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December 10, 2017 | Author: tribades86 | Category: Hair, Light, Cats, Truth, Nature
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Título original: La Última alma ©2012 Anna Roldós Martínez Numero de asiento registral en la Propiedad Intelectual 02/2012/4672 Publicado el 04/2013 Diseño de la portada: © Anna Roldós Martínez Imagen de la portada: ©123RF.com Queda prohibida la reproducción

total o parcial de ninguna parte de esta obra (incluidos el diseño y/o la imagen de portada) sin la autorización previa de los propietarios del copyright. Para más información sobre la obra: laultimaalma.blogspot.com.es

La Última alma Anna Roldós

A todas las personas que han creído en mí. Y a Fran, por su paciencia.

~ Primera parte ~ El Portador de almas

1. La chica que lloraba Aurora

se inclinó hacia delante, angustiada. ―¡Alberto! ―gritó, con desesperación. Pero la imagen del chico que tenía delante se desvaneció en el aire antes de poder alcanzarlo y ella se encontró sentada en su cama, con la mano tendida al vacío. La luz de la mañana entraba a raudales por la ventana indicando

el inicio de un nuevo y radiante día. La chica parpadeó un par de veces para acostumbrarse a la claridad y, al hacerlo, descubrió que su madre estaba junto a ella, con la mano derecha todavía puesta sobre la correa de la persiana. ―Buenos días ―la saludó la mujer―. ¿Has dormido bien? Ella no respondió. En vez de eso, se la quedó mirando como quién mira a un fantasma y tras farfullar un par de palabras incoherentes se levantó de la cama,

embutió los pies en las zapatillas y se metió en el baño cerrando de un portazo. Como cada mañana, y después de permanecer media hora encerrada en el aseo, Aurora bajaría a la cocina, donde la esperaría el desayuno que había preparado su madre. Como cada mañana, ella sólo tendría que comérselo y dar las gracias, antes de salir a toda prisa para llegar a la hora. Como cada mañana.

Pero aquella era una mañana diferente, porque Aurora había vuelto a soñar con Alberto. Cuando entró en la cocina, su madre la observó preocupada. Ella ni se dio cuenta. Se limitó a dejar la mochila a un lado y se sentó en uno de los taburetes metálicos, echando un vistazo el conjunto de platos y botes distribuidos por encima de la mesa. No tenía hambre, pero como no le apetecía discutir por el tema de la comida le dio un sorbo al tazón de leche y mordió con

cuidado la tostada con mantequilla. ―Hoy tienes buen aspecto ―oyó decirle a la mujer. ―Si tú lo dices... ―Y, además, te has puesto el jersey nuevo que te compré el otro día. Aurora se encogió de hombros. Sólo era un jersey. Y estaba limpio. ―He pensado... ¿te apetecería ir a dar una vuelta por el centro, esta tarde? ―insistió su madre. Pero Aurora no tenía ganas de

ir a ningún lado. Como tampoco tenía ganas de hablar. Sólo quería que la dejaran sola con su pesar. Apartó el tazón de leche, de mal humor, y se puso en pie de un salto. ―¿Quieres dejarme tranquila? ―le espetó a su madre, mientras cogía la chaqueta para abrigarse con ella―. Recuerda nuestro trato: tú no te metes en mis cosas y yo me porto bien y sigo con mi vida. Así que no me molestes. Si quieres ir al centro, ve tú sola. Y no te

preocupes, no voy a cortarme las venas por haber soñado con él. Y, sin esperar ninguna respuesta, se colgó la mochila a la espalda y salió corriendo de su casa. Las lágrimas habían empezado a caer por su rostro antes de llegar al portal y Aurora sollozó, agazapada en el hueco de la escalera. No le gustaba tratar así a su madre pero había aprendido que era la única manera de alejarla de ella. Y aquella mañana la

necesitaba especialmente lejos. No quería su compasión, era incluso más dolorosa que el hecho de haber soñado con Alberto. Cuando se hubo calmado un poco, Aurora suspiró. El reloj que había colgado en la pared del vestíbulo marcaba las ocho y cuarenta y seis. Si no se daba prisa, iba a llegar tarde al instituto. Se puso en pie y se acercó al espejo que decoraba la pared del fondo. Con la ayuda de un pañuelo

de papel trató de borrar los signos de las lágrimas que acababa de derramar, pero la rojez de sus ojos no iba a desaparecer con tanta facilidad. Volvió a suspirar y se cargó de nuevo la mochila a la espalda. Antes de dirigirse a la puerta, observó una última vez el reflejo que le devolvía la superficie cristalina. Desde hacía ya algún tiempo, le costaba reconocerse cuando se miraba en el espejo. Quizás era cosa del pelo.

Aurora siempre había lucido una larga melena ondulada, que su madre adoraba cepillar. Pero, en venganza por el hecho de que sus padres la hubiesen cambiado de instituto, se la había cortado ella misma. Ahora su pelo era poco más largo que el de la mayoría de chicos y las ondas que dibujaba conseguían que estuviera despeinado la mayor parte del tiempo. O, quizás, era cosa de la edad. A veces, cuando pensaba en ello,

Aurora tenía la sensación de haber pasado su último año de vida como en un sueño. Y cuando intentaba recordar algo relacionado con aquellos días, no conseguía encontrar más que vacío. Aun así, las manecillas del reloj habían seguido avanzando y los calendarios, perdiendo páginas. Y ahora, sin darse cuenta, estaba a un mes escaso de cumplir los diecisiete. Un largo y entero año... Se perdía de nuevo en

recuerdos amargos, cuando un movimiento a sus espaldas llamó su atención. Levantó la mirada y, a través del reflejo, pudo ver que había alguien junto a la puerta de entrada. Era un chico. Entre asustada y abrumada, Aurora trató de identificarle, pero descubrió que no le había visto nunca antes. Se trataba de un joven un poco mayor que ella, más bien alto, pero de constitución delgada. Su piel era blanca, suave, casi

delicada, apenas cubierta por cuatro pelos rebeldes que afloraban en la zona del bigote y la barbilla; sus mejillas, de un tono carmesí que contrastaba con su piel de nieve; la nariz, pequeña, como la boca; y los ojos... vacíos. ¿Vacíos? Aurora se dio la vuelta para encararle. No tenía ni idea de qué iba a decirle una vez estuvieran frente a frente. ¿Quién eres? ¿Qué miras? ¿Buscas a alguien?

Pero, de todos modos, no tuvo que preocuparse mucho por ello porque, al volverse, él ya no estaba. Había desaparecido. Como si jamás hubiese estado allí. La muchacha miró repetidamente a ambos lados. El portal seguía cerrado y en el tiempo que había tardado en darse la vuelta no había escuchado el característico chirrido de falta de aceite. Entonces... ¿Dónde estaba el chico? Porque allí no había ninguna otra salida ni recoveco en el que

esconderse. Indecisa, Aurora se acercó a la puerta y la abrió con cuidado. La calle estaba tan desierta como de costumbre. La oteó en ambas direcciones sin encontrar nada remarcable. ¿Cómo podía ser? Estaba segura de que había visto a un chico junto al portal. Pero no había ni rastro de él. El ruido de la persiana metálica de la tienda de la esquina le recordó que estaban a punto de

dar las nueve. Ahora sí que iba a llegar tarde, no tenía tiempo para tonterías. Y olvidando por completo el suceso ocurrido, echó a correr en dirección al instituto. Afortunadamente, llegó justo a tiempo. El timbre de las nueve había tocado hacía cinco minutos y los últimos rezagados estaban entrando ya en clase. Se metió en el aula de 4º C y se dirigió hasta su pupitre, situado en un rincón de la última fila. Una vez allí, se dejó

caer sobre la silla, cruzó los brazos encima de la mesa y hundió la cabeza en ellos. Se sentía extraña y, para colmo, durante el trayecto hasta el colegio había tenido la sensación de que alguien la seguía. Sensación totalmente infundada, claro, porque, al volverse sobre su hombro, no había encontrado a nadie. ¿Imaginaciones suyas, como lo del espejo de su casa? No estaba muy segura. El profesor de inglés entró en

clase, haciendo enmudecer a todos los chavales que chillaban y corrían de un lado para otro. Aurora seguía encogida sobre sí misma, pero nadie le dijo nada; ni siquiera el profesor. Todos sabían que aquella chica era especial, que había venido a ese instituto intentando olvidar un hecho terrible. Y, por eso, siempre la dejaban a un lado, como si estuviera envuelta con un halo protector o como si fuera de otro planeta. Y es que, con apenas dieciséis

años, Aurora había probado el amargo sabor de la pérdida de un ser querido cuando un desafortunado accidente se había llevado la vida de Alberto, su chico, y la había sumergido en una depresión de la que ahora empezaba a salir. Aurora había dejado de asistir a clase desde el mismo día del accidente, once meses antes. Y por eso, a pesar de los esfuerzos de sus padres y la comprensión de los profesores, le habían suspendido el

curso. De ahí que la psicóloga insistiera en que repetir en un nuevo ambiente iba a ayudarla a salir del pozo. Y allí estaba, en su nuevo instituto, rodeada de extraños, esforzándose cada día en olvidar un suceso que la perseguía incluso en sueños y del que creía que jamás se podría recuperar. Desechando los pensamientos negativos que poblaban su mente, Aurora levantó la cabeza y se dispuso a prestar atención al profesor. Se había propuesto hacer

un esfuerzo para sacarse el curso. Pero tendría que ponerse las pilas. El primer trimestre había resultado ser un desastre y los exámenes del segundo estaban a la vuelta de la esquina.

2. La Puerta en el almacén Había

pasado una semana desde el extraño suceso en el vestíbulo del bloque de pisos y, desde ese día, Aurora había tenido la sensación de que la seguían. El sentimiento no la abandonaba ni de camino al instituto ni cuando regresaba, oprimiéndole el pecho y dibujando un nudo en su estómago. A pesar de ello, y por más que

se esforzaba en descubrir a su perseguidor, no lo conseguía. De nada servía detenerse en medio de la calle sin previo aviso para volverse sobre sí misma, ni esconderse en los portales para observar sobre su hombro con disimulo. Siempre que lo hacía, se encontraba sola en el camino. La chica empezaba a pensar que todo aquello eran imaginaciones suyas y que haber soñado con Alberto la semana anterior la había alterado por

completo. Ahora hacía tiempo que no le sucedía y quizás esa mejoría que le parecía haber experimentado durante los últimos tiempos, era sólo un espejismo. Pero aquella fría mañana de febrero, durante el trayecto hacia el instituto, la sensación fue mucho más intensa y sofocante; mucho más corpórea. Por eso, al llegar a su destino, Aurora corrió a refugiarse en el interior del edificio, pensando que, fuera quién fuese, no podría entrar sin llamar la atención.

El ajetreo de las clases, los cambios de aula para las asignaturas variables, el parloteo de sus compañeros... todas aquellas escenas cotidianas la ayudaron a olvidar momentáneamente su preocupación. Pero cuando el timbre que indicaba la hora del recreo hizo poner a todos sus compañeros en pie, el miedo regresó. Aurora esperó a que todo el mundo saliera del aula. Quería ganar tiempo a cualquier precio

para no tener que salir del edificio. Cuando ya no quedaba nadie en clase, se dirigió al servicio y se encerró en uno de los compartimentos, dispuesta a quedarse allí durante los veinte minutos restantes. Desafortunadamente, Rojo, la profesora de química que tenía fama de ser todo un sargento, entró en los lavabos y empezó a echar a las demás chicas que, como Aurora, estaban allí reunidas huyendo del frío de la calle.

―Chicas ―amenazó la profesora―, os quiero a todas fuera en cinco minutos. Y no valen excusas. Si tenéis frío, os ponéis una chaqueta. Nadie protestó y, poco a poco, fueron saliendo todas. Sin alternativas, Aurora hizo lo mismo. No podía contarle a la profesora que no quería salir porque tenía miedo de que alguien pudiera estar siguiéndola. Sabía perfectamente lo que aquello supondría. Y no quería más horas

de terapia. Por suerte, con todo aquel embrollo había perdido suficiente tiempo y quedaban poco más de diez minutos para el fin del recreo. Saldría fuera y se quedaría sentada en los escalones de la entrada. Allí estaría bien porque, si algo la asustaba, podría correr con facilidad hacia el interior del edificio. Pero, cuando cruzaba el vestíbulo de la planta baja, un leve movimiento entre las sombras que

se formaban en uno de los pasadizos laterales llamó su atención. Inconscientemente, giró la cabeza hacia allí, esperando ver a alguno de los profesores. En cambio, lo que se encontró fue que, entre la penumbra, brillaba el centelleo enigmático de unos ojos incoloros, que parecían desprovistos de vida. Unos ojos vacíos. Los mismos que había visto en el reflejo del espejo y que pertenecían a aquel chico con piel

de nieve. Aurora soltó un chillido y dio media vuelta para subir corriendo las escaleras de vuelta hacia su clase. Al llegar allí, se arrinconó en una pared y se encogió sobre sí misma, hecha un ovillo. Esperaba, angustiada, que ese chico la siguiera hasta allí. Pero no lo hizo. Y cuando sus compañeros de clase regresaron, se la encontraron sollozando en un rincón.

Le costó un poco convencer a sus padres de que el incidente no había sido más que un suceso aislado. Su madre, muy preocupada por el hecho de que Aurora pudiera sufrir una recaída en su depresión, había insistido en que se cogiera unos días libres y había sacado el tema de retomar las visitas con la psicóloga, que ahora se limitaban a una sesión de control cada dos meses. Pero ella se había negado en

redondo. No quería volver a quedarse encerrada en casa como una enferma, para pasarse las horas muertas dándole vueltas a todo. Además, después de que los nervios pasaran y una vez había podido analizar el suceso con calma, el miedo y la ansiedad se habían diluido para convertirse en mera curiosidad. ¿Quién era ese chico? ¿Y por qué la seguía? Porque, después de lo ocurrido, quedaba claro que era él quien la había estado siguiendo

todo aquel tiempo. ¿Y por qué le había visto desaparecer de aquel modo en la puerta de su casa? Por no hablar de esos ojos tan peculiares que tenía. Eran extraños, pero a la vez fascinantes. Aurora quería saber qué escondían. Y por eso urdió un plan. Al día siguiente, cuando terminaron las clases de la tarde, salió muy decidida del aula. A su alrededor se encontraban multitud de jóvenes que corrían eufóricos por el fin de la jornada. Caminó

entre ellos hasta la entrada del instituto y, sin mirar atrás, siguió adelante. A medida que avanzaba y se iba quedando sola en la calle, regresó la sensación de tener a alguien tras ella. Era la oportunidad perfecta para desenmascararlo. Repitió las mismas tácticas que había usado los días anteriores, pero esta vez con más determinación. Se volvió sobre su hombro más de veinte veces y trató de coger desprevenido a su

perseguidor dando vueltas en círculo para atraparle por la espalda. Pero no obtuvo ningún resultado. Él era más rápido o, simplemente, no estaba donde ella creía que debía estar. Y, al llegar a su casa, las dudas sobre la existencia real de aquel chico volvieron a su mente. Aurora lo había escuchado, había oído los pasos y el vaivén de su respiración tras ella y también había sentido su presencia física.

Pero la razón le decía que si realmente había alguien siguiéndola no podía desaparecer con aquella facilidad. Era imposible. Enfurruñada, se metió en el portal y se recostó en la pared, echando la cabeza hacia atrás. ¿Qué más podía hacer para obligarle a mostrarse? Se mordió el labio inferior, mientras pensaba. Pero no se le ocurría ninguna otra solución. Suspiró con resignación. A lo mejor no había nada que

hacer. Quizás tendría que esperar pacientemente a que él volviera a presentarse ante ella por voluntad propia, como había hecho la primera vez. Entonces podría preguntarle quién era y qué quería. Fuera como fuese, no iba a rendirse. Se disponía a abrir la puerta de entrada, cuando el ruido de un frenazo, seguido del de una bocina enfurecida, le hizo dar un respingo. Salió a toda prisa para comprobar qué había sucedido y vio un coche

que se alejaba a toda velocidad. El conductor había sacado la mano por la ventanilla e increpaba a un muchacho que acababa de cruzar la calle. Él se volvió apenas una fracción de segundo en dirección al vehículo, pero no respondió a los insultos, sino que siguió su camino sin inmutarse, andando cabizbajo y con las manos metidas en los bolsillos de unos pantalones que parecían sacados de un vertedero. Fue entonces cuando le pudo ver el rostro.

Era él. La misma piel pálida, el mismo pelo oscuro, rizado, revuelto. Los mismos ojos vacíos. Aurora volvió a meterse en el portal por acto reflejo y contuvo la respiración, como si de aquel modo no pudiera ser vista. Aunque rápidamente se hizo cargo de la situación: ¡le había encontrado! Era él. El mismo al que había estado intentando descubrir durante toda la semana. El que la había estado siguiendo durante días. Le tenía

delante, a escasos metros. No podía dejarle escapar. No ahora. Inspirando una gran bocanada de aire, sintiendo como una mezcla de miedo y excitación la recorrían por dentro, salió del portal con cuidado, tratando de no llamar mucho la atención. No hizo caso de la voz de la conciencia que, en el fondo de su mente, le advertía de que aquello podía ser peligroso. Al fin y al cabo... no tenía ni idea de quién era ese chico. ¿Y si resultaba ser un

maníaco? ¿Y si había estado siguiéndola todo ese tiempo con alguna oscura intención? Pero ahora la curiosidad era más fuerte que la razón. Ahora lo único que le importaba era saber quién era él. Le siguió desde la distancia, a través de las calles de la ciudad. Aurora caminaba encogida, cubriéndose toda ella con la chaqueta para tratar de no ser vista. La mochila todavía colgaba de su

espalda y la bolsa de deporte de su hombro derecho; no había tenido tiempo de dejar sus pertenencias en casa. De vez en cuando se escondía en algún portal o disimulaba haciendo ver que observaba un escaparate. Algunos transeúntes la miraban como si estuviese loca, pero ella no les hacía ningún caso; sería mucho peor si él la descubría. Ni siquiera tenía idea de por qué le estaba siguiendo ahora. Quizás pensaba que saber de dónde era él le daría alguna pista sobre

sus motivos. O quizás haber invertido los papeles la hacía sentir un poco mejor consigo misma, un poco más segura. Mientras avanzaban, había ido observando la figura del joven que la guiaba, sin saberlo, hacia el centro de la ciudad. Todo en él era extraño. A pesar de que tenía el aspecto de un chico normal y corriente, Aurora sabía que no lo era, y no sólo por sus ropas. Avanzaba como un autómata sin prestar atención a

nada, con los hombros caídos y las manos metidas en los bolsillos de unos pantalones de raso viejos, gastados y sucios. Había llegado a pensar que el joven tenía algún tipo de retraso, pero se había deshecho de aquella idea en cuanto había visto que, de vez en cuando, se detenía, levantaba la vista y luego se giraba hacia ella. La primera vez había faltado sólo un segundo para que no la viera. Pero las demás, ella había estado alerta y había podido evitarlo a tiempo.

Pero, de hecho, lo que más llamaba la atención en él y lo que le hacía parecer más raro eran aquellos extraños ojos, que daban la sensación de estar vacíos de vida. La chica ya había podido comprobar que no era sólo la falta de color lo que le daba esa impresión, sino el hecho de mirar dentro de ellos y no encontrar nada: ni calidez, ni sentimientos, ni emociones. Nada. Y aquello, en vez de asustarla, la fascinaba y la entristecía a la

vez. El trayecto duró casi veinte minutos. Aurora vivía en la parte más exterior de la ciudad y el paseo la había conducido hasta el mismo centro. Y ya empezaba a sospechar el destino de aquel joven: la biblioteca. El edificio, situado al final de una larga avenida, se erguía solitario y gris. Era una construcción clásica, de más de cien años de antigüedad, que, a pesar de haber sido restaurada para

acoger la biblioteca, seguía ofreciendo un aspecto lúgubre y sobrio. Aurora se había detenido en el cruce de una de las calles que desembocaba en la avenida, observando al chico avanzar hasta la puerta de la biblioteca, sin atreverse a salir al descubierto por miedo a ser vista. No fue hasta que él hubo entrado en el edificio y ella se hubo cerciorado de que no iba a salir momentos después, que se atrevió a salir de su escondite.

Había decidido que aquel sería un buen lugar para abordarle. En la biblioteca no podría hacerle daño porque estarían rodeados de gente. Allí podría preguntarle sin tapujos el motivo por el que la seguía. La puerta de la biblioteca chirrió cuando Aurora la empujó y eso la asustó. Con el corazón latiendo a mil por hora, se introdujo en la amplia sala que se abría ante ella. Toda la planta baja estaba

constituida por una sola habitación. Frente a la entrada se situaba la recepción, una isla circular en la que trabajaban dos mujeres. A ambos lados de la misma se abrían dos caminos entre las estanterías, que conducían al centro de la estancia. Allí, en medio de todas la hileras de libros, había situadas unas cuantas mesas, que a esa hora empezaban a llenarse de niños y jóvenes que salían de la escuela. Saludó con un gesto de cabeza a las bibliotecarias y se encaminó

por el pasillo de la derecha. El lugar, iluminado por decenas de fluorescentes que cubrían el techo y por la luz de la tarde que se colaba por los amplios ventanales, estaba sumido en un silencio sepulcral. Aurora volvía a sentir el corazón retumbando dentro de su pecho. Estudió las mesas con detenimiento, paseando su mirada por cada una de ellas, pero no vio al chico por ninguna parte. ¿Dónde se había metido? Estaba segura que le había visto

entrar y aquella era la única sala que había. De pronto, se sobresaltó al descubrir una sombra entre las estanterías más apartadas, pero suspiró aliviada al ver que se trataba de un anciano que intentaba alcanzar un libro de la última estantería. Fue entonces cuando le vio a él, de camino al final de ese mismo pasillo. Aurora sintió el subidón de adrenalina.

Era ahora o nunca. Sin pensárselo dos veces, se dirigió hacia allí. El miedo la recorría por dentro y se le hacía difícil respirar. La biblioteca le parecía mucho más siniestra que de costumbre, llena de sombras espeluznantes y de rincones extrañamente oscuros. Las hileras de estanterías la envolvían, haciéndole sentir que se perdía por un laberinto de libros. No fueron más de treinta segundos, pero a Aurora le pareció que aquel

trayecto era el más largo que había hecho en toda su vida. Al final llegó un punto donde las estanterías cesaban. En aquel rincón, escondido entre los libros, había una puerta que ahora estaba entreabierta. Aurora pudo ver claramente la señal de prohibido el paso que colgaba de la madera, pero hizo caso omiso, pues estaba claro que el chico había entrado por ahí. Miró en derredor, para asegurarse de que nadie la veía, y se escabulló hacia el interior,

cerrando tras ella. Dentro se encontró unas escaleras al final de las cuales se extendía un pasillo largo, iluminado solamente por luces de emergencia que apenas reducían la espesa oscuridad. Avanzó casi a tientas con el corazón en un puño. El lugar olía a humedad y, además, hacía un calor sofocante, que contrastaba especialmente con el frío de la calle. A cada nuevo paso, Aurora sentía que le faltaba el aire. De pronto, comprendió que en

aquel lugar se había convertido en un blanco fácil. Barajó la posibilidad de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Pero la descartó casi al instante. Había algo que la empujaba a seguir adelante, a pesar del peligro. Era como si aquel desconocido estuviese ejerciendo un magnetismo incontrolable sobre ella. Necesitaba saber quién era. Necesitaba saber por qué la seguía. Y también por qué sus ojos parecían muertos.

Una nueva puerta la aguardaba al final del pasillo. Todas las demás estaban cerradas con llave, según había podido comprobar. Había un cartel colgado en la madera, pero en la oscuridad no lo podía leer. Sacó su móvil y lo iluminó con la luz de la pantalla. ―Al-ma-cén ―leyó, en un susurro. “¿Qué se supone que hace un chico en el almacén de la biblioteca?” se preguntó, sin salir de su asombro.

No entendía nada. Y quería respuestas. Así que, tragando saliva, empujó la puerta con suavidad. La habitación, a diferencia del pasillo, estaba iluminada por la luz pálida que entraba a través de dos claraboyas situadas en lo alto de la pared. Aurora pudo ver que allí dentro se encontraba un pequeño trastero, lleno de objetos viejos, cajas, muebles y demás, todo cubierto por sábanas y, al menos, un dedo de polvo. Daba la impresión

de que nadie había estado allí desde hacía años. Sólo las pisadas marcadas en la suciedad del suelo delataban la presencia de un intruso en la sala. La chica miró a ambos lados, sintiendo todo el cuerpo en tensión. Estaba claro que el joven debía seguir allí dentro, escondido en algún rincón, pues no había más puerta que la que ella había usado. Tragó saliva. ―Sé... sé que estás ahí ―tartamudeó, tratando de parecer

segura de sí misma. Pero sólo consiguió que le saliera un suave murmuro. No hubo respuesta. Ningún ruido, ningún movimiento. El miedo la volvió a atrapar ¿Y si el chico salía disparado hacia ella? ¿Y si era una trampa? ―¡Sal! ―ordenó, esta vez con un poco más de autoridad. Pero tampoco sucedió nada. Después de unos instantes de duda y al ver que el tiempo seguía pasando y no ocurría nada, Aurora

se aventuró a inspeccionar la estancia. Levantó algunas sábanas, apartó algunos muebles, observó cada rincón. Y, para su sorpresa, se encontró con que allí no había nadie. La habitación estaba completamente vacía. ¿Tendría el chico la llave de alguna de las otras habitaciones y se habría escondido en una de ellas? Parecía lo más probable, pero... estaban las pisadas. Aurora volvió a la entrada de la habitación y trató de distinguir sus huellas de

las otras. Fue fácil pues ella tenía el pie bastante más pequeño. Siguió el rastro a través de la sala hasta un rincón al que no había prestado mucha atención. En él solo había una cajonera vieja y roída, que se había estropeado por la humedad, y un espejo, tan grande como toda ella y que en algún momento debía haber sido una espléndida pieza de arte. El marco estaba tallado en forma de extrañas criaturas y chapado en lo que debía haber sido oro; pero ahora cada uno de esos

pequeños recovecos estaba lleno de suciedad. Aunque lo más llamativo era el cristal. A pesar de los años que debía tener la reliquia, seguía intacto, sin ningún rasguño y sin ninguna mancha. La superficie permanecía pulida como el primer día. Aurora sintió una enorme curiosidad hacia el objeto y, por acto reflejo, acarició el vidrio con suavidad. Pero retiró la mano asustada al

sentir que, al hacerlo, sus dedos se habían fundido con la superficie y la habían atravesado. Incrédula, volvió a repetir la operación. Su mano se hundió en la superficie cristalina. ―¿Qué demonios es esto? ―exclamó retirándose, una vez más. Pero, esta vez, no pudo. Su mano se había quedado atrapada dentro del espejo. Trató de estirarla, valiéndose de su otra

mano, pero lo único que consiguió fue que ésta se hundiera más, llevándose también su otro brazo. Se echó hacia atrás gritando de miedo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no podía hacer nada contra el espejo, que la succionaba hacia su interior.

3. Udegelia Sonaba una melodía suave, tan triste que Aurora pensó que el corazón se le rompería en mil pedazos. Miró a su alrededor. Todo estaba oscuro y vacío pero, a pesar de ello, la chica podía ver esa negrura que la envolvía y observar su propio cuerpo. No sabía muy bien por qué, pero estaba tranquila. Ya no había ni rastro del miedo ni

de la angustia que la habían acechado durante la persecución en la biblioteca, ni tampoco del mal rato que había pasado al sentirse atrapada por el espejo. Todo aquello ya quedaba muy atrás en el tiempo. Sin saber muy bien adónde ir, la joven empezó a andar con pasos ágiles, a través de la oscuridad. El ruido que producían los tacones de sus botas camperas se esparcía por la infinidad que la rodeaba, devolviéndole un eco apagado.

Caminó y caminó, sin detenerse, y tampoco sin dudar del camino que había tomado. Solamente cesó sus pasos cuando estuvo en el punto justo donde quería estar; algo que sólo ella sabía pues en aquella sala sin luz que parecía extenderse hasta el infinito era imposible orientarse y todos los sitios tenían exactamente el mismo aspecto. Y entonces, una vez allí, una figura empezó a tomar forma ante ella. Primero hubo un tímido

parpadeo de luz; una luz pálida y efímera, que parecía tan fría como la misma nieve. Después, como si aquella luz la hubiese reconocido, se tornó cálida como la del sol y se produjo un destello más intenso. Y al final de ese destello apareció una persona. ―¡Aurora! ―dijo el chico que acababa de materializarse ante ella. Ella le miró. Se trataba de un joven, de edad parecida a la suya, muy alto y de constitución fuerte y ancha, de pelo castaño y mirada

dulce. Le reconoció al instante y aquello la dejó sin palabras. Él pareció malinterpretar aquel silencio. ―Aurora, ¿no me reconoces? Soy yo, ¡Alberto! Aquellas palabras la pusieron aún más tensa. ¡Claro que le había reconocido! Pero aquello no tenía sentido. Alberto... Alberto estaba muerto. No podía ser que ahora se apareciese delante de ella como por arte de magia. A menos... a menos que...

Negó con la cabeza al mismo tiempo que se mordía el labio inferior, para contener las lágrimas. De repente se sentía confusa y mareada, como si acabase de despertar de un trance. ¿Qué era ese lugar tan extraño? ¿Y cómo había llegado hasta él? Las palabras del chico, que sonaron demasiado cerca, la hicieron volver a la realidad: ―¿Qué haces aquí? ―le oyó decir―. No puede ser que tú también hayas... No, eso no puede

ser, además, tu cuerpo... Tú estás viva. ―¡Cállate! ―le chilló ella, de improvisto. Él retrocedió. ―¡Tú no puedes ser mi Alberto, porqué está muerto! Eres el chico que me seguía, ¿verdad? ¿Qué clase de truco has usado, desgraciado? ¡No te perdonaré nunca que uses su rostro! ―dijo ella, furiosa. Luego, fuera de control, intentó apartarle de un empujón. Pero en vez de chocar contra su cuerpo, pasó a través de él y cayó de bruces

al suelo. Se removió, gimiendo, pues se había lastimado en la caída. Aunque rápidamente se dio la vuelta y se quedó mirando al chico, entre asustada y fascinada. Él sólo pudo devolverle una mirada de profunda tristeza. ―No puedes hacerme nada. No tengo cuerpo, soy sólo un alma. Entonces ella comprendió. ¡De verdad era Alberto! O, al menos, lo que quedaba de él. ¿Habían muerto los dos para estar juntos al fin? Ella nunca había creído en el cielo ni en

las rencarnaciones, pero se alegraba de haberse equivocado. Trató de ponerse en pie lo más rápido que pudo. Pero, al dar un paso al frente, su pie se hundió en el suelo. Sin entender muy bien qué ocurría, intentó liberarse de aquella trampa. Pero sus manos también habían quedado atrapadas en la negrura. Frenética, se debatió para alejarse, pero no lo consiguió. La oscuridad la envolvía por momentos. Y todo lo que pudo oír antes de desaparecer, fue la voz de

Alberto que le decía: ―¡Huye, Aurora! ¡Corre! ¡No dejes que te atrapen! Cuando despertó, estaba tendida en el suelo. Trató de levantarse. Tenía todo el cuerpo entumecido y adolorido y, además, la cabeza le daba vueltas de una manera espantosa. Cuando lo hubo conseguido, dio un vistazo a su alrededor. Se encontraba en una sala

pequeñísima, poco más grande que la cabina de un ascensor. La habitación estaba iluminada por la luz que se filtraba a través de las dos grandes ventanas que ocupaban dos de las cuatro paredes. En la otra, estaba la puerta. Y en la última, el espejo. El mismo espejo que había visto antes, pero que ahora ya no estaba lleno de polvo ni poseía ninguna marca que delatara el paso del tiempo. Aunque aquella no era la única diferencia. Había algo más,

algo que hacía de aquél un objeto siniestro. Y es que su fino cristal ya no devolvía el reflejo de Aurora ni de la sala en la que se encontraba, sino que mostraba una habitación llena de objetos cubiertos de polvo. El almacén. La chica pudo sentir que su corazón daba un vuelco. Casi por instinto, se echó encima del espejo, con la intención de cruzar aquella extraña puerta y volver a la biblioteca. Pero lo único que

consiguió fue darse un golpe contra el cristal. ―¿Qué...? ―fue todo lo que pudo decir. Palpó con suavidad el objeto que tenía delante. Era sólido; nada que ver con lo que había ocurrido en el otro lado, en el que su mano se había fundido con el cristal y lo había atravesado. Acarició toda su superficie en busca del punto flaco que le permitiera volver. Analizó también las tallas del marco, una por una. Debía haber alguna manilla

o algún mecanismo para abrir el cristal. Pero no dio con él. Enfurecida, pegó un puñetazo al espejo, que se tambaleó, sin llegar a caerse. No entendía qué clase de puerta le permitía entrar, pero luego no la dejaba salir. ―Que no cunda el pánico ―se dijo a sí misma. Había otra puerta. Y lo más seguro era que condujera a otra de las habitaciones que había en el pasadizo de la biblioteca. Si no

podía volver atrás, seguiría hacia delante y buscaría otra salida. Así que, sin pensárselo dos veces, dio media vuelta e hizo girar la manilla. Se le escapó un chillido agudo al cruzar el umbral y descubrir que ante ella se extendía un claro rodeado por un espeso bosque. Entre asustada y sorprendida se volvió hacia la pequeña construcción de la que acababa de salir y, a través de la puerta que había dejado abierta de par en par, observó de nuevo el espejo que

había en el interior y que le devolvía la imagen del almacén dónde había estado momentos antes. No lo había soñado. Así pues, ¿cómo podía ser que ahora se encontrara en medio de un bosque si se suponía que estaba dentro de la biblioteca, en el centro de la ciudad? Las lágrimas empezaron a descender por sus mejillas, lentamente primero, con más fuerza después. Sin entender nada de lo que estaba ocurriendo, Aurora se

arrodilló, haciéndose un ovillo consigo misma, y empezó a sollozar. Sólo quería que todo terminara, despertar en su cama y descubrir que aquella locura que la rodeaba no había sido más que una pesadilla. Ni ella misma supo cuanto tiempo estuvo agazapada en el suelo. Quizás fueron sólo segundos o quizás fueron horas. Fuera como fuese, al final, el sonido de unos pasos que se acercaban le hizo

levantar la cabeza. Ante ella se encontró al chico de los ojos vacíos. ―Tú... ―susurró. Era la primera vez que le veía tan de cerca. Pudo comprobar que realmente era alto, mucho más que ella, tal y cómo le había parecido la primera vez que habían cruzado la mirada a través del espejo. Pero aquello no le hacía peligroso. Al contrario: tenía un aspecto más bien desgarbado, de larguirucho. El

típico muchacho que crece demasiado y se vuelve torpe. Además, visto al natural, la palidez de su piel se hacía mucho más evidente. Era casi enfermiza, como si le hubiesen robado el sano color de la vida. Algo parecido a lo que ocurría con sus ojos, que, por más que se buscara en ellos, uno simplemente se hundía en dos pozos de nada. Se encontraba perdida en un trance, preguntándose cuál era el secreto que escondían esos ojos,

cuando la voz de él la sacó de sus cavilaciones: ―No deberías haberme seguido ―dijo, con palabras suaves, monocordes. Su mirada, aunque vacía de emoción, parecía mostrar algo de pena―. Pero ahora ya estás aquí y por eso tendrás que venir conmigo. La amenaza implícita en aquellas palabras hizo que Aurora recordara el sueño que acababa de tener, en el que Alberto la había advertido sobre unos supuestos

perseguidores. Y el momento de ensoñación se truncó. No estaba segura que las palabras de su chico hubiesen sido algo más que el producto de su imaginación. Pero la realidad a su alrededor se estaba tambaleando lo suficiente como para tomar en serio cualquier advertencia. Por eso, se supo en pie casi de golpe y, sin tan siquiera estudiar la situación, echó a correr hacia el bosque. Su gesto había cogido por sorpresa al chico de los ojos vacíos

y eso le dio un buen margen. De todos modos estaba convencida de que, tarde o temprano, terminaría atrapándola. Cuando ya no pudo correr más, Aurora se detuvo y se escondió entre unos arbustos. Allí agazapada, se permitió el lujo de descansar un poco y, una vez hubo recuperado el aliento, trató de guardar silencio y aguzar el oído para determinar si el chico la seguía de cerca. No debía ser así, porque no le

pareció escuchar nada que no fueran los propios crujidos del bosque. Descolgándose la mochila de la espalda, buscó el móvil en el bolsillo delantero para llamar a su madre. No estaba muy segura de qué iba a contarle y, además, estaba convencida de que toda aquella historia supondría un retroceso en su recuperación. Lo más probable era que sus padres perderían la confianza en ella durante un tiempo y quisieran que retomara las visitas

con la psicóloga. Pero no había alternativa. Aurora tenía miedo de que aquel chico la encontrara y, por otro lado, no sabía cómo salir de allí, especialmente porque no tenía ni idea de dónde se encontraba. Desafortunadamente, la pantalla del teléfono indicaba que no había cobertura. La chica se puso tensa. Apagó el aparato y volvió a conectarlo. Pero el resultado fue el mismo. Cobertura cero, sin señal. Sabía que en los lugares apartados

aquello era el pan de cada día, pero se suponía que estaba cerca de la biblioteca, en el centro de la ciudad. Por más que hubiese corrido durante un trecho, no podía estar tan lejos de la civilización como para no tener cobertura en el móvil. Frustrada, inspiró profundamente y se abrazó fuerte a sus piernas, apoyando la barbilla en las rodillas. ¿Qué iba a hacer ahora? Echó un vistazo en derredor y

un escalofrío la recorrió de arriba abajo. El bosque que la rodeaba tenía un aspecto siniestro. A pesar de que aún era de día, la luz del sol era blanquecina por la niebla que cubría el cielo; además, las espesas ramas de los árboles se entrecruzaban formando un techo vegetal que apenas dejaba pasar unos pocos rayos, sumiendo el bosque en una tenue oscuridad. Se sentía confusa y sola. El miedo se mezclaba con la tristeza y el dolor, sumergiendo su corazón en

la más terrible oscuridad. Solamente quería quedarse allí y esperar a que alguien la rescatara. Pero el móvil no funcionaba y nadie sabía dónde estaba ella. Nadie vendría a buscarla. Debía seguir adelante, a pesar de todo; tenía que encontrar un teléfono y llamar a su madre, pues, si no lo hacía, nadie lo haría por ella. Suspirando, Aurora se levantó y se cargó mejor las bolsas a la espalda. Después, echó a andar de nuevo, abriéndose paso a través de

los árboles. En realidad, no había ningún camino dibujado en el suelo y continuamente tenía que esquivar obstáculos, apartar ramas o desenredarse de las zarzas que se le enganchaban en la ropa. Por eso, cuando al fin dio con un claro, no pudo evitar suspirar, aliviada. Observó el sitio con detenimiento: era un lugar amplio, desde el cual se podía ver el cielo sin las molestas ramas. El suelo estaba libre de las hojas marrones y

rojizas que cubrían el bosque, y que producían unos escalofriantes crujidos al ser pisadas. Parecía un lugar tranquilo. Aurora vio un árbol caído al otro lado. Con paso firme se dirigió hacia el tronco y se dejó caer sobre él, exhausta; tenía que descansar un rato, antes de retomar el camino. Pero al hacerlo se oyó un gemido. La chica se levantó de sopetón. Aquel sonido, parecido al maullido de un gato enfurecido,

provenía del lugar dónde se había sentado. Con el corazón disparado, observó el tronco con detenimiento. Se detuvo al ver la criatura que reposaba encima del árbol y que se lamía una cola con fervor. ―¿Qué...? ―murmuró ella, atónita. El animal levantó la vista y le dirigió una mirada fría que, a pesar de todo, le pareció muy tierna a Aurora. Tras la sorpresa inicial, la chica no pudo evitar una sonrisa. ―Lo siento, bichito. ¿Me he

sentado sobre tu cola? ―dijo, acercándose de nuevo para observarlo mejor. Se trataba de un animal un tanto peculiar que ella no había visto jamás. A primera vista podía parecer un conejo o una ardilla, o incluso un gato, pero sus orejas tenían un tamaño tan desproporcionado que hacían que el animal pudiese envolverse en ellas. Su pelaje era de color anaranjado y tenía aspecto de ser tan suave como el algodón. Y sus ojos, tiernos y

dóciles, eran de color verde esmeralda. Parecía, claramente, un peluche. Y aquello hizo que Aurora no pudiera evitar la tentación de acariciarle la cabecita, a pesar de lo temerario que podía resultar acercarse a un animal desconocido. De todos modos, la respuesta de él fue la de cerrar los ojos y mover las orejas, demostrando lo encantado que estaba ante las atenciones ajenas.

―¡Qué animal más gracioso! ―sonrió ella. Y entonces, él abrió los ojos y dijo: ―Bonyur. La chica ahogó un grito y, por instinto, apartó al animal haciendo que éste cayera al suelo. Él, que se había puesto en pie rascándose el trasero con la pata delantera, le dirigió una mirada de reproche; parecía profundamente ofendido. Y entonces volvió a hablar. Aurora tardó unos instantes en

reaccionar. El shock que le había producido escuchar las palabras del animal la había dejado totalmente fuera de lugar. Al prestar un poco más de atención, se dio cuenta de que el lenguaje que utilizaba parecía algún derivado del francés, pues, aunque no conseguía entender el significado general, si reconocía algunas palabras. ―Je... Je ne comprand pas... No te entiendo ―tartamudeó ella. El animal la miró fijamente, ladeando la cabeza, con un gesto

muy gracioso. Luego se puso a cuatro patas y dio un par de saltos hasta situarse frente a ella. Sin salir de su asombro, Aurora había podido observar que el bicho tenía dos largas colas de ardilla. “¿Veo visiones?” pensó. Pero no tuvo tiempo de averiguarlo porque el animal posó su mirada esmeralda en la de ella. Y cuando sus miradas se cruzaron, sintió un cosquilleo en su interior; una sensación agradable que le

recordaba vagamente a cuando era niña y su madre le acariciaba el pelo. “¿Me entiendes ahora?”. Aquellas palabras la sacaron de su ensimismamiento. ¿Lo había oído de verdad? No, más bien había sido como un pensamiento. Miró a su alrededor, frunciendo el ceño. “¡Aquí! ¡A tus pies!”. Ahora si lo había oído bien, aunque quizás oír no sería la palabra exacta. Había sentido esas palabras dentro de ella. ¿Telepatía?

Sin terminar de creérselo miró hacia el suelo y todo lo que pudo ver fue al pequeño animal. “Sí, soy yo quien te habla. ¿Por qué te parece tan raro? ¡Como si no hubieses visto a un wingli antes!” la voz seguía resonando dentro de su cabeza. ―¿Qué... qué eres? El animal miró a Aurora con su expresión entrañable y alzó levemente una oreja. “¿De verdad que soy el primer wingli que ves?”

Pero Aurora no respondió. En vez de eso se puso las manos en las orejas y cerró los ojos. ―¡Deja de hacer eso! “Pero si yo sólo...”. El animal tuvo que dejar la frase a medias, porque Aurora había echado a correr hacia la espesura. El pequeño wingli se había internado en el bosque siguiendo los pasos de Aurora y no tardó en dar con ella. La encontró

acurrucada a los pies de un gran roble, con la cabeza hundida en sus manos. Al oír los pasos del animal, Aurora levantó la mirada lentamente. Sus ojos color café estaban ahora enrojecidos de tanto llorar, como sus mejillas. Se frotó las lágrimas una vez más y miró al wingli con los ojos entrecerrados. ―¿Qué quieres? ―murmuró, con la voz ahogada. “Vienes del Otro Lado, ¿verdad? Cruzaste la Puerta”.

Aquel pensamiento había resonado una vez más en su cabeza pero, esta vez, Aurora no se había molestado por ello. Estaba demasiado cansada para darle importancia. ―¿La Puerta? “El espejo. Vienes de la Tierra. Eres una maraya”. Aurora recordó el espejo. Las dos caras del espejo. Una en la biblioteca y la otra en aquella pequeña construcción que había en el claro del bosque. Las dos caras...

La Tierra.... “Un momento” pensó ella “¿Ha dicho la Tierra? ¿Y la Puerta? Quiere esto decir que...” ―¿Dónde estoy? ―dijo en voz alta, terminando el rumbo que habían tomado sus pensamientos. El wingli ladeó la cabeza y a Aurora le pareció ver cierta tristeza en aquel gesto. “En Udegelia, el país de los brujos”. Aquellas palabras, lejos de hacerla sentir más confusa, se le

antojaron terriblemente reales. Ahora todo se volvía más nítido, más claro, con más sentido. Brujos. Brujos era sinónimo de magia y, aunque Aurora no creía en la magia, estaba segura que lo que había visto esos últimos días lo había sido. La chica sacudió la cabeza. ―Pero en qué estoy pensando ―murmuró. A pesar de que aquella le parecía la explicación más lógica, su parte racional seguía sin poder creérsela. ¿Magia? ¡Eso era imposible!

Un pensamiento del wingli la devolvió a la realidad: “¿Escapaste de él?” Aurora fijó la mirada de nuevo en los ojos verdes del animal. Sabía muy bien a quién se refería. ―Yo... yo no... ―tartamudeó. No, en realidad no había escapado, pues él no había llegado a cogerla. Pero Aurora tenía la certeza que eso sólo era cuestión de tiempo. La chica se llevó la mano a la cabeza y gimió.

―¡No entiendo nada! ―se quejó, en voz alta. “Si te sirve de consuelo, te diré que eres la única que ha conseguido huir del Portador de almas”. ―¿El Portador de almas? “El chico que te perseguía. Se llama Zac, pero aquí todo el mundo le conoce con ese sobrenombre”. Así que se llamaba Zac... ―¿Tú sabes por qué me perseguía? “Supongo que será cosa del

Doctor”. ―El Doctor ―repitió ella, como si tratara de memorizar aquel nombre. “Si. Es el sobrenombre que se le da a Lord Kermiyak, soberano del Udegelia” ―¿El rey? “Si quieres llamarlo así...” ―¿Y qué tiene que ver el rey en todo esto? El wingli se encogió un poco, como queriendo decir que no tenía ni idea.

“Lo siento, pero no estoy hecho para pensar. Sólo para ser un animalillo gracioso” Aurora sonrió. ―Lo siento. No quería parecer grosera con tantas preguntar, pero... “Tranquila, lo entiendo. Supongo que todo esto debe ser algo difícil para ti”. Aurora suspiró. ―Gracias por preocuparte por mí. Y por cierto, me llamo Aurora. “Lo sé, me lo dijo tu corazón.

Yo me llamo Shiu” Aurora no entendió muy bien aquellas palabras, pero se limitó a sonreír. Nada tenía sentido en aquel lugar y por lo tanto, no hacía falta buscar explicaciones lógicas. ―Bueno, ahora sólo me queda encontrar la salida ―dijo ella, poniéndose en pie y sacudiéndose las hojas que se habían enganchado en sus pantalones―. ¿Tú sabes dónde está? “¿La salida?” ―Claro. Debe haber alguna

forma de salir ¿no? Tengo que volver a casa, mis padres deben estar preocupados. Si el espejo sólo es de ida, debe haber alguno de vuelta. El wingli llamado Shiu la miró fijamente y esta vez Aurora sí pudo ver claramente que la observaba con profunda tristeza. ―¿Por qué me miras así? ―quiso saber. “No hay salida, Aurora. La Puerta está sellada.”

4. Pueblofrontera Aurora se removió inquieta. Se encontraba tumbada en el suelo, hecha un ovillo sobre sí misma, tiritando de frío a pesar de las capas de ropa que se había echado encima, usando las prendas de deporte como manta. Hacía ya unas horas que la oscuridad había caído sobre el bosque y el wingli le había aconsejado pasar la noche allí, antes de seguir con la marcha.

Pero aquello de dormir en el suelo no estaba hecho para ella. Era incómodo, duro y frío. Además, le traía horribles recuerdos sobre la acampada dónde había conocido a Alberto. Suspiró una vez más. No podía dormir, su mente trabajaba a toda velocidad, procesando toda la información que Shiu le había dado aquella tarde. La Puerta estaba sellada. Aquella revelación había caído sobre Aurora como un jarro

de agua fría. Primero se había negado a creerlo. Pero, ante el relato que le había explicado Shiu, no había tenido más remedio que aceptar la evidencia: no había forma de salir de Udegelia. El wingli le había contado la historia del país de los brujos y el misterio de la Puerta: aquel lugar donde se encontraba no era sino otro mundo, quizás otra realidad; un lugar situado en otra dimensión. Su historia se remontaba al siglo XIII, cuando la Santa Inquisición había

confabulado un maléfico plan para eliminar a todos los brujos y brujas y combatir así la herejía. Aurora no había podido evitar llevarse una terrible sorpresa, llegado a ese punto, pero Shiu le había recordado que la historia siempre la escriben los ganadores y que, por lo tanto, era normal que la existencia de la magia se hubiese reducido a dar argumento a un montón de libros infantiles. A la Iglesia no le gustaban los brujos, pues, según ellos, estaban

poseídos por el diablo y realizaban hechizos satánicos y magia negra. Nada más lejos de la realidad. La capacidad de usar la magia era un don innato que poseían algunas personas, independientemente de su fe o su ascendencia. Había incluso creyentes fervientes que poseían esa capacidad y el hecho de poder realizar hechizos no les alejaba de su fe. El caso fue que, engañando a un grupo de brujos egocéntricos y avariciosos con promesas de poder

y riquezas, dicho Tribunal consiguió que se creara la Puerta, una abertura interdimensional que llevaba a otra realidad. En ese nuevo mundo, y gracias a su magia, esos mismos brujos crearon el bello reino de Udegelia y, después, hicieron correr la voz de que aquel idílico paraíso había nacido con el fin de que los brujos pudieran practicar su magia sin perjudicar a los marayas, que eran aquellos que no poseían el Don. Lo que no contaron fue que la

Puerta estaba sellada con un conjuro y, una vez dentro de Udegelia, ya no se podía regresar a la Tierra. Muchos fueron los que cayeron en la trampa. Los demás fueron perseguidos y exterminados. Igual que lo fueron los brujos que habían creado Udegelia. Shiu también le había contado que después de aquello, Udegelia se había convertido en un reino prospero, lleno de vida y que, a la larga, los brujos terminaron por

agradecer aquel infortunio que les había separado del resto de los humanos. Hasta que llegó Lord Kermiyak. Nadie sabía de dónde había salido. Poco a poco fue ganando poder y, antes de que nadie se diera cuenta, ya gozaba de la vida eterna gracias a oscuros conjuros de magia negra que usaban el poder de almas humanas. A partir de ahí, ya nadie pudo detenerlo, y fueron muchos los que

lo intentaron. El Doctor siguió robando almas a los brujos y conjurando el poder oscuro para conquistar toda Udegelia. Y, de ese modo, se hizo con el dominio de todas las tierras y se convirtió en su soberano. Aurora había quedado tan conmocionada por el relato que, hasta un buen rato después, no había caído en la cuenta. La imagen de unos ojos incoloros se dibujó en su mente. ―¿Y cómo es que Zac sí

puede cruzar la Puerta? ―le había dicho a Shiu. Pero ante eso, el wingli no había sabido qué responder. Quizás era la misma brujería oscura que el Doctor había usado en sus anteriores hazañas. Después de eso, Aurora había insistido en la necesidad de encontrar un pueblo y buscar a alguien que todavía dominase la magia, para pedirle que intentara abrir la Puerta por ella. Shiu había intentado

convencerla de que no iba a servir de nada dar con algún brujo o con alguna bruja. El encantamiento que le habían echado a aquel espejo era demasiado complejo para cualquier practicante de nivel elemental y en Udegelia ya no quedaban brujos de rango alto, porque el Doctor se había encargado de eliminarlos a todos. Pero ella había insistido e insistido, hasta convencerlo. Y al final, el pequeño wingli no había tenido más remedio que aceptar.

Juntos habían recorrido el bosque hasta que había caído la noche. Después, Shiu se había negado a dar un paso más, pues el lugar se volvía peligroso con la caída del sol. ―Dormiremos ―había sentenciado el animalillo―. Apenas quedan unos kilómetros. Mañana por la mañana, terminaremos el recorrido con calma. Aurora suspiró, resignada. La noche se le estaba haciendo eterna.

Se levantó y apiló un poco mejor las hojas que se esparcían por el suelo, de manera que formó un lecho más mullido para descansar. Sobre el mismo, tendió un par de prendas. Luego se acomodó sobre ellas y se cubrió con la toalla que usaba en las clases de gimnasia. Sin hacer ruido, estiró los brazos y cogió al wingli, que dormía a pierna suelta a un metro escaso de donde estaba ella. El animal no protestó. De hecho, apenas se movió. Solamente

ronroneó y se acurrucó mejor en la curva de la barriga de Aurora. “¡Qué calentito!” pensó ella, mientras echaba un vistazo al cielo, completamente estrellado y coronado por una luna rojiza que parecía un mal augurio. Aurora pensó en sus padres y en Alberto, y en todo aquel embrollo en el que se había metido y la había llevado a aquel lugar sin sentido. ¿Podía ser que aquello estuviese ocurriendo de verdad? ¿No sería todo una alucinación o

una broma de mal gusto? De todos modos, no tenía respuesta para aquellas preguntas. Y, al final, se quedó dormida sin querer. La despertaron los rayos de sol que, a pesar de las ramas, se filtraban hasta llegar al suelo donde dormía plácidamente. ―Mamá, no levantes la persiana todavía... ―murmuró ella, medio dormida. Lentamente abrió los ojos y se encontró con un pequeño animalillo

de pelo anaranjado y ojos esmeralda que le miraba fijamente. “¡Despierta, dormilona!” oyó dentro de su cabeza. ―Shiu... ―murmuró, al reconocerle. Se frotó las legañas. Poco a poco, los recuerdos de lo que había sucedido el día anterior fueron regresando a su mente. No había sido un sueño, estaba de verdad atrapada en Udegelia. Suspiró, desanimada, mientras se incorporaba hasta quedar sentada

sobre el lecho. Al hacerlo, el rugir de sus tripas le recordó que no había comido nada desde el mediodía anterior. ―Uf ―se quejó―, tengo tanta hambre... Me comería cualquier cosa. “Pues me temo que tendrás que esperar. Quiero que te quedes aquí mientras me adentro en el pueblo. Los marayas no son bien recibidos en Udegelia y tú llevas una ropa demasiado extravagante. ¡No pasaríamos inadvertidos ni con

magia!” ―Pero... ―empezó a decir ella, que no veía el momento de poder hablar con alguien. “Tranquila, conozco una anciana que vive aquí. Ella nos podrá ayudar. Además, es una buena hechicera.” ―¿Hechicera? ¿Por qué no lo decías antes? ¡Quizás pueda ayudarme! “No te lo he dicho porque sabía cómo te pondrías. No sé qué piensa ella de todo esto y tampoco

creo que tenga poder suficiente para hacer lo que pides. ¡Si fuera tan fácil, lo habrían hecho muchos antes que ella! Además, tampoco sé si querrá ayudarte. Piensa que el Doctor debe andar buscándote y si te encuentra en su casa, la matará. ¿Entiendes? Ella hizo que sí. “Y ahora, espérame aquí. No tardaré mucho, pero, por si acaso, mantente oculta y que nadie te vea”. La chica asintió y Shiu se alejó dando pequeños saltos, mientras

arrastraba sus enormes orejas por el suelo. Shiu tardó lo que pareció una eternidad y cuando regresó llevaba algo atado al cuello. Al observarlo mejor, Aurora descubrió que se trataba de una cuerda que terminaba en un pequeño paquete envuelto, que el wingli arrastraba tras él. Iba a preguntarle de qué se trataba, pero cómo si le leyera la mente, él se le adelantó: “Desátala y póntela por

encima. Es una capa. Tendremos que cruzar el pueblo para llegar a casa de Nuba.” Aurora hizo lo que el wingli le mandaba. Se acercó un poco más a él y deshizo el nudo que sostenía el paquete alrededor de su cuello. Luego, desenvolvió el bulto y desplegó la capa, para echársela por encima. Una vez se hubo cubierto con la tela, se puso en pie y salió del matorral. “Será mejor que dejes tu

equipaje aquí. Abulta mucho y llama la atención”. ―Pero... ¡son mis cosas! No puedo perderlas. “No te preocupes. Vendremos a por ellas cuando haya pasado el peligro”. La chica le dirigió una mirada dubitativa, pero terminó haciendo lo que se le pedía: recogió todas sus pertenencias, las guardó dentro de la bolsa de deporte y la escondió junto a la mochila entre los matorrales. Solamente conservó el

móvil, que guardó en el bolsillo de la chaqueta. “Y ahora... ¡andando!”. ―Oye Shiu... ―murmuró la chica, mientras avanzaban por el mismo sitio por dónde había desaparecido el wingli poco antes. “Quieres saber cómo he sabido lo que ibas a preguntarme antes” afirmó el pequeño animalillo en la mente de la chica. ―¡Sí! ―dijo ella, muy sorprendida.―. ¿Cómo lo sabías? Es decir, ¿cómo lo haces?

El wingli se rio con su maullido particular. A Aurora ya le había parecido en más de una ocasión que el Shiu le leía la mente, pero no le había dado importancia al tema. Pero ahora... ahora sí lo había podido ver con claridad. “¿Cómo crees que hago para entenderte? Te recuerdo que no hablo tu idioma, sólo sé hablar faranés, el idioma de Udegelia.” Aurora le miró fijamente. Eso era cierto, pero no había caído en la cuenta, al fin y al cabo, ella hablaba

y Shiu respondía, así que se suponía que la entendía. Pero también era cierto que para hablarle lo hacía por telepatía. “Se llama lenguaje del corazón” dijo el wingli, sacándola de su confusión. “Los winglis somos producto de la magia. Los brujos nos crearon hace cientos de años. No sé cómo lo hicieron, ni qué somos exactamente, pero sí sé que nos otorgaron una serie de dones, como el lenguaje del corazón, que sirve para que nos

comuniquemos con cualquier ser, aunque use un idioma distinto al nuestro. Antaño servíamos cómo traductores a los magos, pero ahora... ya casi no hay magos y todo el mundo habla faranés. Por eso los winglis nos hemos convertido en animalillos semisalvajes.” Mientras hablaban, habían ido recorriendo el trecho de bosque que aún les separaba de su destino: Pueblofrontera, el pueblo dónde vivía la hechicera. Una vez las primeras

construcciones empezaron a dibujarse en el paisaje, Aurora tomó a Shiu en brazos y dejó que él la guiara gracias a las instrucciones telepáticas. Así, a la vista de cualquier aldeano, parecía que la muchacha se dirigía con paso firme a un destino que conocía perfectamente. Aurora pudo observar, a través de la capucha de su capa que le cubría la cabeza, el pueblo dónde se había introducido. Tenía el mismo aspecto que las aldeas

medievales que salían en las películas, pero con un toque distinto. Las casas del centro estaban hechas con piedra de color negruzco, mientras que las de los alrededores eran simples chozas de madera y paja. El suelo de las calles principales estaba pavimentado con adoquines negros y blancos, pero podía verse claramente que estaba en muy mal estado: todo tipo de plantas crecían en las juntas menos transitadas, faltaban piezas en el mosaico y las

que quedaban tenían un color sucio y gastado. De hecho, todo el pueblo tenía aspecto de dejadez y abandono, como si antaño se hubiese levantado bello y majestuoso en el linde del bosque y, con el paso de los años, se hubiese ido degradando sin que nadie le hubiese puesto remedio. En su camino, Aurora se cruzó con algunas personas, especialmente mujeres, que iban y venían cargadas con bultos, cestos y jarras, y que la miraban con

desconfianza. Ella, siguiendo las indicaciones de Shiu, las saludaba con un leve gesto de cabeza sin levantar la mirada de la capucha, y seguía adelante, sin detenerse. Afortunadamente, la casa de Nuba no quedaba muy lejos y, cuando llegó, Aurora pudo suspirar aliviada de que nada malo le hubiese sucedido. La vivienda estaba construida con la misma piedra negra y las mismas tejas oscuras que las demás. Tenía un porche de madera

al que habían renovado la paja que lo cubría hacía poco. De todos modos, no era tan majestuosa como las otras. Se trataba, más bien, de un cuchitril hecho con los restos de aquellas piedras y rematado con algunas maderas y paja, a medio camino entre las casas del centro del pueblo y las chozas de las afueras. Aurora observó la puerta, que estaba carcomida por los parásitos, y suspiró antes de llamar. Mientras esperaba, se dio

cuenta de que desde el alfeizar de la ventana que había justo al lado de la entrada la observaba un cuervo negro. Se había fijado que toda la aldea estaba llena de esos bichejos detestables, que graznaban de forma amenazante cada vez que alguien les dirigía una mirada Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque la puerta se abrió y una cabecita asomó de entre la penumbra.

5. El Doctor Aurora estaba sentada junto al fuego, con una taza de sopa en el regazo, una cuchara en la mano derecha y una hogaza de pan a medio comer en la izquierda. La anciana Nuba, una mujer muy mayor, bajita y de constitución delgada, la había recibido en su casa de buena gana y ahora se hallaba hablando amigablemente con ella, usando a Shiu de

traductor. “Nuba dice que aquí estarás segura mientras te busca algún sitio donde esconderte.” Aurora asintió. ―Gracias ―balbuceó, con una media sonrisa, pues aún tenía la boca llena de la última cucharada de sopa que se había tomado. No era el mejor manjar que había probado en su vida pero, dada el hambre que tenía, le resultaba lo suficientemente apetecible.

―De rien ―le respondió la anciana. Y luego, se volvió hacia el wingli y se le quedó mirando un buen rato. Aurora supuso que en aquellos momentos estaban manteniendo una conversación telepática. Y no se equivocaba. Justo después, el wingli miró a Aurora y le transmitió el mensaje. “Nuba quería saber el verdadero motivo que te había llevado hasta aquí. Espero que no te moleste, pero se lo he contado. Me

ha dicho que… bueno… ella no puede ayudarte con lo que pretendes. Es más, me ha dicho que, que ella sepa, nadie ha conseguido nunca abrir la Puerta.” ―Pero… ―empezó a murmurar ella, algo confusa. ―Arrete ―oyó que le decía Nuba a Shiu. El animalillo se volvió hacia la anciana y ella le hizo un gesto para que se le acercase. Entonces, Shiu se puso sobre su regazo y la miró fijamente. De nuevo, Aurora

quedaba excluida de esa conversación. Sintiéndose repentinamente desanimada y con un molesto nudo dibujándose en la boca de su estómago, Aurora se volvió hacia el fuego y contempló fijamente el crepitar de las llamas. Había pensado que todo sería tan sencillo como llegar hasta la casa y dejar que los otros solucionaran sus problemas. Pero estaba claro que las cosas no funcionaban así. Y si encima ella pedía la Luna, ¿quién

podría dársela? Fue entonces cuando algo en la conversación que estaban manteniendo sus dos compañeros llamó su atención. Se volvió hacia ellos, dejando a un lado el fuego y el cuenco de sopa vacía que tenía en la mano. La anciana Nuba permanecía con los ojos cerrados y las manos puestas sobre el wingli, pero a una cierta distancia, sin llegar a tocarlo. Daba la impresión de estar en trance. De pronto, un halo

misterioso la envolvió. Aurora parpadeó un par de veces, incapaz de creerse lo que estaba viendo. La mujer desprendía una energía extraña, cálida y agradable. Y la chica supo, sin saber muy bien cómo, que se trataba de magia. El fuego se volvió más intenso y Aurora dio un respingo en su silla. Entonces, la anciana abrió los ojos. El wingli seguía en sus piernas, sentado, pero con los ojos

cerrados como si durmiera. Aunque no lo hacía, pues Aurora sintió su voz dentro de ella. “Tenía ganas de hablar directamente contigo, ¡pero esto de los idiomas complica tanto las cosas…!”. Aunque los pensamientos eran de Shiu, Aurora supo que la que hablaba era Nuba. ―¿Cómo…? ―fue todo lo que pudo murmurar la muchacha. “Magia,” respondió sencillamente la voz en su cabeza.

“En realidad se trata de un truco bastante sencillo. Utilizo la mente de Shiu como puente. Puesto que él es capaz de comprendernos a las dos, le he utilizado de traductor, aunque sin la necesidad de que esté todo el rato pasándonos mensajes. Es como si nuestras mentes estuviesen conectadas a través de él”. ―Entiendo… ―respondió Aurora. Aunque no era del todo cierto. “Bueno muchacha, así que

vienes del Otro Lado”. Ella asintió con la cabeza. ―Eso parece. “Ya veo. Y pretendes regresar”. ―Sí. Shiu me contó que la Puerta está sellada y todo eso. Pero Zac… quiero decir… el Portador de almas, puede cruzarla. Yo le vi en mi mundo, él me perseguía y por eso llegué aquí. Si él puede, debe haber algún modo de regresar. “Ai, niña inocente” le respondió Nuba, sonriendo. “Dices

eso porque no sabes qué tipo de magia usa el Doctor. Es cierto que su secuaz, Zac, como le llaman algunos, o el Portador de almas, como le llaman otros, es capaz de cruzar la Puerta y regresar. Pero… el precio que se paga por ello es muy alto”. ―A qué... A qué se refiere ―le preguntó, temerosa de conocer la respuesta. “No sabes por qué te quieren, ¿verdad?” ―N…no.

“Lord Kermiyak usa la magia negra. Un poder oscuro y prohibido desde hace más de mil años. Él rescató esas artes oscuras del olvido y empezó a usarlas para hacerse más y más poderoso”. ―Y qué... quiere de mí ―murmuró Aurora, aterrorizada. “Tu alma.” ―¿Mi alma? ―repitió ella llevándose una mano al pecho. “Sí. El Doctor extrae el poder vital que habita en las almas puras de algunas personas y luego lo usa

para realizar sus propios hechizos. Gracias a eso, consiguió la vida eterna y, también gracias a eso, consiguió un poder tan grande que toda Udegelia cayó rendida a sus pies”. ―¡Pero…! ¡Pero si ya tiene todo lo que quiere! ¿Por qué necesita más almas? ¿Y por qué precisamente la mía? ―preguntó ella horrorizada. “Eso ya no lo sé, niña. Las razones de Lord Kermiyak son cosa suya. Pero hay quien dice que,

desde hace doscientos años, se dedica a buscar almas puras para romper el sello que bloquea la Puerta. Quiere volver a la Tierra para hacer con ella lo que ha hecho con Udegelia.” ―¡Eso no puede ser! ¡No puede hacer eso! “Ya lo creo que puede. Y si es realmente lo que pretende, no dudes de que lo hará”. Aurora sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ―Pero... no puede… Alguien

debe impedírselo… Alguien debe… detenerlo. “Me temo que eso que pides es imposible, niña. Aquí hay mucha gente que daría cualquier cosa por regresar. Nos encerraron aquí injustamente y aún hay sed de venganza en muchos corazones. Y si el Doctor les da esa oportunidad, nadie se lo va a impedir, aunque sus medios sean totalmente inaceptables y reprochables”. Aurora hundió los hombros y enterró el rostro entre sus manos.

Allí sentada, lloró mucho rato. No podía creer que aquello le estuviese pasando de verdad: ¿alguien iba a invadir la Tierra? Y encima querían robarle el alma para conseguirlo. Entonces, ¿qué sería de ella? ¿Moriría? Tenía que detener aquello de algún modo. Pero estaba claro que nadie en Udegelia iba a ayudarla. Tan sólo podía contar con que la anciana la mantuviese oculta... ¿cuánto tiempo? ¿Toda la vida? Tan concentrada estaba en sus

cavilaciones que ni siquiera se dio cuenta de que Nuba había deshecho el conjuro y el wingli y ella habían salido de la casa para dejarle intimidad. Se puso de pie y volvió a mirar el fuego. ―Alberto… Alberto, ¿qué puedo hacer? Quiero... quiero regresar a casa. Tengo tanto miedo... Ya no lloraba y su rostro iluminado por la luz anaranjada de las llamas la delataba como a una

chica frágil y derrotada. Sólo le quedaba el consuelo de que aún no había caído en manos de sus enemigos. Pero aquello era sólo cuestión de tiempo. No podía pasarse la vida huyendo por un lugar que desconocía o permanecer una eternidad encerrada en aquella casa diminuta, sintiendo como las paredes se le caían encima. Se recostó en la pared y miró hacia el infinito. Debía haber una solución, una alternativa. Pero no se le ocurría

ninguna. Había pasado un buen rato desde que Nuba y Shiu habían desaparecido y Aurora seguía en la casa de la anciana, contemplando el fuego, que poco a poco se iba consumiendo. De repente, alguien llamó a la puerta. Aurora quiso esconderse, pero no tuvo tiempo, puesto que el que había llamado entró sin esperar respuesta. Se trataba de un hombre de

mediana edad, bajo y rechoncho, con la piel morena y la cara cubierta por una espesa barba negra. Sus miradas se cruzaron tan solo un instante, el tiempo que Aurora tardó en subirse de nuevo la capucha de la capa y cubrirse bien con ella. Pero el desconocido ya la había visto. Tratando de escapar de aquella intrusión repentina, Aurora se levantó del taburete en el que había estado sentada y dio un paso

atrás, a pesar de que el reducido espacio de la casa no le daba mucho margen de maniobra. Pero el recién llegado se acercó a ella y le apartó la capucha sin contemplaciones. ―¿Qui est tu? ¿Ou c’est Nuba? Aurora, que no entendía ni media palabra de lo que le decían, agachó la cabeza y le dio la espalda al desconocido. Luego apretó los puños y rezó interiormente para que aquel hombre la dejara en paz.

Y, milagrosamente, así fue. Tras escuchar el portazo que la dejaba de nuevo sola en la estancia, Aurora se dio la vuelta y miró cautelosamente la entrada. No terminaba de creerse que hubiese sido tan fácil, pero el hombre no estaba y parecía que todo seguía en su lugar. Con el corazón en un puño, se sentó de nuevo. Quería que Nuba regresara de una vez por todas, tenía ganas de salir de aquel lugar, de perderse en el bosque y gritar

para desahogarse. Pero en vez de eso, lo que ocurrió fue que Aurora empezó a sentir un fuerte olor a quemado. Al principio, éste era sólo una sensación lejana y la chica pensó que a alguna vecina se le estaría quemando la comida. Pero, a medida que pasaban los minutos, el olor se fue haciendo más intenso; insoportable, incluso. Y, al fin, Aurora se dio cuenta de lo que pasaba: le habían prendido fuego al porche.

A partir de ahí, todo ocurrió muy deprisa. En unos instantes la temperatura de la habitación se había hecho insoportable y el fuego había traspasado la madera y la paja que cubría el interior del techo, llegando a las vigas. Las llamas descendían por las paredes y se apoderaban de los escasos muebles que había en la casa. Sin pensárselo dos veces, Aurora salió de allí, dejando caer su capa con las prisas. Pero, al

poner un pie en la calle, se dio cuenta que la casa estaba rodeada. El hombre que instantes antes había entrado estaba fuera, junto a otros cinco, que le cerraban el paso a la chica. El miedo la invadió, haciendo que todo su cuerpo se tensara en el acto. No podía volver atrás, porque la casa estaba en llamas, ni tampoco podía correr hacia delante, porque el grupo de hombres le impedía el paso. Sin saber muy bien qué hacer,

arremetió contra uno de ellos, uno que le pareció más pequeño y débil. Consiguió cogerle desprevenido y le hizo caer al suelo. De esa manera, aprovechando el hueco que había abierto, Aurora echó correr calle arriba, bajo la atónita mirada de los demás hombres, que gritaban entre ellos. Pronto los tenía a todos tras ella. Avanzó dando codazos a todo el que se encontraba por delante. Sólo pensaba en huir. Trato de recordar el camino que había

seguido para llegar hasta la casa y así poder regresar al bosque. Pero antes de siquiera llegar a la entrada del pueblo, alguien la cogió por un brazo. Aurora cayó y rodó por el suelo, hasta quedar hecha un ovillo. Todos gritaban a su alrededor. Incluso las mujeres los niños habían salido de sus casas y observaban curiosos el espectáculo. Al levantar la mirada, la muchacha pudo ver de reojo que un hombre se le acercaba, cuchillo en mano. Aterrorizada trató de ponerse

en pie para huir, pero alguien la cogió por una pierna, haciéndola caer de nuevo al suelo. Se debatió frenéticamente tratando de liberarse, mientras chillaba. El hombre levantó el cuchillo, dibujando una oscura sonrisa en su rostro sucio y peludo. Luego lo descargó en ella con toda su fuerza. Pero antes de que llegara a tocarla, el cuchillo salió despedido. Aurora miró en derredor, tratando de encontrar una respuesta a lo que había pasado y se encontró

con la mirada vacía que ya la había dejado sin aliento en un par de ocasiones. Era Zac. El joven había interpuesto su propio cuchillo entre la chica y su agresor. Al reconocerle, todos a su alrededor dieron un paso atrás; incluso el hombre que había intentado matar a Aurora, que palideció considerablemente. Pero el chico no tomó ninguna represalia contra él. En vez de eso, alzó la

vista y dijo unas palabras a todos los presentes. En respuesta, hombres y mujeres se retiraron apresuradamente y, en apenas un par de minutos, sólo quedaron ella y él en medio de la calle. ―Vamos ―le dijo Zac, al tiempo que dejaba caer su mochila a sus pies. Aurora la reconoció enseguida y se abalanzó sobre ella. Desconfiada, abrió la cremallera y comprobó que los libros y el material escolar habían

desaparecido y habían sido sustituidos por lo que llevaba en la bolsa de deporte: la ropa, la toalla, la botella de agua... Después, miró al chico con miedo, y dio un paso hacia atrás. ―No ―dijo ella, tratando de parecer firme. No había duda de que él la acababa de salvar, pero, tal y como le había confirmado la anciana Nuba, aquel chico no era de fiar, pues trabajaba para el Doctor, cuyo fin era hacerse con todas las almas

puras que le hacían falta para sus oscuros hechizos. Entonces Zac se acercó a ella y la cogió del brazo. Ella trató de deshacerse del agarre, pero no lo consiguió. Él era demasiado fuerte. ―¡Suéltame! ―gritó, mientras trataba liberarse. Pero en vez de soltarla, Zac empezó a arrastrarla tras él. ―¡Qué me sueltes! ―insistió ella, arañándole una mano. El joven ni se inmutó. ―¡Por favor…!

La fuerza que había mostrado Aurora al principio empezó a desvanecerse. Rompió a llorar. ―No quiero morir… ―sollozó. Zac no respondió. Siguió tirando de ella. En unos instantes ya se encontraban en los límites del bosque. Sintiéndose acorralada, la chica se dejó caer al suelo, intentando frenar al joven. Él la soltó y se la quedó mirando. ―Debes venir conmigo.

―¡No! ―Si no vienes voluntariamente, será por la fuerza. ―Pero… ¡me llevarás ante el Doctor! ―Sí. ―Me matará… ―murmuró ella, aturdida. Hubo un momento de silencio. Aurora habría jurado que Zac dudaba, pero no mostró nada y sus ojos siguieron tan vacíos como siempre. Al final, el chico le alargó la mano, mientras decía:

―Vamos. Y Aurora se rindió. Ya no le quedaban fuerzas para luchar. Y él le había dicho que si no era voluntariamente, sería por fuerza. ¿Qué más podía hacer? No tenía adónde ir y nadie en el pueblo iba a prestarle ayuda. Quizás lo más sensato ahora sería seguirle y esperar encontrar, más adelante, el modo de huir. Además, Zac era el único que podía cruzar la Puerta. Tenía que descubrir cómo lo hacía. Después, podría regresar a casa.

Ignorando la mano que le había tendido, Aurora se puso en pie. ―Vamos ―dijo cabizbaja, mientras se ponía a su lado.

6. Setecientas sesenta y siete cerraduras Seguían

avanzando sin descanso, a través del mismo bosque que Aurora había recorrido la tarde anterior. La chica había perdido ya la noción del tiempo; estaba demasiado exhausta para pensar. Además, tenía hambre. Aquella mañana sólo había desayunado un plato de sopa y un trozo de pan, y la

noche anterior ni siquiera había cenado. Pero a Zac aquellas cosas no parecían importarle y seguía abriendo la ruta a través de los árboles con paso firme, sin detenerse. Cuando el sol ya culminaba su descenso y los últimos rayos de luz se filtraban entre las ramas, Aurora se detuvo, agotada. El Portador de almas tardó unos instantes en darse cuenta de que ella ya no le seguía y, cuando lo hizo, sólo se dio la vuelta, la miró y le dijo:

―Vamos, no te detengas. Pero ella ni se dignó a contestarle. En vez de eso, se dejó caer sobre el suelo y permaneció allí sentada hasta que él se le acercó. No tenía ni idea de lo que pasaba por la cabeza del chico. ¿Estaría barajando la posibilidad de dejarla allí? ¿De matarla? ¿De arrastrarla por el suelo hasta su destino? Seguramente debía ser aquello último porque, después de observarla en silencio unos

instantes, le tendió la mano y trató de ayudarla a levantarse. Ella se dejó hacer porque ya no le quedaban fuerzas para protestar. Zac la cogió con fuerza y tiró de ella. Aurora pudo sentir que aquella mano que la sostenía era grande y fuerte, pero fría como la nieve. De todos modos, el tacto la reconfortó, haciéndola sentir más acompañada en aquel lugar inhóspito. Ahora, el chico andaba más despacio y buscaba el camino más sencillo; aunque ella no se

daba cuenta, pues caminaba ausente, como durmiendo de pie. Cuando salió de su trance, Aurora se encontró sentada en el suelo de una especie de refugio cubierto que se formaba entre un montón de rocas. ―Quédate aquí ―oyó que decía alguien tras ella. Se volvió y vio al Portador de almas, que la miraba fijamente, cuchillo en mano. Aurora sintió que un escalofrío la recorría de arriba abajo, pero él se dio la vuelta y se

perdió en el bosque, dejándola sola. Ella ni siquiera se preguntó adónde habría ido. Se recostó en la pared de la cueva y cerró los ojos. Tenía que recuperar fuerzas, aquella era la oportunidad perfecta para huir y debía aprovecharla. Pero estaba demasiado cansada. El cuerpo no le respondía y la cabeza le daba vueltas. Sólo podía pensar en una cosa: dormir. Abandonarse a un sueño profundo y reparador. Acarició esa idea y la saboreó.

Podía descansar un poco, sólo un poco, y después marcharse en silencio. “Sólo cinco minutos” fue el último pensamiento que cruzó su mente antes de que todo se volviera oscuro. La despertó un agradable aroma a carne asada que la hizo incorporarse de golpe. ¿Cuánto tiempo habría dormido? El cielo había oscurecido

completamente, pero la luz anaranjada de una hoguera iluminaba el lugar y lo caldeaba, haciendo que el frío de la noche se hiciera mucho más soportable. Zac estaba sentado un poco más allá, con la cabeza recostada en la pared de rocas y la mirada puesta en un fuego que ardía a sus pies. Daba la impresión de no haberse percatado del despertar de la muchacha, como si estuviera durmiendo con los ojos abiertos. Junto al fuego, sostenido con

un palo, había un trozo de carne que antaño debía haber sido un animal, cocinándose. A la chica se le revolvió el estómago con sólo verlo, pero enseguida el asco se volvió hambre. En aquel momento, le daba igual lo que fuera aquello sí podía comerse. Se levantó y se dirigió a la hoguera. Primero, se agachó junto a las llamas y acercó las manos a ellas para entrar en calor. Luego, se volvió hacia la carne y tomó un trozo. En ese momento le hubiese

apetecido más un croissant, pero no tenía otra opción, así que se lo llevó a la boca. Sabía a conejo. ―Hay un riachuelo aquí al lado, por si tienes sed. El cuerpo de la muchacha dio un respingo al oír la voz de Zac. ―Sí… sí… claro ―tartamudeó, mirándole de reojo. No sabía si darle las gracias por sus atenciones. Parecía algo contradictorio el hecho de que se preocupara por ella si la estaba llevando a una muerte segura.

Aunque claro, muerta por el camino no debía servirle de mucho al Doctor. Pero entonces cayó en la cuenta. ¿Un río? Aquella podía ser la excusa perfecta para escapar. Se puso en pie, casi de golpe. Él la observó en silencio. ―Voy a por agua ―murmuró. El otro no dijo nada y Aurora se preguntó si sabría lo que ella estaba tramando. Ni siquiera pensó en lo que

haría una vez hubiese escapado, sola en el bosque en plena noche. Sólo echó a correr y no paró hasta que Zac la atrapó. Intentó zafarse de él cuando el joven la agarró por un brazo, pero era demasiado fuerte y la redujo con facilidad. Después de aquel incidente, él la obligó a regresar al campamento improvisado, donde Aurora terminó cayendo dormida otra vez, vencida por el cansancio. Y, a la mañana siguiente, retomaron el camino.

Tal y como habían hecho el día anterior, Zac anduvo delante, abriendo el paso, y Aurora le siguió a cierta distancia, tratando de mantener el ritmo. De todos modos, aquella mañana el trayecto no fue, ni por asomo, tan tranquilo. Aurora intentó escapar en otras dos ocasiones, aunque ambas fracasaron. Le era imposible engañar al Portador de Almas. A pesar de que él iba más adelantado, parecía tener un ojo en la nuca que siempre

estaba puesto sobre ella y cada vez que la chica se daba la vuelta para salir corriendo en dirección contraria, él lo percibía enseguida. A mediodía, Zac se detuvo en un claro que habían encontrado y le pidió que le esperara. Ella no le respondió, tan solo le dedicó un gesto de desprecio y se sentó en una piedra, resignada. “Lo llevas claro si crees que te voy a esperar” pensó mientras veía al joven perderse entre la espesura.

Aguardó, escuchando con atención los sonidos que provenían del bosque y cuando creyó que su captor estaba suficientemente lejos, se adentró entre los árboles, en silencio, siguiendo la dirección contraria a la que había tomado él. No sabía qué camino seguir para salir de allí, ni tampoco sabía cómo haría para no morirse de hambre, pues hasta el momento había sido Zac quién le había ido proporcionando el alimento, cazando y recolectando frutas y

hierbas silvestres. Pero no podía permitir que aquello la detuviera. ―La suerte me sonreirá ―murmuró, mientras recordaba al pequeño wingli que la había ayudado el primer día. ¿Qué habría sido de él? ¿Y de Nuba? ¿Les habría hecho algo Zac para sacarles información? A medida que iba avanzado por el camino elegido, los árboles se iban haciendo más gruesos y sus troncos adoptaban formas más retorcidas y siniestras. Los

matorrales a sus pies también se hacían más espesos y más altos. Continuamente tenía que estar agachándose para atravesarlos o dar grandes rodeos para evitarlos. Además, se le hacía difícil ver el cielo y el sol debido al techo vegetal, por lo que no conseguía orientarse. Cuando llevaba un buen rato dando tumbos, se detuvo a descansar cerca de una gran encina que estaba cubierta de hiedras de hermosas hojas. Pero, al acercarse

más al árbol, atraída por la belleza de las plantas que lo cubrían, se dio cuenta de que ya lo había visto antes. Alarmada, dio un vistazo a su alrededor. ―Dios mío ―se dijo, casi sin voz. Ya había estado allí. Estaba dando vueltas en círculo. Intentó con todas sus fuerzas que el pánico no la poseyera. Inspiró profundamente y trató de memorizar bien la zona, quedándose con cada detalle, con

cada rincón. Luego tomó un camino y se esforzó en seguirlo en línea recta a pesar de los obstáculos, marcando algunos de los árboles con los que se iba topando para saber si ya había pasado por allí. Anduvo mucho tiempo. Al final, todos los árboles le parecían iguales y ya no podía recordar si había estado en un lugar determinado o no. El sol se ponía y el bosque empezaba a llenarse de una fina niebla que aún dificultaba

más su tarea. El miedo, el cansancio acumulado y la desesperación hicieron que el recuerdo de sus padres acudiera a ella. Debían estar realmente preocupados. A lo mejor incluso pensaban que se había suicidado. No sería la primera vez que lo intentaba. Aun sabiendo que aquello no serviría de nada, descolgó la mochila y buscó el móvil. En la pantalla seguía apareciendo el

mismo mensaje de “Red no disponible”. Ignorándolo, buscó a su madre en la agenda y le dio a ‹‹llamar››. Pero el teléfono no emitió ningún sonido, como si intentara por todos los medios encontrar alguna red a la que conectarse. Finalmente el característico sonido de conexión no establecida sonó en su oreja. Aurora colgó y después desconectó el aparato; apenas le quedaba batería y quería guardar para cuando consiguiese regresar a

casa. Todavía sumida en su pesar, oyó un ruido tras ella. Con el corazón disparado, se dio la vuelta y escudriñó los alrededores con la mirada. Pero no vio nada. ¿Podía ser que Zac la hubiese encontrado al fin? ¿O había alguien más en el bosque? Peinó la zona una vez más y al encontrarla vacía, se obligó a calmarse. Se estaba imaginando cosas. El cansancio le jugaba una

mala pasada. Lo que tenía que hacer era descansar. Retomó la marcha. La luz diurna estaba por extinguirse y cuando lo hiciese tendría que interrumpir su marcha, pues andar a tientas por aquel bosque desconocido resultaba peligroso; podía tropezar con cualquier piedra o raíz, incluso caer por un desnivel. Tenía que darse prisa y encontrar un refugio para pasar la noche. El color anaranjado del atardecer fue volviéndose grisáceo

a medida que avanzaba, al tiempo que la niebla se volvía más espesa. La temperatura también estaba cayendo por momentos, haciéndola tiritar. Pero no encontraba ninguna cueva ni ningún saliente bajo el que cobijarse, solamente árboles y más árboles. Y así, cuando el sol ya había desaparecido por completo y el cielo se había vuelto negro, Aurora comprendió que tendría que pasar la noche al raso. Suspiró y se dispuso a montar su campamento entre unos

matorrales espesos que probablemente la cubrirían lo suficiente para pasar inadvertida. Pero se detuvo al oír otro ruido. Y esta vez, mucho más real. El corazón le dejó de latir unos instantes. Tragó saliva y se volvió lentamente, temblando como una hoja. Encontrándose con un par de ojos rojizos que la observaban escondidos entre la oscuridad, al hacerlo. Luego, apareció otro par y otro más. Estaba rodeada.

Aurora levantó un brazo instintivamente y dio un paso atrás. Los ojos fueron acercándose lentamente, acompañados de gruñidos amenazantes. Pero ella no esperó a ver de qué se trataban. Casi al instante, echó a correr cómo una posesa. Oyó ladridos, oyó los pasos de aquellas criaturas tras ella, oyó las ramas crujiendo. Pero no se volvió. Siguió hacia delante, corriendo como nunca lo había hecho, a pesar de los golpes que le producían las

ramas y a pesar de los tropiezos y las caídas. Por desgracia, tras una de esas caídas, ya no pudo levantarse, porque se le había enganchado el pie entre unas zarzas. Sintió que una de aquellas criaturas se le echaba encima. Chilló aterrorizada, mientras buscaba algo con que defenderse. Dio con una piedra, que estampó en la cabeza del animal, haciendo que éste se marchara aullando. Pero antes de poder ponerse en pie otra

vez, otro animal siguió al primero. “Esto es el fin” pensó la chica. Iba a morir, en el bosque, donde jamás la encontraría nadie. Y fue entonces, cuando todo parecía perdido, que una luz la iluminó y la hizo volverse. Zac apareció de entre los árboles con un leño encendido en la mano. La luz anaranjada bañó a las bestias y Aurora pudo observar sus formas. Se trataba de unos animales parecidos a los lobos pero de tamaño más pequeño y pelaje negro

azabache. Sus ojos relucían con un tono carmesí, que denotaba su ansia de carne. Entonces, el joven blandió el leño contra ellos y como respuesta, los lobos fueron alejándose de él, alertados ante la presencia del fuego, sin dejar de gruñir. Zac insistió y después les persiguió unos metros, sacudiendo la llama para ahuyentarlos. Al final las bestias se perdieron en el bosque, para no regresar. Cuando estuvieron a salvo, la

muchacha se incorporó ligeramente y observó su alrededor, algo aturdida. Le dolían las rodillas por la caída y tenía la cara llena de arañazos. ―Estás bien ―oyó que decía el joven, que se había puesto a su lado. Era una pregunta, pero apenas tenía entonación. Aurora levantó los ojos y le miró. No parecía preocupado de verdad por la respuesta. Y ella había estado a punto de morir. Morir…

Al fin se dio cuenta de lo que había sucedido. Había estado a punto de morir. Y si no hubiese sido por él, ahora no sería más que carne para lobos. Acaparada por todos aquellos sentimientos que la invadían, rompió a llorar. Zac se acercó a ella y la ayudó a ponerse en pie. Ella aceptó la ayuda y, una vez estuvo junto a él, se le echó al cuello. Ni siquiera sabía lo que buscaba con aquello, se había sentido demasiado sola y

necesitaba saber que había alguien a su lado, aunque ese alguien fuera aquel que la llevaba a la muerte. Zac no le devolvió el abrazo ni hizo ningún gesto, tan sólo se quedó allí, de pie, con la antorcha en la mano, dejando que ella ahogara las lágrimas en su pecho. Minutos después, cuando la chica se sintió más calmada, se separó de él. ―Lo… lo siento ―murmuró, incapaz de mirarle a los ojos―. No sé qué me ha pasado.

Trató de apartarse de él, pero Zac la detuvo, cogiéndola por la muñeca y atrayéndola de nuevo hacia él. A Aurora se le encogió el corazón. Cerró los ojos, temiendo lo peor y pensando si no habría sido mejor caer en mano de los lobos. Pero cuando los abrió de nuevo se dio cuenta de que Zac ya no estaba a su lado sino unos metros más allá, mientras que ella sostenía ahora la antorcha entre sus manos. ―Siéntate ―le ordenó el

chico. Ella obedeció al acto. Se arrodilló y se dejó caer sobre un mullido colchón de hojas que se amontonaban en el suelo. ―Voy a por leña. Si aprecias tu vida, no te muevas. Aurora asintió lentamente con la cabeza, sin decir nada. No, no pensaba huir. No ahora. Ya habría algún momento más propicio para hacerlo. ―Si vuelven, usa el fuego ―le aconsejó él. Después

desapareció entre la oscuridad que se había adueñado de los alrededores. La chica quiso gritarle que no la dejara sola, que se quedara a defenderla de los peligros que acechaban. Pero no lo hizo. La antorcha se estaba consumiendo y no tardaría en convertirse en un montón de cenizas. Necesitaban una hoguera que les protegiera de los lobos. Zac regresó al poco tiempo,

cargado con un montón de troncos y ramas que había recogido de los alrededores. Amontonó una pequeña cantidad junto a algunas hojas secas y le prendió fuego con la antorcha que Aurora había guardado. Luego, se aseguró de que todo estaba en orden y volvió a desaparecer en el bosque en busca de más leña. Aurora le esperó recostada junto al fuego. Estaba agotada, tanto por la caminata como por la situación que había vivido hacía un

rato, pero no podía dormir. No lograba sacarse de la cabeza la idea de que los lobos debían seguir por los alrededores y, si se dormía, la atacarían sin piedad. Cuando finalmente el Portador de almas se sentó junto a ella, Aurora había contado al menos cinco viajes al bosque y, en consecuencia, junto a ella se erguía un montón de leña preparada para ser quemada en la hoguera. Si el fuego era lo que ahuyentaba a los lobos, definitivamente aquella

noche no debían preocuparse más por ello. Aurora se removió inquieta en su lecho improvisado y pensó en el arrebato que momentos antes la había llevado a lanzarse en brazos de Zac. Un leve rubor cubrió sus mejillas al recordarlo. ¡Qué mosca le había picado para cometer semejante locura! Le dirigió una mirada discreta al chico, preguntándose en qué estaría pensando o si se habría enfadado por lo ocurrido.

De algún modo, y a pesar de todo, le preocupaba que él pudiera haberse molestado. Entonces, de improvisto, él se volvió y la atravesó con su característica mirada vacía. ―Duérmete ―le dijo―. Mañana nos espera un largo camino. Ella sintió su rostro arder, como si aquel vacío se hubiese introducido en el fondo de su alma para descubrir sus secretos. ¿Cómo lo había hecho? Habría jurado que

no la estaba mirando… Se encogió más sobre sí misma y cerró los ojos. Aunque no quisiera, debía descansar.

7. De camino Aquella

noche, Aurora no había dormido demasiado bien y durante el día siguiente había arrastrado el cansancio acumulado. Pero no se había quejado, ni tampoco había vuelto a huir. Se había limitado a seguir los pasos de su captor sin abrir la boca. La compañía que le daba Zac era, dentro de lo que cabía, agradable. Él era muy respetuoso con ella y no la había reñido por

ninguna de sus locuras; ni siquiera le había reprochado su actitud ante los lobos. Además, cada vez que ella se levantaba, él ya había ido al bosque a por comida, ya fuera algún animal de pequeño tamaño que asaba al fuego o alguna pieza de fruta, como por ejemplo bayas y fresas silvestres. También la dejaba descansar cuando se lo pedía y estar a solas cuando lo necesitaba. Pero, en el fondo, aquella compañía era poco más que nada. Zac apenas hablaba y cuando lo hacía era sólo

para decirle cosas importantes o para darle ordenes que ella debiera cumplir sin más. Además, nunca mostraba ningún tipo de emoción o sentimiento: no reía, no lloraba, no estaba contento ni estaba enfadado, sólo se limitaba a andar y a guiarla a ella a través del camino. Y así, el silencio que en un principio ella había agradecido, ahora se le hacía largo y pesado, pues la hacía perderse continuamente en sus recuerdos. Y aquello no le gustaba. Era doloroso

pensar en todo lo que había perdido, a pesar de su corta vida. Era doloroso pensar que sus padres estarían sufriendo su ausencia y se sentía terriblemente impotente ante la idea de no poder contarles que en realidad estaba bien, que por más descabellado que pudiera parecer se hallaba en un mundo no tan lejano, junto a un chico que, a pesar de todo, la seguía protegiendo. Protegiendo… Aurora se había dado cuenta de eso; no hacía falta ser muy lista

para hacerlo. Tenía claro que el Doctor la necesitaba con vida, así que la misión de Zac debía consistir en mantenerla a salvo. Pero, de todos modos… había podido comprobar que, en un par de ocasiones, él había actuado con más intensidad de la que era estrictamente necesaria. Además, el día en que la había capturado en Pueblofrontera, estaba segura que le había visto dudar, aunque sólo había sido durante un breve instante de tiempo.

Habían sido esos pequeños detalles los que habían hecho que Aurora empezara a mirar a Zac con otros ojos y a sentir la necesidad de conocer más sobre él. Por eso, aquella mañana, la chica se había decidido a hablar. Habían dejado el bosque atrás hacía unas pocas horas y andaban por un camino ancho y despejado que se abría lugar entre campos dorados llenos de cereales y césped silvestre. Aurora, que iba unos metros detrás de él, como siempre

hacía, apresuró sus pasos y se colocó a su lado. Zac ni siquiera la miró. ―¿Quién eres? ―dijo ella, intentando parecer segura de sí misma, a pesar de lo absurdo de aquella pregunta. Ahora sí le devolvió la mirada, el chico. Sin detenerse, ladeó la cabeza y clavó sus ojos sin fondo en ella, que se estremeció ante aquel gesto. ―Ya sabes quién soy ―dijo, con indiferencia, aunque, como

había sucedido con anterioridad, Aurora pudo notar un cierto matiz de duda en aquellas palabras. Aurora tartamudeó y se mordió el labio inferior. La respuesta de él la había dejado algo descolocada y tenía miedo de seguir por aquel camino. Pero no se amedrentó. Inspiró profundamente y se volvió a encarar con él. ―No. No lo sé. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Por qué me seguías, allá en la Tierra? ¿Y por qué me dijiste eso de que no tendría

que estar aquí? ¿Quién es el Doctor? ¿Y qué quiere de mí? ¡Yo no le he hecho nada! ¡Sólo quiero volver a mi casa, con mis padres! Aurora se detuvo en medio del camino e inspiró profundamente, tratando de recuperar el aliento. Había empezado lentamente pero, poco a poco, todas aquellas preguntas habían ido saliendo de sus labios sin que ella se diera ni cuenta. Necesitaba sacarlo y aquella había sido la única oportunidad que se le había

presentado para hacerlo. Zac también se detuvo. Tenía la mirada puesta en algún lugar más allá del infinito. Sus mejillas estaban sonrojadas por el frío que les había atrapado al salir del bosque y de sus labios salían bocanadas de vaho blanquecino cuando respiraba. Aurora le observó abiertamente, mientras fruncía el ceño, esperando alguna reprimenda o una negativa por su parte. Pero, para su sorpresa, él no le

reprochó su conducta, sino que empezó a hablar, pausadamente. ―Me llamo Zac, aunque algunos me conocen como el Portador de almas. No tengo casa pues siempre estoy de aquí para allá cumpliendo con mi obligación, que es la de traer almas puras para mi señor. ―¿Almas puras? ―Almas puras, como la tuya. Almas blancas, cristalinas, repletas de un poder mágico tan grande como el sol. Lord Kermiyak las

necesita para sus conjuros. ―¿Conjuros? ¿Qué conjuros? ¿Qué pretende hacer con mi alma? ―Abrir la Puerta. Zac guardó silencio durante un breve instante y Aurora tragó saliva. ―El mecanismo que la mantiene sellada está compuesto por nada menos que setecientas sesenta y siete cerraduras. Lord Kermiyak había conseguido abrir unas cuantas de ellas con su magia, pero éstas se cerraban casi al

instante. Fue hace unos ciento cincuenta años cuando se dio cuenta de que si las cerraduras no se desbloqueaban todas a la vez no podría abrirse la Puerta. Y ningún humano podía abrir las setecientas sesenta y siete cerraduras mágicas al mismo tiempo. Al menos, ningún humano convencional. ―¿Y? ¿Qué hizo? ―Diseñar un conjuro que le permitiera abrir todas las cerraduras al mismo tiempo. Aunque para hacerlo necesitaba el

mismo número de almas humanas que de cerraduras tiene. Y aquí entro en juego yo, el Portador de almas. El Doctor me concedió el don de atravesar la Puerta, de manera que puedo dirigirme a la Tierra para encontrar las almas puras que tanto anhela. >>Actualmente, cuenta con setecientas sesenta y seis almas. Por eso vine a tu mundo, a tu ciudad. Por eso te seguí. Porque tú, Aurora, eres la que hace setecientas sesenta y siete. Eres la Última alma.

La que le permitirá abrir la Puerta. La chica se quedó sin habla. Lo que le había contado la anciana Nuba era cierto… ―Pero tú eres bueno… Lo he visto. Me salvaste… ―musitó, algo confusa. ―Te salvé porque Lord Kermiyak te necesita con vida. Si mueres, tu alma escapará y se irá al cielo. Debe ser él quien te la quite, mediante su magia. Aurora se estremeció al oír aquellas palabras y toda ella tembló

como una hoja. ¿Qué horrible conjuro usaría aquel condenado brujo que se hacía llamar el Doctor para arrebatarle el alma? Se abrazó a sí misma, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. ―Mentiroso ―le espetó al joven que seguía a su lado y que la miraba sin verla―. Yo lo vi, vi como dudabas aquella vez. Vi… Aurora no pudo terminar la frase. Dio media vuelta y echó a correr. Sentía las lágrimas cayéndole por el rostro y la

vergüenza producida por todo lo que había pasado latiendo en sus mejillas. Zac la alcanzó al cabo de un centenar de metros. Se abalanzó sobre ella y ambos rodaron por el suelo. En realidad ella no había querido huir, sino hacer desaparecer todos aquellos sentimientos confusos que se arremolinaban en su mente. ¿Por qué, a pesar de todo, no le podía odiar? ¿Por qué se empeñaba en

justificarle, en tratar de convencerse a sí misma de que le había visto dudar? Ambos quedaron tirados en el incómodo suelo, Aurora tendida de espaldas sobre la superficie terrosa y Zac recostado encima de ella. El joven se incorporó ligeramente, de manera que su rostro quedó a un palmo escaso del de ella, y la miró. Aurora también le miró, observó sus labios carmesíes, que dibujaban una línea perfecta, y no se avergonzó al pensar a que debía

saber un beso de ellos. Pero no le besó. En vez de eso levantó la mano derecha y con ella acarició la mejilla de él, con torpeza, pues estaba temblando por el miedo, la vergüenza y el frío. ―No quiero morir… ―susurró, como si le hiciese la confesión más personal que jamás hubiese hecho. Zac no dijo nada, ni tampoco se movió. Se quedó unos instantes mirándola, en la misma posición en que había quedado; unos instantes

que parecieron una vida. Luego giró la cabeza hacia otro lado y se puso en pie. ―Vamos ―fue todo lo que le dijo antes de volver al camino. Aurora se levantó. Lo había vuelto a ver en sus ojos, a pesar de todo, como si de un centelleo se tratase. En cualquier otra ocasión habría pensado que era producto de su imaginación pero, en aquellas circunstancias, sabía que no lo era. Había algo en el fondo de aquellos ojos, aunque fuera muy, muy en el

fondo.

8. Ninguna Parte Aurora

abrió los ojos. No recordaba muy bien dónde estaba y tampoco podía situarse porque todo a su alrededor estaba oscuro. Probablemente sería de noche todavía. Se sentía cansada y tenía el cuerpo magullado por los tres días seguidos de camino. Aun así se puso en pie, no sin esfuerzo, y trató de buscar a Zac a tientas. Pero no dio con él. Ni con

nada. ¿Por qué estaba todo vacío? ―¿Hola? ¿Hay alguien? ―susurró. Pero no hubo respuesta y la chica echó a andar hacia ninguna dirección en concreto. Mientras caminaba, se sorprendió de ver que, a pesar de la negrura, podía verse a sí misma en un extraño efecto. Era como si en el fondo no estuviera oscuro sino que en realidad no hubiese nada a su alrededor. Y recordó aquel lugar:

era el mismo en el que había estado al cruzar la Puerta y en el que había visto a Alberto. Entonces, sin previo aviso, la oscuridad que la rodeaba empezó a desvanecerse y en cuestión de segundos la cegó una luz intensa; la de los rayos de sol que se reflejaban en el manto de nieve que cubría el paisaje dónde se hallaba ahora. ¿Cómo había llegado hasta allí? Porque, de repente, se

encontrara en la cima de una montaña y a su alrededor solamente podía ver nieve y más nieve. Montañas de fría nieve virgen. Un escalofrío la sacudió entera. Con la irrupción del nuevo paisaje, la temperatura se había vuelto insoportablemente fría. Aurora empezó a tiritar mientras se abrazaba a sí misma. No podía recordar dónde había dejado la chaqueta. ¿Se la habría quitado para dormir? Era extraño, porque durante esos días no lo había hecho

nunca; el frío de la noche era demasiado intenso para prescindir de esa prenda. Pero no había rastro de ella y el jersey que llevaba puesto no la abrigaba lo suficiente. Poco a poco, la baja temperatura empezó a calarla. Apenas sentía las puntas de los dedos y tenía los pies helados. Además, cada bocanada de aire que salía de su boca dibujaba una nubecilla de vaho blanco. “Tengo que moverme” comprendió. “¡O moriré

congelada!”. Empezó a caminar, despacio, porque la nieve le llegaba hasta las rodillas y las deportivas que llevaba no eran el calzado más adecuado para la montaña. Pero no se detuvo. Ni siquiera cuando empezó a nevar, ni cuando la nevada se convirtió en tormenta y la intensa cortina de borlas blancas que caía del cielo no le permitía ver más allá de unos metros. Sólo cuando empezó a sentir que se le dormían las piernas y el

frío era tan intenso que se le clavaba en la piel como afiladas cuchillas, interrumpió su marcha. Cerró los ojos. No podía pensar con claridad porque sólo sentía frío. Y entonces lo oyó: un grito. Aurora alzó la cabeza. ¿Había oído bien? ¿O había sido producto de su imaginación? ―Piensa en algo bonito. Miró en derredor. ¡Esa vez si lo había oído! De repente, la tormenta de

nieve había desaparecido y volvía a brillar el sol. ―Piensa en un lugar que ames. Ella quiso decir algo, pero no le salieron las palabras. ―Sólo hazlo ―insistió la voz. Y lo hizo. Dejó la mente en blanco y se concentró en un sitio que le traía recuerdos agridulces: era la montaña dónde había conocido a Alberto, aquella vez que había ido de acampada con una amiga. Y todo a su alrededor volvió a

cambiar. Ya no había nieve, ni hacía frío. Ahora sólo había un camino que seguía el contorno de un monte rodeado de árboles. ―Yo también recuerdo éste lugar. Aurora se dio la vuelta, asustada. Había alguien con ella; el mismo que le había estado hablando, animándola a no rendirse. Un chico alto y fuerte, de pelo castaño y sonrisa dulce. Un chico al que conocía muy bien. ―Alberto… ―susurró ella, al

reconocerle. ―Ese soy yo ―dijo él, afable. Sus miradas se cruzaron apenas unos instantes antes de que ambos se fundieran en un tierno abrazo. Pero éste terminó enseguida, pues Aurora pudo sentir que el cuerpo de Alberto se desvanecía entre sus brazos, como le había sucedido la vez anterior. ―¿Por… por qué te desvaneces? ―preguntó ella, angustiada. ―Porque así lo deseas

―respondió él, de forma enigmática. ―¿Qué? ¡Pero qué dices! ¡Eso no es cierto! Aun así, Alberto no dejó de sonreír. Se apartó un poco de ella y fijó la mirada en el infinito. ―Estamos en Ninguna Parte ―explicó―. En este lugar, todo puede ser como queramos. Puede extenderse miles de kilómetros o ser tan pequeño como un alfiler. También puedes decidir a quién quieres ver y cómo lo quieres ver.

―¿Qué? ―repuso ella, aturdida. No estaba entendiendo nada de lo que le contaba―. Pero yo… estaba en el bosque, durmiendo… ¿Estoy soñando? Alberto no respondió. Se acercó a ella, la tomó por la barbilla y le hizo levantar el rostro. Tenía intención de besarla, pero ella apartó la cabeza en el último momento, movida por un extraño sentimiento. ―¡Lo siento! ―dijo al darse cuenta de lo que había hecho.

Pero él, lejos de enfadarse, la miró intensamente. ―Tranquila. Lo entiendo. ―¡No! No es eso… Pienso en ti cada día. ―Por eso mismo, Aurora. Para ti, ahora soy sólo un recuerdo. Y es comprensible, porque ha pasado mucho tiempo. ―¡Pero yo te quería! ―A eso me refiero: me querías. Pero ahora ya no soy aquel al que amaste, porque en tu interior ya has aceptado que estoy muerto y

que no volverás a verme jamás. Aurora se dio la vuelta. Se sentía realmente confusa. ¿Por qué le estaba hablando de aquellas cosas, Alberto? ¡Ella le había echado mucho de menos! Y, aunque en cierto modo había empezado a dejarle atrás, lo estaba haciendo por su bien. ¡No podía pasarse la vida con la mirada puesta en el pasado! ―No estés triste, princesa. ―Alberto se había acercado otra vez―. No voy a guardarte ningún

rencor por ello, porque en realidad es lo que yo quería que sucediera. Tenías que seguir con tu vida y pasar página, era la única manera de hacerlo. ―Yo... ―susurró ella, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. El silencio cayó sobre ellos como una losa. Aurora desvió la mirada hasta posarla en sus pies y jugueteó nerviosa con el puño del jersey. A pesar de que él tuviese razón, no podía dejar de sentirse

culpable, como si el hecho de empezar a mirar hacia el futuro fuera algo sumamente vergonzoso. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque el chico no había terminado de hablar: ―Por otro lado ―prosiguió―, creo que hay otra persona a quién sí quieres ver, ¿cierto? Cuando levantó la mirada, la chica se encontró frente a frente con Zac. El corazón le dio un vuelco y se volvió hacia Alberto, con la

intención de decirle que se equivocaba. Pero él le dedicó una amplia sonrisa. ―Aurora ―la miró fijamente a los ojos―, no te reprocho que te intereses por otro chico. Pero tienes que tener cuidado con éste. Bajo la atenta mirada de Aurora, Alberto estiró un brazo y empujó a Zac. El cuerpo inerte del Portador de almas cayó hacia atrás, como si fuera un simple objeto, y se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos.

Aurora dejó escapar un grito. ―¿Qué has hecho? ―le dijo, preocupada por lo que el otro acababa de hacer. ―Tranquila. No era más que el producto de mi imaginación. Si no estás en Ninguna Parte, no puedes aparecer cuando alguien te llama. >>Aunque... creo que alguien acaba de regresar. Alberto había apartado la mirada de ella y la había fijado en un punto del camino, un poco más

allá de dónde estaban ellos. Había una figura recostada en un árbol, con los brazos cruzados y los hombros caídos. Cuando el visitante alzó el rostro y apartó los rizos negros que le caían por la cara con un movimiento de cabeza, Aurora pudo ver que se trataba de Zac. Pero sin aquellos ojos vacíos. Porque ahora tenían el aspecto que cualquier mirada normal, teñidos de un color gris azulado muy peculiar. ¿Qué estaba pasando? ¿Y

quién era aquel Zac? Porque, aunque tenía el mismo aspecto que el otro, no tenía la misma mirada. Aurora quiso gritar, pero sintió que su pierna derecha se hundía en el suelo. Al darse la vuelta la encontró atrapada en un hoyo de profunda oscuridad. Trató de liberarse, debatiéndose, pero lo único que consiguió fue hundirse todavía más en él. ―¡Alberto! ―fue todo lo que pudo gritar antes de ser engullida completamente.

Cuando abrió los ojos, se encontró con la mirada vacía de Zac ocupando todo su campo de visión. Se hizo a un lado, sorprendida. Pero antes de que pudiera decir nada, él se le adelantó: ―Tenías una pesadilla. Apenas recordaba nada del sueño, éste se había desvanecido tras una niebla densa y oscura. Suspiró y trató de incorporarse. Pero un dolor punzante en la sien la

hizo detenerse. Se llevó una mano a la cabeza. Desde aquella posición, dio un vistazo a su alrededor. Estaba tendida en el suelo, sobre un lecho de hojas, a los pies de un roble. Era el mismo lugar que habían elegido para pasar la noche, la tarde anterior. Junto a ella se encontraban los restos de la hoguera que la había mantenido caliente durante el sueño. Y, cerca de éstos, Zac le había dejado algunas frutas que ella ignoró.

Había amanecido ya y un cálido sol de invierno se filtraba por entre las ramas, indicando el inicio de un nuevo día. “Otra dura jornada de camino” pensó ella, desmoralizada. Inspiró profundamente y apartó la chaqueta de chándal que se había echado por encima la noche anterior, para cubrirse del frío. Se sentía cansada, pero no sólo físicamente. Estaba harta de caminar y caminar, sabiendo que lo único que le esperaba al final de

aquel trayecto infinito era la muerte. Y la discusión que había tenido con el Portador de almas el mediodía anterior solamente había conseguido alterarla más. ―Necesito lavarme ―le dijo a Zac, mientras se ponía en pie. Eran ya tres días de trayecto con la misma ropa y empezaba a sentirse sucia. ―Tendrás que esperarte ―le respondió él―. No hay ningún río por aquí. Aurora contrajo la boca,

haciendo una mueca. Luego, guardó sus cosas en la mochila, y se acercó al chico. ―Pues entonces, a qué estamos esperando ―le espetó, de mala gana. Zac no se inmutó por su comentario, solo se puso en pie y empezó a andar. Ella le siguió, aunque no era aquello lo que habría querido. Necesitaba un poco de atención y no había manera de que él se la diera. Aunque, cuando apenas habían

andado doscientos metros, Zac le preguntó, sin siquiera volverse: ―¿No tienes hambre, esta mañana? Aurora se sorprendió ante aquellas palabras y al principio no supo qué responder; las frutas que él le había traído se habían quedado en el suelo, junto a las cenizas. Luego, tratando de hacerse la dura, murmuró: ―No, hoy no tengo apetito. Aunque, en su fuero interno, agradeció aquella muestra de

interés y la añadió a la lista de pequeños gestos que Zac había mantenido con ella. Se acercaba el mediodía cuando se detuvieron a descansar. El cielo empezaba a cubrirse de una fina capa de nubes blancas y, aunque la temperatura era relativamente agradable, empezaba a levantarse un viento húmedo y frío. Habían encontrado un riachuelo que se abría camino entre los matorrales y las rocas, y que, a

pesar de no ser gran cosa, Aurora había aceptado como suficiente. Zac desapareció enseguida, en busca de comida, dejándola sola mientras se aseaba. Ya no temía que ella pudiera escaparse y ella tampoco tenía intención de hacerlo por el momento. Acercándose al agua, que dibujaba apenas un pequeño charco cristalino entre las hojas, la chica se quitó la chaqueta y luego el jersey, quedándose con la camiseta de manga larga. Un escalofrío la

recorrió de arriba abajo. Armándose de valor, humedeció la toalla y empezó a limpiarse la piel por debajo de la ropa que se había dejado puesta, usando el jabón que conservaba de su bolsa de deporte. En ella también tenía la ropa interior de recambio, así que pudo cambiarse, rociándose con desodorante después. Finalmente, se lavó el pelo, secándolo lo mejor que pudo con la toalla. Al terminar, se sentía helada y descompuesta. El sol había

desaparecido tras las nubes y el frío se había vuelto más intenso. Para entrar en calor, se acurrucó junto a un árbol y se encogió sobre sí misma. ―Quién es Alberto. Aurora se volvió, con el corazón encogido, y se encontró con Zac, que trataba de encender un fuego con un montón de hojas secas. No le había oído llegar. Tardó unos largos segundos en analizar las palabras del Portador de almas.

―¿Cómo has dicho? ―murmuró, algo incómoda, pero muerta de curiosidad por el hecho de que él supiera sobre Alberto. ―Soñaste con él. Esta mañana, cuando te he despertado, no dejabas de gritar su nombre. Supuse que tendrías una pesadilla. La chica le observaba estupefacta. No recordaba nada y trató de hacerlo. Quizás había vuelto a soñar con su muerte… No. No había sido un sueño. Ahora lo recordaba. Le había visto.

Y a Zac… ¡Qué tenía la mirada llena de vida! Aurora se incorporó y miró fijamente al Portador de almas. Pero él seguía como siempre, con su actitud ausente. La chica sacudió la cabeza. Había sido sólo un sueño, muy real, pero sólo un sueño. Zac había encendido el fuego al fin y Aurora se arrodilló junto a las llamas para entrar en calor. A su lado había un animalillo muerto. Desvió la mirada asqueada. No

podía soportar la muerte de seres indefensos, pero sabía bien que seguía viva gracias a ellos. ―Alberto era mi novio ―dijo de repente, mientras miraba a Zac de reojo. El chico no le devolvió la mirada, seguía ocupado con el fuego y la comida, pero Aurora intuyó que la escuchaba y siguió hablando. ―Empezamos a salir hace dos años. Una amiga me convenció para ir de acampada con el grupo de

montañismo del colegio y allí nos conocimos. Él estaba en un curso superior. Creo que lo nuestro fue amor a primera vista, aunque yo no me atrevía a decirle nada ―dijo, sonriendo―. Fue una noche, cuando jugábamos al escondite en medio del bosque con el grupo, cuando me dijo que le gustaba. Yo no sabía dónde esconderme y él me había cogido de la mano y me había llevado tras las tiendas. Nadie había pensado en aquel lugar y estábamos los dos solos, sentados

de lado y riendo a carcajadas porque Susi, que en aquel momento era la que buscaba, no daba con nadie. Y entonces me miró fijamente y, sin dejar de sonreír, me dijo: “Me gustas”. Y a mí, el corazón me dio un vuelco. No creía haberle oído bien y por eso no le respondí. Pero él volvió a repetirlo y entonces yo también le dije lo que sentía. Aurora hizo una pausa porque los ojos se le habían llenado de lágrimas. Había empezado a hablar

sin pensar y, poco a poco, le había ido saliendo todo. Nunca le había contado aquella historia a nadie después de que Alberto muriera, no había llegado a intimar lo suficiente con ninguno de sus compañeros de clase para abrir su corazón de aquella manera. ―Murió…―dijo, con la voz rota―, murió en un accidente de tráfico. Alberto vivía en el pueblo vecino e iba cada día al instituto en moto. Pero una mañana no llegó. Estuve esperándole más de tres

horas, en la puerta del colegio, antes de que alguien viniera a buscarme… antes de que… La chica no pudo continuar, rompió a llorar desconsoladamente. ―Nunca encontraron su cuerpo ―gimoteó―. Cayó por un puente y la corriente le arrastró. Pero la moto y sus pertenencias aparecieron en la búsqueda policial. Y al final le dieron por muerto. Zac la observó sin decir nada, mientras ella lloraba acurrucada

sobre sí misma, murmurando frases inconexas. La chica habría querido que él la consolara, que la abrazara y le murmurara palabras dulces, o, como mínimo, que le dijera algo así como “lo siento”. Pero él no hacía esas cosas. Y cuando ella ya se hubo calmado, sólo le dijo: ―Come, lo necesitas. Aurora asintió y, tras frotarse las lágrimas con la manga de la chaqueta, cogió el muslo de conejo asado que le ofrecía. No entendía

cómo podía Zac quedarse indiferente ante un relato como aquel, era como si no tuviese corazón. Seguramente, en otra ocasión habría rechazado su ofrecimiento con malas palabras. Pero ahora estaba demasiado cansada para gritar. Y empezaba a acostumbrarse a ello. Después de almorzar, Aurora se tumbó un rato. Estaba más cansada de lo normal y el frío se le había metido en los huesos debido

al baño. Pero cuando Zac la despertó para reiniciar la marcha, ya no pudo levantarse. ―Lo siento… ―le murmuró al Portador de almas. Creía que él la reñiría y la obligaría a andar. Por eso, cerró los ojos y apretó los puños, sintiéndose muy frágil. Pero en vez de eso, Zac se arrodilló junto a ella y le puso una mano en la frente. Aurora enrojeció por aquel contacto y el alivio que le produjo aquella situación

inesperada le hizo darse cuenta que ya había gastado todas las fuerzas de que disponía. Se sentía como en una nube a pesar del malestar y el frío. Entonces, él la tomó en brazos. Aurora se impresionó por ello. Pero no protestó; no podía, porque estaba demasiado cansada. Así que se dejó llevar, acurrucada en el pecho de él, con los ojos cerrados. Y, hasta que él no la dejó de nuevo en tierra, no volvió a la realidad. El suelo estaba frío y era

especialmente duro e incómodo. La chica echó un vistazo a su alrededor y vio que se encontraban en una cueva que supuso bastante honda, pues la luz en el interior era más bien escasa. Trató de incorporarse pero tuvo que tenderse de nuevo. Sentía que le subía la fiebre y se le iba la cabeza. ―Tranquila ―fue lo último que le oyó decir al joven, antes de caer dormida. Se despertó un par de veces y, entre sueño y sueño, vio que Zac

había encendido una hoguera y le había preparado una cama improvisada con la ayuda de hojas y juncos, para que no tuviera frío. Finalmente, cayó en un profundo sueño y ya no recordó nada más. Se había dormido, lo sabía, pero una vez más se encontraba en aquel lugar lleno de nada. Ninguna Parte lo había llamado Alberto en aquel sueño. Pero… ¿por qué regresaba tantas veces allí? ¿Por

qué se había vuelto tan recurrente aquel sueño? Asqueada, dio un paso al frente y la oscuridad desapareció. Ahora se encontraba en una cueva de paredes color arena, iluminada por la luz de una hoguera que llenaba todo de matices anaranjados. Se detuvo, asustada. Alberto le había contado que en Ninguna Parte era ella la que controlaba las cosas: podía llamar a cualquiera que estuviera allí y podía hacer de aquel lugar lo que

quisiera. Pero Aurora no había deseado que sucediera aquello, no había pensado en nada especial ni había sido presa de algún estado de ánimo. De todos modos… aquel lugar le resultaba extrañamente familiar. ¡Claro! ¡La cueva! Era la cueva donde había acampado con Zac. Y entonces apareció. La hoguera cobró forma en medio del pasadizo rocoso y a su lado apareció también su cuerpo

dormido, cubierto con la chaqueta y los juncos que Zac había traído aquella tarde para mantenerla caliente. Y entonces también él cobró forma. Estaba sentado junto al fuego y miraba fijamente el vaivén de las llamas mientras lo avivaba con algunas ramillas secas. La primera reacción de la chica fue la de asustarse. Sin mirar atrás, corrió a esconderse tras un saliente de la pared, por miedo a

ser descubierta. Pero enseguida se dio cuenta de que él no la podía ver. Estaba en la cueva, pero en el fondo, era como si no estuviese. Regresó junto al fuego y se sentó en la posición opuesta a la de Zac. Él seguía en su mundo, mirando las llamas sin mucho afán, con aquellos ojos sin vida. ―¿Qué debe pasar por tu mente? ―murmuró, mientras lo veía lanzar ramitas al fuego. De repente, como si la hubiese visto u oído, él levantó la cabeza,

separando la mirada de las llamas y fijándola en ella. Aurora sintió un escalofrío. Le veía a través del fuego y sus ojos brillaban ahora con un reflejo anaranjado y tembloroso. El miedo y la vergüenza la paralizaron. Iba a decir algo, cuando el chico se puso en pie, tomó un tronco encendido a modo de antorcha y empezó a caminar pasadizo abajo. Pasaron algunos segundo antes de que la chica se diera cuenta de que en realidad no la había mirado

a ella y que aquello no había sido más que una mera coincidencia. Con el corazón aun latiendo apresuradamente, se levantó también y le siguió. Zac se había detenido junto a la entrada de la cueva. A través de la apertura, Aurora pudo ver que era de noche, una noche oscura y siniestra, y llovía a cantaros. El viento soplaba con fuerza y mecía las ramas de los árboles produciendo escalofriantes ruidos. Tuvo que abrazarse a sí

misma ante aquel espectáculo, aunque realmente no tuviese frío. Le hubiese gustado arrimarse al chico y que él la protegiera, pero no se atrevió a acercarse, y en vez de eso se limitó a mirarle desde la distancia. Entonces, cuando no había pasado ni un minuto desde que ambos llegaran junto a la entrada, la expresión de Zac, siempre tan serena e inexpresiva, se contrajo. Fue apenas un instante y Aurora parpadeó un par de veces, sin saber

si lo habría visto bien. Pero, después de sacudir un poco la cabeza, el chico pareció volver a la normalidad. Acto seguido, echó un último vistazo a la tormenta que caía y volvió hacia el interior de la cueva. Avanzó en silencio, dando grandes zancadas para regresar al campamento, mientras sostenía en alto el leño que le iluminaba el camino. Aurora también dirigió una última mirada al exterior, alegrándose de no tener que dormir

al raso en una noche como aquella, y siguió la luz que desprendía la antorcha para volver junto a él. Le alcanzó cuando llegaba. Zac devolvió el tronco a la hoguera, pero no fue a sentarse junto al fuego. En vez de eso, se acercó al cuerpo que yacía en el suelo y se arrodilló a su lado. Aurora se estremeció y unas agradables cosquillas le recorrieron el estómago. Zac estuvo en aquella posición durante un largo minuto,

observándola. Ella no sabía qué hacer, se sentía extraña al contemplar esa escena, que le parecía tan lejana y tan cercana a la vez. Ella estaba allí, de pie, alejada de aquello, pero, a la vez, era su cuerpo el que estaba en el suelo y era objeto de la atenta mirada de él. ¿Por qué la observaba de aquel modo, sin hacer ni decir nada? ¿Comprobaba su estado de salud? No entendía nada. Y cuando ya

pensaba que Zac iba a quedarse en aquella posición el resto de la noche, él recorrió el espacio que les separaba y la besó. En los labios. Aurora abrió los ojos como platos. Poco a poco, fue levantando la mano hasta posarla sobre su boca. Por extraño que pudiera parecer, lo había sentido. En aquel momento, había estado en dos sitios a la vez: había sido la Aurora dormida y había sentido la suave caricia de aquellos labios helados

sobre los suyos; pero también había sido la Aurora que estaba de pie y había visto la escena desde la distancia. Pero antes de que Aurora pudiera reaccionar, el sonido de un gemido la sacó de su ensimismamiento. El Portador de almas acababa de caer al suelo, llevándose una mano al pecho. ―¡Zac! ―gritó, alarmada. Corrió hacia él. No pensó en si aquello era o no un sueño, ni tampoco le importaba que él

pudiera descubrirla allí, espiándole. Sólo le importaba él. Pero cuando se arrodillaba junto al joven para tratar de ayudarle, todo a su alrededor se desvaneció y volvió a encontrarse en Ninguna Parte. ―Maldita sea ―se quejó. Cada vez le era más difícil separar la realidad del sueño. No sabía ni dónde estaba ni si lo que había visto había sido real o no. ¿Le había sucedido algo a Zac? ¿O había sido todo un simple

sueño? ―¡Por qué! ―gritó, fastidiada, mientras le pegaba una patada al suelo inexistente. Y luego añadió, algo preocupada―: Zac... No se sorprendió cuando el cuerpo del Portador de almas apareció delante de ella. Recordó lo que había sucedido con Alberto la noche anterior. Ella podía hacer aparecer a la gente que quisiera y aquella figura era sólo eso, un producto de su imaginación. Se acercó a él, dispuesta a descargar

su ira, y lo empujó, esperando que el objeto cayera hacia atrás y se rompiera en mil pedazos. Pero cuando posó la mano sobre el pecho de Zac lo notó cálido y suave. Le miró, sorprendida, retirando la mano rápidamente, avergonzada de haberle tocado con tanta naturalidad. Entonces descubrió que se trataba del mismo Zac que había visto en el sueño del día anterior. El que no tenía el escalofriante vacío en los ojos.

―¿Quién eres? ―le preguntó ella. El otro Zac no respondió, sólo se acercó a ella y la besó, como había visto hacer al Portador de almas en la cueva. ―¿Qué haces? ―protestó Aurora, mientras daba un paso hacia atrás. La había cogido desprevenida y no había tenido tiempo de reaccionar. Zac la acababa de besar y no quería que nadie más lo hiciera.

Pero… ¡él era Zac! ¿Entonces…? Iba a decir algo, pero él se le adelantó. Aunque ella no le pudo oír, sólo pudo contemplar, atónita, como él movía los labios sin emitir sonido alguno. Trató de acercarse más a él para oírle mejor. Pero, al dar un paso al frente, cayó en el hoyo que siempre se la llevaba de aquel lugar. Esta vez no trató de escapar. Dejó que la nada la tragara mientras miraba a aquel que le era

tan conocido y desconocido a la vez. Cuando despertó, su captor seguía sentado junto al fuego. Ella volvía a tener aquel horrible dolor de cabeza, pero esta vez sí recordaba todo el sueño con claridad. Se incorporó un poco, para poder verle mejor, pero un mareo la sacudió y tuvo que acostarse de nuevo. Afortunadamente, parecía que él estaba bien. Por un momento

había temido encontrarle muerto al regresar. ―No te levantes ―le dijo Zac, al ver que ella se movía―. Si necesitas algo, sólo pídemelo. ―No… yo… Es sólo que… ―tartamudeó ella. Quiso preguntarle si se encontraba bien. Pero él la interrumpió antes de hacerlo: ―Duérmete. La réplica cortante le sentó como una bofetada. Al final, todo lo ocurrido no habría sido más que un

sueño. El beso, el ataque, Ninguna Parte... Seguramente, habrían sido sólo productos de la fiebre. Suspiró, desanimada, y se arrebujó mejor bajó la manta vegetal que la cubría. ―Buenas noches ―susurró, sin ánimo.

9. Mira y Maya Tres

días estuvieron en aquella cueva, los que tardó Aurora en recuperarse. Durante aquel tiempo, Zac había cuidado de ella del mismo modo que lo había hecho durante el trayecto: había mantenido vivo el fuego, yendo al bosque a por leña, había salido a cazar y a recoger frutas para comer y había ido reponiendo el agua de la botella de

Aurora, cada vez que ésta se terminaba. De todos modos, la relación que había entre ellos apenas había evolucionado lo más mínimo. Casi no habían intercambiado palabra en aquellos tres días, a pesar de que Aurora lo había intentado en más de una ocasión, iniciando conversaciones que pronto terminaban en silencio. Y al final, el sueño del beso había caído rápidamente en el olvido, como si jamás hubiese sucedido o como si

solamente hubiese sido una mala jugada de su subconsciente. Además, la chica no había regresado a Ninguna Parte ni tampoco había visto que el Portador de almas mostrase una actitud especial o distinta. Aquella mañana había amanecido tranquila, comparada con los días de tormenta que dejaban atrás. No había salido el sol y el cielo seguía cubierto de finas nubes blanquecinas que dibujaban formas caprichosas en el

cielo. Pero, a pesar de ello, la temperatura había subido ligeramente y la caminata al aire libre se hacía bastante agradable. Retomaron el camino que habían abandonado por la enfermedad de Aurora. A ella le sorprendió la calma que rodeaba aquellos parajes. A pesar de haber pasado por campos de cultivo y recorrer un paso despejado que indicaba viajes habituales, durante el trayecto no se habían cruzado con nadie y los únicos seres vivos que

habían visto eran los pájaros en el cielo y alguna ardilla o conejo despistados que cruzaban el camino. Se detuvieron un par de veces antes de mediodía, porque la chica aún se sentía débil y fatigada y necesitaba descansar a menudo. Pero en el último tramo, cuando ella ya no podía más y le había pedido al Portador de almas que la dejara reposar un poco, él respondió: ―Aguarda un poco.

Llegaremos en seguida. A ella le sorprendió aquella respuesta. ¿Iban a algún lugar en concreto? ¿O era que estaban llegando a su destino? Durante sus días de convalecencia había dejado de pensar en ello, estaba demasiado ocupada recuperándose y las atenciones de Zac le habían hecho olvidar que en realidad la muerte aguardaba a la vuelta de la esquina. Pero ahora que le oía decir

aquello... ―¿Vamos a algún sitio? ―preguntó, acelerando el paso para ponerse a su lado. Tras innumerables charlas frustradas en la cueva y confesiones de lo más íntimas, Aurora había terminado por perderle el miedo a Zac y ya no sentía tanto pudor al hablarle. Tampoco mostraba reparo en hacerle preguntas directas sobre cualquier cosa. Había entendido que, a pesar de todo, él también era una persona, como ella, y que

aunque pareciera imposible, debía tener corazón en algún lugar recóndito de su cuerpo. Además, solía ser suficientemente cortés para responder directamente cuando se le preguntaba. ―Hay un pueblo cerca de aquí ―explicó él―. Aún estás débil y necesitas descansar. Pero no en el frío e incómodo suelo de una cueva. Por eso te llevo allí. Hay una posada donde podremos quedarnos algunos días. Lord Kermiyak puede esperar si sabe que es por tu bien.

Aurora se quedó pensativa. No terminaba de entender la actitud del Portador de almas. ―¿Por qué te tomas estas molestias conmigo? ―le preguntó, directamente, pero sin mirarle―. Da igual que enferme o no. Voy a morir de todas formas. Deberías preocuparte sólo de llevarme ante tu señor. Al principio Zac no respondió. Siguió andando, con la cabeza alta y la mirada perdida en la lejanía. Pero después, cuando Aurora ya

había vuelto a quedarse rezagada y trataba de acelerar el paso para no perderle, segura de que no iba a obtener respuesta, él se volvió y dijo: ―Sólo quiero que estés bien. No había sentimiento en aquellas palabras ni tampoco expresión en su rostro. Pero, de todos modos, Aurora agradeció el comentario y lo añadió a la lista de cosas por la que su corazón seguía oponiéndose a su razón y se empeñaba en justificar los actos de

Zac. Se apresuró de nuevo y volvió a ponerse junto a él. ―Gracias ―le dijo, con las mejillas sonrojadas, un rato después. Zac había estado en lo cierto: el pueblo estaba casi a la vuelta de la esquina. El último trecho lo habían hecho despacio y Aurora había marcado el ritmo en todo momento. Además, el chico se había ofrecido

a llevarle la mochila, para que no tuviera que cargar con el peso ella sola. Pero, de todos modos, llegaron poco después de mediodía. El pueblo, que más que un pueblo parecía una pequeña ciudad, se erguía en medio de un valle y estaba rodeado de extensos campos de cultivo que lindaban con las bases de aquellas montañas que los franqueaban. No había murallas, sólo un montón de casas hechas de piedra grisácea que se organizaban en estrechas callejuelas sin forma

definida. A diferencia de la aldea que Aurora había visitado en su primer día en Udegelia, aquel lugar estaba lleno de vida. Los niños correteaban por las calles, persiguiéndose o jugando a ser poderosos guerreros, mientras blandían deformados bastones de madera. Mujeres de todo tipo iban de un lugar a otro, cumpliendo recados, yendo a comprar o charlando con una vecina. Muchos de los bajos de los edificios (la

mayoría de los cuales tenía tres plantas) estaban abiertos al público y mostraban prósperos negocios, como herrerías, sastres o cesterías. Aurora se dejó guiar por Zac a través de las callejuelas. Se sentía extrañamente cohibida al cruzarse con tanta gente desconocida después de aquellos días de aislamiento. Y tampoco ayudaba el hecho de que los aldeanos la miraran de aquel modo tan extraño, mezcla de miedo, rencor y compasión. Nadie la

conocía, eso era cierto, pero sí conocían al chico que iba con ella. El chico que la llevaba con él. Todo el mundo en Udegelia conocía al Portador de almas y nadie se atrevía a enfrentarse a él, ya que era el emisario del Doctor y sus órdenes eran ley en todo aquel mundo. Se detuvieron delante de un edificio más grande que los demás. Éste estaba hecho de piedra grisácea, como el resto, y tenías las puertas y los marcos de las

ventanas pintadas de color verde oscuro. Había dos grandes toneles junto a la entrada sobre los que descansaban jarrones con flores y en el cartel de madera que colgaba encima del portal podía leerse “Auberge”. La hoja de la entrada estaba entreabierta y el Portador de almas entró sin llamar. Aurora le imitó. El recibidor de la posada consistía en una pequeña y acogedora salita, llena de la cálida luz que entraba por las ventanas que

daban a la calle. A mano derecha había un banco de madera cubierto por algunos cojines de tela roja y, a mano izquierda, una mesa decorada con un jarrón lleno de flores, que desprendían un agradable aroma que se esparcía por todo el lugar. Zac cruzó la estancia y se dirigió hacia la otra puerta que había al fondo. Dio un par de golpes sobre la lámina y aguardó. Nadie respondió. Repitió la operación. Nada.

Se disponía a abrir cuando alguien lo hizo antes que él, desde el otro lado. Desde la penumbra del pasadizo emergió la figura esbelta de una mujer joven. Zac no hizo ningún gesto al verla, ni siquiera cambió la expresión de su cara; pero sí lo hizo Aurora, que se quedó pasmada al ver a la desconocida que había entrado. Era muy alta para ser una mujer, casi tanto como lo era Zac, y su cuerpo dibujaba unas formas casi

perfectas, como si fuera una modelo de anuncio publicitario. Tendría unos veinticinco años. De cabellos largos, muy largos, y lisos, de color cobrizo, que llevaba recogidos con una cinta que se anudaba al final de su melena. Su rostro, blanco como la nieve, era el más bello que Aurora hubiese visto jamás: de nariz pequeña, mejillas suavemente sonrosadas y labios gruesos de color rojo sangre, coronado por unos ojos grandes y… vacíos. Aurora tuvo que reprimir un

gesto de sorpresa al ver los ojos de aquella mujer. Eran los mismos que los de Zac. ―Mira ―murmuró el joven, a modo de saludo, sacando a Aurora de su trance. Así pues, ellos dos se conocían… La mujer preguntó algo en lo que Aurora supuso que sería faranés y, en respuesta, Zac asintió con la cabeza. Mientras los otros dos conversaban, ella no pudo evitar repasar de pies a cabeza a la

recién llegada. Vestía una camisa roja de terciopelo, de mangas anchas que se anudaban a sus muñecas en un puño de encaje, ajustada al cuerpo con un corsé negro ribeteado con tiras de piel de color pálido y que dejaba al aire la base de su cuello y sus clavículas. Del mismo color oscuro eran las mallas y las botas de piel que le cubrían la pierna hasta medio muslo, así como los guantes bajo los que escondía las manos. Entonces, interrumpiendo la

charla de los otros dos y llamando la atención de Aurora, que seguía fascinada contemplando la belleza de Mira, irrumpió en la sala una niña de unos diez u once años. Todas las miradas se pusieron sobre ella y la niña sonrió, complacida. Era casi tan delicada como Mira, larga y esbelta como un junco, pero su cuerpo apenas tenía formas, a pesar de que ella intentaba dibujarlas con un apretado corsé y unas mallas ajustadas. Su

melena rizada era rubia y danzaba de un lado para otro con cada uno de sus movimientos. Y sus ojos, de color verde oliva, parecían cínicos, casi malvados; no tenían nada que ver con los de Zac o los de Mira. Tras su entrada triunfal, la niña se acercó al Portador de almas y le comentó algo, en un tono de voz que no gustó nada a Aurora. De todos modos, él no pareció sobresaltarse demasiado con las palabras de la otra y se limitó a responderlas con una frase corta y

monocorde. En respuesta, ella chasqueó la lengua y le dirigió una mirada de desprecio a Aurora. ―Así que tú eres la Última alma ―le dijo, en su idioma―. Pues es verdad que no tienes muy buen aspecto. Estas marayas… ¡no aguantan nada! ―dijo, mientras se reía. Luego se pavoneó por la salita, como si tratara de comprobar alguna cosa. ―Bueno ―añadió, tras su desfilada―, supongo que a Lord

Kermiyak no le importará que nos retrasemos un par de días. Al fin y al cabo, ya eres la última. Nos quedaremos aquí hasta que estés bien, para que no te nos mueras por el camino ―le dijo a Aurora. Luego se volvió hacia Zac y añadió―: Y luego os guiaremos hasta el castillo. Por si las moscas. Un silencio tenso se dibujó en el aire. La niña de pelo rizado seguía frente a Zac y le miraba con odio. El chico, por su parte, le devolvía

su fría e impenetrable mirada. Finalmente ella desvió los ojos y se volvió hacia su compañera. ―Allez, Mira. La joven asintió y cruzó la salita de madera en dirección a la puerta. Antes de imitarla, la niña de pelo rizado se volvió hacia Zac una última vez y le dijo: ―Parece que se te ha metido algo en los ojos, Primero. Ve con cuidado. Después le dirigió una sonrisa malvada y fue al encuentro de su

compañera. ―Nos veremos luego ―añadió, antes de desaparecer tras la puerta de entrada―. No intentéis nada raro porque os estaremos vigilando. Volvían a estar solos. Aurora se sentía confusa después de aquel encuentro. No había entendido mucho de lo que había sucedido y aquellas chicas, especialmente la más pequeña, habían tratado a Zac como a un

simple criado. Además, habían hablado como si fuera el mismo Lord Kermiyak quien las hubiese enviado. ¿Significaba eso que el Doctor tenía otros siervos, aparte de Zac? De repente, mientras pensaba en todo aquello, le sobrevino un pequeño mareo. Estaba cansada por el camino y por el momento de tensión anterior, y, además, todavía se sentía débil por los días de convalecencia. Pero antes de que llegara a caer al suelo, Zac la cogió

en brazos. ―Estoy bien ―trató de decirle. Pero su voz sonó como un murmullo. El mundo entero parecía desvanecerse a su alrededor y los sonidos se difuminaban hasta hacerse imperceptibles. Entre el vaivén de su consciencia, pudo distinguir que Portador de almas dejaba la salita y se adentraba en la pensión en busca del propietario. Cuando al fin despertó, sobresaltada, se encontraba tendida

en una cama de sabanas suaves que olían a lavanda. ―¿Qué ha pasado? ―dijo, nerviosa, aunque sin dirigirse a nadie en particular. Le respondió la voz de Zac: ―Te desmayaste. Aurora le buscó con la mirada y le encontró de pie junto a una ventana por la que se colaba la luz del atardecer. Su aspecto era el de costumbre y sus ojos ofrecían el mismo vacío de siempre, pero, aun así, a ella le parecieron más cálidos

que de costumbre. ―¿Tú me has traído aquí? Él asintió una sola vez y devolvió la mirada al exterior. Aurora observó la estancia en la que se encontraba. Era una habitación amplia, bien iluminada. La cama ocupaba el centro de la misma y junto a ella se encontraba la ventana por la que Zac miraba. A su derecha había un arcón de madera rojiza cubierto de grabados y a su izquierda un pequeño escritorio, hecho del mismo

material, sobre el que descansaba un jarrón parecido al que había visto en el recibidor, decorado con las mismas flores azules y blancas. Aurora quiso levantarse, pero el Portador de almas se lo impidió. ―Descansa, ahora que puedes. Yo me quedaré aquí por si acaso. “¿Por si acaso?” pensó ella, “No voy a escaparme si es lo que piensas”. Pero no dijo nada. Se limitó a sentarse en la cama, de manera que su espalda quedaba

confortablemente recostada en el respaldo. ―¿Quiénes eran aquellas chicas? ―quiso saber. ―Mira y Maya. Las hijas del Doctor. ―¿Qué? ―exclamó, sorprendida. En aquel instante, Aurora se dio cuenta que en ningún momento se había planteado cómo era aquel hombre que quería robarle la alma. “Si tiene hijas debe ser un hombre algo mayor…” dedujo.

Aunque rápidamente cayó en la cuenta de que eso era algo relativo, puesto que el brujo tenía el poder de la inmortalidad. A lo mejor tenía docenas de hijos e hijas y si ellos no gozaban de la inmortalidad, como él, podían ser mayores que su propio padre. Incluso podían haber muerto años atrás. ¡Qué mundo más confuso, aquel de Udegelia! ―Antes ―prosiguió Zac, que no había terminado de hablar―,

Mira y Maya se encargaban de mantener el orden en los pueblos rebeldes. Pero en los últimos tiempos la gente ya no se enfrenta al Doctor; se han acostumbrado a él y muchos ven con buenos ojos lo que quiere hacer. Además, ya no roba almas dentro de los dominios de Udegelia. Siempre trae gente de la Tierra. >> Por eso, últimamente Mira y Maya también se encargaban de ir en busca de almas a la Tierra, como hago yo. Mira también tiene el don

de atravesar la Puerta y Maya es una gran hechicera con una excelente capacidad para llevar a las almas hasta el castillo de Lord Kemiyak. Quedaron de nuevo en silencio. Aurora trataba de asimilar toda aquella información cuando recordó algo que Maya había dicho. Levantó la mirada y observó fijamente al chico. ―¿Y por qué no se fían de ti? Zac también levantó la mirada

y la cruzó con la de ella. Pero no contestó. Y Aurora tampoco pudo leer nada en aquellos ojos vacíos que no transmitían sentimientos. De pronto, el joven se apartó de la ventana y se dirigió hacia la puerta. ―Será mejor que me vaya ―dijo, poniendo la mano sobre la manilla. Pero ella le detuvo, saltando de la cama. ―¡No! ¡Espera! Corrió hacia él y le obligó a

darse la vuelta hasta quedar frente a frente. Se miraron en silencio. Aurora no sabía muy bien por qué había hecho aquello. Pero no importaba. No podía dejarle ir, le necesitaba a su lado, aunque fuera el siervo de su enemigo. Y, a pesar de la vergüenza que sentía en aquel momento, levantó la mano y apartó con suavidad algunos cabellos que caían por la frente de Zac y le cubrían los ojos. Los observó durante un tiempo, ignorando la

extraña sensación que le producía hacerlo, y recordó la primera vez que los había visto, a través del reflejo del espejo del recibidor de su casa. Aurora sonrió. Habían pasado tantas cosas desde entonces… Y, aunque hacía apenas una semana que se encontraba en Udegelia, parecía toda una vida. Sí, muchas cosas habían cambiado: entre las que se encontraban sus sentimientos. Algo había empezado a crecer en su

interior con respecto a Zac. Y, aunque sabía que él la estaba llevando hacia la muerte, Aurora estaba segura que, en el fondo, quería ayudarla. ―Maya dijo que se te había metido algo en los ojos ―susurró―. Yo también lo he visto. Y le besó en los labios. Aunque sólo fue un beso corto, no correspondido. Luego se apartó y regresó a la cama.

―Puedes irte, si quieres ―le dijo, mientras se cubría con la sabana y cerraba los ojos. Zac no respondió, pero cuando Aurora levantó levemente la cabeza para comprobar qué había hecho, le encontró de nuevo junto a la ventana. No, él no le había demostrado nada, ni tampoco se lo había dicho. No había podido ver nada en sus ojos, al besarle. Pero había sido dulce, todo lo dulce que podía ser besar a alguien que no te

corresponde.

10. El verdadero Zac Aurora

cerró los ojos y dejó que su cuerpo se sumergiera en el agua templada. Al hacerlo, la invadieron un sinfín de agradables sensaciones y dejó escapar un suspiro. ¡Hacía tantos días que no podía tomar un baño caliente! ―Quizás sea el último… ―murmuró para sí misma. Pero no dejó que la tristeza la venciese. Se sumergió bajo el agua

y aguardó unos instantes, como si de aquel modo los malos pensamientos fueran a desaparecer. Cuando salió, el flequillo le caía por la cara, formando pequeñas ondas que se enganchaban sobre su frente. Se puso en pie y sin salir del cubo, se frotó con un trapo que previamente había restregado por una pastilla de jabón natural. Luego se echó un poco de agua por encima para enjuagarse y salió de la bañera improvisada.

Rika, la dueña de la posada, había sido muy amable al prepararle el baño caliente, a pesar del trabajo que comportaba aquello (había tenido que calentar el agua en una olla de la cocina); pero en cuanto se había enterado de que Aurora había estado enferma, la mujer se había negado en redondo a que la chica tuviera que lavarse con las gélidas aguas del pozo. También le había proporcionado ropa limpia, bastante más adecuada que la que

ella traía; y en mejor estado. Aurora cogió una túnica de lana que había en la silla al lado del tonel y se la puso encima de la camiseta deportiva que conservaba en la mochila. Picaba un poco y además resultaba algo pesada, pero era cálida. Después, se volvió a enfundar los tejanos, que aún resistían, y finalmente se calzó unos botines de piel que Zac le había conseguido en el pueblo. Estaba lista. Salió de la habitación que

Rika le había cedido para asearse. El pasillo estaba tenuemente iluminado por unos fanalillos rojos de papel que pendían del techo y en el aire se olía un agradable aroma de pan recién horneado. “El desayuno” pensó ella, relamiéndose los labios. Al fin podría comer algo más que trozos de carne chamuscada y frutos silvestres. Caminó en dirección a la habitación, donde Zac debía estar esperándola.

Se encontraba a unos metros escasos de la puerta, cuando, de repente, se oyó un golpe seco en la estancia contigua. Aurora se detuvo, con el corazón en un puño. ―Tais―toi! ―gritó alguien, desde el interior de la estancia. Aurora reconoció enseguida la voz de Maya. Asustada, se pegó a la pared, escondiéndose entre las sombras de un rincón que las luces no lograban iluminar. Algo en el ambiente había cambiado. Ahora el

pasadizo le parecía mucho más oscuro y siniestro, y los fanalillos ondeaban mecidos por una corriente helada que debía colarse por las ventanas de las habitaciones. En consecuencia, su luz rojiza se apagaba y se volvía tan tenue que parecía desaparecer. Oyó chillar a la niña una vez más, con su aguda voz infantil. Pero no hubo respuesta. En vez de eso, se escuchó un nuevo golpe, esta vez parecido al ruido de un bofetón. Finalmente, alguien respondió.

Era Mira. Pero lo hizo en faranés y Aurora no la entendió. La conversación continuó entre los gritos de Maya y los susurros de Mira, hasta que se hizo un silencio y la puerta de la habitación se abrió. Aurora se pegó más a la pared con el corazón desbocado. La figura de Zac emergió de entre la luz que salía por la abertura y la miró fijamente. Ella aguantó la respiración durante los largos segundos en los que él estuvo

plantado en el pasadizo y sus miradas se cruzaron. Pero, finalmente, el Portador de almas dio media vuelta y se dirigió a su habitación. Aurora, por su parte, se quedó en la misma posición en la que estaba. El corazón aún le latía apresuradamente y sentía todo el cuerpo en tensión. No entendía qué era lo que había ocurrido, pero el instinto le decía que no era nada bueno. De pronto recordó que las

hijas del Doctor seguían dentro de la estancia y podían salir en cualquier momento. Aurora se obligó a sí misma a centrarse. Tenía que regresar a la habitación antes de que alguien se diera cuenta de que había escuchado (aunque no comprendido) algo que no debía. Se apartó de las sombras que le cubrían, dejando que la luz rojiza de los fanalillos la bañara. El aire gélido que soplaba instantes antes se había esfumado y, aunque la posada no era un lugar

especialmente cálido, ya no sentía aquella sensación de frío punzante colándose por todo su cuerpo. Caminó con paso vacilante hasta llegar a la puerta de su habitación. Una vez allí, levantó la mano, con el puño cerrado. Pero la detuvo a escasos centímetros de la madera. Movida como por un resorte, abrió de golpe y sin llamar. Las bisagras chirriaron. El contraste entre la penumbra del pasadizo y la intensa luz que entraba por la ventana la cegó

durante unos instantes. Parpadeó un par de veces y observó la habitación. Zac estaba de pie junto a la cama, mirando por la ventana, bañado por la luz grisácea que entraba a través de los cristales. Ella se sonrojó al descubrirle en aquella actitud tan relajada y aguardó unos instantes, en silencio, observándole, antes de encontrar la voz que parecía haber perdido, para llamarle. ―¿Zac…?

Él se volvió y, durante una milésima de segundo, la chica pudo ver al Zac de ojos grises ante ella. Aurora no sabía si había sido una mala pasada de su subconsciente o realmente le había visto, pero la imagen se había desvanecido con demasiada rapidez. Y entonces todo a su alrededor se esfumó y ella cayó y cayó, hasta perder el sentido. Al despertar, se encontraba en Ninguna Parte. Se puso en pie de un

salto y corrió hacía ningún lugar en concreto. ―¡No, no, no! ¡Espera! ¡Quiero volver! ―gritó, enfadada. No sabía a quién se dirigía ni si había realmente alguien detrás de todo aquello, pero necesitaba desahogarse y echar la culpa a alguien. Había estado tan cerca de descubrir lo que se ocultaba tras aquellos ojos sin vida… Se sentó en el suelo, de mal humor. No quería estar allí, perdiendo el poco tiempo de que

disponía. Y entonces cayó en la cuenta: ¡Alberto! Él sabía algo de lo que escondía tras la mirada de Zac. La última vez había estado a punto de contárselo, pero Aurora había dejado Ninguna Parte demasiado pronto. Además, parecía conocer aquel lugar mejor que ella. Quizás podría ayudarla. Tenía que traerle, como fuera. Entrelazó las manos a la altura del pecho y cerró los ojos, como si rezara. Se concentró en la imagen

del chico de pelo castaño y mirada vivaracha y dejó que sus labios formaran el nombre de él. Así estuvo, durante un rato, sin encontrar ninguna respuesta. Empezaba a creer que aquello no funcionaría cuando una voz le hizo dar un respingo: ―Estoy aquí. Aurora se dio la vuelta de un salto. Alberto estaba ante ella, con las manos en la cintura, sonriendo abiertamente, como siempre hacía. Ella también sonrió al reconocerle.

―¡Alberto! ―¿Por qué siempre que vienes te rodeas de oscuridad? ―observó él, mientras se acercaba, mirando a su alrededor. ―No lo sé. Falta de costumbre, supongo. Acto seguido se encontraron en un parque muy concurrido, con una gran fuente rodeada de bancos de madera, bajo un cielo tan azul que deslumbraba. Un parque parecido al que había cerca de donde vivía Aurora.

Aunque para ella aquello se le antojaba como un simple decorado. Se apoyó en un banco, sin llegar a sentarse, hundiendo los hombros. ―Voy a morir, Alberto. La expresión del chico cambió por completo y se volvió seria y melancólica. Había autentico dolor en sus ojos, dolor por saber que aquello que Aurora decía era cierto. ―Y cuando esté muerta ―añadió ella, tratando de

sonreír― entonces estaremos juntos, ¿verdad? Vendré aquí contigo. En un principio, y ante las amargas palabras de la chica, él la abrazó tiernamente. Pero pasados unos segundos y a pesar de que ella ya había hundido el rostro en su pecho, donde derramaba lágrimas, la apartó. Aurora le dirigió una mirada desconcertada. ―No ―dijo Alberto. ―¿No?

―No es conmigo con quien quieres estar. Ni tampoco me has llamado para esto. Ella dudó, sintiéndose ligeramente culpable, pero al final dijo: ―Alberto, estoy asustada. ¡No sé qué hacer! He intentado luchar, pero no soy lo suficientemente fuerte. ―Deja que él te eche una mano. ―¿Él? ―Ya sabes a quién me refiero.

Aurora enrojeció levemente. ―Pero... ¡Tú me dijiste aquella vez que tuviera cuidado con él! ¡Y que no dejara que me atraparan! ―Lo sé. Pero ahora sé que puedes confiar en él, porque sé que no está de parte de Lord Kermiyak. ―¿A qué te refieres? Pero Alberto no respondió a su pregunta. En vez de eso, dijo: ―No debes temerle. Quiere ayudarte. ―¿Ayudarme? ¿De verdad?

¿Cómo lo sabes? ―Porque le conozco. ―¿Que le conoces? ―preguntó ella, estupefacta. Pero en ese momento, el suelo se volvió flácido y Aurora sintió que se hundía en él. ―¿Cómo puedes conocerle si estás muerto? ―chilló, cuando ya se había sumergido hasta la cintura, intentando agarrarse a un suelo inexistente. Se iba demasiado rápido, el tiempo se escabullía sin remedio,

ya estaba sumergida hasta los hombros y era cuestión de un par de segundos que desapareciera de Ninguna Parte. Pero, entonces, el rostro de Alberto, con sus duras facciones y sus ojos marrones llenos de alegría, se acercó a ella hasta casi rozarla y de sus finos labios brotaron aquellas palabras: ―¡Porque el verdadero Zac está aquí conmigo!

~Segunda parte~ El castillo de Lord Kermiyak

11. Compañeros de viaje La

plaza mayor de Pueblofrontera, que se abría lugar entre las calles del centro, estaba llena hasta arriba. Alby avanzó por entre las hileras de gente apelotonada en el reducido espacio hasta llegar a la primera fila, donde le esperaba su hermana Nannette. ―¿Estás segura de lo que vas a hacer? ―le preguntó a la joven,

cuando estuvo junto a ella. La mujer de tez pálida jugueteó con la trenza que recogía su larga melena de color oscuro, enrollándola en uno de sus dedos mientras pensaba. Pasados unos instantes, levantó su mirada, negra como la noche, y la clavó en él. ―No ―murmuró con su suave voz, llena de miedo y duda.―Pero… ¿qué más podemos hacer? Alby, que era tan moreno como ella, se rascó su espesa barba

y observó a la mujer en silencio. ―Supongo que nada ―reconoció, ante la dureza de las palabras de ella. Luego dio un vistazo en derredor, para volverse de nuevo hacia Nannette―. ¿Estamos todos? ―Me parece que sí. ―Bien, pues. Será mejor que empecemos. Ella asintió y se dirigió hacia la tarima improvisada que habían hecho usando una mesa baja y que habían colocado al fondo de la

plaza. Alby la observó mientras se subía a la madera: se la veía pequeña y frágil, casi una niña, aunque él sabía que de niña le quedaba poco. Nannette contaba veintiséis años y muchas vivencias a sus espaldas. Aunque nada comparable a lo que se traían ahora entre manos. ―Por favor ―empezó la mujer, levantando ambas manos para llamar la atención del resto de aldeanos. El alboroto que había en la

plaza no se detuvo y la voz de Nannette murió ahogada entre las conversaciones de los presentes. ―Por favor ―insistió, elevando el tono sin resultado. ―¡Atención! ―gritó Alby, de repente, haciendo uso de su potente voz. Todo el mundo guardó silencio y ella agradeció el gesto. ―Con permiso del gobernador... ―empezó. El hombre, que se hallaba en un rincón apartado de la

muchedumbre, hizo un gesto despectivo con la cabeza, como queriendo decir que aquello no era cosa suya. ―Vecinos de Pueblofrontera ―prosiguió ella―, sabéis que anteayer fue encontrado el cuerpo sin vida de mi abuela, la curandera Nuba. Sabéis también a qué se debió su muerte: el Portador de almas acabó con ella porque ayudó a la niña maraya. ―¡Ella se lo buscó! ―gritó alguien de entre el público.

Se hizo un silencio sepulcral. ―¿Que se lo buscó? ―repuso Nannette, severa. Nadie respondió. ―Mi abuela sólo quería proteger a una pobre niña; protegerla de una muerte segura. ¿No es cierto que no os gustaba que el Doctor robara almas a vuestros hijos e hijas, a vuestros hermanos y hermanas, a vuestros esposos y esposas? Aquella niña no quería morir y mi abuela sólo trataba de darle una oportunidad ―sentenció,

lanzando una mirada severa a aquel sector del público del que había venido la contestación. >>Pero, en realidad, no es de eso de lo que he venido a hablar. Me da igual lo que un atajo de egoístas como vosotros pueda pensar de mi abuela. Lo que ocurre es que hay ciertos hechos relacionados con su muerte que creo que deberías saber. Todo el mundo la miró en silencio, preguntándose a qué se refería. Nannette no se dejó

amedrentar por aquellas miradas. En vez de eso, bajó de la tarima y se dirigió hacia un rincón mal iluminado al que nadie había prestado atención. Una vez allí, se arrodilló, sosteniendo el pliegue de su falda de lana, y estuvo en aquella posición durante unos instantes. Después volvió a levantarse y se hizo a un lado. Un wingli apareció de entre las sombras, dando pequeños saltitos mientras arrastraba sus largas orejas al avanzar. El silencio

que había reinado en la plaza durante aquellos momentos se convirtió en un suave murmullo de sorpresa. El wingli dio un salto y subió a la mesa. ―¿Qué hace un wingli aquí? ―dijo una voz de mujer, con cierto deje de miedo. No todos en Pueblofrontera conocían la existencia de la mascota de Nuba. ―¡Tranquilizaos! ―intervino Nannette―. Se llama Shiu y tiene

algo que contaros. El animal meneó sus dos largas colas de ardilla, mientras observaba a los aldeanos. Sabía que no era bien recibido en Pueblofrontera y menos ahora que Nuba había muerto. Su especie les recordaba a los humanos los tiempos en los que la magia estaba permitida, los tiempos en que Lord Kermiyak todavía no había llegado al poder. Pero también sabía que si estaba allí era precisamente por

eso: para darles la oportunidad de luchar por lo que habían perdido. ―Para aquellos que no lo sepáis, yo conocía a Nuba ―inició su discurso el animal―. Se puede decir que era su wingli, aunque ella siempre respetó mi libertad y no me ató a su lado. >>Nuba era una gran hechicera. Poderosa y fuerte como pocos, siguió practicando la magia a pesar de los tiempos que corrían. Y se la enseñó a sus hijos y a sus nietos, como ella había aprendido

de su madre. Los pocos que sabéis algo de magia en este pueblo, se lo debéis a ella. >>Pero una casualidad del destino la llevó a la muerte. Una casualidad que yo provoqué. >>En una de mis ausencias, cuando me encontraba en el bosque que separa Pueblofrontera de la Puerta, conocí a una niña. Esta niña, llamada Aurora, resultó ser una maraya que había escapado del Portador de almas. Parecía tan desesperada y sola que me

compadecí de ella y la traje aquí, con la esperanza de que la magia de Nuba pudiera ayudarla a regresar a su casa. >>Pero nadie puede abrir la Puerta. Nadie, excepto el Doctor. Y pretende hacerlo con la ayuda de las almas que hace tiempo que recoge. Porque eso es lo que se trae entre manos desde hace años, ese es el motivo por el que hemos visto pasar a tantos marayas por estos lares durante los últimos tiempos. Quiere utilizarles para romper el

sello y regresar a la Tierra. Hubo un murmullo generalizado. Los presentes se miraron unos a otros. Había gente que estaba al corriente de las intenciones de Lord Kermiyak y que no se sorprendieron al oír las palabras de Shiu. Pero había muchos otros que no lo sabían. ―Aunque eso no es todo ―prosiguió el wingli, sin esperar que la gente se calmara―. Hay algo más. Algo que ni siquiera

Nuba sabía. Algo que descubrí cuando el Portador de Almas la mató y su corazón me habló, sin quererlo, de los planes de su señor. ―Y de qué se trata ―preguntó un hombre que se hallaba cerca de la tarima. ―Eso, eso, de qué se trata ―le corearon otros. Shiu les miró fijamente, casi con desprecio, porque sabía que no se tomaban en serio la muerte de su anciana mentora. Habían sido precisamente ellos los que habían

quemado la casa de Nuba al encontrar a Aurora en su interior, sin esperar que la mujer se explicara y sin darle ninguna oportunidad a la chica. ―Aurora es la Última alma que el Doctor necesita para conjurar el poder que abrirá la Puerta y unirá de nuevo la Tierra con Udegelia. Los murmullos se convirtieron en gritos de exclamación. ―¿Y qué nos importa si eso sucede? Es más, al fin podremos

regresar a nuestro hogar, después de tantos siglos de cautiverio ―gritó alguien, desde el fondo. ―Habla por ti ―le reprochó Alby―. Mi hogar es Udegelia. Y el de mis padres, abuelos y tatarabuelos. ―Es cierto ―añadió Nannette―. ¿Qué ocurrirá cuando los marayas puedan entrar y salir de Udegelia a su antojo? No nos querían hace siglos, ¿esperáis que ahora sí lo hagan? ¡Destruirán nuestro mundo, nuestras tierras y

nuestras casas! ¡Volverán a quemarnos en hogueras por herejes! Las conversaciones terminaron a gritos. Los presentes se chillaban unos a otros e incluso había algunos que llegaban a las manos. Shiu dio un paso encima de la mesa, tratando de que ningún matón de campo le alcanzara con un puñetazo desviado. Alby también corrió hacia la tarima y abrazó a su hermana para protegerla. ―¡Parad todos! ―gritó de repente el gobernador,

interviniendo al fin en aquel encuentro y haciendo que todo el mundo se detuviera. Los aldeanos se miraron unos a otros y poco a poco fueron recuperando la calma. El hombre, por su parte, se acercó a la mesa. Shiu le observó: era bajo y seboso, tenía los ojos salidos y la frente tan ancha que no se le distinguía de la calva. Antaño, su pelo había sido rubio, pero ahora el poco que le quedaba tenía un color blanquecino descolorido.

―¿Y cómo se supone que vamos a impedir que abran la Puerta? ―le siseó el gobernador al wingli, cuando estuvieron frente a frente. ―La… la chica. El Portador de almas la lleva al castillo de Lord Kermiyak. Si conseguimos alcanzarlos antes de que lleguen y la liberamos ya no habrá Última alma. ―¿Y entonces…? ―¿Entonces qué? ―¿Qué se supone que haremos

una vez hayamos liberado a la niña? El Doctor mandará a sus hijas tras nosotros, como hacía con los pueblos que se volvían contra él, hace algunos años. Y entonces ya no tendrá compasión. Volverá a robar el alma de nuestro pueblo, como sucedía antes de que apareciera Zac. Shiu se quedó en silencio y sus adorables ojos verdes se abrieron en un gesto de miedo. No había pensado en eso. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que

todos los presentes aguardaban en silencio su respuesta. De él dependía el destino de aquel país a partir de entonces. ―Veréis… ―murmuró, tratando de ganar tiempo. Tenía que encontrar una respuesta rápida si quería que aquella gente le echara una mano. Aunque fuera mentira. ―Zac... El Portador de almas, me dijo que Aurora era especial. Porqué era la última, claro. Tiene que ser precisamente ella la que

abra la Puerta y no puede ser nadie más. Además, el poder que tiene ella es el único que puede destruir al Doctor. Si la rescatamos, ella nos guiará hacia la victoria. Los aldeanos permanecieron callados. Aquella niña llorona que había estado en el pueblo hacía un par de días no parecía la heroína que iba a llevarles a la victoria, ni mucho menos. Shiu les observó, tratando de determinar si sus palabras habían tenido el efecto deseado. Se lo

había inventado todo, obviamente. Y, aunque tenía la sensación de que no había estado muy convincente, en algún lugar de su corazón algo le decía que su teoría no era tan descabellada. ―¿Estás seguro de lo que dices, wingli? ―le espetó el gobernador, acercándose peligrosamente a él. Pero Alby se interpuso entre ellos, mirando fijamente a los ojos del hombre. ―Claro que dice la verdad.

¿Es que dudas de la palabra del wingli de mi abuela? El otro se apartó ligeramente. ―No he dicho eso, muchacho. No me malinterpretes. Luego se dio media vuelta y, al darse cuenta de que la mirada de medio pueblo estaba puesta sobre él, se irguió de nuevo. Se aclaró la voz y se dirigió hacia Alby y Nannette. ―Me parece un plan descabellado y peligroso. Y no pienso aprobarlo. Pero es vuestro

plan y vuestra decisión. Así que, si queréis llevarlo adelante, por mí tenéis vía libre. Aun así, si fracasáis, pienso negar estas palabras ante el Doctor y toda la responsabilidad recaerá sobre vosotros. A pesar de la dureza de las palabras del gobernador, los dos hermanos sonrieron y se abrazaron. Luego, Alby se acercó al borde de la tarima y se encaró al público que le observaba. ―¿Quién quiere unirse a

nosotros? Nannette se arrodilló y tomó en brazos al pequeño que reclamaba su atención. A su lado había otra niña de poco más de cinco años de edad, de pelo rizado, rubio como el sol, que se chupaba el dedo mientras se aferraba a la falda de su madre. Alby, que se hallaba ante ella, ataviado con sus prendas de caza y con una bolsa cargada a la espalda, le sonrió.

―Así es como debe ser, hermana. Tú tienes que cuidar de tus hijos, eres lo único que les queda. Además, eres demasiado frágil para un viaje tan largo y lo sabes. No quiero perderte a ti también. Nannette agachó la cabeza y dejó que los cuatro cabellos que se escapaban de la trenza con la que recogía su larga cabellera cubrieran su rostro, para que él no la viera llorar. ―Venga ―murmuró con la

voz rota, dirigiéndose a los niños―, decidle adiós al tío Alby. El pequeño que tenía entre brazos le hizo un gesto de adiós con la mano, mientras sonreía; la pequeña se acercó tímidamente a Alby y se abrazó fuerte a su cintura. ―Vuelve, por favor ―fue todo lo que pudo decirle. Alby era lo más parecido a un padre que había tenido desde que el suyo muriera, tres años atrás. ―No lo dudes, pequeña. Cuidaros mucho vosotros también.

Y rezad para que el poder de la Última alma nos ayude a liberar este mundo de aquel mal nacido. Y tú, hermana, no llores más, por favor. Nos veremos pronto. Ella asintió y se limpió las lágrimas con la manga de su vestido. Luego se acercó al hombre y le dio un beso en la mejilla. Finalmente, Alby se dio la vuelta y anduvo por la oscura calle en dirección a las afueras mientras los cuervos le dedicaban sus agudos e insoportables graznidos,

que parecían risas siniestras. Una vez allí, se reunió con los voluntarios que habían decidido acompañarles a él y al wingli en aquel rescate suicida. ―¿Estamos todos? ―preguntó al llegar, mientras echaba un vistazo a sus compañeros. Phil era el mayor de todos ellos. Contaba unos cuarenta años y conocía bien el camino hasta el castillo del Doctor porque en otros tiempos había trabajado de mensajero. Germián era su hijo y,

aunque era poco más que un zagal, había insistido tanto en acompañar a su padre que él se lo había permitido. Pierre, el mejor amigo de Alby, no había querido abandonarle en una hazaña tan importante como aquella y había sido el primero en ofrecer su ayuda a la causa. Y, por último, Amelia, la única mujer del grupo, demasiado alocada para encontrar marido, no se perdía ninguna aventura que el destino pudiera ofrecerle.

―Sí, estamos todos ―respondió Phil. ―¿Pues a qué esperamos? Nos llevan tres días de ventaja, no hay tiempo que perder.

12. Luz de Luna Zac

se arrodilló y observó el cuerpo inerte que yacía ante él. Aurora estaba tendida sobre el suelo de la habitación con los ojos abiertos de par en par, aunque sin un atisbo de vida en ellos. Y su expresión, contraída en una horrible mueca, era la prueba irrefutable de que estaba muerta. Al menos, temporalmente. ―Porque quien no tiene alma,

está muerto ―susurró el Portador de almas. ¿Dónde había oído esas palabras? Ah, sí. Era una de las frases preferidas del Doctor. Le gustaba recitarla mientras contemplaba, complacido, los cuerpos sin vida de sus víctimas, una vez les había arrebatado el alma. Pero a Zac no le gustaba aquello, y menos aún si el cuerpo que estaba tendido ante él era el de Aurora. Daba igual saber que ella

terminaría volviendo, que, como él, conocía perfectamente el camino de regreso de Ninguna Parte. Aquello no le tranquilizaba. Nunca sabía lo que podía suceder durante aquel periodo de ausencia. Se había arrodillado junto a ella para tratar de traerla de vuelta cuando, de repente, la puerta se abrió sin que nadie hubiese llamado. Veloz como el rayo, Zac se apresuró a pasar la mano derecha por el rostro de la chica y cerrar sus ojos, pues éstos eran la

prueba de su perdición. ―¿Sucede algo? ―preguntó la voz aguda de Maya, desde el umbral de la puerta―. Hemos oído un… Se detuvo al ver a Aurora en el suelo. ―¿Qué diablos…? Debido a la presencia de Maya y a la magia que ésta desprendía, Zac sintió el vaivén de su consciencia y esa horrible sensación de pérdida de la realidad. El conjuro que mantenía

sellado su cuerpo se intensificaba con la presencia de la niña y el lazo que le unía a su ser se desvanecía, obligándole a regresar a Ninguna Parte. Tenía que resolver aquel asunto antes de que su cuerpo pasara a actuar según los dictados del Doctor, como sucedía cada vez que él no podía controlarlo. Por eso, haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, logró ponerse en pie y se volvió para encarar a la niña.

―La chica ha sufrido un desmayo. Maya bufó, poniéndose las manos en la cintura. ―Maldita cría ―murmuró, mientras empujaba con el pie el cuerpo inerte de Aurora. No soportaba nada de ella y menos aún que fuera tan débil y desdichada. Además envidiaba su juventud y vida. Zac volvió a sentir lejos su consciencia y agradeció aquel hecho porque, en otras

circunstancias, habría apartado a Maya de un empujón. ―¡Llévala a la cama! ―ordenó ella―. Y más le vale recuperarse pronto. Nos vamos hoy mismo. Él no dijo nada y se inclinó sobre Aurora para tomarla en brazos. Al levantarse, le dirigió una última mirada a Maya. Pero ella ya se había ido y, en vez de los ojos verdes llenos de maldad de la pequeña, se encontró con los vacíos pozos de nada de Mira.

―Mira, ¿qué haces? ―se oyó decir a Maya, desde el fondo del pasillo. La mayor no respondió. Siguió observando a Zac fijamente durante un tiempo indefinido y, al final, añadió: ―Partiremos antes de mediodía. Estad preparados. Los dos. Luego se dio la vuelta y fue a reunirse con su compañera. Zac observó a la mujer alejarse. Sabía que ella conocía su

secreto; Mira gozaba de una sensibilidad especial y, además, había sufrido un destino parecido al de él. Pero aquello no le preocupaba. Mira se limitaba a cumplir órdenes y si su cometido era llevarles al castillo de Lord Kermiyak, a ella tanto le daba lo que pudieran hacer durante el camino, mientras que al final terminaran donde debían de estar. Olvidándose de las hijas del Doctor, el Portador de almas cerró la puerta con el pie y se dirigió

hacia la cama, donde depositó el cuerpo de la muchacha. Después, acarició su mejilla, que empezaba a enfriarse y a perder el color, y susurró: ―Vuelve. Hubo un momento de duda. Seguidamente Aurora, abrió la boca y tomó una gran bocanada de aire, como si acabase de salir a la superficie después de permanecer largo rato bajo el agua. Tras ello, levantó los párpados, lentamente. ―Zac, ¿dónde estás?

―balbuceó, aturdida aún. ―Aquí ―respondió él. Sus miradas se cruzaron. A la muchacha le había parecido encontrar una pizca de sentimiento en aquellas palabras como también le pareció ver algo de color en los ojos del joven. Pero el momento se diluyó cuando Zac empezó a sentir que, de nuevo, su razón se nublaba y se iba; esta vez demasiado lejos para regresar. ***

Alby se detuvo en medio del camino y se volvió hacia el bosque que acababan de abandonar. Lo observó en silencio, sumido todavía en la penumbra matutina. El sol había salido hacía un par de horas dando así comienzo a su cuarto día de viaje, pero seguían sin encontrar ninguna pista que les condujera hasta la chica maraya y el Portador de almas. Y las dudas y la falta de resultado empezaban a hacer mella

en él. Retomando el paso, regresó junto al grupo y buscó la compañía de Phil. ―¿Estás seguro que éste es el camino? ―le preguntó al hombre en voz baja, para que los demás no le oyeran. El otro asintió con fuerza. ―Pues no lo entiendo ―se quejó―. Hace ya tres días que lo seguimos y no hay manera de dar con ellos. ―Pero el wingli insiste en que

aún siente su rastro ―comentó el otro, despreocupado. ―Es cierto... Quizás es sólo que vamos demasiado lentos. ―No te preocupes, Alby. Aún queda un trecho hasta el castillo del Doctor. Les alcanzaremos antes de que lleguen. Por otro lado, hay un pueblo no muy lejos, Luz de Luna. Podríamos pasar la noche allí, así los chicos se distraerán un poco y yo podré colocar mis cansados huesos en una cama decente. En un principio Alby dudó;

detenerse en el pueblo implicaba perder tiempo de viaje. Pero el wingli había asegurado que el rastro que seguían era reciente. Así pues, el Portador de almas y la chica no podían llevarles tanta ventaja. Y los chicos necesitaban un respiro. ―Me parece bien. Pero sólo esta noche. No podemos demorarnos. ***

Habían bajado al comedor para tomar el almuerzo. Aurora removió, sin ánimo, el contenido del cuenco con la cuchara. La posadera le había preparado un bol de leche de almendras con cebada, que había quedado remojada y formando grumos. La mezcla estaba tibia y tenía un sabor dulce, debido a la miel que le habían añadido. Aun así, su aspecto no era el más apetecible del mundo. ―Come ―le ordenó Zac, que se hallaba sentado frente a ella.

Aurora levantó la mirada. ―No tengo hambre ―repuso, casi sin fuerzas. Y era cierto. Un nudo en el estómago le impedía tragar cualquier cosa. ―Prefieres que pida algo de pan con miel. ¿O unas chuletas? ―No… no es eso. ―Pues entonces come –instó él. Ella torció el gesto y, harta de protestar, llenó la cuchara de madera con la mezcla y se la metió

en la boca. Mascó sin ganas los grumos, que se le enganchaban en los dientes, y tragó. Después, repitió la operación varias veces más. Cuando ella hubo terminado, se dirigieron a la salita que hacía las veces de recepción, donde el día anterior se habían encontrado con Mira y Maya. Ellas también estaban allí, esperándoles. No había equipaje que preparar ni maletas que recoger, por lo que todo estaba listo para la marcha.

―Bueno, niña, ahora no te desmayes otra vez, ¿eh? ―se burló Maya, con su aguda voz infantil―. No nos gustaría que te murieras antes de tiempo. Aurora se mordió el labio inferior, intentando tragarse unas palabras que con gusto habría escupido a la cara de la hija menor del Doctor. Miró a Zac de reojo, buscando apoyo en él, pero se encontró con su característica pasividad. Mira tampoco parecía

interesada en aquella burla cruel, pero, aun así, aprovechó el momento para dirigirse hacia la salida, murmurándole unas palabras en faranés a la pequeña. ―Claro ―repuso ella, regalándole una última mirada cargada de desprecio a Aurora―. No queremos hacer esperar a Lord Kermiyak. Y, seguidamente, salió tras su hermana. Fue entonces, cuando Aurora se disponía a ir tras ellas, que Zac

la retuvo cogiéndola por la muñeca. Ella se volvió, inquieta. Sabía que él no lo hacía adrede cuando pasaba por alto los comentarios jocosos de Maya, pero seguía sabiéndole mal que no la defendiera más a menudo. Por eso dijo, con algo de brusquedad: ―¿Qué quieres? Él no respondió. En vez de eso, le tendió un paquete envuelto en una tela áspera de color grisáceo que ella cogió. ―¿Qué es? ―quiso saber la

chica. ―Guárdalo bien. Es un abrigo hecho de pieles de lobo, te servirá durante el trayecto, cuando el frío se haga insoportable. Aurora estrechó el bulto contra su pecho. Un cierto remordimiento la recorrió por dentro: estaba claro que él estaba haciendo todo lo que podía y, aunque a ojos de cualquiera pudiera parecer que no era mucho, ella sabía que era un gran esfuerzo. Sonrió, con amargura, mientras guardaba el

paquete en la mochila. Cuando hubo terminado, y antes de salir tras las hijas del Doctor, que sin duda alguna debían estar esperándoles, le miró una vez más. ―Gracias ―murmuró, regalándole una tenue sonrisa. *** Amelia corrió hacia la entrada de aquel pueblo que era tan grande que parecía una ciudad. ―¡Uau! ―dijo sorprendida.

Nunca antes había visto nada igual. ―Bonito lugar, ¿verdad? ―comentó Phil, sonriente. Los cinco compañeros observaron la ciudad con asombro: las grandes casas hechas de piedra que se elevaban, en algunos casos, más de tres pisos; el suelo pavimentado con adoquines oscuros, que no estaban descuidados como los de Pueblofrontera; las chimeneas humeantes, que llenaban todo de un

olor a madera y comida muy agradable; y el griterío de la gente y los niños. ―Chicos ―dijo entonces Alby, en plan solemne―, Phil y yo hemos pensado que podríamos pasar la noche aquí. Estamos cansados y nuestro objetivo no está tan lejos. Será mejor recuperar fuerzas por lo que pueda surgir. ―¿En serio? ―repuso Germián, con los ojos brillantes de alegría. ―¡Podremos dormir en una

cama! ―añadió Amelia, volviéndose hacia Pierre. Por su parte, Alby volvió a dirigirse a Phil, dejando que los demás saborearan la idea de pasar la noche en la ciudad. ―¿Conoces a alguien aquí? ―No, pero hay una posada que está muy bien. Los dueños son muy amables y solía hospedarme en ella cuando hacía de mensajero. ―Bien, pues. Pasaremos la noche allí.

*** Maya miró de reojo a Aurora, que andaba cabizbaja al lado de Zac. Él parecía no prestarle la menor atención pero ella sabía que no era así. Había un estrecho vínculo que unía a ese par y aquello la enfurecía, porque antaño Zac había sido suyo. Sí, era cierto, él no tenía sentimientos y no podía amar a nadie, pero a ella le había gustado usarlo como si fuera un muñeco. Y,

aunque había terminado por cansarse de él, como terminaba cansándose de todo lo que la rodeaba, no le gustaba ver como otra persona recogía las migajas de lo que ella había desechado. Y menos aún si esas migajas empezaban a mostrar unos sentimientos que nunca antes habían mostrado. Con un retorcido plan en la cabeza, la niña se detuvo en seco. Aurora, que iba justo detrás de ella, tropezó con su pierna y cayó de

bruces. ―¡Oh! Vaya. Deberías vigilar por dónde andas ―soltó la rubia, desagradable como sólo ella podía ser, aprovechando el momento para pisarle una mano a la chica. Aurora la miró desde el suelo, mostrando signos evidentes de querer echarse a llorar. Pero no le dio aquel placer. Se levantó, se sacudió el polvo y siguió andando, sin quejarse lo más mínimo. Aunque, en realidad, a Maya no le importaba la reacción de ella,

sino la de él. Apartándose el flequillo de un movimiento de cabeza, miró a Zac con descaro, esperando ver algo en sus ojos. Si aquella chica le importaba lo más mínimo algo dentro de él se enfurecería y, aunque a la vista de cualquiera no pareciera más que un brillo extraño en los ojos, a ella le revelaría parte de lo que quería saber. Pero no lo consiguió, pues en aquel preciso instante, Zac se había girado, al recibir el golpe de un mocoso que jugaba junto a ellos, y

cuando había vuelto la vista al frente, seguía inexpresivo como siempre. Así que, renegando, Maya se apartó de él. Aurora esperó a que la niña retomara el camino y volvió a ponerse al lado de Zac. Le miró de reojo, sintiendo de algún modo el peso del regalo que él le había dado dentro de la mochila. Luego, inspiró profundamente e, ignorando el cosquilleo del vientre, alargó la mano y tomó la de él.

Zac no se inmutó, pero le devolvió el gesto, estrechándosela también. *** Amelia se abrió paso entre el gentío. A aquella hora cercana al mediodía las calles estaban llenas de gente, especialmente mujeres que estaban en medio de sus quehaceres. También había muchos niños que correteaban empujándola sin compasión.

Le llamó la atención una mujer que avanzaba a lo lejos, con posado elegante, y que era tan alta que sobresalía de entre la multitud. Tenía una larga cabellera cobriza que caía como una cascada por su espalda y la piel de su cuello y su cara se veía tan pálida y suave como la de una noble; nada que ver con el color tostado que adquirían todos aquellos que se pasaban el día trabajando al aire libre. Además, sus ropas tenían aspecto de ser muy caras y estar bien

rematadas. “¡Qué envidia!” pensó ella, mientras la veía alejarse por una calle lateral. ―¿Qué miras con tanto entusiasmo? ―le preguntó Pierre. ―Nada, nada ―sonrió ella, avergonzada ante el hecho que un hombre pudiera descubrirla envidiando la belleza de otra mujer. Alby también se les acercó segundos después, llevando al wingli en brazos. Lo había tomado por miedo a que alguien pudiera

pisarlo sin querer. ―¿Habéis visto a Phil y a su hijo? ―preguntó. Los otros dos negaron con la cabeza. ―Entonces será mejor que avancemos. No deben andar lejos. Busquemos un lugar más despejado. Alby se detuvo ante la puerta verde de la posada. La habían encontrado gracias a las indicaciones de algunos de los habitantes de Luz de Luna, porque

de Phil y Germián seguían sin haber rastro alguno. Pero, para su sorpresa, cuando los tres compañeros entraron en la posada, encontrándose un pequeño y acogedor recibidor, fue Phil quien les recibió. ―Al fin ―murmuró el hombre, mientras se rascaba la barba―. ¡Cuánto habéis tardado! Alby le miró descolocado. Habían estado buscándole durante más de una hora. Pero fue Amelia la que habló, hecha una furia:

―¿Cómo que cuanto hemos tardado? ¡Maldito viejo, llevamos años buscándote! ―Cálmate, Amelia ―le sugirió Pierre, poniendo un brazo ante ella, por si se le ocurría alguna locura. Pero Phil, lejos de enfadarse, estalló en una sonora carcajada. ―Vaya. Y yo que pensaba que éste sería el primer lugar donde me buscarías. Los tres se miraron, algo avergonzados por la evidencia de

aquel hecho. ―Sí, bueno ―repuso ella, tratando de quitarle importancia al tema―. Pero, la próxima vez, no vuelvas a desaparecer así, sin más. ―¿Desaparecer, yo? ¡Si fuisteis vosotros! Recuerdo que os dije “la próxima calle a la izquierda, estad atentos” y cuando me volví, ya sólo me seguía Germián. Ninguno dijo nada. No le habían oído. ―¿Y tu hijo? ―preguntó

Pierre. ―Dejando el equipaje en la habitación. ¡Por suerte tienen sitio de sobras! Rika, la posadera, me ha dicho que esta misma mañana se han ido los únicos huéspedes que tenían. ―Perfecto ―comentó Alby, contento de que al fin algo saliera bien. Pasaron el resto del día holgazaneando. Después de la comida, Amelia insistió en ir a

visitar al lago que daba nombre al pueblo y que no estaba lejos. Pero sólo Pierre había accedido a acompañarla. Y Alby sabía bien por qué. ―Ten cuidado con lo que haces, Pierre. Amelia es un hueso duro de roer. No quiero que vuelvas con un cuchillo clavado en el estómago ―le había advertido a su amigo. Pero el otro se había limitado a guiñarle el ojo, mientras decía:

―Sé lo que me hago. Después de aquello, Alby se había ido a dar una vuelta por el pueblo. Añoraba Pueblofrontera y también echaba en falta los consejos de Nannette, siempre tan prudente y sabia. Pero había hecho lo correcto dejándola en su casa. Ni en sus mejores tiempos habría accedido a llevarla con él; aún le dolía demasiado la pérdida de sus padres a manos de las hijas de Lord Kermiyak, cuando habían sido descubiertos usando la magia y no

quería perder también a su hermana. Regresó a la pensión cuando empezaba a anochecer y, aunque todavía era pronto para la cena, pidió a la posadera que le preparara algo de comer y se metió en la cama, cayendo pronto en un sueño intranquilo. Fue Shiu quien le despertó, a medianoche. “En la cocina” le dijo el animal, usando el lenguaje del corazón. Alby quiso preguntar de qué se

trataba, pero Shiu señaló la puerta y le instó a salir. Se levantó rápidamente y se vistió, saliendo al pasadizo. Avanzó en silencio y descendió por las escaleras hasta la planta baja, donde se encontraban la cocina, el comedor y las habitaciones de los dueños. No le sorprendió descubrir la pálida luz que se escabullía por la ranura inferior de la puerta de la cocina. Caminando de puntillas, se acercó hacia allí y pegó la oreja sobre la pared para escuchar lo que

hablaban en el interior. ―…siento por ella, pero nosotros poco podíamos hacer. ―Lo sé. Pero me da mucha pena. ¡Se la veía tan indefensa…! ―Ya sabes lo que pienso al respecto: prefiero que sean ellos a nosotros. ―Pero Didier, ¡era solo una niña! ―Me da igual. Además, me alegro de que se fueran esta mañana. No me gusta tener por aquí al siervo del Doctor ni a sus hijas;

especialmente la pequeña. Es insufrible. Alby tuvo que reprimir un gemido de sorpresa, apartándose un tanto de la puerta. Parecía imposible que los huéspedes que habían partido aquella misma mañana fueran los que ellos estaban buscando. Los habían tenido tan cerca… Estuvo a punto de echarse a correr hacia las habitaciones y despertar a sus compañeros, pero recordó que aún quedaban algunas horas para la salida del sol y que, si

salían ahora, corrían el riesgo de perderse o de sufrir algún percance por la falta de luz. Maldiciendo para sus adentros, subió sigilosamente hacia el piso superior. Shiu le esperaba sobre la cama. ―¿Cómo lo has sabido? ―le dijo. ―Detecté los rastros de Zac y Aurora en cuanto llegamos aquí. He estado husmeando por la ciudad e investigando a los posaderos. Quería estar seguro. Ahora sé que

han partido hacia el bosque, poco antes de mediodía, y que Mira y Maya se han unido a ellos. Si han detenido su marcha para pasar la noche, nos llevan medio día de ventaja. ―Mira y Maya... ―susurró el joven―. Esto no me gusta. ―¿Qué vamos a hacer? ―No creo que tengamos alternativa. ―Suspiró―. Partiremos al alba. Alby volvió a meterse en la cama, esta vez sin siquiera quitarse

la ropa. No iba a dormir; tampoco podía.

13. La Primera alma Partieron temprano. Alby les había despertado poco antes del alba y les había puesto al corriente de la situación. En cuanto el sol había hecho su tímida aparición más allá en el horizonte, los seis estaban listos para la marcha. Ninguno había protestado al conocer la noticia y Phil se había encargado de excusarse ante la posadera por su

partida inesperada, pagándole generosamente por las molestias. Recorrieron a buen ritmo el camino sinuoso que se abría paso entre los campos de cultivo que rodeaban Luz de Luna, siguiendo las indicaciones que les ofrecía el pequeño wingli. Habían pasado pocas horas desde el amanecer cuando el cielo empezó a cubrirse de un manto de nubes espesas, de un color blanquecino. Un viento suave y gélido mecía las ramas más altas de

los árboles y el frío se había ido acentuado con el paso de las horas. ―Huele a tormenta ―murmuró Pierre en un momento indeterminado. Ninguno dijo nada pero aquel era un pensamiento común entre el grupo. ―¿Va a nevar? ―quiso saber el más joven, mientras echaba un vistazo al cielo, que se había convertido en un mar de algodón. ―Probablemente ―le respondió el primero que había

hablado―. La temperatura es cada vez más baja y de llover (y seguro que va a hacerlo), será en forma de nieve. Un silencio se dibujó en el aire; todos temían que les alcanzase una tormenta de nieve en medio del camino. ―Es culpa mía ―se quejó Phil―. No debí insistir en que pasáramos la noche en aquel pueblo. Fui demasiado egoísta y ahora hemos perdido a la chica y nos alcanzará una tormenta.

―No digas tonterías, Phil ―le riñó Alby―. Lo acordamos los dos y nadie puso objeción. Además, sólo nos llevan medio día de ventaja y en su grupo hay tres mujeres. Si mantenemos el ritmo, no será muy difícil alcanzarles, como muy tarde, mañana al mediodía. Amelia estuvo a punto de protestar ante aquel comentario, pero se mordió la lengua. No era momento para defender sus teorías feministas y, por otro lado, sabía que Alby llevaba algo de razón en

sus palabras, pues a ella misma le estaba costando un poco mantener el ritmo de sus compañeros. Suspiró y siguió avanzado con grandes zancadas, con la vista puesta en el suelo. ―Vamos, campeona, no te rindas ahora ―oyó que decía alguien a su lado. Al volverse, se encontró con la mirada vivaracha de Pierre. Sonrió. ―No te voy a dar esa satisfacción ―simuló haberse

ofendido ante la falta de confianza de su compañero. Pero terminó soltando una carcajada y le pegó un codazo amistoso. ―No pienses que con esto me estoy rajando, ni nada parecido, pero... estoy un poco intranquila. Es decir, cuando me uní a esta expedición pensaba que nuestro trabajo consistiría en liberar a la niña del cautiverio del Portador de almas. Y que ahí terminaría todo. Pero ahora, con la aparición de las

hijas del Doctor... No sé, yo no tengo ni idea de magia y, aunque sé defenderme bien, nunca he luchado con alguien tan fuerte. Mira y Maya me dan miedo. Pierre, que no borró una amigable sonrisa de su rostro en todo el tiempo que Amelia estuvo hablando, le puso una mano afectuosa en el hombro. ―¿Sabes? Yo también estoy muerto de miedo. Pero confío en Alby. Y en el wingli, por supuesto. Por eso les voy a seguir hasta el fin

del mundo, si hace falta. Alby, que estaba situado a la cabeza del grupo, oyó el comentario pero hizo como si nada. En cambio Shiu, que estaba posado en su hombro porque el trayecto a pie era demasiado para sus cortas patas y largas orejas, se volvió hacia Alby: ―No te preocupes ―le dijo―. Saldremos adelante. ―Sólo espero no estar llevándoles a la muerte, como les ocurrió a todos los demás que lo intentaron antes que nosotros.

―Los otros no conocían a la Última alma. *** Aurora tuvo que abrazarse con fuerza a sí misma para entrar en calor. Durante el día la temperatura había ido descendiendo alarmantemente y, a pesar de la túnica de lana que le había regalado la posadera, la sudadera de deporte que se había echado encima y la chaqueta de plumas, el frío

empezaba a calarla hasta los huesos. Ignorando los continuos reproches de Maya por su paso lento, se detuvo y descolgó la mochila que llevaba a la espalda. Cuando la tuvo en el suelo, sacó el bulto que Zac le había dado la mañana anterior, desenvolviéndolo con cuidado, como si fuera algo precioso y frágil. La piel de lobo parecía suave y brillante, pero Aurora sintió una punzada en el estómago al intentar

acariciarla. ¿Cuántos animales habrían muerto para que ella no tuviera frío? Sacudió la cabeza, como si de aquel modo pudiera alejar aquellos pensamientos de la mente, y desplegó la capa, que se echó encima los hombros. Rápidamente sintió la agradable sensación de calidez que le transmitía la prenda. ―¿Se puede saber qué haces? ―le gritó Maya desde el fondo del camino. Pero Aurora la ignoró y

retomó la marcha como si nada. Cuando estuvo al lado de la rubia, ésta la observó detenidamente. ―¿De dónde has sacado eso? ―siseó la niña, señalando el abrigo. Ella no respondió, por lo que Maya la obligó a detenerse. ―Quítatelo ―ordenó. Aurora la desafió con la mirada. ―No. ―¡Qué te lo quites, sucia maraya! ―gritó la otra tirando del

borde del abrigo. ―¡Alguien como tú no merece llevar una prenda semejante! Aurora se apartó de un salto, evitando a la niña de ojos verdes. No consentiría que le robara el abrigo; era un regalo de Zac y, además, si se lo quitaba moriría congelada. Pero como respuesta, Maya levantó una mano, enfurecida. Sus ojos brillaban encendidos con el fuego del odio. Fue Mira quien la detuvo, acercándose a ella para cogerla por

la muñeca y murmurarle algo en faranés. La otra, furiosa consigo misma y con el mundo, apartó la mano opresora de su hermana de un tirón y gritó. Luego, se volvió de nuevo hacia el camino y siguió la marcha. Aurora se acurrucó más en su abrigo, tratando de pasar desapercibida ante Maya. Tras la caída del sol, se habían detenido en un lugar rocoso con la intención de pasar la noche.

Pero Zac y Mira habían desaparecido al llegar, en busca de leña y comida, y la habían dejado sola con la niña rubia. Y ahora ella no sabía cómo controlar aquella situación. Cerró los ojos, haciéndose la dormida. Quizás así la otra la dejaría en paz. Pero no tuvo tanta suerte. ―Así que te gusta Zac, ¿eh? ―dijo Maya, sarcástica, mientras atizaba las llamas. Aurora intentó ignorar el

comentario, manteniendo los ojos cerrados. Pero Maya continuó hablando. Sabía perfectamente que la otra la escuchaba y no iba a dejar escapar la oportunidad de torturarla un poco más, ahora que Zac y Mira no estaban para defenderla. ―Sí, hacéis buena pareja, tan unidos. Qué lástima que esté muerto, ¿verdad? Aquel comentario malintencionado hizo que la chica terminara cayendo en la trampa y abriera los ojos, casi sin querer.

―Déjame en paz, ¿de acuerdo? No sé qué te he hecho, pero me da igual. Sólo olvídate de mí. ―¡Oh! Vaya ―dijo Maya, fingiendo cara de niña buena sorprendida―. Estoy convencida de que no me crees. Y eso sólo puede querer decir una cosa: que Zac no te ha contado su pequeño secretito. Aurora guardó silencio; ambas lo guardaron. Se observaron largo tiempo, envueltas por un denso y

asfixiante silencio. Aurora había sabido desde el principio que tras aquellos ojos sin fondo que tenía Zac había un secreto. Pero también sabía que no podía fiarse de Maya. Y, aunque podría haberle gritado que se callara, levantarse e irse a cualquier lugar para esperar el regreso de Mira y Zac, no lo hizo. En vez de eso, murmuró: ―¿Secreto? Maya se rió con ganas, porque hacer sufrir a aquella chica era lo más divertido que había hecho en

mucho tiempo. ―Sí, el secreto de tu querido Zac. El secreto que se esconde tras su pasividad, tras su frialdad, tras su mirada sin vida. ¡Uhm! Puede llegar a hacerse insoportable, ¿verdad? ¡Y te lo digo por experiencia! Pero tras ciento cincuenta años, una llega a acostumbrarse. Porque esa es la edad aproximada que debe tener Zac. Ciento cincuenta, ciento sesenta, ahora no sabría decirte. Pero fue por aquel entonces cuando

Lord Kermiyak decidió que aquel muchacho sería el último habitante de Udegelia que moriría por su causa. De este modo mató dos pájaros de un tiro: dejó de tener a los habitantes de Udegelia en su contra y, aprovechando un cuerpo vacío, creó a alguien que pudiera traerle almas humanas desde el Otro Lado. ¿Por qué crees que Zac si puede cruzar la Puerta? Porqué está muerto. Y los objetos sin vida son los únicos que pueden atravesar el cristal mágico.

>>Sí niña, sí. Zac es la Primera alma. O lo que queda de él, vaya. Porque ahora ya no es más que un cascarón vacío movido por la voluntad de Lord Kermiyak. ―Mientes ―repuso Aurora, tajante.―Sólo quieres hacerme daño. ―Si miento... entonces, ¿por qué lloras? Aurora se llevó las manos a la cara y palpó las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. En aquel momento llegó Zac,

cargado con un montón de leña. Aurora sintió la mirada vacía de él puesta sobre ella y las palabras de Maya resonando dentro de sus oídos. No podía dejar de pensar en que si Maya tenía razón (y parecía que la tenía) todo lo que había vivido aquellos últimos días, lo que había sentido y lo que creía haber visto en los ojos del Portador de almas no había sido más que una mentira, pues él era poco más que un muñeco de trapo movido por los hilos oscuros del Doctor. Ya no

podía confiar en él y las palabras que Alberto le había dedicado en sueños habían perdido todo el sentido. ¿Podía ser que incluso aquellas palabras fueran una jugarreta del brujo, para llevarla ante él con mayor facilidad? El peso de la verdad cayó sobre ella como una losa, haciéndola sentir tan perdida como sólo se había sentido al llegar a aquel extraño lugar llamado Udegelia. Sin saber muy bien lo que hacía, se levantó de un salto,

movida por la adrenalina que acababa de inundarla por dentro y echó a correr hacia el bosque, sin mirar atrás. ―¡Qué haces! ¡Detente! ―oyó gritar a Maya detrás de ella―. Maldito estúpido, no te quedes ahí parado. ¡Ve a buscarla y tráela de vuelta! Zac la alcanzó tras lo que pareció una eternidad. Se abalanzó sobre ella y la hizo caer al suelo. Después, la

cogió de la mano y la obligó a ponerse en pie, arrastrándola tras él para devolverla al campamento. Aurora suplicó, chilló, se debatió, pataleó y trató de pegarle un puñetazo para que la soltara. Pero todo fue en balde, porque él no respondía a ninguno de los ataques de ella. Ni siquiera pestañeó cuando ella le mordió la mano con todas sus fuerzas, desesperada. Se limitó a obligarla a caminar por el bosque oscuro, sin demora. Y ella, sin posibilidad de

escapar, se vio obligada a obedecer. Aunque, para su sorpresa, el camino que recorrieron no la devolvió junto a las hijas del Doctor, sino que se detuvo no muy lejos de donde Zac la había interceptado. Se trataba de un lugar apartado, frondoso y de espesas zarzas que cubrían el paisaje. Allí, el Portador de almas la obligó a entrar en una cueva estrecha que no era sino una grieta ancha que se

abría paso en medio de una pared de piedra, escondida tras la maleza. Una vez dentro, la hizo caminar a tientas hasta llegar al fondo de la misma y allí le ordenó que se sentara. Pero ella no obedeció y, a pesar de que en la oscuridad de la cueva no podían verse, le desafió con la mirada. La respuesta que él le dio la dejó descolocada: ―No sé cuánto tiempo voy a poder controlarlo. Y si nos

cruzamos con Maya, terminará en cuestión de segundos. El tono de voz que Zac había empleado era el habitual: frío y carente de emoción, el mismo que usaría cualquiera para contar una obviedad. Pero el contenido de la frase era distinto. Casi podía decirse que él no quería que aquello sucediera. ―¿Qué? ―susurró ella, sin entender―. No sé de qué me estás hablando. Ni siquiera sé por qué has hecho lo que acabas de hacer.

¡No entiendo nada! ¿Por qué me has ayudado? ¿Y por qué ahora me obligas a permanecer en este lugar? Lo único que quiero es irme lejos de aquí y si no piensas ayudarme, será mejor que lo dejes claro ahora. ―Si sales de aquí y gritas, ella te encontrará y te atrapará ―la interrumpió Zac. Entonces el chico se hizo a un lado en la estrechez de la cueva, la tomó por un brazo y la empujó hacia la salida. ―Si quieres irte, eres libre de

hacerlo. No voy a impedírtelo. Pero ella está al acecho y si te coge, no voy a poder ayudarte. Aurora ojeó el pasadizo que se extendía ante ella, al final del cual se apreciaba algo de la luz nocturna que entraba por la apertura, y que era muy poca porque aquella noche el cielo estaba cubierto de nubes. Se imaginó a la pequeña Maya dando vueltas por los alrededores, paseando su ira. Y tembló. ―No... No quiero irme. ―Estaba claro que no era el

momento de abandonar aquel refugio―. Pero, ¿qué vamos a hacer? ―Esperar. Aurora asintió y, tras dirigir una última mirada a la entrada de la cueva, se recostó en la pared de piedra. Estaba fría y era áspera. El silencio se había apoderado del lugar y los segundos empezaron a transcurrir con languidez. Los recuerdos de las palabras de Maya llenaron el vacío y Aurora se sintió extraña en compañía del Portador

de almas. La compenetración que había llegado a experimentar con él durante los últimos días, especialmente después de que él se hiciera cargo de ella al caer enferma, parecía haberse esfumado de repente, como si no conocer los secretos que escondía el joven abriera una brecha insalvable entre los dos. Instintivamente, le buscó con la mirada en la oscuridad. Pero la falta de luz no le permitió localizarle. Aun así, podía sentir su

presencia, ahí, muy cerca; y su respiración, suave, pausada, casi inaudible. Quizás fue aquel detalle (el de no poder verle) el que le dio fuerzas para formular aquella pregunta: ―¿Es… es verdad que estás muerto? Lo había soltado de improvisto, le había pasado por la cabeza y lo había pronunciado sin más. Pero en aquel momento, ya nada importaba. No había lugar para formalismos, ni tampoco para

los miedos. Ella iba a morir y Zac era lo único que se interponía en su destino. Tenía que estar segura de poder confiar en él y de saber a qué atenerse. ―Sí. La respuesta le llegó casi al acto. Aurora no pudo ver la expresión de él para saber si permanecía impasible como de costumbre o si había nacido en el fondo de sus ojos un poco de emoción. Contuvo el aliento, dejando que la verdad la inundara.

Había sabido en todo momento que las palabras de Maya no habían sido solamente un modo de herirla, lo había sabido porque ella misma sospechaba que había algo especial tras la mirada vacía del Portador de almas. Pero escuchárselo decir a él lo hacía mucho más real; más tangible. ―Pero… pero… ―tartamudeó―. Pero tú no puedes estar muerto. Estás aquí, ahora, conmigo. No estás... muerto. Sus palabras fueron

apagándose hasta convertirse en poco más que simples murmullos, ahogadas por el nudo que tenía en la garganta. También sus ojos habían ido llenándose de lágrimas, que ahora caían por sus mejillas. ―Estoy muerto porque no tengo alma. Me fue arrebatada como lo será la tuya. Y eso es morir. Las palabras de Zac se clavaban como agujas de hielo en su pecho. ―Basta ―gimió Aurora. Y se

llevó las manos a las orejas. No quería escuchar nada más. No podía soportarlo. Pero él, como si hubiese leído su gesto, alzó las suyas y tomó las de ella, apartándolas con cuidado. ―Que no quieras escucharlo, no lo hará menos real. Y entonces ella recordó las palabras que le había dicho Alberto en aquel último sueño: “¡Porque el verdadero Zac está aquí conmigo!”. Claro. Alberto estaba muerto y aquello era el cielo. Y si Zac estaba

con él, sólo podía querer decir una cosa: que todo lo que contaba ahora era verdad. ―¿Y cómo puede ser que te muevas, que andes, que hables? ―Mi cuerpo sigue moviéndose gracias a la magia y sigo sabiendo quién soy porque, a pesar de todo, mi alma aún sigue aquí, en algún lugar de esta tierra, muy cerca. Pero sigo sin tener alma y, por lo tanto, no puedo sentir, ni pensar por mí mismo, ni desear. Sólo puedo cumplir las órdenes de

mi señor. ―Pero yo lo vi, lo noté. Había vida en ti. Y ahora... ahora me estás ayudando... Aurora no pudo terminar la frase, acaparada por el peso de sus propios sentimientos. No podía ser que todo aquello hubiesen sido sólo imaginaciones suyas. No podía ser que su mente se lo hubiese inventado para hacer más soportable la desesperación que sentía. Zac tampoco le respondió y

siguió inmóvil, ligeramente inclinado hacia ella, de manera que sus rostros quedaban frente a frente, separados solamente por la oscuridad. Y entonces, en un último intento a la desesperada, Aurora recorrió aquel espacio que les separaba y puso sus labios sobre los de él, buscándolos en la negrura. Sintió el tacto frío de Zac, la pasividad de su boca, la dureza de su gesto. Pero, a pesar de ello, no

se detuvo y empezó a mover lentamente sus labios sobre los de él. Puso en ese beso todo lo que había dentro de ella: el amor, el dolor, el sufrimiento, el miedo y, por encima de todo, la necesidad de tenerle. Le acarició con dulzura y le invitó, a través de sus labios, a sentir lo que ella sentía. Pero lo único que encontró en ese beso, fue el gusto salado de sus propias lágrimas, que habían resbalado por su rostro, hasta llegarle a la comisura de los labios.

―Dime… Dime que has sentido algo ―susurró, al separarse. La respuesta que obtuvo por parte de él fue su silenciosa pasividad. Aurora suspiró derrotada, parpadeando un par de veces para ahogar las lágrimas que se amontonaban en sus ojos color café. No había nada que hacer. El mismo Zac se lo estaba diciendo: no podía sentir porque no tenía alma. Y si ahora le estaba echando una mano,

probablemente fuera por algún resquicio de humanidad que todavía conservaba en su interior. Se dio media vuelta para dejarse caer sobre el suelo y pasar así una noche en la que, estaba convencida, no podría pegar ojo, cuando Zac la tomó por la cintura. Su cuerpo dio un respingo ante el contacto inesperado. «¿Qué haces?» quiso preguntarle. Pero antes de poder hacerlo, se encontró con que los labios de él sellaban los suyos y le

regalaban un beso que la dejó sin aliento. ―¿Qué...? ―balbuceó, al sentirse liberada, sin entender aquel cambio repentino de actitud―. ¿Cómo...? Pero él no la dejó continuar y volvió a besarla. Esta vez ya no le importó a Aurora. De repente, ya nada lo hacía y lo único que pasó a ocupar la mente de la muchacha fue el deseo de sentirse amada por el Portador de almas.

Entreabrió sus labios al sentir la caricia de la lengua de Zac sobre ellos y dejó que se hundiera en ella mientras perdía las manos en su pelo, acariciándolo y atusándolo como si le fuera la vida en ello. Había estado esperando aquello desde hacía muchos días y ahora que al fin lo había conseguido no quería pensar en nada más que no fuera Zac y lo que despertaba en ella. Hubo un momento de duda, en el que el Portador de almas gimió

de dolor y se llevó una mano al pecho, en un movimiento que le recordó a Aurora el suceso que había tenido lugar en otra cueva, unos días antes. Pero no tuvo tiempo de interesarse por la salud de su compañero que, antes de abrir la boca, él ya había vuelto a besarla con fuerza. Y, mientras lo hacía, se acomodó sobre el suelo y la invitó a sentarse sobre él. Inundada por un súbito calor, Aurora deshizo el nudo que mantenía unida a su cuerpo la capa

de piel de lobo y sin apartar la prenda completamente, desabrochó la cremallera de la chaqueta, así como la de la sudadera que llevaba debajo, deshaciéndose de las dos en un movimiento torpe. Zac aguardó en silencio a que ella terminara, como si a pesar de la oscuridad que les cubría supiera en cada preciso momento lo que ella estaba haciendo. Después, puso una mano sobre la mejilla de la chica y la acarició suavemente, descendiendo lentamente por su

cuello y su pecho, haciendo que la piel de ella ardiera allá donde él la había tocado por encima de la túnica de lana que aún llevaba puesta. La sensación se intensificó cuando esa misma mano se colocó sobre su piel, colándose por la parte inferior de la prenda. No estaba tan fría como de costumbre, pero el contraste con el calor de su cuerpo encendido, la hizo estremecerse. Aurora dejó escapar un gemido y se abrazó al Portador de almas con fuerza. Podía

sentir sus caricias por todo su cuerpo y aquello la derretía por momentos. Esta vez fue ella quien buscó sus labios y quien se hundió en ellos, movida por la necesidad de sentirse unida a él de todas las maneras posibles. Y cuando quiso darse cuenta, se encontraba tendida en el suelo con Zac recostado sobre ella. A pesar del lecho improvisado que había montado con la chaqueta y la sudadera, a Aurora la sacudió

un escalofrío. Él cubrió mejor el cuerpo de ella con el suyo propio y tiró de la capa de piel de lobo para taparlos a ambos. Después, la besó con pasión. Los rayos de sol que se escabullían por la entrada de la cueva despertaron a Aurora. Confusa por las horas de sueño, la chica entreabrió los ojos y se encontró a sí misma envuelta entre capas de ropa. El ambiente estaba caldeado gracias a una

hoguera que quemaba con fuerza un poco más allá de dónde estaba ella, cerca de la entrada de la cueva. Y, a sus pies, reposaban algunas bayas silvestres y un trozo de queso. ―Vístete. Hace frío. Aurora se sobresaltó. Zac estaba sentado junto al fuego. No le había visto. Entreabrió los labios para decir algo en alto, pero se encontró con que las palabras no acudían. En vez de eso, el recuerdo de la noche

anterior pasó a ocupar toda su mente. Se ruborizó violentamente y le dirigió una mirada de reojo al Portador de almas. Él, por su parte, se la devolvió y, después volvió a centrarse en la llamas, mientras masticaba con lentitud algunos frutos que iba llevándose a la boca. A primera vista parecía que nada hubiese cambiado en él. Pero Aurora podía sentir que sí lo había hecho. Había algo distinto en él, algo en el halo que le rodeaba. Y en

sus ojos, que seguían pareciendo dos pozos llenos de nada, empezaba a brillar algo parecido a una emoción. Sin salir de debajo de la capa de piel, Aurora se enfundó los pantalones, las botas y las chaquetas que llevaba la tarde anterior. Cuando estuvo lista, plegó la capa de piel de lobo y se acercó al fuego. Dudó, pero finalmente terminó sentándose junto a Zac. ―Hay algo que no te he contado.

La voz del Portador de almas resonó en la cueva. Aurora le miró, frunciendo levemente el ceño. No le había gustado el modo en que él había pronunciado aquellas palabras. Pero no dijo nada y esperó a que el continuara hablando. ―Conoces Ninguna Parte, ¿cierto? Aurora se quedó pensativa unos instantes. Sí, lo conocía, o al menos eso creía; había estado allí en unas cuantas ocasiones durante

el tiempo que llevaba en Udegelia. Y en ese lugar se había rencontrado con Albero. Pero aquello eran sólo un puñado de sueños, ¿no? ―¿Cómo sabes lo de Ninguna Parte? Aunque rápidamente se dio cuenta de lo estúpido de aquella pregunta. Alberto le había mencionado que el verdadero Zac estaba allí con él; y sabiendo lo que sabía ahora, entendía que se refería a que su alma. Pero entonces… ¿se trataba de un lugar real? Y los

sueños que había tenido... ¿también lo eran? ―Apenas recuerdo el día en que fui capturado por Maya, hace más de ciento cincuenta años ―la voz de Zac la devolvió a la realidad―. Mi muerte formó parte de unos acontecimientos que cambiaron la historia de Udegelia. Lord Kermiyak había ofrecido un trato a los habitantes de este país: dejar de capturar almas en Udegelia a cambio de la paz. Solo pedía una cosa a cambio: una última víctima

con poderes de brujo. Por eso me eligió a mí. Yo era un alma pura, tenía el don y mi muerte servía de advertencia a todos aquellos a quienes pudiera pasárseles por la cabeza enfrentarse al Doctor. >>Lo que sí recuerdo con toda claridad fue el momento previo a mi muerte. Me habían atado sobre un altar y yo luchaba por aflojar las cuerdas y poder huir. Tenía miedo, mucho miedo, incluso creo que lloré suplicando por mi vida. Pero nadie iba a venir a rescatarme,

porque mi muerte había sido pactada por todos. Entonces, el Doctor se me acercó y me miró fijamente, justo antes de conjurar su poder oscuro para abrir el portal de Ninguna Parte. >>“Te presento tu nuevo hogar” me dijo. Y luego añadió: “Ninguna Parte es, a pesar de lo que su nombre indica, un sitio. Pero, tal y como se puede deducir, está situado en un lugar inexistente, pues se yergue más allá de la comprensión humana. Aunque no

pretendo que lo entiendas, sólo quiero que sepas que ahí reposará tu alma hasta que haya conseguido las otras setecientas sesenta y seis que me faltan para abrir la Puerta. Porque tú no eres más que el primero”. >>En ese instante, empecé a sentir que perdía mi cuerpo, que todo se difuminaba a mí alrededor. Pero antes de perder por completo el sentido de la realidad, oí que él añadía: “Antes de que desaparezcas por completo, creo que querrás

saber que vas a ser tú mismo quien me traerá estas setecientas sesenta y seis almas que necesito; tú, o lo que quedará de ti.” >> Te mentiría si te dijera que no traté de rebelarme, pero ya nada podía hacer. Mi alma se iba y apenas podía sentir nada de lo que mi cuerpo transmitía. Aurora se quedó en silencio unos instantes, tratando de asimilar todo aquello que él iba contándole y que parecía tan irreal como el hecho de que él no tenía alma.

―¿Entonces… Ninguna Parte fue creado por el Doctor? ―Sí. Es el lugar dónde ha ido guardando las almas de las setecientas sesenta y seis víctimas que, como yo, han caído en sus manos. Allí nos encierra y nos mantiene prisioneros, aguardando el día de tu llegada, el día en que se completará el número y se abrirá la Puerta. No fue algo instantáneo, pero tras unos instantes, Aurora se dio cuenta de lo que implicaban

aquellas palabras. Inconscientemente, se puso tensa cómo un palo de escoba y se apartó de él, casi con asco. Zac la dejó levantarse y la contempló en silencio, esperando una explicación. Pero como esta no llegaba, murmuró: ―Qué sucede. Aurora le miró con rabia y resentimiento. Su ceño fruncido denotaba que alguna cosa no iba bien. Pero Zac no entendía a que se debía aquel cambio de actitud.

―¿Que qué me pasa? Maldito embustero. ¡Y esperas a contármelo todo ahora, ¿verdad?! ¡Ahora que ya te has aprovechado de mí! ¡Cómo he podido ser tan necia! ―gritó, enfadada consigo misma. ―¿A qué te refieres? ―insistió él, sin entenderla. ―¡Tú te llevaste a Alberto! ¡No fue un accidente de moto! ¡Eres cómplice de asesinato! Aquellas palabras hirieron a Zac como una bofetada. ―¡No pude hacer nada al

respecto! ―dijo, denotando un poco de su impotencia en aquel grito. Una descarga castigó ese intento de acercarse más a su cuerpo así que retomó algo de su frialdad―. Mi alma está presa en Ninguna Parte y, aunque a veces puedo salir de ese lugar y acercarme a mi cuerpo, me es imposible tomar completamente el control, porque un sello mágico me lo impide. La mayor parte del tiempo soy sólo espectador de lo que yo mismo hago.

―Si es eso cierto, mírame y dime que intentaste ayudarle con todas tus fuerzas. Zac le sostuvo la mirada, pero no respondió. ―Cómo has podido… ―susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas. ―Lo intenté con los cien primeros, quizás doscientos. Pero no funcionó ¿Por qué tendría que haber funcionado con los demás? ¿Por qué tendría que haber funcionado con él?

―¡¿Y porqué conmigo sí?! ―¡Porque a ti te quiero! Había puesto demasiada intensidad en aquellas palabras y el sello que protegía su cuerpo arremetió con fuerza expulsando el alma que con tanto empeño estaba intentando regresar. Zac cayó de rodillas, llevándose ambas manos al pecho y jadeó. Y, antes de desplomarse sobre suelo, sin sentido, Aurora pudo ver que sus ojos ya no estaban vacíos, sino llenos de vida.

Aurora gritó. Preocupada, se abalanzó sobre el cuerpo del Portador de almas y lo zarandeó. Pero rápidamente se dio cuenta de que era inútil. No respiraba, no se movía. Estaba muerto. Por su culpa. Asustada por lo que acababa de ocurrir, abrasada por sus propios sentimientos, Aurora se puso en pie y salió corriendo de la cueva, sin dejar de llorar.

14. Un cuerpo sin alma ¿Está

muerto? ―quiso saber

Mira. ―No ―respondió su hermana, sacudiendo con el pie el cuerpo inerte de Zac―. No más de lo que lo estaba antes. La rubia se rio a carcajadas ante la mirada indiferente de su compañera. Después, se arrodilló y tomó a Zac por el cabello, levantándole ligeramente la cabeza.

―Despierta. El Portador de almas abrió lentamente los ojos y parpadeó un par de veces. Con movimientos ágiles y como si nada hubiese sucedido, se puso en pie. Su mirada volvía a ser un pozo de infinita nada. Maya le miró fijamente, como si esperara algo de él. Pero Zac no hizo ni dijo nada. ―No me fío de ti ―siseó ella. Después, echando un vistazo en derredor, estudiando los restos de

las brasas en la entrada de la cueva y la capa de piel de lobo que había quedado abandonada en el suelo, preguntó―: ¿Dónde está la chica? ―Huyó ―se limitó a responder él. ―¡Eso ya lo sé, imbécil! ―gritó ella, haciendo un gesto con la mano―. Ve a buscarla ahora mismo. El joven permaneció dónde estaba, desobedeciendo la orden de su compañera. ―¡Te ordeno que vayas!

―insistió ella, enfurecida. Pero él siguió sin moverse. Y cuando Maya clavó su mirada llena de odio en los ojos de él, pudo ver perfectamente que no le obedecería. Ni ahora, ni nunca. Completamente fuera de sí, la niña profirió un grito cargado de rabia y frustración, para, seguidamente, cruzarle la cara al joven de un bofetón. ―Maya ―intervino Mira. Pero la otra la apartó de un empujón.

―¡Cállate, maldita estúpida! Si quieres hacer algo útil, ve a buscar a la chica. No puede haber ido muy lejos. Además, ha empezado a nevar y su rastro será fácil de seguir. Mira le dirigió una última mirada al Portador de almas y, tras asentir levemente con la cabeza, se marchó, siguiendo el rastro que Aurora había dejado tras ella. ***

Empezó a nevar poco después del amanecer. ―¡Mirad! ―gritó Germián, emocionado, pues no era muy habitual ver nieve en su pueblo natal. ―Se cumplen los malos presagios ―murmuró Alby, dirigiendo una corta mirada al que había pronosticado aquella nevada. En respuesta, Pierre se encogió de hombros. Las pequeñas borlas blancas caían suavemente, como pétalos

mecidos por el viento, y se posaban sobre las hojas y los troncos de los árboles que les rodeaban, enharinando el paisaje a su alrededor y creando una composición de contrastes entre la oscuridad de la vegetación y la blancura de la nieve. De haber sido un viaje de placer, probablemente se hubiesen detenido un rato a contemplar el bello espectáculo que tenían delante. Pero no lo era. ―Shiu ―le dijo Amelia al

wingli―, si quieres puedo llevarte en brazos. El animal de pelo anaranjado se detuvo unos instantes, sospesando aquella propuesta. Pero la desechó casi de inmediato. ―No hace falta. Por ahora creo que podré continuar yo solo; la nieve aún no me impide ver el camino y el suelo no está muy frío. Pero gracias de todos modos, Amelia. Ella sonrió, envidiando la fortaleza de aquel ser. Nunca

hubiese imaginado que los winglis fueran capaces de tales hazañas. A pesar de haber sido creados mediante la magia y pertenecer a brujos y brujas poderosos, siempre le habían parecido animales tiernos y débiles. Alby aminoró su paso hasta colocarse junto a ellos. ―¿Cómo vamos? ―le preguntó a Shiu. ―El rastro es muy fuerte ―repuso el animal―. Ni siquiera la nieve puede disiparlo. Creo que

están muy cerca, Alby. El joven apretó fuerte los puños, sintiendo una mezcla de emoción y terror. ―¿Cómo de cerca? ―De seguir con este ritmo, daremos con ellos antes de mediodía. Alby levantó la vista buscando el sol, para situarse en el tiempo, pero se encontró con el techo de nubes densas como algodón que cubría el cielo, dándole un aspecto siniestro. Había olvidado que los

winglis poseían un sentido del tiempo tan agudo. ―Aceleremos el paso, entonces. Y estad atentos ―añadió, dirigiéndose a todo el grupo―. Los siervos del Doctor no son tan poderosos como él, pero pueden ser temibles. Todos temblaron al oír aquellas palabras, aferrándose a las rudimentarias armas que llevaban con ellos y que se limitaban a viejas espadas oxidadas, cuchillos de caza y algún martillo.

*** Maya levantó sus largas pestañas, mirando al cielo gris. Empezaba a nevar. Algo molesta, sacudió su cabeza, apartando algunos copos que habían caído sobre su pelo. No soportaba que nada pudiera estropear su perfecta, aunque infantil, belleza. Y la humedad siempre terminaba por encresparle el pelo. Después, como si volviera a la

realidad tras un largo periodo de ausencia, volvió la cabeza hacia el joven que se hallaba ante ella y que también empezaba a quedar cubierto de nieve. Clavó la mirada en él, perdiéndose en el color gris azulado que habían adquirido sus ojos. Le costaba reconocer en él al muchacho que había servido a Lord Kermiyak junto a ella durante tantos años. De hecho, que ella recordara, sólo le había visto el color real de sus ojos en una ocasión: el día en

que le había capturado para llevarle ante su señor. ―¿Crees que no sé lo que te propones? ―masculló, finalmente, la niña. Zac se limitó a sostenerle la mirada, mostrando, sin reparo, su intención de recuperar el dominio de su cuerpo. ―No te temo ―dijo, en respuesta. Maya soltó una carcajada, entrecerrando los ojos en una mueca siniestra. Luego, colocó las

manos en su cintura e inclinó ligeramente la cadera. ―¡No me hagas reír! No sé si lo recuerdas, pero tu cuerpo está sellado y tu alma, encerrada en Ninguna Parte. No puedes hacer nada contra mí. En cambio, yo contigo puedo hacer lo que me plazca. Haciendo una demostración de su poder, Maya movió ligeramente la mano y Zac pudo sentir que el contacto con su cuerpo se desvanecía. Aquella bruja intentaba

confinarle de nuevo, como tantas veces había hecho antes y como tantas veces le había permitido hacer él. Pero esta vez iba a ser diferente. Esta vez no iba rendirse. Debía proteger a Aurora. Con todas sus fuerzas, luchó para desvanecer la atmósfera de irrealidad que le envolvía y le obligaba a regresar a Ninguna Parte. Se concentró en las vagas sensaciones que le transmitía su cuerpo, abandonado en medio de la

nevada. Sintió el frío, la rigidez y el miedo. Y aquello le permitió retomar algo de control. Parpadeó un par de veces y observó de nuevo el paisaje que le rodeaba, blanco, gris y negro. Había vuelto a su cuerpo. Aunque aquello le conllevó también la vuelta del dolor, que le cruzó de arriba abajo como un latigazo y le hizo caer de rodillas. La presencia de Maya avivaba la fuerza del sello. Ella sonrió al verle retorcerse

a sus pies. ―Eres patético ―se mofó―. ¿Qué crees que conseguirás con esto? Lo único que sacarás será destruir tu alma y tu existencia. ―Pues… pues que así sea ―respondió él, entre espasmos. Maya se rio de nuevo. ―Así podré disfrutar del placer de verte morir, por segunda vez. Zac apretó con fuerza los dientes, tratando de ignorar el dolor agudo que cada vez se hacía más

intenso. Tenía que regresar por completo, tratar de romper el sello, aunque fuera gracias a su fuerza de voluntad. Era la única manera que le quedaba de ayudar a Aurora. Pero, aunque en algunos momentos tenía la sensación de que de nuevo volvía a ser dueño y señor de sus actos, también sabía que no era humanamente posible acabar con el sello maligno que el Doctor le había impuesto a su cuerpo, a menos que tuviera el hechizo correspondiente para hacerlo.

―¡Detente! ―le gritó Maya de improvisto―. ¿No ves que tu comportamiento no te está trayendo más que dolor? Pero él no la escuchó. Su alma estaba demasiado ocupada buscando el modo de deshacerse del sello. ―¡Qué pares! ―insistió la niña, apretando su pie contra el pecho de Zac, ahora tendido bocarriba en el suelo. Él entreabrió los ojos y jadeó. La ira de Maya era tanta que casi

podía sentir como emanaba de ella. Pero ya no le importaba. Prefería morir intentándolo antes que vivir otros ciento cincuenta años de aquel modo. Volvió a cerrarlos y se hundió en la oscuridad, en busca de una salida. Pasados unos minutos, Maya soltó un gruñido, harta de la perseverancia del joven. A medida que el tiempo avanzaba y él seguía adelante con su plan, el peso de la duda empezaba a recorrer el interior de la niña. ¿Qué ocurriría si

Zac no se detenía hasta lograr destruir su alma? De nuevo volverían a ser las setecientas sesenta y seis de antes, y aquello no le haría ninguna gracia al Doctor. La niña sospesó aquella idea, mientras observaba el intento de suicidio del joven. No. No podía consentirlo. Quizás pasarían años antes de que su señor pudiera localizar de nuevo un alma pura. ¿Y quién le aseguraba que no habría otros que intentarían lo que el Portador de almas, otros

como, por ejemplo, Mira, o incluso la niña maraya que acababa de escapar? Tenía que detenerlo antes de que fuera demasiado tarde. ―¡Tú te lo has buscado! Me da igual lo que piense Lord Kermiyak sobre todo esto. Nunca regresarás a tu cuerpo ―fue todo lo que le oyó decir a la chica. Instantes después, la sensación que le produjo el filo cortante de un cuchillo hundiéndose en su pecho, le hizo volver de forma violenta a la realidad. Abrió los ojos de par

en par y levantó ligeramente la cabeza, para encontrarse a Maya arrodillada junto a él con las manos aferradas a la empuñadura de su puñal, que había clavado en el corazón de muchacho. ―Muere ―murmuró ella, con su voz acaramelada. Aquella simple palabra había desatado el poder de Maya, canalizándolo a través del puñal y rompiendo la poderosa magia que, a pesar de la falta de espíritu, había mantenido con vida el cuerpo del

Portador de almas. Casi al instante, Zac sintió que todo el trabajo hecho hasta el momento se desvanecía y su alma era arrancada de su cuerpo para ser devuelta a Ninguna Parte. *** Amelia caminaba concentrada en sus pensamientos y por eso no se dio cuenta que bajo el montón de nieve que pisaba se escondía una piedra. Pudo sentir perfectamente como su pie derecho se deslizaba

por la superficie helada de la roca, hasta quedar doblado en el suelo, produciéndole un terrible dolor. Y, sin poder evitarlo, cayó de bruces al suelo, hundiéndose en la nieve. Sus cuatro compañeros y el wingli se volvieron rápidamente al oír el grito agudo que había soltado y se la encontraron acurrucada en el suelo, quejándose del dolor en su tobillo lastimado. ―¿Y ahora qué sucede? ―se quejó Alby, algo molesto. El cansancio y la tensión

empezaban a hacer mella en él y le volvían más arisco de lo habitual. Amelia le lanzó una mirada furibunda, mientras se sentaba en el suelo para comprobar el alcance de su lesión. Se quitó la bota, los calcetines de lana y subió el bajo del pantalón. El tobillo no tenía buen aspecto y se estaba hinchando por momentos. “Mal asunto” pensó, al verlo. Pero no tenía opción. Estaban muy cerca y no podía demorar más la marcha. Por eso, volvió a

enfundarse el calzado y puso el pie en el suelo, con mucho cuidado. Pero la punzada de dolor que recibió a cambio le hizo ver que no iba a poder caminar. Pierre fue el primero en reaccionar y se apresuró a socorrer a su compañera. Se arrodilló junto a ella y le ofreció el brazo para que se apoyara. Pero se encontró con un rotundo rechazo. ―Puedo yo sola ―le espetó Amelia, apartándose de él y poniéndose en pie por sus propios

medios. La chica no soportaba que le trataran con tantos miramientos, por el simple hecho de ser mujer. Probablemente no fuera tan fuerte como ellos, pero no por eso necesitaba que la tratasen como a una niña pequeña. Para demostrarles a todos que estaba bien, dio un paso, cargando todo el peso de su cuerpo en la pierna buena. Luego, dio otro más. Y otro más. Pero en el cuarto intento, apoyó mal el pie lastimado

y terminó tropezando otra vez. Afortunadamente, Pierre pudo tomarla en brazos en esta ocasión y le evitó un golpe contra el suelo. ―No puedes andar ―sentenció el joven, ignorando el odio que le dirigía ella con la mirada. ―¡Lo que nos faltaba! ―bufó Alby, a su lado―. ¡Otro bulto con el que cargar! Amelia acusó las palabras. ―Oye, que no lo he hecho adrede ¿eh?

―En buena hora te acepté en el grupo ―murmuró Alby, mientras se volvía hacia el otro lado. Pero ella le oyó. ―¡A mí no me vengas con cuchicheos, Alby Devereau! ¡Si tienes algo que decir, dímelo a la cara! ―Chicos, por favor, dejadlo ya… ―empezó a decir Shiu. Se había mantenido al margen hasta el momento, pero la discusión empezaba a salirse de madre. Y ahora que estaban tan cerca de

encontrar a Aurora, no era el momento adecuado para reproches. De todos modos, ni Amelia ni Alby estaban por la labor de escucharle y ambos le ignoraron por completo. El joven, que se había alejado un poco mientras ella gritaba, volvió sobre sus pasos y se le acercó. ―¿De verdad quieres saberlo? ―repuso, en un tono parecido al que ella había usado―. Pues entonces te lo diré claramente: pensaba que eras distinta, Amelia.

Pero ya veo que, en el fondo, eres como todas las demás. La chica sintió sus mejillas arder por la vergüenza y la humillación que aquel estúpido campesino le estaba haciendo sentir. Tenía ganas de llorar; pero llorar hubiese sido como darle la razón a Alby. Por eso, cogió un puñado de nieve y se lo lanzó a la cara, con toda su furia. Seguidamente se abalanzó sobre él, con el puño en alto, para darle su merecido.

Pierre la retuvo en el último instante y, aunque ella forcejeó para soltarse, nada pudo hacer contra la fuerza de su compañero. Al final terminó por rendirse. ―¿No crees que te has pasado un poco? Era Pierre el que había hablado, dirigiéndose a su mejor amigo. En respuesta, Alby renegó y se volvió para buscar la aprobación de Phil. Pero el viejo era del mismo parecer que los otros dos: aquello no había estado bien. Y, sintiéndose

traicionado por sus compañeros, el líder el grupo vociferó un insulto e hizo ademán de retomar la marcha. Cuando un ruido proveniente del bosque le detuvo. Todos lo habían oído y todos guardaron silencio. El sonido, producido por alguien o algo que avanzaba entre las ramas y las bardizas, se repitió y fue acercándose rápidamente hacia donde estaban ellos. Pero, cuando ya estaba muy cerca, cambió de rumbo y volvió a

alejarse. ―¿Qué… qué era eso? ―preguntó Germián, cuando el miedo hubo pasado. ―¿Animales salvajes? ―se preguntó su padre, mientras miraba a través de los árboles. ―Lo dudo mucho ―le respondió Alby―. No creo que haya cazadores por estas tierras y no veo por qué un animal tendría que correr hacia nosotros a esta velocidad y sin motivo aparente. ―Era una chica ―sentenció

Shiu, moviendo ligeramente las orejas. ―¿Las hijas del Doctor? ―intervino Pierre. ―No, no eran ellas. Era Aurora. ¡Debe haber escapado! Todos miraron a Shiu, que permanecía subido en la roca, mirando al cielo y oliendo el perfume que el aire le traía. ―Hay que ir tras ellos. La voz de Alby rasgó el silencio. Todos le miraron. El joven parecía haber olvidado la

discusión con Amelia y también el hecho de que ella estaba herida. Por eso fue ella misma quien le respondió: ―Id vosotros. Yo no puedo andar y no haría más que molestaros. Os esperaré aquí. Alby supo que las palabras de ella habían sido dichas con toda la intención de herirle y también sabía que ella era consciente de que lo había conseguido. Pero no se rebajó a disculparse. En vez de eso, siguió en sus trece.

―Estoy de acuerdo. Será lo mejor para todos. Vendremos a por ti cuando todo hay terminado. Pero Pierre echó por tierra sus planes. ―Yo me quedo con ella ―dijo―. La llevaré a cuestas. Iremos detrás de vosotros. Alby se volvió hacia su amigo, con una mirada severa pintada en el rostro. Quería decirle que le necesitaban, que aquello era mucho más importante que una chiquilla lastimada y que en cuanto

terminaran podrían volver a buscarla sin problemas. Pero también sabía que Pierre se había encaprichado de Amelia y que no lograría cambiar su opinión, dijera lo que dijera. Por otro lado, no tenían tiempo que perder. Cada segundo que pasaba, les alejaba un poco más de la chica maraya y de sus perseguidores. ―Haced lo que queráis. Pero, por favor, no tardéis. Ya somos suficientemente pocos como para ir perdiendo miembros antes del

enfrentamiento. Phil, Germián, vamos.―Luego, se volvió hacia el wingli y cruzó su mirada oscura con la esmeralda de él, antes de decirle―: Guíanos, Shiu. El animalillo asintió y con un movimiento rápido descendió de la roca donde descansaba. Sus largas orejas se arrastraban por la nieve, pero aquel detalle no pareció importarle, porque, con un par de ágiles saltos, se introdujo entre la espesa vegetación que rodeaba el sendero que habían estado

siguiendo. Tras él, también desaparecieron Alby, Phil y Germián, dejando solos a Amelia y Pierre. ―No tenías porqué hacerlo ―se quejó ella, al verlos partir―. Sé cuidar de mí misma y no quiero humillarme más ante él. ―Estas herida, encanto. No hay nada de malo en aceptar ayuda. ―Haz el maldito favor de no llamarme encanto. No soy una de tus conquistas. Y ahora, vete. Quiero estar sola. Además, ellos te

necesitan. A mí sólo me hace falta descansar un poco. Enseguida estaré bien. Pero lejos de irse, Pierre se arrimó más a ella, sonriendo. ―Vete ―insistió ella, cada vez menos convencida. Y, en vistas de que él no le iba a hacer el menor caso, Amelia suspiró. ―Pues quédate, si es lo que quieres. ¡Pero no pienso dejar que me trates como a una damisela en apuros!

*** Aurora sintió la presencia de Mira tras ella y trató de acelerar el ritmo. Pero estaba tan cansada que las fuerzas le fallaron. El ruido que producían los pasos de la hija del Doctor sobre el manto de hojas secas que la nieve aún no había cubierto iba acercándose cada vez más. Y, encima, estaba ese horrible dolor en los pulmones cada vez que intentaba coger aire y que la instaba

a detenerse y descansar un rato. Pero no podía detenerse ahora o la iban a coger. Saltó por encima de un arbusto pequeño que le impedía el paso, rodando por el suelo al caer, y volvió a levantarse. Huir, huir, huir. Era lo único que tenía en mente y todo lo demás había pasado a ocupar un lugar alejado en su memoria. En un intento desesperado, se aferró fuerte al tronco de un árbol y aprovechando el impulso de su

carrera, trató de dar media vuelta. Pero, lejos de engañar a Mira, lo único que consiguió fue que ella se interpusiera en su camino y le cortara el paso. El mismo impulso que tenía que alejarla de allí la precipitó sobre la pelirroja y Aurora terminó impactando contra el cuerpo de ella. Mira no desaprovechó la ocasión para reducirla. ―¡Suéltame! ¡Suéltame! ―gritó la chica, debatiéndose en brazos de su captora.

―Será más fácil si no opones resistencia ―le aconsejó la joven. Pero eso era lo último que Aurora pensaba hacer. Lo de ser una niña buena había terminado. A partir de ahora, lucharía hasta el final y ofrecería toda la resistencia de la que fuera capaz. Aprovechando un leve descuido de Mira, Aurora se arrodilló y cogió una piedra del suelo. Sin pensarlo dos veces la estampó en la cabeza de la hija del Doctor.

Se oyó un ruido seco y el cuerpo de la pelirroja cayó al suelo. Un silencio sepulcral se dibujó en el lugar, roto, solamente, por los aullidos del viento. Aurora observó el cuerpo de la mujer, mientras jadeaba por el esfuerzo e intentaba recuperar el aliento. Pero se sorprendió al ver que empezaba a moverse de nuevo. Mira se levantó, sin tan siquiera mostrar signos de dolor. Se llevó una mano a la frente y palpó

la brecha que Aurora le había abierto. La sangre emanaba de ella sin freno, cubriendo su inmaculado rostro de carmín. Sin miramientos, la limpió con el puño de la manga de su camisa. Después, dirigió una mirada a la chica. Aurora se había quedado helada de miedo y aquello le impidió reaccionar a tiempo. Cuando quiso darse cuenta, Mira ya se encontraba frente a ella. La dejó inconsciente de un golpe seco en el estómago y

después cargó el cuerpo inerte de la chica a sus espaldas, emprendiendo el camino de regreso.

15. Hojas de ritzal Fue

Shiu quien encontró el cuerpo sin vida de Zac. El Portador de almas yacía junto a la entrada de la cueva donde había pasado la noche con Aurora y donde Maya le había matado. Su cuerpo estaba parcialmente cubierto por la nieve y a su alrededor se dibujaba una aureola de color rojo. Aún tenía el cuchillo clavado en el pecho.

El wingli arrugó la nariz, disgustado. El olor a sangre era muy intenso y hería su sensible olfato. Además, el espectáculo dantesco que se dibujaba ante él no era el más agradable del mundo. ―¿Has encontrado algo? ―preguntó Alby, más allá. El silencio del wingli fue respuesta suficiente para que, instantes después, el joven moreno aparecía junto a él. Su expresión se volvió seria. ―¿Qué demonios…?

Phil y Germián también se acercaron. ―¡Por todos los Dioses misericordiosos! ―exclamó el mayor. El más joven dejó escapar un gemido, mezcla de miedo y de asco. ―¿El rastro de sangre y pisadas que hemos seguido por el bosque era de él? ―preguntó Alby sin dirigirse a nadie en particular, a pesar de que sabía que sólo el wingli podía responder a aquella pregunta.

―No. El olor es distinto. ―¿Por qué deben haberlo matado? ―intervino Phil, arrodillándose junto al Portador de almas, para examinar la herida del pecho―. El puñal parece de mujer. ―Quizás la chica maraya le apuñaló y después huyo. Por eso las hijas del Doctor le perseguían ―murmuró Alby, pensando en voz alta―. Aunque, en el fondo, me da exactamente igual lo que haya sucedido y me alegro de que esté mal nacido esté muerto.

―No saques conclusiones precipitadas ―le riñó Shiu―. Hay algo en este chico que… Es como si nada en él fuera lo que aparenta. Alby le miró de refilón, mientras fruncía el ceño. ―¡Se puede saber qué estás diciendo! ―estalló. ―Cálmate Alby ―ordenó Phil, cogiéndole suavemente por el brazo, pero denotando firmeza en su voz. El joven se volvió hacia él y le miró fijamente, con los ojos

desencajados. ―¡Pero no oyes lo que dice! ¡Está defendiendo al maldito engendro que mató a mi abuela! ―Luego se volvió hacia a Shiu―. ¡Eras su wingli! ¿Es que no lo recuerdas? ―¿Y acaso tú no aprendiste nada de Nuba? ―le espetó el animalillo. Alby se mordió la lengua, tratando de no decir nada de lo que luego pudiera arrepentirse. Pero era demasiada la tensión que se

acumulaba en su interior y los continuos roces con sus compañeros no hacían más que aumentarla. Se dio la vuelta, con la cabeza gacha e inspiró y espiró un par de veces, para calmarse. Quizás Shiu tenía razón al reprocharle que ya no pensara fríamente y se dejara llevar por la respuesta más simple. ―El corazón de este chico me habló ―el wingli retomó la palabra―. Y sé que no fue una casualidad. Él era muy consciente

de ello. Creo que ha tratado de ayudar a Aurora desde que llegó; sino, no me explico cómo fue posible que, después de tanto tiempo, una simple niña maraya lograra escapar de él. ―¿Qué insinúas? ―quiso saber Alby, mirándole de nuevo a los ojos. ―Que las hijas del Doctor le descubrieron. Quizás dejó marchar a la chica, o quizás ella aprovechó el desconcierto ocasionado por una pelea para huir. Sea como sea, él no

hizo nada para atraparla y una de ellas le mató. Y juraría que fue Maya. ―¿Y la maraya? ―Ella debe estar bien, aunque sea por poco tiempo. La necesitan viva. Lo más probable es que la hayan encontrado y luego hayan vuelto sobre sus pasos. De aquí que el rastro nos haya llevado hasta aquí. Se hizo un silencio tenso. ―Si estuviera vivo podríamos interrogarle ―refunfuñó Phil.

―Pero está muerto. ―Puede que aún quede alguna esperanza. No hace mucho que ha sido asesinado y su cuerpo aún está caliente. Quizás su alma aún ronda por aquí... Alby, tu sabes usar la magia, tienes el Don, y tu abuela te enseñó sus caminos. Quizás… ―Puedo intentar curarle, si eso es lo que quieres. Pero no prometo nada. No soy muy bueno en esto. Además, lo de resucitar a los muertos va más allá de mis capacidades. Si su alma ha partido,

ya no podremos hacer nada por él. Y, aunque no lo dijo en voz alta, todos pudieron oír la parte no dicha: que no le gustaba para nada la idea de devolver la vida al asesino de su abuela. ―Vamos, hombre ―trató de reconfortarle Phil, dándole una palmada en la espalda―. Piensa que, de este modo, podrás hacérselo pagar. No sonaba muy reconfortante... De todos modos, Alby asintió. ―Necesitaré hojas de ritzal y

agua. Germián, ¿por qué no vas a buscarme las hojas? El chico se volvió lentamente hacia Alby y asintió. Durante el tiempo que llevaban allí, no había podido apartar la mirada del cadáver, movido por una creciente fascinación morbosa. ―¿Sabes qué planta es? ―insistió Alby, viendo que el más joven no parecía muy por la labor. ―La de las bayas moradas, ¿no? ―Exacto. Ve y no tardes.

Germián volvió a hacer que sí con la cabeza y corrió hacia los árboles. ―Empecemos entonces ―susurró Alby, mientras se frotaba las manos, para entrar en calor, tras haberse quitado los guantes de cuero. Cogió la empuñadura del cuchillo con firmeza y tiró de ella, sacando el arma del pecho del Portador de almas. Germián reapareció casi al instante, trayendo consigo una rama de arbusto. Se la

entregó a Alby con una calma casi ceremoniosa, temblando por los nervios; la magia era una rareza en aquellos tiempos y un rito como aquel no se veía dos veces en la vida. El líder del grupo la tomó y la examinó, asegurándose que se trataba de lo que él había pedido. Después, fue arrancando una a una las hojas de la rama para depositarlas encima de la herida de Zac, que previamente había mojado con un poco de nieve fundida.

Cerró los ojos y dejó su mente en blanco. El aire ondulaba a su alrededor, vibrando, lleno de la energía mística que él convocaba. Entonces, lentamente, aquel poder fluyó hacia las hojas de ritzal, arrastrando sus propiedades curativas, canalizadas por el agua, hacia el interior de la herida, que poco a poco empezó a cicatrizar. Ni siquiera los pájaros cantaron durante aquellos largos minutos en los que Alby estuvo en trance. Todo permaneció calmado,

tranquilo, como si el mundo entero se hubiese detenido. Pero de repente, movido por un impulso invisible, Alby cayó hacia atrás. Un quejido lastimero escapó de sus labios debido al golpe que se había llevado. ―¿Qué ocurre? ―preguntó Phil, que hasta el momento había permanecido casi tan rígido como su compañero. ―¡Y yo que sé! ―se quejó Alby, mientras se incorporaba―. Es como si hubiera… ¿un sello? No

logro hacerle recuperar la vida, a pesar de que la herida ya ha sanado. ―Puede que ya sea demasiado tarde. Su alma debe haber llegado al cielo. ―No, no es eso. Es algo oscuro. Algo que no me gusta. ―Insiste ―intervino Shiu. ―Pero…―intentó decir Alby. Aun así, terminó dejando morir la frase a la mitad. Confiaba en el wingli y no sólo porque había sido el siervo de su abuela. Aquel animalillo le

inspiraba más respeto y simpatía de la que había sentido por muchos humanos. Respiró hondo, tratando de despejar su mente, y apartó las hojas de ritzal que ahora sólo cubrían una cicatriz en el pálido pecho del Portador de almas. Ya no necesitaba su poder curativo. Ahora, lo que le hacía falta era un poder destructor suficientemente grande como para luchar contra aquella magia que encantaba al joven.

Y si las palabras que le había dedicado siempre su abuela eran ciertas, ese era precisamente el que se albergaba dentro de él. Porque Alby era fuerte como un roble. Volvió a tender la mano y volvió a cerrar los ojos. Y de nuevo el silencio en el bosque se hizo presente. Pero esta vez, apenas duró un largo minuto. Fue tan sencillo que Alby casi consiguió sorprenderse. ¿Acaso el dueño del poder que controlaba el sello se había cansado de jugar? ¿O

era una trampa? Abriendo lentamente sus oscuros ojos, se apartó un poco del cuerpo, murmurando: ―Ya está. Phil y Germián asintieron, sin entender muy bien qué había ocurrido. Pero el wingli, más sensible a la magia, sí había podido percibir el pequeño cambio que se había producido en el cuerpo del Portador de almas. Aguardaron en silencio durante los minutos venideros,

esperando alguna reacción por parte de Zac. Pero ésta no llegó. ―Pues al final va a resultar que sí hemos llegado tarde ―dijo Phil. ―¿Sabéis qué creo yo? ―le interrumpió Shiu―. Creo que el Portador de almas estuvo muerto desde el principio y era Lord Kermiyak quien controlaba su cuerpo mediante un hechizo. Sus tres compañeros le miraron si entender.

―Me parece ―repuso Alby, algo sarcástico― que esta vez no te seguimos. ―Es muy fácil: el Doctor debió hacerse con el cuerpo de este pobre muchacho, expulsando su alma y sellándolo para que ésta no regresara. Después, le lanzó algún tipo de encantamiento y le convirtió en su títere. ―Pero eso no tiene sentido ―intervino Phil―. Tú mismo has dicho antes que el Portador de almas trató de ayudar a escapar a la

chica. Si es el mismo Lord Kermiyak quién le controla, ¿no sería absurdo pensar que quiere liberar a su presa? ―Pero es que era Zac quien trataba de ayudar a Aurora. Y fue el corazón de Zac el que me habló aquel día. El verdadero dueño de este cuerpo ―explicó Shiu. ―¿No acabas de decir que el Doctor le robó el alma? ―Germián seguía sin entender―. ¿Cómo podría haber hecho tal cosa? ―¡Porque, de algún modo, su

alma sigue aquí! ―¡E influía en las decisiones de su cuerpo! ―comprendió, finalmente, Alby―. Pero si eso es cierto... ¿por qué no regresa ahora que ha sido liberado? Phil, Germián y Shiu se miraron entre ellos. Se estaban haciendo la misma pregunta. ―¿Puede alguien destruir un alma? ―preguntó Phil, pensado en voz alta. ―Seguro que el Doctor sí puede.

*** Mira levantó la vista al cielo y se volvió para observar el camino que dejaban atrás. ―Nos siguen ―dijo, en voz alta. Maya frenó sus pasos y miró a su compañera. ―¿Qué? ―Que nos siguen ―repitió ella.

―¡Y por qué no lo has dicho antes! ―gritó la niña, irritada. ―No estaba segura. Maya maldijo por lo bajo, exasperada. ―¿Cuántos son? ―quiso saber. ―Cinco. Maya asintió y paseó nerviosa por el camino, mientras buscaba el modo de arreglar aquel contratiempo. Se detuvo cuando una idea empezó a dibujarse en su mente.

―Voy a realizar un hechizo para ponerme en contacto con Lord Kermiyak y que mande a alguien a recogernos. ―No hay tiempo. Están al acecho. ―¡Cállate! Es nuestra única salida. La chica tiene que llegar al castillo como sea y si tenemos un enfrentamiento cara a cara, corremos el riesgo de que salga herida o que escape. Mira asintió. ―Bien. Tu tarea consistirá en

detenerles. En el fondo da igual si lo consigues o no; para cuando aquellos necios lleguen al castillo, ya será demasiado tarde para ella ―añadió, señalando el cuerpo inerte de Aurora, que Mira cargaba a sus espaldas―. Pero asegúrate de darme tiempo. Yo, mientras tanto, me encargaré de llevársela al Doctor. *** ―Detente ―ordenó Amelia,

dándole a Pierre un leve golpe en el costado. ―¿Por qué? ―preguntó él. ―Porque quiero bajar. En respuesta, él se detuvo y dejó que la joven se deslizara con suavidad por su espalda. Una vez tuvo los pies en el suelo, Amelia dio un par de pasos vacilantes para comprobar el estado de su lesión. ―¿Cómo estás? ―Bastante bien. Aún me duele un poco, pero puedo andar sin

problemas. ―¿Segura? ―insistió el joven―. Yo aún puedo llevarte a cuestas, si lo prefieres. ―No hace falta. Estoy bien, de verdad. No quiero que Alby y los demás se preocupen más por mí. Tenemos una misión que cumplir. Pierre asintió y vio como ella le ofrecía una sonrisa sincera antes de retomar el camino. El rastro de pisadas que se dibujaban en la nieve les condujo hasta la zona rocosa donde se

encontraban sus compañeros; el mismo lugar en el que habían encontrado el cuerpo sin vida del Portador de almas. Al verles llegar, Alby murmuró, de mal humor: ―Habéis tardado mucho. Tras ello, se puso en pie y ordenó retomar la marcha, instándoles a aligerar el paso para recuperar el tiempo perdido. Amelia le dirigió una mirada de odio. Quiso gritarle como había hecho antes, pero se contuvo al

sentir el roce de la mano de Pierre sobre la suya. Comprendió lo que él trataba de decirle: debían mantenerse unidos. Suspirando profundamente, se volvió hacia sus compañeros, que también se habían puesto en pie para retomar la marcha, y les dirigió una sonrisa afectuosa. ―¿Estás mejor? ―quiso saber Shiu. ―Sí, gracias. Y vosotros, ¿habéis encontrado algo? ―Nada bueno ―respondió

Phil, arqueando las cejas Amelia y Pierre le miraron, preocupados. ―¿La chica...? ―No. A ella no la hemos encontrado. Pero será mejor que vayamos tirando, Alby está que echa humo y no quiero darle más motivos para que se enfade. Os lo contaré por el camino. El grupo se adentró en la espesura, siguiendo los pasos de su líder y de Shiu, que les guiaban a través del rastro que las hijas del

Doctor habían dejado tras ellas. Mientras caminaban, Phil fue relatándoles todo lo que concernía al encuentro con Zac. ―¿Y que habéis hecho con el cuerpo? ―quiso saber Amelia. ―Lo hemos dejado donde estaba. Alby lo ha protegido con un hechizo, para que se conserve intacto a pesar del tiempo. Así, si en algún momento el alma del pobre diablo encuentra el camino de regreso, podrá volver a la vida. ―Por eso está de tan mal

humor, ¿verdad? ―Se lo está tomando todo demasiado a pecho. ―Pensad que ha perdido a toda su familia en esta lucha. Ya sólo le queda su hermana ―trató de justificarle Pierre. Pero Phil no estaba muy de acuerdo con aquella afirmación. ―Aquí, todos hemos perdido a alguien cercano y no por eso vamos chillando a todo el... En ese momento, un grito profundo interrumpió la

conversación, asustando a algunos pájaros que reposaban en la copa de un árbol y que levantaron el vuelo. El grupo se volvió hacia el lugar de donde había venido. ―¿Era la voz de Alby? ―susurró Amelia. ―¿Le habrá sucedido algo? ―¡Hay que ir con él! ―exclamó Pierre, echando a correr hacia el lugar. Amelia, Phil y Germián fueron tras él. Detrás de la curva que

dibujaba el camino, esquivando una pared rocosa que descendía abruptamente entre los árboles, encontraron a Alby intentando contener el ataque de Mira. El joven sostenía su vieja espada en la mano izquierda y, con la derecha, se aferraba con fuerza el costado izquierdo. La sangre emanaba de entre sus dedos, salpicando la nieve. Con un esfuerzo sobrehumano, Alby detuvo el golpe con el que la joven pelirroja pretendía poner fin

a su vida. Aun así y debido al impacto, la espada salió volando y él se desplomó sobre el blanco. ―¡ALBY! ―gritó Pierre. Aquello hizo que Mira reparara en la presencia de los recién llegados, dejando a un lado a su víctima. Se volvió hacia ellos, espada en mano, y empezó a caminar en su dirección. ―Iros ―quiso gritar Alby, a modo de advertencia. Pero ya ni para eso le quedaban fuerzas. La hija del Doctor estaba cada

vez más cerca y los cuatro compañeros se pusieron en guardia, desenfundando sus armas. Pero Germián, que por primera vez veía el peligro de cerca y comprendía que aquello había dejado de ser un paseo por el campo, dio un paso atrás, poseído por el miedo. Con tan mala fortuna que se enganchó el pie con una rama y trastabilló, cayendo hacia atrás. Mira percibió el suceso enseguida y aprovechó el momento de distracción para cargar veloz

contra él. El muchacho sólo tuvo tiempo de dirigirle una mirada cargada de terror, al tiempo que levantaba las manos en alto en un gesto inútil, antes de que la estocada mortal le alcanzara. Aunque, en el último instante, alguien se interpuso. La hoja se hundió en su cuerpo y lo cruzó de lado a lado. Seguidamente, y con un movimiento calculado, Mira extrajo el metal de él y lo empujó de un puntapié. Su ataque había sido tan preciso que ni

siquiera le había dejado gritar; sólo un pequeño gemido había escapado de los labios de Phil al ser herido. Germián contempló horrorizado como el cuerpo de su padre caía al suelo. Tras el impacto inicial, se abalanzó sobre él y trató de darle la vuelta para comprobar su estado. Lo meció, zarandeó, golpeó y chilló. Pero ya era demasiado tarde. La espada le había atravesado el corazón y no había nada que hacer. Phil yacía muerto sobre la nieve.

―¡Dios mío! ¡Phil! ―gritó Amelia, mientras se acercaba a ellos también. Aquellas palabras hicieron reaccionar al chico. ―Le has matado... ―balbuceó, incapaz de creérselo todavía―. ¡Le has matado! ―chilló, colérico, encarándose a la hija del Doctor. Después, presa de una furia que ni él mismo sabía que poseía, se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre Mira, blandiendo su

cuchillo de caza en busca de venganza. Afortunadamente, Amelia le interceptó antes de que lograra su objetivo. La mujer era peligrosa y el muchacho no tenía ni idea de lo que era un combate cuerpo a cuerpo, salvo por un par de peleas que pudiera haber tenido con sus amigos del pueblo. Germián forcejeó en brazos de ella, intentando liberarse de su agarre, ciego de ira. Pero Amelia, que era una mujer de recursos

prácticos, le cruzó la cara de un bofetón para hacerle razonar. ―Sólo conseguirás que te mate a ti también ―le espetó. Y el otro pareció calmarse por momentos. En otro plano, Pierre se había encarado a Mira, reclamando su atención, para proteger a sus compañeros. La pelirroja correspondió aquella demanda. Ambos se observaron en silencio; Pierre en posición de ataque, agazapado, Mira relajada y

erguida, sin expresión en el rostro. Tras aquel primer contacto visual, y sin más dilación, ella se lanzó contra él, empuñando el arma con ambas manos. Pierre fue más rápido y esquivó el ataque haciendo una finta que le permitió devolverle el golpe. Las dos espadas se encontraron produciendo un agudo sonido metálico. Entonces, el joven giró su espada por la empuñadura, acompañando a la de ella con el movimiento, buscando desarmarla.

Pero Mira se apartó de un salto, volviendo a la carga segundos después. Luchaban ferozmente y los aceros se encontraban una y otra vez, rozando sus pieles, de vez en cuando, y abriendo brechas en ellas. Fue una estocada fallida de Mira la que decantó la balanza, en un momento indeterminado, haciendo que Pierre aprovechara la ocasión para clavarle el filo. No hubo ninguna muestra de dolor por parte de la mujer. Ningún

gemido, ninguna mueca en su bello rostro, ningún espasmo. Permaneció impasible, a pesar de la herida que le habían abierto en el vientre. En vez de eso, Mira aprovechó el momento de desconcierto posterior al ataque y apartó a Pierre de un puñetazo. Él se llevó ambas manos a la nariz sangrante y ella se apresuró a coger la espada que le había clavado, y que aún cruzaba su cuerpo de lado a lado. Se la sacó sin vacilar. Ahora la hija del Doctor tenía

en su poder las dos armas y se acercaba a un Pierre desarmado y aturdido por el puñetazo que seguramente le había roto la nariz. Pero algo la detuvo y cuando Mira se volvió sobre su hombro, descubrió que Amelia había hundido el cuchillo de caza de Germián en su espalda. La pelirroja se dio la vuelta y dirigió una mirada vacía pero amenazante a Amelia. Pero antes de que pudiera siquiera rozar a la joven, Pierre la embistió por

detrás, cargando contra su cuerpo con toda su fuerza y haciéndola caer al suelo. Después corrió hacia su compañera, la cogió de la mano y la obligó a moverse. ―¡Tenemos que huir! ¡No podremos acabar con ella! Amelia asintió. ―¡Corred! ―les gritó a Shiu y a Germián, que se habían quedado pasmados un poco más allá. En respuesta, el muchacho tomó en brazos al pequeño wingli y echó a correr camino arriba,

pisando con fuerza la nieve para no resbalar. Amelia y Pierre les seguían de lejos. De todos modos, Mira no estaba dispuesta a dejarles escapar. La orden que le había dado Maya había sido tajante. La mujer sacó un pequeño puñal de su bota y lo lanzó con precisión a la pierna de Amelia. Al recibir el impacto, la otra cayó al suelo, soltando un grito de dolor. Pierre se detuvo y volvió sobre sus pasos para socorrer a su

compañera. Trató de ayudarla a levantarse, pero ella se lo impidió. ―No. No puedo. Iros, por lo que más quieras. Pon a salvo a Germián. ―Ni por todo el oro del mundo ―repuso él, muy serio. Y buscó con la mirada algo que le sirviera de arma para enfrentarse a Mira. Encontró una rama gruesa y fuerte que debía haber caído del árbol en una nevada como la que estaba cayendo ahora. Cuando su

contrincante llegó a su lado, Pierre consiguió detener el golpe de espada que ella le dirigió. El arma quedó clavada en la rama y él aprovechó para tirar fuerte de ella y lanzarla lejos de allí. Pensaba en cuál iba a ser su siguiente movimiento, ahora que él había quedado desarmado y Mira aún conservaba una de las espadas, cuando alguien gritó: ―¡Eh, tú! Sorprendido, Pierre buscó el origen de esa voz. ¿Realmente se

trataba de Alby? ¿O habían sido imaginaciones suyas? Mira también quiso volverse, pero antes de poder hacerlo sintió como su enemigo tomaba la empuñadura de puñal que ella todavía tenía clavado en la espalda y usando el mismo poder que había utilizado con el Portador de almas, rompía el conjuro que la mantenía con vida. La hija del Doctor cayó al suelo, como si de una muñeca se tratase.

Alby sonrió y, tras su gesta, también se dejó caer. ―¡Alby! ―gritó Pierre, corriendo hacia su lado para tomarle entre sus brazos y ayudarle a incorporarse. ―Viejo amigo… ―Cállate. Ahórrate las fuerzas. A ver esa herida. La expresión del rostro de Pierre fue la prueba que Alby necesitaba para saber que sus suposiciones eran ciertas. No le quedaba mucho tiempo de vida.

―Cuida… de… Nannette… ―fue todo lo que pudo murmurar. Después cerró los ojos y se sumió en un profundo sueño del que sabía que ya no iba a despertar.

16. Un niño Maya hizo un último esfuerzo para subir los peldaños restantes del vestíbulo y, cuando lo hubo conseguido, dejó caer el cuerpo de Aurora al suelo, casi con furia. Cargar con la muchacha desde el carruaje que las había dejado a las puertas del castillo le había supuesto un tremendo esfuerzo, debido al deforme e infantil cuerpo que poseía.

El golpe hizo que Aurora volviera en sí. Aturdida aún, se incorporó y se llevó una mano al vientre, que le dolía con intensidad. ―¿Dónde estoy? ―murmuró, al comprobar que el bosque a su alrededor había desaparecido. Se hallaba en una sala de grandes dimensiones, de paredes de piedra parcialmente escondidas por tapices de colores cálidos, como el rojo, el dorado o el naranja. El suelo estaba decorado por bellas y exóticas alfombras bordadas con

motivos florales, que se extendían a través de toda la habitación, cubriendo incluso la pequeña escalera que separaba la puerta de entrada del resto de la sala y que dividía la estancia en dos niveles. No había ventanas, ni muebles, sólo un montón de puertas que se esparcían por cada una de las paredes que la rodeaban y la estancia se iluminaba gracias a la luz del centenar de candelabros repartidos por toda la sala. No reconocía aquel lugar, ni

tampoco conseguía recordar cómo había llegado hasta él. Lo último que tenía en mente era estar corriendo por el bosque mientras huía de Mira. ―Aprisa, levántate ―le ordenó Maya―. Lord Kermiyak nos espera. Aurora obedeció sin rechistar, intimidada por las maneras de la rubia. Pero, una vez se hubo puesto en pie, no pudo evitar girarse para contemplar la sala en su totalidad. Era realmente grande. Enorme. Y

los bordados de los tapices, que representaban escenas variadas, eran lo más exquisito que hubiese visto jamás. Ese lugar no tenía nada que ver con los que había visitado durante su viaje a través de Udegelia. Fue ese pensamiento el que le hizo recordar lo que había ocurrido en el bosque. ―¡Vamos, muévete! ―insistió Maya, dándole un empujón. Aurora dio un par de tímidos pasos. Aunque volvió a detenerse.

Tragó saliva. ―¿Dónde está Mira? ―quiso saber―. ¿Y... y Zac? Apretó los puños, preparándose para una reprimenda. Temía que la furia de la pequeña hechicera cayera sobre ella con todo su esplendor, ahora que sus otros dos acompañantes habían desaparecido y ya no estaban para protegerla. Por eso se sorprendió cuando la niña repuso, sonriendo con malicia, mientras enrollaba en el

dedo uno de sus rizos perfectos: ―No debes preocuparte por mi hermana. Ella estará bien, seguro. Aunque no puedo decir lo mismo de los insensatos que han osado seguirnos y van a conocer el alcance de su poder ―se rio. >>Y con lo que respecta al traidor... ―escupió aquellas palabras con asco―. No volverás a verle jamás. Aurora palideció. ―¿Qué quieres decir? ―¡Estúpida niña! ¿Es que no

entiendes nada? ―¿Estaba... estaba muerto? ―Ya te lo dije: estuvo muerto desde el principio. Pero si te refieres al estado de su cuerpo, te diré que no estaba muerto. Aunque yo misma me tomé la molestia de arreglar ese pequeño problema. ¡Y ahora ya no podrá regresar jamás para retomar el control de esa cáscara vacía! La mirada de Aurora se desencajó y ella se llevó una mano a la boca, mientras negaba con la

cabeza. De repente, la culpabilidad empezaba a roerle las entrañas. Ella no había querido hacerle daño a Zac al huir de aquella manera. De hecho, y ahora que lo pensaba fríamente, tampoco creía que él fuera culpable de la muerte de Alberto, ni de las demás personas a las que el Doctor había arrebatado el alma. Él era, solamente, otra víctima más. Pero ahora ya era tarde para pedir perdón. Ahora ya era tarde para rencontrarse con él y decirle

que agradecía todo lo que había hecho por ella y que, a pesar de todo, seguía queriéndole. Aurora sintió náuseas. Zac había muerto para ayudarla. Había muerto por su culpa, porque ella le había abandonado en el bosque después de que él le mostrara todo su amor. Le había sentenciado y Maya había sido el verdugo. Con pasos vacilantes empezó a andar sin rumbo fijo, intentando huir de no sabía qué.

―¡Eh, oye! ¿Adónde te crees que vas? ―trató de retenerla Maya. Pero Aurora la apartó de un empujón para echar a correr hacia el fondo de la sala, cruzándola sin tomarse siquiera la molestia de elegir una dirección. Abrió una de las cinco puertas que había en la pared de enfrente, la que le quedaba más a mano, y que, casualmente, era la más grande, hecha con gruesa y maciza madera de pino, tallada con motivos variados. Al tocar la manilla, una

sensación de frío antinatural le hizo retirar la mano. Aurora se fijó en aquel elemento metálico con más detenimiento: parecía hecho de oro puro y se retorcía en una compleja y curiosa forma. Pero, por el rabillo del ojo, pudo ver que Maya se acercaba con pasos rápidos; todo lo rápidos que sus cortas piernas le permitían dar. No había tiempo para distraerse con tonterías como aquella. Así que, sin más dilación, hizo girar la palanca.

Al cruzar el umbral, la invadió una extraña sensación. Observó la estancia. No era muy grande y estaba tenuemente iluminada por algunos candelabros que pendían del techo, llenos de velas. El suelo y las paredes estaban cubiertos por los mismos tapices y por las mismas alfombras que la entrada. Tampoco había ventanas. Solamente una escalera con el pasamanos de mármol. Al final de dichas escaleras había otra puerta, discreta en

comparación con las que había visto en la gran sala, y que estaba parcialmente cubierta por unas cortinas de color morado que se doblaban formando ondas. Precisamente en aquel instante, la puerta se abrió. Aurora dio un respingo e hizo un paso hacia atrás al ver que una figura emergía de entre la oscuridad. En ese momento, las velas que iluminaban la sala se apagaron. Asustada, buscó la salida a tientas. Antes de darse cuenta que,

en realidad, las velas seguían encendidas. ―¿Qué ha sido eso? ―preguntó, asustada, mientras parpadeaba insistentemente, asegurándose que no padecía alucinaciones. No tuvo tiempo de comprobarlo. ―Hola ―dijo una voz dulce y aguda, muy cerca de ella. Con el corazón en un puño, la chica se volvió, descubriendo que la figura que antes estaba junto a la

puerta, en lo alto de las escaleras, ahora se encontraba justo detrás de ella. Y se trataba de un niño. Atónita, movió los labios sin emitir sonido alguno, antes de encontrar las palabras adecuadas. ―Pero… pero… ¡estabas allí! ―exclamó, estupefacta, señalando la puerta junto a las cortinas moradas. Él, sin embargo, se limitó a responderle con una sonrisa. Fue en ese preciso instante cuando Aurora se dio cuenta del

gran parecido que aquel niño guardaba con Maya. Era igual de rubio, con el pelo corto y ondulado, y sus ojos verdes también brillaban con aquel punto de cinismo y maldad. ―¿Quién… quién eres? ―quiso saber. Antes de que él respondiera, Maya irrumpió en la sala. ―¡Señor! ―gritó, paseando la mirada por la estancia. Se la veía nerviosa y acalorada. Al ver al niño que se

encontraba junto a Aurora, la pequeña hechicera se arrodilló con una reverencia exagerada, dejando que sus rizos perfectos cayeran hasta cubrirle el rostro. ―Lord Kermiyak ―pronunció, a modo de saludo. El pequeño sonrió ampliamente. ―Querida Maya ―dijo, acercándose a ella. La tomó suavemente por los brazos y la obligó a levantarse. Ella se dejó guiar, abandonando su

reverencia. Después, él le dio un beso suave en la mejilla, antes de decirle: ―Ahora ya has cumplido tu cometido. Puedes retirarte. ―Pero, señor… ―trató de protestar ella. La mirada amable del pequeño se volvió fría y Maya se estremeció. Como respuesta, la niña agachó la cabeza, antes de salir de la sala. El ruido de la puerta al cerrarse hizo que Aurora despertara

de su momentáneo trance. Toda ella había quedado estupefacta al descubrir que aquel niño era, en realidad, el temible Doctor. Todo aquello… ¿por un niño? Se hizo un silencio que a ella se le antojó terriblemente tenso. Aunque él no parecía incómodo. Seguía con aquella sonrisa tierna pintada en un rostro coronado por unos ojos llenos de maldad. Una extraña combinación del bien y el mal que no dejaba de resultar estremecedora.

―¿Estás cansada? ―le preguntó el niño, con su hablar más cortés―. Puedes dormir, si quieres. El castillo tiene demasiadas habitaciones vacías. Te proporcionaré una. Esta noche eres mi invitada. Aurora tartamudeó algo que ni siquiera él entendió. ―¿Tienes miedo, Aurora? ―le preguntó. Y al ver la expresión del rostro de ella, añadió―: Sí, conozco tu nombre. Por supuesto. Sé muchas cosas sobre ti. No te

dejes llevar por las apariencias, no soy ningún niño. He vivido muchos siglos, aunque no lo parezca. Conozco el mundo a la perfección. Tanto, como el alma humana. Pero no hablemos de eso ahora. Ven, te enseñaré tus aposentos. Tan confundida estaba ella, que obedeció sin rechistar. Dejó que el Doctor la tomara de la mano y la condujera a través de las escaleras con el pasamanos de mármol. Se perdieron tras la puerta cubierta con cortinas

moradas, que desembocaba en un pasadizo que se extendía a derecha e izquierda, envuelto en penumbra. Sólo lo iluminaba la pálida luz que entraba a través de las decenas de ventanas que había en la pared de enfrente y que ofrecían la magnífica vista del jardín trasero del castillo. Pero ahora no podía distinguirse nada más allá de los cristales. La nevada que había empezado a caer aquella mañana se había convertido en una auténtica tormenta de nieve y las ráfagas

blancas nublaban la visión, extendiendo sus cortinas de hielo y frío sobre el lugar. Al percatarse de la nevada, Aurora no pudo evitar la necesidad de acercarse a la ventana que tenía delante y colocó las manos sobre el frío cristal, dejándose invadir por él. También acercó el rostro, para poder ver mejor la nieve, mientras se imaginaba a sí misma durmiendo al raso, junto a Zac. Pero el húmedo y cálido aliento que se desprendía de sus

labios empañó el cristal. ―¿Piensas en alguien? ―le preguntó Lord Kermiyak, de repente. Ella se estremeció y, pasando una mano por encima del agua condensada, dibujando así unas rayas difusas en el cristal, se apartó de la ventana. ―No ―mintió. ―Ya veo ―repuso él. Después, juntó las manos a la espalda y anduvo un par de pasos, antes de detenerse otra vez, para

clavarle la mirada a la chica―. Sé lo que ha hecho Maya. Y si te tengo que ser franco, no me gusta nada. Zac era mi mano derecha y, aunque es cierto que a veces se me escapaba de las manos, siempre me había servido fielmente. Y ahora ya no voy a poder traerle de vuelta por más que le sane, porque, por culpa de esa condenada, alguien lo ha liberado. ―Tú… Tú… ¿le controlabas? El niño sonrió de nuevo, antes se asentir brevemente. Aurora se

apartó de él, volviendo junto a la ventana. ―Sé lo que te preocupa ―le comentó Lord Kermiyak, mientras se acercaba a ella―. Esta noche, no era yo. Esta noche, era él ―le susurró, con la vista perdida en la nieve que caía fuera―. De todos modos, puedes estar tranquila, porque te reunirás con él muy pronto. Aurora suspiró, casi imperceptiblemente, y dejó caer sus hombros, que había mantenido en

tensión todo aquel tiempo. De repente, se sentía cansada y débil, sólo una hoja mecida por el viento. Lord Kermiyak la tomó la mano. ―Ven ―le dijo, guiándola a través del pasadizo―. Esta habitación es especial. *** Pierre zarandeó un poco a Amelia y le golpeó suavemente la mejilla.

―¡Eh! ¡Eh! Vamos, Amelia, abre los ojos. ¡No te duermas! Pero ya era demasiado tarde. La joven había caído en un estado de semiinconsciencia. ―Mierda ―gruñó él. Aunque quizás que aquello fuera lo mejor. Tenía que quitarle el puñal que Mira le había clavado en la pierna y aquello iba a doler. Inspiró profundamente y descendió la mirada hasta la herida. La empuñadura del cuchillo sobresalía de entre los ropajes del

pantalón de Amelia. Con cuidado, rasgó la tela y dejó la piel al descubierto. Tenía la mitad de la hoja hundida en la carne y el hecho de que aún se mantuviera allí impedía una hemorragia mayor. El problema llegaría ahora, cuando se lo quitase. Pensó en las posibilidades que tenía a su alcance para evitar que la chica se desangrase, ahora que Alby ya no estaba para curarla. ¿Un torniquete? Desechó rápidamente la idea; Pierre no era muy bueno en

temas médicos y sabía que si no lo realizaba con precisión, podía hacer que Amelia perdiera la pierna. ¿Y si se limitaba a taponársela y a esperar que dejara de sangrar? Esperaba que funcionase, porque no quería perderla ahora. Para adormecerle la pierna, empezó a recoger puñados de nieve y la fue amontonando alrededor y encima de la herida de ella, hasta cubrirla por completo. Hacía mucho frío, los dedos se le habían puesto

rojos y apenas los sentía. Pero Pierre no desistió. Trató de hacerlos entrar en calor, frotándose vigorosamente las manos. Mientras aguardaba, cubrió a la chica con la capa de Alby, para que también ella se mantuviera caliente. Esperó un tiempo prudencial, hasta que el tacto de la piel de ella en la zona herida tenía una temperatura similar a la de la misma nieve. Y entonces, cogiendo la empuñadura del cuchillo, tiró de él con suavidad, pero también con

firmeza, intentando dañar lo menos posible sus músculos. Amelia gimió y durante unos instantes abrió los ojos. Pero rápidamente volvió a quedar inconsciente. Pierre le dirigió una corta mirada, sonriendo amargamente, para, después, volver a concentrarse en la herida. Había empezado a sangrar, pero no abundantemente, como él había temido en un principio. Cruzó los dedos para que aquello funcionara,

tomó un trozo de tela que había cortado de su capa y cubrió la herida, presionando con fuerza. Afortunadamente, tras un tiempo de presión prudencial, la herida dejó de sangrar. Pierre suspiró, aliviado. Limpió la pierna de Amelia con un poco de nieve y después la cubrió con un vendaje compresivo. Un soplo de aire gélido le azotó el rostro, cubriendo su corta barba de copos blancos. Apretó los dientes. Hacía un frío de mil

demonios y el golpe que Mira le había dado en la nariz le dolía horrores. Pero no tenía tiempo para pensar en ello. Ahora que había solucionado lo de la herida de Amelia, tenían que encontrar un lugar para pasar la noche o morirían congelados, pues la tormenta empeoraba por momentos. Recordó al muchacho y volvió la cabeza, buscándole. Le encontró acurrucado bajo a un árbol, abrazado a sus rodillas, sollozando. Pierre se levantó y se

acercó a él. ―Germián, tienes que ayudarme. Tenemos que buscar un lugar para pasar la noche y leña para encender una hoguera. El muchacho no respondió. ―Germián ―insistió el otro, poniendo una mano en su hombro y sacudiéndole un poco. Pero estaba totalmente ido. Pierre suspiró. ―Está en estado de shock ―dijo una voz detrás de él. Se volvió para encontrar al

pequeño wingli hundido en la nieve. ―Shiu. Lo siento por él, pero ahora no tenemos tiempo para lamentaciones y llantos. Nos va la vida en ello ―susurró. A pesar de los días de convivencia, no se acostumbraba a tratar temas de vital importancia con aquel graciosillo y menudo animal de peluche. Pero Shiu, que conocía bien los sentimientos de Pierre, le respondió con todo el afecto y comprensión de que era capaz.

―Lo sé. De allí vengo. He encontrado una cueva. ―¿De verdad? ―No había podido evitar la sorpresa. Al final resultaría que Shiu si era, de verdad, un buen compañero de viaje―. ¡Pues vamos antes de que la tormenta empeore! El wingli asintió y se preparó para retomar la marcha. Pierre por su parte, volvió al camino y examinó el cuerpo de Amelia, asegurándose que todo marchaba correctamente, antes de cargársela a

la espalda, tal y como había hecho aquella misma mañana. Después, se reunió de nuevo con Shiu y Germián. ―Vámonos. Shiu asintió y con gran esfuerzo inició el viaje, dando grandes saltos sobre la nieve tierna que se acumulaba ya sobre la tierra. Pierre también había empezado a andar entre los árboles, tratando de evitar las zarzas y los matorrales que quedaban camuflados bajo el manto de nieve

y que le harían tropezar en más de una ocasión, siguiendo los pasos de su compañero animal. Pero se detuvo a escasos metros de distancia, al percatarse que el chico no les seguía. ―¿Qué demonios haces, Germián? ¡Vamos! ―le gritó. Lejos de obedecer, el chico optó por hundir la cabeza entre sus brazos cruzados y empezar a gemir como un bebé reclamando a su madre. Shiu, que también se había

detenido, miró a Pierre. “Habla con él” le susurró, usando el lenguaje del corazón. Pierre suspiró y meditó durante unos instantes lo que tenía que hacer con el chaval. Shiu tenía razón, debía hablar con él. Pero… ¿cómo hacerlo? Apenas le conocía y, además, él también sufría aquel maldito revés que les había dado el destino. Alby había sido su mejor amigo de la infancia y ahora estaba muerto. Por no hablar de lo que le había ocurrido a Amelia.

Armándose de valor, volvió sobre sus pasos, hasta llegar junto al muchacho. Le dio un golpe suave con el pie para llamar su atención. ―Escúchame, Germián: Amelia está herida. Necesito llevarla a un lugar seguro para que ese corte deje de sangrar. Y no es sólo eso. Hay una maldita tormenta sobre nosotros y el día avanza con rapidez. Si la noche cae y no hemos encontrado un lugar en el que cobijarnos, moriremos congelados. ¿Es eso lo que quieres? ¿Morir?

Germián, que permanecía en el suelo con el rostro desencajado, elevó la mirada hasta Pierre. Negó con la cabeza, desesperado. ―Pues entonces, ¿a qué esperas?

17. Pedazos de calma Cuando se incorporó, no supo decir con certeza cuanto tiempo llevaba tendida en aquella cama. No había dormido profundamente pero, durante un tiempo largo e impreciso, había estado sumida en ese estado que se yergue entre el sueño y la realidad. Sin moverse de donde se encontraba, se dio la vuelta sobre sí misma, hasta quedar tendida

bocarriba. Después, perdió la mirada en el infinito. Estaba muy confusa. Tanto, que apenas lograba discernir la realidad de la fantasía. ¿En qué punto el mundo a su alrededor había llegado a perder tanto el sentido como para convertirse en lo que era ahora? Pensó en su casa, en los días que hacía que la había abandonado, y se preguntó qué estarían haciendo sus padres. ¿Habrían denunciado su desaparición a la policía? ¿La

estarían buscando por los alrededores, pensando que había sido secuestrada? A lo mejor creían que se había fugado. No era algo que ella fuera a hacer, pero su vida estaba lo suficientemente patas arriba como para que ellos llegaran a aquella conclusión. Lo que más sentía en aquel momento era que ellos estuviaran sufriendo por ella y lo que más la entristecía era que aunque lograra escapar de las manos del Doctor, quizás ni siquiera conseguiría

regresar a la Tierra nunca más, porque nadie podía cruzar La Puerta. Aquel recuerdo le llevó a pensar también en Zac, en todos los días que habían pasado juntos, en el bosque. Pensó también en la noche que habían compartido y lo cercano que le había resultado en aquel momento. Pero Zac estaba muerto, aunque aquella no fuera la palabra adecuada para describirlo, y ya no volvería a verle más. De todos modos, un destino

parecido al de él la aguardaba a la vuelta de la esquina. Y todo por culpa de ese... ¿niño? Menuda sorpresa se había llevado al conocerle. No sabía muy bien por qué, pero durante todo aquel tiempo había estado pensando en el Doctor como un hombre mayor, viejo, feo y arisco, lleno de maldad y de modales intolerables. Nada más lejos de la realidad. El aspecto hermoso de Lord Kermiyak la había desarmado y por eso había permitido que la tratara

como una marioneta; como hacía con todo el mundo. Pero él no era ningún niño. A pesar de su aspecto dulce, su interior estaba repleto de maldad, una maldad asfixiante, que lo envolvía todo y lo reducía a cenizas. Como haría con ella. Asi pues... ¿significaba aquello que no había salida posible? Aurora suspiró. Pesarosa y desanimada, se incorporó y se arrastró por el colchón hasta posar sus pies en el

suelo. El fuego ardía con furia en la chimenea situada en la pared de enfrente, a los pies de la cama, y ella corrió a calentarse las manos en él. Hacía frío, mucho frío, de aquel que una vez se mete dentro ya no es posible sacarlo ni con el calor de una hoguera. Aun así lo intentó, sentándose junto a las llamas para observarlas. Tenía que pensar, poner los pensamientos en orden y… y hacer algo.

Pero, ¿qué? Fue en ese momento cuando se dio cuenta de un detalle que antes le había pasado por alto: la habitación estaba casi a oscuras, iluminada solamente por las llamas. No había ni pizca de luz tras las cortinas que cubrían las ventanas. Y aquello sólo podía querer decir una cosa. Paseó la mirada por su alrededor, en busca de algo con lo que iluminar la estancia, y encontró un candelabro de cinco brazos en la repisa de la chimenea. Lo tomó y

prendió una a una las velas con la ayuda del fuego que lamía la leña en el hogar. Después, cruzó la gran habitación, fijándose en cada detalle: la cama con dintel, del que pendían unas cortinas vaporosas como la niebla, el armario de pino, la cajoneras con preciosas manillas, el tocador de cuento de hadas, el espejo con marco de oro, la mesa circular con una pata central que parecía un cuerno. Hasta llegar a la pared más alejada,

donde había dos grandes ventanales, con forma de arco. Con urgencia, apartó las cortinas que los cubrían descubriendo la noche que se extendía más allá del castillo. Mientras ella perdía el tiempo durmiendo, el día había terminado. ¿Cómo haría para huir, ahora? Era fácil: no podría. Un escalofrío la recorrió de arriba a abajo y la invadió una oleada de terror. Soltó la cortina y corrió a esconderse bajo las

sábanas y el cubrecama, haciéndose un ovillo, tal y como solía hacer cuando era pequeña y temía que algún fantasma saliera del armario. Pero rápidamente se dio cuenta de lo absurdo de la situación. Ya no tenía siete años y el monstruo no iba a salir del armario, sino que se hallaba en algún lugar de aquel castillo, acechando. ―Zac ―murmuró, a punto de echarse a llorar. Quería verle, lo necesitaba,

sentirle cerca, sentir que aún estaba con ella, que aún… Ninguna Parte. Claro. Estaba allí y siempre había estado. Sólo tenía que conseguir llegar hasta ese maldito lugar para verle. Aurora cerró los ojos con fuerza, hundiendo la cabeza en la almohada, y dejó la mente en blanco. Tenía que ir, tenía que ir. Relajarse. Dormir. Ninguna Parte.

No, no, no. No debía pensar. Silencio. Zac… El recuerdo de un beso y una caricia. ¡No! Silencio. Zac… La necesidad de verle otra vez y pedirle perdón... El deseo de que él volviera y la rescatara, cual caballero andante... Aurora se incorporó de golpe,

jadeando. No podía concentrarse, estaba demasiado alterada y los pensamientos iban y venían por su mente sin control. Cada vez que cerraba los ojos lo único que conseguía era que la imagen de él acudiera para confundirla. Refunfuñando, volvió a hundir la cabeza en la almohada. “Debe haber otra manera” pensó, mientras observaba el fuego desde la cama. Cuando se levantó, de nuevo, tratando de encontrar algo que la

ayudara a relajarse, le llamó la atención un vestido que reposaba encima de la silla del tocador. Rápidamente se preguntó por qué no se habría fijado antes. Y, como si hubiera caído bajo un influjo mágico, caminó directa hacia él para tomarlo entre sus manos. Lo levantó en alto para verlo mejor a la luz del fuego. Era sencillo, poco más que una túnica, de tela suave como la seda y de un color crema estampado con motivos bordados en hilo de color granate.

De repente, tuvo la urgente necesidad de ponérselo. Se desvistió allí mismo, ignorando el frío y esparciendo por el suelo la ropa que iba quitándose (los vaqueros, la sudadera, la túnica de lana), y se lo puso con rapidez. Casi se sintió aliviada al hacerlo. Una vez hubo terminado, corrió hacia el espejo, candelabro en mano, y se observó en el reflejo del cristal. Era una prenda hermosa que le recordaba a los vestidos de

época de las películas clásicas. Y, aunque el escote la incomodaba ligeramente, porque era generoso y ella apenas lo llenaba, también podía disimular aquel pequeño detalle con la larga cabellera ondulada que le caía por los hombros. Aurora ni siquiera se percató de aquel detalle. Los cabellos, antes cortos y alborotados, le caían ahora como una cascada brillante y ligeramente ondulada. A veces, aún pensaba en ella misma con aquella

bonita melena y cuando se veía ante el espejo con el pelo corto, no se reconocía. Por eso, no se dio cuenta de aquello que, por fuerza, tenía que ser obra de la magia. *** Pierre se dejó caer junto al fuego, exhausto. Temblando de frío, acercó las manos a las llamas para entrar en calor y se quitó el jubón, que había quedado empapado. Llevaba toda la tarde buscando leña

entre la nieve, procurando que ésta estuviera lo más seca posible, pues ya le había costado bastante encender la hoguera con las ramas mojadas. Germián le acercó un trozo de carne que había estado cocinando en su ausencia. Pierre lo tomó y lo mordió con avidez. Pero tras masticar un par de veces el primer bocado, lo tragó casi con asco. ―Es rufón ―le dijo el otro, al ver su cara de disgusto―. Sé que su carne no es muy buena, pero con

este tiempo es todo lo que he podido encontrar. Si quieres, puedo cocerlo un poco más, para que el sabor no sea tan fuerte. ―Déjalo. Está bien así. El joven terminó de comerse su porción de la cena y tras beber algunos sorbos de agua que había conseguido al fundir un poco de nieve, se acercó a Amelia. La chica descansaba a unos metros de distancia de donde ellos se encontraban, bien envuelta en su capa y con la cabeza recostada en

su bolsa de viaje. Dormía con expresión serena y respirar acompasado. Con cuidado, comprobó el estado de su herida. No tenía mal aspecto. De todos modos, preparó una infusión con unas ramas de tomillo que había encontrado en su periplo por el bosque y trató el corte con ella. ―¿Se pondrá bien? ―preguntó Germián, dudoso, desde el rincón donde se hallaba. ―Tiene buen aspecto. Sólo

espero que no se infecte. Pero aquella respuesta no calmó al muchacho, que tras unos instantes de duda, formuló la pregunta que tanto temía Pierre y en la cual había estado pensando toda aquella tarde: ―¿Y ahora… qué vamos a hacer? El joven suspiró y paseó la mirada por sus tres compañeros. Germián permanecía cabizbajo y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Shiu dormía a su lado,

enroscado sobre sí mismo; aunque, a juzgar por su oreja ligeramente levantada, Pierre sabía que estaba siguiendo aquella conversación. Y por último estaba Amelia, recuperándose del corte. Aquello era todo lo que quedaba para luchar contra el Doctor: un niño, un animal de peluche, una chica herida y un mandado que ahora ejercía de capitán. Estaba claro que, por más ganas que le tuviera a ese maldito Lord Kermiyak por haber acabado

con la vida de sus dos compañeros, no podían hacer nada contra él. ―Regresar ―dijo, finalmente. Hubo un silencio algo incómodo. ―Lo haces por Amelia, ¿verdad? ―preguntó Germián, mientras miraba a la chica dormida. Pierre titubeó. ―Supongo ―respondió―. Aunque sólo en parte. Ahora que Alby ha muerto... ¿Qué podemos hacer? Él era nuestro líder, nuestro guía. Él era quién de verdad quería

acabar con el Doctor. Ya fuera por venganza o por querer ayudar a la chica maraya. ―No era el único ―susurró entre dientes―. Yo también quiero vengarme de ese condenado. Pierre observó al muchacho mientras decía aquellas palabras: tenía los puños apretados y se mordía el labio inferior con rabia. ―¿Y cómo piensas hacerlo? No eres más que un niño ―no pretendía ser grosero con aquellas palabras, sólo mostrar la

realidad―. Mira acabó con la vida de Alby y la de tu padre en un abrir y cerrar de ojos. Y todavía queda Maya. Aunque lograras acabar con ella, ¿qué te hace pensar que podrías hacer lo mismo con el Doctor? Es inmortal, Germián, y domina la magia negra. Se desharía de ti como de un mosquito molesto. ―¡Pero está la chica! ¡Shiu dijo que ella era especial y que su poder nos ayudaría a acabar con él! Además, pensaba que tú podrías ayudarme...

―¿Yo? Ni hablar. Tengo que cuidar de Amelia. ―Podemos dejarla aquí. ¡Tú mismo has dicho que está bien! Luz de Luna está a sólo dos días de camino. En cuanto se recupere un poco podría ir ella misma. ―No pienso dejarla aquí, indefensa y malherida. Quedaron en silencio otra vez. Pero la propuesta de Germián ya había hecho mella en Pierre. ―Wingli ―dijo el joven, de pronto, mirando al animalillo que

se hacía el dormido―, cuánto queda para llegar al castillo de Lord Kermiyak. Shiu abrió sus ojos esmeralda y parpadeó un par de veces antes de responder. ―No estoy seguro, nunca he estado en estas tierras. Pero si el instinto no me falla, menos de medio día. Pierre se rascó los pelos que le crecían en el mentón. ―Si llevo a Amelia acuestas disminuiremos el ritmo. Pero

supongo que si salimos al alba esteremos allí para después de comer. Aunque quizás para entonces ya sea demasiado tarde. Si Maya y la chica han mantenido el ritmo de esta mañana... puede que a esta hora ya se encuentren en el castillo. A Germián se le iluminaron levemente los ojos. ―Pero… pero... aun así deberíamos intentarlo. Por la chica y eso, ya sabes. Y yo puedo ayudarte a llevar a Amelia.

Podríamos turnarnos. Le sorprendió el ímpetu y el coraje del muchacho. Durante el viaje de ida, apenas había abierto la boca para mostrar su opinión y se había limitado a seguir los pasos del grupo y a obedecer cuando alguien le mandaba algo (especialmente, su padre). Ese debía ser el motivo por el que Phil le había aceptado como compañero de aventura. ―Te hacía más callado ―observó Pierre, con una sonrisa

melancólica. Germián parpadeó y desvió la mirada, azorado. ―Sólo quiero vengar la muerte de mi padre. Ya. Y Pierre la de Alby. Y Alby la de su abuela. Y así sucesivamente hasta llegar al principio de los tiempos. Pero lo que estaba claro era que Lord Kermiyak tenía que morir, por el daño que le estaba haciendo a esa tierra y a las personas que usaba para sus oscuros fines.

―Duérmete, lo necesitas. Mañana tendrás que estar fresco como una rosa si pretendes que hagamos lo que propones. Él chico asintió, sin mucho afán, y se encogió sobre sí mismo, cubriéndose con la capa, dispuesto a dormir. Pierre, por su parte, recogió la prenda que se había quitado al llegar, y que estaba prácticamente seca, y se la puso de nuevo. Echó un par de ramas al fuego y lo atizó para que prendieran; algo que costó

mucho pues estaban bastante húmedas. Pero al final lo consiguió. Resopló. Estaba cansado y adolorido por la pelea, pero no podía dormirse: alguien tenía que vigilar el fuego porque, si se apagaba, terminarían muertos de frío. Se levantó y se acercó a Amelia, acomodándose a su lado. Y desde allí, observó la hoguera, distraído, mientras buscaba cosas en que pensar para no caer en el pozo de la tristeza.

Fue la voz de ella la que le sacó de su trance: ―Buenas noches. Abrió los ojos, aunque estaba convencido de que en ningún momento los había cerrado. No sabía cuánto tiempo había pasado, aunque, por el estado del fuego, dedujo que no mucho. Casi automáticamente, se estiró y cogió otro tronco que echó a las llamas. Después, se volvió hacia ella y la contempló en silencio. ―Así que has despertado

―dijo, finalmente―. ¿Cómo te encuentras? ―Bien. Duele un poco, pero puede soportarse ―respondió Amelia, sin levantarse. Y después añadió―: Llevo ya un tiempo despierta. He oído vuestra conversación. La verdad es que estaba esperando que Germián se durmiera. ―Vaya. ―Pierre no se lo esperaba―. Y… ¿qué opinas al respecto? ―Me parece un suicidio

―dijo, muy seria. Pero antes de que él pudiera intervenir, continuó hablando―: Pero estoy de acuerdo con vosotros: debemos acabar con ese malnacido y ayudar a esa pobre niña. Y ya no sólo por nosotros mismos, sino por nuestro mundo. Porque si el Doctor abre la Puerta, todo se vendrá abajo. Por eso quiero ir con vosotros. Pierre dudó. ―¿Estás segura? No sé lo que vamos a hacer, no tengo ningún plan. Y será muy peligroso. Lo más

probable es que ya sea demasiado tarde. ―Trataba de persuadirla para que no fuera, aunque, en realidad, no estaba convencido de querer apartarse de ella, a pesar de que aquello supusiera enfrentarla a peligros insospechados―. Además, está tu pierna. ―Yo estaré bien. Amelia sonrió, afectuosamente, mientras acariciaba la mejilla de Pierre. No se dejaría convencer tan fácilmente. Pero su sonrisa se congeló al darse cuenta

de que él estaba llorando. Iba a preguntarle qué ocurría, pero se detuvo. No hacía falta ser muy listo para deducirlo: acababa de perder a su mejor amigo, a aquel que había compartido todo con él desde la infancia. Y también había estado a punto de perderla a ella. Además, estaba cansado, adolorido, mojado y tenía frío. Pero, a pesar de ello, no podía permitirse el lujo de descansar y olvidar sus penas por un rato, pues tenía que cuidar de Germián y de ella. Por eso, en vez

de hablar, Amelia se incorporó y le abrazó, atrayéndole hacia ella. Pierre se dejó llevar. Ahogó algunas lágrimas en el pecho de ella, sintiéndose protegido y arropado por primera vez en aquel día. Ahora ya no tenía que demostrar que era un hombre hecho y derecho, no tenía que privarse de sus propias necesidades, anteponiendo las de los demás. Dejó que Amelia le consolara y después buscó sus labios para besarlos, casi con desesperación.

Al principio, Amelia dejó que le besara, confusa, pero después, se separó de él con delicadeza y le obligó a recostarse a su lado. ―No, Pierre, éste no es el momento ni el lugar ―murmuró, mientras señalaba a Germián con un gesto de cabeza―. Lo que necesitas ahora es dormir. Yo vigilaré el fuego, ya he dormido suficiente esta tarde. ―Pero… ―Shht, no digas nada. Le tapó la boca con delicadeza

y después acarició su pelo con ternura. Pierre no tardó mucho tiempo en caer dormido. *** Aurora había salido de su habitación, algo indecisa. Tras ponerse el precioso vestido, había estado aguardando, sentada en el tocador, la llegada de Lord Kermiyak. Tenía el presentimiento de que él vendría a

buscarla (¿habría llegado la hora?) y que por eso le había hecho llegar aquella túnica. Además, estaba el detalle del pelo. La chica se había dado cuenta del cambio en cuanto se había sentado ante al espejo para peinarse. “Realmente, el vestido quedaría mucho mejor si tuviera el pelo largo, como antes” había pensado, creyendo que el reflejo que le devolvía el cristal era sólo

producto de su imaginación. Pero al acariciar las hebras castañas había podido sentir el tacto sedoso entre sus dedos. Y entonces había podido comprobar que no se trataba de una visión, el pelo le había crecido de verdad y volvía a tener la misma melena ondulada que antes. El tiempo se había ido deslizando, perezoso, mientras ella permanecía frente al espejo, deleitándose con el tacto suave que le ofrecía su recién estrenada

melena. La había peinado de mil formas distintas: haciéndose una coleta, una trenza, un recogido; dejándola caer a un lado u otro. Pero al final había optado por dejarla tal y como estaba. Después, cansada de esperar, y en vista de que del Doctor no aparecía ni la sombra, salió de su habitación para husmear un poco. No sabía lo que le esperaba fuera, ni tampoco si Lord Kermiyak se enfadaría al verla deambulando sola por el castillo. Pero la

curiosidad la había podido. Se agarró con cuidado el pliegue del vestido, para no pisarlo al andar, y con la otra mano tomó el candelabro de cinco velas que le servía para iluminar el camino. Le sorprendió el hecho de que no hubiese ninguna luz encendida en todo el pasillo, ni siquiera una simple vela, y, aunque al principio se asustó por la densa oscuridad que envolvía el lugar, se animó a seguir andando. Aquella podía ser la única

oportunidad para pasear a solas por el castillo. Y aunque tampoco esperaba encontrar la manera de huir de allí, a lo mejor el paseo le daba alguna idea. Recorrió el mismo camino que habían trazado aquel medio día, a través del pasillo de grandes ventanales. Como había ocurrido en su habitación, las cortinas estaban echadas, haciendo el ambiente más claustrofóbico y sofocante. A punto estuvo de pasar de

largo la puerta por la que había entrado horas antes; a la luz insuficiente del candelabro parecía otra más, simple, pequeña e impersonal. Pero algo dentro de ella le hizo detenerse. Entonces aminoró sus pasos y se volvió hacia la madera. No dudo en hacer girar la manilla, ni en apartar las cortinas de color morado al entrar, evitando así que se quemaran con el calor de las velas. Bajó con decisión las escaleras de mármol, sintiendo en

sus pies cubiertos solamente por los calcetines de deporte el tacto de la moqueta. Una vez en el rellano, abandonó la estancia para entrar en el vestíbulo, donde había despertado esa misma tarde. El lugar, también sumido en penumbra, ofrecía un aspecto tétrico y silencioso. La oscuridad no parecía acabarse nunca y, aunque el sitio inmediato que rodeaba a la chica se iluminaba con la luz anaranjada del candelabro, todo lo demás parecía extenderse

en una bruma de negrura infinita. Permaneció unos instantes en aquella posición, estudiando el lugar y tratando de calmar su acelerado corazón, que martilleaba con fuerza dentro del pecho. No sabía por dónde seguir. Había un total de diez puertas en la sala, sin contar la puerta principal ni la que había usado ella al salir, y todas ellas tenían un aspecto parecido. Eligió una al azar, una que estaba situada en la pared que le quedaba a mano izquierda. Al

abrirla, Aurora se encontró con otro pasadizo, muy amplio, también a oscuras. Pero esta vez, al fondo de todo, pudo ver que, entre la ranura de una puerta entreabierta, se escabullían algunos rayos de luz. Temiendo ser descubierta, apagó las velas del candelabro y dejó el objeto en un rincón suficientemente apartado para que nadie tropezara con él. Después, avanzó de puntillas tratando de pasar lo más inadvertida posible.

18. Devolver las cosas a su estado natural Mira ha muerto. La voz del niño llenó la estancia, una pequeña y acogedora sala de estar decorada con muebles antiguos, así como algunos objetos modernos que contrastaban especialmente en aquel lugar. Lord Kermiyak se hallaba sentado en una confortable butaca tapizada con piel, situada enfrente

de una chimenea donde quemaba una gran hoguera. Maya, que permanecía de pie junto a la puerta, se sobresaltó con la noticia. ―¿Qué? ―exclamó, incapaz de creérselo―. ¿Cómo ha sucedido? Aunque tenía una ligera idea al respecto. De todos modos, parecía tan improbable que aquel grupo de campesinos hubiese podido acabar con la vida de su hermana... ―No lo sé ―reconoció él―.

Pero llevo toda la tarde intentado hacerme con el control de su cuerpo y no lo consigo. Además, este mediodía, poco después de tu llegada, pude percibir que alguien trataba de romper mi encantamiento sobre ella. Debí haber prestado más atención. ―No… no puede ser. ¿Y, ahora, qué hacemos? ―¿Hacer? ―preguntó Lord Kermiyak, como si realmente le sorprendiera aquella pregunta. Después, sonrió tiernamente, con

aquella extraña combinación que producían sus malvados ojos y su expresión afectuosa, y añadió―: Nada, por supuesto. Ahora ya tenemos a la Última alma. No necesito a Mira para nada. Mañana, cuando realice el ritual, todo habrá terminado. Maya tragó saliva, incómoda ante la réplica que le había dado el brujo. Después de todo… ¿sería capaz de deshacerse de Mira con tanta facilidad? La mujer llevaba ya muchos años con ellos.

―Además ―añadió el Doctor, arrancándola de sus pensamientos―, siempre puedo sustituirla por otra. Como a Zac. Y como a todos los demás. Y entonces comprendió lo que Lord Kermiyak quería hacer. Asustada, dio un paso atrás. Su mirada y la de él se cruzaron, ambas de ese verde aceituna tan hermoso, pero a la vez llenas del odio que habían ido acumulando tras siglos de soledad. ―Quieres… quieres

cambiarnos por aquella niña maraya ―tartamudeó, aterrorizada. No hubo respuesta. ―¡No puedes hacerme esto! ¡Guillaume, por favor! ―Te tengo dicho que no me llames Guillaume ―repuso Lord Kermiyak, sin levantar la voz, pero mostrando en ella una frialdad casi antinatural. ―¡Por favor! ―Maya sollozaba mientras pronunciaba aquellas palabras―. Mírame, soy yo, Chantal. Sigo aquí a pesar de

este maldito aspecto que ahora tengo. ―Me da igual quién seas. Ya sabes por qué te permito seguir viva. ―¡Pero tú me querías! ¡Me amabas! ¡Me salvaste cuando mi cuerpo moribundo ya no podía retener mi pobre alma! ¡Y me diste este cuerpo! ―Realmente eres estúpida y siempre lo has sido. Yo no te amaba, ni te amo. Sólo te utilicé para que dieras vida al cuerpo de

mi difunta hermana. Pero, desde hace un tiempo, sólo consigues mancillar su nombre con tu actitud. Así que prefiero que el cuerpo vuelva a quedar vacío, aguardando a que alguien más digno que tú lo ocupe. ―¡No puedes hacer esto! ¡Me necesitas! Ahora que Zac no está, sólo yo conozco todo lo que te rodea. Sólo yo podré ayudarte en tu nueva misión de vengarte de todos los que nos encerraron en este lugar, allá en la Tierra.

―No necesito tu ayuda. En cuanto le robe el alma a Aurora, convertiré su cuerpo en mi nueva compañía. Ella me guiará por la Tierra, porque la chica, más que tú, conoce aquel lugar. Aurora se recostó en la pared, junto a la puerta, y contuvo la respiración. Mientras avanzaba por el pasillo, había oído las voces de Lord Kermiyak y de Maya y había supuesto que estaban teniendo una

conversación, algo tensa a juzgar por el tono de voz que ambos, y en especial ella, estaban usando. Pero ahora que había alcanzado su destino, las voces habían cesado. Temerosa de haber sido descubierta, desechó la idea de seguir espiando a hurtadillas y dio media vuelta para volver al vestíbulo. Pero un grito proveniente de la habitación entreabierta la hizo detenerse, con el corazón en un puño.

―¡Non! Era la voz de Maya la que había gritado y que ahora parecía retomar la conversación. La puerta se había abierto un poco más, dejando que la luz que se escapase de la estancia, permitiendo, también, que la voz de Maya se oyera alta y clara. ―Arrete. ¡Guillaume, arrete! Aurora reprimió una exclamación de sorpresa al creerse descubierta. Pero rápidamente se llevó las manos a la boca, para

cubrírsela. Aquellas palabras no iban dirigidas a ella. No debía delatarse. Quedó pasmada en medio del pasillo, paralizada por el miedo. Después, no hubo más gritos. Sólo silencio. Una ola de frío entremezclada con una brisa suave acarició a Aurora, haciéndola tiritar. La chica sabía perfectamente de qué se trataba, porque lo había sentido antes, en casa de Nuba: era magia y muy poderosa. Y entonces, se oyó

un ruido seco y el cuerpo de Maya asomó por la rendija abierta en la puerta. Estaba tendida en el suelo, con el rostro vuelto hacia Aurora, y sus ojos estaban completamente vacíos. Estaba muerta. Siguiendo sus instintos más básicos, Aurora echó a correr por el pasillo, en dirección a la entrada principal del castillo. Tenía que huir de aquel lugar, aunque aquello conllevara morir congelada en medio de la tormenta de nieve que

asolaba los alrededores. Pero, antes de alcanzar siquiera la puerta que separaba el pasillo en el que se encontraba del vestíbulo, Lord Kermiyak apareció ante ella. La puerta del salón se había abierto completamente y la luz de la hoguera les bañaba a ambos. Los rizos color miel del Doctor parecían brillar con un resplandor danzante y sus ojos verdes emanaban tanta maldad que Aurora creyó que la mataría. Pero la suave

y pícara curva que dibujaban sus labios le indicó que no estaba enojado. ―Yo, yo… ―tartamudeó ella, sin saber muy bien qué hacer. Estaba asustada, pero también confusa. No sabía si echar a correr o permanecer allí quieta, si llorar o reír, si hablar o callar. No conseguía ni imaginar la reacción que tendría aquel niño diabólico y aquello la desconcertaba. Pero él se limitó a ampliar su sonrisa, dibujando así un par de

graciosos hoyuelos en sus mejillas. Después, dio un par de pasos hacia ella, tendiéndole las manos, en señal de buena voluntad, mientras susurraba: ―No tengas miedo. El eco de su aguda voz infantil recorrió el pasillo, haciendo que Aurora se estremeciera y se alejara un par de pasos de él, casi de forma involuntaria; hubiera querido huir, pero el miedo la mantenía paralizada. Y, ante aquel rechazo, el gesto de Lord Kermiyak murió en

un intento, haciendo que el niño bajara las manos y se quedara inmóvil. ―Tranquila, no te haré daño ―insistió―. Ya te dije que esta noche eras mi invitada. Las palabras pronunciadas sonaron tan surrealistas que Aurora se sintió molesta al oírlas. ―Pero… pero… ¡acabas de matarla! ―repuso, casi furiosa. El niño se quedó callado unos instantes, pensando en lo que ella le había dicho. Después ladeó un poco

la cabeza y desvió la mirada, para observar el cuerpo de Maya. De repente, se había puesto muy serio. ―Sí. Y no. En verdad ya estaba muerta; o tendría que estarlo. Yo sólo me he limitado a devolver las cosas a su estado natural. ¿Crees que he obrado mal? ―al decir las últimas palabras, levantó de nuevo la mirada, clavando sus ojos verdes en los de ella y haciéndole sentir un extraño desasosiego que la recorrió por dentro.

Aurora quedó desconcertada por aquel sentimiento y por la extraña replica que le había dado él, así que guardó silencio durante unos instantes, antes de murmurar: ―No lo sé. Supongo que no. Ahora era ella la que desviaba la mirada, aturdida. Lord Kermiyak volvió a sonreír. ―Pero sigues teniendo miedo, ¿verdad? De acabar como ella. Sí… sé que suena terrible. Pero es tu destino: tienes un alma pura y la necesito. ¿Que no es justo? Lo sé.

Pero… ¿crees que es justo que los brujos tengamos que vivir encerrados en este país inventado? Las palabras del niño, suaves y pausadas, fueron casi cortadas por la voz de ella, que gritaba, fuera de sí. ―¡Ya no quedan brujos! ¡Tú los has eliminado! ¡Además, estás jugando con vidas ajenas! ¡No eres Dios ni tienes el poder de decidir quién deber morir y quién no! ―Si ya no quedan magos, es por su propia seguridad. No quiero

tener que matar más gente sólo por el simple hecho de que no les gusta lo que hago y se empeñan en interponerse en mi camino. Y los brujos de Udegelia tenían esa detestable capacidad. Además, ten en cuenta que en las guerras siempre hay víctimas inocentes. Y yo te estoy ofreciendo una muerte digna y limpia. Nada comparado con el horrible sufrimiento que tuvieron que soportar los brujos que murieron quemados vivos en la hoguera.

Ella gimió angustiada. El Doctor tenía parte de razón, pero ella no tenía la culpa de todo eso. Todo era tan confuso y las razones tan efímeras… ―¡Pero ahora la Tierra es un lugar distinto! ¡Ya no hay Inquisición que persiga a los brujos! ¡Ni siquiera conocemos la existencia de la magia! Ahora todo eso ya no son más que mitos y leyendas, simples cuentos infantiles para hacer dormir a los niños. ―Lo sé. Zac me lo ha contado

todo. Y ese me parece un mayor motivo para querer volver. Aurora entreabrió la boca, intentando decir algo más, pero las palabras no le salieron. Había usado ya todos sus argumentos y parecía que el Doctor no pensaba escucharla, dijera lo que dijera. Una lágrima solitaria descendió por su mejilla, símbolo de su derrota. Finalmente, optó por quedarse callada y agachó la cabeza. ―No te entristezcas, niña. En realidad te comprendo más de lo

que tú crees. Pero tú también tendrías que comprenderme a mí ―dijo él, casi con pesar. Después negó con la cabeza y dejó escapar un suspiro, antes de continuar―. Pero ya está bien de hablar de eso, quiero que tu última noche sea feliz. Por eso te pido que me acompañes. De repente, se encendieron todas las velas de los candelabros que pendían a un lado y otro del pasillo, llenándolo de tanta luz que Aurora tuvo que cerrar los ojos durante unos segundos, para

acostumbrarse. Al abrirlos de nuevo, vio que Lord Kermiyak había comenzado su marcha. Pero ella se quedó quieta. Inspiró profundamente un par de veces. ―Te agradecería que fueras amable conmigo y no intentaras huir. ―La voz la cogió desprevenida y encogió su corazón―. Mi paciencia es grande, pero tiene un límite. Y no me gustan los juegos. Si tengo que ir a por ti, me temo que tendré que acabar rápidamente con toda esta farsa y

no habrá noche de despedida para nadie. Ella tembló, preguntándose cómo habría sabido él lo que le pasaba por la cabeza.

19. Un cuento sin final feliz Cenaban. Aurora se llevaba a la boca pequeñas porciones de comida que masticaba sin hambre, mientras observaba la estancia de reojo. Se encontraban en un salón muy grande, a pesar de que Lord Kermiyak había advertido de que se trataba un comedor algo discreto que usaba cuando no había visitas.

La mesa alrededor de la cual estaban sentados, situada en el centro de la sala, era maciza, de madera clara y en ella cabrían, sin problemas, una decena de comensales. Las sillas, del mismo material, estaban tapizadas con tela verde bordada en rosa, como el mantel que cubría toda la mesa. En una de las esquinas, una gran chimenea caldeaba el ambiente. Aurora y el Doctor se encontraban sentados en uno de los extremos de la mesa y ante ellos se

distribuían varias fuentes, bandejas y cazuelas llenas de manjares exquisitos que ella ni probó. Él sí comía, cortando los alimentos con modales exquisitos y saboreándolos intensamente antes de tragarlos. ―¿No te gusta la comida? ―comentó él, viendo el poco apetito que mostraba ella―. Puedo preparar otra cosa, si lo prefieres. Aurora hizo que no con la cabeza. ―No, no es eso. ―¿Piensas en Zac?

―Bueno… ahora mismo, no. La verdad es que estaba pensando en Maya. ―Uhm, Maya… No te dejes engañar por las apariencias, aquella mujerzuela debía ser la más malvada de las mujeres. Era tan distinta de ti… Tú tienes un alma pura y la suya estaba corrompida por el odio. Aunque, de hecho, si ella también hubiera sido como tú, no hubiese podido usar su alma para dar vida al cuerpo de mi herma.

―Yo… creía que eras su padre. ―Y lo soy. Yo la cree y por eso la considero mi hija. Aunque tú pensabas en otra cosa, ¿cierto? Pero, como comprenderás, con este cuerpo es imposible engendrar hijos biológicos. Aurora permaneció en silencio, sosteniendo con su mano derecha el tenedor del que pendía una hoja de lechuga. Finalmente, desvió la mirada que había mantenido fija en el niño y,

soltando un suspiro, se llevó la comida a la boca. ―Confuso, ¿verdad? ―le preguntó él, sonriendo. Ella asintió on la cabeza. ―Sí, supongo que sí. Mientras hablaba, Lord Kermiyak tomó la copa que tenía ante él, llena de vino tinto, y, tras observarla a la luz de las velas, se bebió su contenido de un trago. Acto seguido, se levantó y se acercó hacia Aurora, invitándola a hacer lo mismo.

La cena había terminado. Sin mediar palabra, salieron de la sala y se dirigieron a la contigua, que era el salón donde Maya y él habían tenido su última conversación. El cadáver de la niña aún yacía en el suelo y Lord Kermiyak no dudó en acercarse a él, arrodillándose a su lado para examinarlo. Entonces ocurrió algo que Aurora no se esperaba. El Doctor se inclinó sobre el cuerpo inerte y, tras cerrar los ojos,

pasó la palma de su mano extendida por encima de él. En consecuencia, éste empezó a levitar. Aurora, que contemplaba la escena con los ojos abiertos de par en par, se hizo a un lado cuando Lord Kermiyak se acercó, seguido del cadáver flotante. ―Acompáñanos, por favor ―le dijo él. Y así lo hizo. Avanzaron en dirección al vestíbulo y, una vez allí, se dirigieron a la puerta que conducía

a la sala de las escaleras con el pasamanos de mármol. Las velas de los candelabros iban encendiéndose solas a medida que avanzaban. En el piso superior, recorrieron el pasillo de amplios ventanales, doblando a la izquierda al final de todo, y después otra vez, para tomar el pasadizo interno donde se encontraban las habitaciones. Dejaron atrás la que Aurora había usado aquella tarde, y que era la primera de todas, así como otras tantas que ella no se

molestó en contar. Deteniéndose finalmente ante una cuya hoja se deslizó sin necesidad de accionar la manilla. ―Ésta era la habitación de Marie Aline, mi hermana ―explicó Lord Kermiyak. Aurora dirigió una mirada rápida a la habitación, sorprendida por aquellas palabras, y después esperó de pie junto a la puerta observando al Doctor. Él también entró, seguido del cuerpo de Maya, que flotaba tras él. Se acercó con

parsimonia a la cama y, tras coger en brazos el cadáver, lo colocó sobre el colchón. Cuando Aurora volvió a mirar a la niña, se percató que el corsé verde y las mallas habían sido remplazadas por una túnica sencilla, parecida a la que llevaba ella. Lord Kermiyak colocó una muñeca de trapo, que descansaba a los pies de la cama, entre los brazos cruzados de la niña. ―Querida Marie Aline ―murmuró, para después darle un

beso suave en la frente. Se sentó junto a ella y le acarició el pelo con ternura. Aurora observó la escena desde la distancia, sin saber muy bien qué hacer y sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo. Aunque, antes de que tuviera tiempo de abandonar la estancia, Lord Kermiyak empezó a hablar: ―Marie Aline era mi hermana gemela. Murió hace casi tres siglos. La chica, que escuchaba en silencio, se acercó a la cama. Se

fijó en cada detalle del rostro de aquel niño rubio y cayó en la cuenta del inmenso parecido que tenía con Maya. ―¿Quién eres? ―preguntó en voz alta y clara, sorprendiéndose de su osadía. Él sonrió. ―Ahora mismo no sabría qué responderte. Sé que una vez fui Guillaume Kermiyak de Montfort, pero ahora ya no queda en mí nada de ese niño. Quizás podría decirse que en realidad morí, como mi

hermana. Levantó la mirada, que había mantenido fija en el cuerpo de Maya, y buscó la de Aurora. Ella se estremeció al sentir aquel par de ojos sobre ella. ―¿Quieres que te cuente un cuento? El aire vibró y el estremecimiento de Aurora se convirtió en temblor. Casi sin darse cuenta, se encontró a sí misma respondiendo afirmativamente a aquella pregunta.

Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, un país perfecto que, aunque nacido del engaño y la corrupción de algunos, se erguía próspero y feliz. Este país, llamado Udegelia, no tenía rey y cada persona que habitaba en él era dueña de su propio destino. Aun así, en estas tierras, y en el pueblo que se encontraba más allá de los jardines de este palacio, todo el mundo conocía a Raould Pierre de Montfort como el

Gobernante. Raould no había sido bendecido con el don de la magia, pero suplía aquella carencia con una gran astucia e inteligencia. Había sido él quien había unido a los campesinos del norte y había estimulado el comercio en Jardín de Invierno hasta convertir un pequeño pueblo en una ciudad próspera, conocida en todo el lugar. Era un hombre respetado y admirado, que se había casado con la hija menor del brujo más conocido de

Udegelia, y con la que había tenido un par de mellizos encantadores: mi hermana y yo. A decir verdad, no recuerdo mucho acerca de mis padres y es que, por aquel entonces, había pocas cosas en el mundo que me importaran más que mi hermana. Marie Aline era un ángel, siempre tan callada y tímida. Solía apuntarse a todos mis juegos y hacer cada una de las barbaridades que le pedía; siempre estaba allí, para mí, y era la única persona en

el mundo que realmente me entendía. Desafortunadamente, Marie Aline poseía una salud extremadamente delicada. Solía caer enferma con facilidad y terminaba asfixiándose tras largas carreras por los jardines. Por eso no salía mucho del castillo. De todos modos, mi madre siempre estaba allí para cuidarla y para sanar sus enfermedades con la ayuda de la magia. Hasta que un día ocurrió algo

terrible. Era primavera y le había pedido a Marie Aline que jugara conmigo al escondite. Ella estaba cansada pero yo insistí e insistí, hasta conseguir su aprobación. Me sentía eufórico aquella mañana y por eso no dejamos de correr a por la hierba, a través de las flores, hasta que llegó la hora de comer. Después de almorzar, ella se retiró a su habitación, alegando que estaba cansada. Pero su indisposición no era sino un

síntoma de una enfermedad y, antes de caer el sol, Marie Aline se encontraba en la cama ardiendo de fiebre. La mala fortuna había querido que mis padres no se encontraran en el castillo aquella vez y, aunque eran mucho los que dominaban la magia en los alrededores e intentaron curar a Marie Aline hasta la saciedad, ninguno de ellos era tan poderoso como mi madre. La fiebre no dejó de subir y su estado, de empeorar.

Al final, alguien me llevó. Pasé mucho rato en mi habitación, apagado y confuso, tendido en la cama sin saber qué hacer. Cuando intentaba salir, siempre había alguien que me lo impedía y me instaba a permanecer en mis aposentos sin molestar. Pero llegó un momento que el ajetreo se detuvo. Era ya muy tarde, bien entrada la madrugada. Entonces, salí de mi habitación y me dirigí a la contigua, que era la de mi hermana.

Ella descansaba en la cama, en esta cama dónde nos encontramos ahora, de la misma forma en que lo hace ahora. Yo no sabía que estaba muerta, pensé que al final había mejorado y todos habían aprovechado para irse a dormir. Me acerqué y la sacudí ligeramente, y al ver que no me respondía, insistí con más fuerza. Pero todo lo que conseguí fue que su cabeza se viniera hacia un lado, inerte. Grité como un loco. Me abalancé sobre ella y la estreché en

mis brazos, sacudiéndola, para hacerla reaccionar. Pero, obviamente, ya no había nada que hacer. Ni cuando mis padres llegaron, esa misma madrugada, justo antes de la salida del sol, pudieron hacer nada por ella. Era demasiado tarde. Y, a partir de aquel momento, la felicidad con la que habíamos vivido todos esos años, se truncó irremediablemente. Mi padre me culpaba de la muerte de Marie Aline, aunque

nunca me lo dijera abiertamente. Por eso, un día, sin poderlo aguantar más, estallé. Mi madre trató de detenernos, pero tuvo que hacerse a un lado dada la violencia de la pelea. No eran sólo los golpes, sino la rudeza de las palabras que nos decíamos. Y entonces ocurrió: maté a mi propio padre. No recuerdo cómo sucedió, sólo sé que de pronto me había acercado a su escritorio y había cogido el puñal que guardaba en el

cajón inferior. Acto seguido, el cuchillo estaba clavado en su corazón. Mi madre nunca me lo reprochó, aunque aquello había sido también su sentencia de muerte: había perdido a su hija y a su marido, y ya no le quedaban fuerzas para seguir adelante. La pena terminó llevándosela también. La culpa me carcomía las entrañas y empecé a estudiar los libros de magia y hechicería que había en la biblioteca; busqué a los

mejores practicantes que había en Udegelia, y traté, por todos los medios, de arreglar de algún modo lo que había hecho, ya fuera volviendo a la vida a mi hermana o a mi padre. Pero nada daba resultado, aquellos niveles de magia nunca habían sido explorados y muchos decían que tratar de resucitar a los muertos era jugar a ser Dios. La magia negra ensuciaba el alma y te pedía sacrificios inimaginables a cambio de tus deseos.

Poco a poco, la gente empezó a marcharse y el castillo quedó vacío. Nunca trascendió que la muerte de mi padre hubiese sido por culpa mía, pero el que tenía carisma, el que se había ganado el respeto de todo el mundo había sido él, y no yo. Yo sólo era un pobre mocoso que había perdido el juicio ante la muerte de su familia. Ni siquiera era el heredero oficial de nada, porque mi padre no era rey. En un acto de impotencia, la noche en que el último de los

sirvientes del castillo se marchó, corrí hacia la cripta donde estaban enterrados mis padres y mi hermana, y le grité al mundo que me daba igual querer ser Dios y que lo único que me importaba era recuperar a la familia que había perdido, aunque aquello supusiera corromper mi alma. Cuando desperté, a la mañana siguiente, había alguien junto a mí. Era un hombre tan alto que daba miedo y su rostro, de facciones perfectamente definidas,

hacía pensar en un cuervo. Creo que por más que pasen los años, nunca conseguiré olvidarle. No se presentó ni me explicó cómo había llegado, sólo se sentó junto a mí y me habló de las artes oscuras que usaban el poder de las almas puras. También me dio esto: la llave que abre las puertas de Ninguna Parte. Incluso me habló del camino al Paraíso, el lugar donde se dirigían todas las almas después de morir. Me aseguró que si conseguía el poder suficiente como

para llegar a él, podría rescatar de allí a quién quisiera. Y cuando ya se iba, me miró fijamente a los ojos, haciéndome sentir tanto miedo como no he sentido jamás, y me preguntó: “¿Aceptas el poder que te ofrezco?” Yo sabía quién era él y sabía también lo que implicaba aquello. No era sólo recibir, tenía que dar algo a cambio. Algo tan preciado como mi alma. Pero en verdad no me importó, si conseguía el poder que él me ofrecía, nunca moriría y,

por lo tanto, me daba igual venderle mi alma al Diablo, pues no iría nunca al infierno. Así que acepté. Todo empezó casi como un juego, pero terminó convirtiéndose en mucho más que eso. Algo peligroso, oscuro y terrible. Primero fue la inmortalidad y después el poder supremo. Ahora mismo no recuerdo cuánta gente murió para que yo pudiera conseguirlo, cuántas almas puras fueron destruidas con el fin de

darme su magia. Pero llegó un día en que mi poder era casi equiparable al de Dios. Y ese día, subí al Paraíso. No te aburriré con detalles sobre fantasías religiosas, sólo te diré que fui en busca de mi hermana. Y que la encontré. Su cuerpo aguardaba en Udegelia, protegido por un hechizo que yo mismo había lanzado sobre ella para mantenerla intacta a pesar del paso del tiempo. Y yo iba a hacerla regresar después de aquellos años

de sufrimiento y soledad. Pero cuando intenté llevármela, algo me lo impidió. Para que te hagas una idea, el Paraíso se parece a Ninguna Parte: no se puede salir de allí. Pero yo tenía el don de hacerlo y podía llevarme de allí a quién quisiera. Sólo había una condición: que esa alma también deseara salir de allí. El problema era que mi hermana no quería. Parece ser que el Diablo olvidó mencionar aquel pequeño detalle.

Así que cuando regresé, me di cuenta de que ya no me quedaba nada. Estaba sólo, sin motivos para vivir y sin poder morir en paz, pues cuando aquello sucediera, el Diablo estaría aguardando a que yo pagara mi deuda. Aurora parpadeó, como si durante ese tiempo se le hubiese olvidado hacerlo. De hecho, así había sido. Durante el tiempo que había durado el relato, le había parecido estar muy lejos de la

habitación, como si todo lo que le contaba el Doctor tomara forma ante sus ojos. ―Así... Todo lo que has hecho durante los últimos ciento cincuenta años, has sido sólo… ―susurró, incrédula, al comprender. ―Exacto, un motivo para vivir ―corroboró el niño―. Un motivo para seguir adelante. Estar encerrado en este país pequeño y ridículo me ahogaba, por eso decidí que si tenía que vivir durante toda la eternidad, mejor sería hacerlo en

el Otro Lado, un mundo fantástico y exótico que nunca dejaba de sorprenderme cuando lo observaba a través de mis poderes. ―¿Y Maya…? ―Uhm… sí… A ella la cree después de que mi hermana muriera definitivamente para mí. Entendía que Marie Aline no quisiera regresar. Después de todo, era su decisión. Y en el Paraíso podía permanecer junto a las almas de mis padres. Pero, a pesar de ello, no podía olvidarla.

>> Por aquel entonces yo disponía de una guardia de mercenarios que había reunido para que me trajeran las almas puras que necesitaba. Y como comprenderás, tantos hombres viviendo bajo este techo necesitaban que hubiese alguna mujer esperándoles cuando regresaban a casa. >>Entre ellas estaba Chantal. >>Nunca había sido una mujer dulce, ni cariñosa. Además, era fea como ella sola. Por eso ninguno de los hombres se fijaba nunca en ella.

Así que su principal ocupación se convirtió en cuidarme. Siempre estaba a mi lado y, de algún modo, terminé por encariñarme de ella. >>Pero un día enfermó. Es cierto que yo podría haberla curado con mis poderes, pero como le tenía un afecto especial, le propuse un trato: darle un nuevo cuerpo, que sería joven y bello eternamente. El cuerpo de mi hermana. ―Y ella aceptó… Lord Kermiyak asintió y después guardó silencio, como si,

de repente, hubiese perdido el interés en continuar con aquella conversación. No fue hasta después de un largo minuto, que se decidió a hablar. ―Creo que se ha hecho tarde. Deberías descansar. Mañana, cuando el sol llegue su punto más alto, las puertas de Ninguna Parte se abrirán reclamando tu alma. Aurora se estremeció y desvió la mirada. Durante el breve intervalo que había durado aquella conversación, había olvidado el

motivo que la había traído hasta allí. ―No tengas miedo ―le susurró él, al observar su reacción―. No te dolerá, si es eso lo que te preocupa. Además, puedes pensar que allí te rencontrarás con Zac. Se abstuvo de replicar que aquello daba igual porque terminarían desapareciendo de todas formas cuando él destruyera sus almas para robarles la magia. ―Será mejor que me vaya.

El Doctor le dirigió una mirada inquietante, advirtiendo que sus palabras habían ido demasiado lejos y habían herido la sensibilidad de Aurora. Pero no trató de disculparse. ―¿Quieres que te acompañe? ―No hace falta. Conozco el camino. ―Como quieras. Si necesitas algo, podrás encontrarme en mi habitación. Es la que hay justo al lado de ésta.

20. Madrugada Amelia

despertó de madrugada, poco antes de la salida del sol. Había estado haciendo turnos de vela con Pierre durante la noche, para mantener el fuego encendido. Pero en su última vigilia, había caído presa del sueño. Pierre estaba tendido a su lado y respiraba pesadamente. Murmuró algo cuando ella se apartó, para

echar más leña al fuego. De todos modos, ya era demasiado tarde: de la gran hoguera no quedaban más que cenizas y escombros. ―Bueno, no importa. Al fin y al cabo, ya casi es hora de levantarse ―murmuró para sí misma. Shiu, que la había oído levantarse, se apartó de Germián, con quien había estado durmiendo aquella noche bajo el calor protector de su capa, y se desperezó antes de acercarse a Amelia.

―Buenos días ―la saludó. Ella, concentraba como estaba en sus quehaceres, dio un respingo. ―Vaya ―le dijo al animalito―. Así que tú también estás despierto. Buenos días. ―Está amaneciendo ―observó Shiu. Amelia suspiró. ―Es cierto. Supongo que tendremos que despertar también a este par de dormilones. Primero se arrodilló junto a Pierre y le zarandeó. Él murmuró

algo entre sueños y después la rodeó por la cintura con su brazo y la atrajo hacia sí, dispuesto a dormirse de nuevo. Pero Amelia no se lo permitió. Esta vez, le sacudió con insistencia hasta conseguir que el joven abriera los ojos. ―¿Qué… qué pasa? ¿Me he dormido? ¿Otra vez el fuego? ―balbuceó él, mientras se incorporaba. ―No, dormilón. Está amaneciendo. Deberíamos marcharnos cuanto antes si

queremos llegar al castillo del Doctor antes de que ocurra una desgracia. Pierre se incorporó toscamente y se llevó una mano a la sien, que aún le daba vueltas por la falta de sueño. Mientras, Amelia se acercó a Germián, andando a la pata coja para evitar apoyar su pierna lastimada en el suelo. Una vez junto al chico, le zarandeó como había hecho con Pierre, aunque con algo más de delicadeza. ―Vamos, arriba.

―¿Mamá? ―preguntó él, confuso, con los ojos entrecerrados. Pero Amelia se limitó a darle unas palmaditas en la mejilla. ―No, Germián. Soy Amelia. El chico se incorporó de sopetón, con los ojos desencajados. Su tez se había vuelto tan pálida que parecía un cadáver. Como si aún no terminara de creérselo, dio un vistazo a su alrededor y se detuvo al cruzar sus ojos con los de ella. ―Creí… creí que todo había

sido un sueño y estaba en casa, con mi madre y mi padre. ―Lo siento. Me gustaría haberte dejado dormir algo más. Sé que lo necesitas, después de todo. Pero se nos hace tarde. Él asintió y permaneció sentado, con la mirada perdida. Pero Amelia no le permitió abandonarse de nuevo al mundo de la confusión y el caos. Con cariño, apoyó su mano en el hombro del chico, atrayendo su atención. ―Eh, Germián, ¿estás bien?

―Sí ―se limitó a responder él. ―¿Todavía quieres ir castillo del Doctor? La mirada del chico oscureció. ―Por supuesto.

al se

Recoger el campamento que habían improvisado dentro de la cueva no les llevó nada de tiempo. Apenas llevaban pertinencias y las pocas que guardaban, fueron abandonadas ahí sin más. Ahora

sólo se necesitaban a ellos mismos y a las armas que aún les quedaban. Shiu salió al frente, abriendo el camino, guiado por sus agudos sentidos. Tras él iba Germián, embriagado por el deseo de venganza. Y cerrando la marcha estaba Pierre, que cargaba a Amelia a sus espaldas. Pero con lo que no contaba el grupo, al salir de la cueva, era con el manto de nieve que se encontraron en el exterior. Todos sabían que durante la noche anterior

había estado nevando, pero ninguno de ellos, poco acostumbrados al frío norteño, se había parado a pensar que aquella nieve cuajaría y terminaría formando una capa que les llegaría hasta por debajo de la rodilla. ―¡Dios mío! ―exclamó Amelia. ―¿Y ahora que vamos a hacer? ―repuso Germián, igual de sorprendido que su compañera. ―¿Esperar a que la nieve se derrita? ―murmuró Pierre,

totalmente atónito. ―¡Eh! ¡Eh! ¡Alto! ―se quejó el pequeño wingli, que de un salto se había subido a la espalda del muchacho porque la nieve le cubría casi por completo―. No os rindáis tan fácilmente. Si avanzamos por el bosque, el manto será menor. ―¿Por el bosque? ¡Pero si avanzamos a ciegas podemos caer en cualquier agujero y rompernos una pierna! ―se quejó Germián. Pero el wingli soltó un maullido parecido a una risita y

añadió: ―Tranquilo, muchacho. Yo te guiaré. *** Aurora se levantó sobresaltada. Desde la cama, recostada en la almohada, observó su alrededor y soltó un largo y prolongado suspiro. Otra vez aquella maldita habitación. Apenas había podido pegar

ojo durante la noche y, hasta que el sol no había despuntado tímidamente, no había podido dormir más de cinco minutos seguido. Aunque, al final, parecía que lo había conseguido. ¿Cuánto tiempo debía haber pasado? Levantándose de la cama, se acercó a las ventanas, con pasos cortos y rápidos, y descorrió las cortinas. La intensidad de la luz solar la cegó. Confusa, se frotó los ojos y aguardó a que éstos se acostumbraran, antes de abrirlos de

nuevo. Era casi mediodía. ―¡No! ―exclamó, alarmada, al descubrirlo―. ¿Cómo puede ser tan tarde? Aquella idea la llenó de pánico. El fin estaba a la vuelta de la esquina. En un arrebato, abalanzó ambas manos sobre la manilla de la ventana y forcejeó con el cierre, intentando abrirlo. Sin ningún resultado. ―¡Mierda! ―gritó, fuera de

sí, pegando un golpe al cristal. Pero tampoco éste mostró indicios de querer romperse. Dejó a un lado la ventana y corrió hacia la puerta, haciendo girar la manilla repetidas veces. Desafortunadamente, estaba cerrada con llave o con algún tipo de sortilegio y no cedió. Intentó abrirla de todas formas, incluso le lanzó la silla del tocador, sin poder siquiera arañar la madera. Estaba claro que Lord Kermiyak no tenía ninguna intención de dejarla escapar y,

aunque ella hubiese creído durante el día anterior que era libre para ir y venir a su antojo, o para escapar en cualquier momento, estaba claro que no era así: el Doctor la había tenido bajo control en todo momento. Entonces, se dejó caer en el suelo con los ojos llenos de lágrimas de frustración, que no derramó. ***

Germián fue aminorando sus pasos hasta quedar detenido en medio de la nieve. El peso que llevaba a la espalda se le hacía insoportable. ―Ya no puedo más ―murmuró con dificultad, pues su respiración era entrecortada por el esfuerzo. Amelia frunció el ceño, preocupada, pero no dijo nada al respecto. Había advertido desde el principio que aquello terminaría ocurriendo. Y, aunque ella era una

mujer de complexión más bien pequeña, el hecho de que alguien soportara su peso durante la larga caminata por la nieve era una tarea complicada. ―Déjame en el suelo ―le pidió al chico, estirando su pierna buena para bajar. Prefería continuar a pie, arrastrando su pierna herida, que tener que protagonizar por más tiempo aquella escena que para ella era terriblemente humillante. Pero el chico le apretó los

muslos con más fuerza para impedírselo y después se la cargó mejor a la espalda. Ella se limitó a rodearle el cuello con sus brazos para aferrarse a él, tratando así de soportar algo de peso también. ―No hay tiempo. Nos hemos detenido hace apenas un rato. A este ritmo no llegaremos ni el año que viene ―dijo él, alto y claro, mientras proseguía la marcha con paso vacilante. Amelia abrió la boca, dispuesta a protestar, pues se veía

que Germián no estaba en condiciones de continuar y no aguantaría mucho más. Pero finalmente se mordió la lengua. Dijera lo que dijera, terminaría hiriendo los sentimientos de chico. ―Allá tú… ―sentenció. Al poco rato se encontraron con Pierre, que les esperaba recostado en un árbol, con Shiu sobre su hombro derecho. El joven se había adelantado sin querer al no darse cuenta de que ellos se habían detenido.

―¿Estás cansado, chico? ―preguntó, acercándose a Germián. ―No. Creo que podré aguantar un poco más ―repuso el otro. ―Como quieras. Pero ya sabes que si no puedes seguir, sólo tienes que decírmelo. Pero no insistió al percatarse de que Amelia le hacía señas y negaba con la cabeza. ―Bien, pues. Un último esfuerzo ―añadió. Después giró la

cabeza hacia el wingli y le miró de reojo mientras le preguntaba―: ¿Falta mucho? ―No. En realidad falta muy poco. ―¿De verdad? ―exclamó Germián. Se le habían iluminado los ojos. El animalillo asintió y después, de un salto, bajó a tierra, hundiendo la mitad de su cuerpo en la nieve. ―Aguardad aquí ―pidió. Acto seguido se alejó del

grupo, dando pequeños saltos. Cuando volvió, tras unos minutos, se limitó a murmurar: ―Llegaremos a mediodía. Y todos respondieron levantando la vista hacia el cielo.

21. Un cuerpo en el altar Aurora

observó a Lord Kermiyak cuando éste entró en la habitación. Se había arreglado para la ocasión con un jubón de cuero de color granate, bordado con hilo dorado. Debajo llevaba una túnica de lana oscura, así como unas mallas que cubrían sus piernas. Sus rizos dorados brillaban con intensidad debido a la luz del sol y sus ojos eran más verdes que de

costumbre. ―Vaya, estás preciosa ―le dijo a la chica, al verla―. Ayer no tuve la oportunidad de decírtelo, pero esta prenda te sienta realmente bien. ―Pero cuando estuvo delante de ella, su expresión se endureció―. Aun así, esto… ―murmuró, alzando el dedo índice de su mano derecha―, estaría mejor fuera. Aurora sintió que la trenza con la que había atado sus cabellos se volvía ligera y flotaba, acercándose

al niño. Instintivamente, levantó una mano y la llevó hacia su cabello. Pero él la detuvo. Entonces, la trenza desapareció y los finos cabellos de Aurora cayeron por su escote, libres de nuevo. ―Mucho mejor, ¿no te parece? Ella no respondió, enmudecida por la sorpresa. Lord Kermiyak le regaló una sonrisa y se apresuró a cogerle ambas manos entre las suyas. ―Bueno, ha llegado la hora

―dijo, como si de un niño a punto de irse de excursión al parque se tratase―. Si haces el favor de acompañarme… La muchacha, que sentía un nudo en la garganta, no fue capaz de responderle. La guió por el castillo hasta una parte en la que ella no había estado. Se detuvieron delante de una puerta que Lord Kermiyak abrió, invitando a Aurora a entrar. Asustada como estaba, ella dudó unos instantes antes de dar el paso.

Pero terminó cruzando el umbral cuando él la empujó suavemente por la espalda. Dentro, se encontró una sala muy grande, de forma cilíndrica, con el techo formado por una cúpula ovalada constituida por decenas de cristales, a través de la cual entraban los rayos de sol con toda su fuerza y esplendor. Lo más sorprendente era que la sala estaba completamente vacía, excepto por una tarima elevada, situada en el centro, hecha a base de plataformas

de piedra concéntricas, una puesta encima de la otra, y cada cual más pequeña que la inferior. Sobre la última, había un altar de mármol. Aurora tragó saliva, sintiendo gran desasosiego ante aquella decoración. ―Bienvenida a mi laboratorio ―le oyó decir a Lord Kermiyak. Repentinamente, Aurora se sintió poseída por el deseo irracional de huir. Pero antes de poder mover siquiera un pie, la puerta se cerró de golpe tras ella,

produciendo un gran estruendo que resonó por toda la sala. ―¿Vas a huir, niña? ―La voz del Doctor, siempre tan dulce y acaramelada, había sonado ahora fría y oscura. Aurora le miró con los ojos desencajados, apartándose de él unos pasos, hasta dar con la pared. ―Te agradecería que me lo pusieras fácil, Aurora. ¿Lo harás? Pero ella no respondió. Lord Kermiyak la miró fijamente.

―No querrás que sea por las malas, ¿verdad? La muchacha sintió como si una mano invisible la tomase y la arrastraste hasta donde él se hallaba. Trató de forcejear, pero fue en balde. Así que se dejó mecer como a una pluma. ―No me gustaría tener que atarte, como a los demás ―le susurró él al oído, cuando la tuvo a su lado. Ella gimió de puro terror. Podía sentir el aliento de él en la

mejilla y el poder oscuro emanando de sus ojos verdes. ―Buena chica. Ahora ve y siéntate en el altar. *** ―¡El castillo! El grito alto y claro que había pronunciado Germián, se extendió por todo el valle, resonando en cada una de sus esquinas. Y fue por eso que Pierre se acercó al muchacho y le dio una colleja.

―¿Quieres que nos descubran antes de empezar y que todo se vaya al traste, o qué? ―le reprocho, por lo que Germián se encogió sobre sí mismo, avergonzado por su acto. Después de abandonar el bosque por el que habían estado caminando durante toda la mañana, habían ido a parar a un pequeño saliente que dejaba a sus pies un valle que se extendía hasta el montículo donde se hallaba el castillo de Lord Kermiyak. El lugar, que tenía el aspecto de haber sido

un sitio importante en otros tiempos, estaba ahora abandonado por el paso de los años, permitiendo que los árboles y la maleza crecieran por los alrededores de los altos muros que rodeaban el castillo. Además, el color beige de las paredes se había vuelto negruzco a causa del moho y la suciedad, y estaba cubierto en parte por enredaderas y hiedras que trepaban a su antojo. Amelia se debatió con Pierre, deslizándose por su espalda para

bajar y quedarse de pie apoyada en él. ―Parece que sólo hay una entrada ―comentó―, aunque no se ve a nadie vigilando. Además, este sitio tiene pinta de llevar siglos abandonado. ¿Estás seguro de que es aquí, Shiu? A lo mejor han cambiado de guarida… ―No, estoy seguro. Es aquí. Puedo oler en el aire el rastro de Aurora y el de Maya. Y también noto la presencia maligna de la magia del Doctor. ¿Acaso no lo

sentís vosotros? Amelia y Germián negaron con la cabeza, convencidos, pero Pierre se mantuvo callado, con la vista fija en la construcción de piedra que se caía a trozos en el centro del valle. Su expresión era seria y se le veía concentrado. ―Sí, hay algo raro en este lugar. No sé si es magia o es otra cosa, pero puedo percibir una sensación extraña en el aire. ―Entonces, ¿cómo es que no hay vigilantes? ―insistió Amelia.

―El Doctor no necesita a nadie que le haga el trabajo sucio, puede controlar la seguridad del castillo con sus poderes y sin necesidad de estar presente en todos los sitios ―le explicó Shiu. ―¿Y cómo haremos para entrar? ―intervino Germián, nervioso―. ¡Si vamos de frente nos verá! ―Eso parece ―respondió Pierre, que se había alejado un poco del grupo, tratando de ganar ángulo de visión para inspeccionar

la parte trasera del castillo. ―¿Entonces…? ―Entonces tendremos arriesgarnos.

que

*** Aurora se había sentado en el altar que había encima de la tarima, tal y como le había ordenado el Doctor. Lloraba sin cesar, dejando que grandes lagrimones cayeran por sus mejillas hasta llegar al suelo. Aunque bien sabía que aquello no

iba a arreglar nada. Lord Kermiyak se hallaba a ras de suelo y miraba ansioso hacia el cielo, a través del cristal de la cúpula. La chica sabía que el aspecto del brujo era el mismo que el del día anterior: el de un niño de doce o trece años, menudo y delgaducho, de cabellos rizados y rubios, tan tiernos como su apariencia. Pero ahora era incapaz de mirarle de aquel modo. Parecía extraño, pues a primera vista, nada en él había cambiado. Aun así,

cuando ella le observaba, sólo podía ver un halo oscuro, difuso, donde destacaban sólo unos grandes ojos verdes que no dejaban de llorar maldad. Durante la espera, él había sacado de su cuello una cadena dorada de la cual pendían dos amuletos: uno parecía un saquito pequeño, de terciopelo negro, cerrado con un cordón plateado; el otro, una llave de oro, sin ningún adorno. Cogió el segundo y lo sostuvo entre sus manos, volviendo

a colocar la cadena en su sitio. Y, justo en el momento en que el sol se encontraba en su punto más alto, alzó la mano y la abrió con la palma hacia arriba, mostrándola a la luz del sol. De repente, la llave salió disparada, en dirección a la cúpula, como si un potente imán tirase de ella. Se detuvo a escasos centímetros de la misma, justo en el centro, y se posó encima del cristal. Poco a poco fue hundiéndose en su interior, cómo si en realidad se

tratase de una superficie líquida. Cuando desapareció, en su lugar no quedó más que un agujero negro, tan oscuro y profundo que apenas se podía observar lo que se escondía en su interior. El agujero empezó a crecer y a crecer, de manera que su poder oscuro aspiraba todo lo que había en la sala, provocando una suave brisa que mecía los cabellos de Aurora. La chica no pudo evitar soltar un chillido al sentirse arrastrada

por él y acto seguido se tumbó boca abajo en el altar, aferrándose fuerte a los lados. Tenía los ojos cerrados y los dientes tan apretados que le dolían las mandíbulas. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su cuerpo había dejado de responder. Trató de abrir los ojos, de incorporarse, de hacer cualquier cosa. Pero no pudo. Era como estar soñando despierta. Aterrada, luchó consigo misma, intentando doblegar su cuerpo a voluntad. No lo

consiguió. Y, de pronto, se encontró a sí misma flotando en medio de la sala circular. Entre sorprendida y asustada, paseó la mirada por la habitación y descubrió el cuerpo en el altar. “Su cuerpo” en el altar. ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo podía ser que su cuerpo se hallara en el altar y al mismo tiempo pudiera estar viéndolo? ¿Acaso estaba… muerta? “Claro. Es como aquella vez

en la cueva, cuando Zac me besó…”. Empezando a comprender las reglas de aquel nuevo juego, deseó con todo su ser regresar a su cuerpo. Y casi al instante su alma empezó a luchar contra las fuerzas que la arrastraban. Ahora ya no tenía sentido “querer” moverse, ya no había cuerpo físico con que hacerlo, ahora todo se limitaba al deseo. Pero su alma no tenía capacidad suficiente para resistirse a aquel poder oscuro que la

arrastraba y envolvía, nublándole la percepción e impidiéndole pensar con claridad. *** Pierre dio un último empujón a Amelia y dejó que Germián cargara con su peso desde arriba. Después, trató de trepar por la pared casi vertical y llena de nieve, resbalando cuando se encontraba casi en la parte superior. Por suerte, el muchacho, que ya había dejado a

Amelia en el suelo, le tendió una mano a tiempo. Ahora, los tres se encontraban junto a la entrada del castillo de Lord Kermiyak, agotados tras el terrible esfuerzo que les había supuesto escalar el montículo donde se hallaba el castillo. Tras un breve descanso, Pierre se levantó y buscó con la mirada alguna piedra por su alrededor. No le fue muy difícil dar con una. Con el proyectil en la mano, se acercó a la gran arcada que era la entrada y

que no disponía siquiera de vallas o de puertas de madera que la protegieran, y lo lanzó a través de ella. No sucedió nada. ―Parece que no hay ningún hechizo. Amelia, Germián y Shiu le miraron con expectación. ―Aun así, iré yo primero ―añadió. ―Voy contigo ―repuso el wingli, corriendo hacia él, tan deprisa que hacía volar sus grandes

orejas. ―Bien, pero vosotros dos ―dijo, dirigiéndose a sus compañeros― quedaros aquí hasta que venga a buscaros, ¿de acuerdo? Ambos asintieron con la cabeza. Pierre tragó saliva al empezar a andar por el patio delantero que había entre las murallas y el castillo. De los jardines que antaño lo debían haber cubierto todo ya no quedaba nada y ahora aquello parecía algo así como una selva,

llena de árboles, arbustos y maleza en general. Entre la nieve acumulada, podía distinguirse que la mitad de aquellos árboles estaban muertos y sus troncos ennegrecidos se retorcían en formas espeluznantes. Además, el silencio que rodeaba el lugar se hacía pesado e insoportable, y era roto, solamente, por los pasos de Pierre y los saltitos de Shiu. ―No me gusta nada este sitio ―comentó el joven, aferrándose con fuerza a la empuñadura de su

espada. ―A mí tampoco, pero parece que no hay peligro. Al menos yo no lo percibo. ―¿No? ―repuso el otro muy sorprendido―. Pues yo hace rato que tengo un malestar aquí metido ―dijo señalándose el pecho. Shiu se detuvo unos instantes y levantó su cabecita, cerrando los ojos para concentrarse mejor. ―Sí, sé a lo que te refieres. Yo también lo percibo. Es el aire maligno de algún conjuro. Pero

tengo la extraña certeza de que no está dirigido a nosotros. Al oír aquellas palabras, todos los sentidos de Pierre se dispararon ―¿Un conjuro? ―dijo, alarmado―. No estará intentando abrir la Puerta ya, ¿verdad? Y sin aguardar siquiera a su acompañante, echó a correr a través de la nieve, hasta llegar a la entrada. No se detuvo a comprobar si ésta estaba protegida por un hechizo, subió los peldaños del porche y se abalanzó sobre las

hojas de madera, tratando de abrirlas. Pero las encontró cerradas con llave. Muy deprisa, se dio la vuelta con la intención de ir a buscar a Amelia y Germián que debían estar aguardándole en el exterior de la muralla. Pero se detuvo al percatarse que ambos ya habían iniciado el camino hacia el castillo, desobedeciendo su orden. ―¡Daros prisa! ―les gritó―. ¡No puedo abrir la puerta,

necesitaré tu ayuda, Germián! Después, se volvió otra vez hacia la entrada y forcejeó con los tiradores, para terminar dando una patada al cierre, sabiendo que aquello no solucionaría nada. Pero, milagrosamente, la puerta se abrió. Sorprendido, el joven se dio la vuelta y observó a sus compañeros, que ya estaban llegando. ―¿No decías que no podías abrirla? ―preguntó Germián. ―Y no podía. Pero ahora se

abierto así, sin más. Pierre introdujo la cabeza por la apertura para ver que se escondía tras ellas. Pero Amelia le detuvo antes de que terminara de entrar. ―No creo que sea una buena idea. Parece una trampa, o algo peor. Pero Pierre se deshizo de ella con facilidad, y tras cruzar sus ojos verdes con los de ella, se introdujo en el castillo. ―¡Pierre! ―gimoteó ella, imitando a su compañero.

Antes de que pudiera añadir nada más, el wingli la interrumpió: ―No te preocupes. El Doctor se ha ido. ―¿Cómo que se ha ido? ―quiso saber. ―No siento su presencia en el castillo. ―¿Y la chica? Pero Shiu no respondió, en vez de eso, empezó a correr a través de la sala, en dirección a las puertas que había en el fondo, adelantando a Pierre por el camino, mientras

decía: ―¡Vamos! ¡Por aquí! Recorrieron todo el castillo: Shiu delante, Pierre en medio, cargando a Amelia a sus espaldas y Germián detrás. Cruzaron el vestíbulo, la habitación de las escaleras y, una vez en el piso superior, giraron a la derecha, recorriendo el largo pasadizo lleno de ventanas hasta llegar a la entrada de una de las torretas, donde Shiu se detuvo.

La puerta estaba entreabierta. Pierre se acercó y terminó de abrirla, haciendo chirriar las bisagras. En su interior se encontraba una sala cilíndrica, con el techo formado por una gran cúpula de cristal y un altar en el centro. Nada más. Dio un paso al frente, introduciéndose en la sala. Amelia, que se aferraba con fuerza a su cuello, paseó también su mirada por aquella extraña construcción. Aunque ella, a diferencia de su

compañero, sí se percató de la presencia de un cuerpo tendida bocabajo encima del altar. ―Pierre, mira ―le dijo al joven, señalando la tarima. Shiu, que también acababa de entrar en la habitación y había visto lo que Amelia señalaba, cruzó la sala veloz como un rayo, maullando el nombre de Aurora. Saltó los escalones de dos en dos y se subió al altar dónde yacía la chica. Con todas sus fuerzas, trató de darle la vuelta para comprobar si aún seguía

con vida. Pero su peso era demasiado para él y tuvo que esperar a que Pierre se acercara para echarle una mano. El joven también subió las escaleras que rodeaban el altar y, una vez arriba, dejó a Amelia en el suelo con cuidado antes de acercarse a Aurora, volviéndola lentamente para tomarla entre sus brazos. Amelia la examinó. La chica parecía dormida y su rostro dibujaba una expresión serena y

tranquila. Apartó algunos cabellos castaños que caían por su rostro, rozando sin querer sus mejillas, que estaban terriblemente frías. Asustada, Amelia se detuvo. Aquella frialdad no era normal. Poco a poco, levantó la mirada buscando la de su compañero. ―Está muerta, ¿verdad? ―preguntó, desolada. A lo que Pierre respondió con un leve movimiento de cabeza, mientras susurraba: ―Sí.

~Tercera parte~ La Puerta

22. Nannette Devereau Lord

Kermiyak apareció en Pueblofrontera tras utilizar uno de los portales que escondía en el castillo y que le conectaban con distintos puntos de Udegelia, a los que podía acudir con el simple hecho de hacer girar la manilla de una puerta. Era un método que solía utilizar a menudo, porque le permitía ahorrarse largos viajes a través del territorio boscoso, pero

que tenía un gran inconveniente: sólo funcionaba en sentido de ida, nunca de vuelta. Algo parecido con lo que ocurría con la Puerta que unía Udegelia con la Tierra. Tras arrebatarle el alma a Aurora y conseguir las setecientas sesenta y siete que necesitaba para su conjuro, el Doctor había sentido la presencia de unos intrusos en sus dominios; seguramente, los mismos que habían acabado con Mira el día anterior. Pero había desechado rápidamente la idea de un

enfrentamiento. No porque no se creyera capaz de derrotarles (se trataba de un grupo reducido que no le podía acarrear demasiados problemas), sino porque no quería que ningún contratiempo estropeara sus planes. Había esperado demasiado tiempo ese momento y nada ni nadie iba a demorarle más. Necesitaba abrir la Puerta, necesitaba escapar de Udegelia. Por eso, ignorando a los visitantes y abandonando el castillo a su suerte, había desaparecido

discretamente, usando el portal. Para cuando ellos llegasen de nuevo a Pueblofrontera (si es que lo conseguían), él haría mucho tiempo que habría conseguido su propósito. Una anciana que observaba la calle sentada bajo el porche de su casa le vio aparecer a través de la entrada de la casa de su vecina (que era, en realidad, la salida del portal). Sorprendida por el hecho de no reconocerle, no tardó en acercarse a él para preguntar: ―¿Y tú de dónde sales, niño?

Nunca te había visto por aquí. ¿Es que te has perdido? El Doctor endureció su gesto. Dejó que su magia fluyera desde su corazón y le envolviera por completo, distorsionando su apariencia para convertirla en la de un brujo alto y poderoso. Y fue precisamente aquella imagen la que vio la anciana, haciéndola caer de rodillas asustada y llorosa. ―Muestra más respeto, mujer ―masculló él, con voz oscura y grave―. ¡Soy Lord Kermiyak,

soberano de Udegelia! ―¡Lo… lo siento! ―gimoteó ella al descubrir la verdad y sin levantarse del suelo, donde había quedado sentada―. No sabía que erais vos, yo no… Por favor, nunca he usado la magia, no tengo el Don… No me matéis. El Doctor no tenía ninguna intención de tomar en consideración el ruego de ella, así que levantó una mano en alto, en un gesto hostil. Pero, interrumpiendo la escena, una niña de cinco años, de pelo rubio y

rizado, salió de la casa del porche, recostándose en el marco de la puerta tímidamente. ―¿Abuela? ―murmuró, asustada por el revuelo. La anciana palideció al verla. ―¡Monique! ¡Entra en casa y no salgas! ―gritó, con autoridad. La pequeña vaciló un instante antes de dar un paso atrás para regresar al interior de la vivienda. Pero, sin haber dado todavía el segundo, se encontró flotando en el aire a escasos centímetros del

suelo. Lord Kermiyak la había capturado con uno de sus hechizos y, con un leve movimiento de mano, la atrajo hacia él, haciendo que el cuerpo volase en su dirección. Monique empezó a llorar cuando se encontró en brazos de aquel desconocido. La anciana sintió que el corazón le daba un vuelco al ver que el Doctor se hacía con su nieta y, presa de un ataque de pánico, se lanzó a sus pies, a los que se agarró, gimoteando.

―Por favor, no le hagáis daño a la niña. ¡Por favor! Tomadme a mí si queréis, pero dejadla a ella en paz. Pero Lord Kermiyak se limitó a acomodar mejor a la pequeña en su pecho. Al hacerlo, descubrió que la niña sí tenía el Don; algo que podía ser de mucha utilidad. Después, valiéndose de su mano libre, agarró a la anciana por el cuello de la túnica y le preguntó: ―¿Dónde están sus padres? Ella titubeó.

―No tiene padre, señor. Su madre trabaja en los campos que hay detrás del pueblo. ―Pues ve a buscarla ―sentenció él, empujando a la anciana hacia atrás y dando la conversación por terminada. La mujer, que había caído de espaldas por el impulso, se levantó tan rápido como sus viejos huesos le permitieron y, tras dirigir una corta y aterrorizada mirada a Lord Kermiyak y a su nieta, se fue corriendo calle abajo. No se detuvo

ni un instante, arrastrando sus doloridas piernas por las calles de Pueblofrontera y después por los campos de hortalizas y cereales que se cultivaban en la parte trasera del pueblo. Buscó desesperada a su nuera entre el grupo de hombres y mujeres que estaban a cargo de la plantación, gritando su nombre sin cesar. Y cuando al fin dio con ella, todo lo que pudo decir fue: ―Nannette, la niña…tu hija… Después cayó al suelo, echa un mar de lágrimas.

Nannette no era una persona que se dejase llevar fácilmente por el pánico, pero cuando vio aparecer a su suegra tan acalorada en los campos de cultivo, pronunciando aquellas palabras, su estómago se encogió por el miedo. Soltando la alcachofa que tenía entre las manos, y sin pensar en nada más que no fuera su hija, echó a correr en dirección al pueblo. Nunca había sido una mujer fuerte ni una buena atleta, pero recorrió el tramo que separaba los

cultivos y la casa en un abrir y cerrar de ojos, sorteando obstáculos a toda velocidad. Lo que no esperaba era encontrarse aquella escena al llegar. Lord Kermiyak todavía sostenía a la pequeña con él y el primer pensamiento que cruzó la cabeza de Nannette fue para preguntarse quién era aquel mocoso y de dónde había salido. Pero la joven, a diferencia de su suegra, sí poseía el Don y su sensibilidad a la

magia le indicó rápidamente que aquel no era un niño corriente. ―¿Quién eres? ―preguntó, fría y decidida Él sonrió levemente, mostrando de nuevo su faceta tierna y pareciendo a los ojos de todos poco más que un simple niño. ―Veo que tú no te dejas influenciar por las apariencias. Mi nombre es Guillaume Kermiyak de Montfort. Aunque supongo que me conocerás más fácilmente por el sobrenombre de Doctor. ¿Y tú

eres…? Tras la sorpresa inicial, Nannette tragó saliva y trató de aparentar serenidad. ―Soy Nannette, Nannette Deverau. Y la niña que tienes en tus brazos es mi hija. ―Ya veo ―murmuró él―. Entonces eres la persona con la que quería hablar. Dicho eso, soltó a la niña y dejó que ésta flotara en el aire. Con el dedo índice de la mano derecha trazó un círculo imaginario a su

alrededor. Seguidamente, sobre el círculo dibujó un cuadrado y éste se materializó, convirtiéndose en una caja de cristal llena de agua que envolvió a la pequeña. Asustada, Nannette se lanzó sobre ella y la golpeó furiosamente con los puños cerrados. Pero Lord Kermiyak la detuvo con sus palabras: ―Tranquila, Nannette. La niña está bien. Si te fijas, verás que está envuelta por una burbuja llena de aire. Además, te advierto de que

este cristal es irrompible: por mucho que lo golpees, no conseguirás abrir en él ni una mísera grieta. Incrédula, la mujer volvió de nuevo la mirada hacia el interior de la caja de cristal y observó detenidamente su contenido. Efectivamente, tras los litros y litros de agua, su hija reposaba sana y salva envuelta por una burbuja de aire. ―¡Pero se va a ahogar! ―protestó ella devolviéndole una

mirada desencajada al Doctor―. Cuando el aire de la burbuja se termine… ―No debes preocuparte por eso ―aseguró él―. Mi magia envuelve la burbuja: tendrá aire infinitamente ―explicó. Y, tras una leve pausa que dejó para que la mujer se calmara, añadió―: Y ahora quiero que me lleves hasta la Puerta. Voy a abrir la cerradura y tú serás mi ayudante, porque yo solo no puedo controlar el poder de las setecientas sesenta y siete almas.

Necesito a alguien que tenga el Don y que domine la magia y estoy seguro de que tú vas a ser la persona ideal. >>Ahora bien, si te niegas o intentas algo extraño durante el conjuro, la burbuja que envuelve a tu hija desparecerá y ella se ahogará dentro del cubo de agua. >>Pero tú no quieres que eso ocurra, ¿verdad, Nannette? Por eso harás lo que te ordene y no crearás problemas. Así que haz el favor de acompañarme.

*** Oscuridad. Aquello fue todo lo que Aurora encontró cuando abrió los ojos: kilómetros y kilómetros de inmensa e infinita negrura. Porque, una vez más, se encontraba en Ninguna Parte. Se puso en pie, sintiéndose algo desorientada. Pero, poco a poco, los recuerdos fueron regresando a su mente: el viaje por Udegelia, el último día que había

pasado en el castillo de Lord Kermiyak, los últimos instantes en aquella habitación circular… Y, al final, el peso de la verdad cayó sobre ella como una losa. Las rodillas le temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas. El Doctor le había robado el alma. Estaba muerta. Gimió, desconsolada, y se dejó caer sobre el suelo inexistente, quedándose sentada sobre él mientas se frotaba las lágrimas con el dorso de una mano y con la otra

se aferraba con fuerza a la ropa de su chaqueta de plumas. El vacío que sentía dentro de su pecho era tan grande que apenas la dejaba respirar. Sin que ella se diera cuenta, una figura tomó forma ante ella y cuando Aurora levantó la mirada y le reconoció, no dudó en lanzarse a sus brazos. Alberto la abrazó con ternura, dejando que derramara lágrimas de miedo y frustración en su pecho. Aunque ella no se dio cuenta,

mientras lloraba y él acariciaba lentamente sus cabellos, el vacío inmenso que les rodeaba desapareció dejando paso a una hermosa y tranquila playa de arena oscura y agua grisácea que el chico había imaginado para ella. ―¿Estás mejor? ―le preguntó él, apartándola ligeramente para mirarla a la cara, cuando el llanto parecía haber menguado. Aurora exhaló un profundo suspiro y asintió imperceptiblemente, mientras

observaba anonadada el paisaje que les rodeaba, percatándose entonces del cambio. ―Es la playa donde fuimos de excursión aquel verano, ¿verdad? ―comentó, sorprendida, al ver el agua a sus pies que dibujaba suaves olas que lamían la arena. Alberto asintió. Ambos se quedaron en silencio y fue precisamente en ese momento en el que una tercera figura empezó a tomar forma en la playa. Una figura que poseía unos

desconcertantes aunque bellos ojos grises que hicieron que Aurora se sonrojara al acto. ―Zac ―dijo Alberto, a modo de saludo. Después, se volvió hacia Aurora y añadió―: Creo que tendríais que hablar. Mejor os dejo a solas. Ella abrió la boca y levantó una mano para detenerle. Pero dejó el gesto a medias, para terminar haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza. Y, para cuando quiso darse cuenta, la figura que tenía a su

lado había dejado de ser la del joven alto y fuerte, de pelo rebelde de color chocolate, para convertirse en la del Portador de almas. Aurora le observó de reojo, mientras jugueteaba con sus manos, nerviosa. Quería hablar, disculparse por su comportamiento en su último encuentro, decirle a Zac que en realidad le quería y que no había querido hacerle daño ni abandonarlo y que sentía mucho que, por su culpa, Maya hubiese hecho lo que había hecho. En fin,

todas esas cosas que había estado pensando el día anterior y que ahora tenía la oportunidad de poner en alto. Pero las palabras no le salían. Afortunadamente, fue él quien dio el primer paso y preguntó: ―¿Cómo estás? Sorprendida por aquella pregunta inesperada, Aurora sonrió levemente. De algún modo se había sentido aliviada de que él la tratase con aquella familiaridad, porque seguía teniendo la extraña

sensación de que el Zac de ojos grises era, en realidad, un desconocido para ella. ―Ahora mejor. Gracias. ―Después, tomó una gran bocanada de aire y, sin apartar la mirada de sus pies, añadió―: Zac, quiero… quiero que me perdones por lo que hice ayer. Ni siquiera me detuve a escuchar tu explicación y eso estuvo mal. Sé que tú no eres culpable de todo lo que te ha ocurrido, ni tampoco de todos los muertos que cargas a tus espaldas,

eres sólo una víctima más, como todos nosotros. Pero estaba tan asustada… Tímidamente, Aurora alzó los ojos y los cruzó con los de él, que la observaban expectantes. Aquel gris azulado la hacía sentir incómoda y perdida. Pero, aun así, no podía apartar la mirada de él. ―No debes preocuparte por eso ahora ―aseguró él, conciliador―. Lo entiendo perfectamente. ¡Lo más sorprendente es que no me lo

echaras en cara antes! Ella sonrió y asintió, sintiéndose más relajada. ―Así que éste eres tú ―murmuró, poco después. Zac se arrodilló y tomó una piedrecilla que había en la arena y la lanzó al agua cristalina, dibujando olas concéntricas en su superficie. ―Sí ―dijo con voz neutra―. ¿Te molesta? ―No… En realidad, no. Es sólo que… se me hace extraño.

Creí que te conocía, pero ahora, cuando te miro, sé que eres distinto. Y por eso no puedo tratarte como lo hacía; no puedo porque no eres el Zac que ha estado conmigo estos días. Al menos, no del todo. Precisamente tú eres la parte de la que yo no sabía absolutamente nada, la parte que más me esforzaba en conocer. Aurora no estaba muy segura de haber expresado correctamente lo que sentía. Pero Zac, que la escuchó pacientemente mientras

hablaba, respondió: ―Sé a qué te refieres. El que estaba en Udegelia no era completamente yo. Apenas pudiste conocer nada de mi personalidad, porque muy pocas veces pude acercar mi alma lo suficiente para mostrártela. Tú sólo podías ver la fachada. El títere que en la mitad de ocasiones estaba controlado por la magia del Doctor. ―Sí, pero, aun así... La otra noche, cuando estuvimos juntos en la cueva… eras tú, ¿verdad? Eras

Zac, el Zac que me había acompañado durante todo el viaje, el que me había agobiado con sus silencios y reconfortado con fríos cuidados cuando estaba enferma. Pero, al mismo tiempo, eras cálido y cariñoso. Y aquello… me gustó. Aurora sintió como el chico le tomaba una mano entre la suya, en un gesto parecido al que ella había hecho en un par de ocasiones durante el viaje. Y, cuando se volvió hacia él, Zac se inclinó sobre ella y selló sus labios con un

beso. Fue un beso suave y corto, pero cargado de ternura, que le llenó el estómago de mariposas y encendió sus mejillas como si fueran dos semáforos en rojo. ―Me gustaría que esto fuera real ―musitó él, mientras tomaba un mechón del cabello ahora largo de ella y lo acariciaba entre sus dedos. ―¡Es real! ―En parte ―matizó él―. Sólo somos las representaciones

imaginarias que muestran nuestras almas. En realidad no te estoy acariciando, ni besando, ni sintiendo. Aurora suspiró y la certeza de que se les acababa el tiempo hizo que una lágrima asomara de entre sus pestañas y resbalara por su mejilla. Zac la cazó antes de que cayera por su barbilla y la recogió con el dedo índice. ―Después de todo, Lord Kermiyak va a salirse con la suya... Y ya no vamos a poder detenerlo.

Pero de repente, Zac miró a Aurora como si hubiese visto un fantasma, tensando su expresión y abriendo los ojos como platos. La tomó por los hombros y la acercó un poco más a él, con un gesto que resultó algo brusco. ―¡Pero es que sí hay una forma de detenerlo! ―¿Qué? ―fue todo lo que pudo responder ella, sorprendida. ―¡Claro! ¡No sé cómo no se me ha ocurrido antes! Aurora, tu puedes entrar y salir de Ninguna

Parte, ¡lo llevas haciendo todo el tiempo que has estado en Udegelia! ―Sí pero… Yo creí que sólo eran sueños… ―No, no. Estuviste aquí realmente, yo te vi. Y Alberto también, ¿verdad? ―le preguntó al otro chico, que permanecía a cierta distancia de donde estaban ellos. ―Así es. ―Pero… pero… ¡No sé cómo hacerlo! ¡Ni siquiera sé cómo hacía para llegar hasta aquí! Solamente me despertaba y ¡plaf!

―Debía de ser cosa de tu subconsciente ―comentó Alberto pensativo, uniéndose a sus dos compañeros―. En realidad deseabas estar aquí. ―Como ahora ―añadió Zac―. Sigues aquí porque tenías miedo de tu muerte y necesitabas nuestro apoyo. Ahora sólo debes desear marcharte. Aurora permaneció en silencio unos instantes, con los ojos abiertos de par en par y la mirada perdida. Y entonces, también ella recordó

algo: ―Ahora que lo mencionas, el Doctor me explicó, antes de matarme, que una vez el Diablo le había dado el poder necesario para adentrarse en el Paraíso. También me comentó que el Paraíso era un lugar muy parecido a Ninguna Parte. Quizás… quizás tengo algún don parecido al que el Mal le confirió a él. Pero, ¿cómo? ¿De dónde lo he sacado? ¿Y por qué precisamente yo? ―¿Será cosa del destino?

―puntualizó Alberto. ―O cosa de Dios ―murmuró Zac. ―A fin de cuentas, da lo mismo. Lo importante es sacarte de aquí. De esta manera, Lord Kermiyak no podrá llegar a conjurar el poder de nuestras almas porque, de nuevo, le faltará una. ―Pero… ¿y vosotros? No pienso dejaros aquí. ¡No puedo irme y abandonaros! ―Después se volvió hacia Zac y le atravesó con la mirada―. Tú también podías

salir de Ninguna Parte, como hacía yo. Aunque no consiguieras recuperar el control de tu cuerpo, porque la magia del Doctor te lo impedía, había visto ese atisbo de vida en el fondo de tus ojos. Los dos chicos intercambiaron una mirada llena de tristeza, antes de que el moreno se volviera hacia Aurora para decirle: ―Aurora... Ya es demasiado tarde para nosotros, porque, aunque consiguiéramos salir de Ninguna Parte, no tenemos un cuerpo al que

regresar. Alberto murió hace tiempo y yo fui asesinado por Maya en el bosque. La chica le miró con el rostro desencajado, comprendiendo la situación. No había pensado en ello, aunque era cierto. Ahora, tanto Zac como Alberto eran sólo almas y, si ella no se daba prisa y recuperaba el control de su cuerpo, correría el mismo destino. Estaba a punto de echarse a llorar por el peso de la verdad cuando una frase asomó en su

conciencia. ―¡Pero tú no estás muerto, Zac! ¡El Doctor me lo dijo, anoche! ¡Me dijo que alguien te había liberado! El chico parpadeó un par de veces, a la vez que dirigía una mirada incrédula a Aurora. ―¿A qué te refieres? Ella negó con la cabeza. ―No lo sé exactamente, pero esas fueron sus palabras: «no voy a poder hacerme con el control de su cuerpo porque, por más que lo sane,

alguien lo ha liberado». Mientras hablaban, el paisaje costero se desvaneció bruscamente y volvieron a encontrarse en la nada. El silencio característico se vio quebrado por el grito que emitió Aurora al sentir que su cuerpo se hundía en la negrura y, en cuestión de milésimas de segundo, se hallaba sumergida hasta la cintura. Desesperada, estiró sus brazos en dirección a los dos chicos que se hallaban ante ella y ellos se apresuraron a cogerla

fuerte, cada uno por una muñeca. Sabían que no había manera de detener aquello, que el momento de marcharse había llegado. Pero aún quedaban demasiadas cosas por decir. ―Alberto ―gimoteó ella, mientras seguía hundiéndose en la nada―. Alberto, lo siento. ―No es culpa tuya ―repuso el muchacho, sin soltar su mano, y sin borrar de su rostro una sonrisa. Después, se volvió hacia el otro y añadió―: Debes ir con ella.

Y, tomando la mano de la chica que sostenía, del cuerpo de la cual ya solo asomaban los brazos, se la ofreció al antiguo Portador de Almas. Zac apenas pudo dirigirle una mirada llena de incomprensión a Alberto y sus labios formularon una palabra que no llegó a pronunciar, pues cuando Aurora se desvaneció en la oscuridad, le arrastró a él tras ella. Aurora

volvió

en



descubriendo que no había regresado a su cuerpo. Podía verse a sí misma y andar como si tuviera piernas, pero, de algún modo, estaba convencida de que aquello no era su yo real; quizás porque ya había vivido una situación parecida antes. Sin poder evitarlo, en su pensamiento se formó la imagen del niño rubio que era en realidad el malvado soberano de Udegelia. El paisaje a su alrededor cambió y se convirtió en un bosque de árboles

altos y secos, sin apenas hojas en sus ramas, que se retorcían en tétricas y escalofriantes formas. Un bosque que conocía bien pues era el que había de camino a la Puerta. Un ruido la alertó y Aurora corrió a esconderse tras uno de esos troncos, a pesar de que con su apariencia actual no podía ser vista por nadie, pues las almas son invisibles a ojos humanos. De entre un grupo de árboles apareció una mujer de estatura pequeña que andaba con pasos

vacilantes. Sus movimientos eran lentos y frágiles, aunque ella trataba de seguir adelante aparentando firmeza. Vestía una túnica de lana de un color gris muy desgastado y se cubría con una capa beige llena de parches. Aurora se fijó en su rostro y en sus cabellos largos, oscuros como la noche, que llevaba trenzados a la espalda. Aunque no la había visto en la vida, sintió que le era familiar. De todos modos, la mujer no iba sola: Lord Kermiyak la seguía

de cerca. La muchacha contuvo la respiración al verle y permaneció escondida mientras le observaba. El hombre con cuerpo de niño caminaba despacio, apoyándose en los árboles y ofreciendo síntomas evidentes de cansancio. Por eso, ella no se sorprendió cuando le vio detenerse y sentarse sobre una roca cubierta de una fina capa de esponjoso moho verde, para descansar. ―Detente ―le ordenó el

Doctor a su acompañante. La mujer se volvió y, tras dirigirle una mirada indescifrable, asintió y también ella se dejó caer sobre la capa de hojas secas que cubría el suelo, envolviéndose bien con la capa para entrar en calor. Mientras reposaba, Lord Kermiyak sacó del interior de su jubón la cadena de oro de la que pendían la llave de Ninguna Parte y la bolsita de terciopelo. Dejando a un lado la primera, tomó la tela y desató el cordón de plata, sacando

de su interior un pequeño frasco de cristal cerrado con un tapón de corcho. La curiosidad invadió a Aurora que, deseosa de conocer qué era lo que el brujo guardaba con tanto recelo, se acercó a él, primero con cautela, después con más soltura al cerciorarse de que, efectivamente, no podía ser vista. A simple vista, el frasco aparentaba estar vacío. De todos modos, cuando Aurora se fijó, le pareció ver alguna cosa que

brillaba en su interior. Hipnotizada, alargó un dedo y acarició el cristal, sintiendo algo parecido a un chispazo al hacerlo. Pero retiró la mano al acto cuando el Doctor cerró la suya entorno a la botella y se puso de pie, con los ojos desencajados. ―¿Quién anda ahí? ―masculló. Sólo la mujer que iba con él se volvió. Aurora, que había caído de espaldas, se arrastró por el suelo,

alejándose de él. Y sólo cuando estuvo lo suficiente lejos se puso en pie y echó a correr, deseando que aquella pesadilla terminara de una vez por todas.

23. El poder de Lord Kermiyak Shiu

seguía recostado entre los brazos de Aurora, tratando de no pensar en nada. Aquel había sido un golpe mucho más duro de lo que esperaba. Al final, la pequeña maraya había sido asesinada por el Doctor. Shiu sabía que no era culpa suya, pero no podía dejar de preguntarse si realmente había

hecho todo lo que estaba en sus manos para ayudarla. Además, Phil y Alby habían muerto en aquel rescate y aquello no habría servido para nada. Los winglis no lloraban, pero el animalillo no pudo evitar soltar un pequeño maullido de angustia. Si tan sólo hubiesen llegado unas horas antes… Aunque, de ser así, probablemente todos ellos estarían muertos también. Instintivamente cerró los ojos y se acurrucó mejor contra el

cuerpo de su compañera, que aún guardaba algo de su calor, algo que parecía sorprendente pues habían pasado ya un par de horas desde su fallecimiento. Fue entonces cuando, de repente, un leve movimiento le hizo abrirlos otra vez. Por más extraño que pudiese parecer, había tenido la sensación de que el brazo de la chica se movía, aprisionándole un poco más contra su pecho. ―Imaginaciones producidas por el cansancio―se dijo a sí

mismo. Pero entonces oyó una vocecilla dentro de su cabeza que murmuraba: “¿Dónde estoy?” Sin terminar de creérselo, el wingli se hizo a un lado para dejarle espacio a la chica, que, tomando una gran bocanada de aire, se incorporó sobre el altar. Ahora ella se encontraba sentada en la mesa de mármol, con las piernas colgando y las manos apoyadas en la piedra, levemente echada hacia

delante. ―¡Dios mío! ―exclamó, atónita, haciendo que su voz resonara en cada rincón de la sala vacía―. ¡He vuelto! Perpleja aún por la novedad, no se sorprendió al oír que alguien decía su nombre dentro de sus propios pensamientos. “¡Aurora!” En realidad, ni siquiera se había dado cuenta de que el sonido no había llegado a ella por los oídos, sino directamente a su

cabeza. Miró a ambos lados, creyendo que quizás se trataba de Zac, que había aparecido de nuevo en Udegelia, junto a ella. Pero, para su sorpresa, a quién encontró fue al pequeño animalillo de pelo anaranjado y colas de ardilla que la había ayudado en su primer día en aquel país hostil. ―¿Shiu? ―susurró, perpleja. “¡Sí, soy yo!” repuso él, loco de alegría. “¡Por todos los Dioses, Aurora, estás viva de verdad!”

Ella se miró a sí misma y se palpó el pecho con ambas manos, tratando de asegurarse que realmente había conseguido regresar a su cuerpo. ―Estoy viva ―repitió, fascinada―. ¡Estoy viva! ―Y sin poder borrar una sonrisa sincera de su rostro, añadió―: ¡Shiu! ¡No puedo creer que estés aquí! Después tomó al animal entre sus brazos y lo apretó fuerte contra su pecho. ―Porque supongo que esto

sigue siendo el castillo de Lord Kermiyak, ¿no? ―observó, al soltarlo, mientras echaba un vistazo a la estancia en la que se encontraba, asegurándose que era la misma a la que le había conducido el Doctor para arrebatarle el alma―. ¿Acaso llevo muerta mucho tiempo? “Creo que no más de un par de horas” explicó el wingli. “Veníamos pisándoos los talones.” ―¿Veníamos? “Es una larga historia…”

―Me gustaría oírla. Shiu arrugó la nariz e hizo mover los bigotes arriba y abajo. “Bueno, podría resumirse en que después de que Zac te capturara en Pueblofrontera, durante tu visita a casa de Nuba, conseguí reunir un grupo de aldeanos con la intención de rescatarte y, de este modo, hacer fracasar el descabellado plan del Doctor. Entre ellos estaba el nieto de Nuba, Alby, su amigo Pierre, una chica llamada Amelia, Phil y su hijo Germián. Conseguimos daros

alcance en Luz de Luna, pero volvisteis a escapar. Aunque después aparecieron Mira y Maya, y todo se complicó…” Aurora pudo entrever enseguida el rastro de pena y dolor que mostraban los ojos del wingli. ―¿Qué pasó…? ―preguntó, algo asustada. “Mira. Fue letal como un invierno sin techo bajo el que cobijarte.” ―No me digas que murieron todos… ―susurró, llevándose una

mano al rostro. Tenía los ojos llenos de lágrimas. “No. Pierre, Amelia y Germián están bien. Pero Alby y Phil no tuvieron tanta suerte…” Las lágrimas caían a borbotones por las mejillas de Aurora. ―Lo siento… ―fue todo lo que pudo murmurar, sintiendo como la muerte de aquellos dos hombres que no conocía caía sobre su conciencia como una losa.

Pero Shiu captó rápidamente aquellos pensamientos y se apresuró a consolar a su deprimida amiga. “No te culpes. Si hay un responsable de todo esto, soy yo. Fui yo el que les convenció para iniciar este viaje tan peligroso. No sé en qué estaría pensando cuando les animé a enfrentarse al Doctor. Además… Les conté algo que no era del todo cierto para conseguir que me ayudaran en tu rescate… Les dije una mentira”.

―¿Una mentira? ―preguntó ella, sin entender. Pero las imágenes que surcaron su mente y que se entremezclaban con los recuerdos de Shiu, le hicieron comprender. ―Oh ―fue todo lo que alcanzó a decir. Aunque, repentinamente, Aurora terminó cayendo en la cuenta de algo―. ¡Pero Shiu, en realidad no les contaste ninguna mentira! ¡Sí hay una manera de acabar con él! ¡Y yo sé cuál es!

*** Pierre recostó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Amelia dormía a su lado, o al menos eso parecía, pues se estaba muy quieta, con los ojos cerrados, y su respiración era calmada como una brisa suave de verano. No pudo evitar volverse y contemplarla frente a frente. Era bonita; no hermosa, pero sí bonita. Su piel era suave y sus mejillas sonrosadas le

daban un aire infantil que todavía la hacía más bella, además, el pelo le caía revuelto y con gracia por el rostro, escapándose de la larga trenza que aquella misma mañana se había peinado. Aunque lo que más llamaba la atención era su boca, tan grande y sugerente a la vez. Pierre no dudó en besarla. Amelia titubeó y entreabrió los ojos, cansada. Pero al ver que se trataba de Pierre se le escapó una leve sonrisa. ―Estás aquí ―susurró.

―Germián ha encontrado el cuerpo sin vida de Maya en la habitación de al lado ―dijo, para después hacer una pausa―. El rastro de muerte y desolación que ese desgraciado deja a su paso es impresionante. Aún no puedo creer que sigamos con vida. Su rostro se ensombreció y Amelia supo que estaba pensando en Alby. ―Lo siento ―susurró ella, sin saber muy bien qué decir. ―Yo también lo siento ―dijo

él, dándose la vuelta y quedando de nuevo bocarriba―. No sé qué demonios le voy a decir a su hermana. Alby era todo lo que le quedaba. ―No ha sido culpa tuya, Pierre… Él se encogió sobre sí mismo. Parecía realmente afectado. Pero Amelia reclamó su atención, tomándole con suavidad por el hombro y sacudiéndole un poco. ―Eh. Vamos, Pierre, mírame. Un silencio extraño y denso se

dibujó entre ambos, mientras cruzaban sus miradas cargadas de sentimiento. Era una sensación extraña la que les recorría por dentro en aquellos instantes. ¿Cómo podía ser que, a pesar del dolor y el sufrimiento que les rodeaba y les engullía, siguieran sintiendo aquella necesidad del otro, aquel revuelo interior al mirarse, aquel despertar…? ¿Era algo egoísta rendirse a ello? ―Amelia… ―murmuró él, con un hilo de voz.

Después la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Sus cuerpos estaban muy juntos, rozándose, y ambos podían sentir el calor del otro a través de las telas de sus ropas. Pero en un momento dado, cuando Pierre abrió los ojos durante unos instantes, se dio cuenta de que en la puerta había alguien mirándoles. Sorprendido, se incorporó casi de golpe, apartando a Amelia bruscamente de él. En la entrada de la habitación había una chiquilla que les

observaba entre avergonzada y sorprendida. Con una mano sostenía al wingli, mientras que la otra la tenía levantada a media altura, como si hubiese querido llamar a la puerta y se hubiese quedado a medias. Pierre comprendió enseguida que se trataba de la chica que habían ido a rescatar. Pero… ella estaba muerta, ¿no? La recién llegada tartamudeó alguna cosa que ni Amelia ni Pierre llegaron a comprender, pues había sido dicha en una lengua totalmente

desconocida para ellos. Pero el joven se apresuró a tomar las riendas de la situación, levantándose de la cama de un salto y acercándose ella y al wingli. Cuando estuvo junto a ellos, se dirigió al animal: ―¿Se puede saber qué está ocurriendo aquí? ―Ella es Aurora ―dijo Shiu, alegre, mientras saltaba de los brazos de la chica y se quedaba en el suelo, entre ambos. ―Ya sé quién es ―repuso

Pierre, entre confuso y molesto―. Lo que no entiendo es qué hace aquí… viva ―añadió, hablando muy bajito para que sólo el wingli pudiera oírle pues no tenía ni idea de que Aurora no hablaba faranés. ―Ha resucitado. ―¿Y te quedas tan tranquilo? ―repuso Amelia, desde la cama. ―¿Y cómo queréis que me quede? ¡Es una gran noticia! No sé qué ha podido suceder, pero lo que importa es que si ella está aquí significa que ahora el Doctor no

podrá abrir la Puerta. Y hay algo más: Aurora sabe cómo acabar con Lord Kermiyak. ―¿Qué? ―exclamaron al unísono Pierre y Amelia. Tras la sorpresa inicial, Shiu le pidió a Aurora que les contara todo lo que sabía. Usando al animal de traductor, ella fue relatando lo que había vivido en Udegelia durante los últimos días, haciendo hincapié en sus visitas a Ninguna Parte, para que sus nuevos compañeros pudieran hacerse una

idea sobre su poder. Les contó también cómo había sido su última noche en el castillo, cómo era Lord Kermiyak y cómo le había robado el alma. Finalmente había llegado la parte del último viaje a Ninguna Parte y de lo que había visto al escapar de allí. ―Aurora dice que está segura que lo que vio dentro del frasco que el Doctor llevaba al cuello, era su poder ―terminó de relatar Shiu. ―¿Pero cómo puede ser que le haya visto en Pueblofrontera?

―quiso saber Amelia―. ¡Está a más de cinco días de camino! ―¿Será cosa de magia? ―aventuró Pierre. Pero la respuesta, que vino por parte de Shiu, no era una hipótesis: ―Debe haber usado un portal. ―¿Un portal? ¿Qué es eso? ―Las leyendas hablan de la existencia de portales a través del espacio. Algo parecido a la Puerta, pero que unen puntos de una misma realidad situados a mucha distancia. >>Yo no he visto nunca

ninguno, pero se cuenta que hacía falta el poder de más de un brujo para crearlos y controlarlos, porque eran extremadamente inestables. De todos modos, teniendo en cuenta que el Doctor posee los poderes de un dios…. *** El silencio casi sobrenatural que aquel mediodía reinaba en el bosque que se extendía por los alrededores del castillo de Lord

Kemiyak, se vio perturbado por el ruido que producían los veloces pasos de Zac sobre el suelo nevado. El antiguo Portador de almas corría sin cesar, con rumbo fijo hacia el castillo de su antiguo señor. Había despertado, minutos antes, junto a la pared rocosa en la que se abría una brecha que había usado para esconder a Aurora hacía dos noches. El mismo lugar en el que Maya había acabado con su vida. Y el mismo lugar en el que había conseguido confesar a Aurora

sus sentimientos, aunque hubiese sido a base de los torpes movimientos de un cuerpo que no podía llegar a controlar. Sin saber muy bien por qué, había despertado tirado en el suelo, con la nieve rodeándole por todas partes y un gran charco de sangre salpicando el blanco bajo su cuerpo. Pero, milagrosamente, su cuerpo se había mantenido seco y tibio y él se encontraba perfectamente. Tras levantarse torpemente y

sacudir los rastros de nieve de sus ropas, le había llevado unos instantes descubrir lo que realmente sucedía. Su último recuerdo, vago y difuso, era el de encontrarse en Ninguna Parte. Y después… El chico casi había pegado un grito al comprender: estaba en Udegelia y había conseguido recuperar el control de su cuerpo. Estaba vivo. ¡Estaba vivo! Se miró ambos brazos, se palpó el cuerpo, la cara, todo.

Hundió las manos en la nieve para sentir el frío que esta le transmitía y se pellizcó la mejilla para saborear el dolor que esto le producía. Al fin, después de ciento cincuenta años de malvivir en aquel agujero negro lleno de soledad y angustia, viendo como su cuerpo se movía a merced de las órdenes del asesino que había acabado con su vida y le había obligado a hacer lo mismo con otros tantos, podía decir que volvía a ser dueño de su destino.

Una lágrima de felicidad asomó por el rabillo de su ojo. De todos modos, no pudo explayarse mucho en su alegría, pues el vaivén confuso de sus recuerdos le trajo la imagen terriblemente nítida de una chica de pelo corto y castaño que se dibujó en su mente, haciéndole olvidar casi al instante todas sus circunstancias. Aurora. Y había sido aquel preciso instante cuando había echado a

correr, sin tan siquiera pensarlo, hacia el castillo de Lord Kermiyak. Le quedaba aún un largo trecho por recorrer y tendría suerte si llegaba antes de que cayera el atardecer. Pero no le importaba. Lo único que quería era verla y comprobar que ella había tenido tanta suerte como él y había regresado a la vida, aunque para conseguirlo tuviese que matarse a correr por el frío paraje que le rodeaba. Aún no podía creerse que el

destino le hubiese brindado aquella segunda oportunidad. Cuando el Doctor le había arrebatado el alma, había creído que era para siempre y, aunque algunas veces se había sentido muy próximo a su cuerpo, especialmente en aquellos últimos días, no había creído que recuperar el control fuera realmente posible. Además, tenía que agradecerle, a quién fuera que le hubiese sanado, el que se tomara esas molestias con él. Si no hubiera sido por aquel giro del destino, ahora no estaría allí.

Al menos, de ese modo, podría tener una segunda oportunidad, tanto en su vida como con Aurora. Una segunda… o una primera, según como se mirase. Porque cuando se encontrase con ella, sería la primera en la que él sería realmente él. Aunque había un montón de dudas que le carcomían las entrañas: ¿llegaría a aceptarle ella? ¿Se extrañaría al verle? ¿Le rechazaría? Aunque, por encima de todo, estaba aquella otra duda: ¿Y qué

sería ahora de ella? Porque, si impedían que el Doctor abriera la puerta, Aurora no podría regresar nunca a su mundo y estaría condenada a vivir en Udegelia toda su vida, junto a alguien a quién, en el fondo, no conocía y en un pueblo al que no pertenecía. Sintiendo el corazón en un puño, Zac se prometió a si mismo que encontraría la forma de hacerla regresar.

*** Lord Kermiyak se detuvo unos instantes para tomar aliento y después, con paso ligero, recorrió el último trecho que le separaba de la pequeña edificación que contenía la Puerta, una casita de piedra roja erguida en medio de un claro. Por fin habían llegado. Inspeccionó el lugar con cuidado, asegurándose de que todo estaba en orden. Abrió la puerta de la casita y comprobó que el espejo

seguía en su sitio. Después se volvió hacia Nannette, que se había quedado a escasos metros del bosque, y le dijo: ―Ven aquí. Llena de sentimientos contradictorios, la mujer empezó a caminar hacia él. No tenía intención de huir porque la idea de que su hija pudiera morir por su culpa la tenía paralizada. Pero se detuvo a pocos metros de donde se encontraba él, incapaz de seguir adelante. Lo intentaba, lo intentaba

con todas sus fuerzas y dibujaba una y otra vez la imagen de la pequeña Monique en su mente para darse fuerzas. Pero el terror que le producía Lord Kermiyak era demasiado grande. ―Te he dicho que vengas ―repitió, molesto, el niño. Su voz sonó profunda y desgarrada, como si proviniese del mismo infierno. Nannette tenía los ojos llenos de lágrimas al terminar su recorrido. Lord Kermiyak hizo un gesto

de aprobación cuando la tuvo al lado y después la cogió fuerte por la muñeca, obligándola a entrar en la casita. El impulso que le dio fue desmesurado y la joven cayó al suelo, quedándose allí sentada con el rostro húmedo por el llanto. De todos modos, él no se preocupó lo más mínimo por ello. Dejando a la mujer donde estaba, salió del edificio y posó una mano sobre la piedra rojiza que lo constituía. Con sus pequeños dedos, fue acariciando la superficie de

cada una de las paredes, mientras daba la vuelta a su alrededor, sintiendo el tacto áspero en sus palmas. Y, antes de que terminara la vuelta, el edificio ya había empezado a caerse. No se trataba de un derrumbe o un desprendimiento. Parecía, más bien, que los ladrillos de piedra que lo formaban fueran separándose los unos de los otros, como si de un puzle se tratara, quedando suspendidos en el aire. Y, cuando

Lord Kermiyak se encontró de nuevo frente al punto donde instantes antes se había erguido la puerta de la casita, juntó sus manos frente a su pecho y, seguidamente, las separó de golpe. Todos los elementos que flotaban delante de él salieron disparados en todas direcciones. Alguno, incluso, pasó rozando su figura, haciendo que su suave y rizada melena revoloteara en el aire. Ahora, en el claro sólo

quedaba el espejo. Nannette, había observado la escena con una mezcla de estupefacción y miedo, encogida sobre sí misma. Pero regresó rápidamente a la realidad cuando el Doctor ordenó: ―Óyeme bien mujer, necesito un receptor que canalice la magia que yo extraiga de las almas puras y la dirija hacia las cerraduras de la Puerta. No puedo hacerlo yo solo porque manipular almas necesita toda mi atención, así que tú serás la

encargada de distribuir mi poder. Sé que sabes a lo que me refiero y sé que puedes hacerlo. Así que ponte a trabajar. Y acuérdate de no hacer tonterías o tú hija lo pagará.

24. La sala de los portales A

provechando que Aurora había abandonado la habitación con la excusa de ir a cambiarse de ropa y que el grupo volvía a encontrarse al completo, después de que Germián también se les uniera, los cuatro decidieron poner en común sus impresiones acerca de la conversación que habían tenido momentos antes. ―¿Y cómo puede estar tan

segura de que eso que cuenta sea cierto? ―comentó Amelia, echando una mirada de soslayo a la entrada de la habitación, como si temiera que la chica pudiera entrar en cualquier momento y descubrirla hablando mal de ella―. Ella misma ha dicho que ni siquiera tenía claro que aquellos sueños fueran reales. A lo mejor sólo fue producto de su imaginación. ¡Ha estado muerta! ―Pues yo la creo ―aventuró a responder Shiu. ―Ya. Pero no tienes pruebas.

El wingli hizo un leve gesto como diciendo “lo sé, pero es así”. Pierre se limitó a rascarse la barbilla y a perder la mirada en el infinito, mientras torcía el labio en una mueca. ―No sé ―concluyó―. En el fondo nos da lo mismo que tenga razón o no. Esta batalla está perdida de antemano. Sólo nos queda la esperanza de que sea cierto y que terminar con el amuleto que Lord Kermiyak lleva en su

cuello, acabe con él. ―¿Piensas arriesgar tú vida sin estar seguro al cien por cien? ―le reprochó Amelia. Él le devolvió una mirada algo dolida. ―Y tú, ¿piensas quedarte aquí de brazos cruzados sin hacer nada, escondiéndote el resto de tu vida y aguardando tiempos mejores? Te recuerdo que fuiste tú misma quien me convenció de hacer esto, allá en la cueva, cuando mi primera intención había sido huir para

poneros a salvo. Amelia sintió que sus mejillas enrojecían y desvió la cabeza avergonzada. ―Además ―añadió Pierre―, ahora veo más claro que nunca que debo honrar el recuerdo de Alby. Él confiaba plenamente en Shiu, y si Shiu confía en Aurora, yo también. ¿Tú qué opinas, Germián? ―le preguntó al muchacho, que había permanecido todo ese tiempo recostado en la pared de la habitación, escuchando con actitud

ausente. ―Voy a aprovechar cualquier oportunidad, por más remota que sea, para acabar con el Doctor. Aurora regresó a la habitación habiendo cambiado el vestido que Lord Kermiyak había hecho para ella por sus prendas habituales. Los vaqueros estaban sucios hasta la rodilla y desgastados por el viaje, y la túnica de lana y la chaqueta deportiva no olían precisamente bien. Pero la chica se sentía mucho

más cómoda con aquellas ropas conocidas que con el vestido que, aunque hermoso, no era nada práctico y la hacía sentir una extraña en su propia piel. Allí la esperaban los cuatro compañeros de viaje, expectantes. Shiu fue el primero en acercársele, dando pequeños saltitos sobre sus cortas patas. “Aurora, hemos decidido que le plantaremos cara a Lord Kermiyak. Debemos hacer algo con la información que nos has

proporcionado. Y, aunque resulte peligroso, queremos asumir el riesgo.” Ella asintió. ―Vale. Yo voy con vosotros ―aseguró, muy segura de sí misma―. ¡No puedo permitir que el Doctor llegue a la Tierra y destruya todo mi mundo! Aunque eso implique no poder regresar… El wingli tradujo el mensaje para sus compañeros y, en respuesta, Pierre se encogió de hombros; a fin de cuentas, la

decisión era de ella. “Bien. Lo que tenemos que hacer ahora es encontrar el portal que el Doctor ha usado para ir hacia Pueblofrontera.” ―¿Portal? ―quiso saber Aurora. “Sí. Debe haber usado uno, sino, no se explica que haya podido desplazarse hasta el bosque que rodea la Puerta con tanta velocidad. Los portales son permanentes, así que lo único que tenemos que hacer es encontrarlo. Seguro que está

escondido en algún lugar del castillo.” Aurora asintió de nuevo. ―Entonces, busquémoslo entre todos. Shiu asintió y le comunicó su mensaje a los demás compañeros. Tras un intercambio de comentarios, la respuesta no tardó en llegar. “Pierre y yo buscaremos en esta planta. Germián y tú iréis a la planta de abajo. Amelia se quedará aquí porque está herida.”

―Entendido ―dijo Aurora, dirigiéndole una mirada al chico que respondía al nombre de Germián y que había sido asignado como su compañero de búsqueda―. Por cierto, Shiu ―añadió, segundos después, antes de salir por la puerta de la habitación en dirección a la planta baja―, ¿qué aspecto debe tener ese portal, lo sabes? El wingli ladeó la cabeza mientras pensaba. “Puede tener cualquier aspecto

que permita pasar a través de él: un espejo, una puerta, una ventana...” ―Es una descripción muy pobre... ―se quejó ella. “Lo sé. Lo siento. Pero seguro que cuando lo tengas delante, sabrás que lo has encontrado.” *** Cuando Pierre le ordenó que fuese hasta la planta baja junto a la chica maraya para inspeccionarla en busca del portal, Germián salió

corriendo sintiendo una mezcla de sentimientos tan explosiva que apenas le dejaban respirar. ¡Un portal! ¡Y encima la chica sabía cómo derrotar al Doctor! La sed de venganza le recorría por dentro, llenándole de un estado de nerviosismo que le impulsaba a hacer cualquier cosa deprisa y corriendo con tal de conseguir su fin. Acompañó a la muchacha por la escalera de mármol que bajaba hasta la planta baja y, una vez en el

vestíbulo, le indicó con señas que él se encargaba del lado derecho y que ella inspeccionara el izquierdo; cinco puertas para cada uno. Ella pareció comprender a la perfección, porque asintió efusivamente, regalándole una sonrisa sincera, y se fue directa hasta la primera de las puertas. Germián hizo lo propio con la del lado opuesto. Lo primero que encontró fueron las cocinas. No parecían el lugar más apropiado para esconder

un portal, pero, de todos modos, Germián echó un vistazo por si acaso. No encontró nada. Cuando regresó al vestíbulo, Aurora también había abandonado la estancia que inspeccionaba. Al cruzar la mirada con él, la chica agachó la mirada y negó con la cabeza. A aquel primer descubrimiento le siguieron un almacén, una sala vacía de uso indeterminado y un pasadizo largo y tenebroso que se extendía hacía el interior del

castillo, dispuesto en una estructura parecida al pasadizo que Aurora había visitado la noche anterior, cosa que no era de extrañar puesto que ambas puertas estaban situadas frente a frente, una a cada lado del vestíbulo, dibujando una simetría casi perfecta. Germián se introdujo en él en silencio, aguantando la respiración a cada paso y temiendo que tras alguna de las sombras le aguardara la muerte con cualquier rostro. Las puertas se distribuían de

manera que si en la parte derecha había una, enfrente sólo había pared, y, en consecuencia, si en la parte izquierda había otra, en la parte derecha no había nada. Algo así como un zigzag. Con recelo, fue abriéndolas una a una. Algunas de ellas contenían habitaciones vacías, otras estancias que parecían salones; incluso había puertas cerradas con llave que Germián tuvo que forzar valiéndose de un puñal. Pero ninguna de ellas

escondía el portal. Finalmente, cuando llegó a la puerta más alejada, se encontró con que ésta conducía a una pequeña biblioteca. No dudó en entrar. Las paredes estaban forradas por estanterías repletas de libros, algunas de ellas se extendían por la habitación y la cruzaban de arriba abajo, dejando solamente un pequeño pasadizo en medio o en uno de los lados. Algunos ejemplares habían caído de sus estanterías y se hallaban tirados por

el suelo, abiertos en cualquier página o con las hojas arrancadas o marchitadas por el paso del tiempo. Otros se amontonaban en grandes pilas que permanecían olvidadas en medio de los pasadizos, dificultando el paso. En una ocasión, Germián dio sin querer un golpe a uno de esos montones, echándolo al suelo y produciendo un gran estruendo. Las estanterías se distribuían formando un laberinto que el chico tardó un buen rato en descifrar,

pues todos los libros le parecían iguales y todos los pasillos aún más. Pero cuando al fin le sacó el entresijo, su decepción aún fue mayor, ya que el portal tampoco se hallaba en aquella estancia. Abatido, dejó escapar un suspiro agónico y se dejó caer al suelo, escondiendo la cabeza entre las rodillas. Aquello era como buscar una aguja en un pajar. Además, ninguno de ellos sabía que forma tendría el portal. ¿Un espejo? ¿Un agujero detrás un mueble?

Quizás se estaban engañando… Quizás no había portal o quizás Lord Kermiyak lo había hecho desaparecer tras usarlo. Eran demasiadas las dudas que le perseguían. Intentando llenar el vacío interior que le consumía, tomó un libro cualquiera de los que estaban a su lado y lo abrió por el índice, acercándose a un rayo de luz que se adentraba a través de la única ventana de la habitación. ―Tra-ta-do so-bre ma-gi-a y

de-más ―murmuró. Apenas sí sabía leer, a pesar de que su madre se había esforzado a enseñarle. Su madre que debía estar en casa, aguardando su regreso y el de su padre. Pero Phil ya no volvería. Nunca. Acobardado, se puso en pie de un salto, y salió corriendo de la biblioteca, cruzando el pasadizo y llegando al vestíbulo. Quizás, la compañía de Aurora le ayudaría a ahuyentar aquellos malos pensamientos que no dejaban de

perseguirle ni tan siquiera en circunstancias como aquella. Pero, sorprendentemente, la chica no estaba en la sala. Casualmente, cada vez que él había terminado de inspeccionar una sala y había salido de nuevo al hall, ella estaba allí esperando, para confirmarle que no había encontrado nada con un firme y decepcionante gesto de cabeza. Tras la sorpresa inicial, paseó durante unos minutos por la estancia y por los pasadizos laterales,

introduciendo la cabeza tras las puestas entreabiertas que ella había usado. Al no hallar nada, decidió que lo más sensato sería llamarla y esperar a que ella respondiera. ―¿Aurora? ―pronunció el nombre con su acento cerrado. Insistió un par de veces. Nada. Cuando ya se daba por vencido, encaminándose hacia la habitación de las escaleras para averiguar si ella había subido al piso superior, se percató de que la última puerta a mano izquierda

estaba entreabierta. Antes habría jurado que estaba cerrada. Se detuvo, y tras sospesarlo unos instantes, volvió sus pasos hacia allí. Dentro había un pasadizo estrecho y largo, sin ventanas, al final del cual había una abertura que desembocaba en una sala circular, en la que había once puertas de madera, cada una con un dibujo sobre la hoja. Una de las puertas, la que tenía un espejo dibujado, estaba abierta. Y cuando

Germián se acercó para ver qué contenía, se sorprendió cuando encontró que al otro lado había una calle pavimentada con adoquines negros y blancos.

25. Dos almas El

ruido estruendoso que produjo la puerta de entrada al ser abierta de repente y golpear la pared retumbó en toda la estancia. Zac permaneció en el umbral, encogido sobre sí mismo, apoyando sus manos en las rodillas. Jadeaba, sintiendo como punzadas de dolor le llenaban por dentro debido al esfuerzo realizado, mientras trataba de recuperar el aliento tras de

aquella dura carrera que le había llevado del lugar en el que había despertado hasta el castillo de Lord Kermiyak. Aún le costaba creer que Aurora hubiese estado en lo cierto en cuanto a su cuerpo. Era imposible describir con palabras la alegría que había sentido al despertar en el bosque y descubrir que, después de tanto tiempo, había vuelto a la vida, recuperando completamente el control de sí mismo. Pero apenas había tenido

tiempo para saborear aquella sensación que el recuerdo de ella le había hecho iniciar un largo periplo por el bosque en su busca. Permaneció en aquella posición durante los largos minutos venideros, con el pelo empapado en sudor cayéndole por el rostro. Hasta que el movimiento de una sombra en el fondo del vestíbulo reclamó su atención. La tarde empezaba a deslizarse sobre Udegelia y la luz que entraba a través de la entrada

era escasa y mortecina, de un color anaranjado que daba la falsa sensación de calidez, llenando la estancia de sombras alargadas. Aun así, Zac pudo averiguar que lo que se había movido en el fondo era un hombre joven y que, además, le resultaba familiar. Lo observó durante unos segundos, preguntándose dónde habría visto antes aquellas facciones alargadas y aquellos ojos verdes. Pero no lo recordó. Y fue entonces cuando se percató de la presencia de una

chica tras él hombre. Debía ser un poco más joven que él y permanecía apoyada en su hombro de manera que una de sus piernas no tocaba el suelo. Su mirada, cargada de odio, brillaba en la penumbra como la hoja afilada de un cuchillo. Fue precisamente esa mirada la que le hizo caer en la cuenta: eran habitantes de Pueblofrontera. Algo molesto por aquel contratiempo tanteó la idea de ignorarles e irse por su cuenta en

busca de Aurora, pero la desechó con rapidez. Si ellos estaban allí debía ser por ella; lo más probable era que hubiesen venido a rescatarla y por lo tanto supiesen donde estaba. Además, iba solo y desarmado, no podía permitirse el lujo de empezar un enfrentamiento que seguramente acabaría perdiendo. Por eso, tratando de mostrarse seguro de sí mismo, aunque su voz delataba la urgencia de respuesta, preguntó: ―¿Dónde está?

Las palabras cruzaron la sala en forma de eco, llegando a la pareja, que se miró sin entender. ¿Dónde estaba quién? Pero Shiu, que tenía aquel preciado don que era el lenguaje del corazón, comprendió enseguida que el antiguo Portador de almas se refería a Aurora. El pequeño wingli, que había pasado inadvertido a los ojos de Zac, se apartó de las piernas de Pierre, donde se había refugiado y con pequeños saltitos se acercó al

muchacho. Pero se detuvo a medio camino, meneando las dos colas con lentitud. Su mirada esmeralda y la grisácea de Zac se habían cruzado. ―Te refieres a Aurora ―dijo. Zac asintió, aunque sabía que aquello no era una pregunta. Además, parecía que los ojos del wingli le inspeccionaran el alma. ―Te conozco. Eras el wingli de aquella hechicera, el que ayudó a Aurora cuando cruzó la puerta. ―Shiu asintió―. Si tratas de

descubrir mis intenciones sólo puedo decirte que son honestas. Entenderé que queráis matarme, sólo os pido que antes me dejéis hablar con Aurora una última vez. ―No queremos matarte Zac ―se apresuró a corregirle el animal, tratando de ofrecer su faceta más amable―. Fue Alby, el nieto de Nuba, quien sanó tu cuerpo malherido cuando te encontramos en el bosque. Sabemos que Lord Kermiyak te usaba como a una marioneta y queríamos devolverte a

la vida. Pero no lo conseguimos. ¿Cómo es que ahora has vuelto? ¿Te envía él? El joven quedó sorprendido ante aquella revelación y por eso dio una respuesta confusa. ―N…no. Vuelvo a ser Zac. El Portador de almas ha desaparecido. Aurora me ayudó a recuperar el control de mi cuerpo. Ella… He venido a buscarla. Necesito hablar con ella. ¿Dónde está? ―Aquí ―intervino Pierre. ―¿Dónde? ―insistió él.

―Pues… Pierre miró en derredor y los demás imitaron su gesto. Las sombras apenas permitían ver nada más allá de la gran sala de entrada debido a la oscuridad que lo inundaba todo. ―Ahora que lo dices, hace rato que tampoco se oye a Germián. ¿Y si han encontrado el portal? ―le susurró Amelia a Pierre por lo bajo. ―¿El portal? ―dijo Zac, completamente frío.

La joven se sintió avergonzada de que el muchacho hubiese oído lo que ellos cuchicheaban a sus espaldas y por eso se apresuró a responder: ―Aurora vio a Lord Kermiyak cerca de la Puerta en una visión y supusimos que habría usado algún tipo de portal para llegar hasta allí. Lo estábamos buscando. Zac sintió como la sangre se le helaba en las venas. ―¿Y la habéis dejado ir sola? ―No. Nosotros...

Pero la chica no tuvo tiempo de terminar la frase que el chico había echado a correr hacia la primera puerta a mano izquierda y se había perdido en el pasillo que se escondía tras ella. *** Germián tropezó con la gruesa rama de un árbol que no había visto. Ágilmente, transformó su caída en una extraña pirueta que le permitió rodar por el suelo sin

mayores consecuencias que levantarse lleno de maleza, hojas y barro. El sol ya se había puesto y cada vez se hacía más difícil avanzar por el bosque oscuro. Pero debía seguir, porque estaba seguro de que Aurora se dirigía hacia la Puerta al encuentro de Lord Kermiyak. Al llegar a Pueblofrontera, proveniente del castillo, se había encontrado con un gran revuelo: justo delante del portal (que iba a desembocar en una de las casas del

pueblo) se había encontrado con una gran caja de cristal flotando en el aire, dentro de la cual se encontraba la hija de Nannette Devereau. “Esto pinta a sortilegio del Doctor” había pensado Germián al verlo. Algunos hombres y mujeres estaban intentando destruir el recipiente a base de golpes de martillo y pico para sacar a la niña, que, milagrosamente, seguía con vida. Pero no parecía que su

esfuerzo fuera a dar resultado. Entonces su madre había aparecido de la nada y se le había echado al cuello. La pobre mujer, al verlo, había creído que se trataba de una visión y se había puesto a llorar. Pero rápidamente el muchacho había podido convencerla de que era él en carne y hueso. ―¿Y tu padre? ―había preguntado ella, un poco más calmada. Sintiendo de nuevo el vacío de

la muerte, él se había limitado a responder: ―Ahora no, mamá. Tengo prisa, estoy buscando a la chica maraya que habíamos ido a rescatar. En ese punto, una de las vecinas se había añadido a la conversación, contándole a Germián que la muchacha maraya había aparecido por la misma puerta que él poco antes. ―¿Y qué ha ocurrido? ―Algunos de los hombres

querían matarla ―aseguró la mujer con una expresión muy seria―. Decían que si ella había vuelto sola y sin vosotros quería decir que algo malo os había ocurrido. Y aseguraban que había sido culpa de ella. El alcalde iba lanzando el bulo de que ella misma os había matado y que ahora el Doctor la controlaba. En aquel momento Germián había sentido un sudor frío y unas terribles ganas de matar al alcalde. Pero la vecina había continuado hablando:

―Al final me la he llevado, aunque te agradecería que no lo fueras contando; los hombres están como locos buscándola y si se enteran de que la he ayudado, ¡la tomarán conmigo! Ya me parecía que una niña como esa era incapaz de matar a nadie.... Pues eso, que la he acompañado hasta la salida del pueblo y le he explicado con señas que si quería encontrar a Lord Kermiyak, sólo tenía que ir hacia la Puerta, todo recto. ―Maldita sea ―había sido lo

último que había dicho Germián antes de salir corriendo, ante la mirada estupefacta de la vecina y de su madre. *** Alberto parpadeó un par de veces. Sentir que las puertas de Ninguna Parte estaban abiertas era una experiencia extraña que no se vivía muy a menudo. La manera más simple de explicar aquel extraño

efecto era decir que alguien se había dejado la luz encendida. Ahora, la nada negra y profunda que lo había cubierto todo momentos antes se había convertido en todo lo contrario: una gran sala infinita, sin paredes, ni techo, ni ventanas, toda ella de un blanco tan puro que deslumbraba. Aunque, si uno se fijaba bien, podía llegar a comprobar que la apertura realizada en aquel micro mundo no era más grande que la cerradura de una puerta.

Inspiró una gran bocanada de aire y se acercó a la apertura. Sabía que era el último habitante de aquel lugar y, aunque no pudiese comunicarse con los demás (hacía falta conocer a las personas para poder llamarlas dentro de Ninguna Parte), intuía que ya era demasiado tarde para ellos. Dentro de poco, también lo sería para él. Dos grandes lágrimas escaparon de sus ojos y cayeron por sus mejillas. Se acercaba el fin, lo

sabía desde hacía mucho tiempo, pero seguía sin estar preparado para ello. ¿Quién podría estarlo? El único consuelo que le quedaba era saber que Aurora no iba a correr su misma suerte. Sólo pudo temblar como respuesta a aquel miedo feroz que sentía, cuando, de repente, el suelo inexistente desapareció, engullido por la apertura diminuta, que ahora había empezado a crecer hasta ocuparlo todo. Había llegado la hora.

Alberto sintió que su alma flotaba en el aire, incapaz de someterse a la fuerza de la gravedad. Ahora, a su alrededor se erguía un paisaje oscuro, que desprendía olor a realidad. Un paisaje que apenas recordaba, pero que sí había visto tiempo atrás cuando había cruzado la Puerta. Y entonces le vio. Lord Kermiyak seguía igual que la primera y última vez que le había visto: sólo un niño pequeño, cargado de soledad; pero con los

ojos del demonio. Le estaba esperando. El Doctor también le miraba, e incluso sonrió cuando se acercó a su espíritu y colocó ambas manos a cada lado de él, sin llegar a tocarle. Su sonrisa era leve, casi inexistente, y se difuminaba con la maldad que lloraban sus ojos. Segundos, minutos, horas; quizás todo o quizás nada. Ese fue el tiempo en que Lord Kermiyak permaneció en aquella posición, mirando a la nada, mirando aquella

alma que sin forma se mostraba ante él. Después, sus manos, que seguían una a cada lado del espíritu del chico, se unieron en una palmada. Ni siquiera se podía decir que Alberto llegó a sentir dolor. Más bien fue como si todo se apagara, cayendo dormido sin desearlo en un sueño del que jamás despertaría. Sus labios inexistentes sólo llegaron a curvarse en la primera letra del nombre de su madre, para quien había sido su último recuerdo. Alberto se había

extinguido en la nada, ofreciendo a cambio parte de su energía vital que palpitaba, cálida, en las manos del Doctor. *** Nannette se sentía exhausta. Sostener el poder de aquellas setecientas sesenta y cuatro almas, mientras aguardaba a que fuesen completadas las tres restantes, era agotador. Aunque suponía que lo peor vendría ahora, cuando tuviese

que usar la poca magia que le quedaba para hacer que la cerradura de la Puerta revelase su auténtica forma y así poder abrirla. Algo aturdida y sintiendo como las gotas de sudor le caían por la frente a pesar de que el sol ya se escondía y el frío se volvía más intenso, levantó ligeramente la cabeza para observar a Lord Kermiyak, que seguía proyectando su maldad a unos tres metros de ella. Hacía ya algunas horas (no

sabría decir exactamente cuántas, porque había perdido la noción del tiempo) que el niño maligno había abierto las puertas de Ninguna Parte y atormentaba a las almas que allí guardaba, tomándolas una a una y exprimiéndolas hasta destruirlas, de manera que el poder blanco que iban dejando como único rastro de su existencia era transferido hacia ella, que hacía de almacén y canalizador hacia el mecanismo que la mantenía cerrada. Y ahí venía otra.

La mujer apretó los dientes y añadió esa pequeña esencia a las demás, colocándola junto a la cerradura correspondiente. El esfuerzo estaba siendo sobrehumano. Empezaba a sentir que perdía la consciencia, cuando un grito la hizo volver en sí. Lord Kermiyak vociferaba maldiciones e insultos, mientras mantenía las puertas de Ninguna Parte abiertas de par en par. Parecía que buscaba algo en su

interior con desesperación. Pero Nannette no se atrevió a preguntar y permaneció de rodillas en el suelo y sosteniendo el poder de las setecientas sesenta y cinco almas. Aunque enseguida comprendió. ―¡Maldita sea! ¡No puede ser que hayan escapado! ¡No puede ser! ¡He estado vigilando la entrada durante todo este tiempo! Lord Kermiyak se movía nervioso por los alrededores, renegando y dando patadas al suelo.

De vez en cuando, se detenía y levantaba la cabeza, como si oliera el perfume del aire. Pero al no encontrar resultados, sus reacciones se hacían más violentas. Finalmente, dándose por vencido, se acercó a Nannette y la empujó, haciendo que ella tuviera que sostenerse con los brazos para no darse contra el suelo. ―Abre la Puerta ―ordenó. Ella obedeció sin rechistar, ignorando el hecho de que aun faltaran dos almas; no sería ella

quien le llevara la contraria a Lord Kermiyak. Se levantó con pesar y se acercó al espejo casi a rastras. Una vez allí, acarició el cristal. Sobre su superficie apareció un grabado que representaba un gran círculo repleto de pequeños puntos. Setecientos sesenta y siete exactamente. Finalmente, dejó que su cuerpo encontrara la paz necesaria y cerró los ojos. Ahora, todo el poder que había ido acumulando abandonaba su cuerpo cansado y atravesaba la Puerta,

haciendo desaparecer cada uno de los puntos que llenaban el círculo. Hasta que sólo quedaron dos. Nannette insistió para que aquellas dos cerraduras desapareciesen también, pero el conjuro que sellaba el espejo no mostraba signos de querer desbloquearse. Incluso rehusaba la poca magia que ella le daba. ―No puedo… ―balbuceó. Lord Kermiyak masculló algo y apartó a la mujer a un lado mientras ofrendaba su propio poder

a las dos cerraduras restantes. Pero, a pesar de que su magia era suficiente para destruir la cerradura entera en su estado actual, esta resistió, y en vez de hacer desaparecer las dos últimas cerraduras, lo único que consiguió fue que todas las demás reaparecieran poco a poco y que el poder que había convocado a través de las almas puras se desvaneciera como un soplo de aire.

26. Talismán Aurora

supo que había llegado a su destino cuando un grito profundo rasgó el silencio del bosque, haciendo que decenas de pájaros asustados levantaran el vuelo dispuestos a huir. La oscuridad había caído definitivamente sobre Udegelia y la luna palpitaba pálida en el cielo claro y estrellado, iluminando tenuemente la penumbra. Aun así, la

noche se dibujaba especialmente tétrica y sobrecogedora. Deslizándose a través de las últimas hayas, la chica salió al claro viendo que ya no estaba presidido por aquella pequeña casita de piedra rojiza que contenía la Puerta, sino que ahora el espejo dorado se encontraba de pie en medio de la nada, custodiado por el Doctor y por la mujer que había visto en su visión y rodeado de una luz sobrenatural que llenaba el lugar.

Ella, que permanecía arrodillada en el suelo con la cabeza algo inclinada hacia delante, estaba siendo amenazada por el niño quien, fuera de sí, gritaba y rugía como si estuviera poseído. Las manos de él, envueltas en un halo fosforescente, se movieron en el aire, enrollándose alrededor del cuello de la mujer y haciendo que esta soltara un pequeño gemido. Abrumada por la urgencia, Aurora dio un paso al frente y sin trazar siquiera un plan, gritó:

―¡Déjala en paz! Lord Kermiyak, o más bien el monstruo en el que se había convertido, volvió lentamente la cabeza. Los ojos verdes se le habían teñido de oscuridad y todo él resplandecía, cubierto por un halo sobrenatural que le hacía brillar con luz propia. Sólo cuando al fin reconoció a Aurora, soltó a la mujer que pretendía matar y se apartó de ella. Su rostro se había contorsionado en una mueca que pretendía ser una sonrisa de intensa

satisfacción. Aurora tragó saliva, con el corazón en un puño. ―Así que has sido tú quien ha huido ―le dijo a la chica―. Tú que lo has tenido todo durante estos días en Udegelia. Tú que podrías haber tenido una segunda oportunidad, ofreciendo tu cuerpo para luchar a mi lado. ¡Tú que eras la última! ¿Y el otro? No me lo digas: te llevaste a Zac. No puedo creérmelo, traicionado por mis propios siervos.

Mientras hablaba, Lord Kermiyak había empezado a caminar hacia ella, lo que le produjo a Aurora una oleada de pánico que la atravesó de pies a cabeza. Pero cuando quiso darse la vuelta para huir, se dio cuenta de que sus piernas no respondían, seguramente debido a la magia del Doctor. ―Ya puedes ir temblando, ya ―le dijo él, al llegar a su lado y percibir su miedo―, porque no habrá castigo suficiente para

hacerte pagar lo que me has hecho. El Doctor tomó a la chica por la nuca y la empujó contra el suelo, haciéndola caer de rodillas. ―¿Quieres ver como todo tu cuerpo arde y se consume en las llamas del infierno? ―gritó él, mientras mostraba una mano en la que había prendido una llama verde. Pero ella no tenía intención de verlo, así que aprovechando que tras el discurso había recuperado la movilidad, se puso en pie y echó a

correr en dirección al bosque. De todos modos, no llegó muy lejos porque algo o alguien salido de la nada se interpuso en su camino e, incapaz de evitarlo, se dio de bruces con él. Cuando levantó la mirada, se encontró con el muchacho que había conocido en el castillo y que la había estado ayudando a buscar el portal. Quiso preguntarle qué hacía allí, pero, antes de poder hacerlo, él ya la había apartado a un lado y había desenfundado la vieja espada

que llevaba en el cinto. No parecía que aquel contratiempo hubiese preocupado demasiado a Lord Kermiyak, que esbozó una sonrisa al ver aparecer a Germián. En realidad, tenía que estarle agradecido al recién llegado porque, si no fuera por él, Aurora hubiese escapado y el brujo hubiese tenido que internarse en el bosque para traerla de vuelta. ―¿Vienes a salvar a la princesa, bravo guerrero? ―se burló del chico. A pesar del arrojo

que estaba mostrado y del hecho de que tenía una espada, no suponía ninguna amenaza para el Doctor. ―He venido para que te enfrentes a alguien de tu nivel ―escupió el chico, con rabia. La sonrisa del Doctor se volvió carcajada. ―¿Y eso lo dices tú, que no eres ni brujo? El odio crispó los nervios de Germián, quien, sin pensárselo dos veces corrió al encuentro de su enemigo, espada en mano.

Cuando estuvo junto a él, levantó el arma en alto y descargó todo su peso sobre el niño. Pero no llegó a tocarle. El impacto fue amortiguado por un campo de fuerza invisible que el brujo había alzado a su alrededor. Con un gesto seco de su mano, como quien aparta un mosquito molesto, el Doctor barrió a Germián, haciendo que una fuerza invisible le impulsara lejos de él. El chico salió proyectado a gran distancia, cayendo con fuerza contra

el suelo y perdiendo ligeramente el conocimiento debido al golpe. ―¡No! ―El grito de Aurora llenó el lugar. La chica, que se debatía entre el deseo de huir y la necesidad de quedarse para ayudar al muchacho y a la mujer que Lord Kermiyak había estado utilizando para abrir la puerta, corrió hacia Germián. Cuando llegó junto a él, se arrodilló a su lado. ―¡No hay nada que hacer! ¡Nos va a matar! ―le advirtió, a

pesar de saber que no le iba a entender. Pero el chico desechó la ayuda que Aurora le ofrecía. La apartó de su lado y trató de incorporarse, llevándose una mano a la cabeza, que le daba vueltas sin parar. Cuando lo hubo conseguido, volvió a tomar la espada con ambas manos y repitió el gesto anterior de atacar a Lord Kermiyak de frente. El resultado de su acción fue el mismo que antes y el chico salió despedido de nuevo.

―Empiezo a estar cansado de estos juegos ―siseó el Doctor, tras noquear a su enemigo. Después, se volvió hacia la chica, que había estado contemplando toda la escena con el corazón en un puño, y le dijo―: Ya va siendo hora de que acabemos con esto. Usando su magia, capturó el cuerpo de Aurora y lo atrajo hacia él. Ella trató de debatirse y escapar del agarre invisible que la arrastraba en el aire, pero no pudo. Y, cuando quiso darse cuenta, se

encontraba frente a Lord Kermiyak. ―Hubiese preferido que fuese lento y doloroso ―le dijo el niño―, pero me conformaré con que estés muerta. Para siempre. Sus manos se enrollaron alrededor del cuello de ella, dispuestas a repetir el mismo plan que habían trazado para Nannette. Pero aún no había empezado a apretar cuando Germián, que se había levantado y arrastrado hasta allí a duras penas, le hundió la espada en el costado.

Lord Kermiyak ni siquiera parpadeó al sentir el filo del arma atravesando su cuerpo. Muy lentamente, desvió la mirada hasta cruzarla con la de Germián, que jadeaba exhausto. Al mismo tiempo, soltó a Aurora y deslizó sus manos hasta la empuñadura de la espada que tenía clavada en el cuerpo. La sacó de un tirón. ―Te recuerdo, niño, que soy inmortal ―le dijo al chico. Después, posó una mano en su

hombro derecho, agarrándolo con fuerza, y tiró de él hacia delante, al tiempo que levantaba en alto la espada. El metal se hundió en el pecho de Germián, cruzando su corazón. Al recibir la estocada, el chico se tambaleó y cayó sobre el Doctor, intentando aferrarse a él como quien se aferra a la vida. De todos modos, el golpe había sido dado con tanta maestría que su muerte fue casi fulminante, haciendo que su cuerpo se desplomara sobre al

suelo como un vulgar saco de patatas. ―Aparta de mí vista ―dijo el otro, con desprecio, mientras enviaba el cadáver lejos de él gracias a su magia. De lo que no se había dado cuenta el Doctor era de que, con sus últimas fuerzas, Germián le había agarrado el talismán que pendía de su cuello y, al caer al suelo, se lo había llevado con él.

27. Muñeco de trapo Aurora

había presenciado toda la escena de primera mano. Había visto cómo Lord Kermiyak asesinaba a Germián y cómo lanzaba su cuerpo al otro lado del claro como si fuera un muñeco. Y también había visto como el chico le arrancaba el talismán al Doctor y se lo llevaba con él. Aun así, el impacto que le había producido verlo había sido tan grande que la había dejado

paralizada en el suelo, incapaz de actuar en consecuencia. La imagen de la espada hundiéndose en el pecho de Germián se repetía una y otra vez en su mente, impidiéndole pensar en nada más. Sólo había algo que pudiera sacarla de su trance en aquel momento: la voz de Zac. Y eso fue precisamente lo que se oyó en el claro. ―¡Aurora! La chica levantó la cabeza, alerta, y miró en derredor,

buscando el origen de aquel grito. Lo encontró a unos metros de ella. Zac jadeaba debido al esfuerzo. El cabello le caía revuelto por la frente y su expresión mostraba toda la preocupación que sentía. Además, y aunque de lejos y debido a la oscuridad no se podía apreciar el color de sus ojos, Aurora sí pudo ver que ya no eran aquellos dos pozos vacíos que la habían cautivado el primer día en que sus miradas se habían cruzado a través del espejo del vestíbulo de su casa.

Era Zac, el de verdad, el que había visto en Ninguna Parte. Y estaba allí con ella. ―¡Zac! ―gritó ella, poniéndose en pie de un salto. No podía creerse que lo hubiese conseguido también. Al fin, después de todo lo que habían vivido, podían encontrarse en el mundo real. Los ojos se le llenaron de lágrimas de alivio y felicidad y el deseo de correr hacia él y refugiarse en sus brazos la llenó por dentro.

Pero entonces recordó que Germián tenía el talismán del Doctor y si no se daba prisa, él terminaría por darse cuenta y la oportunidad de acabar con su poder se desvanecería en el aire como si fuera humo. Así que, aprovechando el momento de distracción que la llegada de Zac había creado, y dejando a un lado su deseo de rencontrarse (¿o debería decir conocerse?) con él, echó a correr hacia el cuerpo sin vida. Cuando

estuvo a su lado, se abalanzó sobre su puño cerrado para recuperar el colgante. Lord Kermiyak no tuvo tiempo de detener a Aurora cuando ésta se levantó y se fue corriendo de su lado. Así que, simplemente, se quedó mirando cómo cruzaba el claro, pensando que así podría matar dos pájaros de un tiro. Pero le llamó la atención que, en vez de dirigirse hacia el Portador de almas, como él había creído que haría, su carrera la llevaba hasta el

muchacho muerto. Y cuando vio lo que contenía aquella mano cerrada, se llevó la suya al cuello para comprobar que la cadena y el saquito de tela habían desaparecido. Una ola de ira le hizo apretar los dientes. ―¡Maldita bastarda! ―gritó, fuera de sí, con los ojos saliéndole de las órbitas. En respuesta a aquel ultraje, empezó a conjurar un hechizo. Sus manos brillaban cubiertas por un

halo de luz fluorescente y sus ojos se volvían más oscuros por momentos. El aire danzaba a su alrededor, meciéndole los rizos a voluntad. Y, entonces, tendió su mano en dirección a la chica y la apuntó con su magia. Aurora se encogió sobre sí misma, creyendo que el hechizo iba por ella. Gimió angustiada y cerró los ojos, temiéndose lo peor. Pero no sintió nada. Y cuando abrió los ojos otra vez, lo que ocurrió fue que

el cuerpo de Germián empezó a moverse. Ella parpadeó un par de veces, incrédula. Lo que había empezado como un leve temblor en la mano de él, terminó convirtiéndose en un movimiento firme pero lánguido que llevó al muchacho a incorporarse. Pero ya era demasiado tarde cuando se dio cuenta de que, en realidad, lo que había ocurrido era que el Doctor había pasado a controlar el cuerpo difunto del muchacho, como había

hecho antaño con Zac o con Mira. Germián había terminado de levantarse y había recuperado la espada que le había quitado la vida volviéndose hacia la chica, que, con manos temblorosas, intentaba abrir la bolsa para coger el frasco. Lo consiguió, pero justo en ese momento, el muchacho levantaba la espada para asestarle un golpe. Fue Zac quien le detuvo, derribándolo con un golpe certero que le hizo caer al suelo. Después, tomó la mano de Aurora y la apartó

de allí. Pero, antes de que pudieran cruzar siquiera una palabra, Germián se había incorporado de nuevo. Zac empujó a Aurora a un lado y él rodó por el suelo, evitando el golpe que le dirigían. Cuando hubo recuperado el equilibrio, se llevó una mano al cinto, casi por instinto, descubriendo que no llevaba ninguna espada en él. Sólo disponía del puñal que usaba para cazar. Germián volvió de nuevo a la

carga y Zac consiguió parar el golpe en el último instante, desenfundando la pequeña arma que apenas le servía para contener la embestida. La respuesta de Germián fue mucho más rápida y pasó rozando el rostro del antiguo Portador de almas, donde abrió una brecha, justo en la mejilla. Pero el otro pudo derribarle, lanzándose sobre él con un placaje. Se disponía a correr hacia Aurora para tomarla y huir de allí juntos, cuando comprobó,

horrorizado, que Lord Kermiyak se le había adelantado El brujo había cogido a la chica por el cuello y, a pesar de su pequeña estatura, la había levantado en el aire con la simple fuerza de un brazo. Aurora, que se agarraba con fuerza a la muñeca del Doctor, pataleaba y boqueaba en el aire. ―Creíais que os sería tan fácil ―se rio él―. Y ahora, dame la maldita botella. Pero entonces, en un último

intento a la desesperada, la chica lanzó el frasco hacia Nannette, que en un estado de seminconsciencia observaba la batalla sin intervenir, esperando que la otra comprendiera. Nannette sacó fuerzas de donde no las había y se incorporó para recoger el frasco que la chica maraya le había lanzado. Lo observó con una mezcla de curiosidad y desprecio, al tiempo que todos se volvían hacia ella,

para mirarla con expectación. ―No sé lo que contiene esto ―dijo la mujer alzando bien alto el botecito ―, pero supongo que debe ser algo de vital importancia para haber organizado este revuelo. Así que, si no sueltas a la chica, lo romperé. Hubo unos segundos de intenso silencio. Ella aguardaba una respuesta y Lord Kermiyak avaluaba la situación. Pero viendo que nada sucedía, Nannette se arrodilló y tomó una piedra que

había quedado como último resto de la antigua construcción que allí se había erguido. Después, dejó el envase en el suelo y con un rápido movimiento lanzó la piedra contra él. Pero se detuvo en el último momento. La imagen de su pequeña Monique encerrada en aquella caja de cristal llena de agua, ahogándose mientras gritaba el nombre de su madre había atravesado su mente como un cuchillo. Nannette levantó

la mirada con los ojos llenos de lágrimas y enseguida supo que había sido el mismo Doctor quien le había enviado aquel recuerdo. ―¿Estás segura de lo que vas a hacer, Nannette Deverau? ―dijo él, dejando a un lado a Aurora y centrándose en la mujer―. Por si lo has olvidado, tú y yo teníamos un trato. En respuesta, ella agachó la cabeza y lentamente soltó la piedra, que rodó por el suelo. ―Como gesto de mi buena

voluntad ―añadió―, me gustaría ofrecerte otro trato. ¿Qué te parece si me das eso que tienes en la mano y a cambio yo dejo vivir a tú hija? Ella dudó. Su mirada se cruzó con la de Zac y con la de Aurora, que la miraban expectantes. Y Germián… El pobre Germián… Ya era demasiado tarde para él. Ya era demasiado tarde para todos. Hubiese dado su propia vida para salvarles, para impedir que la Puerta fuera abierta; pero no la vida de su hija. Además, la Puerta ya no

iba a ser abierta, al menos, no ahora, porque el poder de las setecientas sesenta y cinco almas que ella había conjurado, se había desvanecido. Finalmente, inspiró profundamente, y tendió su mano abierta mostrando el objeto al Doctor. Había hecho su elección. Aurora había presentido las intenciones de Nannette mucho antes de que ella ofreciera su mano a Lord Kermiyak. Por eso,

aprovechando el desconcierto, corrió hacia la mujer. Demasiado tarde, el Doctor se percató de que la chica maraya se había echado a la carrera para impedir sus planes, y viendo que su nuevo siervo no iba a llegar a tiempo para detenerla, también él echó a correr en dirección a Nannette. En el último momento, Zac se añadió a la persecución, pisándole los talones a Aurora, sin saber muy bien si debía apoyarla o impedirle

lo que se proponía hacer. Segundos después, todo se precipitó. Zac alcanzó a Aurora justo en el momento en que ella estiraba el brazo para tomar el frasco que sostenía Nannette. La mano de la mujer se cerró con fuerza alrededor del objeto para impedir que la muchacha se hiciese con él, pues, aunque una parte de ella la empujara a hacer lo correcto, la otra no cesaba de repetirle que si traicionaba al Doctor, su hija

moriría. Aunque su intento fue en balde, pues Aurora ya se había aferrado con fuerza al tapón. Al mismo tiempo, Lord Kermiyak había dejado que su poder tomara forma en su mano, convirtiéndose en un arma que resplandecía con luz propia en la oscuridad. Al llegar junto a la mujer y la chica, se lanzó contra la segunda dispuesto a matarla. El arma del Doctor se encontró con el cuerpo de Zac en su

movimiento, y lo atravesó por la espalda derecha, haciendo que la punta del arma saliera por su pecho, cerca de su hombro. Después, también atravesó el de Aurora a la altura del corazón. Desafortunadamente para él, aquello no bastó para detener a sus enemigos, pues, con un último movimiento y mientras caía al suelo herida de muerte, Aurora pudo tirar del tapón de corcho que mantenía cerrado el bote. En consecuencia, éste se escurrió de entre los dedos

de Nannette y cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos.

28. El Diablo El grito del Portador de almas la hizo volver en sí. ―¡Es su alma! ¡Debes destruir el cuerpo para que no regrese a él! Confusa Nannette, contempló cómo, después de lo ocurrido, Lord Kermiyak se había quedado totalmente inmóvil delante de ella, como si sólo se tratase de un cuerpo sin vida. Sintiéndose aún mareada por todos los acontecimientos que

habían tenido lugar, dio un paso adelante para colocarse junto al niño maligno, que aún tenía el brazo tendido hacia delante, aunque la espada de luz se había deshecho en sus manos. Con cuidado, pasó una mano por delante de sus ojos, cerciorándose que el Doctor no era dueño de sí mismo. Entonces, una ola de vergüenza y odio la invadió. No podía dejar de pensar en Monique ahogándose dentro de la caja. Tampoco podía sacarse de la

cabeza la idea de que Aurora y Zac, que ahora yacían en el suelo sobre un charco de sangre, podían morir por su culpa. Y, para acallar aquella voz interior que no dejaba de repetirle que era tan culpable como el monstruo que ahora se encontraba ante ella, corrió hacia Germián, que tras la muerte del brujo se había desplomado como un títere sin hilos, y le arrebató el arma. Pronto reconoció aquella espada como la que su hermano se había llevado al partir, hacía ya una

semana, y comprendió que también él la había dejado sola. Y aquello le dio la fuerza necesaria para arrastrar el pesado objeto metálico hacia donde el Doctor se hallaba y una vez allí, decapitarlo sin ninguna compasión. Su hija podía muerto por su insensatez, pero sería la última persona que moriría por culpa de aquel desalmado. Después de aquello, Nannette se dejó caer al suelo, abrazándose a sí misma y deseando que el dolor que la llenaba por dentro se

desvaneciera deprisa. Poco a poco, sus sollozos fueron convirtiéndose en débiles gemidos, antes de llenar el claro de un silencio sobrenatural. De pronto, cuando apenas habían pasado unos minutos desde la muerte definitiva de Lord Kermiyak, la calma que se había instalado en el claro se vio interrumpida por una figura que hizo su aparición de entre las sombras, acercándose hasta dónde Nannette se encontraba. Vestía de negro, con una larga

capa que le envolvía completamente el cuerpo, y era más alto que cualquier hombre normal. Además, su andar era seguro y firme, como el de un noble. Sólo su rostro de facciones parecidas a las de un cuervo consiguió sorprender a la mujer todavía más que su estatura. Asustada por la presencia de aquel desconocido aparecido de la nada, Nannette sólo pudo susurrar: ―¿Quién es usted? El forastero sonrió mostrando

una hilera de largos dientes blancos, ligeramente afilados, y levantó sus ojos rojos como la sangre, hasta cruzarlos con los negros de ella. ―Solamente un viajero ―respondió, con amabilidad. Después, señaló el montón de cristales esparcidos por el suelo como consecuencia del frasco roto y añadió:― Vengo a llevarme esto. Con el suave susurro de sus palabras y el movimiento de su mano los cristales se elevaran en el

aire para, poco a poco, ir juntándose los unos con los otros hasta reconstruir completamente el envase que voló hasta su mano. Seguidamente lo alzó y murmuró unas palabras en una extraña lengua. Aguardó unos instantes en aquella posición, con el brazo en alto sosteniendo el bote de cristal y, finalmente, lo bajo y lo tapó. Y, sin saber exactamente cómo, Nannette supo que aquel hombre era el Diablo y que había venido a recuperar el alma del

Doctor. ―Se llamaba Guillaume Kermiyak de Montfort ―le explicó el hombre, mientras guardaba el frasco en un bolsillo interior de su capa―. Y lo cierto es que, antes de que se le corrompiera el alma, era un buen chico. Ella asintió, aturdida. ―¿Le conocía? ―Sí. Tuvimos un encuentro hace muchos años. Él me llamó y yo le ofrecí un trato. ―¿Y por qué se lo lleva?

―quiso saber. ―Porque ya hace tiempo que debería haberle llegado la hora y debería haber pagado el precio por el conocimiento que le di. Pero tengo que reconocer que fue listo y supo burlar a la muerte con este truco tan vil de separar su alma y su cuerpo. Me engañó y yo me dejé engañar. Pero ya se sabe, un trato es un trato. Nannette volvió ligeramente la cabeza y observó de reojo el cuerpo sin cabeza, sintiendo que un

escalofrío la recorría entera. Aun sentía remordimientos por el terrible fin que le había dado, pues en realidad, al descubrir que Lord Kermiyak era un niño, no había podido dejar de pensar que se trataba sólo de un instrumento del mal. ―Pero sólo es… ―¿Un niño? ―sonrió el Diablo. Después, irónico, añadió―: Y yo sólo soy el rey de los demonios. Cada uno elige su destino, y cada uno paga por ello. Y

si no te gusta, puedes dejar que los demás elijan por ti, así siempre podrás echarles la culpa a ellos. Nannette intentó buscar una respuesta a aquella réplica, pero cuando entreabrió los labios de nuevo, se dio cuenta de que el desconocido había desaparecido. Pero no era lo único. También lo había hecho el cuerpo del Doctor. *** Zac se incorporó, sintiendo un

horrible dolor en el pecho. El filo de aquella cosa demoníaca le había cruzado de lado a lado perforándole el pulmón derecho. Le sobrevino un ataque de tos, que le hizo escupir sangre, y tuvo que dejarse caer de nuevo, tendiéndose junto a Aurora. ―¡Dios mío! ―le oyó decir a Nannette. Cuando consiguió abrir los ojos de nuevo, la encontró inclinada sobre el cuerpo de la chica. ―Se muere ―murmuró

Nannette, con la voz rota. Zac sintió que le faltaba el aire. ―¿No puedes curarla? ―dijo mientras se levantaba, demasiado deprisa para su deplorable estado. Se mareó, por lo que Nannette le obligó a recostarse de nuevo mientras rasgaba un trozo de su ropa para detener la hemorragia. ―Debo cerrarte esta herida ―murmuró la mujer, mientras estudiaba la brecha que se abría en el pecho de él, ignorando la

pregunta que le había hecho. Pero Zac la detuvo, tomándola con suavidad por la muñeca, y la obligó a mirarle. Nannette no pudo sostener por mucho tiempo aquella mirada llena de desesperación. ―Aunque vaya a buscar hojas de ritzal e inicie el ritual, ya será demasiado tarde para ella ―le respondió, abatida. Zac cerró los ojos. Después de todo, de todo lo que habían hecho y habían arriesgado, no podía ser que ella fuera a morir, sin que él

pudiese hacer nada. Sin que… Entonces, abrió los ojos de par en par. Había tenido una idea, una idea que aparte de salvarle la vida a Aurora, la ayudaría a volver a su casa. Alzó ligeramente la cabeza, rehusando esta vez el intento de levantarse. Nannette le estaba vendando la herida, supuestamente, para curarla más tarde. ―Te llamas Nannette, ¿verdad? ―preguntó él, con un hilo de voz.

Se sentía tan débil que apenas le salían las palabras. Ella le miró a los ojos y asintió. ―Bien. Por favor, Nannette, necesito que prepares el ritual igualmente. La mujer dejó lo que estaba haciendo, preguntándose si había entendido bien. ―Pero si ya te he dicho que… ―Por favor ―dijo él, cortando su frase. Ella le miró, escéptica. No

entendía con qué tontería le salía ahora aquel muchacho, pero teniendo en cuenta que igualmente tendría que ir en busca de hojas de ritzal para curarle a él, aquella idea no le parecía tan descabellada. Finalmente, asintió y se levantó. ―Ahora vuelvo. No te muevas mucho o tu herida se abrirá todavía más ―le advirtió. Zac asintió. Después, aguardó a que Nannette estuviera lo suficientemente lejos, y se giró hacia Aurora. Ella permanecía

tendida bocarriba, la melena se le había soltado y se esparcía por el suelo a su alrededor, y su piel se había vuelto tan pálida que no había duda de que la vida se le escapaba por momentos. Pero aún no, aún tenía unos instantes, quizás sólo segundo. ―Aurora… ―murmuró él, haciendo acopio de todas sus fuerzas―. Aurora, sé que puedes escucharme, tu alma puede. Y supongo que también sabes que te estás muriendo y que pronto

abandonarás tu cuerpo. Pero yo no pienso permitirlo. Pienso devolverte a la vida. Así que escúchame atentamente: quiero que abandones tu cuerpo ahora y te dirijas a Ninguna Parte. Sólo ve y quédate allí. Pero estate atenta a mi señal, porque cuando yo te lo diga, tendrás que regresar a tu cuerpo. Has entendido, ¿verdad? Zac la miró fijamente, sabiendo que no obtendría ninguna respuesta de aquel cuerpo moribundo y esperando que su alma

si hubiese recibido el mensaje. Con ternura infinita acarició los labios de ella para besarlos después, con suavidad, con cuidado. Alzó su frágil cuerpo y lo estrechó con la poca fuerza que le quedaba entre sus brazos, saboreando por última vez aquel contacto. Se detuvo al sentir la presencia de Nannette tras él. Se volvió lentamente. La mujer le miraba con recelo, pero también con tristeza, comprendiendo que él estaba perdiendo a alguien

especial. Tras unos instantes de tensión, mientras él dejaba de nuevo el cuerpo de Aurora en el suelo, Nannette se arrodilló junto a Zac, mientras decía: ―Bien, túmbate bocarriba. ―Pero… ―empezó a protestar él, viendo que ella no había entendido lo que en realidad le había pedido. ―Escúchame, tengo que curarte esto. ¿Acaso quieres morir tú también? Zac le devolvió una mirada

fría, como la que ella le había dedicado antes. ―Escúchame tú a mí. Yo estoy bien. Ahora es ella quien necesita tu ayuda. ―¡Pero ya está muerta! ¡Yo ya no puedo hacer nada por ella! No quiero malgastar mi magia así cuando tú estás malherido. ―Ya sé que está muerta ―repuso él, algo dolido―. Pero si sanas su cuerpo, su alma podrá regresar. Ahora no puedo explicártelo, es algo complejo si no

has estado en Ninguna Parte, así que confía en mí y haz lo que te pido. La mujer dudó unos instantes, pero finalmente aceptó, mientras soltaba un suspiro. ―Espero no arrepentirme de esto ―comentó, dejando al chico y volviéndose hacia la chica. Le tomó el pulso. Había expirado. Con gran precisión, la mujer rasgó la camisa de la chica dejando su pecho al descubierto. Poco a poco, fue colocando algunas

hojas sobre la herida, que previamente humedecía con su propia saliva. Cuando hubo terminado, y tras inspirar una gran bocanada de aire, posó las manos sobre el pecho de ella y dirigió el poco poder que le quedaba hacia la brecha, que lentamente fue cerrándose. Zac, que había estado conteniendo el aliento durante todo el proceso, no pudo evitar una sonrisa al comprobar que, finalmente, el agujero desaparecía

completamente. ―Ya está, ya lo tienes. ¿Y ahora, qué? ―preguntó Nannette. El joven se levantó, rehusando la ayuda que ella rápidamente le ofreció. Los efectos de la pérdida de sangre empezaban a notarse y se sentía cansado y débil, pero aun así, se arrodilló junto a Aurora y se la cargó a la espalda. ―¡Qué haces! ―le riñó Nannette, tratando de impedírselo, sin conseguirlo. Bajo la atónita mirada de ella,

Zac casi se arrastró hasta el espejo, que estaba situado a apenas unos metros de distancia. Una vez allí, ya sin fuerzas, cayó de rodillas. Nannette se dirigió junto a él. ―¿Estás loco? ¿Pretendes matarte? Él, en vez de enfadarse, le respondió con una sonrisa y después añadió: ―¿Me ayudas? Señalaba el cuerpo de la chica, pretendiendo que ella también cargara con el peso. Y así

lo hizo: Zac la cogió por los brazos y ella por las piernas. ―¿A dónde quieres llevarla? ―quiso saber Nannette, una vez la tuvo bien sostenida. ―Al Otro Lado ―respondió el otro, simplemente. Nannette se detuvo. ―Nadie puede cruzar la Puerta ―dijo, muy convencida. Pero Zac se limitó a encoger los hombros, mientras murmuraba: ―Los muertos sí pueden. Con torpeza, se pusieron

delante del espejo y fueron introduciendo lentamente a la chica en él. Su cuerpo fue atravesando la superficie cristalina, como si se tratara sólo de un velo, como tantas veces había hecho el cuerpo de Zac cuando era sólo el Portador de almas. Ahora ya no podría seguirla, lo sabía, ahora su cuerpo rebosaba vida. Pero entendía que aquella era la mejor manera de hacer las cosas: ella debía volver a su casa y él debía quedarse en la suya. Y si algún día ella quería regresar… la

Puerta, en sentido de ida siempre estaría abierta. Tras asegurarse que todo estaba en su lugar, el joven levantó la vista y buscó la entrada de Ninguna Parte, que seguía abierta en un rincón de aquel claro; si la llamaba, Aurora le oiría. Y así lo hizo: gritó su nombre casi con desesperación, intuyendo que, seguramente, no volvería a verla jamás. Sólo se detuvo cuando Nannette posó, casi con miedo, una

mano en su hombro. Él se volvió bruscamente y vio, al otro lado del espejo, como Aurora se removía inquieta en el frío suelo del almacén. Después, la oscuridad le atrapó y el chico cayó en la negrura.

Epílogo Cuando

Zac despertó, una mañana fría y lluviosa, se encontraba en una cama extraña, aunque confortable, en una habitación pequeña, sumida en la penumbra, que olía a humedad y polvo. —¿Cómo te encuentras? — preguntó una voz, cerca de él. Sorprendido, Zac se incorporó ligeramente, apoyándose en los

codos. Y entonces se percató de la presencia del joven que había encontrado en el castillo de Lord Kermiyak aquella tarde cuando iba en busca de Aurora. Estaba sentado a su lado y tenía todo el aspecto de haber estado velando su sueño desde hacía un buen rato. En sus rodillas descansaba, medio dormido, el wingli de Nuba. Los recuerdos revoloteaban confusos en la mente del antiguo Portador de almas que, instintivamente, se llevó una mano

al pecho, en el mismo lugar donde Lord Kermiyak le había herido con su espada mágica. —¿Dónde estoy? —quiso saber. Pero el gesto del otro calmó sus nervios. —Tranquilo. Todo está en orden. Nannette curó tus heridas. Estás en mi casa. Zac se dio cuenta de que el hombre se había afeitado la barba y que ahora parecía mucho más joven; además los signos de

cansancio y fatiga habían desaparecido parcialmente de su rostro. ¿Cuánto tiempo debía haber transcurrido? —Me llamo Pierre —le dijo el otro, de pronto, reclamando su atención. Zac le miró con recelo, sin saber qué esperar de él ni de aquella conversación. Por eso su respuesta fue más brusca de lo que habría querido: —Supongo que no hará falta

que te diga mi nombre. Pierre se rió, aunque enseguida guardó silencio de nuevo. —No. Pero las circunstancias han cambiado. Tú has cambiado. Así que si quieres decírmelo, será como si éste fuera nuestro primer encuentro. Aquella respuesta calmó ligeramente los crispados nervios de Zac que, dentro del catre, suspiró. —Zac. Me llamo Zac. El apellido lo he olvidado.

—Mucho gusto, Zac. —Pierre le tendió la mano y él correspondió el gesto con un fuerte apretón. —Igualmente. Un silencio se dibujó en aire, antes de que Pierre se atreviera a murmurar, casi en un susurro: ―Debes haber tenido una existencia muy dura. Zac no respondió. Se podía decir que sí, aunque en realidad se había limitado a dejar que las cosas pasaran, sin intervenir. Lo duro y difícil vendría

ahora, cuando tuviese que enfrentarse a las consecuencias de sus actos. ―Fue Aurora quien te salvó, ¿verdad? Quiero decir, ella te sacó de la oscuridad y te dio un motivo para luchar. Zac asintió. De repente, el recuerdo de la chica por la que había arriesgado todo lo que tenía regresó violentamente a su memoria. Y una pregunta fatídica le oprimió el pecho. ―¿Qué ha sido de ella?

Pierre le devolvió la mirada y pensó, durante unos instantes, si debía dar o no esa respuesta, temiendo que fuera demasiado pronto para el débil muchacho. Pero finalmente asintió y comenzó a hablar: ―Supongo que te mereces saber y será mejor que sea más pronto que tarde. Así que te contaré todo desde el principio: >>Amelia, Shiu y yo llegamos a Pueblofrontera justo detrás de ti, pero no fuimos con vosotros porque

el revuelo que nos encontramos aquí nos lo impidió. Había mucha confusión, algunos hombres buscaban a Aurora porque creían que se había convertido en la nueva sierva del Doctor, otros hablaban de que Germián había ido tras ella, pero lo que nadie entendía era tu presencia aquí. Además, estaba la hija de Nannette, que nadie había conseguido sacar todavía de la burbuja. >>Así que nos quedamos, hablando con la gente y poniendo

orden, pues pensamos que si se perdía el control, la cosa podía terminar mal. Sólo cuando conseguimos que reinara de nuevo la calma en Pueblofrontera, reuní un grupo de aldeanos y junto a Shiu, fui en vuestra busca. >>El camino se me hizo eterno, pero todavía se me hizo más eterno el silencio que encontramos cuando llegamos. El claro estaba devastado y vuestros cuerpos se hallaban tendidos en el suelo; al principio pensamos que habíamos

llegado tarde y ya no podíamos hacer nada por vosotros. Pero tras hacer las comprobaciones pertinentes encontramos que, milagrosamente, Nannette y tú seguíais con vida. >>Nannette no tardó mucho en despertar. Se incorporó y cruzó la mirada conmigo, mientras decía, simplemente “Lo sé todo”. Yo me acerqué y traté de darle consuelo pero ella se limitó a responderme que ya había sabido desde el principio que aquello terminaría de

aquel modo. Así que, sin prisa alguna, fue relatándome lo que había sucedido en aquel claro. Me contó lo del conjuro, la llegada de Aurora, la de Germián, la tuya… También me contó que… habíais devuelto a la chica a su mundo, por decisión tuya, y que tras tu desmayo había intentado curarte la herida que el Doctor te había hecho. Pero estaba tan débil que se desmayó a medio conjuro. Aun así, consiguió detener la hemorragia y salvarte la vida.

Pierre hizo una pausa. Se levantó del diván, dejando al wingli sobre él y se acercó a la ventana que había en la habitación. Observó la calle a través de ella, antes de continuar. ―Nannette vio a la chica levantarse, al Otro Lado. Dice que estuvo a punto de cruzar de nuevo la Puerta para regresar, pero que, en el último momento, se detuvo. Tras ello, se dejó caer sobre el suelo y derramó lágrimas tan amargas que parecía que toda su

vida hubiese desaparecido. Cuando llegamos nosotros, algunas horas después, ella aún seguía sentada en aquella estancia. Y allí se quedó, hasta que nos fuimos. >> Cuando regresamos a por el espejo, ella ya no estaba. Zac, que se había quedado petrificado y con los ojos muy abiertos, miró a Pierre sin entender. ―¿A por el espejo? —Sí. Ven, te lo mostraré — dijo, levantándose de la silla y dejando con cuidado a Shiu sobre

ella. El wingli no pareció inmutarse y se enrolló mejor sobre sí mismo. Aceptando el ruego que le hacía Pierre, Zac se levantó, se enfundó sus botas que encontró a los pies de la cama y siguió al joven por las escaleras hasta llegar a la calle. Había dejado de llover, pero el aire era frío y Zac se abrazó a sí mismo al sentir el azote del viento contra su cuerpo. Las calles oscuras y llenas de charcos de Pueblofrontera les recibieron con

un triste silencio y apenas se cruzaron con un par de personas durante su periplo. —Decidimos que sería mejor que la Puerta se encontrara en un lugar habitado, por si aparecise alguien —explicó Pierre mientras andaban—. Al menos aquí podremos ofrecerle cobijo. —Ya veo. —Ahí lo tienes —señaló el espejo dorado, que habían colocado en la plaza principal del pueblo, situada a un par de calles de donde

vivía Pierre. Zac observó el objeto, recordando la infinidad de veces que lo había cruzado para ir a la Tierra, la infinidad de veses que esa superficie cristalina se había vuelto líquida ante su caricia y le había transportado a diferentes lugares según la época en la que se encontraban. Y un nudo se dibujó en su estómago al entender que ya no podría hacerlo nunca más. —¿Ahora puedo hacerte yo una pregunta?

Las palabras de Pierre le sacaron de su ensimismamiento. Asintió una sola vez, apartando la mirada de la Puerta y clavándola en la del joven. —¿Qué pasó con el Doctor? ¿Qué era lo que llevaba en el bote? Nannette no quiere hablar de ello, dice que tú nos lo explicarías mejor. Cuando se lo pregunté por primera vez, se puso rígida y pálida y masculló una excusa para deshacerse de mí. —Debe ser por el encuentro

que tuvo con el Diablo. —¿El Diablo? —preguntó el otro, sorprendido. —Sí. Vino a llevarse a Lord Kermiyak. No llegué a oír lo que se decían, pero pude ver que Nannette y él hablaban. —Hizo una pausa, y después prosiguió—. Lo que el Doctor guardaba en el frasco era su alma. Había creado aquel recipiente con la intención de mantener ahí su espíritu separado de su cuerpo. De esa manera era como si estuviese muerto, hecho

que le daba la inmortalidad, pues ya no podía volver a morir. Es un truco parecido al que usaba conmigo, con la diferencia de que él mantenía su alma muy próxima a sí mismo y le era muy fácil controlar su propio cuerpo, aunque no habitara directamente en él. —¿Y tú lo sabías? —No. Lo descubrí en el momento en que Aurora abrió el bote y liberó el alma. He estado muerto mucho tiempo y tengo una sensibilidad especial para saber

cuándo hay un alma libre cerca. —Supongo que debe ser el mismo truco que usaste para salvar a la chica, ¿verdad? Porque Nannette no dejaba de decir que no entendía como habías conseguido que resucitara después de muerta. Zac sonrió amargamente e hizo que sí con la cabeza. —Aurora no había muerto, en realidad. Lo que ocurrió fue que mandé su alma a Ninguna Parte, el lugar en el que el Doctor guardaba a sus víctimas. Los muertos y los

objetos inanimados sí pueden cruzar la Puerta, así que hicimos pasar el cuerpo por el espejo. Después, el alma regresó al cuerpo. —Entiendo… —Pierre guardó silencio algunos instantes y, después, añadió—: Por cierto, quizás quieras saber que la hija de Nannette se encuentra bien. Supongo que la viste al llegar a Pueblofrontera. Zac miró al otro con la sorpresa reflejada en su rostro. —No sabía que fuese su hija,

pero ahora lo entiendo todo. —Ella no quería traicionaros —aseguró Pierre—, pero la vida de la pequeña estaba en peligro… Toda madre hubiese hecho lo mismo. Nos contaron (porque nosotros ya habíamos partido a socorreros y no lo vimos), que la burbuja desapareció sin más y que la niña cayó al suelo sana y salva. Supongo que debió suceder cuando Lord Kermiyak murió. —¿Y el muchacho…? —Germián. Cuando llegamos

ya estaba muerto. Lo enterraron ayer. Su madre está deshecha: ha perdido al marido y al hijo al mismo tiempo. Zac se mordió el labio inferior, lleno de frustración. —Lo siento —murmuró. Pierre levantó la mirada y le observó, sorprendido. —Tú no tienes la culpa. —Yo tengo la culpa de todo. Yo fui el primero y podría haberlo impedido. —No te tortures, muchacho.

Ayudaste cuando pudiste, e incluso arriesgaste tu vida o lo que te quedaba de ella para salvar a Aurora. Y si tú has sido bendecido una segunda oportunidad, no la rechaces y vívela intensamente, honrando aquellos que murieron en el camino. Como hago yo o como hace Nannette. Él suspiró y cerró los ojos. Era tan fácil decir aquello… y tan difícil hacerlo. Pierre entendió que aquel era un buen momento para dejar solo al

muchacho con sus pensamientos. Con solemnidad, posó una mano sobre su hombro y le dijo: —Ahora descansa. Deja sanar las heridas, deja que el dolor fluya. Ya habrá tiempo para pensar en el futuro. Además, aquí siempre tendrás un lugar donde volver a empezar. Zac asintió, comprobando en sus ojos que la amabilidad de aquel joven era verdadera. Y no pudo evitar sonreír, ligeramente aliviado, al comprobar que aún había gente a

su lado. —Si quieres regresar, mi casa tiene las puertas abiertas. Ya sabes dónde encontrarme. Él asintió y finalmente Pierre se alejó calle arriba. Entonces, Zac se acercó al espejo y posó la mano sobre el cristal, observando lo que había al Otro Lado. El almacén de la biblioteca estaba iluminado por la luz que entraba por las claraboyas situadas en lo alto de la pared. Los muebles y objetos variados tenían

el mismo aspecto de abandono que de costumbre, cubiertos con sábanas y polvo. El chico cerró el puño y suspiró. Daba media vuelta cuando vio que en el suelo. Junto a la Puerta había un trozo de papel doblado. Y no era un papel que perteneciese al mundo de Udegelia. Con el corazón desbocado, se abalanzó sobre él. El pulso le temblaba cuando lo desdobló. “Dime que estás bien.”

Miró el espejo y luego el papel. Estaba convencido de a quién pertenecían aquellas palabras.

Agradecimientos Ya está, aquí la tenemos. Después de siete años dormitando en un cajón “La Última alma” ha visto la luz, aunque sea por medio de la autopublicación. Pero, en el fondo, ¿qué más da? Lo único que quería era compartirla con vosotros, contigo, que has decidido darme una oportunidad, dársela a esta historia que espero que te haya hecho disfrutar tanto como a mí escribirla. ¡Gracias!

Todo esto no habría sido posible sin la ayuda y el apoyo de algunas personas a las que estaré eternamente agradecida. A Marta (Ireth), por sus espléndidas correcciones, por regalarme parte de su tiempo libre que tanto le escasea. Eres un sol y te debo una (¡muy grande!). A Fran, por lo mismo, y porque siempre ha estado ahí aguantando mis neuras de escritora psicópata. Y también porque aunque algunas de sus críticas son

duras, son las más sinceras que se puedan encontrar. A Laura (Mish) y a Cristina (papalbina), porque son unas buenas amigas (si me permitís la palabra) y un gran apoyo en mi aventura como escritora novata. Y, ya en el pasado, pero no por eso menos importante, a Nerea (Ladynere) y lana_54 especialmente (por ser dos grandes seguidoras de la esta historia) y a todo aquel que me dio una oportunidad cuando publiqué por primera vez “La

Última alma” en el foro de LGG, allá en 2006. Sé que me estoy olvidando de alguien… Por favor, no me lo tengáis en cuenta. Seas quien seas, si crees que tengo que estarte agradecido por algo, seguro que lo estoy.

Índice 1. La chica que lloraba 2. La puerta en el almacén 3. Udegelia 4. Pueblofrontera 5. El Doctor 6. Setecientas sesenta y siete cerraduras 7. De camino 8. Ninguna Parte 9. Mira y Maya 10. El verdadero Zac

11. Compañeros de viaje 12. Luz de luna 13. La Primera alma 14. Un cuerpo sin alma 15. Hojas de ritzal 16. Un niño 17. Pedazos de calma 18. Devolver las cosas a su estado natural 19. Un cuento sin final feliz 20. Madrugada 21. Un cuerpo en el altar 22. Nennette Devereau 23. El poder de Lord

Kermiyak 24. La sala de los portales 25. Dos almas 26. Talismán 27. Muñeco de trapo 28. El Diablo Epílogo Agradecimientos Índice

Table of Contents ~ Primera parte ~ El Portador de almas 1. La chica que lloraba 2. La puerta en el almacén 3. Udegelia 4. Pueblofrontera 5. El Doctor 6. Setecientas sesenta y siete cerraduras 7. De camino 8. Ninguna Parte 9. Mira y Maya

10. El verdadero Zac ~Segunda parte~ El castillo de Lord Kermiyak 11. Compañeros de viaje 12. Luz de luna 13. La Primera alma 14. Un cuerpo sin alma 15. Hojas de ritzal 16. Un niño 17. Pedazos de calma 18. Devolver las cosas a su estado natural 19. Un cuento sin final feliz 20. Madrugada

21. Un cuerpo en el altar ~Tercera parte~ La Puerta 22. Nennette Devereau 23. El poder de Lord Kermiyak 24. La sala de los portales 25. Dos almas 26. Talismán 27. Muñeco de trapo 28. El Diablo Epílogo Agradecimientos

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