Olimpo le responde atenta, con delicadeza y voz angelical: Vengo del ciélo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la diosa de los niveos brazos, que os ama cordial­ mente a entrambos y por vosotros se preocupa. Vamos, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injuríale de palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: por este ultraje se te ofrecerán un aía triples y espléndidos presentes. Domínate y obe­ décenos 2. Al hombre que se deja llevar por la pasión la diosa le enseña el control de sí mismo, es decir, una actitud subje­ tiva conforme con la razón. Pero al mismo tiempo le invita a obedecer y, por tanto, a someterse a una autoridad, la suya propia. «Domínate» significa «obedéceme». La diosa le enseña al hombre a ser él mismo, a emanciparse de la tiranía de los humores y los cambios del cuerpo. La bi­ lis que asciende, el corazón que palpita en el pecho, los ojos que se oscurecen, todos los síntomas de un ataque de ira al que están particularmente expuestos los temperamentos he­ roicos deben ser dominados en un gesto de poder y de sumisión a la vez, como si el hombre fuera incapaz por sus propias fuerzas de gobernar la extrema sensibilidad de su cuerpo. La divinidad acude, pues, en ayuda de Aquiles para que huya de los impulsos, y el piadoso paladín se rinde: «Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el co­ razón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los dioses obedece, es por ellos escuchado.» 3 N o renuncia a la cólera ya que, como dice Calcas, el profeta de Apolo, es verdad que la bilis puede digerirse un día, pero el rencor perdura «en el fondo del corazón hasta que logra ejecutar­ lo» 4. Dócil ante la divina voluntad, el guerrero «se conten­ ta con las palabras»: se desahoga con un raudal de insultos en lugar de con la sangre del rey. En vez de saciar al ins­ tante la sed de venganza, se calma, pero conserva la amar­ gura de la ofensa sufrida. Al impedir que Aquiles lleve a cabo la venganza en un impulso instantáneo, Atenea abre ante él la perspectiva de

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un futuro desquite, de un resarcimiento más meditado, de la espera calculada. El impetuoso paladín, por haber con­ sentido en contemporizar y esperar triples y espléndidos presentes que un día le pedirán que acepte, toma partido por el entendimiento con los dioses y llega incluso a aceptar la estrategia de Hera, que interviene porque le ama tanto como a su adversario. Aquiles agradece la amistad de la diosa, aunque tenga que compartir este favor con el hombre a quien un instante antes iba a degollar. Viniendo de él, es un hecho significativo. Agamenón le había acusado de ser un militar poco inteligente y a quien siempre le habían gus­ tado las riñas, luchas y peleas 5; sin embargo, es Aquiles quien le da una lección de prudencia al rey. Cuando los mensajeros reales se acercan a la tienda para reclamar a la joven Briseida —pues Agamenón la desea ahora con la mis­ ma obstinación con que antes menospreciaba a Apolo por amor a Criseida—, Aquiles pronuncia unas palabras medi­ tadas y piadosas: ¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acer­ caos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón que os envía por la joven Briseida. ¡Vamos, divino Patroclo, de jovial linaje! Saca a la doncella y entrégala para que se la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mor­ tales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo junto a las naves 6. El rey, presa de la furia, no ve el peligro en que pone a su ejército. Iluminado por Atenea, encomendando su pro­ mesa a los bienaventurados, el guerrero saborea la clarivi­ dencia. Influencia sobre los hombres El poder de Atenea para tranquilizar a Aquiles hace que nos planteemos una cuestión esencial. ¿Cómo actúan los

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dioses sobre los hombres, de qué manera consiguen orien­ tar su conducta, hasta dónde puede llegar su influencia en el alma de los mortales? No cabe duda de que los dioses todo lo invaden. No tienen un mínimo respeto por la dignidad de esos seres a quienes no dudan en manipular mediante la posesión, la alteración de las facultades, la modificación de los senti­ mientos, la neutralización de los gestos y, finalmente, con la persuasión y la intimidación. Para conseguir sus fines, no retroceden ante ninguna forma de injerencia, ni siquiera las más traicioneras. Se diría que ningún principio les detiene y que el funcionamiento intelectual, afectivo y somático de los mortales soporta todos los trastornos imaginables. Para un hombre dormido, ¿puede haber algo más con­ vincente que un sueño en el que un amigo le da un consejo? Y sin embargo, esta imagen onírica es un dios travestido que se introduce así en lo más íntimo de un ser para con­ fundirlo 7. Un hombre despierto puede, de repente, no ser sino el disfraz, la máscara de un dios que lo utiliza como si fuera un efímero guiñapo 8. ¿Habrá tenido Aquiles la sensación de no ser él mismo el sujeto de la idea que Hera ha depositado, como si fuera un objeto, en su corazón? 9 Y todos esos héroes a quienes Zeus inspira renovado cora­ je l0, a quienes Atenea inyecta valor " , en quienes Zeus provoca pánico 12, ¿entienden todos ellos los cambios que un dios —uno u otro— improvisa en sus personas? A veces podemos pensar que sí. Poseidón infunde un fuerte vigor en los dos Ayax; los dos paladines detectan una presencia divina, pero cuando ésta se desembaraza bruscamente de la voz y el rostro que había tomado, se convierte en pájaro y desaparece 13. Después de lo cual, Ayax afirma que «a los dioses se les reconoce fácilmente» M y siente el thymós que el dios le ha provocado. Sin embargo, en el mismo instante en que se ha producido ese ímpetu fogoso, antes de ver con sus propios ojos el prodigio, los dos Ayax no sospechaban que estuvieran guiados por un dios. Como tampoco pien­ san los reyes aqueos en la influencia de Poseidón cuando éste les colma de fuerza l5. Los dioses colonizan los sueños

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y se revisten con cualquier identidad o cuerpo, dan pensa­ mientos y multiplican las alteraciones de los miembros y de la mente: los dioses se encubren introduciéndose hábilmen­ te en las mismas raíces de la acción y del ser de los morta­ les. La diferenciación se hace entonces perfecta y la ofus­ cación absoluta, como si esos mismos hombres que, en ge­ neral, saben que están siempre a merced de lo divino no tuvieran ninguna percepción ni control en las más profun­ das apariciones de los dioses. A veces actúan sobre los hombres de una manera más visible y franca, quedándose fuera, en las fronteras del ser. Pero tampoco en estos casos resulta fácil descubrirlos. Sin embargo, incluso cuando se disfrazan, guardan cierta dis­ tancia con la persona a quien se dirigen. La influencia se ejerce a través del consejo, la invitación o la orden 16. En resumen, por el intercambio de palabras que, a pesar de la injerencia, la presión o el despotismo, preserva, no obstan­ te, la integridad de la persona. Los hombres son maleables. Pero al mismo tiempo, si­ guen siendo responsables de sí mismos. Están a merced de los dioses cuando éstos se entremeten y deben por el con­ trario arreglárselas solos cuando los inmortales les ignoran. Cuando Zeus prohíbe a sus congéneres que intervengan en la guerra, griegos y troyanos continuarán, sin embargo, con el combate y seguirán tomando iniciativas tácticas. Los hom­ bres, bien con autonomía en las decisiones, o bien sin ella, viven en la incertidumbre en cuanto a su propia subjetivi­ dad. Cuando Agamenón se dirige a Aquiles con ofensas, actúa espontáneamente: su cólera, su bilis dictan tales pala­ bras. El propio Aquiles no ve sino un comportamiento irre­ verente. Sin embargo, luego, al reflexionar sobre sus actos, el rey parece arrepentirse; en realidad lo lamenta y por la misma razón lo atribuye a la voluntad de Zeus ,7. Aquí se ve hasta qué punto la percepción de sí mismo se confunde con el reconocimiento del poder absoluto e intangible de la divinidad. Aunque el relato no diga que Agamenón había sido inspirado por Zeus en su cólera, el propio personaje no sabe retractarse de sus gestos si no es viendo en ellos la

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señal de un dios. De igual manera se explica Paris la apari­ ción del deseo amoroso hacia Helena. Esta pasión irresisti­ ble no es para el joven príncipe el despuntar de un senti­ miento endógeno: es, por el contrario, un don de los dio­ ses. Un obsequio que no ha podido rechazar, un regalo que no ha elegido I8. El héroe homérico, aunque esté realmente guiado por una divinidad, como en el caso de Paris, o bien, como Aga­ menón, sea responsable de sus reacciones, ve a los dioses como una fuente de estados afectivos que irrumpen en él y le dominan. El caso de Agamenón es particularmente sig­ nificativo puesto que la etiología divina de la cólera se con­ vierte poco a poco en la única explicación convincente. Aquiles también acabará por pensar que «el prudente Zeus le ha quitado el juicio» 19. La naturaleza pasional de la ira y el amor puede justificar ante nosotros la idea de una fuer­ za externa con la cual parece extraño identificarse justo des­ pués. Pero en el universo de la epopeya, ninguna facultad de la persona está a salvo de la manipulación. En particular, la razón y la voluntad. Hay un personaje, Peleo, que parece creerlo y quisiera convencer a su hijo Aquiles. El día de la partida a Troya, le recuerda al joven guerrero que Hera y Atenea son quienes dan la victoria si así lo desean. Por el contrario, el dominio de las pasiones —en particular del thymós, centro de los grandes impulsos de la afectividad— depende de uno mismo 20. Reparto equitativo que deja un sitio a la preocupación personal y al autocontrol; sin em­ bargo, reparto ilusorio, ya que es precisamente Aquiles quien parece incapaz de dominar la cólera que Atenea debe calmar. El es por excelencia el héroe impulsivo, susceptible e impotente para controlar el corazón. Presa del rencor por la pérdida de Briseida, la cautiva a la que dice amar 2I, sólo se decidirá a salir de su obstinación el día en que pierda al amigo más querido. Durante todo el tiempo, el hijo de Pe­ leo actúa apasionadamente, dividido entre los sentimientos afectivos y los dioses.

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¿D ioses razonables? No menos ilusorio es este otro reparto que da a enten­ der Atenea: los deseos imperiosos y ofuscadores quedan para los hombres, mientras que la pedagogía y el sentido común les corresponde a los dioses. En el dúo inicial del poema, la imagen emblemática de la distancia y el acerca­ miento entre humanos y olímpicos puede llegar a hacernos ver en ella el retrato griego arcaico del ser humano, ese ser inexistente por hallarse dividido entre las pasiones y los dioses y, por otro lado, doblemente determinado por fuer­ zas ajenas a él. El hombre homérico, según Snell, se ve parcelado en el cuerpo y en el antagonismo de las fuerzas que rivalizan en él, como si de un lugar vacío se tratara, para la consecución de actos y discursos que no podríamos considerar como «propios». En efecto, toda la conducta de Aquiles habla de la inconsistencia del control sobre lo que le afecta y de su impotencia para defenderse de la ira o para desobedecer a un dios. De pronto, la melancolía y la pena le invaden por la pérdida de Briseida e irrumpe en lágrimas. El héroe llora. Da la espalda a sus amigos y mira el mar sollozando como lo hará Ulises cuando la nostalgia se haga insoportable a pesar del amor de la bella Calipso. Esos ojos terribles que pueden petrificar al enemigo por la fuerza de su brillo están ahora llorosos. El insigne hombre llama a su madre. Le oyó la venerable madre desde el fondo del mar e inmedia­ tamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, se sentó al lado de aquél, que lloraba, le acarició con la mano y le habló de esta manera: «¡Hijo! ¿Por qué lloras?» 22 Sabemos que Platón, aun estimando a Homero, consi­ deraba indecentes esta clase de escenas en las que los gue­ rreros más viriles perdían la compostura hasta el punto de prorrumpir en lágrimas. Por esta razón preconizaba que se censurasen todos los pasajes en los que los antiguos caba­ lleros daban mal ejemplo a los jóvenes soldados de la época,

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lectores de la litada 23. Pero en el mundo épico la mani­ festación de los sentimientos y el estallido de las emociones son un aspecto esencial de la naturaleza heroica: de una sensibilidad a la medida de la grandeza de antaño —aunque sin duda excesiva para un filósofo educador. Todos estos personajes, extraordinarios por su belleza y coraje, su fuer­ za y resistencia, son también desmesuradamente pasionales. El bisturí del filósofo no ha seccionado aún el alma en tres partes: concupiscencia, irascibilidad y conciencia intelectual y moral. El intelecto no es todavía el auriga que doma a los otros dos componentes del alma, como si de caballos que se encabritan se tratara. Cada héroe es menos el coche­ ro, metafóricamente hablando, del tiro de su alma que el conjunto anárquico de deseos e inteligencia, de arrebatos y virtud. Por tanto, los dioses están ahí para ayudar a estas gran­ des máquinas anhelantes a no sucumbir ante los estados afectivos, a inmunizarse contra los violentos impulsos que les arrebatan. En Aquiles, el furor da paso a la desespera­ ción. Apenas ha sido refrenado por Atenea, necesita a Tetis como madre consoladora y también por ser una diosa en buenas relaciones con Zeus. Más tarde, también el rencor contra Agamenón se verá relegado por el odio contra los asesinos de su más querido amigo. De pasión en pasión, de dios en dios, el héroe es en verdad tan mutable como las hojas. Todo ello es cierto, aunque no todos los dioses tienen siempre el papel que representa Atenea en un momento muy concreto de la guerra. Habría que decir, por el con­ trario, que esta escena no es emblemática, sino singular y engañosa. Singular por la variedad de situaciones posibles entre un hombre y un dios; y engañosa si la consideramos como un ejemplo. Y para ello hay una razón primordial, el hecho de que los dioses no actúan ni de la misma manera, ni uno en relación a otro —cada uno tiene un estilo, una forma de actuar—, ni cada uno según las circunstancias, ya que, a pesar del estilo, un dios no es necesariamente siem­ pre igual. Y esta versatilidad es uno de los aspectos del

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tiempo cotidiano, es decir, efímero de los dioses: para ellos como para los mortales, un día no es idéntico a otro. Cada día trae su afán —ese afán que a menudo es la preocupación por los hombres—, pero también se puede decir: cada día trae sus humores. Y es que, al igual que los hombres —y ésta es la segunda razón por la cual la entrevista entre Atenea y Aquiles no es ejemplar—, los dioses también tienen humores: deseos, dolor, alegría, cólera, o lo que es igual, erecciones, lágrimas, risas y oscura bilis. Estos supuestos «bienaventurados» no son ni indiferentes ni impasibles: cambian y reaccionan ante lo que les afecta con un repertorio de sentimientos que no les pertenecen de manera exclusiva. La vida de los olímpi­ cos está animada y orientada por toda la gama de estados afectivos: la diosa Ate, la que ciega impidiendo ver lo que sin embargo es evidente, la que conduce al error, que es una triste herencia sólo de los mortales, ha sido desterrada del Olimpo. Y por esto no debemos considerar a los dioses infalibles. Por el contrario, si Ate no puede ya poner los pies en el reino de los dioses, es porque Zeus la ha expul­ sado, furioso por haber sido su víctima el día en que le puso en su corazón (thymós) las palabras de jactancia que fueron la perdición de su hijo Heracles 24. En tercer lugar, si bien Atenea se acerca a Aquiles para que éste entre en razón, no pocos dioses, y entre ellos nada menos que Dioniso, Hera y Zeus, mandan a los hombres la locura y la violencia más criminal. Tetis, pues, deja su mansión marina y emerge de las aguas. En la playa, madre e hijo, diosa y héroe, sostienen una tierna conversación. Mientras ella le acaricia, quiere que él le hable y le cuente lo que ha ocurrido. Sin duda la diosa madre ya sabe la causa de las desgracias de su hijo, pero le da ánimos para que se lo relate todo desde el principio. Aquiles, dócil, le abre el corazón: empieza con la historia de la afrenta hecha a Apolo, insiste en su cometido para defender los derechos del dios frente al brutal Agamenón: «Yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios.» 25 Aquiles, olvidando mencionar su impulso de cólera y la

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misión diplomática de Atenea, se presenta como el muy sensato paladín del arquero Apolo; frente a él se levantaba un rey descreído por estar dominado, encendido por una ira que no controlaba 26. Leal, responsable y cortés, así es como se describe el más sanguinario de los aqueos en ese autorretrato de hijo ofendido que ofrece a su madre. Con tacto, le recuerda que ella goza de un trato de favor ante el señor del Olimpo. ¿Acaso no le prestó a Zeus un servicio muy valioso el día en que le salvó de la conspiración urdida por Hera, Poseidón y Atenea? Querían encadenar al dios soberano, pero Tetis pidió ayuda a un monstruo de cien brazos que, al sentarse al lado del Padre, disuadió a los agitadores sólo con su presencia. Aquiles le pide a su madre que interceda ante Zeus para que Agamenón conozca la derrota y aprenda lo que significa hacer una ofensa al más valeroso de los aqueos.

C A P I T U L O V II

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L día en que Tetis, diosa marina que vive en el fondo del agua, echa a volar hacia el Olimpo para pedir venganza a Zeus, el lector de la litada deja por pr mera vez el teatro terrestre de la guerra para penetrar en los bastidores de la diplomacia divina y, en otra escena, el espacio que habitan los dioses. La casa de los olímpicos es un lugar de placer, pero ante todo un lugar en el que se ejerce un poder cuyas gestiones son ambiguas: el de Zeus, semidespótico, semicolegial, y el de sus congéneres. Habrá de someterse a una larga espera: la corte olímpica está ausente. Todos los dioses han acompañado a Zeus a orillas del océano para visitar a los etíopes, unos mortales de primera clase. La finalidad del viaje es un banquete. Te­ tis, pues, espera durante doce días. Cuando después de aquel día, apareció la duodécima aurora, los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza. Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longevo Crono sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las cumbres del monte. Se acomodó junto a él, acarició sus rodillas con la mano izquierda, le tocó la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Zeus, hijo de Crono '. Esta secuencia de desplazamientos y gestos es uno de

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Tetis, la solícita madre de Aquiles, visita al dios de la forja, el industrioso Hefesto, en su taller. Va a buscar las extraordinarias armas que el divino artesano ha fabricado para el héroe. Copa, pintor de Kodros, 430-420 an­ tes de J. C. Staalichc Museen Preussischen Kulturbesitz. F. J. TietzGlagow.

los bosquejos de la vida de los dioses en el que el efecto de realidad en su existencia autónoma está mejor consegui­ do. Primero, la estancia en Etiopía. ¿Por qué en ese mo­ mento y por qué doce días? Podríamos pensar que se trata de una estratagema del narrador que necesita intercalar en­ tre los llantos de Aquiles y la embajada de Tetis el episodio de la entrega de Criseida a su padre y a continuación el gran sacrificio a Apolo: en efecto, la reconciliación de los aqueos con esta divinidad se sitúa entre estos dos sucesos.

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Pero, en realidad, este razonamiento no sería suficiente: la expedición a Crises dura en total dos días y una noche, teniendo en cuenta la ida y vuelta en barco y la monumen­ tal hecatombe ofrecida al Arquero en la playa, a la caída de la tarde. El viaje de los dioses tiene por tanto otro sentido, precisamente el de tratarse de un acontecimiento, corriente o excepcional, en una vida que, no lo olvidemos, sigue su curso. Subraya para el lector el hecho de que los dioses no existen en función de los hombres, que tienen otras cosas que hacer y pueden estar muy ocupados cuando un mortal les necesita. Es, en suma, un detalle inútil y al tiempo va­ lioso, puesto que establece una respetuosa distancia entre el tiempo de las aventuras que las divinidades comparten con los hombres y el ámbito privado de sus propias costumbres. Por esta razón, no basta con franquear al azar el umbral del Olimpo para encontrar allí al dios soberano, aunque sea un ser divino quien lo haga. Tetis no puede adelantar el retorno de los olímpicos y debe esperar. Pero en cuanto Zeus vuelve a su casa y llega a la cumbre más elevada de las montañas, Tetis le hace una visita. Con los olímpicos, el protocolo de las audiencias reales está lleno de sencillez: Zeus, a falta de un maestro de ceremonias o de simples sirvientes, recibe directamente a sus visitantes. Si Tetis se pone en una actitud suplicante, se debe al motivo fortuito que justifica el encuentro, ya que desea obtener un favor. En otras circunstancias podría dirigir la palabra a su rey estando de pie. Lo que ponía trabas a la entrevista entre Zeus y Tetis era sólo una coincidencia, ya que, en sí, las relaciones entre los dioses son más bien rústicas. El prestigio del soberano se manifiesta con signos externos: Zeus encabeza el cortejo de sus congéneres cuando viajan juntos 2; en su mansión, él es quien recibe los homenajes: cuando vuelve al palacio, los dioses se levantan para ir a su encuentro 3; a menudo se aleja de los demás, en una arrogante soledad, y se sienta en una cumbre que sobresale entre las montañas del Olim­ po 4; a él también, como a cualquier otra divinidad celeste y paternal, le gusta la elevación y las alturas, lugares dignos

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de su majestuosidad y, por otra parte, muy adecuados para una panorámica visión del mundo. Un día, por ejemplo, Zeus está furioso contra los grie­ gos y aún más contra los dioses que los secundan y prote­ gen, es decir, contra su esposa Hera y su hija Atenea. A una hora muy temprana convoca una asamblea, no en el palacio como suele ser habitual, sino al aire libre y preci­ samente en el pico más alto del Olimpo, el de las innume­ rables cumbres. Les obliga por tanto a trepar hasta su retiro montañés, un nido de águilas que constituye su espacio par­ ticular. Ahí arriba, ante sus congéneres, toma el primero la palabra: ¡Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato; antes bien, asen­ tid todos, a fin de que cuanto antes lleve a cabo lo que me propon­ go 5. * Primus ínter pares», Zeus afirma aquí sin rodeos su supremacía sobre toda la sociedad divina. Una supremacía que, dicho sea de paso —como la superioridad de Agame­ nón ante los otros reyes y príncipes—, precisa algunas acla­ raciones. En efecto, para afianzar las palabras que expresan su deseo, el soberano tiene que añadir una amenaza: Como yo vea que un dios intenta separarse de los demás para socorrer a los teucros o a los dáñaos, volverá afrentosamente gol­ peado al Olimpo; o cogiéndole, lo arrojaré al tenebroso Tártaro, muy lejos, en lo más profundo del báratro debajo de la tierra —sus puertas son de hierro, y el umbral de bronce, y su profun­ didad desde el Hades como del ciclo a la Tierra— y conocerá en seguida cuánto aventaja mi poder al de las demás deidades 6. Zeus despotrica contra los eventuales transgresores de las órdenes como si su estatuto de realeza no fuera sólido, cierto e indiscutible, como si su jefatura pudiera ser igno­ rada o desaprobada. La violencia de sus palabras —a las que sigue un desafío alucinante— responde a la necesidad de reafirmar un poder que no se impone ante los demás dioses

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con una legitimidad absoluta e inquebrantable, sino que, por el contrario, hay que mostrar, demostrar e incluso a veces defender de verdaderas tentativas de sublevación 7. Dicho de otra manera, el soberano debe hacer alarde de su poder en esos juegos de fuerza donde se miden los dioses, a fin de darse a valer. De ahí la extrema severidad de Zeus y la escena de ostentación de su predominio, en ese mo­ mento de la guerra en que, como veremos, las múltiples estrategias de los dioses interfieren en sus planes. Tras ha­ ber otorgado una concesión asombrosamente paternalista a su hija Atenea, la única olímpica que se ha atrevido a abrir la boca, el rey se retira, majestuoso, a otra montaña: Unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que volaban ligeros; vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor, y subió al carro. Picó a los caballos para que arran­ caran; y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la Tierra y el estrellado cielo. Pronto llegó al Ida, abundante en fuentes y fieras, al Gárgaro, donde tenía un bosque sagrado y un perfuma­ do altar; allí el padre de los hombres y de los dioses detuvo a los bridones, los desenganchó del carro y los cubrió de espesa niebla. Se sentó luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a con­ templar la ciudad troyana y las naves aqueas 8. Así, de cima en cima, el divino padre va exhibiendo su frágil omnipotencia y asiste al sangriento espectáculo de un mundo humano desgarrado.

Zeus se compromete £1 día en que Tetis le visita en la cumbre más elevada del Olimpo, el soberano no convoca la asamblea con los suyos ahí arriba. Por el contrario, retorna a su palacio. De mala gana, acaba de escuchar la petición que le ha hecho la diosa suplicante: ha prometido que castigará a los griegos haciéndoles ver hasta qué punto depende su salvación de Aquiles. Les conducirá al borde de la derrota y, así, el rey

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rogará al héroe ultrajado que vuelva al combate. Zeus está preocupado por haber cedido ante los ruegos de Tetis. Este compromiso que no podía negar a una aliada antaño valio­ sa, va a trastocar el equilibrio. El mismo, el rey, va a tener que tomar partido por uno de los dos ejércitos de los hom­ bres, mientras que su postura estratégica consiste en una neutralidad distante y una altiva indiferencia hacia los res­ pectivos intereses de esos mortales que se matan unos a otros. En efecto, algunos dioses se han aliado con los hombres por una solidaridad apremiante. Primero las tres diosas di­ vididas por el dictamen de París: Afrodita milita junto a los troyanos, poniendo incluso en peligro su hermosa piel, mientras que Hera y Atenea están constantemente apoyan­ do a los griegos. Ellas han hecho una promesa a Menelao y no la olvidan: el marido engañado, el rey ultrajado, no volverá a su patria sin que Troya haya sido destruida 9. Entre los dioses varones, Apolo combatirá con los troyanos, incluso después de haber aceptado gustoso la hecatom­ be ofrecida por los griegos en desagravio por la ofensa al sacerdote Crises. Se va a ver a menudo enredado en la con­ tienda. Poseidón, el hermano menor de Zeus, hermano y cuñado de Hera, y bajo las presiones de ésta, se alistará en las filas de los dáñaos, feliz de poder llevar así la contra­ ria al hermano mayor cuya supremacía tolera muy a su pe­ sar. Cada uno de estos dioses persigue sus propios fines, no siendo el afecto o la piedad por los mortales más que uno de los móviles de una acción que depende sobre todo del ajuste de cuentas entre rivales consanguíneos. Pero también hay dioses que no toman partido por uno u otro ejército de mortales: son las divinidades que, en sí mismas, encar­ nan la guerra y la discordia como fuerzas autónomas de destrucción. En primer lugar Ares. Ares, hijo de Zeus y de Hera, es el dios guerrero por excelencia. Su padre, el sobe­ rano, no siente gran afecto hacia él a causa de su naturaleza belicosa que, al parecer, ha heredado de la combativa y polémica Hera:

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Me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olim­ po. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera, a quien apenas puedo dominar con mis palabras 10. Zeus dirige a Ares idénticas injurias que aquellas que Agamenón lanzaba a Aquiles 11: «Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, discípulos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas.» Sabemos hasta qué punto las desavenencias entre un soberano y un poderoso paladín pueden resultar peligrosas. Pero al con­ trario de Aquiles, Ares no entrará en un conflicto personal con su rey. Frente a Zeus este dios encarna, en general, una violencia absoluta e indiscriminada. Su pasión por la guerra es tan ciega que parece incapaz de seguir una estrategia de alianzas duraderas. Ares, indiferente a las causas de uno y otro bando, es neutral, pero sirve a ambos de modo desor­ denado. Ofrece su ayuda a la ligera I2. Se une a los troyanos en cuanto se lo ordena Apolo u , olvidando la promesa de solidaridad hecha a Atenea y a Hera. Otra divinidad que no se adhiere a un solo partido es la Discordia, Eride. Cuando todos los olímpicos se mantie­ nen momentáneamente alejados de la contienda —para obe­ decer las consignas de Zeus—, ella se encontrará sola con todo el campo libre entre los dos ejércitos H. Apenas sus­ penden los otros dioses las intervenciones tácticas, la Dis­ cordia se hace fuerte, pues es incapaz de alegrarse con una masacre si ésta no es gratuita ni se conviene en una verda­ dera matanza. Lo que vemos entonces en el campo de ba­ talla es un intercambio equilibrado de ataques sangrientos, infinitos. La postura de Zeus antes de decidirse a rendir homenaje a la madre de Aquiles es muy diferente a la de los otros dioses. El soberano respeta sobre todo las opciones diplo­ máticas de los suyos, pero él se mantiene al margen. No adopta una postura personal en esta guerra, salvo —si ha­ cemos caso de los Cantos ciprios— para la recíproca exter­ minación de unos y otros y la autodestrucción por consi-

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guíente del género humano. El siente aprecio tanto por los griegos como por los troyanos ,s; pero ha prometido a los argivos que tomarán Troya. Si se compromete, es por el honor de una persona de su raza. Una vez ligado a la ac­ ción, sigue una línea de conducta tortuosa. Se diría que, aun habiéndose marcado como meta el dar una lección a los griegos, quisiera ocultar su parcialidad. Por lo tanto, sus actuaciones son comparables a las de Ares y Eride. Excepto en que mientras que la Discordia está inmersa en la agitada masa de guerreros que se matan unos a otros y observa la contienda desde muy cerca, Zeus contempla de lejos, desde muy lejos «a los hombres que matan y a los hombres que mueren»: su mirada abarca la ciudad de los troyanos y los navios de los griegos l6. Al tiempo que Ares cambia a la ligera de una alianza a otra, el rey medita una complicada estrategia gracias a la cual los griegos tendrán la ilusión de que está con ellos antes de descubrir que les ha engañado. Es decir, que el dios soberano entra en el juego diplo­ mático sin manifestar abiertamente su toma de postura. Ni unos ni otros estarán nunca totalmente seguros de él. In­ cluso en el momento más feliz para los troyanos, uno de ellos, el prudente Polidamante, no ocultará su perplejidad: «Si Zeus altisonante, meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos por completo... deseo que lo realice cuan­ to antes.» 17 Pero como si se tratara sólo de una suposición hipotética, sugiere una extrema prudencia en las maniobras para cercar al enemigo. Del lado griego, la desconfianza nace en Néstor, un anciano desengañado. El es quien sos­ pecha que Zeus ha elegido a los troyanos. Y tiene amargas palabras para el rey de los dioses: «¿N o conoces —le dirá al fogoso Diomedes— que la protección de Zeus no te acom­ paña? Hoy Zeus otorga a aquél la victoria; otro día, si le place, nos la dará a nosotros.» 18 El pensamiento de ese dios es impenetrable para los hombres por muy grandiosos que sean, porque su poder sobrepasa a cualquier grandeza he­ roica. La libertad de modificar sus planes de un día para otro obedece a una inteligencia para la cual nada resulta imposible ni apremiante.

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L a m irada de H era Los actos de Zeus pueden parecer arbitrarios para los hombres, pero esto es debido a que no comprenden sus motivos. El rey de los dioses actúa conforme a un código de honor cortés y respetando en cierto modo las decisiones de sus semejantes. Cuando retorna al palacio después de haber dado su palabra a Tetis, tiene que hacer frente a la mirada de Hera. Nada más sentarse en el trono, los indis­ cretos ojos de su esposa se clavan en él, le escudriñan y le interrogan: estallan los celos y prorrumpe en recriminacio­ nes contra su soberano en presencia de la corte. Pues Hera desconfía de cualquier decisión y de cual­ quier pensamiento que su marido no comparta con ella. Quiere conocerlo todo y, de hecho, sabe adivinar todo lo que Zeus hace o desea hacer. Como ya hemos visto, no se perturba ante la lista completa de infidelidades amorosas. Con una sonrisa escucha recitar el catálogo, a decir verdad bastante breve, de las siete conquistas de su seductor espo­ so. Pero lo que sí le resulta insoportable es que le oculte la complicidad militar con Tetis. Y el soberano parece incapaz de sustraerse a la extraordinaria sagacidad de su esposa: «De ti no me oculto» 19, se queja como si su pensamiento —tan temible y misterioso para los hombres— fuera para ella como un libro abierto. Zeus, agobiado por una perspicacia tan abrumadora, sólo sabe reaccionar con violencia: Hera le resulta odiosa y la golpeará si no se sienta inmediatamente y guarda silencio. La esposa, muda y furiosa, obedece. Sin embargo, esta dis­ puta aburre a la corte de inmortales. ¿Por qué enfadarse así, entre dioses, por un asunto que concierne a los hombres? ¿Por qué estropear el placer de un banquete en el que re­ sulta tan agradable beber el dulce néctar en la intimidad del Olimpo? Hefesto es quien invita a su madre a ser compla­ ciente con Zeus. Llena las copas para todo el mundo y todos sonríen al verle cojeando en pleno ajetreo. Y de nue­ vo, «todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín: y nadie careció de su respectiva ración ni faltó la hermosa

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cítara que tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz cantaban alternando» 20. Transcurre un día en la armonía del simposio y de las voces cantoras. Para Zeus, la mañana habrá sido difícil, pero el resto de los dioses no se han dedicado durante todo el día a otra cosa que a un larguísimo banquete. Al atardecer, deseosos de dormir, se retirarán a sus moradas particulares. Sólo Zeus padecerá de insomnio. L a mentira de Zeus El rey de los dioses medita. Con un gesto de la frente se ha comprometido con su encantadora aliada, pero no ha pensado en los detalles de la empresa. ¿Qué hacer? La no­ che le inspira. Por medio de un sueño llevará un mensaje engañoso al rey de los griegos y desencadenará así toda la acción. Sí, será necesario que Agamenón reciba en el sueño el anuncio de su victoria definitiva. De esta manera actuará y se precipitará él mismo en la derrota. Y para que no existan dudas, hay que evitar los presagios con doble sen­ tido, los enigmas; Agamenón recibirá una noticia clara y completamente falsa. Zeus llama al Sueño, el mensajero nocturno, y le confía la mentira para el rey durmiente. El recuerdo de la desa­ gradable escena con Hera le ha dado la idea de planear una perfidia francamente irónica para su mujer. Al haberla tra­ tado con severidad y mandado callar, quiere hacer creer a Agamenón que es ella, la diosa reina, quien ha ganado la partida e impuesto su parecer a los olímpicos. «Todos se han dejado persuadir con los ruegos de Hera.» 21 Néstor, con su extremada prudencia, desconfiará de este sueño in­ verosímil: el viejo soberano de Pilos no se hace ilusiones con Zeus. Pero Agamenón no tiene ninguna duda. Se lanza, sin reservas, hacia el castigo que le espera. «¡Insensato! No sabía lo que tramaba Zeus.» 22 Zeus es, pues, un dios desleal. Lo mismo se siente obli­ gado a seguir una conducta caballeresca cuando se trata de

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una divinidad a quien debe un favor, como se muestra des­ considerado con un rey a quien antes ha dado su palabra de honor. Aunque a decir verdad, el rey de los dioses sólo traiciona a su homólogo griego temporalmente y para darle una lección. Sólo está aplicando una sanción que pertenece al derecho heroico. Sin embargo, lo hace de una manera que más bien parece una insidiosa venganza que el ejercicio de un justo dictamen. En otras palabras, el hijo de Crono ac­ túa como un pérfido con el hijo de Atreo, al tiempo que mantiene con él una relación de privilegio representada por la transmisión del cetro, insignia de soberanía 2\ La finali­ dad de este objeto —que pasa de Hefesto a Zeus, de Zeus a Hermes, de Hermes a Pélope, franqueando así la distancia entre dioses y humanos; de Pélope a su hijo Atreo; de Atreo a Tiestes, y de este último, por fin, a su heredero Agame­ nón— es unir directamente la dinastía de los atridas con el rey de los dioses 24. Podríamos esperar que existiera una solidaridad fundamental entre los pertenecientes a este «li­ naje» cuyo recorrido traza el símbolo. Pero en la práctica, no ocurre nada de eso. Agamenón no forma parte de una descendencia elegida. Llorará a mares cuando se dé cuenta de la traición del Malvado. Zeus es un dios mentiroso. Da una información falsa para engañar, de forma deliberada y con cinismo, al impru­ dente Agamenón. Clemente de Alejandría no se equivocaba del todo cuando exclamaba: Ese Zeus profeta, protector de huéspedes y suplicantes, lleno de benevolencia, de quien vienen todos los oráculos y vengador de crímenes [oculta a otro] injusto, criminal, sin ley, impío, in­ humano, violento, corruptor, adúltero y apasionado 25. En efecto, el descaro con que el rey de los olímpicos utiliza el falso discurso resulta tanto más significativo cuan­ to que Zeus detenta el privilegio de la verdad, al ser la divinidad de los oráculos por excelencia, no sólo en sus propios santuarios como el de Dodona, sino también allí donde Apolo envía mensajes adivinatorios a través de la voz de sus profetas. Pues este joven dios piensa y transmite la

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voluntad de su padre. Pero para el público de Homero, la indiferencia de Zeus y las libertades que se toma con la verdad se perciben como un aspecto de su poder. Un poder que oscila constantemente entre la garantía de un orden en cierto modo «jurídico» y la más absoluta arbitrariedad. ¿Po­ demos imaginarnos algún acto o alguna actitud que sea im­ pensable para el padre de los dioses y de los hombres? ¿Existe algo verdaderamente incompatible con su carácter y su posición? El lector de la litada tiene la impresión de que nada es ajeno a este dios salvo, quizá, el deshonor. Lo cual sólo significa que este personaje es bastante susceptible y se obstina en mantener la supremacía frente a todo lo que le rodea. Por esta razón, el culto a la verdad no forma parte de su ética del honor, ya que la sinceridad constante sería una forma de sumisión a un imperativo categórico. N o siempre mentiroso, ni siempre sincero, Zeus es el amo de la palabra. Y esta arbitrariedad tiene como consecuencia una actitud muy irrespetuosa por parte de los hombres. Se ven aban­ donados a la voluntad del rey del Olimpo y soportan mal su despotismo. Por ello, Agamenón puede blasfemar impu­ nemente cuando denuncia el engaño del que ha sido vícti­ ma: «Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha des­ truido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá otras, porque su poder es inmenso.» 26 Un troyano, vién­ dose en peligro ante los griegos que resisten con fiereza, exclamará: «¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto...» 27 Y el destinatario de estos reproches no parece ofendido: sen­ cillamente, sigue adelante con sus planes. Pero si bien los héroes de la Ilíada responden con des­ caro a las flagrantes mentiras del dios-padre y no ven más que el signo de la omnipotencia en la palabra que les enga­ ña, existe al menos un lector para quien este intercambio de mentiras y blasfemias resulta intolerable. Se trata de Pla­ tón. El filósofo, autor de La república, tiene una idea mu­ cho más moral y coherente de la divinidad. Lo divino es incompatible con el mal, y por tanto con lo falso: «no hay entonces razón para que un dios sea mentiroso». Por el

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contrario, «un dios es absolutamente franco y sincero en las acciones y en las palabras, no cambia en sí mismo y no engaña a los demás, ni con fantasmas ni con discursos ni con signos enviados por él en la vigilia o en los sueños» 28. En una ciudad bien gobernada, los relatos como el sueño enviado a Agamenón deben ser censurados y prohibidos. En esta cuestión, así como en la representación del héroe llorando, Platón critica a Homero con severidad. Pero en el texto homérico, y según este criterio, no debe ser condenado sólo el sueño inventado por Zeus, ya que a lo largo de toda la litada los dioses no paran de disimular y mentir, de esconderse y engañar a los adversarios, con una absoluta falta de lealtad. ... y la de Agamenón En cuanto el Sueño se va, dejando su voz divina flotan­ do en torno a Agamenón, el rey se despierta lleno de espe­ ranza. Zeus le da la victoria. Pero curiosamente, él a su vez decide tender una trampa a sus hombres. Quiere ponerlos a prueba y provocarlos. Y, sin saberlo, creyendo desfigurar el mensaje de Zeus, se acerca a la verdad que éste oculta. Un poco como Edipo cuando va a Tebas convencido de desmentir las previsiones del oráculo, pero cumpliéndolo a pesar de ello, Agamenón dice a los guerreros en asamblea que Zeus le ha enviado un funesto sueño y que hay que volver al mar sin haber tomado la ciudad. Para sopesar el coraje de sus hombres, les anuncia la derrota: «¡Amigos, héroes dáñaos, ministros de Ares! En grave infortunio me envolvió Zeus. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me iría sin destruir la bien murada Ilion, y todo ha sido funesto engaño...» 29 ¡Ofuscadora clarividencia digna del mejor hé­ roe trágico! Agamenón no sabe todavía que sus palabras son ciertas —salvo que la trampa de Zeus está en el sueño y no en la antigua promesa. Más tarde, estas mismas pala­ bras volverán a sus labios, el día en que constate la realidad de la derrota y el engaño de Zeus 30.

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Por el momento ignora la catástrofe. Incita a sus hom­ bres para partir y, cosa extraña, toda la armada se siente presa del entusiasmo, la embriaguez del final de la guerra, el retorno y la paz. Todos los soldados, alborozados, se lanzan hacia los barcos. Y como si la jugada de Zeus no hubiera provocado las consecuencias esperadas, la guerra, de hecho, corre el peligro de terminar así. «Se hubiera efec­ tuado entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el re­ greso de los argivos...» 31, a no ser por la intervención de una divinidad. Pero no se trata de Zeus queriendo restable­ cer el curso de los acontecimientos tal y como los había previsto, sino de Hera. La reina contrariada y vencida por su esposo, levanta la cabeza. No es posible que los griegos se vuelvan dejando a Helena, esa perra, en manos de los troyanos, como signo de triunfo. Es necesario que recuperen a la mujer, si no la ciudad. Así, aun estando en desacuerdo con él, Hera favo­ rece los planes de Zeus —la reanudación de la guerra— a fin de que sus aliados no pierdan la oportunidad de conse­ guir la victoria. Nunca como en este momento el entrelazado de arabes­ cos entre lo humano y lo divino resulta tan complejo y tan trágico. Zeus miente a Agamenón, que a su vez miente a sus hombres. Y estos últimos —esta tropa agotada, ajena a todos los entretejidos de la guerra— parecen de pronto po­ der escapar, por un descuido, de ese teatro heroico ponien­ do punto final a la masacre. Pero de golpe la trampa se cierra. El campo de batalla se encuentra de nuevo bajo vi­ gilancia. Y como si fueran desertores, los soldados son rein­ corporados a sus puestos. Hera envía a Atenea para alentar a Ulises y que éste intente retener a los hombres 32. Se acabó la ilusión. Incluso Néstor —que desconfiaba del sue­ ño recibido por el rey— se muestra favorable a la reanuda­ ción de los combates: la antigua promesa de Zeus de tomar Troya le hace olvidar lo extraño del sueño. Sin duda, Zeus así lo desea y hay que destruir la ciudad. Es cierto que Zeus no olvida el compromiso que antes había contraído con los griegos. Como sabemos, la caída de

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Troya vendrá más tarde. Pero primero hay que limpiar el honor de Aquiles y de su madre. Los verdaderos planes quedan, sin embargo, en la penumbra hasta el canto XV; durante la mayor parte del relato todo sucede como si los hombres —y los dioses— no entendieran nada en absoluto del encadenamiento de circunstancias y acciones que Zeus ha concebido. Los hombres se pelean ciegamente y los dio­ ses juegan sus propias bazas, ignorando el proyecto global planeado por el rey, el único y verdadero estratega. Así Hera, cuando empuja a los argivos para atacar y tomar la ciudad, les envía derechos a la derrota que Zeus en un prin­ cipio había preparado. Ella, que tan bien sabe desbaratar los planes de su esposo cuando quiere, en este caso no hace nada para impedir la matanza de sus aliados. ¿Indiferencia por la carne de cañón o bien incapacidad para calcular con precisión los proyectos del hijo de Crono? Se diría que la diosa tiene sólo una vaga percepción de estos proyectos y sabe que su esposo desea la muerte de los argivos por mi­ litares. El mismo en persona la pondrá al corriente de las fases de la guerra. Zeus le anuncia que los aqueos se darán a la fuga ante Troya gracias a que Apolo les infundirá co­ bardía. En la huida se acercarán a las naves de Aquiles, el héroe ultrajado. Este enviará a su amigo Patroclo que será herido de muerte por Héctor. Aquiles entonces actuará y, con una cólera aún más irreprimible que su resentimiento, matará a Héctor. «Desde ese instante —continúa Zeus— haré que los teucros sean perseguidos por las naves, hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilion, siguiendo el deseo de Atenea.» 33 Toda la intriga de la Ilíada se halla en una confidencia entre Zeus y su esposa. El rey de los dioses es el único que conoce los sucesivos movimientos de los ejércitos, el enca­ denamiento de las hazañas heroicas y las muertes que ven­ drán a sumarse a otras muertes. Esta solución le permite cumplir dos promesas sucesivas —la caída de Troya y la honra de Aquiles y Tetis— y no parece obedecer a ninguna otra lógica. El plan de guerra concebido por Zeus sin con­ sultar a nadie más es un secreto para los olímpicos y en

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mayor medida para los humanos. El infortunado Agame­ nón, cegado por la certeza de tomar Troya antes de la caída del s o l34, ignora que no sabe nada. Su ilusión es completa, tanto más cuanto que Zeus finge aceptar el sacrificio pro­ piciatorio que precede al ataque y que, ese día, le concede al soberano un aspecto extraordinario. Agamenón se parece a un mismo tiempo al propio Zeus, a Ares y a Poseidón. Sus ojos y su frente recuerdan los del rey del Olimpo, la cintura es la del dios guerrero y el pecho evoca el potente tórax del soberano de las aguas 35. Pero este espléndido cuer­ po que tiene apariencia divina es sólo un engañoso adorno para quien lo disfruta, pues Zeus le ha brindado una más­ cara de soberano destinado a la victoria para embaucarlo mejor 36.

H era y Poseidón Para observar con más atención los juegos de poder y astucia, de proyectos y fracasos, sigamos en la contienda a dos hermanos, a Poseidón y Zeus. Durante la guerra de Troya, el rey de los dioses se distrae, o mejor dicho, se le distrae de la vigilancia del campo de batalla. Aunque sólo por un instante, su plan va a ser modificado. Hera le ha hecho caer en la trampa de una siesta amorosa. El Sueño le ha cerrado los ojos. Su hermano Poseidón, el amo del mar, tiene ante sí el campo libre para dirigir el combate y con­ ducir a un ejército de mortales, los dáñaos, contra la armada troyana en una contienda sin par. El dios, blandiendo una temible espada y semejante al rayo, se lanza en primera línea contra Héctor y sus hombres. En seguida consigue que la lucha se incline a favor de los griegos. Los troyanos en fuga son presa del pánico. Pero de pronto, Zeus se des­ pierta. Abre los ojos, ve el espectáculo de la batalla dirigida por su hermano y junto a éste a su esposa. Le han apartado de la guerra. Se ha vivido una conspiración para oponerse a sus proyectos y desafiar su poder. Estalla la cólera y el furor recae en la astuta esposa.

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Llueven las amenazas de golpes y el recuerdo de otros cas­ tigos antaño aplicados. Pero Hera se defiende, miente y perjura que no tiene nada que ver con la hazaña de Poseidón: No es por mi consejo por lo que Poseidón, el que sacude la tierra, daña a los teucros y a Héctor y auxilia a los otros; su ánimo debe impelerle y animarle, o quizá se compadece de los aqueos al ver que son derrotados junto a las naves 37. Según Hera, Poseidón estaba empujado por su propio thymós. Pero ella se guarda muy bien de mencionar el suyo, ese corazón al que Zeus atemoriza y Poseidón llena de ale­ gría, y que le había empujado a montar todo el plan de seducción 38. En un brusco cambio que parece una verda­ dera traición, la aliada de Poseidón se muestra dispuesta a apartar a éste de la guerra y se sitúa sin dudar en el bando de Zeus. Y he aquí al soberano queriendo soñar que su esposa podría ser siempre así y estar de acuerdo con él cuando celebran las asambleas de los olímpicos. La volun­ tad de Poseidón se estrellaría contra semejante solidaridad de corazones. Sin embargo, Zeus desconfía. «Si en este momento ha­ blas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses...», le dice 39 como si no pudiera descubrir la mentira y su capacidad de conocimiento tropezara con la opacidad abso­ luta de las palabras que le dirigen. Al igual que Hera tiene que avasallarle para que confiese los planes que ha tramado con Tetis, también el propio Zeus carece de clarividencia y de medios para conocer lo que no se menciona. Los dioses no se leen recíprocamente el pensamiento, como tampoco detectan la presencia de uno de ellos si éste desea ocultarse. Zeus, con los párpados cerrados, es prisionero del sueño que con toda eficiencia le impide que vea a Poseidón. En el preciso momento en que piensa esconderse con Hera en una nube de oro que le proteja de la mirada de todos los dioses, resulta que otra divinidad, su hermano, es quien se oculta de él 40. En cuanto a Hera, es indudable que la franqueza no es su principal cualidad: después de haber renegado de Posei-

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dón, se somete a Zeus por temor, pero sigue empeñada y obstinada en su rencor. Lo que en realidad piensa de Zeus se lo confiará a Temis cuando todos los dioses se hallen en el Olimpo celebrando una asamblea: «Tú misma sabes cuán soberbio y despiadado es el ánimo de Zeus.» Y ese día, durante todo el banquete, la diosa estará sonriente aun te­ niendo el alma enfurecida41. La diosa, durante un tiempo sometida, va a contribuir a que se cumplan los deseos de Zeus: Poseidón entrará en razón y dejará el campo de ba­ talla. Sin embargo, ella no desistirá de sus planes. Poseidón es un dios casi heroico. Debido a su natura­ leza impetuosa y sincera se le considera un mal diplomáti­ co. Durante una asamblea en la que los dioses deben de­ terminar la conducta a seguir frente a las ya conocidas acu­ saciones de los filósofos, oirá decir que tiene «ocurrencias de atún», hasta tal punto es impetuoso y tajante cuando se trata de defender el honor de la raza olímpica 42. Enfrenta­ do a Apolo, está dispuesto a luchar mientras que su sobri­ no, algo desengañado, le recuerda que no tiene sentido que los dioses peleen a causa de los hombres. Por lo tanto Po­ seidón es el único que se expone a la cólera de su hermano al querer ayudar a los griegos. También es el único dios que por una cuestión de principios discute la legitimidad del despotismo de su hermano mayor. Hera trata a Zeus de arrogante, Atenea denuncia la arbitrariedad de sus reaccio­ nes, Ares le encoleriza; pero todos, desde Apolo a Hermes, y todas se abstienen de desobedecer al padre y esposo. Zeus siempre se impone con el argumento del poder, con la ame­ naza de repetir antiguas demostraciones de fuerza, y los otros dioses, temblando o bien calculando lo caro que les costaría, acaban por someterse sin discusión aunque mur­ murando por lo bajo. Poseidón por el contrario discute. Cuando Zeus le envía a Iris para comunicarle que tiene que poner fin inmediatamente al combate y el señor del Olimpo no encuentra otros medios de persuasión que las amenazas de castigo en nombre de su violencia, Poseidón se enfurece, aunque de una manera muy razonable: «Con soberbia ha­ bla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza

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y contra mi voluntad; a mí que disfruto de sus mismos honores.» A la brutalidad de los hechos contrapone la ley del reparto y la igualdad jurídica. Tres somos los hermanos nacidos de Rea y Crono: Zeus, yo y, el tercero, Hades, que reina en los infiernos. El universo se dividió en tres partes para que cada cual imperase en la suya. Yo obtuve por suerte habitar siempre en el espumoso y agitado mar, Hades en las tinieblas sombrías y a Zeus le correspondió el an­ churoso cielo, en medio del éter y las nubes; pero la Tierra y el alto Olimpo son de todos 43. Si Poseidón recuerda la historia de la repartición del universo —en el que la Tierra se halla no como un lugar habitado y poseído por los hombres, sino como una pro­ piedad de todos los dioses, indivisa al igual que el Olim­ po—, convirtiéndose en el paladín del orden olímpico en términos casi jurídicos, no es con el fin de reclamar un reconocimiento ocasional de su dignidad divina. Ya hemos visto que Hera actúa así cuando se subleva contra Zeus para conseguir que se valoren los esfuerzos que realiza por los mortales a quienes protege. «¡También yo soy una diosa!», exclama puntualizando que sus padres son los mismos que los de su hermano y esposo. Hera, para hacerse respetar, recuerda la consanguinidad, el origen co­ mún de ella y Zeus, pero en forma diferente a la argumen­ tación de Poseidón. Hera recurre al criterio aristocrático de su nacimiento, como también lo hará en otras ocasiones, siempre que desee justificar sus atenciones hacia Aquiles. En primer lugar, cuando Zeus —que sin embargo ya tenía previsto e inscrito en el programa este suceso— acusa a su esposa de haber provocado el retorno de Aquiles al com­ bate. «¡Por fin conseguiste tus fines, augusta diosa de gran­ des ojos!» 44, reprocha Zeus. Y ella responde que por su­ puesto que pretende llevar a cabo sus propósitos. ¿Puede haber algo más adecuado a su título de first lady, de «pri­ mera entre las diosas», literalmente aristS thedOn, título que le corresponde por doble partida, su nacimiento y el ma­ trimonio con el señor de todos los inmortales? Y más tarde,

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Poseidón, estatua encontrada en Beocia, siglo V antes de J. C. Museo Na­ cional, Atenas, AP.

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la diosa proyectará también sobre Aquiles la sombra de su propia dignidad. En el momento en que casi todos los olím­ picos están dispuestos a poner fin a los malos tratos que el vencedor Aquiles inflige al cadáver de Héctor, surge la voz de Hera contra la propuesta de Apolo: Sería como tú dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aqui­ les y a Héctor los tuvierais en igual estima (timé). Pero Héctor fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que Aquiles es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego con Peleo, varón muy amado por los inmortales 45. Frente a Apolo, que valora la buena conducta de Héc­ tor, sus virtudes de sacrificador generoso y benemérito, Hera recuerda otro criterio de valoración: el nacimiento, el origen divino que sitúa a Aquiles en un plano superior al de su víctima. Hera desde luego también evoca las atencio­ nes alimentarias que los dioses deben a Aquiles, pero se trata del festín de bodas celebrado con motivo del matri­ monio de Peleo y Tetis, banquete en el que participaron todos los olímpicos. Es un alimento compartido en la mesa de un mortal privilegiado, en el preciso momento en que se une a una diosa y no, como en el caso de Héctor, de vapores ofrecidos con regularidad por un devoto piadoso. Hera maneja coherentemente los argumentos de su con­ ciencia de clase: nacimiento, origen y privilegio; Poseidón por su parte responde a Zeus en nombre de otros valores: igualdad de derechos, repartición y sorteo. Pero Zeus gana siempre, puesto que su poder obedece en cada ocasión a los más diversos principios. Zeus, a veces autoritario, otras con­ ciliador y a menudo astuto, hace malabarismos con los de­ seos y los derechos de los demás. Por lo tanto, a propósito del cadáver de Héctor, impondrá su opinión sobre la de Hera, concediéndole primero que Aquiles no reciba los mis­ mos honores que un mortal cualquiera, pero recordándole después que Héctor era muy querido por él y atento con todos los dioses, ya que, no lo olvidemos, los grandes va­ pores de los pemiles son muy gratos a todos los habitantes del Olimpo... 46 Zeus mezcla con mucha habilidad su pro­

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pió interés con el de los demás, empezando por el de su ¡nterlocutora a quien convence rápidamente. Por el contra­ rio, Zeus se impondrá a Poseidón con un argumento de jurista: puesto que Poseidón habla de igualdad entre her­ manos, que recuerde otra ley por la cual se establece el derecho de primogenitura, la prioridad del mayor sobre el segundón. Y Poseidón, ante tal argumento, condesciende 47. Así pues, tras la treta de la siesta, el Padre de los dioses y de los hombres recupera con rapidez el control de los asuntos. La estratagema erótica de la esposa y los generosos impulsos del hermano fracasan de inmediato. El ingenuo Poseidón se acordará quizá de este lamentable suceso cuan­ do, a su vez, Zeus le haga pasar por un contratiempo se­ mejante. Un día Poseidón estará distraído —ausente en un banquete con los etíopes— y, aprovechando la ausencia, Zeus hará que Ulises se escape de la diosa Calipso. Posei­ dón tiene prisionero a Ulises lejos de su isla, en la morada de una amante por la que él no siente deseo. ¡Terrible su­ plicio! Ese mortal demasiado astuto expía así la horrible herida que ha infligido al Cíclope, hijo de Poseidón. Mien­ tras el dios del mar se distrae, deja a Ulises a merced de los olímpicos y Zeus se aprovecha: Calipso recibe a un men­ sajero, el cautivo se hace a la mar y vuelve a su casa. Po­ seidón sólo podrá vengarse incordiando con continuas tem­ pestades el viaje de retorno que ha planeado su mortificante hermano mayor. Es el principio de la Odisea.

Dificultades del poder Al triunfar Zeus, Poseidón fracasa y Hera se somete. La única decepción que realmente reconoce es el nacimiento frustrado de Heracles. Su esposa es mucho más pérfida que él. Pero desde el instante en que precipitó al Error (Ate) a la Tierra, Zeus ya no se deja engañar. No obstante, sería estúpido creer en la omnipotencia del señor del Olimpo, pues el ejercicio efectivo de su poder se basa, por el con­

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trario, en la continua iniciativa dentro de un campo de fuer­ zas contradictorias y peligrosas. No cabe duda de que Zeus es el estratega de la historia. £1 modela la duración y decide la distribución del tiempo de los hombres y los dioses. La guerra de Troya es un verdadero ejemplo de este poder «providencial». Sin embar­ go, la realización de su proyecto, una vez en marcha, no está dirigida por la fuerza de un determinismo que sería el efecto ineluctable de la voluntad divina y, por consiguiente, de su absoluto poder de eficacia. El encadenamiento de los sucesos proyectados por Zeus se revela frágil: se ve conti­ nuamente vulnerado por el azar y la contingencia. Los pla­ nes de Zeus tropiezan a menudo con otros planes y otros deseos de los demás dioses y también de los hombres. Y en estos impactos no tiene la partida ganada. £1 designio de Zeus no se impone necesariamente. Por el contrario, en cada ocasión el resultado es aleatorio. Y a veces la voluntad de Zeus se cumple como por azar, gracias a una concurren­ cia de circunstancias. Ya hemos visto que el relato de la Iliada se inicia con la decisión de movilizar a la armada griega y enviarla al ataque de Troya para que sufra una derrota. Pero el sueño que Zeus envía con dicho fin conduce a un resultado con­ trario e imprevisto: ¡el destinatario del sueño hace retroce­ der al ejército! Zeus no ha determinado totalmente la eje­ cución del proyecto y por lo tanto ha dejado a Agamenón con libertad para reaccionar ante el sueño. Este introduce su propia iniciativa y de inmediato pone en peligro la eje­ cución de la voluntad divina. Además, ni siquiera es Zeus quien corrige el fallo. Atenea, enviada por Hera, salva el plan... en su contra, puesto que desea que los griegos ata­ quen Troya, ¡pero para triunfar! Hera, al poner en marcha su propio juego, que se opone al de Zeus, vuelve a empren­ der el proyecto que éste había concebido en claro desacuer­ do con ella. Y no es una manipulación, sino que se trata de la propia voluntad de Hera. También hemos visto que Zeus ha decidido que, tras la muerte de Patroclo, Aquiles mate a Héctor. Se lo dice con

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solemnidad a Hera. Pero para culminar ese proceso que Zeus tiene virtualmente coordinado, es... Hera quien entra en acción. Ella envía a Iris a la tienda de Aquiles para con­ vencerle de que retorne al combate; sin esto Héctor nunca habría muerto..., según el plan de Zeus. Y lo hace no sólo por propia iniciativa y estrategia, sino también a espaldas de Zeus, el cual después le reprochará el haber culminado en contra de él un plan del que ya no se reconoce autor. El retorno de Aquiles al combate se convierte, en efecto, en un asunto de su esposa. ¿Amnesia divina, pereza o negligencia en el seguimiento de los asuntos de la Tierra? El lector de la litada se asom­ bra de los antiguos filósofos. Se trata de un racionalismo espontáneo. A no ser que se siga el relato sin más. Porque, reflexionemos un instante: si Zeus era realmente todopode­ roso, si sus proyectos tenían la fuerza del destino y su vo­ luntad no encontraba ningún obstáculo, entonces, ¿qué se­ rían los otros dioses? ¿N o se encontraría un tanto solo? Y además cualquier asunto estaría hecho, consumado y termi­ nado en un instante. Se sabría todo de antemano y ese todo sería nada o casi nada. ¿N o es acaso el relato una epopeya de deseos que se oponen, cobran vigor y se refuerzan? ¿No extrae el relato, y en particular la novela, todas sus fuerzas de la percepción de lo contingente, es decir, de lo posible? La epopeya es un síntoma de la imperfección de Dios: algo se le resiste y todo ello puede relatarse. Incluso el Dios del Génesis demuestra su debilidad al crear el mundo en seis días, en lugar de hacerlo sin duración, de golpe, en un instante. En resumen, desde el momento en que hay relato, hay dioses «débiles», con un poder moderado, múltiple y rela­ tivo. La absoluta tiranía pertenece a un tiempo pasado en el que un padre angustiado ante la idea de perder su cetro devoraba a sus hijos. Este padre, Crono, deseaba el poder para él solo, para siempre: sin repartos ni relevos. Uno de sus hijos, salvado por su madre Rea, sobrevivió y destronó al déspota: fue Zeus, y con él se inauguró un tiempo de poder menos totalitario pero más real y manifiesto. Crono,

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obsesionado exclusivamente con la idea de preservar su rei­ nado, no hacía otra cosa que embarazar a su esposa y de­ vorar a los descendientes. Zeus, por el contrario, necesita incluso que se valore su poder relativo y se ve a menudo obligado a imponerse por la astucia, en contra y a pesar de los demás, a quienes acepta y arrastra en su juego; Zeus es un dios lleno de energía y actividad y sus días desbordan vida y proyectos.

CAPITULO VIII

LOS DIOSES Y LOS DIAS 1

S

I hacemos caso a los testigos de muy eruditos deba­ tes —jueces y parte a un mismo tiempo, puesto que se llaman Cicerón, Luciano y Séneca—, el mayor problema que los dioses de su época suscitan es de carácter práctico: «¿Qué hacen?» O mejor dicho: «¿Hacen realmente algo?» Pues aunque se dicen muchas cosas, confiesa Cicerón, sobre el aspecto que tienen y los lugares que habitan, las viviendas y las hazañas de su vida, lo que constituye ante todo la causa y el objeto de la controversia sobre su naturaleza es saber si no hacen nada, si no intervienen en nada, si se abstienen de cualquier preocupación o desvelo 2. En ade­ lante, cualquier reflexión de natura deorum tiene que salvar este primer escollo, el dilema del hacer, el actuar y las preo­ cupaciones. Es la primera cuestión, ya que la propia exis­ tencia de los seres inmortales se ve afectada por ello. ¿Dio­ ses ociosos, despreocupados e impasibles? N o se sabría qué hacer con ellos. Resultaría imposible imaginárselos. Inútiles y por tanto imposibles; injustificados por carecer de obje­ tivos. Este es un ateísmo tímido, que tiene miedo a decla­ rarse, claman los adversarios del pensamiento de Epicuro. Así es como se plantea la crítica a la existencia de los dioses en Grecia y Roma antes de la era cristiana: preguntarse en primer lugar sobre su actividad como piedra de toque de su presencia en el mundo; postular luego, dándolo por su­

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puesto, la conexión entre estar ahí y hacer, y por consi­ guiente considerar absurdo —tanto más para un dios— el simple hecho de estar en el mundo sin ocuparse del mundo. Esta forma de pensar lo divino como si fuera una pre­ sencia activa, ocupada y preocupada puede entenderse des­ de dos perspectivas: como una constante o una obstinación del pensamiento religioso, y como una ¡dea maestra, un rasgo distintivo del pensamiento griego. Atribuir a los dioses el deseo y el poder de hacer parece ser la idea más difundida para dar forma a la superioridad e incluso a la excelencia de las divinidades sobrehumanas \ Ya sea por una vocación creadora original o por un conti­ nuo compromiso de vigilar el mundo, gobernar a los hom­ bres y regular la naturaleza, desde siempre y en todos los países, son innumerables las divinidades que han puesto de manifiesto su grandeza realizando una obra o llevando a cabo tareas. Bien como seres supremos o como miembros corrientes de grupos politeístas, ¿cuántos dioses practican la indiferencia y la absoluta inercia? Evidentemente los hay. Por ejemplo, los del taoísmo. En este caso el ser supremo no es ni creador ni juez que se interese por los hombres. Tampoco es, sin embargo, un dios ocioso, en paro o indolente como los hay en Grecia y Sumer. La suprema divinidad es más bien una figura muy abstracta en el orden del mundo o, como escribe Granet, «una Realidad caracterizada por su necesidad lógica y con­ siderada bajo el aspecto de un Poder de Realización pri­ mordial, permanente y omnipresente» 4. El sabio, cuando alcanza la contemplación, puede exclamar: ¡Oh Señor mío, oh Señor mío! ¡Tú que destruyes a todos los seres y no eres cruel, Tú que colmas con tus buenas acciones a todo el mundo y no eres bueno, Tú que eres más viejo que la más remota antigüedad y no tienes edad, Tú que cubriendo o llevando todo como el cielo y la Tierra, eres el autor de todas las cosas y no eres nada industrioso! 5 El Tao, imposible de definir o de delimitar con catego­ rías unívocas, es un principio de tiempo cíclico con capa­

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cidad para introducir orden y diferenciación en el caos ori­ ginal. Aun siendo la causa del cosmos, no es el demiurgo. En el siglo IV, cuando se elaboró una teoría de la inmorta­ lidad como recompensa a la conducta humana y se hizo necesario atribuir a Dios la atenta vigilancia de un juez, vimos aparecer a una divinidad auxiliar, el Gobernador de los Destinos, secundado a su vez por un personal adminis­ trativo. Ya que como señala Granet, «ocuparse de las tareas de los seres vivos no podía ser el trabajo de la Suprema Unidad» 6. Si se piensa que un dios sigue la vida de los hombres, también se considerará que regula su propia vida a imagen de la de éstos, que les concede su tiempo y está allí por ellos. El taoísmo se resiste a aceptarlo, hasta el punto de que incluso los inmortales, esos hombres convertidos en «dioses» tras una muerte violenta y gracias a sus virtudes, forman una sociedad aparte, etérea y refinada, tan poderosa como insensible a las peticiones que les dirigen los mortales. En las lejanas montañas de Kou-ye habitan seres divinos. Su piel es fresca como la nieve escarchada y son delicados y discretos como las vírgenes. No se alimentan de cereales, sino que aspiran el viento y Beben el rocío. Suben a las nubes y a los vientos, cabalgando en dragones voladores para ir a juguetear más allá de los confines del mundo. Mediante la concentración de su espíritu pueden proteger a los seres de la peste y hacer que maduren las cosechas... ¡Qué hombres! ¡Qué poder! Abarcan a diez mil seres siendo uno solo. Estos inmortales poseen, pues, unos admirables poderes con los que podrían ayudar a sus congéneres mayores, a quienes la enfermedad y el hambre les hacen débiles y frá­ giles. Pero a ellos no les gusta ser útiles. «Los hombres de este mundo les piden que vengan a poner orden, pero ¿por qué iban a cansarse ellos con los asuntos de aquí abajo f» El Tchouang-Tseu tiene un cierto aire epicúreo. «A estos hom­ bres nada puede herirles; aunque sobrevenga un diluvio y lleguen las aguas hasta el cielo, no morirán; aunque el calor haga fundir las piedras y quemar tierras y montañas, ni siquiera sentirán calor...» 7

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En Grecia, Epicuro es el filósofo que más criticó la ima­ gen de la divinidad preocupada por el hombre. Estableció un recuento de todas las incoherencias. El espectáculo del mundo en su imperfección, comparado con la certeza de que existen seres extraordinarios, amables con nuestras vir­ tudes, severos con nuestras debilidades que regulan el uni­ verso con una justicia infalible, obliga a sacar unas conse­ cuencias decepcionantes. Dios, dice Epicuro, o bien desea suprimir los males y no pue­ de; o bien puede pero no quiere; o bien ni lo desea ni puede; o bien lo desea y puede. Si lo desea y no puede, es débil, lo cual no corresponde a un dios; si puede y no quiere, es que es envi­ dioso, lo que también es ajeno a un dios; si ni quiere ni puede, es a la vez envidioso y débil y, por consiguiente, no es Dios; si quiere y puede, lo único acorde con un dios, ¿cuál es, pues, el origen de los males o por qué no los suprime? 8 Suponer que el mundo es algo que concierne a los dio­ ses y que son susceptibles de actuar en nuestro bien, obliga a preguntarse por qué no lo hacen, por qué nos abandonan en el desorden, la injusticia y el mal. ¿Acaso el hecho de atribuir a un dios la tarea de ocuparse de los hombres no es una ocasión para pillarle en falta, para considerarle imbecillus invidus o negligente? Por lo tanto, Epicuro niega que los dioses tengan algo que hacer por nosotros. Los dioses están ahí, en su espacio y tiempo, gozando de una felicidad uniforme y una beatitud que ningún suceso podría trastornar. Al igual que los inmortales taoístas, «¿por qué iban a cansarse con los asuntos de aquí abajo?» En contra de innumerables pensamientos religiosos que hacen coincidir la existencia de los dioses con su compro­ miso en el mundo, taoísmo y epicureismo intentan mante­ ner una postura rigurosa: insistir en que la diferencia y la distinción de un dios es no tener nada que hacer. ¿Se puede encontrar algo más ajeno al espíritu del antiguo politeísmo, tan turbulento, y al de las tradiciones judías y cristianas?

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¿ E l Génesis como un trabajo diario? £1 cristianismo, al asumir la responsabilidad de demos­ trar inductivamente la existencia de Dios —puesto que el mundo está ahí, hay que admitir que exista un autor— y al definir a Dios en primer lugar como Creador, Padre y Soberano, hace de la equivalencia entre existir y actuar el pedestal de su doctrina. El Antiguo Testamento presenta el trabajo creador de Dios Padre en el Génesis, así como el cuidado que tiene por el seguimiento de su obra. Mirar, observar, espiar; escuchar, descubrir los secretos, detectar las mentiras; y por último, pero sobre todo, para dar una finalidad a esta continua vigilancia: castigar y premiar, ele­ gir y condenar. El dios de Israel es el más grande debido al resultado de su trabajo creador. «Es el más temible de todos los dioses, porque los dioses de los pueblos son ído­ los, pero Yahvé es quien hizo los cielos.» 9 El Libro de los Salmos es un continuo homenaje a la boca, los oídos, y en especial a los ojos de Dios. Pero es sobre todo el Génesis el que, al relatar el Principio, y por­ que lo relata, marca una distribución del tiempo para la divinidad, levantando así, para la exégesis de los siglos ve­ nideros, los problemas que el cuerpo, el tiempo y el mundo constituyen para Dios. Dios trabaja y crea el mundo en una duración temporal que constituye una sucesión de días. El séptimo día descan­ sa. De la nada y después de la confusión, Elohim abre la vía para la diferenciación de los seres. Da forma y separa. Primero hace que surja la luz y, en seguida, divide el día y la noche: apenas dibujado el espacio —la Tierra deslindada del cielo—, introduce el tiempo. Un tiempo en el cual van a entrar, en la alternancia de la claridad y la oscuridad, todas las obras divinas. Al principio hay un Dios que, al querer hacer el mundo, inventa lo cotidiano. Lo inventa como si no existiera otra forma de realizar una obra, como si desde el comienzo hubiera que situarla en un tiempo medido en esa escala. El principio de la Biblia consagra para

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nosotros la idea de que el tiempo con que el mundo se inaugura es en su origen el tiempo de un deseo de hacer, de un trabajo que produce cansancio y que no carece de preocupaciones. Es decir, lo cotidiano tal y como lo cono­ cemos. Y los hombres tendrán que imitar a aquel que un día les creó. Trabajarán en períodos iguales a los de la crea­ ción y se abstendrán de realizar cualquier tarea el día que, cíclicamente, trae de nuevo el sabbath, el descanso del Se­ ñor. Por lo tanto sus vidas serán una copia, con un retorno semanal periódico, de ese segmento de vida cotidiana al que Dios dio forma para que todo comenzara. Fidelidad a un modelo, pero también ejemplaridad del modelo. Si los hom­ bres pueden y deben vivir en el tiempo a semejanza de Dios, es porque Dios, sin renunciar a la eternidad, se ha unido a este tiempo que destinaba a los mortales. Se ha sometido al orden cosmológico que él había establecido. Ha hecho su propio presente de los instantes que convertía en mensurables. Más allá de la historia, el tiempo del mun­ do nació cotidiano. Por supuesto que la finalidad del Gé­ nesis es el no ser tomado al pie de la letra. Sabemos todo lo que se pone en juego en la elección de una u otra lectura para la tradición judía y para los cristianismos. Pero, en la raíz de los más doctos debates, ¿no hay acaso un relato? Por ello, todas las exégesis —por muy sabias que se consi­ deren— se miden y encuentran con el contenido de un cuen­ to. Sólo evocaremos aquí tres episodios, tres debates que dan una idea de los problemas que surgen cuando el tiempo está recreado 10 como en el Génesis. El primer debate, de gran intensidad, es el que enfrenta a Orígenes y Celso en el siglo III de nuestra era: la disputa se centra en la conve­ niencia de un relato que atribuye al Creador un uso con­ tradictorio y vulgar del tiempo. El segundo es la contro­ versia que estalla en el siglo XVI entre católicos y protes­ tantes sobre la legitimidad de las imágenes antropomorfas de Dios. El objeto del debate es el cuerpo de Dios, que parece ser una conjetura en el texto bíblico. El tercer mo­ mento es aquel en que se enfrentan, en pleno siglo X IX , los partidarios de la microbiología de Pasteur y un naturalista

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convencido de la existencia fundada de la generación espon­ tánea. En este asunto vuelve a surgir un debate teológico: ¿cuáles son los límites de la obra de Dios? Celso, un hombre extremadamente erudito en la tradi­ ción de los filósofos griegos y en especial de Platón, refuta y sobre todo desprecia la concepción de lo divino que se desprende tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento. Señala la paradoja de un relato que afirma la omnipotencia de un dios al hablar de un personaje que trabaja, y que además lo hace día tras día. Este dios vive, pues, en el tiem­ po como los hombres, lo necesita para terminar la creación del mundo y realiza su hazaña de manera tan humana que se cansa y debe descansar. El relato escriturario sobre el origen de los hombres es una hermosa ingenuidad, escribe Celso, pero la mayor estupidez es la de dividir la creación del mundo en varios días antes de que existan los días. En efecto, no habiendo aún sido creado el cielo, ni consolidada la Tierra, ni girando el Sol en tomo a ella, ¿cómo es posible que hubiera días? Para empezar, pone en evidencia la inconsecuencia de un tiempo ya cotidiano, puesto que está contado en días, que precede a la llegada efectiva del día y la noche. El mo­ vimiento del Sol es lo que constituye esas divisiones de tiempo. Ahora bien, el Sol no fue creado hasta el cuarto día. Lo cual supone un contrasentido. Pero además, continúa, volviendo a examinar las cosas desde el principio, examinemos cuán absurdo sería que el primer y muy grandioso Dios ordenase que tal cosa, o aquélla, o tal otra sea y produzca el primer día sólo una cosa, el segundo alguna cosa más y así el tercero, el cuarto, el quinto y el sexto. ¡Sorprendente debilidad para un dios la que le obliga a distribuir el trabajo durante una semana, como si tuviera que reservar sus fuerzas! No nos extrañará entonces el verle agotado, tras haber terminado con la creación de un ser a su imagen que manifiesta su debilidad.

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Después de ese trabajo, como si de un malísimo obrero se tratara, estaba agotado por la fatiga y tuvo necesidad de descansar para reponerse. No es lícito decir que el Dios Primero se cansa, ni que trabaja con sus propias manos, ni que ordena. Dios no tiene ni boca ni voz [...]. Tampoco Dios ha hecho al hombre a su imagen; porque él no es como el hombre y no se parece a ninguna otra forma " . Celso condena en suma todo lo que tiene de incoherente la creación entendida como una obra progresiva y por tanto de incompatible por el hecho de que el sujeto es un dios. Aún más, señala una aporta muy importante cuando se bur­ la de la existencia de los días antes de la existencia del día. En efecto, en cuanto un sujeto actúa, es necesario que el tiempo mensurable esté ya ahí, pues es la condición previa para cualquier acción. Ya que la acción ocupa necesaria­ mente algo de tiempo, un tiempo que dura y se cuenta. A menos de que fuera instantánea, cualquier creación dura minutos, horas, días. Por consiguiente, en tanto que el ori­ gen está concebido como el trabajo de un sujeto, el tiempo medido se convierte a la vez en el a priori y en el resultado de ese trabajo. De ahí la franca ambigüedad del texto bí­ blico. Pero a decir verdad, Celso razona en griego. Los griegos siempre han concebido el tiempo como «algo perteneciente al movimiento», a saber, un efecto del despla­ zamiento de objetos en el espacio, de cuerpos celestes y, sobre todo, del Sol en el cielo. Para un griego, el tiempo es un fenómeno cosmológico que presupone por definición el universo y sus movimientos. Cuando Celso se pregunta «cómo es posible que hubiera días» antes de la creación del firmamento (segundo día) y del Sol y de la Luna (cuarto día), lo que hace es plantear un problema griego. Filón de Alejandría con anterioridad ya había argumentado que era completamente increíble que el mundo hubiera sido hecho en seis días y, de manera más general, en el tiempo, ya que éste es una continuidad de días y noches determinados por los amaneceres y las puestas del sol en el cielo. Por consi­ guiente, el tiempo es posterior al mundo y a él le debe su existencia 12. Y muchos siglos antes, Platón había relatado

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el nacimiento del mundo, presentando a un demiurgo que primero hace el cielo y sólo después piensa en «esa cosa que llamamos tiempo (chrónos). En efecto, los días y las noches, los meses y las estaciones no existían antes del na­ cimiento del cielo, pero su aparición se produce a la vez» ,3. Platón se sustrae a la crítica de Celso porque él no habla de «días» para situar las obras del demiurgo cuando éstas preceden al cielo. E l Génesis: ¿un trabajo digno de D ios? En el siglo XVI, descubrimos otra cuestión del debate que nos ocupa. El creador de la capilla Sixtina, blasón de la Iglesia católica y romana, vendrá a recordar las disputas que, en torno a las imágenes, han dividido al cristianismo u . Por una parte, en el Exodo, X X , 4, Yahvé prohíbe cualquier representación suya. Por otra parte, numerosos pasajes na­ rrativos hablan de Dios cuando se aparece a los hombres, en especial a David. ¿Qué opción tomar: el mandamiento o el ejemplo? N o es un dilema estético sino una decisión de fondo, ya que los cristianos ven ahí un punto crucial de cualquier pensamiento religioso: ¿Se puede representar a un dios? ¿Cómo se hace presente? Para los cristianos esta cuestión ha sido históricamente difícil de resolver debido al doble testimonio de las Sagra­ das Escrituras. Protestantes y católicos, apelando a la auctoritas bíblica hicieron su elección. Los primeros seguirán, con algunos matices, el enunciado de la regla «N o harás ningún ídolo, ni imagen alguna de lo que está allá en los cielos». Por el contrario, la Iglesia romana confirmará en el Catecismo romano (1566), surgido del concilio de Trento, la opción adoptada desde el segundo concilio de Nicea en el 787 por la que se respeta la representación de las escenas relatadas, por ejemplo la Creación. Puesto que la Biblia narra la historia del Génesis y a continuación la redención, y ella misma presenta a Dios como a un personaje que habla y actúa, condenar las imágenes de Dios sería censurar

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el Antiguo Testamento. Por tanto, la pintura está autoriza­ da a representar al Altísimo, siempre que imite los modelos iconográficos enunciados en el libro. Frente a las intransigencias de la Reforma, el catolicismo de Trento confirma el antropomorfismo sugerido por la Bi­ blia. Aunque sea pura pedagogía, el hecho en sí es éste: Dios recibe un cuerpo. Y aún más, ya que el concilio in­ duce a dar prioridad a las imágenes de Dios en acción, sor­ prendido en un gesto o realizando alguna de las hazañas que le son atribuidas. De esta manera, el cuerpo está situa­ do en el tiempo. La historia enumera los instantes de su vida. Un último ejemplo de las cuestiones que la Biblia sus­ cita por su naturaleza narrativa, se refiere al alcance de la actividad de Dios. En el siglo X IX , trescientos años después de que Francesco Redi descubriera la reproducción sexual de los insectos, la generación espontánea era todavía una teoría vigente que contaba con fervientes defensores. Uno de ellos, el eminente biólogo Félix Aquímedes Pouchet, no dudaba en reforzarla con una atenta lectura del Génesis. Así, la creación de los animales y las plantas está de tal manera relatada que se puede interpretar con toda legitimi­ dad como «una verdadera generación espontánea que se pro­ duce bajo la inspiración divina» I5. Elohim dice: «Que sal­ gan de la tierra los animales vivos según su especie», y or­ dena a la tierra que engendre lo que él crea sin ningún tipo de transmisión. Pero Pouchet aún va más lejos, ya que quie­ re demostrar que la reproducción de algunos seres vivos situados en la base de la pirámide es siempre idéntica: es­ pontánea y divina. A este efecto, intenta probar que el Crea­ dor no ha cesado en su obra, es decir, que el Eterno dedica su tiempo a una «acción incesante», una «incesante activi­ dad», una «obra de todos los instantes» 16. El Génesis pre­ cisa que después del sexto día Dios descansó, dice Pouchet. Pero, ¿en qué versículo del libro sagrado nos anuncia que no volverá a reemprender nunca más su obra? ¿Dónde se dice que después de este descanso rompiera sus moldes y aniquilara su facultad creadora? 17 Contra aquellos que pre­ tenden «que obligarle a realizar innovaciones diarias supone

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degradar la suprema majestad» 18, Pouchet recuerda que, por el contrario, inmovilizar al genio creador en la eterni­ dad «seria negar su omnipotencia». Y con un gran acom­ pañamiento de citas bíblicas, celebra la perpetua e infatiga­ ble actividad del Altísimo. Presentamos escuetamente este ejemplo para calibrar el alcance de una cuestión que de otro modo parecería equí­ voca. ¿Qué hacen los dioses con su tiempo? Desde los más trascendentes hasta los más próximos a los humanos, todos ellos tienen que dar una respuesta: de ello depende su exis­ tencia. L a vida de los dioses y la vida de los hombres La segunda perspectiva desde la que se puede situar la antigua forma de pensar lo divino en términos de vida ac­ tiva es, como ya hemos dicho, propiamente clásica. Se trata de la reflexión sobre la vita y en primer lugar la vida de los hombres. En efecto, los filósofos que se preocupan por la naturaleza de los dioses, destacando sobre todo la verosi­ militud de sus ocupaciones, son aquellos para quienes la filosofía está esencialmente destinada a ofrecer reglas para vivir mejor. Tocjos los enunciados de la filosofía se refieren a la vida. Así es como Cicerón introduce el debate De na­ tura deorum. Pues la vida de los hombres es el punto de partida y la garantía de la vida de los dioses. Quien niega a los dioses la actividad y preocupación por los hombres, priva a la vita hominum de su sentido. Ya que, si los dioses no hacen nada por ios hombres, no tiene ya sentido ninguna práctica ritual. ¿Por qué rendir culto a unos seres indiferentes, insensibles a nuestras oraciones e incapaces de mostrar su gratitud? La pietas, pues, no estaría justificada. Pero, junto a la piedad, muchos otros valores pierden todo su fundamento: la fides, la mutua confianza, la societas y, finalmente, la justicia ,9. En resumen, los lazos sociales y sus reglas se vienen abajo en el momento en que se deja de creer que los dioses son responsables de ello, que

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les concierne o al menos que muestran un mínimo interés. Es decir, que la ética de las relaciones entre los hombres se sostiene sólo gracias a la atenta mirada que les prestan los dioses. Si creemos que los inmortales nos ignoran, nos apar­ taremos de ellos y dependeremos del respeto hacia nuestros semejantes. Los dioses son un modelo ajeno, alguien que observa nuestra vida, que nos sigue con la mirada, y ante quien somos responsables de nuestra conducta. La filosofía helenística es quizá mucho más una filosofía de la vida que del sujeto: la vida como tiempo en el que se tejen los lazos entre el individuo y el mundo. Este discurso, tan preocupado por los peligros que la impasibilidad divina provoca en el edificio social, está diri­ gido, como es de suponer, contra los epicúreos. Son ellos quienes difunden la duda. Pero, de hecho, para los filósofos de la Escuela del Jardín se trata más bien de una exigencia de rigor: si los dioses son bienaventurados, deben abstener­ se necesariamente de todo lo que sea causa del trastorno y por tanto de la preocupación, de la cura, que es el destino de los mortales atareados en el mundo. El privar a los dio­ ses de la preocupación por el mundo —ya sea en la crea­ ción, el juicio o la predestinación—, significa concebirlos de manera lógica: devolverles a la plenitud de la beatitas que desde Homero siempre se les atribuye, pero que se les niega con obstinación puesto que pretendemos que se vean implicados y envueltos en nuestras historias. Los poetas son los principales responsables de una teología absurda, llena de olímpicos ciegos de ira, ardiendo en deseos, comprome­ tidos en guerras, batallas y combates en los que llegan in­ cluso a ser heridos. Odios, discrepancias y desacuerdos; na­ cimientos y muertes; peleas y quejas; deseos, en fin, que les empujan a cualquier forma de intemperancia: adulterios, enredos e incluso asuntos de alcoba con individuos del gé­ nero humano, hasta el punto de que algunos mortales son engendrados por un dios 20. Poder, guerra y amoríos: de­ masiado bien sabemos que la vida activa es una continua agitación que oscila entre proezas y pasiones, tensiones y movimientos, y en la que nos vemos afectados por la hos­

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tilidad y la atracción. Todo ello es tan indigno de un dios que los inmortales llegan a tener descendencia mortal. ¿Cómo compartir unas opiniones tan frívolas cuando los hombres, todos sin distinción, conciben a los seres divinos en la beatitud y la eternidad? La coherencia exige que un ser bienaventurado y eterno no se ocupe de «ningún asunto y a nadie exija ningún esfuerzo; nadie puede provocar su cólera ni obtener sus favores, ya que esta clase de senti­ mientos son signos de debilidad (imbecilla essent omnia) 21. Respecto a la religión homérica, para un epicúreo la exis­ tencia de los dioses se define con rasgos negativos. Es la perfección de un tiempo idéntico que ningún suceso alcanza a afectar, puesto que ningún deseo penetra en él. N o hay vestigios de acción; ninguna inclinación a la aventura; nin­ guna envidia, fuente de preocupación. Por el contrario, y sin que sea paradójico: mucho placer, un desbordamiento de voluptates. Esta vida, apartada de cualquier libídines, de todos los deseos, es una vida colmada de placer. ¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden gozar vuestros dioses? 22 Esta pre­ gunta tan clara es la que plantean con insistencia los detrac­ tores de los epicúreos. Y esta pregunta se cruza con otra que los epicúreos dirigen a la religión de aquéllos: ¿por qué desean vuestros dioses? 23 Toda la problemática del tiempo divino se perfila en este intercambio de preguntas. En cuanto a la concepción epicúrea de la felicidad de los dioses, el problema se plantea de la siguiente manera: ¿qué vida llevan los dioses (quae vita deorum sit)? ¿Cuál es la distribución del tiempo (quaecque ab iis degatur aetas)? 24 Una vez admitido que no hacen nada, queda por saber en qué consiste para ellos ese tiempo vacío, ese tiempo muerto, esa desocupación. Quae ergo vita? 25 ¿Cuál puede ser, en fin, su vida? Ahí se ve la preocupación por un tiempo que no estuviera ocupado, lleno, desbordante de cosas hechas y por hacer. Al igual que se les pregunta qué necesidad hay de que sus dioses tengan un cuerpo puesto que no lo uti­ lizan. N o es que no tengan respuesta sino que por el con­ trario su réplica vuelve a replantear la pregunta.

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Tu escuela y tú mismo, Balbo, dice el epicúreo Veleyo a su interlocutor del Pórtico, tenéis la costumbre (soletis) de pregun­ tarnos qué clase de vida llevan nuestros dioses, cómo transcurre el tiempo para ellos. Es evidente que no puede uno imaginarse nada más feliz, nada tan desbordante de alegría. Un dios no está comprometido con ninguna obligación, no se encarga de ningún trabajo; disfruta (gaudet) de su saber y su virtud; tiene abierta ante él toda una perspectiva de goces (voluptatibus) máximos y eternos 26. Un dios goza satisfecho de su propia virtud, que no tiene que alcanzar; lleno de un saber que no debe buscar, deja que el tiempo transcurra por él y le inunde de placer. Saciado desde siempre y para siempre, ve cómo le llegan

Dioses reunidos, conversando en pequeños grupos, más o menos organi­ zados. A la izquierda, el insigne Zeus, sentado junto a Hera, sujeta con una mano el cetro real y con la otra el fuego celeste en forma de haz. Se diría que está confiando un mensaje a Iris, la de vibrantes alas. Entretan­ to, parece que Atenea, con la cabeza vuelta hacia Poseidón, se confía al dios del mar, sentado en una silla plegable, quien sujeta con toda seriedad un atún, vigilado por Hermes, de pie tras Poseidón. Anfora de Nikóxenos, hacia el siglo V antes de J. C. Staaliche Antikensammlungen, Mu­ nich. F. Hirmer.

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unos placeres que no podrían ser ni más intensos ni más numerosos. Y sobre todo, no tiene que proyectarse en el porvenir por ambición o espera. Porque la felicidad de ma­ ñana la posee ya, idéntica a la de ayer: siempre presente sin que tenga que desearla o desear más. Así pues, un dios epicúreo vive. Está en el tiempo, pero sin las preocupaciones y trabajos que abruman a los dioses laboriosissimi, a quienes se les considera creadores o gober­ nantes del mundo. Y un epicúreo devuelve la pregunta a aquellos para quienes un ser divino es en primer lugar un creador vigilante: ¿por qué de pronto desear (concupiscere) hacer un mundo? 27 ¿Por qué despertarse de repente (re­ pente)i de un sueño eterno? A los dioses a quienes se supone que dan un sentido a la vida mediante la acción no hay que preguntarles cuál es su empleo del tiempo, sino por qué han dado forma al tiempo que emplean. ¿Por qué esta ruptura en el continuum de la eternidad que precedía a la reparti­ ción de los días? ¿Qué deseo les ha empujado de golpe a cambiar el panorama del espacio? Mientras que lo cotidiano de los dioses no guarda ningún misterio, es el mismo ins- • tante del primer centelleo de un deseo lo que parece no tener explicación. Por una parte, una voluptuosidad sufi­ ciente e interminable que se considera imposible; por otra, una repentina voluntad que inaugura el tiempo para los se­ res, algo inimaginable. El tratamiento, la matización del deseo es, en efecto, el tema principal de la ética epicúrea. El hombre —y la mujer, ya que el Jardín está abierto también a las mujeres—, ase­ diado por las pasiones, expuesto a todo lo que a su alrede­ dor le atrae y le repele, le encanta y produce temor, puede elegir entre dos vías: o bien decir sí a todo lo que el mundo le ofrece y abrirse ante las cosas, o bien permanecer en guardia. Desear el placer no es en sí malo. Lo que nos refrena es saber que ahí existe el peligro de un señuelo. Para la filosofía griega, deseo y placer no están hechos el uno para el otro, puesto que el deseo procede de la carencia y la engendra. Pero para Epicuro lo importante no es domi­ nar los deseos, los epithymíai. Se trata más bien de saber

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manejarlos, interrogarlos. «A todos los deseos hay que ha­ cerles la siguiente pregunta: ¿qué me ocurrirá si consigo el objeto que persigo y qué si no lo consigo?» 28 Conviene establecer un diálogo con la naturaleza y persuadirla sin violencia: saciar los deseos naturales y necesarios, escuchar la voz de la carne que dice no tener hambre, no tener sed, no tener frío 29. En estas charlas el sabio aprende a conocer lo que debe dar a su cuerpo y lo que, por no ser indispen­ sable, procede únicamente de su imaginación. Al contrario que todo el mundo, Epicuro sostiene que el vientre, en sí mismo, no es insaciable: es más bien la idea que tenemos la que hace que su plenitud sea ilimitada 30. La naturaleza es limitada. Sólo para las personas engañadas por sus vanas opiniones lo suficiente en lugar de llenar, resulta escaso 31. Un alma ingrata es la que hace al ser vivo alguien «eterna­ mente ávido de la variedad de la existencia cotidiana» 32, ya sea por gula, ambición o sensualidad. Desde este punto de vista, se comprende cuán estúpido es atribuir a un dios a quien se llama bienaventurado el extraño deseo de triunfar en una empresa tan poco necesa­ ria para su placer: fabricar un mundo del que, además, ten­ drá que ocuparse. Si el hombre consigue la serenidad en la ataraxia (ausencia de inquietudes), la aponía (ausencia de cansancio) y la apatía (ausencia de pasiones), ¿por qué un dios a quien nada obliga se apartaría de esto? El sabio, aquel cuya vida transcurre día tras día, noche tras noche, lejos de la preocupación «vive como un dios entre los hom­ bres» 33. ¿Por qué querer que un dios no viva así en su morada, entre los dioses? La idea que nos hacemos de la vida cotidiana de los hombres —de lo que es y de lo que debe ser— corresponde a la que nos hacemos de los dioses en el tiempo. Los epi­ cúreos son muy lúcidos en esta cuestión, tanto cuando in­ ducen a partir de la felicidad humana los contenidos de la beatitud divina como cuando analizan las nefastas conse­ cuencias para los mortales de una determinada representa­ ción de los dioses. Tener miedo a los inmortales, temer sus cóleras y men­

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digar el perdón: para estos filósofos es la mayor estupidez religiosa. Los griegos tienen una palabra para designar este terror cuando es excesivo: deisidaimonía, que en latín se llama superstitio y traducimos por superstición. La deisidai­ monía es una actitud de terror continuo ante los poderes divinos. Proviene de la percepción de una amenaza perma­ nente y determina una conducta que se convierte en un verdadero modo de vida. El sentimiento de peligro obliga a estar al acecho de cualquier signo, de los mínimos indicios de lo que los dioses quieren que se haga, que se evite, que se diga. El miedo obliga a un ritual incesante, ya que per­ manentemente y sin descanso, hay que enfrentarse a la có­ lera de Zeus o a la venganza de Hécate. Puesto que vive en la angustia, el supersticioso vive en el culto. Este acapara todo su tiempo. Para Teofrasto y para Plutarco, es un enfer­ mo 3
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