La Transmisión de La Fe - Bruno Forte

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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BRUNO FORTE

La transmisión de la fe

SAL T2ERRAE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447 Título original: La trasmissione della fede © Editrice Queriniana, 2014 Brescia (Italia/UE) www.queriniana.it Traducción: José Pérez Escobar © Editorial Sal Terrae, 2015 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 22-06-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2509-6

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Dedico este libro a dos testigos que han gastado su vida anunciando el Evangelio y nutriendo la fe en Cristo, a quien ahora contemplan en la belleza eterna de Dios. Luigi Diligenza, que fue arzobispo de Capua, y Filippo Strofaldi, que fue obispo de Ischia. Respectivamente han sido para mí un padre y un hermano, que me han acompañado en la tierra y me acompañan ahora desde el cielo en el seguimiento de Jesús.

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ÍNDICE Portada Créditos Introducción Primera parte: En las fuentes de la fe 1. Al comienzo, la experiencia de un encuentro[2] 2. El Espíritu Santo y la transmisión de la fe[7] 1. La Iglesia como «kénosis» del Espíritu: los modelos históricos de la transmisión de la fe 2. La transmisión de la fe como «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del sujeto de la misión 3. La transmisión de la fe, inseparablemente «kénosis» y «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del mensaje y de los destinatarios Conclusión 3. La Iglesia, sujeto de la transmisión de la fe[16] 1. La Iglesia, Madre de los creyentes 2. ¡Creo la Iglesia! 3. La Iglesia comunión 4. Una comunión necesaria para vivir 5. Una comunidad que educa evangelizando 6. La Iglesia del diálogo y de la misión 7. La Iglesia del amor Segunda parte: La fe transmitida 4. Educar en la fe activa en la caridad[17] 1. Educar en la fe: posibilidad y fundamento a partir del Evangelio de Marcos 2. Educar en la fe: las etapas de un camino, en la escuela de los Magos 5. ¿Cómo llegar a ser adultos en la fe?[33] 1. La transmisión de la fe (traditio fidei) 2. El asentimiento de la fe (receptio fidei) 3. El anuncio de la fe (redditio fidei) Tercera parte: La fe profesada 6. Fe y palabra de Dios[46] 1. El Vaticano II y el redescubrimiento de la centralidad de la palabra de Dios para la fe 2. La espera de la palabra de Dios, buena noticia para todas las soledades 3. La autocomunicación divina: Deus dixit – ¡Dios habló y nos habla! 4. La Iglesia, criatura y casa de la Palabra 5. Acoger la Palabra en la obediencia de la fe 7. La verdad de la fe[57] 1. La verdad como Sujeto absoluto: Hegel 5

2. La verdad como libertad: Schelling 3. La verdad como llegada del Otro: la analogía cristológica 8. ¿Por qué un Símbolo de la fe?[85] Cuarta parte: La fe celebrada 9. Eucaristía y transmisión de la fe[94] 1. De la eucaristía brota el compromiso para la renovación de la sociedad en la perspectiva de la primacía del Espíritu 2. De la eucaristía brota la renovación social bajo el signo de la comunión y de la solidaridad 3. De la eucaristía brota una ética del servicio nutrida por el Pan de vida 4. De la eucaristía brota la renovación social bajo el emblema de la reforma permanente y de la esperanza más grande 10. El Templo: donde se celebra y se transmite la fe[100] 1. El Templo como «memoria» de nuestro origen 2. El Templo, signo de la Presencia divina, lugar de alianza 3. El Templo, signo de la esperanza que no decepciona Conclusión Quinta parte: La fe vivida 11. Testigos de la fe, custodios/guardianes de la vida[102] 1. El hombre, custodio de la creación 2. El hombre, custodio del otro 3. El hombre, custodio de Dios, custodiado por él en la Iglesia del amor 12. La familia, ámbito vital de la transmisión de la fe[117] 13. Mujeres de la fe, protagonistas del anuncio[119] 14. Los jóvenes y la fe[125] 1. ¿Hijos de la posmodernidad? Los jóvenes en el tiempo de la «crisis» 2. ¿En busca del sentido perdido? Organizar la esperanza 3. Carta a los jóvenes, protagonistas del mundo que vendrá Sexta parte: La fe en diálogo 15. La fe y el diálogo con quien no cree[126] 1. El éxodo: la condition humaine 2. El adviento: el Dios que «tiene tiempo» para el hombre 3. El encuentro: donde el hombre tiene tiempo para Dios. La fe y el diálogo con quien no cree 16. La vía de la belleza para la transmisión de la fe[144] 1. ¿Por qué hablar de fe y belleza? 2. ¿Qué relación hay entre fe y belleza? 3. El giro decisivo 4. ¿Qué significa todo esto para nosotros? 17. ¿Puede la música transmitir la fe?[150] 1. Celebrar y alabar a Dios 2. Dar voz a la nostalgia de la Patria celestial 6

3. Educar en la escucha del silencio Séptima parte: La fe en camino 18. Fe y vida teologal[157] 1. La fe entre los dos Testamentos 2. Testigos del Dios que vive en nosotros 3. De la fe procede la fuerza 19. La fe que vence a la muerte[159] 1. La herida de la pregunta ineludible 2. El eclipse de la muerte 3. Retornar a la muerte… 4. … a «aquella muerte» 5. Para vivir la «transgresión» suprema en la fe Octava parte: En el umbral 20. La sonrisa de Dios[168] 1. ¿Puede Dios sonreír? 2. Entre lejanía y proximidad 3. En el espacio de la humildad Apéndice Fe y anuncio: De la Lumen fidei a la Evangelium gaudium 1. La luz de la fe 2. Un encuentro que ilumina la vida y su más allá 3. La alegría de la fe 4. Por una conversión pastoral al servicio de la evangelización 5. Fiel a Dios y fiel a la gente: la Iglesia del Evangelio Notas

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INTRODUCCIÓN

Transmitir la fe, especialmente a las nuevas generaciones, resulta hoy un desafío bastante difícil: es como si la alegría y la belleza que el creyente experimenta al dejarse amar por Dios fueran traicionadas por toda palabra que trate de expresarlas, especialmente si por parte del interlocutor, a quien el creyente se dirige, no existe el deseo o al menos la curiosidad de conocerlas. La indiferencia con respecto a las grandes preguntas, a las que la fe ayuda a responder, es una de las causas de esta dificultad de transmisión, acrecentada por un contexto cultural donde lo útil y lo inmediato se muestran más importantes que lo que puede alcanzarse en toda su riqueza solo a precio de sacrificio y perseverancia. Lo efímero parece predominar en todo el horizonte y lo eterno palidecer ante el instante que huye. Sin embargo, sería erróneo tener una visión pesimista de las posibilidades de transmitir a los demás, actualmente, el don del amor de Dios, conocido y experimentado en la fe: si es verdad que nuestro corazón está hecho para Aquel que nos creó a su imagen y nos redimió en su Hijo, hecho carne por nosotros, se puede mantener con el gran Agustín que el colaborador del Altísimo es precisamente ese corazón inquieto que late en su criatura. La dificultad no se encuentra tanto en los dos polos tomados en sí mismos –el origen divino y el destinatario humano del don de la fe–, sino más bien en identificar las modalidades justas para crear la relación y, por ello, los signos y los lenguajes más adecuados, y en clarificar las motivaciones de amor gratuito, que solo pueden inspirar una transmisión fecunda de la fe. Estimulado por este conjunto de problemas y de esperas, he tenido numerosas veces la ocasión de reflexionar sobre todo ello en estos años en los que la Iglesia universal está particularmente comprometida en el gran tema de la evangelización, y la educación para la vida y para la fe de las nuevas generaciones parece ser una prioridad ineludible para todos los creyentes. Así es como han nacido los textos aquí seleccionados, recogidos para ofrecer una reflexión, lo más orgánica posible, teológicamente fundamentada y cercana a la vida, sobre los desafíos y las posibilidades relacionadas con la tarea de transmitir la fe, acogida con el asentimiento libre de la mente y del corazón. Podríamos decir que el resultado es una especie de «teología militante», nacida de la vivencia eclesial para darle a ella al mismo tiempo voz y alimento en el compromiso de la comunicación de la fe. Si tuviera que referirme a una imagen capaz de compendiar cuanto desearían expresar estas páginas, no dudaría en elegir la del profeta Elías, el testigo de Dios en el tiempo de la aparente derrota de Dios. Su nombre expresa ya el mensaje de su obra: ’Eli, «Mi Dios», y Yah, evocación del impronunciable Señor, forman la confesión «¡Mi Dios es Dios!». Elías vive en presencia de Dios y para él, demostrando en todo lo que es y 8

hace que solo a Dios se le debe la confianza y la obediencia. Toda su misión tiene como finalidad que se comprenda que la verdadera tentación del hombre no es el ateísmo, sino la idolatría, y que lo que realmente cuenta en el horizonte del Eterno es la fe, vivida y testimoniada a los demás en el amor. Así es como aparece Elías desde el instante mismo de su vocación: «Luego el Señor le dirigió la palabra: “Vete de aquí hacia el oriente y escóndete junto al torrente Carit…”» (1 Re 17,2ss). Se trata de dejar toda seguridad para ir hacia Dios, oriente luminoso de la vida, y vivir en un abandono total al Señor. Fiel a esta vocación, en la hora dramática del choque con los falsos profetas, adoradores de los ídolos y distribuidores de seguridades efímeras, Elías no teme arriesgarlo todo para proclamar que solo Dios es Dios. En lo que acontece en el monte Carmelo (cf. 1 Re 18) está en juego la pureza de la fe en el único Dios viviente. Es la hora de la fe probada. La idolatría tranquiliza, porque el ídolo es manipulable, mientras que el Dios vivo es libre, imprevisible, subversivo y, precisamente por eso, derrota todas las presunciones humanas. Sin embargo, la victoria sobre los falsos profetas no es suficiente para detener la sed idolátrica del pueblo y de los poderosos que lo gobiernan; es más, vuelve a encender el odio hacia el profeta del Dios único. Entonces comienza para Elías la peregrinación en la noche de la fe hacia la teofanía del Horeb, la montaña santa (cf. 1 Re 19,1-18), metáfora de la peregrinación de la vida hacia la experiencia de Dios. El punto de partida es la debilidad del profeta, estremecido por preguntas profundas: siente dolor por no haber logrado transmitir la fe a un pueblo que ha conocido a Dios y lo ha abandonado a pesar de haber recibido sus señales de misericordia y de fuerza. Elías está atemorizado y cansado: su sufrimiento procede de la constatación de lo que parece la derrota de Dios en el corazón de su pueblo. El profeta busca al Señor en el desierto (midbar, en hebreo), lugar por excelencia de la palabra (dabar, en hebreo). Y es en el desierto donde Elías aprende la gramática de la fe en el Dios que le habla con señales muy humildes: un pan para nutrir las fuerzas en el camino, un odre de agua para saciar la sed. Es allí donde el profeta aprende a aceptar los tiempos de Dios, perseverando en el camino hasta llegar a la montaña santa, donde encontrará al Señor en la escucha de la voz de un silencio sutil. El silencio de Dios purifica la fe del exceso de palabras, invita a la rendición, hace superar el dominio de la razón absoluta, para abrir el corazón a la escucha, a la adoración, al confiado testimonio a los demás del don recibido, para que también ellos lo acojan según los tiempos y los momentos de la libertad y de la gracia. Justo así, el encuentro con Dios se manifiesta como la verdadera fuente de la fe y de su transmisión, que no se detiene ante las resistencias, los cierres o los silencios, sino que ofrece a todos, a tiempo y a destiempo, la belleza del don. Explicitando la experiencia de la fe[1] y de su transmisión, densamente simbolizada en la historia de Elías, nuestro libro parte de las fuentes de la fe, es decir, ante todo de aquella experiencia de la que nació el movimiento cristiano en la historia, a saber, el encuentro con el Resucitado, el viviente de una vida nueva (capítulo 1), que se actualiza 9

en todo tiempo por la acción del Espíritu Santo, sujeto trascendente de la transmisión de la fe (capítulo 2). En la concreción de la historia, la fe es transmitida por la Iglesia, en el conjunto de todos sus componentes (capítulo 3). El tema de la comunicación de la fe (la fe transmitida) se profundiza, a continuación, mediante el estudio de la educación en la fe, destinada a la maduración de una caridad activa (capítulo 4), y en la consideración de lo que significa llegar a ser adulto en la fe (capítulo 5). Es adulto en la fe quien siente la necesidad de ofrecer a los demás generosamente cuanto ha recibido gratuitamente de Dios, en la comunión de su pueblo peregrino en el tiempo. El itinerario del libro prosigue con el análisis de la fe profesada: la relación decisiva para llegar a creer y a comunicar la fe es la relación con la palabra de Dios (capítulo 6), que abre al conocimiento de la verdad que ilumina el corazón y la vida, esa verdad que no es algo, sino Alguien, llegado a nosotros como un don de lo alto, el Cristo de Dios (capítulo 7). La fe profesada se condensa en el Símbolo, la antiquísima fórmula, breve y grande, para decirse y reconocerse recíprocamente como discípulos del Hijo Jesús, verdad que salva (capítulo 8). La profesión de la fe culmina en la celebración que actualiza en el tiempo toda la obra divina de la salvación: a la fe celebrada se dedican, respectivamente, el capítulo sobre «Eucaristía y la transmisión de la fe» (capítulo 9) y el dedicado a la teología del Templo, el lugar donde se celebra y se transmite la fe de modo peculiar (capítulo 10). De la fe vivida se ocupan, sucesivamente, los capítulos sobre los testigos de la fe, custodios de la vida (capítulo 11), y los dedicados a la familia, ámbito vital de la transmisión de la fe (capítulo 12), a las mujeres, protagonistas del anuncio (capítulo 13), y a los jóvenes, amanecer del mundo que vendrá (capítulo 14). En un contexto pluralista, como el actual, no podemos preguntarnos sobre la transmisión de la fe sin reflexionar sobre la fe en diálogo, considerando de modo especial la relación entre el creyente y el no creyente (capítulo 15). La consideración de la vía de la belleza (capítulo 16) y la reflexión sobre la música como instrumento singular para transmitir la fe (capítulo 17) forman parte de una análoga reflexión sobre el carácter dialógico del anuncio y del don de la fe, mediante las formas y los lenguajes más diversos, como, por ejemplo, los de la belleza y los del arte musical. Finalmente, una referencia a la fe en camino, es decir, al carácter siempre itinerante del acto de creer, tal como se expresa en la vida teologal (capítulo 18) y –en su cumplimiento último– en la victoria final sobre la muerte para entrar en la luz plena de la visión de Dios (capítulo 19), concluye el recorrido del volumen. A modo de punto de llegada –ciertamente no exhaustivo, y por eso titulado «En el umbral»– se ofrece una reflexión sobre la sonrisa de la fe (capítulo 20), cuyo objetivo es subrayar el valor humilde y provisional de todo conocimiento del Misterio en el tiempo, y el guiño del Eterno, que, sonriendo, nos invita en su revelación al banquete de la vida y nos hace pregustar algo de la belleza última de su gloria, saliendo a nuestro encuentro en la economía sacramental de la Iglesia. El apéndice –titulado «Fe y anuncio»– presenta brevemente dos textos significativos del 10

papa Francisco sobre los temas de los que se ocupan estas páginas: la encíclica Lumen fidei, del 29 de junio de 2013, y la exhortación apostólica Evangelii gaudium, del 24 de noviembre de 2013. Si la lectura de estas páginas ayuda a alguien a madurar razones y esperanzas en el compromiso de la transmisión de la fe y en el discernimiento de los caminos oportunos para ello, habrá merecido la pena su propuesta. Que el gran exégeta y consolador de la fe, el Espíritu del Resucitado, nos haga cada vez más capaces de creer e irradiar de manera creíble la belleza del don que hemos recibido al creer.

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PRIMERA PARTE:

En las fuentes de la fe «Luego el Señor le dirigió la palabra: “Vete de aquí hacia el oriente”» (1 Re 17,3)

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1.

Al comienzo, la experiencia de un encuentro[2]

La historia cristiana comenzó con la experiencia de un encuentro: Jesús se mostró vivo a los pávidos fugitivos del Viernes Santo (cf. Hch 1,3). Aquel encuentro fue tan decisivo que la existencia de quien lo experimentó se vio totalmente transformada: el miedo fue sustituido por la valentía; el abandono por el envío; los fugitivos se convirtieron en testigos, para serlo ya hasta el final, en una vida dada sin reservas a aquel a quien habían traicionado en la «hora de las tinieblas». Por consiguiente, existe un hiato entre el ocaso del Viernes Santo y el amanecer de la Pascua: un espacio vacío en el que aconteció algo tan importante que dio origen al desarrollo del cristianismo en la historia. ¿Qué aconteció? Donde el historiador profano solo puede constatar el inaudito «nuevo inicio» del movimiento cristiano, renunciando simplemente a explicar sus causas tras el fracaso de las varias interpretaciones «liberales» del nacimiento de la fe en el Resucitado, que tienden a hacer de ella una experiencia puramente subjetiva de los discípulos, el anuncio grabado en los textos del Nuevo Testamento confiesa el encuentro con el Señor viviente con una vida nueva como experiencia de gracia: a ella nos dan especialmente acceso los relatos de las apariciones. Los cinco grupos de relatos (la tradición paulina: 1 Cor 15,5-8; la de Marcos: Mc 16,9-20; la de Mateo: Mt 28,9-10.16-20; la lucana: Lc 24,13-53; y la joánica: Jn 20,14-29 y 21) no se dejan armonizar entre ellos con respecto a los datos cronológicos y geográficos; no obstante, están todos elaborados sobre una misma estructura, que deja transparentar las características fundamentales de las que hablan. En ellos se encuentra siempre la iniciativa del Resucitado, el proceso de reconocimiento por parte de los discípulos y la misión, que hace de ellos los testigos de lo que han «oído y visto con sus ojos y contemplado y tocado con sus manos» (cf. 1 Jn 1,1). La iniciativa es del Resucitado: es él quien se muestra vivo (cf. Hch 1,3) «apareciéndose». La forma verbal ṓphthē, usada en 1 Cor 15,5.8 y Lc 23,24, si bien puede tener tanto un sentido medio («se hizo ver, se apareció») como pasivo («fue visto»), en el Antiguo Testamento griego se utiliza siempre para describir las teofanías y, por lo tanto, con el sentido de «se apareció» (cf. Gn 12,7; 17,1; 18,1; 26,2); con ella se expresa, por consiguiente, que la experiencia de los testigos de los orígenes cristianos no fue solo fruto de su corazón, sino que tuvo un carácter de «objetividad», que fue algo que les sucedió, algo que les «aconteció», no algo que «surgió» en ellos. En síntesis, no fue la conmoción de la fe y del amor la que creó su objeto, sino que fue el Señor resucitado quien suscitó de un modo nuevo el amor y la fe en él, cambiando el corazón de los discípulos. Así pues, no puede tener ningún fundamento filológico-exegético una lectura de la resurrección como la que hizo Ernest Renan refiriéndose a la visita de María 13

Magdalena al sepulcro: «¡Fuerza divina del amor!… ¡Momentos sagrados, en los que la pasión de una alucinada resucita a un Dios al mundo!» [3]. Lo que acabamos de exponer no excluye, lógicamente, el proceso espiritual que necesitaron los primeros testigos para «creer a sus ojos», es decir, para abrirse interiormente, con libertad de conciencia, a cuanto había acontecido en Jesús el Señor: es cuanto nos dice el itinerario progresivo del reconocimiento del Resucitado por parte de los discípulos, subrayado meticulosamente por los textos del Nuevo Testamento contra posibles tentaciones «entusiastas». Es el proceso que lleva del asombro y de la duda al reconocimiento del Resucitado: «Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc 24,31). Este proceso expresa la dimensión subjetiva y espiritual de la experiencia fontal de la fe cristiana, y garantiza el espacio de la libertad y de la gratuidad del asentimiento en el encuentro con el Señor Jesús. No se cree eliminando la duda, sino venciéndola mediante un acto de confianza que –aun sin ser solo racional– no excluye nunca el discernimiento también racional de las señales que se nos dan. Se realiza así la experiencia del encuentro: en una relación de conocimiento directo y arriesgado, el Viviente se ofrece a los suyos y les hace vivir una vida nueva, testigos de aquel encuentro con él que marcó para siempre su existencia: «Id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15). «Dios lo ha resucitado de la muerte y nosotros somos testigos de ello» (Hch 3,15; cf. 5,31s, como también 1,22; 2,32; 10,40s). La experiencia pascual –objetiva y subjetiva inseparablemente– del encuentro entre el Viviente y los suyos se presenta, en fin, como una experiencia transformadora: de ella surge la misión, de ella toma el impulso el movimiento que se extenderá hasta los confines extremos de la tierra. Como en el caso del apóstol Pablo y de todos los testigos de la fe en Cristo, no se anuncia sino a aquel a quien se ha encontrado, de quien se tuvo y se tiene una experiencia viva y transformadora. Se trata de la experiencia –hoy como entonces– de una triple «identidad en la contradicción»: entre el Cristo resucitado y el humillado en la cruz; entre los desertores del Viernes Santo y los testigos de la Pascua; entre los testigos del Resucitado y aquellos a quienes anuncian la palabra de la vida para que ya no sean los mismos gracias al encuentro que cambia la vida. En el Resucitado se reconoce al Crucificado: este reconocimiento, que vincula la suprema exaltación a la suprema vergüenza, consigue, efectivamente, que el miedo de los discípulos se transforme en valentía y ellos se conviertan en hombres nuevos, capaces de amar la dignidad de la vida recibida como don más que la vida misma, y, por eso, dispuestos al martirio. Su anuncio –fruto de una incontenible sobreabundancia del corazón– alcanza y transforma la vida de quien al recibirlo cree y al creer se abre a la vida nueva ofrecida en Jesús, Señor y Cristo. De aquí que el anuncio fontal, el kḗrygma de la buena noticia, se condense en la fórmula breve y densa «Jesús el Cristo», «Jesús el Señor», en la que no se trata de la simple atribución de un título a un sujeto, sino del relato de una historia, la historia de la 14

autocomunicación de Dios a los hombres y, por ello, de nuestra salvación, llevada a cabo a través de la humillación y la exaltación del Hijo eterno venido a nosotros. Al referir al Humillado de la cruz la cualidad de «Cristo-Mesías» y reconocer en él al «KýriosAdonay», con el que la fe bíblica invoca al Dios de la alianza, la fórmula pascual narra la historia de su exaltación gloriosa, el paso por el cual él, el Abandonado del Viernes Santo, es reconocido en el mismo plano del ser divino, Señor con el mismo señorío que Dios, ungido por el Espíritu del Eterno y, por ello, redentor de su pueblo y salvador de la humanidad. El horizonte que la confesión pascual revela es el de un triple éxodo de Jesús, Hijo del hombre e Hijo de Dios: el éxodo desde el Padre (exitus a Deo), el éxodo de sí mismo (exitus a se usque ad mortem, mortem autem Crucis) y el éxodo hacia el Padre (reditus ad Deum). En primer lugar, el Señor Jesús, que se presenta vivo, se ofrece como el Hijo que aceptó vivir el éxodo desde el Padre por amor a nosotros: él es la Palabra salida del Silencio, el Santuario viviente y santo, en el que la relación del Hijo –que se hizo solidario con nosotros– con el Padre nos hace partícipes de la vida de la Trinidad divina. En la tradición teológica de la época moderna se ha oscurecido este aspecto decisivo: la dialéctica de la revelación, hecha de apertura y ocultamiento, de palabra y de silencio, expresada en el término re-velatio (re-velare significa «quitar el velo» y al mismo tiempo «velar de nuevo», análogamente a cuanto expresa el término griego apokálypsis), ha sido cada vez más olvidada en favor de la idea de revelación como apertura total (como expresa la palabra alemana Offenbarung, de offen, «abrir», y del medieval bären, «llevar en el seno»: offenbaren, por tanto, significa «generar al raso»). Así se allanó el camino al triunfo de la ideología, es decir, a la presunción de comprender todo –¡también el misterio de Dios!–, que engendró la visión totalitaria del mundo, matriz de toda posible violencia sobre el otro. En esta perspectiva se entienden las fuertes afirmaciones de Hegel: «La religión cristiana es la religión de la revelación. En ella se manifiesta lo que Dios es para que sea conocido como es» [4]. Sin embargo, el Dios de Jesucristo es todo lo contrario al Dios de la manifestación total e indiscreta: es el Dios que opone resistencia a los soberbios y no puede ser reducido en modo alguno a fórmulas ideales que tiendan a explicarlo todo. A la revelación, cumplida plenamente en la Pascua, no se responde, por tanto, con la arrogancia ideológica, sino con la actitud que el Nuevo Testamento denomina «obediencia de la fe» (hypakoḕ tês písteōs). También aquí ilumina y clarifica la etimología: ob-audire, hypò-akúein, quiere decir «escuchar lo que está debajo, detrás, escondido». A la revelación se responde adhiriéndose a la Palabra, como discípulos del Verbo de Dios encarnado: pero la Palabra es puerta que nos introduce en los abismos del Silencio divino. Por eso, el encuentro con el Resucitado, vivido en la obediencia de la fe, es invitación a trascender la Palabra hacia los abismos en los que ella nos introduce y, por tanto, es el rechazo radical de toda reducción ideológica del cristianismo. Si el 15

cristianismo es la religión de la revelatio y de la obediencia de la fe, no podrá confundirse nunca con fórmulas totalizadoras, ideológicas o políticas, ni deberá nunca malvenderse como el apoyo de una de las fuerzas en juego en la historia. La fe en la revelación acontecida en Jesús resucitado alimenta, por consiguiente, una vigilancia crítica permanente, una constante «reserva escatológica» al servicio de la verdad de Dios y del hombre. Se obedece a la Palabra escuchando el Silencio: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» [5]. Se acoge a Cristo dejándose regenerar desde lo alto, en el silencio de la escucha contemplativa y en la invocación humilde y fiel. En Jesús resucitado se manifiesta también el cumplimiento supremo del éxodo de sí, vivido por él hasta el abandono en la cruz, que es el camino de su libertad. Aceptando existir para el Padre y para los hombres, Jesús fue libre de sí mismo de un modo incondicional. La experiencia de la apertura a la alteridad se hizo en él libertad para amar: la existencia del Hijo en la carne es una existencia totalmente acogida por Dios y totalmente donada en la libertad para la libertad. Su vida pública se abre y se cierra con dos grandes agonías de la libertad: la agonía de la tentación y la de Getsemaní. ¿Qué son estas agonías sino hallarse frente a la alternativa radical y ejercer la elección de la libertad del éxodo de sí sin restitución, por amor al Padre y a los hombres? Cristo es aquel que hizo la elección radical por Dios, libre de sí, libre para existir para los demás: precisamente así derrumbó el muro de la enemistad (cf. Ef 2,14). En la hora de la cruz, en la cima de su camino de libertad, Jesús se ofrece como el Abandonado, libre de sí por amor al Padre y a nosotros hasta aceptar la renuncia absoluta. Él pide a sus discípulos esta misma libertad para que entren en el don de la vida divina y para que lo lleven al mundo: la Iglesia del Crucificado Resucitado se perfila, por eso, ante todo como una comunidad libre de intereses mundanos, determinada a no servirse de los hombres, sino a servirlos por la causa de Dios y del Evangelio, una comunidad que vive de la fe en el Abandonado, vencedor de la muerte, dispuesta a dejarse reconocer en el don de sí sin restitución, aun cuando en categorías humanas esto tuviera que resultar improductivo o alienante. Finalmente, Jesús es el Cristo, el Señor de la vida, que vive el éxodo desde este mundo al Padre, el reditus a la gloria de la que vino. En su resurrección se ofrece como el testigo de la alteridad de Dios con respecto a este mundo, de lo Último con respecto a lo penúltimo. Él es el dador del Espíritu Santo, la fuente del agua viva que viene a actualizar en el tiempo el don de Dios y a conducir a los hombres a su gloria, todo en todos. Este tercer éxodo del Hijo del hombre nos recuerda que el cristianismo no es la religión del triunfo de lo negativo, sino la religión de la esperanza, y que, por consiguiente, los cristianos, también en un mundo que ha perdido el gusto de plantearse la pregunta por el sentido, están llamados a ser aquellos que sienten profundamente lo Eterno y, por eso, siguen proponiendo la pasión de la Verdad salvífica como sentido de la 16

vida y de la historia de todos. Dar testimonio del horizonte más grande entreabierto por la promesa liberadora de Dios es anunciar el evangelio del Resucitado, del que la inquietud sin sentido del nihilismo posmoderno tiene más necesidad que nunca. Sin este horizonte de esperanza en la imposible posibilidad de Dios, ningún anuncio y compromiso de caridad y de justicia podrá ser llevado adelante hasta el final: la paz es obra de la justicia que llega siempre y solo en las alas de la esperanza más fuerte que todo cálculo humano. La revelación acontecida en la resurrección del Señor Jesús, «nuestra esperanza» y «nuestra paz», llama, por consiguiente, a los discípulos a dar razón de la esperanza que está en ellos con dulzura y respeto a todos (cf. 1 Pe 3,15), haciéndose lugar de la irrupción del Otro, que se nos ofreció en el triple éxodo del Hijo del hombre. A su éxodo debe corresponder el nuestro: en el plano personal y eclesial nos exige ser discípulos del Único, siervos por amor y testigos del sentido. Los discípulos del Resucitado están llamados en primer lugar a poner al Dios de Jesucristo en el centro de su vida y de su anuncio, presentándose como discípulos del Único, siervos de la Verdad que libera y salva. «Ven y sígueme» es la llamada que el Viviente hace resonar siempre de nuevo para cuantos creen en él, para que ellos digan con su vida que hay razones verdaderas para vivir y para vivir juntos, y que estas razones no están dentro de nosotros, sino fuera, en el Otro, que viene a nosotros en aquel horizonte que la fe nos hace reconocer revelado y donado en él, en Jesucristo. En la escuela del Resucitado debemos volver a descubrir la primacía de Dios en la fe y, por eso, la primacía de la dimensión contemplativa de la vida, entendida como unión fiel a Cristo en Dios, teniendo el corazón atento al horizonte último que se nos ha entreabierto y ofrecido en él. Necesitamos cristianos adultos, convencidos de su fe, expertos de la vida según el Espíritu, dispuestos a dar razón de su esperanza, que rechacen con todas sus fuerzas la lógica de las únicas posibilidades de este mundo y que den testimonio del don –imposible para los hombres, pero posible para Dios– que viene de lo alto. Se nos pide, en suma, vivir escondidos con Cristo en Dios, capacitados por ello para vivificar desde dentro con su amor todo comportamiento y toda relación histórica: como san Francisco, de quien en la Vita Seconda de Tomás de Celano se dice que «no era tanto un hombre que ora, sino que más bien él mismo estaba totalmente transformado en oración viviente» [6]. En segundo lugar, los discípulos del Resucitado están llamados a seguir a Jesús en el éxodo de sí sin restitución, haciéndose siervos por amor según el modelo del Abandonado, construyendo el sendero de la paz en la justicia y en la caridad, solidarios especialmente con los más débiles y los más pobres de sus compañeros de camino. Si el Resucitado está en el centro de nuestra vida y de la vida de la Iglesia entera, si es aquel en quien debemos estar suspendidos, ceñidos a su cruz, iluminados por su resurrección, entonces no podemos lavarnos las manos de la historia de sufrimiento y de lágrimas a la que él vino y en la que dejó que se clavara su cruz para propagar en ella la fuerza de su victoria pascual. Los discípulos de la Verdad que salva están donde está su Maestro, con 17

él en el servicio al prójimo. No se realiza la tarea que nos encargó el Resucitado, no se construye el mañana de Dios en el presente de los hombres mediante las huidas de las responsabilidades del servicio: el mundo salido del naufragio de los totalitarismos ideológicos tiene, como nunca, necesidad de esta caridad concreta, discreta y solidaria, que sabe hacerse compañera de la vida y sabe construir el camino de la paz en comunión con todos, irradiando a Cristo Salvador. Esto les exige a los creyentes ofrecer modelos concretos de una caridad coral, en la que uno pueda sentirse acogido y amado, para que la Iglesia sea toda ella rostro del Dios compasivo y resucitado a la vida plena y nueva. Se trata de poner en primer lugar en nuestro corazón la causa del reino de Dios; se trata de jugarnos la vida sin ahorrar nada, comprometiéndola con el testimonio, llevando la cruz si es necesario, buscando siempre el camino en comunión. Como nos recuerda el concilio Vaticano II: «“Mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor” (2 Cor 5,6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Flp 1,23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por nosotros (cf. 2 Cor 5,15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Cor 5,9) y nos revestimos de la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf. Ef 6,11-13)» (LG 48).

Finalmente, los discípulos del Padre en la imitatio Christi, los creyentes en el Resucitado, están llamados a ser los testigos del sentido más grande de la vida y de la historia, precisamente en la fe en Aquel que cumplió su éxodo hacia el Padre y nos abrió las puertas del Reino. Esto nos exige que estemos dispuestos a amar la verdad revelada por Jesús por encima de todo, dispuestos a pagar el precio por ella en el esfuerzo diario que nos relaciona con lo que es penúltimo: solo así podremos ser testigos suyos para los demás. Hay que volver a encontrar la fuerza de la pasión por la verdad, en la que se fundamenta del modo más verdadero la dimensión misionera de la vida eclesial. Amar la verdad significa tener la mirada dirigida al cumplimiento de las promesas de Dios en Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Estar dispuesto a pagar el precio por la verdad en todo comportamiento es la fidelidad exigida para la credibilidad del testigo de la esperanza que no decepciona: se trata de hacer madurar conciencias adultas, deseosas de agradar a Dios en todo, y dispuestas a indicar con la palabra y el gesto elocuente la relevancia del sentido más grande de la vida y de la historia en toda elección, para que todo esté al servicio del Reino que debe venir y de su paz, fundada sobre la justicia y sobre el perdón. El encuentro con el Resucitado nos interpela, por lo tanto, en lo profundo del corazón, llamándonos a vivir siempre de nuevo la paradójica «identidad en la contradicción», que surge del encuentro con él, abriéndonos al don, que brota de él para toda criatura y que es su Espíritu, que vence a la muerte y enciende y alimenta en quien la acoge la llama viva de la fe.

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2.

El Espíritu Santo y la transmisión de la fe[7]

El envío del Espíritu Santo por parte del Resucitado puede ser considerado el inicio mismo de la Iglesia: «La era de la Iglesia –afirma Juan Pablo II en la encíclica Dominum et vivificantem– empezó con la “venida”, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor» [8]. Este origen en la Trinidad, mediante las misiones del Hijo y del Espíritu, muestra cómo la Iglesia es constitutivamente «kénosis» y «esplendor», ocultamiento e irradiación, del amor trinitario en la historia (cf. AG 2.3.4). Como en la Trinidad así –mediante una analogía no insignificante– en la Iglesia, la transmisión de la vida nueva en la fe es la expresión del dinamismo más profundo de la comunión, la irradiación de la sobreabundancia del amor, que en ella es infundido por el Espíritu Santo. Este dinamismo originario se ha vivido y pensado de diversos modos en el desarrollo histórico del pueblo de Dios: en la variedad de los modelos que se han sucedido en el tiempo se realiza, en un cierto sentido, la «kénosis» de la acción del Espíritu en la historia; en la única plenitud de la Catholica y de su donación al mundo se expresa el «esplendor» del ser eclesial.

1. La Iglesia como «kénosis» del Espíritu: los modelos históricos de la transmisión de la fe La Ecclesia de Trinitate existe en la historia ante todo como «kénosis» de la gloria divina: la Trinidad pone sus tiendas en el tiempo mediante la Iglesia, con todos los límites que proceden de la dimensión histórica y mundana. El Espíritu es el artífice principal de esta «kénosis»: «El Espíritu Santo –escribe el teólogo ortodoxo Vladimir Lossky– se comunica a las personas, marcando a todo miembro de la Iglesia con el sello de una relación personal y única con la Trinidad, haciéndose presente en cada persona. ¿Cómo? Es un misterio: el misterio de la exinanición, de la «kénosis» del Espíritu Santo al venir al mundo. Si en la «kénosis» del Hijo la persona apareció mientras que la divinidad permanecía escondida bajo «los rasgos del siervo», el Espíritu Santo, en su venida, manifiesta la naturaleza común de la Trinidad, pero deja que su persona quede disimulada bajo la divinidad. Se mantiene como no revelado, escondido, por así decirlo, por el don, para que el don que él comunica sea plenamente nuestro, hecho propio por nuestras personas» [9]. El Espíritu es la dimensión histórica del misterio y es él el que

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concede a la Iglesia ser el rostro –históricamente determinado y sujeto a cambio– de la vida divina que viene de lo alto y es derramada para todos. Bajo la acción del Espíritu, la tensión misionera constitutiva del ser eclesial ha asumido en el tiempo formas diversas, desarrolladas en relación con las diversas situaciones históricas del cristianismo[10]: es posible identificar –de manera general– algunos modelos fundamentales de esta «kénosis» del Espíritu en la historia de la Iglesia. El primer modelo se afirma en el tiempo de la Iglesia de los mártires, marcado por la fuerte tensión escatológica y por el impulso de ofrecer al mundo la vida nueva en Cristo hasta el testimonio supremo del martirio. Predomina la urgencia de llevar a todas partes el Evangelio, y la actividad misionera de la Iglesia se entiende sobre todo como misión en acto, como animación, es decir, que se realiza por todos lados gracias a la fuerza expansiva de la presencia de los cristianos vivificados por el Espíritu. Este comportamiento se inspira en el principio joánico de estar en el mundo pero sin ser del mundo (cf. Jn 17,11.14) y se describe con expresividad en la Carta a Diogneto (siglo II): «Lo que es el alma en el cuerpo son los cristianos en el mundo. El alma está difundida por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos, por las ciudades del mundo. El alma vive en el cuerpo pero no tiene su origen en el cuerpo; los cristianos viven en el mundo pero no tienen su origen en el mundo. El alma, aunque invisible, está encarcelada en un cuerpo visible. La existencia de los cristianos en el mundo es conocida, aunque su religión permanece invisible…»[11].

La transmisión de la fe brota, por consiguiente, de la sobreabundancia de la existencia transformada por el Espíritu, vivida en los lugares y en los ambientes más diversos por una especie de irradiación del don de Dios, que llega a impregnar la sociedad en que se está inmerso. Al perfilarse la situación de cristiandad, caracterizada por la ósmosis entre la Iglesia y el Imperio, el impulso misionero tiende a debilitarse y el modelo de la misión en acto cede cada vez más el lugar al de la misión cumplida: la tensión se desplaza del exterior al interior de la comunidad, porque parece que la buena noticia ha llegado ya a todo el espacio del cosmos conocido y debe, por ello, ser proclamada y celebrada sobre todo a favor de la vida espiritual y litúrgica de los cristianos. De este modo, la actividad misionera específica de la comunidad pasa del centro al margen de la autoconciencia eclesial: «El compromiso de la evangelización… se considera como un compromiso contingente, que depende de las peculiares condiciones históricas… A su vez, la concepción de la Iglesia no está en absoluto determinada por su dinamismo misionero. Su actividad principal normal no es la misión ni la evangelización, sino aquella que se denomina la actividad pastoral, que, presuponiendo la fe ya predicada y acogida, conlleva compromisos y acciones que tienden a la maduración de la fe de los creyentes, a su santificación mediante los sacramentos, a la defensa de su fidelidad y a la promoción de su coherencia con la fe profesada»[12].

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La missio ad intra se convierte en la forma ordinaria de la vida eclesial, y la missio ad extra se hace extraordinaria y excepcional. La transmisión de la fe se identifica con la celebración del culto y el mantenimiento de la vida ordinaria de los creyentes. La atención a la Tercera Persona divina se va debilitando a favor de una concepción de la Iglesia vinculada casi exclusivamente a la encarnación del Hijo («cristomonismo»). Con el ocaso de la Edad Media, el descubrimiento de nuevos mundos que deben ser evangelizados y la inminencia de la confrontación dialéctica entre la Iglesia y la modernidad provocan un cambio profundo en los modelos en los que se inspira la transmisión de la fe: emergen dos actitudes opuestas. Por una parte, se perfila la concepción de la misión oculta, que valoriza el protagonismo interior de la subjetividad en el servicio para la salvación del mundo y se corresponde con el redescubrimiento general del sujeto típico de la Edad Moderna: la transmisión de la fe es compromiso que se desarrolla entre el alma y Dios. Por otra parte, y de forma cada vez más vigorosa, se encuentra la idea de la misión «ad gentes» que va imponiéndose: los nuevos mundos que deben ser evangelizados constituyen una llamada demasiado fuerte a la conciencia creyente para ser esquivada. Se perfila el maravilloso florecimiento misionero que llevará a la Iglesia no solo a expandirse en las tierras del nuevo mundo, sino también a experimentar en sí misma una fuerte reactivación del anhelo de misión. Vivida con una prodigiosa riqueza de movilización de hombres y medios, y con una no menos extraordinaria fecundidad de frutos, a pesar de los límites y las contaminaciones con la obra colonizadora de las potencias imperialistas, la misión ad gentes implica una fuerte conciencia de la Iglesia para la salvación y, aún más radicalmente, presupone una afirmación precisa del carácter absoluto del cristianismo, es decir, de la singularidad totalmente única e irrepetible del Salvador del mundo, Jesucristo, que se hace presente en la Iglesia y actúa gracias a su Espíritu. El gran mérito del modelo de la misión ad gentes es la explicitación en toda su riqueza del valor de la apostolicidad de la Iglesia: convocada por la fe de los apóstoles y conservada en ella, gracias a la comunión del Espíritu Santo en el tiempo y en el espacio, la comunidad cristiana se reconoce enviada a dar testimonio de esta fe hasta los confines extremos de la tierra y a suscitar por todas partes presencias de la Iglesia que hagan posible el recurso a los medios de la gracia y a la experiencia salvífica de la vida nueva donada en Jesucristo. La plantatio Ecclesiae reconoce así su modelo originario y normativo en la misma obra misionera de los apóstoles, que predicaron el Evangelio, fundando la Iglesia por donde iban y preocupándose de asegurar su supervivencia en particular mediante la constitución del ministerio apostólico. Sin embargo, precisamente por eso, el modelo es válido mientras haya Iglesia que implantar: en este sentido, la concepción de base de la missio ad gentes no excluye totalmente el riesgo de recaer en la ideología de la misión cumplida[13]. 22

Surge así la necesidad de integrar el modelo de la missio ad gentes con un modelo más conscientemente pneumatológico, que fundamente la urgencia misionera de la transmisión de la fe como elemento constitucional del ser eclesial en su plenitud, prescindiendo de las condiciones contingentes que acentúen un aspecto u otro de la acción apostólica: este modelo podría definirse como la catolicidad de la misión. Este conecta la nota de la apostolicidad, inspiradora de la missio ad gentes, con la de la plenitud católica del pueblo de Dios, según una inhabitación mutua de las propiedades esenciales de la Iglesia: la Una Sancta es también e inseparablemente Catholica et Apostolica. Esto significa que la recolección escatológica, que vino a cumplir el Señor Jesús, no solo reúne la comunión de los santos en la unidad a imagen de la comunión trinitaria, sino que exige también que esta convocación llegue con la fuerza del Espíritu a todos los tiempos y los lugares mediante la continuidad de la tradición apostólica y de la sucesión del ministerio en ella y la presencia del don de la reconciliación en todo tiempo y lugar. Dicho de otro modo, la catolicidad de la Iglesia es inseparablemente un don y una tarea: la Iglesia universal ya existe como Israel final, pueblo de la reunión escatológica de los pueblos, Catholica presente en la historia gracias a la misión del Hijo y del Espíritu; sin embargo, esta exige ser realizada aún en su plenitud tanto donde no existe como donde, estando presente, la plenitud católica tiene todavía que expresar toda la riqueza de sus potencialidades carismáticas y ministeriales. En este sentido, dondequiera que exista la Catholica hay misión, como realidad en acto o como exigencia imprescindible: la transmisión de la fe se presenta como el aspecto dinámico de la catolicidad, su realización efectiva en la historia de la salvación, bajo la acción del Espíritu Santo. El desafío de la concepción pneumatológica de la Iglesia, inspirada en la doctrina del Vaticano II y retomada por la encíclica Dominum et vivificantem, no es, por consiguiente, el de sustituir un modelo por otro, hasta vaciar el sentido de la missio ad gentes, sino, más bien, el de mantener también en la eclesiología el principio trinitario de la perichṓrēsis. La catolicidad no debe ser separada de la apostolicidad, como atestigua la tradición de la Iglesia indivisa, para la cual una no puede existir sin la otra: la plantatio Ecclesiae seguirá siendo una urgencia apostólica no eliminable de la actividad misionera; de igual modo, la acción misionera ad intra será siempre necesaria en el pueblo de Dios, para renovarse incesantemente en la fidelidad a la fe apostólica y en la apertura a las sorpresas del Espíritu. Esta renovada percepción de la inseparabilidad de las dos urgencias de la misión, ad intra y ad extra, corresponde a aquella que, particularmente desde Juan Pablo II, se denomina «nueva evangelización». También esta debe comprenderse a la luz de la primacía de la acción del Espíritu: el adjetivo «nueva», colocado delante del término «evangelización», no significa una simple novedad cronológica, como si todo lo realizado anteriormente hubiera sido erróneo o parcial, sino que quiere resaltar la necesidad de una novedad cualitativa. Recurriendo a la terminología del griego neotestamentario, lo que está en juego es la novedad expresada por el adjetivo kainós, novedad cualitativa y escatológica, no la comunicada con el término neós, que 23

es la novedad meramente cronológica del antes y del después. Precisamente Jesús llama kainḗ a su mandamiento nuevo (entolḕ kainḗ: 1 Jn 2,7s) para indicar que solo los hombres nuevos, hechos tales por el Espíritu del Hijo, pueden vivir la novedad del amor pedido por él y dar el testimonio creíble correspondiente. El Espíritu Santo es, en suma, el agente principal de la «nueva evangelización», a quien abrirse para realizar la plena catolicidad de la transmisión de la fe frente a los desafíos de los tiempos nuevos en la «aldea global», que es actualmente el planeta. A la luz de este dinamismo, hecho posible por el Espíritu, habrá que hablar de una triple catolicidad de la misión: la catolicidad del sujeto de la misión; la vinculada al contenido del anuncio, que es la custodiada en la tradición apostólica, y, finalmente, no menos relevante, la del destinatario de la misión, que es todo el hombre, en cada hombre. La profundización en estos tres aspectos permitirá clarificar en qué consiste el «esplendor» del Paráclito realizado en la transmisión de la fe y cómo se conjuga con la «kénosis», de la que hemos hablado hasta ahora.

2. La transmisión de la fe como «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del sujeto de la misión En la catolicidad de la misión se manifiesta la riqueza de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, el «esplendor» de su presencia. Esta consciencia se ha expresado en nuestro tiempo de manera muy profunda en el Concilio Vaticano II: «La enseñanza de este concilio –afirma la Dominum et vivificantem– es esencialmente “pneumatológica”, impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo que el Espíritu dice a las Iglesias en la fase presente de la historia de la salvación. Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo Paráclito» (DeV 26).

Esta presencia es acogida en varios niveles: el primer sujeto de la misión es la Iglesia universal, la Iglesia Catholica unida y vivificada por el Espíritu en la comunión del espacio, expresada por la comunión de las Iglesias locales en torno a la Iglesia de Roma, que preside en el amor, cum et sub Petro, y en la comunión del tiempo, manifestada por la continuidad ininterrumpida de la tradición apostólica. La responsabilidad de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra y de implantar por todas partes la Iglesia es de toda la Iglesia y de todos en la Iglesia. Todos han recibido el Espíritu, todos deben darlo: «La responsabilidad de diseminar la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte» (LG 17). De modo particular, esta responsabilidad misionera compete al ministerio de la comunión: el obispo de Roma, ante todo, en cuanto ministro de la unidad de la Iglesia universal, está encargado de la 24

sollicitudo omnium ecclesiarum, que se expresa particularmente en el anhelo misionero de hacer crecer por todas partes la dimensión Catholica, tanto en la integridad de la fe y de la vida apostólica como en su dilatación entre todas las gentes. En el solemne testimonio de la fe, mediante su ministerio profético, litúrgico y pastoral, en la promoción y en el apoyo de la vitalidad misionera de la Iglesia, dondequiera que esté difundida, en el ejercicio de su ministerio universal de unidad, el papa se hace misionero del Evangelio para el mundo entero, así como para la Iglesia y en la Iglesia, toda en misión. El obispo de Roma comparte esta responsabilidad universal con el colegio episcopal, al que le compete, en no menor medida, la solicitud por todas las Iglesias, y, por eso, el compromiso con vistas a la actividad misionera intrínseca a la dimensión Catholica, presente en ellas (cf. LG 23). Así, mediante sus obispos en comunión con el obispo de Roma, todas las Iglesias participan en la solicitud de la evangelización y de la misión universales, y están llamadas a contribuir a la transmisión de la fe según los dones que el Espíritu les haya dado a cada una, en la fecundidad de la cooperación y del intercambio recíproco de los dones recibidos. Sujeto pleno del envío misionero es también la Iglesia local o particular, en la que la dimensión Catholica se realiza en la concreción de un espacio y de un tiempo determinados: el pueblo de Dios, reunido por la Palabra y por el Pan eucarístico, en el que Cristo se hace presente en el Espíritu para la salvación de todos, es enviado a extender la fuerza de la reconciliación pascual a todas las situaciones en las que vive y actúa. Toda la Iglesia local es enviada a anunciar todo el Evangelio a todo el hombre, a cada hombre: a la catolicidad, propia de la Iglesia local en el plano de la communio, debe corresponder la catolicidad en el plano de la misión. Que toda la Iglesia local sea enviada quiere decir que, en virtud del don del Espíritu recibido en el bautismo y en la eucaristía, no hay nadie en la comunidad eclesial que pueda considerarse exento de la tarea misionera. Al ministerio de unidad le compete discernir y coordinar los carismas en función de la acción misionera, y a todo bautizado la tarea de poner los dones recibidos al servicio de la misión eclesial. A nadie le es lícita la indiferencia al respecto, como tampoco lo es la separación de los demás. Todos, en la corresponsabilidad y en la comunión, están llamados a participar activamente en la misión de la Iglesia: si esto implica por una parte la exigencia de reconocer y valorar el carisma de cada uno, exige por otra el esfuerzo de crecer en comunión con todos, de modo que la misma comunión sea la forma primera de la misión. La transmisión de la fe no es obra de navegadores solitarios, sino que se debe vivir en la barca de Pedro, que es la dimensión Catholica en todas sus expresiones, en comunión de vida y de acción con todos los bautizados, cada uno según el don recibido del Espíritu. «Todos los creyentes en Cristo –afirma la encíclica Dominum et vivificantem–, a ejemplo de los apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo, principio de unidad de la Iglesia» (DeV 62), sujeto trascendente, vivo y presente de su misión. 25

3. La transmisión de la fe, inseparablemente «kénosis» y «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del mensaje y de los destinatarios La catolicidad de la misión no implica solo al sujeto de ella, sino también a su objeto y a sus destinatarios, en la fuerza del Espíritu de Cristo: «La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es el otro Paráclito o nuevo consolador, porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida» (DeV 64).

La catolicidad del mensaje, el «esplendor» de la verdad salvífica, exige que la Iglesia, toda ella comprometida en el anuncio, se haga portadora del Evangelio en su totalidad: ¡toda la Iglesia anuncia todo el Evangelio! La buena noticia que debe ser anunciada no es una simple doctrina, sino una persona, Cristo: es él, viviente en el Espíritu, el objeto de la fe y el contenido del anuncio y, a la vez, él es el sujeto que actúa en el Espíritu en quien evangeliza. El Cristo evangelizado es al mismo tiempo el Cristo que evangeliza en sus testigos. Por eso, la Iglesia solo puede pertenecerle a él, ser su memoria viva, dejándose siempre nuevamente evangelizar por él, para ser siempre de nuevo regenerada por su Palabra (Ecclesia creatura Verbi). La transmisión de la fe exige el testimonio íntegro de Cristo, que abarca la comunión de la fe en el tiempo y en el espacio, y es voz de la comunión del Espíritu, que, a través de la tradición apostólica, hace que la Iglesia sea idéntica a sí misma en su principio siempre presente, Cristo. La catolicidad del mensaje implica también inseparablemente la catolicidad del destinatario de la misión: la buena noticia resonó para todos y exige llegar a todos. «Id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado» (Mt 28,19-20). Por medio del ministerio eclesial, en la fuerza del Espíritu, es Cristo quien «predica la palabra de Dios a todas las gentes y continuamente administra a los creyentes los sacramentos de la fe» (LG 21). El objetivo de la misión no es otro sino llevar al encuentro con Cristo: se dirige directamente a la verdad profunda de todo ser humano, necesitado de encontrarse con el Resucitado y de experimentarlo siempre de forma nueva. La frontera de la evangelización no es la línea de demarcación exteriormente reconocible entre espacio sagrado y espacio profano, sino, ante todo, el lugar de la decisión salvífica, el corazón humano, allí donde la totalidad de una existencia alcanzada por el Espíritu Santo se decide por Cristo. En esta decisión, posible solo en el encuentro de la libertad de la persona con la Palabra de la fe y el Espíritu que da vida, el tiempo cuantificado se convierte en tiempo cualificado, hora de gracia, hoy de salvación: de chrónos, sucesión según el antes y el después, se transforma en kairós, tiempo de la gracia y de la vida nueva (cf., por ejemplo, Mt 8,29; 26,18; Mc 1,15; Lc 19,44; 21,8; Jn 7,6-8; Hch 1,7; 1 Tes 5,1ss.; Ef 5,16; Col 4,5, etc.). Por consiguiente, la frontera de la misión pasa ante 26

todo por las elecciones fundamentales que cualifican la vida, y, por eso, también por la comunidad eclesial que, evangelizando, tiene siempre nuevamente necesidad de ser evangelizada y de decidirse por su Señor en la realidad de las situaciones siempre nuevas de la historia. La Iglesia evangeliza si continuamente se evangeliza, dejándose purificar y renovar por el juicio de la palabra de Dios y por el fuego del Espíritu: así está sub Verbo Dei, y puede celebrar confiadamente los divinos misterios, actuando al servicio de la transmisión de la fe para la salvación del mundo. La constante apertura a la catolicidad del mensaje no está, sin embargo, todavía plenamente realizada si no se lleva a cabo la contemporánea apertura a la amplitud de las necesidades humanas y del destino del evangelio a todas las gentes: aquí es donde se plantea la exigencia imprescindible para todo bautizado, como para toda la Iglesia, de comprometerse para que el anuncio llegue verdaderamente a toda persona humana. La Palabra de la salvación exige libertad y generosidad audaz para ser gritada desde los terrados hasta los últimos confines de la tierra. La «kénosis» de la Palabra y del Espíritu se dirige a alcanzar a toda criatura en todo su ser. Esto exige el compromiso en un proceso análogo al dinamismo de la encarnación: «La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe insertarse en todos estos grupos con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a determinadas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió» (AG 10).

La catolicidad del sujeto, del mensaje y del destino de la misión llegan así a unirse en la única catolicidad de la Iglesia: el Señor no pedirá cuentas a sus discípulos de los salvados, porque la salvación es un misterio de gracia y de libertad del que nadie puede disponer desde fuera, pero sí les pedirá cuentas de los evangelizados. En este sentido, una Iglesia sin urgencia y pasión misionera traiciona su catolicidad, opone resistencia al Espíritu, que sin embargo quiere animarla, y se transforma en un campo de muertos, contradiciendo su naturaleza de comunidad de resucitados en el Resucitado, comprometida a vivir, celebrar y transmitir la fe en él.

Conclusión La Iglesia, comprometida en la historia en la transmisión del don de la fe recibida, aparece, por consiguiente, como la «kénosis» y el «esplendor» del Espíritu Santo: «La Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como sacramento de la unidad de todo el género humano. Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios. De este modo, se realiza la condescendencia del infinito amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su imagen y semejanza. Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios» (DeV 64).

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De lo anterior se concluye que la vida según el Espíritu es inseparable de la comunión eclesial y esta de aquella. Afirma Agustín: «Tanto se tiene el Espíritu Santo, cuanto se ama a la Iglesia de Cristo» [14]. El testigo sabe, por eso, de dónde sacar el Espíritu del que necesita para vivir la propia misión, participación en las misiones divinas: «¡No te separes de la Iglesia! Ninguna potencia tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salvación es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más grande que la tierra. No envejece nunca: su juventud es eterna» [15]. ¡Actuando en la comunidad eclesial, el Espíritu la hace eternamente joven y bella! Impulsada por esta convicción, la encíclica de Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo concluye así: «El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en “fuente de agua que brota para vida eterna”. Él llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como consolador, intercesor y abogado… El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que poseen las primicias del Espíritu y esperan la redención de su cuerpo. El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre, continúa su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre» (DeV 67).

Así pues, el Espíritu es la fuente siempre viva de la transmisión de la fe en el corazón de la Iglesia y de todo creyente, y, en cuanto tal, lo es de la juventud y de la esperanza que solo la fe da verdaderamente al mundo.

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3.

La Iglesia, sujeto de la transmisión de la fe[16] 1. La Iglesia, Madre de los creyentes En la Lumen fidei escribe el papa Francisco: «La transmisión de la fe… pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús… El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe» (n. 38).

No recibimos ni vivimos la fe como navegadores solitarios, sino en la barca de Pedro, en la comunidad que anuncia la Palabra de la salvación, celebra los sacramentos y actúa en la historia como signo e instrumento de la caridad divina. En la educación en la fe tiene, por eso, un papel central la Iglesia, madre que engendra hijos para Dios en el agua del bautismo y les ayuda a crecer en la vida según el Espíritu. De ahí la importancia de comprender qué es la Iglesia y cómo puede educarnos en creer en Dios y en vivir en la alianza con él. Escribo estas reflexiones sobre la Iglesia con el deseo de que sea conocida y amada y, por consiguiente, no como un espectador indiferente, sino como testigo que ha recibido de ella el don más grande, la fe. Hablo de la Iglesia como un hijo habla de su madre, que le ha dado la vida y le ha hecho amarla. Sí, en efecto, ¡amo a la Iglesia! La amo con amor filial, la encuentro bella y digna de amor, también cuando alguna arruga cubre su rostro. Si pienso en el don que la Iglesia me ha hecho engendrándome a la vida divina con el bautismo, o en la ayuda que me ha dado para crecer en la fe en la escuela de la palabra de Dios, si reflexiono en cómo me ha nutrido y me nutre con el Pan de vida, o recuerdo todas las veces que ha perdonado mis pecados con el sacramento de la reconciliación, siento el corazón rebosante de gratitud. La Iglesia ha sido y es para mí el seno materno, y es así como quiero presentárosla a todos. ¡Quisiera que pudiera ser para todos una madre amorosa! ¡Quisiera que cuantos han podido conocerla y amarla dieran testimonio de forma creíble de su rostro acogedor! Por eso deseo preguntarte a ti que me lees: ¿Has tenido experiencia de esta Iglesia, «madre» en la fe? ¿Querrías tenerla? ¿Estás dispuesto a vivir tu fe no como navegador solitario, sino como quien sabe que tiene que compartirla con otros?

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2. ¡Creo la Iglesia! Estoy profundamente convencido de que la Iglesia es madre no porque surja de intereses humanos o del impulso de un corazón generoso, sino porque es un don de lo alto, fruto de la iniciativa divina. Es Dios Trinidad quien nos la ha dado y es la Iglesia la que nos hace encontrarnos con Dios que es amor. Con los ojos de la fe, contemplo a este pueblo de Dios como querido desde siempre en el plan del Padre, lo reconozco preparado a través de la alianza con el pueblo elegido, Israel, para que, al cumplirse los tiempos, fuera dado a los hombres como la casa y la escuela de la comunión, gracias a la misión del Hijo y a la efusión del Espíritu Santo. Puedo decir así con confianza, como enseña el Símbolo de la fe, ¡creo la Iglesia! Creo que es obra de Dios y no del hombre, inaccesible en su naturaleza más profunda a una mirada puramente humana. Creo que la Iglesia es «misterio», tienda de Dios entre los hombres, fragmento de carne y de tiempo en el que el Espíritu del Eterno ha establecido su morada. Y por eso sé que la Iglesia no se inventa ni se produce, sino que se recibe: es don que debe ser acogido con la invocación y la acción de gracias, con un estilo de vida contemplativo y eucarístico. A la mirada de la fe, la Iglesia se ofrece como «icono de la Trinidad», imagen viviente de la comunión del Dios que es amor, pueblo engendrado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, oro por la Iglesia y pido a Dios que nos haga amarla como su don valioso, rostro de su ternura y abrazo de su amor que acoge y regenera. ¿Y tú? ¿Reconoces en la Iglesia el Misterio de la presencia de Dios o la ves como una simple red de amistades o de intereses humanos?

3. La Iglesia comunión Con los ojos de la fe reconozco en la variedad de los dones y de los servicios, presentes en la Iglesia, no una invención humana, ni el fruto de juegos de poder o de ambiciones terrenas, sino una obra de Dios. Todo don en la Iglesia viene de lo alto, toda vocación es llamada, dirigida por Dios a cada uno para el bien de todos. Precisamente por eso, la variedad de los carismas y de los ministerios eclesiales no compromete, sino que expresa la unidad profunda del pueblo de Dios. En esta perspectiva, reconozco como signos e instrumentos del don divino de la unidad a los pastores, desde el papa, obispo de la Iglesia de Roma que preside en el amor, hasta los obispos en comunión con él, los sacerdotes que son enviados a cada comunidad por el obispo y los diáconos, colaboradores del obispo. Amando al papa y al obispo, siendo dóciles a su guía, los que han acogido los dones de lo alto pueden entrar en diálogo entre ellos y crecer en la comunión. Es la comunión de un pueblo de creyentes adultos y responsables, capaces de pronunciar con la vida tres grandes «noes» y tres grandes «síes». En primer lugar, el «no» a la indiferencia, a la que nadie tiene derecho, porque los dones de Dios deben 30

vivirse en el servicio a los demás: a este «no» debe corresponder el «sí» a la corresponsabilidad, por la que cada uno se hace cargo de su parte del bien común que realiza según el plan de Dios. En segundo lugar, el «no» a la división, a la que nadie puede sentirse autorizado, porque los carismas proceden del único Señor y están orientados a la construcción del único Cuerpo, que es la Iglesia: el «sí» que se sigue es el del diálogo fraterno, respetuoso de la diversidad y dirigido a la constante búsqueda de la voluntad divina para cada uno y para todos. Y, en tercer lugar, el «no» al estancamiento y a la nostalgia del pasado, a los que nadie debe ceder, porque el Espíritu está siempre vivo y activo en la historia: a este le corresponde el «sí» a la reforma continua, para que cada uno pueda realizar cada vez más fielmente la llamada de Dios y la Iglesia entera pueda celebrar su gloria. Mediante este triple «no» y este triple «sí», la Iglesia se construye como icono de la Trinidad, comunión de hombres y mujeres, adultos y responsables en su diversidad, unidos entre sí en el amor y testigos del don de Dios a todo el hombre, a cada hombre. Te pido, pues, que examines tu vida a la luz del triple «sí» y del triple «no», intentado entender cuál de los tres es más urgente para ti.

4. Una comunión necesaria para vivir ¡Cuánto necesitamos esta comunión! Frente al archipiélago, que es a menudo la sociedad en la que vivimos, la comunión de la Iglesia representa una buena noticia contra la soledad. Quisiera que nuestra Iglesia se ofreciera a todos así, suscitando y cultivando relaciones de respeto y de amor, que sean una imagen elocuente de la comunión trinitaria y enciendan en quien está lejos el deseo de Dios y de la experiencia de su amor, ofrecida en la Iglesia. Estas relaciones deben vivirse sobre todo en la vida cotidiana, comenzando con la que se vive en la familia, «pequeña Iglesia», lugar fundamental y originario de la educación en la fe. Los padres están llamados a ser para los hijos los primeros testigos de la fe. En esto consiste, por otra parte, la misión confiada a cada bautizado: ser luz de las gentes, atraer a los hombres a Dios con vínculos de amor, mostrando a todos la belleza del encuentro con Jesús, vivido en la Iglesia. Que el Señor nos ayude a ser una Iglesia acogedora y cada uno de nosotros se comprometa en el ejercicio de la caridad que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. En esta perspectiva, hago mías las reflexiones que muchos (comenzando por la Acción Católica diocesana) me han enviado, en respuesta a mi petición de describir la Iglesia que queremos. Veamos los rasgos fundamentales. La Iglesia que queremos debe ser una comunidad que sepa gastarse por los demás, anunciando y viviendo la palabra de Jesús: una Iglesia viva no es nunca autorreferencial, porque la fe adulta se da sin medida. Quien se sabe amado por el Señor no duda en actuar entre los tormentos de la historia, para mediar con generosidad entre las expectativas de los hombres y la luz del Evangelio. Se capta aquí la gran responsabilidad de los laicos, llamados en primera persona a hacer presente al Dios 31

viviente entre los hombres, ayudando a cada uno a entregarse en lo que le confía el Señor. La Iglesia que queremos debe ser una comunidad que promueve la justicia, viviendo la alianza con Dios: si queremos anunciar con credibilidad la venida del Reino, tenemos que comprometernos en hacer resucitar las existencias laceradas, las proximidades destrozadas, las fragilidades que degradan, con la fuerza del amor que viene de lo alto. De este modo, la comunidad eclesial se ofrece como testigo humilde y elocuente de la misericordia de Dios con todas las miserias humanas. La Iglesia que queremos debe ser una comunidad capaz de plantearse preguntas verdaderas para leer la realidad a la que se dirige y ofrecer respuestas creíbles: ¿cómo vivimos el diálogo con el mundo que nos rodea, presupuesto y vía maestra para toda evangelización? Para responder a estos interrogantes es necesario conjugar el compromiso en la fe con el impulso generoso hacia las fronteras de la vida profesional, del debate cultural, de la promoción del bien común y de la responsabilidad civil. Situándose así, la Iglesia que queremos debe ser una comunidad profética, que, en la escuela de la palabra de Dios, escuchada y proclamada, sepa renovar las modalidades de su anuncio y de la formación en la fe, buscando una relación siempre nueva con la gente, para ser instrumento de un cristianismo creíble y eficaz en la historia. Las comunidades parroquiales no deben replegarse en la sola gestión de lo que ya existe, sino que tienen que estar dispuestas a llegar a todos: los lejanos, los indiferentes, aquellos que están fuera de «circulación» o en los márgenes de la sociedad, aquellos que viven en situaciones de degradación social y ambiental sin ver vías de salida, cuantos han abandonado la fe por las más diversas motivaciones o no tienen ya razones para seguir viviendo y esperando. ¿Quieres contribuir tú también a construir una Iglesia que sea comunidad profética mediante la escucha atenta de la palabra de Dios y de las necesidades de los demás, gastándote por la justicia, anunciando con confianza el Evangelio, buscando llegar con simpatía a los lejanos?

5. Una comunidad que educa evangelizando De cuanto acabamos de decir se entiende que la acción educativa de la Iglesia constituye una unidad con su servicio al Evangelio y no puede prescindir del ambiente y del momento histórico en el que se lleva a cabo. Mundo y Evangelio, humanidad y salvación en Jesucristo, son las referencias de la acción educativa de la comunidad eclesial, comprendida como compromiso primario e irrenunciable. Anunciar a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, significa llevar a la plenitud a la humanidad, uniendo la fidelidad a la historia y la fidelidad al Eterno. La educación es la identidad misma de la Iglesia, que Cristo quiso con el objetivo específico de prolongar su acción salvífica, dando concreción en el tiempo a la tarea encargada por él: «Id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (Mt 32

28,19). La misión que nos espera es la de favorecer el encuentro del hombre de hoy con el Dios que es Amor, en una relación fecunda entre fe y razón, de modo que los creyentes puedan mostrar a todos cómo la propuesta cristiana es una vía de humanización verdadera y responde perfectamente al anhelo de verdad, de libertad, de justicia y de paz, presente en el corazón del hombre. La responsabilidad educativa implica, por consiguiente, de forma directa a la comunidad cristiana, llamada a repensar siempre de nuevo su estilo de evangelización para que la fe en Cristo se encarne en la actualidad y se convierta en fuerza de esperanza para todos. En este compromiso convencido de educar para vivir de la belleza de Dios, la Iglesia tendrá que dar testimonio de que es una comunidad feliz, llena de la alegría que nace de la fe. Feliz porque experimenta y anuncia la ternura del Señor, y vive la esperanza, que no conoce resignación, indiferencia ni división. Feliz porque vive del mandamiento del amor y del programa de vida del Evangelio, que reconoce en las bienaventuranzas el manifiesto de la relación verdadera y vivificante con los demás, para saborear en profundidad la existencia humana y gustar la intimidad con Jesús. Reflexionemos, por tanto, sobre el estilo de nuestras comunidades cristianas: ¿Saben transmitir la alegría y la belleza de Cristo, o viven de una rutina cansada y repetitiva en mayor o menor medida? ¿Cómo renovarlas según el Evangelio?

6. La Iglesia del diálogo y de la misión La Iglesia que quiero es la siguiente: cada vez más misionera, no con un espíritu de conquista, que sepa a poder humano, sino con una pasión de amor, con un impulso de servicio y de donación que diga a todos lo bello que es ser discípulos de Jesús. Ciertamente, la Iglesia es y continúa siendo un pueblo en camino, peregrino hacia la patria del cielo. Toda presunción de haber llegado debe considerarse una tentación: no debemos olvidar nuestros pecados, nuestras fragilidades y miedos. Confiados en la ternura de Dios, no renunciamos, sin embargo, a soñar en la Iglesia comprometida en su continua purificación y reforma, insatisfecha de cualquier conquista humana, solidaria con el pobre y el oprimido, pobre y sobria en su estilo de vida, amiga de los hombres y acogedora de todos, vigilante y crítica con todas las miopes realizaciones mundanas. Bien entendido, esto no debe significar desinterés o anuncio rebajado: la vigilancia que se nos pide es cara y exigente. Se trata de asumir las esperanzas humanas y de verificarlas en la criba de la resurrección de Cristo, que, por una parte, sostiene todo compromiso auténtico de liberación del hombre y, por otra, pone en tela de juicio toda absolutización de metas terrenales. La patria, que nos hace extranjeros y peregrinos en este mundo, no es sueño que aliene de lo real, sino estímulo para el compromiso por la justicia y por la paz en el hoy del mundo. Sueño que la Iglesia –alimentada con el pan eucarístico– sea cada vez más testigo de la alegría y de la esperanza que no decepciona, libre y generosa 33

en su servicio a la justicia, promotora del diálogo y de la paz entre los hombres. Sueño que esta Iglesia del amor, una, santa, católica y apostólica, esté, no obstante, abierta al reconocimiento de todo el patrimonio de gracia y de santidad que el Espíritu hace presente en las tradiciones cristianas, que no están en plena comunión con ella y con las que debe dialogar, ofreciéndoles los dones de los que es portadora y recibiendo de ellas el testimonio del bien, que el Señor realiza en ellas, con vistas al anuncio común del Evangelio a los hombres. Sueño que esta Iglesia, fiel a su origen, sienta la exigencia del diálogo con Israel, con quien sabe que tiene una relación privilegiada y exclusiva, porque la fe del pueblo elegido es la «raíz santa», en la que se injertó el olivo del cristianismo (cf. Rom 11,16-24), y el pueblo de la primera alianza sigue envuelto por la gracia de la elección divina. Sueño una Iglesia activa en el diálogo, que tiende a realizar el proyecto divino de unidad y de paz para todos. Si compartes el sueño de esta Iglesia del amor, pregúntate conmigo qué elecciones y acciones concretas podríamos hacer para que este sueño se haga realidad.

7. La Iglesia del amor Finalmente, en la época de la «aldea global», sueño un nuevo encuentro entre los creyentes de las diversas religiones, con las que la Iglesia se reconoce llamada al servicio común al hombre en favor de la justicia y de la paz y del testimonio de lo divino en la historia. Las grandes religiones están unidas por una especie de deber de la escucha, que implica la apertura radical del corazón al Eterno, en la disponibilidad a dejarse gestionar la vida por él. El cristiano no renunciará nunca a anunciar con dulzura y respeto que Dios se ha involucrado en la historia con la encarnación del Verbo y la misión del Espíritu: es un anuncio de amor, que tendrá que conjugar la proclamación del Evangelio, al que todos tienen derecho, con la autenticidad del diálogo, para hacer avanzar a la familia humana hacia la plenitud del tiempo en el que «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28) y el mundo entero será su patria. Esta Iglesia del diálogo y de la misión no podrá excluir nunca a quien no cree y a quien esté buscando el rostro de Dios, es más, hacia ellos tendrá una actitud de atención y respeto, mostrando también así que es la Iglesia por la que oró Jesús: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, estén también ellos en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21). Es la Iglesia del amor, de la que estamos llamados a ser signo humilde y profético los consagrados, don valioso para toda la comunidad. Es la Iglesia realizada en María, Virgen Madre del Hijo, que acoge el don de Dios y lo da, dispuesta siempre a interceder por nosotros. Es la Iglesia que querría construir junto con cada uno de vosotros con la ayuda del Señor, a quien os invito a dirigiros conmigo diciendo: «Dios, Padre nuestro, de ti procede la Iglesia, pueblo que suscitaste en el tiempo 34

para hacer a los hombres partícipes de la vida divina. En ti vive la Iglesia, comunión en el diálogo y en el servicio de la caridad, a imagen y semejanza de la Trinidad santa. Hacia ti tiende la Iglesia, peregrina de la esperanza, señal e instrumento de la obra de reconciliación y de paz de tu Hijo encarnado, en la fuerza del Espíritu Santo. Concédenos amar a esta Iglesia como Madre nuestra en la fe y quererla Esposa bella de tu Cristo, sin mancha ni arruga, partícipe y transparente de la vida del Amor eterno, para ser luz de salvación para todas las gentes. ¡Amén!».

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SEGUNDA PARTE:

La fe transmitida «Elías se acercó a la gente y dijo: “Si el Señor es el verdadero Dios, ¡seguidlo!”» (1 Re 18,21)

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4.

Educar en la fe activa en la caridad[17] 1. Educar en la fe: posibilidad y fundamento a partir del Evangelio de Marcos ¿Es posible educar en la fe, si esta es un don? Y, si es posible, ¿sobre qué fundamento puede afirmarse a la luz del plan divino revelado en la historia? ¿Cómo educarnos a nosotros mismos y a los demás en la fe? La respuesta a estas preguntas se nos ofrece en la misma génesis de los escritos del Nuevo Testamento, comenzando con los evangelios, que nacen precisamente como narración orientada a suscitar la fe en Jesús y a introducir en ella, alimentando su crecimiento. «Marcos –escribía el cardenal Carlo Maria Martini– presenta una catequesis, un manual para aquellos miembros de las comunidades primitivas que comienzan el itinerario catecumenal… Mateo es el Evangelio del catequista, es decir, el Evangelio que da al catequista un conjunto de prescripciones, doctrinas, exhortaciones. Lucas es el Evangelio del doctor, es decir, el Evangelio dado a aquel que quiere una profundización histórico-salvífica del misterio en una panorámica más amplia. Juan es el Evangelio del presbítero, aquel que da al cristiano maduro y contemplativo una visión unitaria de los varios misterios de la salvación»[18].

Lo que lleva al nacimiento y la formación de los evangelios es una intención pedagógica, un acto de amor: quien narra la vida de Jesús lo hace para hacer partícipes a los destinatarios de la experiencia que le ha transformado la vida. Este aspecto pedagógico es particularmente evidente en el Evangelio de Marcos, el más breve de los cuatro, el más antiguo, formado por un relato escueto y cautivante, «un itinerario catecumenal» [19]. Justo así, el segundo evangelio se presenta como un camino, que parte de las preguntas del narrador y del destinatario, compromete a los dos en la búsqueda y culmina en el encuentro con el Resucitado, del que surge todo y hacia el que está orientado todo. Se trata de un camino que implica, que pone ante decisiones que deben tomarse con respecto a la propia vida. En este sentido, el relato de Marcos es «como un drama cuyo resultado no está previsto… Todo lector es invitado a realizar el itinerario de los personajes del drama tanto en la búsqueda de la verdadera identidad de Jesús como en la búsqueda de la propia identidad» [20]. En esta perspectiva, Pedro –figura central del relato– aparece como la voz del catecúmeno que se abre progresivamente y no sin esfuerzo a acoger la revelación del Hijo de Dios. «El Evangelio de Marcos se presenta como la pista de un camino que va desde el miedo y la duda a la alegría y a la paz del encuentro… El drama de Jesucristo se presenta como parábola que todo ser humano está llamado a realizar: perder su vida para encontrarla»[21].

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El camino que Jesús recorre desde Galilea hasta Jerusalén no es, en suma, un puro y simple trazado geográfico y cronológico, sino que es también un itinerario del alma, que estimula al «seguimiento». Podría afirmarse que –precisamente con este objetivo– el Jesús de Marcos propone su identidad en un itinerario progresivo, para presentarse a la libertad del asentimiento y no imponerse a ella. En el culmen del camino se encuentra una confesión explícita de fe puesta en labios de un pagano, el centurión romano al pie de la cruz: «¡Realmente este hombre era Hijo de Dios!» (Mc 15,39). Esta confesión se anuncia desde el comienzo del evangelio: «Comienzo del evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). El itinerario que conduce a la profesión final está formado por una alternancia de revelación y ocultamiento, que fue definida como «secreto mesiánico» [22]. Con esta expresión se alude a la actitud mantenida por Jesús durante su ministerio público, dirigida a la ocultación de su identidad de Mesías, a veces a los discípulos (Mc 8,29s), otras veces a los destinatarios de los milagros (Mc 1,44; 5,43; 7,36; 8,26), y otras también a los demonios exorcizados (Mc 1,25; 1,34; 3,12), para declararla finalmente en el momento en el que comienza su pasión, cuando es abandonado por la muchedumbre y por los discípulos. Entonces es cuando Jesús se manifiesta abiertamente como el Cristo-Mesías: «El sumo sacerdote le interrogó diciéndole: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”. Jesús respondió: “Yo lo soy”» (Mc 14,61s). El itinerario que Marcos propone es mistagógico. «En la primera parte se trata de reconocer progresivamente quién es Jesús. Luego, una vez reconocido, Jesús lleva a los discípulos y destinatarios a caminar detrás de él, recorriendo el camino hasta la cruz» [23]. Podemos preguntarnos cómo se utilizaba «este texto en la comunidad o en las comunidades que lo vieron nacer» [24]. En el plano literario, el Evangelio de Marcos contiene todos los signos distintivos que hacen de él un discurso y una acción dramática, que exige ser proclamada de una sola vez, sin interrupción. Una hipótesis sugerente es que el relato de Marcos se leía durante la noche de Pascua, en la vigilia entre el sábado y el domingo de resurrección. Para algunos de los que escuchaban, nuevos miembros de la comunidad, esa noche era el punto de llegada de la iniciación cristiana: al terminar la lectura completa del relato evangélico iban a ser bautizados y llamados a participar por primera vez en el banquete eucarístico. Como la estructura de la cena pascual judía incluía un relato dramático –la hagadah («narración»), que constituía el hilo conductor del rito–, así la vigilia pascual cristiana de los orígenes contaría con un relato análogo, el del Evangelio de Marcos precisamente. «Después de la lectura del Evangelio de Marcos –sostiene Standaert–, se dirigían al río o al mar para bautizar a los catecúmenos y, luego, volvían a reunirse todos juntos para el banquete eucarístico celebrado a primeras horas de la mañana» [25].

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Así pues, el segundo evangelio no es una simple compilación informativa: el itinerario propuesto quiere ser performativo, es decir, inducir al oyente a decidir sobre su misma vida ante Jesús, el Hijo de Dios. Del encuentro con este relato no sale uno indemne: quien hace de él una lectura de fe, queda marcado de manera profunda. En él todo nace del amor del Dios que se revela y que ha conmovido y transformado al narrador, cuya obra tiene el objetivo de suscitar en los corazones este mismo amor. De esto podemos deducir que en la educación en la fe todo nace del amor y tiende al amor. Dios se reveló a los hombres por amor, con el deseo de hacerles partícipes de su vida. Quien cree –al igual que los evangelistas– quiere transmitir por amor a los demás el don recibido, introduciéndoles en la experiencia de la caridad de Dios. Nos ponemos a buscar el Rostro divino por una profunda necesidad de amor. En las fuentes de toda educación en la fe se encuentra el amor. A menudo se trata de un amor herido, como, por ejemplo, el de unos padres creyentes que ven a sus hijos alejarse de la vida de fe, o el del responsable pastoral que experimenta lo difícil que es a veces transmitir el don de la fe a los demás, especialmente a los jóvenes, en la complejidad del tiempo en el que vivimos. El deseo de comunicar la belleza de la fe desafía, sin embargo, a este amor herido y lo impulsa a no claudicar. Con frecuencia, quien se aleja de Dios lo hace porque nunca ha experimentado verdaderamente la grandeza de su don. ¡No es exagerado pensar que muchas veces el amor divino es más ignorado que conscientemente rechazado! Educar en la fe consistirá, entonces, en dar a conocer este amor de manera creíble, con el testimonio de la palabra y de la vida, de forma que se atraiga a él y se comunique con la elocuencia silenciosa de quien lo experimenta e irradia su belleza de manera convincente y contagiosa. Educarse en la fe, a su vez, consistirá en aceptar el desafío de ponerse a buscar el amor infinito, abriéndose a todas las ayudas posibles en el camino del encuentro cada vez más profundo con Dios. A la luz del carácter performativo del Evangelio de Marcos se puede afirmar, en suma, que la educación en la fe es un itinerario no solo posible, sino necesario, y que este surge de la voluntad de Cristo y de su amor, para culminar en la experiencia creciente de este mismo amor, que libera y salva y al mismo tiempo capacita para amar. También para la relación de amor con Dios es válida la ley característica de todo amor verdadero, expresada genialmente por Dante con referencia al amor apasionado de Paolo y Francesca en el Canto V del Infierno: «Amor, que a nadie amado amar perdona, por él infundió en mí placer tan fuerte que, como ves, ya nunca me abandona» (103-105).

2. Educar en la fe: las etapas de un camino, en la escuela de los Magos

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El itinerario de la educación en la fe, cuyo modelo normativo se ofrece en el Evangelio de Marcos, se realiza mediante etapas. Estas avanzan desde la experiencia fontal del encuentro con el Resucitado, y tienden a suscitarla siempre de nuevo tanto en quien educa como en quien es educado. Para describir estas etapas recurro a una imagen bíblica tomada del Evangelio de Mateo (2,1-12); se trata de la imagen de los Magos, que desde el lejano Oriente van a Belén guiados por una estrella. En su esencialidad narrativa, la imagen nos permite reconocer seis etapas constitutivas de la educación en la fe en Cristo y en su seguimiento. 1. De Oriente a Jerusalén: el punto de partida, o la pregunta originaria, y la meta de la educación en la fe. Siguiendo el relato evangélico, los Magos vienen «de oriente y llegan a Jerusalén»: «Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de oriente a Jerusalén» (Mt 2,1). En el imaginario bíblico el Oriente, allí donde surge el sol, es el lugar del origen, donde todo comienza. En este sentido, los Magos son figura de cuantos, moviéndose desde las exigencias originarias, constitutivas del ser humano, se dirigen a la Ciudad de Dios. No nos excedemos, por consiguiente, al reconocer en los Magos la figura de todo honesto buscador de Dios, impulsado por la necesidad radical, de la que se hace eco san Agustín al comienzo de sus Confesiones: «Nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (I,1). Además, la referencia a la procedencia oriental nos dice que los Magos se pusieron en camino dejando su mundo originario y vital, el conjunto de sus seguridades y de sus costumbres arraigadas. Para ir en busca de Dios, antes hemos de tomar una decisión, hacer un corte, desarraigándonos del contexto seguro de nuestro pequeño universo, para abrirnos al riesgo de la búsqueda del Rostro deseado y oculto. El viaje de todo buscador de Dios va desde su Oriente –y, por tanto, desde los abismos de su corazón, desde las preguntas más profundas y verdaderas que nos habitan– hacia la «ciudad de David» (Lc 2,11), auténtico concentrado de la revelación divina. Intentemos preguntarnos: ¿Cuál es nuestro Oriente? ¿Cuáles son las preguntas más verdaderas e importantes que reconocemos en nuestro corazón? ¿Hemos elegido alguna vez sinceramente movernos de donde estamos hacia la Ciudad de Dios, al encuentro de su don de amor? ¿Estamos dispuestos a dejar nuestras certezas para vivir la aventura de la búsqueda del amor más grande, aquel que solo podrá darnos Dios? Plantear estos interrogantes y responderles es el comienzo de la educación en la fe, estímulo para tomar la decisión necesaria y dirigirnos desde nuestro oriente hacia la Ciudad de Dios. Y, sin embargo, solo en esta decisión que nos hace buscadores del Rostro oculto, mendigos del cielo, se realiza nuestra auténtica humanidad. Así lo expresan estos versos de Margherita Guidacci: «Como olas tu orilla tocamos, cada instante es confín entre el encuentro y el adiós. Desde nuestro mar en ti huir, en nuestro mar huirte: No otro es de nosotros frágiles el destino. 40

Ni tregua nunca nos es dada, aunque si amor u otra arcana ansia más lejos nos impulsa sobre tus arenas, en vista de las torres de tu soberbia ciudad. Que aún detrás nos arrastra nuestro peso en el cambiante abismo – somos de nuevo deseo y lamento» [26]. 2. Peregrinos en la noche, guiados por la estrella. Los Magos realizan su viaje dejándose guiar por una estrella: «¿Dónde está aquel que ha nacido, el rey de los judíos? Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (Mt 2,2.9s). Tenemos aquí algunas indicaciones importantes sobre las condiciones de la búsqueda de Dios, y, por consiguiente, de la educación en la fe: el camino necesita un guía. El hecho de que sea una estrella la que guía a los Magos muestra que el itinerario se realiza de noche: el camino hacia la fe no es un itinerario luminoso. Hay que avanzar en la oscuridad, peregrinos hacia la luz, de la que la estrella es anuncio y promesa. ¿Qué es la estrella? En el imaginario bíblico es una señal que procede del cielo, alcanzando a los hombres en la oscuridad de su experiencia para conducirles a donde les llama el Señor. Hay un lenguaje de Dios en la naturaleza y en las experiencias humanas que hemos de aprender a conocer: por una parte, se trata de la «silenciosa escritura de los cielos», cantada, por ejemplo, por los Salmos («Los cielos narran la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos»: Sal 19,2), es decir, del testimonio que la creación da del Creador con el hecho mismo de su existencia. Por otra parte, se trata de los «signos de los tiempos» con los que el Señor alcanza a los buscadores de su rostro para indicarles el camino en la complejidad de las obras y de los días. Como afirma el concilio Vaticano II, «es un deber permanente para la Iglesia escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio» (GS 4). La estrella guía el camino de los buscadores de Dios, asomándose en las señales de espera que a menudo los hombres manifiestan para dar un sentido a la vida y en la búsqueda de una justicia más grande para todos, amén de en los testimonios de amor que tantas veces iluminan incluso las situaciones más tristes y difíciles. Además, seguir a la estrella para ir hacia el Niño que nacerá allí donde se posará ella quiere decir también salir de sí para ir hacia el otro, sobre todo el pequeño y débil. Abrirse a la fe o educar a otros en ella quiere decir también ponerse a la escucha de la naturaleza y de la historia, y comprometerse a ir hacia los otros con elecciones y gestos en los que se exprese el don de sí. Renzo Barsacchi, el poeta toscano en el que la fe y la poesía se encuentran a menudo de forma vehemente, evoca en un poema titulado Tu puoi soltanto attendere [«Tú solamente puedes esperar»] esta continua búsqueda de señales, que el amor exige en nuestra vida, y la certeza de que esta necesidad no procede de nosotros, sino que nos llega como don que acoger en señales siempre nuevas, que debemos reconocer como estrella en el camino de las noches: 41

«El tiempo es incierto. En vilo el cielo raso y la lluvia. Pero ni el uno ni la otra dependen de ti. Tú solamente puedes esperar, escrutando signos poco legibles en el aire. Te confías al deseo escuchando el temor. Tus manos están dispuestas a defenderse y a acoger. Así, no sabes cuándo Dios te prepara una alegría o un dolor y tú estás casi espiando en la puerta de su corazón, sin comprender cómo aquel único amor decide el esplendor de la risa o de las lágrimas» [27]. 3. La noche del mundo y la palabra de Dios. Es necesario admitir que esta «escucha de los signos» no es siempre fácil. Incluso el don de sí puede resultar un tanto ambiguo y artificioso en el camino hacia Dios. La noche que cubre la historia es a veces realmente oscura. Entonces, el Señor nos ofrece una ayuda decisiva para llegar a creer en él: se trata de su Palabra, revelación histórica de su Rostro, que se ha cumplido mediante acontecimientos y palabras íntimamente conectados, de los que da testimonio la historia de la salvación, presentada en la Biblia. También los Magos tuvieron necesidad de ella y, así, siguen la sugerencia de los jefes de los sacerdotes y de los escribas del pueblo, consultados por Herodes, sobre el lugar en el que nacería el Cristo: «En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe, el pastor de mi pueblo Israel» (Mt 2,5s). El texto citado para indicar el lugar del encuentro con el Mesías procede del profeta Miqueas (5,1-3) y contiene diversas resonancias bíblicas (2 Sm 5,2; 1 Cr 11,2). La historia de los Magos nos dice de este modo que en la noche del tiempo la palabra de Dios es verdaderamente lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino (cf. Sal 119,105). Quien quiera encontrarse con el Dios viviente, tiene que fiarse de su Palabra, ponerse en actitud de escucha humilde y perseverante y confiar en ella. Aprender de las Sagradas Escrituras el lenguaje de Dios ayuda a reconocer las citas con su gracia. Quien acoge la revelación divina en la Biblia sabe que no está nunca solo, porque la palabra del Dios viviente lo alcanza, habita su corazón y le da ojos para ver y creer, y dejarse guiar por el Amado a los prados de la vida que vence y vencerá a la muerte. Para quien quiere educarse y educar a los demás en la fe es indispensable la referencia al texto bíblico, fuente de luz en el camino hacia el encuentro con Dios. Verdaderamente «lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino» (Sal 119,105). 42

4. El encuentro con Herodes: la tentación al acecho. Justo en este momento aparece en la aventura de los Magos un encuentro peligroso, que podría tener consecuencias dramáticas. Ellos van a Jerusalén para informarse más sobre su destino. Están aún en la situación en la que la palabra de Dios no les ha aclarado plenamente el camino, aun estando señalado en sus coordenadas fundamentales por la estrella. En la Ciudad Santa resuena su pregunta: «¿Dónde está aquel que ha nacido, el rey de los judíos? Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarle…». Se inserta aquí la acción del rey Herodes, símbolo no solo del poder, sino del delirio de omnipotencia que se puede suscitar allí donde el corazón se cierra al reconocimiento honesto del deber de obedecer a la Verdad por encima de todo. Herodes se altera por la pregunta de los Magos, pues intuye en ella un peligro para su autoridad. Se hace pasar por un buscador de la verdad, pero en realidad la indagación que realiza entre los expertos de la Ley tiene solo el objetivo de saber más para intervenir en defensa de su desmesurada voluntad de poder. Con esta finalidad quiere utilizar también a los Magos: «Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, les preguntó el tiempo exacto en que había aparecido la estrella; después los envió a Belén con este encargo: “Averiguad con precisión lo referente al niño. Cuando lo encontréis, informadme a mí, para que yo también vaya a adorarle”» (Mt 2,7-8). El riesgo realmente posible en el camino de la búsqueda de Dios es hacer de nuestro «yo» y de sus ambiciones el ídolo al que sacrificar todo. Esta tentación puede presentarse en las formas más diversas, pero la motivación que actúa en ella es siempre la misma: el orgullo. Es la tentación diabólica, la pretensión de querer ser como Dios, aquella que alcanzó a la criatura humana desde la primera mañana del mundo (cf. Gn 3). La continuación del relato nos muestra cómo los magos supieron esquivarla, reconduciendo las peticiones de Herodes a su verdadera medida: la de un delirio cegador que niega la evidencia de la primacía de Aquel que trasciende a todos. El buscador de Dios o es humilde y se compromete a derrotar las trampas del orgullo o no llegará nunca a la meta, arruinando todo lo bello que puede haber en la existencia humana. Esto exige una vigilancia continua y una lucha constante. El amor, del que es expresión la fe, lleva consigo la exigencia ineludible de conocer la herida del corazón. Los siguientes –y bellísimos– versos de Elena Bono expresan la idea de que toda relación de amor –en particular con Dios– debe vivirse como unidad de vida y de muerte a favor de la vida: «¿Cuándo me heriste? Tal vez estaba aún en el seno de mi madre o quizá solo en tus pensamientos. Tú me amaste desde siempre. Yo no tengo sino un breve tiempo para darte y un pequeño amor. Pero me pierdo en el tuyo, este mar que quema y de sí se alimenta. 43

Cuando me heriste no sabía cuánto tu amor hería. Y es esto lo que quieres, solamente esto a cambio del infinito amor: que yo sufra el amor tuyo, que me lo lleve como herida profunda y no la cure» [28]. 5. El encuentro con Dios: la alegría, la comunidad, la humildad, la adoración y… El relato de Mateo prosigue: «Oído el encargo del rey, se marcharon. De pronto, la estrella que habían visto en oriente avanzó delante de ellos hasta detenerse sobre el lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con su madre, María, y echándose por tierra le rindieron homenaje; abrieron sus arquetas y le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra» (Mt 2,9-11). Se reconocen aquí, en la sencillez del relato, las características fundamentales del encuentro con Dios, gracias al cual cambia todo: «Al inicio del ser cristianos no se encuentra una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte y con este la dirección decisiva» [29]. En primer lugar aparece la alegría: encontrar al Amado, deseado y buscado, es fuente de una enorme alegría, porque implica sentirse alcanzado por un amor infinito, por una belleza inefable. Nada da tanta alegría a nuestro corazón como sabernos amados y amar. Por eso la experiencia de la fe es tan bella y merece la pena aceptar todo sacrificio para educarnos en ella y comunicarla a los demás: en Dios se encuentra la verdadera alegría, el sentido de la existencia, el amor que es origen, seno y patria de la vida presente y de aquella que nos espera más allá de la muerte. La alegría acompaña al paso posterior, sencillo y concreto: entrar «en la casa». Teniendo en cuenta la imagen de la Iglesia como «casa, edificio», presente en Mateo (cf. 16,18: «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»), quisiera ver aquí expresada la necesidad de la comunidad eclesial en la educación en la fe. La Iglesia es lugar y signo de la presencia de Cristo, de la Palabra que salva, del encuentro con el Resucitado mediante los signos sacramentales y el amor fraterno. Es la Iglesia la que encomienda el servicio del anuncio/testimonio/educación, que habla a través de la vida. La fe es dada y nutrida en la Iglesia, «comunidad educativa». Sin la comunión vivida en la Iglesia Madre, ¡la educación en la fe corre el riesgo de naufragar en el individualismo o en la evasión del consuelo! Dentro de la casa, la alegría de los Magos al ver al Niño con la Madre se expresa en la necesidad de adoración: se postran en señal de profunda humildad y adoran al Pequeño, reconociendo la soberanía absoluta del Amor encarnado de Dios ante el que han llegado. Humildad y asombro de adoración son dos actitudes fundamentales de la oración, expresión y alimento de la fe: con la humildad confesamos nuestra nulidad; con la adoración nos dejamos colmar 44

plenamente de Dios. Vivir una experiencia así genera la necesidad de responder al amor con el amor, ofreciendo a Dios los dones del cofre de nuestro corazón. Este jugarse todo en el acto de amor hacia Aquel que es amor se expresa en versos como los de Ada Negri: «No supe decirte cuánto Te amo, Dios en quien creo, Dios que eres la vida viviente, y aquella ya vivida y aquella que se vivirá más allá: más allá de los confines de los mundos, y donde el tiempo no existe. No supe; pero a Ti nada oculto queda de lo que calla en lo profundo. Todo acto de vida, en mí, fue amor. Y yo creí que era por el hombre, o la obra, o la patria terrena, o los nacidos de mi sólida cepa, o la flor, las plantas, los frutos que del sol tienen sustancia, alimento y luz; pero fue amor de Ti, que en toda cosa y criatura estás presente. Y ahora que uno a uno cayeron a mi lado los compañeros de camino, y más quedas se hacen las voces de la tierra, tu rostro refulge con resplandor más fuerte, y tu voz es cántico de gloria. Ahora –Dios que siempre amé– Te amo sabiendo que Te amo; y la inefable certeza de que todo fue justicia, también el dolor, todo fue bien, también mi mal, todo para mí Tú fuiste y eres, me hace temblar con una alegría más grande que la muerte. Quédate conmigo, pues la noche desciende sobre mi casa con misericordia de sombras y de estrellas. Que Te ponga, en la mesa humilde, el poco pan y el agua pura de mi pobreza. Quédate Tú solo junto a mí, tu sierva; y, en el silencio de los seres, mi corazón Te oiga a Ti solo» [30]. 6. … el don de sí: oro, incienso y mirra. La tradición cristiana ha visto en el oro, en el incienso y en la mirra, ofrecidos por los Magos al Niño y a la Madre, los símbolos del 45

triple reconocimiento del que vive la fe en el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros: «La mirra, porque en cuanto hombre estaba destinado a morir y a ser sepultado; el oro, porque era el rey, cuyo reino no tendrá fin; y el incienso, porque era Dios, que se dio a conocer en Judea» [31]. En realidad, los dones de los Magos son símbolo de la implicación total del hombre en la respuesta al amor de Dios, que da todo y pide todo, llamando a la criatura a convertirse, a su vez, en don para los demás. En este sentido, los dones de los Magos son metáfora de la necesaria desembocadura de la fe en los pensamientos y en los gestos de la caridad: como dice Pablo, «la fe actúa por medio de la caridad» (Gal 5,6). En esta perspectiva, los tres dones pueden interpretarse como las tres condiciones del amor al prójimo que nace de la fe en Dios: el oro significa que en el amor al Niño y al otro, del que él es figura –pequeño, pobre y necesitado, en todos los sentidos–, debemos dar lo más valioso que poseemos. Dar lo superfluo no cambia el corazón y la vida: dar lo que tiene realmente valor para nosotros, este es el amor que el Señor nos pide, para sí y para los demás. El incienso significa que el cumplimiento de este don se vive inseparablemente de un acto de alabanza y de adoración a Dios: un mensaje, este, que regresa en innumerables testimonios de la tradición de la fe. «Quien tiene piedad del pobre –dice el libro de los Proverbios (19,17)– hace un préstamo al Señor». Y Jesús afirma: «Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos mis hermanos pequeños, me lo habéis hecho a mí» (Mt 25,40). Francisco, a su vez, intuye que al besar al leproso está besando al mismo Señor y Cristo. La mirra, finalmente, usada en el mundo antiguo como perfume y ungüento para los cuerpos de los difuntos queridos, significa que el amor verdadero conlleva también el don de la propia vida, el sacrificio de sí, impulsado hasta el éxodo de sí sin nada a cambio: así es como nos amó y nos enseñó a amar el Hijo de Dios que vino entre nosotros y no quiso salvar su vida, sino que la entregó por todos. Así deberá actuar quien cree en él y ama con el amor que él enciende en nosotros: «Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Quien se empeñe en salvar su vida, la perderá; quien la pierda por mí y por la Buena Noticia, la salvará» (Mc 8,34-35). Así pues, en los dones de los Magos está simbolizada la caridad que brota de la fe humilde y reverencial: es el amor de quien da lo más valioso de sí, de quien vive este don al pobre como acto de alabanza a Dios y está dispuesto a dar también la propia vida, según el ejemplo y con la fuerza del Maestro, que en la fe se entregó a sí mismo. Es cuanto Pablo da a entender en el himno a la caridad de su Primera carta a los Corintios (13,1-10.13): «Aunque hable todas las lenguas humanas y angélicas, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo estruendoso. Aunque posea el don de profecía y conozca los misterios todos y la ciencia entera, aunque tenga una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis bienes y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve. El amor es paciente, es amable, [el amor] no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca acabará. Las profecías serán eliminadas, las lenguas cesarán, el conocimiento será eliminado. Porque conocemos a medias, profetizamos a medias; cuando llegue

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lo perfecto, lo parcial será eliminado… Ahora nos quedan: la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande de todas es el amor».

7. Regresaron a su país por otro camino: vivir la fe en la cotidianidad. La historia de los Magos no termina aquí. Hay una continuación muy importante para quien se reconoce al igual que ellos «buscador de Dios»: «Advertidos en un sueño de que no volvieran junto a Herodes, regresaron a su país por otro camino» (Mt 2,12). Dos son los aspectos que deben subrayarse: el encuentro con Dios no conduce a evadirse de la historia, de los compromisos de la cotidianidad y de las responsabilidades a las que hemos sido llamados. El regreso de los Magos a su país expresa precisamente esto, excluyendo toda concepción de la fe como consuelo o como refugio para sustraerse a los propios deberes y a la red de amor en la que cada uno está colocado. La eternidad, a la que estamos llamados, se expresa siempre en un día, el hoy en el que vivir el sí a Dios en la fe y dar testimonio a los demás de la belleza de su amor mediante la caridad. El otro elemento que nos hace entender el relato es que el regreso a la vida ordinaria después del encuentro con el Señor se realiza «por otro camino». Si una persona ha vivido el encuentro con el Dios viviente, es la misma pero no es la misma. Ahora ya no hay un Herodes que pueda retener a quien ha encontrado al Señor en la lógica del egoísmo y de la codicia que relaciona todo con los deseos del propio «yo». Encontrar al Hijo de Dios en el niño de Belén significa reconocer la humildad de Dios encarnado y dejarse transformar por su don para convertirse en una criatura nueva, que canta con la vida el cántico nuevo de quien ha sido hecho nuevo por el Espíritu de Dios. El camino de la vida de fe será un continuo y siempre nuevo encuentro con el Amado, si conservamos con fidelidad el don recibido, reavivándolo cada día. Entonces, advertiremos la necesidad de pedir a Aquel que se nos ha dado el don de esta fidelidad, en la experiencia siempre nueva de su amor. Entonces, podremos transmitir a otros la fe, como irradiación de nuestro corazón humilde, enamorado de Dios, con la certeza de que el protagonista principal del encuentro con el Señor es él, que actúa con su Espíritu en nuestros corazones. Podemos, así, hacer nuestras las palabras que Giovanni Papini –ateo militante que se convirtió a la fe en 1921– escribió en el mismo año de su conversión, al concluir su Historia de Cristo: «Jesús, estás aún, cada día, en medio de nosotros. Y estarás con nosotros para siempre… Tenemos necesidad de ti, solo de ti y de nadie más. Solamente tú, que nos amas, puedes sentir hacia nosotros que sufrimos la compasión que cada uno de nosotros tiene de sí mismo. Solo tú puedes sentir cuán grande, cuán inconmensurablemente grande es la necesidad que hay de ti en este mundo, en esta hora del mundo… Todos necesitan de ti, aun aquellos que lo ignoran, y estos más que los que no lo ignoran… Quien en el mundo busca la belleza, sin advertirlo te busca a ti, que eres la belleza completa y perfecta; quien con su pensamiento va en pos de la verdad, sin quererlo te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser conocida; quien corre afanoso tras la paz, te busca a ti, única paz donde pueden hallar quietud los corazones más inquietos. Ellos te llaman sin saber que te llaman; y su grito es indeciblemente más doloroso que el nuestro… La gran experiencia llega a su fin. Los hombres, apartándose del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte. Más de una promesa y más de una amenaza se han cumplido. Ya no nos queda a nosotros, desheredados, sino la esperanza de tu vuelta… Nosotros, los últimos, te esperamos. Te esperamos

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día a día, a pesar de nuestra indignidad y contra todo imposible. Y todo el amor que podamos exprimir de nuestros corazones devastados será para ti, oh Crucificado, que fuiste atormentado por nuestro amor y ahora nos atormentas con todo el poder de tu inextinguible amor»[32].

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5.

¿Cómo llegar a ser adultos en la fe?[33]

Es adulto en la fe quien es capaz de transmitir a los demás de manera creíble, con la palabra y la elocuencia de la vida, cuanto ha recibido y acogido del don de Dios en la comunión de su pueblo peregrino en el tiempo. Partiendo de esta descripción sintética del creyente adulto quisiera presentar las tres etapas necesarias para llegar a serlo: la transmisión de la fe (traditio fidei), mediante la que la gracia de la fe llega a la persona; el asentimiento de la fe (receptio fidei), que es el acto mediante el cual el don es libremente acogido en el corazón y en la vida; el anuncio de la fe (redditio fidei), que es el compromiso por el que cuanto se ha recibido gratuitamente como don y acogido en la libertad del asentimiento, se propone a los demás de manera confiable, para que también ellos crean y participen de la alegría de creer, sintiéndose amados de un modo único e infinito por el Dios de Jesucristo.

1. La transmisión de la fe (traditio fidei) A la fe se nace. Esta es un don de lo alto que el amor de Dios da a la persona pasando a través de la mediación de la Iglesia madre. La Iglesia engendra hijos para Dios en la fe gracias al misterio pascual de Cristo, crucificado y resucitado, hecho presente en la Palabra y en los sacramentos, y a la obra de su Espíritu de vida. Ya desde los primeros siglos de la experiencia cristiana, los Padres expresaban esta convicción reconociendo en la herida del costado de Cristo, de la que brotan sangre y agua (cf. Jn 19,31-34), la fuente de la vida nueva de la que nace la Iglesia, en la que son engendrados los hijos, hechos tales en el Hijo. Se transmitía así la convicción de que la Iglesia es engendrada de lo alto, mediante el don realizado en Cristo y hecho presente en el Espíritu: en particular, en la sangre y en el agua, que manan del costado del Dios crucificado, se veían los sacramentos del bautismo y de la eucaristía, que engendran y nutren la Iglesia[34]. Todo en la Iglesia surge del Amor crucificado, porque es el Abandonado en la cruz el que destruye el muro de la enemistad y reúne a los diferentes en el único pueblo, engendrándoles a la vida nueva en las aguas del bautismo y nutriéndoles con el pan del cielo. En suma, el «parto» de la cruz, sufrido por los dolores del Hijo del hombre, es el que da al mundo a la «hija» amada, el pueblo de los hijos en el Hijo, la Iglesia. Al pie de la cruz nace la Iglesia de los creyentes, que tendrá que regresar siempre de nuevo a la cruz para dejarse regenerar en la fe que libera y salva. El agua y la sangre que fluyeron del costado traspasado del Salvador fueron inmediatamente asociadas por la meditación de la fe a otro manantial, prometido por 49

Jesús mismo: el del agua de la vida, que brota en el corazón de los creyentes. Este agua es el Espíritu Santo: «Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él» (Jn 7,39). Ahora bien, «Cristo se manifiesta como dador del Espíritu, y el Espíritu es la síntesis de todos los bienes de la redención mesiánica, que brotan del cuerpo de él, es decir, de su “glorificación”, de la muerte en cruz» [35]. Y puesto que esta «glorificación» es representada por el Paráclito en los sacramentos, es en ellos donde se reconoce la fuente concreta del agua viva, la sangre y el agua en los que es posible nacer de lo alto y de nuevo a la santidad, a la que están llamados los discípulos. Al mismo tiempo, los sacramentos hacen a los creyentes, a su vez, fuente de gracia y de vida para los demás, santos contagiosos de santidad: «Quien tenga sed venga a mí y beba quien cree en mí; como dice la Escritura: “Ríos de aguas brotarán de su seno”» (Jn 7,37s). Cuanto más se deja la Iglesia generar por la gracia del Espíritu activo en los acontecimientos sacramentales, tanto más se convierte ella en fuente de vida para los demás; además, puesto que los sacramentos son la densificación máxima de la Palabra proclamada, puede decirse también que cuanto más escucha y recibe la Iglesia la palabra de Dios, tanto más se convierte en Palabra vivida, Evangelio vivo que llama a los hombres a la fe y en ella los regenera a la vida que derrota a la muerte. Una Iglesia contemplativa y eucarística, criatura de la Palabra nutrida por la gracia de los sacramentos, es la Iglesia viva de los orígenes cristianos, modelo de vida y fuente de santidad para todos los tiempos: generada por la escucha y por la acogida de los santos, la Iglesia se convierte a su vez en Madre que engendra hijos para Dios, Madre de los santos en la fe. La generación de la vida de la fe se realiza en la Iglesia incesantemente: mediante la proclamación de la Palabra y la comunión en los sacramentos, ella hace nacer cotidianamente hijos para Dios y los hace crecer, convirtiéndose en fuente continua de vida y de santidad en el Espíritu. Esta es la idea de la que dan testimonio los Padres mediante la imagen bellísima de la Mater Ecclesia[36]: en ella se expresa el rostro de una Iglesia que se realiza continuamente en el don de sí, en el intercambio y en la comunicación del Espíritu de uno a otro creyente, ambiente generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en la unanimidad orante, en la participación solidaria en la cruz, en el testimonio común, anticipador de la belleza de la Jerusalén celeste, «nuestra madre» (Gal 4,26). «La Iglesia-Madre en la concepción protopatrística es el concepto central de todo el anhelo cristiano» [37]: y la generación a la vida santa, que el Espíritu realiza en la proclamación de la buena noticia y en la celebración eclesial de los sacramentos, es aquella que revela a la Iglesia como madre siempre dispuesta a engendrar a la vida verdadera (mater semper in partu). La mediación eclesial de la salvación se visualiza en la figura de la Mujer que acoge la semilla divina, engendra, nutre y cría a sus hijos; la forma de esta mediación se reconoce en la implicación de todos los creyentes, porque todos los hijos de la Iglesia se convierten a su vez en Iglesia Madre en 50

la fe con respecto a quienes nacen a la salvación. En el ámbito de la comunidad se sitúa en particular el ministerio ordenado, que, al actuar en representación de Cristo cabeza y como expresión de la paternidad de Dios, asume los rasgos del «elemento paterno, que hace posible la maternidad de todos los creyentes» [38]. El obispo «padre» de su pueblo encuentra aquí su identidad más profunda. En torno a él y bajo su guía, en la Iglesia somos todos hijos, todos somos madres y padres de santos, según el don y la tarea exigidos a cada uno en la fe. Toda la Iglesia es Madre en la fe: por eso, a nadie le son lícitos la indiferencia o el repliegue intimista. En esta total maternidad de la Iglesia se fundamentan los tres «noes» y los tres «síes» que siempre es necesario repetir para llegar a ser adultos en la fe: el «no» a la falta de compromiso, a la que ninguno tiene derecho, porque los dones recibidos por cada uno deben ser vividos en el servicio a los demás. A este «no» debe corresponderle el «sí» a la corresponsabilidad», por la que cada uno se hace cargo de su parte en la generación de hijos a la vida que procede de Dios. El segundo «no» se refiere a la división, para la cual ninguno puede sentirse autorizado, porque los carismas vienen del único Señor y están orientados a la construcción del único cuerpo, la Iglesia. El «sí» que se sigue es el del diálogo fraterno, respetuoso de la diversidad y dirigido a la constante búsqueda de la voluntad del Señor para cada uno y para todos. El tercer «no» remite al estancamiento y a la nostalgia del pasado, a los que nadie debe ceder, porque el Espíritu está siempre vivo y activo en la vida y en la historia. A este «no» debe corresponderle el «sí» a la reforma continua, por la que cada uno puede realizar cada vez más fielmente su vocación y toda la Iglesia puede celebrar la gloria de Dios. A través de este triple «no» y de este triple «sí», la Iglesia se construye como Ecclesia Mater, comunión de hombres y mujeres, adultos y responsables en la fe, que, en la docilidad a la acción del Espíritu, encienden y nutren la vida divina en los corazones.

2. El asentimiento de la fe (receptio fidei) La generosidad materna de la comunidad que engendra a la fe solicita la correspondencia de amor, que, a su vez, los creyentes están llamados a nutrir por quien les ha generado a la vida del Espíritu: el asentimiento creyente es el fundamento de la relación vital del cristiano con el Dios viviente y con la Iglesia que lo engendra a la fe. Como enseñó el concilio Vaticano II en la Constitución dogmática sobre la revelación divina Dei Verbum, la fe es respuesta libre a la iniciativa gratuita del Dios viviente: «Cuando Dios revela hay que prestarle “la obediencia de la fe” (Rom 16,26; cf. Rom 1,5; 2 Cor 10,5s), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él» (n. 5).

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La fe es relación interpersonal, arco de llama entre dos polos, asimétricos entre sí y, sin embargo, los dos conscientes y libres. El término del acto de fe es el Dios viviente, al que el creyente se entrega a sí mismo (fides qua), adhiriéndose con el entendimiento y la voluntad a cuanto él revela (fides quae). Nos entregamos a Alguien, no a algo: aquí emerge la analogía profunda entre fe y amor. Esta entrega acontece dentro de la acción trinitaria, como en un diálogo que se realiza entre Dios y Dios en el corazón del hombre, que le acoge libremente: «Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que precede y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad» (ibid.).

La fe es gracia, que precede y ayuda: por eso debe invocarse y es necesario abrirse a ella con la docilidad del corazón que acoge. De ahí que nunca se llegará a ser adulto en la fe sin la escucha perseverante de la palabra de Dios y la oración humilde e incesante de adoración, de invocación y de alabanza. Así, el creyente abre la puerta a la obra divina en él: «Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (ibid.). La fe es camino, nutrido por los dones del Espíritu, un continuo avanzar, en la luz y en la oscuridad, luchando con Dios y dejando que venza él. La fe recibida y acogida debe ser siempre alimentada para dejarse atraer cada vez más por el esplendor de la verdad divina. Es cuanto acontece en el seno de la Iglesia Madre, a la que, por eso, los creyentes somos llamados a amar como amamos a quien nos ha dado la vida. «Los grandes de la historia de la Iglesia viven en el amor a la Madre Iglesia» [39]: la evocan como Madre de los vivientes, porque, como Eva del primer Adán, nace del costado del nuevo Adán, que muere en la cruz para engendrar hijos para Dios. Escuchemos una voz sugerente de la fe de los primeros siglos: «A la Iglesia, la amada, todos queremos amarla. Nosotros permanecemos firmemente fieles a ella como a una madre, que es tan amorosa, solícita y benigna. Para que con ella y por medio de ella podamos merecer estar en casa junto a Dios, Padre nuestro»[40].

Esta madre amada lo es especialmente cuando engendra a la fe en el dolor, no solo a causa de las persecuciones externas, sino, sobre todo, por las traiciones, los fracasos, las infidelidades y las contaminaciones de sus hijos: «Se mantiene como Iglesia del dolor, porque la “libertad segura” por la que ella ora no se alcanza nunca en la tierra, y porque la historia, con sus desengaños, la reconduce continuamente a la cruz, cuando se hace demasiado entusiasta de la tierra» [41]. En la hora del dolor, la Iglesia sostiene a sus hijos sufrientes y da la vida por ellos, confortándoles con la fe mediante la gracia de los sacramentos y la consolación del Espíritu difundida en ellos.

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La Iglesia Madre de los dolores se ofrece al mismo tiempo como la Reina eterna, no solo porque espera con fe la promesa gloriosa, sino porque esta está ya incoativamente presente en la «puerta» de la vida, que es el bautismo, en el «fármaco de inmortalidad», que es la eucaristía, en la plenitud del Espíritu, que está infundida en todos los acontecimientos sacramentales. De aquí le viene a la Iglesia el sentido de su santidad: aunque es casta meretrix, ella es y continúa siendo «luz que intercepta la luz del sol futuro y ya ahora la transmite en nuestra oscuridad» [42]. Por eso, los hijos permanecen tenazmente unidos a esta Iglesia en la fe, porque la necesitan para ser generados aún a la vida en sus sacramentos y realizar así la santidad que les ha sido dada mediante todo el compromiso de su existencia. Quien es adulto en la fe ama a la Iglesia y la sirve con amor: «¡No os separéis de la Iglesia! –afirma san Juan Crisóstomo–. Ninguna potencia tiene su fuerza. Tu esperanza es la Iglesia. Tu salvación es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y más grande que la tierra. No envejece nunca: su juventud es eterna»[43].

Amándola se posee el Espíritu, se encuentra a Cristo y se vive de él, como dice Agustín: «Tanto se posee el Espíritu Santo cuanto se ama a la Iglesia de Cristo» [44]. Quien es adulto en la fe, vive la Iglesia, sirve a la Iglesia, crece con toda la Iglesia hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios, todo en todos.

3. El anuncio de la fe (redditio fidei) Así pues, la Iglesia es Madre de santos, en cuanto que continuamente se deja generar por el don de Dios, se une a su esposo Cristo y, a su vez, transmite generosamente el don, engendrando hijos para la eternidad, en la fe y en la fidelidad del camino de cada día. En el seno de la comunidad habitada por el Espíritu Santo, quien es adulto en la fe experimenta que la vida de gracia se acrecienta haciendo partícipes a los demás del don recibido, viviendo con fidelidad la redditio fidei, la transmisión humilde y apasionada de la fe acogida y vivida. Así lo expresa la bellísima imagen patrística de la «Iglesia luna»: en la noche del mundo, como la luna, la Iglesia se deja inundar por los rayos del único Sol de justicia y de paz, Cristo, su Señor, para irradiar, a su vez, estos rayos y encender así de luz a muchos, que son llamados mediante ella a la santidad y a la vida que vencerá a la muerte. «Esta es la verdadera luna –escribe Ambrosio–. De la imperecedera luz del astro fraterno obtiene la luz de la inmortalidad y de la gracia. De hecho, la Iglesia no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Obtiene su esplendor del sol de la justicia, para luego poder decir: ¡Yo vivo, pero ya no soy yo quien vivo, sino que Cristo vive en mí!»[45].

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La Iglesia, iluminada por el sol verdadero, Cristo, irradia sus rayos luminosos en la noche del mundo, anunciando a todos la luz y el calor de su amor salvífico, que pasan a los corazones por la puerta de la fe. ¿Cómo anunciará el cristiano adulto a los demás su fe y les hará partícipes del don recibido? Quien cree de manera consciente y responsable sabe que tiene que poner a Cristo en el centro de su vida y de su anuncio, cualificándose como su discípulo, apasionado por su Verdad, la única que libera y salva. «Ven y sígueme» es la llamada que resuena más que nunca hoy para los creyentes adultos en la fe, porque más que nunca es necesario decir con la vida que hay razones para vivir y vivir juntos, y que estas razones no están en nosotros mismos, sino fuera de nosotros, en el Otro que llega a nosotros, en aquel último horizonte, que la fe nos hace reconocer revelado y donado en Jesucristo. Se trata de testimoniar la primacía de Dios en la fe, y, por ello, la primacía de la dimensión contemplativa de la vida, entendida como unión fiel a Cristo en Dios, teniendo el corazón atento al último horizonte que se nos ofrece en él. Se trata de vivir la memoria de Dios con nosotros, apostando por él toda nuestra vida. Más que nunca, necesitamos cristianos adultos, convencidos de su fe, expertos de la vida según el Espíritu, dispuestos a dar razón de su esperanza. En este sentido, la caridad más grande que hoy se pide a los discípulos del Crucificado Resucitado es la de ser con la vida testigos de Aquel que es la esperanza que no decepciona, misioneros enamorados de la verdad que salva. Es necesario estar dispuestos también a renunciar a lo que inmediatamente puede parecer seguro, para que sea Dios quien resplandezca en el centro de nuestro corazón, en el centro de la Iglesia. En suma, se nos pide vivir la primacía de la fe escondidos con Cristo en Dios, capacitados así para vivificar desde dentro con su amor todo comportamiento y toda relación histórica. De este estar totalmente orientado hacia la Patria última y definitiva, bajo el juicio del único Señor de la vida y de la historia, le llega al creyente adulto la consciencia de su relatividad: él sabe que no es un absoluto, sino un instrumento; no un fin, sino un medio, pobre y siervo en su condición de peregrino. Ninguna adquisición, ningún éxito debe destemplar el ardor de la espera: toda presunción de haber llegado, todo «arrobamiento de cumplimiento» es tentación y freno. La Iglesia de Cristo «nuestra esperanza» no es ya el Reino en la gloria, sino solo el Reino iniciado, «praesens in mysterium» (LG 3): ella lleva en sí la figura fugaz de este mundo y vive el sufrimiento y el dolor del nacimiento de los cielos nuevos y de la tierra nueva. Debemos rechazar toda identificación terrenal del Reino: la Iglesia –dócil al aliento del Espíritu– está in via et non in patria, y, por eso, es semper reformanda, llamada a una incesante renovación y continua purificación, y nunca satisfecha por conquista humana alguna. En el asombro de la escucha y de la alabanza, en el esfuerzo del servicio, en el anuncio de la Palabra, en la celebración de los sacramentos, el creyente adulto en la fe sabe que tiene que dejarse poseer cada vez más por su Esposo, para «tender incesantemente hacia la 54

plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan las palabras de Dios (DV 8). Nada está más lejos del estilo de un testigo de la esperanza digna de confianza que una actitud triunfalista, de ceder a la seducción del poder presente y de la posesión de este mundo. La finalidad última de quien cree no es abrirse camino según las medidas de la grandeza de este mundo, sino hacer camino hacia el Eterno, para que en Jesucristo alcance e ilumine las mentes y los corazones. El creyente adulto en la fe está, luego, llamado a anunciar el Evangelio en el que ha creído haciéndose siervo por amor, viviendo el éxodo de sí sin pedir nada a cambio, en el seguimiento del Abandonado, solidario especialmente con los más débiles y los más pobres de sus compañeros de camino. Si Cristo está en el centro de nuestra vida, entonces no podemos lavarnos las manos de la historia de sufrimiento y de lágrimas en la que él entró y donde clavó su cruz para extender desde ella la fuerza de su victoria pascual. No se realiza la tarea encargada por el Maestro, no se construye el mañana de Dios en el presente de los hombres huyendo de las responsabilidades del servicio: el mundo necesita como nunca una caridad concreta, discreta y solidaria, que se haga compañera de la vida y construya el camino en comunión irradiando a Cristo Salvador. Esto les exige a los creyentes ofrecer modelos concretos de una caridad coral, en la que uno pueda sentirse acogido y amado, para que la Iglesia sea toda ella, solidariamente, el rostro del Dios compasivo. Ciertamente, este estilo de servicio conllevará también la necesidad de tomar posiciones y, a veces, denunciar: amar concretamente a los hombres significa también dar completamente la vuelta a su modo de actuar. Se trata de poner en primer lugar no un interés mundano o un cálculo político, sino el interés exclusivo por la causa de la verdad de Cristo y de su justicia; se trata de jugarse la vida en nombre de esto, comprometiéndola con el testimonio, llevando la cruz si es necesario, buscando siempre con todos el camino en comunión. El dolor del tiempo, la ausencia de esperanza, que es la verdadera lepra del alma de nuestro presente, pide a la Iglesia la audacia de gestos significativos e inequívocos de caridad en el seguimiento del Señor crucificado. Esto exige también a quien es adulto en la fe que sepa relativizar las grandezas de este mundo: a la luz del horizonte último, entreabierto por la esperanza de Cristo, todo aparece inexorablemente «penúltimo», sometido al juicio de la promesa del Señor, siempre viva y actual en la fuerza del Espíritu. La presencia de los cristianos en la historia está bajo el signo del exilio y de la lucha: «Mientras habitamos en el cuerpo, vivimos desterrados lejos del Señor» (2 Cor 5,6). Quien en la fe se hace siervo por amor, tendrá, por tanto, que vigilar todas las realizaciones miopes de las esperanzas de este mundo: presente en toda situación humana, solidario con el pobre y con el oprimido, el creyente adulto sabe que no le será lícito identificar su esperanza última con alguna de las esperanzas penúltimas de la historia. Sin embargo, esta vigilancia crítica no significa falta de compromiso; al contrario, es costosa y exigente. Se trata de asumir las esperanzas humanas y de verificarlas con la criba de la resurrección del Señor, que, por una parte, 55

sostiene todo compromiso auténtico de liberación y de promoción humana y, por otra, critica toda absolutización de metas terrenales. En este doble sentido, la esperanza eclesial, esperanza de la resurrección, es resurrección de la esperanza: esta da vida a cuanto está prisionero de la muerte y juzga inexorablemente todo cuanto quiera convertirse en ídolo de los corazones y de la vida. En nombre de su «reserva escatológica», el creyente adulto no puede identificarse con ninguna ideología, fuerza partidista o sistema, sino que debe ser consciencia crítica de todos, referencia del origen primero y del destino último, estímulo para que se promueva todo el hombre en cada hombre. El pueblo de Dios, consciente de la patria, es incómodo e inquietante, libre por la fe y siervo por amor, todo lo contrario a un instrumento del sistema o aferrado a un quietismo espiritualista. La meta, que hace a los cristianos extranjeros y peregrinos en este mundo, no es un sueño que enajena de lo real, sino una fuerza estimulante del compromiso por la justicia, la paz y la conservación de la creación en el hoy del mundo. Finalmente, discípulo de Dios en la imitatio Christi crucifixi, frente a la trágica falta de esperanza y de pasión por la verdad, el adulto en la fe está llamado a ser testigo del sentido último de la vida y de la historia, en la fe en Aquel que cumplió su éxodo hacia el Padre y nos abrió las puertas del Reino. Esto exige amar la verdad y estar dispuestos a pagar el precio por ella en el esfuerzo diario que nos relaciona con lo que es penúltimo: solo así podremos ser testigos suyos para los demás. Es necesario encontrar la fuerza de la pasión por la verdad viva y viviente, que es el Señor Jesús, en el amor en el que se funda de la manera más auténtica la dimensión misionera de la vida eclesial. Estar dispuestos a pagar el precio por esta verdad, que es él, en toda elección y comportamiento, es la fidelidad exigida al cristiano adulto, testigo de la esperanza que no decepciona: se trata de hacer madurar consciencias deseosas de agradar a Dios en todo, dispuestas a señalar la relevancia del sentido más grande de la vida y de la historia en cada acto. Por eso, a quien es adulto en la fe se le exige que sea con su vida anticipación militante de la victoria sobre el mal y sobre la muerte, prometida en Cristo con su retorno al Padre. A pesar de las pruebas y las contradicciones del presente, el creyente está llamado a exultar ya ahora en la esperanza según la palabra del Salmo: «Qué alegría cuando me dijeron: “¡Vamos a la casa del Señor!”» (Sal 122,1). La alegría, vivida y testimoniada en la fuerza del Espíritu, es la característica del cristiano adulto. Esta no nace de la presunción de construir una escalera hacia el cielo, una especie de nueva torre de Babel del mundo prisionero de sí; al contrario, se trata de una alegría enraizada en la resurrección de Cristo y en la certeza de que el Espíritu infundido por él está ya en acción para edificar en el tiempo de los hombres el futuro prometido por Dios. Dios «tiene tiempo» para el hombre y construye con él su casa: la Jerusalén, anhelada y esperada, desciende ya del cielo (cf. Ap 21,2). A los creyentes adultos en la fe les queda la tarea de vivir el misterio del Adviento en el corazón de la historia humana: «El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!”, y a ellos les responde el Viviente: “¡Sí, vengo enseguida!”»

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(Ap 22,17.20). De este deseo, de esta espera gozosa, el testimonio del creyente adulto tendrá que ser signo y voz en los tiempos y en los lugares más diversos de la historia.

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TERCERA PARTE:

La fe profesada «Elías dijo: “Señor, Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, que hoy se sepa que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu siervo”» (1 Re 18,36)

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6.

Fe y palabra de Dios[46] 1. El Vaticano II y el redescubrimiento de la centralidad de la palabra de Dios para la fe Uno de los grandes méritos del Vaticano II fue el «redescubrimiento» de la centralidad de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia. Para comprender en todo su alcance este fruto de la «primavera» del concilio, hay que hacer referencia al contexto en el que llegó a madurarse. En la época moderna, también como reacción a la Reforma que había acentuado con fuerza la función de la palabra de Dios en la existencia creyente hasta definir a la Iglesia simplemente como creatura Verbi, la mayoría de los católicos no habían sido educados en un contacto directo con la Sagrada Escritura. Los textos de la Biblia se traducían en general del latín de la Vulgata y no de las lenguas originales, y los fieles tenían incluso que pedir autorización a los presbíteros para leer algunas partes de la Biblia. En este contexto es en el que el Vaticano replantea la revelación no simplemente como comunicación de verdades doctrinales, sino como autocomunicación del Eterno: «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2).

A la luz del carácter personal de la revelación contenida en las Sagradas Escrituras, el concilio pondrá de relieve la centralidad de la palabra de Dios para vivir el encuentro con el Señor, que es el fundamento y el alimento permanente de la vida cristiana y eclesial. Continuamente generada por la fe suscitada por la Palabra que es Cristo mismo, la Iglesia actúa en la fuerza del Espíritu: «Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe, por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que precede y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad» (DV 5).

Al tomar conciencia de que la Iglesia tiene su origen en el encuentro directo y personal con el Dios viviente mediante su Palabra, el Vaticano II llega a valorar la función central y decisiva de la Sagrada Escritura para la vida de los creyentes, como individuos y como pueblo, según cuanto muestra la Dei Verbum en sus capítulos. El primero trata de la revelación, presentada en su dimensión interpersonal como el acto con el que Dios 59

se comunica a sí mismo libremente y por amor a la criatura. El segundo presenta la transmisión de esta revelación mediante la tradición viva de la Iglesia, que de testigo en testigo, bajo la garantía del Espíritu y del Magisterio eclesial, hace llegar y ofrece a todo hombre y mujer la posibilidad del encuentro con Dios hecho Palabra por nosotros. El tercer capítulo aborda el carácter inspirado de la palabra de Dios, es decir, el hecho de que ella es Dios mismo que habla en el signo de su Palabra, y, por consiguiente, es única entre todas las palabras de los hombres, tanto en el Primer Testamento que prepara la plenitud de la revelación (capítulo cuarto), como en el Nuevo Testamento, que ofrece a los hombres el don del Verbo encarnado (capítulo quinto). Finalmente, el último capítulo –el sexto– trata el tema de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia: desde el punto de vista pastoral es el capítulo más importante, porque, a la luz de las premisas teológicas mencionadas, sitúa la palabra de Dios en el corazón de la vida de cada creyente y de la Iglesia toda como fuente viva, nutriente, a la que continuamente acudir para ser fieles a la tierra y, al mismo tiempo, al mundo que debe venir, aquel mundo que se ha revelado y se ha hecho accesible en la Palabra. A cincuenta años del concilio es oportuno preguntarse por la recepción de esta profunda toma de conciencia de la relación constitutiva y esencial existente entre la palabra de Dios y la Iglesia. En la respuesta a esta pregunta deben subrayarse dos aspectos: el primero, objetivo, concierne al enorme trabajo bíblico que se ha llevado a cabo en estos años en la Iglesia católica. Karl Barth, el teólogo evangélico, autor, entre otras obras, de una monumental Kirchliche Dogmatik [Dogmática eclesial], poco antes de morir (1968) –y, por consiguiente, en el inmediato posconcilio– admitía que con la primavera del Vaticano II la Iglesia católica se había convertido, entre todas las comunidades cristianas, en aquella en la que más abundantemente se proclamaba la palabra de Dios. Este dato nos remite al trabajo de traducción de la Biblia en muchas lenguas, a la catequesis bíblica, a la difusión de la lectio divina y a las diferentes metodologías de interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia. Nos hallamos ante una tarea llena de amor a la palabra de Dios y de posibilidades de encuentro con ella. Si pensamos, además, en la renovación litúrgica de la Iglesia católica, con la distribución de todo el texto bíblico en dos ciclos de lecturas feriales y tres de lecturas festivas durante el año litúrgico, podemos decir que a todos los fieles católicos se les ha ofrecido un contacto nutrido e íntegro con la palabra de Dios. Todo esto no podrá dejar de producir sus frutos en el tiempo. Al aspecto objetivo deben unirse los caminos subjetivos de conocimiento de la Palabra, que se han multiplicado en la Iglesia, no solo por la difusión de la Biblia y la posibilidad directa de acceder al texto sagrado, sino también por la ampliación de la posibilidad de adquirir los instrumentos necesarios para profundizar en la Palabra, comenzando por el conocimiento de las lenguas bíblicas. Se han propagado los grupos de estudio y de profundización de la Escritura, se han impulsado metodologías de encuentro 60

con la Palabra, que han producido frutos extraordinarios, desde la experiencia de la lectio divina propuesta en particular por el cardenal Carlo Maria Martini, a la de muchísimos itinerarios de fe, grupos de Evangelio, cursos bíblicos, que se imparten actualmente en todas las iglesias del mundo. Lógicamente, todo este trabajo no es siempre adecuado a la riqueza de la Palabra revelada y a las posibilidades que puede ofrecer a la vida del creyente y de la Iglesia; nos encontramos con reduccionismos y lecturas ideológicas que aplanan el significado del texto por urgencias inmediatas. Esto no quiere decir, sin embargo, que el trabajo realizado en estos cincuenta años haya sido deficitario. Como se dijo en el Sínodo de los Obispos sobre la palabra de Dios[47], debe reconocerse ampliamente el gran valor del Vaticano II y lo que ha representado para la vida de la Iglesia con respecto al redescubrimiento de la centralidad de la palabra de Dios en la vida del creyente y en la vida de la Iglesia. Con respecto a los sujetos que anuncian la Palabra, debe observarse que el concilio promovió un nuevo compromiso de los laicos: hay experiencias de grupos, movimientos y asociaciones que se hacen promotores de evangelización en formas articuladas. Gracias a este nuevo protagonismo laical en el servicio de la Palabra se han multiplicado sus transmisores junto a los autorizados del magisterio de la Iglesia, de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos enviados a anunciar la Palabra. Escuchar y proclamar la palabra de Dios, con la confianza de poder encontrar en ella las coordenadas fundamentales que ayuden a discernir y afrontar las diversas situaciones humanas, es una adquisición fundamental del posconcilio. Con respecto a los destinatarios, el Vaticano II nos hizo estar atentos al hecho de que la palabra es dada por Dios para todo el hombre en cada hombre: es necesario evitar toda forma de espiritualismo desencarnado, casi como si la Palabra estuviera hecha para el alma aislada y no también para las elecciones históricas, que cada uno es llamado a vivir. No se restringe al grupo de los cercanos, sino que debe llevarse con pasión hasta los confines de la tierra. Por eso, no se puede amar la palabra de Dios sin tener al mismo tiempo un impulso misionero para llegar a todos los campos, movido por el deseo de comunicar la belleza del don de Dios: y esto porque en el origen y en el corazón de la Palabra se encuentra el amor con que Dios nos amó. La Palabra se transmite no solo noéticamente, sino existencialmente, contagiando la fuerza del amor de Cristo, dado a nosotros a través de su evangelio, los sacramentos, la comunión eclesial y la caridad. Todo esto hace que la Iglesia sea misionera, no por una exigencia extrínseca de ocupación de espacios, sino por obediencia a Dios y por la voluntad de llegar a todo hombre con el don más grande, que es el del amor divino que se anuncia y se ofrece en la Palabra. ¿Cómo acoger el mensaje del Vaticano II sobre la centralidad de la palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia? La respuesta a esta pregunta habrá de tener en cuenta las vivencias humanas que encuentra la Iglesia y a las que anuncia la buena noticia de la salvación. Asumir con discernimiento estas vivencias significa ante todo –en una 61

perspectiva de carácter «fundamental»– partir de la lectura de los signos de espera de la Palabra presentes en el contexto histórico actual, en particular de la necesidad de una voz que rompa el silencio del mundo y de sus soledades y haga reconocer en el Verbo revelado sobre todo la buena noticia para todas las soledades. A esta espera corresponde, más allá de toda medida de cumplimiento humano, la autocomunicación transformadora del Amor eterno: la revelación, ¡el Deus dixit! De la conciencia del carácter interpersonal de este revelarse deriva la necesidad de la Iglesia para la salvación, en cuanto criatura y casa de la Palabra. En ella es donde se acoge la Palabra en la obediencia de la fe, y se hace posible conocer y experimentar los frutos de la gracia. Queda así trazado el camino de reflexión sobre el que proceder para profundizar en la relación entre la palabra de Dios y la transmisión de la fe en la experiencia viva y dinámica de la Iglesia donde esta se encuentre difundida.

2. La espera de la palabra de Dios, buena noticia para todas las soledades La Dei Verbum se abre con una cita de la Primera carta de Juan que remite a la espera de la palabra de Dios presente en todo tiempo y en todo corazón: «El Santo Concilio, escuchando religiosamente la palabra de Dios y proclamándola confiadamente, hace cuya la frase de san Juan, cuando dice: “Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó: lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros, y esta comunión nuestra sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,2-3). Por tanto, siguiendo las huellas de los concilios Tridentino y Vaticano I, se propone exponer la doctrina genuina sobre la divina revelación y sobre su transmisión para que todo el mundo, oyendo, crea el anuncio de la salvación; creyendo, espere, y esperando, ame» (DV 1).

En toda época, el corazón inquieto ha invocado la presencia del Dios vivo, misterio trascendente y santo que envuelve todas las cosas y el único que puede redimirlas de la prisión de la nada. De modo particular, en nuestra sociedad posmoderna, cada vez más vivida como muchedumbre de soledades, la espera de la Palabra ha llegado a ser la necesidad vital de no estar solos, la urgencia de ser arrancados del naufragio y del abandono de una vida sin amor que salve. La disgregación de los mitos de la ideología moderna, que creaban la ilusión de una pertenencia colectiva superior a todo destino individual y proyectaban al individuo en una aventura totalizadora, ha llevado a los seres humanos a percibir de manera aguda y lancinante la propia condición como la de islas en un archipiélago arrojado en el gran mar de la nada. En este naufragio de la totalidad en los fragmentos en los que se ha ido descomponiendo, «hemos pagado excesivamente –para expresarlo con Jean-François Lyotard[48]– la nostalgia del todo y del uno, de la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente y comunicable», propia de la época moderna. Donde la ideología –impulsada por su connatural «voluntad de poder» (Friedrich 62

Nietzsche)– había querido forzar la realidad para reconducirla al dominio totalizador de lo ideal, produciendo así la terrible violencia de los totalitarismos, de los genocidios y de las guerras mundiales, se ha abierto el espacio para dar lugar a una experiencia extendida de incomunicabilidad y de decadencia, de abandono de todo valor más elevado, de reflujo en lo privado y de una penuria general de esperanza. Si la palabra inevitable de la modernidad fue la «masa», el emblema de la posmodernidad es la «soledad», a pesar de todas las apariencias contrarias producidas por la comunicación acelerada y por la conexión en tiempo real de cualquier distancia en el mundo de la «red». La soledad en esta época posmoderna es realmente una pregunta abierta, subyacente en la aparentemente ininterrumpida conexión de la mayoría en la red mediática. Justo en esta pregunta abierta se deja reconocer una auténtica hambre de la Palabra, que nos haga sentirnos amados, que nos haga capaces de amar. Dice el profeta Amós: «Vendrán días –dice el Señor Dios– en los que mandaré el hambre al país, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor» (8,11). Esta hambre de escuchar al Dios que habla no es otra cosa sino la necesidad de amor presente en cada uno de nosotros, hombres y mujeres de este tiempo «posmoderno», cada vez más prisioneros de nuestras soledades en el mar de conexiones en el que nos parece existir: es el hambre de una Palabra que irrumpa en el silencio de la nada y colme el corazón hasta hacerlo capaz de donarse a los demás por sobreabundancia de amor. En realidad, solo un Amor infinito puede satisfacer la espera que nos quema dentro: solo el Dios que es Amor puede decirnos que no estamos solos en este mundo y que nuestra casa está en la ciudad celeste, donde no habrá ya ni dolor ni muerte. «De esa ciudad –escribe Agustín– nuestro Padre nos ha enviado cartas, nos ha hecho llegar las Escrituras, para encender en nosotros el deseo de volver a casa» [49]. Si se comprende que la Palabra revelada es esta «carta de Dios», que puede hablar al corazón de cada uno y de todos, entonces se entenderá su importancia decisiva para la vida del individuo y para la de la comunidad. Entonces nos acercaremos a ella con la ansiedad y el deseo con que un enamorado lee las palabras de la persona amada, y el Dios, que es Padre y Madre en el amor, hablará a quien lo busca. Es lo que nos da a entender la Dei Verbum cuando habla de la revelación divina como autocomunicación personal del Dios viviente (cf. DV 2). La escucha fiel, inteligente, humilde y orada de cuanto él dice es la vía mediante la que poder saciar la sed de amor, que todos llevamos dentro. Aprender a escuchar la Voz, que nos habla en la Sagrada Escritura, es aprender a dejarse amar y a amar. La palabra de Dios es, por consiguiente, la buena noticia contra la soledad. Lo es incluso en la forma del silencio divino, del que está llena la Escritura[50]. Søren Kierkegaard, uno de los grandes escritores cristianos de la época moderna, lo había comprendido perfectamente cuando escribió en su Diario estas palabras: «No permitas que olvidemos que tú hablas aun cuando callas. Danos esta confianza: cuando estamos en espera de tu venida, tú callas por amor y por amor hablas. Así es en el silencio, así es en la palabra: tú eres

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siempre el mismo Padre, el mismo corazón paterno y nos guías con tu voz y nos elevas con tu silencio…»[51].

El Dios que habla colma nuestras soledades, incluso cuando su palabra es silencio: por eso, la escucha de la revelación, vivida con radical apertura y disponibilidad, es escucha que salva. La palabra de Dios se presenta como buena noticia para todas las soledades, porque en ella se nos ofrece como don gratuito y liberador la posibilidad de la alianza con Dios: ciertamente, a la «autodonación» divina es necesario que le corresponda –de una forma inevitablemente asimétrica– la «donación» del corazón al Eterno (cf. DV 5). Acogiendo la Palabra que entró en la historia, la criatura humana se abre al Misterio santo y experimenta su cercanía e inagotable belleza en el amor. La acogida activa de la Palabra transforma al hombre en lo profundo, lo libera de su soledad y lo hace discípulo del Señor en la compañía de los discípulos liberados por la verdad (cf. Jn 8,31s). La «existencia acogida», propia de Jesús, el Verbo encarnado, se hace «existencia acogida», y, por eso, donada, del discípulo, que, viviendo la Palabra en la donación de sí a Dios y a los hombres, se deja «decir» por el Padre en el Hijo como palabra viviente de la caridad dirigida a la concreción de las situaciones de la historia. La acogida de la Palabra prepara y anticipa así en el tiempo penúltimo la ciudad celeste, aquel tiempo último en el que desaparecerán las palabras, acogidas en la única Palabra, para que Dios sea todo en todos y toda soledad sea vencida en la alegría sin fin de su amor.

3. La autocomunicación divina: Deus dixit – ¡Dios habló y nos habla! Solo el Eterno podía romper el silencio de los cielos e irrumpir en el silencio del corazón: solo él podía decirnos –como nadie más– palabras de amor. La doctrina de la Dei Verbum atestigua expresivamente que esto es lo que aconteció en la revelación, primero al pueblo elegido, Israel, y, luego, en Jesucristo, la Palabra eterna hecha carne: «Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los profetas, “últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo” (Heb 1,1s). Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn 1,1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, “hombre enviado a los hombres”, “habla palabras de Dios” (Jn 3,34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn 5,36; 17,4)» (DV 4).

Deus dixit: ¡Dios habló! En acontecimientos y palabras, él quiso comunicarse a los hombres. El relato de aquellos acontecimientos y el testimonio de aquellas palabras, puestas por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, constituyen la Sagrada Escritura, la morada de la palabra de Dios en las palabras de los hombres, la presencia de Dios mismo en el signo de su palabra:

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«Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo. La santa Madre Iglesia, según la fe apostólica, tiene por santos y canónicos los libros enteros del Antiguo y Nuevo Testamento con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor y como tales se le han entregado a la misma Iglesia» (DV 11).

Por eso, la Escritura inspirada participa de la fuerza divina: «Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,10-11).

Así, el Eterno sigue hablando en su palabra: su dirigirse al interlocutor de la alianza no se agotó en el acto de la revelación, sino que se mantiene vivo para nosotros a través de las palabras de la Escritura, con las que se hace presente en la historia y en la vida de cada uno, y sigue comunicándose a sí mismo. El término hebreo dabar expresa fielmente esta fuerza dinámica y siempre viva de la palabra de Dios: traducido por «palabra», significa propiamente lo que está detrás de la palabra y le da fuerza hasta hacerla ser acción eficaz. El Señor dice lo que hace y hace lo que dice: «Los libros de la Escritura enseñan firmemente, con fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas letras para nuestra salvación. Así, pues, “toda la Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y equipado para toda obra buena” (2 Tim 3,16-17)» (DV 11).

En la continuidad del quehacer del Eterno tanto en las palabras como en los acontecimientos de su autocomunicación histórica se capta el hilo conductor de toda la revelación: ¡el Antiguo Testamento se ilumina en el Nuevo y el Nuevo está preparado en el Antiguo! Novum in Vetere latet, Vetus in Novo patet! De ahí la gran importancia del Primer Testamento para los discípulos del Nuevo: «Los libros del Antiguo Testamento manifiestan a todos el conocimiento de Dios y del hombre, y las formas de obrar de Dios justo y misericordioso con los hombres, según la condición del género humano en los tiempos que precedieron a la salvación establecida por Cristo» (DV 15). La plenitud de la autocomunicación divina ha llegado, sin embargo, en la encarnación del Hijo: «Y el Verbo se hizo carne y vino a habitar en medio de nosotros» (Jn 1,14). La Palabra única, perfecta y definitiva del Padre, es él, en el que Dios nos dice todo y nos da todo (cf. Heb 1,1s). Acoger a Cristo quiere decir, entonces, abrirse también a la plena inteligencia de las Escrituras. Y nutrirse de las Escrituras es nutrirse de Cristo: «La ignorancia de las Escrituras –afirma san Jerónimo[52]– es ignorancia de Cristo». Quien quiere vivir de Jesús debe escuchar incesantemente las Escrituras inspiradas, leyendo todo desde su luz. En esta relectura iluminadora y profética no estamos solos: el Espíritu Santo es quien hace posible el encuentro con el Viviente en el jardín de las Escrituras: «El Consolador, el Espíritu Santo que os mandará mi Padre en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14,26). 65

El Espíritu Santo es el que abre el corazón de los creyentes a la inteligencia de cuanto está contenido en los textos inspirados. En los años posteriores al concilio se incrementó la consciencia de que sin invocar primero al Espíritu Santo no podría producirse un encuentro eficaz con la palabra de Dios, pues es el Espíritu quien entreabre el libro sellado, moviendo el corazón y dirigiéndolo a Dios, abriendo los ojos de la mente y dando dulzura para asentir a la verdad y creer en ella (DV 5). El Espíritu es el que nos hace entrar en la Verdad en su totalidad mediante la puerta de la Palabra, haciéndonos operadores y testigos de la fuerza liberadora que posee, tan necesaria en un mundo en el que a menudo parece que se ha perdido el gusto y la pasión por la Verdad. La invocación al Espíritu no debe vivirse en soledad, sino en aquella comunión de memoria narrativa que la hace auténtica y eficaz: la comunión de la Iglesia, que no cesa de invocar a Aquel que la introduce en la verdad entera y es la memoria de Dios en el tiempo y para la eternidad. Como la luna, la Iglesia acoge los rayos del único Sol, que es Cristo, a través de las Escrituras, que lee con su luz, y los difunde en la noche del mundo: «¡No te eclipses nunca –canta una voz de la tradición oriental, eco de la fe indivisa– en la oscuridad del novilunio, oh siempre resplandeciente luna! ¡Ilumínanos el sendero en la impenetrable oscuridad divina de las Escrituras! No dejes nunca, oh esposa y compañera de viaje del Sol Cristo, que cual consorte lunar te envuelve con su luz, no dejes nunca de enviarnos de él tus rayos luminosos, para que él de sí y por medio de ti dé a las estrellas su luz y las encienda de ti y para ti»[53].

4. La Iglesia, criatura y casa de la Palabra La Iglesia es la casa de la Palabra, la comunidad de su transmisión y de su interpretación, garantizada por la guía de los pastores, a los que Dios quiso confiar a su pueblo: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la Sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles. Es necesario, por consiguiente, que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija por ella» (DV 21).

La lectura fiel de la Escritura, por consiguiente, no es obra de navegadores solitarios, sino que debe vivirse en la barca de Pedro: el anuncio, la catequesis, la celebración litúrgica, el estudio de la teología, la meditación personal o de grupo, la inteligencia espiritual madurada en el camino de la fe, son igualmente canales que nos familiarizan con la Biblia en la vida de la Iglesia. Acompañado por la Iglesia Madre, ningún bautizado debe sentirse indiferente ante la palabra de Dios: escucharla, anunciarla, dejarse iluminar por ella para iluminar a los demás, es tarea que compete a todos, cada uno según el don recibido y la responsabilidad que le es asignada, con la pasión misionera 66

que Cristo pide a sus discípulos, sin excluir a ninguno (cf. Mc 16,15). Desde los sacerdotes a los diáconos, desde los padres a los catequistas, desde los consagrados a las consagradas, desde los teólogos a los maestros, desde los miembros de asociaciones y movimientos a cada individuo bautizado, todos son la Iglesia, engendrada por la Palabra –Ecclesia creatura Verbi– y que anuncia la Palabra –Ecclesia praesentia Verbi–. El Verbo encarnado extiende los frutos de su obra al universo entero mediante el envío de aquellos que, en la fuerza del Espíritu, dado por él, serán sus testigos con las palabras y la elocuencia de la vida. El Resucitado, en efecto, encarga a los apóstoles (cf. Mt 10,2) que hagan discípulos a todos los pueblos, anunciándoles la Palabra de la vida y garantizándoles la fidelidad de su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,19s). El universalismo de la salvación exige que este anuncio sea llevado a todo hombre y a todo el hombre, hasta el retorno glorioso del Hijo del hombre (cf. 1 Cor 11,26). Aquel que actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús, garantizando a través del ministerio apostólico de la predicación y del testimonio de todo el pueblo de Dios la fiel transmisión de la Palabra, será el Espíritu Santo: los Hechos de los Apóstoles nos presentan en directo la compenetración entre el Espíritu, la Palabra, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos congregada para realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado. «Vosotros sois testigos de esto. Y yo os enviaré lo que mi Padre prometió…» (Lc 24,48s; cf., por ejemplo, Hch 1,8; 5,32). La Iglesia de los orígenes crece y camina «en el temor del Señor, llena del consuelo del Espíritu Santo» (Hch 9,31), mientras «la palabra de Dios se difunde y se multiplica el número de los discípulos» (Hch 6,7). Por otra parte, todo el Nuevo Testamento demuestra el inseparable vínculo entre el nacimiento, la existencia y el desarrollo de la Iglesia y la Palabra de los testigos, vivificada por el Espíritu: lo afirma ya con evidencia el más antiguo testimonio escrito de la fe cristiana: «Nuestro Evangelio no se difundió entre vosotros solamente por medio de la palabra, sino también con fuerza y con Espíritu Santo y con profunda convicción…» (1 Tes 1,5). La predicación de la buena noticia se cumple «en el Espíritu Santo enviado desde el cielo» (1 Pe 1,12), hasta el punto de que el ministerio apostólico llega a definirse como «ministerio del Espíritu» (2 Cor 3,8) y la comunidad edificada mediante él como una carta escrita en los corazones «con el Espíritu del Dios viviente» (2 Cor 3,3). Pero son sobre todo las promesas de Cristo las que muestran la continuidad entre la misión del Hijo, Palabra de Dios, y la Iglesia, criatura y casa de la Palabra, garantizada y realizada por el Espíritu: en analogía con Aquel, sobre el que desciende y permanece el Espíritu y que bautiza en Espíritu Santo (cf. Jn 1,33s), la comunidad de los discípulos está llena del Espíritu y lo da (cf. la escena de Pentecostés en Hch 2). El Espíritu es en los discípulos fuente de agua viva (cf. Jn 7,39), y será él el Consolador, que morará junto a ellos y en ellos: «Yo pediré al Padre que os envíe otro Consolador que esté siempre con vosotros:

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el Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir, puesto que no lo ve ni lo conoce. Vosotros lo conocéis, pues permanece con vosotros y está en vosotros» (Jn 14,16s). El Espíritu será para los discípulos la memoria poderosa de Jesús, el Maestro que les enseñará todo, habilitándolos para el testimonio (cf. Jn 15,26), es decir, para ser memoria viva y actualizadora del Crucificado Resucitado: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena; pues no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oye y os anunciará el futuro» (Jn 16,13). Esta actualización permanente de Cristo Jesús en su pueblo, realizada por el Espíritu Santo especialmente mediante el ministerio del anuncio y la acogida de la palabra de Dios, es lo que en sentido teológico define la Tradición: esta no es la simple transmisión material de cuanto fue dado al comienzo a los apóstoles, sino la presencia activa del principio fontal –el Señor Jesús, dador de Espíritu Santo– en toda la historia de la comunidad congregada por él. La Tradición viva es la comunión del Espíritu Santo en su dimensión temporal, la comunión por él establecida entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual del Cristo proclamado en su Iglesia. La Tradición es la continuidad orgánica del edificio en crecimiento, que es el Templo santo, sostenido siempre por el fundamento apostólico y conservado unido por la piedra angular, que es Cristo, y vivificado siempre por el Espíritu, por medio del cual Dios habita en él (cf. Ef 2,19-22). La tradición apostólica une así la congregación escatológica iniciada por el Señor con la realizada en el tiempo por el ministerio apostólico, hasta la recapitulación final en Cristo de todos y de todas las cosas. La comunidad de los discípulos se reconoce convocada por la palabra apostólica, fundada sobre el testimonio de aquellos que tuvieron inicialmente la experiencia del Señor, guiada y enseñada por ellos y por cuantos se asociarán en el ministerio de la Palabra y de la comunión, comprometida a transmitir a los demás su propio ser como presencia actual del Señor y de su misterio pascual en el Espíritu. La Tradición no es sino Evangelio vivo, anunciado por los apóstoles en su integridad, procedente de la plenitud de su experiencia única e irrepetible, y transmitido por la vida de la Iglesia, que anuncia la Palabra y convoca y santifica a los salvados. En esta perspectiva, la Tradición es como la historia del Espíritu en la historia de su Iglesia: «La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia; fiel a este depósito, todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera constantemente en la fracción del pan y en la oración (cf. Hch 2,42), de suerte que prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida» (DV 10).

En este sentido, la Iglesia no existe ni existirá nunca sin la palabra de Dios, pero, a su vez, la Palabra no nos llegará nunca sin la Iglesia: Scriptura sola, numquam sola (Paul Althaus) –la Escritura, en su soberana autoridad de Palabra fontal y normativa, no

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vivirá nunca por sí sola, sino en la Iglesia y para la Iglesia–. Y la Iglesia –criatura de la Palabra– vivirá, a su vez, de la palabra de Dios y a su servicio.

5. Acoger la Palabra en la obediencia de la fe A la palabra del Señor –signo de su gratuito destinarse a nosotros– debemos corresponder con la acogida libre y gozosa, que es la escucha obediente de la fe, «por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él» (DV 5). El Dios, que se comunica a nuestro corazón, nos llama a ofrecerle no algo de nosotros, sino a nosotros mismos. Esta escucha que nos implica totalmente tiene la fuerza de hacernos libres: «Si permanecéis fieles a mi palabra, seréis realmente mis discípulos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31s). En la Palabra es, en realidad, Dios mismo quien nos alcanza y nos transforma (cf. Heb 4,12). Por consiguiente, es justo entregarse a la Palabra. De ella podemos y debemos fiarnos. Ella es fiel para siempre, como el Dios que la dice y la habita. Por eso, quien acoge con fe la Palabra, no estará nunca solo: en la vida y en la muerte entrará mediante ella en el corazón de Dios: «Aprende a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios» [54]. Escuchar, leer, meditar la Palabra; gustarla, amarla, celebrarla; vivirla y anunciarla en palabras y obras: este es el itinerario que se abre ante quien comprende que en la palabra de Dios está la fuente de la vida (cf. DV 25). Dios en persona nos visita en ella: por eso la Palabra nos involucra, nos rapta el corazón y se ofrece a la fe como ayuda y defensa en el crecimiento espiritual. Una vía, bien probada en la tradición de la fe y redescubierta en los años posteriores al concilio para acoger, profundizar y gustar la palabra de Dios en la fe es la lectio divina, verdadero y propio itinerario espiritual formado por varias etapas. Se inicia con la lectura propiamente dicha, que puede denominarse sencillamente la lectio. En esta se trata de leer atentamente, varias veces, un pasaje de la Escritura, y preguntarse: «¿Qué dice el texto en sí mismo?». Se pasa, a continuación a la meditatio, la meditación, que es como una parada interior, en la que recogerse y pedir a Dios: «¿Qué me dice el texto?». Lo que aquí se pide es ponerse en la actitud del joven Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sm 3,10). A cuanto le dice Dios, el creyente responde con la oración, la oratio, en la que se dirige a Aquel que le ha hablado con la pregunta sencilla y exigente: «¿Qué te diré a ti, Señor mío?». La respuesta podría darse invitando al Dios vivo a habitar en la casa del corazón, para que transforme los pensamientos y los pasos de nuestra vida. Se llega, así, a la contemplatio, a aquel contemplar activo, en el que el creyente, tocado por la presencia de Cristo, se preguntará: «¿Qué debo hacer ahora para realizar esta Palabra?», y tratará de llevarlo a la práctica. En este punto se esbozan los frutos que puede producir la escucha de fe de la Palabra. 69

En primer lugar, las palabras del Dios Amor nos hacen capaces de amar: quien se dejar iluminar por la Palabra sabe que el sentido de la vida no consiste en replegarse sobre uno mismo (el amor curvus, en el que, según los autores medievales, consiste el pecado), sino en aquel éxodo de sí sin retorno, que es el amor. La escucha de la Sagrada Escritura nos hace sentirnos amados y nos hace capaces de amar: si nos entregamos sin reservas al Dios que nos habla, será él quien nos donará a los demás, enriqueciéndonos con todas las capacidades necesarias para ponernos a su servicio. La Palabra es guía segura porque –entre todos los ruidos del mundo– nos conduce a comprometernos por los demás a ejemplo de Jesús, a reconocer en ellos su voz que llama (cf. Mt 25,37-40). La palabra de Dios es, además, fuente de alegría y de esperanza. Si se escucha y se pone en práctica, nos sentiremos acogidos en el corazón mismo de Dios, de donde nace continuamente la confianza para el presente y la esperanza para el futuro. Esta confianza se nutre de la alegría de sentirse amado: «Cuando tus palabras me salieron al encuentro, las devoré con avidez; tu palabra fue la alegría y la felicidad de mi corazón…» (Jr 15,16). Por esta fuerza que posee, la Palabra es también la razón de la gran esperanza que anima el diálogo ecuménico: si nos esforzamos en ser discípulos de la única Palabra, ¿cómo consideraremos que nuestras divisiones son más importantes que la unidad a la que ella nos llama? Del compromiso al servicio de la unidad querida por el Señor, ella es el fundamento, el alimento y la guía, que invita a huir de todo irenismo, para tender siempre a la vía más elevada de la comunión, construida en la común obediencia a Dios. La escucha de la Palabra nos hace también capaces de discernimiento, es decir, de aquella actitud que nos hace reconocer la voz de Dios en cualquier parte en la que resuene para nosotros. Tener en una mano el evangelio ayuda a leer con ojos de luz el periódico que está en la otra mano, para captar los signos de los tiempos y responder a la obra que Dios va realizando en la historia para nosotros y para cuantos quieran acoger su gracia salvífica. Quien obedece a la palabra de Dios se abre, además, al diálogo con el otro y el diferente en su forma auténtica, que no tiene nada que ver con las componendas o la renuncia a la propia identidad, sino que se fundamenta en la obediencia de la fe, que nunca separará diálogo y proclamación, escucha honesta del otro y testimonio luminoso y convencido de la fe, que la palabra de Jesús enciende en nosotros. El último y valioso fruto de la Palabra es el silencio: la escucha del Silencio divino, que nos llega a través de la Palabra, nos abre al silencio del deseo y de la espera. En el clima del silencio, a la luz de las Escrituras, aprendemos a reconocer los signos de Dios y a situar nuestros problemas en el marco del plan salvífico del que da testimonio la Escritura. La escucha no es sino el silencio fecundo habitado por la Palabra: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» [55]. Así pues, nunca se pronunciará la palabra de la vida sin haber caminado primero largamente por los senderos del silencio, en la escucha meditativa y amorosa de la Palabra que procede del Eterno: solo el amor abre al conocimiento del Amado. «Solo

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el que reposó en el pecho de Jesús podía comprender el sentido de sus palabras» [56]. Es necesario apoyar la cabeza en el pecho del Señor, como el discípulo amado en la Cena (cf. Jn 13,25), para entender las palabras de Jesús, dejando que su corazón le hable al nuestro. Entonces es cuando de nuestro corazón brotarán aquellos ríos de agua viva, en los que se cumple el don de la transmisión de la fe a los demás.

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7.

La verdad de la fe[57]

«¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38): la pregunta de Pilato parece quedar sin respuesta. Y, sin embargo, la respuesta está allí, ante él, en un plano distinto del puramente verbal. Así interpretaban el texto los antiguos comentaristas, que, jugando con las letras de la pregunta latina quid est veritas?, respondían con el siguiente anagrama: Est vir qui adest (literalmente: «Es el varón que está presente»). O sea, la verdad es Él, no una cosa cualquiera, es Alguien. Justamente por este motivo, la verdad no se deja poseer, como sucede con los reinos de este mundo, e inquieta a quien detenta el poder, porque también a él le exige obediencia. Tener que entrar en relación con la verdad nos sitúa ante la decisión suprema, que quema como el fuego: servirnos de ella o ponernos a su servicio; reducirla a un objeto o reconocerla como el Sujeto vivo que nos mide y nos trasciende, a quien deben prestar obediencia la inteligencia y la voluntad. De esta manera, ya en el testimonio inspirado de la Iglesia naciente se plantea decisivamente la pregunta que nos interesa: la de la relación entre Cristo y la verdad, entre el pensamiento de la fe en él y la cuestión de la verdad. Por otra parte, la mentalidad bíblica expresa el convencimiento de que a la verdad se ha de responder con la disponibilidad a servirla: la diakonía es la única actitud adecuada en relación con la verdad[58]. La verdad que salva es participación en el agápē (amor) trinitario, pensado a partir del descendimiento kenótico de Dios a las tinieblas del Viernes Santo: es don que suscita don, vida que genera la vida. Este es el punto en que más intensamente se encuentran y se diferencian la cristología y la filosofía en la modernidad: así lo captó claramente el joven Walter Kasper en su trabajo de habilitación sobre el último Schelling[59], obra que ha influido en toda su decisiva contribución posterior a la reflexión cristológica y trinitaria. La verdad no es un objeto muerto, del que cada uno pueda disponer arbitrariamente, sino un objeto vivo; si es cierto que sobre este punto se produce un encuentro fecundo entre la filosofía moderna y la teología cristiana, muy diferente es la manera de plantearse la cuestión de la verdad. En la concepción idealista de la verdad predomina el Uno, mientras que en la idea bíblica de verdad/fidelidad el predominante es el Dos, la relación con el otro. En la epistemología judeo-cristiana originaria no es el yo el que «ve» la verdad, sino que es más bien la verdad la que viene a comprenderlo; no es el sujeto el que abraza la verdad en la idea, sino que más bien es el yo el que se deja acoger por la verdad en la escucha; no es el cogito ergo sum («pienso, luego existo») el que triunfa, sino el cogitor ergo sum («soy pensado, luego existo»); es decir, existo porque Otro me acoge, y otro seno, otro regazo me sirve de morada, mi-lugar-no-mío. La verdad es el todo que nos acoge, no aquello que nosotros presumimos de haber aferrado: por eso, en la tradición judía se 72

denomina «el sello del Santo». Así, sirviéndose del simbolismo de las letras que componen la palabra hebrea ’emet (’alef, mem, tau: «verdad», «fidelidad»), el midrás Génesis Rabbah, de comienzos del siglo V, ve en ellas una alusión a la totalidad de lo divino y del mundo, en lo que consiste la verdad: «’Alef está al principio de la palabra, tau al final y mem en el centro, de acuerdo con la afirmación: “¡Yo soy el primero y el último! ¡Fuera de mí no hay Dios!” (Is 44,6)» [60]. De manera parecida, en la lectura cristológica la relación que vivifica la verdad es la que existe entre el Todo y el fragmento: cuando el Otro divino irrumpe en el tiempo y alcanza, rompiéndola, la prisión de la identidad cerrada en sí misma, que siempre es una identidad «perversa» y que aprisiona, la verdad se presenta entonces como belleza salvadora. De ahí que la experiencia cristológica de la verdad que salva no radique precisamente en la presunción de la posesión de quien ve, sino en la humildad de la pobreza de quien escucha y responde al escuchar. A la verdad se la «obedece», no en el sentido vulgar de repetir lo mismo, sino en el sentido dinámico de escuchar lo que está más allá, detrás, lo abismal y emergente (ob-audire), en la respuesta de corazón a corazón. Solo quien penetra en el santuario del corazón inquieto y deja que en él irrumpa la palabra y el silencio del Otro conoce la verdad y la verdad lo hace libre: porque esta es la verdad que actúa, la escucha que genera pactos de fidelidad y suscita el éxodo de uno mismo sin retorno. Esta verdad es el amor que quiere ser expresado en palabras y en obras, es la fe que actúa por medio de la caridad: «caritas capax verbi – verbum capax veritatis», es decir, la caridad se abre a la palabra – la palabra se hace capaz de la verdad, evocadora del Otro en los fragmentos del decir, en los gestos del amor gratuito y vivificador… Frente a esta concepción de la verdad, tanto la teología como la filosofía de la modernidad occidental se sienten en realidad desafiadas, abiertas a la búsqueda: ambas están llamadas a pensar no solo una «manera distinta de ser», como ha hecho la ontoteología con respecto a Dios como Ser supremo, sino incluso algo «distinto del ser», o algo que «está más allá de la esencia», que no se deja reducir al mundo cerrado de los entes disponibles o conocidos[61]. Se trata de romper la totalidad, a partir de la cual ha sido pensada la metafísica desde los griegos hasta los modernos, para redescubrir la alteridad, irreducible al simple existir del ente y, por consiguiente, subversiva con respecto a la violencia que ha ejercido el totalitarismo típico de los sistemas producidos por el lógos occidental[62]. Se plantea entonces la cuestión decisiva acerca del lugar de acceso a la verdad que salva: si la verdad no es un producto del hombre, sino que viene a nosotros, aunque ni siquiera entonces lo haga «desde nosotros» (ex nobis), sino totalmente «desde fuera de nosotros» (extra nos), su autocomunicación es el único lugar posible que nos permite conocer la verdad. Aquí es donde la filosofía y la teología pueden dividirse o encontrarse en un nuevo nivel, más elevado: la cristología señala el punto más alto de este posible encuentro. Lo comprobaremos recurriendo a tres modelos 73

fundamentales de comprensión de la verdad propios de la época moderna: el modelo de Hegel de la verdad como Sujeto absoluto; el modelo de Schelling de la verdad como libertad; y el modelo propiamente cristológico de la verdad como llegada del Otro.

1. La verdad como Sujeto absoluto: Hegel Georg Wilhelm Friedrich Hegel hizo de la idea de revelación el centro de su comprensión filosófica de la verdad. Para él, «lo verdadero es el devenir de sí mismo, el círculo que presupone y tiene por comienzo su término como su fin y que solo es real por medio de su desarrollo y de su fin… Lo verdadero es el todo (Das Wahre ist das Ganze)» [63]. Evidentemente, en este sentido lo verdadero no puede ser un objeto, sino que es el sujeto absoluto: «Según mi modo de ver, que deberá justificarse solamente mediante la exposición del sistema mismo, todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto» [64]. Para Hegel, lo verdadero como sujeto se ofrece en la «religión absoluta», que es el cristianismo, precisamente porque es «la religión de la revelación», en la que se manifiesta no una determinación histórica cualquiera de lo divino, sino «lo que es Dios, para que Él sea conocido como es» [65]. Siendo Dios por su propia naturaleza Espíritu, que se autodetermina haciéndose objeto para sí mismo, y se autoidentifica al poseerse en su unidad y en su identidad originaria, la revelación le parece a Hegel un momento necesario de la vida eterna de Dios: «La naturaleza misma del espíritu es manifestarse, hacerse objetivo, tal es su acto y su vitalidad, su acto único, y este es su acto infinito» [66]. Conociéndose, Dios se distingue de sí mismo en sí mismo: el Espíritu en sí se hace Espíritu para sí. Esta autodistinción infinita constituye precisamente el proceso eterno del que la revelación histórica es manifestación finita, fenomenología del devenir absoluto: «Por tanto, Dios se revela aquí como él es; es allí como es en sí; es allí como espíritu. Dios solo es asequible en el puro saber especulativo, y solo es en él y solo es este saber mismo, pues es el espíritu; y este saber especulativo es el saber de la religión revelada» [67]. Así, pues, la revelación es en Hegel propiamente el acto por el que el Hijo procede del Padre, y el Espíritu conocido procede del Espíritu que conoce: y puesto que el proceso histórico está vinculado al proceso divino como fenomenología del único Espíritu absoluto, la revelación histórica no es otra cosa que la forma necesaria en que se realiza la relación entre la procesión eterna del Verbo y la historia de los seres humanos: «Dios se revela. Revelarse quiere decir… esta conversión de la subjetividad infinita, este juicio de la forma infinita, el determinarse por sí, ser para otro; este manifestarse pertenece a la esencia del espíritu mismo. El espíritu que no se manifiesta no es espíritu… Dios como espíritu es esencialmente esto: ser para otro, manifestarse… Así, pues, esta religión se manifiesta: puesto que ella es el espíritu para el espíritu, es la

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religión del espíritu y no del misterio, no de lo velado, sino de lo manifiesto, lo determinado, del ser para otro que solo momentáneamente es otro»[68].

De todos modos, el proceso no acaba aquí: de ser así, su última palabra sería la escisión, la separación del Engendrado con respecto al Engendrador, o bien –en términos en realidad análogos– del Revelado con respecto al Revelador. El Espíritu, que se ha hecho objeto para sí mismo y, por tanto, se ha revelado, supera esta etapa con un conocimiento más elevado de sí mismo, pero no lo hace ya bajo el signo de la separación, sino en el plano de la autoidentificación y la reconciliación: el Sujeto eterno en sí, que se ha colocado para sí como distinto de sí mismo, vuelve a ser él mismo, no ya en la repetición del comienzo, sino en la aceptación dialéctica de los dos momentos, como Espíritu en sí y para sí: «En su eterno movimiento, Dios pone al Otro y lo quita. El espíritu es aparecer a sí mismo» [69]. Para Hegel, este tercer momento del proceso del Espíritu corresponde a la figura del Consolador: como la revelación era manifestación finita de la procesión eterna del Verbo, la reconciliación operada por el Espíritu Santo es la correspondencia en la historia de esta etapa decisiva del proceso eterno. En este sentido, la revelación tiende a quedar superada en la reconciliación llevada a cabo por el Espíritu, allí donde la alienación de Dios de sí, necesaria para que se determinase la cognoscibilidad del Sujeto divino a sí mismo y a todo espíritu subjetivo, se resuelve en un retorno de Dios en sí y por sí y, a partir de ahí, históricamente, en una participación de los hombres en la vida divina[70]. Así, pues, la concepción hegeliana de la revelación es una deducción necesaria y estricta de la idea misma de Dios como Espíritu: el proceso dialéctico de autodistinción y autoidentificación del Sujeto absoluto presenta al mismo tiempo a Dios como Padre, como Hijo y como Espíritu, como Revelador y como Revelado y como su mutua Reconciliación. La revelación es el acto por medio del cual el Espíritu absoluto media ante sí mismo para llegar al conocimiento de sí y superarlo en el amor, en un proceso que implica y conecta a Dios y la historia del mundo. El principio de la automediación del Espíritu eterno le permite a Hegel afirmar la unidad originaria entre la revelación y el Sujeto divino que actúa en ella, entre la forma del acto revelador y su contenido «trinitario». De este modo, la revelación se presenta no solo como la autocomunicación de Dios al otro distinto de sí mismo, sino también como la automanifestación de Dios a sí mismo, y más radicalmente todavía como la autoconstitución de Dios como Espíritu absoluto consciente de sí mismo: el hacerse eterno de la verdad. El acto revelador no es comunicación de algo, de ideas o verdades muertas, sino expresión del proceso eterno, que no solo implica sino que incluso constituye la totalidad de la vida divina. Como acontecimiento no solo comunicativo, sino también constitutivo de lo divino, la revelación asume una relevancia absoluta: es Offenbarung pura y total, manifestación plena, apertura incondicional del Espíritu eterno. De alguna manera, Hegel toma en serio, hasta exagerarla y, consiguientemente –en último término–, trivializarla, la idea bíblica de 75

la fidelidad divina, en virtud de la cual la manifestación histórica del Eterno no puede ser engañosa en ningún sentido, sino que debe ser participación y comunicación real del Dios que vive en la historia. Ahora bien, una deducción ideal rigurosa de la verdad como historia de Dios y, dentro de ella, como historia del mundo, se lleva a cabo a un alto precio: la revelación deja de ser el acto libre y gratuito del amor inconmensurable de la Trinidad para convertirse en una necesidad ontológica, un momento constitutivo e insustituible de la vida divina y de sus relaciones con el mundo. Se ha sacrificado la trascendencia, simplemente disuelta en la unidad omnicomprensiva del proceso del Espíritu: no hay ya espacio para la libertad de Dios, y menos aún para la libertad del hombre; no existe ya la posibilidad de sorpresa y apertura a toda eventual novedad. Por otra parte, la idea de la automediación del Sujeto absoluto, como clave interpretativa de la revelación, termina disolviendo la distinción real entre las personas divinas: el Sujeto que actúa de mediador de sí mismo para sí mismo continúa siendo uno solo (Unus et unum). Dios como Espíritu absoluto desaparece en el único Sujeto divino, que, no obstante la mediación que ejerce en el conocimiento y el amor, no consigue superar su infinita soledad, porque realmente no experimenta una auténtica alteridad en sí mismo, fundamento de toda posible comunión en el amor. Y por este motivo, como consecuencia extrema y paradójica, este Dios no es ya el Dios Amor: si, efectivamente, el amor es la distinción y la anulación de lo distinto, al faltar la realidad de la distinción se ve trivializada justamente la verdad del amor[71]. El esplendor de la necesidad lógica, propuesta como necesidad ontológica, quema el espacio de la libertad, de la auténtica alteridad y de la gratuidad del amor en la vida intradivina y en las relaciones entre Dios y el mundo y, consiguientemente, vacía de consistencia todo acto hermenéutico, porque no reconoce ya que la interpretación pueda alcanzar ni alteridad ni ulterioridad de ninguna clase. La verdad como sujeto absoluto se consuma en sí misma, en el fuego de su proceso eterno sin amor…

2. La verdad como libertad: Schelling Fue Friedrich Wilhelm Joseph Schelling quien, en su Filosofía de la revelación[72], denunció los límites de una concepción de la revelación deducida por necesidad lógica de la idea de Dios, mostrando el carácter intrínsecamente contradictorio de la misma: «¿Para qué serviría una revelación, o qué sentido tendría el hecho mismo de mantener ese concepto en general, si finalmente, a través de tal revelación, no progresásemos, o solo llegásemos a tomar conciencia de aquello que, incluso sin ella, ya sabemos o podremos llegar a saber por nosotros mismos?… Es, por tanto, fácil reconocer, o bien que el concepto de revelación carece de todo sentido y debe ser completamente superado, o bien que se hace de todo punto necesario admitir que el contenido de la revelación es tal que sin

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ella no solo no habría sido conocido, sino que incluso no habría podido conocerse. Así, pues, la revelación se entiende aquí sobre todo como una fuente de conocimiento específica y particular»[73].

Por lo tanto, una filosofía de la revelación no debe asumir la tarea de «exponer las ideas de la religión revelada como verdades necesarias y puramente racionales, o de reducirlas a ese mismo tipo de verdades… Al contrario, la filosofía de la revelación se conformará en primer lugar con reconocer que todo lo que ella puede decir sobre la revelación es siempre consecuencia de algo que ha sucedido efectivamente. Por tanto, su tarea deberá consistir en mostrar que la revelación no es un acontecimiento necesario, sino la manifestación de la voluntad más absolutamente libre e incluso más personal de Dios»[74].

Aquí Schelling introduce, en relación con el concepto de revelación y de la verdad en ella contenida, la idea de la libertad, fundamental en todo el desarrollo último de su pensamiento[75], y se esfuerza por mediar entre la postura del idealismo, obsesionado por la comprensión racional de la totalidad, y las exigencias religiosas del tardo-romanticismo, atentas a la singularidad y no deducibilidad de los actos libres. Esta difícil mediación entre necesidad y libertad, entre lo racionalmente lógico y lo absolutamente no deducible y nuevo, empuja a Schelling a defender tesis relevantes para la doctrina de la revelación, presentada como un acto necesariamente libre, puesto que se deriva de una decisión de Dios, que este podría no haber tomado. Por lo demás, Dios ni siquiera existiría si no fuese absolutamente libre y no estuviese por encima de cualquier necesidad, libre incluso con respecto a su propia existencia, y mucho más libre aún, si cabe, con respecto a la existencia de las criaturas y a la autocomunicación de Dios a cada una de ellas. Esta absoluta libertad de Dios suscita la admiración de que dan testimonio tanto la filosofía como la teología en presencia del descubrimiento de la verdad: «Una conocida sentencia de Platón afirma: “La pasión del filósofo (tò páthos toû philosóphou) es admirar (tò thaumázein)”. Si esta afirmación es verdadera y profunda, la filosofía, en lugar de quedar limitada a lo que debe ser entendido como necesario, tenderá más bien a sobrepasar lo que ella debe considerar como necesario y que, por tanto, no provoca admiración alguna, para alcanzar aquello que está fuera y por encima de todo examen y conocimiento necesarios; la filosofía no se sentirá plenamente satisfecha antes de alcanzar algo que sea digno de una admiración absoluta»[76].

Ahora bien, aquello que es digno de ser admirado absolutamente es justo la libertad de un Dios que, sin tener necesidad de hacerlo, por puro amor, sale de sí y se ofrece al hombre en el anonadamiento de la cruz: la autolimitación de Dios está estrechamente relacionada con la libertad de la autodeterminación del amor. En este sentido, el pensamiento de la cruz representa la más alta filosofía, porque expresa el más sublime estupor frente a la pura libertad de la «kénosis» divina hecha realidad en la revelación. A la deducción hegeliana de la idea de la Trinidad del concepto de Dios como Espíritu opone el último Schelling una laboriosa búsqueda, tendente a salvaguardar tanto el rigor del razonamiento argumentativo como la libertad constitutiva de las personas 77

divinas en su especificidad. Schelling ve al Padre como la forma originaria del ser divino, el «pasado» eterno de Dios, que abarca en sí tanto el propio ser como el propio no-ser, en relación con todo lo cual puede decidirse con una elección absolutamente libre. Si en el Padre no existiese este no-ser –y, consiguientemente, la posibilidad de traer a la existencia algo todavía inexistente mediante una decisión libre–, no existiría libertad en Dios. En el ejercicio de su libertad, el Padre eleva al ser lo inexistente que hay en él mismo: este acto libre es el proceso de la generación del Hijo. Y dado que esta decisión del Padre ha sido tomada desde toda la eternidad, se puede decir que, según Schelling, el Hijo existe desde siempre en la voluntad del Padre, aunque solo se pueda hablar de su existencia desde el momento mismo en que lo inexistente es elevado al ser. De esta elevación libre y gratuita participa la misma creación; se puede decir, por tanto, que todo ha sido creado por medio del Hijo y a imagen de él, que es el primogénito de toda la creación, el Urmensch u hombre primigenio. La revelación se convierte así en la expresión histórica de la generación eterna, absolutamente libre y en modo alguno necesitada, del Hijo. En este proceso de la libertad divina aparece el Espíritu sobre todo como el poder demiúrgico que determina el paso eterno del no ser al ser, en virtud del cual el Verbo existe como eterno «presente» divino, fundamento de la presencia de Dios en el mundo y del mundo en Dios; y, consiguientemente, como el Espíritu de la restauración de la unidad divina y cósmica, como persona que emerge de la libre decisión del Padre de no ser simplemente algo distinto del Hijo, sino de ser uno con él en la reconciliación del ser y del no ser, libremente elevado al ser, unidad que es el «futuro» eterno de Dios. De esta manera, Schelling cree haber argumentado al mismo tiempo en favor de la facticidad histórica de la revelación, donde las personas divinas son realmente distintas, y del rigor conceptual, que desarrolla sirviéndose de la dialéctica de la libertad. En realidad, el peligro de modalismo trinitario, presente en la filosofía de la religión de Hegel, se convierte en el último Schelling en una tendencia no menos peligrosa de tipo subordinacionista, que hace del Hijo una criatura del Padre, el cual es superior al Hijo por haberle traído a la existencia, aunque por otra parte el Hijo es superior a las criaturas, por haber sido querido como primero desde siempre en la decisión originaria de la libertad divina. Schelling acepta el desafío de Hegel de concebir la revelación como un acto del Dios vivo; sin embargo, aunque trata de no caer en las trampas de un sistema lógico necesario y omnicomprensivo, su propuesta no mantiene el sentido de la soberanía y de la trascendencia de la Trinidad con respecto a la historia con nitidez suficiente como para excluir la caída de lo divino en el monismo del proceso del Espíritu absoluto. La dialéctica de la libertad trivializa la alteridad divina no menos que la necesidad de la dialéctica de la idea. En definitiva, la dificultad radica en mostrar que la revelación es verdaderamente un acto del Dios vivo y, al mismo tiempo, que con ella no se agota la profundidad de Dios, 78

la superabundancia de su insondable misterio, donde en realidad reside la absoluta libertad de su iniciativa de comunicarse al hombre. Para que la revelación pueda ser concebida como un acto de la libre autodeterminación, en virtud de la cual el Dios vivo se ofrece como Padre, Hijo y Espíritu Santo, sin quedar atrapado en las redes de un proceso necesario y omnicomprensivo, se debe mantener alta y pura la superabundancia del Dios escondido con respecto a su revelación: Dios es y continúa siendo más grande que el horizonte de este mundo, aunque por un acto gratuito de su libertad –y, consiguientemente, por amor– decida autocomunicarse al corazón humano y entre en la historia. En el acontecimiento de la revelación –entendido como llegada de la verdad– se ha de conservar la dialéctica de trascendencia e inmanencia: únicamente así ni Dios queda disuelto en el mundo, ni el mundo es aniquilado en Dios, consumido por el fuego de su verdad. Si Dios se manifestase totalmente en su revelación histórica, si la Palabra en que se dice lo dijese plenamente, se haría realidad una de estas dos posibilidades: o el mundo divino se vería reducido a las medidas del mundo humano al que se comunica, o el mundo humano desaparecería simplemente en la luz deslumbrante del Absoluto. Para que la autocomunicación divina siga siendo tal, tendrá que mantenerse en una tensión dialéctica, en la que se garanticen tanto la distancia como la proximidad entre Dios y el mundo: podría decirse que en la revelación Dios al mismo tiempo habla y se calla, se revela y se vela.

3. La verdad como llegada del Otro: la analogía cristológica El carácter dialéctico de la revelación se percibe ya desde el punto de vista terminológico, cuando se observa el posible doble sentido del prefijo re- de la palabra «revelación», que unas veces indica la repetición de lo idéntico (como, por ejemplo, en «re-volutio», la intensificación del movimiento) y otras veces el cambio de estado (como en «reprobatio», negación de la aprobación): «re-velatio», como el término griego apokálypsis, significa al mismo tiempo «espesarse» y «desvelar». En la tradición grecolatina, la revelación es paralelamente el mostrarse de la presencia y el retirarse de la ausencia, es el desvelarse de algo que está escondido y el velarse de lo que está revelado. Este juego dialéctico se ha perdido en la tradición alemana: desde el momento en que el término alemán Offenbarung, que evoca el acto de abrirse, ha sido aceptado unánimemente como equivalente del término latino revelatio en la teología alemana, que ha ejercido una influencia predominante en el pensamiento de la fe en tiempos modernos, el problema de la revelación se ha convertido en el problema del manifestarse abiertamente, hasta la interpretación hegeliana, en que el absoluto de la religión revelada se constituye diciéndose, y la revelación se convierte en la fenomenología necesaria del Espíritu, el hacerse de la verdad. En la tradición cristiana originaria, en cambio, la revelatio se entendió siempre como el acto del Dios inseparablemente revelado y 79

escondido, «revelatus in absconditate, absconditus in revelatione»: la revelación no hace desaparecer la diferencia entre ambos mundos. ¡La verdad divina trascendente no se diluye en la historia! La Palabra procedente del silencio eterno de Dios alcanza al hombre en su situación histórica de «éxodo»: el lenguaje de la revelación, inseparable de los acontecimientos en que ella se realiza, nace en la historia, pero no se diluye en ella. No sorprende que este lenguaje –por lo demás, como todo lenguaje humano– nazca en la historia: «En realidad, no es la historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que le pertenecemos a ella» [77]. Lo específico de la revelación es que la historicidad que la caracteriza no es solo el reflejo inevitable de la «situación de éxodo» de la condición humana, sino que remite al encuentro, hecho realidad en el misterio de la encarnación del Verbo, entre el éxodo de la condición humana y la llegada del Dios vivo. Es decir, la historia es percibida como lugar de la mediación hermenéutica de la verdad, aunque sin duda no como la verdad misma en su hacerse: la verdad que se diluyese en la historia se reduciría a un relativismo absolutamente incapaz de garantizar la apertura del devenir histórico a las sorpresas de la Trascendencia y de su llegada. El historicismo absoluto está en los orígenes de la ideología y de sus asfixiantes reservas, que han producido totalitarismo y violencia. En la concepción bíblica, la verdad «adviene a» la historia, pero no «nace» en ella; dicho de otro modo, la verdad se revela en la mediación hermenéutica del lenguaje y de la comunicación, aunque siempre excede tanto la capacidad de expresión de las palabras y de los acontecimientos en que se dice, como el poder de captación del concepto y de la interpretación. Por lo tanto, la aceptación de la dimensión histórica de la verdad no debe hacerse a costa de la pérdida de su carácter trascendente: al contrario, la recíproca conversión de verum y de factum (Giambattista Vico) nos permite estar atentos a ese hacerse de la verdad, en virtud del cual esta es significativa y liberadora para los seres humanos, situados en la realidad y en el sufrimiento del devenir, aunque sin adecuarse nunca plenamente a sus medidas. De esta manera, como ha observado exactamente Walter Kasper, «en el análisis del carácter histórico de la verdad se encuentran hoy la hermenéutica filosófica y la concepción específicamente bíblica de la verdad… Según la concepción bíblica, la verdad se distingue por una característica peculiar: además de ser conocida y expresada, debe ser hecha. De ahí que verdad y fidelidad estén íntimamente vinculadas» [78]. De acuerdo con estas premisas, el enfoque cristológico de la verdad no implica de ninguna manera la renuncia a todo posible planteamiento metafísico: la atención al «ser ahí», como lugar concreto del advenimiento de la verdad, no solo no excluye, sino que exige, la atención al ser que sirve de base a la verdad misma. Al aparecer en la historia, la verdad no pierde su consistencia ontológica: simplemente, gracias a ella la verdad se vuelve al menos parcialmente accesible, comunicable y significativa para el hombre.

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«Efectivamente, un pensamiento histórico que se comprenda correctamente no puede renunciar a categorías metafísicas… En último término, toda historia, precisamente en cuanto tal, debe concebirse únicamente como resultado de la tensión entre infinitud y finitud, de la diferencia ontológica entre ser y ente, del juego conjunto de libertad y vinculación con la tradición, de individuo y sociedad. Sin estas estructuras, que la caracterizan metafísicamente, la historia no puede efectivamente existir y ser concebida como tal»[79].

Sin perder su trascendencia, la verdad en sí se hace verdad para nosotros: simplemente, se ofrece en el horizonte de sentido, se hace inteligible y significativa, no a costa de su superávit de sentido, sino precisamente gracias a él y a su conservación. Es re-velatio del Misterio, no Offenbarung (manifestación/descubrimiento) sin trascendencia. Verdaderamente, entonces, a la luz de la revelación cristológica de la verdad, «un pensamiento histórico bien entendido no tiene nada que ver con el relativismo y el escepticismo» [80]. En este sentido, que la teología asuma la conciencia histórica no implica renunciar a la memoria Aeterni, característica de la verdad, sino que es una forma de vivirla de manera que su influjo se deje sentir realmente en el éxodo del hombre. El advenimiento de la verdad, tal como se realiza en la dialéctica de la revelación cristológica, obliga a la razón filosófica a ir más allá de sí misma, algo que la razón teológica reconoce que se ha cumplido propiamente en el acto de fe. Ambas, filosofía y teología, han de responder al desafío de la alteridad que las relaciona. Este desafío de la verdad en su relación con la historia parece presentarse sobre todo bajo tres formas a filósofos y teólogos como el lugar en que hoy podrían encontrarse de una forma nueva más allá de la parábola de la modernidad y de sus resultados críticos: la admiración, la agonía y la ética. En la admiración se presenta la alteridad de forma pura y dura, con su presencia no deducible ni programable, y con su ausencia inquietante. Del impacto con el Otro nace ese estupor y temor de la admiración, que encarna la pasión del filósofo. De todos modos, también el estupor es condición propia del teólogo: «La ausencia de estupor malograría desde sus mismas raíces la empresa del mejor teólogo, mientras que ni siquiera un mal teólogo estaría del todo perdido para el propio servicio y la propia tarea, siempre que todavía fuese capaz de admirarse, si el estupor, como si de un guerrero armado se tratase, pudiese lanzarse todavía sobre él» [81]. La admiración surge al tomar conciencia de que no nos es posible poseer al Otro, pero nos sentimos afectados y provocados por su inaprehensible alteridad, tal como se expresa en el rostro de otros. Quien piensa con absoluta radicalidad, dejándose interrogar por la alteridad irreducible a lo idéntico, sabe que se enfrenta con lo novum, con lo desconocido, con la alteridad pura y dura del Otro, cuyo rastro se encuentra en el rostro de otros. El teólogo experimenta a este Otro a través de la escucha intelectual, pero también en esa forma especialmente densa y provocativa que es la oración, experiencia «mística», porque es dada de lo alto, del Otro. En cualquier caso, tampoco el filósofo puede dejar de 81

experimentar la alteridad del Otro al sentir el tremendo estupor de interrogarse sobre el abismo del otro con respecto a todo aquello que responde al mundo de la identidad. La agonía, en el doble sentido de «lucha» y de «proximidad de la muerte», es el otro rostro de la experiencia del advenimiento de la verdad: si el Otro es otro, la relación con el Otro es agṓn, «lucha». Agonía es experimentar hasta el final, teórica y existencialmente, la alteridad: es vivir en uno mismo la frontera. Esta lucha se distingue netamente de la violencia que ha dominado en la historia de Occidente; es más, está en radical contradicción con ella, porque en este caso sitúa a la persona en relación con la Trascendencia, que la supera absolutamente y la obliga a tomar conciencia de los propios límites: no implica solo existir en presencia de la verdad, entendida como presa o también como el Otro que se presenta a nosotros y nos turba, sino también existir con el Otro en la lucha, viviendo el pensamiento como fatiga, pasión y agonía de la verdad. Teología es llevar al pensamiento las agonías del advenimiento del Dios que llama inexorablemente al cambio del corazón y de la vida, mientras que filosofía es pensar las agonías del mismo pensamiento, consciente de la propia ignorancia. En este momento agónico y abismal, filósofos y teólogos encuentran todavía por una vez un lugar de encuentro en la diakonía compartida de la verdad: «La comunidad de una “docta ignorancia” se va formando entre ellos, como el espacio más apropiado para entenderse y combatirse» [82]. Finalmente, el otro ámbito en que asoma el desafío del advenimiento de la verdad para filósofos y teólogos es la responsabilidad con respecto a la propia praxis: la ética no es solo existir en presencia del Otro y con el Otro, sino también existir para los otros y con ellos. Ética es la explosión de la unidad originaria y absoluta del yo, la apertura al más allá del sujeto, el lugar del testimonio –y no de la tematización– del Infinito, a partir de la responsabilidad por los otros de quien lo soporta todo, se hace cargo de todo, sufre por todos y es responsable de cada uno[83]. También aquí filósofos y teólogos se asocian movidos por la urgencia de la llamada de la verdad: los otros no pueden ser medidos como productos de nuestro pensamiento, sino que son condición de nuestro obrar, límite o desafío de nuestra libertad y de las decisiones que tomamos, exigencia radical, fundamento de toda existencia éticamente responsable. Y todavía más radicalmente, ellos son el otro de la caritas evangélica, del mandamiento «semejante» al primero –del que participa y es realización–, que es el mandamiento del amor. De esta manera, la alteridad desafía a filósofos y teólogos a superar la falsa separación de teoría y ética frente al esplendor de la verdad: la dimensión moral condiciona la reflexión filosófica y teológica de manera significativa, como pregunta sobre la existencia y sobre la forma de pensar la existencia no solo en sí, sino también para los demás. De todos modos, el otro de la ética no es solo aquel que, por su cercanía e inmediatez, interpela el pensamiento con su misma existencia, sino también el Otro con mayúscula, de quien es una huella el rostro del otro que nos mira: la verdad que salva es en realidad «éthos» en el doble sentido etimológico de la palabra: es «morada» (ḗthos 82

con eta inicial) acogedora y vivificante en el misterio del Otro que lo envuelve todo, y es «costumbre», y «uso» (éthos con épsilon inicial), en el sentido de comportamiento habitual y constante con respecto a los otros que están delante. La unidad de ambos aspectos se conservará durante mucho tiempo en el «éthos» de Occidente, plasmado a partir de la tradición judeo-cristiana, y únicamente en la Edad Moderna, cuando se hizo necesario defender el dogma de la fe en su aspecto de verdad universal contra las pretensiones de la razón totalizadora, la moral se desarrolló autónomamente, como doctrina de lo contingente y examen de casos concretos (casuística). La distinción ilustrada entre «verdades de razón» (Vernunftswahrheiten), universales y necesarias, y «verdades históricas» (Geschichtswahrheiten), fácticas y contingentes, se reflejará en la separación entre momento especulativo, reservado para lo eternamente verdadero, de por sí inmutable, y momento ético, dedicado a la regulación de lo particular, pasajero y mudable. Por desgracia, de esta manera se pierde de vista justamente la singularidad de la concepción judeo-cristiana, en la que la verdad divina se ofrece siempre como verdad salvífica, revelada, transmitida a través de una historia, en un trenzado de relaciones vitales de alianza, que culmina en el escándalo supremo de Aquel que es personalmente, en todas las fases de su vida, tanto en la humillación como en la exaltación gloriosa, la verdad de Dios, misterio y salvación del mundo: Jesús el Cristo[84].

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8.

¿Por qué un Símbolo de la fe?[85]

«El Símbolo es la regla de la fe breve y grande: breve por el número de las palabras,

grande por el peso de las afirmaciones»: estas palabras de san Agustín[86] ayudan a comprender por qué no solo es útil sino altamente necesario para la Iglesia y para cada creyente poseer y profesar un Símbolo de cuanto creen, es decir, un conjunto («símbolo» deriva de sym-bállein, «juntar», «conectar») de las afirmaciones fundamentales que son objeto de la fe. Tres son las motivaciones que la fórmula del obispo de Hipona da a entender. 1. En primer lugar, el Símbolo ofrece una regula fidei: la expresión encuentra su origen en una amonestación del apóstol Pablo en la Carta a los Romanos, concretamente donde dice: «Quien tenga el don de la profecía que lo ejerza según lo que dicta la fe» (12,6). Las últimas palabras del original griego dicen literalmente «según la analogía de la fe» (katà tḕn analogían tês písteōs), y son susceptibles de diversas interpretaciones: el cuerpo de la doctrina cristiana; la fe personal como respuesta a la gracia de Dios; la fe de la Iglesia que vence al mundo. Si existe una analogía que debe respetarse en la fe, es decir, una armonía y una proporción en lo que se cree y en quien en la fe hace una alianza con el Dios de revelación, nadie puede disponer de modo arbitrario y subjetivo de la fe misma: la «regla», expresada en el Símbolo, libera de todo subjetivismo en lo que se cree, nos hace sentir parte de la gran familia de la Iglesia y da expresión a la confesión común de todos los creyentes. Precisamente por eso, el «Símbolo» es una buena noticia contra la soledad, la expresión de un sentir común que fortalece en la lucha contra el Maligno y sostiene a los discípulos de Jesús en el testimonio que dan al mundo del don de Dios en el que han creído. Se comprende, entonces, por qué se recurre al término «símbolo» para denominar un conjunto de afirmaciones que son el objeto de la fe cristiana: en su origen, el «símbolo» se refería a una pieza de arcilla rota en dos partes que se daban a las dos personas que hacían un pacto. Al mostrarse mutuamente los dos fragmentos y encajarlos se reafirmaba el valor del pacto contraído, mientras se confirmaba la fidelidad de los contrayentes al acuerdo. El «símbolo» era así una especie de «carné de reconocimiento», una señal de identidad y de pertenencia al vínculo libremente contraído. Profesar el Símbolo de la fe testimoniaba, en consecuencia, la voluntad de presentarse como creyentes en la misma fe, pertenecientes al mismo cuerpo, la Iglesia del Señor Jesús. En la Carta a los Gálatas, la palabra «regla» aparece explícitamente: «Paz y misericordia para cuantos siguen esta regla (kanṓn), el Israel de Dios» (6,16). La referencia inmediata es la frase del versículo precedente: «En efecto, lo que cuenta no es 84

la circuncisión ni la incircuncisión, sino ser una criatura nueva». En este sentido, el «canon» o «regla» de la fe es, en realidad, el manifiesto de la libertad del cristiano, la norma decisiva sobre su deber de obedecer a Dios y a su revelación antes que a las pretensiones o a los prejuicios del mundo, aun cuando fueran –aparentemente– los más sagrados. La regula fidei se ofrece, por consiguiente, como la garantía de la libertad dada por el Señor a los creyentes, según la cual lo que cuenta no es la observancia de una forma exterior, sino la novedad de vida en Cristo: no una señal de la carne, sino la adhesión incondicional del corazón y de la vida a Aquel que nos liberó para ser libres (cf. Gal 5,1). Se confirma, así, no solo el valor identitario del Símbolo, la marca de ser discípulos de Jesús y de pertenecer a la Iglesia, sino también su alcance liberador, su referencia a la liberación acontecida, operada por Cristo con respecto a las potencias de este mundo, y al don de la gracia o de la libertad dada desde lo alto por amor gratuito, que hace al cristiano hijo del Padre celestial, llamado a agradarle exclusivamente a él y a encontrar siempre de nuevo en él el manantial de la verdad de sí mismo, de la propia libertad y de la paz. El Símbolo como regula fidei identifica y libera al mismo tiempo, afirma la pertenencia eclesial y exalta el carácter de libertad recibida como don, marca al hijo hecho tal en el Hijo y sugiere su absoluta originalidad personal, destinada a expresarse en la unicidad del plan divino sobre cada uno, es decir, en la vocación a la que Dios llama a cada uno. 2. Agustín define como «breve» esta «regla de la fe»: el adjetivo está cargado de significado teológico. En realidad, la consciencia de los límites de la condición humana, y de la fragilidad natural de toda experiencia y conocimiento histórico, le hacen apreciar en el pensamiento cristiano, desde sus orígenes, la belleza del ofrecerse del Todo en el fragmento, del Infinito en lo finito, del Eterno en el tiempo. En este sentido, la gran tradición teológica habla del Hijo encarnado como del Verbum abbreviatum, vivo y eficaz. «O Verbum abbreviatum, attamen vivum et efficax», canta Bernardo[87]. Y comenta Henri de Lubac: «Verbum abbreviatum, Verbum coadunatum: ¡Verbo condensado, unificado, perfecto! Verbo vivo y vivificante. A diferencia de las leyes del lenguaje humano, que se hace claro explicándolo, él, siendo oscuro, se hace manifiesto, presentándose bajo su forma abreviada: Verbo pronunciado originalmente “in abscondito” (escondidamente), y ahora “manifestum in carne” (manifestado en la carne). Verbo abreviado, Verbo siempre inefable en sí mismo, y que, sin embargo, ¡explica todo!»[88].

Karl Rahner entiende el sentido de este hacerse «breve» la Palabra eterna e infinita del siguiente modo: «Señor, tú debes darme una palabra que pueda significar cualquier cosa y todo al mismo tiempo. Debes decirme una palabra que signifique una sola cosa, una cosa que no sea todo. Tú debes, para que cese en mí el terror de tu infinitud, reducir a finitud tu palabra infinita, que pueda entrar en mi pequeñez, que se adapte a ella, sin destruir la pequeña morada en la que solo puede vivir mi ser finito. Entonces podré comprenderla, sin que la infinitud tuya y de tu palabra suscite la confusión en mi espíritu y la angustia en mi corazón. En tu

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“verbum abbreviatum”, en tu palabra achicada, que no dice todo pero que yo puedo entender, encontraré aún el aliento»[89].

El ser brevis del Símbolo no es, por consiguiente, pobreza, sino riqueza: su brevedad es el signo de la condescendencia divina con respecto a la criatura amada, del decirse del Eterno en palabras que sean nuestras, accesibles porque humanas, humanas como es perfectamente hombre el Verbo hecho carne. En la brevedad de la regula fidei se asoma, por tanto, la humildad divina, aquella virtud del amor que sabe hacerse todo a todos y, en particular, aquella cualidad del amor divino que impulsa al Hijo a la «kénosis» hasta la muerte y a la Palabra eterna hasta el silencio extremo, en el que resonará después el himno de la vida resucitada en la mañana de Pascua. La consecuencia de esta brevedad es que el Símbolo puede aprenderse fácilmente de memoria, y así, ser llevado siempre en la mente y en el corazón, para ser profesado tanto en la asamblea como en lo íntimo del alma. Afirma al respecto Benedicto XVI en la carta apostólica Porta fidei con la que convocó el Año de la fe (11 de octubre de 2011): «No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: “El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón” (Sermo 215,1)» (n. 9).

3. La regula fidei se define finalmente como grandis en la concisa fórmula de Agustín: el acercamiento, a primera vista paradójico, del adjetivo al otro, brevis, es un claro oxímoron. La brevedad remite a la grandeza: breve el número de las palabras, grande el peso de las afirmaciones. El Símbolo, en suma, dice callando, habla evocando, afirma remitiendo a los abismos, de los que llegó a nosotros el Verbo de la vida. Se considera que cada uno de los artículos del Credo tiene tal alcance, que una antiquísima leyenda sobre su origen cuenta cómo cada uno de los Apóstoles, reunidos después de la resurrección de Jesús en Jerusalén por la fiesta de Pentecostés, habría escrito un artículo antes de partir hacia diversas partes del mundo. En la variedad y en la concordancia de los doce testimonios resplandecería así la unidad de la fe apostólica, entregada a la Iglesia peregrina en el tiempo. La mención de este origen antiquísimo y solemne se encuentra en los escritos de san Ambrosio de Milán[90] y de Rufino de Aquileya[91], en el siglo IV. La referencia a la autoridad apostólica muestra cómo –desde los tiempos más antiguos de la cristiandad– el Símbolo fue considerado capaz de evocar en pocas palabras la totalidad del misterio de nuestra salvación en Dios, Trinidad santa, revelado en Cristo y transmitido por la «tradición apostólica» de la Iglesia. La confesión del Dios tres veces santo se manifiesta en el Símbolo de forma narrativa, es decir, contando la historia del 86

Padre, creador y señor del cielo y de la tierra, la del Hijo, que se encarnó, murió y resucitó por nosotros, y la del Espíritu, que anima a la Iglesia y es el vínculo de la comunión de los creyentes en el tiempo y para la eternidad. En esta historia eterna y temporal somos llamados a insertarnos mediante la confesión de la fe: seguir el relato del Símbolo apostólico e intuir su significado para nuestra vida y para la historia del mundo es itinerario de fe, de reflexión y de oración, capaz de abrirnos al estupor sobre el misterio santo y de conducirnos a las profundidades divinas, donde el corazón pueda ser tocado y transformado por el fuego vivificante del amor eterno. Los Padres usan una imagen poderosa para describir los abismos que nos entreabre tal contemplación de la fe: san Gregorio de Nisa nos la propone de una forma particularmente eficaz. En la Homilía VI, Sobre las bienaventuranzas[92], escribe: «Lo mismo que suele acontecer al que desde la cumbre de un alto monte mira algún dilatado mar, esto mismo le sucede a mi mente cuando desde las alturas de la voz divina, como desde la cima de un monte, mira la inexplicable profundidad de su contenido. Sucede, en efecto, lo mismo que en muchos lugares marítimos, en los cuales, al contemplar un monte por el lado que mira al mar, lo vemos como cortado por la mitad y completamente liso desde su cima hasta la base, y como si su cumbre estuviera suspendida sobre el abismo. La misma impresión que causa al que mira desde tan elevada altura a lo profundo del mar, la misma sensación de vértigo experimento yo al quedar como en suspenso por la grandeza de esta afirmación del Señor: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Dios se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado. “A Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1,18), dice san Juan; y Pablo confirma esta sentencia con aquellas palabras tan elevadas: “A quien ningún hombre ha visto ni puede ver” (1 Tim 6,16). Esta es aquella piedra leve, lisa y escarpada, que aparece como privada de todo sustentáculo y aguante intelectual; de ella afirmó también Moisés en sus decretos que era inaccesible, de manera que nuestra mente nunca puede acercarse a ella por más que se esfuerce en alcanzarla ni puede nadie subir por sus laderas escarpadas, según aquella sentencia: “Nadie puede ver al Señor y quedar con vida” (Ex 33,20)… ¿Te das cuenta del vértigo que produce en el alma la consideración de las profundidades que contemplamos en estas palabras?».

Es el vértigo al que la profesión de fe del Símbolo, regula fidei brevis et grandis, invita a los creyentes. Quien al profesar el Símbolo une a las palabras el corazón que cree y adora y la mente que se abre al infinito Amor, es conducido por la mano hacia los abismos del Dios tres veces santo. El Símbolo es grande porque remite al creyente al océano de la Trinidad divina y le hace pregustar algo de su estar sumergido en Dios, todo en todos (cf. 1 Cor 15,28). Precisamente así, es una puerta al Infinito: la «puerta de la fe» (cf. Hch 14,27). Se comprende así por qué en la Iglesia antigua se recomendaba aprender de memoria el Símbolo y confesarlo frecuentemente. En sus Catequesis, Cirilo de Jerusalén formula así la invitación: «Trata de retener bien en la memoria el símbolo de la fe. Este no se ha hecho según caprichos humanos, sino que es el resultado de una elección de los puntos más importantes de toda la Escritura. Ellos componen y forman la única doctrina de la fe. Y como un grano de mostaza, aun en su pequeñez, contiene en germen todas las ramas, así el símbolo de la fe contiene, en sus fórmulas breves, toda la suma de doctrina que se encuentra tanto en el Antiguo como en el Nuevo 87

Testamento» [93]. Acoger con fe el Símbolo, profesarlo con todo el corazón, conservarlo como piedra preciosa y testimoniarlo en la experiencia irradiante de las virtudes teologales, es la misión de quien cree en el Señor Jesús y, creyendo, se hace discípulo suyo en la comunión de la Iglesia, en la peregrinación del tiempo hacia la Patria prometida.

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CUARTA PARTE:

La fe celebrada «Elías dijo: «Todos se postraron por tierra y exclamaron: “¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!”» (1 Re 18,39)

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9.

Eucaristía y transmisión de la fe[94]

Singular actualidad la del pasado: así definiría la impresión que deja la lectura del pasaje de De Civitate Dei en el que Agustín, meditando sobre el tiempo dramático en el que le tocó vivir, el del ocaso del imperio romano, estigmatiza las razones de la crisis de la que es espectador. Estas no deben buscarse en el impacto exterior de los bárbaros, elemento solo concomitante y, es más, abierto a la potencialidad positiva de introducir savia nueva en la sangre enferma de una civilización en decadencia. La causa profunda de la decadencia de la cultura y de la sociedad de la antigua Roma es para el obispo de Hipona de carácter moral: se trata de la actitud –avalada por los dirigentes y convertida en mentalidad común– de preferir la vanitas a la veritas, la vanidad a la verdad. Las dos lógicas se contraponen: la vanidad da la primacía a la apariencia, a aquella máscara aseguradora que oculta intereses egoístas y perspectivas miopes tras proclamaciones altisonantes que miden todo según el agrado de la mayoría. En cambio, la verdad fundamenta la elección en valores permanentes, en la dignidad de toda persona humana ante su destino, temporal y eterno. Y, sin embargo, en el mundo «que se va disolviendo y hundiendo» (tabescenti ac labenti mundo)», Agustín reconoce la obra de Dios, que, respetando la libertad, va congregando a una familia para hacer de ella su ciudad eterna y gloriosa, fundada «no en el aplauso de la vanidad, sino en el juicio de la verdad (non plausu vanitatis, sed iudicio veritatis)» [95]. El fresco extraordinario de «teología de la historia», trazado por el Pastor teólogo, me parece impresionantemente actual: a la orgía de la frivolidad, que celebra los mitos del consumismo exacerbado y del hedonismo rampante, urge oponer elecciones fundadas en la verdad y en la primacía de los valores, a los que a nadie le es lícito sustraerse. Así, la crisis de la política, ante la que nos encontramos, es fruto también del modo de actuar que ha separado la autoridad (autorità) de la autoridad (autorevolezza) efectiva de los comportamientos y la representación democrática de la representatividad real de las necesidades y de los intereses de los ciudadanos. Donde el administrador o el político persiguen únicamente el interés propio, apostando por la imagen y por la generación de consenso, ahí triunfa la vanitas en detrimento de la veritas. La primacía de la verdad exige una política inspirada en la búsqueda prioritaria del bien común, capaz de escuchar e implicar a los ciudadanos como portadores de necesidades y de derechos, de propuestas y de potencialidades, y, por eso, capaces de decir también «no» para hacer lo que es justo: y esto es inseparable de la tensión ética que antepone el bien común al propio. En el plano de los modelos culturales y de los recursos espirituales, la vanitas triunfa allí donde se privilegia lo efímero sobre lo que no lo es, extirpando el quehacer de 90

la memoria colectiva, de la que son huellas las obras de arte y del ingenio, y las tradiciones espirituales y religiosas. Una comunidad privada de memoria pierde la identidad y corre el riesgo de ser expuesta a instrumentalizaciones perversas: el triunfo de la veritas consiste en el respeto y en la promoción del patrimonio cultural, artístico y religioso de la colectividad, como base para el reconocimiento de las necesidades y de las prioridades a las que debe tenderse. El ámbito de la economía es de igual modo un lugar de contraposición entre vanitas y veritas: si en la primera se inspira una acción económica orientada solo al beneficio y al interés privado, la segunda tiende a una economía atenta no solo a la maximización de lo útil, sino también a la participación de todos en los bienes, al reforzamiento del estado social, a la promoción de los jóvenes, de las mujeres, de los ancianos y de las minorías. Una economía de comunión, que se dirija a la puesta en común de los recursos, al respeto a la naturaleza, a la participación colectiva en los beneficios, a la reinversión destinada a objetivos sociales, al principio de «gratuidad» y a la responsabilidad hacia las generaciones futuras, puede ser el modelo del viraje necesario en este campo[96]. Así pues, la ética es el campo de aplicación más profundo de la dialéctica propuesta por Agustín: a una moral individualista y utilitarista, destinada exclusivamente al interés de unos pocos, hay que contraponerle una ética de la verdad, abierta a los valores fundados en la común humanidad y en la dignidad trascendente de la persona. Esta ética se caracterizará por la primacía de la responsabilidad hacia los demás, hacia uno mismo y hacia el ambiente, por la urgencia de la solidaridad, que sitúa en primer plano los derechos de los más débiles, y por la apertura a los valores espirituales. Sobre el trasfondo de este escenario querría interpretar la pregunta que está en el fondo de la reflexión sobre la eucaristía y la transmisión de la fe: ¿es posible motivar desde la eucaristía el sentido y las formas del compromiso cristiano y eclesial para la renovación de la cultura, de la sociedad y de los individuos, de la cual sentimos una necesidad urgente? Si la respuesta es afirmativa, ¿cómo lo llevaremos a cabo? Escuchando los textos fundacionales de la fe se puede afirmar que la eucaristía es el acontecimiento en el que la verdad en persona se hace presente en el Cuerpo y en la Sangre del Señor para iluminar, sostener y transformar a los creyentes y la comunidad eclesial y hacer de ellos un fermento eficaz de nueva cultura y de una sociedad menos diferente del designio de Dios. En esta escucha se perfila como particularmente iluminador aquel momento de la vida del Señor que por su intensidad se coloca como pasaje entre el Cristo en la carne y el Cristo místicamente prolongado en el tiempo: la Última Cena. Esta es ciertamente para Jesús un punto culminante, esperado y anhelado por él durante mucho tiempo (Lc 22,15), la «hora» suprema (Jn 13,1) y definitiva (Lc 22,16.18) de su existencia terrena. Más allá de la Cena no queda sino la realización de lo que ella preanuncia e ilumina anticipadamente: la Pascua de muerte y de resurrección. Por eso, se puede decir que «el 91

problema de la Última Cena es el problema de la vida de Jesús» (Albert Schweitzer). De ahí que la Cena tenga una importancia singular también para la vida de la Iglesia: umbral entre el Jesús histórico y el Cristo actualizado místicamente en el tiempo, ella es el sello del amor del primero y la fuente de la vida del segundo. La Cena es el acto de institución fontal de la Iglesia, en el que podrán encontrarse los caracteres y las tareas fundamentales que el Señor da a su comunidad. Ella es el culmen y la fuente de la vida de la comunidad cristiana y, por tanto, también de su compromiso de servicio y de testimonio en orden a la renovación de la cultura y de la sociedad en la que se encuentra.

1. De la eucaristía brota el compromiso para la renovación de la sociedad en la perspectiva de la primacía del Espíritu En la Última Cena, Jesús, al instituir la eucaristía, instituye la Iglesia: no por casualidad, él elige el banquete pascual como marco de su don. De este modo se expresa claramente su intención de sustituir el memorial pascual de la antigua alianza, fuente de la alianza con Israel, por el memorial de la nueva alianza en su sangre, fuente de la vida y de la misión de la Iglesia. Las referencias al Antiguo Testamento presentes en los relatos de la institución de la eucaristía están todas ellas en relación con la idea de alianza: la alusión a la sangre de la alianza, que recuerda Ex 24,8, el tema de la nueva alianza, que retoma Jr 31,31, y las numerosas referencias a los Cantos del Siervo sufriente de Yahvé en Isaías, concuerdan en presentar la eucaristía como memorial de alianza. La misión que el Señor encarga a su Iglesia está, toda ella, compendiada en las palabras que pronuncia en la Última Cena: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19 y 1 Cor 11,24s). Con ellas, Jesús entrega a los apóstoles el mandato de celebrar en la historia el memorial de su Pascua[97]: en esta tarea llega casi a sintetizarse toda la misión de la comunidad cristiana en el tiempo. La Iglesia tendrá que celebrar en la historia el memorial de su Señor: esta es su razón de ser y su tarea, la única a la que está propiamente llamada con vistas al servicio que debe prestar para la renovación de la comunidad de los hombres y para la salvación del mundo. ¿En qué consiste esta tarea? Para comprenderla debemos clarificar la idea bíblica de «memorial», central para entender las intenciones de Jesús con respecto a la Iglesia: en la Escritura el «memorial» no es el mero recuerdo de un evento pasado, comparable a la idea occidental de memoria, que connota un movimiento del presente al pasado, por una especie de dilatación de la mente. Los términos hebreos zikkaron, ’azkarah, que el griego traduce con anámnēsis, mnēmósynon, indican un movimiento opuesto: un acontecimiento pasado se hace contemporáneo por la acción de la potencia divina actualizadora: lo pasado se representa, se hace contemporáneo para la comunidad que celebra. Esta acción poderosa del Altísimo es clarificada por el conjunto de la revelación neotestamentaria como irrupción del Espíritu Santo, que actualiza en la historia la Pascua 92

de Cristo, en la que se compendia todo el Evangelio. De este modo, el memorial se presenta como el evento que expresa y realiza sumamente la misión de la Iglesia: celebrando el memorial del Señor, la comunidad cristiana se hace disponible a la acción del Espíritu, que hace presente en la diversidad de los tiempos y de los lugares el acontecimiento de salvación, objeto de la buena noticia. Así pues, si la tarea esencial de la Iglesia consiste en obedecer el mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía», y si el agente y el término del memorial es Cristo mismo en su Espíritu, puede afirmarse que el agente primero de la misión eclesial es el Espíritu, porque él es el que hace presente aquí y ahora al Cristo del evangelio. La Iglesia debe dejarse modelar por este irrumpir del Espíritu, invocándolo como aquel que realiza la memoria del Señor. Solo con esta condición su misión al servicio de la humanidad renovada no será una vacía palabra de carne, sino fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree (cf. Rom 1,16). Y el Espíritu invocado por la Iglesia hará presente a aquel Cristo que, ungido por el Espíritu mismo en los días de su carne (cf. Mt 3,17; 4,1; Lc 4,14.18.21; etc.), efundió, a su vez, el Espíritu (cf. Jn 20,22; etc.). En esta invocación incesante del Consolador, en esta escucha que es espera y acogida fecunda, perseverante en la fe, está el fundamento de toda acción evangelizadora y de todo servicio eclesial a la comunidad de los hombres. De lo anterior se sigue que para los creyentes la renovación de la cultura y de la sociedad no es obra exclusiva de las manos humanas: a la luz del sacramento eucarístico, culmen y fuente de la vida y de la misión de la Iglesia, debe afirmarse que la renovación surge, se realiza y se desarrolla en virtud del don de Dios, que hay que invocar y acoger en la primacía de la dimensión contemplativa de la vida. La medida del bien verdadero y duradero del individuo y de la sociedad debe sacarse de la referencia al horizonte último y a la Patria última, que, en la escucha perseverante de la Palabra y en la experiencia del Espíritu, llegan a juzgar, animar y transformar nuestro presente. Sin la atención constante a la dimensión eucarística y contemplativa de la vida, que cree un espacio para la irrupción gratuita y sorprendente del Espíritu, ninguna renovación de la sociedad y del corazón humano podrá ser auténtica y duradera. Desde la perspectiva de la fe, una cultura y una sociedad renovadas no surgirán sino de una profunda y constante experiencia eucarística, nutrida de escucha, de acción de gracias y de contemplación.

2. De la eucaristía brota la renovación social bajo el signo de la comunión y de la solidaridad La disponibilidad al Espíritu, exigida por la celebración del memorial, debe manifestarse en gestos concretos y en una actitud de vida que reproduzcan la actitud y las elecciones de Cristo en la celebración de su Pascua. El Espíritu hace presente a Cristo y suscita la 93

Iglesia allí donde la comunidad de los creyentes se dispone a la celebración del memorial, reviviendo fielmente cuanto el Señor hizo en la Última Cena. El primer elemento que hemos de tener en cuenta es que en el acto de la institución de la eucaristía Jesús celebra un banquete con los suyos: este sencillo hecho crea entre él y los invitados un vínculo profundo de fraternidad. La comunión de mesa en Israel es comunión de vida: una comida en común, sobre todo en una circunstancia especial y solemne, une a los comensales en una comunidad sagrada, hasta el punto de que su violación constituye uno de los delitos más graves. De modo particular, la fracción del pan, con la distribución de un trozo a cada uno, y la participación de la misma copa de vino, son el signo de una solidaridad profunda en la comunidad de destino. Jesús vincula así explícitamente la institución de la eucaristía con el banquete de fraternidad: él no elige como signo de su don un pan y un vino cualesquiera, en su materialidad elemental, sino el pan y la copa de la fraternidad. De ahí se sigue que la celebración de la memoria del Señor exige y funda la comunión de los invitados con Cristo y entre sí: no se hace el memorial en la vida, y, en consecuencia, no se trabaja para la renovación de la cultura y de la sociedad, sin esta comunión. En el testimonio de compartir el destino, de ser solidarios de verdad, la Iglesia se hace lugar de irrupción del Espíritu para hacer presente en el tiempo el evangelio del Resucitado. Esta comunión tiene siempre una dimensión al mismo tiempo católica y local. En cuanto que el memorial hace presente la Pascua en un espacio y en un lugar determinados, su celebración implica la fidelidad a un concreto hic et nunc. Así, la encarnación se prolonga analógicamente en la historia de los hombres, asumiendo la diversidad de los lenguajes y de las culturas. Pero al mismo tiempo es el único Cristo passus et glorificatus el que en el Espíritu se hace presente en la variedad de los tiempos y de los lugares: esto funda y exige la catolicidad de todo acto de evangelización, es decir, la presencia en él de todo el misterio cristiano y la apertura necesaria a la comunión de todas las Iglesias y al conjunto de las necesidades humanas. La misión eclesial debe ser católica en el doble sentido del término: hacer presente todo el Cristo (kath’ ‘ólu = en plenitud) para todo el hombre, para todos los hombres, hasta los confines de la tierra (katholikós = universal). No se evangeliza sino en comunión con toda la Iglesia, anunciando todo el Evangelio a todo el hombre y –al menos en tensión– a cada hombre. Lo anterior significa que la renovación cultural y social que brote de la eucaristía no podrá realizarse sino por aquel que –procediendo de la común participación en la mesa del Señor– actúe según la inspiración de una ética de la comunión y de la solidaridad: allí donde prevaleciera la lógica del interés egoísta, donde se olvidara la exigencia moral de servir y promover a todo el hombre en cada hombre, especialmente en los grupos sociales más débiles, la renovación se limitaría a un cambio de fachada, sin fundamento ni credibilidad. La eucaristía enseña a renovar al hombre y la historia en la solidaridad del 94

pan partido juntos, de la copa compartida: sin esta compañía, no se hará sino favorecer el egoísmo de unos pocos, comprometiendo al final la calidad de vida para todos. Del pan de vida eterna compartido surge, en suma, una cultura de la solidaridad y de la comunión, que se opone a toda lógica egoísta y educa en la primacía del bien común.

3. De la eucaristía brota una ética del servicio nutrida por el Pan de vida La comunión que la Cena funda entre los invitados y Cristo exige la participación en su destino: las referencias veterotestamentarias de los relatos de la institución concuerdan en trazar este destino como el del Siervo. Los Cantos del Siervo sufriente del DeuteroIsaías dejan, en efecto, entrever la conclusión de una alianza (cf. Is 42,6; 49,8) nueva (cf. 42,9), que se hará en la persona misma del Siervo (cf. 42,6; 49,8) y, mientras evocan la imagen sacrificial del cordero (cf. 53,7), enseñan la expiación de los pecados mediante la sustitución de una víctima inocente (53,10-12) y contienen la locución perì (hypèr) pollôn, «por muchos», que aparece en Mt 26,28 y Mc 14,24. Las influencias de la figura veterotestamentaria del Siervo en la escena de la Última Cena son, por consiguiente, evidentes; por otra parte, son confirmadas por el evangelista Lucas, que incluye en el contexto de la Cena dos dichos sobre el servicio de quienes tienen autoridad (Lc 22,24-27), y por Juan, que ve en el episodio del lavatorio de los pies la expresión perfecta del sentido interior de la institución eucarística, de la que él no habla. En virtud de la fraternidad comensal, la comunidad eucarística debe comulgar con la suerte del Siervo, convirtiéndose ella misma en sierva: comiendo el «cuerpo dado» debe llegar a ser, por la fuerza que le comunica, «cuerpo eclesial dado», «cuerpo para los demás», «cuerpo ofrecido por las muchedumbres». En el memorial pascual, la Iglesia nace como pueblo siervo, comunidad de servicio. De lo anterior se derivan importantes consecuencias para su misión con respecto a la cultura y la sociedad: celebrar el memorial del Señor es un «servicio» y, por eso, exige «siervos». Se plantea aquí la exigencia de valorar los diversos ministerios y carismas que suscita el Espíritu y de ver el mismo ministerio ordenado en el seno de una Iglesia toda ella ministerial. La participación común de los bautizados en el destino del Siervo pone de relieve la corresponsabilidad articulada de todos los creyentes en la evangelización y en la caridad. Además, el carácter de «servicio» logra que en la misión evangelizadora se resuelva el dilema eclesial «identidad-relevancia»: al evangelizar, la Iglesia no solo afirma su identidad, sino que hace también el servicio más fecundo a la cultura y a la sociedad; y, por otra parte, sirviendo al hombre y trabajando por su promoción, la Iglesia no pierde su identidad, que es de la pueblo-siervo, partícipe del destino de Cristo siervo. La solidaridad con el Siervo sufriente del Señor ilumina, además, otro aspecto de la tarea de la Iglesia: aquel que puede denominarse de la misión bajo la cruz. Si en el memorial Jesús se ofrece como Aquel que sufre por amor, la Iglesia, al celebrar en la 95

historia el memorial de su Señor, sabe que tiene que participar en el misterio de su dolor. Servir a la causa de Dios y a la renovación de la sociedad a la luz del Evangelio no es obra de triunfalismo ni de conquistas fáciles: el Evangelio se hace presente allí donde el pueblo de Dios completa en su carne la pasión del Hijo del hombre. En la pobreza del dolor, en la falta de los medios humanos, en la prueba de la persecución, en la presencia discreta y fiel de un amor aparentemente infecundo, los cristianos celebran en la vida el memorial de la cruz, y hacen así vivo y presente el Evangelio del dolor de Dios, que es el Evangelio de su amor y de nuestra salvación. A la luz del sacramento eucarístico, el compromiso de los cristianos al servicio de la renovación de la cultura y de la sociedad adquiere al mismo tiempo e inseparablemente la connotación de servicio y participación en la cruz del Señor: esto muestra lo totalmente alejado que está de la inspiración evangélica quien haya entendido el compromiso social y político como un instrumento para afirmarse a sí mismo, para sus propios intereses y para sus propios objetivos predatorios. No se producirá ninguna verdadera renovación social sin operarios valientes dispuestos a vivir la política y el compromiso por los demás como caridad, inspirada en una lógica rigurosa de gratuidad y en el espíritu del servicio, y dispuesta a pagar también el precio más alto antes que ceder al compromiso egoísta de un poder perseguido solamente por sí mismo.

4. De la eucaristía brota la renovación social bajo el emblema de la reforma permanente y de la esperanza más grande En la Última Cena, Jesús presenta, finalmente, la tensión escatológica propia de su memorial: él anuncia que no beberá ya del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con los suyos en el reino del Padre (cf. Mt 26,29; Mc 14,25), es decir, hasta que venga el Reino (cf. Lc 22,18). Comiendo el pan y bebiendo la copa de la eucaristía, los creyentes anunciarán la muerte del Señor hasta su retorno (cf. 1 Cor 11,26). El banquete de la nueva Pascua remite a otro banquete, el definitivo del Reino, del que es anticipación y promesa, y hacia el cual hace fermentar la historia del mundo. El memorial que Jesús entrega a su Iglesia se dispone así como eucaristía de esperanza, apertura al futuro prometido de Dios. De aquí se sigue una doble tarea para la misión de la Iglesia: ante todo, ella tendrá que ser siempre anuncio del acontecimiento divino, y, por eso, fuerza subversiva del presente, conciencia crítica de la historia humana. Al llevar a todas las situaciones la fuerza de su «reserva escatológica», el anuncio eclesial no podrá separarse de la denuncia, ni la llamada al futuro de la crítica del presente, en todo cuanto este presenta de cierre a la acción renovadora del Espíritu. En segundo lugar, celebrar en la vida el memorial de la esperanza significará para la Iglesia proclamar constantemente su carácter provisional, consciente de ser el Reino incoado, de vivir el tiempo «penúltimo», la época que está entre el «ya», cumplido en la 96

Pascua de Cristo, y el «todavía no», prometido para su retorno. De ahí deriva para la comunidad creyente el deber de vivir en estado de perpetua búsqueda y purificación: fiel al «ya», ella está siempre proyectada hacia el futuro, tendiendo incesantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella lleguen a cumplirse las palabras del Señor (cf. DV 8). La Iglesia, al celebrar en la historia el memorial de la nueva Pascua, señala la meta futura, juzga el presente y contagia a los hombres con la fuerza de la esperanza. Se purifica de tal modo porque expone su miseria al juicio salvífico del Espíritu, que, de un modo siempre nuevo, irrumpe en el tiempo de los hombres y los proyecta hacia el futuro de Dios. La evangelización llama constantemente a la Iglesia a ser pobre y, al mismo tiempo, a esperar. En esta perspectiva, la renovación cultural y social cuya necesidad advertimos se ofrece como el fruto de la esperanza más grande, capaz de constituir una especie de reserva crítica con respecto a todas las miopes realizaciones mundanas y de apoyar el compromiso de una reforma continua, que no se conforme con los resultados alcanzados, no ceda al arrobamiento del cumplimiento y a la seducción de la posesión, sino que viva la búsqueda constante de un bien más grande para cada uno y para todos. Por consiguiente, no hay descuentos ni dispensas en la vigilancia crítica que el pan eucarístico exige a los peregrinos de Dios en su tarea al servicio de la renovación de la cultura y de la sociedad. Lejos de ser barata, la lógica eucarística que inspira la renovación social en la visión de fe es cara, pero, solo así, está a la altura de una misión, como la encomendada a la Iglesia, que no deberá olvidar nunca las promesas de Dios o las expectativas más verdaderas de los hombres.

*** La eucaristía contiene, por consiguiente, lo que es más esencial para la vida de la Iglesia y su servicio al mundo. Por eso, en una celebración eucarística consciente y activa, las comunidades y los individuos podrán encontrar la fuerza y el estilo de una presencia eficaz en la obra de renovación, siempre necesaria en la cultura y en la sociedad. Santa Catalina de Siena –entre tantos testigos que podríamos mencionar– es una confirmación viviente de cuanto hemos expuesto hasta ahora. En una carta dirigida a Raimundo de Capua, el confesor que más que cualquier otro la había apoyado en el amor a la comunión frecuente y en el compromiso por la renovación de la Iglesia y de la sociedad de su tiempo, Catalina, avanzada en el dolor hacia el último paso de la vida y siempre ferviente en el amor a su Esposo y a su gente, escribe, casi en forma de testamento espiritual de quien ha sacado y saca de la eucaristía la fuerza de su entrega total a la renovación de la Iglesia y de la sociedad:

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«Pido a la Bondad divina que me deje pronto ver la redención de su pueblo. Cuando es la hora de tercia y me levanto de la misa, veréis a una muerta dirigirse a San Pedro; y entro de nuevo a trabajar en la navecilla de la Santa Iglesia. Y así estoy hasta la hora de vísperas, y de aquel lugar no querría salir ni de día ni de noche hasta ver un tanto estable y firme a este pueblo con su Padre…»[98].

¿No podrá ser también para nosotros, Iglesia de Dios peregrina, el encuentro eucarístico la fuente de un compromiso de renovación cultural y social, que sea al mismo tiempo contemplativo, solidario y apasionado en el servicio y rico en esperanza, también bajo el signo de la cruz? Se lo pedimos al Señor de la historia, recurriendo a las palabras de la misma santa, que tanto influyó en la cultura y la sociedad de su tiempo, precisamente partiendo del encuentro con Jesús vivo en la eucaristía: «Espíritu Santo, ven a mi corazón; por tu fuerza atráelo a ti, Dios mío. Concédeme caridad y temor, protégeme, Cristo, de todo mal pensamiento, enciéndeme y caliéntame con tu dulcísimo amor. Haz que todo duro trabajo me parezca ligero: asistencia, pido, y ayuda en las necesidades, ¡Cristo, Amor, Cristo, Amor!» [99].

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10.

El Templo: donde se celebra y se transmite la fe[100]

¿Cuál es el significado del «misterio del Templo» en la tradición judeo-cristiana? En el lenguaje bíblico, sobre todo paulino, el término «misterio» expresa el plan divino de salvación que se viene realizando en la historia humana, la gloria escondida y revelada bajo los signos de la historia. Por tanto, cuando se escruta el «misterio del Templo» se pretende captar, más allá de los signos visibles de la historia, la presencia de la gloria, la acción del Dios tres veces Santo en los signos de su «campamento» entre nosotros y el significado que este signo de la Presencia divina tiene para la salvación del mundo. Se trata, en suma, de trazar, aunque solo de forma evocadora, las líneas de una «teología del Templo», que perciba, más allá del signo del lugar santo, el mensaje que en él se contiene para la vida y la fe de los creyentes. Una pista sugerente nos es ofrecida por un texto de la Primera carta de Pedro, donde se presenta del siguiente modo la imagen de la Iglesia: «Uniéndoos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero elegida y valiosa ante Dios, también vosotros sois empleados como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales gratos a Dios, por medio de Jesucristo» (1 Pe 2,4s). Según este texto, la obra del Eterno que entra en la historia para comunicarse con los hombres y contagiar su vida se ha cumplido plenamente en el Señor Jesús, que es la «piedra viva», el «ya» de la memoria poderosa, uniéndose al cual se construye el edificio espiritual de la alianza nueva y perfecta, y se prepara la fiesta del Reino mediante los sacrificios espirituales, gratos a Dios porque son realizados en Cristo, por él y con él. A la luz de estas ideas, el misterio del Templo se deja escrutar en tres direcciones, correspondientes a las tres dimensiones del tiempo: en relación con el pasado único y definitivo del evento salvífico, el Templo se ofrece como memoria de nuestro origen en el Señor del cielo y de la tierra; en relación con el presente de la comunidad de los creyentes, reunida en el «mientras tanto» que se encuentra entre la primera y la segunda venida del Señor, el Templo se perfila como signo de la Presencia divina, lugar de la alianza y monograma de la comunidad de la alianza; finalmente, en relación con el futuro cumplimiento de la promesa de Dios, con el «todavía no» que es objeto de la esperanza más grande, el Templo aparece como signo profético del mañana de Dios en el hoy del mundo.

1. El Templo como «memoria» de nuestro origen

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El Templo es ante todo «monograma de la memoria»: con esta fórmula se quiere decir que en la tradición judeo-cristiana el templo no es simplemente una obra humana, fruto de carne y de sangre, cargada de símbolos cosmológicos o antropológicos, sino que surge originariamente de la iniciativa de Dios en la historia, y la fe nos lo recuerda nuevamente. El Templo es la casa del Eterno, llena de la nube de su presencia (cf. 1 Re 8,10.13), colmada de su gloria (cf. v. 11). En el clima de la adoración, de la invocación y de la alabanza, Israel sabe que el Templo no es obra de la pretensión humana para recluir a Dios en él, sino que fue su Dios quien lo quiso como signo de amor. Testigo de esta convicción es la espléndida oración de Salomón, que habla precisamente de la dramática conciencia de la posibilidad de ceder a la tentación idolátrica en la construcción del espacio sagrado: «Aunque, ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que he construido! Vuelve tu rostro a la oración y súplica de tu siervo. Señor, Dios mío, escucha el clamor y la oración que te dirige hoy tu servidor. Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu Nombre. ¡Escucha la oración que tu siervo te dirige en este sitio!» (1 Re 8,27-29).

El Templo, por consiguiente, no es edificado porque Israel quiera aprisionar la presencia del Eterno, sino exactamente por lo contrario, porque el Dios viviente, que entró en la historia y la hizo historia de la salvación, que caminó con su pueblo en la nube de día y en el fuego de noche, quiere dar un signo de su fidelidad y de su presencia siempre viva en medio de su pueblo. El Templo será entonces no la casa edificada por las manos de los hombres, sino el lugar que atestigua la iniciativa de Aquel que edifica él solo la casa: tal es la verdad sencilla y grande comunicada por las palabras del profeta Natán. «Ve a decir a mi siervo David: “Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella?”… El Señor te anuncia que te construirá una casa a ti. Y cuando hayas llegado al término de tu vida y descanses con tus antepasados, estableceré después de ti a un descendiente tuyo, nacido de tus entrañas, y consolidaré su reino. Él edificará un templo en mi honor y yo consolidaré su trono real para siempre. Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo» (2 Sm 7,5.11-14).

El Templo asume, por consiguiente, el carácter de memoria viva del origen divino del pueblo de la alianza, elegido y amado: es la referencia permanente al hecho de que no se nace como pueblo de Dios de la carne y de la sangre, sino que la vida de fe nace de la iniciativa admirable del Dios que entró en la historia para unirnos a él y cambiarnos el corazón y la vida. El Templo es la memoria eficaz de la obra de Dios, el signo visible que proclama a todas las generaciones la grandeza del amor de nuestro Dios, y atestigua que él nos amó primero y quiso ser nuestro salvador. Lo que en el Antiguo Testamento era el templo de Jerusalén, en el Nuevo Testamento encuentra su cumplimiento más elevado en la misión del Hijo de Dios, que 100

se convierte él mismo en el nuevo Templo, la morada del Eterno entre nosotros, la alianza en persona. Dice Jesús a los judíos: «Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré». Recogiendo su réplica –«Este templo ha sido construido en cuarenta y seis años ¿y tú lo reconstruirás en tres días?»–, el evangelista Juan comenta: «Él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando después resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho aquello, y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús» (Jn 2,19-22). También en la economía de la nueva alianza, el Templo es el signo de la iniciativa del amor de Dios en la historia: Cristo, el enviado del Padre, el Dios hecho hombre por nosotros, es el Templo nuevo, el Templo esperado y prometido, el Santuario de la alianza nueva y eterna. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, por consiguiente, el Templo es la memoria viviente del hecho de que Dios nos ha amado primero. Cada vez que Israel ha mirado al Templo con los ojos de la fe, cada vez que con estos mismos ojos los cristianos miran a Cristo nuevo Templo y a los templos que ellos mismos han construido a partir del edicto de Constantino, como signo del Cristo viviente entre nosotros, han reconocido en tal signo la iniciativa del amor del Dios viviente por los hombres. El Templo recuerda, en suma, constantemente que la vida nueva no nace «de abajo» por una iniciativa puramente humana, que la Iglesia no es fruto simplemente de carne y de sangre, sino que la existencia redimida y la comunión eclesial en la que ella se expresa nacen «de lo alto», de la iniciativa admirable del amor trinitario de Dios que precede al amor del hombre. El Templo atestigua que Dios es más grande que nuestro corazón, que él nos ha amado desde siempre y que nos ha dado a su Hijo y al Espíritu Santo porque, como dice Pablo, quiere habitar en nosotros y hacer de nosotros el templo de Dios y de nuestros miembros el santuario del Espíritu Santo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si uno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él. Porque santo es el templo de Dios, que sois vosotros» (1 Cor 3,16s; cf. 6,19). «Nosotros somos el templo del Dios viviente, como Dios mismo dijo: “Habitaré en medio de ellos y con ellos caminaré y seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”» (2 Cor 6,16). El Templo es la actualización permanente de la buena noticia de la gratuidad y de la fidelidad de Dios, el anuncio gozoso de que Dios no nos ama porque seamos buenos y nobles, sino que nos hace buenos y nobles porque nos ama. ¿Cuáles son las consecuencias en el plano de la vida cristiana de este mensaje, que el Templo transmite como memoria de nuestro origen en el Señor? Pueden identificarse tres perspectivas fundamentales: en primer lugar, si el Templo recuerda que la Iglesia nace de la iniciativa de Dios, entonces necesitamos recordar constantemente que todo lo relacionado con el Templo y lo que se expresa en él, y, por consiguiente, la vida de la Iglesia y la de cada creyente, es misterio, obra de Dios en el tiempo de los hombres, acción de la gloria escondida bajo los signos de la historia. Ahora bien, al misterio nos acercamos con una actitud de estupor, con una capacidad de asombro: en el Templo se 101

entra con el espíritu de la adoración. Quien no es capaz de asombrarse de la obra de Dios, quien no percibe la novedad de aquello que el Señor realiza con su iniciativa de amor, no podrá ni siquiera percibir el sentido profundo y la belleza del misterio del Templo. El respeto madurado en el Santuario de la adoración implica que al relacionarnos con la obra de Dios, al pensar en la Iglesia, que se reúne en el Templo, debemos hacerlo no con una lógica humana, que quiere definirlo todo recurriendo a lo que se ve y se produce, sino con un sentido profundo de adoración y con la capacidad de asombrarnos ante el misterio. En segundo lugar, si el Templo recuerda la iniciativa de Dios, nos hace comprender que esta iniciativa, fruto de gratuidad absoluta, debe ser acogida con espíritu de acción de gracias. En el Templo se entra ante todo para dar gracias, porque se sabe que hemos sido amados antes de que nosotros mismos fuéramos capaces de amar; al Templo se va para pedir perdón por el pecado, que es, en su naturaleza más profunda, sobre todo una falta de gratitud con respecto al amor de Dios. Percibir el Templo como memoria de la iniciativa divina significa, entonces, educarse en la acción de gracias, cultivando en el corazón un espíritu de contemplación y de paz. El Templo nos recuerda que la alegría de la vida es ante todo la alegría de la alabanza de Dios. Cuanto más seamos capaces de alabar al Señor y de hacer de nuestra vida una perenne acción de gracias, cuanto más se convierta nuestra vida en «eucaristía», sacrificio de acción de gracias al Padre, tanto más será acogido y hecho fecundo el don de Dios en nosotros. Desde este punto de vista, la imagen más bella del Templo es la Virgen María, Templo viviente del Verbo de Dios, aquella que, con espíritu de acción de gracias, supo dejarse cubrir por la sombra del Espíritu, para que en ella fuera concebido el Verbo y donado a los hombres. «María era el templo de Dios, no el Dios del templo» [101]: mirándola comprendemos que el Templo es el lugar de la acogida del don de lo alto, la morada en la que, en acto de acción de gracias, nos dejamos amar por el Señor. El Templo nos recuerda que donde no hay gratitud se pierde el don: donde el hombre no sabe dar gracias a su Dios que le ama cada día de forma nueva, también en la hora de la prueba, el don es ineficaz. Así pues, la «teología del Templo» nos lleva a vivir el gusto de la dimensión contemplativa de la vida, no solo en el Templo, sino siempre, cuando toda la vida que parte del Templo y a él regresa está impregnada por el espíritu de gratitud. Finalmente, el Templo muestra cómo este espíritu de estupor y de acción de gracias no debe nunca prescindir del compartir y del comprometerse por los demás. El Templo nos recuerda el don de un Dios que nos amó tanto que puso su tienda en medio de nosotros, para hacerse compañero de nuestra vida, solidario con nuestro dolor y con nuestra alegría. Si así nos amó el Dios del Templo, también nosotros estamos llamados a amar así para ser con la vida el templo de Dios. El Templo nos impulsa a la solidaridad con los demás, a ser «piedras vivas», que se sostienen unas a otras en la construcción en torno a la piedra angular que es Cristo. De nada serviría vivir el momento del Templo, si 102

este momento no nos impulsara al compromiso en el camino, a la misión y al servicio, allí donde la gloria de Dios se celebra en el amor y en la disponibilidad especialmente para las más débiles y las más pobres de sus criaturas. Vemos así que el Templo, memoria de nuestro origen en el Señor, se convierte en la llamada continua al amor de Dios crucificado en la historia y, por consiguiente, a nuestro ser enviados a compartir con los demás el don recibido de él, para servirles buscando con ellos el camino en comunión.

2. El Templo, signo de la Presencia divina, lugar de alianza El misterio del Templo no solo nos recuerda nuestro origen en el Señor, sino también que Dios no cesa de amarnos nunca y que hoy, en este presente, en el momento concreto de la historia en el que nos encontramos, frente a las contradicciones y los sufrimientos actuales, él está con nosotros. El testimonio unánime del Antiguo y del Nuevo Testamento nos hace comprender que el Templo no es solamente el recuerdo de un pasado salvífico, sino también la experiencia de un presente de gracia: el Templo es el «signo de la Presencia», el lugar de la alianza de los hombres con el Eterno y entre ellos. Al ir al Templo, el israelita piadoso redescubre la fidelidad del Dios de la promesa a cada «hoy» de la historia. Mirando a Cristo, nuevo Templo, del que son signo los templos cristianos, los discípulos saben que el Dios cristiano está siempre vivo y presente entre ellos y por ellos: «De modo que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los consagrados y de la familia de Dios; edificados sobre el cimiento de los apóstoles, con el Mesías Jesús como piedra angular. Por él todo el edificio bien trabado crece hasta ser templo consagrado al Señor; en él vosotros entráis con los otros en la construcción para ser morada de Dios por medio del Espíritu» (Ef 2,19-22).

Habitando entre los suyos y en sus corazones, el Santo hace de ellos su Templo vivo: el templo de piedras muertas remite a Aquel que nos hace Templo de piedras vivas, el Espíritu de Dios que desciende sobre nosotros para renovar nuestro corazón y la vida. El Templo es, por consiguiente, el lugar del Espíritu, porque es el lugar en el que la fidelidad de Dios nos alcanza y nos transforma según la voluntad del Eterno. Al Templo se va ante todo para invocar y acoger el Espíritu Santo, para llevar, después, este Espíritu en todas las acciones y en todas las esperas de la vida. En este sentido, el Templo se ofrece como la llamada constante de la presencia viva del Espíritu Santo en su Iglesia, él que nos da a Cristo para gloria del Padre, en el que vivimos, nos movemos y existimos. El Templo es el lugar de la nueva alianza, en la que la Iglesia redescubre siempre de nuevo que es la communio sanctorum. Esta expresión, que se encuentra en la sección del Credo relativa a la obra del Espíritu Santo, expresa densamente el misterio de la Iglesia, peregrina en el tiempo, entendida como Templo del Espíritu. La fórmula se 103

refiere ante todo al Espíritu Santo, que realiza la comunión de los santos: communio Sancti es la Iglesia, vivida como comunión en el Espíritu Santo, que, impregnando los miembros del cuerpo de Cristo, hace de ellos el templo viviente del Señor. Esta acción vivificante la realiza el Espíritu mediante los signos de la nueva alianza, que el Templo guarda y ofrece. Entre ellos destaca sobre todo la palabra de Dios: el Templo es por excelencia el lugar de la Palabra, en la que el Espíritu llama a la fe y suscita la congregatio fidelium. Es fundamental asociar el Templo a la escucha perseverante y acogedora de la palabra de Dios, que no es una palabra humana cualquiera, sino el mismo Dios que vive en el signo de su Palabra. El Templo, en el que resuena la Palabra, es el lugar de la alianza, donde Dios comunica a su pueblo su fidelidad, para iluminar el camino, para derribar y consolar y dar la vida. El Templo es lugar del Espíritu porque es el lugar de la Palabra, en la que se nos da el Espíritu, y porque es el lugar de los sacramentos, en los que la Palabra encuentra su actualización más densa y eficaz. Los acontecimientos sacramentales son los lugares del encuentro de los vivientes con Aquel que les hace vivir y les nutre de vida siempre nueva con la consolación del Espíritu Santo. Cuando se celebra un sacramento en el Templo, no «se hace» algo, sino que nos encontramos con Alguien, más aún, es Alguien, Cristo, quien, en la gracia del Espíritu, se hace presente a nosotros para contagiarnos de sí y cambiar nuestra vida. Todos los sacramentos, que se celebran en el Templo, no son, por tanto, cosas, sino acontecimientos de salvación, encuentros personales con el Dios vivo, que en el Espíritu alcanza a cuantos van a él hambrientos y sedientos de su verdad y de su paz. Lugar de encuentro con el Señor de la vida, el Templo es, por consiguiente, lugar de alianza, señal fiel de la presencia del Dios vivo en medio de su pueblo, porque en él, mediante su Palabra y los sacramentos, él se comunica con nosotros. Mediante los signos sacramentales de la Gracia, lugar del Espíritu Santo, quienes llegan al templo de piedras muertas se convierten en el Templo de piedras vivas: la comunión con el Espíritu Santo –realizada mediante la comunión con las realidades santas de la palabra de Dios y del Pan eucarístico– genera la comunión de los santos, el pueblo santo del Altísimo, hecho santo por obra del Espíritu Santo. A través de la Palabra y de los sacramentos, el Espíritu colma el corazón de los fieles, haciendo de ellos la comunión de los santos, el templo vivo de Dios, el cuerpo de Cristo presente en la historia de los hombres. Así pues, el Templo es una referencia al misterio profundo de la obra del Espíritu Santo, fuente de agua viva a la que siempre recurrimos nuevamente para vivir y para morir en la verdad del Eterno. Por eso, al Templo no vamos como a un lugar de piedras muertas, sino como al templo del Dios vivo, signo de su presencia y lugar de la alianza viva y nueva con él, para que el Espíritu llene de nuevo nuestros corazones, para que la palabra de Dios resuene viva para nosotros, para que la gracia de los sacramentos libere nuestro corazón muchas veces agobiado por las contradicciones y 104

por el pecado, y nos dé a nosotros, peregrinos del Señor, la fuerza para comenzar de nuevo desde el principio con frescor renovado, con nueva esperanza y alegría nueva en el corazón, para ser testigos transparentes y contagiosos del Eterno entre los hombres. En el Templo nace, entonces, siempre de nuevo, la Iglesia de los hombres vivos en el Dios vivo; en él cada uno puede redescubrir el don que la fantasía del Espíritu le ha dado para la utilidad de todos; en el Templo es donde cada uno discierne y madura su vocación y se hace disponible para realizarla en el servicio al prójimo en la comunidad de la Iglesia.

3. El Templo, signo de la esperanza que no decepciona El Templo, memoria de nuestro origen en el Señor y lugar de nuestra alianza con él, es también memoria de nuestra Patria última y definitiva, que es el reino de Dios, «todo en todos» (1 Cor 15,28). El signo del Templo no solo nos recuerda de dónde venimos, ni solamente quiénes somos, sino que también abre nuestra mirada para discernir a dónde vamos, cuál es la meta de nuestra peregrinación en la vida y en la historia. El templo histórico remite a la Jerusalén celeste, nuestra Madre, la ciudad que desciende de Dios, toda ataviada como una esposa, Templo escatológico y Santuario de la gloria, donde no habrá más lágrimas, ni tristeza, ni dolor ni muerte. Así, el Templo se ofrece como un denso «anagrama de la esperanza», una referencia al horizonte más grande, que entreabre la promesa que no decepciona. En las contradicciones de la vida, el Templo, edificio de piedra, se convierte en una referencia a la Patria vislumbrada aunque aún no poseída, y cuya espera creyente y esperanzada nutre y sostiene el camino de los discípulos, peregrinos en este mundo. Es significativo que también frente a los sufrimientos más grandes, el pueblo elegido haya sentido siempre la necesidad de expresar el signo de la esperanza reedificando el Templo, santuario de la adoración y de la alabanza. Israel hizo cualquier sacrificio con tal de que se restituyera a sus ojos y a su corazón este signo, que no solo pudiera recordarle el amor de Dios que lo eligió y vive en medio de él, sino que le evocara también la nostalgia de la meta última de la promesa, hacia la que están en camino los peregrinos de Dios. El signo del Templo nos testimonia, entonces, que no estamos hechos para vivir y morir, sino para vivir y derrotar a la muerte en la victoria de Cristo, en la gloria de los santos. En consecuencia, la comunidad que celebra a su Dios en el Templo recuerda que es Iglesia peregrina: el Templo presente no es el punto de llegada; gustando en él la Belleza del don divino, los creyentes reconocen no solo que no han llegado aún, sino que advierten todavía con más fuerza la nostalgia de la Patria, el deseo del cielo. El Templo nos hace reconocer nuestra condición de pobres, nos ayuda a descubrirnos ecclesia semper reformanda, pueblo de peregrinos que debe comenzar cada día de nuevo su peregrinación. El Templo se convierte en la llamada al estilo de una Iglesia en camino, pobre y sierva, que avanza hacia la Jerusalén celeste que aún no hemos alcanzado. Cada 105

vez que la comunidad se reúne en el Templo, lo hace para recordarse a sí misma el otro Templo, la ciudad futura, la morada de Dios que quisiéramos construir ya en este mundo con el compromiso de nuestra vida, pero que solo podemos anhelar, aguardar llenos de esperanza y siendo conscientes de nuestros límites. El misterio del Templo recuerda, en suma, a la Iglesia su condición de provisionalidad, el hecho de que está siempre en camino hacia una meta más grande, la patria futura que llena el corazón de esperanza y de paz. Precisamente por esas razones, el Templo asume una relevancia profética, porque al ser signo de la esperanza más grande, que evoca la meta última y definitiva, donde todo hombre será plenamente hombre, respetado y realizado según la justicia de Dios, se convierte en la instancia constante que critica la miopía de todas las realizaciones humanas, que quisieran imponerse como absolutas: el Templo es contestación de toda presunción mundana, de toda dictadura política, de toda ideología que quiera decir todo sobre el hombre, porque nos recuerda que existe otra dimensión: la del reino de Dios que debe llegar en plenitud. En el Templo nace la vocación ético-política de los cristianos a ser en la historia conciencia evangélicamente crítica de las propuestas humanas, a inquietar las conciencias, a recordar a los hombres el destino más grande, por el cual no deben empobrecerse en la miopía de lo que se lleva a cabo, sino que deben ser incesantemente fermento para una sociedad más justa y más humana para todos, sobre todo para los más pobres y quienes más sufren entre nuestros compañeros de camino. Precisamente porque es llamada a la otra dimensión, a lo nuevo que debe venir de los cielos nuevos y de la tierra nueva, el Templo fundamenta el compromiso de la Iglesia de ser fermento crítico y profético en esta tierra. Aquí nace la vocación del cristiano a vivir en el mundo aun sin ser del mundo, vocación que es rechazo de las polarizaciones ideológicas de cualquier signo, para ser presencia estimulante y crítica al servicio de la construcción de todo el hombre en cada hombre según la voluntad del Señor. En el Templo, finalmente, el pueblo de Dios aprende a ser la Iglesia de la esperanza y de la alegría. Quien ha entrado en el misterio del Templo sabe que Dios está ya actuando en esta historia humana, que ya ahora –a pesar de las tinieblas del tiempo presente– es el amanecer del tiempo que debe venir, que el reino de Dios está ya naciendo y que, por consiguiente, nuestro corazón puede estar ya lleno de alegría, de confianza, de esperanza, no obstante el dolor actual, la muerte y las lágrimas y la sangre que corren sobre la faz de la tierra. El Salmo 122 –uno de los salmos de las subidas, cantados por los peregrinos en camino hacia el Templo santo– dice: «Qué alegría cuando me dijeron: “¡Vamos a la casa del Señor!”». Es un testimonio que evoca toda la teología del Templo. En cuanto «casa del Señor», el Templo recuerda a todos el horizonte de la patria prometida y la dimensión de esperanza, la certeza de que, a pesar de todo y contra todo, Dios vencerá al final, porque en Cristo ha vencido ya al mundo. El Templo es el monograma de la profecía, el signo seguro de que esperar no es utopía ni evasión, sino 106

espera que no decepciona, fundada sobre Aquel que resucitó de entre los muertos y volverá en la gloria: Cristo, nuestra esperanza, nuevo Templo, garantía del cumplimiento último y definitivo.

Conclusión El Templo –a la luz de las consideraciones que hemos presentado como pista para una posible y articulada «teología del templo»– no es solamente una obra humana, es un misterio, un signo visible de la presencia del Dios invisible. Este misterio se deja captar en tres direcciones: en cuanto memoria de nuestro origen, nos recuerda la iniciativa de Dios y nos hace abrirnos a ella con el sentido del asombro, de la gratitud y del compromiso, que funda la dimensión contemplativa de la vida. En cuanto lugar de la Presencia divina nos recuerda la fidelidad de Dios y su acción incesante en medio de nosotros: es el lugar de la alianza, donde en la gracia del Espíritu Santo, mediante la palabra y los sacramentos, la Iglesia nace siempre de nuevo como pueblo de la alianza entre los pueblos, comunidad de salvación en la historia, viva en Aquel que es Viviente, formada por resucitados en Aquel que resucitó. Finalmente, en cuanto memoria de la Patria, el Templo es profecía y signo de esperanza, que recuerda que no todo se ha cumplido, sino que debe cumplirse según la promesa de Dios hacia la que nos encaminamos: precisamente, mostrando la relatividad de todo lo que es penúltimo respecto al horizonte último y la Patria última, el Templo llena el corazón de los creyentes de la alegría, que el mundo no conoce, y que solo Cristo, Templo nuevo de la humanidad reconciliada con Dios, puede dar. Esa alegría, que nadie puede arrebatar a la custodia de un corazón fiel, convertido también él en templo vivo del Eterno, Templo de carne de la adoración a él en espíritu y verdad.

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QUINTA PARTE:

La fe vivida «El ángel del Señor le tocó y le dijo: “¡Levántate, come! Porque es demasiado largo para ti el camino”. Se levantó, comió y bebió» (Cf. 1 Re 19,5-8)

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Testigos de la fe, custodios/guardianes de la vida[102]

El término que en la Biblia corresponde mejor a la idea de responsabilidad es, tal vez, el de «custodia/guarda». Custodiar quiere decir estar al lado del otro con atención de amor, respetando y acompañando su camino, haciéndose cargo, cultivando su vida como bien absoluto. Es en este sentido en el que el Antiguo Testamento usa el término «custodio o guardián» (šomer en hebreo) con referencia al Dios de la historia de la salvación. «No duerme ni reposa el guardián de Israel. El Señor es tu guardián, el Señor es tu sombra y está a tu derecha» (Sal 121,4-5). Análogamente a como el Eterno custodia a su criatura, esta es llamada a «custodiar» el mundo en el que habita y al otro hombre como su hermano: «Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigila el guardián» (Sal 127,1). El objeto del custodiar, al que es llamada la responsabilidad moral de todo ser humano, es múltiple: «Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación». Así lo expresó el papa Francisco en la homilía de la liturgia inaugural de su servicio de obispo de Roma, ampliando, por otra parte, la mirada a toda la familia humana: «Pero la vocación de custodiar no solo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien» (19 de marzo de 2013).

Reflexionando sobre la custodia y el cultivo de la vida, me detengo en tres ámbitos, considerando al hombre sucesivamente como custodio de la creación, como custodio del otro y como custodio de Dios, que, a su vez, lo custodia de modo especial en su pueblo, la Iglesia.

1. El hombre, custodio de la creación La creación es entregada al hombre para que la guarde o custodie: «El Señor Dios tomó al hombre y lo puso en el jardín de Edén, para que lo cultivara y lo guardara» (Gn 2,15). ¿Qué significado tiene esta llamada a la custodia? Creado por un acto de puro amor, conservado en su existencia para el constante realizarse de la donación originaria, el 109

hombre y, con él, el universo entero «habitan» en el misterio de Dios. Dios Trinidad, el Dios que es amor y eterna relación de amor, es el misterio del mundo, al mismo tiempo e inseparablemente su origen, su seno y su patria. La «casa» del mundo remite a la «casa» trascendente, íntima a cada cosa más que cada cosa a sí misma: la responsabilidad que la criatura libre y consciente está llamada a ejercer hacia cada una de las criaturas y hacia el conjunto de la «casa», que es el mundo, se enraíza en la relación de todo lo que existe con su «divina» casa, que es la Trinidad trascendente, al mismo tiempo revelada y escondida en toda la creación. La ética como «comportamiento» (en griego: éthos, con épsilon inicial) remite a la ética como «morada» (en griego: ḗthos, con eta inicial): el actuar moral debe ser consecuente con el reconocimiento del ambiente vital en el que actúa la persona, el penúltimo de las cosas creadas y el último del misterio divino que crea y sostiene el universo entero. La finalidad de la creación no puede ser otra, entonces, que la del mismo acto creador: la gratuidad del amor, la pura y extendida belleza de amar. Creado por amor, el hombre está destinado a realizarse en la plenitud del amor: la gratuidad en la que tiene su origen constituye, en no menor medida, su sentido. El Dios del inicio es el Dios del cumplimiento, cuando será todo en todos y el universo será su patria. Este fin, para el que existe todo, es cuanto el lenguaje de la tradición judía y cristiana llama la gloria de Dios: el término expresa la potencia y el esplendor del Altísimo, su comunicación gratuita y creadora con las criaturas, y, por parte de estas, el reconocimiento de la donación, el estar destinadas a acoger a Aquel que libremente y por amor se ha destinado a ellas: «El mundo fue hecho para la gloria de Dios» [103]. El comportamiento de la criatura libre y consciente será entonces éticamente responsable y espiritualmente fecundo si tiende a celebrar en cada elección la gloria del Dios vivo, es decir, a acoger su amor creador en el acto siempre nuevo de la donación de la existencia, de la energía y de la vida, y a responder al don con el don, al amor con el amor. Al vivir esta respuesta, la criatura realiza la verdad de sí misma según el proyecto del Creador: «Gloria Dei vivens homo, vita hominis visio Dei» [104]. La ética de la custodia de la creación, vivida para gloria del Creador, se expresa en tres formas fundamentales: el trabajo, el respeto y la fiesta. El trabajo lleva consigo la impronta del amor fontal del Padre: mediante él, el hombre participa en la misma acción creadora de Dios con respecto a la creación. «La actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo»[105].

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El trabajo establece con la creación una relación de transformación y de finalización, que nunca debería ser de instrumentalización y explotación. El trabajo exige tanto el reconocimiento de las cosas creadas en su autonomía propia y en su finalización con relación al proyecto de Dios, cuanto el respeto a la persona humana en su vocación a ser cooperadora de la acción divina en el mundo. En este sentido, la falta de trabajo ofende la dignidad más profunda del ser humano y debe considerarse como estímulo al compromiso y a la responsabilidad de todos, para que cada uno pueda expresarse de la manera apropiada a su vocación en el trabajo que está llamado a desarrollar. La relación que coordina la iniciativa laboral de la criatura humana con la dignidad de cada una de las realidades creadas se ha expresado en la tradición cristiana de manera significativa en la espiritualidad monacal benedictina del «ora et labora» [106]. El trabajo marca la jornada del monje como un elemento necesario de su vocación de glorificar a Dios, y entra armónicamente en el ritmo del tiempo cualificado de la alabanza del Altísimo, insertando en él la naturaleza con sus ciclos y sus estaciones. La interioridad del tiempo se une, así, a la exterioridad del espacio en un único proceso vital que es, al mismo tiempo, gloria del Eterno y realización de la creación en comunión con la persona humana y la comunidad de los hombres, no a pesar de, sino a través de las transformaciones que la actividad humana introduce en los ritmos de la naturaleza, sin por ello alterarlos[107]. La responsabilidad ecológica se expresa, además, en la relación de respeto hacia la dignidad de toda criatura. Esta relación, hecha de sobriedad y de espíritu de pobreza, de atención y de escucha discreta, reconoce y acoge en toda realidad creada el evento de la donación por parte del Creador, que en ella se cumple, el milagro, siempre nuevo y sorprendente, del acto de existir. Esta relación puede caracterizarse con la categoría, propia de la tradición espiritual, de la reverentia. Esta puede ilustrarse con las reflexiones de la Contemplación para alcanzar amor, con que concluyen los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. «El primer punto es traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares… El segundo, mirar cómo Dios habita en las criaturas: en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender; y así en mí dándome ser, animando, sensando y haciéndome entender… El tercero, considerar cómo Dios trabaja y labora por mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra, id est, habet se ad modum laborantis. Así como en los cielos, elementos, plantas, frutos, ganados, etc., dando ser, conservando, vegetando y sensando, etc. El cuarto, mirar cómo todos los bienes y dones descienden de arriba, así como la mi medida potencia de la suma y infinita de arriba, y así justicia, bondad, piedad, misericordia, etc.; así como del sol descienden los rayos, de la fuente las aguas, etc.»[108].

El estupor y el asombro ante el evento siempre nuevo del amor, que es la existencia de la criatura, se convierten en espíritu de acción de gracias, pobreza receptiva del don, respeto y delicadeza hacia todo lo que existe. Escribe el teólogo ortodoxo Dumitru Staniloae:

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«El santo deja percibir, en las miradas de todo ser humano, un comportamiento lleno de delicadeza, de transparencia, de pureza en el pensamiento y en los sentimientos. Su delicadeza se extiende también a los animales y a las cosas, porque en toda criatura ve él un don del amor de Dios, y no quiere que este amor sea herido, tratando estos dones con negligencia o indiferencia. Él respeta a todo hombre y toda cosa. Si un hombre sufre, o también un animal, les manifiesta una compasión profunda»[109].

La ética ecológicamente responsable anticipa en su relación con la creación algo del futuro prometido mediante el descanso y la fiesta: solo el hombre es capaz de pregustar el día de la nueva creación, en el que se realizará plenamente la belleza de la presencia de Dios todo en todos. El día octavo, el día de la resurrección de Cristo, es prenda del domingo sin ocaso de la definitiva creación renovada. Celebrar el día del Señor es, entonces, exigencia profunda de una espiritualidad ecológica, que a la fiesta del hombre con su Dios invita al universo entero en la superación de las laceraciones, en la renovación de las relaciones entre hombres, animales y cosas, en vínculos de comunión y de paz con todas las criaturas. Un signo y un instrumento de estas relaciones renovadas es el descanso: este no es una simple cesación de las actividades productivas, sino la regeneración de todas las relaciones, el tiempo en el que todo se ve y se transfigura en la perspectiva del šalom bíblico, de la creación unificada en Dios. Nada ilumina mejor el sentido teológico y espiritual del descanso que la concepción judía del sábado, el día precisamente de la menuḥah, del descanso de Dios (cf. Gn 2,2 y Ex 20,11): «A lo largo de todo el arco de la semana se nos llama a santificar nuestra vida empleando las horas del espacio. En el día del Sábado se nos concede participar en la santidad que está en el corazón del tiempo… El descanso limpio y silencioso del Sábado nos conduce a un reino de paz infinita, a la fuente de la consciencia de lo que significa la eternidad… La eternidad expresada en un día» [110]. El Sábado es el último día, como el Domingo es el primero: el «día séptimo» se corresponde con el «octavo» como el descanso con la fiesta; el cumplimiento vivido y gustado en el primero se conjuga con el nuevo inicio celebrado en esta. Un ejemplo de la capacidad de relacionarse con la creación en la armonía del descanso y de la fiesta es la espiritualidad franciscana de la «custodia»: inspirada en una relación de paz y de bien con el universo entero, también ella está cargada de la tensión anticipadora de la creación renovada. Francisco, en su Cántico de las criaturas, alaba al Altísimo «cum tucte le creature» y «per» ellas, es decir, inseparablemente con ellas, por razón de ellas y mediante ellas, en un vínculo de comunión y de solidaridad con la creación. «Custodiar» la creación es al mismo tiempo vivir la paz del descanso sabático en solidaridad con ella, y abrirse a la fiesta de la donación siempre nueva del Creador con espíritu de «perfecta alegría». Francisco une la espiritualidad del Sábado con la experiencia gozosa del día del Resucitado[111]. Benito, Ignacio, Francisco ofrecen, por consiguiente, tres modelos elocuentes de las actitudes fundamentales propias de una ética y de una espiritualidad ecológicas, que, enraizadas en la fe trinitaria, hacen del hombre el custodio de la creación según el plan de Dios: trabajo y reverente acogida, descanso en la paz del cumplimiento y fiesta en la 112

alegría de un nuevo inicio aúnan al hombre y a la creación en una misma relación de amor, que participa del amor creativo de los Tres, y celebra, en la responsabilidad hacia la gran «casa» del mundo, la gloria de la Trinidad, «morada» trascendente y santa de todo cuanto existe.

2. El hombre, custodio del otro Custodio de la creación, el hombre es también custodio del otro, hermano en humanidad ante el único Padre celestial. En los orígenes de la familia humana, Caín demuestra que es consciente de esta responsabilidad, aunque la negó con los hechos, cuando a la pregunta del Señor: «¿Dónde está Abel, tú hermano?», respondió: «No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). En realidad, el hecho de ser creados por el único Dios y Señor nos hace estar originariamente unidos en un vínculo de fraternidad, que nos llama a ser «custodios» el uno del otro: «el rostro de los otros» que nos mira es testigo de que nuestro «yo» no es todo y de que, es más, tiene necesariamente que medirse con la necesidad del otro, con la exigencia que cada uno lleva en sí de amar y de ser amado, viviendo el éxodo de sí hacia los otros, y rompiendo así el encanto de toda totalidad presuntuosamente encerrada en sí misma. Escribe Emmanuel Lévinas: «Es posible remontarse a partir de la experiencia de la totalidad a una situación en la que la totalidad se rompe, mientras esta situación condiciona la totalidad misma. Esta situación es el destello de la exterioridad o de la trascendencia en el rostro del otro» [112]. El reconocimiento de la responsabilidad hacia el otro, solicitado por su rostro que nos mira, está en el fundamento de la misma posibilidad de la ética[113]: si se quiere motivar la exigencia de hacer el bien y de evitar el mal, hay que anclarla fuera del arbitrio despótico del sujeto, en una exigencia última y trascendente, de la que el bien es el esplendor irradiante, la exigencia amable, el don perfecto. Y, viceversa, el mal es la resistencia opuesta a esta llamada, el apasionado permanecer en la negación, la lucha vivida en nombre de una causa falsa, aquella de la propia libertad erigida como absoluto contra el Absoluto. Desde el éthos clásico a la moral de las Diez Palabras, vinculadas al Gran Código de la alianza, desde el Sermón de la montaña hasta la exigencias de justicia del derecho romano, es este enraizamiento de una moral fundada en la Trascendencia –y, por tanto, en la exigencia vinculada al otro con el que medirnos, tanto cercano e inmediato, como último y trascendente– el que ha regido los destinos de la vida personal y colectiva de Occidente. Con la aparición moderna de la atención central a la subjetividad cambian los términos del problema moral: de la heteronomía –en la que se reconoce la fundación objetiva y absoluta de la moral– se pasa a la autonomía, a una moral que se quiere «emancipada», donde la valentía de existir autónomamente se extiende desde el cognoscitivo Sapere aude! –«¡Atrévete a pensar!»– al ámbito de las decisiones Libere 113

age! –«Actúa según el código de una absoluta libertad»–. La autonomía aparece como el desafío sobre el que debe medirse todo imperativo moral, para verificar si este hace más libres o menos libres, más humanos o menos humanos. Convertirse en norma para uno mismo, ser sujeto y no objeto del propio destino, es el proyecto que debe perseguirse. La embriaguez de este sueño prende en los espíritus más diversos, en formas burguesas o revolucionarias, de progreso o de conservación. Sin embargo, muy pronto se impone la conciencia de la imposibilidad de una ética totalmente subjetiva: ¿Qué bien sería aquel que solo lo fuera para mí? ¿En nombre de qué criterio válido para todos habría que evitar el mal? ¿No es el límite entre mi libertad y la del otro también el límite de toda autonomía? Y, ¿por qué si una elección me resultara más ventajosa –en términos morales o económicos o políticos– debería seguir un criterio diverso del simple beneficio y actuar de manera diferente? Si, además, un comportamiento incorrecto se extiende –justificado por el motivo de que «¡todos lo hacen!»–, ¿en nombre de qué valor moral tendría que evitarlo, si la elección es dejada al arbitrio personal? A partir de la confluencia de estas preguntas es cuando se perfila la urgencia de afrontar el tema de la fundamentación de la ética, en una época en la que el paso del fenómeno al fundamento aparece tan necesario como, con frecuencia, esquivado. ¿Cómo pasar de una filosofía del yo a una filosofía del Tú, donde el Otro sea la medida de la responsabilidad moral y los otros constituyan su entramado concreto? Hay que ponerse a la escucha del Otro, abrirse al advenimiento del Tú. La fe reconoce a este Tú otro y soberano en el Dios vivo en toda su alteridad, libre de una libertad irreducible a toda captura, fuente de una ética del don en la que su destinarse a nosotros suscita nuestro destinarnos a él y a los demás en la libertad. En este existir del-uno-para-el-otro la regla suprema es el amor: más allá del ocaso de las pretensiones absolutas de una cierta modernidad y de la inconclusión del nihilismo de la posmodernidad, retorna con toda su fuerza la palabra antigua y nueva del Evangelio: «Amaos unos a otros, como yo os he amado» (Jn 13,34). El ser el-uno-para-el-otro está regido por ese «como». La ética de la trascendencia deja transparentar la trascendente fuente del Don. Se perfilan así cuatro tesis para una ética caracterizada por la custodia del otro. La primera tesis puede formularse así: no hay ética sin trascendencia. No puede darse un actuar moral allí donde no exista el otro, reconocido en todo el espesor irreducible de su alteridad. La fundamentación de la ética es inseparable de este reconocimiento: quien se afirma a sí mismo hasta el punto de negar a todo otro con quien medirse, en el acto mismo de esta afirmación idolátrica se niega a sí mismo como sujeto moral, es más, niega la posibilidad misma de una elección ética entre el bien y el mal, porque ahoga toda diferencia en el océano asfixiante de la propia identidad. En este sentido, ningún hombre es una isla: y quien pensara o quisiera ser tal, al pensarse o quererse así, se anularía a sí mismo como sujeto de relación y, por eso, de vida y de historia real. Hacer del otro el «extranjero moral» es hacerse extranjero con respecto a la 114

verdad de uno mismo, es renegar de la más profunda dignidad del propio ser personal y del propio destino. No hay responsabilidad ni vida moral sin un movimiento de éxodo de sí para ir hacia el otro, sobre todo si es débil, indefenso o no tiene voz. La segunda tesis de una ética de la custodia del otro es la siguiente: no hay ética sin gratuidad y responsabilidad. El movimiento de trascendencia, constitutivo de la responsabilidad, tiene un carácter gratuito y potencialmente infinito: salir de sí en vistas a un retorno, calcular con el otro con el objetivo de un interés propio, es vaciar de todo valor la elección moral, haciendo de ella un comercio o un intercambio entre iguales. La lección de Kant mantiene toda su verdad: el imperativo moral o es categórico y, por tanto, incondicionado, o no es. El destinarse a los demás es un acto gratuito y sin condiciones, no motivado más que por la exigencia o por la indigencia del otro, o no es autotrascendencia, sino reflejo, proyección de sí fuera de sí con vistas a un retorno egoísta a sí. En este carácter gratuito y potencialmente infinito de la trascendencia ética se capta cómo el alma más profunda de ella es el amor, el dar sin cálculo y sin medida por la única fuerza irradiante del don. La ética de la trascendencia no es sino la ética del amor responsable, la moral de la caridad vivida con consciencia y libertad. ¡El bien es la razón de sí mismo! La tercera tesis puede formularse en estos términos: no hay ética sin solidaridad y justicia. En este mismo movimiento de trascendencia se descubre la red de los otros que rodean al yo como fuente de un conjunto de exigencias éticas: atemperarlas de modo que el don hecho a uno no sea herida o cierre a otros es conjugar la moral con la justicia, que es la forma de la trascendencia ética vivida en la comunidad de los rostros que se miran. Regular de forma colectiva esta red de exigencias de justicia es medirse con la necesidad del derecho: no la objetividad abstracta de la norma ni el despotismo del soberano fundamentan la autoridad de la ley, sino la urgencia de atemperar las relaciones éticas para que ninguna sea una ventaja exclusiva para unos en detrimento de los otros. El bien común es medida y norma del actuar individual, especialmente en el campo de los derechos civiles. Finalmente, la cuarta tesis de una ética de la custodia del otro suena así: la ética remite a la Trascendencia libre y soberana, última y absoluta. Cuando se reconoce que el movimiento de trascendencia hacia el otro y la red de los otros en los que estamos ubicados presentan un carácter de exigencia infinita, sobre el horizonte de la ética se perfila la otra trascendencia, última y soberana, de la que la próxima y penúltima es huella y referencia. En el rostro de los otros está el imperativo categórico del amor absoluto que me alcanza, y en lo absoluto de la urgencia de la solidaridad con el más débil es un amor infinitamente indigente el que me llama. Esta trascendencia absoluta y esta necesidad absoluta de amor son el umbral que une la ética filosófica con la ética teológica: aquí, la exigencia del ser el-uno-para-el-otro remite a una relación más profunda y fontal de los Tres que son Uno, en su recíproco darse y acogerse. Aquí la 115

ética de la responsabilidad y la ética de la solidaridad apelan a la ética del don, a la moral de la Gracia. Aquí, el amor –soberana exigencia moral– remite al Amor como eterno evento interpersonal del único Dios en tres Personas. Aquí, en las formas del ser el-unopara-el-otro está el posible-imposible amor, gratuitamente dado de lo alto, que llega a narrarse en el tiempo: la caridad, que «no tendrá nunca fin» (1 Cor 13,8). Sobre ella se medirá la verdad profunda de nuestras elecciones: ¡en la tarde de la vida se nos juzgará en el amor!

3. El hombre, custodio de Dios, custodiado por él en la Iglesia del amor La Iglesia que Jesús vino a fundar en la tierra es la comunidad de los hijos hechos tales en el Hijo: se trata, por tanto, de una fraternidad, la «fraternidad cristiana» [114]. Precisamente de este modo es el icono vivo de la comunión trinitaria, en la que cada uno es «custodio» del otro en la acogida y la donación recíproca. Lo pone de relieve una palabra usada en el Nuevo Testamento, sobre todo en Juan, kathós, que significa «como»: «La fórmula más corriente con la que Juan expresa la realidad escatológica de la Iglesia es la simple conjunción “como” (kathós ). Esta no solo establece un vínculo de semejanza entre Cristo y sus discípulos, sino que indica también que lo que hay en Dios debe estar también en quienes le pertenecen… Los textos con kathós , que afirman una correspondencia ontológica entre las personas divinas y la comunidad cristiana, desembocan precisamente en un mandato: “Amaos unos a otros, como yo os he amado” (Jn 15,12; cf. 13,34); o bien: “Que sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17,21.22)»[115].

En estas palabras de Jesús se capta el triple sentido del término kathós con respecto a la relación entre la Trinidad y la Iglesia: la Iglesia procede de la Trinidad, del amor que vincula al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo, es imagen de la Trinidad y tiende hacia ella. En cuanto tal, la Iglesia es la Iglesia del amor: todo en ella procede del amor trinitario y está llamado a ser imagen suya. El agápē es el alma de la Iglesia, el distintivo de cuantos creen en la revelación del amor del Padre cumplido en Cristo. Allḗlōn allḗlous –«los unos a los otros»– es la fórmula que en el Evangelio de Juan corresponde horizontalmente al kathós: si el «como» expresa la relación entre la Trinidad y nosotros, allḗlōn - allḗlous expresa la relación de la reciprocidad entre nosotros. La caridad de Dios, en definitiva, es la que funda la caridad fraterna: y esta es la participación en la vida divina en el tiempo. El amor de Dios precede al amor del hombre: la Iglesia no es fruto «de carne y de sangre», no es una flor brotada de la tierra, sino que es don de lo alto, fruto de la iniciativa libre y gratuita de la caridad divina. Como su Señor, la Iglesia viene «de lo alto»: su origen no está aquí abajo, en una convergencia de intereses humanos o en el impulso de un corazón generoso, sino en Dios, de donde 116

vino el Hijo en la carne, para vivificar esta carne en el don de la vida trinitaria. Con la historia de Pascua, el Espíritu entró de modo pleno y definitivo en la existencia humana: Dios ha tenido «tiempo para el hombre» y los días del hombre se han convertido, a partir del alba de la resurrección, en el tiempo penúltimo, el «mientras tanto», que está entre la primera venida del Hijo del hombre y su retorno en la gloria, tiempo del Espíritu que incansablemente actúa en la historia humana. De la misión del Hijo y del Espíritu nace la Iglesia, participación de la vida trinitaria en el tiempo de los hombres: «De unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata», «Pueblo congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» [116]. De esta referencia al origen «de lo alto» podemos sacar tres consecuencias para entender el concepto de la comunión eclesial. En primer lugar, el origen trinitario nos hace entender que la Iglesia es don y gracia: la Iglesia no se inventa ni se produce, se recibe. La fraternidad cristiana nace ante todo por la invocación, por la acogida y por la acción de gracias, de lo que resulta la exigencia de un estilo de vida contemplativo y eucarístico. La oración incesante es el alma de toda verdadera fraternidad cristiana. En segundo lugar, la Iglesia se ofrece como misterio: en cuanto obra de Dios y no del hombre, ella es, en su naturaleza más profunda, inaccesible a una mirada puramente humana. Como don divino y comunión fraterna vivificada por el Espíritu, la Iglesia debe reconocerse con los ojos de la fe: por eso ella es objeto de fe –credo Ecclesiam, como recita el Símbolo de la fe–, y el discernimiento de la obra divina en ella, realizado bajo la acción del Espíritu, será siempre necesario para la vida y las elecciones del pueblo de Dios. Finalmente, el recuerdo del origen ayuda a vivir la Iglesia en su aspecto de comunidad comprometida en la historia: como el Verbo se hizo carne, entrando por completo en las contradicciones de la existencia humana y en la muerte, también la Iglesia del amor tendrá que hacerse presente por completo en todas las situaciones humanas, para contagiar en ellas la fuerza y la paz del Redentor del hombre. Una Iglesia en camino con los hombres, capaz de llevar sus lágrimas y su protesta ante Dios y capaz al mismo tiempo de anunciarles la otra dimensión, el horizonte del Reino que llega, contestación y subversión de la miopía de los cálculos y de las presunciones de este mundo. Nacida de lo alto gracias a las misiones del Hijo y del Espíritu, la Iglesia es «icono» de la Trinidad, estructurada a imagen de la vida trinitaria. Análogamente a como en la Trinidad las Personas divinas se in-habitan recíprocamente la una en la otra, sin perder por ello su diferencia –según aquel «intercambio vital» que los Padres griegos llaman perichṓrēsis–, en la Iglesia la multiplicidad de las personas y de las Iglesias locales participa de la unidad de la vida según el Espíritu, que hace de ella el único cuerpo de Cristo, pero sin perder la distinción de los dones y de los servicios en las variedades de las realizaciones históricas particulares, según una genuina perichṓrēsis eclesial (o «inhabitación recíproca» de las personas y de las Iglesias locales). Bajo esta luz se 117

comprende por qué ya desde las más antiguas profesiones de fe, la Iglesia –«icono de la Trinidad»– es llamada communio sanctorum. La expresión tiene varios niveles de significado: alcanzados y transformados por el único Espíritu (communio Sancti), mediante la participación en los bienes de la salvación (communio sanctorum en el sentido del genitivo plural neutro), los bautizados expresan en su vida y en las relaciones recíprocas la maravillosa variedad de sus dones, orientados a la utilidad común (communio sanctorum, en el sentido del genitivo plural personal). La Iglesia, vivificada por el Espíritu, es comunión de los santos en la variedad de los carismas y de los ministerios suscitada por el Espíritu y en su convergencia para el crecimiento común. Para que esta comunión se viva efectivamente, es necesario que se digan con la vida tres «noes» y tres «síes». El primer «no» se dirige al no compromiso, algo a lo que nadie tiene derecho, porque cada uno está dotado, por su parte, de carismas que debe vivir en el servicio y en la comunión: a este «no» debe corresponderle el «sí» a la corresponsabilidad, por la que cada uno se hace cargo por su parte del bien común que hay que realizar según el plan de Dios. El segundo «no» se dirige a la división, pues igualmente nadie puede sentirse autorizado a producirla, porque los carismas proceden del único Señor y están orientados a la construcción del único cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Cor 12,4-7): el «sí» que le corresponde es el del diálogo fraterno, respetuoso de la diversidad y dirigido a la constante búsqueda de la voluntad del Señor. El tercer «no» tiene como objeto el estancamiento y la nostalgia del pasado, a los que nadie puede ceder, porque el Espíritu está siempre vivo y activo en el desarrollo de los tiempos: a este debe corresponder el «sí» a la continua y necesaria purificación y reforma, mediante la que cada uno pueda responder cada vez más fielmente a la llamada de Dios, y la Iglesia entera pueda celebrar plenamente su gloria. Mediante este triple «no» y los tres «síes» correspondientes, de manera dinámica y nunca concluida, la Iglesia se presenta como icono vivo de la Trinidad, participación en el tiempo en la perichṓrēsis de la vida divina, comprometida en anunciar todo el Evangelio a todo el hombre, a cada hombre. Del mismo modo que procede de la Trinidad y está estructurada a imagen de la comunión trinitaria, así la Iglesia se dirige hacia la Trinidad en el camino del tiempo, peregrina hacia la «patria» (como la describe el capítulo VII de la Lumen gentium, dedicado precisamente a la índole escatológica de la Iglesia peregrina). En el Espíritu y por Cristo ella se dirige al Padre: en la tensión hacia esta meta, la Iglesia se reconoce enviada a extender la potencia de la reconciliación pascual de Cristo a todas las situaciones de la historia hasta su retorno, tendiendo, así, continuamente hacia la gloria del Señor del cielo y de la tierra, que es también la realización plena de la criatura. El futuro prometido es la cualidad del ser y del actuar eclesial, la dimensión que a todo llega y vivifica, la llamada del fin, que enseña a la Iglesia a relativizarse, porque le recuerda que es un instrumento, no un fin, sino un medio, llamada a purificarse continuamente y a 118

renovarse incesantemente, y siempre insatisfecha con cualquier meta humana. La tensión con respecto al horizonte último impulsa, también, a la Iglesia a relativizar las grandezas de este mundo: en nombre de su meta más grande, ella tendrá que ser subversiva y crítica de las miopes realizaciones de este mundo. Ciertamente, esto no podrá significar la evitación del compromiso o la crítica fácil: la vigilancia pedida a la Iglesia es costosa y exigente. Gracias a la esperanza fundada en el Resucitado, la Iglesia no deberá nunca identificarse con ninguna ideología, con ninguna fuerza partidista, con ningún sistema, pues de todos tendrá que ser conciencia crítica a la luz del evangelio del Reino. Finalmente, la llamada del fin llena a la Iglesia de alegría: ella exulta ya en la esperanza, porque sabe que es la anticipación militante de cuanto está prometido en la resurrección del Crucificado, justo en el signo de ser fraternidad redimida. A la Iglesia no le faltará la hora de la prueba: pero ella sabe que tras las nubes se mantiene vivo el sol dorado de Cristo vencedor del mal y de la muerte. El Resucitado está vivo y actúa. Es él quien ha vencido al mundo: es él la fuente, inagotable, de la alegría de la Iglesia. Hacia él dirige ella su suspiro: «¡Ven!», y él le responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22,17.20).

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12.

La familia, ámbito vital de la transmisión de la fe[117]

El rostro «posmoderno» de la familia se presenta a menudo bajo el signo de una crisis, cuyas razones nos remiten a los procesos históricos que han llevado a la caída de los «grandes relatos» de las ideologías, consideradas como inspiradoras de realizaciones históricas inevitablemente totalitarias y violentas. La reacción a la masificación ideológica impulsa al hombre posmoderno a vivir de fragmentos: tiempo de la contaminación (todo está contaminado, nada tiene valor) y del goce (no importa quemar el ahora, siempre que se obtenga el mayor placer posible), la posmodernidad se revela, a menudo, como tiempo de la frustración, estación de un «largo adiós» a toda seguridad totalizadora (Gianni Vattimo). También la propuesta religiosa y la oferta de valores de los que es portadora son comparadas por muchos a la ideología, lo que motiva un prejuicio de contraposición. El rechazo de los horizontes totales impulsa también a muchos hijos de la posmodernidad a encerrarse en sí mismos en una especie de reflujo hacia lo privado, produciendo, así, una verdadera «muchedumbre de las soledades», donde la agregación en núcleos sociales fuertes, y especialmente en la célula familiar, aparece forzada o incluso represora y aberrante. Las consecuencias éticas de estos procesos son evidentes: el archipiélago producido por la fragmentación posmoderna reduce al otro a «extranjero moral» del que protegerse. Se delinea así la denominada «modernidad líquida», descrita numerosas veces por el sociólogo y filósofo británico de origen judío-polaco Zygmunt Bauman[118]. En nuestro tiempo ya no hay modelos y configuraciones «dados», y mucho menos «axiomáticos»: simplemente son demasiados y se hallan enfrentados, de modo que cada uno de ellos ha sido despojado de buena parte de sus poderes coercitivos. Al faltar puntos de referencia seguros, todo aparece justificado o justificable con relación a la onda del momento. Los mismos parámetros éticos que el «gran Código» de la Biblia había entregado a Occidente parecen diluidos, poco localizables y evidentes. Se habla de «relativismo», de «nihilismo», de «pensamiento débil». Este rostro fluido de la posmodernidad se manifiesta también en la fragilidad de las seguridades prometidas por la «economía virtual», cada vez más separada de la economía real. Derrumbada la máscara del máximo beneficio al mínimo riesgo, quedan los escombros de una situación económicofinanciera inestable y fluida en todos los niveles. La crisis del mundo del trabajo, y el consiguiente sufrimiento en la vida de muchas familias, marcadas por la inseguridad y la enorme dificultad de satisfacer necesidades que antes eran satisfechas o consideradas de fácil logro, produce una especie de quiebra social que penaliza ante todo la posibilidad de proyectar y sostener caminos de comunión familiar. 120

En el mar de la «sociedad líquida» parece, por tanto, que la institución familiar se encuentra entre las más golpeadas: no solo muchas familias pagan el precio de la crisis, sino que el mismo modelo «familia» se pone en discusión, hasta contraponerle modelos alternativos, que van desde las familias o parejas de hecho, pasando por las convivencias sin compromiso –en mayor o menor medida–, hasta la elección de reconocer a las parejas homosexuales con derechos, deberes y estabilidad iguales a las de las familias formadas por el vínculo nupcial entre un varón y una mujer, abiertas a la procreación y a la paternidad. La batalla por la adopción de hijos por parte de parejas del mismo sexo es solo la frontera de una crisis extendida y profunda del modelo de familia, dado por descontado hasta hace pocos años, no solo en la visión cristiana de la vida, sino también por las diversas visiones ideológicas de la persona, de la sociedad y de la historia. En este contexto puede abrirse camino la tentación de una contraposición irresoluble. Por eso, es particularmente necesario poner de relieve los caracteres personalistas de la propuesta de fe sobre la familia, que no está nunca en contra de nadie, sino siempre y exclusivamente a favor de la dignidad y de la belleza de la vida de cada persona y de toda la sociedad. ¿Cuáles son los caracteres del proyecto familiar que es más que nunca importante redescubrir y proponer? Puede orientarnos útilmente una frase de Benedicto XVI en la carta que envió para la preparación del VII Encuentro Mundial de las Familias celebrado en Milán (30 de mayo – 3 de junio de 2012). Decía el papa: «En nuestros días, lamentablemente, la organización del trabajo, pensada y realizada en función de la competencia de mercado y del máximo beneficio, y la concepción de la fiesta como ocasión de evasión y de consumo, contribuyen a disgregar la familia y la comunidad, y a difundir un estilo de vida individualista. Por tanto, es preciso promover una reflexión y un compromiso encaminados a conciliar las exigencias y los tiempos del trabajo con los de la familia y a recuperar el verdadero sentido de la fiesta, especialmente del domingo, pascua semanal, día del Señor y día del hombre, día de la familia, de la comunidad y de la solidaridad».

Los tres términos que Benedicto XVI invita a conjugar para una visión correcta e integral del valor de la comunidad familiar al servicio del bien de todos son, por consiguiente, la familia, el trabajo y la fiesta. La fe de la Iglesia propone una visión elevada del valor y de la función de la familias: los esposos unidos en el sacramento del matrimonio son imagen de la Trinidad divina, es decir, del Dios que es amor, y, por eso, relación y unidad del Padre, que eternamente ama, del Hijo, eternamente amado, y del Espíritu, vínculo del amor eterno. En esta unidad profundísima cada uno es sí mismo, mientras que acoge totalmente al otro. A la luz de este modelo, la vocación matrimonial es vista como una unidad plena y fiel de dos, comunión responsable y fecunda de personas libres, abiertas a la gracia y al don de la vida a los demás. Seno del futuro, la familia es escuela de vida y de fe, en la que los niños, los muchachos y los jóvenes pueden aprender a amar a Dios y al prójimo, 121

y los ancianos, valiosa raíz, pueden, a su vez, sentirse amados. La familia es, así, sujeto activo en el camino de la comunidad cristiana y de la sociedad civil, no solo destinataria de iniciativas, sino protagonista del bien común en cada uno de sus componentes. Para que esto acontezca, el pacto conyugal, que está en la base de la familia, debe vivirse según algunas reglas fundamentales: el respeto a la persona del otro; el esfuerzo por entender sus razones; el saber tomar la iniciativa a la hora de pedir y ofrecer perdón; la transparencia recíproca; el respeto a los hijos como personas libres y la capacidad de ofrecerles razones de vida y de esperanza; el dejarse cuestionar por sus expectativas, sabiendo escucharlas y discutiéndolas con ellos; la oración, con la que pedir cada día a Dios un amor más grande, tratando de ser el uno para el otro y, juntos, para los hijos, don y testimonio de él. Un estilo de vida así no es fácil, ni debe darse por descontado y, a menudo, las condiciones concretas de la existencia tienden a minarlo, sobre todo en las condiciones de la «modernidad líquida» a la que nos hemos referido: piénsese en la fragilidad psicológica y afectiva posible en las relaciones entre los cónyuges y en la familia; en el empobrecimiento de la calidad de las relaciones que puede convivir con ménages aparentemente estables y normales; en el estrés originado por los hábitos y por los ritmos impuestos por la organización social, por los tiempos de trabajo, por las exigencias de la movilidad; en la cultura de masas comunicada por los medios que influye y corroe las relaciones familiares, invadiendo la vida de la familia con mensajes que banalizan la relación conyugal. Sin un acogerse continuo y recíproco de los dos cónyuges, abriéndose al don de lo alto, no podrá haber fidelidad duradera ni alegría plena: «La flor del primer amor se marchita si no supera la prueba de la fidelidad» (Søren Kierkegaard). Más que nunca, entonces, llega a ser de capital importancia conjugar el compromiso cotidiano en la familia con las condiciones que lo sostengan en el ámbito del trabajo y en la experiencia de la fiesta. En particular, hay que promover una mentalidad que reconozca a la familia como valor prioritario para la realización del bien común, con la convicción de que el potencial educativo implícito en la comunidad familiar es inigualable y –si se desarrolla y se realiza adecuadamente– prepara el futuro de todos del modo más idóneo a la dignidad y a las exigencias de la persona humana. Para que esto se lleve a cabo, es vital que a la familia no le falte el trabajo. Todo trabajo –manual, profesional y doméstico– posee plena dignidad: por tanto, es justo y necesario respetar cada una de estas formas, también en las elecciones de vida que los esposos están llamados a hacer para el bien de la familia y en particular de los hijos. Al bien de la familia contribuye tanto quien trabaja en casa como quien trabaja fuera. Ciertamente, el trabajo presenta a veces aspectos de duro esfuerzo, que –según la fe cristiana– el Hijo de Dios quiso hacer suyos para redimirlos y sostenerlos desde dentro, como recuerda en una página bellísima el concilio Vaticano II: él «trabajó con manos de hombre, pensó con mente de hombre, actuó con voluntad de hombre, amó con corazón 122

de hombre» (GS 22). Inspirándose en el Evangelio es posible, entonces, formarse como hombres y mujeres capaces de hacer del propio trabajo un camino de crecimiento para sí y para los demás, pese a todo desafío en contra. Esto exige vivir el trabajo, por una parte, con responsabilidad plena hacia la construcción de la casa común (trabajar bien, con conciencia y entrega, cualquiera que sea la tarea que se realiza), y, por otra, con espíritu de solidaridad hacia los más débiles, para tutelar y promover la dignidad de cada uno. En esta perspectiva se comprende plenamente cómo la falta de trabajo es una herida grave para la persona, la familia y el bien común, y por qué la seguridad y la calidad de las relaciones humanas en el trabajo son una exigencia moral que debe respetarse y promoverse por parte de cada uno, comenzando por las instituciones y por las empresas. Es necesario en este punto una sinergia de todos los recursos posibles, promovida y coordinada por la acción política del gobierno y por la legislación necesaria, que se funde en la convicción de la relación esencial entre el apoyo a la familia, el crecimiento de las posibilidades laborales y la promoción del bien común. A mi parecer, estas son las verdaderas urgencias sobre las que debe legislarse e intervenirse, sin perseguir modelos contrarios al desarrollo del estado social, inspirados a veces en concepciones liberales radicales totalmente individualistas y ampliamente discutibles. A propósito de la fiesta, finalmente, debe ponerse de relieve cuánto ayuda esta al crecimiento de la comunión familiar: naciendo del reconocimiento de los dones recibidos, que abarcan los bienes de la vida terrena, las maravillas de la gracia acogida de lo alto y la renovación continua del amor recíproco, la fiesta educa el corazón en la gratitud y en la gratuidad. Donde no hay fiesta, no hay gratitud, y donde no hay gratitud el don se pierde. Es necesario educar en el respeto y en la celebración de la fiesta, ante todo como tiempo del perdón recibido y dado, de la vida hecha nueva por la maravilla agradecida, hasta llegar a ser capaces de vivir los días laborables con el corazón de la fiesta. Esto es posible si se comienza a prestar atención a las fiestas que marcan el «léxico familiar» (cumpleaños, onomásticas, aniversarios…), hasta llegar a celebrar fielmente como familia el encuentro con Dios el domingo, día del Señor, encuentro de gracia capaz de producir frutos profundos y sorprendentes. Al respecto, es más que nunca deseable un compromiso de todos para tutelar el domingo como día del descanso y de la fiesta, y, por excelencia, día de la familia y de la comunidad, en particular de la familia eclesial, regenerada por la celebración eucarística dominical como auténtica familia de familias unidas en el amor de la Trinidad. Quien vive la fiesta se siente estimulado a ejercer la gratuidad, experimentando la verdad de que hay más alegría en dar que en recibir. La fiesta nos enseña a vivir el don de nosotros mismos tanto en las elecciones esenciales de la existencia como en los gestos pequeños de la vida cotidiana, aprendiendo a decir palabras de amor y a realizar los actos correspondientes, que brotan de un corazón agradecido y gozoso, nutriendo y reforzando los vínculos familiares. La negación de la fiesta, en particular del domingo, es, por eso, un atentado al bien valioso de la armonía y de la fidelidad conyugal y familiar. Apostar por la familia fundada en el matrimonio y 123

abierta al don de los hijos, y comprometerse en promover las condiciones de trabajo y de respeto por la fiesta, que ayudan a la serenidad y al crecimiento, es contribuir al bien común de manera decisiva, liberándose de lógicas reduccionistas y confusas sobre su valor como célula esencial de la sociedad y de su futuro. Para concluir, quisiera soñar con los ojos abiertos invitando a todos a compartir el sueño para que se haga realidad. Lo hago dirigiéndome a la familia, a cada familia presente y futura, construida según el modelo ofrecido por la revelación trinitaria: «Familia, consagrada en el amor de Dios, te sueño como una imagen viva y radiante de la Trinidad Santa, donde cada uno sea él mismo y acoja al otro en el amor. Familia, santuario de la alianza nupcial, te sueño comunión responsable y gozosa de personas libres: sé que esto no es fácil, pero sé que también en las horas difíciles de tu camino, no estás sola, si sabes pedir al Señor Jesús, luz de la vida, que ilumine tus pasos. Familia, seno del futuro, te sueño escuela de la fe y del amor, donde los niños, los muchachos y los jóvenes puedan aprender a amar a Dios y al prójimo, y los ancianos, nuestra valiosa raíz, se sientan amados. Familia, pequeña Iglesia, te sueño sujeto activo en el camino de la comunidad: no solo destinataria de iniciativas, sino protagonista y partícipe del bien común en cada uno de tus miembros».

A la luz de este proyecto de vida familiar, puede comprenderse cuanto afirma el Vaticano II: «La familia es escuela del más rico humanismo. Para que pueda lograr la plenitud de su vida y misión se requieren un clima de benévola comunicación y unión de propósitos entre los cónyuges y una cuidadosa cooperación de los padres en la educación de los hijos… La familia, en la que distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad» (GS 52).

De ahí que el crecimiento de la calidad de la vida familiar sea considerado una condición decisiva para el crecimiento de la calidad de la vida de todos en la sociedad y en la Iglesia. Con el objetivo de favorecer este crecimiento, a la luz de la enseñanza conciliar y del conocimiento de muchas realidades familiares, quisiera proponer un decálogo esencial, que, en mi opinión, condensa las exigencias conectadas con la madurez plena de las relaciones en familia, para ayudar a cada uno a verificarlas en la concreción de los días con la escala alta de la belleza del plan de Dios: 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8.

Respeta la persona del otro como misterio. Esfuérzate por comprender las razones del otro. Toma la iniciativa de perdonar y de dar. Sé transparente con el otro y dale las gracias por ser transparente contigo. Escucha siempre al otro, sin encontrar pretextos para encerrarte o evadirte de él o de ella. Respeta a los hijos como personas libres. Da a tus hijos razones de vida y de esperanza, junto a tu cónyuge. Déjate cuestionar por las expectativas de los hijos y aprende a discutirlas con ellos. 124

9. Pide cada día a Dios un amor más grande, 10. Esfuérzate en ser para tu cónyuge y para los hijos un don y un testimonio de Dios.

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13.

Mujeres de la fe, protagonistas del anuncio[119]

La herencia bíblica con respecto a las mujeres, tal como llega a Jesús de Nazaret en el ambiente cultural del Israel de su tiempo, puede expresarse en tres aspectos: la bondad de los inicios, la relación herida y el protagonismo extraordinario de determinadas mujeres. La bondad de los comienzos se atestigua sobre todo en el capítulo segundo del Génesis, en el que la metáfora de la costilla de Adán de la que es sacada Eva –la «vida»– muestra la igualdad absoluta de dignidad y la reciprocidad en las relaciones interpersonales entre la mujer y el varón (los comentaristas judíos subrayan la bella unidad sugerida por el juego de palabras ’iš = hombre, e ’iššah = mujer, observando cómo en la diferencia entre los dos términos se encuentran las letras del Nombre divino). La necesidad de esta relación es vital (cf. Gn 2,18). «Sin la mujer, la creación fracasaría, hundiéndose en el cara a cara narcisista y, por tanto, mortal, de Adán consigo mismo» [120]. El capítulo tercero del Génesis muestra cómo el pecado hiere esta relación y la bondad de los comienzos se pierde: a la mujer, más que la responsabilidad de la culpa, en la que insistirán las interpretaciones machistas, se le atribuye el vínculo de la vida, que hace solidaria a la humanidad entera en la experiencia de la caída, cómplice cada uno –varón o mujer– del mal. La relación originaria de comunión cede el puesto a la del dominio por parte del varón (cf. Gn 3,16), que, sin embargo, es reconocida como una forma degradada de la relación, de la que se espera la liberación (cf. el final de Gn 3). A este relato se recurrirá para justificar las diversas marginaciones de la mujer, considerada en una condición normalmente inferior al hombre (así, si hay cien mujeres en la sinagoga y solo nueve hombres, no se tiene el minḥan, el número de orantes necesario para la oración ritual, que exige la presencia de diez varones adultos). A pesar de esto, destacan en la historia de Israel figuras femeninas excepcionales, cuyo protagonismo se exalta y se respeta (desde las matriarcas, que están al lado de los patriarcas, hasta las heroínas como Débora, Judit y Ester, y mujeres ejemplarmente fieles como Rut). «El milagro es precisamente que en esta sociedad con estructuras patriarcales, los grandes puntos de referencia de la historia resultan ser, a pesar de todo, las mujeres» [121]. Y hay páginas – como las del Cantar de los Cantares– donde parece resurgir el mundo del capítulo segundo del Génesis. Jesús restablece con la mujer la relación originaria y, aún más, valoriza su función en la nueva creación acontecida con su advenimiento en la historia. Se muestra totalmente libre de los tabúes que gravan a las mujeres que encuentra en su ministerio: se deja tocar por la hemorroisa (cf. Mt 9,20s); acepta el homenaje de la pecadora (Lc 7,2650); pide agua a una mujer de mala reputación, la samaritana (Jn 4). Desde la 126

anunciación a María hasta las mujeres de los relatos pascuales, los evangelios dan testimonio de un sucederse de figuras femeninas: encontramos incluso a un grupo de mujeres itinerantes que siguen a Jesús(Lc 8,2s; Mt 27,55s y Mc 15,40s). «Todas estas mujeres del Evangelio constituyen una figura mucho más compleja de la condición femenina que la que podíamos esperarnos. No podemos ceñirnos a una imagen de mujer confinada en el espacio doméstico y que se habría mantenido a distancia de los grandes acontecimientos de aquellos días… La audacia y la iniciativa caracterizan a muchas de ellas… Bastantes son modelos de inteligencia espiritual que superan en mucho a los varones del círculo de Jesús»[122].

Un punto está claro: «En los Evangelios la división no se traza entre sexos, sino entre los pobres que confían su desolación y su indigencia a Cristo y aquellos que, diciéndose justos o creyéndose justificados, son indiferentes u hostiles a la salvación que él trae»[123].

Además, en estos textos aparece una «facilidad superior de las mujeres para comprender cuanto Jesús dice y para reconocer el don que él trae» [124]. Tal vez porque, excluidas de todo poder debido a las reglas sociales del tiempo, están más libres del orgullo espiritual, que ciega, y más disponibles al servicio y a la acogida. ¿Cómo se encontraron con Jesús las mujeres de los evangelios abriéndose a la fe en él? ¿Cuál fue su camino hacia la acogida de su misterio? ¿Qué implicó este encuentro para su vida? Las respuestas varían lógicamente dependiendo de los diversos personajes femeninos de quienes hablan los evangelistas: y la riqueza de experiencias y de modelos es en realidad superior a toda expectativa optimista. De ahí la necesidad de hacer elecciones: el Evangelio de Juan –con su peculiar disposición al simbolismo– ofrece ya por sí solo mucho material. Nos detenemos en cuatro episodios, indicativos de cuatro formas fundamentales del encuentro con el Señor vivido por las mujeres, que habla, no obstante, a todos y estimula a cada uno a encontrar su camino hacia él. En el encuentro con la samaritana en el pozo de Jacob se revela la fe como camino de libertad; en el que acontece con la adúltera es la fuerza de la verdad la que triunfa mediante un corazón humilde; en la resurrección de Lázaro emerge, nutrida por la amistad, la fe audaz de Marta, y en la visita de las mujeres al sepulcro el día de Pascua se deja reconocer el dinamismo del amor. Juan 4,1-42: La samaritana, un encuentro que libera. «Llegó Jesús a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de la tierra que Jacob había dado a José su hijo: aquí estaba el pozo de Jacob. Jesús, cansado del viaje, estaba sentado junto al pozo. Era mediodía. Llegó entonces una mujer de Samaría a sacar agua» (vv. 5-7). La samaritana es una persona que se oculta: se oculta de los demás, de ahí que vaya al pozo a la hora a la que nadie iría, la más calurosa del día («Era mediodía»), para no ser vista y criticada; se esconde a sí misma, porque trata de dirigir el diálogo hacia cuestiones grandes, objetivas, 127

para no estar ella en el centro («Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte y vosotros decís que hay que adorarlo en Jerusalén»); se esconde de su historia, porque dice una verdad a medias sobre su pasado: «No tengo marido». Jesús la libera progresivamente y con delicadeza de sus máscaras: toma la iniciativa en el encuentro y rompe todos los prejuicios relativos a la diferencia sexual, por cuanto no era considerado conveniente que un rabí se relacionara con una mujer extranjera. Igualmente, el Maestro supera los prejuicios raciales, porque la mujer era samaritana, es decir, perteneciente a un grupo despreciado, de un territorio que había sido ocupado por gentes idolátricas procedentes de cinco regiones diferentes (según 2 Re 17,24-41), de tal modo que aquella mujer con sus cinco maridos era símbolo de todo su pueblo. Finalmente, Jesús supera los prejuicios sociales, puesto que según la lógica del tiempo había que distanciarse de aquella mujer reiteradamente adúltera. Mostrando la relevancia subjetiva de los discursos objetivos, como el dedicado al agua viva, Jesús la lleva a implicarse en primera persona: «“Quien beba del agua que yo le daré, no tendrá nunca más sed, es más, el agua que le daré se convertirá en él en un manantial de agua que brota para la vida eterna”. “Señor” –le dijo la mujer–, “dame esa agua para que no tenga más sed y no siga viniendo a sacar agua aquí”» (vv. 14s). Diciéndole, finalmente, la verdad sobre su pasado, la restituye a la integridad de su camino, investido por la luz de la misericordia divina: «Has dicho bien: “No tengo marido”; de hecho, has tenido cinco maridos y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad» (vv. 17s). La mujer se deja liberar progresivamente: no es prisionera del orgullo espiritual, percibe el amor que sana y perdona. «Señor, veo que tú eres un profeta». Así, es liberada en el encuentro con Jesús y transmite a los demás con audacia, y ya sin miedo, la fe alcanzada: «La mujer, entre tanto, dejó el cántaro, fue a la ciudad y dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿Será el Mesías?”. Salieron todos de la ciudad y fueron a ver a Jesús… Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer» (vv. 28-30.39). ¿Habría tenido un doctor de la Ley la misma docilidad, el mismo amor humilde para encontrarse con ella en un nivel nuevo y más alto? Es realmente femenina esta capacidad de acoger en profundidad, de dejarse inundar por la luz que se ofrece a través de las palabras y los gestos de verdad y de misericordia. Juan 8,1-11: La adúltera, la fuerza de la verdad. «Jesús se dirigió al monte de los Olivos. Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a él y, sentado, los instruía. Los letrados y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés ordena que dichas mujeres sean apedreadas; tú, ¿qué dices?”. Decían esto para ponerlo a prueba, y tener de qué acusarlo» (vv. 1-6). A los ojos de los hombres los imputados son dos, la adúltera y Jesús, que pone en cuestión la práctica de lapidarla. «Ecce duo sunt: misera et misericordia», dirá san Agustín. 128

Jesús reconduce todo a la verdad de situarse bajo la mirada de Dios: si para el libro del Deuteronomio (17,7) tenían que ser los testigos los que tiraran la primera piedra, Jesús llama a cada uno a situarse bajo la luz de aquella mirada: «“Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra”… Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último» (vv. 7.9). Es decisivo el movimiento de la mirada de él: primero dirigida a la tierra («Pero Jesús, agachándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra… Y agachándose de nuevo, escribía en la tierra»: vv. 7.8); luego, evidentemente, a la mujer, que se queda sola ante él, envuelta por primera vez por una mirada que no es de concupiscencia ni de juicio, sino de verdad y de misericordia: «Se quedó solo Jesús con la mujer allí, en medio. Se levantó entonces Jesús y le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?”. Y ella respondió: “Ninguno, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más”» (vv. 9-11). Jesús no reprime a la persona en su pasado, sino que la hace libre a partir de su futuro. Eres lo que llegarás a ser… La mujer puede iniciar una vida nueva porque se ha dejado liberar por la mirada de la Verdad: precisamente de este modo, ella enseña que la grandeza de un espíritu se mide por el grado de verdad que es capaz de soportar. Y, en mayor medida, parece que las mujeres del evangelio son más capaces que los hombres de soportar la mirada liberadora de la Verdad. Juan 11,1-44: Marta, la amistad y la audacia de la fe. La relación de Jesús con Marta, como con su hermana María y su hermano Lázaro, es de profunda amistad: libre y vehemente, Marta no duda en reprochar a Jesús, casi en enseñarle… el oficio de Mesías (lo hace en la bellísima escena de Lc 10,38-42, donde el sentido no es la preferencia de la vida contemplativa sobre la activa, sino la necesidad de que una relación verdadera se construya no sobre el interés, si bien nobilísimo, del quehacer, sino sobre la acogida y la escucha interpersonal; y lo hace aquí, casi recriminándole su falta de vigor… mesiánico). «Cuando Marta oyó que Jesús llegaba, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Marta dijo a Jesús: “Si hubieras estado aquí, Señor, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que lo que pidas, Dios te lo concederá”. Le dice Jesús: “Tu hermano resucitará”» (vv. 20-23). Sin embargo, es justo esta total ausencia de modales exteriores, este dirigirse inmediatamente a lo esencial, lo que la conduce a hacer una de las profesiones de fe más elevadas de todo el evangelio: «Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo» (v. 27). El de Marta es el amor que ve lo invisible, no un saber árido o, peor aún, un formalismo legal. Y Jesús acepta verse tan profundamente implicado en este registro del amor, que no detiene las lágrimas y libera el pudor de los sentimientos verdaderos y profundos: «Jesús, al verla llorar y también a los judíos que la acompañaban, se estremeció por dentro y dijo muy conmovido: “¿Dónde lo habéis puesto?”. Le dicen: “Ven, Señor, y lo verás”. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: “¡Cómo lo quería!”» (vv. 33-36). Es una mujer, con su amistad verdadera, con su amor escueto y sin posesividad, la que induce a Jesús a 129

cumplir el gran signo de devolver la vida a un amigo muerto: «Lázaro, ¡sal afuera!». Es el amor audaz el que libera la imposible posibilidad de Dios. Es significativo que esto sea realizado por una mujer (aquí Marta; en Caná María, la mujer: cf. Jn 2). Juan 20,1-18: María Magdalena, el dinamismo del amor. María representa el dinamismo del amor: el amor que busca, el amor que encuentra, el amor que da. Humanamente, ir al sepulcro a primera hora, sola, era un gesto de puro amor, más allá de toda lógica: el amor «que a nadie amado amar perdona» (Dante). «El día después del sábado, María de Magdala fue al sepulcro a primeras horas de la mañana, cuando aún estaba oscuro». Para María, Jesús, el Amado de su corazón, no puede estar muerto, aunque está muerto. Esta lógica de lo imposible es la que la impulsa a buscarlo: y es significativo que sea una mujer quien la vive, casi como si los hombres estuvieran cegados por las evidencias para ver más allá de lo obvio y de lo invisible. En Jesús, con intuición singular, María reconoce inicialmente al guardián del jardín, el jardinero del jardín de la nueva creación, así como el Dios creador lo había sido en la obra de los seis días: ella «se dio media vuelta y vio a Jesús, que estaba allí, de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?”. Ella, pensando que era el guardián del jardín, le dijo: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo”» (vv. 14s). Es en una mujer en la que se cumple la síntesis más audaz de la historia de la salvación, el encuentro de inicio y cumplimiento. «Jesús le dijo: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice en hebreo: “Rabbuní” –que significa: “Maestro”–. Le dice Jesús: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”» (vv. 16s). Cuando María es llamada por su nombre, entonces su amor ve y acontece la confesión: «Maestro mío». Ese posesivo expresa cómo la Verdad debe ser siempre apropiada a la persona, que no es cualquier cosa, sino Alguien. El dinamismo del amor, sin embargo, no se detiene aquí: «Suéltame» quiere decir que el amor no es y no debe ser posesión celosa. María irá a dar a los demás cuanto ha recibido gratuitamente: es la «apóstola» del Resucitado. «María de Magdala fue inmediatamente a anunciar a los discípulos: “He visto al Señor y me ha dicho esto”» (v. 18). Y el hecho de que sean las mujeres las primeros testigos de la resurrección –dado el escaso valor que en aquel tiempo tenía su testimonio– es la prueba más clara de la historicidad de aquel encuentro, que –si hubiera sido inventado– nadie lo hubiera atribuido a una mujer. Las mujeres están en el inicio de nuestra fe y parecen transmitirla más dócilmente: es como si llegaran antes, porque son capaces de un amor que prevé, anticipa y sintetiza, más que muchos discursos de doctos y de sabios.

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14.

Los jóvenes y la fe[125] 1. ¿Hijos de la posmodernidad? Los jóvenes en el tiempo de la «crisis» Que el tiempo que vivimos es para los jóvenes un tiempo de crisis lo muestra la extendida penuria de esperanza, que se capta también entre ellos: en el ambiente que ha seguido al derrumbe de los sueños ideológicos todo conspira a llevar a los hombres a no esperar ya, a huir del esfuerzo y la pasión de un proyecto común por el que merezca la pena vivir y comprometerse juntos, para abandonarse a lo inmediatamente utilizable, calculable, con el único interés del consumo inmediato. Es el triunfo de la máscara en detrimento de la verdad: es el nihilismo de la renuncia a amar, donde los hombres huyen del dolor infinito de la evidencia de la nada, creándose máscaras de consumismo, tras las cuales ocultar la tragedia del vacío. En el clima de la «decadencia», incluso el amor se hace máscara y los valores se reducen a coberturas para enarbolar la ausencia de significado y de las pasiones verdaderas: el hombre se resuelve en una «pasión inútil» (Jean-Paul Sartre). Entre los jóvenes de las «sociedades avanzadas», marcadas por el progreso de la modernidad y por su crisis, este proceso se expresa en una condición que puede describirse como experiencia al mismo tiempo de contaminación, de fruición y de frustración. La «posmodernidad» es tiempo de la contaminación porque, si para los jóvenes del tiempo de la ideología todo tenía valor y podía ser objeto de pasiones y de amores, en el tiempo de la crisis de los «grandes relatos» ideológicos todo corre el riesgo de aparecer contaminado, sucio, infundado. «El ser no es, sino que ac-cade [a-cae-ce]», dirán la voces del denominado «pensamiento débil»: todo parece destinado a precipitarse en la nada. No hay ya un fundamento sobre el que se sostenga la realidad: todo es insostenible levedad del ser, irrefrenable caída hacia la nada. Por eso, la posmodernidad es también tiempo de la fruición, de la sed de quemar el instante, de absolutización del ahora, consumiendo la intensidad del momento, porque donde nada tiene fundamento o sentido, da igual quemar la vida en la consumición del instante. La dependencia de las drogas o del alcohol, la búsqueda desenfrenada del placer o la sed de poder y de bienes y medios de consumo, son igualmente signos de esta condición. Y este aferrarse a la evanescencia de la fruición inmediata es lo que condena a la posmodernidad, en no pocas de sus expresiones, a ser el tiempo de la frustración, porque ninguna fruición fugaz logrará dar durabilidad de sentido y de belleza a la vida. Esta es la crisis en la que nos encontramos todos, en particular los jóvenes, en las sociedades de la opulencia, marcadas actualmente por la necesidad y la falta de 131

posibilidades y de perspectivas, especialmente para las generaciones que se asoman a la edad del trabajo. La «cultura fuerte», expresión de los mundos ideológicos, se ha hecho añicos en tantos riachuelos de las «culturas débiles», en aquella «muchedumbre de soledades», en la que es sobre todo relevante la falta de horizontes comunes, aquella penuria de esperanzas «a lo grande», que somete a cada uno al corto horizonte de su «particularidad», a menudo efímera e insuficiente. Donde las grandes esperanzas mueren, triunfa el cálculo de baja ley: las razones para vivir y para vivir conjuntamente se sustituyen por la reivindicación de lo inmediatamente útil y conveniente, a la protesta de largo alcance le sucede la que está fundada en el interés a corto plazo, a menudo obtuso y veleidoso. El final de las ideologías y la crisis de la denominada affluent society, «la sociedad de la abundancia», aparecen así verdaderamente como la vanguardia del advenimiento del ídolo, que es el relativismo de quien ya no confía en la fuerza de la verdad y en el abrazo de un sueño compartido. Estamos enfermos de ausencia, pobres de esperanza y de grandes razones: donde falta la pasión por la verdad, todo es posible, e incluso la solidaridad puede conjugarse con cálculos vulgares, declinándose en proyectos de pequeño calado. La superación de la idea totalitaria y violenta de los mundos ideológicos no podrá ciertamente producirse en la dirección de una renuncia a dar sentido y valor a la vida y al compromiso por los demás. Esta podría realizarse únicamente en el camino, al mismo tiempo posible para todos y exigente, del redescubrimiento del otro, de la percepción conscientemente asumida de la llamada concretísima que el prójimo representa para cada uno de nosotros, para dar sentido a las obras y a los días de nuestra vida, también la de aquella de quien es joven y ve ante sí la amplitud, aparentemente inconmensurable y a menudo desasosegante, del futuro.

2. ¿En busca del sentido perdido? Organizar la esperanza Lo que necesitamos para resistir a la crisis y superarla es vivir una especie de búsqueda del sentido perdido. No se trata de una recherche du temps perdu, de una operación de la nostalgia, sino de un esfuerzo extendido por encontrar el sentido de vivir y de vivir juntos más allá del naufragio, por reconocer un horizonte último sobre el cual medir el camino de todo cuanto es penúltimo. Es posible señalar algunas expresiones de esta búsqueda, que valen para todos y en particular para los jóvenes: en primer lugar, el descubrimiento del otro. Como sostiene Emmanuel Lévinas, es posible reconocer que el rostro del otro, en su desnudez y concreción, en el sencillo gesto de su mirada, es la medida de la ausencia de todo fundamento de todas las pretensiones totalizadoras del yo. Con el solo hecho de existir, el prójimo es razón de vivir y de vivir juntos, porque es el desafío a salir de uno, a vivir el éxodo sin retorno del compromiso por los demás, del amor. Junto a la «felicidad del consumo», publicitada por las culturas de las «sociedades 132

opulentas» como búsqueda legítima del placer, del tener y del poder, incluso a toda costa, vinculada a la lógica de lograr la posesión de lo que se desea y de consumir el gusto en un vacío enmascarado de sentido, está la «felicidad de producción», aquella que quiere hacer felices a los demás y comprender que las razones de la propia felicidad están en amar y en darse a los demás. En realidad, se tiene verdaderamente un motivo para vivir cuando se ama a alguien. El voluntariado –con toda la complejidad e incluso ambigüedad de sus formas, capaces de albergar al mismo tiempo tanto la gratuidad como la gratificación–, el nuevo interés por el prójimo más débil, la creciente conciencia de las exigencias de la solidaridad, pueden perfilarse como otras tantas expresiones de esta búsqueda, que puede ayudar a los jóvenes a dar sentido y valor a su existencia. En segundo lugar, debemos señalar una recuperada «nostalgia del totalmente Otro» (Max Horkheimer), una especie de redescubrimiento de lo Último: es de nuevo Lévinas quien en el rostro del otro reconoce la huella del Otro, y establece así la primacía de la llamada ética con respecto a toda abstracción metafísica y a toda renuncia nihilista. Se despierta una necesidad, que genéricamente podríamos definir religiosa, presente en el corazón de los jóvenes con más frecuencia de lo que se deja ver: necesidad de fundamentación, de sentido, de horizontes últimos, de una patria última que dé luz a la dureza de los días. Se vuelve a encender la sed de un horizonte de sentido personal, capaz de fundar la relación ética como una relación de amor. Juan Pablo II, en su carta encíclica Dominum et vivificantem, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo, destacaba cómo se va perfilando «un nuevo descubrimiento de Dios en su trascendente realidad de Espíritu infinito… la necesidad de adorarlo en espíritu y verdad (Jn 4,24); la esperanza de encontrar en él el secreto del amor y la fuerza de una nueva creación (Rom 8,22; Gal 6,15)» (n. 2).

Volver a partir de Dios no es, en suma, un proyecto exclusivo de los creyentes: es desafío y urgencia para todos, y lo es en particular para los jóvenes. Finalmente, es posible registrar una exigencia difusa de un nuevo consenso en torno a las evidencias éticas: esta nace de la necesidad de definir con claridad las cosas como son y de hacer el bien no por el beneficio que puede obtenerse, sino por la fuerza del bien en sí mismo. Se perfila el deseo de encontrar la pasión por la verdad, el gusto por aquello por lo que merezca verdaderamente la pena vivir más allá de todo cálculo y de todo proyecto, medido solamente sobre el horizonte penúltimo. También así se traza el verdadero conflicto en juego en los contextos culturales de la posmodernidad, el conflicto entre la verdad y la máscara: pese al aparente triunfo de la renuncia a sueños comunes y a grandes esperanzas, emergen los signos de una espera. En este tiempo de penuria de horizontes compartidos y atrayentes, el aliento del Espíritu se deja percibir como inquietud, despertar, interés e implicación por los demás, por el Otro. Se perfila un desafío al que debemos responder juntos, urgente para todos, pero en particular para los 133

jóvenes: asociarse para organizar la esperanza. En las fronteras de la crisis de sentido que nos desafía, no se juega solamente una batalla del hombre consigo mismo, sino una verdadera lucha de Jacob (cf. Gn 32), en la que lo que está en juego es la dignidad misma del ser humano y la calidad de la vida para todos. En esta lucha vence quien acepta apostar por el futuro y hacerlo junto con los otros, con el Otro: solo donde la existencia de la persona es reconocida como don que hay que acoger y respetar, inviolable en su sacralidad, fundada en la trascendencia de Dios y nutrida por su amor de Padre, la actividad humana escapa a la alienación y construye nuevos mañanas. La cualidad ética del actuar humano reside, en suma, en ser conscientes de los riesgos y de las propias capacidades en el campo ético y social, para insertarse en un proyecto de humanidad solidaria y de responsabilidad moral con respecto a todo ser humano, especialmente el débil y el indefenso. El Dios de la fe judeo-cristiana viene en ayuda de este compromiso por organizar la esperanza: él no es el competidor del hombre, sino su garante último y su salvador. En cuanto ha sido dado a sí mismo por Dios, el hombre está llamado a respetar la estructura originaria, de la que ha sido dotado y que se expresa en la vocación a la solidaridad, a la responsabilidad hacia los otros y hacia la creación, y, finalmente, al amor. En la salvaguardia de la creación está en juego la misma salvaguardia del ser humano y su dignidad: el desafío que plantea esta salvaguardia es, más en general, el lanzado a la colectividad y a cada individuo a reconocerse y quererse plenamente humanos, no en la soledad de un espíritu harto y prisionero de sí, sino en la comunión de un pacto de solidaridad y de alianza entre los habitantes del tiempo, la gran casa del mundo y el Misterio santo, que todo lo envuelve y del que todo es medida plena y definitiva. Es un desafío al que particularmente los jóvenes, aurora del futuro de todos, no podrán sustraerse.

3. Carta a los jóvenes, protagonistas del mundo que vendrá Me parece un compromiso urgente para todos, creyentes y no creyentes, que propongamos todo esto con claridad y convicción a los jóvenes de nuestro tiempo. Lo había intuido muy lúcidamente el concilio Vaticano II, con palabras que siguen siendo un desafío para la conciencia de todos: «Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (GS 31). Ofrecer estas razones de manera sencilla y breve es cuanto he intentado hacer en la siguiente carta. Queridísimos jóvenes, quisiera tratar de deciros cómo os imagino cuando pienso que sois los protagonistas del mundo que vendrá. Lo hago partiendo de una escena bíblica 134

que se encuentra en el libro de los Números (cap. 13), donde se narra la historia de los exploradores enviados por Moisés a visitar la tierra prometida. Al regresar, ellos llevan el racimo de uvas, las granadas y los higos, y cuentan lo que han visto, transmitiendo tal emoción, que todo el pueblo se decide a afrontar el riesgo de entrar en aquella tierra donde habitan los gigantes. Es la imagen de lo que deberían hacer los jóvenes frente a la crisis actual. Como los exploradores, los jóvenes no son los jefes del pueblo, no son Moisés ni Aarón; tampoco son sacerdotes ni levitas, y ni siquiera la gran masa formada por las familias, los ancianos y los niños. Los jóvenes son por su naturaleza los exploradores, mandados a descubrir el futuro de todos. ¿Quién entrará en la tierra prometida, quién la verá y la hará suya? ¿Quién intuye ya sus rasgos, advierte su sabor y su perfume? ¡Sois vosotros, los jóvenes! En este sentido, tenía razón Juan Pablo II cuando decía que los jóvenes son los centinelas de la mañana, que anuncian con sus sueños y anhelos el día que vendrá. Vosotros sois los primeros destinatarios de aquel sí de Dios al mundo, del que ha hablado a menudo Benedicto XVI. Vosotros anticipáis el futuro, nos lo hacéis probar. Quien está en contacto con vosotros y sabe escucharos, recibe una carga extraordinaria de juventud y de esperanza. Me pregunto, entonces, qué características deberíais tener para ser verdaderos exploradores de la tierra prometida. Como a los enviados en el libro de los Números, se os pide que contéis un mundo que los demás desconocen: ¡tenéis que ser narradores! Narrar no significa haber entendido todo o querer explicarlo todo. Narrar quiere decir comunicar una experiencia vivida de manera tan intensa que resulte contagiosa de futuro. Esto es lo que espero de vosotros: que nos ayudéis a todos nosotros a conocer, mediante vuestros relatos –que son vuestros sueños, vuestros anhelos, vuestras esperanzas–, un mundo que en muchos aspectos no conocemos, ese mundo que compartís cada día en los centros escolares, en los ambientes de vida, con vuestros amigos, con cuantos saben dialogar con vosotros. De este mundo los adultos a menudo están distantes, no son capaces de entenderlo. Es evidente, por otra parte, que no se puede aprender la lengua de los otros sin conocerlos. Quien conoce la lengua de los jóvenes, quien explora el mundo que debe venir, sois ante todo vosotros, los jóvenes. Por eso, los adultos, nosotros, os necesitamos, porque sin vosotros no podremos hablar al futuro; gracias a vosotros, si aceptáis implicaros en la aventura de soñar juntos y de organizar la esperanza, también nosotros podremos hablar al mañana y construirlo con vosotros. Os llamo, por consiguiente, a que os involucréis en el esfuerzo creativo del proyecto, necesario para abrir las vías del mañana de todos. Los organismos de participación (por ejemplo, escolar) son importantes, pero no bastan. Es necesario un nivel ulterior para escuchar y compartir. 135

Además de ser los narradores de la esperanza, vosotros, los jóvenes, como los exploradores de la tierra de Canaán, estáis llamados a considerar con lucidez el deseo y los retos de la conquista. Cuando presentan las granadas, los higos y la pértiga con el racimo de uvas, los exploradores lo hacen para decir: «Mirad qué hermoso, estos son los frutos de la tierra prometida», una tierra de la que se han enamorado. Ellos describen algo por lo cual merece la pena arriesgarse. Quisiera pediros, pues, a vosotros, queridísimos jóvenes: no contéis lo obvio, lo descontado; narradnos, en cambio, aquello que os hace soñar en la vida. Narradnos vuestras esperanzas, vuestros deseos; sed transmisores de una experiencia que solo el amor vislumbra, porque solo si se mira con amor la tierra de la promesa de Dios, se puede ver también el racimo de uvas, las granadas y los higos. Ayudadnos a soñar con vosotros un sueño también arduo, ¡pero posible! Precisamente por eso, como hicieron los exploradores de la tierra prometida, no os ocultéis a vosotros mismos y a los demás las dificultades de la empresa. ¡Soñad con los ojos abiertos, de modo que vuestro sueño resulte intérprete lúcido de la realidad! Hay que apostar por vuestras capacidades: no debemos pediros solo que nos transmitáis una emoción, sino también que nos ayudéis a pensar, a proponernos desafíos, a hacernos valorar sin ambigüedad las dificultades de la empresa. En la tierra prometida hay gigantes, las grandes compañías que solo miran al beneficio y no dudan en sacrificarle a los más débiles, ¡comenzando por los jóvenes! No se puede ni se debe callar sobre las dificultades, los desafíos, las pruebas que hay que afrontar. Amar a los jóvenes significa pedirles sacrificios sensatos, ayudarles a comprometerse a prepararse, a estudiar, a ejercitarse en el don de sí. ¡Ay si los estimulamos solo a quedar bien, a aparentar! Los jóvenes tienen que educarse para entender los problemas, para analizarlos y para afrontarlos con los otros, y para trabajar duramente con el fin de superarlos. De ahí se sigue un viraje decisivo: vosotros, los jóvenes, tenéis que dejar de ser simples destinatarios, alcanzados en mayor o menor medida por nuestros análisis y nuestros proyectos, y ser reconocidos y tratados como protagonistas e interlocutores. Aquí está lo nuevo a lo que hay que abrirse: normalmente se habla de los jóvenes, se proyecta sobre los jóvenes, pero los jóvenes no están. En todos los organismos donde se toman decisiones, los jóvenes no suelen estar presentes: se estudian sus problemas, pero ellos están ausentes, no están convocados. ¡Cómo quisiera estimular a todos, especialmente a los adultos y a cuantos tienen responsabilidades de acción, a escuchar seriamente el mundo de los jóvenes, con mente lúcida y corazón abierto! Pero a vosotros, los jóvenes, para que seáis protagonistas del mañana, os pido que os sintáis encargados de un envío, conscientes de una responsabilidad, portadores de esperanza y de fe, enamorados de la belleza que salvará al mundo. Sed jóvenes luminosos, capaces 136

de mirar a los otros no con indiferencia, sino con atención de amor, con el deseo de alcanzar a todos con un sueño común, dispuestos a pagar el precio necesario para hacer de la esperanza el don de un presente posible. Necesitamos jóvenes que amen a los débiles y a los pobres, que regalen un poco de su tiempo a los demás, que no se eviten ningún esfuerzo a fin de prepararse seriamente para el mañana, que adoren a Dios y no se cierren nunca a sus desafíos y a sus sorpresas. Es cuanto os deseo a todos vosotros, para que sea fecundo vuestro camino hacia un futuro más justo y más bello para todos, y para que cada uno de vosotros realice el sueño que Dios tiene sobre su vida.

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SEXTA PARTE:

La fe en diálogo «Elías dijo a todo el pueblo: “¡Acercaos!”» (1 Re 18,30)

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15.

La fe y el diálogo con quien no cree[126]

«¿Cuándo venga el Hijo del hombre encontrará la fe en la tierra?» (Lc 18,8). La pregunta de Jesús da a entender que nunca hay que dar por descontada la fe y que el creyente está llamado a vivir cada día la lucha para entregarse a Dios. En este sentido, el ateo –el auténtico ateo que pueda ser concebido con radical seriedad– habita en el creyente, porque solo quien cree y ha experimentado la Presencia divina pueden también «saber» qué es la negación de Dios y qué dolor conlleva su ausencia. Por eso, el no creyente no está fuera del corazón de quien cree, es más, en un cierto sentido, está en él. En realidad, el creyente se reconoce como «prisionero» del Otro: el acto de fe es inseparable de este dejarse aprisionar por el Invisible, no inmediatamente disponible y seguro. El Dios cercano, acogido en el asentimiento creyente, es el Deus semper maior, la Presencia ausente, la Presencia irreducible a toda captura. En consecuencia, el creyente no tiene una comprensión totalizadora y luminosa sobre todo, sino que vive en una especie de pensamiento auroral, cargado de espera, suspendido entre la primera y la última venida, ya confortado por la luz que vino a resplandecer en las tinieblas y, sin embargo, todavía sediento de la llegada al día pleno del Eterno. Como dice santo Tomás de Aquino, al terminar nuestro itinerario de búsqueda del rostro de Dios, podremos conocerlo solamente como el ignoto (in fine nostrae cognitionis Deum tamquam ignotum cognoscimus)[127]. Él sigue siendo el Otro, más allá de toda medida, aun cuando en la fe le hayamos entregado nuestro conocimiento y nuestro amor. Sin embargo, también por otro motivo el no creyente es la otra parte de quien cree: el denominado «ateo», cuando lo es hasta el final, es decir, no mera etiqueta exterior, sino por el sufrimiento de una vida que lucha con Dios sin llegar a creer en él, vive en una misma condición de búsqueda y de pasión. La increencia no es la fácil aventura de un rechazo que deja a cada uno como estaba: es pasión, militancia de una vida que sufre en su propia carne la amarga valentía de no creer. Lo atestigua el célebre aforismo 125 de La gaya ciencia sobre la muerte de Dios, donde Nietzsche cuenta la historia del loco que a plena luz del día va a la plaza del mercado, con el farol encendido, y grita: «¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!». La reacción de los presentes es de desprecio: «“¿Acaso se ha perdido?”, dijo uno. “¿Se ha extraviado como un niño?”, dijo otro», y todos se burlaban de él. Entonces, el loco pronuncia las palabras que son la síntesis de un destino epocal: «Dios ha muerto… ¡y nosotros lo hemos matado!». Inmediatamente después, sin embargo, añade: «¿Seremos nosotros dignos de la grandeza de esta acción?». Y denuncia la verdad del dolor infinito de no creer, el sentido de abandono, de orfandad, que se sigue: «¿No es el nuestro un eterno precipitarnos?… ¿No se ha hecho más frío? ¿No viene enseguida la noche, cada vez más noche? ¿No tenemos que encender faroles por la 139

mañana?» [128]. Todo serio no creer es indisociable del dolor de la ausencia, de un sentido de oscuridad, de orfandad y de abandono, que solo la muerte de Dios puede crear en el corazón del hombre y en la historia del mundo[129]. En el respeto a esta dolorosa dignidad del no creyente, el creyente tendrá que reflexionar sobre su fe. Los dos, creyente y no creyente, si piensan de verdad, no podrán no sentirse aunados por la interrogación ante el último umbral, que a todos nos desafía, allí donde el éxodo de nosotros mismos, del que son signo nuestras preguntas, es alcanzado y desafiado del modo más alto por la llegada de Dios, que llama a la escucha. Así, el poema de Eugenio Montale da voz a este ineludible encontrarnos en el umbral: «Nosotros no sabemos cuál será nuestro mañana, oscuro o feliz; quizá nuestro camino a incólumes calveros nos llevará donde murmura eterna el agua de juventud; o será, tal vez, un descender hasta el valle extremo, en la oscuridad, perdido el recuerdo de la mañana. Aún tierras extranjeras quizá nos acogerán; perderemos el recuerdo del sol, de la mente nos caerá el tintinear de las rimas. ¡Oh, la historia donde se expresa nuestra vida, de repente caerá en la tenebrosa historia que no se cuenta! Con tal que una cosa nos asegures, padre, y esta es: que un poco de tu don haya pasado para siempre en las sílabas que llevamos con nosotros, abejas que zumban…» [130].

1. El éxodo: la condition humaine Como «abejas que zumban», destinadas antes o después a caer en la nada: para una mirada superficial así aparece la condición humana, un inexorable estar «arrojados a la muerte» (Martin Heidegger). La evidencia inmediata es que la vida es un viaje hacia las tinieblas, que nos esperan como última orilla, el silencio absoluto: por eso la existencia de los que habitamos en el tiempo está amasada de dolor. La única verdadera pregunta, aquella sobre la que se mantiene en pie o cae la verdad de toda respuesta, es la del dolor. De ella nace el pensamiento. Si no existieran el dolor y la muerte, no existiría el duro 140

esfuerzo del concepto. Es el padecer el que suscita en nosotros la pregunta, enciende la sed de búsqueda, deja abierta la necesidad de sentido. Sin dolor no existiría la dignidad del hombre que busca. El dolor revela entonces la vida a sí misma más fuertemente que la muerte, que lo produce, porque enseña que nosotros no somos simplemente seres arrojados a la muerte, sino llamados a la vida. Este es el itinerario del pensar: partiendo de la muerte, interrogando, nos hacemos peregrinos hacia la vida. Si miramos a los ojos a la muerte, vivir no podrá ya ser solo un aprender a morir, sino un luchar para dar sentido a la vida. Donde nace la pregunta, donde el hombre no se rinde frente al destino de la necesidad y, por consiguiente, a la muerte, que vence con su silencio todas las cosas, allí se revela la dignidad de la vida, el sentido y la belleza de existir. Allí el ser humano intuye que no está arrojado a la muerte, sino llamado a la vida: allí se reconoce, por usar una expresión de Maritain, «un mendigo del cielo». El hombre es un buscador de sentido, alguien que anhela la palabra que venza el silencio de la muerte y dé valor a las obras y a los días, ofreciendo dignidad y belleza a la vida. Por eso, la condición del ser humano es la del peregrino. El hombre no es alguien que haya llegado a la meta, es, más bien, un buscador de la patria lejana, que se deja interrogar y seducir por el horizonte último, que llama: un «oyente de la Palabra» [131]. Si el hombre es por su naturaleza un peregrino hacia la vida, un mendigo del cielo, la tentación mortal, que podrá asaltarle, será la de detener el camino, sentir que ha llegado, no ya desterrado en este mundo, sino poseedor, dominador de un hoy que quisiera detener la verdad del camino. «El exilio verdadero de Israel en Egipto fue que los hebreos habían aprendido a soportarlo» [132]. El destierro no comienza cuando se deja la patria, sino cuando no existe ya en el corazón la vehemente nostalgia de la patria. Al hablar de la «noche del mundo» en la que nos encontramos, Martin Heidegger dice que la enfermedad del hombre moderno es la ausencia de patria, y que el drama de nuestra época no es la falta de Dios, sino el hecho de que los hombres no sufran ya esta falta y, por eso, no adviertan ya la necesidad de superar el dolor infinito de la muerte, considerando el presente como exilio, no como patria[133]. La ilusión de sentir que se ha llegado, el pretenderse saciados, completados en la propia vivencia, esta es la enfermedad mortal. Seremos prisioneros de ella cuando el corazón no viva ya la inquietud y la pasión de preguntar, el deseo de encontrar, para poder aún y nuevamente preguntar y buscar. Esto vale también con respecto al camino de Dios: también en la experiencia del encuentro con él la gran tentación es la de parar la vida. Lutero, inspirándose en san Bernardo, dice: «En el camino de Dios no puede haber descanso, incluso la demora es pecado» [134]. Cuando ya no se tiene deseo de buscar, cuando nos paramos, entonces nos alejamos de Dios. Este es el sentido más profundo de la ley de la cruz. El cristiano anuncia un verbum Crucis, una palabra escandalosa, que lo inquieta siempre, porque sabe bien que la gran elección se encuentra entre crucificar las propias esperas en la cruz de Cristo o crucificar a Cristo en la cruz de las propias esperas. En la Leyenda del Gran 141

Inquisidor, Dostoyevski cuenta que en la plaza de Sevilla, donde arden las hogueras de los herejes, se encuentra un hombre mirando en silencio la escena aberrante de aquellos suplicios. Llevado ante el cardenal Inquisidor, escucha en silencio sus preguntas, y es el silencio el que hace entender al viejo guardián de la fe que ese hombre es Cristo. La reacción del Inquisidor es dura: «¿Eres tú, eres tú?… No respondes, callas. Y ¿qué podrías decir? Sé demasiado bien lo que puedes decir. Por lo demás, no tienes el derecho a añadir nada a lo que ya dijiste una vez. ¿Por qué has venido a molestarnos? En efecto, has venido a molestarnos».

La escena concluye con el beso con que Cristo se despide del viejo Inquisidor. El sentido de esta escena se capta cuando se comprende que el Inquisidor cree que está cumpliendo el más grande acto de amor. Quitando a los hombres la libertad, él piensa que los hace felices, porque les libra del peso de tener que estar continuamente buscando y eligiendo. El hombre busca un dueño semejante. ¡El Inquisidor ama «demasiado» a los hombres para darles la libertad! Cristo desmiente la presunta verdad de este razonamiento: él es libre y llama a la libertad. Él sabe que si bien la libertad tiene un precio grande, siempre merece la pena vivirla. El hombre aquietado por la ausencia de libertad será, tal vez, aparentemente feliz, pero no será ya hombre, porque ser y quererse humanos quiere decir reconocerse llamados a la libertad, aun cuando esta llamada tenga un precio alto: la cruz. ¡La cruz es el evangelio de la libertad! Este es el mensaje que Dostoyevski quiso transmitir: aquel que se siente dueño de la verdad, aquel para quien la verdad ya no es Alguien por quien ser poseído, sino algo que se posee, ese hombre no solo ha matado a Dios en él, sino la misma dignidad de su ser humano. La condición humana es una condición exódica: el hombre está en éxodo, puesto que está permanentemente llamado a salir de sí, a interrogarse, a estar en busca de una patria. Al parecer, Martín Lutero dijo en su lecho de muerte: «Wird sind Bettler: hoc est verum!» –«Somos unos pobres mendigos, esta es la verdad»–. Son palabras pronunciadas al atardecer de la vida, cuando se está en el umbral del misterio y se ve todo en la verdad que no miente. En realidad, sin embargo, es propio de la condición humana hallarse cada instante en este umbral. Lo expresan intensamente estos versos de Margherita Guidacci: «Como olas tu orilla tocamos, cada instante es confín entre el encuentro y el adiós. Desde nuestro mar en ti huir, en nuestro mar huirte: no otro es de nosotros frágiles el destino. Ni tregua nunca nos es dada, aunque el amor u otra arcana ansia más lejos nos impulsa sobre tus arenas, en vista de las torres de tu soberbia ciudad. Que aún 142

detrás nos arrastra nuestro peso en el cambiante abismo – somos de nuevo deseo y lamento» [135].

2. El adviento: el Dios que «tiene tiempo» para el hombre A la criatura humana, que en lo más profundo de su ser es deseo de infinito, el Dios de los cristianos le sale al encuentro como «el Dios que tiene tiempo para el hombre» (Karl Barth), el Dios del adviento. Al venir a nosotros entreabrió un camino, encendió la espera del «todavía no» más grande que el cumplimiento realizado. Por eso, en la tradición cristiana se piensa en el adviento de Dios como re-velatio, revelación: es un desvelarse, que vela, un venir, que abre camino, un mostrarse ocultándose, que atrae. En los últimos siglos, la teología cristiana ha concebido la revelación sobre todo como Offenbarung, apertura, manifestación total. Así, en ella se ha pensado fácilmente en el adviento de Dios como exhibición sin reservas. Dios se habría «entregado» en nuestras manos. La historia no sería sino el curriculum vitae Dei, la peregrinación de Dios para llegar a ser él mismo (Hegel). Con terrible parodia, Nietzsche afirmará que «Dios ha llegado finalmente a comprenderse a sí mismo en el cerebro de Hegel». Aquí se encuentra el hilo conductor que vincula a Hegel con el concepto de Offenbarung, y en el que se expresa el sentido de toda la ideología moderna. Pero no fue así desde el principio: interpretar la revelación como manifestación total, como pensamiento clarividente, apertura incondicional y sin reservas, es la mayor traición que pueda perpetrarse contra ella. Por consiguiente, es necesario liberarse del equívoco radical del concepto de revelación. Porque revelatio es, ciertamente, un quitar el velo, pero no en menor medida es un esconder más fuerte. Re-velare es desvelar y al mismo tiempo una intensificación del velar, un ocultar nuevamente[136]. Así pues, al revelarse, Dios no solo se ha expresado, sino que también se ha callado mucho más. Revelándose Dios se vela. Comunicándose se esconde. Hablando calla. Maestro del deseo, Dios es aquel que, dándose a sí mismo, al mismo tiempo se oculta a la mirada. Dios es aquel que, raptando el corazón, llamando a entregarse a él, se mantiene siempre alto y lejano. El Dios revelado y escondido, absconditus in revelatione – revelatus in absconditate, es el Dios del adviento. De ahí que la revelación no sea ideología: mediante el adviento de Dios no se nos ofrece una visión total, sino una palabra que entreabre a los senderos abismales del silencio. Esta intuición está viva desde los orígenes cristianos en la conciencia de la fe: Cristo –dice Ignacio de Antioquía– es «el Verbo salido del silencio» [137]. Y san Juan de la Cruz afirma en uno de sus Dichos de amor: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» [138]. El lugar de la Palabra, su 143

origen, su seno es el Silencio. Con el lenguaje del Nuevo Testamento a este vivísimo Silencio lo llamamos «Padre». El Padre engendra la Palabra, el Hijo. Y nosotros acogeremos la Palabra, y ella será para nosotros puerta y camino, si, escuchándola, la trascendemos hacia el Silencio del que procede. Por eso, obedece verdaderamente a la Palabra quien «traiciona» la Palabra, quien no se detiene en la letra, sino que, rumiándola, excava en ella para entrar en los senderos del Silencio (ob-audire es escuchar lo que está más allá). Por eso es necesario no pronunciar nunca la Palabra sin haber caminado antes largamente por los senderos del Silencio, hacia las profundidades del misterio. Esto nos lo han enseñado nuestros padres en la fe: la lectio divina, la ruminatio Verbi no son sino medios para aprender a escuchar en la Palabra el Silencio del que ella procede, el abismo que ella entreabre. Creer en la Palabra del adviento será entonces dejar que la Palabra, abriéndonos a los senderos del Silencio, nos contagie de ese silencio fecundo y acogedor. El silencio, que hace vivir y resonar en nosotros la Palabra como lo hizo en el seno de María, la Virgen Madre, es la sombra del Espíritu. Así pues, la Palabra se encuentra entre dos silencios, el Silencio del origen y el Silencio del destino o de la patria, el Padre y el Espíritu Santo. Entre estos dos Silencios –los altissima silentia Dei– está la morada de la Palabra. Y nosotros acogemos al Dios del adviento, el Verbo, si en esta Palabra reconocemos el acceso a los abismos del Silencio y si, caminando en ella y mediante ella sobre los senderos del Silencio, dejamos que esta Palabra nos habite, se pronuncie en el silencio de nosotros mismos, para que nos convirtamos en el descanso de la Palabra, el lugar donde la Palabra se deja custodiar, como en el seno virginal de la mujer que dijo «sí» al misterio del adviento. Por consiguiente, el Dios del adviento no es el Dios de las respuestas preparadas a todas las preguntas, no es el Dios ideológico de las certezas a bajo precio que debe venderse en la feria del consumismo de las ideas, sino el Dios exigente, que, amándonos y dándose a nosotros, se esconde y nos llama a salir de nuestro yo en un éxodo sin retorno que nos lleve a los abismos de su Silencio, último y primero. La palabra viene del Silencio y entreabre al último Silencio. De esto habla admirablemente Karl Rahner, con palabras que marcan el paso del lógos, también elevadísimo de su pensamiento teológico, al hýmnos de la escucha y de la alabanza: «Entonces Tú serás la última palabra, la única que permanece y que jamás se olvida. Entonces, cuando todo calle en la muerte y yo haya aprendido y sufrido todo, entonces comenzará el gran silencio, dentro del cual solo Tú resuenas, Tú, Palabra por los siglos de los siglos. Entonces todas las palabras humanas se habrán embotado; y el ser y la sabiduría, el conocimiento y la experiencia serán una misma cosa: “Conoceré como soy conocido”, entenderé lo que siempre me has dicho: a Ti mismo. Ninguna palabra humana, ninguna imagen ni concepto volverán a interponerse entre Tú y yo. Tú mismo serás la Palabra del júbilo, del amor y de la vida que llena todos los espacios de mi alma[139].

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3. El encuentro: donde el hombre tiene tiempo para Dios. La fe y el diálogo con quien no cree A la condición humana, marcada por el éxodo permanente de la criatura de sí misma para luchar contra la muerte y caminar hacia la vida, le sale al encuentro la Palabra que viene del Silencio, voz del Dios que elige tener «tiempo» para el hombre y a él se destina. Dios sale del silencio para que nuestra historia entre en el Silencio de la patria y more en él. El encuentro del ir humano y del venir divino, la alianza del éxodo y del adviento, es la fe. Esta es lucha, agonía, no el tranquilo reposo de una certeza poseída. Quien piensa que tiene fe sin luchar, no cree ya en nada. La fe es como la experiencia de Jacob. Dios es el asaltante nocturno. Dios es el Otro. Si no conocemos a Dios así, si él no es para nosotros fuego devorador, si para nosotros el encuentro con él es solamente repetición de gestos siempre iguales y sin pasión de amor, nuestro Dios, entonces, no es ya el Dios viviente, sino el Deus mortuus, el Deus otiosus. Por eso, Pascal afirmaba que Cristo estará en agonía hasta el final del tiempo: esta agonía es la agonía de los cristianos, la lucha de creer, de esperar, de amar, ¡la lucha con Dios! Dios es diferente de nosotros, libre con respecto a nosotros, como nosotros también lo somos con respecto a él. Es una desgracia perder el sentido de esta distancia y, por tanto, de este sufrimiento de la no identidad. Creer es cor-dare, como decían los medievales, un dar el corazón que implica la lucha continua con una alteridad que no se «resuelve» ni se «detiene». Dios es diferente de ti. Por eso, la duda habitará siempre la fe. Creer es entregarse sin reservas al Otro que nos alcanza: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me violentaste y me venciste… Me decía: “¡No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre!”. Pero en mi corazón era como un fuego ardiente, encerrado en mis huesos; me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,7.9). En las «confesiones» de Jeremías encontramos, tal vez, el testimonio más elevado de esta claudicación de la fe: él es un hombre que ha vivido la lucha con Dios, pero, al luchar, supo reconocer la capitulación del amor hasta el punto de entregarse perdidamente a él. Así, la fe se convierte también en una conquista de belleza y de paz. La belleza que salvará al mundo no es la seducción de una verdad total, ideológica, que explique todo. La única belleza que salvará al mundo es la belleza del Varón de dolores, del amor crucificado, del ofrecimiento total de sí al Padre y a los hombres. La alegría de creer se encuentra en ser discípulos del Crucificado. San Bernardo lo dijo con una frase esculpida en la roca de la fe: «La amargura de la Iglesia es amarga cuando es perseguida, es más amarga cuando está dividida, pero es amarguísima cuando está tranquila y en paz» [140]. La paz de la fe, la alegría que el mundo no conoce, no es la ausencia de lucha, de agonía, de pasión, sino vivir rendidos al Otro, al Extranjero que invita a caminar hacia el abismo de su promesa, al Dios viviente.

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La fe es escándalo. Los testimonios de este escándalo son infinitos. Con palabra clara dice Søren Kierkegaard: «No se llega nunca a la fe sin pasar por el camino del escándalo» [141]. Y san Juan de la Cruz –el gran místico del Siglo de Oro español– habla de la experiencia de la noche oscura de quien cree y creyendo ama a su Dios de manera incluso conturbadora: «¡Oh noche que guiaste! / ¡Oh noche amable más que la alborada! / ¡Oh noche que juntaste Amado con amada, / amada en el Amado transformada!» [142]. La «noche oscura» es el lugar de las bodas místicas: Dios no se encuentra en la facilidad de la posesión de este mundo, sino en la pobreza del seguimiento de la cruz, en la muerte a uno mismo, en la noche de los sentidos y del espíritu. La tiniebla es, no obstante, también el lugar del amor. Precisamente así, la fe es unidad de los contrarios, no respuesta tranquila a nuestras preguntas, sino escándalo. Cristo es la subversión de toda pregunta nuestra: solo después de habernos llevado al fuego de la desolación, él se ofrece como el Dios de las consolaciones y de la paz. Solo después de que lo hayamos seguido y hayamos aceptado amarle donde y como él quiere, él se ofrecerá como el manantial de la alegría que no conoce ocaso. Quien cree, confía en Dios aun cuando la respuesta a las preguntas de su dolor permanezca custodiada en su silencio. Dios es Custodia. En él permanece custodiada la Palabra de la vida. Es posible, entonces, afirmar que el creyente no es sino un pobre ateo que cada día se esfuerza por comenzar a creer. Si el creyente no fuera así, su fe no sería sino aseguración mundana, una de las muchas ideologías que han engañado al mundo y producido la alienación del hombre. Su luz sería la del ocaso de los mundos ideológicos: «La tierra totalmente iluminada, resplandece de triunfal desventura» [143]. A diferencia de toda visión ideológica, la fe es un continuo convertirse a Dios, un continuo entregarle el corazón, comenzando cada día, de un modo nuevo, la lucha por creer, esperar y amar. Así pues, si el creyente es un ateo que cada día se esfuerza por comenzar a creer, ¿no será, tal vez, el ateo, el no creyente que piensa, un creyente que cada día vive la lucha inversa, la lucha de comenzar a no creer? No ciertamente el ateo vulgar –el «necio» del que hablan Sal 14,1 y Sal 53,1–, sino quien vive la lucha con conciencia recta, quien, habiendo buscado y no encontrado, sufre el dolor de la ausencia de Dios, ¿no será la otra parte de quien cree? De todo esto procede la negativa a la negligencia de la fe, la negativa a una fe indolente, estática y costumbrista, hecha de intolerancia cómoda, que se defiende condenando porque no sabe vivir el sufrimiento del amor. Y de ello procede igualmente el sí a una fe interrogante, incluso dubitativa, capaz cada día de comenzar de nuevo a entregarse al otro, a vivir el éxodo sin retorno hacia el silencio de Dios, entreabierto y oculto en su Palabra. Por tanto, si hay que marcar una diferencia, no será entre creyentes y no creyentes, sino entre quienes piensan y quienes no piensan, entre quienes tienen el coraje de seguir buscando para creer, esperar y amar, y quienes, renunciando a la lucha, parecen contentarse con el horizonte penúltimo y no saben ya encenderse de deseo al pensar en 146

el horizonte último y en la patria definitiva. Todo acto, incluso el más costoso, es digno de ser vivido para alimentar en nosotros la nostalgia de la patria última y verdadera y el coraje de tender a ella hasta el final, hasta más allá del final. A la luz de estos presupuestos es posible decir que creyentes y no creyentes podrán escucharse y dialogar: porque el no creyente que piensa, que no es negligente y no es prisionero de prejuicios ideológicos, advirtiendo el dolor de la ausencia, no podrá no ponerse a la escucha de quien tiene experiencia de la Presencia invisible y se deja marcar totalmente por ella. Y el creyente responsable se sentirá estimulado por el no creyente, con tal que no sea alguien que quiera vivir de forma barata etsi Deus non daretur, «como si Dios no existiera», sino que esté dispuesto a arriesgarse veluti si Deus daretur, «como si Dios existiera». El arco de llama en el que podrán encontrarse creyentes y no creyentes será, entonces, la experiencia de ausencia/presencia que caracteriza al amor, comenzando por el amor a Dios: al experimentar la presencia ausente del Amado, el creyente podrá encontrar en el no creyente que busca la otra parte de sí mismo. Y el no creyente pensativo podrá, a su vez, reconocer en el creyente humilde –y que escucha el Misterio– al otro en el que su misma lucha ha llegado a un cumplimiento diverso, incluso fascinante e inquietante para su corazón en búsqueda. Sobre estos presupuestos, el diálogo entre los dos será una común diakonía a la Verdad, que llama a los dos, y, justo así, un testimonio compartido de la saludable Trascendencia por la que se ilumina todo para quien quiere buscar con amor humilde, aun en la noche del mundo.

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16.

La vía de la belleza para la transmisión de la fe[144] 1. ¿Por qué hablar de fe y belleza? En este tiempo de crisis que atraviesa la aldea global se justifica que prestemos atención a la belleza porque ella –en cuanto acontecimiento que mana de donación, en la que el Todo se ofrece en el fragmento– puede servir para mantener alta la mirada y quedar «prisioneros de la esperanza» (cf. Zac 9,12), aun en la complejidad de los fragmentos, que caracterizan la vida y la historia. La época del triunfo del Uno y del Todo ha sido, en muchos aspectos, la de la modernidad y sus utopías; la estación del desencanto ha creado espacio para el archipiélago de los fragmentos, que carece de un horizonte común de sentido; entre utopía y desencanto, lo que hoy más se necesita es reconocer el Todo en el fragmento y valorar la dignidad de este último a la luz de un sueño común, de una esperanza compartida. Las raíces de nuestro presente se hunden en la parábola de la modernidad y en la celebración que en ella se hizo de la razón y de sus pretensiones de abarcar la totalidad de la vida y del mundo. Esta voluntad de poder, cuya intencionalidad era reconducir todo al ideal, ha chocado con la dura resistencia de la complejidad de lo real, generando una violencia inaudita (piénsese en los totalitarismos, en las guerras mundiales y en los genocidios del siglo XX). La ambición de comprender y de configurar el Todo se ha estrellado así frente a la historia del enorme dolor que ha producido: la crisis de las ideologías es la señal dramática de este resultado de la parábola de la razón absoluta. En esta perspectiva, la posmodernidad se perfila ante todo como la edad de los fragmentos: allí donde declina la visión luminosa de las ambiciones ideológicas, se asoma la noche de las soledades y de la incomunicabilidad, donde parece faltar la posibilidad de una esperanza compartida y de un proyecto común. De ahí el gran valor que tiene educarse para reconocer el Todo en el fragmento, o bien para recolocar las piezas de la vida y de la historia en un plan unitario, no ideológico ni totalitario ni violento, sino respetuoso de cada uno y de su mundo vital. Considerando el hecho de que la belleza consiste precisamente en el ofrecerse del Todo en el fragmento por un acontecimiento de donación pura, se comprende cómo tener experiencia de ella puede ayudar a volver a encontrar las motivaciones para vivir y para vivir juntos, en la dirección de un horizonte común de compromiso y de esperanza, capaz de dar sabor y sentido a cada cosa. El mismo lenguaje al que recurrimos para expresar lo bello nos confirma que lo anterior es posible. En efecto, si el término latino formosus evocaba la armonía de las proporciones, la «forma» en la que se reflejan los «números del cielo», y el adjetivo 148

pulcher –procedente de un nombre de familia– sugería que toda belleza se ofrece de una forma necesariamente singular, el término «bello» (del medieval bonicellum, abreviación de bonum, común en las lenguas romances: beau, en francés; bonito, en español; beautiful, en inglés) induce a comprender que la belleza es un bien abreviado, lo Infinito en una forma finita, la Eternidad en el tiempo. Una cita poética parece capaz de evocar densamente este mensaje: «Mon Dieu, pour l’autre clarté «Por la otra claridad Que tu as donnée à mon âme que has dado a mi alma merci… La nuit est venue gracias, Dios mío… La noche ha llegado Tu fermeras mes yeux avant le jour Tú cerrarás mis ojos antes del día Et moi je peindrai de nouveau y yo pintaré de nuevo Des tableaux pour toi mis cuadros para ti Sur la terre et le ciel». en la tierra y en el cielo». Estos versos de Marc Chagall[145], pintor y poeta, dejan intuir la misteriosa continuidad que existe entre la frágil belleza percibida en el tiempo y la radiante belleza de lo Eterno que irrumpe en ella y a la que esta remite: en el umbral entre las dos orillas, allí donde la noche se dispone a despejarse en el día sin fin, el artista pinta aún cuadros para su Señor. El Todo del último horizonte y de la última patria se asoma en las figuras y en las formas de la creación artística, llegando así a evocar en ella metas comunes y grandes, con capacidad de hablar a todo corazón y de suscitar caminos compartidos de esperanza y de compromiso. «En un mundo sin belleza… –escribía el teólogo de la belleza, Hans Urs von Balthasar[146]– también el bien ha perdido su fuerza de atracción, la evidencia de su deber-ser-realizado… En un mundo que no se cree ya capaz de afirmar lo bello, los argumentos a favor de la verdad han agotado su fuerza de conclusión lógica».

Y el mismo testigo de la Belleza no dudaba en reconocer su don en la «revelación del infinito en la forma finita» [147]. A estos horizontes abre la fe revelada, que forma para reconocer y encontrar «la belleza que salvará al mundo» [148] en señales, palabras y acontecimientos que se nos ofrecen en el tiempo.

2. ¿Qué relación hay entre fe y belleza? Estas reflexiones sobre la actualidad de lo bello pueden ayudarnos a comprender la relación que existe entre la fe y la belleza: cuanto cada artista produce mediante las palabras o las formas, los sonidos o las líneas y los colores de su obra bella, lejos de capturar el Misterio, suscita un movimiento de trascendencia que lleva al observador de la escena del mundo que pasa, y, por consiguiente, de la fiesta de la múltiple y de la frecuente incomunicabilidad de los fragmentos, al reconocimiento del Infinito que se nos 149

ofrece en ella. La experiencia de lo bello es como una ventana a lo ilimitado, un rapto y una herida del alma, una llamada y un retiro que, por las coordenadas del tiempo, llama a lo eterno, y en las señales de la historia hace que aparezca y se esconda la luz de la gloria. Por consiguiente, la relación entre fe y belleza nada tiene de accidental, puesto que la fe en los fragmentos de las palabras y de los acontecimientos de la revelación reconoce el asomarse del Dios vivo, infinito y eterno: el discurso humano, que más que cualquier otro está destinado a decir lo inefable sin traicionarlo –el de las palabras prestadas a la Palabra divina–, está esencialmente llamado a hacerse acontecimiento de belleza. No por azar ni por accidente de itinerario, el lógos de la fe se abre al hýmnos, la reflexión a la oración, la experiencia de Dios en la invocación y en la caridad a las formas del arte, en las que resplandece la humilde belleza del Altísimo. Por eso, no debe asombrarnos la invocación de san Francisco: «¡Tú eres caridad! ¡Tú eres belleza! ¡Tú eres humildad!». Como recordaba Juan Pablo II en la Carta a los artistas, escrita con ocasión del Jubileo del 2000: «En toda inspiración auténtica hay una cierta vibración de aquel “soplo” con el que el Espíritu creador impregnaba desde el principio la obra de la creación. Presidiendo sobre las misteriosas leyes que gobiernan el universo, el soplo divino del Espíritu creador se encuentra con el genio del hombre, impulsando su capacidad creativa. Lo alcanza con una especie de iluminación interior, que une al mismo tiempo la tendencia al bien y a lo bello, despertando en él las energías de la mente y del corazón, y haciéndolo así apto para concebir la idea y darle forma en la obra de arte» (n. 15).

La belleza, en suma –aun con toda la fragilidad de sus formas mundanas–, es como un umbral entre la tierra y el cielo, donde la primera «transgrede» continuamente en dirección hacia el otro y lo eterno se asoma en la historia de los hombres. Por eso, tiene fuertes vínculos analógicos con Cristo, «el más bello de los hijos de los hombres» (Sal 45,3), «el bello Pastor» (Jn 10,11), el Amor encarnado de Dios.

3. El giro decisivo Consideraciones como estas fueron las que inspiraron la afirmación del IV Concilio de Constantinopla (870), cuya importancia para la historia del arte difícilmente puede exagerarse: «Cuanto el discurso dice en sílabas, la grafía de los colores lo anuncia y lo hace presente» (DH 654). Sin esta declaración –que sancionaba definitivamente la condena de la iconoclastia, que rechazaba toda imagen de lo divino y de lo sagrado como idolatría– no hubiéramos tenido a un Giotto, a un Rafael o un Miguel Ángel, y tampoco a un Rublev, un Rembrandt, y todos los demás grandes protagonistas del arte de Oriente y de Occidente: al condenar el rechazo de las imágenes sagradas en nombre de la correspondencia entre el Lógos en palabras y el Lógos en la carne, entre la Palabra dicha y la Palabra vista, esas expresiones sostendrán a la Iglesia, custodia del Verbo audible, y la ayudarán a hacerse promotora del Verbo visible, tanto en los gestos de la 150

caridad cuanto en las formas de la belleza. La conjunción, a primera vista paradójica, entre el «silabear del lógos» y la «grafía de los colores», sancionada en aquella declaración, será el giro decisivo que producirá frutos extraordinarios: y si en Occidente el mensaje será comunicado por el artista con la fuerza de la luz y de las formas creativamente producidas por él mismo, en Oriente el iconógrafo será aquel que significativamente «escribirá» el icono, sirviéndose de líneas y de colores canónicos. En esta perspectiva es en la que se podrá pedir a todo artista de verdad que se enfrente con el desafío de expresar en lo finito de su obra algo de lo infinitamente bello, casi una sombra de Dios. En verdad, la transfiguración de la palabra evangélica en forma de belleza se ha realizado de manera extraordinaria en el icono: en este la línea delimita el espacio y circunscribe una forma, como hace la letra del alfabeto; dando forma al espacio, la línea lo in-scribe, mientras el color da luminosidad a la forma, haciendo emerger en ella de la tiniebla indefinida el resplandor de la luz. Se determina así un juego de despojamiento y de irradiación, de «kénosis» y de «resplandor»: la línea define la separación, el color manifiesta la unidad entre el Todo y el fragmento; gracias a su combinación, el Todo se ofrece en los fragmentos y estos albergan el Todo, evocándolo. El resultado es un evento de belleza, «kénosis» del «resplandor» y «resplandor» de la «kénosis». La medida de la no confusión, en la irrenunciable no separación, de estos dos movimientos, es la medida del arte, y puede decirse que esta medida se logra donde resulta evidente no tanto que no hay nada más que añadir, cuanto que no hay nada que quitar a la obra bella.

4. ¿Qué significa todo esto para nosotros? El arte se mueve, por consiguiente, en este singular experimento de la «transgresión simbólica», de la evocación que mantiene unidas las lejanías, no ciertamente en el de la representación realista que aprisiona. Por eso tiene una cercanía peculiar al discurso en palabras que intenta expresar lo inefable sin violarlo y, sin embargo, evocándolo, que es la palabra de la revelación. Justamente así se podrá servir a la causa de la fe promoviendo la de la belleza. A lo largo de los siglos han sido innumerables los testimonios de este encuentro entre fe y belleza, y la transmisión de la fe se ha servido a menudo de las obras de arte, de los lenguajes de lo bello. En continuidad con esta tradición, que es uno de los rostros más expresivos de la misión de la Iglesia de anunciar el Evangelio en todo tiempo, en toda cultura y en todo lugar, el mundo de la fe está llamado a sintonizarse y cooperar con el del arte y el de la cultura: también por esta razón, entre otras, el libro de los libros, la Biblia, ha sabido ofrecer al arte innumerables motivos, temas, valores y pistas valiosas para toda la civilización. Son los valores que tanto necesitamos para salir de la crisis que nos afecta a todos. También así, lo bello nos intriga y puede ayudarnos a abrir nuestro corazón al Eterno. También así, ¡«la belleza 151

salvará al mundo»! Una Iglesia que sea testigo del sentido último y, por eso, generadora de confianza en el corazón de la historia humana, es pueblo de la belleza que salva, anticipación en el tiempo penúltimo de la prometida belleza de Dios, todo en todos. La esperanza teologal, anticipación del futuro del mundo redimido, prometido en el Hijo crucificado y resucitado, es anuncio y pregustación de esta belleza. De este modo, el diálogo entre fe y arte es condición valiosa de un nuevo y posible impulso evangelizador, en el servicio a la causa de querernos todos más humanos según el plan de Dios. Y puesto que no cabe duda de que los pobres tienen también derecho a la belleza, no hay nadie, por pobre que sea, a quien este desafío no le pueda interesar. Ciertamente, se trata solo de una posibilidad y, sin embargo, en cuanto que está fundamentada en la revelación del Bello Pastor, esta constituye un desafío y una promesa fecunda para todos, sobre la que merece la pena reflexionar y por la que merece la pena comprometerse. No obstante, existe una condición necesaria para que lo divino nos hable en la belleza: hay que tener ojos para verlo, una mente para escucharlo y una sensibilidad para reconocerlo. En el arte ¡lo divino hace arder los corazones dispuestos a recibirlo! Lo expresa de forma densa un poema de Jiri Wolker, un poeta checo que murió jovencísimo (1900-1924), titulado En la orilla de la isla de Krk. Es un texto particularmente adecuado para introducir en el umbral, que está ante el mar infinito de la belleza divina, porque ayuda a entender cómo el Todo divino se ofrece en el fragmento del arte a quien, para reconocerlo, sepa ponerse en la actitud libre y liberadora del «mendigo del cielo»: «El buen Dios se me acercó como un mendigo con bolsa y bastón. Tenía el aroma de los campos de junio, de quien había dormido en el heno. Se detuvo en el umbral pidiendo limosna. Por entonces tenía yo muchas cosas que quitaban el sosiego: el traje oscuro, el cuello almidonado, los libros encuadernados en piel, y, puesto que estaba harto, pensaba si era mejor vivir o morir. No le di nada, no tenía las manos para hacerlo. Pero me avergoncé, cuando vi sus ojos azules, dilatados de occidente a oriente. El buen Dios se fue. Las puertas quedaron abiertas. Fueron ellas las que me sacaron sin cuello ni libros, y me dieron para el viaje la bolsa y una sonrisa de niño, 152

muchas tristezas y heridas en la alforja y el recuerdo de plata de la madre. Vago ahora por la ciudad en busca del buen Dios. Sé que va con la bolsa y el bastón y que un día lo encontraré y no me causará dolor, porque no tengo ya nada de las cosas que me mantenían prisionero del mal. Él me tomará consigo. Nos pondremos en una esquina con la gorra en la mano y el sol sobre la cabeza, implorando: «Mendigamos amor, hombres de Dios, ¡abrid los corazones!» [149].

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17.

¿Puede la música transmitir la fe?[150]

Hay un libro en el centro de la Biblia que es todo él música y canto: el Salterio. San Agustín –el autor del De musica, monumento al valor de la música como expresión de la belleza y de la búsqueda de lo bello– lo define así: «Psalterium meum, gaudium meum», «Salterio mío, alegría mía» [151]. Sorprende en esta frase el uso del adjetivo posesivo referido al libro de los Salmos: parece que Agustín lo percibe como una posesión suya, algo que ama profundamente y hacia lo que se siente profundamente atraído, dejando traslucir así una nota de intimidad, reveladora de su profunda relación con Dios mediante la música y el canto. Justo esta relación de amor con el Señor, expresada por el recurso al canto de los Salmos, explica cómo fueron para el obispo de Hipona una fuente de alegría: quien ama y se reconoce amado, experimenta la alegría y la belleza de existir. Para Agustín, el canto del Salterio es un recuerdo del amor recibido de Dios, un medio para corresponderle, diciendo palabras de amor al Amado, una pregustación de la alegría que acompañará el diálogo del amor que ya nunca tendrá fin. Extraordinario en este sentido es el testimonio que nos dejó en las Confesiones: «(A veces tengo la impresión de que) todos los sentimientos de nuestro espíritu, según su naturaleza, encuentran en la voz y en el canto su propio ritmo (proprios modos), del que son despertados como por no sé qué familiaridad. Pero este deleite del sentido, que nunca debería debilitar el espíritu, me lleva a menudo a engaño, porque la sensación auditiva no acompaña a la mental contentándose con el segundo lugar, sino que intenta, en cambio, precederla y guiarla… Pero, cuando me vuelve el recuerdo de las lágrimas derramadas al escuchar los cantos de tu Iglesia en los primeros tiempos de mi conversión, y también ahora, cuando me siento conmovido no tanto por el canto cuanto por lo que se canta, si la ejecución es realizada por una voz bella y con modulación apropiada, tengo que admitir de nuevo la gran utilidad de esta institución»[152].

Comprender las razones de este servicio que la música y el canto pueden prestar a un corazón sediento de la alegría verdadera, también en días de prueba y crisis como los nuestros, es el objetivo de la reflexión siguiente.

1. Celebrar y alabar a Dios Sefer tehillim, «Libro de las alabanzas», es el nombre del Salterio en hebreo. Este título quiere resaltar el motivo principal que lo recorre: celebrar y alabar a Dios por la obra realizada con sus criaturas y en particular con el pueblo de su alianza. Las mismas composiciones se denominan psalmói en griego, aludiendo a la ejecución musical que normalmente acompañaba al canto: una alabanza armoniosa, una música del espíritu, para expresar al Eterno el asombro, el agradecimiento, la invocación, la súplica e incluso el grito del corazón del individuo y de la comunidad entera. Justo así, los Salmos son 154

oración: de Israel, de Cristo, de la Iglesia. Es más, según la tradición judía, el Salterio es un verdadero Pentateuco de la oración, es decir, un conjunto de cinco libros, en analogía con los de la Torá: una especie de Torá orada en respuesta al don divino de la Torá. Cada uno de los cinco libros concluye con una doxología final (41,14; 72,19; 89,52; 106,48; 150,6; libro I: Sal 1–41; libro II: 42–72; libro III: 73–89; libro IV: 90–106; libro V: 107–150), mientras que los últimos quince salmos (146–150) son en su integridad cantos de alabanza. Una simple observación sobre el vocabulario utilizado nos corrobora la primacía de la alabanza en el libro de los Salmos: el verbo alabar (hll) se encuentra 94 veces en el Salterio con respecto a las 167 veces que aparece en toda la Biblia (el 56%, por tanto), y el término «alabanza» (tehillah) aparece 30 veces con respecto a las 59 que se encuentran en todos los libros bíblicos (51%). Por otra parte, la actitud propia de la alabanza, es decir, el reconocimiento confiado de la soberanía divina y el consiguiente descentramiento de uno mismo para confiarse al Eterno, está también en la base de los Salmos de invocación y de súplica. Puede concluirse que la alabanza está «al comienzo y al final» de la experiencia de fe testimoniada por el Salterio (Paul Beauchamp). Teniendo en cuenta esta experiencia, puede decirse que la música y el canto de los Salmos nacen de la necesidad de dar gracias al Amado, de confesar su belleza y su don más allá de toda resistencia y prueba. Por consiguiente, el canto nace de un corazón que ama. Por eso, este corazón está herido: intervalo entre dos silencios, la música y el canto dirigidos al Eterno son como una herida de amor, que dando gracias expresa la nostalgia vehemente del Rostro oculto. La misma atribución de los Salmos al rey David, el Amado de Dios, ilumina esta intrínseca finalidad del canto y de la música sacra: estos nacen del amor al Eterno y de la necesidad de ser ayudados por él para soportar la espera del encuentro. El primer objetivo es tan intenso que una tradición rabínica describe del siguiente modo el origen de los cantos del Salterio: cuando David se va a dormir, cuelga la cítara al lado de la cama y, durante la noche, el Señor envía el viento del norte que agita las cuerdas para que el Rey amado se despierte y se acuerde de cantar sus canciones de amor al Altísimo. Es tierna y conmovedora esta imagen de un Dios que siente tan intensamente la necesidad de las palabras de amor de su criatura que él mismo las solicita. El otro objetivo de los Salmos se nos refiere ya en el relato que nos cuenta la causa por la que David fue llamado a tocar y a cantar por el rey Saúl: el rey está desasosegado por las culpas cometidas y se debate en la lucha con el Adversario, que se ha apoderado de su corazón. En este contexto dramático solamente la música y el canto del joven David pueden darle al monarca un poco de sosiego y de paz: «Cuando el espíritu de Dios estaba sobre Saúl, David tomaba la cítara y tocaba: Saúl se calmaba y se sentía mejor, y el espíritu malo se apartaba de él» (1 Sm 16,23). Así pues, la música tiene una función terapéutica, es como una medicina del alma que, abriendo el corazón al deseo, a la súplica y a la alabanza de Dios, ayuda a liberarse de las fuerzas del mal que nos asaltan. Precisamente por eso, David y sus cantos prefiguran la obra liberadora y salvífica del Mesías y, así, el libro de 155

los Hechos de los Apóstoles no duda en afirmar: «Puesto que (David) era profeta y sabía que Dios le había jurado solemnemente sentar en su trono a un descendiente suyo, previó la resurrección de Cristo y habló de ella» (Hch 2,30s). Por otra parte, las últimas palabras de David expresan la convicción de esta espera mesiánica: «Oráculo de David, hijo de Jesé, oráculo del hombre enaltecido por el Altísimo, ungido del Dios de Jacob, favorito de los cantores de Israel. El Espíritu del Señor habla por mí, su palabra está en mi lengua… Mi casa está firme junto a Dios, que me dio un pacto eterno, bien formulado y mantenido. ¡Él hará prosperar mis deseos de salvación!» (2 Sm 23,1-2.5).

2. Dar voz a la nostalgia de la Patria celestial Por poner un ejemplo de la belleza y profundidad contenida en los cantos, en los que se entrelazan la alabanza y la súplica, dando voz a la nostalgia universal del Eterno, basta recordar los Salmos de las subidas, la sección del Salterio (Sal 120–134) que titula a cada composición con la frase šir hamma‘alot –«Cántico de las subidas»–. Algunos piensan que esta denominación se refiere a la estructura de las composiciones, orientadas en un crescendo hacia una cima temática (por ejemplo, en el Salmo 121: «No duerme ni dormita el guardián de Israel. El Señor es tu guardián, el Señor es tu sombra y está a tu derecha»: vv. 4 y 5). Otros consideran que son cánticos realizados mientras se subían las escaleras del templo: cantica graduum, como se decía en latín, «cánticos de los peldaños». Pero puesto que en Esdras (2,1) y en Nehemías (7,6) se llama a los exiliados que regresan a Sión del destierro babilónico los «que suben», con referencia a la cumbre de la Ciudad Santa, estos Salmos son considerados los cantos del peregrino que «sube» a Jerusalén, que vive el «retorno» o la «subida» (‘aliyah) hacia el lugar santo elegido por Dios. «Todos estos cantos –escribe el gran comentarista judío medieval David Kimchi (ca. 1160-1235)– recogen las palabras de los desterrados. En ellos se habla de la angustia del exilio y también de la esperanza en la salvación y de la certeza de que esta al final llegará» [153]. En este sentido, los cantos de las subidas se convierten en metáfora universal de la vida, del camino del hombre hacia la Ciudad celeste, donde está la verdadera morada y patria de cada uno de nosotros. Por otra parte, subir físicamente se presta con facilidad a ser entendido como símbolo de la ascensión hacia Dios, a la que todos estamos llamados: vivir es «anhelar la vida eterna» (Miguel de Unamuno), desear a Dios y la comunión con él por encima de todo. Aquel que nos hizo para sí atrae hacia él nuestro corazón inquieto: «Nos fecisti ad Te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te» [154], «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti». Este significado es expresado de forma altamente clara por las primeras palabras del primer Salmo de las subidas: ’el YHWH, «hacia el Señor». «Al Señor en mi angustia grité y él me respondió» (120,1).

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Los cantos de las subidas son, en suma, una escuela muy especial del deseo de Dios y, por eso, una escuela de oración, que abre el corazón sediento al abismo inefable del Señor del adviento, el Eterno que, al llegar a la historia, entreabre el camino, enciende la espera, ofrece una promesa cada vez más grande que lo ya realizado. Son símbolo, por eso, de aquello que puede ser toda música o canto, que exprese la sed de todo posible buscador del Rostro escondido, peregrino hacia el abismo del Otro inefable. Para mostrar cómo este motivo de la nostalgia del Rostro divino, al mismo tiempo revelado y velado, recorre la gran tradición del canto y de la música sacra de la Iglesia, basta citar la primera y última estrofa del texto –debido a Tomás de Aquino– del Adoro Te devote: «Adóro te devóte, latens Déitas, «Te adoro devotamente, oh deidad que te escondes, quae sub his figúris vere látitas: que bajo estas apariencias te ocultas de verdad: Tibi se cor meum totum súbiicit, a ti todo mi corazón se abandona, quia te contémplans totum déficit… porque, al contemplarte, todo empequeñece… Iesu, quem velátum nunc aspício, Oh Jesús, que velado ahora admiro, oro fiat illud quod tam sítio; oro para que suceda lo que tanto deseo ut te reveláta cernens fácie, que, contemplándote, el rostro revelado visu sim beátus tuae glóriae». con tal visión sea yo bienaventurado de tu gloria».

3. Educar en la escucha del silencio La música y el canto sacros, en fin, más que cualquier otra expresión sonora, remiten al silencio de Dios: a aquel de la silenciosa escritura de los cielos, que ellos celebran (como en Sal 19,2), o a la misteriosa presencia ausente, con la que el Eterno viene a transmutar todas las posibles esperas, ofreciéndose a su elegido en la «voz del tenue silencio» (cf. 1 Re 19,11-13). El canto dirigido al Amado se hace una invitación a perseverar en el abandono al Rostro buscado, también cuando este Rostro hace sentir todo el peso de su ocultamiento: «Confío en el Señor, que ha ocultado el rostro a la casa de Jacob, y espero en él» (Is 8,17). La música sacra ayuda a entender cómo la vía de Dios no es solo la de la palabra y la respuesta, sino también la del silencio, al que se ha de corresponder en el espacio de la escucha fiel y de la alabanza. Escribe André Neher:

«Dios se ha retirado en el silencio, no para evitar al hombre, sino, al contrario, para encontrarle; sin

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«Dios se ha retirado en el silencio, no para evitar al hombre, sino, al contrario, para encontrarle; sin embargo, es un encuentro del Silencio con el silencio. Dos seres, uno de los cuales intentaba huir del otro en la escena luminosa del Cara a Cara, se encuentran en el revés silencioso de los Rostros escondidos… Dejando de ser un refugio, el silencio se convierte en el lugar de la suprema agresión. La libertad invita a Dios y al hombre a la cita ineludible, pero es la cita del universo opaco del silencio»[155].

El silencio divino al que introduce la música sacra es el espacio de nuestra libertad, porque en la ambigüedad dolorosa de los silencios de Dios el hombre está solo ante sus elecciones, totalmente libre con respecto a Dios, que se retrae. Si todo cálculo con la promesa está suspendido, si el Dios de la alianza es el Dios escondido e imprevisible en su retirarse silencioso, aun sin dejar de ser el Dios fiel, ninguna motivación utilitarista podrá inspirar el canto de la alabanza o de la invocación dirigidas a él. No es la expectativa de la recompensa lo que motiva el canto del orante, sino la dignidad pura de la siembra, el riesgo conscientemente vivido del amor ofrecido al silencio del Eterno. La experiencia del silencio de Dios se convierte así en el centinela que impide que el canto sacro se traduzca en cálculo, y salvaguarda tanto la libertad y la gratuidad del acto humano como la gratuidad y la libertad de la acción divina. De ahí que ese canto sea voz de amor, que nace del silencio y se hace escucha del silencio. No sorprende, por ello, que resuene en la Biblia la invitación al silencio ante el Dios vivo: «¡Que calle ante él la tierra entera!» (Hab 2,20); «¡Silencio ante el Señor Dios, que está cerca el día del Señor!» (Sof 1,7). En la liturgia celestial del Apocalipsis los cantos y los sonidos se alternan con el silencio (cf. 8,1). El versículo de un salmo, tomado de la liturgia, dice en el texto hebreo: «Para ti es alabanza el silencio», «Tibi silentium laus!» (Sal 65,2). Adorar – que, según algunos, indica el gesto de cubrir la boca con la mano para que calle (ad- y os, «boca»)– significa elevar un «himno de silencio» (san Gregorio Nacianceno). Karl Rahner, el gran teólogo que dedicó toda su obra al servicio de la Palabra de la revelación, no duda en elevar un himno a Aquel, el Verbo eterno venido a nosotros, que es «la única palabra de júbilo del amor y de la vida» en el eterno silencio de Dios: «Entonces Tú serás la última palabra, la única que permanece y que jamás se olvida. Entonces, cuando todo calle en la muerte y yo haya aprendido y sufrido todo, entonces comenzará el gran silencio, dentro del cual solo Tú resuenas, Tú, Palabra por los siglos de los siglos. Entonces todas las palabras humanas se habrán embotado; y el ser y la sabiduría, el conocimiento y la experiencia serán una misma cosa: “Conoceré como soy conocido”, entenderé lo que siempre me has dicho: a Ti mismo. Ninguna palabra humana, ninguna imagen ni concepto volverán a interponerse entre Tú y yo. Tú mismo serás la Palabra del júbilo, del amor y de la vida que llena todos los espacios de mi alma»[156].

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SÉPTIMA PARTE:

La fe en camino «Con la fuerza recibida de aquella comida, caminó durante cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios» (1 Re 19,8)

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18.

Fe y vida teologal[157] 1. La fe entre los dos Testamentos La Carta a los Hebreos, una homilía inspirada surgida en un contexto judeocristiano, es la que propone la definición de la fe que se ha hecho clásica: «La fe es fundamento de lo que se espera y prueba de lo que no se ve» (11,1). El término griego traducido en español por «fundamento» es hypóstasis, literalmente «lo que está debajo»: la fe sería, por tanto, la actitud de completa confianza en Dios, que funda y sostiene la certeza de que el futuro está en las manos fiables de él, creído y amado, y, así, abre a un futuro de esperanza. La fe supone, por consiguiente, una relación de amor incondicional con el Señor, en la reciprocidad del vínculo y, por consiguiente, sobre la base de la fidelidad divina, en la seguridad del futuro bueno garantizado por el Eterno. El creyente espera los bienes futuros y la vida eterna con certeza confiada, porque «sabe» que el Dios en quien ha creído es fiel siempre en el amor y nunca desfallecerá la alianza establecida con quien cree. Precisamente por eso la fe es «prueba» (élenchos, en griego, «argumento») de las cosas (pragmátōn, en griego, de las «acciones», de los «hechos») que no se ven, custodiadas en el silencio del amor de Dios. Con expresividad, Dante traduce el versículo de la Carta a los Hebreos con estas palabras: «Fe es sustancia de lo esperado / y argumento de lo no aparente» [158]. En plena continuidad con la fe bíblica en el Dios de la alianza, la Carta a los Hebreos considera la fe como la respuesta humana a la iniciativa divina de la promesa y del pacto: al Dios que se destina a su criatura en el amor fiel, esta le responde con confianza y plena esperanza. La fe no es iniciativa humana, sino respuesta, correspondencia amorosa al actuar divino, que abre la inexorable caducidad del tiempo a los horizontes firmes del Eterno. En este punto, esta Carta no se distancia de la concepción del Primer Testamento: el término ’emunah no significa específicamente «fe», sino, más bien, la confianza incondicional en la fidelidad divina al pacto y la consiguiente actitud de escucha y de apertura confiada al Dios que llega según su promesa. «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solo uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (Dt 6,4-7).

En el Nuevo Testamento, además, la fe es vista como participación en la vida divina, hecha posible por el don de lo alto llevado a cabo por las misiones del Hijo y del Espíritu, acogido con obediencia radical, inseparable de la esperanza y de la caridad. Entre otros, hay dos textos que muestran cómo esta fe esperanzada y viva en el amor 160

divino no es sino la manifestación de la obra de Dios en el corazón de la persona que lo acoge. Con la esperanza y la caridad, la fe es la irradiación de la vida nueva suscitada en la criatura por la acogida de la llamada y del don de Dios en Jesucristo. Lo muestra eficazmente un versículo del texto cristiano más antiguo, la Primera carta a los Tesalonicenses de Pablo, dirigida a un contexto caracterizado por el paganismo del mundo griego: «Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, mencionándoos en nuestras súplicas, recordando vuestra fe activa, vuestro amor solícito y vuestra esperanza perseverante en nuestro Señor Jesucristo ante Dios nuestro Padre» (1 Tes 1,2-3).

A su vez, es de nuevo la Carta a los Hebreos la que nos muestra cómo la sangre reconciliadora de Jesús concede al discípulo vivir ante el Padre en el seguimiento de Cristo, su Hijo, por la gracia del Espíritu, precisamente mediante la fe, la esperanza y la caridad: «Por la sangre de Jesús, hermanos, tenemos libre acceso al santuario; por el camino nuevo y vivo que inauguró para nosotros a través de la cortina, a saber, de su cuerpo. Tenemos un sacerdote ilustre a cargo de la casa de Dios. Por tanto, acerquémonos con corazón sincero, llenos de fe, purificados por dentro de la mala conciencia y lavados por fuera con agua pura. Mantengamos sin desviaciones la confesión de nuestra esperanza, pues es fiel el que prometió. Atendámonos mutuamente para incitarnos al amor y a las buenas obras» (Heb 10,19-24).

A la luz de estos textos fundacionales podríamos decir que el cristiano está llamado a ser un creyente, un ser esperanzado, un enamorado, puesto que participa de la vida trinitaria, testigo de ella especialmente en la caridad.

2. Testigos del Dios que vive en nosotros Fe, esperanza y caridad nacen, por consiguiente, de la participación en la vida misma del Dios Trinidad de amor, hecha posible por el don de lo alto. Por eso se denominan virtudes teologales. Ellas manifiestan la presencia y la acción de las Personas divinas en lo más profundo del corazón humano: la caridad revela en nosotros la obra del Padre, el Dios que es amor fontal e irradiante, y se expresa en el ejercicio de la gratuidad; la fe manifiesta la unión con el Hijo, y encuentra en la obediencia creyente su expresión más plena; la esperanza revela la presencia del Espíritu, y suscita la pobreza del corazón abierto y disponible a las sorpresas del reino de Dios. En el ejercicio de las virtudes teologales se manifiesta así el misterio más profundo de la existencia redimida, la participación en la vida divina, don del Dios que nos eligió y llamó por puro amor. Es esto lo que nos da a entender la Segunda carta de Pedro: «El poder divino nos ha otorgado cuanto conduce a la vida y la piedad, por medio del conocimiento del que nos llamó con su propia gloria y mérito. Con ellas nos ha otorgado las promesas más grandes y valiosas,

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para que por ellas participéis de la naturaleza divina» (2 Pe 1,3-4).

En la concepción del Nuevo Testamento, conocer al Dios de Jesucristo es responder a su llamada, haciéndose partícipes por gracia de la vida divina y testimoniando la gloria y la fuerza del Altísimo a partir de los dones recibidos de él. Quien cree vive de vida nueva y experimenta en sí la presencia del Señor resucitado, como nos asegura el personalísimo y conmovedor testimonio del apóstol Pablo: «Ya no vivo yo, sino que el Mesías vive en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).

El Evangelio es ante todo la buena noticia de esta vida nueva, hecha posible por la caridad de Dios, es el anuncio gozoso y transformador de que Dios «amó tanto al mundo que entregó a su Hijo unigénito» (Jn 3,16) por nosotros. El Padre «no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,32). De la contemplación de este don supremo, la fe de la Iglesia naciente no tardó en llegar a la conclusión de que Dios, el Padre de Jesús, es amor: «Queridos, amémonos unos a otros, pues el amor viene de Dios; todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor. Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él… Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1 Jn 4,7-9.16).

Por consiguiente, si Dios es amor, es sobre todo la caridad la que nos hace morar en él y manifestarlo al mundo: «Nadie ha visto nunca a Dios; si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de él es perfecto en nosotros» (1 Jn 4,12). Y este es el don que el Espíritu hace a nuestro corazón: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). La participación en la caridad del Padre enciende en los corazones de quien lo acoge la gratuidad del amor: libre por la fe, el cristiano es siervo por amor. «Queridos, si Dios nos ha amado, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Como el amor divino está motivado solamente por la alegría irradiante de amar, así la caridad rechaza el cálculo y el interés, y exige el don sin reservas, el éxodo de sí sin retorno: «El amor es paciente, es amable, [el amor] no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,4-7).

Al cristiano se le pide vivir la caridad como ley nueva de su acción, característica luminosa e irradiante de su saberse envuelto y custodiado en el amor del Padre. Esta ley fundamental se expresa en la cotidianidad de la vida del discípulo cuando pone en el centro de todo el bien del otro, especialmente si es débil o está necesitado: cualquier otro 162

fin que motivara las elecciones fundamentales del cristiano haría de su existencia una autoafirmación inhóspita y, por tanto, infidelidad y caída de tensión moral.

3. De la fe procede la fuerza El acceso al don del amor divino se realiza mediante el encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que acontece en la fe. Según la Carta a los Hebreos, Jesús es «autor y perfeccionador de la fe» (12,2), es decir, es aquel que nos ha precedido y nos socorre en la lucha para creer. En la unión al Señor Jesús, el cristiano participa en la acogida del amor eterno y se entrega en la docilidad de la fe al Dios viviente: creer es fiarse del Eterno que ha entrado en el tiempo, poner la propia vida en las manos del Otro, para que sea él el único y verdadero Señor. Cree quien se deja hacer prisionero del Dios invisible, quien acepta ser poseído por él en la escucha obediente de su palabra y en la docilidad profunda del corazón: la aceptación de la verdad revelada se une en quien cree al sometimiento libre a la gracia y a la confianza en las promesas divinas, es decir, a la fe vivida en su aspecto de encuentro personal, de posible resistencia y lucha y de confianza incondicional en Dios. La existencia de fe es, en suma, un continuo acto de obediencia al Padre, una entrega y un abandono de sí a su verdad y a su amor, en unión con Jesús crucificado y resucitado. Vive en la obediencia de la fe quien escucha profundamente al Dios que llama (ob-audire, de donde procede «obediencia», quiere decir precisamente escuchar lo que está debajo, al otro lado, más allá); cree quien no se para en la evidencia, sino que acepta la paradoja del Amor invisible y se abre a la novedad de su adviento. Por eso, creer no es evitar el escándalo o esquivar el riesgo: se cree no a pesar del escándalo y del riesgo, sino precisamente desafiados por ellos y en ellos. Cree quien confiesa el amor de Dios pese a la falta de pruebas del amor, quien espera contra toda esperanza, quien acepta crucificar sus esperas en la cruz de Cristo, y no a Cristo en la cruz de sus esperas. A todo discípulo de Cristo se le pide vivir la aventura audaz de la fe, abriéndose en la libertad a la palabra de Dios, confiando en él y avanzando hacia la meta de su promesa como quien nunca siente que ha llegado, sino que sigue buscando una patria última y definitiva. Esto es lo que hicieron los testigos de la fe: «Con esa fe murieron todos esos sin haber recibido lo prometido, aunque viéndolo y saludándolo de lejos y confesándose peregrinos y forasteros en la tierra. Quienes así razonan demuestran que están buscando una patria. Pues si hubieran sentido nostalgia de la que abandonaron, podrían haber vuelto allá. Por el contrario, aspiran a una mejor, es decir, a una celestial. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios, porque les había preparado una ciudad» (Heb 11,13-16).

Así, el creyente afronta cada día los desafíos y los riesgos de su vida terrena: conjugando el máximo del compromiso que le sea posible conseguir con la entrega confiada de sí a Dios, tendrá que aprender a ser humilde, a hacer como si todo dependiera de él, con la certeza y la confianza de que todo depende de Dios. Dar 163

testimonio de esta fe de manera fiable con la elocuencia de la vida y, después, con la palabra, es tarea de todo discípulo que viva en el seguimiento de Jesús. En cuanto impronta viva de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la existencia de quien cree para abrirla al futuro de Dios, la fe se une sólidamente con la esperanza: «La esperanza no decepciona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5,5). Si Cristo es en nosotros la esperanza de la gloria (cf. Col 1,27; 1 Tim 1,1), el Dios de la esperanza nos hace abundar en ella gracias al don del Espíritu: «El Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz en la fe, para que abundéis en la esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15,13). La esperanza, que el Espíritu suscita en quien cree, no es la simple espera en la que se proyectan los deseos de nuestro corazón: dada de lo alto, es más bien anticipación, futuro de Dios activo ya ahora en el corazón de la historia. Por eso la esperanza teologal no anula el rostro humano de la esperanza: el deseo y la espera de un bien futuro arduo, pero alcanzable, se ven incluso más intensificados por la participación en la vida divina. Todo hombre vive en la esperanza de las cosas procedentes y nuevas de Dios: el futuro del Eterno que ha entrado en el tiempo viene a tomar cuerpo en el camino del corazón, que se abre en la libertad al don del Padre. La experiencia, que nace de este encuentro con el Dios de la esperanza, se expresa sobre todo en el estilo de la sobriedad evangélica, que no es la falta alienante de la miseria, que todos debemos combatir y derrotar, sino la condición de los «pobres del Señor», que ponen totalmente en Dios su confianza y su certeza. La esperanza significa apertura a las sorpresas del Eterno y, por eso, renuncia a gestionar por nosotros solos nuestra vida: es vivir el futuro, proyectado y edificado a partir del hombre, en la perspectiva de la primacía absoluta de Dios, que alcanza y transforma todo cuanto existe. Vivir en la esperanza teologal significa, entonces, estar abiertos al Eterno, libres de sí para pertenecer a él, disponibles para dejarse alcanzar y alterar por su venida, dispuestos a abandonar toda seguridad lograda para aceptar establecerse en la fidelidad siempre sorprendente de Dios. Una señal de la posibilidad de vivir esta elección en la vida del creyente es el desasimiento del dinero y el testimonio de desinterés y de generosidad especialmente hacia los pobres y los débiles. Un creyente que viva la esperanza teologal será libre de la seducción de la riqueza, sencillo y sobrio en su estilo de vida, testigo de verdad en la caridad que salva todo, amigo de los pobres y de quienes sufren, discípulo verdadero del Redentor del hombre, Jesús. Dios de la libertad, que no dejas de salir de ti para darte al Otro en la pura fontalidad de tu amor, contágianos la libertad de amar, para que en el seguimiento de Jesús de Nazaret, Hijo tuyo y Señor nuestro, 164

tengamos el coraje de arriesgar la vida por amor, sostenidos en nuestra debilidad por tu Espíritu, que nos libera de todo miedo. Concédenos, Señor Jesús, ser como tú, libres en el amor, comprometidos por la verdad y la justicia del Reino, para no buscar nada que no sea la fidelidad al Padre, dispuestos a pagar con nuestra vida el precio de la caridad. Haz que no seamos nunca prisioneros del pasado o revolucionarios de baratija, ascetas puritanos o criaturas incapaces de desierto, sino hombres libres de sí mismos, de las cosas, de los demás, con la infinita confianza del amor del Padre, con el riesgo generoso del amor por los hombres. Espíritu Santo de la libertad, contágianos tú con la libertad del corazón, la fiesta y la paz de una existencia reconciliada, acogida como don tuyo, gastada en el servicio fiel especialmente a quien no conoce la libertad. Libres de la cárcel del presente, acogeremos, así, en nosotros y en la historia de los hombres, nuestros compañeros de viaje, el Reino de la libertad. Dios tres veces Santo, concédenos preparar en el hoy de la fe, de la esperanza y de la caridad, el mañana de tu belleza eterna, victoriosa sobre el mal y sobre la muerte, en el amor que reinará para siempre. Amén. ¡Aleluya!

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19.

La fe que vence a la muerte[159]

Que se trata de un conflicto es algo que muestran con claridad las palabras de algunos de los cantos más antiguos de la fe: «Mors et vita duello conflixere mirando: dux vitae mortuus regnat vivus», «Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta» (Secuencia de Pascua). ¿Quiénes son los contendientes de este conflicto? ¿Qué está en juego? ¿Qué sentido puede tener para nosotros hoy este duelo mortal? ¿A qué pasos nos invita? Quisiera detenerme sobre estos interrogantes, sabiendo que nos conciernen a todos –«de re nostra agitur», «es algo que nos afecta»–, porque nadie puede dar un sentido a la vida si no ha dado respuesta a aquella pregunta intrigante, alusiva, a menudo elusiva, siempre inminente, que es la pregunta sobre la muerte.

1. La herida de la pregunta ineludible Basta una mirada a la existencia humana en este mundo para constatar en qué medida está marcada la vida por la pregunta ineludible que surge frente a la muerte. Diversos por posibilidades y experiencias, los que habitan en el tiempo son solidarios en el hecho de que todos están, de igual modo, «arrojados» a la muerte: «La muerte –escribe Martin Heidegger– domina el existir. La muerte no es en absoluto una carencia última… sino que es, ante todo, una inminencia que domina» [160]. La vida parece resolverse, entonces, en el viaje inexorable hacia las tinieblas: por eso la fatiga de existir está amasada de melancolía y la morada del tiempo aparece envuelta por la nada. «Agonía» es la vida, lucha contra la muerte: y puesto que nada como el amor da al corazón humano la conciencia de la laceración que es la muerte, se comprende cómo amor y muerte se copertenecen. Lo afirma una atormentada poesía de Cesare Pavese, escrita no mucho tiempo antes de concluir su lucha capitulando ante la muerte: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, esta muerte que nos acompaña desde el alba a la noche, insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio absurdo. Tus ojos serán una palabra inútil, un grito callado, un silencio. Así los ves cada mañana cuando sola te inclinas 166

ante el espejo. Oh, amada esperanza, aquel día sabremos, también, que eres la vida y eres la nada» [161]. Sobre el vértigo de la nada viene a perfilarse la situación emocional de la angustia: suspendido sobre los abisales silencios de la muerte, el ser humano se inquieta ante su destino. El rechazo de la nada suscita la fuerza del preguntarse: el hombre se hace pregunta para sí mismo, interrogante ante el cual se entreabren ambiguamente los senderos de lo que podrá ser o no será nunca. El pensamiento interrogante nace de la muerte, la conciencia surge de la pasión de quien no claudica al triunfo final de la nada. Agonía, lucha contra la victoria de la muerte: tal es la vida pensante. «De la muerte, del temor a la muerte –escribe Franz Rosenzweig– parte y se eleva todo conocimiento sobre el Todo. Rechazar el miedo que atenaza lo que es terrenal, arrancar a la muerte su aguijón venenoso, quitar al Hades su miasma pestilente, de esto se cree capaz la filosofía. Todo cuanto es mortal vive en este miedo a la muerte, todo nuevo nacimiento añade un nuevo motivo de miedo, porque acrecienta el número de lo que debe morir. Sin descanso, el seno infatigable de la tierra da a luz lo nuevo y cada uno está indefectiblemente arrojado a la muerte, cada uno espera con temor y temblor el día de su viaje a las tinieblas. Pero la filosofía niega estos miedos de la tierra. Ella saca más allá de la fosa que se abre a cada paso. Permite que el cuerpo sea entregado al abismo, pero el alma, libre, huye de él y se libra volando…»[162].

Por eso, al término del camino del pensamiento, la reflexión que parte de la muerte no podrá sino asomarse a la vida: «Las palabras están escritas en la puerta, en la puerta que del resplandor, misterioso-milagroso, del santuario de Dios, donde ningún hombre puede quedarse a vivir, conduce hacia el exterior. Pero, ¿hacia dónde se abren los batientes de esta puerta? ¿No lo sabes? Hacia la vida» [163].

2. El eclipse de la muerte La pregunta suscitada por la penetrante inminencia de la muerte presenta, por consiguiente, un carácter originario, decisivo, y, sin embargo, parece volver a suscitarse después de un largo olvido, emergiendo de las cenizas de las presunciones ideológicas de la época moderna. El optimismo de la razón adulta y emancipada, a partir de la Ilustración, había exorcizado la muerte, relegándola a la condición de puro momento de pasaje en el proceso total del Espíritu, que culmina en su indudable triunfo. La muerte se había convertido en una especie de «flor negra» (G. W. F. Hegel) que no debería existir: para el hombre adulto y emancipado de la modernidad todo lo que es noche del espíritu, y, por tanto, la muerte en primer lugar, debe ceder el puesto a la luz de la razón, que no tolera resistencias o residuos. «Solo en la autoconciencia como concepto del espíritu –afirma Hegel– alcanza la conciencia su punto de viraje: aquí ella, moviéndose de la variopinta apariencia del más acá sensible y de la noche vacía del más allá

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ultrasensible, penetra en el día espiritual de la presencialidad»[164].

El mito moderno del progreso, apreciado por las «grandes narraciones» ideológicas, tendía a banalizar la muerte, a hacer de ella una etapa marginal de la historia del individuo totalmente asimilado a la causa, sacrificado al triunfo de la idea: la muerte era ignorada, eludida, escondida. Esta «decadencia de la muerte» llegó a su culmen en la figura de la «muerte vuelta al revés», de la muerte de la muerte, es decir, de la muerte expulsada del desarrollo de la vida, que no soporta las interrupciones y los silencios[165]. El derrumbe de las certezas ideológicas no parece, sin embargo, haber iniciado un sano retorno de la muerte en la conciencia colectiva de Occidente: el pesimismo de la condición posmoderna extiende, efectivamente, el abrazo mortal a todas las cosas y a todos los instantes de la vida, entendida como permanente caída en el vacío, pero así no hay confrontación verdadera con el carácter dramático del hecho de morir. Afirmar que la muerte es nada o considerar que todo es un continuo morir, son solo dos modos complementarios de esquivar el interrogante que la muerte plantea a la vida: el «pensamiento débil» evade la muerte no menos que el «pensamiento fuerte» de las ideologías. Para ambos, la pregunta de la muerte es molesta y fastidiosa, aun cuando la última orilla fuera invocada o buscada como consolación ilusoria respecto al vacío de sentido. Tras la evasión permanente de la pregunta «¿qué es la muerte?» se oculta en realidad la ausencia de pasión por la verdad. Lo había entendido un singular testigo del siglo XX, muerto mártir de la barbarie nazi, Dietrich Bonhoeffer: «Al no existir ya nada que dure, sucumbe la base de la vida histórica, es decir, la confianza, en todas sus formas. Al no existir ya ninguna confianza en la verdad, su puesto es tomado por los sofismas de la propaganda… Esta es la singular situación de nuestro tiempo, una situación de verdadera decadencia»[166].

La decadencia querría convencernos para que aceptáramos un optimismo ingenuo, universal, que no necesita detenerse con firmeza en la negatividad de la muerte, porque tiende a someter todo a su beneficio, sin prestar atención alguna a la permanente dureza de la verdad, marcada por la interrupción suprema. La muerte, precisamente cuando no puede ser silenciada, se transforma en espectáculo, de modo que se exorcice el desafío doloroso. De lo que más enfermos estamos hoy es precisamente de la falta de pasión por la verdad, de la que es señal el «eclipse de la muerte»: en el clima de la decadencia todo conspira para llevar a los hombres a que no piensen más, a que huyan de la fatiga y la pasión por lo verdadero, para abandonarse a lo inmediatamente utilizable, calculable, con el único interés del consumo inmediato. Es el triunfo de la máscara en detrimento de la verdad: es el nihilismo de la renuncia a amar, donde los hombres huyen del dolor infinito de la evidencia de la nada, fabricándose máscaras de respetabilidad a fin de ocultar tras ellas lo trágico del vacío. Han desaparecido las señales del luto: la máscara aseguradora y afable de la propaganda parece haber vencido en todos los frentes la seriedad trágica de la interrupción sin remedio. 168

3. Retornar a la muerte… Y, sin embargo, después del «siglo breve» (Eric Hobsbawn), como ha sido llamado el siglo XX, iniciado con la primera guerra mundial y concluido con la caída del muro de Berlín, parecen perfilarse señales de una nueva expectativa. Se esboza una «nostalgia de justicia perfecta y consumada» (Max Horkheimer), que se deja reconocer precisamente en las inquietudes de la crisis presente como una especie de búsqueda del sentido perdido. No se trata de una recherche du temps perdu, de una operación de la nostalgia, sino de un esfuerzo extendido por encontrar el sentido más allá del naufragio, por reconocer un sentido último sobre el que medir el camino de lo que es penúltimo. La metáfora del «naufragio con espectador» (Hans Blumenberg) muestra al mismo tiempo cómo todos los protagonistas de la complejidad actual son hijos de la modernidad, náufragos y espectadores del naufragio a la vez y, precisamente por eso, existe en ellos junto con la deriva una posible resistencia a ella. Se perfila una vuelta de la cuestión del sentido más allá de las varias formas de pensamiento que evaden la muerte y, con ella, emerge la urgencia de retornar a la pregunta «¿qué es la muerte?»: «restituer la mort» (Ghislain Lafont) es una tarea que nos compete a todos. En realidad, en cuanto verbum abbreviatum de la finitud humana, la muerte une la dolorosa laceración de toda cercanía con la oscuridad del futuro sin retorno: es el centinela del futuro absoluto, no deducible del presente ni disponible para él, y, justo así, compendia en sí el enigma entero de la condición humana y plantea de nuevo la cuestión del sentido de la vida y de la historia de la manera más densa. Exactamente por eso, hablar de la muerte no es una broma, y mentira es refugiarse en el dicho epicúreo, según el cual «mientras estás tú, la muerte no está, y cuando ella llega tú ya no estás». Es mentira porque la muerte no es tanto un estado último – morirse–, cuanto una herida, un aguijón, una inminencia, precisamente, que se insinúa fastidiosa, sorda, inquietante en todo instante, incluido el de la felicidad más grande. Aceptar el desafío de la muerte quiere decir comenzar a pensar: y justo porque nace de la lucha con la muerte, el pensamiento es voz de aquella agonía que es la vida. A quien acepta el desafío se le impone un viraje filosófico precisamente por la radicalidad de la pregunta de la que surge: si es el yo el que domina la escena, la muerte se asomará solamente como el abismo voraz de la nada. En cambio, si se admite que somos pensados por otro, amados por otros y, por eso, llamados a salir de la soledad del yo en el éxodo sin retorno del amor, entonces la muerte se ofrecerá como umbral, más allá del cual el Otro aún nos llama. Del «pienso, luego existo» (el «cogito ergo sum» cartesiano) hay que pasar al «existo porque otro me piensa» y, pensándome, me llama a salir de mí mismo y a construirme en vínculos de amor. El reconocimiento del «cogitor, ergo sum», del «existo porque soy pensado», puede entonces transformarse en gratitud, en correspondencia de amor a un amor en el que se advierte que su naturaleza es don que compromete, llamada que exige. 169

Corresponder a esta llamada quiere decir vivir la vida como vocación, aprender a amar a pesar de todo: es el amor el que vence a la muerte, es el agápē –palabra que el Nuevo Testamento usa para referirse al amor que viene de lo alto– el que resuelve la lucha decisiva, haciendo de la muerte un umbral. Que esto es así lo muestra del modo más elevado a los ojos de la fe el hecho de que Dios haya hecho suya nuestra muerte para que nosotros hagamos siempre nuestra su vida. La cruz de Cristo es la suprema agonía, que revela el amor supremo, aquel agápē que hace de la muerte el umbral de la vida. Para la fe cristiana, retornar a la pregunta «¿qué es la muerte?» quiere decir, entonces, volver a aquella muerte, donde solo se consumó la muerte de la muerte, la muerte del Hijo de Dios en la tiniebla del Viernes Santo y su resurrección a la vida. En el acontecimiento infinitamente doloroso de la muerte en Dios, acontecida en la cruz, se revela y se promete el sentido del vivir y del morir del ser humano. A este acontecimiento, leído en el horizonte más amplio de la historia de la salvación como historia de la alianza entre el Dios inmortal y el mundo de los mortales, se dirige la mirada de la fe en busca de un significado que haga no solo de la vida el camino responsable para aprender a morir, sino también de la muerte el dies natalis, el acontecimiento misterioso del nacimiento a la vida que está más allá de la muerte.

4. … a «aquella muerte» En la muerte y resurrección del Hijo eterno, venido a nosotros, es donde se revelan densamente las «transgresiones» de Dios, que nos ayudan a nosotros, los que habitamos en el tiempo, a «transgredir» la muerte. La salida de Dios de sí, el exitus a Deo del Hijo venido en la carne, a través del «gran viaje» hacia Jerusalén, la ciudad donde mueren los profetas (cf. Lc 9,51 y 13,33), culmina en el acontecimiento de su muerte, que, por eso, es inseparable de la totalidad de su existencia y de su relación con el Misterio absoluto. Iluminada por lo que le precede, la muerte de la cruz se revela en su profundidad abisal por la otra «transgresión» divina, la resurrección, que es el reditus ad Deum del Hijo hecho carne, en quien la muerte fue engullida por la victoria (cf. 1 Cor 15,54). Entre estas dos «transgresiones», que rompen el círculo de la vida en el silencio mortal de la nada, la muerte del Hijo del hombre se presenta como el evento simultáneo de un abandono supremo y de una suprema comunión: abandono de las cercanías que habían sostenido su vida entera, comenzando con la decisiva del Padre, a quien, por eso, se eleva el grito desgarrador de la hora de nona: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 14,34); comunión profunda por la que Aquel que es abandonado muere abandonándose, a su vez, a Aquel que lo abandona: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46), seguro de la promesa que, precisamente así, se entreabre para otros: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43).

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Estos dos aspectos de la muerte del Hijo del hombre pueden ayudarnos a escrutar también el misterio de nuestra muerte. El supremo abandono se corresponde ante todo con la experiencia de la infinita fragilidad y caducidad de la existencia que pone de relieve la muerte: llamados a la vida de la nada por un acto de pura gratuidad, los seres están envueltos por el Origen silencioso del que dependen totalmente y en el que se abandonan. El Abandonado de la cruz manifiesta, sin embargo, el rostro paterno y amoroso del Origen oculto: él se deja entregar por el Padre a la muerte, con una pobreza y una confianza radical, que le hacen beber hasta el final la copa de nuestra finitud. Su angustia y su miedo revelan la solidaridad infinita con la condición humana, en la que entró. Ninguna mística de la muerte podrá, por eso, eliminar su rasgo oscuro, el aspecto misterioso y dramático de este abandono sin aparente retorno. Morimos solos: la soledad es y continúa siendo el precio inevitable de la hora suprema: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo… ¿No habéis sido capaces de velar una sola hora conmigo?… Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 26,38.40; 27,46). Se muere con el grito que evoca el de la laceración inicial, señal de una laceración extrema, anuncio de un nacimiento en no menor medida que el otro: «On sort, on crie, c’est la vie; on crie, on sort, c’est la mort» (Ausone de Chancel). Sin embargo, en la vivencia del Hijo del hombre al abandono se une la comunión con Aquel que le abandona: el Abandonado se abandona a su vez, aceptando en obediencia de amor la voluntad del Padre. A la entrega de Aquel que no se guarda a su Hijo (cf. Rom 8,32), responde la entrega que el Hijo mismo hace de sí (cf. Gal 2,20): la muerte, acontecimiento del abandono supremo y último, es vivida por él como acto de libertad y de acogida supremas. La cruz revela, así, la posibilidad de vivir la distancia más elevada como cercanía profundísima: en el dolor de la separación más grande se consuma el fuego del amor, fuerte como la muerte (cf. Cant 8,6). Morir en Dios se convierte en el acontecimiento pascual por el que la persona, entregada al supremo abandono por el Padre, acepta con Cristo y por él vivir la muerte como ofrenda total de sí, en un acto de pobreza y de obediencia pura: morir es «abandonarse» en el seno de Dios, dejando que todo se transfigure en Aquel que nos acoge. En la Palabra crucificada que se apaga en el silencio del abandono de la cruz se ofrece el umbral de otro silencio, del decirse eterno de la Palabra victoriosa, que entró en la muerte y la venció para siempre, para dar a cada uno la posibilidad de la victoria última.

5. Para vivir la «transgresión» suprema en la fe En cuanto abandono de la comunión y comunión en el abandono, la muerte, en la perspectiva de la fe, es iluminada de una vez para siempre por la cruz del Resucitado: el acto de morir llega a participar de la vida misma de las Personas divinas, misteriosamente presentes en ese acto supremo. Esta participación en el entrelazamiento profundísimo de 171

las relaciones en la Trinidad hace que sea supremamente personal el acontecimiento de la muerte: no solo en el sentido de que nadie puede sustituir a otro en la hora de la muerte, sino también en el sentido de que frente a ella la vida es conducida a una especie de recapitulación sumamente personalizadora, que remite a la globalidad de la existencia personal, a las posibilidades que se le han ofrecido y a las respuestas conscientes y libres que la persona ha dado y solo Dios conoce por completo. Este acto recibe una luz plena solo por la fe en la transgresión suprema del Hijo, que rompe el círculo de la muerte y resucita a la vida: «Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere más: la muerte no tiene poder sobre él» (Rom 6,9). Gracias al Resucitado, la muerte no podrá ya dominar de forma definitiva sobre ninguna criatura: «El último enemigo en ser aniquilado será la muerte, porque todo [Cristo] lo ha puesto bajo sus pies» (1 Cor 15,26s). La muerte, alcanzada por el señorío de Cristo, se convierte en su contrario, la vida: «La muerte ha sido engullida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?… Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 15,54s.57). El acto de morir, leído a la luz de Pascua, lleva más allá del límite de la muerte misma: como Cristo pasó de la muerte a la vida, así la muerte, que él hizo suya, se revela como paso a una nueva condición de existencia, camino pascual hacia el futuro abierto por el Resucitado. Las «transgresiones» de Dios hacen posible la transgresión suprema del hombre, a saber, la victoria sobre la muerte. Frente a estos horizontes de esperanza, la muerte –vivida en el abandono y en la comunión con Cristo– se ofrece no como la negación, sino como la suprema afirmación de la dignidad y de la belleza de la vida: de una belleza que es y se mantiene trágica, porque se mide no solo sobre la subjetividad que dispone de sí, sino sobre la relación misteriosa y exigente con el Trascendente, al que se corresponde también en la muerte, cuando y como ella llega a asomarse como la hora en la que el Otro se acerca y nos llama. Esto significa que a nadie le es lícito provocar o provocarse la muerte, porque este acto frustraría precisamente la naturaleza de correspondencia que la muerte tiene en relación con la llamada y la presencia del Señor único y trascendente de la vida, que es Dios, misterio del mundo. Solo la muerte –vivida en el tiempo fijado por el Dador y Señor de la vida– confiere al instante la profundidad de una totalidad y de una eternidad alcanzadas: asomarse a esta última visita del Extranjero más familiar a nosotros que nosotros mismos, equivale también a transgredir el último umbral, viviendo la muerte en Dios y con él. Lo expresan con singular fuerza los versos de Renzo Barsacchi, poeta del siglo XX (1924-1996), en los que la intensidad del amor humano a la vida se conjuga con la espera confiada de Aquel que viene: «Llévame de la mano con ojos cerrados sin un adiós que me entretenga aún entre cuantos amé, entre las pequeñas cosas que me hicieron estar vivo. 172

No creía, Señor, que tan profundo fuera este rozarse de sombras, este leve expelerse la vida en el espejo frágil de una mirada, ni pensaba que el mundo se convirtiera, oscureciendo, tan encendido de impensadas bellezas» [167].

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OCTAVA PARTE:

En el umbral «Después del fuego se produjo la voz de un silencio sutil. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con el manto, salió y se detuvo en la entrada de la cueva» (1 Re 19,12s)

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20.

La sonrisa de Dios[168]

Más allá de todas las palabras que preceden, la transmisión de la fe es un acto fácil y gozoso, como puede serlo un sencillo acto de amor. Ella se lleva a cabo sobre el hilo de una sonrisa: la sonrisa de Dios y la de la criatura que se siente amada por él.

1. ¿Puede Dios sonreír? A la luz de la fe bíblica, la pregunta acerca de si Dios puede reír o, al menos, sonreír, no es tan ingenua como podría parecer, como si fuera expresión de una indebida proyección de nuestra ligereza sobre lo inefable. En realidad, la risa y la sonrisa referidas a Dios son temas que están presentes en la Sagrada Escritura, como también en toda la tradición judía y cristiana. ¡Dios parece sonreír cuando bromea con sus criaturas! Así sucede en el caso de Sara, la mujer de Abrahán, padre de los creyentes, que ya no es joven y el Eterno le promete con seguridad que tendrá un hijo: «Entonces Sara dijo: “¡Dios me ha sonreído! Los que se enteren se sonreirán de mí”» (Gn 21,6, traducción literal). Este hijo, el primer hebreo por nacimiento, se llamará Isaac, Yiṣḥaq, que quiere decir precisamente «aquel a quien Dios sonríe» o «que Dios sonría», en referencia tanto a la risa de Sara frente al imprevisto don divino como a la sonrisa de Dios, que trastorna los cálculos humanos y se divierte desafiando a sus fieles para que crean en la imposible posibilidad de su amor. Sin embargo, también la criatura ríe y sonríe cuando experimenta la alegría de sentirse amada por el Señor: «Entonces nuestra boca se abrió a la sonrisa, nuestra lengua se desató en cantos de alegría. Entonces se decía entre los pueblos: “¡El Señor ha hecho grandes cosas por ellos!”» (Sal 126,2). Por el hecho de estar fundado en este tipo de textos, ¿puede decirse, en consecuencia, que el judaísmo es la religión de la risa y de la sonrisa? Sholem Aleijem, escritor judío de deliciosos relatos donde el llanto se mezcla delicadamente con la risa[169], no duda en responder afirmativamente: «La identidad judía es una explosión de risa». Una de las fiestas más apreciadas por la conciencia colectiva de Israel es la de Purim, fiesta de la alegría por el don de la salvación recibida de Dios por mano de una mujer, Ester, fiesta del peligro sorteado y del cambio de las suertes, donde el malvado Amán muere en el palo del que quería colgar al justo Mardoqueo. Purim es, por ello, fiesta del cambio de los destinos, representado mediante las máscaras en las que cada uno debe representarse con el signo de su contrario (con fina autoironía, el profesor serio se vestirá de payaso, el rico avaro de mendigo pordiosero, el pobre de gran señor, de mujer joven y bella quien objetivamente no lo es…). Moni Ovadia ofrece una sabrosísima colección de ejemplos de esta sabiduría 175

de la risa y de la sonrisa[170], que sabe dar consejos también al Altísimo. Así, el pobre Judío, al que le ha ocurrido verdaderamente de todo, le susurra tímidamente al Eterno: «Nosotros te damos gracias, Señor del cielo y de la tierra, por habernos elegido y preferido entre todos los pueblos. Pero, escucha: ¿no podrías elegir otra vez a otro?». También el cristianismo, fiel a su raíz judía, es religión que conoce la risa y la sonrisa: en él incluso la Verdad en persona esboza una sonrisa… Que la Verdad sonría podría parecer incluso problemático a quien pensara la misma Verdad en los términos de la ideología moderna, para la cual lo Verdadero es el campo de dominio de una razón «fuerte», que no conoce debilidades y no tolera diferencias, ni siquiera las subrayadas por la levedad de una sonrisa. Al contrario, para el denominado «pensamiento débil» la Verdad no sonríe, sino que carcajea: es solo una Máscara que se guasea de quien aún cree que existe una verdad. La sonrisa de la Verdad está, por consiguiente, lejos tanto de quien pretende cambiar el mundo y la vida con las solas fuerzas de la razón humana, como de quien niega simplemente todo fundamento fuerte al compromiso del hombre en la tierra. Así pues, ¿quién puede apreciar la sonrisa de la Verdad? Quien cree en el Omnipotente que por amor se hace débil, en el Señor crucificado, en el que reconoce la locura del amor divino por los hombres. La debilidad de Dios es la sonrisa de la Verdad, ¡que no tiene nada de lo absoluto abstracto! No ab-soluta, es decir, suelta por vínculos de amor, pero en sí misma relación de don y de acogida, amor efusivo e incansable hacia las criaturas: tal es la Verdad de la revelación cristiana, y quien la acoge no tiene miedo en sonreír a la Verdad y de hacer un guiño a la Verdad que le sonríe desde sus abismos de misericordia. La Verdad sonriente no es algo que se posea, sino Alguien que te posee con sus lazos de ternura y de fidelidad: Jesús el Cristo es la Verdad en persona, él, que se entregó a sí mismo por nosotros y, así, nos dio la confianza de no ser nunca abandonados y de poder esperar siempre en una sonrisa de compasión y de misericordia infinitas. Tampoco este vislumbre de la sonrisa de la Verdad disminuye su fuerza y su atractiva belleza: lo que cuenta es corresponder a la sonrisa de la Verdad, tomando en serio la fidelidad de Dios, que se hizo débil y cercano por amor, y no tomándonos demasiado en serio a nosotros mismos. En realidad, la Verdad sonriente nos invita a reírnos de nosotros, en el acto de abandonarnos humildemente en los brazos de aquel Dios que vino a sonreírnos en el rostro de un Niño. Desde entonces sabemos que –hasta que haya espacio para la sonrisa de la Verdad– el mundo podrá tener aún una esperanza más fuerte que el dolor y que la muerte, que con demasiada frecuencia parecen haberla vencido. Lo entendió perfectamente Francisco, «juglar de Dios», en tiempos no ciertamente tranquilos, como fueron los suyos. Lo expresaba en el Medioevo europeo la extendida tradición del risus paschalis, que incluía el relato del mayor número posible de chistes durante la noche de Pascua (no todos precisamente edificantes), para que por todas partes estallara la alegría, único sentimiento considerado en sintonía con la victoria pascual de la vida. Quizá también por eso san Felipe Neri, llamado «Pippo el bueno», no llegaba a ver otra vía para el anuncio y el seguimiento de Jesús que la de un amor alegre, 176

capaz de vivir y dar alegría, de reír y de sonreír ante el mundo y ante la vida. Santo Tomás Moro, a su vez, Lord Canciller de Inglaterra ejecutado en el patíbulo por no haber querido ceder a las componendas morales, a los atropellos y a las adulaciones del soberano, no duda en orar así: «Dame, Señor, una buena digestión y, naturalmente, dame algo que digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que guarde el recuerdo de todo lo que es bueno, bello y puro, para que, al ver el pecado, no me asuste, sino que encuentre el medio de arreglar las cosas. Dame un alma que no conozca el aburrimiento ni la murmuración, quejas o lamentos, y no sepa gemir ni suspirar, y haz que no me inquiete, ni dé importancia a eso tan embarazoso que llamo “yo”. Dame, Señor, el sentido del humor; dame la gracia de saber aceptar las bromas para que pueda sacarle a la vida un poco de alegría y haga partícipes de ella también a los demás».

2. Entre lejanía y proximidad Si se nos pregunta por qué el judaísmo y el cristianismo son religiones de la risa y de la sonrisa, la respuesta se encuentra, tal vez, en el hecho de que las dos pueden nacer solo en el espacio que está entre la proximidad y la lejanía. Si vives solo la proximidad, te quedas aplastado, no logras respirar y mirar más allá de los desafíos y de los problemas. Si vives solo la lejanía, corres el riesgo de construirte un mundo ideal, evadiéndote de la realidad. Si quieres abrirte a la verdad de la vida, debes situarse entre la proximidad y la lejanía: entonces sonreirás. Es la condición del pueblo judío, totalmente enraizado entre los demás pueblos y, sin embargo, pueblo elegido. Es el escándalo de Cristo, Hombre entre los hombres, colgado de la cruz y, sin embargo, Hijo de Dios. Estas paradojas crean el espacio de la risa y de la sonrisa. La risa puede ser salvífica, como la del Eterno que actúa con misericordia frente a la obtusa incapacidad de acoger lo nuevo, demostrada por Sara y por Abrahán; o cognoscitiva y liberadora, como la de Abrahán y Sara, que finalmente comienzan a entender algo de la fantasía del Eterno. En realidad, quien teme la risa no es la fe, que, por su naturaleza, es humilde y abierta a las sorpresas de Dios, terrena en su pobreza y celeste en sus horizontes y en la gracia que la impregna, sino el poder de este mundo, que –justo porque es humano, demasiado humano– teme 177

ser sorprendido en contradicción en el choque entre sus pretensiones y su limitación. Quien es libre de sí y hace de cuanto tiene don y servicio, sabe reír y hacer reír con alegría. Se capta así la verdadera raíz del reír y del sonreír, en el juego siempre vivo entre proximidad y lejanía: esta raíz, savia profunda que une al judaísmo y al cristianismo, es el mandamiento del amor. Amar quiere decir hacer espacio al otro, hacer de dos uno, o bien mantenerse lejanos en la máxima cercanía y cercanos en la lejanía más grande. Aquí hay espacio para la risa, porque se mira al otro con la lejanía del respeto y la proximidad de la ternura, propia de los ojos del amor. Por eso, las paradojas del amor son las de la risa y la sonrisa: el amor incapaz de alegría no puede existir; sus excesos y sus tristezas son los mismos que los de la sonrisa y el llanto, la amargura y la risa. Y aquí emerge una diferencia de no poca monta entre la tradición judeo-cristiana y el islam, religión que insiste en el dualismo entre Dios y el mundo, más que en el juego amoroso de la lejanía y de la proximidad: el Corán mismo es un texto escrito en el cielo que descendió mediante la simple mediación material del profeta Mahoma y, por eso, totalmente ajeno a cualquier espacio intermedio entre proximidad y lejanía. Por eso, en el islam más radical la sonrisa corre el riesgo de ser excluida. Bien es verdad que está la excepción de los «sufíes», los místicos que buscan en la intuición del amor divino una vía para superar la ausencia de la risa (como, por ejemplo, en el caso de los derviches). Pero donde no hay sonrisa en este mundo puede producirse también más fácilmente una derivación fundamentalista, que llega incluso a la orgullosa locura de quien espera reír en el cielo mientras que en la tierra hace saltar por los aires a un montón de inocentes, condenados a morir por él para nada.

3. En el espacio de la humildad La sonrisa sobre los demás y sobre nosotros mismos nos ayuda a ser humildes: la humildad es la puerta de la fe, recibida y dada. Nos lo hace entender la curiosa leyenda rabínica sobre la historia de la letra ’alef, la más etérea y volátil del alefato hebreo, que fue la única que se abstuvo de toda pretensión cuando el Eterno preguntó a toda la fila de sus hermanas cuál de ellas quería ser la primera de la creación. Todas, excepto ella, la humilde ’alef, levantaron la mano para ser candidatas al puesto honorífico. Así fue elegida la bet (hasta el punto de que la primera palabra de la Sagrada Escritura es berešit, «en el principio»), en reconocimiento al hecho de que con ella comienza toda bendición del Santo (berakah) y porque es como un cuadrado abierto hacia la izquierda, en la dirección en que se escribe el hebreo, como indicando que el inicio no es cumplimiento sino espera. El relato cuenta que el Eterno quiso recompensar a la ’alef por su humildad, y lo hizo dándole el primer puesto en las diez palabras, el Decálogo, cuya frase inicial –«Yo soy el Señor Dios tuyo»–, testimonio del eterno fundamento invisible que viene a asomarse en el tiempo, comienza precisamente con ’anoki, «yo», cuya 178

inicial es la ’alef [171]. Como en la fiesta de Purim, el humilde es exaltado y el orgulloso es humillado: bromas divinas del amor que serán cantadas de manera singular por la joven del Magnificat. Por consiguiente, si la historia del hombre y del mundo comienza con la bet y, por eso, está siempre abierta en dirección a su desarrollo, la verdad de Dios se nos ofrece solo a partir de la ’alef, con la que comienza su soberana autocomunicación. El relato viene a decirnos que la aventura de todo conocimiento comienza desde el abismo del corazón humano que busca, pero se realiza verdaderamente solo cuando es alcanzado por el ofrecimiento humilde de la verdad, custodiada en el misterio de Dios. La ’alef viene después, pero ilumina a la bet que la precede: el Omnipotente se revela en la debilidad, el Eterno entra en el tiempo por la puerta estrecha, el Infinito nace Niño en una cueva. Bromas de Dios, sonrisas del Altísimo, que parece querer contagiar a la criatura para hacerla alegre y contenta y, así, libre y salvada. El Dios bíblico subvierte todos nuestros esquemas: en la proximidad se muestra como lejanía, en la lejanía como proximidad. Precisamente así, es el Señor de la sonrisa, del amor que compadece, de la verdad que envuelve con misericordia. En un mundo como el nuestro, en el que no falta el derroche de palabras, hay realmente necesidad del silencio elocuente de una sonrisa. En particular, hay necesidad de testimoniar y transmitir en la vida el don de la fe, la gracia de saberse amados, sonriendo por la alegría de serlo.

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APÉNDICE

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Fe y anuncio: De la Lumen fidei a la Evangelium gaudium

1. La luz de la fe La primera carta encíclica del papa Francisco, dedicada al tema de la fe y titulada Lumen fidei, «La luz de la fe» (fechada el 29 de junio de 2013), está destinada «a los obispos, a los presbíteros y a los diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos». Sorprende en la indicación de los destinatarios la falta de una expresión que se encontraba, por ejemplo, en el encabezamiento de la Caritas in veritate de Benedicto XVI y en otras cartas encíclicas: «y a todos los hombres de buena voluntad». Esta ausencia no implica un cierre con respecto a quienes no tienen el don de la fe, sino que quiere resaltar honestamente que un discurso sobre la fe es comprensible y fecundo solo si se tiene alguna experiencia de ella, en forma de vivencia creyente o al menos de deseo y de búsqueda. Al mismo tiempo, la ausencia expresa el respeto y la delicadeza que el papa Francisco muestra hacia las personas que no creen y a quienes la fe solo puede ser propuesta, nunca impuesta. ¡A creer se aprende creyendo, en el ejercicio pleno de la libertad y en el riesgo del amor! El Dios de la fe no es el objeto de una demostración matemática o de una prueba científica vinculada a lo que se ve: en el acto de creer, el cogito ergo sum de René Descartes –«pienso, luego existo»– cede el puesto al cogitor ergo sum –«soy pensado, luego existo»– y aún más al amor, ergo sum –«existo porque soy amado»–. Cuando se habla de fe es necesario invertir el orden habitual de la búsqueda: el objeto debe hacerse sujeto y el sujeto debe aceptar dejarse interrogar, desafiar, turbar, por la soberanía y por la trascendencia del Objeto puro (como lo llamaba Karl Barth), que es el Dios viviente. La fe –comienza diciendo la encíclica– es luz: «Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso» (n. 1). No se trata, por consiguiente, de una luz de este mundo, comparable al sol que ilumina todo, pero no llega a escrutar las profundidades de los corazones y los abismos misteriosos de la realidad: la luz de la fe viene de otra parte, de la altura de Dios, que en su Hijo encarnado vino a iluminar nuestras tinieblas para que –alcanzados por esta lumen– los hombres vieran más allá de la oscuridad de la muerte y abrieran así el corazón a la esperanza de la eternidad, no como vaga espera, sino como promesa segura. Por una luz así se puede vivir y morir, dando sentido a las obras y a los días, mientras que «por la fe en el sol no se ha visto nunca a nadie dispuesto a morir», como afirmaba ya un mártir del siglo II, Justino. La luz de la fe puede parecerles a algunos una ilusión, una luz «consolatoria» que satisfaría el deseo profundo del corazón de explicar de manera tranquilizante el misterio de la 181

muerte, la insoportable interrupción representada por su silencio sin retorno. La encíclica recuerda esta objeción y lo hace citando una de las voces más autorizadas del drama del humanismo ateo, Friedrich Nietzsche, para quien «creer se opondría a buscar» (n. 2). La vida humana se vería así privada de «novedad y de aventura» y la inteligencia condenada a adormecerse en un tranquilizante letargo. Sobre el hilo de este razonamiento, se deducía que la razón está llamada a ocupar cada espacio de la realidad, mientras que la fe estaría destinada a reservarse solamente las sombras, aquellos dominios del vacío y de lo inalcanzable, a los que el verdadero conocer no puede sino renunciar: «La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino» (n. 3).

Es justo, entonces, preguntarse qué fundamento tiene pensar que la razón se mueve en los espacios luminosos de lo inteligible, la fe sobre aquellos numinosos de la emoción, pasando a través de la piedra de tropiezo de la falta de evidencia. La parábola de la modernidad ha mostrado que las cosas no son así: «Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, este queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido» (ibid.). Como Benedicto XVI, tampoco el papa Francisco resta importancia a las presunciones de la ideología moderna: recuerda con lucidez sus aporías; indica sin titubeos los «senderos interrumpidos» de una pretensión –la de la Ilustración– que quería dominar todo y que ha logrado también importantes conquistas, pero que, en no menor medida, ha producido violencias inauditas, de las que ha estado lleno «el siglo breve», el siglo XX, «estrechado» entre las dos guerras mundiales y las crisis de los totalitarismos.

2. Un encuentro que ilumina la vida y su más allá La luz de la fe es diferente. La fe no es fruto de carne y de sangre, no nace de nuestras capacidades o de nuestras necesidades. La fe no es proyección del deseo, sequedad del alma que busca saciar su sed en la fácil consolación de un sueño. «La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro» (n. 4).

La fe se genera en el arco de llama de una verdadera alteridad, en la relación con el Otro que viene a nosotros, y no únicamente de algo que se genera en nosotros. Que esta relación no es ilusión, sino lucha, entrega y abandono humilde a la Presencia real y misteriosa del Dios que viene, lo prueba toda experiencia auténtica de fe, aunque sea 182

siempre necesario purificar y reavivar la fe de los creyentes, liberándola de toda forma de vacía consolación o de ingenua seguridad, para nutrirla de las fuentes de la revelación divina, que la Iglesia custodia y transmite. En esta perspectiva, el papa Francisco relee también el más grande evento eclesial del siglo XX, el concilio Vaticano II, que « ha sido un Concilio sobre la fe, en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo… El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones» (n. 6).

En esta clave de lectura del magisterio conciliar, el papa, venido «casi del fin del mundo», se reconoce en plena sintonía con su predecesor, y no duda en presentar las reflexiones mismas de su encíclica como fruto de un trabajo «a cuatro manos», en el que él ha retomado lo que Benedicto había iniciado y lo ha completado e integrado sin esfuerzo, por una especie de una consciente y profunda armonía intelectual y espiritual. A partir de estas premisas, la carta Lumen fidei desarrolla de forma orgánica la reflexión sobre la fe, recorriendo cuatro etapas, que son igualmente los registros del único mensaje que intenta proponer: en el primer capítulo, titulado «Hemos creído en el amor» (cf. 1 Jn 4,16), el obispo de Roma hace una especie de «historia de la fe», desde la llamada dirigida a Abrahán y la inaudita novedad de su confianza total en Dios, incluso ante la petición de sacrificar a su hijo Isaac, y, luego, la fe de Israel, nutrida de escucha y de esperanza, hasta la plenitud de la fe cristiana, en su valor de salvación recibida en don, compartida en la necesaria «forma eclesial». En el segundo capítulo –que tiene por título «Si no creéis, no comprenderéis» (cf. Is 7,9)– se profundiza en la relación entre fe, verdad y amor, que vive de un conocimiento fruto de escucha y de visión. En esta perspectiva, el diálogo entre la fe y la razón se ilumina en toda su fecundidad, y la fe no solo no excluye, sino que supone y alimenta la continua búsqueda de Dios. Expresión de este pensamiento de la fe es significativamente la teología, que se nutre de la fe y a su vez la nutre. En el tercer capítulo –«Transmito lo que he recibido» (cf. 1 Cor 15,3)–, el papa Francisco indaga en la naturaleza eclesial de la fe, presentando a la Iglesia como «madre de nuestra fe» y deteniéndose en la relación entre los sacramentos, la oración, la vida moral y la fe. Finalmente, en el cuarto capítulo –que tiene por título una fórmula inspirada en la Carta a los Hebreos: «Dios prepara una ciudad para ellos» (cf. Heb 11,16)– la atención se dirige a las «repercusiones sociales» de la fe, analizando la relación entre fe y bien común, fe y familia, fe y vida en sociedad, fe y sufrimiento. El icono final de la encíclica presenta a María, mujer de la fe, saludada no por azar en el evangelio como aquella que es bienaventurada porque ha creído (cf. Lc 1,45). Se ofrece, así, una reflexión sencilla y profunda, orgánica en su desarrollo y atenta a la complejidad de los aspectos de la experiencia más rica y humanizadora que pueda pensarse: la de creer en el Dios Amor, y jugarse la vida con él y para él, sabiendo que justo así la vida no es menos, sino más bella, más humana, más auténticamente vivida al servicio de todos, para el bien 183

de todos, para la gloria del Eterno. Porque, verdaderamente, como enseñaba Ireneo ya en los primeros siglos de la fe cristiana, «Gloria Dei vivens homo – vita autem hominis visio Dei»: «La gloria de Dios es el hombre viviente – y la vida del hombre es la visión de Dios» (Adversus Haereses IV,20,7). El papa Francisco está tan convencido de esto que propone, con amor y confianza, este don a todos, luz y fuerza de su vida y misión.

3. La alegría de la fe La fe ilumina el sentido de la vida y de la historia, porque hace consciente a quien cree de que es amado por un amor eterno, gratuito y fiel. Este amor, motivado exclusivamente por la irradiante caridad del Dios viviente, da alegría al corazón y exige su transmisión a los demás, propuesto con una gratuidad análoga a aquella con la que se ha dado y con la que siempre se ofrece de nuevo al corazón de quien cree. Así puede expresarse el vínculo profundo que une la reflexión de la encíclica Lumen fidei con la exhortación apostólica Evangelii gaudium, publicada como conclusión del Año de la Fe (24 de noviembre de 2013). El motivo que domina en este texto es la alegría (el término aparece 79 veces), que, en el deseo del obispo de Roma «venido casi del fin del mundo», deberá caracterizar de modo peculiar la vida y la misión de la comunidad eclesial en la fase delicada y compleja del tiempo en el que nos encontramos, además de la crisis de las ideologías y la aparición de la denominada «modernidad líquida», carente de certezas y de horizontes comunes: «En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años» (n. 1).

Francisco expresa la razón de esta elección en los siguientes términos: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada» (n. 2).

El antídoto a este mal del alma es para el obispo de Roma la alegría que el encuentro con Jesús puede dar a quien se abra a la misericordia, ofrecida en él por el Padre: «Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: “Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día” ( Eclo 14,11.14)» (n. 4).

Y Francisco comenta: «¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!» (n. 4). 184

Emerge aquí un primer rasgo de la reflexión propuesta por el papa: un sentido de extensa, profunda y delicada humanidad. Con la voz de Francisco es la Iglesia del Vaticano II la que habla, totalmente opuesta a enfrentarse al mundo, cercana a las alegrías, a las esperanzas y a los dolores de los hombres, rica de la fe en su Señor. Sin embargo, el papa no ignora los antitestimonios dados a veces por los creyentes o la seriedad de las pruebas y de los sufrimientos de muchos: pero la alegría del Evangelio es más fuerte, porque está enraizada en la relación de amor a Aquel que no deja nunca solo a quien confía en él. «Gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad» (n. 8). Al vivir y proponer la alegría de la buena noticia no estamos solos: la iniciativa es de Dios, que nos alcanza y nos ama a través de la compañía de su pueblo, peregrino en el tiempo, para que se ofrezca a todos la alegría. «Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino por “atracción”» (n. 14).

Este crecimiento es obra del conjunto del pueblo de Dios y no está vinculado a una sola persona, ni siquiera a la del papa: «Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable “descentralización”» (n. 16).

Por eso, Francisco elige detenerse solo sobre algunos temas, que considera los más urgentes: la reforma de la Iglesia «en salida», misionera en lo más profundo de su ser y actuar; las tentaciones de los agentes de pastoral; la Iglesia entendida como la totalidad del pueblo de Dios que evangeliza; la homilía y su preparación; la inclusión social de los pobres; la paz y el diálogo social; las motivaciones espirituales para el compromiso misionero. La Iglesia que este papa quiere es pueblo en éxodo, llamado más que nunca a «salir de la propia comodidad y tener el coraje de llegar a todas las periferias que tienen necesidad de la luz del Evangelio» (n. 20). Una Iglesia «en salida» no podrá existir nunca para sí misma, sino siempre y solo por amor a Dios y a los hombres. «Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (n. 23).

Es una Iglesia, la del papa Francisco, que toma la iniciativa, se implica, acompaña y sabe hacer fiesta: ella «achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así “olor a oveja” y estas escuchan su voz» (n. 24). 185

4. Por una conversión pastoral al servicio de la evangelización Para que esto se produzca se necesita una conversión pastoral, a la que el obispo de Roma no duda en llamar a toda la Iglesia: «Destaco que lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están» (n. 25).

Hay una referencia explícita al Vaticano II y a la Evangelii nuntiandi de Pablo VI, el documento que impulsó con extraordinaria lucidez el compromiso misionero de la Iglesia (1975). La llamada se hace concretísima, convirtiéndose en estímulo a las parroquias –cuya centralidad se reconoce por su presencia capilar en el territorio– para que estén cercanas a la gente, para que sean la casa de todos (cf. n. 28). Todos en la comunidad, sin que nadie sea excluido, deben responder a la urgencia de esta conversión: «También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral… Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera» (n. 32).

Quien así habla es un papa que cree con convicción en el ejercicio de la colegialidad y de la participación de cada fiel, e invita a la Iglesia a renovarse en este sentido. También es necesaria una conversión en la forma del anuncio: hay que redescubrir el sentido pastoral de la doctrina de la «jerarquía de las verdades» de la que habla el Vaticano II, evitando las desproporciones al acentuar unos temas en detrimento de otros y actuando de tal modo que nunca se pierda de vista el corazón y el perfume del Evangelio (nn. 34-39). Sobre todo, en el campo de los preceptos es necesario tener una gran moderación, «para no hacer pesada la vida a los fieles y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando la misericordia de Dios quiso que fuera libre» (n. 43). Nunca debe olvidarse que «a todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas» (n. 44). La llamada de Francisco se hace vehemente al pedir una Iglesia con las puertas siempre abiertas: «No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta» (n. 49).

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Importantes me parecen los «noes» que dice el papa Francisco en conexión con el gran «sí» a la alegría de la buena noticia para llevar a cabo la conversión al Evangelio: el «no» a una economía de la exclusión y de la desigualdad, que privilegia a unos y considera «descartables» a otros, sobre todo a los más débiles, en una impresionante «globalización de la indiferencia» (n. 54); el «no» a la idolatría del dinero, que manda en lugar de servir, como ha ocurrido al producirse la crisis económica mundial (n. 56); el «no» a la desigualdad que engendra violencia; el «no» a la identificación entre Evangelio y cultura, pero también el «no» a la extrañeza recíproca, porque es indispensable la atención a los contextos, como, por ejemplo, el de la vida urbana en las grandes ciudades. Estos «noes» forman parte constitutivamente de la evangelización porque el anuncio de la buena noticia «posee un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros» (n. 177). El sí convencido al desafío de una espiritualidad misionera exige para el papa Francisco otros «noes» que deben pronunciarse con la vida: el «no» a la apatía egoísta, al pesimismo estéril, a la mundanidad espiritual, a la guerra entre los evangelizadores. Estos «noes» se traducen en la invitación vehemente: «¡No nos dejemos robar la alegría de la evangelización!» (n. 83). El sí que les corresponde es el de una profunda comunión con Dios, fuente de verdadera alegría, y el de unas relaciones verdaderas, humanizadoras, marcadas por la acogida recíproca y por la ternura, con nuestros compañeros de camino y con los interlocutores en el anuncio de la buena noticia.

5. Fiel a Dios y fiel a la gente: la Iglesia del Evangelio Con respecto a los sujetos de la evangelización, el papa Francisco subraya la corresponsabilidad de todos en la Iglesia, con especial atención al compromiso de los laicos y a la función decisiva de las mujeres: si para los primeros se desea un crecimiento en la formación y en la participación, sobre las segundas el obispo de Roma no duda en afirmar que «todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia… en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes» (n. 103). Todo el pueblo de Dios debe sentirse llamado a anunciar la alegría del Evangelio, mirando con simpatía y respeto a cada uno de los posibles protagonistas de la misión. El papa pide que se haga especialmente con respecto a las expresiones de la piedad popular: «Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Solo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres» (n. 125).

Francisco reserva una atención peculiar a aquella voz del diálogo de Dios con su pueblo que es la homilía: esta no necesita ser larga, sino que debe tender más bien a 187

anunciar con sencillez y profundidad la alegría del Evangelio. En este sentido, «quien predica debe reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto» (n. 137). En suma, la Iglesia es madre y debe predicar «al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado» (n. 139). Para corresponder a esta exigencia es necesario que el anuncio «exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa» (n. 165). Finalmente, el papa Francisco vuelve a la relación entre anuncio del Evangelio y cercanía a los pobres, mostrando su intrínseca necesidad. Elige centrarse en dos grandes cuestiones que considera fundamentales, hasta el punto de determinar el futuro de la humanidad: «Se trata, en primer lugar, de la inclusión social de los pobres y, luego, de la paz y el diálogo social» (n. 185). Son cuestiones que puede afrontar creíblemente solo una Iglesia que sea ella misma pobre y amiga de los pobres, según lo que pide y vive Jesús. Por eso, Francisco afirma: «Quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente… Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (n. 198).

El anuncio de la alegría del Evangelio a los pobres tendrá tanta más fuerza cuanto más se conjugue con el diálogo, que el papa Francisco ve abierto en todas las direcciones, en la acogida y en el respeto recíprocos de los interlocutores y en la exigencia de la voluntad común de obedecer a la verdad. Sin embargo, el diálogo más necesario de todos es con Aquel que nos habla en su Evangelio y que es la verdadera fuente de la alegría que hay que vivir y proponer a los demás: «La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva» (n. 264).

A este alimento debe unirse el amor a la gente, el saberse y quererse pueblo según el proyecto de Dios: «Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega» (n. 274).

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La fidelidad al cielo se conjuga así con la fidelidad al mundo presente, para llegar a ser una fidelidad única y exigente: la cantada por María en el Magnificat; la que hace de ella el ejemplo más elevado y creíble de la experiencia y del anuncio de la alegría del Evangelio (cf. nn. 284-288).

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NOTAS [1] Sobre la fe considerada en sus diferentes aspectos, cf. la encíclica del papa Francisco Lumen fidei, del 29 de junio de 2013, sobre la que me permito remitir a mi texto «La luce della fede. Un’introduzione all’Enciclica di Papa Francesco», en P A P A FR A N CISCO, Lumen fidei. L’Enciclica sulla fede, La Scuola, Brescia 2013, 5-32. [2] Ponencia en el Convegno della Diocesi di Trivento, 17 de septiembre de 2012. [3] E. REN A N , Vita di Gesù, Feltrinelli, Milano 1978, cap. XXVI, 181 (ed. esp.: Vida de Jesús, Ediciones Ibéricas, Madrid 1999). [4] G. W. F. HEGEL, Lezioni sulla filosofia della religione, ed. de E. Oberti y G. Borruso, 2 vols., Zanichelli, Bologna 1974, Parte Terza: II, 247 (ed. esp.: Lecciones sobre filosofía de la religión, Alianza, Madrid 1984). [5] JUA N DE LA CR UZ, «Puntos de amor n. 104», Dichos de luz y de amor, en Obras completas, revisión, introducciones y notas de J. Vicente Rodríguez y F. Ruiz Salvador, EDE, Madrid 19802, 122. [6] T OMÁ S DE CELA N O, Vita seconda di san Francesco d’Assisi, 95, en Fonti Francescane, Messaggero, Padova 1980, 630. [7] Conferencia impartida en la Pontificia Universidad Gregoriana el 25 de octubre de 2012. [8] JUA N P A BLO II, Carta encíclica Dominum et vivificantem (= DeV), 18 de mayo de 1986, n. 25. [9] V. LOSSKY , La teologia mistica della Chiesa d’Oriente, il Mulino, Bologna 1967, 160s. [10] Para un esbozo de los diversos modelos históricos, cf. S. DIA N ICH, Chiesa in missione. Per un’ecclesiologia dinamica, San Paolo, Milano 1985, 80-133 (trad. esp.: Iglesia en misión, Sígueme, Salamanca 1988). [11] A Diogneto VI,1-7, en Padres Apostólicos, Ciudad Nueva, Madrid 2000, 561-562. [12] S. DIA N ICH, Chiesa in missione, op. cit., 87. [13] Cf. S. DIA N ICH, Chiesa in missione, op. cit., 121. El episodio que provocó de forma extraordinaria la toma de conciencia de los límites del modelo de la misión ad gentes y de la urgencia de una visión más integral de la misión fue la publicación del libro de H. GODIN e Y. DA N IEL, France, pays de mission? (Les Éditions de l’Abeille, Paris 1943), donde, sin abandonar la idea de que la misión estuviera destinada «allí, donde aún no hay nada», se preguntaban si este «allí» no sería también un país como Francia, que, aun cuando estaba cristianizada desde hacía siglos, conocía ya en no pocos ambientes, sobre todo sociales, una descristianización tal que exigía una nueva y urgente acción misionera al servicio de la fe. [14] «Quantum quisque amat ecclesiam Christi, tantum habet Spiritum Sanctum»: A GUSTÍN DE HIP ON A , In Iohan. Evang. Tract., 32,8 [CChr 36,304] (ed. esp.: Comentario al Evangelio de san Juan y a la Primera epístola de san Juan, en Obra completa, BAC Madrid). [15] JUA N CR ISÓSTOMO, Homilia De capto Eutropio, c. 6 [PG 52,402] (ed. it.: Omelie per Eutropio, D’Auria, Napoli 1987). [16] La Chiesa madre dei credenti. La comunità che educa alla bellezza di Dio, Carta pastoral para el año 2013-2014. [17] Ponencia en el 36º Convegno delle Caritas Diocesane, Montesilvano, Pescara, 15 de abril de 2013, publicada con el título «Il dono della fede: l’icona dei Magi»: Il Regno/Documenti 58 (2013), 343-348.

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[18] C. M. MA R TIN I, L’itinerario spirituale dei Dodici, Apostolato della Preghiera, Roma 1981, 7s (trad. esp.: El itinerario espiritual de los doce: ejercicios ignacianos a la luz del Evangelio de Marcos , Mensajero, Bilbao 2012). [19] Ibid. [20] R. FA BR IS , Marco, Cittadella, Assisi 2005, 14. [21] Ibid., 15. [22] La fórmula fue acuñada por W. WR EDE , Il segreto messianico nei Vangeli, D’Auria, Napoli 1995 (orig. al.: Das Messiasgeheimnis in den Evangelien, Göttingen 1901; 19694). [23] B. STA N DA ER T, Il Vangelo secondo Marco, Borla, Roma 1984, 43. [24] Introducción a la obra monumental del mismo B. STA N DA ER T, Marco, vangelo di una notte, vangelo per la vita, Dehoniane, Bologna 2012. [25] Ibid., 7. [26] M. GUIDA CCI, «All’eterno», en Paglia e polvere, Rebellato, Padova 1961. [27] R. BA R SA CCHI, Marinaio di Dio, Nardini, Firenze 1985, 74. [28] E. BON O, I galli notturni, Garzanti, Milano 1952, 77. [29] BEN EDICTO XVI, Carta encíclica Deus caritas est, 25 diciembre de 2005, n. 1. [30] A. NEGR I, «Il dono», en Poesie, Mondadori, Milano 19663, 847s. [31] I R EN EO DE LY ON , Adversus Haereses III, 9, 2 (ed. it.: Contro le eresie e gli altri scritti, Jaca Book, Milano 1979, 232s). [32] G. P A P IN I, Storia di Cristo, Vallecchi, Firenze 2007, 540.549, palabras finales del libro. Publicada por primera vez en 1921 y reimpresa numerosas veces, la obra es considerada el «libro de la redención» del escritor más «irreverente» del siglo XX italiano (numerosas ediciones en español). [33] Conferencia pronunciada en el Convegno Catechistico Diocesano, Pretoro – Chieti, 6 de julio de 2013. [34] Cf. S. T R OMP , «De nativitate Ecclesiae ex Corde Jesu in Cruce»: Gregorianum 13 (1932), 489-527. Cf. también H. RA HN ER , L’ecclesiologia dei Padri, Paoline, Roma 1971, 289-394 («Flumina de ventre Christi»). [35] H. RA HN ER , L’ecclesiologia dei Padri, op. cit., 294. [36] Cf. K. DELA HA Y E , La Comunità, Madre dei credenti, Ecumenica Editrice, Cassano M. (Bari) 1974 (orig. fr.: Ecclesia Mater chez les pères des trois premiers siècles. Pour un renouvellement de la Pastorale d’aujourd’hui, Les Éditions du Cerf, Paris 1964), y H. RA HN ER , Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chiesa tratti dal primo millennio della letteratura cristiana, Jaca Book, Milano 1972. [37] K. DELA HA Y E , La Comunità, Madre dei credenti, op. cit., 110. [38] Ibid., 218. [39] H. RA HN ER , Mater Ecclesia, op. cit., 12. [40] QUODV ULTDEUS 16,1200).

DE

CA R TA GO, Sulla professione di fede per gli aspiranti al battesimo, III,12.13 (PL

[41] H. RA HN ER , Mater Ecclesia, op. cit., 30.

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[42] Ibid., 34. [43] JUA N CR ISÓSTOMO, Homilia De capto Eutropio, c. 6 [PG 52,402] (ed. it.: Omelia per Eutropio, D’Auria, Napoli 1987). [44] «Quantum quisque amat ecclesiam Christi, tantum habet Spiritum Sanctum»: In Iohan. Evang Tract., 32,8 [CChr 36, 304] (ed it.: Commento al Vangelo e alla prima epistola di san Giovanni, op. cit., 696). [45] A MBR OSIO DE MILÁ N , Hexaemeron 4, 8, 32 [CSEL 32, I, 138, 15-20] (ed. esp.: Los seis días de la creación, Ciudad Nueva, Madrid 2011). Cf. H. RA HN ER , L’ecclesiologia dei Padri, op. cit., 205ss. [46] Conferencia al Clero de Ancona, 18 de abril de 2013. [47] BEN EDICTO XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, 30 de septiembre de 2010. [48] J. F. LY OTA R D, Le postmoderne expliqué aux enfants, Éditions Galilée, Paris 1988, 27: «Nous avons assez payé la nostalgie du tout et de l’un, de la réconciliation du concept et du sensible, de l’expérience trasparente et communicable» [ed. esp.: La posmodernidad explicada a los niños, Gedisa, Barcelona 1987]. [49] A GUSTÍN

DE

HIP ON A , Enarrationes in Psalmos 64, 2s (ed. esp. en Obra completa, BAC, Madrid).

[50] A. NEHER , El exilio de la palabra: del silencio bíblico al silencio de Auschwitz, Riopiedras, Zaragoza 1999. [51] S. KIER KEGA A R D, Diario, ed. de C. Fabro, III, Morcelliana, Brescia 1980, 1229 (ed. orig.: VII1 A 131). [52] JER ÓN IMO, Comentario a Isaías [PL 24,17] (ed. esp. en Obras completas, BAC, Madrid). [53] A N A STA SIO SIN A ÍTA , Anagogica Contemplatio in Hexaemeron 4 (PG 89,1076 CD). [54] GR EGOR IO MA GN O, Registro delle lettere, 5, 46, en Lettere 2, Città Nuova, Roma 1996, 229. [55] JUA N DE LA CR UZ, «Puntos de amor n. 104», Dichos de luz y de amor, en Obras completas, revisión, introducciones y notas de J. Vicente Rodríguez y F. Ruiz Salvador, EDE, Madrid 19802, 122. [56] OR ÍGEN ES , In Joannem 1,6 [PG 14,31] (ed. it.: Commento al vangelo di Giovanni, UTET, Torino 1968). [57] Publicado en alemán con el título «Die Christologie und die Wahrheitsfrage», en G. Augustin, K. Krämer y M. Schulze (eds.), Mein Herr und mein Gott. Christus be-kennen und verkünden, Festschrift für Walter Cardinal Kasper zum 80. Geburtstag, Herder, Freiburg i.Br. 2013, 86-100 (trad. esp., del texto original italiano, en G. Augustin [ed.], Jesús es el Señor. Cristo en el centro, Sal Terrae, Santander 2014, 137-157; reproducimos en el presente volumen esta traducción, pero incorporando los pequeños cambios introducidos en el texto italiano revisado). [58] Cf. lo que afirma JUA N P A BLO II en la encíclica Fides et ratio (14 de septiembre de 1998), n. 2. [59] Cf. W. KA SP ER , Das Absolute in der Geschichte. Philosophie und Theologie der Geschichte in der Spätphilosophie Schellings (ed. orig., 1965), Herder, Freiburg i.Br. 2010 (trad. esp.: Lo absoluto en la historia [Obra Completa de Walter Kasper 11], Sal Terrae, Santander 2015). [60] Génesis Rabbah LXXXI, 2. [61] Cf. E. LÉV IN A S , Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, Den Haag 1974, 19782 (trad. esp.: De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1995). [62] Cf. E. LÉV IN A S , Totalité et Infini. Essai sur l’extériorité, Den Haag 1961 [LGF, Paris 1990] (trad. esp.:

192

[62] Cf. E. LÉV IN A S , Totalité et Infini. Essai sur l’extériorité, Den Haag 1961 [LGF, Paris 1990] (trad. esp.: Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1997). [63] G. W. F. HEGEL, Phänemonologie des Geistes, ed. de H.-F. Wessels y H. Clairmont (Philosophische Bibliothek 414), Hamburg 1988, pp. 14s (trad. esp.: Fenomenología del espíritu, trad. de W. Roces y R. Guerra, Fondo de Cultura Económica, México / Buenos Aires 1966, aquí p. 16) [64] Ibid., pp. 13s. El texto alemán dice: «Es kommt nach meiner Einsicht, welche sich nur durch die Darstellung des Systems selbst rechtfertigen muss, alles darauf an, das Wahre nicht als Substanz, sondern eben so sehr als Subjekt aufzufassen und auszudrücken». [65] G. W. F. HEGEL, Vorlesungen über die Philosophie der Religion, ed. de G. Lasson (1925), 2 vols., reimpr. Hamburg 1966 (Philosophische Bibliothek 61 y 63), II, Halbband 2, p. 32 (trad. esp.: Lecciones sobre la filosofía de la religión, 3 vols., Alianza, Madrid 1990). [66] Ibid. [67] G. W. F. HEGEL, Fenomenología del espíritu, op. cit., p. 441. [68] G. W. F. HEGEL, Vorlesungen über die Philosophie der Religion, op. cit., p. 35. [69] Ibid. [70] Cf., p. ej., ibid., p. 36. [71] Cf. ibid., pp. 57 y 61. [72] Estas lecciones fueron publicadas después de su muerte y probablemente constituyen la expresión más clara del pensamiento tardío de Schelling: Philosophie der Offen-barung (edición original alemana, 1858), Darmstadt 1990, II, pp. 4-6 (trad. esp.: Filosofía de la revelación, I. Introducción, estudio preliminar y traducción española de J. Cruz Cruz, Universidad de Navarra, Pamplona 1998). [73] Ibid., II, pp. 114 y 115s. Cf. toda la lección XXIV sobre el tema de la revelación: pp. 113ss. [74] Ibid., 114 y 120; II, pp. 11s. [75] Cf. W. KA SP ER , Das Absolute in der Geschichte. Philosophie und Theologie der Ge-schichte in der Spätphilosophie Schellings, op. cit. Cf. también F. T OMA TIS , Kenosis del Logos. Ragione e rivelazione nell’ultimo Schelling, Roma 1994. [76] F. W. SCHELLIN G, Philosophie der Offenbarung, op. cit., II, p. 121; II, pp. 12s. [77] H. G. GA DA MER , Wahrheit und Methode, Tübingen 1960, p. 261 (trad. esp.: Verdad y método, Sígueme, Salamanca 200712, p. 344). [78] W. KA SP ER , Die Methoden der Dogmatik. Einheit und Vielheit, Kösel, München 1967, p. 70 (trad. esp.: Unidad y pluralidad en teología: Los métodos dogmáticos, Sígueme, Salamanca 1969). [79] Ibid., pp. 76s. [80] Ibid., p. 78. [81] K. BA R TH, Einführung in die evangelische Theologie, Zurich 19622, p. 73. [82] M. CA CCIA R I, «Filosofia e teologia», en P. Rossi (dir.), La filosofia, vol. II, UTET, Torino 1995, p. 414. Sobre esta temática, cf. B. FOR TE , Confessio theologi. Ai filosofi, Cronopio, Napoli 1995. [83] Cf. las reflexiones de E. LÉV IN A S , Totalité et Infini, op. cit., e ÍD., Autrement qu’être ou au-delà de l’essence, op. cit.

193

[84] Para los temas tratados en estas páginas remito al lector a los volúmenes de mi Simbolica Ecclesiale, San Paolo, Cinisello Balsamo 1981-1996, especialmente al vol. VII: Teologia della storia. Saggio sulla rivelazione, l’inizio e il compimento, 19912 (trad. esp.: Teología de la historia, Sígueme, Salamanca 1995), así como a la obra que he dedicado específicamente a la relación entre filosofía y revelación: In ascolto dell’Altro, Morcelliana, Brescia 19982. [85] Conferencia pronunciada en la Assemblea Diocesana dei Catechisti, Vasto, 20 de enero de 2013. [86] «Symbolum est regula fidei brevis et grandis: brevis numero verborum, grandis pondere sententiarum»: A GUSTÍN , Sermo 59, In Mt 6,9-13, De Oratione Dominica ad Competentes, 1.1 (ed. it.: Sull’orazione domenicale ai candidati al battesimo, en Opera omnia XXX/1, Città Nuova, Roma 1983; ed. esp.: en Obra completa, BAC, Madrid). [87] BER N A R DO DE CLA R A V A L, In Cantica Canticorum 59,9 [PL 183,1065 D] (ed. esp.: Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Alpuerto, Madrid 2000). [88] H.

DE

LUBA C, Esegesi medievale. I quattro sensi della Scrittura, Paoline, Roma 1972, I, 349.

[89] K. RA HN ER , Tu sei il silenzio, Queriniana, Brescia 201311 (nueva ed.), 19s. [90] A MBR OSIO DE MILÁ N , Epistola 52,5 [PL 16,1174] (ed. it.: Lettere, en Opera omnia 21/3, Città Nuova, Roma 1989). [91] RUFIN O DE A QUILEY A , Expositio Symboli 2 [CCL 20,134-135] (ed. esp.: Comentario al símbolo apostólico, Ciudad Nueva, Madrid 2001). [92] GR EGOR IO DE NISA , Omelie sulle beatitudini, Paoline, Milano 2011 (PG 44,1263-1266). [93] CIR ILO DE JER USA LÉN , «Catequesis 5 sobre la fe y el símbolo», 12, en Catequesis, Ciudad Nueva, Madrid 2006 (cf. PG 33,519). [94] Conferencia impartida en la 62a Settimana Nazionale di Aggiornamento Pastorale, Orvieto, 28 de junio de 2012. [95] A GUSTÍN 114).

DE

HIP ON A , De civitate Dei II,18,3 (ed. esp.: La ciudad de Dios, BAC, Madrid 20076, vol. I,

[96] Relevantes en ese sentido son las ideas fundamentales expuestas por BEN EDICTO XVI en Caritas in veritate, 29 de junio de 2009. [97] Mateo y Marcos, que se dirigen a cristianos de procedencia judía, no advierten la necesidad de esta explicitación, puesto que para el judío la idea de memorial estaba inmediatamente conectada con la de celebración pascual. No obstante el silencio que sobre este aspecto mantienen estas dos redacciones evangélicas, existe una consonancia de fondo entre los textos de la institución que captan en lo que Jesús hizo en la Cena un acontecimiento cuyo memorial (es decir, su memoria viva y actualizadora) debe ser celebrado. [98] CA TA LIN A DE SIEN A , Lettera 373, en Le lettere di S. Caterina da Siena, ed. de P. Misciattelli, Marzocco, Firenze 1939. [99]. Según la tradición, oración escrita de su propio puño por la analfabeta Catalina, movida por un impulso superior: T. CA FFA R IN I, Supplemento alla vita di santa Caterina da Siena, Lucca 1754, I, I, 10. [100] Conferencia dictada en Praga en el Istituto Italiano di Cultura, el 18 de enero de 2012, con ocasión de la reapertura de la Chiesa della Congregazione degli Italiani. Publicada con el título «Il Tempio: memoria, compagnia e profezia del Dio-con-noi», en Praedica Verbum. Scritti in onore del Cardinal Gianfranco Ravasi nel suo 70º compleanno, Ambrosianeum, Milano 2013, 79-88.

[101] A MBR OSIO DE MILÁ N , De Spiritu Sancto, 3, 11, 80 (ed. esp.: El Espíritu Santo, Ciudad Nueva, Madrid

194

[101] A MBR OSIO DE MILÁ N , De Spiritu Sancto, 3, 11, 80 (ed. esp.: El Espíritu Santo, Ciudad Nueva, Madrid 1998). [102] Conferencia impartida en el Convegno Nazionale delle Presidenze Diocesane dell’Azione Cattolica Italiana, Roma, 26 de abril de 2013. [103] T OMÁ S

DE

A QUIN O, Summa Theologiae 1 q. 46 a. 2.

[104] I R EN EO, Adversus Haereses, IV, 20, 7 (trad. it., Contro le eresie e altri scritti, op. cit., 349). [105] CON CILIO V A TICA N O II, Constitución Gaudium et spes, n. 34. Cf. también la encíclica Laborem exercens de JUA N P A BLO II (1981). [106] Cf. BEN ITO DE NUR SIA , La Regola, Texto, versión y comentario de A. Lentini, Montecassino 1980², cap. 48, 418ss (ed. esp.: Regla, BAC, Madrid 2009). [107] Donde sucediera esto, el trabajo humano contribuiría a la crisis ecológica, no sin razón atribuida al desfase entre los «tiempos históricos» y los «tiempos biológicos», entre los tiempos rapidísimos de la tecnología y los tiempos lentísimos de la biología; cf. E. T IEZZI, Tempi storici, tempi biologici, Garzanti, Milano 1984. [108] I GN A CIO DE LOY OLA , Ejercicios espirituales, Cuarta semana: «Contemplación para alcanzar amor», Sal Terrae, Santander 2010, 80-81. [109] D. STA N ILOA E , La preghiera di Gesù e lo Spirito Santo, Città Nuova, Roma 1988, 23 (ed. esp.: Oración de Jesús y experiencia del Espíritu Santo, Narcea, Madrid 1997). [110] A. HESCHEL, Il Sabato, Garzanti, Milano 1987, 163 (ed. esp.: El shabat: su significado para el hombre de hoy, Desclée de Brouwer, Bilbao 1998). [111] FR A N CISCO DE A SÍS , Regola non bollata (1221), 17,17ss.: 49. Cf. C. B. DEL ZOTTO, «Creato», en Dizionario Francescano, Padova 1983, 279-299. [112] E. LÉV IN A S , Totalità e infinito. Saggio sull’esteriorità, Jaca Book, Milano 1980, 23 (ed. esp.: Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 2012). [113] Para cuanto sigue remito para un desarrollo articulado y documentado a mi libro L’uno per l’Altro. Per un’etica della trascendenza, Morcelliana, Brescia 2003. [114] Cf. J. RA TZIN GER , La fraternidad de los cristianos, Sígueme, Salamanca 2005. [115] P. LE FOR T, Les structures de l’église militante selon Saint Jean, Labor et Fides, Genève 1970, 172. [116] CIP R IA N O DE CA R TA GO, De Oratione Dominica 23 [PL 4,553] (ed. esp. en Obra completa, BAC, Madrid 2013). [117] Intervención en el Convegno dell’Azione Cattolica Diocesana – Chieti, 24 de noviembre de 2012. [118] Z. BA UMA N , Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid 2002. [119] Lectio divina con los consagrados, 2 de febrero de 2013, Catedral de Chieti. [120] A.-M. P ELLETIER , Il Cristianesimo e le donne, Jaca Book, Milano 2000, 18. [121] Ibid., 21. [122] Ibid., 27. [123] Ibid., 29.

195

[124] Ibidem. [125] La primera parte de este capítulo surgió como Presentazione del Progetto dei Centri Aggregativi Giovani en mi archidiócesis, el 17 de marzo de 2006. La carta (cf. infra, «3. Carta a los jóvenes, protagonistas del mundo que vendrá») la presenté en la Assemblea Diocesana dei Giovani, 3-4 de enero de 2013. [126] Conferencia inaugural en el Congreso Internacional de la Asociación Europea de Teología Católica – AETC, Bressanone, 29 de agosto de 2013. [127] T OMÁ S

DE

A QUIN O, Summa contra Gentiles, I, 49, 5.

[128] F. NIETZSCHE , La Gaia Scienza, Aforismo 125, trad. de F. Masini, Adelphi, Milano 1977, 162s (ed. esp.: La gaya ciencia). [129] El mismo sentido de laceración profunda se encuentra en la página que marca propiamente el comienzo del tema de la muerte de Dios en la conciencia europea, el Sueño de Cristo muerto, escrito a finales del siglo XVIII por Jean Paul Richter, poeta romántico alemán: cf. Jean P A UL, Alba del nihilismo, Istmo, Madrid 2005. [130] E. MON TA LE , «Noi non sappiamo quale sortiremo domani», en Ossi di seppia: Tutte le poesie, Mondadori, Milano 19894, 58. [131] Cf. K. RA HN ER , Oyente de la palabra, Herder, Barcelona 2009. [132] I racconti dei Chassidim, ed. de M. BUBER , Garzanti, Milano 1979, 647 (ed. esp.: Cuentos jasídicos, Paidós, Barcelona 1993). [133] Cf. M. HEIDEGGER , «Lettera sull’umanismo», en Íd., La dottrina di Platone sulla verità. Lettera sull’umanismo, Torino 1975, 105 (ed. esp.: Carta sobre el humanismo, Taurus, Madrid 1970). [134] «Non est status in via Dei, ipsa mora peccatum est»: M. LUTER O, Psalmus 118, Scholae, WA 4, 364, 17ss. Lutero se refiere explícitamente, pero no literalmente, a la Epistula 91,3 de san Bernardo. [135] M. GUIDA CCI, «All’eterno», en Paglia e polvere, Rebellato, Padova 1961. [136] Sobre estos temas remito a la primera parte de mi volumen Teologia della storia. Saggio sulla rivelazione, l’inizio e il compimento, Edizioni San Paolo, Cinisello Balsamo 19912. [137] Cf. I GN A CIO DE A N TIOQUÍA , Ad Magnesios 8,2, según la edición crítica de Funk, 1,236, que recupera el texto original. El texto de PG 5,669s, basado en códices posteriores influidos por sospechas antignósticas, antepone una negación: «no salido del silencio». Cf. ed. esp.: Carta a los Magnesios, vol. 1, Ciudad Nueva, Madrid 1999, 133. [138] JUA N DE LA CR UZ, «Puntos de amor n. 104», Dichos de luz y de amor, en Obras completas, revisión, introducciones y notas de J. Vicente Rodríguez y F. Ruiz Salvador, EDE, Madrid 19802, 122. [139] K. RA HN ER , Tu sei il silenzio, Queriniana, Brescia 201311 (nueva ed.), 37. [140] BER N A R DO DE CLA R A V A L, Sermones super Cantica Canticorum, 33.16 (ed. esp.: Sermones sobre el Cantar de los Cantares, Alpuerto, Madrid 2000). [141] S. KIER KEGA A R D, Esercizio del cristianesimo, en Íd., Opere, ed. de C. Fabro, Sansoni, Firenze 1972, 730 (ed. esp.: Ejercitación del cristianismo, Trotta, Madrid 2009). [142] JUA N DE LA CR UZ, «Noche oscura», en Obras completas, revisión, introducciones y notas de J. Vicente Rodríguez y F. Ruiz Salvador, EDE, Madrid 19802, 98-99.

196

[143] M. HOR KHEIMER y Th. W. A DOR N O, Dialettica dell’Illuminismo, Einaudi, Torino 1966, 11: «The fully enlightened earth radiates disaster triumphant», en Dialectic of Enlightenment (1944), Seabury Press, New York 1969, 3 (ed. esp.: Dialéctica de la Ilustración, Akal, Madrid 2007). [144] Conferencia impartida en el Museo Michetti de Francavilla al Mare (Chieti) el 24 de septiembre de 2013. [145] «Pour l’autre clarté» (1965), en Marc Chagall 1887-1985, Éditions de la Réunion des Musées Nationaux, Paris 1998. [146] H. U.

V ON

BA LTHA SA R , Gloria. 1. La percepción de la forma, Ediciones Encuentro, Madrid 1985, 23.

[147] «Solo quien gusta la revelación del infinito en la forma finita es no solo “místico”, sino “esteta”»: H. U. BA LTHA SA R , Gloria. 2. Estilos eclesiásticos, Ediciones Encuentro, Madrid 1986, 116.

V ON

[148] Según la famosa pregunta que el joven Hipólito, desde el lecho de muerte, hace al príncipe Myskin en El idiota de Fiódor M. Dostoyevski. [149] Citado por T. ŠP IDLÍK, «L’unità spirituale dell’Europa», en Íd., Alle fonti dell’Europa. Miscellanea, vol. I, Pubblicazioni del Centro Aletti, Lipa, Roma 2004. [150] Intervención en Chieti y en Vasto con ocasión de la «Quaestio Quodlibetalis» con Marco Frisina, 23-24 de enero de 2012. [151] A GUSTÍN DE HIP ON A , Enarrationes in Psalmos 137 [PL 37,1775] (ed. esp.: Enarraciones sobre los salmos, Obra completa, BAC, Madrid). [152] A GUSTÍN

DE

HIP ON A , Confesiones, l. X, c. 33.

[153] D. KIMCHI, Commento ai Salmi, Città Nuova, Roma 2001, vol. III, 303. [154] A GUSTÍN

DE

HIP ON A , Confesiones, 1,1.

[155] A. NEHER , L’esilio della Parola. Dal silenzio biblico al silenzio di Auschwitz, Marietti, Casale Monferrato 1983, 178 (ed. esp.: El exilio de la palabra: del silencio bíblico al silencio de Auschwitz, Riopiedras Ediciones, Zaragoza 1997). [156] K. RA HN ER , Tu sei il silenzio, Queriniana, Brescia 201311 (nueva ed.), 37. [157] Conferencia pronunciada en la Abbazia di san Giovanni in Venere, Fossacesia, Chieti, el 19 de junio de 2013. [158] D. A LIGHIER I, Paraíso XXIV,64. [159] Publicado originalmente con el título «Vita e morte: teologia di un conflitto», en La sapienza del cuore. Omaggio a Enzo Bianchi, Einaudi, Torino 2013, 551-560. [160] M. HEIDEGGER , Essere e tempo, ed. de P. Chiodi, UTET, Torino 19862, 377s. (§ 50) (ed. esp.: Ser y tiempo). [161] C. P A V ESE , «Verrà la morte e avrà i tuoi occhi» (22 de marzo de 1950), en Íd., Le poesie, Einaudi, Torino 1998, 136. [162] F. ROSEN ZWEIG, La stella della redenzione, Marietti, Casale Monferrato 1985, 3 (ed. esp.: La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 2006). [163] Ibid., 454. [164] G. W. F. HEGEL, Fenomenologia dello spirito, trad. de E. De Negri, La Nuova Italia, Firenze 1973, 152 (ed. esp.: Fenomenología del espíritu).

197

[165] Cf. el análisis de Ph. A R IÈS , L’uomo e la morte dal medioevo a oggi, Laterza, Bari 1985, esp. 659-711. [166] D. BON HOEFFER , Etica, ed. de I. Tödt, H. E. Tödt, E. Feil y Cl. Green, Queriniana, Brescia 1995, 105.107 (ed. esp.: Ética, Trotta, Madrid 2000). [167] R. BA R SA CCHI, Le notti di Nicodemo, Thule – Romano Editore, Palermo 1991, 11. [168] Intervención en la entrega del Premio «Socrates Parresiastes» en L’Aquila, el 10 de enero de 2013. [169] Basta con recordar S. A LEIJEM, Cantico dei Cantici. Un amore di gioventù in quattro parti, Adelphi, Milano 2004. [170] M. OV A DIA , L’ebreo che ride, Einaudi, Torino 1998. [171] Cf. L. GIN ZBER G, Le leggende degli Ebrei – I: Dalla creazione al diluvio, ed. de E. Loewenthal, Adelphi, Milano 1995, 27s.

198

Índice Portada Créditos Índice Introducción Primera parte: En las fuentes de la fe 1. Al comienzo, la experiencia de un encuentro[2] 2. El Espíritu Santo y la transmisión de la fe[7] 1. La Iglesia como «kénosis» del Espíritu: los modelos históricos de la transmisión de la fe 2. La transmisión de la fe como «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del sujeto de la misión 3. La transmisión de la fe, inseparablemente «kénosis» y «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del mensaje y de los destinatarios Conclusión 3. La Iglesia, sujeto de la transmisión de la fe[16] 1. La Iglesia, Madre de los creyentes 2. ¡Creo la Iglesia! 3. La Iglesia comunión 4. Una comunión necesaria para vivir 5. Una comunidad que educa evangelizando 6. La Iglesia del diálogo y de la misión 7. La Iglesia del amor

Segunda parte: La fe transmitida

2 3 5 8 12 13 20 20 24 26 27 29 29 30 30 31 32 33 34

36

4. Educar en la fe activa en la caridad[17] 1. Educar en la fe: posibilidad y fundamento a partir del Evangelio de Marcos 2. Educar en la fe: las etapas de un camino, en la escuela de los Magos 5. ¿Cómo llegar a ser adultos en la fe?[33] 1. La transmisión de la fe (traditio fidei) 2. El asentimiento de la fe (receptio fidei) 3. El anuncio de la fe (redditio fidei)

Tercera parte: La fe profesada

37 37 39 49 49 51 53

58 199

6. Fe y palabra de Dios[46] 1. El Vaticano II y el redescubrimiento de la centralidad de la palabra de Dios para la fe 2. La espera de la palabra de Dios, buena noticia para todas las soledades 3. La autocomunicación divina: Deus dixit – ¡Dios habló y nos habla! 4. La Iglesia, criatura y casa de la Palabra 5. Acoger la Palabra en la obediencia de la fe 7. La verdad de la fe[57] 1. La verdad como Sujeto absoluto: Hegel 2. La verdad como libertad: Schelling 3. La verdad como llegada del Otro: la analogía cristológica 8. ¿Por qué un Símbolo de la fe?[85]

Cuarta parte: La fe celebrada

59 59 62 64 66 69 72 74 76 79 84

89

9. Eucaristía y transmisión de la fe[94] 90 1. De la eucaristía brota el compromiso para la renovación de la sociedad 92 en la perspectiva de la primacía del Espíritu 2. De la eucaristía brota la renovación social bajo el signo de la comunión y 93 de la solidaridad 3. De la eucaristía brota una ética del servicio nutrida por el Pan de vida 95 4. De la eucaristía brota la renovación social bajo el emblema de la reforma 96 permanente y de la esperanza más grande 10. El Templo: donde se celebra y se transmite la fe[100] 99 1. El Templo como «memoria» de nuestro origen 99 2. El Templo, signo de la Presencia divina, lugar de alianza 103 3. El Templo, signo de la esperanza que no decepciona 105 Conclusión 107

Quinta parte: La fe vivida

108

11. Testigos de la fe, custodios/guardianes de la vida[102] 1. El hombre, custodio de la creación 2. El hombre, custodio del otro 3. El hombre, custodio de Dios, custodiado por él en la Iglesia del amor 12. La familia, ámbito vital de la transmisión de la fe[117] 13. Mujeres de la fe, protagonistas del anuncio[119] 14. Los jóvenes y la fe[125] 1. ¿Hijos de la posmodernidad? Los jóvenes en el tiempo de la «crisis» 2. ¿En busca del sentido perdido? Organizar la esperanza 200

109 109 113 116 120 126 131 131 132

3. Carta a los jóvenes, protagonistas del mundo que vendrá

Sexta parte: La fe en diálogo

134

138

15. La fe y el diálogo con quien no cree[126] 1. El éxodo: la condition humaine 2. El adviento: el Dios que «tiene tiempo» para el hombre 3. El encuentro: donde el hombre tiene tiempo para Dios. La fe y el diálogo con quien no cree 16. La vía de la belleza para la transmisión de la fe[144] 1. ¿Por qué hablar de fe y belleza? 2. ¿Qué relación hay entre fe y belleza? 3. El giro decisivo 4. ¿Qué significa todo esto para nosotros? 17. ¿Puede la música transmitir la fe?[150] 1. Celebrar y alabar a Dios 2. Dar voz a la nostalgia de la Patria celestial 3. Educar en la escucha del silencio

Séptima parte: La fe en camino

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18. Fe y vida teologal[157] 1. La fe entre los dos Testamentos 2. Testigos del Dios que vive en nosotros 3. De la fe procede la fuerza 19. La fe que vence a la muerte[159] 1. La herida de la pregunta ineludible 2. El eclipse de la muerte 3. Retornar a la muerte… 4. … a «aquella muerte» 5. Para vivir la «transgresión» suprema en la fe

Octava parte: En el umbral

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20. La sonrisa de Dios[168] 1. ¿Puede Dios sonreír? 2. Entre lejanía y proximidad 3. En el espacio de la humildad

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Apéndice

180

Fe y anuncio: De la Lumen fidei a la Evangelium gaudium 1. La luz de la fe 201

181 181

2. 3. 4. 5.

Un encuentro que ilumina la vida y su más allá La alegría de la fe Por una conversión pastoral al servicio de la evangelización Fiel a Dios y fiel a la gente: la Iglesia del Evangelio

Notas

182 184 186 187

190

202

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