La última noche del Titanic
April 24, 2017 | Author: escatolico | Category: N/A
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Descripción: Walter Lord nos hace revivir en su libro la historia profun-damente humana de quienes se enfrentaron...
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(Contraportada) La última noche del TITAN IC En 1898 apareció una novela de un autor poco conocido, Morgan Robertson, en la que se narraba la fantástica historia de un transatlántico fabuloso, en el cual se embarcaron muchos viajeros de elevada posición social. El buque se perdió en una fría noche de abril, al chocar con un iceberg. El autor llamó a su imaginario barco «Titán». Catorce años más tarde, una compañía inglesa construyó un vapor enorme, para aquel tiempo, dotado de la más moderna técnica, al que se consideró insumergible. En su viaje inaugural, la clase más acaudalada ocupó sus camarotes, habiéndose calculado la fortuna global del pasaje en unos 250 millones de dólares. El 10 de abril de 1912 partía de Southampton con dirección a Nueva York. Como en la historia de Robertson, también este barco chocó con un iceberg y se hundió en una fría noche de abril. Este histórico transatlántico se llamó «Titanic». Walter Lord nos hace revivir en su libro la historia profundamente humana de quienes se enfrentaron con el momento supremo de su existencia durante las inolvidables horas transcurridas desde las 11:40 de la noche del 14 de abril de 1912, hora del choque con un iceberg, hasta las 8:50 de la mañana del día 15, hora en que el vapor insumergible desapareció bajo las aguas. Sacrificio, egoísmo, amor, renunciación o terror recorrieron la cubierta de aquel orgulloso buque haciéndole comprender la fragilidad humana. La angustia de quienes aguardaban su turno en los escasos botes salvavidas, el generoso sacrificio de quienes escogieron la muerte por amor o comprensión, las últimas notas de «Otoño» que tocaba la banda cuando el buque desapareció en el mar, son, entre muchas otras, páginas que el lector recordará siempre gracias a la sencillez y maestría de Walter Lord.
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Walter Lord
La última noche del Titanic
1977
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Titular original A NIGHT TO REMEMBER Traducido por ROSA S. DE NAVEIRA 1977
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN.......................................................................................................6
CAPÍTULO PRIMERO......................................................................................7 «OTRO VIAJE A BELFAST»...................................................................................7
CAPÍTULO II ...............................................................................................15 «SE HABLA DE UN ICEBERG, SEÑORA».........................................................15
CAPÍTULO III...............................................................................................30 «LEVANTAOS, MUCHACHOS, NOS HUNDIMOS»..........................................30
CAPÍTULO IV .............................................................................................48 «VE TÚ, YO ME QUEDARE UN RATO».............................................................48
CAPÍTULO V................................................................................................61 «CREO QUE ESTÁ PERDIDO, HARDY»............................................................61
CAPÍTULO VI..............................................................................................69 «ASÍ HAY QUE HACERLO EN ESTAS SITUACIONES...»..............................69
CAPÍTULO VII.............................................................................................82 «¡OH, HA PERDIDO SU BONITA CAMISA DE DORMIR!»............................82
CAPÍTULO VIII............................................................................................94 «ME HACE PENSAR EN UN «PICNIC»...............................................................94
CAPÍTULO IX ...........................................................................................108 «VAMOS HACIA EL NORTE COMO RAYOS»...............................................108
CAPÍTULO X..............................................................................................118 «VÁYASE, HEMOS VISTO COMO SE AHOGABAN NUESTROS MARIDOS»..............................................................................................................118
CAPÍTULO XI ...........................................................................................134 DATOS ACERCA DEL TITANIC........................................................................134
CAPÍTULO XII ..........................................................................................140 AGRADECIMIENTO.............................................................................................140
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INTRODUCCIÓN
En 1898 un autor poco conocido, llamado Morgan Robertson, tramó una novela sobre un trasatlántico fabuloso, mucho mayor que cualquiera construido hasta entonces. Robertson cargó su barco de gente rica y despreocupada y lo hizo perderse en una fría noche de abril como consecuencia de chocar contra un iceberg. Esto demostraba en cierta manera la futilidad de todas las cosas, y, en efecto, él libro se tituló Futilidad cuando aquél mismo año se puso a la venta editado por M. F. Mansfield. Catorce años más tarde, una compañía naviera británica llamada la White Star Line construyó un vapor parecidísimo al de la novela de Robertson. El nuevo trasatlántico desplazaba 66.000 toneladas; el de Robertson, 70.000. El barco verdadero tenía una longitud de 882,5 pies (alrededor de los 265 metros); él de la novela, 800. Ambos barcos tenían tres hélices y podían desarrollar una velocidad de 24-25 nudos. Ambos podían llevar unas tres mil personas y ambos disponían de suficientes botes salvavidas para una fracción de este número. Pero, claro, esto parecía carecer de importancia porque ambos estaban considerados «insumergibles». El día 10 de abril de 1912, el verdadero barco abandonó Southampton en su viaje inaugural hacia Nueva York. Entre su cargamento había una valiosa copia del Rubáiyát de Omar Khayyám y una lista de pasajeros cuyo valor colectivo era algo así como de 250 millones de dólares. Durante el viaje, este barco también tropezó con un iceberg y se hundió en una fría noche de abril. Robertson llamó Titán a su barco; la White Star Line llamó al suyo Titanic. He aquí la historia de su última noche.
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Capítulo primero «OTRO VIAJE A BELFAST»
Arriba, en la cruceta del Titanic, el nuevo barco de la White Star Line, el vigía Frederick Fleet oteaba en una noche deslumbrante. Era una noche de calma, clara y glacial. No había luna, pero el cielo sin nubes resplandecía de estrellas. El Atlántico parecía un cristal bruñido; más tarde, la gente dijo que jamás se había visto tan liso. Esta era la quinta noche del viaje inaugural del Titanic a Nueva York y esos pocos días bastaban para decir que no sólo era el mayor, sino el más lujoso barco del mundo. Incluso los perros de los pasajeros eran lujosos. John Jacob Astor llevaba consigo su airedale Kitty. Henry Sleeper Harper, perteneciente a la familia de editores, tenía un pequinés premiado: Sun Yatsen. Robert W. Daniel, el banquero de Filadelfia, acababa de comprar un campeón, un bulldog francés, en Inglaterra, Clarence Moore, de Washington, también había comprado perros, pero las cincuenta parejas de perros de caza, zorreros, que había adquirido para su club de caza, no viajaban con él. Este era otro mundo para Frederick Fleet, uno de los seis vigías de la plantilla del Titanic, porque los vigías vivían al margen de los problemas de los pasajeros. Eran «los ojos del barco», y aquella noche Fleet había recibido instrucciones especiales de estar alerta, de vigilar los icebergs. Hasta entonces todo iba bien. Entró de servicio a las diez..., comentó sobre el problema del hielo con el vigía Reginald Lee, su compañero de cruceta..., unas palabras más sobre el frío..., pero, sobre todo, silencio mientras los dos hombres miraban a la oscuridad. Ahora la guardia estaba casi terminada y no se había presentado nada inusitado. Sólo la noche, las estrellas, el aire cortante, el viento que silbaba por entre el aparejo mientras el Titanic se deslizaba veloz sobre la superficie del mar negro y liso, a 22 nudos y medio. Eran casi las 11,40 de la noche del domingo, 14 de abril de 1912. De pronto, Fleet vio algo delante, algo más oscuro que la oscuridad. Al principio era una cosa pequeña (de un tamaño aproximado al de dos 7
mesas unidas), pero a cada momento se hacía mayor. Al instante, Fleet tocó por tres veces la campana de la cruceta, el aviso de peligro a proa. Al mismo tiempo cogió el teléfono y llamó al puente de mando. —¿Qué has visto? —preguntó una voz tranquila al extremo del hilo. —Iceberg a proa —contestó Fleet. —Gracias —dijo la voz con indiferente cortesía. No se habló más. Durante los 37 segundos que siguieron, Fleet y Lee permanecieron de lado, en silencio, viendo acercarse el iceberg. Ahora estaban ya casi encima y el barco seguía sin virar. El iceberg se erguía húmedo y reluciente muy por encima de la cubierta del castillo de proa y ambos hombres se prepararon para el choque. Entonces, milagrosamente, la proa empezó a virar a babor. En el último segundo el tajamar quedó despejado y el hielo se deslizó rápidamente por el lado de estribor. A Fleet le dio la impresión de que la cosa había sido de lo más justa. En aquel momento el cabo George Thomas Rowe estaba de vigilancia en el puente de popa. Para él también había sido una noche sin incidentes... Sólo el mar, las estrellas, el aire cortante... Mientras paseaba por el puente, observó lo que él y sus compañeros llamaban «los bigotes de la luz»... Esquirlas de hielo en el aire, finas como polvo, que desprendían infinidad de luces de colores cuando las iluminaban las luces del puente. De pronto, sintió una cosa rara que parecía romper el ritmo firme de los motores. Era como si hubieran atracado algo bruscamente a lo largo de un muelle. Miró hacia adelante... y volvió a mirar. Por estribor parecía pasarles una cosa con velas desplegadas. Al instante se dio cuenta de que era un iceberg que sobresalía unos cien pies de la superficie, que inmediatamente desapareció perdiéndose en la oscuridad de popa. Entretanto, abajo, en el comedor de primera clase, en la cubierta D, otros cuatro miembros de la tripulación del Titanic estaban sentados en una de las mesas. El último comensal se había retirado hacía tiempo y ahora el gran comedor blanco, de estilo jacobino, estaba desierto, excepto por este grupo. Eran mayordomos de comedor, disfrutando del eterno pasatiempo de todos los mayordomos libres de servicio: cotilleos sobre los pasajeros. Mientras hablaban, notaron un leve crujido procedente de alguna parte recóndita del buque. No era gran cosa, pero lo suficiente para interrumpir la conversación y hacer tintinear la plata preparada para el desayuno del día siguiente. 8
El mayordomo James Johnson creyó saber de qué se trataba. Reconoció el estremecimiento que agita a un barco que acaba de perder una de las palas de la hélice y sabía que este tipo de contratiempo significaba un viaje de retomo al astillero de Harland & Wolff, en Belfast..., con tiempo de sobra para disfrutar de la hospitalidad del puerto. Alguien cerca de él asintió y canturreó alegremente: «Otro viaje a Belfast.» En las cocinas, hacia popa, el panadero jefe de noche, Walter Belford, estaba haciendo bollos para el día siguiente (el honor de preparar la pastelería lucida estaba reservado al equipo de día). Cuando sintió la sacudida, Belford se impresionó más que el mayordomo Johnson...; tal vez porque una bandeja de bollos colocada sobre el horno cayó y éstos se desparramaron por el suelo. Los pasajeros, ya en sus camarotes, también notaron la sacudida e intentaron relacionarla con algo que les fuera familiar. Marguerite Frolicher, una joven suiza que acompañaba a su padre en un viaje de negocios, despertó sobresaltada. Medio dormida, sólo se le ocurrió pensar en los pequeños ferries blancos del lago que atracan en Zurich sin demasiadas contemplaciones. Se dijo: —¡Qué raro! ¡Atracamos!... El comandante Arthur Godfrey Peuchen, que se disponía a desnudarse, lo interpretó como una ola que se estrellara contra el costado. Mrs. J. Stuart White estaba sentada al borde de la cama, disponiéndose a apagar la luz, cuando el barco pareció pasar sobre «millares de piedrecitas». A lady Cosmo Duff Gordon, despertada por la sacudida, la pareció «como si alguien hubiera pasado un dedo gigantesco por el costado del barco». Mrs. John Jacob Astor lo achacó a un percance en la cocina. A unos les pareció más fuerte que a otros. Mistress Albert Caldwell imaginó un enorme perro con un gatito en la boca, sacudiéndolo. Mrs. Walter B. Stephenson recordó la primera sacudida del terremoto de San Francisco; luego se dijo que no era tan fuerte. Mrs. E. D. Appleton casi no sintió nada, pero creyó oír un desagradable ruido de desgarro..., como si alguien rasgara una larga tira de papel. El crujido significo bastante más para J. Bruce Ismay, director general de la White Star Line, que tomaba parte alegremente en el primer viaje del Titanic. Ismay despertó sobresaltado en su camarote de lujo, en la 9
cubierta B. Tuvo la seguridad de que el barco había topado con algo, pero sin saber qué. Algunos de los pasajeros ya conocían la respuesta. Mr. y Mrs. George A. Harder, una pareja en viaje de novios, estaban todavía en su camarote E-50 cuando oyeron un golpe sordo. Luego percibieron el estremecimiento del barco, seguido de un «ruido sordo, como un rasguño», en el costado del buque. Mr. Harder saltó de la cama y corrió a la ventanilla. Mirando a través del cristal, vio pasar una pared de hielo. Lo mismo ocurrió a James B. McGough, un agente de compras de Gimbels, de Filadelfia, sólo que su experiencia fue peor. Su ventanilla estaba abierta y al pasar el iceberg cayeron trozos de hielo en el camarote. Igual que McGough, la mayoría de los pasajeros del Titanic estaban acostados cuando se notó el roce. En aquella tranquila y fría noche dominguera una litera cómoda parecía el lugar donde mejor podía estarse. Pero algunos trasnochadores seguían aún de pie. Como de costumbre, la mayor parte se hallaban en el fumador de primera clase, en la cubierta A. Y, como de costumbre también, era un grupo de lo más mezclado. En una de las mesas se sentaban Archie Butt, ayudante militar del presidente Taft; Clarence Moore, el presidente del club de caza; Harry Widener, hijo del magnate de los tranvías de Filadelfia; y William Carter, otro naviero. Estaban digiriendo y comentando una pequeña cena dada por el padre de Widener en honor del capitán Edward J. Smith, comandante del barco. El capitán se había retirado temprano, las señoras habían sido enviadas a la cama y ahora los hombres saboreaban el último puro antes de retirarse a descansar. La conversación derivó de la política a las aventuras de Clarence Moore en Virginia occidental, cuando ayudó a intervistar al viejo pendenciero Anse Hatfield. Hundido en un sillón de cuero, Spencer V. Silverthorne, un joven agente de compras de los grandes almacenes Nugent, de San Luis, leía una novela recién publicada, The Virginian. No lejos, Lucien P. Smith (otro de Filadelfia) luchaba valientemente a través de los problemas lingüísticos de una partida de bridge con tres franceses. En otra mesa la gente joven del barco disfrutaba con otra partida de bridge, pero ésta mucho más ruidosa. La gente joven prefería generalmente la diversión del Café Parisién, situado exactamente debajo de la cubierta B, y en un principio aquella noche no había sido una excepción. Pero empezó a hacer tanto frío que alrededor de las 11,30 las muchachas fueron a acostarse y los hombres subieron al fumador para tomarse unas copas. La 10
mayor parte del grupo tomó highballs; Hugh Woolner, hijo del escultor inglés, tomó whisky caliente con agua; el teniente sueco Hokan Bjornstrom Steffanson, un agregado militar destinado a Washington, se decidió por una limonada caliente. Alguien sacó un mazo de naipes, y mientras estaban allí riendo y jugando, notaron el crujido. No les causó mucha impresión, pero la bastante para sobresaltarles. Mr. Silverthome se sobresalta todavía al contarlo. Al instante, Mr. Silverthome y el mayordomo se pusieron en pie..., cruzaron la puerta de popa..., atravesaron el salón de palmeras... y salieron a cubierta. Llegaron a tiempo de ver pasar el iceberg rozando el costado de estribor, sobresaliendo de la cubierta de los botes de salvamento. Al pasar vieron caer pedazos de hielo en el agua; al momento se perdió en la oscuridad de popa. Ahora iban saliendo otras personas del fumador. Cuando Hugh Woolner llegó al puente, oyó gritar a un hombre: —¡Hemos chocado con un iceberg!... ¡Allá va!... Woolner miró a la noche. A unas 150 yardas a popa creyó ver una montaña de hielo perfilándose en negro sobre el cielo estrellado. Inmediatamente se desvaneció. También se desvaneció la excitación. El Titanic parecía tan firme como siempre y hacía demasiado frío para quedarse mucho rato fuera. Poco a poco, el grupo volvió a entrar, Woolner cogió sus cartas y el bridge continuó. El último que entró creyó, al cerrar la puerta de golpe, que las máquinas se paraban. Tenía razón. Arriba en el puente de mando, el primer oficial William M. Murdoch acababa de girar la manivela de señales a las máquinas hasta llegar a «Stop». Murdoch estaba encargado de la guardia del puente y aquél era su problema desde que Fleet le había telefoneado el peligro. Un minuto lleno de tensión había transcurrido... Ordenes al cabo Hitchens de que virara todo a estribor... Un aviso a las máquinas para «toda marcha a popa»... Empujar a fondo el botón que cerraba las puertas de los compartimientos estancos... Y, al fin, aquellos 37 segundos de angustiosa espera. Ahora la espera había terminado y estaba más que claro que era demasiado tarde. Al morir el crujido, el capitán Smith corrió al puente desde su camarote adyacente a la cámara del timón. Sólo se cruzaron unas palabras: —Mr. Murdoch, ¿qué ha sido esto? 11
—Un iceberg, señor. Di toda la vuelta a estribor y marcha atrás, y me proponía darla toda a babor para rodearlo, pero estábamos encima. No he podido hacer más. —Cierre las compuertas. —Las compuertas están cerradas. En efecto, estaban cerradas. En el cuarto de calderas número 6, el fogonero Fred Barrett había estado hablando con el segundo ayudante, maquinista James Hesketh, cuando sonó la campanilla de alarma y se encendió la luz roja sobre la puerta estanca que llevaba a popa. Un grito de advertencia, un ruido ensordecedor, y todo el lado estribor del barco pareció ceder. El mar se precipitó dentro, rodeando los tubos y las válvulas, y los dos hombres tuvieron el tiempo justo de cruzar la puerta de un salto antes de que ésta se cerrara a sus espaldas. Barrett vio la situación casi tan mala en el cuarto de calderas número 5. El boquete llegaba hasta el número 5, dos pies más allá de la puerta cerrada, y un grueso chorro de agua de mar entraba por el agujero. A pocos pasos, el palero George Cavell se sacudía después de salir de un montón de carbón que le había caído encima en el momento del golpe. Otro paleador contemplaba descorazonado un plato de sopa puesto a calentar sobre una pieza de maquinaria y que se había vertido. Los otros cuartos de calderas más hacia popa estaban secos, pero la escena era aproximadamente la misma: hombres que se levantaban del suelo llamándose unos a otros, preguntándose qué había ocurrido. Era difícil imaginarlo. Hasta ahora el Titanic había sido como una jira campestre. Siendo un barco nuevo en su primer viaje, todo estaba limpio. Era, como recuerda el fogonero George Kernish, «un trabajo fácil; no lo que estábamos acostumbrados a soportar en barcos viejos, perdiendo el bofe y casi requemados por el calor». El único trabajo de los fogoneros consistía en tener las calderas llenas. No era necesario atizar los fuegos con barras de hierro, punzones y rastrillos, de modo que se comprende que en aquella noche dominguera los hombres descansaran..., sentados sobre los cubos y las carretillas de los paleadores, charlando, en espera de que llegaran los del turno de doce a cuatro. Y entonces oyeron el golpe... Aquel ruido de desgarrón, aquel crujido... Los timbres y los teléfonos disparados... Las puertas estancas cerrándose de golpe. La mayoría de los hombres no podían imaginar lo que ocurría... Se propagó la historia de que el Titanic había embarrancado 12
en las costas de Terranova. Muchos de ellos seguían pensándolo, incluso después de que un palero bajara gritando: — ¡Demonio! ¡Hemos chocado con un iceberg! A unas diez millas de distancia, el tercer oficial Charles Víctor Groves se hallaba en el puente del trasatlántico Californian de la Compañía Leyland, procedente de Boston y en dirección a Londres. Un lento barco de 6.000 toneladas, con cabida para 47 pasajeros, pero con ninguno a bordo entonces. Aquel domingo estaba detenido desde las 10,30 de la noche, completamente rodeado de hielo a la deriva. A eso de las 11,10, Groves observó las luces de otro barco, viniendo a toda velocidad por estribor, en dirección Este. Cuando el recién llegado pasó y dejó atrás al inmóvil Californian, el resplandor de las luces de cubierta hizo suponer que se trataba de un gran trasatlántico. Alrededor de las 11,30 llamó a la puerta-persiana del cuarto de derrota y se lo comunicó al capitán Stanley Lord. Lord sugirió ponerse en contacto con el barco mediante lámpara Morse y Groves se preparó para llevarlo a cabo. Entonces, serían las 11,40, vio que el enorme barco se detenía de golpe y apagaba la mayor parte de sus luces. Esto sorprendió poco a Groves. Había hecho las líneas del Lejano Oriente, donde generalmente se apagaban las luces a medianoche para animar a los pasajeros a retirarse. Jamás se le ocurrió pensar que tal vez las luces no se habían apagado..., que sólo parecían apagarse porque ya no le veía de costado, sino que había virado bruscamente a babor.
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Capítulo II «SE HABLA DE UN ICEBERG, SEÑORA»
Casi como si no hubiera ocurrido nada, el vigía Fleet continuó su guardia, Mrs. Astor volvió a recostarse en su cama y el teniente Steffanson siguió con su limonada caliente. Ante la insistencia de varios pasajeros, el mayordomo del fumador de segunda clase, James Witter, salió a investigar la sacudida. Pero dos mesas de jugadores ni siquiera levantaron la vista. En general, la White Star Line, no permitía que se jugara a las cartas en domingo y esta noche los pasajeros deseaban aprovecharse de la extrema condescendencia del mayordomo jefe. En el salón de segunda no había nadie que pudiera mandar al bibliotecario en busca de noticias por lo que permaneció sentado a su mesa, contando plácidamente las fichas de libros prestados. A lo largo de los blancos corredores que conducían a los camarotes de lujo solamente se oían los murmullos de la gente charlando en sus habitaciones... un portazo distante en las dependencias de servicio... o bien un taconeo sin prisas... en resumen, los ruidos habituales en un trasatlántico, de noche. Todo parecía perfectamente normal, pero no del todo. En su camarote de la cubierta B, Jack Thayer, de 17 años, acababa de dar las buenas noches a sus padres, Mr. y Mrs. John B. Thayer, de Filadelfia. Los Thayer tenían camarotes de lujo comunicantes, un alojamiento compatible con el cargo de Mr. Thayer, vice-presidente de los Ferrocarriles de Pensilvania. Ahora, mientras el muchacho se abrochaba la chaqueta de su pijama, el zumbido regular de la brisa a través de su ventanilla abierta, paró de pronto. Una cubierta más abajo, Mr. y Mrs. Henry B. Harris estaban sentados en su camarote jugando a las cartas. Mr. Harris, un productor de Broadway, estaba muerto de cansancio y Mrs. Harris se acababa de romper un brazo. Tenían poca conversación y mistress Haris se entretenía mirando 15
cómo sus trajes se balanceaban en sus colgadores por la vibración del barco. De repente vio que dejaban de moverse. Un poco más abajo, en otra cubierta, Lawrence Beesley, un joven profesor de ciencias en el Dulwich College, descansaba en su litera de segunda, leyendo, agradablemente mecido por el movimiento del colchón. De pronto su colchón dejó de moverse. El crujido del maderamen, el rítmico zumbido de las máquinas, el regular tintineo de la cúpula de vidrio del hall de la cubierta A... todos esos ruidos familiares de a bordo se desvanecieron al detenerse el Titanic. Más que cualquier sacudida, lo que impresionó a los pasajeros fue el repentino silencio. Los timbres empezaron a sonar, pero era difícil averiguar nada. —¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Lawrence Beesley a un mayordomo que pasaba. —No podría decírselo, señor —fue la típica respuesta—, pero no creo que sea nada. Mrs. Arthur Ryerson, de la familia del acero, obtuvo resultados algo mejores. —Se habla de un iceberg, señora —explicó el mayordomo Bishop— y nos hemos detenido para no chocar. Mientras su doncella Victorine rondaba por allí, Mrs. Ryerson reflexionó en lo que debía hacer. Míster Ryerson, por primera vez desde que zarparon, dormía profundamente y lamentaba tener que despertarle. Se acercó a la ventana cuadrada que daba directamente al mar; fuera vio solamente una noche tranquila y magnífica. Decidió dejarle dormir. Otros se negaron a que se les dieran explicaciones vagas. Con la inquieta curiosidad que mueve a todo pasajero de un barco, uno de ellos empezó a explorar en busca de una respuesta. En C 51, el coronel Archibald Gracie, un historiador militar aficionado gracias a West Point y a una renta particular, se fue meticulosamente equipando con ropa interior de abrigo, calcetines largos, zapatos, pantalones y una gruesa chaqueta, luego se dirigió a la cubierta de botes salvavidas. Jack Thayer se puso simplemente el abrigo sobre el pijama y salió gritando a sus padres que «salía a ver el jaleo». En cubierta había poco que ver; ni tampoco había señales de peligro. Los exploradores anduvieron en general sin saber qué hacer, se detuvieron junto a la barandilla y contemplaron la noche en busca de algún indicio. El 16
Titanic estaba quieto en el agua mientras tres de sus cuatro chimeneas echaban vapor con un estruendo que ensordecía en aquella noche quieta y estrellada. Por lo demás, todo parecía normal. Hacia la popa de la cubierta de botes una pareja de ancianos, cogidos del brazo, paseaba ajena al estruendo del vapor y de los grupos de pasajeros que habían ido apareciendo. Hacía un frío cortante y había poco que ver, por lo que la mayoría de la gente volvió a entrar. Dentro del magnífico hall de la cubierta A, encontráronse con otros que también se habían levantado pero que preferían quedarse dentro donde hacía calor. Mezclados, formaban una imagen curiosa. Sus ropas eran una mezcolanza de albornoces, trajes de noche, abrigos de piel, jerseys de cuello vuelto. El escenario era igualmente incongruente, la enorme cúpula de vidrio sobre sus cabezas... las paredes recubiertas de roble... las magníficas barandillas con los arabescos de hierro forjado... y contemplándoles, un increíble reloj de pared adornado por dos ninfas de bronce simbolizando, al parecer, el Honor y la Gloria coronando al Tiempo. —Oh, tardaremos unas horas y volveremos a seguir viaje —explicó vagamente un mayordomo al pasajero de primera clase, George Harder. —Parece ser que hemos perdido una hélice, pero así nos dará tiempo para terminar la partida —anunció Howard Case, el gerente londinense de la Vacuum Oil, a Fred Seward, un abogado de Nueva York. Tal vez Mr. Case consiguió esta teoría del mayordomo Johnson que seguía con la idea de una estancia en Belfast. De todos modos, los pasajeros empezaban a estar algo más informados. —¿Qué te parece? —preguntó Harvey Collyer a su mujer, de vuelta a su camarote después de haber dado una vuelta en cubierta—. Hemos chocado con un iceberg... uno grande..., pero no hay peligro. Así me lo ha dicho un oficial. Los Collyer viajaban en segunda, desde Inglaterra hacia una granja frutera que acababan de comprar en Fayette Valley, Idaho. Eran novicios en el Atlántico y tal vez la noticia habría impresionado a Mrs. Collyer, pero la cena aquella noche había sido abundante y pesada. Así que se limitó a preguntar a su marido si la gente parecía asustada y al contestarle él que no, volvió a echarse en su litera. John Jacob Astor parecía igualmente tranquilo. De regreso a su suite después de haber subido a investigar, explicó a su esposa que el barco 17
había chocado con hielo, pero que no parecía grave. Estaba tranquilo y Mrs. Astor no se alarmó lo más mínimo. —¿Qué dicen que ocurre? —preguntó William T. Stead, un inglés espiritualista, reformador, evangelista y editor, a la vez. Individualista profesional, parecía haber planeado su llegada a cubierta después de todos los demás. —Icebergs —explicó Frank Millet, el distinguido pintor americano. —Bah —contestó Stead encogiéndose de hombros—, no será nada grave; me vuelvo al camarote a leer. Mr. y Mrs. Dickinson Bishop, de Dowagiac, Michigan, tuvieron la misma reacción. Cuando un mayordomo les aseguró: —Hemos chocado con un pequeño trozo de hielo, pero se ha quedado atrás —los Bishop regresaron a su camarote y volvieron a desnudarse. Mr. Bishop cogió un libro y se puso a leer, pero pronto fue interrumpido por una llamada a la puerta. Se trataba de Mr. Albert A. Stewart, un agitado caballero, ya entrado en años, que tenía importantes intereses en el circo Barnum & Bailey. — ¡Venga, salga a divertirse! —dijo. También otros tuvieron la misma idea. El pasajero de primera clase Peter Dal oyó a una joven que decía a otra: —Anda, vamos a ver el iceberg... ¡nunca hemos visto ninguno! Y en el fumador de segunda clase alguien preguntó en broma si podrían ponerle hielo del iceberg en su highball. Y podían. Cuando el Titanic pasó rozándolo, varias toneladas de hielo se desprendieron del iceberg, desmenuzadas, y cayeron por estribor, frente al trinquete. Este lugar era el puesto de recreo de los pasajeros del entrepuente llegados para investigar. Desde la ventana de su camarote en la cubierta B, Mrs. Natalie Wick les contempló cómo jugaban a echarse hielo unos a otros. El hielo no tardó en ser una auténtica atracción turística. El comandante Arthur Godfrey Peuchen, un químico industrial de Toronto, aprovechó la oportunidad para dirigirse a un compatriota mucho más distinguido, Charles M. Hays, presidente de los Ferrocarriles del Grand Trunk, exclamando: —Mr. Hays, ¿ha visto usted el hielo? Al decir Mr. Hays que no, Peuchen continuó: 18
—Si le interesa verlo, le acompañaré a cubierta y se lo enseñaré. Y anduvieron, hasta llegar a la cubierta A, desde donde se quedaron mirando los juegos que había abajo. La posesión del hielo no fue monopolio de tercera por mucho rato. Mientras el coronel Gracie estaba en el hall de la cubierta A, Clinch Smith, un figurón de la sociedad de Nueva York, cuyas experiencias incluían el haber estado sentado a la mesa de Stanford White la noche en que éste fue asesinado por Harry K. Thaw, le golpeó en el hombro, preguntándole: —¿Le gustaría un recuerdo para llevarse a Nueva York? —y abriendo la mano le enseñó un pedazo de hielo, plano como un reloj de bolsillo. El mismo instinto de coleccionista se apoderó de otros. El marinero John Poingdestre cogió un trozo y lo llevó a enseñar al comedor de la tripulación. Un pasajero del entrepuente, regaló al cuarto oficial Boxhall un pedazo del tamaño de una palanganita. Mientras el engrasador Walter Hurst descansaba medio dormido, su suegro, que compartía el mismo dormitorio, entró y le echó un trozo de hielo a la litera. Un hombre entró en el dormitorio de mayordomos, enseñándoles un pedazo grande como una taza de té explicando al mayordomo F. Dent Ray: —Hay toneladas de hielo a proa. —Bueno —bostezó Ray—, ¡no hará ningún daño! —y se dispuso a dormir. Con algo más de curiosidad, el mayordomo de primera clase, Henry Samuel Etches, libre de servicio en el momento del choque, salió para investigar hacia la cubierta E, encontrándose con un pasajero de tercera clase que venía en dirección contraria. Antes de que Etches pudiera decir nada, el pasajero —encarándose con Etches como si tuviera una prueba irrefutable de algo que se hubiera discutido— tiró un bloque de hielo a los pies del mayordomo, gritando: —¿Querrá creerlo ahora? Pronto hubo pruebas bastante más graves de que no todo estaba como debía. A las 11,50, diez minutos después de la colisión, en los seis primeros compartimientos estancos, de los dieciséis que tenía el Titanic, podían verse y oírse cosas muy extrañas. El palero Samuel Hemming, descansando en su litera por estar libre de servicio, oyó un extraño ruido sibilante que procedía del proel, el compartimiento situado en la misma proa. Saltó de la litera y se adelantó 19
cuanto pudo, descubriendo que era aire escapando del lugar donde se guardaban las cadenas de áncora. Abajo, el agua entraba tan de prisa que el aire salía empujado por la tremenda presión. En el otro compartimiento de proa, donde tenían sus alojamientos los fogoneros y estaba la escotilla de carga número uno, el primer fogonero Charles Hendrickson fue despertado por un curioso ruido. Pero ahí no era aire, era agua. Cuando miró hacia abajo por la escalera de caracol que llevaba al corredor que unía los alojamientos a las bodegas donde estaba el carbón, vio agua de mar verdosa al pie de los peldaños de hierro. El pasajero del contrapuente, Cari Johnson tuvo una sorpresa aun más desagradable en el tercer compartimiento de proa. Este contenía los alojamientos de pasaje más baratos, abajo de todo el barco y pegados a proa. Al levantarse Johnson para ir a ver lo que provocaba aquella pequeña conmoción fuera de su camarote, el agua entraba por debajo de su puerta y llegaba a sus pies. Decidió vestirse y para cuando terminó de ponerse la ropa, el agua le cubría los zapatos. Con un interés despegado, casi clínico, observó que el agua parecía tener la misma profundidad en todas partes. Cerca de allí, el pasajero de entrepuente Daniel Buckley fue algo más lento en reaccionar y cuando al fin se decidió a saltar de su litera, cayó en el agua que le llegaba a los tobillos. Cinco empleados postales que trabajaban en el cuarto compartimiento estaban mucho más mojados. La oficina de correos del Titanic cogía dos pisos de cubierta, la correspondencia estaba guardada junto con el equipaje de primera clase en la cubierta Orlop y era distribuida en el piso de arriba, en la cubierta G. Los dos pisos comunicaban por una amplia escalera de hierro que continuaba hasta la cubierta F y resto del barco. A los cinco minutos, el agua llegaba a las rodillas de los empleados mientras estos trasladaban 200 sacas de correspondencia certificada escalera arriba al departamento de selección, situado en lugar más seco. Podían haberse ahorrado el trabajo... cinco minutos más tarde, el agua llegaba arriba de la escalera y lamía las planchas de la cubierta G. Los empleados decidieron abandonar la habitación retirándose más arriba, a la cubierta F. Arriba de la escalera encontraron una pareja que les miraba. Se trataba de Mr. y Mrs. Norman Campbell Chambers, de Nueva York, atraídos por el ruido, cuando regresaban a su camarote después de una infructuosa visita a la cubierta de paseo. Ahora, los Chambers y los 20
empleados contemplaron juntos la escena, riéndose del equipaje empapado y preguntándose qué dirían las cartas que podían ver flotando en el departamento abandonado. De vez en cuando y por poco tiempo se les unían otras personas... el oficial Boxhall... el ayudante de mayordomo Wheat... incluso una vez el propio capitán Smith. Pero en ningún momento pudieron los Chambers creer que lo que estaban viendo era realmente peligroso. El quinto compartimiento estanco, de proa, contenía la caldera número seis. Allí era donde el fogonero Barrett y el ayudante de maquinista Hesketh saltaron por la puerta estanca en el momento que ésta se cerraba después de la colisión. Otros no tuvieron suerte y se vieron obligados a salir por las escalas de emergencia que atravesaban todo el barco. Unos pocos se entretuvieron arriba y pasados unos momentos algunos volvieron a bajar. De alguna parte le llegaron voces de «Cierren los registros»; y luego: «Apagar los fuegos». El fogonero George Beauchamp trabajó con ahínco a medida que el mar iba invadiendo la cámara desde la puerta del pañol del carbón y por entre las planchas del suelo. A los cinco minutos tenía el agua a cintura... un agua negra y pegajosa por la grasa de las máquinas. El aire estaba cargado de vapor. El fogonero Beauchamp no vio jamás quien le gritó desde arriba las palabras salvadoras: —¡Ya basta! Estaba demasiado aliviado para que le importara a medida que subía corriendo la escala de escape por última vez. Exactamente en la popa, el ayudante de segundo maquinista Hesketh, ahora del lado seco de la puerta estanca, luchaba por normalizar el cuarto de calderas número cinco. El mar seguía entrando por un desgarrón de dos pies de ancho, casi pegado a la puerta cerrada, pero los ayudantes maquinistas Harvey y Wilson estaban haciendo trabajar una bomba y ésta bastaba por ahora para tener el agua a raya. Por un momento los paleadores permanecieron inactivos mirando a los maquinistas mientras montaban las bombas; luego el cuarto de máquinas telefoneó que los enviaran a la cubierta de botes. Subieron en tropel por la escala de emergencia y una vez en el puente los volvieron a mandar abajo por lo que estuvieron un buen rato deambulando por los corredores de servicio de la cubierta E, a mitad de camino, enredados en la organización de un barco enorme y sin saber qué hacer. 21
Entre tanto se apagaron las luces del cuarto de calderas número cinco. El maquinista Harvey mandó al fogonero Barrett, que se había quedado allí, que fuera a la sala de máquinas, en busca de linternas. Las puertas de comunicación estaban todas cerradas así que Barrett tuvo que subir hasta el final por la escalerilla de escape, cruzar y bajar por otro lado. Para cuando hubo encontrado el camino, los maquinistas habían podido encender nuevamente las luces y no se necesitaban linternas. Luego, Harvey mandó a Barrett que cerrara las calderas... la presión, que había aumentado cuando el barco iba a toda marcha, ahora levantaba las válvulas de seguridad y hacía saltar las juntas. Barrett volvió a subir por la escalerilla y reunió a quince o veinte de los fogoneros que andaban sueltos por la cubierta E. Todos ellos bajaron y empezaron a inundar los fuegos. Era un trabajo agotador, abrir calderas, cerrar registros para evitar que saliera vapor; el fogonero Kemish aún lo recuerda con emoción. —Desde luego fue un trabajo infernal apagar todos aquellos fuegos... Nubes de vapor escapaban de los cuartos de calderas mientras los hombres iban sudando, pero poco a poco renació el orden. Las luces brillaron, el lugar quedó vacío de agua y, por lo menos en el número cinco, todo parecía estar controlado. Había una atmósfera de alegre confianza cuando corrió la voz de que los hombres del turno de 12 a 4 llevaban sus camas a la cubierta de recreo porque sus alojamientos estaban inundados. Los hombres del turno de 8 a 12 dejaron de trabajar, pensaron que aquello era una broma de las gordas y rieron. Arriba, en el puente, el capitán Smith trató de conseguir una visita de conjunto. Nadie estaba mejor situado que él para lograrlo. Después de treinta y ocho años de servicio en la White Star Line, era mucho más que el decano de la compañía; era un patriarca barbudo, adorado por la tripulación y los pasajeros. Todo lo suyo les gustaba... especialmente su maravillosa mezcla de firmeza y corrección. Esta se hacía especialmente evidente en el asunto de los puros. —Los puros —dice su hija— eran su pasión. A uno se le permitía estar en la misma habitación que él solamente si se comprometía a estarse quieto de modo que la nube azul que se formaba sobre su cabeza no se moviera. El capitán Smith era un jefe nato, y al llegar a la timonera después del choque se detuvo lo justo para visitar el ala estribor del puente para ver si el iceberg estaba aún a la vista. El primer oficial Murdoch y el cuarto oficial Boxhall le seguían y por un momento los tres se quedaron mirando 22
a las tinieblas. Boxhall creyó ver una forma oscura a popa, lejos, pero no estaba seguro. Desde aquel momento todo se precipitó. El capitán Smith mandó a Boxhall a que hiciera una rápida inspección del barco. A los pocos minutos estaba de vuelta; había ido lo más adelante que pudo en el entrepuente y allí no había indicios de desperfectos. Estas fueron las últimas buenas noticias que oyó el capitán Smith aquella noche. Todavía preocupado, Smith dijo ahora a Boxhall: —Baje y busque al carpintero y hágale que repase el barco. No había llegado Boxhall ni a media escalera del puente que tropezó con el carpintero J. Hutchinson que subía corriendo. Le empujó para pasar, jadeando al llegar a su altura. —Está haciendo agua. Pisando los talones al carpintero llegaba el empleado de correos Iago Smith. También él corrió al puente, barboteando al llegar: —La cala de la correspondencia está inundándose rápidamente. El siguiente en llegar fue Bruce Ismay. Se había puesto un traje sobre el pijama, calzado las zapatillas y subido al puente para tratar de averiguar cualquier cosa que el presidente de la Compañía no debiera ignorar. El capitán Smith le dio la noticia del choque con el iceberg. Entonces Ismay preguntó: —¿Cree usted que el barco está seriamente averiado? Una pausa. Luego, el capitán dijo lentamente: —Me temo que sí. No tardarían en saberlo. Se había llamado a Thomas Andrews, director gerente de Harland & Wolff, los astilleros. Como constructor del Titanic, Andrews hacía el viaje inaugural para revisar cualquier fallo del barco. Si alguien podía juzgar aquella situación, aquel era el hombre. En verdad era un hombre extraordinario. Como constructor, conocía al dedillo todos los detalles del Titanic. Pero en él había mucho más que esto. Nada era demasiado grande o demasiado insignificante para él. Incluso parecía anticipar el modo en que el barco reaccionaría ante cualquier situación. Comprendía a los barcos del mismo modo que hay hombres que comprenden a los caballos. 23
Y conocía igualmente bien a todos los hombres que gobiernan barcos. Todos ellos llevaban sus problemas a Andrews. Una noche podía ser el primer oficial Murdoch, preocupado porque había sido reemplazado por el jefe de oficiales Wilde. La noche siguiente eran dos camareras que se habían peleado y consideraban a Andrews como juez supremo. Aquella misma tarde, el panadero jefe Charles Joughin le hizo un pan especial. Hasta el presente, el viaje de Andrews había sido lo que podía esperarse. Durante todo el día recorría el barco, tomando montañas de notas. A las 6,45 de todos los días se vestía para la cena, sentándose generalmente con el doctor O’Loughlin, el médico de a bordo que también tenía buena mano con las camareras. Luego, regresaba a su cámara A-36, abarrotada de planos, gráficos y mapas. Allí ordenaba sus notas y preparaba las advertencias o recomendaciones. Hoy los problemas eran típicos... la plancha caliente del office del restaurante... el colorido del granulado del arrimadero de las cubiertas de paseo particulares, era demasiado oscuro... había demasiados tornillos en las perchas de los camarotes de lujo. También se proponía transformar parte del salón de escritura en otros dos camarotes de lujo. Este salón había sido ideado en parte como un lugar a donde las señoras podrían retirarse después de cenar. Pero este era el siglo veinte y las señoras se negaban a retirarse. Era obvio que una estancia más pequeña serviría lo mismo. Completamente absorto, Andrews apenas notó la sacudida y sólo abandonó sus planos cuando recibió el mensaje del capitán Smith en el que se le decía que le necesitaba en el puente. Pocos minutos después Andrews y el capitán daban su vuelta... por la escalera de la tripulación para llamar menos la atención... a lo largo del laberinto de corredores de abajo... asomándose a ver el agua que llenaba el cuarto de la correspondencia... pasado la pista de tenis, cubierta, donde el mar lamía ya la pizarra. De vuelta al puente, pasaron por el hall de la cubierta A todavía lleno de pasajeros despistados. Todo el mundo estudió los rostros de los dos hombres en busca de señales de buen o mal agüero: nadie pudo adivinar nada. Algunos miembros de la tripulación no fueron tan discretos. En D60, cuando Mrs. Henry Sleeper Harper pidió al doctor O’Loughlin que convenciera a su marido enfermo que se quedara en la cama, el viejo doctor exclamó: 24
—Me han dicho que los baúles están flotando en la cala; es mejor que vayan a cubierta. En C-51, una joven institutriz llamada Elizabeth Shutes estaba sentada con su pupila, Margaret Graham, de diecinueve años. Al ver pasar a un oficial por delante de su puerta, miss Shutes le preguntó si había peligro. Este contestó alegremente que no, pero le oyó decir más allá: —Todavía podemos contener el agua. Miss Shutes miró a Margaret que mordisqueaba un bocadillo de pollo. La mano le temblaba de tal modo que el pollo caía continuamente del pan. Nadie hacía preguntas en el corredor de servicio de cubierta E. Este corredor, muy ancho, era el camino más corto de un extremo de barco al otro... los oficiales lo llamaban «Park Lane» y la tripulación «Scotland Road». Ahora estaba abarrotado de gente que empujaba. Algunos eran paleros y fogoneros del cuarto de calderas número seis, pero la mayoría era gente del entrepuente, avanzando lentamente en dirección a popa, transportando maletas, bolsas e incluso baúles. A estos no hacía falta decirles que había peligro. Para todos aquellos alojados abajo, a estribor, el choque no había sido un mero «crujido», sino un «espantoso ruido» que les tiró de la cama. Mrs. Celiney Yasbeck, una recién casada, corrió al corredor con su marido. En lugar de dar el largo rodeo hasta cubierta, resultaba más fácil mirar hacia abajo. Con sus ropas de noche pasaron por una puerta que daba a los cuartos de calderas y echaron una ojeada. Los maquinistas luchaban por reparar las bombas y hacerlas funcionar de nuevo. Los Yasbeck no necesitaron más... volvieron a su camarote y se vistieron. Arriba, en la cubierta A, el pasajero de segunda clase Lawrence Beesley observó una cosa curiosa. Al empezar a bajar para ir a ver su camarote, tuvo la seguridad de que la escalera «no estaba como debía». Parecía como siempre, no obstante, sus pies no se ponían donde debían. Parecía que había perdido el aplomo... como si los peldaños estuvieran inclinados hacia abajo, en dirección a proa. El comandante Peuchen también lo notó. Estando con Mr. Hays en la parte delantera de la cubierta A, mirando a los pasajeros del entrepuente jugando con el hielo, notó una ligera inclinación bajo sus pies. —Caramba, está escorado —dijo a Mr. Hays—. No debería hacerlo. El agua está quieta y el barco se ha detenido. 25
—Oh, no creo —objetó Mr. Hays—, este barco no se puede hundir. Otras personas notaron la inclinación hacia delante, pero parecía una falta de tacto mencionarlo. En las calderas del número cinco, el fogonero Barrett decidió no decir nada a los maquinistas que trabajaban en las bombas. Más arriba del hall de la cubierta A, el coronel Gracie y Clinch Smith tuvieron la misma reacción. En el puente, el conmutador indicaba que el Titanic se había hundido ligeramente de cabeza y escoraba 5 grados a estribor. Cerca de allí, Andrews y el capitán Smith calcularon rápidamente. Agua en el proel... bodega número uno... número dos... cala de correspondencia. Agua a catorce pies de altura a nivel de quilla en los primeros diez minutos, en todas partes excepto en el cuarto de calderas número cinco. Sumando, los datos daba un desgarrón de 300 pies de longitud y los cinco primeros departamentos irremediablemente inundados. ¿Qué significaba esto? Andrews lo explicó rápidamente. El Titanic podía mantenerse a flote con dos de los dieciséis compartimientos inundados, cualesquiera de ellos. Podía mantenerse a flote con tres de sus cinco primeros inundados. Podía incluso flotar con sus primeros cuatro inundados. Ahora bien, lo plantearan como lo plantearan, era imposible que se mantuviera a flote con los cinco primeros compartimientos inundados. La mampara que separaba los compartimientos cinco y seis llegaba sólo hasta la cubierta E. Si los cinco primeros compartimientos estaban llenos de agua, la proa se hundiría tanto que el agua del número cinco se vertería al número seis. Cuando éste a su vez se llenara pasaría al siete y así sucesivamente. Era una verdad matemática, pura y simple. No había la menor salida. Pero seguía siendo una dolorosa sorpresa. Después de todo, el Titanic se consideraba insumergible. Y no sólo sobre los folletos de las agencias de viajes. La revista eminentemente técnica Shipbuilder describía su sistema de compartimientos estancos en una edición especial del año 1911, haciendo resaltar: «El capitán puede, con sólo mover un interruptor, cerrar instantáneamente las puertas de todos los compartimientos y con ello hacer al barco prácticamente insumergible». Ahora se habían tocado todos los interruptores, y según Andrews no habría la menor diferencia. 26
Era un golpe duro de encajar, especialmente duro para el capitán Smith. Con sus cincuenta y seis años pasados, se retiraba después de este viaje. Podía haberlo hecho antes, pero por tradición llevaba siempre los barcos de la White Star Line en sus primeros viajes. Sólo seis años antes, cuando llevó el recién estrenado Adriatic, observó: —No puedo imaginar nada que pueda hacer naufragar un barco. No puedo concebir que ocurra ningún desastre de importancia vital a este buque. La moderna construcción de barcos ha sobrepasado todos esos peligros. Ahora se hallaba en el puente de un trasatlántico dos veces mayor, doblemente seguro, y su constructor acababa de decirle que no podía mantenerse a flote. A las 12,05, veinticinco minutos después del golpe, de la rozadura, el capitán Smith ordenaba al oficial jefe Wilde que descubriera los botes salvavidas... al primer oficial Murdoch que azuzara a los pasajeros... al sexto oficial Moody que sacara la lista de tripulaciones de botes... al cuarto oficial Boxhall que despertara al segundo oficial Lightoller y al tercer oficial Pitman. El propio capitán fue, veinte yardas más allá, por babor a la cabina de telegrafía, en la cubierta de botes. Dentro, el primer operador John George Phillips y el segundo Harold Bride no demostraron darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Había sido un día duro. En 1912, la telegrafía sin hilos era todavía una novedad algo caprichosa; el alcance era corto, los operadores carecían de experiencia y las señales eran difíciles de captar. Había infinidad de retransmisiones, de repeticiones, y gran cantidad de comunicaciones de tipo frívolo y particular. Los pasajeros admiraban el nuevo milagro, no podían resistir la tentación de mandar mensajes a los amigos o bien a otros barcos. En este domingo los mensajes se habían ido amontonando. Eran los bastantes como para atacar los nervios de cualquier hombre que trabajara 14 horas diarias por 30 dólares al mes, y Phillips no era ninguna excepción. Vino la noche y la cesta parecía no tener fondo, y seguían las interferencias impertinentes. Precisamente una hora antes, cuando por fin obtenía contacto con Cape Race, el Californian había interrumpido con un mensaje sobre icebergs. Estaba tan cerca que casi le dejó sordo. No era, pues, extraño que le contestara de muy mal humor: — ¡Calla, calla, tengo trabajo! Busco el contacto con Cape Race! Fue un día tan agotador que el segundo operador Bride decidió relevar a Phillips a medianoche, aunque no le tocaba hasta las dos de la 27
madrugada. Despertó a eso de las 11,55, corrió las cortinas verdes que separaban el dormitorio de la «oficina» y preguntó a Phillips qué tal estaba. Phillips dijo que acababa de hablar con Cape Race. Bride se volvió a la cama y se quitó el pijama. Phillips le llamó para decirle que creía que algo se había estropeado en el barco y que tendrían que regresar a Belfast. Bride estuvo listo en un par de minutos y cogió los auriculares. Apenas Phillips había pasado tras las cortinas verdes que apareció el capitán Smith, diciendo: —Hemos chocado con un iceberg y se hace una inspección para ver lo que nos ha hecho. Es mejor que se preparen para lanzar una llamada de auxilio, pero no lo hagan hasta que se lo diga yo. Salió, pero regresó a los pocos minutos. Esta vez se limitó a asomar la cabeza por la puerta. —Manden esa llamada de auxilio. Phillips volvía a estar en la estancia. Pidió al capitán si podía utilizar la de urgencia, Smith contestó: —Sí, inmediatamente. Y entregó un papel a Phillips con la posición del Titanic. Phillips cogió los auriculares que se había puesto Bride y a las 12,15 empezó a teclear las letras CQD —que en aquella época era la llamada internacional de urgencia—, seguida por MGY, la llamada del Titanic. Una y otra vez, seis veces, la señal ascendió a la noche clara y azul del Atlántico. A diez millas de distancia, el tercer oficial Groves del Californian estaban sentado en la litera del operador telegrafista Cyril F. Evans. Grover era joven, listo y siempre interesado por lo que ocurría en el mundo. Después del trabajo le gustaba pasar por la cabina de Evans y recoger las últimas noticias. Incluso le gustaba manipular el aparato. Esto no le parecía mal a Evans. En estos barcos de tercera clase no había muchos oficiales que se interesaran por el mundo exterior y mucho menos por la radiotelegrafía. La verdad es que en el Californian no había ninguno. Así que siempre recibía encantado las visitas de Groves. Pero esa noche, no. Había sido un día pesado y no había ningún otro operador que pudiera relevarle. Además cuando a eso de las 11 había tratado de ponerse al habla con el Titanic y hablarle del hielo que bloqueaba al Californian, le habían contestado de mala manera. De modo que no perdió tiempo de cerrar la estación a las 11,30, la hora en que terminaba su servicio. Ahora, muerto de cansancio, no estaba de humor 28
para bromear con nadie. Groves intentó entablar conversación, preguntando: —¿Qué barcos tienes, Sparks? —Sólo el Titanic —contestó Evans sin levantar la vista de la revista. Esto no era una novedad para Groves. Recordaba que cuando enseñó al capitán Lord el extraño trasatlántico que se había parado cerca, el capitán le dijo: —Este debe ser el Titanic en su viaje inaugural. En busca de algo más interesante, Groves tomó los auriculares y se los puso. Estaba resultando bastante bueno, si el mensaje era sencillo. Pero no conocía bien la marcha del equipo. El Californian tenía un detector magnético que funcionaba con un aparato de relojería. Groves no le había dado cuerda y no pudo oír nada. Desanimado, dejó los auriculares sobre la mesa y bajó en busca de compañeros más animados. Era poco después de las 12,15.
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Capítulo III «LEVANTAOS, MUCHACHOS, NOS HUNDIMOS»
La puerta que daba a los alojamientos de los cocineros se abrió de un empujón golpeando contra la litera de hierro del ayudante panadero Charles Burgess. Este despertó sobresaltado y se quedó mirando al segundo mayordomo George Dodd de pie en el umbral. Dodd, normalmente un hombre jovial y dicharachero, esta vez parecía grave al decir: —Levantaos, muchachos, nos hundimos. Dodd siguió adelante hacia el alojamiento de los camareros, donde el mayordomo William Moss trataba de despertar a los hombres. La mayoría de ellos reían y se burlaban cuando entró Dodd gritando: —Todo el mundo levantado. Que no quede ni un solo hombre aquí. Siguió siempre adelante acompañado de Moss hacia las dependencias de los mayordomos. Fuera, el mayordomo Steward Witter estaba ya oyendo malas noticias de boca del carpintero Hutchinson: —El maldito cuarto del correo está inundado. Moss se adelantó y añadió: —La cosa es seria de verdad, Jim. Las bromas con que se recibieron los primeros avisos se apagaron y la tripulación saltó de sus literas. Medio dormido, el panadero Burgess se puso pantalones, camisa y dejó el salvavidas. Walter Belford llevaba su blusa blanca de panadero y pantalones, se le olvidó ponerse calzoncillos. El mayordomo Ray tardó más; no estaba asustado, pero de todos modos se puso su ropa de paisano. El mayordomo Witter ya vestido, abrió su baúl y se llenó los bolsillos de cigarrillos... luego cogió la capucha de su primer hijo que siempre llevaba consigo y se unió al grupo de hombres que empezaba a llenar el corredor de servicio y subía a la cubierta de botes para ocupar sus puestos. En proa, lejos de todo el barullo, el palero Samuel Hemming volvió a subir a su litera, al ver que el ruido sibilante de la caja de las cadenas de 30
áncora no significaba nada. Empezaba a quedarse dormido cuando el ensamblador del barco se asomó diciendo: —En tu lugar, yo me levantaría. Está haciendo agua a toda prisa y medio barco está inundado. Un instante más tarde el contramaestre apareció: —Todo el mundo levantado. No os queda ni media hora de vida. Esto lo dice Mr. Andrews. Guardadlo para vosotros y procurad que no se entere la gente. Y era cierto que nadie de los que estaban en el fumador de primera lo sabía. La partida de bridge estaba en pleno apogeo. El teniente Steffanson seguía sorbiendo su limonada caliente, y se barajaba otra mano, cuando de pronto apareció un oficial en la puerta. —Todos los hombres a buscar los salvavidas; hay peligro en perspectiva. En su cámara de lujo de la cubierta A, Mrs. Washington Dodge estaba acostada esperando a que el doctor Dodge, asesor de San Francisco, trajera noticias. La puerta se abrió y entró el doctor. —Ruth, el accidente es bastante serio; es mejor que subas inmediatamente a cubierta. Dos cubiertas más abajo, Mrs. Lucien Smith, cansada de esperar a Mr. Smith que había ido a explorar, se había vuelto a dormir. De pronto se encendieron las luces y vio a su marido de pie al lado de la cama, sonriéndole. Tranquilamente le explicó: —Estamos en el norte y hemos chocado con un iceberg. No es gran cosa, pero nos retrasará la llegada en un día. No obstante, por pura forma, el capitán ha ordenado que todas las señoras suban a cubierta. Y así sucesivamente. Ni timbres, ni campanas, ni sirenas. No se tocó alarma general. Pero en todo el Titanic, de un modo u otro, se hizo circular la noticia. Resultaba sorprendente para Marshall Drew, de ocho años. Cuando su tía Mrs. James Drew le despertó y le dijo que tenía que subirlo a cubierta, protestó, medio dormido, que no tenía ganas de levantarse; pero Mrs. Drew no le hizo el menor caso. Y no menos sorprendente para el comandante Arthur Peuchen, pese a su expedición para ver el hielo. Oyó la noticia en la escalera monumental y no dio crédito a sus oídos. Completamente atontado, se fue tambaleándose a su camarote y se cambió el traje de etiqueta por ropas de más abrigo. 31
Para muchos, la primera noticia procedió de sus mayordomos. John Hardy, mayordomo jefe de segunda, fue a despertar personalmente unos 20 ó 24 camarotes. Todas las veces abrió la puerta gritando: — ¡Todo el mundo a cubierta con los salvavidas puestos! ¡Inmediatamente! En primera clase resultaba más correcto llamar antes de abrir. Aquellos eran los días en que los mayordomos de un trasatlántico de lujo no tenían más que siete u ocho camarotes a su servicio, y el mayordomo cuidaba a los pasajeros que servía como una gallina a sus pollitos. El mayordomo Alfred Crawford, era un ejemplo típico. Había pasado treinta y un años manejando pasajeros difíciles, y ahora sabía exactamente lo que debía hacer para convencer al viejo Mr. Albert Stewart a que se pusiera el salvavidas. Luego se agachó y le abrochó los zapatos. En C-89, el mayordomo Andrew Cunningham ayudó a William T. Stead a ponerse el salvavidas, mientras el gran editor se quejaba de que todo aquello era una solemne tontería. En B-84, el mayordomo Henry Samuel Etches trabajó como un solícito sastre poniendo el salvavidas a la medida de Benjamín Guggenheim. —Esto me va a lastimar —protestaba el rey de las minas y fundiciones. Etches acabó quitándole el salvavidas, hizo unas modificaciones y se lo volvió a poner. Además, Guggenheim quería subir a cubierta tal como estaba, pero Etches fue irreductible... hacía demasiado frío. Por fin Guggenheim se sometió; Etches le puso un grueso jersey y le mandó hacia arriba. Algunos de los pasajeros fueron todavía más difíciles. En C-78, Etches se encontró con la puerta cerrada con llave. Al llamar con ambas manos un hombre le preguntó desde dentro, con voz cargada de suspicacia: —¿Qué pasa? —y una voz de mujer añadió—: Díganos lo qué pasa. Etches se lo explicó y volvió a tratar de hacerles abrir la puerta. No tuvo suerte y después de suplicar unos minutos más pasó al siguiente camarote. En otra parte del barco, una puerta cerrada provocó enormes dificultades. Estaba atascada y unos pasajeros tuvieron que derribarla para liberar a un hombre que no podía salir. En aquel momento llegó un mayordomo amenazándoles con hacerles detener a todos, por maltratar la propiedad de la Compañía, tan pronto como llegaran a Nueva York. 32
A las 12,15 era difícil saber si reír o tomarse las cosas en serio... si derribar una puerta y ser un héroe, o derribarla y ser detenido. Nadie parecía reaccionar del mismo modo. Mrs. Arthur Ryerson se dijo que no había un momento que perder. Hacía un buen rato que había abandonado la idea de dejar dormir a Mr. Ryerson; ahora empezó a moverse para reunir a su familia. Había que preparar a seis, su marido, tres niños, la institutriz y la doncella... ¡y los niños eran tan calmosos! Por fin perdió la paciencia con su hija menor; se limitó a echarle un abrigo de pieles sobre el camisón y le ordenó seguirla. Para Mrs. Lucien Smith parecía que el tiempo no contaba. Despacio y con gran cuidado se vistió para lo que la noche pudiera traer... un grueso traje de lana, botas, dos abrigos, y un capuchón de punto. Y en todo este tiempo, Mr. Smith fue charlando sobre el desembarco en Nueva York, el tren del sur y sin mencionar una sola vez al iceberg. Cuando salieron para ir a cubierta, Mrs. Smith decidió volver en busca de alguna joya. Ahí se opuso Mr. Smith. Dijo que creía más prudente no preocuparse de esas «tonterías». Llegaron a un compromiso y Mrs. Smith cogió un par de sortijas preferidas. Cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos, la joven pareja se dirigió a la cubierta de botes. Las cosas que la gente llevaba consigo demostraban su estado de ánimo. Adolf Dyker entregó a su mujer una bolsa que contenía dos relojes de oro, dos sortijas de brillantes, un collar de zafiros y 200 coronas suecas. Miss Edith Russell llevaba un cerdito con caja de música (tocaba la Machieha). Stewart Collett, un estudiante de teología que viajaba en segunda, cogió la Biblia que prometió a su hermano no perder de vista hasta que volvieran a encontrarse. Lawrence Beesley se llenó los bolsillos de su gruesa chaqueta con los libros que estaba leyendo en la cama. Norman Campbell Chambers se guardó un revólver y un compás. El mayordomo Johnson, empezando a darse cuenta de que iba a ser algo más que «otro viaje a Belfast», se metió cuatro naranjas en la camisa. Mrs. Dickinson Bishop dejó en el camarote más de 11.000 dólares en joyas, pero mandó a su marido a recoger su manguito. El comandante Arthur Peuchen miró la caja de metal de la mesa de C-104. Dentro había 200.000 dólares en valores, y 100.000 en acciones preferentes. Pensó bastante en ello mientras se quitaba su smoking y se ponía dos juegos de ropa interior de lana y un traje grueso. Luego echó una rápida mirada alrededor de su camarote... la cama de metal dorado... la red de malla verde en la pared para dejar el reloj y demás 33
objetos de valor durante la noche... el lavabo de mármol... el sillón de mimbre... el sofá de peluche... el ventilador del techo... los timbre y demás aparatos eléctricos que, en un barco, parecen siempre instalados a última hora. Por fin estaba decidido. Cerró la puerta de golpe, abandonando la caja de metal sobre la mesa. Al instante regresó. Cogió apresuradamente un alfiler de oro, y tres naranjas. Al salir por última vez, la caja seguía todavía sobre la mesa. En el gran vestíbulo de la cubierta C, el sobrecargo Herbert McElroy animaba a la gente a circular. Al pasar la condesa de Rothes, le gritó: —Animo, pequeña, no queda tiempo. Me alegra que no me haya reclamado sus joyas como ciertas señoras han hecho. Y fueron llegando de todas partes empujados por la tripulación. Un mayordomo descubrió a miss Marguerite Frolicher viniendo por el corredor. Cuatro días antes, ella se había burlado inocentemente de él por dejar un salvavidas en su cámara, ya que se decía que el barco era insumergible. En aquel momento él también se rió y le aseguró que no era más que una formalidad... jamás tendría ocasión de ponérselo. Recordando aquellas palabras, ahora le sonrió y fue a tranquilizarla. —No se asuste; no pasará nada. —No estoy asustada. Sólo estoy mareada. Subieron las escaleras en tropel... pero en silencio y vestidos de un modo heterogéneo. Jack Thayer llevaba debajo de su abrigo un traje de tweed verdoso y chaleco de pelo de camello debajo del traje. Mr. Robert Daniel, el banquero de Filadelfia, llevaba sólo un pijama de lana. Mrs. Turrell Cavendish llevaba una bata y el abrigo de Mr. Cavendish... Mrs. John C. Hogeboom, un abrigo de piel sobre el camisón... Mrs. Ada Clark sólo el camisón. Mrs. Washington Dodge no se molestó en ponerse medias bajo sus botas altísimas, abotonadas, que se le caían abiertas porque no se había entretenido tampoco en abrochárselas. Mrs. Astor parecía salida de una vitrina vestida con un traje claro, Mrs, James J. Brown... una pintoresca millonaria de Denver, igualmente elegante con un dos piezas de terciopelo negro cuyo único adorno eran las solapas de seda blanco y negro. El automovilismo, tal como se practicaba en 1912, afectaba el vestido de muchas damas... Mrs. C. E. Henry Stengel llevaba un velo fuertemente sujeto sobre su sombrero florido; madame de Villiers un largo abrigo de lana, de forma deportiva, sobre su camisón y zapatos de noche. 34
El joven Alfred von Drachstedt, un muchacho de veinte años, de Colonia, se decidió por unos pantalones y un jersey, abandonando un equipo completamente nuevo, por valor de 2.133 dólares que incluía varios bastones y una pluma estilográfica, que seguramente consideraba como el colmo de la distinción. La segunda clase lucía un desarreglo algo, menos elegante. Mr. y Mrs. Albert Caldwell, de regreso de Siam donde enseñaban en el colegio cristiano de Bangkok, habían comprado ropa nueva en Londres, pero esa noche vistieron con lo más viejo que tenían. Su niño Alden estaba envuelto en una manta. Miss Elizabeth Nye llevaba una sencilla falda, chaqueta y zapatillas. Mrs. Charlotte Collyer, no se molestó en hacerse el moño, sino que se ató el cabello con una cinta. Su hija Marjory, de ocho años, llevaba una manta del barco sobre los hombros. Mr. Collyer no se molestó en vestirse porque esperaba regresar al momento... incluso dejó el reloj sobre la almohada. La escena en tercera era algo confusa y desconcertante porque la White Star Line separaba puritanamente los hombres de las mujeres situándolos en los extremos opuestos del Titanic. Ahora, muchos de ellos, los que dormían cerca de la proa, se precipitaron a popa en busca de las mujeres. Katherine Gilnagh, una vivaracha irlandesa de dieciséis años escasos, oyó una llamada a su puerta. Era el muchacho que la había mirado aquel día mientras tocaban la gaita en cubierta. Le dijo que se levantara, que algo andaba mal en el barco. Anna Sjoblom, una finlandesa de dieciocho años que se dirigía al noroeste del Pacífico, despertó cuando un chico danés vino a despertar a su compañera de camarote. También dio a Anna un salvavidas e insistió para que les siguiera. Pero estaba demasiado mareada para que le importara. Por fin, oyó tanto jaleo que se decidió a subir aun cuando se encontraba malísima. Alfred Wicklund, un antiguo amigo de escuela, la ayudó rápidamente a ponerse el salvavidas. Entre esos muchachos, Olaus Abelseth estaba especialmente preocupado. Era un noruego de veintiséis años que se dirigía a una finca de South Dakota y un viejo amigo de la familia le había encomendado una hija de dieciséis años para la acompañara hasta Minneapolis. Mientras avanzaba por el corredor de servicio de la cubierta E, Minneápolis le pareció a una distancia enorme. Abelseth encontró a la joven en el vestíbulo de entrepuente de la cubierta E. Entonces, junto con su cuñado, un primo y otra muchacha, 35
subieron todos la ancha escalera de tercera hasta la cubierta de popa, en el mismo final del barco. En medio de aquella noche glacial todo el mundo estaba de pie, cada clase maquinalmente fiel a sus propias cubiertas, la primera en el centro del barco, la segunda un poco a popa y la tercera algo más a popa o bien en la misma punta de proa. Esperaban tranquilamente las próximas órdenes... relativamente confiados pero vagamente preocupados. Con cierto humor se miraban el aspecto que tenían con los salvavidas. Incluso se hicieron algunos chistes. —Vaya —dijo Clinch Smith al ver pasar a una muchacha con un lulú de Pomerania— me parece que deberíamos poner también un salvavidas al perrito. —Pruébese esto —dijo un hombre a Mrs. Vera Dick mientras le sujetaba un salvavidas—. Son la última moda de esta temporada. Todo el mundo lo lleva. —Si no es necesario usarlos, tienen la ventaja de que calientan — explicó alegremente el capitán Smith a Mrs. Alexander T. Compton de Nueva Orleans. Alrededor de las 12,30, el coronel Gracie tropezó con Fred Wright, el profesor de deportes del Titanic. Recordando que había reservado la pista para las 7,30 de la mañana siguiente, Gracie hizo un chistecito: —¿No sería mejor cancelar el encuentro? —Sí —contestó Wright. Su voz sonaba opaca, sin entusiasmo; lo sorprendente hubiera sido que jugaran. El agua llegaba ahora al techo de la pista. En el gimnasio brillantemente iluminado, un poco más allá de la cubierta de botes, Mr. y Mrs. Astor estaban sentados de lado sobre un par de caballos mecánicos, ahora inmóviles. Llevaban puestos sus salvavidas, y Mr. Astor tenía uno más sobre sus rodillas. Lo estaba abriendo con un cortaplumas y, para ir matando el tiempo, enseñaba a su mujer lo que tenía dentro. Mientras los pasajeros reían, charlaban y esperaban, la tripulación se dirigía rápidamente a sus puestos. La cubierta de botes hormigueaba de marineros, mayordomos, fogoneros, cocineros, todos enviados a ayudar. Uno de los que llegó con retraso, un caso curioso, fue el quinto oficial Harold Godfrey Lowe. Un galés tempestuoso, difícil de contener. Cuando tenía catorce años, su padre trató de ponerlo de aprendiz en la casa 36
de un comerciante de Liverpool, pero Lowe declaró que «No quería trabajar por nada». Huyó, pues, embarcó y llevó la vida que le gustaba... balleneros, veleros... cinco años de vapor por la costa occidental de Africa. Ahora, a los veintiocho años, hacía su primer viaje a través del Atlántico. Esa noche de domingo estaba libre de servicio y dormía cuando ocurrió el desastre. Las voces que oyó ante su camarote en la cubierta de botes terminaron por despertarle. Cuando miró por el ventanillo y vio a todo el mundo con salvavidas, saltó de la cama, se vistió y salió a cubierta a ayudar. No era precisamente un principio demasiado bueno, pero como Lowe explicó más tarde al senador de los E. U.U. Smith: —Debe tener en cuenta que dormimos poco y, por tanto, cuando nos quedamos dormidos es como si estuviéramos muertos. El segundo oficial Charles Herbert Lightoller llegó también tarde, pero por una razón totalmente opuesta. Lo mismo que Lowe estaba libre de servicio y en su litera cuando el Titanic chocó, pero despertó al instante y descalzo salió a la cubierta de botes para averiguar lo que ocurría. No se veía nada ni a derecha ni a izquierda del barco, excepto en el ala estribor del puente de mando donde vio vagamente al capitán Smith y al primer oficial Murdoch. También ellos oteaban la noche. Lightoller regresó al camarote y se puso a reflexionar. Indudablemente algo fallaba en el barco... primero el crujido, ahora las máquinas silenciosas. Pero él estaba libre de servicio y hasta que no le reclamaran, no era cosa suya. Si le necesitaban le mandarían llamar. Cuando esto ocurriera, iría adonde esperaban encontrarlo. Lightoller volvió a acostarse y se quedó despierto, esperando... Cinco, quince, treinta minutos pasaron, ahora podía oír el estruendo de las chimeneas soltando vapor, las voces cada vez más fuertes, el entrechocar de metales. Pero, su deber seguía siendo quedarse donde estaba, donde esperaban encontrarle. A las 12,10 el cuarto oficial Boxhall terminó entrando. —¿Sabes que hemos chocado con un iceberg? —Sé que hemos chocado con algo —contestó Lightoller, levantándose y empezando a vestirse. —El agua llega a la cubierta F, en los departamentos del correo — prosiguió Boxhall, para azuzarle. Pero no era necesario. Lightoller estaba ya lanzado. Frío, rápido, cauteloso, sabía su obligación al pie de la letra. Era el segundo oficial perfecto. 37
En la cubierta de botes los hombres empezaron a preparar los 16 botes salvavidas de madera. Había ocho en cada lado... un grupo de cuatro a proa, luego un espacio abierto de unos 190 pies de longitud y otros cuatro botes hacia popa. Los botes de babor tenían los números pares, los de estribor nones. Estaban numerados en secuencia empezando por la proa. Además, cuatro botes de lona plegables, conocidos por Englehardts, estaban guardados en cubierta. Estos podían colocarse en los pescantes vacíos una vez los dos primeros botes fueran bajados. Los plegables estaban marcados A. B. C. D. Entre todos los botes se podían cargar 1.178 personas. En esa noche de domingo había 2.207 personas a bordo del Titanic. Esta discrepancia matemática no era conocida de los pasajeros y ciertos miembros de la tripulación, pero a muchos de ellos les hubiera tenido sin cuidado. El Titanic era insumergible. Todo el mundo lo decía. Cuando Mrs. Albert Caldwell contemplaba cómo los mozos de cubierta subían los equipajes en Southampton, preguntó a uno de ellos: —¿Es de verdad insumergible? —Sí, señora —contestóle. Así que ahora los pasajeros esperaban tranquilamente en cubierta de botes... tranquilos sí, pero perplejos. No habían tenido ningún ensayo de botes. Los pasajeros no tenían plazas asignadas en los botes. La tripulación sí, pero casi nadie se molestó en comprobar la lista. Ahora trabajaban estrictamente de «oído» por decirlo así... sin embargo, la tripulación parecía notar dónde se la necesitaba y cómo hacerse útil. Los años de disciplina daban ahora su fruto. Un pequeño grupo de hombres rodeaba ya cada bote, sacando las cubiertas de lona, montando los mástiles y echando fuera todo lo inútil, poniéndoles dentro, en cambio, latas de galletas y linternas. Otros hombres estaban junto a los pescantes de los botes colocando manivelas y aflojando las cuerdas. Una a una empezaron a funcionar las manivelas. Los pescantes crujieron, las poleas chirriaron y los botes fueron, poco a poco, separándose del barco. Luego se dieron unas manos de cuerda de modo que cada bote quedara situado al mismo nivel que la cubierta... o en algunos casos con la cubierta de paseo A, exactamente debajo. Pero todo esto era lento. El segundo oficial Lightoller, encargado de babor, creía en los pasajes despejados mientras que el jefe oficial Wilde prefería los lugares estrechos. Cuando Lightoller pidió permiso para despejar, Wilde dijo: «No, espere». Lightoller se dirigió por fin al puente 38
de mando y recibió las órdenes directamente del capitán. Ahora Lightoller preguntó a Wilde si podía cargar. De nuevo Wilde dijo NO; de nuevo Lightoller fue al puente, y de nuevo el capitán le autorizó: —Sí, embarque a las mujeres y a los niños y arríen el bote. Lightoller arrió entonces el bote número cuatro hasta ponerse al nivel de la cubierta A y ordenó cargar a las mujeres y a los niños desde allí. Parecía más seguro así... menos probabilidades de caer por la borda, menos distancia al mar, y ayudaba además a descongestionar la cubierta de botes para el trabajo futuro. Recordó demasiado tarde que la cubierta de paseo estaba cerrada por aquel lado y que las ventanas no estaban abiertas. Mientras envió a alguien a abrir las ventanas, llamó apresuradamente a todo el mundo y pasó más allá, al bote seis. Con un pie en el seis y otro en cubierta, Lightoller empezó a llamar a mujeres y niños. La respuesta lo fue todo menos entusiasta. ¿Por qué cambiar las iluminadas cubiertas del Titanic por unas horas de oscuridad en un bote de remos? Incluso John Jacob Astor ridiculizó la idea. —Estamos más seguros aquí que en este pequeño bote. Cuando Mrs. J. Stuart White subió al número ocho, una amiga le gritó: —Cuando vuelvas necesitarás un pase. ¡No puedes volver mañana sin el pase! Cuando Mrs. Constance Willard se negó a subir al bote, un oficial exasperado se encogió de hombros diciendo: —No pierdan tiempo... déjenla si no quiere subir. Además había música para animarles a resistir. El director de la banda, Wallace Henry Hartley, había reunido sus hombres y la banda tocaba un baile endiablado. Se habían reunido en el salón de primera clase donde muchos de los pasajeros esperaban antes de que se diera la orden de arriar los botes. Más tarde subieron a la cubierta de botes, junto a la entrada de la escalera principal. Su aspecto no podía ser más heterogéneo... unos llevaban sus chaquetas azules de uniforme, algunos blancas, pero la música era perfecta. Se había hecho lo humanamente posible para dotar al Titanic con la mejor banda del Atlántico. La White Star Line incluso sobornó al director de la banda del Mauretania, perteneciente a la línea Cunard. El pianista Theodore Brailey y el violoncelista Roger Bricoux fueron sacados del Carpathia. 39
—Bueno —dijeron al mayordomo que les servía en el pequeño barco de la Cunard— pronto estaremos en un barco decente con comida decente. Fred Clark jamás se había embarcado hasta entonces, pero era conocido en los circuitos de concierto escoceses, y la Línea también lo compró. El primer violinista Jock Hume no había tocado aún en ningún concierto, pero su violín tenía una nota de alegría que gustaba a los pasajeros. Y así sucesivamente... ocho buenos músicos que sabían lo que había que hacer. Hoy el ritmo era rápido, la música fuerte y alegre. A estribor las cosas iban más de prisa. Pero no lo bastante para el presidente Ismay, que corría de un lado a otro, azuzando a los hombres. —¡No hay tiempo que perder! —insistía junto al tercer oficial Pitman que trabajaba en el número cinco. Pitman le apartó... no conocía a Ismay y no podía perder el tiempo escuchando a un desconocido entrometido calzado con zapatillas. Ismay le mandó cargar el bote con mujeres y niños. Esto fue la gota de agua para Pitman, que declaró: —Espero órdenes del comandante. De pronto se le ocurrió quién podía ser el desconocido. Bajó al puente, habló con el capitán Smith y le preguntó si debía hacer lo que ordenara Ismay. Smith respondió en seco: —Obedezca. De vuelta al número cinco, Pitman saltó a bordo y ordenó: —Vengan, señoras. Mrs. Catherine Crosby y su hija Harriet fueron empujadas con firmeza al barco por su marido, el capitán Edward Gifford Crosby, un naviero de Milwaukee, antiguo capitán de los grandes lagos. El capitán Crosby tenia siempre medios de saber las cosas... inmediatamente después del choque riñó a su mujer. —Quédate aquí y te ahogarás —más adelante le dijo—: Éste barco está mal herido, pero tal vez los compartimientos estancos aguanten. Ahora no quería exponerse. Poco a poco los demás se adelantaron... Miss Helen Ostby... Mrs. F. M. Warren... Mrs. Washington Dodge y su hijo de cinco años... una camarera joven. Cuando no quisieron subir más mujeres solas, se permitió entrar a algunas parejas. Luego unos pocos hombres solos. A estribor esta fue la ley durante toda la noche. Las mujeres, primero, pero si quedaba sitio algún hombre también. A proa, el primer oficial Murdoch, encargado de babor, tenía los mismos problemas para cargar el número siete. La estrella de películas de 40
episodios, Dorothy Gibson saltó dentro seguida de su madre. Estas convencieron a sus compañeras de bridge de aquella noche, William Sloper y Fred Seward, para que fueran con ellas. Poco a poco entraron otras personas hasta que fueron 19 ó 20 en la barca. Murdoch comprendió que no podía esperar más. A las 12,45 dio orden de arriar el número siete, el primer bote que se bajó al agua. Luego mandó a Pitman que se hiciera cargo del número cinco, le ordenó vigilar el portalón de popa, le estrechó la mano y sonrió. —Adiós, buena suerte. A medida que el número cinco bajaba crujiendo, Bruce Ismay perdía los estribos. —¡Arríen! ¡Arríen! ¡Arríen! ¡Arríen! —iba gritando, agitando el brazo en amplios círculos, agarrado al pescante del bote con el otro—. Si se va al infierno —estalló el quinto oficial Lowe que estaba trabajando en las manivelas de los pescantes— tal vez pueda hacer algo. ¿Quiere que arríe de prisa? Entonces ahogaré a toda la gente que va dentro. Ismay se quedó abatido. Sin decir palabra dio media vuelta y se fue junto al número tres. Los antiguos de la tripulación se asustaron. Sintieron que el estallido de Lowe era lo más dramático que podía ocurrir aquella noche. Un quinto oficial no insulta al presidente de la Compañía sin que esto traiga consecuencias. Cuando llegaran a Nueva York ajustarían cuentas. Y casi todo el mundo contaba con llegar a Nueva York. En el peor de los casos se les haría cambiar de barco. —Peuchen —dijo Charles M. Hays al ver que el comandante empezaba a ayudar a los de los botes— este barco durará más de ocho horas aún. Me lo acaba de decir uno de los mejores marinos viejos, Mr. Crosby, de Milwaukee. Monsieur Gatti, maître del servicio à la carte del restaurante francés, seguía igualmente imperturbable. Solo en la cubierta de botes, parecía la imagen de la dignidad... con la chistera bien colocada, el bastón en la mano, y una manta de viaje bien doblada sobre el brazo. Mr. y Mrs. Lucien Smith y Mr. y Mrs. Sleeper Harper charlaban plácidamente sentados en el gimnasio, a un lado de la cubierta de botes. Los caballos mecánicos ya no tenían jinetes, los Atsor habían ido a otra parte. Y por primera vez no había nadie en las bicicletas fijas que tanto divertían a los pasajeros, pedaleando flechas rojas y azules alrededor de 41
una gran esfera blanca. Pero la estancia, con su alegre suelo de linoleum a damas y los cómodos sillones de mimbre, era cien veces más agradable que la cubierta. Por lo menos estaba más caliente y no parecía que hubiera prisa. En el salón fumador, casi vacío, de cubierta A, cuatro hombres estaban sentados alrededor de una mesa... Archie Butt, Clarence Moore, Frank Millet y Arthur Ryerson parecían deliberadamente evitar la ruidosa confusión de la cubierta de botes. Más abajo, el engrasador Thomas Ranger empezó a apagar algunos de los 45 ventiladores eléctricos empleados en la sala de máquinas y se acordó de los que tendría que reparar mañana. El electricista Alfred White, que trabajaba en las dínamos, se hizo un poco de café. En la misma popa del Titanic, el cabo de brigadas George Thomas Rowe, seguía su guardia solitaria. No había visto a nadie ni oído nada desde que el iceberg se había deslizado por allí cerca una hora antes. De pronto se asombró al ver un bote salvavidas flotando cerca de estribor. Telefoneó al puente... ¿Sabían que había un bote al agua? Una voz incrédula le preguntó quién era. Rowe explicó, y el puente comprendió entonces que se les había quedado olvidado. Le dijeron que subiera al puente inmediatamente y se trajera unos cohetes. Rowe bajó a un armario metálico, un piso más abajo, cogió una caja de hojalata con 12 cohetes dentro y volvió a subir... fue el último hombre en enterarse de lo que ocurría. Otros, ahora, lo sabían demasiado. El viejo doctor O’Loughlin musitó a la camarera Mary Sloan: —Niña, las cosas están muy mal. La camarera Annie Robinson estaba cerca de la habitación del correo viendo cómo subía el agua hasta la cubierta F. Mientras miraba perpleja a un maletín abandonado en el corredor, el carpintero Hutchinson llegó con una plomada en la mano... estaba asustado, enloquecido. Un poco más tarde miss Robinson se encontró con Thomas Andrews en la cubierta A. Andrews la recibió como un padre enfadado. —Creí haberle dicho que se pusiera el salvavidas. —Sí —contestó—, pero me pareció cobarde ponérmelo. —Déjese de tonterías. Póngaselo; paséese; haga que los pasajeros la vean. —Sigue pareciéndome cobarde. 42
—No, póngaselo. Es decir, si aprecia en algo su vida, póngaselo. Andrews conocía bien a la gente. Era un hombre encantador, dinámico, que se encontró en todas partes y ayudó a todo el mundo. Y la gente, naturalmente, le buscaba. Los trataba de distinto modo, según lo que pensaba de ellos. Dijo al cascarrabias de Steward Johnson que no iba a pasar nada. A míster y mistress Albert Dick, sus compañeros de mesa: —Por abajo está hecho pedazos, pero no se hundirá si sus mamparas aguantan. A una camarera muy capaz, Mary Sloan, explicó: —Es muy grave, pero no propague las malas noticias para evitar el pánico. A John B. Thayer, en el que confiaba implícitamente, le confesó que no daba al barco «más allá de una hora de vida». Parte de la tripulación se había dado ya cuenta y no era preciso decírselo. Cerca de las 12,45, el marinero John Poingdestre abandonó la cubierta de botes para ir en busca de sus botas de goma. Las encontró en el castillo de proa de la cubierta E, y se disponía a subir de nuevo cuando la pared de madera que separaba su alojamiento de unas dependencias de tercera, a estribor, cedió de pronto. El mar entró y tuvo que abrirme camino con agua hasta la cintura. Más adelante, el mayordomo de comedor Ray fue a su alojamiento en la cubierta E a buscar un abrigo grueso. De vuelta, quiso pasar por el «Scotland Road» en dirección a la escalera principal. Los fogoneros y los pasajeros de tercera se habían ido ya. Todo estaba tranquilo en el ancho corredor, a no ser por el agua que entraba en el pasillo por la parte delantera. Más a proa, el segundo ayudante de mayordomo Joseph Thomas Wheat se agachó, para recoger algunos objetos de valor de su camarote, en la cubierta F, a babor. Al lado tenía los baños turcos, una sucesión de habitaciones deslumbrantes que formaban una especie de puente entre los estilos decorativos de la época de la reina Victoria y la de Rodolfo Valentino. El suelo de mosaico, las paredes de azulejos verdeazul, las vigas doradas sobre un techo de color rojo apagado, los paneles de madera de teca, tallada..., todo seguía perfectamente seco aún. Pero cuando Wheat anduvo unas yardas por el corredor y se dispuso a subir por la escalera, vio una cosa rara: un hilo de agua bajaba por los peldaños de la cubierta superior, la E; no tendría más que una pulgada de 43
profundidad, lo bastante para cubrir el tacón de su zapato, mientras subía. Al llegar arriba vio que el agua venía de la parte delantera de estribor. Adivinó lo ocurrido: el agua de la cubierta F, bloqueada por la puerta del departamento estanco, había subido hasta el nivel de la cubierta E, donde no había mampara, y ahora se vertía al compartimiento siguiente. El cuarto de calderas número 5 era el único lugar del barco donde todo parecía seguir con normalidad. Después de bajar los fuegos, el primer fogonero Barrett mandó la mayor parte de sus ayudantes a sus puestos en los botes. El y otros se quedaron abajo para ayudar a los maquinistas Harvey y Shepherd, que trabajaban en las bombas de achicar. Bajo las órdenes de Harvey, levantó las planchas de hierro que cubrían la boquera abierta en el suelo, a estribor, para que Harvey pudiera llegar a las válvulas y así ajustar las bombas. El cuarto de calderas estaba ahora lleno de vapor del agua empleada para mojar los fuegos. En la penumbra de su baño turco particular aquellos hombres siguieron trabajando; siluetas borrosas que se movían entre la atmósfera nebulosa. Entonces Shepherd, que venía corriendo por el cuarto, cayó en la boquera y se rompió la pierna. Harvey, Barrett y el palero Kemish se apresuraron a ir en su ayuda. Le levantaron y llevaron adonde estaban las bombas, un espacio cerrado a un extremo del cuarto de calderas. No disponían de tiempo más que para instalarlo lo más cómodamente posible; luego regresaron a sus nubes de vapor. No tardaron en recibir órdenes del puente de que todo el mundo se presentara en cubierta, a los puestos de los botes. Al subir los hombres, Shepherd se quedó solo junto a las bombas; Barrett y Harvey siguieron trabajando en las válvulas. Quince minutos más y los dos hombres empezaron a animarse; en efecto, el cuarto seguía seco y el ritmo de las bombas era rápido y normal. De pronto, el mar entró rugiendo por el espacio comprendido entre las calderas, en la parte delantera del cuarto. Toda la mampara entre los números 5 y 6 se vino abajo. Harvey gritó a Barrett que corriera a la escalera de escape. Barrett empezó a subir cuando ya la espuma le llegaba a los pies. El propio Harvey regresó al lugar donde estaba Shepherd. Iba en aquella dirección cuando desapareció llevado por un torrente de agua. El silencio en la cabina Marconi sólo estaba roto por el seco tableteo del telégrafo, mientras Phillips marcaba su llamada de auxilio y anotaba 44
las respuestas que le llegaban. Bride forcejeaba aún para vestirse, entre escapada y escapada al puente. Hasta entonces las noticias eran confortadoras. El primero en contestar fue el vapor Frankfort, de la North Germán Lloyd. A las 12,18 envió un escueto: «O. K. Esperamos», pero sin anunciar posición alguna. Al minuto siguiente venían contestaciones de Mt. Temple, de la Canadian Pacific; del Virginian, de la Allan; del mercante ruso Burma... La noche vibraba de señales. Los barcos que no tenían contacto directo recibían la noticia de los que tenían cerca. Las noticias se extendieron en círculos cada vez más amplios. Cape Race la oyó directamente y la retransmitió a tierra. En lo alto de Wanamaker’s, los grandes almacenes de Nueva York, un joven operador de radio llamado David Sarnoff captó una tenue señal y la retransmitió. Todo el mundo estaba en angustiosa espera. A dos pasos, el Carpathia, de la Cunard, en viaje hacia el Sur, seguía en completa ignorancia. Su único telegrafista, Harold Thomas Cottam, estaba en el puente cuando Phillips mandó su «CQD». De regreso a su puesto, Cottam, queriendo ser útil, preguntó al Titanic si sabía que unos mensajes particulares de Cape Race esperaban ser transmitidos. Eran las 12,25 cuando Phillips transmitió una respuesta que mandó al olvido el gesto de cortesía del Carpathia: —Vengan en seguida. Hemos chocado con un iceberg. Esto es una «CQD», amigo. Posición, 41,46 N, 50,14 W. Un instante de incrédulo silencio. Al momento, Cottam preguntó si precisaba decírselo a su capitán. Phillips contestó: —Sí, rápidamente. Cinco minutos después la buena noticia: el Carpathia estaba sólo a 58 millas y venía «a toda marcha». A las 12,34 volvía a ser el Frankfort. Estaba a 150 millas. Phillips les preguntó: —¿Vienen en nuestra ayuda? Frankfort: —¿Qué les ocurre? Phillips: —Digan a su capitán que necesitamos auxilio. Icebergs. 45
El capitán Smith entró en la cabina de telegrafía para darse cuenta de la situación. El Olympic, el hermano gemelo del Titanic, estaba hablando. Se hallaba a 500 millas de distancia; pero su emisora era potente, podía hacerse cargo de las llamadas de socorro y además entre los dos barcos había fuertes lazos. Phillips se mantenía en contacto con él, mientras insistía con los demás barcos que estaban más cerca. —¿Qué llamada manda? —preguntó Smith. —«CQD» —contestó Phillips. Bride tuvo entonces una idea genial. El «CQD» era la llamada de auxilio tradicional, pero una convención internacional había acordado emplear, en cambio, las letras «SOS»; eran las más fáciles para que incluso un aficionado a la telegrafía pudiera captarlas. Bride sugirió, por tanto: —Mandemos el «SOS»; es la nueva llamada y tal vez sea ésta la última oportunidad de mandarla que tengamos. Phillips se rió de la broma y mandó la llamada. El reloj de la cabina marcaba las 12,45 cuando el Titanic envió el primer «SOS» de la historia. Ninguno de los barcos advertidos ofrecía tantas esperanzas como aquellas luces que parpadeaban a diez millas a babor del Titanic. A través de sus prismáticos, el cuarto oficial Boxhall vio claramente que se trataba de un vapor. Una vez trató de ponerse en contacto con él con una lámpara Morse y creyó advertir una respuesta. Pero no pudo sacar nada en claro y por ello se dijo que sería la luz de su trinquete que se movía. Se precisaban medidas más fuertes. Tan pronto como el cabo Rowe llegó al puente, el capitán le preguntó si traía los cohetes. Rowe se los entregó y el capitán Smith le ordenó: —Dispare uno, y luego siga disparando de uno en uno a intervalos de cinco o seis minutos. A las 12,45 un destello cegador surcó la noche. El primer cohete se elevó desde el puente, a estribor. Arriba..., arriba, fue elevándose por encima de los mástiles y aparejos hasta estallar en un ruido sordo y una cascada de estrellas blancas que bajaron perezosamente hasta el mar. Bajo aquella luz blancoazulada el quinto oficial Lowe recuerda haber visto la expresión de pánico de Bruce Ismay. A diez millas de distancia, el aprendiz James Gibson se encontraba en el puente del Californian. Aquel extraño barco que procedía del Este había dejado de moverse desde hacía una hora y Gibson lo observó 46
interesado. Con los prismáticos podía ver las luces laterales y una gran iluminación en las cubiertas de popa. En un momento dado creyó que hacía señales al Californian con una lámpara Morse. Intentó contestar con su lámpara, pero lo dejó en seguida. Decidió que debía tratarse de la luz vacilante de su trinquete. El segundo oficial Herbert Stone, de paseo por el puente del Californian, también observaba al extraño barco. A las 12,45 vio un súbito destello de luz blanca que brilló encima del barco. «Qué raro —se dijo— que un barco lance cohetes tan entrada la noche.»
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Capítulo IV «VE TÚ, YO ME QUEDARE UN RATO»
Lawrence Beesley, pasajero de segunda clase, se consideraba un hombre de tierra adentro, pero así y todo sabía lo que significaban los cohetes. El Titanic necesitaba auxilio... lo necesitaba con tal urgencia que llamaba a cualquier barco que estuviera lo bastante cerca para ver el cohete. Los demás que estaban en la cubierta de botes también lo comprendieron. Se acabaron las bromas y las remolonerías. La verdad es que apenas quedaba tiempo para decirse adiós. —Bien, bien, pequeña —gritó Dan Marvin a su reciente esposa—; ve tú, yo me quedaré un rato más. —Y le mandó un beso mientras ella subía al bote. —Hasta luego —sonrió Adolf Dyker ayudando a Mrs. Dyker a saltar la borda. —Sé valiente, pase lo que pase, ten valor —aconsejó el doctor W. T. Minahan a Mrs. Minahan al retroceder junto a otros hombres. Mr. Turrell Cavendish no dijo nada a Mrs. Cavendish. Sólo un beso..., una mirada..., otro beso... y se perdió entre la multitud. Mark Fortune cogió las joyas de su esposa mientras él y su hijo despedían a Mrs. Fortune y sus tres hijas. —Yo lo cuidaré; vamos en el bote siguiente —explicó. —Charles, cuida de papá —gritó una de las hijas a su hermano. —Walter, debes venir conmigo —suplicó mistress Walter D. Douglas. —No —contestó Mr. Douglas apartándose—. Debo ser un caballero. —Procura ir con el comandante Butt y Mr. Moore —aconsejó en el último instante su mujer—. Son altos y fuertes y llegarán a término. Algunas de las esposas seguían negándose a ir. Mr. y Mrs. Edgar Meyer, de Nueva York, tuvieron tanta vergüenza de discutir en público que bajaron al camarote. Allí, decidieron separarse por causa del niño. 48
Arthur Ryerson tuvo que imponerse a mistress Ryerson. —Debes obedecer las órdenes. Cuando dicen «Mujeres y niños a los botes», hay que ir cuando te llega el tumo. Yo me quedaré con Jack Thayer. No sufras por nosotros. Alexander T. Compton, hijo, se mostró igualmente firme cuando su madre anunció que se quedaría antes que dejarle solo. —No seas tonta, madre. Tú y mi hermana subís al bote. Yo ya me arreglaré. Mr. y Mrs. Lucien Smith sostenían la misma discusión. Viendo allí cerca al capitán con el megáfono, Mrs. Smith tuvo una inspiración. Se le acercó, explicó que estaba sola en el mundo y preguntó si su marido podía ir con ella. El viejo capitán la ignoró, levantó su megáfono y gritó: —¡Las mujeres y los niños, primero! En este punto, Mr. Smith dijo: —No importa, capitán; ya me ocuparé de que entre en un bote. —Y volviéndose a su esposa, habló lentamente—: Jamás creí tener necesidad de pedirte que obedecieras, pero ésta es la vez en que debes hacerlo. No es más que una fórmula el decir que pasen primero las mujeres y los niños. El barco va perfectamente equipado y todo el mundo se salvará. Mrs. Smith le preguntó si hablaba con entera sinceridad y él le contestó con un «Sí» firme y decidido. Se besaron y mientras el bote era arriado le gritó desde cubierta: —¡No saques las manos de los bolsillos! ¡Hace mucho frío! A veces fue necesario algo más que un engaño. Mrs. Emil Taussig se agarraba a su marido cuando el bote número 8 empezó a bajar con su hija dentro. Mrs. Taussig se volvió y gritó: «¡Ruth!» Este breve descuido fue suficiente; dos hombres la arrancaron de Mr. Taussig y la tiraron al bote que iba descendiendo. Un marinero tiró a Mrs. Charlotte Collyer del brazo, otro la cogió de la cintura y la arrastraron lejos de su marido Harvey. Mientras pataleaba por soltarse, le oyó gritarle: —¡Vete, Lottie, vete, por el amor de Dios! ¡Sé valiente y vete! ¡Yo tendré plaza en otro bote! Cuando Celiney Yasbeck vio que tenía que ir sola, empezó a gritar y llorar que quería reunirse con Mr. Yasbeck, pero el bote llegó al agua mientras ella se debatía en vano por salir de él. 49
Ninguna persuasión o fuerza pudo arrancar a Mrs. Hudson J. Allison, de Montreal. Algo apartados de los demás, se acurrucó junto a Mr. Allison, con su hijita Lorraine agarrada a sus faldas. Mrs. Isidor Straus también se negó a ir. —He estado siempre al lado de mi marido. ¿Por qué iba a dejarle ahora? Y era verdad que juntos habían recorrido un largo camino: los restos de la Confederación..., el pequeño negocio de porcelanas en Filadelfia..., la transformación del Macy’s en una institución nacional..., el Congreso..., y ahora el feliz ocaso que coronaba una vida de éxitos... Consejos, caridades, viajes y entretenimientos preferidos. Ese invierno habían estado en Cap Martin, y la travesía inaugural del Titanic les pareció un modo agradable de terminar su viaje. Aquella noche, los Straus subieron a cubierta con los demás y al principio Mrs. Straus no sabía qué hacer. En un momento dado entregó unas joyas a su doncella Ellen Bird, pero las volvió a recoger. Más tarde, atravesó la cubierta de botes y casi entró en el número 8, pero dio media vuelta y se reunió con Mr. Straus. Estaba decidida. —Hemos vivido juntos muchos años. Adonde vayas iré yo. Archibald Gracie, Hugh Woolner y otros amigos se esforzaron en vano para que se fuera. Entonces Woolner se volvió a Mr. Straus y le dijo: —Estoy seguro de que nadie se opondría a que un señor de su edad entrara en un bote. —No entraré antes que los demás hombres —contestó, y así terminó la cuestión. Entonces él y mistress Straus se sentaron juntos en un par de sillones de cubierta. Pero la mayoría de las mujeres subieron a los botes: esposas acompañadas de sus maridos, señoras solas al lado de los caballeros que se habían constituido guardianes suyos. Esta era la época en que los caballeros ofrecían solemnemente sus servicios a «damas sin protección» al iniciar un viaje trasatlántico. En aquella noche la cortesía era de rigor. Mrs. William T. Graham, su hija de diecinueve años Margaret y su institutriz miss Shutes fueron ayudadas a entrar en el bote número 8 por Howard Case, gerente londinense de la Vacuum Oil, y el joven Washington Augustus Roebling, de la Mercer Automobile Works, de Trenton, Nueva Jersey. Al caer el número 8 al agua, Mrs. Graham recuerda 50
ver a Case, apoyado en la barandilla, encendiendo un cigarrillo y despidiéndolas con la mano. Mrs. E. D. Appleton, Mrs. R. C. Comell, mistress J. Murray Brown y miss Edith Evans, de regreso de un funeral familiar en Inglaterra, estaban bajo la protección del coronel Gracie, pero las perdió entre la multitud y tardó mucho en volver a encontrarlas. Tal vez el coronel estaba turbado por los esfuerzos simultáneos de vigilar a Mrs. Churchill Candee, su compañera de mesa en el comedor; Mrs. Candee regresaba de París de ver a su hijo, que había sufrido la novedad que era un accidente de aviación; debió de haber sido una mujer muy atractiva. Todo el mundo deseaba protegerla. Cuando Edward A. Kent, otro compañero de mesa, la encontró después del choque, le entregó una miniatura en marfil, de su madre, para que se la guardara. Entonces, Hugh Wooler y Bjornstrom Steffanson llegaron y la ayudaron a entrar en el número 6. Woolner la saludó, asegurándole que volverían a ayudarla a subir a bordo, cuando el Titanic «estuviera arreglado». Un poco más tarde, Gracie y Clinch Smith corrieron también en busca de Mrs. Candee, pero Woolner les dijo, con cierta socarronería, que ya se había ocupado de ella y que estaba a salvo. Y fue una suerte, porque la inclinación de cubierta era cada vez mayor, e incluso los despreocupados empezaban a sentir inquietud. Algunos que lo habían dejado todo en sus camarotes cambiaron de opinión y se aventuraron a bajar en busca de lo más valioso. Pero se encontraron con desagradables sorpresas. Celiney Yasbeck encontró su camarote completamente inundado. Gus Cohen descubrió lo mismo. Victorine, la doncella francesa de los Ryerson, sufrió una experiencia mucho peor. Encontró su camarote todavía seco, pero mientras andaba recogiendo cosas oyó una llave girando en su cerradura y se dio instantáneamente cuenta de que los mayordomos cerraban las cámaras para evitar el saqueo. Su grito llegó a tiempo para impedir ser encerrada. Sin atreverse a abusar de su suerte, regresó arriba con las manos vacías. El tiempo iba claramente acortándose. Thomas Andrews iba de bote en bote, insistiendo en que se apresuraran. —Señoras, no se entretengan. No hay momento que perder. No pueden elegir su bote. No duden. Suban, suban. Andrews tenía motivos para estar exasperado. Las mujeres jamás habían sido tan desconcertantes. Una muchacha esperando subir el número 8, exclamó de pronto: 51
—Se me ha olvidado la fotografía de Jack y la necesito. Todo el mundo protestó, pero ella bajó corriendo. Al instante reapareció con la fotografía y saltó al bote. Todo era tan desesperado... ¡y, sin embargo, tan tranquila la noche!..., que el segundo oficial Lightoller creyó estar perdiendo el tiempo cuando el jefe Wilder le pidió que ayudara a buscar armas de fuego. Condujo al capitán, Wilde, y el primer oficial Murdoch al armario donde se guardaban. Wilder puso una de las pistolas en manos de Lightoller, observando: —Tal vez la necesite. —Lightoller se la guardó en el bolsillo y regresó corriendo al bote. Uno tras otro, iban siendo arriados rápidamente al mar. El número 6, a las 12,55; el número 3, a la 1; el número 8, a la 1,10... Viéndoles alejarse, William Cárter, pasajero de primera clase, aconsejó a Harry Widener que buscaran un bote. Widener movió la cabeza. —Creo que me quedaré en el barco, Billy, y me arriesgaré a ver si hay suerte. Ciertos miembros de la tripulación fueron menos optimistas. Cuando el ayudante segundo mayordomo Wheat observó que el jefe-mayordomo Latimer llevaba su salvavidas sobre el abrigo, insistió para que se lo pusiera debajo; nadaría mejor. En el puente, mientras el cuarto oficial Boxhall y el cabo Rowe seguían disparando cohetes, Boxhall no comprendía aún lo que les estaba ocurriendo; al extremo que preguntó al capitán: —Capitán, ¿es realmente tan grave? —Me dice Mr. Andrews —contestó Smith sin exaltarse— que le da al barco una hora u hora y media de vida, como máximo. Lightoller tenía un punto de referencia mucho más tangible: la estrecha y empinada escalera de escape que iba de la cubierta de botes hasta la cubierta E. El agua iba subiendo lentamente los peldaños y de vez en cuando Lightoller se acercaba a la entrada y contaba los escalones que había subido. Veía con toda facilidad porque las luces seguían alumbrando bajo el agua verde pálido. Su marcador indicaba que el tiempo volaba. Todo iba más rápido y más lento a la vez. Una bonita muchacha francesa tropezó y cayó al tratar de subir al número 9. Una mujer mayor pisó fuera del número 10. Cayó entre la proa del bote y el costado del buque. Pero mientras la gente la 52
miraba boquiabierta, alguien, milagrosamente, la cogió por el tobillo. Otros la izaron por la cubierta de paseo y la mandaron hacia arriba. Esta vez entró bien. Algunas se desmoralizaron. Una anciana hizo una escena ante el número 9; por fin sacudió a todo el mundo y se alejó corriendo. Una mujer histérica pegó a todos los que la rodeaban, intentando subir al número 11. El mayordomo Witter estaba de pie en la borda para ayudarla a entrar, pero ella resbaló y cayeron ambos en el fondo del bote. Una mujer gordísima se puso a llorar al lado del número 13. —No me metan en este bote. No quiero subir al bote. ¡Jamás he ido en un bote de remos en mi vida! El mayordomo Ray no hizo el menor caso de sus protestas. —Tendrá que ir. Así que es mejor que se calle. Un plan para llenar los botes desde las otras cubiertas falló del todo. Las puertas que tenían que emplearse jamás se abrieron. Los botes que tenían que esperar se alejaron. La gente que tenía que ir en ellos fue abandonada. Cuando los Caldwell y otros llegaron a la puerta cerrada de la cubierta C, alguien que desconocía el plan cerró con llave tras ellos. Más tarde, alguien de cubierta los descubrió y bajó una escala para que pudieran volver a subir. Se notó la falta de marineros y esto aumentó y empeoró la situación. Algunos de los mejores hombres habían salido en los primeros botes. Otros, también experimentados, estaban en otros puestos, dedicados a otros quehaceres: reuniendo linternas, abriendo ventanas en la cubierta A, ayudando a disparar los cohetes... Seis marineros se perdieron cuando bajaron a abrir los portalones de otras cubiertas inferiores; jamás regresaron. Probablemente quedaron cogidos abajo. Ahora, Lightoller racionaba los marineros de que disponía; sólo dos por bote. El número 6 estaba a medio bajar cuando una mujer gritó a la cubierta de botes: —Sólo llevamos un marinero. —¿Alguno de ustedes es marinero? —preguntó Lightoller a los que le rodeaban. —Si quiere, puedo ir —gritó una voz desde el público. —¿Sabe navegar? —Soy patrón de yate. 53
—Si es lo bastante marinero para llegar a este bote, puede ir. El comandante Arthur Godfrey Peuchen, vicecomodoro del Royal Canadian Yacht Club, se encaramó al pescante y se deslizó por la cuerda hasta el bote. Fue el único pasajero que Lightoller dejó entrar en un bote aquella noche. Los hombres tuvieron más suerte a estribor. Murdoch siguió dejándoles subir si quedaba sitio. El aviador francés Pierre Maréchal y el escultor Paul Chevré subieron al número 7. Un par de agentes de compras de Gimbels ocuparon el número 5. Cuando llegó el momento de bajar el número 3, Henry Sleeper Haiper no sólo se unió a su mujer, sino que se trajo también a su perro pequinés Sun Yatsen y un criado egipcio llamado Hamad Hassah, al que había encontrado en El Cairo y llevado consigo en plan de broma. En el mismo lado, el doctor Washington Dodge esperaba indeciso a la sombra del número 13 cuando el mayordomo de comedor, Ray, le descubrió. Ray le preguntó si su esposa y su hijo se habían ido y Dodge contestó que sí. Ray sintió alivio, porque se tomaba un interés personal por ellos. Había servido a los Dodge a la ida, en el Olympic, y era él el que les había persuadido de que embarcaran en el Titanic para regresar. En cierto modo, era el responsable de que los Dodge estuvieran a bordo. No eran horas de filosofar. Ray le gritó: —Suba aquí. —Y empujó al doctor dentro del bote. La escena era casi cortesana ante el número 1. Sir Cosmo Duff Gordon, su esposa y su secretaria, miss Francatelli, a la que lady Duff Gordon llamaba miss Franks, preguntaron a Murdoch si podían subir. —Claro que sí, con mucho gusto —contestó Murdoch, según sir Cosmo (por otra parte, el vigía George Symons, que estaba allí cerca, cree que Murdoch se limitó a contestar: «Vengan»). Luego, dos americanos, Abraham Solomon y C. E. H. Stengel, llegaron y fueron invitados a subir. Stengel tuvo dificultades en saltar por encima de la barandilla; por fin subió, resbaló y cayó al bote. Murdoch, un hombre ágil, rió alegremente y comentó: —Es lo más gracioso que he visto esta noche. Por allí no se veía a nadie más. Todos los botes cercanos se habían ido y la gente se había ido a popa. Cuando los cinco pasajeros estuvieron a bordo, Murdoch añadió seis paleros, puso al vigía Symons al frente y le recomendó: 54
—Apártate del barco y regresa cuando se te llame. —Hizo una señal a los hombres de los pescantes y bajaron al número 1; capacidad, 40 personas, ¡con exactamente 12 a bordo! Mientras el bote iba crujiendo hacia abajo, el engrasador Walter Hurst lo contempló desde el puente. Recuerda que observó con cierta causticidad: —Si alejan los botes, no estaría mal que les metieran gente dentro. Abajo, en tercera clase, estaban todos aquellos que ni siquiera tuvieron la oportunidad de no poder caber en el número 1. Un enjambre de hombres y mujeres esperaban al pie de la escalera principal del entrepuente, en el extremo de popa de la cubierta E. Estaban allí desde que los mayordomos les habían sacado de la cama. Al principio eran sólo mujeres y matrimonios; pero poco después empezaron a llegar los hombres de proa, viniendo por «Scotland Road» con su equipaje. Ahora estaban todos abarrotados; ruidosos, inquietos, con un aspecto más de inquilinos que de pasajeros bajo los techos sin altura, las bombillas sin pantalla, la limpia simplicidad de las paredes blancas y desnudas. John Edward Hart, mayordomo de tercera, pugnaba por hacerles ponerse los salvavidas. No tenía mucha suerte, en parte porque les aseguraba que no había peligro, en parte porque pocos de ellos entendían el inglés. El intérprete Muller hacía lo que podía con multitud de finlandeses y suecos, pero se desenvolvía lentamente. A las 12,30 recibieron la orden de enviar mujeres y niños a cubierta. Era inútil esperar que supieran encontrar el camino a través del laberinto de corredores normalmente cerrados a los de tercera; así que Hart decidió acompañarles por pequeños grupos. Esto requirió también tiempo, pero por fin se organizó un convoy que abrió la marcha. Fue un viaje largo; escaleras arriba hasta el salón de tercera clase en la cubierta C; a través del espacio abierto; por la biblioteca de segunda clase y, por fin, a primera. Entonces tuvieron que enfilar el corredor donde estaba el dispensario, la sala de estar de las doncellas y ayudas de cámara de los pasajeros de primera, y, por fin, subir la escalera de honor hasta la cubierta de botes. Hart condujo a su grupo hasta el bote número 8, pero así y todo su trabajo no terminó ahí. A la misma velocidad que metía a la gente dentro del bote volvían a saltar y se refugiaban dentro, donde hacía calor. Era más de la una cuando Hart regresó a la cubierta E para organizar otro grupo. No fue más fácil. Muchas mujeres seguían negándose a ir y, 55
por otra parte, algunos hombres se empeñaban, en cambio, en embarcar. No obstante, según órdenes recibidas, aquello no podía hacerse de ningún modo. Por fin volvió a emprender el mismo largo camino. Sería la 1,20 cuando llegó a cubierta y metió a su grupo en el bote número 15. No había tiempo para bajar a buscar más. Murdoch se metió en el bote y él y su segundo grupo bajaron al mar, alrededor de la 1,30. No hubo ninguna organización de emergencia. De un modo u otro los pasajeros del entrepuente pudieron evitar el cul de sac de la cubierta E y supieron llegar arriba. Allí se quedaron esperando, sin que nadie les ayudara o guiara. Algunas de las vallas que marcaban las separaciones habían caído. Los que pudieron cruzar estas vallas anduvieron perdidos por otras dependencias del barco. Algunos encontraron, eventualmente, su camino hasta los botes. Pero la mayoría de estas barreras estaban en pie y los pasajeros de entrepuente, que percibían el peligro y querían llegar a los botes, se guiaban por su propio instinto. Como una fila de hormigas, un grupo subía lentamente, arrastrándose por una cabria en el pozo, de cubierta de popa, se encaramaron por el botalón hasta los alojamientos de primera clase, luego saltaron las barandillas y llegaron a la cubierta de botes. Algunos se deslizaron por debajo de una cuerda tendida a través del pozo de popa de cubierta, que les mantenía más a raya que detrás de una barrera auténtica. Pero, una vez salvado esto, era relativamente fácil llegar a la escalera de segunda clase y de ahí a los botes. Otros consiguieron llegar a la cubierta de paseo de segunda en B, y luego ya no supieron seguir adelante. Desesperados, se volvieron hacia una escalerilla de escape para uso de la tripulación. Esta escalerilla estaba junto a las ventanas brillantemente iluminadas del restaurante, à la carte, de primera clase, y cuando Anna Sjoblom se preparaba a subir por ella junto con otra muchacha, se detuvieron a mirar. Se maravillaron ante las mesas bellamente preparadas, con la plata y porcelana, para el día siguiente. La otra muchacha sintió el impulso de romper la ventana y entrar, pero Anna la convenció de que la compañía les haría pagar el desperfecto. Muchos de los hombres del entrepuente subieron por otra escala de escape desde el pozo de proa y luego por las escaleras de primera hasta los botes. 56
Otros golpearon las barreras, pidiendo que se les dejara pasar. Cuando Daniel Buckley subió unas escaleras que conducían a una de las puertas de una barrera de primera clase, el hombre que le precedía fue lanzado hacia abajo por un marinero que estaba de guardia. El pasajero, furioso, se puso en pie de un salto y volvió a subir la escalera. El marinero echó una ojeada, cerró la puerta con llave y huyó. El pasajero rompió la cerradura y pasó gritando todo lo que haría al marinero si le encontraba; derribada la puerta, Buckley y docenas de hombres pasaron a primera clase. Ante otra barrera, un marinero mantuvo a raya a Kathy Gilnagh, Kate Mullins y Kate Murphy (parece como si en el Titanic todas las muchachas irlandesas se llamaran Katherine). De pronto, un pasajero de entrepuente, Jim Farrell, un irlandés decidido procedente del mismo condado que las muchachas, llegó rugiendo: —¡Santo Dios, hombre! ¡Abre la puerta y deja que pasen las chicas! Aquello fue una demostración magnífica de puro dominio vocal. Con gran sorpresa por parte de las muchachas, el marinero las dejó pasar sin chistar. Pero por cada pasajero que encontraba el camino cientos de ellos andaban sin rumbo por la cubierta de popa, o al pie de la escalera que conducía a la cubierta E. Algunos se habían refugiado en sus camarotes. Allí es donde Mary Agatha Glynn y cuatro abatidas compañeras de camarote fueron descubiertas por el joven Martin Gallagher. Las acompañó rápidamente al número 13 y volvió a bajar. Otros buscaron refugio en las oraciones. Cuando Gus Cohen, pasajero de entrepuente, pasó ante el comedor de tercera una hora después, vio a muchos reunidos allí con rosarios en las manos. El personal del restaurante à la carte estaba pasando el peor momento. No eran ni carne ni pescado. No se les consideraba como pasajeros, pero técnicamente tampoco formaban parte de la tripulación. El restaurante no pertenecía a la White Star Line, sino que monsieur Gatti era el concesionario. Así era como sus empleados no tenían el menor «estado» en el barco. Y para que las cosas anduvieran peor, eran franceses e italianos; objeto, por tanto, de las suspicacias anglosajonas en aquella época de 1912. Desde el primer momento no tuvieron la menor importancia. El mayordomo Johnson recuerda verles a todos reunidos en su alojamiento de popa en la cubierta E. El gerente Gatti, su cocinero y el ayudante del 57
cocinero, Paul Maugé, fueron los únicos que llegaron a los botes. Y pudieron pasar porque iban de paisano; la tripulación los tomó por pasajeros. Abajo, en las salas de máquinas, nadie pensó en irse. Los hombres luchaban desesperadamente para mantener el vapor; las luces estaban encendidas; las bombas, funcionando. El maquinista jefe, Bell, hizo levantar todas las compuertas de popa del cuarto de calderas número 4. Cuando el agua llegara, las volverían a bajar; entretanto, se moverían con más facilidad. El engrasador Fred Scott trabajaba para liberar a un compañero cogido en un túnel del otro lado de una de las puertas. Thomas Ranger, otro engrasador, apagó el último de los 45 ventiladores; gastaban demasiada electricidad. El palero Thomas Patrick Dilion ayudó a arrastrar largos trozos de tubería de los departamentos de popa para conseguir más volumen de succión en la bomba que funcionaba en el cuarto de calderas número 4. Ahí estaba George Cavell, ocupado en rebajar los fuegos. Esto significaba menos fuerza, pero no tenía que haber ninguna explosión cuando el agua llegara al número 4. Faltaba poco para la 1,20 y el trabajo estaba casi terminado cuando se fijó en que el agua empezaba a filtrarse por las rendijas de las planchas metálicas del suelo. Clavell trabajó más de prisa. Cuando el agua le llegó a las rodillas se dijo que había hecho bastante. Ya había llegado arriba de la escalerilla de escape cuando empezó a pensar que había abandonado a sus compañeros. Otra vez abajo, descubrió que ellos también se habían ido. Con la conciencia tranquila subió, esta vez, definitivamente. Para entonces la mayoría de los botes se habían ido. Uno a uno iban alejándose del Titanic remando lentamente, golpeando y rizando la superficie lisa como un cristal. —Jamás había tenido un remo en las manos, pero creo que sabré remar —explicó un mayordomo a Mrs. J. Stuart White, cuando el número 8 se hizo a la mar. Desde todos los botes, los ojos estaban fijos en el Titanic. Sus altísimos mástiles y las cuatro chimeneas se destacaban en negro sobre la clara noche azul. Las resplandecientes cubiertas de paseo y las largas filas de ventanillas todas arrojaban luz; desde los botes podían ver a la gente apoyada en las barandillas; les llegaba la música por el aire tranquilo. Parecía imposible que algo grave ocurriera a ese gran barco; no obstante, 58
estaban en medio del mar y el barco casi hundido de proa. Brillantemente iluminado de popa a proa, parecía un pastel de cumpleaños desmoronado por un lado. Los botes siguieron alejándose torpemente. Aquellos a los que se ordenó esperar estaban con los remos quietos. Otros, mandados al barco, cuyas luces brillaban a distancia, empezaron su doloroso viaje. El barco parecía estar angustiosamente cerca, tan cerca que el capitán Smith dijo a los del número 8 que descargaran y regresaran en busca de más pasajeros. Aproximadamente a la misma hora, preguntó al cabo Rowe, que seguía disparando cohetes, si sabía manejar una lámpara Morse. Rowe contestó que «un poco» y el capitán le dijo: —Llame a este barco y cuando conteste dígale: «Somos el Titanic. Nos hundimos. Por favor, prepare todos sus botes.» Boxhall ya había intentado ponerse en contacto con él, pero Rowe deseaba ardientemente probar su suerte; entre cohete y cohete, lo llamó una y más veces. No obtuvo respuesta. Luego, Rowe dijo al capitán Smith que creía ver otra luz un cuarto a estribor. El viejo capitán miró con sus prismáticos y con la máxima cortesía dijo a Rowe que lo que había visto era un planeta. Pero le gustaba el entusiasmo del joven cabo y prestó los prismáticos a Rowe para que viera por sí solo. Entretanto, Boxhall fue elevando cohetes. Pronto o tarde, de un modo u otro, llamarían la atención del desconocido. En el puente del Californian, el segundo oficial Stone y el aprendiz Gibson contaban los cohetes: cinco a las 12,55. Gibson volvió a hacer funcionar su lámpara Morse y a la una levantó de nuevo sus prismáticos para echar una mirada más. Llegó a tiempo de ver elevarse otro cohete. A la 1,10, Stone silbó por el tubo acústico al cuarto de derrota y habló con el capitán Lord. Este preguntó: —¿Son señales de la compañía? —No lo sé —respondió Stone—, pero parecen ser cohetes blancos. El capitán le aconsejó que siguiera señalando con la lámpara Morse. Un poco más tarde, Stone entregó sus prismáticos a Gibson, observando: —Míralo ahora. Tiene un aspecto raro fuera del agua. Sus luces también están raras.
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Gibson observó cuidadosamente el barco. Parecía escorar. Tenía, según él, «una gran parte fuera del agua». Y Stone, de pie a su lado, se fijó en que la luz roja de posición había desaparecido.
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Capítulo V «CREO QUE ESTÁ PERDIDO, HARDY»
Los demás barcos no parecían comprender nada. A la 1,25, el Olympic preguntó: —¿Cambian de rumbo para venir a encontrarnos? Y Phillips explicó, pacientemente: —Estamos cargando las mujeres en los botes. Luego, el Frankfort: —¿Ha llegado algún barco junto a ustedes? Phillips ni contestó. Pero el Frankfort volvió a llamar pidiendo más detalles. Aquello era excesivo. Pegó un salto y explicó, chillando: —¡Condenado imbécil, me pregunta «si pasa algo»! —Y, furioso, contestó—: ¡Imbécil, apártese y vaya al diablo! De vez en cuando entraba el capitán. Una de las veces para advertir que la luz empezaba a fallar; otra, para anunciar que el fin se aproximaba; más tarde, que el agua había inundado la sala de máquinas. A la 1,45, Phillips suplicó al Carpathia: —Vengan a toda marcha. Sala de máquinas inundada. El agua llega a las calderas. Entretanto, Bride echó un abrigo sobre los hombros de Phillips y consiguió abrocharle un salvavidas. El problema de ponerle los zapatos resultaba más complicado. Phillips preguntó si quedaba algún bote. Tal vez no necesitara las botas. Una sola vez dejó los auriculares a Bride y se fue a ver lo que ocurría. Volvió moviendo la cabeza. —No me gusta nada. La verdad es que no podía estar peor todo. El mar pasaba ahora por encima del pozo de cubierta de popa; lamía las cabrias, las escotillas y el pie del mástil; rompía al pie de la superestructura blanca. El rugido del vapor había muerto, aquellos cohetes que crispaban los nervios ya no se elevaban; pero la inclinación de la cubierta era mucho más fuerte y el barco escoraba a babor. 61
Alrededor de la 1,40, el oficial jefe Wilde gritó: — ¡Todo el mundo a estribor para enderezarlo! Pasajeros y tripulación corrieron al otro lado y el Titanic volvió pesadamente a ponerse bien. El trabajo de los botes siguió adelante. Cuando iba a ser arriado el número 2, a la 1,45, Johnson, con los bolsillos llenos de naranjas, pidió a gritos a los de cubierta que le echaran una navaja para cortar los cabos. El marinero McAuliffe dejó caer una, advirtiéndole: —Acuérdate de devolvérmela en Southampton. McAuliffe era probablemente el último hombre del Titanic que creía en su regreso a Southampton. El primer oficial Murdoch lo entendía de otro modo. Paseando por cubierta con el mayordomo jefe de segunda clase, Hardy, le dijo suspirando: —¡Creo que está perdido, Hardy! Ya no había la menor dificultad en persuadir a la gente para que abandonaran el barco. Paul Maugé, el ayudante de cocinero, saltó desde una altura de diez pies a un bote que arriaban. Alguien en una cubierta inferior trató de sacarle, pero él se revolvió y quedó a salvo. Daniel Buckley, pasajero de tercera, que pasó la barrera derribada y llegó a cubierta, no esperó más. Con otros varios hombres saltó a un bote y se agazapó allí, llorando. La mayor parte de los hombres fueron sacados a la fuerza, pero él logró encontrar un chal de mujer. Dijo que Mrs. Astor se lo puso encima; de todos modos, el disfraz le sirvió. Otro joven, apenas un niño, no tuvo tanta suerte. El quinto oficial Lowe le cazó debajo de un asiento en el número 14, gimiendo y asegurando que ocuparía poco sitio. Lowe sacó la pistola, pero el muchacho suplicó con más fuerza. Entonces Lowe cambió de táctica; le dijo que fuera hombre y consiguió sacarlo. Pero para entonces Mrs. Charlotte Collyer y otras mujeres estaban llorando, y su hija Marjory, de ocho años, se unió al clamor, tirando a Lowe de la manga y suplicando: —Oh, señor hombre, no dispare; por favor, no mate al pobre hombre. Lowe se detuvo para sonreírle y tranquilizarla. El muchacho ya estaba fuera, echado boca abajo cerca de un rollo de cuerda. 62
Pero los apuros no habían terminado para el número 14. Otra ola de hombres asaltó el bote. El marinero Scarrott los apartó pegándoles con el timón. Esta vez, Lowe sacó la pistola y gritó: —¡Si esto vuelve a repetirse, esto es lo que recibirán! —Y disparó tres veces al aire mientras el bote era arriado. Murdoch pudo apenas detener otro asalto al número 15. Gritó a la gente: —¡Fuera, fuera! ¡Las mujeres primero! En proa había dificultades con el bote plegable C, que había sido colocado en los pescantes del número 1. Una multitud empujaba tratando de subir a bordo. Dos hombres lograron saltar dentro. El sobrecargo Eerbert McElroy disparó dos veces al aire. Murdoch gritó: —¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí! Hugh Woolner y Bjomstrom Steffanson, atraídos por las llamaradas de las pistolas, corrieron a ayudar. Cogiendo a los culpables por brazos, piernas o lo que podían, vaciaron el bote y continuó el embarque. Jack Thayer estaba algo apartado, junto con Milton Long, un muchacho de su edad que conoció en el bateo y que era de Springfield, Massachusetts. Se habían conocido aquella misma noche después del café. Al ocurrir el choque, Long, que viajaba solo, se arrimó a la familia Thayer, pero él y Jack perdieron a los mayores entre el gentío de la cubierta A. Ahora estaban solos, sin saber qué hacer, suponiendo que el resto de la familia estaba ya en los botes. Por fin decidieron apartarse del bote C. Con todo aquel jaleo parecía destinado a volcarse. Pero estaban en un error. Las cosas fueron arreglándose poco a poco y por fin el C estuvo listo para ser arriado. El oficial jefe Wilde gritó para averiguar quién lo mandaba. Al oírle, el capitán Smith se volvió al cabo Rowe, entretenido aún con la lámpara Morse, y le mandó hacerse cargo del bote. Rowe saltó y se preparó para arriar. A pocos pasos, el presidente Bruce Ismay seguía ayudando a preparar botes. Ahora estaba más tranquilo que en los primeros momentos en que Lowe le chilló; ahora, realmente, parecía un miembro, aceptado, de la tripulación del Titanic. Este era un papel frecuente para Ismay, pero en absoluto el único. A veces prefería el papel de pasajero. Hasta poco antes, durante el viaje, había cambiado diferentes veces de personaje. 63
En Queenstown fue una especie de supercapitán. Ordenó al maquinista jefe, Bell, la velocidad que quería en distintas etapas del viaje. También dispuso la hora de llegada: el miércoles por la noche, en lugar del martes por la noche. Respecto a eso, no consultó siquiera con el capitán. Ya en alta mar, Ismay fue ante todo un pasajero, disfrutando de la buena cuisine del restaurante à la carte..., juegos..., bridge..., té y bollos en su silla de cubierta, en la parte de babor de la cubierta A. En ese domingo fue lo bastante miembro de la tripulación para conseguir ver el mensaje sobre el hielo que llegó procedente de otro barco. En el alegre y soleado patio de las palmeras, en el momento en que tocaban el aviso para el almuerzo, el capitán Smith le dio el mensaje del Baltic. Durante la tarde, Ismay (que gustaba de recordar a la gente el cargo que ostentaba) lo sacó del bolsillo y lo enseñó, de lejos, a Mrs. Ryerson y a Mrs. Thayer. En el fumador, antes de la cena, mientras el atardecer resplandecía todavía tras los cristales ambarinos de las ventanas, el capitán Smith buscó y rescató el mensaje. Ismay, inmaculado en su traje de etiqueta, entró en el restaurante, impecable, absolutamente pasajero de primera clase. Después del choque volvió a ser tripulación: en el puente, con el capitán; consultando con el maquinista jefe Bell; y ahora, pese a las palabras duras del quinto oficial Lowe, dando órdenes sobre los botes. Por fin, el cambio definitivo. En el último instante subió al bote C. Lo arriaron con 42 pasajeros y entre ellos Bruce Ismay; ni más ni menos que otro pasajero. Pero la mayor parte fueron distintos. William T. Stead, tan independiente como siempre, se quedó leyendo en el fumador de primera clase. Al fogonero Kemish, que pasaba en aquel instante, le dio la impresión de que pensaba quedarse allí, pasara lo que pasara. El reverendo Robert J. Bateman, de Jacksonville, se quedó mirando a su cuñada, Mrs. Ada Balls, que embarcaba. —Si no volvemos a encontramos en este mundo —le gritó—, te veré en el otro. Luego, al bajar el bote le tiró su corbata como recuerdo. George Widener y John B. Thayer se recostaron contra la barandilla de la cubierta superior, comentando tranquilamente las cosas. En contra de la suposición de Jack, su padre no estaba a salvo en un bote y, la verdad, tampoco tenía la menor idea de meterse en uno. Un poco más allá, Archie 64
Butt, Clarence Moore, Arthur Ryerson y Walter Douglas estaban juntos y en silencio. El comandante Butt estaba muy quieto, no tenía pistola y no tomó parte activa en nada, a despecho de las historias que circularon diciendo que dirigió las operaciones. Más atrás, Jay Yates, descrito como el jugador de ventaja que esperaba hacer un viaje inaugural productivo, estaba solo y sin amigos. A una mujer que subía a un bote le entregó una página arrancada de su agenda. Firmó con una de sus «alias»; el papel decía: «Si se salva, informe a mi hermana, mistress F. J. Adams, de Findlay, Ohio, que me he perdido. J. H. Rogers.» Benjamín Guggenheim mandó un mensaje más detallado: «Si me ocurre algo, digan a mi esposa que he tratado de cumplir con mi deber lo mejor que he podido.» Guggenheim se sobrepasó; desapareció el jersey que el mayordomo Etches le hizo poner. También el salvavidas. En cambio, él y su ayuda de cámara aparecieron, resplandecientes, en traje de etiqueta. —Nos hemos puesto lo mejor —explicó— y estamos preparados a hundimos como caballeros. Quedaban algunas parejas. Los Allison esperaban, sonrientes, en la cubierta de paseo; Mrs. Allison daba la mano a la pequeña Lorraine y con la otra se cogía a su marido. Los Straus se apoyaban contra la barandilla de la cubierta superior, cogidos por la cintura. Una joven pareja del Oeste esperaba allí cerca; cuando Lightoller preguntó a la joven si podía incluirla en un bote, ella le contestó animadamente: —Ya se guardará. Hemos emprendido el viaje juntos y, si es preciso, lo terminaremos juntos también. Archibald Gracie, Clinch Smith y una docena o más de hombres de primera clase trabajaron con la tripulación, cargando los últimos botes. Al ayudar a miss Constante Willard, de Duluth, Minnesota, le sonrieron y le encargaron que fuera valiente. Observó grandes gotas de sudor en sus frentes. Lightoller sudaba también. Se quitó su grueso abrigo. Incluso en pijama y jersey estaba empapado debido a su enorme trabajo. Hacia un efecto tan raro en aquella noche glacial, que el ayudante doctor Simpson, siempre chistoso, le gritó: —¡Eh, Lightoller!, ¿tiene calor? 65
Este ayudante estaba con el viejo doctor O’Loughlin. El sobrecargo McElroy, con su ayudante Barker. Lightoller se les reunió un instante. Todos se estrecharon la mano y dijeron: —¡Adiós! No había tiempo para más. Una sola mirada a la escalera indicó a Lightoller que el agua llegaba ahora a la cubierta C; subía rápidamente. Pero las luces seguían brillando; la música tocando a un ritmo endiablado; nadie flaqueaba. Sólo dos botes más. Uno de ellos, el número 4, había sido una fuente de quebraderos de cabeza toda la noche. Hacía más de una hora que Lightoller lo había bajado hasta la cubierta A, contando con llenarlo desde allá, pero todas las ventanas estaban cerradas. Entonces, alguien se fijó en que el palo de sondeo del Titanic asomaba directamente debajo del bote. Sam Parks, un marinero y el encargado de provisiones Jack Foley bajaron a partirlo a hachazos, pero les costó trabajo encontrar un hacha. El tiempo volaba. Lightoller corrió a los otros botes; cargaría éste más tarde. Entretanto, los pasajeros que esperaban ir en el número 4 se iban enfriando. Y eran todos gente importante. Los Astor, Widener, Thayer, Cárter y Ryerson no querían separarse. Cuando Lightoller ordenó en un principio que se cargara el bote, esposas, niños, doncellas y niñeras bajaron a la cubierta de paseo para embarcar en grupo. Al ver que no podía ser, se quedaron donde estaban. Poco a poco, fueron apareciendo los maridos y durante más de una hora la crema de la sociedad de Nueva York y Filadelfia esperó mientras se abrían las ventanas y se partía la vara de sondaje. Una vez les mandaron subir a cubierta de botes, pero el segundo mayordomo Dodd los mandó bajar de nuevo. Mrs. Thayer, exasperada, exclamó: —Nos mandan arriba y ahora nos vuelven a mandar abajo. Dígannos adonde tenemos que ir, y seguiremos. A la 1,45 volvió Lightoller. Ahora se colocó con un pie en el bote número 4 y el otro en el antepecho de la ventana. Alguien colocó sillas pegadas a las barandillas para que sirvieran de escalera. Los hombres esperaron para ayudar a las mujeres y niños a pasar por las ventanas. John Jacob Astor ayudó a Mrs. Astor a través del marco, luego preguntó si podía ir él también. Su esposa estaba, según propias palabras, «en estado delicado». 66
—No, señor—contestó Lightoller—. No se dejan ir hombres en estos botes hasta que todas las mujeres estén embarcadas. Astor preguntó qué bote era y Lightoller contestó: —El número 4. El coronel Gracie estaba seguro de que lo único que quería Astor era poder localizar más tarde a su mujer. Lightoller, en cambio, tenía la seguridad de que pensaba presentar una queja. Luego llegó el turno de los Ryerson. Arthur Ryerson observó que su doncella francesa Victorine no tenía salvavidas. Rápidamente se desprendió del suyo y se lo puso a ella. Cuando Mrs. Ryerson se acercó con su hijo Jack a la ventana, Lightoller gritó: —Este muchacho no puede ir. Mr. Ryerson se adelantó, indignado. —Claro que puede ir; el chico va con su madre; sólo tiene trece años. Le dejaron pasar, y Lightoller se quedó refunfuñando: —Se acabaron los niños. A la 1,55, el número 4 bajó al agua..., sólo 15 pies más abajo. Mrs. Ryerson se quedó impresionada al ver lo mucho que se había hundido el barco. Contempló cómo el agua entraba por las enormes ventanas cuadradas de la cubierta y bañaba los muebles de época de los camarotes de lujo. Luego levantó la mirada hasta la cubierta de paseo. Mr. Ryerson seguía junto a la barandilla con Mr. Widener mirando al bote. Parecían muy callados. Sólo quedaba un bote. El plegable D acababa de ser colocado en los pescantes del número 2 y estaba listo para cargar. No había tiempo que perder. Las luces empezaban a enrojecer. En alguna parte del barco se estaba rompiendo porcelana. Jack Thayer vio pasar un hombre por allí con una botella entera de ginebra Gordon. Se la llevó a la boca y la bebió hasta el final. Jack Thayer se dijo: «Si salgo de ésta, ¡he aquí un hombre que no volveré a ver!» (En realidad, fue uno de los primeros supervivientes que Thayer encontró.) Lightoller no quiso exponerse más. La mayoría de los pasajeros se habían ido a popa, pero quedaba un bote..., 47 asientos... y 1.600 personas. Hizo que la tripulación, con las manos cogidas, formara un amplio círculo alrededor del bote D. Sólo podían acercarse las mujeres.
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Dos niños pequeños fueron llevados por su padre hasta el círculo, entregados y colocados en el bote. El padre volvió a retroceder junto a la gente. Dijo llamarse «Mr. Hoffman» y explicó que llevaba a los niños a visitar unos parientes americanos. Se llamaba realmente Navatril y había robado los niños a su esposa, de la que estaba separado. Henry B. Harris, el productor teatral, acompañó a Mrs. Harris hasta el círculo, se le dijo que no podía seguir adelante y suspiró: —Sí, ya sé. Me quedo aquí. El coronel Gracie subió corriendo con Mrs. John Murray Brown y miss Edith Evans, dos de las cinco damas «sin protección» a las que se había ofrecido para el viaje. Le detuvieron junto al círculo, pero hizo pasar a las mujeres. Llegaron al bote cuando iba a ser arriado. Miss Evans se volvió a Mrs. Brown, diciéndole: —Usted primero. Tiene hijos en casa que la esperan. Ayudó rápidamente a Mrs. Brown a saltar la barandilla y en aquel momento alguien mandó arriar; a las 2,05 el bote plegable D, el último de todos, bajaba al mar... sin Edith Evans. Exactamente abajo, Hugh Woolner y Bjornstrom Steffanson estaban solos, apoyados en la barandilla. Había sido una noche tremenda..., ayudando a mistress Candee..., intentando salvar a los Straus..., arrastrando a todos aquellos cobardes que habían asaltado el bote C. Ahora estaban en la cubierta A buscando alguien más a quien ayudar, pero la cubierta estaba completamente desierta. Las luces empezaban a ser sólo un resplandor rojizo. — ¡Esto se está poniendo muy feo! —observó Woolner—. Vayamos por la puerta del fondo. Anduvieron hacia la parte abierta de la cubierta de paseo. Al salir, el mar invadía la cubierta y les llegaba, después de cubrirles los escarpines de etiqueta, a las rodillas. Saltaron a la barandilla. Nueve pies más abajo vieron deslizarse el bote D por el costado del buque. Ahora o nunca. — ¡Saltemos! —gritó Woolner—. Hay sitio de sobra delante. Steffanson se tiró al bote, cayendo de cabeza a proa. Inmediatamente siguió Woolner, cayendo mitad dentro y mitad fuera. Al momento llegaron a la superficie y soltaron las cuerdas. Al alejarse, el marinero William Lucas levantó la cabeza y gritó a miss Evans, que seguía en cubierta: —Van a poner otro bote para usted. 68
Capítulo VI «ASÍ HAY QUE HACERLO EN ESTAS SITUACIONES...»
Cuando todos los botes se hubieron ido, una extraña quietud se extendió por el Titanic. La excitación y la confusión habían terminado y los centenares de pasajeros que se quedaron esperaban en silencio en las cubiertas superiores. Parecían agruparse hacia dentro, alejándose lo más posible de la barandilla. Jack Thayer se quedó con Milton Long del lado estribor de la cubierta de botes. Se fijaron en un pescante vacío y lo emplearon como aparato para medir la rapidez con que se hundía el barco. Vieron los esfuerzos inútiles para desatar dos botes plegables sujetos al techo del alojamiento de oficiales. Intercambiaron mensajes para sus respectivas familias. A veces callaban, simplemente. Thayer pensó en lo mucho que se había divertido y en los futuros placeres que jamás conocería. Pensó en su padre y en su madre, en sus hermanas y hermano. Se sentía lejos, como si todo lo viera desde un lugar muy remoto. Empezaba a sentir una enorme compasión de sí mismo. El coronel Gracie, un poco más lejos, sentía un extraño jadeo. Más tarde, explicó, algo envarado, que era la sensación que se experimenta cuando vox faucibus haesiti como le ocurría frecuentemente al viejo héroe troyano de nuestros días escolares. En aquel momento se limitó a decir para sí: «Adiós a todos los de casa.» En la cabina no quedaba tiempo ni para compadecerse ni para vox faucibus haesit. Phillips seguía trabajando en el transmisor, pero había muy poca fuerza. Bride estaba a su lado, viendo a la gente revolviendo por los alojamientos de oficiales y el gimnasio en busca de salvavidas sobrantes. Eran las 2,05 cuando el capitán Smith entró en la cabina por última vez. —Muchachos, han cumplido sobradamente con su deber. No pueden hacer nada más. Abandonen su cabina. Ahora cada hombre debe luchar por su vida. 69
Phillips levantó la vista un momento y luego volvió a bajar la cabeza sobre su aparato. El capitán Smith volvió a insistir: —Sálvense. Quedan libres de servicio. —Una pausa y luego a media voz—: Así hay que hacerlo en estas situaciones... Phillips siguió trabajando. Bride empezó a recoger sus papeles. El capitán volvió a la cubierta superior y anduvo de un lado a otro hablando con los hombres. Al fogonero James McGann, le dijo: —Bueno, muchachos, sálvese el que pueda. —Y lo mismo repitió a Alfred White. Al mayordomo Edward Brown, le dijo: —Muchachos, hagan lo que puedan por las mujeres y los niños y luego ocúpense de ustedes. —Y a los que estaban en el tejado de los alojamientos de oficiales—: Han cumplido con su deber, muchachos. Ahora, que se salve el que pueda. Luego, regresó al puente. Algunos de los hombres tomaron las palabras del capitán al pie de la letra y saltaron por la borda. El panadero Walter Belford saltó lo más lejos que pudo, echándose al mar doblado como si estuviera sentado. Todavía tiembla y contiene el aliento cuando piensa en el frío cortante del agua. El engrasador Fred Scott, recién llegado del cuarto de calderas número 4, intentó deslizarse por un pescante vacío, no supo y se cayó de barriga al mar. Fue recogido por el bote número 4, que se mantenía al lado del barco, pero tratando de librarse de sillas y maderos que ahora empezaban a llover. El mayordomo Cunningham saltó y consiguió también alcanzar el número 4. Pero la mayoría de la tripulación se quedó en el barco. Sobre el tejadillo del alojamiento de oficiales, Lightoller vio al palero Hemming trabajando en uno de los plegables enredados. Sin embargo, Hemming debía de haberse ido hacía tiempo como parte de la tripulación del número 6. —¿Por qué no se ha ido, Hemming? —Oh, sobra tiempo, señor. Cerca de allí, dos mayordomos jóvenes contemplaban distraídos a Lightoller, Hemming y a los demás. En la semipenumbra de la cubierta de botes sus almidonadas chaquetas blancas destacaban, mientras, apoyados en la barandilla, discutían sobre cuánto duraría el barco. Desparramados por la cubierta, unos quince botones de primera clase estaban igualmente 70
tranquilos, incluso parecían disfrutar, porque ahora no importaba a nadie que fumaran. Cerca, el instructor del gimnasio, T. W. McCawley, un hombre ágil vestido de franela blanca, explicó que no quería ponerse el salvavidas; le mantenía a uno a flote, pero entorpecía los movimientos rápidos; sabía que podía nadar alejándose mucho más de prisa sin él. Ante la entrada de la escalera monumental, entre la primera y la segunda chimenea, los músicos, con salvavidas sobre sus abrigos, seguían tocando alegremente. Los pasajeros continuaban igualmente tranquilos, aunque algunos empezaban a saltar. Frederick Hoyt vio a su mujer en el plegable D, saltó y nadó hasta donde creyó que el bote pasaría. Calculó bien. A los pocos minutos el D pasaba por su lado y le recogía. Durante toda la noche estuvo sentado y calado hasta los huesos, pero remando para evitar la congelación. Pero, en general, los pasajeros se limitaron a esperar o pasear despacio por cubierta. La sociedad de Nueva York y Filadelfia continuaba agrupada. John B. Thayer, George y Harry Widener, Duane Williams, formaban un grupo. Estrellas de menor magnitud, como Clinch Smith y el coronel Gracie, rondaban por allí cerca. Astor permaneció casi siempre solo, y los Straus se sentaron en sillas de cubierta. Jack Thayer y Milton Long discutieron sobre si saltar o no. El pescante que utilizaban como marcador indicaba que el Titanic se hundía ahora mucho más rápidamente. Thayer quería saltar, deslizarse por uno de los pescantes vacíos y nadar hasta los botes que veía vagamente a más 500 ó 600 yardas. Era un buen nadador. Long, menos bueno, le disuadió y convenció para que no lo intentara. Más adelante, el coronel Gracie prestó su navaja de bolsillo a los hombres que batallaban con el plegable sujeto al tejado del alojamiento de oficiales. Estaban trabajando como negros y Gracie se preguntó por qué lo harían. Algunos de los pasajeros de tercera habían encontrado por fin el camino de cubierta, y otros se dirigían, en cambio, a la popa, que cada vez estaba más alta. La cubierta del extremo de popa, normalmente perteneciente a tercera clase, se veía ahora, de pronto, concurridísima por toda clase de gente. Olaus Abelseth fue uno de los que llegaron a la cubierta de botes. Toda la noche había estado en popa con su primo, su cuñado y dos muchachas noruegas. Junto con otros hombres y mujeres del entrepuente, 71
anduvieron sin rumbo, esperando a que alguien les indicara lo que tenían que hacer. Alrededor de la 1,30, un oficial abrió la barrera que comunicaba con la primera clase y mandó a las mujeres a cubierta. A las 2, se dejó entrar también a los hombres. Muchos preferían ahora quedarse donde estaban; éste sería el último punto que sobresaliera del agua. Pero Abelseth, su primo y cuñado subieron por si quedaba algún bote. El último se alejaba. Así que se quedaron allí, tan preocupados por encontrarse en primera clase como por las circunstancias que les hacían estar en ella. Abelseth contempló cómo la tripulación trataba de soltar los botes plegables. Uno de los oficiales en busca de gente, llamó: —¿Hay alguien que sea marinero? Abelseth había pasado en el mar dieciséis de sus veintisiete años y creyó poder hablar. Pero su primo y su cuñado le rogaron: —No; quedémonos aquí, juntos. Y así lo hicieron. Se encontraban turbados y hablaban poco. Fue mucho peor cuando míster y mistress Straus se acercaron. —Por favor —decía el anciano caballero—, sube a uno de los botes y sálvate. —No, deja que me quede contigo —le contestó su esposa. Abelseth se volvió y miró hacia otra parte. Dentro del barco, el silencio plomizo de las estancias desiertas tenía un carácter dramático. Las arañas de cristal del restaurante á la carte colgaban en extraña postura, pero seguían brillando, iluminando los paneles de nogal francés y la alfombra color rosa. Algunos de los candelabros de sobremesa con sus pantallas rosadas se habían volcado; alguien revolvía, en la despensa, quizás en busca de algo para darse ánimos. El salón Luis XV, con su gran chimenea, estaba desierto y silencioso. El patio de las palmeras, también. Cualquier paseante hubiera encontrado difícil de creer que solamente unas horas antes estaba lleno de mujeres exquisitamente vestidas y caballeros tomando su café después de la cena, escuchando música de cámara interpretada por los mismos hombres que ahora tocaban alegres canciones en la cubierta superior. El fumador no estaba completamente desierto. Cuando un mayordomo miró a las 2,10 le sorprendió ver a Thomas Andrews de pie y solo. El salvavidas de Andrews estaba tirado con descuido sobre el tapete 72
verde de una mesa de juego. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho; su expresión era de incredulidad; toda su energía había desaparecido. Después de unos segundos de silencio angustiado, el mayordomo se atrevió a decir tímidamente: —¿Va a intentar saltar, Mr. Andrews? No obtuvo respuesta, ni siquiera pudo saber si le había oído. El constructor del Titanic tenía la mirada perdida. En la pared recubierta de caoba, frente a él, había un cuadro titulado: El paso al nuevo mundo. Fuera, en las cubiertas, la gente seguía esperando; la banda no había dejado de tocar. Unos rezaban con el reverendo Thomas R. Byles, un pasajero de segunda. Otros parecían sumidos en sus pensamientos. En verdad, había mucho en qué pensar. Para el capitán Smith había los cinco mensajes sobre el hielo recibidos durante el día; el último decía exactamente dónde estaría el iceberg. Y el termómetro, que había bajado de 43º a las siete a 32º a las diez. Y la temperatura del mar, que había descendido a 31° a las 10,30 de la noche. Para el radiotelegrafista Jack Phillips, recordar el sexto mensaje de advertencia: cuando el Californian le había llamado a las 11 y Phillips le había mandado al diablo. El último mensaje, el que jamás llegó al puente. Para George Q. Clifford, de Boston, que tuvo la amarga satisfacción de recordar que aumentó en 50.000 dólares el seguro de vida poco antes de emprender el viaje. Para Isidor Straus había la ironía de su testamento. En un párrafo especial insistía a Mrs. Straus para que fuera «un poco egoísta», «no pienses siempre únicamente en los demás». A lo largo de los años se había sacrificado tanto que deseaba especialmente que por fin disfrutara de la vida una vez él se fuera. Ahora las cualidades que tanto admiraba en ella demostraban que no se saldría con su deseo. Era el momento en que hasta las cosas más pequeñas venían a atormentar a las personas. Edith Evans recordó que un adivino le dijo una vez: «Desconfíe del agua». William T. Stead estaba obsesionado por un sueño sobre alguien que echaba gatos desde una ventana de un último piso. Charles Hays había profetizado pocos días antes que no tardaría en llegar la hora del «mayor y espeluznante de todos los desastres marítimos». Y dos hombres se preguntaban por qué estaban allí. Archie Butt no quería ir al extranjero, pero necesitaba descanso. Y Frank Millet obligó casi al presidente Taft a mandar a Butt con un mensaje al Papa. Era un 73
viaje oficial, sí, pero también se trataba de la primavera en Roma. El oficial jefe Wilde no pensaba haber estado a bordo. Iba siempre en el Olympic, pero la White Star Line le trasladó en el último momento para este viaje. Creyeron que su experiencia podía resultar útil para el estreno del nuevo barco. Wilde lo había creído una gran suerte. En la cabina de radio, Phillips luchaba por hacer funcionar el aparato. A las 2,10 marcó dos V, oídas débilmente por el Virginian, mientras trataba de ajustar el aparato para conseguir mejores resultados. Bride hizo una última inspección. Volvió y se encontró una señora desmayada que había entrado en la cabina. Bride le buscó una silla y un vaso de agua y allí estuvo ahogándose mientras su marido le daba aire. Por fin volvió en sí y el hombre se la llevó. Bride pasó tras la cortina donde él y Phillips dormían. Recogió todo el dinero suelto, echó una última mirada a su litera sin hacer y apartó las cortinas. Phillips seguía sentado sobre su aparato, tan absorto que no notó que uno de los fogoneros había entrado y desabrochaba su salvavidas con sumo cuidado. Bride saltó sobre el hombre, Phillips se levantó y los tres hombres lucharon en la cabina. Por fin, Bride agarró al fogonero por la cintura y Phillips le pegó hasta que el hombre se derrumbó inconsciente en brazos de Bride. Un momento más tarde oyeron el gorgoteo del mar en la escalera de la cubierta A; el agua pasaba ya sobre el puente. Entonces, Phillips gritó: — ¡Vamos! ¡Tenemos que saltar! Bride soltó al fogonero y los dos hombres salieron corriendo a cubierta. El fogonero seguía inmóvil donde lo habían dejado. Phillips desapareció hacia popa. Bride anduvo hasta donde estaban los hombres que trabajaban en desatar los botes A y B. ¡Era un lugar absurdo para guardar botes, especialmente cuando sólo había 20 para 2.207 personas! Con aquella inclinación de la cubierta ya había resultado difícil echar los C y D al agua, los dos botes plegables que se guardaban cerca de los pescantes delanteros. Era imposible hacer gran cosa con los A y B. Pero la tripulación no se desanimaba. Si los botes no se podían bajar, tal vez podrían echarse para que flotaran. Y siguieron trabajando... Lightoller, Murdoch, Hemming el palero, Brown, un mayordomo, el engrasador Hurst y otros más. 74
A babor, Hemming luchó con las cuerdas para bajar el B. Si solamente pudiera arreglar una de las cosas del pescante, todavía podía hacerlo bajar. Por fin consiguió montar las cuerdas y entregó el cuadernal a Moody, que estaba aún en el tejado; pero éste gritó: —¡No lo necesitamos! ¡Dejaremos el bote en la cubierta! Hemming comprendió que de aquel modo no conseguiría echar el bote al agua, así que decidió saltar y nadar. Entretanto, el bote fue acercado al borde del tejado y deslizado sobre unos remos hasta cubierta. Cayó boca abajo. A estribor tenían el mismo problema con el A. Alguien apoyó unas maderas a la pared del alojamiento de oficiales y bajaron el bote con la proa por delante. Pero estaban muy lejos de la meta, porque el Titanic ahora escoraba muchísimo a babor y no podían empujar el bote «monte arriba» hasta el borde de cubierta. Los hombres tiraban de ambos botes cuando el puente se hundió a las 2,15 y el mar entró por la cubierta de botes. El coronel Gracie y Clinch Smith dieron media vuelta y se fueron a popa. Unos pasos y se vieron bloqueados por un inesperado grupo de hombres y mujeres que llegaban de abajo. Todos parecían pasajeros de entrepuente. En aquel momento el director de la banda hizo una señal con su violín. El ritmo de baile paró en seco y se elevó al cielo el himno Otoño, que el aire tranquilo de la noche llevó hasta muy lejos. En los botes, las mujeres escucharon maravilladas. Desde aquella distancia el momento tenía una majestad angustiosa. Cerca, era distinto. Los hombres podían oír la música, pero no prestaban atención. Estaban ocurriendo demasiadas cosas. —¡Sálveme, oh, sálveme! —gritó una mujer a Peter Daly, representante en Lima de la casa londinense Haes & Sons, al ver llegar el agua a la cubierta donde se encontraba. —Señora mía —le contestó—, sálvese usted misma. Sólo Dios puede salvarla ahora. Pero ella le suplicó que la ayudara a saltar, y Daly, pensándolo bien, se dio cuenta de que aquel problema no era de tan fácil solución. Rápidamente la cogió del brazo y la ayudó a saltar; cuando él lo hizo, una ola enorme llegó por la cubierta, barriéndolo del barco. El mar hervía y envolvía los pies del mayordomo Brown, mientras seguía sudando para hacer que el A llegara al borde de cubierta. Entonces 75
se dio cuenta de que no era preciso intentarlo más; el bote flotaba. Saltó dentro..., cortó las amarras de popa..., gritó a alguien que soltara las de proa y al instante fue arrastrado por la misma ola que se llevó a Peter Daly. Y la proa del Titanic fue bajando cada vez más y su popa fue alzándose. También parecía moverse hacia delante; era el movimiento que originó la ola que se llevó a Daly, Brown y otros al invadir la cubierta en dirección a popa. Lightoller contempló la ola desde el tejado de su alojamiento. Vio retirarse a la gente. Vio a los ágiles a salvo, y a los lentos alcanzados y cubiertos. Sabía que este retroceso no era más que una prolongación de la agonía. Dio la vuelta y saltó al mar, mirando a proa. Al llegar a la superficie vio la cofa al mismo nivel del agua. Un impulso ciego se apoderó de él y por un momento nadó hacia allí como si fuera un lugar seguro. Reaccionó a tiempo y trató de apartarse del barco. Pero el mar entraba ahora por los ventiladores delante de la primera chimenea, y el agua hizo un remolino que le aspiró, dejándole apretado contra la reja del tubo de aire. Rezó para que aquello resistiera. Y se preguntó cuánto podía durar clavado así contra aquella reja. Nunca supo la respuesta. Una bocanada de aire caliente procedente de las entrañas del barco subió por el ventilador y le lanzó a la superficie. Jadeando y escupiendo, logró alejarse. Harold Bride tampoco perdió la cabeza. Cuando vino la ola se agarró a un tolete del plegable B que seguía volcado en cubierta cerca de la primera chimenea. El bote, Bride y una docena de personas fueron barridos a la vez. El bote siguió volcado y Bride se encontró debatiéndose debajo. El coronel Gracie no fue tan listo. Se quedó con la gente y saltó con la ola; aquello era casi como Newport. Saliendo a la superficie, se agarró a la barra de hierro del tejado del alojamiento de oficiales. Luego se izó y descansó sobre su estómago al pie de la segunda chimenea. Antes de que pudiera levantarse, el tejado estaba sumergido también. Gracie se encontró girando en un torbellino de agua. Trató de volver a cogerse al tejado, pero se dio cuenta de que aquello le arrastraba hacia abajo. Con un fuerte impulso de los pies se liberó y nadó lejos del barco, por debajo del agua. El cocinero John Collins no pudo hacer gran cosa ante la ola. Sostenía una criatura en brazos. Durante cinco minutos, él y un 76
mayordomo habían intentado ayudar a una mujer del entrepuente que llevaba dos niños. Primero oyeron decir que había un bote a babor. Corrieron hacia allí y les dijeron que estaba a estribor. Pero al llegar alguien insinuó que el mejor puesto estaba a popa; desconcertados, se quedaron sin saber qué hacer, Collins con uno de los niños en brazos, cuando fueron barridos fuera del barco por la ola. Jamás volvió a ver a los demás ni al niño que llevaba en brazos y que el agua le arrebató. Jack Thayer y Milton Long también vieron llegar la ola. Estaban al lado de la barandilla frente a la segunda chimenea, tratando de quedar al margen de la multitud que corría a popa. En lugar de buscar un lugar más alto, comprendieron que había llegado el momento de saltar y alejarse nadando. Se estrecharon las manos y se desearon suerte. Long pasó las piernas por encima de la barandilla, mientras Thayer se sentaba a horcajadas y se desabrochaba el abrigo. Long, colgado sobre el costado y agarrado a la barandilla con las manos, miró a Thayer y preguntó: —¿Vienes? —Salta, voy en seguida —le tranquilizó Thayer. Long se dejó resbalar cara al barco. Diez segundos más tarde, Thayer pasó la otra pierna por encima de la barandilla y se situó frente al mar. Estaba a diez pies sobre el agua. Con un impulso saltó lo más lejos que pudo. De las dos técnicas para abandonar el barco, la de Thayer fue la buena. La ola no llegó a alcanzar a Abelseth. De pie al lado de la cuarta chimenea, estaba demasiado lejos. En lugar de hundirse, esta parte del barco iba levantándose más y más. Al ponerse casi vertical, Abelseth oyó una serie de crujidos y explosiones; unos golpes sordos, ruido de vidrios y loza rotos; el tableteo de las sillas de cubierta arrastradas hacia abajo. La inclinación de la cubierta se hizo tan fuerte que la gente ya no podía mantenerse en pie. Iban cayendo y Abelseth les veía resbalar en el agua que inundaba la cubierta. Abelseth y sus parientes se colgaron de una cuerda de uno de los pescantes. —Es mejor que saltemos o la succión nos arrastrará al fondo —dijo su cuñado. —No —contestó Abelseth—; todavía no. No tenemos mucho que esperar; así que es mejor que nos quedemos lo más que podamos. 77
—¡Debemos saltar! —gritó de nuevo su cuñado, pero Abelseth se mantuvo inconmovible. —No; todavía no. Minutos más tarde, cuando el agua estaba a sólo cinco pies de distancia, los tres hombres saltaron por fin cogidos de la mano. Llegaron jadeando a la superficie; Abelseth, desesperadamente enredado en alguna cuerda. Tuvo que soltar las manos para salir de aquella cuerda, y su primo y su cuñado fueron arrastrados por las olas. Al fin pudo soltarse, pero se dijo: «Estoy perdido.» En el revoltijo de cuerdas, sillas, maderas y agua arremolinada, nadie sabía qué era de los demás. Desde los botes se les veía agarrados como enjambres de abejas a las estructuras de las cubiertas, ventiladores y salientes a medida que la popa se alzaba. Desde cerca era difícil ver lo que ocurría, porque aunque, cosa increíble, las luces seguían encendidas, despedían un brillo opaco. En las historias que se contaron más tarde, Archie Butt tuvo doce muertes; todas ellas valientes, ninguna confirmada. Según un periódico, miss Marie Young, profesora de música de los niños de Teddy Roosevelt, recuerda oírle gritar: —¡Adiós, miss Young! ¡Dé recuerdos a la gente de mi tierra! Pero los periódicos también dijeron que miss Young había visto el iceberg una hora antes del choque. En una entrevista atribuida a Mrs. Henry B. Harris, Archie Butt fue descrito como un pilar de fortaleza, sirviéndose de sus puños por un lado, haciendo de hermano por otro, ocupándose de los débiles... No obstante, Lightoller, Gracie y los que trabajaban en los botes jamás le vieron. Cuando Mrs. Walter Douglas le vio por última vez cerca del número 2, a eso de la 1,45, estaba solo, de pie, algo apartado. Lo mismo ocurrió con John Jacob Astor. El barbero Augustus H. Wiekman describió sus últimos momentos con el gran millonario. Era una conversación compuesta por lugares comunes, como las que normalmente se sostienen en casa del barbero. Y algo mucho peor. —Le pregunté si no le importaba darme la mano. Me contestó: «Con mucho gusto.» —No obstante, ese hombre dijo también que había abandonado el barco a la 1,50, o sea media hora antes. 78
La muerte de Butt y la de Astor se comentó en una sola historia atribuida a Washington Dodge, el asesor de San Francisco. «Se hundieron mientras estaban en el puente, juntos. Eran inconfundibles», le hicieron decir los periódicos. No obstante, el doctor Dodge estaba en el número 13, a media milla de distancia. Nadie sabía tampoco exactamente lo que ocurrió al capitán Smith. La gente dijo más tarde que se había suicidado, pero no hay la menor prueba. Poco antes del final, el mayordomo Edward Brown le vio paseando por el puente sin soltar su megáfono. Un minuto más tarde, Hemming pasó por el puente y lo encontró vacío. Después de que el Titanic se hundió, el fogonero Harry Senior le vio en el agua sosteniendo un niño. Estos fragmentos unidos encajan mejor en esta historia que el suicidio; era un luchador que una vez había dicho: «No me abandona nunca una sensación de maravilla cuando veo desde el puente un barco entrando y saliendo de las olas, luchando por abrirse camino sobre el inmenso mar. Un hombre nunca olvida esto.» Vistos o no, los grandes y los anónimos cayeron juntos en un montón humano cuando la proa se hundió y la popa se alzó vertical. Las notas de Otoño se enterraron en medio de un revoltijo de músicos e instrumentos. Las luces se apagaron, volvieron a encenderse, se apagaron definitivamente. Una sola linterna de petróleo seguía parpadeando en el palo de popa. Los golpes sordos y el ruido de vidrios rotos se hicieron más fuertes. Un estruendo inmenso se oyó sobre el agua cuando todo lo que podía moverse quedó en libertad. Jamás hubo semejante mezcolanza: 29 calderas; la copia enjoyada del Rubáyát; 800 cajas de conservas de castañas; 15.000 botellas de cerveza; enormes cadenas de áncora (cada eslabón pesaba 175 libras); 30 cajas de palos de golf y raquetas de tenis para la casa Spalding; el equipo de novia de Eleanor Widener; toneladas de carbón; la caja de metal del comandante Peuchen; 30.000 huevos frescos; docenas de macetas; 5 pianos de cola; un reloj de chimenea en el camarote B-38; la plata... Y el ruido, seguía en aumento; tirando celosías, macetas de hiedra y sillones de mimbre en el Café Parisién; palos de juego; la centralilla de los 50 teléfonos; dos motores y una turbina de revoluciones a baja presión...; 8 docenas de pelotas de tenis para R. F. Downey & Co; una caja de porcelana para Tiffany’s; una caja de guantes para Marshall Field; la 79
sorprendente nevera eléctrica de la cubierta G; el nuevo automóvil inglés de Billy Carter; los 16 baúles de los Ryerson perfectamente preparados por Victorine... Al aumentar la pendiente, la primera chimenea se derrumbó. Cayó en el agua por estribor en medio de una lluvia de chispas y un estruendo que se oyó por encima de todos los demás ruidos. El engrasador Walter Hurst, debatiéndose en las aguas agitadas, se quedó medio cegado por el hollín. Afortunadamente, pudo alejarse; otros nadadores perecieron aplastados bajo toneladas de acero. Pero la caída de la chimenea fue una bendición para Lightoller, Bride y otros que se agarraban al bote volcado. Cayó casi al lado del bote, empujándolo a unas treinta yardas del casco que giraba sobre sí mismo. El Titanic estaba ahora perfectamente perpendicular. Sobresalía del agua desde la tercera chimenea a la popa, con sus tres hélices mojadas reluciendo incluso en la oscuridad. A lady Duff Gordon le pareció un dedo negro que señalaba el cielo. A Harold Bride, como un pato que va a sumergirse. Desde los botes, casi no podía creer lo que los ojos estaban viendo. Durante más de dos horas habían mirado, siempre esperanzados a pesar de todo, a medida que el Titanic iba hundiéndose. Cuando el agua llegó a sus luces de posición, rojas y verdes, comprendieron que el fin estaba cerca; pero nadie soñaba que sería así: aquel casco negro, irreal, colgado en un ángulo de 90 grados, sobre el fondo estrellado de un cielo de felicitación navideña. Algunos no miraban. En el plegable C, el presidente Bruce Ismay se inclinó sobre su remo; no podía soportar ver el hundimiento. En el bote número 1, C. E. Henry Stengel se puso de espalda, diciendo: —No puedo seguir mirando. En el número 4, Elizabeth Eustis se cubrió la cara con las manos. Transcurrieron dos minutos, el ruido cesó de pronto y el Titanic se plantó mejor sobre su popa. Entonces, lentamente, empezó a deslizarse en postura oblicua. A medida que se hundía cobraba velocidad. Cuando el mar se cerró sobre la bandera de popa, iba a una velocidad capaz de producir un pequeño oleaje. — ¡Se ha ido, se ha perdido para siempre! —suspiró alguien, y el vigía Lee, en el bote número 13, asintió. —Ya no está —oyó decir Mrs. Ada Clark a alguien en el bote número 4. Pero tenía frío y no hizo caso. La mayoría de las mujeres 80
estaban igual; algunas atontadas, mudas, sin demostrar la menor emoción. En el número 5, el tercer oficial Pitman miró su reloj y anunció: —Son las dos y veinte. A diez millas de distancia, en el Californian, el segundo oficial Stone y el aprendiz Gibson contemplaron cómo el barco desconocido desaparecía lentamente. Les había fascinado durante casi toda la guardia; los cohetes que lanza, su extraño modo de flotar. Gibson observó que no creía que disparara cohetes para divertirse. Stone asintió: —Un barco no se pone a disparar cohetes en el mar porque sí. A las dos, las luces del desconocido parecían muy débiles en el horizonte y los dos hombres supusieron que se alejaba. —Llama al capitán —ordenó Stone— y dile que el barco se va en dirección suroeste y que ha disparado ocho cohetes en total. Gibson entró en el cuarto de derrota y dio el mensaje. El capitán le miró, medio dormido, desde su litera. —¿Eran cohetes blancos? Gibson contestó que sí y Lord preguntó la hora. Gibson contestó que eran las 2,05 según el reloj de la timonera. Lord se dio la vuelta y Gibson volvió al puente. A las 2,20, Stone decidió que el otro barco se había ido definitivamente, y a las 2,40 sintió la necesidad de comunicárselo al capitán. Dio la noticia por el tubo acústico y continuó contemplando la noche vacía.
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Capítulo VII «¡OH, HA PERDIDO SU BONITA CAMISA DE DORMIR!»
Cuando el mar se cerró sobre el Titanic, lady Cosmo Duff Gordon, en el bote número 1, observó dirigiéndose a su secretaria, miss Francatelli: —¡Oh, ha perdido su bonita camisa de dormir! Pero en aquella noche de abril se perdió bastante más que la camisa de dormir de miss Francatelli. Bastante más que el mayor trasatlántico del mundo: lo que llevaba de carga y las vidas de 1.502 personas. Nunca más lanzarían los hombres un barco sobre el hielo indiferentes a las advertencias, poniendo toda su confianza en unas toneladas de acero y remaches. De ahora en adelante, los trasatlánticos iban a tomar en serio los mensajes anunciando hielo, apartándose, alejándose, deteniéndose. Nadie creía en el barco «insumergible». Tampoco volverían los icebergs a pasearse libremente por los mares. Después de hundirse el Titanic, los gobiernos americano y británico establecieron la Patrulla Internacional del Hielo, y hoy los barcos guardacostas acompañan a los icebergs errantes que podrían encontrarse sobre las rutas marítimas. La propia ruta de invierno se ha trasladado más hacia el sur, como precaución extraordinaria. Se acabaron también los barcos con servicio radiotelegráfico parcial. Desde entonces, todos los barcos tuvieron veinticuatro horas de turnos de radio. Nunca más se hundiría el mundo mientras un Cyril Evans dormía, libre de servicio, a sólo diez millas de distancia. También fue ésta la última vez que un barco emprendió un viaje sin suficientes botes salvavidas. Las 46.328 toneladas del Titanic zarparon en condiciones de seguridad lamentablemente anticuadas. Una norma absurda determinaba el número de botes: todos los barcos británicos de más de 10.000 toneladas debían de llevar dieciséis botes con una capacidad de 5.500 pies cúbicos, y además suficiente cantidad de balsas que representara el 75 por 100 de la capacidad de los botes. Para el Titanic esto representaba 9.625 pies cúbicos. En realidad, había botes para 1.178 personas, y la White Star Line se quejó de que nadie 82
había apreciado sus desvelos. De todas formas, esto sirvió sólo para salvar el 52 por 100 de las 2.207 personas a bordo, y sólo el 30 por 100 de su capacidad total. De ahora en adelante, las normas iban a ser otras y más sencillas: botes para todo el mundo. Y con esto terminó también la distinción de clases para llenar los botes. La White Star Line negó siempre cualquier insinuación de este tipo y los investigadores la defendieron; no obstante, hay pruebas abrumadoras de que los pasajeros del entrepuente recibieron un palo: a Daniel Buckley se le impidió pasar a primera clase; Olaus Abelseth pudo salir de la cubierta de popa cuando el último bote se alejaba; el mayordomo Hart acompañó arriba a dos pequeños grupos de mujeres, mientras centenares de personas eran abandonadas abajo; los pasajeros del entrepuente tuvieron que trepar por las cabrias desde el pozo de cubierta de popa; otros se encaramaron por escalas verticales para poder escapar del pozo de proa. Luego había gente que el coronel Gracie, Lightoller y otros vieron surgir de las profundidades del barco casi al final. Hasta ese momento, Gracie había estado seguro de que todas las mujeres se habían ido; eran tan difíciles de encontrar cuando se cargaban los botes... Ahora estaba anonadado al ver a docenas y docenas de ellas apareciendo inesperadamente. Las estadísticas dicen quiénes eran; las listas de bajas del Titanic anunciaban 4 de las 143 pasajeras de primera (tres por propia elección), 15 de las 93 de segunda, y 81 de las 179 de tercera. Todo eso sin hablar de los niños. Exceptuando a Lorraine Allison, los veintinueve niños de primera y segunda se salvaron todos, pero sólo veintitrés de los setenta y seis de entrepuente lograron salvarse. En tercera clase no hubo ni la posibilidad de ser caballerosos, ni los frutos de haberlo sido. En segunda fue mejor, sin que por ello fuera perfecto. Lawrence Beesley recuerda a un oficial deteniendo a dos señoras que habían podido pasar la barrera de primera clase. —¿Podemos pasar a los botes? —preguntaron. —No, señora; sus botes están en su cubierta. En justicia a la White Star Line hay que hacer constar que estas diferencias no nacían de un sistema preconcebido, sino precisamente de la falta de sistema. En ciertos puntos la tripulación impedía el paso a la cubierta de botes; en otros se hacían toda clase de esfuerzos bien intencionados para guiar hacia arriba a los del entrepuente. En general, se dejó a los de tercera que se las compusieran como pudieran. Los más 83
decididos aceptaron el reto, pero la mayoría anduvo indefensa y desorientada por su sección; ignorados, abandonados, olvidados. No sólo la White Star Line se mostraba indiferente, sino todo el mundo. Nadie parecía dar la menor importancia a la tercera clase; ni la prensa, ni los investigadores oficiales, ni siquiera los propios pasajeros de tercera. Al hacer el reportaje del Titanic, pocos fueron los reporteros que se molestaron en interrogar a los pasajeros de tercera clase. El New York Times estaba orgulloso, y con razón, del modo cómo había enfocado el desastre. Sin embargo, la famosa edición en la que se relataba la llegada del Carpathia a Nueva York, contenía sólo dos entrevistas con pasajeros de tercera. En esto iba a la par con el New York Herald; éste llevaba 43 versiones de supervivientes, dos de ellos eran pasajeros de entrepuente. Claro que sus experiencias eran menos importantes que la de lady Cosmo Duff Gordon (un reportero neoyorquino puso en sus labios estas palabras: «La última voz que oí fue la de un hombre gritando: «¡Dios mío! ¡Dios mío!»). Pero era una historia. Aquella noche fue una magnífica confirmación de «las mujeres y los niños primero»; no obstante, el porcentaje de pérdidas era mucho más alto para los niños de tercera que para los hombres de primera. Era éste un contraste que no sería aceptado por la conciencia social (o sentido periodístico) de la prensa actual. Tampoco el Congreso mostró la menos preocupación por la tercera clase. La investigación llevada a cabo por el senador Smith respecto al Titanic lo abarcó todo, desde la composición de un iceberg («hielo», explicó el quinto oficial Lowe); pero la gente del entrepuente no interesaron. Solamente hubo tres testigos de tercera clase; dos de ellos dijeron que se les había impedido llegar a la cubierta de botes, pero los abogados no insistieron en este fallo. También es verdad que el hecho de que se declarara indica que no se pretendía silenciarlo, no; sólo indica que nadie se interesaba. El juzgado de investigación inglés fue todavía peor. Mr. W. D. Harbinson, que representaba oficialmente los intereses de tercera clase, dijo que no podía encontrar indicios de que no hicieran diferencias, y el informe de lord Mersey limpiaba a todos do cualquier culpa. No obstante, ni un solo pasajero de tercera clase declaró, y el único mayordomo de entrepuente que sobrevivió confesó libremente que los hombres fueron retenidos en el interior del barco hasta la 1,15 de la madrugada. 84
¡Ni los de tercera se molestaron! Para ellos la separación de clases era cosa normal y justificada. Olaus Abelseth, por lo menos, consideraba el acceso a la cubierta de botes como un privilegio de la primera y segunda clases..., aunque se hundiera el buque. Me conformó con tal de que le dejaran subir a cubierta. Alboreaba una nueva era y nunca, desde aquella noche, los pasajeros de tercera se han mostrado tan filósofos y conformistas. Por otra parte, fue la última vez que la posición especial de pasajero de primera era aceptada sin discusión. Cuando el trasatlántico de la White Star Line, Republic, se hundió, en 1908, el capitán Sealby iba diciendo a los pasajeros que entraban en los botes: Tengan presente: mujeres y niños, primero; luego, los caballeros de primera; después, los demás. No se dio tal orden en el Titanic, pero este concepto seguía existiendo en la mentalidad del público y desde el principio la prensa se esforzó en prevenirse contra cualquier crítica de lo que un pasajero de primera puede o no hacer. Pero cuando la noticia de que Ismay se había salvado se extendió, el Sun, de Nueva York, se apresuró a anunciar: «Ismay se comportó con excepcional valor. Nadie sabe siquiera cómo se encontró en un bote. Se supone que deseaba presentar él mismo el caso a la Compañía.» Jamás volvería a salir tan bien librada la primera clase. Y, en verdad, casi en seguida el viento sopló en sentido contrario. En cuestión de pocos días Ismay se vio en la picota; en el transcurso del año una importante superviviente se divorció de su marido porque, según los chismosos, se había dejado salvar. Una de las más complicadas herencias dejadas por los que se quedaron en el Titanic ha sido un nuevo patrón de conducta para medir el comportamiento de la gente importante en momentos de peligro. En tiempos pasados todo era más fácil. También el Titanic era el último exponente de la riqueza y la sociedad como centro del afecto público. En 1912 no había estrellas de cinc, radio, ni de televisión; las grandes figuras deportivas eran todavía desconocidas, y la sociedad de bares y cafés era totalmente ignorada. El público vivía pendiente de las figuras importantes de la sociedad para alegrar con mi brillo sus vidas mediocres. Esto era ampliamente apreciado por la prensa. Cuando zarpó el Titanic, el New York Times puso en primera página los nombres de los pasajeros más importantes. Después de su hundimiento, el American, de 85
Nueva York, dio las noticias el día 16 de abril, dedicando las primeras columnas por entero a John Jacob Astor; al final mencionaba que también habían muerto otros 1.800 pasajeros. El Sun, de Nueva York, del día 18 de abril, hablaba por el mismo estilo del desastre desde el punto de vista de los seguros. La mayor parte de la información giraba alrededor de las perlas de mistress Widener. Nunca jamás el dinero volvió a ocupar los pensamientos de la gente de modo tan completo y total. Por otra parte, nunca jamás fue el dinero tan espectacular. John Jacob Astor no dio la menor importancia al desembolso de 800 dólares para adquirir una chaqueta de encaje que un comerciante trajo a cubierta cuando el Titanic se detuvo en Queenstown. Para los Ryerson el viajar con dieciséis baúles no era nada excepcional. Las 190 familias de primera clase estaban servidas por veintitrés doncellas, ocho ayudas de cámara y diversas niñeras e institutrices, aparte de los centenares de mayordomos y camareras. Estos sirvientes personales tenían su propio salón en la cubierta C, para que nadie tuviera que soportar las molestias de iniciar una conversación con un guapo desconocido que resultara ser, por ejemplo, el criado personal de Henry Sleeper Harper. Tomen, por ejemplo, la llegada a Nueva York de los supervivientes; Mrs. Astor fue recibida por dos automóviles con dos médicos, una enfermera, una secretaria y Vincent Astor. Mrs. George Widener no fue recibida en automóvil, sino por un tren especial, consistente en un pullman particular, otro coche que sirviera de lastre y una locomotora. A Mrs. Charles Hays la esperaba también un tren especial compuesto de dos salones particulares y dos coches. Era un recibimiento a tono con la gente que podía permitirse pagar la cantidad de 4.350 dólares por una suite de lujo..., ¡y éstos eran los dólares de 1912! Tales suites disponían también de una cubierta de paseo, particular, que venía a resultar a unos cuarenta dólares el pie de fachada por seis días. Por supuesto, esta clase de vida no estaba al alcance de todo el mundo. En efecto, para Harold Bride, que ganaba veinte dólares al mes, eran precisos dieciocho años para ganar lo bastante para viajar de este modo. Por tanto, los privilegiados formaban gradualmente parte de un pequeño y cerrado grupo que también pareció desaparecer con el Titanic. Había una maravillosa intimidad entre este pequeño grupo de ricachos edwardianos. No había el menor detalle de sorpresa cuando se encontraban, ya fuera en las Pirámides (lo preferido), las regatas de Cowes 86
o las aguas de Baden-Baden. Parecían tener todos las mismas ideas a la vez, y una de esas ideas fue el viaje inaugural en el mayor trasatlántico del mundo. Así que el viaje del Titanic fue más como una reunión que una travesía oceánica. Atrajo a mistress Henry B. Harris, esposa del productor teatral, que, por supuesto, no formaba parte de este mundillo. Veinte años más tarde recordaba aún, impresionada: —Había un espíritu de camaradería distinto a cualquier otro experimentado en viajes precedentes. Nadie miraba la lista de pasajeros, a juzgar por la atmósfera de compañerismo que prevalecía entre todos. Se encontraban en cubierta como en una gran reunión. Este grupo conocía a la tripulación casi tan bien como a sí mismos. Era costumbre hacer la travesía con determinados capitanes, más que en determinados barcos, y el capitán Smith tenía una corte personal que lo hacía valiosísimo para la White Star Line. El capitán pagaba esta amistad con pequeños favores y privilegios que les agradaban. En la última noche, John Jacob Astor recibió la mala noticia de boca del propio capitán, antes de que empezara la alarma general y se enterara todo el mundo. Los pasajeros, por su parte, respetaban los privilegios. Nadie se aprovechó de la confidencia del capitán; apenas se salvó un hombre de aquel grupo. Los mayordomos y camareras estaban en iguales y buenas relaciones con el grupo. Se habían ocupado innumerables veces de ellos. Sabían lo que querían y cómo deseaban que se lo hicieran. Todas las noches, el mayordomo Cunningham entraba en A-36 y preparaba la ropa de etiqueta de Thomas Andrews, tal como Mr. Andrews deseaba. Luego, a las 6,45, Cunningham entraba a ayudar a vestirse a Mr. Andrews. Esto mismo ocurría en todo el barco. Y cuando el Titanic se estaba hundiendo fue auténtico afecto lo que impulsó al mayordomo Etches a obligar a Mr. Guggenheim a ponerse su jersey; al mayordomo Crawford a abrochar los zapatos de míster Stewart; al segundo mayordomo Dodd a advertir a John B. Thayer que su esposa estaba todavía a bordo, mucho después de que Mr. Thayer creía que estaba a salvo. Con el mismo espíritu de devoción, el mayordomo de comedor Ray metió a Washington Dodge en el bote número 13; había persuadido a los Dodge para que embarcaran en el Titanic y ahora se sentía en la obligación de ponerlos a salvo. 87
El grupo pagaba esta lealtad con una intimidad y afecto pocas veces concedido a compañeros de travesía menos conocidos. En las últimas horas del Titanic, hombres como Ben Guggenheim y Martin Rothschild estuvieron más con sus mayordomos que con los demás pasajeros. El Titanic bajó en cierto modo el telón sobre este modo de vivir. Jamás volvió el mundo a ser lo mismo; primero vino la guerra, luego el impuesto sobre la renta lo terminó. Con este mundo perdido se fueron también algunos de sus prejuicios... especialmente una opinión firme y declarada de la superioridad del valor anglosajón. Para los supervivientes, los que se habían metido en los botes eran «chinos» o «japoneses»; todos los que saltaron desde cubierta eran «armenios», «franceses» o «italianos». —Hubo varios pasajeros —declaró el mayordomo Crowe en la investigación de Estados Unidos— probablemente italianos o de nacionalidad extranjera, pero no ingleses o americanos, que intentaron asaltar los botes. Por supuesto, el mayordomo Crowe jamás oyó hablar a los atacantes y, por tanto, no podía saber quiénes eran. En la investigación las cosas adquirieron tal cariz que el embajador italiano pidió y obtuvo excusas del quinto oficial Lowe por emplear la palabra «italiano» como sinónimo de «cobarde». Por el contrario, la sangre anglo-sajona no podía obrar mal. Cuando Bride describió el ataque del palero a Phillips, algunos periódicos lo hicieron negro para que causara mayor efecto. Y en una información titulada «Emigrantes deseables, perdidos», el Sun señalaba que junto con los demás, se habían perdido 78 finlandeses que podían haber hecho un gran bien al país. Pero junto con los prejuicios, se perdieron algunos instintos más nobles. Los hombres seguirían siendo valientes, pero jamás lo serían del mismo modo. Esos hombres del Titanic fueron grandes... había algo en Ben Guggenheim cambiándose de traje para vestirse de etiqueta... o en Howard Case tirando el cigarrillo para saludar con la mano a Mrs. Graham... o incluso en el coronel Gracie jadeando por las cubiertas en la búsqueda valiente pero inútil de Mrs. Candee. Hoy nadie sería capaz de esos pequeños gestos de caballerosidad, pero sí los hicieron aquella noche. Un aire de noblesse oblige es algo que también se ha desvanecido. Durante los angustiosos días de incertidumbre en Nueva York, los Astor, los Guggenheim y otros como ellos no se conformaron esperando sentados 88
junto a sus teléfonos o mandando amigos y criados a las oficinas de la White Star Line. Fueron ellos en persona. No porque fuera el mejor modo de obtener información, sino porque consideraban su deber estar allí en persona. Hoy las familias son tan leales como antes, pero el teléfono les bastaría probablemente. Pocos insistirían en ir personalmente y soportar el desbarajuste de las oficinas de la compañía. No obstante, ellos no vacilaron un segundo. Cierto que Vicent Astor recibió más información que otros... y que algunos llegaron incluso a hablar con el director general Franklin en persona..., pero lo importante es que esta gente no se conformó con mantenerse en contacto... estaban allí. Y por encima de todo lo demás, el Titanic marcó también el final de la sensación general de confianza. Hasta entonces los hombres creían haber encontrado la respuesta a una vida civilizada, ordenada y firme. Por espacio de cien años el mundo occidental disfrutaba de paz. Por espacio de cien años la técnica había avanzado con paso seguro. Por espacio de cien años los beneficios de la paz y del trabajo parecían filtrarse satisfactoriamente por la sociedad. Una mirada retrospectiva nos dirá que parecían existir pocos motivos de confianza, pero también entonces la gente creía que la vida era perfecta. El Titanic les despertó. Jamás volverían a estar tan seguros de sí. Especialmente para la técnica fue un golpe terrible. Ahí estaba el barco «insumergible», tal vez la máxima conquista de la ingeniería humana, hundiéndose en su primer viaje. Pero el impacto fue más allá. Si esta obra suprema era tan tremendamente frágil, ¿qué ocurriría con lo demás? Si la fortuna significaba tan poco en aquella fría noche de abril, ¿significaba mucho en el resto de1 año? Infinidad de sacerdotes dijeron que el Titanic era una advertencia del cielo para sacar a la gente de su complacencia, para castigarles por su gran fe en el progreso material. Si era una lección, fue efectiva..., desde entonces la gente no ha vuelto a estar segura de nada. La ilimitada ola de decepción que ha ido siguiendo no puede achacarse al Titanic, pero este fue el primer movimiento. Antes del Titanic, todo estaba tranquilo. Después, vino el tumulto. Esta es la razón por la que, para aquellos que vivían en aquella época, el Titanic más que cualquier otro acontecimiento, aislado señala el fin de los viejos tiempos y el principio de una era nueva e inquieta. 89
Pero a las 2,20 del lunes, 15 de abril, no había tiempo para esos pensamientos. Sobre la tumba del Titanic se extendía como una neblina que empañaba la noche clara. El mar liso como un cristal estaba cubierto por cajas, sillas de cubierta, maderos, pilares y restos de corcho que subían a la superficie desde lo más hondo. Cientos de nadadores golpeaban el agua agarrados a los restos o unos a otros. El mayordomo Edward Brown, luchando por recobrar el aliento, notó vagamente un hombre que tiraba de sus ropas. El pasajero de tercera Olaus Abelseth, sintió el brazo de un hombre aferrado a su cuello. Consiguió deshacerse de él, barbotando «Suélteme». Pero el hombre volvió a agarrarle y fue preciso un fuerte empujón para librarse definitivamente. Cuando no era la gente era el mar el que vencía la resistencia humana. La temperatura del agua era de 28 grados... bajo cero. Al segundo oficial Lightoller le pareció como si le pincharan con mil puñales. En agua como aquella los salvavidas no servían de nada. No obstante, unas docenas consiguieron conservar la calma y las fuerzas. Para estos había dos esperanzas de salvación a la vista... los botes plegables A y B. Ambos habían flotado desde la cubierta de botes, A bien y B volcado. La chimenea, al caer, les había empujado lejos del barco. Ahora los nadadores más fuertes o más afortunados iban hacia ellos. Veinte minutos más tarde Olaus Abelseth llegó junto al A. Otros doce pasajeros yacían medio muertos en el barco desmantelado. Ni se fijaron en él ni le ayudaron cuando pudo subirse. Se limitaron a murmurar: —No vuelque el bote. Uno a uno fueron llegando los demás hasta que en el fondo se reunieron unas dos docenas de personas. Eran una extraña mescolanza... el campeón de tenis R. Norris Williams, Jr., echado junto a su empapado abrigo de piel; un par de suecos; el fogonero John Thompson con las manos quemadas..., el mayordomo Edward Brown..., la pasajera de tercera clase Mrs. Rosa Abbott. Poco a poco el A se fue alejando; los nadadores llegaron a intervalos menos frecuentes. Por fin dejaron de llegar y el bote medio sumergido flotó silencioso y solo en la noche vacía. Entre tanto, otros nadadores se dirigieron al volcado B. Este había quedado más cerca del lugar del siniestro. Mucha gente hormigueaba cerca de su quilla blanca y estos hacían más ruido, se movían más. 90
—¡Salvad una vida! ¡Salvad una vida! —oyó gritar Walter Hurst una y mil veces mientras se unía al grupo de hombres que trataban de subirse al bote plegable. El radiotelegrafista Harold Bride estaba naturalmente allí desde el primer momento, pero debajo del bote. Lightoller llegó también antes de que se hundiera el Titanic. Iba nadando al costado del barco cuando se cayó la chimenea de proa y la ola que levantó casi le arrastró mientras dejaba, en cambio, al joven Jack Thayer al lado del bote. Hurst y dos o tres más habían conseguido subirse a la quilla. Lightoller y Thayer también lo lograron. Bride seguía debajo del bote, flotando de espaldas, golpeándose la cabeza contra los asientos y tratando de respirar en aquella opresiva oscuridad. Luego llegó A. H. Barkworth, un juez de paz de Yorkshire. Llevaba un gran abrigo de piel sobre el salvavidas y ese extraño arreglo le mantenía sorprendentemente a flote. Sin desprenderse del abrigo también se encaramó sobre el bote volcado, como un gran animal hirsuto y empapado. El coronel Gracie llegó más tarde. Arrastrado con el Titanic, se agarró primero a un madero, luego a una caja hasta que descubrió el bote volcado. Cuando al fin pudo llegar, más de una docena de hombres estaban echados o arrodillados sobre su fondo. Nadie le alargó la mano. Cada hombre que llegaba hundía un poco más el barco; ya el agua, de vez en cuando, subía hasta la quilla. Pero Gracie no había ido hasta tan lejos para nada; se agarró al brazo de un hombre echado ya en el barco y se izó sobre la quilla. Le siguió el ayudante de cocinero John Collins que también pudo subir. Por fin Bride consiguió salir y se encaramó por la popa. Para cuando llegó el mayordomo Thomas Whiteley, B sostenía el peso de 30 hombres. Al tratar de encaramarse, alguien le golpeó con un remo, pero subió. El fogonero Harry Sénior también recibió golpes de remo, pero nadó hacia el otro lado y consiguió convencerles de que le dejaran subir. Durante todo el tiempo, los hombres que estaban en la popa y en la proa golpeaban el agua con maderas para alejarse de allí y librarse así de los nadadores. —No sueltes lo que tienes, muchacho. Uno más nos hundiría a todos —gritaban los del bote a los que estaban en el agua.
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—Está bien, muchachos; conservaros —contestó uno de los nadadores cuando le pidieron que no se acercara. Y se alejó nadando, gritándoles: —¡Buena suerte, Dios os guarde! Otro nadador estuvo dándoles ánimos. «¡Bien muchachos!». Había autoridad en su voz y jamás pidió que le dejaran subir. Aunque estaban peligrosamente cargados, Walter Hurst no pudo resistir la tentación de alargarle un remo. Pero el hombre se había alejado demasiado. Cuando el remo le tocó dio una vuelta sobre sí mismo como si fuera un corcho y se calló. Todavía hoy cree Hurst que se trataba del capitán Smith. A medida que se adentraban en la noche solitaria, lejos de los restos y de los nadadores, uno de los marineros que estaba echado en la quilla preguntó indeciso: —¿No creen que deberíamos rezar? Todo el mundo asintió. Una rápida investigación demostró que había católicos, presbiterianos, episcopalianos y metodistas, de modo que lo solucionaron con el Padrenuestro, rezándolo a coro con el hombre que había sugerido hacerlo. No era éste el único rumor que surcaba las aguas. En todo ese tiempo, mientras los botes A y B se iban llenando alejándose difícilmente, cientos de nadadores pedían auxilio. Las voces individuales se perdían en un clamor firme e impresionante. Al fogonero George Kemish, agarrado a su remo del bote 9, le parecían las voces de millares de aficionados al football en un partido de final de copa. A Jack Thayer, echado sobre la quilla del B, le hacía el efecto de las cigarras en una noche de verano en los bosques de su casa de Pensilvania.
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Capítulo VIII «ME HACE PENSAR EN UN «PICNIC»
Los gritos en la noche sólo significaban una cosa para el activo e impulsivo quinto oficial Lowe... volver atrás y ayudar. Estaba en excelente situación para hacer algo de provecho. Después de abandonar el Titanic en el número 14, había reunido los botes 10, 12, 4 y D atándolos, en fila los cinco, a unas 150 yardas de distancia del buque. —Considérense a mis órdenes —había declarado y ahora organizó su flotilla para dedicarla al salvamento. Era un suicidio que fueran todos los botes, estaban demasiado faltos de tripulación para meterse en el desconcierto final, pero si se organizaba uno con una selección de hombres podía hacer mucho bien. Así que Lowe distribuyó sus 55 pasajeros entre los demás botes y eligió voluntarios de cada uno para dotar al número 14 de remeros expertos. Fue un trabajo agotador, algo así como jugar a las sillas musicales en botes de remo a las 2,30 de la madrugada y en mitad del Atlántico... un trabajo más duro de lo que Lowe podía soportar. —¡Salte, maldita sea, salte! —chilló a miss Daisy Minahan. Por otra parte, la anciana envuelta en un chal parecía demasiado ágil. Lowe se lo quitó y se quedó mirando el asustado rostro de un muchacho... con los ojos desorbitados de terror. Esta vez no se dijo nada, pero tiró el joven al número 10 con toda la fuerza que pudo. Se tardó en hacer el traslado. Luego algo más mientras Lowe esperó a que disminuyeran los nadadores para evitar un desastre. Luego, pasó tiempo yendo hasta allí. Eran más de las tres, casi una hora después del hundimiento, cuando el número 14 se acercó a los restos y a la gente. Quedaban pocos... el mayordomo John Stewart..., W. P. Hoyt, pasajero de primera..., un japonés de entrepuente que se había amarrado a una puerta. Durante casi una hora el número 14 buscó a tientas, yendo tras de las voces y llamadas en la oscuridad, incapaz las más de las veces de dar con el que gritaba. 94
Sólo recogieron cuatro y Mr. Hoyt murió al cabo de una hora. Lowe había calculado mal el tiempo que iba a necesitar para llegar al lugar... cómo localizar una voz en la oscuridad... y, sobre todo, cuánto tiempo podía aguantar un hombre en agua a 28 grados. Así supo que no era necesario esperar a que la gente «disminuyera». Por fin regresó. El tercer oficial Pitman, del bote número 5, también oyó los gritos. Dio la vuelta al bote y ordenó: —Bien, muchachos, ahora vamos a ir hacia los restos. —Suplique al oficial que no vaya —rogó una señora al mayordomo Etches que estaba remando—. ¿Para qué ir a perder nuestras vidas en un intento inútil para salvar a otros del barco? Otras mujeres se unieron a la protesta. Pitman se debatió en un dilema. Por fin canceló la orden y dijo a sus hombres que no remaran. Durante una hora, el número 5 —40 personas en un bote que podía llevar 65— se meció dulcemente en el tranquilo Atlántico, mientras sus pasajeros oían gritar a los nadadores a 300 yardas de distancia. En el número 2, Johnson recordó que el cuarto oficial Boxhall preguntó a las señoras: —¿Damos media vuelta? Contestaron que no. Así el bote número 2, con un sesenta por ciento de pasajeros, se alejó igualmente mientras sus ocupantes escuchaban las voces. Las señoras del número 6 eran distintas. Mrs. Lucien Smith, dolida por la mentira de su marido para obligarla a embarcar; Mrs. Churchill Candee, conmovida por la valentía de sus protectores espontáneos; Mrs. J. J. Brown, naturalmente valiente y amante de aventuras... todas rogaron al cabo Hitchens que regresara. Hitchens se negó. Describió una imagen de los supervivientes agarrándose al bote con tal ímpetu que lo volcaban y desmantelaban. Las mujeres, no obstante, siguieron suplicando mientras los gritos se hacían más débiles. El bote número 6, con capacidad para 65, y con sólo 28 a bordo, no se acercó al lugar del desastre. En el número 1, el fogonero Charles Hendrickson gritó: —¿Qué hacemos, regresamos y recogemos la gente que esté en el agua? Nadie contestó. El vigía George Symons, encargado del bote, no hizo el menor movimiento. Luego, al repetir la pregunta, sir Cosmo Duff Gordon anunció que no creía que debieran intentarlo; sería peligroso; el 95
bote seria asaltado. Así se terminó la polémica. El número 1, 12 personas cuando su capacidad eran 40, se alejó sin rumbo en la noche. En todos los botes la historia fue la misma: una sugerencia tímida, una negativa firme, inacción. De las 1.600 personas que se hundieron con el Titanic, sólo trece fueron recogidas por los 18 botes que rondaban el lugar. El D cargó con Mr. Hoyt porque así lo quiso él. El 4 recogió ocho, no porque se acercara, sino porque quedaba cerca de los nadadores. Sólo el número 14 regresó al lugar del hundimiento. Por qué razón los otros no lo hicieron forma parte del misterio de las reacciones, tan distintas todas ellas, en hombres con la misma preparación y en idénticas circunstancias. Al apagarse los gritos, la noche adquirió una extraña quietud. El Titanic, la angustiosa incertidumbre, había desaparecido. La impresión de lo que había ocurrido, la confusión y exaltación, el descubrimiento de que familiares y amigos íntimos se habían perdido para siempre, todo esto no se había digerido aún. Una curiosa sensación de tranquilidad se extendió sobre muchos de esos botes. Con la impresión de calma, vino la de soledad. Lawrence Beesley se preguntó por qué el Titanic, aún mortalmente herido, daba a todo el mundo la sensación de compañía y seguridad que ningún bote salvavidas podía darles. En el número 3, Elizabeth Shutes contempló las estrellas errantes y pensó cuán insignificantes debieron de haber parecido los cohetes del Titanic en competencia con la naturaleza. Trató de olvidar su soledad imaginando que estaba ya de vuelta al Japón. Por dos veces había embarcado de noche allá, y sola y asustada, pero al final todo salía bien. En el número 4, miss Jean Gertrude Hippach contemplaba también las estrellas errantes... nunca había visto tantas. Recordó una leyenda según la cual todas las veces que corre una estrella alguien muere. Lenta, muy lentamente, la vida volvió a proseguir en los botes. El cuarto oficial Boxhall empezó a lanzar bengalas verdes desde su bote, el número 2. Esto sacó en cierto modo a la gente de su modorra y les alegró. A distancia era difícil juzgar y algunos creyeron que las bengalas eran disparadas por los barcos que venían en su auxilio. Los remos chirriaban y batían el agua, se oían voces de un bote a otro, llamándose en la oscuridad. Los 5 y 7 se unieron; lo mismo hicieron el 6 y el 16. El 6 pidió un fogonero de más para tener otro remero. Otros botes, en cambio, se separaban. En un radio de cuatro o cinco millas, 18 pequeños botes vagaban en la noche, juntos o separados, sobre un mar liso como un 96
estanque. Un palero del número 13 pensó en las veces que había estado en el lago de Regent’s Park y barbotó: —Todo esto me recuerda un picnic. A veces sí lo parecía... la charla, los niños entre los pies. Lawrence Beesley intentó tapar los dedos del pie de un bebé que lloraba, con una manta, y descubrió que la señora que llevaba el niño y él tenían amigos comunes en Clonmel, Irlanda. Edith Russell distrajo a otro niño con su cerdito de juguete que tocaba la Machicha siempre que se le retorcía el rabo. Hugh Woolner se encontró dando de comer galletas al pequeño de cuatro años Louis Navatril. Mrs. John Jacob Astor prestó un chal a una mujer del entrepuente para abrigar a una chiquilla que lloraba de frío. La mujer dio las gracias a Mrs. Astor en sueco y envolvió la niña en el chal. Aproximadamente a esa misma hora Marguerite Frolicher conoció por vez primera un importante ingrediente de picnic. Todavía marcadísima llamó la atención de un amable caballero sentado cerca de ella. Este sacó un frasco de plata cuyo tapón era un vaso y le ofreció un trago de coñac para aliviarla. Aceptó la sugerencia y se encontró bien al momento. Tal vez fue el coñac; tal vez la nueva experiencia... en sus veintidós años de vida jamás había visto un frasco hasta aquel momento y le entusiasmó. Pero ningún picnic fue jamás tan frío. Mrs. Crosby tiritaba de tal modo, en el número 5, que el tercer oficial Pitman la cubrió con una vela. Un fogonero del número 6, sentado al lado de Mrs. Brown, tenía tal frío que le castañeteaban los dientes. Por fin Mistress Brown le envolvió las piernas con su estola de martas, atándole las colas a los tobillos. En el número 16 un hombre llevando sólo puesto un pijama blanco tenía el aspecto tan frío que le recordaba un hombre de nieve. Mrs. Charlotte Collyer estaba tan aterida que al pasar al número 14 se cayó y habiéndosele enredado el pelo en un escálamo perdió un buen mechón arrancado de cuajo. La tripulación hizo lo imposible para que las mujeres se sintieran cómodas. En el número 5, un marinero se quitó las medias y se las dio a Mrs. Washington Dodge. Cuando ella levantó la vista llena de gratitud, el hombre le explicó: —Le aseguro, señora, que están perfectamente limpias. Precisamente me las puse esta mañana. En el número 13, el fogonero Beauchamp temblaba debido a la escasez de ropa de abrigo, pero se negó a aceptar un abrigo que le ofrecía una anciana insistiendo, en cambio, para que se lo diera a una muchacha 97
irlandesa. Para la gente de este bote hubo un pequeño alivio inesperado. Cuando el mayordomo Ray abandonó definitivamente su camarote recogió seis pañuelos que tenía en el baúl. Ahora los repartió aconsejando que se hicieran un nudo en cada esquina y los transformaran en gorros. Como consecuencia, recuerda con orgullo, «seis cabezas fueron coronadas». Además del frío, la cantidad de mujeres remeras disipaba cualquier ilusión de picnic. En el número 4, Mrs. John B. Thayer remó cinco horas seguidas con agua hasta las pantorrillas. En el número 6, la indomable Mrs. Brown organizó las mujeres, dos por remo. Una mantenía el remo en su sitio mientras la otra remaba. De este modo, Mrs. Brown, Mrs. Meyer, Mrs. Candee y otras llevaron el bote durante unas tres o cuatro millas en un desesperado esfuerzo por alcanzar la luz que brillaba en el horizonte durante la mayor parte de la noche. Mrs. Walter Douglas se ocupó del timón del bote número 2. Boxhall, que era el patrón, remaba y ayudaba a disparar las bengalas verdes. Mrs. J. Stuart White no ayudó a remar en el número 8, pero se erigió en una especie de guardavías femenino. Tenía un bastón con una pila eléctrica y durante la mayor parte de la noche lo agitó frenéticamente, andando y sembrando alternativamente confusión entre la gente. En el número 8, Marie Young, Gladys Cherry, Mrs. F. Joel Swift y otras remaron. Mrs. William R. Bucknell observó enorgullecida que estaba remando al lado precisamente de la condesa de Rothes, y un poco más abajo su doncella remaba al lado de la de la condesa. Pero casi toda la noche la condesa llevó el timón. El marinero Jones, patrón del bote, explicó más tarde a The Sphere por qué la puso al timón: «Había una mujer en mi bote que era toda una mujer... Cuando vi cómo se comportaba y la tranquila decisión con que hablaba a los demás, comprendí que era más hombre que cualquiera de los que tenía a bordo». En la investigación americana, y faltándole los consejos de la prensa, lo dijo con menos elegancia: «Como vi que sabía lo que llevaba entre manos, la puse a gobernar el bote». Pero no cabe duda de cómo pensaba. Después de ser recogidos, Jones quitó el número 8 de su bote, le hizo poner un marco, y se lo envió a la condesa para demostrarle su admiración. Por su parte, ella le escribe aún todos los años por Navidad. A medida que transcurría la noche, se perdía la primitiva compostura. En el número 3, Mrs. Charles Hays gritaba a los botes que se acercaban preguntando por su marido: 98
—Charles Hays, ¿estás ahí? —repetía una y más veces. En el número 8, la señora de Satode Peñasco pedía a gritos su marido, Víctor, hasta que la condesa de Rothes no pudo soportarlo más. Entregando el timón a su prima Gladys Cherry, se sentó al lado de la señora y pasó el resto de la noche remando a su lado y tratando de distraerla y animarla. En el número 6, madame de Villiers llamaba sin cesar a su hijo, que ni siquiera había embarcado en el Titanic. Poco a poco empezaron a desatarse los nervios. Las mujeres del número 3 discutieron por tonterías, mientras sus maridos permanecían en avergonzado silencio. Mrs. Washington Dodge —que estaba empeñada en retroceder contra la voluntad de casi todos los del número 5— se puso tan agresiva que cuando se acercó el número 7, se cambió de barco en pleno océano. Maud Slocombe, la decidida masajista del Titanic, ayudó a reducir al silencio a una mujer del número 11 que ponía en marcha, precisamente allí, un despertador. El marinero Diamond, un fornido exboxeador, encargado del número 15, lanzó tales juramentos y maldiciones que heló la noche más de lo que estaba. Varias de las discusiones tenían que ver con el fumar. En 1912, el tabaco no era todavía el gran remedio americano para calmar los nervios y la tensión, y las mujeres de los botes estaban escandalizadas. Miss Elizabeth Schutes rogó a dos hombres sentados a su lado que dejaran de fumar, pero ellos se hicieron el sordo. Para Mrs. J. Stuart White fue algo que aún le escocía durante la investigación. Cuando el senador Smith preguntó si deseaba mencionar algo relacionado con la disciplina de la tripulación, estalló: —Al alejarnos del barco, estos mayordomos sacaron sus cigarrillos y los encendieron. ¡En semejante ocasión! En la amable intimidad del bote número 1, el fumar no fue ningún problema. Cuando sir Cosmo Duff Gordon dio al fogonero Hendrickson uno de sus buenos puros, ninguna de las mujeres del bote pudo protestar. Miss Francatelli era empleada por la esposa de sir Cosmo, y lady Duff Gordon estaba demasiado mareada para que le importara. Con la cabeza apoyada sobre unos remos y cuerdas, se pasó la noche vomitando. Pero el número 1 también tuvo sus diferencias. Sir Cosmo y Mr. C. E. Henry Stengel, de Newark, Nueva Jersey, no se llevaban muy bien. Esto hubiera tenido poca importancia en un bote abarrotado, pero con sólo doce personas resultaba molesto. Según sir Cosmo, Mr. Stengel no paraba de gritar: «¡Ah, del barco!». También dio consejos confusos al vigía Symons 99
sobre la dirección a tomar. Nadie le hizo el menor caso, pero irritó de tal forma a sir Cosmo que al final éste pidió a Mr. Stengel que se callara de una vez. Sir Cosmo se mostró todavía más fastidiado cuando Mr. Stengel declaró más adelante: —«Entre sir Cosmo y yo decidimos la ruta a seguir». Entre tanto, el fogonero Pusey echaba chispas contra lady Duff Gordon por sus intentos de consolar a miss Francatelli por la pérdida de su camisón. Entonces le dijo: —¡Qué importa, han salvado ustedes sus vidas! Nosotros, en cambio, hemos perdido nuestros equipos. Media hora más tarde, todavía indignado, Pusey interpeló a sir Cosmo: —Ustedes lo habrán perdido todo, ¿verdad? —Claro. —¿Pero podrán comprárselo otra vez? —Sí. —Bien, pues nosotros hemos perdido nuestros equipos y la Compañía no nos los volverá a reponer. Y lo que es peor, nuestro sueldo deja de pagarse desde esta noche. Sir Cosmo tuvo bastante. —Muy bien, les daré cinco libras a cada uno para que puedan volver a empezar un nuevo equipo. En efecto, lo hizo, pero lo lamentó toda su vida. El casi monopolio del bote número 1 por parte de los Duff Gordon, su negativa a regresar en busca de supervivientes, dio al regalo carácter de soborno por parte de sir Cosmo, impresión que no se disipó y le causó, en cambio, infinidad de disgustos. Tampoco le fueron propicios los acontecimientos subsiguientes. Cuando lady Duff Gordon reunió a los hombres con sus chalecos salvavidas para hacerles una fotografía después de su salvamento, daban todavía más la impresión de tripulación particular de los Duff Gordon. Más adelante, cuando se supo que el vigía Symons, patrón del bote número 1, había pasado el día con el abogado de sir Cosmo poco antes de declarar en la investigación británica, dio la impresión también de que sir Cosmo tenía incluso su contramaestre personal. 100
No hay indicios de que sir Cosmo fuera culpable de más delitos que un excesivo mal gusto. La bebida causó estragos también. Cuando el número 4 recogió un miembro de la tripulación que estaba en el agua, llevaba una botella de coñac en el bolsillo..., pero la echaron, pues, como se explicó más adelante a los periodistas, «temimos que si alguna persona histérica la cogía los resultados podían ser fatales». Miss Eustis contó una versión algo diferente: —Un hombre estaba borracho y llevaba además una botella de coñac en el bolsillo, que el cabo no tardó en tirar por la borda... y al borracho al fondo del bote... En el bote número 6 estaban ocurriendo otras cosas. Empezó el malestar desde que el comandante Peuchen bajó por la cuerda para sumarse a la tripulación. Peuchen, acostumbrado a mandar, no pudo resistir la tentación de dar órdenes en plan de amo. El cabo Hitchens pensaba de otro modo. A medida que se alejaban del Titanic, Peuchen remaba y Hitchens iba al timón, pero a los diez minutos Peuchen pidió a Hitchens que pusiera una señora al timón y él fuera a ayudarle a remar. El cabo contestó que él era el patrón y que la obligación de Peuchen era remar y callarse. El bote se alejó penosamente con sólo Peuchen y el vigía Fleet remando. Luego, dirigidas por Mrs. Brown, la mayoría de las mujeres se puso a remar, pero Hitchens permaneció pegado a su timón, gritándoles que remaran con más ánimo o el Titanic al hundirse los tragaría a todos. Las mujeres contestaron también a gritos y mientras el bote avanzaba en la oscuridad, la noche resonaba con palabras agrias. La mayor parte del tiempo el bote número 6 se dirigió hacia la extraña luz que brillaba en el horizonte, pero cuando vieron que jamás llegarían a ella, Hitchens les anunció que todo estaba perdido; no tenían ni agua, ni comida, ni brújula, ni mapa... estaban a miles de millas de tierra y ni siquiera sabían la dirección que llevaban. El comandante Peuchen se daba ya por vencido, pero las mujeres se le echaron encima. Mrs. Candee le enseñó, secamente, la estrella polar. Mrs. Brown le dijo que se callara y remara. Mrs. Meyer se burló de su valor. Entonces vino el momento en que se amarraron al número 16 y Hitchens ordenó dejarse llevar por las aguas. Pero las mujeres no podían soportar el frío e insistieron en seguir remando para calentarse. Mistress 101
Brown se puso al frente, entregó un remo a un tiznado fogonero que pasó desde el número 16 y mandó que todo el mundo remara. Hitchens se levantó para impedirlo, y Mrs Brown le dijo que si se acercaba un paso más le echaría por la borda. Entonces se refugió bajo una manta y empezó a barbotar insultos. Mrs. Meyer le contestó... le acusó de quedarse todas las mantas y de beberse todo el whisky. Hitchens le contestó una palabrota. El pobre fogonero recién llegado, preguntándose dónde demonio se habría metido, gritó: —Oiga, ¿no sabe que está hablando a una señora? Hitchens le contestó también a voces: —Sé con quién hablo, ¡y el que manda en este bote soy yo! Pero el reproche del fogonero hizo efecto. El cabo se calló. El bote número 6 siguió remando en la noche con Hitchens silenciado, Peuchen anulado y Mrs. Brown al frente. Incluso entre los hombres que se agarraban desesperadamente al volcado B, había humor para zaherirse. El coronel Gracie castañeteándole los dientes, con su cabello revuelto completamente helado, observó que su vecino llevaba una gorra completamente seca. El coronel le pidió que se la prestara para calentarse la cabeza un minuto, pero el hombre contestó secamente: —¿Y qué voy a hacer yo? Se comprendía que los nervios del bote B estuvieran a flor de piel. Por las grietas de la madera salía el aire que tenía dentro de su casco volcado y a cada instante se hundía más en el agua. El mar barría de tanto en tanto la quilla y cualquier movimiento impulsivo podía tirar a todo el mundo al agua. Necesitaban urgentemente alguien que se hiciera cargo de ellos. En aquel momento Gracie, aliviado, oyó la voz profunda del segundo oficial, Lightoller, y más aliviado aún cuando un tripulante, al parecer algo bebido, gritaba: —Obedeceremos todos las órdenes del oficial. Lightoller respondió en el acto. Comprendiendo que sólo una acción conjunta y organizada mantendría el equilibrio del bote, hizo que los 30 hombres se pusieran en pie. Les mandó colocarse en doble fila cara a proa. Entonces, cuando el mar movía el bote, les gritaba: 102
—Inclinados a la derecha..., firmes..., inclinados a la izquierda... siempre que era necesario para contrarrestar el oleaje. Mientras se inclinaban a un lado o a otro fueron gritando: —¡Ah, del bote! ¡Ah, del bote! Lightoller terminó haciéndoles callar, insistiendo en que guardaran sus energías. El tiempo se puso aún más frío y el coronel volvió a quejarse de la cabeza, esta vez a Lightoller. Un hombre les ofreció a ambos un trago de su frasco. Rechazaron, pero le indicaron a Walter Hurst que temblaba a pocos pasos. Hurst creyó que era coñac y bebió un gran sorbo. Pero por poco se ahoga... era esencia de pipermint. Hablaban mucho. El ayudante de cocinero, John Maynard, decía que el capitán Smith nadó junto a la lancha un momento antes de que el Titanic se hundiera para siempre. Le sacaron del agua, pero volvió a dejarse caer en ella. Más tarde, el fogonero Harry Senior pretendía que el capitán se soltó voluntariamente, diciendo: — ¡Seguiré al barco! Tal vez fuera cierto, pero Hurst está seguro de que el capitán no llegó al bote. Además, Senior fue de los últimos en llegar... probablemente demasiado tarde para haber visto al capitán. La mayoría de ellos hablaban de su salvamento. Lightoller no tardó en descubrir a Harold Bride, el joven radiotelegrafista, en la popa del bote y desde su puesto en proa le preguntó qué barcos iban hacia ellos. Bride contestó: el Baltic, el Olympic y el Carpathia. Lightoller supuso que el Carpathia llegaría al nacer el día... Hizo circular la noticia para levantar los ánimos que empezaban a decaer. A partir de aquel momento vigilaron la línea de horizonte en busca de cualquier señal. De vez en cuando las bengalas disparadas por Boxhall en el bote número 2 les animaban. Incluso Lightoller creía que las bengalas procedían de algún barco. La noche fue transcurriendo lentamente. Hacia el amanecer se levantó una brisa ligera. El aire parecía todavía más helado. El mar empezó a picarse. El agua glacial mojaba pies, piernas, hasta las rodillas, de los hombres del bote B. Las rociadas cortaban sus cuerpos y cegaban sus ojos. Un hombre, luego otro, y otro, resbalaban por la popa y desaparecían de la vista. Los demás guardaban silencio, empeñados únicamente en la batalla por mantenerse en vida. 103
El mar también estaba ahora silencioso. No se veía el menor rastro de vida en las aguas rizadas del Atlántico cuando la luz del amanecer iluminó el cielo. Pero un hombre seguía en vida todavía... gracias a una sorprendente combinación de iniciativa, suerte y alcohol. Cuatro horas antes, el panadero en jefe Charles Joughin despertó, como tantos otros en el Titanic, al oír aquel extraño ruido de desgarrón. Y como muchos otros oyó la llamada al puente un poco después de medianoche. Pero Joughin no se limitó a subir a la cubierta de botes. Se dijo que si se necesitaban botes, también se necesitarían provisiones; así que por propia iniciativa mandó a su personal de panaderos, trece de ellos, que trajeran todo el pan sobrante de la despensa del Titanic. Luego, los panaderos subieron a cubierta con cuatro panes cada uno. Una vez hecho esto, Joughin se retiró a su camarote en cubierta E, a babor, para un trago de whisky. Alrededor de las 12,30 se sintió lo suficientemente tonificado para subir la escalera hasta su puesto en el bote 10. En aquel momento todavía resultaba difícil persuadir a las mujeres a que embarcaran, así que Joughin empleó métodos más fuertes. Bajó a la cubierta de paseo y subió algunas por pura fuerza. Entonces, empleando sus mismas palabras, las «tiró» dentro del bote. Brutal, pero efectivo. Joughin fue asignado como patrón del número 10, pero pensó que había suficientes hombres para manejar el bote, de modo que saltó fuera y, en cambio, ayudó a arriarlo. Ir con él habría sido, explicó: «dar mal ejemplo». A la 1,20 bajó la inclinada escalera que llevaba a su camarote y se sirvió otra copa. Se sentó en su litera y la digirió... consciente, pero tan tranquilo, de que el agua pasaba ya por debajo de la puerta, bañaba todo el suelo y le llegaba a cubrir el zapato. Alrededor de la 1,45 vio, precisamente, al simpático doctor O’Loughlin buscando por allá. Jamás se le ocurrió a Joughin preguntarse qué andaba buscando el anciano, pero la proximidad de la despensa hace suponer que Joughin y el doctor pensaban más o menos lo mismo. En todo caso, Joughin le saludó y volvió a subir a la cubierta de botes. Ya era hora porque el Titanic escoraba ahora de un modo tremendo 104
y la inclinación era más fuerte. Un rato más abajo y hubiera sido imposible subir la escalera. Aunque todos los botes se habían ido ya, Joughin no pareció desanimado. Bajó a la cubierta B y empezó a tirar sillas por las ventanas que daban al paseo. Otros lo miraron pero no le ayudaron. En conjunto tiró unas cincuenta sillas al mar. Era un trabajo pesado; cuando hubo echado la última por la ventana (era casi tan difícil como enhebrar una aguja), Joughin pasó a la despensa de estribor de la cubierta A. Eran las 2,10. Mientras calmaba su sed, esta vez con agua, oyó un enorme crujido, como si algo hubiera cedido. Las tazas y platos de la despensa volaron a su lado, las luces enrojecieron, y oyó sobre su cabeza el golpear de pies que corrían hacia popa. Salió corriendo de la despensa hacia el extremo de popa de la cubierta A, detrás de un grupo de gente que corría en la misma dirección y bajaba de la cubierta de botes. Se mantuvo fuera del alud cuanto le fue posible y corrió detrás de todos. Saltó a cubierta B y de ésta a la sentina de la otra cubierta. En el momento en que llegaba, el Titanic dio una angustiosa media vuelta a babor, tirando a la mayoría de la gente en un grupo compacto contra la barandilla de babor. Sólo Joughin conservó el equilibrio. Alerta, pero tranquilo, poseía un equilibrio maravilloso a medida que la popa fue elevándose mientras el barco se retorcía sobre sí mismo hacia babor. La cubierta estaba ahora tan empinada que era imposible mantenerse de pie en ella, y Joughin pasó por encima de la barandilla hasta quedarse de pie sobre el mismo costado del barco. Siguió avanzando, sin soltar la barandilla, pero, andando por la parte exterior del casco, hasta llegar a las planchas de acero, pintadas de blanco, de la cubierta de popa. Por fin se encontró en la popa redonda del buque, que estaba ahora a unos 150 pies de altura sobre el mar. Joughin, tranquilamente, se abrochó el chaleco salvavidas, luego miró su reloj... marcaba las 2,15. Lo pensó mejor y lo guardó en el bolsillo de atrás del pantalón. Empezaba a sentir cierta perplejidad respecto de su posición cuando sintió que la popa empezaba a ceder bajo sus pies... una sensación como de ir en ascensor. Cuando el agua se cerró sobre la popa, Joughin pasó al mar. Ni siquiera se mojó la cabeza. Nadó, alejándose en la noche, sin preocuparse del agua helada. Serían las cuatro cuando vio lo que creyó serían restos en la primera luz 105
del alba. Nadó hacia allí y descubrió que era el bote plegable B, el que estaba volcado. La quilla estaba abarrotada y no podía subir, así que se mantuvo al lado un momento hasta descubrir a un viejo amigo de la cocina... el cocinero de primer plato, John Maynard. La camaradería era un lazo y Maynard le alargó la mano. Joughin, todavía insensible al frío, se agarró a ella, nadando con la otra mano. Los demás ni se fijaron en él... en parte porque estaban demasiado ateridos para importarles, y en parte porque todos los ojos estaban fijos en el horizonte, a sureste. Fue después de las 3,30 cuando empezaron a ver algo... un destello lejano seguido por un retumbar sordo. En el número 6, miss Norton, gritó: —¡He visto un relámpago! —mientras Hitchens barbotaba: «Es una estrella errante». En el número 13, un fogonero echado en el fondo casi inconsciente por el frío, se incorporó gritando: — ¡Ha sido un cañonazo! Pronto apareció una luz en la misma dirección, luego otra, después filas de luces, unas tras otras. Un gran trasatlántico se acercaba a toda marcha, disparando cohetes para tranquilizar a los supervivientes del Titanic, para asegurarles que iba en su ayuda. En el número 9, el estibador Paddy McGough clamó de pronto: —Recemos todos al Señor porque hay un barco en el horizonte y viene hacia nosotros. Los hombres del bote B lanzaron un clamor de alegría y empezaron a hablar de nuevo. Alguien encendió un periódico en el número 3 y lo agitó locamente; luego prendieron fuego al sombrero de paja de Mrs. Davidson... ardería más tiempo. En el bote de Mrs. A. S. Jerwan, mojaron pañuelos en petróleo y les prendieron fuego, también para hacer señales. En el número 13 hicieron una antorcha con cartas retorcidas. Boxhall lanzó su última bengala verde en el número 2. En el número 8, Mrs. White agitó su bastón eléctrico con más fuerza que antes. Sobre el agua se oían gritos de alivio y de alegría. Incluso la naturaleza parecía contenta; la espantosa noche cedió el paso a una maravillosa alba coral y violeta. Pero no todo el mundo la pudo ver. En el semihundido bote A, Olaus Abelseth trataba de despertar el ansia de vivir en un hombre medio 106
congelado echado a su lado. Al nacer el día, cogió al hombre por los hombros y lo incorporó de modo que quedara sentado sobre los maderos del fondo, y le rogó insistentemente: —Mire, ya podemos ver un barco; anímese. Tomó una de las manos del hombre y la levantó. Luego le sacudió por los hombros. Pero el hombre dijo solamente: —¿Quién eres?... —y un minuto más tarde—: Déjame en paz... ¿quién eres? Abelseth le sostuvo aún un momento; pero era demasiado esfuerzo y por fin se decidió a apoyarlo en una madera. Media hora más tarde, el cielo estaba surcado por un brillante resplandor rojo y oro, pero era ya demasiado tarde para que el hombre lo viera.
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Capítulo IX «VAMOS HACIA EL NORTE COMO RAYOS»
Mrs. Anne Crain se asombró por el buen olor a café que notaba desde su camarote del Carpathia, procedente de Nueva York en dirección al Mediterráneo. Era cerca de la una de la madrugada de su cuarto día de navegación y para entonces Mrs. Crain conocía lo bastante bien el pequeño barco para comprender que cualquier indicio de actividad después de medianoche era una cosa fuera de lo corriente, y especialmente el que se hiciera café a esa hora. Un poco más abajo, en el mismo corredor, miss Ann Peterson también estaba despierta en su litera. Se preguntó por qué habrían encendido todas las luces del barco... normalmente el lento Carpathia estaba a oscuras a esa hora. Mr. Howard M. Chapin estaba más preocupado que sorprendido. Descansaba en la litera superior de su camarote de cubierta A... con la cara a pocos centímetros de la cubierta de botes que le servía de techo. Poco después de medianoche un ruido extraño le despertó. Un hombre estaba arrodillado en cubierta exactamente sobre su cabeza. El día anterior había observado un aparejo de bote salvavidas precisamente allí; ahora tenía la seguridad de que el hombre estaba soltando el bote y que, por tanto, ocurría algo grave. A pocos pasos, Mrs. Louis M. Ogden despertó notando el camarote frío y el barco navegando a toda marcha. Al oír fuertes ruidos sobre su cabeza, se dijo también que algo debía de andar mal. Sacudió a su marido que dormía profundamente. Su diagnóstico no la tranquilizó... el ruido lo hacía la tripulación partiendo las cuñas que afianzaban los botes salvavidas. Abrió la puerta de su cámara y vio una fila de mayordomos transportando mantas y colchones. Tampoco era tranquilizador. En diferentes puntos del barco, los que tenían el sueño ligero oyeron órdenes a media voz, pasos precipitados, el crujido de los pescantes. Algunos se preguntaron si serían las máquinas... resonaban ahora con tanta fuerza, con tanta más velocidad que de costumbre. Los colchones y los 108
muelles se sacudían como locos..., los vasos de los lavabos tintineaban con fuerza dentro de sus jaulas metálicas... el maderamen gemía. El grifo daba solamente agua fría, el radiador no calentaba por más que se moviera la llave... las máquinas parecían necesitar hasta el último miligramo de vapor. Pero lo más raro era aquel frío glacial. El Carpathia había zarpado de Nueva York el 11 de abril con destino a Gibraltar, Genova, Nápoles, Trieste y Fiume. Sus 150 pasajeros de primera clase eran casi todos americanos entrados en años en busca de sol en aquella era de pre-Florida; sus 575 pasajeros de entrepuente eran casi todos italianos, y eslavos de regreso a su soleado Mediterráneo. Todos ellos dieron la bienvenida a la tibia brisa del Gulf Stream aquel mismo domingo por la tarde. Alrededor de las cinco de la tarde se notó tanto calor que Mr. Chapin llevó su silla extensible a la sombra. Ahora se experimentaba un cambio sorprendente... aquel aire glacial que entraba por todas las rendijas parecía proceder del Artico. En el puente de mando, el capitán Arthur H. Rostron se preguntaba si se le habría quedado algo por prever. Llevaba veintisiete años de mar, con la Cunard sólo diecisiete, pero este era su segundo año de capitán de la Cunard y su tercer mes en el Carpathia. La llamada de auxilio del Titanic era su primera prueba importante. Cuando se recibió el CQD, Rostron ya se había acostado. Harold Cottam, operador del Carpathia, llevó corriendo el mensaje al primer oficial Dean, de guardia en el puente. Ambos bajaron a toda prisa la escalera, cruzaron el cuarto de derrota y entraron en el camarote del capitán. Rostron, esclavo de la disciplina incluso medio dormido, se preguntó qué le pasaría al barco cuando su gente irrumpía de aquel modo en los camarotes. Debían llamar a la puerta. Pero antes de poder reprocharles nada, Dean le dio la noticia. Rostron saltó de la cama, ordenó que el barco diera la vuelta y entonces —una vez dadas las órdenes— interrogó a Cottam: —¿Está seguro de que es el Titanic y que necesita inmediato auxilio? —Sí, señor. —¿Tiene la absoluta seguridad? —Absoluta. —Muy bien, dígale que vamos tan de prisa como podamos. Rostron se precipitó entonces al cuarto de derrota y dispuso la nueva ruta del Carpathia. Mientras sumaba y escribía, vio pasar al contramaestre 109
con un grupo que iba a limpiar las cubiertas. Rostron le dijo que olvidara las cubiertas y preparara, en cambio, los botes de salvamento para arriar. El contramaestre se le quedó mirando con la boca abierta. Rostron le tranquilizó: —No se asuste; vamos en auxilio de un barco en peligro. A los pocos minutos la ruta estaba trazada: Norte 52 Oeste. El Carpathia se hallaba a 58 millas de distancia. A 14 nudos tardarían cuatro horas en llegar. Demasiado lento. Rostron mandó llamar al jefe maquinista Johnstone, le dijo que quemara lo que quisiera; que llamara a los que estaban libres de servicio; que suprimiera la calefacción y el agua caliente; que reuniera todo el vapor que pudiera en las calderas. Luego Rostron mandó llamar al primer oficial Dean. Le dijo que olvidaran el trabajo de rutina y prepararan, en cambio, el buque para operaciones de salvamento. Específicamente, preparar los botes en los pescantes a punto de arriar; que instalaran luces eléctricas a lo largo de los costados del barco; que abrieran todos los portalones; que en cada uno colocaran ganchos y cuerdas; que prepararan sillas con cables para poder subir a los enfermos y heridos, y cestas o capazos para los niños; que montaran redes de equipajes para ayudar a subir a la gente; preparar grúas a proa (movidas a vapor) para izar sacas de correspondencia y equipajes... y tener aceite a mano para echar por los lavabos de ambos lados del barco para el caso de que el mar estuviera movido. Luego llamó al médico del barco, doctor McGhee: hacer acopio de medicamentos, estimulantes y reconstituyentes; montar puestos de socorro en cada comedor; poner al doctor húngaro al frente de tercera clase; al italiano en segunda; el propio McGhee en primera. Ahora le llegaba el tumo al sobrecargo Brown: ocuparse de que el mayordomo jefe, el ayudante de sobrecargo y él mismo estuvieran en su portalón correspondiente... que recibieran a los pasajeros del Titanic; que les tomaran el nombre; y los dirigieran al comedor correspondiente (según clase) para primera revisión médica. Por fin, un aluvión de órdenes para el mayordomo jefe Harry Hughes: llamar a todos sus hombres; preparar café para toda la tripulación; tener preparado sopa, café, té, coñac y whisky para los supervivientes; amontonar mantas en cada portalón; transformar el salón, el fumador y la biblioteca en dormitorios para los recién salvados; agrupar a todos los pasajeros de entrepuente del Carpathia y dejar sitio para los del Titanic. 110
Mientras daba sus órdenes, Rostron insistía en que todo se hiciera en el mayor silencio. El trabajo que tenían delante era lo suficientemente duro para que encima aparecieran los pasajeros del Carpathia enredando. Cuanto más durmieran mejor. Como precaución suplementaria se puso a un mayordomo de guardia en cada corredor. Tenían orden de decir a cualquier pasajero en busca de noticias que el Carpathia no corría ningún peligro e insistir para que regresaran a sus camarotes. Luego mandó un inspector, el maestro armero y un grupo especial de mayordomos a vigilar los pasajeros de entrepuente. Después de todo, nadie podía saber qué tal reaccionarían al ver que se les cambiaba de sitio. El barco se puso en movimiento. En las salas de máquinas parecía como si todo el mundo hubiera encontrado palas y cargara carbón. Los turnos libres de servicio saltaron de sus literas y corrieron a ayudar. Muchos no se entretuvieron siquiera vistiéndose. El viejo barco aumentó la velocidad, cortó las aguas desde 14 nudos... 14 y medio; 15; 16 y medio; 17. Nadie hubiera soñado que el Carpathia pudiera llegar a tales velocidades. En el alojamiento de mayordomos, un tirón de la manta despertó al mayordomo Robert H. Vaughan. Una voz le ordenó levantarse y vestirse. Era negra noche, pero Vaughan podía oír a sus compañeros vistiéndose también. Preguntó qué ocurría y la voz dijo que el Carpathia había chocado con un iceberg. Vaughan llegó al ventanillo y miró. El barco avanzaba levantando blancas olas a su paso. Por lo visto al Carpathia no le ocurría nada. Asombrados, él y sus compañeros siguieron vistiéndose... tanto más confusos porque alguien les había quitado la bombilla y tenían que vestirse a oscuras. Cuando llegaron a cubierta un oficial les ordeno recoger mantas. Luego les mandaron al comedor de primera clase... aquello era ahora un hormiguero de hombres, moviendo sillas, poniendo mesas, llevando el alcohol del bar al comedor. Pero Vaughan y sus compañeros no conocían todavía el motivo de todo aquello. En otra parte del barco se corrió la voz de que el capitán Rostron necesitaba 3.000 mantas para «otras tantas personas». Pero nadie sabía la razón. A la 1,15 se enteraron. Los mayordomos fueron convocados en el comedor principal y su jefe, Hughes, les hizo un pequeño discurso. Las habló del Titanic... explicó sus obligaciones; hizo una pausa; y llegó al final: 111
—Cada hombre a su puesto y allí a cumplir con su deber como un buen inglés. Si la situación lo requiere, añadamos otra página gloriosa a la historia británica. Luego se dispersaron y volvieron a su trabajo, la mayoría ahora llevando mantas de los armarios a los portalones. Estos fueron los hombres que vio Louis Ogden cuando asomó la cabeza por la puerta de su camarote. Acto seguido decidió averiguar más. Cazó al doctor McGhee que pasaba por allí, pero el médico se limitó a decirle: —Por favor, no se mueva de su camarote... es una orden del capitán. —Sí, pero ¿qué ocurre? —Una desgracia, pero no a nuestro barco. Quédese dentro. Mr. Ogden volvió junto a su mujer. Por alguna razón se le había metido en la cabeza que el Carpathia ardía y el barco volaba en busca de auxilio. Empezó a vestirse, salió a cubierta y encontró a un contramaestre que conocía. Esta vez obtuvo una respuesta concreta: —El Titanic ha tenido una desgracia. —Tendrá que pensar una excusa mejor —dijo Ogden casi triunfante —. El Titanic hace la ruta del norte y nosotros vamos hacia el sur. —Vamos hacia el norte como rayos. Vuelva a su camarote. Mr. Ogden volvió junto a su esposa para darle la noticia y esta le preguntó: —¿Lo crees? —No. Levántate y ponte ropa de abrigo. Mr. Ogden no tenía la menor duda ahora: el Titanic era un barco insumergible, el médico le ocultaba algo. Lo que le había dicho confirmaba sus temores... el Carpathia estaba en peligro. Tenían que huir. Inexplicablemente consiguieron salir a cubierta. Otros lo consiguieron también y cambiaron impresiones... grupos furtivos escondiéndose de su propia tripulación. Poco a poco fueron dándose cuenta de que el Carpathia no corría ningún peligro. Pero pese a los rumores que circulaban sobre el Titanic nadie sabía por qué hacían aquella carrera loca en la noche. Y, por supuesto, no podían preguntar o les mandarían abajo. De modo que se quedaron allí agrupados en la sombra, con los ojos fijos en la oscuridad, sin saber siquiera qué miraban. La verdad es que en el Carpathia nadie sabía qué buscar. En la pequeña cabina del radiotelegrafista, exactamente encima del fumador de 112
segunda clase, Harold Cottam no conseguía ponerse al habla con el Titanic. Claro que su aparato era modesto, poseía sólo un radio de 150 millas como máximo... y no tenía seguridad sobre lo ocurrido. Tal vez el Titanic seguía emitiendo, pero sus señales eran demasiado débiles para captarlas. Por otra parte, las noticias iban siendo peores. A la 1,06, Cottam le oyó decir al Titanic: «Preparen sus botes; nos hundimos de proa»; a la 1,10: «Nos hundimos de proa»; a la 1,13: «Sala de máquinas inundándose». Una vez el Titanic preguntó a Cottam cuánto tardarían en llegar. —Diga que alrededor de cuatro horas —ordenó el capitán Rostron... todavía ignoraba lo que podría rendir el Carpathia. A la 1,50 llegó una última súplica: —Vengan tan pronto como puedan; la sala de máquinas está llenándose, ¡el agua llega a las calderas! Después de esto, silencio. Ahora eran más de las 2,00 y Cottam seguía a la escucha. Una vez miss Peterson echó una mirada y observó que pese al frío glacial, Cottam seguía en mangas de camisa. Había empezado a desnudarse cuando captó el primer CQD y aún no había tenido tiempo de ponerse la chaqueta. Arriba en el puente Rostron pensaba. Había organizado sus hombres, hecho cuanto creía necesario y ahora había llegado lo peor de todo: esperar. A su lado estaba el segundo oficial James Bisset, y en los palos vigías de refuerzo. Todos atentos al hielo, a cualquier indicio del Titanic. Pero, hasta aquel momento no había nada... sólo el mar como un espejo, las estrellas que centelleaban, el horizonte limpio, despejado y vacío. A las 2,35 el doctor McGhee subió la escalerilla del puente para anunciar a Rostron que abajo todo estaba listo. Mientras hablaba, Rostron vio, de pronto, el resplandor de una luz verde en el horizonte, medio punto a babor, de proa. —Ahí está su luz —gritó—. Debe de estar aún a flote. Así lo parecía. La luz estaba a mucha distancia. Para que pudieran verla tenía que estar muy alta. Eran sólo las 2,40 y ya estaban a la vista... quizás, a pesar de todo, el Carpathia llegaría aún a tiempo. A las 2,45, el segundo oficial Bisset vio un pequeño rayo de luz a dos puntos de babor, a proa. Era el primer iceberg... revelado, precisamente, porque reflejaba la luz de una estrella. 113
Luego otro y otro más. Sorteando, girando, el Carpathia esquivaba los icebergs por todos lados sin disminuir la marcha. Aparecían de pronto y los hombres contenían el aliento en espera del próximo mientras que, de tanto en tanto, seguían viendo las luces verdes a distancia. Ahora que todo estaba preparado, los mayordomos disponían de tiempo libre. Robert Vaughan y sus compañeros subieron a la cubierta de popa. Como boxeadores preparándose para un encuentro, saltaban y danzaban jugando para entrar en calor. Una vez un enorme iceberg pasó cerca por estribor y un hombre gritó: —¡Eh, chicos! ¡Mirad al oso polar rascándose con un trozo de hielo! Un chiste sin ninguna gracia, pero los hombres se echaron a reír mientras el Carpathia seguía su ruta apresurada. Ahora empezó a disparar cohetes y bengalas con 15 minutos de intervalo. Se extendió la voz de que estaban llegando. En el comedor los mayordomos ocuparon sus puestos. En la sala de máquinas los fogoneros trabajaron más que nunca. En los portalones y junto a los botes los hombres estaban dispuestos. Todo el mundo bullía de excitación y el propio Carpathia temblaba de popa a proa. Un marinero observó más tarde: —El barco estaba tan excitado como cualquiera de nosotros. Pero a Rostron se le encogía el corazón. A eso de las 3,35 estaban casi en la posición del Titanic, y no había el menor rastro del barco. Decidió que la luz verde no podía haber sido tan alta como creía. Era la noche transparente que le había permitido verla desde tan lejos. A las 3,50 puso las máquinas a «atención»... casi estaban en el lugar. A las 4,00 paró el barco... habían llegado. En aquel momento brilló otra luz verde. Directamente delante, a ras de agua. La luz vacilante permitió ver la silueta de un bote salvavidas a unas 300 yardas de distancia. Rostron volvió a poner las máquinas en marcha y maniobró el Carpathia para acercarlo por estribor de modo que pudiera recoger el bote por babor, que quedaba así a sotavento. Un instante más tarde vio un enorme iceberg exactamente frente a él y tuvo que dar la vuelta para no chocar. El bote se hallaba ahora a barlovento y mientras iba hacia él se levantó la brisa y rizó el mar. Una voz llamó desde la oscuridad: —Sólo tenemos un marinero y no podemos maniobrar bien. 114
—Está bien —contestó Rostron y poco a poco fue acercando al Carpathia hasta que la voz gritó: —Paren las máquinas. Era el cuarto oficial Boxhall en el bote número 2. Sentada a su lado, Mrs. Walter Douglas, de Minneapolis, gritó presa de histeria: —¡El Titanic se ha hundido con todo el mundo! Boxhall le dijo «a callar» y su voz cortante la silenció instantáneamente. Reaccionó al momento y después dijo siempre que la orden había sido justificada. De todos modos nadie del Carpathia la oyó. Todos los ojos estaban fijos en el bote que se acercaba al portalón. Mrs. Ogden observó el emblema de la White Star pintado a un costado, los chalecos salvavidas que hacían que todo el mundo pareciera vestido de blanco. Mrs. Crain se impresionó ante los rostros pálidos y desencajados que miraban hacia las cubiertas. Lo único que se oía era el llanto de un niño en el bote. Echaron cuerdas y sujetaron el bote. Un momento de duda y luego, a las 4,10 miss Elizabeth Alien subió despacio por la escala del costado y cayó en los brazos del sobrecargo Brown. Este le preguntó dónde estaba el Titanic y ella contestó que se había hundido. Arriba, en el puente, Rostron tuvo la certeza sin tener que preguntar... no obstante, comprendió que tenía que cumplir las formalidades. Mandó llamar a Boxhall y al tener al cuarto oficial temblando ante él, le preguntó: —¿Se ha hundido el Titanic? —Sí —dijo Boxhall quebrándosele la voz al contestar— se hundió alrededor de las 2.30. Ahora empezaba a clarear y la gente de cubierta podía ver otros botes por todos lados. Estaban repartidos en una superficie de cuatro millas y a la luz gris del amanecer eran difíciles de distinguir de la cantidad de pequeños icebergs que cubrían el mar. Entre los pequeños icebergs había tres o cuatro monstruos que se alzaban a una altura de 150 a 200 pies sobre el agua. Hacia el norte y oeste, a unas cinco millas de distancia se extendía un campo compacto de hielo, ilimitado. Aquella masa de hielo flotante estaba también salpicada por grandes montañas que se recortaban sobre el horizonte. La visión era tan sorprendente, tan increíble, que aquellos que no se habían despertado hasta entonces no podían comprender nada. Mrs. Wallace Bradford, de San Francisco, miró por su ventanilla y parpadeó 115
incrédula... a media milla veía un monte picudo, alto, como una roca en medio del mar. No era blanca y se preguntó: —¿Cómo diablos podemos estar cerca de una roca cuando estamos a cuatro días de Nueva York, en dirección sur y en mitad del océano? Miss Sue Eva Rule, de San Luis, estaba igualmente perpleja. Cuando vio el primer bote salvavidas acercándose a la media luz del alba le pareció la navecilla de un zepelín, y aquel monte oscuro, más allá, un armazón. Estaba segura de que estaban recogiendo la tripulación de un dirigible caído en el mar. Otro pasajero asustado se encontró con su camarera en el corredor. Pero antes de que pudiera preguntarle nada ella le contuvo. Señalando unas mujeres que entraban tambaleándose en el salón comedor, sollozó: —¡Son del Titanic! ¡Se ha hundido! A diez millas de distancia, al despuntar el día coincidió con el movimiento rutinario del Californian. A las 4,00 el oficial jefe, Frederick Stewart, subió al puente para relevar al segundo oficial Stone. Stone le puso en antecedentes... le habló del extraño barco, de los cohetes, del modo que desapareció el desconocido. Añadió que alrededor de las 3,40 vio otro cohete, pero este procedente del sur y con toda seguridad de origen distinto del de los primeros ocho. Muerto de cansancio, Stone bajó la escalerilla y se acostó... a partir de aquel momento los quebraderos de, cabeza pertenecían a Stewart. A las 4,30 Stewart despertó al capitán Lord y le repitió la historia de Stone. —Sí, ya sé —contestó el capitán— ya me lo contó. Lord cogió la ropa se vistió y subió al puente. Empezó a discutir el mejor modo de salir del campo de hielo para llegar a Boston. Stewart interrumpió preguntando si no debería averiguar quién era el barco que ahora aparecía a la vista en dirección sur. Lord contestó: —No, no lo creo; de todos modos no hace ninguna señal. Stewart se retiró, no mencionó que Stone, al bajar había dicho que tenía la seguridad de que el barco que aparecía por el sur no podía ser el mismo que había disparado los cohetes. Pero debió de haber estado pensando continuamente en eso porque a las 5,40 despertó al telegrafista Evans que repitió sus palabras:
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—«Hay un barco que ha estado disparando cohetes. ¿Quiere ver si se entera de lo que le ocurre?». Evans, casi a tientas en aquella media luz, encontró los auriculares y conectó. Dos minutos más tarde Stewart subió disparado la escalerilla del puente gritando: —Se ha hundido un barco. Luego volvió a bajar, siempre corriendo a la cabina del telegrafista... otra vez arriba... y, por fin, la noticia abrumadora al capitán Lord: —¡El Titanic chocó con un iceberg y se ha hundido! El capitán Lord hizo entonces lo que todo buen capitán en semejante situación: puso el barco en marcha y se dirigió a la última posición que dio el Titanic.
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Capítulo X «VÁYASE, HEMOS VISTO COMO SE AHOGABAN NUESTROS MARIDOS»
— ¡Oh, mamá, mira la estrella polar, pero sin Santa Claus! —dijo el pequeño Douglas Speddon a su madre, Mrs. Frederick O. Speddon, cuando el bote número 3 se acercaba por entre el hielo al Carpathia. La verdad que el mundo parecía un dibujo de libro infantil sobre el Artico. El sol empezaba a asomar por el horizonte y el hielo resplandecía reflejando sus primeros rayos. Los icebergs eran de un blanco deslumbrante, rosa, lila, azul intenso, según como les daban los rayos o cómo caían las sombras sobre ellos. El mar era ahora de un azul vivo y salpicado de trocitos de hielo no mayores que el puño de un hombre que bailaban sobre las aguas rizadas. Sobre sus cabezas, el cielo de levante era oro y azul y prometía un día magnífico. Las sombras de la noche persistían al oeste... Lawrence Beesley recordó ver la estrella matutina mucho después de que las otras se apagaran. Al horizonte apareció una media luna fina y pálida. —¡Luna nueva! ¡Dad vuelta al dinero, muchachos! ¡Bueno, si es que tenéis algo! —gritó alegremente el fogonero a la tripulación que remaba en el bote número 13. De todos los botes se elevaron gritos y llamadas al tiempo que los hombres trataban de llegar los primeros al Carpathia. Algunos empezaron a cantar: Hacia tierra, muchachos. Algunos gritaban a coro. Otros, sin embargo, seguían silenciosos, atontados por el hundimiento o abrumados al verse ante la salvación. —Bueno, señoras. No se aflijan. Estamos a salvo —dijo el vigía Hogg tratando de animar a las mujeres, que miraban fijamente ante ellas, en el número 7, pero sin conseguir moverlas de su letargo. En el plegable B, el bote volcado, no se oyeron gritos de alegría. Lightoller, Gracie, Bride, Thayer y los demás estaban demasiado ocupados tratando de mantenerse a flote. Movidas por la brisa de la mañana, las olas barrían ahora el casco y lo sacudían. Con cada ola escapaba un poco más 118
de aire y la quilla se hundía un poco más en el agua. Con Lightoller gritando instrucciones, los hombres seguían inclinándose a un lado y a otro, pero después de una hora de lo mismo estaban agotados. La vista del Carpathia llegando con el día..., que tanto exaltaba a algunos..., significaba poco para esos hombres. Se había detenido a cuatro millas de distancia y se preguntaban cómo podrían mantenerse hasta que les descubrieran. De pronto, cuando la luz se extendió sobre el mar, cobraron esperanzas. A unas 800 yardas, los botes números 4, 10, 12 y D seguían atados en fila, tal como había ordenado el quinto oficial Lowe. Los hombres del B gritaron: «¡Ah, del bote!», pero estaban demasiado lejos para que se les oyera. Entonces, Lightoller sacó un silbato de oficial de un bolsillo y sopló con fuerza. Este silbido no sólo llegó lejos, sino que indicó a la tripulación encargada de los botes que un oficial llamaba. En el número 12, el marinero Frederick Clinch levantó la vista y creyó ver unos veinte hombres, lejos, de pie, precisamente, en una chimenea del barco. En el número 4, el palero Samuel Hemming también miró; y a la escasa luz de la mañana le pareció que aquellos hombres estaban de pie en un trozo de hielo. Pero eso no importaba nada; los dos botes inmediatamente acudieron. Remaban lentamente, y cuando se encontraron a distancia oportuna, Lightoller gritó insistentemente: —¡Vengan pronto y recójannos! —Bien, señor —contestó alguien, y al fin llegaron los botes. No podían ser más oportunos. El B estaba ahora tan mal que el movimiento del número 4 al acercarse por poco tira a todo el mundo al agua. Hizo falta toda la habilidad del contramaestre Perkis para que el bote maniobrara sin peligro. En el B, Lightoller advirtió a los hombres que no se apresuraran. Así y todo, el bote se movía de un modo espantoso a medida que los hombres iban saltando fuera. Uno tras otro, fueron dejándolo. Jack Thayer estaba tan preocupado por llegar a salvo al número 12 que no se fijó en su madre, sentada en el número 4. Y Mrs. Thayer estaba tan aterida de frío y de pesar que no se fijó siquiera en su hijo. Cuando le llegó el turno al coronel Gracie, entró a gatas en el número 12, prefiriendo cogerse los dedos que arriesgarse a saltar. El panadero Joughin, todavía en el agua, no se preocupó lo más mínimo. Se soltó de la mano de Maynard y nadó hasta el 4, donde le izaron, completamente inmunizado por su whisky. 119
Lightoller fue el último en dejar el B. Cuando todos los demás estuvieron a salvo, levantó un cuerpo inerte, lo dejó en el número 12, saltó y se hizo cargo de su gobierno. Eran exactamente las 6,30 cuando por fin se alejó de la quilla vacía y empezó a remar hacia el Carpathia. Entretanto, el quinto oficial Lowe había abandonado la búsqueda de nadadores junto a los restos. En una hora de trabajo el número 14 recogió sólo cuatro hombres y comprendió que había llegado demasiado tarde para recoger más. Nadie podía durar en aquella agua helada. Ahora despuntaba el día y se acercaba la salvación. Lowe decidió ir antes que nada a los botes que había dejado atados para conducirlos al Carpathia. —Ice una vela a proa —ordenó al marinero F. O. Evans al levantarse la brisa. En todos los otros botes la tripulación había mirado el palo como un enredo y la vela como algo en que se tropezaba continuamente. En algunos casos tiraron el aparejo antes de arriar el bote y abandonar el Titanic; en otros, lo conservaron, pero los hombres lo maldijeron al tropezar con las inútiles vergas en la oscuridad. De todos modos, no sabían utilizar las velas. Lowe era distinto. Como explicó más tarde, pocos marinos eran marineros y pocos marineros eran marinos, pero él era ambas cosas. Los años pasados en veleros a lo largo de la Costa de Oro daban ahora sus frutos mientras maniobraba hábilmente para ir de un lado a otro. La proa se hundía en las olas y la espuma brillaba a la luz del sol, mientras el número 14 avanzaba a cuatro nudos. Cuando llegó, su flotilla se había desperdigado. El 4 y el 12 estaban recogiendo los hombres del B, y los 10 y el D se dirigían separadamente al Carpathia. El D parecía estar en malas condiciones, muy hundido en el agua y con pocos remos al trabajo. «Bueno —se dijo Lowe—; iré a recogerlo y lo aseguraré.» —¡Estamos agotados! —gritó Hugh Woolner al pasarles el 14 a la vela. Lowe les lanzó una cuerda y les dio remolque. Luego, a una milla y media de distancia, descubrió al plegable A completamente desmantelado, sin casi avanzar. Los del A no habían sabido montarle los costados y ahora iban a ras de agua. De los treinta que habían nadado hasta el bote, muchos se habían caído al mar ateridos de frío. Sólo una docena de hombres y la pasajera de tercera Mrs. Rosa Abbott quedaban dentro, de pie, con agua helada hasta las rodillas. Lowe llegó a tiempo. Los tomó todos a bordo del número 14. Luego volvió a poner proa al Carpathia, sin dejar de remolcar al D. El pobre A 120
quedó abandonado; lejos y vacío, excepto por los cuerpos de tres hombres (con los rostros cubiertos por chalecos salvavidas), el abrigo de piel del joven R. Norris Williams y un anillo perteneciente al pasajero de tercera Edward P. Lindell, de Helsingborg, Suecia, que nadie recordaba haber visto en toda la noche. Uno a uno, los botes fueron arrastrándose hasta el Carpathia. Eran las 4,45 cuando el número 13 atracó y Lawrence Beesley subió por una escala de cuerda hasta el portalón de la cubierta C. Rebosaba gratitud, alivio y alegría al sentir un suelo firme bajo sus pies. Tras él subió el doctor Washington Dodge, que trajo consigo su salvavidas como recuerdo. Mrs. Dodge y su pequeño de cinco años, Washington, llegaron a las 5,10 en el número 7. El chiquillo fue subido en una bolsa de malla hasta cubierta. Un mayordomo se precipitó con café, pero el niño declaró que prefería cacao. El mayordomo salió corriendo y se lo trajo; no por nada se ha hecho famoso el servicio en los barcos británicos. Luego vino el número 3, a las 6. Mr. y Mrs Speddon llegaron a cubierta impecablemente vestidos. Pisándoles los talones llegó el criado egipcio de Henry Harper, Hamad Hassah, el pequinés Sun Yatsen y el matrimonio Harper. Mr. Harper no tardó en descubrir a Mr. Ogden a bordo, al que saludó con su clásica desenvoltura: —Pero, Louis, ¿cómo te las arreglas para parecer tan joven? Elizabeth Shutes, llegada en el mismo bote, no quiso ni probar la escala, se dejó subir sentada en una cuerda, de la que tiraron con fuerza. Desde arriba se oyó una voz, gritando: — ¡Cuidado, muchachos, es peso pluma! Bruce Ismay subió a bordo alrededor de las 6,30, murmurando: —Soy Ismay..., soy Ismay... Se quedó temblando al lado del portalón, apoyado a una mampara. El doctor McGhee se le acercó y le preguntó amablemente: —¿No quiere entrar en el comedor y tomar una sopa o alguna bebida? —No; la verdad es que no quiero nada. —Por favor, entre y tome algo. —Si me deja solo estaré mucho mejor —barbotó Ismay; pero, de pronto, cambió de tono y pidió—: Si pudiera encontrarme un camarote donde no me molestara nadie... ¡Ojalá pudiera! 121
—Por favor —siguió insistiendo el doctor—, pase al comedor y tome algo caliente. —No, no quiero nada. El doctor McGhee desistió. Acompañó a Ismay a su camarote. Durante el resto del viaje Ismay no salió una sola vez del camarote; no comió nada sólido; no recibió a ningún visitante (excepto a Jack Thayer una vez) y le tuvieron hasta el final bajo la influencia de drogas. Aquello fue el principio de un retiro voluntario de la vida activa. Al año se retiró de la White Star Line, compró una gran propiedad en Irlanda y allí vivió como un recluso hasta su muerte, en 1937. Olaus Abelseth llegó a cubierta a las 7. Echaron sobre sus hombros empapados y temblorosos una manta caliente y le llevaron al comedor para darle coñac y café. Mrs. Charlotte Collyer y otras del número 14 le siguieron, mientras el quinto oficial Lowe se quedó atrás bajando el palo y doblando la vela. Le gustaba dejar el bote ordenado. Y así fueron llegando, un bote tras otro. A medida que se ponían al costado, los supervivientes que estaban ya a bordo miraban desde la cubierta de paseo en busca de rostros familiares. Billy Carter estaba al lado de los Ogden, buscando enloquecido a su mujer e hijos. Cuando el resto de la familia llegó en el bote número 4, Mr. Cárter se inclinó sobre la barandilla y empezó a gritar: —¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está mi hijo? Un chiquillo cubierto con un enorme sombrero de niña, contestó: —Aquí estoy, padre. La leyenda dice que John Jacob Astor colocó el sombrero sobre la cabeza del chiquillo de diez años, diciendo como respuesta a las objeciones a embarcarlo: —Ahora es una niña y puede embarcar. Washington Dodge fue otro de los hombres que soportaron una espera angustiosa, gracias en parte a la picardía del pequeño Washington. El doctor Dodge no vio subir a bordo ni a su mujer ni a su hijo, y tampoco Mrs. Dodge vio a su marido en cubierta, pero el niño sí. Decidió que sería divertido callárselo. Así que ni lo dijo a su madre ni se dejó ver por su padre. Por fin, el siempre fiel mayordomo Ray lo estropeó todo reuniéndolos. Los grupos a lo largo de las barandillas del Carpathia fueron aumentando a medida que sus propios pasajeros salieron de sus camarotes. 122
Algunos se enteraron de lo ocurrido de forma curiosa. Mister y mistress Charles Marshall fueron despertados por el mayordomo llamando a su puerta. —¿Quién es? —preguntó Mr. Marshall. —Su sobrina desea verle, señor —fue la respuesta. Mr. Marshall se quedó perplejo. Sus tres sobrinas estaban, lo sabía seguro, haciendo el viaje inaugural del Titanic. Incluso la noche anterior le habían mandado un cable. ¿Cómo podía estar una de ellas en el Carpathia? El mayordomo lo explicó. Unos minutos más tarde, los Marshall tenían una reunión de familia con Mrs. E. D. Appleton (las otras sobrinas llegaron más tarde), y su hija Evelyn corrió a cubierta para ver el espectáculo. Era un extraño espectáculo. La infinita llanura de hielo al norte y oeste, los grandes icebergs y los más pequeños que flotaban como avanzadillas de la masa principal, daba al mar un curioso carácter. Los botes que se acercaban de todas partes parecían increíblemente fuera de lugar allí, en mitad del Atlántico. Y la gente que salía de ellos no podía haber sido más extraña. Miss Sue Eva Rule se fijó en una mujer que venía sólo envuelta en una toalla rusa y llevaba sobre los hombros una magnífica capa de noche, de piel. Las ropas eran una mezcla de trajes de noche llenos de encajes, vestidos, quimonos, abrigos de piel, chales de lana, pijamas, botas de goma, zapatitos de raso blanco... Pero aquélla era todavía una época formalista; un sorprendente número de mujeres llevaban sombrero y los hombres gorras de tweed. Lo más raro era el silencio. Apenas se hablaba. Todo el mundo se dio cuenta; todo el mundo encontraba para ello una explicación distinta. El reverendo P. M. A. Hoques, pasajero del Carpathia, pensó que la gente estaba aún demasiado horrorizada para hablar. El capitán Rostron pensó que todo el mundo estaba demasiado ocupado. Lawrence Beesley opinaba que ni estaban demasiado atontados ni demasiado ocupados; se hallaban, sencillamente, en presencia de algo demasiado grande para comprenderlo. De vez en cuando había una pequeña conmoción. Miss Peterson observó una niña llamada Emily sentada en la cubierta de paseo, que lloraba. — ¡Mamá, mamá, estoy mareada! ¡Oh, mamá, mamá! 123
Mientras el número 3 descargaba sus pasajeros, una mujer vestida sólo con un camisón y un quimono se incorporó de pronto en el fondo del bote. Señalando a otra señora que izaban en aquel momento en una silla, gritó: —¡Miren esta horrible mujer! ¡Antipática! ¡Me ha pisado el estómago! ¡Espantosa criatura! Y en el comedor de tercera clase una mujer italiana perdió completamente la razón; lloró, chilló, golpeó la mesa con los puños. Una y otra vez, gritaba: «!Bambino!» Un mayordomo italiano consiguió sacarle la explicación de que le faltaban sus dos niños. Uno no tardó en ser localizado, pero la mujer levantó dos dedos y los sollozos volvieron a empezar. Por fin le encontraron el otro; estaba sobre la plancha de la cocina, donde lo habían dejado para descongelarlo. A las 8,15 habían llegado todos los botes, excepto el 12. Este apenas podía moverse y estaba a varios centenares de yardas. La brisa se hizo más fuerte y el mar más picado. El bote iba tan lleno con sus setenta y cinco pasajeros que las regalas quedaban casi al nivel del agua. La gente del Carpathia lo contemplaban angustiados, mientras Lightoller lo acercaba al costado. Dentro del bote la gente estaba apiñada, intentando mantenerse secos, rezando para llegar a la salvación. En una situación como aquélla un hombre se fija en las cosas más triviales. Mientras el coronel Gracie trabajaba en vano para reanimar un cuerpo sin vida tendido a su lado, se preguntó por qué aquella persona llevaría medias largas de lana gris. Eran las 8,20 y estaban todavía a 200 yardas de distancia. Rostron, para ayudarles, hizo avanzar el Carpathia 100 yardas. Cuando Lightoller luchaba para pasar la proa y poner el bote a sotavento, una ráfaga inesperada levantó las olas. Primero una y luego otra, se estrellaron contra el bote; la tercera no le alcanzó. Pero, al instante, estuvo a salvo, al abrigo del gran barco. A las 8,30 el número 12, el último en llegar, atracó y empezó a descargar. El coronel Gracie tuvo el impulso de arrodillarse y besar la cubierta al pasar el portalón. Harold Bride sintió un par de manos fuertes que lo cogían; entonces se desmayó. Jack Thayer vio a su madre esperando y corrió a sus brazos. Mrs. Thayer balbució: —¿Dónde está tu padre? —No lo sé, mamá —contestó a media voz. 124
Entretanto, Rostron se preguntó adonde llevaría sus 705 pasajeros inesperados. Halifax era lo más cerca, pero había hielo a lo largo del trayecto y se dijo que los pasajeros del Titanic ya habían visto bastante. Las Azores eran preferibles para el Carpathia, pero no disponía de ropas y provisiones para llegar tan lejos. Nueva York era lo mejor para los supervivientes, pero lo que también resultaba más caro para la Cunard. Bajó al camarote del doctor, donde McGhee estaba examinando a Bruce Ismay. El hombre estaba deshecho; cualquier cosa que Rostron quisiera le parecería bien. Rostron, por tanto, decidió ir a Nueva York. Entonces llamó el Olympic. ¿Por qué no trasladar los supervivientes del Titanic? Rostron lo consideró una idea espantosa; no podía imaginar lo que significaría obligar a aquella pobre gente a un nuevo transbordo en el mar. Además, el Olympic era el hermano gemelo del Titanic y su solo aspecto sería como ver un fantasma. Para estar sobre seguro, regresó al camarote del doctor McGhee y volvió a consultar a Ismay. El presidente de la White Star Line se estremeció sólo imaginándolo. Sería Nueva York y cuanto antes mejor. Para entonces el Californian se había acercado y el capitán Lord examinaba inquieto la bandera del Carpathia a media asta. Rostron le encargó que fuera a registrar la escena del desastre mientras él iba a Nueva York. Luego cargó a bordo cuantos botes del Titanic pudo; seis en la cubierta de proa, siete en los pescantes del Carpathia. Los demás los abandonaron. Pero antes de emprender el regreso, Rostron no pudo resistir echar una última mirada. Era un hombre meticuloso; no quería pasar por alto la menor probabilidad. Que el Californian se entretuviera, pero si había alguna esperanza de recoger a alguien más, Rostron quería que fuera el Carpathia quien lo hiciera. Mientras patrullaba se le ocurrió que una breve ceremonia religiosa sería un detalle apropiado. Bajó y preguntó a Ismay si tenía alguna objeción. Pero siempre fue igual: lo que Rostron quisiera a él le parecería perfecto. Así que Rostron mandó llamar al reverendo padre Anderson, un sacerdote episcopaliano que estaba a bordo, y la gente del Carpathia y del Titanic se reunieron en el salón principal. Allí dieron gracias a Dios por los que vivían y rezaron por los muertos. Mientras rezaban, el Carpathia pasó lentamente sobre la tumba del Titanic. Había pocas huellas del gran barco: pedazos de corcho de un rojo 125
amarillento, sillas de cubierta, varias columnas blancas, almohadones, alfombras, los botes abandonados, sólo un cuerpo... A las 8,50 Rostron se dio por satisfecho. No podía haber ningún otro ser humano con vida. Pidió «avante a toda marcha» y puso el barco rumbo a Nueva York. La ciudad estaba ya presa de la excitación. Cuando llegó la primera noticia a la 1,20 de la madrugada, nadie supo qué pensar. El mensaje del AP era sospechoso; una llamada de Cape Race diciendo que a las 10,25, hora local, el Titanic lanzó un CQD, informando haber chocado con un iceberg y pidiendo ayuda inmediata. Luego, otro mensaje, según el cual el barco se hundía de proa y embarcaba a las mujeres. Luego, silencio. Las noticias llegaron a tiempo de aparecer en las primeras ediciones de la mañana, pero con reservas. No había lugar para comprobaciones; sólo disponían de tiempo para decidir cómo redactarlas. La historia parecía algo fantástica; no obstante, allí estaba. Los editores buscaron un compromiso; los titulares del Herald’s eran típicas: «El nuevo Titanic choca con iceberg y pide auxilio. Barcos vuelan en su ayuda.» Sólo el Times sugirió algo. El largo silencio después de los primeros mensajes convenció al director Carr Van Anda de que se había perdido. Así que se arriesgó; las primeras ediciones informaban de que el Titanic se hundía y que se habían embarcado a las mujeres; la última edición decía que se había hundido. A las ocho de la mañana los reporteros invadían las oficinas de la White Star Line, en el número 9 de Broadway. El vicepresidente Philip A. S. Franklin se deshizo de los reporteros con estas palabras: «Aunque el Titanic hubiera chocado con hielo, podía flotar indefinidamente.» Y añadió: —Tenemos toda nuestra confianza puesta en el Titanic. Consideramos el barco insumergible. Pero al mismo tiempo telegrafiaba enloquecido al capitán Smith: —Esperamos angustiados informes y probable situación pasajeros. A media mañana empezaron a llegar amigos y parientes de los pasajeros del Titanic: Mrs. Benjamín Guggenheim y su hermano De Witt Seligman; el padre de Mrs. Astor, W. H. Forcé; J. P. Morgan, hijo; centenares de gentes que nadie conocía... Ricos y pobres, todos recibieron las mismas sonrisas reconfortantes: inútil preocuparse, el Titanic era 126
insumergible; bueno, en el peor de los casos podía flotar por espacio de dos o tres días. ¡Claro que había botes salvavidas para todo el mundo! Y la prensa se unió a ellos. El Evening Sun había puesto un título llamativo: TODO EL MUNDO DEL TITANIC A SALVO DESPUÉS DE LA COLISIÓN La historia aseguraba que todos los pasajeros habían sido trasladados al Parisian y al Carpathia, mientras que el Titanic era remolcado a Halifax por el Virginian. Incluso la Bolsa parecía confiada. Al recibirse las primeras noticias, los reaseguros sobre el cargamento del Titanic subieron en un 50 por 100, y luego 60 porciento. Pero a medida que crecía el optimismo, las cotizaciones de Londres bajaron a 50 por 100..., 45..., 30..., y por fin 25 por 100. Entretanto, las acciones Marconi subieron por las nubes; en dos días habían ido de 55 a 225 puntos. No estaba mal para unas acciones que sólo producían dos dólares un año antes. Y las IMM..., el enorme trust que controlaba la White Star Line, comenzaba a recobrarse de la sacudida de la mañana. No obstante, empezaban a circular rumores. Ninguna noticia oficial, pero radioyentes a la escucha del tráfico Atlántico captaban mensajes que no eran para ellos y retransmitían el contenido. En el transcurso de la tarde, un alto empleado de la Cunard oyó de boca de un amigo que el Titanic estaba definitivamente perdido. Un hombre de negocios de Nueva York telegrafió a un amigo de Montreal una cosa parecida. Franklin también se enteró, pero la fuente parecía dudosa; de modo que decidió esperar y callar. A las 6,15 se les cayó el cielo encima. Por fin tuvieron noticias del Olympic: el Titanic se había hundido a las 2.20 de la madrugada; el Carpathia había recogido todos los botes y regresaba a Nueva York con 675 supervivientes. El mensaje había sido retenido en tránsito durante varias horas. Nadie puede aún ahora explicarse la razón, pero tampoco han habido pruebas a favor de la opinión del World’s de que había sido obra de los caimanes de Wall Street y de los navieros que querían reasegurar sus cargamentos.
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Franklin se estaba armando de valor para hablar personalmente con la gente, cuando el reloj del despacho de la White Star Line daba las siete. Un reportero más listo que otros olió que algo flotaba en el aire, aprovechó la oportunidad y entró en el despacho particular del director. Otros le siguieron. —Caballeros —balbució Franklin—, lamento tener que decirles que el Titanic se hundió esta mañana a las 2,20. Al principio no quiso decir nada más, pero poco a poco los reporteros fueron sacándole confesiones. A las 8, el mensaje del Olympic: «Olvidé decir que toda la tripulación se ha salvado.» A las 8,15: «Probablemente se han perdido algunas vidas.» A las 8,45: «Tememos se han perdido muchas vidas.» A las 9 no pudo mantener más la fachada: la pérdida de vidas había sido «horrible»; podrían reemplazar el barco, pero «jamás las vidas humanas». A las 10,30 Vincent Astor llegó y desapareció en el despacho de Franklin. Al poco rato salió llorando. Un periodista tuvo una corazonada y llamó al padre de Mrs. John Jacob Astor, W. H. Forcé. —¡Dios mío! —exclamó el anciano caballero—. ¡No me diga semejante cosa! ¿De dónde ha sacado esta información? ¡No es cierto! ¡No puede ser cierto! Nadie podía ponerse en contacto con la hija de los Straus, Mrs. Alfred Hess. A primera hora de aquella tarde había tomado el tren organizado por la White Star Line para ir a esperar la supuesta llegada del maltrecho Titanic, a Halifax. A las ocho, el tren cruzaba la campiña del Maine, mientras Mrs. Hess cenaba charlando con los periodistas. Era la única mujer del tren y lo encontraba divertido. Iba a empezar a comer su grape-fruit cuando el tren disminuyó la marcha, se detuvo y volvió hacia atrás. No paró hasta Boston. Allí se enteró de que «los planes habían cambiado; la gente del Titanic iba a desembarcar en Nueva York». Cogió un cochecama de regreso y. a primera hora de la mañana se encontró con su hermano esperándole. —¡Malas noticias! Entretanto, había aparecido la primera lista de supervivientes y de nuevo la gente invadió las oficinas de la White Star Line. Mrs. Frank Farquharson y Mrs. W. H. Marvin fueron juntas a pedir noticias de sus hijos, que regresaban del viaje de novios. La madre de la novia, Mrs. Farquharson, lanzó un suspiro de alegría cuando vio el nombre «Mrs. 128
Daniel Marvin», pero se esforzó por contenerlo al ver que no ponía «Mr.» al lado. Mrs. Ben Guggenheim se agarraba a la esperanza de que faltara algún bote por recoger. «¡A lo mejor va a la deriva!», sollozaba. Y podía ser cierto, no se podía asegurar. Nadie podía conseguir informes del Carpathia. Rostron reservaba su radio para mensajes oficiales y para los mensajes privados de los supervivientes; así que los periodistas tuvieron que inventar sus informaciones. El Evening World habló de niebla, de la sirena del Titanic, de un choque como un terremoto. El Herald describió cómo el barco se partía en dos, sumido en la oscuridad, casi volcado en el momento del impacto. Cuando fallaba la imaginación, los periodistas atacaban al silencioso barco salvador. El Evening Mail clamaba: EL PÚBLICO INDIGNADO POR EL SILENCIO DEL CARPATHIA El World se quejaba: EL CARPATHIA NO REVELA EL SECRETO DE LAS PÉRDIDAS DEL TITANIC Y de martes se pasó a miércoles..., y de miércoles a jueves..., y sin noticias todavía. Los semanarios intervinieron. El Harper’s Weekly describió la gente importante de a bordo y habló de Henry Sleeper Harper, un miembro de la familia propietaria del semanario. Insinuaba algo sobre la niebla y un espantoso choque; luego observaba, a tientas: «Respecto a lo ocurrido, todo son conjeturas.» Pero Harper’s aseguraba a sus lectores que se había seguido la regla de «mujeres y niños primero», esta regla «respetada desde años por todas las gentes decentes que surcan el mar». En el número siguiente, el semanario transformaba un posible bochorno en una bomba periodística cuando Henry Sleeper Harper apareció sin que le faltara el pequinés ni el egipcio. Y Harper’s, encantado, anunció una exclusiva. El jueves por la noche terminó la espera. Mientras el Carpathia pasaba ante la estatua de la Libertad, 10.000 personas lo observaban desde la Battery. Al acercarse al muelle 54, 30.000 más se encontraban en el muelle, bajo la lluvia. Hasta el final, Rostron no tuvo tratos con los periodistas. No les dejó subir al barco, en cuarentena, y mientras el 129
Carpathia enfilaba el río, los remolcadores anduvieron a su lado abarrotados de reporteros gritando preguntas con megáfonos. A las 8,37 llegó al muelle y empezó a descargar los botes salvavidas del Titanic para poder ser amarrado. Fueron trasladados a remo al muelle de la White Star Line, donde los cazadores de recuerdos los limpiaron durante la noche. Al día siguiente, se destacaron equipos de hombres en cada bote para borrar la palabra Titanic. A las 9,35, el Carpathia quedó por fin amarrado, la pasarela tendida y los primeros supervivientes bajaron a tierra. Más tarde, un saco de lona oscura, repleto, fue depositado en la Aduana bajo la letra G. Los empleados de Aduanas dijeron que se trataba del único equipaje salvado del Titanic. Su propietario, Samuel Goldenberg, negó semejante previsión, declarando haberlo comprado a bordo del Carpathia. Dijo que contenía las ropas que llevaba puestas al dejar el Titanic y unos objetos comprados a bordo del barco salvador, tales como pijamas, abrigo, pantalones, bata, impermeable, zapatillas, dos mantas, camisa, cuellos, artículos de tocador y zapatos para él y para su mujer. La llegada del Carpathia puso en claro quién vivía, pero no aclaraba lo ocurrido. Los supervivientes añadieron sus propios mitos y fábulas a la fantasía de tierra. Para algunos el viaje de regreso resultó emotivo en exceso. Otros se dejaron llevar simplemente de la exaltación. Los más expansivos se encontraron mejorando una historia sobradamente impresionante. Los más lacónicos vieron cómo sus experiencias eran mejoradas por los periodistas. Algunos estaban impresionados; otros, avergonzados. Las interviús informaban que el pasajero de segunda clase Emilio Portaluppi cabalgó horas y horas sobre un trozo de hielo. Miss Marie Young vio el iceberg una hora antes de que chocaran. Los marineros Jack Williams y William French vieron cómo mataban a seis hombres como a perros. El banquero de Filadelfia, Robert W. Daniel, se hizo cargo de la radio del Carpathia en el viaje de regreso. Todas las pruebas negaban semejantes historias, pero el público estaba demasiado excitado para que le importara. El cielo era el único límite. El New York Sun del 19 de abril puso en boca del pasajero de primera clase George Brayton: —La luna brillaba y algunos de nosotros disfrutábamos del aire fresco paseando por cubierta. El capitán Smith estaba en el puente cuando el primer grito del vigía anunció un iceberg a proa. Por lo que vi, debía de 130
tener una altura de 300 pies. Estaba a unas 200 yardas de distancia y exactamente delante de nosotros. El capitán gritó unas órdenes. Alguno de nosotros, paseantes, corrió a proa. Cuando vimos que no se podía evitar el choque, corrimos a popa. Entonces chocamos y los pasajeros fueron presa del pánico. El accidente tuvo lugar alrededor de las 10,30 de la noche. Cerca de medianoche creo que estalló la primera caldera. Creo que entonces, por primera vez, el capitán Smith empezó a preocuparse. El marinero Jonas Briggs, del Carpathia, contó la historia de Rigel, un precioso terranova negro que saltó de la cubierta del moribundo Titanic y acompañó un bote hasta el Carpathia, indicando a Rostron con sus alegres ladridos que se acercaba. Las ideas personales pesaban fuertemente en las mentes de algunos. El vigía Reginald Lee —le parecía un siglo desde el momento espantoso en que su compañero Fleet descubrió el iceberg— habló de una bruma en el horizonte, y recordó a Fleet, diciendo: «Bueno, si logramos ver a través de esto tendremos mucha suerte.» Pero Fleet no recordó semejante conversación. Una entrevista con uno de los hombres de primera clase produjo la siguiente explicación respecto a su presencia en el bote número 7, el primer bote que fue arriado: —En un punto todas las mujeres estuvieron de acuerdo. No querían entrar en los botes hasta que todos los hombres estuvieran ya dentro. Temían verse solas a merced del mar. Se necesitaba valor para entrar en una frágil barquita que pendía de los pescantes. Había pocos hombres dispuestos a correr el riesgo. Un oficial corrió junto a mí y gritó: «¡Es lo bastante fuerte para remar! ¡Métase en este bote o jamás lograremos hacer entrar a las mujeres!» Me vi obligado a entrar, aunque confieso que el barco me parecía bastante más seguro que cualquier barquita». Gradualmente fue saliendo la historia, pero muchas de las fantasías nacidas aquellos días han perdurado hasta nosotros. La señora que se negó a abandonar su perro danés; la orquesta tocando Cerca de Ti, Señor; el capitán Smith y el primer oficial Murdoch suicidándose; Mrs. Brown gobernando el número 6 con un revólver en la mano... Pero las leyendas forman parte de los grandes acontecimientos, y si ayudan a mantener vivo el recuerdo de los valerosos sacrificios, sirven su propósito. Sin embargo, entonces no se necesitaban leyendas para que se supiera la historia. La gente estaba abrumada por la tragedia. Todas las banderas de todas partes ondeaban a media asta. Macy’s y los teatros de 131
Harris estaban cerrados. La compañía francesa de navegación canceló una fiesta a bordo del nuevo S. S. France. En Southampton, donde vivían tantas familias de la tripulación, el dolor era impresionante. Veinte familias de luto en una sola calle. En Montreal se suspendió una parada militar. El rey Jorge y el presidente Taft se dieron el pésame, y el Kaiser también lo hizo. J. S. Bache & Co. cancelaron su cena anual. J. P. Morgan retrasó la inauguración del nuevo sanatorio que edificaba en Aix-les-Bains. Incluso el registro social se tambaleó. En aquellos días el barco en que viajaba la gente era un dato importante para medir su importancia social y el registro tomaba cuidadosamente nota de ello. La tragedia creó un problema inesperado. Decir que ciertas familias del registro iban en el Titanic las situaba socialmente, pero no era cierto. Decir que llegaron en el Carpathia era cierto, pero socialmente confuso. ¿Cómo tratar el dilema? En el caso de los muertos, el registro esquivaba el problema; ponía sencillamente detrás de sus nombres: «Muerto en el mar, el 15 de abril de 1912.» En el caso de los vivos, el registro anunciaba cuidadosamente: «Llegados Titan-Carpath, 18 de abril de 1912.» El guión representaba el mayor desastre marítimo de la historia. Lo que turbaba principalmente a la gente no era precisamente la tragedia en sí, o su inutilidad, sino el elemento de predestinación. Si el Titanic hubiera hecho caso de los seis mensajes sobre el hielo aquel domingo; si las condiciones del hielo hubieran sido normales; si la noche hubiera sido tempestuosa o iluminada por la luna; si hubieran visto el iceberg quince minutos antes, o quince segundos más tarde; si hubiera embestido el hielo de otro modo; si sus compartimientos estancos hubieran tenido las mamparas un piso más altas; si hubiera llevado más botes; si el Californian hubiera acudido... Si cualquiera de estos «si» hubieran sido distintos, podían haberse salvado todas las vidas. Pero todo estaba en contra del Titanic. ¡Una clásica tragedia griega! Pero todas estas cosas tenían que formularse cuando el Carpathia viró en dirección a Nueva York en la mañana del 15 de abril bajo un sol resplandeciente. Entonces los supervivientes estaban aún echados sobre las sillas de cubierta, agotados, o bebiendo café en el comedor, o preguntándose indiferentes con qué se vestirían. Los pasajeros del Carpathia ayudaron con sus aportaciones: buscando cepillos de dientes, prestando ropas, cosiendo trajecitos para los niños con mantas traídas en los botes salvavidas. Un comprador de vinos de Macy’s que se dirigía a Portugal se transformó en el ángel guardián de 132
tres compradores de Gimbels. Mrs. Louis Ogden sirvió tazas de café a dos mujeres vestidas con alegres abrigos sentadas solas en un rincón. —Váyase —le dijeron—. Hemos visto cómo se ahogaban nuestros maridos. Para algunos de los supervivientes la vida volvía a empezar. Lawrence Bessley garabateó un mensaje por radio anunciando que estaba salvado. Para otros fue más largo. El coronel Gracie estaba echado bajo una montaña de mantas en un sofá del comedor, mientras sus ropas se le secaban en el horno del pan. Bruce Ismay no dejaba de temblar en el camarote del médico, atiborrado de calmantes. Harold Bride volvió en sí echado en el camarote de lujo de alguien; una mujer se inclinaba sobre él y notó su mano que le apartaba el cabello y le frotaba la cara. Jack Thayer estaba en otro camarote cercano. Un hombre bondadoso le había prestado su pijama y su litera. Ahora, Thayer se metía en cama, tal como había empezado a hacer diez horas antes. Se metió entre sábanas frescas y se dijo que la copa de coñac que acababa de beber era su primera bebida alcohólica. Debía de estar haciéndose mayor. Abajo, las máquinas del Carpathia zumbaban con un ritmo regular y sedante. Sobre el barco el viento silbaba a través de su aparejo. Ante ellos estaba Nueva York, luego a casa, a Filadelfia. Detrás, el sol dio de lleno en el poste rojo y blanco de la barbería del Titanic, que flotaba sobre el mar vacío. Pero todo aquello ya no importaba a Jack Thayer; o, mejor, ya no se enteraba. El coñac había hecho su obra. Estaba profundamente dormido.
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Capítulo XI DATOS ACERCA DEL TITANIC
—Jamás volverá a haber otro como él —dice Charles Burgess, el panadero, que debería de saberlo. Con sus 43 años de servicios en el Atlántico, los conoce todos: Olympic, Majestic, Mauretania y demás. Hoy, como trinchador en la cocina del Queen Elizabeth, Burgess es probablemente el último tripulante del Titanic en servicio activo. —Igual al Olympic, sí, pero mucho más lujoso —dice—. Por ejemplo, el comedor. El Olympic ni siquiera tenía alfombra, pero en el Titanic... uno se hundía hasta las rodillas. Luego, los muebles: tan pesados que casi no podían moverse. Y las paredes revestidas de madera... —Puede que los hagan más rápidos y mayores, pero en el Titanic había todo el cuidado, el esfuerzo que se puso en él. Era un barco precioso, una maravilla. Las observaciones o reminiscencias de Burgess son típicas. El Titanic había hechizado a los que lo construyeron y navegaron en él. Tanto que con el paso de los años se hace más y más fabuloso. Muchos supervivientes insisten ahora en que era dos veces mayor que el Olympic, cuando en realidad eran barcos gemelos; sólo que el Titanic tenía 1.004 toneladas más. Otros recuerdan campos de golf, pistas de tenis reglamentarias, un rebaño de vacas de leche y otros detallitos que exceden incluso la tendencia al lujo de la White Star Line. El Titanic era lo suficientemente impresionante sin embellecerlo en exceso. Su peso bruto, 46.328 toneladas; desplazaba 66.000 toneladas. Sus dimensiones, 882,5 pies de longitud, 92,5 de anchura, 60,5 desde el nivel de agua a la cubierta de botes, o bien 175 pies de altura desde la quilla al final de sus cuatro enormes chimeneas. En resumen, tenía una altura de once pisos y la longitud de cuatro manzanas de casas de ciudad. El Titanic, con sus tres hélices tenía dos parejas de motores recíprocos de cuatro cilindros, moviendo cada pareja una hélice, y una turbina que movía la hélice central. Esta combinación le daba una fuerza 134
de 50.000 HP, pero podía llegar fácilmente a una potencia de 55.000 HP. A toda marcha lograba una velocidad de 24 a 25 nudos. Tal vez lo más característico de su construcción era la disposición de compartimientos estancos. Tenía doble fondo y estaba dividido en dieciséis compartimientos. Estos estaban formados por quince mamparas que iban de un extremo a otro del barco. Pero, cosa curiosa, no eran muy altas. Las dos primeras y las cinco últimas llegaban sólo a la cubierta D, mientras que las ocho centrales llegaban hasta la E. Sin embargo, podía flotar con dos compartimientos inundados, y como nadie podía imaginar nada peor que una colisión en la intersección de dos compartimientos, se le calificó de «insumergible». El «insumergible» Titanic fue botado en los astilleros de Harland & Wolff, de Belfast, en el 31 de mayo de 1911. Los diez meses subsiguientes se pasaron equipándolo. Terminó sus pruebas en 1.º de abril de 1912 y llegó a Southampton el día 3 de abril. Una semana más tarde, zarpó en dirección a Nueva York. He aquí una lista reconstruida de los principales acontecimientos de su viaje inaugural:
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Eso en cuanto a hechos reales. De lo demás, casi todo es un misterio. Probablemente nada igualará jamás al Titanic en la cantidad de preguntas sin respuesta que dejó tras de sí. Por ejemplo: «¿Cuántas vidas se perdieron?» Algunos dicen que 1.635; en la investigación americana, 1.517; la Cámara de Comercio británica dice que fueron 1.503; la investigación británica, 1.490. Las cifras de la Cámara de Comercio británica parecen las más convincentes, descontando al fogonero J. Coffy, que desertó en Queenstown. «¿Cómo abandonaron el barco muchas personas?» Casi todas las mujeres supervivientes a las que se interrogó contestaron decididas: «En el último bote.» Está claro que todas esas mujeres no fueron en el mismo bote; no obstante, discutir este punto es como discutir la edad de una dama; simplemente, no se hace. Un cuidadoso estudio de las declaraciones en las investigaciones americanas e inglesas demuestra con toda claridad cómo fue abandonado el barco; pero aun ahí hay pruebas confusas. En la investigación británica, cada testigo tuvo que contestar cuánta gente fue arriada en su bote. Entonces se sumaron los mínimos. El resultado da un amplio margen de fantasía.
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En resumen, en los botes fueron un 70 por 100 más hombres y un 45 por 100 menos mujeres de los que incluso la gran mayoría de supervivientes conservadores estimaban. «¿A qué hora ocurrieron los diversos incidentes?» Todo el mundo concuerda en que el Titanic chocó con el iceberg a las 11,40 y se hundió a las 2,20; pero hay desacuerdo en casi todo lo que ocurrió en el lapso intermedio. Las horas dadas en este libro son las declaraciones honradas de ciertas personas íntimamente ligadas con la tragedia, pero están lejos de ser infalibles. Había demasiada tensión. Mrs. Louis Ogden, pasajera del Carpathia, ofrece un buen ejemplo de ello. En cierto momento, mientras ayudaba a instalar algunos supervivientes, se detuvo junto a su marido para preguntarle la hora. El reloj de Mr. Ogden se había parado, pero supuso que serían las 4,30 de la tarde. En realidad, eran las 9,30 de la mañana. Ambos estaban tan ocupados que habían perdido toda noción del tiempo. «¿Qué decían las distintas personas?» No encontrarán en este libro conversaciones reconstruidas. Las palabras que mencionamos están exactamente tal como la gente recuerda haberlas dicho. Sin embargo, hay un margen para errores. Las mismas conversaciones están a veces repetidas con ligeras variaciones. Por ejemplo, hay, por lo menos, cuatro versiones de las conversaciones entre el capitán Rostron y el cuarto oficial Boxhall cuando el bote número 2 vino a ponerse al costado del Carpathia. La esencia es siempre la misma, pero las palabras varían ligeramente. «¿Qué tocó la orquesta?» La leyenda quiere, por supuesto, que el barco y su orquesta se hundieran tocando Cerca de Ti, Señor. Muchos supervivientes siguen insistiendo todavía en que así ocurrió, y no hay motivo para que dudemos de su sinceridad. Otros afirman y sostienen que la orquesta tocó música de baile hasta el último instante. Un hombre dice que recuerda con toda claridad la orquesta en los últimos instantes, y que no tocaba nada. En esta maraña de evidencia contradictoria sobresale la 138
historia del radiotelegrafista Harold Bride. Era un observador entrenado para ello, meticulosamente exacto, y de los últimos a bordo. Recuerda claramente que cuando el mar cubrió la cubierta de botes la orquesta tocaba el himno episcopalista Otoño. «¿Embarcó un hombre disfrazado de mujer?» Mientras recogía material para este libro, cuatro pasajeros de primera clase fueron específicamente señalados como el famoso hombre que escapó vestido de mujer. No hay la más pequeña prueba de que esos hombres fueran culpables y, en cambio, considerable número de pruebas de todo lo contrario. Por ejemplo, la investigación parece indicar que uno de ellos fue el blanco de las iras de un reportero vengativo al que se apartó cuando trataba de conseguir una entrevista. Otro, hombre famoso en política local, fue víctima de las maniobras de la oposición. Otro fue víctima de los chismes sociales; dio la casualidad de que abandonó el Titanic antes que su mujer. En busca de caza mayor, nadie hizo el menor caso del pasajero de tercera Daniel Buckley, que confesó libremente haberse echado un chal femenino sobre la cabeza. Pero se trataba solamente de un pobrecillo muchacho irlandés, muerto de pánico, por el que nadie se interesó. Las respuestas a todas esas adivinanzas del Titanic no llegarán a saberse jamás con seguridad. Lo mejor que puede hacerse es pesar cuidadosamente las pruebas y emitir un fallo honrado. Algunos estarán todavía disconformes, y tal vez tengan razón. Sería un atrevido el que pretendiera erigirse en árbitro final de todo lo que ocurrió en aquella noche increíble en que el Titanic se hundió.
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Capítulo XII AGRADECIMIENTO
Este libro es, en realidad, la historia de la última noche de un pequeño pueblo. El Titanic era así de grande y tenía así de habitantes. Decir todo lo que ocurrió es imposible; reconstruir incluso parte de los hechos ha sido un trabajo en el que han tenido que ayudar centenares de personas. Muchos de ellos estaban allí. Localicé 63 supervivientes, y la mayoría de ellos hablaron de buen grado. Son una mezcla estimulante de ricos y pobres, pasajeros y tripulación. Pero todos parecen poseer dos cosas en común. Primero, tienen un aspecto maravilloso. Es algo así como si habiendo salido bien librados de aquella terrible prueba, se sobrepusieran o se hubieran sobrepuesto fácilmente a todo lo demás, y ahora envejecen con una gracia plácida y amable. Segundo, son considerados. Parece como si, habiendo sido testigos del hombre en su momento de máxima generosidad, despreciaran cualquier resto de egoísmo que perdura en ellos. Nada les parece demasiado esfuerzo. Nada les turba. Muchos de los supervivientes han contribuido más allá de las necesidades del libro, con el único fin de hacerme ver y sentir lo que fue aquello. Por ejemplo, Mrs. Noël MacFie (entonces condesa de Rothes) cuenta como, estando en una cena con amigos un año después del desastre, experimentó de pronto una espantosa sensación de frío y de intenso terror que asociaba siempre con el Titanic. De momento no supo explicarse la razón. Luego se dio cuenta de que la orquesta estaba tocando Los cuentos de Hoffman, la última pieza de música que tocaron después de la cena aquel domingo. Mrs. George Darby, entonces miss Elizabeth Nye, añade un detalle conmovedor al contar como, a medida que aumentaba el frío a primera hora de la noche de aquel domingo, ella y otros pasajeros de segunda clase se reunieron en el comedor para cantar himnos religiosos, terminando con Para aquellos en peligro en el mar. 140
Y Mrs. Katherine Manning, entonces Kathy Gilnagh, resucita el humor despreocupado de la juventud de tercera clase al hablar de la alegre fiesta del entrepuente en aquella última noche. En un momento dado, un ratón cruzó la habitación; los muchachos lo persiguieron; las muchachas chillaron, excitadas..., y siguió la fiesta. Los preciosos ojos de Mrs. Manning resplandecen todavía al hablar de las gaitas, las risas, la suerte de ser una chiquilla hermosa viajando hacia América. La mayoría de los supervivientes dan, en verdad, una visión de la vida a bordo que tiene cierta calidad casi fantasmal. Se nota cuando Mrs. G. J. Mecherle (entonces Mrs. Albert Caldwell) recuerda el jaleo de la salida de Southampton; cuando Victorine Perkins (entonces Chandowson) habla de los dieciséis baúles de los Ryerson; cuando Mr. Spencer Silverthome recuerda su agradable cena de domingo con los otros compañeros; cuando Marguerite Schwarzenbach (entonces Frolicher) describe una cena mucho más reposada en la cámara de sus padres. Había estado muy mareada y aquél era su primer y atrevido intento de volver a comer. Los recuerdos de la tripulación tienen el mismo carácter nostálgico. Se siente cuando el fogonero George Kemish describe la áspera camaradería en las calderas, y cuando la masajista Maud Slocombe cuenta sus desesperados esfuerzos para dejar los baños turcos en perfecto orden. Por lo visto se encontró un bocadillo a medio comer o una botella de cerveza, vacía, en cada rincón. —¡Los obreros eran hombres de Belfast! —explica alegremente. La atmósfera creada por esas personas contribuye tanto como los hechos e incidentes que describen. Agradezco enormemente su ayuda. Otros supervivientes merecen también todo mi agradecimiento por el modo de ir reconstruyendo minuciosamente sus pensamientos y sensaciones a medida que el barco se hundía. Jack Ryerson se esforzó por recordar lo que sentía mientras estaba junto al bote y su padre discutía para meterlo en el número 4. ¿Comprendía que su vida pendía de un hilo? No, ni se le había ocurrido. Era un auténtico muchacho de trece años. El pequeño Washington Dodge recordaba sobre todo el ensordecedor estruendo del vapor que escapaba por las enormes chimeneas del Titanic. También éste era un auténtico niño de cinco años. Las pasajeras de tercera Anna Kincaid (entonces Sjoblom), Celiney Decker (entonces Yasbeck) y Gus Cohen han proporcionado narraciones bastante más que interesantes. Han sido especialmente valiosas para crear 141
la atmósfera que prevalecía en el entrepuente..., el olvidado reverso de la historia. También la tripulación ha proporcionado algo más que simples relatos de su experiencia. La profunda emoción en la voz del panadero Charles Burgess, cuando habla del Titanic, revela el intenso orgullo de los hombres que lo tripulaban. La amable cortesía de los mayordomos James Witter, F. Dent Ray y Leo James Hyland pone de manifiesto el servicio sin par de que gozaban los pasajeros. Y la perfección de hombres como el contramaestre George Thomas Rowe, el marinero A. Pugh, el panadero Walter Belford y el engrasador Walter Hurst confirman las palabras del fogonero Kemish presumiendo de que la tripulación era «la crema de Southampton». A ellos y muchos otros supervivientes del Titanic, como Mrs. Jacques Futrelle, Mrs. A. C. Williams, Harry Giles y Herbert J. Pitman, hago constar mis más sinceras gracias; no sólo por los datos que me han proporcionado, sino por el tiempo y las molestias ocasionados. Los parientes de pasajeros del Titanic se han mostrado igualmente cooperadores. Una carta recientemente prestada por el descendiente de un superviviente demuestra hasta qué extremo han llegado. Es una carta dirigida al propio superviviente, poco después del desastre. He dejado en blanco todos los nombres, pero el hecho de proporcionarme este dato demuestra un valor y una honradez que refutan efectivamente la acusación contenida en la carta. «Querido... »Tengo ante mí un informe según el cual trataste de abrirte paso a la fuerza para entrar en uno de los botes..., y que, cuando el comandante Butt te mandó retroceder, te metiste entre la gente, desapareciste, para regresar un instante después procedente de tu camarote vestido de mujer, con ropas que fueron identificadas como llevadas por tu esposa durante el viaje. »No comprendo cómo puedes andar con la cabeza levantada y llamarte hombre entre los hombres, sabiendo que cada uno de tus alientos es una mentira. Si tu conciencia sigue remordiéndote después de leer esta carta, es mejor que hables. No hay nada más cierto que el viejo refrán: «La confesión es buena para el alma.» »Tuyo...» 142
Además de prestarme cartas, muchos de los parientes me han proporcionado datos interesantísimos. Quiero dar especialmente las gracias a la hija del capitán Smith, Mrs. M. R. Cooke, por los deliciosos recuerdos de su valeroso padre; a Mrs. Sylvia Lightoller por su amabilidad al escribirme sobre su difunto marido, el comandante Charles Lightoller, que se distinguió brillantemente, en 1940, yendo en su barco personal a Dunquerque; a Mrs. Alfred Hess por prestarme los documentos de familia de mister y mistress Isidor Straus; a Mrs. Cynthia Fletcher por una copia de la carta escrita por su padre, Hugh Woolner, a bordo del Carpathia; a Mr. Fred G. Crosby y a su hijo John por ayudarme a obtener informes sobre el capitán Edward Gifford Crosby; y a Mrs. Víctor I. Minahan por los interesantes detalles sobre míster y mistress William Minahan y su hija Daisy. Cuando no he podido encontrar supervivientes o parientes, he tenido que echar mano de material ya publicado. Los documentos oficiales de la investigación del Senado y del Tribunal de Investigación británico me han dado, por supuesto, varias páginas de interesantes declaraciones. Las memorias publicadas por Jack Thayer son una relación sincera y agradable. El discurso impreso del doctor Washington Dodge para el Club Commonwealth, de San Francisco, es igualmente interesante. El libro de Lawrence Besley La pérdida del «S. S. Titanic» (ed. Houghton Mifflin, 1912), contiene una descripción clásica que vale la pena leer. El de Archibald Gracie La verdad sobre el «Titanic» (Mitchell Kennerley, 1913), es importante para situar la gente en los botes; el coronel Gracie era un detective infatigable. El del comandante Lightoller El «Titanic» y otros barcos (Ivor Nicholson & Watson, 1935), refleja una buena mezcla de humorismo y valentía. El de Shan Bullock, Un héroe del «Titanic»: Thomas Andrews, constructor de buques (Norman-Remington, 1913), es un trabajo de cariño en su esfuerzo por ir reuniendo las últimas horas de ese hombre maravilloso. De vez en cuando han aparecido en revistas y periódicos buenos relatos de supervivientes; el aniversario del hundimiento es un maná para los editores de la ciudad. Como ejemplo, la historia de Jack Thayer en el Evening Bulletin, de Filadelfia, el día 14 de abril de 1932. El fogonero Louis Michelsen, con la interviú que concedió a la Gazette, de Cedar Rápida, el 15 de mayo de 1955; y el relato lleno de vida de Mrs. René Harris, aparecido el día 23 de abril de 1932 en la revista Liberty. La prensa contemporánea es menos satisfactoria. 143
El Times de Nueva York hizo un buen trabajo, pero la mayoría de los periódicos de la ciudad fueron una fuente de errores. Trabajaron mucho mejor los periódicos de las ciudades relacionadas con algunos pasajeros; por ejemplo, en Milwaukeo los periódicos hablaron de los Crosby y los Minahan; en San Francisco, de los Dodge; la Gazette de Cedar Rapids, de los Douglas... En el extranjero, el Times de Londres fue exacto y aburrido. Más interesantes fueron los periódicos de Belfast, donde se había construido el Titanic, y los de Southampton, donde tantos miembros de la tripulación tenían su residencia. Estas eran ciudades marineras y sabían tratar estos temas. Las revistas contemporáneas más populares..., Harper’s, Sphere, Illustrated London News..., son un refrito de informaciones de prensa; pero de vez en cuando sobresale una joya, como la descripción de Henry Sleeper Harper en el Harper’s del 27 de abril de 1912, o la de Mrs. Charlotte Collyer del día 26 de mayo de 1912 en Semi-Monthly Magazine. Las publicaciones técnicas de la época son algo mejores; por ejemplo, la edición especial de 1911 en la revista inglesa Shipbuilder, en la que se dan todos los datos de la construcción del Titanic; datos similares aparecidos en el número del 26 de mayo de 1911 en la revista Engineering, y en la del 1.º de julio de 1911 de Scientific American. Los otros actores del drama, la gente del barco salvador Carpathia, han sido tan generosos en su cooperación como los del Titanic. Mr. Robert. H. Vaughan ha sido de gran valor ayudándome a reunir los detalles de aquella carrera alocada en la noche. Mr. R. Purvis me ha ayudado recordando los nombres de varios oficiales del Carpathia. Mrs. Louis M. Ogden me ha proporcionado un verdadero tesoro de anécdotas, tanto más valiosas cuanto que fue una de las primeras personas que subió a cubierta. Mrs. Diego Suárez (entonces miss Evelyn Marshall) relata de forma vivida la escena de la llegada de los botes del Titanic. No hay gran cosa publicada sobre el Carpathia, pero el libro del capitán sir Arthur H. Rostron, Regreso del mar (Macmillan, 1931), contiene una excelente narración. Su declaración en los Estados Unidos y en Inglaterra es también valiosa, y lo mismo puede decirse del informe del radiotelegrafista Harold Thomas Cottam. Además de la gente del Titanic y del Carpathia, otras personas han contribuido con su ayuda a preparar este libro. El capitán Charles Victor Groves me ha ayudado a montar la historia del Californian, en el que 144
servía como tercer oficial. Charles Dienz, que a la sazón era maître del Ritz Carlton a bordo del Amerika, me ha explicado el funcionamiento de esos restaurantes à la carte independientes del comedor del barco; datos especialmente útiles, ya que sólo se salvó uno de los componentes del personal del Titanic. Harland & Wolff me entregaron preciosas fotografías del interior del barco. Lloyds, el último menú del Titanic; la Compañía Marconi, informes interesantísimos sobre las instalaciones radiotelegráficas de la época. Helen Hernández, de la Twentieth Century Fox, ha sido una mina de oro en cuanto a pistas útiles. Por fin, personas más allegadas merecen más palabras de agradecimiento especial. Mr. Ralph Whitney sugirió diversas fuentes útiles. Mr. Harold Daw, que aportó valiosa información. Miss Virginia Martin, que ha descifrado resmas de papel garabateado. Mi madre ha hecho la clase de complicadas comprobaciones y fichas que sólo una madre se muestra dispuesta a atacar. FIN
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