La Victoria de Los Caidos
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Constanza, Maimón y Estero Hondo: La
Victoria caídos de los
DELIO GÓMEZ OCHOA
La
Constanza, Maimón y Estero Hondo:
Victoria de los caídos
COMISIÓN PERMANENTE DE EFEMÉRIDES PATRIAS
Santo Domingo, República Dominicana 2007
COMISIÓN PERMANENTE DE EFEMÉRIDES PATRIAS LIC. JUAN DANIEL BALCÁCER Presidente LIC. EDGAR VALENZUELA Director Ejecutivo Miembros LIC. RAFAEL PÉREZ MODESTO DRA. MU-KIEN ADRIANA SANG DRA. VIRTUDES URIBE GENERAL (R) HÉCTOR LACHAPELLE DÍAZ
PUBLICACIONES DE LA COMISIÓN PERMANENTE DE EFEMÉRIDES PATRIAS 2004-2007 VOLUMEN NO. 18 Segunda edición: Comisión Permanente de Efemérides Patrias, abril, 2007 Título de la publicación: Constanza, Maimón y Estero Hondo: La Victoria de los caídos Autor: Delio Gómez Ochoa Diagramación: Eric Simó Diseño de portada: Gestión Editorial C x A Impresión: Editora Collado ISBN Impreso en República Dominicana / Printed in the Dominican Republic
DEDICATORIA
A todos los hombres y mujeres que lucharon y cayeron en el largo trayecto de las últimas seis décadas en la República Dominicana; A los internacionalistas de distintos y numerosos países, que sin afán de aventuras o ansias de fortuna, supieron comprender la razón de esa lucha; A los pueblos de Cuba y Venezuela, que tanta solidaridad y apoyo de todo tipo brindaron a los luchadores por la libertad; A la dirección histórica de la Revolución Cubana, sin cuyo concurso no habría sido posible aquel gigantesco esfuerzo; Al pueblo dominicano, que nunca ha dejado de luchar por la democracia, la libertad y la independencia; En fin, a los que luchan hoy, desde distintos escenarios, para ver convertidos en realidad los sueños y esperanzas sintetizados en el Programa Mínimo del Movimiento de Liberación Dominicana (MLD), de 1959; A todos y todas va dedicado este libro.
AGRADECIMIENTOS
A la memoria del eminente profesor de historia de América, el bolivariano Francisco Pividal Padrón, primer embajador de la Revolución en la República de Venezuela; Al Ing. Anselmo Brache, a Fidelio Despradel y Raúl Pérez Peña; A la Fundación de Héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo; A mi hijo Marcos, que tanto luchó para que pudiera escribir estas narraciones; A mi esposa Mercedes, por su gran apoyo; A mi hermana Noemí, A la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, A todos y a todas mi agradecimiento.
ÍNDICE
Dedicatoria ........................................................................7 Agradecimientos ................................................................9 Prólogo ............................................................................ 13 Introducción ..................................................................... 15 Capítulo I LA GRAN EMPRESA REVOLUCIONARIA ............................ 19
Capítulo II CON UN PIE EN EL ESTRIBO ................................................. 61
Capítulo III PRIMEROS PASOS EN SUELO DOMINICANO ..................... 87
Capítulo IV NUESTRA PRIMERA BAJA ..................................................... 97
Capítulo V LOS BOMBARDEOS MÁS GRANDES DE MI VIDA ............. 119
Capítulo VI LA EMBOSCADA ................................................................... 131
Capítulo VII REDUCTO DE GUERRILLEROS ........................................... 149
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Capítulo VIII «MARQUITO, TE LLEGÓ TU HORA» ............................. 167 Capítulo IX VUELVO A VER AL JEFE ...................................... 189 Capítulo X PUESTA EN ESCENA DE MACABRO REALISMO ............................................................. 203 Capítulo XI ME INVITAN A DIRIGIR LA CONTRARREVOLUCIÓN .... 225
Capítulo XII LOS ANGUSTIOSOS DÍAS DE GIRÓN ................................. 247
Capítulo XIII EL QUE A HIERRO MATA ..................................................... 261
Capítulo XIV DE VUELTA A LA PATRIA .................................................... 281
ANEXOS
Programa Mínimo del Movimiento de Liberación Dominicana .............................................................. 295 Canto ....................................................................... 299 Bibliografía .................................................................... 305 Publicaciones de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias 2004-2007 ............................... 309
PRÓLOGO
P
rologar este libro –testimonio de Delio Gómez Ochoa sobre las expediciones que a partir del 14 de junio de 1959, llegaron a tierras dominicanas por Constanza, Maimón y Estero Hondo–, es para profundizar el compromiso con la sangre derramada por los mártires, cuya gesta tiene la única interpretación de expresar la ancestral necesidad de liberación político-social de los dominicanos. ¿Cómo se puede hablar de la Raza Inmortal sin pensar que su norte era liberarnos del signo del sur, que supone la miseria en sus más bajos niveles? La poesía con todos sus encantos es arma de los poetas para siluetear los más disímiles fenómenos, situaciones y momentos de la vida misma, de los pueblos y de la humanidad. Reflexionando en el lazo solidario Máximo Gómez-José Martí, yo, que quisiera ser poeta para cantarle a la Raza Inmortal, sigo el trillo de estas narraciones de Delio Gómez Ochoa, evocando aquellos momentos de Mil Cumbres, de Camilo, de Enrique Jiménez Moya, y de todos, todos, y sentir que lo que más puede estimular al ser social es sentirse compromisario con la renuncia a ver su pueblo atrapado en la ignominia, la mendicidad, y los entresijos de la gran mentira de una falsa democracia. Si escuchar las noticias de las expediciones de junio despertaron conciencias ante la tiranía, conocer detalles del sacrificio de los combatientes con este libro del comandante Gómez Ochoa, provoca el sentimiento de mantener un imperecedero 13
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tributo de recordación y de lealtad a la Raza Inmortal, que fue capaz de desafiar todas las dificultades y en la ferocidad de la tiranía en aquellos momentos dramáticos para el pueblo dominicano. Decir Constanza es lo mismo que hablar de las «escarpadas montañas de Quisqueya» y por esas alturas se llega al hilo del Manolo clandestino con el Manolo insurrecto. Porque él simboliza el rescate de la bandera caída, el rechazo a la opresión, el objetivo de la liberación. Lo que describe Delio Gómez Ochoa en esta obra tiene justamente el sentido de las aguas que bajan por el manantial, cristalinas, puras, virtuosas. De esas aguas tomó Manolo, y todos los que en sucesivos episodios mantuvieron la causa, a pesar de las telarañas ideológicas y de las deserciones, encubiertas o no. Si hablar de los mártires de Constanza, Maimón y Estero Hondo es materia de puro pasado, entonces léase este libro como una sarta de historietas. Pero si las luchas sociales dejan lecciones, busque en estas páginas lo que va detrás del fusil: la decisión de andar con la historia y con el destino inexorable del pueblo dominicano: su liberación social, económica, política y cultural. RAÚL PÉREZ PEÑA
INTRODUCCIÓN
T
antos lustros y tiempo indefinido por el peso gravitante de los años borrosos, tanta bruma acumulada para oscurecer el destello, la luz poderosa de la utopía, el objetivo ardiente de cambiar el mundo, puede convertir un evento cierto en casi una mentira. Es una lucha constante contra la desmemoria, contra el olvido, que las clases conservadoras han impulsado para negarles a los pueblos su destino, los aportes de sus jornadas más heroicas, la búsqueda de un hombre nuevo, capaz de crear una sociedad justa, igualitaria y libre. Dijo el gran José Martí que “hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que luchan por ver libre a su patria”, quiso decir el apóstol, que nada eleva más la categoría humana de servicio y dignidad como el ejercicio cabal del decoro, la voluntad y el sacrificio por una causa noble donde predominan los valores de la transformación social. El Comandante Delio Gómez Ochoa, un heraldo de la libertad americana, peleó por la aurora libertaria de los pueblos en la epopeya de Sierra Maestra. No se había apagado el humo de su fusil descendiendo al llano cuando le susurró al oído del Comandante en Jefe, su decisión de seguir liberando pueblos e ir a combatir a la República Dominicana contra el tirano Rafael Trujillo, vergüenza de un continente y opresor de libertades y derechos sociales. 15
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¿Qué principio aguijoneó el alma de este combatiente para llevarlo en el momento más alto del estrellato revolucionario a abandonarlo todo, prestigio, título y nombramiento, bien ganados en los combates en las montañas cubanas, para enrolarse en una nueva empresa revolucionaria, incierta, en un país que no era el suyo y bajo circunstancias desconocidas históricamente? ¿Fue acaso el espíritu de Máximo Gómez vibrando en las cuerdas de su alma campesina, suscribiendo con amor el viejo compromiso de luchar por los dos pueblos hermanos hasta la victoria final?¿Fue el internacionalismo en ciernes de la revolución cubana, la más generosa de todas las revoluciones, cuya sangre ha abonado las causas de los pueblos oprimidos en todos los continentes por la libertad? ¿Fue el legado de Fidel participando como voluntario, fusil en mano, en la frustrada expedición anti trujilllista de Cayo Confites, presto a liberar a Santo Domingo de la ignominia del sátrapa? ¿Fueron los amores juntos del Ché y Camilo, dos colosos de la proeza guerrillera, señalándole el camino de la solidaridad y de viejas deudas históricas? Lo verdadero es que dos centenares de revolucionarios dominicanos, acompañados de internacionalistas de varias nacionalidades, pero sobre todo cubanos, emprendieron la tarea de gigantes de liberar la patria dominicana, sumida entonces en el oscurantismo, el atraso y la represión. Desde entonces, desde aquel inmenso 14 de junio de 1959, el pueblo dominicano estableció compromisos con estos hombres, no suficientemente honrados en el altar de la conciencia nacional. No basta el reconocimiento a su sacrificio, sin cuya cuota determinante no se habrían producido los acontecimientos capitales que culminaron con el ajusticiamiento del tirano. Su derrota militar se transformó súbitamente en victoria política, provocando un despertar de conciencia que alteró la dominación casi
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absoluta de la dictadura. Al amparo de su sacrificio se gestó y desarrolló el Movimiento Clandestino 14 de Junio, cuya actividad conspirativa integró a vastos sectores de la juventud dominicana, proyectando sus ideas, el aporte ideológico de su programa mínimo que establecía las reformas y cambios en la sociedad dominicana, lo que le imprimió el carácter democrático y revolucionario a su acción. Esta obra de Delio Gómez Ochoa es apasionante, está escrita con la emoción y la conciencia como palancas de un testimonio conmovedor. Es casi un diario guerrillero ampliado con los incidentes históricos que preludiaron la acción revolucionaria, es un bosquejo de figuras relevantes, es la expresión de un sueño compartido de liberar naciones, es la vocación fraterna de los líderes de la revolución cubana, es el pórtico de una política sin vacilaciones en defensa de las ideas democráticas y de la liberación nacional, pero es sobre todo la narración de los combates, la caída de sus compañeros que se inmolaron por la libertad, los errores, la dispersión, el ensañamiento y la crueldad de sus verdugos. Delio vive de nuevo su propia experiencia en manos del aparato represivo del dictador, así como las maniobras y manipulaciones trujillistas para acusar a Cuba y emprender acciones contra ella, de parte de quienes requerían pruebas de su participación, para ahogar tempranamente su proceso revolucionario. Los dominicanos que cayeron, los internacionalistas que murieron, los cubanos caídos, Pablito Mirabal, el imberbe que alcanzó su madurez humana como diría el cantautor Silvio Rodríguez, “matando canallas con su cañón de futuro”, y que luego se alistó para defender a su país de la agresión extranjera, todos ellos, merecen el respeto y la admiración de nuestro pueblo, todos ellos, como dice Delio, no fueron derrotados, alcanzaron la victoria al caer; porque con su
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ofrenda de valientes se ganaron el cielo de la historia americana, en lucha por la libertad. Este libro del Comandante Ochoa es un nuevo aldabonazo por el rescate de la memoria histórica, es una nueva escaramuza que este digno hijo de Martí y Gómez, libra en el otoño de su vida, para renacer «hasta la victoria siempre», en la primavera de la historia. TONY RAFUL
4 de agosto del 2006 Santo Domingo
CAPÍTULO I LA GRAN EMPRESA REVOLUCIONARIA
“La historia se narra, no se rehace”. FIDEL CASTRO
M
e parece increíble que estemos volando sobre la República Dominicana, y nada menos que en un avión de la línea aérea de Cuba. Nuestros países rompieron lazos diplomáticos hace más de tres décadas, aunque hay que admitir que en los últimos años los nexos económicos y comerciales han marchado como montados sobre patines. ¿A quién hay que agradecerlo? No lo sé, pero la verdad es que la voluntad de ambos pueblos se va imponiendo. El anuncio de que en minutos aterrizaremos provoca cierto «zafarrancho» tanto entre los pasajeros como en la tripulación, lo cual es típico en este tipo de situaciones. Carteles lumínicos que se encienden, personas ajustándose los cinturones y fumadores que a regañadientes apagan sus cigarrillos. Comienzo a sentirme nervioso y pienso que un «añejo» me vendría bien, sin embargo, que pensaría la azafata de un pedido de ese tipo a esta hora. Mejor ni lo averiguo. Prefiero continuar inmerso en mis pensamientos. ¡Todo pasó hace tanto tiempo! Porque treinta y seis años lo son. 21
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Este viaje pudo haber sido antes. Tendría más fresca en la memoria toda aquella gesta, los nombres de los compañeros ... ¡Caramba! Qué trabajo me cuesta recordarlos con la absoluta precisión que quisiera. Confío en que estén en el aeropuerto algunos de aquellos amigos. Estoy seguro de que así será. Siempre me han dicho que esperan mucho que yo vuelva y tengo que confesar que también lo deseaba, casi tanto como la primera vez, cuando conocí a Enriquito(1). Estaba cerca el triunfo de la Revolución cubana. Lo vi un tiempo después de que llegara en un avión procedente de Venezuela, el cual aterrizó por el aeropuerto rebelde de Cieneguilla el día 7 de diciembre. Aquella nave transportó ochenta y cuatro cajas, con un peso total de siete toneladas de armas para apoyar nuestra lucha en las montañas. En dicho avión llegó además Manuel Urrutia Lleó(2), nominado en el exilio Presidente de la República de Cuba en Armas. Enrique era portador de un mensaje escrito para Fidel, en el que la Unión Patriótica Dominicana de Venezuela lo nombraba como su genuino representante en la misión de foguear en la lucha guerrillera a un grupo de jóvenes dominicanos que deberían llegar a la Sierra Maestra. La idea era que esos patriotas estuvieran listos militarmente para combatir a la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo Molina y para eso esperaban la ayuda del Comandante.
(1) Enrique Jiménez Moya: Comandante en Jefe de las expediciones patrióticas de Constanza, Maimón y Estero Hondo. (2) Manuel Urrutia Lleó: Se convirtió, luego de la caída de Batista, en Presidente efectivo de la República. Estaba marcado por sus ideas anticomunistas y trató de contener el proceso radicalizador de la Revolución. Se vio obligado a dimitir el 17 de julio de 1959.
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La velocidad de los acontecimientos impidió que los propósitos contenidos en esta petición se cumplieran, pues la guerra en Cuba duró apenas unos días más. Enrique fue, en conclusión, el único dominicano que llegó a tiempo para participar en algunas acciones combativas. Para sus propósitos él se trasladó hasta Guisa, al oeste, entre la Sierra y los llanos de Oriente, donde, dirigidas directamente por Fidel Castro, las tropas rebeldes atacaban un gran cuartel de la tiranía de Batista. Los de finales de noviembre y todo diciembre fueron días de cruciales enfrentamientos. De allí él se unió en la ofensiva con Fidel hasta Santiago de Cuba y en el combate de Maffo(3) lo hirieron. La esquirla de una granada de mortero le atravesó un riñón. Me contó que allí mismo fue operado, sobre el banco de un parque de la localidad. Luego de esta prueba de fuego, fue ascendido a capitán. Transcurrieron unos cuantos días, hasta que el 31 de diciembre, ante las contundentes victorias rebeldes, el dictador Fulgencio Batista huyó con su Estado Mayor casi en pleno. El triunfo revolucionario era un hecho. Enrique estaba aún convaleciente, cuando Fidel –quien se dirigía hacia La Habana en la llamada «Caravana de la Victoria»– nos presentó en el regimiento de Holguín, el cual las fuerzas bajo mi mando acababan de ocupar. Era un hombre algo más alto que yo. Mediría cinco pies y diez pulgadas más o menos; delgado, de pelo negro y facciones finas; de extremidades largas; de cuerpo magro, sin dejar de ser una persona fuerte físicamente. Enrique contaba entonces 47 años de edad. Había vivido exilado en Venezuela a causa de
(3) Maffo: Pequeño poblado cercano a Santiago de Cuba en el cual se libró uno de los más fuertes combates al final de la guerra, cuando las acciones adquirieron visos de enfrentamiento convencional. La toma del cuartel de Maffo duró más de 10 días.
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los problemas de su padre con Trujillo, pues ambos habían sido enemigos irreconciliables. Tenía en Barquisimeto a su esposa e hijos y en Caracas a una hermana llamada Marianita, quien luego se ganaría el cariño de todos los que la conocimos. Estreché su mano. «Enrique Jiménez Moya, para servirle» –me dijo–. Su voz le salía con cierto acento nasal. Era el 4 de enero de 1959 y la revolución triunfante cumplía apenas cuatro días. El país vivía un cambio trascendental y los protagonistas de ese cambio, que era prácticamente todo el pueblo, realizaban la epopeya muchas veces sin darse cuenta de sus dimensiones. El saber que mi interlocutor era dominicano provocó inmediatamente en mí un sentimiento de simpatía y entablamos en el acto una fluida conversación en torno a los acontecimientos en Cuba y en su país. Después no lo volví a ver hasta el viaje que hice a La Habana alrededor del 30 del propio mes. El compromiso con la causa dominicana estaba arraigado en la alta dirección del Ejército Rebelde desde mucho antes del triunfo del Primero de enero de 1959, pero en hechos concretos vino a fomentarse más o menos de la siguiente manera: Ese avión venezolano en el que Enriquito llegó a la Sierra Maestra, y cuyas armas fueron sin duda de gran utilidad en la recta final de la guerra en favor de los guerrilleros cubanos, fue la última muestra de la expresión solidaria que la causa de Cuba despertó en Venezuela. Después de un año de haberse sacudido de la dictadura de Pérez Jiménez(4), el pueblo de la tierra de Bolívar volcó sus simpatías hacia los rebeldes que luchaban con Fidel. Una gran campaña se organizó en todo el país para apoyar a los revolucionarios cubanos, algunos de los cuales se mantenían en el exilio en esa nación. Se llamó: «La marcha de Bolívar
(4) Pérez Jiménez: General Marcos Pérez Jiménez. Impuso un régimen dictatorial en Venezuela que duró hasta el 23 de enero de 1958.
Fidel y Delio Gómez Ochoa (al centro) el 3 de enero de 1959 en Holguín, Cuba. Los acompañan el Comandante Martínez Sánchez y dos milicianos.
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Primer día en el Regimiento #7 de Holguín. Desde la izquierda, Capitana Isabel Rielo, Tenienta Delsa Puebla (Tete), Comandante Ochoa, Carlos Borja, un teniente y un miliciano rebeldes. Detrás, entre los milicianos figuran Paco Rodríguez y “Palillo”.
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hacia la Sierra Maestra». Fue tan estimulante la solidaridad venezolana que Fidel ordenó que el frente guerrillero del cual me había nombrado jefe se llamara «Cuarto Frente Oriental Simón Bolívar». Todo esto hace decidir al líder cubano que su primera salida al exterior sea en fecha tan temprana como el 23 de enero de 1959 para visitar a Caracas. El recibimiento a nuestro carismático dirigente fue apoteósico. Todo el pueblo y sus principales figuras políticas querían palpar con sus propios ojos y lo más cerca posible a Fidel, quien desde su arribo al aeropuerto de Maiquetía fue acompañado por el General Wolfgang Larrazábal(5), protagonista de los cambios políticos en el país y quien había perdido las recientes elecciones frente al social-demócrata Rómulo Betancourt. Este último, pese a que había pretextado compromisos que le imposibilitaban ser anfitrión, cambió rápidamente de parecer al ver la acogida que toda Venezuela le propiciaba al dirigente cubano. Cuenta el Doctor Francisco Pividal(6), entonces Embajador cubano en Venezuela, que el encuentro entre Betancourt y Fidel fue en la residencia particular del Presidente electo, en la Quinta Maritmar. Según el eminente historiador bolivariano, Betancourt citó para la ocasión a una gran concurrencia compuesta por fotógrafos, reporteros de disímiles medios, cameraman, etc. Los flashes y las películas apenas permitían a
(5) Wolfgang Larrazábal: Contralmirante. Presidente de la Junta de Gobierno que ascendió al poder tras la caída de Pérez Jiménez. Puede decirse que fue el artífice de la transición democrática en Venezuela. (6) Francisco Pividal Padrón: Toda una personalidad en el mundo académico y político contemporáneo de Cuba. Fue coordinador del Movimiento 26 de Julio-Sección Venezuela y en enero de 1959 el gobierno revolucionario lo hizo su primer embajador, precisamente en Caracas. Autor de varios libros, entre ellos: EI Movimiento 26 de Julio en Venezuela y quienes lo apoyaron, donde narra ampliamente la visita de Fidel al país suramericano en 1959. Reconocido historiador bolivariano. Pividal falleció en 1997.
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los victoriosos políticos conversar, hasta tal punto, que Celia Sánchez Manduley(7), de quien pudiera decirse que era el brazo derecho de Fidel desde la Sierra Maestra, le comentó a Pividal: «Oye, ¿qué es lo que quiere este viejo, una entrevista o un show?». Parece que una vez logrados sus propósitos publicitarios, Rómulo le pidió a Fidel que lo acompañara hacia el final de la casa, donde una terracita cerrada con cristales les permitió conversar privadamente sobre varios temas. El Doctor Pividal –siempre presente en el encuentro– recuerda con mucha nitidez, que fue Betancourt quien planteó el problema de Trujillo. Se podía percibir que el nuevo gobernante venezolano sentía verdadero terror por el sátrapa. Cabe afirmar que hasta la llegada de Fidel al escenario político regional, los dos hombres que se disputaban el liderazgo en el Caribe eran: Rómulo Betancourt, en lo civil y político, y Rafael Leonidas Trujillo en lo militar y dictatorial. Pero volviendo al histórico diálogo, fue Rómulo quien le expresó a Fidel lo insostenible de la situación con Trujillo, a lo que el líder cubano contestó sólo que resolver ese problema implicaba una serie de responsabilidades y gastos elementales de movimiento, entre otros. Inmediatamente, Betancourt se brindó y le dijo que él hacía el aporte, el cual quedó establecido en alrededor de medio millón de dólares. Hasta ese límite Betancourt deseaba comprometerse. Luego de este diálogo se produjo una concentración estudiantil en el Aula Magna de la Universidad Central de Caracas.
(7) Celia Sánchez Manduley: Hija de un notorio médico rural de la zona de la Sierra Maestra. Pudo, gracias a su influencia en los pobladores de la región, organizar todo un contingente de campesinos para esperar a la tropa expedicionaria del Granma. Fue la primera mujer en incorporarse a la guerra de guerrillas. Luego del triunfo revolucionario ocupó importantes responsabilidades, entre ellas la Secretaría del Consejo de Estado. Pese a su muerte, ocurrida en 1980, el pueblo cubano la recuerda como su más importante heroína.
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El Rector, Francisco De Venanzi señaló que la campaña de solidaridad con Cuba, llamada «La Marcha de Bolívar hacia la Sierra Maestra», se veía recompensada con creces. Afirmó el orador que al siguiente día se constituiría el Comité Pro Liberación de República Dominicana. Entregaron a Fidel en ese momento la boina azul del estudiantado y seguidamente el gran poeta chileno Pablo Neruda sentenció: «Lo grande de la libertad es que siempre produce al hombre que se constituye en su mejor símbolo». Cuando le tocó el turno a Fidel, prontamente retomó el tema de la necesaria solidaridad con el pueblo dominicano. Se quitó la boina, la puso invertida sobre la mesa, sacó del bolsillo cinco Bolívares y los colocó dentro, tras lo cual dijo que así iniciaba la «Marcha de Bolívar por la Libertad de la República Dominicana». Inmediatamente todo el mundo comenzó a aportar lo que llevaba en los bolsillos y la mesa se repletó de billetes. Los primeros fueron de Wolfgang Larrazábal y de Francisco de Venanzi. Cuando fui a La Habana a solicitud de Fidel, ya éste había regresado de su viaje a Venezuela. Me dijo en esta ocasión que nos entrevistaríamos con un dominicano. Cuando lo llamó vi que se trataba del propio Enrique, quien aún se recuperaba de sus heridas. Parece que nuestro Jefe olvidó entre tantas ocupaciones que ya nos había presentado días antes. Conversamos entonces los tres en una habitación del Hotel Havana Hilton(8) –por entonces Cuartel General del Jefe de la Revolución– acerca de algunas cosas más precisas sobre la lucha contra Trujillo y sus posibilidades futuras. Nos dijo Enrique que los patriotas
(8) Havana Hilton: Céntrico hotel de la zona habanera de «La Rampa», propiedad de la conocida cadena hotelera norteamericana. Puede decirse que es ejemplo del proceso radicalizador de la Revolución Cubana, pues luego pasó a llamarse «Habana Libre», nombre que aún conserva.
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dominicanos pensaban que podrían recibir la ayuda nuestra en su lucha. Nosotros, de corazón, le ofrecimos todo lo que estuviera en nuestras manos. Los efectivos del Cuarto Frente rebelde bajo mi mando habían ocupado una gran cantidad de armas en el regimiento de Holguín y me comprometí para ayudar con algunas de éstas. Pocos días después hice un segundo viaje a La Habana y Fidel me planteó la posibilidad de que asumiera desde ese momento como su delegado para todo lo relacionado con la cuestión dominicana, con la ayuda que se les iba a prestar, la logística con la que se les iba a apoyar y con el lugar donde se haría el campamento de entrenamiento. Me encargaría de todo eso, y también de evitar cualquier tropiezo en el traslado de los dominicanos desde los distintos países donde se encontraban hacia Cuba y en su tránsito por La Habana hasta el campamento en que se entrenarían. Para ello me hizo portador de un salvoconducto con su firma al pie el cual no conservo, pero que decía más o menos así, si mi memoria no me traiciona: Por la presente disposición designo como mi Delegado Personal al Comandante Delio Gómez Ochoa y se le autoriza a poder entrar en todos los mandos militares, a fin de cumplir con la misión que se le ha asignado por la Comandancia General. A tales fines, se ruega a todos los mandos militares que le presten toda su colaboración. FIDEL CASTRO RUZ, COMANDANTE EN JEFE En un principio pensamos que el campamento podía estar situado en la provincia de Oriente, pero a algunos no les satisfizo la idea porque estaba un poco lejos del aeropuerto de Boyeros por donde arribarían todos los hombres. Además, allí se vivía todavía la efervescencia del final de la guerra y no se que-
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ría despertar mucha notoriedad con lo del entrenamiento. Todo debía ser lo más discreto posible, pues en el arte de preparar guerras necesarias vale el conocido criterio martiano de que: «...En silencio ha tenido que ser, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas».(9) En esa conversación con Fidel durante mi segundo viaje a la capital, no se pronunciaron nombres de cubanos, ni se dijo si alguno participaría directamente en la lucha. Sólo hablamos de asesores para el entrenamiento que se haría en las montañas. Podía ser en Oriente; en alguna zona del Escambray, al centro del país; podía ser también en Pinar del Río o en la provincia de La Habana, pero realmente las montañas habaneras eran un poco pequeñas para lograr nuestros propósitos. Luego de darle muchas vueltas al asunto, decidimos entre el Comandante en Jefe, el Comandante Dermidio Escalona(10), el Comandante José Arjibais(11) y yo, que podría ser en «Mil Cumbres», en Pinar del Río, donde estos últimos habían tenido en alguna ocasión un campamento de la columna rebelde «Hermanos Saiz». Inmediatamente salió hacia allí «Pepito» Arjibais a preparar las condiciones, que eran pocas, pues aquello sería prácticamente como un grupo de «alzados» en medio de la montaña. A los pobladores de la región les debía parecer una tropa del Ejército Rebelde en rutinas de entrenamiento, propósito en el cual les favorecía el parecido del acento dominicano con el de los nativos del oriente de Cuba. (9) Carta de José Martí escrita en los campos insurrectos cubanos a su amigo mexicano Manuel Mercado. (10) Dermidio Escalona: Comandante del Ejército Rebelde y Jefe del V Frente Guerrillero en la Sierra de los Órganos. Posterior al triunfo revolucionario fue Jefe Militar de la Provincia de Pinar del Río, en el extremo occidental de la Isla, uno de los seis territorios en que se dividía administrativamente el país. (11) José Arjibais: Comandante del Ejército Rebelde y segundo al mando del V Frente Rebelde. Fue luego 2do Jefe Militar de la Provincia de Pinar del Río. Murió en el año 1973 en un accidente automovilístico.
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Aún así, había que llevar algunas cosas para aquella base de preparación guerrillera. Me comprometí a trasladar las primeras armas desde Holguín cuando entregara el regimiento, lo cual hube de hacer por órdenes de Fidel a fin de dedicarme por entero a la preparación de las expediciones. Al partir de mi ciudad natal llevé conmigo alrededor de cincuenta fusiles Springfield, varios Garands, y también dos morteros 61. Se consiguieron dos bazucas con Camilo(12) en el cuartel Columbia(13). Él entregó además una buena partida de Garands, que se conservaban en sus cajas, totalmente nuevos, provenientes de la ayuda de Washington a Batista. Esas cajas las llevamos para el campamento y cuando las abrimos comprobamos que los fusiles conservaban su grasa de fábrica, no habían sido abiertos, y mucho menos utilizados. Me imagino que por mucho tiempo los representantes de los círculos de poder en los Estados Unidos se preguntaron por las armas que le habían mandado a Batista para detener a ese grupo de «barbudos locos» que ponía en peligro sus grandes intereses en la Isla. Para ellos, aunque un poco tarde, les va aquí alguna información al respecto. Estas armas se las entregamos a los primeros dominicanos que llegaron a Mil Cumbres para que las fueran limpiando y conociendo hasta que llegara el momento de empuñarlas. Se estremece el avión al poner los neumáticos sobre la pista. Rueda ligero hacia el edificio del aeropuer-
(12) Camilo: Comandante Camilo Cienfuegos. Uno de los más legendarios comandantes de las tropas fidelistas. Junto con el Ché Guevara realizó la hazaña invasora a Occidente y el 2 de enero de 1959 entró triunfante en La Habana. Murió en accidente de aviación el 28 de octubre de 1959. (13) Columbia: El más grande de los cuarteles del ejército de Batista. Como era emblemático del viejo régimen, la Revolución, tiempo después del triunfo, decidió convertirlo en escuela y su nombre fue sustituido por el de Ciudad Libertad.
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to. Salgo de mis pensamientos y me pongo a observar a través de la ventanilla. La nave nada más se ha detenido y casi todos los viajeros se incorporan como resortes a hacer fila para bajar. Déjame hacer lo mismo –me digo–. Ajusto mi corbata y con una mano tomo el portafolio y con la otra, la mano de Mercedes que me acompaña en este viaje... ¿Pero, ese a quien llaman soy yo? «Comandante Delio Gómez Ochoa, por favor, acérquese a la puerta numero uno». Todo el mundo se mira, como interrogándose sobre el tal Comandante. Escucho que alguien comenta cerca de mí: «¿Pero es que el Comandante viajó con nosotros?». Yo, que estoy atrapado entre tanta gente en dirección a la otra salida hago un intento por obedecer la orden de los altavoces, pero pronto comprendo que es imposible. «No importa, me bajo por aquí mismo... ¡Total! Difícil fue salir de un C-46 bimotor como el que utilizamos para desembarcar por Constanza y ni un solo pasajero quedó a bordo». Aquel avión y en fin, todo cuanto necesitamos entonces, fue bastante complicado de conseguir. Recuerdo que llevé conmigo desde Holguín en sus carros, algunas ametralladoras trípode muy ligeras, de las que iban sobre las torretas de los carros blindados de asalto T-17 que tenía Batista. Eran ametralladoras calibre 30, más livianas que el otro tipo de Browning que son de sitio. Además, tenían una cadencia de tiro mayor. Disparaban mil 200 tiros por minuto. Iban acompañadas de dos camiones cargados con suficiente parque, pero sólo se utilizarían para prácticas en el campamento pues al Ejército Rebelde les hacían falta para la defensa del
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país. Así se lo hice saber al recién ascendido Comandante Roberto Fajardo(14) –responsabilizado con la jefatura del asesoramiento guerrillero cubano– quien viajó conmigo desde Oriente hasta «Mil Cumbres». Para el entrenamiento también llevé al campamento proyectiles de mortero y de bazucas. Luego asistimos a las demostraciones de tiro con dichas armas que ejecutaron los norteamericanos Larry Bevins «Beebe» y Charles White «Charlie», ambos poseedores de amplios conocimientos en tal sentido, pues eran veteranos de la guerra de Corea, que ahora, llenos de entusiasmo, se alistaban a combatir por una causa más justa. Por el campamento de «Mil Cumbres», que acondicionamos nosotros, pasaría luego El Ché(15) cuando, junto a valerosos combatientes internacionalistas, se preparaba para luchar en otras tierras del mundo; y pasaría también la guerrilla de Caamaño en su etapa de entrenamiento. Son tres hechos importantes relacionados con aquel lugar que tiene para mí un enorme valor histórico. Allí creamos condiciones de vida mínimas, pues la idea era de supervivencia. Sin embargo, se construyó una casita donde residió el Estado Mayor, al frente del cual estuvo siempre José
(14) Fajardo: Roberto Fajardo. En la Sierra Maestra fue la punta de Vanguardia de la escuadra de Camilo, después del triunfo fue ascendido a Comandante y hoy está jubilado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. (15) Ernesto Guevara de la Cerna: Argentino de nacimiento. Vivió la pesadilla de la caída del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala. Conoció a Fidel y a sus compañeros en México y se incorporó como médico a la expedición del Granma. En el fragor de los combates en la Sierra Maestra se revelaron sus dotes de jefe militar y político. Dirigió la toma de Santa Clara, preludio del desplome del régimen de Batista. El «Ché» ocupó diversos cargos; fue Ministro de Industrias y Presidente del Banco Nacional. Cuando le fue posible partió hacia otras tierras del mundo que reclamaban –como él mismo decía– el concurso de sus modestos esfuerzos. Cayó herido y prisionero en Bolivia y se sabe que la CIA ordenó su muerte el 8 de octubre de l967.
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Fidel Castro en la Sierra Maestra, en el año 1958. De espalda, el capitán Dermidio Escalona y al fondo, el Comandante Delio Gómez Ochoa.
Gómez Ochoa visita los heridos en el hospital civil de Holguín, el 3 de enero de 1959.
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Horacio Rodríguez, al igual que su padre, un veterano luchador antitrujillista. José Horacio era un hombre alto y muy delgado. Rondaba la tercera edad. Aquel hombre que peinaba canas en su escaso cabello, poseía una decisión y un entusiasmo tremendos para la lucha que se avecinaba. Al principio estuvo al frente de la Oficina Coordinadora del Movimiento. Era un hombre de carácter, muy respetado por todos sus compatriotas y con dotes especiales para el liderazgo. Por eso se creó el criterio en la dirección del movimiento de que José Horacio era el compañero más idóneo para asumir la dirección del campamento. Se edificó en aquel intrincado paraje de la Cordillera de los Órganos, en Pinar del Río, una pequeña nave de madera, de unos 8m x 5m. Luego se hizo otra casa, también de madera y techo de zinc, donde se impartían clases teóricas sobre guerra y clases patrióticas. Allí se escribieron los himnos de los distintos pelotones, el Duvergé, el Luperón, el Máximo Gómez, el José Martí, Antonio Maceo y el Duarte. Todos los pelotones tenían nombres de patriotas y cada uno contaba con su marcha de combate. Se impartieron clases teóricas de ideología patriótica, nunca de ideología marxista ni de filosofía. En este sentido es válido aclarar que sólo un número ínfimo de compañeros profesaban el comunismo como doctrina, otros podrían definirse en la socialdemocracia y había incluso quienes mantenían ideas de derecha. Pero en medio de todo este abanico ideológico se imponía el sueño de la libertad, un motivo superior que hermanaba a los expedicionarios. Pienso, por tanto, que la única corriente que podría enmarcar el pensamiento de los combatientes de junio del 59 era la defensa de una causa nacionalista, pero justa, así como grandes atisbos de ideas antiimperialistas. Sobre la vida en el campamento recuerdo además que todas las mañanas en el matutino se comentaban las noticias más
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importantes, nacionales e internacionales, las cuales eran captadas a través de las emisoras extranjeras de radio. Poco a poco fueron llegando a La Habana los compañeros que integrarían el contingente expedicionario. Los primeros procedentes de Puerto Rico; otra cantidad grande de Nueva York y Miami; luego los de Venezuela y así desde varios países. En la capital cubana residían entonces muchos dominicanos que se hospedaban en el Hotel San Luis(l6), considerado algo así como un centro de la incipiente colonia de los exiliados de aquel país en Cuba. Tradicionalmente eran recibidos con gran hospitalidad por el dueño, cuyo nombre era Cruz Alonso quien fuera también anfitrión de Rómulo Betancourt, antes de que este último ascendiera a la presidencia de Venezuela. Cruz Alonso albergó durante mucho tiempo de forma gratuita al patriota puertorriqueño Pedro Albizu Campos y a su familia. Tengo entendido que este señor se marchó de Cuba y estableció residencia en Venezuela, donde invirtió en la radio y la televisión, pero estoy seguro de que muchos dominicanos recordarán con gratitud a ese hombre que dio abrigo a un buen número de ellos, a sabiendas de que planeaban el derrocamiento de un tirano que tenía como norma perseguir a sus enemigos y a quienes le apoyaran hasta el último de los confines. Se veían en el San Luis –como era ya costumbre– los dirigentes de los diferentes movimientos antitrujillistas que llegaban a Cuba buscando apoyo. Vinieron los Ducoudray, los Grullón, Francisco Canto, varias veces Luis Aquiles Mejía y
(16) Hotel San Luis: Está situado en el municipio de Centro Habana en la calle Belascoaín, muy cerca del Malecón. Se convirtió en vivienda de múltiples familias luego de ser abandonado por sus dueños. Es visible el deterioro que ha sufrido este inmueble con el paso del tiempo y de las vicisitudes que ha sutrido el país.
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Juan Isidro Jimenes Grullón, quien fue uno de los primeros en arribar. Llegaron desde Puerto Rico: Ornes Coiscou, el Doctor Felipe Maduro, los Sanabia y una serie de líderes de las distintas organizaciones que residían fuera de Santo Domingo, y trataban de ponerse de acuerdo. Prácticamente ya todas esas fracciones patrióticas tenían presencia en el campamento. Me ocupé, con los funcionarios de la Aduana del aeropuerto internacional José Martí, de que no tuvieran problemas al entrar al país. En varias ocasiones fui hasta la terminal aérea acompañado por el Comandante Efigenio Ameijeiras(17), entonces Jefe de la Policía Nacional Revolucionaria, para pasar a los compañeros que llegaban sin visas. Muchos de ellos se costearon el pasaje con su trabajo. A algunos extranjeros las organizaciones les pagaron el viaje porque fueron a las oficinas en los distintos países y se alistaron. Para la guerra contra Trujillo no sólo se aceptó a los dominicanos. La dirección de la Revolución ayudó a propiciar las primeras reuniones entre los dirigentes dominicanos, aunque ningún cubano participó directamente en ellas. Los cubanos que teníamos que ver con el movimiento nos enteramos de muchos de los temas tratados, pero consideramos que debían resolver por sí mismos y sin la intervención de nadie, las diferencias políticas, así como algunas de tipo ideológico que afloraron en aquellos encuentros. Muchas de estas reuniones se efectuaron en la iglesia de La Caridad, de La Habana Vieja, con la venia del padre Madrigal, quien prestaba gustoso sus salones para ello. En una época él
(17) Efigenio Ameijeiras: (Puerto Padre, 1931) Fue fundador de la primera célula clandestina del Movimiento 26 de Julio. Expedicionario del Granma. Comandante del Ejército Rebelde y Segundo Jefe del 11 Frente Oriental «Frank País». Actualmente es General de Brigada de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Escritor.
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había sido tesorero del Movimiento 26 de Julio durante la lucha contra Batista, cuando fueron apresados varios líderes clandestinos. Por entonces mi relación con él fue muy estrecha, pues me trasladé desde la Sierra Maestra hasta la capital cubana para tratar de reorganizar la lucha en la gran urbe luego de la infructuosa huelga de abril de 1958. El padre Madrigal se marchó de Cuba en un período en que las relaciones entre la jerarquía eclesiástica y el estado revolucionario alcanzaron los niveles más altos de distanciamiento. Hay que agregar, no obstante, a la hora del recuento, el nombre de este sacerdote a la lista de las personas que más apoyaron la causa dominicana. Recuerdo una de las últimas reuniones entre los líderes de la organización, en la que se firmaron los acuerdos definitivos, se emitió el Programa Mínimo de la Revolución Dominicana y se le buscó una denominación al movimiento. Los dirigentes dominicanos discutieron durante tres días, 27, 28 y 29 de marzo de 1959 (Palacio de los Trabajadores, C.T.C.) Estaba reciente la lucha independentista en Argelia y el triunfo del «Frente de Liberación Nacional», FLN, un poquito después del de la Revolución cubana. Simpatizábamos mucho con la causa de aquel país norafricano que se sacudió el yugo de la dominación francesa, por eso le sugerí a Enrique que la organización podría llamarse Movimiento de Liberación Dominicana, en honor a los argelinos. En cuanto a la parte militar podría asumir el nombre de Ejército de Liberación, parecido al de la Sierra Maestra, nuestro Ejército Rebelde. Para entonces la comunicación entre Enrique y yo se había hecho muy fluida. Yo entendía sus planteamientos y viceversa, sin necesidad de muchos argumentos, por eso él captó esta idea, le gustó y así la propuso. La única discrepancia al plantearse el tema en esa reunión fue si se llamaría Movimiento de Liberación Dominicana o Movimiento de Liberación Dominicano. En esa última letra
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fue donde la gente planteó desacuerdos, pues las dos variantes eran correctas. Finalmente se quedó como el MLD, y así mandamos a hacer los brazaletes con un grupo de mujeres de Holguín que ya nos habían ayudado en la confección de uniformes para la Sierra. Ellas hicieron una cantidad de brazaletes y otros los hicieron en La Habana algunas compañeras del 26 de Julio que sabían coser. Se les dio el diseño, que tenía los colores de la bandera dominicana: rojo, azul y blanco. Debieron llevar el escudo dominicano, pero resultó muy engorroso el bordado. Hasta ese momento la variante de un avión que nos trasladara hasta nuestro destino era sólo una posibilidad. Fuimos personalmente a comprarlo a los Estados Unidos, y por supuesto que en nada se parecía a éste, en el que veo a tantos pasajeros. Los avances técnicos en la aeronáutica han sido notables durante los últimos treinta y seis años. Tampoco el viaje fue tan placentero, ni tanta gente nos esperaba con los brazos abiertos como veo ahora desde la altura de la portezuela. Supongo que también yo he cambiado bastante, sin embargo, son muchas las personas que parecen reconocerme desde allá abajo. ¿Y todas esas cámaras de televisión serán por mi causa? Decididamente no esperaba este recibimiento. Otras veces viajé en mi vida y nunca fue tan calurosa la acogida. En 1959 viajé dos veces a Venezuela, en ambas ocasiones acompañaba a Enrique. Contábamos para esto con fondos de ayuda al movimiento por parte de sus militantes en diferentes países.
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Recuerdo entre las más entusiastas contribuyentes a una muchacha nombrada Argentina Boyar o Mónica Boyer, que cantaba en el show del hotel Havana Hilton. Ella era la viuda de Gugú Henríquez, muerto en la expedición de Luperón.(l8) Por esos días, el presidente venezolano Rómulo Betancourt dijo que entregaría la ayuda de tipo financiero prometida, la cual era vital para la causa dominicana, y planteó que no la daba si Fidel no enviaba por ella a un oficial de su confianza. Su promesa era de alrededor de medio millón de dólares, en aquel entonces, muchísimo dinero. Sin embargo, Betancourt no cumplió la palabra empeñada. Fue en Varadero, durante una cena con notables periodistas de la época, cuando en un aparte, Fidel nos dijo al Doctor Pividal y a mí que fuéramos juntos a Caracas con dos objetivos: recoger el dinero y entregar un cargamento de unas seis ametralladoras Thompson e igual cantidad de fusiles Garand a la gente de Acción Democrática(l9), quienes le habían pedido apoyo a Fidel contra las supuestas intenciones militares de dar un golpe de estado. Las armas se llevaron a la Embajada de Cuba en Venezuela y luego a sus destinatarios, pero dejamos dos ametralladoras en la sede diplomática para defender su integridad ante posibles represalias de Trujillo o de otras fuerzas. Sobre este cargamento bélico vale aclarar que Vargas Acosta(20) y otros líderes de Acción Democrática creían que Wolfgang Larrazábal encabezaría un golpe militar, a pesar de que Fidel les hizo saber que en sus conversaciones con Wolfgang
(18) Expedición de Luperón (19 junio 1949): Estuvo dirigida por Gugú Henríquez. Dieciséis patriotas dominicanos en su mayoría, nicaragüenses, costarrisenses y norteamericanos amarizaron en un hidroavión Catalina. (19) Acción Democrática: Junto con el partido COPEI y la URD, era una de las fuerzas políticas principales de la Venezuela de entonces. (20) Vargas Acosta: Congresista por el partido Acción Democrática.
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este le aseguró que jamás había pensado en esa variante. Ellos, sin embargo, insistían en sus sospechas. Llegamos al aeropuerto de Maiquetía el 14 de marzo de 1959 y fuimos a buscar la importante contribución: Enrique, Luis Aquiles Mejía(21), mi ayudante personal Ramoncito Ruiz(22) y yo. En la sede del Ministerio del Interior, en Caracas, nos esperaba el entonces Ministro Luis Augusto Dubuc. Él puso en mis manos el portafolio con el dinero en efectivo de la primera de las dos partidas en que se realizaría la contribución, pero la cantidad ascendía apenas a 150 mil dólares, bastante menos de lo prometido. Aquel fue un encuentro sin formalismos, pues Aquiles Mejía, quien fungía como enlace entre el movimiento y las autoridades de Caracas, era muy amigo de Dubuc, así como del entonces Secretario de la Presidencia, Carlos Andrés Pérez. El Ministro le obsequió luego a Luis Aquiles un estuche con un revólver Magnun 44 y varias cajas de balas. Fue un presente que éste, a su vez, me entregó. Inmediatamente le di el maletín con el dinero al Embajador Pividal, la vía más idónea de hacerlo llegar a Cuba. El incumplimiento de Betancourt con las cantidades acordadas para la causa antitrujillista cayó como un balde de agua fría. La expresión de Fidel cuando Pividal le llevó los 150 mil dólares a una casa en la que residía el Jefe de la Revolución en el pueblito de pescadores de Codimar fue: «¿Y esta es la mierda
(21) Luis Aquiles Mejía: Dirigente de la Unión Patriótica Dominicana en Venezuela. (22) Ramoncito Ruiz: Mi ayudante, nos fue muy útil para el alcance de nuestros propósitos en Miami. Conocía en general los Estados Unidos donde había trabajado durante largo tiempo. Aunque hijo de padre puertorriqueño, Ramoncito nació en Santiago de Cuba y había combatido junto a mí en la Sierra Maestra y luego en la campaña del Llano.
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que manda Betancourt?» Creo que Fidel hasta quería devolvérsela, pero primó el criterio de que al fin y al cabo era una manera de tenerlo comprometido. A Betancourt no le importaba tanto la cuestión del dinero –en la que por demás tampoco cumplió– como definir que la expedición no saliera de suelo venezolano. Estaba literalmente «cagado» con esa posibilidad. Pero ante estas circunstancias Fidel decidió asumir toda la responsabilidad. Cuando Pividal se volvió a reunir con el mandatario venezolano este último le dijo que no podía permitir que ninguna fuerza expedicionaria saliera de Venezuela, porque eso sería una irresponsabilidad internacional que él como gobernante no estaba dispuesto a asumir a riesgo de comprometer la seguridad nacional. El 8 de abril volvimos a territorio venezolano y esta vez, acompañados por el Comandante Martín Márquez Áñez, Jefe de los Servicios de Inteligencia Militar del gobierno venezolano, fuimos Enrique y yo hasta el puerto de La Guaira. Autorizado por el entonces Contralmirante Carlos Larrazábal, hermano del ex Presidente Wolfgang, Áñez nos condujo a ver un barco en el que suponían podríamos hacer la travesía desde Cuba hasta la República Dominicana. Pero era una nave de unas 600 toneladas, a nuestro juicio con limitada capacidad de maniobra debido a su peso y calado. Pedimos que se desechara la idea por lo lento que sería el viaje y especialmente porque un barco de tales dimensiones sería detectado a mucha distancia. Era además muy costoso para nuestros limitados recursos. Aprovechando nuestra estancia en Caracas asistimos en la Universidad Central a una reunión con los líderes comunistas Ileana Zuluaga y Héctor Mujica, quienes fungían como profesores del alto centro de estudios. Ellos habían expresado su disposición de apoyarnos, sólo hacía falta concretar esa ayuda. Enrique aceptó en dicho encuentro que trece compañeros escogidos en las filas del Partido se incorporaran al contingente expedicionario.
Un enviado venezolano hace entrega al Comandante Ochoa del afiche de la Marcha de Bolívar hacia la Sierra Maestra en los primeros días de enero de 1959, en Holguín.
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Delio Gómez rodeado de su Estado Mayor entregando al nuevo comandante Eddy Suñol el regimiento de Holguín, el 15 de marzo de 1959. Desde la izquierda, el capitán Vilaceca, Capitán Francisco Badía, Comandante Suñol, Gómez Ochoa, los Comandantes Alcenio García (expedicionario del Granma) y Roberto Fajardo Sotomayor.
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Del dinero venezolano, 90.000 dólares fueron destinados para comprar el avión. Esas gestiones nos ocuparon a Enrique, a Ramoncito Ruiz, a Luis Aquiles Mejía y a mí, alrededor de una semana en los Estados Unidos, específicamente en Miami. En la sureña localidad floridiana, adonde llegamos el 16 de abril, compré veinticinco pistolas para los jefes de pelotones y escuadras del contingente expedicionario. Me excluí de la lista para la adquisición de dichas armas, puesto que un entrañable hermano de lucha me había pedido que utilizara su pistola en la nueva campaña que tenía por delante. Acepté su petición, porque además de la amistad que nos unía, aquella era, para los que admiramos el arte de la armería, una pistola muy hermosa, adornada con cachas de plata e incrustaciones en oro que invitaban a empuñarla. Esa arma tuvo un largo accionar en suelo dominicano, pero ello es un relato que por asuntos de la cronología no he de contar aún. Mientras negociábamos la forma de adquirir la nave, Fidel y una nutrida representación del gobierno cubano visitaban las principales urbes norteamericanas, así como la sede de las Naciones Unidas. Todavía no se había desatado en el norteño país la campaña de fobia hacia la joven revolución. Aunque el Presidente Eisenhower –en un gesto de descortesía– decidió viajar de vacaciones a Camp David, su entonces Vice, Richard Nixon, recibió y charló largo rato con el líder cubano. Años Después confesó que desde entonces quedó convencido de la necesidad de eliminar a Castro. En Miami actuaba por esos días una embajada artística de Cuba, la presidían el Comandante de la Sierra Maestra René Rodríguez(23) y el cantante Fernando Albuerne. Trataban de
(23) René Rodríguez: Fue expedicionario del yate Granma, en el que Fidel y 82 de sus compañeros desembarcaron en Cuba para hacer la Revolución. Fue Presidente del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos.
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desarrollar una serie de actividades para recaudar fondos que se destinarían a la reconstrucción de las ciudades devastadas por los bombardeos de la tiranía de Batista durante la guerra; como por ejemplo, las localidades de Fomento, Santa Clara y Sagua de Tánamo. Entre las figuras artísticas de más relieve que recuerdo estaba el Benny Moré y su Banda Gigante; la soprano Alba Marina; la Guarachera de Regla, Celia Cruz; la pareja de baile Ana Gloria y Rolando; y otros más. Yo hice las conclusiones de la actividad y aproveché para hablar de la causa del pueblo dominicano, lo cual produjo estruendosos aplausos. Para concretar la compra del avión dejamos a cargo en Miami a Luis Aquiles Mejía y luego de muchas gestiones logramos adquirir el aparato. Fue un viejo C-46, con motores Curtiss, pero de gran fortaleza, al que hubo que reparar un poco en el aeropuerto militar de Columbia. Determinamos que en esta nave viajaría un grupo de desembarco inicial de algo más de cincuenta hombres. Este avión pudo haber salido desde una gran finca que poseía en Venezuela el hacendado Marcelino Madriz, quien estaba dispuesto a acondicionar su pista particular para un aparato de mayor porte. Esto, sin embargo, no fue posible por las «pendejadas» y sinuosidades de Rómulo Betancourt, quien –como he dicho– tenía miedo de prestar su territorio directamente, por temor a Trujillo y a las presiones norteamericanas. A estas alturas quedaba por dilucidar el problema de mi participación y a que grupo acompañaría. Sobre el asunto, recuerdo que Enrique me planteaba con mucha fuerza qué iba a hacer él solo, sin apoyo, pues él nunca había comandado tropas y no tenía experiencia. Yo estaba ya convencido de que debía acompañarlo. Sin embargo, muchos compañeros cubanos entendían lo contrario. Manejaban el criterio de que yo había luchado y padecido los avatares de la guerra de guerrillas
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y de la lucha clandestina en misiones sumamente difíciles, de manera que ahora tocaba a otros asumir los más altos riesgos. Con este argumento el Comandante Dermidio Escalona, por ejemplo, se oponía tenazmente a que yo me integrara al grupo. Los Comandantes Raúl Castro y Ernesto «Ché» Guevara no se mostraban tampoco muy convencidos con la idea. El Ché era ya reconocido entre la familia latinoamericana como experto revolucionario, y artista de la lucha guerrillera. En su caso particular, era reacio a dar crédito a los muchos argumentos de los patriotas dominicanos sobre las favorables condiciones que encontraríamos al llegar a suelo de Quisqueya, y debo recordar que según algunos, un levantamiento masivo del pueblo nos secundaría en nuestro desembarco. El Ché no confiaba mucho en estas versiones, que por demás eran dadas por gentes que hacía mucho tiempo estaban fuera de su patria. Los hechos le dieron la razón. Recuerdo, sin embargo, en cierta oportunidad, cuando estábamos entrenándonos como pilotos en unas cabinas de simulación en el aeropuerto de Columbia, Raúl, «El Ché» y yo, el que más tarde fuera Jefe de la guerrilla boliviana, me dijo, todavía con un poco del deje que le imprimen los argentinos al castellano: «Vas a ser el tipo más feliz de la tierra. Yo diera cualquier cosa por poder hacerlo». Años después él realizaría su sueño, aunque en ello se le fue la vida. Pero la decisión de venir a la República Dominicana fue mía. Desde los tiempos de la guerra en la Sierra Maestra yo tenía la idea de continuar la lucha revolucionaria contra otras dictaduras que abatían al continente. En una carta que le envié a Celia Sánchez desde la clandestinidad en La Habana le recordé refiriéndome a Fidel «...él nos prometió ayudarnos en el futuro para la revolución de Nicaragua y Santo Domingo...» Al final, lo que hice fue comunicarle mi decisión a Fidel, quien en varias ocasiones me había preguntado: «¿quién va a ir
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de los cubanos y al frente de los cubanos?» –le argumenté que debía de ir yo– pero consideraba él que mis condiciones físicas no eran las de antes. «Tú has pasado mucho trabajo, que vaya otra gente» –decía–. En la habitación de Celia Sánchez Manduley, en el apartamento de la calle 11, en el barrio residencial de El Vedado, frente a ella y a Fidel, tuvimos una discusión sobre el tema el Comandante Escalona y yo. Era usual en ese tiempo ver al Jefe de la Revolución ir a almorzar o a comer al apartamento de la heroína de la Sierra. Era un edificio común y corriente, de unos tres pisos, en el que vivían entonces otros vecinos. En la planta baja dos médicos mantenían consultas privadas, pero cuando llegaba Fidel, sus escoltas cerraban el acceso a la calle y por supuesto, al inmueble en particular. El diseño del apartamento delataba el gusto de su inquilina por la naturaleza y la vida sencilla. Las paredes tenían pintadas montañas y bosques, y en la terraza que daba a la calle, colgaba una hamaca, donde a veces ella solía leer. Frente a los tres propuse variantes: «Mire –le dije a Fidel– al frente del asesoramiento puede ir el Comandante Fajardo, quien ha dirigido el entrenamiento de los dominicanos en «Mil Cumbres». Puede ir el Comandante Eddy Suñol(24), con grandes cualidades y conocedor del manejo de tropas hasta el mando de Jefe de Columna, y puede ir –agregué– el Comandante «Lalo» Sardiñas(25). Para los dos primeros Fidel tenía otras misiones y en cuanto a «Lalo», me dijo que lo iba a tener preparado con un batallón de infantería compuesto por cubanos, para cuando nosotros estuviéramos «con el agua al cuello».
(24) Eddy Suñol. Comandante del Ejército Rebelde. Comandaba un pelotón de la Columna 14, perteneciente al Cuarto Frente Oriental Simón Bolívar. (25) Lalo Sardiñas: Comandante del Ejército Rebelde. Comandó la Columna 12 del Cuarto Frente Simón Bolívar.
Guerrilleros en el campamento. De pie, el norteamericano Charles White, Carlos Cabral Manzano, Daniel Batista Cernuda, Manuel Batista Clisante, Ramón Asencio y Oscar Sepúlveda (no vino en la expedición). En cuclillas, segundo desde la izquierda está Toñito Campos Navarro, y el primero desde la derecha es José Antonio Batista Cernuda (Chefito)
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Facsímil de párrafo de la carta de Delio Gómez Ochoa a Celia Sánchez, el 22 de mayo de 1958, desde La Habana.
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La posibilidad de que yo integrara la expedición era cada vez más un hecho. En aquellos días los preparativos seguían a toda máquina. Yo disponía de una casa de tránsito en Tarara, (una playa –otrora privada– al este de La Habana) la cual me entregó Camilo. Enrique contaba con la residencia del Doctor Pividal en la calle A, entre lra y 3ra, en El Vedado. Eran lugares de paso desde los que, en varias ocasiones, acompañé a los combatientes dominicanos en camión hasta el campamento de «Mil Cumbres». Cuando ya se concretaban los planes expedicionarios decidimos evitar el contacto con los hoteles, por eso la casa de Tarara fue tan útil. Disponía de una piscina con habitaciones a su alrededor, además de unos ocho cuartos en el inmueble principal. Había pertenecido al Senador McCalling, del partido de Batista, quien salió huyendo de Cuba, pues estaba implicado en grandes robos y negocios turbios. Mantuvimos en el lugar una férrea disciplina. Enrique y yo intentamos en una oportunidad quedarnos de forma permanente en el campamento, pero sólo estuvimos unos tres días. Desde Allí era imposible ocuparnos de los numerosos problemas que surgían. Otra vez teníamos que agradecer a Camilo el viabilizarnos las cosas, pues nos entregó un helicóptero y un avión Apache para que nos trasladáramos en nuestras misiones con mayor rapidez. Los pilotos de esos aparatos que habían pertenecido al antiguo Ejército se quedaron en la aviación revolucionaria y participaron inclusive, con gran bravura, en los combates de Playa Girón o Bahía de Cochinos, en 1961, durante la invasión contrarrevolucionaria preparada por la CIA. Pero el centro organizador del movimiento radicaba en N y 21, en el Vedado. Era un apartamento-oficina que montó Enrique. Allí llevó Celia a su hermana Acacia Sánchez
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Manduley(26) y a un dominicano de avanzada edad, el señor Aristico Sanabia, quien trabajó junto a ella. Para el movimiento revolucionario dominicano Fidel depositó en el banco, a nombre de Acacia, una gran cantidad de miles de pesos cubanos. El gobierno no tenía dólares, se los acababa de llevar Batista, quien había dejado vacías las arcas del tesoro. Dicha cuenta se operó mancomunadamente por Acacia y por Sanabia y con ella se sufragaron muchos gastos. Por ejemplo, fueron financiados varios viajes de Enrique al extranjero para conferenciar con algunos líderes del exilio e intentar convencerlos de la necesidad de constituir una organización única, tal como Martí había hecho para la guerra de independencia de Cuba, y luego Fidel, cuando fundó el Movimiento 26 de Julio, para la campaña de liberación definitiva. La oficina recibía, además, toda la correspondencia desde el exterior, incluida la de los familiares de los patriotas que se preparaban en Cuba y a su vez, enviaba las cartas de estos a sus diferentes destinos en el extranjero. En N y 21 se reunieron varias veces José Horacio Rodríguez, el Doctor Canto, Luis Aquiles Mejía, Jimenes Grullón y otros líderes del exilio dominicano. También fue misión de esa oficina repartir los bonos de la «Marcha del peso cubano para la lucha de liberación dominicana», a través de los cuales se recaudaron miles de pesos en nuestro país. En aquel centro de operaciones del movimiento, fue instalada una planta de radio por Monín Capó(27), quien era muy
(26) Acacia Sánchez Manduley: Hermana de Celia. Subió en dos oportunidades a la Sierra Maestra con importantes misiones durante la guerra y fue uno de mis principales enlaces en los días de la clandestinidad en La Habana. Mi esposa luego de mi regreso a Cuba en 1961 y madre de mis tres hijos: Acacia, Marcos y Carlos. (27) Monín Capó: Cubano que residía en Venezuela y quien envió equipos de radio a la Sierra Maestra para la creación de la emisora Radio Rebelde.
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amigo de Celia y Acacia. Ya él había sido determinante en la ubicación de un equipo con similares propósitos en la Sierra Maestra, donde estableció las comunicaciones con Venezuela y Los Estados Unidos. Montó en N y 21 una planta de onda corta que trasmitió de nuevo hacia aquellos países. Era poco probable que alguien imaginara que en aquel pequeño apartamento, en los altos del Club 21, frente al Hotel Capri, un lugar de los más transitados de La Habana, radicara el Centro Coordinador de la conspiración contra Trujillo. A la Embajada de Cuba en Venezuela, entretanto, fueron a residir Mariana, la hermana de Enrique y su hija, pues ambas corrían peligro. En el sótano de la vivienda, Pividal, su esposa Laura y los demás, instalaron una planta de comunicaciones con La Habana para mantenerse al tanto de los preparativos expedicionarios y de la eventual salida hacia territorio dominicano. Me embriaga la emoción cuando abrazo ya en la pista, junto a la escalerilla del avión, a Mayobanex Vargas, a Poncio Pou Saleta y a Medardo Germán(28). Me abrazan y me besan Doña Conina Cuello(29) y doña Ángela Ricart (30). También saludo al ingeniero Leandro Guzmán(31) y a por lo menos una veintena de amigos más, dirigentes de las organizaciones patrióticas dominicanas, como la Fundación Héroes de
(28) Únicos tres dominicanos sobrevivientes de la gesta del 14 de Junio. (29) Carolina (Conina) Mainardi, viuda de Cuello: Su hermano Víctor Manuel Mainardi Reyna (Silín) murió en Estero Hondo y su sobrino Víctor Eligio Mainardi Méndez, murió en Constanza. (30) Ángela Ricart: Madre de Antonio Mota Ricart (Tony) quien murió en Maimón. (31) Ingeniero Leandro Guzmán: Compañero de Manolo Tavárez Justo en la Dirección del Movimiento Revolucionario 14 de Junio.
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Constanza, Maimón y Estero Hondo; la Fundación Manolo Tavárez; la Fundación 30 de Mayo; la Fundación Testimonio; la Fundación Caamaño; los diputados del Comité Interparlamentario de Apoyo a Cuba; miembros de los Comités de Solidaridad y amigos de Cuba; y especialmente la Liga de Ciudadanos Independientes de Santiago, cuya gestiones y esfuerzos hicieron una realidad este viaje. Varios periodistas ya intentan hacerme preguntas. Sólo doy respuestas cortas mientras caminamos, pues resulta incómodo detenernos en medio de la pista. Voy avanzando entre un nutrido grupo de personas hacia las instalaciones del aeropuerto. Parece que todo está saliendo en vivo por la televisión. Ya en los salones de la terminal aérea veo a Freddy Beras Goico, micrófono en mano, radiante de alegría y cariño hacia mi persona. Realmente tiene motivos. Este notable presentador y periodista, ha sido uno de quienes más trabajó para que mi vuelta a República Dominicana sea hoy una realidad. Alguien trata de que me compare con Máximo Gómez y eso me hace sentir incómodo. Creo que he sido un poco brusco en mi respuesta, quizás por la tensión. Hace mucho tiempo que no tengo compromisos públicos y es sabido que la oratoria se debe entrenar, y sobre todo practicar. Ahora es Mayobanex al evocar acontecimientos pasados, quien me transporta en la memoria. Para él yo era un Comandante victorioso, joven y soltero, que renunciaba a todo para enrolarme en aquella aventura.
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Mientras personalidades dominicanas continúan la improvisada charla, repaso en mi mente los detalles finales de la preparación expedicionaria. Recuerdo cuando Fidel planteó, al iniciar una gira por Venezuela y Argentina que a su retorno la expedición debía haber partido. Ya había aceptado que yo formara parte de ella y comenzaba a ser peligroso dilatar los acontecimientos. En esos últimos días logramos trasladar una valiosa ayuda logística de Venezuela hacia Cuba. Realmente, como podrán apreciar, el grado de compromiso de algunas de las autoridades de Caracas con nuestro movimiento fue alto, especialmente del grupo de militares que protagonizaron el levantamiento contra la dictadura de Pérez Jiménez, encabezados por los hermanos Larrazábal. El Capitán cubano Otto Muster(32), quien era mi enlace con Camilo en la transportación de armas y avituallamientos hasta Mil Cumbres, viajó en una nave que llevó ayuda médica cubana por algún desastre ocurrido en tierras de Bolívar y en ella misma se trasladaron hacia Cuba, aproximadamente: 300 mochilas, 300 raciones de comida enlatada del Ejército estadounidense, 300 hamacas, 300 pares de botas «Thom Mc Ann» norteamericanas, extraordinariamente buenas para este tipo de lucha en la montaña, de lo cual doy fe con afán de hacer justicia y no de realizar publicidad gratuita. Transportaron además 300 abrigos para el frío de las lomas y cananas para los cartuchos de nuestros fusiles Garands. Todo esto fue repartido a los combatientes antes de la salida. En cuanto a los cubanos que participaron, se cumplió lo orientado por Fidel. No podían ser todos de mi tropa en la Sierra
(32) Otto Muster: Capitán del Ejército Rebelde, específicamente de la Columna 32, José Antonio Echevarría, del Cuarto Frente Simón Bolívar. Vive en Cuba.
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Maestra, ni de las columnas que había tomado bajo mi mando y que componían el Cuarto Frente Oriental Simón Bolívar(33). «Hace falta que completes el grupo de asesores con algunos combatientes que te den Raúl, Almeida y Camilo» –me dijo–. Fue realmente un problema aquello de escoger. Todos los cubanos querían venir a la República Dominicana o a Nicaragua, a dondequiera que hubiese un movimiento guerrillero, y como me veían con Enrique en constante movimiento, pues se me acercaban a pedirme que los tomara en cuenta. En un momento llegaron a estar en el campamento, sólo de mi tropa: Otto Muster, Ramoncito Ruiz, Enriquito Betancourt(34), mi primo José Luis Calleja Ochoa(35), Frank López(36), Froilán Flores(37), a quien le decían por el tono grave de su voz, «La Rana Toro» y el jovencito Pablito Mirabal Guerra. Camilo, a quien El Ché bautizó por sus hazañas guerrilleras como: «El Señor de la Vanguardia», accedió a que nos acompañara uno de los oficiales que tenía bajo su mando, el Capitán Nene López(38), quien fuera uno de sus ayudantes.
(33) Cuarto Frente Simón Bolívar: Uno de los cuatro frentes guerrilleros en la provincia de Oriente. Fue creado por órdenes de Fidel a mediados del año 1958. Contó con tres columnas y varios grupos independientes. (34) Enriquito Betancourt: Combatiente de un pelotón de la columna 14 del Cuarto Frente Simón Bolívar. (35) José Luis Calleja Ochoa: Veterinario. Capitán de la columna 32 José Antonio Echeverría, del Cuarto Frente Simón Bolívar. (36) Frank Heberto López Fonseca: Primer Teniente de la columna 32 José Antonio Echevarría, del Cuarto Frente Simón Bolívar. (37) Froilán Flores: Primer Teniente de la columna 32 del Cuarto Frente Simón Bolívar. (38) Ramón López López (Nene): Combatiente de la columna 2 Antonio Maceo, que comandada por Camilo Cienfuegos fue una de las dos fuerzas rebeldes que realizaron la hazaña de la invasión a Occidente.
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El Comandante Almeida(39) nos cedió a Hermes Bueno Almaguer(40), a quien le decían «Papi Bueno» y a Luis González Castellano(41), «El Indio». Estos experimentados combatientes fueron muy útiles desde el campamento de Mil Cumbres donde ayudaron en las marchas nocturnas y enseñaron a gentes de la ciudad cómo armar una hamaca y cómo hacer un fogón guerrillero. Así sucedieron los acontecimientos hasta que llegaron los últimos hombres a Mil Cumbres, que hacían un total de 300 más o menos. Nunca se dijo nada hasta ese momento en cuanto al número de personas que admitiríamos, pero sí se precisó que iría un grupo, no todos. A algunos se les dio de baja en el campamento por problemas de enfermedad o porque no soportaron los rigores del entrenamiento, y a otros porque llegaron muy tarde y no había tiempo de prepararlos. En los últimos días hicimos varios viajes a Holguín para resolver los problemas del acondicionamiento de la pista de aterrizaje. Se trataba de la antigua pista del Ejército Rebelde en la zona de Cieneguilla, por allá por la finca La Victoria, en territorio de la sureña Manzanillo. Tuvimos que acondicionar el lugar, pues estaba ya cubierto de manigua. Para este propósito, le entregué a mi hermano Ibrahim la suma de 500.00 pesos. Con un buldózer y un grupo de hacheros él remodeló el terreno y cortó algunas palmas que estaban en la cabeza de la pista.
(39) Comandante Juan Almeida Bosque: Asaltante del Cuartel Moncada. Expedicionario del yate Granma. Terminó la campaña guerrillera comandando el Tercer Frente Oriental Mario Munoz. Es miembro del Buró Político del Partido Comunista de Cuba y Presidente de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana. Escritor y compositor musical. (40) Hermes Bueno Almaguer: Primer Teniente del Tercer Frente Mario Muñoz. (41) Luis González Castellanos (El Indio): Primer Teniente del Tercer Frente Mario Muñoz.
CAPÍTULO II CON UN PIE EN EL ESTRIBO
R
ecuerdo que antes de nuestra partida, el Presidente Urrutia nos solicitó a Enrique y a mí que le visitáramos en su despacho de Palacio. Así lo hicimos, y en esa oportunidad nos hizo entrega de mil 500 dólares, que según nos explicó, eran catalogados como gastos secretos del Presidente para la causa dominicana. Se aproximaba la hora cero, y un día antes de irnos Enrique y yo al campamento para seleccionar al grupo que viajaría en el avión, fuimos a despedirnos del Comandante en Jefe. El piso 19 del Havana Hilton había perdido su entorno protocolar para adquirir rápidamente la personalidad de los rebeldes que lo habitaban. Predominaba el verde olivo por sobre el rojo de las alfombras, y de más está decir que abundaban las barbas. Fidel fue a recibirnos hasta el ascensor y nos abrazó a ambos. Se le veía contento. Recuerdo que le dije: «Olvídese Comandante, que esta operación va a ser como el combate del Oro de Guisa».(42) Manifestó complacencia por la alusión, le echó el brazo por encima a Enrique y avanzamos los tres por el amplio corredor, a cuyos lados se observaban en el suelo las mochilas de los miembros de su escolta, muchachos muy jóvenes que (42) Combate del Oro de Guisa: Emboscada en las estribaciones de la Sierra Maestra en la que participaron efectivos rebeldes bajo el mando directo del entonces Capitán Delio Gómez Ochoa y donde el ejército de la dictadura sufrió un total de diez muertos y cuatro prisioneros.
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casi nunca tenían tiempo de ir a sus casas para el merecido descanso. Eran mis compañeros de la Sierra Maestra, junto a quienes habíamos combatido muchas veces. La vida en campaña aún no había terminado para ellos y todavía continúa para quienes los relevaron. No sé cuál era el tema que Fidel susurraba a los oídos de mi acompañante, pero al llegar a la suite que ocupaba el líder de la Revolución, éste se volvió hacia mí y me dijo: «Ochoa, préstame tu pluma». Yo, que llevaba un juego que me había regalado Acacia con mi nombre grabado, consistente en una pluma fuente Parker 61, un lapicero porta-minas y un bolígrafo, creí más conveniente darle el bolígrafo. Tomó una libreta de notas de encima de una mesita y escribió unas palabras para Enrique. Entonces, dirigiéndose al Jefe de nuestra expedición le dijo: «Dime el nombre del individuo que acabo de anotar». Fidel había arrancado la hojita, la tenía estrujada en su mano izquierda y la alzó como un trofeo. Enrique –con mucha seguridad pronunció un nombre que no alcancé a escuchar. Evidentemente tocaban un tema que me era ajeno y no quise mostrarme interesado. «Exactamente –señaló Fidel– ese fue el que me lo dijo». Con toda naturalidad se echó el bolígrafo en el bolsillo y tiró el pedazo de papel en la taza del baño. Nunca supe de que se trató aquella suerte de adivinanza. Es un secreto que sólo Fidel conoce y que Enrique se llevó a la tumba. Me regocijé al menos de no haber perdido la pluma de fuente, pues por respeto no se la hubiera pedido, aunque sabía que Fidel –agobiado como siempre por disímiles asuntos– la hubiera dejado abandonada rato después en algún sitio. Recuerdo con bastante nitidez lo que conversamos. En la habitación estaban también los Comandantes Raúl Castro y Camilo Cienfuegos. Él le aconsejó a Enrique que en cuanto desembarcáramos tomáramos rápidamente hacia las montañas y que era preferible desechar cualquier acción de tipo efectista, pues él consideraba que Trujillo no era cobarde y sí muy inteligente y
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Delio Gómez junto a Enrique Jiménez Moya, en Holguín, Cuba, el 12 de junio de 1959.
Despedida de las embarcaciones el 13 de junio de 1959. De izquierda a derecha: Froilán Flores (Rana Toro), Delio Gómez Ochoa, Camilo Cienfuego, Adriano Ricardo, Eddy Suñol, El Indio González Castellanos, El Coyote y Aldo Lozano.
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astuto. Evaluamos la posibilidad de que el Dictador emprendiera acciones de represalia contra Cuba, especialmente algún ataque aéreo sobre la ciudad de Santiago. Tratábamos de pensar con la lógica del enemigo y esa debía ser una típica reacción del «Generalísimo». Ante esta posibilidad Fidel dispuso que Raúl partiera inmediatamente para la ciudad oriental con el objetivo de preparar las defensas requeridas. Puede afirmarse que en este instante final de nuestra partida, la dirección de la Revolución en pleno había sido conquistada por la posibilidad de éxito del proyecto. El entusiasmo le había ganado la batalla al pesimismo que algunos de nuestros compañeros del Ejército Rebelde habían exteriorizado en los primeros momentos de la preparación. Cuando reflexiono en torno a aquellos acontecimientos, más bien por justicia histórica que por lealtad, llego a la conclusión de que uno de los más entusiastas o el más entusiasta de todos los compañeros que tuvieron que ver con estas expediciones patrióticas, fue el propio Fidel Castro. He leído y escuchado criterios diferentes y yo, que fui una persona conquistada por aquella causa, sabía como pensaba el líder cubano desde mucho antes de terminar la guerra en la Sierra. Hay que recordar que cuando la frustrada expedición antitrujillista de Cayo Confites, en 1947, Fidel era líder estudiantil, Presidente de la Escuela de Derecho y cursaba el tercer año de la carrera. Ya desde esa época fungió como Presidente del Comité Pro-Democracia dominicana en la Universidad de La Habana. Aunque los organizadores de la expedición contaban con el apoyo oficial del gobierno de Ramón Grau San Martín(43), al cual el joven estudiante combatía, Fidel consideró su deber enrolarse como soldado.
(43) El Doctor Ramón Grau San Martín formó parte de la pentarquía que asume el poder tras la caída de la dictadura de Gerardo Machado en 1933. El llamado
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Aquella historia alguna gente la conoce, pero en resumen puede decirse que los más de mil hombres que se preparaban en ese islote del archipiélago cubano para pelear contra la dictadura de Trujillo, fueron vendidos por las autoridades de La Habana. Muchas de las personas que había allí desertaron. Otros, entre ellos el dirigente universitario, trataron de llegar a las costas dominicanas, pero fueron interceptados. Fidel, según él mismo ha relatado, decidió escapar, sobre todo porque sintió vergüenza de que aquella expedición terminara arrestada. Se tiró a nado en la Bahía de Nipe y me imagino que con un esfuerzo sobrehumano alcanzó las costas cubanas. Luego de la victoria en Cuba y de haber visto cómo el tirano Batista huyó y dónde encontró refugio; quién lo protegió y quién dio albergue a todos los que le acompañaban –la flor y nata de los criminales de guerra en nuestro país(44): los Sala Cañizares, los Pedraza, los Irenaldo García Báez, los Ventura, los Carratalá–; luego de que a los cuatro vientos anunciaron la creación, con la venia de Trujillo, de la llamada Legión Anticomunista del Caribe y sus intenciones de invadir a Cuba con esa fuerza, integrada en su inmensa mayoría por estos asesinos que escaparon a la justicia cubana, es lógico que en un acto de legítima defensa el pueblo cubano y su
gobierno Grau-Guiteras está inscrito en las páginas de la historia de Cuba como uno de los más avanzados en cuanto a política social. Duró sólo 100 días, pero sus medidas ampliamente populares e impulsadas realmente por el Secretario de Gobernación Antonio Guiteras Holmes, le valieron a Grau en su imagen política para escalar el poder en 1944. Sin embargo, en su segundo mandato Grau demostró que era un falso profeta. Después del triunfo revolucionario de 1959 y pese a que se mantuvo al margen del proceso se quedó en Cuba, donde falleció en 1969. (44) Personeros del régimen de Batista reclamados por la justicia revolucionaria. Fueron a recalar a Santo Domingo en cuatro aviones robados con un vasto equipaje y maletas repletas de millones de dólares. Esos aviones nunca Trujillo los devolvió a Cuba.
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máximo líder dieran, con toda la moral del mundo, su apoyo a los dominicanos. Estas razones se sumaron a la deuda histórica contraída con los dominicanos desde el siglo pasado, cuando Máximo Gómez, Luis Marcano, Modesto Díaz y otros muchos dieron su sangre por nuestra independencia. Trujillo se había convertido durante sus casi tres décadas de dominio en el enemigo público número uno de todos los gobiernos latinoamericanos e incluso políticos pusilánimes, como el demócrata liberal que fuera Rómulo Betancourt se sumaron a la cruzada en su contra. Con su noción tan particular de vengador justiciero, Fidel encontró ensillado a un Rocinante y decidió echarse la adarga al brazo. Pero hay personas que a veces sin mala fe se preguntan por qué Fidel no hizo más, y esto sería negar el contexto histórico de los acontecimientos. No pueden ignorarse las razones de Estado, de seguridad nacional, así como el clima hostil contra la joven Revolución cubana que ya se fraguaba en el seno de la Organización de Estados Americanos, OEA. Paradójicamente, con el concurso del propio Betancourt y otros de su calaña. A favor de la solidaridad que despertó la causa antitrujillista, debo decir que fueron muchos cubanos los que deseaban acompañarnos a la República Dominicana y no participaron más porque no se podía convertir aquello en un problema sólo de los cubanos, por esa razón también integraron la expedición venezolanos, puertorriqueños y norteamericanos, e incluso dos españoles (Francisco Álvarez y Francisco Martín Fernández). En el campamento que se hizo después en Madruga, cerca de La Habana, fue superior el número de extranjeros, pero en el caso nuestro evitamos utilizar mayoritariamente personal de otros países. No queríamos que el régimen diera a nuestra empresa la categoría de invasión. La nuestra sería una expedición eminentemente patriótica.
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Aún en la terminal aérea, representantes de todas las fundaciones dominicanas me expresan sentidos mensajes de bienvenida que trato de aceptar con humildad. Siento que nadie quiere dejar de agradecerme y homenajearme. Tengo el inmenso compromiso de saber ser acreedor de tanto cariño. Si esto no es más que el comienzo, ¿que restará para los siguientes días? Que mis fuerzas no mermen es lo que espero para soportar tanta emoción. Conservo un regalo para este pueblo: mi memoria, y tendré que hacer mucho acopio de ella en este viaje. Si no me falla, un día como este, 11 de junio, pero de 1959, llegamos a Mil Cumbres Enrique y yo. Nos esperaba allí una «Cámara Húngara» (un rebú). José Horacio Rodríguez regresó antes que nosotros de un viaje que había hecho a La Habana y había escogido ya a los cincuenta y dos compañeros que nos acompañarían en el avión. Cuando el resto de los combatientes vio que ese grupo se disponía a salir, pensaron que los iban a dejar y protagonizaron un alzamiento general. Fue hermoso comprobar la enorme disposición de combatir que tenían aquellos hombres. Rápidamente les explicamos que nadie sería excluido, sólo debían aguardar por unos ómnibus que mandaría Camilo desde Columbia. Eran unos transportes militares a bordo de los cuales hicieron un accidentado viaje a través de toda la isla, desde el extremo oeste, en Pinar del Río, hasta el este oriental. Más de 1000 kilómetros. Había quedado un problema por dilucidar entre Enrique y yo que dejamos para el final. Se trataba de si yo iría en el avión junto con él, o en alguno de los barcos. Decidimos en ese momento ir juntos, porque se suponía que el Asesor militar cubano no debía ir separado del Jefe político de la expedición. Yo
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iba sólo como asesor, no como jefe. Asumí la responsabilidad militar total y efectiva por decisión de los combatientes dominicanos luego de haber desembarcado en Constanza y de que se subdividiera el grupo del avión. Pero originalmente no debía ser jefe. En principio yo mandaba exclusivamente a los asesores militares cubanos. Casi simultáneamente llegamos todos a Oriente. Los compañeros de los barcos fueron directamente para Antillas, un punto en la costa norte desde donde saldrían los yatecitos. Los del avión se dirigieron para el campamento de Cayo Espino, donde vivía un hermano de Felipe Guerra Matos(45)(Guerrita). A este campesino le dijimos que guiara a los cincuenta y tantos compañeros –con el Capitán Otto Muster al frente– hasta el Pico Turquino(46) para que hicieran su última caminata de preparación y nos esperaran en una zona llamada El Aguacate, en las faldas de la Sierra Maestra. Enrique y yo nos quedamos en Holguín en la casa de una prima mía nombrada Martha Pardo Gómez. Fuímos a ver nuestro avión y ordenamos pintarle la bandera dominicana a cada lado de la cola. Tal y como habíamos previsto le pintamos también las siglas de la Aviación Militar Dominicana. Para todo ello hubo que buscar una escalera grandísima y fue muy trabajoso. Al siguiente día partimos hacia Punta Arena, en Antillas, que era el sitio de donde saldrían los barcos. Las
(45) Felipe Guerra Matos: Capitán del Ejército Rebelde. Condujo a varios grupos de miembros del 26 de Julio hasta donde estaba Fidel en la Sierra Maestra. (46) Pico Turquino: Es la montaña más alta de Cuba, con más de 2000 metros sobre el nivel del mar. Forma parte del macizo de la Sierra Maestra. En su cima, el Doctor Manuel Sánchez Silveira, su hija Celia Sánchez Manduley y otros de sus colaboradores, colocaron en 1953 un busto del Apóstol cubano, José Martí, realizado por la escultora Gilma Madera, y en cuya base se puede leer la frase martiana: «Escasos como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos».
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dos embarcaciones describirían una elipsis hasta encontrar el norte de Santo Domingo. Cuando llegamos al puerto de Antillas, nos avisaron que Camilo venía volando en helicóptero hacia donde nosotros estábamos y nos pedía que lo esperáramos. Nos saludó tan afectuoso como siempre. Había una pequeña barra allí y me dijo: –«Ochoa, te invito a tomarnos un trago de ron»–. Yo sabía que él no tomaba, por ello aprecié mucho la excepción que hizo. Brindamos con un trago de añejo Bacardí, mientras nuestras voces se mezclaban para exclamar: «¡Buena suerte!» Con Camilo partimos en un pequeño yate, que después sirvió para sustituir a una de las embarcaciones dañadas. En este yate fuimos hasta Punta Arena, en Antilla. Iba escoltado por el helicóptero, en el que volaba el Comandante Eddy Suñol. Hicimos este trayecto pescando. Camilo era un deportista consumado y le encantaba la pesca. Nos acompañaban uno de sus asistentes a quien le decían «El Coyote» y el Capitán de una de las fragatas cubanas, que estaba en ese momento prácticamente de jefe de la joven Marina de Guerra Revolucionaria, si mal no recuerdo de apellido Román. Con él hicimos muy buenas relaciones durante todo el tiempo de preparación de los yates, al igual que con el Comandante Monteagudo(47) que estaba en el astillero de Casa Blanca, quien nos hizo el reforzamiento de la cubierta de los yatecitos para poder situarle una ametralladora 50 en la proa y una 30 en la popa a cada uno. Ambas naves estaban provistas de una bazuca, como arma eventual de artillería para su defensa en caso de que fueran atacadas a corta distancia. Cada una llevaba además un mortero de 61 milímetros.
(47) Comandante Monteagudo: Oficial de la Marina de Guerra Revolucionaria. Fue Jefe de los Astilleros de Casa Blanca, en La Habana.
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No sé dónde, en aquel barquito, Camilo encontró un anzuelo, lo amarró con una soga y se puso a «curricanear». ¿Sería aquella una zona de pesca magnífica o sería él un extraordinario pescador? Pienso que algo había de ambas cosas, pues para asombro de todos capturó un lindo ejemplar de sierra. Llegamos a Punta Arena donde nos esperaba el grueso de la tropa expedicionaria. Divisamos la casa de un campesino a la orilla del mar, en medio de una arboleda muy linda. Era un paisaje típico de pescadores, con un pequeño muelle y algunas palmas cerca de la costa. Un paisaje muy hermoso, bucólico podría decirse. Se veía muy bien atendido un terreno sembrado. Al parecer, una excelente capa de aluvión permitiría una cosecha provechosa a los moradores de aquel apartado lugar, el último de suelo cubano que tocarían los expedicionarios. Según todos los compañeros, allí habían almorzado como nunca: carne de res, mucha vianda, arroz y frijoles, y nosotros decidimos cocinar la sierra pescada por Camilo mientras precisábamos los detalles de la misión. Por cierto, nunca disfruté de un manjar tan delicioso como aquel. Nos reunimos bajo las sombras de los árboles con los jefes de la tropa, con el griego Stelio Bellelis(48), patrón de una de las lanchas, con José Horacio Rodríguez y con Toñito Campos Navarro(49), quienes fungían como jefes de grupo. El yate «Carmen Elsa» que era el más grande, y donde antaño la Primera Dama Martha Fernández de Batista paseaba con sus hijos, llevaría a 97 compañeros. En principio no era el
(48) El griego Stelio Bellelis: Fue captado por el Movimiento de Liberación Dominicano para servir de patrón. Durante la travesía saboteó la expedición y estuvo a punto de ser linchado por los tripulantes del «Carmen Elsa». (49) Toñito Campos Navarro: Combatió con el Ejército norteamericano en la guerra de Corea. Su experiencia fue de mucha utilidad en el entrenamiento militar de la tropa expedicionaria. Era el Jefe del grupo de patriotas que abordó el «Tinima».
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Tinima el que iba a ir, pero una de las naves sufrió averías en alta mar, que han sido narradas en pasajes sobre estos acontecimientos, y fue sustituida por el Tinima, a bordo del cual se embarcaron 63 expedicionarios. El número de personas que viajaría en cada yate lo decidimos tomando en cuenta el calado de cada uno. N.R. Esta era la distribución planeada antes de que se averiara una de las lanchas, la cual fue sustituida por la Tinima, más pequeña, por lo que hubo que redistribuir los grupos. En la Carmen Elsa embarcaron 121 hombres, de los cuales 25 regresaron desde alta mar, restando 96 hombres, más 48 que venían en la Tinima hacían un total de 144 expedicionarios por mar. (Tomado del libro C.,M. y E.H. de A. Brache, 2da. Edición, págs. 105-106). Confrontamos los mapas de los Jefes de grupos con los que Enrique tenía, y que su ayudante, de apellido Spignolio, llevaba en la mochila. Esos mapas eran de la ESSO Standard Oil Company. Yo tenía uno más pequeño, con las montañas, los ríos, los caminos y carreteras representados. Contenía bastantes detalles. Esos mapas fueron adquiridos por los compañeros de la oficina de 21 y N, que funcionó bajo la dirección de Acacia. En las playas de Punta Arena se ultimaron los detalles. Conversamos a solas con los jefes de ambos grupos y con Camilo. Yo les sugerí que cuando estuvieran a 50 millas de la costa de la República Dominicana variaran el rumbo y desembarcaran en cualquier lugar, a 10 millas de los puntos que originalmente estaban acordados. Los mapas que tenía Spignolio estaban marcados y aparecía San Juan de la Maguana como lugar de desembarco. La mayoría de los dominicanos lo sabían, especialmente los compañeros de la dirección del movimiento y podía haber ocurrido alguna filtración. Por experiencia en nuestra lucha clandestina sabíamos que en situaciones como ésta, cualquiera, sin reparar en las consecuencias, hacía comentarios.
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Al final, nuestra recomendación no se tuvo en cuenta y se desembarcó por los puntos que estaban señalados en los mapas. Pienso que tantos días de difícil navegación generaron gran ansiedad en la tropa expedicionaria por tocar tierra. Comenzó después un proceso de embarcar todo el material bélico. En el horizonte se veía una de las fragatas cubanas, no recuerdo si la Antonio Maceo o la Máximo Gómez, pues estaban por los alrededores las tres fragatas con las que contaba entonces la Marina de Guerra Cubana. Es decir, también la José Martí. La gente comenzó a abordar las embarcaciones a eso de las dos de la tarde. Se les repartieron las raciones para siete días que habíamos conseguido en Venezuela; raciones muy frescas, del Ejército norteamericano, que en esos días habían sido suministradas a las tropas del gobierno de Betancourt. Consistían en latas de carne, leche y pastillas muy vitaminadas, que equivalían, según nuestros proveedores, a ingerir un bistec de res. A eso de las cinco de la tarde, ya casi todo el mundo estaba en los yatecitos. Camilo ordenó que se hicieran la mayor cantidad de fotos con una cámara que había llevado su ayudante «El Coyote». Tiraron muchas fotos de las que se han publicado algunas aquí en la República Dominicana. Las que conservo en mi archivo son inéditas y aparecemos Camilo, José Horacio, Jiménez Moya y yo, también Adriano Ricardo Jinarte(50), Eddy Suñol y otros. Adriano llegó unos momentos antes de la partida y sin fusil. Él fue uno de los hombres que acompañó a Camilo cuando
(50) Adriano Ricardo Jinarte: Combatiente del Ejército Rebelde. Formó parte de un pelotón de la Columna 14 bajo el mando del Capitán Cristino Naranjo, del IV Frente Simón Bolívar. Expedicionario que retornó a Cuba desde uno de los barcos. Hoy está jubilado.
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éste bajó de la Sierra Maestra hacia los llanos de Oriente por la cuenca del Cauto(51). Camilo me preguntó: «¿Y tú vas a llevar a éste?» Le respondí afirmativamente. «Está bien –me dijo– llevátelo» y me contó que «Adrianito» estuvo en lo que se conoció como el Sitio del Monte de La Estrella, cuando los guardias de Batista atacaron esa posición rebelde «... y se portó bien» –me aseguró–. Para resolver el problema de este expedicionario desarmado, Camilo le quitó la ametralladora Johnson que tenía el ayudante del Comandante Suñol. Ya armado, Adrianito nos acompañó a Camilo y a mí en un bote hasta los dos yates. Primero fuimos al «Carmen Elsa», donde nos entrevistamos de nuevo con José Horacio, quien ya se marchaba definitivamente, y luego a la otra embarcación, donde nos despedimos de Toñito Campos. Conservo la imagen de esos últimos abrazos, especialmente de los cubanos que iban en los barcos a quienes conocía más, y como «La Rana Toro» me dijo: –«Delio no me vayas a embarcar, nos vemos allá»–. Era una expresión cubana con la que quiso decirme que no faltara a la cita. Le respondí: –«No te preocupes que allá nos vemos»–. Regresamos a tierra, donde esperamos hasta que las naves se perdieron de nuestra vista en el horizonte. Antes de marcharnos hicimos algunas prácticas de tiro sobre los racimos de palmiche de las palmas que poblaban el lugar. Camilo hizo disparos con un Fal que llevaba, mientras que yo utilicé el M-2 de culata plegable que me había regalado el Comandante Raúl Castro. Esa fue la última vez que estuvimos junto a Camilo. Pocos meses después aquel Comandante, tan querido por el pueblo cubano, perdería la vida en un mortal accidente de aviación. (51) Cauto: El río más caudaloso de Cuba, con 90 kilómetros navegables.
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Siempre que pienso en los duros días de la Sierra Maestra, cuando los guerrilleros no llegábamos al centenar y la aviación nos chocaba los talones, recuerdo a ese hombre extraordinario y a su humana delgadez marchando a grandes pasos, atrapando con sus largos brazos los troncos más cercanos para ayudarse en el avance. Al pasar a nuestro lado siempre tenía una frase de aliento y su inigualable sonrisa. Iba hasta la vanguardia y luego volvía al final de la columna. ¿Qué mágica fuerza lo movía cuando los demás tan precariamente andábamos? La escasa comida la devorábamos y aunque no hubiera más, él encabezaba la fila del «renganche» con la misma naturalidad que se ofrecía el primero para las misiones más peligrosas. Ese es el Camilo que siempre recuerdo. Sin su apoyo personal hubiera sido casi imposible realizar aquella empresa. Ha contado en cierta ocasión el Comandante Efigenio Ameijeiras que en los días iniciales de la guerra en la Sierra Maestra, cuando vencidos por el hambre y los avatares de la vida en campaña, los combatientes se revelaban mutuamente sus sueños para cuando llegara el triunfo, mientras algunos pensaban en buscar a la novia abandonada, lograr una buena cosecha agrícola, terminar estudios de ingeniería o reparar algún agravio personal, Camilo decía: «Cuando se acabe la guerra, después que descanse un rato, voy a organizar una expedición para irme a Santo Domingo a luchar contra la tiranía de Trujillo». Él se marchó de Punta Arenas en el helicóptero, mientras Enriquito y yo tomamos el barco hasta tierra firme y de allí, en jeep, partimos hacia «El Aguacate», a reunirnos con el resto de la gente. Sucedió que aún las tropas no habían regresado de su última práctica y decidimos quedarnos en un lugar que se llama «El Porvenir», en casa de unos campesinos que eran muy amigos míos desde la época de la guerra en la Sierra. Estaba eso ya en los llanos de la zona de Cieneguilla. Esa noche comi-
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mos pollo frito en casa de esos campesinos, quienes tenían dos hijas muy bonitas. La pasamos bien durante nuestros últimos momentos en Cuba compartiendo con aquella humilde familia. Nos fuimos al amanecer hacia el campamento de Cieneguilla, tras recibir la noticia de que todo el personal se había movido hacia el lugar donde estaba el avión. Cuando arribamos allá a media mañana, los compañeros estaban celebrando un partido de béisbol que quedó interrumpido con nuestra llegada. Los pobladores de la zona habían conseguido bates, guantes y pelota. Recuerdo una hermosa vegetación en aquel lugar. Conversamos con nuestra gente y fuimos hacia el avión. Entonces se produjo algo inusitado: decenas y decenas de campesinos, con sus mujeres e hijos, aparecieron para despedirnos. No sé cómo se filtró la noticia, pero corrió como un reguero de pólvora. Todos nos preguntaban si íbamos a combatir a otro país. Les dijimos que sí, que íbamos a seguir combatiendo. Muchos se lamentaron, otros se pusieron muy contentos y algunos hasta querían acompañarnos. Esa población estaba acostumbrada a vernos desde los tiempos de la guerra cuando nos trasladábamos hasta allí a recibir algún avión con ayuda desde el exterior. Las fotos de la partida de la nave muestran una gran concentración de campesinos despidiéndonos, y trabajo costó convencerlos para que se fueran de allí. Fui el último en subir al avión. Me despedí de los compañeros cubanos que quedaron en tierra, de Otto Muster y otros oficiales, uno de los cuales se arrepintió al final. Me planteó, recostado en una de las gomas del aparato, que no tenía confianza en la operación. Era un capitán de la columna de Fidel que se llamaba Luis Simón, antiguo dirigente obrero. Luego supe que se fue del país hacia Gran Bretaña. Creo que escribió por allá un libro en el que habla de su relación con el «Ché»
José Luis Calleja (al centro) junto a Virgilio y Silín Mainardi, en el Campamento de Mil Cumbres.
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Pablito Mirabal, días antes de la partida hacia la República Dominicana, el 14 de junio de 1959.
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Guevara, donde también me menciona a mí. Él realmente se acobardó y no quiso subir al avión. Le quité su fusil Fal y se lo dimos al ex piloto de la armada trujillista Juan de Dios Ventura Simó, quien se suponía que no iba como soldado, pero que estaba muy entusiasmado. Él nos lo pidió tanto que aceptamos su incorporación como combatiente. Hasta entonces a Juan de Dios lo habíamos tenido en una especie de retención provisional en una habitación del Havana Hilton, pero él expresó su deseo ferviente de acompañarnos a combatir por su país y por eso le dimos el fusil de un arrepentido. Ya Enrique y yo habíamos comentado lo útil que nos sería además, tener de nuestra parte al ex Capitán que desertó meses antes hacia Puerto Rico piloteando su avión Vampiro. Desde este momento pasó a la cabina del avión con Enrique, con el piloto venezolano Julio César Rodríguez, con el copiloto cubano Orestes Acosta y con Rinaldo Sintjago(52), miembro del Estado Mayor de nuestro grupo y principal líder político después de Jiménez Moya. Casi a la hora de salir el avión estaba a nuestro lado Pablito Mirabal, un muchachito de apenas trece años y unos meses de edad quien se había unido a mí durante la campaña guerrillera en Cuba. Él era mi hijo adoptivo y no estaba previsto que fuera en ese viaje. Todas las versiones que he escuchado sobre el asunto son falsas. Nunca fue propósito nuestro llevarlo en la expedición. Pablito era de un carácter muy entusiasta. Era sumamente agradable. Hablaba continuamente y de forma atropellada, tanto que en ocasiones había que mandarlo a callar. En esa época aún no sabía leer ni escribir. Era el típico caso de un niño de
(52) Rinaldo Sintjago Pou: Dirigente de la Unión Patriótica Dominicana en Venezuela y Segundo Jefe Político del contingente expedicionario.
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campo en la Cuba de la seudo República. Se había hecho tan amigo de Enrique, de Rinaldo Sintjago y de la mayoría de los dirigentes dominicanos que terminó integrándose en el campamento. Él no era un niño de la ciudad y me pedía que lo dejara incorporarse para ayudar en el entrenamiento, por eso se lo mandamos para «Mil Cumbres» al Comandante José Horacio Rodríguez y al Comandante Fajardo, con la misión de que lo emplearan en lo que creyeran necesario. Era un gran tirador, pues realizaba muchas prácticas de tiro con su carabina M-2. Estaba muy bien entrenado en el arme y desarme y sé que fue muy útil en la preparación de los demás compañeros. Yo no me percaté al subir a la nave de que Pablito estaba a bordo. Media hora después de estar en vuelo, cuando iba por segunda vez a la cabina fue que lo vi, sentado entre un grupo de dominicanos que lo habían ocultado de mí. Ya no se podía hacer nada. El avión tuvo que hacer un supremo esfuerzo para despegar y fueron de mucha tensión aquellos primeros instantes en la cabina. Recuerdo que el piloto venezolano me decía: «Comandante, dame una bolita». Era su forma de confesar que tenía mucho miedo. No pude darle ninguna «bolita», pues las dos mías las necesitaba para la campaña que tenía por delante, pero traté de inspirarle confianza y le dije: «no te preocupes que tú vas a regresar sin tropiezos». A él, el movimiento lo había reclutado en los Estados Unidos, a cambio de que se le depositara a nombre de su familia la suma de 10.000 dólares. Realmente era imposible prescindir de sus servicios, debido a que en Cuba no había pilotos disponibles, ni de experiencia en la conducción del C-46. Lo más que pudo hacer Camilo por la expedición en este sentido, fue darnos a Orestes Acosta, un aguerrido combatiente de su tropa en la Sierra Maestra, devenido por necesidad en piloto. Orestes tenía unas pocas horas de vuelo en aparatos de pequeño porte. Este compañero nues-
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tro murió tiempo después derribado por la artillería yanqui de la Base Naval de Guantánamo, cuando sobrevolaba las aguas cercanas a la costa de esa región en misión de patrullaje. No fue hasta el final de la pista que la nave pudo despegar las ruedas de la tierra, debido al exceso de carga y combustible. Se le había aprovisionado de suficiente gasolina para que, si no podía regresar a Cuba, continuara hacia otro país de Centroamérica luego de habernos desembarcado en territorio dominicano. Durante el trayecto me coloqué junto a la puerta de salida del aparato. Tenía al otro lado una de las ventanillas, a las cuales, pese a su grosor, les habíamos hecho orificios con taladros gruesos y de alta velocidad para poder meter los cañones de los fusiles Fal en caso de ser atacados en el aire. Pensábamos que eso pudiera ser efectivo. Acudí a la cabina varias veces a solicitud de Enrique porque Juan de Dios sostenía la tesis de que en las llanuras de San Juan de la Maguana, donde pensábamos desembarcar, habían hecho muchas zanjas y tirado troncos de palmas y de otros árboles. No sé cómo una llanura tan grande se puede cubrir de zanjas y palos, pero en ese momento no nos pusimos a reflexionar sobre el particular y lo dimos por hecho. Desistimos de desembarcar allí, pues en ese caso tendríamos que tirarnos de barriga, sin el tren de aterrizaje. Con las ruedas afuera cualquier obstáculo podría catapultar el avión, daríamos la vuelta de campana, y en consecuencia no quedaría nadie vivo. Ante esa perspectiva decidimos buscar una pista de aterrizaje. Se valoró una pequeña que había en Jarabacoa, en un descampado donde según Juan de Dios, podían descender avionetas. Yo opiné que quizás podríamos aterrizar, lo que costaría mucho trabajo y peligro sería el despegue. Entonces evaluamos la pista del aeropuerto de Constanza, con el agravante de que allí estaban concentrados más de mil 500 hombres de la
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Legión Anticomunista del Caribe que se entrenaban y tenía una guarnición fuerte. «Es domingo –pensamos–, deben haberle dado pase a la mayoría de la gente. Hoy no es un día en que estén esperando ningún desembarco». Decidimos que el avión diera primero una vuelta para observar el lugar, y si veíamos que había posibilidades, pasar una vez más por sobre la fortaleza y tirarnos casi en su misma puerta, que es donde me habían dicho que comenzaba el aeropuerto. El plan era llegar hasta el final de la pista, allí girar el avión y desembarcar. Los pilotos trazaron la nueva ruta de vuelo a las dos horas de haber despegado de Cuba. Estando ya sobre la República Dominicana nos movilizamos y todo el mundo sacó su fusil en un momento en que se dio la voz de «avión a la vista». Era una nave de otra empresa de transporte de pasajeros que se cruzó con nosotros a muy poca distancia. Se trataba de un aparato grande. Parecía un Super Constellation. No hubo que lamentar ningún incidente con este avión. La nueva ruta de vuelo trazada con el sextante nos condujo exactamente sobre las montañas de Constanza. El avión dio primero una vuelta y observamos por la ventanilla la pista. Juan de Dios fue explicándole detalle por detalle al piloto lo que tenía que hacer, pues al parecer ya él había aterrizado allí alguna vez. El piloto dio la vuelta completa por sobre las montañas, bien lejos de la punta de la pista, la cual seguimos observando. Yo iba en la parte izquierda del aparato y ocupé mi lugar junto a la ventanilla. Primero debía desembarcar Frank López Fonseca, que iba de punta de vanguardia, le seguiría Nene López, luego yo, detrás de mí Mayobanex Vargas, Juan Antonio Almánzar Díaz y finalmente Rafael Rodríguez Bou (Tony). Después de la maniobra, el avión salió de nuevo sobre la fortaleza, que nos quedó casi en la punta del tren de aterrizaje. Por poco topamos sus muros con las gomas al descender. La nave
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tocó la pista y rodó muy suave, en un aterrizaje extraordinariamente perfecto. Llegamos hasta el extremo de la pista y cuando el avión giró, abrimos la puerta y pusimos el tablón cepillado, gracias al cual prescindimos de unas escalerillas que ocupaban un enorme espacio y que hubieran hecho lento el descenso. Así comenzó el desembarco.
CAPÍTULO III PRIMEROS PASOS EN SUELO DOMINICANO
E
n nuestra vanguardia, Nene llevaba unas tenazas para picar una supuesta cerca en caso de que la encontráramos, como efectivamente sucedió, y cortamos sus alambres. Hasta un poco más de la mitad del desembarco todo fue perfecto. Quedaban todavía varios hombres dentro del avión que debían bajar el equipo de transmisión y algunas minas antitanques que habíamos preparado en Cuba. Eran exactamente las seis de la tarde. Habíamos partido a las dos en punto. Dicen otros que no fue así, pero yo miré en varias ocasiones el reloj nuevo que llevaba, de fabricación suiza, un Eternamatic, por eso estoy seguro en cuanto a la hora. Inmediatamente nos parapetamos detrás de un pequeño montículo. Pienso que al buldozear la pista la arcilla sobrante quedó amontonada a la izquierda, formando un montículo que parecía puesto exactamente para nuestra protección, muy pegado a la cerca, donde nos tendimos los seis hombres que constituíamos la avanzada. Di orientación a Nene López de que fuera alejándose con los compañeros que ya estaban en tierra y nos esperara a cierta distancia. Casi al final del desembarco salieron de una guarnición o especie de cuartel de la guardia rural, al lado de la fortaleza, un automóvil, un jeep y un camión de esos de varandales parecidos a los que se usan para el tiro de caña de azúcar. Caía en ese 89
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momento una llovizna fina, pero pertinaz, y comenzó a descender sobre el lugar una neblina densa. Hay que pensar que a esa hora del final de la tarde –en una meseta que está a mil doscientos metros sobre el nivel del mar–, en el mes de junio, mes primaveral, fue aquello como algo providencial que nos hacía menos visibles al enemigo. Vimos los carros avanzando por el costado derecho, por fuera de la pista. El piloto se puso tan nervioso que comenzó a darle gas a los motores. Se estremeció la nave y caminó hacia adelante un poquito con lo cual se cayó el tablón. Esos aviones C-6 son muy altos, su puerta queda casi a la altura de tres hombres, y los últimos combatientes con las mochilas al hombro, quinientos tiros cada uno, con granadas de mano, de fusiles, de bazuca y de mortero, traían un enorme peso. La mayoría de ellos, por ejemplo, el capitán Calleja, Ramoncito Ruiz y Pablito, sufrieron de contusiones al caer sentados luego de tirarse del avión. Por esta causa se quedaron a bordo de la nave las minas y el equipo de comunicaciones, disminuyendo así notablemente nuestro potencial bélico. Los carros estaban llegando a menos de 200 metros del avión cuando abrimos fuego. El primero en hacerlo fue Pedro Pablo Fernández, que llevaba un Fal, luego tiré yo, pero no con mucha seguridad. Nos encandilaron los faroles encendidos de los carros y no sabíamos si eran civiles o militares, pero de todas maneras abrimos fuego. Escuchamos cómo desde la ventanilla del avión, Orestes Acosta disparó también en ráfaga con su Fal, y los seis de la vanguardia hicimos un fuego nutrido hasta agotar el primer cargador de nuestros fusiles. Observamos entonces cómo hacía explosión el tanque de gasolina del camión. No vimos más, pues a esa distancia y con tal neblina, no se distinguía nada. Luego de bajar el último hombre, el avión dio todo el gas a sus motores y comenzó la carrera por la pista para el despegue.
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La nave levantó vuelo en unos doscientos o trescientos metros. Hizo un giro hacia su izquierda, hacia la fortaleza y se puso de costado. Se oyeron varias ráfagas de ametralladoras San Cristóbal las cuales conocíamos muy bien desde los tiempos de la Sierra Maestra, pero el aparato se alejó. Sonriendo le dijimos adiós con la mano. El avión salió ileso de allí. Después nos enteramos que había sufrido once perforaciones de pequeño calibre en las alas y en la panza, y así retornó a Cuba. Es una impresionante caravana de automóviles la que nos acompaña desde que salimos del aeropuerto. Viajamos en medio de animada charla en un tipo de jeepeta cerrada, muy cómoda, hacia Santiago de los Caballeros, primera de las ciudades que tendremos el honor de visitar, aunque me quieren hacer ver lo contrario: que son sus ciudadanos quienes se honrarán con mi llegada. Tomo el celular y pregunto si será posible comunicarnos con Hamlet Hermann(53), mi amigo desde los años de su obligado exilio en Cuba. Aparece rápidamente su número de teléfono y en unos instantes estamos al habla. ¡Ya estoy en tu tierra hermano! Me pide entonces que nos desvíemos unos minutos hasta su casa. ¿Cómo podría negarle tan poca cosa a un héroe de su estatura? También él partió un día en una expedición guerrillera. Pero en mi criterio, hay expediciones y «expediciones». Pienso que vale la pena aclarar las circunstancias en que se fraguó aquella que a principios del 59 salió hacia Panamá, lo cual es
(53) Hamlet Hermann: Uno de los hombres que junto al Coronel Francisco Caamaño Deñó desembarcaron por Playa Caracoles en 1973.
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justo históricamente. Dicha expedición fue organizada y comandada por un individuo llamado César Vega, quien era dueño en La Habana del cabaret «Las Vegas», situado en la calle Infanta, frente a Radio Progreso. Este personaje, que no había participado en la lucha contra Batista –al menos que yo conozca– aspiró luego del triunfo de la Revolución a emular a los victoriosos rebeldes. Para ello se le ocurrió formar un grupo de hombres y hacerse de algunas armas de esas que tenían los Prío Socarrás(54) y Aureliano Sánchez Arango(55) por el exterior, y desembarcar intempestivamente en Panamá. Aquello Fidel nunca lo pudo imaginar, pese a que había mucha efervescencia revolucionaria en toda América Latina, en particular contra todo lo que oliera a dictadura, como la de Somoza en Nicaragua, Idigora Fuentes en Guatemala y Trujillo en Santo Domingo. Pero lo de Panamá nunca lo entendí y creo que Fidel tampoco lo entendió jamás. Recuerdo un día en que estábamos juntos, Fidel, Enrique y yo, y le informaron al Comandante en Jefe algo que decía el gobierno panameño sobre aquella gente que tenían prisioneros y por quienes se hacían una serie de gestiones para su devolución a Cuba, pese a su conducta irresponsable. Creo que las autoridades istmenas planteaban algunas exigencias y entonces Fidel dijo: «que los devuelvan y no jodan más, porque no vamos a hablar con nadie ni media palabra más sobre el asunto».
(54) Carlos Prío Socarrás: Abogado y Presidente de Cuba en el período comprendido entre 1948 y el 10 de marzo del 1952, cuando fue objeto de un golpe de estado protagonizado por Fulgencio Batista. Desde entonces, siempre tuvo grandes cantidades de armas para conspirar contra la dictadura, pero nunca las utilizó. Su gobierno se caracterizó por la corrupción, el peculado, la drogadicción y el pandillerismo. (55) Aureliano Sánchez Arango: Ministro de Educación en el gobierno de Prío. Padecía de los mismos males que su Presidente.
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Hay que señalar que Fidel en los primeros meses del 59, era sólo Jefe del Ejército Rebelde, mientras que el Doctor Augusto Martínez Sánchez(56) había sido nombrado Ministro de Defensa Nacional. Él no era Presidente de la República y tampoco Primer Ministro. El Presidente era Urrutia y el Premier Miró Cardona(57). Luego fue que Fidel, a la renuncia de este último personaje asumió el premierato. Antes incluso, le fue muy difícil hacer aprobar las leyes revolucionarias, como la de Reforma Agraria, la de Alquileres y algunas otras que después se pudieron pasar estando ya él en funciones de Premier y Osvaldo Dorticós(58) como Presidente. Cuba no tuvo nada que ver con la mencionada invasión a Panamá, sobre la que luego Trujillo hizo difundir un merengue que recuerdo decía: «Yo no digo na’ yo no digo na’, lo que está diciendo es lo de Panamá» y otro que hacía alusión a que el pueblo estaba preparado para rechazar a los «barbuses». Se refería a la Revolución cubana y sus guerrilleros, pese a que era el dictador dominicano quien preparaba una legión anticomunista para agredir a Cuba, con alrededor de mil quinientos hombres, entre ellos mercenarios húngaros y españoles facilitados por Franco, y fundamentalmente cubanos contrarrevolucionarios.
(56) Augusto Martínez Sánchez: Abogado, Comandante y Ministro de Defensa en el Gobierno de Urrutia. Pasó posteriormente al Ministerio de Trabajo y conservó esa responsabilidad hasta 1965. Posteriormente pasó a las Fuerzas Armadas Revolucionarias. (57) José Miró Cardona: Fue Primer Ministro desde el 2 de enero hasta el 17 de febrero de 1959, cuando Fidel asumió personalmente el mando del gobierno. Solicitó asilo en España, donde fungía como Embajador. El 22 de marzo de 1961 fue nombrado en Miami Presidente del Consejo de Refugiados Cubanos. Presenció desde un buque de la armada yanqui el desastre de la invasión de Girón (Bahía de Cochinos). (58) Osvaldo Dorticós Torrado: Abogado y miembro del Movimiento 26 de Julio en la central provincia de Cienfuegos. Fue, al triunfo de la Revolución, Ministro de Planificación y luego de la renuncia de Urrutia, Presidente de la República. Más tarde se desempeñó como Ministro de Justicia.
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También tengo conocimiento de que semanas después de nuestra expedición a Santo Domingo, partió otra desde la zona de Puerto Padre hacia Haití en un lanchón tiburonero. Estaba comandada por Henry Fuertes, conocido como «El Argelino», quien había estado en el 2do. Frente del Escambray con Menoyo y Morgan, y otro, segundo al mando, apodado «El Mexicano», que no era mexicano, sino chicano, de Baja California y cuyo nombre era Rengal Guerrero. Este último había sido combatiente de mi tropa en el llano durante los días finales de la guerra y tuvo una actitud muy buena en el combate.
Recibos que muestran la forma en que se recaudaban y entregaban al Comité del Movimiento de Liberación Dominicana los fondos recaudados en Cuba.
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Recibos que muestran la forma en que se recaudaban y entregaban al Comité del Movimiento de Liberación Dominicana los fondos recaudados en Cuba.
El Mexicano fue, sin embargo, un hombre muy indisciplinado y aventurero. Andaba con una guitarra al hombro y un fusil Winchester 44, similar al de los cowboys del oeste norteamericano. Nunca quiso un arma de otro tipo. Llevaba sus cananas cruzadas en bandoleras sobre el pecho. Su estilo era a lo Pancho Villa. Este «mexicano, fue el alma de aquella expedición que desembarcó en Cabo Haitiano. Parece que salieron de Cuba detrás de nosotros tratando de incorporarse a la guerrilla nuestra, pero en vez de dar la vuelta por el norte o a través del Paso de los Vientos, cayeron en la Punta de Cabo Haitiano y allí inmediatamente el Ejército local les cortó las vías de comunicación hacia el interior del país.
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A todos estos expedicionarios los hicieron prisioneros. Eran 27 compañeros, entre ellos Antonio Ochoa –que no era familia mía– y dos hermanos que eran conocidos como Los Jimaguas. Parece que sufrieron mucho luego de una travesía marítima en un lanchón sin camarote, con un motor de petróleo defectuoso, y de desembarcar con armas muy malas, muy ligeras todas, y escasos de parque. A la mayoría de ellos los fusilaron en Haití y sobrevivieron sólo cinco, que meses después fueron devueltos a Cuba. En el caso de ambas expediciones, que salieron desde nuestro país, el Gobierno revolucionario no tuvo la menor responsabilidad. Fueron hombres que se fueron como se dice «por la libre empresa». Creo que muchos de estos muchachos lo hicieron con buena intención, debido a la efervescencia revolucionaria que se vivía entonces.
CAPÍTULO IV NUESTRA PRIMERA BAJA
C
uando nuestro avión despegó de la pista de Constanza –luego del primer tiroteo contra aquella caravana de automóviles, que tal y como imaginábamos estaban llenos de guardias– le reiteré a Nene López que se alejaran y fuera concentrando a los compañeros en algún lugar, que yo iría detrás, en la retaguardia del grupo. Él sorprendió en ese instante a un soldado que estaba agazapado en medio de una boniatera (sembrado de batatas). Se había agachado y se había quedado petrificado allí. Luego nos enteramos que en la punta de la pista había una ametralladora 50, que no funcionó porque su dotación de cinco o seis hombres «puso pies en polvorosa». Se fueron de allí. No fue como dijo Ramfis Trujillo(59) en unos informes militares, que la ametralladora se encasquilló. Esa ametralladora nunca estuvo encasquillada, lo cual fue dicho por los mismos militares. Realmente la escuadra, que era la dotación de esa ametralladora colocada en el final de la pista, no cumplió su deber y sus miembros se alejaron rápidamente. Yo no supe nada en cuanto a los soldados que estaban allí, me enteré luego por los militares, pues hablaron muy mal de su propia gente.
(59) Ramfis Trujillo: Corresponsable con su padre de la masacre de los expedicionarios de 1959 y de los posteriores crímenes de la dictadura.
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A medida que nos alejábamos del aeropuerto se escuchaban algunos disparos. Nene López se llevó al prisionero, pero yo no me volví a encontrar con ellos, debido a que llegué a un canal de regadío bastante profundo y bien conformado. Recuerdo que cerca de allí había una colonia, no sé si de españoles, húngaros o japoneses, cuyas casitas se veían muy lindas. Esta zanja detuvo el paso de mucha de nuestra gente, en medio de la lluvia y lo resbaladizo del terreno. Caminamos en los primeros instantes por dentro de unos campos de yuca, con las matas que nos daban más o menos por las rodillas. Se hizo mucho fango y lo llevábamos pegado a nuestras botas. Cuando llegué a la zanja, encontré que unos cuantos combatientes no habían podido cruzar hacia el otro lado. Atravesé con mucho esfuerzo el canal, subí la pequeña cuesta y desde el borde del lado opuesto, cuatro o cinco de nosotros ayudamos a pasar al resto, entre ellos a Jiménez Moya y a Spignolio. Creo que este último llevaba una mochila que perdió precisamente ahí, pues ya tenía un tirante roto. Contenía dicha mochila gran cantidad de dinero para la supervivencia del foco insurgente y además los mapas donde aparecían marcados los puntos de los desembarcos por mar. Contrariamente a lo que pensábamos, los yates no arribaron a la costa hasta el día 20 de junio. Al encontrar esta mochila horas después, el ejército supo con varios días de antelación los lugares por donde desembarcarían nuestros compañeros. No seguí avanzando hasta que cruzó la zanja el último de los combatientes. Éramos unos seis y nos unimos a otros catorce. Al frente de estos últimos se había puesto Pablito, quien en un momento de la marcha les dijo: «El Comandante está detrás y tenemos que esperarlo, nadie se puede mover de aquí». Fue entonces cuando conformamos un grupo de veinte hombres. Inmediatamente pregunté por Enrique y me dijeron que iba muy adelantado.
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Al frente del grueso del grupo, Enrique había tomado por un camino, una serventía que coge rumbo a Jarabacoa(60) y no hacia las montañas. Más bien iba hacia el llano. Ya eran casi las 7 de la noche. Estaba oscureciendo aunque todavía había claridad. Como no encontramos sus rastros, pensé que habían ido hacia el pobladito a tomarlo y hacia allí me dirigí con un grupo de cuatro o cinco hombres. En la primera casa del poblado le pregunté a un campesino y a su hijo por dónde era más fácil el acceso para subir a la montaña más cercana y me indicaron que era por donde había tomado Enrique y el grueso del destacamento contrariamente a lo que yo pensaba. Hacia esa dirección tomamos inmediatamente. Les pedí por favor a los campesinos, que nos acompañaran para indicarnos por dónde teníamos que subir. Avanzábamos tratando de alejarnos de la pista de aterrizaje. Supongo que estaríamos ya como a tres kilómetros del aeropuerto. Íbamos muy rápido, pues la lluvia había cesado. No fue un aguacero torrencial, sólo una llovizna pertinaz que no duró mucho tiempo. Viendo que no le dábamos alcance al otro grupo, mandé a dos compañeros para que a toda carrera avanzaran un par de kilómetros y regresaran por allí mismo a reunirse con nosotros. Buscábamos noticias del resto de la gente que suponíamos habían ido por ese rumbo. Ya caían densamente las sombras de la noche en medio de un camino bordeado por una cerca, a lo largo de la cual había muchos árboles. Cuando regresó la pareja de compañeros –uno de los cuales era Frank López– y nos informaron que no se habían encontrado con nadie, decidimos pasar por debajo de la cerca y subir por la loma más próxima. Esa cerca fue bastante difícil de pasar. Casi todos nosotros tuvimos que quitarnos las (60) Jarabacoa: Cabecera del municipio de igual nombre en la provincia de La Vega. República Dominicana.
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mochilas para poder hacerlo, pues los alambres estaban muy tensos. Tomamos la orilla de otra alambrada que subía por ese estribo hacia la montaña y por un trillo de ganado comenzamos el ascenso. Eran las doce en punto de la noche cuando alcanzamos la cumbre. Habíamos hecho unas tres paradas para descansar. Mayobanex cuenta en su libro que se quedó rezagado en un momento de esos a la orilla de un camino, pues se durmió y tuvo que correr mucho loma arriba para poder darnos alcance. A mitad del trayecto por la falda de la montaña escuchamos dos disparos que venían de la zona más o menos aproximada de Jarabacoa. Supuse que era la gente de Enriquito y Nene López que habían hecho aquello buscando orientarnos a nosotros, pero realmente, y esto Enrique lo sabía, no podíamos tomar ese rumbo, pues no era el señalado. Debíamos mantener la idea original de nuestra operación, que era la de internarnos en las montañas de Constanza y alcanzar desde allí como destino final para nuestra base de operaciones la zona del Pico Duarte(61). No podíamos, bajo ningún concepto, ir hacia Jarabacoa, por donde se aproximaba uno al llano, tampoco retroceder hacia San Juan de la Maguana que era hacia donde ellos habían tomado. Fue por eso que decidí mantener el rumbo que originalmente acordamos con los demás expedicionarios de los barcos y con el propio Enrique. La primera etapa de una guerrilla no puede ser de enfrentamiento directo con el enemigo, sino de estudio de la zona de operaciones. Se ha de llegar a conocer palmo a palmo las mon(61) Pico Duarte: La montaña más alta de la Cordillera Central. Mide 3 mil 175 metros sobre el nivel del mar. Se trata de una zona bastante inhóspita, pero que no obstante era señalada por los líderes del movimiento como región de operaciones, quizás por el simbolismo que constituía ocupar la colina más alta del país.
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tañas y sus vías de comunicación. Se debe evaluar en esta etapa las posibilidades de sustentación alimentaria del grupo insurgente y sobre todo el trabajo político y social con la población. Ello no exime la posibilidad de combatir, pero ha de hacerse escogiendo el guerrillero las posiciones más ventajosas y sorpresivas. Partiendo de esto, es decir, de infligir los golpes iniciales, se ha de evaluar inteligentemente la capacidad de reacción del enemigo, sacando conclusiones. La división del contingente expedicionario de Constanza en este momento inicial resultó un acontecimiento muy negativo. De haber contado con la columna completa de 54 hombres, bajo un mando único, considero que la suerte de nuestra operación hubiera sido otra. Independientemente de las circunstancias objetivas y subjetivas que deben estar presentes en todo análisis histórico, creo que en nuestro caso hay que tomar en cuenta algunas eventualidades que incidieron en el fracaso militar de la guerrilla. Quiero defender una tesis de la cual siempre fui partidario. Existe una lucha insurgente con guerrilla de tipo sedentaria y otra con guerrilla de tipo nómada. Por esta última siempre se inclinó Fidel en la Sierra Maestra. Me refiero a una guerra irregular y no de posiciones. A Fidel le fue muy bien dejando de por medio siempre una buena cantidad de kilómetros tan pronto era detectado por el enemigo o por su aviación. Esas detecciones se produjeron casi siempre por el trabajo de algunos espías o por las indiscreciones de campesinos que inocentemente hacían comentarios. Lo primero que debe hacer la guerrilla para tener algún tipo de éxito es conocer el terreno donde va a desarrollar su lucha, contar con una buena exploración, con avanzadas que vayan determinando lo que pueda encontrar el grupo por el camino. La exploración puede estar constituida por campesinos escopeteros, vigilantes diurnos y nocturnos, en fin, gente que vaya estudiando el terreno muy por delante del grupo principal.
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La guerrilla debe tener mucha capacidad de desplazamiento y sobre todo debe aprender a avanzar de noche, sin luz y a la mayor velocidad posible. Esta fue, como he dicho, una de las principales tácticas de Fidel, moverse durante el día entero tan pronto era detectado por el enemigo e incluso por campesinos amigos. La experiencia de los golpes iniciales le enseñó al jefe de la Revolución cubana a apreciar en lo que valía aquello de poner terreno de por medio, evadiendo los posibles golpes aéreos, cuestión que nosotros tratamos de aplicar en territorio dominicano, por lo que sólo en una ocasión fuimos sorprendidos con un ataque de aviación bastante certero, el cual narraremos más adelante. Otro factor imprescindible para el eventual éxito guerrillero es el conocimiento de la población campesina del lugar y el tratamiento con ellos, a partir de lo cual el grupo debe desarrollar su campaña. El guerrillero es –como decía el Ché– un reformador social y como tal tiene que tratar a la población por los lugares donde va, siempre dejando una buena huella, siempre dejando un rastro muy diferente al que deja el ejército enemigo. Mantengo este criterio a pesar de que el soldado contrainsurgente de hoy no es el mismo que el empleado por Batista o Trujillo. El de ahora es un soldado diferente, formado en escuelas antiguerrillas y que trata de manera distinta a la población campesina para buscar otro resultado. Hay que constituir un cuerpo médico y leyes interiores para el mantenimiento del orden y la disciplina en el territorio ocupado. También se deben garantizar las comunicaciones, crear un periódico, asegurar vías de abastecimiento y hacer propaganda radial, porque esto es una cuestión elemental para la victoria de un movimiento guerrillero. Siempre el combatiente revolucionario tiene que proteger a los pobladores, ayudarlos y si hay médicos en la guerrilla hay
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que prestarle ese servicio al campesinado, curarle parásitos a sus hijos, aliviarles el dolor, es decir, trabajar a largo plazo. No se puede pensar en una lucha corta, no se puede actuar con desesperación en el afán por desplazar del poder a la oligarquía reinante para establecer un gobierno revolucionario. Antes del alzamiento de una guerrilla tiene que vertebrarse un movimiento nacional como especie de un partido reconocido por las grandes masas desposeídas, en cuyas bases se sustente el contingente guerrillero. Tiene que existir un movimiento clandestino en las ciudades mediante el cual se pueda propagandizar la ideología de la revolución. Muchas de estas cuestiones teóricas estuvieron ausentes en nuestro caso. Pero –volviendo a los hechos– a las doce de la noche ordené descansar. En nuestra marcha cerca de la pista de Constanza habíamos capturado a otro soldado del Ejército Nacional que mantuvimos con nosotros junto al campesino y a su hijo. Puse una posta de dos compañeros para custodiar, pero ambos se quedaron dormidos debido a que estaban muy cansados de resbalar en la subida de la montaña. El guardia aprovechó y se escapó en la madrugada. Al amanecer ya se empezó a sentir el ruido de los motores de los aviones. A eso de las 10 de la mañana, luego de haber descrito muchos círculos haciendo reconocimiento, comenzaron a ametrallar rumbo a la zona de Jarabacoa. Al parecer habían detectado el movimiento de alguna de la gente del grupo de Enriquito y Nene López, que habían tomado esa ruta. Inmediatamente recordé una operación que Fidel había hecho cuando el desembarco del Corynthia(62), cerca del puerto de Antilla, en la costa norte oriental. Veinticinco hom-
(62) Desembarco del Corynthia: Tuvo por objetivo abrir un segundo frente guerrillero en la Sierra Cristal. La expedición finalizó de forma desastrosa y estuvo patrocinada por los políticos del Partido Auténtico, del depuesto Prío Socarrás.
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bres llegaron de Miami con Calixto Sánchez al frente y Fidel decidió atacar el cuartel del Uvero, en la costa sur, para distraer fuerzas militares y aliviar la presión del ejército contra estos compañeros. En nuestro caso pensé en la posibilidad de dar un rodeo por detrás de Constanza, bajar y realizar por allí algunas acciones, algún encuentro con el enemigo que distrajera la atención de las tropas; tratar de que dejaran de perseguir un poco al grupo de Enrique y nos persiguieran a nosotros. En este momento se produjo un breve debate propiciado por Rinaldo Sintjago, sobre quien obviamente recaía –en ausencia de Enriquito– la dirección política de la pequeña tropa, en torno a la persona más idónea para asumir el mando militar. El propio Rinaldo sugirió que recayera en mí dicha responsabilidad y otros compañeros intervinieron para aprobar esa decisión, de manera que por consenso me encargué desde ese momento del mando militar del grupo. Inmediatamente puse a todo el mundo al tanto de mis consideraciones y observé por los binoculares en busca del rumbo más idóneo. Era un paisaje verdaderamente hermoso el que tenía ante mis ojos. Desde aquella altura vi la pista de aterrizaje y la fortaleza. Comenté que le habíamos ganado los dos primeros asaltos al tirano: el desembarco y la seguridad de la selva. Con el efecto motivador de mis consideraciones emprendimos la marcha, siempre sin alejarnos de Constanza. A la segunda noche fue que pudimos llegar al otro lado de la meseta. Se nos hizo extraordinariamente largo el camino. A pesar de los entrenamientos en el campamento de Mil Cumbres noté que faltaba fogueo en el avance nocturno. El campesino que nos acompañaba tendría unos cincuenta y tantos años y su hijo unos dieciséis. El padre era un hombre que se movía muy bien y sabía expresar con mucha coherencia sus criterios. Con él conversamos mucho todos los combatien-
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tes de nuestro grupo. Nos informó que cerca había una carretera con un puente sobre el río. Bajamos y salimos a un camino maderero, bordeando todos los alrededores de Constanza. Era una vía para acopiar madera en camiones, me imagino que de doble diferencial, por lo empinado de las pendientes. Antes de bajar al puente el campesino nos aseguró que la carretera iba hacia una finca donde Trujillo poseía una residencia. En nuestro descenso lo primero que encontramos antes de llegar a la vía fue a un muchachito de unos 18 años con un burrito. Lo tomamos prisionero y comenzamos a preguntarle si había tropas por los alrededores. Nos dijo que en aquel puente había veinte soldados y nos decidimos a atacarlo puesto que estábamos en un nivel superior y desde allí podíamos hacer aquel tipo de acción. Yo consideraba que era lo ideal para aliviar la presión sobre el resto de los combatientes que estaban con Enrique. Rato después llegamos a una pulpería, que es como le dicen por acá a las bodeguitas campesinas. Esta era muy pequeñita. Nos enteramos allí que habían retirado al grueso de los soldados que custodiaban el puente, parece que para incrementar las fuerzas que perseguían al otro grupo. Desconocían aún los efectivos gubernamentales la existencia del destacamento nuestro, así como la distancia a la que nos habíamos colocado del resto del contingente expedicionario. Los moradores del lugar nos informaron que había sólo una pareja de soldados custodiando el puente, quizás por temor de que se produjera su voladura y obstruyera el paso de los transportes militares por aquella zona. Cuánto lamenté en ese momento no contar con las minas antitanques que quedaron a bordo del avión. Dispuse que cuatro hombres fueran hacia la carretera e hicieran una emboscada. Eran ellos Mayobanex Vargas, Pedro Pablo Fernández, Juan Antonio Almánzar Díaz y el puertorriqueño David Chervony.
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Tenían la orientación de no disparar contra la pareja de soldados que había ido, según nos enteramos, a hacerle una visita al alcalde pedáneo, no sé con qué motivo, pues lo que tenían que estar haciendo era custodiar el puente aquel. Mientras el resto de los compañeros permanecíamos en la pulpería, mandé a un campesino a recoger papas en el campo y tomamos lo que había allí, que era un saquito de galletas viejas y unos caramelitos. Todo lo pagamos muy bien a la dueña del local y ella con mucho temor sancochó aquellas papas en una cazuela grande. Cuando estábamos en estos trajines escuchamos unos disparos y yo dije pensando en alta voz: «se jodió la pareja de soldados». Lo que habíamos escuchado era sin dudas la ráfaga de un fusil Fal. Inmediatamente salimos de allí y dejamos a dos compañeros para recoger lo que habíamos comprado y llevarlo en el burrito hacia donde estaríamos nosotros, es decir, hacia la carretera, de la cual nos habíamos alejado bastante. Al llegar a la vía vi que traían a Pedro Pablo herido en el vientre. La bala le había entrado por debajo del ombligo y había salido por sobre la nalga izquierda. Observé que apenas se podía mover, pues el disparo le había rozado una vértebra, aunque no había interesado la columna, según nos explicó el doctor Rafael Augusto Mella quien iba con nosotros. Pregunté sobre el incidente y fui hasta donde estaban los guardias, muertos ambos por el fusil del propio Pedro Pablo. Me explicaron que él se lanzó al medio de la carretera, les dio el alto a los uniformados y se puso a escasos seis metros de ellos para conminarlos a que se entregaran. Uno de los soldados no aceptó la rendición, palanqueó su arma y disparó contra Pedro Pablo. Nuestro compañero había sobado igualmente su fusil, disparó en ráfaga y los dos guardias murieron instantáneamente.
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Se produjo entonces un lamentable incidente con el puertorriqueño David Chervony, quien contaba apenas 17 años. Al ver a su compañero herido sacó el cuchillo comando que llevaba y le dio varios tajos en la cara y la garganta a los soldados que yacían en el suelo. Tomé la medida de desarmar a Chervony, lo reprendimos delante de la tropa y le dije que su actitud no había sido propia de un combatiente revolucionario, sino más bien de un esbirro trujillista o batistiano. Añadí que eso jamás se podía hacer con el enemigo vencido pues no era ético y que además, nunca tendríamos la posibilidad de que un soldado herido o sano, se nos entregara al ver lo que le podría ocurrir, incluso después de muerto. Agregué que ese incidente lo tomaría el enemigo para hacer propaganda en contra nuestra. Lo desarmé y se le dio a cargar los fusiles de los guardias sin las balas. El arma que portaba aquel compañero se la entregué a un campesino tractorista que se nos unió allí mismo antes de alejarnos del poblado, un hombre de veintitantos años que se mostró entusiasmado por incorporarse a nosotros. Pedro Pablo fue llevado hasta el camino para trasladarlo en el burrito. Ya el médico le había puesto una inyección de morfina. Cuando llegué hasta él me dijo: «Comandante, me jodí». Era una situación difícil, pero traté de no preocuparlo. Di la espalda e iba caminando hacia donde estaba el burrito que aún llevaba encima la mercancía, cuando volvieron a reclamar mi presencia en donde estaba el herido. Pedro Pablo se había clavado su propio cuchillo en la garganta. Dijo antes de hacer esto que no quería ser una carga para sus compañeros. Le extrajeron el arma e inmediatamente murió, pues estos cuchillos comando norteamericanos tienen un par de zanjas o estrías en los costados que no permiten la salida de la sangre y la hemorragia se produce internamente en el acto.
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Nos fuimos por el mismo camino por el que habíamos bajado, aunque dejamos a cuatro hombres en una emboscada con la orientación de disparar ante cualquier vehículo militar que apareciera. Queríamos armar un gran alboroto, para lo cual había tiempo aún pues habíamos bajado temprano y eran en ese momento alrededor de las 8 ó 9 p.m. Teníamos toda la noche para alejarnos de allí por aquel camino enorme. Así lo hicimos con nuestro compañero muerto, el muchacho del burrito, el tractorista que se nos unió y el campesino con su hijo. Subimos durante un par de horas, pero muy rápido y casi por donde mismo habíamos bajado nos hicimos al lado opuesto del camino y tendimos a Pedro Pablo en el suelo. Lo envolvimos en su hamaca y lo cubrimos con la tierra que pudimos extraer con nuestros cuchillos. Pusimos también un túmulo de piedras y lo dejamos ahí debajo de un árbol, a la orilla del camino. Frente a la tumba improvisada de Pedro Pablo y con mucha emoción pronuncié breves palabras ante todos los combatientes reunidos. Era la primera pérdida de nuestro destacamento, paradójicamente, uno de los mejores hombres, que había caído por su exceso de audacia, arrojo y valentía. No había que ser muy listo para inferir que desde aquel momento la situación de nuestro grupo estaba detectada por el enemigo y que contra nosotros se emplearía y concentraría la mayor cantidad de las fuerzas principales del régimen. Aún así aquella operación adquirió un carácter importantísimo, pues ya mostrábamos ante el campesinado y el pueblo dominicano, que se le podía hacer frente con éxito a las fuerzas de la tiranía, que no estábamos allí sólo para deambular por las montañas sin dar la cara, que ya se había iniciado la lucha guerrillera y se podía esperar en poco tiempo la reacción y apoyo de las masas populares. Nos alejamos hacia arriba, y cuando estábamos casi donde el camino llega al firme, nos descolgamos por la zona contraria
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a la que habíamos recorrido el día anterior, pues ya habíamos divisado que hacia allá había un aserradero. Esto lo observé gracias a los potentes binoculares que llevaba y me percaté también de que se movía por allí alrededor un pelotón de soldados. Primero bajamos hacia un arroyo, nos aprovisionamos de agua y tomamos hacia el aserradero para encontrarnos con el enemigo. Subimos una montaña y quedamos un poquito sobre el nivel del camino que habíamos dejado, pero ya muy lejos de él, a más de 500 metros. Este 16 de junio por primera vez la prensa cubana se hacía eco del inicio de la lucha armada en la República Dominicana. En primera plana el diario «Revolución» titulaba así los acontecimientos: Reportan Rebelión en Santo Domingo. En breves declaraciones Fidel Castro refutaba la afirmación de un diario dominicano, según el cual, el líder cubano había admitido que Cuba ayudaba al movimiento guerrillero. «Eso es falso –dijo Fidel, y añadió– tales afirmaciones comprometen la seguridad de Cuba. Yo no he hablado de eso y ni siquiera lo he insinuado». Era la primera reacción oficial cubana. Al otro día, muy temprano en la mañana, mientras permanecíamos allá arriba descansando, apareció para sorpresa nuestra, la vanguardia de los soldados que habían abandonado el aserradero y bajaban por el camino que habíamos dejado hacia la zona del puente donde tuvimos el encuentro con los dos guardias. Los observamos con los binoculares. Los 19 que quedábamos estábamos en posición de tiro. Al muchacho del burrito lo dejé marchar esa noche que enterramos a Pedro Pablo. Al viejo y a su hijo les dije que se fueran por el mismo camino por donde habían venido, pues de tomar hacia el puente los podían confundir con nosotros y podrían matarlos. Le di al padre 50 pesos para él y otros 50 para que nos subiera una caja con latas de leche condensada cuando pudiera hacia el lugar donde habíamos pernoctado la segunda noche
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de nuestra llegada a Constanza. Le pedí que la pusiera junto a un árbol donde él y yo habíamos estado sentados charlando. Como he dicho, este campesino se mostró muy conversador y respondía a todas nuestras preguntas. Johnny Puigsubirá, en su diario, también menciona el diálogo que sostuvo con aquel poblador de las estribaciones de Constanza. No quisimos disparar contra aquellos soldados que bajaban aunque hubiéramos podido quizás alcanzar a alguno, pero estaban a mucha distancia y disparar desde tan lejos no hubiera sido efectivo. De habernos quedado en el medio del camino hubiéramos hecho una carnicería, pues en la vanguardia avanzaban todos muy pegaditos. Salimos por donde los guardias habían bajado y caminamos un buen trecho detrás de ellos, pero luego saltamos hacia nuestra derecha, pues debíamos dirigirnos hacia la zona del Botao, que era donde previamente habíamos acordado que nos reuniríamos, lo que no hicieron los compañeros del grupo principal, quienes más bien tomaron una dirección contraria. Eran aquellos unos montes muy difíciles de caminar, faldas de montañas con muchos palos en el suelo y muchas algas. Ninguna de estas elevaciones tenía cultivos, como sucedía en la Sierra Maestra, donde incluso en las zonas más intrincadas se encontraban siembras. Ya habíamos despistado a los soldados, que, por cierto, no era un pelotón, sino una compañía. Contamos más de 120 uniformados. Continuamos buscando la zona llamada del Botao, donde según Díaz Lanz(63), el Jefe de la Aviación cubana, nos haría un lanzamiento de provisiones. Como parece que Lanz ya era
(63) Pedro Luis Díaz Lanz: Jefe de la joven aviación rebelde cubana. Fue el primer piloto en conducir un avión a la Sierra Maestra y lo hizo otras trece veces. Desertó hacia los Estados Unidos luego de perder su cargo, del cual fue relevado, entre otras causas, por nepotismo. El gran traidor de la causa dominicana.
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traidor, es de suponer que había pasado al enemigo todos los datos que poseía sobre el lugar donde debíamos concentrarnos. Pienso que si no se lo dijo a Trujillo, se lo dijo a la CIA. Nos movimos hacia esa zona, no sin antes pasar por varios parajes que evidentemente el campesino tractorista que nos acompañaba no conocía. Necesitábamos una persona que realmente pudiera orientarnos sobre los lugares más próximos. Este hombre no sabía orientarse en la montaña, pese a que había sido, según él, acopiador de madera por los aserraderos de la zona. Continuamos nuestro avance hacia el este, hacia la salida del Sol, haciendo algún zig-zag, propio de la manera en que se mueve un guerrillero en la montaña, pero la marcha era muy lenta y los hombres estaban hambrientos. Había un poco de palmito y los cubanos que habíamos estado en la campaña de la Sierra Maestra se lo enseñamos a comer a los demás. Algunos lo ingerían crudo y otros lo cocinaban en un vaso grande que tenían las cantimploras y que pudimos usar en contadas ocasiones. Comimos palmito y algunas galleticas y caramelitos de la pulpería, lo que repartimos pedacito a pedacito a cada compañero. Así llegamos a la zona de otro aserradero. Debieron de haber pasado unos seis días desde nuestro desembarco. Saqué mi última lata de ración de carne y la repartí. Una cucharadita por hombre. No quise comérmela solo, aunque era uno de los que más había ahorrado. Además, yo llevaba un pomo de multivitaminas de 500 cápsulas –de esas que para mi asombro casi todo el mundo había dejado– y en las mañanas me tomaba una. En esos días la aviación se escuchaba ametrallando continuamente, pero no detrás de nosotros, pues nos habían perdido la pista por completo. La desinformación en cuanto a nuestro accionar era evidente, no sólo para la opinión pública dominicana, sino tam-
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bién para Cuba. El 17 de junio titulaba en primera plana el periódico «Revolución»: Confirman Victorias y reseñaba que los revolucionarios habían atacado el aeropuerto de Constanza. «Desbandaron la guarnición militar» –decía–, y más adelante agregaba: «...ocuparon la ciudad durante unas horas. Hicieron 15 bajas al enemigo entre muertos y heridos. Con varias armas ocupadas y luego de esta acción relámpago, los rebeldes escaparon hacia sus escondites en las montañas». El día 2 de julio había quedado Díaz Lanz de hacernos el lanzamiento a las 6 de la tarde por vía aérea, poco antes del oscurecer, para que nos diera la posibilidad de ver los paracaídas. Para entonces yo pensaba tener con nosotros a 40 ó 50 hombres desarmados. Esta era una expectativa que se nos había creado debido a las informaciones de muchos dominicanos relacionadas con un supuesto frente interno. Según estas fuentes, pronto se nos unirían unos 200 hombres instruidos en el manejo de las armas. Por tanto, habíamos pedido que nos lanzaran 50 Springfield con 300 proyectiles per cápita por lo menos. Además, algunas cajas con leche y carne, pues suponíamos que la vianda la podíamos encontrar aquí mismo, en la zona. Esperábamos también, algunas medicinas como anestésicos, antibióticos y calmantes. Mayobanex Vargas, desde la copa de un árbol, vio un bohío a cierta distancia el cual creyó que estaba relativamente cerca. Luego de largas horas de andar en dirección a la casita, me vino a la mente la frase típica de los guajiros cubanos cuando algún visitante desconocedor indaga por un sitio: «...eso está cerquita, al cantío de un gallo». Lo cierto es que tardamos dos días para llegar allí. Ya más de cerca se distinguían algunos cultivos de frutos menores, lo que está narrado también en el diario de Johnny. El día 22 llegamos a la casita cerca de la cual había otro aserradero. Estábamos en la otra banda de la cordillera de
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Constanza. Es decir, saliendo de la meseta hacia las montañas, estábamos a la izquierda, buscando la región de Bonao(64), aunque aún lejos de allí. Comprobamos que rumbo al aserradero se movían también muchos soldados. Los observábamos perfectamente con nuestros binoculares. Ellos no nos veían porque estaban trajinando mucho y no debían suponer que anduviéramos por allí. No obstante, es posible que calcularan que nosotros, buscando comida, fuéramos a alguno de estos lugares, lo cual explica el reforzamiento militar. Nos acercamos a un kilómetro del aserradero, adonde estaba el bohío, que por dentro de los montes, aunque despoblados de árboles maderables, se hizo una distancia mayor y difícil de alcanzar. Irrumpimos en el rancho, y al encontrarlo vacío, pensamos que los bombardeos por aquella zona habían provocado un éxodo de la población. Allí hallamos bastante sal y unas camitas de cujes con colchones de hierbas. Recopilamos viandas; yautías, que es la malanga en Cuba, pero amarilla; algunos vegetales y con una buena lata que también encontramos, hicimos el primer caldo. Un gran sancocho. Mientras estaba el cocido, decidí alejarme del fogón. Era insoportable para mí, con el hambre tan grande que llevábamos, resistir el olor de la acelga, las berzas y los cilantros con que habíamos sazonado aquel sancocho. No quería causar impresión de glotonería a los hombres. Todo el mundo se dio tremendo banquete. Hicimos como cuatro o cinco latas de malanga, algunas de las cuales nos llevamos en nuestros vasos de cantimploras para al otro día poder comer. Este es el lugar al que el joven Puigsubirá llama en su diario «Pequeño Paraíso». (64) Bonao: Capital de la Provincia Monseñor Nouel, en el centro del país, región conocida también como el rico Valle del Cibao.
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Para esta fecha, 23 de junio, podía leerse en un titular del diario «Revolución»: Nuevos Frentes de Lucha. La noticia señalaba que la lucha había comenzado también en Santiago de los Caballeros. Añadía que la propaganda de Trujillo relacionada con el capitán piloto Juan de Dios Ventura Simó no había logrado sus propósitos desorientadores. Se podía entrever un tratamiento comprensiblemente optimista en la prensa cubana. En la casa hicimos campamento durante varios días. Mientras algunos compañeros se ocupaban de la cocina, el resto permanecíamos emboscados en dos estribos, hacia la derecha y la izquierda del acceso al pequeño bohío, para evitar sorpresas. Al tercer día, 24 de junio, llegó el dueño de aquella propiedad acompañado de un hijo. Recuerdo que vinieron a caballo y conversamos con él. Me dijo que su mujer se le había ido. Agregó que en el aserradero había una gran cantidad de soldados, pues tuvo que pasar por allí para llegar a su casita. Decidí darle algo de dinero al hijo, con la encomienda de que trajera leche, latas de carne o sardinas y que tratara, al volver, de dar un rodeo sin pasar por el aserradero. Su padre tenía que permanecer con nosotros. Yo tenía una buena cantidad de dinero, 20 mil dólares en moneda bastante pequeña. Tenía alrededor de unos 15 mil pesos dominicanos en pequeñas denominaciones, parte de los cuales los llevaba en la mochila y parte en los bolsillos de la camisa. Estaba previsto que lo utilizáramos para pagar todo lo que tocáramos. Pensando en imprevistos, a otros compañeros les di también alguna cantidad. Rinaldo Sintjago por ejemplo, llevaba una parte. Hasta ahí permanecíamos juntos los 19 hombres y el campesino tractorista. El hijo del dueño del rancho nunca regresó pero al parecer no nos denunció, porque los guardias no bajaron hasta allí ese día, ni el siguiente. Nosotros nos fuimos hacia el monte y pernoctamos cerca de la propiedad. El 25 de junio volvimos al bohío y no sucedió nada.
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Establecimos las correspondientes emboscadas y dormimos en un estribo de la montaña en posiciones de combate, desde sitios donde se podía pelear con buenas perspectivas de éxito. Los soldados, para entrar al bohío, tendrían que pasar por lugares en niveles más bajos que los nuestros. Ellos tendrían que atravesar un arroyo y nosotros estábamos en un plano muy superior. Sin embargo, no ocurrió nada. En mi mente me representé un paralelismo con la situación dada en los Rellanos del Infierno, cuando Fidel, luego de tomar el cuartel de la Plata, se posicionó para hacer frente a soldados paracaidistas comandados por el teniente coronel Sánchez Mosquera(65), en la época de la Sierra Maestra. Después de volver a sancochar viandas y de esperar en vano la vuelta del muchacho o de los soldados, decidimos abandonar el lugar. Dejamos libre al padre luego de entregarle algún dinero por lo que habíamos consumido y nos marchamos por el mismo camino que habíamos tomado noches anteriores para acercarnos mucho más a la zona del Botao.
(65) Ángel Sánchez Mosquera: Alcanzó en el ejército de Batista el grado de Teniente Coronel. Contumaz perseguidor de los guerrilleros en la Sierra Maestra, donde estuvo a punto de ser muerto por una herida que recibió en la cabeza. Asesinó a muchos campesinos y quemó sus propiedades.
CAPÍTULO V LOS BOMBARDEOS MÁS GRANDES DE MI VIDA
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ormimos en el monte esa noche del día 25, durante el cual la aviación bombardeó las posiciones que habíamos andado horas antes. El joven tractorista que se nos había unido hacía varios días nos abandonó en la madrugada, dejando su fusil. En la mañana siguiente, y mientras la aviación machacaba con sus bombas toda la zona en que habíamos estado, subimos al pico de una montaña bastante elevada y con una arboleda muy frondosa en su firme, lo que unido a la nubosidad que le rodeaba, hacía casi imposible la visualización aérea. Como tantas otras veces, tuvimos que bajar por agua hasta las quebradas. Eran bajadas muy violentas para buscar el vital líquido. Casi todo el tiempo que estuvimos en los firmes de las montañas fue imposible cocinar por falta de agua. Durante mucho tiempo carecimos de recipientes para transportarla. Sólo poseíamos una lata que ya a esas alturas –duodécimo día después del desembarco– adquirimos en casa del campesino. Aquel fue nuestro primer utensilio de cocina. Recuerdo que esta lata nos la llevamos llena de malanga (yautía) sancochada entre dos compañeros, Frank López y el tractorista que desertó en la madrugada, quienes iban entonces en la vanguardia. Los dos hombres la llevaban montada en un palo sobre sus hombros, con mucho trabajo por lo espeso de la vegetación.
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Este día, 27 de junio, el Ministro cubano de la Presidencia, Luis Buch hizo una formal denuncia de su gobierno ante la OEA por las violaciones de los derechos humanos del régimen de Trujillo, por el asesinato de prisioneros y el ametrallamiento en masa de la población civil. Cuba anunciaba el rompimiento de sus relaciones diplomáticas con la República Dominicana, lo cual fue un antecedente único en la política exterior cubana desde el año 59, hasta que por solidaridad con el mundo árabe, el gobierno cubano rompió lazos con Israel. Estos dos casos son excepcionales, pues siempre fueron las otras partes las que decidieron la ruptura de sus nexos diplomáticos con La Habana. En la tarde, el presidente Manuel Urrutia salió al balcón de Palacio para atender a una nutrida manifestación de estudiantes universitarios que apoyaban la lucha guerrillera en la vecina Quisqueya. Urrutia dijo que su gobierno también apoyaba esa lucha y agregó tener en ese momento un recuerdo para Enrique Jiménez Moya, quien le acompañó desde Caracas hasta la Sierra Maestra. Otros reportes de prensa coincidían en la salida de la República Dominicana del ex dictador argentino Juan Domingo Perón, quien al parecer, temeroso de la inestabilidad reinante, solicitó asilo al gobierno boliviano. Aquella montaña, como he dicho, era muy linda. Subimos a su firme para descolgarnos un día después, el 28, hacia el pobladito del Botao. Allí nos encontramos con una cascada y una poceta azul preciosa, de agua cristalina. Era un manantial extraordinariamente bello, pero tuvimos que hacer pininos después para salir de allí, porque eran pendientes casi cortadas a pico. Fue muy difícil hacer una cadena con los fusiles para poder, hombre por hombre, alcanzar un estribo de aquella loma. A la tarde de ese día ya estábamos muy cerca del poblado del Botao. Al parecer habían detectado nuestra presencia en las
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inmediaciones. Quizás los campesinos habían soltado la lengua y habían dicho que estábamos por allí, porque una enorme cantidad de aviones comenzaron a dar vueltas por los alrededores del Botao. Pensé también en alguna filtración desde Cuba sobre nuestra presencia en la zona por aquellos días, pues nuestra marcha había sido impecable. Avanzábamos siempre de noche y con mucho cuidado de no dejar rastros. Acampamos, y después del mediodía bajamos al pobladito. Lo tomamos y pusimos la correspondiente emboscada en un paso de automóviles por si llegaba alguno. Una viejita del lugar, prietecita y llamada Delfina Pérez, quien estaba rodeada de algunos hijos, aceptó cocinarnos una chiva. A aquel sitio yo le llamo «El Botao» porque así es como aparecía en nuestro mapa y es en esa zona que había acordado con Díaz Lanz el lanzamiento en paracaídas de algunos fusiles, medicinas y comida. Era un valle intramontano. Además de la chiva nos comimos algunos plátanos. Se hizo toda aquella comida sólo con sal, a falta de otros ingredientes. Mientras se preparaba el «cocinado» llegó un pariente de la señora que decía llamarse Ramón y debo apuntar la coincidencia de que el viejo que nos acompañó desde la zona de Constanza se llamaba Ramón, el tractorista, según él, también se llamaba Ramón y este último lo mismo. Recuerdo que sacó un machete muy afilado y empezó a decir que él mataba a cualquiera. Me pareció un campesino demasiado «espabilado» y se me aproximó mucho, lo cual incrementó mis dudas. Descolgué mi fusil de ráfaga y me lo puse en el brazo. Él se alejó ante aquel movimiento mío, pero pensé que pudo haber tenido malas intenciones. Rinaldo Sintjago le planteó que si podía ir a alguna pulpería cercana por comida. Consentí en que fuera debido a la imperiosa necesidad de abastecernos, y se le dio el dinero suficiente para que trajera el encargo.
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El campesino se marchó y poco después, a eso de las cinco de la tarde llegó la aviación y bombardeó todo el firme de la montaña que habíamos andado el día antes. Tengo una visión de aquel día que jamás olvidare: La viejita estaba a punto de terminar de cocinar la chiva cuando comenzó el bombardeo en todo el firme alrededor del poblado. Les dije a los hombres que permanecieran ocultos en los bohíos y desde su interior pudimos ver los aviones describiendo círculos, ametrallando y lanzando roquets. Creo que fue en un inmenso avión C-46 que trajeron aquella enorme bomba cuyo lanzamiento estremeció todos los alrededores. La señora salió del bohío y les gritaba: «Diablos de aviones. Dios los castigará». Decía que si el diablo existía, Trujillo era peor que él. Es increíble la manera en que el infierno que se crea en un escenario bélico precipita la toma de conciencia en la población campesina. Esto yo lo pude experimentar una vez más con aquella señora. Allí fui testigo del bombardeo más grande que he visto en mi vida, el que duró como hora y media. Participaban aviones de propulsión vampiros, bombarderos B-26, P-51 y C-46 de transporte, que podían llevar mucha carga. También pasaban helicópteros de observación y aviones Cessna. Cuando terminó el ataque comenzaron a entrar en el poblado los primeros soldados que contemplamos con los binoculares desde cierta altura, fuera del bohío de la viejita, al cual volvimos por la noche a sancochar más viandas. Pero ya sabíamos que los guardias habían entrado hasta una de las primeras viviendas y se habían marchado con algunos campesinos detenidos. Saliendo nosotros del caserío antes de que despuntara el día 29 de junio, volvieron los uniformados y sacaron al resto de los pobladores del lugar. Le dije a Mayobanex que si a la una de la tarde estábamos sobre el firme de la montaña que teníamos enfrente no habría problemas. Esa evacuación forzosa de
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campesinos me indicó que iba a haber un segundo gran bombardeo. La aviación no acostumbra a actuar hasta entrada la mañana. Conocía desde la Sierra Maestra que los pilotos desayunan muy bien y deben hacer su digestión antes de cumplir las misiones. Por esto, temprano en la mañana, seguimos un rumbo no por el centro de las elevaciones que habíamos andado hasta ahora, sino por las estribaciones de la Cordillera Central que es la más alta, pues en esa zona del Botao las lomas son de menor altura. Cuando ya habíamos escalado las primeras montañas, terminaron de sacar a todos los campesinos de los bohíos. Vi con los binoculares al primer pelotón que entró al valle a realizar la operación. Supuse que iban a quemar con bombas de napalm todo aquel caserío y nos dispusimos a movernos por el firme de la cordillera para descolgarnos hacia el otro lado. La vegetación era muy enrevesada. Volvimos a ver el tibisí, que es un canutillo cortante que causa grandes estragos en la cara, el cuello y las manos de las personas, aunque se lleven mangas largas. Frank caminaba delante con un machete abriendo monte. Cumplía la misma tarea que había hecho Fajardo en la Sierra Maestra. Luego iba Mayobanex como Jefe de la punta de vanguardia. Algunos compañeros tuvieron muchas dificultades durante esta carrera forzada pendiente arriba. Recuerdo que Achécar Kalaf tenía descomposición de estómago debido al chivo precariamente cocinado que habíamos ingerido. Ya este compañero estaba muy debilitado y le ayudaban a andar otros dos combatientes. Para mis adentros me dije que cuando comenzaran a caer las bombas, a pesar de su «maleza», no sería de los últimos en llegar arriba, y los hechos me dieron la razón. A veces se producen en la guerra situaciones que son como para reírse, si no fuera por lo trágico.
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Cuando alcanzamos lo más alto de la montaña, irrumpieron los primeros aviones Vampiros y comenzaron a describir círculos por sobre el valle y sus montañas aledañas. También llegó un helicóptero. Después nos enteramos que viajaba en él el general Mélido Marte, quien orientaba la dirección de tiro de los aviones. Considero que aquellos eran magníficos pilotos. Tenían un buen entrenamiento, pero utilizaban el mismo sistema que sus colegas de Batista en Cuba. Estaban entrenados por la misma misión militar norteamericana. Tenían la misma táctica, es decir, describían círculos, entraba uno en picada por el centro, disparaba su ráfaga –uno o dos cohetes para no descompensar el aparato– y salía de la maniobra para ganar altura. Luego entraba otro en la picada un poco más adelante y así, hasta que martillaban completamente todo el firme de aquellas lomas. No quemaron el poblado en primera instancia. Por la tarde, cuando a nuestro entender ya estaban cansados de disparar –serían más de las 2 p.m.– Pablito, Frank y yo decidimos subirnos en un árbol a mirar hacia el valle, pues desde el suelo no se veía bien por la frondosa vegetación que teníamos encima. Creímos que iba a menguar el volumen del fuego aéreo. Por debajo de nosotros estaba volando el helicóptero en que iba el general Mélido Marte, cosa que no sabíamos entonces y Pablito me planteó la posibilidad de dispararle. Se veían perfectamente los dos tripulantes de la nave. Si le hubiéramos disparado al piloto, el alto oficial no habría escapado con vida en medio de aquellas quebradas profundas. Había situado a los combatientes descolgados en la falda hacia el otro lado de la montaña, cuando uno de los aviones que volaban la zona entró en picada y lanzó uno o dos roquets (cohetes) por el lado de la estribación que habíamos escalado antes. Ese borde de la montaña lo quemó completamente y fue tal la onda expansiva, que se partió la rama seca del árbol en que
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estábamos y caímos de allá arriba, desde unos cinco metros de altura lo menos, con nuestros fusiles a cuesta. Pese a nuestro aturdimiento, los tres nos incorporamos rápidamente. Sólo por milagro no nos habíamos fracturado ningún hueso. Decidí no disparar contra ningún helicóptero, sino salir de allí en el acto, antes de que alguna bomba nos adivinara. Nuestro objetivo inmediato era esperar la ayuda aérea que habíamos acordado, aunque ya comenzábamos a ver como imposible aquella operación. Llegué a la conclusión de que el enemigo nos había detectado con precisión, pero no por nuestra culpa. Nosotros habíamos despistado a los soldados y no fue hasta ese momento que los volvimos a encontrar. En ese instante se nos tendió un cerco en anillo muy rígido, con batallones completos, lo cual confieso que me desconcertó. Aquellos días vi los bombardeos más grandes de mi vida. De todos los que presencié durante mi lucha en la Sierra Maestra y en tierras dominicanas fueron esos los más grandes que he visto y en los que más cerca nos dieron las bombas, los roquets y la metralla. Como conclusión, quedé firmemente convencido de que habíamos sido traicionados. Nunca he tenido dudas de que fue el entonces comandante Pedro Luis Díaz Lanz el autor de esta delación. Esa hipótesis luego me la confirmaron los interrogadores cuando estaba preso, es decir, que Díaz Lanz y el piloto argentino Rojo del Río(66), encargado de ejecutar el lanzamiento, le habían vendido a Trujillo toda la información e incluso las fotos del avión antes de partir de Cuba. Sé que esas fotos las publicó Trujillo y las manejó como quiso. ¿De dónde las sacó el Dictador sino a través de Rojo del Río y Díaz Lanz?
(66) Rojo del Río: Argentino. Fue desde Costa Rica vía aérea hasta la Sierra Maestra con un cargamento de armas.
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El primero escribió un libro lagrimeante en Costa Rica. Recuerdo que el propio comandante Camilo Cienfuegos me contó con enfado que este señor le pidió 10 mil pesos por un salto en paracaídas en el malecón habanero durante unos carnavales. Desde entonces Camilo no lo recibió más. Esta anécdota nos muestra la calaña humana de Rojo del Río. El segundo, por su parte, desertó en un avión militar, luego de ser destituido de la jefatura de la Fuerza Aérea Revolucionaria y encontró refugio en los Estados Unidos. Ya el 9 de julio el desertor se encontraba en Washington rindiendo parte detallado ante un Subcomité del Senado norteamericano de todo lo relacionado con la expedición antitrujillista y de otros asuntos que competían sólo al pueblo cubano. Nosotros desarrollábamos nuestra campaña guerrillera en la República Dominicana, y no teníamos modo de conocer sobre estos acontecimientos. Acerca de la deserción de Díaz Lanz poco después Fidel Castro informó al pueblo cubano: «Puedo decir que lo de Díaz Lanz fue una traición y que lo hizo al servicio de determinados intereses. Esa no fue una reacción de esas momentáneas, fue una cosa perfectamente planeada». Sin embargo, nosotros aún teníamos la esperanza de encontrarnos con los expedicionarios de los barcos. No sabíamos la suerte que habían corrido aquellos hombres y sólo escuchábamos en un pequeño radio con unas baterías casi agotadas las noticias de «La Voz Dominicana» que decían: Fulano de tal, muerto, mengano, muerto, y así sucesivamente. No queríamos creer mucho en esta fuente. Esperábamos que algunos de nuestros compañeros hubieran podido sobrevivir y estuvieran combatiendo, pese a que unos días antes el campesino abandonado por su esposa nos dijo lo
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que todo el mundo comentaba: Que a un Comandante, jefe de la expedición, lo habían matado por la zona de Jarabacoa. Concluimos que se trataba de Enrique, a quien habían capturado y asesinado desde los primeros días. Mientras tanto, el Doctor Pividal, quien continuaba sus labores diplomáticas en Venezuela, volvió a encontrarse con el presidente Betancourt. El tema tratado fue la posibilidad de enviarnos alguna ayuda. Rómulo Betancourt dijo unas palabras que Pividal nunca olvidó –«Oiga Embajador, usted ha vivido muchos años aquí y sabe que este es un país de leyes, de orden, de respeto, y todo eso que plantean ustedes me está pareciendo una cubanada más»–. Un estremecimiento caló el cuerpo del Embajador: «Presidente –le dijo– oyéndolo hablar a usted ahora me estoy acordando del dictador Pérez Jiménez, quien decía: Este es un país de leyes, de orden, de respeto». El gobernante hizo añicos una «cachimba» que le había regalado el representante del gobierno norteamericano en Caracas al lanzarla contra el suelo, al tiempo que su interlocutor con sabia prontitud concluía: «Con su venia señor Presidente».
CAPÍTULO VI LA EMBOSCADA
E
sa tarde del 29, divisamos dos bohíos en el fondo de una pequeña quebrada y comenzamos a bajar hacia allí. Por el camino encontramos un rancho de «vara en tierra». Acopiamos algunas habichuelas que estaban sembradas y las pusimos a sancochar con el agua de las cantimploras. Tanta era la desesperación de los compañeros porque estuviera la comida, que uno de ellos le dio con el pie a la lata de habichuelas. Se formó un corre-corre tremendo por comer lo que se había virado en el suelo. El hambre nos hacía más estragos que los bombardeos. Era de noche y aunque no necesitábamos mucho tiempo para digerir aquella cena, tomamos un descanso. Le regalé un tabaco de los que llevaba en la mochila a mi primo José Luis Calleja. Lo encendió mirando hacia el firmamento y dijo luego de haberse comido unas cuantas fundas de aquellas habichuelas casi crudas, tumbado en el suelo y con los brazos abiertos: «¡Ah, que vida de burgués, que vida de burgués!». Estaba contento, pese a que todo el tiempo padeció de las afecciones internas que le produjo su tirada desde el avión. Sufrieron también de estos problemas Pablito y Ramoncito Ruiz, quien estuvo incluso orinando sangre. De la casa de Hamlet Hermann, si uno cruza la calle, ya está en la acera junto a la verja del Palacio Presidencial, donde han ejercido los mandatos más 133
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largos, Trujillo y el Doctor Joaquín Balaguer(67). En este momento me siento como mi anfitrión, tan cerca del Presidente de la República Dominicana y a la vez tan lejos cuando de ideología y convicciones políticas se trata. Después de los abrazos, todos los que integramos la comitiva degustamos en el hogar de este legendario combatiente y junto a su familia, la sabrosa cerveza Presidente. Otros prefirieron el añejo Bermúdez, y otros, entre los que me cuento, probamos de ambos. Comentamos acerca de mis primeras impresiones en el aeropuerto y de la pregunta un tanto incisiva de un reportero sobre cómo yo me explicaba que entre los sobrevivientes de la gesta del 14 de Junio algunos, políticamente hablando, estuvieran en la derecha y otros en la izquierda. Como si los hombres no fueran libres de elegir errónea o acertadamente el bando donde han de militar. Yo considero, como decía José Martí, que todo hombre tiene derecho a pensar y actuar sin hipocresía. Así lo manifesté al periodista. El viaje a Santiago de los Caballeros desde la capital es de más de dos horas. Hay que partir y nos despedimos de Hamlet y su esposa Socorro. Fue una recepción improvisada pero muy acogedora, de la que hubiera querido disfrutar por más tiempo, pero al otro día casi tenemos que madrugar para asistir a las distintas actividades. Levantarnos bien temprano, como aquel 30 de junio de 1959 cuando, con el despuntar de
(67) Dr. Joaquín Balaguer: En el momento de esta narración ocupaba, increíblemente, la Presidencia de la República Dominicana.
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la aurora, comenzamos a avanzar hacia los bohíos que estaban situados perpendicularmente, en forma de escuadra. Hicimos un reconocimiento e irrumpimos en el lugar. En una de las viviendas había unas galleras muy lindas para cuidar gallos de lidias y recuerdo que hasta allí fue Ramoncito Ruiz, que aunque hijo de padre puertorriqueño, nació y se crió en Santiago de Cuba, donde estaba inscripto. Puede decirse que Ramoncito era cubano. Él se quitó la mochila, la puso en una de las galleras, se subió y se acostó dentro con mucho trabajo, pues no cabía muy bien. Descansando comenzó a esperar el momento en que estuvieran cocidas unas viandas que encontramos en los terrenos aledaños a esa propiedad. Habíamos sacado bastante yautía y cortamos dos o tres plantones de caña. Acomodamos a la gente y se colocaron las postas. Se hizo el fogón dentro de uno de aquellos bohíos, bajo techo, donde no fuera detectado por la aviación. Personalmente fui hasta las distintas postas y, cuando casi estaba al servirse la comida, me avisaron que habían detenido a un campesino. Siempre tenía la precaución de reunir a todos los combatientes y decirles lo que íbamos a hacer. Precisamos esta vez que íbamos a tratar de cocinar. Le di un par de pedazos de caña a cada uno y les dije que ante cualquier problema que surgiera, la retirada era por el arroyo que quedaba en una quebrada por donde se podía alcanzar inmediatamente la montaña. No había que pensar otra cosa, simplemente hacerlo. Ordené que trajeran al campesino para entrevistarlo dentro del bohío, muy próximo al fogón. Estaba esperando que llegara, cuando de pronto sonó un disparo. Pensé: ¡Ya se les escapó el hombre! Realmente se trataba de un guardia vestido de paisano. Era el guía de los soldados que había sido detectado por nuestra vigilancia, pero no capturado. Mandé a suspender el campamento, pero se desató en ese preciso instante
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un vendaval de disparos. La gente no había acabado de recoger sus pertenencias. Pablito me dijo que a Ramoncito Ruiz lo habían matado antes de salir de la gallera. En esos primeros instantes caía, abatido por un disparo en el vientre, uno de nuestros centinelas, Cosme Augusto Rojas Pérez, «Rojitas». El pequeño bohío donde yo estaba lo hicieron un colador, y saltaban los pedazos de madera de los horconcitos de la vivienda y del techo. Los guardias estaban situados en un plano a mucha más altura que nosotros. Estaban a nivel de los centinelas nuestros que custodiaban los dos posibles accesos que existían, pero estos últimos se durmieron o no dieron el aviso como tenían que hacerlo. Descubrieron al campesino e inmediatamente abandonaron la posición. Así se produjo la gran sorpresa. Fue un vendaval de disparos. Comencé a gritar: «hacia el río, hacia el río!». Nuestros adversarios tiraban con una ametralladora 30 de sitio que instalaron de inmediato, con San Cristóbal y con fusiles. Relata Johnny en su diario que eran cerca de las 2 p.m. y que la acción enemiga no fue más efectiva debido a que no usaron morteros, lo cual es cierto, sin embargo, nuestro diarista no supo identificar, por el ruido y la cadencia de los disparos, que lo hacían con una potente arma de calibre 30. Es cierto que el resultado pudo haber sido más adverso para nosotros y no fue así, debido a que los guardias, por instinto de preservación, se posicionaron a una distancia extremadamente prudencial. Casi todos salimos hacia el río a la vez que tratábamos de repeler el ataque. Me puse en pie y mientras recogía la mochila dispare varias ráfagas hacia un estribo que estaba muy por arriba de nosotros, a una distancia de unos 150 metros. Muchos otros compañeros dispararon. Recuerdo a Almonte Pacheco que me pasó por el lado y me dijo: «Comandante por aquí, por aquí!» mientras efectuaba varias ráfagas para cubrirme. Fue una
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acción muy valiente de su parte. Tuve que lanzarme rodando para poder salir del bohío y eludir el fuego enemigo. En esta maniobra perdí mi pistola. Ya no vi a Mayobanex, ni al médico Mella, ni a Johnny Puigsubirá, ni a Tony Rodríguez, quienes al parecer se perdieron en la retirada del resto del grupo. Pasé cerca de Fellín que estaba herido, pero lo di por muerto pues no lo vi moverse. Me acerqué a un plantón de caña donde Pablito se había escondido y cuyas hojas volaban como mariposas. Entonces fue cuando le pregunté: «¿Pablito, y tu mochila?». Él se dio cuenta que no la llevaba y me dijo: «Ah, se me quedó, voy a buscarla». Le ordené que regresara: «¿Cómo que vas a buscarla? ¡Tú estás loco! ... ¡Oye, oyeee!» pero no me hizo caso y se fue a toda carrera. Se metió de nuevo en el bohío que estaba a más de 60 metros y que era como he descrito, blanco del nutrido fuego enemigo. Vencer aquella distancia delante de una ametralladora 30, de extraordinaria cadencia de fuego, ofreció una escena como sacada de una película de Indiana Jones o Rambo, pues cual si fueran efectos especiales hollywoodenses los tiros picaban la tierra que fracciones de segundos antes habían pisado sus pies. De veras que lo di por muerto, sin embargo, recogió su mochila y regreso haciendo zig-zag, como él sabía, con su fusil en la mano y la carga a la espalda. Considero que lo que hizo Pablito fue una acción suicida, que no la pensó. Su proceder lo explica el hecho de que en esa mochila estaban la mayoría de los peines de su fusil, su garantía de supervivencia. Casi todos los compañeros tomaron la dirección del arroyo, movimiento que hicimos casi a rastras. Sólo dos o tres estaban detrás de mí en la retirada. Me avisaron de la retaguardia que Calleja estaba herido en un muslo y decidí esperarlo. Les dije al resto que siguieran hacia adelante rápidamente pues los tiros llovían sobre nosotros y había que salir de allí. Disparaban también desde el firme sobre el arroyo por el que íbamos,
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de manera que se trataba de un cerco en regla. «Esto es una ratonera –pensé– y sólo podremos librarnos de ella a tiro limpio». Como consecuencia de aquella sorpresa cuatro compañeros: el Doctor Rafael Mella, Johnny Puigsubirá Miniño, Gaspar Antonio Rodríguez Bou y Mayobanex Vargas, se separaron de nosotros en medio de la balacera. Ramoncito Ruiz, mi hermano de tantos años de lucha, el Doctor Rafael Moore Garrido «Fellín» y Cosme Augusto Rojas Pérez, murieron. El primero de inmediato, pues dormía casi desfallecido por el hambre y sus padecimientos internos, el segundo, después de que fuera socorrido con dos torniquetes por sus compañeros más cercanos, en sendas heridas que le habían producido los disparos y el tercero, blanco de un tiro en el vientre. Como he dicho, me detuve para esperar a Calleja que avanzaba arroyo arriba en medio de los tiros con una pierna inmovilizada y ayudado por dos compañeros. Dispuse hacer una parihuela con una de las pocas hamacas que quedaban y un palo atravesado. En nuestras cabezas caían pedazos de las ramas de los árboles cortadas por los disparos y rechinaban en las rocas las balas enemigas. Esperaba a que estuviera lista aquella camilla rústica, cuando me avisaron que Calleja se había dado un tiro en el pecho con su pistola. Evidentemente no quiso ser una carga que impidiera a sus compañeros continuar la lucha. Con mucho trabajo llegué hasta donde estaba José Luis, quien había alcanzado durante la lucha guerrillera en Cuba el grado de Capitán. Él era mi primo y entre ambos había lazos sentimentales muy fuertes, pero las circunstancias tan adversas nos impedían siquiera darle sepultura a sus restos. Todos pensamos que estaba muerto y con profundo dolor decidí dejar su cuerpo recostado en una piedra y continuar hacia adelante con el resto del grupo. El volumen de fuego era enorme desde todos los flancos, incluso desde lo alto de la montaña que nos quedaba a la izquierda,
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hacia donde nos dirigíamos y desde el punto de donde veníamos. Nos protegía el hecho de que íbamos por una quebrada y entre nosotros y nuestros perseguidores había muchos árboles y piedras. Era un arroyo que bajaba de la montaña entre enormes y redondeadas rocas del alto de uno o dos hombres. Pasamos mucho trabajo para avanzar subiendo por esa quebrada. Al oscurecer seguimos escuchando los disparos pero ya más lejos de nosotros. Pensamos que tendríamos que romper el cerco por el punto donde había más concentración de fuego enemigo, es decir, por el firme de la elevación. Avanzábamos con gran cautela, como quien espera un desenlace sangriento, pero increíblemente los guardias abandonaron esa posición ventajosa en que estaban emboscándonos y donde hubiéramos tenido que batirnos en condiciones muy desfavorables para poder salir del cerco. Es evidente que allí la compañía del ejército que nos atacó por la retaguardia quedó paralizada y fijada al terreno por la enérgica respuesta de nuestros combatientes. Sólo así se explica que no hayan salido a perseguirnos por el rastro. Continuamos arroyo arriba sin detenernos, caminando durante toda la noche. Esta marcha era una verdadera proeza en nuestras condiciones físicas, pero nos garantizaba dejar al enemigo en ascuas acerca de nuestro paradero. Con las primeras luces del día primero de julio, decidí hacer un rodeo, pero antes analizamos críticamente lo que nos había ocurrido. Nos reunimos los 11 hombres que ahora conformábamos nuestro grupo y aunque poco resolvían en ese momento las lamentaciones, traté de explicar lo caro que nos había costado el descuido en la vigilancia. Tuve que admitir que la muerte de Fellín en particular era un golpe muy fuerte para el destacamento guerrillero. Yo había conversado con él antes de bajar a los dos bohíos donde nos sorprendió el ejército, para que se hiciera cargo de la dirección desde el punto de vista político, debido a que Rinaldo Sintjago
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se estaba sintiendo muy mal. Rinaldo era un hombre de edad bastante avanzada, mientras Fellín no llegaba a los cuarenta años. Era una gente magra, muy ágil y muy claro de mente. Llevo en la memoria la imagen de él con su inseparable boina negra. Con su muerte se esfumó la posibilidad de que asumiera responsabilidades muy importantes. Fellín era un hombre de pensamiento, abogado de profesión y capaz de desarrollar ideas, como la de hacer un manifiesto de la revolución y otros proyectos que siempre habíamos tenido. Yo había pensado que quizás podríamos, a través de medios clandestinos, imprimir un documento político. Tenía la visión de un pliego que mandó a publicar Fidel en los primeros días de la Sierra Maestra, al que llamó «El Destacamento Exterminado», en alusión a los pocos hombres que quedaron con vida luego del desembarco en Oriente del Yate Granma. En ese manuscrito se relataban las primeras acciones del grupo guerrillero. Esta idea yo la quería retomar. Hacer un documento firmado por un dominicano de renombre que fuera una figura representativa, puesto que Enrique Jiménez Moya ya no estaba y parecía que tampoco podíamos contar con los compañeros de los barcos, aunque siempre nos decíamos que era imposible que los hubieran exterminado a todos, como realmente pasó. Un ferviente defensor de la idea de imprimir un llamamiento fue el veterano de la expedición de Luperón, Miguelucho Feliú. Todavía permanecía entre nosotros este combatiente cuyo carácter nos cautivaba aún en los peores momentos por su simpatía y entusiasmo. Pero no podíamos contar ya con aquel extraordinario compañero que fue Fellín. Decidí hacer un rodeo grande para regresar por el camino de la montaña cercana al lugar donde habíamos encontrado días atrás aquel manantial tan lindo, durante nuestra marcha hacia el valle del Botao. De manera que caminábamos por la
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zona que habían bombardeado extraordinariamente los aviones. Tomé esta decisión para despistar al enemigo. Teníamos que hacer lo que menos esperaran y de paso, nos manteníamos en la región donde se nos había prometido ayuda por vía aérea, adonde tenían que converger además los destacamentos que vinieron por mar y cualquier otro combatiente que hubiera quedado del grupo de Enrique. Era desesperada nuestra fijación con la ayuda por aire. La situación –salvando las distancias– se parecía a la de un enamorado que alarga la espera en una cita a la que la otra parte nunca concurrirá. El día primero de julio, fecha en que iniciamos la contramarcha, acertamos a pasar por el lugar donde cayo la famosa bomba. Observamos detenidamente el cráter que hizo en medio del estribo de esa montaña. En aquel hueco cabían dos casas de grandes dimensiones, pero además de eso, todos los árboles estaban quemados, sin cáscaras ni hojas. Parece que fue una bomba de napalm. Hubo compañeros que bajaron al cráter y subieron por el otro lado. Continuamos escalando aquella loma hasta llegar al camino por el que nos habíamos descolgado hasta el Botao. Hicimos alto en la cumbre de una montaña muy bella que ya describimos, de árboles muy lindos y frondosos, que hacían imposible la visualización aérea. Al otro día seguimos en marcha hasta un arroyito donde hicimos alto. Mientras descansábamos casi desfallecidos por las interminables horas de camino por entre la maleza, sedientos y con un hambre voraz, sentimos ruido en el monte, un ruido que fue increscendo. Era nada menos que una puerca cimarrona que bajaba con todos sus puerquitos. Pasó a escasos dos metros de nosotros, algo increíble, pues es sabido que a un animal de estos es casi imposible acercársele. No nos atrevimos a disparar pues estábamos muy cerca del bohío donde tantas veces habíamos cocinado, y del aserradero donde había muchos soldados. Teníamos la esperanza, como no nos habían seguido por el rastro,
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de que en ese bohío (el del hombre que fue abandonado por su mujer) quedara un poco de sal o algo para saciar el hambre tan grande que llevábamos. En fin, que allí quedamos todos con la boca «hecha agua», observando cómo se alejaban la puerca y su cría. Al amanecer del 3 de julio mandamos a Pablito y a Almonte Pacheco al bohío sin fusiles, mientras el resto de los compañeros quedamos dentro del monte. Ellos irían sólo con sus pistolas, de manera que si eran vistos a distancia pasarían como dos campesinos, además tendrían las manos desocupadas para cargar con cualquier cosa que encontraran de comer. Ya habíamos recolectado una cantidad de viandas y faltaba la sal. Se acercó en ese momento un campesino, alto y delgado según recuerdo, que era nada más y nada menos que un soldado vestido de paisano. Entró en nuestra área, le dimos el alto y lo tomamos prisionero. Sus botas amarillas del ejército lo denunciaban. Él negó en todo momento ser un guardia y se ofreció para ir hasta una tumba de monte que estaba cerca, una parte desarborizada donde –según explicó– tenía escondida una cantidad de sal debajo de un árbol derribado. Convencido de que era un soldado, decidí tomar sus botas para sustituir las mías, ya destrozadas debido a tantos kilómetros de marchas por la selva. Le ordené a Pablito y a Almonte que fueran custodiándolo y de ser posible que trajeran más viandas. En el trayecto el hombre convenció a los dos compañeros de ir hasta el bohío, pero al acercarse al lugar el sujeto echó a correr, según Pablito, gritando: «¡Los barbudos, los barbudos!». Almonte se movió rápidamente hacia el arroyo próximo y por allí se fue. No regresó adonde nosotros estábamos. Quien sí lo hizo en medio de la balacera fue Pablito, por la experiencia que tenía y por lo que se llama en el argot militar «espíritu de cuerpo». Al llegar adonde nosotros, nos señaló que los guardias estaban en el bohío:
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«Hay como cuatro, que los vi» –dijo–. «Estaban hablando dentro de la casa y salieron con los fusiles en la mano y comenzaron a disparar». Ese fue el momento en que Almonte perdió contacto con el grupo y al día siguiente se unieron él y Mayobanex, quien según narra se lo encontró en el monte. Inmediatamente nos internamos en la espesura llevándonos nuestras viandas sancochadas ya y con un fusil de más, el de Almonte Pacheco. Era mediodía y subimos por la falda de una montaña hasta encontrarnos con uno de los senderos que habíamos abierto nosotros mismos en nuestra joven campaña guerrillera. Recuerdo que todas las noches en los lugares en que había gran concentración de soldados se producían tiroteos. Como estábamos muy cerca de esos sitios los escuchábamos siempre. Este 3 de julio, el Delegado de Trujillo ante la OEA, Virgilio Díaz Ordóñez, solicitó convocar de urgencia al Consejo. Acusó formalmente a Cuba y a Venezuela de dos supuestas invasiones. Pidió además que se invocara el Tratado de Defensa Interamericana, conocido como el Tratado de Río. En el seno de la OEA era sabido que Haití, Nicaragua y la República Dominicana actuaban de común acuerdo. Estos gobiernos solicitaron la creación de una comisión investigadora de la OEA para lo que denominaban: lamentables sucesos en el área del Caribe. Al usar de la palabra, el Canciller cubano Raúl Roa afirmó que la denuncia contra Cuba y Venezuela se esperaba. «Toda esa acusación es falsa» –señaló–. Acto seguido Roa dijo tener pruebas concretas de que Santo Domingo preparaba bombardeos contra las ciudades de Santiago de Cuba y Maracaibo. Argumentó el Jefe de la diplomacia de mi país, que el Tratado de Río no podía invocarse, pues sólo procedía para casos de una democracia en peligro. «Un régimen que provoque exiliados
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debe lógicamente esperar esta reacción –señaló, y agregó– ...ello demuestra que en Santo Domingo existe una dictadura». Mientras tanto, como ya he explicado, nuestra marcha era hacia atrás. Comenzaba el día 4 de julio y nosotros habíamos despistado completamente a los guardias gracias a esta maniobra. Sin embargo, este día no correrían igual suerte tres de nuestros compañeros escindidos del grupo luego de la emboscada del 30 de junio. Juan Enrique Puigsubirá «Johnny»; el Doctor Rafael Augusto Mella y Gaspar Rodríguez Bou «Tony», fueron sorprendidos por el ejército y resistieron en combate desigual hasta que fueron capturados exhaustos, sin balas y posiblemente heridos. Los trasladaron después a la Base Aérea de Constanza, donde se improvisó un pelotón de fusilamiento, el que tuvo que realizar su descarga en medio de la arenga de Johnny y sus compañeros contra la tiranía. Dicen que Ramfis Trujillo consideró el diario de campaña de Johnny como un documento «muy interesante», sin embargo, desde el punto de vista militar aquellos escritos del joven combatiente le dieron bien poco, pues con toda perspicacia su autor supo omitir nombres de personas y de lugares, así como la nacionalidad de algunos de los que combatíamos en tierras quisqueyanas. De los acertados análisis de Johnny sobre la situación de los campos de su país y de la sociedad dominicana en general, dudo que el primogénito de los Trujillo entendiera un ápice. En cuanto a los diarios de campaña de la guerrilla –que hoy son bibliografía obligada para quienes pretendemos acercarnos lo más objetivamente a los hechos de la expedición del 14 de Junio–, debo confesar que yo era del criterio de que no se llevaran. Era muy peligroso que cualquiera de estos escritos cayera en manos del enemigo, posibilidad que no era nada remota debido a que sus autores se exponían constantemente al peligro de la lucha irregular. Afortunadamente algunos compañeros no renunciaron a llevarlos y con ellos acordamos que no se
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apuntaran detalles reveladores, tales como nombres, el número de nuestros efectivos, así como los lugares por donde nos movíamos. La prensa cubana este 4 de julio se hacía eco de informes llegados al parecer de suelo dominicano que precisaban que Enrique Jiménez Moya, Miguelucho Feliú y Mazu Perozo, comandaban grupos guerrilleros en Constanza, los cuales dominaban desfiladeros e importantes carreteras como la de San José de Ocoa y la de Jarabacoa. Es de suponer que este tipo de informaciones, caracterizadas por su efectismo procedieran de círculos antitrujillistas en el exilio, cuyo deseo de ver a su patria libre los aventuraba a pecar de un optimismo excesivo, el cual, naturalmente, encontraba eco en la prensa cubana revolucionaria. Durante dos días y medio nosotros fuimos faldeando la cordillera de Constanza, con una capacidad de movimiento mínima debido a que nos sustentábamos con naranjas agrias, raíces, palmito y en el mejor de los casos, habichuelas crudas. Es axiomática aquella idea del pensamiento de los estudiosos de la historia militar de que «un ejército en marcha avanzará tanto como el soldado que menos camine». A la derecha nos quedaba un camino banqueado de camiones y vimos cómo bajaba alrededor de un batallón de soldados por allí en la misma dirección nuestra, pero por una ruta paralela. La idea que teníamos era ir hacia una pulpería muy grande que varios compañeros suponían existía por aquellos parajes. Para ello bajamos más a la derecha, hacia el arroyo. Realmente parecía posible que hubiera un comercio cerca, por lo menos es así como funciona la lógica del hombre que pasa días sin probar un verdadero alimento. En un momento dado tomamos por el camino banqueado, por el que habían ya pasado los soldados y comenzamos a bajar detrás de ellos hacia la supuesta pulpería. Encontramos una
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carreta ya al oscurecer, pues este tipo de caminata, tan audaz, por esas vías despejadas, sólo las hacíamos de noche. La carreta era como un quimbuelo de acopiar madera. Dejamos allí a Poncio Pou Saleta y a Medardo Germán, quienes ya no podían dar un paso. Quedaron con instrucciones de que esperaran nuestro regreso de la pulpería, cuando ya vendríamos con comida y cambiaríamos el rumbo hacia una zona que Mayobanex me había señalado como la región de Bonao, de donde él es oriundo, y donde había abundante comida, según me contó. Yo llevaba mi brújula de muñeca y a estas alturas había aprendido a orientarme en aquella región, sin embargo, hay que reconocer que la pérdida de Mayobanex nos afectó mucho en nuestra capacidad de movimiento y ubicación. Él era de origen campesino. Un hombre muy ágil y fuerte que sabía orientarse muy bien en la montaña y había establecido conmigo una gran comunicación. Pusimos a Juan Antonio Almánzar Díaz de punta de vanguardia, detrás de Juan Antonio marchaba yo y después iba Frank Heberto López Fonseca. Íbamos avanzando esta vez ocho combatientes. Como era de esperarse un encuentro con la guardia de Trujillo por aquella zona advertí que en ese caso todos debíamos tirarnos hacia la izquierda y no disparar, excepto los tres que conformábamos la vanguardia. Para esto Frank caminaba muy pegado a mí. Dispararíamos los dos al unísono una vez que Almánzar lo hiciera y se fuera por debajo de la cerca de aquel camino. Yo estaba casi seguro de que aquello ocurriría así, pero era demasiado el desespero de los compañeros por ingerir algún alimento y no había nada en aquellas montañas. Por eso salimos hacia el camino a buscar comida, costara lo que costara, jugándonos el todo por el todo. Evidentemente fue una actitud suicida. El hambre nos hizo perder toda la capacidad de preservación del grupo. Actuamos de manera irresponsable.
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Este momento lo considero crucial en el desenlace negativo que tuvo nuestro intento insurreccional. ¿Cómo aspirar al éxito sin la más mínima contribución de la población campesina y sin el más mínimo apoyo de la ciudad? La conciencia del campesino dominicano estaba anestesiada por el terror impuesto por el régimen trujillista, que además, de forma astuta y oportunista, había hecho algunas concesiones para ganarse simpatías entre los pobladores rurales. Por el contrario, el campesino cubano, desplazado hacia la Sierra Maestra –según yo recordaba– era un ser expulsado a los caminos reales por los geófagos y latifundistas. La actitud de los moradores de las montañas que encontramos los guerrilleros en Cuba fue diametralmente opuesta a la que vivimos en las sierras dominicanas. Esa fue la cruda realidad. Entretanto en la ciudad, contrariamente a los informes de que disponíamos, no estaba articulado ningún movimiento de resistencia al régimen. Pese a que muchos sectores tenían ya conciencia de la necesidad de cambiar las cosas, del llano no nos llegó a Constanza ni una bala. Y no digo esto con el más mínimo tono de reproche, sino con el ánimo de representarnos objetivamente las circunstancias en que tuvieron lugar los hechos. En todo este análisis hay que tomar en cuenta el Concordato en que convivieron la Iglesia católica y la dictadura en la República Dominicana, cuestión que aparece acertadamente tratada en las páginas del diario de Johnny Puigsubirá. Con el concurso de la Iglesia católica Trujillo creó todo el mito necesario alrededor de su persona para influir en la conciencia de las grandes masas semi analfabetas, ante quienes se erigió como representante en la tierra de un poder supremo e infalible. No es secreto que en numerosos hogares dominicanos de entonces se veían carteles que rezaban: «En esta casa mandan Dios y Trujillo».
CAPÍTULO VII REDUCTO DE GUERRILLEROS
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n nuestro avance desesperado en busca de alimentos sucedió lo que esperábamos. Le dieron el alto a Almánzar, quien en lugar de disparar su cargador completo sin responder a la interrogante del enemigo, corrió hacia atrás, hacia nosotros y nos dijo en un susurro: –«Los gualdias»–. Inmediatamente Frank y yo nos tiramos por debajo de la cerca. Él se quedó en medio del camino un instante. Sonó el primer disparo enemigo. Los guardias abrieron fuego y nosotros también. Además de Almánzar, Frank y yo, Chervony se nos incorporó para repeler el ataque. Los cuatro hicimos nutrido fuego, pero Almánzar lo hizo desde una posición que no le brindaba seguridad alguna. Estaba parado en medio del camino disparando con su Fal. Vimos su silueta dibujada en la oscuridad, cuando cayó fulminado por una ráfaga de ametralladora. Los demás penetramos en un maizal seco, prácticamente sarazo. Los tiros nos sonaban detrás, pero hacia el camino. Por supuesto que no podíamos quedarnos allí a tratar de vencer a un enemigo que ni siquiera podíamos ubicar. Una de las reglas sagradas del guerrillero es no combatir de frente al ejército y menos en un escenario escogido por éste. Eso fue lo que Chervony, quizás por su inmadurez no entendió. Se insubordinó y me dijo que él no seguiría huyendo, que iba a pelear. Fue imposible hacerlo cambiar de parecer. Me imaginé cuál sería su suerte y efectivamente, supe después que este joven puertorriqueño 151
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murió en aquel enfrentamiento sumamente desigual. Amén de sus errores, este guerrillero internacionalista dio pruebas de una valentía extraordinaria. En medio de aquella balacera pudimos concentrarnos en el maizal sin dispersión. Aunque un poco tarde, la gente había aprendido a reorganizarse. Todavía me pregunto cómo a estas alturas, después de esa enorme balacera pudimos reagruparnos allí y analizar nuestra situación con suficiente ecuanimidad. Recogimos algunas mazorcas de maíz y nos las echamos en los bolsillos. Seguían sonando los tiros, pero ya todos estábamos acostumbrados a aquello como algo natural. Ocurrió entonces el momento fatal. Los seis que quedábamos salimos de nuevo al camino. Éramos Frank, Rinaldo Sintjago, Miguelucho Feliú, Achécar Kalaf, Pablito y yo. Los tiros no nos podían alcanzar porque era una vía de muchos recovecos. Estábamos sólo a unos 500 metros del lugar del encuentro con los guardias y pensábamos que retornábamos por ahí adonde nos esperaban Poncio y Medardo, pero no era así. Nos habíamos desviado hacia la derecha por un camino maderero cuando nos percatamos de que estábamos entre las casas de un poblado. Esta fue una equivocación inexplicable. Uno de los compañeros llegó a la primera vivienda, hecha de madera y bastante grande. Cuando tocó en la puerta lo que sentimos fue el palanquear de los cerrojos de fusiles. Como impulsados por un reflejo condicionado varios nos lanzamos por sobre de una tapia hecha de costaneras de madera que delimitaba el patio de la casa, pero el resto de los compañeros se quedó detenido, al parecer evaluando posibles lugares donde ofrecer resistencia. En ese momento surgió dentro del poblado aquel un gran tiroteo. Aunque le gritábamos al resto del grupo que nos siguiera nadie nos respondió. Nos fuimos por allí sólo Frank, Pablito y yo.
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Rápidamente nos apostamos a una mayor altura, y comenzamos a disparar desde una posición mejor. Disparábamos más adelante de donde veíamos salir las balas de los guardias, buscando debilitar su fuego, que era muy nutrido y que no procedía de aquella primera casa a la que nos habíamos acercado, sino desde otro punto del poblado mucho más adelante. Yo esperaba que los demás compañeros siguieran nuestro movimiento por el costado de la casa, acción que tuvimos que realizar disparando. Gasté, apuntando a todo lo largo de la pared de madera de la vivienda, el cargador completo de mi M-2, mientras Frank y Pablito hicieron otro tanto, y creo que logramos neutralizar a los soldados que estaban dentro, pues como dije, de la casa no salió un disparo más. Que el resto de los combatientes nos siguiera habría sido lo lógico, pero no fue así. Ya no veríamos más ni a Rinaldo Sintjago, ni a Achécar Kalaf, ni a Miguelucho Feliú. Sé que ninguno murió en la emboscada del pobladito aquel. Quedaron heridos pero vivos y fueron asesinados posteriormente. Un oficial del ejército encargado de la custodia de los prisioneros en una celda de Constanza, le relató a un amigo mutuo hace unos años que el joven Achécar le entregó una foto de su novia venezolana para que se la hiciera llegar con el mensaje escrito al dorso de que se encontraba a salvo, a pesar de que Rinaldo Sintjago había tratado de persuadir a su compañero para que desistiera de entregar la foto, seguro de que pronto serían asesinados. Cuenta este oficial que le mostró a su superior la imagen de la muchacha y el mensaje del prisionero y que entonces su Jefe le ordenó: «¡fusílelos!». Ante la crueldad de dicha orden, el joven militar quedó estupefacto y al verlo titubear su superior fue más preciso aún: «¡Que los fusiles!». El subordinado intuyó ciertamente que de incumplir la orden incluso él mismo podría ir al paredón. En estas circunstan-
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cias el hombre dirigió la mortal descarga y quizás la siga dirigiendo cada noche junto a su almohada. Frank, Pablito y yo, tratamos de resistir durante un tiempo el asedio del enemigo cuyo volumen de fuego era muy superior al nuestro. Disparos de armas automáticas se producían por detrás, desde un plano superior y silbaban por sobre nuestras cabezas. Eran Poncio y Medardo que apoyaban con su fuego nuestra defensa brindándonos a la vez una posibilidad de escape. Consideramos que los demás habían caído heridos o muertos y ya nos exponíamos a ser flanqueados por las tropas del régimen. Otra vez tuvimos que retirarnos con grandes pérdidas, tan grandes en esta ocasión que podría afirmarse que nos habían dado un golpe de gracia. Encontramos un trillito en un estribo y fuimos a salir frente adonde habían quedado Poncio y Medardo esperándonos. Habíamos perdido de dos golpes a cinco compañeros de los más aptos para la guerra: a Sintjago, que era Segundo Jefe político después de Enrique en la expedición; a Chervony; a Almánzar Díaz, de condiciones físicas excepcionales para la vida guerrillera y quien era, luego de perderse Mayobanex, nuestro hombre de vanguardia; a Achécar Kalaf, de sólo 21 años de edad; y a Miguel Ángel Feliú Arzeno, «Miguelucho», veterano de la expedición de Luperón y del intento de Cayo Confites, quien por voluntad de su propio carácter asumió la gigantesca responsabilidad de dibujarnos una sonrisa en el rostro toda vez que nuestro ánimo parecía flaquear. Comenzó aquí una etapa en que dejamos de ser un destacamento guerrillero para convertirnos en un reducto de cinco combatientes. Era el 7 de julio y permanecíamos unidos: Frank López, Pablito Mirabal, Medardo Germán, Poncio Pou Saleta y yo. En Cuba, los lectores de «Revolución» conocían de un extraño informe firmado con el seudónimo de Ciro Redondo, al
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parecer en honor de este valiente combatiente guerrillero de la Sierra Maestra caído en combate. El firmante había hecho llegar a manos de una actriz puertorriqueña llamada Madeline Willemsen un cuaderno de notas de su reciente viaje a Santo Domingo, en el cual se relataba que el régimen había adquirido equipos transmisores para interferir las emisoras de radio internacionales permanentemente, con lo cual el pueblo dominicano quedaba totalmente ajeno a los acontecimientos. «La única emisora en el éter es la Voz Dominicana, la cual admitió –según el informante anónimo– el arresto de varios oficiales de la aviación por cobardía». Confirmaba este documento, la muerte del coronel J. F. Fernández y del capitán C. Lestero, debido a una supuesta confusión entre patrullas del ejército. Era una evidencia del nerviosismo entre las tropas que iban a incursionar a las montañas. Decía además el informe, que Jiménez Moya no había muerto. Este mismo día renunció el Senador dominicano Rafael A. Sánchez, cuyo hijo murió en la expedición a manos del ejército. También se confirmó la renuncia del embajador de Santo Domingo en Ecuador, Homero Hernández, quien en carta a su gobierno dijo no aprobar las matanzas del régimen contra el pueblo y conminó a Trujillo a dejar el país y evitar un baño de sangre. El 8 de julio, el Herald Tribune norteamericano en su sección financiera hablaba de embarques importantes de dinero dominicano y cambios por dólares con hasta un 8% de descuento. «Es razonable concluir –decía el Herald– que círculos de poder dominicanos intentan convertir su riqueza en dólares asegurándose libertad financiera para huir si estalla la situación interna». Al analizar a la luz de los años toda esta información nos damos cuenta de lo frágil que realmente eran las bases del régimen trujillista, las cuales se sustentaban primordialmente en el terror.
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En este sentido es justo acotar que la efímera lucha insurreccional que emprendimos el 14 de junio de 1959 estremeció las raíces de la dictadura. La moral de los soldados, obligados a convertirse en asesinos de prisioneros, fue en descenso acelerado. Tres cambios de Jefes de Operaciones se produjeron en la zona de Constanza en sólo unos días. Sumemos a eso las destituciones de oficiales y de clases que por distintas circunstancias no quisieron desempeñar su papel. El horrendo trato de que fueron víctimas los expedicionarios capturados trascendió rápidamente los muros de los cuarteles, y se conocieron en la población los pormenores de la matanza. ¿Qué hubiera sucedido de haberse extendido nuestra lucha por uno o dos meses más? Esta es una pregunta interesante que dejo para que el ávido lector la medite. Si ha llegado usted a estas líneas con el ánimo del análisis, piense que entre nuestra gesta y la fundación del Movimiento «14 de Junio» por las hermanas Mirabal, Manolo Tavárez y sus compañeros, medió tan sólo un lapso de seis meses a lo sumo. Entretanto, los cinco guerrilleros que quedábamos tomamos el camino de camiones y nos alejamos del lugar por el estribo de otra montaña hacia el otro lado de la vía por donde habíamos descendido. Anduvimos dos días hasta que el 9 en horas de la tarde dos rastreadores nos localizaron con bastante precisión. Poncio nos había hablado de la posibilidad que él y Medardo habían analizado de bajar hacia algún lugar donde pudieran acercarse a la capital y asilarse en alguna embajada. Ambos estaban en muy malas condiciones, con los pies y los labios muy hinchados debido a la falta de alimentos y de agua, además de las interminables caminatas. Evalué la situación mientras Pablito y Frank montaban guardia. Le respondí que estaba de acuerdo y les entregué una cantidad de dinero para que tuvieran alguna posibilidad de lograr su propósito. Ambos habían tenido una actitud ejemplar durante la lucha y merecían
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que se les respetara su decisión, aunque no creía que tuvieran éxito en su propósito. A partir de ese momento nuestros caminos se bifurcarían. Los tres cubanos, en cambio, pensábamos en como poder llegar hasta la frontera de Haití o a la costa sur de la República Dominicana donde pudiéramos tomar alguna embarcación y cruzar el Paso de los Vientos hacia Cuba. En las condiciones físicas en que nos encontrábamos iba a ser muy difícil, pero creíamos que quizás como éramos sólo tres, podríamos alimentarnos en algún lugar sin que descubrieran nuestra huella, recuperar energías y poner en práctica entonces una de estas dos variantes. Después de este análisis nos encontraron los dos rastreadores. Uno de ellos fue Papín Abud, quien en un par de ocasiones cayó en manos de los combatientes del grupo de Enrique Jiménez Moya y dio valiosa información al ejército para localizarlos. Habíamos descubierto unos conucos abandonados, donde ingerimos algún palmito crudo, naranjas agrias y cepas de yautías. Escuchamos una tos muy cerca, nos echamos en los bolsillos algunas de aquellas naranjas y corrimos a nuestro refugio entre la vegetación de la montaña, convencidos de que se trataba del ejército. Estos rastreadores, que eran campesinos lugareños, nos persiguieron muy de cerca y nos gritaban conminándonos a detenernos para dialogar. Al visualizarnos nos pidieron por favor que no disparásemos, que estaban desarmados y querían hablar con nosotros. En la espesura se produjo la plática. Eran portadores de un mensaje de uno de los generales del ejército nacional para que nos rindiéramos. Plantearon incluso la posibilidad de traer a un sacerdote que intercediera por nosotros. Les dije que sí, pues mi idea era ganar tiempo y debía parecer lo más convincente posible.
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Aceptamos bajar por un pequeño arroyo hasta un bohío. Ambos hombres tomaron una ternera que estaba amarrada en unos potreros cercanos, la mataron, la hicieron tasajo y comenzaron a cocinarla. Papín Abud me dijo que iría a hacer contacto con el cura. Otra vez le contesté afirmativamente. Se marchó dejando allí al otro lugareño y nosotros esperamos a que estuviera la ternera. Después que comimos, nos aprovisionamos de bastante carne, la echamos en las mochilas Frank, Pablito y yo. Sometí nuestro caso a votación entre los tres cubanos que quedábamos. Las opciones eran entregarnos o tratar de escapar. Momentáneamente la lucha contra Trujillo había terminado. Ni del grupo de Enrique, ni de los patriotas que arribaron por mar llegó alguno a la zona en la que debíamos converger, en las montañas cercanas al Pico Duarte. Esto nos dio una noción del desastre militar que había sufrido nuestra operación. En realidad desde el día 28 de junio todos los miembros del destacamento de Enrique y Nene López habían sido exterminados. Los últimos en caer ese día, luego de una resistencia heroica contra el hambre, el cansancio, las enfermedades y las tropas gubernamentales, fueron José Antonio Batista Cernuda, «Chefito» y Carlos Luis Cabral Manzano. Sobre la suerte del capitán de la Sierra Maestra Ramón López, «Nene», sé que el 18 de junio, subido en lo alto de un pino, hizo con su arma varias bajas a una patrulla militar, entre ellas un sargento, y allí mismo fue blanco de varios disparos que le causaron la muerte. Enrique Jiménez Moya, por su parte, quedó prácticamente aislado luego de los primeros combates y acompañado del combatiente José Patiño Martínez, «Chepito», llegaron a la casa de unos campesinos a quienes pidieron comida. Estos mismos lugareños llevaron hasta allí al ejército. Ambos combatientes fueron sorprendidos, apresados y asesinados posteriormente durante el trayecto a Constanza. Cuando el Jefe de nuestra expedición se
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negó a caminar y fue maltratado por sus captores le propinó a uno un puntapié en los testículos. Otro de los soldados decidió entonces acribillarlo a balazos. Yo lo vi muchos días después en la morgue y su cuerpo tenía varias heridas punzantes en el pecho y el vientre, además de varios disparos. Los efectivos expedicionarios que llegaron por mar prácticamente fueron esperados por las tropas del régimen. La «Carmen Elsa» fue identificada y atacada en aguas cercanas a la Bahía de Maimón por el Guardacostas 101 y se produjo un combate en alta mar que dejó a la deriva a la embarcación militar y con heridas a tres de sus tripulantes. Dicen que la bazuca con que contaban nuestros compañeros logró alcanzar con uno de sus cohetes el timón de la nave enemiga. Trataron los patriotas de ganar prontamente la costa, lo cual lograron en condiciones muy precarias, en medio del nutrido bombardeo de una escuadra de aviones P-51 llegados desde la base de Dajabón donde fueron avisados por la radio del guardacostas. Protagonizaron una tenaz resistencia que a muchos costó la vida. Entre los primeros caídos estuvo el comandante José Horacio Rodríguez, quien herido de muerte, ordenó a la tropa que continuara su avance. Los restos del heroico Jefe fueron encontrados muy cerca del litoral por los efectivos trujillistas, que sólo varios días después lograron llegar hasta dicha posición. Dispersos en una región casi desértica y en momentos de una tremenda sequía, poco a poco los expedicionarios de ambos yates fueron exterminados por los indiscriminados bombardeos, Además del accionar de los tanques, la artillería pesada y la infantería. Sólo unos pocos lograron romper el cerco enemigo, y varios meses después, durante los primeros días de septiembre, cayeron combatiendo los últimos miembros de este grupo, el norteamericano Larry Bevins y el español Francisco Álvarez, quienes, decididos a vender caras sus vidas, hicieron varias bajas a los militares antes de caer.
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Este 9 de julio una transmisión de la supuesta «Voz de la Libertad», desde territorio de Constanza, era captada en Barquisimeto, y en ella se decía que el Padre Alfonso Gómez había sido asesinado al negarse a oficiar en una misa por la salud de Trujillo, lo cual hacía suponer además que el dictador estaba enfermo. La transmisión añadía que otro sacerdote español guardaba prisión por igual causa. Realmente no sé desde dónde transmitía esta supuesta «Voz de la Libertad», pero deduzco que fuera obra de los patriotas del exilio en Venezuela, tratando de lograr algún efecto propagandístico en contra del régimen. Por nuestra parte, Frank, Pablito y yo concordamos en que entregarnos al ejército no era una opción. Aprovechamos el sueño tan profundo del campesino, de Poncio y de Medardo y nos fuimos arroyo arriba, todo el tiempo tratando de no dejar huellas. Nos fue imposible comentarle nuestra idea a los dos compañeros dominicanos. Ellos ya habían tomado su decisión y por otro lado, queríamos contar con el factor sorpresa de nuestra parte para ganar un poco de tiempo a los eficaces rastreadores. Fue así que tomamos luego por un trillo de ganado que quedaba en el estribo de una montaña próxima, dimos un salto y salimos del camino tratando de evadir a los perseguidores. Esa noche la pasamos caminando entre unos matorrales de rompesaragüey muy tupido y mezclado con el tibisí. Avanzamos lo que pudimos. Todo el tiempo la aviación volaba casi sobre nuestras cabezas. Anduvimos de día y de noche por aquellas malezas y nos detuvimos para tomar agua en un arroyito dos días después. Teníamos mucha sed debido a la carne salada que habíamos ingerido. Los tres nos quedamos profundamente dormidos, prácticamente sin fuerzas luego de esa tremenda marcha en dirección hacia la frontera con Haití, es decir, hacia el oeste.
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Fue entonces cuando al amanecer del 11 de junio nos descubrió una patrulla, que en primera instancia era un pelotón. Podría decirse que nos encontraron por mera casualidad a varios kilómetros de donde habían quedado Poncio, Medardo y el campesino. Los tres estábamos desfallecidos. Habíamos llegado al límite de nuestra capacidad física. Descubrimos –como he dicho– un pequeño hilo de agua entre la vegetación y bebimos hasta saciar nuestra sed. Llenamos las cantimploras y automáticamente nos quedamos dormidos. Sin saberlo, estábamos al borde de un camino ancho, por donde al parecer retornaba este grupo de militares de una de sus operaciones. Los perros sabuesos con que nos perseguían encontraron repentinamente nuestro rastro. Al frente de estos soldados estaba un teniente de apellidos García Tejada, quien llegaría muchos años después a Jefe del Ejército dominicano. También me dijeron que estos pelotones estaban bajo el mando del entonces capitán o comandante Méndez Lara, pero parece que quien realmente nos encontró, pues tenía los perros rastreadores cuyas patas nos despertaron, y quien ocupó nuestras armas y nos hizo prisioneros, fue García Tejada. Puede decirse que este oficial nos salvó la vida pues los guardias de aquel primer pelotón enseguida querían matarnos. Él nos condujo hasta un bohío cercano e inmediatamente se me despojó de una pequeña cámara fotográfica que llevaba en el bolsillo, tipo microfilm, una Kodak pequeñita; de la pluma de fuente Parker 61; del reloj Eternamatic; del cuchillo de campaña y algunos otros objetos personales. Ya prisioneros se nos explicó que al Alto Mando del ejército le había extrañado mucho que no nos hubiéramos entregado dos días antes, cuando lo hicieron Poncio y Medardo. En todo ese trayecto bastante largo, el cual recorrimos a pie, no nos ataron las manos. Al parecer nos vieron en tal estado de depauperación,
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que ya desarmados nos consideraron inofensivos, pese a lo cual nos observaban con gran celo. Avanzamos por trillos de ganado hasta llegar a un lugar bastante llano. Descendíamos hacia la meseta de Constanza. Veo a Santiago de los Caballeros bajo mis pies desde esta colina que ofrece una vista preciosa donde se levanta, entre la vegetación circundante, el «Camp David Ranch». Aquí nos hospedaremos en estos días de paso por la hermosa urbe. Como es ya de noche, las luces de la ciudad ofrecen una imagen magnífica. Pero si linda luce Santiago de noche, ahora, con el despuntar del alba y descansados, pienso que no hay un mejor sitio sobre la tierra donde despertar tras un sueño tan plácido. En la mañana, en medio del agradable clima que nos ofrecen los salones del motel celebramos una conferencia de prensa con la participación de un nutrido grupo de reporteros locales. A una interrogante sobre la lid electoral que tienen por delante, reflexiono teniendo en cuenta la información que recibí acerca de la plataforma política de los distintos partidos. Digo que si cualquiera de los que resulte electo cumple moderadamente su programa una vez que llegue al poder, el pueblo dominicano será el más feliz de la tierra. El tema histórico ocupa, como era de esperarse, el mayor espacio de tiempo y por eso vuelvo a recordar los hechos. Caminando llegamos hasta el lugar en que esperaba el general Juan Tomás Díaz, que fue el primer alto oficial con quien nos entrevistamos. En mi memoria no hay registrado ningún diálogo con el general Mélido Marte, de quien se dice que era
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Jefe de Operaciones por aquella zona. Bajo la sombra de un árbol hablamos con Juan Tomás. Muy cerca estaba estacionado un jeep, no recuerdo si era un Land Rover. Sé que no se trataba de un Willy, porque era más cerrado. Conversamos alrededor de una hora. Pablito, Frank y yo estuvimos todo el tiempo de pie, mientras el General permaneció recostado en un taburete. Todavía no nos habían atado las manos. Antes de comenzar con sus primeras preguntas, me dijo que yo era más ligero que una guinea, que había dado tantas carreras por aquellas montañas que nunca pudieron acercársenos ni localizarnos con exactitud, pero que al fin estábamos allí y que él lamentaba mucho mi situación pues tenía que entregarnos. Agregó que nos tenía que mandar a la capital. Me preguntó si conocíamos del desembarco de Maimón y Estero Hondo. Le respondí que ya sabíamos las noticias de los desembarcos en la costa. Me preguntó qué hacía yo en Cuba antes de ingresar al Ejército Rebelde y le conté que mi padre tenía dos pequeñas fincas, y que yo era el segundo de cuatro hermanos. Quiso saber si era casado, le dije que no y que tampoco tenía hijos. Me contó que él si tenía esposa e hijos. Lo recuerdo como un hombre mayor, ya de cincuenta y tantos años, quizás algo más. Sobre nuestro destino me dijo que tenía muy mala impresión, pues conocía que estaban torturando primero y luego fusilando a todos los que él había capturado buenos y sanos. El General expresó su criterio de que no compartía aquellos métodos, porque a un enemigo vencido no había que someterlo a ese tipo de trato inhumano. Esperaba, sin embargo, que en el caso nuestro se cumpliera la orientación precisa del Alto Mando de que no se nos tocara ni un pelo. Había que mantenernos vivos. Me comunicó que había otros compañeros nuestros prisioneros por la zona de Constanza. Se trataba de Mayobanex, Almonte, Medardo y Poncio. Tal y como relata en su libro,
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Mayobanex logró trasladarse desde las montañas donde combatíamos hasta las propiedades de su familia, una vez que quedó separado de nuestro grupo, y allí por temor a las represalias del régimen contra sus más allegados decidió entregarse a las autoridades, casi convencido de que le costaría la vida. Almonte Pacheco, también escindido de nuestro destacamento, increíblemente se encontró en un momento con Mayobanex, pero volvieron a separarse y fue hecho prisionero por el ejército con la ayuda de unos campesinos. Medardo y Poncio, esperaron aquel 9 de junio la llegada del sacerdote intermediario y el día 10, fueron entregados a las hordas de Trujillo, quien ya en este momento necesitaba una prueba viviente de los acontecimientos. Pero yo tenía la esperanza de que fueran más los sobrevivientes, de que no hubieran fusilado a tantos. Nos ataron entonces las manos con soga y nos trasladaron hacia otro poblado en un auto Mercedes Benz negro que pertenecía al General. Tiempo después llegamos a un cuartel fuera de la fortaleza de Constanza. El inmueble constaba de una oficina y un albergue de soldados. El propio Juan Tomás nos hizo un interrogatorio que fue transcripto totalmente y que versó sobre cosas particulares de la expedición. Él esperaba contestación a una llamada que había hecho en consulta a la capital. Luego de atender la esperada comunicación nos dijo que un oficial vendría a recogernos para trasladarnos hasta Ciudad Trujillo por órdenes supremas del Generalísimo. Dentro de los pensamientos trágicos que cruzaron por mi mente, guardo un recuerdo grato de los oficiales que me capturaron y en particular de la figura del general Juan Tomás Díaz. Pienso que esto enaltece su memoria. Ese 11 de junio en que fuimos capturados, durante la sesión de la OEA en Washington, los Estados Unidos sorprendieron al votar en bloque junto con las dictaduras de Trujillo y Duvalier respecto a la denuncia hecha por el régimen dominicano contra los gobiernos de La Habana y Caracas. No obstante, fue
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descartada la moción de Santo Domingo que pretendía una condena a Cuba y Venezuela al votar en contra 11 estados latinoamericanos. Oficialmente se conocía la noticia de la renuncia de otro representante del régimen trujillista, en este caso la del Doctor Emilio Cordero Michel, máxima autoridad diplomática de su país en las Naciones Unidas. Al abandonar su cargo declaró que lo hacía en protesta por la actuación criminal de su gobierno.
CAPÍTULO VIII «MARQUITO, TE LLEGÓ TU HORA»
A
ntes de llegar a Constanza enviaron a Frank nuevamente a las lomas con una escuadra de soldados para buscar las armas que ocupamos al primer uniformado que tomamos prisionero y luego a los dos que cayeron en la emboscada del puente, las cuales habíamos dejado enterradas en la selva para evitarnos cargar todo ese peso. Es decir, que a Frank ya no lo volvimos a ver en Constanza, sino hasta varios días después en la capital, específicamente en la base Aérea de San Isidro. Durante todas esas horas siguientes a nuestra captura no nos brindaron nada de comer y sólo Papín Abud, cuando estábamos esperando en el Mercedes negro, nos llevó unas galletas con dulce de guayaba a Pablito y a mí. Al llegar a la pista del aeropuerto de Constanza, adonde había llegado el avión con el oficial que nos trasladaría a la capital, vimos salir a un nutrido grupo de soldados desde la fortaleza. Venían con los fusiles en ristre, preparados para disparar. Fue entonces cuando el general Juan Tomás entró en el auto y me advirtió: «No te vayas a bajar por ningún motivo». Al ellos aproximarse hasta el auto, el oficial descendió y comenzó a increparlos. Les dijo: «Pendejos, no tienen cojones para ir a la montaña a buscarlo cuando tanto se les ha pedido y ahora quieren cogerlo mansito aquí... Retírense porque les va a costar caro».
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Muchos de estos soldados eran cubanos, miembros de la Legión Anticomunista del Caribe. Entre ellos pude reconocer a Salas Cañizares, al general Chestaro(68) y a uno que le decían Miguelito «El Niño» que estuvo en La Habana cuando me desempeñaba como Coordinador y Delegado Nacional de Acción del «26 de Julio» durante la lucha clandestina. Por entonces me buscaron mucho infructuosamente. Este último se acercó agazapado hasta el auto y me dijo: «Marquito(69), estás vivo. ¡Qué suerte tienes! Te me escapaste en La Habana, pero aquí sí que no te vas a escapar. Te llegó tu hora. ¡Aquí sí te jodiste!». Ellos tuvieron que retirarse luego de lo que les dijo Juan Tomás y a nosotros nos condujeron hacia el avión, que estaba situado en el mismo lugar donde habíamos desembarcado casi un mes antes. Con nostalgia y pesar recordé el desembarco expedicionario casi perfecto y el entusiasmo de todos los compañeros con ese primer tanto a nuestro favor. Ahora casi todos estaban muertos. Allí nos esperaba, debajo de la nave, el mayor César Báez, oficial del Estado Mayor de Ramfis Trujillo. Nos subieron al avión a Pablito y a mí con las manos atadas, y ya dentro nos amarraron los pies a las patas de los bancos de madera de la nave. El avión despegó. Me puse de pie a los pocos minutos de estar en el aire y le pedí al mayor Báez que me aflojara las amarras de los pies, pues casi estaba sangrando de lo apretadas que las tenía. Me ordenó con el cañón de su ametralladora empujándome el pe-
(68) Coronel Chestaro: Uno de los jefes de la Legión Anticomunista del Caribe con base en Constanza. (69) Marquito: Marcos era el seudónimo de guerra que utilizó Delio Gómez Ochoa durante la lucha en Cuba. Muchos de sus allegados desde esa época continúan diciéndole Marcos. El nombre perdura en la familia en la persona de su hijo y coautor de este libro.
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cho, que me sentara. Pensé que me mataría allí mismo, aunque es peligroso disparar dentro de un avión en vuelo. Al poco rato llegamos a la base de San Isidro donde nos esperaba un coronel de apellidos Sánchez Rubirosa, quien nos condujo hasta una celda relativamente confortable en comparación con las que conoceríamos después. Nos dieron jabón, toallas y ropa limpia. Nos ordenaron bañarnos y nos trajeron comida, la primera en muchos días. A la mañana siguiente nos fue a ver el general Arturo Espaillat, a quien le decían «Navajita». Contaban que era muy recio con los soldados bajo su mando. Los que le conocieron dicen para ilustrar los rasgos de su personalidad, que desayunaba con un niño pasado por agua y no eructaba. Él nos interrogó realmente con guante de seda. Sacó dos sillas al sol, y realizó preguntas muy elementales. Luego nos volvieron a meter en la celda y ya por la tarde se oyó sonar un clarín, la nota era una especie de Toque de Atención. Había gran algarabía y por nuestros carceleros nos enteramos de que era el «Jefe», Trujillo, quien hacía su entrada en la base. Se nos ordenó prepararnos para ir a su encuentro. Minutos después vino el coronel Sánchez Rubirosa y nos condujo en su carro hasta el frontispicio del Estado Mayor de la Aviación Militar. Recuerdo que estaba Trujillo de pie, con su traje de oropeles, sin el famoso sombrero de dos puntas, pero sí con sus entorchados y cargado de medallas. Estaba rodeado, todos en posición de firmes, por Ramfis, su primogénito, Jefe de Estado Mayor General Conjunto de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierra; Tunti Sánchez, Jefe de Estado Mayor de la Aviación Militar Dominicana; creo que también estaba el general Bonetti Burgos(70) y el coronel Johnny Abbes García, que era el Jefe del
(70) General Bonetti Burgos: Jefe del Ejército de Trujillo en la época de las expediciones del 59.
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Servicio de Inteligencia Militar; Candito Torres, entonces Capitán de la Marina, así como el marido de Angelita Trujillo, coronel Luis José León Estévez, yerno del dictador. Llegamos con esposas puestas en las muñecas hasta unos seis metros de donde estaba Trujillo, quien fue el primero en preguntar. Ya me había puesto de acuerdo con Pablito para que dijera más o menos lo mismo que yo y para que nunca creyera, cuando lo interrogaran, en cosas que le aseguraran que yo había afirmado, pues seguramente iban a falsear declaraciones. De igual manera yo no creería nada que no fuera dicho por él mismo ante mi persona. Estas cosas que le dije a Pablito en la celda, después me las hicieron escuchar pues estaban grabadas. Eso fue una práctica que hicieron siempre. «Así que usted es el comandante Ochoa –dijo Trujillo, y preguntó– ¿Usted a qué vino aquí?». Le afirmé: «Bueno, yo vine a pelear». A lo que dijo: «A usted lo que hay es que castrarlo y mandárselo para allá a Fidel Castro». Miró a Pablito y le dijo: «¿Y la cagarruta ésta a qué vino aquí?». Entonces Pablito le contestó con su hablar atropellado: «Yo vine a pelear». «Usted está bueno –le señaló Trujillo– para dárselo a Ramfis para criar gallinas» y seguidamente añadió: «¿Usted sabe quién soy yo?». Pablito le señaló: «Sí, usted es Chapitas», que era como le decían burlonamente a Trujillo por la cantidad de medallas y condecoraciones que usaba, muchas de las cuales se las confirió él mismo. La respuesta de Pablito fue para mí una sentencia de muerte definitiva. «De esa no nos salva nadie» –pensé– sin embargo, nada pasó. No conozco si alguien alguna vez le dijo a Trujillo algo así en su propia cara, pero Ramfis no pudo disimular la risa, entonces el padre también sonrió, aunque más bien le salió una
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mueca. «El Generalísimo» preguntó seguidamente a sus acompañantes que quién nos iba a interrogar. Su hijo se cuadró y le contestó: «Jefe, pensaba hacerlo yo». Entonces dijo: «Bueno, pues adelante». Fuimos conducidos al despacho de Fernando A. Sánchez, «Tunti». En ese despacho me enseñaron las fotos de todos los compañeros que habían capturado, y que en su mayoría estaban muertos. Vi la foto de Nene López muerto y la de mi primo Calleja herido. Supe entonces que este último había sobrevivido después de haberse disparado en el pecho y que falleció luego en un hospital. Me contaron que tuvo oportunidad de hablar y dijo que en la guerrilla había un hombre al que no iban a poder coger nunca. Se refería a mí. También vi la foto de Reyes Medina, «Cuetico», de Oscar Luis Vega Acosta(71) y de Enriquito Betancourt, todos vivos. Este último descalzo y con evidentes signos de tortura, momentos antes de que lo asesinaran. En la mayoría de las fotos los compañeros aparecían heridos, pero vivos. Recuerdo sobre todo a los cubanos pues eran los que más conocía, pero vi también imágenes de muchos dominicanos cuyos nombres no retuve en la memoria. Estas fotos estaban escritas por detrás con los nombres y apellidos de los expedicionarios, algunos de los cuales habíamos escuchado por la radio cuando se les mencionaba como muertos. Tenían además fichas de estos combatientes. Sus apellidos, residencia y otros datos, que pienso fueron esclarecidos por ellos mismos y en otros casos por otros de los guerrilleros. Se especificaba también al dorso por dónde habían venido. A mí me exigieron que fuera lo más exacto posible en cuanto a
(71) Oscar Luis Vega Acosta (Veguita): Teniente cubano de la columna 32, quien formó parte del grupo expedicionario de Constanza.
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la información sobre los que vinimos por Constanza. Querían saber cuántos eran. En varias ocasiones, ante reiteradas preguntas, les recalqué que eran como cuarenta y pico. Nunca dije que eran cincuenta y cuatro. Yo pensé que así podía darle margen a cualquier combatiente de nuestro grupo o del de Enrique que hubiera logrado sobrevivir para que pudiera escapar. También preguntaban sobre la organización de la expedición. Alguna que otra vez, cuando Ramfis veía que no era efectivo o preciso en mis datos, salía de la habitación. Entonces me daban golpes y me aplicaban bastones con electricidad en el pelo, para ablandarme, según decían. También a Pablito, pese a ser un niño, le dieron corriente, lo cual resultaba insoportable para mí. Aplicaban en ocasiones el golpe del teléfono. Así le llamaban, pues con ambas manos golpeaban por los oídos y dejaban a uno casi sordo. Podían fácilmente reventar los tímpanos. Aún sufro las consecuencias de estas golpeaduras pues he perdido la audición del oído derecho, y tengo muy disminuida la del izquierdo. Contaban allí con equipos de grabación y un hombre que se ocupaba de procesar toda esa información. Así transcurrió ese día, hasta que nos devolvieron a la celda y a la mañana siguiente nos trasladaron nuevamente en el auto de Sánchez Rubirosa hasta el Estado Mayor de la base aérea. Íbamos –según nos informaron– a una entrevista con el periodista norteamericano Sam Jalper(72), quien era amigo mío desde los días de la Sierra Maestra y había ido a comprobar si era cierto que nos habían capturado. Cuando bajamos frente al edificio del Estado Mayor vimos llegar otro carro cuyos conductores venían muy agitados. Abrieron el porta paquetes donde traían a Frank enroscado y amarrado (72) Sam Jalper: Corresponsal norteamericano. Autor de varios reportajes en la Sierra Maestra.
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con sogas, pero Sánchez Rubirosa les ordenó: «Cierren eso. No sea que lo vea el periodista». Trancaron el maletero del automóvil otra vez y se fueron. Imaginé que Frank se estaría ahogando dentro. Este periodista nos hizo algunas fotos y yo dije un mensaje para mi familia pues él insistió mucho en eso antes de comenzar la entrevista. Recuerdo que el intérprete era un hombre llamado Faustino Pérez. Llevaba un sombrero de fieltro, especie de bombín tipo francés. Hablaba muy bien el inglés y me imagino que todo lo que dije salió tergiversado. Ese encuentro duró algo más de una hora. Nos llevaron nuevamente a la celda, donde nos encontramos a Frank, quien había ido a un interrogatorio con Ramfis. Él permaneció con nosotros en la cárcel de la base de San Isidro, pero al tercer día en la tarde nos trasladaron separados a la famosa prisión conocida como «La Cuarenta». A Frank lo llevaron como a alguien muy peligroso en un Volkswagen amarillo. Lo vimos a la entrada de la prisión cuando cruzamos el amplio portón que daba acceso al recinto. Estaba amarrado con soga alrededor de todo el cuerpo y con la cabeza rapada. Nos depositaron, a Pablito en la celda número seis y a mí en la siete. También estaban en celdas cercanas a nosotros Mayobanex, Almonte, Poncio y Medardo. Recuerdo que los vi en dos o tres oportunidades durante los días siguientes antes de que los trasladaran a la gran prisión de La Victoria. Estas celdas eran tipo «solitarias», muy pequeñas, de dos metros cuadrados a lo sumo. Detrás había una ducha que salía de la pared, pero siempre sin agua, y debajo un hueco para hacer las necesidades. No tenían cama. Eran herméticamente cerradas, con una puerta de madera y otra de barrotes de hierro. Por ventana contaban un pequeño respiradero de unos
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20cm de largo por 10 de alto, lo que no daba chance a la entrada de la luz solar. Cuando cerraron las puertas quedé con la sensación de que me habían enterrado vivo. La soledad era tan absoluta, que los gritos de los detenidos durante los interrogatorios sonaban en la lejanía como salidos de ultratumba. Es una impresión que nunca he logrado borrar de mi mente. Ahí prácticamente no se oían los ruidos y eso era peor que si lo sacaran a uno afuera, aunque tuviera que presenciar los macabros espectáculos que montaban a diario. Era una situación subhumana y deprimente para cualquier prisionero. Todo el tiempo absolutamente desnudo, ni siquiera con ropa interior. Se sabía que era de día cuando le llevaban a uno un trozo de vianda sancochada y en contadas ocasiones algo de leche en polvo con un pedazo de pan viejo, lo que se acercaba más a un típico desayuno. A veces nos llevaban al mediodía un poco de arroz y pescado con muchas espinas. Había que dormir desnudo y en el suelo pelado, a merced de la tremenda cantidad de mosquitos que entraban a la celda. Los pequeños vampiros estaban a sus anchas debido a que ahí no corría ni una gota de aire. Tenía que hacer mis necesidades fisiológicas en el hueco y todos los días me entregaban un cubo y una balleta para que lo limpiara. Transcurrieron no menos de 15 días antes de que me permitieran bañarme por primera vez y debido a esta falta de higiene contraje una infección en la uretra. Se trató de un hongo muy resistente que no pude curarme completamente hasta tiempo después de estar en Cuba. Luego de unos meses en esta situación comencé a perder el equilibrio psíquico. Escribí algunos versos mientras estuve en la solitaria Siete gracias a unas cuartillas y un lápiz que me hizo llegar una mujer a la que mantuvieron presa durante unos días en la celda contigua a la mía. Lamento no recordar la identidad de esta
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compañera pero conservo estos escritos que reflejan un tanto mi estado anímico y mental. Uno de ellos decía: «Señor devuélveme el alma mira que están las estrellas colgando de un hilo blanco Y no me quieren mirar. Por el hueco de los ojos de la cara de tu cielo se me ha fugado del pecho y no quiere regresar. Una palmera me dice que pasó por la vereda cantando una canción triste, y se metió en el palmar. Pero como yo sé que tú sabes donde está, te pido que me la mandes como regalo de reyes, porque ya no puedo más. La caracola vacía de la playa de mi pecho, se ha encontrado que no puede respirar. Y las olas y la arena de su mar como páramo sin flores se convierten en desierto sin final. Ya sé que no he sido bueno, y que no puedo contestar a tus preguntas sin la frente reclinar. Pero tú que le diste al hombre la actitud de pecar comprenderás que no he pecado menos ni he pecado más que el que más y el que menos haya podido pecar. No te pido perdón porque estoy dispuesto a pagar mis pecados más allá.
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Cuando me llames para el saldo de la deuda sin cobrar. Pero mientras tenga el castigo de cargar el acá, yo te ruego señor, por piedad: devuélveme el alma, mira que están las estrellas colgando de un hilo blanco y no me quieren mirar». Sumido en las mazmorras del horror de la dictadura, encarcelado en las peores condiciones, saqué como experiencia que no se puede perder la fe, no se puede perder jamás la esperanza ni la confianza en uno mismo y en el resto de los compañeros. Si algo de mi experiencia les puedo transmitir a los revolucionarios que desgraciadamente guardan prisión en este mundo es que mantengan la confianza en la capacidad de reacción de las masas. La solidaridad humana, la solidaridad revolucionaria, más tarde o más temprano se hará patente. Siempre se hará patente. A los revolucionarios encarcelados debo decirles además que en la medida de lo posible hay que estudiar y profundizar en sus ideas. Hay que intentar trabajar por la causa desde la prisión, lo cual para nosotros fue imposible debido al aislamiento tan férreo al que estuvimos sometidos. No vale la pena traicionar al movimiento revolucionario. Son preferibles la dignidad y los principios a todos los diamantes y colmillos de elefantes de la tierra. «La Cuarenta» contaba con una amplia residencia a cuya puerta principal se ascendía por una escalinata estrecha de unos siete escalones. A los detenidos recién llegados los bajaban por la rampita asfaltada que rodeaba el inmueble hasta el lugar de los interrogatorios. A las celdas se iba por una calle estrecha, de un metro de ancho, hasta un nivel más bajo en el terreno.
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Facsímil del poema escrito por Delio en el centro de torturas «La 40».
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En medio de esa gran extensión se levantaba la torre de comunicaciones por microondas, más conocida como «El Coliseo», por razones que explicaré después. Hacia el fondo, entre el local de torturas y el muro grande que rodeaba toda la propiedad estaba la cocina, que era una edificación de madera. El referido muro de concreto, donde muchos detenidos encontraron su fin, tenía una base de un metro de ancho por cincuenta centímetros en su máxima altura que alcanzaba cuatro metros. Fundidas a la pared había varias argollas a un metro de distancia una de otra donde amarraban a los prisioneros para fusilarlos. Árboles muy frondosos cobijaban la oficina de interrogatorios cual si fuera el bosque del terror. Al principio me obligaron a hacer una declaración explicando la lógica de los acontecimientos. Era mi versión de cómo habían ocurrido las cosas. Esa declaración, naturalmente, fue muy tergiversada cuando salió por la televisión y la radio dominicanas. Según he conocido, en esto laboraron expertos en el trucaje de imágenes y sonidos, algunos de los cuales trabajan aún en los medios televisuales dominicanos y con quienes he podido conversar en este viaje. El 14 de julio, a tres días de nuestra captura, y a un mes del desembarco expedicionario por Constanza, la OEA acordó una reunión extraordinaria de Cancilleres en Chile, con fecha probable del 10 de agosto. También este día fue expulsado de suelo dominicano el periodista norteamericano Tad Szulc, quien al parecer reportó algunas atrocidades de las cometidas por el régimen. De todos los interrogatorios que me hicieron, me entregaron un legajo que yo firmé de mi puño y letra, pero en días posteriores sometieron a Pablito a torturas por gusto, sólo para satisfacer su sadismo personal. Pablito conocía las cosas del campamento de entrenamiento, pero nada de las interioridades del movimiento ni de su organización.
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Me dijeron que para no continuar martirizándolo yo tenía que firmar varios papeles en blanco porque, según me explicaron, querían hacer un libro con la «verdadera» versión de los sucesos. Me pusieron delante unos cuantos paquetes de papel de distintos colores para que los firmara abajo, al pie, y otros con una media firma al margen. Yo hice lo que me pidieron, no podía negarme ante la barbarie que cometían con el niño. Fue por entonces cuando Pablito enloqueció. Lo pasaron para la celdita en que yo estaba, pero estuvo un solo día conmigo, pues ya él estaba loco luego de las torturas que sufrió y presenció. Me tomó un miedo tremendo dentro de aquel infierno. Sufrió una pérdida del equilibrio psíquico y tuvieron que llevárselo de «La Cuarenta» para un manicomio. Presenciándolo todo estaba un periodista cubano. Era un mulato canoso y alto, que usaba espejuelos y tendría unos 60 años de edad, quien estaba encargado de escribir un «libro blanco» sobre las expediciones de junio del 59. Estaba al servicio del régimen y después colaboró con Johnny Abbes García en la emisora Radio Caribe, creada en la época en que surgieron las diferencias con los Estados Unidos. Su hijo era oficial de la policía secreta. Al final de la dinastía de los Trujillo en 1961 padre e hijo emprendieron la huída y al parecer tuvieron problemas legales con las autoridades del Cánada. A Frank también lo torturaron salvajemente en aquel centro de investigaciones preliminares. Este joven teniente cubano, quien contaría entonces 17 ó 18 años, de mediana estatura y fuerte complexión, llevaba el cabello muy largo, de color negro y ondulado antes de que lo pelaran «al rape». Por su cara juvenil alguien podría confundirlo con una muchacha. Pasó a formar parte de mi tropa en la Sierra Maestra cuando salimos a cumplir misiones de guerra en la zona norte de Oriente. Transcurría entonces el mes de octubre de 1958.
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Participó a nuestro lado en diversos combates y fue particularmente hábil en las marchas y contramarchas durante la contienda insurreccional cubana. Siempre formó parte de la vanguardia de nuestra guerrilla en tierras dominicanas donde fue uno de sus miembros más valiosos. Sentía un gran cariño por este muchacho a quien casi siempre tenía a mi lado. Los sicarios me contaron con sádico disfrute lo que había sucedido con él. Cuando bajó de las montañas de Constanza un oficial lo tomó por el cabello y lo insultó preguntándole que hacía una muchachita allí. Ante esto, nuestro compañero se desató las amarras de las manos y le arañó la cara. Le pegaron con unas manoplas que tenían pinchos en la punta. No vi cuando lo mataron, pero murió, según me contaron, en la silla eléctrica. Momentos antes le cortaron las manos. Esas partes del cuerpo de mi hermano de luchas me las llevaron a la celda para que yo las viera amarradas con una soguita de henequén. Me preguntaron si sabía que era aquel racimo de carne ensangrentado y en el reconocí las manos de Frank, porque estaban llenas de cortaduras de la maleza debido a que él era quien abría nuestros senderos en la montaña. Según tengo entendido el oficial del incidente con Frank fue el mayor César Báez, quien seguramente pidió a Trujillo que le entregaran al prisionero para matarlo. Recuerdo con mucha claridad lo que me dijeron los guardias: «que el mayor César Báez ya había cobrado su deuda con Frank en esa forma». Vi después asesinar a varios compañeros que aún estaban vivos pese a las despiadadas torturas. Los exterminaron en la silla eléctrica, en mi presencia. La silla eléctrica era un butacón metálico de grandes dimensiones que poseía unos cintos de cuero duro. El espaldar alcanzaba la altura del cuello de una persona normal. Uno quedaba sujeto por los tobillos, por las manos y los brazos. Estaba colocada a la izquierda de la puerta de entrada de la oficina y frente a ésta, en la pared opuesta, había dos buroes.
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En una de las gavetas del de la izquierda, estaba ubicado el equipo regulador de la corriente que decidían aplicar y el cual manipulaban mediante botones en un tablero de control. He vuelto a encontrar equipos parecidos cuando me han aplicado corriente analgésica en el hospital «Julito Díaz», en La Habana, con la enorme diferencia que allí lo utilizan para curar dolencias. A algunos de los detenidos nos amarraron en las argollas que tenían los enormes muros de «La Cuarenta», que parecían como de un castillo. Pienso que ese lugar pudo haber sido alguna vez un establo o algo parecido, pues la casa había sido del general Juan Tomás Díaz y estaba en las afueras de la capital. Nos pusieron a todos en el paredón aquel. Evidentemente se trataba del fin. Mis pensamientos me trasladaron a mi vida en Cuba, a mi familia, y de nuevo a la dura realidad de mi inminente muerte. Me preocupó curiosamente en ese instante el no haber dejado herencia de mi estirpe a pesar de tener novia en La Habana: la dulce Acacia. Me dispuse a enfrentar el final con serenidad. Como otras veces fui capaz de vencer el miedo. Nos vendaron los ojos y ordenaron ¡fuego! al pelotón de fusilamiento. En aquel instante creo que realmente estuve en el más allá, si es que en verdad existe algo después de la muerte. Luego me quitaron las vendas y me di cuenta de que no me habían matado, aunque sí a los demás. Esto me lo volvieron a hacer cuando cayeron presos los compañeros del movimiento revolucionario «14 de Junio», meses después, movimiento cuyo nombre estaba inspirado en la fecha de nuestra expedición. También entonces fusilaron a varios de ellos y yo quedé vivo, si es que podía llamársele vida a aquel tormento. Fui torturado de diversas maneras, entre ellas debí presenciar el exterminio de los demás hombres a quienes les daban tortores en los testículos y en la frente. Usaban con otros la
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manopla y también el vergajo. Metían a los detenidos en la torre de comunicación que tenían allí, el famoso Coliseo... mientras cuatro o cinco verdugos los molían a golpes como si fuera un show circense. Como consecuencia de esto les provocaban grandes quemaduras en la piel, que al adquirir gusanos eran lavadas con una mezcla de vinagre y otro producto que no recuerdo si era aceite. Entre las torturas que me aplicaron he de relatar que en dos ocasiones me llevaron a la base de San Isidro, de noche. Con unas correas amarrado por los hombros, la cintura y las piernas me sacaron colgando en un helicóptero. Me pasaron por encima de la ciudad y me llevaron hasta el mar. Decían antes de darme el singular paseo, que me iban a lanzar sobre las montañas de la Sierra Maestra. En aquellas aguas infestadas de tiburones, frente al litoral dominicano, y mientras la ciudad dormía, me zambulleron cual si fuera una carnada para la pesca. El agua llenó mis oídos y mi nariz, pero para suerte mía ningún gran ejemplar me quiso como alimento. Tenían en «La Cuarenta» a un especialista que se dedicaba a abrirle la piel en canal, es decir, a todo lo largo del antebrazo por su parte interior, a los interrogados. Utilizaba para esto cuchillas de afeitar. Yo aún conservo alguna marca. Las cicatrices que dejaban eran muy finas, aunque perdurables. Muchos de los que sufrían esta práctica se desmayaban debido a la sensación de desangramiento. Era muy habitual que, a sangre fría, le extrajeran algunas muelas a los prisioneros. A mí me sacaron tres en esa forma. No creo que pueda describirse un sufrimiento tan espantoso. El dolor era inmenso y en la mayoría de las veces se producían efectos posteriores, especialmente hemorragias. A duras penas no me desmayé. Cuando me observo en detalle en el espejo noto que me ha quedado una ligera oquedad en la parte derecha del rostro, donde perdí las tres piezas.
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Con palillos de dientes de madera de pinotea colocados en las uñas de los pies lograban, a través de bárbaras quemaduras, las confesiones. Cuando encendieron estos palillos con un fósforo y lentamente la candela se fue acercando a mi piel, el choque psicológico de observar cómo se aproximaba el fuego fue tremendo, aunque nada comparable al efecto mismo de la quemadura. Este amplio dossier de torturas nos acerca a la psicología de los individuos que fungían como expertos interrogadores del SIM. Utilizaron otras veces una manguera de chorro muy fuerte para llenar de agua el estómago de los interrogados, quienes después pasábamos largo rato vomitando todo el líquido. Testigo de mayor excepción de todas estas atrocidades y que pudiera ampliar sobre el tema, es Cholo Villeta, de quien me han dicho que aún vive y reside en la República Dominicana. Es lisiado del brazo izquierdo. Este individuo participó en la mayoría de los interrogatorios durante toda mi estancia en «La Cuarenta». Lo recuerdo siempre vestido de traje y con una carpeta en la mano sana donde transportaba documentos desde y hacia el SIM. En los primeros días en «La Cuarenta» me llevaron ante un individuo llamado Raúl Portela, que no es un compañero de igual nombre que perteneció al Directorio Estudiantil Universitario –una de las fuerzas que luchó contra Batista en Cuba– sino un señor casado con la hija de Pedro Aguacate, dueño de una compañía ganadera llamada «Maceo», muy poderosa en mi país. Este hombre fue de visita a «La Cuarenta» con Johnny Abbes García, con quien andaba tomando tragos en el hotel Embajador. Ambos estaban un poco ebrios. El cubano era un tipo locuaz, de unos 30 años de edad y hablaba con mucha energía. Me recalcó que él no tenía problemas para viajar a la República Dominicana, que lo hacía con su pasaporte cubano a través de Estados Unidos y que tenía negocios de ganado con
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el gobierno trujillista. Johnny Abbes le dijo: «Ahí tienes al comunista», a lo que su interlocutor respondió con energía: «Este muchacho no es comunista, pues su familia es de muy buena posición. Su padre es dueño de fincas en el norte de Oriente». Ciertamente, mi padre tenía dos pequeñas fincas en los llanos del Cauto, entre Holguín y Bayamo, que fueron quemadas y saqueadas por el ejército de la tiranía. La más grande la había vendido para sustentar a la familia y contribuir económicamente a la causa de la Revolución y la más pequeña, de seis caballerías (80 hectáreas), fue intervenida al promulgarse una segunda ley de Reforma Agraria en Cuba. Bendije en ese momento la actitud positiva de aquel desconocido hacia mi persona. Durante mi estadía en la prisión uno de los documentos que me mostraron fue enviado por este hombre, quien seguramente a petición de sus socios logró recopilar en Cuba mucha información acerca de mi familia y de mis amigos a través de unas personas que conocía y que visitaban frecuentemente la casa de mis padres. Se trataba del Doctor Jorge Rodríguez de la Vega, cuya esposa, Nena Feria, era amiga de mi familia. Toda esa información fue recibida y procesada en los servicios de inteligencia militar de Trujillo, cuya red de información en Cuba funcionaba desde antes del triunfo guerrillero. El mismo Johnny Abbes me contó que el 31 de diciembre de 1959, se encontraba esperando el año nuevo en el Cabaret Tropicana, en Cuba, en compañía del fatídico teniente Laurent, del Servicio de Inteligencia de la Marina de Guerra, y de otros oficiales del ejército de Batista. Allí los sorprendió la victoria del Ejército Rebelde y vivieron horas de angustia hasta que el día 2 de enero pudieron abandonar el país en una avioneta robada y pilotada por un cubano. Volaron desde el aeropuerto de Rancho Boyeros hasta Santo Domingo. Pude, durante mi reclusión, comprobar la eficacia y el alcance de los tentáculos de la inteligencia trujillista: Recuerdo
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que me mostraron en «La Cuarenta» un informe sobre mi persona, que había sido remitido a Ventura(73). Databa de la época en que yo dirigía la lucha clandestina en La Habana luego del fracaso de la huelga revolucionaria de Abril de 1958. Contenía dicho informe los detalles de un plan de atentado que habíamos elaborado para ajusticiar a este verdugo del régimen de Batista cuando visitara a su amante en las afueras de la ciudad. Esta información estaba encima del buró de la oficina de interrogatorios de «La Cuarenta». También me enseñaron otros documentos con los nombres de mis más allegados compañeros de lucha. Estos datos fueron muy manejados para hacerme aparecer ante las autoridades cubanas como un traidor a la Revolución. Por alguna vía que desconozco, el gobierno cubano recibió el texto de un plan firmado por mí y en cuyo encabezamiento podía leerse: «Plan general para mecanizar los elementos que en Cuba, dentro del Ejército Rebelde, pueden producir un movimiento insurreccional». Los servicios de inteligencia de Trujillo estaban bien establecidos en Cuba, favorecidos por varias razones, entre ellas el hecho de que en esos años reinaba la indiscreción y la inocencia entre muchos revolucionarios, pero a ello había que sumar las traiciones. Tal fue el caso de las fotos con Camilo durante la despedida de los barcos, fotos que Trujillo tenía desde mucho antes de capturarnos a nosotros en la Sierra de Constanza. Esto no fue otra cosa que una vil traición. El día 27 de julio en una comparecencia ante periodistas internacionales en el Havana Hilton, Fidel afirmó que
(73) Ventura: Al Coronel Esteban Ventura podría catalogársele como el homólogo de Johnny Abbes en Cuba. Torturó y asesinó a numerosos jóvenes revolucionarios cubanos.
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la Conferencia de Cancilleres en Chile era extemporánea. «Conferencia de Cancilleres. ¿Para qué? –señaló–. Debe convocarse sólo para salvar vidas y mejorar la crisis económica en la América Latina, no para salvar a Trujillo». Cuatro días después la entidad hemisférica desestimó una moción cubana para que la reunión de Chile se centrara en los asuntos económicos. La Habana, ante esto, dijo que no descartaba incluso su ausencia del cónclave.
CAPÍTULO IX VUELVO A VER AL JEFE
S
on cientos las personas que calculo llenan el enorme salón del Ayuntamiento de Santiago de los Caballeros. Al llegar la algarabía es enorme y tenemos que abrirnos paso por entre una masa muy compacta. Todos quieren abrazarme o tan sólo estrecharme la mano. Alguien grita: «¡Viva Cuba!» «¡Viva!» –repetimos los demás–. Dice el Síndico de la Municipalidad santiaguera al darme la bienvenida oficial, que es un privilegio que esté entre ellos y que Cuba debe saber que en estos momentos de dificultades económicas, sus hermanos dominicanos hacen votos porque una vez más la Revolución salga victoriosa. Me entregan un pergamino con el escudo de la Ciudad en el que se resuelve declararme Huésped Distinguido. En su encabezamiento leo: Ayuntamiento del Municipio de Santiago, Primer Santiago de América Fundado en el año 1495, República Dominicana. Pronuncian discursos ediles y diputados de los Partidos de la Liberación y del Revolucionario Dominicano, así como un miembro de los grupos de solidaridad con Cuba. 191
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Al final tengo que usar de la palabra de forma improvisada para expresar mi agradecimiento por tan alto honor. Mis frases son de encendido entusiasmo patriótico. Hago alusión a las figuras de Máximo Gómez, de Martí, y de Duarte, Sánchez y Mella. «El 14 de junio de 1959 ocurrió –señalo– como un estremecimiento con carácter de terremoto en toda América Latina, y quienes intervinieron en esa gesta que perseguía liquidar la férrea dictadura del sátrapa Rafael Leonidas Trujillo Molina, no fueron invasores, sino patriotas que vinieron a luchar por lo que entendían era lo más justo». Agrego para finalizar que Bolívar, Martí, Duarte, Sánchez y Mella, hubiesen contemplado atónitos aquella etapa bochornosa del dictador en uno de los países más amados por todos y en uno de los primeros territorios en que puso sus huellas el Almirante Cristóbal Colón en este continente. Abandonamos el recinto entre constantes muestras de cariño que no olvidaré jamás y que asumo en nombre de mi pueblo y en particular de los cubanos que me acompañaron en una de las primeras misiones internacionalistas de que se tiene memoria en la época revolucionaria de mi país. A la salida de este acto inolvidable nos dirigimos a la residencia del Dr. Juan José Batlle, en las afueras de Santiago, donde me agasajaron en forma familiar con una cena en compañía de los miembros de la Liga de Ciudadanos Independientes de Santiago y algunos otros allegados. Al día siguiente marchamos a la localidad de Montecristi, donde la actividad de homenaje por la gesta del 59 se desarrolla en la casa propiedad de Máxi-
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mo Gómez, en la avenida Ramón Matías Mella. Recuerdo al usar de la palabra el papel jugado por el coronel Francisco Caamaño Deñó, en el enfrentamiento a los invasores norteamericanos en el 65, así como a quienes se sublevaron en Las Manaclas junto a Manolo Tavárez Justo. Aquí, en Montecristi firmaron Martí y Gómez el manifiesto de la guerra necesaria. Concluye el sencillo acto en el que nos entregan un pergamino de reconocimiento y aprovechamos para recorrer los lugares en que pernoctaba el Generalísimo, entre ellos la vivienda donde se recortó el cabello por última vez y donde descansó la última noche antes de partir a dirigir la guerra del 95 en Cuba. Tenemos oportunidad de ver la tarja colocada en nombre del presidente cubano Fidel Castro en las inmediaciones de la playa Juan de Bolaño. A nuestro regreso más tarde, en una de las radioemisoras locales, intercambiamos criterios ante las cámaras acerca de diferentes temas con distinguidos miembros de la Liga de Ciudadanos Independientes. Constato la admiración de este selecto auditorio por la Revolución Cubana y por Fidel. En la noche disfrutamos de una recepción entre amigos en la casa del Doctor Robinson Abreu, miembro de la referida liga y en compañía de los amigos Marcelo Bermúdez, Luichi Estrella y los doctores Serulle y Juan José Batlle, entre otras personalidades. Aprovecho para despedirme de los santiagueros, cuya hospitalidad comparo con la de sus homólogos de Santiago de Cuba. Al día siguiente, 14 de junio, llegamos a Santo Domingo. El Hostal Nicolás de Ovando, con su típica arquitectura colonial, será nuestra morada. Este fue el ho-
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gar de las autoridades coloniales españolas y es de admirar su estado de conservación que pone en duda al visitante acerca de la época que está viviendo. Hoy (14 de junio de 1995) se cumplen exactamente los 36 años de nuestra expedición. El contraste entre el trato que nos dispensan y el que sufrimos en aquellos distantes días, es enorme. Desde «La Cuarenta» me llevaron en una ocasión hasta el Hotel Paz para una entrevista con un periodista norteamericano, creo que de apellido Taylor. Estaba presente el traductor de siempre, Faustino Pérez, en su acostumbrada misión tergiversadora. Luego hubo otro encuentro con un corresponsal que no estoy seguro si era canadiense, norteamericano o inglés, en una oficina del Palacio de la Policía Nacional. El periodista estaba muy disgustado pues Faustino Pérez intentaba inducir las preguntas que debía hacerme, mientras él quería conocer otros aspectos relacionados con mi situación. Trataban de demostrar que yo estaba en libertad condicional, pero resultaba contraproducente que me llevaran para una entrevista al Cuartel General de la Policía dominicana, lugar que también estaba lleno de celdas. Este periodista salió de allí muy contrariado. Su trato hacia mí no fue nada cortés, pero tampoco fue condescendiente con Faustino Pérez. Conocí que días antes Abbes García había entregado a varias agencias internacionales un despacho que notificaba mi repentina muerte debido a un ataque cardíaco mientras me encontraba en la penitenciaria de La Victoria sujeto a proceso judicial. Pienso que la maniobra de anunciar mi muerte buscaba alguna reacción del gobierno cubano y como no tuvo los efectos deseados volvieron a resucitarme a fin de que les fuera útil en su cruzada contra la participación de Cuba y Venezuela en nuestras expediciones.
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Días después me condujeron a ver a Trujillo al Palacio Nacional. Fue previo a la celebración de la Conferencia de Cancilleres de la OEA, en Chile, el 12 de agosto de 1959. Vi en aquella oportunidad, en el despacho del dictador, a un dominicano que había conseguido salir de Cuba. Había estado en un campamento de entrenamiento en Madruga, a 65 kilómetros de La Habana. Allí fueron los compañeros que no pudieron venir en la expedición y quienes esperaban concentrados la oportunidad de unirse a nuestra fuerza guerrillera. Esta posibilidad nunca llegó a ser real debido a varios factores, pero en especial a lo efímero de la lucha que emprendimos en las montañas dominicanas. A principios de septiembre de 1959 fue disuelto el campamento. A este individuo le decían «Musa». El estuvo durante los últimos días en el primer campamento, en «Mil Cumbres» y parece que desde entonces se había dedicado a espiar para Trujillo. En la oficina de Trujillo me lo informaron así. Luego confirmé con Pablito que en efecto, este personaje había estado en «Mil Cumbres». «Musa» era un muchacho joven, de cara colorada. Se prestó para ir desde México hasta el mismo despacho de Trujillo. Me acusó delante de éste y de otros altos oficiales de haber fusilado, amarrado a una palma, a un preso que tuvimos acusado de espionaje. En realidad lo que hice en esa ocasión fue llevarme al hombre de una cárcel alambrada que se había improvisado en el campamento hacia el regimiento de Pinar del Río. Allí quedaría retenido hasta que los desembarcos se hubieran efectuado y fuera puesto en libertad. Naturalmente negué la acusación. Trujillo me comunicó que había anunciado públicamente mi asistencia a la Reunión de Cancilleres, pues –según me dijo– yo había aceptado la invitación que para ello me cursara Juan de Dios Ventura Simó, a quien pretendía hacer aparecer como agente infiltrado en la expedición nuestra. En realidad el sátra-
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pa tomó de rehenes a la esposa e hijos de Juan de Dios y le exigió a este patriota que leyera por la radio y la televisión una declaración confeccionada con fino tacto profesional por los expertos en manipulación de estados de opinión con que contaba la maquinaria dictatorial. Nada más lejos de la verdad histórica que toda esta farsa que montaron alrededor mío y de Juan de Dios en ocasión del encuentro de Cancilleres. La posibilidad de nuestra presencia en Santiago de Chile no pasó de ser una amenaza para crear efervescencia alrededor de aquella reunión diplomática en la que pretendían arrancar una condena para Cuba y Venezuela por intervenir en los asuntos internos de la República Dominicana. Trujillo pudo haber hecho más daño a la Revolución cubana por la vía diplomática, pero al tiempo que denunciaba a Cuba y a Venezuela por ingerencia, preparaba su venganza directa y violenta. Conocidos pilotos de Batista comandaban en suelo dominicano una llamada «Fuerza Aérea Exterminadora» –según informó el día 3 de agosto la agencia norteamericana AP–. Entre esos pilotos se mencionaba a Luis «El Gato» Larrea, Segundo Jefe de la Aviación en Cuba antes de la Revolución, y a Francisco Orúe, ex-alcalde del barrio capitalino de Marianao. Al propio tiempo, mi país conseguía una importante victoria diplomática, pues el Consejo de la OEA aceptó incluir en el primer punto de la agenda en Chile, la cuestión del subdesarrollo como verdadera causa de la inestabilidad política en la región. El 10 de agosto, Cuba confirmó su asistencia al cónclave, donde nos representaría el Canciller Raúl Roa y de ser necesario, el propio Primer Ministro, Fidel Castro. El clima en torno a la conferencia se hacía cada día más adverso para Trujillo, mientras Cuba, Venezuela y los demás pueblos latinoamericanos ganaban terreno. Una delegación del Movimiento de Liberación Dominicano, recorría el continente en labor proselitista y lograron el compromiso de varias centrales obreras de distintos
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países, así como de organizaciones estudiantiles para protagonizar el 12 de agosto «El Día Continental de Repudio a Trujillo». Al reseñar el arribo de los cancilleres a Santiago de Chile, los principales diarios locales coincidían en comentar «Amplio respaldo a Cuba y fría acogida al vocero de Trujillo». Ya en ese momento había caído como castillo de naipes toda la estrategia del régimen en el terreno de la diplomacia y al darse cuenta de ello, el sátrapa decidió dar su zarpazo a lo «ganster». Por segunda vez fui conducido por el capitán Candito Torres, no recuerdo bien si fue hasta el despacho de Trujillo o hasta el del entonces Presidente, su hermano, Héctor Trujillo Molina. De Rafael Leonidas Trujillo se decía que era el «Jefe Supremo», «El Generalísimo y Doctor», «Benefactor de la Patria», «Padre de la Patria Nueva» y otros títulos por el estilo rimbombantes, que lo reafirmaban como la mayor autoridad del país. Pero en sus últimos años, para variar un tanto su imagen dictatorial, utilizó la maniobra de delegar el cargo de presidente en otras personas totalmente adictas y a las que manejó como marionetas. En esa ocasión había allí una serie de personajes que me presentó uno por uno. Yo había cumplido ya un mes de reclusión. Estaba esposado y con las manos a la espalda, aunque de haberlas tenido libres no hubiera estrechado las de tan tristemente célebres individuos. Me presentó al general José Eleuterio Pedraza, ex Jefe del Ejército en Cuba; al coronel Ugalde Carrillo, antiguo Jefe de Operaciones en la provincia de Oriente; al teniente coronel Sánchez Mosquera, quien dirigiera con mano sanguinaria la infructuosa ofensiva final de las tropas de Batista contra los efectivos rebeldes en la Sierra Maestra; y a otro oficial, también del antiguo régimen de Batista, cuyo nombre nunca he logrado recordar. Se trataba –según me dijo Trujillo– de que estaban preparando, con base en la República Dominicana,
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una expedición contrarrevolucionaria que desembarcaría por la ciudad de Trinidad, al sur de la región central de Cuba. Para esperar dicha expedición en territorio cubano estaban comprometidos los comandantes del Ejército Rebelde, Eloy Gutiérrez Menoyo(74), de nacionalidad española, y el norteamericano William Morgan(75). Ambos eran los jefes del llamado Segundo Frente Nacional del Escambray, cuyas fuerzas se unieron al Ejército Rebelde durante la ofensiva final contra Batista. Me preguntó el dictador si yo creía que Menoyo y compañía tuvieran realmente la capacidad de movilizar suficientes hombres en Cuba como para mandarles 500 armas en un avión con un grupo de 20 individuos custodiando ese alijo. Le respondí que en la situación en que me encontraba desde mi llegada a la República Dominicana desconocía totalmente todo lo relacionado con Cuba, por lo cual carecía de elementos para opinar. Yo no quise hablar nada con aquellos oficiales de Batista, ni ellos me interrogaron a mí. Fue Trujillo quien les preguntó si me conocían y por la actitud que adoptaron pienso que aquellos altos personeros de la tiranía batistiana consideraron que se trataba de una falta de respeto de su parte tomar en cuenta mi opinión sobre el particular. Comprendieron en ese momento que Trujillo era un hombre irrespetuoso, que no conocía fronteras. El Dictador fue hasta el escritorio, a la derecha del cual
(74) Eloy Gutiérrez Menoyo: Comandante del autotitulado Segundo Frente del Escambray en la época de la lucha contra Batista. En 1965 salió de un punto en suelo dominicano y desembarcó en Cuba para abrir un frente anticastrista. Fue capturado y guardó prisión. Dentro del espectro del exilio cubano su organización «Cambio Cubano» mantiene una actitud de respeto y reconocimiento hacia las autoridades cubanas. (75) William Morgan: Persistió en la conspiración contrarrevolucionaria hasta que fue detenido, juzgado y condenado al fusilamiento por alta traición. Fue agente al servicio de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos.
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descansaba un revólver Bulldog, llamó por el intercomunicador y ordenó a alguien que averiguara si el papá de Johnny ya había hecho contacto con William Morgan a través de la radio. Es sabido que el régimen de Trujillo contaba con plantas potentísimas, que le garantizaban establecer comunicaciones a largas distancias y uno de estos equipos se los había hecho llegar a los coordinadores del alzamiento en Cuba. Me informaron en aquel despacho que yo tendría que ir a Cuba a combatir la revolución y que moriría posiblemente en el primer choque que hubiera en el aeropuerto de Trinidad. Ya estaba planificado así. «La suerte está echada» –me dije– recordando la vieja frase latina. Sin embargo, la expedición de Trinidad fue un fracaso. El propio Menoyo y William Morgan la hicieron abortar, pues al parecer en un momento de la conspiración, Morgan se sintió descubierto por la incipiente seguridad cubana. Se jugó entonces la carta de la doble agentura, y aunque de forma efímera creyó erigirse en salvador de la Revolución, le relató a Menoyo, quien no estaba involucrado y quien nunca fue acusado, juzgado o condenado por esta causa, detalles de la componenda. Luego ambos comandantes refirieron a Fidel todos los planes de Trujillo. Desde Santo Domingo enviaron como avanzada a un sacerdote, el padre Velasco, quien había fungido como enlace entre Trujillo y la contrarrevolución interna en Cuba, y a otros representantes del exilio. Llegaron a Trinidad en un avión repleto de armas. No supe por qué no me mandaron junto a tan selecto grupo de apátridas, entre los que se contaba un hijo de Justo Luis del Pozo, quien fuera Alcalde de La Habana e íntimo amigo de Batista; el teniente coronel Soto, único de los pilotos batistianos en Santo Domingo que se atrevió a volar sobre Cuba; y Roberto Pérez, hijo de Martín Pérez, otro de los asesinos más connotados de la policía batistiana. También las autoridades revolu-
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cionarias capturaron entonces a otros hijos de figuras del régimen anterior. Todos descendieron en la pista del aeropuerto de Trinidad entre vítores a Trujillo e informes de que la ciudad había sido tomada por las fuerzas anticastristas. Toda una comedia montada para apresarlos sin malgastar vidas. El día 14 de agosto, el periódico Revolución reportaba para los lectores cubanos y para el mundo los pormenores de la abortada conjura, mientras que al tomar la palabra en la plenaria de diplomáticos en Chile el canciller Roa responsabilizaba a Trujillo con la fallida intentona e inteligentemente señalaba que no obstante las evidencias ingerencistas, nuestro país no invocaba ningún tratado regional para su defensa, pues se bastaba solo para rechazar cualquier agresión exterior. Con este argumento, Roa descartaba la validez del Tratado de Defensa Interamericano para estos casos, dejando a Trujillo sin una de sus armas. Además, el representante cubano rechazó la petición de Washington de nombrar una comisión investigadora de los sucesos del Caribe y defendió el derecho de los exilados de luchar por sus patrias sojuzgadas, con la consiguiente obligación de los gobiernos democráticos de ampararles en su propósito. De esta manera mi país asumía su participación en las expediciones patrióticas de junio. Al pleno de la reunión le fue distribuido durante esa jornada un supuesto cablegrama firmado por mí y dirigido al Canciller chileno y Presidente de la Conferencia, Germán Vergara Donoso, donde le comunicaba mi detención luego del fracaso de la invasión que encabecé por órdenes del Primer Ministro Fidel Castro. En el inventado mensaje, les rogaba a todos los titulares de Exteriores que consideraran mi caso y pusieran en práctica alguna providencia en mi favor tomando en cuenta mi jerarquía y que actué en acatamiento de órdenes superiores. Mi falsa petición se debía a que Fidel no había hecho ninguna gestión
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diplomática, ni de otra índole para salvarme la vida y me había abandonado en la desgracia. Dicen que de las iniciativas propagandísticas de Trujillo durante el cónclave ninguna como ésta tuvo un efecto tan perturbador. El último día de sesiones en la capital chilena, se conocieron los acontecimientos inesperados y ya comentados en páginas anteriores de este recuento, cuando el representante de Haití denunció una invasión de 30 hombres llegados a sus costas procedentes de Cuba. Sobre esta acción irresponsable preparada en territorio cubano sin conocimiento de las autoridades revolucionarias, Roa –me imagino que carente de toda información al respecto– señaló que seguramente esos hombres habían salido de suelo dominicano y podía tratarse de otra maniobra de Trujillo para crearle problemas a la Revolución cubana. Como resultado de todo este proceso, fue aprobada la creación de la comisión de la OEA para investigar los hechos. En días posteriores me llevaron a la Cancillería para ser entrevistado por la mencionada comisión de la OEA. Allí volví a ver a Poncio, a Mayobanex, a Medardo y a Almonte, pero no pudimos cruzar ni unas palabras. El teniente coronel César Báez me dijo que habían instaladas cámaras ocultas, que todo lo iban a grabar. Me advirtió que de lo que dijéramos dependía el tratamiento que nos darían en lo adelante. La comisión estaba integrada por un mexicano, un uruguayo y un norteamericano. Conversaron conmigo alrededor de una hora o más y me preguntaron también sobre la expedición que fue de Cuba a Haití y otra que había ido antes a Panamá. Sostuve el criterio de que el gobierno cubano no había tenido que ver nada con ambos hechos, y que en nuestro caso no teníamos conocimiento de que Fidel ni otros dirigentes de la Revolución estuvieran al tanto de lo que se fraguaba, como no fuera única y exclusivamente Camilo Cienfuegos. Negar esto
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último era imposible debido a las fotos de las que hemos hablado durante la despedida en los barcos. Me preguntaron si era verdad que mi estatus en República Dominicana era de libertad condicional y les dije que en ningún momento. Les relaté que me encontraba en una cárcel, que se trataba en este caso de un centro de investigaciones preliminares y allí estaba recluido e incomunicado en la «solitaria» número siete. El diplomático norteamericano me preguntó si había sido torturado a lo que respondí que había sufrido diversas torturas. Mis respuestas no me acarrearon mayores consecuencias, como no fuera la reducción de la escasa comida que me daban. Pero los mismos personeros del régimen estaban convencidos de que era un imposible ocultar que yo no estaba en libertad condicional.
CAPÍTULO X PUESTA EN ESCENA DE MACABRO REALISMO
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os servicios de espionaje, comandados por Johnny Abbes García, diseñaron toda una estrategia encaminada a demostrar la culpabilidad de Cuba y Venezuela en torno a las expediciones a la República Dominicana y luego trataron de hacer ver que yo había sido traicionado por el gobierno cubano y que me encontraba en Santo Domingo disfrutando de libertad condicional. Era bastante difícil hacer creíble esta farsa debido a que meses después de estar en «La Cuarenta» nos presentaron ante un tribunal. También llevaron a Poncio, a Mayobanex, a Medardo y a Almonte desde la cárcel de La Victoria. Yo comparecí vistiendo un traje azul que pertenecía a uno de los muchos detenidos que habían asesinado allí. Me dieron para que escogiera entre los tantos que había y tomé además unos zapatos que me quedaban un poco grandes pero que resolvían el problema, como quien dice, para salir del paso. A mis compañeros los llevaron en ropa de presidiarios. Nos sometieron a un juicio amañado en presencia de la prensa que les convino. Creo que había varios periodistas norteamericanos o canadienses. La vista duró apenas una hora y media y muchos de los extranjeros presentes se asombraron de que una causa de tanta complejidad se ventilara en una sola sesión y en tan poco tiempo.
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A todos nos condenaron a treinta años de cárcel, pues aunque usualmente el Tirano asesinaba a sus oponentes, en la letra de la ley dominicana no aparecía la pena de muerte. Cumpliríamos además trabajos forzados y tendríamos que pagar 100 millones de dólares en indemnización solidaria con los que habían sido condenados en contumacia y que estaban ausentes, como eran los casos de Fidel Castro, Raúl Castro, las hermanas Celia y Acacia Sánchez Manduley, Camilo Cienfuegos y el Ché Guevara, de Cuba; mientras de Venezuela condenaron a Rómulo Betancourt, al Almirante Carlos Larrazábal, no estoy seguro si a Carlos Andrés Pérez y a otros más. Así salieron del problema que se les creaba al tenernos incomunicados sin haber sido condenados en un juicio. Fue una farsa más, con un público formado por policías vestidos de paisanos, con un tribunal escogido por ellos y documentos falsos todos y sin firmas. Decían que algunas cartas que enseñaron estaban firmadas por Fidel. Se presentaron en aquel juicio las fotos que Rojo del Río y Díaz Lanz le habían vendido a Trujillo y que al día siguiente fueron publicadas en varios periódicos locales. En ocasiones mis carceleros se mostraban comunicativos. Pienso que para demostrar su prepotencia y seguridad en defensa de la causa del «Jefe». Por ellos supe de varias conspiraciones contra Trujillo, y que varios detenidos eran interrogados por esta causa. Había un grupo de cubanos batistianos que se entrenaba en la base de «Las Calderas». Uno de esos oficiales fue llevado a «La Cuarenta», pues decían que era espía de Castro. Lo sometieron a grandes torturas, así como a un Capitán del Ejército dominicano, a quien deben haber asesinado porque no lo escuché más ni supe de él a través de los policías. Luego de nuestros desembarcos, surgió una avalancha de opositores al régimen que se vio por esto obligado a construir
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en «La Cuarenta» otro pabellón con gran cantidad de celdas colectivas, capaces de albergar cada una entre 25 y 30 personas. Allí los prisioneros pasaban poco tiempo. Excepto en el caso mío, para los demás detenidos era un lugar de tránsito, de interrogatorios preliminares. Sin embargo, a muchos los fusilaban o los asesinaban de diversas maneras y a otros los trasladaban a diferentes recintos penitenciarios sin hacerles juicio. Durante mi estadía en la solitaria número Siete ocurrió lo que conozco como «La Conspiración de los Sargentos». Fue apenas semanas después de nuestra captura. Supe que sus protagonistas, 22 sargentos de la Aviación Militar dominicana, fueron delatados y llevados a «La Cuarenta», donde los fusilaron a todos luego de someterlos a horribles torturas. Una noche me sacaron de madrugada para presenciar el interrogatorio de uno de ellos. Se encontraban presentes Sánchez Rubirosa, León Estévez, Johnny Abbes, César Báez y Candito Torres. Al llegar junto a ellos Candito extrajo su pistola Colt calibre 45 e hizo un ademán de entregármela para que yo le disparara al detenido. Como me negué rotundamente, él amartilló el arma, apuntó al prisionero y le hizo varias preguntas las cuales éste negó reiteradamente. Entonces frente a su cara disparó en seco. Me di cuenta de que la pistola no llevaba el peine. Luego de este incidente, el ya ascendido teniente coronel César Báez –a quien al parecer el cobarde asesinato de Frank le había valido ganar galones– extrajo una pequeña cajita metálica de su bolsillo, sacó una pastilla, según él de veneno, y me la entregó para que me la tomara. Ordenó que me trajeran un vaso con agua. Ingerí aquello y todos rieron a carcajadas. Yo conocía desde la época en que fuimos llevados a San Isidro, que César Báez padecía de insomnio. Quizás el recuerdo de sus crímenes no lo dejara dormir y por eso usara píldoras tranquilizantes. De la suerte del joven sargento, quien era me-
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cánico de aviación, supe días después que fue fusilado. Estos muchachos habían echado azúcar en los tanques de combustibles de algunos aviones y colocaron también algunos petardos. A los interrogatorios de estos suboficiales complotados asistió varias veces Radhamés, el más joven de los hijos del «Generalísimo». A veces, en el duro calor de julio y agosto no les quedaba más remedio a nuestros carceleros que abortar las puertas de hierro de las «solitarias» para que los detenidos no muriéramos ahogados. Uno trataba entonces de captar información, de no perderse un detalle de lo que ocurriera, así como de enterarnos con los guardias de qué personajes eran los que llegaban allí. Este jovencito, a quien su padre había hecho Jefe de la Caballería Blindada del Ejército, conducía un carro descapotado de lujo y siempre estaba acompañado de varios amigos, quienes con gran entusiasmo, como quien va a una excursión, bajaban del auto picanas eléctricas y diversos instrumentos para martirizar a los detenidos. En «La Cuarenta» vi como fusilaron a Policarpo Soler, un jefe mafioso cubano que durante los gobiernos de Grau y Prío se había hecho de mucho dinero mediante la extorsión. Dirigía algo así como un ejército paramilitar, similar al de Rolando Masferrer(76) o a la Acción Revolucionaria Guiteras 78. Este hombre estuvo preso en Cuba, creo que durante el gobierno de Batista. Parece que se había extralimitado en sus operaciones. Yo lo recordaba de una revista que mostraba su foto
(76) Rolando Masferrer: En sus inicios revolucionarios estuvo entre los voluntarios de las Brigadas Internacionales en España, pero sufrió una metamorfosis que lo situó como Senador en plena dictadura batistiana. Poseía su propio ejército de asesinos a sueldo: Los Tigres de Masferrer. Incrementó su fortuna en Miami viviendo del anticastrismo y dicen que su nombre figura entre los sospechosos de un complot de extrema derecha que acabó con la muerte de Jonh F. Kennedy. Murió en un atentado, al parecer, víctima de los grupos terroristas que él mismo ayudó a fomentar.
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cuando se fugó de la cárcel de Matanzas donde estaba pendiente de juicio. Se le achacaban varios crímenes y era además conocido como el brazo ejecutor de Trujillo en Cuba. Se refugió como era natural en la República Dominicana, donde el dictador le dio empleo como «Asesor para las cuestiones del Caribe». En una ocasión, estando en la base de San Isidro, Trujillo se asomó al despacho en que nos interrogaban y me dijo: «Oiga, usted si juye, usted fue difícil de coger, porque mire que ha juido por esas montañas». Añadió después: «¿Usted conoce a Policarpo Soler?» Hice memoria y le contesté que sólo por referencias. Entonces le dijo a uno de sus ayudantes: «Busquen a Poli. ¿Dónde está Poli?» Subió un hombre, se paró en la puerta al lado de Trujillo, y éste le preguntó señalándome con la vista: «¿Tú lo conoces Poli?» El recién llegado era un tipo alto, de bigotes, con el rostro picado de viruela y un traje que lo hacía lucir desgarbado. Su voz sonó grave: «Bueno, sí –dijo– yo lo conozco a él. Es muy famoso en Cuba. Estuvo en La Habana clandestinamente en el 58». Desde entonces Trujillo me dijo que yo tenía que ir a combatir a Cuba contra Fidel. Pablito no. Ese iría a criar gallinas, pero yo sí tendría que volver para derrocar a la Revolución. A Policarpo Soler lo volví a ver cuando lo llevaron a «La Cuarenta» después de haber asaltado el Banco de la Reserva Estatal u otra institución financiera de nombre parecido. Creo que aquel individuo había previsto la debacle de Trujillo o había tenido algún problema con el dictador. Lo capturaron en una región montañosa cuando llegó a una pequeña pista aérea, en la que le esperaba una avioneta. Llevaba un millón de dólares que extrajo del banco. Para lograr sus propósitos mató al Director, un médico que estaba al frente de aquella institución y quien era íntimo amigo de Trujillo. Comenzaron a perseguirlo, pero Policarpo llevaba una ametralladora Thompson y en la refriega
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mató a varios policías. Esta fue la versión que llegó a mis oídos a través de mis carceleros, sin embargo, hay amigos que me han dicho que todo el asunto de Policarpo fue un ardid de Trujillo para hacerse con el dinero y que otro pagara el crimen. Mientras lo tenían en una «solitaria» de «La Cuarenta» adonde también llevaron a su hermano y a un sobrino, tomó la tapa de un tanque de baño con sus manos –pieza de lujo en aquel lugar que nunca tuve el privilegio de tener en mi celda–, llamó al guardia pretextando tener un problema y cuando abrieron la reja trató de golpearlo en la cabeza. Muchos policías entraron para reducirlo por la fuerza. Parece que le consultaron al Alto Mando qué hacían con los detenidos, pues Policarpio en particular se había tornado muy agresivo. Sin dudas, Trujillo, cual emperador romano, puso el pulgar apuntando hacia abajo. Me sacaron al patio para que viera «lo que les pasaba a aquellos que le faltaban el respeto al Jefe». Iban a ser fusilados. Estaban los tres en calzoncillos cuando Policarpo echó a correr por la orilla del muro mientras le disparaban sin alcanzarle. El detenido logró trepar entre el paredón y la casita donde cocinaban la comida de los presos, pero al llegar arriba lo acabaron de ametrallar. Cayó desde una altura como de cuatro metros y varios guardias lo arrastraron por detrás del cuarto de interrogatorios hasta donde me tenían a mí. A los otros dos los fusilaron delante del paredón. El sobrino de Policarpo murió dando vivas a Trujillo. «Viva el Jefe» –decía–. Echaron sus cuerpos en un carro cerrado, de esos celulares y a mí me devolvieron a la celda. Cerraron la puerta de hierro y fue como si hubiera caído el telón de un espectáculo macabro. Tenían preso desde días antes al teniente Clodoveo Ortiz, uno de los torturadores que siempre estaba allí. Ese día lo sacaron, le dieron la ropa, le devolvieron su arma y le ordenaron disparar contra su propio pariente, pues aclaro que Policarpo Soler era casado con una hermana de Clodoveo.
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Fue el capitán del Villar quien me explicó en detalles la situación de Policarpo. Me dijo que era un hombre de mucho valor porque había liquidado a unos cuantos policías. Era un tirador fantástico, pues cada vez que disparó mató a alguien. Él no se explicaba por qué le había hecho aquello al Jefe, quien tanta confianza le había depositado. He conocido por fuentes relacionadas entonces con la policía secreta del régimen, que toda la versión que desde entonces tenía de este incidente era falsa. Realmente fue Trujillo quien extrajo una importante cantidad de efectivo de la entidad bancaria. Para evitar pruebas de dicha sustracción asesinó personalmente al Director y utilizó a Policarpo para que pagara las consecuencias del crimen, con lo cual quedó zanjado el asunto ante la opinión pública. En la Cámara de Diputados del Congreso Nacional, senadores y representantes de las distintas agrupaciones políticas del país me hacen entrega de distinciones y de los símbolos de ambas cámaras; las banderas cruzadas y el Escudo Nacional de la República Dominicana. Así comienzan, a media mañana, los actos conmemorativos este 14 de junio de 1995. Me acompañan en esta memorable jornada mis compañeros de lucha: Mayobanex, Poncio y Medardo. Casi a mitad del día entramos en los salones del Ayuntamiento del Distrito Nacional, donde somos recibidos por el pleno de la Sala Capitular en sesión especial. Acepto emocionado el título de «Hijo Adoptivo» de la ciudad de Santo Domingo. Para mis acompañantes se solicita por unanimidad al Congreso una ley que los invista como «Héroes Nacionales de la República» A nombre del Acuerdo de Santo Domingo, el Doctor José Francisco Peña
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Gómez(77) solicita al Presidente Balaguer que se me conceda la «Ciudadanía dominicana privilegiada». Confieso que esta propuesta me parece altísima. Con independencia de que el pedido se haga o no realidad, pienso que el solo hecho de la propuesta enaltece en mi persona a los 19 cubanos que vinimos a correr la misma suerte que los patriotas dominicanos de las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Me complace que se quiera a aquellos hombres como a hijos de la propia tierra de Quisqueya. Ya en las primeras horas de la tarde arribamos a la escuela primaria que lleva el nombre de Enrique Jiménez Moya. Develamos un busto de José Martí aprovechando que aún se conmemoran los cien años de su caída en combate por la independencia de Cuba. Considero bello y conceptuoso el discurso del Presidente de los Comités de Solidaridad con Cuba, Abelardo Vicioso, tras el cual comienza nuestro animado diálogo con alumnos, familiares y profesores. En una bella iglesia, cercana al Mausoleo erigido a la memoria de los Héroes de la «Raza Inmortal», que es como llama el pueblo a los expedicionarios cazados en junio del 59, asistimos, junto a cientos de familiares y amigos de los desaparecidos a una misa oficiada a la memoria de aquellos hombres. Al salir, numerosas personas, en las que identifico a gente de pueblo, simple y sencilla, se nos unen en peregrinación hasta el solemne lugar en que reposan algunos de los restos
(77) José Francisco Peña Gómez: Líder histórico del Partido Revolucionario Dominicano.
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de los revolucionarios muertos. El hermoso y austero monumento fue construido con el aporte de las capas más humildes del pueblo. Escucho la declamación perfecta de la poesía: «Canto al Soldado Inminente», cuya autora es Carmen Natalia Martínez Bonilla, tras lo cual pronuncia emocionadas palabras Doña Conina Mainardi vda. Cuello, una de las fervientes inspiradoras de la «Fundación Héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo». Me solicitan hacer el resumen del acto y aprovecho para hablar del internacionalismo, de la defensa de los pueblos, de su independencia y libertad política, así como su lucha por vivir en un sistema social justo. «Los que murieron –digo– lo hicieron defendiendo el derecho de los oprimidos a tener eso: más libertad, más paz y más justicia». Agrego que aquellos fueron patriotas que todo lo pusieron a disposición del empeño revolucionario, que perdieron todos sus bienes, y cuando no tenían nada más para dar, dieron sus propias vidas. «Tenemos que recordar también en este día –añado– a los que cayeron combatiendo frente a nosotros, pues siempre es más digno de respeto aquel que defiende sus ideas con empeño, aun cuando éstas sean equivocadas que aquel que renuncia a sus ideas sin estar convencido de lo contrario». En la noche somos agasajados con una recepción en la que acuden a saludarnos el ex presidente Juan Bosch, el también ex mandatario Jacobo Majluta y otras personalidades; además de los embajadores de Italia, de Venezuela y de Haití; todos con expresiones de simpatía hacia Cuba. Algunos de mis interlocutores escuchan atónitos mis relatos de prisión, entre ellos, el siguiente:
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Un día entró a mi celda el capitán Del Villar. Al parecer vivía uno de esos instantes de euforia en que no se podían callar nada de las cosas que eran capaces de hacer. Me dijo que allí tenían a un amigo mío, que en cualquier momento me lo iban a enseñar «...para que vea –se refería a mi supuesto amigo– como él no te pudo coger en Cuba y nosotros sí te tenemos aquí». Supe por el mismo oficial que se trataba de Fulgencio Batista y Zaldívar, el Sargento que por los años treinta escaló en Cuba los primeros planos de la política interna, que retomó el poder mediante un golpe de estado en 1952 y cuya dictadura costó 20 mil muertos a mi país hasta el triunfo de la Revolución el 1ro. de enero del 59. Es cierto que la vida da muchas vueltas, pero nunca imaginé encontrar allí a este personaje, a quien Del Villar me endosaba como «amigo». Supe que en efecto allí estuvo Batista, preso y desnudo en una celda de aquellas. Al parecer se había negado a entregar a Trujillo una maleta con cuatro millones de dólares. Él, con su esposa Martha y sus hijos, se hospedaba en el Hotel Embajador después de haber huido de Cuba. No lo llegué a ver pues dicen que en aquellas circunstancias envió un mensaje escrito de su puño y letra a Martha para que entregara el dinero. De no hacerlo se habría quedado encerrado. ¡Vaya si le salió cara e incómoda la hospitalidad de su aliado dominicano! En enero de 1960 Trujillo decidió poner en libertad condicional a los cuatro compañeros dominicanos que sobrevivieron en la expedición y entregarlos a sus familiares. Fue un indulto por decreto. Una gracia del Jefe. A los pocos días recapturaron a Almonte Pacheco y lo llevaron a «La Cuarenta», donde lo asesinaron. Aunque parezca extraño yo no lo vi, aunque sí me dijeron que lo habían ultimado. Es una contradicción que a mí, que me enseñaban cómo torturaban y mataban a tanta gente no me mostraran a aquel que había sido mi compañero de lucha.
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Almonte fue una persona extraordinaria. Pienso que quizás habló con quien no debía al salir de la cárcel, cuando se lo entregaron a su mamá. Trujillo salió fotografiado en la prensa concediéndole a esa señora una cantidad de dinero. Era un pago previo por la vida del hijo que le iba a asesinar. Ocurrió por estos días la detención de los primeros muchachos del «Movimiento 14 de Junio» y comenzaron a llevar a todos los compañeros presos para «La Cuarenta». Vi a algunos de ellos por casualidad y en otros casos me llevaron para que presenciara cómo los torturaban o los fusilaban. Recuerdo a uno de los detenidos cuyo nombre apareció fraudulentamente escrito como autor del libro titulado: «Complot Develado». Rafael Valera Benítez fue muy torturado. Me llevaron a la oficina del Capitán para que el detenido me viera. Según explicó el oficial Candito Torres, aquella sublevación era una consecuencia de la barbaridad que nosotros habíamos hecho con nuestro desembarco. Señaló que el caso de ese individuo, más el de otros miles que tenían detenidos en todo el país, era una responsabilidad nuestra. Podía concluirse que nosotros éramos los culpables de aquello. Me expresó el oficial que aquel joven ahora tendría que escribir un libro para darle otra interpretación a los acontecimientos, tal y como era el propósito del Jefe. El detenido era, pese a su juventud, un hombre muy instruido. Me di cuenta de que lo estaban obligando a escribir. Antes de que me sacaran de la habitación, Candito Torres cogió la ametralladora Thompson, le sacó el peine y comenzó a darle culatazos por la espalda y por el pecho al muchacho. No me explico como no lo mató en aquel ataque de rabia impotente que sufrió el torturador. En otra ocasión sacaron de una celda cercana a la mía a una mujer para torturarla, le decían la Doctora. Me han dicho después algunos amigos dominicanos que realmente se trataba de una farmacéutica. Para impresionarla abrieron una celda
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casi frente a la de ella y el capitán Del Villar, que era aún el Jefe de «La Cuarenta», sacó su pistola y apuntó hacia dentro de aquella celda. Disparó todo el cargador. Escuché la voz de él cuando dijo algo así como: éste terminó sus días. La muchacha les dijo entonces: «¿y lo van a dejar ahí tirado? ¿No lo van a enterrar?» a lo que él contestó que no. «Ese jodón ya no fastidiará más». De allí la llevaron al salón de interrogatorios. Pude estar al tanto de esto porque, como he descrito antes, las celdas de «La Cuarenta» tenían dos puertas, es decir, una reja y delante de ella una puerta de madera que a veces abrían. En esta oportunidad la mía estaba abierta y pude escuchar y darme cuenta de lo que ocurrió. Incluso la noción del tiempo la perdí mientras estuve enclaustrado. Sé que pasaron varios meses hasta que Pablito logró que lo dejaran visitarme. Cuenta el Doctor Antonio Zaglul, entonces Director del Hospital Psiquiátrico Padre Billini, que cuando vio a Pablito a su llegada a ese centro lo primero que el muchacho le dijo fue: «Si me trancan me suicido». El galeno rió y su nuevo paciente le observó que era la primera vez que veía a un dominicano de allí reírse. La llegada de Pablito conmovió al manicomio, según relata Zaglul. Allí era una práctica asesinar a presos políticos suministrándoles medicamentos nocivos, pero en el caso del joven dos enfermeros de día y dos de noche, se turnaban para cuidarlo. Narra el doctor que el primer domingo aquello parecía más bien una verbena que un centro de reclusión para enfermos mentales. Media capital conocía que el muchacho estaba allí y como cosa curiosa, la mitad de quienes le fueron a visitar eran militares. Cuando el niño hizo «catarsis», el doctor comprendió que la medicina preferible para su cura era que le dejaran verme. Los meses pasaron y la gente del SIM no lo recogía para llevarlo
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junto a mí. Cuando al fin apareció uno de esos carros cepillo de la policía, el gozo del niño fue increíble. Dicen que lloraba de alegría y uno de los locos le dijo al Psiquiatra al oído: «el cubanito está más loco que yo, se pone contento cuando ve a los policías». En el manicomio, Pablito conoció a un ex militar venezolano y juntos planearon asaltar «La Cuarenta» para rescatarme y asilarnos en la sede diplomática de Venezuela. Narra el director de la institución que le comentó a uno de sus pacientes políticos: «aquí se cuela algo y no es café». Ambos –Pablito y el venezolano– lo fueron a ver a su despacho. Poseían un plano detallado de «La Cuarenta» y un plan casi perfecto para el rescate. Dice el especialista que a duras penas convenció al cubano de los riesgos y consecuencias de esa acción. Por suerte trasladaron al niño para el reformatorio. Pablito armó un «pataleo» muy grande en el nuevo centro al que fue conducido. Protagonizó una gran algarabía, repitiendo que quería verme y que su papá no se había escapado como le habían dicho, que seguramente era que lo habían matado. Debo aclarar que él, en ocasiones, decía «mi papá» para referirse a mí. Lo trajeron para la celda que ocupaba en «La Cuarenta» y ese día me subieron junto a él a la «Casa Grande», que era la residencia principal del recinto donde vivían los policías. Me sacaron de la «solitaria» número siete debido a mi precario estado psíquico y físico. Mi nueva residencia fue un cuartico que quedaba del otro lado del pasillo, frente a la planta de radio. Era una especie de celda, pero sin barrotes. No podía, por supuesto, salir al pasillo. Para mí fue mucho más dura la soledad del calabozo número siete, una soledad absoluta, encajonado en aquel limitado espacio. Me enteré entonces a través de Pablito de que me había escapado. Me trajeron el periódico con la noticia de que en
Dedicatoria de Pablito Mirabal al sacerdote Antonio Navarro, en el Reformatorio de San Cristóbal.
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efecto me había fugado de la cárcel de «La Victoria» y me dijeron que aquello se había publicado para buscar la reacción del gobierno de Cuba, para ver que decían las autoridades cubanas, tener pruebas de que realmente yo era enviado por Fidel y que éste me estaba defendiendo. Pablito me contó que aunque estaba recluido lo iban a visitar al reformatorio varias personas, entre ellas un profesor muy preparado con quien simpatizaba por sus criterios en contra del régimen. Para hablar entre nosotros él me llamaba de otra manera. «Comanche –me dijo– es un hombre negro, muy instruido, que se llama Peña Gómez». Como la planta de radio que comunicaba con los carros patrulleros quedaba frente a mi pequeña celda, podía estar al tanto de lo que pasaba en aquellos primeros días del año 60. Supe lo del asedio a las embajadas que estaban repletas de asilados. A la de Ecuador le hicieron muchas zanjas alrededor, le cortaron la luz y también el agua. Las de Perú, México y Uruguay fueron igualmente muy atacadas. En la de Brasil se refugiaron la hermana y el sobrino del general Juan Tomás Díaz, a quien el tirano pidió cuentas por este hecho y más tarde mandó a retiro, lo que casi significaba degradarlo. Todas las sedes diplomáticas estuvieron repletas de asilados, la mayoría de los cuales lograron salir del país pese a los intentos de Trujillo por cazarlos allí dentro. Mientras estuve arriba me enseñaron, en contra quizás de todas las indicaciones que había dado el Alto Mando, a Juan de Dios Ventura Simó. Lo vi pasar primero, cojeaba de una pierna en la que sufrió fractura al lanzarlo sus captores desde la puerta del avión cuando lo llevaron a la base de San Isidro. Otro día me condujeron a su celda para que viera el estado en que estaba, realmente hecho trizas. Pero así, según sus torturadores, se pagaba la traición al Jefe. Acudía con frecuencia a «La Cuarenta» a conducir detenidos un teniente del ejército de Batista que había escapado con
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vida de un combate en la Sierra Maestra contra tropas bajo mi mando en el lugar llamado El Pozón, cerca de Manzanillo. Él conoció de mi presencia allí y le pidió a Del Villar que le permitiera verme. Tenía una herida en una pierna como recuerdo de aquel combate. Se levantó un poco el pantalón y me la enseñó. Me contó que en aquella ocasión había escapado en un caballo. A este individuo Trujillo lo mandó después a México a asesinar al periodista español Almoina Mateo, autor de un libro contra el dictador. Este oficial, creo que de apellido Molina, y otro más, ejecutaron el crimen y fueron alcanzados por la policía mexicana en la frontera con los Estados Unidos y condenados a 30 años. Yo me enteré de esto mucho después de estar en Cuba, cuando cayó en mis manos una revista Bohemia y vi la foto de aquel teniente en un artículo que recordaba la mano larga y criminal del régimen de Trujillo. Se iniciaba el mes de junio de 1960 y casi cumplía un año de prisión cuando el teniente coronel Sánchez Rubirosa fue a «La Cuarenta» a hablar conmigo y se quedó asombrado de ver el estado de deterioro en que me encontraba. Exclamó: «¡Pero, cómo es posible! ¿Cómo está tan delgado?». En «La Cuarenta» comía por el mediodía tres trozos de plátano sancochado y una latica con agua y lo mismo por la tarde. Debía ser para que no defecara mucho, pero la verdad es que me estaba muriendo. Varias veces me redujeron este manjar en represalia por alguna actitud mía. Entonces me pelaron y afeitaron y regresó el propio Sánchez Rubirosa a buscarme al día siguiente para llevarme, por órdenes de Ramfis, al hospital de la base de San Isidro. En el hospital militar estuve en una habitación para mí solo, custodiado siempre por un vigilante con arma larga en la puerta. Me trataron dos médicos y una enfermera. Me hicieron análisis y me pesaron. Recuerdo que pesé 95 libras. De parte de Ramfis me entregaron un libro sobre la historia de Trujillo y
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otro sobre la historia del país, escrita por Rodríguez Demorizi. Creo que me hizo llegar otro libro llamado «Enriquillo», sobre el famoso cacique dominicano que tanto combatió contra los primeros colonizadores y que se considera por los entendidos como pionero en utilizar las tácticas guerrilleras en América. Me sometieron a un plan de sobre alimentación pero yo apenas tenía apetito y optaron por ponerme sueros con dextrosa en vena y unas inyecciones, similares a las que le ponían al ganado para engordarlo. Ante este cambio de tratamiento no me cansaba de analizar qué era lo que tramaban conmigo. Llegué a pensar que quizás me pondrían en libertad. Aprendí entonces muy bien que el exceso de optimismo aumenta luego las frustraciones. La enfermera era muy amable, de constitución delgada y bajita de estatura. Poco a poco se fue dando cuenta de quién era yo. Cuando terminaba su trabajo con los demás enfermos venía para mi habitación, se sentaba en la otra cama que siempre se mantuvo vacía y conversaba conmigo acerca de disímiles temas. Ya a los cuatro o cinco días de estar allí se me abrió el apetito y comencé a ganar en peso. No me sentía tan cansado como al principio de llegar al hospital, cuando padecía gran agotamiento. Todos los días me pesaban a ver cuánto había aumentado. Parece que había órdenes de acelerar mi subida de peso. Como a los 15 días de mi ingreso pasó un soldado gritando por el pasillo del piso de abajo: «¡Mataron a Betancourt! ¡Mataron a Betancourt!». Luego me enteré de que Trujillo dio la noticia de la muerte del mandatario venezolano antes de haber realizado el atentado. Se equivocaron o no calcularon bien la diferencia de hora entre ambos países. Supe, también, que en esta fallida operación, donde el presidente Betancourt salvó milagrosamente la vida, yo debí haber muerto. De alguna manera sería llevado a Venezuela para morir allí en un enfrentamiento con la policía local. Así se librarían del problema que
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yo constituía para ellos, es decir, matarían dos pájaros de un tiro. En el caso del atentado a Betancourt yo debía aparecer como uno de sus ejecutores. Para mí transcurría uno de los momentos más peligrosos. Era el 24 de junio de 1960 y ya no sabían que hacer conmigo. Si me fusilaban corrían el riesgo de que muchos se preguntaran cómo había sido posible si me habían condenado a 30 años, por eso trataban de buscar variantes. Ya me había contado Pablito de la falsa noticia de mi fuga de la cárcel de La Victoria –donde por cierto, nunca estuve– y el ardid de que había ido hacia Cuba a hacerle un atentado a Fidel Castro. En otra oportunidad se anunció a la prensa que había sufrido un infarto durante una difícil intervención quirúrgica. Me enteré de todo esto pues me llevaron luego los periódicos dominicanos con aquellas noticias y si se conservan algunos ejemplares de la época pudieran conocerse más detalles. Lo cierto es que ese mismo día 24 en que el soldado gritó la noticia de la muerte de Betancourt, fui sacado por la noche de la base de San Isidro y devuelto a «La Cuarenta». Trujillo entró en serias dificultades con la OEA y descartó la idea de matarme en Venezuela lo que hubiera hecho más notoria aún la participación de su régimen en los hechos. Parece, además, que la seguridad venezolana se puso en máxima alerta y frustró toda aquella maquinación. Las novedades ocurrieron cuando el Jefe de Estado venezolano se dirigía a una plaza para presenciar un desfile militar por el Día del Ejército. El vehículo presidencial fue destruido por una potente bomba activada por control remoto que dejó sin vida al Edecán Militar, coronel Ramón Armas Pérez, y levemente herido al Ministro de las Fuerzas Armadas. Las armas y explosivos utilizados fueron entregados por Trujillo y Abbes García a un grupo de conspiradores venezolanos, que por dos ocasiones se entrevistaron con sus suministradores en
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la base aérea de San Isidro, a donde viajaron subrepticiamente desde el aeropuerto de Maiquetía. Como colofón, los cancilleres de los países miembros de la OEA aprobaron una resolución que impuso sanciones diplomáticas y comerciales al régimen, el cual quedó aislado de la comunidad hemisférica. Una noche pensé que me había llegado la hora cuando un teniente tuvo una discusión con otro de los interrogadores en «La Cuarenta» y lo mató con su ametralladora San Cristóbal. Este hombre huyó por el portón grande hacia afuera. Recuerdo que vino un patrullero y muchos policías salieron a cazarlo. Se armó un gran tiroteo hasta que lo mataron. Para entonces ya estaba Dante Minervino como Jefe de «La Cuarenta» y habían trasladado a Del Villar creo que para Puerto Plata. Esa madrugada se asomaron varias veces a mi cuartico y pensé que la fuga del oficial era un cuento para matarme. Creo que deduje eso porque allí era habitual que asesinaran a detenidos durante situaciones de confusión. Mi estado emocional, como es de imaginar, era de mucha alerta, pero no de terror, porque uno con el tiempo se acostumbraba un poco a toda esa pesadilla.
CAPÍTULO XI ME INVITAN A DIRIGIR LA CONTRARREVOLUCIÓN
E
n una cuarta ocasión volví a ver a Trujillo en un pasillo del Palacio Nacional adonde me llevaron a entrevistarme con un señor de apellido Kilbourne, un norteamericano íntimo amigo del Dictador que había sido dueño de varias industrias en Cuba, en la zona de Guantánamo. Este hombre fue enviado por un amigo de mi juventud nombrado Alberto Fernández Echavarría, hijo de Federico Fernández Casas, un hacendado cubano que tenía muchas colonias y era dueño del central América, hoy «América Libre». En un pasillo del Palacio, en la primera o segunda planta, estábamos sentados junto a los dos esbirros que me custodiaban, y en medio del diálogo se apareció Trujillo un momento y dijo dirigiéndose al visitante: «¡Ah! Mister Kilbourne, ¡ahora sí me lo encuentro a usted metido a comunista! ...¿Cómo va a estar usted ahora defendiendo a los comunistas?». El norteamericano se echó a reír. Recuerdo que varias veces trató a Trujillo de Rafael. Hablaron muy brevemente y se despidieron con un abrazo. El Dictador y su séquito, entre ellos el canciller Herrera Báez se marcharon por uno de aquellos salones. Fue la última vez que lo vi. Mi interlocutor me transmitió verbalmente un mensaje de Alberto a quien yo conocía desde la época de la Juventud Ortodoxa, antes de los acontecimientos de la Sierra Maestra. Él tenía simpatías por Eduardo Chivas, líder de aquel movimiento, y su padre, entonces Senador de la República, discrepaba de 227
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esta actitud de su hijo debido a los rejuegos políticos en la provincia de Oriente. Kilbourne me dijo que tanto él como Alberto iban a hacer todo lo posible por tratar de lograr mi libertad y que pudiera salir del país. Mientras tanto en Cuba, las primeras noticias que le dieron a mi familia cierta seguridad de que estaba prisionero, pero vivo, les llegaron por medio del Padre Madrigal, a la sazón representante de Cuba ante la Santa Sede. Él radicaba en la Iglesia de La Caridad, en La Habana, y –como he relatado– era mi amigo desde la época de la lucha clandestina, al igual que el padre Viaín, de la Iglesia de Miramar y el Obispo Auxiliar de La Habana padre Eduardo Boza Masvidal. Este último se convirtió luego en enemigo jurado de la Revolución cubana y abandonó el país. Madrigal le hizo saber a los míos que había logrado interesar a altas autoridades eclesiásticas del Vaticano en mi destino. Por otra parte, desde octubre de 1959 el Doctor Julio Martínez Páez, prestigioso médico cubano y Comandante del Ejército Rebelde, se dirigió al Presidente de la Cruz Roja Internacional, señor Pierre Jequier, con quien mantenía relaciones desde la época en que participó en la entrega a esa institución de los prisioneros hechos en combate en el Frente de la Sierra Maestra. Decía en su misiva el doctor Martínez Páez: «Conociendo sus dotes altruistas demostradas en todo momento y en nuestro caso durante el tiempo más difícil de la Revolución Cubana, molesto su atención para interceder por un valioso y muy estimado compañero, que atraviesa por un momento difícil. Se trata del Comandante Delio Gómez Ochoa, quien impulsado por sus sentimientos de liberación hacia los pueblos oprimidos por tiranías y en especial la que mantiene Trujillo en Santo Domingo, se unió
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a un grupo de dominicanos exiliados en Cuba, encontrándose actualmente en esas tierras prisionero y maltratado; tememos pues, por su salud y hasta por su vida. Nuestro gobierno no puede realizar ninguna gestión en este sentido por haber roto sus relaciones diplomáticas con Santo Domingo; por ello, me atrevo a molestarlo porque usted con la autoridad que le confiere su posición en la Cruz Roja Internacional, unida a sus nobles sentimientos, pudiera interceder por nuestro compatriota pidiendo su extradición. Tenga la seguridad de que todos los cubanos le agradeceremos eternamente el interés que preste a esta noble y justa causa». En respuesta el doctor Jequier envió al doctor Martínez Páez una misiva que la Cruz Roja Dominicana le cursó para satisfacer su interés por el prisionero. El texto decía: «El Señor Delio Gómez Ochoa, de nacionalidad cubana, se encuentra actualmente sometido a la acción de la justicia ordinaria dominicana, respondiendo a los cargos que pesan en su contra, por haber tomado participación en la expedición armada que procedente de Cuba desembarcó, vía aérea, por Constanza, provincia de La Vega, el domingo 14 de junio de 1959 con ánimos de lograr el derrocamiento del régimen gubernativo nacional. Su estado de salud es satisfactorio. De conformidad con los principios imperantes en nuestra legislación positiva se encuentra disfrutando de la situación de libertad condicional. El proceso judicial a su cargo se encuentra en vías de sustanciación y por ende aún no ha sido juzgado».
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Ya a principios de 1960 la Cruz Roja Cubana inició gestiones oficiales con la Cruz Roja Internacional para posibilitar la visita de mi hermana menor, Noemí (Mimí), a Santo Domingo y aun cuando la Cruz Roja Dominicana respondió que no podía garantizar su seguridad, el día 25 de octubre de 1960 salió de Cuba rumbo a la República Dominicana, vía Miami, provista de una credencial expedida por la Cruz Roja Cubana donde se hacía constar que viajaba bajo el amparo de esa organización. Este día 15 de junio de 1995, la nutrida caravana de vehículos se detiene en el cruce de El Río, adonde llevaron después de ultimado a Enrique Jiménez Moya, el más querido y admirado de los expedicionarios. Allí conversamos con los campesinos del lugar y con pobladores que entonces eran niños, a quienes los soldados le mostraron el cuerpo de Enrique para que sirviera de escarmiento. Luego, llegamos a Constanza a través de las escarpadas montañas que rodean la ciudad, a bordo de una camioneta de doble cabina. Por unos instantes nos detenemos cerca de la pista militar, donde se produjo nuestro desembarco aéreo hace exactamente 36 años y un día. Como no somos portadores de ningún permiso oficial, todo intento por entrar a la base aérea es imposible. Alguien me cuenta como detalle interesante que los alambres que cortamos con nuestras tenazas al inicio del desembarco nunca han sido sustituidos y se conservan allí precariamente empatados. Al acercarnos a la urbe, el Síndico Municipal, Quezada Ortiz, nos pide que pasemos a su camioneta descapotada para poder saludar mejor a los pobladores que se agolpan a ambos lados de la vía. Pero ya en
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las primeras calles es imposible transitar debido a la aglomeración de personas. Por eso descendemos para recorrer a pie el trayecto que nos separa de la sede del gobierno local. Son miles las personas que nos ovacionan en esta meseta agrícola a más de mil 500 metros sobre el nivel del mar. Escucho voces de homenaje a Cuba, a la Revolución cubana y a su líder Fidel Castro. Aprecio la belleza del lenguaje del pueblo, la manera tan singular de llamarle a las cosas, cuando alguien grita: «Ahí va el Comandante de Junio». Me resulta también estimulante ver que varios soldados del Ejército Nacional nos saludan con su diestra a la manera militar, mientras luego con la otra lo hacen de modo informal. Vuelvo a revivir los primeros días del triunfo de la Revolución cubana. Son estos los momentos en que el hombre llega a experimentar tal grado de emoción, que apenas pueden brotar pobres susurros de sus labios. Así me sucede cuando me invitan a subir al estrado, y no me queda otra opción que dejar el micrófono y volver a mi asiento entre mis anfitriones luego de pronunciar con muchísimo trabajo una decena de palabras. No me apena decir que una lágrima asomó en mi rostro cuando recordé a los compañeros caídos en estos escenarios y la carga de sueños, proyectos y esperanzas con que llegamos a este lugar 36 años atrás. Observo desde mi posición en la presidencia a un señor que trata de hablar inútilmente al auditorio. Lo intenta repetidas veces, sin que los organizadores del acto consientan en permitírselo, me imagino que por no salirse del programa o porque nada conocen sobre el contenido que podían tener sus palabras.
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Nos disponemos a salir del Ayuntamiento una vez finalizado el encuentro. Nos acompaña Freddy, el escritor y dirigente del Movimiento 14 de Junio Fidelio Despradel, la compañera Aniana Vargas(78) y otros amigos. Al traspasar la puerta principal el mismo hombre que trataba de hablar va a nuestro encuentro en plena calle y me dice: «–No me dejan acercarme a usted Comandante y yo traigo un mensaje a nombre de todos los campesinos de las inmediaciones de Constanza–». Su tono vigoroso concuerda con su figura alta y fornida. Le calculo unos 45 años de edad. «Comandante Ochoa –agrega– recuerde aquel pasaje de las sagradas escrituras cuando los enemigos de Cristo lo subieron en la cruz, y lo clavaron por las manos y los pies, pusieron en su cabeza una corona de espinas y lo apalearon y le tiraron piedras. Él solamente dijo ¡Perdónalos Señor! no saben lo que hacen. Lo único que aquel hombre había hecho era defender los derechos de los humildes por una vida mejor. Hoy le decimos a usted Comandante: Perdónanos porque no sabíamos lo que hacíamos». Juntos inauguramos una de las calles principales de Constanza que se llama desde este día calle 14 de Junio, según consta en una tarja. Al mediodía asistimos al almuerzo en los salones de la Casa de la Cultura y como mis acompañantes siguen pendientes de los detalles históricos de hace más de tres décadas decido continuar mi relato.
(78) Aniana Vargas: Veterana luchadora revolucionaria dominicana.
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En el aeropuerto capitalino esperaron a mi hermana tres miembros del Servicio de Inteligencia que presenciaron la revisión minuciosa de su equipaje y la condujeron luego al Hotel El Comercial, de la calle El Conde, donde tenía reservada habitación. Más tarde la llevaron a las Oficinas del SIM donde la recibió el mayor Candito Torres. Después de un breve saludo le abrió la puerta de una oficina aledaña y allí estábamos Pablito y yo. Nos fundimos los tres en un abrazo fuerte y pude murmurar a su oído: «¡Muchacha, estás loca!». Mi hermana cuenta que nos encontró delgados, pálidos y muy serios. La realidad era que yo estaba preocupado por ella, tanto como ella lo estaba por nosotros. Fue una entrevista muy tensa, en la que todo el tiempo estuvo presente Candito Torres. Durante los veinte minutos que duró el diálogo Mimí nos dio noticias de la familia y los amigos. Nosotros, en cambio, no pudimos contarle nada de los acontecimientos pasados ni de la vida que llevábamos. En un momento dado entró un fotógrafo para dejar constancia gráfica de la entrevista. El Mayor le preguntó al final del encuentro si deseaba ver al «Generalísimo» y Mimí le contestó afirmativamente pues quería saber cuál iba a ser el destino futuro de su hermano y de su ahijado. Luego me relató que al día siguiente la recogieron en un automóvil negro, donde además del chofer iba una mujer de unos 40 años quien le confesó que su misión era enseñarle la ciudad. Esa mujer de aspecto adusto, durmió en la habitación contigua a la que ocupaba mi hermana y todo el tiempo permaneció con la puerta abierta para ver si ella entraba o salía. Mimí le dijo que antes tenía que pasar por la sede de la Cruz Roja Dominicana para informar de su llegada al país. La vigilante bajó del automóvil e intentó acompañarla, pero el Presidente de la Cruz Roja le explicó que tenía que recibir a la visitante a solas. El funcionario de la entidad humanitaria a quien Mimí puso en conocimiento de mi situación, le dijo que lo comunicaría
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inmediatamente a la sede en Ginebra y le pidió que lo mantuviera informado de cualquier problema que surgiera. A los dos días nos llevaron nuevamente para el SIM a Pablito y a mí. A él lo conducían desde el reformatorio donde lo tenían recluido en esa época y a mí desde «La Cuarenta». En esta ocasión el encuentro con Mimí fue más privado. Sólo había un policía sentado en una silla, cerca de la puerta. Pudimos contarle muy someramente los hechos, en específico la forma en que habían muerto los compañeros cubanos y algo, muy poco, de lo que habíamos pasado en prisión. Todo nuestro testimonio fue grabado y luego los oficiales me criticaron por tocar esos temas. Llevaba mi hermana como cinco días en la capital dominicana cuando recibió una llamada telefónica para decirle que «El Jefe» le concedía la entrevista y que pasarían a recogerla por el hotel. El mayor Candito Torres la acompañó hasta la puerta del Palacio de Gobierno donde fue recibida por un Teniente General, quien la condujo a través de un largo pasillo, pisando una alfombra roja hasta el despacho del Dictador. Este vestía –según Mimí– un correcto traje gris. Estaba de pie, detrás de su buró y con un ademán la invitó a sentarse e hizo lo mismo. Lo rodeaban varios personajes, entre ellos Johnny Abbes García, el tenebroso jefe de los Servicios de Inteligencia. Sintió los ojos de Trujillo que la miraban desde su rostro cetrino como valorándola: «¿Cómo te llamas?» –le preguntó–. «Noemí». «¿Qué has venido a hacer y por qué has solicitado la intervención de la Cruz Roja?». «Bueno –dijo ella, y tras una pausa agregó– he venido a visitar a mi hermano, quien como usted sabe lleva más de quince meses prisionero, y lo hice a través de la Cruz Roja porque no encontré otra manera de gestionar mi viaje».
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«Eso no era necesario» –replicó Trujillo un poco molesto– y volviéndose a los que le rodeaban preguntó: «¿Pero ese muchacho todavía esta aquí?». Al recibir respuesta afirmativa agregó: «Pues dígale a su familia que no se preocupe, que él disfruta de libertad condicional y antes de la Navidad estará de regreso en Cuba. Lo único que Fidel tiene que hacer es mandar los pasaportes de él y de Pablito. Ellos no se han ido porque no tienen documentos. Además, él no hace nada aquí. En definitiva no es más que un vulgar mercenario». «Mercenarios no, porque nada han recibido a cambio de su sacrificio» –le replicó Mimí sin poder contenerse–. «Además, –agregó– en Cuba nadie llamó nunca mercenario a Máximo Gómez por luchar por la causa en que creyó». «¡Ahí lo tienes!» –afirmó el Dictador poniéndose de pie– «Van proclamándose libertadores de todo el mundo, y a ustedes tuvo que ir a libertarlos un dominicano». Tampoco esta vez mi hermana calló: «Mi país ha tenido que pagar un alto precio por su libertad. Ríos de sangre han corrido antes y después del 98 para lograrlo. Cuba sólo le debe su independencia al sacrificio de sus hijos y Máximo Gómez era uno de ellos». Ella esperó una reacción airada, pero él preguntó casi sin transición: «¿Qué edad tienes?». «23 años». «¿También estuviste en la guerrilla con Fidel?». «No tuve el honor» –añadió ella con firmeza–. «Lo conocí después del triunfo revolucionario. Yo estuve en un hospital de campaña del Cuarto Frente Oriental que dirigía mi hermano». Él derivó entonces el diálogo hacia el tópico que más le interesaba: «¿Qué sabes sobre las expediciones de junio?».
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«Nada» –le respondió–. «Siempre he vivido en Holguín y cuando terminó la guerra me dediqué a estudiar. Supe la noticia de las expediciones por la prensa, como todo el mundo». «¿Pero conociste a algunos expedicionarios?». A Mimí le pareció tonto negarlo y le contó: «Conocí a Jiménez Moya. Lo vi dos o tres veces en compañía de mi hermano. Habían sido compañeros de lucha y parecían muy amigos, y como es lógico conocía a algunos de los cubanos que vinieron con ellos». «¿Crees que Fidel y Raúl sabían lo de la expedición?». «Honestamente, no lo creo» –respondió ella sin pestañear. «¿Y Camilo?». Demostrando habilidad, Mimí contestó con otra pregunta: «¿Y cómo podría yo saber algo así?». «¿Cuándo te irás?» –cambió otra vez de tema Trujillo–. «Lo antes posible» –dijo ella– «quiero llevar a la familia la seguridad que usted me ha dado de que van a ser puestos en libertad». Volvió a dirigirse al auditorio. «Yo creía –interrogó– que estaban en libertad hace tiempo». Uno de sus acólitos explicó: «Jefe, es que el Presidente se ha negado a ello». «¡Ah! –dijo– pues hablaremos con el Presidente». Se volvió a poner de pie para despedirla y le preguntó: ¿Has visto algo de la ciudad?». Otro de los presentes contestó por ella y el Dictador quiso saber quién la acompañaba. Al escuchar el nombre de su «cicerone» se volvió bruscamente hacia Johnny Abbes y le espetó indignado: «¡Esa mujer!». Mi hermana nunca más la volvió a ver. Pablito y yo nos entrevistamos nuevamente con ella y nos puso al tanto de lo que había hablado con Trujillo. Mimí nos dijo que volvería con los pasaportes, pero le rogué encarecidamente
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que no lo hiciera. Estaba seguro que todo lo dicho por el Dictador era mentira. En la despedida, después de abrazarnos durante unos segundos, mis manos encontraron las de ella y fue esa la oportunidad que tuve para entregarle una nota dirigida a Fidel y dos apuntes más que había hecho durante mi cautiverio, entre ellos el poema referido a mi alma perdida. El mensaje estaba escrito a lápiz sobre papel de estraza. El lapicito me lo encontré en el piso entre el refrigerador y la pared del antiguo comedor de la Casa de los policías. Parece que como era un «mocho» alguien decidió botarlo y no habían pasado la escoba por allí. El papel era un pedazo de cartucho de unos panqués que comía el capitán del Villar, el último de los cuales me llevó al cuartico, en un inusual gesto de bondad. La nota en cuestión decía: «Le advierto que: No vale la pena sacrificar ciertos principios para salvar a una sola persona, cuando están en juego los ideales de un mundo Americano, libre de todo tipo de imperialismo. Podemos morir aquí muchas veces y de todas las formas habidas, pero con todo no habrá fuerza en el mundo capaz de hacernos desertar de los ideales que usted nos predicó desde las cumbres del Turquino. Delio Espero me perdone el no haberle puesto en conocimiento de nuestros planes y el daño derivado para Cuba». Esta posdata la puse con toda intención por si mis habilidosos captores lograban interceptar el mensaje. Tras diez días en suelo dominicano partió mi hermana, vía Kingston, de regreso a Cuba. Al llegar le informó primero a Celia y a Acacia los pormenores del viaje. Celia le dijo que
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debía contarle todo personalmente a Fidel, asegurándole que el Primer Ministro la recibiría. Fidel, por sus interminables asuntos de estado, se veía obligado a despachar hasta altas horas de la madrugada. Sólo a eso de las 4 a.m. fue que pudo hablar con Mimí. Luego de escucharla en la casa de Celia, en la Calle 11, el líder de la Revolución le dijo: «Vas a sufrir mucho, pues ellos van a jugar contigo como el gato con el ratón, aunque pienso que terminarán poniéndolos en libertad». Cuando le entregaron nuestros pasaportes, inmediatamente comenzó las gestiones para su vuelta a Santo Domingo. El 14 de noviembre, con los documentos en su bolso, arribó Mimí de nuevo al aeropuerto «Trujillo», de la entonces llamada «Ciudad Trujillo». Como la vez anterior, miembros del SIM la condujeron hasta el hotel y al día siguiente la pude ver. En la misma oficina del SIM le entregó los documentos a Candito Torres. Esta vez yo llevaba el consabido traje azul, pero estaba acompañado sólo por un guardia. Pablito no estaba conmigo. Le expresé mi sorpresa de verla tan pronto, apenas trece días después de nuestra despedida. Me explicó entusiasmada todo cuanto había hecho. No podía negar que se sentía optimista. En cambio yo no podía esconder mi escepticismo. Al despedirnos Candito Torres le preguntó si estaba satisfecha. Ella le dijo que por el contrario, estaba muy quejosa porque no había podido ver a Pablito. Él le dio una excusa cualquiera, pero nunca más dejaron de llevarlo a estos encuentros. Esta vez «Chapitas» no dio la cara, sino Ramfis Trujillo. Se condujo, según cuenta mi hermana, como una persona educada. Al referirse a mí, a quien llamaba siempre «El Comandante», le dijo que yo era muy culto. Conversó con ella de distintos temas. Le confesó que tenían serias contradicciones con el gobierno norteamericano, pues el ingerencismo de Washington era intolerable, y le contó que
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había querido montar unos molinos arroceros, pero los yanquis hacían fuertes presiones en contra ya que tenían o querían el monopolio de ese negocio. Expresó Ramfis su deseo de hacer una reforma agraria que beneficiara a los sectores campesinos más desposeídos y le hizo preguntas sobre lo que se había hecho en Cuba al respecto. Recuerdo que cuando ingresé en el hospital de San Isidro, Ramfis me hizo llegar papel y pluma para que escribiera mis impresiones sobre cómo debiera formarse una cooperativa agrícola. Creo que pensaba en la aplicación de una posible reforma agraria en la República Dominicana. Yo en eso no tenía conocimientos profundos, pero había escuchado algo sobre el tema por boca del líder campesino cubano del Partido Ortodoxo al cual pertenecí, Reinerio Almaguer, quien soñaba con una reforma agraria en los campos cubanos. Había leído además «La Historia me Absolverá», cuando se sacó clandestinamente del presidio de la Isla de Pinos y fue distribuida entre los estudiantes. Este documento, que fue el alegato de autodefensa del Doctor Fidel Castro cuando el asalto al Cuartel Moncada, me permitió extraer algunas ideas sobre las maneras de expropiación de grandes latifundios extranjeros y domésticos y acerca de la forma en que entonces se explotaba la tierra por los pequeños agricultores en condiciones de colonos, subcolonos, arrendatarios, subarrendatarios, precaristas y aparceros. Dejé plasmadas así mis ideas sobre el particular aunque en una forma un tanto subjetiva. Mimí se sorprendió de que Ramfis le hablara de un posible acercamiento con la Unión Soviética a través de Cuba. Evidentemente trataban de coquetear con la entonces URSS, pero ella comprendió que esa maniobra era como una especie de amenaza o chantaje a los norteamericanos. Sobre nosotros le dijo que estaba seguro de que podríamos regresar pronto a Cuba y que se alegraba mucho porque
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experimentaba respeto por «El Comandante» y simpatía por Pablito. En esta ocasión Mimí permaneció nueve días en Santo Domingo. Le dijo Johnny Abbes que volviera a Cuba y regresara a finales de año, pues el indulto sería firmado con motivo de la Navidad. Se despidió de nosotros y el 28 de noviembre emprendió viaje de regreso. Aún estaba esperanzada. El 21 de diciembre, mi hermana llegó nuevamente a suelo dominicano. La vimos en el lugar acostumbrado. El mayor Figueroa Carrión, quien fue esta vez su anfitrión le dijo que esperara con paciencia, pues «El Jefe» iba a recibirla. La más joven de mis hermanas anímicamente ya no era la misma. El 24 de diciembre, sentada frente a un plato de crema de espárragos en el restaurante del hotel El Comercial, vio como sus lágrimas se mezclaban con el alimento. Ella recuerda aquella Navidad como la más triste de su vida. Los días pasaban y como me suponía, el ansiado indulto no se produjo. Una vez por semana nos llevaban a las oficinas del SIM para verla y ella apenas salía de su habitación por temor de no estar cuando la llamaran. Para paliar la difícil espera compró varios libros y dedicó la mayor parte del tiempo a la lectura. Cuenta que en cierta ocasión, vestida con un pijama de dormir, leía sobre la cama cuando sintió una llave en la cerradura. Pensó que se trataba de la camarera y no se movió. Cual no sería su sorpresa al ver entrar a un hombre delgado, canoso, de entre 40 y 50 años. En las manos sólo llevaba las llaves de la habitación que depositó sobre la cómoda. Giró hacia su izquierda y entonces la vio a ella. Ambos quedaron mudos de asombro por varios segundos. Él se excusó en inglés y salió disparado sin mayores explicaciones. Cuando pensaba en la mejor manera de reaccionar ya la estaban llamando de la Dirección del hotel para disculparse por el incidente. Le dijeron que el
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huésped ocupaba el mismo número de habitación en el piso de arriba y se equivocó al bajarse del ascensor. «Me cuesta trabajo creer –replicó ella– que la llave de cualquier huésped pueda abrir mi habitación». Le dieron seguridades de que no volvería a suceder y en horas de la noche le telefoneó el susodicho huésped para excusarse personalmente y para invitarla a cenar. Por el acento se dio cuenta de que se trataba efectivamente de un norteamericano. Aceptó las disculpas y rehusó la invitación. Nunca mi hermana comprendió lo ocurrido. Transcurrían los primeros días de 1961 y sólo unos meses después se produciría la invasión de Bahía de Cochinos. ¿Qué hacía un norteamericano en su habitación? ¿Creyó que había salido y decidió registrar sus efectos personales? ¿Pretendía asustarla? ¿Estaba la CIA interesada en nosotros? ¿Fue realmente un error? Los días transcurrieron para ella insoportablemente monótonos, con el único aliciente de nuestros encuentros. Tanto Pablito como yo nos mostrábamos cada vez más incrédulos en relación con la promesa de libertarnos que habían hecho. Fue como a los quince días de haber llegado a Santo Domingo cuando le dijeron que Trujillo la recibiría. Con la misma prosopopeya que la vez anterior la condujeron a sus oficinas en el Palacio de Gobierno. Se mostró un poco más afable y risueño, según recuerda mi hermana. Su primera pregunta fue cómo habían recibido en Cuba la noticia del próximo retorno de su hermano, a lo que ella contestó que tanto su familia como la de Pablito estaban muy esperanzadas. Fue entonces cuando el Dictador le soltó la bomba que tenía preparada: «El Presidente Balaguer –le dijo– exige un documento oficial que garantice que no van a ser detenidos ni juzgados por ningún delito cuando regresen a Cuba. Comprenderás que es natural su preocupación en este caso».
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«Sí –respondió Mimí– es conmovedor el interés del Presidente». Ella comprendió entonces el por qué de su aire risueño y afable. Mi hermana, tan batalladora, se sintió aplastada aunque trató de disimularlo. «Ve a Cuba –agregó Trujillo– y regresa con ese documento. Verás que habrá una solución a plena satisfacción de todo el mundo». Ese momento fue el escogido para hacerle el planteamiento más inesperado: «¿Y por qué no te nombran cónsul en Santo Domingo? Tú podrías muy bien desempeñar ese cargo. Además, así estarías más cerca de tu hermano». Ella perdió un tanto el aplomo. Se representó mentalmente aquello de «el juego del gato con el ratón», que le había dicho Fidel. Pero mi hermana no sabía que juego era aquel. Mimí murmuró algo acerca de que no había relaciones entre los dos países y que, aun cuando existieran, estaba estudiando en la Universidad y no podía sacrificar su carrera. La despidió el Tirano sin agregar mucho más a lo dicho. Fue una entrevista de apenas diez minutos. Tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre el «juego» de Trujillo. ¿Qué pretendía? Evidentemente no tenía ninguna intención de poner a los prisioneros en libertad. ¿Estaba ensayando un nuevo chantaje y trataba de utilizarnos como rehenes para impedir las acusaciones de Cuba contra su régimen en la arena internacional? ¿Quería, valiéndose de sus viajes, establecer un canal de comunicación con La Habana? Concluyó que Trujillo conocía bien poco a Fidel. Cuando me explicó el resultado de la entrevista creyó leer en mis ojos una expresión: «¡Te lo dije!». Sin embargo, con la boca sólo murmuré: «No vuelvas». Ella regresó a La Habana luego de 19 días en tierras de Quisqueya. En Cuba, la familia y los amigos la esperaban con
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impaciencia. No sabían si regresaría sola o acompañada. Naturalmente quedaron defraudados al verla llegar sin nada concreto, sólo con algunas promesas y nuevas exigencias. Inmediatamente se reunió con Celia y con Acacia, quienes continuaron animándola y apoyándola en todo. Por indicaciones de Fidel recibidas a través de Celia, se dirigió a cada una de las seis audiencias que entonces existían en el país para solicitar certificación de antecedentes penales y certificación haciendo constar que ni Pablito ni yo teníamos en aquellos momentos causa pendiente en los tribunales ordinarios. Mientras esperaba los documentos pasó unos días en Holguín en compañía de nuestra familia. Para entonces las tensiones Cuba-Estados Unidos habían alcanzado uno de sus puntos más álgidos, motivado por el apoyo de los norteamericanos a la contrarrevolución interna y los preparativos que llevaban a cabo para una inminente agresión armada. Por esos días llegó a Santo Domingo procedente de Miami donde había fijado su residencia, Alberto Fernández Echavarría, quien le solicitó una entrevista a Trujillo. Se hospedó en el hotel Embajador. A mí me dijeron en «La Cuarenta» que un amigo mío quería verme. Me asearon un poco, me dieron el conocido traje azul y los mismos zapatos y me llevaron al hotel, directamente a la habitación de Alberto donde un policía con arma larga se colocó en la puerta. Nos abrazamos como dos amigos en aquellas circunstancias. En los momentos difíciles, cuando se iniciaba la guerra revolucionaria en Cuba, él había colaborado conmigo en la adquisición de armas y en medio de la represión batistiana tuvo que abandonar el país hacia los Estados Unidos. Desde allí continuó su aporte a la Revolución con grandes recaudaciones que propició entre los colonos y poderosos magnates de la industria azucarera, ayuda que llegó a la Sierra Maestra a través de Haydee Santamaría, toda una leyenda de la mujer combatiente desde el asalto al Cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953.
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Interrumpió nuestro encuentro una llamada telefónica a Alberto de parte del «Jefe», quien le concedía la entrevista solicitada. Habló con Trujillo durante un cuarto de hora, mientras yo esperaba en su habitación custodiado por dos agentes. Al regresar, me enseñó un pasaporte con una foto mía que había tomado del consulado cubano en Miami, el cual había sido asaltado por la contrarrevolución en esos días. Al preguntarle si no había llevado un pasaporte para Pablito me dijo que no había pensado en eso y que además no tenía la foto. Esto no era difícil de conseguir. Le dije: «Si no hay pasaporte para Pablito no voy a aceptar ninguna salida del país, pues no voy a dejarlo atrás a él». Alberto había sido condiscípulo del Presidente John F. Kennedy durante su época universitaria y había hecho contacto con él a través de funcionarios de la Casa Blanca o del Departamento de Estado. Con esta introducción me planteó, a nombre de grupos de exiliados cubanos –me imagino que sería la gente de Miró Cardona que después se embarcaron en la invasión de Girón o Bahía de Cochinos– que aceptará hacerme cargo de su dirección. La brigada invasora no contaba con un jefe militar con verdadero prestigio y experiencia, me explicó. No tenían a ningún comandante de la Sierra Maestra que hubiera estado con Fidel al frente de las tropas y me ofrecía tomar este puesto en el bando de la contrarrevolución. Me pareció una falta de consideración, que aprovechando la situación en que me encontraba, preso e incomunicado –y él lo sabía bien, pues se había quedado asombrado de mi delgadez– me planteara esto. Le expliqué mi punto de vista: «Si me ponen en libertad quiero salir de República Dominicana, pero no acepto ese compromiso ni otro que implique irme hacia los Estados Unidos. Quiero regresar a Cuba para ver lo que pasa con mis propios ojos –y agregué– para comprobar si
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es verdad que la Revolución ha traicionado sus principios como me dicen, si es cierto que la corrupción se ha entronizado en mi país». Me comentaban distintas personas durante mi cautiverio que el proceso revolucionario se había convertido en «un quítate tú para ponerme yo». Ya estaba en marcha la campaña en torno a que en Cuba le quitarían los niños a sus padres. Recuerdo aquello como el problema de la «Patria Potestad», que motivó a muchos padres, presas de la propaganda anticomunista, a separarse de sus hijos y mandarlos hacia los Estados Unidos. Me dijo Alberto que puesto que pensaba así, él estaba de acuerdo en que fuera a Cuba y me convenciera por mí mismo de que Fidel había traicionado a la Revolución, la cual había dicho que era «tan cubana como las palmas». Me contó que tampoco ahora estaba de acuerdo con su padre, quien era partidario de darle un voto de confianza a Fidel y al proceso revolucionario. Estaba seguro, según me dijo, de que me convencería de todo lo que me había planteado y que por eso lo más importante, en principio, era que yo saliera de Santo Domingo. Se mostró dispuesto además a buscar otro pasaporte para Pablito. Me planteó que si Trujillo no aceptaba darme la libertad, regresaría en un submarino, lograría de alguna manera que yo saliera de la prisión por un día o dos y con un salvavidas puesto me lanzaría a nado por el malecón hasta el lugar en que la nave me rescataría. Aquello me pareció muy ingenuo, muy de película hollywoodense, pues no tomaba en cuenta la vigilancia tan rigurosa ni la tremenda represión que caracterizaba al régimen de Trujillo. Además, ¿a quién se le podía ocurrir algo semejante viendo el estado de depauperación física en que me encontraba?
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He apreciado aquel gesto de Alberto como una acción en la que prevaleció un sentimiento de amistad. Siempre lo he pensado así, pero él tuvo una visión equivocada de las cosas. No valoró el sentido de dignidad del hombre, y más en mi caso, pues siempre me he considerado un revolucionario por convicción.
CAPÍTULO XII LOS ANGUSTIOSOS DÍAS DE GIRÓN
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n medio de una situación de crisis entre Cuba y su poderoso vecino del norte, salió Mimí de La Habana y llegó a territorio dominicano, vía Jamaica, el 13 de abril de 1961. Sería su cuarto y último viaje. La alojaron, como ya era habitual, en el hotel Comercial y como era habitual también, nos condujeron a los tres a las Oficinas del SIM. Nos abrazamos luego de una separación de tres meses. Ella entregó al mayor Figueroa Carrión los documentos que llevaba y le dijo que quedaba a la espera de la decisión de las autoridades. Increíblemente decidieron que Pablito y yo podíamos ir para el hotel con ella. Dormimos en la misma habitación y estábamos contentos, pero llenos de desconfianza. Apenas nos atrevíamos a hablar, pues estábamos seguros de que las paredes tenían muchísimos oídos. Registramos la habitación de arriba a abajo, pero nada pudimos descubrir. Recuerdo que tan pronto llegamos al hotel redacté una nota para Fidel y se la entregué a mi hermana. En esta ocasión le decía: «Le escribo estas letras porque nos han permitido estar con mi hermana. Nosotros conocemos a esta gente y sabemos que no existe otra alternativa frente a ellos, que barrer con todos. Es infantil pensar que puedan cambiar. 249
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Estos señores siguen siendo los mismos mayorales del imperialismo yanqui. Una cosa creo tenemos derecho a pedir y es: que la Patria, a la que tanto amamos no debe de inclinar la frente ni prestarse a realizar gestiones que menoscaben su dignidad, trátese de quien se trate. Nos hiere la conciencia entre otras cosas el hecho de estar prisioneros en momentos en que ustedes se baten solos ante el enemigo más poderoso, repugnante y deleznable que ha azotado a la humanidad. Demás está decirle a usted cuanto les recordamos a todos. Abrazos, Delio». La primera noche, después de comer, fuimos al cine. No querían dejarnos entrar porque Pablito llevaba camisa de mangas cortas. Le expliqué a quienes atendían la puerta que éramos extranjeros y así nos permitieron pasar. Desde el balcón de nuestra habitación Pablito logró establecer comunicación con unas muchachas que vivían o visitaban un edificio cercano. Se hablaban por sobre el gentío que transitaba por la calle El Conde. Fue imposible contenerlo cuando nos dijo que bajaría a hablar con las chicas. El pequeño Don Juan tenía a su favor la viveza y simpatía del campesino cubano. Sus ojos, ambarinos y reidores, daban a su rostro una cierta luminosidad, que al parecer cautivó a las muchachas. Cuando regresó, aproximadamente una hora después, anunció radiante que tenía novia. Pasábamos mucho tiempo conversando, pues al sentirnos estrechamente vigilados preferíamos no salir a ninguna parte.
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Escuchábamos la música en boga que, curiosamente, era música cubana. Esther Borja y Barbarito Diez ocupaban los primeros lugares en la popularidad. Permanecimos unos dos días juntos en el hotel. El día 15 de abril se produjo el bombardeo a los aeropuertos de La Habana y Santiago de Cuba como preludio de la invasión por la Bahía de Cochinos. Esa noche cenábamos en el restaurante del hotel cuando me llamaron por teléfono. Del SIM me ordenaban que bajáramos inmediatamente Pablito y yo, pues pasarían a recogernos en 15 minutos. Sobre esta repentina orden no hubo explicación alguna. Para nosotros, el hecho de dejarnos convivir en el hotel junto a mi hermana era un paso previo a nuestra excarcelación. Nunca sabremos si realmente tuvieron tales intenciones. Cuando fui a contestar la llamada del SIM, un oficial que había en el restaurante –creo que de la Escuela de Cadetes– se acercó a mi hermana, que en aquel momento era realmente una joven muy atractiva y de refinadas maneras. Se presentó y le hizo una invitación para que lo acompañara a comer, la cual ella rechazó. Posteriormente me contaron los mismos militares que visitaban «La Cuarenta» que aquel Capitán de la Aviación Militar dominicana, conocido entre los suyos por lo bien que jugaba al béisbol, había perecido en un accidente automovilístico. Los accidentes repentinos de diversos tipos fueron una práctica de Trujillo para deshacerse de cualquiera que le estorbara. Era algo típico de su proceder. Así supe de la muerte de otras personas que por diferentes razones llegaron a conocerme, incluida la enfermera que me atendió en el hospital de la base de San Isidro, quien tenía la deferencia de conversar cada día conmigo, al menos por un rato. Mi hermana no salió más del hotel donde quedó con el ánimo contrito. Todas las noticias de la prensa local sobre los
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acontecimientos en Cuba eran alarmantes y no existía otro canal de información. Inmediatamente que se produjo el desembarco mercenario, se dirigió a las oficinas de las compañías aéreas, pero le informaron que todos los vuelos a Cuba estaban suspendidos. Ella prefirió, antes de esperar el desenlace de los acontecimientos en otro país, permanecer en Santo Domingo, cerca de nosotros. Aquel día 15 de abril, nos trasladaron desde el hotel para las oficinas del SIM donde fuimos conducidos hasta el despacho de Johnny Abbes, quien se encontraba monitoreando las informaciones de la radio extranjera en torno a los sucesos en Cuba. Luego de ponerme al tanto de lo que sucedía, me preguntó qué pensaba del bombardeo: Si eran pilotos cubanos desertores de la fuerza aérea como las agencias de prensa norteamericanas querían hacer ver, o si eran extranjeros. Le expresé que estaba convencido de que pilotos cubanos no eran. Dijo entonces, como hablando consigo mismo: «Si es así, entonces se jodió Fidel, porque se trata de una invasión directa de los americanos». Estaba haciendo deducciones lógicas. Recuerdo que una profunda tristeza invadió mi alma. Los partes noticiosos de las grandes agencias hablaban de golpes demoledores a la joven aviación revolucionaria y presentaban la situación en Cuba como dantesca. Del SIM fui devuelto a «La Cuarenta» y Pablito al reformatorio. No me dejaron ver de nuevo a mi hermana hasta muchos días después. Mi criterio era tomado con mucho interés y ello explica el por qué, desde meses antes, me llevaran un viejo radio Phillips que captaba muy bien la onda corta y casi todas las emisoras del mundo. Necesitaban que estuviera bien informado para poder consultarme como «especialista». No creo que alguien pueda imaginar lo que es estar lejos de la patria en momentos en que ésta sufre un peligro de tales dimensiones. Confieso que fueron interminables horas de agonía.
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La mayor parte del tiempo se podía ver a mi hermana en un balcón del quinto piso que daba hacia la calle El Conde, leyendo o mirando a la gente pasar. Una noche, como a los tres días del comienzo de la invasión a Cuba, salió un hombre con un aparato de radio a uno de los balcones del edificio de enfrente y le hizo señas para que atendiera a lo que estaban trasmitiendo. Escuchó las notas del Himno Nacional cubano y la voz de Fidel anunciando que habían aplastado la invasión. Se trataba de una emisora de Cuba y el hombre en cuestión seguramente era alguien relacionado con las amistades que hizo Pablito en su breve estancia en el hotel. Precisamente la «enamorada» de Pablito, a quien Mimí cree recordar como Lupita, fue a visitarla al hotel y la invitó a conocer a los suyos. Era una familia sencilla, sin pretensiones. Fueron las únicas personas que intentaron acercarse a mi hermana en todo el tiempo que permaneció en territorio dominicano. Sin embargo, Mimí no quiso continuar la relación por temor a perjudicarlos. La niña, que tendría apenas 15 años, quiso que la acompañara a misa para rezar por los cautivos. Le llevó un ramo de flores y unos ceniceros como regalos. Estos últimos mi hermana aún los conserva. Se sentaron ambas en uno de los últimos bancos de un templo cercano, cuando de pronto sintieron una presencia extraña. Mimí se volvió bruscamente y sorprendió a un hombre vistiendo camisa azul inclinado sobre ambas, intentando escuchar lo que hablaban. El sujeto salió corriendo de la iglesia al verse detectado «in fraganti». Ella quedó tan indignada que se despidió de «Lupita» y salió tras él. Lo vio entrar en las ruinas de un convento y lo siguió. Estaba en uno de los recintos, recostado a una pared y completamente solo. Cuando la vio aparecer se quedó sorprendido, sin saber como reaccionar. Ella tampoco hizo nada, aparte de visitar las ruinas, pero quería hacerles notar que no sentía miedo.
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Pasaron varios días sin que nos llevaran a ver a Mimí. Al parecer, también el Tirano y los suyos estaban estudiando la nueva situación para actuar en consecuencia. Entonces le anunciaron a ella que Ramfis la recibiría. Pasó a recogerla en un automóvil el coronel Sánchez Rubirosa y para sorpresa y alegría de todos, Pablito y yo la acompañaríamos a la entrevista. Luego de transitar por largos caminos a través de campos de cañas, llegamos a la «Estancia Ramfis». Su dueño nos recibió con su habitual corrección, vestido de blanco. Se sentó detrás de su buró y nos invitó a hacer lo mismo. Junto a la puerta, tomando notas en una agenda, permaneció todo el tiempo de pie el coronel Sánchez Rubirosa. Ramfis le preguntó a Mimí cuánto tiempo llevaba en Santo Domingo y cómo marchaban los asuntos que la habían traído. Ella le explicó que había hecho llegar los documentos solicitados al coronel Johnny Abbes García. Entonces le dijo: «¡Pero muchacha! No trates con esa clase de gente. Cuando tengas que venir al país, avísame. Habla sólo conmigo». Denotaba cierto desprecio cuando dijo: «esa clase de gente», al referirse al verdugo y jefe del SIM. La conversación giró por su voluntad hacia los últimos acontecimientos en Cuba. Concordamos en que la Revolución había demostrado que era capaz de resistir cualquier agresión, aun cuando ésta contara con toda la ayuda del gobierno yanqui. Él nos aseguró que en República Dominicana no encontraría apoyo la contrarrevolución y que ellos habían echado a toda esa gente del país (se refería a los personeros del antiguo régimen de Batista). Ramfis le expresó a mi hermana que no había que temer por nuestras vidas mientras de Cuba no partiera una agresión. «Si esto ocurriera –dijo– entonces sí no podrán contar con ellos». Ramfis volvió sobre el tema de las contradicciones con los norteamericanos. Quien no lo conociera podría pensar que
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nuestro interlocutor era un militante de profundas convicciones antiimperialistas. En realidad, el gobierno de Kennedy le había retirado el respaldo a Trujillo cuyo régimen era demasiado impopular. Los últimos acontecimientos en el país presagiaban que podría estarse gestando otro proceso revolucionario como el «develado» Movimiento 14 de Junio, y eso era lo que los yanquis no querían permitir. Antes de despedirnos le reiteró a mi hermana que únicamente hablara con él y tratara a través de él los problemas que la traían al país. Se empeñaba en hacer ver que había una distancia entre el clan que ostentaba el poder, del cual él era miembro, y los esbirros que este clan tenía a su servicio. Lo cierto es que detrás de cada acción de los testaferros había una orden precisa del más alto nivel. Eso estaba muy claro para nosotros. En una ocasión terminaba Mimí de cenar y se dirigía hacia la puerta del restaurante para tomar el ascensor cuando alguien la llamó a toda voz desde una de las mesas más apartadas: «Señorita, estoy solo. ¿Quisiera acompañarme a cenar?» Todos los comensales se volvieron para observar la escena, un tanto sorprendidos ante la manera inusual de formular la invitación. Mi hermana se viró y le contestó indignada para que todos la escucharan: «Gracias, pero no estoy aquí para entretener a los huéspedes del hotel». Momentos después de entrar a su habitación tocaron a la puerta. Se trataba de dos hombres que dijeron ser periodistas extranjeros y estar muy molestos ante la humillación de que había sido objeto. Mi hermana no los dejó pasar y se deshizo de ellos lo más pronto que pudo. Estaba segura de que eso también formaba parte del show que le habían preparado. Días más tarde, cuando hablábamos Pablito, ella y yo en las oficinas del SIM, vimos aparecer al protagonista del incidente. Era un hombre trigueño, un poco grueso y de aspecto repulsivo. Entró y se sentó junto a la puerta, en el lugar que ocupaba
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usualmente el guardián de turno. Tal y como ella había imaginado, era un miembro más del Servicio de Inteligencia. Me comentó Mimí, segura de que todo lo estarían escuchando, que, o bien eran muy sutiles o eran muy torpes, pues casi nunca lograba entender el por qué de las cosas que hacían. Creo que fue ese mismo día cuando Johnny Abbes nos llevó a los tres a visitar la emisora Radio Caribe, que al igual que el periódico del mismo nombre –y como casi todo en la República Dominicana de entonces– era propiedad de la familia Trujillo. El contenido de la información que transmitían en esta época era de corte antiyanqui. Parece que el Jefe del SIM no encontró un escenario mejor para entrevistarse con nosotros. Nos recibió sentado en una oficina donde nos hizo traer unas raciones de pollo frito con papas. Él no comió nada y charló hasta por los codos. Sentado sobre un buró cercano, balanceando las piernas en el aire, se encontraba Radhamés Trujillo, como mudo testigo de toda la conversación. Contó, por segunda vez para mí y por primera para Mimí y Pablito, cómo lo sorprendió el triunfo de la Revolución cubana aquel fin de año en Tropicana. Agregó que acostumbraba a ir con frecuencia a La Habana, donde tenía muchos amigos. Hablando sobre Esteban Ventura Novo, el fatídico Jefe del Buró de Investigaciones de Batista, nos dijo textualmente que era un «niño de teta». Según él, Ventura no sabía conducir un interrogatorio, y relató que en cierta ocasión le había pedido que le entregara a un prisionero para interrogarlo y demostrarle cómo se hacían esas cosas. A una pregunta de mi hermana sobre la matanza de haitianos años atrás en la frontera, trató de defender el móvil del crimen masivo de 20 mil personas, alegando: «Era un problema de supervivencia ...o ellos o nosotros». Mimí también indagó sobre el destino final de Juan de Dios Ventura Simó, a lo que él sólo dijo: «¡Hija mía! Murió en un fatal accidente a la
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vista de todo el mundo». Ciertamente así lo prepararon. Simularon la caída de un avión en pleno malecón capitalino e informaron luego que en él viajaba Juan de Dios. Era evidente que este fascista consumado sentía placer con la confesión de sus crímenes. Nosotros no sacamos nada en claro como conclusión de esta charla tan poco amena. Supusimos que nos llevó allí para conocer nuestros puntos de vista sobre la situación en Cuba, pero prácticamente él hizo casi todo el gasto de la conversación. Algunas cosas se nos aclararon cuando, sorpresivamente, el régimen anunció la propuesta de un canje de prisioneros. La UPI fue la primera en dar la noticia: Washington, 25 de abril.- La República Dominicana ofreció hoy un canje de prisioneros cubanos actualmente en cárceles dominicanas por los invasores que apresaron las fuerzas de Fidel Castro la semana pasada. El ofrecimiento fue hecho por la delegación dominicana en la Organización de Estados Americanos (OEA). No hay indicio alguno de cuántos prisioneros tienen los dominicanos para canjear. La nota de Ciudad Trujillo no da nombre alguno con excepción del entonces Mayor Delio Gómez Ochoa, que fue uno de los jefes de la fuerza invasora de 1959. También menciona el de José Miró Torra, hijo del dirigente contrarrevolucionario cubano José Miró Cardona. Funcionarios dominicanos en esta capital declinaron dar la cita de prisioneros tomados en 1959, y cuántos de ellos serían canjeados si se acepta el ofrecimiento.
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La nota sugiere que el canje se haga por intermedio de alguna organización internacional, tal como la OEA, las Naciones Unidas o la Cruz Roja Norteamericana. Ese tahúr profesional que se llamó Rafael Leonidas Trujillo Molina, enseñaba así las cartas de su nuevo juego. Esta vez apuntaba sin dudas a atraerse las simpatías enajenadas de sus antiguos amigos, los norteamericanos. Inmediatamente la Radio Caribe le solicitó a mi hermana una entrevista, que ella aceptó como único medio de dirigirse al pueblo dominicano. Las preguntas versaron sobre la situación en Cuba, los cambios políticos y las reformas económicas y sociales. Esto le dio a ella pie para decir algunas verdades sobre el proceso revolucionario en mi país que el pueblo de la linda Quisqueya no conocía. Sobre el propuesto canje de prisioneros que nos beneficiaría dijo que era una decisión que correspondía al gobierno revolucionario cubano, de acuerdo con sus puntos de vista y con lo que más conviniera a sus intereses. La promesa de indultarnos no pasó de ser promesa y mi hermana volvió a Cuba en cuanto se reanudaron los vuelos internacionales, el 9 de mayo de 1961. Ella no renunciaba a volver para seguir luchando por nuestra libertad, pero en este momento hacía falta un compás de espera. «¡Treinta años de prisión! Si nos hacen cumplir esta pena –pensé– saldremos en 1989». Para suerte nuestra todo fue bien distinto. En ese momento tenían arriba, en lo que yo llamo la «Casa Grande», a otras dos compañeras que eran madre e hija. Estaban en una habitación al lado de la mía. Yo les entregué un papel escrito de mi puño y letra donde les decía una serie de cosas en contra del régimen. Trataba de darles aliento, y les hice llegar ese mensaje a través de la mampara divisoria, entre
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la pequeña salita en la que ellas estaban y la antigua cocina convertida en cuarto en que estaba yo. Pude conversar muy pocas palabras con aquellas mujeres debido a que siempre había postas en el pasillo, adonde a veces podía ir a tomar agua del refrigerador. En dos o tres ocasiones les dije que se mantuvieran firmes, que no fueran a contradecirse y que no creyeran en nada de lo que les dijeran que había afirmado la otra. Les di otro papel escrito y les pedí que cuando salieran trataran de alguna manera de hacerlo llegar a Cuba. Era mi último mensaje para Fidel y en él le decía: «Creo que estos señores sólo han tratado de echar un manto sobre la invasión a Cuba, poniendo de actualidad la supuesta participación de mi país en la expedición de los patriotas dominicanos del 14 de Junio. Con sinceridad le digo que me gustaría estar a su lado en este momento difícil y determinante de nuestra historia, pero también sé frenar mi corazón. Le deseo suerte junto a nuestro pueblo. Usted puede vivir con la convicción de que aunque lo maten habrá triunfado; la muerte no siempre es un fracaso. En cambio yo, tengo la certidumbre de que aunque muera aquí, habré fracasado. Le aseguro una cosa: La patria y su figura lucen gigantescas desde esta distancia y este vacío profundo desde el cual los contemplo y donde crece mi orgullo de haber luchado junto a ustedes. Usted me conoce y sabe que soy incapaz de decir esto si sé que pudiera ser tomado como halago. Abrazos para todos, Delio».
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Rueda de Prensa en el Hotel El Embajador, con periodistas nacionales e internacionales, días después del ajusticiamiento de Trujillo. En esta Rueda de Prensa se encontraban los periodistas Jules Dubois, Presidente de la SIP y Radhamés Gómez Pepín, del periódico El Caribe.
CAPÍTULO XIII EL QUE A HIERRO MATA
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penas 20 días después de marcharse mi hermana mataron a Trujillo y fui testigo de cómo a sus supuestos ejecutores los llevaron a «La Cuarenta» para someterlos a terribles interrogatorios. En un principio no estaba al tanto de los acontecimientos. Casi llevaba dos años encerrado, pues ya comenzaba el mes de junio de 1961 cuando fueron a buscarme al cuartico en que me tenían. El lugar era muy pequeño, pero tenía un estantico y allí ponía mi plato, mi cuchara y un jarro; además, con muchos periódicos logré hacer una especie de colchón en el que dormía. Permanecía en calzoncillos pero tenía colgada una muda de ropa y contaba, cuando les convenía, con el pequeño radio portátil para escuchar las noticias. Así tuve la oportunidad de escuchar la programación de Radio Caribe, con puntos de vista pro-defensa de la revolución cubana y de Fidel Castro. Recuerdo en un aniversario del 26 de Julio que se emitió un mensaje de solidaridad con Cuba en varios idiomas: español, inglés, francés, italiano y portugués. Pusieron en otra ocasión el discurso de Fidel en las Naciones Unidas. Tan pronto el Comandante en Jefe se refirió a Trujillo, salió un locutor diciendo: «y ahora pasamos a las carreras de caballos». Intempestivamente me informaron que me iban a llevar nuevamente para la solitaria número siete pues estaba desocupada. De pronto me vi otra vez desnudo y sin cama. Perdí todos los lujos de los últimos meses sin darme explicación alguna del porqué me hacían aquello. 263
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Creo que transcurrieron dos o tres días de estar en la solitaria sin comer ni tomar agua, lo que me produjo mucho sueño. Pasé todo el tiempo acostado en el piso, prácticamente sin fuerzas ni para pensar. De pronto abrieron las rejas y tuvieron que ayudarme para salir de la celda. Una vez más pensé que era el final. Dos guardias me llevaron sujeto por los brazos hasta la entrada de carros que llegaba a la casita donde se hacían los interrogatorios. Había varios automóviles parqueados allí. Tambaleante y desnudo, llegué hasta dos o tres pasos de donde estaba Ramfis Trujillo, quien preguntó en forma dura a los oficiales de la prisión por qué habían hecho aquello conmigo. Los sicarios respondieron que pensaban que mi problema ya se iba a resolver y que no creían que yo debía estar allá arriba después de lo que había pasado. Ordenó que me trajeran la ropa y comencé a vestirme con mucho trabajo. Mientras tanto, él estaba en un aparte con su séquito de oficiales, entre ellos el coronel Luis José León Estévez, también estaban Sánchez Rubirosa y Figueroa Carrión, sustituto de Johnny Abbes García en los servicios de inteligencia. Vi allí a todos los habituales de «La Cuarenta»: Candito Torres; Del Villar, quien había vuelto a su puesto de jefe de aquel centro; el sargento Juan Misangre; el sargento Lavandier; el sargento Ciriaco de la Rosa, quien mató a palos a las hermanas Mirabal; el teniente Clodoveo Ortiz y algunos soldados que dieron muchos golpes a los detenidos, incluido un enanito que operaba la planta de radio, otro que le decían «Guachupita», y «Yiyo», un anormal que era quien limpiaba la sangre durante los interrogatorios y que también daba muchos palos. Ramfis me preguntó: «Comandante, ¿usted no sabe lo que ha pasado?» «No –le dije– no sé nada» «¿Usted no sabe que han matado a mi padre?» «Ah, no –le contesté, y por reflejo agregué– cuánto lo siento».
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No me dio tiempo a procesar mentalmente aquella noticia, y por un momento pensé que no era verdad. Recibí la novedad como un relámpago que me causó una impresión fulminante. Creo que mi primera emoción fue en sentido positivo, pero pronto me di cuenta que podría tratarse del final de mis días, y sufrí una emoción en sentido negativo. Ramfis ordenó además que me dieran comida y me dijo: «Usted no se preocupe que no va a tener problemas. Usted no es culpable de nada de lo que ha pasado». Él inspeccionaba con mucha curiosidad todo aquello. Al parecer era la primera vez que estaba allí debido a sus otras ocupaciones y a sus viajes constantes. Supe que a él y a su hermano Radhamés los sorprendió la muerte del padre cuando celebraban un partido de polo ecuestre en Francia. En nuestro apretado itinerario nos es difícil encontrar un breve espacio de tiempo para andar un poco por la ciudad capital en compañía de varios amigos. Caminamos por la calle El Conde, que comienza en el Hostal Nicolás de Ovando y constituye un bulevar impedido al tránsito de vehículos. Mi propósito es llegar hasta algunas tiendas y comercios que son numerosos en esta zona y así avanzar hasta la tumba de los tres Padres de la Patria: Duarte, Sánchez y Mella. Sin embargo, muchísimas personas me reconocen en la calle y constantemente tenemos que detenernos a firmar autógrafos y libros. El paseo se hace, por tanto, más demorado de lo que esperábamos, pero constituye para mí uno de los momentos más emocionantes. Tanto empleados como clientes nos agasajan de múltiples formas y envían expresiones de saludo para Cuba y Fidel, lo cual nunca pensé que podría suceder así.
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Llegamos hasta las estatuas de los Padres de la Patria cual si fuéramos un grupo de turistas, sin embargo, para sorpresa nuestra, la guardia ceremonial nos reconoce y el oficial a cargo de la guarnición ordena presentar armas y saludarnos. Por un momento pienso que un día combatí contra ese ejército, pero al instante comprendo que no fue así. Hay una marcada diferencia entre aquellas fuerzas armadas, cayo papel era perpetuar con las armas a un régimen bochornoso, y las que hoy en día defienden una democracia al estilo liberal. Permanecemos en silencio, inmersos en profunda meditación espiritual durante unos minutos. Al retirarnos, el oficial y algunos de los soldados se nos aproximan y estrechan nuestras manos, para expresarnos así su admiración y respeto. El sábado siguiente asistimos en Puerto Plata al homenaje a los sobrevivientes de nuestra expedición. Como en otras localidades, me entregan una placa y un pergamino de reconocimiento. Rememoro con mis interlocutores pasajes de lejanos días. A menos de una semana de la muerte de Trujillo me subieron nuevamente a la casa principal y llevaron a Pablito para que permaneciera junto a mí. Tenía en ocasiones que tomar el sol para lo cual me sentaban en una silla, afuera, entre la escalera del final de la casa y una puerta que daba al patio. En el abre y cierra de esa puerta, comencé a ver cómo interrogaban a nuevos detenidos que al parecer tuvieron que ver con el atentado al Dictador. Vi también a una jovencita que torturaban abajo y me llevaron para que presenciara el interrogatorio. Me habían dado una camisa y un pantalón que tenía subido hasta la rodilla. La vi desnuda y sentada en la silla eléctrica. Decían los propios interrogadores que era muy guapa. Si mal no recuerdo el nombre
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de aquella muchacha era Teresita Espaillat. Aunque otros dicen que se trataba de Sina Cabral en este caso prefiero confiar en mi memoria. Le aplicaban torturas con la picana eléctrica en los senos, en sus genitales y en el pelo. Se ponía uno en el buró frente a la silla eléctrica y le graduaba la corriente que le hacían llegar. Ante su desamparada desnudez me quité la camisa y se la puse por delante. Me habían traído de nuevo el radio y pude escuchar todo lo relacionado con la muerte del «Jefe». Por aquellos días llegaban al país numerosos periodistas de todo el mundo. La «fiera» había muerto, pero sus cachorros estaban sedientos de sangre por lo que se esperaba una revancha de consecuencias impredecibles. Sánchez Rubirosa se presentó en «La Cuarenta» con un recado de Ramfis para ver si yo aceptaba ir a una conferencia de prensa que reporteros internacionales querían tener conmigo en el Hotel Embajador. Respondí afirmativamente y el alto oficial me trasmitió de parte de su jefe que, puesto que su padre estaba muerto, «tratara de ser benigno con su memoria». Tengo que decir que, por suerte, en la conferencia de prensa ningún periodista me preguntó nada sobre Trujillo ni sobre la República Dominicana, lo cual me habría puesto en un serio aprieto. Otra vez me colocaron el traje azul y salí acompañado por una escolta, incluido un teniente de la policía secreta, un hombre alto y muy callado. Era el 3 de junio de 1961. En el salón de conferencias del hotel Embajador me sentaron a la cabeza de la mesa y el oficial quedo detrás de mí, bastante alejado. Muy cerca estaban los conocidos periodistas Jules Dubois(79); Andrew
(79) Jules Dubois: Conocido como «Oreja Peluda». Fue Presidente de la Sociedad Interamericana de Prensa. Nunca perdió oportunidades para atacar a la Revolución cubana.
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San George(80), muy amigo mío desde la Sierra; Sam Jalper, que también había estado en las montañas del sur de Oriente; y Hal Hendryc(81), de quien decían estaba al frente de la división para América Latina de alguna de las grandes agencias noticiosas. Sé que este último era un periodista de mucho renombre. Había reporteros ingleses, mexicanos y de otros países latinoamericanos, además de los dominicanos, entre ellos mi amigo Radhamés Gómez(82). Me preguntaron cómo me sentía y dónde estaba viviendo, a lo que les respondí que vivía en una celda de una estación de policía que le decían «La Cuarenta». Se asombraron, pues les habían explicado que yo poseía una casa donde residía y disfrutaba de libertad condicional. Tuve que aclarar con mucha firmeza que jamás había salido de «La Cuarenta» a no ser para algunas entrevistas e interrogatorios en diferentes lugares «...y aquí está el teniente aquel que puede testificarlo, pues él es mi acompañante junto con dos policías más que están en la puerta» –les dije–. El oficial no sabía dónde meter la cabeza. Los periodistas querían interrogarlo y él les dijo que no podía hablar nada porque nada sabía. Jules Dubois me preguntó si yo era fidelista y le dije que sí, que lo era desde que me integré a la lucha en la Sierra Maestra. Que si era revolucionario –insistió– y le agregué que también lo era. «Ah bueno –señaló él– pues si usted es fidelista, usted es comunista porque Fidel Castro lo es y usted lo sabe». «Yo no sé nada –repliqué–. Yo no sé lo que es comunismo. Yo he estado todo el tiempo encerrado aquí». Pero él recalcó: «Si usted sigue
(80) Andrew St George: Autor de una de las entrevistas a Fidel en la Sierra Maestra. Visitó el bastión guerrillero en la cordillera oriental en tres ocasiones y presenció varios combates. (81) Hal Hendryc: Jefe de la Dirección latinoamericana de la Agencia UPI. (82) Radhamés Gómez Pepín: Periodista del diario dominicano El Nacional.
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siendo fidelista entonces usted es comunista». Perdí la paciencia y le señalé: «No sé si Fidel Castro es comunista o no, lo que si sé es que usted tiene más actitudes de interrogador policíaco que de periodista». Parece que Dubois se molestó mucho y abandonó estruendosamente el salón de conferencias. Un reportero dominicano volvió sobre la cuestión de que si yo seguía siendo revolucionario cubano. «Yo no soy comunista porque no sé lo que es el comunismo, pero –les señalé– si permanecen vigentes las doctrinas y principios que dieron origen al movimiento revolucionario 26 de Julio, sigo siendo fidelista». Me preguntaron si yo estaría contemplado en una ley de amnistía que urgentemente se votó en el Congreso y que sacaría de las cárceles a miles de presos políticos del Movimiento 14 de Junio. Había tenido tiempo de informarme por los periódicos y la radio sobre el particular por eso les dije que, según aquella ley, sólo serían favorecidos los ciudadanos que no fueran extranjeros y no hubieran sido condenados a pagar indemnización solidaria con aquellos condenados en contumacia por los tribunales dominicanos por agresiones al país. Era evidente que la salvedad en dicha ley se refería a mi persona, por lo que aquello cayó como una bomba entre los periodistas que eran del criterio que yo debía ser el primero en quedar en libertad. Una declaración de la Presidencia, suscrita por el propio Joaquín Balaguer, reafirmaba ese mismo día que nuestro caso, en efecto, no era alcanzado por la ley. Me llevaron otra vez para «La Cuarenta», pero el clima era de efervescencia y mis declaraciones salieron publicadas en los diarios de la tarde y al día siguiente en los principales matutinos. Por la mañana me mandó a buscar Ramfis para una entrevista en la base de San Isidro. La marina de guerra norteamericana acababa de colocar sus barcos a pocas millas del litoral dominicano. Vimos algunas de sus fragatas y cruceros, creo que
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durante el trayecto desde la prisión. Contemplando esta escena de evidente demostración de fuerza le comenté a Pablito lo digno que sería enfrentar a aquella flota y hacerle pagar un alto precio por su intervención. Me pregunté al mismo tiempo si habría moral en el ejército dominicano para tamaña empresa. A la luz del tiempo me permito hacer algunas disquisiciones sobre el tema: Es que muchos militares «de academia» buscan siempre un pretexto para no hacer la revolución en el hecho mismo de su formación profesional. Verdaderamente las academias militares son manejadas por los altos mandos que se mueven alrededor de la cúpula del poder político en casi todos nuestros países. Hay que agregar que los militares de academia han sido además una consecuencia del dominio imperialista. Las escuelas de este tipo han servido sólo para formar cuadros hasta cierto punto capaces del dominio de algunas técnicas bélicas, pero en general sus egresados son incapaces de interpretar a plenitud de conciencia el ansia de libertad y justicia social que es el clamor de sus pueblos. ¿Para qué tener ejércitos profesionales que imponen las ideas más retrógradas y protegen los capitales amasados con el sudor y la sangre de las clases trabajadoras, si a la hora de defender a la nación de una potencia extranjera se encuentran moralmente discapacitados? No me corresponde enjuiciar a nadie, pero conocí a altos oficiales de carrera a quienes no se les conoció complicidad con excesos en el cumplimiento de su desempeño militar, sin embargo, no fueron capaces de oponerse a los horrendos crímenes del trujillismo. En todos los casos blandieron el pretexto dogmático de la «Obediencia debida», lo cual –a mi juicio– no los exime de responsabilidad ante la historia. Ahora bien, es innegable que dentro de las Fuerzas Armadas profesionales de países que fueron o son de orientación capitalista pueden surgir y de hecho han surgido hombres con
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suficiente visión política y social como para defender los intereses de sus pueblos. Entre estos ejemplos excepcionales –que desgraciadamente no han sido la regla– hay que contar a los dominicanos Rafael Fernández Domínguez, a Francisco Caamaño Deñó y a sus hombres. Volviendo ahora al relato que nos ocupa, a Pablito y a mí nos condujeron hasta el despacho de Ramfis, quien nos esperaba cómodamente parapetado detrás de su buró. En un lateral se encontraba Radhamés. «Mire Comandante –me dijo– le voy a presentar a mi hermano». Le respondí que lo conocía por los periódicos y por varias visitas que había hecho a «La Cuarenta». Ramfis me preguntó por qué yo afirmaba que no podía salir del país y por qué había declarado eso a la prensa. Le contesté que eso lo había dispuesto así la ley de amnistía y quien lo había dicho era el propio Presidente Balaguer. «Pero yo le he expresado –señaló– que usted no va a tener problemas...Yo le garantizo, le doy mi palabra, de que usted va a salir del país». Le recordé que hacía tiempo que su padre había prometido que Pablito y yo seríamos puestos en libertad. Nos habían mandado los pasaportes de Cuba y, sin embargo, ahora ni se sabía dónde estaban. Agregó entonces que no me preocupara pues él me mandaría los documentos, y pondría un auto a mi disposición con un chofer para que hiciera las gestiones en la Cancillería en torno al permiso de salida y resolviera los pasajes en alguna agencia. Me quiso entregar $10 mil dólares para que yo tuviera algo con qué rehacer mi vida cuando saliera del país. Pensaba él que iríamos hacia Miami. Le dije que yo no quería ir para los Estados Unidos. Aceptó esto con agrado y me sugirió a España como un mejor destino para establecerme. Por entonces en aquel país «reinaba» Franco, que había sido tan amigo de Trujillo. Yo casi los consideraba la misma cosa. Le expliqué que mi idea era regresar a Cuba y de no ser posible, entonces quería ir a
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México. Él aceptó que fuéramos para Cuba, aunque no directamente, pues ello lo comprometería. Teníamos que salir de suelo dominicano hacia otro país. El único vuelo que pasaba por Santo Domingo en aquel momento iba para Jamaica. Era de la línea venezolana de aviación, topaba en Haití, luego en Jamaica, y de ahí iba a los Estados Unidos. El resto de las rutas aéreas que incluían el país habían variado sus itinerarios debido a la coyuntura de hostilidad que se vivía con respecto a la dinastía de los Trujillo. Tampoco quise aceptar el dinero que me ofrecía. Entonces me preguntó si tenía para los pasajes. Le contesté que un amigo me había dado $400.00 dólares, dinero que me quitaron en «La Cuarenta». Antes de marcharnos Pablito intervino: «Ranfles –le dijo– pues no había modo de que pronunciara correctamente el nombre... si yo fuera usted mandaba a hundir todos esos barcos de los yanquis». Fue otra prueba de carácter que lo obligaba a no callar el más mínimo de sus pensamientos. Me quedé sorprendido al ver como Ramfis comenzó a explicarle con detalles y todo: «Mira Pablito –le señaló– a mí no me faltan ganas de hacerlo, pero esto no es Cuba y en un abrir y cerrar de ojos estaríamos invadidos. Eso lo puede hacer Fidel pero nosotros no... –y agregó– por eso estamos buscando una salida diplomática al asunto que nos resulte lo más digna posible». El expuso toda una filosofía de lo que harían en esta situación que no recuerdo con exactitud, pero la esencia era la de una salida pacífica al conflicto. Seguidamente nos deseó suerte y abandonamos el lugar. Los pasaportes que había traído a Santo Domingo mi hermana Noemí los fui a buscar al SIM donde los tenía retenidos Johnny Abbes García junto con los $400.00 USD que me había dejado Alberto Fernández. Tenían además una cartica de una amiga mía, hija de un norteamericano a quien
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conocíamos como Mister Jowet, dueño de una finca cercana a la de mi padre en la zona de Cacocum, provincia de Holguín. Ella se había ido de Cuba hacia los Estados Unidos y me mandó, al enterarse de que estaba en prisión, una cadenita con una imagen de la Virgen de la Caridad y la sugerencia de que sería perfecto, cuando alcanzara mi libertad, que fuera a vivir a aquel país. Al siguiente día de ver a Ramfis nos fue a buscar a «La Cuarenta» un auto con su chofer y con instrucciones de llevarnos a donde le dijéramos. Ramfis me había pedido que, aunque fuera entrada la noche, siempre volviéramos a dormir a «La Cuarenta» porque temía que gente inconforme con la muerte de su padre nos agrediera. El capitán Del Villar, quien usualmente se daba muchos tragos, fue quien me explicó que a Trujillo lo habían emboscado y que participó en el atentado un tal general Estrella, quien no era tal general, sino Estrella Sadhalá, uno de los ejecutores y participantes del complot que organizaron minuciosamente el entonces general en retiro Juan Tomás Díaz y el teniente Amadito García, de la escolta personal del tirano, así como Antonio de la Maza, Imbert Barrera, Amiama Tió y otros. En ese momento no había secretos para mí en «La Cuarenta». Todo me lo contaban los oficiales quienes realmente se veían destruidos, aplastados por el golpe tan terrible que habían recibido. Había mucho movimiento. Entraban y salían «cepillos» de los que tenía el SIM y también autos tipo celulares, cerrados y con más capacidad que usualmente bajaban detenidos cerca del lugar de los interrogatorios. Yo andaba ya vestido todo el tiempo y me orientaban que tomara mucho sol. Trataban de tener cerrada la puerta del salón de torturas pero algunas cosas alcanzaba a ver. Estoy seguro de que allí vi a dos o tres de los participantes en el atentado a Trujillo. Los primeros interrogatorios fueron en «La Cuarenta»
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y luego los llevaron a otro centro por el estilo conocido como el Kilómetro 9 de la carretera Mella. El chofer del auto a mi disposición se mostró amistoso con nosotros. Fuimos a distintos lugares de la ciudad, la que realmente no conocíamos. Nos llevó por la avenida George Washington y por la calle El Conde. Fuimos al hotel El Comercial donde saludé a algunos empleados. Recuerdo que conversé con el ascensorista y con los de la carpeta. Todos me reconocieron porque habían visto tantas fotos mías en los periódicos que me había vuelto famoso. Visitamos también una joyería donde compré unos espejuelos oscuros, pues mis ojos no soportaban la exposición al sol debido al prolongado tiempo que permanecí a oscuras. Cuando salíamos de aquel local vino hacia mí el periodista norteamericano Andrew San George y comenzó a insistirme para que aceptara su invitación a comer y beber algo. Él era un fanático de la comida china. Caía la tarde cuando nos metimos en un restaurante muy grande cerca de la zona del malecón. Era un lugar muy famoso. Yo no tenía casi apetito, sin embargo, él pidió de todo: maripositas chinas, arroz frito, chop suey, chou mein y hasta postre. Tan sólo pude con las maripositas y algo más. Estos fueron unos pocos días en que disfrutamos de entera libertad de movimiento y sólo para dormir regresábamos a «La Cuarenta». Fuimos a la Cancillería varias veces para que nos facilitaran un permiso de salida del país, así como al Consulado británico en Santo Domingo para conseguir una visa de tránsito por Jamaica. Al final de dichas gestiones nos entregaron los boletos con fecha de salida para el día siguiente. Recuerdo que se acercaba el momento de la partida. Pablito y yo, con mucho entusiasmo y nerviosismo, nos bañamos muy temprano y nos pusimos a esperar al chofer. Casi llegaba la hora y el hombre no aparecía. Estábamos agonizando allí en «La Cuarenta», pese a que nos aseguraron que no nos preocupáramos
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pues el auto estaba al llegar. Efectivamente, a tiempo nos fuimos de aquel calvario. Tuvimos que pasar por el SIM antes de ir al aeropuerto. Es domingo, el día de «El Gordo de la Semana», ese programa televisivo que atrapa la curiosidad de la audiencia dominicana cada vez con un nuevo personaje y siempre con la sin par conducción de Freddy Beras Goico. Departimos en «vivo», como se dice en el argot de la TV, con representantes de varias fuerzas políticas, incluido el candidato presidencial del Partido de la Liberación Dominicana, Leonel Fernández, quien me entrega frente a cámara una placa de reconocimiento. En el programa de hoy, que pretende ser un homenaje a los cuatro sobrevivientes de la guerrilla de 1959, están presentes varios reconocidos periodistas y escritores duchos en los temas históricos. Señalo, que si bien hay que hablar de una derrota militar, también hay que hacerlo acerca de una victoria moral, cuyos positivos frutos se observaron dos años más tarde, cuando un grupo de valerosos hombres dio muerte a tiros al Tirano cuando se dirigía en su automóvil hacia la ciudad de San Cristóbal. Considero que en nuestro caso particular, disponíamos de hombres y armas suficientes. Teníamos cierta preparación física, sin embargo, no estaban a nuestro favor las condiciones internas del país. Cuando menos me lo esperaba, Freddy llama al ingeniero Hernán Vásquez, luchador antitrujillista enrolado en el Movimiento 14 de Junio. Este saca debajo de su chaqueta azul el cuchillo que me acompañó durante el mes de lucha en las montañas de Constanza.
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Lo reconozco inmediatamente, pues tiene mi nombre grabado. Era un arma usada por el ejército norteamericano en la Segunda Guerra Mundial, de las muchas que capturamos en la Sierra Maestra a las tropas regulares del dictador Fulgencio Batista. Narra Vásquez que el puñal llegó a sus manos a través de un tío suyo que era amigo del general Juan Tomás Díaz. Luego de esta sorpresa nuestro experimentado conductor me dice que alguien quiere hablarme por teléfono, lo cual acepto. Del otro lado de la línea mi interlocutor señala que desea quedar en el anonimato. Él cree poseer el reloj que traje en el 59 a la República Dominicana. Para comprobar, me pregunta la marca y le contesto que un Eternamatic, de fabricación suiza. Dice entonces que esa es la misma marca del reloj que guarda como reliquia heredada de su padre, junto a una pluma Parker 61 de oro. Me cuenta que su padre fue uno de los oficiales que participó en nuestra captura. Pretende que me acuerde de aquel militar, que según él, tuvo un gesto de deferencia hacia nosotros. Sólo recuerdo a un teniente nombrado García Tejada. «Ese precisamente es mi padre –señala la voz en el teléfono». Ambos acordamos comunicarnos más adelante. En caso de que estas pertenencias me fueran devueltas no me parecería correcto llevarlas conmigo. Preferiría que se conservaran en el museo itinerante que pretenden montar los compañeros de la Fundación Héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Aunque en televisión cada segundo es apreciado como si fuera una hora, mis anfitriones me piden que relate el final de toda esa historia:
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Mientras Pablito y yo firmábamos en el SIM un acta de devolución de nuestras pertenencias, observé que un agente de civil portaba, sujeta a un cintillo de cuero, en el bolsillo derecho del pantalón, la pistola que había usado en mi campaña guerrillera. Era una Browning 9 milímetros, de 14 tiros, que –como he mencionado– me había regalado, antes de partir de Cuba, el capitán Luis Pérez Martínez(83), compañero mío de la lucha clandestina en La Habana. Al expresarle al oficial trujillista que esa había sido mi pistola, el individuo me preguntó que cómo lo sabía. Le dije: «La conozco por las cachas de plata y una incrustación en oro con el sello del 26 de Julio (M-26-7) y del otro lado las iniciales LPM, (Luis Pérez Martínez). Él extrajo el arma y delante del coronel Figueroa Carrión y de otros oficiales corroboró lo dicho por mí. Acto seguido agregó: «Con esta pistola le tiraron al Jefe». Yo la había perdido sin darme cuenta durante el cerco que nos tiraron en los bohíos cercanos a la región del Botao, donde murieron Fellín, Ramoncito Ruiz y Rojita. Fue en un momento en que me lancé dando vueltas por la pequeña quebrada. De alguna manera, el arma llegó a las manos del general Juan Tomás Díaz, quien, según algunos allegados, la guardaba con celo. Me ha contado años después una amiga mutua, lamentablemente ya fallecida, que siempre que el General se sentaba la ponía a su lado y la consideraba como predestinada para una ocasión especial. Él, al parecer, se la entregó a Antonio de la Maza o a otro de los ejecutores de Trujillo. De los muchos impactos que recibió el tirano, algunos fueron causados por mi arma. Pensé en ese momento algo así como lo que señaló mi amigo, el arquitecto y notable investigador histórico, Anselmo
(83) Luis Pérez Martínez: Capitán de la Columna 31 Benito Juárez del primer frente José Martí. Conoció a Delio en la clandestinidad en La Habana.
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«Chemito» Brache: «El esfuerzo rindió sus frutos. No como se había pensado –dice él en su libro Constanza, Maimón y Estero Hondo– sino como dispuso Dios, quien para hacer las cosas tiene maneras extrañas para la incomprensión y pasión de los humanos». Nuestra presión emotiva –como se comprenderá– era mucha. Casi no podíamos creer que realmente abandonaríamos el país. Cuando llegamos al aeropuerto estaban esperándonos varios periodistas, entre ellos algunos que ya he mencionado y un narrador deportivo muy famoso, llamado Bob Canell. Estaban allí para comprobar si era realmente cierto que íbamos a salir de la República Dominicana. Querían protegernos en alguna forma de lo que pudiera ocurrir. Estaba también mi amigo dominicano Radhamés Gómez Pepín. Conversamos bastante con todos en una pequeña barra que había en la terminal aérea. Desayunamos tostadas con mantequilla y café con leche. Estábamos muy cerca del avión cuando uno de los periodistas dominicanos me preguntó si habíamos sido muy maltratados en su país. Le contesté con otra interrogante: «¿Por qué no me hiciste esa pregunta antes?». Realmente ya no era el momento. A la nave subió con nosotros Hall Hendryc, quien entonces sufría de un problema en las cuerdas vocales. Hablaba muy ronco y haciendo un gran esfuerzo, con algunas palabras en inglés y otras en español, pudimos entendernos. Nos acompañó durante todo el trayecto hasta Jamaica. De rodillas hacia nosotros, en el asiento delante del nuestro, y con sus brazos sobre el espaldar, trató inútilmente de convencerme del error que cometía al regresar a Cuba y lo conveniente que sería para mí y para su país que viajara a los Estados Unidos. Insistía en que la Cuba que encontraría a mi regreso no era la misma que había dejado en junio del 59, dos años atrás. Esto también me lo había dicho el corresponsal Adrews San George unos días antes,
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cuando me ofreció villas y castillas para que desistiera de mi vuelta a la patria. Ambos argumentaban que ahora en Cuba había un régimen comunista. Para contrarrestarlos les dije que ellos tomaban las cosas «muy a pecho», y que eso era una actitud típica de los norteamericanos. Aunque no tenía todos los elementos sobre la actualidad cubana, por lo poco que conocía veía las cosas a través de otro prisma. Yo no podía olvidar la imagen de la miseria en mi país, ni sus calles ensangrentadas y colmadas de cadáveres. Cualquier cosa que no fuera ese pasado era para mí algo mejor. El viaje fue algo demorado pues la nave tuvo que topar en Haití, donde tanto Pablito como yo permanecimos dentro del avión. Al llegar a Jamaica y penetrar en los salones del aeropuerto de Kingston se me acercó un hombre enfundado en un traje de color azul oscuro. Me extendió la mano y dijo que quería demostrarme su admiración. Se trataba del Doctor Herrera Báez, Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Balaguer quien se dirigía hacia las Naciones Unidas, en Nueva York, para asumir la defensa de su país, condenado por la OEA a un embargo económico y por Washington a un férreo bloqueo naval.
CAPÍTULO XIV DE VUELTA A LA PATRIA
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n el aeropuerto de Kingston, Pablito y yo nos dirigi mos inmediatamente hacia las taquillas para gestionar nuestros pasajes hacia Cuba. Conversamos con una muchacha blanca, de habla inglesa, que dominaba el español. Ella nos resolvió el problema. El viaje podía ser ese mismo día en un avión de la KLM que tocaba tierra en Jamaica y continuaba hacia La Habana. Nos devolvieron los pasaportes y tomamos asiento en un banco aledaño. Observamos a tres personas que cerca de nosotros conversaban en español. Eran tres hombres. Uno de ellos, de tez blanca, llamaba la atención por su gran estatura. Sus interlocutores, uno blanco y otro moreno, más bien se distinguían por ser bajitos. Ellos escucharon nuestros nombres cuando la muchacha nos requirió para entregarnos los pasajes. Los tres se nos acercaron. Ya había prevenido a Pablito sobre la posibilidad de que fueran «gusanos» –que era como se les llamaba entonces a los contrarrevolucionarios de origen cubano– y de que quisieran armar algún problema. «A golpes y a mordidas nos defendemos» –le dije–. Pensábamos formar un gran escándalo en aquellos salones de espera, de modo que la policía tuviera que intervenir. Felizmente nuestra alarma fue sin motivo. Se trataba de un ciudadano dominicano al que nombraban «Chito» Henríquez, quien había sido deportado por Rómulo Betancourt desde Venezuela hacia Trinidad y estaba en Jamaica con el propósito de 283
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viajar a La Habana, donde pensaba fijar residencia. El moreno era Alfonso Herrera, Cónsul de Cuba en Jamaica, mientras que el muchacho alto, de quien no recuerdo el nombre, era de mi natal Holguín, hijo del dueño de un bar situado en la salida de la localidad de Gibara, que se llamaba «La barrita Pallas». Todo terminó en abrazos. El mismo Cónsul se ocupó de confirmar nuestro viaje, pues dominaba muy bien el inglés. Nos invitaron a ir a una cafetería muy buena dentro del aeropuerto donde comimos un sandwich y una cerveza. No recuerdo la marca de la cerveza, pero sí que era inglesa y que esa sola copa bastó para enborracharnos a Pablito y a mí, parece que por la falta de costumbre. «Chito» Henríquez hizo el viaje a nuestro lado hasta la añorada tierra cubana, y conversamos mucho en el trayecto acerca de las expediciones de Constanza, Maimón y Estero Hondo; de las circunstancias en que todo había terminado; de la muerte de Trujillo y de lo que ocurriría en República Dominicana a raiz de los últimos acontecimientos. Ya se presagiaban las tormentas venideras. En Cuba se había recibido alguna noticia acerca de nuestra excarcelación a través de un comentario en la televisión de Luis Gómez Wanguemer, conocido analista de política internacional. Sobre la posible salida nuestra de la República Dominicana se decía, no que habíamos sido puestos en libertad, sino deportados por el gobierno de Balaguer y por los Trujillo. Mi familia, al escuchar la novedad, se puso en contacto con el periodista, quien les precisó que su fuente de información era un despacho de una agencia norteamericana de prensa. Arribamos al aeropuerto José Martí el 9 de julio de 1961. Como nuestros pasaportes no tenían cuño de salida del país, se armó un problema burocrático con los funcionarios de emigración. Nos condujeron, luego de mucho rato de discutir con el oficial que estaba en la taquilla, a la jefatura de emigración del aeropuerto. El compañero al frente de dicha oficina era
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un conocido mío, miembro del Departamento de Inteligencia Rebelde, del DIER, que era como aún se llamaba. Él se comunicó inmediatamente con el mando superior de la seguridad cubana, dirigida en ese momento por el comandante Ramiro Valdés. Su interlocutor le ordenó conducirnos hasta la 5ta Avenida y calle 14 donde tenía su oficina. Estaban esperándonos fuera del local de emigración del aeropuerto mi hermana Mimí y mi novia Acacia, además de otros allegados, que hacían un grupo como de doce personas. En la terminal aérea apenas pudimos intercambiar algunos abrazos y todos siguieron al auto que nos condujo hasta «Quinta y 14». Charlamos brevemente con Ramiro sobre todo lo que nos había sucedido y me confesó que nuestro regreso al país había sido para ellos una sorpresa, debido a que no tenían noticias del destino que habíamos tomado. Me preguntó qué pensaba hacer de inmediato y le conté que mi propósito era ir a Holguín a visitar a mis padres y al resto de mis hermanos, así como visitar un hospital para escuchar una opinión médica sobre mis numerosas dolencias provocadas por las torturas. Al momento de nuestro arribo la dirección del gobierno revolucionario no había podido aceptar públicamente su participación en las expediciones. Llegamos a un país rodeado, al cual la OEA había expulsado de su seno. Ya los yanquis habían decretado el embargo y se había producido la invasión de Girón. Habían tratado de derrumbar a la Revolución por las armas económicas y por las balas que disparan los cañones sin haber tenido éxito. Llegamos Pablito y yo en una forma un tanto confusa. Nadie sabía como habíamos salido de la República Dominicana. Recibí un indicativo de mantenerme silencioso y así lo hice durante muchos años. Él celo con que se guarda –hasta el momento en que se escriben estas memorias– el secreto de las expediciones patrióticas a la República Dominicana es un cofre tan seguro que aún hoy los cubanos no conocen de aquellos hechos.
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A medida que pasaron los años me fui insertando en el proceso revolucionario como uno más. Terminé mis estudios de derecho los cuales había dejado inconclusos para incorporarme a la lucha insurreccional. En fecha tan cercana a nuestra llegada como octubre de 1962, en medio de la llamada «Crisis del Caribe», fui designado al frente de los batallones de defensa antiaérea en la Universidad de La Habana, integrados por los estudiantes de los ultimos años de las carreras. Asistí a todos aquellos entrenamientos y participé junto a miles de compañeros que estuvieron bajo mi mando en el Instituto de Ciencias Básicas y Preclínicas «Victoria de Girón». Allí estuvo Fidel en dos ocasiones y se retrató junto a los cañones y junto a nosotros. Luego me confiaron algunas tareas de dirección a nivel empresarial, la más importante de ellas como Director de la Empresa Nacional de Mármol en momentos en que la producción de este hermoso material constructivo comenzó a desarrollarse. Años después de mi arribo a Cuba me incorporé nuevamente a la Universidad en calidad de estudiante, esta vez para cursar la carrera de Ciencias Sociales. Al unísono realicé estudios de economía. Alcancé en estos años la condición de militante del Partido Comunista y soy reconocido como fundador por haber participado en la lucha insurreccional. En cada década de cumpleaños de las Fuerzas Armadas Revolucionarias he estado entre los condecorados. Siempre que asisto a dichos actos es mediante una invitación oficial del Comandante en Jefe a quien he podido saludar y con quien he podido departir por ratos en compañía de antiguos colegas de la guerra. Nunca me he arrepentido de haber acompañado a los combatientes dominicanos en aquel intento por derrocar al tirano Trujillo, sólo tengo el sentimiento de no haber hecho las cosas de una manera mejor. Nunca renegué ni renegaré de mi credo revolucionario. Soy el mismo que se entregó con entusiasmo a las luchas estudiantiles contra la dictadura de Batista, el mismo que
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militó en las filas del Movimiento «26 de Julio» desde su fundación y se integró a las guerrillas de la Sierra Maestra, el mismo que un día, con sus ideales a cuesta, recorrió las montañas de Constanza acompañando a los hombres de la Raza Inmortal. Soy el mismo revolucionario cubano-dominicano con vocación latinoamericanista, porque los hombres de convicciones profundas nunca renuncian a sus ideas, pues sería como renunciar a su propia identidad. Ni mi edad ni mi salud me permitieron tomar parte en otros empeños internacionalistas, sin embargo, siento el orgullo de haber visto partir a mi hijo hacia tierras angolanas para ayudar a saldar la vieja deuda histórica que tenemos contraída con el Africa Negra, parte integrante de nuestra nacionalidad. Al final de mi vida, mi mayor felicidad sería saber que los que me conocieron me recuerdan como un revolucionario honrado, que actuó siempre como pensó, nada más. Pablito, entretanto, me acompañó en mi primer viaje a Oriente. Se quedó en el trayecto en la zona conocida como Río Cauto, en el kilómetro 12 1/2 de la Carretera Central, un entronque de la línea férrea donde vivía su familia. Días después se unió a mí en Holguín. Juntos regresamos al mes siguiente a La Habana. Vivió conmigo durante un tiempo hasta que se incorporó a un curso en la Escuela de las Milicias Nacionales Revolucionarias, en Colinas de Villareal, lugar relativamente cercano a la capital. Su jefe y profesor fue el legendario combatiente de la Sierra Maestra «Vilo» Acuña(84), quien caería años después en la guerrilla del Ché en Ñacahuazú.
(84) Vitalo Acuña (Vilo): Era natural de la Sierra Maestra, región que sirvió de base al movimiento guerrillero encabezado por Fidel en Cuba. Como miembro de la tropa que comandara el Ché, Vilo participó en numerosas acciones combativas. Terminó la guerra con grado de Comandante. En 1966 el Ché lo escoge para integrar la guerrilla internacionalista en Bolivia y lo nombra su segundo al mando y jefe de la retaguardia. Cayó en combate el 31 de agosto de 1967.
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Delio y Pablito al pie de la escalerilla del avión al momento del regreso a la patria, Aeropuerto Rancho Boyeros, La Habana, 9 de junio de 1961.
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Pablito adquirió allí importantes conocimientos militares. Fue escogido por los jefes de su unidad para pasar un curso de cadetes en la Escuela Interarmas Camilo Cienfuegos. Se graduó con notables resultados y al término de dichos estudios fue ascendido al grado de ler Teniente por el Ministro de las Fuerzas Armadas, Raúl Castro Ruz, privilegio que sólo tuvieron, por sus resultados, otros dos de sus compañeros. Gracias a sus méritos le fue otorgada como estímulo una pequeña vivienda y unos 15 días después del ascenso contrajo matrimonio. Siempre que me iba a visitar rememorábamos juntos los difíciles días de la lucha en la República Dominicana. «Mi Comanche –me decía– ¿usted se acuerda de aquella enorme bomba que casi nos alcanza?» y cosas así que recordaba en detalle gracias a su memoria fotográfica. Aquel niño semianalfabeto que me acompañara a tierras hermanas en mis luchas y desventuras era ya todo un especialista en cañones antiaéreos duplex de 30 milímetros. Al poco tiempo fue situado al mando de una batería de ese tipo de arma. Con esa responsabilidad permaneció hasta el día en que al salir de su casa, en el barrio residencial llamado «La Habana del Este», cuando se disponía a tomar el ómnibus, lo sorprendió una lluvia inesperada. Iba acompañado de su esposa y ambos decidieron regresar al hogar para guarecerse. La tomó de la mano y en ese preciso instante fue fulminado por una descarga eléctrica que cayó muy cerca de él, en una mata de coco. El arco eléctrico lo alcanzó debido a que llevaba herraduras en sus botas militares y quedó instantáneamente muerto. Su esposa Erenía sobrevivió al nefasto accidente sufriendo sólo algunas quemaduras. Ella quedó en estado de gestación. Tamara, la hija de este matrimonio es hoy una bella muchacha, en la que se reconocen los mismos ojos de su padre. En la actualidad ella es especialista en Dibujo Técnico.
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En el doloroso momento del sepelio de mi ahijado recuerdo que el Capitán jefe de su unidad hizo alusión a un párrafo que el propio Pablito escribió cuando aspiraba a ser miembro del Partido Comunista de Cuba, deseo que finalmente vio cumplido. Entonces señaló: «...escribir en la historia con el fusil como pluma y la sangre como tinta». En sus honras fúnebres, Pablito recibió los honores militares de oficial muerto en campaña y sus restos, acompañados por las notas de un himno guerrillero, descansan en el panteón de las Fuerzas Armadas, en la necrópolis de Colón. Yo siento, sin embargo, que aún me acompaña, como siempre, adonde quiera que voy, pues un hijo que compartió tantas luchas y tanto dolor junto a su padre nunca muere, al menos mientras este último exista. «No son precisamente las armas y las balas las que vencen en las batallas de los pueblos» señalo, luego de expresar mi agradecimiento a las autoridades de la ciudad de Baní, lugar que vio nacer al insigne Máximo Gómez. Considero que es más bien la moral, la que ha vencido a la inmoralidad de los malos gobernantes en América Latina y el Caribe. Ante las reiteradas expresiones de apoyo a mi país, defino como grave la situación por la que atraviesa el pueblo cubano. Afirmo que responsable de ello, en gran medida, son los congresistas norteamericanos, activos artífices del bloqueo económico hacia la isla. Tras recibir el título de «visitante distinguido» comenzamos a andar a pie, junto al pueblo, hasta la que fuera casa natal de Máximo Gómez, de la que se conserva un único y solitario horcón, un busto en medio de los árboles y una placa como reliquia histórica entrañable.
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A las 8 de la noche de este 20 de junio de 1995 hacemos entrada en el paraninfo de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. A mi lado, como en todos estos recientes días de glorias rememoradas están Poncio, Medardo y Mayobanex. El primero en hablar es el Doctor Salvador Ramos, Decano de la Facultad de Derecho, quien señala que la presencia en el recinto universitario de los cuatro sobrevivientes de la gesta de junio del 59 constituye un compromiso con los ideales de José Martí y Máximo Gómez en la guerra de liberación de Cuba. Por su parte, el Vicerrector del alto centro de estudios, ingeniero Carlos Agramonte, tras destacar el valor y arrojo de los expedicionarios de Constanza, Maimón y Estero Hondo, nos coloca a los cuatro las esclavinas y deja en nuestras manos el pergamino que nos reconoce como profesores «Honoris Causa». Seguidamente escuchamos, interpretadas por la banda universitaria, las notas del los himnos de Cuba y de la República Dominicana. Como colofón de este viaje inolvidable me espera la llamada «Esquina Joven», organizada por el periódico «Hoy» y dedicada cada viernes a la juventud del país. Me explican que entre el nutrido auditorio hay comunicadores sociales, estudiantes y profesionales de diversas áreas. Después del fraternal saludo comienza el bombardeo: «Que si el socialismo y la Revolución perdurarán después de Fidel Castro». Parece que esto es, como decimos en Cuba, al duro y sin guante. «Creo –digo al contestar la interrogante- que las revoluciones sociales
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verdaderas nacen para vivir desposadas en nupcias eternales con las victorias de los pueblos, y que pueden ser destruidas temporalmente, pero no vencidas, ni moral, ni filosóficamente». Acerca de los cubanos que viven fuera de su patria, me defino como el primero que considera que la gente debe tener derecho de viajar por el mundo. Recabo, empero, comprensión de los patriotas que residen en el exterior para con la situación de la isla. Me insisten sobre el tema y expreso que sería bueno que los cubanos que viven en Venezuela, la República Dominicana, España y los Estados Unidos pudieran volver a su patria. «Es necesario, sin embargo, que ellos comprendan los cambios que ha experimentado Cuba. Si eso no se entiende, entonces no se entenderá nada». Por último le digo a varios de los presentes que expresan temor por la seguridad de Cuba, que confíen, que el pueblo cubano es estoico, combativo y heroico. Se han unido esta última noche al banquete de homenaje y despedida organizado por la Campaña de Solidaridad con Cuba, todos los amigos que en jornadas anteriores han estado junto a nosotros, ayudándonos a sobrellevar las emociones. He dejado mi habitación repleta de regalos y aprovecho estos últimos instantes para agradecer a cada persona por separado sus gestos de sincero cariño. Confieso que nunca sospeché que se me tributara durante mi segundo viaje a la República Dominicana un homenaje de tales dimensiones. Si mi hijo Marcos hubiera visto –como quien dice por un huequito– lo que me ha acontecido durante estos pocos días, de seguro me propondría escribir un libro. ¿Sería acaso una buena idea?
ANEXOS
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Orden Nacional de Duarte, Sánchez y Mella Otorgada a los Héroes Nacionales, sobrevivientes de la Gesta Libertadora del 14 de Junio del 1959: Sr. Poncio Pou Saleta, Sr. Medrano Germán, Sr. Mayobanex Vargas y Sr. Delio Gómez Ochoa.
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PROGRAMA MÍNIMO DEL MOVIMIENTO DE LIBERACIÓN DOMINICANA
1.- En el aspecto político: a) Derrocar por todos los medios a su alcance el régimen de opresión y sangre establecido en la República Dominicana por Rafael L. Trujillo desde el año 1930. b) Establecer un gobierno provisional democrático revolucionario que en un período de dos años ponga en marcha el Programa de la Revolución y cree las condiciones necesarias para que el pueblo dominicano pueda ejercer libremente sus derechos políticos y sociales. c) Convocar dentro de un término prudencial una Asamblea Constituyente, elegida por medio del sufragio universal, directo y secreto, encargada de elaborar la nueva Constitución de la República, con sujeción a los principios que rigen la concepción de la organización democrática del Estado, e inspirada en los postulados de la justicia económica y social. d) Derogar toda la legislación antidemocrática de la tiranía. II.- En el aspecto social: a) Implantar una amplia Reforma Agraria, que garantice al campesino la posesión de la tierra y le otorgue el derecho
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de propiedad correspondiente en la proporción que determine la ley, de acuerdo con el principio que establece la función social de la propiedad. b) Reformar la “Ley de Tierras” que se obtuvieron por fraude o violencia. c) Garantizar la libre organización de la clase obrera y campesina como medio de defensa de sus intereses y reconocer el derecho de huelga como instrumento de lucha del proletariado. d) Iniciar una efectiva campaña de alfabetización y reformando íntegramente la enseñanza, a fin de que la nueva escuela, desde la primaria hasta la universitaria, sea la forjadora de una conciencia nacional avanzada y libre que contribuya a darle impulso a los reclamos y derechos del pueblo. e) Establecer un amplio sistema de seguridad social que ampare a la niñez, la ancianidad y al desempleo y ofrezca los servicios imprescindibles para la protección de la salud y una vivienda adecuada. III.- En el aspecto económico a) Impulsar la economía en sus múltiples aspectos, fomentando el desarrollo del mercado interno y el poder adquisitivo de la masa popular. b) Desarrollar y proteger la industria nacional, mediante las instituciones de crédito que organice el Gobierno Revolucionario, y a través de las medidas legales que se dicten para ese fín. c) Expropiar en favor del Estado todas las industrias y propiedades adquiridas por el tirano, su familia u otras personas
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al amparo de la tiranía, y reintegrar a sus legítimos dueños aquellas que hayan sido objeto de despojo. d) Revisar todas las concesiones hechas por la tiranía en favor de capitales nacionales y extranjeros que sean lesivas al interés nacional. e) Reformar el sistema tributario establecido por la tiranía, aboliendo los impuestos antipopulares e innecesarios para el sostenimiento del Estado. f) Desarrollar una política económica tendiente a asegurar posibilidades de trabajo a toda la población laboral. VI.- En el aspecto internacional: a) Respaldar el ejercicio continental de la democracia representativa y el sistema de convivencia pacífica y de mutua ayuda, especialmente entre los pueblos del Caribe y Centroamérica. b) Fomentar las mejores relaciones con los demás pueblos, basadas en la comprensión y el mutuo respeto que inspira la igualdad jurídica de los estados y la libre determinación de los pueblos. Este programa nació en el Congreso de Constitución del MLD en marzo de 1959.
CANTO
¡En marcha! ¡En marcha! Aprieta el ronco fusil entre tus manos y clava tus dos pies en la carne oprimida de la tierra. Echa raíz. Encájate. No vuelvas la mirada atrás. ¡Sigue adelante! Esa tierra es la tuya. Reconócela y ¡en marcha! Descaja el monte. Cierra el paso al torrente. Despeja los picachos. Vuelca el río. Aplasta la alimaña. Coje una flor, bésala y sigue. ¡En marcha! ¡En marcha! Húndete en la maleza. Deseca los pantanos. Quiébrale la cintura a la montaña. Clávale las espuelas a la noche. Cercénale la voz a las lechuzas y ¡adelante! ¡En marcha! ¡En marcha! Agárrate a los fancos del barranco. Trepa, corre, descuélgate. Salta, arrástrate. Sube. ¿Que te sangran los pies? Tus manos están sangrando desde siempre por las heridas de los clavos. ¡En marcha! ¡en marcha! 299
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Allá están ellos: Cientos, Miles. La fuerza bruta de los energúmenos. La fuerza vil del otro que corrompe. La fuerza que levantan los tiranos del mundo para escudar su carapacho sórdido. ¡En marcha! ¡En marcha! Allá están ellos. Cientos. Miles. Tú, soldado inminente, endurece los dedos sobre el fusil. ¡Apunta! Ya sé que no es para el fusil que se hicieron tus manos. Eres el soldado casual. Soldado de ocasión, forjado para un día, para una hora, para un suceso. El soldado preciso, ineluctable e inminente. Y estás ahí, para cumplir el voto de los que amaron la justicia más allá de la carne y de la sangre, de los que duermen ya debajo de la tierra con los ojos abiertos de esperanza. Estás ahí para vengar a nuestros mártires. ¡En marcha! ¡En marcha! Adelante, soldado del rescate! Beso tu mano así, cerrada sobre un fusil que no está hecho a la medida de tu mano pacífica y amable. Ahí, frente a los brutos, mi corazón está contigo, y mis dedos se cierran en tus dedos, y te grito al oído: ¡Viva la Libertad, hermano!
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¡En marcha! ¡En marcha! Todo un pueblo que sufre nos espera. ¡En marcha ya, soldado del rescate, inminente y preciso! ¡En marcha! ¡En marcha!
CARMEN NATALIA MARTÍNEZ BONILLA
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Facsímil del documento donde el Comandante en Jefe, Fidel Castro, asciende a Delio Gómez Ochoa al grado de Comandante del Ejército Rebelde, designándolo Segundo Jefe de la Columna No.1.
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El Comandante Delio Gómez Ochoa es enviado a Venezuela “en misión oficial” relacionada con la causa dominicana.
Visa del gobierno venezolano al Comandante Delio Gómez Ochoa.
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BIBLIOGRAFÍA
Alape, Arturo. 1981. El Bogotazo, memorias del olvido. Báez Díaz, Tomás. 1986. En las garras del terror. Editora Taller. Santo Domingo, República Dominicana. Brache Batista, Anselmo. 1994. Constanza, Maimón y Estero Hondo. Testimonios e Investigación sobre los Acontecimientos. Segunda edición ampliada y corregida. Editora Taller. República Dominicana. Del Orbe, Justino José. 1983. Del Exilio Político Dominicano Antitrujillista en Cuba. Editora Taller. Santo Domingo, D. N., República Dominicana. Despradel, Fidelio. 1983. Manolo Tavárez en su justa dimensión histórica. Editora Alfa & Omega. Santo Domingo. República Dominicana. Franqui, Carlos. 1967. EI Libro de los Doce. Editorial Guairas. La Habana. Guerrero Pou, Eugenio. 1996. Yo maté a su hijo. Editora Taller. Santo Domingo, República Dominicana. Henríquez, Noel. 1959. La verdad sobre Trujillo. (Capítulos que se le olvidaron a Galíndez). La Habana, Cuba. 305
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K S. Karol. 1972. Los guerrilleros en el poder. Editorial Seix Barral. Barcelona. Núñez Jiménez, Antonio. 1982. En marcha con Fidel. Letras Cubanas. La Habana, Cuba. Pividal Padrón, Francisco. El Movimiento 26 de Julio en Venezuela y quiénes lo apoyaron. 1996. Ediciones Michoacanas. Michoacán, México. Puigsubirá Miniño, Juan Enrique (Johnny). 1982. Diario de Campaña. Editora Corripio. Santo Domingo, República Dominicana. Valera Benítez, Rafael. 1984. Complot Develado. Editora Taller, Santo Domingo, República Dominicana. Vargas, Mayobanex. 1981. Testimonio Histórico Junio 1959. Editora Cosmos. Santo Domingo, República Dominicana. Deláncer, Juan. Días en la Gloria. Hermann, Hamlet. De Héroes, de pueblos.
OTRA BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA Revista Temas. No. 5, 1993. República Dominicana. Periódico Listín Diario.17 de junio de 1985. República Dominicana. Colección Diario Revolución en los meses de junio, julio, agosto y septiembre de 1959. Archivos del periódico Granma. La Habana.
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Supuesto Diario del venezolano Edwin Erminy. Editado en Caracas en 1959 por el denominado Movimiento Nacional Anticomunista de Venezuela Libre. Supuestas Impresiones del detenido Delio Gómez Ochoa. Aparecidas en la entonces Cindad Trujillo, Distrito Nacional, en junio de 1960.
PUBLICACIONES DE LA COMISIÓN PERMANENTE DE EFEMÉRIDES PATRIAS 2004-2007
1. Constitución política de la República Dominicana de 2002. 2. Guerra de abril. Inevitabilidad de la historia. 3. Apuntes para la historia de los trinitarios JOSÉ MARÍA SERRA 4. Proclamas de la Restauración 5. Apoteosis del General Luperón RICARDO LIMARDO 6. Constitución política de la República Dominicana de 1844 y 2002 7. Minerva Mirabal. Historia de una heroína WILLIAM GALVÁN 8. Ideario de Duarte y su Proyecto de Constitución 9. Diario de Rosa Duarte
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10. Ensayos sobre el 27 de Febrero ALCIDES GARCÍA LLUBERES / LEONIDAS GARCÍA LLUBERES / VETILIO ALFAU DURÁN 11. Los movimientos sociales en el municipio de Cotuí RICARDO HERNÁNDEZ 12. Ideas de bien patrio ULISES FRANCISCO ESPAILLAT / EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI 13. Buscando tiempo para leer y Lecturas recomendadas JOSÉ RAFAEL LANTIGUA / JUAN TOMÁS TAVARES 14. Informe Torrente ÁNGEL LOCKWARD 15. El Presidente Caamaño. Discursos y documentos EDGAR VALENZUELA 16. Diario de la Independencia ADRIANO MIGUEL TEJADA 17. Los Panfleteros de Santiago y su desafío a Trujillo EDGAR VALENZUELA 18. Constanza, Maimón y Estero Hondo: La Victoria de los caídos DELIO GÓMEZ OCHOA
Constanza, Maimón y Estero Hondo: La Victoria de los caídos
Esta edición de Constanza, Maimón y Estero Hondo: La Victoria de los caídos, de Delio Gómez Ochoa, se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Editora Collado, en el mes de abril de 2007, en Santo Domingo, República Dominicana.
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